Niles Douglas - Dragonlance - Trilogia El Despertar de Solamnia 03 - La Medida y La Verdad

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 217

El nuevo imperio solámnico resurge de entre las cenizas de la guerra.

A su mando,
un único hombre: un caballero, un guerrero y… un dictador movido por una ambición tal
que se apodera de las vidas de aquellos que salen en su ayuda.
Pero aparecerá un viejo enemigo, más poderoso que nunca, dispuesto a retarlo.
Otros peligros, mortales y mágicos, lo acechan tras las puertas de su propio hogar. El futuro
emperador deberá enfrentarse a la peor de las amenazas que se hayan cernido sobre él en
todos los años de su pérfida vida.
Douglas Niles

La Medida y la Verdad

El despertar de Solamnia - 3
Título original: Mesvie and the Truth

Douglas Niles, 2007

Traducción: Rocío Monasterio

Ilustraciones: J. P. Targete
A los hombres de las montañas:
Johnny Mac, Fred Baxter,
Pat Seghers y Mike Wesling
Prólogo

El despertar de Solamnia

Su mismo nombre está cargado de historia, leyenda y antiguas glorias: Solamnia.


Se remonta a la Era de los Sueños y a una época que dio paso a la Era de la Luz. Se
trata de un lugar que debe su nombre a un hombre de leyenda. Fue un general, un rebelde y
un emperador que alcanzó glorias más altas que ningún rey.
Vinas Solamnus fue el más extraño de todos los héroes, un líder por naturaleza que
supo reconocer el error en su propia causa y que pasó de ser un agente del poder imperial a
la personificación de la justicia y la virtud. En su metamorfosis, forjó su propia nación. Al
principio, formaba parte del poderoso imperio de Ergoth, pero acabó convirtiéndose en un
imperio por sí mismo.
Solamnus fundó la orden de los caballeros que todavía ostenta su nombre y defiende
los principios que él estableció, reflejados en el Código y la Medida. Est Sularus oth
Mithas. «Mi honor es mi vida». Así fue el fundador, y así es todo aquel que promete lealtad
a los Caballeros de Solamnia.
Cuando la Era de la Luz dio paso a la Era del Poder, los caballeros solámnicos se
convirtieron en la mayor esperanza del mundo y tuvieron que combatir en una cruenta
lucha. Su triunfo trajo la supervivencia de la libertad y de la bondad, y la supremacía de los
mortales en Krynn. Huma, un héroe sin igual, demostró la verdad y el poder eternos que
residían en el Código y la Medida.
Pero en los comienzos de esa guerra, que estalló más de diez siglos antes del
comienzo de nuestra historia, el Imperio y su credo empezaron a resquebrajarse. Empujados
sin compasión por las fuerzas de la modernidad y la oposición, los Caballeros de Solamnia
se vieron relegados a las sombras y fueron acusados, ¡injustamente!, de infinitas crueldades
del mundo. Los caballeros se convirtieron en forajidos, sus ciudades y naciones quedaron
reducidas a mezquinos feudos, a dominios de señores de la guerra y de duques y
mercaderes avariciosos.
Tras el Cataclismo y los largos siglos de la Era de la Oscuridad que lo siguieron, la
nación se deshizo y su caballería cayó en la desgracia y el caos. Injustamente acusados una
vez más, los Caballeros de Solamnia tuvieron que vivir ocultos, pues incluso los perseguían
y daban muerte. Fue necesario que se produjera el retorno de los dragones y estallara la
Guerra de la Lanza para que la larga noche de Solamnia diera paso a la luz del día. Otro
héroe inmortal, en esta ocasión el caballero Sturm Brightblade, guio la orden hacia el
nacimiento de una nueva era.
Pero aquél fue un nacimiento marcado por la violencia e innumerables horrores. La
joya de la corona de Solamnia, la ciudad de Palanthas, sufrió el azote del brutal ataque del
Señor del Dragón Kitiara, que provocó daños terribles. Las tormentas mágicas asolaron la
ciudad y un poderoso hechizo hizo desaparecer del mundo conocido la Torre de la Alta
Hechicería, símbolo de Palanthas desde antes incluso que la ciudad existiera.
Cuando el Señor del Dragón Khellendros reclamó para sí el norte de Ansalon,
territorio que incluía Palanthas, parecía que el futuro de la ciudad sería cualquier cosa
menos sencillo. Sin embargo, los ciudadanos no sólo lograron sobrevivir, sino que
consiguieron prosperar gracias al comercio, savia de la vida que siempre había corrido por
las venas de Solamnia. Khellendros fue asesinado y los caballeros negros gobernaron
aquellas tierras durante algún tiempo. Pero, poco después de que terminara la Guerra de los
Espíritus, los Caballeros de Solamnia lanzaron un ataque coordinado y reclamaron el
corazón de su antigua nación. Corría el año 40 d. C.
Incluso entonces, las tierras de aquella nación histórica carecían de alma, de una
fuerza que las uniera. Bajo el aparente gobierno del señor regente Bakkard du Chagne,
nombrado señor solámnico de Palanthas por la Asamblea del Poder Supremo, las viejas
ciudades se repartieron entre los caballeros nobles considerados merecedores de ostentar tal
poder. Caergoth, Solanthus, Thelgaard, Vingaard y Garner se convirtieron en ciudades—
estado independientes. No formaban, en sentido alguno, una nación unida.
Du Chagne era un príncipe de los comerciantes que acumulaba una fabulosa riqueza
en lingotes de oro puro. Éstos estaban encantados para que brillaran con un resplandor
mágico a través de los enormes ventanales de lo más alto de la torre que él había bautizado
como la Aguja Dorada. Lo único que le importaba era seguir acumulando riquezas en
Palanthas y abandonó a su suerte a las ciudades de las llanuras, donde los duques
gobernaban como les placía…
Hasta que una nueva amenaza puso en peligro la paz de aquellas llanuras, en la
forma de un bárbaro semigigante que respondía al nombre de Ankhar y que se llamaba a sí
mismo la Verdad. Ankhar era la marioneta de un dios maligno, Hiddukel, el Príncipe de las
Mentiras, pero él no se daba cuenta de que no era señor de sus actos. Nacido en las
montañas Garner, Ankhar reunió una horda de goblins, ogros, draconianos y criaturas de
esa calaña. En el año 42 d. C., bajó de las altas cumbres para sembrar el terror en las
llanuras, en una cruenta guerra que se alargó durante casi tres años. Garner y Thelgaard
fueron saqueadas, y Solanthus se enfrentó a un sitio que duró más de un año.
Entonces, por fin, apareció el ansiado líder que volvería a unir el antiguo reino.
Jaymes Markham no era noble de linaje, por sus venas no corría sangre de reyes ni duques.
Sin embargo, era un líder por naturaleza y un general de inigualable destreza. A su favor
jugó el descubrimiento de un compuesto explosivo, un polvo negro que él sabía utilizar con
considerable eficacia en los campos de batalla. Contaba también con la ayuda de una joven
dama de la magia, una hechicera prodigiosa que se había entregado a la causa de Solamnia
y que luchaba incansablemente a su lado. Coryn la Blanca era su nombre.
Se hicieron amantes y quizá hubo un tiempo en el que incluso estuvieron
enamorados. Pero el hombre que gobernaría toda una nación sintió la llamada de
compromisos más altos. Jaymes Markham se casó con Selinda du Chagne, la princesa de
Palanthas e hija del Gobernador Mayor. A través de ella, Jaymes podía reclamar y tener
acceso a las riquezas casi infinitas de su padre. Parecía que nada podría detenerlo.
Como señor mariscal de todos los ejércitos solámnicos, Jaymes Markham dirigió la
ofensiva contra el invasor y demostró que, en realidad, la Verdad era una mentira. Poco a
poco, a cambio de muchas vidas y riquezas, los humanos y sus aliados empujaron a los
bárbaros de Ankhar de nuevo hacia las tierras del interior. Las tres órdenes de caballeros —
la Rosa, la Corona y la Espada— por fin servían a un mismo señor y lograron derrotar a la
horda invasora en la batalla de las Montañas, una memorable lucha, larga como el día, que
se libró a los pies de las montañas Garnet.
Con aquella costosa victoria, desaparecieron los últimos vestigios del poder ducal.
En el campo de batalla, los caballeros aclamaron a su señor mariscal con más honores que
ningún noble de su tiempo. Se convirtió en el señor de las antiguas naciones de Solamnia,
aquellas que habían sobrevivido a tantas penurias, y con ellas formó un imperio. Él mismo
ocupó el trono del emperador.
1

El paseo del emperador

Era importante dejarse ver.


Jaymes conocía esa máxima del liderazgo desde sus días como sargento en el frente.
Para ser un líder, tenía que ser visto en acción, aceptando los mismos riesgos que los
hombres que estaban a sus órdenes. En el pasado, había puesto en práctica ese principio
como capitán de los Caballeros de la Rosa, en los tiempos en que servía a lord Lorimar
como su edecán. Como señor mariscal, se había asegurado de que todos los soldados de sus
cuatro ejércitos reconocieran su rostro.
Como emperador, se esforzaría con igual ahínco en que el pueblo de su Imperio lo
conociera igual de bien.
Por eso, aunque su ejército ya estuviera concentrado a las puertas de Palanthas,
planeando y preparando una nueva campaña, él se tomaba el tiempo necesario para recorrer
a caballo las calles de la grandiosa ciudad. Contaba con una guardia personal de cien
hombres, los Caballeros Libres —que se sentirían honrados por poder acompañarlo—, pero
en aquella ocasión no necesitaba tal despliegue. Más bien representaría la valentía… y la
calma. Con un único hombre de armas, el fiel y capaz sargento Ian, que cabalgaba su lado,
el emperador paseaba lentamente por las calles de Palanthas, a lomos de su caballo blanco.
No era la montura que escogería para la batalla, pero era magnífica para exhibirse. Salió de
su palacio, un edificio nuevo que se alzaba en la gran plaza central de la ciudad, cruzó los
animados barrios comerciales y pasó por delante de las mansiones de los nobles y los
comerciantes.
Se adentró en la ciudad nueva, aquel sinfín de construcciones que se habían
extendido fuera de la gran muralla, a pesar de que despreciaba abiertamente aquel barrio,
dominado por el palacio del señor regente y su esbelta torre, la Aguja Dorada. Cruzó las
puertas y volvió a adentrarse en el reino de las tabernas y las casas gremiales del muelle.
Allí aceptó los vítores de los soldados veteranos, conversó amablemente con las mujeres y
los niños, alabó por igual a obreros y nobles, resaltando su trabajo, sus talentos e incluso
sus maneras y ropajes.
En los cruces de las grandes avenidas de la ciudad, se topó con grupos de
numerosos ciudadanos, pues los heraldos lo habían precedido y se afanaban en que nadie se
quedara sin saber que el emperador había aprobado un decreto. Jaymes no se detuvo para
escuchar a los pregoneros, pues bien sabía ya lo que decían, sino para observar a las gentes
y estudiar cómo reaccionaban ante aquellas palabras.
—¡El emperador y su Legión de Palanthas parten para sofocar la insurrección del
alcázar de Vingaard! —proclamaban los heraldos, que leían los pergaminos en doces
puntos diferentes de la ciudad. Repetían el mensaje todas las horas del día, para que todos
los ciudadanos que estuvieran interesados pudieran informarse.
»¡Aquellos que osan enfrentarse a la legítima autoridad del Nuevo Consejo y del
Senado de Solamnia no son mejores que los forajidos y como tales deben ser tratados! Lord
Kerrigan de Vingaard se ha negado a obedecer las legítimas órdenes de su señor. ¡El Nuevo
Ejército de Solamnia, bajo las órdenes del emperador Markham, parte para dar una lección
que dejará bien clara la determinación de su excelencia!
Algunos ciudadanos murmuraron para sí al oír aquellas palabras, otros lanzaron
vítores, pero todos tomaron buena nota de lo que se decía. A Jaymes no le importaba si
algunos recibían aquellas noticias con recelo. Lo importante era que lo miraran, que lo
vieran bien, que lo conocieran y reconocieran su autoridad.
Quizá a veces lo asaltara la nostalgia por la vida sencilla del guerrero. En una
taberna del muelle vio a un enano que le recordó a Dram Feldespato, su antiguo compañero
de viaje, y el emperador tuvo que reprimir el deseo de desmontar, entrar en la posada y
compartir un trago con él. Pero aquello era algo que no podía hacer, que no haría. Ya no
pertenecía al pueblo. El pueblo tenía que comprender que el emperador estaba por encima.
Las responsabilidades de los primeros años de liderazgo pesaban en su persona,
como cualquiera podría observar. A pesar de que todavía no había cumplido los cuarenta,
su cabello, antaño azabache, estaba salpicado de gris en las patillas. En su barba,
pulcramente recortada, se entretejían las canas, como si le hubieran espolvoreado con
harina. De los rabillos de los ojos nacían las arrugas de la edad, testigos de las escasas horas
de sueño y del sinfín de problemas que nunca acababan de resolverse.
No obstante, cabalgaba bien erguido y orgulloso. Sus rasgos duros inspiraban
confianza a los hombres, su belleza agresiva se clavaba en el corazón de las mujeres. Su
figura imponía: el torso protegido por la armadura negra, la poderosa espada Mitra del
Gigante balanceándose a un lado. El sargento Ian llevaba su único estandarte. Sobre el
fondo blanco se entrelazaban las imágenes doradas de la Corona, la Espada y la Rosa. El
pueblo comprendía así que estaba ante el Caballero de Todos los Escudos y Ninguno.
Cuando por fin llegaron al puerto, él y el sargento Ian desmontaron. Los estibadores
y los marinos se apartaban admirados, mientras el emperador se dirigía a un imponente
barco comercial, el Estrella de Mithas, que había arribado el día anterior. Su propietario era
un minotauro de las tierras orientales, un toro enorme llamado Horth Mataosos. Una nueva
política del emperador había abierto a los minotauros los puertos palanthinos, sujetos a
astronómicos aranceles y rigurosos controles. El capitán del barco sabía reconocer a un
benefactor cuando lo tenía delante. Recibió al señor de Solamnia en sus dominios, con
ostensibles muestras de bienvenida.
Horth Mataosos cubrió la rampa de acceso al barco con terciopelo rojo y saludó al
emperador con una reverencia, un honor que los minotauros no solían prodigar.
—Me siento muy agradecido por la posibilidad de comerciar en estas aguas,
excelencia —declaró el minotauro con gran solemnidad—. La sabiduría del emperador se
refleja en la libertad que garantiza a sus comerciantes.
—La prosperidad del comercio es el orgullo del imperio —contestó Jaymes.
Dedicó un poco de tiempo a visitar el barco, que era enorme y alto, y cuyo casco
estaba hecho de troncos tan anchos como la cintura de un ogro, y, finalmente, declaró
sentirse satisfecho. Cuando partió, el capitán estaba resplandeciente y las personas que se
arremolinaban en el muelle comentaron entre murmullos que una prosperidad aún mayor
los aguardaba en el futuro.
En el camino de regreso a su palacio, el emperador hizo otra parada: subió a pie la
escalera de la gran biblioteca y en la puerta lo recibió uno de los ancianos Estetas, un
hombre llamado Pastorian.
—¿Cómo podemos servir al señor de toda Solamnia? —preguntó el Esteta, mientras
hacía una profunda reverencia.
—Quiero saber más acerca de los minotauros —dijo Jaymes—. ¿Cuántos son y
dónde se concentran? Deseo conocer cómo se organizan todas sus tropas en Ansalon y
tener una aproximación de cuántas reservas permanecen en sus tierras. Quiero saber
quiénes son sus líderes, su edad y quiénes son sus sucesores.
—Entiendo, excelencia —contestó Pastorian, haciendo otra reverencia—. Pondré a
mis investigadores a trabajar en ello de inmediato. Por supuesto, hará falta tiempo para
reunir tanta información.
—Está bien. Tenéis lo que queda de verano y el otoño para elaborar el informe. Me
gustaría leer vuestras investigaciones cuando llegue Yule. Me ayudará a pasar las noches de
invierno.
—Así será, excelencia.
Si el Esteta palideció ligeramente por la tarea encomendada y el plazo de entrega,
era fácil perdonarlo. Dada la abundante actividad de los minotauros desde que acabara la
Guerra de los Espíritus, sin duda aquélla era una empresa abrumadora. Se sabía que estaban
de guerra en el continente y que dominaban los mares del este con sus poderosas
embarcaciones. Los Estetas encargados de la biblioteca deberían dedicar sus más arduos
esfuerzos para cumplir el encargo del emperador. No habría más remedio que modificar y
retrasar la verdadera misión de la orden, que consistía en registrar la historia diaria de
Krynn.
Pero también Pastorian había visto al emperador en acción y en aquello, como en
todo, sería obedecido.
Jaymes llamó a la puerta de los aposentos de su esposa, en lo alto de unas de las
grandiosas torres de su palacio. Ella abrió rápidamente, lo vio, se dio media vuelta y volvió
a la habitación. El emperador cerró la puerta y se acercó a la joven. Cuando apoyó la mano
en su hombro, ella se volvió y lo miró.
Su rostro era inexpresivo, pero Jaymes vislumbró una nota de recelo, o quizá fuera
miedo, en su mirada. Por un momento, añoró la calidez, el amor incuestionable que una vez
había visto en esos ojos. Había desaparecido casi por completo y sabía que sería una
tontería intentar recuperarlo.
Selinda miraba por la ventana. Hizo un gesto hacia la gran columna del ejército, que
ya había cruzado las puertas de la ciudad y estaba formada en la calzada, esperando a su
comandante en jefe.
—¿Así que, de verdad, vas a ir? —preguntó—. ¿A atacar el alcázar de Vingaard?
—Tengo que hacerlo. Lord Kerrigan no me deja otra salida —repuso Jaymes.
Selinda se dio la vuelta y lo miró con ferocidad.
—Creía que tu plan era unir Solamnia. Forjar una nación. Pero ¡lo que estás
haciendo es dividirla!
—No lo entiendes —contestó él tranquilamente, con el sincero deseo de que sí lo
hiciera—. La unidad exige sacrificios, para que todas las partes se hagan más fuertes.
Kerrigan no acepta esa verdad esencial. Su reino no sufrió el azote de la guerra contra
Ankhar. Ahora Vingaard tiene que darnos hombres para mi ejército y piezas de acero para
las arcas de la nación. Se ha negado rotundamente a ambas cosas.
—Y tú eres el nuevo gobernador de la nación. Eres emperador desde hace menos de
un año y no puedes permitir que su negativa se quede sin respuesta.
El tono sarcástico no funcionaba con él. Jaymes asintió y lo invadió un sentimiento
de alivio. ¡Tal vez sí lo entendiera! La joven se volvió y se acercó a los enormes ventanales,
los preciosos paneles de cristal que le permitían contemplar la ciudad desde lo alto, como
una diosa que observara el mundo a lomos de una nube. Allí tenía todo lo que necesitaba.
Jaymes se había esforzado para que los aposentos fueran dignos de ella.
Se acercó a ella y se inclinó para oler el dulce aroma de su cabello. Larga y brillante
como el oro, su melena era un elemento importante de su belleza. Con la mano derecha
acarició la curva de la cadera femenina y lo embargó el cariño y el orgullo del amo.
—Sigues siendo la mujer más hermosa de toda Solamnia, y muy querida para mí.
Selinda no se volvió, no respondió con el tierno suspiro al que, tan sólo un año
antes, habría seguido la entrega entre sus brazos. Cuando habló, sus palabras estaban bien
medidas y eran certeras como dardos.
—Soy una persona como otra cualquiera. A veces me pregunto si estoy aquí sólo
porque me encuentras hermosa.
—¿Qué puede hacer que te preguntes eso?
La mano izquierda se apoyó en la otra cadera y Jaymes se apretó más contra su
espalda.
—Me pregunto si fue mi belleza lo que te atrajo. O si sería el hecho de que mi padre
es el señor regente, que controlaba los tesoros de Palanthas y de toda Solamnia.
Él se encogió de hombros, sin parecer ofendido.
—Fue una circunstancia muy provechosa, ciertamente. Pero ¿acaso no te entregaste
voluntariamente a mis brazos? Nos elegimos el uno al otro, ¿lo has olvidado?
Por fin, la joven se volvió y lo miró con los ojos cargados de dolor.
—Entonces, ¿por qué ahora es todo tan diferente? ¿Por qué me siento tan diferente?
Jaymes gruñó y dejó caer las manos.
—No lo sé —repuso—. Y tengo que irme. —Se dirigió hacia la puerta, pero se
detuvo y se volvió hacia la joven—. Una cosa más. Quiero que te quedes en tus aposentos
hasta que regrese. Fuera hay demasiados peligros para que te aventures a salir sola. Aquí
estarás a salvo y bien atendida. Marie dormirá en la antesala y he ordenado que un pelotón
de guardias esté preparado, para asegurarse de que no te falte nada.
—¿Que no me falte nada? Lo que me falta es pasear por el palacio, ¡por la ciudad!
—contestó Selinda enfadada, mientras se acercaba a él—. ¿Cuáles son esos peligros que tus
guardias no pueden detener?
Jaymes apoyó las manos sobre los hombros de su esposa, con expresión de
exasperante tranquilidad.
—No quiero que haya la menor posibilidad de que te veas expuesta a violencia
alguna o los dioses saben a qué otras cosas. Enfermedades, pestilencias… La ciudad está
llena de ellas en estos meses de verano.
Lanzó una mirada hacia abajo, cargada de significado, y posó una mano en su
vientre. El contacto la hizo estremecerse, pero él no pareció notar su reacción.
—Recuerda, no es sólo tu salud la que está en juego —la advirtió.
Tras esas palabras, le dio un beso con gesto mecánico, se volvió y salió de la
estancia. El sargento de la guardia ni siquiera miró a Selinda cuando cerró la puerta detrás
de Jaymes Markham, emperador de la nación solámnica.
Poco después, Jaymes abandonaba la gran ciudad con el grueso de la Legión de
Palanthas: una fuerza formada por cinco mil hombres, de los que aproximadamente
cuatrocientos eran caballeros montados. En la cola de la columna tronaban los pesados
carros que remolcaban tres bombardas, los últimos cañones de los seis que se habían
utilizado en la batalla de las Montañas, hacía más de dos años. En aquel tiempo, Jaymes
Markham lideraba los cuatro ejércitos y había derrotado al ejército invasor del semigigante
Ankhar. Los supervivientes se habían refugiado en las tierras inexploradas de Lemish. El
desenlace de aquella guerra había fortalecido el control de Markham sobre todos los
territorios de Solamnia y había dado paso a una nueva era de paz y prosperidad en
Solamnia.
El ejército cruzó la puerta de la Corona de la ciudad, con las escarpadas montañas
Vingaard y el estrecho paso del Sumo Sacerdote aguardándolo en el horizonte. Hacía más
de dos años que los soldados no combatían y eso era tiempo más que suficiente para curar
las heridas y olvidar las imágenes más espeluznantes. Eran hombres de Palanthas, fieles a
sus capitanes, a sus generales y a su emperador. Los servirían con entrega y valentía.
Para que eso fuera así, sin duda alguna, el tiempo que había pasado desde el final de
la guerra no se había empleado sólo en la recuperación. Cuando el señor mariscal asumió el
control de todas las fuerzas de la caballería solámnica en las tierras del antiguo Imperio y
reclamó para sí el manto de emperador, había anunciado que su meta era nada menos que
restaurar el antiguo régimen. Aunque había mantenido la estructura militar general —las
fuerzas seguían organizadas en tres ejércitos, más una legión de tropas en Palanthas que se
dedicaba al servicio personal del emperador—, había modificado antiguas tradiciones que
tenían que ver con las armaduras, las armas, la organización de las unidades y las tácticas.
La campaña en la que estaban embarcándose pondría a prueba todas sus mejoras. El
cambio más importante era que el regimiento que llevaba más de un milenio siendo una
formación normal de infantería se había dividido en cuatro, en ocasiones cinco, compañías
de unos doscientos hombres cada una. Gracias a ellas, el comandante del ejército podía
manejar sus tropas con más precisión que nunca. Se había aumentado la caballería ligera en
todas las formaciones, a menudo a expensas de los caballeros pesados, que
tradicionalmente eran la pieza clave de la caballería solámnica. Más flexibles, ligeros y
veloces, lograrían superar tácticamente al enemigo, en vez de aplastarlo.
El emperador también había alentado la presencia de caballeros sacerdotes, clérigos
formados en magia en los antiguos centros solámnicos de Sancrist y que conjuraban sus
hechizos a favor de la causa. A las órdenes de lord Templar, los clérigos eran asignados a
todos los cuarteles de regimientos y al menos un aprendiz acompañaba a las compañías en
el campo de batalla. Con su magia, los caballeros religiosos facilitaban la comunicación
entre el comandante del ejército y sus unidades.
Otro cambio crucial en la forma en que los caballeros afrontaban la guerra quedaba
manifiesto en el estilo personal del líder del ejército. Atrás quedaba la imagen del
comandante resplandeciente con su uniforme impoluto, las charreteras doradas y
relucientes, el caballo que se pavoneaba y hacía cabriolas. El nuevo emperador vestía una
capa de montar de lana que se veía desgastada si se comparaba con las túnicas escarlata de
sus soldados de infantería. Cabalgaba detrás de las compañías de avance de la caballería
ligera, rodeado por un grupo de mensajeros, junto con lord Templar, su sacerdote jefe, y
media docena de Caballeros Libres.
La determinación y autoridad del emperador eran tan fuertes que todos aquellos
cambios se habían puesto en práctica sin apenas resistencia por parte de los oficiales y las
filas. Durante más de un año, el ejército había entrenado, estudiado y hecho pruebas.
Finalmente, por primera vez, el nuevo estilo y las novedosas tácticas serían puestos a
prueba en el campo de batalla.
Es decir, si los rebeldes del alcázar de Vingaard no reconocían de inmediato lo
errado de su actitud.
Los ciudadanos contemplaban el ejército que partía hacia la guerra. Su ánimo era
sombrío y sólo unos pocos lanzaban vítores a las tropas. La mayoría gritaba sus ánimos a
soldados concretos ——esposos, hermanos e hijos— que marchaban en las filas. Al
emperador en persona lo miraban con cautela, sin estar del todo seguros de que aquel
conflicto fuera tan inevitable como la campaña contra el bárbaro Ankhar. Las tropas
miraban al frente y marchaban perfectamente compenetradas.
El emperador montaba un ruano corriente con la facilidad de un jinete nato. Su
guardia personal de Caballeros Libres, un centenar de hombres, cabalgaba a lomos de
caballos blancos y observaba bien atenta los alrededores, sin alejarse de su líder. El grupo
todavía no había acabado de pasar bajo el arco de la puerta de la ciudad, y ya podía verse a
Jaymes hablando y escuchando a sus edecanes, confirmando la orden de que la columna
debía marchar, recibiendo detalladas listas del intendente, en las que se daba cuenta de las
provisiones que viajaban en los carros, y hablando con lord Templar sobre los últimos
augurios en relación a los rebeldes de Vingaard.
Cuando la columna y el grupo de mando empezaban a rodear la primera montaña
que se cernía sobre ellos, algunos hombres del emperador se percataron de que su
comandante no había vuelto la vista ni una sola vez hacia la ciudad que dejaban atrás.
2

Parlamento y prisión

Lady Selinda Markham miró a través de la inmaculada ventana de cristal de su


elevado aposento, consciente de que sólo aquel cristal había costado una cantidad
equivalente al jornal de medio año de un ciudadano medio de su nación. Aunque se había
criado entre lujos, sólo se había detenido a reflexionar sobre su valor en los últimos
tiempos. Sabía que el cristal era un bien precioso, exótico, valioso y delicado.
Sin embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir el impulso de atravesar
el costoso cristal con el puño, de convertir el panel en una lluvia afilada sobre el patio que
se extendía mucho más abajo.
¡Cómo se atrevía!
Selinda, al igual que todos los demás palanthinos, sabía que Jaymes Markham no
toleraría ninguna oposición a su poder absoluto. Pero ¡mantenerla cautiva! En opinión de
Selinda, eso excedía, y con mucho, su autoridad. Ni siquiera su padre había tenido jamás la
audacia de hablarle como su esposo lo había hecho, hacías pocas horas.
Mientras miraba por la ventana, Selinda se llevó la mano al vientre y tocó aquella
criatura imperceptible que se había engendrado allí, aunque todavía no se reflejaba en su
esbelta figura. Sus aposentos de la torre tenían vistas a tres direcciones, pero apenas dedicó
una ojeada a la calzada que llevaba a las montañas, la ruta que había tomado el ejército de
su marido. Por el contrario, mientras se acariciaba el vientre, la princesa de Palanthas
miraba hacia el norte, más allá de los muelles abarrotados de la ciudad, a los mástiles del
bullicioso puerto y las aguas de un deslumbrante azul que se extendían hasta donde
alcanzaba la vista.
Conocía a su esposo y a sus soldados demasiado bien para intentar convencer a los
guardias de la puerta de que relajaran un poco sus obligaciones y la dejasen salir un rato.
Seguro que vacilarían y darían vueltas, para al final obedecer al emperador. No le
permitirían que abandonara sus aposentos.
«¡Qué jaula de oro me he construido a mí misma!», pensó al ponerse a recordar.
Había pasado mucho tiempo intrigada con aquel hombre, a pesar de que cuando se habían
conocido era un forajido. Fascinada, había observado con cautela a Jaymes cuando se
declaró inocente y cuando lo aclamaron como comandante de todos los ejércitos
solámnicos. Como señor mariscal, había sido sorprendentemente gentil con ella. Entonces,
en una visita, había acudido a sus aposentos, habían compartido una jarra de vino y habían
conversado. Aquél fue el momento en que se enamoró de él sin remedio. Prácticamente de
la noche a la mañana, sus palabras sonaban como música para sus oídos y los deseos más
superficiales de él se habían convertido en los anhelos más profundos de la joven.
Lo había querido —no, necesitado— con una pasión que había imaginado y que le
costaba recordar. Qué ingenua había sido cuando se le había declarado y todo su mundo se
convirtió en un festejo. La misma boda, preparada apresuradamente pero con toda la pompa
propia de la condición de la joven, había transcurrido como un sueño. Más tarde, cuando la
condujo al dormitorio nupcial, su amor por él había cobrado nuevo ímpetu.
Aquél era un recuerdo curioso. A veces aquel sentimiento del pasado regresaba,
cuando Jaymes le sonreía o le acariciaba la mejilla. Su corazón se derretía de pronto,
mientras su mente. Bueno, su mente parecía que se bloqueaba. Sólo una vez, hacía poco,
Jaymes había utilizado aquella calidez para llevarla a su dormitorio, hacía
aproximadamente dos meses. Selinda sonrió al recordarlo. Después frunció el entrecejo. La
consecuencia era aquel bebé que, desde no hacía mucho tiempo, sabía que llevaba en sus
entrañas.
La mayor parte del tiempo, Jaymes sólo se dedicaba al trabajo. Estaba inmerso en
sus obligaciones, en las políticas del gobierno o del ejército. Mientras, ella estaba atrapada
en aquella habitación de la torre, a quince metros de altura sobre un patio encerrado por
muros.
Esperando a dar a luz al hijo del emperador.
—¡No! —exclamó en voz alta, golpeando el panel con el puño.
Ella misma se sorprendió por su estallido y se enojó al comprobar que una fina
grieta cruzaba el caro cristal.
Se irguió y empezó a caminar despacio, sin dejar de mirar por la ventana, aunque en
realidad no veía el sol, las aguas límpidas, la ciudad rebosante de vida. Por fin, tomó una
decisión, volvió la espalda hacia la ventana y se encaminó a la puerta.
—¡Sargento! —llamó Selinda.
La puerta se abrió al momento y apareció la figura familiar de un caballero con
bigote, que vestía la túnica escarlata y unas botas negras de montar deslumbrantes.
—¿Sí, mi señora?
—Lleva un mensaje a Coryn la Blanca. Pídele que venga a verme en cuanto tenga
oportunidad.
—Ahora mismo, mi señora —contestó el sargento.
La saludó con gran formalidad y cerró la puerta. Selinda escuchó cómo daba las
órdenes pertinentes a un mensajero. Al mismo tiempo, oyó que el candado se cerraba por
fuera.
El soldado atravesó el salón superior del alcázar de Thelgaard. Al dar la vuelta a la
esquina que conducía a la sala de reuniones del general, estuvo a punto de lanzarse a una
carrera loca. Con la mano izquierda sujetaba la empuñadura de la larga espada que le
colgaba del cinto, para no tropezar con el arma.
—¡Necesito ver a mi padre, ahora mismo!
Los modales del joven capitán denotaban tal apremio que el guardia seguramente le
habría dejado pasar aunque no fuera el hijo del general Dayr. Pero como sí lo era, el
alabardero que guardaba la puerta se apartó torpemente para no cruzarse en el camino del
soldado.
—¡Por supuesto, capitán Franz, adelante!
Las botas de montar del joven dejaron marcadas las suaves tablas del suelo en su
precipitada entrada en la sala de reuniones, donde encontró a su padre y a varios de sus
oficiales alrededor de un mapa. De un vistazo, Franz vio que el pergamino mostraba la
parte central de las llanuras de Vingaard.
—¿Es cierto que hemos recibido la orden de marchar? ¿La orden de unirnos al
emperador en su campaña contra nuestro propio pueblo? —exigió saber Franz.
—Controla tu tono, hijo mío —lo reprendió el general.
La mirada del veterano era feroz, hasta que vaciló al mirar al resto de los hombres
reunidos alrededor de la mesa. Franz vio reflejadas sus propias dudas en las expresiones
preocupadas del capitán Blair, señor de los lanceros de Thelgaard, y del caballero sacerdote
Lauder. El general Dayr se quedó en silencio un momento, mientras expulsaba el aire
lentamente. Por fin, volvió a hablar a su hijo.
—Sí. La orden ha llegado a través del artefacto prospectivo del sacerdote. Lord
Markham está partiendo de Palanthas esta misma mañana y nosotros debemos marchar al
norte desde Thelgaard. Tenemos que cerrar las rutas de acceso al alcázar de Vingaard desde
el sur y el este, mientras él baja de las montañas.
—¡Pero en Vingaard hay algunos de tus propios hombres! —protestó Franz—.
¡Cómo puedes marchar contra ellos!
—¡Son hombres que hicieron un juramento para apoyar el legítimo gobierno de
Solamnia! —repuso el general con brusquedad—. ¡Sin embargo, han enviado un mensaje
que sólo puede interpretarse como una ofensa personal al señor mariscal!
—Ya no es el señor mariscal, padre. Se ha nombrado a sí mismo emperador. ¿No
está yendo demasiado lejos?
—No es el primer emperador en la historia de Solamnia. A veces, un reino necesita
un dirigente absoluto, alguien que pueda liderar a las masas, a sus tropas, a todos. Es un
título honorable, un título que han ostentado hombres resueltos a lo largo de nuestra
historia, siempre que el Imperio ha caído en el caos —explicó Dayr, como si estuviera
enseñando a un niño pequeño.
—¡El único caos que hay es el que él está provocando! —replicó su hijo.
—¡Basta! —exclamó el general Dayr, henchido de enojo.
Su bigote gris se curvó hacia abajo en una expresión de desaprobación, lo que le
hacía parecerse a una morsa, y sus mejillas se encendieron más de lo que ya era habitual en
él. Franz recordó que su padre era un hombre que había luchado en muchas batallas, que
había arriesgado su vida y había mandado a cientos de hombres a la muerte, todo al servicio
del señor mariscal que se había proclamado a sí mismo emperador.
—¡Jaymes Markham ha unido esta nación, ha restablecido un legado de honor y nos
ha dado, a nosotros y a la orden a la que hemos jurado toda nuestra entrega, una auténtica
oportunidad de recuperar sus antiguas glorias! ¡Merece mi lealtad y también la tuya!
El capitán Franz se puso firme y respondió secamente:
—Sí, mi señor.
El oficial de más edad se relajó un poco y señaló el mapa que había sobre la mesa.
—Pero me alegro de que estés aquí, capitán —dijo en un tono más suave—. Como
comandante de la caballería, jugarás un papel clave en la marcha. Quiero que los jinetes
Blancos acompañen a la columna, por supuesto. —Se volvió hacia Blair—. Y los lanceros
protegerán el avance, así como el flanco derecho de la ruta. Por la izquierda, seguiremos el
curso del río Vingaard, la mayor parte del camino.
—Sí, general. ¿Cuándo partimos?
Blair era un veterano imperturbable de las campañas de los últimos años. Valiente
pero falto de imaginación, había visto caer Thelgaard en manos de la horda de bárbaros y
estuvo a punto de perder la vida cuando recuperaron la ciudad. Si compartía el malestar de
Franz por la misión que los ocupaba, no dijo nada. Con todo, su expresión era solemne.
—Quiero dos compañías de lanceros en camino mucho antes de que anochezca. El
resto del ejército de la Corona partirá al norte con el amanecer. ¿Puedes encargarte de eso?
—Ahora mismo tengo cuatro tropas de guarnición. Dos de ellas pueden partir al
mediodía. Y ya se ha pasado revista, por lo que los demás hombres tendrían que poder
abandonar los establos antes del atardecer.
Dayr se volvió hacia su hijo.
—¿Y los Jinetes Blancos? ¿Cuándo estarán listos para la marcha?
—A lo largo de la jornada, señor. Pero, padre, es decir, general, ¿cuál es el
objetivo? ¿Vamos a luchar?
El general Dayr suspiró.
—Por ahora, vamos a mostrar a los caballeros de Vingaard que el emperador va en
serio. Verán un ejército bajando de las montañas y otro preparado al otro lado del río.
—¿Y después?
—Y después, espero que tengan la sabiduría de plegarse a los deseos del emperador
—contestó Dayr con voz grave.
La calzada que conectaba Palanthas con el resto de Solamnia, y con todo el
continente que se extendía más allá, había mejorado notablemente a lo largo de los dos
últimos años. Era más ancha, pavimentada con cantos suaves, en los que el tiempo y la
erosión habían hecho su trabajo, y subía gradualmente las pendientes más pronunciadas.
Era imposible evitar que la calzada trepara por las escarpadas montañas de Vingaard —el
paso del Sumo Sacerdote estaba a casi dos millas por encima del nivel del mar—, pero los
ingenieros enanos del emperador habían hecho un magnífico trabajo y habían conseguido
que el camino fuera lo más practicable posible.
Con la ayuda de las herramientas explosivas que todavía estaban mejorando, los
trabajadores de la calzada habían allanado salientes y cornisas, ampliado los arcenes,
incluso habían superado profundos desfiladeros. Una de las consecuencias de tantas
mejoras fue el notable aumento del comercio por tierra. Aunque la gran ciudad de Palanthas
era sobre todo una ciudad portuaria, la cantidad de mercancías que partían y llegaban a la
ciudad por la calzada de montaña se había multiplicado por tres en el último año.
A medida que la legión avanzaba en dirección sur respecto a Palanthas, a lo largo de
los cuatro días que tardó en llegar a lo alto del paso, se encontró con más de una docena de
caravanas comerciales. Las procesiones de comerciantes se apartaban a un lado para dejar
pasar a los soldados. Los mercaderes más emprendedores montaban rápidamente mercados
improvisados y los soldados no dudaban en comprar comida, bebida y baratijas. El
emperador tenía una disciplina de hierro, pero dio orden a los oficiales de que permitieran
dichas transacciones, siempre que los hombres volvieran a ponerse en marcha rápidamente
y doblaran el paso durante una hora para recuperar el ritmo.
Por fin apareció antes ellos la cima del paso. A pesar de todos los esfuerzos de los
enanos que habían hecho la calzada, ésta zigzagueaba en el último tramo de subida. Los
soldados que iban a la cabeza miraban desde las alturas a aquellos que iban en el centro y
en la cola de la columna. A pesar de lo escarpado del camino, el ritmo de la marcha no
flaqueó y los hombres entonaron canciones cuando por fin llegaron a lo más alto del paso.
La fortaleza conocida como la Torre del Sumo Sacerdote se alzaba sobre el único
claro que se abría entre las cimas afiladas como dientes de sierra que formaban las cumbres
de las montañas de Vingaard. La mayor parte de la columna del ejército se limitó a pasar
junto a la construcción. Los hombres levantaban la vista hacia las altas torretas que se
recortaban sobre el azul severo del cielo y luego proseguían con el alivio de los viajeros que
han completado un duro ascenso. Como casi no había terreno llano alrededor de la
poderosa fortaleza, la mayor parte de las tropas descendió unos ocho kilómetros, para
vivaquear en una llanura que se conocía como las Alas de Habbakuk.
Pero otra parte del ejército sí se detuvo en la torre, entre ellos los oficiales
superiores. Jaymes Markham entró a caballo en el patio pequeño y angosto y observó los
altos contrafuertes de piedra. Aquel lugar había sido destrozado en innumerables guerras,
pero él había ordenado que se reconstruyera e incluso se habían reforzado las recias
defensas del antiguo bastión, pues se había añadido una contramuralla en la cara sur.
También se habían construido cuatro torres exteriores. Dos de ellas dominaban el camino a
la fortaleza desde el cañón, por el norte, mientras que las otras dos vigilaban la calzada en
su discurrir junto al profundo barranco que daba a la puerta sur.
El comandante de la guarnición de la torre, el general Markus, esperaba a la
comitiva del emperador en el patio. El Caballero de la Rosa, que había sido uno de los
primeros en servir a Jaymes, lo saludó secamente. El emperador lo llamó mientras
desmontaba y se sacudía el polvo del camino de la capa.
—¿Has preparado el rancho del ejército que va a vivaquear? —preguntó Jaymes
directamente.
—Sí, mi señor. El personal de cocina lo ha preparado todo entre las Alas y los
soldados comerán caliente esta noche y mañana por la mañana.
El emperador asintió.
—Bien. Reserva el segundo patio para las bombardas. Quiero inspeccionarlas
cuando lleguen y es necesario asegurarlas detrás de las murallas.
—Aquí llegan, mi señor —informó el sargento Ian de los Caballeros Libres, cuando
el primero de los pesados carros atravesó el rastrillo y entró en el patio con gran estrépito.
Ocho bueyes tiraban del gigantesco vehículo, más sólido que el más pesado carro de
transporte. Los ejes eran de acero, el mismo metal que remachaba las enormes ruedas.
Treinta radios sujetaban cada rueda al eje. La bombarda viajaba en la zona de carga con el
cañón, y su boca abierta de más de un pie de ancho, ligeramente elevado. El tubo llegaba
hasta el final del carro. Unas bandas de metal oscuro abrazaban las pesadas tablas que
daban forma al cañón, mientras que un tornillo de hierro sujetaba la bombarda por la parte
central. Para elevar el cañón, ése era el tornillo que había que ajustar. Para dirigir el arma
hacia la derecha o la izquierda, no había más remedio que girar todo el carro.
Markus estaba ocupado dando órdenes cuando la segunda bombarda llegó a la
fortaleza y un rastrillo cercano se elevó chirriando para dar paso a otro patio pequeño,
parecido al primero.
—Los tres caben aquí —dijo el general—. Y hay un establo justo detrás, donde se
pueden atender los bueyes.
Jaymes asintió de nuevo, con la mente ocupada ya en otros asuntos. Echó la cabeza
hacia atrás y levantó la vista a la elevada torre que constituía la parte central del alcázar.
Los parapetos que habían destruido los ejércitos de Caos y los Señores de los Dragones
estaban otra vez intactos y perfectos. En el pináculo más alto ondeaba una bandera. Bien
desplegada por el viento de las montañas, proclamaba con orgullo que aquélla era una
ciudadela de la caballería solámnica. Sobre un fondo blanco como la nieve, había bordados
en negro tres símbolos: la Corona, la Rosa y la Espada. En cada torreta lateral, que eran
muchas, ondeaba otro estandarte con imágenes de la heráldica de la compañía, su filiación
religiosa u otros símbolos de tradición y autoridad.
—He hecho preparar los mapas como pedisteis —explicó Markus, mientras
acompañaba al emperador al interior del salón inferior del alcázar—. Me he tomado la
libertad de colocarlos en el comedor, así podéis cenar mientras definís vuestro plan.
—Mientras perfecciono mi plan —lo corrigió Jaymes—, pero el comedor será un
buen sitio.
Markus bajó la voz mientras ambos atravesaban una antesala y la comitiva de
edecanes y guardias se quedó un poco retrasada, haciendo gala de gran discreción.
—He recibido una misiva esta misma mañana, excelencia. De lord Kerrigan, de
Vingaard. Incluye un mensaje para vos con la petición de que os la entregue lo antes
posible.
Jaymes asintió y el general le entregó un rollo muy pequeño. Era una piel fina bien
enrollada en un tubo no más ancho que su dedo meñique. El sello de cera, en el que se veía
un águila, estaba intacto.
El general aguardó un momento, pero el emperador no hizo amago de abrir el
manuscrito en su presencia. En vez de eso, Jaymes siguió a Markus al interior de un
comedor abovedado, donde, como el general había asegurado, varios mapas cubrían un
conjunto de mesas. La sala estaba en el corazón de la fortaleza, pero muchas lámparas de
araña la iluminaban intensamente, como si estuvieran a plena luz del día. Jaymes levantó la
vista para mirar las arañas de cristal y comprobó que la luz era de naturaleza mágica.
—Es mejor, y más barato, ordenar a los clérigos que se encarguen de ello, en vez de
invertir en cientos de velas —comentó Markus, mientras Jaymes asentía en señal de
aprobación. Se acercó a los mapas y estudió las tierras que ya se sabía de memoria.
—Veamos, saldremos de las montañas por aquí y nos acercaremos a Vingaard por
el oeste. Dayr y el ejército de la Corona subirán desde el sur.
Hasta muchas horas más tarde, cuando se encontraba solo en su dormitorio, el
emperador no sacó la misiva del líder rebelde del alcázar de Vingaard. La noche estaba
avanzada, pues la definición de los planes se había alargado, pero le bastaban unas pocas
horas de sueño antes de levantarse con el sol. Se permitió un segundo de satisfacción.
Estaba tan sano y fuerte como cuando era joven. Con cuatro horas de descanso ya se sentía
como nuevo y con las fuerzas recuperadas.
Jaymes encendió alguna vela más, pues sus ojos ya no eran tan agudos como habían
sido. Rasgó el sello de cera, desenrolló el manuscrito y leyó la misiva.
Mi estimado emperador, unificador de Solamnia:
Os suplico que escuchéis mis palabras y me concedáis el privilegio de un
parlamento. Los habitantes de Vingaard deseamos fervientemente entregar a la nación, y a
vos, los debidos frutos de nuestra prosperidad. Los beneficios que ya hemos obtenido —
sencillamente con el aumento del comercio por el paso que vos mismo habréis cruzado
hace poco tiempo— han mejorado notablemente la calidad de vida en nuestra humilde
ciudad a la ribera del río.
Suplico también el perdón de su excelencia porque un malentendido haya
desembocado en esta situación tan dolorosa. Os aseguro que mi intención nunca fue
desafiar la autoridad del Estado ni del emperador.
Me presentaré ante vos en el camino que conduce a mi ciudad. No llevaré arma
alguna ni me acompañará más que una pequeña comitiva de fieles servidores para
reunirme con vos. Mi único deseo es encontrar la forma de resolver este asunto, de manera
que pueda conservar mi orgullo.
En la grandiosa Solamnia, sin duda, ¡hay riqueza para todos!
Vuestro devoto siervo,
KERRIGAN

Ninguna emoción se reflejó en el rostro del emperador cuando acabó de leer el


mensaje, corto y educado. Sin embargo, frunció un poco el entrecejo justo antes de rozar la
llama de una de las velas con una esquina del manuscrito.
La piel seca se prendió de inmediato, las llamas cobraron fuerza y el manuscrito
quemó rápidamente. Jaymes lo tiró al suelo de piedra y se acostó.
Antes de que la misiva dejara de arder, el emperador estaba profundamente
dormido.
3

Las agujas de Vingaard

Las tres magníficas torres del alcázar de Vingaard se alzaban sobre la llanura como
una montaña con tres cumbres, solitaria en una pequeña isla. El gran río Vingaard, que en
aquella zona tenía casi kilómetro y medio de ancho, serpenteaba y correteaba al este de la
antigua fortaleza. Un afluente más pequeño, el Manzano, protegía el flanco sur del castillo
y rodeaba la ciudad. Cerca de la cima de las montañas de Vingaard, el río era de aguas
bravas. Pero en su avance zigzagueante por la llanura para unirse al poderoso río, no era
más que un cauce perezoso con el fondo de barro y las orillas pantanosas y repletas de
juncos. No era demasiado profundo, pero el lecho blando era un obstáculo considerable
para las maniobras de un ejército.
La Legión de Palanthas salió de las montañas y se acercaba al alcázar por un
camino que seguía la ribera sur del Manzano. Poco después de que empezaran a cruzar la
llanura, llegó un mensaje del general Dayr, en el que daba parte del buen avance del
ejército de la Corona. Un día después, y dieciséis kilómetros más cerca de Vingaard,
Jaymes ordenó una parada y dispuso el ejército en un campamento fortificado.
Sobre el Manzano cruzaba un pesado puente que se conocía como el puente de
Piedra, río abajo respecto a donde la legión había acampado, pero ni un solo oficial del
emperador había cuestionado su decisión. El puente y sus inmediaciones estaban a tiro de
una catapulta desde el alcázar y si la confrontación llegaba a producirse, aquél no sería un
lugar en el que quisiera estar ningún soldado sensato. Además, cerca del campamento había
un vado, y el lecho era de piedra y gravilla. Aquél era el único punto por el que pasar,
excepto el nacimiento del río y el antiguo puente.
El general Weaver, el líder táctico de la legión bajo el mandato de Jaymes, se unió
al emperador en una pequeña loma que dominaba el Manzano. A lo lejos, se veían las
elegantes agujas de la fortificación.
—¿Hay noticias del general Dayr? —preguntó Weaver.
—El ejército de la Corona está a sólo una jornada de marcha al sur del alcázar —
contestó Jaymes—. Como esperaba, avanzan a buen ritmo. Han cruzado hacia la ribera
occidental del río. ¿Qué has averiguado sobre la situación de nuestras inmediaciones?
El emperador hizo un gesto hacia un bosquecillo de manzanos cercano, que
marcaba el comienzo de una franja boscosa, que se extendía a lo largo de varios kilómetros
a ambas orillas del riachuelo.
—Los exploradores han vuelto. Dicen que hay un regimiento entero de piqueros en
el bosquecillo, preparados para cortar cualquier intento de vadear el río. En la retaguardia
tienen arqueros y soldados de infantería pesada.
—Seguro que los superamos en número —comentó Jaymes.
—Sí, por supuesto —confirmó Weaver—. Pero sería muy sangriento.
—Bueno, tal vez no tengamos que derramar sangre. ¿Se sabe algo de lord Kerrigan
en relación al parlamento?
—Envié el mensaje a la fortaleza como pedisteis, excelencia, pero no ha llegado…
Esperad. Aquí viene mi hombre, Baylor, el soldado al que envié con el mensaje.
Los dos comandantes esperaron tranquilamente en sus monturas, mientras el jinete
solitario apremiaba a su caballo para subir al galope hasta la cima del cerro.
—Lord Kerrigan acepta vuestra oferta de parlamento, excelencia —informó Baylor,
dirigiéndose al emperador—. Me preguntó con insistencia si tenía la garantía de poder
llegar a salvo hasta vuestro cuartel general y, naturalmente, le prometí que habíais dado
vuestra palabra de que él y su comitiva podrían entrar y salir sin peligro alguno.
—Prosigue —dijo Jaymes.
—Llegará una hora antes del atardecer y desea discutir la posibilidad de poner fin a
esta disputa de forma amistosa. Promete que no desea desafiar vuestro control último del
Imperio y que únicamente quiere negociar algunos detalles dela forma de gobierno.
—Muy bien —contestó el nuevo emperador de Solamnia. Miró al cielo y entrecerró
los ojos por el sol, que se ponía al oeste—. Entonces, lo veremos en pocas horas. Y
veremos lo que veremos.
Lord Kerrigan era un duque alto robusto, con aspecto osuno, en la mayoría de
circunstancias, una risa calurosa y contagiosa. Su cabellera pelirroja le caía sobre los
hombros en una cascada de rizos. Las mejillas y la nariz sonrojadas tanto podían deberse a
la vida al aire libre, como a una excesiva afición a las bebidas fuertes y las comidas
copiosas, cosa más probable.
Lo acompañaban un caballero con una túnica negra adornada con la rosa roja, un
sacerdote de Kiri-Jolith de cierta edad y un hombre más joven ataviado con una camisa de
seda y unas elegantes botas de montar. En un cacheo rápido, supervisado por el sargento
Ian de los Caballeros Libres, se comprobó que ninguno de los tres hombres iba armado y
los piquetes se apartaron para que los caballos pudieran avanzar. Al paso, se dirigieron
hacia la mesa y las sillas que se habían dispuesto fuera de la tienda del cuartel general del
emperador.
—El joven… Ése es su hijo, sir Blayne —dijo Weaver en voz baja. Estaba junto a
Jaymes, esperando que la comitiva de la tregua se acercara—. Un buen caballero… Sirvió
cinco años en la legión. Yo diría que es más inteligente que su padre. Aunque en aquellos
tiempos también era un poco impulsivo.
Los cuatro hombres cabalgaron hasta casi llegar al círculo y entonces detuvieron los
caballos. Varios mozos tomaron las bridas, mientras los cuatro desmontaban a la vez.
Kerrigan dio un paso adelante, con la mirada sincera e inquisitiva, y se acercó al
emperador. Empezó a extender la mano hasta que algo en el rostro de Jaymes le hizo
detenerse. El hombre se irguió.
—Excelencia. Gracias por aceptar mi parlamento. —Su voz era amistosa, a pesar de
que su expresión se había vuelto recelosa y comedida.
Jaymes asintió e hizo un gesto hacia las sillas que les habían preparado. Los cuatro
hombres de Vingaard tomaron asiento y el emperador hizo lo mismo. La silla de su derecha
la ocupaba el general Weaver, a su izquierda estaba el capitán Powell. Lord Templar, el
clérigo, era el cuarto miembro del grupo del emperador.
—Es imposible pasar por alto que habéis hecho caso omiso de las peticiones
legítimas del gobierno, exigiendo el pago de impuestos, así como vuestra negativa a enviar
reclutas para el ejército del imperio —empezó a decir Jaymes. Su tono era seco, casi
aburrido, pero en sus ojos brillaba una intensidad diferente y en ningún momento dejaron
de mirar el rostro de Kerrigan—. Mis agentes han comunicado esta falta por carta y
emisarios desde hace ya casi doce meses. Lamento que haya sido necesario sacar a mi
ejército de la ciudad. Ahora nos encuentras a sus puertas, después de una marcha que
origina no pocos costes e inconvenientes.
—Todavía no estáis a las puertas —murmuró sir Blayne, lo que le ganó una mirada
severa de su padre.
Kerrigan carraspeó ruidosamente y devolvió al emperador su mirada imperturbable.
—Espera —dijo Jaymes, levantando una mano antes de que el duque pudiera decir
nada. Miró al joven caballero y frunció los labios, en un gesto que podía recordar una
sonrisa—. La única razón por la que no estamos a las puertas, joven caballero, es porque no
quiero matar a vuestros hombres a menos que sea necesario. Vuestro regimiento de picas,
así como los lanceros y espadachines ocultos en el bosquecillo del otro lado del arroyo, no
durarían ni diez minutos bajo un ataque organizado de mis ventanas. Pero nosotros estamos
aquí porque tenemos la esperanza de que dicho ataque no sea necesario.
El joven caballero enrojeció. Se retorció la punta del bigote e intentó abrir dos
agujeros en la cabeza del emperador con su mirada, pero se mordió la lengua.
—Y yo confío en que no lo será —intervino Kerrigan en un tono suave—.
Evidentemente, había imaginado que vuestros exploradores se adelantarían. Mis hombres
estaban allí para que los descubrierais.
»Pero, excelencia —prosiguió—, como ya intenté explicar a vuestros emisarios, la
carga que ponéis sobre los hombros de Vingaard es demasiado pesada. Nuestra economía
todavía está débil y nuestra población es demasiado pequeña. El pago de la mitad del
tributo que exigís sería ya duro. Colaborar con la mitad de soldados que necesitáis sería un
terrible esfuerzo. Para alcanzar vuestras cifras, tendría que destruir todo lo que he
construido aquí con mucho trabajo. Por eso, os lo suplico, excelencia, bajad las cifras.
Empecemos a trabajar juntos.
—A mí más bien me parece que habéis sido muy afortunados aquí, en Vingaard. —
El emperador hizo un gesto hacia el alcázar. A pesar de que estaba a dieciséis kilómetros de
distancia, dominaba la vista con sus altas torres y las agujas tan finas que parecían mecerse
en el cielo, desafiando la fuerza de la gravedad—. En los últimos años, Garnet y Thelgaard
han sido capturadas y saqueadas por las fuerzas bárbaras. Solanthus soportó un asedio que
duró dos años y una cruenta batalla de liberación. Caergoth se ha convertido en una base
militar y naval de una importancia sin precedentes. Palanthas ha llenado las arcas del
Imperio con las piezas de acero del comercio y, al mismo tiempo, ha dado un sinfín de
soldados a las filas de la legión y de la caballería.
Siguió hablando y con su mirada retaba a que alguien se atreviera a interrumpir al
emperador.
—Esta magnífica calzada, este camino que pasa casi junto a la puerta de vuestra
fortaleza y que ha abierto rutas comerciales a Kalaman y a lugares tan distantes como
Neraka, es una prueba tangible de los beneficios de la nueva Solamnia. Encontrarás
posadas y tabernas a cada kilómetro, herreros que trabajan sin descanso en provecho de los
viajeros, y todos ellos pagan tributos a nuestro tesoro. Mientras que vosotros, aquí en
Vingaard, habéis cuidado vuestro ganado, pescado en vuestro río y recogido vuestras
manzanas.
Sir Blayne apretaba la mandíbula con evidente enojo, mientras el color rojizo de las
mejillas de Kerrigan se extendía a las cejas y la frente. Incluso el general Weaver, a un lado
de Jaymes, volvió la mirada hacia su líder, que había adoptado un tono áspero, con recelo.
El duque se tomó un momento para tomar aire y tranquilizarse antes de responder.
—¡Seguro que conocéis, excelencia, todas las contribuciones que hicieron los
hombres de Vingaard durante la campaña contra el bárbaro Ankhar! Nuestros caballeros
avanzaron junto a los regimientos de la Corona, la Espada y la Rosa. ¡Un centenar de mis
hombres cayó en el vado del Vingaard, el mismísimo río al que debemos nuestro nombre!
Allí estábamos cuando se venció el sitio de Solanthus, ¡y también nosotros combatimos con
valentía contra el gigante de fuego de la batalla de las Montañas!
Jaymes se encogió de hombros.
—No estoy negando los sacrificios de tus hombres. Son tan respetables como
cualquier otra unidad de caballería. Est Sularus oth Mithas, por supuesto. Pero eso son
historias de la guerra y ahora estamos en tiempo de paz. Las cifras se basan en propiedades,
no hombres, y en ese aspecto tu reino ha salido indemne de las heridas que han desangrado
a otros lugares.
—¿Así que nos destruiréis a base de tributos y servicios militares?
El emperador sacudió la cabeza.
—Esas contribuciones no van a destruiros. Deberían haceros más fuertes. Os harán
más fuertes, pues la nación en su conjunto necesita vuestra contribución de acero y
hombres para recuperar su lugar como el imperio más poderoso de Krynn.
—¡Es demasiado, ya os lo he dicho! —afirmó Kerrigan, alzando la voz hasta casi
gritar.
—¿Te niegas a pagar? ¿Sigues negándote?
—¡No puedo pagar!
Jaymes asintió. Desvió rápidamente la mirada hacia el sargento Ian, comandante
delos Caballeros Libres, que se encontraba, junto con su pequeña compañía, apartado de la
reunión, a un lado.
—En ese caso, arrestad a estos hombres ahora mismo. Los quiero a todos
encarcelados.
—¡Sí, señor! —contestó el joven caballero, mientras hacía un gesto a sus caballeros
para que se adelantaran.
—¡Esto es una injusticia! —gritó Kerrigan. Se puso de pie de un salto e
instintivamente se llevó la mano a la empuñadura de la espada que no llevaba—. ¡Nos
habéis dado vuestra palabra de que celebraríamos el parlamento bajo tregua!
Jaymes también se levantó, sin acobardarse por el estallido del duque.
—He cambiado de opinión —fue todo lo que dijo.
—Gracias por venir a verme —dijo Selinda a Coryn, cuando el guardia cerró la
puerta detrás de la hechicera ataviada de blanco.
—Habría venido antes, pero he estado diez días ocupada en Wayreth.
Coryn la Blanca abrazó a su amiga, con la preocupación reflejada en sus ojos
oscuros. La melena negra de la hechicera le caía en cascada sobre los hombros y hasta la
mitad de su túnica de un blanco impoluto. La prenda de seda estaba bordada con infinitas
imágenes en hilos de plata y parecía que los símbolos mágicos brillaran y relucieran en la
luminosa estancia.
Selinda se dio cuenta, sorprendida, de que algunas hebras grises salpicaban su
cabellera espesa y oscura. Pero el rostro de Coryn seguía siendo suave y terso. Todavía
conservaba los rasgos de una mujer muy joven.
Así era, excepto por sus ojos. La hechicera, la Maestra de los Túnicas Blancas,
había visto muchas de las crudezas del mundo durante los últimos años. Como Selinda
podía comprobar, aquellas experiencias habían dejado su huella. La hechicera seguía siendo
una mujer hermosa, pero en ella había una madurez y una tristeza que Selinda nunca antes
había apreciado con tanta claridad.
—¿Cuáles son las noticias de la ciudad y la nación…, de Jaymes y Vingaard? —
preguntó Selinda, mientras ambas se acomodaban en un sofá junto a uno de los grandes
ventanales, aunque no el que tenía el cristal resquebrajado. La mañana estival era cálida y
soplaba una brisa fresca por las puertas abiertas de un balcón—. Aquí arriba nadie me
cuenta nada que realmente pueda llamarse noticia.
—¿Y estáis encerrada aquí? ¿No os dejan salir? —Coryn había oído los rumores,
pero no se los había creído. Miró a la princesa con las cejas enarcadas.
Selinda sintió que todo su rostro enrojecía, en una mezcla de humillación y rabia. Se
enfrentó a la mirada de su amiga y contestó con voz serena:
—Jaymes, el emperador, dice que es porque no quiere que le ocurra nada a su, a
nuestro bebé.
La hechicera parpadeó y, a no ser que sólo fuera producto de la imaginación de
Selinda, se sobresaltó una décima de segundo. Al momento, un velo se posó sobre el rostro
de Coryn, pero no le cubrió los ojos. Y la princesa se dio cuenta de que aquellos ojos
oscuros parecían profundamente heridos.
Entonces, ese velo desapareció. La expresión de Coryn se dulcificó y se inclinó para
tomar la mano de Selinda.
—Bueno, eso es una noticia más importante que cualquiera que yo pueda contaros.
Felicidades, querida mía.
Selinda apartó la mirada y cambió de tema.
—Pero ¿qué se sabe del otro lado de las montañas? Como ya te he dicho, no me
cuentan nada.
—Jaymes condujo a su ejército todo el camino hasta el paso y bajó hasta el alcázar
de Vingaard. Por lo que yo sé, tiene la intención de mantenerse firme y no cree que el
duque Kerrigan acepte sus condiciones.
—Entonces…, ¿va a estallar una guerra civil? —preguntó Selinda, desesperada.
—Espero que no llegue a… ¡Confío en que no! —Coryn respondió sin demasiada
convicción—. Estoy segura de que llegarán a algún acuerdo. El duque tiene que darse
cuenta de lo importante que son las riquezas de su reino para la restauración del Imperio.
—«Imperio». Es una palabra tan obsoleta… a mí me lo parece —replicó Selinda—.
Pensaba que el mundo quizá habría superado ya conceptos como ése.
Coryn sacudió la cabeza.
—Siempre existirá la lucha entre el orden y el caos, entre la luz y la oscuridad. Y un
imperio sólido, un imperio que defienda el Código Solámnico, el Código y la Medida, es la
mejor defensa que nosotros, los humanos, podemos hacer de nuestro futuro. Es lo único que
puede protegernos de las desgracias que han asolado a los elfos, de la amenaza de la
invasión de los minotauros que ha barrido gran parte de Ansalon. De eso estoy segura.
—Y Jaymes Markham es el único hombre que puede forjar ese imperio, ¿verdad?
—preguntó la princesa.
—Sinceramente, yo he puesto todas mis esperanzas en él —respondió Coryn. Miró
con franqueza a la otra mujer—. Él ha unido nuestras tierras, ha dirigido nuestra defensa
contra un mal indescriptible. Es un gran líder, aunque tiene defectos. Pero, aun teniendo
todo eso en cuenta, ¡jamás imaginé que os mantendría prácticamente cautiva!
Selinda se quedó mirando por la ventana un buen rato antes de apretar la mano de
Coryn y volver a clavar la mirada en la hechicera, en sus ojos oscuros.
—Coryn, necesito que me ayudes.
—¿De qué se trata? Haré todo lo que pueda —prometió la hechicera.
—Este niño… —Selinda hablaba en voz baja, con los rasgos deformados por
violentas emociones: dolor, ira y frustración, todo mezclado—. Estoy tan asustada… ¡No sé
si puedo tenerlo! ¿Qué clase de padre sería Jaymes? ¿Qué clase de madre sería yo?
Coryn se reclinó, consternada.
—Pero… Estáis… ¡Estáis embarazada! —logró tartamudear al fin—. La suerte está
echada. Lo que quiero decir es que es normal que tengáis miedo, todas las primerizas lo
tienen. Pero… ¿cómo podría ayudaros yo?
—¡No permitiré que mi vida se vea arrastrada por este torrente que no puedo
controlar! —afirmó Selinda—. ¿Me aconsejarás, me ayudarás? ¿Es posible… retrasar un
poco las cosas? Para que pueda pensar, para darme tiempo a tomar una decisión.
La hechicera se levantó y se acercó a la ventana. Selinda vio que Coryn estaba
temblando, que las piernas no la sostenían. La Túnica Blanca se retorcía las manos y miró
hacia fuera durante unos segundos interminables.
Después, volvió a mirar a la esposa del emperador.
—Yo… yo no veo la manera en que puedo ayudaros —respondió y Selinda sintió
que le estaba hablando con franqueza—. Un Túnica Blanca no tiene ningún recurso para
hacer nada así, incluso aunque…
—¿Incluso aunque quisieras ayudarme? —terminó la frase la princesa, con
amargura.
Coryn volvió a sentarse y tomó las dos manos de la joven.
—Sí, quiero ayudaros. Era y sigo siendo sincera. Pero lo que digo es verdad: no
tengo ningún recurso, ninguna habilidad que me permita cambiar o retrasar esta realidad.
Los ojos de Selinda se anegaron en lágrimas, aunque apretaba la mandíbula con
fuerza.
—¿No hay nadie? ¿Alguien a quien pueda dirigirme? —preguntó.
La hechicera se quedó pensando un momento.
—No lo sé, no estoy segura —dijo por fin, midiendo muy bien las palabras—. Pero
tal vez podríais hablar con una sacerdotisa…, alguien a quien conozcáis… Una mujer sabia
que os aconseje, que os ayude a comprender, a haceros fuerte.
La princesa de Palanthas asintió, mientras se esforzaba por mantenerse
imperturbable y ocultar su desilusión. Por supuesto, lo que decía Coryn era verdad. Aquél
no era un asunto propio de una Túnica Blanca.
—Hay algo… Hay algo que sí puedo hacer y quizá alivie vuestros problemas —dijo
Coryn. Se quitó un anillo fino de plata de la mano derecha—. Os entrego esto… Os ayudará
a escapar de esta prisión.
Selinda tomó el delicado anillo y miró a la hechicera con curiosidad.
—¿Cómo?
—Es un anillo de teletransporte. Ponéoslo en el dedo corazón, así. Para utilizarlo,
sólo tenéis que girarlo tres veces alrededor del dedo y decir el nombre del lugar al que
deseáis ir. Debe ser un sitio que conozcáis, pues es necesario que lo visualicéis con mucha
claridad. La magia os transportará a ese lugar.
La princesa observó con ojos asombrados el pequeño anillo de plata, que brillaba en
su mano derecha.
—Gracias. Sí, me será de mucha ayuda.
Los robustos Caballeros Libres avanzaron rápidamente, agarraron al duque Kerrigan
y saltaron sobre los dos nobles que se sentaba a su lado, para reducirlos. Las sillas cayeron
cuando el cuarto miembro de la comitiva, sir Blayne, se tiró al suelo y esquivó a los
guardias. En cuanto se vio libre, el joven caballero desapareció de repente.
—¿Dónde ha ido? —preguntó un Caballero Libre, mirando en derredor,
confundido.
Su compañero reaccionó con más imaginación y se tiró al suelo, en el mismo sitio
en el que había desaparecido el caballero, y allí atrapó a una figura invisible. De repente, se
oyó un golpe sordo y la cabeza del guardia se bamboleó hacia detrás. Le empezó a manar
sangre de la nariz y quedó allí tendido, aturdido, en una maraña de sillas, pies y confusión.
—Se ha hecho invisible —declaró Jaymes tranquilamente, mientras señalaba una
silla que caía al suelo. Un deje de desesperación se coló en su voz—: ¡Rodeadlo!
¡Detenedlo!
Entonces, lord Kerrigan, corpulento como un oso, se zafó de repente de los dos
hombres que lo sujetaban. Lanzando un grito estrangulado de furia, se abalanzó sobre el
emperador con las manos extendidas. Uno de los Caballeros Libres, con la espada
desenvainada, se interpuso en su camino. El duque se echó sobre el afilado metal y el
caballero tuvo que retroceder un paso. Con un gemido, Kerrigan se tambaleó y cayó de
rodillas.
—¡Maldita sea! —masculló Jaymes.
Bajó la vista hacia el duque herido y vio que una mancha carmesí se extendía sobre
su pecho.
El caos seguía reinando en el campamento. El emperador ladró a sus hombres, que
corrían de un lado a otro como gallinas cluecas, intentando localizar al invisible sir Blayne.
—¡Inútiles! —les gritaba—. ¡Está huyendo!
Otro hombre se adelantó del séquito militar. No llevaba la malla propia de los
caballeros, sino una túnica adornada con el Martín Pescador. Se trataba de sir Garret, uno
de los magos que, al igual que los clérigos, habían pasado a formar parte de la máquina
militar del emperador. Garret pronunció una palabra mágica, con el brazo extendido y la
mano abierta.
Al momento, el joven Blayne apareció, pues el hechizo disipador hizo efecto. De
repente, podía verse al caballero agazapado entre dos guardias, mirando alrededor,
enloquecido. Al principio, parecía que no se daba cuenta de que ya no era invisible.
—¡Allí está! —gritó una docena de hombres al unísono.
Cuando los soldados de Jaymes se lanzaron a por él, sir Blayne se dio la vuelta de
un salto y salió corriendo, como si hubiera sido disparado por una de aquellas bombardas.
Voló hacia las aguas del río cercano, con una estela de gritos tras de sí.
—¡Corred! ¡Huid de aquí, mi señor! —exclamó el sacerdote de Kiri-Jolith de
Vingaard, firmemente atrapado entre varios corpulentos Caballeros Libres.
Lord Kerrigan se retorcía en el suelo, sangrando profusamente por la herida, y de la
boca y la nariz le salían burbujas sanguinolentas.
—Más magia, eso es un hechizo de velocidad —comentó Jaymes, de pie junto al
moribundo—. Me sorprende. Estaba preparado para todo, ese hijo tuyo.
—Estaba preparado… ¡para vos! —lo desafió el duque, luchando con valentía por
cada bocanada de aire. Las palabras le salían pastosas de la boca llena de sangre—. Sabía
cómo sois… Yo fui un ingenuo al pensar que había motivo alguno… para parlamentar.
Jaymes sacudió la cabeza, irritado. Aquello no estaba en sus planes.
—¡Lord Templar! —gritó—. Te necesitamos, ¡ahora mismo!
—¡Sí, excelencia! —respondió el caballero clérigo, mientras acudía a la carrera a la
llamada del emperador y se arrodillaba junto al moribundo.
—A ver si puedes ayudarlo —ordenó Jaymes, malhumorado.
El sacerdote tocó la herida, que no era tan pequeña como parecía, mientras
murmuraba una oración a su justo dios. El emperador no prestó atención al intento de
curación y su mirada se perdió a lo lejos. Observó al joven caballero que corría, veloz como
una gacela, a derecha e izquierda, esquivando a la docena de soldados que lo perseguían.
Los caballos se encabritaron cuando pasó raudo junto a una línea de piquetes. La señal de
alarma se había propagado y una veintena de hombres intentó bloquearle el paso.
Sin abandonar su enloquecida carrera, Blayne se dejó caer a cuatro patas y se
escabulló por debajo de un asustado corcel. El caballo se encabritó y los cascos cayeron
sobre los rostros de los perseguidores. Mientras, el caballero se irguió de un salto, pasó a la
carrera junto a otra línea de piquetes y se lanzó a la ribera del río.
Se arrancó la túnica y pareció que la seda quedara flotando en el aire mientras el
hombre mostraba su desnudez. Entonces, con sus perseguidores a punto de alcanzarlo, se
lanzó al río y se sumergió en las aguas frías y profundas sin apenas perturbar la superficie.
Desapareció en las profundidades, mientras los soldados gritaban, señalaban y se metían en
el agua por diferentes sitios. Pero Blayne ya había llegado a la mitad del cauce cuando salió
a la superficie y empezó a nadar con una velocidad increíble, corriente abajo, hacia el
alcázar de Vingaard. La magia lo impulsaba. Agitando los brazos, pateando con las piernas,
parecía que nadaba aún más raudo de lo que corría.
—¡Arqueros! ¡Preparados para disparar! ¡No puede ser más rápido que una flecha!
—gritó un sargento de arcos.
Sus hombres, cerca de cincuenta soldados, ya estaban en guardia, así que tenían los
arcos preparados. Colocaron las flechas y tiraron de ellas hacia detrás. El sargento enarcó
una ceja y miró al emperador.
Jaymes frunció el entrecejo y sacudió la cabeza, un gesto sutil, pero suficiente para
que el sargento detuviera la orden.
—Dejémosle correr hasta el castillo —dijo el emperador—. Ya lo atraparemos más
tarde, cuando lo conquistemos.
Bajó la vista hacia lord Templar, que estaba cerrando los ojos de lord Kerrigan con
delicadeza.
—Lo siento, excelencia —dijo el clérigo—. La herida llegaba hasta el corazón. No
había nada que yo pudiera hacer por él.
El emperador asintió y se volvió hacia los otros prisioneros. El sacerdote de
Vingaard, sin dejar de retorcerse entre los brazos de dos corpulentos Caballeros Libres,
miró a Jaymes con los ojos cargados de odio.
—¿Así que vais a tomar Vingaard? —lo desafió, mientras miraba con impotencia a
su duque muerto—. ¡Habéis matado a nuestro señor! ¡Destrozaréis nuestro alcázar! Y
después, ¿qué más? ¿Thelgaard? ¿Solanthus? ¿Palanthas? ¿Durante cuanto tiempo llevaréis
la guerra a vuestra propia nación?
—Mientras sea necesario para construir el futuro —contestó Jaymes.
—No tenéis sentido del honor, ni sentido de la tradición. Os burláis de la grandeza
de esta tierra. Sois una vergüenza para Solamnia.
—¿Y crees que es honorable negar los tributos y los hombres, el alimento de la
nación, a su legítimo gobernante? ¿Es eso correcto? ¿Es ésa la virtud que defendéis?
—¡Est Sularus oth Mithas! —declaró el sacerdote.
—¿Tu honor es tu vida? —Jaymes repitió el juramento con desdén.
El tono de su voz despertó miradas incómodas en muchos caballeros de su propio
séquito. Él hizo caso omiso de sus expresiones.
—Eso es un lujo que tú te permites. Preocúpate por tu vida y por tu honor. En
cuanto a mí, me debo a un fin superior.
4

