El Baston Runico - Michael Moorcock

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En Granbretan, el barón Meliadus estaba furioso por lo que consideraba

como una idiotez por parte de su rey–emperador, ya que éste no le permitía


continuar su venganza contra el castillo de Brass. Cuando Shenegar Trott,
conde de Sussex, pareció recibir más favores que él por parte de un rey–
emperador que cada vez desconfiaba más de su inestable comandante
conquistador, Meliadus se rebeló contra las órdenes recibidas y persiguió a
su presa hasta los desiertos de Yel, donde perdió de vista a ambos hombres
y se vio obligado a regresar a Londra con un odio redoblado y la intención de
conspirar no sólo contra los héroes del castillo de Brass, sino también contra
su gobernante inmortal, Huon, el rey–emperador…

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Michael Moorcock

El Bastón Rúnico
El Bastón Rúnico IV

ePub r1.1
Dyvim Slorm 14.07.13

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Título original: The Runestaff
Michael Moorcock, 1969
Traducción: Joseph M. Apfelbäume
Ilustración de portada: Vance Kovacs
Diseño de portada: Dyvim Slorm

Editor digital: Dyvim Slorm


ePub base r1.0

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Libro primero

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I

En la sala del trono del rey–emperador Huon


Tácticos y guerreros de feroz valor y habilidad; indiferentes a sus propias
vidas; corruptos de alma y de cerebro demente: capaces de odiar todo lo que
no estuviera corrupto; detentadores de un poder sin moralidad; fuerza sin
justicia; los barones de Granbretan llevaron el estandarte del rey–emperador
Huon por todo el continente de Europa, apoderándose de él; llevaron los
estandartes al este y al oeste, a otros continentes de los que también
intentaban apoderarse. Y parecía como si no existiera fuerza alguna, ya fuera
natural o sobrenatural, con la fortaleza suficiente como para detener aquella
oleada de muerte y locura. De hecho, nadie se les resistía ahora. Con un
burlón orgullo y un frío desprecio, exigían tributo a naciones enteras, y los
tributos se pagaban.
Pocos eran los que conservaban la esperanza en los países sometidos. Y
entre quienes la conservaban, pocos se atrevían a expresarla, y entre esos
pocos apenas alguien poseía el valor para murmurar el nombre que
simbolizaba esa esperanza.
Ese nombre era el castillo de Brass.
Quienes pronunciaban el nombre comprendían las implicaciones que
tenía, ya que el castillo de Brass era el único lugar que no habían podido
conquistar los señores de la guerra de Granbretan, y en el castillo de Brass
vivían héroes, hombres que habían luchado contra el Imperio Oscuro, cuyos
nombres eran maldecidos y odiados por el taciturno barón Meliadus, gran
jefe de la orden del Lobo, comandante del ejército de conquista, pues se sabía
que el barón Meliadus sostenía una lucha privada con aquellos hombres,
particularmente contra el legendario Dorian Hawkmoon de Colonia, casado
con la mujer que Meliadus deseaba, Yisselda, hija del conde Brass, del
castillo de Brass.
Pero el castillo de Brass no había derrotado a los ejércitos de
Granbretan, sino que simplemente los había evadido, desapareciendo gracias
a una extraña y antigua máquina de cristal para aparecer en otra dimensión
de la Tierra, donde ahora vivían aquellos héroes, Hawkmoon, el conde Brass,
Huillam d’Averc, Oladahn de las Montañas Búlgaras y un puñado de
guerreros camarguianos. La mayoría de las gentes tenía la sensación de que
aquellos héroes de Camarga les habían abandonado para siempre. No les
culpaban de nada, pero su esperanza se hacía aún más débil a cada día que

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transcurría sin que los héroes regresaran.
En aquella otra Camarga, separada de su original por misteriosas
dimensiones de espacio y tiempo, Hawkmoon y los demás se vieron
enfrentados a nuevos problemas, pues todo indicaba que los brujos científicos
del Imperio Oscuro estaban a punto de descubrir los medios que les
permitirían o bien llegar hasta la dimensión en que ellos se encontraban, o
bien hacerles retroceder a su dimensión original. El enigmático Guerrero de
Negro y Oro había aconsejado a Hawkmoon y a D’Averc que emprendieran la
búsqueda de un extraño nuevo país para encontrar la legendaria Espada del
Amanecer, que les sería de una gran ayuda en su lucha y que, a su vez,
ayudaría al Bastón Rúnico, a quien Hawkmoon servía, según insistía el
Guerrero. Tras haberse apoderado de aquella espada rosada, Hawkmoon fue
informado de que debía viajar por mar siguiendo la línea costera de
Amarehk, hasta la ciudad de Dnark, donde se necesitaban los servicios de la
espada. Pero Hawkmoon se opuso a ello. Estaba ansioso por regresar a
Camarga y volver a ver a su hermosa esposa Yisselda. Así, a bordo de un
barco proporcionado por Bewchard de Narleen. Hawkmoon se hizo a la vela
con dirección a Europa, en contra de los dictados del Guerrero de Negro y
Oro, quien le había dicho que sus deberes para con el Bastón Rúnico, el
misterioso artefacto del que se decía que controlaba los destinos humanos,
eran mayores que sus deberes para con su esposa, amigos y país de adopción.
Acompañado por el burlón Huillam d’Averc, Hawkmoon emprendió su
camino por mar.
Mientras tanto, en Granbretan, el barón Meliadus estaba furioso por lo
que consideraba como una idiotez por parte de su rey–emperador, ya que éste
no le permitía continuar su venganza contra el castillo de Brass. Cuando
Shenegar Trott, conde de Sussex, pareció recibir más favores que él por parte
de un rey–emperador que cada vez desconfiaba más de su inestable
comandante conquistador, Meliadus se rebeló contra las órdenes recibidas y
persiguió a su presa hasta los desiertos de Yel, donde perdió de vista a ambos
hombres y se vio obligado a regresar a Londra con un odio redoblado y la
intención de conspirar no sólo contra los héroes del castillo de Brass, sino
también contra su gobernante inmortal, Huon, el rey–emperador…

La alta historia del Bastón Rúnico.

Las grandes puertas se abrieron y el barón Meliadus, recién llegado desde Yel,
entró en el salón del trono de su rey–emperador para informarle de sus fracasos y

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descubrimientos.
Cuando Meliadus entró en el salón, cuyos techos eran tal altos que parecían
confundirse con el cielo, y cuyas paredes eran tan distantes que parecían abarcar todo
el país, vio su camino bloqueado por una doble hilera de guardias. Estos guardias
eran miembros de la orden de la Mantis, que era la del propio rey–emperador, y
portaban las grandes máscaras enjoyadas en forma de insecto que pertenecían a dicha
orden. Ahora se mostraron remisos a dejarle entrar.
Meliadus se controló con dificultad y esperó a que las filas de guardias
retrocedieran para permitirle el paso.
Después, entró en el enorme salón de colores deslumbrantes, de cuyas galerías
colgaban los relucientes estandartes de las quinientas familias más grandes de
Granbretan, y en cuyos muros se veía un mosaico incrustado con piedras preciosas en
el que se representaba el poder y la historia de Granbretan. A ambos lados había un
ala compuesta por mil firme e inmóvil como una estatua. Meliadus empezó a caminar
hacia el globo del trono, situado a casi un kilómetro de distancia.
A medio camino, se arrodilló en tierra, aunque lo hizo con un gesto algo
imperioso.
La sólida esfera negra pareció estremecerse momentáneamente cuando el barón
Meliadus se incorporó. Después, el color negro se vio recorrido por vetas escarlata y
azuladas que se extendieron con lentitud sobre la sombra más oscura hasta hacerla
desaparecer. Una mezcla como de leche y sangre se puso a girar, revelando con
claridad una figura diminuta, como la de un feto, enroscada en el centro de la esfera.
De esta figura retorcida surgían unos ojos de mirada dura, negra e intensa, que
contenían una inteligencia antigua y, de hecho, inmortal. Era Huon, el rey–emperador
de Granbretan y del Imperio Oscuro, gran jefe de la orden de la Mantis, que ostentaba
el poder absoluto sobre decenas de millones de almas, el gobernante que viviría
eternamente y en cuyo nombre el barón Meliadus había conquistado toda Europa y
otros territorios aún más lejanos.
Del globo del trono surgió entonces la voz de un joven (el joven a quien había
pertenecido aquella voz había muerto ya hacía mil años):
—Ah, nuestro impetuoso barón Meliadus…
Meliadus volvió a inclinarse y murmuró:
—Vuestro servidor, príncipe todopoderoso… —¿De qué tenéis que informarnos
tan apresuradamente?
—De un éxito, gran emperador. Las pruebas de que mis sospechas… —¿Habéis
encontrado a los desaparecidos emisarios de Asiacomunista?
—Me temo que no, noble señor…
El barón Meliadus no sabía que Hawkmoon y D’Averc habían penetrado en la
capital del Imperio Oscuro ocultos bajo este disfraz. Eso era algo que sólo sabía Plana

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Mikosevaar, que les había ayudado a escapar.
—Entonces, ¿por qué estáis aquí, barón?
—He descubierto que Hawkmoon, de quien sigo insistiendo que representa la
mayor amenaza para nuestra seguridad, ha visitado nuestra isla. Fui a Yel y allí le
descubrí, en compañía del traidor Huillam d’Averc, así como del mago Mygan de
Llandar. Conocen el secreto del viaje a través de las dimensiones. —El barón
Meliadus no mencionó que se le habían escapado de entre las manos—. Antes de que
pudiéramos apresarlos se desvanecieron ante nuestros propios ojos. Poderoso
monarca, si ellos pueden entrar y salir de nuestro país a su capricho, es evidente que
no podremos estar seguros hasta que sean destruidos. Sugeriría, por tanto, que
empezáramos a dirigir todos los esfuerzos de nuestros científicos, y sobre todo de
Karagorm y Kalan, a encontrar a esos renegados y destruirlos. Nos están amenazando
desde el mismo interior…
—Barón Meliadus, ¿qué noticias tenéis sobre los emisarios de Asiacomunista?
—Ninguna, por el momento, poderoso rey–emperador, pero…
—Este imperio puede enfrentarse a unos pocos guerrilleros, barón Meliadus, pero
si nuestras costas se vieran amenazadas por una fuerza tan grande como la nuestra, si
no mayor, por una fuerza que probablemente conoce secretos científicos
desconocidos por nosotros, en tal caso es posible que no pudiéramos sobrevivir…
La voz juvenil hablaba con una paciencia ácida. Meliadus frunció el ceño.
—No tenemos ninguna prueba de que se esté planeando esa clase de invasión,
monarca del mundo…
—De acuerdo. Pero tampoco tenemos prueba alguna de que Hawkmoon y su
banda de terroristas posean el poder suficiente como para hacernos mucho daño.
De pronto, unas finas vetas azuladas aparecieron en el fluido del globo del trono.
—Gran rey–emperador, dadme el tiempo y los recursos…
—Somos un imperio en expansión, barón Meliadus. Y queremos seguir
expandiéndonos. Permanecer quietos sería una actitud pesimista, ¿no os parece? No
es así como debemos actuar. Nos sentimos orgullosos de nuestra influencia sobre la
Tierra.
Y queremos ampliaría. No parecéis sentir mucha avidez por poner en práctica los
principios de nuestra ambición, que consiste en extender un gran terror por todos los
rincones del mundo. Nos tememos que empecéis a tener miras muy estrechas…
—Pero al negarnos a contrarrestar las fuerzas sutiles que podrían resquebrajar
nuestros planes también estaríamos traicionando nuestro destino, príncipe
todopoderoso.
—Nos ofende la disensión, barón Meliadus. Vuestro odio personal contra
Hawkmoon y, según hemos oído decir, vuestro deseo por Yisselda de Brass,
representan una disensión.

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Empezamos a percibir vuestro egoísmo, barón, y si continuáis por ese camino nos
veremos obligados a elegir a otro que ocupe vuestro puesto, y alejaros de nuestro
servicio… Sí, e incluso a expulsaros de vuestra orden…
Instintivamente, las manos del barón Meliadus se levantaron temerosas hacia la
máscara. ¡Quedar desenmascarado! Aquélla sería la mayor desgracia, el mayor horror
de todos. Pues eso era lo que implicaba aquella amenaza: engrosar las filas de la
chusma más baja de Londra, los que no tenían derecho a llevar máscara. Meliadus se
estremeció y apenas si pudo seguir hablando.
—Reflexionaré sobre vuestras palabras —murmuró al fin—, emperador de la
Tierra…
—Hacedlo así, barón Meliadus. No quisiéramos ver a un gran conquistador como
vos destruido por unos pocos pensamientos negros. Si queréis recuperar todo nuestro
favor, descubriréis para nos los medios gracias a los cuales han escapado los
emisarios de Asiacomunista.
El barón Meliadus cayó de rodillas, asintiendo con su gran máscara de lobo y con
los brazos extendidos. Así, el conquistador de Europa se humillaba ante su señor,
pero en su mente se agitaban una docena de pensamientos de rebeldía, y en su fuero
interno daba las gracias al espíritu de la orden a la que pertenecía por permitir que la
máscara que llevaba ocultara la furia que sentía.
Retrocedió ante el globo del trono mientras los ojos sardónicos del rey–
emperador no dejaban de observarle. La lengua prensil de Huon surgió para tocar una
joya que flotaba cerca de la cabeza hundida, y el fluido lechoso giró, relampagueó
con todos los colores del arco iris y luego, gradualmente, se fue haciendo negro.
Meliadus giró sobre sus talones e inició el largo recorrido hacia las gigantescas
puertas, con la sensación de que todos los ojos de los guardias de la orden de la
Mantis le observaban con expresión malevolente.
Una vez que hubo cruzado el umbral de la sala del trono, giró hacia la izquierda y
recorrió los retorcidos pasillos del palacio, dirigiéndose hacia las habitaciones de la
condesa Plana Mikosevaar de Kanbery, viuda de Asrovak Mikosevaar, el renegado
muscoviano que había estado al mando de la legión del Buitre. Ahora, la condesa
Plana no sólo era la jefa titular de la legión del Buitre, sino también prima del rey–
emperador…, su único pariente con vida.

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II

Pensamientos de la condesa Plana

La máscara de garza real, hecha de hilo de oro, estaba sobre la mesa lacada,
mientras ella miraba fijamente por la ventana, contemplando los retorcidos chapiteles
de la ciudad de Londra. El rostro pálido y hermoso de la condesa tenía una expresión
de tristeza y confusión.
Al moverse, las ricas sedas y joyas de sus vestiduras captaron la luz del sol. Se
dirigió hacia un armario y lo abrió. En su interior había extrañas vestiduras que ella
había conservado desde que aquellos dos visitantes abandonaran sus habitaciones,
muchos días antes. Se trataba de los disfraces que Hawkmoon y D’Averc habían
utilizado como príncipes de Asiacomunista. Ahora, se preguntó dónde estarían…,
particularmente D’Averc, de quien ella sabía que le amaba.
Plana, condesa de Kanbery, había tenido una docena de maridos y muchos más
amantes, había dispuesto de ellos de una u otra forma como una mujer puede
disponer de un par de medias inútiles. Jamás había conocido el amor, nunca había
experimentado aquellas sensaciones que conocen la mayoría de los demás seres
humanos, incluyendo a los gobernantes de Granbretan.
Pero, de algún modo, D’Averc, aquel renegado con aspecto de dandy que
afirmaba estar permanentemente enfermo, había despertado aquellos sentimientos en
ella. Quizá había permanecido hasta ahora tan remota a tales sentimientos porque era
una persona cuerda, mientras que no sucedía lo mismo con quienes le rodeaban en la
corte; porque ella era suave y capaz de sentir un amor sin egoísmos, mientras que los
lores del Imperio Oscuro no comprendían nada de eso. Quizá D’Averc, que era un
caballero suave, sutil y sensible, le había hecho despertar de aquella apatía inducida
no por la falta sino por la grandeza de su alma…, esa clase de grandeza que no puede
soportar existir en un mundo demente, egoísta y perverso como era la corte del rey–
emperador Huon.
Pero ahora que la condesa Plana había despertado, no podía ignorar por más
tiempo el horror de todo lo que la rodeaba, ni la desesperación de saber que su
amante de una sola noche podía no regresar jamás, y que incluso era posible que ya
estuviera muerto.
Se había retirado a sus habitaciones, evitando todo contacto con los demás, pero
aun cuando eso le permitía comprender algo sus circunstancias, no le dejaba otro
camino que alimentar dicha comprensión en el más lamentable de los silencios.
Las lágrimas resbalaron por las perfectas mejillas de Plana, que ella detuvo con
un pañuelo delicadamente perfumado.

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Una sirvienta entró en la habitación y permaneció inmóvil, vacilante, en el umbral
de la puerta. Automáticamente, Plana se puso la máscara de garza real.
—¿Qué ocurre?
—El barón Meliadus de Kroiden, milady. Dice que tiene que hablar con vos. Una
cuestión de la máxima urgencia.
Plana se ajustó la máscara sobre la cabeza, consideró por un momento las
palabras de la sirvienta y después se encogió de hombros. ¿Qué importaba si veía a
Meliadus aunque sólo fuera por un momento? Quizá tuviera alguna noticia sobre
D’Averc, a quien ella sabía que odiaba. Es posible que, empleando medios muy
sutiles, pudiera averiguar lo que él supiera.
Pero ¿qué sucedería si Meliadus sólo pretendía hacer el amor con ella, tal y como
había hecho en ocasiones anteriores?
Bueno, en tal caso le rechazaría, como también ella había hecho en otras
oportunidades.
Inclinó ligeramente su encantadora máscara de garza real y dijo:
—Dejad entrar al barón.

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III

Hawkmoon cambia de curso

Las grandes velas se curvaban al viento mientras el barco avanzaba a toda


velocidad sobre la superficie de las olas. El cielo estaba claro y el mar en calma,
extendiéndose como una vasta expansión de azul. Se habían izado los remos y el
timonel, en la cubierta principal, trataba de encontrar el curso. El contramaestre,
vestido de naranja y negro, subió al puente, mientras Hawkmoon contemplaba el
océano con la mirada perdida.
El pelo rubio de Hawkmoon ondeó al viento y su capa de terciopelo color vino se
elevó a su espalda. Sus elegantes rasgos estaban endurecidos por las batallas y la vida
a la intemperie, y se veían acentuados por la existencia de una joya negra y opaca
incrustada en su frente. Respondió con una actitud seria al saludo del contramaestre.
—He dado órdenes de navegar costeando, señor, en dirección al este —dijo el
hombre—. ¿Y quién os ha dado esas órdenes, contramaestre?
—Bueno, nadie, señor. Sólo supuse que, puesto que nos dirigíamos a Dnark…
—No vamos a Dnark. Decídselo al timonel.
—Pero ese guerrero extranjero, el que vos llamasteis Guerrero de Negro y Oro,
dijo…
—El no es mi amo, contramaestre. No…, navegaremos hacia el mar abierto. Con
destino a Europa. —¡A Europa, señor! Sabéis que, tras haber salvado Narleen, os
llevaríamos a cualquier parte, os seguiríamos a donde quisierais ir, pero ¿tenéis idea
de las distancias que debemos recorrer para llegar a Europa, de los mares que
tendremos que cruzar, de las tormentas…?
—Sí, lo entiendo. Pero seguiremos navegando en dirección a Europa.
—Como digáis, señor.
Frunciendo el ceño, el contramaestre se volvió para dar las nuevas órdenes al
timonel.
D’Averc salió de su camarote, situado bajo la cubierta principal, y empezó a subir
la escalera que conducía al puente. Al verle, Hawkmoon le sonrió con sorna.
—¿Habéis dormido bien, amigo D’Averc?
—Tan bien como es posible en esta bañera flotante. Tengo inclinación a sufrir de
insomnio, incluso en la mejor de las ocasiones. Pero he dormitado durante un rato.
Supongo que eso es lo mejor que podía esperar.
—Hace una hora —dijo su amigo echándose a reír—, cuando fui a ver cómo
estabais, os encontré roncando profundamente.
—¿De veras? —replicó D’Averc enarcando una ceja—. Me habéis oído respirar

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pesadamente, ¿eh? Trataba de respirar con la mayor tranquilidad posible, pero este
resfriado mío… que he contraído desde que estamos a bordo, me está planteando
crecientes dificultades.
Levantó una mano y se llevó a la nariz un diminuto pañuelo de lino. D’Averc iba
vestido de seda, con una camisa azul suelta, calzones anchos de color escarlata y un
pesado y ancho cinturón de cuero del que pendía la espada y un puñal. Llevaba un
largo pañuelo de color púrpura alrededor del cuello bronceado, y se sujetaba el pelo
largo con una cinta.
Sus rasgos, exquisitos y casi ascéticos, mostraban su habitual expresión
sardónica.
—¿He oído bien lo que habéis dicho? —preguntó—. ¿Le estabais dando
instrucciones al contramaestre para que nos dirigiéramos hacia Europa?
—En efecto.
—¿De modo que intentáis llegar al castillo de Brass y olvidaros de lo que según
el Guerrero de Negro y Oro era vuestro destino, es decir, llevar esa espada a Dnark
para servir allí al Bastón Rúnico? —preguntó D’Averc señalando con un gesto la gran
hoja ancha de color rosado que pendía del costado de Hawkmoon.
—Antes de servir a un artefacto en cuya existencia apenas creo, me debo lealtad a
mí mismo y a los míos.
—Admito que antes no creyerais en los poderes de esa hoja, la Espada del
Amanecer —observó D’Averc con sequedad—, pero vos mismo la habéis visto
convocar a los guerreros, que surgieron de la nada, y gracias a los cuales se salvaron
nuestras vidas.
El semblante de Hawkmoon adquirió una expresión de obstinación.
—En efecto —admitió de mala gana—. Pero, a pesar de todo, sigo teniendo la
intención de regresar al castillo de Brass, si es que eso es posible.
—No hay forma de saber si se encuentra en esta dimensión o en otra.
—Eso también lo sé. No me queda más remedio que confiar en que esté en esta
dimensión.
Hawkmoon había hablado sin vacilar, mostrándose poco dispuesto a seguir
discutiendo la cuestión. D’Averc enarcó las cejas por segunda vez y después
descendió a la cubierta y se dedicó a pasear por ella, silbando.
Durante cinco días navegaron por las tranquilas aguas del océano, con todas las
velas desplegadas para alcanzar la máxima velocidad posible.
Al sexto día, el contramaestre se acercó a Hawkmoon, que estaba de pie en la
proa del barco, y señaló ante ellos.
—Mirad el cielo oscuro que hay en el horizonte, señor. Se trata de una tormenta,
y nos dirigimos directamente hacia ella.
Hawkmoon miró en la dirección que se le indicaba.

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—¿Una tormenta, decís? Y, sin embargo, parece tener un aspecto peculiar.
—Así es, señor. ¿Debo arriar las velas?
—No, contramaestre. Seguiremos navegando a plena vela hasta que tengamos
una idea más exacta de qué nos espera.
—Como digáis, señor.
El contramaestre se retiró, bajando al puente sin dejar de sacudir la cabeza.
Unas pocas horas más tarde el cielo adquirió delante de ellos el aspecto de una
misteriosa muralla que se extendía de un lado al otro del horizonte. Sus colores
predominantes eran el rojo y el púrpura. Las nubes se elevaban hacia lo alto, a pesar
de lo cual el cielo situado directamente sobre el barco aparecía azul, como lo había
sido hasta entonces, y el mar estaba en perfecta calma. Sólo el viento había amainado
ligeramente. Era como si estuvieran navegando por un lago cuyas orillas se elevaran
por todos lados para desaparecer entre los cielos. La tripulación se sentía
desconcertada y había un acento de temor en la voz del contramaestre cuando éste se
acercó de nuevo a Hawkmoon.
—¿Seguimos navegando a toda vela, señor? Jamás había oído hablar de una cosa
así ni había experimentado nada parecido. La tripulación está nerviosa, señor, y
admito que yo también lo estoy.
Hawkmoon asintió con un gesto de comprensión.
—Sí, es algo muy peculiar, pero a mí me parece que se trata de algo sobrenatural
y no natural.
—Eso es lo mismo que dice la tripulación, señor.
El instinto de Hawkmoon le inducía a continuar y enfrentarse a lo que fuera, pero
tenía una responsabilidad para con los miembros de la tripulación, cada uno de los
cuales se había presentado voluntario para navegar con él, como muestra de gratitud
por haber librado su ciudad natal, Narleen, del poder del lord pirata Valjon de Starvel,
anterior propietario de la Espada del Amanecer.
—Muy bien, contramaestre —dijo finalmente Hawkmoon con un suspiro—.
Arriaremos todas las velas y nos mantendremos al pairo durante la noche. Si tenemos
suerte, el fenómeno ya habrá pasado mañana.
—Gracias, señor —dijo el contramaestre, aliviado.
Hawkmoon le devolvió el saludo y después se volvió para contemplar aquellas
extrañas y enormes murallas. ¿Se trataba de nubes o acaso eran algo más? Empezó a
hacer frío y, aunque el sol seguía brillando, sus rayos no parecían afectar para nada a
las misteriosas murallas.
Todo permaneció en calma. Hawkmoon se preguntó si había tomado una decisión
prudente al alejarse de Dnark. Por lo que sabía, nadie había navegado por aquellos
océanos, excepto los antiguos. ¿Quién conocía los inesperados terrores que podría
haber en ellos?

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Llegó la noche y aún se podían distinguir las fantásticas murallas, recortadas en la
distancia, con sus oscuros colores rojos y púrpura rasgando la oscuridad de la noche.
Y, sin embargo, aquellos colores no parecían poseer las propiedades usuales de la luz.
Hawkmoon empezó a sentirse muy preocupado.
A la mañana siguiente, las murallas se habían acercado aún más y la zona de mar
azul parecía incluso más pequeña. Hawkmoon se preguntó si no habrían quedado
atrapados en alguna trampa extraña colocada por gigantes o por seres sobrenaturales.
Envuelto en una pesada capa que no lograba protegerle mucho del frío, paseaba
por la cubierta al amanecer.
D’Averc subió a cubierta. Se había puesto por lo menos tres capas, a pesar de lo
cual temblaba ostensiblemente.
—Una mañana muy fría, Hawkmoon.
—Así es —asintió el duque de Colonia—. ¿Qué os parece la situación. D’Averc?
—Es una materia tenebrosa, ¿no os parece? —replicó el francés sacudiendo la
cabeza—. Aquí viene el contramaestre.
Ambos se volvieron para saludar al hombre. Él también se había envuelto en una
gran capa de cuero, utilizada normalmente para navegar en días de tormenta.
—¿Tenéis alguna idea de lo que se trata, contramaestre? —le preguntó D’Averc.
El hombre sacudió la cabeza y se dirigió a Hawkmoon.
—Los hombres dicen que, ocurra lo que ocurra, están de vuestro lado, señor.
Morirán a vuestro servicio si fuera necesario.
—Me imagino que están de un humor más bien triste —comentó D’Averc con
una sonrisa—. Bueno, ¿quién puede reprochárselo?
—En efecto, ¿quién? —replicó el contramaestre cuyo rostro redondo y de mirada
honesta tenía una expresión de desesperación—. ¿Doy la orden de izar las velas,
señor?
—Será mucho mejor que continuar aquí, en espera de que eso se vaya cerrando
sobre nosotros —dijo Hawkmoon—. Continuemos la navegación, contramaestre.
Éste empezó a gritar órdenes y los hombres se dedicaron a desplegar las velas, y a
asegurar las cuerdas. Poco a poco, las cuerdas se fueron llenando de aire y el barco
inició la navegación, aunque lo hizo como de mala gana, dirigiéndose directamente
hacia los extraños acantilados de nubes.
Pero, a medida que se acercaban, los acantilados empezaron a girar y se agitaron.
Aparecieron entonces otros colores mucho más oscuros y desde todos lados llegó
hasta el barco un sonido gimiente. La tripulación apenas si podía contener el pánico,
y muchos hombres se quedaron helados en las cuerdas, sin dejar de observar lo que
pasaba.
Hawkmoon miraba hacia adelante, con ansiedad.
Y entonces, instantáneamente, las murallas se desvanecieron.

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Hawkmoon abrió la boca, atónito.
El mar estaba sereno en todas partes. Todo volvía a ser como antes. La tripulación
lanzó gritos de alegría, pero Hawkmoon se dio cuenta de que el rostro de D’Averc
mostraba una expresión poco afable, y él también tuvo la sensación de que el
desconocido peligro no había pasado del todo. Esperó, apoyado en la barandilla.
Y entonces, del fondo del mar surgió una enorme bestia.
Los gritos de júbilo de la tripulación se convirtieron en seguida en aullidos de
terror.
Otras bestias empezaron a surgir alrededor del barco. Eran monstruos
gigantescos, como saurios, con garras rojas y triples hileras de dientes, con el agua
resbalando por sus costados llenos de escamas y unos ojos refulgentes llenos de una
maldad enloquecida.
Se escuchó un ensordecedor ruido de alas batiendo y uno tras otro los gigantescos
saurios se fueron elevando en el aire.
—De ésta no saldremos, Hawkmoon —observó D’Averc con su habitual espíritu
filosófico, al tiempo que desenvainaba la espada—. Ha sido una lástima que no
hayamos podido ver por última vez el castillo de Brass, ni recibir un último beso de
labios de las mujeres que amamos.
Hawkmoon apenas si le escuchó. Se sentía lleno de amargura ante el destino que
había decidido impulsarle a encontrar su final en un lugar tan húmedo y solitario, de
modo que nadie sabría jamás dónde ni cómo había muerto…

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IV

Orland Fank

Las sombras de las gigantescas bestias oscilaban de un lado a otro sobre la


cubierta y el ruido que producían sus alas llenaba el aire. Hawkmoon levantó la
mirada con fría determinación en el instante en que uno de aquellos monstruos
descendía con las fauces abiertas, y el duque de Colonia se preparó para resistir el
ataque, sabiendo que ya no le quedaba mucho tiempo de vida. Pero entonces el
monstruo volvió a elevarse en el cielo, después de haber lanzado un bocado contra el
palo mayor.
Con los nervios tensos y los músculos abultados, Dorian Hawkmoon desenvainó
la Espada del Amanecer, la hoja que no podía blandir ningún otro hombre y seguir
viviendo.
Pero sabía que ni siquiera los poderes sobrenaturales de su espada serían
suficientes para resistir a las terribles bestias; también sabía que ni siquiera
necesitaban atacar directamente a la tripulación, que lo único que tenían que hacer era
lanzar unos cuantos golpes contra el barco para enviarlos a todos al fondo del mar.
El barco se bamboleó ante el viento creado por las enormes alas y el aire adquirió
un olor nauseabundo procedente del fétido aliento de los monstruos.
—¿Por qué no atacan? —preguntó D’Averc frunciendo el ceño—. ¿Están jugando
con nosotros?
—Así parece —asintió Hawkmoon hablando con los dientes apretados—. Quizá
les guste jugar un rato con nosotros antes de destruirnos. Una gran sombra descendió
sobre ellos. D’Averc pegó un salto y dirigió una estocada contra la bestia, pero la
criatura volvió a elevarse en el aire incluso antes de que los pies de D’Averc
volvieran a tocar el suelo. El francés arrugó la nariz. —¡Demonios! ¡Qué mal huele!
Eso no le viene nada bien a mis pulmones.
A continuación, una tras otra, las criaturas descendieron y golpearon
ruidosamente el barco con sus alas emplumadas. La embarcación se estremeció bajo
los golpes y los hombres gritaron al verse despedidos sobre la cubierta. Hawkmoon y
D’Averc se tambalearon, agarrándose a la barandilla con todas sus tuerzas para evitar
caer al mar.
—¡Le están haciendo dar la vuelta al barco! —gritó D’Averc extrañado—.
¡Estamos siendo obligados a dar media vuelta!
Hawkmoon observó ceñudo a los terroríficos monstruos y no dijo nada. El barco
no tardó en dar media vuelta, girando unos ochenta grados, y entonces las bestias se
elevaron aún más en el cielo y permanecieron sobre la nave, como si estuvieran

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debatiendo sobre cuál sería su próxima acción. Hawkmoon les miró a los ojos,
tratando de discernir si había inteligencia en ellos, intentando descubrir algo que le
indicara cuáles eran sus intenciones, pero fue imposible.
Las criaturas aletearon de nuevo hasta que se encontraron a buena distancia, por
la popa. Una vez allí, se volvieron hacia ellos.
Situándose en una formación cerrada, las bestias comenzaron a aletear con fuerza,
hasta que crearon un viento tan fuerte que Hawkmoon y D’Averc no pudieron
sostenerse en pie y cayeron sobre las planchas de la cubierta.
Las velas se hincharon bajo el viento y D’Averc lanzó un grito de asombro.
—¡Eso es lo que están haciendo! ¡Dirigen el barco hacia donde quieren que vaya!
¡Es increíble!
—Nos dirigimos de nuevo hacia Amarehk —constató Hawkmoon haciendo
esfuerzos por incorporarse—. Me pregunto…
—¿Cuál puede ser su dieta? —preguntó D’Averc a gritos—. Desde luego, no
deben comer nada capaz de dulcificar su aliento. ¡Puaj!
Hawkmoon sonrió aun a pesar de la situación.
Ahora, toda la tripulación se hallaba reunida en los bancos de los remos, con las
miradas levantadas hacia los monstruosos reptiles, que seguían aleteando sobre ellos,
hinchando las velas con el viento que producían.
—Quizá su nido se encuentre en esa dirección —sugirió Hawkmoon—. Quizá
tengan que alimentar a sus polluelos y prefieran la carne viva.
D’Averc pareció sentirse ofendido.
—Lo que decís es muy probable, amigo Hawkmoon. Pero ha sido una descortesía
por vuestra parte el sugerirlo…
Hawkmoon volvió a sonreír con una mueca.
—Si sus nidos están en tierra, tenemos una posibilidad de enfrentarnos a esas
bestias —dijo—. En el mar abierto no contamos con la menor oportunidad de
sobrevivir.
—Sois muy optimista, duque de Colonia…
Los extraordinarios reptiles impulsaron el barco durante más de una hora, y éste
avanzó a una velocidad escalofriante. Finalmente, Hawkmoon señaló delante sin
decir nada.
—¡Una isla! —exclamó D’Averc—. ¡En cualquier caso, teníais razón!
Se trataba de una pequeña isla que, por lo que se podía ver, estaba desprovista de
toda vegetación. Sus orillas se elevaban agudamente hasta un pico, como si se tratara
de una montaña hundida que no hubiera sido rodeada por completo por las aguas.
Y fue entonces cuando Hawkmoon se dio cuenta de la existencia de un nuevo
peligro.
—¡Rocas! ¡Nos dirigimos directamente hacia ellas! ¡Tripulación! Ocupad

