El Baston Runico - Michael Moorcock
El Baston Runico - Michael Moorcock
El Baston Runico - Michael Moorcock
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Michael Moorcock
El Bastón Rúnico
El Bastón Rúnico IV
ePub r1.1
Dyvim Slorm 14.07.13
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Título original: The Runestaff
Michael Moorcock, 1969
Traducción: Joseph M. Apfelbäume
Ilustración de portada: Vance Kovacs
Diseño de portada: Dyvim Slorm
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Libro primero
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I
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transcurría sin que los héroes regresaran.
En aquella otra Camarga, separada de su original por misteriosas
dimensiones de espacio y tiempo, Hawkmoon y los demás se vieron
enfrentados a nuevos problemas, pues todo indicaba que los brujos científicos
del Imperio Oscuro estaban a punto de descubrir los medios que les
permitirían o bien llegar hasta la dimensión en que ellos se encontraban, o
bien hacerles retroceder a su dimensión original. El enigmático Guerrero de
Negro y Oro había aconsejado a Hawkmoon y a D’Averc que emprendieran la
búsqueda de un extraño nuevo país para encontrar la legendaria Espada del
Amanecer, que les sería de una gran ayuda en su lucha y que, a su vez,
ayudaría al Bastón Rúnico, a quien Hawkmoon servía, según insistía el
Guerrero. Tras haberse apoderado de aquella espada rosada, Hawkmoon fue
informado de que debía viajar por mar siguiendo la línea costera de
Amarehk, hasta la ciudad de Dnark, donde se necesitaban los servicios de la
espada. Pero Hawkmoon se opuso a ello. Estaba ansioso por regresar a
Camarga y volver a ver a su hermosa esposa Yisselda. Así, a bordo de un
barco proporcionado por Bewchard de Narleen. Hawkmoon se hizo a la vela
con dirección a Europa, en contra de los dictados del Guerrero de Negro y
Oro, quien le había dicho que sus deberes para con el Bastón Rúnico, el
misterioso artefacto del que se decía que controlaba los destinos humanos,
eran mayores que sus deberes para con su esposa, amigos y país de adopción.
Acompañado por el burlón Huillam d’Averc, Hawkmoon emprendió su
camino por mar.
Mientras tanto, en Granbretan, el barón Meliadus estaba furioso por lo
que consideraba como una idiotez por parte de su rey–emperador, ya que éste
no le permitía continuar su venganza contra el castillo de Brass. Cuando
Shenegar Trott, conde de Sussex, pareció recibir más favores que él por parte
de un rey–emperador que cada vez desconfiaba más de su inestable
comandante conquistador, Meliadus se rebeló contra las órdenes recibidas y
persiguió a su presa hasta los desiertos de Yel, donde perdió de vista a ambos
hombres y se vio obligado a regresar a Londra con un odio redoblado y la
intención de conspirar no sólo contra los héroes del castillo de Brass, sino
también contra su gobernante inmortal, Huon, el rey–emperador…
Las grandes puertas se abrieron y el barón Meliadus, recién llegado desde Yel,
entró en el salón del trono de su rey–emperador para informarle de sus fracasos y
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descubrimientos.
Cuando Meliadus entró en el salón, cuyos techos eran tal altos que parecían
confundirse con el cielo, y cuyas paredes eran tan distantes que parecían abarcar todo
el país, vio su camino bloqueado por una doble hilera de guardias. Estos guardias
eran miembros de la orden de la Mantis, que era la del propio rey–emperador, y
portaban las grandes máscaras enjoyadas en forma de insecto que pertenecían a dicha
orden. Ahora se mostraron remisos a dejarle entrar.
Meliadus se controló con dificultad y esperó a que las filas de guardias
retrocedieran para permitirle el paso.
Después, entró en el enorme salón de colores deslumbrantes, de cuyas galerías
colgaban los relucientes estandartes de las quinientas familias más grandes de
Granbretan, y en cuyos muros se veía un mosaico incrustado con piedras preciosas en
el que se representaba el poder y la historia de Granbretan. A ambos lados había un
ala compuesta por mil firme e inmóvil como una estatua. Meliadus empezó a caminar
hacia el globo del trono, situado a casi un kilómetro de distancia.
A medio camino, se arrodilló en tierra, aunque lo hizo con un gesto algo
imperioso.
La sólida esfera negra pareció estremecerse momentáneamente cuando el barón
Meliadus se incorporó. Después, el color negro se vio recorrido por vetas escarlata y
azuladas que se extendieron con lentitud sobre la sombra más oscura hasta hacerla
desaparecer. Una mezcla como de leche y sangre se puso a girar, revelando con
claridad una figura diminuta, como la de un feto, enroscada en el centro de la esfera.
De esta figura retorcida surgían unos ojos de mirada dura, negra e intensa, que
contenían una inteligencia antigua y, de hecho, inmortal. Era Huon, el rey–emperador
de Granbretan y del Imperio Oscuro, gran jefe de la orden de la Mantis, que ostentaba
el poder absoluto sobre decenas de millones de almas, el gobernante que viviría
eternamente y en cuyo nombre el barón Meliadus había conquistado toda Europa y
otros territorios aún más lejanos.
Del globo del trono surgió entonces la voz de un joven (el joven a quien había
pertenecido aquella voz había muerto ya hacía mil años):
—Ah, nuestro impetuoso barón Meliadus…
Meliadus volvió a inclinarse y murmuró:
—Vuestro servidor, príncipe todopoderoso… —¿De qué tenéis que informarnos
tan apresuradamente?
—De un éxito, gran emperador. Las pruebas de que mis sospechas… —¿Habéis
encontrado a los desaparecidos emisarios de Asiacomunista?
—Me temo que no, noble señor…
El barón Meliadus no sabía que Hawkmoon y D’Averc habían penetrado en la
capital del Imperio Oscuro ocultos bajo este disfraz. Eso era algo que sólo sabía Plana
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Mikosevaar, que les había ayudado a escapar.
—Entonces, ¿por qué estáis aquí, barón?
—He descubierto que Hawkmoon, de quien sigo insistiendo que representa la
mayor amenaza para nuestra seguridad, ha visitado nuestra isla. Fui a Yel y allí le
descubrí, en compañía del traidor Huillam d’Averc, así como del mago Mygan de
Llandar. Conocen el secreto del viaje a través de las dimensiones. —El barón
Meliadus no mencionó que se le habían escapado de entre las manos—. Antes de que
pudiéramos apresarlos se desvanecieron ante nuestros propios ojos. Poderoso
monarca, si ellos pueden entrar y salir de nuestro país a su capricho, es evidente que
no podremos estar seguros hasta que sean destruidos. Sugeriría, por tanto, que
empezáramos a dirigir todos los esfuerzos de nuestros científicos, y sobre todo de
Karagorm y Kalan, a encontrar a esos renegados y destruirlos. Nos están amenazando
desde el mismo interior…
—Barón Meliadus, ¿qué noticias tenéis sobre los emisarios de Asiacomunista?
—Ninguna, por el momento, poderoso rey–emperador, pero…
—Este imperio puede enfrentarse a unos pocos guerrilleros, barón Meliadus, pero
si nuestras costas se vieran amenazadas por una fuerza tan grande como la nuestra, si
no mayor, por una fuerza que probablemente conoce secretos científicos
desconocidos por nosotros, en tal caso es posible que no pudiéramos sobrevivir…
La voz juvenil hablaba con una paciencia ácida. Meliadus frunció el ceño.
—No tenemos ninguna prueba de que se esté planeando esa clase de invasión,
monarca del mundo…
—De acuerdo. Pero tampoco tenemos prueba alguna de que Hawkmoon y su
banda de terroristas posean el poder suficiente como para hacernos mucho daño.
De pronto, unas finas vetas azuladas aparecieron en el fluido del globo del trono.
—Gran rey–emperador, dadme el tiempo y los recursos…
—Somos un imperio en expansión, barón Meliadus. Y queremos seguir
expandiéndonos. Permanecer quietos sería una actitud pesimista, ¿no os parece? No
es así como debemos actuar. Nos sentimos orgullosos de nuestra influencia sobre la
Tierra.
Y queremos ampliaría. No parecéis sentir mucha avidez por poner en práctica los
principios de nuestra ambición, que consiste en extender un gran terror por todos los
rincones del mundo. Nos tememos que empecéis a tener miras muy estrechas…
—Pero al negarnos a contrarrestar las fuerzas sutiles que podrían resquebrajar
nuestros planes también estaríamos traicionando nuestro destino, príncipe
todopoderoso.
—Nos ofende la disensión, barón Meliadus. Vuestro odio personal contra
Hawkmoon y, según hemos oído decir, vuestro deseo por Yisselda de Brass,
representan una disensión.
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Empezamos a percibir vuestro egoísmo, barón, y si continuáis por ese camino nos
veremos obligados a elegir a otro que ocupe vuestro puesto, y alejaros de nuestro
servicio… Sí, e incluso a expulsaros de vuestra orden…
Instintivamente, las manos del barón Meliadus se levantaron temerosas hacia la
máscara. ¡Quedar desenmascarado! Aquélla sería la mayor desgracia, el mayor horror
de todos. Pues eso era lo que implicaba aquella amenaza: engrosar las filas de la
chusma más baja de Londra, los que no tenían derecho a llevar máscara. Meliadus se
estremeció y apenas si pudo seguir hablando.
—Reflexionaré sobre vuestras palabras —murmuró al fin—, emperador de la
Tierra…
—Hacedlo así, barón Meliadus. No quisiéramos ver a un gran conquistador como
vos destruido por unos pocos pensamientos negros. Si queréis recuperar todo nuestro
favor, descubriréis para nos los medios gracias a los cuales han escapado los
emisarios de Asiacomunista.
El barón Meliadus cayó de rodillas, asintiendo con su gran máscara de lobo y con
los brazos extendidos. Así, el conquistador de Europa se humillaba ante su señor,
pero en su mente se agitaban una docena de pensamientos de rebeldía, y en su fuero
interno daba las gracias al espíritu de la orden a la que pertenecía por permitir que la
máscara que llevaba ocultara la furia que sentía.
Retrocedió ante el globo del trono mientras los ojos sardónicos del rey–
emperador no dejaban de observarle. La lengua prensil de Huon surgió para tocar una
joya que flotaba cerca de la cabeza hundida, y el fluido lechoso giró, relampagueó
con todos los colores del arco iris y luego, gradualmente, se fue haciendo negro.
Meliadus giró sobre sus talones e inició el largo recorrido hacia las gigantescas
puertas, con la sensación de que todos los ojos de los guardias de la orden de la
Mantis le observaban con expresión malevolente.
Una vez que hubo cruzado el umbral de la sala del trono, giró hacia la izquierda y
recorrió los retorcidos pasillos del palacio, dirigiéndose hacia las habitaciones de la
condesa Plana Mikosevaar de Kanbery, viuda de Asrovak Mikosevaar, el renegado
muscoviano que había estado al mando de la legión del Buitre. Ahora, la condesa
Plana no sólo era la jefa titular de la legión del Buitre, sino también prima del rey–
emperador…, su único pariente con vida.
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II
La máscara de garza real, hecha de hilo de oro, estaba sobre la mesa lacada,
mientras ella miraba fijamente por la ventana, contemplando los retorcidos chapiteles
de la ciudad de Londra. El rostro pálido y hermoso de la condesa tenía una expresión
de tristeza y confusión.
Al moverse, las ricas sedas y joyas de sus vestiduras captaron la luz del sol. Se
dirigió hacia un armario y lo abrió. En su interior había extrañas vestiduras que ella
había conservado desde que aquellos dos visitantes abandonaran sus habitaciones,
muchos días antes. Se trataba de los disfraces que Hawkmoon y D’Averc habían
utilizado como príncipes de Asiacomunista. Ahora, se preguntó dónde estarían…,
particularmente D’Averc, de quien ella sabía que le amaba.
Plana, condesa de Kanbery, había tenido una docena de maridos y muchos más
amantes, había dispuesto de ellos de una u otra forma como una mujer puede
disponer de un par de medias inútiles. Jamás había conocido el amor, nunca había
experimentado aquellas sensaciones que conocen la mayoría de los demás seres
humanos, incluyendo a los gobernantes de Granbretan.
Pero, de algún modo, D’Averc, aquel renegado con aspecto de dandy que
afirmaba estar permanentemente enfermo, había despertado aquellos sentimientos en
ella. Quizá había permanecido hasta ahora tan remota a tales sentimientos porque era
una persona cuerda, mientras que no sucedía lo mismo con quienes le rodeaban en la
corte; porque ella era suave y capaz de sentir un amor sin egoísmos, mientras que los
lores del Imperio Oscuro no comprendían nada de eso. Quizá D’Averc, que era un
caballero suave, sutil y sensible, le había hecho despertar de aquella apatía inducida
no por la falta sino por la grandeza de su alma…, esa clase de grandeza que no puede
soportar existir en un mundo demente, egoísta y perverso como era la corte del rey–
emperador Huon.
Pero ahora que la condesa Plana había despertado, no podía ignorar por más
tiempo el horror de todo lo que la rodeaba, ni la desesperación de saber que su
amante de una sola noche podía no regresar jamás, y que incluso era posible que ya
estuviera muerto.
Se había retirado a sus habitaciones, evitando todo contacto con los demás, pero
aun cuando eso le permitía comprender algo sus circunstancias, no le dejaba otro
camino que alimentar dicha comprensión en el más lamentable de los silencios.
Las lágrimas resbalaron por las perfectas mejillas de Plana, que ella detuvo con
un pañuelo delicadamente perfumado.
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Una sirvienta entró en la habitación y permaneció inmóvil, vacilante, en el umbral
de la puerta. Automáticamente, Plana se puso la máscara de garza real.
—¿Qué ocurre?
—El barón Meliadus de Kroiden, milady. Dice que tiene que hablar con vos. Una
cuestión de la máxima urgencia.
Plana se ajustó la máscara sobre la cabeza, consideró por un momento las
palabras de la sirvienta y después se encogió de hombros. ¿Qué importaba si veía a
Meliadus aunque sólo fuera por un momento? Quizá tuviera alguna noticia sobre
D’Averc, a quien ella sabía que odiaba. Es posible que, empleando medios muy
sutiles, pudiera averiguar lo que él supiera.
Pero ¿qué sucedería si Meliadus sólo pretendía hacer el amor con ella, tal y como
había hecho en ocasiones anteriores?
Bueno, en tal caso le rechazaría, como también ella había hecho en otras
oportunidades.
Inclinó ligeramente su encantadora máscara de garza real y dijo:
—Dejad entrar al barón.
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III
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pesadamente, ¿eh? Trataba de respirar con la mayor tranquilidad posible, pero este
resfriado mío… que he contraído desde que estamos a bordo, me está planteando
crecientes dificultades.
Levantó una mano y se llevó a la nariz un diminuto pañuelo de lino. D’Averc iba
vestido de seda, con una camisa azul suelta, calzones anchos de color escarlata y un
pesado y ancho cinturón de cuero del que pendía la espada y un puñal. Llevaba un
largo pañuelo de color púrpura alrededor del cuello bronceado, y se sujetaba el pelo
largo con una cinta.
Sus rasgos, exquisitos y casi ascéticos, mostraban su habitual expresión
sardónica.
—¿He oído bien lo que habéis dicho? —preguntó—. ¿Le estabais dando
instrucciones al contramaestre para que nos dirigiéramos hacia Europa?
—En efecto.
—¿De modo que intentáis llegar al castillo de Brass y olvidaros de lo que según
el Guerrero de Negro y Oro era vuestro destino, es decir, llevar esa espada a Dnark
para servir allí al Bastón Rúnico? —preguntó D’Averc señalando con un gesto la gran
hoja ancha de color rosado que pendía del costado de Hawkmoon.
—Antes de servir a un artefacto en cuya existencia apenas creo, me debo lealtad a
mí mismo y a los míos.
—Admito que antes no creyerais en los poderes de esa hoja, la Espada del
Amanecer —observó D’Averc con sequedad—, pero vos mismo la habéis visto
convocar a los guerreros, que surgieron de la nada, y gracias a los cuales se salvaron
nuestras vidas.
El semblante de Hawkmoon adquirió una expresión de obstinación.
—En efecto —admitió de mala gana—. Pero, a pesar de todo, sigo teniendo la
intención de regresar al castillo de Brass, si es que eso es posible.
—No hay forma de saber si se encuentra en esta dimensión o en otra.
—Eso también lo sé. No me queda más remedio que confiar en que esté en esta
dimensión.
Hawkmoon había hablado sin vacilar, mostrándose poco dispuesto a seguir
discutiendo la cuestión. D’Averc enarcó las cejas por segunda vez y después
descendió a la cubierta y se dedicó a pasear por ella, silbando.
Durante cinco días navegaron por las tranquilas aguas del océano, con todas las
velas desplegadas para alcanzar la máxima velocidad posible.
Al sexto día, el contramaestre se acercó a Hawkmoon, que estaba de pie en la
proa del barco, y señaló ante ellos.
—Mirad el cielo oscuro que hay en el horizonte, señor. Se trata de una tormenta,
y nos dirigimos directamente hacia ella.
Hawkmoon miró en la dirección que se le indicaba.
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—¿Una tormenta, decís? Y, sin embargo, parece tener un aspecto peculiar.
—Así es, señor. ¿Debo arriar las velas?
—No, contramaestre. Seguiremos navegando a plena vela hasta que tengamos
una idea más exacta de qué nos espera.
—Como digáis, señor.
El contramaestre se retiró, bajando al puente sin dejar de sacudir la cabeza.
Unas pocas horas más tarde el cielo adquirió delante de ellos el aspecto de una
misteriosa muralla que se extendía de un lado al otro del horizonte. Sus colores
predominantes eran el rojo y el púrpura. Las nubes se elevaban hacia lo alto, a pesar
de lo cual el cielo situado directamente sobre el barco aparecía azul, como lo había
sido hasta entonces, y el mar estaba en perfecta calma. Sólo el viento había amainado
ligeramente. Era como si estuvieran navegando por un lago cuyas orillas se elevaran
por todos lados para desaparecer entre los cielos. La tripulación se sentía
desconcertada y había un acento de temor en la voz del contramaestre cuando éste se
acercó de nuevo a Hawkmoon.
—¿Seguimos navegando a toda vela, señor? Jamás había oído hablar de una cosa
así ni había experimentado nada parecido. La tripulación está nerviosa, señor, y
admito que yo también lo estoy.
Hawkmoon asintió con un gesto de comprensión.
—Sí, es algo muy peculiar, pero a mí me parece que se trata de algo sobrenatural
y no natural.
—Eso es lo mismo que dice la tripulación, señor.
El instinto de Hawkmoon le inducía a continuar y enfrentarse a lo que fuera, pero
tenía una responsabilidad para con los miembros de la tripulación, cada uno de los
cuales se había presentado voluntario para navegar con él, como muestra de gratitud
por haber librado su ciudad natal, Narleen, del poder del lord pirata Valjon de Starvel,
anterior propietario de la Espada del Amanecer.
—Muy bien, contramaestre —dijo finalmente Hawkmoon con un suspiro—.
Arriaremos todas las velas y nos mantendremos al pairo durante la noche. Si tenemos
suerte, el fenómeno ya habrá pasado mañana.
—Gracias, señor —dijo el contramaestre, aliviado.
Hawkmoon le devolvió el saludo y después se volvió para contemplar aquellas
extrañas y enormes murallas. ¿Se trataba de nubes o acaso eran algo más? Empezó a
hacer frío y, aunque el sol seguía brillando, sus rayos no parecían afectar para nada a
las misteriosas murallas.
Todo permaneció en calma. Hawkmoon se preguntó si había tomado una decisión
prudente al alejarse de Dnark. Por lo que sabía, nadie había navegado por aquellos
océanos, excepto los antiguos. ¿Quién conocía los inesperados terrores que podría
haber en ellos?
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Llegó la noche y aún se podían distinguir las fantásticas murallas, recortadas en la
distancia, con sus oscuros colores rojos y púrpura rasgando la oscuridad de la noche.
Y, sin embargo, aquellos colores no parecían poseer las propiedades usuales de la luz.
Hawkmoon empezó a sentirse muy preocupado.
A la mañana siguiente, las murallas se habían acercado aún más y la zona de mar
azul parecía incluso más pequeña. Hawkmoon se preguntó si no habrían quedado
atrapados en alguna trampa extraña colocada por gigantes o por seres sobrenaturales.
Envuelto en una pesada capa que no lograba protegerle mucho del frío, paseaba
por la cubierta al amanecer.
D’Averc subió a cubierta. Se había puesto por lo menos tres capas, a pesar de lo
cual temblaba ostensiblemente.
—Una mañana muy fría, Hawkmoon.
—Así es —asintió el duque de Colonia—. ¿Qué os parece la situación. D’Averc?
—Es una materia tenebrosa, ¿no os parece? —replicó el francés sacudiendo la
cabeza—. Aquí viene el contramaestre.
Ambos se volvieron para saludar al hombre. Él también se había envuelto en una
gran capa de cuero, utilizada normalmente para navegar en días de tormenta.
—¿Tenéis alguna idea de lo que se trata, contramaestre? —le preguntó D’Averc.
El hombre sacudió la cabeza y se dirigió a Hawkmoon.
—Los hombres dicen que, ocurra lo que ocurra, están de vuestro lado, señor.
Morirán a vuestro servicio si fuera necesario.
—Me imagino que están de un humor más bien triste —comentó D’Averc con
una sonrisa—. Bueno, ¿quién puede reprochárselo?
—En efecto, ¿quién? —replicó el contramaestre cuyo rostro redondo y de mirada
honesta tenía una expresión de desesperación—. ¿Doy la orden de izar las velas,
señor?
—Será mucho mejor que continuar aquí, en espera de que eso se vaya cerrando
sobre nosotros —dijo Hawkmoon—. Continuemos la navegación, contramaestre.
Éste empezó a gritar órdenes y los hombres se dedicaron a desplegar las velas, y a
asegurar las cuerdas. Poco a poco, las cuerdas se fueron llenando de aire y el barco
inició la navegación, aunque lo hizo como de mala gana, dirigiéndose directamente
hacia los extraños acantilados de nubes.
Pero, a medida que se acercaban, los acantilados empezaron a girar y se agitaron.
Aparecieron entonces otros colores mucho más oscuros y desde todos lados llegó
hasta el barco un sonido gimiente. La tripulación apenas si podía contener el pánico,
y muchos hombres se quedaron helados en las cuerdas, sin dejar de observar lo que
pasaba.
Hawkmoon miraba hacia adelante, con ansiedad.
Y entonces, instantáneamente, las murallas se desvanecieron.
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Hawkmoon abrió la boca, atónito.