Oscuridad en Dargaard

Por doquier se alzaban muros tallados de granito, de un gris tan oscuro que parecía
negro. Aquellas montañas no ofrecían ni el refugio de un bosquecillo de álamos, las rocas
no se arropaban detrás de abetos ni pinos. Las paredes desnudas de piedra no parecían
seguir ningún patrón: una cumbre era el filo de dos paredes que se alzaban en paralelo y la
cima vecina era casi llana, una superficie amplia de roca que se precipitaba a los lados
como si de un cubo gigantesco se tratara. Los barrancos eran profundos y se envolvían en
sombras. A veces los salpicaba algún torrente de aguas gélidas.
La nieve todavía manchaba las zonas sombrías de los despeñaderos y las
hondonadas, pero estaba convirtiéndose en un fango grisáceo a medida que la nieve se
derretía. El agua corría en aquellas montañas, pero siempre reflejaba el color de la piedra.
Los lagos y las charcas eran imperturbables y oscuros como la pizarra. Ningún junco crecía
en la orilla ni florecían los lirios en las riberas. Los torrentes que conectaban aquellas
charcas eran el único elemento que rompía la monotonía del paisaje. Se precipitaban en
cataratas, caían en cascadas, saltaban por simas de piedras recortadas, como cintas de
espuma sobre un fondo de ceniza infinita.
No había casas en lo alto de las montañas, ni una cabaña, ni una aldea, ni siquiera
un pastor errante. Quien intentara vivir de aquella tierra, encontraría la recompensa de un
mundo yermo, frío, carente de vida. Incluso el cielo era gris, como si una cortina de hierro
frío se cerrara sobre las cumbres.
Sin embargo, había una construcción solitaria, un promontorio que se elevaba sobre
la piedra gris de la montaña. El color de la estructura apenas se diferenciaba del terreno,
pero los muros empinados, la enorme puerta y la esbelta torre anunciaban que aquello era
una construcción y no una cumbre más.
El sombrío castillo ocupaba una hendidura de la negra cordillera. Un profundo foso,
cuyo fondo se perdía en las sombras, rodeaba toda la fortaleza. Un puente alto y esbelto lo
cruzaba. El único arco se anclaba a ambos lados de la honda barrera. Los muros altos y
lisos se asomaban al foso y al puente, y oteaban el pequeño valle que había detrás. Un
alcázar solitario se alzaba detrás de esos muros. En el edificio dominaba una alta torre, de
un color un poco más oscuro que el resto del castillo y el paisaje que la envolvía.
En la ventana de lo alto de esa torre había un hombre. Éste contemplaba el castillo y
el valle, las montañas, quizá el mundo entero. Él también era oscuro y gris como las
montañas. Tenía la tez morena y su cabellera, antaño negra, se espesaba en la frente y
estaba coronada por tantas hebras blancas que podía decirse que era gris. Cerca de donde se
encontraba, de una percha en la pared colgaba una capa gris.
Vestía una túnica negra que lo envolvía como una toga. Desde su posición,
observaba en silencio, durante mucho tiempo. Se inclinó hacia delante y apoyó una mano
en el alféizar de piedra. Dejó que el aire frío acariciara su rostro. Se estremeció cuando el
viento secó el sudor que le perlaba la frente. Miró el cielo de pizarra, todas las paredes
grises de su mundo, y frunció el entrecejo.
—¿Hoarst? ¿Por qué no vuelves a la cama?
Hoarst se volvió lentamente para mirar a la mujer que había hablado. Su melena, de
un blanco impoluto, cubría la almohada mientras ella lo contemplaba, recostada
perezosamente en la cama. Su piel, de la misma blancura que el cabello, parecía fría como
el hielo, a pesar de que recordaba su calor contra su propio cuerpo. Aquella mujer era
Sirene, quien lo había satisfecho y servido en muchos sentidos, quien le había entregado
voluntariamente su cuerpo, incluso le había dado gotas de su sangre cuando él las
necesitaba para diferentes hechizos o pociones.
En ese momento, le repugnaba.
—Déjame —le ordenó—. Te voy a necesitar, pero será más tarde.
Los ojos de la mujer albina se abrieron imperceptiblemente, pero se apresuró a
levantarse, por el otro lado de la cama. Recogió sus ropas y, sin apenas perder tiempo en
echarse una túnica sobre los delicados hombros, se dirigió rápidamente hacia la puerta. A
pesar de sus prisas, no olvidó cerrarla con sumo cuidado.
Hoarst expulsó lentamente el aire y disfrutó del perfecto control sobre su
respiración. No quiso utilizar la magia por el momento y dedicó un tiempo inusual en
lavarse y vestirse. Calentó un cuenco metálico de agua sobre un pequeño brasero, se frotó
el rostro y las manos y se afeitó con cuidado. Alisó las arrugas de la túnica gris y los
pantalones antes de vestirse e incluso frotó un poco sus botas, cómodas y desgastadas.
Disfrutó de aquellas tareas mundanas, que fácilmente podría haber resuelto con unos
sencillos hechizos. Estaba reservando todo su poder para algo, lo que fuera, más interesante
que su aseo.
Cogió una capa gris y se la echó despreocupadamente sobre el brazo, antes de salir
de su dormitorio en lo alto de la torre. Bajó uno a uno los peldaños, contándolos para sí,
mientras giraba una y otra vez bajando la escalera de caracol. En el peldaño ciento cuatro,
se dirigió a la puerta del final, tomó aire lentamente y salió al corazón de su fortaleza.
Hoarst, Caballero de la Espina, había convertido el antiguo gran salón del alcázar en
un laboratorio enorme para sus estudios mágicos. En una pared había construido un gran
horno, con baldas repletas de quemadores, centrifugadoras, tarros de cristal y un sinfín de
ingredientes repartidos a ambos lados del horno. Se había desviado un conducto de agua,
para que ésta corriera a lo largo de su mesa de trabajo principal, con varias espitas que
funcionaban con roscas. Así podía abrir el paso del agua simplemente ajustando las
válvulas.
El otro lado de la habitación estaba cubierto por filas de altas vitrinas, parecidas a
armarios, repletas de todas las herramientas de la experimentación mágica: murciélagos,
ratas y gusanos; a veces secos y de una pieza, otras veces divididos en sus partes más
provechosas, como los ojos, el hígado y la lengua. Había más de una docena de pájaros
vivos. Algunos eran ejemplares tropicales de vistosos plumajes, pero también había un
desaliñado cuervo, varios halcones y un buitre receloso; todos ellos enjaulados en una
esquina de la habitación.
Sobre la gran chimenea, suspendida sobre un cálido lecho de brasas, colgaba una
olla tan grande que en ella cabía un hombre. En su interior borboteaba un brebaje marrón
oscuro, con trozos de ingredientes orgánicos que a veces asomaban por la superficie. Se
veía el extremo de un tentáculo, un pedazo de un ala correosa, un ojo y algo que recordaba
demasiado a la mano de un niño. Una nube de vapor flotaba sobre la olla, y se extendía por
la amplia estancia.
Todo aquello era creación de Hoarst, y junto a todo ello pasó sin prestarle atención.
Cruzó rápidamente el laboratorio y la antesala, para llegar a un lugar en el que convergían
tres amplios salones, en la entrada delantera del alcázar. No miró siquiera la puerta cerrada
que dejaba a su izquierda, a pesar de que tras ella se escondía la escalera que bajaba a las
entrañas de la montaña. Allí abajo, detrás de una sucesión de puertas cerradas con llave y
protegido también por otras amenazas más arteras, se hallaba el tesoro y las posesiones que
hacían de Hoarst uno de los hombres más ricos del mundo.
No mucho tiempo antes, un simple paseo hasta la mazmorra, con el hechizo de luz
eterna sobre los montones de monedas relucientes, los cofres llenos de piedras preciosas,
los lingotes de plata y las estatuas, los cuadros, las vasijas y las lámparas, le habría
henchido el corazón de alegría y lo habrían rescatado de la más profunda de las
depresiones. Gran parte del tesoro provenía del saqueo al que él en persona había sometido
a Palanthas, donde había sido jefe de los Túnicas Grises del consejo de caballeros negros en
el poder. Sí, había señores de rango superior a él, generales con más autoridad que el
Caballero de la Espina Hoarst. Pero él no temía a ninguno. No, ellos lo temían a él, y
Hoarst había prosperado alimentándose de su miedo.
El resto del tesoro provenía del justo pago que había recibido del semigigante
Ankhar la Verdad. El Túnica Gris había servido en el ejército de aquel enorme bárbaro
como su principal hechicero y, por tales servicios, había sido bien recompensado. Los
carros cargados de riquezas de Ankhar también eran cada vez más pesados tras los saqueos
de Garnet y Thelgaard, y el ignorante bárbaro había permitido alegremente que Hoarst
eligiera y se quedara con las piezas de arte, los objetos encantados y las estatuas clásicas
que habían tirado en un montón.
Como consecuencia, el Túnica Gris poseía una colección sin igual en todo Krynn,
excepto quizá en el palacio de algún rey oriental. De vez en cuando, Hoarst sopesaba la
idea de sacar de la mazmorra aquellos objetos de valor incalculable y repartirlos por el
castillo desnudo para alegrarse los ánimos. Lo deprimía darse cuenta de que siempre lo
retrasaba para otro momento. En realidad, no estaba dispuesto a dedicar energías a decidir
dónde exhibir su tesoro.
Por supuesto, sus mujeres podrían haber sido de ayuda. En aquel momento, allí
vivían cerca de dos docenas. Pensaba en ellas como su harén y las utilizaba como
concubinas y sirvientas al mismo tiempo. Todas ellas eran jóvenes y hermosas y las había
ido recogiendo de los lugares más remotos del mundo. Las había pálidas como el alabastro,
como Sirene, acarameladas y del negro más puro. Algunas eran voluptuosas, otras esbeltas;
unas altas, otras bajas. Todos ellas eran doncellas elfas o humanas, pues aquéllas eran las
dos razas que Hoarst consideraba que poseían mayor belleza. Siempre se mostraban alegres
y complacientes. Si hacía falta, su cooperación quedaba asegurada por la cuidadosa
aplicación de un hechizo.
Últimamente, Sirene, la mujer albina, se había convertido en una especie de favorita
y pasaba noche tras noche en su lecho. Sabía que las demás estaban celosas de ella y
aquello le alegraba, pues, atrapadas por los celos, se mostraban mucho más ansiosas por
agradarlo.
No obstante, incluso el placer de dominar a todas aquellas mujeres se desvanecía y
le parecía insulso, una manera más de aburrirse.
Giró hacia la derecha, alejándose de la escalera que conducía a su tesoro. La cocina
estaba en esa dirección. Allí habría pan recién hecho, como todas las mañanas, y aquello le
despertó una punzada de hambre. Se alegró al sentirla, pues cualquier sombra de sensación
lo alegraba.
Entonces sintió un escalofrío, como si un filtro invisible hubiera traspasado la capa
de nubes grises y dejara que la luz del día bañara el patio que se extendía al otro lado de las
ventanas, pero al mismo tiempo absorbiera el escaso calor que había en el aire. Se oyó una
llamada en las gigantescas puertas del alcázar, un estruendo que provenía de unos pocos
pasos de donde él se encontraba y que retumbó a través de los salones vacíos como un
extraño canto fúnebre.
Hoarst se acercó a la puerta y la abrió, vencido por la curiosidad. Se encontró con
un hombre envuelto en una capa negra, enmascarado incluso su rostro. Del cuello le
colgaba un medallón, un disco de oro con el ojo de esmeralda de Hiddukel.
—¿Quién eres? —preguntó el hechicero.
—Soy el Maestro de la Noche, clérigo mayor del Príncipe de las Mentiras —
respondió el otro hombre. Hizo una reverencia y entró en el salón.
Hoarst asintió, satisfecho. Al fin y al cabo, quizá acabara sucediendo algo
interesante.
El hobgoblin apartó el trozo de piel y escudriñó el interior oscuro y húmedo de la
tienda.
—¿Lord Ankhar? —preguntó en voz baja, listo para huir si despertaba las iras del
semigigante.
Pero Ankhar llevaba un buen rato despierto, tendido en su catre de paja sucia. Sabía
que el sol había aparecido y que llevaba varias horas luciendo. Nada le había hecho
levantarse, por lo que se había quedado allí tumbado sin más, en el calor de la ciénaga,
escuchando el vuelo de los mosquitos y las moscas. La llegada del hobgoblin al menos
sugería que podía pasar algo.
—¿De qué se trata, Media Oreja? —gruñó el semigigante.
Giró sobre un costado y, con grandes esfuerzos, se incorporó hasta lograr sentarse.
La prominente barriga se desparramó sobre sus muslos. Pesaba tanto que parecía que le iba
a arrancar todo el oxígeno de los pulmones, hasta que pudo apoyarse sobre una rodilla y,
por fin, ponerse de pie, tambaleante.
—Dos señores de los ogros han venido desde Aguas Salobres. Requieren tu juicio
por una disputa.
—De acuerdo. Diles que estaré allí en un momento —aceptó el semigigante,
mientras se rascaba el vientre y tosía ruidosamente.
Media Oreja hizo una reverencia y se retiró. Ankhar buscó alrededor de una viga
que sostenía dos tocones que hacían las veces de mesa, el único mueble de toda la cabaña.
Apartó de un manotazo un montón de capas, media rebanada de pan mohoso, una de sus
botas y, por fin, encontró la calabaza de agua. Medio bebió, medio se enjuagó y tiró el
recipiente vacío por la puerta. Se estiró y, al sentir los pinchazos que le recorrían la espalda
y los hombros, se preguntó cuando había empezado a notarse viejo.
Salió a la luz tamizada de su fortaleza en el bosque, se rascó la cabeza y miró
alrededor. El campamento era pequeño si se comparaba con lo que había sido su ejército,
pues apenas alcanzaba el tamaño de un poblado humano. Pero estaba rodeado por una recia
muralla de troncos, con un par de puertas bien vigiladas, y en el interior se apiñaban cerca
de sesenta cabañas. Sus compañeros preferidos vivían allí, una mezcla de hobgoblins,
goblins y ogros. Se ocupaban de su capricho más mínimo y se encargaban de todo el
trabajo. A cambio, la corpulencia y la fama de Ankhar los protegían de cualquier amenaza.
Cuando se habían instalado allí, después de que se retiraran de Solamnia, también
convivían en el poblado con algunos de los humanos de su ejército. Por alguna razón, se
habían ido a establecer su propia aldea, justo en la montaña cercana. Eso no era ningún
problema, pues Ankhar era el señor indiscutible de aquel pequeño lugar.
El semigigante divisó al momento a los dos ogros que habían llevado sus
diferencias ante el líder. Ambos se cubrían con yelmos metálicos, uno coronado por una
cresta de plumas de cigüeña, el otro envuelto en una faja de un material ajado que tal vez
mucho tiempo antes podía llamarse seda. Aquellos distintivos de honor indicaban que
seguramente los dos ogros eran jefes o, por lo menos, guerreros de gran importancia e
influencia.
El semigigante se hizo una idea de la causa de la disputa, en cuanto descubrió a una
hembra de ogro, tan alta y corpulenta como los guerreros, que se había quedado un paso por
detrás de ellos. Estaba seductoramente cubierta por una piel de oso, bien ceñida al cuerpo, y
lanzaba miradas nerviosas a los dos ogros. Por fin, alzó el rostro y se encontró con los ojos
de Ankhar. El semigigante advirtió claramente el ruego de socorro de su mirada suplicante.
Ankhar sacó pecho y avanzó con paso arrogante, con la decisión de cómo resolver
el conflicto ya tomada. Aquella hembra no resultaba desagradable a la vista, con los pechos
abultando debajo de la túnica de piel de oso, una larga cabellera espesa y oscura,
abundantes carnes en la pantorrilla que asomaba por debajo del vestido.
—¿Qué pasa? —preguntó, poniendo los brazos en jarras, mientras se cernía sobre
los dos ogros y, al mismo tiempo, dedicaba una sonrisa lasciva, adornada con unos buenos
colmillos, a la hembra que estaba detrás de ellos.
Ella ahogó un grito y bajó los ojos con coqueta timidez. Las dos partes empezaron a
gruñir al momento, cada uno intentando ladrar por encima de las terribles acusaciones de su
contrincante.
—Me robó a mi prometida… —gruñó el de las plumas de cigüeña.
—Se llevó a mi hembra… —declaró el de la faja de seda.
—Ella estaba en mi casa…
—Yo pagué a su padre…
—¡Basta! —rugió el semigigante, dignándose por fin a bajar la vista hacia los dos
ogros, enmudecidos por el asombro. Ankhar señaló al ogro de la cresta de plumas con uno
de sus dedos gordos como salchichas—. ¿Quién eres tú?
—Yo soy Vis Gorger —contestó el macho con orgullo—. Jefe del clan de Gorge y
señor de dos valles. El padre de esta hembra me la entregó como parte de una garantía de
tregua entre su pueblo y el mío. La reclamo como mi legítima propiedad y me la voy a
llevar de aquí como esposa de un jefe.
El semigigante se rascó la barbilla, mientras fingía que reflexionaba sobre sus
argumentos. Pero, en realidad, se dedicaba a admirar la porción de carnosa pantorrilla que
cada vez asomaba más por debajo del vestido, pues la hembra, consciente o
inconscientemente, se había ajustado un poco más la túnica. ¡Agradables vistas eran
aquéllas!
—¿Y tú? —preguntó Ankhar, centrándose en el ogro de la faja—. ¿Cuál es tu
queja?
—Yo soy Come Corazones, hijo del clan Ripper. —Se golpeó el pecho con un
sonoro manotazo—. Esta hembra es Lirio de la Charca y la reclamé para mí hace muchas
temporadas. Ella dijo que vendría conmigo, me dio su palabra el último año. Yo también
soy un jefe, señor de un valle, por ahora, y mi honor ha sido mancillado.
—Eres un ogro —replicó Ankhar—. No tienes honor. Ninguno de los dos. Y no
tenéis ningún derecho sobre esta hembra.
—¿Qué? —se enfureció Vis Gorger.
—¡Cómo te atreves! —protestó Come Corazones.
—Tú… ¿Lirio de la Charca? —prosiguió el semigigante—. ¿Prometiste irte con
este ogro el año pasado?
—Mmm… ¿No? Es decir, gran señor, en realidad no me acuerdo —contestó la
hembra con una voz musical, los ojos dulces mirando al suelo. ¡Era una vista agradable, sin
duda!
—Una promesa que no se recuerda es una promesa nunca hecha —declaró
Ankhar—. Y tú, Vis Gorger, respetarás la tregua y no necesitas una hembra para sellar la
paz. Éstas es mi decisión: la hembra, es decir, ¿Lirio de la Charca?, se quedará conmigo. En
cuanto a vosotros dos, marchaos mientras todavía podáis conservar la vida.
No sin quejas entre dientes, gruñidos y miradas de odio, los dos machos hicieron lo
que les decía. Antes incluso de que hubieran perdido de vista la gran ciudad de chozas,
Ankhar había conducido a Lirio de la Charca a su cabaña y se había embarcado en sus
propias y agitadas negociaciones.
—Te has procurado un lugar muy agradable —comentó el Maestro de la Noche. Sus
palabras eran tan secas como el vino tinto que sorbía a través de la gasa negra que ocultaba
su rostro. La doncella elfa que lo había servido resplandecía de felicidad y se retiró
rápidamente ante un gesto de Hoarst—. Hace décadas que este lugar estaba en ruinas. Me
estremezco con sólo pensar en los gastos en que habrás incurrido.
Hoarst bebió de su copa y se encogió de hombros, sin dejar de observar con
curiosidad al clérigo mayor.
—Es cierto que contraté a algunos mamposteros y carpinteros, pero mi magia bastó
para llevar a cabo gran parte de… de las mejoras que he hecho.
—Sin duda —repuso el Maestro de la Noche. Tomó aire, profundamente, por la
nariz—. De todos modos, el aire huele a oro y piedras preciosas. Diría que hay un tesoro,
seguramente sin igual, guardado en algún sitio bajo nuestros pies.
—¿Y qué si fuera así? —preguntó el Caballero de la Espina, cada vez más
receloso—. ¿Por qué te interesa mi tesoro?
—Oh, te aseguro, mi querido hechicero, que a mí no me interesa en absoluto,
únicamente en la medida en que me permite comprender tus motivaciones, tus deseos.
—Continúa.
—Me preguntaba si estarías interesado en sumar más oro a tus riquezas. Una
cantidad de oro que es, por lo que yo sé, la colección más cuantiosa de todo Krynn.
—Siempre esto interesado en objetos valiosos y caprichos —aceptó Hoarst. Dejó
escapar una risa áspera—. Dejé que un bárbaro creyera que era mi señor, por el simple
hecho de que me pagaba bien, muy bien. Pero ¿por qué acudes a mí con esa propuesta?
Habría creído que una riqueza así sería tan tentadora para el Príncipe de las Mentiras como
para cualquier hechicero.
El Maestro de la Noche se rio, profiriendo un sonido como el del viento haciendo
susurrar las hojas secas de un bosque helado.
—El Príncipe cuenta sus riquezas en almas. El oro y las piedras preciosas no son
más que medios para conseguir su fin.
—¿Así que lo que Hiddukel quiere es mi alma? —preguntó el Caballero de la
Espina, con cierto deje de desprecio—. Le habría creído más sutil.
—No, no lo entiendes —explicó el sacerdote oscuro. Una nueva risa escapó de la
máscara—. No importa el poder, no eres más que un alma. El Príncipe desea atrapar miles,
decenas de miles de almas, y para eso tú podrías ser un agente importante, y bien pagado.
—Continúa —pidió Hoarst, intrigado—. ¿Dónde pretende buscar el príncipe sus
almas, en una tierra gobernada por los solámnicos?
—Su intención es destruir el gobierno de los solámnicos. Se propone tomar todas
las almas de Palanthas y tú puedes quedarte con todo el oro de la ciudad, incluyendo el
legendario tesoro del señor regente.
—Una oferta tentadora. He visto los lingotes deslumbrantes brillando en la sala de
lo alto de la torre que él llama la Aguja Dorada. Pero la caballería tiene más fuerza de la
que ha tenido durante siglos, milenios incluso. Tal vez la ambición de tu señor sea
desmedida para sus medios.
—La caballería puede ser fuerte, pero sus líneas no son perfectas. Además, no es
necesario destruir toda la nación a la vez. Sólo esa ciudad, Palanthas, ya sería un buen
comienzo.
—Palanthas está muy bien defendida por sí sola. Está el paso… y la Torre del Sumo
Sacerdote.
—Sí, tienes razón, pero no estás entendiendo la clave. Palanthas es vulnerable
precisamente por esa torre, ese paso.
—No veo el por qué —lo desafió el Caballero de la Espina.
—¿Pensarías lo mismo si te dijera dónde puedes encontrar y reclutar un ejército
formidable que estaría deseando tener una oportunidad para tomar la torre y cerrar el paso?
Hoarst se quedó pensando un buen rato y después miró la botella vacía de vino.
Chasqueó los dedos y apareció de nuevo la elfa.
—Tráenos otra botella —ordenó, con la mirada clavada en el Maestro de la Noche.
Así que, al final, aquél iba a ser un día productivo—. Mi invitado y yo tenemos mucho que
hablar —añadió en voz baja, mientras hacía un gesto a la doncella para que se diera prisa.
5

Nuevo Compuesto

La entrada de la mina se abría como un ojo oscuro en la pared del barranco, con ojo
que contemplaba desde las alturas el lejano valle de la montaña. Aquel lugar estaba en lo
alto de las montañas Garner, tan alto que únicamente unos pocos Cedros enclenques se
atrevían a crecer en un grupo que no merecía siquiera el nombre de arboleda, de tan escaso
que era el follaje. En el centro del valle había un lago de una belleza espectacular, con un
azul que reflejaba la pureza del cielo en los días despejados. Las truchas nadaban en sus
profundidades, parecían lechas plateadas que se lanzaban sobre las moscas que se posaban
un momento en la superficie límpida.
Las paredes de tres barrancos escarpados encerraban el lago y la minúscula
arboleda. Un río recorría el valle y se perdía por el cuarto lado. Una pista rudimentaria,
pues llamarla camino sería demasiado generoso, discurría entre las rocas, en paralelo a las
prístinas aguas. Un tosco carro aguardaba al final de la pista y cuatro enanos robustos
salieron de la mina, cargados con picos y palas, que balanceaban al hombro. Saludaron a la
enana que estaba sentada en el banco del conductor del carro y empezaron a bajar por el
estrecho sendero que conducía a la orilla del lago y al carro.
—¿No deberíais bajar un poco más rápido? —gritó la enana desde el asiento.
—No te preocupes, Sal —contestó el líder del pequeño grupo de mineros. Dram
Feldespato caminaba pavoneándose, la personificación de la seguridad en sí mismo,
limitándose a lanzar una miradita a la entrada oscura de la mina, por encima del hombro—.
Freddie está haciéndose todo un experto en eso de colocar las mechas…
No pudo terminar la frase, pues de la entrada de la mina salió disparada una
columna de humo y rocas, que lanzó una columna de piedrecillas al valle. Un segundo más
tarde, el sonido de la explosión —un temblor sordo que sacudió el suelo de piedra y que
retumbó en las paredes de los barrancos como un trueno— alcanzó a los cuatro enanos y los
tiró al suelo. El grupo se convirtió en una bola de botas, barbas y herramientas.
Los cuatro mineros se levantaron muy despacio, se sacudieron el polvo entre sí y
comprobaron si tenían algún hueso roto. Por suerte, no les había alcanzado ninguna de las
rocas.
—Vaya —masculló Dram con aire compungido, al reconocer el tono rojizo que
cubría el rostro redondeado de su esposa, mientras se acercaba al carro cojeando—. A lo
mejor sí que tenemos que tener un poco más de cuidado.
—Bueno, si lo único que tienes herido es el orgullo, puedes volver y poner otra
carga, ¡a ver si te sacude todo el que te sobra! —replicó Sally Feldespato.
Bajó del carro de un salto y con el faldón de la blusa limpió, sin demasiada
delicadeza, un corte que tenía Dram en la nariz, recuerdo del enorme golpetazo que lo había
mandado al suelo.
—Ay, quita —se quejó el enano—. No es nada, Sal.
—¿Podemos volver ya a Nuevo Compuesto? —preguntó ella, sin hacer caso a sus
protestas, pues humedeció con la lengua el bajo de la camisa y limpió el polvo de la frente
de su marido. Lo miró esperanzada, aunque ya se imaginaba la respuesta.
—¡Claro que no! —se negó él—. Tenemos que volver al agujero, en cuanto se pose
el polvo, ¡para ver qué tal ha salido la explosión!
—Ya lo suponía. —La enana suspiró y señaló el carro—. Bueno, compañeros, será
mejor que cojáis un pichel para limpiaros el polvo. Y también he traído un buen trozo de
jamón y unas cuantas rebanadas de pan.
—Gracias, Sally, de verdad —dijo Dram, apoyando la mano sobre su hombro.
Sonrió y los dientes blancos brillaron entre la maraña polvorienta de la barba—. Y me
apuesto algo a que has traído el jamón del secadero de Josie.
—Sí, pero ¿cómo lo has sabido? —preguntó la hembra, mientras retiraba la manta
con la que había cubierto el apetitoso festín.
—Soy capaz de olerlo a kilómetros de distancia —repuso Dram, entre risas.
Ya estaba bien avanzada la tarde cuando los cuatro enanos volvieron a salir del
«agujero», cubiertos de un polvo grueso. Su alegría se adivinaba en los ojos brillantes y las
sonrisas resplandecientes, mientras bajaban hacia el carro. En ese tiempo, Sally había
pescado una cantidad impresionante de truchas. Las había guardado en un cajón y cubierto
con nieve, que había encontrado en una hondonada cercana, en una zona sombría.
Enganchó las mulas al ver llegar a los mineros. Cuando estuvieron a su lado, ya había dado
la vuelta al carro y estaba todo preparado para partir.
—Buenas noticias, ¿me equivoco? —preguntó con aire divertido, al percibir su
evidente satisfacción.
—¡No te vas a creer la grieta que abrimos en esa veta! —anunció Dram. De un salto
se sentó junto a su esposa y le plantó un beso cargado de hollín en la mejilla, sin hacer caso
de sus intentos por esquivarlo—. ¡Vamos, que ahí va a haber trabajo para una docena de
mineros, trabajando de sol a sol, lo que queda de temporada!
—Bueno, me alegro, pero me gustaría que tuvierais un poco más de cuidado, de
verdad —dijo Sally. Puso el carro en marcha con un chasquido de lengua y un tirón de las
riendas.
Los demás enanos se sentaron en la parte de atrás y Sally dirigió a las dos mulas con
habilidad por la pista descendiente y llena de baches. Nunca apartaba una mano del freno y,
lentamente, entre saltos y empujones, guio el carro junto a las rápidas aguas del riachuelo,
hasta que el escarpado valle dio paso a un terreno más llano y pastoril.
El carro vadeó el río y levantó una cascada de agua que los duchó a todos. Sally
afirmó que aquel aclarado les hacía un gran favor a los cuatro mineros. Después, tomaron el
camino más llano que recorría la distancia que quedaba hasta Nuevo Compuesto. Los
baches desaparecieron, sustituidos por un empedrado de rocas lisas y bien cortadas. Las
losas estaban dispuestas con la precisión propia de los enanos.
Poco después, el camino cruzaba el río a través de un puente de tres arcos. Iba
ascendiendo gradualmente, para que la parte central fuera tan alta que por debajo pudiera
pasar una barca de buen tamaño. Desde lo alto del recio puente, los enanos pudieron
disfrutar de una bonita vista de su destino.
Nuevo Compuesto había cambiado notablemente desde la creación de aquel
poblacho enfangado y delimitado por troncos. Prácticamente lo habían levantado de la
noche a la mañana, cuando Dram trasladó sus operaciones alas montañas Garner. Aunque
la mayoría de los enanos, entre ellos la esposa de Dram y su padre, eran de las colinas de
Vingaard, se mudaron al otro lado de las llanuras con relativamente pocas quejas.
Bajo las órdenes de Jaymes Markham, que entonces era señor mariscal del ejército
solámnico, todo el pueblo y las instalaciones dedicadas a la producción del polvo negro
explosivo habían tenido que trasladarse allí, para estar más cerca de la guerra. De hecho, el
polvo, y aquellas bombardas que había ideado Dram, habían resultado decisivos para ganar
la contienda y expulsar al semigigante bárbaro Ankhar de Solamnia, junto con lo que
quedaba de aquella repugnante horda.
El gran complejo de producción ocupaba la mitad de la ciudad, que se encontraba
en un terreno llano, cerca de donde el río se convertía en lago, antes de seguir su camino
valle abajo, hacia el llano central de Vingaard. Cinco altas chimeneas dominaban la llanura
y, cuando Dram y sus compañeros las observaron desde el carro, dos de ellas arrojaban
columnas de humo negro al aire límpido de la montaña. Un viento frío, que soplaba con
fuerza al pie de las montañas, se llevaba el humo en dirección a Solanthus y dejaba la
atmósfera de Nuevo Compuesto limpia. El vapor se arremolinaba alrededor de la gran
construcción de piedra que era la estación de bomberos. Allí había unas calderas que
siempre estaban en funcionamiento y enviaban agua caliente a todo el complejo de
producción, así como a algunas de las casas más grandes que se alzaban a la orilla del lago.
La más grande de aquellas residencias, y no era por casualidad, pertenecía a Dram
Feldespato, a su esposa y su hijo. Mientras el carro rodaba por el puente y se adentraba en
las calles del pueblo —que no estaba defendido por una muralla ni por ninguna posición
defensiva—, el enano de las montañas sintió una punzada de orgullo, una sensación de
bienestar en el vientre. Pensó en aquella casa, en la enana y en su inteligente pequeño, y no
pudo reprimir una carcajada de auténtica e intensa felicidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Sally, mirándolo con expresión divertida.
—Nada, sólo… Supongo que nunca creí que me gustaría tanto venir a un lugar
como éste, tener un hogar y una familia de verdad. —Se sonrojó y miró hacia atrás, para
asegurarse de que ninguno de los otros mineros le había oído.
No había de qué preocuparse, pues los tres estaban brindando alegremente por la
jornada de trabajo, entrechocando las jarras medio llenas de la cerveza que Sally, pendiente
de todos los detalles, había llevado en un barril. Dram volvió a mirar a su esposa con
expresión seria y habló en voz baja, en tono sincero:
—Todo te lo debo a ti, Sal. Y quiero que sepas que estoy muy agradecido.
Ella le apretó la rodilla y lo miró con los ojos brillantes.
—No te valoras lo suficiente. —Dejó escapar una risita—. Para empezar, ¡te
plantaste frente a mi padre cuando quería arrancarte el hígado y cocinarlo a fuego lento!
—Bueno, aquello era un asunto entre hombres —repuso Dram, cohibido. Se palpó
el bulto que tenía en la cabeza, un chichón que se había hecho una semana antes,
consecuencia de otro «asunto entre hombres» que había resuelto con su encantador suegro,
Buche Aguamelada.
—Lo que quiero decir es que hiciste que me sintiera orgullosa porque no cediste
ante él. Eres el único enano que conozco que puede tomarle la medida. —Desvió la mirada
y a Dram le pareció oír que suspiraba—. Ojalá… Ojalá algún día…
—Ojalá me plantara ante Jaymes, ¿no es eso? —Dram hablaba con mucha seriedad,
pues conocía demasiado bien a su esposa.
Ella volvió a mirarlo y Dram sintió que veía a través de él, que le llegaba hasta el
alma.
—No quería decir eso. Sé lo que significa, lo que significaba para ti…, por todos
esos años que vivisteis como forajidos. Y sé que lo que has hecho por él ha sido en nombre
de una buena causa. Habéis unido Solamnia y eso no era nada fácil. Y hemos expulsado a
los bárbaros, por nuestro bien… Espero.
—Sí, todo eso es cierto. Pero ha cambiado, ¿verdad? Tendría que estar ciego para
no darme cuenta —dijo Dram en voz baja.
—Sí, ha cambiado. Y, a veces…, me preocupa el futuro.
—También a mí, esposa —contestó Dram—. También a mí.
Las frescas habitaciones de piedra de la casa eran muy agradables y Mikey chilló
con alegría cuando vio a Dram y Sally entrar en el salón delantero. El pequeño dio unos
pasos vacilantes, abandonando a su niñero, para saludar a sus padres. Su abuelo se quedó
detrás, resplandeciente de orgullo.
—¡Mamá! ¡Papá! —rio con alegría Mikey, cuando Sally le dio un beso y Dram le
hizo cosquillas con la barba erizada. Como siempre, el pequeño respondió con carcajadas a
aquellas atenciones.
—Gracias por quedarte con él, papá —dijo Sally, acercándose a Buche para besarlo
en la mejilla cubierta por la barba—. ¿Tuviste algún problema?
—Ninguno —respondió el enano de las colinas entrecano, orgulloso—. Ese
pequeño es un auténtico prodigio. Cogió mi navaja como si fuera una pica y estuvo
cavando en el patio. ¡Y hoy le he enseñado cómo propinar un buen puñetazo!
—Vaya, gracias, papá.
—No tienes por qué dármelas. Puedes llamarme siempre que quieras. —Buche
lanzó una mirada a su yerno y se aclaró la garganta—. Pero tenéis una visita esperando.
Rogard Machacadedos bajó de Kayolin para verte. Se ha alojado en la posada.
—Bien, le mandaremos un mensaje invitándolo a cenar —respondió Sally
rápidamente, antes de que Dram pudiera encaminarse a la puerta. Su marido era conocido
porque en ocasiones podía tardar hasta seis u ocho horas cuando iba personalmente a buscar
a alguien a la posada.
Avergonzado, el enano asintió.
—Enviaré a uno de los trabajadores con la invitación. Le diré que venga en cuanto
pueda.
—Perfecto. Yo me encargo de la cocina —dijo la enana, antes de cruzar presurosa
el comedor, con Mikey siguiéndola con pasos vacilantes.
—¿No dijo Rogard lo que quería? —preguntó Dram, cuando Buche llevó un par de
jarras de cerveza del tonel que había en un armario del salón delantero.
Su suegro le tendió una de las jarras coronada de espuma y se encogió de hombros.
—No, aunque parecía un poco fuera de sus casillas. Supongo que será lo de
siempre, querrá que le compremos más acero.
La suposición de Buche se cumplió cuando, poco después, llegó el enano de las
montañas. Rogard Machacadedos vestía una capa de piel e iba muy enjoyado, con pulseras,
anillos y collares que lo distinguían como un comerciante noble de elevado rango. De
hecho, sabían que era primo del rey de Kayolin. Era Rogard quien les suministraba las
anillas de acero tan resistentes, gracias a las cuales por fin habían logrado que las
bombardas funcionasen. Tres años antes era el maestro herrero del reino subterráneo de los
enanos, pero sus negocios y actividades con Nuevo Compuesto le habían permitido colgar
el delantal de piel y ataviarse con aquellos espléndidos ropajes de comerciante.
La barba gris de Rogard se abría en una sonrisa que se mostraba sospechosamente
amistosa y el brillo en sus ojos parecía que estuviera allí con el único fin de conseguir un
buen efecto, más que porque se debiera a una emoción sincera. A pesar de todo eso, los tres
enanos estaban relajados cuando se retiraron al salón con sus cervezas frías.
El enano de las montañas de Garnet se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las
rodillas y clavó en Dram una mirada decidida.
—En fin, veamos. Tengo diez carros de bandas de acero forjadas y listas,
preparados para emprender el camino hacia aquí. ¿Cuándo quieres recibirlos?
—La verdad es que no estoy muy seguro de querer recibirlos, si te soy sincero —
repuso Dram—. Últimamente no he trabajado mucho en las bombardas. El empe…, es
decir, Jaymes, todavía tiene tres y creo que por ahora serán suficientes.
—¡No puedes decirlo en serio! —protestó Rogard—. ¿Os vais a contentar con ser
otro pueblo minero de enanos, aquí en las montañas Garner?
—En estas colinas hay minas de oro y plata —admitió Dram de mala gana—.
Resulta que tengo buen olfato para esas cosas.
—Escúchame. Si ése es tu objetivo, el rey tendrá que prestar un poco más de
atención a tus asuntos. Parece más que probable que le debas unos cuantos impuestos,
¡dado que ahora excavas en sus montañas!
Buche se indignó tanto que se le cayó toda la espuma de la jarra en los pantalones.
Se puso de pie de un salto, pero intentó contenerse, cuando Dram levantó una mano para
que se calmara.
—Veamos, Rogard, yo soy un fiel vasallo del rey, pues he nacido en esa magnífica
ciudad debajo de la montaña. Pero sé dónde está Kayolin y sé dónde estamos nosotros.
Muchos kilómetros nos separan y el rey no tiene ningún derecho sobre estos valles que nos
rodean.
—¿Vas a decir eso al rey? Conociendo a su majestad como yo lo conozco, me
parece que ese tipo de decisiones prefiere tomarlas por si mismo. Al fin y al cabo, le hiciste
creer que nos quitaríais el acero de las manos. Ha estado muy ocupado en la fragua,
mientras tú te dedicabas a hurgar en la montaña, sacando pepitas y cavando menas. No
puedo decir que eso vaya a gustarle.
—¿Cómo se atreve a hablarnos así? —se ofendió Buche, dando un paso hacia
delante y balanceando el puño—. Vamos, si ese enano de las montañas se atreve a asomar
la cabeza fuera de su montaña, se va a enterar…
—Vamos, vamos, Buche —intervino Dram. Se levantó y apoyó una mano
tranquilizadora en el hombro de su suegro—. No perdamos los modales.
—¿Modales? —estalló Buche—. Vaya, pero si eres tan…
—¿Papá? —gorjeó Sally dulcemente, asomando la cabeza por la puerta de la
cocina—. Oh, hola, Rogard —añadió con una sonrisa deslumbrante.
—Hola, Sally —contestó el enano de las montañas, mirándola sonriente, para volver
a mirar a Buche con recelo.
—¿Puedes echarme una mano aquí, papá? Necesito alguien con un poco de
fuerza…
El enano de las colinas miró con aire enfadado al maestro herrero y después se
volvió a su hija con ojos suplicantes.
—Pero…, es que justo… Yo iba a… Tengo que…
—Ve con ella, Buche —dijo Dram despreocupadamente, conduciendo al enano de
las colinas, tartamudeante, fuera de la sala. Guiñó un ojo a su esposa en señal de
agradecimiento.
Cuando los dos desaparecieron en el fondo de la casa, se volvió hacia su visitante.
Antes de decir nada, Dram dedicó un momento a volver a llenar las jarras y, con cuidado,
esculpió con maestría la espuma que coronaba cada vaso. Ofreció la bebida a un Rogard
agradecido.
—Ese viejo enano de las colinas tiene genio —comentó el invitado.
—Tiene sus cosas. Pero es fiel a su espíritu y es un enano tan valiente como muchos
quisieran serlo.
—No lo dudo. Pero me hace preguntarme quién manda realmente aquí.
—Acabas de ver quién manda —se defendió Dram. Se refería a sí mismo,
naturalmente, pero por un momento pensó que podría parecer que hablaba de Sally. Qué
más daba. De todos modos, era bastante cierto.
—Veamos. Puede que estén en camino unas cuantas bombardas. De verdad, no lo
sé. Dentro de pocos meses voy a enviar a Buche de vuelta a Vingaard para que traiga una
carga de azufre. Cuando lo tenga, podré aceptar más acero.
—¿No vas tú en persona? ¿No quieres ver al emperador en Palanthas?
—Sabe dónde encontrarme —repuso Dram, encogiéndose de hombros—. Así que
no, aquí estoy bien. Y de una forma u otra, encontraré alguna finalidad a ese magnífico
acero. Pero no puedo estar seguro de necesitar diez carros.
Rogard frunció el entrecejo, pero contempló su cerveza un rato antes de contestar.
Por fin, dejó la jarra vacía en la mesa y se levantó, para asentir con gesto rígido a su
anfitrión.
—Entonces, le diré al rey que tendrás una respuesta en dos meses. Yo creo que
estará dispuesto a esperar hasta entonces.
—Será mejor que lo haga —contestó Dram y bajó la voz, hasta hablar en un
gruñido—. No nos faltan aliados, ni armas, aquí en Nuevo Compuesto.
—Vamos, vamos, Dram. Estoy seguro de que no hace falta pensar en esos términos.
Al menos, si logras mantener a Buche fuera de la habitación. Buenas noches.
Dram sostenía su jarra, que apenas había probado, cuando Sally entró unos minutos
después. Miró el salón vacío.
—¿Se ha ido? ¿Qué pasa con la cena?
—Parece que no tenía mucho apetito —contestó Dram con amargura. Un momento
después, sonrió—. Pero yo sí que tengo —concluyó, mientras seguía a su esposa a la
habitación envuelta en apetitosos aromas.
6

La otra orilla del Manzano

Blayne Kerrigan se deslizó por la ciénaga de la orilla norte del Manzano. Ya no


agitaba las aguas, sino que se arrastraba como un reptil. El hechizo de velocidad seguía
dotándolo de una ligereza sin igual, pero no faltaba mucho para que desapareciera. Estaba
decidido a alcanzar la protección del bosquecillo que crecía en el terreno seco, justo antes
de que la magia se desvaneciera.
«¡Padre!». Pensó en la traición de Jaymes Markham, consumido por la angustia.
Cuando corría hacia el río, había vuelto la vista y visto la espada del Caballero Libre
cubierta de sangre, atravesándolo. Ojalá sólo se lo hubiera imaginado, pero la visión era
demasiado nítida, demasiado real.
Lord Kerrigan estaba muerto.
Un momento después, la trama de los árboles lo protegía. El joven caballero se
ocultó detrás de un tronco nudoso. Miró a través de las ramas y vio a los hombres de la
Legión de Palanthas con sus túnicas rojas, peinando la ribera del río. Un puñado de
soldados de infantería sin armadura se adentraron en el cauce, pero el fondo de lodo les
impidió avanzar mucho y no tardaron en dejarse caer en la orilla opuesta. Para entonces,
Blayne ya se había escabullido hasta el corazón del bosquecillo.
Echó a correr, pues todavía se sentía lleno de energía. Por todos lados lo rodeaban
los manzanos. Poco después, llegó junto a un arquero cubierto con una túnica verde. El
hombre le hizo un gesto de asentimiento al verlo pasar y después lo miró con expresión
interrogante.
—Lord Kerrigan y los demás han caído. El emperador no respetó el parlamento —
explicó Blayne con frialdad—. Vi a mi padre ensartado en la espada de uno de los hombres
del emperador. Creo que el duque ha muerto.
La expresión del centinela se endureció.
—Rojo Wallace está esperándoos en el Roble Ancestral —contestó el hombre,
aferrándose al arco y la flecha—. Y si eso es cierto, entonces vengaremos la traición a lord
Kerrigan, mi joven señor. Lo prometo.
—Gracias, Paddy. Sé que lo haremos —repuso Blayne.
Antes de adentrarse más en el bosquecillo, tocó al centinela en el hombro. Pasó
junto a más hombres camuflados y, aunque no les dijo nada, la expresión de su rostro
parecía anunciar las malas noticias a toda la compañía que aguardaba entre los árboles. Se
abrió camino entre los manzanos, hasta llegar a un pequeño claro.
Allí se alzaba un enorme roble negro, un árbol gigantesco que empequeñecía a
todos los del bosquecillo. Sus descomunales ramas, cargadas de las hojas del principio del
verano, se extendían como si quisiera cobijar todo el lugar. De las más bajas colgaban
tupidas barbas de musgo, que ocultaban las sombras profundas que envolvían el tronco
retorcido. La parte más alta del árbol —una parte del tronco y varias ramas encorvadas,
ennegrecidas y heridas por un rayo muchas décadas antes— se elevaba sobre el claro como
un monumento desprovisto de adornos que honrara a la senectud, la fortaleza y la
tenacidad.
Entre las sombras tapizadas de musgo apareció un hombre solitario, medio oculto
por la oscuridad que crecía detrás del denso follaje. Cuando avanzó sigilosamente, la luz
más intensa descubrió el rojo de su túnica. En el suave material parpadeaban imágenes
diminutas de plata y oro. Una capucha ocultaba el rostro del hombre. Sin embargo, cuando
Blayne se acercó, el Túnica Roja la retiró y lo observó con ojos penetrantes.
—El emperador atrapó a vuestro padre en el parlamento —declaró el hombre, sin
más preámbulos.
—Peor. Lo mató. Vi cómo le clavaban una espada.
—¡Asesino! ¡Nunca creí que pudiera llegar a tanto!
—¡Su traición deshonra a la caballería! —estalló Blayne—. Nos prometió que
estaríamos a salvo y nos atrajo hasta su trampa.
—Fue buena idea que estuvierais preparado —apuntó Rojo Wallace.
—Gracias a ti, viejo amigo —contestó el joven caballero—. Al ser invisible, pude
escapar. El hechizo de velocidad me permitió nadar con ligereza y cruzar el río. Si no,
ahora mismo estaría prisionero o algo mucho peor. —Escupió—. ¡Incluso los Túnicas
Blancas son sus aliados! ¿Cómo es posible que esos hechiceros consientan tanta maldad?
Rojo Wallace se encogió de hombros.
—A veces, incluso la causa del bien sigue el camino más fácil. Creo que los
Túnicas Blancas, con lady Coryn a la cabeza, piensan que el emperador creará la nación
pacífica y cumplidora de la ley que tanto ansían.
—¿A pesar de que deban violar la ley para conseguir tal cosa? —preguntó Blayne
con desprecio.
—¿Pudisteis echarles un vistazo? Me refiero a las máquinas —preguntó el
hechicero, cambiando de tema.
—Sí. Son los armatostes más feos que haya visto jamás. No son más que unos tubos
huecos muy grandes, de quebracho negro con unas tiras de acero. Los llevan en esos carros
enormes. Estoy seguro de que tienen que arrastrarlos con bueyes.
—¿Creéis que es cierto lo que se dice sobre su poder?
—No puedo responder con certeza. Sin embargo, había algo en esos agujeros negros
que hablaba de destrucción, de muerte. Si los acercan lo suficiente al alcázar de Vingaard,
nuestros hogares, nuestras familias, nuestras vidas… Sí, mi corazón me dice que lo
perderemos todo.
Rojo Wallace hizo una mueca, como si sintiera dolor físico. Rápidamente, se
desembarazó de ese signo de debilidad, apoyó la mano en el hombro del joven señor y lo
miró directamente a los ojos.
—Si vuestro padre ha caído, os corresponde a vos tomar una pronta decisión. ¿Qué
planeáis hacer?
Durante un solo segundo, una sombra de consternación, quizá incluso miedo, asomó
al rostro del joven. Después, su expresión se endureció, como si fuera el reflejo de la que
componía Rojo Wallace.
—El plan de mi padre sigue en pie. Si intentan pasar por el vado, nos enfrentaremos
a ellos con una línea de picas. Tenemos bastantes probabilidades de contenerlos en el río.
—De acuerdo —convino Rojo Wallace—. Pero sabéis que seguramente se limiten a
seguir la calzada del otro lado, bajando hacia el río. Pueden cruzar el puente de Piedra y
marchar directamente hacia el alcázar.
Blayne asintió.
—Tenemos a la caballería ligera en posición para hostigar al emperador. Así, al
menos retrasaremos su avance hacia el alcázar. Y en el puente nos enfrentaremos a él con
uñas y dientes.
—No será más que una táctica dilatoria —dijo el hechicero.
—Sí, dilatoria y de hostigamiento —contestó Blayne.
Clavó la mirada entre los árboles, recordando la escena en el campamento del
emperador. Veía las filas de soldados, los rebaños de caballos, las tiendas y los carros con
material. Sobre todo, recordaba las tres grandes máquinas de guerra, los tubos de las
bombardas sobre los pesados carros.
—Si nos limitamos a retrasarlo, tarde o temprano llegará con esas armas y el alcázar
de Vingaard quedará arrasado —reflexionó Blayne en voz alta—. Así que tenemos que
cogerlo por sorpresa, atacar su punto fuerte.
—¿Cuál es vuestra idea?
—Los jinetes lo hostigarán —explicó el joven caballero con decisión—. Pero
cuando los carros estén detenidos, esperando que el camino quede libre, lideraré un grupo
de hombres valientes. Atacaremos con antorchas y brea y destruiremos sus gloriosas armas,
antes de que puedan utilizarlas contra nuestro hogar.
Desde la comodidad de su centro de mando en el campamento fortificado, que
parecía una ciudad provisional, con su empalizada y caminos bien trazados entre las tiendas
y los campos de entrenamiento, Jaymes ordenó al general Dayr que llevara hasta allí al
ejército de la Corona, subiendo desde el Vingaard. Las dos fuerzas se encontrarían en el
campamento, que se extendía en la cadena de montañas que dominaban el único vado del
Manzano.
La vanguardia del ejército de la Corona, encabezada por el general Dayr en persona,
llegó al encuentro de la Legión de Palanthas.
—Los lanceros a las órdenes del capitán Blair están encargados de patrullar el río —
informó el general al emperador—. Pero dejé el puente de Piedra sin vigilancia, como
ordenasteis.
—Perfecto. Cuantos más hombres saquen al campo de batalla, más fácil será luego
conquistar el alcázar —dijo Jaymes.
—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso?
—Ya he dado las órdenes oportunas. Los atacaremos por el vado —contestó el
emperador—. La legión del general Weaver liderará la carga. Mantendré a tus hombres en
la retaguardia, prefiero arriesgar alguna de mis tropas nuevas.
—De acuerdo, excelencia.
Dayr se alejó a caballo para supervisar el despliegue de sus hombres. El general
Weaver dispuso a la Legión de Palanthas con rapidez y precisión y, en menos de dos horas,
las unidades se habían desplazado hasta sus posiciones y el ataque estaba preparado.
—General, manda la primera oleada por el vado —ordenó el emperador.
—Sí, mi señor —repuso Weaver.
El emperador y los dos generales estaban a lomos de sus corceles, en un cerro bajo
desde el que se dominaba el Manzano, muy cerca de donde se encontraba el vado. En las
proximidades, esperaban las órdenes un grupo de mensajeros y los soldados encargados de
hacer las señales. Todos miraban con impaciencia a Weaver, que hizo un gesto a sus
soldados. Éstos levantaron los blasones para indicar el avance.
Al momento, tres compañías de infantería ligera se pusieron en marcha en
columnas, en dirección a la orilla del riachuelo, donde el camino de gravilla se internaba en
el agua. Los guerreros vestían túnicas de piel y llevaban espadas cortas y escudos redondos.
La primera ola de ataque correría a cargo de aquellos ciudadanos libres de la Ciudad Nueva
de Palanthas, que se habían alistado durante el último año. Noveles en aquellos asuntos,
avanzaban con entusiasmo, ansiosos por impresionar a su general y a su emperador.
—¡Adelante! ¡Doblad la marcha! —ladraban los sargentos.
Los primeros atacantes se adentraron en el agua al trote, blandiendo las espadas y
los escudos, y chapotearon hasta la otra orilla. Justo en la otra ribera, tras un recodo, el
camino se perdía entre los troncos de la silenciosa pomarada. En cuanto los primeros
soldados pisaron tierra firme, se lanzaron ala carrera.
Al momento, cayó una docena de hombres de Ciudad Nueva, entre una lluvia de
flechas fulminantes que los comandantes veían desde el cerro. Oían también los gritos y
vieron a muchos de sus soldados retorciéndose en el suelo.
Sin aflojar la presión del ataque, las tropas pasaron por encima de los cuerpos de sus
compañeros caídos y otros muchos más se convirtieron en víctimas de un ataque
inmisericorde. Los arqueros seguían siendo invisibles, ocultos en la arboleda, pero era
evidente que tenían buenas vías para disparar. Las descargas eran contundentes, letales y
persistentes. Las grandes flechas con cabeza de acero se clavaban en los petos de piel y en
los escudos de madera, atravesaban incluso los yelmos metálicos.
Los soldados supervivientes corrieron a refugiarse detrás de los árboles y entre los
tupidos matorrales que bordeaban el camino. Los heridos gateaban en busca de un refugio,
pero más de una veintena permaneció inmóvil, aparentemente muertos en el ataque. Los
misiles no dejaban de castigar a las primeras filas y, en cuestión de minutos, las tres
compañías quedaron atrapadas.
No se dio ninguna otra orden, pues los oficiales de las compañías ya conocían el
plan, y la siguiente oleada, formada por la caballería pesada, se adentró en el vado del río.
Aquellos soldados se cubrían con mallas metálicas que les llegaban un poco por encima de
las rodillas, yelmos de acero les protegían la cabeza y contaban con unos escudos mucho
más grandes y pesados. También sus espadas eran más largas. Eran veteranos más curtidos
y levantaron los escudos para resguardarse de las flechas. Los soldados avanzaban
despacio. Cruzaron el vado, treparon por la orilla opuesta y continuaron hacia los árboles.
Varios de aquellos hombres también cayeron, se enredaron en los cuerpos o
tropezaron en los baches. Muchos de los soldados que bajaron un momento el escudo
pagaron su descuido con espeluznantes heridas. Las flechas se clavaban en las mejillas, los
ojos, las bocas y las gargantas. Era inevitable que la columna se dividiera a derecha e
izquierda del angosto camino, pues todos los hombres trataban de encontrar una posición
ventajosa. Se dispersaron y la segunda unidad, paso a paso, protegida por una capa de
escudos, avanzó como un acerico.
Por fin, la fila de infantería pesada llegó al bosquecillo y cargó contra el frente de
piqueros de Vingaard, que la aguardaba. Acero contra acero, gritos de triunfo que
competían con chillidos de dolor y los lamentos de los moribundos. Más soldados de la
Corona cruzaban el río, sin hacer caso de la constante lluvia de flechas que los acompañaba
en su avance.
Los defensores luchaban con determinación, formados en parejas. Los hombres del
alcázar de Vingaard no se molestaban en protegerse con escudos, sino que lanzaban golpes
y estocadas desde detrás de los troncos nudosos de los manzanos.
Un audaz caballero de la Corona lanzó un grito ronco y cargó con todas sus fuerzas,
pero lo único que consiguió fue clavar la letal hoja metálica en una gruesa rama. Antes de
que pudiera soltar la espada, uno de los defensores lo atacó por la espalda. El filo de acero
traspasó la malla metálica y se hundió hasta el estómago del desventurado. El caballero
dejó escapar un hondo quejido, soltó la empuñadura de su propia espada y cayó en los
brazos de sus compañeros, quienes lo arrastraron hacia la retaguardia.
En una escaramuza como aquélla, el número era el factor decisivo y eso era algo
que sabían tanto los comandantes del cerro como los combatientes de ambos bandos. El
ejército de la Corona, una compañía tras otra, marchaba por el vado. Algunos soldados se
desviaban hacia la derecha, otros hacia la izquierda. El frente de ataque cada vez era más
amplio. Al final, los hombres de Vingaard se vieron obligados a retroceder entre los
árboles, aunque cedían terreno muy poco a poco, a cambio de mucha sangre y penalidades.
Cuando llegaron al abrazo de las sombras, se retiraron más rápidamente y los atacantes
empezaron a perseguirlos. Era una marea de acero y furia, ansiosos por vengar a sus
compañeros.
Pero aquella marea se interrumpió, bruscamente, cuando chocó contra un dique de
piqueros que se materializó entre los árboles, como por arte de magia. Ningún hechizo los
había ocultado, simplemente estaban bien camuflados y pegados al suelo. No era fácil
manejar aquellas armas tan largas entre los árboles, pero Kerrigan y su hijo habían
dispuesto a sus hombres con astucia. Parecía que un millar de hombres se enfrentaban
hombro con hombro al ataque y entre todos formaban una barrera ribeteada por las puntas
desgarradoras de las lanzas.
La mayor parte de los atacantes vaciló al encontrarse con ese obstáculo inesperado,
aunque unos pocos soldados de la Corona, valerosos, no dudaron en cargar. Encontraron la
muerte. Los atacantes celebraron las bajas enemigas con insultos y abucheos, lo que hizo
que aún más soldados temerarios se lanzaran a la carga. Pero la línea de lanzas no cedía y
todos los ataques fueron fallidos.
Un sargento de la Corona logró romper una pica y apartó otra de un golpe. Así, por
un momento, logró abrir un hueco. Se lanzó a la carga con un bramido, justo antes de que
un sinfín de hojas lo acosaran por todos lados. El caballero perdió un brazo y acabó con una
profunda herida en el muslo, que empezó a sangrar profusamente.
Por todas partes, los espadachines aguardaban entre los piqueros y, cada vez que el
sólido frente parecía a punto de romperse, los espadachines cerraban el hueco y se
enfrentaban a los atacantes. El laberinto de árboles impedía flanquear el frente. Además, los
defensores habían colocado enormes nidos de zarzas por todos lados. Los afilados pinchos
se enganchaban en la tela y la piel, incluso los hombres más firmes del emperador,
acababan enredados en aquellas marañas.
Durante treinta sangrientos minutos, aquella batalla ardua y caótica no dio descanso
a los soldados. En los dos bandos se moría y se mataba. En cuanto los atacantes lograban
avanzar unos pasos, los defensores redoblaban sus esfuerzos y obligaban a retroceder a los
Coronas. Cuando una espada se rompía, el soldado cogía otra de un compañero o un
enemigo caído. Cuando lo herían, el soldado retrocedía y un guerrero fresco ocupaba su
puesto en el frente.
Los arqueros de Vingaard treparon a los árboles y empezaron a disparar por encima
de las cabezas de sus compañeros, apuntando a los rostros y los torsos de los atacantes. Una
fila de hombres de la Corona, armados con ballestas, se situó detrás de la primera línea de
carga y empezó a responder a los misiles con una puntería increíble. Los cuadrillos de
punta de acero atravesaban las túnicas de piel verde de los arqueros con gran facilidad. El
duelo de proyectiles era cada vez más feroz, hasta que los dos bandos se vieron absorbidos
en su propia lucha mortal por la supremacía aérea. Aquélla fue otra batalla que tuvo lugar,
literalmente, por encima de las cabezas de los soldados atrapados en la refriega.
En el cerro al sur del riachuelo, el emperador trataba de ver algo de lo que estaba
ocurriendo en la batalla del bosque. Su rostro disimulaba mal el descontento que sentía.
Desde su posición no podía conocer los detalles, pero la realidad se mostraba bastante
cruda. A medida que más y más de sus hombres vadeaban el río, se internaban en la
arboleda y allí moría el avance. Los hombres caían en gran número y su sacrificio ya no
tenía ningún sentido.
—¡Tocad a retirada! —acabó por mascullar el emperador.
Dayr hizo una señal a los soldados de las cornetas y tres heraldos levantaron los
instrumentos de viento para transmitir con gran estrépito la orden de retirada. Al instante,
los hombres que estaban en el linde de la arboleda se dieron media vuelta y echaron a
correr hacia el vado. Otros abandonaron el refugio de los árboles, bajaron por el camino y
rodearon el estrecho paso del río.
—¡Maldita sea! ¡Están aterrorizados! ¡Corren como gallinas! —espetó el
emperador.
Clavó los talones en su caballo y, seguido por Dayr, bajó del cerro al galope. Había
una docena de compañías arremolinadas en la orilla, esperando para cruzar, pero se
apartaron para dejar paso a su enfurecido comandante. Jaymes guio a su caballo a la ribera,
mientras un centenar de hombres chapoteaba en las aguas poco profundas. Intentaban huir,
tropezaban, caían y boqueaban, mientras se abrían camino a toda costa, con tal de alcanzar
la seguridad de la orilla sur.
Jaymes tiró de las riendas y el corcel se encabritó. Blandía Mitra del Gigante y las
llamas azules que lamían la hoja eran visibles incluso bajo la intensa luz del sol. Los
aterrorizados soldados vacilaron al ver a su señor a lomos del caballo encabritado.
—¡Mantened la formación! —gritó el emperador—. ¡Recordad los ejercicios de
instrucción!
Algunos obedecieron, otros siguieron agitándose, enloquecidos, en el río. Del
bosquecillo no dejaban de salir Hechas, que herían a más y más soldados. Aunque Jaymes
golpeó con la parte plana de la hoja de su espada al primer cobarde que trataba de trepar por
la orilla, no pudo detener aquella marabunta. Los comandantes gritaron hasta quedarse
roncos, intentando organizar la retirada, pero todo fue en vano. Los oficiales de Palanthas
chillaron y maldijeron, trataron de conseguir que las filas dieran media vuelta y se
enfrentaran a la amenaza mortal que se cernía a su espalda, pero no consiguieron nada.
Fue Dayr quien se dio cuenta de lo que había que hacer. Ladró las órdenes a una
tropa numerosa de arqueros, que habían estado protegiendo su posición en la orilla más
cercana del riachuelo. Inmediatamente, empezaron a disparar una cortina de flechas. Los
misiles describían un arco sobre los soldados en retirada y caían entre las picas de
Vingaard, que no dejaban de avanzar. Los piqueros no tardaron en interrumpir la
persecución y en resguardarse entre los árboles, mientras los atacantes, agotados y
harapientos, cruzaban a trompicones el cauce y se derrumbaban en la orilla sur del
Manzano.
Jaymes cabalgaba de un lado a otro, por delante de los soldados humillados y
derrotados. Les habló cargado de desprecio, a gritos y con palabras airadas:
—¡Cobardes, habéis luchado como si nunca antes hubierais oído el cuerno de la
batalla! No os culparé por no poder romper una línea, pero ¿correr como perros de mala
raza a la primera señal de retirada? Jamás lo habría esperado ni podría creerlo, si no lo
hubiera visto con mis propios ojos.
—¡Perdonadnos, mi señor! —gritó un comandante, de pie entre las filas sentadas y
empapadas—. Dejad que lo intentemos de nuevo. ¡Romperemos el frente de esos traidores
o moriremos en el intento!
Unos pocos soldados recibieron con vítores esa muestra de coraje, pero la mayoría
clavaba la mirada en el suelo, humillados y temblorosos. Jaymes habló con dureza.
—Ya tendréis oportunidad de luchar de nuevo. Cuando lo hagáis, esta vergüenza
será vengada. Hasta entonces, todos tendréis que vivir con el recuerdo de vuestro fracaso y
no marcharéis con el resto de mi ejército, sino que os quedaréis atrás para lameros las
heridas y reflexionar sobre vuestra derrota.
Algunos hombres sollozaban, otros gritaron en señal de protesta, pero el emperador
no hizo caso a ninguno de ellos. Espoleó a su corcel y volvió junto al general Dayr.
—Al final, tendremos que marchar por el camino y tomar el puente. Dejaré aquí a
estos hombres para que el enemigo tenga que preocuparse por otro intento de vadear el río.
Pero quiero que el resto del ejército esté en movimiento en una hora.
—Ya tengo a los hombres preparados, mi señor. Esas colinas que siguen el curso
del río nos ocultarán durante las primeras millas, quizá así podamos sorprenderlos con
nuestra determinación y rapidez.
—Muy bien —contestó Jaymes.
Volvió a mirar a las filas de hombres empapados, derrotados, que se arremolinaban
junto al río y entrecerró los ojos con disgusto. Los contempló un momento y sacudió la
cabeza. Después, azuzó a su caballo, listo para unirse ala columna que marchaba por el
camino.
7

El señor de las tierras agrestes

Al principio, Ankhar estaba encantado con la hembra de ogro que había reclamado
para sí, imponiéndose sobre los dos líderes enemigos. A Lirio de la Charca no le faltaban
encantos naturales: los carrillos hinchados que daban a su rostro esa redondez tan atractiva,
las montañas gemelas de sus inmensos pechos, la robustez de los admirables músculos de
sus piernas, sólidas como jamones. Era una hermosa florecilla, una novedad en la espesura
esmeralda de las tierras agrestes.
Pero después de un mes gozando las delicias de los atributos físicos de Lirio de la
Charca, no le quedó más remedio que reconocer que el nombre de la hembra hacía justicia
a su inteligencia y dotes de conversación.
«De hecho, seguro que en las charcas hay flores que tienen más personalidad e
inteligencia que mi actual compañera de catre», pensó, mientras miraba fijamente las brasas
a punto de consumirse de la hoguera. Seguramente ésa era la razón por la que seguía allí
sentado, enfurruñado, mucho después de que casi todo el poblado se hubiera dormido, sin
ganas de buscar la comodidad de su lecho.
Lanzando un suspiro, el semigigante se puso de pie, para lo que tuvo que apoyar las
dos manos en el tronco e impulsarse. No pudo dejar de fijarse en la prominencia de su
barriga y se sonrojó, avergonzado, al recordar la buena forma física de la que gozaba en las
grandiosas campañas de guerra.
—Una vez fui señor de media Solamnia —declaró en voz alta, como si él mismo se
asombrara al recordarlo—. Ahora soy señor de una ciénaga y de una hembra que es, a todos
los efectos, un lirio de charca.
—¿Cuánto deseas recuperar el poder que tenías, o alcanzar incluso cimas más altas?
La pregunta era un susurro tan suave que el semigigante se dio media vuelta,
gruñendo, preparado para golpear a quien fuera que se hubiera atrevido a acercarse
sigilosamente para burlarse de él. Pero no vio a nadie.
—¿Quién me habla? —rugió. Sus ojos diminutos centelleaban entre las capas de
grasa que le envolvían las cuencas, mientras clavaba la vista en la oscuridad—. ¿Quién está
ahí?
Un hombre —o al menos parecía un hombre, por su tamaño y figura— salió de la
oscuridad. Estaba cubierto de pies a cabeza por una capa negra, incluyendo una máscara de
gasa que le ocultaba completamente el rostro. Lo más sorprendente de todo fue que se
acercó al amenazador semigigante sin dar muestras de miedo.
—¡Cómo te atreves! —espetó Ankhar.
Hizo amago de dar un paso hacia el intruso, para propinarle, al menos, un buen
golpe con el dorso de la mano. Sin embargo, las botas del semigigante se quedaron
clavadas en el sitio, como si se hubieran hundido en el barro y de repente éste se hubiera
congelado. Observó con asombro cómo el hombre se acercaba tranquilamente y se sentaba
en un tronco cerca del que ocupaba Ankhar un momento antes.
De repente, los pies de Ankhar quedaron libres y el semigigante dio un traspié,
mientras pensaba que un hechizo mágico debía de haberlo atrapado durante un momento.
Era evidente que el hombre que había conjurado el hechizo lo había liberado de su prisión,
lo que quería decir que tendría que tratar al intruso con cautela. El hombre de la capa oscura
se acomodó y esperó un momento a que Ankhar, casi sin darse cuenta, volviera junto a la
hoguera y se sentara cerca de su extraña visita. La furia del semigigante se había
desvanecido al enfrentarse a la fría seguridad del desconocido y se dio cuenta de que estaba
más intrigado que airado.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Pregunta a tu madre, ella me reconocerá al instante —contestó el hombre. De
alguna forma, su tono era cortés, aunque se hubiera negado a responder a la pregunta. Fuera
como fuese, su tranquila seguridad sólo consiguió que Ankhar se sintiera más incómodo.
—Mi madre duerme. Ya es tarde. Dímelo tú mismo —insistió.
—Éste es un bonito poblado —dijo el hombre, en vez de obedecerlo. El rostro
enmascarado giró a un lado y otro, para contemplar las toscas chozas, la empalizada de
madera y la plaza central de barro. Una vez más, su tono era inocuo, agradable incluso,
pero el semigigante sintió que se le erizaban los cabellos.
—Suficiente para mis necesidades —declaró, precavido.
—Pero ¿es suficientemente seguro para proteger tus riquezas? El vasto tesoro que
tus ejércitos tomaron en Garnet, Thelgaard y otros lugares de Solamnia. ¿No te preocupa
que venga otro ejército, derribe la empalizada y huya con tu preciado tesoro?
Ankhar gruñó, un sonido profundo y amenazador para cualquiera, pero el
desconocido apenas pareció prestarle atención. La verdad era que no había demasiada
ferocidad detrás del ensordecedor estallido del líder. Una vez más, la curiosidad era más
intensa que su furia. El rugido se desvaneció, mientras se encogía de hombros.
—Mis tesoros eran muchos, pero los cogieron los caballeros después de la batalla de
las Montañas —dijo el semigigante—. No los echo de menos. Eran baratijas inútiles, muy
pesadas para llevarlas, y no se podían comer.
—Entiendo —fue la respuesta.
—Además, esas baratijas son cosas de humanos. ¿Qué necesidad tengo yo de piezas
de acero y de joyas, de enormes castillos y altos muros de piedra? ¡Soy feliz aquí y soy el
señor de este lugar!
—No lo dudo.
—¡Es así! —De nuevo, Ankhar sintió que el comentario era ofensivo, aunque había
sido hecho con cortesía. Se le ocurrió, a pesar de que no era demasiado dado a la
introspección, que parecía que estuviera discutiendo consigo mismo—. La guerra es dura e
ingrata. Y el botín, a no ser que pueda comerse o sea útil como los esclavos, las
herramientas o las tierras… En fin, el botín no son más que problemas. En estos bosques
hay comida y, con un poco de trabajo, todas mis necesidades están cubiertas.
—¿Todas tus necesidades? —apuntó el enmascarado.
—Sí, ¡todas, todas! —ladró Ankhar. Pensó en Lirio de la Charca, esperándolo en
aquella cabaña rudimentaria, descansando en el catre de paja que estaba directamente sobre
el suelo húmedo, y sintió que su convicción flaqueaba—. ¿Por qué te burlas de mí con tus
palabras? —exigió saber.
—No pretendo burlarme, mi gran amigo. Y eres mi amigo, lo sepas o no. Tú y yo
hemos hecho un gran trabajo en nombre del mismo señor, en el pasado.
—¡Yo no tengo señor! —Con la ira, la voz del semigigante se elevó.
Entonces, reparó por primera vez en la lasca coloreada del hombre de negro. Del
cuello le pendía un colgante con el brillo de una esmeralda. Era un trozo pequeño de piedra,
demasiado pequeño para verlo en la oscuridad, a no ser a muy corta distancia. Por un
momento, Ankhar habría jurado que la piedra verde refulgía con una especie de luz interna.
Y al darse cuenta, recordó otra piedra verde, la poderosa punta de esmeralda que una vez
había coronado su gran lanza de guerra, el talismán con que iba a la guerra. Cuando
levantaba esa lanza en lo alto, el poder de Hiddukel, el Príncipe de las Mentiras, la
iluminaba con una fuerza cegadora que podía cubrir todo un valle y desterrar a las sombras
de la noche.
En ese momento, la lanza de guerra estaba tirada en el barro de su cabaña, en algún
sitio cerca de la pared del fondo. La punta verde había dejado de brillar cuando la horda del
semigigante había salido derrotada de la batalla delas Montañas. Se había llevado el arma a
Lemish por pura costumbre; pero, desde entonces, siempre que la miraba, parecía que la
piedra se hubiera quedado fría, oscura, inerte.
—¡Mi señor! ¡Señor Ankhar! ¡Oh, gran señor, ven a ver esto!
Se incorporó de un salto, sorprendido por las apremiantes palabras que salían de la
cabaña. Lirio de la Charca lo llamaba, lo requería con una voz que no estaba cargada de
deseo, sino de asombro. Se dio la vuelta de un salto y miró boquiabierto hacia la cabaña.
Perplejo, vio que una luz verde se colaba por debajo de la puerta de piel y entre los
numerosos huecos que quedaban entre los troncos de los imperfectos muros.
Se plantó delante de la choza en un par de zancadas y retiró la piel. Encontró a la
hembra de ogro sentada en el catre, mirando con expresión de muda incredulidad el origen
del resplandor.
La punta de su lanza, sepultada casi bajo un montón de desperdicios en el muro
opuesto, refulgía con una intensidad que dañaba los ojos. Vio que Lirio de la Charca
alargaba un brazo con timidez, como si quisiera coger la piedra. La apartó con una terrible
bofetada.
—¡No la toques! —bramó—. ¡Es mía!
Con un salto más propio de un gato, agarró el astil del hacha con las dos manos. La
resistente madera era gruesa como la muñeca de un hombre y mediría más de dos metros de
largo. Lo levantó con reverencia y sacudió el arma para que se desprendieran las hojas
húmedas, los restos mohosos de comida y otros desperdicios. Después, sacó la lanza de la
cabaña y volvió a la hoguera, donde seguía sentado el intruso enmascarado, observándolo
con ese rostro sin rasgos.
Pero no fue el semigigante ni el desconocido quien tomó la palabra a continuación.
De la oscuridad salió una carcajada áspera y una vieja y arrugada hembra de hobgoblin se
acercó cojeando a las brasas. Laka, la madre adoptiva de Ankhar, debía de haberse
despertado con el jaleo. Cuando se aproximó, parecía que las brasas ardían con renovada
intensidad, con fuerzas nuevas, y despedían una luz rojiza que iluminó los pocos dientes
que le quedaban, prueba de que la vieja todavía podía lucir una enorme sonrisa.
—Mi señor —dijo, para sorpresa de Ankhar, mientras se arrodillaba ante el
enmascarado.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó el semigigante.
—Sí —repuso Laka, irguiéndose con dificultad. Tomó a Ankhar de la mano y lo
condujo a sentarse en un tronco junto al enmascarado—. Es el Maestro de la Noche. El
Príncipe de las Mentiras me ha enviado un sueño, en el que decía que el Maestro de la
Noche vendría a verte, a decirte cosas importantes y a encargarte una tarea crucial.
—¿Cuál es?
—Escúchalo —contestó la hobgoblin con impaciencia—. Ahora tienes que callarte
y escuchar las palabras del Maestro de la Noche.
El semigigante no estaba acostumbrado a que le hablaran de ese modo, pero, como
siempre, se mordió la lengua, se quedó sentado e hizo lo que su madre le ordenaba.
Hoarst viajó por el éter del tiempo y el espacio. Las alas de la magia lo llevaron en
un momento a una distancia que, a caballo, habría tardado tres días en recorrer. En la
urgencia del teletransporte, pasó sobre montañas, sobre profundos valles, cruzó una vasta
llanura y un poderoso río, y se sumergió en un laberinto de montañas desconocidas. Por fin,
la magia lo depositó en la hondonada en forma de canal que el Maestro de la Noche le
había descrito. El Caballero de la Espina llegó en el mismo momento del día en que había
partido —es decir, justo antes del anochecer— y, como había tomado la precaución de
hacerse invisible antes de teletransportarse, se materializó sin que ninguno de los hombres
que lo rodeaban pudiera verlo. Inadvertido, evaluó el lugar en que se encontraba.
El sacerdote de Hiddukel había dicho la verdad, de eso se dio cuenta al instante: allí
había una gran hueste concentrada, formada en un campamento con una disciplina
admirable, con todos los accesos vigilados por despiertos centinelas. El valle se ocultaba
entre altas montañas y estaba rodeado por un acantilado. Tres lagos oscuros estaban
conectados, como las perlas negras de un collar, por un río cubierto de espuma que
discurría por el valle. Aquí y allá crecían grupos de árboles frutales y un vistazo rápido le
sirvió para descubrir cientos de hectáreas de cultivo.
Las montañas que encerraban el lugar eran escarpadas e intransitables. Limitaban el
acceso a un par de pasos, uno al norte y otro al sur. Cuando el hechicero estudió aquellos
collados flanqueados por cumbres, vio que los pasos estaban protegidos por fortificaciones
astutamente camufladas. Los bastiones apenas destacaban sobre las laderas de piedra, pero
Hoarst distinguió las plataformas sabiamente escondidas, con arqueros, y numerosos
salientes con montones de piedras. Bastaría empujarlas un poco o hacer palanca para que
las rocas cayeran al vacío y aplastaran a los desventurados intrusos.
Terminada su primera inspección, Hoarst buscó el destino que quería. Resultó estar
en una gran casa que dominaba el lago más grande de los tres. Invisible todavía, bajó por
un tranquilo sendero que conducía al palacio. Pasó junto a un campo de instrucción enorme,
en el que cientos de hombres ataviados con túnicas negras se ejercitaban bajo las órdenes
roncas de los sargentos. Algunos practicaban las formaciones de picas, que requerían tanta
disciplina, mientras otros disparaban andanada tras andanada de flechas contra objetivos de
paja o se golpeaban con unas espadas que, a pesar de ser mates, parecían de acero o hierro.
En el breve tiempo en que tardó en atravesar el campo, el hechicero oyó el chasquido de
más de un hueso roto.
La enorme construcción era una estructura de piedra reluciente, con torres en las
esquinas y almenas a lo largo de las murallas. Las ventanas eran pequeñas y estrechas, para
la defensa de la fortaleza. Hoarst apreció que todas las defensas estaban bien diseñadas,
teniendo en cuenta que el camino era la única forma de acercarse a través de aquel terreno
pantanoso. Ese suelo traicionero rodeaba la estructura por tres de sus cuatro lados.
Al Caballero de la Espina le gustaba todo lo que veía.
La puerta delantera de la construcción estaba cerrada, pero al otro lado de los
barrotes vislumbró un patio y las puertas a la casa se encontraban a sólo veinte pasos. No se
veía ningún guardia, pero sabía que lo habría. Un hechizo rápido de vuelo, las palabras
mágicas pronunciadas en un susurro inaudible, y el mago invisible se elevó hasta lo alto de
la muralla. Allí vio a dos hombres de armas que vestían petos negros de escamas y yelmos
de acero. Uno dormitaba apoyado en el muro, pero el otro vigilaba el camino perfectamente
despierto.
Evidentemente, ni siquiera la vigía más atenta permitiría a un hombre ver lo que era
invisible. Tampoco podría oír el silencio, así que Hoarst tuvo sumo cuidado en moverse
lentamente, para que ni la más leve brisa hiciera que su túnica invisible crujiera. Planeó
sobre la muralla y descendió hacia el patio. En el último momento, se desvió de la puerta
principal, se elevó en el aire y rodeó una esquina de la casa. Fue a posarse en el balcón más
grande, una terraza de mármol que ofrecía unas espléndidas vistas sobre el lago cercano y
las cimas de las montañas.
Allí encontraría al hombre que estaba buscando. Se alegró al ver que las puertas del
balcón estaban abiertas y entró en una cámara abovedada, la estancia central de un grupo de
magníficas habitaciones.
Un hombre estaba sentado junto a una mesa grande, solo, garabateando notas en un
gran pergamino, un mapa. Hoarst se acercó en silencio por detrás.
—Capitán Blackgaard —dijo el Caballero de la Espina en voz baja, dejando que el
hechizo de invisibilidad se desvaneciera como si dejara caer una capa que lo cubriera—.
Esperaba encontrarte aquí.
El hombre se levantó de un salto, tiró la silla y sacó un cuchillo del cinturón,
mientras se giraba para enfrentarse al intruso. A pesar de que acababa de ser sorprendido,
observó el Caballero de la Espina divertido, Blackgaard había tenido la presencia de ánimo
de colocar un pergamino en blanco sobre el mapa, en un intento por taparlo. Durante el
tiempo que dura un suspiro, la mano del caballero que sostenía el cuchillo tembló. La punta
afilada se levantó hacia el corazón del hechicero.
—¿Gris Hoarst? —logró articular por fin el capitán. Bajó el cuchillo y se llevó una
mano al pecho, desconcertado—. Te has arriesgado a que te matara, ¡o a matarme a mí del
susto!
Sin embargo, el reproche se debía más a la sorpresa que a verdadero enfado. Hoarst
se echó a reír.
—Si un susto basta para matarte, querido capitán, quizá no seas el hombre que
estaba buscando.
—Era una forma de hablar —repuso Blackgaard bruscamente, mientras envainaba
el cuchillo. Lanzó una ojeada rápida al mapa tapado, se encogió de hombros y se dirigió a
un armario—. ¿Me permites que te ofrezca algo de beber, viejo amigo?
Antes de terminar la frase, ya estaba sacando una jarra de cristal con un líquido
marrón oscuro. Hoarst aceptó y se sentó a la mesa, en una silla que alejó respetuosamente
de donde Blackgaard había estado trabajando.
El capitán tendió la bebida a su visita y brindaron.
—Me alegra comprobar que escapaste de las montañas con vida —reconoció
Hoarst, antes de tomar un sorbo de lo que resultó ser un magnífico whisky.
Blackgaard se rio con gravedad.
—No fue gracias a nuestro jefe en común. Lo último que yo vi era que se dirigía al
sur. Yo escapé con cuatrocientos hombres, pues los solámnicos estaban demasiado
cansados para perseguirnos.
—Parece que desde entonces has reunido a bastantes más hombres que
cuatrocientos.
El capitán, un antiguo caballero negro que había acabado siendo un mercenario,
asintió.
—Aquí tengo cinco mil y puedo reunir otros tantos en pocos días.
—Este lugar es una elección interesante —comentó el hechicero—. Las montañas
Vingaard septentrionales… Estás muy cerca de los solámnicos, ¿no?
—Es muy cerca, sí, pero completamente seguro —contestó Blackgaard—. Este
valle formaba parte de las tierras que Khellendros devastó en el pasado. Todos murieron o
huyeron y desde entonces ha quedado desierto. Ningún viajero pasa por aquí. Como ves,
hemos logrado levantar un pequeño fuerte.
—Sí. Pero lo que me pregunto es si tú y tus hombres estáis hechos para la vida del
agricultor y el pastor. ¿Acaso no añoráis el redoble de un tambor de guerra? ¿Seguís siendo
guerreros, en vuestros corazones?
—Eso siempre depende —contestó el capitán con cautela— de la elección del
combate adecuado, de la guerra adecuada.
—¿De la guerra adecuada? ¿O del precio adecuado?
—Es lo mismo.
—Entonces, ¿podrías volver a luchar en una guerra, por el más alto de todos los
precios?
Hoarst observó al otro hombre con atención, previendo la respuesta. Lo sabía
porque había logrado vislumbrar el mapa que Blackgaard había estado estudiando, antes de
que al mercenario le diera tiempo a taparlo.
—¿Te refieres a si estoy pensando en reconquistar Palanthas? —preguntó el hombre
de armas. Miró hacia el mapa oculto, guiñó un ojo y asintió—. Creo que tenemos mucho de
lo que hablar —añadió.
—Est Sudanus oth Nikkas.
Mi poder es mi verdad. Ankhar saboreó la ironía de su propio credo. Se había
dejado llevar por la holgazanería y la cobardía durante demasiado tiempo, casi había
olvidado la lección que su madre —y el dios implacable de su madre— le había enseñado
tantos años atrás.
—Est Sudanus oth Nikkas —repitió, satisfecho. Aquella frase se la había enseñado
uno de sus antiguos tenientes, un antiguo caballero negro convertido en mercenario que se
llamaba capitán Blackgaard.
—¿Qué quieres decir con esa frase que no dejas de murmurar? —preguntó Lirio de
la Charca con cautela.
La hembra de ogro acababa de servirle la avena cocida de todas las mañanas y
estaba de pie a su lado, mientras el semigigante sorbía ruidosamente del cuenco. Ankhar
estaba actuando de forma extraña durante los últimos días, muy extraña, desde el punto de
vista de la hembra de ogro.
—Significa: «Mi poder es mi verdad» —fue la respuesta.
—Ah.
—Estoy llamado a grandes cosas —explicó el semigigante—. Yo fui un gran
señor…
—¡Todavía eres un gran señor! —lo interrumpió ella, con total sinceridad.
Ankhar le dio una palmadita en la mejilla con tanta ternura que, aunque la tiró al
suelo, no le hizo demasiado daño.
—No me interrumpas.
Mientras la ogro se levantaba y se sentaba sumisamente a su lado, el semigigante
puso en orden sus pensamientos.
—Yo soy un elegido de los dioses —dijo, tratando de recordar las elocuentes
palabras que Laka le había metido en la cabeza con aquel tótem de la calavera y todas esas
cosas, a lo largo de los últimos días—. Y para mí es una pérdida de tiempo vivir aquí, en el
bosque de Lemish. ¡Voy a ser el señor de una gran ciudad!
—¡Una ciudad! ¿Qué ciudad?
Ankhar se rascó la cabeza, porque los detalles eran bastante escasos, a pesar de los
aspavientos de su madre.
—Una ciudad de los caballeros —recordó. Lanzó un rugido sin darse cuenta—.
Odio a los caballeros —afirmó.
Así fue como, pocos días después de la visita de Maestro de la Noche Ankhar, el
elegido, abandonó la seguridad de su poblado. Lo acompañaban algunos de sus secuaces de
campañas anteriores, como el ogro Río de Sangre y el goblin Machaca Costillas. Su
objetivo era reunir otra horda, lanzarse a una nueva guerra y conquistar una ciudad de los
caballeros.
Llevaba la lanza de esmeralda en la mano derecha y se cubría con una corona de oro
con piedras preciosas engastadas, uno de los pocos tesoros que se había llevado de
Solamnia tras su derrota. Con sus secuaces ataviados con enormes pieles de oso y todos los
capitanes cubiertos con tocados de plumas, guio a su séquito a través del bosque, hacia el
asentamiento de ogros más cercano.
Se trataba de la fortaleza de Vis Gorger, un pueblo de montaña en un valle salpicado
de cuevas. En cada caverna había una casa, una taberna o una tienda. Allí se reunió con el
señor de los ogros, Vis Gorger, quien seguía molesto por el asunto de Lirio de la Charca y
se negó a unirse a la expedición y a reconocer que Ankhar era la Verdad.
Así que el semigigante le rompió el cuello, rápidamente, sin una señal de
advertencia o muestra de vacilación. El subjefe del pueblo, un robusto macho llamado
Cuerno de Toro, no pareció muy afectado por el suceso y se mostró más servicial que su
antecesor respecto a las necesidades de Ankhar. Especialmente, después de que el
semigigante lo nombrara el nuevo gobernador de la ciudad. Después Ankhar reclutó más de
cien ogros guerreros, machos jóvenes ansiosos por matar y saquear.
A continuación, se dirigió al poblado de Come Corazones, el otro líder que había
reclamado las atenciones de Lirio de la Charca.
Por lo visto, el rumor del destino de Vis Gorger había llegado antes que Ankhar.
Fuera como fuere, Come Corazones organizó una fuerza de doscientos guerreros, con el
doble de lanceros goblin, y ya estaba preparado y esperando a unirse al semigigante cuando
Ankhar llegó con su comitiva, cada vez más numerosa.
Y eso se repitió una y otra vez. Las aldeas y los poblados de Lemish entregaban a
sus jóvenes guerreros, voluntariamente y con grandes expectativas. Todos se unían al
ejército de Ankhar la Verdad. Sus fuerzas crecían día a día, a medida que recorrían aquellas
tierras.
Hasta que, por fin, Ankhar formó una gran horda de guerreros y ya no le quedó
ningún rincón de Lemish por recorrer.
8

Emboscada de fuego

Blayne Kerrigan no se quedó a presenciar el desenlace de la batalla en la pomarada.