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vuestros puestos… ¡Timonel!
Pero el propio Hawkmoon se abalanzaba ya hacia el timón y trataba
desesperadamente de evitar que el barco se estrellara contra las rocas.
D’Averc se le unió en sus esfuerzos, aportando su propia fuerza para lograr que el
barco se desviara. La isla se hizo más y más grande y el sonido de las olas rompiendo
contra las rocas les llenaba los oídos… como el redoble de un tambor gigantesco.
Lentamente, el barco giró cuando los acantilados de la isla ya se elevaban sobre
ellos y el rocío del agua les empapaba. Entonces escucharon un terrible sonido de
desgarro que se transformó en un grito de maderos torturados, y ambos se dieron
cuenta al mismo tiempo que las rocas estaban desgarrando el barco por debajo de la
línea de flotación.
—¡Que se salve quien pueda! —gritó Hawkmoon.
Corrió hacia la barandilla, seguido de cerca por D’Averc. El barco se sacudía y se
tambaleaba como si fuera una criatura viva, y todos salieron despedidos contra las
barandillas. Golpeados, pero conscientes, Hawkmoon y D’Averc se levantaron,
dudaron un momento y finalmente se lanzaron a las negras y amenazadoras aguas.
Estorbado por el gran peso de la espada que llevaba colgada al cinto, Hawkmoon
se sintió arrastrado hacia el fondo. Pudo ver, sin embargo, otras figuras que se movían
entre las aguas y el ruido de las olas al chocar contra las rocas le ensordecía los oídos.
Pero no estaba dispuesto a desprenderse de la Espada del Amanecer. Luchó por
conservar la vaina y después empleó todas sus energías en salir a la superficie,
arrastrando consigo la gran espada.
Logró salir por fin por encima de las olas y captó una fugaz impresión del barco,
que estaba por encima de donde él se encontraba, pero ahora el mar parecía bastante
más calmado y, de pronto, el viento dejó de soplar y el rugido de las olas disminuyó
hasta convertirse apenas en un susurro. Un extraño silencio sustituyó la rugiente
cacofonía de momentos antes. Hawkmoon nadó hacia una roca plana y, al llegar a
ella, se izó sobre la tierra.
Después, miró hacia atrás.
Los monstruos reptilianos continuaban aleteando en el cielo, pero a tal altura que
el aire ya no se agitaba con su aleteo. Entonces, se elevaron aún más en el cielo,
permanecieron suspendidos en el aire por un momento y se lanzaron hacia el mar.
Uno tras otra golpearon contra el mar, produciendo un gigantesco chapoteo. El
barco crujió cuando las nuevas olas le alcanzaron y Hawkmoon casi se vio
desplazado del lugar sobre el que se había situado.
Después, todos los monstruos habían desaparecido, como por ensalmo.
Hawkmoon se secó el agua de los ojos y escupió para desprenderse del sabor
salado. ¿Qué harían los monstruos a continuación? ¿Acaso tenían intención de
mantener vivas a sus presas, para acudir a recogerlas cuando tuvieran necesidad de

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carne fresca? No había forma de saberlo.
Escuchó un grito y vio a D’Averc y a media docena de hombres que se acercaban
hacia donde él estaba, tambaleándose entre las rocas.
—¿Habéis visto cómo han desaparecido las bestias, Hawkmoon? —preguntó
D’Averc muy excitado.
—Sí. Me pregunto si volverán.
D’Averc miró ceñudo en la dirección por donde habían desaparecido las bestias y
se encogió de hombros.
—Sugiero que nos internemos en la isla y que salvemos antes lo que podamos del
barco —dijo Hawkmoon—. ¿Cuántos hemos quedado con vida? —preguntó,
volviéndose hacia el contramaestre, que estaba de pie, detrás de D’Averc.
—Creo que nos hemos salvado la mayoría, señor. Hemos tenido suerte. Mirad.
El contramaestre señaló hacia un lugar situado más allá de donde estaba el barco.
Allí se encontraba la mayor parte de la tripulación, reunidos todos en la orilla.
—Regresad al barco con algunos hombres antes de que se hunda del todo —
ordenó Hawkmoon—. Tended cuerdas hasta la orilla y empezad a desembarcar las
provisiones.
—Como digáis, señor. Pero ¿qué haremos si regresan los monstruos?
—Tendremos que ocuparnos de ellos cuando los veamos —contestó Hawkmoon.
Durante varias horas, Hawkmoon vigiló que se sacara del barco todo lo que fuera
posible, se llevara a la costa y fuera apilado en zona seca.
—¿Creéis que se puede reparar el barco? —preguntó D’Averc.
—Quizá. Ahora que el mar está en calma no corre mucho peligro de hundirse.
Pero eso nos costará tiempo. —Hawkmoon se acarició la piedra opaca que llevaba en
la frente—. Vamos, D’Averc, dediquémonos a explorar la isla.
Iniciaron la escalada por las rocas hacia el pico que coronaba la isla. El lugar
parecía completamente desprovisto de vida. Lo mejor que podían esperar encontrar
serían estanques de agua fresca entre las rocas, y también podría haber mariscos en la
orilla.
Era un lugar árido y, si no podían reflotar el barco, sus esperanzas de vida podían
ser muy tenues, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad de que regresaran los
monstruos.
Se detuvieron al llegar al pico, respirando entrecortadamente por el ejercicio.
—El otro lado parece tan desértico como éste —dijo D’Averc indicando hacia
abajo—. Me pregunto… —Se detuvo de pronto, atónito—. ¡Por los ojos de
Berezenath! ¡Un hombre!
Hawkmoon miró en la dirección que le indicaba su amigo.
En efecto, allá abajo, una figura deambulaba por entre las rocas de la orilla.
Mientras ellos miraban, el hombre levantó la vista hacia ellos y les saludó con gestos

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alegres, haciéndoles ademanes de que se dirigieran hacia donde él estaba.
No muy seguros de no estar sufriendo una alucinación, iniciaron el descenso con
lentitud hasta que llegaron cerca de la figura. Estaba allí de pie, con los puños en las
caderas, los pies separados y sonriéndoles con expresión burlona. Se detuvieron.
El hombre iba vestido de un modo peculiar y anticuado. Sobre el torso bronceado
llevaba una especie de chaleco de cuero que le dejaba los brazos y el pecho al
desnudo.
Un gorro de lana le cubría la cabeza, por debajo del cual sobresalía una mata de
pelo de color rojizo, y en la que se había puesto una pluma de cola de faisán. Los
pantalones mostraban un diseño extraño, a base de cuadros, y tenía los pies cubiertos
con unas botas de punta curvada, de aspecto maltrecho. Sobre la espalda, sujeta por
una cuerda, portaba una enorme hacha de combate cuya hoja estaba muy sucia y
estropeada por el uso. El rostro era huesudo y rojizo y sus pálidos ojos azules les
miraron con una expresión sardónica.
—Bueno… Tenéis que ser Hawkmoon y ese D’Averc —dijo con un acento
extraño—. Se me dijo que vendríais aquí.
—¿Y quién sois vos, señor? —preguntó D’Averc con altivez.
—¡Cómo! Pues soy Orland Fank. ¿Es que no lo sabíais? Orland Fank… a vuestro
servicio, señores.
—¿Vivís en esta isla? —preguntó Hawkmoon.
—He vivido en ella, pero no en estos momentos. —Fank se quitó el gorro y se
limpió la frente con el brazo—. En estos tiempos soy un viajero. Como vos mismo,
según tengo entendido.
—¿Y quién os habló de nosotros? —preguntó Hawkmoon.
—Tengo un hermano. Acostumbra a llevar puesta una curiosa armadura de
colores negro y oro…
—¡El Guerrero de Negro y Oro! —exclamó Hawkmoon.
—Supongo que se hace llamar de ese modo tan chistoso. No me cabe la menor
duda de que no os habrá mencionado la existencia de este hermano suyo, tan basto y
bien dispuesto.
—No, no lo hizo. ¿Quién sois?
—Me llaman Orland Fank. De Skare Brae…, en las Orkneys…
—¡Las Orkneys! —exclamó Hawkmoon llevando una mano hacia la empuñadura
de la espada—. ¿No forma eso parte de Granbretan? ¿No son unas islas situadas en el
extremo norte?
—Decidle a un hombre de las islas Orkneys que pertenece al Imperio Oscuro, y
os arrancará el cuello con los dientes —replicó Fank echándose a reír. Después hizo
un gesto, como pidiendo disculpas y añadió a modo de explicación—: Ésa es la forma
preferida que tenemos allí de tratar a un enemigo. No somos un pueblo muy

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sofisticado.
—¿De modo que el Guerrero de Negro y Oro también es de las islas Orkneys…?
—preguntó D’Averc.
—¡Alto ahí! ¿El de las Orkneys? ¿Con esa extraña armadura suya y sus exquisitas
maneras? —Orland Fank volvió a reír estrepitosamente—. No. ¡El no es de las
Orkneys! —Con el gorro que tenía en la mano se limpió las lágrimas de los ojos
causadas por el acceso de risa y preguntó—: ¿Cómo se os ha ocurrido pensar algo
así?
—Dijisteis que era hermano vuestro.
—Y lo es. Desde un punto de vista espiritual. Quizá incluso físico. Eso es algo
que ya he olvidado. Han transcurrido muchos años, ¿cierto?, desde que nos
encontramos por primera vez.
—¿Y qué fue lo que os puso en contacto?
—Una causa común. Un ideal compartido.
—¿No sería el Bastón Rúnico la fuente de esa causa? —murmuró Hawkmoon con
voz apenas audible.
—Podría ser.
—Parecéis muy callado de pronto, amigo Fank —observó D’Averc.
—Sí. En Orkney somos un pueblo muy callado —replicó sonriendo—. De hecho,
a mí me consideran como un parlanchín.
No pareció haberse sentido ofendido por el comentario. Hawkmoon hizo un gesto
hacia atrás, señalando el mar y dijo:
—Esos monstruos. Las extrañas nubes que vimos antes. ¿Tiene todo eso algo que
ver con el Bastón Rúnico?
—Yo no he visto monstruos, ni nubes. Pero, en realidad, acabo de llegar hace
muy poco.
—Unos reptiles gigantescos nos obligaron a dirigirnos hacia esta isla —dijo
Hawkmoon—. Y ahora empiezo a comprender el porqué. No me cabe la menor duda
de que ellos también sirven al Bastón Rúnico.
—Es posible que así sea —replicó Fank—. Eso no es asunto mío, lord Dorian,
¿cierto?
—¿Fue el Bastón Rúnico lo que provocó el accidente de nuestro barco? —
preguntó enojado Hawkmoon.
—No sabría deciros —contestó Fank volviendo a ponerse el gorro sobre la cabeza
y acariciándose la huesuda mandíbula—. Sólo sé que estoy aquí para entregaros una
barca y deciros dónde podréis encontrar la tierra habitada más próxima.
—¿Tenéis una barca para nosotros? —preguntó D’Averc sin salir de su asombro.
—En efecto. No se trata de una embarcación muy espléndida, pero es capaz de
navegar muy bien. Será suficiente para ambos.

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—¿Para ambos? ¡Tenemos una tripulación de cincuenta hombres! —exclamó
Hawkmoon con ojos refulgentes—. ¡Oh, si el Bastón Rúnico desea que le sirva
debería organizar las cosas mejor! ¡Todo lo que ha conseguido hasta ahora ha sido
ponerme furioso!
—Vuestra furia no servirá más que para agotaros —replicó Orland Fank con
suavidad—. Creía que ibais a Dnark al servicio del Bastón Rúnico. Mi hermano me
dijo…
—Vuestro hermano insistió en que fuéramos a Dnark. Pero tengo otras lealtades,
Orland Fank… Lealtades para con mi esposa, a la que no he visto desde hace meses,
para con mi suegro, que espera mi regreso, para con mis amigos…
—¿Os referís al pueblo del castillo de Brass? Sí, he oído hablar de ellos. Están
todos a salvo por el momento, si es que saber eso os reconforta.
—¿Lo sabéis con toda seguridad?
—Así es. Sus vidas transcurren sin que se produzca ningún acontecimiento de
importancia, a excepción de los problemas causados por Elvereza Tozer.
—¡Tozer! ¿Qué noticias hay de ese renegado?
—Tengo entendido que logró recuperar su anillo y se largó —dijo Orland Fank
haciendo un gesto de huida con la mano.
—¿Adonde?
—Quién sabe. Vos mismo tenéis cierta experiencia con los anillos de Mygan.
—Son objetos en los que no se puede confiar mucho.
—Eso es lo que tengo entendido.
—En cualquier caso, estarán mejor sin Tozer.
—No sé, no conozco a ese hombre.
—Es un dramaturgo de talento —dijo Hawkmoon—, con el rigor moral de un…,
de un…
—¿Granbretaniano? —sugirió Fank.
—Exacto. —Hawkmoon frunció el ceño y miró intensamente a Orland Fank—.
¿No me estaréis engañando? ¿Está bien mi familia y mis amigos?
—Su seguridad no se ve amenazada por el momento.
—Bien —dijo Hawkmoon con un suspiro—. ¿Dónde está la barca? ¿Y qué me
decís de mi tripulación?
—Tengo cierta habilidad como carpintero naval. Yo mismo les ayudaré a reparar
su barco para que así puedan regresar a Narleen.
—¿Por qué no podemos ir nosotros con ellos? —preguntó D’Averc.
—Tengo entendido que sois una pareja de impacientes —dijo Fank con expresión
de inocencia—, y que estaréis encantados de abandonar la isla en cuanto podáis
hacerlo. Yo tardaré muchos días en reparar ese gran barco.
—Aceptaremos vuestra pequeña barca —dijo Hawkmoon—. Parece ser que si no

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lo hiciéramos así, el Bastón Rúnico, o como se llame el poder que nos ha enviado
hasta aquí, se encargará de presentarnos nuevos problemas para conseguirlo.
—Tengo entendido que así sería —admitió Fank sonriendo un poco para sus
adentros—. ¿Y cómo abandonaréis la isla vos mismo si nos llevamos vuestra barca?
—preguntó D’Averc.
—Navegaré con los marineros de Narleen. Dispongo de mucho tiempo.
—¿A qué distancia estamos del continente? —preguntó Hawkmoon—. ¿Y cuál es
la barca en que tenemos que viajar? ¿Dispondremos al menos de un compás?
—No está a mucha distancia —contestó Fank encogiéndose de hombros—, y no
necesitaréis compás. Lo único que necesitáis es esperar a que sople el viento más
favorable.
—¿Qué queréis decir?
—Los vientos en esta parte del océano son algo peculiares. Ya comprenderéis lo
que quiero decir.
Hawkmoon se encogió de hombros, resignado.
Siguieron a Orland Fank, que abrió la marcha por la orilla rocosa.
—Parece ser que no somos dueños de nuestros destinos en la medida en que nos
gustaría serlo —comentó D’Averc con sorna en cuanto distinguieron la pequeña
barca.

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V

Una ciudad de sombras brillantes

Hawkmoon estaba en la pequeña barca, con el ceño fruncido, mientras D’Averc


se hallaba de pie en la proa, silbando una melodía y recibiendo en el rostro el rocío de
la espuma. El viento había guiado la embarcación durante todo el día, haciéndoles
avanzar a lo largo de lo que evidentemente era un curso determinado.
—Ahora comprendo lo que nos dijo Fank acerca del viento —gruñó Hawkmoon
—. No es una brisa natural. Tengo la sensación de haberme convertido en la
marioneta de alguna instancia sobrenatural…
—Bueno —dijo D’Averc sonriente, señalando hacia el horizonte—, quizá
tengamos la oportunidad de presentarle nuestras quejas a esa instancia. Mirad…,
tierra a la vista.
Hawkmoon se incorporó de mala gana y observó los débiles signos de tierra en el
horizonte.
—De modo que regresamos a Amarehk —dijo D’Averc riendo.
—Si al menos fuera Europa y Yisselda estuviera allí —suspiró Hawkmoon.
—O incluso Londra, con Plana para consolarme —dijo D’Averc encogiéndose de
hombros y empezando a toser de un modo teatral—. Sin embargo, es mejor de esta
forma, antes de que ella se vea atada a una criatura enferma y medio moribunda…
Poco a poco empezaron a distinguir con mayor claridad los rasgos de la línea de
la costa. Estaba compuesta por acantilados irregulares, colinas, playas y algunos
árboles.
Hacia el sur observaron una curiosa aura de luz dorada… Una luz que parecía
palpitar, como si siguiera el ritmo de un corazón gigantesco.
—Parece que se trata de más fenómenos preocupantes —dijo D’Averc.
El viento sopló con mayor fuerza y la pequeña barca se volvió hacia la luz
dorada.
—Y nos dirigimos directamente hacia ella —gimió Hawkmoon—. ¡Estoy
empezando a cansarme de estas cosas!
En efecto, estaba claro que navegaban hacia una bahía formada entre el
continente y una larga isla que se extendía entre ambas orillas. La luz dorada procedía
del extremo más alejado de la isla.
El terreno situado a ambos lados parecía agradable y estaba compuesto por playas
y colinas cubiertas de bosque, aunque no se veía la menor señal de presencia humana.
Al acercarse a la fuente de luz, ésta empezó a desvanecerse hasta que el cielo sólo
quedó iluminado por un débil resplandor. La barca disminuyó su velocidad, aunque

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navegaban directamente hacia la luz. Y entonces la vieron.
Se trataba de una ciudad de tal gracia y belleza que no se les ocurrieron palabras
para describirla. Tan grande como Londra, si no mayor, sus edificios formaban agujas
simétricas, bóvedas y torretas, y todos brillaban con la misma extraña luz, aunque
coloreados con delicados tonos pálidos escondidos tras el dorado —rosas, amarillos,
azules, verdes, violetas y cerezas—, como si se tratara de una pintura creada con luz
y luego recubierta de una tonalidad dorada. Y, sin embargo, a pesar de toda su
magnificente belleza, no parecía un lugar adecuado para criaturas humanas, sino para
dioses.
La barca se dirigía ahora hacia un puerta que se extendía en las afueras de la
ciudad, y cuyos muelles mostraban los mismos tonos sutiles que se observaban en los
edificios.
—Es como un sueño… —murmuró Hawkmoon.
—Un sueño celestial —observó D’Averc, cuyo cinismo se había desvanecido ante
aquella visión.
La pequeña barca se dirigió hacia unos escalones que se hundían en el agua,
donde se reflejaban los suaves colores, y al llegar allí se detuvo.
—Supongo que será aquí donde debemos desembarcar —comentó D’Averc
encogiéndose de hombros—. La barca podría habernos llevado a un lugar menos
agradable.
Hawkmoon asintió con seriedad y preguntó:
—¿Aún guardáis en la bolsa los anillos de Mygan, D’Averc?
—Están seguros —contestó éste llevándose la mano a la bolsa—. ¿Por qué?
—Sólo quería asegurarme de que podríamos utilizarlos en el caso de que el
peligro fuera excesivo para nosotros, y no pudiéramos enfrentarnos a él con nuestras
espadas.
D’Averc asintió con un gesto de comprensión y unas arrugas aparecieron en su
frente.
—Resulta extraño que no se nos ocurriera utilizarlos cuando estábamos en la
isla…
—Sí…, claro… —dijo Hawkmoon con expresión de asombro. Después apretó los
labios con una mueca de disgusto—. Sin duda alguna, eso no fue más que el resultado
de una interferencia sobrenatural sobre nuestros cerebros. ¡Cómo odio lo
sobrenatural!
D’Averc se llevó un dedo a los labios y puso una expresión de burlona
desaprobación.
—¡Qué cosas se os ocurren en una ciudad como ésta!
—Sí… Bueno, confío en que sus habitantes sean tan agradables como su aspecto.
—Si es que hay habitantes —observó D’Averc mirando a su alrededor.

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Subieron los escalones y llegaron al muelle. Los extraños edificios estaban ante
ellos, y por entre los edificios se abrían amplias calles.
—Entremos en la ciudad —dijo Hawkmoon con decisión—, y descubramos por
qué razón hemos sido traídos aquí. Después de eso, quizá se nos permita regresar al
castillo de Brass.
Se metieron por la calle más cercana. Les pareció como si las sombras producidas
por los edificios brillaran con una vida y un color propios. Desde cerca, las altas
torres apenas si parecían tangibles, y cuando Hawkmoon extendió una mano para
tocar la sustancia de que estaban compuestas, la sintió como algo desconocido para
él. No se trataba de piedra, ni de madera; ni siquiera era de acero, ya que cedía
ligeramente a la presión de sus dedos, haciéndolos hormiguear. También se sintió
sorprendido por el calor que le recorrió el brazo y le inundó el cuerpo.
—¡Parece más de carne que de piedra! —dijo, sacudiendo la cabeza con
incredulidad.
D’Averc hizo lo mismo que su amigo y también se asombró.
—En efecto…, o como si fuera vegetación de algún tipo extraño. Desde luego,
parece algo orgánico…, ¡como si fuera materia viva!
Siguieron avanzando. De vez en cuando, las calles se abrían, formando plazas.
Cruzaron las plazas y eligieron cualquier otra calle, contemplando los edificios,
que parecían tener una altura infinita, y que desaparecían envueltos en un halo
extraño de color dorado.
Hablaban con voces apagadas, como si no se atrevieran a romper el silencio que
reinaba en la gran ciudad.
—¿Habéis observado que no se ven ventanas? —preguntó Hawkmoon.
—Y tampoco puertas —asintió D’Averc—. Cada vez estoy más seguro de que
esta ciudad no se ha construido para el uso humano… ¡Y de que no la han construido
manos humanas!
—Quizá lo han hecho seres creados por el Milenio Trágico —sugirió Hawkmoon
—. Seres como el pueblo fantasma de Soryandum.
D’Averc se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
Ahora, por delante de ellos, las extrañas sombras parecían estrecharse más. Se
metieron entre ellas, y se sintieron inundados por una gran sensación de bienestar.
Hawkmoon empezó a sonreír, a pesar de todos sus temores, y D’Averc también
esbozó una sonrisa. Las sombras brillantes les rodeaban por todas partes. Hawkmoon
se preguntó si aquellas sombras no serían, de hecho, los habitantes de la ciudad.
Salieron de la calle y se encontraron en una gran plaza que, por su aspecto,
parecía ser el centro mismo de la ciudad. En el centro de la plaza se elevaba un
edificio cilíndrico que, a pesar de ser el mayor que habían visto hasta entonces,
también parecía ser el más delicado. Sus paredes se movían con una luz llena de color

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y entonces Hawkmoon observó algo más en su base.
—Mirad, D’Averc…, ¡unos escalones que conducen a una puerta!
—Me pregunto qué debemos hacer ahora —susurró D’Averc.
—Entrar ahí, claro —replicó Hawkmoon encogiéndose de hombros—. ¿Qué
tenemos que perder?
—Quizá ahí dentro descubramos la respuesta a esa pregunta —comentó su amigo
sonriendo—. ¡Después de vos, duque de Colonia!
Subieron los escalones hasta llegar ante la puerta. Era relativamente pequeña,
aunque tenía un tamaño humano y en el interior pudieron distinguir más sombras
brillantes.
Valerosamente, Hawkmoon entró, seguido de cerca por D’Averc.

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VI

Jehemia Cohnahlias

Sus pies parecieron hundirse en el suelo y las sombras brillantes les rodearon por
completo mientras avanzaban hacia la centelleante oscuridad de la torre.
Un dulce sonido llenaba los pasillos… Era un sonido muy suave, como una
canción de cuna celestial. La música incrementó su sensación de bienestar mientras
ellos se introducían más y más en aquella extraña construcción orgánica.
Y entonces, de repente, se encontraron en una pequeña habitación llena con la
misma radiación, pulsante y dorada, que habían visto antes desde la barca.
Y la radiación procedía de un muchacho.
Se trataba de un muchacho joven, de aspecto oriental, con una piel suave y
morena, vestido con ropas en la que se habían cosido joyas en tal cantidad que
ocultaban la tela.
Les sonrió y su sonrisa fue comparable a la suave radiación que le rodeaba. Era
imposible no amarle de inmediato.
—Duque Dorian Hawkmoon de Colonia —dijo con dulzura, inclinando
levemente la cabeza—, y Huillam d’Averc. Os he admirado tanto por vuestras
pinturas, como por vuestras construcciones, sir.
—¿Estáis enterado de eso? —preguntó D’Averc atónito.
—Son excelentes. ¿Por qué no hacéis más?
D’Averc se puso a toser, desconcertado.
—Yo…, supongo que perdí la inspiración. Y luego la guerra…
—Ah, claro. El Imperio Oscuro. Ésa es la razón por la que estáis aquí.
—Así lo suponía…
—Me llamo Jehemia Cohnahlias —dijo el muchacho, que volvió a sonreír—. Y
ésa es la única información directa sobre mí que puedo ofreceros, por si se os
ocurriera hacerme más preguntas al respecto. Esta ciudad se llama Dnark, y a sus
habitantes se les conoce en el mundo exterior como los Buenísimos. Creo que ya
habéis conocido a algunos de ellos.
—¿Os referís a las sombras brillantes? —preguntó Hawkmoon.
—¿Es así como los percibís? Sí…, las sombras brillantes.
—¿Son seres sensibles? —siguió preguntando Hawkmoon.
—Sí, lo son. Y quizá incluso algo más que sensibles.
—Y esta ciudad, Dnark, es la legendaria ciudad del Bastón Rúnico.
—En efecto.
—Resulta extraño que todas esas leyendas sitúen su posición no en el continente

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de Amarehk, sino en Asiacomunista —observó D’Averc.
—Quizá no sea una coincidencia —dijo el muchacho sonriendo—. Es muy
conveniente que existan esas leyendas.
—Comprendo.
Jehemia Cohnahlias sonrió serenamente.
—Me imagino que habéis venido para ver al Bastón Rúnico, ¿verdad?
—Al parecer, sí —contestó Hawkmoon, incapaz de experimentar el menor temor
ante la presencia del muchacho—. Primero, el Guerrero de Negro y Oro nos dijo que
viniéramos aquí, y después, cuando nos negamos, se nos presentó su hermano…, un
tal Orland Fank…
—Ah, sí —sonrió Jehemia Cohnahlias—, Orland Fank. Siento un afecto especial
por ese servidor particular del Bastón Rúnico. Bien, vayamos al salón del Bastón
Rúnico. —Entonces, frunció ligeramente el ceño—. Pero, un momento, casi se me
olvidaba. Primero querréis refrescaros un poco y encontraros con un viajero
compañero vuestro. Alguien que os ha precedido hasta aquí sólo por cuestión de
horas. —¿Lo conocemos?
—Creo que habéis tenido algún contacto con él en el pasado. —El muchacho casi
pareció flotar al abandonar la silla donde había permanecido sentado—. Por aquí.
—¿Quién podrá ser? —murmuró D’Averc dirigiéndose a Hawkmoon—. ¿A quién
conocemos nosotros capaz de venir a Dnark?

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VII

Un viajero muy bien conocido

Siguieron a Jehemia Cohnahlias a lo largo de los tortuosos pasillos orgánicos del


edificio. Ahora se sentían más ligeros, pues las sombras brillantes —los Buenísimos,
según les había llamado el muchacho— se habían desvanecido. Probablemente, su
tarea había consistido en ayudar a Hawkmoon y a D’Averc a llegar hasta donde
estaba el muchacho.
Llegaron por fin a un salón grande en el que había una mesa larga, hecha
presumiblemente de la misma sustancia que las paredes, y bancos de la misma
materia.
Sobre la mesa había comida. Era relativamente sencilla y estaba compuesta sobre
todo de pescado, pan y verduras.
Pero lo que más atrajo su atención fue la figura que vieron en el extremo del
salón. Al verla, se llevaron automáticamente las manos a las empuñaduras de sus
espadas, y en sus rostros aparecieron expresiones de encolerizado asombro.
Fue Hawkmoon el primero que logró pronunciar su nombre, con los dientes
apretados.
—¡Shenegar Trott!
La gruesa figura avanzó pesadamente hacia ellos. Su máscara de plata parecía ser
sólo una parodia de los rasgos que ocultaba.
—Buenas tardes, caballeros. Supongo que sois Dorian Hawkmoon y Huillam
d’Averc.
Hawkmoon se volvió hacia el muchacho.
—¿Os dais cuenta de quién es esta criatura?
—Supongo que es un explorador procedente de Europa.
—Es el conde de Sussex…, uno de los hombres del rey–emperador Huon. ¡Ha
violado a la mitad de Europa! ¡Únicamente el barón Meliadus le supera en cuanto a
maldad!
—Vamos, vamos —dijo Trott con voz suave y divertida—. No empecemos por
insultarnos el uno al otro. Aquí estamos en terreno neutral. Los temas de la guerra son
otra cuestión. Puesto que, por el momento, no nos conciernen a nosotros, sugiero que
nos comportemos de modo civilizado… y no insultemos a nuestro joven anfitrión…
—¿Cómo habéis llegado a Dnark, conde Shenegar? —espetó Hawkmoon furioso.
—Por barco, duque de Colonia. Nuestro barón Kalan… a quien tengo entendido
que ya conocéis… —Trott se echó a reír burlonamente, y Hawkmoon se llevó la
mano, de manera automática, a la Joya Negra que Kalan le había incrustado en la

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frente— …inventó una nueva clase de ingenio destinado a propulsar nuestros barcos
a mayor velocidad sobre el mar. Creo que se basa en la misma máquina que
proporciona energía a nuestros ornitópteros, aunque es algo más complicada. Nuestro
sabio rey–emperador me ha encargado la misión de viajar a Amarehk con el
propósito de establecer relaciones amistosas con los poderes de aquí…
—¡Querréis decir para descubrir sus puntos fuertes y débiles antes de que os
lancéis al ataque! —espetó Hawkmoon—. ¡Es imposible confiar en un servidor del
Imperio Oscuro!
El muchacho extendió ambas manos y una expresión de preocupación apareció en
su rostro.
—Aquí, en Dnark —dijo—, sólo buscamos el equilibrio. Después de todo, ése es
el objetivo y la razón de la existencia del Bastón Rúnico, que nosotros estamos aquí
para proteger. Os ruego que os ahorréis las discusiones para el campo de batalla,
caballeros, y que participéis juntos de la comida que os hemos preparado.
—No obstante —intervino D’Averc empleando un tono más ligero que el de
Hawkmoon—, debo advertiros que Shenegar Trott no está aquí para traer paz. Vaya
donde vaya, siempre lleva consigo la maldad y la destrucción. Estad preparados…
porque se le considera como uno de los lores más astutos de Granbretan.
El muchacho pareció sentirse desconcertado y se limitó a hacer nuevos gestos
indicando la mesa.
—Sentaos, por favor.
—¿Y dónde está vuestra flota, conde Shenegar? —preguntó D’Averc al tiempo
que se sentaba ante la mesa y se acercaba un plato de pescado.
—¿Flota? —replicó Trott con aire de inocencia—. Yo no he mencionado nada
sobre una flota… Sólo dispongo de mi barco, anclado con su tripulación a pocos
kilómetros, en las afueras de la ciudad.
—En tal caso será un barco bastante grande —murmuró Hawkmoon mordiendo
un trozo de pan—, pues no es habitual que un conde del Imperio Oscuro emprenda un
viaje sin ir preparado para la conquista.
—Olvidáis que en Granbretan también somos científicos y eruditos —replicó
Trott como si se sintiera ligeramente ofendido—. También buscamos el
conocimiento, la verdad y la razón. En realidad, toda nuestra intención al unir los
estados guerreros de Europa no es más que aportar una paz racional al mundo, para
que de ese modo el conocimiento pueda progresar con mucha mayor rapidez.
D’Averc tosió teatralmente, pero no dijo nada.
Entonces, Trott hizo algo virtualmente sin precedentes para un noble del Imperio
Oscuro: se echó la máscara hacia atrás y empezó a comer. En Granbretan se
consideraba una gran indecencia tanto mostrar el rostro como comer en público.
Hawkmoon sabía que Trott siempre había sido considerado en Granbretan como

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un excéntrico, tolerado por los demás nobles sólo gracias a su enorme fortuna
privada, su habilidad como general y, a pesar de su aspecto endeble, su considerable
valor personal como guerrero.
Su rostro puso al descubierto los mismos rasgos que aparecían caricaturizados en
su máscara. Era blanca, rolliza y de expresión inteligente. Los ojos no mostraban
expresión alguna, pero estaba claro que Shenegar Trott era capaz de expresar lo que
quisiera con ellos.
Comieron en relativo silencio. El muchacho no tocó los alimentos, a pesar de que
se sentó con ellos.
Más tarde, Hawkmoon indicó con un gesto la abultada armadura plateada del
conde y preguntó:
—¿Por qué viajáis con una armadura tan pesada si estáis cumpliendo una misión
pacífica de exploración?
—¿Cómo iba a poder anticipar los peligros a los que tendría que enfrentarme en
esta extraña ciudad? —replicó Shenegar Trott con una sonrisa—. ¿No os parece que
es perfectamente lógico viajar bien preparado?
D’Averc cambió de tema al darse cuenta de que no obtendrían más que suaves
respuestas del granbretaniano.
—¿Cómo va la guerra en Europa? —preguntó.
—Ya no hay guerra en Europa —contestó Trott.
—¡Que no hay guerra! Entonces, ¿qué hacemos aquí, exiliados de nuestro propio
país? —preguntó Hawkmoon.
—No hay guerra porque ahora toda Europa se encuentra en paz bajo el
patronazgo de nuestro buen rey–emperador Huon —dijo Shenegar Trott con un leve
guiño, casi como el que haría a un buen camarada, y que a Hawkmoon le fue
imposible contestar—. A excepción de Camarga, claro está —siguió diciendo—. Y
Camarga se ha desvanecido. Mi querido compañero, el barón Meliadus, se ha
mostrado muy encolerizado por eso.
—Estoy seguro de que así es —replicó Hawkmoon—. ¿Y continúa queriendo
vengarse de nosotros?
—Desde luego que sí. De hecho, cuando abandoné Londra corría el peligro de
convertirse en el hazmerreír de la corte.
—Parecéis sentir muy poco afecto por el barón Meliadus —sugirió D’Averc.
—Me comprendéis muy bien —le dijo el conde Shenegar—. No todos nosotros
somos hombres tan dementes y ambiciosos como pensáis. Yo mismo he tenido
muchas discusiones con el barón Meliadus. A pesar de todo, soy leal a mi patria y a
mi rey, aun cuando no esté de acuerdo con todo lo que se hace en su nombre…, y
quizá tampoco con todo lo que yo mismo me he visto obligado a hacer. Yo cumplo
órdenes. Soy un patriota.

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—Shenegar Trott se encogió ostentosamente de hombros. —Preferiría quedarme
en casa, dedicado a leer y a escribir. En otros tiempos se pensaba que era un poeta
prometedor.
—Pero ahora sólo os dedicáis a escribir epitafios… y además, lo hacéis con
sangre y fuego —dijo Hawkmoon.
El conde Shenegar no pareció sentirse herido por aquellas palabras, a las que
contestó razonablemente.
—Tenéis vuestro propio punto de vista. Yo tengo el mío. Creo en la conveniencia
última de nuestra causa: que la unificación del mundo es de la máxima importancia,
que las ambiciones personales, por muy nobles que sean, tienen que ser sacrificadas a
principios mucho más grandes.
—Ésa es la respuesta habitual entre los granbretanianos —argumentó Hawkmoon
sin dejarse convencer—. Es el mismo argumento que el barón Meliadus empleó ante
el conde de Brass poco antes de que intentara violar y secuestrar a su hija Yisselda.
—Ya he comentado antes que no estoy de acuerdo con todo lo que hace el barón
Meliadus —dijo el conde Shenegar—. En toda corte siempre hay un idiota, y todo
gran ideal atrae indefectiblemente a quienes sólo están motivados por el egoísmo.
Las respuestas de Shenegar Trott parecían ir dirigidas más al muchacho que
escuchaba tranquilamente, que a Hawkmoon y D’Averc.
Terminaron de comer. Trott apartó su plato y volvió a colocarse la máscara
plateada sobre el rostro. Después, se volvió hacia el muchacho.
—Os agradezco vuestra hospitalidad. Y ahora… me prometisteis que podría
contemplar y admirar el Bastón Rúnico. Me alegraría mucho poder encontrarme ante
ese artefacto legendario…
Hawkmoon y D’Averc dirigieron miradas de advertencia al muchacho, pero éste
no pareció darse cuenta de ellas.
—Ahora ya es tarde —dijo Jehemia Cohnahlias—. Todos nosotros visitaremos la
sala del Bastón Rúnico mañana. Mientras tanto, os ruego que descanséis aquí. A
través de esa pequeña puerta —dijo señalando hacia el otro lado de la sala—
encontraréis acomodo para dormir. Os llamaré por la mañana.
Shenegar Trott se levantó y se inclinó ceremoniosamente.
—Os agradezco vuestra oferta, pero mis hombres empezarían a sentirse muy
inquietos si no regresara esta noche a mi barco. Mañana volveré a reunirme aquí con
vos.
—Como deseéis —dijo el muchacho.
—En cuanto a nosotros —dijo Hawkmoon—, os agradecemos vuestra
hospitalidad.
Pero debo advertiros de nuevo que Shenegar Trott puede no ser lo que vos creéis.
—Sois admirables en vuestra tenacidad —intervino Shenegar Trott.

