Virtuous Lies

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es la perfecta hija de la mafia.

Una buena chica.


Hace lo que se le dice.
Conoce su valor en la familia; la llave hacia la paz con el Chicago Outfit.
Pero cuando la seguridad de su hermana se ve amenazada, hará todo lo que esté en su
mano para protegerla.
Sabe que puede pagar sus mentiras con la vida y es un riesgo que está dispuesta a correr.
Obligada a contraer matrimonio con el ejecutor de la familia, Bianca empieza a darse
cuenta que no todo es lo que parece.
Las mentiras comienzan a desvelarse y la línea que separa la lujuria del amor se difumina.
Corazones y lealtades se ponen a prueba.
Puede que las mentiras sean habituales en el submundo, pero rara vez son tan virtuosas
como las de ella.
Su corazón es bueno, pero su nuevo marido bien podría destrozarlo tan pronto como lo
reclame.
Esta traducción fue realizada sin fines de lucro, por lo cual no conlleva remuneración
alguna. Es una traducción hecha exclusivamente para fans. Cada proyecto se realiza con el fin
de complacer al lector dando a conocer al autor y animando a adquirir sus libros. Por favor
comparte en privado y no acudas a fuentes oficiales de las autoras a solicitar las traducciones
de fans. Preserva y cuida el esfuerzo que conlleva todo el trabajo.
C
on la cabeza alta, salgo del apartamento. Un zapato de tacón alto delante del otro
me mueve hacia el ascensor. El silencio es ensordecedor. La lujosa alfombra
amortigua el sonido de mis tacones. No suena música por los altavoces del pasillo.
Incluso el ascensor se mueve en silencio.
El vestido que elegí meticulosamente de mi armario, el más sexy que tengo, roza la parte
superior de mis muslos cuando entro en el ascensor. La ansiedad recorre mi piel, pero me
obligo a no inquietarme más. Empujo mis hombros erguidos con una postura que transmite
confianza.
Mi corazón acelerado golpea contra mi caja torácica. Estoy convencida de estar a punto
de sufrir un infarto. A los dieciocho.
Mis ojos se mueven hacia el lector digital del ascensor, la jaula de metal acercándose cada
vez más a la planta baja con cada segundo que pasa. Mi cuerpo se estremece, tiembla asustado.
Me niego a permitirlo, conteniéndolo. Todo se invierte, mis órganos se sacuden por temblores
provocándome náuseas.
La vida cambia tan rápido. Parpadeas y tu mundo se vuelve del revés. Hace seis semanas,
me dijeron que me casaría con Salvatore Bianchi en un acuerdo de paz negociado entre nuestra
familia y el Chicago Outfit. No me sorprendió, aunque sí me preocupó, pero disimulé bien mis
dudas, como era de esperar. Salvatore llegaría en las próximas semanas. Era mayor de edad,
acababa de celebrar mi decimoctavo cumpleaños, lo que significaba, según el criterio de mi
familia, estaba preparada para pertenecer a un hombre al que aún no conocía.
Conozco los detalles básicos de mi futuro marido. Treinta años y jefe del Chicago Outfit.
Nunca se ha casado formalmente. Mamá me asegura que es apuesto, pero diría cualquier cosa
para complacerme. Honestamente, no podría importarme menos si tuviera dos cabezas. Lo
único que quería saber era si podría lastimarme. Mamá me dice que los hombres no pueden
hacernos daño si no permitimos que interfieran en nuestros corazones. Le dije que me refería
físicamente. Me dijo que aprendiera a disociar. Inspirador, ¿cierto?
El mismo día que me informaron de mi unión con Salvatore, a Caterina le informaron de
la suya con Roberto Ferrari. Un acto para preservar el poder dentro de la familia.
Caterina y yo sabíamos que este era nuestro futuro. Como mujeres de la mafia que somos,
aceptaríamos nuestro destino. Solo que yo no podía aprobar el de mi hermana.
Caterina Rossi nunca pertenecería al consigliere de la Cosa Nostra. No si tuviera algo que
ver en ello.
Finjo no verme reflejada en las puertas del ascensor. Mi lápiz de labios está emborronado,
pero no lo arreglo. Mi cabello ha perdido la pulcra seda del ondulado en el que lo había
moldeado, y los mechones tienen un desordenado parecido al que tenían una simple hora
antes.
El ascensor se detiene con una delicada sacudida y tomo aire, relajando el rostro tal y
como imagino que luciría una mujer de dieciocho años estúpidamente enamorada.
Me ajusto el vestido a propósito al salir por las puertas abiertas, el sonoro clic de mis tacones
contra el mármol es lo bastante fuerte como para templarme los nervios. El Town Car negro
aparcado en la acera es imposible de pasar inadvertido, y me siento a la vez eufórica y
petrificada al verlo.
Me ajusto el vestido a propósito al salir por las puertas abiertas, el sonoro clic de mis
tacones contra el mármol es lo bastante fuerte como para templarme los nervios. El Town Car
negro aparcado en la acera es imposible de pasar inadvertido, y me siento a la vez eufórica y
petrificada al verlo.
Mi hermano Tony me mira receloso mientras salgo del edificio con movimientos de ballet.
Con sus manos metidas en el interior de su pantalón negro de vestir. La funda de cuero de su
arma es visible, su chaqueta abierta descuidadamente, y observo el arma oculta con inquietud.
Dios, hará que Tony me mate.
Mi hermano inclina la barbilla tan discretamente que, si parpadeas, no te darías cuenta.
Le devuelvo el gesto indescifrable. El éxito de un plan saliendo adelante sin problemas pasa
por una conversación silenciosa entre hermanos.
Tony se mostró sorprendentemente de acuerdo cuando le presenté mi plan. Nuestra
hermana es ingenua y enamoradiza. Rasgos que no encajarían bien en poder de un monstruo.
Nuestro padre no tuvo ningún problema en empujarla a la boca del lobo. Madre se quedaría
de brazos cruzados y vería la carnicería. Yo no, y Tony tampoco estaba convencido de poder
cerrar los ojos ante la masacre del alma de Caterina.
Tony se adelanta cuando estoy a pocos pasos del vehículo y me sujeta rudamente de la
parte superior del brazo.
—Bien hecho —susurra, su rostro una contradicción con sus elogios, torcido en
desaprobación para hacer creer a mi padre que me está reprendiendo.
Me empuja hacia delante inesperadamente, tropezando yo con mis tacones de aguja y
cayendo bruscamente contra el coche. Lo miro con el ceño fruncido, mi reacción es cien por
cien real. —¡Ay!
Recupero la compostura, vuelvo a la acera y me arreglo el cabello. Normalmente, un
conductor estaría esperándome con la puerta abierta del coche para deslizarme al santuario
ante la presencia de mi padre. Hoy no. Hoy me veo obligada a quedarme fuera, esperando un
castigo que esperaba.
La bilis se revuelve en mi estómago al tiempo que agradezco el calor con el que la ciudad
de Nueva York impregna mi piel. El sudor adherido a mi labio superior se confundirá con la
humedad en lugar de lo que realmente lo está causando: unos nervios atroces.
Podría matarme.
Hombres han muerto por menos.
La deshonra con la que he empapado a mi padre es un escándalo que mi familia no ha
tenido que superar en generaciones.
Yo era la chica de oro.
El cisne en una jaula dorada.
Yo era la posesión más preciada de mi padre.
La clave de la expansión en los negocios.
Y acabo de joderlo todo.
Habrá sangre en mis manos. Una pérdida de vida descansando pesadamente sobre mis
hombros por toda la eternidad. Pero no encuentro en mí el importarme. Mis manos podrían
estar para siempre bañadas en rojo, pero lo llevaría con orgullo. Aunque solo fuera para mí.
La puerta trasera se abre lentamente y el corazón me da un vuelco. Evito los ojos de Tony,
temerosa del pánico que mi hermano mayor será incapaz de ocultar.
Armando Rossi se mueve tortuosamente despacio, y considero que lo hace a propósito. Me
niego a mirar la lustrosa piel de sus mocasines cuando sale y mantengo la mirada al frente
mientras mi padre, un metro noventa de él, se apea del vehículo.
Endereza los puños de su camisa planchada.
Se ajusta el cuello.
Da tres vueltas a su alianza.
Hace todo esto antes de dar un solo paso. Antes incluso de mirarme.
La furia de su aliento impregna mi rostro de un calor intenso que me cuesta no hacer una
mueca de repulsión.