Lo que hizo fue reunir a doscientos magníficos arqueros y al hechicero Rojo Wallace, y
cabalgar raudo hacia el este del alcázar de Vingaard. Cruzaron el puente de Piedra cerca del
banco del Vingaard. Aquél era el puente que Jaymes había ordenado a Dayr que no
vigilara, con el propósito de atraer a más defensores de Vingaard a la batalla, fuera de las
murallas del alcázar.
Los jinetes cruzaron el puente más arriba de donde confluían el Manzano y el otro
río, mucho más grande. Al sur del Manzano, se lanzaron a la carrera en dirección oeste,
siguiendo el camino que llevaba a las fuerzas del emperador.
En medio del camino, encerrado entre dos paredes escarpadas, habían excavado una
profunda zanja. Unos cuantos hombres esperaban detrás del muro que habían levantado
detrás de la zanja, mientras varios caballos pastaban. Blayne localizó rápidamente al oficial
al mando.
—Tengo un millar de jinetes y el mismo número de arqueros y de soldados de
infantería. Los contendremos durante unas cuantas horas —informó el capitán Dobbs, un
veterano de la guarnición del alcázar y el hombre a cargo del contingente—. Pero no
podremos detenerlos.
—Con unas horas me basta. ¿Tienes el equipo que te pedí?
—Sí, aquí mismo.
El capitán lo llevó a donde se apilaban doscientas alforjas, dispuestas para que
Blayne las inspeccionara. En cada una había aljabas de flechas, un arco resistente,
recipientes con brea, unas cuantas cinchas y fósforos.
—Excelente —declaró el joven señor—. ¿Se sabe a qué distancia está el
emperador?
—A unos tres kilómetros y avanza deprisa. No perdieron mucho tiempo después de
la batalla en el vado.
—No…, siempre fue muy rápido en la marcha —reconoció Blayne, haciendo una
mueca—. Pero eso debería darnos tiempo suficiente.
—Buena suerte, señor —le deseó el capitán.
—También para ti —contestó Kerrigan, y se dirigió hacia su caballo.
El animal, como el resto de los doscientos corceles, ya estaba preparado con sus
alforjas. Los demás caballeros montaron y se alejaron a medio galope. Ya no seguían el
camino. Se internaron en los campos, rodeando la cordillera más meridional de las dos
gemelas entre las que se situaba la línea de Vingaard.
Blayne había cazado, jugado, pescado y acampado en esas tierras desde que era
niño y no necesitaba mapa ni guía. Tenía un destino en mente. La ágil columna cruzó varios
campos de grano, pero el joven señor tuvo el cuidado de dirigir a sus jinetes por los
caminos que discurrían entre ellos, y pronto se encontró entre las sombras de los árboles.
El bosque del sur no era una arboleda cultivada por la mano del hombre, como la
pomarada, sino un bosque tupido y anciano con árboles de ramas lánguidas y cubiertas de
musgo y matorrales cerrados. Pocos eran los senderos que lo cruzaban, pero Blayne sabía
cómo guiar rápidamente a su columna a través de la espesura. Cuando ya estaban cerca de
la boca de un profundo barranco, en el otro extremo del bosque, hizo una señal a sus
hombres para que desmontaran. El grupo se reunió alrededor del joven caballero, alerta y
sin miedo.
—Coged las cinchas de vuestras alforjas y envolved con ellas la parte delantera de
los astiles de las flechas. Para sujetarlas, utilizad la brea. Quiero que todos los hombres
tengan por lo menos una docena de esos misiles letales, listos para disparar en diez
minutos.
Mientras sus hombres iban de un lado a otro con los preparativos, Blayne y Rojo
Wallace se acercaron caminando al extremo del barranco. Se cubrieron detrás de unos
árboles frondosos y miraron el camino pavimentado que discurría por debajo, en el que ya
se veía el ejército del emperador, como a un kilómetro de distancia.
—Si hemos calculado bien el tiempo, los jinetes están ahora al otro lado del camino
—dijo Blayne.
Casi no había terminado de pronunciar esas palabras, cuando quedó demostrado que
eran ciertas, pues la primera táctica dilatoria de Vingaard arrancó en ese mismo momento.
Observaron que cientos de jinetes, lanceros montados sobre raudos corceles sin armadura,
aparecían por la colina al otro lado del camino y bajaban la ladera al galope, hacia el flanco
de la columna del emperador. La caballería del ejército de la Corona se dispuso a
bloquearlos, cargando desde la cabeza y la cola de la columna. Los dos hombres fueron
testigos de cómo estallaba una batalla desesperada. Hombres y caballos caían por decenas,
los cascos delos animales pisoteaban a los heridos. La resolución y la firmeza estaban
presentes en ambos bandos.
Los jinetes de Vingaard contaban con la ventaja del efecto sorpresa y en su primer
asalto lograron dividir la fuerza de jinetes de la Corona. El camino estaba repleto de
pesados carros que avanzaban lentamente hacia el alcázar. Los lanceros que iban por
delante lograron alcanzar unos cuantos vehículos. No eran las bombardas —Blayne podía
verlas mucho más a su izquierda, al final de la columna—, pero los jinetes dispararon a los
conductores de todos modos y la confusión se apoderó de la apretada columna.
Los lanceros que marchaban cerca de los carros desenvainaron las armas, las
colocaron en falange y comenzaron a avanzar. Enfrentados a aquella pared de puntas de
acero, los hombres de Vingaard no tuvieron más remedio que replegarse. Pero lo hicieron
con disciplina, dividiéndose en grupos pequeños y atacando las zonas desprotegidas del
convoy de abastecimiento, mientras huían por los campos que circundaban el camino. Uno
de los pesados carros se volcó, arrastró consigo a cuatro caballos y lanzó su carga por toda
la calzada.
Al final, los lanceros fueron rechazados. Los soldados del emperador habían cerrado
filas y avanzaban colina arriba, en dirección a la cima tras la que habían desaparecido los
jinetes. Formaron en lo alto de la cadena. Poco después, más compañías de la Corona,
lideradas por los caballeros con sus pesadas armaduras, subieron también las montañas y se
distribuyeron por la cresta. Blayne se los imaginaba persiguiendo a la caballería ligera hasta
el otro lado de la cordillera y lo único que podía hacer era albergar la esperanza de que sus
jinetes lograran escapar de aquella amenaza. Sus lanceros tendrían que estar preparados
para el siguiente paso de aquella compleja danza.
En ese momento, sonaron los cuernos, lejos, a la derecha. El convoy de carros se
detuvo y más soldados, tanto de caballería como de infantería, acudieron corriendo a la
cabeza de la columna, por ambos lados del camino.
—Se han topado con la zanja —aventuró Blayne.
Rojo Wallace asintió.
—Les hará perder tiempo, sin duda. Atacaremos mientras estén distraídos.
—De acuerdo.
Rápidamente, los dos hombres regresaron junto al grupo de jinetes y comprobaron
que los soldados habían preparado un montón de flechas con esparto y brea. El joven señor
dirigió a sus hombres a pie, sigilosamente. Cada soldado sujetaba su caballo por las riendas
y caminaba a lo largo del lecho de la ancha hondonada. Todavía les separaba un kilómetro
de su enemigo y las escarpadas paredes del tortuoso barranco ocultaban su avance.
Cada cierto tiempo, Blayne trepaba por esas paredes y calculaba su posición
respecto a los carros, hasta que por fin descendió sigilosamente y ordenó a sus hombres que
montasen.
—Ahora mismo tenemos las bombardas justo enfrente de nosotros, a lo lejos. Las
protegen una docena de compañías de lanceros y jinetes, pero, con un poco de suerte, los
soldados estarán bastante distraídos en este momento.
En aquel punto, el barranco moría con un corte de poca altura y los hombres del
principio de la columna pudieron echar un vistazo al camino. Blayne estudió las numerosas
compañías de soldados que vigilaban su tesoro y se dio cuenta de que estaba conteniendo la
respiración.
—¡Allí están! —exclamó Wallace, en cuanto se adivinó cierto movimiento en la
cordillera contraria.
Tal como habían planeado, reaparecieron cientos de jinetes de la caballería ligera de
Vingaard y, rápidamente, se desplegaron por la cima de las montañas. Empuñando sus
lanzas, se lanzaron a la carga contra los carros que llevaban los enormes cañones, aullando
y gritando como salvajes. Siguiendo también el plan, los hombres del ejército de la Corona
reaccionaron rápidamente para defender sus preciadas armas. Formaron un frente de tres
filas y extendieron los extremos a derecha e izquierda, para formar una barrera envolvente
que se alzaba entre el ataque de los jinetes y los valiosos cañones.
Entonces, la caballería ligera frenó los corceles y se arremolinó, desafiante, frente a
los defensores, justo fuera del alcance de sus flechas.
Blayne miró a Wallace.
—No creo que vayamos a encontrar una oportunidad mejor que ésta —afirmó.
El hechicero de túnica roja se mostró de acuerdo.
—¡Encended las teas! —exclamó lord Kerrigan—. ¡Atacad las bombardas!
Al momento, los doscientos hombres prendieron las flechas empapadas en brea y
cargaron los misiles en los arcos. Salieron disparados del barranco sin respetar ninguna
formación. Cada hombre cabalgaba tan raudo como podía, determinado a disparar cuantas
más flechas mejor. El viento lamía las llamas, pero sólo servía para avivarlas aún más.
Blayne levantó el arco y, guiando a su caballo con las rodillas, dirigió su carga al arma que
tenía más cerca de las tres.
Por increíble que pareciera, al principio los soldados de la Corona no se percataron
del ataque sorpresa. Estaban tan concentrados en reducir a los lanceros en el lado norte del
camino que la fuerza de Blayne galopó diez o doce suspiros sin provocar siquiera un grito
de alarma. Por fin, un comandante volvió la cabeza, descubrió el ataque lateral y chilló para
alertar a los demás.
Para entonces, los atacantes se acercaban cada vez más veloces. Las compañías de
la Corona no estaban en posición. Los soldados de infantería intentaban pasar entre los
carros para formar una pared de lanzas. Con su confusión, bloqueaban el paso a su propia
caballería. La línea defensiva tuvo que formarse a apenas unos metros de los carros. Los
arqueros a caballo no tendrían ningún problema para acercarse lo suficiente.
Rojo Wallace se balanceaba a lomos de una veloz yegua, mientras ultimaba un
hechizo con el que Blayne confiaba que destruiría al menos una de las bombardas. El
hechicero tendría que acercarse al último delos enormes cañones, mientras el resto de los
jinetes concentraba su ataque en los dos primeros. Los caballos volaban sobre la pradera, se
acercaban a quinientos metros, a trescientos.
Los lanceros los aguardaban con un muro de pinchos, apenas veinte metros por
delante del camino y los carros.
—¡Alto! —gritó Blayne.
Los jinetes se detuvieron, todavía a bastante distancia de los soldados de infantería
enemigos. La caballería de la Corona se apresuraba hacia la cola de la columna, tratando de
organizar un contraataque, pero el tiempo perdido era fatal.
—¡Fuego! —aulló Kerrigan.
Él mismo disparó la primera flecha a la masa prominente de la primera bombarda.
El objetivo destacaba como una montaña. Era imposible no acertar; pero, la Hecha envuelta
en llamas, con una estela de humo tras de sí, se desvió inexplicablemente. El misil cayó al
suelo, inofensivo, delante de los soldados que intentaban proteger los cañones. Blayne
maldijo y cogió otra flecha. Intentó prenderla mientras el caballo se revolvía.
En la primera andanada volaron por lo menos doscientas flechas en llamas y unas
cuantas sí alcanzaron su objetivo. Un par cayó en el lateral de una de las plataformas que
soportaba la bombarda y se hundió en la planchas de madera de la estructura. Otras muchas
aterrizaron debajo de los cañones. Algunos de los misiles fallidos fueron a parar lo
suficientemente cerca de los bueyes como para provocar que las criaturas se rebelaran
contra los tiros que las uncían, entre bramidos.
Cerca del joven señor, Rojo Wallace acabó de preparar su hechizo y lanzó un
relámpago de luz desde la yema de un dedo. El látigo de fuego cruzó el aire con un silbido
y un crujido. Rodeó la línea de lanceros y golpeó el lateral del carro con una explosión. La
pesada estructura quedó reducida a un montón de troncos y correas. Una de las pesadas
ruedas se alejó rodando, mientras las llamas consumían las ruinas del carro.
Desde muchos de los vehículos se elevaban columnas de humo, entre ellos los dos
que tenían las otras dos bombardas. Otro carro, al que habían dado por accidente, explotó
en una bola de llamas y quedó envuelto en una nube de humo.
—¡Hemos acertado en el carro del polvo explosivo! —gritó Blayne, exultante.
Disparaba una flecha detrás de otra y los misiles desaparecían entre las llamas y el
humo. Llegó un momento en que todos los carros se habían incendiado y, para entonces, a
la caballería de la Corona ya le había dado tiempo a rodear todo aquel caos y cientos de
enemigos, con las lanzas preparadas, se cernían sobre los jinetes de Vingaard.
—¡Retiraos! —gritó Blayne Kerrigan.
Sus tropas no necesitaron oírlo dos veces. Dieron media vuelta a los caballos y los
apremiaron para regresar al barranco y los senderos enredados del bosque del sur. Cuando
se metieron por la boca de la hondonada, hacía mucho que el ejército de la Corona,
agotado, se había quedado atrás.
—En el nombre del Abismo, ¿qué está pasando ahí detrás? —gruñó Jaymes,
después de hacer girar a su corcel y contemplar con asombro el humo que se elevaba sobre
el final de la columna.
Un segundo después, ya estaba espoleando al caballo y lanzado a la carrera en
dirección contraria al sentido de la marcha. El caballo volaba.
—¡Templar, sígueme! —ordenó, cuando llegó a la altura del caballero clérigo y su
pequeña compañía de guerreros sacerdotes. No esperó a ver si lo obedecía, sino que
prosiguió su carrera al galope hacia el final de la columna.
A un kilómetro de distancia, ya podía distinguir claramente el daño sufrido. Por lo
menos un vagón había estallado y muchos otros estaban ardiendo. Vio a los últimos
atacantes de Vingaard desaparecer en el bosque, pero no les prestó atención, al menos de
momento.
Habría tiempo de sobra para que el enemigo sintiera su ira.
Tenía que salvar las bombardas, si es que era posible. Pero cuando llegó al lugar del
ataque, vio que uno de los enormes tubos estaba totalmente envuelto en llamas y el fuego
cubría también la estructura de madera donde se apoyaba. Ante la mirada del emperador, el
carro se derrumbó y los troncos que conformaba el tubo empezaron a ennegrecerse. Otra
bombarda estaba en el suelo, de lado, resquebrajada y rota. Jaymes sospechaba que la causa
había sido algún tipo de magia.
El tercer y último cañón sobresalía en medio de una nube de humo, pero las llamas
no habían comido el carro. Todavía no estaba perdido. Templar galopaba justo detrás de
Jaymes, en su corcel cubierto de sudor, y el emperador señaló airado a la única bombarda,
sobre el vulnerable soporte de madera, que estaba empezando a arder.
—¡Apágalo! —ordenó.
El clérigo empezó a conjurar un hechizo sin perder tiempo. Jaymes lo observaba en
silencio, con los dientes tan apretados que le dolía la mandíbula, mientras, rápidamente, se
formaba una nube sobre el carro humeante. Poco después, empezó a caer una lluvia pesada
y al instante las llamas quedaron reducidas a unas brasas negras y crepitantes. Una única
bombarda había sobrevivido, apenas sin daños.
—¡Mi señor! —gritó el general Dayr, que se acercaba a lomos de un caballo
cubierto de espuma—. ¿Qué ha pasado?
—¿Qué ha pasado? —repitió el emperador con frialdad. Se quedó un momento
pensando, mirando con ferocidad el bosque oscuro por donde se habían retirado los
atacantes—. Lo que ha pasado es que el destino de Vingaard está sellado —anunció, antes
de dar la espalda a las armas devastadas y volver a la cabeza de la columna.
9

El alcázar

Selinda miraba fijamente la puerta de su dormitorio, la puerta que casi siempre


estaba cerrada, bien cerrada con llave; y siempre vigilada, por las órdenes de su esposo, el
emperador. Él no estaba en la ciudad, pero su presencia, su autoridad, parecían estar
flotando por todas partes: en las paredes que la encerraban, entre los guardias que eran las
únicas personas a las que veía, en el mismo aire que respiraba. Varias veces al día se giraba
sobresaltada, pues tenía la sensación de que él estaba en la habitación, observándola.
Llevaba el anillo de teletransporte de Coryn la Blanca y lo tocaba con nerviosismo,
mientras miraba la puerta una vez más. Selinda llevaba aquel anillo, lo estudiaba, pensaba
en él, desde hacía varios días. Pero había estado tan preocupada por la presencia invisible
del emperador, que todavía no había hecho nada por activar aquel aro mágico.
Lo que la consternaba no era la puerta cerrada y candada, sino aquellas ocasiones,
que no eran pocas, en que se abría. Sus guardias eran respetuosos, amables incluso, y a
menudo acudían para ver si necesitaba algo, para saber si se encontraba bien o simplemente
para contarle alguna novedad u ofrecerle algún pastel hecho por sus esposas. Al principio,
Selinda agradecía aquellas breves visitas, los minutos de conversación; si no, su rutina era
muy monótona. Se sentía menos aislada al enterarse de que una compañía de actores había
llegado a la ciudad y que representaban su función todas las tardes, o de que acababa de
llegar una carga de naranjas frescas al puerto.
Pero ¿qué pasaría si los guardias entraban para visitarla y descubrían que había
desaparecido, gracias al anillo mágico de Coryn? Cualesquiera que fueran las
consecuencias que se imaginara, todas eran situaciones demasiado aterradoras. Aquel
miedo, más que ninguna otra cosa, era lo que la había mantenido mano sobre mano durante
una semana, desde que Jaymes se había alejado por las llanuras. Había dedicado la mayor
parte del tiempo a observar la ciudad, el cielo, las montañas y la bahía desde su alto
ventanal. Lo contemplaba todo, recordaba y cada vez se enfurecía más.
A medida que los días pasaban lentamente, se sorprendía a sí misma regañando a
los guardias cada vez que entraban. Se quejaba de la calidad de la comida, a pesar de que
siempre estaba exquisitamente preparada y servida. Exigía cosas —telas e hilo, eslabones
de cadenas de oro y chucherías, pinturas y lienzos— que no tenía la menor intención de
utilizar. Lo que en un principio era tristeza se convirtió en rabia y la rabia dio paso a una ira
mal contenida.
Hasta que, por fin, comprendió que no podría soportar estar en ese lugar por más
tiempo. Acababa de hacer que se llevaran su cena, que apenas había probado, por lo que
podía albergar la esperanza de que la dejasen sola el resto del día. Si no… Bueno, ya se
sentía preparada para correr el riesgo. Ya había llegado el momento de que visitara a la
persona que quería ver.
Se cubrió con una capa con capucha que le ocultaría el rostro y la cabellera dorada,
y se quitó todas las joyas, excepto el anillo mágico que le había dado la hechicera blanca.
Con su destino muy claro en la mente, siguió las instrucciones de Coryn. Giró el anillo en
el dedo y se imaginó el lugar, visualizándolo con todos los detalles que podía recordar.
El mundo se desvaneció y, por un momento, le invadió una sensación de ligereza en
el estómago. Era como cuando cabalgaba y el caballo saltaba una valla o un arroyo. Selinda
extendió los dos brazos, buscando algo, lo que fuera, para recuperar el equilibrio, pero sólo
había vacío. Se esforzó por no gritar, pues no quería llamar la atención de los guardias. La
nada que la rodeaba estaba por todas partes y sintió una ola de pánico.
Y tal como llegó, desapareció. Se encontró en el vestíbulo del gran templo de Kiri-
Jolith, uno de los santuarios más sagrados de Palanthas, que era exactamente el lugar que
había imaginado como destino. Aquella sensación de intranquilidad seguía flotando en su
estómago y jadeaba, pero, aparte de eso, todo parecía normal. Cautelosa por instinto, se
escondió detrás de una hilera de columnas que había cerca, las cuales bordeaban los dos
laterales de la gran casa de oración. Se quedó quieta un momento, escuchando cualquier
sonido de alarma, cualquier señal de que alguien hubiera descubierto su repentina
aparición.
Pero todo parecía tranquilo. Poco a poco, se calmó su respiración y, al tocar el
mármol frío de una columna, recuperó la estabilidad. Miró alrededor y evaluó la situación.
Aunque no había nadie más en el vestíbulo, se oía un centenar de voces, o más, elevadas en
un cántico monótono.
Eran los rezos de vísperas. Era la celebración ritual de los clérigos, los aprendices y
los acólitos, que marcaba el final de las tareas diarias. Se apoyó en la columna de mármol y
dejó que la tranquilizasen los sonidos que habían formado parte de su vida desde que era
una niña. Los cánticos se recitaban en una lengua antigua y no entendía el significado de las
palabras, pero había algo confortador en esa mera repetición solemne. Durante varios
minutos, se quedó entre las sombras, escuchando las oraciones. Por fin, las voces se
elevaron, lo que anunciaba el final de la oración.
Finalmente, el ritual concluyó con una bendición susurrada y un momento de
silencio. Después, Selinda oyó el rumor de las conversaciones de los clérigos, que se
levantaban y se daban las buenas noches antes de separarse. Algunos iban a sus casas o
cuartos cercanos, mientras otros se dirigían a las residencias que se repartían en las dos alas
del gran templo. Oyó el suave crujido de las túnicas y el arrastrar de las sandalias, cuando
una hilera de figuras cruzó la sala en penumbra donde ella se escondía. Cuando la mayoría
de los clérigos ya había salido, por fin abandonó su escondite y recorrió el grandioso
santuario abovedado.
Unos aprendices se ocupaban de las numerosas velas que se repartían por la vasta
sala. Apagaban las llamas, quitaban la cera y cambiaban los cirios que ya estaban
demasiado consumidos. Los aprendices no se percataron de su presencia, cuando pasó
sigilosamente por detrás de ellos, con la capucha ocultando su melena y la vista clavada en
el suelo. La grandiosa bóveda del templo se abría en lo alto, pero el techo estaba tan
sombrío como los nichos detrás de las columnas.
Kiri-Jolith era el hijo mayor de Paladine y Mishakal y, en ausencia de su padre,
había ganado un lugar prominente en el culto de los pueblos solámnicos. Era un dios justo
de gloria, honor y disciplina. Era conocido porque estimaba los sacrificios de los guerreros
que luchaban con valentía en nombre de una causa justa. Los soldados que elegían luchar
hasta la muerte en vez de huir eran exaltados a sus ojos. El coraje era muy apreciado entre
sus órdenes de sacerdotes y sacerdotisas, muchos de los cuales habían sido martirizados a
lo largo de los años, por negarse a renunciar a sus creencias.
Selinda recordó, con amarga ironía, que aquel templo había sido el escenario de su
boda con Jaymes. El día del enlace —en realidad, todo el tiempo en torno a la
celebración— era un recuerdo confuso, como silo hubiera soñado en vez de vivirlo. En
aquel momento, el lugar parecía mucho más real, mientras atravesaba sus salones, de
piedra, sólidos y eternos. En lo más hondo de si misma, la joven comprendió que no era el
lugar lo que había cambiado desde su matrimonio, sino ella.
Se encaminó hacia la parte izquierda de la gran sala y se internó en un pasillo que
conducía a la Sala de las Sacerdotisas. Agradecida, Selinda respondía con gestos de cabeza
a las muestras de reconocimiento que le ofrecían las numerosas jóvenes que pasaban a su
lado, con tanto sigilo que parecía que flotaran de una habitación a otra. El ala en que se
encontraba albergaba las viviendas de una docena de los clérigos de mayor rango, así como
de unas cincuenta aprendices y novicias. La princesa ya había estado allí antes. Se desvió
hacia una sala pequeña y se dirigió a la puerta que había al final del corredor. Allí se
detuvo, tomó aire y llamó con suavidad.
—Adelante —repuso una voz con una jovialidad que invitaba a pasar.
Abrió la puerta y vio a Melissa du Juliette. La joven suma sacerdotisa estaba
colgando su túnica dorada en un elaborado perchero. Se volvió y sonrió con calidez.
—¡Selinda! ¡Qué visita tan agradable!
Sin embargo, en cuanto acabó de pronunciar las palabras de bienvenida, Melissa
frunció el entrecejo. Selinda no había dicho nada y pensaba que su estudiada expresión no
delataba su tormento interior, pero su amiga y consejera había percibido claramente su
angustia.
—¡Por favor! Pasad, sentaos. Quitaos esa capa, aquí siempre hace tanto calor —dijo
la sacerdotisa, mientras iba de un lado a otro y servía unas tazas de té.
Las dos mujeres se sentaron juntas en un sofá bajo, sujetando las tazas humeantes y
compartiendo el silencio. Selinda miró a Melissa, admirada por la compostura y madurez
de la joven. Apenas había alcanzado la treintena y la sacerdotisa ya había demostrado una
inteligencia tan aguda y era tan evidente que estaba bendecida por el severo dios de la
verdad y la justicia, que no había tardado en alcanzar un rango alto dentro de la iglesia. Era
una de las dos sumas sacerdotisas del templo de Palanthas, en el que también había dos
sumos sacerdotes, y Melissa du Juliette era veinte años más joven que sus tres compañeros.
Selinda la conocía casi desde que había nacido. Siempre había sido alguien con
quien podía hablar o simplemente disfrutar de su presencia. Cuando era una novicia
adolescente, Melissa había sido una de las muchachas mayores que compartían consejos,
rumores y bromas con la joven hija del señor regente de la ciudad.
Sin embargo, allí sentadas, la esposa del emperador sintió que no encontraba las
palabras adecuadas. Se sentía agradecida porque la sacerdotisa no intentara sonsacarla, sino
que parecía contentarse con compartir una taza de té caliente y especiado, y estar sentada en
silencio. Pero llegó un momento en el que el silencio empezó a hacerse incómodo y Selinda
supo que tenía que explicarse.
—Yo… Estoy embarazada —empezó a decir.
—¡Selinda! —El rostro de Melissa se iluminó y tomó las dos manos de la princesa
entre las suyas. Después frunció el entrecejo y miró a su amiga más atentamente—. ¿Ya os
provoca molestias? ¿Sentís dolores? ¿Teméis perder el niño?
—No lo sé. No tengo dolor, pero estoy asustada. Asustada de que pase algo… o, a
veces, ¡tengo que confesar que simplemente tengo miedo de tener el niño! —explotó
Selinda.
Entonces acudieron las lágrimas y ella las dejó correr sin tratar de contenerlas. La
sacerdotisa abrazó a la joven, dejando que sus sollozos y su angustia fueran calmándose.
Por fin, la joven encinta pudo recobrar la compostura, inspiró profundamente un par de
veces y se secó los ojos.
—Lo siento… —dijo—. Nunca antes me había pasado esto. He estado sola la
mayor parte del tiempo y…
—No necesitáis justificar… la razón de vuestras lágrimas —contestó Melissa—.
Pero ¿por qué sufrís tanto? Sé que vuestro esposo ha conducido a su ejército por el paso,
hacia Vingaard. ¿Es eso lo que os preocupa?
Selinda sacudió la cabeza. De alguna forma, el recuerdo de Jaymes Markham la
fortaleció y su aprensión se convirtió en decisión.
—Me sentía así antes incluso de que él partiera. De hecho, he venido a verte
porque… porque no estoy segura de que sea bueno que tenga el bebé. Quizá no sea una
buena madre. ¿Y qué pasará si es un niño y se convierte en un hombre como su padre?
¿Qué pasaría si sencillamente pierdo el bebé? ¡Tal vez eso fuera lo mejor!
La sacerdotisa parecía compungida, a sus ojos también asomaron las lágrimas.
—Pequeña —dijo a la mujer que sólo era unos años menor que ella—, ¿por qué?
¿Por qué habláis con tanta crueldad?
La princesa levantó la barbilla.
—¿Eso es cruel? ¿Y si las consecuencias de tener el bebé son peores que la
alternativa?
—¿Por qué decís eso?
—Se trata de mi esposo. Es un hombre peligroso. Hará lo que sea por conservar, por
asegurarse para sí el poder. Lo que más podría ayudarlo para sus fines sería tener un hijo,
un heredero. Melissa, ya no lo amo. No creo que lo amara.
—Pero ¡vuestro matrimonio! Yo estuve allí, yo celebré el rito. ¡Estabais tan
enamorada!
—¡Me habían hechizado, Melissa! ¡Tuvo que ser eso! Es la única explicación.
Como recordarás, conocí a Jaymes en las llanuras, cuando todavía era un forajido. Ya
entonces tenía una presencia imponente. Yo hice que los hombres del general Markus lo
capturaran e, incluso estando encadenado, seguía pareciendo un hombre peligroso. Cuando
me cortejó por primera vez, fui prudente.
»Pero compartimos una jarra de vino… y todo se volvió muy confuso. Mis
sentimientos hacia él cambiaron en ese momento, pero no fue por nada que dijera. ¡Debía
de haber una poción en el vino!
—Ésa es una acusación muy grave. Si es cierto, os ha hecho un gran mal. Pero
seguro que comprendéis que el niño es inocente.
—¡No es un niño! Todavía no lo es. Pero he venido a preguntarte si hay alguna
forma de impedir que el bebé nazca.
—¡Selinda! ¡Lo que me preguntáis va en contra de todo lo que yo considero
sagrado! No puedo ayudaros en este asunto. Está mal. —Melisa suspiró, afligida—. De
todos modos, me alegro de que hayáis venido a verme. Ojalá hubierais venido antes.
—No podía correr el riesgo. He estado encerrada en mis aposentos desde que partió.
Ahora sólo he podido venir gracias a este anillo mágico que me ha dado Coryn.
—¿Os ha encerrado? —Melissa abrió los ojos como platos—. ¡No tiene ningún
derecho a hacer eso! Tenéis razón sobre su poder, ¡ha ido demasiado lejos!
—Eso era lo que intentaba decirte. No necesita ningún derecho, él mismo crea sus
derechos y espera que el resto del mundo los acate. Por favor…, ¿no puedes ayudarme?
—Intentaré ayudaros, pero no del modo que me pedís. Comprendo que vuestro
esposo, el hombre que se llama a sí mismo «emperador», tiene que explicar muchas cosas.
Lo que sugiero es que vayamos, las dos juntas, a hablar con él para que tenga que
enfrentarse con la verdad.
—¿De qué serviría eso? —protestó la princesa.
—Tenemos que intentarlo. ¿Vendréis conmigo?
Selinda asintió.
—Pero Vingaard está al otro lado de las montañas, a una semana de viaje.
Melissa hizo un gesto hacia el anillo dorado que estaba en el dedo de la princesa.
—Vos tenéis la manera de hacer el viaje, ahí mismo, en vuestra mano. Y la magia
del teletransporte no es desconocida para los miembros de nuestra orden. Podríamos viajar
juntas, por el éter. Necesito unas horas para preparar el hechizo, así que podemos partir por
la mañana.
Selinda pensó en el viaje. Lo único que sentía era angustia. No albergaba
demasiadas esperanzas en mantener una conversación con su esposo, pero tenía que
intentarlo.
—De acuerdo —contestó—. Vamos juntas a verlo.
Blayne Kerrigan fustigó su caballo y lideró la columna triunfante por el puente de
Piedra. Los hombres vitoreaban y gritaban mientras se acercaban al alcázar de Vingaard, lo
que despertó gritos igual de entusiastas entre los numerosos ciudadanos que se agolpaban
en la muralla del alto castillo. En las tres torres ondeaba el blasón del Esturión Azul, el
antiguo símbolo del alcázar, y las trompetas tocaban fanfarria. El joven señor y sus
guerreros entraron galopando en el patio central y desmontaron en medio de la población
enloquecida.
Los muros se elevaban hacia el cielo, blancos, puros y antiguos. Las tres altas torres
flotaban sobre sus cabezas, serenas, inalcanzables, grandiosas. En la euforia del triunfo de
Blayne, aquellas torres parecían tan eternas como las montañas que se recortaban sobre el
horizonte.
—¡Las poderosas armas del emperador han quedado destruidas! —exclamó el joven
capitán—. ¡Preparaos para defender el puente de Piedra!
De las murallas empezaron a caer confetis y las damas —ataviadas con elegantes
vestidos y sus mejores alhajas, como para un banquete— danzaban entre sí y abrazaban a
los jinetes, sudorosos y cubiertos de hollín, cuando desmontaban de los agotados corceles.
Entre tanto alborozo, Blayne encontró a su hermana, Marrinys. Ella no se mostraba tan
entusiasta como las otras mujeres y el joven supo por qué. Apoyó las manos en sus
hombros y la miró a los ojos, rebosantes de preocupación.
—¿Sabes lo de padre?
—¿Es cierto que lo han matado los hombres del emperador, que lo atacaron en el
parlamento?
—Sí. —El joven no intentó disimular su amargura—. Y será vengado. Pero ahora
debes saber que el castillo está a salvo. ¡Hemos destruido las poderosas armas del
emperador!
—Estoy orgullosa de ti, Blayne —repuso ella, mientras lo abrazaba.
El joven la apretó con fuerza y sintió que su hermana se estremecía de dolor. Con
decisión, se separó de ella y se recordó a sí mismo que los primeros pasos de la venganza
ya estaban dados.
—No dejaremos que nuestro padre caiga en el olvido. Pero recuerda esto, hermana
mía: ¡las bombardas del emperador no destruirán nuestro hogar! ¡Y lo conseguimos con un
ataque brillante, sin perder un solo hombre!
—Me alegro por eso, Blayne. De verdad. Pero me da miedo el futuro. Incluso
aunque no pueda arrasar este lugar desde el otro lado del río, ¿cuánto tardará en acudir con
todo su ejército?
—No lo sé, Marrinys. No estoy seguro. Pero creo que podemos resistir casi todo el
verano, si fuera necesario. Podemos cubrir el puente de Piedra desde estas murallas, y las
catapultas y los arqueros recibirán a cualquier fuerza que se atreva a enviar a esta orilla. Y
cuanto más tiempo resistamos, la noticia de nuestra valentía y nuestro triunfo llegará a los
rincones más recónditos de Solamnia. En cuestión de semanas, espero que se sumen más
rebeliones en otros lugares de la nación. Tenemos un aliado en Thelgaard, donde el capitán
Franz, el hijo del dirigente, desprecia al emperador y trata de ganarse a su padre. Habrá
revueltas en Caergoth y quizá también en Solanthus. Cuando el fuego de la rebelión arda en
todas partes, el emperador tendrá que retirarse y modificar sus planes.
—Espero que tengas razón, hermano mío. Pero incluso así, tengo miedo.
Blayne no tenía tiempo para sus temores. Estaba demasiado ocupado compartiendo
el dulce vino de la victoria, sirviéndolo con las dos manos.
—¡Al menos, disfrutemos hoy de este momento de victoria! Al fin y al cabo,
tenemos esperanza para el futuro.
Ella le dejó ir, pero en sus ojos seguía leyéndose la preocupación. Contempló los
brindis por los jinetes, cómo los paseaban a hombros los soldados del alcázar y, en más de
una ocasión, cómo se escabullían a los establos con hermosas muchachas, para recibir un
premio más personal. La escena le hizo sonreír.
Mientras tanto, el joven señor se había visto arrastrado al gran salón del alcázar en
una marea victoriosa de guerreros de Vingaard. Sólo cuando se encontró sentado a la gran
mesa, con una copa de vino en la mano, esperando que el banquete triunfal estuviera listo,
recordó una cruda realidad. Sintió que le tocaban con suavidad el hombro y levantó la vista.
Allí estaba la figura vestida de rojo de su consejero de más confianza, que también había
sido el de su padre.
—Será mejor que me acompañéis, mi señor —dijo Rojo Wallace. Su tono y sus
maneras templaron la excitación del joven.
—¿Qué ocurre? —preguntó Blayne, mientras se levantaba para seguir al hechicero
fuera de la sala, al ver que Wallace no daba muestras de querer explicarlo.
En silencio, subieron la escalera de caracol de la torre más alta del alcázar. El joven
señor sintió un nudo en el estómago. Ni siquiera los magníficos ventanales de cristal
emplomado, cuya belleza era conocida en toda Solamnia, lograron aliviar la tristeza de su
corazón.
Cuando estaban aproximadamente en la mitad de la torre, Wallace condujo a Blayne
a un pequeño balcón. Era un pequeño mirador, en un lateral de la torre, que ofrecía una
buena vista hacia el sur. Podía verse ya al ejército del emperador marchando, numerosas
columnas que recorrían el camino y que levantaban campamentos a lo largo de la cordillera
al sur del Manzano.
—Esto no es ninguna sorpresa —aseguró el señor a Wallace con tono confiado—.
Ya sabíamos que avanzaría hasta aquí y lo detendremos en el puente de Piedra.
—No era eso lo que quería que vierais —repuso el hechicero rojo, gravemente.
Señaló hacia el oeste, donde el camino se perdía de vista por el valle poco profundo del río.
Blayne lo vio al momento: la forma alargada, como un tronco, que sobresalía por
encima de un carro, arrastrado por un tiro de ocho robustos bueyes. No podía creer lo que
veían sus ojos.
—¿Una de las bombardas se salvó? —preguntó, con voz apagada.
—Eso parece —contestó Wallace.
—Pero… ¡Pero si las destruimos todas! ¡Las tres! ¡Estaban ardiendo cuando nos
retiramos!
No había acabado de pronunciar con rabia aquellas palabras, cuando Blayne se dio
cuenta de lo absurdas que eran. Estaba viendo con sus propios ojos que una de las enormes
armas se había salvado. Wallace no dijo nada.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el joven después de un rato.
—No parece que nos queden muchas opciones. Puede atacar y seguramente destruir
el alcázar desde la seguridad del otro lado del puente. Creo que debéis rendiros, poneros en
manos de su misericordia. ¡Enviad un mensajero!
El rumor de la aparición de la bombarda ya había llegado al gran salón para cuando
Blayne y el hechicero volvieron. El ambiente era sombrío y silencioso. El alboroto de
cientos de entusiastas había quedado reducido a unas pocas docenas de fieles seguidores.
Escucharon con rostros serios cómo el hijo de lord Kerrigan dictaba una nota en la que
anunciaba la rendición del alcázar y rogaba misericordia al emperador. Un momento
después, un mensajero cruzaba velozmente las puertas, recorría el puente de Piedra y se
acercaba a la primera línea de piquetas del ejército.
Blayne se dirigió al torreón de la puerta, con la intención de esperar allí el regreso
del mensajero. Se quedó sorprendido al ver al hombre de vuelta antes incluso de que al
joven noble le hubiera dado tiempo a llegar a lo alto de la muralla. Bajó la escalera de
piedra apresuradamente y abordó al jinete en cuanto desmontó.
—¿Hablaste con el emperador? ¿Qué ha dicho?
—No quiso verme —contestó el mensajero—. Sus guardias me dijeron que
regresara y que me quedara aquí. Dijo que ya habíamos tomado nuestra decisión, antes,
cuando elegimos ofrecer batalla en vez de reconocer su derecho al gobierno.
—¿Ésa fue su respuesta? —preguntó Blayne, espantado.
Un segundo después, un crujido hizo temblar la tierra, un sonido tan poderoso que
se sintió en el suelo antes de que Blayne pudiera oírlo. Inmediatamente, oyó otra cosa, algo
que explotaba en el aire. Levantó la vista y vio un agujero negro en un lateral de la torre
más alta del alcázar. El vidrio coloreado, que había estado admirando tan sólo un rato antes,
cayó como una lluvia de cristales.
—Tengo la impresión —dijo Rojo Wallace con seriedad, mientras se unían a
aquellos que huían del patio, en busca de la protección de los edificios cercanos— de que el
emperador acaba de darnos su respuesta.
—Disparad. No paréis hasta que anochezca y entonces apuntad a los incendios, si
no hay suficiente luz para ver el objetivo.
—Sí, mi señor —contestó el capitán Trevor, el comandante de artillería.
Si alguien se había encolerizado más que Jaymes por la pérdida de las dos
bombardas, ése era el oficial a cargo de los cañones. El emperador sabía que llevaría a cabo
sus órdenes con diligencia y profesionalidad.
La bombarda estaba colocada a aproximadamente medio kilómetro al sur del puente
de Piedra. Desde aquella distancia, Trevor había calculado que los proyectiles redondos de
piedra podrían llegar a todas partes del alcázar, excepto a lo más alto de las torres. Pero, tal
como el capitán observó con ironía, no hacía falta llegar a lo más alto de las torres para
tirarlas abajo.
Jaymes recorrió la corta distancia hasta su puesto de mando, que se había
establecido en una posada que había junto al camino. Atravesó la sala principal, la cual,
pese a hallarse llena de oficiales, estaba sumida en un extraño silencio. Jaymes no deseaba
la compañía de sus hombres en ese momento, así que subió la escalera.
Varios soldados estaban de guardia en el segundo piso, apostados en la entrada de
un conjunto de habitaciones donde permanecían encerrados los dos acompañantes de lord
Kerrigan.
Jaymes siguió subiendo. Un amplio balcón circundaba todo el tercer piso y desde
allí podría presenciar el bombardeo. No había demasiados capitanes y le hicieron sitio.
Ninguno trató de empezar una conversación, mientras el emperador se sentaba a la mesa y
mandaba a una doncella que bajara a la taberna a por una jarra de cerveza. Cuando la
doncella volvió, lord Templar se fue tras ella y el joven clérigo se sentó, después de que
Jaymes hiciera un gesto hacia la silla vacía.
—Mi señor —empezó a decir con embarazo—, el mensajero de Vingaard, el
hombre que os negasteis a ver, traía una oferta de rendición. ¿Sigue siendo necesario que
destruyamos el alcázar?
—No tengo ninguna intención de destruir el alcázar. Me daré por satisfecho con la
destrucción de esas tres torres.
—¡Pero esas torres son el alcázar de Vingaard, señor! Tienen siglos de antigüedad,
¡han sobrevivido incluso a las grandes batallas de la Guerra de la Lanza! Son un hito en las
llanuras. Todos los solámnicos las conocen, caballeros y ciudadanos por igual. ¿Estáis
seguro de que deseáis derribar tan magníficas construcciones? ¡Seguro que los rebeldes han
aprendido la lección! Os lo imploro, excelencia, reflexionad cuidadosamente sobre la
enseñanza que vuestro pueblo podría extraer de esta acción.
Jaymes miró más allá del clérigo y alcanzó a ver al general Dayr, inmerso en una
acalorada conversación con su hijo, Franz. El hombre mayor parecía suplicar algo, mientras
que el más joven estaba rígido, pálido, los puños cerrados. Finalmente, el capitán se apartó
airadamente, pero no sin antes lanzar una mirada iracunda al emperador. Jaymes se
enfrentó a ella con frialdad y se sintió ligeramente sorprendido al ver que el joven capitán
no apartaba los ojos de inmediato.
En vez de eso, Franz lo miró en silencio durante unos segundos eternos, antes de
volver al interior de la posada, pisando con fuerza.
Jaymes se volvió hacia el caballero clérigo, el hombre cuya magia había apagado el
fuego y así había hecho posible que por lo menos una de las bombardas se salvara del
ataque sorpresa. El emperador sacudió la cabeza, con resolución.
—Quizá los rebeldes de Vingaard hayan aprendido la lección, pero eso no es lo más
importante.
—Pero ¿por qué? ¿Cómo es posible? —protestó el sacerdote.
—Porque mi intención es enviar un mensaje a todo el mundo, a todos los rincones
de Solamnia. Únicamente cuando las torres estén destruidas y todos se hayan enterado de la
noticia, el pueblo comprenderá que mi voluntad es la ley. No permitiré oposición ninguna,
disconformidad ninguna, ¡y aplastaré el más mínimo rumor de rebelión!
Se volvió para mirar de nuevo hacia el castillo y vio que otro proyectil impactaba
contra la parte central de la torre. Gran parte de la mampostería y todo el cristal estaban
destrozados. La aguja se balanceaba como un árbol que acaba de recibir el golpe fatal del
hacha del leñador. Era vagamente consciente de que el general Dayr también contemplaba
la torre y de que el rostro del comandante del ejército estaba desfigurado por el dolor.
¿Por qué no lo entendían? ¿Por qué estaban tan ciegos?
Jaymes observó impasible cómo, un momento después, la gran torre se inclinaba, se
balanceaba y, muy lentamente, caía sobre la muralla del alcázar. Se levantó una gran
columna de polvo e, incluso desde tan lejos, se oyeron gritos de terror y desesperación.
Antes de que el polvo se hubiera posado siquiera, el capitán Trevor había movido el
carro y la bombarda empezó a atacar la segunda torre.
10

Las ruinas

El humo y el polvo se agitaban sobre el patio del alcázar de Vingaard. La base de la


torre que se había desplomado sobresalía como un tronco quemado, apenas un poco más
alta que la muralla del castillo. Su silueta mordida se recortaba contra el atardecer. Habían
llovido toneladas de rocas. Las paredes y los techos, los muebles, las puertas y la gran
escalera de caracol, todo estaba destrozado y disperso por el patio.
Por un momento, se hizo el silencio. Aquella ausencia total de sonidos resultaba
más sobrecogedora porque llegaba después del ruido atronador del bombardeo y del
derrumbe de la torre.
Entonces, un niño empezó a llorar. Sus sollozos lastimeros desgarraron el silencio y
magnificaron el terror. Una mujer salió corriendo del alcázar y cruzó el patio hacia un
almacén. Se arrodilló junto a una forma inerte que había justo en la puerta y también
empezó a llorar.
—¡Tengo que cruzar el puente y hablar con él en persona!
Blayne Kerrigan luchó contra las manos que intentaban retenerlo, se revolvió contra
su hermana. Lanzando un gemido, golpeó la pared de piedra.
—¡Esto lo he hecho yo, es culpa mía! —insistía—. ¡Tengo que ver al emperador,
rendirme para salvar el alcázar!
—¡No puedes hacer eso! —gritó su hermana, mientras lo agarraba, desesperada.
Tenía ojeras bajo los ojos, las lágrimas cruzaban sus mejillas y todo el cuerpo le temblaba
de miedo y preocupación—. Te encadenará… ¡o te matará, como hizo con padre!
—¡No puedo permitir que esto continúe! —dijo Blayne, señalando los escombros
que cubrían todo el patio.
Dos guardias escoltaban a la mujer llorosa, alejándola del almacén. Entre las volutas
de humo que envolvían la base de la muralla del alcázar, aparecían figuras que cojeaban,
entre toses. Una de las figuras se desplomó y su compañero la levantó con el brazo cubierto
de sangre. En todas partes, las nubes de polvo ahogaban el aire.
—Dudo que cualquier cosa que digáis o hagáis ahora pueda detenerlo —declaró
Rojo Wallace, poniéndose del lado de Marrinys Kerrigan frente a su hermano.
El Túnica Roja tenía una expresión implacable. Si Blayne estaba desesperado y
roído por el sentimiento de culpa, él se mantenía frío y distante. Los tres se encontraban
bajo la protección de un baluarte superior, desde el que se veían claramente los daños
producidos. Después de menos de dos horas de bombardeo —unos quince disparos del
enorme cañón—, la primera torre se había desplomado sobre un patio casi vacío. Una parte
había caído sobre la muralla exterior y había destrozado la mitad del baluarte de piedra.
La guarnición había abandonado la muralla a tiempo, pero había algunas bajas por
las rocas que habían atravesado los tejados de madera y paja de las zonas destinadas a
viviendas.
Se oyó el bramido de otro disparo y un proyectil pasó junto a la segunda de las
grandiosas torres. No era un tiro certero, pero los artilleros no necesitaban mucho tiempo
para corregir la distancia del cañón y empezar a castigar la segunda torre. Sería en el
próximo disparo, o en el siguiente a ése. Las dos torres habían sido evacuadas.
Blayne tomó aire y se esforzó por hablar tranquilamente, mientras se soltaba de las
manos de su hermana, que se le aferraban a los brazos.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó—. Hace esto porque me atreví a
atacarlo, lo sé.
—Debes escapar de aquí y volver a atacarlo, ¡en cuanto puedas! —lo animó
Marrinys, con una fría determinación que Blayne no sabía que poseyera—. Mientras, yo, en
persona, saldré a hablar con el emperador. Le ofreceré nuestra capitulación, una vez más, e
intentaré persuadirlo para que detenga esta destrucción sin sentido.
—¿Tú? —preguntó Blayne, con la voz estrangulada por una mezcla de gratitud y de
vergüenza—. No puedo permitir que tú…
—Ella tiene razón, es la única posibilidad —lo interrumpió Wallace, poniéndose de
parte de la joven una vez más—. Dejad que vuestra hermana apele a su misericordia. Vos
debéis escapar de aquí. Sabéis que no sois el único que desea resistirse a la ley del
emperador. Encontrad a los demás, reunid una fuerza y formad una resistencia.
—Y tú deberías acompañarlo —intervino Marrinys, dirigiéndose al hechicero—. Tu
participación en todos estos sucesos será conocida y el emperador ordenará que te arresten,
o algo peor, si te quedas.
—Vuelve a tener razón —dijo Blayne.
Pero Rojo Wallace lo negó, sacudiendo la cabeza.
—Creo, mi señor, mi dama, que yo debería permanecer en la ciudad. Podría ser de
ayuda si se produce una ocupación o… represalias.
—Pero ¡estará buscándote! Seguro que sus agentes saben lo importante que eres
para el clan Kerrigan. Ellos…
—Tengo maneras de ocultarme de las que otros no disponen —contestó Rojo
Wallace en voz baja.
Hizo un gesto rápido, furtivo, y empezó a arrugarse y a envejecer delante de sus
ojos. La túnica roja se apagó hasta adoptar un tono feo de marrón y los bordados de plata
desaparecieron totalmente. Cuando los miró desde debajo de la capucha deshilachada, era
un hombre viejo, marchito y encorvado, incapaz de hacer daño a nadie.
—Muy bien —convino Blayne, mientras asentía—. Me iré solo y contactaré contigo
en cuanto pueda. —Abrazó a su hermana—. ¿Y tú? ¿Cómo puedo dejarte…?
—Cuidaré de mí misma. Y enterraré a padre con todos los honores que merece,
mientras tú continuas la lucha muy lejos de aquí. Puedes enviarme un mensaje, en secreto,
cuando estés a salvo. Me dirás dónde estás y lo prepararemos todo para actuar juntos.
Se produjo otra explosión en la colina del otro lado del río. Vieron el proyectil
cruzando perezosamente el aire, con un aspecto tan inocente como el del juguete de un
niño. Entonces golpeó la segunda torre a treinta pies del suelo, atravesó la mampostería y
destrozó el interior de las habitaciones. Empezaron a caer rocas del muro exterior y se abrió
una brecha zigzagueante. Muchos de los ventanales ya se habían roto en los primeros
disparos. Los que todavía conservaban los cristales aportaron cortantes esquirlas a la lluvia
de piedra.
Marrinys sollozaba y Blayne la apretó contra su pecho. Sentía que el arma apuntaba
contra él y que los misiles se le hundían en la carne, tanto le dolía el brutal ataque a su
amada ciudad. Y, sin embargo, sabía que no había nada, absolutamente nada, que pudiera
hacer para detener aquella destrucción.
—Me voy —dijo con amargura—. Odio la mera idea de hacerlo y me avergüenza,
pero tienes razón. Sería inútil que intentara hablar con el emperador y una tontería que
permaneciera aquí para caer en sus manos.
—Por favor, ten cuidado —dijo Marrinys, abrazándolo por última vez.
Una hora más tarde, sir Blayne Kerrigan, vestido con una sencilla túnica marrón y
llevando un caballo por las bridas, desprovisto de armadura u otros adornos de metal, salió
sigilosamente por una portezuela que había en la cara norte del alcázar. No montó hasta que
estuvo en un sendero agreste que utilizaban los cazadores y los pastores y que recorría todo
el camino hasta el pie de las montañas Vingaard. El corcel era un animal leal, con el que
había entrenado desde que era un potro, y sabía avanzar con sigilo.
El joven señor cabalgó durante toda la noche, sin dejar de oír el estallido constante
del enorme cañón, por más kilómetros que dejara a sus espaldas. Cuando cayó la segunda
torre, no lo pudo ver por la oscuridad, pero sí sintió el temblor que sacudió el mismo
corazón de Krynn.
Jaymes se quedó dormido en algún momento de la noche, pero los golpecitos,
suaves pero insistentes, de lord Templar, el clérigo, lo despertaron cerca del amanecer. El
emperador, que descansaba en una silla en el balcón del cuartel general, se puso de pie,
sacudió la cabeza un par de veces y en un momento estaba completamente despierto.
—¿De qué se trata? —preguntó antes de mirar al norte.
El amanecer empezaba a colorear el cielo y distinguió el nuevo perfil de la
ciudadela. Donde sólo un día antes tres elegantes agujas dominaban el paisaje, una torre
solitaria se elevaba sobre la antigua fortaleza. Un silencio sombrío cubría la escena y la
oscuridad que envolvía el suelo tenía un resplandor espeluznante, una luz carmesí que
provenía de las profundidades de los montones de escombros que rodeaban las murallas del
castillo.
—¿Por qué está todo tan tranquilo? ¿Por qué se ha detenido el bombardeo?
El capitán Trevor tenía que enfriar la bombarda, por lo que tuvo que dejar de
disparar cuando se derrumbó la segunda torre. Eso fue hace sólo unas horas, mi señor.
Trevor está abajo, en el gran salón, y dice que el cañón ya está casi listo para continuar.
—Bien. Entonces dile…
—Perdonadme, mi señor —se atrevió a decir Templar. Jaymes se quedó mirándolo
en silencio—. Pero ha llegado otra comitiva de Vingaard. Esta vez la lidera la hija de lord
Kerrigan, Marrinys. Suplica que se le conceda una audiencia con vos. Y, mi señor,
sinceramente deseo, en mi nombre y por la gracia de Kiri-Jolith, que os reunáis con ella.
El emperador se quedó pensando un momento. Nunca le había costado despertarse y
las brumas del sueño ya lo habían abandonado, pero reflexionaba sobre los cruentos
acontecimientos del día anterior y la larga noche de bombardeo.
—Muy bien. Haz que suba.
Un momento después, una joven menuda, que apenas mediría metro y medio, cruzó
la puerta que daba al balcón.
Bajo la creciente luz del día, Jaymes calculó que tendría unos dieciséis años. Tenía
el cabello negro y ensortijado y era evidente que había heredado de su padre la tez
ligeramente morena. Reparó, sin demasiado interés, en que era muy bonita.
También reparó en que apretaba la mandíbula con determinación. Pero parecía
dispuesta a mantener la compostura e hizo una reverencia muy educada antes de dirigirse a
él.
—He venido a ofrecer nuestra rendición, mi señor emperador —dijo—, y a
suplicaros misericordia. Sin duda, habréis visto que habéis logrado dominarnos. ¿Qué
necesidad hay de infligir más daño?
—¿Dónde está tu… buen hermano? —preguntó Jaymes—. Habría pensado que una
oferta así vendría de él.
La muchacha levantó la barbilla con orgullo y lo miró directamente a los ojos.
—Ha abandonado la ciudad, mi señor. Ha elegido convertirse en un forajido.
—Tú no te esforzaste demasiado por detenerlo, ¿verdad?
—¿Qué podía hacer yo? —repuso ella inocentemente—. Además, mi deseo, mi
único deseo, es detener la destrucción… y llevar a casa el cadáver de mi padre, para
enterrarlo como se merece.
Jaymes hizo una mueca al oír su comentario. No quería recordar la vergonzosa
muerte de su padre. Sacudió la cabeza, como si quisiera hacer desaparecer el pensamiento
de su memoria, y bajó la vista hacia la joven. Por alguna razón, quería que supiera la
verdad.
—Mis órdenes fueron que lord Kerrigan fuera arrestado. Su muerte fue un
accidente. Se abalanzó sobre la espada que sostenía uno de mis hombres. Yo no mandé que
lo mataran.
—Pero ¿está muerto?
—Sí. Se ha preparado el cuerpo para el entierro y en este mismo momento lo
transportan respetuosamente en uno de los carros de mi convoy.
—¿Qué planeáis hacer ahora?
—La bombarda está preparada para empezar a disparar contra la tercera torre. Mi
intención era destruir las tres, una lección que se entendiera en toda Solamnia.
—¡Seguro que esa lección ya ha cumplido su objetivo, gran señor! Lo prometo, ¡en
Vingaard recordaremos este día para siempre!
Jaymes apartó la vista. Se frotó los ojos y sintió que empezaba a dolerle la cabeza.
Era más difícil ignorar los argumentos de la muchacha de lo que habría sido discutir con el
tonto de su hermano o con su padre, el feroz noble.
—Únicamente detendré la destrucción cuando esté convencido de que entendéis
algo.
—¿Y qué es, excelencia? ¡Por favor, decídmelo!
—¡Debéis entender que lo que he hecho es por vuestro propio bien! —espetó. De
repente, se giró y se inclinó sobre ella.
Marrinys se estremeció, pero no retrocedió ni un paso. Le sostuvo la fiera mirada y
habló con una voz extrañamente diferente, con la auténtica valentía que formaba parte de su
herencia.
—¿Cómo podríamos entender tal cosa? ¡Explicadlo, por favor, mi señor!
Jaymes se sentó e hizo un gesto hacia otra silla. Después de un momento de
vacilación, la joven tomó asiento y se sentó muy recta, con las rodillas juntas y las manos
apretadas en su regazo. No dejaba de mirarlo, con los ojos brillantes.
Por alguna razón, su juventud, la ingenuidad de su expresión, a Jaymes le resultaban
sorprendentemente atractivos. Realmente quería que comprendiera sus buenas intenciones.
—Solamnia vuelve a ser una nación, una entidad única, unida. No lo era desde hace
más de mil años y no podrá seguir siéndolo, a no ser que todos nosotros nos sacrifiquemos,
a no ser que todos aportemos nuestro granito de arena al bien común.
—Entiendo —contestó Marrinys, muy seria—. Entiendo… Desafiaros fue un error.
Sé que mi pueblo también lo entiende.
—No era un desafío hacia mí, ¡era la negativa a trabajar en pos del gran futuro de
nuestra nación! ¡No puede permitirse!
—Os lo prometo: lo comprendo y me esforzaré para asegurarme de que mi pueblo
también lo comprende. Pero debéis, ¡por favor, debéis!, detener la destrucción mientras
quede algo del alcázar en pie.
Jaymes cerró los ojos y se apretó las sienes con las manos. El sol asomaba por el
este y de repente se sintió muy cansado. No podía soportar la idea de otra explosión
provocada por el bombardeo. Quería creer a Marrinys.
Y, entonces, la creyó.
—Muy bien —repuso—. El bombardeo cesará. Puedes volver a Vingaard y llevar
contigo el cuerpo de tu padre. Mis oficiales y yo llegaremos en un par de horas para aceptar
vuestra capitulación.
Ankhar tenía buenas razones para sentirse satisfecho. Había reclutado un ejército
magnífico. Todos los salvajes guerreros habían jurado servir y obedecer al semigigante y su
interpretación de la Verdad. La gran columna había marchado por todo Lemish y en cada
tribu, cada poblado o cada ciudad, se hacía más numerosa. Los feroces ciudadanos de
aquellas tierras bárbaras estaban ansiosos por rendirle tributo, por agasajarle a él y a su
legión, por aportar más y más voluntarios a sus filas.
Se percató, no sin cierta sorpresa, de que su barriga, aquel bulto que se empeñaba en
asomarse sobre el cinturón, volvía a ser lisa y delgada. La primera semana de marcha sentía
las piernas cansadas, pero por fin volvían a ser musculosas y fuertes. Hasta su mente
parecía más ágil. Lirio de la Charca no dejaba de adularlo, de hablar con entusiasmo de sus
habilidades —en todos los sentidos— y el semigigante volvía a sentirse un campeón a la
altura de los dioses.
Avanzando hacia el norte y el este, Ankhar reclutó guerreros incluso en algunas de
las turbulentas bandas de ogros asentadas en la frontera con Throtl. Nunca antes habían
formado parte de sus tropas, pero conocían su fama y estaban impacientes por creer en sus
promesas de pillaje, de riquezas y esclavos. Los jóvenes machos llegaban desde todas
partes. Millares y millares eran atraídos a sus filas. Con Lirio de la Charca a un lado y Laka
en el otro, Ankhar se sentaba en una gran silla y pasaba revista a los reclutas. Y lo
embargaba el orgullo.
Se dirigían al oeste, ascendiendo hacia las montañas de la cordillera Garnet. El
semigigante saboreaba el olor del viento que bajaba de las tierras altas, pues le traía los
aromas que había conocido toda su vida. Lirio de la Charca lo había seguido sin quejarse
durante toda la interminable marcha y Ankhar se sentía generoso y comunicativo, a medida
que se adentraban en aquellas colinas tan familiares y de olores tan dulces. Atrajo a la ogro
hacia sí con su fornido brazo, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido exultante.
—¡Est Sudanus oth Nikkas! —bramó, balanceando la lanza de esmeralda por
encima de la cabeza.
Lo alentó la gran ola de vítores con que le respondieron los ogros y los hobgoblins,
que marchaban en una larga fila ondulante detrás de Lirio de la Charca, Ankhar y Laka.
—Ahora estás acordándote de tu primer hogar —rio Laka—. Pero eres un rey
poderoso y puedes establecer tu hogar en el lugar del mundo que elijas.
—Hay pocos sitios mejores que estas montañas —reflexionó Ankhar en voz alta.
—¡Bah! —lo regañó Laka—. ¡Hay muchísimos lugares mejores! Sólo necesitas un
ejército mejor para conquistarlos.
—¿Cómo? ¿Dónde puedo conseguir un ejército mejor? —se molestó el
semigigante.
Dejó caer a Lirio de la Charca —que se recuperó con sorprendente elegancia y no
rebotó más que un par de veces— para volverse hacia la chamán, arrugada, que sonreía con
ferocidad. Ankhar señaló la columna de guerreros, en la que dominaban los enormes y
musculosos ogros. La hilera zigzagueaba entre los árboles a la sombra del pie de las
montañas y se extendía hasta donde alcanzaba la vista de Ankhar.
—¡Más ogros que nunca! ¡Mira esos machos enormes! ¿Cuántos jefes de tribu
tengo? ¡Más que nadie!
Laka se limitó a sonreír con suficiencia y miró al cielo.
—Mira —dijo, señalando un águila que describía círculos en lo alto.
Perplejo, el semigigante observó el pájaro. El ave giraba y se ladeaba, planeaba con
elegancia sobre las corrientes de aire de las montañas. Sin apenas mover las grandiosas
alas, el águila se inclinaba graciosamente y observaba el valle con fingida indiferencia.
Remontaba el vuelo con una libertad y majestuosidad que Ankhar no pudo por menos que
envidiar.
Una docena de conejos, asustados por la actividad del campamento que estaba
levantando el ejército, corría a esconderse en los bosques de las laderas. El águila dobló las
alas y se lanzó en picado como si fuera una piedra. Se abalanzó sobre el lomo de una liebre
grande y le partió el cuello con la fuerza del impacto. Majestuosamente, el ave se elevó,
desgarrando la carne caliente con su afilado pico.
—¿Ves cómo ataca el águila… desde el aire? ¿Cómo mata rápido… por sorpresa?
—¡Sí, lo veo! —se desesperó Ankhar—. ¡Claro, vuela! ¡Tiene alas!
—Tu ejército lucharía mejor si pudiera volar —repuso Laka.
Ankhar bufó, indignado.
—¡Y podría matarte con mi aliento si fuera un dragón! Pero yo no soy un dragón.
¡Y mi ejército no puede volar!
—Pero ¿qué pasaría si encontrásemos unos guerreros, unos guerreros voladores, que
se unieran a ti en las gloriosas batallas?
—¿Que volaran como dragones, quieres decir? ¿Dónde hay guerreros así?
—Hay algunos. No están muy lejos de aquí.
—¿Tuviste un sueño sobre esos guerreros voladores? ——preguntó con cautela.
Muchas cosas magníficas y terribles había conocido en el pasado como
consecuencia directa de los sueños de Laka, por lo que no quería rechazar su sugerencia sin
más. No obstante, tampoco estaba dispuesto a correr cualquier riesgo, al menos hasta que
supiera más cosas. Haría unas cuantas preguntas, ¡tendría que convencerlo!
—Sí —contestó la anciana con aire triunfal—. Y sé dónde podemos encontrarlos.
—¿A los guerreros voladores? —repitió, pensativo.
Serían muy útiles, eso seguro. ¿Que un enemigo se escondía detrás de una muralla?
¡Sin problemas! ¿Qué formaban un frente de picas? ¡Ja! Aquello ya eran reflexiones más
que suficientes para el semigigante.
—De acuerdo, vamos. Lirio de la Charca, tú te quedas aquí.
—Sí, mi señor —contestó la hembra de ogro, haciendo una dócil reverencia.
Y así fue como, tres días después, el semigigante y su frágil y arrugada madre
adoptiva partieron a las alturas, a un lejano valle de la cordillera Garnet. Ankhar dejó al
ejército atrás porque Laka le había asegurado que los guerreros que buscaban huirían y se
esconderían en cuanto vieran acercarse a aquella horda de bárbaros.
Sus presuntos aliados seguían siendo todo un misterio para la mente de Ankhar y
pronto se cansó de la búsqueda iniciada por su madre adoptiva. Aunque amaba las
montañas, se había olvidado de lo duro que podía ser subir sin parar durante días. Incluso
echaba de menos a Lirio de la Charca, quien —a pesar de sus limitaciones intelectuales—
sabía la forma de hacer las noches frías y largas mucho más cálidas y cortas. Malhumorado
y con los músculos doloridos, estaba reuniendo el valor para enfrentarse a Laka, cuando lo
distrajo algo que se lanzó de un risco cercano. La figura descendió velozmente y se posó en
el camino, delante de él.
Unas alas pálidas y grandes nacían de los hombros cubiertos de escamas de la
criatura, que ladró al semigigante y a Laka. Abrió las fauces, repletas de colmillos como de
cocodrilo. Se irguió sobre las patas traseras y desenvainó una espada de acero que llevaba
al cinto.
—¡Deteneos! —dijo en un silbido—. ¡Tened miedo!
La verdad era que Ankhar se había asustado bastante por la aparición de la criatura.
Enseguida se dio cuenta de que era un draconiano, pero de un tipo mayor de los que
conocía. Además, aquel draconiano tenía unas buenas alas, mucho más grandes que las
aletas de piel atrofiadas con las que las otras especies podían planear distancias cortas, pero
no volar de verdad.
La criatura era de un blanco plateado y casi tan alta como el boquiabierto
semigigante. Los gruñidos silbantes que salían de las fauces del draconiano eran
aterradores, sin duda, y las alas, que no dejaba de batir, le hacían parecer más grande de lo
que realmente era.
Pero aquel ser no llegaba a ser tan alto como Ankhar, y estaba seguro de que
tampoco sería tan fiero y fuerte. La sorpresa del semigigante se convirtió en ira y ofensa, y
bajó la lanza, blandiéndola delante del pecho de su enemigo.
—¿Quién eres tú para decirme que tenga miedo? —exigió saber.
—Soy Gentar, ¡el jefe de los sivaks! —espetó el draconiano, entre silbidos,
gruñidos y escupitajos.
Entonces, Ankhar se dio cuenta de que más draconianos se posaban en derredor. En
un momento, Laka y él estaban rodeados por una docena o más de esas criaturas. Todas
medían unos tres metros de alto —más que un macho de ogro— y no dejaban de batir las
poderosas alas. Otras describían círculos en el aire, como murciélagos. Volaban con
elegancia y majestuosidad, y llevaban tiras de piel envolviéndoles el pecho. El grupo de
draconianos sivaks, con sus gruñidos y silbidos, exhibía una muestra impresionante de
colmillos, garras y armas de hojas plateadas.
—¡Yo no tengo miedo! —mintió Ankhar en voz bien alta, que era su forma favorita
de mentir—. ¡Vosotros sois los que me tenéis miedo a mí! ¡O moriréis! —Balanceó la lanza
de esmeralda para que quedara bien claro.
Delante de él estalló una bola de fuego y el semigigante retrocedió con paso
vacilante. Las llamas subían al cielo, como si hubieran explotado en un agujero profundo.
Crepitaban y quemaban, irradiando un calor tan intenso que Ankhar tuvo que protegerse los
ojos con una mano. A duras penas logró sostener la lanza, mientras abría la boca
asombrado ante la aparición de un draconiano esbelto y sin alas, que se erguía donde había
estallado la columna de fuego.
—¡Eres Ankhar! —declaró aquel nuevo draconiano.
Era más menudo que los otros monstruos alados, pero había algo en él que irradiaba
poder. En sus ojos rasgados brillaba la inteligencia y su voz era sibilante. Además, sabía el
nombre del semigigante.
—¿Quién eres tú?
—Soy Guilder —contestó la criatura tranquilamente. Dio un paso hacia delante y
alargó la zarpa repleta de garras en señal de saludo—. Draconiano aurak, señor de estos
sivaks y amo de este valle. Te saludo con amistad y respeto.
Guilder seguía con la zarpa extendida. Ankhar lo miraba con cautela. Se pasó la
lanza a la mano izquierda y tomó la zarpa que le ofrecía. En ese mismo instante, sintió un
escalofrío que le paralizaba desde la palma de la mano y que le subía por el brazo. ¡Magia!
Apartó la mano, mientras lanzaba un rugido asustado. Sintió que un pesado cansancio se
apoderaba de su cuerpo y una ola de confusión le envolvía la mente.
—¡Prendedlos! —gritó Guilder. Liberó la zarpa de la mano de su enemigo y se alejó
de un salto del semigigante, que, de repente, había empezado a tambalearse. El aurak lanzó
un grito triunfal y entonó las palabras de un hechizo mágico, mientras gesticulaba
violentamente.
Su madre dejó escapar una carcajada estridente, un sonido cascado que hizo que el
semigigante se preguntara si se habría vuelto loca. ¿Del lado de quién estaba? El aurak no
había acabado de conjurar el hechizo, una cadena de sonidos grotescos que se elevaban
poco a poco y, como Ankhar temía, terminaban en un estallido de magia.
De repente, dejaron de oírse los sonidos del hechizo del aurak, aunque éste seguía
moviendo las mandíbulas con desesperación. Un destello de miedo asomó a los ojos
rasgados de la criatura, cuando el hechizo de la chamán interrumpió el conjuro que estaba
utilizando.
Al ver que uno de los draconianos plateados se abalanzaba sobre él por delante,
Ankhar levantó la lanza por puro instinto. Seguía sosteniendo el arma en la mano izquierda,
con torpeza. La gema verde del extremo de la lanza latía con su resplandor, una luz más
intensa que el sol. Fue como si el arma, de repente, atrajera al temeroso draconiano hacia
ella. Ankhar recuperó la presencia con aquel brillo y hundió la lanza hacia delante,
lanzando un grito triunfal.
La punta de piedra verde se clavó en el pecho del draconiano y le atravesó el lomo,
entre las dos alas.
—¡Muere, hijo de wyrm! —bramó Ankhar, mientras sacaba la lanza del cuerpo.
El draconiano se tambaleó hacia detrás y cayó al suelo. Sin dejar de aletear, se
revolvió y sacudió las patas un momento, pero su lucha no duró mucho tiempo y murió en
medio de un charco de sangre negra cada vez más grande.
Los demás sivaks gruñeron, ladraron y chillaron, con evidente desesperación.
Algunos hicieron el amago de atacar al semigigante, pero retrocedían antes de que éste
pudiera alcanzarlos. Ankhar se dio media vuelta de un salto, mientras sentía que las fuerzas
le volvían al brazo derecho. Seguía sujetando la pesada lanza en la mano izquierda y la
agitaba encima de su cabeza, sin dejar de gritar insultos y desafíos a aquella banda de
reptiles. Sacando pecho y con los músculos tensos, sentía su poder sobre aquellas criaturas
cobardes y, al igual que su madre, se rio de sus silbidos, de sus ruiditos y todo ese aleteo.
—¡Mirad a Arcen! —exclamó perplejo Guilder, el aurak, cuando el hechizo de
silencio de Laka se desvaneció. Estaba señalando al sivak muerto, que yacía inmóvil en el
suelo, a sus pies.
Lentamente, toda la carne empezó a ondularse y el cuerpo plateado empezó a
transformarse. El contorno se retorció, las garras se hicieron más pequeñas, hasta
convertirse en dedos, las alas se arrugaron y encogieron. Arikhar ya estaba acostumbrado a
los espeluznantes estertores de los draconianos menores: los baaz, que se convertían en
estatuas de dura piedra; o los kapaks, cuya carne se disolvía en un ácido abrasador. Pero
aquel sivak era muy extraño y diferente: el draconiano estaba cambiando de forma.
La piel escamada de la criatura sufrió una fuerte convulsión y se desgarró. El pecho
se ensanchó y el rostro afilado, parecido al de un dragón, se suavizó. Las fauces
menguaron, hasta adquirir un aspecto más humanoide. Ankhar ahogó un grito de
incredulidad, pues ¡de repente se había dado cuenta de que estaba contemplando la viva
imagen de sí mismo! El cadáver vestía ropajes extraños, muy adornados, que no tenían
nada que ver con la túnica y los pantalones de piel del semigigante, quien también se quedó
perplejo al fijarse en el atuendo.
—¿Qué magia repugnante es ésta? —preguntó, dando un paso hacia atrás.
Pero los demás draconianos no estaban escuchándolo. Todos reconocieron la
imagen de Ankhar la Verdad, pero era un Ankhar con corona de oro y ropajes propios de un
gran rey. Guilder, el aurak, se tiró al suelo y arrastró la cara hasta las botas embarradas del
semigigante, para besarlas.
—¡Mi señor! —exclamó—. ¡Perdonadme!
—¡Salud, Ankhar! —dijo con voz ronca otro draconiano, el sivak llamado Gentar,
que se había enfrentado a él primero. El draconiano tocó el suelo con el extremo de la larga
espada que llevaba e inclinó la empuñadura hacia el gran señor—. ¡Permitid que os
sirvamos, oh, poderoso! —bramó de nuevo.
—¡Mi poder es mi verdad! —rugió el semigigante—. ¡Est Sudanus oth Nikkas!
—Y nosotros —dijo Guilder con la cabeza inclinada y arrodillado—, ¡nosotros
seguiremos vuestra Verdad hasta los confines de Krynn!
Selinda y Melissa decidieron que no merecía la pena correr el riesgo de
transportarse mágicamente al centro de una batalla, por lo que se materializaron en el patio
de una posada, un lugar mucho más seguro, que la princesa sabía que se encontraba a varios
kilómetros al sur del alcázar de Vingaard. Nadie se dio cuenta de su llegada y, con las
primeras luces de la mañana, sencillamente subieron el camino, sin que nadie las viera
desde la casa dormida.
Las dos mujeres vestían unos sencillos chales y los hombres que se encontraron en
el camino de tierra, que seguía las suaves curvas del río Vingaard, las confundieron con
campesinas. El ancho cauce, que tenía como un kilómetro y medio de una orilla a otra, se
deslizaba a su derecha, pero el alcázar y la ciudad que lo rodeaba quedaban ocultos detrás
de la cadena de montañas bajas que se encontraba justo al sur del Manzano.
Caminaban en silencio y, después de aproximadamente una hora, llegaron a la cima
de esas montañas. Ambas se detuvieron y miraron al frente. Ante ellas se alzaba la silueta
del alcázar de Vingaard, pero no era más que un recuerdo triste y perverso del antaño
elegante fuerte. Se veía una única torre, esbelta y orgullosa, salpicada de agujeros negros
donde antes había hermosos ventanales. Las otras dos torres habían desaparecido y en su
lugar se levantaban motones de escombros.
En la cima había un pelotón de guardias del ejército de la Corona, una docena de
hombres de armas que se encontraban cerca del camino, vigilando el sur. Era evidente que
habían estado observando a las dos mujeres durante la última hora, pero, simplemente, no
habían percibido en ellas amenaza alguna. De hecho, no les prestaron la menor atención,
hasta que Selinda se detuvo y se volvió. Distinguió al sargento del destacamento, un
caballero entrecano, que había dejado sus mejores días una década o dos atrás, y se acercó a
él.
Con una respetuosa reverencia, le rogó que la perdonara por interrumpirlo estando
de servicio.
—¡No pasa nada! No pasa nada, jovencita. ¿Qué puedo hacer por ti esta buena
mañana?
—¿Es peligroso acercarse al castillo? ¿Todavía sigue la batalla?
El sargento se echó a reír, de buen humor.
—Aquello no puede llamarse batalla, la verdad. Esos desgraciados estaban más que
dispuestos a rendirse en cuanto vieron la bombarda del emperador. Pero él no les dejó y
mandó a esos canallas cobardes de vuelta a la muralla, en cuanto intentaron entregarse.
Tenía que darles una lección, ya me entiendes.
—¿Los mandó de vuelta? ¿Cuando ofrecían rendirse? —Selinda trató de mantener
un tono de voz tranquilo, aunque sintió que se le revolvía el estómago. Notó que Melissa le
tomaba la mano y se la apretaba, intentando darle fuerzas.
—Bueno, no le quedaba más remedio, ya me entiendes. Tenía que darles una
lección.
—¿Y ahora? ¿Dónde está el emperador? —preguntó Selinda.
—¿Por qué tienes tanto interés en saberlo? —preguntó el guardia, que de repente se
había vuelto precavido—. Eres guapa, eso es verdad. Pero sabes que está casado, ¿verdad?
—Eso he oído, sí —contestó la esposa del emperador—. Tengo curiosidad, eso es
todo. ¿Crees que derribará lo que queda del castillo?
—Yo creo que no. La hija del señor salió para verlo, de madrugada. Subió y le
suplicó que parara. Estuvo allí arriba con él mucho tiempo, pero cuando ella se marchó, el
emperador ordenó que cesara el fuego. Desde aquí se ve cómo están bajando el cañón…,
justo ahí.
Selinda miró y vio la poderosa bombarda, con el cañón casi en posición horizontal,
mientras enganchaban los bueyes al tiro. Más allá, se veía un edificio, seguramente una
posada, y distinguió el blasón con los tres símbolos que era el estandarte del emperador.
—Entonces, ¿está ahí abajo? —preguntó, señalando al evidente cuartel general.
—Bueno, más bien estaba. Hace un momento, él y su comitiva, todos bien guapos,
cruzaron el puente de Piedra y entraron en el alcázar de Vingaard. A lo mejor le puso
algunas condiciones a la damita, ¿eh? —añadió, lanzando una risita lasciva y guiñándole un
ojo.
—Sí, a lo mejor —contestó Selinda, desconsolada.
A continuación, se alejó del sargento con Melissa a su lado. Sin embargo, en vez de
desviarse hacia el castillo o el edificio del cuartel general, dirigió sus pasos hacia el camino
del Manzano. Dejó el Vingaard, el castillo y el ejército detrás.
La sacerdotisa caminó un buen rato a su lado, en silencio. Por fin, habló.
—No vais a intentar hablar con él, ¿verdad?
Selinda negó con la cabeza.
—No. Lo que quiero decir es que, al final, no hay nada que hablar.
La sacerdotisa de Kiri-Jolith asintió con expresión grave y volvió a tomar a su
amiga de la mano. Lady Selinda tenía razón.
No había nada que decir.
11

Al otro lado del puente

Marrinys Kerrigan demostró ser una buena gobernadora. Cuando Jaymes, Dayr y
los Caballeros Libres entraron en el patio del alcázar de Vingaard, ella ya había ordenado
que abrieran las cámaras subterráneas y había reunido suficientes riquezas para llenar un
cofre con piedras preciosas y unos baúles con piezas de acero. A Jaymes le bastó una
mirada para comprobar que los problemáticos impuestos de la ciudad quedaban pagados de
sobra.
—Veo que cumples tu palabra —dijo el emperador con un gesto de aprobación.
—Desearía poder decir lo mismo de vos —repuso ella con una vehemencia que lo
sorprendió—, pero vuestra palabra ha quedado mancillada al romper el parlamento. Más de
lo que imagináis. El mundo tardará en olvidar cómo traicionasteis a mi padre.
—Ya te lo he dicho, ¡no había planeado matarlo! Di órdenes de que no se le hiriera.
No fue más que un accidente. —Una vez más, deseaba que la muchacha lo comprendiera y
le molestaba que se negara a aceptar su explicación—. ¿Crees que te estoy mintiendo?
La joven se encogió de hombros.
—Lo que yo crea no importa. Vuestras intenciones no importan. Lo único que
importa es que un buen hombre, un patriota solámnico, fue asesinado cuando se reunió con
vos, bajo la protección de tregua.
—La muerte de tu padre no era el objetivo. El mundo debe aprender que quien
desafíe a la nación de Solamnia pagará un precio muy alto. Ése es el motivo de toda esta
campaña. —Hizo un gesto hacia los montones de escombros donde habían caído las
torres—. Es el motivo por lo que eso fue necesario.
De repente, los ojos de la joven se anegaron de lágrimas y le dio la espalda. Jaymes
hizo una mueca, molesto e impaciente.
—¿Necesitas ayuda con los preparativos del funeral?
—Yo me puedo ocupar de todo —le contestó con frialdad.
—Muy bien. Te dejo a mis compañías de ingenieros aquí, bajo tus órdenes.
Reconstruirán la muralla, donde haya quedado dañada al derrumbarse las torres. Se
reconstruirá toda la fortaleza hasta que quede intacta y podáis defenderos de los enemigos
externos.
—¡Ningún enemigo externo ha hecho esto! —exclamó Marrinys——. Ha sido mi
propio señor… ¡mi emperador!
Jaymes enrojeció y apretó las mandíbulas. El brillo de sus ojos hizo palidecer a la
muchacha, quien retrocedió un paso. Pero seguía sin tener miedo.
—¿Y las torres? —preguntó—. ¿Vuestros ingenieros también nos ayudarán a
reconstruirlas?
—Eso quedará en vuestras manos. —No tenía sentido seguir hablando con ella—.
¡Buenos días!
Se dio media vuelta y, mientras se alejaba, desvió los ojos hacia la escena que tenía
lugar en la abarrotada plaza. Numerosas tropas ayudaban a apartar los escombros. Uno de
sus ingenieros había conducido hasta lo alto de un montón de rocas un carro con un aparejo
de poleas. Los oficiales daban órdenes.
Otro carro entró rodando con el sacerdote de Kiri-Jolith, el clérigo que había
acompañado a lord Kerrigan al parlamento, sentado en la parte delantera. El sacerdote bajó
y llamó con señas a varios guardias del castillo. Empezaron a bajar una camilla de la parte
trasera, en la que descansaba el cuerpo del noble muerto. Jaymes los observó impasible,
mientras lo metían en el alcázar por una puerta lateral, ya que la entrada principal había
quedado destrozada.
El emperador miró en derredor y vio al general Dayr, esperando en la puerta de la
muralla. Se acercó al comandante de su ejército.
—Quiero que lleves un mensaje a Dram Feldespato, en Nuevo Compuesto —dijo
Jaymes.
—Claro, mi señor.
—Quiero que empiece a trabajar en una docena de nuevas bombardas. Tiene
autorización para negociar el pago con los enanos de las montañas por todo el acero que
puedan proporcionarle. Además, quiero aumentar la próxima entrega de polvo negro a un
centenar de barriles, así como a mil bolas de munición. Dram tiene autorización para
comprar azufre y salitre a los enanos de las colinas. La nueva orden será efectiva de
inmediato.
Observando a Dayr, Jaymes continuó:
—No quiero que haya ningún malentendido respecto a estas órdenes. Necesito las
bombardas lo antes posible. Creo que a finales del verano pueden estar listos por lo menos
dos. También quiero ir recibiendo el polvo y los proyectiles en remesas pequeñas, a medida
que vayan estando disponibles.
—Así será, mi señor —contestó Dayr. Apartó la vista y después volvió a mirar a
Jaymes—. ¿Puedo preguntaros si hay alguna razón por la que temáis que se produzca un
malentendido? ¿El enano podría mostrarse reticente a cumplir vuestras órdenes?
—No, claro que no. Pero a ti te confío el que Dram reciba las órdenes y las lleve a
cabo.
—Por supuesto. ¿Y vuestras órdenes para el ejército de la Corona? ¿Debo
mantenerlo aquí?
—No. Vuelve con tu ejército a Thelgaard. Es de esperar que el estado de alerta no
se repita hasta que acabe el año, a no ser que ocurra un imprevisto. Pero mantén la
guarnición en forma.
—Sí, señor. Por supuesto. ¿Volvéis con la legión por el paso de Palanthas?
—No. Voy a estacionarla en un campamento permanente a unos pocos kilómetros
de aquí, río arriba. Vingaard no tendrá la oportunidad de olvidarse de ellos. Mi intención es
que el general Weaver organice maniobras en campo abierto en las llanuras, pues aquí hay
mucho más espacio que en los alrededores de la ciudad y la bahía.
—Por supuesto, excelencia —dijo Dayr, antes de efectuar un preciso saludo.
Una vez hechas todas estas disposiciones, Jaymes por fin se dirigió a su caballo.
Cabalgaría con la compañía de Caballeros Libres al completo, un centenar de hombres.
Escoltarían el carro que llevaba los tributos de la ciudad. Palanthas estaba a siete jornadas
de viaje, un camino que le llevaría por el paso de la cordillera Vingaard y junto a la Torre
del Sumo Sacerdote.
Aquellas montañas recortaban el horizonte por el oeste, escarpadas e imponentes,
con sus cumbres coronadas de nieve y glaciares. Algunas cimas eran deslumbrantes y
blancas, otras grises y amenazadoras, sombreadas por las nubes compactas de una violenta
tormenta.
De repente, echaba mucho de menos a su esposa. Jaymes deseaba con todas sus
fuerzas estar ya de regreso en su hogar. No se sentía con demasiados ánimos para la larga
marcha por aquel camino escarpado.
Pero ya era hora de ponerse en marcha.
Blayne Kerrigan se echó la capucha sobre la cabeza y se pegó al cuello del caballo,
en un intento desesperado por escapar de la lluvia torrencial. No veía el camino, así que se
aferraba a la silla totalmente a ciegas. El corcel caminaba con dificultad, sin amilanarse por
el agua, temblando de frío. Era un caballo valiente y templado, y estaba demostrando su
clase, avanzando con determinación bajo aquel diluvio.
Pero la montura estaba tan agotada como su jinete. Habían caminado sin descanso
durante toda la noche y se habían adentrado entre las montañas poco después de que
amaneciera, siguiendo un sendero de caza que Blayne recordaba de otros viajes. El camino
discurría por el fondo de un barranco y subía sin descanso durante varios kilómetros.
Después de la marcha de toda la noche, cerca del mediodía había estallado la
tormenta sobre sus cabezas. A lo largo de lo que quedaba de día, se abrieron paso bajo una
lluvia continua que en algunos momentos, como aquél, se convertía en un aguacero. Como
a derecha e izquierda se elevaban dos escarpadas paredes, era prácticamente imposible
perderse, a pesar de que avanzaban completamente a ciegas. Así que siguieron avanzando
sin visibilidad alguna, hacia delante, imperturbables, junto a un río que corría por un cauce
lleno de piedras que se abría en el centro del cañón.
Blayne había observado con nerviosismo que el nivel del agua iba aumentando a
medida que transcurría la lluviosa tarde. En los lugares donde las paredes se acercaban, no
quedaba tierra seca entre los muros de piedra. A veces, el caballo acababa con el agua hasta
las rodillas y tenía que continuar por el río hasta que el paso se ensanchaba y podía trepar
hasta la zona seca, que tampoco merecía tal nombre.
Al oscurecer, la falta de visibilidad y el cansancio hizo mella en ellos y no pudieron
mantener el ritmo por más tiempo. Blayne miró alrededor, buscando un lugar donde pasar
la noche. Pero aquéllas eran tierras abruptas y no había ningún sitio a salvo de los
inmisericordes elementos. Recordaba que había un saliente de piedra, que al menos los
protegería un poco, a un par de kilómetros de allí y decidió que proseguirían su camino.
Qué diferente había sido la última vez que había recorrido aquel sendero. Aquella había
sido una alegre jornada de caza; en ese momento, huía para conservar la vida.
Había sido su padre quien le había mostrado aquellas montañas por primera vez.
Allí, Blayne había aprendido a disparar con el arco y la flecha. Las hojas secas habían
alimentado sus hogueras y lord Kerrigan había entretenido a su hijo con historias del
alcázar Vingaard, de los héroes del pasado, de la Guerra de la Lanza y las batallas contra
los esbirros del mal. La gran fortaleza siempre estaba aguardando su regreso, segura en las
llanuras, señora del gran y plácido río.
Estaba pensando en todo aquello, cuando una ola de agua blanca, impulsada por la
violencia de la lluvia, apareció en un recodo del barranco, delante de él. La repentina
avalancha de agua inundó el cauce y sobre él se precipitó una ola más alta que su cabeza,
dejándole apenas unos segundos para reaccionar. El caballo se encabritó, aterrorizado.
Agitó los cascos en el aire y Blayne resbaló de la silla.
El joven cayó de pie y saltó hacia la pared del barranco. Trató de trepar
desesperadamente. Sus dedos se aferraron a un nudo de raíces. Sus botas se agitaban y
golpeaban la pared, intentando afianzarse en alguna roca. El agua lo golpeó con una fuerza
sobrenatural y se dio de costado contra la piedra. La riada se llevó a su fiel caballo, en
medio de sus relinchos desesperados.
Una raíz más gruesa colgaba justo encima de él y la agarró con una mano, después
con las dos. Estaba bien sujeta. Se aferró a ella, mientras el agua le tironeaba de las piernas,
ansiosa por arrastrarlo. Poco a poco, sintió que la fuerza de la avenida se desvanecía. El
nivel del agua descendió hasta que ya sólo le llegaba a la cintura y, después, fue bajando
lentamente por sus piernas. Entonces, por fin, intentó moverse. Tiró de sí mismo como
pudo, en un intento desesperado por escalar la pared vertical.
Su caballo había desaparecido. Seguramente estaba muerto. No tenía comida, ni
hogar, ni esperanzas.
Cuánto tiempo estuvo allí… no tenía idea, pero sí sabía que cuando despertó lo
rodeaba la más absoluta oscuridad y estaba completamente helado.
Selinda se materializó en sus aposentos, agotada, sin ánimos y llena de temores.
Todos aquellos sentimientos se agudizaron cuando vio abierta la puerta exterior de sus
habitaciones que muchos guardias del emperador buscaban por todas las estancias. Uno de
ellos había abierto un armario y manoseaba sus vestidos, sin fijarse en aquellos exquisitos
tejidos, mientras lo revolvía todo con gestos desesperados, en busca de… algo. Otro estaba
de rodillas, mirando debajo de la cama.
De repente, se dio cuenta de que habían descubierto su ausencia.
—En nombre del Código y la Medida, ¿qué pensáis que estáis haciendo? —exigió
saber, intentando dar a su voz toda la autoridad que pudo reunir.
—¡Mi señora! —exclamó el guardia que estaba de rodillas—. ¡Gracias a Kiri-Jolith
que estáis bien!
—¿Por qué no iba a estarlo? Estoy bien, es decir, excepto por la presencia de unos
hombres groseros que han invadido mis aposentos sin ser invitados. Os lo repetiré: ¿qué
estáis haciendo?
El guardia que hurgaba en el armario retrocedió con toda la dignidad que pudo,
después de cerrar la puerta, y le hizo una reverencia a Selinda.
—Ruego a mi señora que nos perdone, pero entramos cuando vimos que no
respondíais a nuestras llamadas, ¡después de muchas horas, por supuesto! Y cuando
entramos y no os vimos…
Parpadeó y se rascó la cabeza.
—Es decir, ¿dónde estabais, mi señora?
—Habría pensado que la esposa del emperador tendría derecho a unos momentos de
intimidad —repuso ella con mucha frialdad—. ¡No es necesario que lo sepáis todo! Ahora,
por favor, dejadme. ¡Inmediatamente!
Los dos hombres se miraron, pero no perdieron un minuto y se retiraron. Susurraron
a sus compañeros que estaban en la sala exterior, hicieron una reverencia y desaparecieron
rápidamente por la puerta, que cerraron tras de sí.
Sólo entonces Selinda respiró tranquila. Al darse cuenta de que estaba temblando y
que parecía que se le iban a doblar las piernas de un momento a otro, se dejó caer en una
silla e intentó recuperarse.
¿Recuperarse para qué? La pregunta se plantó ante ella, desafiante, casi en cuanto
recuperó el aire.
¿Qué iba a hacer?
Jaymes lideró a los Caballeros Libres sin descanso. Todos los días cabalgaban hasta
bien entrada la noche, se levantaban antes de que amaneciera y ya estaban en el camino de
montaña con las primeras luces. Sus pensamientos no se apartaban de su esposa: ¡ella sí
entendería lo que había sucedido!, ¡ella sí comprendería el motivo por el que se había visto
obligado a mostrar su poder a la nación! No se paró a pensar racionalmente sobre el asunto,
sólo avanzaba, pensando en Selinda y en el milagro del bebé que crecía en su interior.
Impaciente por seguir avanzando, la columna pasó junto a la Torre del Sumo
Sacerdote y al emperador ni se le ocurrió siquiera detenerse a presentar sus respetos al
general Markus.
El comandante de la guarnición los observó ciertamente sorprendido desde la
Atalaya Alta, mientras su señor y la escolta de leales jinetes cruzaban el paso y comenzaban
a descender por el largo camino hacia la gran ciudad a orillas del mar.
Cabalgaron tan veloces y sin descanso que en la tarde del quinto día Palanthas ya se
alzaba ante sus ojos. Cuando estuvieron más cerca de la puerta de la ciudad, el emperador
permitió que la columna aminorara el paso. Al fin y al cabo, volvía de una campaña
victoriosa y tendría que entrar en la capital con toda la pompa y la ceremonia que exigía la
ocasión.
Así que frenó el ritmo y él y sus hombres respondieron con elegancia a los saludos
que les ofrecieron los guardias de la puerta. Pero aquél era el máximo esfuerzo que podía
hacer por frenar su montura y no galopar hasta su palacio de la gran plaza, para subir los
escalones de dos en dos y correr hasta la habitación donde ella lo esperaba. De repente, lo
asaltaron los remordimientos por haber encerrado a su esposa. Se disculparía y se lo
explicaría. ¡Seguro que lo entendería!
Al cruzar las puertas de la ciudad, se retiró la capa y se sentó muy erguido sobre su
corcel, con la cabeza bien alta. Levantó la vista hacia la torre de su palacio, que se elevaba
a un kilómetro de allí.
Apenas prestó atención a los ciudadanos, aunque los Caballeros Libres murmuraron
entre sí que los reunidos eran mucho menos numerosos y entusiastas de lo que solían ante
el regreso del emperador. El gran líder sólo tenía ojos para su palacio y, cuando por fin
cruzó las puertas, Jaymes desmontó rápidamente, recorrió la entrada principal y atravesó el
salón.
Allí lo recibió el viejo general Samuel, un comandante de la guarnición que había
vivido en sus propias carnes todo lo que la Era de los Mortales había llevado a Krynn.
Había algo en los ojos del veterano entrecano que hizo detenerse al emperador.
—¿Qué pasa, Sam? —preguntó, esforzándose por permanecer tranquilo—. ¿Mi
esposa no se encuentra bien?
—Eh… No, excelencia. Parece que ella está bien. Es sólo que…, bueno…
El viejo soldado dudaba de una forma extraña y Jaymes no tenía paciencia para
tantas vacilaciones.
—¿De qué se trata? ¡Suéltalo, hombre!
—Bueno, sucedió hace seis días. Fuimos a ver cómo estaba, como hacíamos
regularmente, con muchas atenciones, como vos ordenasteis.
—¿Se trata del bebé? ¿Algo va mal?
—No, bueno, no lo sé. Veréis, es que ella desapareció mientras estaba encerrada. Y
después volvió, como por arte de magia, mi señor.
Selinda observó el regreso a la ciudad de Jaymes, a la cabeza de los Caballeros
Libres. La columna de cien hombres del emperador descendía por la calzada del Paso del
Sumo Sacerdote. Los seguía un carro pesado y los heraldos del palacio anunciaron la
noticia de que en ese carro viajaban los impuestos atrasados que el alcázar de Vingaard
debía al tesoro nacional.
Selinda se percató de que los grupos de palanthinos —que solían mostrarse
jubilosos en aquellas ocasiones— parecían evitar el encuentro con los heraldos. Pocas
personas bordeaban las calles cuando Jaymes recorrió el camino hasta el palacio y aquellos
que sí habían acudido parecían observar en un silencio hosco. Era evidente que el ataque a
Vingaard no había sido popular entre las gentes de Palanthas.
Selinda se dio cuenta de que, indiferente hacia su pueblo, el emperador cabalgaba a
lomos de su corcel, sin mirar a los lados. Cuando cruzó la puerta, aceptó los efusivos
elogios de la guarnición del palacio con un gesto despreocupado. Los mozos de establo
competían por hacerse cargo de su caballo, pero él no les prestó atención y entró en el
alcázar. En ese momento, desapareció de su vista.
Poco después, llamó a su puerta enérgicamente.
—Adelante —contestó ella.
Jaymes entró y a los ojos de la joven parecía un extraño, aunque seguía siendo el
mismo hombre. Jaymes Markham… Un forajido la primera vez que lo vio…, después,
general y, con el tiempo, señor mariscal de un gran ejército… y, finalmente, el emperador
de Solamnia. Mucho, mucho tiempo atrás, según le parecía a ella, había aceptado ser su
esposa. Las razones le habían parecido convincentes en aquel momento, pero desde
entonces eran vagas e imprecisas.
No, no lo amaba. Y sí, lo temía.
—Hola —dijo Jaymes.
Selinda se dio cuenta de que la observaba atentamente. Sus ojos entrecerrados eran
muy oscuros. Se percató de que más hebras grises le salpicaban las sienes, así como la
barba. ¿De verdad habría cambiado tanto en dos semanas? Lo observó con atención, sin
decir nada. No tenía nada que decir y sintió que no encontraba las palabras.
—Los guardias me han dicho que les diste un buen susto.
—¿Por qué? —preguntó, sintiendo que el terror se apoderaba de ella.
—Creyeron que estabas en peligro, que te habías caído o sufrido algún tipo de
ataque mientras dormías. Pero cuando entraron, después de varias horas intentando
despertarte, no te encontraron en ningún sitio, según me han dicho.
—Estaba… —Le falló la voz. La mentira con la que se había librado de los guardias
ya no le serviría de nada—. Me había ido. Fui hasta Vingaard. Quería… Quería ver con mis
propios ojos cómo gobernabas tu nueva y orgullosa nación.
—¿Magia? —Frunció el entrecejo y luego la miró airado—. ¡Te teletransportaste!
¿Cómo lo hiciste?
Ella no respondió, pero, sin darse cuenta, se llevó la mano izquierda sobre la
derecha, para esconder el anillo. Aquel movimiento rápido no le pasó desapercibido a
James.
—Así que tienes un anillo mágico —afirmó Jaymes con voz altanera—. ¿No ves los
peligros… para ti misma? ¿Para nuestro hijo?
—Me sentí perfectamente bien.
—No puedo permitir que te pongas en peligro a ti misma y al bebé. —Se acercó un
paso hacia ella. Parecía más preocupado que enfadado. Extendió una mano y volvió a
hablar, con más delicadeza, pero sin abandonar el tono firme—. No puedes hacerlo otra
vez, no lo permitiré. Dame el anillo.
—¡No! —La palabra explotó entre sus labios, pero Selinda no se arrepintió de que
se le hubiera escapado. Sintió que la invadía una ola de alivio, la primera sensación sincera
que tenía. Retrocedió un paso, observándolo con cautela.
—¡No te opongas a mí! —masculló. Su cólera empezaba a encenderse—. Te lo
quitaré sin más si debo hacerlo.
—No, tampoco harás eso —dijo Selinda. Se irguió cuán larga era, con la barbilla
bien alta. Sus dedos acariciaron el pequeño aro de plata, listos para girarlo y activarlo—. Si
lo intentas, prometo por todos los dioses que utilizaré el anillo para irme de aquí y no
volver.
—¿Adónde irías? —preguntó él. Por primera vez desde que Selinda lo conocía,
parecía aturdido.
—No voy a decírtelo. Pero sí te digo esto: nadie va a volver a encerrarme en esta
torre, ni tú ni todas las tropas de tu ejército.
Jaymes se quedó mirándola, durante lo que pareció una eternidad. Finalmente, se
dio la vuelta y se dirigió a la puerta con pasos airados.
—Esto no va a terminar así —dijo antes de abandonar la habitación.
Jaymes ardía con una ira fría mientras salía de la Ciudad Vieja. Fustigó el caballo
para que se lanzara al galope y los peatones tuvieron que apartarse de su camino. El corcel
galopó hacia el barrio de los nobles y la trápala de los cascos los acompañó a ambos hasta
su destino.
La imponente mansión era propiedad de Jenna, Señora de la Túnica Roja. La
poderosa hechicera había sido nombrada líder de las órdenes de la magia en el importante
cónclave celebrado cuando los dioses de la magia regresaron a Krynn. Coryn había
ayudado a Jenna a conseguir aquel rango tan alto, en contra del ambicioso Dalamar el
Oscuro y, en muestra de gratitud —y de verdadera amistad—, Jenna le había ofrecido a
Coryn la administración de su magnífica casa.
Había sido allí, en su laboratorio, donde Coryn había preparado la poción que
Jaymes había utilizado para hechizar a Selinda. Así había conseguido su amor, tomado su
mano y ganado su fortuna. Parecía que había sido en una vida anterior, en un pasado tan
lejano que el emperador casi había logrado convencerse de que en realidad nunca había
ocurrido. Pero sí había ocurrido. Por lo visto, en aquel momento era su esposa quien tenía
la magia de su lado.
También en aquella mansión, la Bruja Blanca y un Jaymes Markham más joven
habían compartido momentos como amantes y amigos. Juntos habían soñado con una
Solamnia unida. Aquel objetivo era la base de su relación.
¿También aquel sueño terminaría mal?
El emperador desmontó y se dirigió a la puerta principal con pasos airados. Ésta se
abrió antes de que le diera tiempo a llamar. Se detuvo un momento al ver a un joven vestido
con el atuendo propio de un aprendiz de Caballero de la Corona. Una pelusa castaña le
enmarcaba el labio superior, en un intento aún no conseguido por lucir el característico
bigote de un orgulloso caballero solámnico.
—¿Donny? —preguntó Jaymes, sorprendido. Hacía más de un año desde su última
visita a la casa. De repente, se sentía confuso al toparse con aquel muchacho, hijo del
sirviente más venerable de la casa—. No sabía que hubieras jurado el Código.
—Sí, mi señor —contestó el joven, radiante—. Ahora soy sir Donald, señor.
—Excelente. Tu padre debe de estar muy orgulloso.
—Sí que lo está, sir. Muchísimo. Estoy seguro de que le encantaría veros si tenéis
un momento. Puedo llamarlo ahora mismo.
—La verdad es que he venido a ver a lady Coryn por un asunto de suma urgencia.
¿Dónde está? —De repente, su tono se había endurecido y su cambio de humor no pasó
inadvertido al joven caballero.
Jaymes se sorprendió al percibir la sombra de un gesto desafiante en el rostro de
Donny, de sir Donald. Ante todo, la lealtad del joven era para la señora de la casa, algo que
no debería sorprenderlo tanto.
—Pasad —dijo el caballero, después de un momento—. Iré a buscarla.
Jaymes esperó en la antesala, mirando esa escalera que tantas veces había subido.
Arriba estaba su laboratorio… y también su dormitorio. Él había estado en ambos, y en
ambos había encontrado nuevas fuerzas y determinación. La escalera parecía extrañamente
luminosa bajo los rayos del atardecer que entraban por los altos ventanales. Cuando Coryn
apareció en la curva de la escalera, se dio cuenta de que era ella, y no el sol, la fuente de
tanta luz. Sabía que era un efecto mágico y decidió no darle la satisfacción de protegerse
los ojos.
Coryn se detuvo varios peldaños antes de llegar al final, esperando que fuera él
quien hablara primero, y Jaymes sintió que la furia volvía a invadirlo. Por todas partes, se
enfrentaba a la traición de mujeres. Movido por el instinto, se lanzó al ataque.
—Le diste un anillo mágico a mi esposa, ¿verdad? —empezó a decir con un tono
duro.
—La dejaste encerrada en su dormitorio cuando te fuiste de la ciudad. —Su voz
sonaba tranquila—. Como si fuera una criminal. Ella no se merecía eso.
—¡Fue por su propio bien!
—¿Quién eres tú para juzgar lo que es bueno para lady Selinda? —lo desafió Coryn.
—¡Creía que eras mi aliada! —declaró Jaymes—. ¡Trabajamos juntos en pos de una
Solamnia fuerte! ¡Seguro que entiendes la importancia de mantener a Selinda, y al niño que
lleva en sus entrañas, a salvo!
—No estoy segura de que estemos de acuerdo en lo que es bueno para tu… esposa.
—La respuesta era franca y el tono, frío. No se vislumbraba la menor intención de pedir
perdón.
—Pero todo está yendo como lo planeamos —protestó él—. ¡Hemos llegado tan
lejos! ¡Seis ducados y regencias, unidos en una única nación, enfrentándose al futuro con
fortaleza, como un imperio! Exactamente lo que siempre deseamos.
—¿Qué tiene que ver eso con lo que le hiciste a Selinda, con lo que hiciste en el
alcázar de Vingaard? ¿Así es cómo construyes tú ese futuro?
—Era necesario…
—Fue cruel y con poca visión de futuro —le espetó Coryn. Su calma se había hecho
añicos como un espejo. Tenía la voz abogada y los ojos anegados en lágrimas—. Muchas
de las cosas que haces últimamente son crueles y con poca visión de futuro. No tienes la
menor idea de lo que siente el pueblo. Quieres su respeto, pero ¡todo lo que te ganas es su
miedo!
—¡Eres tú la que no entiende nada! He luchado por un sitio para mí… y para esta
tierra. Dame la espalda a mí, a esta tierra, si eso es lo que quieres. Puedo seguir luchando
yo solo.
—Te deseo mucha suerte —contestó la Bruja Blanca con frialdad.
—¡No te atrevas a traicionarme otra vez! —la advirtió.
—Ahora vete —fue su única respuesta.
La última palabra se desvaneció detrás de la puerta que el emperador cerró de golpe
tras de sí.
12