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Y, diciendo esto, hizo un alegre saludo con la mano y abandonó el salón.
—Me temo que vamos a dormir muy mal sabiendo que nuestro enemigo se
encuentra en Dnark —comentó D’Averc.
—No temáis —dijo el muchacho sonriendo—. Los Buenísimos os ayudarán a
descansar y os protegerán de todo daño del que podáis sentir miedo. Buenas noches,
caballeros. Volveré a veros mañana.
El muchacho abandonó con ligereza la sala y D’Averc y Hawkmoon se
dispusieron a inspeccionar los cubículos que contenían literas introducidas en la parte
lateral de las paredes.
—Me temo que ese Shenegar Trott quiera hacerle algún daño al muchacho —dijo
Hawkmoon.
—Será mejor que hagamos todo lo que podamos para protegerle —dijo D’Averc
—. Buenas noches, Hawkmoon.
Una vez que su amigo se hubo introducido en su cubículo, Hawkmoon hizo lo
propio.
Estaba lleno de sombras brillantes y en su interior sonaba la música celestial que
habían escuchado antes. Y así, se quedó dormido casi inmediatamente.

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VIII

Un ultimátum

Hawkmoon se despertó tarde sintiéndose muy descansado, y en seguida se dio


cuenta de que las sombras brillantes parecían estar agitadas. Habían adquirido un frío
color azul y se arremolinaban de un lado a otro, como si temieran algo.
Se levantó con rapidez y se ató el cinto con la espada. Frunció el ceño. ¿Estaba a
punto de producirse el peligro que tanto había temido… o se había producido ya? Los
Buenísimos parecían incapaces de establecer una comunicación humana.
D’Averc entró corriendo en el cubículo de Hawkmoon.
—¿Qué pensáis de la situación, Hawkmoon?
—No lo sé. ¿Se trata de Shenegar Trott que planea una invasión? ¿Tiene
problemas el muchacho?
De pronto, las sombras brillantes se arremolinaron alrededor de los dos hombres y
ambos se sintieron desplazados con rapidez del cubículo, llevados a través de la sala
donde habían comido y a lo largo de los pasillos, a una velocidad increíble, hasta que
salieron del edificio juntos y se vieron elevados en la luz dorada.
La velocidad de los Buenísimos disminuyó y los dos amigos, todavía con la
respiración entrecortada a causa de la repentina acción de las sombras brillantes, se
balancearon en el aire, por encima de la plaza principal.
D’Averc estaba pálido, pues no podía apoyar los pies en ningún sitio y las
sombras brillantes no parecían tener sustancia alguna, a pesar de lo cual no se caían.
Abajo, en la plaza, distinguieron unas figuras diminutas por la distancia,
moviéndose hacia la torre cilíndrica.
—¡Es todo un ejército! —exclamó Hawkmoon atónito—. Deben de ser por lo
menos mil. Eso es lo que se podía esperar de la naturaleza pacífica de la misión de
Shenegar Trott. ¡Ha invadido Dnark! Pero ¿por qué?
—¿No os parece obvio, amigo mío? —replicó D’Averc con una mueca—. Busca
el Bastón Rúnico. Teniendo eso en su poder, ¡sin duda gobernará el mundo!
—¡Pero si no sabe dónde está!
—Es probable que ésa sea la razón por la que se dispone a atacar la torre.
Mirad…, ¡ya hay guerreros en su interior!
Los dos amigos contemplaron la escena consternados, rodeados por las diáfanas
sombras, con luz dorada por todas partes.
—Tenemos que bajar —dijo Hawkmoon al fin—. ¡Pero si sólo somos dos contra
mil! —observó D’Averc.
—Así es…, pero si la Espada del Amanecer convoca a la legión del Amanecer, es

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posible que tengamos éxito contra ellos —le recordó Hawkmoon.
Como si hubieran entendido sus palabras, los Buenísimos empezaron a descender.
Hawkmoon sintió que el corazón se le subía a la garganta al bajar con tanta
rapidez hacia la plaza, abarrotada ahora de guerreros enmascarados del Imperio
Oscuro, miembros de la terrible legión del Halcón que, al igual que la legión del
Buitre, también era una fuerza mercenaria mandada por renegados que, en todo caso,
eran aún más malvados que los nativos de Granbretan. Los enloquecidos ojos de los
halcones miraron hacia arriba, expectantes por el festín de sangre que Hawkmoon y
D’Averc parecían ofrecerles. Los picos de sus máscaras estaban dispuestos para
desgarrar la carne de los dos enemigos del Imperio Oscuro, y las espadas, mazas,
hachas y lanzas que llevaban en las manos eran como garras dispuestas a arremeter
contra ellos.
Las sombras brillantes depositaron a D’Averc y al duque de Colonia cerca de la
entrada de la torre, y apenas si tuvieron tiempo de desenvainar sus espadas antes de
que los guerreros halcón se lanzaran al ataque.
Pero en ese instante Shenegar Trott apareció en la entrada de la torre y les gritó a
sus hombres:
—¡Alto, mis halcones! No hay necesidad de derramar sangre. ¡Tengo al
muchacho!
Hawkmoon y D’Averc le vieron levantar a Jehemia Cohnahlias, sosteniéndolo por
las ropas, mientras él se debatía inútilmente.
—Sé que esta ciudad está llena de criaturas sobrenaturales que tratarán de
detenernos —anunció el conde—, de modo que me he tomado la libertad de
garantizar nuestra seguridad mientras estemos aquí. Si somos atacados, si alguien se
atreve a tocarnos, le cortaré el cuello a este muchacho. —Shenegar Trott se echó a
reír burlonamente—. He tomado esta medida sólo para evitarnos a todos situaciones
desagradables…
Hawkmoon hizo un movimiento, como para convocar a la legión del Amanecer,
pero Trott le reprendió moviendo un dedo ante él.
—¿Queréis ser la causa de la muerte de este muchacho, duque de Colonia?
Ardiendo de rabia, Hawkmoon descendió el brazo que sostenía la espada, la dejó
caer y, dirigiéndose al muchacho, le dijo:
—Ya os advertí de su perfidia…
—Sí… —admitió el muchacho debatiéndose—. Me temo que… tendría que
haberos… prestado más atención.
El conde Shenegar se echó a reír con su máscara refulgiendo bajo la luz dorada.
—Y ahora, decidme dónde está el Bastón Rúnico.
El muchacho señaló hacia la torre, situada a su espalda.
—La sala del Bastón Rúnico está dentro.

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—¡Mostrádmela! —Shenegar Trott se volvió hacia sus hombres—. Vigilad a esta
pareja. Preferiría conservarlos vivos, pues al rey–emperador le encantará que
regresemos no sólo con el Bastón Rúnico, sino también con los héroes de Camarga.
Si se mueven, gritadme y le arrancaré al muchacho una oreja o dos. —Extrajo
entonces la daga que llevaba al cinto y colocó la punta cerca del rostro del muchacho.
Después, ordenó a sus guerreros—: La mayoría de vosotros… seguidme.
Shenegar Trott desapareció en el interior de la torre, seguido por la gran mayoría
de sus hombres, mientras que seis guerreros halcón se quedaban para vigilar a
Hawkmoon y a D’Averc.
—¡Si ese muchacho hubiera hecho caso de lo que le dijimos! —se lamentó
Hawkmoon. Se movió un poco y los guerreros halcón se pusieron en guardia,
precavidamente—. ¿Cómo vamos a salvarle ahora… y al Bastón Rúnico de las garras
de Trott?
De pronto, los guerreros halcón levantaron las miradas, llenas de asombro, y
D’Averc hizo lo propio.
—Parece ser que vienen en nuestro rescate —dijo D’Averc sonriendo.
Las sombras brillantes regresaban.
Antes de que los guerreros halcón pudieran moverse o decir nada, las sombras
habían envuelto por completo a los dos hombres y volvían a elevarlos en el aire.
Desconcertados, los halcones lanzaron golpes contra sus pies, mientras ellos se
elevaban, y después, al ver la inutilidad de sus esfuerzos, echaron a correr hacia el
interior de la torre, para advertir a su jefe de lo que había sucedido.
Los Buenísimos se elevaron más y más alto, llevando consigo a Hawkmoon y a
D’Averc. Penetraron en el hálito dorado que se transformó en una espesa neblina
áurea, hasta el punto de que no pudieron verse el uno al otro, y mucho menos los
edificios de la ciudad.
Parecieron estar viajando durante horas antes de que la neblina dorada empezara a
ser más ligera.

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IX

El Bastón Rúnico

A medida que disminuyó la neblina dorada, Hawkmoon parpadeó, pues ahora se


veían rodeados por toda clase de colores —como ondas y rayos que producían
extrañas configuraciones en el aire—, todo lo cual emanaba de una fuente central.
Entrecerró los ojos para protegerlos de la intensa luz y miró a su alrededor.
Estaban suspendidos en el aire, cerca del techo de un gran salón cuyas paredes
parecían estar hechas de capas de esmeralda y ónice translúcidos. En el centro del
salón se levantaba una tarima, a la que se llegaba por escalones que subían desde los
cuatro lados. Sobre ella había un objeto en el que se originaban todas las
configuraciones de luz. Los dibujos —estrellas, círculos, conos y figuras más
complejas— se desplazaban constantemente, pero su fuente siempre era la misma. Se
trataba de un pequeño bastón, que tenía aproximadamente la longitud de una espada
corta, de un denso color negro, opaco y que, al parecer, había perdido el color en unos
pocos sitios. Las decoloraciones eran de un intenso azul moteado. ¿Podía ser esto el
Bastón Rúnico?, se preguntó Hawkmoon. No parecía tratarse de nada impresionante
para ser un objeto de poderes tan legendarios. Se lo había imaginado como algo más
alto que un hombre, de brillantes colores…, pero aquel objeto, ¡si hasta lo podía
llevar él mismo en la mano!
De repente, unos hombres entraron precipitadamente por la parte lateral del salón.
Era Shenegar Trott y su legión del Halcón. El muchacho continuaba debatiéndose
entre las garras de Trott y ahora las risotadas del conde de Sussex llenaron todo el
salón.
—¡Por fin! ¡Ya es mío! Ni siquiera el rey–emperador se atreverá a negarme nada
cuando le haya entregado en sus manos el Bastón Rúnico.
Hawkmoon lanzó un bufido. Había un olor fragante en el salón, llenándolo de un
aroma entre amargo y dulce. Y entonces un suave murmullo empezó a impregnar el
lugar. Los Buenísimos descendieron, y con ellos Hawkmoon y D’Averc, que fueron
depositados con suavidad en los escalones, justo por debajo de donde se encontraba
el Bastón Rúnico. Y entonces el conde Shenegar los vio.
—¿Cómo…?
Hawkmoon le miró con ferocidad y levantó el brazo izquierdo para señalar
directamente hacia él.
—¡Soltad al chico, Shenegar Trott!
El conde de Sussex volvió a lanzar una risotada, recuperándose con rapidez del
asombro que había experimentado.

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—Antes decidme cómo habéis llegado aquí antes que yo.
—Gracias a la ayuda de los Buenísimos…, esas criaturas sobrenaturales a las que
tanto teméis. Y contamos con otros amigos, conde Shenegar.
La daga de Trott se hallaba a un pelo de la nariz del muchacho.
—En tal caso, sería un estúpido si me desprendiera de mi única posibilidad de
alcanzar la libertad… o incluso el éxito.
—Os lo advierto, conde —dijo Hawkmoon levantando la Espada del Amanecer
—, ¡esta espada no es un instrumento ordinario! ¡Mirad cómo brilla con una luz
rosada!
—Sí…, me parece muy bonito. Pero ¿podrá detenerme antes de que le arranque al
muchacho uno de sus ojos como si le quitara un corcho a una botella?
D’Averc observó todo el salón, se fijó en los dibujos formados por la luz, en
constante movimiento, en las peculiares paredes y en las sombras brillantes que ahora
se hallaban muy por encima de ellos y que parecían observar la escena.
—Esto parece haber terminado en tablas, Hawkmoon —murmuró—. No podemos
esperar más ayuda de las sombras brillantes. Es evidente que no poseen ningún poder
para intervenir en los asuntos humanos.
—Si dejáis al muchacho sin hacerle daño, consideraré el dejaros marchar de
Dnark desarmado —dijo Hawkmoon.
Shenegar Trott se echó a reír.
—¿De veras? ¿Y vosotros dos solos arrojaréis a todo un ejército de la ciudad?
—Tenemos aliados —le recordó Hawkmoon.
—Es posible. Pero sugiero que dejéis en el suelo vuestras espadas para
permitirme llegar hasta donde está el Bastón Rúnico. Una vez que lo tenga en mi
poder, os entregaré al muchacho.
—¿Vivo?
—Vivo.
—¿Cómo vamos a confiar en Shenegar Trott? —preguntó D’Averc—. Matará al
chico y después se encargará de nosotros. Los nobles de Granbretan no tienen la
costumbre de cumplir su palabra.
—Si al menos tuviéramos alguna garantía —susurró Hawkmoon con
desesperación.
En ese momento, una voz familiar habló desde detrás de donde ellos se
encontraban, y ambos se volvieron, sorprendidos.
—¡No tenéis otra elección que soltar al muchacho, Shenegar Trott! —dijo una
voz profunda desde detrás del casco de colores negro y oro—. ¡Ah!, mi hermano no
dice más que la verdad…
Desde el otro lado de la tarima apareció entonces la figura de Orland Fank, con su
gigantesca hacha de guerra y su chaleco de cuero.

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—¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó Hawkmoon atónito.
—Yo podría preguntaros lo mismo —replicó Fank con una sonrisa—. Al menos,
ahora contáis con amigos con quienes discutir vuestro dilema.

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X

El espíritu del Bastón Rúnico

Shenegar Trott, conde de Sussex, volvió a reír con socarronería y sacudió la


cabeza.
—Bien, ahora sois cuatro, pero eso no altera la situación lo más mínimo.
Dispongo a mis espaldas de mil hombres. Tengo al muchacho en mi poder. Os ruego
que os apartéis, caballeros, para que pueda apoderarme del Bastón Rúnico.
El rostro anguloso de Orland Fank se dividió en una amplia sonrisa, mientras que
el Guerrero de Negro y Oro se limitó a mover un poco uno de sus pies, cubierto por la
armadura. Hawkmoon y D’Averc les miraron interrogativamente.
—Me temo que hay un punto débil en vuestra argumentación, amigo mío —dijo
Orland Fank.
—Oh, no, sir…, no hay ninguno —replicó Shenegar Trott al tiempo que iniciaba
el movimiento de avanzar.
—He dicho que sí lo hay.
—¿De qué se trata? —preguntó Trott, deteniéndose.
—Estáis suponiendo que sois capaz de sujetar al muchacho, ¿no es así?
—Podría matarlo antes de que os apoderarais de él.
—Es posible…, pero estáis suponiendo que el muchacho no tiene medio alguno
de deslizarse entre sus vestiduras y escapar así de vos, ¿no es así?
—¡No se puede liberar! —exclamó Shenegar Trott que sostuvo al muchacho con
más fuerza por la tela de sus vestiduras, sin dejar de lanzar risotadas—. ¡Miradlo!
Y entonces, el granbretaniano lanzó un grito de asombro cuando el muchacho
pareció flotar, desprendiéndose de sus garras, extendiéndose por el salón con la forma
de una larga línea de luz, con los rasgos aún visibles, aunque extrañamente
prolongados. La música se esparció por todo el salón y el aroma también aumentó de
intensidad.
Shenegar Trott hizo inefectivos movimientos para sujetar la tenue sustancia del
muchacho, pero era imposible agarrarle, como lo era sujetar a las sombras brillantes
que ahora latían en el aire por encima de ellos.
—¡Por el globo de Huon…, si no es humano! —gritó Shenegar Trott con una
frustrada cólera—. ¡No es humano!
—Jamás afirmó serlo —comentó Orland Fank con suavidad, dirigiéndole un
guiño burlón a Hawkmoon—. ¿Estáis ahora preparado, vos y vuestro amigo para
librar un buen combate?
—Lo estamos —contestó Hawkmoon, también con una sonrisa—. ¡Claro que lo

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estamos!
El muchacho, o lo que fuera, se extendía por encima de su cabeza para tocar el
Bastón Rúnico. Las configuraciones de luz cambiaron con rapidez y el salón se vio
lleno de muchas más, de modo que los rostros de todos se vieron cruzados por rayos
de luz cambiante.
Orland Fank lo observó todo con una gran atención, y pareció como si el rostro
del hombre se oscureciera con una expresión de tristeza cuando la línea luminosa en
que se había convertido el muchacho fue absorbida por el Bastón Rúnico.
Poco después no quedó en el salón la menor señal del muchacho, y el Bastón
Rúnico brillaba ahora más que antes, con un intenso color negro que parecía haberle
dotado de conciencia.
—¿Quién era ese muchacho, Orland Fank? —preguntó Hawkmoon asombrado.
—¿Quién? —replicó Fank parpadeando—. Pues el espíritu del Bastón Rúnico.
Raras veces se materializa adquiriendo forma humana. Habéis sido especialmente
honrados por ello.
Shenegar Trott estaba gritando, lleno de furia, pero se calló cuando una voz más
profunda sonó desde el casco que llevaba el Guerrero de Negro y Oro.
—Ahora tenéis que prepararos para morir, conde de Sussex.
—Seguís estando equivocado —replicó Trott riendo de un modo demencial—.
Sólo sois cuatro… contra mil. Moriréis todos, y yo me apoderaré del Bastón Rúnico.
—Duque de Colonia —dijo el Guerrero volviéndose hacia Hawkmoon—, ¿no os
importaría llamar para que vengan a ayudarnos?
—Con gran placer —contestó Hawkmoon sonriendo. Levantó la espada rosada en
el aire y gritó—: ¡A mí la legión del Amanecer!
Y entonces, una luz rosada llenó el salón, flotando en el aire por encima de los
dibujos de colores. Y allí aparecieron cien feroces guerreros, cada uno de ellos
rodeado por su propia aura escarlata.
Tenían un aspecto bárbaro, como si procedieran de una época anterior, mucho
más primitiva. Llevaban grandes mazas provistas de picos, decoradas con grabados
ornamentales, lanzas con penachos de cabellera. Llevaban los bronceados cuerpos y
rostros pintados y vestían taparrabos de brillantes telas. En los brazos y en las piernas
llevaban atadas planchas de madera, a modo de protección. Sus grandes y feroces
ojos negros mostraban una remota melancolía y hablaban un lenguaje extraño y
gimiente.
Eran los guerreros del Amanecer.
Hasta los miembros más endurecidos de la legión del Halcón gritaron de horror
cuando los guerreros aparecieron de modo tan súbito, sin que se supiera de dónde
procedían.
Shenegar Trott retrocedió un paso.

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—Os aconsejo que depongáis las armas y os constituyáis en prisioneros nuestros
—dijo Hawkmoon con una mueca burlona.
—Jamás —contestó Trott sacudiendo la cabeza—. ¡Os seguimos superando en
número!
—En tal caso, debemos iniciar nuestra batalla —dijo Hawkmoon, y empezó a
bajar los escalones, enfrentándose a sus enemigos.
Shenegar Trott desenvainó su gran espada y adoptó una posición de combate.
Hawkmoon le lanzó una estocada con la Espada del Amanecer, pero Trott se hizo
a un lado y devolvió el golpe fallando por poco, describiendo una línea ante su
estómago.
Hawkmoon se hallaba en desventaja, pues Trott estaba completamente cubierto
por la armadura, mientras que él sólo llevaba vestiduras de seda.
El extraño lenguaje de los guerreros del Amanecer se convirtió en un gran aullido
al tiempo que descendían los escalones en pos de Hawkmoon y empezaban a blandir
las mazas y las lanzas contra sus enemigos. Los feroces guerreros halcones se
enfrentaron a ellos con valentía, dando tantas estocadas como recibían, pero se
sintieron muy desmoralizados cuando se dieron cuenta de que, en cuanto caía un
guerrero del Amanecer, su lugar era ocupado inmediatamente por otro que no se sabía
de dónde surgía.
D’Averc, Orland Fank y el Guerrero de Negro y Oro descendieron los escalones
con mayor lentitud, blandiendo sus espadas al unísono y haciendo retroceder a los
guerreros halcones con sus tres péndulos de acero.
Shenegar Trott volvió a lanzar una estocada contra Hawkmoon, desgarrándole la
manga de la camisa. El duque de Colonia extendió entonces la Espada del Amanecer,
que alcanzó a Trott en la máscara, abollándola tanto que los rasgos adquirieron un
aspecto aún más grotesco.
Pero en el momento en que Hawkmoon se echó hacia atrás para recuperar la
posición de combate, sintió un golpe repentino en la espalda, se giró a medias y vio a
un guerrero halcón que le había golpeado con la parte plana de un hacha. Trató de
recuperar el equilibrio, pero no lo consiguió y empezó a caer hacia el suelo. Al
tiempo que perdía la conciencia, aún distinguió nebulosamente al Guerrero de Negro
y Oro. Trató desesperadamente de recuperarse porque, al parecer, los guerreros del
Amanecer no podían existir a menos que él estuviera en plena posesión de sus
sentidos.
Pero ya era demasiado tarde. Al caer sobre los escalones escuchó la risa burlona
de Shenegar Trott.

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XI

Un hermano muerto

Hawkmoon escuchó el estrépito distante de la batalla, sacudió la cabeza y miró a


través de una neblina roja y negra. Trató de levantarse, pero se dio cuenta de que por
lo menos cuatro cadáveres se lo impedían. Sus amigos se habían cuidado muy bien de
sí mismos.
Forcejeó con toda su energía, y vio entonces que Shenegar Trott había llegado
hasta donde estaba el Bastón Rúnico. Y allí estaba también el Guerrero de Negro y
Oro, evidentemente malherido, rodeado por cien hombres, tratando de impedir que el
granbretaniano se apoderara del Bastón Rúnico. Pero Shenegar Trott levantó entonces
una enorme maza y la descargó contra el casco del Guerrero. Éste se tambaleó ante el
impacto y el casco se le hundió.
Hawkmoon reunió todas sus fuerzas y gritó con voz ronca:
—¡A mí la legión del Amanecer! ¡Regresad! ¡Legión del Amanecer!
Y los guerreros bárbaros aparecieron de inmediato, golpeando y destrozando a los
asombrados halcones.
Hawkmoon logró desembarazarse de los cuerpos que le aprisionaban y empezó a
subir los escalones para acudir en ayuda del Guerrero, incapaz de comprobar en
aquellos momentos si los demás vivían aún. Pero en ese instante el enorme peso de la
armadura negra y dorada empezó a caer hacia él, haciéndole retroceder. Hawkmoon
la sostuvo lo mejor que pudo, pero sabía por la sensación del peso que ya no quedaba
vida alguna en el cuerpo que hasta entonces había protegido.
Intentó abrirle la visera, ver al hombre al que nunca había considerado como un
amigo hasta ahora, curioso por contemplar los rasgos de quien había guiado su
destino durante tanto tiempo. Pero la visera apenas se movió, pues el golpe de maza
de Shenegar Trott la había abollado gravemente.
—Guerrero…
—¡El Guerrero ha muerto! —gritó entonces Shenegar Trott al tiempo que se
quitaba la máscara y se inclinaba sobre el Bastón Rúnico, mirando por encima del
hombro a Hawkmoon con expresión de triunfo—. ¡Como lo estaréis vos mismo en un
instante, Dorian Hawkmoon!
Hawkmoon lanzó un grito de furia, dejó en el suelo el cadáver del Guerrero y
subió precipitadamente los escalones que le separaban de su enemigo.
Desconcertado, Trott se volvió levantando de nuevo la enorme maza.
Hawkmoon se agachó, evitando el golpe, y rodeó a Trott con sus brazos,
forcejeando con él en el último escalón, mientras la roja carnicería se extendía a su

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alrededor.
Mientras forcejeaba con el conde, vio a D’Averc, a medio camino de los
escalones, con la camisa desgarrada y cubierta de sangre, con un brazo inmóvil
colgándole de un costado, enfrentándose a cinco de los guerreros halcones. Más allá,
Orland Fank seguía vivo y balanceaba la enorme hacha de guerra sobre su cabeza,
lanzando un extraño aullido.
La respiración de Trott jadeó entre sus gruesos labios y Hawkmoon quedó
asombrado al comprobar la fuerza que tenía.
—Vais a morir, Hawkmoon… ¡Tenéis que morir para que el Bastón Rúnico sea
mío!
Hawkmoon también jadeó mientras forcejeaba con el conde.
—¡Nunca será vuestro! ¡No puede poseerlo ningún hombre!
Le dio un repentino empujón hacia arriba, rompiendo la guardia de Trott y le
golpeó con el puño en el rostro. El conde lanzó un grito, pero en seguida se lanzó de
nuevo hacia adelante. Hawkmoon levantó un pie, enfundado en la bota, y le golpeó
en el pecho, haciéndole retroceder hacia la tarima del escalón superior. Rápidamente,
Hawkmoon recuperó su espada y cuando Shenegar Trott volvió a lanzarse sobre él,
ciego de cólera, lo hizo directamente sobre la punta de la Espada del Amanecer.
Murió emitiendo una obscena maldición entre los labios y dirigiendo hacia atrás una
última mirada al Bastón Rúnico.
Hawkmoon extrajo la espada de su cuerpo y miró a su alrededor. Su legión del
Amanecer se dedicaba a terminar el trabajo emprendido, alcanzando con sus mazazos
a los últimos guerreros halcones. D’Averc y Fank, jadeantes y exhaustos, se apoyaron
contra la tarima, por debajo de donde estaba el Bastón Rúnico.
Los pocos gemidos que aún se escuchaban fueron apagados por las mazas de
guerra que aplastaron las últimas cabezas. Después se hizo un profundo silencio, a
excepción del débil murmullo melódico y de la pesada respiración de los tres
supervivientes.
En cuanto murió el último de los granbretanianos, la legión del Amanecer
desapareció como por encanto.
Hawkmoon contempló el grueso cadáver de Shenegar Trott y frunció el ceño.
—Hemos matado a uno…, pero si éste ha logrado llegar hasta aquí, vendrán más.
Dnark ya no está a salvo del Imperio Oscuro.
Fank sorbió por la nariz y se la limpió con el antebrazo.
—A vos os corresponde garantizar la seguridad de Dnark… y, de hecho, la
seguridad del resto del mundo.
—¿Y cómo creéis que voy a conseguirlo? —preguntó él sonriendo
sardónicamente.
Fank se disponía a contestarle cuando su mirada se fijó en el enorme cadáver del

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Guerrero de Negro y Oro.
—¡Hermano! —exclamó y empezó a bajar los escalones, tambaleándose. Dejó
caer el hacha de guerra y arropó entre sus brazos a la figura cubierta por la armadura
—. Hermano…
—Está muerto —dijo Hawkmoon con suavidad—. Murió a manos de Shenegar
Trott, defendiendo el Bastón Rúnico. Yo maté a Trott…
Fank se echó a llorar.
Algún tiempo después los tres hombres se incorporaron y miraron la carnicería
que se había producido a su alrededor. Todo el salón del Bastón Rúnico se hallaba
lleno de cadáveres. Hasta los dibujos del aire parecían haber adquirido una coloración
rojiza y el aroma amargo–dulzón no se podía distinguir del olor producido por la
muerte.
Hawkmoon envainó la Espada del Amanecer.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó—. Ya hemos terminado el trabajo que
se nos pidió hacer. Hemos defendido con éxito el Bastón Rúnico. Ahora debemos
regresar a Europa.
Entonces, una voz habló a sus espaldas; era la voz dulce del muchacho, de
Jehemia Cohnahlias. Hawkmoon se volvió y observó que ahora estaba junto al
Bastón Rúnico, sosteniéndolo en una mano.
—Ahora, duque de Colonia, tomad lo que habéis ganado con todo derecho —dijo
el muchacho con los ojos rasgados llenos de una expresión de cálido humor—. Os
llevaréis el Bastón Rúnico con vos, de regreso a Europa, para que allí se decida el
destino de la Tierra.
—¡A Europa! Creía que no se lo podía quitar de su sitio.
—Ningún hombre podría hacerlo. Pero vos podéis tomarlo, ya que sois el elegido
por el Bastón Rúnico. —El muchacho extendió la mano hacia Hawkmoon, la mano
que sostenía el Bastón Rúnico—. Tomadlo. Defendedlo. Y rezad para que os defienda
a vos.
—¿Y cómo debemos utilizarlo? —preguntó D’Averc.
—Como gustéis. Que todos los hombres sepan que el Bastón Rúnico cabalga con
vos…, que está de vuestra parte. Decidles que fue el barón Meliadus quien se atrevió
a lanzar un juramento por el Bastón Rúnico, poniendo así en movimiento todos los
acontecimientos que se han sucedido y que terminarán por destruir completamente a
un protagonista u otro. Ocurra lo que ocurra, será el final. Emprended la invasión de
Granbretan si podéis, o morid en el intento. No tardará en producirse la última gran
batalla entre Meliadus y Hawkmoon, y el Bastón Rúnico la presidirá.
Hakwmoon aceptó el bastón en silencio. Lo sintió como algo frío, muerto y muy
pesado, aunque los dibujos de colores seguían iluminándolo.
—Ponéoslo dentro de la camisa, o envolvedlo en un paño —le aconsejó el

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muchacho—, y nadie observará esas delatoras fuerzas que rodean al Bastón Rúnico,
hasta que vos así lo deseéis.
—Gracias —dijo Hawkmoon con serenidad.
—Los Buenísimos os ayudarán a regresar a vuestro hogar —siguió diciendo el
muchacho—. Adiós, Hawkmoon.
—¿Adiós? ¿Adonde iréis ahora?
—A donde pertenezco.
Y, de pronto, el muchacho empezó a cambiar de nuevo, convirtiéndose en una
corriente de luz dorada que aún conservaba cierta semejanza con una figura humana,
introduciéndose a continuación en el propio Bastón Rúnico, que adquirió
inmediatamente una naturaleza cálida, vital y luminosa en manos de Hawkmoon.
Con un ligero estremecimiento, Hawkmoon se guardó el Bastón Rúnico en el
interior de la camisa.
Al salir del salón, D’Averc observó que Orland Fank seguía llorando en silencio.
—¿Qué os aflige, Fank? —preguntó D’Averc—. ¿Seguís lamentando la muerte
del hombre que fue vuestro hermano?
—Sí…, pero aún lamento más la pérdida de mi hijo.
—¿De vuestro hijo? ¿De quién habláis?
Orland Fank señaló con el dedo gordo hacia Hawkmoon, que avanzaba tras ellos,
con la cabeza inclinada, sumido en sus propios pensamientos.
—Él lo tiene.
—¿Qué queréis decir?
—Tenía que ser así —dijo Fank suspirando—. Lo sabía. Pero, a pesar de todo,
soy un hombre. Puedo llorar. Me refiero a Jehemia Cohnahlias.
—¡El muchacho! ¿El espíritu del Bastón Rúnico?
—En efecto. Él era mi hijo… o yo mismo… Jamás he podido comprender esas
cosas del todo…

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Libro segundo

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I

Susurros en habitaciones secretas


Está escrito que: «Aquellos que juren por el Bastón Rúnico se
beneficiarán o sufrirán las consecuencias por el destino fijado que ellos
mismos han puesto en movimiento». Y el barón Meliadus de Kroiden había
hecho uno de tales juramentos. Había jurado vengarse contra todos los
habitantes del castillo de Brass, había jurado que Yisselda, la hija del conde
Brass, sería suya. El mismo día en que lo juró así, puso en movimiento un
modelo de destino que le implicó en planes extraños y destructivos, así como
implicó a Dorian Hawkmoon en salvajes e inesperadas aventuras en lugares
lejanos, y todo eso estaba ahora a punto de alcanzar su terrible resolución
final.

La alta historia del Bastón Rúnico.

La terraza dominaba el rojizo río Tayme, que se abría paso lentamente hasta el
propio corazón de Londra, entre torres de aspecto sombrío y demencial.
Por encima de ellos cruzaba de vez en cuando un ornitóptero, un brillante pájaro
metálico, y en el río las barcazas de ébano y bronce transportaban las mercancías que
iban y venían de la costa. Aquellas mercancías eran ricas; las barcazas iban cargadas
de artículos robados, así como hombres, mujeres y niños traídos como esclavos a
Londra.
Los ocupantes de la terraza se hallaban protegidos de miradas indiscretas por un
toldo de pesado terciopelo púrpura, que colgaba con borlas de seda escarlata. La
sombra del toldo impedía que nadie pudiera verles desde el río.
Sobre la terraza había una mesa de latón y dos sillas doradas y acolchadas con
felpa azul. Sobre la mesa, una bandeja de platino ricamente decorada contenía una
jarra de vino, hecha de cristal verde oscuro, y dos copas del mismo material. A ambos
lados de la puerta que conducía a la terraza había una joven desnuda, con el rostro,
los senos y los genitales cubiertos de carmín. Cualquiera familiarizado con la corte de
Londra habría reconocido a las jóvenes esclavas como pertenecientes al barón
Meliadus de Kroiden, pues él sólo tenía esclavas que únicamente llevaban sobre su
cuerpo el colorete con el que insistía que se pintaran.
Una de las jóvenes, que miraba fijamente hacia el río, era una rubia que, casi con
toda seguridad, procedía de Colonia, en Alemania, y que constituía una de las

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posesiones del barón, por derecho de conquista. La otra joven era morena, y procedía
sin duda alguna del Oriente Medio, que el barón Meliadus había añadido a sus
propiedades, por medio de su ensangrentada espada.
En una de las sillas doradas estaba sentada una mujer, vestida de la cabeza a los
pies con ricos brocados. Llevaba una máscara de plata, delicadamente configurada
para parecer una garza real. En la otra silla se sentaba una figura vestida con abultado
cuero negro, sobre cuyos hombros se elevaba una enorme máscara que representaba a
un lobo negro con expresión rugiente. Insertó un tubo dorado en la copa de vino y se
llevó el otro extremo a la diminuta abertura existente en la máscara, chupando el vino
con lentitud.
La pareja permanecía en silencio y el único sonido procedía del otro lado de la
terraza, de la estela que dejaban las barcazas al pasar junto a los muros, de alguna
torre distante en la que alguien gritaba o reía, de un ornitóptero que pasaba volando
por lo alto, con sus alas metálicas aleteando lentamente, como si tratara de posarse
sobre la parte superior llana de alguna de las torres.
Entonces, la figura de la máscara empezó a hablar con un tono de voz bajo y
tembloroso. La otra figura no movió la cabeza, ni pareció escuchar sus palabras, sino
que continuó mirando hacia las aguas rojas del río, cuyo extraño color se atribuía a
los efluvios que emanaban de los desagües existentes cerca de su lecho.
—Vos también estáis bajo una ligera sospecha, Plana, y lo sabéis. El rey–
emperador Huon sospecha que podéis haber tenido algo que ver con la misteriosa
locura que se apoderó de los guardias la noche en que escaparon los emisarios de
Asiacomunista. Sin duda alguna, no me ayudo en nada a mí mismo entrevistándome
con vos, pero yo sólo pienso en nuestra querida patria… Sólo me importa la gloria de
Granbretan.
Se detuvo un instante, como si esperara una respuesta, pero al no recibir ninguna
siguió hablando.
—Es evidente, Plana, que la situación actual de la corte no es la que mejor sirve a
los intereses del imperio. Me encanta la excentricidad, claro, como un verdadero hijo
de Granbretan, pero hay una gran diferencia entre excentricidad y senilidad.
¿Comprendéis lo que quiero decir?
Plana Mikosevaar permaneció en silencio.
—Estoy sugiriendo —siguió diciendo el otro— que necesitamos un nuevo
gobernante…, una emperatriz. Sólo queda con vida una única persona que sea
pariente directo de sangre del rey–emperador Huon… Sólo una persona a la que se
aceptaría de buen grado como heredera con todos los derechos, ya que es la heredera
legal del trono del Imperio Oscuro.
Seguía sin haber ninguna respuesta. La figura de la máscara de lobo se inclinó
hacia adelante.