Quiero disculparme, pero me abstengo.
Quiero tragar saliva, pero aprieto la mandíbula para abstenerme.
—Mírame.
Mi barbilla anhela temblar, el miedo en mi garganta como ácido. Pero hago lo que me
dice.
El dorso de su mano golpea mi rostro antes de darme cuenta que la ha levantado. La
bofetada es lo bastante fuerte como para que el metal de su alianza rasgue mi piel como una
caricia recriminatoria.
—Deja que sangre —gruñe cuando levanto la mano.
Aprieto el puño y la dejo caer a mi lado, sin querer se me humedecen los ojos al notar
cómo la sangre me resbala por la mejilla hasta el cuello.
—Tony —murmura, negándose a apartar los ojos de mí.
Tony se dirige sin demora hacia las puertas acristaladas del edificio y envío una plegaria
a quien quiera escucharme para que se mantenga a salvo.
—No, papá —lloro—. Por favor. —Me lanzo hacia él, agarrándome a las solapas de su
chaqueta—. No le hagas daño.
Me empuja hacia atrás con una desconsideración y un desprecio que me taladran el
corazón de una forma inesperada.
—Sube al coche antes de verme obligado a matarte.
Trago saliva. Siempre fue una posibilidad, pero escuchar las palabras salir de la boca de
mi padre con tanta facilidad me abre en canal haciendo que mi corazón tartamudee dolorido.
Corro hacia el coche, intentando parecer una hija obediente cuando, en realidad, acabo de
destrozarle su mundo.
Espera el tiempo suficiente a que seque mis lágrimas antes de seguirme hasta el coche. Su
mirada me perfora la frente, donde una bala se alojaría entre mis ojos.
—Lo amo —miento, masajeándome las manos en mi regazo. Miro hacia abajo, temerosa
a que mi engaño salga a la luz.
—No sabes nada de amor. ¿Y de lealtad, Bianca? —Resopla con disgusto.
—Haré todo lo que me pidas.
—¿Algo que pida? —brama—. Está implícito, Bianca. Te has entregado. Estás prometida a
otro. Al Jefe del Outfit. —Las venas de su frente palpitan tan ferozmente que temo que su cabeza
explote.
—Y seguiré debiéndole obediencia.
—No te querrá —se burla—. Ya no eres pura. ¿Qué le dirá Lorenzo? La irreverencia es
imperdonable.
Mi padre es un hombre magnífico. Alto y musculoso. Una mandíbula fuerte y labios
gruesos. Ojos castaños del color del coñac. Las mujeres se le tiran encima. Me encantaría decir
que solo tiene ojos para mi madre, por muy hermosa que sea, pero mentiría. Se aprovecha de
su belleza.
Aunque sigue siendo respetuoso con mi madre, que es la forma de actuar de la Cosa
Nostra, ha mantenido a una goomah1 durante muchos años. Incluso cuando le interesa, disfruta
de las mujeres que la familia tiene en nómina.
Quiero odiarlo por eso. No es raro que los made man engañen a sus mujeres, y no está
mal visto. Las mujeres lo aceptan. Mi madre me dice que mi padre lo hace respetuosamente.
¿Cómo se comete adulterio respetuosamente? Lo hace discretamente, sí. ¿Pero respetuosamente?
Eso no existe.
Mi padre es un capo, y aunque nunca ha manifestado abiertamente su cargo, sé que es el
responsable de la red de prostitución del inframundo que dirige la familia. Debería darme
repugnancia, pero he conocido a algunas de las mujeres a su cargo, y son felices. Tan felices
como se puede ser chupando pollas por dinero. Pero su vocación les permite vivir una vida con
la que se sienten cómodas. Están protegidas, hasta cierto punto, por la familia, y no puedo
envidiarles eso.
—¿Por qué está bien que tengas amantes, pero no está bien que las mujeres tengan lo
mismo? —escupo estúpidamente—. ¿Eras virgen cuando te casaste con mamá?
—Cuidado con lo que dices. —Su boca no se abre mientras me amenaza. Aprieta tanto los
dientes que las palabras apenas se oyen—. Honras y respetas las viejas costumbres, Bianca. Soy
un capo, joder. ¿Qué le digo a Lorenzo? ¿Eh? ¿Su llave para la paz con el Outfit ha saltado por
los aires porque te follaste a su consigliere? ¿Su asesor más cercano? —brama, sacudiendo las
ventanillas de su Town Car.
No puedo tragar saliva. Lo intento, pero se me ha hecho un nudo en la garganta. Una
invisible mano se ha cerrado alrededor de mi cuello. No he pensado en lo que haría Lorenzo.
Tony salta al asiento del copiloto, sobresaltándonos a los dos.
—Vamos —insta al chófer de mi padre.
Tony se retuerce en el asiento y parece a punto de estallar.
—¿Lo mataste, joder?
—¿Qué? —Me quedo con la boca abierta.
—¿Lo hiciste? ¿Lo mataste? —gruñe, con el rostro contraído por la inquietud.
—No. Claro que no.
Mirando a nuestro padre, niega con la cabeza.
—Roberto ya tenía un dolor de cabeza de cojones cuando subí.

1La «Goomah» es la amante del mafioso, palabra que viene del italiano «comare» que significa
amante y ha sido americanizada.
—¿Un dolor de cabeza? —repito tontamente.
—Una herida de bala en la maldita cabeza, B.
—¿Quién más estaba contigo? —Mi padre me agarra de la muñeca y grito del dolor.
—Nadie. Te lo juro. Solo estábamos Berto y yo.
L
levan mucho tiempo reunidos.

— Agarro la mano de Caterina. Está temblando. Su pequeña mano está húmeda


y sudorosa.
—Eso es bueno. —Mi madre recorre mi habitación con la uña del pulgar entre sus dientes—.
Tenemos suerte que Lorenzo no haya exigido que te castiguen. Salvatore Bianchi podría
exigirlo.
Reza en voz baja, sacudiendo la cabeza, rechazando la idea de mi muerte inminente.
—¿Sabes que lo llaman Joker?
He escuchado historias, pero guardo silencio, sabiendo que su pregunta es retórica.
—Es jovial y amistoso hasta que lo traicionas, Bianca. Entonces te rajará de oreja a oreja,
obligándote a sonreír mientras te ve desangrarte.
El grito ahogado de Caterina me lleva a sujetar con más fuerza su mano, poniendo
exageradamente los ojos en blanco. Mi hermana de dieciséis años no debería preocuparse por
asuntos de vida o muerte. Debería preocuparse de los chicos del instituto y de su equipo de
animadoras.
—Mamá —le reprende Tony.
Mamá arremete contra mí, y hago acopio de todo lo que llevo dentro para no subir
asustada a la cama. Mi padre puede ser temible, pero mi madre no lo es menos.
—¿En qué estabas pensando, estúpida?
Caterina se acurruca más.
—En querer sentirme amada por un hombre de forma correcta, antes de ser entregada,
contra mi voluntad, a otro. —Bajo la voz, temiendo que, si hablo más alto, mi mentira quede
escrita en mi inflexión.
—¿El futuro marido de tu hermana?, De entre todos los hombres. Demos gracias a que ya
tomas anticonceptivos o... —Sacude la cabeza, reacia a terminar su insulto.
La bilis me sube por la garganta al pensar que Caterina habría estado casada con ese
hombre.
Roberto Ferrari era un violador. Un hombre que dañaba a las mujeres y lo hacía con una
sonrisa. A la romanticona que hay en mi hermana se la habría comido viva un monstruo así.
Ella sigue creyendo en el amor. Incluso sabiendo que será prometida a otro, cree que se
enamorarán. Quiero sacudirla y hacerle ver que enamorarse de tu verdugo no es más que un
mecanismo de supervivencia.
—Mamá, es suficiente. —Tony se acerca y le pone una mano en el hombro—. Bianca ya
está bastante asustada y con el corazón roto —me mira con los ojos muy abiertos—, porque
Berto ha muerto.
Agacho la cabeza, haciendo mi papel y lloriqueando suavemente.
—No sé qué es lo que ella esperaba que sucediera. —Mi madre habla como si yo ya no
estuviera presente. Como si no estuviera a metro y medio, escuchándola—. Abriéndose de
piernas para un hombre que no estaba destinado a ella. —Jura en voz baja, haciendo la señal
de la cruz.
—Esperaremos abajo.
Hago un gesto con la cabeza a Tony y él saca a mi madre de la habitación.