El mar estaba sereno en todas partes. Todo volvía a ser como antes. La tripulación
lanzó gritos de alegría, pero Hawkmoon se dio cuenta de que el rostro de D’Averc
mostraba una expresión poco afable, y él también tuvo la sensación de que el
desconocido peligro no había pasado del todo. Esperó, apoyado en la barandilla.
Y entonces, del fondo del mar surgió una enorme bestia.
Los gritos de júbilo de la tripulación se convirtieron en seguida en aullidos de
terror.
Otras bestias empezaron a surgir alrededor del barco. Eran monstruos
gigantescos, como saurios, con garras rojas y triples hileras de dientes, con el agua
resbalando por sus costados llenos de escamas y unos ojos refulgentes llenos de una
maldad enloquecida.
Se escuchó un ensordecedor ruido de alas batiendo y uno tras otro los gigantescos
saurios se fueron elevando en el aire.
—De ésta no saldremos, Hawkmoon —observó D’Averc con su habitual espíritu
filosófico, al tiempo que desenvainaba la espada—. Ha sido una lástima que no
hayamos podido ver por última vez el castillo de Brass, ni recibir un último beso de
labios de las mujeres que amamos.
Hawkmoon apenas si le escuchó. Se sentía lleno de amargura ante el destino que
había decidido impulsarle a encontrar su final en un lugar tan húmedo y solitario, de
modo que nadie sabría jamás dónde ni cómo había muerto…
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IV
Orland Fank
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debatiendo sobre cuál sería su próxima acción. Hawkmoon les miró a los ojos,
tratando de discernir si había inteligencia en ellos, intentando descubrir algo que le
indicara cuáles eran sus intenciones, pero fue imposible.
Las criaturas aletearon de nuevo hasta que se encontraron a buena distancia, por
la popa. Una vez allí, se volvieron hacia ellos.
Situándose en una formación cerrada, las bestias comenzaron a aletear con fuerza,
hasta que crearon un viento tan fuerte que Hawkmoon y D’Averc no pudieron
sostenerse en pie y cayeron sobre las planchas de la cubierta.
Las velas se hincharon bajo el viento y D’Averc lanzó un grito de asombro.
—¡Eso es lo que están haciendo! ¡Dirigen el barco hacia donde quieren que vaya!
¡Es increíble!
—Nos dirigimos de nuevo hacia Amarehk —constató Hawkmoon haciendo
esfuerzos por incorporarse—. Me pregunto…
—¿Cuál puede ser su dieta? —preguntó D’Averc a gritos—. Desde luego, no
deben comer nada capaz de dulcificar su aliento. ¡Puaj!
Hawkmoon sonrió aun a pesar de la situación.
Ahora, toda la tripulación se hallaba reunida en los bancos de los remos, con las
miradas levantadas hacia los monstruosos reptiles, que seguían aleteando sobre ellos,
hinchando las velas con el viento que producían.
—Quizá su nido se encuentre en esa dirección —sugirió Hawkmoon—. Quizá
tengan que alimentar a sus polluelos y prefieran la carne viva.
D’Averc pareció sentirse ofendido.
—Lo que decís es muy probable, amigo Hawkmoon. Pero ha sido una descortesía
por vuestra parte el sugerirlo…
Hawkmoon volvió a sonreír con una mueca.
—Si sus nidos están en tierra, tenemos una posibilidad de enfrentarnos a esas
bestias —dijo—. En el mar abierto no contamos con la menor oportunidad de
sobrevivir.
—Sois muy optimista, duque de Colonia…
Los extraordinarios reptiles impulsaron el barco durante más de una hora, y éste
avanzó a una velocidad escalofriante. Finalmente, Hawkmoon señaló delante sin
decir nada.
—¡Una isla! —exclamó D’Averc—. ¡En cualquier caso, teníais razón!
Se trataba de una pequeña isla que, por lo que se podía ver, estaba desprovista de
toda vegetación. Sus orillas se elevaban agudamente hasta un pico, como si se tratara
de una montaña hundida que no hubiera sido rodeada por completo por las aguas.
Y fue entonces cuando Hawkmoon se dio cuenta de la existencia de un nuevo
peligro.
—¡Rocas! ¡Nos dirigimos directamente hacia ellas! ¡Tripulación! Ocupad
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vuestros puestos… ¡Timonel!
Pero el propio Hawkmoon se abalanzaba ya hacia el timón y trataba
desesperadamente de evitar que el barco se estrellara contra las rocas.
D’Averc se le unió en sus esfuerzos, aportando su propia fuerza para lograr que el
barco se desviara. La isla se hizo más y más grande y el sonido de las olas rompiendo
contra las rocas les llenaba los oídos… como el redoble de un tambor gigantesco.
Lentamente, el barco giró cuando los acantilados de la isla ya se elevaban sobre
ellos y el rocío del agua les empapaba. Entonces escucharon un terrible sonido de
desgarro que se transformó en un grito de maderos torturados, y ambos se dieron
cuenta al mismo tiempo que las rocas estaban desgarrando el barco por debajo de la
línea de flotación.
—¡Que se salve quien pueda! —gritó Hawkmoon.
Corrió hacia la barandilla, seguido de cerca por D’Averc. El barco se sacudía y se
tambaleaba como si fuera una criatura viva, y todos salieron despedidos contra las
barandillas. Golpeados, pero conscientes, Hawkmoon y D’Averc se levantaron,
dudaron un momento y finalmente se lanzaron a las negras y amenazadoras aguas.
Estorbado por el gran peso de la espada que llevaba colgada al cinto, Hawkmoon
se sintió arrastrado hacia el fondo. Pudo ver, sin embargo, otras figuras que se movían
entre las aguas y el ruido de las olas al chocar contra las rocas le ensordecía los oídos.
Pero no estaba dispuesto a desprenderse de la Espada del Amanecer. Luchó por
conservar la vaina y después empleó todas sus energías en salir a la superficie,
arrastrando consigo la gran espada.
Logró salir por fin por encima de las olas y captó una fugaz impresión del barco,
que estaba por encima de donde él se encontraba, pero ahora el mar parecía bastante
más calmado y, de pronto, el viento dejó de soplar y el rugido de las olas disminuyó
hasta convertirse apenas en un susurro. Un extraño silencio sustituyó la rugiente
cacofonía de momentos antes. Hawkmoon nadó hacia una roca plana y, al llegar a
ella, se izó sobre la tierra.
Después, miró hacia atrás.
Los monstruos reptilianos continuaban aleteando en el cielo, pero a tal altura que
el aire ya no se agitaba con su aleteo. Entonces, se elevaron aún más en el cielo,
permanecieron suspendidos en el aire por un momento y se lanzaron hacia el mar.
Uno tras otra golpearon contra el mar, produciendo un gigantesco chapoteo. El
barco crujió cuando las nuevas olas le alcanzaron y Hawkmoon casi se vio
desplazado del lugar sobre el que se había situado.
Después, todos los monstruos habían desaparecido, como por ensalmo.
Hawkmoon se secó el agua de los ojos y escupió para desprenderse del sabor
salado. ¿Qué harían los monstruos a continuación? ¿Acaso tenían intención de
mantener vivas a sus presas, para acudir a recogerlas cuando tuvieran necesidad de
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carne fresca? No había forma de saberlo.
Escuchó un grito y vio a D’Averc y a media docena de hombres que se acercaban
hacia donde él estaba, tambaleándose entre las rocas.
—¿Habéis visto cómo han desaparecido las bestias, Hawkmoon? —preguntó
D’Averc muy excitado.
—Sí. Me pregunto si volverán.
D’Averc miró ceñudo en la dirección por donde habían desaparecido las bestias y
se encogió de hombros.
—Sugiero que nos internemos en la isla y que salvemos antes lo que podamos del
barco —dijo Hawkmoon—. ¿Cuántos hemos quedado con vida? —preguntó,
volviéndose hacia el contramaestre, que estaba de pie, detrás de D’Averc.
—Creo que nos hemos salvado la mayoría, señor. Hemos tenido suerte. Mirad.
El contramaestre señaló hacia un lugar situado más allá de donde estaba el barco.
Allí se encontraba la mayor parte de la tripulación, reunidos todos en la orilla.
—Regresad al barco con algunos hombres antes de que se hunda del todo —
ordenó Hawkmoon—. Tended cuerdas hasta la orilla y empezad a desembarcar las
provisiones.
—Como digáis, señor. Pero ¿qué haremos si regresan los monstruos?
—Tendremos que ocuparnos de ellos cuando los veamos —contestó Hawkmoon.
Durante varias horas, Hawkmoon vigiló que se sacara del barco todo lo que fuera
posible, se llevara a la costa y fuera apilado en zona seca.
—¿Creéis que se puede reparar el barco? —preguntó D’Averc.
—Quizá. Ahora que el mar está en calma no corre mucho peligro de hundirse.
Pero eso nos costará tiempo. —Hawkmoon se acarició la piedra opaca que llevaba en
la frente—. Vamos, D’Averc, dediquémonos a explorar la isla.
Iniciaron la escalada por las rocas hacia el pico que coronaba la isla. El lugar
parecía completamente desprovisto de vida. Lo mejor que podían esperar encontrar
serían estanques de agua fresca entre las rocas, y también podría haber mariscos en la
orilla.
Era un lugar árido y, si no podían reflotar el barco, sus esperanzas de vida podían
ser muy tenues, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad de que regresaran los
monstruos.
Se detuvieron al llegar al pico, respirando entrecortadamente por el ejercicio.
—El otro lado parece tan desértico como éste —dijo D’Averc indicando hacia
abajo—. Me pregunto… —Se detuvo de pronto, atónito—. ¡Por los ojos de
Berezenath! ¡Un hombre!
Hawkmoon miró en la dirección que le indicaba su amigo.
En efecto, allá abajo, una figura deambulaba por entre las rocas de la orilla.
Mientras ellos miraban, el hombre levantó la vista hacia ellos y les saludó con gestos
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alegres, haciéndoles ademanes de que se dirigieran hacia donde él estaba.
No muy seguros de no estar sufriendo una alucinación, iniciaron el descenso con
lentitud hasta que llegaron cerca de la figura. Estaba allí de pie, con los puños en las
caderas, los pies separados y sonriéndoles con expresión burlona. Se detuvieron.
El hombre iba vestido de un modo peculiar y anticuado. Sobre el torso bronceado
llevaba una especie de chaleco de cuero que le dejaba los brazos y el pecho al
desnudo.
Un gorro de lana le cubría la cabeza, por debajo del cual sobresalía una mata de
pelo de color rojizo, y en la que se había puesto una pluma de cola de faisán. Los
pantalones mostraban un diseño extraño, a base de cuadros, y tenía los pies cubiertos
con unas botas de punta curvada, de aspecto maltrecho. Sobre la espalda, sujeta por
una cuerda, portaba una enorme hacha de combate cuya hoja estaba muy sucia y
estropeada por el uso. El rostro era huesudo y rojizo y sus pálidos ojos azules les
miraron con una expresión sardónica.
—Bueno… Tenéis que ser Hawkmoon y ese D’Averc —dijo con un acento
extraño—. Se me dijo que vendríais aquí.
—¿Y quién sois vos, señor? —preguntó D’Averc con altivez.
—¡Cómo! Pues soy Orland Fank. ¿Es que no lo sabíais? Orland Fank… a vuestro
servicio, señores.
—¿Vivís en esta isla? —preguntó Hawkmoon.
—He vivido en ella, pero no en estos momentos. —Fank se quitó el gorro y se
limpió la frente con el brazo—. En estos tiempos soy un viajero. Como vos mismo,
según tengo entendido.
—¿Y quién os habló de nosotros? —preguntó Hawkmoon.
—Tengo un hermano. Acostumbra a llevar puesta una curiosa armadura de
colores negro y oro…
—¡El Guerrero de Negro y Oro! —exclamó Hawkmoon.
—Supongo que se hace llamar de ese modo tan chistoso. No me cabe la menor
duda de que no os habrá mencionado la existencia de este hermano suyo, tan basto y
bien dispuesto.
—No, no lo hizo. ¿Quién sois?
—Me llaman Orland Fank. De Skare Brae…, en las Orkneys…
—¡Las Orkneys! —exclamó Hawkmoon llevando una mano hacia la empuñadura
de la espada—. ¿No forma eso parte de Granbretan? ¿No son unas islas situadas en el
extremo norte?
—Decidle a un hombre de las islas Orkneys que pertenece al Imperio Oscuro, y
os arrancará el cuello con los dientes —replicó Fank echándose a reír. Después hizo
un gesto, como pidiendo disculpas y añadió a modo de explicación—: Ésa es la forma
preferida que tenemos allí de tratar a un enemigo. No somos un pueblo muy
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sofisticado.
—¿De modo que el Guerrero de Negro y Oro también es de las islas Orkneys…?
—preguntó D’Averc.
—¡Alto ahí! ¿El de las Orkneys? ¿Con esa extraña armadura suya y sus exquisitas
maneras? —Orland Fank volvió a reír estrepitosamente—. No. ¡El no es de las
Orkneys! —Con el gorro que tenía en la mano se limpió las lágrimas de los ojos
causadas por el acceso de risa y preguntó—: ¿Cómo se os ha ocurrido pensar algo
así?
—Dijisteis que era hermano vuestro.
—Y lo es. Desde un punto de vista espiritual. Quizá incluso físico. Eso es algo
que ya he olvidado. Han transcurrido muchos años, ¿cierto?, desde que nos
encontramos por primera vez.
—¿Y qué fue lo que os puso en contacto?
—Una causa común. Un ideal compartido.
—¿No sería el Bastón Rúnico la fuente de esa causa? —murmuró Hawkmoon con
voz apenas audible.
—Podría ser.
—Parecéis muy callado de pronto, amigo Fank —observó D’Averc.
—Sí. En Orkney somos un pueblo muy callado —replicó sonriendo—. De hecho,
a mí me consideran como un parlanchín.
No pareció haberse sentido ofendido por el comentario. Hawkmoon hizo un gesto
hacia atrás, señalando el mar y dijo:
—Esos monstruos. Las extrañas nubes que vimos antes. ¿Tiene todo eso algo que
ver con el Bastón Rúnico?
—Yo no he visto monstruos, ni nubes. Pero, en realidad, acabo de llegar hace
muy poco.
—Unos reptiles gigantescos nos obligaron a dirigirnos hacia esta isla —dijo
Hawkmoon—. Y ahora empiezo a comprender el porqué. No me cabe la menor duda
de que ellos también sirven al Bastón Rúnico.
—Es posible que así sea —replicó Fank—. Eso no es asunto mío, lord Dorian,
¿cierto?
—¿Fue el Bastón Rúnico lo que provocó el accidente de nuestro barco? —
preguntó enojado Hawkmoon.
—No sabría deciros —contestó Fank volviendo a ponerse el gorro sobre la cabeza
y acariciándose la huesuda mandíbula—. Sólo sé que estoy aquí para entregaros una
barca y deciros dónde podréis encontrar la tierra habitada más próxima.
—¿Tenéis una barca para nosotros? —preguntó D’Averc sin salir de su asombro.
—En efecto. No se trata de una embarcación muy espléndida, pero es capaz de
navegar muy bien. Será suficiente para ambos.
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—¿Para ambos? ¡Tenemos una tripulación de cincuenta hombres! —exclamó
Hawkmoon con ojos refulgentes—. ¡Oh, si el Bastón Rúnico desea que le sirva
debería organizar las cosas mejor! ¡Todo lo que ha conseguido hasta ahora ha sido
ponerme furioso!
—Vuestra furia no servirá más que para agotaros —replicó Orland Fank con
suavidad—. Creía que ibais a Dnark al servicio del Bastón Rúnico. Mi hermano me
dijo…
—Vuestro hermano insistió en que fuéramos a Dnark. Pero tengo otras lealtades,
Orland Fank… Lealtades para con mi esposa, a la que no he visto desde hace meses,
para con mi suegro, que espera mi regreso, para con mis amigos…
—¿Os referís al pueblo del castillo de Brass? Sí, he oído hablar de ellos. Están
todos a salvo por el momento, si es que saber eso os reconforta.
—¿Lo sabéis con toda seguridad?
—Así es. Sus vidas transcurren sin que se produzca ningún acontecimiento de
importancia, a excepción de los problemas causados por Elvereza Tozer.
—¡Tozer! ¿Qué noticias hay de ese renegado?
—Tengo entendido que logró recuperar su anillo y se largó —dijo Orland Fank
haciendo un gesto de huida con la mano.
—¿Adonde?
—Quién sabe. Vos mismo tenéis cierta experiencia con los anillos de Mygan.
—Son objetos en los que no se puede confiar mucho.
—Eso es lo que tengo entendido.
—En cualquier caso, estarán mejor sin Tozer.
—No sé, no conozco a ese hombre.
—Es un dramaturgo de talento —dijo Hawkmoon—, con el rigor moral de un…,
de un…
—¿Granbretaniano? —sugirió Fank.
—Exacto. —Hawkmoon frunció el ceño y miró intensamente a Orland Fank—.
¿No me estaréis engañando? ¿Está bien mi familia y mis amigos?
—Su seguridad no se ve amenazada por el momento.
—Bien —dijo Hawkmoon con un suspiro—. ¿Dónde está la barca? ¿Y qué me
decís de mi tripulación?
—Tengo cierta habilidad como carpintero naval. Yo mismo les ayudaré a reparar
su barco para que así puedan regresar a Narleen.
—¿Por qué no podemos ir nosotros con ellos? —preguntó D’Averc.
—Tengo entendido que sois una pareja de impacientes —dijo Fank con expresión
de inocencia—, y que estaréis encantados de abandonar la isla en cuanto podáis
hacerlo. Yo tardaré muchos días en reparar ese gran barco.
—Aceptaremos vuestra pequeña barca —dijo Hawkmoon—. Parece ser que si no
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lo hiciéramos así, el Bastón Rúnico, o como se llame el poder que nos ha enviado
hasta aquí, se encargará de presentarnos nuevos problemas para conseguirlo.
—Tengo entendido que así sería —admitió Fank sonriendo un poco para sus
adentros—. ¿Y cómo abandonaréis la isla vos mismo si nos llevamos vuestra barca?
—preguntó D’Averc.
—Navegaré con los marineros de Narleen. Dispongo de mucho tiempo.
—¿A qué distancia estamos del continente? —preguntó Hawkmoon—. ¿Y cuál es
la barca en que tenemos que viajar? ¿Dispondremos al menos de un compás?
—No está a mucha distancia —contestó Fank encogiéndose de hombros—, y no
necesitaréis compás. Lo único que necesitáis es esperar a que sople el viento más
favorable.
—¿Qué queréis decir?
—Los vientos en esta parte del océano son algo peculiares. Ya comprenderéis lo
que quiero decir.
Hawkmoon se encogió de hombros, resignado.
Siguieron a Orland Fank, que abrió la marcha por la orilla rocosa.
—Parece ser que no somos dueños de nuestros destinos en la medida en que nos
gustaría serlo —comentó D’Averc con sorna en cuanto distinguieron la pequeña
barca.
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V
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navegaban directamente hacia la luz. Y entonces la vieron.
Se trataba de una ciudad de tal gracia y belleza que no se les ocurrieron palabras
para describirla. Tan grande como Londra, si no mayor, sus edificios formaban agujas
simétricas, bóvedas y torretas, y todos brillaban con la misma extraña luz, aunque
coloreados con delicados tonos pálidos escondidos tras el dorado —rosas, amarillos,
azules, verdes, violetas y cerezas—, como si se tratara de una pintura creada con luz
y luego recubierta de una tonalidad dorada. Y, sin embargo, a pesar de toda su
magnificente belleza, no parecía un lugar adecuado para criaturas humanas, sino para
dioses.
La barca se dirigía ahora hacia un puerta que se extendía en las afueras de la
ciudad, y cuyos muelles mostraban los mismos tonos sutiles que se observaban en los
edificios.
—Es como un sueño… —murmuró Hawkmoon.
—Un sueño celestial —observó D’Averc, cuyo cinismo se había desvanecido ante
aquella visión.
La pequeña barca se dirigió hacia unos escalones que se hundían en el agua,
donde se reflejaban los suaves colores, y al llegar allí se detuvo.
—Supongo que será aquí donde debemos desembarcar —comentó D’Averc
encogiéndose de hombros—. La barca podría habernos llevado a un lugar menos
agradable.
Hawkmoon asintió con seriedad y preguntó:
—¿Aún guardáis en la bolsa los anillos de Mygan, D’Averc?
—Están seguros —contestó éste llevándose la mano a la bolsa—. ¿Por qué?
—Sólo quería asegurarme de que podríamos utilizarlos en el caso de que el
peligro fuera excesivo para nosotros, y no pudiéramos enfrentarnos a él con nuestras
espadas.
D’Averc asintió con un gesto de comprensión y unas arrugas aparecieron en su
frente.
—Resulta extraño que no se nos ocurriera utilizarlos cuando estábamos en la
isla…
—Sí…, claro… —dijo Hawkmoon con expresión de asombro. Después apretó los
labios con una mueca de disgusto—. Sin duda alguna, eso no fue más que el resultado
de una interferencia sobrenatural sobre nuestros cerebros. ¡Cómo odio lo
sobrenatural!
D’Averc se llevó un dedo a los labios y puso una expresión de burlona
desaprobación.
—¡Qué cosas se os ocurren en una ciudad como ésta!
—Sí… Bueno, confío en que sus habitantes sean tan agradables como su aspecto.
—Si es que hay habitantes —observó D’Averc mirando a su alrededor.
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Subieron los escalones y llegaron al muelle. Los extraños edificios estaban ante
ellos, y por entre los edificios se abrían amplias calles.
—Entremos en la ciudad —dijo Hawkmoon con decisión—, y descubramos por
qué razón hemos sido traídos aquí. Después de eso, quizá se nos permita regresar al
castillo de Brass.
Se metieron por la calle más cercana. Les pareció como si las sombras producidas
por los edificios brillaran con una vida y un color propios. Desde cerca, las altas
torres apenas si parecían tangibles, y cuando Hawkmoon extendió una mano para
tocar la sustancia de que estaban compuestas, la sintió como algo desconocido para
él. No se trataba de piedra, ni de madera; ni siquiera era de acero, ya que cedía
ligeramente a la presión de sus dedos, haciéndolos hormiguear. También se sintió
sorprendido por el calor que le recorrió el brazo y le inundó el cuerpo.
—¡Parece más de carne que de piedra! —dijo, sacudiendo la cabeza con
incredulidad.
D’Averc hizo lo mismo que su amigo y también se asombró.
—En efecto…, o como si fuera vegetación de algún tipo extraño. Desde luego,
parece algo orgánico…, ¡como si fuera materia viva!
Siguieron avanzando. De vez en cuando, las calles se abrían, formando plazas.
Cruzaron las plazas y eligieron cualquier otra calle, contemplando los edificios,
que parecían tener una altura infinita, y que desaparecían envueltos en un halo
extraño de color dorado.