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—¿Plana? —La máscara de garza real se volvió para mirar a la máscara de lobo
—. Plana… podríais ser la reina–emperatriz de Granbretan. Teniéndome a mí como
regente, podríamos garantizar la seguridad de nuestra nación y de nuestros territorios,
consiguiendo que Granbretan fuera aún más grande…, que todo el mundo nos
perteneciera.
—¿Y qué se haría con el mundo una vez que nos perteneciera, Meliadus? —
preguntó Plana Mikosevaar hablando por primera vez—. ¡Disfrutarlo, Plana!
¡Utilizarlo!
—¿Es que nadie se cansa de la violación y el asesinato, de la tortura y la
destrucción?
Meliadus pareció extrañado ante aquel comentario.
—Uno se puede aburrir de todo, claro está, pero hay otras cosas… Están los
experimentos de Kalan, y también los de Taragorm. Teniendo a su disposición los
recursos de todo el mundo, nuestros científicos podrían hacer casi cualquier cosa que
se propusieran. Podrían construirnos naves capaces de atravesar el espacio, tal y
como hicieron los antiguos y como la que, según dice la leyenda, trajo a nuestro
globo al Bastón Rúnico. Podríamos viajar a nuevos mundos y conquistarlos…,
¡oponer la inteligencia y la habilidad al resto del universo! ¡La aventura de
Granbretan podría durar un millón de años!
—¿Y es la aventura y la sensación todo lo que debemos buscar, Meliadus?
—¿Por qué no? Todo es caos a nuestro alrededor, la existencia no tiene el menor
significado. Sólo existe una ventaja en vivir la propia vida, y consiste en descubrir
todas las sensaciones que sea capaz de experimentar la mente y el cuerpo humanos.
Sin duda alguna, eso durará por lo menos un millón de años.
—Ese es nuestro credo, cierto —admitió Plana con un gesto. Después, suspiró—.
En consecuencia, supongo que debo mostrarme de acuerdo con vuestros planes.
Supongo que lo que me sugerís no es ni más ni menos aburrido que cualquier otra
cosa. —Se encogió de hombros y añadió—: Muy bien, seré vuestra reina cuando me
necesitéis…, y si Huon descubre nuestra perfidia… Bueno, será un alivio morir.
Ligeramente inquieto ante aquellas palabras, Meliadus se levantó.
—¿No diréis nada a nadie hasta que no llegue el momento, Plana?
—No diré nada.
—Bien. Ahora debo visitar a Kalan. Se siente atraído por mi plan, puesto que, si
tenemos éxito, eso significará disponer de mayores medios para llevar a cabo sus
experimentos. Taragorm también está conmigo…
—¿Confiáis en Taragorm? Vuestra rivalidad es bien conocida.
—En efecto… Odio a Taragorm y él también me odia a mí. Pero ahora ese odio
mutuo está relativamente apagado. Recordaréis que nuestra rivalidad se inició en el
momento en que Taragorm se casó con mi hermana, con quien yo había intentado

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desposarme previamente. Pero mi hermana se ha comprometido con un zoquete,
según he oído decir…, y Taragorm lo ha descubierto. En consecuencia, tal y como sin
duda habréis oído comentar, mi hermana hizo que sus esclavos la sacrificaran, a ella y
a su zoquete, de una manera harto extraña. Taragorm y yo dimos buena cuenta de los
esclavos y, durante ese episodio, volvimos a descubrir nuestra antigua camaradería.
Puedo confiar en mi cuñado. Él tiene la sensación de que Huon obstaculiza
demasiado sus investigaciones.
Durante todo este tiempo, las voces de ambos no habían sido más que un ligero
susurro, de modo que ni siquiera las esclavas que permanecían ante la puerta
pudieron escuchar sus palabras.
Meliadus se inclinó ante Plana, hizo una seña a sus esclavas, que corrieron a
prepararle la litera para llevarle de regreso a su casa, y poco después se marchó.
Plana siguió mirando fijamente hacia las aguas del río, sin pensar apenas en los
planes expuestos por Meliadus. Ya que no podía hacer otra cosa que soñar con el
elegante D’Averc y en el futuro, cuando pudieran volverse a encontrar y ella pudiera
alejar a D’Averc de Londra y de sus intrigas, yendo quizá a las propiedades rurales
que D’Averc había tenido en Francia y que ella, una vez que fuera reina, podría
devolverle.
En tal caso, quizá fuera conveniente para ella convertirse en reina–emperatriz. De
ese modo, podría escoger a su esposo, y ese esposo sería, desde luego, D’Averc.
Entonces podría perdonarle todos los crímenes que había cometido contra
Granbretan, e incluso podría perdonar a su compañero Hawkmoon y a todos los
demás.
Pero no, Meliadus no estaría de acuerdo en perdonar a D’Averc, y tampoco
admitiría perdonar la vida a todos los demás.
Quizá aquel plan no fuera más que una estupidez. Suspiró. En el fondo, no le
importaba. Incluso dudaba de que D’Averc estuviera todavía con vida. Y, mientras
tanto, no veía razón alguna para no participar, aunque fuera pasivamente, en la
traición de Meliadus, aun cuando tenía una ligera sospecha sobre cuáles podrían ser
las terribles consecuencias del fracaso, y de la magnitud del plan de Meliadus. El
barón debía de sentirse desesperado para haber llegado a considerar la destitución de
su gobernante hereditario. Durante sus dos mil años de gobierno ningún
granbretaniano se había atrevido hasta ahora en pensar siquiera en el destronamiento
del rey–emperador Huon. Plana ni siquiera sabía si eso sería posible.
Se estremeció. Si se convertía en reina, no elegiría la inmortalidad…, sobre todo
si eso significaba convertirse en algo tan arrugado y marchito como Huon.

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II

Conversación junto a la máquina de la mentalidad

Kalan de Vitall se acarició la máscara de serpiente con sus manos pálidas de viejo
en las que sobresalían las venas, lo que le daban un aspecto de azuladas serpientes
enroscadas. Los dos hombres se encontraban ante el laboratorio principal. Era una
gran sala, de techo bajo, donde se llevaban a cabo numerosos experimentos,
realizados por hombres que portaban los uniformes y las máscaras de la orden de la
Serpiente, de la que el barón Kalan era el gran jefe. Extrañas máquinas producían
raros sonidos, y luces de colores en miniatura relampagueaban y crujían a su
alrededor, de modo que toda la sala daba la impresión de ser un taller infernal
presidido por demonios. Aquí y allá, seres humanos de ambos sexos y distintas
edades, aparecían sujetos o introducidos en las máquinas, mientras los científicos
comprobaban los resultados de sus experimentos sobre las mentes y cuerpos
humanos. La mayoría de ellos habían sido silenciados de una u otra forma, pero unos
pocos gritaban o gemían con voces peculiarmente demenciales, molestando y
distrayendo a menudo a los científicos, que les introducían trapos en las bocas, o les
cortaban las cuerdas vocales, o encontraban cualquier otro método rápido para
conseguir cierta tranquilidad mientras continuaban con su trabajo.
Kalan posó una mano sobre el hombro de Meliadus y señaló hacia una máquina
que se hallaba cerca de ambos y a la que nadie atendía.
—¿Recordáis la máquina de la mentalidad? ¿La que utilizamos para probar la
mente de Hawkmoon?
—Sí, la recuerdo —gruñó Meliadus—. Fue la que os indujo a creer que podíamos
confiar en Hawkmoon.
—En aquella ocasión tuvimos que enfrentarnos con factores que no pudimos
anticipar —dijo Kalan a modo de justificación—. Pero no es ésa la razón por la que
os he mencionado mi pequeño invento. Se me ha pedido que la utilice esta mañana.
—¿Quién os lo ha pedido?
—El mismo rey–emperador. Me ha llamado al salón del trono y me ha dicho que
quería poner a prueba a un miembro de la corte.
—¿A quién?
—¿En quién se os ocurre pensar, milord?
—¡Yo mismo! —exclamó Meliadus con expresión colérica.
—Exacto. Creo que, de una forma u otra, sospecha de vuestra lealtad, lord
barón…
—¿Hasta qué punto?

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—No demasiado. Al parecer, Huon cree que podéis estar concentrando demasiado
vuestros esfuerzos en planes excesivamente personales, y no lo suficiente en los
intereses de sus propios planes. Creo que sólo le gustaría saber la fuerza de vuestra
lealtad y si habéis abandonado vuestros planes personales…
—¿Tenéis intenciones de obedecer sus órdenes, Kalan?
—¿Me sugerís acaso que las ignore? —replicó Kalan encogiéndose de hombros.
—No… pero ¿qué podemos hacer?
—Tendré que poneros en la máquina de la mentalidad, claro, pero creo que puedo
obtener los resultados que más se adapten a nuestros propios intereses. —Kalan
sonrió con una mueca, a modo de hueco susurro, cuyo sonido surgió de la máscara
que llevaba puesta—. ¿Empezamos, Meliadus?
De mala gana, Meliadus avanzó, contemplando con nerviosismo la reluciente
máquina de metal rojo y azul, con sus misteriosas proyecciones, sus pesados brazos
laterales e instrumentos de aplicación desconocida para él. Su característica principal,
sin embargo, era la gran campana que pendía sobre el resto de la máquina, y que
colgaba de un complicado andamio.
Kalan apretó un conmutador y le hizo un gesto, con una expresión de disculpa.
—Antes teníamos esta máquina en una sala para ella sola, pero últimamente
disponemos de muy poco espacio. Ésa es, desde luego, una de mis mayores quejas.
Se nos pide que hagamos demasiadas cosas y se nos proporciona muy poco espacio
para conseguirlas.
La máquina produjo un sonido parecido a la respiración de una bestia gigantesca.
Meliadus retrocedió un paso. Kalan volvió a sonreír con una mueca e hizo una
seña a unos servidores con máscaras de serpiente para que acudieran a ayudarle a
manejar la máquina de la mentalidad.
—Si sois tan amable de permanecer debajo de la campana, Meliadus, la haremos
bajar en seguida —sugirió Kalan.
Moviéndose con lentitud y desconfianza, Meliadus ocupó un lugar situado bajo la
campana y ésta descendió sobre él hasta cubrirle del todo, con sus lados carnosos
adaptándosele al cuerpo hasta amoldarse a él por completo. Después, Meliadus sintió
como si unos hilos calientes se le introdujeran en el cerebro, tanteándolo. Trató de
gritar, pero su voz sonó apagada. Tuvo alucinaciones, visiones y recuerdos de su vida
pasada, compuestas sobre todo de batallas y derramamientos de sangre, en las que el
odiado rostro de Dorian Hawkmoon surgió a menudo ante sus ojos, adquiriendo miles
de formas distintas, así como el rostro dulce y hermoso de la mujer a la que deseaba
por encima de todo: Yisselda de Brass. Poco a poco, como a través de una eternidad,
toda su vida pasó ante él hasta que hubo recordado todo lo que le sucedió en ella,
todo aquello en lo que hubo pensado o soñado alguna vez, aunque eso no sucedió
secuencialmente, sino por orden de importancia. Por encima de todas las cosas estaba

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el deseo que sentía por Yisselda, su odio contra Hawkmoon y los planes que abrigaba
por destronar al rey–emperador Huon.
Después, la campana se elevó y Meliadus se encontró mirando una vez más la
máscara de Kalan. Por alguna razón, el barón se sentía mentalmente purgado y de
muy buen humor.
—Y bien, Kalan, ¿qué habéis descubierto?
—Por el momento, nada que no supiera ya. Pero tardaremos una hora o dos en
procesar los resultados completos. —Se echó a reír y añadió—: Al emperador le
divertiría mucho verlos.
—Sí. Pero espero que no llegue a conocerlos.
—Bueno, le enseñaremos algo, Meliadus. Algo que le demuestre que el odio que
sentís contra Hawkmoon está disminuyendo, y que vuestro amor por el emperador es
inconmovible y profundo. ¿No se nos dice que el amor y el odio están muy juntos?
En consecuencia, y con un poco de ayuda por mi parte, vuestro odio contra Huon se
convertirá en amor.
—Bien. Y ahora discutamos el resto de nuestro proyecto. En primer lugar,
tenemos que encontrar un medio para conseguir que el castillo de Brass regrese a esta
dimensión, o bien para llegar nosotros hasta donde esté. En segundo lugar tenemos
que hallar el medio de reactivar la Joya Negra que Hawkmoon lleva incrustada en su
frente, ya que de ese modo volveremos a tener poder sobre él. En último término,
debemos diseñar armas y todo aquello que nos ayude a superar a las fuerzas de Huon.
—Desde luego —asintió Kalan—. Ya disponemos de los nuevos motores que
inventé para las naves… —¿Las naves con las que se marchó Trott?
—En efecto. Esos motores impulsan las naves a velocidades muy superiores a las
alcanzadas mediante cualquier otra cosa que se haya inventado. Por el momento, las
naves de Trott son las únicas que están equipadas con ellos. Pero Trott no tardará en
regresar para informar. —¿Adonde fue?
—No estoy seguro. Eso es algo que sólo conocían él y el rey–emperador Huon…
Pero tiene que haber sido a bastante distancia, por lo menos a varios miles de
kilómetros. Quizá en dirección a Asiacomunista.
—Parece probable —asintió Meliadus—. No obstante, olvidémonos por el
momento de Trott y hablemos de los detalles de nuestro plan. Taragorm también está
trabajando en un invento que puede ayudarnos a llegar al castillo de Brass.
—Quizá sería mejor que Taragorm se concentrara en esa línea de investigación,
puesto que ésa es su especialidad, mientras yo me ocupo de intentar reactivar la Joya
Negra —sugirió Kalan.
—Quizá —murmuró Meliadus—. Pero creo que será mejor consultar antes con
mi cuñado. Os dejaré ahora y regresaré dentro de poco.
Y, diciendo esto, Meliadus llamó por señas a sus esclavas, que trajeron la litera.

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Subió a ella, le hizo un gesto de despedida a Kalan y ordenó a las jóvenes que le
llevaran al palacio del Tiempo.

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III

Taragorm del palacio del Tiempo

En el extraño palacio de Taragorm, que tenía la forma de un reloj gigantesco, el


aire resonaba con los crujidos y los gongs de los péndulos y las ruedas dentadas.
Taragorm, cuyo rostro aparecía cubierto por una enorme máscara reloj que indicaba
el tiempo con la misma exactitud que todos los demás relojes del palacio, tomó a
Meliadus por el brazo y lo condujo a través del salón del Péndulo donde, a corta
distancia por encima de sus cabezas, el enorme péndulo de latón parecía latir de un
lado a otro, balanceando pesadamente sus cincuenta toneladas de peso en forma de
sol refulgente.
—Bien, hermano —casi tuvo que gritar Meliadus por encima del ruido—, me
enviasteis un mensajero para decirme que teníais un mensaje que me gustaría
escuchar, pero del que todavía no sé nada.
—En efecto. Me pareció mejor decíroslo en privado. —Taragorm condujo a
Meliadus a lo largo de un corto pasillo y ambos entraron en una pequeña sala donde
sólo había un reloj antiguo. Indicándolo con un gesto, dijo—: He aquí el que
probablemente es el reloj más antiguo del mundo, hermano… Se le conoce como «el
abuelo» y fue construido por Thomas Tompion.
—Jamás había oído ese nombre.
—Un maestro artesano…, el mayor de su época. Vivió mucho antes del inicio del
Milenio Trágico. —¿De veras? ¿Y tiene esto algo que ver con vuestro mensaje?
—Desde luego que no.
Taragorm dio unas palmadas y se abrió una puerta lateral. En el umbral apareció
una figura enjuta, con el rostro cubierto por una máscara de cuero sencilla y algo
agrietada. La figura se inclinó de un modo extravagante ante Meliadus.
—¿Quién es éste?
—Es Elvereza Tozer, hermano. ¿Recordáis su nombre?
—¡Claro que sí! ¡El mismo que robó el anillo de Mygan y luego desapareció!
—Exacto. Decidle a mi hermano, el barón Meliadus, dónde habéis estado todo
este tiempo maese Tozer…
Tozer volvió a inclinarse y después se sentó sobre el borde de la mesa,
extendiendo los brazos.
—¡He estado en el castillo de Brass, milord!
De pronto, Meliadus casi dio un salto para atravesar la estancia y agarró al
sorprendido Tozer por la pechera de la camisa.
—¿Que habéis estado dónde? —rugió.

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—En… en el castillo de Brass, honorable…
Meliadus lo sacudió, casi levantándolo del suelo.
—¿Cómo?
—Llegué a ese lugar por accidente… Fui capturado por Hawkmoon de Colonia…
Fui hecho prisionero…, me quitaron el anillo… y me las arreglé para recuperarlo…
Escapé… y regresé aquí —balbuceó Tozer. Amedrentado.
—Ha traído consigo cierta información que resulta de lo más interesante —
intervino Taragorm—. Repetidla, Tozer.
—La máquina que los protege, lo que los mantiene en otra dimensión…, está
guardada en las mazmorras del castillo…, cuidadosamente protegida. Se trata de un
artefacto de cristal que obtuvieron de un lugar llamado Soryandum. Fue eso lo que
los llevó allí, y es eso lo que les garantiza su seguridad. Lo que digo es cierto,
milord…
—Es verdad, Meliadus —insistió Taragorm echándose a reír—. Le he sometido a
prueba una docena de veces. Ya había oído hablar de esa máquina de cristal, pero no
sospechaba que existiera todavía. Y eso, junto con el resto de la información que
Tozer me ha proporcionado, creo que me permitirá conseguir algunos resultados.
—¿Podéis hacernos llegar hasta el castillo de Brass?
—Oh, creo que podrá hacerse algo mucho más conveniente que eso, hermano…,
dentro de muy poco tiempo, pues estoy bastante seguro de que podré traer hasta
nosotros el mismo castillo de Brass.
Por un momento, Meliadus miró en silencio a Taragorm. Después, se echó a reír.
Sus risotadas fueron tan grandes que amenazaron con apagar el increíble ruido
producido por los relojes.
—¡Por fin! ¡Por fin! ¡Gracias, hermano! ¡Gracias, maese Tozer! ¡Es evidente que
el destino está de mi parte!

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IV

Una misión para Meliadus

Al día siguiente, sin embargo, Meliadus fue llamado ante la presencia del rey–
emperador Huon, en la sala del trono.
Mientras se dirigía al palacio, Meliadus reflexionaba, sumido en sus propios
pensamientos. ¿Le habría traicionado Kalan? ¿Acaso el científico le había
comunicado al rey–emperador Huon los verdaderos resultados de la prueba efectuada
con la máquina de la mentalidad? ¿O había sospechado algo el propio rey–emperador
Huon? Después de todo, el monarca era inmortal. Había vivido durante dos mil años
y, sin duda alguna, había aprendido mucho. ¿Eran los resultados falsificados de Kalan
demasiado burdos como para engañar a Huon? Meliadus experimentó una sensación
de pánico. ¿Significaba esto el fin de todo? ¿Ordenaría Huon a los guerreros de la
orden de la Mantis que lo destruyeran en cuanto llegara a la sala del trono?
Las grandes puertas se abrieron ante él. Los guerreros mantis se situaron a ambos
lados. En el extremo más alejado se encontraba el globo del trono, negro y
misterioso.
Meliadus empezó a caminar hacia él.
Al llegar cerca, se inclinó, pero el globo del trono permaneció misteriosamente
negro y sólido durante un rato. ¿Es que Huon estaba jugando con él?
Finalmente, el globo empezó a adquirir un tono azul oscuro, después verde y a
continuación rosado, hasta que se puso blanco, dejando al descubierto una figura en
forma de feto, cuyos ojos incisivos y malevolentes contemplaron intensamente a
Meliadus.
—Barón…
—Señor, el más noble de los gobernantes.
—Nos agrada volver a veros.
Meliadus levantó la mirada, algo sorprendido.
—¿Gran emperador?
—Nos alegra volver a veros, y deseamos honraros.
—¿Noble príncipe?
—Sabéis que Shenegar Trott emprendió una expedición especial.
—Lo sé, poderoso monarca.
—¿Y sabéis también adonde fue?
—No lo sé, luz del universo.
—Se dirigió a Amarehk para descubrir allí todo lo que pudiera sobre ese
continente…, para comprobar si encontraríamos resistencia en caso de desembarcar

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nuestras fuerzas allí.
—¿Queréis decir, inmortal gobernante, que al parecer encontró resistencia…?
—En efecto. Hace ya una semana o más que tendría que haber estado de vuelta
para informarnos. Estamos preocupados.
—¿Pensáis que ha muerto, noble emperador?
—Nos gustaría descubrir eso…, y descubrir también quién lo mató si ése fuera el
caso.
Barón Meliadus, deseamos confiaros el mando de una segunda expedición.
Al principio, Meliadus se sintió lleno de furia. ¡Él en segundo lugar, por detrás de
aquel grueso bufón de Trott! ¡Él perdiendo el tiempo, dedicado a recorrer las costas
de un continente en busca del paradero de Trott! ¡No quería saber nada al respecto!
Habría atacado el globo del trono ahora mismo si aquel senil estúpido no le hubiera
podido despedazar en un instante. Controló su rabia lo mejor que pudo y un nuevo
plan empezó a adquirir forma en su mente.
—¡Me siento muy honrado, rey todopoderoso! —dijo con una burlona humildad
—. ¿Puedo escoger a mis hombres?
—Si así lo deseáis…
—En tal caso llevaré conmigo a hombres en los que pueda confiar. Serán
miembros de la orden del Lobo y de la orden del Buitre.
—Pero ellos no son marinos.
—Entre los buitres hay algunos marinos, emperador del mundo, y ésos serán
precisamente los hombres que seleccione.
—Como digáis, barón Meliadus, como digáis.
Meliadus estaba sorprendido al saber que Trott había viajado hasta Amarehk, lo
que le hizo experimentar más resentimiento, pues eso quería decir que Huon había
confiado al duque de Sussex una misión que le habría correspondido a él por derecho.
Otra cuenta que saldar, se dijo a sí mismo. Ahora se alegraba de haber esperado su
momento, de modo que aceptó o pareció aceptar las órdenes del rey. De hecho, la
misma persona a la que ahora consideraba como su mayor enemigo, después de
Hawkmoon, acababa de poner entre sus manos una oportunidad de oro.
Meliadus aparentó reflexionar por un momento y después dijo:
—Si creéis que no se puede confiar en los buitres, monarca del espacio y del
tiempo, me permito sugerir que podría llevarme entonces a su jefe… —¿Su jefe?
Asrovak Mikosevaar está muerto… ¡Hawkmoon lo mató!
—Pero su viuda heredó el cargo… —¡Plana! ¡Una mujer!
—En efecto, gran emperador. Ella los controlará.
—No se me habría pasado por la cabeza que la condesa de Kanbery pudiera
controlar ni siquiera a un conejo. Es tan ambigua. Pero si es eso lo que deseáis,
milord, que sea así.

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Discutieron durante más de una hora los detalles del plan, y el rey le proporcionó
a Meliadus toda la información posible sobre la primera expedición al mando de
Trott.
Después, Meliadus abandonó la sala del trono, con una expresión de triunfo en
sus ojos.

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V

La flota en Deau–Veré

La pequeña flota permanecía anclada sobre un mar lívido, dominada por la ciudad
de Deau–Veré, llena de torres, y flanqueada por tres de sus lados por muelles de
piedra escarlata. Sobre los planos y amplios tejados de los edificios había miles de
ornitópteros, todos ellos fantásticamente configurados para que parecieran aves y
bestias míticas, con las alas plegadas; en las calles, sus pilotos, portando máscaras de
cuervo y búho, se mezclaban con los marineros con cascos de pescado y de serpiente
marina, y con los de infantería y caballería —pertenecientes a las órdenes del Cerdo,
la Calavera, el Perro, la Cabra y el Toro—, todos los cuales se preparaban para cruzar
el canal, no por barco, sino por el famoso puente de Plata que cruzaba el mar, y que
se podía ver al otro lado de la ciudad, con su gran curva desapareciendo en la
distancia, con toda su delicada y brillante estructura sobrecargada constantemente con
el tráfico que procedía y se dirigía hacia el continente.
En el puerto, los buques de guerra estaban atiborrados de soldados que llevaban
los cascos de las órdenes del Lobo y del Buitre, armados hasta los dientes con
espadas, lanzas, arcos, aljabas de flechas y lanzas de fuego, y en el buque insignia
ondeaban los estandartes tanto del gran jefe de la orden del Lobo como de la orden
del Buitre, que en otros tiempos había sido simplemente la legión del Buitre, pero a la
que el rey–emperador Huon había elevado a la categoría de orden, en recompensa por
las luchas libradas en Europa, así como para honrar la muerte de su sangriento
capitán Asrovak Mikosevaar.
Los barcos eran notables en el sentido de que no disponían de velas, sino que en
sus popas se habían montado enormes ruedas dotadas de palas. Habían sido
construidos con una mezcla de madera y metal; la madera aparecía ricamente tallada,
y en cuanto al metal mostraba dibujos barrocos. Llevaban paneles en los costados en
los que se veían intrincadas pinturas mostrando algunas de las victorias conseguidas
por los ejércitos de Granbretan. Los decorados mascarones de proa representaban a
los terroríficos dioses antiguos de Granbretan, dando nombre a los barcos: Johne,
Jhorg, Phowl, Rhunga, de quienes se decía que habían gobernado el país antes del
Milenio Trágico; Chirshil, el dios aullante; Bjrin Adass, el dios cantante; Jcajee Blad,
el dios gimiente; Jh’Im Slas, el dios que llora, y Aral Vilsn, el dios rugiente, dios
supremo, padre de Skvese y Blansacredid, dioses del ocaso y del caos.
El Aral Vilsn era el buque insignia y sobre su puente de mando se hallaba la alta
figura del barón Meliadus, acompañado por la condesa Plana Mikosevaar. Debajo del
puente empezaban a reunirse las máscaras de las órdenes del Lobo y del Buitre

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correspondientes a los capitanes de los demás barcos, que habían sido convocados
por Meliadus.
Todos ellos miraron con expectación a Meliadus, que se aclaró la garganta y dijo:
—Sin duda alguna, caballeros, os preguntaréis cuál será nuestro destino…, así
como la naturaleza de estos extraños barcos en los que vamos a navegar. Los barcos
no son ningún misterio; están equipados con ingenios similares a los que impulsan
nuestros ornitópteros, pero mucho más poderosos, y son el invento de ese gran genio
de Granbretan que es el barón Kalan de Vitall. Pueden transportarnos con mayor
rapidez a través de los océanos, por lo que no tendremos que esperar ni depender de
la voluntad de los elementos. En cuanto a nuestro destino, eso es algo que os revelaré
en privado. Este barco, el Aral Vilsn, ostenta el nombre del dios supremo de la
antigua Granbretan, que convirtió a esta nación en lo que es hoy día. Sus barcos
gemelos son el Skvese y el Blansacredid, los nombres con los que antiguamente se
designaban a los dioses del ocaso y del caos. Pero también son los hijos de Aral Vilsn
y representan la gloria de Granbretan, nuestra antigua y oscura gloria, la gloria
tenebrosa, sangrienta y terrible de nuestro país. Una gloria de la que, estoy seguro de
ello, todos os sentiréis muy orgullosos. —Meliadus hizo una pausa y añadió—:
¿Queréis que se pierda esa gloria, caballeros?
—¡No! ¡No! —rugió la respuesta de todos ellos—. ¡Por Aral Vilsn, por Skvese,
por Blansacredid! ¡No! ¡No!
—¿Y estaríais dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de garantizar que
Granbretan conserve su negro poder y su gloria lunática?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
—¿Y estaréis todos unidos conmigo en una demencial aventura como la que
correrán los que se han embarcado en el Aral Vilsn y sus dos buques gemelos?
—¡Sí! ¡Decidnos de qué se trata! ¡Decidlo!
—¿No retrocederéis ante nada? ¿Me seguiréis hasta el final?
—¡Sí! —gritaron todas las voces.
—Entonces, seguidme a mi cabina de mando y allí os detallaré el plan. Pero,
quedáis advertidos, una vez que hayáis entrado en esa cabina, tendréis que seguirme
siempre. Y aquel que retroceda no abandonará la cabina con vida.
A continuación, Meliadus bajó del puente de mando y bajó hacia la cabina,
situada bajo la cubierta. Todos los capitanes presentes le siguieron, y cada uno de
ellos terminaría por salir con vida de aquella cabina.
El barón Meliadus permaneció en pie ante ellos. La cabina de mando sólo estaba
iluminada por una débil lámpara. Había mapas sobre la mesa, pero él no los consultó.
Se dirigió a sus hombres empleando una voz baja y vibrante.
—No seguiré perdiendo el tiempo, caballeros, y os comunicaré inmediatamente la
naturaleza de esta aventura. Nos hallamos embarcados en una traición… —Se aclaró

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la garganta y continuó—: Estamos a punto de rebelarnos contra nuestro gobernante
hereditario, Huon, el rey–emperador.
Muchas bocas se abrieron con expresiones de asombro, mientras las máscaras de
lobo y de buitre contemplaban fijamente al barón Meliadus.
—El rey–emperador Huon se ha vuelto loco —siguió diciendo Meliadus con
rapidez—. No es la ambición personal lo que me induce a llevar a cabo este plan,
sino el gran amor que siento por nuestra patria. Huon está loco… Sus dos mil años de
vida le han nublado el cerebro, en lugar de proporcionarle una mayor sabiduría. Está
intentando que nos expandamos con excesiva rapidez. Esta expedición, por ejemplo,
estaba destinada a marchar contra Amarehk, para comprobar si se puede conquistar
ese territorio, a pesar de que apenas acabamos de dominar el Oriente Próximo, y de
que aún quedan partes de Muskovia que no son del todo nuestras.
—¿Y vos gobernaréis en lugar de Huon, barón? —preguntó con un tono de
cinismo un capitán buitre.
Meliadus sacudió la cabeza, negándolo.
—En modo alguno. Plana Mikosevaar será vuestra reina. Las órdenes del Buitre y
del Lobo ocuparán el lugar de la orden de la Mantis en el favor real. Las vuestras
serán las órdenes supremas…
—Pero los buitres son una orden de mercenarios —señaló un capitán lobo.
—Han demostrado ser leales a Granbretan —replicó Meliadus encogiéndose de
hombros—. Y se podría argumentar diciendo que muchas de nuestras propias órdenes
son instituciones moribundas, y que el Imperio Oscuro necesita sangre fresca.
—De modo que Plana Mikosevaar sería nuestra reina–emperatriz —dijo otro
capitán buitre con acento reflexivo—. ¿Y vos, barón?
—Regente y consorte. Me casaré con Plana y la ayudaré a gobernar.
—En tal caso seréis el verdadero rey–emperador, excepto por el nombre —dijo el
mismo capitán.
—Seré poderoso, es cierto…, pero Plana es de sangre real, mientras que yo no lo
soy. Ella es vuestra reina–emperatriz por derecho de herencia. Yo sólo seré el
supremo lord de la guerra, y dejaré en sus manos todos los demás asuntos de
estado… Al fin y al cabo, la guerra es mi vida, caballeros, y lo único que intento
hacer es mejorar la forma en que llevamos a cabo nuestras guerras.
Los capitanes parecieron sentirse satisfechos con aquellas palabras.
—De modo que —siguió diciendo Meliadus— en lugar de dirigirnos a Amarehk
con la marea de la mañana, navegaremos rodeando un poco la costa, en espera de que
llegue nuestro momento. Después, nos dirigiremos hacia el estuario del Tayme y
navegaremos río arriba hacia Londra. Llegaremos al corazón de la ciudad antes de
que nadie imagine nuestras intenciones.
—Pero Huon está bien protegido. Es imposible asaltar su palacio. Sin duda

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alguna habrá en la ciudad legiones que le serán leales —dijo otro capitán lobo.
—Tendremos aliados en la ciudad. Muchas de las legiones estarán con nosotros.
Taragorm está de nuestra parte y, desde la muerte de su primo, él es el comandante
hereditario de varios miles de guerreros. La orden del Hurón es pequeña, pero
dispone de numerosas legiones en Londra, mientras que la mayoría de las demás
legiones se encuentra en Europa, defendiendo nuestras posesiones. Los nobles que
más probablemente permanecerían leales a Huon se encuentran en estos momentos
fuera del país. Así pues, el momento es ideal. El barón Kalan también está con
nosotros… El nos puede ayudar con nuevas armas y con sus hombres de la orden de
la Serpiente para manejarlas. Si alcanzamos una victoria rápida…, o si al menos
logramos progresar con rapidez, entonces es muy probable que otros muchos se nos
unan, pues pocos seguirán sintiendo amor por el rey–emperador Huon una vez que
sepan que Plana ha ocupado el trono.
—Yo siento lealtad por el rey–emperador Huon… —admitió un capitán lobo—.
Eso es algo para lo que nos han educado.
—También os han educado para sentir lealtad por el espíritu de Aral Vilsn… ante
el que se inclina todo lo que hay en Granbretan. ¿Acaso no es ésa una lealtad mucho
más profunda que todas las demás?
El capitán reflexionó un momento antes de asentir.
—Sí… tenéis razón. Con un nuevo gobernante de sangre real en el trono, quizá
alcancemos toda nuestra grandeza.
—¡Oh, así será! ¡Así será! —prometió Meliadus ferozmente, con sus ojos negros
refulgiendo por entre la ranura de su casco.

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VI

El regreso al castillo de Brass

En el gran salón del castillo de Brass, Yisselda Hawkmoon, la hija del conde de
Brass, no dejaba de llorar.
Lloraba de alegría, sin poder creer que el hombre que se hallaba ante ella fuera su
esposo, al que amaba con tal pasión, que apenas se atrevía a tocarle por temor a que
sólo se tratara de un fantasma. Hawkmoon se echó a reír y avanzó hacia ella, la rodeó
con sus brazos y le besó las lágrimas que corrían por sus mejillas. Entonces, ella
también se echó a reír y la expresión de su rostro se hizo radiante.
—¡Oh, Dorian! ¡Dorian! ¡Temíamos que os hubieran matado en Granbretan!
—Considerando todo lo que ha sucedido —replicó Hawkmoon con una sonrisa
—, Granbretan fue el lugar más seguro en el que estuvimos durante nuestros viajes.
¿No es así, D’Averc?
D’Averc tosió ocultando la boca tras un pañuelo.
—Sí…, y quizá fuera también el más saludable.
El delgado Bowgentle, de expresión amable en el rostro, sacudió la cabeza con
una suave mirada de asombro.
—Pero ¿cómo habéis regresado desde Amarehk en aquella dimensión, hasta
Camarga en ésta?
Hawkmoon se encogió de hombros.
—No me lo preguntéis, sir Bowgentle, no me lo preguntéis. Los Buenísimos nos
han traído hasta aquí. Eso es todo lo que sé. El viaje ha sido rápido, puesto que sólo
hemos tardado unos pocos minutos.
—¡Los Buenísimos! ¡Jamás había oído hablar de ellos! —dijo el conde Brass
acariciándose el rojizo bigote y tratando de contener las lágrimas que pugnaban por
acudir a sus ojos—. ¿Son espíritus de algún tipo?
—Eso creo, padre. —Hawkmoon abrió los brazos para estrechar entre ellos a su
suegro—. Tenéis muy buen aspecto, conde Brass. Vuestro pelo es tan rojizo como
siempre.
—Eso no es un signo de juventud —se quejó el conde Brass—. ¡Eso es óxido!
Me estoy oxidando mientras que vos disfrutáis recorriendo el mundo entero.
Oladahn, el pequeño hijo de los gigantes de las Montañas Búlgaras, avanzó
tímidamente hacia él.
—Me alegro mucho de veros, amigo Hawkmoon. Y, a lo que parece, con muy
buena salud. —Sonrió burlón y le ofreció una copa de vino—. Tomad…, bebed esta
copa de bienvenida.