Apenas se ha cerrado la puerta cuando Cat se lanza sobre mí.
—¿Y si te matan? —solloza.
—Habrá valido la pena.
—No por tu vida.
La empujo hacia atrás.
—Por la tuya, sí. Era un hombre horrible, Cat. No habrías sobrevivido a su lado.
—Solo me prometerá a otro.
Engullo mi suspiro.
—Cualquiera debería ser mejor que Roberto Ferrari.
—Oh, B. Si te hicieran daño...
—Detente. —La interrumpo, empujándome fuera de la cama para seguir el ritmo de mi
madre—. No quiero preocuparme por mi muerte hasta estar segura que sea inminente.
Cuando llaman a la puerta, aspiro rápidamente.
—B —dice Tony, asomando la cabeza por la apertura creada—. Padre ha solicitado que te
arreglaras. Te requerirán abajo dentro de media hora. Ponte presentable.
—¿Para qué? —Me dirijo hacia él—. ¿Muerte?
—No lo sé —dice—. Soy un soldado, Bianca. No me dicen una mierda. —Cierra la puerta
y me vuelvo hacia Cat.
—¿Presentable? ¿Para qué?
Traga saliva.
—Cuando nos comunicaron nuestro emparejamiento con Salvatore y Roberto, papá nos
dijo que tendríamos que vestir bien para nuestros primeros encuentros. Nos prometió que
mamá nos llevaría de compras.
—Seguramente Salvatore ya no me quiere.
Cat se encoge de hombros.
—Eres bellísima. ¿Por qué no iba a quererte, Bianca? Eres el tesoro de la familia. Quizá su
atracción por ti sea lo bastante profunda como para perdonarte.
Es estúpido que la belleza pueda merecer tanta estima. Soy hermosa y, por tanto, una
preciada posesión de la Cosa Nostra.
—Hagamos que te veas tan hermosa como podamos —suelta Cat—. Quizá si se vuelve
loco de lujuria, sea más indulgente.
—Poco probable. ¿Espera? ¿No creerás que esté aquí?
—No lo sé. Tu apariencia es todo lo que tenemos en nuestra mano ahora mismo. —Cat
baja de la cama y se dirige a mi armario—. A la ducha. Vamos a quitarte cualquier recuerdo de
Roberto.
—No tengo nada de Roberto en mí.
—Eso no lo saben.
Hago lo que me dice. Froto mi piel para liberarla del contacto de Roberto. Es cierto que
Roberto no me folló. Pero sus manos recorrieron mi cuerpo y sus horribles labios saborearon
mi piel. Pensarlo me da ganas de vomitar.
—Te arreglaré el cabello mientras te maquillas —me dice Cat cuando salgo de la ducha—
. Lo dejaremos suelto. Te hace parecer menos severa.
—Gracias.
—Lo estoy intentando, Bianca. Estoy asustada.
La sujeto por los hombros.
—Lo sé. Lo siento. ¿Qué vestido has elegido?
—Uno de color crema. No blanco ni puro, pero lo bastante recatado para parecerlo.
Veinte minutos después, Cat y yo hemos hecho todo lo posible por parecer inocentemente
tentadora. Es una farsa. Lorenzo Caruso cree que dejé que su asesor me follara. Una traición
castigada con la muerte.
Bajo las escaleras temblando. Mis pies están escurridizos, mis nervios se filtran a través
de mí y humedecen todo mi cuerpo. Me seco el labio superior, tratando de deshacerme del
rastro físico de mi histeria antes de encontrarme cara a cara con mi demonio.
El despacho de mi padre está vedado para nosotras. No entramos a no ser que se nos
invite estrictamente, lo cual no ocurre nunca. A menos que, como yo, acabes de firmar tu propia
orden de ejecución. Permanezco de pie ante la puerta cerrada, entornando los ojos para templar
mis nervios. Al mirar por encima del hombro, mi madre se vuelve rápidamente, incapaz de
mirarme a los ojos. No miro a Cat, sabiendo que su pánico solo exacerbará el mío. En su lugar,
miro a Tony. Su miedo es suficientemente potente, pero me tranquiliza con un gesto de la
barbilla. Sus emociones son una contradicción que no hace más que acelerar los latidos de mi
corazón.
Llamo a la puerta, un suave golpe de mis nudillos contra la pesada madera.
—Adelante —responde mi padre a través de la puerta, y, llevando la mano al picaporte,
lanzo una plegaria a quien quiera escucharme para que me conceda clemencia.
Agacho la cabeza hacia Lorenzo al entrar en la estancia, como muestra de respeto que
espero lea bien. Desde el momento en que nuestras miradas se cruzan, mi corazón se regula.
No se muestra enfurecido. Francamente, parece aburrido.
Es evidente que falta Salvatore. Gracias, Dios. Pero Leo y Vincent están presentes, y eso
desencadena una nueva melodía alarmante.
Leo Caruso. Subjefe de Nueva York y hermano pequeño de Lorenzo.
Vincent Ferrari. Hermano de Roberto y ejecutor de la Cosa Nostra.
Mierda.
Sentado en la silla junto a su hermano, Leo desliza su dedo índice por el labio inferior. Me
observa atentamente con un gesto desconcertado en el entrecejo. Es al menos cinco años más
joven que Lorenzo, pero extraordinariamente apuesto, y su encanto de colegial aún no se ha
desvanecido con sus años como subjefe de la Mafia. Sería perdonable que pensaras que es el
hermano agradable, inofensivo hasta cierto punto. Te equivocarías. Leonardo Caruso es muy
peligroso. Su amenaza es más potente debido a la apariencia inofensiva que te induce a creer.
Vincent ni me mira, siquiera. Está concentrado en la calle, con la mano apretando un vaso
de whisky que siento la tentación de quitarle de la mano y beber de un trago para calmar mis
nervios.
Me sudan las manos, pero me abstengo de limpiármelas en el vestido.
—Bianca.
—¿Querías verme, Papà2?

2 En italiano original.
El silencio invade la estancia e ignoro qué hacer. Estoy rodeada de algunos de los
miembros de más alto rango de nuestra familia, pero no me siento nada segura.
—Lorenzo, yo...
—No hables a menos que te hablen —me interrumpe Leo en mi lastimera disculpa,
agachando inmediatamente la cabeza.
Estoy temblando y muerdo el interior de mis mejillas con el único fin de concentrarme
únicamente en la forma en que mi respiración se produce en breves y agudas exhalaciones.
—Por tu traición, podría matarte.
Trago saliva al escuchar el mordiente tono en la voz de Lorenzo. Abro la boca para hablar,
pero me lo pienso mejor y vuelvo a cerrarla.
—Podría obligar a tu padre a que trabajaras para él.
—¿Trabajar para él? —exclamo, el sonido de mi voz a la vez embarazoso y entrecortado.
—Como puta —me dice arrogante, su voz resonando en todo el despacho.
—Oh.
—Oh —se hace eco Leo, riéndose de mí.
—¿Harías eso, Bianca? —pregunta Lorenzo, hilvanando diversión a su pregunta—. ¿Te
abrirías de piernas para la familia como oficio, al igual que hiciste con Roberto?
Libero una respiración temblorosa. Me esfuerzo por encontrarme con los ojos de mi padre,
pero él los mantiene bajos, negándose a reconocer la irrespetuosa actitud con la que me está
tratando su jefe.
El sonido de un vaso depositado enérgicamente sobre una mesa atrae mi atención, y miro
a Vincent. La dureza de su mirada me hace querer apartarla, pero no puedo. Sus ojos son tan
azules que podrías confundirlos con la plata. El color del lobo, dispuesto a destrozarte.
Está furioso, y puedo entenderlo. Su hermano acaba de ser asesinado.
—No —Lorenzo vuelve a hablar, rompiendo el trance en el que Vincent y yo estábamos
atrapados—. Aunque es un despilfarro. Nos harías ganar un buen dinero. —Hace una mueca—
. Pero mientras tú me faltas al respeto a mí y a tu padre, yo no le haría lo mismo a él.
—E...
Leo levanta un dedo para hacerme callar y me trago mis palabras.
—Salvatore no te aceptará —me dice Lorenzo con un suspiro exagerado—. No le faltaría
al respeto ni preguntándoselo. Pero te casarás.
—¿Lo haré?
—Ajá —responde, su mirada perezosa recorriendo mi cuerpo apreciativamente.
Lorenzo llegó pronto al poder. Aún no ha cumplido los treinta y ya es el despiadado líder
de la familia de Nueva York. Apenas diez años mayor que yo, pero en su presencia me siento
como una niña.