Hablaban con voces apagadas, como si no se atrevieran a romper el silencio que
reinaba en la gran ciudad.
—¿Habéis observado que no se ven ventanas? —preguntó Hawkmoon.
—Y tampoco puertas —asintió D’Averc—. Cada vez estoy más seguro de que
esta ciudad no se ha construido para el uso humano… ¡Y de que no la han construido
manos humanas!
—Quizá lo han hecho seres creados por el Milenio Trágico —sugirió Hawkmoon
—. Seres como el pueblo fantasma de Soryandum.
D’Averc se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
Ahora, por delante de ellos, las extrañas sombras parecían estrecharse más. Se
metieron entre ellas, y se sintieron inundados por una gran sensación de bienestar.
Hawkmoon empezó a sonreír, a pesar de todos sus temores, y D’Averc también
esbozó una sonrisa. Las sombras brillantes les rodeaban por todas partes. Hawkmoon
se preguntó si aquellas sombras no serían, de hecho, los habitantes de la ciudad.
Salieron de la calle y se encontraron en una gran plaza que, por su aspecto,
parecía ser el centro mismo de la ciudad. En el centro de la plaza se elevaba un
edificio cilíndrico que, a pesar de ser el mayor que habían visto hasta entonces,
también parecía ser el más delicado. Sus paredes se movían con una luz llena de color
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y entonces Hawkmoon observó algo más en su base.
—Mirad, D’Averc…, ¡unos escalones que conducen a una puerta!
—Me pregunto qué debemos hacer ahora —susurró D’Averc.
—Entrar ahí, claro —replicó Hawkmoon encogiéndose de hombros—. ¿Qué
tenemos que perder?
—Quizá ahí dentro descubramos la respuesta a esa pregunta —comentó su amigo
sonriendo—. ¡Después de vos, duque de Colonia!
Subieron los escalones hasta llegar ante la puerta. Era relativamente pequeña,
aunque tenía un tamaño humano y en el interior pudieron distinguir más sombras
brillantes.
Valerosamente, Hawkmoon entró, seguido de cerca por D’Averc.
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VI
Jehemia Cohnahlias
Sus pies parecieron hundirse en el suelo y las sombras brillantes les rodearon por
completo mientras avanzaban hacia la centelleante oscuridad de la torre.
Un dulce sonido llenaba los pasillos… Era un sonido muy suave, como una
canción de cuna celestial. La música incrementó su sensación de bienestar mientras
ellos se introducían más y más en aquella extraña construcción orgánica.
Y entonces, de repente, se encontraron en una pequeña habitación llena con la
misma radiación, pulsante y dorada, que habían visto antes desde la barca.
Y la radiación procedía de un muchacho.
Se trataba de un muchacho joven, de aspecto oriental, con una piel suave y
morena, vestido con ropas en la que se habían cosido joyas en tal cantidad que
ocultaban la tela.
Les sonrió y su sonrisa fue comparable a la suave radiación que le rodeaba. Era
imposible no amarle de inmediato.
—Duque Dorian Hawkmoon de Colonia —dijo con dulzura, inclinando
levemente la cabeza—, y Huillam d’Averc. Os he admirado tanto por vuestras
pinturas, como por vuestras construcciones, sir.
—¿Estáis enterado de eso? —preguntó D’Averc atónito.
—Son excelentes. ¿Por qué no hacéis más?
D’Averc se puso a toser, desconcertado.
—Yo…, supongo que perdí la inspiración. Y luego la guerra…
—Ah, claro. El Imperio Oscuro. Ésa es la razón por la que estáis aquí.
—Así lo suponía…
—Me llamo Jehemia Cohnahlias —dijo el muchacho, que volvió a sonreír—. Y
ésa es la única información directa sobre mí que puedo ofreceros, por si se os
ocurriera hacerme más preguntas al respecto. Esta ciudad se llama Dnark, y a sus
habitantes se les conoce en el mundo exterior como los Buenísimos. Creo que ya
habéis conocido a algunos de ellos.
—¿Os referís a las sombras brillantes? —preguntó Hawkmoon.
—¿Es así como los percibís? Sí…, las sombras brillantes.
—¿Son seres sensibles? —siguió preguntando Hawkmoon.
—Sí, lo son. Y quizá incluso algo más que sensibles.
—Y esta ciudad, Dnark, es la legendaria ciudad del Bastón Rúnico.
—En efecto.
—Resulta extraño que todas esas leyendas sitúen su posición no en el continente
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de Amarehk, sino en Asiacomunista —observó D’Averc.
—Quizá no sea una coincidencia —dijo el muchacho sonriendo—. Es muy
conveniente que existan esas leyendas.
—Comprendo.
Jehemia Cohnahlias sonrió serenamente.
—Me imagino que habéis venido para ver al Bastón Rúnico, ¿verdad?
—Al parecer, sí —contestó Hawkmoon, incapaz de experimentar el menor temor
ante la presencia del muchacho—. Primero, el Guerrero de Negro y Oro nos dijo que
viniéramos aquí, y después, cuando nos negamos, se nos presentó su hermano…, un
tal Orland Fank…
—Ah, sí —sonrió Jehemia Cohnahlias—, Orland Fank. Siento un afecto especial
por ese servidor particular del Bastón Rúnico. Bien, vayamos al salón del Bastón
Rúnico. —Entonces, frunció ligeramente el ceño—. Pero, un momento, casi se me
olvidaba. Primero querréis refrescaros un poco y encontraros con un viajero
compañero vuestro. Alguien que os ha precedido hasta aquí sólo por cuestión de
horas. —¿Lo conocemos?
—Creo que habéis tenido algún contacto con él en el pasado. —El muchacho casi
pareció flotar al abandonar la silla donde había permanecido sentado—. Por aquí.
—¿Quién podrá ser? —murmuró D’Averc dirigiéndose a Hawkmoon—. ¿A quién
conocemos nosotros capaz de venir a Dnark?
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VII
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frente— …inventó una nueva clase de ingenio destinado a propulsar nuestros barcos
a mayor velocidad sobre el mar. Creo que se basa en la misma máquina que
proporciona energía a nuestros ornitópteros, aunque es algo más complicada. Nuestro
sabio rey–emperador me ha encargado la misión de viajar a Amarehk con el
propósito de establecer relaciones amistosas con los poderes de aquí…
—¡Querréis decir para descubrir sus puntos fuertes y débiles antes de que os
lancéis al ataque! —espetó Hawkmoon—. ¡Es imposible confiar en un servidor del
Imperio Oscuro!
El muchacho extendió ambas manos y una expresión de preocupación apareció en
su rostro.
—Aquí, en Dnark —dijo—, sólo buscamos el equilibrio. Después de todo, ése es
el objetivo y la razón de la existencia del Bastón Rúnico, que nosotros estamos aquí
para proteger. Os ruego que os ahorréis las discusiones para el campo de batalla,
caballeros, y que participéis juntos de la comida que os hemos preparado.
—No obstante —intervino D’Averc empleando un tono más ligero que el de
Hawkmoon—, debo advertiros que Shenegar Trott no está aquí para traer paz. Vaya
donde vaya, siempre lleva consigo la maldad y la destrucción. Estad preparados…
porque se le considera como uno de los lores más astutos de Granbretan.
El muchacho pareció sentirse desconcertado y se limitó a hacer nuevos gestos
indicando la mesa.
—Sentaos, por favor.
—¿Y dónde está vuestra flota, conde Shenegar? —preguntó D’Averc al tiempo
que se sentaba ante la mesa y se acercaba un plato de pescado.
—¿Flota? —replicó Trott con aire de inocencia—. Yo no he mencionado nada
sobre una flota… Sólo dispongo de mi barco, anclado con su tripulación a pocos
kilómetros, en las afueras de la ciudad.
—En tal caso será un barco bastante grande —murmuró Hawkmoon mordiendo
un trozo de pan—, pues no es habitual que un conde del Imperio Oscuro emprenda un
viaje sin ir preparado para la conquista.
—Olvidáis que en Granbretan también somos científicos y eruditos —replicó
Trott como si se sintiera ligeramente ofendido—. También buscamos el
conocimiento, la verdad y la razón. En realidad, toda nuestra intención al unir los
estados guerreros de Europa no es más que aportar una paz racional al mundo, para
que de ese modo el conocimiento pueda progresar con mucha mayor rapidez.
D’Averc tosió teatralmente, pero no dijo nada.
Entonces, Trott hizo algo virtualmente sin precedentes para un noble del Imperio
Oscuro: se echó la máscara hacia atrás y empezó a comer. En Granbretan se
consideraba una gran indecencia tanto mostrar el rostro como comer en público.
Hawkmoon sabía que Trott siempre había sido considerado en Granbretan como
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un excéntrico, tolerado por los demás nobles sólo gracias a su enorme fortuna
privada, su habilidad como general y, a pesar de su aspecto endeble, su considerable
valor personal como guerrero.
Su rostro puso al descubierto los mismos rasgos que aparecían caricaturizados en
su máscara. Era blanca, rolliza y de expresión inteligente. Los ojos no mostraban
expresión alguna, pero estaba claro que Shenegar Trott era capaz de expresar lo que
quisiera con ellos.
Comieron en relativo silencio. El muchacho no tocó los alimentos, a pesar de que
se sentó con ellos.
Más tarde, Hawkmoon indicó con un gesto la abultada armadura plateada del
conde y preguntó:
—¿Por qué viajáis con una armadura tan pesada si estáis cumpliendo una misión
pacífica de exploración?
—¿Cómo iba a poder anticipar los peligros a los que tendría que enfrentarme en
esta extraña ciudad? —replicó Shenegar Trott con una sonrisa—. ¿No os parece que
es perfectamente lógico viajar bien preparado?
D’Averc cambió de tema al darse cuenta de que no obtendrían más que suaves
respuestas del granbretaniano.
—¿Cómo va la guerra en Europa? —preguntó.
—Ya no hay guerra en Europa —contestó Trott.
—¡Que no hay guerra! Entonces, ¿qué hacemos aquí, exiliados de nuestro propio
país? —preguntó Hawkmoon.
—No hay guerra porque ahora toda Europa se encuentra en paz bajo el
patronazgo de nuestro buen rey–emperador Huon —dijo Shenegar Trott con un leve
guiño, casi como el que haría a un buen camarada, y que a Hawkmoon le fue
imposible contestar—. A excepción de Camarga, claro está —siguió diciendo—. Y
Camarga se ha desvanecido. Mi querido compañero, el barón Meliadus, se ha
mostrado muy encolerizado por eso.
—Estoy seguro de que así es —replicó Hawkmoon—. ¿Y continúa queriendo
vengarse de nosotros?
—Desde luego que sí. De hecho, cuando abandoné Londra corría el peligro de
convertirse en el hazmerreír de la corte.
—Parecéis sentir muy poco afecto por el barón Meliadus —sugirió D’Averc.
—Me comprendéis muy bien —le dijo el conde Shenegar—. No todos nosotros
somos hombres tan dementes y ambiciosos como pensáis. Yo mismo he tenido
muchas discusiones con el barón Meliadus. A pesar de todo, soy leal a mi patria y a
mi rey, aun cuando no esté de acuerdo con todo lo que se hace en su nombre…, y
quizá tampoco con todo lo que yo mismo me he visto obligado a hacer. Yo cumplo
órdenes. Soy un patriota.
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—Shenegar Trott se encogió ostentosamente de hombros. —Preferiría quedarme
en casa, dedicado a leer y a escribir. En otros tiempos se pensaba que era un poeta
prometedor.
—Pero ahora sólo os dedicáis a escribir epitafios… y además, lo hacéis con
sangre y fuego —dijo Hawkmoon.
El conde Shenegar no pareció sentirse herido por aquellas palabras, a las que
contestó razonablemente.
—Tenéis vuestro propio punto de vista. Yo tengo el mío. Creo en la conveniencia
última de nuestra causa: que la unificación del mundo es de la máxima importancia,
que las ambiciones personales, por muy nobles que sean, tienen que ser sacrificadas a
principios mucho más grandes.
—Ésa es la respuesta habitual entre los granbretanianos —argumentó Hawkmoon
sin dejarse convencer—. Es el mismo argumento que el barón Meliadus empleó ante
el conde de Brass poco antes de que intentara violar y secuestrar a su hija Yisselda.
—Ya he comentado antes que no estoy de acuerdo con todo lo que hace el barón
Meliadus —dijo el conde Shenegar—. En toda corte siempre hay un idiota, y todo
gran ideal atrae indefectiblemente a quienes sólo están motivados por el egoísmo.
Las respuestas de Shenegar Trott parecían ir dirigidas más al muchacho que
escuchaba tranquilamente, que a Hawkmoon y D’Averc.
Terminaron de comer. Trott apartó su plato y volvió a colocarse la máscara
plateada sobre el rostro. Después, se volvió hacia el muchacho.
—Os agradezco vuestra hospitalidad. Y ahora… me prometisteis que podría
contemplar y admirar el Bastón Rúnico. Me alegraría mucho poder encontrarme ante
ese artefacto legendario…
Hawkmoon y D’Averc dirigieron miradas de advertencia al muchacho, pero éste
no pareció darse cuenta de ellas.
—Ahora ya es tarde —dijo Jehemia Cohnahlias—. Todos nosotros visitaremos la
sala del Bastón Rúnico mañana. Mientras tanto, os ruego que descanséis aquí. A
través de esa pequeña puerta —dijo señalando hacia el otro lado de la sala—
encontraréis acomodo para dormir. Os llamaré por la mañana.
Shenegar Trott se levantó y se inclinó ceremoniosamente.
—Os agradezco vuestra oferta, pero mis hombres empezarían a sentirse muy
inquietos si no regresara esta noche a mi barco. Mañana volveré a reunirme aquí con
vos.
—Como deseéis —dijo el muchacho.
—En cuanto a nosotros —dijo Hawkmoon—, os agradecemos vuestra
hospitalidad.
Pero debo advertiros de nuevo que Shenegar Trott puede no ser lo que vos creéis.
—Sois admirables en vuestra tenacidad —intervino Shenegar Trott.
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Y, diciendo esto, hizo un alegre saludo con la mano y abandonó el salón.
—Me temo que vamos a dormir muy mal sabiendo que nuestro enemigo se
encuentra en Dnark —comentó D’Averc.
—No temáis —dijo el muchacho sonriendo—. Los Buenísimos os ayudarán a
descansar y os protegerán de todo daño del que podáis sentir miedo. Buenas noches,
caballeros. Volveré a veros mañana.
El muchacho abandonó con ligereza la sala y D’Averc y Hawkmoon se
dispusieron a inspeccionar los cubículos que contenían literas introducidas en la parte
lateral de las paredes.
—Me temo que ese Shenegar Trott quiera hacerle algún daño al muchacho —dijo
Hawkmoon.
—Será mejor que hagamos todo lo que podamos para protegerle —dijo D’Averc
—. Buenas noches, Hawkmoon.
Una vez que su amigo se hubo introducido en su cubículo, Hawkmoon hizo lo
propio.
Estaba lleno de sombras brillantes y en su interior sonaba la música celestial que
habían escuchado antes. Y así, se quedó dormido casi inmediatamente.
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VIII
Un ultimátum
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posible que tengamos éxito contra ellos —le recordó Hawkmoon.
Como si hubieran entendido sus palabras, los Buenísimos empezaron a descender.
Hawkmoon sintió que el corazón se le subía a la garganta al bajar con tanta
rapidez hacia la plaza, abarrotada ahora de guerreros enmascarados del Imperio
Oscuro, miembros de la terrible legión del Halcón que, al igual que la legión del
Buitre, también era una fuerza mercenaria mandada por renegados que, en todo caso,
eran aún más malvados que los nativos de Granbretan. Los enloquecidos ojos de los
halcones miraron hacia arriba, expectantes por el festín de sangre que Hawkmoon y
D’Averc parecían ofrecerles. Los picos de sus máscaras estaban dispuestos para
desgarrar la carne de los dos enemigos del Imperio Oscuro, y las espadas, mazas,
hachas y lanzas que llevaban en las manos eran como garras dispuestas a arremeter
contra ellos.
Las sombras brillantes depositaron a D’Averc y al duque de Colonia cerca de la
entrada de la torre, y apenas si tuvieron tiempo de desenvainar sus espadas antes de
que los guerreros halcón se lanzaran al ataque.
Pero en ese instante Shenegar Trott apareció en la entrada de la torre y les gritó a
sus hombres:
—¡Alto, mis halcones! No hay necesidad de derramar sangre. ¡Tengo al
muchacho!
Hawkmoon y D’Averc le vieron levantar a Jehemia Cohnahlias, sosteniéndolo por
las ropas, mientras él se debatía inútilmente.
—Sé que esta ciudad está llena de criaturas sobrenaturales que tratarán de
detenernos —anunció el conde—, de modo que me he tomado la libertad de
garantizar nuestra seguridad mientras estemos aquí. Si somos atacados, si alguien se
atreve a tocarnos, le cortaré el cuello a este muchacho. —Shenegar Trott se echó a
reír burlonamente—. He tomado esta medida sólo para evitarnos a todos situaciones
desagradables…
Hawkmoon hizo un movimiento, como para convocar a la legión del Amanecer,
pero Trott le reprendió moviendo un dedo ante él.
—¿Queréis ser la causa de la muerte de este muchacho, duque de Colonia?
Ardiendo de rabia, Hawkmoon descendió el brazo que sostenía la espada, la dejó
caer y, dirigiéndose al muchacho, le dijo:
—Ya os advertí de su perfidia…
—Sí… —admitió el muchacho debatiéndose—. Me temo que… tendría que
haberos… prestado más atención.
El conde Shenegar se echó a reír con su máscara refulgiendo bajo la luz dorada.
—Y ahora, decidme dónde está el Bastón Rúnico.
El muchacho señaló hacia la torre, situada a su espalda.
—La sala del Bastón Rúnico está dentro.
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—¡Mostrádmela! —Shenegar Trott se volvió hacia sus hombres—. Vigilad a esta
pareja. Preferiría conservarlos vivos, pues al rey–emperador le encantará que
regresemos no sólo con el Bastón Rúnico, sino también con los héroes de Camarga.
Si se mueven, gritadme y le arrancaré al muchacho una oreja o dos. —Extrajo
entonces la daga que llevaba al cinto y colocó la punta cerca del rostro del muchacho.
Después, ordenó a sus guerreros—: La mayoría de vosotros… seguidme.
Shenegar Trott desapareció en el interior de la torre, seguido por la gran mayoría
de sus hombres, mientras que seis guerreros halcón se quedaban para vigilar a
Hawkmoon y a D’Averc.
—¡Si ese muchacho hubiera hecho caso de lo que le dijimos! —se lamentó
Hawkmoon. Se movió un poco y los guerreros halcón se pusieron en guardia,
precavidamente—. ¿Cómo vamos a salvarle ahora… y al Bastón Rúnico de las garras
de Trott?
De pronto, los guerreros halcón levantaron las miradas, llenas de asombro, y
D’Averc hizo lo propio.
—Parece ser que vienen en nuestro rescate —dijo D’Averc sonriendo.
Las sombras brillantes regresaban.
Antes de que los guerreros halcón pudieran moverse o decir nada, las sombras
habían envuelto por completo a los dos hombres y volvían a elevarlos en el aire.
Desconcertados, los halcones lanzaron golpes contra sus pies, mientras ellos se
elevaban, y después, al ver la inutilidad de sus esfuerzos, echaron a correr hacia el
interior de la torre, para advertir a su jefe de lo que había sucedido.
Los Buenísimos se elevaron más y más alto, llevando consigo a Hawkmoon y a
D’Averc. Penetraron en el hálito dorado que se transformó en una espesa neblina
áurea, hasta el punto de que no pudieron verse el uno al otro, y mucho menos los
edificios de la ciudad.
Parecieron estar viajando durante horas antes de que la neblina dorada empezara a
ser más ligera.
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IX
El Bastón Rúnico
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—Antes decidme cómo habéis llegado aquí antes que yo.
—Gracias a la ayuda de los Buenísimos…, esas criaturas sobrenaturales a las que
tanto teméis. Y contamos con otros amigos, conde Shenegar.
La daga de Trott se hallaba a un pelo de la nariz del muchacho.
—En tal caso, sería un estúpido si me desprendiera de mi única posibilidad de
alcanzar la libertad… o incluso el éxito.
—Os lo advierto, conde —dijo Hawkmoon levantando la Espada del Amanecer
—, ¡esta espada no es un instrumento ordinario! ¡Mirad cómo brilla con una luz
rosada!
—Sí…, me parece muy bonito. Pero ¿podrá detenerme antes de que le arranque al
muchacho uno de sus ojos como si le quitara un corcho a una botella?
D’Averc observó todo el salón, se fijó en los dibujos formados por la luz, en
constante movimiento, en las peculiares paredes y en las sombras brillantes que ahora
se hallaban muy por encima de ellos y que parecían observar la escena.
—Esto parece haber terminado en tablas, Hawkmoon —murmuró—. No podemos
esperar más ayuda de las sombras brillantes. Es evidente que no poseen ningún poder
para intervenir en los asuntos humanos.
—Si dejáis al muchacho sin hacerle daño, consideraré el dejaros marchar de
Dnark desarmado —dijo Hawkmoon.
Shenegar Trott se echó a reír.
—¿De veras? ¿Y vosotros dos solos arrojaréis a todo un ejército de la ciudad?
—Tenemos aliados —le recordó Hawkmoon.
—Es posible. Pero sugiero que dejéis en el suelo vuestras espadas para
permitirme llegar hasta donde está el Bastón Rúnico. Una vez que lo tenga en mi
poder, os entregaré al muchacho.
—¿Vivo?
—Vivo.
—¿Cómo vamos a confiar en Shenegar Trott? —preguntó D’Averc—. Matará al
chico y después se encargará de nosotros. Los nobles de Granbretan no tienen la
costumbre de cumplir su palabra.
—Si al menos tuviéramos alguna garantía —susurró Hawkmoon con
desesperación.
En ese momento, una voz familiar habló desde detrás de donde ellos se
encontraban, y ambos se volvieron, sorprendidos.
—¡No tenéis otra elección que soltar al muchacho, Shenegar Trott! —dijo una
voz profunda desde detrás del casco de colores negro y oro—. ¡Ah!, mi hermano no
dice más que la verdad…
Desde el otro lado de la tarima apareció entonces la figura de Orland Fank, con su
gigantesca hacha de guerra y su chaleco de cuero.
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—¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó Hawkmoon atónito.
—Yo podría preguntaros lo mismo —replicó Fank con una sonrisa—. Al menos,
ahora contáis con amigos con quienes discutir vuestro dilema.
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X
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estamos!