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Hawkmoon le devolvió la sonrisa y aceptó la copa, bebiendo su contenido de un
solo trago.
—Gracias, amigo Oladahn. ¿Cómo estáis?
—Aburrido. Todos nosotros estamos aburridos… Ya temíamos que no
regresaríais jamás.
—Pues ya he vuelto, y creo que tengo suficientes historias que contaros sobre
nuestras aventuras como para distraeros durante unas horas. También traigo noticias
sobre una misión que se nos ha encomendado, y que aliviará la inactividad que todos
estáis sufriendo.
—¡Contadnos! —rugió el conde Brass—. ¡Contadnos en seguida!
Hawkmoon se echó a reír alegremente.
—Sí, lo haré…, pero permitidme un momento que contemple a mi esposa. —Se
volvió y miró los ojos de Yisselda y vio que en ellos había aparecido ahora una
expresión de preocupación—. ¿Qué os ocurre, Yisselda?
—He visto algo en vuestra manera de comportaros —dijo ella—. Algo me dice,
milord, que no tardaréis en arriesgar de nuevo vuestra vida.
—Quizá.
—Si así tiene que ser, que así sea. —Lanzó un profundo suspiro y le sonrió—.
Pero espero que no sea esta misma noche.
—No lo será durante varias noches. Tenemos que hacer muchos planes.
—Sí —asintió ella con suavidad contemplando las piedras del salón—. Y yo
tengo muchas cosas que contaros.
El conde Brass se adelantó haciendo gestos para que todos se dirigieran hacia el
extremo del salón, donde los sirvientes ya habían terminado de preparar la mesa con
abundante comida.
—Comamos. Hemos guardado nuestras mejores viandas para este momento.
Más tarde, sentados con los estómagos llenos ante el fuego de la chimenea,
Hawkmoon les mostró la Espada del Amanecer y el Bastón Rúnico, que se sacó del
interior de la camisa. El salón quedó iluminado inmediatamente con luces oscilantes
que trazaban dibujos de color en el aire, y el extraño aroma amargo–dulzón llenó toda
la estancia.
Todos contemplaron el Bastón Rúnico con un respetuoso silencio, hasta que
Hawkmoon se lo volvió a guardar.
—Éste es nuestro estandarte, amigos míos. Esto es a lo que ahora servimos
cuando emprendamos la lucha contra todo el Imperio Oscuro.
Oladahn se rascó el pelo que le cubría el rostro.
—Contra todo el Imperio Oscuro, ¿eh?
—Así es —asintió Hawkmoon sonriendo con suavidad—. ¿Es que no hay varios
millones de guerreros del lado de Granbretan? —preguntó Bowgentle con

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ingenuidad.
—Sí, creo que son varios millones.
—A nosotros, en el castillo de Brass, sólo nos quedan unos quinientos
camarguianos —murmuró el conde Brass limpiándose los labios con la manga y
haciendo una mueca burlona—. Si lo comparamos…
—Nosotros disponemos de más de quinientos —intervino entonces D’Averc—.
Olvidáis la legión del Amanecer —dijo, señalando la espada de Hawkmoon, que
estaba junto a la silla de éste, guardada en su funda.
—¿Cuántos hombres componen esa misteriosa legión? —preguntó Oladahn.
—No lo sé… Quizá sea un número infinito, quizá no.
—Digamos que sean mil —musitó el conde Brass—, y eso siendo conservadores,
claro. Si calculamos mil quinientos guerreros contra…
—Varios millones —terminó diciendo D’Averc.
—Eso es…, varios millones, equipados con todos los recursos del Imperio
Oscuro, incluyendo conocimientos científicos que nosotros no podemos igualar…
—Disponemos del Amuleto Rojo y de los anillos de Mygan —le recordó
Hawkmoon.
—Ah, sí, eso… —pareció burlarse el conde Brass—. Sí, también disponemos de
eso, e incluso nos asiste el derecho. ¿Sirve eso de algo, duque Dorian?
—Quizá. Pero si utilizamos los anillos de Mygan para regresar a nuestra propia
dimensión y entablamos un par de pequeñas batallas cerca de nuestro hogar,
liberando así a los que ahora están oprimidos, podemos empezar a poner en pie de
guerra una especie de ejército de campesinos.
—¿Un ejército de campesinos, decís? Hmm…
—Sé que suena a empeño imposible, conde Brass —admitió Hawkmoon con un
suspiro.
—En efecto, muchacho, lo habéis supuesto bien —dijo al fin el conde Brass con
una amplia sonrisa—. ¿Qué queréis decir?
—Se trata precisamente de la clase de situaciones que más me encantan. ¡Traeré
los mapas y empezaremos a planear nuestras primeras campañas!
Mientras el conde Brass se marchaba, Oladahn le dijo a Hawkmoon:
—Se nos ha olvidado deciros que Elvereza Tozer escapó. Mató al guardia que le
custodiaba mientras estaba fuera, cabalgando. Regresó aquí, recuperó su anillo y se
desvaneció.
—Ésas son malas noticias —dijo Hawkmoon frunciendo el ceño—. Podría haber
regresado a Londra.
—Exacto. En estos momentos somos muy vulnerables, amigo Hawkmoon.
El conde Brass regresó con los mapas.
—Y ahora veamos…

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Una hora más tarde, Hawkmoon se levantó de la mesa y tomó la mano de
Yisselda, se despidió de sus amigos y siguió a su esposa hacia sus habitaciones.
Cinco horas más tarde ambos seguían despiertos, el uno en brazos del otro. Y fue
entonces cuando ella le comunicó que iban a tener un hijo.
Hawkmoon aceptó la noticia en silencio, y se limitó a besarla y a estrecharla aún
más contra su pecho. Pero cuando ella se hubo dormido, se levantó y se dirigió a la
ventana, contemplando los juncos y las marismas de Camarga, pensando para sí
mismo que ahora tenía algo mucho más importante que un ideal por lo que luchar.
Confió en vivir lo suficiente para ver a su hijo.
Confió en que aquel hijo naciera aun cuando él perdiera la vida.

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VII

Las bestias se pelean

Meliadus sonrió detrás de su máscara y apretó la mano que tenía posada sobre el
hombro de Plana Mikosevaar cuando las torres de Londra aparecieron a la vista, río
arriba.
—Todo está saliendo muy bien —murmuró el barón—. Dentro de muy poco,
querida, seréis reina. Ellos no sospechan nada. No pueden sospecharlo. No se ha
producido ningún levantamiento como éste desde hace siglos. No están preparados
para enfrentarse a él. ¡Cómo maldecirán a los arquitectos que situaron los cuarteles
junto al río!
Plana estaba cansada de escuchar el zumbido de los motores y el murmullo de las
palas que impulsaban el barco para que siguiera su curso. Ahora se daba cuenta de
que una de las virtudes de un barco de vela era su silencio. En cuanto aquellos
ruidosos artefactos hubieran servido para su propósito y ella gobernara, no permitiría
que ninguno de ellos se acercara a Londra. Volvió a sumirse en sus propios
pensamientos y se olvidó de Meliadus y de su plan, se olvidó incluso de que la única
razón por la que había aceptado aquel plan era porque no le importaba lo que fuera de
ella misma. Volvía a pensar en D’Averc.
Los capitanes de los barcos que iban delante sabían lo que tenían que hacer.
Además de disponer de los motores de Kalan, ahora habían sido equipados con el
cañón de fuego de Kalan, y sabían cuáles eran sus objetivos: los cuarteles militares de
las órdenes del Cerdo, la Rata y la Mosca, alineados a lo largo de las orillas del río,
en las afueras de Londra.
El barón Meliadus dio instrucciones al capitán de su barco para que izara el color
apropiado, la bandera que daría la señal a todos los demás para que iniciaran el
bombardeo.
Londra seguía envuelta en el amanecer, tan tenebrosa como siempre, con sus
endemoniadas torres elevándose hacia el cielo parecidas a los dedos agarrotados de
millones de hombres enloquecidos.
A aquellas horas de la mañana no habría nadie despierto, excepto los esclavos.
Nadie, excepto Taragorm, Kalan y sus hombres, en espera del estruendo de la lucha
para ocupar las posiciones que se les habían asignado previamente. Tenían la
intención de matar a cuantos pudieran, para después empujar a los demás hacia el
palacio, embotellándolos allí, encerrándolos tras los muros, de tal modo que al
atardecer ya no tuvieran que verse obligados a seguir atacando varios objetivos, sino
sólo uno.

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Meliadus sabía que aun cuando tuvieran éxito con este plan, la verdadera lucha no
empezaría más que con el ataque al palacio, y que sería difícil apoderarse de él antes
de que llegaran refuerzos.
La respiración de Meliadus se aceleró. Sus ojos refulgieron cuando las bocas de
bronce de los cañones escupieron fuego, lanzándolo contra los cuarteles cuyas
dotaciones estaban totalmente desprevenidas. En cuestión de pocos segundos el aire
de la mañana se llenó con una tremenda explosión cuando uno de los cuarteles saltó
por los aires.
—¡Qué suerte! —exclamó Meliadus—. Es un presagio espléndido. ¡No había
esperado tener un éxito así tan temprano!
Se produjo una segunda explosión —un cuartel situado en la otra orilla del río—,
y de los restos de los edificios salieron corriendo los hombres aterrorizados, algunos
de ellos tan alarmados que incluso olvidaron recoger sus máscaras. Mientras trataban
de abandonar los cuarteles, el cañón de fuego les alcanzó de nuevo, convirtiéndolos
en cenizas. Sus gritos y aullidos se extendieron por entre las torres dormidas de
Londra… Y ése fue el primer aviso que tuvieron los ciudadanos sobre lo que ocurría.
Las máscaras de la orden del Lobo se volvieron para mirar a las de la orden del
Buitre con una silenciosa satisfacción, mientras contemplaban la carnicería que se
estaba produciendo en las orillas. Los cerdos y las ratas se apresuraban a buscar
refugio…, y las moscas se parapetaron tras los edificios más cercanos, tratando de
resistir. Los pocos que habían llevado consigo sus lanzas de fuego empezaron a
disparar.
Había empezado la pelea entre las bestias.
Aquello formaba parte del modelo de destino puesto en movimiento por Meliadus
cuando, al abandonar el castillo de Brass, juró por el Bastón Rúnico.
Pero en aquellos momentos, nadie habría sido capaz de saber cómo se resolvería
la situación, ni quién sería el que se alzaría con la victoria: Huon, Meliadus o
Hawkmoon.

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VIII

El invento de Taragorm

A media mañana los cuarteles ya habían sido completamente destruidos, y los


supervivientes luchaban en las calles, cerca del centro de la ciudad. Ahora habían
sido reforzados con varios miles de guerreros de la orden de la Mantis. Era muy
probable que Huon no tuviera todavía una idea clara de lo que estaba sucediendo.
Quizá incluso pensara que el ataque lo llevaban a cabo soldados de Asiacomunista
disfrazados de granbretanianos. Meliadus sonrió al desembarcar en compañía de
Plana Mikosevaar para dirigirse al palacio del Tiempo, flanqueado por una docena de
guerreros lobos y buitres.
La sorpresa había sido completa. Sus hombres habían permanecido en las pocas
calles abiertas, sin aventurarse por el laberinto de corredores que unían la mayor parte
de las torres. A medida que los guerreros enemigos salían de ellas, los hombres de
Meliadus los cazaban. Ahora los estaban embotellando, pues había pocas ventanas
desde las que pudieran luchar los soldados de Huon. La existencia de ventanas no era
una de las grandes características de la arquitectura de Londra, pues los
granbretanianos no apreciaban demasiado ni el aire natural ni la luz del día. Las pocas
que había tendían a estar situadas en lugares tan altos como para ser casi inútiles para
los francotiradores.
Hasta los ornitópteros, que no estaban equipados para luchar en una ciudad como
Londra, demostraron no ser más que un peligro pequeño, tal y como se había
imaginado Meliadus. El barón se sentía muy contento cuando entró en el palacio del
Tiempo y descubrió a Taragorm en una pequeña cámara.
—¡Hermano! Nuestros planes marchan bien…, incluso mejor de lo que yo había
esperado.
—Así parece —contestó Taragorm dirigiéndole una ligera inclinación de cabeza a
Plana, con quien había estado casado en otro tiempo, al igual que el propio Meliadus
—. Mis hurones casi no han tenido nada que hacer hasta el momento. Pero sin duda
alguna serán muy útiles para hacer salir a los que permanezcan en los túneles. Tengo
la intención de utilizarlos para lanzarlos contra la retaguardia del enemigo en cuanto
hayamos localizado sus bolsas principales.
Meliadus asintió con un gesto de aprobación.
—Me habéis enviado un mensaje para que me reuniera aquí con vos. ¿Qué
sucede?
—Creo haber descubierto los medios de traer a vuestros amigos del castillo de
Brass de regreso a su ambiente natural —murmuró Taragorm con un tono de voz

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lleno de satisfacción.
Meliadus emitió un profundo gruñido y fue en ese momento cuando Plana se dio
cuenta de que estaba expresando un extremo placer ante la noticia.
—¡Oh. Taragorm! ¡Por fin son míos esos conejitos!
—No estoy seguro del todo de que mi máquina funcione —le advirtió Taragorm
echándose a reír—, pero tengo la sensación de que funcionará bien, ya que está
basada en una fórmula que he descubierto en el mismo libro que mencionaba la
máquina de cristal de Soryandum. ¿Queréis verlo?
—¡Claro que sí! ¡Conducidme hasta ella, hermano, os lo ruego!
—Por aquí.
Taragorm condujo a Meliadus y a Plana a lo largo de dos cortos pasillos llenos
con el ruido procedente de los relojes. Llegaron al fin ante una puerta exterior baja
que él abrió con una pequeña llave.
—Aquí dentro. —Tomó una antorcha del soporte donde estaba y la empleó para
alumbrar la mazmorra que acababa de abrir—. Ahí. Se encuentra más o menos al
mismo nivel que la máquina de cristal que hay en el castillo de Brass. Su voz puede
atravesar las dimensiones.
—Yo no oigo nada —dijo Meliadus algo desilusionado.
—Eso es porque no hay nada que escuchar… en esta dimensión. Pero os
garantizo que produce un buen sonido, en algún otro punto del espacio y del tiempo.
Meliadus avanzó hacia el objeto. Era como la carcasa de un gran reloj de latón,
del tamaño de un hombre. El péndulo se balanceaba por debajo, moviendo la palanca
de escape que hacía funcionar las manecillas. Tenía muelles y ruedas dentadas y se
parecía en todos los aspectos a un enorme reloj ordinario. En la parte de atrás se había
montado un brazo extendido a modo de gong. Mientras ellos observaban, las
manecillas dieron la media hora y el brazo se movió con lentitud, elevándose, para
caer después repentinamente sobre el gong. Pudieron ver cómo vibraba éste, pero no
escucharon ni el susurro de un sonido.
—¡Increíble! —exclamó Meliadus en voz baja—. Pero ¿cómo funciona?
—Aún tengo que ajustarlo un poco para asegurarme de que opera exactamente en
la dimensión correcta del espacio y el tiempo que he logrado localizar con la ayuda
de Tozer. Cuando llegue la medianoche, nuestros amigos del castillo de Brass
experimentarán algo así como una muy desagradable sorpresa.
Meliadus emitió un suspiro de placer.
—¡Oh, noble hermano! ¡Seréis el hombre más rico y honrado de todo el imperio!
La extraña máscara en forma de reloj de Taragorm se inclinó ligeramente, como
en reconocimiento de la promesa que le acababa de hacer Meliadus.
—Eso es de lo más conveniente, y os lo agradezco, hermano —murmuró
Taragorm—. ¿Estáis seguro de que funcionará?

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—Si no funcionara no sería el hombre más rico y honrado de todo el imperio —
replicó Taragorm de buen humor—. Pero, sin duda alguna, espero que no os ocupéis
de recompensarme de un modo menos agradable.
Meliadus extendió uno de sus brazos sobre los hombros de su cuñado.
—¡No habléis de ese modo, hermano! ¡Oh, no habléis así!

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IX

Huon consulta con sus capitanes

—Bien, bien, caballeros. Supongo que sólo se tratará de alguna clase de revuelta
civil.
La voz dorada provino del arrugado cuello, y los intensos ojos negros miraban de
un lado a otro, hacia las máscaras reunidas ante él.
—Es una traición, noble monarca —dijo una máscara mantis, cuyo portador
llevaba el uniforme sucio, y cuya máscara aparecía quemada por una lanza de fuego.
—Es una guerra civil, gran emperador —resaltó otro.
—Y están a punto de vencernos —murmuró el hombre situado al lado del
anterior, casi hablando consigo mismo—. No estábamos preparados para esto,
excelso gobernante.
—Claro que lo estabais. Totalmente. Os acuso por ello a todos… y también a nos.
Hemos sido engañados. —Los ojos se movieron con lentitud por entre los
capitanes reunidos—. ¿No está Kalan entre vosotros?
—No, gran señor.
—¿Y Taragorm? —preguntó con suavidad la dulce voz.
—Taragorm tampoco está presente, rey todopoderoso.
—Vaya… Y algunos de vosotros creéis haber visto a Meliadus en el buque
insignia…
—En compañía de la condesa Flana, magnífico emperador.
—Eso tiene lógica. Sí, en efecto, hemos sido engañados. Pero no importa…,
supongo que el palacio está bien defendido, ¿no es cierto?
—Sólo una gran fuerza podría atreverse a intentar ocuparlo, señor del mundo.
—Pero ¿y si ellos disponen de una gran fuerza? ¿Y si cuentan con la ayuda de
Kalan y de Taragorm, que son capaces de proporcionarles otros poderes? ¿Estamos
preparados para resistir un asedio, capitán? —preguntó Huon, dirigiéndose al capitán
de la guardia Mantis, que inclinó la cabeza.
—En cierta medida, excelente príncipe. Pero algo así no tiene ningún precedente.
—Eso es cierto. Quizá debiéramos salir en busca de refuerzos.
—Tendrían que acudir desde el continente —informó el capitán—. Todos los
barones leales se encuentran allí… Adaz Promp, Breñal Farun, Shenegar Trott…
—Shenegar Trott no está en el continente —dijo con amabilidad el rey–
emperador Huon—. … Jerek Nankenseen, Mygel Holst…
—Sí, sí, sí…, conozco los nombres de nuestros barones. Pero ¿podemos estar
seguros de que son leales?

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—Yo así lo supondría, gran rey–emperador, puesto que sus hombres han perecido
hoy en combate. Si estuvieran aliados con Meliadus, sin duda alguna le habrían
apoyado los que son leales a su orden.
—Vuestra suposición es probablemente cierta. Muy bien…, llamad a los lores de
Granbretan. Decidles que deben traer consigo todas las tropas de que dispongan, y
que deben hacerlo con la mayor rapidez posible. Decidles que nos encontramos en
una situación inconveniente. Será mejor que el mensajero se marche desde los tejados
del palacio. Tenemos entendido que aún disponemos de varios ornitópteros.
Desde alguna parte les llegó, apagado y distante, un rugido que parecía provenir
de un cañón de fuego, y la sala del trono retembló ligeramente.
—Una situación extremadamente inconveniente —añadió el rey–emperador con
un suspiro—. ¿Cuáles estimáis que han sido las ganancias de Meliadus durante la
última hora?
—Se han apoderado de casi toda la ciudad, a excepción del palacio, excelente
monarca.
—Siempre he sabido que era el mejor de mis generales.

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X

Casi medianoche

El barón Meliadus estaba sentado en su habitación, contemplando los incendios


de la ciudad. Disfrutó sobre todo con el espectáculo de un ornitóptero que se estrelló
sobre el palacio, envuelto en llamas. El cielo nocturno estaba claro y las estrellas eran
brillantes.
Se trataba de una noche extraordinariamente agradable. Y, para que fuera más
perfecta aún, ordenó que un cuarteto de esclavas, reputadas en otros tiempos por
haber sido músicos muy conocidos en sus países, interpretaran para él música de
Londen Johne, uno de los más exquisitos compositores de Granbretan.
El contrapunto formado por las explosiones, los gritos y el crujido del metal era
como música celestial para los oídos de Meliadus. Sorbió de su copa de vino y
consultó los mapas, al tiempo que tarareaba al compás de la música.
Se escuchó un golpe en la puerta y una esclava la abrió. El jefe de sus tropas de
infantería, Vrasla Beli, entró en la estancia y se inclinó.
—¿Capitán Beli?
—Debo informaros, señor, que nos estamos quedando sin hombres. Hemos
conseguido un verdadero milagro, siendo tan pocos, pero no podemos asegurarnos
mayores progresos si no recibimos refuerzos. O eso, o tendremos que reagruparnos…
—O abandonar la ciudad para luchar en campo abierto…, ¿no es eso, capitán
Beli?
—Exacto, señor.
Meliadus se acarició la máscara.
—En el continente hay destacamentos de lobos, buitres e incluso hurones. Quizá
si pudiéramos llamarlos… —¿Llegarían a tiempo, señor?
—Bueno, tendremos que ganar ese tiempo, capitán.
—Sí, señor.
—Ofreced a todos los prisioneros un cambio de máscara —sugirió Meliadus—.
Ellos mismos podrán ver que estamos ganando y es posible que deseen cambiar a una
nueva orden.
—El palacio del rey–emperador Huon está muy bien defendido, señor —dijo Beli
saludando.
—Y será muy bien tomado, capitán. Estoy seguro de ello.
La música de Johne continuó, así como los disparos, y Meliadus se sintió seguro
de que todo andaba perfectamente bien. Se tardaría tiempo en capturar el palacio,
pero confiaba en que podrían hacerlo y destruir a Huon, colocar a Plana en su lugar y

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convertirse así en el hombre más poderoso del país.
Miró el reloj que había en la pared. Ya eran cerca de las once de la noche. Se
levantó y dio unas palmadas, indicando a las esclavas que guardaran silencio.
—Preparad mi litera —ordenó—. Voy a ir al palacio del Tiempo.
Las mismas cuatro jóvenes regresaron poco después con su litera, en la que él se
dejó caer, envuelto en cojines.
Mientras avanzaban con lentitud por entre los pasillos, Meliadus aún pudo seguir
escuchando la música del cañón de fuego y los gritos de los hombres que luchaban.
Cierto que todavía no se había conseguido la victoria y que, aun cuando pudiera
matar al rey–emperador Huon, cabía la posibilidad de que los otros barones no
aceptaran a Plana como reina–emperatriz. Necesitaría algunos meses más para
consolidar… Pero sería muy conveniente si pudiera unirlos a todos y dirigir su odio
contra Camarga y el castillo de Brass.
—¡Daos prisa! —gritó a las muchachas desnudas—. ¡Más rápido! ¡No debemos
llegar tarde!
Si la máquina de Taragorm funcionaba, él tendría la doble ventaja de poder
alcanzar a sus enemigos y unir a su país.
Meliadus lanzó un suspiro de placer. Todo estaba funcionando a la perfección.

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Libro tercero

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I

Suena el reloj
Y ahora la resolución era inminente. Los héroes de Camarga hacían sus
planes en el castillo de Brass. El barón Meliadus preparaba los suyos, en
compañía de Taragorm, en el palacio del Tiempo. Y el rey–emperador Huon
también hacía planes en el salón del trono. Y todos aquellos planes
empezaron a influir los unos sobre los otros. El Bastón Rúnico, pieza central
del drama, empezaba a ejercer su influencia sobre los actores.
Ahora, el Imperio Oscuro se hallaba dividido. Dividido a causa del odio
que Meliadus sentía contra Hawkmoon, a quien había planeado utilizar como
marioneta, pero que había sido lo bastante fuerte como para revolverse
contra él. Quizá fue en ese momento —cuando Meliadus eligió a Hawkmoon
para utilizarlo contra el castillo de Brass— cuando el Bastón Rúnico hizo su
primer movimiento. Ahora, todo se había convertido en un drama tensamente
entretejido…, tanto que ciertos hilos estaban a punto de romperse…

La alta historia del Bastón Rúnico.

Hacía un aire frío. Hawkmoon se envolvió en la pesada capa y volvió la sombría


cabeza para observar a sus camaradas. Todos los rostros estaban inclinados sobre la
mesa. El fuego de la chimenea se iba apagando con lentitud, pero podían ver con
claridad los objetos que había sobre la mesa.
En primer lugar, allí estaba el Amuleto Rojo, con su luz rojiza reflejándose en sus
caras como si fuera sangre. Ésta era la fuerza de Hawkmoon, aquello que
proporcionaba a quien lo poseyera una energía sobrenatural. Después estaban los
anillos de cristal de Mygan, capaces de transportar a quienes los llevaran a través de
las dimensiones. Estos objetos representaban sus pasaportes para regresar a su propio
espacio y tiempo. Junto a los anillos estaba la Espada del Amanecer. En ella se
escondía el ejército de Hawkmoon.
Y finalmente, envuelto con todo cuidado en un trozo de paño, estaba el Bastón
Rúnico, el estandarte y la esperanza de Hawkmoon.
El conde Brass se aclaró la garganta.
—Incluso con todos estos poderosos objetos, ¿podremos derrotar a un imperio tan
poderoso como el de Granbretan?
—Contamos con la seguridad de nuestro castillo —le recordó Oladahn—. Desde

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aquí podemos atravesar las dimensiones y regresar cuando queramos. Gracias a estos
medios podemos librar una prolongada guerra de guerrillas, hasta que hayamos
quebrado la resistencia del enemigo.
—Lo que decís es cierto —asintió el conde Brass—, pero yo sigo teniendo mis
dudas.
—Con todos los respetos, sir —intervino D’Averc—, debo decir que estáis
acostumbrado a librar batallas de corte clásico. —El pálido rostro del francés estaba
enmarcado por el cuello de una oscura capa de cuero—. Os sentiríais más feliz con
una confrontación directa, dirigiendo filas de lanceros, arqueros, caballería e
infantería. Pero no disponemos de los hombres indispensables para librar esa clase de
batallas. Tenemos que golpear desde la oscuridad, es decir, desde atrás,
permaneciendo a cubierto… al menos inicialmente.
—Supongo que tenéis razón, D’Averc —admitió el conde Brass con un suspiro.
Bowgentle sirvió vino para todos.
—Quizá debiéramos acostarnos, amigos míos. Aún nos quedan por hacer muchos
planes más, y deberíamos estar frescos…
Hawkmoon se dirigió al extremo más alejado de la mesa, donde se habían
extendido los mapas. Se frotó la Joya Negra que llevaba incrustada en la frente.
—Sí, tenemos que planear nuestra primera campaña con todo cuidado. —Estudió
el mapa de Camarga—. Existe la posibilidad de que hayan instalado un campamento
permanente rodeando el lugar donde antes estaba el castillo de Brass…, quizá en
espera de su regreso. Ésa es la clase de cosas que haría Meliadus.
—Pero ¿no habéis tenido la sensación de que el poder de Meliadus está
disminuyendo? —preguntó D’Averc—. Así parecía pensarlo Shenegar Trott.
—Si fuera así —admitió Hawkmoon—, es posible que las legiones de Meliadus
hayan sido desplegadas en otros lugares, ya que paree existir algún tipo de disputa en
la corte de Londra sobre si nosotros somos importantes o no.
Bowgentle se dispuso a decir algo, pero terminó por ladear la cabeza sin decir
nada.
Entonces, todos ellos sintieron un ligero temblor que pareció recorrer el suelo.
—Hace un frío terrible —gruñó el conde Brass, que se dirigió hacia la chimenea
para poner otro leño en el fuego.
Surgieron chispas y el leño prendió con rapidez. Las llamas arrojaron sombras
rojizas por todo el salón. El conde Brass había envuelto su fornido cuerpo en una
sencilla túnica de lana y ahora se encogió, como lamentando no haberse puesto algo
más cálido. Miró hacia las estanterías situadas en el extremo del salón. Contenían
lanzas, arcos, flecha mazas, espadas…, y su propia espada de combate, de hoja ancha,
así como su armadura. Una expresión de preocupación apareció en su amplio rostro
bronceado.

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Otro temblor sacudió el edificio, y las armas que decoraban los muros tintinearon.
Hawkmoon miró a Bowgentle, observando en sus ojos la misma sensación de
inexplicable peligro que él mismo experimentaba.
—¿Se trata quizá de un ligero terremoto? —preguntó.
—Quizá —murmuró Bowgentle, aunque no muy convencido.
Entonces escucharon un sonido…, un sonido distante, como el que produciría un
lejano gong, tan bajo que casi resultó inaudible. Todos ellos se abalanzaron a un
tiempo hacia las puertas del salón y el conde Brass dudó un instante antes de abrirlas
y mirar hacia la noche.
El cielo estaba oscuro, pero las nubes parecían de un color azul oscuro, y giraban
con una considerable agitación, como si la bóveda del cielo estuviera a punto de
desmoronarse sobre ellos.
Volvieron a sentir la reverberación, en esta ocasión perfectamente audible. El
sonido de una enorme campana o un gong se extendió por todo el castillo,
ensordeciéndoles.
—Es como si estuviéramos en el campanario del castillo cuando suena el reloj —
dijo Bowgentle con una mirada alarmada en los ojos.
Todos estaban pálidos… y tensos. Hawkmoon retrocedió hacia el interior del
salón, extendiendo una mano hacia la Espada del Amanecer. D’Averc gritó tras él:
—¿Qué sospecháis, Hawkmoon? ¿Alguna clase de ataque por parte del Imperio
Oscuro?
—Del Imperio Oscuro… o de algo sobrenatural —contestó Hawkmoon.
Un tercer golpe sonó llenando la noche, lanzando sus ecos por las marismas
planas de Camarga, extendiéndose sobre los estanques y los juncos. Los flamencos,
perturbados por el ruido, empezaron a croar en la oscuridad.
Un cuarto golpe sonó, más fuerte aún… como el gran estruendo producido por la
campana de una catedral.
Y un quinto. El conde Brass, sin perder más tiempo, se dirigió hacia las
estanterías y tomó su espada de combate.
Un sexto. D’Averc se tapó los oídos cuando el sonido aumentó de intensidad.
—Esto no va a dejar de provocarme por lo menos una ligera migraña —se quejó
con languidez.
Un séptimo. Yisselda bajó corriendo la escalera, vestida con sus ropas de noche.
—¿Qué sucede, Dorian? Padre ¿qué es ese sonido? Son como las campanadas de
un reloj. Amenaza con romperme los tímpanos…
—Será mejor que cerremos las puertas —dijo el conde Brass cuando el eco
disminuyó lo suficiente como para hacerse escuchar.
Lentamente, todos regresaron al salón y Hawkmoon ayudó al conde Brass a cerrar
las puertas, volviendo a colocar en su lugar la gran barra de seguridad.

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Una octava campanada llenó todo el salón y les hizo a todos llevarse las palmas
de las manos a las orejas. Un enorme escudo, que había estado allí desde tiempos
inmemoriales, se estremeció sobre la pared y cayó sobre las losas del suelo
produciendo un gran estrépito hasta que se detuvo cerca de la mesa.
Ahora, los sirvientes acudían corriendo al salón. Todos ellos estaban aterrados de
pánico.
Al sonar la novena campanada las ventanas crujieron, y los cristales se hicieron
añicos y cayeron al suelo. En esta ocasión, Hawkmoon se sintió como si se
encontrara sobre un barco que hubiera chocado de pronto contra unas rocas ocultas
bajo el agua, porque todo el castillo se estremeció y todos salieron despedidos.
Yisselda estuvo a punto de caer, pero Hawkmoon se las arregló para sujetarla,
apoyándose él mismo en una columna para impedir la caída. El sonido le hizo sentir
náuseas y la visión se le nubló.
El gigantesco gong reverberó por décima vez como si todo el mundo se
estremeciera por el choque, como si todo el universo estuviera lleno con el sonido
que señalaba el final de todas las cosas.
Bowgentle se arrodilló y cayó de bruces sobre las losas del suelo, perdido el
conocimiento. Oladahn iba de un lado a otro, con las palmas de las manos apretadas
contra la cabeza, tambaleándose, hasta que también cayó al suelo. Hawkmoon sujetó
con fuerza a Yisselda, apenas capaz de sostenerla. Sentía unas náuseas terribles y la
cabeza le latía con fuerza. El conde Brass y D’Averc avanzaron tambaleantes por la
sala, acercándose a la mesa, a la que se sujetaron mientras ésta se estremecía. Cuando
la campanada disminuyó su intensidad, Hawkmoon escuchó la voz de D’Averc que
gritaba:
—¡Hawkmoon… mirad esto!
Sin dejar de sujetar a Yisselda, Hawkmoon se las arregló para llegar hasta la
mesa, donde contempló los anillos de Mygan. Abrió la boca de asombro. Todos los
cristales se habían hecho añicos.
—Demasiado para nuestros planes de guerrilla —dijo D’Averc con la voz ronca
—. Demasiado, quizá, para todos nuestros planes…
Y entonces sonó la undécima campanada. Fue más fuerte y profunda que
cualquiera de las anteriores, y todo el castillo se estremeció, arrojándoles al suelo.
Hawkmoon gritó de dolor cuando el sonido rugió en su cráneo y pareció desgarrarle
el cerebro, pero ni siquiera pudo escuchar su grito por encima del estruendo del ruido.
Todo temblaba y cayó al suelo, a merced de la fuerza que estuviera afectando al
castillo.
A medida que se fue apagando el ruido, se arrastró sobre manos y rodillas hacia
Yisselda, tratando desesperadamente de llegar hasta donde ella estaba. Las lágrimas
de dolor le corrían por las mejillas y sabía por el calor que los oídos le sangraban. Vio

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débilmente al conde Brass intentando levantarse, apoyándose en la mesa. Las orejas
del conde expelían un líquido cuyo color era parecido al de su pelo.
—Estamos destruidos —oyó que decía el anciano—. Destruido por un enemigo
cobarde al que ni siquiera podemos ver. Destruidos por una fuerza contra la que no
sirven de nada nuestras espadas.
Hawkmoon siguió arrastrándose hacia Yisselda, que estaba tumbada sobre el
suelo.
Y entonces sonó la duodécima campanada, más fuerte y terrible que todas las
demás.
Las piedras del castillo amenazaron con resquebrajarse. La madera de la mesa se
astilló y luego se desmoronó con un crujido. Las losas del piso se partieron en dos o
se hicieron añicos. El castillo se vio impulsado de un lado a otro, como un corcho en
una galerna.
Hawkmoon rugió de dolor y las lágrimas de sus ojos fueron sustituidas por
sangre, al mismo tiempo que las venas de su cuerpo amenazaban con estallar.
Entonces la profunda nota se vio contrapunteada por otra —una especie de grito
agudo— y los colores llenaron el salón. Primero fue el violeta, luego el púrpura, más
tarde el negro. Un millón de diminutas campanillas parecieron sonar al unísono y esta
vez les fue posible a todos localizar el sonido, pues procedía de abajo, desde las
mazmorras.
Haciendo un esfuerzo supremo, Hawkmoon intentó levantarse, pero finalmente
cayó de bruces sobre las losas de piedra. La última nota del sonido se fue apagando
gradualmente, los colores se fueron desvaneciendo, las campanillas dejaron de sonar
de pronto.
Y no tardó en reinar un profundo silencio.