—Ya no tienes ningún valor para mí, Bianca. —Hace un mohín—. Por suerte para ti,
Vincent tuvo la gentileza de aceptar una unión contigo.
Sobresaltada, mis ojos vuelven a buscar los de Vincent.
—¿Qué? No.
—¿No? —se hace eco Lorenzo, el tono de su voz tan afilado como un cuchillo—. Te follaste
a un consigliere, ¿por qué no a su sustituto?
Miro a Vincent sorprendida. Muestra exactamente la apariencia del matón que es. Un
hombre dedicado a la violencia, alguien que doblega a los demás a su voluntad mediante
amenazas y palizas.
—No tienes elección, Bianca. O eres puta o te conviertes en la esposa de Vincent.
—A mí me parece lo mismo —dice Leo, riéndose.
Vincent casi sonríe, retorciendo sus labios, y me entran ganas de escupir a sus pies. Se
supone que soy su futura esposa, y sonríe pensando que soy una puta.
—¿Papà? —me dirijo a él.
Vincent no es mejor que su hermano. Según los rumores, es peor.
Vincent Corbata Ferrari.
Un matón, uno que da garrote a sus víctimas.
—Harás lo que te digan, Bianca.
—¿Y Caterina?
Mi padre se levanta bruscamente.
—No tienes derecho a hacer preguntas.
Tropiezo hacia atrás y me doy de bruces con el duro pecho de Vincent. Me sujeta los
brazos con sus manos y yo salto hacia delante, escapando de su imponente y granítico torso.
Nuestras miradas se entrecruzan y abandono la mía de inmediato, pero no lo bastante
rápido como para perderme el divertido arqueo de sus cejas ante mi pánico.
—Tu hermana ocupará tu lugar. Se la ofreceremos a Salvatore. Esperamos que
jodidamente la acepte. —Lorenzo se levanta.
Da un paso hacia la puerta y se detiene para volverse hacia mí.
—¿Lo hiciste tú?
Lorenzo Caruso no debería dar tanto miedo. Es un hombre más cercano a mi edad que a
la de mi padre. Un primogénito forzado al poder tras la prematura muerte de su padre. Sin
embargo, es más despiadado de lo que nunca fue su padre. Giorgio guardaba una calidez para
él y abrazaba a la familia dentro de nuestra unidad. Hace tiempo que un agujero negro
sustituyó el corazón de Lorenzo, haciéndolo cruel y despiadado.
—¿Qué hice?
Se frota la mandíbula con la mano.
—¿Matar a Roberto?
No soy lo bastante rápida para reprimir mi estupor.
—¿Matarlo? No.
Su mirada se desplaza por encima de mí hacia el intimidante ardor de Vincent, ahora un
paso demasiado cerca de mi espalda.
—Es verdad. Berto y tú estabais enamorados. ¿No es cierto? —Sonríe.
—Así es —levanto la barbilla.
—Mis condolencias entonces.
Los hombres se ríen y mis puños se aprietan involuntariamente. Quiero apuñalar a todos
y cada uno de ellos. Incluido mi padre. Quiero coger un cuchillo y arrancarles el corazón.
Quiero rebanarles la lengua por la falta de respeto con la que se creen con derecho a vestirme.
El ardor en la mirada de Vincent abrasa mi espalda y la rabia me consume. Firmé mi
propia sentencia de muerte únicamente para verme obligada a vivir un infierno.
Vincent Ferrari no es un hombre amable. Es un monstruo.
Me giro, mi temperamento me pilla desprevenida.
—No soy virgen —suelto.
El tic en la mandíbula de mi padre no pasa desapercibido. Los demás hombres tienen la
decencia de bajar la cabeza, un acto de respeto para demostrar que no han escuchado nada de
mi confesión. Como si, para empezar, fuera un secreto. Me encuentro en este aprieto debido
únicamente a mi naturaleza impura.
Vincent, imperturbable ante mi arrebato, da un paso adelante, y necesito todo lo que
poseo para no estremecerme. Contengo la respiración cuando avanza hacia mí, su rostro tan
ilegible como siempre.
Giro la cara cuando se acerca a mí. Siento la frescura de su aliento recorriendo mi perfil.
Se inclina y sus labios rozan el borde de mi oído.
—Estoy seguro que al menos uno de tus orificios conserva su condición virginal.
Disfrutaré desflorándolo.
Mis ojos se desorbitan y respiro agitadamente.
Sonríe contra mi oído, y me alegra que su rostro esté retraído en mi cuello ocultando el
gesto. Nunca he visto sonreír a Vincent, ni quiero hacerlo. Su naturaleza desquiciada no
combina con una sonrisa.
Sus labios se alejan de mi oreja, tocando la suave parte inferior. Me da el beso más tierno
que jamás hubiera imaginado recibir.
Retrocede y vuelve a colocar su máscara impasible.
Desliza la mirada por mi cuerpo frunciendo el ceño. Alarga la mano y desliza el dorso de
sus dedos por la parte superior de mi brazo. Están adornados con anillos negros y plateados
que acarician mi piel con el frío tacto del metal.
Aparto mi mirada de su rostro y miro el lugar donde su tacto se encuentra con mi piel, el
hematoma de los dedos de Tony tiñendo mi bíceps de franjas azules y moradas.
—¿Quién te ha hecho esto? —pregunta.
Me cubro el moratón, eligiendo el silencio.
—¿Roberto? —prueba.
Roberto era un cerdo, pero no era agresivo.
—No —murmura—. ¿Tu padre?
Mi padre se dispone a hablar, pero Vincent levanta una mano, impidiéndoselo.
—No —lo defiendo.
Su labio inferior se inclina hacia fuera.
—¿Tu hermano?
Una fugaz mirada de confirmación debe hacerse visible en mi rostro porque los ojos de
Vincent se oscurecen.
—Armando —carraspea, la amenaza de su voz succiona el oxígeno del ambiente—. Dile
a tu hijo que, si vuelve a marcar lo que es mío, si toca lo que es mío —corrige—, le cortaré la
garganta con alambre de espino.
Sus dedos rozan mi mano y la dejo caer. La yema de su pulgar roza la decoloración.
—¿Se me entiende? —Vuelve a hablar cuando mi padre guarda silencio.
—Estaba furioso por su indiscreción.
—¿Se me entiende? —Vincent repite.
—Por supuesto —responde mi padre, la irritación en su tono palpable.
Sin mirarme, Vincent pasa a mi lado y todos salen del despacho. Cuando estoy segura
que se han ido, salgo corriendo, necesitada de escapar de este espacio sofocante.
—¿O
tro orificio? ¿Amenazaba con arrebatarte la virginidad anal? —susurra
Catalina la palabra, su rostro contraído con gesto repugnante.
—¿Qué otra cosa podría haber querido decir?
Considera mi pregunta, con el rostro contraído de asco.
—¿Tu boca?
—Sí, tal vez quiso decir eso. —Me trago mi inquietud.
Nos miramos con escepticismo, sabiendo que Vincent no se refería a mi boca.
—¿Eso se espera? —pregunta Cat tras una larga pausa—. ¿Sexo anal? —Se desplaza en la
cama, empujando firmemente su trasero contra el colchón.
Me encojo de hombros y me vuelvo a tumbar en la cama.
—Creo que se espera que hagas lo que te digan. Les importa una mierda si lo quieres o
no.
Su rostro palidece.
—Eso es violación.
Mi hermana adolescente es felizmente ignorante. Siempre he pensado que era una
ingenua, un subproducto de su protegida educación. Me he dado cuenta que ella ha elegido su
propia ignorancia. Piensa en términos de luz y oscuridad, negándose a contemplar las sombras
intermedias. Idealiza la vida en toda su fea gloria. Nunca me había molestado hasta este mismo
momento. Quiero sacudirla. Quiero hacerle ver que nacimos en las sombras y que no tenemos
elección. Nuestro padre es un criminal profesional y, lo queramos o no, estamos condenadas a
lo mismo. Los hombres de nuestra familia no se rigen por las normas sociales del bien y del
mal. Han creado sus propias leyes, y son vinculantes para todos dentro de la facción.
—Seguro que no todos son así. —No la agito. La tranquilizo.
Su cabeza se mueve arriba y abajo rápidamente, tragándose mi mentira con avidez.
—Quizá Vincent no sea así.