El muchacho, o lo que fuera, se extendía por encima de su cabeza para tocar el
Bastón Rúnico. Las configuraciones de luz cambiaron con rapidez y el salón se vio
lleno de muchas más, de modo que los rostros de todos se vieron cruzados por rayos
de luz cambiante.
Orland Fank lo observó todo con una gran atención, y pareció como si el rostro
del hombre se oscureciera con una expresión de tristeza cuando la línea luminosa en
que se había convertido el muchacho fue absorbida por el Bastón Rúnico.
Poco después no quedó en el salón la menor señal del muchacho, y el Bastón
Rúnico brillaba ahora más que antes, con un intenso color negro que parecía haberle
dotado de conciencia.
—¿Quién era ese muchacho, Orland Fank? —preguntó Hawkmoon asombrado.
—¿Quién? —replicó Fank parpadeando—. Pues el espíritu del Bastón Rúnico.
Raras veces se materializa adquiriendo forma humana. Habéis sido especialmente
honrados por ello.
Shenegar Trott estaba gritando, lleno de furia, pero se calló cuando una voz más
profunda sonó desde el casco que llevaba el Guerrero de Negro y Oro.
—Ahora tenéis que prepararos para morir, conde de Sussex.
—Seguís estando equivocado —replicó Trott riendo de un modo demencial—.
Sólo sois cuatro… contra mil. Moriréis todos, y yo me apoderaré del Bastón Rúnico.
—Duque de Colonia —dijo el Guerrero volviéndose hacia Hawkmoon—, ¿no os
importaría llamar para que vengan a ayudarnos?
—Con gran placer —contestó Hawkmoon sonriendo. Levantó la espada rosada en
el aire y gritó—: ¡A mí la legión del Amanecer!
Y entonces, una luz rosada llenó el salón, flotando en el aire por encima de los
dibujos de colores. Y allí aparecieron cien feroces guerreros, cada uno de ellos
rodeado por su propia aura escarlata.
Tenían un aspecto bárbaro, como si procedieran de una época anterior, mucho
más primitiva. Llevaban grandes mazas provistas de picos, decoradas con grabados
ornamentales, lanzas con penachos de cabellera. Llevaban los bronceados cuerpos y
rostros pintados y vestían taparrabos de brillantes telas. En los brazos y en las piernas
llevaban atadas planchas de madera, a modo de protección. Sus grandes y feroces
ojos negros mostraban una remota melancolía y hablaban un lenguaje extraño y
gimiente.
Eran los guerreros del Amanecer.
Hasta los miembros más endurecidos de la legión del Halcón gritaron de horror
cuando los guerreros aparecieron de modo tan súbito, sin que se supiera de dónde
procedían.
Shenegar Trott retrocedió un paso.
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—Os aconsejo que depongáis las armas y os constituyáis en prisioneros nuestros
—dijo Hawkmoon con una mueca burlona.
—Jamás —contestó Trott sacudiendo la cabeza—. ¡Os seguimos superando en
número!
—En tal caso, debemos iniciar nuestra batalla —dijo Hawkmoon, y empezó a
bajar los escalones, enfrentándose a sus enemigos.
Shenegar Trott desenvainó su gran espada y adoptó una posición de combate.
Hawkmoon le lanzó una estocada con la Espada del Amanecer, pero Trott se hizo
a un lado y devolvió el golpe fallando por poco, describiendo una línea ante su
estómago.
Hawkmoon se hallaba en desventaja, pues Trott estaba completamente cubierto
por la armadura, mientras que él sólo llevaba vestiduras de seda.
El extraño lenguaje de los guerreros del Amanecer se convirtió en un gran aullido
al tiempo que descendían los escalones en pos de Hawkmoon y empezaban a blandir
las mazas y las lanzas contra sus enemigos. Los feroces guerreros halcones se
enfrentaron a ellos con valentía, dando tantas estocadas como recibían, pero se
sintieron muy desmoralizados cuando se dieron cuenta de que, en cuanto caía un
guerrero del Amanecer, su lugar era ocupado inmediatamente por otro que no se sabía
de dónde surgía.
D’Averc, Orland Fank y el Guerrero de Negro y Oro descendieron los escalones
con mayor lentitud, blandiendo sus espadas al unísono y haciendo retroceder a los
guerreros halcones con sus tres péndulos de acero.
Shenegar Trott volvió a lanzar una estocada contra Hawkmoon, desgarrándole la
manga de la camisa. El duque de Colonia extendió entonces la Espada del Amanecer,
que alcanzó a Trott en la máscara, abollándola tanto que los rasgos adquirieron un
aspecto aún más grotesco.
Pero en el momento en que Hawkmoon se echó hacia atrás para recuperar la
posición de combate, sintió un golpe repentino en la espalda, se giró a medias y vio a
un guerrero halcón que le había golpeado con la parte plana de un hacha. Trató de
recuperar el equilibrio, pero no lo consiguió y empezó a caer hacia el suelo. Al
tiempo que perdía la conciencia, aún distinguió nebulosamente al Guerrero de Negro
y Oro. Trató desesperadamente de recuperarse porque, al parecer, los guerreros del
Amanecer no podían existir a menos que él estuviera en plena posesión de sus
sentidos.
Pero ya era demasiado tarde. Al caer sobre los escalones escuchó la risa burlona
de Shenegar Trott.
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XI
Un hermano muerto
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alrededor.
Mientras forcejeaba con el conde, vio a D’Averc, a medio camino de los
escalones, con la camisa desgarrada y cubierta de sangre, con un brazo inmóvil
colgándole de un costado, enfrentándose a cinco de los guerreros halcones. Más allá,
Orland Fank seguía vivo y balanceaba la enorme hacha de guerra sobre su cabeza,
lanzando un extraño aullido.
La respiración de Trott jadeó entre sus gruesos labios y Hawkmoon quedó
asombrado al comprobar la fuerza que tenía.
—Vais a morir, Hawkmoon… ¡Tenéis que morir para que el Bastón Rúnico sea
mío!
Hawkmoon también jadeó mientras forcejeaba con el conde.
—¡Nunca será vuestro! ¡No puede poseerlo ningún hombre!
Le dio un repentino empujón hacia arriba, rompiendo la guardia de Trott y le
golpeó con el puño en el rostro. El conde lanzó un grito, pero en seguida se lanzó de
nuevo hacia adelante. Hawkmoon levantó un pie, enfundado en la bota, y le golpeó
en el pecho, haciéndole retroceder hacia la tarima del escalón superior. Rápidamente,
Hawkmoon recuperó su espada y cuando Shenegar Trott volvió a lanzarse sobre él,
ciego de cólera, lo hizo directamente sobre la punta de la Espada del Amanecer.
Murió emitiendo una obscena maldición entre los labios y dirigiendo hacia atrás una
última mirada al Bastón Rúnico.
Hawkmoon extrajo la espada de su cuerpo y miró a su alrededor. Su legión del
Amanecer se dedicaba a terminar el trabajo emprendido, alcanzando con sus mazazos
a los últimos guerreros halcones. D’Averc y Fank, jadeantes y exhaustos, se apoyaron
contra la tarima, por debajo de donde estaba el Bastón Rúnico.
Los pocos gemidos que aún se escuchaban fueron apagados por las mazas de
guerra que aplastaron las últimas cabezas. Después se hizo un profundo silencio, a
excepción del débil murmullo melódico y de la pesada respiración de los tres
supervivientes.
En cuanto murió el último de los granbretanianos, la legión del Amanecer
desapareció como por encanto.
Hawkmoon contempló el grueso cadáver de Shenegar Trott y frunció el ceño.
—Hemos matado a uno…, pero si éste ha logrado llegar hasta aquí, vendrán más.
Dnark ya no está a salvo del Imperio Oscuro.
Fank sorbió por la nariz y se la limpió con el antebrazo.
—A vos os corresponde garantizar la seguridad de Dnark… y, de hecho, la
seguridad del resto del mundo.
—¿Y cómo creéis que voy a conseguirlo? —preguntó él sonriendo
sardónicamente.
Fank se disponía a contestarle cuando su mirada se fijó en el enorme cadáver del
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Guerrero de Negro y Oro.
—¡Hermano! —exclamó y empezó a bajar los escalones, tambaleándose. Dejó
caer el hacha de guerra y arropó entre sus brazos a la figura cubierta por la armadura
—. Hermano…
—Está muerto —dijo Hawkmoon con suavidad—. Murió a manos de Shenegar
Trott, defendiendo el Bastón Rúnico. Yo maté a Trott…
Fank se echó a llorar.
Algún tiempo después los tres hombres se incorporaron y miraron la carnicería
que se había producido a su alrededor. Todo el salón del Bastón Rúnico se hallaba
lleno de cadáveres. Hasta los dibujos del aire parecían haber adquirido una coloración
rojiza y el aroma amargo–dulzón no se podía distinguir del olor producido por la
muerte.
Hawkmoon envainó la Espada del Amanecer.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó—. Ya hemos terminado el trabajo que
se nos pidió hacer. Hemos defendido con éxito el Bastón Rúnico. Ahora debemos
regresar a Europa.
Entonces, una voz habló a sus espaldas; era la voz dulce del muchacho, de
Jehemia Cohnahlias. Hawkmoon se volvió y observó que ahora estaba junto al
Bastón Rúnico, sosteniéndolo en una mano.
—Ahora, duque de Colonia, tomad lo que habéis ganado con todo derecho —dijo
el muchacho con los ojos rasgados llenos de una expresión de cálido humor—. Os
llevaréis el Bastón Rúnico con vos, de regreso a Europa, para que allí se decida el
destino de la Tierra.
—¡A Europa! Creía que no se lo podía quitar de su sitio.
—Ningún hombre podría hacerlo. Pero vos podéis tomarlo, ya que sois el elegido
por el Bastón Rúnico. —El muchacho extendió la mano hacia Hawkmoon, la mano
que sostenía el Bastón Rúnico—. Tomadlo. Defendedlo. Y rezad para que os defienda
a vos.
—¿Y cómo debemos utilizarlo? —preguntó D’Averc.
—Como gustéis. Que todos los hombres sepan que el Bastón Rúnico cabalga con
vos…, que está de vuestra parte. Decidles que fue el barón Meliadus quien se atrevió
a lanzar un juramento por el Bastón Rúnico, poniendo así en movimiento todos los
acontecimientos que se han sucedido y que terminarán por destruir completamente a
un protagonista u otro. Ocurra lo que ocurra, será el final. Emprended la invasión de
Granbretan si podéis, o morid en el intento. No tardará en producirse la última gran
batalla entre Meliadus y Hawkmoon, y el Bastón Rúnico la presidirá.
Hakwmoon aceptó el bastón en silencio. Lo sintió como algo frío, muerto y muy
pesado, aunque los dibujos de colores seguían iluminándolo.
—Ponéoslo dentro de la camisa, o envolvedlo en un paño —le aconsejó el
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muchacho—, y nadie observará esas delatoras fuerzas que rodean al Bastón Rúnico,
hasta que vos así lo deseéis.
—Gracias —dijo Hawkmoon con serenidad.
—Los Buenísimos os ayudarán a regresar a vuestro hogar —siguió diciendo el
muchacho—. Adiós, Hawkmoon.
—¿Adiós? ¿Adonde iréis ahora?
—A donde pertenezco.
Y, de pronto, el muchacho empezó a cambiar de nuevo, convirtiéndose en una
corriente de luz dorada que aún conservaba cierta semejanza con una figura humana,
introduciéndose a continuación en el propio Bastón Rúnico, que adquirió
inmediatamente una naturaleza cálida, vital y luminosa en manos de Hawkmoon.
Con un ligero estremecimiento, Hawkmoon se guardó el Bastón Rúnico en el
interior de la camisa.
Al salir del salón, D’Averc observó que Orland Fank seguía llorando en silencio.
—¿Qué os aflige, Fank? —preguntó D’Averc—. ¿Seguís lamentando la muerte
del hombre que fue vuestro hermano?
—Sí…, pero aún lamento más la pérdida de mi hijo.
—¿De vuestro hijo? ¿De quién habláis?
Orland Fank señaló con el dedo gordo hacia Hawkmoon, que avanzaba tras ellos,
con la cabeza inclinada, sumido en sus propios pensamientos.
—Él lo tiene.
—¿Qué queréis decir?
—Tenía que ser así —dijo Fank suspirando—. Lo sabía. Pero, a pesar de todo,
soy un hombre. Puedo llorar. Me refiero a Jehemia Cohnahlias.
—¡El muchacho! ¿El espíritu del Bastón Rúnico?
—En efecto. Él era mi hijo… o yo mismo… Jamás he podido comprender esas
cosas del todo…
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Libro segundo
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I
La terraza dominaba el rojizo río Tayme, que se abría paso lentamente hasta el
propio corazón de Londra, entre torres de aspecto sombrío y demencial.
Por encima de ellos cruzaba de vez en cuando un ornitóptero, un brillante pájaro
metálico, y en el río las barcazas de ébano y bronce transportaban las mercancías que
iban y venían de la costa. Aquellas mercancías eran ricas; las barcazas iban cargadas
de artículos robados, así como hombres, mujeres y niños traídos como esclavos a
Londra.
Los ocupantes de la terraza se hallaban protegidos de miradas indiscretas por un
toldo de pesado terciopelo púrpura, que colgaba con borlas de seda escarlata. La
sombra del toldo impedía que nadie pudiera verles desde el río.
Sobre la terraza había una mesa de latón y dos sillas doradas y acolchadas con
felpa azul. Sobre la mesa, una bandeja de platino ricamente decorada contenía una
jarra de vino, hecha de cristal verde oscuro, y dos copas del mismo material. A ambos
lados de la puerta que conducía a la terraza había una joven desnuda, con el rostro,
los senos y los genitales cubiertos de carmín. Cualquiera familiarizado con la corte de
Londra habría reconocido a las jóvenes esclavas como pertenecientes al barón
Meliadus de Kroiden, pues él sólo tenía esclavas que únicamente llevaban sobre su
cuerpo el colorete con el que insistía que se pintaran.
Una de las jóvenes, que miraba fijamente hacia el río, era una rubia que, casi con
toda seguridad, procedía de Colonia, en Alemania, y que constituía una de las
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posesiones del barón, por derecho de conquista. La otra joven era morena, y procedía
sin duda alguna del Oriente Medio, que el barón Meliadus había añadido a sus
propiedades, por medio de su ensangrentada espada.
En una de las sillas doradas estaba sentada una mujer, vestida de la cabeza a los
pies con ricos brocados. Llevaba una máscara de plata, delicadamente configurada
para parecer una garza real. En la otra silla se sentaba una figura vestida con abultado
cuero negro, sobre cuyos hombros se elevaba una enorme máscara que representaba a
un lobo negro con expresión rugiente. Insertó un tubo dorado en la copa de vino y se
llevó el otro extremo a la diminuta abertura existente en la máscara, chupando el vino
con lentitud.
La pareja permanecía en silencio y el único sonido procedía del otro lado de la
terraza, de la estela que dejaban las barcazas al pasar junto a los muros, de alguna
torre distante en la que alguien gritaba o reía, de un ornitóptero que pasaba volando
por lo alto, con sus alas metálicas aleteando lentamente, como si tratara de posarse
sobre la parte superior llana de alguna de las torres.
Entonces, la figura de la máscara empezó a hablar con un tono de voz bajo y
tembloroso. La otra figura no movió la cabeza, ni pareció escuchar sus palabras, sino
que continuó mirando hacia las aguas rojas del río, cuyo extraño color se atribuía a
los efluvios que emanaban de los desagües existentes cerca de su lecho.
—Vos también estáis bajo una ligera sospecha, Plana, y lo sabéis. El rey–
emperador Huon sospecha que podéis haber tenido algo que ver con la misteriosa
locura que se apoderó de los guardias la noche en que escaparon los emisarios de
Asiacomunista. Sin duda alguna, no me ayudo en nada a mí mismo entrevistándome
con vos, pero yo sólo pienso en nuestra querida patria… Sólo me importa la gloria de
Granbretan.
Se detuvo un instante, como si esperara una respuesta, pero al no recibir ninguna
siguió hablando.
—Es evidente, Plana, que la situación actual de la corte no es la que mejor sirve a
los intereses del imperio. Me encanta la excentricidad, claro, como un verdadero hijo
de Granbretan, pero hay una gran diferencia entre excentricidad y senilidad.
¿Comprendéis lo que quiero decir?
Plana Mikosevaar permaneció en silencio.
—Estoy sugiriendo —siguió diciendo el otro— que necesitamos un nuevo
gobernante…, una emperatriz. Sólo queda con vida una única persona que sea
pariente directo de sangre del rey–emperador Huon… Sólo una persona a la que se
aceptaría de buen grado como heredera con todos los derechos, ya que es la heredera
legal del trono del Imperio Oscuro.
Seguía sin haber ninguna respuesta. La figura de la máscara de lobo se inclinó
hacia adelante.
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—¿Plana? —La máscara de garza real se volvió para mirar a la máscara de lobo
—. Plana… podríais ser la reina–emperatriz de Granbretan. Teniéndome a mí como
regente, podríamos garantizar la seguridad de nuestra nación y de nuestros territorios,
consiguiendo que Granbretan fuera aún más grande…, que todo el mundo nos
perteneciera.
—¿Y qué se haría con el mundo una vez que nos perteneciera, Meliadus? —
preguntó Plana Mikosevaar hablando por primera vez—. ¡Disfrutarlo, Plana!
¡Utilizarlo!
—¿Es que nadie se cansa de la violación y el asesinato, de la tortura y la
destrucción?
Meliadus pareció extrañado ante aquel comentario.
—Uno se puede aburrir de todo, claro está, pero hay otras cosas… Están los
experimentos de Kalan, y también los de Taragorm. Teniendo a su disposición los
recursos de todo el mundo, nuestros científicos podrían hacer casi cualquier cosa que
se propusieran. Podrían construirnos naves capaces de atravesar el espacio, tal y
como hicieron los antiguos y como la que, según dice la leyenda, trajo a nuestro
globo al Bastón Rúnico. Podríamos viajar a nuevos mundos y conquistarlos…,
¡oponer la inteligencia y la habilidad al resto del universo! ¡La aventura de
Granbretan podría durar un millón de años!
—¿Y es la aventura y la sensación todo lo que debemos buscar, Meliadus?
—¿Por qué no? Todo es caos a nuestro alrededor, la existencia no tiene el menor
significado. Sólo existe una ventaja en vivir la propia vida, y consiste en descubrir
todas las sensaciones que sea capaz de experimentar la mente y el cuerpo humanos.
Sin duda alguna, eso durará por lo menos un millón de años.
—Ese es nuestro credo, cierto —admitió Plana con un gesto. Después, suspiró—.
En consecuencia, supongo que debo mostrarme de acuerdo con vuestros planes.
Supongo que lo que me sugerís no es ni más ni menos aburrido que cualquier otra
cosa. —Se encogió de hombros y añadió—: Muy bien, seré vuestra reina cuando me
necesitéis…, y si Huon descubre nuestra perfidia… Bueno, será un alivio morir.
Ligeramente inquieto ante aquellas palabras, Meliadus se levantó.
—¿No diréis nada a nadie hasta que no llegue el momento, Plana?
—No diré nada.
—Bien. Ahora debo visitar a Kalan. Se siente atraído por mi plan, puesto que, si
tenemos éxito, eso significará disponer de mayores medios para llevar a cabo sus
experimentos. Taragorm también está conmigo…
—¿Confiáis en Taragorm? Vuestra rivalidad es bien conocida.
—En efecto… Odio a Taragorm y él también me odia a mí. Pero ahora ese odio
mutuo está relativamente apagado. Recordaréis que nuestra rivalidad se inició en el
momento en que Taragorm se casó con mi hermana, con quien yo había intentado
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desposarme previamente. Pero mi hermana se ha comprometido con un zoquete,
según he oído decir…, y Taragorm lo ha descubierto. En consecuencia, tal y como sin
duda habréis oído comentar, mi hermana hizo que sus esclavos la sacrificaran, a ella y
a su zoquete, de una manera harto extraña. Taragorm y yo dimos buena cuenta de los
esclavos y, durante ese episodio, volvimos a descubrir nuestra antigua camaradería.
Puedo confiar en mi cuñado. Él tiene la sensación de que Huon obstaculiza
demasiado sus investigaciones.
Durante todo este tiempo, las voces de ambos no habían sido más que un ligero
susurro, de modo que ni siquiera las esclavas que permanecían ante la puerta
pudieron escuchar sus palabras.
Meliadus se inclinó ante Plana, hizo una seña a sus esclavas, que corrieron a
prepararle la litera para llevarle de regreso a su casa, y poco después se marchó.
Plana siguió mirando fijamente hacia las aguas del río, sin pensar apenas en los
planes expuestos por Meliadus. Ya que no podía hacer otra cosa que soñar con el
elegante D’Averc y en el futuro, cuando pudieran volverse a encontrar y ella pudiera
alejar a D’Averc de Londra y de sus intrigas, yendo quizá a las propiedades rurales
que D’Averc había tenido en Francia y que ella, una vez que fuera reina, podría
devolverle.
En tal caso, quizá fuera conveniente para ella convertirse en reina–emperatriz. De
ese modo, podría escoger a su esposo, y ese esposo sería, desde luego, D’Averc.
Entonces podría perdonarle todos los crímenes que había cometido contra
Granbretan, e incluso podría perdonar a su compañero Hawkmoon y a todos los
demás.
Pero no, Meliadus no estaría de acuerdo en perdonar a D’Averc, y tampoco
admitiría perdonar la vida a todos los demás.
Quizá aquel plan no fuera más que una estupidez. Suspiró. En el fondo, no le
importaba. Incluso dudaba de que D’Averc estuviera todavía con vida. Y, mientras
tanto, no veía razón alguna para no participar, aunque fuera pasivamente, en la
traición de Meliadus, aun cuando tenía una ligera sospecha sobre cuáles podrían ser
las terribles consecuencias del fracaso, y de la magnitud del plan de Meliadus. El
barón debía de sentirse desesperado para haber llegado a considerar la destitución de
su gobernante hereditario. Durante sus dos mil años de gobierno ningún
granbretaniano se había atrevido hasta ahora en pensar siquiera en el destronamiento
del rey–emperador Huon. Plana ni siquiera sabía si eso sería posible.
Se estremeció. Si se convertía en reina, no elegiría la inmortalidad…, sobre todo
si eso significaba convertirse en algo tan arrugado y marchito como Huon.