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II

La marisma ennegrecida

—El cristal ha quedado destruido…


Hawkmoon sacudió la cabeza y parpadeó.
—¿Eh?
—El cristal ha quedado destruido —repitió D’Averc, que se arrodilló a su lado y
trató de ayudarle a incorporarse.
—¿Y Yisselda? —preguntó Hawkmoon—. ¿Cómo está?
—No mucho peor que vos. La hemos llevado a la cama. El cristal ha quedado
destruido.
Hawkmoon se extrajo sangre seca de la orejas y las narices.
—¿Queréis decir los anillos de Mygan?
—D’Averc…, decídselo con mayor claridad —intervino entonces Bowgentle—.
Decidle que la máquina del pueblo fantasma ha quedado destrozada.
—¿Destrozada? —Hawkmoon se incorporó con un esfuerzo—. ¿Fue ése el último
sonido final que escuchamos?
—Ése fue —contestó el conde Brass que estaba cerca, apoyado sobre una mesa y
con expresión deprimida—. Las vibraciones destruyeron los cristales.
—¿Entonces…? —empezó a preguntar Hawkmoon, que miró interrogativamente
al conde Brass, quien asintió con un gesto.
—Sí… hemos regresado a nuestra propia dimensión.
—¿Y no hemos sido atacados?
—No lo parece.
Hawkmoon respiró profundamente y se dirigió con lentitud hacia las puertas
principales del salón. Dolorosamente, retiró la barra de hierro que aseguraba las
puertas y las abrió.
Seguía siendo de noche. En el cielo, las estrellas parecían las mismas, pero las
agitadas nubes azules habían desaparecido, y toda la zona se hallaba envuelta en un
misterioso silencio, mientras que un olor igualmente extraño llenaba el aire. Pero los
flamencos no gritaban, ni el viento silbaba entre los juncos.
Lenta, pensativamente, Hawkmoon volvió a cerrar las puertas.
—¿Dónde están las legiones? —preguntó D’Averc—. Yo creía que estarían
esperándonos… ¡Al menos unas cuantas!
—Tendremos que esperar hasta mañana antes de atrevernos a contestar esa
pregunta —replicó Hawkmoon frunciendo el ceño—. Quizá estén ahí fuera,
preparados para tomarnos por sorpresa.

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—¿Creéis que ese sonido fue enviado hasta nosotros por el Imperio Oscuro? —
preguntó Oladahn.
—Así me lo parece —contestó el conde Brass—. Han tenido éxito en su objetivo.
Nos han obligado a regresar a nuestra propia dimensión.
—Olisqueó en el aire y añadió: —Desearía poder identificar ese olor.
D’Averc se dedicaba a recuperar lo poco que no se había roto.
—Es un milagro que todavía estemos vivos —dijo.
—Sí —asintió Hawkmoon—. Ese ruido parecía afectar a las cosas inanimadas
mucho más que a nosotros.
—Dos de los sirvientes más ancianos han muerto —dijo con serenidad el conde
Brass—. Supongo que sus corazones no pudieron soportarlo. Los están enterrando
ahora en el patio interior, por si no fuera posible hacerlo por la mañana.
—¿En qué estado se encuentra el castillo? —preguntó Oladahn.
—Es difícil decirlo —contestó el conde Brass encogiéndose de hombros—. He
bajado a los sótanos. La máquina de cristal está completamente hecha añicos y han
aparecido grietas en algunos muros. Pero éste es un viejo castillo muy sólido. Parece
que no se ha visto gravemente afectado. Claro que no queda ni un solo cristal entero.
Por lo demás… —Se encogió de hombros como si ya no le importara su querido
castillo—. Por lo demás, seguirnos estando en terreno tan firme como lo estábamos
antes.
—Esperemos que sea así —murmuró D’Averc. Sostenía la funda de la Espada del
Amanecer, con el arma dentro, y la cadena de la que pendía el Amuleto Rojo. Entregó
ambos a Hawkmoon—. Será mejor que os pongáis esto, pues no cabe la menor duda
de que los necesitaréis dentro de bien poco.
Hawkmoon se puso el amuleto alrededor del cuello y se ató el cinturón con la
espada.
Después tomó en sus manos el Bastón Rúnico envuelto en el paño y dijo con un
suspiro:
—Eso no parece traernos la buena suerte que todos habíamos esperado.
Llegó por fin el amanecer. Lo hizo con lentitud, grisáceo y frío. El horizonte
aparecía blanco como un viejo cadáver, y las nubes mostraban el color del hueso.
Cinco héroes contemplaron la llegada del nuevo día. Estaban fuera de las puertas
del castillo de Brass, sobre la colina, con las manos apoyadas en las empuñaduras de
sus espadas. Y sus manos se fueron tensando a medida que eran capaces de distinguir
el paisaje que se extendía ante ellos.
Era la Camarga que habían abandonado, pero que ahora aparecía desolada por la
guerra. El olor del que habían hablado horas antes era el de la carnicería, el de un
terreno quemado. Todo era una negra ruina. Las marismas y los estanques se habían
secado a consecuencia del fuego del cañón. Los flamencos, los caballos y los toros

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habían sido destruidos o habían huido. Las torres de vigilancia que habían guarnecido
las fronteras aparecían todas aplastadas. Era como si todo el mundo estuviera
compuesto por un mar de ceniza gris.
—Todo ha desaparecido —dijo el conde Brass en voz baja—. Todo ha
desaparecido, mi querida Camarga, mi gente, mis animales. Yo era su lord Protector
por elección, y he fracasado en mi tarea. Ahora ya no queda nada por lo que vivir,
excepto la venganza. Dejadme llegar ante las puertas de Londra y ver cómo cae esa
ciudad. Después de eso moriré. Pero no antes.

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III

Carnicería en el Imperio Oscuro

Cuando llegaron a las fronteras de Camarga, Hawkmoon y Oladahn estaban


cubiertos de la cabeza a los pies por una ceniza que se les metía por las narices y les
llegaba a las gargantas. Sus caballos también estaban cubiertos de ceniza, y tenían los
ojos tan enrojecidos como los de sus jinetes.
Después, el mar de ceniza dio paso a terrenos cubiertos de un pasto escaso y
amarillento. Seguían sin encontrar la menor señal de que el territorio hubiera estado
ocupado por las legiones del Imperio Oscuro.
Mientras Hawkmoon detenía su caballo y se disponía a consultar un mapa, unos
ligeros y acuosos rayos de sol atravesaron las capas de nubes. Después, señaló hacia
el este.
—El pueblo de Verlin está allá. Cabalguemos hasta allí con precaución y veamos
si las tropas granbretanianas lo ocupan todavía.
El pueblo apareció poco después ante la vista y cuando Hawkmoon lo vio inició
un rápido galope hacia él.
—¿Qué ocurre, duque Dorian? —gritó Oladahn tras él—. ¿Qué ha sucedido?
Hawkmoon no contestó pues, a medida que se acercaban, pudieron ver que la
mitad de los edificios del pueblo estaban destruidos, y que las calles aparecían llenas
de cadáveres. Y, sin embargo, seguía sin verse la menor señal de que las tropas del
Imperio Oscuro hubieran estado por allí.
Muchos de los edificios se veían ennegrecidos por el fuego de las lanzas, y
algunos de los cadáveres mostraban signos de haber sido quemados con lanzas de
fuego. De vez en cuando se veía el cuerpo de un granbretaniano, una figura cubierta
por la armadura, con la máscara mirando al cielo, brillando bajo la luz.
—Por su aspecto diría que todos los que estaban por aquí eran lobos —murmuró
Hawkmoon—. Hombres de Meliadus. Da la impresión de que cayeron sobre los
aldeanos y éstos respondieron a su ataque. Mirad…, ese lobo ha sido atravesado por
una guadaña… Ese otro murió a golpes de la pala que todavía lleva hincada en el
cuello…
—Quizá los aldeanos se rebelaron contra ellos —sugirió Oladahn—, y los lobos
tomaron represalias.
—En ese caso, ¿por qué han abandonado el pueblo? —indicó Hawkmoon—.
Estaban aquí de guarnición.
Hicieron avanzar a sus caballos sobre los cuerpos de los caídos. El olor a muerte
todavía llenaba pesadamente el aire. Estaba claro que aquella carnicería se había

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producido hacía poco. Hawkmoon señaló pertrechos destruidos e incluso los
cadáveres de ganado, caballos y hasta perros.
—No han dejado nada con vida. Nada que pueda ser utilizado para alimentarse.
Es como si se hubieran retirado ante un enemigo mucho más poderoso.
—¿Quién puede ser más poderoso que el Imperio Oscuro? —preguntó Oladahn
con un estremecimiento—. ¿Acaso tenemos que enfrentarnos con un nuevo enemigo,
amigo Hawkmoon?
—Espero que no. Pero todo esto es muy misterioso.
—Y nauseabundo —añadió Oladahn.
No sólo había hombres muertos en las calles, sino también niños y muchas
mujeres, jóvenes o viejas, con señales de haber sido violadas antes de ser asesinadas,
la mayoría de ellas con un profundo corte en el cuello, pues a los soldados
granbretanianos les gustaba matar a sus víctimas al mismo tiempo que las violaban.
—Dondequiera que miremos no vemos más que señales dejadas por el Imperio
Oscuro —dijo Hawkmoon con un suspiro.
De pronto, levantó la cabeza y la inclinó, tratando de captar un ligero sonido que
apenas llegó hasta ellos llevado por el frío viento.
—¡Parece un grito! ¡Quizá todavía haya alguien con vida!
Hizo dar la vuelta a su caballo y avanzó hacia donde le pareció que surgía el
sonido, hasta llegar a una calle secundaria. Allí había una puerta rota, abierta, sobre
cuyo umbral yacía el cuerpo de una joven. El grito se hizo más fuerte. Hawkmoon
desmontó y avanzó cautelosamente hacia la casa. Era la joven la que gritaba. Se
arrodilló con rapidez junto a ella y la levantó en sus brazos. Estaba casi desnuda y
tenía el cuerpo cubierto únicamente con unos pocos jirones de ropa. Mostraba una
línea roja a través del cuello, como si le hubieran pasado por allí un puñal no muy
bien afilado. Tendría unos quince años, era de pelo rojizo y tenía ojos azules. Todo su
cuerpo estaba lleno de moretones azulados y negros. Abrió la boca, sorprendida,
cuando Hawkmoon la levantó.
Hawkmoon la depositó suavemente en el suelo y se dirigió a la silla de su caballo,
regresando con un frasco de vino. Le acercó el frasco a los labios y la muchacha
bebió, boqueando, con una repentina mirada de alarma en los ojos.
—No temáis —le dijo Hawkmoon con suavidad—. Soy un enemigo del Imperio
Oscuro.
—¿Y seguís con vida?
—Sí… todavía vivo —contestó Hawkmoon sonriendo con sorna—. Soy Dorian
Hawkmoon, duque de Colonia.
—¿Hawkmoon de Colonia? Pero si os creíamos muerto… o huido para siempre…
—Pues bien, he regresado y vuestro pueblo será vengado. Os lo prometo. ¿Qué ha
ocurrido aquí?

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—No estoy muy segura, milord, salvo que las bestias del Imperio Oscuro
intentaron no dejar a nadie con vida. —De repente, levantó la mirada, asustada—: Mi
madre, mi padre…, mi hermana…
Hawkmoon miró al interior de la casa y se estremeció.
—Muertos —se limitó a decir. No quiso comentar que sus cuerpos se hallaban
horriblemente mutilados. Tomó a la muchacha en brazos y la llevó hacia donde
estaba su caballo—. Os llevaré de regreso al castillo de Brass —dijo.

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IV

Nuevos cascos

La acostaron en la cama más blanda del castillo de Brass, atendida por


Bowgentle, reconfortada por Yisselda y Hawkmoon, que permanecieron sentados
junto a ella. Pero se estaba muriendo. Se moría no tanto a causa de sus heridas, sino
sobre todo por la pena.
Deseaba morir. Y ellos respetaban ese deseo.
—Durante varios meses —murmuró—, las tropas de la orden del Lobo ocuparon
nuestro pueblo. Se lo llevaban todo, mientras que nosotros nos moríamos de hambre.
Oímos decir que formaban parte de un ejército que se había quedado para vigilar
Camarga, aunque no sabíamos qué se podía vigilar en unos territorios tan
devastados…
—Lo más probable es que estuvieran esperando nuestro regreso —le dijo
Hawkmoon.
—Eso debió de ser —asintió la joven con seriedad, y continuó diciendo—:
Entonces, ayer llegó un ornitóptero al pueblo y su piloto se dirigió directamente a ver
al comandante de la guarnición. Oímos rumores de que los soldados eran llamados
con urgencia a Londra, y todos nos alegramos al saberlo. Una hora más tarde, los
soldados de la guarnición cayeron sobre el pueblo, y se dedicaron a matar, a violar y
al pillaje. Tenían órdenes de no dejar nada con vida de modo que no encontraran
ninguna resistencia cuando regresaran, y también para que nadie pudiera encontrar
alimentos si llegaba al pueblo. Una hora más tarde se marcharon todos.
—De modo que tienen planes de regresar —musitó Hawkmoon—. Pero me
pregunto por qué se marcharon.
—¿Algún enemigo invasor, quizá? —sugirió Bowgentle acariciando la frente de
la muchacha.
—Eso es lo que supongo…, pero no parece encajar —dijo Hawkmoon con un
suspiro—. Es algo misterioso y terrible de lo que sabemos muy poco.
Se escuchó un golpe suave en la puerta y D’Averc entró en la estancia.
—Ha venido a vernos un viejo amigo, Hawkmoon.
—¿Un viejo amigo? ¿Quién?
—El hombre de las islas Orkney…, Orland Fank.
—Quizá él pueda explicárnoslo —dijo Hawkmoon levantándose.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Bowgentle dijo con suavidad:
—La muchacha ha muerto, duque Dorian.
—Ha muerto sabiendo que la vengaremos —replicó éste con sencillez, y

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abandonó la estancia para descender la escalera que conducía al salón.
—Estoy de acuerdo, amigo, algo se está cociendo —dijo Oriand Fank
dirigiéndose al conde Brass, mientras ambos permanecían junto al fuego de la
chimenea. Levantó la mano a modo de saludo en cuanto vio a Hawkmoon—. Y vos,
duque Dorian, ¿cómo estáis?
—Bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. ¿Sabéis por qué razón se
están marchando las legiones, maese Fank?
—Le estaba comentando al conde Brass que yo no…
—Ah, y yo que os creía omnisciente, maese Fank.
El hombre sonrió, quitándose el gorro para limpiarse la cara con él.
—Aún necesito tiempo para reunir información, y he estado bastante ocupado
desde que abandonasteis Dnark. He traído regalos para todos los héroes del castillo
de Brass.
—Sois muy amable.
—No son míos, comprendedlo, sino de… bueno, supongo que del Bastón Rúnico.
Os los entregaré más tarde. Podríais pensar que tienen muy poca utilidad práctica,
pero en la lucha contra el Imperio Oscuro resulta difícil saber lo que es práctico y lo
que no.
—¿Qué habéis descubierto en vuestro recorrido a caballo? —le preguntó
Hawkmoon a D’Averc.
—Más o menos lo mismo que vos —contestó éste—. Pueblos arrasados, con sus
habitantes asesinados apresuradamente. Señales de una partida precipitada de las
tropas. Supongo que todavía quedarán algunas guarniciones en las ciudades más
grandes, pero que estarán muy pobremente dotadas, compuestas sobre todo de
artillería.
Pero no queda nada de caballería.
—Esc parece una locura —murmuró el conde Brass.
—Si estuvieran locos podrían sacar ventaja de su falta de racionalidad —comentó
Hawkmoon con una sonrisa burlona.
—Bien dicho, duque Dorian —intervino Fank poniendo una mano sobre su
hombro—. Y ahora, ¿puedo traer los regalos?
—Desde luego, maese Fank.
—Prestadme a un par de sirvientes para que me ayuden, pues hay seis y son
bastante pesados. Lo he traído todo en dos caballos.
Pocos momentos después entraron los sirvientes, cada uno de ellos sosteniendo
dos objetos envueltos, uno en cada mano. El propio Fank traía los otros dos. Los dejó
sobre las losas del suelo, a sus pies.
—Abridlos, caballeros.
Hawkmoon se inclinó y apartó la tela que envolvía uno de los regalos. Parpadeó

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ante la luz que le dio en los ojos, y vio su propio rostro reflejado perfectamente. Se
sintió extrañado, apartando el resto de la tela para contemplar con asombro el objeto
que tenía ante sí. Los demás también murmuraban, sorprendidos.
Aquellos objetos eran cascos de combate, diseñados para cubrir toda la cabeza y
el resto de los hombros. El metal de que estaban hechos no les era conocido, pero
estaba pulido del modo más exquisito, como el mejor espejo que Hawkmoon hubiera
visto jamás.
A excepción de dos ranuras para los ojos, la parte frontal de los cascos era
completamente lisa, sin decoración de ninguna especie, de tal modo que quien los
mirara de frente vería perfectamente reflejada en ellos su propia imagen. La parte
posterior estaba hecha del mismo metal y mostraba una sencilla decoración, lo que
indicaba que aquellos cascos eran el producto de alguien con mayores capacidades
que un simple artesano. De pronto, Hawkmoon comprendió lo útiles que podrían ser
en medio de una batalla, pues el enemigo se sentiría desconcertado al ver su propio
reflejo, y tendría la impresión de estar luchando contra sí mismo. Hawkmoon se echó
a reír ostentosamente.
—¡El que inventó esto tiene que haber sido un genio! —exclamó—. Son los
cascos más exquisitos que he visto jamás.
—Probároslos —dijo Fank con una sonrisa burlona—. Ya veréis lo bien que
encajan. Representan la respuesta del Bastón Rúnico a las máscaras bestiales del
Imperio Oscuro.
—¿Cómo sabremos cuál es el de cada cual? —preguntó el conde Brass.
—Lo sabréis —contestó Fank—. Es el que acabáis de abrir. El que tiene la cresta
con el color del latón.
El conde Brass sonrió y levantó el casco para ponérselo sobre los hombros.
Hawkmoon le miró y vio su propio rostro reflejado en él, con la opaca Joya Negra en
el centro de su frente, mirándose a sí mismo con una divertida expresión de sorpresa.
Hawkmoon tomó su propio casco y se lo puso sobre la cabeza. El suyo tenía una
cresta dorada. Ahora, al volverse para mirar al conde Brass pareció al principio que el
casco del conde no reflejaba nada, hasta que se dio cuenta de que emitía una infinidad
de reflejos.
Los demás se pusieron sus respectivos cascos. El de D’Averc tenía una cresta
azul, mientras que la de Oladahn era escarlata. Todos ellos rieron con placer.
—Un gran regalo, maese Fank —dijo Hawkmoon quitándose su casco—. Un
regalo excelente. Pero ¿y esos otros dos cascos?
—¡Ah! —exclamó Fank sonriendo misteriosamente—. Ah, sí…, serán para
aquellas dos personas que los deseen.
—¿Vos mismo?
—No, no son para mí… Debo admitir que yo tiendo a desdeñar la armadura. Me

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resulta bastante incómoda y con ella puesta tengo dificultades para manejar mi vieja
hacha de combate —dijo y se llevó el dedo gordo hacia la espalda, donde llevaba el
hacha sujeta por una cuerda.
—Entonces, ¿para quiénes son esos dos cascos? —repitió la pregunta el conde
Brass quitándose el suyo.
—Lo sabréis cuando lo sepáis —dijo enigmáticamente Fank—. Y entonces os
parecerá de lo más evidente. ¿Cómo les van las cosas a las gentes del castillo de
Brass?
—¿Os referís a los aldeanos de la colina? —replicó Hawkmoon—. Bueno,
algunos de ellos murieron a causa de aquellas terribles campanadas que nos obligaron
a regresar a nuestra propia dimensión. Se han desmoronado unos pocos edificios,
pero en general todos han sobrevivido bastante bien, incluyendo a toda la caballería
camarguiana que nos quedaba.
—Unos quinientos hombres —añadió D’Averc—. Ése es todo nuestro ejército.
—¡Ah! —exclamó Fank dirigiendo una mirada de soslayo al francés—. Ah.
Bueno, tengo que marcharme para ocuparme de mis asuntos.
—¿Y qué asuntos son esos, maese Fank? —preguntó Oladahn.
—En las islas Orkney, amigo mío, no le hacemos a nadie esa clase de preguntas
—contestó Fank con una sonrisa juguetona.
—Gracias por los regalos —dijo Oladahn con una inclinación—. Y os ruego que
disculpéis mi curiosidad.
—Acepto vuestras disculpas —replicó Fank.
—Antes de que os marchéis, maese Fank, os doy las más efusivas gracias en
nombre de todos por los regalos que nos habéis hecho —dijo el conde Brass—.
¿Podemos molestaros haciéndoos una última pregunta?
—En mi opinión, todos os sentís inclinados a hacer demasiadas preguntas —
replicó Fank—. Nosotros, los de las islas Orkney, somos un pueblo muy reservado.
Pero preguntad, amigo mío, y haré todo lo posible por contestaros, si es que la
pregunta no es demasiado personal, claro.
—¿Sabéis cómo se hizo añicos la máquina de cristal? —preguntó el conde Brass
—. ¿Cuál fue la causa?
—Supongo que lord Taragorm, jefe del palacio del Tiempo, en Londra, descubrió
los medios para romper vuestra máquina una vez que descubrió cuál era su fuente.
Dispone de muchos textos antiguos en los que se pueden aprender esas cosas. Sin
duda alguna, construyó un reloj cuyas campanadas serían capaces de viajar a través
de las dimensiones, y de alcanzar tal volumen de sonido que pudiera romper todos los
objetos de cristal. Según creo, ése fue el remedio empleado por los enemigos del
pueblo de Soryandum que os entregó esa máquina.
—De modo que ha sido el Imperio Oscuro el que nos ha hecho regresar —

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observó Hawkmoon—. Pero si ha sido así, ¿por qué no se han quedado para
esperarnos?
—Quizá porque ha estallado algún tipo de crisis doméstica —contestó Orland
Fank—. Ya veremos. Adiós, amigos míos. Tengo la sensación de que volveremos a
encontrarnos muy pronto.

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V

Cinco héroes y una heroína

Cuando las puertas se cerraron detrás de Fank, Bowgentle descendió la escalera


con una expresión extraña en su amable semblante. Caminó con rapidez. Sus ojos
mostraban una mirada distante.
—¿Qué ocurre, Bowgentle? —preguntó el conde Brass con preocupación,
adelantándose para tomar a su viejo amigo por el brazo—. Parecéis alterado.
Bowgentle negó con un movimiento de cabeza.
—No alterado…, sino decidido. He tomado una decisión. Hace muchos años que
no tomo entre mis manos un arma mayor que una pluma, ni soporto nada más pesado
que algún que otro difícil problema de filosofía. Ahora portaré armas para marchar
contra Londra. Cabalgaré con vos cuando os pongáis en marcha contra el Imperio
Oscuro.
—Pero Bowgentle —intervino Hawkmoon—, vos no sois guerrero. Nos
reconfortáis, nos sostenéis con vuestra amabilidad y sabiduría. Todas esas cosas nos
proporcionan fortaleza y nos son tan útiles como cualquier camarada armado hasta
los dientes.
—Sí…, pero esta lucha será la definitiva. Se librará a vida o muerte —le recordó
Bowgentle—. Si no regresáis, tampoco tendréis necesidad de mi sabiduría… Y si
regresáis, mostraréis muy poca inclinación a buscar mis consejos, porque seréis los
hombres que habréis quebrado el poder del Imperio Oscuro. De modo que tomaré la
espada. Uno de esos maravillosos cascos brillantes me vendrá bien. Preferiría el que
tiene la cresta negra.
Todos se apartaron cuando Bowgentle avanzó, se inclinó y cogió el casco que
había elegido. Se lo puso con lentitud sobre la cabeza. Le ajustaba a la perfección. Y
reflejado en el casco, todos pudieron ver lo mismo que veía Bowgentle: sus propios
rostros, con expresiones de admiración y burla a un tiempo.
D’Averc fue el primero en adelantarse hacia él, con la mano extendida.
—Muy bien, Bowgentle. Será un verdadero placer cabalgar con alguien con un
humor tan sofisticado como el vuestro. ¡Para variar!
—De acuerdo —asintió Hawkmoon—. Si lo deseáis así, Bowgentle, todos nos
sentiremos muy felices de teneros a nuestro lado. Pero, entonces, me pregunto para
quién estará destinado el otro casco.
—Es para mí.
La voz sonó baja, pero firme. Y era dulce. Hawkmoon se volvió con lentitud para
mirar fijamente a su esposa.

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—No, no es para vos, Yisselda…
—¿Cómo podéis estar tan seguro?
—Bueno…
—Miradlo… El casco con la cresta blanca. ¿No es acaso algo más pequeño que
los otros? ¿No es adecuado para un muchacho… o para una mujer?
—En efecto —admitió Hawkmoon de mala gana—. ¿Y acaso no soy la hija del
conde Brass?
—Sí, claro.
—¿Y no puedo cabalgar con vos como cualquiera?
—Podéis.
—¿Y acaso no luché en la arena cuando era una muchacha… y gané honores allí?
¿Y no me entrené con los guardias de Camarga en el manejo del hacha, la espada y la
lanza de fuego? ¿Qué decís, padre?
—Es cierto, destacó bastante en todos esos ejercicios —dijo el conde Brass con
orgullo—. Pero destacar en el manejo de las armas no es todo lo que se requiere de
un guerrero…
—¿Pensáis que no soy tan fuerte?
—Bueno… para ser una mujer… —contestó el señor del castillo de Brass—. Tan
suave y fuerte como la seda, creo que dijo de vos un poeta local —y miró con una
sonrisa burlona a Bowgentle, que se ruborizó—. ¿Creéis que me falta nervio? —
siguió preguntando Yisselda con una mirada refulgente en la que se mezclaban el
desafío y el buen humor.
—No… En cuanto a nervio, tenéis más que suficiente —replicó Hawkmoon—.
¿Valor? ¿Me falta valor?
—No hay nadie más valerosa que vos, hija mía —admitió el conde Brass.
—En tal caso, ¿qué cualidades tiene un guerrero que a mí me falten?
Hawkmoon se encogió de hombros y terminó por admitir:
—Ninguna, Yisselda…, sólo que sois una mujer y… y…
—Y las mujeres no luchan. Simplemente se quedan en casa, junto al fuego,
llorando a sus seres queridos muertos, ¿no es eso?
—O dándoles la bienvenida cuando regresan…
—En efecto. Pues bien, yo no tengo paciencia para quedarme a la espera de que
esas cosas sucedan. ¿Por qué iba a quedarme esperando en el castillo de Brass?
¿Quién me protegería entonces?
—Dejaremos guardias.
—Unos pocos guardias… soldados que necesitaréis en vuestra batalla. Sabéis
muy bien que querréis tener con vos a todos los hombres disponibles.
—Sí, eso es cierto —admitió Hawkmoon—. Pero hay otro factor a tener en
cuenta, Yisselda. ¿Olvidáis que estáis embarazada?

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—No lo olvido. Llevo a nuestro hijo en mi seno. De acuerdo, y lo seguiré
llevando en la batalla, porque si somos derrotados no le quedará nada que heredar,
salvo el mayor de los desastres… Y si ganamos, entonces conocerá el escalofrío que
produce la victoria, incluso antes de venir a este mundo. Yo no seré la viuda de
Hawkmoon, ni llevaré en mi seno al hijo huérfano de Hawkmoon. Aquí, a solas en el
castillo, no estaré a salvo, Dorian.
Cabalgaré con vos.
Se dirigió hacia donde estaba el reluciente casco con la cresta blanca, se inclinó y
lo tomó entre sus manos. Se lo puso sobre la cabeza y abrió los brazos con un gesto
de triunfo.
—¿Lo veis? Me encaja perfectamente. Es evidente que ha sido hecho para mí.
Cabalgaremos juntos, los seis, y dirigiremos a los camarguianos contra el masivo
poder del Imperio Oscuro… Cinco héroes y…, así lo espero… una heroína.
—Que así sea —murmuró Hakwkmoon dirigiéndose hacia su esposa para
abrazarla—. Que así sea.

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VI

Un nuevo aliado

Los guerreros de las legiones del Lobo y del Buitre se habían abierto paso desde
el continente y ahora llegaban en masa a Londra. Pero también llegaban los de las
órdenes de la Mosca, la Rata, la Cabra y el Perro, así como todas las demás bestias
sangrientas de Granbretan.
Desde una torre elevada que había convertido ahora en su cuartel general,
Meliadus de Kroiden contempló su llegada, entrando por todas las puertas al mismo
tiempo que luchaban sin descanso. Uno de aquellos grupos le llamó la atención y
forzó la vista para verlos mejor. Se trataba de un gran destacamento de tropas que
cabalgaba bajo un estandarte de rayas negras y blancas, indicando con ello su
neutralidad en el conflicto.
Ahora le fue más fácil distinguir el estandarte que ondeaba al lado.
Meliadus frunció el ceño.
El estandarte correspondía a Adaz Promp, gran jefe de la orden del Perro. Aquella
bandera de neutralidad, ¿significaba que aún no había decidido de qué lado luchar?
¿O acaso significaba que planeaba llevar a cabo un complicado truco? Meliadus se
frotó los labios, pensativo. Si contara con la ayuda de Adaz Promp no tardaría en
poder lanzar un asalto contra el palacio. Extendió la mano y tomó el casco de lobo,
acariciando la cabeza de metal.
Durante los últimos días, a medida que la batalla de Londra llegaba a un callejón
sin salida, Meliadus fue adquiriendo una actitud cada vez más meditabunda…, tanto
más en cuanto que no estaba seguro de que el invento de Taragorm hubiera tenido
éxito en su esfuerzo por traer el castillo de Brass a esta dimensión. El buen humor
experimentado al principio, basado en el éxito inicial de su lucha, se había visto
sustituido por el nerviosismo, resultado de varias incertidumbres.
La puerta se abrió. Automáticamente, Meliadus se puso el casco, al tiempo que se
volvía.
—Ah, sois vos. Flana. ¿Qué queréis?
—Taragorm está aquí.
—Taragorm, ¿eh? Seguramente, tiene algo positivo que comunicarme.
La máscara de reloj apareció tras la máscara de garza real de Plana.
—Esperaba que fuerais vos el que tuviera noticias positivas, hermano —dijo
Taragorm con acidez—. Después de todo, no hemos hecho grandes progresos en los
últimos días.
—Los refuerzos están llegando —dijo Meliadus con un tono petulante, haciendo

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con la mano un gesto en dirección a la ventana—. Los lobos y los buitres entran en la
ciudad…, e incluso algunos hurones.
—Sí…, pero también le llegan refuerzos a Huon…, y parece ser que en mayor
número que los nuestros.
—Kalan no tardará mucho en tener preparadas esas nuevas armas —comentó
Meliadus, a la defensiva—. Eso nos proporcionará ventaja.
—Si es que funcionan —replicó Taragorm con sorna—. Empiezo a preguntarme
si no habré cometido un fatal error al unirme a vos.
—Ahora ya es demasiado tarde, hermano. No debe haber peleas entre nosotros,
ya que en tal caso estamos perdidos.
—En efecto, es demasiado tarde, lo admito. Ocurra lo que ocurra, estaremos
condenados si Huon gana la partida.
—Huon no la ganará.
—Necesitamos un millón de hombres para atacar el palacio con garantías de
éxito.
—Encontraremos a ese millón de hombres. Si pudiéramos hacer algún pequeño
progreso, habría otros que se pondrían de nuestro lado.
Taragorm ignoró este último comentario y se volvió hacia Plana.
—Es una vergüenza, Plana. Habríais sido una reina muy hermosa…
—Aún será reina —dijo Meliadus salvajemente, conteniéndose para no golpear a
Taragorm—. ¡Vuestro pesimismo roza la traición, Taragorm! —¿Y pretendéis
matarme por mi traición, hermano? ¿A pesar de todos mis conocimientos? Sólo yo
conozco todos los secretos del tiempo.
—Claro que no os mataré —dijo Meliadus encogiéndose de hombros—. Dejemos
de discutir y concentrémonos en conquistar el palacio.
Aburrida por aquella discusión inútil, Plana abandonó la estancia.
—Tengo que ver a Kalan —dijo Meliadus—. Ha sufrido un revés y ha tenido que
trasladar todo su equipo a otro lugar, viéndose obligado a hacerlo con rapidez.
Vamos, Taragorm, iremos juntos a visitarle.
Llamaron a sus literas respectivas, se acomodaron en ellas y los esclavos les
transportaron a lo largo de pasillos débilmente iluminados y rampas retorcidas hasta
llegar a las habitaciones que Kalan había adaptado como laboratorios. Una puerta se
abrió y un calor hediondo les golpeó los cuerpos. Meliadus pudo sentirlo incluso a
través de la máscara. Tosió al abandonar la litera y se dirigió hacia la cámara donde
estaba Kalan, con su escuálido cuerpo desnudo de cintura para arriba y con la
máscara puesta sobre la cabeza, supervisando a los atareados científicos que
trabajaban para él y que llevaban máscaras de serpiente.
—¿Qué queréis? —les preguntó Kalan con impaciencia—. ¡No tengo tiempo para
conversaciones!