Es poco probable que Vincent Ferrari tenga consideración alguna por mis sentimientos,
pero no se lo digo a Cat. Sonrío para tranquilizarla.
—Sí, probablemente solo le esté haciendo un favor a Lorenzo. Quizá ni siquiera desee
tocarme.
Cat sonríe feliz.
—¿Dijeron algo sobre mí? ¿Sobre qué pasará ahora que Roberto ha muerto?
He estado esperando esto. Ha dejado que la conversación siguiera girando en torno a
Vincent y nuestras inminentes nupcias durante la última hora. Pero yo sabía que la estaba
reconcomiendo.
Tu hermana ocupará tu lugar. Se la ofreceremos a Salvatore.
Es jovial y amistoso hasta que lo traicionas, Bianca. Entonces te rajará de oreja a oreja, obligándote
a sonreír mientras te ve desangrarte.
—No —miento, odiándome a mí misma mientras la única sílaba cae de mis labios—.
Estaban demasiado ocupados amenazándome.
—Por supuesto. —La culpabilidad pasa por sus facciones, y me siento aún peor. Pero no
puedo salvarla de Salvatore. No sin meterle una bala en la cabeza y eliminar su promesa de
esta tierra.
—Veamos una película. Distráeme del desastre del día.
Caterina esboza una sonrisa.
—Me parece bien. Tú eliges.
A mitad de la película, mi madre entra en mi habitación sin llamar.
—Te han enviado un paquete.
—¿A mí? —pregunto tontamente, incorporándome—. ¿De quién?
Suspira, su exasperación es palpable.
—No sé, Bianca. —Me tiende la cajita con poca delicadeza—. Bueno —me apura cuando
no hago ademán de abrirla—, veamos.
Miro la caja y luego vuelvo a mirarla a ella.
—¿Y si no lo quiero? ¿Y si es un dedo?
Mi madre se pellizca la nariz con los dedos y gime.
—¿Quién te enviaría partes del cuerpo amputadas, hija?
—No lo sé —argumento a la defensiva—. ¿Quizás mi nuevo prometido?
—Puaj —se queja Cat.
Rompo el envoltorio y echo un vistazo al interior.
—¿Y bien? —Mi madre se esfuerza por ver.
—No es nada. —Lo sostengo en mi regazo.
—¿Nada? —repite.
—Una crema facial que pedí por internet. —Hasta hoy, nunca había ocultado la verdad.
No tenía necesidad de hacerlo. Pero ahora parece que no puedo parar. Mis mentiras caen de mi
boca tan fácilmente con la que respiro.
Me deslizo fuera de la cama, dejando la caja sobre la cómoda y fuerzo un bostezo.
—La verdad es que estoy bastante cansada. Me voy a acostar. —Miro a mi madre y
hermana significativamente.
Caterina se marcha sin discutir, besándome la mejilla antes de marcharse a su dormitorio.
—¿Por qué no lleva los datos del remitente? —Mi madre se detiene en la puerta.
—Me aseguraré de enviarles un correo electrónico y preguntarles —murmuro
incoherentemente.
Me precipito hacia la puerta del dormitorio apenas se marcha, cerrándola tras de sí. Encajo
la cerradura silenciosamente, apoyando la espalda contra la madera.
Vuelvo corriendo hacia la cómoda y la caja del anillo se burla de mí desde el papel de
seda en el que está envuelta. Saco primero la tarjeta y dejo que mi mirada recorra la severa
escritura de Vincent.
—Confío en que esto sea de tu agrado.
—Confío en que esto sea de tu agrado —imito petulante—. Imbécil.
Alargo la mano hacia la caja del anillo como si estuviera cubierta de lava. Temo que pueda
quemarme. Los restos de la naturaleza malvada de Vincent se derraman a través de ella,
maldiciéndome para toda la eternidad. En cambio, el terciopelo azul es suave bajo mis dedos,
y acaricio el material. Calma algo dentro de mí, creando una sensación de calma en mi
estómago con la tranquilidad del roce.
Al abrir la cajita, quiero reírme de lo absurdo que resulta que yo misma abra la caja de mi
anillo. Ninguna proposición, tan solo la entrega de un anillo en un discreto envoltorio.
¿Se supone que también debo deslizarlo en mi maldito dedo?
Jadeo en voz alta y me tapo la boca con la mano para detener el sonido.
En su interior se encuentra uno de los anillos más hermosos que he visto nunca, delicado
y atemporal a la vez. Un halo engastado en pavé rodea un diamante talla princesa. Es
ornamentado y todo lo que yo elegiría para mí. También es muy caro, más caro de lo que ganan
algunas personas en todo un año.
Me da miedo tocarlo. Lo absurdo que resulta el que sea mío, me hace sentir como una
niña jugando a disfrazarse.
Lo saco de la seguridad del acolchado, sujeto la banda entre el pulgar y el índice y lo
aproximo a mi rostro. Brilla y destella, tragando el nudo que se forma en mi garganta. Esto ha
debido costar una fortuna. Teniendo en cuenta la forma en que Vincent se vio obligado a
casarse conmigo, ni siquiera había contemplado la posibilidad de un anillo de compromiso.
Miro alrededor de mi habitación, convencida por mi ansiedad que mi madre se oculta en
las sombras, y deslizo la perfección del anillo en mi dedo, mordiéndome el labio inferior por lo
exquisito que luce.
Giro la mano de un lado a otro, observando cómo el diamante capta diferentes formas de
luz.
Mi teléfono emite un pitido y me sobresalto al escucharlo. Retiro el anillo de mi dedo y lo
vuelvo a meter en la caja. Poniéndome en pie, coloco la cajita en la mesilla de noche y cojo el
móvil.
Desconocido: ¿Suficiente?
¿Suficiente?
Bianca: Suficiente habría sido que te lo pidieran.
Desconocido: ¿Te gusta o no?
Escribo que es precioso y luego borro las palabras casi inmediatamente.
Aparece un nuevo mensaje cuando no respondo.
Desconocido: Espero que lo lleves a partir de ahora.
Bianca: Me lo pondré cuando mi prometido lo deslice en mi dedo.
Apago el teléfono. Me molesta que ahora tenga una línea directa de contacto conmigo, lo
cual es un nivel de estupidez que incluso yo puedo reconocer, teniendo en cuenta que pronto
nos casaremos y tendrá línea directa con mucho más que mi teléfono.
Me dirijo al cuarto de baño, dejando caer la ropa al caminar, me meto en la ducha y dejo
que el choque del agua fría libere mi mente de pensamientos conscientes mientras se calienta.
Paso más tiempo del necesario lavando mi larga cabellera, temerosa del anillo, burlándose
de mí desde mi mesilla de noche.
Espero que lo lleves a partir de ahora.
Hasta hoy, nunca me había interesado traspasar los límites. Sabía lo que se esperaba de
mí e interpretaba el papel de hija de un mafioso. Pero en el momento en que Cat se vio
amenazada, algo en mí se quebró. Mi obediencia se volvió obsoleta porque proteger a mi
inexperta hermana era lo más importante. Pero eso ya está hecho. He logrado mi objetivo, y
ahora, sin algo por lo que trabajar, no sé realmente lo que soy. Dentro de unos días me casaré,
así que mi papel de hija obediente ya no tiene cabida. ¿Espera Vincent una esposa obediente?
¿Puedo dárselo?
Saliendo del cuarto de baño, envuelvo las puntas de mi cabello en la toalla, secando los
mechones gruesos y rebeldes.
Vincent está sentado en mi cama, el epítome de la calma, con la caja del anillo en la mano.
Está sentado como si le perteneciera, exudando una perezosa confianza cuando, en realidad,
ha invadido mi santuario personal sin invitación.
Miro hacia la puerta de mi dormitorio y luego vuelvo a mirarlo, agradecida por haberme
colocado el camisón antes de salir del baño.
—Mi puerta estaba cerrada.
—¿Lo estaba? —La aburrida indiferencia de su tono se enrosca en mi espina dorsal y
frunzo el ceño.
La chaqueta y el chaleco que llevaba antes han desaparecido. Su camisa blanca de vestir
permanece metida cuidadosamente dentro de su pantalón, con las mangas subidas por sus
musculosos antebrazos. Un grueso mechón de cabello cae libremente sobre su frente. Se lo
aparta, peinando con los dedos su oscura melena hacia atrás. No obstante, vuelve a su sitio casi
inmediatamente.
—Aún no estamos casados. No tienes derecho a invadir mi espacio privado.