Días de decisiones

El general Dayr y su hijo acompañaron a su ejército en su camino hacia el sur, de


regreso a Thelgaard. Era una procesión sombría, carente de alegría, sin los cánticos
triunfales y los vítores que siempre caracterizaban el regreso de una campaña victoriosa.
Los soldados y los oficiales parecían taciturnos.
Debían recorrer aproximadamente la misma distancia que Jaymes y sus Caballeros
Libres, pero no avanzaban con la urgencia del emperador. Como consecuencia, a pesar de
que marchaban por las llanuras en vez de cruzar las montañas, el ejército de la Corona tardó
unos pocos días más en llegar a Thelgaard que el emperador en entrar en Palanthas.
Por fin, la larga columna tuvo ante sí su hogar y el castillo ancestral. A pesar de que
no habían pasado ni cinco años desde el saqueo de Ankhar, Thelgaard se había reconstruido
y ofrecía una imagen impresionante. La muralla externa estaba completamente reparada y
se habían añadido varias torres nuevas al poderoso alcázar.
—Voy a pasar una noche en casa y después partiré hacia Nuevo Compuesto en una
misión para el emperador —dijo el general Dayr a su hijo cuando se acercaban a la puerta
del castillo—. ¿Te importaría acompañarme?
—Claro que no, padre —contestó el capitán Franz.
—Bien —repuso el hombre de más edad, con fuerzas renovadas, mientras pasaban
por la sombra fresca del gran patio.
Al llegar a casa, el general firmó las órdenes por las que daba permiso a las de leva
para volver a sus casas de labranza y a sus negocios durante el verano. Después, dedicó un
rato a preparar el calendario de instrucción y las rotaciones de guardia de su guarnición
permanente. Esa misma tarde, el general y su esposa celebraron un banquete de bienvenida
para los caballeros y sus esposas.
A la mañana siguiente, Dayr y su hijo tomaron un desayuno rápido mientras los
sirvientes ensillaban los caballos y les preparaban las provisiones. Lady Dayr no se quejó,
pues había vivido días más aciagos, y se contentó con dar un beso de despedida a su marido
y a su hijo.
Partieron hacia el valle de Nuevo Compuesto, al norte de las montañas Garnet,
cuando hacía sólo una hora que había amanecido. Los dos hombres habían decidido viajar
solos, en parte para hacer del viaje algo parecido a un descanso, pero también porque
sabían que tenían asuntos privados que tratar.
El hombre mayor había estado observando a su hijo y había percibido la oscuridad
que parecía envolverlo siempre que se mencionaba el nombre del emperador. Después de la
primera jornada de viaje el general Dayr decidió abordar el tema de lo que había sucedido
en el alcázar Vingaard.
—Veo el cerco de Vingaard incluso en sueños —dijo con franqueza—. Tan claro
como si siguiera allí, con el humo del cañón envolviéndome.
Los dos hombres cabalgaban a paso ligero. El llano de Vingaard hacía el viaje
sencillo. El perfil recortado de la cordillera Garnet se veía en el horizonte, pero estaba a
varias jornadas de camino.
—¿Cómo podríamos olvidarlo nunca? —repuso Franz con la amargura tensando su
voz—. Hace un año esos caballeros eran nuestros amigos, nuestros aliados. ¡Blayne
Kerrigan fue mi compañero cuando los dos éramos aprendices en la Orden de los Coronas!
¿Cómo hemos podido llegar a esto? —Se giró sobre la silla para mirar a su progenitor con
una expresión que casi era de súplica—. Padre, ayudamos al emperador a llegar a donde
está. En ese momento, parecía claro que estábamos haciendo lo mejor para la caballería… y
para nuestro reino. Ahora me temo que haya sido justo lo contrario.
—No te precipites en llegar a conclusiones tan duras. No olvides todo lo que
Solamnia ha sufrido durante mi vida, incluso durante la tuya: los Señores de los Dragones,
los caballeros negros, el sacrificio de nuestro gran dios Paladine. Uno a uno, nos
enfrentamos a esos retos, ¡y sobrevivimos!
»Después, vino la invasión de la horda de Ankhar. ¿Recuerdas lo que fue ver
nuestro propio hogar saqueado, hijo mío? ¿Ser testigos de la muerte del duque, al que había
servido toda mi vida adulta?
—El duque era un corrupto, padre, ¡tú lo sabes! Y era débil. Al final, ni siquiera
luchó.
—Todo eso es verdad, pero era mi señor, y lamenté su muerte. Y piensa en lo que
estás diciendo, porque Jaymes Markham puede ser muchas cosas, ¡pero no es corrupto, ni
débil! ¡Y ahora es el señor de nuestras tierras unidas! Hemos vivido tiempos oscuros y
difíciles, y quizá tiempos así necesiten un líder poderoso, implacable incluso.
—Pero yo pensaba que el objetivo de nuestros esfuerzos era llevarnos a un futuro
mejor —objetó Franz—. Y, sin embargo, parece que estamos precipitándonos a una nueva
era de oscuridad. Al fin y al cabo, las grandiosas torres de Vingaard sobrevivieron a todas
las desgracias que tú has mencionado, para acabar siendo derruidas por aquel que se ha
erigido a sí mismo como nuestro protector.
—No tengo una respuesta fácil —admitió el general—. Pero te lo ruego: no
abandones todavía a Jaymes Markham. Yo recuerdo cómo nos lideró, cuando los duques de
la noble caballería permitían que, alrededor de ellos, el país se derrumbara. Sin él, nosotros,
nuestras mujeres y nuestros niños, seríamos esclavos de Ankhar o estaríamos muertos.
—Reconozco el papel tan importante que ha desempeñado —contestó Franz—,
pero no puedo prometer que lo seguiré en el futuro.
Fue imposible hacer cambiar de opinión al joven capitán y su padre quedó sumido
en la preocupación y la tristeza, mientras empezaban a ascender por el camino pavimentado
y bien nivelado —obra de los enanos— que los llevaría al verde valle del pueblo de
montaña de Nuevo Compuesto. Los dos hombres no habían vuelto desde los primeros días
del asentamiento y quedaron impresionados por la abundancia de edificios de piedra blanca
y la calidad de las estructuras de madera. En la plaza principal se veía el bullicio de un
mercado de campesinos. Era fácil observarlo todo, pues ninguna muralla protegía el pueblo.
—Nunca había visto tantos enanos tan bien alimentados —comentó Franz.
—El fruto de su prosperidad —repuso su padre.
Recibieron una calurosa bienvenida por parte de Dram y su esposa, y el veterano
general acarició al pequeño Mikey debajo de la barbilla, lo que provocó una explosión de
risitas. Tan hospitalaria como siempre, Sally Feldespato se dispuso a preparar la cena,
mientras su marido y los dos soldados se retiraban al salón. Allí, el general presentó una
carta con instrucciones del emperador y los dos hombres se sentaron en silencio mientras el
enano leía la misiva lentamente. Cuando terminó —para lo que Dram necesitó bastante
tiempo, aunque no era un mensaje largo—, se quedó en silencio, con expresión vacía.
—¿Comprendes sus… peticiones? —insistió Dram con delicadeza, al poco.
—Claro que las comprendo —repuso Dram con impaciencia. Dayr se dio cuenta de
que su irritación no tenía nada que ver con el mensajero, sino con el mensaje. De repente, el
enano lo miró directamente—. ¿Así que tiene tres bombardas, pero quiere una docena más?
¿Y todo ese polvo y munición?
—En realidad, dos de las bombardas se perdieron en la lucha contra el alcázar de
Vingaard.
Dayr describió sucintamente lo ocurrido, pues se dio cuenta de que Dram no sabía
nada de los acontecimientos que habían tenido lugar en el gran río. Durante toda la
explicación, Franz permaneció en silencio, mirando por la ventana hacia el pueblo de
montaña y las laderas verdes que lo rodeaban.
—Recuerdo el alcázar de Vingaard —dijo Dram distraídamente, cuando el general
terminó su explicación—. Era todo un símbolo. No se ven muchos lugares como ése, al
menos, construidos por la mano del hombre. Es una vergüenza pensar que ha desaparecido.
—Bueno, no ha desaparecido del todo —repuso Dayr con embarazo.
—¡Está tan destrozado que es imposible reconocerlo! —exclamó Franz, lo que le
valió una mirada airada de su padre.
—Bueno, comprendo lo que quiere que haga. Claro que no será fácil. Mis
operaciones se han ralentizado bastante y serían necesarios unos cuantos preparativos para
construir más bombardas. Voy a tener que pensar sobre ello. Mientras tanto, ¿por qué no
pasamos al comedor? Si mi olfato es tan bueno como creo, Sally está sacando algo especial
del horno.
—Muy bien —contestó el general.
Su hijo, que observaba al enano atentamente, se puso de pie al momento y el
hombre mayor lo imitó, más despacio. Juntos, siguieron a Dram hacia el comedor,
conscientes de que el asunto de las órdenes del emperador no se resolvería en una sola
noche.
Blayne Kerrigan no tenía la menor idea de cómo había sobrevivido a esa noche,
agotado, dolorido, empapado hasta los huesos y temblando sin control. Se había aferrado a
la raíz de la pared del barranco, con la avenida de aguas saltando y bramando debajo de él.
Cuando volvió a despertarse, el gris amanecer se abría paso en el barranco. Había
dejado de llover y la inundación había pasado. Había suficiente tierra seca para que Blayne
pudiera caminar, lejos de las aguas gélidas del río. Dedicó un momento a lamentar la
pérdida del caballo, un animal fiel que el joven noble había domado y entrenado en persona
desde hacía seis años.
Pero no había tiempo para quejas. Ante él se extendía un camino escarpado y duro,
más todavía si debía viajar a pie y sin provisiones. Pero ya no había vuelta atrás: Vingaard
estaba en manos del emperador y Blayne estaba seguro de que habría patrullas peinando la
zona, buscándolo.
Con determinación, echó a caminar, avanzando trabajosamente con la ropa mojada.
El movimiento le hizo entrar en calor y cuando los primeros rayos del sol se colaron por la
profundidad del valle, ya estaba sudoroso, sin aliento y terriblemente cansado. Seguía el
tortuoso sendero con pasos vacilantes, siempre cuesta arriba. Fue viendo distintos puntos de
referencia: una cascada en la que se había divertido un día, en el pasado, cuando su vida era
tranquila; una arboleda en la que había cazado un ciervo sólo unos años antes; un valle
profundo en el que, con sus leales perros, había perseguido y dado muerte a un oso que se
comía el ganado. Pero no se detuvo en ninguno de esos lugares.
La mayoría de sus pensamientos estaban dedicados a su padre y eran recuerdos
cariñosos del hombre que le había enseñado a cazar, a acampar, a montar a caballo y a
luchar. En una ocasión, al detenerse junto al manso arroyo para recuperar el aliento, miró
un remolino y sintió la presencia de lord Kerrigan. Pero no sólo en el agua, sino llenando
todo aquel lugar: en el arroyo, en las montañas y en el mismo aire.
—Haré que te sientas orgulloso, padre —murmuró en voz alta.
Animado por el pensamiento, siguió caminando, en dirección a las alturas de las
montañas Vingaard.
Había una razón por la que únicamente un camino atravesaba las montañas —a
través del Paso del Sumo Sacerdote— de este a oeste, por aquella cordillera larga y
estrecha. Casi todos los valles que llevaban a las montañas Vingaard acababan muriendo en
escarpados precipicios, cañones sin salida que enfrentaban al viajero a paredes de piedra
infranqueables, glaciares sombríos y cumbres amenazantes. En pocos, muy pocos lugares,
el terreno era lo suficientemente llano para que un sendero tortuoso se abriera camino entre
las cimas. Pero aquellos senderos sólo eran aptos para las cabras y los pumas.
No obstante, Blayne sabía por experiencia que había encontrado uno de esos raros
caminos. Para cuando la tarde llegaba a su fin, la pendiente había aumentado mucho y más
de una vez tuvo que agarrarse a matorrales, raíces o rocas para poder ascender. Si su
caballo hubiera sobrevivido, seguramente habría tenido que abandonarlo, porque el terreno
era demasiado escarpado. Antes de que anocheciera, sin haber descansado ni un momento,
llegó con pasos torpes a un valle estrecho. Un par de cascadas caían cantando desde las
alturas y en una poza de aguas cristalinas se distinguían truchas.
Exhausto, se dejó caer en un poco de hierba que crecía junto a la poza. Su estómago
se quejaba, sintió una punzada insoportable de hambre. Por suerte, su padre le había
preparado para ese tipo de situaciones. Blayne se remangó y se tumbó boca abajo, junto a la
poza. Se veían muchos peces, nadando en las dos direcciones. Dejó el brazo colgando en el
agua, sin fuerza, hasta que una carnosa trucha arco iris pasó a su lado. Con un movimiento
rápido, hundió la mano la levantó y sacó un pez agitándose y coleando. Un golpe seco
contra una roca bastó para matarlo.
No tenía fuego ni forma alguna de hacerlo, pero con un par de roces de su afilado
cuchillo cortó tiernos filetes de pescado y se los comió crudos, separando con cuidado las
espinas. Antes de que atardeciera, ya había sacado cuatro peces más del agua. Se comió dos
y el resto los envolvió en hojas húmedas. Cuando por fin se alejó de la poza, con pasos
vacilantes, ya brillaban las estrellas en el cielo. Tenía que buscar un lugar donde dormir.
En vez de eso, lo que encontró fue un hombre cubierto con una túnica gris,
mirándolo fríamente con unos ojos vacíos, sin expresión. El desconocido se encontraba
debajo de un árbol y el joven noble tuvo la impresión de que ya llevaba un tiempo
observándolo.
Blayne ahogó un grito al descubrir al hombre e inmediatamente se llevó la mano al
puñal. Pero el arma se le escurrió de los dedos, que de repente se quedaron fríos, en cuanto
el hombre de gris agitó una mano y murmuró una palabra. El mundo empezó a dar vueltas,
el mareo y la desorientación se apoderaron del joven.
—Duerme ahora —dijo el hombre de gris—. Descansa esta noche. Mañana vendrás
conmigo.
El Maestro de la Noche volvió a visitar a Ankhar cuando éste y Laka habían reunido
su nueva horda en un campamento enorme, que se extendía por campos y pastos, cerca del
extremo norte del vasto bosque de Lemish.
Quizá no fuera tan numeroso como el primer ejército del semigigante, aquel que
había aterrorizado Solamnia durante más de dos años, pero su fuerza era mucho más
impresionante en otros aspectos. En primer lugar, aproximadamente la mitad de los
guerreros de la nueva horda eran machos de ogro, que alcanzaban los dos metros y medio
de alto como media y eran tan recios como dos humanos fornidos. Por otra parte, contaba
con la compañía de casi cincuenta draconianos sivak voladores, a las órdenes del aurak
Guilder.
El resto de las tropas eran meros lacayos: numerosos hobgoblins y goblins, junto
con unos pocos draconianos viejos y maltrechos, que, pasara lo que pasase, siempre se
arrastraban tras la estela de sus poderosos señores.
Pero eran los descendientes de los feroces guerreros que habían luchado bajo los
blasones de la Reina Oscura en la Guerra de la Lanza, que habían combatido contra y al
servicio de los Señores de los Dragones. Unos cuantos habían servido a Ankhar en su
campaña anterior y estaban tan sedientos de venganza como de botín.
Algunos de sus antiguos capitanes también habían regresado. El jefe de los ogros
Río de Sangre, ya entrecano, había acudido a la cabeza de una compañía de casi un millar
de machos armados con hachas y había anunciado que él mismo echaría abajo las murallas
de cualquier fortaleza que se interpusiera en el camino de aquel ejército. Impresionado por
su lealtad, y por su ferocidad, Ankhar lo había ascendido de inmediato a general.
El feroz jinete de wargs Machaca Costillas también había vuelto para servir al
semigigante. Con él había llevado a cientos de miembros de su clan, cada uno de ellos a
lomos de uno de esos lobos siempre dispuestos a gruñir y a enseñar los colmillos que tenían
el tamaño de un caballo bajo.
Ankhar decidió que aquellos guerreros, que cruzaban las llanuras a gran velocidad y
parecían incansables, serían la avanzadilla de su ejército. Los sivaks voladores serían sus
exploradores.
Los ogros, sus puños.
—Has hecho un buen trabajo, hijo de las montañas —declaró el Maestro de la
Noche, que había aparecido, como siempre, después de que el último rayo del atardecer
desapareciera por occidente.
Se había materializado cerca de la gran hoguera junto a la que estaba sentado
Ankhar con sus capitanes y su llegada provocó mucho revuelo y gruñidos entre los
inquietos ogros. Uno de ellos, el capitán llamado Come Corazones, se puso de pie de un
salto y dio un paso hacia la figura menuda del humano enmascarado. Pero se detuvo,
perplejo, cuando el desconocido levantó una mano enguantada en negro.
—¿Qué brujería es ésta? —preguntó Come Corazones, agitándose y retorciéndose
mientras intentaba liberar sus pies, que, de repente, se habían quedado clavados en el suelo.
—No es más que una medida de precaución, para asegurarme de que no intentas
hacer daño a uno de los aliados más poderosos de tu señor —repuso el Maestro de la
Noche.
Hizo un gesto y Come Corazones quedó libre. El ogro perdió el equilibrio y cayó de
bruces. Gruñendo, rápidamente se puso de pie otra vez. Los demás murmuraron, recelosos,
pero no intervinieron.
—O, tal vez, para asegurarme de que el aliado más poderoso de tu señor no se vea
obligado a hacer daño a uno de sus fieles capitanes —añadió el sacerdote negro.
De sus palabras se desprendía poder y amenaza, y Come Corazones, resentido y
gruñendo, se dio cuenta de que lo más prudente era volver dócilmente a su sitio junto al
fuego. Lirio de la Charca, que estaba sentada junto a su amo y señor, observó toda la escena
con los ojos abiertos como platos, mientras Laka, que ocupaba el otro lado de Ankhar, reía
irónicamente.
—He hecho lo que tú… pediste —dijo Ankhar, escogiendo cuidadosamente las
palabras.
Su madre adoptiva estaba sentada muy erguida y sus ojos brillantes iban de él al
recién llegado. Las gemas esmeraldas de las cuencas de la calavera de su talismán
resplandecían y la vieja levantó aquella sonaja espeluznante por encima de su cabeza y la
agitó.
—Tengo un ejército y mis guerreros estás preparados para marchar contra los
caballeros.
—Muy bien —contestó el Maestro de la Noche—. Sabrás que no marchas solo, que
mientras avanzas para atacar, otros ejércitos, así como fracciones más pequeñas y secretas,
también avanzarán contra el emperador y Solamnia. Su caída está asegurada.
—¿Otros ejércitos? ¿Se apoderarán ellos de las riquezas antes de que yo pueda
alcanzarlas? —preguntó el semigigante con recelo.
El Maestro de la Noche agitó una mano y las preocupaciones de Ankhar parecieron
evaporarse. El hombre ni siquiera había acabado de explicar que todo el botín del sur de las
llanuras sería propiedad del semigigante y sus guerreros, pero al cabecilla de la horda ya no
le importaban esas cuestiones.
Por el contrario, estaba impaciente por ir a la guerra.
Jaymes pidió a sir Donald que mandara su caballo al palacio, tras anunciar que su
intención era regresar caminando. Antes de que el caballero partiera a lomos del corcel
ensillado en plata, el emperador guardó en las alforjas su capa y su yelmo. Se cubriría con
una capa negra sin adornos. Se echó la capucha sobre la cabeza y empezó a bajar del barrio
de los nobles con la cabeza gacha, aunque con los ojos y los oídos alerta. Estaba de
malhumor, sentía la furia ardiéndole en el pecho como una brasa encendida. Dos mujeres se
habían enfrentado a él y no podía atacar a ninguna de las dos directamente. Tarde o
temprano, se arrepentirían de lo que habían hecho.
Pero aquella tarde encontraría un objetivo más sencillo.
Irreconocible, cruzó la puerta para entrar en la Ciudad Vieja. Nada lo impulsaba a
volver a casa, pues en aquel momento no se sentía con fuerzas para ocuparse de su esposa,
así que dio un rodeo, con la intención de comprobar por sí mismo cuál era el ambiente en
Palanthas. Sus pasos pronto lo llevaron cerca de los bulliciosos muelles, donde, durante el
día, varias plazas amplias se convertían en mercados donde los vendedores ofrecían
cualquier cosa, desde pescado hasta afilados cuchillos de acero. Una de las pocas
mercancías prohibidas eran los esclavos —aquel negocio indigno se había erradicado
cuando se restauró el gobierno solámnico con el señor regente du Chagne—, pero Jaymes
sospechaba que, si se introducía con cuidado en algunos de los burdeles o en los antros de
las compañías de mercenarios de la ciudad, incluso podría comprar humanos.
Sin embargo, no eran esas cuestiones lo que lo preocupaba. Su mente estaba
inmersa en asuntos más prácticos y las palabras de Coryn lo habían advertido de que quizá
existieran peligros en la misma ciudad que el emperador ni siquiera sospechara. ¿Estaría
rebelándose la población? ¿Sería el alcázar de Vingaard la punta de un peligroso iceberg?
Si aquello era cierto, Jaymes Markham no permanecería en la oscuridad mucho
tiempo.
El primer lugar en el que se detuvo fue un mercado de pescado. No prestó atención
a los abarrotados puestos, a los salmones brillantes que colgaban de ganchos, a los
repartidores de hielo que arrastraban los carros de agua helada hasta los puestos, a los
comerciantes que trataban de vender sus productos. En vez de eso, Jaymes escuchó a
aquellos que no habían ido a comprar ni a vender, sino a contarse chismes.
Oyó a uno de los heraldos oficiales, que proclamaba la noticia, ya relativamente
antigua, de la rendición de Vingaard. Jaymes en persona había escrito la proclama y, al
oírla, se arrepintió de las palabras que había utilizado.
—¡El recalcitrante clan Kerrigan ha regresado a las filas respetuosas de la ley de los
pueblos solámnicos! —gritaba el heraldo—. La hija del lord, lady Kerrigan, ha sido
nombrada señora del alcázar. Su hermano ha sido declarado forajido y se ofrece una
recompensa de mil piezas de acero a quien lo capture con vida. Si, por el contrario, se
ofrece una prueba de su muerte, la recompensa será de quinientos aceros.
Jaymes oyó que la gente murmuraba ante el anuncio. Algunos oían la declaración
por primera vez, otros reaccionaban como si ya conocieran las palabras del heraldo. El
emperador había decidido no mencionar el destrozo infligido a las legendarias torres ni el
destino de lord Kerrigan. Pero la triste verdad estaba propagándose.
—¿Sabéis que el emperador mató al viejo Sandy cuando fue a su campamento bajo
tregua? —susurró un hombre, dirigiéndose a varios rufianes.
Era un vendedor de vino, que se apoyaba en la barra de su puesto. De un palo
colgaba un cartel torcido, escrito a mano, en el que se leía: EL MEJOR VINO DE
NORGAARD ERIC. Aunque el hombre hablaba en voz baja, sus palabras llegaron a oídos
de Jaymes.
—Eso no es todo, ¡sus cañones destruyeron todo el alcázar! —añadió una mujer
entre dientes, alzando la vista para asegurarse de que el heraldo no estaba escuchándolos.
Pero no parecía nada preocupada por los desconocidos que se apiñaban alrededor de ella y
siguió hablando—: ¡Lo siguiente será que tire nuestras casas abajo si no le gusta cómo lo
miramos!
—¡Dicen que sus propias tropas estaban a punto de amotinarse! —intervino el viejo,
intentando recuperar su audiencia—. Que apuntó con la espada al capitán, en el cuello, para
que los hombres cumplieran las órdenes.
—¿Cómo hemos podido llegar a esto? —intervino acaloradamente uno de los
hombres más jóvenes.
Se trataba de un tipo moreno y con aire sospechoso que Jaymes encasilló de
inmediato como ladrón. A la altura de la cadera, se distinguía la forma de una daga debajo
de la túnica, aunque por el momento parecía más interesado en cotillear que en dedicarse a
sus trapicheos.
—¡Porque nosotros le dejamos! —contestó la mujer con aspereza—. Le dimos las
llaves de la ciudad sin más, eso fue lo que hicimos.
—Oye, eso fue culpa del señor regente. ¡Mira que entregar una hija así a un
guerrero cateto! Bueno, hay quien dice que de verdad fue él quien mató a lord Lorimar y
que amenazó al regente con hacerle lo mismo si no le entregaba a su hija.
—Y la pobre princesa —intervino la mujer, sacudiendo la cabeza y chasqueando la
lengua—. Encerrada en el castillo como una prisionera, así es como la tiene.
—¡Vaya! ¿De verdad? ¿Y cómo sabes tú eso? —la interrumpió el viejo, que era
evidente que estaba celoso por el nuevo cotilleo.
—Verás, mi hijo es sargento de la guardia del palacio, sí señor —insistió la mujer
en voz baja—. Era él quien pasaba a verla todos los días, mientras el emperador estaba en
la guerra.
Jaymes había decidido escuchar en silencio, pero aquel comentario lo enfadó.
Poniendo voz de falsete, habló desde el extremo del grupo.
—¿Un sargento, dices? ¿Seguro que no es un soldado patatero?
—¡El sargento Withers! —esperó la mujer, ofendida—. Maxim Withers. Puedes
buscar su nombre en las listas, ¡si es que no me crees!
De repente, la mujer lo miró de soslayo, intentando ver bien quién había hablado,
pero Jaymes se movió un poco y se escondió detrás del hombro de un musculoso trabajador
del muelle.
—Sí —repitió la mujer con firmeza—. ¡Nuestra querida princesa lloraba y se
lamentaba, eso me han dicho! Apenas les permitían darle comida, ¡ésas eran las órdenes del
emperador!
—¡No! —exclamó en voz baja uno de los presentes.
—Pero eso no es lo peor de todo —prosiguió la mujer, bajando mucho la voz.
—¿Qué? ¡Dínoslo! —pidió otra voz del grupo.
—¡Está embarazada! —anunció, triunfal—. ¡La Princesa de Palanthas va a dar un
heredero al emperador!
—Ah, ¡yo no he oído nada de eso! —intervino Norgaard Eric, escéptico, en un
intento por volver a tomar las riendas del corrillo.
El vendedor cambió de tema y empezó a quejarse de las patrullas de la ciudad, que,
por lo visto, lo obligaban a cerrar su puesto de vino al anochecer. La nueva norma era una
de las innovaciones introducidas por Jaymes y sabía que gracias a ella se había reducido
considerablemente el número de borrachos que deambulaba por las calles del muelle.
Indignado, el emperador siguió su camino, no sin antes tomar unas cuantas notas
mentales.
Dedicó el resto del día a vagar por la ciudad. En algunos barrios, la multitud llegaba
a abuchear a los heraldos oficiales, y en todas partes el ambiente era sombrío. El emperador
se dio cuenta de que la gente era como un rebaño de ganado sin personalidad, que se
entretenía con cualquier rumor o provocación. Cuando llegó a las puertas de su palacio,
donde se quitó la capucha para que lo reconocieran de inmediato, el emperador ya había
tomado varias decisiones. Muchas requerían un poco más de reflexión, pero por los menos
dos podían ponerse en práctica de inmediato.
—Encuentra al sargento Maxim Withers de la guardia del palacio —ordenó al
capitán que estaba de servicio—. Que se presente ante mí de inmediato. Ah, y envía un
destacamento al distrito del muelle. Allí hay un vendedor de vino que dice llamarse
Norgaard Eric.
—Sí, mi señor —contestó el capitán, enarcando las cejas en una pregunta muda.
—Quiero que destruyan su puesto, y creo que le vendrán bien unas cuentas noches
en el calabozo de la ciudad. Encárgate de que sea así.
Seguro de que sus órdenes serían obedecidas —aquel convencimiento era una
sensación agradable—, Jaymes cruzó la puerta de su palacio a grandes Zancadas. Tenía
hambre, pero haría que le sirvieran algo en su despacho.
Tenía mucho trabajo por delante.
Dram no podía dormir. No quería molestar a Sally, pero no paraba de agitarse y de
dar vueltas, así que salió de la cama, se echó una capa de piel sobre los musculosos
hombros y salió al porche de la casa. La luz trémula del cristalino lago del valle brillaba
ante él, reflejando un millón de estrellas y el recorrido de la luna de plata, que estaba
creciente.
Se sentó en su silla favorita y entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Había
un hombre apoyado en la barandilla, al final del porche. Estaba contemplando el agua, pero
se volvió para mirar al enano. Dram tenía buena vista en la oscuridad y lo reconoció
enseguida.
—Capitán Franz —saludó al hijo del general Dayr—. Estás despierto hasta muy
tarde.
El joven caballero suspiró y se acercó para sentarse junto al enano.
—Bueno, últimamente no duermo muy bien. Desde…
—¿Desde lo del alcázar de Vingaard? —preguntó Dram.
—Sí. Soy leal a la caballería, sir. De verdad que lo soy. Pero era como si lo que
estábamos haciendo, marchar, disparar contra un alcázar de nuestro propio pueblo, fuera
una grave injusticia.
El enano se quedó en silencio por un momento.
—Los caballeros de Vingaard tuvieron que lanzar un buen ataque contra el ejército
de Jaymes si lograron quemar dos de sus bombardas.
—¿Qué otra opción tenían? —repuso el joven capitán.
Dram se limitó a encogerse de hombros.
—No estoy diciendo que tuvieran más opciones, ninguna buena, al menos. Pero no
se me ocurre otra cosa mejor para despertar la furia del emperador. Jamás permitiría que
una afrenta como ésa quedara sin castigo.
—¿Está dispuesto a castigar a toda su nación? —preguntó Franz.
El enano sacudió la cabeza.
—No sé lo que está dispuesto a hacer. Pero tengo que admitir que no me gusta
cómo suenan sus planes, si es que la carta que me ha escrito es una señal de cuáles son.
—¿Por eso estás aquí en plena noche? ¿Porque tampoco puedes dormir?
—Más o menos —contestó Dram—. Me ayuda a pensar estar aquí fuera con las
estrellas, el lago y las montañas. Vengo aquí más noches de las que me gustaría admitir
ante Sally.
—O sea, que reconoces que a ti también te inquieta el emperador.
Dram no respondió y, un rato después, Franz se levantó. Se estiró, contempló la
vista del valle y después se volvió hacia el enano.
—Te agradezco tu hospitalidad. Y te agradezco que me hayas escuchado. Intento
hablar con mi padre, pero él no quiere escuchar. A veces pienso que tiene miedo a
escuchar.
—Bueno, tu padre es un hombre sabio. Y valiente, también. No esperaba oír que
tiene miedo a nada. Pero tal vez tenga la sabiduría de ser prudente.
—Sí, lo sé. Y estoy seguro de que tienes razón. Buenas noches —dijo Franz antes
de entrar en la casa.
Dram permaneció allí sentado hasta que el amanecer empezó clarear. Volvió a la
casa y se acurrucó junto a su esposa, mientras la luz se hacía cada vez más intensa, pero
siguió sin poder dormir. Cuando Mikey empezó a hacer ruidos en la habitación contigua, se
levantó para atender al pequeño y que su mujer pudiera disfrutar de una hora más de
descanso.
Y cuando se reunió con el general Dayr y su hijo para desayunar, como habían
acordado, por fin había decidido lo que les respondería.
—Decid a Jaymes que he recibido sus órdenes. Que he leído su carta. Que entiendo
lo que necesita y quiere —dijo el enano bruscamente.
—¿Y? —lo apremió el comandante, que tenía el presentimiento de que aquello no
era todo.
—Decidle que si quiere más bombardas, tendrá que hacerlas él mismo.
13

Artículos de ley

El sargento de guarnición Maxim Withers, para gran sorpresa suya, recibió una nota
breve de su capitán: el emperador quería verlo, personalmente. Withers sacó brillo a sus
botas con esmero, frotó su armadura y se aseguró de que tenía el bigote perfectamente
peinado antes de presentarse a la audiencia. Entró en el despacho del emperador, saludó con
elegancia y esperó a que Jaymes Markham acabara de revisar uno de esos papeles que
parecían tan importantes y que estaban esparcidos por toda la mesa. Por fin, el líder levantó
la vista.
—Sargento Withers —dijo el emperador en un tono frío, lo que despertó el
nerviosismo del soldado—. He decidido reasignarte. A veces el servicio en el palacio, o en
la ciudad, ablanda a los hombres y no querría ver que eso le pasa a un soldado tan valioso
como tú.
—Excelencia, me temo que no os comprendo.
—Oh, lo comprenderás. —El emperador sonreía, pero su tono era desagradable—.
Te asigno al mando de la guarnición del faro del Norte, y esta orden es efectiva de
inmediato. Hay un barco de provisiones que zarpa del muelle con la marea de la tarde.
Espero que estés a bordo.
Withers se tambaleó y sintió una náusea en el estómago. Sabía que el faro del Norte
era una torre inmensa en un islote de rocas, situado más allá del límite norte de la bahía de
Branchala. Una llama perenne ardía en lo alto de la torre. La alimentaba el aceite que
bombeaba la guarnición. La luz del fuego se reflejaba y amplificaba en unos espejos
enormes, que se veían a decenas de millas en el mar abierto. Los marineros apreciaban
aquella construcción, como símbolo de que un puerto seguro los esperaba.
Sin embargo, aquel lugar no era tan querido por los hombres encargados de
mantener el fuego encendido. El faro estaba atendido por una guarnición de doce hombres
de armas y un único sargento. Como estaba a kilómetros del continente, y más lejos aún de
la ciudad, las tropas debían servir allí durante tres meses. Permanecían en aquel islote
remoto y del que eran los únicos habitantes. A menudo, las aguas que los rodeaban estaban
revueltas, por lo que nunca se sabía con seguridad cuando llegarían los barcos de
provisiones y el reemplazo. No era raro que se retrasaran semanas o incluso meses.
Además, el olor del aceite siempre quemando, que no pasaba inadvertido a las
embarcaciones que pasaban, solía enfermar al contingente de guardias.
—He decidido que hay demasiada inestabilidad en las operaciones del faro —
prosiguió el emperador—. El hecho de que el personal, en especial el sargento al mando, se
sustituya cada tres meses lleva a la ineficiencia. Por tanto, ¡tu destino será de un año entero!
Withers, horrorizado, se atrevió a preguntar a Jaymes a qué se debía su asignación.
—Pregúntale a tu madre —replicó el emperador—. Parece que comentas con ella
todo tipo de asuntos propios de este palacio, los cuales no deberían ser cotilleos de
mercado.
Desazonado, el guardia salió del despacho de Jaymes, agradecido porque al menos
conservaba la vida y, más o menos, su rango.
No mucho después, acudió el capitán de la guardia de la puerta para informar de que
el vendedor de vino conocido como Norgaard Eric se había quedado sin negocio y que su
mercancía se había tirado por las alcantarillas. Estaba seguro de que los guardias de la
ciudad habrían salvado unas cuantas botellas de las de mejor calidad para su disfrute
personal, pero el emperador no se molestó en averiguarlo.
—Deja que se pudra en el calabozo durante dos semanas. Y decidle que mida sus
palabras cuando lo hayan soltado, o la próxima vez le costará la lengua.
—Sí, mi señor —dijo el capitán, haciendo una discreta reverencia a su superior,
severo y aterrador. Mirándolo con recelo, se retiró del despacho.
Jaymes pasó toda la noche sentado en su mesa, redactando y corrigiendo órdenes.
Llamaba a los escribas cuando había terminado un manuscrito y empezaba a trabajar en el
siguiente antes de que los sirvientes tuvieran tiempo de empezar a copiar el primero.
Trabajaba a la luz de numerosos candiles. Cada vez que una pluma se desgastaba, se
rompía o se estropeaba, la arrojaba al suelo.
—¡Más tinta! —ordenó en varias ocasiones a lo largo de la noche.
Cuando empezó a agarrotársele la mano, flexionó los dedos y cogió otra pluma.
Cuando empezó a dolerle la espalda, se levantó de la silla, se estiró un momento, dio
algunos pasos por el despacho y volvió a sentarse para seguir escribiendo órdenes.
Al amanecer, había terminado. A lo largo de ocho horas, había escrito una docena
de leyes nuevas y había redactado una detallada proclama que todos los heraldos leerían
cada hora del día, todos los días durante las dos semanas siguientes. Se prepararon unas
copias adicionales, que los mensajeros a caballo llevaron a los gobernantes de las ciudades
de Vingaard, Thelgaard, Solanthus, Garner, Caergoth y otras poblaciones menores del
reino.
Cuando todas las copias estuvieron listas, los pregoneros partieron para empezar su
trabajo. Cuando terminaran, los habitantes de la ciudad sabrían que era delito criticar los
motivos del emperador, pues él guiaba a Solamnia hacia el futuro. Se consideraba sedición
hablar de las acciones del emperador de forma que Jaymes o sus oficiales salieran
malparados. Las críticas al gobierno en grupos pequeños —cualquier rumor calumnioso
contra el Estado— también se considerarían delito.
Iba contra la ley interrumpir, molestar con preguntas o interferir de forma alguna a
los heraldos oficiales durante el desempeño de sus tareas. Arrancar o falsificar los anuncios
oficiales colgados en los pueblos y ciudades del reino no era un mero acto de vandalismo,
sino de rebelión contra el Estado. Aquellos que publicasen octavillas, carteles o sus propios
periódicos deberían obtener la aprobación del emperador —o de su representante local,
cuando fuera en un lugar distinto a Palanthas— antes de distribuir su publicación.
Aquellos que violasen los edictos se enfrentarían a diferentes tipos de sanciones,
entre las que se incluían la prisión, la humillación pública, la pérdida de las propiedades o
algo peor. La sedición tendría como consecuencia el exilio o la pena de muerte. Por el
contrario, las nuevas leyes contemplaban muchos tipos de recompensa, sobre todo
económica, de las que los ciudadanos leales que informaran de la deslealtad de sus vecinos
podrían beneficiarse generosamente. A menudo, eso incluía una parte de las propiedades
incautadas a los declarados rebeldes.
Satisfecho tras la larga noche de trabajo, el emperador no salió a escucharlas
proclamas ni a observar la reacción de los ciudadanos. Sabía lo que iban a anunciar los
heraldos y sabía que las nuevas leyes serían obedecidas.
Además, estaba agotado. Cuando el último pregón abandonó el palacio, devoró un
desayuno frío y se retiró a su cámara privada. Allí, se desnudó y se deslizó debajo de las
mantas.
Pero pasaron muchas horas antes de que lograra conciliar el sueño.
Blayne sabía que estaba cautivo, totalmente sometido al hombre de la túnica gris,
aunque ninguna cuerda ni cadena lo sujetaban, ni ninguna mordaza le impidiera gritar.
Caminaba con paso lento detrás del hombre, sin emitir un sonido de protesta ni, a pesar de
su profundo cansancio, desplomarse. En cierta manera, era un alivio entregar su vida a otra
persona que lo liberara del pánico de la huida, del esfuerzo de intentar cruzar solo las
montañas.
Hasta que no llegó el amanecer, no empezó a cuestionarse lo que estaba
sucediéndole: sus propios pensamientos y emociones, su increíble resistencia, la sensación
de ayuda y bienestar que sentía junto a aquel hombre único. Ya no tenía frío, a pesar de que
el desconocido no había encendido fuego. Ya no estaba mojado, aunque el ambiente seguía
siendo húmedo y el rocío perlaba la hierba, las rocas y los brotes de los árboles que los
rodeaban. Se sentía con fuerzas para continuar, pese a que apenas había dormido unas
horas, tiritando y con escalofríos, durante los dos últimos días.
Y no obstante todo eso, el joven noble tenía una sensación agradable, casi como si
estuviera en un sueño. En ese estado, siguió al extraño de gris a lo largo de un ascenso
peligroso y agotador.
Seguían un sendero escarpado, medio oculto, que Blayne nunca había visto y que
partía de la tranquila poza donde había pescado las truchas. Se encaminaron hacia lo alto de
un cañón de paredes verticales y después cruzaron un paso muy estrecho. Abruptos muros
de piedra se alzaban a derecha e izquierda, para terminar en unas elevadas cimas a cientos
de metros sobre sus cabezas. El paso zigzagueaba a lo largo de un pasillo tortuoso, sombrío
y fresco, a pesar de que en lo alto se veía el sol y el cielo azul. En algunos puntos, los riscos
se acercaban tanto que colgaban sobre el sendero, como si fueran a derrumbarse sobre ellos
con el más leve susurro o un soplo de aire.
Pero cuando por fin salieron del paso, aparecieron en un valle resguardado y cuya
presencia no se sospechaba siquiera, a pesar de que el joven noble había crecido cazando y
trepando por aquellas montañas. La tierra que se extendía a sus pies era más llana y verde
que ningún otro lugar que conociera en la cordillera Vingaard. No sólo descubrió casas de
labranza y cultivos, sino que se veían campamentos por todo el terreno, tiendas que se
extendían hasta donde alcanzaba la vista. Un millar de hogueras brillaba a través de las
brumas de la mañana y parecía que un ejército al completo estaba acampado allí. Los
soldados iban de un lado a otro, preparando su almuerzo y sus abluciones en aquel lugar
secreto.
—¿Quién eres? —logró decir Blayne con la voz seca, cuando por fin pareció
recuperar la voz.
Descubrió que, de repente, volvía a ser dueño de su voluntad y que, junto a ella,
había vuelto la fatiga. Se tambaleó y permitió que el desconocido le ofreciera su brazo para
apoyarse.
—Sólo un poco más y todas tus preguntas obtendrán respuesta —dijo el hombre de
la túnica gris—. Por ahora, basta con que sepas que soy un amigo para ti y un enemigo para
el emperador.
Aquello bastaba para hacerle seguir. Una hora más tarde, Blayne se encontraba
sentado en el salón de una gran casa. Una hermosa joven, de una llamativa belleza albina,
le había llevado una taza de té. El caballero sorbía el líquido agradecido, sentado junto a un
fuego crepitante, recuperando poco a poco las fuerzas. El hombre de gris lo había llevado
hasta la casa y después había desaparecido en su interior. Cuando volvió, en el momento en
que Blayne acababa el té, lo acompañaba otro hombre, vestido con una camisa y unos
pantalones negros.
—Gracias por traerme aquí —dijo el joven noble con sinceridad. Sabía lo suficiente
del desconocido para creerlo cuando decía que tenían el mismo enemigo en común—.
Supongo que me contaréis más cosas cuando estéis preparados.
El hombre de gris sonrió con una expresión afable, llena de simpatía y comprensión.
—Te agradezco tu paciencia. Mi nombre es Hoarst y él es el capitán Blackgaard. Ha
sido él quien ha establecido esta avanzada y ésta es su casa.
—He cazado en estas montañas toda mi vida y jamás sospeché que aquí arriba
hubiera un valle como éste. No entiendo cómo no se ha descubierto en tanto tiempo.
—Puedo asegurarte que este lugar tiene mucha magia —contestó el capitán—. A lo
largo de los siglos, los dragones lo han sobrevolado, algunos con jinetes humanos en el
lomo. Y sin embargo, cuando miran abajo, lo único que ven son glaciares y rocas desnudas.
Es una ilusión de la naturaleza, que yo me congratulo de haber utilizado en mi provecho.
Blayne miró directamente a un hombre y después al otro.
—¿Sois enemigos del emperador? ¿Sabéis que ha matado a mi padre y que ha
bombardeado mi hogar? Dedicaré el resto de mi vida a vengarme. Si mis servicios os son
de ayuda, me uniré a vuestra fuerza con alegría.
Blackgaard se echó a reír.
—Mi fuerza ya es lo suficientemente numerosa, ¿no crees? —se limitó a decir.
El joven noble se sintió descorazonado, pero no pudo más que asentir.
—Puedo decir, por lo que vi mientras nos acercábamos, que debes de tener miles de
hombres. Soldados bien instruidos y equipados. Un ejército nada desdeñable. Pero ¿por qué
los tienes aquí, encerrados en las montañas?
—Piensa bien dónde estamos. ¿Qué es lo que ves? —lo instó Hoarst.
—Estáis en lo alto de las montañas Vingaard… quizá a unos treinta kilómetros al
norte del Paso del Sumo Sacerdote. ¿Me equivoco?
—Más bien a unos veinticinco —lo corrigió Blackgaard—. Una distancia dura en
las montañas, pero existe una ruta segura que nos llevará allí. En este mismo momento, mis
hombres están abriendo un camino oculto que nos permitirá cruzar las zonas más
escarpadas del sendero.
—Ya lo entiendo: ¡podéis atacar al emperador allí, aislarlo en las llanuras! Pero…
¿no puedo seros de ayuda? Sé manejar bien la espada, incluso liderar una compañía. ¡Yo
organicé el ataque que destruyó dos de sus terribles cañones!
—He oído hablar de ese ataque —dijo el capitán—. Estuvo bien. Pero no, no
necesito que te unas a las filas de mi ejército.
—Entiendo tu consternación —intervino Hoarst, cuando Blayne se hundió en la
silla—. Pero no te desesperes. Puedes sernos de muchísima ayuda, en otra misión, aunque
no como espadachín del Ejército Negro.
—¿Qué queréis? Decídmelo. ¡Sea lo que sea, lo haré! —prometió el joven.
—¿Has oído hablar de la Legión de Acero? —preguntó Blackgaard.
Blayne asintió.
—Era una antigua secta de la caballería solámnica, por lo que recuerdo. Solían
actuar en las ciudades, donde su misión era que ningún líder se hiciera demasiado
poderoso… —Se le fue apagando la voz y asintió—. ¡Su misión era evitar que alguien
como el emperador consiguiera tanto poder!
—No te equivocas en casi nada —dijo Hoarst—. Tu único error es asumir que han
desaparecido, que forman parte del pasado.
—¿Quieres decir que todavía existen?
—Existen y luchan por limitar el poder del emperador de todas las maneras
posibles. Tienen una célula en Palanthas que necesita savia nueva urgentemente. Sobre todo
nobles, jóvenes que hayan sido instruidos según el Código Solámnico.
—¡Alguien como yo! Seguro que pueden utilizar mis contactos en la ciudad. Sí,
¡por supuesto! Dejadme que busque a la legión, que les ofrezca mi ayuda. Juntos, podremos
acabar con Jaymes Markham. Mandadme con ellos y les hablaré de vuestro ejército, de
vuestra posición aquí en las montañas.
—Admiro tu vehemencia —repuso el capitán Blackgaard—. Ahora debemos hablar
de tu prudencia.
—Por favor, explícame qué quieres decir —lo apremió Blayne, ansioso por hacer
todo lo que estuviera en su mano por conseguir la aprobación de aquellos hombres.
—Es mejor para nosotros que la legión no sepa de nuestra existencia hasta que haya
llegado el momento oportuno. De hecho, nadie en Palanthas debe saberlo. El emperador
tiene muchas maneras de saber lo que pasa en su ciudad e incluso una sospecha susurrada
podría bastar para arruinar nuestros planes.
—Lo entiendo. Vuestro secreto está a salvo conmigo —aseguró el noble.
—Sí —repuso Hoarst con mucha seguridad—. De eso estoy seguro.
—Decidme lo que queréis que haga.
—Iras a Palanthas y entrarás en contacto con la Legión de Acero. Hay un hombre en
la guarnición de la puerta occidental, un arquero llamado Billings, que puede ayudarte.
Cuéntale la verdad: que has escapado de los esbirros del emperador en Vingaard y que has
cruzado las montañas a pie. Que te gustaría trabajar con la legión para detener al hombre
que ha destruido tu hogar.
—¿Sin mencionaros a vosotros ni vuestra actividad aquí en el valle? —preguntó
Blayne.
Los dos hombres asintieron.
—Sí, puedo hacerlo.
—No esperaba que dijeras otra cosa —aseguró Hoarst con evidente satisfacción—.
Ahora tienes que descansar y recuperar fuerzas. En un día o dos, te enseñaremos el camino.
El general Dayr se afanaba en escribir un mensaje para el emperador, intentando,
sin éxito, suavizar la negativa de Dram Feldespato. Sin embargo, le resultaba una tarea
imposible y, después de soltar un suspiro, escribió una sencilla nota a Jaymes en la que le
describía el encuentro en Nuevo Compuesto con estilo prosaico. Cuando terminó la carta, la
cubrió de arena para secar la tinta. Estaba sellando el pergamino en el momento en que su
hijo entró en su despacho del alcázar de Thelgaard.
—Acaba de llegar un mensajero de Palanthas —informó Franz—. Dice que trae un
mensaje importante del emperador.
—Lo atenderé ahora mismo —contestó el general.
Un momento después, estaba desenrollando un pesado paquete de manuscritos,
cinco pliegos enrollados juntos y metidos en un tubo. Habían dado permiso al mensajero
para que fuera a comer algo y que disfrutara de un descanso bien merecido, pues había
hecho el viaje en menos de diez días. Por lo tanto, cuando Dayr leyó el primer pergamino
sólo estaba presente su hijo. Lo dejó a un lado sin hacer ningún comentario, pero se sintió
desazonado cuando Franz lo cogió y empezó a leer. Dayr no había llegado a la mitad del
segundo pliego, cuando oyó el resoplido airado de Franz.
—¡Ya basta! —espetó el hombre de más edad—. ¡Éstas son órdenes directas del
líder de la nación!
—¡Órdenes que amordazan a su propio pueblo! —replicó Franz—. ¡Dónde se ha
visto que se aprueben leyes para prohibir hablar! ¿Quizá lo siguiente que prohíba sea
comer? ¿O tal vez tener hijos?
—Ya te lo he dicho: ¡basta! —exclamó Dayr.
Se levantó para enfrentarse a su iracundo hijo. El general no había mirado ni la
mitad de los numerosos pergaminos, pero había visto lo suficiente para darse cuenta de que
Jaymes le enviaba un conjunto de leyes completamente nuevas, una legislación que
convertía en delitos cosas muy sencillas que el pueblo de Solamnia, de todo Krynn, daba
por garantizadas desde hacía mucho. No podía predecir cómo reaccionaría el pueblo ante
esas leyes, pero estaba más que dispuesto a meter a su hijo en cintura antes de que dijera o
hiciera algo que pudiera considerarse traición.
—¿De verdad piensas hacer públicas estas leyes, padre? —exigió saber el capitán—
. Como si lo sucedido en el alcázar de Vingaard no fuera suficiente, ¿ahora pretende
controlar las conversaciones que tienen lugar en los mercados, en las mismas tabernas?
—¡No sé lo que voy a hacer! —contestó Dayr, lo que provocó una expresión de
sorpresa en su hijo—. Pero no toleraré la traición en mi propia casa. Deberás tener cuidado
con lo que dices o marcharte. ¡Ahora mismo!
—Quizá tú no sepas qué hacer —repuso Franz—, pero a mí me resulta fácil
decidirlo.
Se dirigió a la puerta con pasos airados, la abrió de golpe y se dio la vuelta para
mirar a su padre con ferocidad.
—Adiós —dijo antes de irse.
El Maestro de la Noche había dado a Ankhar un mapa detallado y el semigigante,
con un poco de ayuda de Laka, lo había estudiado hasta estar seguro de que entendía el
significado de todos los dibujos, los símbolos, los colores y las líneas. Pensó en utilizar
unos cuantos draconianos voladores para que le llevasen un informe de primera mano, pero
al final decidió no arriesgarse a que los descubrieran.
Además, la disposición del enemigo era bastante sencilla. Los caballeros habían
establecido una serie de fuertes a lo largo de la frontera con Lemish. En cada uno de ellos
no había más que una compañía o dos y su objetivo era alertar a sus compañeros si sucedía
algo extraño en la espesura del sur. El mapa, y la información del sacerdote oscuro,
enseñaron a Ankhar que había una gran fuerza de Caballeros de Solamnia, que incluía
caballería, arqueros y miles de soldados de infantería, destinada en un campamento
permanente a unos dieciséis kilómetros al norte de la frontera. El cometido de aquella
fuerza era movilizarse y acudir al rescate de cualquiera de las guarniciones, en el caso de
que se produjera una incursión desde el otro lado.
Basándose en lo que sabía, y en su vasta experiencia combatiendo contra los
caballeros, Ankhar había ideado un plan para sorprenderlos y engañarlos. Reunió a todos
sus capitanes en el límite del bosque de Lemish y les explicó el plan. Allí estaban los ogros
enormes y Machaca Costillas, el jinete de wargs, así como el líder de los draconianos,
Guilder. Este último, con su figura delgada de reptil, parecía brillar con luz propia, por lo
que hasta los ogros más corpulentos lo evitaban.
Los decididos ogros, al saber que el enemigo se encontraba en varios campamentos,
se mostraron todos a favor de salir precipitadamente del bosque, cargar en dirección norte a
toda velocidad y aplastar todas las avanzadas solámnicas que se encontraran en el camino.
Cuerno de Toro y Come Corazones defendían esa táctica, pero el veterano Río de Sangre,
el nuevo general, convenció a sus compañeros ogros de que, al menos, escucharan la
estrategia de Ankhar, algo que el semigigante le agradeció.
—¿Veis el fuerte de allí? —preguntó el semigigante. Acalló todas las voces con una
mirada furiosa, mientras se esforzaba por no dejarse llevar por la desesperación.
Estaban apiñados detrás de una cortina de vegetación pero que les permitía espiar la
extensión abierta hacia el norte. Como a un kilómetro, se distinguía el puesto avanzado de
los caballeros. Se trataba de un recinto pequeño, cuadrado, protegido por un muro de
troncos. Alrededor, varios hombres a caballo patrullaban con movimientos cansinos y
desde una torre alta, también hecha con troncos, dominaba el terreno un puñado de
centinelas.
—Sí —gruñó Come Corazones—. ¡Mis hacheros podrían salir corriendo y
destrozarlo antes de que los humanos tuvieran tiempo a darse la vuelta!
—¡Y con mis mazas lo haría pedazos! —añadió Cuerno de Toro—. ¡Todos
morirán!
—¡Ya lo sé! —repuso Ankhar—. Pero hay diez fuertes como ése. A lo largo de toda
una línea, en la linde del bosque de Lemish. No son avanzadas demasiado fuertes, pero sí lo
suficiente.
—Si no son fuertes, ¿por qué no los matamos a todos sin más? —insistió Cuerno de
Toro.
—Porque los hombres que hay allí quieren que los ataquemos. ¡Por eso están ahí!
Seguro que arrasaremos los fuertes, pero no antes de que los humanos enciendan una
hoguera y se levante una gran nube de humo que diga a todo el mundo que atacamos.
—¡Las nubes de humo no me asustan! —afirmó Come Corazones.
—El humo no es para asustarte, el humo es para llamar a los caballeros del
campamento grande. Ven el humo, salen a caballo y nos atacan.
—¡Entonces los mataremos! —concluyó Cuerno de Toro—. Después, arrasaremos
el fuerte.
—¡Escuchad! ¡Solamente escuchadme! —Ankhar inspiró profundamente. Miró a
Laka y ésta levantó el talismán. Sacudió la calavera con los ojos brillantes de esmeralda y
se hizo el silencio—. En el campamento grande hay más y más caballeros. Muchos
soldados duermen, viven allí. Y esta noche no hay luna. Iremos, todos, entre dos fuertes, en
silencio. Marcharemos toda la noche y llegaremos al campamento grande. Allí atacaremos,
cuando salga el sol, y mataremos a muchos, muchos caballeros.
Dejó escapar el aire, sintiendo que por fin había captado su atención.
—Después volvemos y arrasamos todos los fuertes —concluyó.
—Muy bien. Probaremos tu plan —dijo Come Corazones, rascándose la prominente
barbilla.
—¿Y mis guerreros voladores? —preguntó Guilder con voz gutural.
—Tengo un plan para ellos: volarán sobre el campamento de los caballeros y se
posarán en el otro lado, donde están los caballos. Asustarán a todos los caballos y los
caballeros no podrán cabalgar.
Guilder emitió un sonido sibilante en señal de aprobación. Cuerno de Toro también
se mostró de acuerdo. La gran columna se reunió en el lindero del bosque, sin abandonar la
protección del denso follaje. No sin esfuerzo, los capitanes lograron convencer a las tropas
de que esperaran la señal para moverse.
—Vosotras dos esperaréis aquí —dijo Ankhar a Laka y a Lirio de la Charca, con
expresión seria—. Mandaré que vengan a buscaros cuando la batalla haya terminado.
Lirio de la Charca asintió con expresión vacía. Ankhar se sorprendió un poco al ver
que incluso Laka aceptaba quedar en un segundo plano, pues quizá era consciente de que ya
no podía resistir una noche de marcha.
Unas horas más tarde, la oscuridad era completa y Ankhar lideró la gran columna.
Millares de ogros a pie marchaban entre las dos avanzadas de la frontera, entre los fuertes
con las torres y los jinetes que podían verse desde el bosque y que distaban entre sí unos
cinco kilómetros. Avanzando sigilosamente, con muchas advertencias entre susurros para
no hacer ningún ruido, el grupo logró pasar desapercibido en su avance hacia el gran
campamento de la guarnición. Allí esperaba la verdadera fuerza defensiva, totalmente
ignorante de lo que se aproximaba.
El amanecer tiñó de azul el cielo por el este cuando los ogros descubrieron la gran
empalizada, hecha con troncos de abedul clavados en el suelo. Aquella barrera habría
supuesto un obstáculo para los goblins, los hobgoblins e incluso algunos ogros. Pero
Ankhar había tomado buena nota del arma preferida por los guerreros de Come Corazones
y había ideado un plan muy astuto.
—Tú irás primero —dijo al fornido macho—. Utiliza tus hachas y tira el muro. Haz
muchos agujeros. El resto iremos detrás de ti, cargaremos por los agujeros y mataremos a
los caballeros.
Naturalmente, Cuerno de Toro tenía alguna objeción que hacer.
—¿Por qué Come Corazones va primero?
Pero el argumento de que los hacheros tenían un papel especial en el ataque logró
calmarlo. Guilder, oculto tras un hechizo de invisibilidad, fue a echar un vistazo y volvió
muy satisfecho, pues los corrales de caballos en la parte norte del campamento apenas
estaban vigilados.
—Podemos hacer que los caballos salgan en desbandada —informó.
La tierra seguía envuelta en sombras, aunque el cielo cada vez se hacía más claro,
mientras los ogros se abrían en una línea de más de un kilómetro de longitud. Todavía no
había habido ninguna señal de que hubieran sido descubiertos cuando, a la orden de
Ankhar, los monstruosos guerreros lanzaron un grito ensordecedor y cargaron en masa.
Casi en ese mismo instante, se oyó una trompeta dentro del campamento solámnico.
Ankhar corría a grandes zancadas en la primera línea y, desde el otro lado de la empalizada,
le llegaron las órdenes, los gritos de miedo y alarma, los relinchos desesperados de los
caballos. Mientras, los ogros no dejaban de correr pesadamente. La tierra se estremecía bajo
sus cuerpos enormes, lanzados a la carga. Cayeron unas pocas flechas desde detrás de la
empalizada y muchas aterrizaron en el suelo sin más, pero otras lograron clavarse en la
carne de aquellos guerreros imponentes.
Pero una flecha no bastaba para detener a un ogro. Los guerreros que recibían el
impacto del misil se limitaban a arrancarse de la piel aquella molestia y a tirarla. Y al mirar
sus heridas, crecía su furia y su determinación a destruir el campamento. Los colmillos
babeantes brillaban en medio de aquella oscuridad. Con la mirada salvaje, la voz ronca, la
horda se acercaba más y más.
Un momento después, frente a ella se alzó la muralla y los hacheros de Come
Corazones se lanzaron impulsados por su sed de venganza. Balanceaban las pesadas armas
sobre sus cabezas y golpeaban en la base de la resistente empalizada. Muchos de los
troncos se soltaron con los primeros golpes y otros lograron resistir dos o tres embestidas,
antes de partirse.
Ankhar alzó la vista y lo embargó el orgullo cuando vio la compañía de draconianos
sivak, aproximadamente cincuenta guerreros, alzando el vuelo, en dirección a los corrales.
Los troncos de la empalizada empezaron a caer hacia el interior del fuerte, sobre los
caballeros y los soldados que acudían a defender su campamento. Algunos hombres
murieron allí mismo, aplastados, y los demás tuvieron que retroceder antes de que toda la
barrera se les derrumbara encima. Los aullidos sedientos de sangre se elevaron por todo el
frente de los ogros, mientras los brutales guerreros se abalanzaban sobre el campamento,
blandiendo hachas, mazas, espadas y lanzas.
El ejército de Ankhar arrasó el fuerte como una avalancha, como una ola gigantesca
que golpeaba la muralla, se colaba por todas las rendijas y presionaba sin descanso. Como
una enorme avenida de agua, los guerreros acudían a los agujeros, los hacían más grandes,
arrancaban más y más troncos. Fue una inundación.
El semigigante lanzó un grito de batalla y sintió un alborozo que no había vuelto a
experimentar desde su derrota en las montañas. ¡Eso era vida! Lanzó la lanza de esmeralda
y atravesó a un soldado, como se ensarta un trozo de carne en un pincho. El cuerpo inerte
todavía colgaba de la poderosa arma cuando golpeó a derecha e izquierda. Otro espadachín
probó el roce de la lanza y un arquero, desesperado, se quedó sin su arma y sin varios
huesos del brazo. La sangre corría por el astil y le ensuciaba las manos. El semigigante
saboreó aquel momento.
Por fin, sacudió el arma con fuerza y el cuerpo del soldado se desprendió. Antes de
que tocara el suelo, Ankhar ya estaba buscando una nueva víctima. Los ogros estaban en
todas partes. Rugiendo, arrasaban cada rincón del campamento solámnico. Costaba
imaginar tanta velocidad en aquellos cuerpos pesados, mientras aplastaban las tiendas,
pateaban las hogueras y tiraban abajo los arsenales protegidos por lonas, donde los
caballeros guardaban sus armas en perfecto orden.
Los guerreros humanos todavía no habían acabado de salir a gatas de las tiendas, de
abrocharse los petos. Algunos luchaban descalzos o sin sus yelmos. Los oficiales chillaban
y gritaban, dirigían sus tropas en una dirección y en la otra, para que se enfrentaran a
aquellos atacantes envueltos en aullidos y gruñidos. Más de una tienda quedó aplastada
antes de que los hombres tuvieran siquiera tiempo a salir y los soldados atrapados se
agitaban debajo de la lona alquitranada. Los ogros bailaban y saltaban sobre los bultos que
se revolvían.
Un puñado de hombres luchaba formando un pequeño círculo, con los escudos en
alto y blandiendo sus espadas. Alrededor, se arremolinaban los atacantes. Cuerno de Toro
lideraba la carga y aplastó al capitán de la compañía con un poderoso golpe de su maza. El
círculo se rompió y cada hombre luchó por salvar su propia vida, bajo el acoso de docenas
de ogros. Miraran donde mirasen, los humanos veían un enemigo insalvable. En pocos
minutos, cayó el último de aquellos valientes, convertido en una masa sanguinolenta.
En la retaguardia se oyó una trompeta y sobre el frente de ogros cargó una columna
de jinetes armados con lanzas. No eran demasiados, pero muchos de los brutales atacantes
cayeron y encontraron la muerte en el filo de las largas lanzas, que resultaban
especialmente letales por la fuerza de la carrera de los corceles. Ankhar no perdió el tiempo
en preguntarse cómo habrían logrado contraatacar tan rápido. En vez de eso, el semigigante
aulló furioso para que sus guerreros respondieran al ataque.
Los ogros echaron a correr detrás de su líder, que ya cargaba, empuñando su lanza,
contra el jinete que comandaba la columna, un caballero de bigote gris y larga cabellera
plateada. El humano bajó la lanza y espoleó su corcel. El semigigante se detuvo.
Afianzando bien los pies y agachándose, Ankhar desvió el arma de un golpe. Pero el
caballo lo sorprendió, pues lo golpeó.
El semigigante estuvo a punto de perder el equilibrio, pero se recuperó rápidamente
y los dos combatientes se midieron, describiendo círculos, mientras la batalla bramaba
alrededor. Ambos sostenían la punta letal de sus armas apuntando al pecho de su enemigo.
Ankhar caminaba de lado, buscando un hueco, mientras el caballero descansaba en la silla
como si fuera una prolongación del caballo. Con el escudo bien sujeto sobre el pecho, el
caballero estudiaba las maniobras del semigigante.
Ankhar cargó y el corcel saltó hacia un lado. De repente, se encabritó y agitó los
poderosos cascos. Cuando el semigigante volvió a atacar, el caballo volvió a esquivarlo y el
jinete intentó clavarle la lanza con un rápido movimiento. Una vez más, Ankhar rechazó el
golpe con la lanza de Hiddukel.
El caballero clavó los talones en los flancos del caballo y atacó de pronto. El
corpulento caballo sacó los dientes, como un animal de pesadilla, y se lanzó hacia Ankhar,
con la intención de pisotearlo. El semigigante se agachó y dirigió su lanza hacia el pecho
del animal, pero el hombre volvió a utilizar su arma para desviar la poderosa lanza, la lanza
de Hiddukel. Ankhar cayó sobre la tierra y rodó sobre sí para evitar el ataque, a punto de
perder su valiosa arma.
Lanzando un rugido mientras se levantaba de un salto, corrió tras el corcel. Éste se
dio la vuelta y se alzó sobre las patas traseras. Uno de sus cascos rozó el rostro del
semigigante. Ankhar sintió que un corte le cruzaba la mejilla y se tambaleó. La sorpresa dio
paso a la furia y el bárbaro se metió debajo de la cabalgadura. Clavó la lanza en el centro
del musculoso pecho del caballo y el animal se encabritó. Lanzó un aullido ensordecedor y
cayó torpemente sobre un costado, mortalmente herido.
El caballero intentó saltar de la silla mientras el corcel se desplomaba, pero los pies
se le quedaron atrapados en los estribos. Lanzó una maldición con voz estrangulada y
quedó tirado en el suelo, con una pierna inmovilizada debajo del caballo moribundo, que se
agitaba con los estertores de la muerte. Ankhar tiró de su poderosa lanza, pero el arma de
Hiddukel estaba muy hundida en la carne del caballo. El semigigante soltó el astil y se
lanzó sobre el caballero. Arrojó la lanza del humano a un lado y le dio un puñetazo tan
fuerte al escudo que el hombre se quedó sin aire y, por un momento, también sin sentido.
Ankhar levantó al guerrero por el cuello con unas de sus manazas y lo retorció, hasta que
oyó el chasquido de los huesos.
Él mismo se levantó con movimientos pesados y agarró el astil de su lanza con las
dos manos. Apoyó un pie, calzado en una bota enorme, sobre el pecho del caballo
agonizante y tiró con todas sus fuerzas. Por fin, el arma se soltó y la punta de esmeralda
brilló bajo su baño de sangre. Ankhar la levantó por encima de su cabeza y la agitó hacia el
cielo, aullando como un loco por su victoria.
Ante él vio que estallaba una batalla en torno al extremo norte del gran
campamento. Unos cuantos sivaks se habían posado allí, en el mismo sitio donde luchaban
con ferocidad, impidiendo el paso a los caballeros que intentaban llegar a sus monturas.
Rápidamente, el semigigante reunió a un centenar de ogros y cargó hacia los draconianos.
En medio de los corrales, vio una lluvia de chispas y llamas, nubes de luz y explosiones
muy aparatosas. Allí estaba Guilder, el aurak, conjurando hechizos muy espectaculares,
aunque no demasiado peligrosos. Sin embargo, lo importante era el efecto que tenían sobre
los caballos, pues más de mil corceles, normalmente muy templados, echaron a correr
presas del pánico y se alejaron de la batalla y del campamento, de los caballeros que
dependían de ellos para sobrevivir.
Cuando Ankhar volvió a mirar en derredor, vio que el último foco de resistencia
estaba siendo aniquilado. Unos cuantos ogros saqueaban los alimentos que estaban apilados
detrás de las tiendas de las cocinas, mientras otros se hacían con grotescos trofeos, entre los
que no escaseaban las cabezas de sus enemigos, y bailaban danzas de triunfo y alegría.
—¡Basta! —rugió el semigigante con una voz que retumbó sobre el festivo caos—.
Lo celebraremos más tarde. ¡Acordaos de los fuertes! ¡Ahora tenemos que volver… y
matarlos a todos!
Los ogros recibieron su orden entre aullidos, anticipándose a la diversión que los
aguardaba. Ankhar se quedó en el campamento conquistado y se aseguró de que llegara un
mensaje a Litio de la Charca y a Laka, invitándolas a ir a sus nuevos dominios. Mientras,
miles de ogros se dispersaban por las llanuras, ansiosos por arrasar todos los puestos de la
frontera y aniquilar hasta el último hombre.
El semigigante se echó a reír, fue un sonido de auténtica felicidad que no salía de su
pecho desde hacía varios años. Qué bueno era volver a tener un ejército, qué bueno era
marchar, pelear.
Y qué bueno era matar Caballeros de Solamnia.
14