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—Nos preguntábamos qué progresos habríais hecho, barón —dijo Meliadus casi
gritando por encima de los ruidos estridentes.
—Confío en que sean buenos progresos. Las instalaciones son ridículamente
primitivas. El arma ya casi está preparada.
Taragorm observó la maraña de tubos e hilos de la que surgían todos los ruidos, el
calor y el mal olor.
—¿Eso es un arma?
—Lo será, lo será.
—¿Y qué hará?
—Traedme hombres para que la pueda montar en el tejado y os lo demostraré
dentro de unas pocas horas.
—Muy bien —asintió Meliadus—. ¿Sois consciente de la gran cantidad de cosas
que dependen de vuestro éxito, Kalan?
—Sí, soy muy consciente. Estoy empezando a maldecirme a mí mismo por
haberme unido a vos, Meliadus, pero ahora estoy con vos y lo único que puedo hacer
es continuar.
Por favor, dejadme ahora… Os enviaré un mensaje en cuanto el arma esté
preparada.
Meliadus y Taragorm retrocedieron caminando por los pasillos, con los esclavos
siguiéndoles y portando las literas vacías.
—Confío en que Kalan no se haya vuelto loco —dijo Taragorm con frialdad—.
Porque, en caso contrario, ese artilugio podría destruirnos a todos.
—O no destruir nada —añadió Meliadus con pesimismo—. ¿Quién es ahora el
pesimista, hermano?
Al regresar a sus habitaciones, Meliadus descubrió que tenía un visitante. Se
trataba de un hombre grueso, vestido con una vistosa armadura cubierta de seda, con
un casco de vivos colores que representaba un perro salvaje y burlón.
—Es el barón Adaz Promp —dijo Plana Mikosevaar, surgiendo de otra habitación
—. Llegó poco después de que vos salierais, Meliadus.
—Barón —saludó Meliadus inclinándose formalmente—. Me honráis con vuestra
visita.
Desde el interior de su casco, Adaz Promp emitió una voz de tonos suaves.
—¿Cuál es el problema, Meliadus? ¿Cuáles son los objetivos?
—El problema… nuestros planes de conquista. En cuanto a los objetivos…,
consisten en poner en el trono de Granbretan a un monarca mucho más racional.
Alguien capaz de respetar el consejo de guerreros experimentados como nosotros.
—Querréis decir que respete vuestros consejos —se burló Promp—. Bien, debo
admitir que os creí un loco a vos, no a Huon. Sobre todo cuando, por ejemplo,
perseguíais esa salvaje venganza contra Hawkmoon y el castillo de Brass. Sospeché

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que sólo estabais motivado por el placer y la venganza particular.
—¿Y ya no lo creéis así?
—No me importa. Empiezo a compartir vuestra opinión de que ese hombre
representa el mayor peligro para Granbretan, y de que debería ser exterminado antes
de dedicarnos a pensar en cualquier otra cosa.
—¿Y por qué habéis cambiado de opinión, Adaz? —preguntó Meliadus
inclinándose hacia adelante con avidez—. ¿Por qué? ¿Disponéis de alguna prueba
que yo no conozca?
—Se trata más bien de una sospecha —contestó Adaz Promp con lentitud—. Un
indicio por aquí, otro por allá.
—¿Qué clase de indicios?
—Por ejemplo, un barco que encontramos y abordamos en el mar del Norte,
cuando regresábamos de Scandia en respuesta a la llamada de nuestro emperador. Un
rumor procedente de Francia. Nada más. —¿Qué hay de ese barco? ¿Qué barco era?
—Uno como esos que están anclados en el río… con ese extraño artilugio en la
popa y sin velas. Estaba muy maltrecho y se encontraba a la deriva. Sólo había dos
hombres a bordo, y ambos estaban heridos. Murieron antes de que pudiéramos
trasladarlos a nuestro propio barco.
—El barco de Shenegar Trott, procedente de Amarehk.
—Sí…, eso fue lo que nos dijeron.
—Pero eso ¿qué tiene que ver con Hawkmoon?
—Parece ser que se encontraron con Hawkmoon en Amarehk, y que ambos
hombres fueron heridos por éste en una sangrienta batalla librada en una ciudad
llamada Dnark.
Según estos hombres, el motivo de la lucha fue el propio Bastón Rúnico… y no
estaban delirando.
—Y Hawkmoon ganó la pelea.
—Así fue, en efecto. Había mil hombres, según se nos dijo. Eran los hombres de
Trott, y sólo se enfrentaron contra cuatro, incluyendo al propio Hawkmoon. —¡Y
Hawkmoon ganó!
—En efecto…, ayudado por guerreros sobrenaturales según explicó el que vivió
más tiempo y fue capaz de contar la historia. Todo ello me suena a media verdad
mezclada con fantasía, pero lo que sí está claro es que Hawkmoon derrotó a una
fuerza muy superior en número y que él mismo fue el que mató a Shenegar Trott.
Parece ser que dispone de ciertos poderes científicos de los que nosotros sabemos
muy poco. Eso es algo que queda confirmado por la forma en que escaparon de
nuestras garras la última vez. Lo que se relaciona con la segunda historia, contada por
uno de vuestros lobos, mientras nos dirigíamos a Londra. —¿De qué se trata?
—Oyó decir que el castillo de Brass había reaparecido, que Hawkmoon y los

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demás se apoderaron de una ciudad situada al norte de Camarga y destruyeron a
todos los nuestros que había allí, ocupándola. Sólo es un rumor, y resulta difícil de
creer. ¿Dónde podría haber conseguido reclutar Hawkmoon un ejército en tan poco
espacio de tiempo?
—Esa clase de rumores son bastante habituales en momentos de guerra —musitó
Meliadus—, pero es posible que sea así. Entonces, ¿creéis ahora que Hawkmoon
representa para nosotros un peligro mucho mayor de lo que se empeña en creer
Huon?
—Sólo es una suposición… pero creo que está bien sustentada. No obstante, me
siento motivado por otras consideraciones, Meliadus. Creo que cuanto antes
terminemos con esta lucha, tanto mejor para todos, puesto que si Hawkmoon dispone
de un ejército, reclutado quizá en Amarehk, será mejor que lo eliminemos cuanto
antes. Estoy con vos, Meliadus. Puedo poner a vuestra disposición a medio millón de
guerreros de la orden del Perro en el término de un día. —¿Disponéis de los
suficientes como para apoderaros del palacio con los que están a mi mando?
—Es posible, siempre y cuando tengamos cobertura de la artillería.
—La tendréis.
—¡Oh, barón Adaz! —exclamó Meliadus estrechándole la mano—, creo que
mañana mismo la victoria será nuestra.
—Pero me pregunto cuántos de nosotros quedarán con vida para verla —comentó
Promp—. Apoderarse del palacio nos costará unos cuantos miles de vidas…, incluso
es posible que unos pocos cientos de miles.
—Habrá valido la pena, barón, creedme. Habrá valido la pena.
Meliadus sintió que recuperaba su optimismo ante la perspectiva de la victoria
sobre Huon, pero sobre todo ante la posibilidad de volver a enfrentarse pronto contra
Hawkmoon y su poder…, particularmente si Kalan lograba descubrir por fin un
medio de reactivar la Joya Negra, tal y como le había prometido.

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VII

La batalla por el palacio de Huon

Meliadus observó a los hombres dedicados a montar el extraño armatoste en el


tejado de su cuartel general. Se hallaban muy por encima de las calles y cerca del
palacio, desde donde les llegaba el estrépito de la lucha. Promp aún no había lanzado
a sus hombres al combate, pero esperaba ver qué era capaz de hacer la máquina de
Kalan, antes de dirigir un ataque abierto contra las puertas del palacio. El enorme
edificio parecía capaz de resistir cualquier ataque…, como si pudiera sobrevivir
incluso al fin del mundo.
Se elevaba en el cielo, un piso sobre otro, con un aspecto magnífico. Estaba
flanqueado por cuatro enormes torres que brillaban con una peculiar luz dorada y en
las que se veían grotescos bajorrelieves, que representaban la pasada gloria de
Granbretan, reluciendo con vivos colores, protegidos por gigantescas puertas de acero
de casi diez metros de espesor. El palacio parecía contemplar despreciativamente a
las dos facciones enfrentadas.
Incluso el propio Meliadus experimentó sus dudas, aunque momentáneas, al
contemplarlo. Después, dirigió su atención al arma de Kalan. De la gran masa de
hilos y tubos surgía un gran tubo, como si fuera la campana de una monstruosa
trompeta. La boca de ese tubo estaba dirigida hacia los muros del palacio, abarrotados
con hordas de soldados, la mayoría de ellos pertenecientes a la orden de la Mantis, la
del Cerdo y la de la Mosca. Fuera de la ciudad, las filas de otras órdenes se estaban
preparando para lanzarse al asalto contra las fuerzas de Meliadus, cayendo sobre su
retaguardia. El barón sabía que el factor tiempo era un elemento crucial, que si
lograba conquistar las puertas de acceso al palacio, podía confiar en que los demás se
pusieran de su lado.
—Está preparado —le dijo Kalan.
—Entonces, utilizadlo —gruñó Meliadus—. Utilizadlo contra las tropas que
ocupan las murallas.
Kalan asintió y sus serpientes cargaron el arma. Kalan avanzó entonces y colocó
la mano sobre una gran palanca. Elevó el rostro enmascarado hacia los cielos
lúgubres, como en una oración, y bajó la palanca.
La máquina tembló. De ella se elevó una gran humareda de vapor. Se estremeció
y rugió, y de la boca del cañón surgió una gigantesca burbuja verde y pulsante que
desprendía un gran calor. Aquella cosa se separó de la boca del arma y empezó a
moverse con lentitud, bajando hacia las murallas del palacio.
Fascinado, Meliadus la vio derivar en el aire, llegar hasta las murallas del palacio

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y posarse sobre un grupo de guerreros. Escuchó con satisfacción los gritos de agonía
al quedar envueltos en aquella materia verde y caliente, y después se desvanecieron
por completo. La bola de calor verde empezó a girar con lentitud a lo largo de la
muralla, absorbiendo en ella a sus presas humanas hasta que, de pronto, estalló y un
líquido verde se deslizó por los muros formando corrientes viscosas.
—Se ha roto. ¡No funciona! —exclamó Meliadus lleno de rabia.
—Paciencia, Meliadus —gritó Kalan. Sus hombres volvieron a cargar el arma y
elevaron la boca unos cuantos grados—. ¡Observad!
Volvió a bajar la palanca, la máquina se estremeció de nuevo, siseó, emitió humo
y luego, poco a poco, otra gigantesca burbuja verde se fue formando en su boca. La
burbuja se dirigió después hacia la muralla, rodó sobre otro grupo de hombres y, tras
haberlos hecho desaparecer, siguió su camino. Esta burbuja rodó durante más tiempo,
hasta que apenas si quedó un solo guerrero sobre las almenas de las murallas, antes
de explotar.
—Ahora enviaremos una por encima de la muralla —dijo Kalan con una sonrisa,
bajando una vez más la palanca.
Ahora ya no perdía el tiempo. En cuanto surgía una burbuja del cañón del arma,
sus hombres preparaban inmediatamente el artefacto para enviar otra, hasta que
hubieron lanzado ya todo un grupo de burbujas gigantescas por encima de las
murallas, para que cayeran sobre el patio que había más allá. Trabajó furiosamente,
absorbido por completo en su tarea, mientras la máquina se estremecía, siseaba y
emitía un calor casi insoportable.
—¡Esa mezcla lo corroerá todo! —gritó Kalan con excitación—. ¡Todo! —Se
detuvo un momento y señaló—: ¡Mirad lo que les está haciendo a las murallas!
Y, en efecto, la materia viscosa se abría paso entre la piedra, royéndola poco a
poco.
Enormes fragmentos de roca abundantemente decorada cayeron con estrépito a la
calle, obligando a los atacantes a retroceder. La mezcla se abría paso por entre la
piedra del mismo modo que el aceite hirviendo podría comerse el hielo, dejando
enormes huecos abiertos en las defensas.
—Pero ¿cómo pasarán nuestros hombres por ahí? —preguntó Meliadus en tono
de queja—. ¡A esa materia no le importa lo que se come!
—No temáis —volvió a sonreír Kalan—. La mezcla sólo conserva su potencia
durante unos pocos minutos.
Bajó de nuevo la palanca y envió una nueva burbuja gigantesca por encima de la
muralla del palacio. Al hacerlo, toda una sección del muro situado cerca de las
puertas se desmoronó por completo y cuando se disipó el humo producido por los
cascotes, Meliadus pudo ver que ahora existía un camino libre por donde penetrar. Se
sintió aliviado.

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Entonces, la máquina emitió un repentino chirrido y Kalan se apresuró a mover
sus controles, yendo apresuradamente de un lado a otro, y gritándoles instrucciones a
sus hombres.
Taragorm apareció en la terraza y saludó a Meliadus.
—Ya veo que había subestimado a Kalan —dijo, acercándose al científico—. Os
felicito, Kalan.
Kalan movía las manos y gritaba de placer.
—¿Lo veis, Taragorm? ¿Lo veis? Tomad la palanca…, ¿por qué no lo intentáis
hacer vos mismo? Sólo tenéis que bajarla.
Taragorm colocó ambas manos sobre la palanca, volviendo su máscara de reloj
hacia la muralla a través de la cual se podía ver ahora a las tropas de Huon
retirándose hacia lo que era el palacio propiamente dicho, perseguidos por las
rodantes esferas de muerte.
Pero, de pronto, desde el palacio rugió un cañón de fuego. Al parecer, los
hombres de Huon habían logrado situar su artillería en el interior del mismo palacio.
Algunos rayos de fuego surgieron sobre sus cabezas, y otro chocó inofensivamente
contra los muros situados más abajo. Kalan no dejaba de sonreír, henchido de triunfo.
—Esos trastos son inútiles contra mi arma. Apuntad hacia ellos, Taragorm.
Enviadles una buena burbuja… ¡allí! —ordenó, señalando con el dedo hacia las
ventanas donde se habían colocado los cañones.
Taragorm estaba tan absorbido por la máquina como el propio Kalan, y a
Meliadus le divirtió observar a los dos científicos jugando como niños con un nuevo
juguete. Ahora se sentía de un humor tolerante, pues era evidente que el arma de
Kalan iba transformando la batalla en su favor. Había llegado el momento de unirse
con Adaz Promp y dirigir sus tropas hacia el interior del palacio.
Descendió los escalones que le llevaron al interior de la torre y ordenó que le
trajeran su litera. Una vez en ella, se reclinó cómodamente, experimentando ya una
dulce sensación de triunfo.
En ese momento, por encima de él, escuchó una poderosa explosión que
estremeció toda la torre. Saltó de la litera con un movimiento rápido y retrocedió por
donde había venido. Al acercarse al tejado se vio rechazado por una intensa oleada de
calor y vio a Kalan, con la máscara retorcida y abollada, que surgía tambaleándose
por entre el humo, dirigiéndose hacia donde él estaba.
—¡Atrás! —gritó Kalan—. ¡La máquina ha explotado! Yo estaba cerca de la
entrada, pues de otro modo habría muerto. Ahora está escupiendo toda mi mezcla
sobre los muros de la torre. Alejémonos de aquí o seremos devorados por esa materia.
—¡Taragorm! —exclamó Meliadus—. ¿Qué le ha ocurrido a Taragorm?
—¡Ya no queda nada de él! —gritó Kalan—. ¡Rápido! Tenemos que abandonar la
torre cuanto antes. ¡Apresuraos, Meliadus!

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«¿Taragorm ha muerto? ¿Y tan rápidamente después de haber servido a mis
propósitos?», pensó Meliadus al tiempo que seguía a Kalan, que se apresuraba a bajar
por las rampas. «Sabía que me plantearía problemas una vez que hubiéramos
derrotado a Huon. Más de una vez me había preguntado cómo desembarazarme de él.
¡Pero mi problema ya ha sido resuelto! ¡Pobre hermano mío!».
Meliadus lanzó una gran risotada sin dejar de correr.

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VIII

Plana observa la batalla

Desde la seguridad de su propia torre, Plana Mikosevaar observaba a los soldados


que penetraban por entre los desmoronados muros del palacio. Después vio que la
torre que había servido a Meliadus como cuartel general se estremecía con una gran
explosión, y caía sobre los edificios más bajos de la ciudad.
Por un momento, pensó que Meliadus había muerto al caer la torre, pero ahora
pudo ver su estandarte, al frente de los guerreros que se lanzaban a la batalla.
También vio el estandarte de Adaz Promp que avanzaba a su lado y se dio cuenta de
que los lobos y los perros, que tradicionalmente habían rivalizado entre sí, atacaban
juntos al rey–emperador Huon.
Suspiró. El ruido de la batalla se había intensificado y no podía escapar de él. Vio
como el cañón de fuego intentaba en vano abrir huecos entre las filas de los atacantes,
los incendios que habían estallado en el patio, y los guerreros que se abalanzaban
contra las grandes puertas del palacio, donde las burbujas verdes habían abierto
enormes agujeros.
Pero la artillería era inútil en aquellas circunstancias. La habían colocado en
espera de un largo asedio, y ahora no podían trasladarla a tiempo a los lugares donde
más la necesitaban. Unas pocas lanzas de fuego dispararon por entre las grandes
puertas rotas, pero no se trataba de artillería de grueso calibre.
El sonido de la batalla pareció desvanecerse, así como lo que se podía ver de su
curso.
Plana volvió a pensar entonces en D’Averc y se preguntó si él vendría. Las
noticias comunicadas por Adaz Promp le habían permitido aumentar sus esperanzas,
puesto que si Hawkmoon estaba con vida, lo más probable era que D’Averc también
estuviera vivo.
Pero ¿vería alguna vez a D’Averc? ¿No moriría en alguna escaramuza, en un
vano intento por resistir el poder de Granbretan? Aun cuando no muriera en seguida,
estaba destinado a llevar la vida propia de un bandido proscrito y perseguido, pues
nadie podría confiar jamás en plantear batalla al Imperio Oscuro y sobrevivir. Supuso
que Hawkmoon, D’Averc y los demás morirían en algún campo de batalla lejano. Es
posible que llegaran a la costa antes de ser destruidos, pero probablemente no podrían
acercarse a donde ella estaba, pues el mar les separaba, y el puente de Plata no
permanecería abierto para las guerrillas de Camarga.
Plana consideró la idea de quitarse la vida, pero en aquellos momentos ni siquiera
eso le pareció que mereciera la pena. Se quitaría de en medio una vez que hubiera

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desaparecido toda esperanza, pero no antes. Y si se convertía en reina, tendría algún
poder. Existía la ligera posibilidad de que Meliadus perdonara a D’Averc, ya que, en
cierta medida, no le odiaba tanto como a los demás, aunque, desde luego, el francés
era considerado como un traidor.
Escuchó entonces un gran grito y volvió a mirar hacia el palacio.
Meliadus y Adaz Promp penetraron entonces en el palacio. La victoria ya estaba
cerca.

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IX

La muerte del rey–emperador Huon

El barón Meliadus introdujo su caballo negro por los resonantes pasillos del
palacio del rey–emperador Huon. Había estado muchas veces allí, y siempre con una
actitud de humildad, aunque sólo fuera aparente en ocasiones. Ahora el visor de su
máscara de lobo estaba elevado con orgullo, y su garganta emitió un potente rugido
de batalla, al tiempo que se abría paso entre los guardias de la orden de la Mantis, a
los que tantas veces se había visto obligado a temer. Golpeó con su gran espada negra
a uno y otro lado, la misma espada que tanto había empleado al servicio de Huon.
Hizo retroceder al caballo y lo encabritó. Los cascos que habían hollado el suelo de
tantos países conquistados golpearon los cascos de los insectos, rompiendo huesos y
cabezas.
Meliadus lanzó una risotada, luego un rugido y finalmente se lanzó al galope
hacia el salón del trono, donde se estaban reuniendo los restos de las fuerzas
defensoras. Los vio al extremo del pasillo, intentando colocar en posición un cañón
de fuego. Seguido por una docena de lobos montados, Meliadus no perdió el tiempo y
se lanzó en tromba contra el arma, antes de que sus sorprendidos sirvientes pudieran
utilizarla. Seis cabezas rodaron por el suelo en otros tantos segundos y poco después
todos los artilleros estaban muertos. Los rayos de las lanzas de fuego silbaban
alrededor de su casco negro de lobo, pero Meliadus los ignoró. Los ojos de su caballo
estaban inyectados en sangre, poseído por la locura propia de la batalla y él lo
espoleó aún más contra el enemigo.
Meliadus y sus hombres hicieron retroceder a los guardias mantis, matando a la
mayoría. Todos ellos morían convencidos de que él poseía poderes sobrenaturales.
Pero aquello no era más que una energía salvaje, la excitación propia de la guerra.
Eso mismo llevó a Meliadus de Kroiden a cruzar el umbral de las enormes puertas del
salón del trono para enfrentarse a los pocos guardias que aún quedaban con vida y
que se sentían desconcertados. Se había utilizado a todos los hombres posibles para
defender aquellas puertas. Ahora, mientras los guardias de la orden de la Mantis
avanzaban cautelosamente, con las lanzas extendidas, Meliadus se echó a reír ante
ellos, lanzó el caballo al galope y atravesó sus filas antes de que fueran capaces de
moverse. Después, galopó directamente hacia el globo del trono, pisoteando los
mismos lugares donde antes se había arrodillado.
El globo negro se estremeció, y poco a poco se hizo visible la arrugada figura del
inmortal rey–emperador. La pequeña figura en forma de feto se agitó como un pez
malformado, yendo de un lado a otro dentro de los confines del globo que era su vida.

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Estaba indefenso. Totalmente desamparado. Jamás había creído que tuviera que
defenderse contra una traición semejante. Ni siquiera él, con sus dos mil años de
sabiduría acumulada, había sido capaz de considerar que un noble granbretaniano
pudiera revolverse contra su gobernante hereditario.
—Meliadus… —dijo la voz dorada con tono de temor—. Meliadus… estáis loco.
Escuchad… Es vuestro rey–emperador el que os habla. Os ordeno que abandonéis
este lugar, que ordenéis la retirada de vuestras tropas, que me juréis lealtad…
Los ojos negros, en otras ocasiones tan sardónicos, estaban ahora llenos de un
temor animal. La lengua prensil vibró como la de una serpiente, las inútiles manos se
agitaron y quedaron quietas.
—¡Meliadus!
Estremecido por una risa de triunfo, Meliadus levantó la enorme espada de
combate y golpeó con toda su fuerza el globo del trono. Sintió una conmoción que le
recorrió todo el cuerpo cuando la hoja se introdujo con un crujido en el globo. Se
produjo una explosión blanca, se escuchó un grito terrorífico, un sonido de
fragmentos que caían al suelo, y entonces un fluido viscoso surgió con violencia
contra el cuerpo de Meliadus.
El barón parpadeó y cuando volvió a abrir los ojos esperó encontrar la estructura
diminuta y retorcida del cadáver del rey–emperador, pero no pudo ver nada, excepto
una profunda oscuridad.
Su risa demoniaca se transformó en un grito de terror.
—¡Por los dientes de Huon! ¡Estoy ciego!

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X

Los héroes cabalgan

—El fuerte está bien incendiado —dijo Oladahn volviéndose en la silla para
contemplar por última vez la guarnición.
Allí había existido hasta entonces una fuerza de infantería de la orden de la Rata,
de la que ahora no quedaba nadie, excepto el comandante, que tardaría su tiempo en
morir, ya que los ciudadanos lo habían crucificado en el mismo armazón donde él
había ordenado crucificar a tantos hombres, mujeres y niños.
Seis cascos espejo miraron hacia el horizonte. Hawkmoon, Yisselda, el conde
Brass, D’Averc, Oladahn y Bowgentle cabalgaban juntos, alejándose de la ciudad a la
cabeza de quinientos jinetes camarguianos armados con lanzas de fuego.
El primer encuentro que habían tenido desde que abandonaron Camarga había
sido un éxito completo. Contando a su favor con el factor sorpresa, exterminaron a la
guarnición en menos de media hora.
Sintiéndose muy poco aliviados por el éxito, pero sin sensación de agotamiento,
Hawkmoon condujo a sus camaradas hacia la ciudad más próxima, donde habían oído
decir que encontrarían a más granbretanianos a los que matar.
Pero durante la marcha detuvo su caballo al ver que un jinete galopaba hacia
ellos. Se trataba de Orland Fank, con su hacha de combate balanceándose a su
espalda.
—¡Saludos, amigos! Tengo noticias nuevas para vosotros. Noticias que explican
muchas cosas… Las bestias se han lanzado las unas contra las otras. Hay guerra civil
en Granbretan. El principal campo de batalla se encuentra en la misma Londra, con el
barón Meliadus levantado en armas contra el rey–emperador Huon. Hasta el
momento han muerto miles de hombres.
—Ésa es la razón por la que quedan tan pocos por aquí —dijo Hawkmoon
quitándose el casco espejo y limpiándose la frente con un pañuelo. Durante los
últimos meses había llevado la armadura en tan raras ocasiones que ahora ya no
estaba acostumbrado a la incomodidad que representaba—. Todos ellos han sido
llamados para defender al rey–emperador Huon.
—O para luchar con Meliadus. Eso redunda en ventaja nuestra, ¿no creéis?
—Así es —intervino el conde Brass con un tono de voz ronco, algo más excitado
de lo habitual—, porque eso significa que se están matando entre ellos, lo cual
aumenta nuestras posibilidades. Mientras ellos se destrozan entre sí, podemos llegar
con rapidez al puente de Plata, cruzarlo y encontrarnos en las mismas costas de
Granbretan. La suerte está de nuestra parte, maese Fank.

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—La suerte… o el destino —dijo Fank con naturalidad—. Llamadlo como
queráis.
—En ese caso, ¿no sería mejor cabalgar rápidamente hasta el mar? —preguntó
Yisselda.
—En efecto —asintió Hawkmoon—. Rápidamente… para aprovecharnos de la
confusión.
—Una idea muy lógica y sensible —añadió Fank—. Y como yo también soy un
hombre sensible, creo que cabalgaré a vuestro lado.
—Sois muy bienvenido, maese Fank.

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XI

Noticias diversas

Meliadus permanecía tendido sobre la camilla, mientras Kalan se inclinaba sobre


él haciendo pruebas con sus instrumentos ante sus cegados ojos. Su voz sonó con una
mezcla de dolor y furia.
—¿Qué es lo que me pasa, Kalan? —gimió—. ¿Porqué estoy ciego?
—Creo que se trata simplemente de la intensidad de la luz emitida durante la
explosión —le informó Kalan—. Recuperaréis la vista en un día o dos.
—¡En un día o dos! Necesito ver. Necesito consolidar mis conquistas. Necesito
asegurarme de que no se produzcan revueltas contra mí. Necesito convencer a los
demás barones de que juren lealtad a Plana ahora mismo, y después dedicarme a
averiguar qué está tramando Hawkmoon. Mis planes… mis planes…, ¡serán
destruidos!
—La mayoría de los barones ya han decidido apoyar vuestra causa —le dijo
Kalan—. Hay poco que ellos puedan hacer. Únicamente Jerek Nankenseen y los
guerreros de la orden de la Mosca representan una seria amenaza. Breñal Farnu está
con él…, pero a Farnu no le queda virtualmente ninguna orden que mandar. La mayor
parte de sus ratas murieron durante las primeras luchas. Ahora mismo, Adaz Promp
se encarga de expulsar las ratas y las moscas de la ciudad.
—No quedan ratas —dijo Meliadus, repentinamente pensativo—. ¿Cuántos
habrán muerto en total, Kalan?
—Más o menos la mitad de los guerreros de Granbretan.
—¿La mitad? ¿He destruido a la mitad de nuestros guerreros? ¿He disminuido
nuestra fuerza a la mitad?
—¿No ha valido la pena, teniendo en cuenta la victoria que habéis alcanzado?
La mirada ciega de Meliadus se elevó hacia el techo.
—Sí…, supongo que sí. —Se incorporó de pronto en la camilla y añadió—: Pero
debo justificar las muertes de los que faltan, Kalan. Lo hice por Granbretan…, para
eliminar del mundo a Hawkmoon y a la pandilla del castillo de Brass. Debo tener
éxito, Kalan, o no podré justificar el hecho de haber disminuido hasta tal punto la
fuerza de combate del Imperio Oscuro.
—No temáis por eso —le dijo Kalan con una débil sonrisa—, pues he estado
trabajando en otra de mis máquinas.
—¿Una nueva arma?
—Y antigua a la vez, a la que he vuelto a poner en funcionamiento.
—¿De qué se trata?

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—Me refiero a la máquina de la Joya Negra, barón Meliadus —dijo Kalan con
una sonrisa burlona—. Dentro de poco volveremos a tener a Hawkmoon en nuestro
poder, y la fuerza vital de la Joya Negra le devorará el cerebro.
Una lenta y satisfecha sonrisa se extendió sobre los labios de Meliadus.
—¡Oh, Kalan…, por fin!
Kalan obligó a Meliadus a tenderse sobre la camilla y untó los ojos cegados del
barón con un ungüento, con el que se los frotó.
—Descansad ahora y soñad con vuestra venganza, viejo amigo. Ambos la
disfrutaremos juntos.
De pronto, Kalan levantó la vista. Un mensajero acababa de entrar en la pequeña
habitación.
—¿Qué ocurre? ¿Hay alguna noticia?
—Acabo de llegar del continente, excelencia —informó el mensajero, jadeante—.
Traigo noticias de Hawkmoon y de sus hombres.
—¿Qué hay de ellos? —preguntó Meliadus inmediatamente, volviendo a
incorporarse, con el ungüento resbalándole sobre las mejillas, sin preocuparle que un
inferior le viera sin máscara—. ¿Qué noticias hay de Hawkmoon?
—Cabalgan hacia el puente de Plata, milord.
—¿Tienen intención de invadir Granbretan? —preguntó Meliadus con
incredulidad—. ¿De cuántos hombres disponen? ¿Cuál es el tamaño de su ejército?
—Son quinientos jinetes, milord.
Meliadus se echó a reír.

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XII

La nueva reina

Kalan ayudó a Meliadus a subir los escalones que conducían al trono con el que
se había sustituido el siniestro globo del trono. Sobre él se sentaba Plana Mikosevaar,
con una máscara de garza real enjoyada, una corona sobre la cabeza y engalanada con
las vestiduras de estado. Y ante ella se arrodillaron todos los nobles que le eran fieles.
—¡Contemplad a vuestra nueva reina! —exclamó Meliadus con una voz que
resonó con fuerza y orgullo por el enorme salón—. Bajo la reina Plana seréis
grandes…, más grandes de lo que jamás habíais soñado ser. Bajo la reina Plana
florecerá una nueva era… Una era de alegre locura y rugiente placer, la clase de
placer que tanto nos gusta cultivar en Granbretan. ¡El mundo entero será nuestro
juguete!
La ceremonia avanzó. Cada uno de los barones juró su lealtad ante la reina Plana.
Y cuando todo hubo terminado, el barón Meliadus volvió a hablar.
—¿Dónde está Adaz Promp, jefe de la guerra de los ejércitos de Granbretan?
—Aquí estoy, milord —contestó Promp con rapidez—, y os agradezco el honor
que me hacéis.
Ésta era la primera vez que Meliadus mencionaba que a Promp se le había
recompensado con el puesto de comandante sobre todos los comandantes, excepto el
propio Meliadus.
—¿Queréis informar de cómo les van las cosas a los rebeldes, Adaz Promp?
—Quedan muy pocos, milord. Las moscas que no hemos podido matar se han
dispersado, y su gran jefe, Jerek Nankenseen, ha muerto. Yo mismo le maté. Breñal
Farnu y las pocas ratas que le quedan se han escondido en cuevas, en alguna parte de
Sussex, y no tardarán en ser exterminados. Todos los demás se han unido en su
lealtad a la reina Plana.
—Eso es muy satisfactorio, Adaz Promp, y me alegro de escucharlo. ¿Y qué
sucede con la risible fuerza de Hawkmoon? ¿Continúa avanzando contra nosotros?
—Así lo indican los informes de nuestros ornitópteros de reconocimiento, milord.
No tardarán en estar listos para cruzar el puente de Plata.
—Dejadles que lo crucen —dijo Meliadus riendo—. Que recorran por lo menos la
mitad de la distancia. Después los barreremos del mapa. Kalan, ¿cómo andan
vuestros progresos con la máquina?
—Ya casi está preparada, milord.
—Bien. En tal caso tenemos que ponernos en marcha hacia Deau–Vere para darle
la bienvenida a Hawkmoon y a sus amigos. Vamos, mis capitanes, vamos.

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Kalan volvió a ayudarle a bajar los escalones y le condujo a lo largo del salón,
hasta que llegaron a las grandes puertas… que ahora ya no estaban guardadas por los
representantes de la orden de la Mantis, sino por los guerreros de las órdenes del
Lobo y del Buitre. Meliadus lamentó no poder verlos, y saborear así su triunfo un
poco más.
Una vez que las puertas se hubieron cerrado tras ellos, Plana permaneció sentada
en el trono, como helada, pensando en D’Averc. Había intentado hablarle de él a
Meliadus, pero él no había querido escucharla. ¿Resultaría muerto en la batalla?, se
preguntó.
También pensó en la carga que había caído sobre sus hombros. Entre los nobles
de Granbretan, ella era la única, a excepción de Shenegar Trott, que había leído
numerosos textos antiguos, algunos de los cuales eran leyendas e historias
supuestamente acaecidas antes del Milenio Trágico. Creía que, fuera cual fuese el
destino de ella misma y de Meliadus, presidía una corte que entraba en sus últimas
fases de decadencia. Las guerras de expansión, las disputas internas…, todo eso no
eran más que señales de una nación a punto de extinguirse, y aunque cabía la
posibilidad de que esa extinción no se produjera en por lo menos doscientos años, o
quinientos, o quizá mil, ella sabía que el Imperio Oscuro estaba irremediablemente
condenado.
Y rezó para que sucediera algo mejor que aquella condena.

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XIII

«¿Qué veis?»

Meliadus sostuvo las riendas del caballo de su heraldo.


—No tenéis que abandonarme en ningún momento, muchacho. Tenéis que
decirme lo que veis, y de acuerdo con eso haré mis planes para la batalla.
—Os lo diré, milord.
—Bien. ¿Están reunidas todas las tropas?
—Lo están, milord. Esperan vuestra señal.
—¿Y ha aparecido ya ese bribón de Hawkmoon?
—Se han visto figuras que cabalgan hacia nosotros cruzando el puente de Plata.
Se meterán directamente entre nuestras filas, a menos que huyan.
—No, no huirán —gruñó Meliadus—. Ese Hawkmoon no huirá… y menos ahora.
¿Los podéis ver ya?
—Veo un relampagueo como de plata, como una señal de heliógrafo… una…,
dos, tres, cuatro…, cinco…, seis. El sol los hace brillar así. Es como si fueran seis
espejos de plata. Me pregunto qué pueden ser.
—¿El sol que se refleja en las lanzas?
—Creo que no es eso, milord.
—Bueno, pronto lo sabremos.
—Sí, milord.
—¿Qué ves ahora?
—Ahora veo a seis jinetes, milord, que van a la cabeza de un grupo de caballería.
Cada jinete parece coronado con plata refulgente. ¡Cómo! Milord, lo que brillan son
sus cascos. ¡Sus cascos! —¿Quieres decir que están muy bien pulidos?
—Son cascos que les cubren los rostros. Yo… casi no puedo mirarlos de tan
brillantes como son.
—Es extraño. Pero no me cabe la menor duda de que esos cascos se partirán con
rapidez bajo el peso de nuestras armas. ¿Les habéis dicho que deben apoderarse de
Hawkmoon vivo, pero que pueden matar a los demás?
—Se lo he dicho, milord.
—Bien.
—Y también les he informado que habéis dicho que si Hawkmoon se quitara el
casco y se llevara la mano a la frente, y empezara a actuar de un modo extraño, os lo
deben comunicar de inmediato.
—Excelente —asintió Meliadus con una sonrisa—. Excelente. En cualquier caso,
tendré mi venganza.

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—Ya han llegado casi al extremo del puente, milord. Nos han visto, pero no se
detienen.
—En ese caso, dad la señal para que empiece la carga —dijo Meliadus—. Tocad
vuestra trompeta, heraldo. ¿Se han lanzado a la carga, heraldo? —preguntó Meliadus
poco después.
—Lo han hecho, milord.
—¿Y qué sucede ahora? ¿Se han enfrentado ya los ejércitos?
—Lo han hecho, milord.
—¿Y qué está sucediendo?
—Yo… no estoy seguro, milord… con los relampagueos que producen esos
cascos y con… una luz rojiza muy peculiar que se está extendiendo sobre el campo
de batalla… Parece que en el ejército de Hawkmoon hay muchos más hombres de los
que habíamos pensado en un principio. Infantería… y algo de caballería. ¡Por los
dientes de Huon…! Os ruego que me disculpéis, milord… ¡Por los senos de Plana!
¡Son los guerreros más extraños que he visto jamás!
—¿Qué aspecto tienen?
—Parecen bárbaros… primitivos…, ¡y son muy feroces! ¡Están penetrando entre
nuestras filas como el carbón encendido en la crema!
—¿Qué? No puede ser, nosotros contamos con cinco mil hombres, y ellos sólo
son quinientos. Todos los informes han confirmado esa cifra.
—Son muchos más de quinientos, milord. Muchos más.
—¿Quiere eso decir que todos los exploradores han mentido? ¿O es que todos nos
estamos volviendo locos? Esos guerreros bárbaros tienen que haber venido con
Hawkmoon desde Amarehk. ¿Qué ocurre ahora? ¿Qué sucede? ¿Se recuperan
nuestras fuerzas?
—No se recuperan, milord.
—Entonces, ¿qué están haciendo?
—Se están retirando, milord.
—¿Retirándose? ¡Imposible!
—Parecen estar retrocediendo con mucha rapidez, milord. Al menos los que aún
siguen con vida. —¿Qué queréis decir? ¿Cuántos guerreros nos quedan de los cinco
mil iniciales?
—Yo diría me unos quinientos hombres de infantería, milord. Y pequeños grupos
desparramados de caballería.
—Decidle al piloto de mi ornitóptero que prepare en seguida su máquina, heraldo.
—Así lo haré, milord.
Y algo más tarde, volvió a preguntar:
—¿Está ya el piloto preparado para volar, heraldo?
—Lo está, milord.