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II
Kalan de Vitall se acarició la máscara de serpiente con sus manos pálidas de viejo
en las que sobresalían las venas, lo que le daban un aspecto de azuladas serpientes
enroscadas. Los dos hombres se encontraban ante el laboratorio principal. Era una
gran sala, de techo bajo, donde se llevaban a cabo numerosos experimentos,
realizados por hombres que portaban los uniformes y las máscaras de la orden de la
Serpiente, de la que el barón Kalan era el gran jefe. Extrañas máquinas producían
raros sonidos, y luces de colores en miniatura relampagueaban y crujían a su
alrededor, de modo que toda la sala daba la impresión de ser un taller infernal
presidido por demonios. Aquí y allá, seres humanos de ambos sexos y distintas
edades, aparecían sujetos o introducidos en las máquinas, mientras los científicos
comprobaban los resultados de sus experimentos sobre las mentes y cuerpos
humanos. La mayoría de ellos habían sido silenciados de una u otra forma, pero unos
pocos gritaban o gemían con voces peculiarmente demenciales, molestando y
distrayendo a menudo a los científicos, que les introducían trapos en las bocas, o les
cortaban las cuerdas vocales, o encontraban cualquier otro método rápido para
conseguir cierta tranquilidad mientras continuaban con su trabajo.
Kalan posó una mano sobre el hombro de Meliadus y señaló hacia una máquina
que se hallaba cerca de ambos y a la que nadie atendía.
—¿Recordáis la máquina de la mentalidad? ¿La que utilizamos para probar la
mente de Hawkmoon?
—Sí, la recuerdo —gruñó Meliadus—. Fue la que os indujo a creer que podíamos
confiar en Hawkmoon.
—En aquella ocasión tuvimos que enfrentarnos con factores que no pudimos
anticipar —dijo Kalan a modo de justificación—. Pero no es ésa la razón por la que
os he mencionado mi pequeño invento. Se me ha pedido que la utilice esta mañana.
—¿Quién os lo ha pedido?
—El mismo rey–emperador. Me ha llamado al salón del trono y me ha dicho que
quería poner a prueba a un miembro de la corte.
—¿A quién?
—¿En quién se os ocurre pensar, milord?
—¡Yo mismo! —exclamó Meliadus con expresión colérica.
—Exacto. Creo que, de una forma u otra, sospecha de vuestra lealtad, lord
barón…
—¿Hasta qué punto?
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—No demasiado. Al parecer, Huon cree que podéis estar concentrando demasiado
vuestros esfuerzos en planes excesivamente personales, y no lo suficiente en los
intereses de sus propios planes. Creo que sólo le gustaría saber la fuerza de vuestra
lealtad y si habéis abandonado vuestros planes personales…
—¿Tenéis intenciones de obedecer sus órdenes, Kalan?
—¿Me sugerís acaso que las ignore? —replicó Kalan encogiéndose de hombros.
—No… pero ¿qué podemos hacer?
—Tendré que poneros en la máquina de la mentalidad, claro, pero creo que puedo
obtener los resultados que más se adapten a nuestros propios intereses. —Kalan
sonrió con una mueca, a modo de hueco susurro, cuyo sonido surgió de la máscara
que llevaba puesta—. ¿Empezamos, Meliadus?
De mala gana, Meliadus avanzó, contemplando con nerviosismo la reluciente
máquina de metal rojo y azul, con sus misteriosas proyecciones, sus pesados brazos
laterales e instrumentos de aplicación desconocida para él. Su característica principal,
sin embargo, era la gran campana que pendía sobre el resto de la máquina, y que
colgaba de un complicado andamio.
Kalan apretó un conmutador y le hizo un gesto, con una expresión de disculpa.
—Antes teníamos esta máquina en una sala para ella sola, pero últimamente
disponemos de muy poco espacio. Ésa es, desde luego, una de mis mayores quejas.
Se nos pide que hagamos demasiadas cosas y se nos proporciona muy poco espacio
para conseguirlas.
La máquina produjo un sonido parecido a la respiración de una bestia gigantesca.
Meliadus retrocedió un paso. Kalan volvió a sonreír con una mueca e hizo una
seña a unos servidores con máscaras de serpiente para que acudieran a ayudarle a
manejar la máquina de la mentalidad.
—Si sois tan amable de permanecer debajo de la campana, Meliadus, la haremos
bajar en seguida —sugirió Kalan.
Moviéndose con lentitud y desconfianza, Meliadus ocupó un lugar situado bajo la
campana y ésta descendió sobre él hasta cubrirle del todo, con sus lados carnosos
adaptándosele al cuerpo hasta amoldarse a él por completo. Después, Meliadus sintió
como si unos hilos calientes se le introdujeran en el cerebro, tanteándolo. Trató de
gritar, pero su voz sonó apagada. Tuvo alucinaciones, visiones y recuerdos de su vida
pasada, compuestas sobre todo de batallas y derramamientos de sangre, en las que el
odiado rostro de Dorian Hawkmoon surgió a menudo ante sus ojos, adquiriendo miles
de formas distintas, así como el rostro dulce y hermoso de la mujer a la que deseaba
por encima de todo: Yisselda de Brass. Poco a poco, como a través de una eternidad,
toda su vida pasó ante él hasta que hubo recordado todo lo que le sucedió en ella,
todo aquello en lo que hubo pensado o soñado alguna vez, aunque eso no sucedió
secuencialmente, sino por orden de importancia. Por encima de todas las cosas estaba
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el deseo que sentía por Yisselda, su odio contra Hawkmoon y los planes que abrigaba
por destronar al rey–emperador Huon.
Después, la campana se elevó y Meliadus se encontró mirando una vez más la
máscara de Kalan. Por alguna razón, el barón se sentía mentalmente purgado y de
muy buen humor.
—Y bien, Kalan, ¿qué habéis descubierto?
—Por el momento, nada que no supiera ya. Pero tardaremos una hora o dos en
procesar los resultados completos. —Se echó a reír y añadió—: Al emperador le
divertiría mucho verlos.
—Sí. Pero espero que no llegue a conocerlos.
—Bueno, le enseñaremos algo, Meliadus. Algo que le demuestre que el odio que
sentís contra Hawkmoon está disminuyendo, y que vuestro amor por el emperador es
inconmovible y profundo. ¿No se nos dice que el amor y el odio están muy juntos?
En consecuencia, y con un poco de ayuda por mi parte, vuestro odio contra Huon se
convertirá en amor.
—Bien. Y ahora discutamos el resto de nuestro proyecto. En primer lugar,
tenemos que encontrar un medio para conseguir que el castillo de Brass regrese a esta
dimensión, o bien para llegar nosotros hasta donde esté. En segundo lugar tenemos
que hallar el medio de reactivar la Joya Negra que Hawkmoon lleva incrustada en su
frente, ya que de ese modo volveremos a tener poder sobre él. En último término,
debemos diseñar armas y todo aquello que nos ayude a superar a las fuerzas de Huon.
—Desde luego —asintió Kalan—. Ya disponemos de los nuevos motores que
inventé para las naves… —¿Las naves con las que se marchó Trott?
—En efecto. Esos motores impulsan las naves a velocidades muy superiores a las
alcanzadas mediante cualquier otra cosa que se haya inventado. Por el momento, las
naves de Trott son las únicas que están equipadas con ellos. Pero Trott no tardará en
regresar para informar. —¿Adonde fue?
—No estoy seguro. Eso es algo que sólo conocían él y el rey–emperador Huon…
Pero tiene que haber sido a bastante distancia, por lo menos a varios miles de
kilómetros. Quizá en dirección a Asiacomunista.
—Parece probable —asintió Meliadus—. No obstante, olvidémonos por el
momento de Trott y hablemos de los detalles de nuestro plan. Taragorm también está
trabajando en un invento que puede ayudarnos a llegar al castillo de Brass.
—Quizá sería mejor que Taragorm se concentrara en esa línea de investigación,
puesto que ésa es su especialidad, mientras yo me ocupo de intentar reactivar la Joya
Negra —sugirió Kalan.
—Quizá —murmuró Meliadus—. Pero creo que será mejor consultar antes con
mi cuñado. Os dejaré ahora y regresaré dentro de poco.
Y, diciendo esto, Meliadus llamó por señas a sus esclavas, que trajeron la litera.
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Subió a ella, le hizo un gesto de despedida a Kalan y ordenó a las jóvenes que le
llevaran al palacio del Tiempo.
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III
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—En… en el castillo de Brass, honorable…
Meliadus lo sacudió, casi levantándolo del suelo.
—¿Cómo?
—Llegué a ese lugar por accidente… Fui capturado por Hawkmoon de Colonia…
Fui hecho prisionero…, me quitaron el anillo… y me las arreglé para recuperarlo…
Escapé… y regresé aquí —balbuceó Tozer. Amedrentado.
—Ha traído consigo cierta información que resulta de lo más interesante —
intervino Taragorm—. Repetidla, Tozer.
—La máquina que los protege, lo que los mantiene en otra dimensión…, está
guardada en las mazmorras del castillo…, cuidadosamente protegida. Se trata de un
artefacto de cristal que obtuvieron de un lugar llamado Soryandum. Fue eso lo que
los llevó allí, y es eso lo que les garantiza su seguridad. Lo que digo es cierto,
milord…
—Es verdad, Meliadus —insistió Taragorm echándose a reír—. Le he sometido a
prueba una docena de veces. Ya había oído hablar de esa máquina de cristal, pero no
sospechaba que existiera todavía. Y eso, junto con el resto de la información que
Tozer me ha proporcionado, creo que me permitirá conseguir algunos resultados.
—¿Podéis hacernos llegar hasta el castillo de Brass?
—Oh, creo que podrá hacerse algo mucho más conveniente que eso, hermano…,
dentro de muy poco tiempo, pues estoy bastante seguro de que podré traer hasta
nosotros el mismo castillo de Brass.
Por un momento, Meliadus miró en silencio a Taragorm. Después, se echó a reír.
Sus risotadas fueron tan grandes que amenazaron con apagar el increíble ruido
producido por los relojes.
—¡Por fin! ¡Por fin! ¡Gracias, hermano! ¡Gracias, maese Tozer! ¡Es evidente que
el destino está de mi parte!
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IV
Al día siguiente, sin embargo, Meliadus fue llamado ante la presencia del rey–
emperador Huon, en la sala del trono.
Mientras se dirigía al palacio, Meliadus reflexionaba, sumido en sus propios
pensamientos. ¿Le habría traicionado Kalan? ¿Acaso el científico le había
comunicado al rey–emperador Huon los verdaderos resultados de la prueba efectuada
con la máquina de la mentalidad? ¿O había sospechado algo el propio rey–emperador
Huon? Después de todo, el monarca era inmortal. Había vivido durante dos mil años
y, sin duda alguna, había aprendido mucho. ¿Eran los resultados falsificados de Kalan
demasiado burdos como para engañar a Huon? Meliadus experimentó una sensación
de pánico. ¿Significaba esto el fin de todo? ¿Ordenaría Huon a los guerreros de la
orden de la Mantis que lo destruyeran en cuanto llegara a la sala del trono?
Las grandes puertas se abrieron ante él. Los guerreros mantis se situaron a ambos
lados. En el extremo más alejado se encontraba el globo del trono, negro y
misterioso.
Meliadus empezó a caminar hacia él.
Al llegar cerca, se inclinó, pero el globo del trono permaneció misteriosamente
negro y sólido durante un rato. ¿Es que Huon estaba jugando con él?
Finalmente, el globo empezó a adquirir un tono azul oscuro, después verde y a
continuación rosado, hasta que se puso blanco, dejando al descubierto una figura en
forma de feto, cuyos ojos incisivos y malevolentes contemplaron intensamente a
Meliadus.
—Barón…
—Señor, el más noble de los gobernantes.
—Nos agrada volver a veros.
Meliadus levantó la mirada, algo sorprendido.
—¿Gran emperador?
—Nos alegra volver a veros, y deseamos honraros.
—¿Noble príncipe?
—Sabéis que Shenegar Trott emprendió una expedición especial.
—Lo sé, poderoso monarca.
—¿Y sabéis también adonde fue?
—No lo sé, luz del universo.
—Se dirigió a Amarehk para descubrir allí todo lo que pudiera sobre ese
continente…, para comprobar si encontraríamos resistencia en caso de desembarcar
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nuestras fuerzas allí.
—¿Queréis decir, inmortal gobernante, que al parecer encontró resistencia…?
—En efecto. Hace ya una semana o más que tendría que haber estado de vuelta
para informarnos. Estamos preocupados.
—¿Pensáis que ha muerto, noble emperador?
—Nos gustaría descubrir eso…, y descubrir también quién lo mató si ése fuera el
caso.
Barón Meliadus, deseamos confiaros el mando de una segunda expedición.
Al principio, Meliadus se sintió lleno de furia. ¡Él en segundo lugar, por detrás de
aquel grueso bufón de Trott! ¡Él perdiendo el tiempo, dedicado a recorrer las costas
de un continente en busca del paradero de Trott! ¡No quería saber nada al respecto!
Habría atacado el globo del trono ahora mismo si aquel senil estúpido no le hubiera
podido despedazar en un instante. Controló su rabia lo mejor que pudo y un nuevo
plan empezó a adquirir forma en su mente.
—¡Me siento muy honrado, rey todopoderoso! —dijo con una burlona humildad
—. ¿Puedo escoger a mis hombres?
—Si así lo deseáis…
—En tal caso llevaré conmigo a hombres en los que pueda confiar. Serán
miembros de la orden del Lobo y de la orden del Buitre.
—Pero ellos no son marinos.
—Entre los buitres hay algunos marinos, emperador del mundo, y ésos serán
precisamente los hombres que seleccione.
—Como digáis, barón Meliadus, como digáis.
Meliadus estaba sorprendido al saber que Trott había viajado hasta Amarehk, lo
que le hizo experimentar más resentimiento, pues eso quería decir que Huon había
confiado al duque de Sussex una misión que le habría correspondido a él por derecho.
Otra cuenta que saldar, se dijo a sí mismo. Ahora se alegraba de haber esperado su
momento, de modo que aceptó o pareció aceptar las órdenes del rey. De hecho, la
misma persona a la que ahora consideraba como su mayor enemigo, después de
Hawkmoon, acababa de poner entre sus manos una oportunidad de oro.
Meliadus aparentó reflexionar por un momento y después dijo:
—Si creéis que no se puede confiar en los buitres, monarca del espacio y del
tiempo, me permito sugerir que podría llevarme entonces a su jefe… —¿Su jefe?
Asrovak Mikosevaar está muerto… ¡Hawkmoon lo mató!
—Pero su viuda heredó el cargo… —¡Plana! ¡Una mujer!
—En efecto, gran emperador. Ella los controlará.
—No se me habría pasado por la cabeza que la condesa de Kanbery pudiera
controlar ni siquiera a un conejo. Es tan ambigua. Pero si es eso lo que deseáis,
milord, que sea así.
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Discutieron durante más de una hora los detalles del plan, y el rey le proporcionó
a Meliadus toda la información posible sobre la primera expedición al mando de
Trott.
Después, Meliadus abandonó la sala del trono, con una expresión de triunfo en
sus ojos.
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V
La flota en Deau–Veré
La pequeña flota permanecía anclada sobre un mar lívido, dominada por la ciudad
de Deau–Veré, llena de torres, y flanqueada por tres de sus lados por muelles de
piedra escarlata. Sobre los planos y amplios tejados de los edificios había miles de
ornitópteros, todos ellos fantásticamente configurados para que parecieran aves y
bestias míticas, con las alas plegadas; en las calles, sus pilotos, portando máscaras de
cuervo y búho, se mezclaban con los marineros con cascos de pescado y de serpiente
marina, y con los de infantería y caballería —pertenecientes a las órdenes del Cerdo,
la Calavera, el Perro, la Cabra y el Toro—, todos los cuales se preparaban para cruzar
el canal, no por barco, sino por el famoso puente de Plata que cruzaba el mar, y que
se podía ver al otro lado de la ciudad, con su gran curva desapareciendo en la
distancia, con toda su delicada y brillante estructura sobrecargada constantemente con
el tráfico que procedía y se dirigía hacia el continente.
En el puerto, los buques de guerra estaban atiborrados de soldados que llevaban
los cascos de las órdenes del Lobo y del Buitre, armados hasta los dientes con
espadas, lanzas, arcos, aljabas de flechas y lanzas de fuego, y en el buque insignia
ondeaban los estandartes tanto del gran jefe de la orden del Lobo como de la orden
del Buitre, que en otros tiempos había sido simplemente la legión del Buitre, pero a la
que el rey–emperador Huon había elevado a la categoría de orden, en recompensa por
las luchas libradas en Europa, así como para honrar la muerte de su sangriento
capitán Asrovak Mikosevaar.
Los barcos eran notables en el sentido de que no disponían de velas, sino que en
sus popas se habían montado enormes ruedas dotadas de palas. Habían sido
construidos con una mezcla de madera y metal; la madera aparecía ricamente tallada,
y en cuanto al metal mostraba dibujos barrocos. Llevaban paneles en los costados en
los que se veían intrincadas pinturas mostrando algunas de las victorias conseguidas
por los ejércitos de Granbretan. Los decorados mascarones de proa representaban a
los terroríficos dioses antiguos de Granbretan, dando nombre a los barcos: Johne,
Jhorg, Phowl, Rhunga, de quienes se decía que habían gobernado el país antes del
Milenio Trágico; Chirshil, el dios aullante; Bjrin Adass, el dios cantante; Jcajee Blad,
el dios gimiente; Jh’Im Slas, el dios que llora, y Aral Vilsn, el dios rugiente, dios
supremo, padre de Skvese y Blansacredid, dioses del ocaso y del caos.
El Aral Vilsn era el buque insignia y sobre su puente de mando se hallaba la alta
figura del barón Meliadus, acompañado por la condesa Plana Mikosevaar. Debajo del
puente empezaban a reunirse las máscaras de las órdenes del Lobo y del Buitre
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correspondientes a los capitanes de los demás barcos, que habían sido convocados
por Meliadus.
Todos ellos miraron con expectación a Meliadus, que se aclaró la garganta y dijo:
—Sin duda alguna, caballeros, os preguntaréis cuál será nuestro destino…, así
como la naturaleza de estos extraños barcos en los que vamos a navegar. Los barcos
no son ningún misterio; están equipados con ingenios similares a los que impulsan
nuestros ornitópteros, pero mucho más poderosos, y son el invento de ese gran genio
de Granbretan que es el barón Kalan de Vitall. Pueden transportarnos con mayor
rapidez a través de los océanos, por lo que no tendremos que esperar ni depender de
la voluntad de los elementos. En cuanto a nuestro destino, eso es algo que os revelaré
en privado. Este barco, el Aral Vilsn, ostenta el nombre del dios supremo de la
antigua Granbretan, que convirtió a esta nación en lo que es hoy día. Sus barcos
gemelos son el Skvese y el Blansacredid, los nombres con los que antiguamente se
designaban a los dioses del ocaso y del caos. Pero también son los hijos de Aral Vilsn
y representan la gloria de Granbretan, nuestra antigua y oscura gloria, la gloria
tenebrosa, sangrienta y terrible de nuestro país. Una gloria de la que, estoy seguro de
ello, todos os sentiréis muy orgullosos. —Meliadus hizo una pausa y añadió—:
¿Queréis que se pierda esa gloria, caballeros?
—¡No! ¡No! —rugió la respuesta de todos ellos—. ¡Por Aral Vilsn, por Skvese,
por Blansacredid! ¡No! ¡No!
—¿Y estaríais dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de garantizar que
Granbretan conserve su negro poder y su gloria lunática?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
—¿Y estaréis todos unidos conmigo en una demencial aventura como la que
correrán los que se han embarcado en el Aral Vilsn y sus dos buques gemelos?
—¡Sí! ¡Decidnos de qué se trata! ¡Decidlo!
—¿No retrocederéis ante nada? ¿Me seguiréis hasta el final?
—¡Sí! —gritaron todas las voces.
—Entonces, seguidme a mi cabina de mando y allí os detallaré el plan. Pero,
quedáis advertidos, una vez que hayáis entrado en esa cabina, tendréis que seguirme
siempre. Y aquel que retroceda no abandonará la cabina con vida.
A continuación, Meliadus bajó del puente de mando y bajó hacia la cabina,
situada bajo la cubierta. Todos los capitanes presentes le siguieron, y cada uno de
ellos terminaría por salir con vida de aquella cabina.
El barón Meliadus permaneció en pie ante ellos. La cabina de mando sólo estaba
iluminada por una débil lámpara. Había mapas sobre la mesa, pero él no los consultó.
Se dirigió a sus hombres empleando una voz baja y vibrante.
—No seguiré perdiendo el tiempo, caballeros, y os comunicaré inmediatamente la
naturaleza de esta aventura. Nos hallamos embarcados en una traición… —Se aclaró
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la garganta y continuó—: Estamos a punto de rebelarnos contra nuestro gobernante
hereditario, Huon, el rey–emperador.
Muchas bocas se abrieron con expresiones de asombro, mientras las máscaras de
lobo y de buitre contemplaban fijamente al barón Meliadus.
—El rey–emperador Huon se ha vuelto loco —siguió diciendo Meliadus con
rapidez—. No es la ambición personal lo que me induce a llevar a cabo este plan,
sino el gran amor que siento por nuestra patria. Huon está loco… Sus dos mil años de
vida le han nublado el cerebro, en lugar de proporcionarle una mayor sabiduría. Está
intentando que nos expandamos con excesiva rapidez. Esta expedición, por ejemplo,
estaba destinada a marchar contra Amarehk, para comprobar si se puede conquistar
ese territorio, a pesar de que apenas acabamos de dominar el Oriente Próximo, y de
que aún quedan partes de Muskovia que no son del todo nuestras.
—¿Y vos gobernaréis en lugar de Huon, barón? —preguntó con un tono de
cinismo un capitán buitre.
Meliadus sacudió la cabeza, negándolo.
—En modo alguno. Plana Mikosevaar será vuestra reina. Las órdenes del Buitre y
del Lobo ocuparán el lugar de la orden de la Mantis en el favor real. Las vuestras
serán las órdenes supremas…
—Pero los buitres son una orden de mercenarios —señaló un capitán lobo.
—Han demostrado ser leales a Granbretan —replicó Meliadus encogiéndose de
hombros—. Y se podría argumentar diciendo que muchas de nuestras propias órdenes
son instituciones moribundas, y que el Imperio Oscuro necesita sangre fresca.
—De modo que Plana Mikosevaar sería nuestra reina–emperatriz —dijo otro
capitán buitre con acento reflexivo—. ¿Y vos, barón?
—Regente y consorte. Me casaré con Plana y la ayudaré a gobernar.
—En tal caso seréis el verdadero rey–emperador, excepto por el nombre —dijo el
mismo capitán.
—Seré poderoso, es cierto…, pero Plana es de sangre real, mientras que yo no lo
soy. Ella es vuestra reina–emperatriz por derecho de herencia. Yo sólo seré el
supremo lord de la guerra, y dejaré en sus manos todos los demás asuntos de
estado… Al fin y al cabo, la guerra es mi vida, caballeros, y lo único que intento
hacer es mejorar la forma en que llevamos a cabo nuestras guerras.