Con los labios apretados en una fina línea, el intenso color de su boca se desvanece.
—Estamos prometidos
Pongo los ojos en blanco.
—¿Estamos? No recuerdo que me lo preguntaras.
Sus plateados ojos no se entrecierran del todo, pero cambian de forma mientras me
observa. La confusión empaña sus facciones y hace crujir los nudillos, dedo a dedo, sin que su
mirada súper concentrada vacile en ningún momento.
—No me pondré de rodillas.
—Entonces tenemos eso en común —me burlo.
Atrapa su labio inferior entre sus dientes, pero la diversión de sus ojos es imposible
ignorarla.
Se levanta de la cama y avanza hacia mí con pasos largos y decididos. Se eleva por encima
de mi metro setenta y cinco, sus ojos cristalinos arden de lujuria, irritación y una gran dosis de
diversión.
Saca el anillo de su cojín y se mete la caja vacía en el bolsillo.
—¿Te gusta?
—Sí —respondo antes de poder contenerme.
Él inclina la barbilla en señal de aprobación.
Jadeo cuando sus dedos se deslizan por el costado de mi mano izquierda, pero me
abstengo de apartarme de su contacto. Sus ojos permanecen clavados en los míos y, por mucho
que quiera desviarlos, la intensidad de su mirada me inmoviliza.
Es un hombre apuesto. Su atractivo es inquietante. Ojos plateados mirándote demasiado
cerca. Una afilada nariz asentada sobre el rostro, pómulos altos y vello facial cubriéndole la
mandíbula y el labio superior; lo bastante espeso como para ser intencionado, pero no lo
bastante largo como para estar desaliñado. Una ancha cicatriz atraviesa su ceja derecha,
anhelando alcanzarla y tocarla, preguntarle cómo se produjo. Son sus labios los que obligan a
mi mente a pasar de pensamientos homicidas a fantasías sobre las que solo me he permitido
preguntarme durante la última hora. De un hermoso color rubor, son gruesos, y me cuesta todo
lo que hay en mí no empujar mis labios contra ellos. Quiero sentir lo suaves que son, descubrir
que son una artimaña. Una seductora sirena, que te atraerá solo para decepcionarte al final.
El frío tacto del anillo golpea mi índice, y aparto mi mirada de él, observando cómo la
sentencia de mi vida se desliza sobre mi dedo, atándome para siempre a un hombre a quien
nunca consideré una posibilidad.
—Ahora eres mía, Bianca.
Su juramento añade el peso del mundo al diamante que ahora está cómodamente
encajado en el dedo anular de mi mano izquierda.
Mía.
La palabra reverbera en la cavidad de mi pecho.
—Mía —me hago eco del sentimiento, saboreando la palabra en mi lengua—. ¿Eso
también te hace mío? —Levanto la mirada, negándome a acobardarme ante la violenta
posesividad de sus ojos.
Ayer, Vincent y yo éramos dos desconocidos.
Dos personas que tal vez se habían cruzado alguna que otra vez en celebraciones
familiares.
Hoy somos novios.
Dentro de unos días nos casaremos.
Nos perteneceremos el uno al otro bajo un juramento de Dios y una promesa de sacrificio.
—Hmm. —Su labio inferior se inclina hacia fuera—. No puedes poseer a un monstruo,
dolcezza. Puede parecerlo porque siempre están contigo. Tan cerca como para perseguirte. Aquí
dentro —dibuja un corazón de amor en el centro de mi pecho—, aquí dentro —desliza un dedo
por mi sien—, aquí abajo —su dedo se mueve entre mis pechos, recorre mi estómago, pero se
detiene justo antes de llegar a mi vértice—. Pero es importante que recuerdes que perteneces a
tu monstruo, no al revés.
—No soy una posesión.
Levanta un hombro.
—¿Qué es una esposa sino la propiedad de su marido?
Hago ademán de apartar la mano, pero él la sujeta con firmeza.
—Iguales —Escupo.
Se ríe, un sonido resentido y amargo que enrojece mis mejillas de vergüenza.
—Créeme, Bianca. No quieres ser mi igual. Eso significaría bailar con el diablo, y tú eres
demasiado pura para eso.
Mi pecho se agita con una respiración furiosa.
—Esto —me levanta la mano, obligándome a mirar el diamante con el que ahora me ha
maldecido—, te pone bajo mi protección. ¿Lo entiendes?
—Parece que la única persona de la que necesito protección es de ti.
Besa el anillo, sus labios no tienen la textura acerada que esperaba, sino más bien la de
una nube, ondulante y complaciente.
—Bianca, no me pongas a prueba con esto. Llevas este anillo como una maldita armadura,
¿lo entiendes?
Retiro la mano, pero él me estrecha más, sujetándome la mandíbula con su mano libre.
—Dime que lo entiendes.
Trago saliva. —Lo entiendo.
Sus labios tocan los míos y me quedo boquiabierta. La suavidad del beso contrasta con la
cruel fuerza con la que me sujeta la mandíbula.
Se aparta, soltándome la mano y retrocediendo un paso.
—Dos días, dolcezza. Tengo asuntos que atender entretanto. Haz las maletas, te mudarás
a mi casa después de nuestras nupcias.
H
ola, chica.

— Cierro la puerta tras de mí, dando la vuelta al cartel de la ventana para que
se lea cerrado al mundo exterior.
El salón está vacío, la mayor parte del espacio sumido en la oscuridad, pero lo planeamos así.
Programarme para la última cita disponible garantiza que los demás estilistas hayan terminado
su jornada y estén listos para irse a casa.
—Hola, Trix. —Beso su mejilla.
André, mi chófer, espera en el interior del coche. Se sienta cómodamente durante las pocas
horas que Trixie y yo pasamos hablando tonterías. Nunca se ha quejado, pero tampoco le pagan
precisamente para quejarse.
—¿Qué hay de nuevo? —pregunto, deslizándome en el asiento que me señala.
Saca una capa negra, me envuelve con ella y me la sujeta en la nuca.
—Lo de siempre. Lo mismo de siempre. Chupar pollas, arreglar el cabello…
Me río.
Trixie no mide ni metro y medio, lleva un corte recto rubio y podría correr una maratón
con tacones de aguja de quince centímetros y aun así ganar. Es peluquera de día, trabaja en uno
de los salones que la familia utiliza para blanquear dinero, y termina las tardes a las órdenes
de mi padre, como ella dice tan poéticamente, chupando pollas.
También es, sin que mi familia lo sepa, mi mejor amiga. Hacerme amiga de una chica a
sueldo estaría por debajo de mi categoría. Trixie y yo lo sabemos, así que fingimos ser
peluquera y cliente. Me peino varias veces a la semana, y ella se toma su tiempo para secarme
las ondas gruesas y dedicarnos el máximo tiempo posible.
Pasándome los dedos por el cabello, Trixie se inclina.
—Vale, ponme al corriente. ¿Qué te ha pasado?
—Bueno, está muerto. —Me encuentro con sus ojos en el espejo.
—Conozco esa parte, perra. No ha venido por una mamada en días. Los rumores corren
como la pólvora entre las demás chicas. Pero me refiero al hecho que sigas viva. ¿Todavía te
obligan a casarte con Salvatore?
—No. —Sacudo la cabeza—. Trix, fui la última persona que vio a Berto con vida.
—¿Antes que Tony lo matara?
Dejo caer mi mirada.
—Tony subió después que yo bajara. Berto ya estaba muerto cuando él llegó.
Vuelvo a alzar los ojos con cautela, buscando su mirada. Transcurre una fracción de
segundo cuando la duda aparece en sus ojos. Ella la aparta, pero yo la veo. La duda de si fui
capaz de matar a Roberto Ferrari.
—¿Sabe Lorenzo lo que ha pasado? Eso es una putada, Bianca.
—No había nadie más allí —le aseguro—. O si lo había, yo no lo vi. Pero Trix, si había
alguien más allí...
—Sabrían que no te acostaste con Roberto. Sabrían que no estabas enamorada de él y que
estabas allí para socavar a la familia.
Asiento.
Tony y yo ni siquiera hemos hablado de esto. Ambos hemos ignorado la realidad que
alguien más pudiera conocer detalles íntimos de nuestro plan. Que nuestro plan para sabotear
las órdenes directas de Lorenzo podría ser usado en nuestra contra y costarnos la vida.
Apoya las manos en mis hombros y mira fijamente mi reflejo, con el rostro maquillado de
preocupación.