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—¿Y qué ocurre con Hawkmoon y los suyos? ¿Qué sucede con los que llevan los
cascos de plata?
—Se dedican a perseguir a los restos de nuestras fuerzas, milord.
—Creo que he sido engañado de una u otra forma, heraldo.
—Como digáis, milord. Hay muchos muertos. Pero los guerreros bárbaros se
dedican ahora a destrozar la infantería. Sólo pueden escapar los pocos que aún
quedan de la caballería.
—No puedo creerlo. ¡Oh, maldita ceguera! ¡Me siento como si estuviera inmerso
en una pesadilla!
—Os conduciré al ornitóptero, milord.
—Gracias, heraldo. No, piloto… A Londra. Daos prisa. ¡Debo hacer nuevos
planes!
Mientras el ornitóptero se elevaba hacia el pálido cielo azul, Meliadus percibió un
gran relampagueo plateado ante los ojos y parpadeó, mirando luego hacia abajo. Y
entonces, de pronto, pudo ver. Pudo ver a las seis figuras con las cabezas cubiertas
por cascos relampagueantes que el heraldo le había mencionado; pudo ver las
legiones destrozadas que había estado seguro serían capaces de destruir a las fuerzas
de Hawkmoon; y pudo ver los restos de su caballería alejándose a uña de caballo del
campo de batalla para salvar sus vidas. Y escuchó las distantes risotadas que
reconoció en seguida como pertenecientes a su más odiado enemigo.
—¡Hawkmoon! —exclamó blandiendo el puño—. ¡Hawkmoon!
La plata refulgió cuando un casco se giró para mirar hacia arriba.
—No importa los trucos que utilicéis, Hawkmoon, esta misma noche habréis
dejado de existir. Sé que así será. ¡Lo sé!
Volvió a mirar viendo como Hawkmoon seguía riéndose. Buscó con la mirada a
los bárbaros que habían destrozado a su ejército, pero no vio a ninguno de ellos.
Creyó que se trataba de una pesadilla. ¿O acaso el heraldo había estado en
connivencia con Hawkmoon? ¿O es que los bárbaros de Hawkmoon eran invisibles
para sus ojos?
Meliadus se frotó la cara. Quizá la ceguera, que acababa de desaparecer hacía
apenas unos instantes, seguía dándole problemas de alguna forma oscura. Quizá los
bárbaros estuvieran en alguna otra parte del campo de batalla.
Pero no, allí no había bárbaros.
—Apresuraos, piloto —gritó por encima del rugido de las alas metálicas batiendo
el aire—. Daos prisa… ¡Tenemos que regresar a Londra con la mayor rapidez
posible!
Meliadus empezó a pensar que la derrota de Hawkmoon podía no ser tan sencilla
como había supuesto en un principio. Pero entonces recordó a Kalan y su máquina de
la Joya Negra, y volvió a sonreír.

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XIV

El poder regresa

Algo impresionados por la victoria conseguida, en la que sólo habían perdido a


doce hombres y otros veinte más ligeramente heridos, los seis se quitaron los cascos
espejo y contemplaron los últimos jinetes en retirada.
—No se esperaban la aparición de la legión del Amanecer —dijo el conde Brass
sonriendo—. No estaban preparados, se vieron sorprendidos y apenas si pudieron
oponer resistencia. Pero cuando lleguemos a Londra ya estarán mejor preparados.
—Sí —asintió Hawkmoon—, y no cabe la menor duda de que la próxima vez
Meliadus dispondrá en el campo a muchos más guerreros.
Se acarició el Amuleto Rojo que llevaba colgando del cuello y miró a Yisselda,
que se estaba sacudiendo el pelo rubio.
—Habéis luchado muy bien, milord —dijo su esposa—. Habéis luchado como
cien hombres.
—Eso es porque este amuleto me da la fuerza de cincuenta hombres, y vuestro
amor me da la fuerza de otros cincuenta —dijo con una sonrisa.
—Jamás me habíais piropeado tanto durante nuestro noviazgo —replicó ella,
sonriendo también.
—Quizá porque he llegado a amaros mucho más que antes.
D’Averc se aclaró la garganta con un ligero carraspeo.
—Será mejor que acampemos a unos pocos kilómetros de distancia de toda esta
carnicería.
—Atenderé a los heridos —dijo Bowgentle.
Hizo dar vuelta a su caballo y regresó hacia donde se había reagrupado la
caballería camarguiana. Los soldados habían desmontado y hablaban tranquilamente
entre ellos.
—Lo habéis hecho muy bien, muchachos —les gritó el conde Brass—. Es como
en los viejos tiempos, ¿eh? ¡Cuando luchamos en toda Europa! Ahora luchamos para
salvar Europa.
Hawkmoon se dispuso a decir algo, pero en ese instante lanzó un terrible grito. El
casco se le cayó de las manos, que se llevó a la cabeza, con los ojos muy abiertos y
una expresión de profundo dolor y horror. Se balanceó sobre la silla y habría caído al
suelo de no haber sido por Oladahn, que lo sostuvo.
—¿Qué os ocurre, duque Dorian? —preguntó Oladahn alarmado.
—¿Por qué gritáis, amor mío? —preguntó Yisselda, que desmontó con rapidez y
ayudó a Oladahn a sostenerlo.

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Hawkmoon, con los dientes fuertemente apretados y los labios pálidos, se las
arregló para pronunciar unas pocas palabras:
—La… joya… La Joya Negra… me devora el cerebro. ¡El poder ha regresado!
Se volvió a tambalear y cayó entre sus brazos, con las extremidades totalmente
fláccidas y el rostro terriblemente blanco. Al dejar caer las manos, poniendo al
descubierto la frente, se dieron cuenta de que estaba diciendo la verdad. La Joya
Negra palpitaba de nuevo, llena de vida. Había recuperado su fulgor, y brillaba ahora
con malevolencia.
—¡Oladahn! ¿Está muerto? —gritó Yisselda llena de pánico.
—No —contestó el pequeño hombre sacudiendo la cabeza—. Aún vive. Pero no
sabría decir durante cuánto tiempo. ¡Bowgentle! ¡Sir Bowgentle! ¡Venid, rápido!
Bowgentle acudió apresuradamente y tomó a Hawkmoon entre sus brazos. No era
la primera vez que había visto al duque de Colonia en aquel estado. Sacudió la
cabeza, pesaroso.
—Puedo intentar prepararle un remedio temporal, pero aquí no dispongo de los
materiales que tenía en el castillo de Brass.
Llenos de pánico, Yisselda y Oladahn, y más tarde el conde de Brass y D’Averc,
observaron el trabajo de Bowgentle. Finalmente, Hawkmoon se agitó y abrió los ojos.
—La joya —dijo—. Soñé que estaba devorándome de nuevo el cerebro…
—Así ocurrirá si no podemos encontrar la forma de bloquear su poder con
rapidez —murmuró Bowgentle—. El poder ha desaparecido por el momento, pero no
sabemos cuándo regresará, ni con qué fuerza.
Hawkmoon se incorporó con un esfuerzo. Estaba pálido y apenas si se podía
mantener en pie.
—Entonces, tenemos que seguir presionando a nuestros enemigos… Tenemos
que seguir avanzando hacia Londra, mientras aún quede tiempo. Si es que queda
tiempo.
—Sí, si queda tiempo.

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XV

Las puertas de Londra

Cuando los seis jinetes subieron a la cresta de la colina, a la cabeza de su


caballería, las tropas formaban una ingente marea masiva ante las puertas de Londra.
Hawkmoon, enfermo por el dolor, acarició con los dedos el Amuleto Rojo. Sabía
que aquello era lo único que aún le mantenía con vida, lo único que le ayudaba a
contrarrestar el poder de la Joya Negra. En alguna parte de la ciudad, Kalan estaba
manejando la máquina que alimentaba la vida de la joya. Para llegar hasta donde
estaba Kalan tenía que apoderarse de la ciudad, tenía que destrozar a la multitud de
guerreros que ahora le esperaban, con Meliadus a la cabeza.
Hawkmoon no dudó un solo instante. Sabía que no podía tener un momento de
vacilación, pues ahora cada segundo de su vida era precioso. Desenvainó la rosada
Espada del Amanecer y dio la orden de lanzarse a la carga.
Poco a poco, la caballería camarguiana se extendió sobre la cresta de la colina y
poco después descendía la suave ladera al galope, precipitándose contra una fuerza
que le superaba muchas veces en número.
Desde las filas de los granbretanianos escupieron las lanzas de fuego, contestadas
a su vez por el fuego de los camarguianos. Hawkmoon juzgó que el momento era
oportuno y levantó al cielo el brazo que sostenía la espada.
—¡A mí la legión del Amanecer! ¡Convoco a la legión del Amanecer!
Gimió cuando el dolor pareció llenarle todo el cerebro y sintió el calor de la joya
en su frente. Yisselda, junto a él, tuvo tiempo de gritar:
—¿Estáis bien, amor mío?
Pero él no pudo contestarle.
Se vieron inmediatamente inmersos en lo más nutrido del combate. Los ojos de
Hawkmoon se hallaban tan vidriados por el dolor que apenas si podía distinguir al
enemigo, y al principio fue incapaz de ver si la legión del Amanecer se había
materializado. Pero allí estaban ahora, con sus auras rosadas iluminando el cielo.
Sintió que el poder del Amuleto Rojo le llenaba todo el cuerpo, sintió la lucha que
libraba en su interior contra el poder de la Joya Negra, y luego, poco a poco, sintió
que iba recuperando las fuerzas. Pero ¿cuánto tiempo duraría aquello?
Se encontró en medio de una masa de caballos asustados, cuyos jinetes golpeaban
a su alrededor. Eran guerreros que llevaban las máscaras de la orden del Buitre,
armados con mazas de mango largo cuyas cabezas mostraban protuberancias, como
las garras afiladas de aves de presa. Detuvo un golpe y lanzó una estocada. Su gran
espada atravesó la armadura del guerrero y se introdujo en su pecho. Se giró en la

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silla para asestar un fuerte tajo contra el cuello de otro enemigo. Se agachó para
evitar una maza que buscaba su cabeza y atravesó a su enemigo en la ingle.
El estrépito de la lucha lo llenaba todo y los hombres combatían con frenesí,
histéricos.
El aire olía a miedo y Hawkmoon pronto se dio cuenta de que aquélla era la peor
batalla en la que había participado, ya que, conmocionados ante la aparición de la
legión del Amanecer, los guerreros del Imperio Oscuro habían perdido los nervios y
combatían salvajemente, habiendo roto sus filas y perdido el contacto con sus
comandantes.
Hawkmoon sabía que iba a ser una lucha encarnizada y en la que, al final,
quedarían muy pocos vivos. Empezó a sospechar que quizá no llegara a ver el final,
pues el dolor de la cabeza volvía a aumentar de intensidad.
Oladahn murió sin que sus compañeros se dieran cuenta, aislado y de una forma
horrible, destrozado por una docena de hachas de combate manejadas por la
infantería de la orden del Cerdo.
Pero el conde Brass murió a su manera.
Se enfrentó él solo a tres barones: Adaz Promp, Nygel Holst y Saka Gerden (este
último era el jefe de la orden del Toro). Lo reconocieron, no por su casco, que era
sencillo, a excepción de la cresta, sino por su cuerpo y su armadura. Y se abalanzaron
al unísono contra él, con las espadas en alto, dispuestos a destrozarle.
Pero el conde Brass levantó la mirada de su último oponente (que había matado a
su caballo, dejándolo así desmontado), vio a los tres barones que se lanzaban con sus
caballos contra él y sujetó su ancha espada de combate con ambas manos. Cuando los
caballos llegaron a su altura, balanceó la espada de un lado a otro, cortándoles las
patas a los caballos, de tal modo que los tres barones salieron despedidos por encima
de las cabezas de los animales, cayendo sobre el barro pisoteado del campo de
batalla. Allí, el conde Brass se encargó pronto de liquidar a Adaz Promp,
alcanzándole con una espada cuando se hallaba en una posición muy poco digna. A
continuación, sin escuchar las súplicas de Mygel Holst, le separó la cabeza del cuerpo
con un certero tajo, y después se revolvió contra el jefe de la orden del Toro, Saka
Gerden, dispuesto a enfrentarse con él.
Mientras tanto, el barón Saka había tenido el tiempo suficiente para ponerse de
pie, adoptando una decente posición defensiva, aunque sacudió la cabeza varias veces
ante el casco espejo del conde Brass, cegado por éste. Al ver que eso le
proporcionaba una ventaja, el conde Brass se quitó el brillante casco de la cabeza y lo
arrojó al suelo, dejando al descubierto su enmarañado pelo rojizo y mostrando el
poblado bigote con todo el orgullo y la cólera propias de la batalla.
—Me he librado de dos de una manera poco digna —gruñó el conde—, de modo
que es justo que os dé la oportunidad de luchar abiertamente conmigo.

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Saka Gerden se abalanzó sobre él con la ferocidad del toro de su orden, y el conde
Brass se hizo a un lado justo a tiempo, oscilando la espada de forma que, al golpear
con fuerza, partió en dos el casco de Saka Gerden, atravesándole también la cabeza.
El conde sonrió al ver caer a su enemigo, en el preciso momento en que una lanza
impulsada por un jinete de la orden de la Cabra le atravesaba limpiamente el cuello.
Incluso en ese instante, el conde Brass se volvió, arrancando la lanza de las
manos de su enemigo y extendiendo la espada, que se introdujo en la garganta del
guerrero, dando así, en aquel último instante, lo mismo que había recibido. Y así fue
como murió el conde Brass.
Orland Fank fue el único que lo vio. Se había separado del grupo poco antes de
que se iniciara la batalla, pero había vuelto a reunirse con ellos algo más tarde,
produciendo considerables daños al enemigo con su hacha de combate. Vio morir al
conde Brass.
Poco después de esto, las fuerzas del Imperio Oscuro, al experimentar la falta de
tres de sus más importantes jefes, empezaron a reagruparse más cerca de las puertas
de la ciudad, y sólo el barón Meliadus pudo impedir que retrocedieran al otro lado de
las puertas. Meliadus tenía un aspecto terrible, con su armadura negra, su casco negro
de la orden del Lobo y su gran espada de combate, de hoja ancha.
Pero incluso el barón Meliadus se vio obligado a retroceder ante la presión de los
pocos camarguianos supervivientes, dirigidos por Hawkmoon, Yisselda, D’Averc,
Bowgentle y Orland Fank, así como por la extraña legión del Amanecer, con su
peculiar lenguaje, en lucha encarnizada contra las bestias de Granbretan.
No hubo tiempo para cerrar las puertas antes de que los héroes de Camarga
penetraran en la ciudad, y el barón Meliadus se dio cuenta de que, demasiado
confiado una vez más en sí mismo, había subestimado el poder de Hawkmoon. Sabía
que ahora ya no podía hacer nada más, excepto llamar a todos los refuerzos posibles
y lograr que Kalan encontrara una forma de aumentar la fuerza vital de la Joya Negra.
Pero entonces su ánimo aumentó al ver que Hawkmoon se balanceaba en la silla,
se llevaba las manos al casco plateado y parecía sufrir un gran dolor. El extraño
hombre del gorro que le acompañaba le sujetó con fuerza. Después, extendió la mano
hacia atrás, en busca del bulto de paño atado a la silla de Hawkmoon.
—Tratad de escucharme, ¿queréis? —le murmuró Fank a Hawkmoon—. Ha
llegado el momento de utilizar el Bastón Rúnico. Ha llegado el momento de
desplegar vuestra condición. Hacedlo ahora, Hawkmoon, o apenas viviréis un minuto
más.
Hawkmoon sintió que la fuerza vital de la joya le devoraba el cerebro como si
tuviera dentro una rata enjaulada, pero tomó el Bastón Rúnico cuando Fank se lo
entregó, lo levantó en la mano izquierda y vio como las ondas y los rayos que emitía
empezaban a llenar el aire que le rodeaba.

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—¡El Bastón Rúnico! —gritó entonces Fank—. ¡El Bastón Rúnico! ¡Luchamos
por el Bastón Rúnico!
Y Fank lanzó enormes risotadas, al tiempo que los granbretanianos retrocedían,
atemorizados, tan desmoralizados ahora que, a pesar de su superioridad numérica,
Hawkmoon ya empezó a sentir la cercanía de la victoria.
Pero el barón Meliadus no estaba dispuesto a ser el conquistado.
—¡Eso no es nada! —les gritó a sus hombres—. ¡Sólo es un objeto! ¡No puede
haceros ningún daño! Adelante, idiotas… ¡Cargad contra ellos!
Pero ya era tarde. Hawkmoon, a pesar de que apenas se sostenía en la silla, logró
mantener el Bastón Rúnico en alto, y así cruzó las puertas de Londra, penetrando en
la ciudad donde todavía había un millón de hombres dispuestos a detenerles.
Después, como si se encontrara inmerso en un sueño, Hawkmoon condujo a su
legión sobrenatural contra el enemigo, blandiendo la Espada del Amanecer en una
mano y el Bastón Rúnico en la otra, conduciendo a su caballo con las rodillas.
La presión era tan sólida, rodeados por guerreros de las órdenes del Cerdo y de la
Cabra, que trataban de hacerles desmontar de las sillas, que ellos apenas podían
moverse. Hawkmoon vio a una de las figuras con el casco espejo luchando
valerosamente contra una docena de bestias apretujadas contra su caballo, y temió
que pudiera tratarse de Yisselda. Se sintió invadido por una creciente energía y se
volvió, tratando de llegar hasta donde estaba su camarada, pero otro jinete con el
casco espejo ya había llegado a su lado, lanzando mandobles a uno y otro lado.
Hawkmoon se dio cuenta de que quien había estado en peligro no había sido
Yisselda, sino Bowgentle, y que Yisselda había acudido en su ayuda.
Pero no pareció servir de nada. Bowgentle desapareció y las armas de las bestias,
de los guerreros de las órdenes del Cerdo, de la Cabra y del Perro, se elevaron y
descendieron por encima de su cuerpo, hasta que finalmente uno de ellos levantó un
ensangrentado casco plateado… que sólo pudo sostener un instante, pues Yisselda le
cortó la muñeca que sostenía el casco, convirtiendo el brazo en una fuente de sangre.
Experimentó otra oleada de dolor. Sin duda alguna, Kalan estaba aumentando la
potencia de su máquina. Hawkmoon abrió la boca tratando de respirar cuando su
visión se le nubló de nuevo, a pesar de lo cual consiguió protegerse contra las armas
que buscaban su cuerpo, sin dejar de sostener en alto el Bastón Rúnico.
En un instante en que se le aclaró algo la visión pudo distinguir a D’Averc, que se
abría paso con su caballo entre los granbretanianos, haciendo oscilar la espada en
todas direcciones y dejando libre un camino ante él. Era evidente que seguía una
dirección determinada. Y Hawkmoon se dio cuenta de lo que pretendía hacer
D’Averc. Se dirigía al palacio… Deseaba llegar junto a la mujer que amaba, la reina
Plana.
Y así fue como murió D’Averc.

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De algún modo, se las arregló para llegar hasta el palacio, que seguía estando en
las mismas condiciones en que lo había dejado Meliadus después de su ataque, de
modo que pudo penetrar por los huecos abiertos en la muralla exterior y desmontar
ante la escalera, desde donde se lanzó contra los guardias que custodiaban la puerta.
Los guardias iban armados con lanzas de fuego. El sólo disponía de su espada. Se
dejó caer al suelo, evitando los primeros fogonazos, que pasaron sobre su cabeza.
Después, rodó para protegerse en una zanja excavada por el fluido verde de una de
las burbujas de Kalan. Allí encontró una lanza de fuego, que asomó por encima del
borde de la zanja y con la que disparó contra los guardias, derribándolos antes de que
se dieran cuenta de lo que había sucedido.
D’Averc salió de un salto de su escondite, atravesó el umbral de la puerta abierta
y echó a correr por los pasillos del interior del palacio, con las botas produciendo
pesados ecos. Corrió hasta llegar ante las puertas de la sala del trono, siendo
descubierto por un grupo de guardias que volvieron sus armas contra él. Pero
D’Averc utilizó su propia lanza de fuego, derribando a sus enemigos, aunque fue
ligeramente alcanzado en el hombro derecho. Después, abrió las puertas con un
crujido y miró en el interior de la sala del trono. Allá lejos, al fondo, estaba la tarima,
pero no pudo ver a Plana en ella. Por lo demás, el gran salón estaba vacío.
D’Averc echó a correr hacia el distante trono, al mismo tiempo que gritaba el
nombre de su amada.
—¡Plana! ¡Plana!
Plana se hallaba sentada en el trono, sumida en sus ensoñaciones. Levantó la
cabeza y vio a la diminuta figura recortada en la distancia, avanzando hacia ella.
Escuchó su nombre, repetido por mil ecos en el enorme salón.
—¡Plana! ¡Plana! ¡Plana!
Y entonces reconoció la voz, pero creyó que aún no había despertado, que aún
seguía sumida en sus sueños.
La figura se acercó más. Llevaba puesto un casco que refulgía, como si fuera de
plata pulimentada, casi dando la impresión de ser un espejo. Pero el cuerpo… ¿No
reconocía aquel cuerpo?
—¿Huillam? —murmuró indecisa—. ¿Huillam d’Averc?
—¡Plana! —La figura se arrancó la máscara de la cabeza y la dejó caer al suelo
produciendo un gran estrépito sobre el mármol—. ¡Plana!
—¡Huillam!
Ella se levantó y empezó a descender los escalones hacia él.
D’Averc abrió sus brazos, sonriente, lleno de alegría.
Pero jamás volvieron a tocarse en la vida, pues en ese preciso instante un rayo de
fuego descendió como un relámpago de la galería situada en lo alto. El rayo le
alcanzó de pleno en el rostro y se lo quemó por completo. D’Averc lanzó un grito de

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agonía y cayó de rodillas. Un nuevo rayo de fuego le quemó la espalda y su cuerpo
cayó hacia adelante, y allí murió, a los pies de su amada, mientras ella lanzaba
grandes sollozos, con todo su cuerpo estremecido.
Y desde la galería llegó hasta sus oídos el sonido de una voz alegre que dijo:
—Ahora estáis a salvo, señora.

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XVI

La lucha final

Las fuerzas del Imperio Oscuro seguían saliendo desde todos los agujeros de su
intrincada ciudad, como un enjambre, y Hawkmoon observó con desesperación que la
legión del Amanecer disminuía a ojos vistas. Ahora, cada vez que un guerrero moría
su lugar no siempre era ocupado por otro. A su alrededor, el aire estaba lleno con el
olor amargo–dulzón procedente del Bastón Rúnico, así como por los extraños dibujos
de luz que emitía.
Entonces, Hawkmoon distinguió a Meliadus y en ese mismo instante sintió una
oleada de dolor que se apoderó de nuevo de su cerebro, haciéndole caer del caballo.
Meliadus desmontó a su vez de su corcel negro y se acercó a Hawkmoon con
lentitud.
El Bastón Rúnico había caído al suelo y la mano sólo sostenía débilmente la
Espada del Amanecer.
Hawkmoon se agitó, gimiendo. A su alrededor, la batalla continuaba con gran
estrépito, pero parecía como si aquello ya no tuviera nada que ver con él. Sentía que
la energía le abandonaba, que el dolor aumentaba de intensidad. Abrió los ojos y vio
que Meliadus se acercaba con un gruñido procedente del casco, como en una
expresión de triunfo.
Hawkmoon tenía la garganta seca y trató de moverse, intentó extender la mano
hacia el Bastón Rúnico, que yacía sobre el empedrado de la calle, entre ambos
hombres.
—¡Ah, Hawkmoon, por fin! —dijo con suavidad Meliadus—. Y ya veo el dolor
que sentís. Ya veo lo débil que estáis. Mi única desilusión es saber que no viviréis el
tiempo suficiente para ver vuestra última derrota y a Yisselda en mi poder. —
Meliadus hablaba con un tono de voz que era casi de lástima y preocupación—. ¿No
podéis levantaros, Hawkmoon? ¿Acaso esa joya os está devorando el cerebro detrás
de ese casco plateado que lleváis? ¿Debo acabar con vos ahora mismo, o debo
concederme el placer de veros morir así? ¿Podéis responder. Hawkmoon? ¿No
queréis, acaso, suplicar mi clemencia?
Hawkmoon hizo unos movimientos convulsivos tratando de tomar el Bastón
Rúnico con la mano. La mano palpó el suelo ciegamente y entonces lo encontró y lo
sujetó con fuerza. Casi inmediatamente sintió que la fuerza regresaba a su cuerpo…
No era demasiada, pero sí lo suficiente como para ponerse de pie, aún tambaleante y
permanecer allí, con las piernas separadas, todavía algo mareado. Tenía el cuerpo
inclinado. La respiración era jadeante. Miró con ojos nublados a Meliadus en el

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instante en que el barón levantaba la espada sobre él.
Hawkmoon intentó levantar su espada para detener el golpe, pero no pudo.
Meliadus tuvo un instante de vacilación.
—De modo que no podéis luchar. No podéis luchar… Lo lamento por vos,
Hawkmoon.
—Avanzó hacia él. —Dadme ese pequeño bastón, Hawkmoon. Fue por él por lo
que hice mi juramento de venganza contra el castillo de Brass. Y mi venganza es casi
completa.
Dádmelo ahora, Hawkmoon.
Hawkmoon dios dos vacilantes pasos hacia atrás, sacudiendo la cabeza con un
gesto de negación, incapaz de hablar debido a la debilidad que sentía en todo el
cuerpo.
—Hawkmoon…, dádmelo.
—No… lo… tendréis —balbuceó el duque de Colonia.
—Entonces, tendré que mataros primero.
Meliadus volvió a levantar la espada y entonces, de repente, el Bastón Rúnico
palpitó en la mano de Hawkmoon con una luz más brillante, y Meliadus fijó la vista
en sus propios ojos, por entre la ranura del casco de lobo, reflejados en el casco
plateado de Hawkmoon.
Al verse a sí mismo, Meliadus volvió a vacilar.
Y Hawkmoon, extrayendo más energía del Bastón Rúnico, levantó su espada,
sabiendo muy bien que sólo tenía fuerzas suficientes para lanzar un golpe, y que ese
golpe debía matar al hombre que permanecía ante él, como transfigurado ante el
reflejo de sí mismo, hipnotizado por su propia imagen.
La Espada del Amanecer se elevó y descendió de nuevo. Meliadus emitió un grito
terrible y agónico cuando la hoja penetró por la articulación del hombro y descendió
por todo su pecho, hasta alcanzarle el corazón. Y sus últimas palabras, que aún logró
pronunciar antes de exhalar el último suspiro, fueron:
—¡Maldita sea esa cosa! ¡Maldito sea el Bastón Rúnico! ¡No ha traído más que
ruina sobre Granbretan!
Inmediatamente después, Hawkmoon se desmoronó y cayó al suelo, con la
extraña sensación de que su propia muerte era segura y estaba cerca. Sabía que
Yisselda moriría y que Orland Fank también moriría, pues ahora apenas si quedaban
ya guerreros, mientras que los soldados del Imperio Oscuro seguían siendo muchos.

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XVII

La reina triste

Hawkmoon despertó con una sensación de alarma y miró con fijeza la máscara
serpiente del barón Kalan de Vitall. Se incorporó inmediatamente sobre el banco en el
que estaba tendido, extendiendo una mano en busca de su espada.
Kalan se encogió de hombros y se volvió hacia el grupo de personas situadas
detrás de él, entre las sombras.
—Os dije que podría hacerlo. Su cerebro ha sido restaurado, así como su energía
y toda esa estúpida personalidad suya. Y ahora, reina Plana, os ruego me concedáis
permiso para continuar con lo que estaba haciendo cuando me interrumpisteis.
Hawkmoon reconoció la máscara de garza real. La máscara asintió una sola vez y
Kalan se alejó en silencio hacia la estancia contigua y cerró con cuidado la puerta tras
de sí. Las figuras avanzaron, y Hawkmoon descubrió con alegría que una de ellas era
Yisselda. La estrechó entre sus brazos y la besó con suavidad en la mejilla.
—Oh, tenía miedo de que Kalan nos engañara de alguna forma —dijo ella—. Fue
la reina Plana quien os encontró, después de que diera órdenes a sus tropas para
detener la lucha. Éramos los últimos que quedábamos con vida: Orland Fank y yo. Y
pensábamos que habíais muerto. Pero Kalan os trajo de nuevo a la vida, os quitó la
joya de la frente y desmanteló la máquina, para que ya nadie volviera a temer los
terribles efectos de la Joya Negra.
—¿Y qué era lo que le habíais interrumpido, reina Plana? —preguntó Hawkmoon
—. ¿Por qué parecía sentirse tan disgustado?
—Estaba a punto de suicidarse —contestó Plana con naturalidad—. Le amenacé
con mantenerle vivo para siempre si no hacía lo que le pedía.
—¿Y D’Averc? —preguntó Hawkmoon, extrañado—. ¿Dónde está D’Averc?
—Muerto —contestó la reina con el mismo tono de voz natural—. Un guardia
excesivamente celoso lo mató en el mismo salón del trono.
La alegría que sentía Hawkmoon se enturbió.
—¿Y también han muerto todos los demás… el conde Brass, Oladahn,
Bowgentle?
—Así es —dijo Orland Fank—, pero murieron por una gran causa y liberaron a
millones de seres humanos de la esclavitud. Hasta este momento, Europa sólo ha
conocido guerras. Ahora, quizá, las gentes buscarán la paz, pues ya saben muy bien a
qué conducen las guerras.
—La paz era lo que el conde Brass más deseaba para Europa —dijo Hawkmoon
—. Pero me habría gustado que hubiera vivido para verlo.

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—Quizá lo vea su nieta —intervino Yisselda.
—Ya no tenéis nada que temer de Granbretan mientras yo sea reina —les dijo
Plana—. Tengo la intención de completar la destrucción de Londra y hacer construir
mi nueva capital en Kanbery. La riqueza de Londra, que sin duda alguna es mayor
que la del resto del mundo, será utilizada para reconstruir las ciudades de Europa,
para volver a poner en funcionamiento las granjas, para hacer el bien y reparar todo el
daño que hemos hecho, en la medida en que podamos. —Se quitó la máscara,
dejando al descubierto su cabeza, grande, triste y hermosa—, y también aboliré la
utilización de las máscaras.
Orland Fank parecía escéptico, pero sus palabras no lo dejaron translucir.
—El poder de Granbretan se ha quebrado para siempre —dijo Fank—. Y el
trabajo del Bastón Rúnico ya ha terminado aquí. —Acarició el bulto envuelto en
lienzo que llevaba bajo el brazo—. Me llevo la Espada del Amanecer, el Amuleto
Rojo y el Bastón Rúnico para conservarlos en lugar seguro. Pero si llegara el
momento, amigo Hawkmoon, en que sintierais la necesidad de reuniros con ellos, os
reuniréis, os lo prometo.
—Espero que ese momento no llegue nunca, Orland Fank.
—El mundo no cambia, Dorian Hawkmoon —observó Fank con un suspiro—.
Sólo se produce algún que otro desplazamiento ocasional en el equilibrio, pero si ese
desplazamiento llega demasiado lejos en una sola dirección, el Bastón Rúnico se
pone a trabajar inmediatamente para contrarrestarlo. Ahora, quizá hayan pasado
durante un siglo o dos los tiempos de los extremismos. No lo sé.
—Pues deberíais saberlo —dijo Hawkmoon sonriente—, puesto que sois
omnisciente.
—Yo no, amigo mío —replicó Fank sonriendo a su vez—, sino aquello a lo que
sirvo: el Bastón Rúnico.
—Vuestro hijo… Jehemia Cohnahlias…
—Ah, existen misterios que ni siquiera el Bastón Rúnico contestaría. —Fank se
acarició la nariz y les miró a todos—. Bien, debo despedirme de los que habéis
quedado. Habéis luchado bien, y lo habéis hecho por la justicia.
—¿Justicia? —preguntó Hawkmoon a sus espaldas, cuando él ya se disponía a
abandonar la estancia—. ¿Justicia? ¿Acaso existe?
—Puede ser producida en pequeñas cantidades —contestó Fank—. Pero tenemos
que trabajar duro, luchar bien y utilizar una gran sabiduría para producir aunque sólo
sea una pequeña cantidad.
—Sí —asintió Hawkmoon con un gesto—. Quizá tengáis razón.
—Sé que la tengo —insistió Fank con una sonrisa.
Y después se marchó. Pero su voz llegó a oídos de Hawkmoon una vez más, con
una última observación:

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—La justicia no es la ley, ni el orden, tal y como suelen hablar de ella los seres
humanos. La justicia es equilibrio, la corrección de la balanza. Recordad eso,
Hawkmoon.
Recordadlo.
Hawkmoon puso un brazo alrededor de los hombros de Yisselda.
—Sí, lo recordaré —murmuró—. Y ahora regresaremos al castillo de Brass, para
que las fuentes vuelvan a manar, para conducir los rebaños a los estanques, para
volver a traer los toros, los caballos y los flamencos. Para conseguir que nuestra
Camarga vuelva a ser la que ha sido siempre.
—Y el poder del Imperio Oscuro jamás volverá a amenazarla —dijo sonriendo la
reina Plana.
—Estoy seguro de ello —asintió Hawkmoon—. Pero si algún otro mal se cerniera
sobre el castillo de Brass, estaré preparado para enfrentarme a él, no importa lo
poderoso que sea, ni la forma en que nos asalte. El mundo sigue siendo un lugar
salvaje. La justicia de la que ha hablado Fank apenas si existe. Tenemos que procurar
hacer un poco más en su favor. Adiós, Plana.
Plana se quedó mirándolos mientras ellos se marchaban. Y estaba llorando.

Aquí acaba el Cuarto Libro de Hawkmoon.

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MICHAEL MOORCOCK. Nace el 18 de diciembre de 1939 en Mitcham, (Surrey,
Inglaterra). Es un prolífico escritor de ciencia ficción y fantasía. También es editor,
periodista, crítico o compositor y músico de grupos de rock como Hawkwind.
Abandona a los 15 años los estudios para participar en diferentes actividades del
«fandom» británico, desde música hasta política (en el anarquismo).
Moorcock desde 1964 hasta 1971 edita el semanal de ficción New Worlds desde
donde empieza a gestarse como la punta de lanza de un reciente movimiento
regenerador y experimental conocido como Nueva Ola o New Wave. La fantasía
occidental más clásica se basaba, en lo general, en el combate sin fin del Bien y el
Mal, terminando siempre en la victoria final del Bien. Quizás como influencias del
cristianismo más generalizado. Esto empieza a cambiar durante los años 60,
marcados por la transgresora apuesta de romper con lo más tradicional y establecido
de la sociedad. La propuesta lanzada en un primer momento desde el semanal de
Moorcock, pasa así por intentar dejarse influir por nuevos puntos de vista donde
abunda la ambigüedad o el descontrol de sentimientos.
Dentro de la fantasía heroica, centra muchas de sus novelas en el concepto del
«Campeón Eterno». Un héroe condenado con múltiples aspectos y en diferentes
realidades. Estas realidades o universos paralelos interconectados entre sí forman el
llamado Multiverso. En ellos hay una lucha continua no sólo entre el bien y el mal,
también entre la «Ley» (orden, jerarquismo, anquilosamiento, civilización) y el
«Caos» (cambio, locura, belleza inconcebible y retorcida, desorden), la supremacía

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de uno de los dos supone el fin de ese plano. Por encima de estas fuerzas, la «Balanza
Cósmica» como una entidad arbitraria, un equilibrio entre ambas fuerzas. Los
seguidores de la Balanza buscan la autorrealización y la felicidad, los del Caos y la
Ley en el fondo lo que buscan es el conformismo, poder y conocimientos gracias a la
pérdida de su libertad.
Ha ganado varias veces el British Fantasy Award, el Guardián Fiction Award
(THE CONDITION OF MUZAK), The World Fantasy Award (GLORIANA), el John
W. Campbell Memorial Award (GLORIANA), el Nebula (HE AQUÍ EL HOMBRE) y
fue finalista del Whitbread Prize (MOTHER LONDON).

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