Los capitanes parecieron sentirse satisfechos con aquellas palabras.
—De modo que —siguió diciendo Meliadus— en lugar de dirigirnos a Amarehk
con la marea de la mañana, navegaremos rodeando un poco la costa, en espera de que
llegue nuestro momento. Después, nos dirigiremos hacia el estuario del Tayme y
navegaremos río arriba hacia Londra. Llegaremos al corazón de la ciudad antes de
que nadie imagine nuestras intenciones.
—Pero Huon está bien protegido. Es imposible asaltar su palacio. Sin duda
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alguna habrá en la ciudad legiones que le serán leales —dijo otro capitán lobo.
—Tendremos aliados en la ciudad. Muchas de las legiones estarán con nosotros.
Taragorm está de nuestra parte y, desde la muerte de su primo, él es el comandante
hereditario de varios miles de guerreros. La orden del Hurón es pequeña, pero
dispone de numerosas legiones en Londra, mientras que la mayoría de las demás
legiones se encuentra en Europa, defendiendo nuestras posesiones. Los nobles que
más probablemente permanecerían leales a Huon se encuentran en estos momentos
fuera del país. Así pues, el momento es ideal. El barón Kalan también está con
nosotros… El nos puede ayudar con nuevas armas y con sus hombres de la orden de
la Serpiente para manejarlas. Si alcanzamos una victoria rápida…, o si al menos
logramos progresar con rapidez, entonces es muy probable que otros muchos se nos
unan, pues pocos seguirán sintiendo amor por el rey–emperador Huon una vez que
sepan que Plana ha ocupado el trono.
—Yo siento lealtad por el rey–emperador Huon… —admitió un capitán lobo—.
Eso es algo para lo que nos han educado.
—También os han educado para sentir lealtad por el espíritu de Aral Vilsn… ante
el que se inclina todo lo que hay en Granbretan. ¿Acaso no es ésa una lealtad mucho
más profunda que todas las demás?
El capitán reflexionó un momento antes de asentir.
—Sí… tenéis razón. Con un nuevo gobernante de sangre real en el trono, quizá
alcancemos toda nuestra grandeza.
—¡Oh, así será! ¡Así será! —prometió Meliadus ferozmente, con sus ojos negros
refulgiendo por entre la ranura de su casco.
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VI
En el gran salón del castillo de Brass, Yisselda Hawkmoon, la hija del conde de
Brass, no dejaba de llorar.
Lloraba de alegría, sin poder creer que el hombre que se hallaba ante ella fuera su
esposo, al que amaba con tal pasión, que apenas se atrevía a tocarle por temor a que
sólo se tratara de un fantasma. Hawkmoon se echó a reír y avanzó hacia ella, la rodeó
con sus brazos y le besó las lágrimas que corrían por sus mejillas. Entonces, ella
también se echó a reír y la expresión de su rostro se hizo radiante.
—¡Oh, Dorian! ¡Dorian! ¡Temíamos que os hubieran matado en Granbretan!
—Considerando todo lo que ha sucedido —replicó Hawkmoon con una sonrisa
—, Granbretan fue el lugar más seguro en el que estuvimos durante nuestros viajes.
¿No es así, D’Averc?
D’Averc tosió ocultando la boca tras un pañuelo.
—Sí…, y quizá fuera también el más saludable.
El delgado Bowgentle, de expresión amable en el rostro, sacudió la cabeza con
una suave mirada de asombro.
—Pero ¿cómo habéis regresado desde Amarehk en aquella dimensión, hasta
Camarga en ésta?
Hawkmoon se encogió de hombros.
—No me lo preguntéis, sir Bowgentle, no me lo preguntéis. Los Buenísimos nos
han traído hasta aquí. Eso es todo lo que sé. El viaje ha sido rápido, puesto que sólo
hemos tardado unos pocos minutos.
—¡Los Buenísimos! ¡Jamás había oído hablar de ellos! —dijo el conde Brass
acariciándose el rojizo bigote y tratando de contener las lágrimas que pugnaban por
acudir a sus ojos—. ¿Son espíritus de algún tipo?
—Eso creo, padre. —Hawkmoon abrió los brazos para estrechar entre ellos a su
suegro—. Tenéis muy buen aspecto, conde Brass. Vuestro pelo es tan rojizo como
siempre.
—Eso no es un signo de juventud —se quejó el conde Brass—. ¡Eso es óxido!
Me estoy oxidando mientras que vos disfrutáis recorriendo el mundo entero.
Oladahn, el pequeño hijo de los gigantes de las Montañas Búlgaras, avanzó
tímidamente hacia él.
—Me alegro mucho de veros, amigo Hawkmoon. Y, a lo que parece, con muy
buena salud. —Sonrió burlón y le ofreció una copa de vino—. Tomad…, bebed esta
copa de bienvenida.
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Hawkmoon le devolvió la sonrisa y aceptó la copa, bebiendo su contenido de un
solo trago.
—Gracias, amigo Oladahn. ¿Cómo estáis?
—Aburrido. Todos nosotros estamos aburridos… Ya temíamos que no
regresaríais jamás.
—Pues ya he vuelto, y creo que tengo suficientes historias que contaros sobre
nuestras aventuras como para distraeros durante unas horas. También traigo noticias
sobre una misión que se nos ha encomendado, y que aliviará la inactividad que todos
estáis sufriendo.
—¡Contadnos! —rugió el conde Brass—. ¡Contadnos en seguida!
Hawkmoon se echó a reír alegremente.
—Sí, lo haré…, pero permitidme un momento que contemple a mi esposa. —Se
volvió y miró los ojos de Yisselda y vio que en ellos había aparecido ahora una
expresión de preocupación—. ¿Qué os ocurre, Yisselda?
—He visto algo en vuestra manera de comportaros —dijo ella—. Algo me dice,
milord, que no tardaréis en arriesgar de nuevo vuestra vida.
—Quizá.
—Si así tiene que ser, que así sea. —Lanzó un profundo suspiro y le sonrió—.
Pero espero que no sea esta misma noche.
—No lo será durante varias noches. Tenemos que hacer muchos planes.
—Sí —asintió ella con suavidad contemplando las piedras del salón—. Y yo
tengo muchas cosas que contaros.
El conde Brass se adelantó haciendo gestos para que todos se dirigieran hacia el
extremo del salón, donde los sirvientes ya habían terminado de preparar la mesa con
abundante comida.
—Comamos. Hemos guardado nuestras mejores viandas para este momento.
Más tarde, sentados con los estómagos llenos ante el fuego de la chimenea,
Hawkmoon les mostró la Espada del Amanecer y el Bastón Rúnico, que se sacó del
interior de la camisa. El salón quedó iluminado inmediatamente con luces oscilantes
que trazaban dibujos de color en el aire, y el extraño aroma amargo–dulzón llenó toda
la estancia.
Todos contemplaron el Bastón Rúnico con un respetuoso silencio, hasta que
Hawkmoon se lo volvió a guardar.
—Éste es nuestro estandarte, amigos míos. Esto es a lo que ahora servimos
cuando emprendamos la lucha contra todo el Imperio Oscuro.
Oladahn se rascó el pelo que le cubría el rostro.
—Contra todo el Imperio Oscuro, ¿eh?
—Así es —asintió Hawkmoon sonriendo con suavidad—. ¿Es que no hay varios
millones de guerreros del lado de Granbretan? —preguntó Bowgentle con
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ingenuidad.
—Sí, creo que son varios millones.
—A nosotros, en el castillo de Brass, sólo nos quedan unos quinientos
camarguianos —murmuró el conde Brass limpiándose los labios con la manga y
haciendo una mueca burlona—. Si lo comparamos…
—Nosotros disponemos de más de quinientos —intervino entonces D’Averc—.
Olvidáis la legión del Amanecer —dijo, señalando la espada de Hawkmoon, que
estaba junto a la silla de éste, guardada en su funda.
—¿Cuántos hombres componen esa misteriosa legión? —preguntó Oladahn.
—No lo sé… Quizá sea un número infinito, quizá no.
—Digamos que sean mil —musitó el conde Brass—, y eso siendo conservadores,
claro. Si calculamos mil quinientos guerreros contra…
—Varios millones —terminó diciendo D’Averc.
—Eso es…, varios millones, equipados con todos los recursos del Imperio
Oscuro, incluyendo conocimientos científicos que nosotros no podemos igualar…
—Disponemos del Amuleto Rojo y de los anillos de Mygan —le recordó
Hawkmoon.
—Ah, sí, eso… —pareció burlarse el conde Brass—. Sí, también disponemos de
eso, e incluso nos asiste el derecho. ¿Sirve eso de algo, duque Dorian?
—Quizá. Pero si utilizamos los anillos de Mygan para regresar a nuestra propia
dimensión y entablamos un par de pequeñas batallas cerca de nuestro hogar,
liberando así a los que ahora están oprimidos, podemos empezar a poner en pie de
guerra una especie de ejército de campesinos.
—¿Un ejército de campesinos, decís? Hmm…
—Sé que suena a empeño imposible, conde Brass —admitió Hawkmoon con un
suspiro.
—En efecto, muchacho, lo habéis supuesto bien —dijo al fin el conde Brass con
una amplia sonrisa—. ¿Qué queréis decir?
—Se trata precisamente de la clase de situaciones que más me encantan. ¡Traeré
los mapas y empezaremos a planear nuestras primeras campañas!
Mientras el conde Brass se marchaba, Oladahn le dijo a Hawkmoon:
—Se nos ha olvidado deciros que Elvereza Tozer escapó. Mató al guardia que le
custodiaba mientras estaba fuera, cabalgando. Regresó aquí, recuperó su anillo y se
desvaneció.
—Ésas son malas noticias —dijo Hawkmoon frunciendo el ceño—. Podría haber
regresado a Londra.
—Exacto. En estos momentos somos muy vulnerables, amigo Hawkmoon.
El conde Brass regresó con los mapas.
—Y ahora veamos…
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Una hora más tarde, Hawkmoon se levantó de la mesa y tomó la mano de
Yisselda, se despidió de sus amigos y siguió a su esposa hacia sus habitaciones.
Cinco horas más tarde ambos seguían despiertos, el uno en brazos del otro. Y fue
entonces cuando ella le comunicó que iban a tener un hijo.
Hawkmoon aceptó la noticia en silencio, y se limitó a besarla y a estrecharla aún
más contra su pecho. Pero cuando ella se hubo dormido, se levantó y se dirigió a la
ventana, contemplando los juncos y las marismas de Camarga, pensando para sí
mismo que ahora tenía algo mucho más importante que un ideal por lo que luchar.
Confió en vivir lo suficiente para ver a su hijo.
Confió en que aquel hijo naciera aun cuando él perdiera la vida.
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VII
Meliadus sonrió detrás de su máscara y apretó la mano que tenía posada sobre el
hombro de Plana Mikosevaar cuando las torres de Londra aparecieron a la vista, río
arriba.
—Todo está saliendo muy bien —murmuró el barón—. Dentro de muy poco,
querida, seréis reina. Ellos no sospechan nada. No pueden sospecharlo. No se ha
producido ningún levantamiento como éste desde hace siglos. No están preparados
para enfrentarse a él. ¡Cómo maldecirán a los arquitectos que situaron los cuarteles
junto al río!
Plana estaba cansada de escuchar el zumbido de los motores y el murmullo de las
palas que impulsaban el barco para que siguiera su curso. Ahora se daba cuenta de
que una de las virtudes de un barco de vela era su silencio. En cuanto aquellos
ruidosos artefactos hubieran servido para su propósito y ella gobernara, no permitiría
que ninguno de ellos se acercara a Londra. Volvió a sumirse en sus propios
pensamientos y se olvidó de Meliadus y de su plan, se olvidó incluso de que la única
razón por la que había aceptado aquel plan era porque no le importaba lo que fuera de
ella misma. Volvía a pensar en D’Averc.
Los capitanes de los barcos que iban delante sabían lo que tenían que hacer.
Además de disponer de los motores de Kalan, ahora habían sido equipados con el
cañón de fuego de Kalan, y sabían cuáles eran sus objetivos: los cuarteles militares de
las órdenes del Cerdo, la Rata y la Mosca, alineados a lo largo de las orillas del río,
en las afueras de Londra.
El barón Meliadus dio instrucciones al capitán de su barco para que izara el color
apropiado, la bandera que daría la señal a todos los demás para que iniciaran el
bombardeo.
Londra seguía envuelta en el amanecer, tan tenebrosa como siempre, con sus
endemoniadas torres elevándose hacia el cielo parecidas a los dedos agarrotados de
millones de hombres enloquecidos.
A aquellas horas de la mañana no habría nadie despierto, excepto los esclavos.
Nadie, excepto Taragorm, Kalan y sus hombres, en espera del estruendo de la lucha
para ocupar las posiciones que se les habían asignado previamente. Tenían la
intención de matar a cuantos pudieran, para después empujar a los demás hacia el
palacio, embotellándolos allí, encerrándolos tras los muros, de tal modo que al
atardecer ya no tuvieran que verse obligados a seguir atacando varios objetivos, sino
sólo uno.
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Meliadus sabía que aun cuando tuvieran éxito con este plan, la verdadera lucha no
empezaría más que con el ataque al palacio, y que sería difícil apoderarse de él antes
de que llegaran refuerzos.
La respiración de Meliadus se aceleró. Sus ojos refulgieron cuando las bocas de
bronce de los cañones escupieron fuego, lanzándolo contra los cuarteles cuyas
dotaciones estaban totalmente desprevenidas. En cuestión de pocos segundos el aire
de la mañana se llenó con una tremenda explosión cuando uno de los cuarteles saltó
por los aires.
—¡Qué suerte! —exclamó Meliadus—. Es un presagio espléndido. ¡No había
esperado tener un éxito así tan temprano!
Se produjo una segunda explosión —un cuartel situado en la otra orilla del río—,
y de los restos de los edificios salieron corriendo los hombres aterrorizados, algunos
de ellos tan alarmados que incluso olvidaron recoger sus máscaras. Mientras trataban
de abandonar los cuarteles, el cañón de fuego les alcanzó de nuevo, convirtiéndolos
en cenizas. Sus gritos y aullidos se extendieron por entre las torres dormidas de
Londra… Y ése fue el primer aviso que tuvieron los ciudadanos sobre lo que ocurría.
Las máscaras de la orden del Lobo se volvieron para mirar a las de la orden del
Buitre con una silenciosa satisfacción, mientras contemplaban la carnicería que se
estaba produciendo en las orillas. Los cerdos y las ratas se apresuraban a buscar
refugio…, y las moscas se parapetaron tras los edificios más cercanos, tratando de
resistir. Los pocos que habían llevado consigo sus lanzas de fuego empezaron a
disparar.
Había empezado la pelea entre las bestias.
Aquello formaba parte del modelo de destino puesto en movimiento por Meliadus
cuando, al abandonar el castillo de Brass, juró por el Bastón Rúnico.
Pero en aquellos momentos, nadie habría sido capaz de saber cómo se resolvería
la situación, ni quién sería el que se alzaría con la victoria: Huon, Meliadus o
Hawkmoon.
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VIII
El invento de Taragorm
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lleno de satisfacción.
Meliadus emitió un profundo gruñido y fue en ese momento cuando Plana se dio
cuenta de que estaba expresando un extremo placer ante la noticia.
—¡Oh. Taragorm! ¡Por fin son míos esos conejitos!
—No estoy seguro del todo de que mi máquina funcione —le advirtió Taragorm
echándose a reír—, pero tengo la sensación de que funcionará bien, ya que está
basada en una fórmula que he descubierto en el mismo libro que mencionaba la
máquina de cristal de Soryandum. ¿Queréis verlo?
—¡Claro que sí! ¡Conducidme hasta ella, hermano, os lo ruego!
—Por aquí.
Taragorm condujo a Meliadus y a Plana a lo largo de dos cortos pasillos llenos
con el ruido procedente de los relojes. Llegaron al fin ante una puerta exterior baja
que él abrió con una pequeña llave.
—Aquí dentro. —Tomó una antorcha del soporte donde estaba y la empleó para
alumbrar la mazmorra que acababa de abrir—. Ahí. Se encuentra más o menos al
mismo nivel que la máquina de cristal que hay en el castillo de Brass. Su voz puede
atravesar las dimensiones.
—Yo no oigo nada —dijo Meliadus algo desilusionado.
—Eso es porque no hay nada que escuchar… en esta dimensión. Pero os
garantizo que produce un buen sonido, en algún otro punto del espacio y del tiempo.
Meliadus avanzó hacia el objeto. Era como la carcasa de un gran reloj de latón,
del tamaño de un hombre. El péndulo se balanceaba por debajo, moviendo la palanca
de escape que hacía funcionar las manecillas. Tenía muelles y ruedas dentadas y se
parecía en todos los aspectos a un enorme reloj ordinario. En la parte de atrás se había
montado un brazo extendido a modo de gong. Mientras ellos observaban, las
manecillas dieron la media hora y el brazo se movió con lentitud, elevándose, para
caer después repentinamente sobre el gong. Pudieron ver cómo vibraba éste, pero no
escucharon ni el susurro de un sonido.
—¡Increíble! —exclamó Meliadus en voz baja—. Pero ¿cómo funciona?
—Aún tengo que ajustarlo un poco para asegurarme de que opera exactamente en
la dimensión correcta del espacio y el tiempo que he logrado localizar con la ayuda
de Tozer. Cuando llegue la medianoche, nuestros amigos del castillo de Brass
experimentarán algo así como una muy desagradable sorpresa.
Meliadus emitió un suspiro de placer.
—¡Oh, noble hermano! ¡Seréis el hombre más rico y honrado de todo el imperio!
La extraña máscara en forma de reloj de Taragorm se inclinó ligeramente, como
en reconocimiento de la promesa que le acababa de hacer Meliadus.
—Eso es de lo más conveniente, y os lo agradezco, hermano —murmuró
Taragorm—. ¿Estáis seguro de que funcionará?
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—Si no funcionara no sería el hombre más rico y honrado de todo el imperio —
replicó Taragorm de buen humor—. Pero, sin duda alguna, espero que no os ocupéis
de recompensarme de un modo menos agradable.
Meliadus extendió uno de sus brazos sobre los hombros de su cuñado.
—¡No habléis de ese modo, hermano! ¡Oh, no habléis así!
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IX
—Bien, bien, caballeros. Supongo que sólo se tratará de alguna clase de revuelta
civil.
La voz dorada provino del arrugado cuello, y los intensos ojos negros miraban de
un lado a otro, hacia las máscaras reunidas ante él.
—Es una traición, noble monarca —dijo una máscara mantis, cuyo portador
llevaba el uniforme sucio, y cuya máscara aparecía quemada por una lanza de fuego.
—Es una guerra civil, gran emperador —resaltó otro.
—Y están a punto de vencernos —murmuró el hombre situado al lado del
anterior, casi hablando consigo mismo—. No estábamos preparados para esto,
excelso gobernante.
—Claro que lo estabais. Totalmente. Os acuso por ello a todos… y también a nos.
Hemos sido engañados. —Los ojos se movieron con lentitud por entre los
capitanes reunidos—. ¿No está Kalan entre vosotros?
—No, gran señor.
—¿Y Taragorm? —preguntó con suavidad la dulce voz.
—Taragorm tampoco está presente, rey todopoderoso.
—Vaya… Y algunos de vosotros creéis haber visto a Meliadus en el buque
insignia…
—En compañía de la condesa Flana, magnífico emperador.
—Eso tiene lógica. Sí, en efecto, hemos sido engañados. Pero no importa…,
supongo que el palacio está bien defendido, ¿no es cierto?
—Sólo una gran fuerza podría atreverse a intentar ocuparlo, señor del mundo.
—Pero ¿y si ellos disponen de una gran fuerza? ¿Y si cuentan con la ayuda de
Kalan y de Taragorm, que son capaces de proporcionarles otros poderes? ¿Estamos
preparados para resistir un asedio, capitán? —preguntó Huon, dirigiéndose al capitán
de la guardia Mantis, que inclinó la cabeza.
—En cierta medida, excelente príncipe. Pero algo así no tiene ningún precedente.
—Eso es cierto. Quizá debiéramos salir en busca de refuerzos.
—Tendrían que acudir desde el continente —informó el capitán—. Todos los
barones leales se encuentran allí… Adaz Promp, Breñal Farun, Shenegar Trott…
—Shenegar Trott no está en el continente —dijo con amabilidad el rey–
emperador Huon—. … Jerek Nankenseen, Mygel Holst…
—Sí, sí, sí…, conozco los nombres de nuestros barones. Pero ¿podemos estar
seguros de que son leales?
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—Yo así lo supondría, gran rey–emperador, puesto que sus hombres han perecido
hoy en combate. Si estuvieran aliados con Meliadus, sin duda alguna le habrían
apoyado los que son leales a su orden.
—Vuestra suposición es probablemente cierta. Muy bien…, llamad a los lores de
Granbretan. Decidles que deben traer consigo todas las tropas de que dispongan, y
que deben hacerlo con la mayor rapidez posible. Decidles que nos encontramos en
una situación inconveniente. Será mejor que el mensajero se marche desde los tejados
del palacio. Tenemos entendido que aún disponemos de varios ornitópteros.
Desde alguna parte les llegó, apagado y distante, un rugido que parecía provenir
de un cañón de fuego, y la sala del trono retembló ligeramente.
—Una situación extremadamente inconveniente —añadió el rey–emperador con
un suspiro—. ¿Cuáles estimáis que han sido las ganancias de Meliadus durante la
última hora?
—Se han apoderado de casi toda la ciudad, a excepción del palacio, excelente
monarca.
—Siempre he sabido que era el mejor de mis generales.
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X
Casi medianoche
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convertirse así en el hombre más poderoso del país.
Miró el reloj que había en la pared. Ya eran cerca de las once de la noche. Se
levantó y dio unas palmadas, indicando a las esclavas que guardaran silencio.
—Preparad mi litera —ordenó—. Voy a ir al palacio del Tiempo.
Las mismas cuatro jóvenes regresaron poco después con su litera, en la que él se
dejó caer, envuelto en cojines.
Mientras avanzaban con lentitud por entre los pasillos, Meliadus aún pudo seguir
escuchando la música del cañón de fuego y los gritos de los hombres que luchaban.
Cierto que todavía no se había conseguido la victoria y que, aun cuando pudiera
matar al rey–emperador Huon, cabía la posibilidad de que los otros barones no
aceptaran a Plana como reina–emperatriz. Necesitaría algunos meses más para
consolidar… Pero sería muy conveniente si pudiera unirlos a todos y dirigir su odio
contra Camarga y el castillo de Brass.
—¡Daos prisa! —gritó a las muchachas desnudas—. ¡Más rápido! ¡No debemos
llegar tarde!