—Te ves realmente destrozada. Es comprensible. ¿Cuál es su plan contigo si no es
Salvatore?
—Ahora estoy prometida a Vincent.
Hace una mueca.
—¿El hermano de Roberto? ¿El ejecutor?
—Consigliere ahora —confirmo—. Ha pasado a desempeñar el papel de Roberto.
—Bianca —exclama preocupada—. ¿Y si descubre que pusiste en marcha un plan para
matar a su hermano? Tanto si fructificó como si no, tu objetivo era arrastrar a su hermano a la
muerte.
—Lo sé. —Cierro los ojos, dejando que el pánico de las últimas veinticuatro horas se libere
en una temblorosa exhalación—. Papà está jodidamente enfadado conmigo. La única razón por
la que me ha permitido acudir a esta cita es porque mañana me caso.
Trixie se muestra a punto de llorar y siento que las lágrimas se acumulan en mis ojos.
—Berto era peor —se lamenta, sus pequeñas manos oprimen mis hombros en un intento
de tranquilizarme.
—No importa cuál de los dos es peor. Ambos eran hermanos, y yo planeaba matar a uno
de ellos. —Susurro las palabras lo más bajo que puedo.
Me retuerzo el anillo de compromiso en el dedo, apretando la mano para obligar a la
piedra a clavarse en mi palma.
Trixie me acerca a la pila y se asegura que esté cómoda antes de humedecerme bien el
cabello.
—¿Cómo es? —pregunto, el miedo en mi voz agrietándose con cada palabra—. Ya sabes,
¿en el club?
Hace una pausa.
—No sabría decirte. No paga por sexo, al menos no en el club de Caruso.
El shock me atraviesa. —Yo no elegí eso.
—Mierda, a saber quién se folla gratis a ese hijo de puta aterrador, pero tiene que ser algún
tipo de sádica.
Dejo que la forma en que sus largos dedos recorren mi cabello afloje la tensión de mi
cuerpo mientras lo lava. Parece pensativa.
—Caterina ha sido prometida a Salvatore.
—¿Van a trasladar a Cat a Chicago? Mierda.
—Mi padre se lo ha comunicado esta mañana. Ella se muestra tranquila al respecto —
digo.
Trix asiente.
—Como te he dicho, Salvatore es un auténtico donjuán, pero con la cantidad de coños que
tiene a su lado, probablemente ella no tendrá que calentarle la cama muy a menudo
Respiro aliviada por mi hermana.
Los dedos de Trixie recorren mi cuero cabelludo, masajeándome el cabello con
acondicionador. Cierro los ojos, disfrutando de la sensación. Fingiendo que mi vida no está a
punto de venirse abajo.
—¿Te ha entregado un anillo?
Levanto la mano y vuelvo a girar el diamante para mostrarle la piedra ridículamente
grande.
—El tipo tiene un gusto decente —dice silbando.
Me encojo de hombros.
—¿Dónde es la boda?
—En casa.
Sus manos se detienen.
—¿Qué mierda?
—Como he deshonrado a la familia, será un asunto menor. Una simple transacción
comercial en la que participará un sacerdote que autorizará la ejecución de mi alma.
—Cariño… —dice.
—Está bien. Siempre supimos que esto pasaría. No puedes elegir a tu familia.
—Es verdad, cariño. Es verdad.
—¿Cómo va el nuevo aprendiz? —pregunto.
Levanta un solo hombro.
—Está bien. No tiene ni zorra idea dónde se ha metido. Coquetea con todos los putos
mafiosos que entran por la puerta. La pobre está decidida a partirse el corazón.
Volvemos a la silla del salón y tomo asiento.
—Tony y yo tuvimos otra pelea.
Quiero sacudirla. Hablando de estar decidida a destrozarse el corazón, Trixie Madden
está perdidamente enamorada de mi hermano. Un hombre que nunca tendrá permiso para
casarse con ella.
—Trix
—Lo sé. —Enchufa el secador—. ¿Sabes que se folló a Amity?
—¿Qué?
Menea la cabeza, metiéndose el secador bajo la axila mientras me secciona el cabello.
Se queda callada un rato, concentrada en el cepillo redondo que utiliza para secarme el
cabello. Apaga el secador y suspira.
—No me lo podía creer. Solo quería que se quedara una noche. Me rechazó, obviamente.
¿Quién quiere pasar la noche con una puta?
Me duele el corazón por ella. No odia su profesión, le da la libertad de vivir como quiere,
pero a veces veo el arrepentimiento en sus ojos. La verdad es que, tanto si le pagan por follarse
a gente como si no, Antonio nunca será suyo. No es italiana, no forma parte de la familia de la
manera que debería.
—Le dije que se fuera a la mierda. Que no quería volver a verlo.
—Eso es justo.
—A la noche siguiente me presenté en el trabajo y vi su polla en la boca de Amity.
Gilipollas.
Odio a mi hermano un poco en ese momento. Quiso hacer daño a Trixie. ¿Por qué? La
lastima todos los días por ser un Rossi. Seguramente, no necesita causarle más dolor indebido.
—Lo siento.
—Eh. —Vuelve a encender el secador, el silencio se instala pesadamente entre nosotras
mientras termina de peinarme.

—El cabello le ha quedado precioso, señorita Rossi


Sonrío por el retrovisor. Solo se ven los ojos de Andre, pero sé que está sonriendo.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que me llames Bianca?
—Solo serás Rossi un día más —me mata diciendo—. Me gustaría terminar mi tiempo
contigo recordándote así.
Quiero llorar. Andre ha sido mi conductor dedicado desde que tengo memoria. Me ha
visto crecer. Ha estado presente en cada primer día de colegio con los ojos llorosos (yo, no él),
en los recitales de danza, en las clases de música, en las rabietas adolescentes... lo ha visto todo.
Aunque no tiene la edad de mi padre, pero tampoco es tan joven como mi futuro marido,
siempre será alguien con quien podré contar.
—¿Te parece bien que le pida a Vincent que te contrate como chófer cuando me vaya a
vivir con él? Aunque no me ofenderé si prefieres seguir trabajando para mi padre.
—Lo que usted quiera, señorita Rossi.
Asiento con la cabeza una vez y me apunto en la cabeza que la próxima vez que vea a
Vincent hablaré con él sobre Andre.
El viaje a casa es un mundo aparte de las innumerables veces anteriores. La próxima vez
que vea a Trixie, seré la Sra. Ferrari.
Bianca Ferrari.
Esposa del nuevo consigliere de la familia de Nueva York.
Nuestra amistad ya es bastante peligrosa. Confiamos la una en la otra más de lo que
deberíamos. Podría haber hecho que la mataran por los secretos que me ha confiado. Podría
haberme acarreado el mismo destino con las cosas que sabe que he hecho. Y eso que soy una
despistada hija con un conocimiento limitado del negocio familiar. Seré sometida a un mayor
escrutinio bajo la atenta mirada de Vincent. No parece un hombre que permanezca
cómodamente ajeno a los tejemanejes de la vida de su esposa. Mi amistad con Trixie, entre otras
cien cosas, cambiará. Mi vida será menos mía y más suya. He sido insensible al desplazamiento
de mi vida tras mi matrimonio, pero a medida que pasan las horas, me encuentro lamentando
la pérdida de Bianca Rossi y de la libertad que tuve en mi juventud.
Trixie comparte los detalles íntimos de las cosas que ve a través del salón y del club. Por
ella supe lo de Roberto. Cómo supe que violaba a mujeres y disfrutaba decorando su piel con
tonalidades moradas y azules. Ella fue la causante por la que traicioné a mi familia y me
encontré en la línea de fuego con Vincent. Trixie me ayudó a salvar a mi hermana.
A menudo pienso en lo egoísta que soy al mantener nuestra amistad. La verdad es que si
la familia supiera las cosas de las que hablamos, ella sería la primera en morir. Su vida no
significaría nada para los hombres de la Cosa Nostra. Sería un mero peón en la protección de
su Outfit. No creo que yo sobreviviera mucho más, pero mis posibilidades serían mayores que
las de ella.
M
i boda fue tranquila. No fue lujosa ni una gran celebración. Debido a mi traición
percibida, fue presidida por un sacerdote y solo asistieron familiares directos.
Permanecí en el despacho de mi padre como una tonta vestida de blanco.
Vincent se encontraba a mi lado, la viva imagen de la serenidad con su impecable esmoquin.