Palanthas y el paso a la ciudad

El señor regente Bakkard du Chagne contemplaba la ciudad de Palanthas desde la


tranquila seguridad de su Aguja Dorada, la torre más alta de su palacio. Se trataba de un
edificio muy ornamentado, que había ordenado construir en las laderas de la montaña que
se alzaba sobre la ciudad, bien alejada de la muralla. Ya anochecía y las luces titilaban por
toda la metrópoli. Los barcos del puerto estaban engalanados con los faroles de navegación,
cuya luz se reflejaba en las aguas mansas de la bahía. Al señor regente no le costaba
imaginar que estaba mirando un campo de luciérnagas, que iban de un lado a otro,
reconfortadas por la ilusión del breve destello de sus vidas, con el sentimiento de
superioridad que le inspiraba su alto mirador. Desde su palacio, desde su torre, tenía la
sensación de que miraba a unos seres inferiores en el mundo, como un campesino que mira
las hormigas de su jardín.
Pero en aquel jardín había una hormiga muy poderosa.
A diferencia del edificio levantado por el señor regente, fuera de la muralla de la
ciudad, el palacio construido por el emperador se encontraba en el centro de Palanthas,
asomado a la gran plaza. Desde su posición, du Chagne veía perfectamente la residencia del
emperador y, si tenía que ser sincero, pasaba demasiado tiempo con la vista clavada en
aquella estructura llamativa y ostentosa. Había hecho todo lo posible por limitar los poderes
del gobernador advenedizo, pero hasta entonces todos sus esfuerzos se habían visto
truncados.
Las riquezas de du Chagne, la magnificencia que había iluminado su mundo y que
había cubierto la ciudad con su luz encantada, desde lo alto de aquella misma torre, estaban
tristemente agotadas. El emperador había reclamado aquel tesoro y lo había gastado en
obras públicas, como el ensanchamiento del camino del paso del Sumo Sacerdote, que
había sido espantosamente caro. Pero si la ciudad era un puerto de mar, ¡por todos los
dioses! Desde hacía siglos, un camino estrecho y tortuoso comunicaba Palanthas con el
resto del mundo. Al menos, con el mundo que la ciudad necesitaba… o deseaba. ¿Qué
necesidad había de ensanchar y nivelar el camino? Por supuesto, así había aumentado el
comercio, pero la ciudad siempre recaudaría los impuestos más cuantiosos en los muelles.
¿Por qué a Jaymes Markham le costaba tanto entenderlo?
Incluso la hija de Bakkard du Chagne, que había sido la ficha más importante del
regente en el juego del gobierno, se había pasado al lado del usurpador. Ella representaba
un gran poder para aquel que la reclamara para sí y, por razones que du Chagne nunca
había llegado a comprender, se había entregado a Jaymes Markham.
Desde las alturas de su retiro, Bakkard du Chagne seguía estando al tanto de los
rumores y sabía lo que pasaba en el gobierno del Imperio y en las calles de la ciudad. Había
oído las habladurías de que su hija podría estar embarazada y de que tal vez ya no estuviera
tan contenta con la elección que había hecho. Quizá el señor regente siguiera teniendo
algún modo de volver a jugar con aquella poderosa ficha. Ya había enviado un valioso
agente y hecho los preparativos necesarios, con la esperanza de recuperarla.
En la ciudad también había otras hormigas peligrosas. Durante el tiempo que había
estado en el poder, el señor regente había contado con la lealtad que los caballeros
solámnicos le debían por ser su legítimo gobernador. Pero siempre había habido unos
caballeros, una legión secreta, que se esforzaba por impedir su avance. Aquellos caballeros
todavía existían y, aunque no eran herramientas del emperador, podían entorpecer el
resurgimiento del señor regente.
Para ellos también había ideado un plan.
No oyó llegar al visitante, sino que más bien sintió una especie de escalofrío, como
si alguien cerrara la puerta metálica de una estufa. Du Chagne se volvió y descubrió al
Maestro de la Noche, quieto, alejado de la ventana, esperando a que se percatara de su
presencia.
—¿Y bien? —preguntó el señor regente—. ¿Cómo van las cosas? ¿Ya estáis
preparados?
—Sí —respondió la voz apagada desde el otro lado de la gasa negra—. Sí, mi gran
señor, nuestros esbirros ya están preparados para atacar.
Blayne Kerrigan se sentía casi como en casa en el campamento de la gran fuerza
conocida como el Ejército Negro. Su anfitrión, el hechicero gris Hoarst, era siempre
amable, cortés, solícito incluso. Blayne disfrutaba de plena libertad en el valle. Se unía a
Hoarst y al capitán Blackgaard en las comidas e incluso compartía los encantos de una
esbelta elfa que, según se había enterado el joven, era una de las muchas y hermosas
jóvenes que habitaban en la residencia del hechicero gris.
Hoarst no parecía celoso en absoluto e incluso animaba a la doncella a que pasara
tiempo a solas con el joven noble. Gracias a ella, Blayne supo que únicamente una mujer
albina, Sirene, parecía despertar un sentimiento de posesión en aquel hechicero encantador
y culto. Como por las noches estaba ocupado, Blayne tenía permitido dormir hasta tarde
durante el día y sólo tenía la obligación de aprender las rutas por las montañas durante unas
pocas horas. Observaba el camino que estaban construyendo los hombres de Blackgaard y
se dio cuenta de que abriría una ruta para que la Torre del Sumo Sacerdote fuera asaltada
por el norte, un ataque sin precedentes a aquellos muros ancianos.
Por fin, Hoarst anunció a Blayne que había llegado el momento de que partiera en
su importante misión y el joven señor se mostró ansioso por cumplirla. Le dieron un rocín
viejo para el camino, el caballo que le llevaría hasta Palanthas.
Aquella yegua no era, ni mucho menos, la mejor montura que podía haber escogido
de los magníficos establos del Ejército Negro, pero era mejor que el joven noble entrara en
la ciudad con un aspecto vulgar, tal como le había aconsejado Hoarst. Tenía que parecer un
humilde campesino, que acudía a la ciudad para buscar un oficio.
El Túnica Gris advirtió a Blayne de que el emperador había ofrecido una
recompensa a quien lo capturase. Después de afeitarse y con un poco de tinte de pelo, el
caballero cambió completamente de aspecto. Se había oscurecido la piel y cortado la larga
cabellera azabache. Se sentía muy seguro de que no lo reconocerían, incluso si se
encontraba con alguien que lo conociera, algo bastante posible, pues había pasado cinco
años en Palanthas como aprendiz de Caballero de la Corona.
Cuando vio las torres de Palanthas alzarse delante de él, abandonó el camino
principal y tomó uno de los senderos de campesinos que serpenteaban por la colina, al oeste
de la ciudad. Desde allí veía la bahía de Branchala, que ondulaba hacia el norte, y el esbelto
palacio del señor regente, dominando la ciudad desde la ladera de la montaña. Más cerca,
junto a la muralla de la ciudad, descubrió su objetivo: la puerta de la sección occidental de
la muralla de la Ciudad Vieja.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Blayne bajó de la colina por el camino, en
dirección a la puerta de la ciudad. Allí estaba destinado el hombre llamado Billings y a
donde Blayne se dirigía con impaciencia. Tenía que contentarse con dejar que el rocín
continuara con su paso cansado, cuando lo que él deseaba era galopar hasta la puerta y
empezar su misión. Pero Hoarst le había inculcado la necesidad de pasar desapercibido y
haría lo que fuera por no fallar al hombre que lo había salvado en las montañas y que
compartía su deseo de derrocar al emperador de Solamnia.
¿Sería muy difícil encontrar a la Legión de Acero y reclutarla? Blayne llevaba
preguntándose eso durante la mayor parte del largo descenso desde las montañas. La
organización actuaba por aquellas tierras desde hacía mucho, siempre dentro de los límites
de la caballería. Era leal al Código y la Medida por tradición, pero en ocasiones había
supuesto un auténtico problema para los hombres que intentaban gobernar. Funcionaba
independientemente de la rígida jerarquía de las órdenes de la Rosa, la Espada y la Corona.
Los Caballeros del Acero ponían en práctica ciertas estrategias y utilizaban tácticas poco
convencionales que habrían escandalizado a los miembros más aferrados a la tradición
solámnica.
Y, en el fondo, ¿qué esperaba del Ejército Negro y de su capitán? La fuerza estaba
bien equipada e instruida, sin duda, pero ¿qué esperanza podían albergar frente a los cuatro
formidables ejércitos del emperador? Contaban con unos tres mil hombres, menos de los
que Blayne había tenido para luchar a su lado en Vingaard. ¡Y el emperador habría atrasado
esas tropas con sólo dos de sus cuatro ejércitos! Pero, por el momento, Blayne estaba
dispuesto a depositar su confianza en los dos líderes del valle de la montaña. La verdad era
que el joven señor se sentía feliz sólo con tener un papel en su rebelión.
Sin llamar la atención, el muchacho y su vieja montura cruzaron la puerta abierta y
se unieron al goteo de campesinos, mercaderes y trabajadores que entraban o salían de la
ciudad, bajo la supervisión indiferente de una pequeña compañía de guardias. Blayne se fijó
en que aquellos soldados llevaban espadas, mientras que él buscaba a un arquero.
Desmontó y condujo a su rocín hacia una fuente pública, justo al otro lado de la puerta, y
buscó con la mirada la guarnición de los arqueros.
Descubrió un blocao en la cara interior de la muralla. La parte superior era plana y
lo suficientemente alta para garantizar una buena vista —y un buen campo de tiro— sobre
la muralla. En lo alto había varios hombres que llevaban arcos y carcajes repletos de
flechas.
—Estoy buscando al arquero Billings —dijo el joven—. ¿Está aquí?
El guardia lo miró de arriba abajo un momento antes de estornudar ruidosamente y
limpiarse la nariz con el dorso de la mano. Señaló la puerta abierta con un gesto de la
cabeza.
—Mira dentro. Ahora no está de servicio.
Blayne entró en lo que claramente eran unos barracones y pasó por una habitación
con varias literas vacías. Cruzó otra puerta y encontró una sala con muchas mesas y sillas,
seguramente el comedor. Una docena de hombres estaban allí sentados, jugando sin
entusiasmo a las cartas, afilando las puntas de las flechas o tallando trozos pequeños de
madera o, en un caso, el mango de un nuevo arco.
—¿Está aquí el arquero Billings? —repitió el joven noble.
—Yo soy Billings —contestó un hombre, que se distinguía por el cabello negro y la
tez mucho más morena que la del resto de hombres de la compañía.
Cualquiera pensaría que eran hombres de campo. Billings estaba sentado solo en
una esquina de la habitación, tallando con un cuchillo lo que parecía una pipa curva. El
arquero guardó el trozo de madera en el bolsillo y miró de soslayo a Blayne.
—¿Me traes una carta de casa? —preguntó.
Blayne esperaba que no se notara su alivio, porque aquello era exactamente lo que
Hoarst le había asegurado que diría Billings. Él mismo pronunció la respuesta que llevaba
ensayando durante todo el camino hasta la ciudad.
—Una carta no, pero tengo noticias de viejos amigos tuyos.
El arquero se puso de pie y se estiró tranquilamente. Era un hombre alto,
desgarbado y delgado, y se movía con elegancia felina.
—No estoy de servicio hasta el atardecer. Vamos a tomar una cerveza y me pones al
día.
Los otros arqueros no les dedicaron más que una mirada cuando los dos hombres
salieron. Blayne recogió su caballo y siguió al larguirucho de Billings, que lo guio durante
unas cuantas manzanas. Llegaron a la puerta de una taberna cualquiera —el noble ni
siquiera pudo leer lo que decía el cartel borroso sobre la puerta— y, cuando Blayne ató al
caballo, entraron. La sala delantera estaba prácticamente vacía. Los únicos clientes eran
unos cuantos trabajadores del muelle que bebían cerveza barata en la barra. El arquero se
limitó a hacer un gesto al tabernero y condujo a su invitado por una puerta que llevaba a
una habitación trasera, más oscura aún que la anterior.
—Bienvenido a Palanthas —dijo Billings, haciendo un gesto hacia una silla que
había junto a la mesa solitaria.
Blayne se sentó con su compañero y entró apresurado el tabernero, con una jarra
coronada de espuma y dos vasos.
—Gracias, Wally —dijo Billings, apretándole en la mano una moneda—. Ya no
necesitaremos nada más.
—Muy bien, Águila —repuso el hombre. Hizo una reverencia y se retiró.
Blayne miró a su acompañante con curiosidad.
—Es un apodo —explicó Billings—. Soy bastante bueno con el arco —añadió,
mientras llenaba los vasos.
Cuando terminó de servir, dejó la jarra de cerveza en la mesa y miró a Blayne
durante un buen rato, fijamente.
—Ahora, cuéntame qué pasa.
Selinda miraba por la ventana de su dormitorio, contemplando cómo el atardecer
posaba su manto sobre Palanthas. En multitud de ventanas brillaban las velas. Los faroleros
se afanaban en encender las mechas de las lámparas de aceite que iluminaban los cruces
principales. Los vendedores y los mercaderes arrastraban sus carritos de vuelta a casa
cuando los mercados cerraban, pero los comerciantes de otros productos vagaban por los
callejones, ofreciendo entre susurros otros bienes más secretos y oscuros. La gente se
mezclaba en las calles, hablaba y reía. Las avenidas principales estaban atestadas, pero
incluso en las calles más estrechas podían encontrarse grupos que buscaban la diversión de
la noche.
¿Qué sentido tenía eso? ¿Todo aquello?
Casi sin darse cuenta, se llevó las manos al vientre. Ya empezaba a notar una leve
redondez, aunque su estado todavía no se adivinaba debajo de la ropa. Aún le costaba creer
que llevaba un ser humano en su interior, y más difícil le era aún saber que el creador de
aquella vida fuera el emperador, Jaymes Markham.
—¿Qué tipo de niño serás? —murmuró para sí.
¿Y en qué clase de mundo crecería ese niño? Ésa era una pregunta que no quería
pronunciar en voz alta.
Sintiendo el peso de la inminente oscuridad, la princesa suspiró y se volvió. Pero los
confines en penumbra de sus aposentos no la consolaban. Ni siquiera después de encender
un candil y media docena de velas, pudo alejar de sí la inquietud, la desesperanza. Su
puerta estaba cerrada y ya no había un guardia apostado que le impidiera salir. Su esposo
había abandonado aquella táctica, reconociendo tácitamente la libertad que le garantizaba el
anillo mágico.
Sin embargo, no había vuelto a utilizar el instrumento desde el terrible viaje a
Vingaard, cuando conoció la verdad, dura y cruel, sobre el emperador. Desde entonces,
permanecía en sus aposentos la mayor parte del día, aunque iba a otras partes del palacio
cuando sabía que su esposo no se encontraba allí. Aquella noche, él estaba trabajando en su
despacho, varios pisos por debajo de su dormitorio, y como no quería correr el riesgo de
encontrárselo en los corredores, no abandonaría sus aposentos.
Pero su desazón estaba alcanzando límites insoportables y pensaba en el anillo del
teletransporte, en la libertad que le daba, simplemente con que decidiera utilizar su magia.
Y en ese instante, movida por un impulso, decidió irse.
El destino no era lo más importante, sencillamente quería estar fuera de allí, ir a un
lugar que ella hubiera elegido. Dedicó un momento a calzarse unas resistentes botas de
viaje y ponerse un vestido cómodo, sobre el que se puso una capa de buena calidad que sólo
la distinguiría como alguien con medios, pero no necesariamente de la nobleza ni, mucho
menos, relacionado con el hogar del emperador. Cuando terminó los preparativos, volvió
junto a la ventana, visualizó el lugar en el que deseaba estar y giró el anillo mágico en su
dedo.
Sintió aquella sensación familiar, que ya no le resultaba desorientadora ni la
marcaba. Se materializó en la calle del gran templo de Kiri-Jolith, el mismo edificio al que
había acudido para ver a la suma sacerdotisa Melissa du Juliette. Dudó al oír aquellos
cánticos de vísperas, tan reconfortantes y conocidos para ella, pero no entró en el templo.
En vez de eso, se dio media vuelta y echó a caminar por la amplia avenida,
disfrutando de su libertad. Paseó por la calle, sonrió a un par de soldados que la saludaron y
saboreó la brisa salada que soplaba desde el muelle.
Parecía que el aire del mar la llamara y se desvió por una calle lateral para dirigirse
hacia el norte. No era una calle ancha, pero había bastantes personas y de una taberna en la
esquina salía la música de flautas y liras. Se llamaba El ganso y la gansa, según leyó en un
cartel pintado con colores muy llamativos. Del interior salían risas roncas, a las que siguió
una canción espontánea. La princesa envidió a aquellas gentes sin preocupaciones que
disfrutaban de los placeres más sencillos de la vida.
Pero no sintió la tentación de entrar en la posada, porque los muelles la atraían. Así
que pasó delante de la ruidosa taberna y continuó por la callejuela, cada vez más estrecha.
Aquélla era una parte de la ciudad que le era totalmente desconocida y sintió un
estremecimiento al pensar que estaba explorando un nuevo territorio. No muy lejos de allí
se encontraba el erial embrujado del Robledal de Shoikan, el cual le provocó un escalofrío,
a pesar de que giró en una esquina para evitar aquel antiguo lugar de magia.
Se dio cuenta de que cada vez había menos gente por la calle, pero todavía
encontraba animados locales. Pasó junto a uno llamado Cabeza de jabalí y otro
establecimiento muy grande bautizado como Guante y puño. En todos ellos la jarana era
estridente, y en el último oyó perfectamente una voz timbrada por la ebriedad y la cólera,
seguida por ruidos de vajilla y muebles rotos. Apretó el paso y por un momento se sintió un
poco vulnerable, al darse cuenta de que la calle que se abría ante ella estaba cada vez más
oscura y vacía.
Allí había menos posadas y tabernas, y solían ser más sombrías, pequeñas y
sórdidas que las que abundaban en el barrio del templo. De todos modos, en casi todas oía
el bullicio y la alegría al pasar. En una oyó unas risas, en otra la música desafinada de una
lira. De una tercera salió el grito de una mujer. Pero no sonaba a un grito de miedo, sino
más bien de coqueteo y juego, decidió. No obstante, los gritos le hicieron apretar más el
paso.
Selinda se sobresaltó al sentir un movimiento entre las sombras, cuando ya se
acercaba a la última calle antes de llegar a los muelles. Se detuvo ahogando un grito y vio a
un hombre bajo que se asomaba por una puerta oscura, mientras le hacía gestos. En el aire
flotaba un olor extraño, dulce, y oyó una música desconocida, más suave y armoniosa que
las gigas y baladas que solían tocarse en aquellos lugares.
—Por aquí, señorita, y disfrutaréis de uno de los mejores placeres que podréis
encontrar en Krynn. Por favor, una dama tan hermosa no tiene que pagar entrada alguna.
Entrad y quedaréis maravillada.
—¿Qué tipo de placeres? —preguntó Selinda, intrigada a pesar de sus recelos.
—Increíbles maravillas de Oriente, señorita. Especias, bebidas… incluso hierbas
para fumar. Éste es el único lugar en Palanthas donde podréis encontrarlas.
Vaciló, indecisa. Se acercaron un par de muchachas, entre risitas, y le dedicaron una
mirada divertida antes de pasar junto al hombre bajo y perderse en la entrada oscura. El
hombre les guiñó un ojo y ellas se echaron a reír.
«¿Por qué no?», se preguntó Selinda y no encontró una buna respuesta.
Había salido para descubrir la vida que no tenía en su palacio real, ¿por qué no
hacer precisamente eso?
—Está bien —dijo con más seguridad en la voz de la que realmente sentía.
—Por aquí —le indicó el hombre, que caminaba con una pronunciada cojera. Se
internó en un pasillo oscuro y Selinda lo siguió a las sombras.
Jaymes dejó la carta del general Dayr. Le dolía la cabeza, algo que le pasaba con
mucha frecuencia últimamente, y de repente se sintió muy cansado. Con el pergamino
sobre su mesa de trabajo, se levantó y se acercó a la ventana. Miró la ciudad de Palanthas.
Era de noche, pero un sinfín de luces brillaba por todas partes: en los faroles de las calles,
en las ventanas de las casas y las tabernas, incluso los rayos de la luna plateada se
reflejaban en la bahía.
Pero él no veía nada de todo eso.
A lo que parecía, también Dram lo traicionaba. El enano se negaba tajantemente a
fabricar las bombardas que Jaymes necesitaba. «Que las construya el mismo emperador»
era exactamente la frase escrita en la carta del general Dayr, y Jaymes podía imaginarse
perfectamente al ronco guerrero lanzando su desafío con voz grave.
Pero ¿por qué? Cuál podía ser la razón de que el enano le diera la espalda de esa
forma, actuando igual que… ¡que los estúpidos gobernantes de Vingaard! La persona en la
que más confiaba en el mundo, aquella con la que sabía que podía contar en todo momento,
el enano que se había hecho inmensamente rico gracias a Jaymes Markham, su viejo amigo
Dram, se había negado a obedecer al emperador.
Si la traición la hubiera cometido cualquier otra persona, a Jaymes le habría
consumido la ira y únicamente lo obsesionaría la forma de encontrar un castigo rápido y
severo. Desconocía la razón por la que, al ser Dram quien lo traicionaba, sólo sentía un
cansancio agotador, una oscuridad que ni siquiera las relucientes luces de su hermosa
ciudad podían disipar. Sintió un nudo en la garganta que le costó reconocer. Tanto tiempo
hacía que había desterrado esas emociones propias de mujer.
Como le pasaba cada vez más a menudo, tuvo que admitir que echaba de menos a
Selinda, realmente la echaba de menos. Primero le habían atraído su belleza y lo
inalcanzable de su posición como hija del regente de Palanthas. Más adelante, se fijó en el
poder que representaba, consciente de que aumentaría el suyo propio, y las riquezas,
prácticamente inagotables, que pasaría a compartir con ella en virtud del matrimonio.
Sin embargo, en los pocos años de su matrimonio, había llegado a apreciarla por su
inteligencia, su ingenio y su sentido común, más que por aquellas cualidades superficiales
que le habían interesado en primer lugar. Recordó con ironía que su decidida independencia
también había formado parte de sus atractivos en el pasado: se había enfrentado a él sola,
en un sótano en ruinas, albergando la sospecha de que era un asesino desesperado. Y lo
había engañado con su entusiasmo infantil, guiándolo a una trampa para que los caballeros
de su padre pudieran atraparlo sin esfuerzo.
Qué ironía: aquellos mismos caballeros lo servían, pero la mujer que lo había hecho
prisionero se había alejado para siempre… al menos, como compañera, como apoyo, como
aliada. Daría a luz a su hijo, era cierto, y aquello significaba algo. Pero Jaymes era lo
suficientemente realista para saber que no habría más niños, que volverían a compartir el
lecho. Pero ni siquiera eso, algo que ansiaba, importaba en aquel momento de oscuridad. Lo
único que quería era hablar con ella.
Tomó una decisión. Salió de su despacho y rápidamente subió la escalera que
llevaba al piso en que se encontraban sus aposentos. Se sorprendió al darse cuenta de que
subía los peldaños de dos en dos y se obligó a caminar más despacio, mientras se acercaba
al dormitorio de la princesa. Se detuvo delante de la puerta y respiró profundamente antes
de llamar. No obtuvo respuesta. Dudó un momento y después volvió a llamar. Escuchó con
atención.
Al otro lado de la puerta el silencio era absoluto, total. Intentó girar el pomo y lo
encontró cerrado. Cerró la mano sobre el picaporte. Los nudillos se le pusieron blancos y,
por un momento, sintió la necesidad irresistible de destrozar la puerta, de romperla en
cientos de trozos.
Pero aquel deseo desapareció tan rápido como había llegado. Soltó el pomo casi con
suavidad, se dio la vuelta y bajó la escalera. Descendió lentamente, con pasos medidos.
Volvió a su despacho y vio la carta sobre la mesa. Con desprecio, dejó caer el pergamino al
suelo y lo pisó con el tacón de su bota. Se obligó a sí mismo a relegar los pensamientos
sobre su esposa al fondo de su mente y se concentró en Dram.
¿Así que también el enano se atrevía a desafiarlo y traicionarlo? En fin, sólo había
una forma de responder a tal traición. Se sentó a la mesa, pensando frenéticamente. La
Legión de Palanthas todavía estaba acampada en Vingaard. El emperador podía cabalgar
hasta allí con los Caballeros Libres y poner en marcha aquella fuerza rápida. En una
semana, podía cruzar las llanuras y llegar a Nuevo Compuesto con cinco mil hombres. Si
fuera necesario, podía conseguir refuerzos del ejército de la Corona mientras marchaba,
pues pasaría por el alcázar de Thelgaard.
Sabía que Dram no había fortificado su ciudad de las montañas. ¿Lo habría hecho
después de burlarse de Jaymes? Daba igual: una vez que el emperador y sus tropas
estuvieran allí…
Una vez que estuviera allí… ¿qué?
Jaymes se reclinó en la silla y se restregó los ojos. La misiva del general Dayr, la
carta en que la respetuosamente le transmitía la negativa del enano a fabricar más
bombardas, estaba en el suelo, con la huella negra de la bota en el dorso.
Y aquel pensamiento retornó como una serpiente venenosa: ¿dónde estaba Selinda?
¿Dónde estaba su esposa?
Demasiadas preguntas y, por el momento, muy pocas respuestas. Jaymes se levantó
y paseó por la espaciosa estancia. Así era como solía pensar y preparar sus planes, pero en
aquel momento parecía inútil, no le llevaba a ningún sitio. No lograba entenderlo mejor ni
tomar una decisión. Se sintió aliviado cuando llamaron a la puerta y lo interrumpieron.
—¡Adelante! —respondió con voz áspera.
Se trataba del general Weaver. Una sola mirada al rostro ceniciento del veterano
Caballero de la Rosa bastó para borrar todas las preocupaciones del emperador.
—¿Qué pasa? —preguntó Jaymes.
—Mi señor, noticias muy graves —contestó Weaver, mientras entraba en la sala.
Por todos los dioses, ¿era posible que estuviera temblando?
—¿Qué pasa? —repitió Jaymes.
—Un mensaje de la frontera de Lemish. Lo envió mágicamente uno de los Martines
Pescadores de Solanthus. Parece… parece que Ankhar ha vuelto a atacar. Ha salido del
bosque con una nueva horda, millares y millares de ogros. Acabaron con nuestras defensas
de la frontera con un solo ataque. Ahora avanza por las llanuras.
—Ven conmigo, querida mía —dijo Hoarst a Sirene.
Con una mirada maliciosa, todas las demás mujeres se sentaron alrededor de la
mesa de desayuno, mientras la albina se levantaba y seguía al hechicero hacia la cocina.
—Sí, mi señor —susurró en la puerta, mientras sus largos dedos recorrían la espalda
de la mujer, cubierta por la capa de suave tela.
—Por desgracia, te necesito para un trabajo importante —dijo él, dándole una
palmadita juguetona mientras abría la puerta de su pequeño laboratorio.
La habitación era muy pequeña y triste en comparación con la amplia estancia que
Hoarst había creado en el gran salón de su castillo. Pero aquél era el lugar que Hoarst
utilizaba como taller mientras estaba con el Ejército Negro.
—Tengo que hacer una poción —explicó el mago.
Con gesto sumiso, la joven extendió uno de sus delicados dedos y Hoarst cogió una
lanceta afilada. Las manos del hombre acariciaron las de la joven y sonrió con ternura
mientras colocaba un frasco de cristal en la mesa. Le pinchó el dedo con delicadeza y la
albina sonrió por su cuidado, a pesar de que varias gotas de sangre carmesí le resbalaban
por el dedo para caer en el frasco.
—Así está bien —dijo el mago, soltándola—. Ahora, vete a descansar. Mandaré a
las otras muchachas que te lleven un poco de caldo o té.
Antes de que la joven se hubiera ido, Hoarst ya estaba absorto en su trabajo,
machacando unas hierbas en el mortero y encendiendo mágicamente el quemador de una
cocina pequeña. Media hora después, ya tenía un bote pequeño de poción. Estaba
hirviendo, pero lo enfrió murmurando un hechizo de enfriamiento. Con el bote en la mano,
fue en busca del capitán Blackgaard.
Con la poción guardada en un bolsillo de su túnica, Hoarst montó en un caballo
fogoso junto al comandante del Ejército Negro, quien también estaba a lomos de su corcel.
Los dos hombres cruzaron el valle a medio galope y subieron el camino que habían abierto
en la cresta recortada de la cordillera. Se detuvieron en lo alto y Hoarst le tendió el frasco al
capitán.
Blackgaard hizo un brindis burlesco y se bebió el contenido del recipiente de un
trago. Al instante, soltó las riendas del caballo, liberó los pies del estribo y se levantó de la
silla, flotando en el aire.
—Funciona, ¡puedo volar! —anunció.
—Perfecto —contestó Hoarst.
Pronunció un hechizo que le daba el mismo poder y, juntos, los dos hombres se
elevaron por los aires. Pasaron sobre los riscos recortados y subieron sin esfuerzo hasta la
cima más elevada de aquella cordillera. Cruzaron otro valle —más bien una garganta—,
donde los ingenieros del Ejército Negro estaban construyendo un esbelto puente sobre un
río de aguas bravas. Blackgaard declaró que estaba satisfecho con el progreso de los
trabajos, el último eslabón de su calzada.
Por fin, el capitán y Hoarst el Gris se detuvieron en lo más alto de una punta de
piedra, que se elevaba sobre el camino y el paso, más alta aún que la Torre del Sumo
Sacerdote. Bajaron la vista hacia el estrecho paso, la única conexión entre la ciudad de
Palanthas y las vastas llanuras de Solamnia.
Una columna de caballeros cabalgaba por la calzada. Avanzaban rápidamente por el
paso, sin detenerse en la gran fortaleza. Las tropas de la guarnición de la torre se volvían
para mirar el paso de la columna. Sin necesitar la ayuda de la magia, Hoarst reconoció la
figura alta del jinete que abría la columna. El pendón blanco de su guardia personal, los
Caballeros Libres, ondeaba sobre el grupo. Avivaron el paso, mientras empezaban a
descender por el camino serpenteante que conducía a las llanuras.
—El emperador cabalga para enfrentarse a la amenaza que conoce —dijo el Túnica
Gris con satisfacción—. Ataca al ejército que ve como una amenaza para su nueva nación.
—¿Crees que Ankhar podrá contener a los caballeros si es el emperador quien lidera
el ejército?
Hoarst se encogió de hombros.
—Eso no importa. Lo crucial es que toda su fuerza militar se encuentra en el lado
oriental de las montañas Vingaard. Este paso, que está a nuestros pies, controla todos los
accesos a la ciudad.
Blackgaard asintió.
—Y mi ejército está a sólo una jornada de marcha de aquí. Podemos alcanzarlos tan
pronto como el puente esté acabado.
—El fuerte sigue siendo un desafío —comentó Hoarst—. Pero creo que mi magia os
ayudará a llegar a lo alto de la muralla.
—Bien, eso es todo lo que necesito. Si puedo llegar a la muralla, la fortaleza caerá.
Y cuando me haga con ella…
—Cuando te hagas con ella, te harás con el camino a Palanthas —terminó la frase
Hoarst.
El capitán asintió. Tomó una profunda bocanada de aire, como si no pudiera
asimilar aquella gran oportunidad que se le brindaba. Pero había visto los mapas, las
disposiciones y el futuro.
—Entonces, inevitablemente, la gran ciudad caerá.
15

Una guerra completamente nueva

Era normal que, después de la gran victoria de la frontera, los ogros de Lemish
quisieran celebrarlo unos cuantos días. Al fin y al cabo, habían destruido el campamento de
un gran ejército y una docena de puestos de la frontera sin apenas sufrir bajas y habían
aniquilado casi por completo las tropas del enemigo. De hecho, si había escapado algún
caballero, lo había hecho sin que los ogros se dieran cuenta. El ejército victorioso estaba
reunido en el escenario de su primer triunfo. En un arrebato de una inesperada
preocupación por la higiene, Ankhar la Verdad ordenó a las tropas que arrastrasen los
cuerpos de los caballeros muertos más de un kilómetro por las praderas, en dirección
contraria a la que soplaba el viento.
Cuando cumplieron la orden, Ankhar les concedió un descanso. Había aprendido un
par de cosas sobre cómo dirigir un ejército, a lo largo de su primera campaña contra la
caballería. Prueba de ello era que dejaba que los ogros y sus aliados de menor importancia
se atracaran de comida y bebieran hasta emborracharse ron, aguardiente enano y cerveza.
Él mismo participó en la comilona y la fiesta. Se alegraba de que estuviera Lirio de la
Charca, pues así la hembra podía compartir su triunfo, admirar su valor y calentar su cama
por las noches.
Pero después de dos días de celebraciones, recordó que tenía que preocuparse de
asuntos más importantes. Cuando los conquistadores ya empezaban a terminar las reservas
de alcohol, el semigigante ordenó a sus tropas que se reunieran la mañana del tercer día.
Los capitanes que no se levantaron con premura —que fueron todos, menos Río de
Sangre—, se despertaron con las fuertes patadas que el semigigante en persona les
propinaba. Los capitanes, a su vez, rápidamente fueron a aplicar aquel método tan
persuasivo a sus propios soldados. De punta a punta del caótico campamento se oyeron
gruñidos y golpes, arcadas y lamentos.
Pocas horas después, toda la fuerza se había levantado y los guerreros se apiñaban
en algo que podía recordar a una asamblea, es decir, formaban un gran círculo, en cuyo
centro se alzaba Ankhar sobre una roca plana. Ya era el guerrero más alto de su ejército,
pero encima de la piedra se pavoneaba y sacaba pecho más que nunca, disfrutando de su
poder y su gloria.
—¡Ogros! ¡Goblins y hobgoblins! ¡Todos formáis parte de un gran ejército! —
aulló. Su vozarrón recorrió toda la llanura.
—Hemos matado a muchos caballeros y soldados. ¡Pero esto sólo acaba de
empezar! —Sus palabras fueron recibidas con gritos de aprobación, y el semigigante sacó
los colmillos en una sonrisa. Dejó que la admiración de su ejército lo acariciara como una
brisa suave.
—¡Hoy marcharemos! ¡Llevaremos la guerra a los caballeros allá donde los
encontremos! Mataremos y cogeremos el botín. ¡Mis guerreros, seremos ricos!
Sus palabras volvieron a arrancar vítores. Ankhar levantó la lanza de Hiddukel
sobre su cabeza, parecía que la luz verde de la gran punta de esmeralda cubriera todas las
praderas con su color.
—¡Yo soy Ankhar! ¡Yo soy la Verdad! ¡El Príncipe de las Mentiras es mi único
señor! ¡Y vosotros, mis guerreros, sois las espadas de la Verdad!
El semigigante fue recorriendo un círculo, blandiendo su poderosa arma, mostrando
la punta deslumbrante a todas sus tropas. Los vítores, gritos y chillidos subrayaban su
ancha sonrisa.
—¡Ahora! ¡Hoy! ¡Marcharemos! —aulló señalando hacia el este con el astil.
En ese mismo instante, los ogros se lanzaron en esa dirección. Los hobgoblins y los
goblins tuvieron que apartarse para no interponerse en el camino de sus gigantescos
compañeros.
No marchaban en formación estricta, aunque el veterano señor de los wargs,
Machaca Costillas, logró mantener unidos a su millar de lobos y jinetes goblins en la parte
delantera del ejército. Aquellas monturas ágiles y despiadadas corrían a la cabeza,
comprobando si había resistencia enemiga, asegurándose de que ninguna emboscada fatal
los aguardara en un barranco, en la ribera de un río o entre las altas hierbas.
Guilder, el aurak, se sumergió en el futuro con sus hechizos y se asomó a distancias
aún más lejanas que las que cubrían los jinetes de los veloces wargs. Los sivaks surcaban el
cielo y volvían diciendo que no había caballeros, ni compañías de guerreros humanos, en
ningún punto de su camino.
—En todas las llanuras —graznó Laka a su hijo con orgullo——. ¡Nadie se atreve a
enfrentarse a ti!
La vieja chamán sostuvo las sonajas en alto y entonces, de repente, se elevó en el
aire. Lanzó una carcajada estridente, aferrada al mango de madera, mientras dejaba que el
talismán deslumbrante la paseara por los cielos, sobre el ejército. ¡Estaba volando!
—¡Baja aquí ahora mismo! —ladró Ankhar.
Ella se limitó a reír, volando cada vez más alto.
—¡Observa el poder de Hiddukel! —chilló Laka—. ¡Contempla el poder del
Príncipe de las Mentiras! ¡Lleva a su humilde servidora en su todopoderoso puño!
Se elevó aún más, de forma que todos los guerreros pudieran verla y quedar
maravillados. Todos la miraban con asombro, hasta que por fin descendió para posarse, sin
aliento, delante de la figura boquiabierta de su hijo adoptivo, Ankhar la Verdad.
—¿Cómo lo has hecho? —exigió saber.
—Observé a los dracos. Recé a mi Príncipe. ¡Y él me prometió volar! —repuso la
vieja, resplandeciente.
Había una nueva arrogancia en sus pasos cuando se acercó a la compañía de
draconianos sivaks y a su capitán, Guilder. Éstos la recibieron calurosamente, como a
alguien que había demostrado un poder que creían poseer sólo ellos. Ankhar quedó
impresionado.
Pero ya era hora de reanudar la marcha. Come Corazones, Cuerno de Toro y Río de
Sangre cruzaron la masa de ogros para avanzar junto al comandante del ejército.
Marchaban con paso decidido. Cada uno de ellos era un capitán fornido y poderoso, señor
de toda una tribu de ogros. A Ankhar no le llegaban más que al hombro, pero los tres
parecían disfrutar del resplandor de su señor, crecerse a su sombra. Se peleaban entre sí
para intentar estar más cerca de Ankhar, se daban codazos y empujones, gruñían y sacaban
los colmillos.
Sin embargo, ninguno se atrevió a lanzar más que un resoplido cuando la vieja y
arrugada hobgoblin se abrió camino entre ellos para llegar al lado de su hijo adoptivo. Los
inmensos ogros dejaron paso a Laka, sumisamente. Como siempre, la vieja se aferraba al
talismán de la calavera y miró al semigigante con gran seriedad, mientras acompasaba sus
pasos a los de Ankhar.
—Este camino va a Solanthus —anunció, señalando hacia delante—. ¿Vas a hacer
la guerra en esa ciudad otra vez? —El tono de advertencia en su voz era evidente.
Y la advertencia tenía un buen motivo, Ankhar lo sabía. Después de las primeras
victorias de su primera guerra, toda la campaña se había venido abajo en un asedio largo y
tedioso a aquella ciudad del límite norte de las montañas Garner. Durante más de un año, él
y sus tropas habían cercado aquel lugar, acampados a la vista de la muralla. En un ataque
habían abierto una brecha en la muralla y, durante unas horas gloriosas, los atacantes
habían cargado contra la ciudad, habían corrido por sus calles, quemado y saqueado las
casas, matado a los defensores.
Pero, al final, el ejército de Ankhar había sido rechazado y el señor de la caballería
había acudido con sus propias tropas para salvar la ciudad. Ankhar se había retirado a otro
campo de batalla, en el que, pocas semanas después, su ejército se había hundido y sus
sueños se habían roto. Era evidente que su madre estaba preocupada por si intentaba seguir
el mismo plan.
El semigigante se echó a reír, orgulloso de su inteligencia, antes de contestar:
—No. No vamos allí. ¡Pero quiero que los caballeros crean que vamos a atacar
Solanthus!
—Vaya, muy ingenioso, hijo mío. Entonces, ¿adónde vamos realmente?
—¡Eso es una sorpresa! —contestó el semigigante. Su risa se elevó en una
carcajada.
Tanto los hombres de acción como el hechicero gris Hoarst y el capitán Blackgaard,
con todos los preparativos acabados, se impacientaban y daban vueltas en el valle secreto al
norte del paso del Sumo Sacerdote. El Ejército Negro, unos tres mil hombres bien
entrenados y disciplinados, equipados con las mejores armas y armaduras que el acero
podía comprar —y la magia podía conjurar—, también detestaba aquel retraso. Habían
hecho ejercicios hasta la extenuación y el capitán decidió, sabiamente, liberarlos de la
instrucción unos cuantos días, mientras seguían esperando.
No iban a arriesgarlo todo en un ataque prematuro, así que mataban el tiempo hasta
que llegara el mensaje que aguardaban.
Por fin, aquel mensaje llegó una noche, transmitido por una figura cubierta por una
capa negra y susurrante, que se presentó en el cuartel general sin previo aviso. La llegada
del Maestro de la Noche no era inesperada, pero su repentina aparición mediante
teletransporte hizo que un cocinero dejara caer una olla con sopa y que media docena de
guardias se abalanzaran sobre sus armas.
—¡Quietos, guerreros! —ordenó Blackgaard, a pesar de que a él mismo le había
dado un vuelco el corazón.
Miró con ferocidad al clérigo, que se había materializado sin más en la antesala de
la mansión del capitán, justo cuando éste y sus hombres se disponían a disfrutar de una
cena tardía. Un áspero reproche acudió a sus labios, pero se lo pensó mejor —a lo que
ayudó la gasa negra, fría e indescifrable, que cubría el rostro del clérigo mayor— y todo lo
que dejó escapar fue un suspiro, en vez de una queja en voz alta.
—Bienvenido, sacerdote —dijo el capitán—. Llegas justo a tiempo para unirte a
nuestra cena.
—Yo no tengo necesidad de ese sustento —contestó el Maestro de la Noche con un
gesto despectivo de la mano—. Tengo que hablar contigo. Traigo noticias.
—El hechicero llegará en un momento. Vaya, aquí está. Hoarst, pasa —dijo
Blackgaard, cuando el Túnica Gris cruzó la puerta. Su mujer de piel inmaculada, la
concubina a la que llamaba Sirene, se deslizaba silenciosamente a su lado.
Una doncella limpió rápidamente la sopa derramada, mientras una docena de
caballeros, más o menos, se sentaban a la mesa, expectantes, a la espera de lo que iba a
pasar a continuación.
—Vosotros, continuad con la cena —dijo Blackgaard, mirándolos. Hizo un gesto de
asentimiento al Maestro de la Noche y al Caballero de la Espina—. Podemos hablar en mi
despacho.
—Espérame aquí —dijo Hoarst a Sirene, soltándose de su brazo.
La joven se dirigió a la mesa. Lo oficiales se movieron rápidamente para dejarle
espacio en el banco. Los ojos de la muchacha no se apartaron de la figura alta y cana de su
hechicero, mientras los tres hombres salían por una puerta.
—¿Qué noticias hay de la ciudad? —preguntó Blackgaard, en cuanto la puerta se
cerró detrás de ellos.
—Los acontecimientos progresan según nuestros planes. La Legión de Acero está
furiosa por las nuevas leyes del emperador y está preparada para levantarse contra él. Lo
único que hace falta es la provocación, el catalizador, y el arquero me ha dicho que ya ha
llegado a la ciudad.
—Perfecto —dijo Hoarst—. La furia arde en su interior. Es la chispa perfecta para
encender las astillas.
—Vimos al emperador y a sus jinetes Libres cruzar el paso hace varios días —
intervino Blackgaard—. No tengo noticias directas, pero creo que en este momento ya debe
de estar en las llanuras abiertas.
El Maestro de la Noche asintió.
—Mis augurios me lo han mostrado. Reúne a sus tropas en las llanuras y avanza
hacia Solanthus.
—¿Y el semigigante? —preguntó Hoarst, enarcando las cejas.
El sacerdote enmascarado profirió una risa seca.
—Ha aparecido en Lemish con todo el ruido y caos que deseábamos. Toda
Solamnia, al menos, toda la Solamnia al este de las montañas, está alborotada. Toda su
atención, todos sus miedos, se concentran en nuestro gigantesco aliado.
—¡Perfecto! —declaró Hoarst—. Parece que ese zopenco todavía puede servirnos
de algo.
—Pero aquí mis hombres están muriéndose de aburrimiento —apuntó Blackgaard—
. Han de entrar en acción pronto o perderán los nervios. La disciplina es buena para estos
tiempos, pero la falta de actividad es enemiga de la disciplina. Mis soldados van a necesitar
todas las ventajas posibles cuando ataquen. A pesar de que atacarán por sorpresa y de que
serán superiores en número por diez a uno, no será fácil cruzar esa antigua muralla.
—Falta poco —aseguró el Maestro de la Noche. El rostro enmascarado se volvió
hacia Hoarst—. Todavía tienes una cosa más que hacer, ¿no es así?
Hoarst asintió mientras Blackgaard lanzaba una mirada al Túnica Gris.
—¿De qué se trata? —preguntó el capitán, sorprendido.
—Tengo que volver a mi fortaleza a trabajar —repuso el hechicero—. Tardaré tres
o cuatro días pero, cuando vuelva, esa antigua muralla ya no será un problema.
Jaymes había tirado de las riendas de su caballo. Se había detenido para levantar la
vista mientras cruzaba el puente de piedra que cruzaba el Manzano, en la ribera del río
Vingaard. Vio que la muralla del alcázar de Vingaard estaba casi acabada. Los tocones
recortados de las torres caídas, por el contrario, seguían allí, prueba de la violencia que
había asolado aquel lugar.
Por un momento, el emperador se paró a pensar en Marrinys Kerrigan, en cómo
estaría dirigiendo la reconstrucción. Por alguna extraña razón, se preguntó si la joven lo
perdonaría algún día por toda la devastación que había causado. Con una mueca irritada,
alejó ese pensamiento: esas preocupaciones eran debilidades que no podía permitirse. Un
momento después, giró hacia el sur por la calzada de Vingaard y el alcázar herido quedó
relegado a la memoria.
Durante las largas jornadas de marcha, pensaba a menudo en su esposa. Hacía sólo
una semana que había recibido la inesperada noticia de la invasión de Ankhar y había
partido de Palanthas antes de que amaneciera. Pero no podía olvidar que, antes de partir,
Jaymes había acudido a los aposentos de Selinda y había descubierto que todavía no había
vuelto de donde fuera que hubiera ido la noche anterior. La preocupación, el miedo y la ira
se agolpaban en su interior, cada vez que pensaba en su esposa. No estaba acostumbrado a
que hubiera problemas fuera de su control. No conseguía dejar de pensar en ella, en su casa
y en su inminente paternidad.
Por fin, siguiendo el transcurso del poderoso río por las llanuras, Jaymes y los
Caballeros Libres llegaron cerca del campamento de sus tropas fijas.
Un mensajero había llevado las órdenes a la Legión de Palanthas y los hombres se
preparaban para la nueva campaña. Antes incluso de que Jaymes y sus Caballeros Libres
tuvieran tiempo de bajar del paso del Sumo Sacerdote, las tropas habían levantado el
campamento permanente y organizado las armas, los caballos y todo su equipo,
preparándose para la marcha.
—¡Asegurad esas lonas! —ladró Jaymes, al pasar junto a un carro—. Avivad el
paso —gritó al capitán de la compañía de lanceros—. Tenemos que avanzar. ¡Quiero
avanzar cincuenta kilómetros antes de que anochezca!
Con el sargento Ian a su lado, Jaymes cabalgó a medio galope hasta la cabeza de la
vasta columna de su legión. Las tropas, que vivían en el campamento junto a Vingaard
desde hacía más de un mes, emprendieron el camino hacia el sur. En muchas filas se oían
cantos durante la marcha. Salían una hora antes de que amaneciera y no acampaban hasta
una hora después del atardecer. A ese ritmo, sólo necesitaron tres días para llegar al gran
vado central. Gracias al tiempo seco de la estación anterior, el agua no tenía más de un
metro de profundidad en la parte central y las tropas no dudaron en cruzarla.
El general Dayr, con seis mil hombres del ejército de la Corona, esperaba al
emperador en la orilla este. Jaymes y Dayr apartaron sus monturas a un lado y
contemplaron el pesado avance del carro enorme, arrastrado por bueyes, que llevaba la
última bombarda a través del río. Los fuertes animales tiraron del carro fácilmente y
siguieron remolcándolo hacia Solanthus. Lo seguía otro centenar de carros, no tan grandes,
y la columna de la legión se extendía por delante y detrás, serpenteante.
—¿Cuáles son las últimas noticias de la frontera? —preguntó Jaymes, mientras se
quitaba el yelmo para secarse el sudor de la frente.
—Mi hijo está espiando a los invasores —informó Dayr—. Después de arrasar los
puestos de la frontera, Ankhar pasó unos cuantos días acampado. Pero ahora se ha puesto
en marcha y parece que se dirige hacia Solanthus. Avanza rápidamente y sin descanso.
—Siempre ha avanzado muy rápido —repuso Jaymes, haciendo un gesto de
asentimiento—. Eso fue un factor muy importante cuando acabó con los duques.
—Bueno, con nosotros no acabará —contestó Dayr—. El Ejército de la Espada está
concentrado, reunido en Solanthus y alrededores. Si a eso le sumamos vuestra legión y mis
Coronas, deberíamos vencer a una fuerza mayor que la del semigigante en al menos varios
miles de guerreros.
—¿Tienes caballería?
—Cuenta con los jinetes de los wargs. Franz me informa de que están siendo muy
eficaces protegiendo la fuerza principal. Mi hijo los persigue, pero los lobos no dejan que
se acerque para echar un buen vistazo a la horda.
Jaymes asintió.
—Ese bruto ha aprendido un par de cosas sobre la guerra, o eso parece. Bueno,
tendremos que asumir que avanza hacia Solanthus. Pero estate preparado para cualquier
truco. Me sorprendería que volviera a asediar la ciudad. La última vez no le fue nada bien.
Pero no se me ocurre qué otra cosa puede pretender.
—Sí, yo también he estado preguntándome por sus movimientos. —Dayr se quitó el
yelmo y se rascó la cabeza—. La última vez sufrió una clara derrota. ¿Por qué iba a volver
a atacar Solanthus?
—¿Arrogancia? ¿Venganza? No, yo mismo me he estado haciendo esas preguntas
—admitió el emperador—. No me parece que sea de esos a los que no les importa morir.
—No, sin duda. Es, por encima de todo, un superviviente.
Jaymes asintió, totalmente de acuerdo.
—Será mejor que estemos preparados para cualquier sorpresa. Recuerda la vieja
máxima: no intentes imaginar lo que va a hacer tu enemigo, piensa en lo que es capaz de
hacer.
—Podría rodear la ciudad por el norte —dijo Dayr—. El general Rankin está
disponiendo su caballería allí arriba. No son lo suficientemente fuertes para detenerlo, pero
al menos darán la alarma si se desvía por allí. Y la cordillera Garnet se interpondrá en su
camino si Ankhar trata de ir por el sur. No creo que intente llevar todo su ejército por allí.
El emperador miró en esa dirección. Las montañas Garner no se veían desde aquella
distancia, pero sabía que sus cumbres se alzaban en el horizonte.
—Tal vez sí, tal vez no —repuso—. Al fin y al cabo, aquellas montañas eran su
hogar. Y ya las había utilizado antes para esconderse.
De repente, volvió a pensar en su viejo compañero, el enano que se había negado a
cumplir sus órdenes de que fabricara más bombardas y que vivía en un valle en lo alto de
aquellas mismas montañas.
¿Qué estaría haciendo Dram?
—¿Dónde estará ese maldito acero? —se preguntó Dram en voz alta.
Se encontraba en lo alto de la torre que sus enanos acababan de terminar, una sólida
estructura de piedra que dominaba la calzada que llevaba a Nuevo Compuesto desde el
corazón de la cordillera Garnet. No había quedado más remedio que construir la torre
apresuradamente, pero la habilidad de los enanos garantizaba la solidez de la construcción.
Dram se había enterado de la reaparición de Ankhar apenas dos semanas antes,
cuando tres supervivientes harapientos de uno de los puestos de la frontera habían llegado
tambaleantes hasta Nuevo Compuesto. Agotados, maltrechos y medio muertos de hambre,
los tres hombres se habían adentrado en las montañas, evitando a duras penas las patrullas
de goblins, que parecían estar en todas partes. Después de contar lo sucedido, comer algo
sólido y darse un baño caliente, el sargento al mando, que había visto pasar cincuenta años
ante sus ojos, declaró que, en su opinión, se acercaba una gran guerra.
El enano de las montañas había reaccionado con decisión. De inmediato, envió a
Kayolin la orden de producir todo el acero que pudieran extraer. Su legión de trabajadores
enanos, más de un millar, había abandonado las tareas más mundanas y rápidamente se
había dedicado a erigir obstáculos defensivos alrededor dela ciudad. Aquella torre de
vigilancia formaba parte de esas construcciones. También contaban con una muralla
fortificada en cada uno de los dos pasos que se adentraba en el valle, además de un recinto
amurallado en el centro de la población. Habían coloreado toneles de polvo negro en el
magnífico puente de tres arcos, de forma que podían hacerlo saltar por los aires en cuanto
se diera la señal. Dram había supervisado hasta el último detalle de la defensa: había dado
órdenes, coordinado a los trabajadores y las tareas, distribuido el personal y el material.
Únicamente un miembro de la comunidad se había negado a seguir las instrucciones
del enano de las montañas.
—¡Tienes que irte ahora mismo! —había gruñido a Sally, apenas una hora después
de haber asimilado las noticias de la invasión—. Coge a Mikey y volved a la cordillera
Vingaard a través de las llanuras. Te avisaré para que vuelvas cuando todo esto haya
acabado.
—¡No pienso hacerlo! —fue la respuesta que ya esperaba oír.
—Pero, el bebé…
—El bebé debe estar con su madre y con su padre —repuso Sally. Suavizó el tono y
tocó a Dram en el hombro, un gesto que siempre lograba tranquilizar sus preocupaciones
más hondas. Pero el enano la apartó.
—Escucha. Ya has oído lo que ha dicho el humano. Ese maldito semigigante tiene
miles de ogros y no está a más de ochenta kilómetros de aquí.
—Está al otro lado de las montañas —contestó Sally tranquilamente—. Y creo que
Jaymes y sus caballeros tendrán algo que decir si intentan marchar sobre Solanthus.
¡Jaymes! Dram sintió el pinchazo de la culpabilidad. No cabía duda de que su viejo
amigo habría recibido la negativa del enano a construir más bombardas. Pero los
acontecimientos habían alterado las cosas —Dram construiría encantado todos los cañones
que pudiera, lo más rápido que pudiese—, pero no podía dejar de pensar que había
traicionado a su mejor amigo.
Como no lograba que Sally se marchara, ya no podía hacer nada más. Al igual que
todos los demás enanos de Nuevo Compuesto, su esposa se había consagrado a la
preparación de las defensas. Supervisaba los equipos de curtidores, que se afanaban en
hacer túnicas de piel resistentes a las flechas para los defensores de la ciudad. Ella, al igual
que Dram, albergaba la esperanza de que las batallas se combatieran en algún otro lugar,
que su pacífico valle no estuviera en peligro. Pero tenían que estar preparados.
De repente, Dram se enderezó, al divisar una pequeña caravana de carros tirados por
mulas que bajaba por el camino de la montaña. ¡Rogard Machacadedos lo había
conseguido! Cada carro estaba cargado con las anillas de acero que necesitaba para fabricar
las nuevas bombardas. Contó una docena de carros y calculó que habría material suficiente
para construir otros tantos cañones. Volvió la mirada hacia la orilla del lago, donde las
placas de quebracho ya estaban montadas y había lista una veintena de pesados soportes.
Por fin contaba con el último de los ingredientes necesarios. Pero ¿tendría tiempo
suficiente para llevar a cabo el trabajo?
Eso era imposible de saber.
16

La oscuridad de la montaña

Blayne Kerrigan avanzaba sigilosamente por la calle oscura, contando las puertas de
su derecha. El arquero Billings le había dado unas indicaciones muy precisas, pero le había
advertido que no había ningún letrero, ninguna señal externa, que identificara el lugar
secreto de reunión. Por fin, llegó a la puerta número trece, la que le habían dicho que
buscara. Vaciló y, por una décima de segundo, tuvo la tentación de dar media vuelta y huir.
Miró tras de sí y encontró la calle desierta, aunque el joven tenía la sensación de que
lo seguían, de que alguien lo observaba. Recordó la tragedia de su padre, pensó en el
emperador, cuyo poder estaba asfixiando a toda la ciudad, y reunió el valor necesario para
continuar.
El edificio era sórdido y ruinoso, con tablones tapando las ventanas. Del interior no
salía ningún ruido. Llevó la mano al pomo y encontró la puerta sin candado, tal como el
arquero le había dicho que estaría. La abrió lentamente, esperando oír el chirrido de los
goznes oxidados, pero se sorprendió al ver que la hoja se abría fácilmente, sin esfuerzo. Un
paso y ya estaba dentro. La puerta se cerró a su espalda y lo envolvió la oscuridad y el
silencio.
Pero sólo fue un momento de paz. Al segundo después, sintió que unas fuertes
manos lo agarraban por los brazos. Se revolvió por instinto, pero comprobó que sus
captores lo asían con firmeza y supo que no podría zafarse. Lanzó una patada, pero lo único
que consiguió fue golpearse la espinilla contra algo duro. El golpe produjo un sonido
metálico.
La luz le abrasó los ojos. No era más que la llama de una lámpara de aceite, pero la
repentina claridad era dolorosa. Sin dejar de revolverse y medio cegado, Blayne fue
empujado, como un niño en plena rabieta, a través de otra puerta y hacia el interior de una
sala más grande.
Tal vez aquella estancia hubiera sido el salón de una posada relativamente próspera.
En una gran chimenea de piedra, en la pared más alejada, se apilaba un montón de brasas
encendidas. La mayor parte del espacio lo ocupaban varias mesas largas, flanqueadas por
un par de arcos. El techo se perdía en la penumbra, aunque pudo distinguir unas vigas y
unos arcos que se unían en un pilar central. A su izquierda se extendía una barra. No había
ninguna otra salida o entrada visible.
Más interesante aún que la sala eran sus ocupantes. Allí se encontraba una docena
de hombres que lo miraban con recelo. Todos lucían el bigote típico de los Caballeros de
Solamnia, pero ninguno llevaba armadura ni mostraba la heráldica de su orden en las
túnicas. Todo lo contrario, más bien parecían ladrones, cubiertos con capas oscuras y
calzados con botas viejas y gastadas. Unos cuantos se cubrían la cabeza con capuchas,
mientras que otros muchos se abrigaban con andrajosos mitones. Ninguno sonreía. En más
de un rostro encontró miradas de recelo o clara hostilidad.
Los dos hombres que lo sujetaban por los brazos eran los más corpulentos de todos
los presentes y también lo miraban con ferocidad. Por lo visto, no les gustó lo que vieron,
pues sus dedos de hierro se hundieron con más fuerza en la carne y empujaron a Blayne
hacia la mesa que ocupaba el centro de la habitación.
A ella se sentaba un único hombre, un poco mayor que los demás, a juzgar por las
arrugas que bordeaban sus ojos y las vetas grises de su bigote y cabellera. Miró fijamente a
Blayne, mientras, con movimientos ostensibles, sacaba una daga del cinturón. Sin apartar
los ojos del desconocido, empezó a cortarse las uñas con lo que, claramente, era una hoja
muy afilada.
Blayne dejó de luchar contra la férrea presa de los dos hombres. Entre las muchas
advertencias que el arquero Billings le había dado, estaba la de que aquellos hombres eran
perfectamente capaces de utilizar la violencia contra sus enemigos. Con aquella indicación
en mente, el joven no se atrevió a hablar, pero trató de recordar el legado de su nacimiento
e irguió la cabeza bien alta para sostener la mirada al hombre.
—¿Y tú quién eres? —preguntó el tipo de la daga, después de lo que pareció un
silencio infinito, en el que acabó de arreglarse las uñas.
—Yo soy sir Blayne Kerrigan, del alcázar de Vingaard —contestó el joven con
orgullo.
—Sí, he oído hablar de ti —repuso el hombre con un resoplido, que bien podía ser
de burla o regocijo.
—Quizá yo pudiera decir lo mismo, si supiera a quién me estoy dirigiendo —replicó
Blayne—. ¿Por qué tus hombres me sujetan así? ¿Y quién eres tú?
Entonces, el hombre se echó a reír a carcajadas.
—Tal vez mis hombres te agarren así porque has entrado como un ladrón,
sigilosamente, a hurtadillas. Tal vez deberíamos cortarte el cuello, mi querido sir Blayne,
como haríamos con un ladrón cualquiera.
—¡Pero yo no soy ningún ladrón!
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Un hombre de la guardia de la ciudad me envía. Estoy tratando de entrar en
contacto con un grupo de valientes que se oponen a la tiranía del emperador y él me dijo
que los encontraría aquí. Ellos son…
—¡No me digas lo que «ellos son»! —lo interrumpió el hombre—. ¿Quién es ese
hombre que te envía a nuestra puerta?
Blayne tomó una bocanada de aire.
—Él me dijo que podría desvelar su identidad a… a los hombres con los que me
reuniera, pero sólo si tenía la garantía de que estaba en el lugar correcto y de que realmente
había dado con ellos.
—Y, sir Blayne, ¿ya tienes la garantía de que puedes hablar o necesitas que te
persuadamos de otra manera?
El hombre seguía empuñando la daga, limándose las uñas. La luz de la lámpara de
aceite se reflejaba en la hoja afilada y cegaba a Blayne. Decidió arriesgarse.
—El hombre que me envía es el arquero Billings, de la guardia de la ciudad. A él
llegué a través de un amigo común que no es de la ciudad. Vine aquí porque el emperador
asesinó a mi padre, a traición, y después destruyó las torres de Vingaard. ¡Hay que
detenerlo!
—En fin, amigo mío —contestó el otro, que era evidente que estaba divirtiéndose—
, seguro que estás al corriente de que expresar tales sentimientos es un delito. Y más en el
mismísimo corazón del reino del emperador. Digamos que podrías acabar prisionero o verte
privado de tus propiedades. El exilio, quizá. ¡La horca! ¡Además, el emperador hasta podría
enfadarse contigo!
La burla provocó las risas cascadas de los demás. Blayne entendió la chanza, pero
presintió que no iba dirigida a él, sino más bien al emperador.
Blayne sintió que le volvía el valor. Si había llegado al lugar equivocado, no se
acobardaría y renegaría de su padre ni su empeño. Pero estaba seguro de que aquéllos eran
los hombres que buscaba y el lugar correcto.
—¡No me importan las leyes del emperador! —aseguró con pasión—. Son una
abominación para el Código y la Medida. Teme a su propio pueblo, a pesar de que afirma
que lleva sus intereses en su corazón. Es un déspota, y hay que terminar con él.
—Bien, mi joven señor —repuso el hombre—, tal vez sea cierto que has venido al
lugar adecuado y estás hablando con el hombre adecuado.
Se levantó y, misteriosamente, la daga desapareció entre los pliegues de la capa, al
mismo tiempo que extendía una mano recia. Blayne la tomó y la estrechó, impresionado
por su firmeza.
—Yo soy sir Ballard. Y tu amigo el arquero, al que yo también conozco, no te
mintió. Nosotros somos la Legión de Acero de Palanthas. Y el emperador no nos gusta.
La magia envolvió a Hoarst y a Sirene como un torbellino y los transportó desde el
campamento de las montañas Vingaard hasta la fortaleza del mago, al otro lado de las
llanuras, en la cordillera Dargaard. Aparecieron en el gran laboratorio, la amplia estancia
que había sido el salón principal del castillo.
Muchas de las otras mujeres del hechicero, más de una docena, habían estado
viviendo allí durante su ausencia y Hoarst se sintió satisfecho al ver que las chimeneas
estaban encendidas y todas las habitaciones estaban cálidas y limpias. Las mujeres
acudieron rápidamente cuando anunció su llegada, alegres por volver a ver a su señor.
—Traedme una cuba de vino blanco de Nordmaar —ordenó bruscamente a un par
de corpulentas rubias que procedían de aquella región—. Lara, tú enciende el fuego para mi
olla más grande. Quiero unas llamas bien vivas. Usa antracita. Dani, Karma, Tenille,
vosotras id a las vitrinas y traedme diez pacas de plumón, una docena de abanicos de seda y
un tonel de aceite de ballena.
Se detuvo un momento para pensar. Tenía agua suficiente, pero necesitaba otros
ingredientes.
—Las demás, guisad algo para comer. Y preparad un baño caliente a Sirene.
¡Quiero que todas vayáis al laboratorio al atardecer!
—¡Sí, señor! ¡Como ordenéis! —respondieron las mujeres al unísono, y se alejaron
apresuradamente a cumplir sus encargos, mientras las dos más jóvenes se ocupaban de la
muchacha albina.
Cuando ya todas estaban ocupadas en sus tareas, Hoarst salió del salón y entró en
los pasillos que llevaban a sus aposentos, pero no subió la escalera.
En vez de eso, se acercó a la sencilla puerta que estaba cerca de la cocina y la tocó,
para sentir el poder del cierre mágico. Se sintió satisfecho, aunque no sorprendido, al
comprobar que nada ni nadie había tocado la puerta durante su ausencia.
Murmuró una palabra, deshizo el conjuro de cierre y abrió la puerta. Una escalera
estrecha y empinada se perdía en las sombras y tuvo que ponerse de lado para bajar por los
pequeños peldaños. Con otra palabra, conjuró la hebilla de su cinturón con un hechizo de
iluminación y siguió adentrándose en los pasajes que recorrían las profundidades de su
antigua fortaleza.
Al final de los escalones, sendos pasillos estrechos se extendían a derecha e
izquierda. Giró a la izquierda, pues la otra dirección no era más que una ilusión. Aunque
parecía un pasaje largo y recto, en realidad llevaba a una trampa ingeniosamente oculta. El
desventurado que diera más de diez pasos en aquella dirección caería en una piscina llena
de ácido.
Hoarst prosiguió por el estrecho pasillo. A cada paso, se levantaban pequeñas nubes
de polvo que danzaban a la luz del hechizo. Pasó una serie de pasillos laterales, a derecha e
izquierda, y tomó el tercer pasaje a su derecha. Éste lo llevó hasta otra intersección de
corredores y volvió a girar en el sentido correcto.
Hoarst sabía que sólo había una forma de recorrer aquellos pasillos. Un movimiento
en falso significaba una muerte segura, violenta, inevitable. En una de las trampas, una roca
de cientos de toneladas de peso aplastaría al intruso. En otra, el pasillo se convertía en un
tobogán que daba a un pozo de cientos de metros de profundidad. En el fondo, aguardaba
un campo de lanzas con las puntas hacia arriba. En una tercera, una de las más ingeniosas,
el intruso quedaba empapado de aceite y, unos segundos después, caía sobre él una cascada
de fuego.
Después de ciento catorce pasos, Hoarst giró a la izquierda por un pasillo que no se
distinguía en nada de los demás. Llegó a una puerta ordinaria y con un toque confirmó que
el hechizo de cierre seguía intacto. Abrió la puerta con una sola palabra y se adentró en su
habitación más secreta y querida.
La luz conjurada seguía emanando de la hebilla de su cinturón, pero aquel
resplandor pálido quedó ahogado por el brillo cegador que lucía en una docena de puntos
de su cámara del tesoro. Joyas y cetros, una corona y una magnífica varita; todo
resplandecía con una luz mágica. Un cofre, en el que apenas cabían las monedas, titilaba
como si estuviera repleto de brasas encendidas. Rayos amarillos y verdes salían de estatuas
y pinturas, mientras un candelabro mágico, eternamente encendido, iluminaba el lugar más
que un centenar de velas.
Hoarst dedicó un momento a examinar sus riquezas. Acarició las incontables
monedas, admiró su cuadro favorito —en el que se veía a una mujer medio desvestida,
junto a un lago de aguas claras—, sopesó un cetro de valor incalculable y apretó la
empuñadura de una maravillosa daga voladora.
Pero era el trabajo, y no el placer, los que lo habían llevado hasta allí y no podía
perder tiempo. Se acercó a una tinaja llena de escamas de oro. Tuvo que cogerla con ambas
manos para meterla en un zurrón mágico. Después, se lo colgó del cinturón como si no
fuera más que un monedero. Encontró otro cofre, en el que había diamantes puros y
cristalinos, y también lo metió en el zurrón. Vaciló un momento y, al final, también echó la
daga encantada a la bolsa.
Después de dejar cerrados todos los candados mágicos detrás de sí, recorrió los
túneles subterráneos y subió por la larga escalera. Al volver a su laboratorio, comprobó que
las mujeres habían seguido totalmente sus indicaciones. Un gran fuego ardía bajo la olla y
el vino y el resto de los ingredientes aguardaban en una mesa cercana, donde estaban
cuidadosamente dispuestos.
Cenó en el laboratorio, mezclando los elementos y trabajando mientras comía, y
después entonó conjuros y escribió símbolos arcanos hasta bien entrada la noche. Las
mujeres cuidaron del fuego mientras él dormía, y siguió mezclando y cocinando durante
todo el día siguiente. Añadió el oro en polvo, equivalente a doscientas piezas de acero. Puso
los diamantes, diez veces el valor del acero, en el molinillo y, después de una hora de arduo
trabajo, redujo las piedras preciosas a mero polvo.
Durante seis horas más, la gran olla hirvió. La poción mágica fue haciéndose hasta
que, al final, sólo faltaba añadir una cosa.
—Sirene, ven aquí —ordenó.
La joven albina acudió de inmediato, complaciente. Estaba limpia y perfumada
después del baño y el hechicero se sintió satisfecho. La muchacha sabía que la sangre
albina era escasa y muy valiosa para los hechizos, por lo que, una vez más, extendió con
orgullo un dedo, preparada para recibir el corte de la lanceta.
—¿Necesitáis otra gota de mi sangre, mi señor? —preguntó, saboreando el poder
que le daba su especial condición, riéndose para sus adentros de los celos de las demás
mujeres.
—Me comprendes tan bien… —repuso el mago, con una sonrisa—. Pero ésta es
una poción especial con requisitos muy especiales.
El cuchillo mágico estaba en sus manos, pero ella sólo lo miraba a los ojos.
—Siento tener que decirte esto, querida mía, pero en esta ocasión necesito toda tu
sangre.
La noche siguiente, Selinda volvió a la pequeña taberna del final del callejón
oscuro. Aunque ningún cartel lo indicaba, supo por otros clientes que se llamaba El buen
puerto de Hale, en honor a las fiestas que organizaban los marineros antes de que sus
barcos zarparan en largas travesías. Se enteró de que el propietario era el hombre que le
había hablado en el callejón la primera noche y de que su nombre era Hale. La gente lo
llamaba Hale el Cojo y él parecía tomarse con buen humor el mote.
La tercera noche se teletransportó directamente desde sus aposentos al callejón,
donde pegó un buen susto a Hale, que estaba apoyado en el sucio muro, estudiando la calle
en busca de nuevos clientes. Pareció que se alegraba de volver a verla y Selinda agradeció
sus cumplidos. Un momento después, ya estaba dentro y la recibían unos cuantos
habituales. No le faltaron las invitaciones para unirse a la mesa de un grupo de viajeros o
para compartir los cotilleos de los mercaderes, que se apiñaban en una esquina del salón.
Los marineros narraban historias de puertos exóticos y de terribles tormentas, y
Selinda disfrutaba con sus aventuras. También había viejos soldados y, por un trago o dos,
no costaba convencerlos de que recordaran las campañas contra los caballeros negros, las
misiones secretas en el reino de Khellendros o las batallas contra Ankhar la Verdad, en las
llanuras centrales. Todas las noches que iba, Selinda se quedaba hasta tarde. Normalmente,
el sol ya despuntaba cuando llegaba a casa. Siempre iba a pie, hasta que ya no estaba a la
vista de la entrada de El buen puerto de Hale y podía teletransportarse.
No le dijo a nadie su nombre y nadie se lo preguntó. La trataban bien, como
correspondía a su belleza y a las generosas propinas que dejaba después de cada visita. La
música exótica, envolvente y dulce, y un poco atonal, la atraía más que las flautas, las liras
y los tambores de otros músicos de la ciudad. En su segunda visita, supo que aquellos
extraños músicos y sus instrumentos procedían de lugares tan lejanos que eran
desconocidos en la mayor parte del continente de Ansalon.
También le gustaba acudir a aquel lugar porque nadie sabía que era la esposa del
emperador, donde su legado como Princesa de las Llanuras, la mujer que ayudaría a
unificar Solamnia, no era más que un mito. Había crecido como una niña rodeada de
privilegios y, si tenía que ser sincera consigo misma, era cierto que su padre y sus riquezas
la habían mimado. Aunque no había llegado a malcriarla, Bakkard du Chagne había
permitido que careciera de nada material. Al hacerse adulta, esperaba lo mismo. Su
matrimonio con el hombre más poderoso de su mundo no había ayudado a mitigar su
sensación de supremacía, pero la había alejado de la vida real.
En aquella taberna oscura, todas aquellas barreras habían caído. Se reía al sentir la
libertad absoluta y se relajaba entre aquellos joviales extranjeros. Incluso se unía a los
rumores sobre el emperador, que eran sorprendentemente habituales. Todos tenían una
opinión sobre su esposo, y la mayoría de esas opiniones eran desfavorables, aunque unos
pocos soldados veteranos defendieron la disciplina y el orgullo de la nación solámnica.
Otros se burlaban de Jaymes, diciendo que temía hasta a su propia sombra y que estaba
paranoico, hasta rozar la locura, con sus edictos y leyes. Si aquellos edictos les infundían
miedo por las represalias prometidas, ¡sus nuevos amigos sabían disimularlo muy bien!
En su cuarta o quinta visita, Hale el Cojo se acercó para sentarse a su mesa. Ella lo
saludó con un gesto de cabeza.
—Me alegra ver que la señorita encuentra de su gusto mi humilde posada —dijo el
hombre con una sonrisa.
—Es un lugar maravilloso —declaró Selinda—. Todos son tan agradables y tienes
una mezcla tan interesante de gentes de todos los lugares…
—Oh, sí. ¡Y no olvidemos la música!
Hizo un gesto hacia un músico delgado y pálido que tocaba una extraña flauta, tan
larga como una lanza. El hombre tocaba unas notas que parecían estar más allá de las
escalas, en un tono nostálgico que hacía que Selinda se sintiera terriblemente triste. Hale
carraspeó.
—¿Tal vez podría mostrarte algo nuevo?
—Tal vez. ¿En qué estás pensando?
Hale silbó y una de las doncellas acudió a la mesa. Como todas las demás camareras
de la posada, la muchacha vestía un corpiño muy escotado, combinado con una falda que le
llegaba a las rodillas. Hizo una reverencia a su señor.
—Trae loto rojo a la graciosa dama —dijo Hale con una voz suave, misteriosamente
atractiva. Se volvió hacia Selinda—. Es otra mezcla que viene del este. Creo que la
encontrará de su gusto.
De hecho, así fue. La bebida era ácida, con un toque de algún tipo de fruto que
cubría otros sabores más fuertes y desconocidos. Resultaba suave, pero, al mismo tiempo,
picaba en la lengua. Cuando la bebió, a Selinda aquella sensación le pareció irresistible.
Antes de que se diera cuenta, su vaso estaba vacío y Hale estaba pidiendo otro…
Y otro más. Era como si aquella bebida centrara sus pensamientos y despertara sus
sentidos. Descubrió que estaba riéndose a carcajadas de algo, aunque no podía decir de qué.
De repente, las luces eran muy intensas y después se apagaban hasta rozar la negrura.
Volvieron a encenderse con un brillo repentino y titilante que le resultó muy divertido. Se
preguntó por qué parecía que nadie más se daba cuenta de aquel fenómeno, pero no se
preocupó demasiado, pues la música volvía a empezar.
Un violinista se había unido al hombre de la extraña flauta y entonaron una alegre
giga. De repente, Selinda estaba de pie y bailando, mientras los demás clientes aplaudían al
ritmo de la música y la jaleaban. Sencillamente, aquélla era la experiencia más increíble y
divertida de toda su vida. Sin dejar de reír, animó a los músicos a que tocaran una canción
más y se quedó muy decepcionada cuando, un buen rato después, los hombres rogaron que
les permitiera descansar.
Se sintió un poco insegura al volver a su mesa, donde estaba sentado el propietario
de la taberna, mirándola con desbordante felicidad. ¡Era un hombre tan encantador!
—¿Quizá la señorita me acompañe ahora? —dijo Hale.
Una señal de alarma trató de abrirse camino entre sus confusos pensamientos. Pero
sólo podía pensar en los ojos de Hale, tan oscuros, misteriosos e irresistiblemente
atrayentes.
—Claro —contestó, y se dio cuenta de que tenía que hablar muy despacio para que
fuera posible entenderla—. Pero ¿adónde vamos?
—Por aquí —murmuró el hombre, indicando un pasillo oscuro en la parte de atrás
de la taberna.
—¿Por… qué? —intentó preguntar Selinda.
Parecía que estaba muy lejos, pero sentía una curiosidad irresistible. Lentamente, se
puso de pie y se sorprendió al notar la fuerza de las manos del hombre, mientras la ayudaba
a incorporare.
—No te preocupes y no hagas preguntas —dijo el hombre en voz baja—. Te
prometo que va a ser una sorpresa magnífica.
—Los caballeros tienen un ejército delante de la ciudad de la Aguja Hendida y otro
ejército marcha hacia aquí, a través de las llanuras —informó Machaca Costillas—.
Muchos caballos al norte. Con caballeros. Y lanzas largas.
Ankhar asintió. No le sorprendía ninguna de esas noticias y ya sabía de sobra que
era inútil que pidiera datos más precisos a aquel goblin estúpido. La Ciudad de la Aguja
Hendida era Solanthus, eso también lo sabía, llamada así por los dos bloques de roca que se
alzaban hacia el cielo en medio del lugar. Era consciente de que los caballeros amaban
aquella ciudad y que avanzarían para protegerla de cualquier peligro.
Pero él ya había ideado otro plan y el informe del explorador no hacía más que
reforzar la forma de proceder que había pensado. Solanthus se extendía en el horizonte, a
sólo unos treinta kilómetros de allí, al oeste y un poco al norte respecto de su posición. La
cordillera Garnet se alzaba justo en el oeste, con sus cumbres escondidas detrás de una capa
de nubes oscuras que auguraban intensas lluvias, tal vez incluso nieve, en las tierras altas.
Ankhar sonrió al pensarlo.
Reunió a sus capitanes y a su madre adoptiva en asamblea. Los ogros estaban
impacientes y malhumorados, pues habían pasado las últimas dos semanas marchando a un
ritmo cada vez mayor, más rápido que en toda su vida. Sin embargo, seguían mirándolo con
respeto y Ankhar sintió fuerzas renovadas al ver que todavía estaban dispuestos a seguirlo.
—¡Allí arriba! —exclamó, señalando hacia las montañas—. Los caballeros están en
la llanura, en la ciudad, al norte de la ciudad. Pero no están allí arriba.
—¿Encontraremos tesoro y botín en las montañas? —preguntó Cuerno de Toro con
escepticismo—. ¿O sólo frío y nieve y camas de piedras duras?
—No vamos a quedarnos en las montañas —contestó Ankhar—. Las atravesaremos
y saldremos al otro lado. Los caballeros nos buscaran aquí, ¡y nosotros estaremos allí!
Señaló con gesto triunfal hacia las imponentes cumbres, con la esperanza de que su
plan hubiera calado entre los capitanes.
—¡Allí! —gritó Laka, lanzando una carcajada espeluznante—. Al otro lado de las
montañas encontraremos riquezas y esclavos y guerra.
Por un momento, los ogros se miraron con escepticismo. Por fin, el general Río de
Sangre lanzó un rugido.
—¡Adelante! ¿Quién tiene miedo a las montañas?
Cuerno de Toro levantó el rostro hacia la cordillera y también bramó su desafío:
—¡Las montañas no van a detenerme! ¡Vamos por las montañas! ¡A la guerra!
—¡Por las montañas! ¡A la guerra!
Un momento después, todos los capitanes de Ankhar repetían esas palabras. Al
instante, la gran horda se alejó de las suaves llanuras en dirección a un valle que Ankhar
conocía, el cual les llevaría hasta lo más alto de la cordillera. Después, continuarían hasta
ese maldito reino de los enanos de las montañas, Kayolin.
Al otro lado de las cumbres, sabía que había el valle ancho de un río, por el que
bajarían hasta las llanuras. En aquel valle no vivía nadie. Eso lo sabía porque lo había
cruzado pocos años antes. Nadie podría detener sus planes.
17