Si la máquina de Taragorm funcionaba, él tendría la doble ventaja de poder
alcanzar a sus enemigos y unir a su país.
Meliadus lanzó un suspiro de placer. Todo estaba funcionando a la perfección.
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Libro tercero
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I
Suena el reloj
Y ahora la resolución era inminente. Los héroes de Camarga hacían sus
planes en el castillo de Brass. El barón Meliadus preparaba los suyos, en
compañía de Taragorm, en el palacio del Tiempo. Y el rey–emperador Huon
también hacía planes en el salón del trono. Y todos aquellos planes
empezaron a influir los unos sobre los otros. El Bastón Rúnico, pieza central
del drama, empezaba a ejercer su influencia sobre los actores.
Ahora, el Imperio Oscuro se hallaba dividido. Dividido a causa del odio
que Meliadus sentía contra Hawkmoon, a quien había planeado utilizar como
marioneta, pero que había sido lo bastante fuerte como para revolverse
contra él. Quizá fue en ese momento —cuando Meliadus eligió a Hawkmoon
para utilizarlo contra el castillo de Brass— cuando el Bastón Rúnico hizo su
primer movimiento. Ahora, todo se había convertido en un drama tensamente
entretejido…, tanto que ciertos hilos estaban a punto de romperse…
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aquí podemos atravesar las dimensiones y regresar cuando queramos. Gracias a estos
medios podemos librar una prolongada guerra de guerrillas, hasta que hayamos
quebrado la resistencia del enemigo.
—Lo que decís es cierto —asintió el conde Brass—, pero yo sigo teniendo mis
dudas.
—Con todos los respetos, sir —intervino D’Averc—, debo decir que estáis
acostumbrado a librar batallas de corte clásico. —El pálido rostro del francés estaba
enmarcado por el cuello de una oscura capa de cuero—. Os sentiríais más feliz con
una confrontación directa, dirigiendo filas de lanceros, arqueros, caballería e
infantería. Pero no disponemos de los hombres indispensables para librar esa clase de
batallas. Tenemos que golpear desde la oscuridad, es decir, desde atrás,
permaneciendo a cubierto… al menos inicialmente.
—Supongo que tenéis razón, D’Averc —admitió el conde Brass con un suspiro.
Bowgentle sirvió vino para todos.
—Quizá debiéramos acostarnos, amigos míos. Aún nos quedan por hacer muchos
planes más, y deberíamos estar frescos…
Hawkmoon se dirigió al extremo más alejado de la mesa, donde se habían
extendido los mapas. Se frotó la Joya Negra que llevaba incrustada en la frente.
—Sí, tenemos que planear nuestra primera campaña con todo cuidado. —Estudió
el mapa de Camarga—. Existe la posibilidad de que hayan instalado un campamento
permanente rodeando el lugar donde antes estaba el castillo de Brass…, quizá en
espera de su regreso. Ésa es la clase de cosas que haría Meliadus.
—Pero ¿no habéis tenido la sensación de que el poder de Meliadus está
disminuyendo? —preguntó D’Averc—. Así parecía pensarlo Shenegar Trott.
—Si fuera así —admitió Hawkmoon—, es posible que las legiones de Meliadus
hayan sido desplegadas en otros lugares, ya que paree existir algún tipo de disputa en
la corte de Londra sobre si nosotros somos importantes o no.
Bowgentle se dispuso a decir algo, pero terminó por ladear la cabeza sin decir
nada.
Entonces, todos ellos sintieron un ligero temblor que pareció recorrer el suelo.
—Hace un frío terrible —gruñó el conde Brass, que se dirigió hacia la chimenea
para poner otro leño en el fuego.
Surgieron chispas y el leño prendió con rapidez. Las llamas arrojaron sombras
rojizas por todo el salón. El conde Brass había envuelto su fornido cuerpo en una
sencilla túnica de lana y ahora se encogió, como lamentando no haberse puesto algo
más cálido. Miró hacia las estanterías situadas en el extremo del salón. Contenían
lanzas, arcos, flecha mazas, espadas…, y su propia espada de combate, de hoja ancha,
así como su armadura. Una expresión de preocupación apareció en su amplio rostro
bronceado.
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Otro temblor sacudió el edificio, y las armas que decoraban los muros tintinearon.
Hawkmoon miró a Bowgentle, observando en sus ojos la misma sensación de
inexplicable peligro que él mismo experimentaba.
—¿Se trata quizá de un ligero terremoto? —preguntó.
—Quizá —murmuró Bowgentle, aunque no muy convencido.
Entonces escucharon un sonido…, un sonido distante, como el que produciría un
lejano gong, tan bajo que casi resultó inaudible. Todos ellos se abalanzaron a un
tiempo hacia las puertas del salón y el conde Brass dudó un instante antes de abrirlas
y mirar hacia la noche.
El cielo estaba oscuro, pero las nubes parecían de un color azul oscuro, y giraban
con una considerable agitación, como si la bóveda del cielo estuviera a punto de
desmoronarse sobre ellos.
Volvieron a sentir la reverberación, en esta ocasión perfectamente audible. El
sonido de una enorme campana o un gong se extendió por todo el castillo,
ensordeciéndoles.
—Es como si estuviéramos en el campanario del castillo cuando suena el reloj —
dijo Bowgentle con una mirada alarmada en los ojos.
Todos estaban pálidos… y tensos. Hawkmoon retrocedió hacia el interior del
salón, extendiendo una mano hacia la Espada del Amanecer. D’Averc gritó tras él:
—¿Qué sospecháis, Hawkmoon? ¿Alguna clase de ataque por parte del Imperio
Oscuro?
—Del Imperio Oscuro… o de algo sobrenatural —contestó Hawkmoon.
Un tercer golpe sonó llenando la noche, lanzando sus ecos por las marismas
planas de Camarga, extendiéndose sobre los estanques y los juncos. Los flamencos,
perturbados por el ruido, empezaron a croar en la oscuridad.
Un cuarto golpe sonó, más fuerte aún… como el gran estruendo producido por la
campana de una catedral.
Y un quinto. El conde Brass, sin perder más tiempo, se dirigió hacia las
estanterías y tomó su espada de combate.
Un sexto. D’Averc se tapó los oídos cuando el sonido aumentó de intensidad.
—Esto no va a dejar de provocarme por lo menos una ligera migraña —se quejó
con languidez.
Un séptimo. Yisselda bajó corriendo la escalera, vestida con sus ropas de noche.
—¿Qué sucede, Dorian? Padre ¿qué es ese sonido? Son como las campanadas de
un reloj. Amenaza con romperme los tímpanos…
—Será mejor que cerremos las puertas —dijo el conde Brass cuando el eco
disminuyó lo suficiente como para hacerse escuchar.
Lentamente, todos regresaron al salón y Hawkmoon ayudó al conde Brass a cerrar
las puertas, volviendo a colocar en su lugar la gran barra de seguridad.
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Una octava campanada llenó todo el salón y les hizo a todos llevarse las palmas
de las manos a las orejas. Un enorme escudo, que había estado allí desde tiempos
inmemoriales, se estremeció sobre la pared y cayó sobre las losas del suelo
produciendo un gran estrépito hasta que se detuvo cerca de la mesa.
Ahora, los sirvientes acudían corriendo al salón. Todos ellos estaban aterrados de
pánico.
Al sonar la novena campanada las ventanas crujieron, y los cristales se hicieron
añicos y cayeron al suelo. En esta ocasión, Hawkmoon se sintió como si se
encontrara sobre un barco que hubiera chocado de pronto contra unas rocas ocultas
bajo el agua, porque todo el castillo se estremeció y todos salieron despedidos.
Yisselda estuvo a punto de caer, pero Hawkmoon se las arregló para sujetarla,
apoyándose él mismo en una columna para impedir la caída. El sonido le hizo sentir
náuseas y la visión se le nubló.
El gigantesco gong reverberó por décima vez como si todo el mundo se
estremeciera por el choque, como si todo el universo estuviera lleno con el sonido
que señalaba el final de todas las cosas.
Bowgentle se arrodilló y cayó de bruces sobre las losas del suelo, perdido el
conocimiento. Oladahn iba de un lado a otro, con las palmas de las manos apretadas
contra la cabeza, tambaleándose, hasta que también cayó al suelo. Hawkmoon sujetó
con fuerza a Yisselda, apenas capaz de sostenerla. Sentía unas náuseas terribles y la
cabeza le latía con fuerza. El conde Brass y D’Averc avanzaron tambaleantes por la
sala, acercándose a la mesa, a la que se sujetaron mientras ésta se estremecía. Cuando
la campanada disminuyó su intensidad, Hawkmoon escuchó la voz de D’Averc que
gritaba:
—¡Hawkmoon… mirad esto!
Sin dejar de sujetar a Yisselda, Hawkmoon se las arregló para llegar hasta la
mesa, donde contempló los anillos de Mygan. Abrió la boca de asombro. Todos los
cristales se habían hecho añicos.
—Demasiado para nuestros planes de guerrilla —dijo D’Averc con la voz ronca
—. Demasiado, quizá, para todos nuestros planes…
Y entonces sonó la undécima campanada. Fue más fuerte y profunda que
cualquiera de las anteriores, y todo el castillo se estremeció, arrojándoles al suelo.
Hawkmoon gritó de dolor cuando el sonido rugió en su cráneo y pareció desgarrarle
el cerebro, pero ni siquiera pudo escuchar su grito por encima del estruendo del ruido.
Todo temblaba y cayó al suelo, a merced de la fuerza que estuviera afectando al
castillo.
A medida que se fue apagando el ruido, se arrastró sobre manos y rodillas hacia
Yisselda, tratando desesperadamente de llegar hasta donde ella estaba. Las lágrimas
de dolor le corrían por las mejillas y sabía por el calor que los oídos le sangraban. Vio
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débilmente al conde Brass intentando levantarse, apoyándose en la mesa. Las orejas
del conde expelían un líquido cuyo color era parecido al de su pelo.
—Estamos destruidos —oyó que decía el anciano—. Destruido por un enemigo
cobarde al que ni siquiera podemos ver. Destruidos por una fuerza contra la que no
sirven de nada nuestras espadas.
Hawkmoon siguió arrastrándose hacia Yisselda, que estaba tumbada sobre el
suelo.
Y entonces sonó la duodécima campanada, más fuerte y terrible que todas las
demás.
Las piedras del castillo amenazaron con resquebrajarse. La madera de la mesa se
astilló y luego se desmoronó con un crujido. Las losas del piso se partieron en dos o
se hicieron añicos. El castillo se vio impulsado de un lado a otro, como un corcho en
una galerna.
Hawkmoon rugió de dolor y las lágrimas de sus ojos fueron sustituidas por
sangre, al mismo tiempo que las venas de su cuerpo amenazaban con estallar.
Entonces la profunda nota se vio contrapunteada por otra —una especie de grito
agudo— y los colores llenaron el salón. Primero fue el violeta, luego el púrpura, más
tarde el negro. Un millón de diminutas campanillas parecieron sonar al unísono y esta
vez les fue posible a todos localizar el sonido, pues procedía de abajo, desde las
mazmorras.
Haciendo un esfuerzo supremo, Hawkmoon intentó levantarse, pero finalmente
cayó de bruces sobre las losas de piedra. La última nota del sonido se fue apagando
gradualmente, los colores se fueron desvaneciendo, las campanillas dejaron de sonar
de pronto.
Y no tardó en reinar un profundo silencio.
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II
La marisma ennegrecida
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—¿Creéis que ese sonido fue enviado hasta nosotros por el Imperio Oscuro? —
preguntó Oladahn.
—Así me lo parece —contestó el conde Brass—. Han tenido éxito en su objetivo.
Nos han obligado a regresar a nuestra propia dimensión.
—Olisqueó en el aire y añadió: —Desearía poder identificar ese olor.
D’Averc se dedicaba a recuperar lo poco que no se había roto.
—Es un milagro que todavía estemos vivos —dijo.
—Sí —asintió Hawkmoon—. Ese ruido parecía afectar a las cosas inanimadas
mucho más que a nosotros.
—Dos de los sirvientes más ancianos han muerto —dijo con serenidad el conde
Brass—. Supongo que sus corazones no pudieron soportarlo. Los están enterrando
ahora en el patio interior, por si no fuera posible hacerlo por la mañana.
—¿En qué estado se encuentra el castillo? —preguntó Oladahn.
—Es difícil decirlo —contestó el conde Brass encogiéndose de hombros—. He
bajado a los sótanos. La máquina de cristal está completamente hecha añicos y han
aparecido grietas en algunos muros. Pero éste es un viejo castillo muy sólido. Parece
que no se ha visto gravemente afectado. Claro que no queda ni un solo cristal entero.
Por lo demás… —Se encogió de hombros como si ya no le importara su querido
castillo—. Por lo demás, seguirnos estando en terreno tan firme como lo estábamos
antes.
—Esperemos que sea así —murmuró D’Averc. Sostenía la funda de la Espada del
Amanecer, con el arma dentro, y la cadena de la que pendía el Amuleto Rojo. Entregó
ambos a Hawkmoon—. Será mejor que os pongáis esto, pues no cabe la menor duda
de que los necesitaréis dentro de bien poco.
Hawkmoon se puso el amuleto alrededor del cuello y se ató el cinturón con la
espada.
Después tomó en sus manos el Bastón Rúnico envuelto en el paño y dijo con un
suspiro:
—Eso no parece traernos la buena suerte que todos habíamos esperado.
Llegó por fin el amanecer. Lo hizo con lentitud, grisáceo y frío. El horizonte
aparecía blanco como un viejo cadáver, y las nubes mostraban el color del hueso.
Cinco héroes contemplaron la llegada del nuevo día. Estaban fuera de las puertas
del castillo de Brass, sobre la colina, con las manos apoyadas en las empuñaduras de
sus espadas. Y sus manos se fueron tensando a medida que eran capaces de distinguir
el paisaje que se extendía ante ellos.
Era la Camarga que habían abandonado, pero que ahora aparecía desolada por la
guerra. El olor del que habían hablado horas antes era el de la carnicería, el de un
terreno quemado. Todo era una negra ruina. Las marismas y los estanques se habían
secado a consecuencia del fuego del cañón. Los flamencos, los caballos y los toros
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habían sido destruidos o habían huido. Las torres de vigilancia que habían guarnecido
las fronteras aparecían todas aplastadas. Era como si todo el mundo estuviera
compuesto por un mar de ceniza gris.
—Todo ha desaparecido —dijo el conde Brass en voz baja—. Todo ha
desaparecido, mi querida Camarga, mi gente, mis animales. Yo era su lord Protector
por elección, y he fracasado en mi tarea. Ahora ya no queda nada por lo que vivir,
excepto la venganza. Dejadme llegar ante las puertas de Londra y ver cómo cae esa
ciudad. Después de eso moriré. Pero no antes.
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III
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producido hacía poco. Hawkmoon señaló pertrechos destruidos e incluso los
cadáveres de ganado, caballos y hasta perros.
—No han dejado nada con vida. Nada que pueda ser utilizado para alimentarse.
Es como si se hubieran retirado ante un enemigo mucho más poderoso.
—¿Quién puede ser más poderoso que el Imperio Oscuro? —preguntó Oladahn
con un estremecimiento—. ¿Acaso tenemos que enfrentarnos con un nuevo enemigo,
amigo Hawkmoon?
—Espero que no. Pero todo esto es muy misterioso.
—Y nauseabundo —añadió Oladahn.
No sólo había hombres muertos en las calles, sino también niños y muchas
mujeres, jóvenes o viejas, con señales de haber sido violadas antes de ser asesinadas,
la mayoría de ellas con un profundo corte en el cuello, pues a los soldados
granbretanianos les gustaba matar a sus víctimas al mismo tiempo que las violaban.
—Dondequiera que miremos no vemos más que señales dejadas por el Imperio
Oscuro —dijo Hawkmoon con un suspiro.
De pronto, levantó la cabeza y la inclinó, tratando de captar un ligero sonido que
apenas llegó hasta ellos llevado por el frío viento.
—¡Parece un grito! ¡Quizá todavía haya alguien con vida!
Hizo dar la vuelta a su caballo y avanzó hacia donde le pareció que surgía el
sonido, hasta llegar a una calle secundaria. Allí había una puerta rota, abierta, sobre
cuyo umbral yacía el cuerpo de una joven. El grito se hizo más fuerte. Hawkmoon
desmontó y avanzó cautelosamente hacia la casa. Era la joven la que gritaba. Se
arrodilló con rapidez junto a ella y la levantó en sus brazos. Estaba casi desnuda y
tenía el cuerpo cubierto únicamente con unos pocos jirones de ropa. Mostraba una
línea roja a través del cuello, como si le hubieran pasado por allí un puñal no muy
bien afilado. Tendría unos quince años, era de pelo rojizo y tenía ojos azules. Todo su
cuerpo estaba lleno de moretones azulados y negros. Abrió la boca, sorprendida,
cuando Hawkmoon la levantó.
Hawkmoon la depositó suavemente en el suelo y se dirigió a la silla de su caballo,
regresando con un frasco de vino. Le acercó el frasco a los labios y la muchacha
bebió, boqueando, con una repentina mirada de alarma en los ojos.
—No temáis —le dijo Hawkmoon con suavidad—. Soy un enemigo del Imperio
Oscuro.
—¿Y seguís con vida?
—Sí… todavía vivo —contestó Hawkmoon sonriendo con sorna—. Soy Dorian
Hawkmoon, duque de Colonia.
—¿Hawkmoon de Colonia? Pero si os creíamos muerto… o huido para siempre…
—Pues bien, he regresado y vuestro pueblo será vengado. Os lo prometo. ¿Qué ha
ocurrido aquí?
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—No estoy muy segura, milord, salvo que las bestias del Imperio Oscuro
intentaron no dejar a nadie con vida. —De repente, levantó la mirada, asustada—: Mi
madre, mi padre…, mi hermana…
Hawkmoon miró al interior de la casa y se estremeció.
—Muertos —se limitó a decir. No quiso comentar que sus cuerpos se hallaban
horriblemente mutilados. Tomó a la muchacha en brazos y la llevó hacia donde
estaba su caballo—. Os llevaré de regreso al castillo de Brass —dijo.
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IV
Nuevos cascos
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abandonó la estancia para descender la escalera que conducía al salón.
—Estoy de acuerdo, amigo, algo se está cociendo —dijo Oriand Fank
dirigiéndose al conde Brass, mientras ambos permanecían junto al fuego de la
chimenea. Levantó la mano a modo de saludo en cuanto vio a Hawkmoon—. Y vos,
duque Dorian, ¿cómo estáis?
—Bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. ¿Sabéis por qué razón se
están marchando las legiones, maese Fank?
—Le estaba comentando al conde Brass que yo no…
—Ah, y yo que os creía omnisciente, maese Fank.
El hombre sonrió, quitándose el gorro para limpiarse la cara con él.
—Aún necesito tiempo para reunir información, y he estado bastante ocupado
desde que abandonasteis Dnark. He traído regalos para todos los héroes del castillo
de Brass.
—Sois muy amable.
—No son míos, comprendedlo, sino de… bueno, supongo que del Bastón Rúnico.
Os los entregaré más tarde. Podríais pensar que tienen muy poca utilidad práctica,
pero en la lucha contra el Imperio Oscuro resulta difícil saber lo que es práctico y lo
que no.
—¿Qué habéis descubierto en vuestro recorrido a caballo? —le preguntó
Hawkmoon a D’Averc.
—Más o menos lo mismo que vos —contestó éste—. Pueblos arrasados, con sus
habitantes asesinados apresuradamente. Señales de una partida precipitada de las
tropas. Supongo que todavía quedarán algunas guarniciones en las ciudades más
grandes, pero que estarán muy pobremente dotadas, compuestas sobre todo de
artillería.
Pero no queda nada de caballería.
—Esc parece una locura —murmuró el conde Brass.
—Si estuvieran locos podrían sacar ventaja de su falta de racionalidad —comentó
Hawkmoon con una sonrisa burlona.
—Bien dicho, duque Dorian —intervino Fank poniendo una mano sobre su
hombro—. Y ahora, ¿puedo traer los regalos?
—Desde luego, maese Fank.
—Prestadme a un par de sirvientes para que me ayuden, pues hay seis y son
bastante pesados. Lo he traído todo en dos caballos.
Pocos momentos después entraron los sirvientes, cada uno de ellos sosteniendo
dos objetos envueltos, uno en cada mano. El propio Fank traía los otros dos. Los dejó
sobre las losas del suelo, a sus pies.
—Abridlos, caballeros.
Hawkmoon se inclinó y apartó la tela que envolvía uno de los regalos. Parpadeó
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ante la luz que le dio en los ojos, y vio su propio rostro reflejado perfectamente. Se
sintió extrañado, apartando el resto de la tela para contemplar con asombro el objeto
que tenía ante sí. Los demás también murmuraban, sorprendidos.
Aquellos objetos eran cascos de combate, diseñados para cubrir toda la cabeza y
el resto de los hombros. El metal de que estaban hechos no les era conocido, pero
estaba pulido del modo más exquisito, como el mejor espejo que Hawkmoon hubiera
visto jamás.
A excepción de dos ranuras para los ojos, la parte frontal de los cascos era
completamente lisa, sin decoración de ninguna especie, de tal modo que quien los
mirara de frente vería perfectamente reflejada en ellos su propia imagen. La parte
posterior estaba hecha del mismo metal y mostraba una sencilla decoración, lo que
indicaba que aquellos cascos eran el producto de alguien con mayores capacidades
que un simple artesano. De pronto, Hawkmoon comprendió lo útiles que podrían ser
en medio de una batalla, pues el enemigo se sentiría desconcertado al ver su propio
reflejo, y tendría la impresión de estar luchando contra sí mismo. Hawkmoon se echó
a reír ostentosamente.
—¡El que inventó esto tiene que haber sido un genio! —exclamó—. Son los
cascos más exquisitos que he visto jamás.
—Probároslos —dijo Fank con una sonrisa burlona—. Ya veréis lo bien que
encajan. Representan la respuesta del Bastón Rúnico a las máscaras bestiales del
Imperio Oscuro.
—¿Cómo sabremos cuál es el de cada cual? —preguntó el conde Brass.
—Lo sabréis —contestó Fank—. Es el que acabáis de abrir. El que tiene la cresta
con el color del latón.
El conde Brass sonrió y levantó el casco para ponérselo sobre los hombros.
Hawkmoon le miró y vio su propio rostro reflejado en él, con la opaca Joya Negra en
el centro de su frente, mirándose a sí mismo con una divertida expresión de sorpresa.
Hawkmoon tomó su propio casco y se lo puso sobre la cabeza. El suyo tenía una
cresta dorada. Ahora, al volverse para mirar al conde Brass pareció al principio que el
casco del conde no reflejaba nada, hasta que se dio cuenta de que emitía una infinidad
de reflejos.