La toma de la torre

Hoarst volvió junto al Ejército Negro con un pequeño barril en su zurrón mágico.
Contendría unos siete litros de un líquido precioso. «Precioso en muchos sentidos», pensó
con cierta melancolía. ¿Algún día volvería a encontrar una concubina como Sirene? Lo
dudaba. Pero, como una leve brisa —o un hechicero teletransportándose—, aquel
pensamiento desapareció en cuanto contempló las nuevas hileras de tiendas, dispuestas en
el extremo sur del valle escondido de la cordillera Vingaard.
Había llegado el momento de ponerse a trabajar.
Las compañías de la fuerza de Blackgaard, diez unidades de trescientos hombres
cada una, se habían desplazado hasta allí. Viajarían ligeros de peso, sin las tiendas ni sus
enseres, pues, al fin y al cabo, dentro de poco estarían durmiendo cómodamente en la Torre
del Sumo Sacerdote.
Hoarst encontró a Blackgaard afilando su espada, envuelto en las brumas que
anunciaban el amanecer. El Túnica Gris se sorprendió al ver que el comandante se
encargaba personalmente de tareas tan prosaicas, pero no hizo ningún comentario.
—El puente quedó terminado ayer —informó el capitán a su mago—. Llegas en el
momento justo.
—Perfecto. —Hoarst pegó unas palmaditas al zurrón mágico—. Aquí mismo tengo
el medio para atacar. Todo ha ido según lo previsto.
El bulto del barrilete había desaparecido dentro de los confines mágicos del zurrón
pero Blackgaard entendió el gesto de su compañero.
—Excelente. Es hora de ponerse en marcha.
Las compañías formaron una columna rápidamente y empezaron a ascender por el
empinado camino, siguiendo su sinuoso trazado para subir la escarpada pared que
bloqueaba el valle por el sur. Su destino estaba a sólo unos veinte kilómetros y Blackgaard
quería que estuvieran en posición al atardecer, para poder descansar un poco antes de atacar
en las horas más oscuras previas al amanecer.
El Ejército Negro avanzaba con la agilidad de una formación de veteranos. Aquellos
soldados eran mercenarios, cierto, en vez de hombres que luchaban por su nación o su
código, pero eran los mercenarios más despiadados, los mejores de todo el mundo y se
enorgullecían de su fama. No se oía el entrechocar del metal, ni una maldición o una queja,
ni siquiera un tropiezo descuidado entorpecería la marcha.
Una hora después, la compañía a la cabeza alcanzó la cumbre de la cadena que
rodeaba el valle y siguió guiando a la columna lejos de la protección de su refugio, hacia las
tierras azotadas por el viento de lo alto de la cordillera Vingaard. Como si cruzaran una
frontera, atrás dejaban los campos, los pastos y las arboledas de su campamento, para entrar
en un reino de austera piedra gris, glaciares blancos, profundos abismos e inalcanzables
cumbres. Allí no crecían los árboles y apenas había un trozo de suelo llano.
Los ingenieros del capitán habían hecho un trabajo magnífico. No serviría como
ruta para las caravanas comerciales, pues era demasiado escarpado, pero el camino era lo
suficientemente ancho para que pasara una columna de cinco hombres, incluso en los
lugares donde se asomaba a vertiginosos precipicios. Después de cruzar la cadena de
montañas, el camino cortaba una ladera de una montaña, a unos centenares de metros de la
cumbre, para pasar inadvertido. Descendía poco a poco, serpenteaba alrededor del macizo
infranqueable y luego caía a las profundidades entre dos cumbres cónicas.
Más allá, el camino debía enfrentarse al obstáculo de un abismo de más de medio
kilómetro de profundidad, la barrera que hasta entonces había impedido todos los ataques a
la torre desde el norte. Pero el puente que habían levantado era una verdadera obra maestra,
esbelto y de líneas elegantes. Su único arco salvaba el vacío por la parte más estrecha del
abismo. La superficie de piedra retumbaba bajo las botas del Ejército Negro. A media tarde,
toda la fuerza había cruzado.
Sólo quedaba una cima que superar. La columna se estrechó hasta formar una fila
doble y después de un solo hombre. Aquella parte del camino, que ascendía hasta la cumbre
más alta, era, inevitablemente, escarpada y difícil. Como estaba muy cerca de la fortaleza,
los excavadores habían tenido que trabajar con mucha cautela para no ser descubiertos.
La noche ya se cernía sobre ellos cuando llegaron a lo alto. Blackgaard había
explorado el lugar antes y había descubierto una depresión cerca de la cima, donde ordenó
al ejército que pasara la noche. Blackgaard no permitió que encendieran hogueras. A pesar
de que la montaña los ocultaba a ojos de la fortaleza, no sería la primera vez que el olor del
humo frustraba un ataque sorpresa.
Sobre el suelo de dura piedra, los hombres durmieron todo lo que pudieron, que no
fue mucho. Pasaron la mayor parte del tiempo contemplando la luna roja, seguida por la
blanca, en su lenta travesía por el cielo de la noche. Lunitari se puso detrás de las montañas
del oeste aproximadamente a medianoche. Solinari, que estaba más llena y seguía los pasos
del astro rojo, no se puso hasta pasadas las tres. Únicamente las estrellas, muchas más de
las que pudiera contar un hombre, iluminaban la vastedad del cosmos.
Entonces, llegó el momento de ponerse en movimiento.
Primero fue Hoarst, a la cabeza de una compañía de trescientos elegidos. Cuando
superaron la cima, ante ellos apareció su objetivo. Los muros de alabastro de la Torre del
Sumo Sacerdote se recortaban contra la cordillera de montañas negras. Residida por la alta
torre central, la fortaleza vigilaba aquel lugar desde la Era del Poder, símbolo del dominio
de los solámnicos en aquel rincón de Krynn. Había también torres de menor altura,
interminables murallas, enormes puertas y la fortaleza de menor importancia conocida
como el Espolón del Caballero: todas las construcciones se elevaban como recuerdo de los
grandes ejércitos a los que aquel lugar se había enfrentado tantas veces en el pasado.
La compañía que iba a la vanguardia empezó a descender por un barranco estrecho,
de pronunciada pendiente. En algunos puntos, el sendero describía una curva y volvían a
vislumbrar su destino. Sin embargo, la mayor parte del tiempo caminaron por el fondo del
barranco y lo único que podían ver era una rendija de cielo sobre sus cabezas.
Un kilómetro los separaba de la muralla norte de la torre cuando Hoarst ordenó a los
hombres que se detuvieran. Los guerreros lo rodearon, mientras el mago se llevaba la mano
al zurrón y sacaba el pequeño barril que había llevado desde la cordillera Dargaard. En su
mano apareció también un tazón y el hechicero abrió la espita. Uno a uno, los trescientos
hombres recibieron un sorbo de la poción que había preparado con tan gran sacrificio.
Cuando terminaron, el hechicero tiró el recipiente al suelo. Ya no lo necesitaba. Al
igual que el cuerpo agotado de Sirene, no era más que una cáscara vacía que se desechaba
sin miramientos. Hoarst levantó las manos, rodeando sus gestos con un toque de luz
mágica, para que sus hombres pudieran observarlo. Con un ágil movimiento, ordenó que se
pusieran en marcha.
Ágil, silenciosa y mágicamente, su compañía de soldados empezó a volar.
El general Markus estaba intranquilo y no lograba conciliar el sueño. Parecía que
aquella noche no hubiera cerrado los ojos. Decidió que dormir era ya una causa perdida, se
levantó, se vistió con su túnica de piel, y decidió ir a caminar por los parapetos de su
fortaleza.
Encontró a los guardias despiertos y vigilantes, como sabía que estarían. La mayor
parte de las posiciones defensivas de la Torre del Sumo Sacerdote vigilaban el camino que
cruzaba el paso. Era la misma calzada que Jaymes había ordenado ensanchar, la ruta por la
que el ejército del emperador había partido y regresado a Palanthas. En aquel momento,
nada se movía en el camino.
Markus había sido nombrado comandante de la guarnición de la torre poco después
de la derrota del ejército de Ankhar. Jaymes Markham había dado a aquel capitán veterano,
y de confianza, la posibilidad de volver a Caergoth, a la cabeza del ejército de la Rosa, o de
ponerse a las órdenes de una de las posiciones más remotas del reino. Markus había
aprovechado la oportunidad de estar en la torre y nunca se había arrepentido de su decisión.
Allí era su propio señor y el señor de un lugar santificado por su orden a lo largo de
toda la historia. Confiaba en sus hombres y todos ellos lo veneraban. Allí no había política,
ni distracciones —¡por suerte, tampoco mujeres!—, y podía vivir la vida austera que
siempre había soñado. Era una vida dedicada al deber y al servicio, a mantener la seguridad
de un lugar de máxima importancia.
Jamás olvidaba que la Torre del Sumo Sacerdote había sido, el escenario de algunas
de las batallas más legendarias de todas las épocas. Aquél era el campo de batalla en el que
había caído Sturm Brightblade, el caballero que había devuelto el honor a las órdenes
solámnicas durante la Guerra de la Lanza. Allí habían matado al primer dragón los Héroes
de la Lanza. Y era la principal ruta comercial del nuevo imperio solámnico. Todas las
noches, sin importar lo mal que durmiera, Markus se acostaba orgulloso por haber hecho su
trabajo lo mejor que podía.
Entonces, ¿a qué se debía aquella inquietud?
El veterano capitán seguía agitado y caminó desde la torre de la puerta a los patios
inferiores, donde todo estaba en silencio. Trepó a las torres de la muralla y encontró a los
centinelas despiertos, aburridos pero vigilantes. Pensó en subir hasta la Atalaya Alta —el
punto más alto de toda la torre, excepto por el pequeño espacio que llamaban el Nido del
Martín Pescador, al final de una estrecha escalera de caracol—, pero sabía que allí arriba
vigilaban unos guardias de total confianza y, además, tardaría hasta el amanecer en subir
los cientos de peldaños.
En vez de eso, ir a las murallas del norte. Se asomaban a los enormes cañones,
siempre oscuros y silenciosos, a los precipicios amenazadores y a las cumbres escarpadas.
Se veían lugares más altos que la muralla, pero estaban demasiado alejados para que arcos
o catapultas allí apartadas pudieran alcanzarla. La noche estaba tranquila, envuelta en
sombras.
—¿Eh? —dijo con voz ronca uno de los caballeros del parapeto exterior—. ¿Qué
clase de pájaro…?
La frase murió en un borboteo de sangre. Markus era un soldado de toda la vida y
sabía que aquél era el ruido que emitía una garganta cuando la cortaban.
—¡Alarma! —gritó—. Dad la alarma. ¡Encended las antorchas, en nombre de Kiri!
De inmediato, una docena de antorchas iluminaron los numerosos baluartes.
Durante un segundo de horror, el capitán sólo pudo mirar lo que pasaba con la boca abierta,
espantado. Su alto parapeto, a unos treinta metros del fondo del cañón, estaba siendo
arrasado por unos atacantes de armadura negra. No sólo trepaban por la muralla, también
salían de la base de la muralla interior y de la torre. ¡Y muchos caían directamente del
cielo!
Los defensores no tuvieron posibilidad alguna. Los caballeros de Markus, los
hombres que tanto lo apreciaban y confiaban en él, lucharon con valentía, pero sólo eran
doce los apostados en aquella plataforma apartada y los atacaba una fuerza por lo menos
diez veces superior. Cada caballero se enfrentaba a dos, tres, incluso cuatro atacantes a la
vez. El acero los acosaba por todas partes. Y el enemigo era hábil.
Markus vio al último de sus hombres morir —segundos después de que la batalla
hubiera comenzado—, antes de lograr retirarse al interior de la torre y cerrar la puerta a su
espalda con una pesada barra de hierro. La dejó caer y la sujetó con las dos manos.
La alarma se extendió. Las antorchas iluminaban cada rincón, mientras los hombres
buscaban sus objetivos, gritaban preguntas y desafíos.
Un sargento subía la escalera con una antorcha y blandiendo la espada. Los
peldaños retumbaban bajo sus pies.
—¡General! ¿Qué está pasando? —exclamó.
—¡Aquí arriba! —gritó Markus—. Doscientos hombres, quizá más, han tomado el
parapeto norte, ¡justo al otro lado de ésta puerta! ¡Haz que suba el doble de refuerzos!
—¡Sí, señor!
El veterano soldado enfundó la espada y bajó la escalera de un salto. La estela de la
llama de la antorcha ondulaba tras él. Markus no había apartado las manos de la barra de
hierro, pero cada vez se sentía más inquieto, al ver que nadie intentaba forzar aquella
entrada.
Un momento después, el general oyó docenas de botas retumbando en la escalera.
Se acercó a una aspillera y miró hacia fuera, preguntándose por qué ninguno de los
atacantes había empezado a aporrear la puerta. La única esperanza de Markus era que las
tropas frescas llegaran a tiempo para ayudarlo a defender aquella posición desesperada.
Pero cuando miró por la aspillera, entendió por qué los atacantes no presionaban su
baluarte. La razón era clara y, al mismo tiempo, increíble: no intentaban echar la puerta
abajo porque, simplemente, se iban volando.
Surcaban el cielo para atacar otra posición.
Hoarst y su compañía voladora arrasaron tres parapetos diferentes, todos ellos
posiciones altas de la muralla norte. En cada uno de ellos, mataron a los soldados de
guardia y provocaron tal alboroto que el resto de las tropas de la limitada guarnición de la
torre era enviado a aquel punto crítico. Cuando los refuerzos llegaban al lugar, los atacantes
ya se habían ido. Poco tiempo después, toda la torre estaba iluminada con antorchas y
salpicada de cadáveres.
La Atalaya Alta estaba erizada de arqueros que lanzaban sus flechas a murciélagos,
nubes y objetivos imaginarios del cielo. Hoarst no tardaría en enviar a sus hombres contra
aquella posición —les quedaba aproximadamente una hora antes de que el efecto de la
poción desapareciera—, pero primero tenía un objetivo más importante.
La compañía del Túnica Gris surcó el aire, desde la alta muralla, hacia la puerta
norte. En las primeras escaramuzas no había perdido más de una docena de sus hombres y
Hoarst disfrutó del descenso, largo y amplio, desde las atalayas hasta el patio de la puerta
norte.
Allí encontraron a varias docenas de guardias, a los que los soldados voladores
atacaron sin piedad. La mitad de los defensores murió cuando los atacantes todavía estaban
cayendo del cielo, con las espadas extendidas y asestando mandobles.
Hoarst vio a un caballero corriendo hacia la pesada cadena enrollada del rastrillo.
Sabía que si el hombre lograba soltar la cadena, la verja de hierro caería y sus hombres
tardarían por lo menos una hora en levantarla.
El hechicero señaló con el dedo y masculló una palabra de magia. Flechas de luz y
energía, que parecían muy hermosas pero eran terriblemente letales, salieron disparadas del
dedo de Hoarst. Dos, cuatro, seis flechas mágicas se clavaron en la espalda del caballero
que iba a la carrera. El hombre cayó al suelo, con el cuerpo sangrante y cubierto de
ampollas. El herido alargó una mano desesperada hacia la cadena, pero otro atacante ya
estaba allí. El hombre del Ejército Negro machacó la mano del caballero con el tacón de su
bota y después le clavó la espada en el cuello.
El Caballero de la Espina se sentía satisfecho. Cuando el último de los defensores
encontró la muerte, levantó la vista hacia la gigantesca puerta, estudió el mecanismo y
descubrió el gran cabestrante que abriría las hojas.
—¡Allí, soldados! —gritó, iluminando la maquinaria con un espectral hechizo de
luminosidad—. ¡Girad el torno!
—¡A la carga! A paso ligero, soldados, ¡a las puertas!
El capitán Blackgaard lideraba el ataque a pie —los caballos no podían bajar por las
escarpadas pendientes de piedra— y detrás de él avanzaba el grueso del Ejército Negro, en
una larga fila. Las nueve compañías que avanzaban a pie rodearon la base de la gran
fortaleza.
Cuando la alarma se propagó en las alturas, estas compañías salieron de las sombras
y echaron a correr hacia la gran barrera de la puerta norte.
Por fin, recorrieron la última curva de la planta del bastión y se encontraron con las
imponentes puertas. Blackgaard sintió un pinchazo de pánico al ver que aquella barrera
infranqueable seguía bloqueándolos. Entonces se oyó un crujido, seguido de un primer
movimiento vacilante. En ese mismo momento, dio las gracias a los dioses y a todos
aquellos que lo ayudarían a hacerse rico, mientras los pesados portales empezaban a
abrirse.
Hoarst había hecho su trabajo.
Markus bajó la vista y vio a miles de hombres, todos de negro, atravesando la puerta
abierta. Al mismo tiempo, la avanzadilla de soldados voladores había tomado el acceso a la
parte central de la torre y pasaba por la espada a los pocos defensores que se interponían en
su camino.
El general desvió la vista hacia el otro lado del patio, en dirección al reducto
conocido como el Espolón del Caballero. Se trataba de una torre secundaria, separada de la
construcción principal de la fortaleza por un canal profundo, que cruzaba un único puente.
Si los defensores lograran llegar hasta allí…
Aquel pensamiento murió en cuanto vio a cincuenta soldados ataviados de negro en
aquel baluarte. Estaban alzando el pequeño puente. Un instante después, el Espolón del
Caballero sería inaccesible para los defensores.
Los combates estallaban en cada esquina de la fortaleza. A pesar de su clara
inferioridad numérica, del efecto sorpresa y de que muchos acabaran de despertarse de un
profundo sueño, los Caballeros de Solamnia hicieron un buen papel. Luchaban en parejas o
tríos, cada hombre protegiendo la espalda de su compañero. Los atacantes caían por
docenas. Sin embargo, más por instinto que por otra razón, los caballeros iban retirándose
poco a poco al extremo sur de la fortaleza.
Gracias a las numerosas puertas que había abierto la avanzadilla de soldados
voladores, los atacantes dominaban cada milímetro de las murallas, la torre y el patio del
lado norte. Arrasaron el patio central. La torre del centro de la fortaleza había caído y los
arqueros enemigos habían sustituido a los caballeros de la Atalaya Alta. Misiles mortales
caían sobre los defensores.
Aquí y allá, un sargento organizaba un contraataque o un puñado de hombres
lograba salir de un círculo de atacantes de negro. Los solámnicos combatían y morían con
coraje, mientras retrocedían lentamente. La fortaleza había sido asaltada por demasiados
puntos a la vez para que pudieran intentar defender más de un pequeño rincón, contra un
enemigo tan superior.
—¡A mí, caballeros! —gritó Markus a los supervivientes—. ¡Los contendremos en
la puerta sur!
Sus hombres acudieron de dos en dos y de tres en tres. Tristemente, muy pocos
fueron los que llegaron. Tenían que luchar para abrirse camino hasta el general y muchos
murieron en el intento. Cubiertos con mallas plateadas o incluso en pijama, los caballeros
luchaban protegiéndose la espalda siempre que lograban encontrar un compañero. Retaban
a los enemigos y morían.
Sin embargo, los solámnicos causaron un daño terrible a los atacantes. Conocían
cada rincón y cada grieta de su fortaleza y contaban con la ventaja de las trampas mortales
cuidadosamente preparadas durante años. Más de doscientos atacantes encontraron la
muerte aplastados por una roca que un sargento se encargó de liberar abriendo una
trampilla sobre un estrecho pasillo. Docenas de soldados de negro cayeron mientras
cruzaban unos corredores oscuros defendidos por caballeros invisibles. Una compañía del
Ejército Negro al completo —trescientos hombres— sufrió una muerte horrible cuando
quedó atrapada en un patio que se inundó con aceite y después se prendió fuego entre
aullidos de los hombres y tufo a carne quemada.
No obstante, al final, era imposible que no se impusiera la fuerza numérica de los
atacantes. Un centenar de hombres moría al cargar en un patio abierto, pero doscientos
sobrevivían y aplastaban a los supervivientes. Cuando el suelo de un pasillo desaparecía y
doscientos soldados del Ejército Negro caían a un enorme pozo subterráneo y encontraban
una muerte segura ahogados, cuatrocientos guerreros encontraban una nueva ruta y
masacraban a los caballeros que habían hecho saltar la trampa. Siempre que los defensores
podían disfrutar de un momento de victoria, los atacantes cambiaban de táctica, llegaban
por otra parte y la lucha continuaba.
Al final, a Markus le quedaban menos de cien hombres, arrinconados en diferentes
puntos del parapeto exterior. Formaron dos líneas, mirando a Occidente y Oriente, para
bloquear los baluartes de lo alto de la muralla, mientras los atacantes se abalanzaban sobre
ellos. Durante unos minutos preciosos, los solámnicos resistieron. El acero se hundía en los
atacantes y, por cada baja de los caballeros, morían dos o tres soldados de negro.
Markus alzó los ojos hacia el cielo, que empezaba a colorearse con el amanecer. Los
soldados voladores habían desaparecido. Sabedor de que habían tenido que utilizar la magia
para dominar el aire, se dio cuenta de que aquel terrible encantamiento se habría acabado y
el enemigo volvía a luchar a ras de suelo, como sus propios hombres.
—¡Replegaos a la puerta sur! —ordenó—. ¡Allí resistiremos!
Los hombres retrocedieron con la disciplina que cabía esperar de unos caballeros
solámnicos. No se produjeron muestras de pánico, ni siquiera cuando apareció una nueva
ola de atacantes por una puerta lateral y empezó a acosar el flanco derecho. Dos o tres
hombres cayeron, pero el resto se replegó hacia la gran puerta metálica que conducía al
enorme torreón de la puerta.
Pero, entonces, las hojas de metal se abrieron bruscamente y escupieron una
compañía enemiga fresca, trescientos hombres o más que formaron una falange. Los
defensores quedaron atrapados. Los arqueros enemigos comenzaron a disparar desde las
plataformas más altas y el corazón de Markus se ahogó en el pesar al ver que valientes
hombres morían sin ni siquiera poder lanzar una estocada a sus lejanos atacantes.
No muy lejos de allí, recordó el general Markus con pesadumbre, había muerto
Sturm Brightblade… La Dama Azul, Kitiara, lo había matado allí mismo y en aquel
momento valeroso las órdenes de los caballeros solámnicos habían vuelto a la vida. El
Código y la Medida habían sido redimidos, el honor de Vinas Solamnus vengado.
—¡Aquí, resistid! —gritó el general, cuando cayeron dos caballeros más.
Un joven aprendiz, todavía barbilampiño, corrió al hueco, abriéndose paso espada
en mano entre los atacantes de negro, y la nueva línea resistió. Al menos, hasta que el joven
fue alcanzado por una flecha que cayó desde las alturas.
Markus sólo contaba con una decena de hombres, acosados por cientos de atacantes
por todos los flancos. Sentía la espada sangrienta como un peso enorme en la mano, pero no
podía compararse con el pesar que albergaba su corazón.
Otro caballero cayó, tan cerca de él que la sangre le salpicó las botas. El general
avanzó un paso y vengó al hombre. Pero su lugar lo ocuparon rápidamente cinco o seis
atacantes.
Markus no llegó a ver quién lo mató. El afilado metal se le clavó por el costado
izquierdo y se hundió en aquel gran corazón.
—Est Sularus oth Mithas —dijo en un gemido. «Mi honor es mi vida».
Y aquel día, también fue su muerte.
18

Peligro

Los últimos informes todavía dicen que Ankhar se acerca a Solanthus —dijo el
capitán Franz.
El oficial de la Corona estaba a lomos de su caballo, cubierto de espuma. El joven
tenía el rostro empapado de sudor y con una capa de polvo. Se había acercado al emperador
y a sus hombres al galope, y en su voz sólo se adivinaba tranquila seguridad, no miedo.
El líder de los Jinetes Blancos había pasado más de una semana de patrulla y
acababa de localizar a la columna en movimiento de la Legión de Palanthas y del ejército
de la Corona de su padre. Después de desmontar, Franz saludó a su progenitor, el general
Dayr, y se volvió para dirigirse a Jaymes.
—Pero he de deciros, excelencia, que esos informes son de hace cuatro días. Mis
jinetes no han logrado traspasar la cortina de caballería warg, por lo que no contamos con
información concreta sobre cuerpo principal.
—Bueno, empecemos con algunas cosas seguras —dijo Jaymes, pensando en voz
alta.
Llevaba los mapas en las alforjas y toda una biblioteca cartográfica en uno de los
carros, pero en su memoria tenía grabado cada detalle de aquellas llanuras. No necesitaba
extender ningún pergamino para ubicarse.
—No están a ochenta kilómetros de la ciudad, de eso estamos seguros.
—Correcto, mi señor —repuso el capitán de los caballeros. Sus ojos no se apartaban
del emperador y hablaba en un tono uniforme, pero el resentimiento brillaba en su
mirada—. No han atacado mis puestos.
Jaymes se volvió hacia otro noble, un gran señor de Solanthus que se había unido a
su fuerza el día anterior. Lord Martin había sido un oficial leal en la defensa de la ciudad y
había liderado una compañía de valientes en la batalla de las Montañas. El emperador no
pudo evitar pensar que Martin parecía viejo y cansado. Le raleaba el pelo y el que le
quedaba se había vuelto blanco. Siempre tenía los ojos azules llorosos y parecía que no veía
bien.
Pero lord Martin había sido un hombre de confianza y, en aquel momento y lugar,
era su mejor opción. Jaymes habló con franqueza.
—Tu guarnición cuenta con todos sus efectivos. ¿Serviría de algo si mandásemos
unos cuantos regimientos de infantería para reforzarla?
—No creo, excelencia —contestó Martin.
La voz del noble era tan potente como siempre, tal como notó Jaymes con
satisfacción. También recordó que Martin había perdido un hijo en la batalla que había
acabado con el cerco. Pese a sufrir esa desgracia, el noble había seguido ayudando y esa
ayuda había sido crucial para ganar las batallas finales de la guerra. Pero seguro que, más
tarde, su tragedia personal había caído sobre sus hombros.
—Tenemos suficientes soldados para cubrir las murallas de la ciudad con las tropas
que ya están en Solanthus —informó el noble—. Y esas murallas son tan altas y resistentes
como siempre. Los destrozos de la puerta occidental están completamente reparados. De
hecho, la puerta es más alta y gruesa que cuando el monstruo de Ankhar la derrumbó. Los
graneros están repletos de alimentos. No creo que ganemos nada metiendo más bocas a las
que alimentar dentro de las murallas.
—Estoy de acuerdo —convino Jaymes. Volvió a mirar a Franz y se sorprendió al
encontrar la más pura hostilidad en el rostro del joven. Los ojos del emperador se
entrecerraron—. ¿Capitán? —preguntó con aspereza.
—¿Sí, excelencia? —Una máscara cubrió el rostro del oficial.
—¿Hay alguna posibilidad de que Ankhar haya ido más hacia el este, a Throtl o a la
Quebrada? —preguntó Jaymes.
—No, excelencia. He enviado tres pelotones de lanceros a lo largo de toda la
frontera de los Bosques Oscuros y no hay señal de movimiento.
—¿Así que ha regresado a algún lugar detrás de Solanthus? —aventuró el general
Dayr—. Sugiero que lo busquemos y lo ataquemos, excelencia. Tenemos el ejército de la
Corona aquí, con vuestra legión, y el de la Espada reunido en Solanthus. Juntos, tendremos
fuerza más que suficiente para aplastar la horda y destruirla de una vez por todas.
—Podríamos hacer eso, si es verdad que está ahí —repuso el emperador—. Pero no
estoy preparado para correr ese riesgo.
—¿Qué riesgo? —estalló el capitán Franz, enrojeciendo. Se estremeció bajo la
intensa mirada de Jaymes, pero no se detuvo—. Sabemos dónde no está, ¡como vos
dijisteis! Así que tiene que estar allí, al este de la ciudad.
—No, cabe otra posibilidad —contestó el emperador—. ¿Y si ha llevado su ejército
a las montañas?
—Pero ¿por qué iba a hacer eso? —objetó Franz—. Quedaría atrapado en algún
cañón o en un valle sin salida. ¡No hay ningún lugar por el que todo un ejército pueda
cruzar las cimas de esa cordillera!
—Un ejército de caballeros, quizá no —repuso Jaymes. Hizo caso omiso del
estallido del joven y siguió hablando con aire pensativo—. Pero Ankhar no marcha con
carros ni máquinas de guerra. Ni siquiera tiene caballos. Y conoce esas montañas muy
bien… Al fin y al cabo, son su hogar.
—¿Creéis que habrá ido allí? —preguntó el general Dayr—. Porque si fuera así…
—Podría flanquearnos a todos y dirigirse a cualquier lugar del sur de las llanuras.
Estaría demasiado lejos de nosotros y no podríamos hacer nada —concluyó Jaymes—. Y
cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que no está en ningún sitio de estas tierras.
—Si eso fuera cierto, ¿qué podemos hacer?
—Por ahora, dejaré el Ejército de la Espada cerca de Solanthus. El general Rankin
puede controlar las cosas en esta zona. General Dayr, tú marcharás cincuenta kilómetros
hacia el este con los Coronas y levantarás un campamento temporal. Quiero que estés
preparado para dirigirte a cualquier dirección en cuanto recibas la orden.
—Sí, excelencia, por supuesto. ¿Y la Legión de Palanthas?
—Yo mismo la lideraré. Marcharemos por las montañas. La legión no es lo
suficientemente numerosa para detener a Ankhar ella sola, pero si intenta cruzar las tierras
altas, lo estaremos esperando para darle una sorpresa. Espero que podamos detenerlo hasta
que llegues para ayudarnos a terminar el trabajo. Y que sea de una vez y por todas.
—Que los dioses os oigan —repuso Dayr.
Blayne se despertó sobresaltado, con la sensación de que había alguien más en la
habitación. Era de noche y el estrecho cuchitril de tablones que era su hogar en Palanthas
estaba completamente a oscuras. También debería haber estado completamente en silencio.
Pero Blayne había oído algo, un ruido suave que había interrumpido su sueño. Y cuando
escuchó con atención, distinguió perfectamente el sonido de una respiración.
—¿Quién está ahí? —preguntó, mientras se incorporaba y buscaba sus fósforos.
Raspó el palito, olió el azufre y oyó la chispa que se convertía en llama.
Incluso sintió el calor en la yema de los dedos.
Pero su habitación seguía a oscuras.
¡Magia!
Se le erizó el cabello de la nuca y pensó en su espada corta, colgada de un gancho
en la puerta, en el otro extremo de la habitación.
—¿Quién está ahí? —preguntó de nuevo, antes de lanzar una maldición y agitar el
fósforo invisible, pues la llama le había quemado los dedos—. ¿Por qué no veo nada?
—Es importante que mi identidad permanezca en secreto.
Se sobresaltó al oír aquella voz fría y se levantó. Blayne no había percibido
amenaza alguna en la voz, más bien un tono de afecto paternal, como si el extraño fuera un
venerado consejero, a pesar de que nunca antes había oído esa voz.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Te traigo noticias, buenas noticias, de tu amigo de la túnica gris.
—¡Por fin! —exclamó Blayne sin querer. Se sonrojó por su falta de control y
porque, de esa forma, acababa de revelar al extraño su relación con Hoarst el Gris—. Lo
que quiero decir… He hecho todo lo que me pidió cuando me envió aquí. Pero tenía miedo
de que me hubiera olvidado.
—Claro que no —repuso el otro hombre con una risita amistosa—. Y se sentirá
orgulloso de tus logros, como yo lo estoy.
—Así que… ¿tú también estás al corriente de mi misión en Palanthas?
—Sí. La Legión de Acero es un elemento muy importante en nuestros planes para
que la nación supere el dominio del emperador. Supongo que has establecido el contacto
con ellos, ¿verdad?
Blayne se quedó pensando un momento, preguntándose hasta dónde debería
desvelar su misión secreta a aquel misterioso desconocido. Parecía que el hombre era un
confidente de Hoarst y que ya sabía mucho sobre Blayne. Al fin y al cabo, el joven había
alquilado la habitación en aquella desvencijada posada con la clara intención de pasar
inadvertido. Sin embargo, el extraño había logrado encontrarlo y reconocerlo.
—¿A qué se debe esta oscuridad tan especial? —preguntó Blayne—. Creo que has
conjurado un hechizo para impedir que luzca la luz en mi habitación.
—Es muy importante que nadie sepa quién soy —contestó el hombre. Su tono
casual era muestra de que no se había sentido ofendido por la pregunta de Blayne—. No
hay nada más. Puedes confiar en mí, soy tu amigo.
Y lo cierto era que Blayne sentía que confiaba en él. Evidentemente, no sabía nada
del hechizo de empatía que había conjurado su visitante, la sutil magia que hacía agradable
cada palabra del clérigo. Tampoco podía ver la máscara negra que ocultaba el rostro del
Maestro de la Noche.
Así que Blayne le contó todo de lo que se había enterado en las numerosas
reuniones con la orden secreta de caballeros conocida como la Legión de Acero.
—En la ciudad son aproximadamente un centenar, organizados en seis células —
explicó con entusiasmo—. Sólo he visitado una de las células, por supuesto, yo mismo
quise que fuera así. Pero han estado preparándose desde el mismo día en que el emperador
publicó sus edictos.
—Magnífico. Cien caballeros es algo más de lo que suponía, es decir, de lo que
esperaba encontrar aquí —dijo el otro hombre.
—Pero ¡has dicho que me traías noticias! Noticias de Hoarst —recordó Blayne de
repente—. ¿Cuáles son?
—Oh, sí, las noticias. Buenas noticias, es verdad. El Ejército Negro ha tomado la
Torre del Sumo Sacerdote y en este mismo momento nuestro común amigo controla el paso
—relató el desconocido.
—¿Tomaron la torre? —Por alguna razón, a Blayne aquello le resultaba bastante
abrumador.
Eran buenas noticias, sin duda, pero aun así… de repente, le surgieron dudas sobre
la conveniencia de la rebelión. Se estaba fraguando un auténtico conflicto. Ese
pensamiento, esa realidad, era inquietante.
—¿La guarnición combatió? ¿Murieron muchos hombres? —inquirió con ansia—.
¿De ambos bandos? —añadió rápidamente.
—No hubo derramamiento de sangre, nada de todo eso —respondió el amable
extraño—. Por lo visto, el malestar con el emperador está creciendo como un campo bien
regado, por todas partes.
Aquello sí que era una sorpresa. Blayne jamás habría dicho que el recto general
Markus, uno de los seguidores más leales del emperador, se rindiera tan fácilmente. Pero
eso no servía más que para que las buenas noticias fueran mejores aún.
—Ese campo se ha regado con la sangre de mi padre —recordó Blayne con
amargura, sin saber si lo decía para recordárselo a sí mismo o al extraño—. Ha llegado la
hora de que el emperador recoja los vendavales que ha sembrado.
Selinda intentó gritar, pero tenía la garganta tan seca que no emitió sonido alguno.
Trató de moverse, de liberarse de una especie de red que impedía todos sus movimientos,
pero se sentía como si tuviera todo el cuerpo cubierto de barro. El esfuerzo más pequeño,
como doblar un dedo, suponía todo un reto.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? Tenía los ojos abiertos, pero sólo
veía un espacio desdibujado, casi negro. ¿La habrían dejado ciega?
Tenía la vaga sensación de que había pasado mucho tiempo desde que había sabido
por última vez dónde se encontraba. Algunos recuerdos volvieron, poco a poco… La
posada llena de humo, la música exótica…, personas riéndose —ella misma se reía—,
histéricas. Recordó su danza salvaje y el júbilo, las voces animadas del resto de clientes.
¡Aquella bebida! Un loto…, algo así…
Y Hale el Cojo.
—¡Hale! —exclamó furiosa o, más bien, intentó exclamar.
Pero parecía que tuviera la boca llena de algodón. La lengua, los labios, se negaban
a obedecer las órdenes de su mente. Intentó moverse una vez más y no lo consiguió. Por
primera vez, se dio cuenta de que estaba sujeta. Lentamente, fue recuperando la vista.
Distinguió una luz cada vez más intensa, un punto donde tal vez hubiera una ventana, y la
forma de unas tablas gastadas en el techo, sobre su cabeza.
Estaba tumbada de espaldas, en una especie de camastro. Tenía las manos atadas
por encima de la cabeza. Algo grueso le sujetaba las muñecas.
Con un estremecimiento de alivio, se dio cuenta de que por lo menos seguía vestida.
De hecho, llevaba sus propias ropas. Sentía el roce suave y exótico de la seda sobre su piel.
Pero ¿qué le había pasado? ¿Cómo había llegado a aquella situación?
—Vaya, querida. Qué agradable es ver que estás despierta.
La voz sonaba muy cerca de su cabeza y empezó a sentir auténtico pánico.
—¿Hale? —preguntó al reconocer la voz—. ¿Qué me has hecho?
—Nada…, todavía. —Podía imaginarse perfectamente la sonrisa de satisfacción—.
Para mí eres mucho más valiosa intacta.
—¿Valiosa? ¿Se puede saber de qué estás hablando? ¿Piensas venderme?
—¡Muy astuta! —repuso el hombre.
Selinda por fin podía ver con un poco más de claridad y cuando giró un poco la
cabeza, descubrió a Hale con el rabillo del ojo, sentado con aire de suficiencia, con la
espalda apoyada en la pared. Selinda trató de pensar, de despejar las brumas que nublaban
su entendimiento e idear algún plan.
Pero lo único que sentía era un terrible dolor de cabeza.
—Una criatura tan hermosa como tú tendría un buen precio en Oriente —prosiguió
el hombre.
—Pero… ¡cómo te atreves! —se ofendió la joven—. ¡Seguro que están
buscándome!
—No he pasado por alto que, invariablemente, nos visitas siempre sola, querida. Me
atrevo a suponer, sin miedo a equivocarme, que no has dicho a nadie adónde vas. Así que
dejemos que te busquen, pues dentro de pocos días estarás a cientos de kilómetros de aquí.
Sólo tengo que cerrar el trato.
Selinda luchó contra las lágrimas que amenazaban con nublarle la vista. ¡No le daría
esa satisfacción! En vez de eso, buscó alguna idea, cualquier cosa, que pudiera darle un
poco de esperanza.
—Naturalmente, también podría darse el caso de que algún comprador más cercano
estuviera interesado en poseer un ejemplar como tú…, una mujer tan hermosa como una
princesa.
Un terror helado se apoderó de ella. ¿Sabría quién era? ¿Podría utilizar esa
información para hacerle daño a ella o al emperador?
¿O a la ciudad de su nacimiento?
Y entonces, con un atisbo de esperanza, recordó el anillo. No podía verse el dedo,
pero seguro que el anillo seguía allí. Tenía que seguir allí. Si pudiera tocarse una mano con
la otra y girar el anillo tres veces, podría teletransportarse para huir de allí. Volvería a sus
aposentos del palacio, a aquella antigua prisión que de repente le parecía tan acogedora y
segura, un dulce refugio contra el sinfín de peligros del mundo. No perdió el tiempo en
lamentar sus acciones, sino que trató de imaginar una forma de que el hombre bajara la
guardia.
Dejó escapar un suspiro profundo y afligido, y se hundió en la cama, inmóvil. Su
desesperación no era fingida, pero sí su falta de fuerzas. Estiró las piernas y se dio cuenta
de que también tenía los pies atados. La habitación estaba sucia y carecía de adornos.
Selinda pensó que seguramente se encontraría en la parte trasera de la taberna que había
visitado tantas veces.
¡Pero nadie en toda la taberna sabía quién era ella y nadie del palacio sabía dónde
estaba!
—Mucho mejor. Todo te resultará más fácil si no te resistes. Esas cuerdas destrozan
la piel, según me han dicho.
—Ya veo —contestó sumisamente—. Pero tengo una sed terrible y me duele el
hombro. ¿Podrías aflojar los nudos, aunque sólo fuera un poco? Tengo los pies atados, ya
sabes que no puedo ir a ningún sitio.
—Supongo que no pasa nada porque las afloje un poco, siempre que prometas que
vas a portarte bien —contestó Hale el Cojo con una expresión desdeñosa que le puso la piel
de gallina.
—Lo prometo —respondió Selinda con toda la dulzura que pudo expresar con las
mandíbulas tensas.
El hombre se inclinó hacia delante y soltó la cuerda. La mano derecha de Selinda
quedó libre y, sin perder un instante, se la llevó a la izquierda. Palpó los dedos, en busca del
anillo de metal, la herramienta mágica para escapar. ¡Pero no sentía el anillo, no sentía nada
más que su piel fría y húmeda!
—Vaya —dijo Hale con voz tranquila. Volvió a cogerle la mano y la acercó al
poste, donde la ató de nuevo con firmeza. Le enseñó el aro de plata brillante, que relucía en
su mano, y la miró con fingida inocencia—. ¿Estabas buscando esta cosita sin importancia?
La ruta de Ankhar llevó al semigigante y a su columna de ogros y de hobgoblins
junto a una cabaña derruida, cerca de la parte más alta del valle de montaña.
—¿Recuerdas este lugar? —preguntó a su madre adoptiva. Se detuvo para
contemplar las ruinas y sintió un nudo en la garganta, algo a lo que no estaba
acostumbrado.
—Sí —contestó ella con voz velada—. Aquí te salvé de Cincelahuesos. No eras más
que un bebé.
Ankhar se echó a reír, emocionado.
—Sí. Después crecí. Y nadie salvó a Cincelahuesos de mí.
Con orgullo, mostró el lugar a Lirio de la Charca.
—Yo nací aquí. ¡Mi primer hogar!
La hembra de ogro estaba encantada y quería detenerse y admirar el lugar, pero
Ankhar no tenía tiempo para esas tonterías.
—Ahora marcharemos. Vendemos después, cuando acabe la guerra —prometió.
Siguieron avanzando por el valle, hacia las cumbres nevadas de la cordillera. Los
ogros, draconianos, goblins y hobgoblins de su ejército seguían detrás, sin cuestionarse las
intenciones, estrategias y planes de su señor.
—Ya entonces, vi la grandeza en ti —dijo Laka con orgullo. Apoyó una mano como
una garra arrugada sobre la de Ankhar. Los dedos huesudos de la vieja apenas podían
abarcar el dedo más pequeño del semigigante—. Ahora, llevas la grandeza en nombre del
Príncipe de las Mentiras.
Ankhar arrastró tal grandeza hasta lo alto de la cordillera Garner. El valle moría en
un barranco rodeado por imponentes montañas, cuyas laderas eran bastante escarpadas,
pero no impracticables. El mismo semigigante lideró la marcha a lo largo de un sendero de
cabras que recordaba de antaño, el cual los condujo a través de un campo cubierto de nieve,
durante los últimos metros de descenso. Llegó a un paso estrecho entre dos imponente
cumbres e inmediatamente empezó a bajar.
La columna de ogros y hobgoblins lo seguía de cerca, avanzando en una única fila
por aquellas tierras altas. La hilera serpenteaba a lo largo de más de tres kilómetros. Ankhar
ya había salido de la nieve y se abría camino alrededor de un pequeño lago azul y límpido,
cuando la cola de la columna de su ejército todavía esperaba para empezar el ascenso.
Pero el semigigante no tenía prisa. Se detuvo ante el lago y, hundiendo con
habilidad la lanza de esmeralda unas cuantas veces, sacó del agua media docena de gordas
truchas. Lirio de la Charca encendió un buen fuego, mientras los demás ogros iban
llegando, se desperdigaban a ambos lados del río e intentaban superar las capturas de su
líder. Cuando doscientos monstruos babeantes y con los colmillos fuera se cernían sobre el
agua, los peces ya se habían asustado y los ogros tuvieron que contentarse con ver cómo
Ankhar, su hembra de ogro y su madre adoptiva saboreaban las delicias del río. Mostraron
una paciencia notable, mientras el resto del ejército seguía abriéndose camino lentamente a
través del collado.
La procesión se alargó hasta bien entrada la noche y fueron muchos los hobgoblins
que cayeron muertos cuando las frías temperaturas de la madrugada convirtieron la nieve
en hielo. Pero el resto de las tropas consiguió llegar antes del amanecer y Ankhar se
despertó bien descansado y listo para conducir a su ejército a cumbres más altas.
—¡En marcha! —ordenó con júbilo, después de dar buena cuenta de las truchas que
habían sobrado de la cena.
No prestó atención a los gemidos y las quejas de los guerreros que habían terminado
la marcha de la jornada anterior tan sólo una hora o dos antes.
—Hoy es más fácil —los animó el semigigante—. Éste es un lugar salvaje, hay
ciervos y truchas para todos, si mantenéis los ojos bien abiertos. Atravesaremos los bosques
todo el camino hasta las llanuras y allí haremos la guerra. No hay nadie hasta llegar a las
ciudades de las llanuras, ¡y entonces mataremos, cometemos y beberemos!
Con fuerzas renovadas ante aquella idea, el ejército marchó a buen ritmo y salió a
un valle más grande. El semigigante se quedó muy sorprendido al encontrar un camino
llano y pavimentado, algo que no estaba allí en su infancia ni cuando había acampado en
esas tierras cuatro años antes.
Fuera como fuese, el camino era bueno para la marcha y el ejército adoptó una
especie de formación militar. Avanzaban en una columna de tres o cuatro ogros, dirigiendo
sus pesados pasos en dirección alas llanuras. El semigigante no desperdició ni una sola
neurona preguntándose por qué alguien había construido un camino bien nivelado en medio
de un valle salvaje…
Hasta que llegaron a un recodo y Ankhar se detuvo, perplejo por lo que se extendía
ante sus ojos.
—¿Y eso? —dijo a Laka—. Alguien ha puesto una ciudad ahí.
19

La batalla de Nuevo Compuesto

La ciudad de Nuevo Compuesto ocupaba la orilla de un lago alargado que se


extendía en un valle de paredes escarpadas. La geografía había determinado el trazado de la
ciudad. Las abruptas montañas del oeste, que caían directamente sobre las aguas claras y
profundas del lago, eran demasiado accidentadas para poder construir allí. El río que corría
desde la laguna era profundo y rápido, serpenteaba a lo largo de todo el valle, desde la
ciudad hasta las llanuras. La corriente dividía el valle y se precipitaba por el barranco del
extremo oriental. Por tanto, los enanos habían construido un sólido puente que cruzaba el
río justo a las afueras de la ciudad. A través del puente, podía viajarse cómodamente desde
la población hasta las llanuras, por un camino llano y pavimentado.
El puente también suponía un acceso fácil a la ciudad para cualquier invasor
proveniente de las llanuras, por lo que tenía que ser defendido. Los enanos de Dram habían
levantado dos torres desde las que se dominaba el puente y trabajaban en trincheras y una
empalizada en el otro extremo. Como último recurso, el enano de las montañas había
repartido barriles de polvo negro por todo el puente, unidos a una mecha que podía
encenderse desde cualquiera de las torres. Si los enanos tenían que replegarse por el puente,
la estructura de piedra saltaría por los aires, ¡ojalá que con cientos de ogros tratando de
cruzar!
Era un buen plan, excepto por el hecho de que no tenía en cuenta una variable.
—¿Quieres decir que están bajando por el valle? ¿Desde las montañas? —preguntó
Dram a Rogard Machacadedos, consternado.
El enano de Kayolin acababa de llegar con varios cientos de valerosos guerreros y
aquella noticia desoladora.
—Me temo que sí —masculló el maestro de la forja convertido en vendedor de
acero—. Tuvimos que marchar sin descanso para llegar antes que ellos.
Dram levantó la vista hacia el valle, preocupado. No habían levantado ninguna
posición defensiva en aquella dirección. El río hacía varios meandros en aquella zona, pero
era poco profundo. Un enano de un metro veinte de alto podía vadearlo por cien sitios
diferentes, así que estaba claro que no detendría a un grupo de ogros.
Dram se volvió hacia su suegro, pues en ese momento Buche Aguamelada se
acercaba a los dos enanos de las montañas.
—¿Cuántos guerreros tienes al otro lado del puente? —le preguntó a Buche.
Dram estaba intentando con todas sus fuerzas mantener la cabeza fría, actitud que le
había salvado en tantas batallas a lo largo de su vida. Pero en aquellos días no tenía que
preocuparse del peligro que corrían Sally y el pequeño Mikey, y aquella diferencia era
decisiva. Dram Feldespato se quedó perplejo al darse cuenta de que le temblaban las
piernas.
—Tranquilo, hijo —dijo el enano delas colinas—. Te necesitamos.
—Sí, sí, claro —respondió Dram con voz ronca y tomó una profunda bocanada de
aire—. Ahora… ¡respóndeme a lo que te he preguntado! —exigió con el aire bravucón de
costumbre.
—Así me gusta —declaró Buche, dándole una palmadita en el hombro—. Y
tenemos cerca de cuatrocientos. ¿Qué sabemos de esos bárbaros de lo alto del valle?
—Uno de nuestros exploradores los divisó ayer y los observó desde lo alto de las
montañas —explicó Rogard—. No pudo contarlos, pero son miles. Sobre todo ogros, eso
parece.
—¡Por las narices del gran Reorx! —maldijo Buche—. Eso es un montón de
músculos contra nuestra pequeña ciudad.
—¿Y están bajando por el valle? —murmuró Dram con aire sombrío.
Miró las torres, la muralla levantada apresuradamente y el puente minado listo para
saltar por los aires. Ankhar no sólo se le había adelantado, sino que había echado por tierra
toda la estrategia defensiva de Dram.
—¡Y la terca de mi hija! —masculló Buche malhumoradamente—. ¿Qué tipo de
marido eres tú, que no la obligó a marcharse?
Dram lanzó un bufido.
—Estaba en la habitación de al lado cuando fuiste tú quien le dijo que tenía que irse,
¿ya no te acuerdas? Fui yo quien te llevó hielo para el ojo.
—Cierto —contestó Buche con orgullo más que evidente—. Te has llevado una
joya, sin duda.
—Ya lo sé —dijo Dram, tratando de no pensar en Sally en ese momento.
Dram, Rogard y Buche se encontraban en la gran plaza central de la ciudad, una
explanada medio pavimentada que se extendía frente al lago. Todos los enanos de Nuevo
Compuesto estaban reuniéndose allí. Salían de las casas y de los comercios, bajaban de las
minas y los bosques donde habían estado trabajando. En muy poco tiempo, todos los
habitantes de la ciudad, hombres y mujeres, habían acudido a la llamada de alarma.
—De acuerdo —dijo el enano de las montañas—. Vamos a ponernos manos a la
obra.
Se subió a un tonel vacío que habían llevado rodando hasta el centro de la plaza, se
giró lentamente hasta describir un círculo completo y miró a los ojos a todos los vecinos
que pudo. Las voces se acallaron. A pleno pulmón, los informó de las novedades.
—Esto es lo que tenemos: ochocientos enanos de las colinas, doscientos cincuenta
enanos de las montañas y un centenar de humanos que han decidido quedarse y luchar a
nuestro lado. No sabemos cómo de fuerte es el enemigo que viene hacia aquí, pero un buen
cálculo nos da el doble de nuestro número contando sólo a los ogros. Y con ellos también
van hobgoblins. Están aquí mismo, en lo alto del valle, y llegarán a las afueras de la ciudad
en una hora o dos.
»Así que ésta es la cuestión: ¿lo recogemos todo y salimos pitando?, ¿escapamos
rápidamente con todo lo que podamos llevar y esperamos que esos bárbaros no nos
persigan valle abajo más rápido de lo que nosotros podamos correr? ¿O nos quedamos y
luchamos por este lugar, por nuestra ciudad y nuestras fábricas, por nuestro puente y
nuestros hogares?
—¡Luchar!
Dram no vio a la primera enana que lanzó el grito, pero su voz recordaba
terriblemente a la de Sally. Casi de inmediato, aquel primer grito fue imitado por una
veintena de gargantas, después, un centenar; hasta que la ciudad entera aullaba su
determinación a plantar batalla, a aferrarse a aquella tierra que habían hecho suya unos
pocos años antes.
Y así quedó decidido el asunto.
—Buche Aguamelada, lleva a trescientos enanos de las colinas hasta la orilla. Los
detendréis si intentan acercarse por el borde del lago. Rogard Machacadedos liderará a los
enanos de las montañas y protegerán el almacén de madera y la fábrica de polvo negro en el
extremo sur de la ciudad. Yo vigilaré desde aquí junto a los demás, como fuerza de reserva.
Nos encargaremos de contraatacar donde podamos hacer más daño. ¿Alguna pregunta?
—¿Cómo podemos estar seguros de que quedan suficientes ogros para los que
estamos en la reserva? —bromeó un leñador robusto, un humano que se había
acostumbrado a la vida en la ciudad de los enanos.
La ocurrencia provocó risas y la reunión se dispersó. Cada luchador cogió su arma
favorita y se dirigió a su puesto. Sally se quedó en la retaguardia junto a Dram, mientras
que Mikey fue con los otros niños. Unos cuantos ancianos se encargaron de llevarlos a un
valle angosto que se abría a un lado, la única ruta alternativa que salía de Nuevo
Compuesto. Era un callejón sin salida, pues sólo llevaba a un cañón cerrado en el que
habían excavado varias minas, pero allí estarían seguros.
Los niños se refugiarían en una de las minas más profundas. Si expulsaban a los
enanos del campo de batalla, los supervivientes podrían sellar las entradas y esconderse en
las minas, junto con los más pequeños. Allí habían guardado alimentos de sobra para un
asedio de un mes largo.
Dram tenía la firme creencia de que, para cuando hubieran pasado un mes en las
minas, los ejércitos del emperador ya habrían acudido a liberar Nuevo Compuesto y Mikey,
con todos los demás niños de la ciudad, podría salir a jugar bajo el sol y a respirar aire
fresco.
O eso o, para entonces, todos estarían muertos.
El Maestro de la Noche recorría invisible las calles de Palanthas. Abandonó su
templo, un lugar sagrado secreto y subterráneo, cerca del centro de la ciudad, y salió por
una alcantarilla. Sigiloso como el aire, flotaba sobre el suelo, invisible, inaudible,
imperceptible. La puerta de la muralla de la ciudad no era ningún obstáculo para él.
Simplemente, se elevó y pasó por encima de la barrera como una nube de gas y prosiguió
su viaje más allá de la ciudad vieja.
Al acercarse al palacio del señor regente, el clérigo mayor de Hiddukel despreció las
puertas, las escaleras y los patios. Se elevó por los aires como un pájaro —o un
murciélago— y se posó en un alto balcón. Aunque la noche era cálida, las puertas que
daban al interior estaban cerradas y arrancadas con una barra. Eso no era ningún problema.
El Maestro de la Noche se disolvió en una nube de vapor sobre el empedrado del balcón.
Todavía inaudible e invisible, fluyó bajo la pequeña rendija que había debajo de la
puerta. Una vez dentro de la estancia, se detuvo un momento para recomponerse, mientras
observaba al hombre que se inclinaba sobre un rollo, sumando y restando números,
acompañado por el rasgar de la pluma sobre el pergamino.
El señor regente Bakkard du Chagne no había llevado demasiado bien su cambio de
estatus, meditó el Maestro de la Noche. El noble, que había sido el señor absoluto de
Palanthas hasta el ascenso al poder del emperador, había engordado y estaba más cargado
de espaldas. Su cabello, que siempre había sido ralo, había desaparecido casi por completo
y lo que le quedaba parecía transparente. Aunque tres lámparas bañaban la mesa con su
intensa luz, el hombre se inclinaba mucho sobre la mesa. Con el rostro pegado al
pergamino, bizqueaba mientras repasaba las cuentas.
De repente, levantó la vista hacia donde el Maestro de la Noche flotaba invisible.
—¡Me pareció sentirte! —masculló—. ¿Qué quieres?
El clérigo mayor de Hiddukel suspiró y se materializó de pie en el suelo, con el
rostro oculto bajo la máscara negra, como siempre.
—¿Intentando exprimir hasta la última gota de cada moneda? —preguntó con aire
divertido, disfrutando de la ira que se apoderó de du Chagne.
El regente se puso muy tieso y volvió el rostro hacia el recién llegado.
—¡Cómo te atreves a hablarme así!
—No es más que una broma entre viejos amigos —contestó el clérigo—. No era mi
intención faltarte al respeto.
—Te olvidas, mi viejo aliado —repuso el señor regente—, que yo conozco la
verdad acerca de ti, ¡y en nombre de ese conocimiento exijo respeto y obediencia!
—Muy bien, mi señor. Pido disculpas.
Pese a decir esas palabras, el sacerdote sintió satisfacción por la rabia de su
compañero. Era un secuaz de la oscuridad: se alimentaba de conflictos, violencia y furia.
Du Chagne estaba sentado, con la mirada encendida, y el sacerdote retiró una silla y
se sentó al otro lado de la mesa.
—De hecho —prosiguió el hombre de la máscara negra—, mi visita también
debería alegrarte a ti.
El noble entrecerró los ojos y observó a su interlocutor.
—¿Mmm? —emitió, sin más muestras de interés.
—Tienes que saber que todas las piezas de nuestro plan están en su sitio. Ha llegado
el momento de actuar y, si lo hacemos con decisión, el reino del emperador puede llegar a
su fin en pocos días.
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó du Chagne.
—Lo que quiero decir es que el emperador ha abandonado la ciudad. El paso del
Sumo Sacerdote es infranqueable para él, así que no podrá regresar en un tiempo. Tengo
tropas acercándose a la muralla de la ciudad y me encargaré de que entren.
—¿Tropas? ¿Te refieres a caballeros negros? —preguntó el señor.
—Sí, eso es. Pero no encontrarán resistencia. La guarnición de la ciudad no tiene
capacidad de reacción. Además, está repleta de espías.
—¿Acaso olvidas al enemigo que nos atormentó durante nuestro reinado anterior?
¡La Legión de Acero! Tienen agentes por todas partes y por mucho que odien al emperador,
no cabe duda de que se opondrán a un golpe de los caballeros negros. ¡No debemos
subestimar a la Legión de Acero!
—También en ese sentido tengo buenas noticias, mi señor. Claro que sé que la
legión es un enemigo formidable. Pero por fin he logrado, después de intentarlo durante
años, idear la forma de neutralizarla. Entre ellos hay un espía involuntario. En cuanto la
brigada negra llegue a las puertas de la ciudad, debes estar preparado para reclamar tu lugar
como señor regente de Palanthas. Y la nueva nación solámnica desaparecerá para siempre.
—¿Puedes defender este lugar con sólo quinientos hombres? —preguntó
Blackgaard a Hoarst con escepticismo.
El Caballero de la Espina y el capitán estaban en el Nido del Martín Pescador, el
pequeño parapeto que sobresalía de la Atalaya Alta, en lo más alto de la Torre del Sumo
Sacerdote.
Las tropas del Ejército Negro estaban concentradas en los diferentes patios que
rodeaban la base de la torre. Pero no había tantos soldados como a los dos hombres les
habría gustado ver: la tenaz defensa de los solámnicos había segado la vida de más de un
tercio de los tres mil hombres del ejército.
El Caballero de la Espina sacudió la cabeza.
—No creo. ¿Y tú?
—Tampoco —respondió el capitán de los mercenarios—. Sufriríamos el mismo
ataque que nosotros lanzamos contra la guarnición. Yo diría que necesitamos más de mil
espadas para hacer un trabajo respetable.
—Lo que deja menos de ochocientas para la marcha sobre Palanthas —contestó
Hoarst—. Demasiado pocas, diría yo.
—¡Malditas trampas! —exclamó Blackgaard—. ¡Trescientos buenos hombres,
quemados vivos! ¿Y cuántos más murieron ahogados, aplastados o despedazados?
Hoarst se encogió de hombros. El pasado, pasado era.
—Bueno, hay una forma de que pueda traer más tropas —comentó Hoarst con aire
pensativo—. Se necesitaría un hechizo increíblemente poderoso, pero creo que podría
hacerlo.
—¿Podrías? —preguntó el capitán, esperanzado—. ¿Cómo? ¿De dónde sacarías las
tropas?
—Podría pedírselas a nuestro antiguo señor —respondió Hoarst con un tono
cargado de ironía—. A su ejército de las llanuras.
—¡Pero si están a kilómetros de aquí!
—En ese punto, evidentemente —contestó el Caballero de la Espina con gran
misterio—, es donde entra en escena la magia.
—¿De verdad puedes teletransportar a todo un ejército? —aventuró Blackgaard,
muy intrigado.
Hoarst negó con la cabeza.
—No, el hechizo de teletransporte sólo funciona de uno en uno. Tal vez pudiera
conjurarlo muchas veces seguidas, pero no sería muy eficiente.
—Entonces, ¿cómo piensas hacerlo? ¿Y cómo de seguro estás de que puedes
conseguirlo?
—Tan seguro que te sugiero que te lleves a todos tus hombres, menos doscientos,
contigo a Palanthas. Yo partiré hacia mi castillo y allí llevaré a cabo los preparativos.
Dentro de pocos días, antes de que los solámnicos reaccionen, tendré aquí una guarnición
completa.
»Espero que nos enfrentemos al emperador aquí —añadió Hoarst—. Las rocas que
van a lanzar los ogros desde la muralla le costarán la mitad de sus hombres. Y la otra mitad
morirá intentando trepar a estos baluartes.
—¿Y qué hay de su cañón?
Hoarst se encogió de hombros.
—Sólo le quedaba uno cuando marchaba por las llanuras. Incluso si sobrevive a la
campaña contra Ankhar, no bastará para derruir esta gran fortaleza. Al fin y al cabo, esta
torre es diez veces mayor que las de Vingaard. Y por si no lo recuerdas, destrocé la mitad
de su batería en la batalla de las Montañas con una sola bola de fuego.
—Claro que lo recuerdo —repuso Blackgaard, asintiendo—. Fue uno de los puntos
álgidos de la batalla, desde mi punto de vista. Poco después, las cosas se nos pusieron feas.
—En esta ocasión —repuso el Caballero de la Espina con convencimiento—, las
cosas se nos pondrán bonitas, no feas.
—Muy bien —dijo el capitán—. Entonces, cogeré el resto de la brigada y partiré
hacia Palanthas.
—Donde las puertas se abrirán ante ti y los Caballeros de Solamnia caerán.
Hoarst miró hacia el este y se preguntó cuántos días faltarían —semanas, quizá—
antes de que Jaymes Markham subiera aquel camino con su ejército. No importaba.
Sucediera cuando sucediese, Hoarst estaría preparado.
Tal como había calculado Dram, el ejército de ogros apareció por el recodo del
camino justo una hora después. El enano reconoció a Ankhar, que avanzaba con paso
arrogante al frente de su horda, y sintió que le subía la adrenalina cuando la fuerza enemiga
se extendió. El ogro había aprendido un par de cosas, el enano no tenía más remedio que
reconocerlo. En vez de atacar a la carrera, ordenó a su ejército que se detuviera.
Junto con unos cuantos ogros y aquella vieja hobgoblin toda arrugada, el
semigigante trepó a un otero al extremo del valle y observó a Dram y Nuevo Compuesto
desde la distancia. Evaluó el lago, las paredes que caían en picado y el puente, que era el
único camino que salía de la ciudad hacia el norte. Dram se consternó al ver un par de
draconianos inusualmente grandes al lado del semigigante y se preguntó qué otras sorpresas
le guardaría Ankhar.
Media hora más tarde, el pequeño grupo descendió de la loma y se separó hacia
distintos puntos de la horda de bárbaros. Parecía que el semigigante tenía la intención de
atacar de frente, pero que también iba a enviar una segunda fuerza rodeando el lago. «Unos
movimientos muy inteligentes», pensó Dram. Él o Jaymes habrían hecho exactamente lo
mismo.
Dram miró a Sally con tristeza. Su esposa sostenía un martillo de herrero que era
casi tan largo como ella. El enano de las montañas le dedicó una sonrisa forzada. Ella
también lo miró y su rostro se iluminó con una sonrisa radiante.
Entonces, los ogros bramaron y se lanzaron al ataque. Avanzaban corriendo y Dram
sabía que los enanos de las montañas de Rogad Machacadedos no los detendrían mucho
tiempo en el límite de la ciudad.
—¡A la carga! —gritó y echó a correr tan rápido como le permitían sus cortas
piernas.
Blandía el arma que él mismo había elegido, un hacha de doble filo, y sintió un
estremecimiento jubiloso cuando cientos de enanos repitieron su grito de guerra y se
unieron al ataque. Entonces recordó que uno de esos enanos era Sally y la breve alegría se
convirtió en una pesadumbre fría y funesta. Volvió la mirada atrás y vio que la enana corría
justo detrás de él. Ella le guiñó un ojo, levantando el pesado martillo sin muestras de
esfuerzo.
Apesadumbrado, se dio cuenta de que su esposa estaba sintiendo ese primitivo
entusiasmo de la batalla, que a él le había acompañado tantas veces en su vida, por primera
vez.
La mayor parte de los ogros atacaron las dos sólidas edificaciones donde los enanos
de las montañas habían decidido organizar su defensa. Las vigas se agitaron y gimieron, y
el retumbar de los golpes resonaba como los truenos de una gran tormenta. Muchos ogros
se dispersaron entre la fábrica y el almacén de madera, y se arremolinaron en el camino
principal hacia la ciudad. Allí lideraba Dram su contraataque.
En cuestión de minutos, los ogros ya estaban sobre ellos. Dram esquivó el primer
golpe de una pesada maza y levantó el hacha, que se clavó en el estómago de un ogro
enorme y torpe. El cafre lanzó una especie de gemido de miedo, perdió el equilibrio y cayó
al suelo. Con un movimiento ágil, el enano se apartó de su trayectoria y trepó a lo alto del
cuerpo, que todavía se retorcía. Dram hacía girar el hacha en un círculo mortal y así
mantenía alejada la parte central del frente de ogros.
—¡Cuidado!
Dram oyó el grito de Sally y se tiró al suelo, detrás del hombro del ogro muerto, en
el mismo momento en que una lanza enorme atravesaba el hueco que acababa de dejar. La
punta del arma era de piedra, una reluciente esmeralda verde. Al reconocer el talismán, el
enano gritó un desafío y lanzó una maldición de odio instintivo.
—¡Tú! —rugió, mientras se levantaba y balanceaba el hacha en dirección al astil de
la lanza.
Se trataba de Ankhar en persona. El semigigante se cernía sobre él y apenas tuvo
tiempo de levantar la poderosa arma de esmeralda para alejarla del golpe salvaje del enano.
Dram siguió presionando. Pasó por encima del cadáver y siguió blandiendo el hacha
sin descanso. Ankhar lanzó un gruñido y dio una dentellada con sus poderosas mandíbulas,
repletas de colmillos, pero el enano era demasiado rápido. Volvió a echarse al suelo y
hundió el hacha en dirección a la pierna, recia como un árbol, del semigigante.
Pero el gigantesco atacante era de reflejos rápidos. Retrocedió lo justo para esquivar
el filo metálico, giró sobre sí mismo y atacó hacia delante con su espeluznante arma. Dram
rechazó el golpe, bien plantado en el suelo.
—¡Yo lo distraeré! —oyó que Sally le susurraba al oído—. ¡Apunta a matar!
—¡No! —aulló horrorizado, al verla pasar corriendo a su lado y dejar caer con
fuerza el enorme martillo sobre el pie de Ankhar.
Lanzando un rugido, el semigigante levantó la pesada bota y pegó una patada a
Sally en la cabeza. Salió lanzada como una muñeca de trapo y pasó volando por encima de
Dram. El enano temió que estuviera muerta, hasta que la oyó mascullando maldiciones. Fue
el sonido más dulce que había oído en toda su vida.
Renovó su ataque con nuevo frenesí y lanzó una serie de mandobles. Cada golpe
obligaba a su descomunal enemigo a retroceder y el ímpetu del enano lo acercó tanto que
llegó un momento en el que Ankhar no podía defenderse con la lanza. Intentó propinar una
buena patada a Dram, pero el hacha encontró su objetivo y atravesó la bota del semigigante,
lo que le arrancó un aullido de auténtico dolor.
Ankhar retrocedió rápidamente y cedió su lugar en el combate a un par de ogros,
que cargaron desde ambos lados. Dram acabó con uno cortándole el tendón de la corva y el
segundo cayó con el estómago abierto. Pero para entonces, por desgracia, el caos de la
batalla había hecho desaparecer de su vista al comandante enemigo.
Fue en busca de Sally y la encontró en el mismo sitio donde había aterrizado con un
golpe sordo, en el camino, con la espalda apoyada en la pared de la fábrica. Tenía el ojo
derecho tan hinchado que apenas podía abrirlo y parecía un poco aturdida, cuando levantó
el rostro hacia él, orgullosa.
—¡Vi cómo lo herías en el pie! —gritó, mientras se levantaba para volver a la
batalla—. ¡El mismo pie con el que me golpeó!
—¡Sally! Por Reorx, pensé… Creí… Estaba tan…
—Vamos, cállate y dame un beso. Estaré bien —repuso ella. En cuando Dram la
obedeció, añadió—: Y parece que estamos expulsándolos de la ciudad.
Él mismo comprobó que eso era evidente, pues los ogros estaban retrocediendo por
la calle principal. Los golpes en la pared del almacén de madera habían cesado y también
allí los atacantes retrocedían, al menos por el momento. Parecía que los cafres se
contentaban con insultarlos y gruñirles desde lejos, fuera del alcance de las flechas.
Pero la tregua no duró mucho. Vio a Buche Aguamelada llegar corriendo a la plaza.
Su presencia tan lejos del lago no podía significar más que malas noticias y sus palabras
confirmaron los miedos de Dram.
—¡Vienen por la orilla! —informó Buche, sin aliento—. Fue una carnicería. Perdí a
cientos de enanos y los demás nos replegamos. Vamos a perder la ciudad.
Ankhar cojeó hasta Laka y Guilde. Por el momento, hacía caso omiso al dolor que
sentía en el pie, donde el enano le había herido. Seguramente perdería un dedo, pero en ese
momento tenía cosas más importantes en las que pensar. Había visto la carga de Río de
Sangre a lo largo de la orilla. Allí, las defensas del enemigo estaban cayendo y había llego
la hora de que el semigigante se sacara el as que tenía escondido en la manga.
—¡Ahora! —exclamó a la hembra de hobgoblin y al aurak—. ¡Volad con los
sivaks! Dirigíos al puente que vimos y aterrizad en él. Con todos vuestros guerreros,
ocupadlo y no dejéis que los enanos escapen.
—Sí, señor —contestó Guilder—. Tomaremos el puente y lo defenderemos, como
ordenáis.
—Sí, sí. ¡Lo defenderemos con acero y garras y con el poder del Príncipe de las
Mentiras! —prometió Laka con satisfacción.
—¿Cómo va a ayudarnos el Príncipe a proteger el puente? —preguntó Ankhar,
cautelosamente.
—Con un muro, un muro de magia del dios oscuro —explicó su madre adoptiva,
con gran misterio—. Llenará a los enanos de terror.
—Bien —murmuró el semigigante—. Construye ese muro en el puente, ¡aterroriza
a los enanos para que podamos matarlos!
Observó asombrado cómo su madre adoptiva levantaba el talismán de la calavera y
se elevaba en el aire, alzando el vuelo. El aurak conjuró un hechizo para seguirla, mientras
los sivaks agitaban sus grandiosas alas. Todos juntos eran más de cuarenta criaturas
flotando en el aire, elevándose por encima de los enanos, confusos y desorganizados.
Su destino era el puente, la única vía de escape de la ciudad.
—Tiene mala pinta —convino Dram con Buche—. Vamos rápido hacia el puente.
¡Tocad a retirada!
Cogió a su esposa del brazo y se dio media vuelta para echar a correr. Miró hacia el
puente de piedra, con sus tres hermosos arcos, la única vía de escape de la ciudad, excepto
aquel valle estrecho que conducía a las primeras minas excavadas de Nuevo Compuesto.
—¡Allí arriba, mira! —gritó de repente Sally.
—En nombre de Reorx, ¿qué es eso? —preguntó Dram.
Al principio, pensó que una enorme bandada de buitres gigantes había descendido
desde las montañas. Al instante, se dio cuenta de que aquellos buitres tenían piernas y
brazos, colas y rostros de cocodrilo, y de que llevaban unas armas de aspecto letal.
—¿Draconianos voladores? —exclamó alarmado—. ¡Espadas en alto! ¡Preparaos
para un ataque desde arriba!
Pero rápidamente quedó claro que los draconianos no iban a abalanzarse sobre el
grupo de miles de enanos, alerta y en actitud agresiva, que se concentraba en el centro de la
ciudad. La formación pasó volando sobre ellos, lejos del alcance de las flechas, y después
las criaturas empezaron a descender. Dram y Sally se miraron con consternación.
Su objetivo era el puente. Los draconianos voladores se posaron a lo largo del
puente. La superficie lisa de piedra se convirtió en un arco vivo de alas agitándose y
mandíbulas cerrándose y abriéndose.
Al mismo tiempo, algo nuevo y peligroso armó gran revuelo por el sur. Los ogros y
sus aliados atacaban todo el frente. Llegaban desde la orilla y salían con dificultad de los
almacenes de madera. Se abrían camino por la calle principal y cubrían hasta el callejón
más recóndito. Dram reconoció el peligro de inmediato: la huida estaba cortada y las olas
de atacantes los tenían atrapados por todos lados.
—¡Tenemos que despejar el puente! —gritó Dram.
—Yo iré —contestó Buche a gritos. Estaba bastante más cerca del objetivo y
exclamó—: ¡Vosotros, venid conmigo! —Llamó a doscientos enanos a su causa.
Todos echaron a correr hacia el puente. Dram miró más allá de los enanos con los
ojos entrecerrados y descubrió que alguien los esperaba en la construcción. Una criatura
grotesca, una vieja hobgoblin arrugada que se cubría con plumas y collares, blandía una
maza que parecía hecha con una calavera humana, mientras bailaba y mascullaba algo.
Estaba posada sobre el arco más alto del puente.
—Es esa bruja hobgoblin —dijo el enano en voz alta, sin dirigirse a nadie en
concreto, mientras corría con todas sus fuerzas y respiraba con dificultad, rodeado por más
enanos—. Está con Ankhar desde el principio. Pero no va a detenernos. Cruzaremos el
puente, haremos explotar las cargas y ganaremos un poco de tiempo.
Justo en ese momento, la hembra de hobgoblin lanzó un chillido triunfal. Agitó la
mano y de ella estalló una llama verde que chisporroteó alrededor. Aulló con un júbilo
estremecedor y las chispas cubrieron el suelo de piedra del puente, cayeron por los costados
y silbaron al rozar el agua. Estalló un muro de fuego y barrió todo el puente. Las llamas se
alzaron con su calor abrasador. Ríos de chispas cayeron desde las alturas y se extendieron
por el suelo de piedra. El puente estaba envuelto en tal ardor que incluso los draconianos
daban brincos y correteaban para escapar del calor.
Una de las chispas entró en contacto con la mecha de la carga de demolición más
grande, que conducía a un barril lleno de polvo negro. El polvo explotó con una llamarada
cegadora y el arco central del puente saltó por los aires. Lo mismo les pasó a la hobgoblin
con su risa estridente y a varias docenas de draconianos, que se convirtieron en fragmentos
que volaban por los aires.
Una columna de llamas se irguió orgullosa, envuelta en humo. Un momento
después, el ruido ensordecedor de la explosión, un único estallido inesperado, barrió Nuevo
Compuesto. El ruido rebotó en las paredes del valle una y otra vez.
Y antes de que el trueno se acallara y el polvo se posara en el suelo, Dram ya sabía
que su única ruta de huida de la ciudad acababa de desaparecer.
Tendrían que quedarse allí y morir.
O podían buscar un escondite desesperado en las minas, con sus pequeños.
20

La mejor táctica

Selinda no se dejó vencer por la desesperación hasta que Hale el Cojo la dejó,
después de volver a atarla fuertemente. Nunca se había sentido tan sola, tan vencida y
completamente indefensa. Hale podía hacer con ella lo que quisiera y nadie lo sabría jamás.
La contención de sus emociones se resquebrajó y lloró hasta que su corazón quedó seco.
En algún momento, se quedó dormida, pero fue un sueño inquieto en el que se
sentía atrapada por las ataduras de sus muñecas y tobillos, atormentada por pesadillas de un
destino espeluznante. A veces su tormento era Hale el Cojo, en otras ocasiones su esposo o
su padre. Soñaba que la drogaban, ataban o aprisionaban, pero siempre la obligaban a
moverse en una dirección que ella no quería.
Cuando despertó, no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. Ya se sentía algo
mejor y tenía la mente un poco más despejada. Se dio cuenta de que podía pensar con más
claridad, aunque aquello no era un alivio demasiado grande, pues todos sus pensamientos
eran preguntas. ¿Por qué hacía eso Hale? ¿Cuál sería su destino?
Seguía asustada, pero ya había recuperado algo de equilibrio, cuando la puerta de la
habitación se abrió y entró Hale el Cojo. Quizá pudiera averiguar algo, aunque tal vez fuera
mejor no saber nunca lo que podía descubrir.
Su captor llevaba un odre y, después de acercarse cojeando hasta la cama, lo
sostuvo en alto para que pudiera beber un poco. Selinda levantó la cabeza, después se echó
hacia atrás y lo miró con ferocidad. Logró hablar a través de las telarañas de su boca.
—¿Es agua? ¿O es otra dosis de ese loto rojo?
Hale se rio, un sonido frío y desagradable.
—No es más que agua. El loto es demasiado valioso para desperdiciarlo en quien ya
está cautivo. —Parecía extrañamente pensativo—. Ya me han pagado muy bien, pero tengo
que mantener mi margen de beneficio.
Recelosa y desconfiada, pero empujada por una sed insoportable, Selinda bebió
unos sorbos de agua. Por lo que ella podía decir, el sabor era puro y, a pesar de que
desconfiaba de Hale el Cojo, el agua le sentó muy bien.
Por el momento, parecía que Hale el Cojo sólo estaba preocupado por el negocio.
De hecho, de repente le recordó mucho a su padre, más concentrado en ganar piezas de
acero que en sus necesidades emocionales.
—Tenemos unos plazos que hay que respetar y debo entregarte a tiempo. Tu barco
zarpa con la marea de la tarde —informó a la joven, con el mismo tono que si leyera un
conocimiento de embarque—. Te subirán a bordo en el último momento, bajo una estricta
vigilancia. Y debes saber que si das la alarma de la forma que sea, el capitán estará mucho
más dispuesto a arrojarte por la borda que a explicar tu presencia a las autoridades.
—¿Adónde se dirige el barco? —preguntó Selinda, totalmente hundida.
—Eso lo descubrirás a su debido tiempo. No te atormentes con cosas que están
fuera de tu control. Mi madre siempre me decía eso —contestó jovialmente—. Es uno de
los mejores consejos que me hayan dado jamás.
—Me sorprende oír que alguna vez has tenido madre —replicó Selinda—. ¿De qué
plano del Abismo salió?
El hombre parpadeó como si se hubiera ofendido y la joven sintió un instante de
satisfacción.
—Basta ya de cháchara —dijo Hale de mala manera, antes de ponerse de pie—. ¡Es
hora de que duermas!
—¡No! —protestó ella.
Dormir era lo que menos quería en aquel momento. Sin embargo, incluso mientras
hablaba, la palabra salió de sus labios deformada, enredada en su torpe lengua. ¿Qué estaba
pasando? Sus ojos volaron hacia el odre y después vio la sonrisa satisfecha de Hale el Cojo.
—Tú… Tú me… ¡drogado!
No logró articular la acusación del todo antes de que la oscuridad volviera a
atraparla.
Los escombros del puente todavía estaban cayendo del cielo y hundiéndose en el río
cuando Dram se dio cuenta de lo desesperada que era su situación. La única ruta de escape
de los enanos acababa de desaparecer. Si intentaban echar a correr por el bosque y cruzar la
corriente río abajo, los ogros podrían perseguirlos y matarlos sin ningún esfuerzo.
Los ogros que cargaban alrededor del lago reanudaron el ataque, mientras la ola más
cercana de enemigos —entre los que se encontraba el semigigante Ankhar— ocupaba la
calzada que conducía a la ciudad. Con los atacantes cerniéndose sobre Nuevo Compuesto
desde dos direcciones, a los defensores sólo les quedaba una opción, un lugar en el que
podrían resistir al menos durante un tiempo. El mismo lugar en el que los mayores y los
niños habían buscado refugio antes de la batalla.
Alzó la mirada hacia el valle que se abría entre las cumbres que vigilaban la ciudad
y Dram vio las entradas de las tres minas, que se abrían como bocas oscuras en la ladera de
la montaña. Cada una de ellas era un hueco grande al que se llegaba por un camino
escarpado. Un puñado de enanos resueltos podría protegerlas indefinidamente.
—¡A las minas! —gritó Dram, agitando el brazo.
Se sintió agradecido cuando, al oírlo, docenas de enanos repitieron la llamada.
—¡Huid a la colina y a los pozos! ¡Resistiremos en la entrada de las minas!
La consigna se propagó. Los enanos se fueron alejando de la ciudad como si fueran
uno, recorrieron a la carrera los abruptos senderos que conducían al primer cinturón de
minas, excavadas en la montaña que se cernía directamente sobre Nuevo Compuesto. Los
enanos que habían salido ilesos ayudaban a los heridos, mientras los guerreros más
templados —entre ellos Dram y, para su pesar, Sally— combatían con desesperación contra
los ogros para cubrir la retirada.
Dram y Sally estaban el uno al lado del otro en un camino estrecho. Estampaban el
hacha y el martillo sin piedad en la cabeza de unos pocos ogros que intentaban trepar por
allí. Uno de los cafres cayó rodando por la montaña, con el rostro partido por el filo
metálico de Dram. Otro se desplomó como un buey acogotado cuando el martillo de Sally
entró en contacto con su cráneo. El resto de ogros se detuvo un momento, pero cuando
Dram se abalanzó sobre ellos impulsado por una especie de locura, agitando el hacha en
círculos mortíferos, sus acosadores decidieron que era mejor retroceder y saquear la ciudad
en vez de perseguir a aquellos enanos chiflados hasta sus agujeros.
Por suerte, la idea del saqueo se extendió y la persecución fue perdiendo intensidad,
pues ningún ogro estaba dispuesto a dejar lo mejor del botín a sus compañeros, de manera
que los enanos huidos pudieron trepar cada vez más alto. Poco después, el primero de ellos
llegaba a las minas.
Poco a poco, toda la población superviviente de la ciudad desapareció en las minas
más cercanas a Nuevo Compuesto. El primer enano en entrar prosiguió su camino hasta las
entrañas de las montañas, mientras que los últimos se concentraron en la boca de los
túneles, listos para defenderse.
Con las armas preparadas, Dram y Sally ocuparon sus puestos junto a otros cuantos
centinelas, en la entrada de la mina central. A su derecha e izquierda, más guerreros estaban
apostados en las otras bocas de los túneles.
Su posición era fuerte. Aunque los atacaran, lo ogros sólo podían entrar en las minas
de uno en uno, y los defensores podrían proteger aquel lugar durante mucho tiempo.
Dram sabía que los pozos tenían casi dos kilómetros de profundidad. Estaban
repletos de barriles con agua fresca y algo menos de alimentos no perecederos. Si los ogros
saqueaban rápidamente la ciudad y seguían su camino, lograrían sobrevivir.
—Oh, entra Melissa —dijo Coryn, al acudir a abrir la puerta principal, pues Rupert
estaba haciendo recados en el mercado—. ¡Cuánto tiempo!
—Gracias por recibirme —contestó la suma sacerdotisa.
—Cómo no iba a hacerlo. Sube al laboratorio. Estoy preparando una poción y tengo
que vigilar la temperatura.
La suma sacerdotisa de Kiri-Jolith siguió a la hechicera de túnica blanca por la
ancha escalera de mármol blanco que llevaba al segundo piso. Los rayos de sol se colaban
por la hilera de ventanas de la pared sur del amplio laboratorio. El taller de magia estaba
limpio y ordenado, aunque con cierta sensación de apiñamiento. Los libros con
encuadernación similar se alineaban en la misma fila de estantes. Los ingredientes estaban
guardados en frascos blancos con etiquetas y tapones negros. Los botes de diferentes
tamaños estaban junto a los recipientes de su misma medida.
Aquel lugar lo había diseñado Jenna la Dama Roja, pero la sacerdotisa no se
sorprendió al ver que Coryn la Blanca había ido incorporando su toque personal durante el
tiempo en que la propietaria de la casa, máxima dirigente de las Órdenes de Magia, vivía en
la Torre de la Alta Hechicería, en el bosque de Wayreth.
A pesar de que no eran íntimas amigas, Melissa y Coryn habían sido esenciales a la
hora de terminar con el dominio de los caballeros negros en Palanthas. Cuando los
Caballeros de Solamnia dieron el golpe de Estado, la sacerdotisa utilizó hechizos de
oscuridad y silencio para que fuera más fácil coger a los rebeldes por sorpresa.
Simultáneamente, la hechicera blanca hizo que guarniciones enteras de caballeros negros se
durmieran. Su rayo relampagueante, que lanzaba con mucha reluctancia porque despreciaba
el acto de matar, había acabado con la defensa de los caballeros negros en su último
reducto. Después de la batalla, los poderes de la sacerdotisa habían salvado la vida a
muchos malheridos, que gracias a ella habían podido recuperarse.
Mientras Melissa du Juliette tomaba asiento y Coryn ajustaba el fuelle y el humero
del fuego, la hechicera presintió que la otra mujer había acudido a su mansión por un
asunto grave.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¿Has sabido algo de Selinda últimamente? —respondió la sacerdotisa—.
Desapareció de los aposentos del palacio hace tres días y nadie la ha visto ni ha oído nada
sobre su paradero.
—No, no he sabido nada de ella ni he hablado con ella desde hace algún tiempo —
contestó Coryn en un tono tranquilo.
Le sorprendían los celos que seguía sintiendo por la mujer que se había casado con
Jaymes Markham. Su furia contra el emperador había ido desapareciendo a lo largo de las
semanas desde su último encuentro, pero el mero hecho de oír el nombre de la mujer que
había engendrado su hijo le provocaba una extraña desazón.
Entonces, al recordar el anillo mágico que le había dado a la princesa, también
sintió el aguijón de la culpabilidad.
—No podía soportar que la tuvieran encerrada —dijo la hechicera con cautela—,
pero… contaba con los medios para salir de allí.
—Ya lo sé. Vino a visitarme —repuso Melissa—. Cuando Jaymes partió hacia
Vingaard, ella utilizó el anillo que le diste.
—¿Sí? —Coryn no sabía qué decir.
—Sí. ¿Te contó cómo se sentía por su embarazo? —preguntó la sacerdotisa.
Melissa no era muchos años mayor que Coryn, pero en sus ojos se adivinaba la
sabiduría de una anciana. La hechicera decidió no ocultarle nada.
—Me dijo que no estaba segura de querer al bebé. Yo… Yo le di el anillo porque
Jaymes la tenía prisionera en su habitación. No podía soportar tal idea.
—Creo que fue buena idea que le dieras la llave para que al menos ganara cierto
grado de libertad —dijo Melissa—. A mí me dijo lo mismo sobre el bebé. Estaba
tremendamente asustada, por tantas cosas, pero finalmente nos teletransportamos a
Vingaard para enfrentarnos a Jaymes. Cuando vio el daño que había infligido al alcázar,
perdió los ánimos y decidió que no hablaría con él. Así que volvimos a casa.
—Eso no lo sabía —admitió la hechicera.
—Hay más. Un guardia, que no sabía quiénes éramos, nos dijo que la noche antes la
hija de lord Kerrigan había acudido a ver al emperador, para rogarle que cesara el
bombardeo. Por lo visto, llegó en mitad de la noche y se quedó hasta el amanecer. Y fue
entonces cuando ordenó que dejaran de disparar los cañones. Cuando Selinda oyó eso, se
disgustó mucho.
—Entiendo sus razones —declaró Coryn, asintiendo, con gran dolor por su rival—.
¿La has visto desde entonces?
La sacerdotisa sacudió la cabeza.
—Fui a visitarla ayer, sólo para saludarla, pero los guardias me dijeron que no se la
veía desde hacía días. Estaban muy preocupados, evidentemente, y se preguntaban si
debían enviar un mensaje al emperador. Pero está al otro lado de las montañas, buscando a
Ankhar. ¿Qué podría hacer él desde tan lejos? Además, Selinda podría estar en cualquier
sitio del mundo.
—Sí —contestó Coryn con una mueca. Sacudió la cabeza—. Es culpa mía. Si no le
hubiera dado ese anillo…
—¡No digas eso! —la interrumpió Melissa—. Las dos sabemos que no tenía
derecho a encerrarla. ¡Tú le proporcionaste la forma de escapar de su celda! Eso no fue algo
malo.
La hechicera blanca suspiró.
—¿Tienes alguna idea sobre dónde puede haber ido?
—Yo… espero que no esté intentando hacer algo que dañe al bebé —admitió la
sacerdotisa—. Temo por su estado mental.
—También yo —contestó Coryn con franqueza.
—Tenía la esperanza de que pudiéramos buscarla juntas —dijo la sacerdotisa.
—Sí, aunando nuestro saber. Yo la buscaré con magia.
—Muy bien —respondió Melissa du Juliette—. Y yo trataré de obtener una
respuesta de los dioses.
Ankhar contemplaba con incredulidad los enormes tubos de las bombardas en
construcción, mientras el fuego los consumía. En su frenesí, los ogros habían apilado los
cañones en un montón enorme, los habían regado con aceite y lo habían encendido. En
condiciones normales, el semigigante habría disfrutado con aquel espectáculo, prueba del
triunfo de su ejército. Pero los cañones del emperador habían sido decisivos contra Ankhar
en la batalla de las Montañas y aquellas armas descomunales, la segunda generación del
nuevo y despiadado armamento, fueron destruidas sin que llegaran a disparar un tiro. Le
habría gustado tener la oportunidad de utilizarlas.
Lo peor de todo era que la gran explosión cegadora del puente le había arrebatado la
vida a quien él más quería en el mundo.
—¡Laka! —gimoteó. Se dejó caer al suelo y golpeó el empedrado de la plaza con el
puño.
Lirio de la Charca lo observaba con cautela, no muy lejos de allí. Todavía sangraba
como consecuencia de la bofetada que le había propinado cuando se había acercado para
ofrecerle su apoyo. Sus ojos se humedecieron cuando el semigigante apretó el rostro contra
las piedras, sin dejar de gemir y sollozar.
Cuando por fin recuperó el aliento y levantó la cabeza, vio que el resto de los ogros
lo observaban con perplejidad. Algunos se habían apartado mientras él daba golpes y
lloraba, mientras otros —entre ellos Cuerno de Toro y Come Corazones— se habían
acercado furtivamente.
El semigigante se levantó con un bufido. Se recordó a sí mismo que no podía
permitirse mostrar flaqueza, sobre todo después de que sus guerreros hubieran alcanzado
otra gran victoria. Habían destruido y saqueado una ciudad del enemigo por excelencia de
los ogros: los enanos.
Sacando pecho, recorrió la plaza principal con paso arrogante, miró con desprecio la
gran hoguera en que se había convertido la fábrica de cañones y después se volvió a mirar
con el entrecejo fruncido los restos humeantes del puente. Algunos edificios de la ciudad
ardían con ímpetu, mientras otros todavía estaban sufriendo bajo las botas de los ogros,
sometidos al pillaje y al saqueo.
Como era de esperar, en una ciudad de enanos nunca faltaban las posadas y ya
habían arrastrado a la calle una docena de grandes barriles de aguardiente enano. Los
habían abierto y los ogros hacían cola en orden de superioridad física, para inclinarse sobre
las cubas y echarse al gaznate aquella bebida embriagadora. Los ogros victoriosos proferían
gritos y aullidos y, a medida que se consumía más aguardiente, la escena iba degenerando.
Desvalijaron una sastrería y una docena de cafres grotescos empezó a desfilar con ropas
varias tallas más pequeñas y elegantes abrigos. Un ogro echó abajo la puerta del taller de un
herrero de espadas y, un momento después, cinco ogros, poco acostumbrados al acero
afilado de los enanos, sostenían con torpeza las espadas y sangraban profusamente por un
sinfín de profundos cortes que se habían hecho sin querer.
Mientras tanto, Ankhar se ponía cada vez más furioso. La mayoría de los enanos
había escapado. Miró con odio la montaña donde se abrían los tres agujeros negros por los
que habían desaparecido. Y volvió a recordar a su madre, muerta en aquella trampa
despiadada que esos enanos malévolos habían ocultado tan hábilmente.
Una figura familiar se acercó al semigigante con fuertes pisadas y Ankhar reconoció
a Río de Sangre. El ogro general, veterano de tantas campañas y conquistas, se mantenía al
margen de las celebraciones caóticas. Miró con desdén la orgía de bebida y asaltos.
—¿Bajaremos ahora al valle? ¿Atacaremos a los humanos en las llanuras? —
preguntó Río de Sangre, señalando hacia las tierras más bajas.
A pesar de que el puente había desaparecido, la corriente no era demasiado
profunda y era evidente que los ogros podían vadear el río y proseguir su camino a través
de la cordillera Garner. Cuando estuvieran en esas llanuras, tal como Ankhar había
prometido, podrían ir a donde quisieran.
El semigigante parpadeó. Sí, ése era su plan. Y ese plan había funcionado muy bien,
excepto por el obstáculo inesperado de la ciudad salida de la nada. Ni siquiera la ciudad de
los enanos había ralentizado su avance —todo el ataque no había durado más de dos
horas—, aunque la celebración amenazaba con alargarse toda la noche.
Por la mañana, como estaba planeado, tendrían que seguir su camino y dejar a esos
enanos escondidos en sus agujeros.
—No —decidió Ankhar con gravedad—. Por ahora no.
—¿Para qué nos quedamos? —contestó el fornido ogro.
El semigigante señaló hacia las entradas de las minas.
—Subiremos allí donde se esconden los enanos. Los mataremos.
—¿Qué pasará si se quedan en los agujeros? —preguntó el ogro.
—Entonces los enterraremos. Que las minas sean sus tumbas —repuso Ankhar,
satisfecho porque, de una forma u otra, su madre fuera vengada.
La Legión de Palanthas dejó al ejército de la Corona, con su equipo más pesado, y
recorrió uno, cien kilómetros a marchas forzadas, en poco más de dos días. Desde cualquier
punto de vista, aquél era un logro magnífico. A pesar de todo, todavía estaban a treinta
kilómetros de los pies de la cordillera Garner cuando se encontraron con un enano solitario,
maltrecho y sangrando, que caminaba hacia ellos con pasos vacilantes, a través de las
llanuras.
—¡Nuevo Compuesto está perdido, excelencia! —anunció el enano, cayendo al
suelo, antes de que Jaymes, a la cabeza de la legión, tuviera tiempo de llegar junto a él.
—¿Cómo? ¿Ha sido Ankhar?
—Sí, y una horda de ogros. Bajaron de las montañas, rodearon la ciudad y la
saquearon.
—¿Y los enanos? ¿Huyeron? —preguntó el emperador, horrorizado por la noticia.
—No, señor. El puente fue destruido y quedaron atrapados. Muchos murieron, pero
los supervivientes, las mujeres y los niños buscaron refugio en las minas.
—Y entonces, ¿qué sucedió?
—Tengo que confesar que huí del lugar, mi señor. Yo era el responsable de
transmitir las noticias. Pero antes de irme, vi que los ogros se dirigían allí arriba, a las
minas. Subieron hasta las bocas de los túneles y empezaron a llenarlos de rocas. Lanzaron
piedras enormes, cientos de piedras. Parecía que todos los túneles iban a quedar
completamente sellados.
Enterrados vivos. Jaymes sintió un escalofrío.
—¿Hace cuánto tiempo que sucedió todo eso?
—Atacaron hace dos días. Yo me escabullí ayer al amanecer.
—Entonces, ¿Ankhar puede seguir allí? ¿En las montañas?
—Eso creo, excelencia.
El emperador miró hacia el sur. A lomos de su caballo, veía las cumbres de la
cordillera Garner recortarse limpiamente. La boca del valle de Nuevo Compuesto quedaba
fuera de su vista, no muy lejos de allí, en las tierras bajas cubiertas de neblina.
—General Weaver —llamó.
—Sí, mi señor —respondió el comandante de la Legión de Palanthas, espoleando a
su caballo para que se adelantara al resto de la columna, que se había detenido.
—El semigigante y sus ogros siguen en el valle de Nuevo Compuesto, entretenidos
en un combate contra los enanos. Sus opciones de escapar son limitadas. Podemos
atraparlos allí.
—Comprendo, excelencia. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
—Envía unos jinetes al general Dayr de los Coronas y al general Rankin de los
Espadas. Que traigan aquí a sus ejércitos lo antes posible.
—Claro, señor. Entenderéis que pasarán varios días antes de que ninguno de ellos
llegue al campo de batalla.
—Sí, lo sé. Por eso mi legión tomará la delantera. Vamos a marchar a ese valle,
atrapar a los ogros en las montañas y destruir a ese monstruo y a sus secuaces de una vez
por todas.
21