Los demás se pusieron sus respectivos cascos. El de D’Averc tenía una cresta
azul, mientras que la de Oladahn era escarlata. Todos ellos rieron con placer.
—Un gran regalo, maese Fank —dijo Hawkmoon quitándose su casco—. Un
regalo excelente. Pero ¿y esos otros dos cascos?
—¡Ah! —exclamó Fank sonriendo misteriosamente—. Ah, sí…, serán para
aquellas dos personas que los deseen.
—¿Vos mismo?
—No, no son para mí… Debo admitir que yo tiendo a desdeñar la armadura. Me
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resulta bastante incómoda y con ella puesta tengo dificultades para manejar mi vieja
hacha de combate —dijo y se llevó el dedo gordo hacia la espalda, donde llevaba el
hacha sujeta por una cuerda.
—Entonces, ¿para quiénes son esos dos cascos? —repitió la pregunta el conde
Brass quitándose el suyo.
—Lo sabréis cuando lo sepáis —dijo enigmáticamente Fank—. Y entonces os
parecerá de lo más evidente. ¿Cómo les van las cosas a las gentes del castillo de
Brass?
—¿Os referís a los aldeanos de la colina? —replicó Hawkmoon—. Bueno,
algunos de ellos murieron a causa de aquellas terribles campanadas que nos obligaron
a regresar a nuestra propia dimensión. Se han desmoronado unos pocos edificios,
pero en general todos han sobrevivido bastante bien, incluyendo a toda la caballería
camarguiana que nos quedaba.
—Unos quinientos hombres —añadió D’Averc—. Ése es todo nuestro ejército.
—¡Ah! —exclamó Fank dirigiendo una mirada de soslayo al francés—. Ah.
Bueno, tengo que marcharme para ocuparme de mis asuntos.
—¿Y qué asuntos son esos, maese Fank? —preguntó Oladahn.
—En las islas Orkney, amigo mío, no le hacemos a nadie esa clase de preguntas
—contestó Fank con una sonrisa juguetona.
—Gracias por los regalos —dijo Oladahn con una inclinación—. Y os ruego que
disculpéis mi curiosidad.
—Acepto vuestras disculpas —replicó Fank.
—Antes de que os marchéis, maese Fank, os doy las más efusivas gracias en
nombre de todos por los regalos que nos habéis hecho —dijo el conde Brass—.
¿Podemos molestaros haciéndoos una última pregunta?
—En mi opinión, todos os sentís inclinados a hacer demasiadas preguntas —
replicó Fank—. Nosotros, los de las islas Orkney, somos un pueblo muy reservado.
Pero preguntad, amigo mío, y haré todo lo posible por contestaros, si es que la
pregunta no es demasiado personal, claro.
—¿Sabéis cómo se hizo añicos la máquina de cristal? —preguntó el conde Brass
—. ¿Cuál fue la causa?
—Supongo que lord Taragorm, jefe del palacio del Tiempo, en Londra, descubrió
los medios para romper vuestra máquina una vez que descubrió cuál era su fuente.
Dispone de muchos textos antiguos en los que se pueden aprender esas cosas. Sin
duda alguna, construyó un reloj cuyas campanadas serían capaces de viajar a través
de las dimensiones, y de alcanzar tal volumen de sonido que pudiera romper todos los
objetos de cristal. Según creo, ése fue el remedio empleado por los enemigos del
pueblo de Soryandum que os entregó esa máquina.
—De modo que ha sido el Imperio Oscuro el que nos ha hecho regresar —
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observó Hawkmoon—. Pero si ha sido así, ¿por qué no se han quedado para
esperarnos?
—Quizá porque ha estallado algún tipo de crisis doméstica —contestó Orland
Fank—. Ya veremos. Adiós, amigos míos. Tengo la sensación de que volveremos a
encontrarnos muy pronto.
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V
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—No, no es para vos, Yisselda…
—¿Cómo podéis estar tan seguro?
—Bueno…
—Miradlo… El casco con la cresta blanca. ¿No es acaso algo más pequeño que
los otros? ¿No es adecuado para un muchacho… o para una mujer?
—En efecto —admitió Hawkmoon de mala gana—. ¿Y acaso no soy la hija del
conde Brass?
—Sí, claro.
—¿Y no puedo cabalgar con vos como cualquiera?
—Podéis.
—¿Y acaso no luché en la arena cuando era una muchacha… y gané honores allí?
¿Y no me entrené con los guardias de Camarga en el manejo del hacha, la espada y la
lanza de fuego? ¿Qué decís, padre?
—Es cierto, destacó bastante en todos esos ejercicios —dijo el conde Brass con
orgullo—. Pero destacar en el manejo de las armas no es todo lo que se requiere de
un guerrero…
—¿Pensáis que no soy tan fuerte?
—Bueno… para ser una mujer… —contestó el señor del castillo de Brass—. Tan
suave y fuerte como la seda, creo que dijo de vos un poeta local —y miró con una
sonrisa burlona a Bowgentle, que se ruborizó—. ¿Creéis que me falta nervio? —
siguió preguntando Yisselda con una mirada refulgente en la que se mezclaban el
desafío y el buen humor.
—No… En cuanto a nervio, tenéis más que suficiente —replicó Hawkmoon—.
¿Valor? ¿Me falta valor?
—No hay nadie más valerosa que vos, hija mía —admitió el conde Brass.
—En tal caso, ¿qué cualidades tiene un guerrero que a mí me falten?
Hawkmoon se encogió de hombros y terminó por admitir:
—Ninguna, Yisselda…, sólo que sois una mujer y… y…
—Y las mujeres no luchan. Simplemente se quedan en casa, junto al fuego,
llorando a sus seres queridos muertos, ¿no es eso?
—O dándoles la bienvenida cuando regresan…
—En efecto. Pues bien, yo no tengo paciencia para quedarme a la espera de que
esas cosas sucedan. ¿Por qué iba a quedarme esperando en el castillo de Brass?
¿Quién me protegería entonces?
—Dejaremos guardias.
—Unos pocos guardias… soldados que necesitaréis en vuestra batalla. Sabéis
muy bien que querréis tener con vos a todos los hombres disponibles.
—Sí, eso es cierto —admitió Hawkmoon—. Pero hay otro factor a tener en
cuenta, Yisselda. ¿Olvidáis que estáis embarazada?
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—No lo olvido. Llevo a nuestro hijo en mi seno. De acuerdo, y lo seguiré
llevando en la batalla, porque si somos derrotados no le quedará nada que heredar,
salvo el mayor de los desastres… Y si ganamos, entonces conocerá el escalofrío que
produce la victoria, incluso antes de venir a este mundo. Yo no seré la viuda de
Hawkmoon, ni llevaré en mi seno al hijo huérfano de Hawkmoon. Aquí, a solas en el
castillo, no estaré a salvo, Dorian.
Cabalgaré con vos.
Se dirigió hacia donde estaba el reluciente casco con la cresta blanca, se inclinó y
lo tomó entre sus manos. Se lo puso sobre la cabeza y abrió los brazos con un gesto
de triunfo.
—¿Lo veis? Me encaja perfectamente. Es evidente que ha sido hecho para mí.
Cabalgaremos juntos, los seis, y dirigiremos a los camarguianos contra el masivo
poder del Imperio Oscuro… Cinco héroes y…, así lo espero… una heroína.
—Que así sea —murmuró Hakwkmoon dirigiéndose hacia su esposa para
abrazarla—. Que así sea.
Un nuevo aliado
Los guerreros de las legiones del Lobo y del Buitre se habían abierto paso desde
el continente y ahora llegaban en masa a Londra. Pero también llegaban los de las
órdenes de la Mosca, la Rata, la Cabra y el Perro, así como todas las demás bestias
sangrientas de Granbretan.
Desde una torre elevada que había convertido ahora en su cuartel general,
Meliadus de Kroiden contempló su llegada, entrando por todas las puertas al mismo
tiempo que luchaban sin descanso. Uno de aquellos grupos le llamó la atención y
forzó la vista para verlos mejor. Se trataba de un gran destacamento de tropas que
cabalgaba bajo un estandarte de rayas negras y blancas, indicando con ello su
neutralidad en el conflicto.
Ahora le fue más fácil distinguir el estandarte que ondeaba al lado.
Meliadus frunció el ceño.
El estandarte correspondía a Adaz Promp, gran jefe de la orden del Perro. Aquella
bandera de neutralidad, ¿significaba que aún no había decidido de qué lado luchar?
¿O acaso significaba que planeaba llevar a cabo un complicado truco? Meliadus se
frotó los labios, pensativo. Si contara con la ayuda de Adaz Promp no tardaría en
poder lanzar un asalto contra el palacio. Extendió la mano y tomó el casco de lobo,
acariciando la cabeza de metal.
Durante los últimos días, a medida que la batalla de Londra llegaba a un callejón
sin salida, Meliadus fue adquiriendo una actitud cada vez más meditabunda…, tanto
más en cuanto que no estaba seguro de que el invento de Taragorm hubiera tenido
éxito en su esfuerzo por traer el castillo de Brass a esta dimensión. El buen humor
experimentado al principio, basado en el éxito inicial de su lucha, se había visto
sustituido por el nerviosismo, resultado de varias incertidumbres.
La puerta se abrió. Automáticamente, Meliadus se puso el casco, al tiempo que se
volvía.
—Ah, sois vos. Flana. ¿Qué queréis?
—Taragorm está aquí.
—Taragorm, ¿eh? Seguramente, tiene algo positivo que comunicarme.
La máscara de reloj apareció tras la máscara de garza real de Plana.
—Esperaba que fuerais vos el que tuviera noticias positivas, hermano —dijo
Taragorm con acidez—. Después de todo, no hemos hecho grandes progresos en los
últimos días.
—Los refuerzos están llegando —dijo Meliadus con un tono petulante, haciendo
El barón Meliadus introdujo su caballo negro por los resonantes pasillos del
palacio del rey–emperador Huon. Había estado muchas veces allí, y siempre con una
actitud de humildad, aunque sólo fuera aparente en ocasiones. Ahora el visor de su
máscara de lobo estaba elevado con orgullo, y su garganta emitió un potente rugido
de batalla, al tiempo que se abría paso entre los guardias de la orden de la Mantis, a
los que tantas veces se había visto obligado a temer. Golpeó con su gran espada negra
a uno y otro lado, la misma espada que tanto había empleado al servicio de Huon.
Hizo retroceder al caballo y lo encabritó. Los cascos que habían hollado el suelo de
tantos países conquistados golpearon los cascos de los insectos, rompiendo huesos y
cabezas.
Meliadus lanzó una risotada, luego un rugido y finalmente se lanzó al galope
hacia el salón del trono, donde se estaban reuniendo los restos de las fuerzas
defensoras. Los vio al extremo del pasillo, intentando colocar en posición un cañón
de fuego. Seguido por una docena de lobos montados, Meliadus no perdió el tiempo y
se lanzó en tromba contra el arma, antes de que sus sorprendidos sirvientes pudieran
utilizarla. Seis cabezas rodaron por el suelo en otros tantos segundos y poco después
todos los artilleros estaban muertos. Los rayos de las lanzas de fuego silbaban
alrededor de su casco negro de lobo, pero Meliadus los ignoró. Los ojos de su caballo
estaban inyectados en sangre, poseído por la locura propia de la batalla y él lo
espoleó aún más contra el enemigo.
Meliadus y sus hombres hicieron retroceder a los guardias mantis, matando a la
mayoría. Todos ellos morían convencidos de que él poseía poderes sobrenaturales.
Pero aquello no era más que una energía salvaje, la excitación propia de la guerra.
Eso mismo llevó a Meliadus de Kroiden a cruzar el umbral de las enormes puertas del
salón del trono para enfrentarse a los pocos guardias que aún quedaban con vida y
que se sentían desconcertados. Se había utilizado a todos los hombres posibles para
defender aquellas puertas. Ahora, mientras los guardias de la orden de la Mantis
avanzaban cautelosamente, con las lanzas extendidas, Meliadus se echó a reír ante
ellos, lanzó el caballo al galope y atravesó sus filas antes de que fueran capaces de
moverse. Después, galopó directamente hacia el globo del trono, pisoteando los
mismos lugares donde antes se había arrodillado.
El globo negro se estremeció, y poco a poco se hizo visible la arrugada figura del
inmortal rey–emperador. La pequeña figura en forma de feto se agitó como un pez
malformado, yendo de un lado a otro dentro de los confines del globo que era su vida.
—El fuerte está bien incendiado —dijo Oladahn volviéndose en la silla para
contemplar por última vez la guarnición.
Allí había existido hasta entonces una fuerza de infantería de la orden de la Rata,
de la que ahora no quedaba nadie, excepto el comandante, que tardaría su tiempo en
morir, ya que los ciudadanos lo habían crucificado en el mismo armazón donde él
había ordenado crucificar a tantos hombres, mujeres y niños.
Seis cascos espejo miraron hacia el horizonte. Hawkmoon, Yisselda, el conde
Brass, D’Averc, Oladahn y Bowgentle cabalgaban juntos, alejándose de la ciudad a la
cabeza de quinientos jinetes camarguianos armados con lanzas de fuego.
El primer encuentro que habían tenido desde que abandonaron Camarga había
sido un éxito completo. Contando a su favor con el factor sorpresa, exterminaron a la
guarnición en menos de media hora.
Sintiéndose muy poco aliviados por el éxito, pero sin sensación de agotamiento,
Hawkmoon condujo a sus camaradas hacia la ciudad más próxima, donde habían oído
decir que encontrarían a más granbretanianos a los que matar.
Pero durante la marcha detuvo su caballo al ver que un jinete galopaba hacia
ellos. Se trataba de Orland Fank, con su hacha de combate balanceándose a su
espalda.
—¡Saludos, amigos! Tengo noticias nuevas para vosotros. Noticias que explican
muchas cosas… Las bestias se han lanzado las unas contra las otras. Hay guerra civil
en Granbretan. El principal campo de batalla se encuentra en la misma Londra, con el
barón Meliadus levantado en armas contra el rey–emperador Huon. Hasta el
momento han muerto miles de hombres.
—Ésa es la razón por la que quedan tan pocos por aquí —dijo Hawkmoon
quitándose el casco espejo y limpiándose la frente con un pañuelo. Durante los
últimos meses había llevado la armadura en tan raras ocasiones que ahora ya no
estaba acostumbrado a la incomodidad que representaba—. Todos ellos han sido
llamados para defender al rey–emperador Huon.
—O para luchar con Meliadus. Eso redunda en ventaja nuestra, ¿no creéis?
—Así es —intervino el conde Brass con un tono de voz ronco, algo más excitado
de lo habitual—, porque eso significa que se están matando entre ellos, lo cual
aumenta nuestras posibilidades. Mientras ellos se destrozan entre sí, podemos llegar
con rapidez al puente de Plata, cruzarlo y encontrarnos en las mismas costas de
Granbretan. La suerte está de nuestra parte, maese Fank.
Noticias diversas
La nueva reina
Kalan ayudó a Meliadus a subir los escalones que conducían al trono con el que
se había sustituido el siniestro globo del trono. Sobre él se sentaba Plana Mikosevaar,
con una máscara de garza real enjoyada, una corona sobre la cabeza y engalanada con
las vestiduras de estado. Y ante ella se arrodillaron todos los nobles que le eran fieles.
—¡Contemplad a vuestra nueva reina! —exclamó Meliadus con una voz que
resonó con fuerza y orgullo por el enorme salón—. Bajo la reina Plana seréis
grandes…, más grandes de lo que jamás habíais soñado ser. Bajo la reina Plana
florecerá una nueva era… Una era de alegre locura y rugiente placer, la clase de
placer que tanto nos gusta cultivar en Granbretan. ¡El mundo entero será nuestro
juguete!
La ceremonia avanzó. Cada uno de los barones juró su lealtad ante la reina Plana.
Y cuando todo hubo terminado, el barón Meliadus volvió a hablar.
—¿Dónde está Adaz Promp, jefe de la guerra de los ejércitos de Granbretan?
—Aquí estoy, milord —contestó Promp con rapidez—, y os agradezco el honor
que me hacéis.
Ésta era la primera vez que Meliadus mencionaba que a Promp se le había
recompensado con el puesto de comandante sobre todos los comandantes, excepto el
propio Meliadus.
—¿Queréis informar de cómo les van las cosas a los rebeldes, Adaz Promp?
—Quedan muy pocos, milord. Las moscas que no hemos podido matar se han
dispersado, y su gran jefe, Jerek Nankenseen, ha muerto. Yo mismo le maté. Breñal
Farnu y las pocas ratas que le quedan se han escondido en cuevas, en alguna parte de
Sussex, y no tardarán en ser exterminados. Todos los demás se han unido en su
lealtad a la reina Plana.
—Eso es muy satisfactorio, Adaz Promp, y me alegro de escucharlo. ¿Y qué
sucede con la risible fuerza de Hawkmoon? ¿Continúa avanzando contra nosotros?
—Así lo indican los informes de nuestros ornitópteros de reconocimiento, milord.
No tardarán en estar listos para cruzar el puente de Plata.
—Dejadles que lo crucen —dijo Meliadus riendo—. Que recorran por lo menos la
mitad de la distancia. Después los barreremos del mapa. Kalan, ¿cómo andan
vuestros progresos con la máquina?
—Ya casi está preparada, milord.
—Bien. En tal caso tenemos que ponernos en marcha hacia Deau–Vere para darle
la bienvenida a Hawkmoon y a sus amigos. Vamos, mis capitanes, vamos.
«¿Qué veis?»
El poder regresa
La lucha final
Las fuerzas del Imperio Oscuro seguían saliendo desde todos los agujeros de su
intrincada ciudad, como un enjambre, y Hawkmoon observó con desesperación que la
legión del Amanecer disminuía a ojos vistas. Ahora, cada vez que un guerrero moría
su lugar no siempre era ocupado por otro. A su alrededor, el aire estaba lleno con el
olor amargo–dulzón procedente del Bastón Rúnico, así como por los extraños dibujos
de luz que emitía.
Entonces, Hawkmoon distinguió a Meliadus y en ese mismo instante sintió una
oleada de dolor que se apoderó de nuevo de su cerebro, haciéndole caer del caballo.
Meliadus desmontó a su vez de su corcel negro y se acercó a Hawkmoon con
lentitud.
El Bastón Rúnico había caído al suelo y la mano sólo sostenía débilmente la
Espada del Amanecer.
Hawkmoon se agitó, gimiendo. A su alrededor, la batalla continuaba con gran
estrépito, pero parecía como si aquello ya no tuviera nada que ver con él. Sentía que
la energía le abandonaba, que el dolor aumentaba de intensidad. Abrió los ojos y vio
que Meliadus se acercaba con un gruñido procedente del casco, como en una
expresión de triunfo.
Hawkmoon tenía la garganta seca y trató de moverse, intentó extender la mano
hacia el Bastón Rúnico, que yacía sobre el empedrado de la calle, entre ambos
hombres.
—¡Ah, Hawkmoon, por fin! —dijo con suavidad Meliadus—. Y ya veo el dolor
que sentís. Ya veo lo débil que estáis. Mi única desilusión es saber que no viviréis el
tiempo suficiente para ver vuestra última derrota y a Yisselda en mi poder. —
Meliadus hablaba con un tono de voz que era casi de lástima y preocupación—. ¿No
podéis levantaros, Hawkmoon? ¿Acaso esa joya os está devorando el cerebro detrás
de ese casco plateado que lleváis? ¿Debo acabar con vos ahora mismo, o debo
concederme el placer de veros morir así? ¿Podéis responder. Hawkmoon? ¿No
queréis, acaso, suplicar mi clemencia?
Hawkmoon hizo unos movimientos convulsivos tratando de tomar el Bastón
Rúnico con la mano. La mano palpó el suelo ciegamente y entonces lo encontró y lo
sujetó con fuerza. Casi inmediatamente sintió que la fuerza regresaba a su cuerpo…
No era demasiada, pero sí lo suficiente como para ponerse de pie, aún tambaleante y
permanecer allí, con las piernas separadas, todavía algo mareado. Tenía el cuerpo
inclinado. La respiración era jadeante. Miró con ojos nublados a Meliadus en el
La reina triste
Hawkmoon despertó con una sensación de alarma y miró con fijeza la máscara
serpiente del barón Kalan de Vitall. Se incorporó inmediatamente sobre el banco en el
que estaba tendido, extendiendo una mano en busca de su espada.
Kalan se encogió de hombros y se volvió hacia el grupo de personas situadas
detrás de él, entre las sombras.
—Os dije que podría hacerlo. Su cerebro ha sido restaurado, así como su energía
y toda esa estúpida personalidad suya. Y ahora, reina Plana, os ruego me concedáis
permiso para continuar con lo que estaba haciendo cuando me interrumpisteis.
Hawkmoon reconoció la máscara de garza real. La máscara asintió una sola vez y
Kalan se alejó en silencio hacia la estancia contigua y cerró con cuidado la puerta tras
de sí. Las figuras avanzaron, y Hawkmoon descubrió con alegría que una de ellas era
Yisselda. La estrechó entre sus brazos y la besó con suavidad en la mejilla.
—Oh, tenía miedo de que Kalan nos engañara de alguna forma —dijo ella—. Fue
la reina Plana quien os encontró, después de que diera órdenes a sus tropas para
detener la lucha. Éramos los últimos que quedábamos con vida: Orland Fank y yo. Y
pensábamos que habíais muerto. Pero Kalan os trajo de nuevo a la vida, os quitó la
joya de la frente y desmanteló la máquina, para que ya nadie volviera a temer los
terribles efectos de la Joya Negra.
—¿Y qué era lo que le habíais interrumpido, reina Plana? —preguntó Hawkmoon
—. ¿Por qué parecía sentirse tan disgustado?
—Estaba a punto de suicidarse —contestó Plana con naturalidad—. Le amenacé
con mantenerle vivo para siempre si no hacía lo que le pedía.
—¿Y D’Averc? —preguntó Hawkmoon, extrañado—. ¿Dónde está D’Averc?
—Muerto —contestó la reina con el mismo tono de voz natural—. Un guardia
excesivamente celoso lo mató en el mismo salón del trono.
La alegría que sentía Hawkmoon se enturbió.
—¿Y también han muerto todos los demás… el conde Brass, Oladahn,
Bowgentle?
—Así es —dijo Orland Fank—, pero murieron por una gran causa y liberaron a
millones de seres humanos de la esclavitud. Hasta este momento, Europa sólo ha
conocido guerras. Ahora, quizá, las gentes buscarán la paz, pues ya saben muy bien a
qué conducen las guerras.
—La paz era lo que el conde Brass más deseaba para Europa —dijo Hawkmoon
—. Pero me habría gustado que hubiera vivido para verlo.