Trampas y prisioneros

Blayne bajó sigilosamente por la calle oscura. Era su cuarta visita al cuartel general
de la legión y se sentía tan nervioso como la primera vez. Pero no le costó identificar la
puerta, abrirla y entrar. Y cuando lo hizo, por lo menos no lo agarraron por la espalda. En
vez de eso, lo saludaron y encontró a sir Ballard en el salón de reuniones, esperando con
cincuenta o sesenta hombres.
Era evidente que habían empezado a confiar en el noble de Vingaard. Blayne nunca
antes había visto más de una docena de legionarios. Le hicieron sitio en la mesa principal e
incluso le llevaron una jarra de cerveza fría. Hizo un gesto con la cabeza a los pocos que
conocía.
Esa cordialidad no era compartida por todos. Al otro lado de la mesa se sentaba un
caballero de piel oscura que Blayne no había visto nunca. Se sorprendió al percatarse del
recelo y la hostilidad que brillaban en sus ojos negros.
—Mójate el gaznate —le animó Ballard—. Tenemos que planear un montón de
cosas. —Al darse cuenta de que Blayne miraba fijamente al caballero de tez morena,
Ballard se echó a reír. Haciendo un gesto hacia él, dijo—: Sir Jorde, me gustaría presentarte
a lord Blayne Kerrigan, que es el actual señor legítimo del alcázar de Vingaard.
—Hola —dijo Blayne lo más afablemente que pudo. Jorde le contestó con un gesto
lento y estudiado.
Aliviado, Blayne bebió un trago mientras Ballard, que parecía estar a las órdenes de
aquella unidad de la Legión de Acero, les hablaba.
—Hay dos compañías más en la ciudad, ambas esperando mi señal de que es hora
de ponerse en marcha —explicaba el caballero—. La legión está preparada para recuperar
nuestra ciudad y restaurar el gobierno basado en el Código y la Medida. Pero necesitamos
tiempo para poner en práctica nuestro plan.
—Lo entiendo —contestó Blayne—. Y tengo buenas noticias sobre ese asunto.
Acabo de recibir la confirmación de que la Torre del Sumo Sacerdote ha sido liberada por
fuerzas rebeldes. Se rindió sin oponer resistencia a un grupo de guerreros. Se han apostado
en las almenas y están preparados para bloquear el paso al emperador.
—Ésas son muy buenas noticias, si son ciertas —dijo Blayne—. Una buena
guarnición, digamos de un millar de hombres, apostada en las murallas de aquel embudo
será suficiente para detener a todo un ejército.
—Pero ¿de dónde vienen? —preguntó sir Jorde con aspereza—. Yo habría apostado
a que haría falta mucho más que mil hombres para arrebatar esa fortaleza a Markus y a sus
Caballeros de la Rosa.
—Fue un ejército de rebeldes. Cuenta con varios miles de hombres bien entrenados
—explicó Blayne—. Estaban concentrados en un valle secreto no muy lejos de la torre. Son
amigos míos. Me acogieron cuando huí del alcázar de Vingaard perseguido por los hombres
del emperador.
—Esos rebeldes… ¿también son hombres de Vingaard? —inquirió Ballard.
—Bueno, no —admitió el joven Kerrigan—. Al menos, yo no los conozco como
tales. Creo que han venido de todas partes de Solamnia, de todos los rincones en los que el
pueblo se ha cansado de los edictos del emperador.
Sir Ballard atravesó al joven con una mirada penetrante y recelosa.
—Bueno, es un giro de los acontecimientos curioso. Pensaba que el general Markus
seguía siendo leal al emperador, me sorprende oír que se rindió sin plantar cara. ¿Cómo de
fiable es tu fuente de información?
Blayne se irguió. ¿Debería darse por ofendido? ¿Cómo de fiable era su fuente?
Al considerar todas las circunstancias, el hombre invisible que se envolvía en magia
y lo visitaba en su angosta habitación en plena noche, también él se preguntó si lo habrían
engañado.
Pero no, era imposible. El hombre tenía que ser de confianza. El visitante oculto de
Blayne sabía demasiadas cosas sobre Hoarst y el Ejército Negro. Había sido Hoarst quien
lo había conducido hasta el arquero Billings, y Billings lo había puesto en contacto con la
legión. La única explicación posible era que su visitante nocturno estaba del lado de Hoarst.
—Creo que es de confianza —contestó Blayne—. Me llegó a través de una fuente
conectada con el hombre que me envió aquí.
Había esperado que esa explicación fuera suficiente, pero Ballard se mostró cauto.
—Tendremos que estar atentos y esperar, para estar seguros —dijo el legionario—.
Pero, al mismo tiempo, nos prepararemos para estar listos en cuanto llegue el momento. —
Se volvió hacia sir Jorde—. ¿Puedes mandar un hombre allí arriba para comprobarlo, lo
antes posible?
El caballero moreno asintió.
—Enviaré a mi jinete más rápido de inmediato.
Se levantó y, sin volver a mirar a Blayne, se dirigió a una puerta que había en la
parte de atrás de la habitación.
Ballard bebió un trago de su jarra y cambió de tema.
—Con el emperador fuera, en las llanuras, sólo quedan unos pocos lugares en
Palanthas en los que necesitemos infiltrarnos y controlar para poder tomarla ciudad —
dijo—. El palacio de la plaza principal, por supuesto. El cuartel general de la guardia de la
ciudad, en el despacho del gobernador. La guardia no ofrecerá resistencia si sus oficiales
ordenan que se retiren. Y, por supuesto, las tres puertas de la muralla de la ciudad vieja.
Vamos a tener que dividirnos.
—También tengo buenas noticias respecto a eso. Los rebeldes de la Torre del Sumo
Sacerdote han enviado varios hombres, cerca de un millar, por la calzada de la ciudad.
Deberían estar aquí en cuestión de días. Ellos engrosarán nuestras filas y nos ayudarán.
Ballard asintió. No parecía que recibiera las noticias de los refuerzos con tanto
entusiasmo como Blayne habría esperado. En vez de eso, se aclaró la garganta y miró al
señor con el rabillo del ojo.
—Entonces queda el palacio del señor regente, fuera de la muralla —continuó—.
¿Has pensado si du Chagne se aliará con nosotros o se nos enfrentará?
—Tenía la intención de hablar con él para que fuera nuestro portavoz —contestó
Blayne—. Es decir, si estás de acuerdo. Sus diferencias con el emperador son bien
conocidas. Él es la única persona con la autoridad para hacer que el pueblo apoye nuestro…
—dudó, en busca de la palabra adecuada—. Golpe —concluyó, dándose cuenta de que
tenía que admitir que de eso se trataba.
—Estoy de acuerdo —repuso Ballard—. Era nuestro líder hasta que el emperador
tomó el control hace unos años. Realmente no es un militar, pero siempre ha tenido el
sentido común de dejar ese asunto en otras manos.
—Con mejor o peor resultado —murmuró un caballero—. ¿Recordáis a sus duques?
Ballard se encogió de hombros.
—Sí, pero el pueblo lo respetará. Sin embargo, el emperador se casó con la hija de
du Chagne. ¿Complicará eso las cosas?
—No —contestó Blayne con gran seguridad—. En cualquier caso, sería un punto a
nuestro favor. Sé de buena tinta que los dos hombres se odian y la hija es uno de los puntos
de fricción.
—Perfecto, entonces. Yo mismo había oído rumores al respecto, pero no tenía la
certeza de si eran ciertos o no. Seguro que alguien de sangre azul como tú tiene mejores
contactos en la corte —añadió Ballard con ironía.
—Supongo —admitió Blayne, sintiéndose incómodo a pesar de que seguramente
era cierto—. En cualquier caso, sugiero que vayamos a ver al señor regente de inmediato y
lo unamos a nuestra conspiración.
—Una vez más, estoy de acuerdo —dijo Ballard. Hizo un gesto hacia la jarra medio
llena del joven—. Ahora, acaba eso. Tenemos mucho trabajo por delante.
Como enano de las montañas que era, Dram debería haberse sentido como en casa
en aquel túnel oscuro y atestado del pozo de la mina. Al fin y al cabo, durante la primera
década de su vida ni siquiera había visto el sol y había pasado la mayor parte de su juventud
en las grandes construcciones subterráneas de Kayolin. Muchos enanos de las montañas
vivían toda la vida bajo tierra como algo completamente normal.
Pero se sorprendió al darse cuenta de que realmente echaba de menos la luz del sol.
Durante los últimos tres días, desde que se apiñaba en los túneles estrechos y oscuros con
un millar de sus vecinos, había tenido tiempo para descubrir hasta qué punto se había
adaptado a la vida en la superficie. No sentía claustrofobia ni miedo, pero realmente había
aprendido a disfrutar del mundo al aire fresco, de la luz del sol, de las estrellas, el viento y
el cielo.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que volviera a saborear aquellos placeres, si es que
volvía a hacerlo? Los ogros habían sellado los tres túneles a conciencia. Ni siquiera habían
intentado atacar a los enanos, sin duda porque se habían dado cuenta de cuáles eran sus
desventajas. Dado su tamaño, los ogros habrían tenido que luchar de uno en uno contra dos
o tres enanos en los angostos pasajes. Así que Ankhar había tenido la astucia de ordenar a
sus ogros que lanzaran rocas grandes en las entradas de las minas. El bombardeo había
resultado un juego para aquellos bárbaros y competían por ver quién enviaba la roca más
grande con más fuerza.
Unos cuantos enanos habían tratado de lanzar fuera las rocas tan rápido como
entraban, pero habían muerto aplastados. Cuando el tercer enano yacía en el suelo con la
cabeza abierta, Dram ordenó a los demás que se retirasen a las profundidades de la mina.
Los ogros no tardaron mucho en sellar los tres agujeros y, aun después de que todo rastro
del sol hubiera desaparecido hacía mucho, los enanos siguieron oyendo los golpes de más y
más piedras que se amontonaban. El resultado fue un tapón que seguramente tendría más de
treinta metros de grosor —y muchas, muchas toneladas de peso— y que bloqueaba la boca
de cada una de las tres minas.
—¿Papá? —llamó Mikey, subiéndose a su regazo.
Sally y aproximadamente cien enanos más estaban sentados o tumbados por allí. El
espacio cerca de la boca del túnel central era uno de los más amplios de toda la red de
pasajes. Desde que había empezado el cerco, comían y dormían allí.
—¿Sí, Mikey? —contestó Dram, esforzándose por imprimirle un tono alegre a su
voz.
—¿Vamos a salir de aquí? —El chiquillo extendió un dedo regordete en dirección al
montón enorme de rocas que bloqueaba la entrada del túnel.
—¿Ves a Colorado y a Beebus allí? ¿Y a Damaris? Ahora es su turno de cavar y
cuando terminen, volverá a ser mi turno. Y, tarde o temprano, sacaremos todas esas piedras
de ahí y podremos salir.
En realidad, la excavación era mucho más complicada. Tres cavadores trabajaban
hombro con hombro, a veces de pie, otras arrodillados y en ocasiones incluso tumbados,
cuando tenían que apartar de su camino una piedra más tozuda que las demás. Otros enanos
cargaban las rocas en carretillas y un tercer grupo se encargaba de arrastrarlas hasta las
profundidades de la mina, donde tiraban las rocas sin muchos miramientos en pozos que no
se utilizaban. Dram sabía que en los otros dos túneles estaban llevando a cabo el mismo
trabajo. Había pasajes laterales que unían las tres minas, así que en realidad se hallaban en
una fortaleza subterránea.
Pero era una fortaleza con provisiones muy limitadas. En principio, habían
preparado los túneles con vituallas suficientes para que sobrevivieran durante un mes los
aproximadamente trescientos niños y sus cuidadores. Pero allí había cuatro veces el número
de enanos que habían calculado originalmente y la mayoría necesitaba bastante más comida
que un niño. Dram había ordenado que los alimentos se racionaran estrictamente, casi en
cuanto entraron a las minas.
Por lo menos, tenían agua fresca gracias a varios manantiales que bajaban por el
interior de la montaña. El aire fresco para respirar estaba garantizado por unos túneles de
ventilación que se extendían hasta lo alto de la montaña. Teniendo en cuenta que no tenían
forma alguna de salir de allí, su fortaleza se había convertido más bien en una prisión. No
pasaba nada mientras fuera algo temporal y no acabara convirtiéndose en una tumba.
Dram dejó a Mikey en el suelo, se levantó y fue a comprobar los progresos de los
trabajos.
—¿Cuánto queda? —preguntó a Colorado, que era uno de los mineros que había
excavado el túnel original.
—Yo diría que unos veinticuatro metros —contestó el enano de las colinas, que
debía su apodo a su larga cabellera y la barba del color del fuego. Arrugó la frente y estudió
las marcas cinceladas en la pared que servían para calcular—. La verdad es que nos
taponaron a conciencia.
—¿Necesitáis ayuda? —ofreció Dram.
—Por ahora, no. Siéntate y descansa. Más tarde tendrás trabajo de sobra.
Dram volvió a su sitio y se sentó. Se sintió agradecido cuando Sally deslizó su
mano en la suya. Mikey se sentó entre los dos y, poco a poco, fue quedándose dormido.
Buche Aguamelada se acercó con el entrecejo fruncido. Estaba a punto de dejar escapar una
queja en voz alta, cuando se fijó en el pequeño dormido.
Taciturno, el padre de Sally se sentó junto a Dram y se quedó observando a los
trabajadores. Por fin, se inclinó hacia su yerno y le susurró al oído:
—¿Cómo no se te ocurrió traer unos cuantos barriles de aguardiente?
Selinda sintió unas voces. Intentó moverse, hablar, pero de sus labios no salió
sonido alguno. Durante unos segundos de pánico, temió que el despiadado Hale el Cojo
hubiera vuelto a darle aquella bebida de loto. Los sonidos que la rodeaban eran confusos y
lejanos, y no le ayudaban a recuperar la memoria, a aclararle las ideas.
Pero después de un rato, aguzando el oído, las voces empezaron a cobrar sentido.
—Diez diamantes de primera calidad y un frasco grande de poción. Es un precio
justo por la mercancía, estoy de acuerdo.
Selinda reconoció la voz de Hale el Cojo y se le hizo un nudo en la garganta al darse
cuenta de que ella era la «mercancía» sobre la que estaban negociando.
—A mí también me parece bien. —La voz del segundo interlocutor era apagada,
como si hablara a través de una gasa.
La princesa intentó abrir los ojos, pero los párpados se negaban a moverse, casi
como si estuvieran pegados. Desesperada, se estiró, intentó moverse, hablar, ver.
—¡Ahora, sácala de aquí! —exclamó Hale—. Me pone nervioso, ¡y ya ha estado
aquí demasiado tiempo!
—Eso es lo que pretendo.
Selinda oyó que alguien se acercaba, sintió una presencia —como una sombra negra
y fría— que se cernía sobre ella. De repente, un objeto gélido y que parecía una garra le
arañó la mano y un intenso dolor le atravesó todo el cuerpo, arrancándole un grito
involuntario.
En ese mismo instante, su vista se aclaró y se encontró mirando a un hombre sin
rostro, una imagen de oscuridad que la dejó completamente aterrada. Después de un
momento, se dio cuenta de que era una persona oculta tras una máscara negra, pero aquello
sólo logró asustarla más.
—Levántate, querida —ordenó la figura con un tono entrecortado—. Descubrirás
que tu cuerpo es capaz de funcionar de nuevo.
Selinda movió los dedos, levantó un brazo y quedó sorprendida al ver que era cierto.
Se obligó a sí misma a sentarse y se tambaleó un poco, mareada. El hombre estaba muy
cerca de ella y estuvo a punto de tener una arcada, pues a través de la túnica negra se olía
un hedor insoportable a putrefacción.
—No irás a sacarla por la puerta delantera, ¿verdad? —preguntó Hale, alarmado.
—Claro que no. —El hombre bajó la mirada hacia ella. Selinda se sintió como un
ratón bajo la aguda mirada de un halcón—. Levántate —ordenó.
Obedeció, aunque seguía estando mareada, sujetándose a la cama. Por un momento,
pensó en huir, pero el pensamiento desapareció tan rápido como había llegado. Incluso si
lograba mantenerse en pie e intentaba salir de allí, sentía el poder en la voz del hombre y
sabía que, sencillamente, no podría negarse si él la ordenaba que se detuviera. Dedujo que
debía de ser algún tipo de sacerdote malvado, pero no pudo adivinar a qué dios servía.
—Sé que tienes amigos poderosos —le dijo con un tono ligeramente divertido—.
Así que debes perdonarme si conjuro un hechizo sin importancia que te oculte a la
detección mágica.
El sacerdote sacó un polvo negro y sucio del bolsillo, y lo dejó caer sobre Selinda.
La princesa quería sacudir la cabeza, levantar las manos y quitárselo de encima, pero su
cuerpo no obedecía a su mente.
—Con eso será suficiente —dijo el hombre—. Ahora, vámonos.
Agitó las manos delante de sí y describió un círculo alrededor de la cabeza de
Selinda, mientras murmuraba un canto ronco. Casi inmediatamente, la habitación se llenó
de una bruma gris tan intensa que Selinda no podía ver el suelo ni las paredes. Entonces, se
dio cuenta que toda la estancia había desaparecido. Sintió que se encontraba en un espacio
inmenso, pero no podía ver más allá de la punta de su nariz.
Volvió a notar aquel roce de garra y se quedó sin aire cuando el sacerdote la cogió
de la mano. Cada milímetro de su cuerpo quería alejarse, pero, una vez más, sintió que no
tenía fuerzas.
—No quieres escapar de mí…, aquí no —dijo el hombre de la máscara negra—.
Vagarías durante muchas vidas enteras y encontrarías el camino de vuelta a casa.
Aterrorizada, Selinda sintió que tiraban de ella y que la arrastraban. Tropezó con
una superficie suave y dura. Miró hacia abajo, pero sólo veía la neblina gris. Durante un
rato intentó contar sus pasos, pero tenía la mente turbia y los números se arremolinaban sin
orden en su cabeza. ¿Habían dado veinte pasos o eran doscientos? Le resultaba imposible
saberlo.
—Ahora. Aquí estamos —anunció el sacerdote por fin.
Desapareció la bruma gris y Selinda se encontró en una habitación con las paredes
de madera y cubiertas de libros. En una pared había una chimenea, que en ese momento
estaba a apagada. Se abrían grandes ventanales y vio que fuera estaba completamente
oscuro.
Aquel lugar le era vagamente familiar. No, no sólo vagamente, ¡había estado allí
muchas veces! ¿Por qué tenía la mente tan espesa?
—La tengo, mi señor —dijo el sacerdote, dirigiéndose a alguien que estaba detrás
de Selinda.
Ella se volvió dijo una sola palabra, con voz entrecortada:
—¡Padre!
En ese momento, su estómago se rebeló. Selinda tuvo que encogerse y vomitó sobre
la carísima alfombra de importación.
—¡Excelencia! Los hombres están muy cansados. ¿Estáis seguro de que no queréis
parar unas horas para dejarles descansar?
La pregunta del general Weaver era totalmente legítima, pues el ejército llevaba tres
días avanzando a buen ritmo. Pero el emperador no tenía paciencia para preguntas ni para
retrasos. Jaymes había recorrido aquel valle muchas veces. Sabía que Nuevo Compuesto
estaba a dos horas de marcha, ¡dos horas incluso a aquel paso de tortuga!
—¡Nada de descansar! —respondió con voz áspera—. Habrá tiempo de sobra para
eso cuando Ankhar esté muerto.
Sabía el riesgo que estaba asumiendo. Llevar a un ejército exhausto directamente a
la batalla después de una marcha forzada era tentar el desastre. Pero también era un riesgo
calculado, pues había tenido en cuenta que los ogros estarían celebrando, en el más
absoluto caos, que habían expulsado a los enanos de Nuevo Compuesto. Lo más probable
era que la gran mayoría estuvieran borrachos o mareados por la terrible resaca. Si se
retrasaba, sus hombres tendrían tiempo para descansar, pero el enemigo también podría
recuperarse.
Y había otros riesgos. ¿Y si Ankhar había planeado volver a retirarse a las montañas
Garnet? ¡Podían perderle el rastro por completo! ¿Y cuántos enanos habría matado?
¿Estaba vivo Dram? ¿Y Sally? ¿Qué le habría pasado a su pequeño? Con una punzada de
dolor, Jaymes se dio cuenta de que no había ido a ver al niño desde hacía más de un año.
¡Maldito fuera Dram por tonto! Si hubiera fabricado esas bombardas… Era una
queja ridícula en esos momentos. Los grandes cañones podían destruir una fortaleza, pero
habrían resultado inútiles contra unos ogros que atacaban desde las montañas. Cuando los
artilleros estuvieran preparando el segundo o tercer disparo, el enemigo ya habría tomado la
batería.
—¡En movimiento! —ordenó el emperador y él mismo apretó el paso.
Había desmontado hacía horas y avanzaba a pie para servir de ejemplo a sus
hombres. Se alegró de contar con la magnífica calzada enana, sin baches y con pendientes
suaves, que los conducía rápida y cómodamente valle arriba, hasta Nuevo Compuesto.
Reconoció una elevación que se alzaba delante de ellos, una morena que discurría
perpendicularmente al fondo del valle. Era el último obstáculo antes de llegar a la ciudad y
detuvo a su ejército. Ordenó que se desplegaran a ambos lados de la calzada y él mismo
avanzó sigilosamente hasta una loma, acompañado por el general Weaver y el sargento Ian.
Divisaron el humo antes de ver la ciudad. Agazapados, ocultándose entre los
arbustos que crecían al lado del camino, se abrieron camino hasta una buena posición,
desde la que podían observar Nuevo Compuesto sin ser vistos.
La gran hoguera de la plaza era lo que primero llamaba la atención, pues todavía
salía una columna de humo que se elevaba más de un kilómetro. En el fuego, que ya se
había convertido en brasas, descansaban los restos chamuscados de cerca de una docena de
tubos para bombardas. ¡Así que al final Dram había empezado a construirlas!
Y Ankhar las había destruido, como muchas otras cosas. Jaymes se fijó en los
almacenes ennegrecidos, en el caos de troncos que había sido un pulcro almacén de
maderas. Las puertas de todas las casas que podía abarcar con la vista estaban destrozadas.
Utensilios, telas y muebles estaban esparcidos por calles y patios. El emperador apretó la
mandíbula, furioso, y entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en unas hendiduras
mínimas. Miró con ferocidad el daño que se había infligido a aquel lugar, ¡a su ciudad!
Pues si Dram Feldespato había sido el encargado de Nuevo Compuesto, Jaymes
Markham había sido su creador. Fueron sus órdenes las que hicieron que se construyera allí
y su acero el que había pagado su actividad. Y serían sus soldados quienes vengarían su
destrucción.
Con los ojos entrecerrados, se concentró en los aspectos militares del valle. El
puente de piedra que antaño podía calificarse de magnífico —y del que Dram estaba
excesivamente orgulloso, pensó Jaymes— no era más que unas ruinas. Junto a la estructura
destruida, los ogros habían colocado puentes hechos con troncos en varios puntos. Era
evidente que se preparaban para proseguir la marcha valle abajo. Pero Jaymes sabía que los
puentes podían cruzarse en las dos direcciones.
En ese momento, los ogros parecían una muchedumbre desorganizada más que un
ejército. Unas pocas tropas estaban en lo alto de la montaña, aparentemente inspeccionando
los montones de piedras que habían enterrado vivos a los enanos de Nuevo Compuesto. Los
demás se divertían por la ciudad en ruinas. Desde donde Jaymes estaba, parecía que casi
todos estaban borrachos. Estaba claro que no esperaban ninguna batalla.
—Vamos a atacar de inmediato —informó el emperador secamente.
—Claro, excelencia —repuso el general Weaver. Señaló la base de un acantilado a
la izquierda, donde había un tupido bosque de pinos—. Sugiero que enviemos una fuerza
por allí y los acosemos por dos flancos a la vez.
—No hay tiempo —respondió Jaymes, después de una pequeña pausa—. El terreno
es demasiado escarpado para las tropas, tardarían horas en llegar a la posición.
—¿Quizá una misión de reconocimiento por ahí arriba, mi señor? —sugirió
Weaver.
—No, ¡no puedo permitir ningún retraso! —contestó el emperador de mal humor—.
Ahora es el momento perfecto para atacar, seguro que tú mismo te das cuenta. ¡Atacaremos
de inmediato!
—Por supuesto, excelencia.
Los dos hombres volvieron rápidamente junto a la legión. La vanguardia ligera se
había dispuesto en el frente y las filas de infantería ligera estaban detrás. Jaymes se sintió
orgulloso al ver que las tres compañías de hombres de Ciudad Nueva, que tan mal parados
habían salido del vado del Manzano, se habían colocado en el centro de la línea. Sabía que
iban a redimirse. La infantería y caballería pesadas formaban la tercera línea, seguida de
cerca por los arqueros.
—¡Quiero un avance general! —ordenó Jaymes, mientras volvía a montar sobre su
caballo—. ¡Todas las unidades de infantería, aproximaos a marchas forzadas! Quiero que la
caballería esté preparada para cargar en cuanto dé la orden. Primero avanzad sigilosamente,
pero en cuanto os descubran, gritad lo más fuerte que podáis. ¡Hay que minarles la moral
desde el principio!
Con un movimiento rápido de la bandera, las nutridas líneas empezaron a subir la
morena. Cuando llegaron al otro lado, iniciaron el descenso al trote. En un momento,
llegaron al río. Las unidades, bien instruidas, formaron columnas rápidamente para cruzar
por los tres puentes de madera que Ankhar había colocado para ellos tan amablemente.
Cuando uno de los ogros de la ciudad lanzó un grito de alarma, ya había cientos de
hombres al otro lado del río. Su aullido fue respondido por el desafío de cinco mil soldados,
al mismo tiempo que las primeras filas de la Legión de Palanthas se lanzaban al ataque
como rayos.
Estaba claro que los ogros se habían quedado perplejos con la súbita aparición del
ejército de humanos. Muchos se dieron media vuelta para luchar, mientras que otros
muchos simplemente huyeron por las calles de Nuevo Compuesto, en dirección a la gran
plaza junto al lago.
—¡Adelante! —gritó Jaymes, espoleando su caballo a la cabeza del ataque—. ¡A
por ellos!
En su mano estaba Mitra del Gigante y con ella cortó de lado a lado el rostro de un
ogro poco avispado que se volvió para mirar con expresión asombrada a los atacantes. Las
flechas volaban sobre la vanguardia de los caballeros y se clavaban entre los
desorganizados bárbaros. Los hombres se dividieron en compañías y pelotones, y cargaron
contra los edificios en los que veían que se refugiaban los ogros. Una docena de ogros,
algunos no podían ni caminar por la borrachera, quedaron atrapados en una porqueriza y los
hombres rodearon la valla y los acosaron con las lanzas, hasta que todos quedaron muertos
o heridos.
No había enanos a la vista, así que la única esperanza de Jaymes era que siguieran
detrás de los muros de piedra de las minas. Mató a tantos ogros como se interpusieron en su
camino y, de paso, acabó con unos poco hobgoblins. Volvió a invadirlo la exultación de la
batalla y se sorprendió al comprobar el placer salvaje que lo embargaba. Había pasado
mucho tiempo desde la última vez que había esgrimido su espada contra un enemigo.
¿Y dónde estaba Ankhar? Frenó su caballo un momento y dejó que la marea de sus
soldados lo sobrepasara. El emperador, sentado sobre la silla de montar, recorrió con la
mirada la refriega que había estallado en la ciudad. Encontraría al cabecilla enemigo y se
aseguraría de que nunca volviera a luchar en una guerra.
Era un asunto personal.
22

La segunda batalla de Nuevo Compuesto

¿Por qué no mandas a los ogros de Río de Sangre a luchar ahora? ¡Mira! ¡Perdemos
la batalla! —exclamó Cuerno de Toro, tan asustado que se atrevía a desafiar el plan de
Ankhar con su pregunta.
Los soldados humanos estaban asaltando Nuevo Compuesto y los ogros de Cuerno
de Toro —quienes, como novatos que eran, estaban más borrachos que la gran mayoría—
caían de diez en diez. Parecía que la mitad de la ciudad ya estaba en manos de los atacantes,
¡y una parte del ejército de Ankhar ni siquiera estaba combatiendo!
—¿Dónde está Río de Sangre? —protestó Cuerno de Toro, tratando de no pensar en
los latidos de su cabeza—. ¡Haz que él también luche!
—¡No! —rugió el semigigante—. ¡Sigo con mi plan! —Levantó el puño, pero se
dio por satisfecho cuando el ogro retrocedió sin más protestas.
Sencillamente, Cuerno de Toro era demasiado estúpido para darse cuenta de que, de
hecho, el plan estaba funcionando a la perfección. Todo había empezado un día antes,
cuando los centinelas de Machaca Costillas habían informado de que una columna de
humanos que marchaba a buen ritmo estaba acercándose al valle de Nuevo Compuesto.
Ankhar había tenido la precaución de apostar a esos centinelas y había dicho a los jinetes
goblins de wargs que no se dejasen descubrir. Los raudos goblins, a lomos de los wargs,
habían observado la llegada de la columna enemiga sin ser detectados.
A pesar de que nunca se le habían dado demasiado bien los números, el líder de los
goblins había logrado concluir que la nueva fuerza no era tan grande como los magníficos
ejércitos a los que se habían enfrentado unos años antes. También fue lo suficientemente
astuto para deducir que el líder de la guerra humano —¡él se llamaba a sí mismo
emperador!— en persona era quien dirigía la fuerza.
Así que Ankhar había hecho algunos preparativos. El general Río de Sangre
demostró que se merecía su rango, pues a base de puntapiés y promesas había alejado a sus
dos mil guerreros veteranos del saqueo de la ciudad de los enanos. Los llevó por el extremo
del valle y se ocultaron en un bosque que crecía en el mismo pie del precipicio oriental.
Ankhar se quedó satisfecho y admirado cuando vio que, incluso después de que comenzara
el ataque del enemigo, los ogros de Río de Sangre permanecieron ocultos y silenciosos,
justo como el semigigante había ordenado.
Machaca Costillas y sus jinetes, a lomos de sus fieras monturas lupinas, se habían
apostado detrás de los almacenes de madera, a lo largo de la orilla del lago, donde nadie
que subiera por el valle podría descubrirlos. Los goblins no habían dado de comer a sus
animales desde hacía más de un día y los enormes lobos peludos estaban hambrientos y
furiosos, deseando que los soltasen sobre el confiado enemigo.
Como broche final, Ankhar había ordenado a dos de los pocos draconianos sivak
que le quedaban, pues la mayoría había muerto en la explosión del puente, que esperaran a
su lado. Volarían hasta donde estaba Río de Sangre cuando llegara el momento y Ankhar
pondría en funcionamiento su trampa.
Bufó con alegría, a pesar de que una docena de ogros de Cuerno de Toro, con los
ojos inyectados en sangre y a punto de salírseles por el pánico, acababan de morir a mano
de unos espadachines no muy lejos de donde él estaba. Los humanos estaban avanzando
hacia la plaza y rodeaban por los dos lados el gigantesco montón de cenizas que recordaba
la gran hoguera de la victoria.
El general enemigo era el mismo que había liderado los ejércitos que derrotaron a
Ankhar en la primera guerra, el semigigante lo sabía. Aquella desgracia estaba a punto de
ser vengada.
—¡Garra Plateada! ¡Colmillo torcido! —ladró aquel al que llamaban la Verdad.
—¡Sí, gran señor! —respondieron los dos sivaks, encogiéndose y aleteando las
inmensas alas, preparados.
—Volad al bosque —ordenó Ankhar—. ¡Decidle al general Río de Sangre que ha
llegado el momento de que ataque!
—¡Ahora! —ordenó Jaymes—. ¡Lanceros, a la carga!
Los ogros habían hecho exactamente lo que había imaginado. Se habían replegado
hacia la gran plaza central, pero se habían limitado a organizar una defensa irregular en el
terreno abierto, en vez de buscar refugio entre los edificios y cobertizos que rodeaban la
plaza. Sin picas, formando un frente con varios huecos irregulares, eran el objetivo perfecto
para una mortífera carga de la caballería. ¡Era una situación maravillosa!
Y dentro de aquella perfección, el emperador sintió que algo fallaba.
Enfadado, trató de sacudirse esa sensación molesta. Al fin y al cabo, sus enemigos
estaban borrachos, eso era evidente, incluso se tambaleaban. Él mismo había matado a un
ogro tan ocupado devolviendo en la cuneta que apenas había levantado la cabeza cuando la
muerte se había cernido sobre él. ¿Cómo iba a preparar una estratagema un enemigo como
aquél?
Pero Jaymes se recordó a sí mismo que Ankhar ya había demostrado, a lo largo de
su primera campaña, que tenía la capacidad de aprender de sus errores. No había que
olvidar que había aprendido a mantener tropas en la reserva; a colocar a los lanceros contra
la caballería; llevado a cabo engaños y astucias e incluso, después de que hubiera caído el
cerco de Solanthus, había dominado la más difícil de todas las tácticas militares, la retirada
en el campo de batalla. Entonces, ¿por qué iba a el semigigante a comportase de forma tan
estúpida en un momento tan importante?
Con los ojos entrecerrados, Jaymes observó a los lanceros cargando a través de la
plaza. Atravesaron el frente desorganizado de los ogros, lanzando estocadas aquí y allá. Los
caballos se encabritaban y lanzaban patadas. Los cascos aterrizaban sobre bocas que
aullaban. A ritmo constante, los invasores eran aplastados y retrocedían. Los disciplinados
jinetes solámnicos mantenían la línea y no se lanzaban a una persecución frenética, tal
como les habían enseñado.
El emperador había descubierto a Ankhar. El enemigo estaba en el tejado de piedra
de una casa de los enanos. Allí arriba lo acompañaban varios ogros y un par de
draconianos. Contemplaba la batalla —que desde su punto de vista debía de ser un
completo desastre—, sin muestras externas de consternación o preocupación.
Aquel hecho fue lo que acabó de despertar la alarma interior de Jaymes.
—¡Corneta! ¡Toca la retirada! —gritó el emperador.
Al instante, resonaron las notas de metal. Los lanceros, de mala gana, dejaron que
los ogros tambaleantes escaparan. Volvieron la vista hacia el comandante de su ejército con
frustración. Pero todo ellos eran caballeros solámnicos bien entrenados, así que
retrocedieron.
En ese momento, Jaymes vio que los dos draconianos que acompañaban a Ankhar
alzaban el vuelo. Se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que se trataban de sivaks. Aquellos
hombres dragones distantes y aterradores no le habían servido en la campaña anterior y el
emperador se preguntó el significado de su presencia. ¿Estaban huyendo de una causa
perdida?
Los sivaks aletearon y se desviaron de la posición de la legión. Unos cuantos
arqueros les lanzaron sus flechas, pero los draconianos eran lo suficientemente listos para
mantenerse alejados de su alcance. Ladeándose y recuperando la posición horizontal,
rodearon el valle. Jaymes siguió observándolos, hasta que de repente descendieron en
picado y se posaron justo en el lindero del pinar que crecía en la base del precipicio
oriental.
Se dio cuenta de que aquél era el mismo bosque en el que el general Weaver había
propuesto organizar una táctica para flanquear al enemigo. Jaymes había desdeñado esa
maniobra por poco práctica, pues había llegado a la conclusión de que el terreno era
demasiado escarpado para las tropas y sólo conseguirían perder un tiempo muy valioso. ¿Se
habría precipitado en su decisión? Escudriñó el bosque. Aunque la mayor parte del terreno
era rocosa, parecía que se abrían claros —la mayoría ocultos por el follaje—, donde, de
hecho, las tropas podrían esconderse perfectamente.
—¡General! —exclamó el emperador, para captar la atención de Weaver, que estaba
dirigiendo la infantería pesada mientras despejaban los edificios de la parte este de la
ciudad. Una compañía de alabarderos tiraba abajo la puerta de una casona, mientras los
espadachines rodeaban la construcción y clavaban las espadas por las ventanas y los huecos
que iban abriéndose en las puertas.
El comandante se acercó al galope.
Mientras tanto, Jaymes ordenó a sus lanceros que se apostaron en el lateral más
cercano de la plaza.
—¡Reagrupaos! ¡Retroceded hacia aquí! ¡Formad una línea!
—¿Excelencia? —preguntó Weaver, enarcando las cejas.
Jaymes señaló hacia el bosque.
—Vigila ese flanco… Puede que esté pasando algo ahí.
Pero la advertencia llegaba demasiado tarde. De repente, más de mil ogros salieron
disparados del bosque. Aparecieron como una ola imparable, directos hacia la retaguardia
desprotegida de la legión. Eran veteranos frescos, y no los guerreros ebrios y resacosos
contra los que habían luchado en la ciudad.
Al mismo tiempo, una formación de lobos, cada uno de ellos montado por un
espeluznante goblin pintarrajeado, apareció por detrás de los almacenes de madera de la
orilla del lago. Los jinetes de wargs cruzaron la plaza velozmente, directos hacia los
lanceros, mientras los humanos trataban de reagruparse en sus posiciones.
Las dos tropas enemigas de refuerzo aullaban de forma frenética y se cernían sobre
la legión exhausta por el flanco y la retaguardia. Jaymes lanzó una mirada al comandante
enemigo, que se erguía orgulloso en el tejado de piedra. No podía afirmarlo con seguridad,
pero le pareció que Ankhar la Verdad sonreía con una cruel alegría triunfal.
—Veo un punto de luz —informó Rogard Machacadedos, al salir del montón de
piedras en el que había estado excavando las últimas dos horas.
Su turno ya había terminado, pero insistió en volver para echar otro vistazo, así que
Dram se unió a él y juntos gatearon sobre las piedras irregulares que habían ido sacando del
tapón que bloqueaba la mina.
—En nombre de Reorx, tienes razón —dijo Dram. Se retorció y logró gritar de
medio lado—: ¡Mandadme una pica!
Alguien le pasó un mango de acero con la cabeza afilada, pues allí no había espacio
suficiente para manejar un pico. El enano hundió la herramienta y revolvió las piedras, para
ir abriendo el hueco lentamente. Después de casi media hora de enérgica actividad, le
quedaba una roca más por apartar y, utilizando la pica, logró quitarla del medio. La piedra
cayó rodando por la ladera de la montaña y se abrió un hueco lo suficientemente grande
para que Dram pudiera sacar la cabeza.
Preocupado por su seguridad, lo primero que hizo fue comprobar si había ogros en
las inmediaciones. Pero no parecía que anduviera ninguno cerca. Por lo visto, todos habían
bajado a la ciudad. Miró hacia abajo, donde resonaban los inconfundibles sonidos de una
batalla, y Dram descubrió la razón: allí estaba una legión de caballeros, que ya había
tomado la mitad del poblado. Pero ante sus ojos apareció una horda de ogros que salía del
bosque, por detrás de las fuerzas de liberación. Al mismo tiempo, en la plaza principal de
Nuevo Compuesto, estallaba una furiosa batalla entre los jinetes humanos y los goblins
montados a lomos de los lobos wargs.
Dram volvió gateando junto a los enanos que se apiñaban en las profundidades del
túnel.
—¡Los ogros están siendo atacados! —gritó. El eco devolvía sus palabras muy altas,
incluso dolorosas para los oídos, a lo largo de todo el túnel—. ¡Vamos a salir de aquí!
¡Seguidme! ¡Apartad más rocas del camino!
Dram fue empujando las piedras sueltas mientras salía arrastrándose por el agujero.
Apartó las rocas y empujó hacia un lado una piedra de buen tamaño que bloqueaba un lado
de la estrecha boca del túnel. La piedra se soltó y la abertura se hizo casi el doble de ancha.
Rogard y Buche Aguamelada lo seguían de cerca. Iban abriendo más el paso y
aparecieron entre una cascada de piedras que caían rodando.
De dos en dos, después de tres en tres, cuatro o cinco, los enanos fueron abriéndose
camino hasta el exterior. Cada uno de ellos ensanchaba la entrada un poco más y así a los
siguientes les resultaba más fácil salir. Un momento después, un centenar de enanos ya
estaba en el exterior y la boca de la mina había recuperado su tamaño normal.
El resto de los ciudadanos de Nuevo Compuesto y los enanos de las montañas de
Kayolin acudieron en avalancha, formaron unas filas improvisadas y descendieron
rápidamente la ladera que llevaba a la ciudad. Cada enano llevaba un arma y en cada
corazón ardía el odio ancestral que aquella raza sentía hacia los ogros.
—¡Deprisa! —gritó Dram Feldespato. Señaló a los ogros que atacaban la
retaguardia de la legión, pues en ellos había identificado la amenaza más urgente—.
¡Atacadlos por el flanco! ¡Vamos a aplastar a esas malas bestias!
—¡El último pierde! —gritó Sally Feldespato, mientras pasaba a la carrera junto a
su marido, blandiendo el martillo por encima de la cabeza y moviendo las piernas como un
diminuto engranaje a todo gas.
Dram ni siquiera intentó decirle que no se uniera al ataque. En vez de eso, se
esforzó todo lo que pudo por alcanzarla.
Jaymes observaba al general Weaver mientras éste organizaba la retaguardia frente
la avalancha de ogros que había salido del bosque. Los legionarios reaccionaron con
presteza y la infantería ligera de Ciudad Nueva recibió la primera oleada del ataque con sus
escudos, plantando batalla con las espadas cortas y cediendo terreno muy poco a poco, para
que las tropas que estaban detrás tuvieran tiempo suficiente para formar un frente más
sólido.
Los hombres que se habían apostado en el Manzano combatieron con tenacidad,
valentía y un alto precio en sangre y vidas. Lentamente, iban retrocediendo, mientras caían
por docenas en aquel ataque brutal. Pero aquél era el modo de ganar un tiempo precioso
para el resto de los hombres de Weaver, que así podían girar los caballos y enfrentarse
mejor al ataque por sorpresa.
Era inevitable que el número aplastante de ogros acabara con los hombres armados
con equipos ligeros y más de la mitad de soldados fueron muertos o quedaron malheridos.
La emboscada había sido ejecutada casi a la perfección, reconoció Jaymes con una mueca.
No podía más que echarse la culpa a sí mismo, pues había sido engañado por aquel maldito
semigigante, al que había considerado un bárbaro cualquiera. Weaver ya tenía a sus
lanceros y alabarderos formados, pero a los ojos de Jaymes sólo constituían una línea fina y
débil contra aquel torrente de ogros aullando.
Si tenían alguna posibilidad, era una muy remota. Entonces, Jaymes vio
movimiento en las laderas que bajaban desde las minas. Los valientes enanos corrían
montaña abajo tan rápido como les permitían sus cortas piernas, con las barbas al viento y
las hachas en alto.
—¡Por Kayolin! —se oyó.
—¡En el nombre de Reorx! —aulló otro guerrero, y Jaymes supo que los enanos de
Nuevo Compuesto habían logrado escapar de su prisión, justo a tiempo para unirse a la
batalla.
Los enanos se abrían paso entre las rocas y los baches de la ladera y sorprendieron a
los ogros por el flanco. Al momento, la fuerza de ogros se tambaleó. El enemigo tropezaba
consigo mismo, al intentar girarse para enfrentarse al nuevo peligro. Rápidamente, la carga
de los enanos frenó el ataque y los ogros se vieron obligados a intentar maniobras
defensivas desesperadas.
Gracias a eso, el emperador pudo concentrar sus tropas en el centro de la ciudad.
Ordenó a los arqueros que concentraran su lluvia de flechas sobre los jinetes goblins de los
wargs y que dispararan en descargas cerradas, para maximizar el impacto de cada oleada de
proyectiles. Docenas, veintenas, al final cientos de wargs de aquella despiadada caballería
acabaron con su jinete en tierra. Los lobos, enloquecidos por el dolor y el hambre, podían
tanto despedazar a los mismos goblins que los habían montado como continuar el ataque.
Eso permitió a los lanceros de la legión, que volvían a formar un frente de batalla, cargar a
través de la plaza y obligar a su enemigo a desperdigarse.
La cruenta batalla se alargó durante toda la tarde. Estallaron fieros combates entre
los enanos y los ogros y se propagaron cientos de escaramuzas en las calles, los patios y las
avenidas de la ciudad. Poco a poco, las fuerzas de Ankhar tuvieron que ir retrocediendo,
hasta que quedaron atrapadas en un semicírculo delante del lago, con los humanos y los
enanos presionándolos por todos lados.
El sol se hundía en el horizonte, tiñendo las plácidas aguas de un tono carmesí que
podría haber sido hermoso, de no encontrarse en un valle de violencia, sufrimiento y
muerte.
El ritmo de la batalla fue disminuyendo, pues los guerreros de ambos bandos eran
presa de la fatiga, mucho más poderosa que el más mortífero de los enemigos. Los hombres
se desplomaban, exhaustos. Los ogros se tambaleaban hasta la orilla del lago, para meter la
cabeza en el agua fría, sin preocuparse por si tenían la espalda desprotegida. Los caballos se
balanceaban y se dejaban caer, negándose a dar un paso más. Los jinetes, cansados de
cabalgar, desmontaban para que los exhaustos corceles pudieran beber y pastar.
No obstante, seguían quedando focos de lucha. Dram guio a un grupo de enanos a
su propia casa y, habitación por habitación, expulsaron al enemigo. Su corazón se había
endurecido en la batalla y eso era positivo. Más tarde se resquebrajaría, él lo sabía, y sería
consciente de toda la muerte y destrucción.
Jaymes también se contaba entre aquellos que continuaban combatiendo. Reunía
grupos pequeños de hombres y cargaba contra el perímetro cada vez más vacilante del
enemigo.
Y así fue como, finalmente, el emperador Jaymes Markham se encontró frente a
frente con Ankhar la Verdad. Los dos comandantes rodearon el descomunal montón de
ceniza del centro de la plaza —todo lo que quedaba de las bombardas quemadas— y se
detuvieron, erguidos, con las armas en alto. Parecía que ambos ejércitos hubieran
retrocedido un paso y contuvieran la respiración.
La espada Mitra del Gigante centelleaba con furia incluso a la luz del día, pero la
punta de la lanza de Hiddukel relucía con la misma intensidad. Jaymes y Ankhar se
acercaron entre sí con cautela, rodeados por las ruinas quemadas y desgarradas de una
ciudad que había sido un remanso de paz hasta pocos días antes. La contienda entre ogros y
goblins, legionarios y enanos fue perdiendo fuerza y los guerreros de ambos bandos se
quedaron mirando a los dos líderes.
Durante unos minutos, se limitaron a caminar en círculo con recelo, buscando un
hueco. Jaymes sujetaba la empuñadura de su arma con las dos manos, la hoja —ribeteada
por las llamas azules— extendida ante él, el extremo un poco más alto que el puño. Ankhar,
por su parte, sostenía el robusto astil de la lanza con una sola mano. La sujetaba en posición
casi vertical, justo por encima de su hombro derecho. El gigante se retorcía para presentar
el costado izquierdo a su enemigo y giraba y danzaba sin descaso.
Se protegía la mano izquierda con un pesado guantelete y la agitaba hacia el hombre
con fingida despreocupación. Jaymes fintó y su gigantesco enemigo clavó con fuerza la
punta en la reluciente espada. El emperador golpeó la barra por un lado y la afilada espada
intentó morder la madera. Pero quedó claro que la protección del Príncipe de las Mentiras
se extendía hasta el astil de la poderosa arma, pues la mortífera espada rebotó sobre ella, sin
lograr astillarla. Los ogros formaban un semicírculo en el lateral de la plaza que tenía el
lago detrás. Los enanos y los humanos se concentraban enfrente, dando la espalda a las
ruinas de sus hogares y negocios.
Mientras Jaymes caminaba en círculo, receloso, mirando hacia sus guerreros, uno de
los ogros se adelantó furtivamente y levantó una maza. Rogard Machacadedos disparó un
cuadrillo con su ballesta y acertó al bárbaro en el pecho, con la fuerza suficiente para
hacerle tambalearse hacia detrás y, finalmente, caer. Cuando un enano levantó la mano para
apuntar a la nuca del semigigante con un hacha, un ogro le lanzó una piedra del tamaño de
una cabeza y le rompió el hombro, antes de que el enano pudiera terminar su disparo. De
esa forma, quedó decidido que los dos bandos se conformarían con observar y dejarían que
el asunto se resolviera con el resultado de aquel combate singular.
Dram se movía de un lado a otro y murmuraba. Sus manos se aferraban al hacha
con los nudillos blancos, pero sabía que no debía interferir. Él también se limitaba a mirar,
intentando, sin éxito, mantenerse delante de Sally para protegerla de cualquier andanada
inesperada que pudiera venir de los ogros. Como era de esperar, ella se abrió camino hasta
la primera fila y desde allí blandía su martillo con la misma firmeza que Dram sujetaba el
hacha.
Jaymes hizo un movimiento repentino. Se desvió hacia la derecha y después se
agachó por la izquierda. Cuando Ankhar atacó con el hacha de Hiddukel, erró su objetivo y
el metal fue a clavarse al suelo. El hombre se echó hacia delante y logró herir al
semigigante en la rodilla, pero el corpulento guerrero reaccionó con una agilidad
sorprendente. Deslizó el pie en una patada y segó los pies de Jaymes. Éste cayó de espaldas
y únicamente logró escapar de un pisotón mortal girando sobre un costado en el último
momento.
En una décima de segundo, el hombre estaba de pie de nuevo, pero el semigigante
ya se había hecho con la ventaja. Ankhar pudo lanzar el segundo golpe, seguido de un
tercero, y con cada ataque Jaymes tenía que retroceder. El fuego azul se encontraba con el
resplandor verde y estallaba una cascada de chispas que se arremolinaban alrededor de los
dos combatientes y abrasaban el aire. Con cada golpe, las armas centelleantes brillaban con
más intensidad, hasta tal punto que aquellos que estaban al borde del semicírculo podían
sentir el calor y tenían que entrecerrar los ojos para que el resplandor no los cegara. El
emperador tenía la frente perlada de sudor y los brazos musculosos del semigigante
también estaban cubiertos por la transpiración. Durante un buen rato, de la multitud no salió
sonido alguno, únicamente se oía la respiración trabajosa y el arrastrar de las botas sobre las
losas del pavimento de los dos guerreros.
Inesperadamente, el humano volvió a cargar. Levantó la espada y la dejó caer en un
movimiento amplio. Ankhar tropezó con sus propios pies, hizo girar la lanza a un lado y
agarró el astil con las dos manos. Una vez más, Mitra del Gigante se encontró con la lanza
de Hiddukel, pero el astil de madera resistió incluso aquel brutal golpe. Estallaron las
llamas en ambas armas y los dos guerreros se tambalearon hacia detrás. Jaymes cayó de
espaldas y Ankhar tuvo que apoyarse sobre una rodilla.
El humano giró sobre el costado y se agachó. Le temblaban los hombros con el
esfuerzo de tomar aire y la punta de la lanza descansaba en el suelo, como si ya no le
quedaran fuerzas para levantar aquella pesada hoja. Ankhar reconoció la oportunidad y se
abalanzó sobre él, con movimientos torpes debido a su propia debilidad. Pero el extremo de
la lanza apuntaba directamente al corazón agitado del humano.
El único problema era que Jaymes ya no estaba allí. Era imposible imaginar de
dónde había sacado las fuerzas necesarias para esquivar el ataque. La punta esmeralda del
arma de Ankhar rasgó el aire a escasos milímetros de su brazo. El semigigante perdió el
equilibrio y se derrumbó en el suelo.
Jaymes estaba de pie junto a él, la espada en alto, el afilado metal mirando hacia
abajo. Ankhar levantó la vista y vio su propia muerte escrita en llamas azules.
23

Los agentes del golpe

Sir Blayne no se sentía tan bien desde el día, dos meses atrás, en que había destruido
dos de los tres cañones de la artillería del emperador en un ataque sorpresa. Aquel
entusiasmo no había durado mucho, era cierto, pero la próxima vez esperaba un triunfo
mayor y que durara más tiempo.
Junto con sir Ballard, se acercaron al palacio del señor regente Bakkard du Chagne.
Lucían las insignias de la caballería, engalanadas con la Corona en el caso de Blayne y con
la Rosa en el de Ballard. Llevaban las botas y los yelmos relucientes, las espadas afiladas,
pero enfundadas. Si todo iba bien, su misión no implicaría sacar las armas. Los dos
hombres se detuvieron delante de las puertas cerradas del palacio, desde las que un par de
hombres de armas los habían observado acercarse con curiosidad.
—Yo soy sir Ballard, de la Legión de Acero, y él es sir Blayne de Vingaard.
Deseamos tener una audiencia con el señor gobernador —anunció Ballard, en posición de
firmes. Al igual que Blayne, sujetaba el yelmo debajo del brazo izquierdo. Ninguno de los
dos caballeros saludó a los guardias.
Blayne estaba impresionado por la marcialidad con que se había investido Ballard.
Por las ropas desaliñadas y el aspecto descuidado que lucían Ballard y sus hombres en el
cuartel general, el noble había llegado a preguntarse si treparían por los muros del palacio
con una cuerda o si se colarían por la puerta del servicio cuando oscureciera. En vez de eso,
habían acudido directamente a la puerta principal y se habían presentado formalmente, con
la petición de una audiencia. La audacia de la estrategia por poco deja al noble joven sin
respiración.
Un guardia fue a consultar rápidamente.
—Poneos cómodos, caballeros —dijo el otro, haciendo un gesto hacia un banco que
había cerca, al que los fornidos caballeros no prestaron la más mínima atención.
Un momento después, regresó el primer guardia y sostuvo la puerta abierta.
—Da la casualidad de que el regente tiene un momento libre. Os atenderá ahora.
Sin decir nada más, Ballard y Blayne entraron en el palacio, con el paso
perfectamente acompasado, mientras seguían al guardia a través de un salón de techos altos
y suelo de mármol. Los condujo a una pequeña sala de visitas, en la que, a pesar de que el
tiempo era el propio del verano, las ventanas estaban cerradas y el fuego ardía en una
chimenea amplia.
El señor regente era un hombre achaparrado que a Blayne le recordó a una rana. A
primera vista parecía calvo, aunque observándolo con más detenimiento se descubrían unas
hebras finas de cabello blanco. Era barbilampiño, con la barbilla hundida, y tenía los ojos
llorosos. Además, daba la inquietante sensación de no enfocar bien. Nada en su físico
resultaba atrayente o poderoso. Kerrigan tuvo que dominar una sensación de decepción,
recordándose a sí mismo el sinfín de crímenes cometidos por el emperador. ¡Seguro que
cualquier hombre era mejor gobernante que Jaymes Markham!
—¡Mi señor regente! —exclamó Ballard, golpeándose el pecho con la mano a modo
de saludo.
Blayne lo imitó y su compañero los presentó.
—¿Por qué queríais verme, muchachos? —preguntó du Chagne, que estaba claro
que no era de los que se entretenían con chácharas.
Ya habían acordado que sería Ballard, que era el mayor y tenía más experiencia,
quien hablara. Blayne se quedó en posición de firmes.
—Mi señor —comenzó Ballard—, la situación de la ciudad y la nación ha llegado a
un nivel insoportable. Los caballeros de mi legión, y de muchas otras órdenes, han
determinado que el emperador está violando muchas leyes, así como tradiciones,
costumbres y, de hecho, el mismo Código y la Medida. Será destituido del mando de
Solamnia y os preguntamos, con todo nuestro respeto, si queréis regresar al puesto de
autoridad que ocupasteis cuando los caballeros negros fueron expulsados.
—Quieres decir… ¿que queréis que adopte el manto de gobernador de esta ciudad?
—Du Chagne parpadeó con sus ojos pitañosos, aparentemente sorprendido por su
propuesta, aunque no demasiado.
—Se trata exactamente de eso, mi señor. Los rebeldes ya se han hecho con el
control de la Torre del Sumo Sacerdote. Ellos impedirán que el emperador regrese a la
ciudad hasta que se haya establecido el nuevo orden. Tenemos representantes en los
templos de Shinare y Kiri-Jolith, que también están preparados para aceptar este cambio de
gobierno. Pero necesitamos un líder, alguien en torno a quien el pueblo pueda unirse. Vos,
excelencia, sois la única persona en Palanthas que puede hacerlo.
—Y tú, el joven… ¿Blayne Kerrigan, verdad? ¿Cuál es tu papel en todo esto?
—Quizá mi señor haya oído que el emperador asesinó a mi padre, bajo la bandera
del parlamento. Ese incidente fue el que me llevó a tomar esta decisión. Juré que la muerte
de lord Kerrigan sería vengada y ésta es la forma de hacerlo justamente.
—Pero ¿sólo sois dos? ¿Seguro que contáis con una fuerza mayor?
—Por supuesto, mi señor. La Legión de Acero tiene cuadros en los dos templos que
he mencionado, así como en el cuartel general de la guarnición dela ciudad y en las puertas.
Apelarán al respeto histórico por la caballería.
Du Chagne se levantó de la mesa y la rodeó para dar una palmadita a los dos
hombres en el hombro.
—Gracias por este encuentro. Aplaudo vuestra valentía, la de los dos. Y lo que
hacéis es justo y correcto. Acepto vuestra propuesta.
—Muy bien, mi señor —contestó Ballard—. Hemos preparado una proclama. Con
vuestra aprobación, haremos que los heraldos de la ciudad la lean de inmediato.
—Oh, sí, bien pensado —contestó el señor regente, que hasta parecía haber crecido
unas pulgadas durante la reunión—. Quizá me la podáis dejar ver, para su aprobación.
Después no perderemos ni un segundo y propagaremos la noticia por toda la ciudad.
Hoarst concluyó sus reflexiones en el laboratorio del castillo gris, en las montañas
grises de Dargaard. Sus mujeres lo evitaban, temerosas, y su frialdad y sus maneras
distantes no hacían mucho por seducirlas. Él las ignoraba de la forma más absoluta. En
aquella ocasión, trabajaría solo.
Sopló para quitar el polvo de un tomo antiquísimo y abrió el libro de hechizos sobre
su mesa. Pasó más de veinticuatro horas seguidas estudiando el complicado procedimiento
de un conjuro muy poderoso. No durmió y unos pequeños sorbos de agua fueron su único
sustento. Concentró todo su intelecto en absorber los símbolos arcanos, los gestos místicos
y los sonidos casi impronunciables. Finalmente, cuando estuvo seguro de que podría
conjurar el hechizo sin cometer un solo error, cerró el libro y se preparó para irse.
Miró en derredor, a su enorme castillo, e intentó desprenderse de la sensación de
que era aún más oscuro y gris desde que había perdido a Sirene. No era de los que se
arrepentían después de hacer algo, y menos aún cuando tenía por delante un trabajo tan
importante.
Sin embargo, pensaba que, quizá más adelante, cuando todo se hubiese solucionado,
podría iniciar una búsqueda, recorrer todo Ansalon, cruzar Krynn entero, para encontrar
otra belleza de piel del color del marfil…
Ya era hora de irse. Su plan exigía cumplir unos pasos mágicos muy precisos en
varias fases. Para empezar, tenía que localizar a Ankhar. Podía conjurar un hechizo que lo
llevara a un objeto concreto. Cuanto más único y poderoso fuera el objeto, más fácil sería
dar con él. El Maestro de la Noche le había sugerido la opción perfecta: un potente
artefacto del Príncipe de las Mentiras, la punta de esmeralda que coronaba la robusta lanza
que llevaba Ankhar la Verdad.
Cuando Hoarst conjuró el hechizo, le dio una indicación clara de dónde podría
encontrar el artefacto. El Caballero de la Espina determinó rápidamente que su objetivo
estaba en un valle de las montañas Garner. Entonces, era el momento del teletransporte. No
iba a volver a su alcázar, tal vez durante mucho tiempo, así que hizo los últimos
preparativos del viaje con mucha atención. Llevaría su afilada daga, unos cuantos libros de
hechizos, gran variedad de ingredientes y unos frascos pequeños de pociones.
Con la lanza de Hiddukel como guía, se teletransportó a través del éter y apareció
justo al lado del semigigante.
El hechicero gris se materializó en una plaza grande, con un lago de aguas prístinas
y una cadena de montañas cubriendo el horizonte. Ankhar la Verdad estaba allí y, para su
terrible desgracia, combatía a vida o muerte. Un combate que, por lo que parecía, el
semigigante estaba a punto de perder.
Un hombre, en el que Hoarst reconoció a Jaymes Markham, estaba al lado de
Ankhar, con la espada alzada, dispuesto a dar el último estoque letal. El semigigante estaba
tirado en el suelo, tratando de agarrarse. Intentaba, sin éxito, esquivar el golpe definitivo.
Hoarst no perdió ni un segundo. Masculló una palabra, señalando al emperador, y
de sus dedos salió una estela de misiles mágicos. La primera flecha llameante rozó el
hombro de Jaymes, lo empujó hacia atrás y desvió la trayectoria de la hoja metálica. La
espada no acertó en el semigigante y ni siquiera dio en el suelo. Jaymes se tambaleó otra
vez, intentando coger aire, cuando la segunda flecha le quemó el pecho.
El emperador se recuperó rápidamente y, con la espada llameante, rechazó el tercer
misil mágico… y el siguiente. Los desviaba todos y así evitó que se le clavaran en el
cuerpo, pero no tenía más remedio que retroceder. Iba alejándose del semigigante, que
miraba boquiabierto a su inesperado salvador. Lentamente, con movimientos torpes,
Ankhar se levantó. Para entonces, Jaymes ya se había replegado hasta la fila de enanos que
rodeaba la plaza. El semigigante alzó la lanza y avanzó hacia el humano.
—¡No! —gritó Hoarst con voz ronca.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? —rugió el semigigante.
—Soy quien te ha salvado la vida, ¡y tu ejército! —contestó de mal humor el
Caballero de la Espina—. ¡Ahora, ven conmigo!
Tiró de la muñeca del bárbaro y, tal vez porque todavía estuviera confuso e
impresionado, Ankhar se dejó arrastrar. Hoarst y el semigigante retrocedieron hasta la línea
de ogros que bordeaba el extremo de la plaza junto al lago. No era muy difícil darse cuenta
de que los ogros estaban en una situación delicada: rodeados por los tres costados por una
fuerza muy superior y con las aguas profundas e infranqueables del lago a su espalda.
—¡Puedo sacaros de aquí ahora mismo! ¡Llevaremos la guerra a un alcázar en el
corazón del imperio! ¿Vendréis conmigo? —preguntó el Caballero de la Espina.
Ankhar paseó una mirada angustiada por el frente de caballeros y enanos, que se
arremolinaban alrededor de su líder herido. El semigigante rugió, un sonido sordo y
amenazador que provenía de sus entrañas. Todo su cuerpo tembló y, por un momento,
Hoarst temió que el bárbaro se dejara llevar por su temperamento salvaje.
Pero el poderoso líder logró superar la tentación y se limitó a golpearse la palma
con un puñetazo que le hizo crujir todos los huesos.
—De acuerdo —dijo, bajando la vista hacia Hoarst con ferocidad—. ¿Cómo vas a
hacerlo?
—Formad una línea. Ordena que tus tropas resistan todo lo que puedan mientras el
enemigo ataque. Voy a conjurar un hechizo que creará una puerta a un lugar seguro.
Cuando cruces esa puerta, te llevará al alcázar del que te he hablado. Y puedes traer a
tantos ogros como logren pasar.
—¡Déjame ver la puerta! —exigió el semigigante, escéptico.
—Muy bien. Pero, cuando haya conjurado el hechizo, no puedo cambiarlo. La
puerta durará un tiempo determinado, quizá media hora. Tú tendrías que pasar el primero,
pero di a tus ogros que te sigan rápidamente.
Ankhar miró a Hoarst con el ceño fruncido.
—¿Por qué me ayudas?
—Tú también me ayudarás a mí si vienes al alcázar —repuso el Caballero de la
Espina—. Yo necesito guerreros y tú un lugar donde resistir. Me parece que estamos
ayudándonos mutuamente.
Una vez más, el semigigante tuvo que luchar contra su instinto para no cargar contra
los enemigos solámnicos y los enanos. Las compañías de humanos estaban tomando
posición en los flancos, mientras otros hombres y los enanos avanzaban hacia el agua, con
armas nuevas y los caballos descansados. Era evidente que la tregua en la batalla no iba a
durar mucho más.
—¡Conjura ese hechizo! —ordenó Ankhar.
Hoarst asintió, sin hacer caso al tono brusco del semigigante. Ya habría tiempo para
eso más adelante. Se dirigió a la pared de una de las grandes fábricas de carbón, detrás de
un cobertizo que los ocultaba casi por completo de las tropas enemigas. Sacó varios
diamantes pequeños del morral y apretó las lascas de dura piedra contra los tablones de
madera de la pared. Después, dibujó un rectángulo de un metro y medio de ancho y casi
tres de alto. Cerrando los ojos, empezó a recitar el conjuro.
Ankhar conocía lo suficiente sobre hechizos como para saber que tenía que
quedarse allí quieto, mientras Hoarst trabajaba en su magia. Era un conjuro complicado,
repleto de sonidos que apenas parecían humanos, punteados por unos gestos intrincados
que el hechicero describía con las manos. Durante sesenta latidos de corazón, el Caballero
de la Espina recitó, seguidos por sesenta más, sin apenas tomar aire. Cuando terminó,
Hoarst se tambaleó sin fuerzas y los reflejos rápidos del semigigante fueron los únicos que
evitaron que se cayera.
—¡Mirad! —gruñó uno de los ogros.
Hoarst se sacudió la fatiga y miró. La zona que habían dibujado los diamantes era
una superficie temblorosa de luz azul, con arcos de poder que crujían en su interior y
chispas que caían al suelo. Emitía un zumbido proveniente de otro mundo, un rasgueo que
no sólo oían, sino también sentían en lo más profundo de su ser.
—¿Qué es eso? —preguntó Ankhar.
—Es la puerta, ¡la puerta entre dimensiones! —espetó Hoarst—. ¡Ahora, vamos!
—Vete tú primero —lo instó el semigigante.
—Vale —repuso el hechicero—, iré yo. Pero tienes que seguirme rápido con todos
los ogros que puedas. No sé cuánto va a durar.
Ankhar asintió y rápidamente señaló a unos cuantos guerreros, además de a una
hembra de ogro rolliza y aterrorizada, para que formaran una cola junto a la pared. Al
mismo tiempo, los humanos y los enanos lanzaron su grito de guerra y se lanzaron al ataque
a través de la plaza.
Hoarst echó un último vistazo, antes de entrar en el aura azul y dejar que la magia lo
absorbiera.
Al atardecer, los exploradores llegaron con la noticia de que una tropa bajaba por la
calzada del paso del Sumo Sacerdote. Acudían en ayuda del golpe que sustituiría en
Palanthas al emperador por el regente. Blayne fue a la puerta de la ciudad para esperar su
llegada. Los hombres de la guardia de la ciudad ya habían sido informados del nuevo orden
y de la restitución del señor regente. Recibieron de buena gana la presencia de Blayne en el
puesto de mando de la guardia.
Si todo iba según lo previsto, los hombres que bajaban por la calzada serían las
tropas del Ejército Negro, quizá incluso vinieran con ellos Hoarst y el capitán Blackgaard.
Cuando cayó la noche, Blayne ordenó a los centinelas que encendieran faroles alrededor de
la puerta y en los postes dispuestos a lo largo de la calzada.
Los hombres de la Legión de Acero habían tomado el control del palacio y de varios
puntos estratégicos de la ciudad. La guardia de la ciudad no había provocado problemas en
cuanto se invocó a la autoridad del señor regente. Sir Jorde, con dos docenas de sus
hombres, esperaba en el patio que había tras la torreta de la puerta desde la que Blayne
observaba la llegada de las tropas. Sir Ballard también acudiría.
La espera se hacía interminable, pero Blayne se alegró cuando sintió una palmada
amistosa en el hombro y, al volverse, vio al primer hombre que había conocido en su
misión en Palanthas.
—¡Arquero Billings! —exclamó Blayne, encantado de volver a ver al sonriente
guardia—. Hoy es un gran día, ¿verdad?
—Lo es, sir, lo es —convino el arquero—. Supongo que habréis tenido un papel
importante en todo esto, mi señor —añadió con tono respetuoso.
—No lo habría conseguido sin ti —contestó Blayne—. La legión estaba lista para
actuar, sólo necesitaba un contacto con los rebeldes de fuera de la ciudad. Tú hiciste que
eso ocurriera.
—Era lo menos que podía hacer, mi señor —dijo Billings con modestia.
Se acercó al parapeto de la torre de vigilancia y se asomó al patio inferior.
—Caramba, parece que llevan esperando esto mucho tiempo —dijo el arquero.
Jorde y su pequeña compañía estaban vestidos impecablemente, con la armadura
reluciente en la que se entrelazaban los emblemas de la Espada, la Rosa y la Corona. Todos
estaban bien armados, a la sombra de la alta muralla. Había otras dos puertas y ambas
llevaban al mismo torreón o al patio de instrucción que se extendía alrededor de los
barrancones de los guardias de la ciudad.
—¡Allí están! —gritó de repente un Centinela.
Blayne y Billings se volvieron para mirar hacia la calzada. La columna marchaba
ante sus ojos. Los hombres vestían túnica y armadura negras, y a la cabeza cabalgaba el
capitán Blackgaard, el comandante del Ejército Negro y liberador de la Torre del Sumo
Sacerdote.
Las columnas de la avanzadilla de la brigada negra iban a caballo y se acercaban al
trote ligero. Los centinelas dela muralla de la ciudad los señalaban y miraban con
expectación, mientras los jinetes se iban acercando.
Blayne no vio quién daba la alarma, pero el grito salió de uno de los soldados de
infantería que estaban fuera de la muralla.
—¡Cuidado! ¡Son caballeros negros!
—¡No! —exclamó el joven lord Kerrigan—. ¡No puede ser! —Pero no había
acabado de pronunciar esas palabras y ya se había dado cuenta de que era perfectamente
posible. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?
—Reconozco al capitán. ¡Era el carnicero de la Torre Oscura, bajo el gobierno de
Mina! —gritó otro hombre.
—¡Cerrad las puertas! —ordenó sir Jorde.
Corrieron hacia el pasaje que salía del patio, pero la puerta se cerró delante de ellos.
Y Blayne supo por qué: había otro hombre en el patio. Iba completamente vestido de negro,
incluso llevaba una máscara sobre el rostro. Sus manos aletearon delante de él, mientras
recitaba las palabras arcanas con una voz extrañamente familiar. Casi al mismo tiempo, una
bruma amarilla verdosa lo envolvió y un vapor denso se filtró por todo el suelo, cubrió el
pequeño patio y se alzó para asir a los legionarios con sus siniestros tentáculos.
Blayne vio horrorizado que uno de los legionarios se llevaba las manos a la garganta
y se caía hacia delante. Dio varias patadas frenéticas al aire y después se quedó
completamente inmóvil, con el cuerpo retorcido en una figura grotesca. A éste lo siguió
otro, y después se desplomaron más soldados, pataleando y boqueando, aunque ninguno
luchaba más que unos pocos segundos.
—¡Una nube mortífera! —gruñó Jorde, abalanzándose sobre el hombre de negro—.
¡Nos han traicionado!
El caballero tenía la espada en la mano, pero la otra persona —un sacerdote de la
oscuridad, había llegado a la conclusión Blayne— levantó la mano y aquel gesto detuvo a
Jorde en seco. Su rostro se deformó en una mueca de angustia. Tambaleándose, el
legionario cayó sobre una rodilla y se balanceó de un lado a otro sin fuerza, antes de
desplomarse boca abajo. Como el resto de víctimas, que seguramente ya estaban todas
muertas, desapareció bajo la miasma de bruma que rezumaba y se agitaba sobre el suelo del
patio.
—¡No! —gritó Blayne, echando a correr hacia la escalera—— ¡Tenemos que cerrar
la puerta de la ciudad!
Pegó un salto hacia Billings y aquel movimiento le salvó la vida. El arquero había
desenvainado la espada y con el extremo apuntaba a la espalda de Blayne. El joven se dio la
vuelta, desenfundó su propia arma y golpeó hacia un lado, para rechazar la estocada que lo
buscaba.
—¡Fuiste una ayuda mayor de lo que jamás llegarás a imaginar! —dijo Billings en
tono burlón—. ¡Sacaste a la luz a los caballeros secretos, para que el Maestro de la Noche
pudiera encontrarlos!
—¡Mientes! —exclamó con un grito ahogado Blayne, aunque se dio cuenta de que
aquélla era la triste realidad.
Con movimientos frenéticos, se echó sobre el otro hombre y le hizo retroceder con
sus estocadas salvajes. El rostro del arquero lo traicionó y mostró el miedo que sentía,
mientras se replegaba, hasta que tuvo detrás el robusto parapeto. Desesperado, trataba de
rechazar el furioso ataque de Blayne.
Pero el joven lord Kerrigan lo hirió en el brazo derecho y, lanzando un aullido de
dolor, Billings dejó caer la espada. Huyó hacia detrás, entre dos almenas del parapeto.
Blayne cargó sobre él. Desdeñando la espada, lo empujó con las dos manos.
Billings salió despedido por encima de la muralla y lanzó un último grito antes de caer de
espaldas y desaparecer bajo la capa de gas del patio. Blayne se quedó mirando un
momento, para asegurarse de que el traidor no volvía a levantarse.
Para entonces, los primeros caballeros oscuros ya habían llegado a las puertas.
Blayne accionó el torno, desesperado, y el rastrillo cayó con un chirrido, de forma que la
formación quedó dividida en dos. Bajó la vista y vio que dentro de la ciudad no había más
que una veintena de jinetes vestidos de negro. Éstos desmontaron con una eficiencia
ensayada.
—¡Allí arriba! —gritó el sacerdote enmascarado, señalando hacia la torre en la que
se erguía sólo Blayne—. ¡Matadlo y volved a abrir las puertas!
A la carrera, los caballeros oscuros se dirigieron a la escalera que conducía a la
plataforma elevada del torreón de la puerta. Blayne cogió su espada, bañada ya en la sangre
de Billings, y tomó posición en lo alto de la escalera.
Se preguntó cómo sería morir.
Coryn se teletransportó directamente al templo de Kiri-Jolith, donde sobresaltó a
Melissa du Juliette en medio de sus oraciones del mediodía.
—Siento presentarme así, pero ¡creo que he localizado a Selinda! —exclamó la
hechicera blanca.
—¿La has encontrado? ¿Dónde está?
—En realidad, he localizado el anillo que le di. Está en la ciudad, cerca del muelle.
Puedo dar con el lugar, estoy segura.
—¡Vamos! —dijo la suma sacerdotisa, dejando caer el rosario.
Se echó un manto ceremonial sobre los hombros y cogió una porra de quebracho
terminada en una cabeza de acero. Impresionada, Coryn admiró la magnífica arma y deseó
que no tuvieran que utilizarla.
Las dos mujeres salieron presurosas del templo, una con su túnica de inmaculada
blancura y la otra con los vuelos verdes de la capa que anunciaba su elevada jerarquía.
Después de pensarlo un momento, se envolvieron en magia para disimular los llamativos
colores de sus ropajes y que pareciera que vestían unas simples túnicas de lana. Coryn
indicó el camino hacia el muelle y bajaron rápidamente por una calle oscura, tan angosta
que más bien merecía el nombre de callejón. Hacía mucho que el sol se había puesto y las
envolvía una oscuridad impenetrable.
—Hola, hermosas damas —dijo una voz desde las sombras—. ¿Qué trae a unas
ilustres bellezas hasta nuestro pequeño rincón de la ciudad? ¿Me permitís que os de la
bienvenida a El buen puerto de Hale? ¡Yo mismo soy Hale en persona!
Levantó una mano para señalar una puerta que se abría detrás de él. Coryn
distinguió el resplandor de un aro plateado en su dedo y reconoció lo que era. ¡Llevaba el
anillo!
El hombre seguía hablando, mientras cojeaba hasta la puerta de su establecimiento.
—Os garantizo que encontraréis los más…
Hale no llegó a terminar la frase, pues un estallido de magia lo golpeó por la espalda
y lo empujó hasta la puerta, que crujió y se rompió bajo el peso del hombre. Quedó tendido
en el suelo, justo en la entrada.
Pero Hale era más fuerte de lo que parecía. Se levantó de un salto y sacó la daga
cuando las dos mujeres se echaron sobre él. Una fuerza invisible lo aprisionó contra la
pared, con tanto ímpetu que se derrumbó en el suelo. Luchando contra aquel poder
invisible, dejó caer el puñal y se cubrió el rostro con las manos.
Las dos mujeres se acercaron más y, vistas a esa distancia, tenían un aspecto muy
diferente a cuando las había abordado en la calle. Una iba vestida con una túnica del blanco
más impoluto y la otra se cubría con un manto de intenso color verde, con el puño de Kiri-
Jolith bordado. Hale lanzó un sonido estrangulado, mientras levantaba las manos y trataba
de ponerse de pie.
Melissa du Juliette, suma sacerdotisa de Kiri-Jolith, alzó una mano y el martillo
invisible de su dios —la fuerza que había impulsado a Hale contra la puerta— volvió a caer
sobre el hombre.
Aturdido, Hale se desplomó por enésima vez sobre el suelo, retorciéndose de dolor.
Coryn se acercó a él y la luminosidad cegadora de su túnica blanca lo obligó, a Hale
y a todos los demás clientes del lugar, a protegerse con la mano de aquel intenso
resplandor.
—¿Dónde está? ¿Dónde está la mujer que llevaba ese anillo de ahí?
—Yo… ¡Yo no sé de qué hablas! —murmuró Hale, ocultando el anillo con su mano
derecha.
Coryn hizo un gesto y un misil centelleante se estrelló contra la mano libre del
hombre, lo que le arrancó un aullido de dolor. Hale se acercó a la boca los dedos quemados,
cubiertos de ampollas, entre gemidos.
—¡Dínoslo! —exigió la sacerdotisa—. ¡O el próximo proyectil será mortal!
—Ella… Ya la entregué… ¡Está en el palacio! El palacio del señor regente, ¡envió a
su agente para recogerla!
Coryn parpadeó, atónita por el descubrimiento, pero eso no impidió que pisara el
tobillo del hombre y lo aplastara con todo su peso.
—¿Le hiciste daño? ¿Y al bebé?
—¿Está embarazada? —dijo Hale con un grito ahogado, presa del más absoluto
terror—. Pero…, pero ¡si bebió el loto rojo!
—Si le diste algo que hiciera daño al bebé… —le advirtió Melissa.
—No, no es eso. Por todos los dioses, ¡es horrible! Yo nunca pensé… ¡Oh, no!
¡Todos tenemos que tener cuidado! —Hale se retorcía lastimeramente, mirando alrededor
completamente aterrorizado—. El loto rojo…
Nadie vio al hombre de negro que estaba sentado en un rincón, envuelto en
sombras, cerca del fondo de la habitación. Levantó la mano e hizo un sencillo gesto. Hale
se agarró el cuello, mientras sufría arcadas y se asfixiaba.
—¡Dilo! ¿De qué se trata? —preguntó Melissa, arrodillada a su lado, intentando
arrancarle las manos del cuello.
Pero cuando logró soltarlas, Hale ya estaba muerto.
—Ankhar ha escapado… con la mayoría de sus ogros —informó el sargento Ian.
—En nombre del Abismo, ¿adónde han ido? —preguntó Jaymes, sujetándose una
cataplasma sobre el pecho, donde los misiles mágicos del hechicero le habían provocado
una quemadura.
Ian se encogió de hombros, como si pidiera disculpas.
—No lo sé, excelencia. Pero los prisioneros juran que había un círculo azul en el
lateral de un edificio y que Ankhar y muchos de sus ogros pasaron a través de él. Donde
quiera que hayan ido, no es al interior del cobertizo. La pared es tan sólida como cabía
esperar.
—¿Estás bien? —preguntó Dram, acercándose a Jaymes cuando el hombre se
levantó, con la cabeza gacha, para quedarse de pie entre los cadáveres de los ogros que
habían defendido la ruta de retirada.
—Creo que sí —contestó Jaymes, asintiendo sin fuerzas.
Se tambaleó débilmente, hasta que las manos fuertes de Dram lo sujetaron por el
brazo y lo sostuvieron. El emperador esbozó una sonrisa e hizo un gesto con la cabeza
hacia la ladera en la que se abrían los tres túneles de las minas, con su siniestra negrura.
—Atacasteis en el momento justo, viejo amigo.
—Lo mismo podría decirte a ti. Creo que Ankhar estaba dispuesto a esperar fuera
para siempre, por lo menos hasta mucho después que se nos hubiera acabado toda la
comida. Estábamos atrapados en una trampa que nosotros mismos habíamos construido.
—¿Quién iba a pensar que ese bárbaro iba a bajar las montañas hacia aquí? —
repuso Jaymes, sacudiendo la cabeza.
—Supongo que nosotros tendríamos que haber pensado en eso —dijo Dram,
estremeciéndose al pensar lo cerca que habían estado del desastre—. Al fin y al cabo, él
estaba en estas montañas antes que nosotros.
—Sí, en aquellos tiempos —recordó Jaymes, dejando que volviera a escapársele
aquella breve sonrisa—. Cabalgando en pos de los goblins, reclamando recompensas,
protegiéndonos el uno al otro…
—Y atentos a los caballeros a cada paso —lo interrumpió Dram—. Esquivándolos y
escondiéndonos como los forajidos que éramos. ¡Nunca habría imaginado que acabarías al
mando de un imperio!
—La vida ha dado unos cuantos giros inesperados, podría decirse así.
Jaymes se volvió lentamente hasta completar el círculo, estudiando la devastación
que se había apoderado de Nuevo Compuesto. Clavó la mirada en los restos humeantes de
la gran hoguera, en la que Ankhar había quemado la docena de bombardas en construcción.
Las tablas no habían ardido por completo y los gigantescos anillos de acero sobresalían
como enormes argollas, pero estaba claro que no podría salvarse nada de las cenizas.
—Yo… empecé a construir las bombardas —explicó Dram con torpeza—, pero sólo
cuando me enteré de que Ankhar estaba en marcha. ¿Imagino que recibiste mi carta?
—Sí. No te gustó lo que había hecho en el alcázar de Vingaard y diste por supuesto
que utilizaría las bombardas contra más ciudades, ¿no es así?
—¿Pensabas hacerlo? —preguntó el enano.
—No debería haberlas utilizado contra Vingaard —admitió Jaymes,
sorprendiéndose incluso a sí mismo—. Y no, creo que no habría vuelto a utilizarlas contra
ninguna de mis propias ciudades, pasara lo que pasase. Perdí los nervios cuando aquel
joven señor me lanzó un ataque sorpresa y quemó dos de mis cañones.
Jaymes se frotó los ojos.
—Fue un tipo valiente, a pesar de lo que provocó. Y tenía buenas razones para
odiarme, tengo que admitirlo. Su padre murió estando bajo mi custodia.
—Bueno, lo miremos por donde los miremos, tendrá que pasar un año o dos para
que pueda volver a poner en marcha la actividad —dijo Dram—. Es decir, si decides que
quieres otra batería de cañones.
Llegó Sally y Dram la rodeó con el brazo. Los dos se quedaron mirando al
emperador con expectación.
—No hace falta que lo hagáis. Al menos por ahora. Seguid con vuestras minas.
Parece que habéis dado con un buen lugar. Veremos lo que nos depara el futuro, pero si uso
una bombarda más, será contra los enemigos de fuera de Solamnia. Ahora sólo quiero
volver a Palanthas, junto a mi esposa.
Hizo una mueca al decir la última palabra, y Sally alargó el brazo y le rozó la mano.
—¿Está…, está todo bien por allí? —preguntó.
—Está peor de que lo que imaginas —respondió una voz de mujer.
Se volvieron al mismo tiempo, perplejos al encontrar a Coryn la Blanca detrás de
ellos. Estaba claro que se había teletransportado y su expresión era seria, incluso adusta.
Tenía la cabellera negra despeinada y unas marcas en el rostro y las manos. Su túnica
blanca con el bordado en plata estaba, como siempre, inmaculada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jaymes. Pensó en Selinda y sintió que el miedo se le
clavaba en el estómago.
—Han raptado a Selinda. Parece que todo señala a su padre como el culpable.
—¿Ella está bien? —quiso saber el emperador, pálido.
—Por lo que sé, sí. Pero no es la única mala noticia: los caballeros negros han
atacado —informó la hechicera con aire lúgubre—. Han ocupado la Torre del Sumo
Sacerdote y han colocado al señor regente de nuevo en su trono —terminó—. No podrás
volver a la ciudad con tu ejército mientras ellos controlen el paso.
Jaymes gimió, pero su mente ya estaba trabajando a toda velocidad.
—¿Puedes llevarme a Palanthas ahora mismo? —preguntó a Coryn.
—Sí. Tenía la esperanza de que me lo pidieras.
Jaymes asintió distraídamente y se volvió hacia Dram.
—¿Puedes acompañar a la legión hasta el paso de la Torre del Sumo Sacerdote? ¿Y
llevar todos los barriles de polvo negro que tengas?
Dram asintió.
—Allí estaré, con polvo suficiente para llenar tres o cuatro carros.
El emperador asintió con gesto agradecido y tocó a Sally en el hombro.
—Siento alejarlo de ti otra vez Pero haré todo lo que pueda para que esté de vuelta
antes de que ni siquiera te hayas dado cuenta de que se ha ido.
—Marchaos —contestó ella, sorbiéndose los mocos—. ¡No tardéis mucho! Y… y
que Reorx os guarde.
—Gracias —contestó Jaymes, antes de volverse hacia Coryn.
La hechicera pronunció una palabra, la magia los envolvió y desaparecieron.
24

El contragolpe

¡Podrías haberla matado!


Selinda oyó esas palabras, pronunciadas con voz airada… Era una voz familiar…
Intentó sacudirse las telarañas que entorpecían su mente y sintió el ardor de su estómago
revuelto.
¡Padre!
Estaba tumbada en el sofá de la antesala de su estudio. Las palabras pronunciadas
en voz alta y fría venían del otro lado de la puerta cerrada. Su padre hablaba con quien la
había llevado allí, Selinda se dio cuenta enseguida, aquel sacerdote de algún dios maligno
con máscara negra.
Selinda trató de llamar a su padre, pero su cuerpo seguía negándose a colaborar.
Entonces, intentó escuchar con mucha atención, para oír los sonidos del exterior por encima
del latido frenético de su corazón y de las inspiraciones trabajosas de su respiración.
—Casi no estuvo en peligro. —Era la voz del sacerdote, insistente pero sin
demasiado tono de disculpa—. Y la traje aquí directamente, como habíais ordenado. Tal
vez esté débil por el embarazo, ¡yo no hice nada que le hiciera daño! O quizá fuera el otro
agente, el que la atrajo. Pudo darle algo que le hiciese caer enferma. ¿Hasta qué punto
confiáis en él?
—Hale siempre ha sido un agente muy leal —repuso el señor regente con frialdad—
. Sabe de sobra que no debe disgustarme.
¡No! Selinda sintió repugnancia al escuchar las palabras de su padre y casi le
sobrevinieron arcadas por el horror. Pero la verdad era evidente: ¡du Chagne había
contratado a Hale el Cojo para que raptara a su propia hija! Hale la había drogado, atado y
amenazado. ¡Todo siguiendo las órdenes de su propio padre!
Se incorporó y miró alrededor, con el único deseo de escapar de allí. Había otra
puerta junto a la que conducía al despacho de su padre. Con pasos vacilantes, Selinda se
tambaleó hasta allí. Al intentar abrirla, descubrió que estaba cerrada. Desesperada, volvió al
sofá y se sentó, intentado poner en orden sus pensamientos. Poco a poco, se percató de que
en el despacho contiguo sólo se oía silencio. Se preguntó si el sacerdote se habría ido.
De repente, se abrió la puerta y entró du Chagne tranquilamente.
—Vaya, estás despierta —dijo con un entusiasmo forzado—. ¿Crees que podrás
sentarte? ¿Te gustaría comer algo?
Selinda sacudió la cabeza.
—¡Padre! ¿Ese hombre? ¿Dónde está?
—El… el Maestro de la Noche se ha ido.
—¡Es un hombre terrible, malvado! —lo acusó ella—. ¡Igual que Hale el Cojo!
Du Chagne suspiró y se hundió sin fuerzas en el asiento.
—Deseaba que las cosas hubieran salido de otra forma —empezó a explicar—. Lo
que quiero decir es que… ¡todo estaba pensado por tu propio bien! Ojalá entiendas…
La puerta que daba al exterior se abrió y apareció el Maestro de la Noche,
empujando a Melissa du Juliette delante de sí. La sacerdotisa estaba maniatada y una
mordaza le tapaba la boca con un nudo tirante. Abrió los ojos con consternación al ver a
Selinda y a su padre.
—¡Melissa! —exclamó Selinda, intentando incorporarse cuando el hombre empujó
de mala manera ala sacerdotisa de Kiri-Jolith al sofá. La princesa miró al Maestro de la
Noche con odio—. ¿Qué crees que…?
—Os estaba espiando —dijo el sacerdote, dirigiéndose directamente al señor
regente—. La atrapé fuera de la ventana, levitando, por supuesto. Yo le rebanaría el
pescuezo aquí mismo y problema solucionado.
Selinda abrió los ojos como platos, horrorizada. Se volvió para mirar a su padre y
comprobó alarmada que éste estaba planteándose seriamente el consejo del sacerdote
oscuro.
—¡No! —gritó la princesa, poniéndose de pie de un salto, iracunda, para enfrentarse
al sacerdote enmascarado.
El hombre alargó una mano, la rozó en la mejilla y Selinda se derrumbó en el sofá.
Presa de la desesperación, intentó levantarse, extender los brazos, pero no podía moverse.
Podía ver y oír todo lo que sucedía en la habitación, pero sus músculos estaban
completamente paralizados.
—Creía que encontraríamos a Melissa aquí —dijo Coryn a Jaymes, algo
sorprendida.
Se habían teletransportado desde Nuevo Compuesto directamente a los aposentos de
la sacerdotisa en el templo de Kiri-Jolith, pero las habitaciones estaban vacías.
—Debía de tener demasiada prisa para esperar y habrá ido directamente al palacio
del señor regente. O quizá no esté más que explorando el lugar. La verdad es que no creo
que se fuera antes de que llegáramos para ayudarla.
—Entonces, vamos —urgió Jaymes.
Una vez más, Coryn conjuró su hechizo mágico y al momento los dos se
encontraron en una habitación pequeña. Una mirada por la ventana que tenían cerca bastó
para determinar que estaban en un lugar elevado sobre Palanthas, mirando hacia la ciudad y
el puerto desde una torre alta. Jaymes dedujo rápidamente que habían ido a parar a la Aguja
Dorada del palacio del señor regente.
—Podemos bajar por la escalera y sorprender a du Chagne —explicó Coryn en voz
baja—. No espera que nadie llegue desde aquí.
Descendieron la escalera de caracol lo más sigilosamente posible. Un momento
después, Coryn y Jaymes estaban agachados en el rellano más bajo de la larga escalera que
descendía desde la Aguja Dorada. Se oían voces que se elevaban, airadas, al otro lado de la
puerta cerrada del despacho del señor regente. Dos hombres de armas vigilaban la puerta y
se miraban nerviosamente.
Jaymes se señaló a sí mismo, después a los guardias, primero a uno y después al
otro.
Su mano se aferró a la empuñadura de su arma, pero la sacerdotisa lo cogió del
brazo, lo miró y negó con la cabeza. Con expresión de impaciencia, Jaymes le cedió su
lugar.
Coryn cogió una pizca de algo que llevaba en un bolso diminuto de la túnica. Hizo
un gesto al emperador para que se quedara donde estaba, después se levantó y empezó a
bajar la escalera en dirección a los dos guardias.
Los dos hombres levantaron la vista sorprendidos por su inesperada aparición. Ella
sonrió y murmuró algo, ondeando la mano delante de su rostro y abriendo los dedos. La
pizca de arena cayó al suelo y los dos guardias se apoyaron sobre la pared y después se
deslizaron lentamente para seguir durmiendo sobre el suelo.
Jaymes ya había bajado los peldaños de un salto y desenvainó Mitra del Gigante
para entrar en acción.
Coryn apoyó la cabeza sobre la puerta y escuchó. Cuando Jaymes se acercó, ella le
hizo un gesto de asentimiento y el emperador golpeó violentamente la puerta con el
hombro.
Selinda yacía en el sofá, inmovilizada por la magia. Melissa du Juliette, que seguía
maniatada y amordazada, estaba sentada en el sofá junto a la princesa. Oyeron el crujido de
la madera y, sin ni siquiera volverla cabeza, Selinda vio que su esposo, con la poderosa
espada desenvainada, había irrumpido en la habitación. Coryn entro justo detrás de él.
—¡Alto! —ordenó el Maestro de la Noche a través de su máscara negra, levantando
la mano.
La magia cobró vida en la habitación y Jaymes se detuvo en seco. Su cuerpo tiraba
hacia delante, pero los pies permanecían pegados al suelo. Se retorció y estuvo a punto de
dejar caer la espada.
Coryn levantó una mano y gritó una palabra que sonó como un gruñido
amenazador. Un relámpago de luz cruzó la estancia y Jaymes quedó libre. Cayó y se giró,
con un movimiento felino, para volver a quedar de pie. Al mismo tiempo, Selinda, que
estaba tratando de ver lo que pasaba, sintió que su parálisis desaparecía. La magia que la
retenía, al igual que la que sujetaba a Jaymes, se había debilitado con el contra hechizo de
Coryn.
La princesa giró la cabeza. Sintió un inmenso alivio, pero no por la perspectiva de la
liberación, sino porque empezaba a recuperar el control sobre su cuerpo. Dobló los dedos y
le respondió la recompensa de la movilidad. No obstante, sabía que estaba demasiado débil
para ponerse de pie y no controlaba demasiado bien sus cuerdas vocales.
Los envolvió una columna de humo y vio que el Maestro de la Noche estaba
conjurando un hechizo. Creó una nube de gas venenoso para lanzarlo contra la hechicera
blanca. Con un ladrido ronco, una especie de desafío gutural, Coryn levantó la muñeca para
rechazar el ataque y la nube explotó. Salió disparada hacia arriba y arrancó buena parte del
techo. El polvo y la masilla llovieron sobre ellos. Se soltó una viga y cayó con estrépito. La
madera golpeó a la hechicera blanca sobre el hombro y Coryn se desplomó.
El Maestro de la Noche seguía allí, de pie delante del cobarde señor regente.
—¡Mátalos! —chilló du Chagne.
Señalaba al emperador y a la hechicera blanca, pero ante los ojos de Selinda habría
sido igual que si se refiriera a su propia hija.
El sacerdote conjuró un hechizo y en el aire se materializó la energía, como una
bruma. Golpeó a Jaymes y lo dejó tirado de espaldas. El martillo mágico se levantó y
volvió a caer. La cabeza de su esposo golpeó el suelo de mármol con fuerza.
Selinda recuperó la voz para chillar una especie de graznido.
Jaymes yacía boca arriba, con el brazo que sujetaba la espada extendido a un
costado. Una vez más, el martillo del sacerdote enmascarado se preparaba para dar un
poderoso golpe, pero el emperador reaccionó primero. Interpuso su arma por encima del
cuerpo y sujetó la empuñadura de Mitra del Gigante con las dos manos. Cuando el martillo
cayó sobre él, la espada de llamas traspasó limpiamente el hechizo. Jaymes se puso de pie
de un salto y se abalanzó sobre el Maestro de la Noche, con el rostro deformado en una
mueca salvaje. Coryn, aturdida y sangrando, se levantó trabajosamente y avanzó con pasos
vacilantes hacia el señor regente.
Entonces, el clérigo mayor volvió a pronunciar una palabra y la oscuridad se tragó
la estancia.
Bakkard du Chagne sintió que algo le levantaba por la nuca. La oscuridad que lo
envolvía era absoluta, así que el señor regente no podía ver qué o quién se había acercado a
él, levantándolo del suelo como si fuera un muñeco de trapo. De lo que estaba seguro era de
que se trataba de una fuerza mucho más poderosa que la de ningún mortal.
Lo rodeó una selva caótica de ruidos e intentó taparse los oídos para alejar de sí
aquella cacofonía. Pero el poder debía de tener un efecto paralizador, porque no pudo
mover los brazos ni sentía su piel. El terror se apoderó de él y lo peor era que ni siquiera
podía gritar.
Entonces, tan repentinamente como había empezado a rugir aquella tormenta, se
desvaneció. Du Chagne se encontró de pie en una superficie sólida, en lo alto de una torre.
Aquella era una torre mucho, mucho más alta que la Aguja Dorada de su palacio.
—En nombre del Abismo, ¿dónde estamos? —preguntó el señor regente,
tambaleándose sin fuerzas, mareándose al pensar en el vacío que se abría bajo sus pies.
Apenas prestó atención a las altas montañas que los encerraban por todos lados, ni
se fijó en la conocida silueta del alcázar que lo rodeaba.
—Ésta es la Torre del Sumo Sacerdote —dijo el Maestro de la Noche.
—¿Por qué me has traído aquí? —quiso saber el señor regente.
—Porque las opciones eran ésta o que te matara el emperador —repuso el
sacerdote—. Por razones que ahora mismo desconozco, decidí salvarte la vida.
Blayne se encontraba en lo alto de la escalera que subía al torreón de la puerta. La
columna de caballeros oscuros se arremolinaba fuera de la entrada, sin poder pasar por el
rastrillo que él acababa de bajar, pero una veintena de atacantes, o alguno más, entre ellos
el capitán Blackgaard, había logrado entrar en la ciudad. Los caballeros cargaban sobre él.
Subían los peldaños con las espadas desenvainadas y su determinación a matar estaba
reflejada en su rostro.
El joven recibió al primero de sus enemigos con un golpe salvaje, lanzado con tanta
fuerza que hizo añicos la hoja levantada del caballero y le abrió una profunda herida en el
rostro. Sin perder un segundo, liberó su espada y golpeó al segundo caballero de lado, lo
que envió al desgraciado rebotando escaleras abajo con la garganta cercenada.
Pero la escalera era lo suficientemente ancha para que los caballeros negros
subieran de dos en dos y así lo hicieron. La siguiente pareja, que, sin duda, había aprendido
a respetar un poco más a su oponente al ver el destino de los primeros atacantes, se acercó
con más cautela. Atacaron desde más abajo, apuntando a las piernas de Blayne. El joven
señor no podía rechazar dos golpes a la vez, por lo que no le quedó más remedio que
retroceder, a pesar de que eso significaba perder su posición en lo alto de la escalera.
Se replegó en la plataforma de la torre y fue hasta la esquina, con la espada
levantada, mientras los atacantes se arremolinaban en el parapeto.
—¡Matadlo¡ —gritó el capitán Blackgaard con voz ronca, señalando al joven señor
de Vingaard.
Tres caballeros negros se abalanzaron sobre él. Blayne lanzaba estocadas a derecha
e izquierda. Logró reducir a dos, pero dejó un hueco desprotegido para el atacante del
medio. El caballero sonrió con frialdad y levantó la espada. Y entonces dejó escapar un
graznido y se tambaleó hacia un lado, con una flecha clavada en el cuello.
Blayne no perdió el tiempo preguntándose quién habría disparado. Cargó con furia
y atravesó al guerrero de negro. Se abrió camino hasta la escalera, mientras el resto de los
caballeros negros que cubría la plataforma gritaban consternados entre el entrechocar de las
espadas contra los escudos y las hojas que lograban hundirse en la carne. Había estallado
una encarnizada batalla. Los espadachines se agachaban y fintaban, rechazaban golpes y
lanzaban estocadas a diestro y siniestro.
El capitán Blackgaard se interpuso en el camino de Blayne y el noble hizo amago de
lanzar una estocada hacia el rostro del mercenario. El oficial veterano puso una mueca de
desprecio y retrocedió, antes de volver a atacar. Una vez más, el señor lanzó un golpe alto
y, una vez más, Blackgaard esquivó la arremetida. Entonces, cuando ya era demasiado
tarde, comprendió su error. El noble clavó la espada en línea recta y la hoja se hundió en el
estómago del capitán. El caballero negro cayó hacia atrás por la fuerza de la embestida.
Entonces llegaron los refuerzos, liderados por sir Ballard. Cubrían la escalera y
ocuparon la plataforma. Los arqueros lanzaron sus flechas contra los caballeros negros que
habían quedado bloqueados fuera de la puerta, ante el rastrillo cerrado. Incapaces de
combatir contra aquellos misiles mortales, los jinetes espolearon a sus caballos y se
perdieron en la noche al galope.
Por primera vez, en ese momento Blayne comprendió que le habían salvado la vida.
Cuando por fin se dio cuenta de quién había sido su salvador, estrechó la mano de sir
Ballard y dejó escapar un gemido de alivio.
La Legión de Acero estaba allí.
—¿Estás bien? —preguntó Jaymes, arrodillándose junto a Selinda, mientras Coryn
desataba a Melissa du Juliette.
Se encontraban en los aposentos de Selinda del palacio, pues se habían
teletransportado allí después de que el Maestro de la Noche y el señor regente
desaparecieran de la Aguja Dorada.
—Sí… Me pondré bien. Pero la ciudad… ¿el golpe?
—Creo que el golpe ha fracasado, pero tengo que salir y dejar que me vean. El
pueblo necesita saber que su emperador ha vuelto.
—Sí, es verdad —convino la esposa del emperador. Se estremeció al recordar
algo—. ¡Mi padre! Él…
—Lo sé —la interrumpió Jaymes—. Es un canalla mayor de lo que pensaba.
—¿Dónde ha ido? —preguntó Selinda.
—La magia del Maestro de la Noche se los llevó a los dos de aquí —explicó
Melissa—. Podrían estar en cualquier parte.
—Tengo el presentimiento de que yo sé dónde están —dijo Jaymes con seriedad—.
Y en cuanto la ciudad esté a salvo, voy a ir allí. Ahora… Lo siento, pero tengo que irme.
—Sí… Y que tengas buena suerte —repuso la princesa.
No hizo amago de abrazarlo ni besarlo y, después de un momento de vacilación,
Jaymes se dio la vuelta y salió de la habitación. El emperador bajó la escalera corriendo.
La princesa volvió a hundirse en el sofá, intentando recuperar el aliento y
comprender todo lo que estaba pasando.
Coryn y Melissa le explicaron cómo la habían buscado hasta dar con El buen puerto
de Hale, cómo se habían enfrentado a Hale el Cojo y traído a Jaymes de vuelta a Palanthas.
—Gracias… Gracias a las dos —dijo Selinda con sinceridad—. Qué pasará con ese
lugar… ¡Hale el Cojo! Es un traficante de esclavos, ¡aquí en Palanthas!
—Ahora más bien es un difunto traficante de esclavos —apuntó la sacerdotisa con
expresión seria—. Alguien lo mató con un hechizo cuando intentábamos interrogarlo. Se
investigará a todas las personas relacionadas con ese lugar. En cuanto supimos lo que
estaba pasando, los caballeros de Kiri-Jolith acudieron y detuvieron a todos los que
pudieron atrapar. Su justicia será severa y no es arriesgado afirmar que el edificio habrá
sido derruido y sus propietarios muertos o capturados. —Sacudió la cabeza—. No quisiera
estar en la piel de los prisioneros de los caballeros, si se sabe que esos prisioneros han
abusado de una mujer.
—¿Por qué me escogería a mí? —se preguntó Selinda—. En aquel lugar nadie sabía
quién era, ésa era una de las cosas que me gustaban.
—Quizá os abordara por pura casualidad —sugirió la sacerdotisa.
—Yo no estoy tan segura —dijo Coryn, lo que sorprendió a las otras dos mujeres.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Selinda.
—Hablé con algunos de los clientes de ese sitio y con el tabernero, después de que
atrapáramos a Hale y recuperáramos el anillo. Estoy convencida de que sí sabía quién sois.
—Pero… ¿cómo? ¡Yo nunca revelé mi identidad! —objetó la princesa.
—Ésa es una buena pregunta. Pero la historia del tabernero me ha llevado a creer
que Hale debió de intentar atraeros, personalmente, a ese lugar. Sospecho que utilizó alguna
magia de empatía. Era un hechicero, aunque no seguidor de la magia sagrada.
—Sigo sin entenderlo.
—¿Por qué fuisteis allí la primera vez? —tanteó la hechicera con delicadeza.
—Yo… sólo había salido a caminar. Me sentí tan bien al estar libre de mi
habitación, de mis guardias…, de mi marido. Y seguí el tentador olor del puerto, porque
hacía mucho que no iba. Al menos, creí que ésa era la razón. Y entonces, ese hombre, Hale,
me llamó cuando pasaba por la calle. Primero estaba asustada…, pero después me pareció
que podía ser interesante y divertido.
Selinda se sentía incómoda y humillada mientras hacía su confesión.
—¿Y una vez que estuvisteis dentro? Entiendo que acudisteis varias veces. ¿Por
qué?
—Hale… Bueno, me parecía muy agradable. Sabía escuchar… —La voz de Selinda
se quebró. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? O tan afortunada, se dio cuenta, teniendo en
cuenta las pocas posibilidades de escapar que tenía—. ¿Cómo me encontrasteis? —
preguntó.
—Por el anillo que os di —explicó Coryn—. Como lo he hecho yo misma, su magia
tiene una conexión muy fuerte conmigo. Nos dimos cuenta de que habíais desaparecido
hacía varios días, así que conjuré un hechizo para localizar el anillo y éste nos llevó hasta
Hale.
Selinda se dejó caer en el asiento. Se hundió entre los almohadones, todavía débil y
asustada.
—Hay algo más —dijo Melissa, mirando a Coryn con una ceja enarcada. La
hechicera asintió y la sacerdotisa prosiguió—: ¿Bebisteis algo llamado loto rojo?
—Sí —contestó Selinda—. Eso fue con lo que me hizo perder el conocimiento.
—Esa bebida tiene algo peligroso. Hale se quedó horrorizado cuando se enteró de
que estabais embarazada.
—Quieres decir… ¿Esa bebida ha hecho daño al bebé? —preguntó Selinda con un
grito ahogado. Hundió la cabeza entre las manos—. ¡Oh, por Kiri! ¡Yo no quería eso! ¡No
así!
—Creo que no se trata de eso. No creo que haya hecho daño al bebé. Hale no me
pareció muy dado a preocuparse por los problemas de los demás y, sin embargo, estaba
completamente aterrorizado cuando supo que llevabais un niño en las entrañas. No, me
temo que se trata de algo más misterioso. El niño podría ser un peligro para otros, quizá
para todos, o tal vez sólo para aquellos como Hale, los que hacen el mal. No hay forma de
saber cuál es exactamente el peligro.
—¿No explicó el motivo? ¿No le preguntasteis?
—Murió antes de poder decírnoslo —contestó Coryn—. Estoy segura de que lo
asesinaron para impedir que nos contara nada más.
—No… No me importa —repuso Selinda con valentía—. Voy a traer este niño, o
niña, al mundo y me aseguraré de que crezca sabiendo lo que es el bien.
—¿Y Jaymes? —preguntó Coryn—. ¿Pensáis mantenerlo en secreto?
Selinda levantó la cabeza. Sentía que le volvían las fuerzas, aunque no sabía si sólo
se debía al té o a algo más. Se levantó y comprobó con gran alegría que ya podía sostenerse
sin ayuda. Caminó hasta la ventana para abrirla y dejar que pasara la agradable brisa
estival. Por fin, se volvió.
—Se lo contaré todo…, cuando la crisis haya pasado. No voy a cargarlo con más
problemas mientras lidera la guerra que salvará la nación que todos queremos que
sobreviva. —Su expresión se endureció—. Ahora sé que tuvo que engañarme para que me
convirtiera en su esposa.
Coryn apartó la mirada, casi como si estuviera avergonzada, una reacción que
sorprendió a Selinda. Pero la princesa continuó hablando:
—Y me utilizó para legitimar su ascenso hasta ser emperador. Al fin y al cabo, yo
era la princesa de Palanthas y sólo los dioses saben cuántas profecías afirman que el
hombre que se case con la princesa será el que vuelva a unir las ciudades de Solamnia en
una misma nación. Utilizó eso, y a mí misma, para alcanzar el poder y convertirse en el
líder de un nuevo imperio.
»Al principio, todo fue muy rápido para mí y cuando empecé a preguntarme cómo o
por qué estaba pasando todo, ya era demasiado tarde. Incluso ahora, puedo entender que
Jaymes ha sido bueno para Solamnia, aunque no lo haya sido para mí.
Selinda se volvió y contempló a sus dos amigas, con la gratitud reflejada en sus ojos
brillantes.
—Os agradezco sinceramente que me hayáis salvado la vida. No era más que una
tonta, una boba, que se dejaba llevar por la desesperación. Pero nunca más.
Coryn seguía con la mirada perdida, así que fue Melissa quien habló.
—¿Nunca más una tonta o nunca más desesperada? —preguntó la sacerdotisa sin
rodeos.
—Ninguna de las dos cosas, espero —repuso la esposa del emperador—. Pensaba
que estaba reclamando mi vida cuando me libere de mi prisión, pero ser libre no es
suficiente.
Se llevó la mano al vientre y lo acarició con ternura.
—Jaymes tiene otra campaña que ganar y él es la mejor esperanza que tenemos para
mantener a nuestro país unido y avanzar hacia el futuro. No lo amo, las dos lo sabéis, pero
tengo un deber para con este reino. Ya sea por quien soy por nacimiento o por quien es mi
marido, tengo un papel. Soy algo más que una mujer, una hija, una esposa. Soy un símbolo
de Solamnia. Sin embargo, no seguiré siendo su esposa, ni siquiera en la intimidad de
nuestras vidas. Él debe conocer esa verdad.
La princesa tomó aire.
—Pero tampoco lo traicionaré.
Jaymes se dirigió a la puerta principal de la ciudad, por donde los caballeros oscuros
habían intentado abrirse camino. Encontró el lugar guarnecido por una fuerza de guardias
de la ciudad y caballeros solámnicos mezclados.
Al mando estaba un Caballero de la Rosa de aspecto imponente llamado sir Ballard.
—¿Atacaron aquí, después de llegar por la calzada de la montaña? —preguntó
Jaymes.
—Sí, mi señor. Bajó una tropa, se dice que desde la Torre del Sumo Sacerdote. Se
cree que está en manos de los rebeldes, señor.
—Sí, yo también lo he oído. Lo comprobará dentro de muy poco. ¿Qué pasó con esa
tropa?
—El líder murió en esta misma plataforma. El resto de los caballeros negros se
retiró por la calzada y no pudo entrar a la ciudad —informó Ballard, observando al
emperador con cautela—. Casi logran traspasar esta puerta. Los detuvo un hombre, el
mismo que mató al capitán.
—¿De quién se trata? —preguntó Jaymes.
—Fui yo, excelencia —contestó Blayne Kerrigan, dando un paso adelante. Jaymes
reconoció al joven señor de inmediato—. Cerré el rastrillo cuando me di cuenta de que los
guerreros eran caballeros negros. Pero no antes de que varios hombres buenos, caballeros
leales, murieran por culpa de la magia negra y la traición.
—¿Has salvado la ciudad de Palanthas de los caballeros negros?
Todos se quedaron perplejos cuando el emperador echó la cabeza hacia atrás y
empezó a reír a carcajadas.
—¡Pero si eres un forajido! —declaró—. ¡Se ha puesto precio a tu cabeza!
—Eso he oído. Si es así, me entrego a vuestra justicia —repuso Blayne con
gravedad—. Haced lo que creáis conveniente.
—¡Lo mismo podría decir yo! Pero veo conveniente perdonarte, joven forajido. De
hecho, yo mismo pasé unos cuantos años con precio sobre mi cabeza. Sienta bien cuando lo
quitan, ¿verdad?
Blayne se permitió una sonrisa por primera vez en muchas semanas, al menos eso
parecía.
—Sí, excelencia —convino—. Sienta muy bien.
25

Los caminos de la venganza

Jaymes acudió a ver a Selinda a sus aposentos. Allí encontró varios baúles grandes
abiertos, medio llenos de ropa, mientras un par de doncellas se afanaban en recoger
vestidos de los armarios y doblarlos con cuidado. Cuando entró el emperador, las doncellas
se escabulleron y lo dejaron a solas con su esposa.
—Parto hacia la Torre del Sumo Sacerdote —dijo Jaymes—. Coryn acaba de volver
con la confirmación: no sólo han ido allí el Maestro de la Noche y tu padre, sino también
Ankhar y un gran número de sus ogros. Voy a terminar con esto de una vez para siempre.
—Es imposible permitir que estén allí, ya lo sé —contestó Selinda—. Sólo rezo
porque esta batalla termine con la guerra, con todas las guerras.
Jaymes asintió.
—Yo también. Ha durado demasiado, ha habido demasiadas luchas. Quiero
gobernar un imperio en paz. —Carraspeó y miró a su esposa con embarazo—. Intentaré
proteger a tu padre, si puedo.
—Haz lo que debas —fue la áspera respuesta—. Ahora comprendo lo que yo
significaba para él y eso ha endurecido mi corazón. —Parecía más asombrada que
enfadada—. ¡Servía al Príncipe de las Mentiras! ¡Todo, su vida entera, era una mentira! Me
alegro de haberme liberado de él.
El emperador miró alrededor, como si viera los baúles y los armarios vacíos por
primera vez.
—Volveré cuando todo esto haya acabado. Puede llevar tiempo, un mes o dos, pero
volveré a casa antes de que llegue el invierno… Espero que también pueda volver a ti.
Selinda suspiró y se acercó a la ventana, para contemplar la plaza principal de la
ciudad. La gente cruzaba la explanada de un lado a otro. Un par de músicos tocaban un laúd
y una flauta e intentaban conseguir alguna moneda. Los templos estaban repletos. Los fieles
entraban y salían. Los pequeños puestos del mercado vendían a buen ritmo. Era un día
caluroso de verano y los niños chapoteaban en muchas de las grandes fuentes que
circundaban la plaza, mientras unos cuantos hombres de armas deambulaban por allí,
observando tranquilamente los quehaceres de los ciudadanos. Se fijó en todo aquello un
momento y después se volvió hacia su marido.
—Esta ciudad vuelve a ser un buen lugar en el que vivir. Y en gran parte es gracias
a ti. Has cometido errores, y algunos son difíciles de perdonar, pero has aprendido de ellos
y te has hecho más fuerte, más grandioso.
—¿No vas a dejarme volver a tu lado? ¿No vas a permitir que te demuestre que he
cambiado?
Selinda sacudió la cabeza.
—No. No puedo.
Jaymes señaló los baúles.
—Pero ¿adónde vas a ir? —preguntó.
—Me voy al templo de Kiri-Jolith. Allí hay espacio de sobra y estaré con Melissa.
Tengo muchas cosas en qué pensar y hablar con ella me ayuda a aclarar mis ideas.
El emperador puso una mueca, como si lo atormentara el dolor. Cuando habló, su
tono de voz, sus palabras, eran extrañamente dubitativos.
—Si… si después de eso…, después de que vuelva…, quizá podríamos volver a
intentarlo. Me gustaría tenerte a mi lado.
Selinda levantó la cabeza. Los rayos de luz que se colaban por la ventana
iluminaban su melena dorada, formando una especie de corona deslumbrante.
—Tendré a nuestro hijo —dijo, acariciando la imperceptible curva de su vientre—.
Y tú también lo tendrás. —Su voz se endureció—. Pero nunca volverás a tenerme a mí.
Conozco mi destino y no es ser una mujer más de la ciudad. Mi destino está unido al
destino de la nación y el tuyo es convertir esta nación, y el resto de naciones de Solamnia,
en un imperio. Acepto mi destino y haré todo lo que pueda para que este imperio se
mantenga unido.
»Pero no viviré en tu casa… ni compartiré tu lecho.
Jaymes asintió lentamente, ocultando sus emociones. Lo único que lo traicionó
fueron los ojos un poco entrecerrados. Pero no dijo nada. Durante un momento, se quedó
inmóvil. Después, lentamente, se giró hacia la puerta.
—Adiós —dijo en voz baja—. Que todos los dioses te protejan.
—Y buena suerte para ti —respondió ella—. Sé que contarás con la ayuda de
Coryn, de Dram y, por supuesto, con todos tus ejércitos. Pero ten cuidado.
—Lo tendré.
Jaymes seguía vacilando.
—Creo que te ama. ¿Lo sabías? —. Selinda habló en un susurro.
Él la miró, perplejo, sin saber qué responder.
—Coryn. Creo que está enamorada de ti desde hace años. Sencillamente… cuídala
también a ella, ¿lo harás?
Jaymes asintió y, por fin, abrió la puerta.
—Lo haré —repuso antes de salir, despacio.
La Atalaya Alta del Sumo Sacerdote albergaba el encuentro de varios personajes
eminentes. Se trataba de una reunión tan importante que el nombre de la plataforma no sólo
quedaba justificado por su altura, sino también por su elevado rango. Ankhar la Verdad
estaba allí, así como el Caballero de la Espina Hoarst. El antiguo señor regente de
Palanthas, Bakkard du Chagne, y el enmascarado Maestro de la Noche de Hiddukel, que
había llevado allí a du Chagne desde la ciudad, también estaban presentes.
Asimismo, la hembra de ogro Lirio de la Charca se encontraba en el parapeto.
Nunca se alejaba mucho de Ankhar, pues temía perderse por los pasillos laberínticos del
gran alcázar. La hembra se había quedado cerca de la puerta de la torre y miraba con miedo
a los cuatro machos adustos, que paseaban y maldecían mientras discutían entre sí.
La atalaya tenía forma circular. En el centro de la plataforma se alzaba la aguja
estrecha que sostenía el parapeto más alto, conocido como el Nido del Martín Pescador.
Una puerta conducía desde la atalaya al interior de la torre. Allí no había más que un
descansillo del que partía la escalera estrecha que subía en espiral hasta la plataforma del
Nido del Martín Pescador y unos escalones mucho más anchos que bajaban hacia otras
estancias.
La fortaleza, que se extendía varios cientos de metros por debajo de la atalaya,
estaba bien protegida. Desde lo alto se veía a los caballeros negros, apostados en los
parapetos de la muralla y en los torreones de las puertas. Los ogros estaban repantigados en
los patios. Al nordeste, a lo largo del camino borroso que habían esculpido los hombres de
Blackgaard, serpenteaba una procesión de soldados que llevaban pesados sacos de cereales
y frutas, provenientes de los cultivos del valle secreto.
—¿Por qué nos escondemos aquí? —preguntó Ankhar, con las manos como
jamones apoyadas en las caderas, mientras miraba a los demás acusadoramente—. ¿Dentro
de las murallas? ¡Los ogros no luchamos así! Yo no lucho así.
—Estas murallas son lo único que te mantendrán con vida —contestó Hoarst sin
miramientos—. Y el hechizo que te trajo aquí te salvó el pescuezo, como recordarás. La
ciudad de los enanos no tenía ninguna muralla, ¡y tus ogros morían por decenas!
—¡Bah!
El semigigante no quería oírlo, pero tampoco se le ocurrió una réplica ingeniosa,
seguramente porque lo que decía el hechicero era verdad. La derrota de Nuevo Compuesto
seguía confundiendo, desesperando y enfadando al semigigante. ¿Cómo podía haber
terminado tan mal cuando había empezado tan bien? Su magnífico plan había fracasado.
Lanzó un rugido desde las profundidades de su pecho y estrelló el puño contra un baluarte.
Un trozo de piedra se soltó y se hizo un corte. Miró con expresión huraña la roca que caía,
durante un buen rato, hasta que por fin se deshizo en el suelo del patio, muy cerca de un
ogro, que pegó un salto.
—Escucha —dijo el Caballero de la Espina, esforzándose por adoptar un tono
razonable—. Aquí tenemos una posición muy fuerte. Un millar de caballeros negros y un
millar de ogros pueden defender este lugar mucho tiempo, quizá para siempre. Nadie puede
cruzar el paso y de esa forma hemos conseguido dividir Solamnia en dos. Además, desde
aquí controlamos el acceso al valle secreto del norte. Los cultivos y los rebaños que hay allí
nos proporcionarán la comida que necesitemos para aguantar durante años, si fuera
necesario.
—¡Durante años! Pero ¿qué pasará cuando el emperador traiga su ejército por las
llanuras? —exclamó du Chagne.
—¡Yo no tengo miedo al emperador! —bramó Ankhar. La fuerza de su voz empujó
a du Chagne detrás del Maestro de la Noche.
—No estamos aquí porque tengamos miedo al emperador —dijo el sacerdote
fríamente—, sino porque aquí podemos enfrentarnos a él con ventaja. Yo mismo me pondré
a la cabeza de la puerta sur, que es por donde es más probable que nos ataque.
—Yo me encargará del Espolón del Caballero —dijo Hoarst—. Es una buena
posición para vigilar quién se acerca por el camino desde las llanuras.
—Y yo me quedaré aquí, en la Atalaya Alta —declaró Ankhar con altanería—,
desde donde puedo vigilarlo todo.
—¿Qué os hace pensar que con eso bastará? —preguntó du Chagne, con voz
temblorosa—. Todos sabemos que le queda un cañón. Puede colocarlo en Alas de
Habbakuk y hacer que esta torre vuele por los aires, aunque tarde todo el invierno.
—Es cierto, esa bombarda es una amenaza —reconoció Hoarst.
—Entonces, ¿por qué eres tan optimista sobre las opciones que tenemos aquí? —
preguntó el antiguo señor rente.
—Porque mi intención es asegurarme de que su famoso cañón no llegue nunca al
paso —repuso el hechicero gris.
Coryn y Jaymes se teletransportaron desde Palanthas hasta el otro extremo del gran
paso. Allí tendrían que esperar al ejército de la Corona, a la Legión de Palanthas y a los
enanos de Nuevo Compuesto. Todos ellos marchaban tan rápido como podían a través de
las llanuras. De todos modos, sabían que pasarían varios días antes de que las tropas
llegasen.
—Tendríamos que encontrar un lugar donde refugiarnos y desde el que podamos
vigilar la calzada —sugirió el emperador.
Coryn se mostró de acuerdo y empezaron a bajar por el ancho camino,
manteniéndose fuera de la vista de la torre.
Cerca de allí encontraron una cabaña de pastor, pegada al camino y como a dos
kilómetros por debajo del paso. Seguramente el pastor y su rebaño estarían pasando el
verano en los pastos más altos, así que la cabaña estaba abandonada. Decidieron que ése
sería un lugar cómodo para la espera.
Jaymes echó a andar calzada arriba y recorrió aproximadamente un kilómetro. Se
acercó lo suficiente al alcázar para ver la torre que se elevaba sobre las murallas, los
torreones de las puertas y las fortificaciones. Pensó con tristeza en el general Markus, que
siempre había sido el más audaz de sus oficiales. Estaba seguro de que Markus y sus
Caballeros de la Rosa habrían plantado cara. Lamentaba que el veterano hubiera muerto.
—Te vengaremos, buen caballero —dijo en voz baja, antes de dar media vuelta y
bajar por el camino hasta la cabaña.
Al llegar, comprobó que Coryn se había instalado como si estuviera en su casa. La
hechicera blanca había sacado una serie de objetos del zurrón mágico y colocado una bola
de cristal sobre la pequeña mesa de la cocina. En la despensa había guardado sus pociones
y las cajitas con los ingredientes. Los libros de hechizos estaban en un estante junto a la
puerta.
Cuando Jaymes entró, la encontró sentada a la mesa, observando la bola prospectiva
para intentar averiguar algo sobre sus enemigos.
—Están todos en la torre —confirmó Coryn—. El Caballero de la Espina y el
Maestro de la Noche han puesto muchos hechizos de detección alrededor del alcázar, así
que no puedo adentrarme mucho. Pero los ogros que huyeron de Nuevo Compuesto vigilan
las murallas y parece que es Ankhar en persona quien está al mando.
Jaymes la miró fijamente. El cabello negro, brillante y largo, descansaba sobre la
túnica y contrastaba sobre la blancura de la tela. Las hebras plateadas —prematuras, pues
seguía siendo una mujer joven— no hacían más que dotarla de mayor atractivo. Totalmente
concentrada, la hechicera apoyaba la barbilla en sus esbeltos dedos y se mordía una uña
distraídamente, mientras estudiaba la bola borrosa. De repente, levantó la mirada y lo
sorprendió observándola.
—¿Qué pasa? —preguntó la mujer.
—No lo sé. He estado pensando… en todo lo que hemos pasado juntos… y en lo
agradecido que me siento por contar con tu ayuda. Nada de todo lo que he conseguido
habría sido posible si no hubiera tenido tu ayuda, tu apoyo.
Coryn lució una sonrisa radiante.
—Vaya…, gracias. Nunca antes me habías dicho algo así.
—Tienes razón —contestó él, un poco sorprendido—. Supongo que nunca lo he
hecho. Ésta no tendría que ser la primera vez. Te lo debía desde hace mucho.
Coryn se levantó y se acercó a él. Cogió sus manos entre las suyas y sus ojos negros
se alzaron para mirar los ojos gris oscuro de Jaymes. Sin embargo, su expresión era de
tristeza y preocupación.
—Por ti he hecho cosas que no habría hecho por nadie más. No estoy orgullosa de
todas. Confío en que hayan sido por una buena causa, pero a veces me arrepiento de los
medios que utilizamos para llegar al fin.
Él asintió, comprendiendo lo que quería decir. Ella había preparado la poción que
había utilizado para ganarse el amor de Selinda du Chagne, para hacer que se enamorara de
él, al menos durante un tiempo. Pero Jaymes recordaba cuánto le había sorprendido la
amargura de Coryn cuando le había explicado que necesitaba esa poción. Le había
obedecido, pero lo había hecho con ira contenida.
Se repente, se acordó de las palabras de Selinda sobre Coryn. ¿Serían ciertas?
La hechicera blanca se volvió y se sentó a la mesa. En aquella ocasión, empezó a
morder un mechón de pelo, mientras volvía a concentrarse en la bola. Se giró una vez más
y vio que Jaymes seguía contemplándola. Le sonrió con ternura y volvió a sumergirse en el
trabajo.
Jaymes llegó a la conclusión de que Selinda seguramente tenía razón.
La Legión de Palanthas y el ejército de la Corona marchaban por la calzada,
ascendiendo hacia el paso desde las llanuras de Vingaard, en dirección a la Torre del Sumo
Sacerdote. Dram y los enanos avanzaban detrás de las tropas de humanos. El enano de las
montañas iba en el asiento del conductor de uno de los carros de mercancías. Por una vez,
había logrado convencer a Sally de que hiciera lo más razonable y se quedara en Nuevo
Compuesto con su padre y su hijo, supervisando las obras de reconstrucción que ya habían
empezado. La echaba muchísimo de menos, pero se alegraba de que no fuera a la guerra.
Quinientos enanos acompañaban a Dram y a su valiosa carga. Aquella mezcla de
enanos de las colinas y las montañas se había ofreciendo voluntariamente para participar en
la batalla final a la que los enanos habían bautizado como las Guerras de Ankhar. Las
docenas de carros del convoy transportaban cientos de barriles de polvo negro. Habían
separado cada vehículo de los demás para evitar accidentes. Un sólo error en un carro podía
suponer un desastre para todo el ejército.
Desde su asiento en el primer carro, Dram disfrutaba del espectáculo de las
imponentes montañas que lo rodeaban. La cordillera Garnet era bonita, con sus glaciares y
el gran bosque de pinos, pero siempre lo habían impresionado más las montañas Vingaard,
inhóspitas y abruptas.
—Reorx sabía lo que hacía cuando esculpió estas cumbres grandiosas —había
comentado a los demás enanos, cuando apareció ante ellos el perfil recortado de las
montañas. Las paredes de piedra se levantaban a ambos lados del contingente de enanos.
La bombarda iba delante de él, en el centro de la legión. Como el camino era una
pronunciada cuesta arriba, el enano tenía una buena vista del gigantesco tubo, mientras
avanzaba pesadamente tirado por bueyes.
De repente, bajo la mirada de Dram, la montaña dejó escapar un lamento y se abrió
una grieta que atravesó la ladera más cercana. La parte de la calzada por donde iba el
bombardero simplemente cayó al abismo, arrastrando consigo el cañón, el carro, el tiro de
bueyes y más de cien hombres de la Legión de Palanthas.
El movimiento de tierras fue tan repentino, tan localizado, que sólo podía haber sido
provocado por magia. Dram se dio cuenta de inmediato. El enano adivinó dos figuras, dos
hombres que se encontraban en la cima de una montaña en el otro extremo del valle. Se le
erizó el cabello de la nuca, pero lo único que podía hacer era echar pestes, mientras la
última pieza de artillería que les quedaba se perdía en la sima y se rompía en mil añicos.
Sus ojos volvieron a la cumbre, pero no le extrañó ver que los dos desconocidos
habían desaparecido.
—Fue un terremoto mágico, de eso no cabe duda, y tardamos un día entero en
volver a abrir un camino —informó Dram al emperador tres días más tarde, cuando la
columna de enanos por fin llegó a la cabaña—. Pero ya estamos aquí. Perderíamos un
centenar de buenos hombres. Y, desgraciadamente, ya no tenemos el cañón.
—Mmmmm, pero todavía tenéis el polvo negro, ¿verdad? —preguntó Jaymes.
Sorprendentemente, no se había inmutado ante aquel acto de sabotaje.
Al mirar alrededor, Dram no pudo dejar de preguntarse si la estancia del emperador
en aquella pequeña cabaña —él y Coryn habían creado una especie de hogar allí, había
decidido el enano con un solo vistazo a través de la puerta— lo habría ablandado.
—Sí. Un montón de polvo. Unos trescientos barriles, más o menos.
—Excelente —contestó el emperador—. Ven conmigo.
Fueron a reunirse con Dayr y Weaver, que cabalgaban a la cabeza de sus
respectivos ejércitos. Jaymes les dio órdenes de que establecieran a sus hombres en
campamentos amplios y cómodos en Alas de Habbakuk, las llanuras que se extendían a
unos dos kilómetros debajo de la Torre del Sumo Sacerdote.
—Decidles que claven bien las tiendas. Creo que estaremos aquí por lo menos un
mes.
Después, el emperador llevó a Dram, junto con los generales Dayr y Weaver y el
capitán Franz de los Jinetes Blancos, camino arriba.
A pocos pasos encontraron el último recodo antes de llegar al paso, donde se alzaba
la Torre del Sumo Sacerdote ante sus ojos con toda su majestuosidad.
—No nos acercaremos demasiado a la muralla. Pero desde aquí puedo enseñaros
todo lo que tenéis que ver.
Señaló la enorme fortaleza que era el torreón de la puerta sur por sí mismo y la
ladera de una montaña que quedaba por debajo, alejada unos centenares de metros.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Dram en voz alta.
—Tus enanos habrán traído picos y palas, supongo —repuso el emperador.
—Claro. Nunca vamos muy lejos sin ellos.
—En ese caso, me gustaría que empezarais a cavar justo ahí. Y no paréis hasta que
no tengáis un túnel que se extienda todo el camino por debajo de la muralla sur, hasta el
patio de detrás del torreón de la puerta.
—¿Queréis lanzar un ataque desde un túnel? —preguntó Franz, al ver que nadie
más parecía dispuesto a cuestionar aquel plan demencial—. ¡Nos lanzarán piedras en
cuanto intentemos sacar la cabeza! ¡El primer hombre que salga del agujero tendrá que
enfrentarse a una docena de ogros!
El emperador sonrió, tratando de tomárselo con calma.
—No, el túnel no tendrá salida —explicó—. Pero quiero que el túnel sea lo
suficientemente ancho para meter los trescientos barriles de polvo negro.
26

El fuego de las minas

Los enanos empezaron a cavar con ímpetu. Trabajaban todo el día, pues cada grupo
de mineros hacía turnos de doce horas. El túnel nació como un simple agujero abierto
directamente en la ladera. Al principio, sólo podían trabajar al mismo tiempo una docena de
enanos, pero a medida que el pozo se hacía más grande, más y más picas y palas podían
ponerse manos a la obra. Avanzaban con regularidad y una semana después ya habían
abierto en la roca un túnel de más de trescientos metros.
Entonces, los excavadores comenzaron a cavar un corredor que se desviaba a la
derecha, en perpendicular. Aquel túnel llevaría hasta una parte de la muralla del torreón de
la puerta sur. Al mismo tiempo, los enanos seguían trabajando en el pozo original y cada
vez picaban más obreros a la vez. Cuando el pozo alcanzó los seiscientos metros de
longitud, un segundo túnel a la derecha empezó a extenderse en dirección a la torre. Los
dos corredores crecían y se ensanchaban. El segundo de ellos se internaba debajo de la gran
puerta.
En aquellos túneles ciegos no había diferencia entre el día y la noche, pero eso no
era un obstáculo para los valerosos enanos. Dram era omnipresente. Supervisaba la
excavación con ojo certero e instrucciones precisas: «apuntala ese arco» o «alisa ese
saliente». Siguiendo sus indicaciones, los túneles se hicieron más profundos, anchos y
seguros.
Los ogros y los humanos de la Torre del Sumo Sacerdote observaban el trabajo de
la superficie desde las murallas, pero no hicieron ningún esfuerzo por interrumpirlo. Lo
único que veían eran los cambios de turno, cuando doscientos enanos salían de las
profundidades de la montaña y otros doscientos se internaban en ellas. Miraban los
montones de piedras que salían por la boca del pozo y se preguntaban a qué se dedicarían
en esa excavación.
Como elemento disuasivo, por si a la guarnición de la torre se le ocurría intervenir,
Jaymes mantenía varias compañías de infantería y caballería a unos quinientos metros del
torreón de la puerta sur. Si el enemigo salía para lanzar un ataque sobre los mineros, las
tropas contraatacarían de inmediato. Pero estaba claro que Ankhar se reía de los enanos
cavando agujeros y había decidido que no arriesgaría sus valiosas tropas en un combate
fuera de las altas murallas.
Si realmente era Ankhar quien estaba al mando. A pesar de que el Caballero de la
Espina y el Maestro de la Noche habían creado una cortina mágica, Coryn había seguido
observando a su enemigo. A veces su búsqueda lograba traspasar los velos del secreto y en
varias ocasiones había descubierto discusiones entre du Chagne y Hoarst o Ankhar y el
clérigo de la máscara negra. El asedio estaba empezando a notarse en el enemigo, antes
incluso de la primera batalla.
Fuera, las tropas se entretenían con competiciones y juegos, a plena vista de las
murallas. Marchaban de un lado a otro en maniobras, entonaban canciones de guerra y, en
general, se comportaban como si estuvieran muy contentos de estar allí. Y, en el caso de los
enanos, era una felicidad sincera. Todos los excavadores eran mineros con experiencia y
aquel trabajo les gustaba mucho. La idea de que iban a dar un golpe definitivo a sus odiados
ogros, los mismos ogros que habían arrasado su ciudad, no hacía más que aumentar su
entusiasmo y entrega.
El resultado fue que cuatro semanas después del comienzo de los trabajos, se
terminó la tarea según las exigencias de Dram y el emperador.
Jaymes anunció que había llegado el momento de meter el polvo negro y colocar
una mecha muy larga.
Ankhar paseaba por el pequeño espacio circular de la Atalaya Alta. Aquél era el
lugar más alto de la fortaleza al que se atrevía a subir. Consideraba que el Nido del Martín
Pescador, colgado a unos cinco metros sobre su cabeza, era demasiado angosto para alojar
su corpachón. De todos modos, desde allí ya podía ver todo lo que necesitaba ver. Con
Lirio de la Charca a su lado, observaba la fortaleza y el ejército enemigo, mientras dejaba
que otros se ocupasen de planear la defensa.
Aunque había tenido aquel estallido de rabia por esconderse detrás de las murallas,
no había tardado en llegar a la conclusión de que aquél era un buen sitio para vivir. Había
comida de sobra y los caballeros solámnicos tenían una bodega magnífica, que las fuerzas
oscuras habían requisado.
Cuando el semigigante y Lirio de la Charca estaban dentro, se acomodaban en dos
habitaciones muy acogedoras, en lo alto de la torre. Ankhar ordenaba a los hobgoblins que
les llevasen comida y bebida, así que nunca tenía que molestarse en subir y bajar aquella
larga escalera.
A veces lo asaltaba la melancolía, al acordarse de Laka o de los días emocionantes
en que invadía territorios sin muros que lo encerrasen. Echaba mucho de menos a su madre,
pero cuando acunaba el hacha de Hiddukel, sentía la presencia del Príncipe de las Mentiras
y Laka se fundía en sus pensamientos y sentimientos. Ella había sido y siempre sería la
Verdad más importante de su vida.
Vagar por las tierras salvajes, vivir a la intemperie, mantener el orden en un grupo
enorme y caótico de bárbaros: todas aquellas Verdades suponían un montón de trabajo,
bastantes incomodidades y problemas por doquier. Durante las semanas que llevaba en la
torre, se había dado cuenta de que estaba más que cansado de ser un gran líder. Pasar los
días con Lirio de la Charca disfrutando de las comodidades de sus aposentos era una
existencia mucho más agradable.
Aquella triste tarde de finales de verano, las nubes se agolpaban rozando la
cordillera Vingaard y en el aire flotaba la amenaza de una tormenta. Pero las habitaciones
del semigigante en la torre eran a prueba de lluvia y Ankhar tenía la sospecha de que,
cuando llegara el invierno, seguirían siendo muy acogedoras. Así que no estaba preocupado
por el tiempo, ni por ninguna otra cosa, mientras apoyaba los pies en el parapeto. El
baluarte llegaría a la altura de la cintura a un humano, pero a Ankhar sólo le llegaba a las
rodillas y era un lugar agradable cuando se asomaba por la gran fortaleza.
Delante de él se alzaba el torreón de la puerta, vigilado por un centenar de ogros y el
mismo número de caballeros oscuros, encargados de vigilar cualquier movimiento
proveniente del sur. Los ogros habían apilado montones de piedras en las plataformas
superiores y estaban preparados para lanzarlas sobre cualquier atacante que se acercara. De
vez en cuando, uno de los ogros arrojaba una piedra hacia los enanos mineros que
trabajaban a cuatrocientos o quinientos pasos de allí. Los enanos estaban más que a salvo
de aquellos ataques impulsivos, pero, al lanzar las piedras, los ogros practicaban un poco su
puntería y aprovechaban para hacer apuestas y divertirse un rato.
Protegiendo a la guarnición se alzaban otras dos puertas externas enormes, un par de
rastrillos que podían dejarse caer en cuanto se diera la señal de alarma y una serie de
puertas interiores que eran tan gigantescas como las de fuera. Si un atacante lograba entrar
en el alcázar, se encontraría en un patio profundo con posiciones en los cuatro laterales,
desde las que los defensores lanzarían una andanada letal de flechas, piedras y aceite
hirviendo.
El semigigante se había enterado de que cuando Hoarst y el Ejército Negro habían
atacado aquel lugar, el emperador y sus solámnicos sólo habían guarnecido la torre con
trescientos caballeros, poquísimos para defender un lugar como ése. Los Caballeros de
Solamnia habían pagado su error cuando los caballeros oscuros llegaron volando, se
posaron en lo alto de la muralla y después abrieron las puertas para los compañeros que
esperaban fuera. Cuando se acordaba de aquella historia, Ankhar siempre se alegraba de
que más de dos mil ogros y caballeros negros patrullaran la muralla.
El semigigante distinguió al Maestro de la Noche, vestido completamente de negro,
caminando entre las tropas por las murallas del torreón de la puerta que veía a sus pies. El
sacerdote había supervisado con diligencia los preparativos de la defensa y Ankhar se
alegraba de que estuviera allí abajo. Pero no sólo se alegraba por eso, sino también porque
no estaba con él en lo alto de la torre. La visión de aquel rostro misterioso, cubierto por el
velo, siempre le hacía estremecerse. Los caballeros negros también tendían a evitar al
semigigante.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí, Ankhar? —preguntó Lirio de la Charca,
acercándose silenciosamente.
Él se encogió de hombros.
—¿Te gusta esto?
—Sí.
La hembra se acurrucó contra él y suspiró de felicidad.
—A mí también. A lo mejor estamos mucho tiempo. Viviremos aquí en invierno,
con fuegos en las chimeneas para estar calientes. —Ankhar la atrajo hacia sí con su brazo
descomunal.
—Eso me gusta. Pero los hombres malos… ¿qué pasará si vienen a pelear? ¿Y qué
están haciendo esos enanos?
Ankhar se echó a reír.
—¡Bah, los enanos! Si se acercan, los aplastamos. ¿Y ves esa fortaleza ahí abajo,
pequeña? ¡Los hombres malos tienen que cruzarla primero!
Y justo en ese momento, ante sus propios ojos, el gigantesco torreón de la puerta
sencillamente se desintegró. Ankhar vio la explosión antes de oírla. La plataforma sobre la
que paseaba un centenar de caballeros negros saltó por los aires, impulsada por una
columna de llamas y humo que salió disparada como si se tratara de un volcán, desde las
entrañas de Krynn. Trozos de piedra surcaron el aire, mezclados entre los cuerpos
ensangrentados de ogros y hombres.
Después sintió la potencia de la explosión, una sacudida fortísima bajo sus pies. La
enorme Torre del Sumo Sacerdote se bamboleó como un árbol sacudido por el viento y, por
un instante, el semigigante tuvo la certeza de que iba a salir volando y de que encontraría
una muerte segura al estrellarse contra el suelo. Lirio de la Charca lanzó un chillido y,
durante un momento, aquel sonido desgarrador fue lo único que oyó.
Por fin, llegó a él el trueno de la explosión. Era el ruido más atronador que había
oído en toda su vida. Lo sintió como si le propinaran un puñetazo en el corazón y en el
vientre, como si le perforaran el cerebro, le arrancaran todo el aire de los pulmones y lo
dejaran tambaleante y sin fuerzas. Retrocedió con pasos vacilantes hasta la columna
interior, por donde la torre se encaramaba al Nido del Martín Pescador, y se dejó caer. Se
había quedado perplejo y con la mirada fija. Entonces los alcanzó el primer eco, casi tan
ensordecedor como la explosión inicial, y lo único que pudo hacer fue llevarse unas manos
torpes a las orejas.
Jaymes, Coryn, Dram y los generales contemplaron la explosión a distancia. El
enano dejó escapar un grito cuando la columna de escombros, mezclados entre el humo y
las bolas de fuego, se elevó en el cielo. La explosión fue impresionante y arrancó el torreón
entero de la puerta sur y gran parte de la muralla adyacente. Incluso la enorme aguja central
de la torre acusó las consecuencias de la explosión, pues se tambaleó. La columna de humo
y destrucción se elevó por el cielo. Los estallidos de llamas iluminaron la negrura de la
nube y durante unos segundos imborrables, los escombros se quedaron suspendidos en el
aire, como si no pesaran nada.
El humo siguió su escalada, pero, casi al momento, las piedras, las rocas y los
cadáveres empezaron a llover sobre el paso. Bajo ellos murieron muchos hombres y ogros
que habían sobrevivido a la explosión, pero que no habían buscado refugio lo
suficientemente rápido. Una losa de la muralla, que tendría treinta metros de ancho, aplastó
a todos los caballeros negros que había en un baluarte cercano. Un rastrillo enorme, con los
barrotes retorcidos pero decididos a permanecer unidos, cayó sobre tres ogros que habían
sido tan tontos como para salir corriendo de la torre principal con la intención de
contemplar tal destrucción.
El humo se perdía en el cielo como la columna de ceniza de un volcán en erupción.
Trozos de madera, muchos de ellos en llamas, se distinguían entre las tinieblas y caían
como meteoritos sobre la calzada, las montañas y el interior del alcázar.
—¡Vamos, ahora! ¡Dadles a probar nuestro acero! —bramó Jaymes a los hombres y
a los enanos de sus fuerzas, que estaban ala espera.
En cuanto las piedras y el resto de los proyectiles dejaron de caer, los enanos de
Nuevo Compuesto, junto con la infantería de la Legión de Palanthas y el ejército de la
Corona, echaron a correr hacia el hueco. Aullando y lanzando vítores, arrancando roncos
gritos de guerra de su garganta, se abalanzaron sobre su objetivo. Los enanos golpeaban las
hachas contra sus escudos y los humanos entrechocaban las espadas, para que todos esos
sonidos se sumaran al estrépito.
Los atacantes avanzaban en formación irregular. Se abrían camino entre el humo
asfixiante y el polvo, trepaban sobre los montones de escombros en los que se habían
convertido las murallas, tropezaban y gateaban por la empinada ladera. Se adentraron en los
patios desprotegidos del alcázar. Se había derrumbado una sección tan grande de la muralla
que los atacantes tenían una docena de rutas posibles a su disposición para llegar al corazón
de la fortaleza. Subieron ágilmente la escalera que daba a lo alto de la muralla, que se
alzaba a ambos lados del enorme hueco, y atravesaron los patios vacíos, abriéndose camino
hasta los edificios del interior del alcázar.
Los enanos, con Dram a la cabeza, cargaron por la izquierda. Subieron a una
contramuralla, recorrieron el perímetro a la carrera y tomaron una a una todas las torres que
les cerraban el paso. Las hachas y los martillos echaban abajo las puertas cerradas y
astillaban los tablones de madera. Los enanos aplastaban la cabeza a los ogros y les partían
los huesos despiadadamente. Algunos defensores seguían confusos por la explosión. Ya
estuvieran los ogros tirados en el suelo, luchando o huyendo, los enanos de Nuevo
Compuesto no les daban respiro.
Siguiendo al general Weaver, los hombres de la Legión de Palanthas se desplegaron
en el centro del alcázar y fueron ocupando un patio tras otro. Varias compañías corrieron al
interior de la gran torre, antes de que los defensores tuvieran tiempo de recuperarse y
cerraran las puertas. Los atacantes no tardaron mucho en adentrarse en los profundos
pasajes por los que, tanto tiempo atrás, los Héroes de la Lanza habían atraído a los dragones
hacia su destino con el Orbe de los Dragones.
A partir de allí, los atacantes se abrieron camino a los pisos superiores. Cargaron
escaleras arriba y no dejaron con vida ni a un solo caballero negro u ogro que se interpuso
en su camino. Cuanto más se alejaban del lugar de la explosión, más organizada
encontraban la defensa, pero su avance seguía siendo ágil. Los caballeros y los soldados de
infantería peinaron un piso de capillas y otro de dormitorios y comedores. En lo alto de una
escalera, seis ogros defendían la torre. Los arqueros de Weaver acabaron con ellos con una
única andanada de flechas bien lanzadas y los hombres del emperador prosiguieron su
rápido avance.
El general Dayr lideraba a los soldados de infantería del ejército de la Corona por el
flanco derecho, mientras que un numeroso destacamento a las órdenes del capitán Franz
atacaba un reducto independiente, conocido como el Espolón del Caballero. En el puente
levadizo que llevaba a la construcción aislada, se enfrentaron a una línea de caballeros
oscuros y después volvieron a lanzarse sobre el espolón, antes de que el enemigo pudiera
cerrar las puertas externas. Las refriegas estallaron en una docena de habitaciones, pero los
Coronas no dejaban de llamar a más y más hombres a la batalla. Las únicas opciones de los
caballeros negros eran replegarse o morir.
Entonces, Jaymes ordenó que la segunda fila —compuesta principalmente por la
infantería pesada— avanzara en una formación tan cerrada como se lo permitieran las
ruinas. Utilizarían esa segunda oleada como reserva. La fuerza se concentraba en cualquier
foco de fiera resistencia del enemigo. Algunos hombres abrían caminos entre los
escombros, para que las tropas que seguían pudieran avanzar con más rapidez.
Entonces, por fin, llegaron el emperador y la hechicera blanca, uno junto al otro,
para poner fin a aquel asunto de una vez por todas.
Lirio de la Charca sollozaba y Ankhar la acunaba con su enorme brazo derecho.
Estaban apoyados contra la resistente pared del interior de la Atalaya Alta, mientras
observaban cómo los atacantes se apoderaban de todos los baluartes de la muralla. El
torreón de la puerta sur, donde el Maestro de la Noche había desplegado una defensa sin
igual, había desaparecido sin más, hecho pedazos por aquella explosión sin parangón. El
semigigante daba por sentado que entre aquellos pedazos se encontraban los trocitos de lo
que quedara del clérigo de máscara negra. El torreón se había convertido en un cráter
humeante por el que correteaban las figuras de los enanos y de los hombres del emperador.
Bakkard du Chagne entró precipitadamente por la puerta que daba al interior de la
torre y encontró a Ankhar y a su hembra de ogro en el parapeto.
—¡Los hombres del emperador están en la base de la torre! —gritó con voz
chillona—. ¡Están subiendo la escalera! Nuestros hombres no pueden detenerlos.
—¿Subiendo la escalera de esta torre? —preguntó Lirio de la Charca, sin poder
creérselo.
—¡Sí, zorra estúpida! —chilló du Chagne—. ¡Estarán aquí de un momento a otro!
Lirio de la Charca lanzó un gemido ahogado y hundió la cabeza en el costado del
semigigante.
Ankhar salió de su confusión y miró a aquel hombre calvo y regordete con
ferocidad. El antiguo señor regente, acostumbrado a dar órdenes y a que le rindieran
pleitesía, impaciente e irascible, no había dejado de ser una presencia molesta a lo largo de
las semanas que habían pasado en aquel espacio cerrado. La única razón por la que el
semigigante lo había tolerado era porque lo había llevado allí el Maestro de la Noche, de
cuya protección gozaba.
Pero… volvió a mirar al cráter. Era imposible que nadie hubiera sobrevivido a eso.
Por tanto, no era muy arriesgado concluir que el Maestro de la Noche estaba muerto.
Ankhar se zafó de la llorosa Lirio de la Charca, que se limitó a contemplar
asombrada al semigigante cuando éste agarró a du Chagne por el cuello y lo levantó del
suelo sin esfuerzo. El humano sacó la lengua y los ojos se le salían de las cuencas, pero le
asía con tanta fuerza que ni siquiera pudo emitir ruido alguno. Lo único que podía hacer era
mirar al semigigante a los ojos con una expresión penosa, mientras Ankhar lo levantaba por
encima del parapeto y lo dejaba colgando en el aire, sobre el patio sumido en la batalla que
se abría bajo ellos.
Entonces, el semigigante soltó al antiguo señor regente y, en ese mismo instante, du
Chagne recuperó la voz. Lanzó un grito ensordecedor que quedó suspendido en el aire un
tiempo, el mismo que el humano tardó en estrellarse contra el suelo.
27

Dioses, mortales y magia

Coryn y Jaymes caminaban uno junto a otro en medio de los escombros que había
provocado la explosión. Parecía imposible que aquel cráter humeante hubiera sido el gran
torreón de una puerta o que hubiera formado parte de una estructura. Las piedras estaban
desperdigadas. Un surco de poca profundidad recorría el centro de las ruinas, lo que sugería
que el túnel repleto de explosivos pasaba por debajo del alcázar.
Los cadáveres de muchos ogros y hombres de la guarnición yacían despedazados
por la explosión. Aquí y allá se veía una forma grotesca, o creía adivinarse. Pero los
cuerpos, como todo lo demás, estaban cubiertos por una capa tan gruesa del omnipresente
polvo gris que en vez de carne parecían de piedra. Coryn se apartó de un cadáver que había
quedado entero.
Se trataba de un caballero negro, cubierto por tanto polvo fino que parecía la obra
de un escultor habilidoso que hubiera representado a un muerto.
—Por aquí —dijo Jaymes, cuando encontró un camino entre los escombros.
Pasaron entre unas paredes desgarradas que parecían precipicios recortados y el
emperador tuvo que taparse el rostro con una mano para que el polvo no lo ahogara. Sentía
cómo se posaba sobre su piel y su barba, lo veía sobre su túnica y sus botas.
Sin embargo, cuando miró a la hechicera, encontró sus ropajes de un blanco tan
inmaculado como siempre. No pudo evitar sacudir la cabeza con asombro.
—Tenemos que subir a la torre, ver quién sigue con vida ahí arriba, ¿de acuerdo? —
preguntó Jaymes.
—Ankhar ha pasado mucho tiempo en la Atalaya Alta todos estos días —le informó
Coryn—. Creo que ha establecido sus aposentos en algún sitio en lo alto de la torre.
—Es probable —convino Jaymes—. Iremos a hacerle una visita.
Llegó a una serie de peldaños rotos que subían a lo alto de una de las murallas. La
parte exterior de la escalera había volado por los aires, pero otra parte había sobrevivido.
Jaymes se sujetó en la barandilla con la mano izquierda y empezó a subir con cuidado. Con
el pie, iba tirando abajo las piedras sueltas. Coryn le cogió de la otra mano y empezó a
ascender detrás de él.
Desde lo alto de la muralla, vieron a los enanos arremolinarse sobre la
contramuralla. Media docena ya estaba a medio camino de la torre principal y se acercaba
al torreón de la puerta norte. Los hombres de Dayr también avanzaban a buen ritmo en la
otra mitad de la muralla, y Jaymes tenía la esperanza de que en una hora, más o menos,
todo el perímetro del gran alcázar estuviera en manos de sus hombres.
Evidentemente, eso no incluía la torre principal, aquella estructura enorme que se
alzaba con su altura imponente en el centro de la gigantesca fortaleza. El clamor de la
batalla resonaba en cada edificio, mientras los dos subían tan rápido como se lo permitían
los escombros.
Pasaron junto a una puerta en la que había tenido lugar un cruento combate. Los
cadáveres de tres hombres de Palanthas habían sido apartados a un lado y colocados en una
postura respetuosa, pero una docena de caballeros negros estaban tirados sin más junto a la
entrada, allí donde habían caído.
La pareja subió por la amplia escalera central, pero antes de que pudieran dar
cincuenta pasos, se encontraron con las espaldas de un centenar de legionarios de Weaver.
Éstos estaban inmersos en un fiero combate contra una compañía de ogros parapetada
detrás de unos bancos, mesas y otros muebles. El corazón de la lucha estaba más o menos
un piso por encima de ellos y no podían ver casi nada, aunque se oía el entrechocar del
acero, gritos y aullidos de dolor.
—Los sacaremos de ahí con el acero, excelencia —prometió un sargento, girando la
cabeza del hombro—. Pero tardaremos una hora o dos.
—¿Cómo está el resto de la torre? ¿Cómo va el avance?
—En este momento están bloqueando todas las escaleras. Podemos hacernos con un
piso cada vez. Pero esta maldita torre es muy alta y llevará su tiempo, mi señor —concluyó
el hombre con esfuerzo.
—Muy bien —contestó Jaymes, mientras le daba unas palmaditas en el hombro.
—Hay un modo de rodear todo esto —dijo Coryn—. Vamos afuera.
Condujo a Jaymes por una puerta que daba a uno de los parapetos de la fachada de
la inmensa torre. Estaban uno al lado del otro, cuando Coryn sacó un frasco pequeño de un
bolsillo de su túnica.
—Es una poción para volar —explicó—. He estado reservando mi magia, pero creo
que ahora es un buen momento para subir directamente a lo más alto.
—Eso nos dará la ventaja de la sorpresa —convino Jaymes.
Cogió el frasco diminuto y bebió de un trago aquel líquido amargo y abrasador.
Sintió el cosquilleo de la magia en las extremidades y bastó con que deseara volar para que
su cuerpo se elevara sobre el parapeto.
Mientras, Coryn había conjurado un hechizo para volar sobre sí misma. Treinta
latidos de corazón después, la muralla de la torre se deslizaba rápidamente ante sus ojos
mientras, cual pájaros, la hechicera y el emperador surcaban el cielo hacia la Atalaya Alta.
Ankhar sostenía su lanza en la mano derecha, mientras con la izquierda asía a la
hembra de ogro por la cintura. Veía que el ejército del emperador iba a conquistar el
alcázar. Las inmensas murallas y los torreones de las puertas que eran su defensa habían
resultado inútiles. Cientos de guerreros habían muerto en la explosión inicial y aquellos que
habían sobrevivido estaban tan confusos que en muchos casos no podían luchar. A pesar de
lo lejos que estaba él de la explosión, Ankhar todavía podía sentir sus consecuencias y,
aunque poco a poco, por fin empezaba a recuperar los sentidos. Pero la torre también
caería.
A pesar de todo, el semigigante no se sentía demasiado furioso. Estaba preparado
para morir allí, aquel día. Sí sintió una punzada de arrepentimiento cuando pensó en el
invierno que podría haber pasado en ese lugar, en una habitación acogedora, con una
chimenea, una cama grande y Lirio de la Charca. Pero alejó de sí ese pensamiento. Era un
guerrero y le correspondía morir en la batalla.
Justo en ese momento, cruzaron la puerta de la torre Hoarst y el Maestro de la
Noche, para unirse a Ankhar y Lirio de la Charca en la atalaya. La hembra de ogro y el
semigigante, que se encontraban en el parapeto observando los combates que proseguían
con furia a sus pies, se volvieron ante la llegada de los dos hombres.
—Así que estás vivo —gruñó el semigigante al ver al sacerdote de la máscara
negra—. Pensé que habías volado por los aires. —Hizo un gesto hacia el cráter humeante
que ocupaba el lugar donde hasta entonces se levantaba el torreón de la puerta.
—El Príncipe de las Mentiras me advirtió con un susurro al oído y me teletransporté
un segundo antes de la explosión —explicó el Maestro de la Noche como si hablara de algo
normal.
—Vaya. Cuentas con el favor del Príncipe, está claro —repuso Ankhar,
impresionado.
Pensó en du Chagne y se preguntó si debería contarle al sacerdote lo que había
hecho. Pero se encogió de hombros y descartó la idea. Lanzar a aquel hombre por los aires
había sido una de las mejores cosas que había hecho últimamente.
Al recordarlo, se asomó por la atalaya, con la esperanza de que algo tapara el
cadáver magullado del humano. Pero fue otra cosa lo que llamó su atención, un movimiento
inesperado.
—¡Vaya, vaya! ¡Aquí viene el emperador y la Bruja Blanca! —gritó el semigigante.
Levantó la lanza por encima de su cabeza y la agitó frenéticamente—. ¡Vienen volando
como pájaros! ¡Venid aquí, pajaritos! ¡Por fin vienen los pajaritos a luchar conmigo, a
luchar por la Verdad!
Un instante después, los dos humanos que surcaban el aire mágicamente
sobrevolaron lo alto de la muralla. Coryn se detuvo en el aire, flotando, mientras Jaymes se
posaba en la plataforma. Aterrizó de cuclillas y con su poderosa espada desenvainada.
Ankhar levantó la lanza para recibir al guerrero.
El semigigante olvidó al Maestro de la Noche, a Lirio de la Charca y a los dos
hechiceros, mientras se preparaba para enfrentarse a su odiado enemigo. Entonces, el
Maestro de la Noche pronunció un hechizo y todo se sumió en la oscuridad.
Jaymes se posó en el parapeto y se abalanzó sobre Ankhar de inmediato, hasta que
el hechizo de oscuridad lo cegó y tuvo que detenerse. Saltó e hizo una finta por instinto.
Oyó el golpe de la piedra contra la piedra y se dio cuenta de que el semigigante debía de
haber golpeado el suelo con su enorme lanza, sin llegar a alcanzarlo.
—¡Luz! —bramó el descomunal bárbaro—. ¡Necesito ver!
—¡Utiliza la oscuridad, tonto! —susurró la voz del clérigo—. ¡Da golpes alrededor!
Jaymes sintió un silbido de aire cerca de su oreja y así supo que Ankhar estaba
siguiendo el consejo del sacerdote. Su enemigo tenía un arma más larga y ya estaba muy
cerca de él. El espadachín se alejó, intentando no acercarse demasiado al borde de la torre.
¿Dónde estaba Coryn? ¡Maldita sea, necesitaba ver!
—¡Fuego! —ordenó Jaymes, agazapado y revolviéndose en la oscuridad mágica.
Mitra del Gigante se encendió con su energía centelleante, ribeteada por
abrasadoras llamas azules. El fuego devoró la oscuridad que rodeaba al hombre. Ankhar
estaba justo delante de él. El semigigante retrocedió para alejarse del ataque y volvió a
perderse en el manto de oscuridad del hechizo del sacerdote.
Entonces, Jaymes descubrió al Maestro de la Noche y corrió hacia el clérigo con la
espada en alto. El clérigo negro conjuró otro hechizo, que en aquella ocasión consistía en
una imagen de fuerza que se alzó entre los dos hombres. El poder de la magnífica espada
destruyó la magia y convirtió en esquirlas aquel campo de fuerza temblorosa. Al mismo
tiempo, se rompió el hechizo de oscuridad.
—¡Cuidado! —gritó Coryn.
Volando, la hechicera rodeó la columna central, mientras perseguía al Caballero de
la Espina, que retrocedía delante de ella.
En ese momento, algo golpeó a Jaymes en un costado y, de un salto, esquivó un
golpe mortal. Bajó la vista, sorprendido, y vio que le manaba sangre de la cadera. Una
hembra de ogro entrada en carnes, que estaba claro que era la consorte de Ankhar, estaba
allí, con un puñal cubierto de sangre en la mano. Estaba preparada para darle otra puñalada.
Con una estocada certera de su magnífica espada, Mitra del Gigante, Jaymes la atravesó.
Desde algún lugar que quedaba fuera de su vista, oyó el lamento de angustia de
Ankhar.
El Maestro de la Noche se volvió para echar a correr y alcanzó la puerta que llevaba
al interior de la torre justo cuando el emperador cargó sobre él.
La hoja de la espada se clavó en la espada negra del clérigo. El sacerdote lanzó un
grito ahogado y se tambaleó. Jaymes giró sobre sí mismo de un salto, mientras tiraba de la
espada para que el cuerpo del hombre herido se deslizara por ella. Cayó sobre el borde del
parapeto y, de un empujón, Jaymes lo lanzó al vacío. El clérigo mayor de Hiddukel,
moribundo, se precipitó y cayó junto al cuerpo de Bakkard du Chagne.
Pero ¿dónde estaba Ankhar?
Jaymes volvió a girarse de un salto y vio al semigigante agachado junto al cuerpo
sangrante de la hembra de ogro, sin dejar de gimotear lastimeramente. Entonces, aquella
criatura enorme se levantó y se pegó una palmada en el pecho. Lanzando un grito de rabia
más propio de una bestia, Ankhar se volvió y se abalanzó sobre Jaymes.
El emperador rechazó el ataque con una estocada cruzada a dos manos, pero se vio
obligado a retroceder tres pasos para esquivar el corpachón de Ankhar. El semigigante
clavaba y agitaba la lanza, con la punta de esmeralda brillando como una llama verde. Los
rugidos y aullidos del monstruo se alzaban como en la peor de las pesadillas imaginables.
Jaymes retrocedió alrededor de la columna central, para que su atacante perdiera fuerza.
Provocó a Ankhar con una finta y después dio un paso hacia atrás, seguido de otro.
Cada vez que el semigigante atacaba al humano, Jaymes se apartaba ágilmente de su
camino. El gigantesco líder empezó a balancear la lanza como si fuera una maza y Jaymes
esquivaba los golpes, mientras retrocedía con paso firme, dando vueltas sin fin alrededor
del anillo de la Atalaya Alta. Parecía que a Ankhar iban a salírsele los ojos de las órbitas,
tenía los colmillos cubiertos de espuma, sus rugidos cada vez estaban más cargados de
furia. Por fin, volvió a hacer oscilar la lanza y no encontró su objetivo. El movimiento era
amplio y Jaymes vio su oportunidad.
Mitra del Gigante, veloz como una flecha, se clavó en aquel torso inmenso, por el
costado izquierdo. Se deslizó entre las costillas del líder de los ogros y le atravesó el
corazón. La espada forjada para matar a la raza gigante encontró una víctima digna en aquel
vástago de un gigante de las colinas y de una hembra de ogro.
Ankhar suspiró, un sonido casi podía decirse que delicado en aquel caos. El
semigigante se tambaleó y Jaymes se apartó de él, liberando la espada de la herida,
profunda y sangrienta. La hoja ya no estaba envuelta en llamas, como si el fuego se hubiese
apagado con la sangre del poderoso guerrero.
Y cuando Ankhar cayó al suelo y la lanza se desprendió de sus dedos inertes, el
resplandor de la punta de esmeralda parpadeó, vaciló y, finalmente, se apagó.
Coryn avanzaba a tientas por el éter, intentando, desesperada, encontrar al Caballero
de la Espina Hoarst. Éste había abierto una puerta entre dimensiones y la había cruzado
para huir de la Torre del Sumo Sacerdote, de Solamnia e incluso de Krynn. Pero la
hechicera blanca se había lanzado detrás de él antes de que la puerta desapareciera por
completo.
El hechicero se ocultaba y giraba entre las brumas, se escapaba y al mismo tiempo
la perseguía. La magia se lanzó contra Coryn en forma de dardos y de flechas, y ella
rechazó cada ataque, mientras conjuraba sus propios hechizos letales. Él los bloqueaba y
huía. Ella lo perseguía.
La hechicera blanca creó un relámpago y lo lanzó a la mancha gris que se movía en
algún punto delante de ella. Vio que las llamas mágicas de su hechizo se dividían en dos y
pasaban a ambos lados de su objetivo. El mago gris le respondió con un puñado de bolas
cegadoras de colores, que oscilaban como guadañas, pero Coryn se transformó en una nube
insustancial y los misiles mortíferos atravesaron su cuerpo, repentinamente intangible.
Recuperada su materia, Coryn le arrojó misiles y lo bombardeó con una bola de
fuego que estalló como un pequeño sol en aquel cosmos de oscuridad. La túnica gris
chisporroteó, pero el Caballero de la Espina logró esquivar el ataque una vez más, sin sufrir
ningún daño grave. Una explosión de aire gélido heló el rostro de la hechicera y dejó su piel
sin sensibilidad, pero tampoco ella sufrió heridas serias.
De repente, Hoarst se abalanzó sobre ella con una cortina de veloces rocas en
llamas, que se precipitaban como meteoritos. Coryn extendió una mano y levantó un
escudo de magia que desvió el primer proyectil a un lado y envió los demás a la nada. La
tercera piedra rebotó y salió disparada hacia aquel que la había disparado.
El Caballero de la Espina apenas pudo rechazar aquel contraataque y volvió a huir
por la bruma. La Señora de la Túnica Blanca se apresuró detrás de él, lanzando conjuros,
alimentándose de las profundidades de sus poderes mágicos. A lo largo de kilómetros
infinitos y fuera del tiempo, combatieron. Pasaron océanos y lunas, y todas las dimensiones
giraron a su alrededor durante menos de un instante. Los dioses contemplaban el
enfrentamiento y hacían sus apuestas. Los mundos pasaban tan veloces como un parpadeo,
mientras corrían y se daban caza a través de todos los planos de la existencia.
En un latido de corazón, todo era la más absoluta negrura; al siguiente, parecía que
estaban en el centro del sol. Coryn levantó una burbuja de protección y vio, horrorizada,
que el plasma de la vida ardía y se consumía justo al otro lado de la barrera, intentando
alcanzarla. Se alejó de aquel infierno abrasador. Divisó de nuevo a su enemigo y la
persecución prosiguió.
Estaban bajo el océano. Atravesaron el cielo. Se alzaron en dos montañas y se
arrojaron rayos. Penetraron hasta el corazón del mundo y volvieron a salir al exterior.
Se precipitaron a través del espacio. Las lunas se alzaban como obstáculos
aterradores. Coryn conocía aquellas lunas, porque eran el centro de todas las órdenes de
magia, pero estaban demasiado cerca. La luna roja, Lunitari, ardía y su irradiación
abrasadora les quemaba el rostro, consumía sus pestañas y chamuscaba las túnicas mágicas.
Entonces apareció de repente Nuitari, la luna negra. Era casi invisible, pero se sentía su
poder irresistible, un vacío tan devorador, tan fascinante, que estuvo a punto de absorberlos
a los dos. Los hechiceros lograron alejarse con un esfuerzo descomunal. Esquivaron la luna
negra y se liberaron de sus tinieblas.
Y en el nuevo resplandor, una luna blanca se alzó sobre ellos, de un plateado tan
puro que resultaba cegador. Coryn se lanzó hacia ella, atraída por la belleza inmaculada y la
gravedad de su abrazo. Hoarst la seguía, pero gritaba horrorizado a medida que se veía
arrastrado por la fuerza irresistible del cuerpo planetario.
Ya no había vuelta atrás.
Coryn regresó tan repentinamente como había desaparecido. Su cabello se había
vuelto gris, aunque su rostro no estaba surcado por las líneas de la vejez. Se tambaleó, sin
fuerzas, y cayó en los brazos de Jaymes.
Se sentaron en el suelo de la Atalaya Alta, con la espalda apoyada en el parapeto.
En la torre, los ruidos de la batalla iban apagándose. Los caballeros negros y los ogros que
habían sobrevivido, ante la certeza de una derrota y sabedores de que sus líderes habían
muerto, estaban rindiéndose, y los hombres del emperador, finalmente, empezaban a
aceptar tomar prisioneros.
—¿Qué pasó? —preguntó Jaymes a Coryn en voz baja, sujetándola en el parapeto,
mientras sentía que su temblor iba calmándose poco a poco.
—El Caballero de la Espina se encontró con mi dios, Solinari, la luna blanca —
repuso la hechicera—. Ya nunca volverá a Krynn.
Epílogo

Dram Feldespato volvió a su valle a principios de otoño y encontró su casa reparada


y a su esposa y a su hijo —incluso a su suegro, de maneras hoscas— llorando de alegría por
verlo regresar. El enano juró en voz alta que nunca más abandonaría aquel lugar. Al final de
aquella primera noche en casa, él y Buche salieron por la ventana delantera en medio de
una pelea, rodaron por el camino y fueron a parar al lago. Todos estuvieron de acuerdo en
que las cosas habían vuelto a la normalidad en Nuevo Compuesto.
En Palanthas, la princesa dio a luz a su bebé en primavera. En ese mismo momento,
todas las comadronas y los doctores concluyeron que los augurios eran buenos. Tenía un
llanto sano, sus ojos eran brillantes y curiosos y los diminutos dedos —diez en total, tantos
como en los pies— se aferraban a la mano de su madre con fuerza.
¡El emperador tenía un heredero! ¡Un hijo!
Si la madre del pequeño, la Princesa Selinda du Chagne Markham, se preguntaba
cuáles serían los efectos de la poción llamada loto rojo, se guardó sus preocupaciones para
sí.
Jaymes Markham, el emperador, estableció su residencia definitiva en su gran
palacio. Supervisaba el gobierno de Palanthas y de los reinos vecinos que conformaban el
nuevo Imperio. Su esposa vivía cerca de allí, en el templo de Kiri-Jolith. Aparecieron
juntos en público, con su hijo, poco después del nacimiento y la plaza se abarrotó de
personas que vitoreaban y aplaudían a su líder y a su familia. Jaymes y Selinda aceptaron
las muestras de afecto con elegancia y buenos deseos para todos.
Después, cada uno volvió a su nuevo hogar.
En los callejones y pasajes más oscuros de Palanthas, sir Ballard y los demás
caballeros de la Legión de Acero se quitaron las insignias, volvieron a vestirse con las
capas oscuras y los guantes deshilachados, y a frecuentar las tabernas secretas. Pero el
pueblo, y el emperador, sabían que seguían vigilantes y que velaban por el bienestar de la
ciudad.
El comercio prosperó en Palanthas y en toda Solamnia. Muchos productos llegaban
desde el otro lado de las montañas y cruzaban el paso por la ancha calzada. Mientras tanto,
el puerto seguía tan bullicioso como siempre. Kalaman, que había formado parte del Primer
Imperio, envió emisarios a Palanthas para volver a unirse a aquella gran nación en la nueva
era. Ergoth, Sancrist y Sanction se convirtieron en importantes socios y aliados.
Las esbeltas torres del alcázar de Vingaard se reconstruyeron con fondos del tesoro
personal del emperador. El clan Kerrigan, bajo el liderazgo del ya perdonado lord Blayne,
vivió y gobernó en su ciudad. También en la Torre del Sumo Sacerdote se repararon los
daños provocados por la explosión.
Y el secreto del polvo negro permaneció con los enanos en su valle de pastos. Los
hornos de carbón estaban fríos y no se encargó más acero a Kayolin, pues no estaba
construyéndose ninguna bombarda.
Ni se construirían, a no ser que volvieran a resonar los cánticos de guerra.

También podría gustarte