Quise llorar durante todo el tiempo, no de felicidad ni de amor, sino por el sacrificio de mi
corazón a un hombre que estoy segura que nunca lo apreciará ni probablemente lo reconocerá.
Tras la ceremonia, metí las maletas en el coche y Vincent y yo nos dirigimos a nuestra
nueva vida de felicidad conyugal.
Vincent conduce en silencio. El suave sonido de la radio interfiere en los latidos de mi
corazón. Le lanzo miradas furtivas lo más discretamente que puedo, asegurándome de apartar
la vista casi de inmediato para que no capte mi mirada curiosa.
—Hoy estás preciosa. —Rompe el silencio.
—Oh, gracias.
—Con lo clínico del día, no estoy seguro si alguien te lo ha dicho —murmura, sin apartar
la vista de la carretera—. Todas las novias tendrían que saber que están hermosas el día de su
boda.
El afecto de su cumplido se disipa casi de inmediato. No pensaba necesariamente que
estuviera hermosa. Solo pensó que yo debía oír las palabras.
—Eso ha sonado mal. —Se corrige, tensando la mandíbula irritado.
Elijo el silencio en lugar de hablar, insegura de lo que espera que diga.
Pasan cinco minutos antes que vuelva a hablar.
—Eres hermosa. Te ves preciosa.
—Gracias —susurro, jugueteando con el tul de mi falda.
—No hay de qué.
Percibo cada uno de mis dieciocho años en comparación con los treinta de Vincent. Él es
un hombre, y yo, insegura de cómo sostenerme, personifico a una adolescente despistada.
Me paso la mano por la coleta y me enrollo las puntas del cabello en el dedo.
—Me gusta tu cabello así.
—¿Hm?
Se aclara la garganta.
—Tu cabello —repite—. Me gusta así recogido.
Toco distraídamente mi diadema de perlas.
—Gracias.
—Tienes la costumbre de esconderte bajo el cabello —me dice—. Esto elimina ese
problema.
—No me escondo —argumento en voz baja—. Eres intenso... a veces demasiado intenso.
—Exactamente —afirma—. Escondes tu rostro y te ocultas tras tu melena como una
cortina.
—Bueno, no te acostumbres a esto —suelto—. Pienso esconderme de ti eternamente.
Sonríe, y odio las ganas que tengo de saborear su sonrisa. No me besó como yo esperaba
que lo hiciera cuando el sacerdote nos declaró marido y mujer. Me dio un casto beso en los
labios, y eso fue todo. Ahora me he quedado con ganas de algo de él que nunca imaginé que
sentiría.
Intimidad.
—¿Por qué no me besaste?
Su cabeza se vuelve hacia mí lentamente, sus cejas oscuras cubriendo pesadamente sus
ojos.
—Puede que para ti esto haya sido una transacción comercial, pero esa farsa de ahí atrás
era mi boda. La única que tendré. No pude bailar ni celebrarlo como debía. Al menos podrías
haberme besado como si soportaras mi presencia.
Se detiene en el aparcamiento subterráneo de un llamativo edificio de Park Avenue y,
cuando no responde, me vuelvo para mirar por la ventanilla, observando cómo nos adentramos
cada vez más en el subterráneo.
Parece apropiado. Me he casado con una especie de demonio. Conducir hasta las
profundidades del infierno es un hecho.
—¿Emplearás a Andre como mi chófer?
—No.
Suspiro, sin sorprenderme lo más mínimo de su brusca respuesta.
Aparca y sale del coche en cuestión de segundos. Le sigo y me apoyo en la puerta abierta
cuando llega a mi lado. Mira hacia la puerta abierta y luego hacia mí.
—En el futuro, me gustaría abrirte la puerta.
Le miro con escepticismo.
—¿Por qué?
—No necesito divulgar mis razones. ¿Es algo con lo que te sentirías cómoda??
Cierro la puerta, apoyándome en ella.
—Me parece bien.
Él inclina la barbilla en señal de aprobación, y me maldigo internamente por engreírme
ante su silencioso elogio.
—Mañana haré que alguien recoja la mayoría de tus cosas. ¿Qué maletas necesitarás esta
noche?
—Las dos blancas.
Atravesamos el aparcamiento y entramos en el ascensor en silencio. Vincent se coloca en
una esquina de la caja metálica, e insegura sobre qué hacer conmigo misma, elijo la otra. Me
mira frunciendo el ceño, apretando los puños en torno a mis dos maletas.
Una mujer mayor se nos une en la siguiente planta, sonriéndonos ampliamente. Sus ojos
siguen el vuelo de mi vestido con una mirada ensoñadora.
Le devuelvo la sonrisa torpemente. Vincent la ignora.
—Estás impresionante. —La mujer mayor se vuelve hacia mí, y fuerzo otra sonrisa de
nuevo.
—Gracias.
—Apuesto a que este no puede quitarte las manos de encima. —Ella guiña un ojo.
—Oh, él es insaciable —digo cuando, en realidad, quiero preguntarle si está senil. Aunque
lo intentáramos, no podríamos estar más lejos de esa fantasía de recién casados enamorados.
Pero ella sonríe, ajena a la sombra de mi corazón.
—Recuerdo cuando me casé con mi marido. Ahora está muerto, que en paz descanse, pero
éramos todo manos y labios. Debió ser un espectáculo para cualquiera que estuviera cerca. —
Se ríe.
Mi sonrisa se transforma en una de auténtica felicidad, el amor que esta mujer siente por
su difunto marido es palpable. Pero tan pronto como el sentimiento me atrapa, el
arrepentimiento y la añoranza ocupan su lugar. Miro a Vincent, entristecida por saber que
nunca nos apasionaremos el uno por el otro lo suficiente como para dejar que la lujuria nos
ciegue en los confines de un ascensor con público.
—¿En qué planta está?
La mujer mira a Vincent, moviéndose incómoda por su tono duro.
—Oh, umm, faltan dos.
—Bianca —murmura—. Ven aquí.
La señora me dedica una sonrisa alentadora, y doy los pocos pasos que me separan de mi
marido. Coloca mis dos maletas en una sola mano y rodea mi cintura con la mano libre,
atrayéndome hacia él. Con el pecho apoyado en el suyo, paso tímidamente la mano por su
abdomen, sintiendo picazón en mis dedos por rastrear las hendiduras musculares bajo su
camisa. Baja la mirada hacia mi mano, la considera un momento antes de levantar la cabeza.
—Su piso —le dice a la mujer sin mirarla.
Las puertas se abren y ella pasa.
—¡Enhorabuena! —grita mientras las puertas vuelven a cerrarse.
Espero que Vincent retire su toque, pero me mantiene pegada. Animada por su muestra
de afecto, por pequeña que sea, llevo la mano a su pecho, disfrutando de los latidos de su
corazón.
El ascensor se detiene en su planta y me suelta. Lloro la pérdida de su contacto, pero
oculto la decepción sujetándome el vestido. Se adelanta y apoya la palma de la mano en la
puerta.
—Después de ti.
Cruzo el umbral del ascensor y entro en el ático.
—Esa señora parecía simpática. —No sé por qué necesito llenar el incómodo silencio con
aburridas conversaciones triviales, pero no puedo contenerme.
—Era una entrometida.
—Apenas. Nos ha felicitado.
Gruñe desaprobándolo.
—Y te hizo sentir inferior porque mi lengua no estaba en tu garganta.
¿Él lo sabía? ¿Por eso me llamó? ¿En un intento de calmar mi maltrecho ego?
Mis ojos recorren su espacio con avidez. Es grande, pero eso se espera de un ático. El
mobiliario es mínimo. Lo suficiente para que resulte cómodo, pero lo bastante escaso para que
no parezca una casa de cuento de hadas.
—¿No es lo que esperaba?
—No —respondo con sinceridad.
Levanta una sola ceja oscura.
—Esperaba algo más gótico. Grande y cavernoso.
Me lanza una mirada de reojo, y el leve giro de ojos me pilla desprevenida.
—Sígueme.
—¿Quieres que me quite los zapatos? —Levanto el dobladillo del vestido, inclinándome
para desabrochar mis tacones.
—No.
Me bajo la falda, apresurándome tras él. Sube las escaleras, con los músculos visibles a
través de la tela de la camisa. No es un hombre voluminoso. Pero está en forma, su fuerza es
clara con músculos visiblemente esbeltos.
Hace un gesto hacia una habitación, esperando a que entre antes de seguirme. Entro con
pasos vacilantes, girando la cabeza a izquierda y derecha, empapándome de los tonos oscuros
de la silenciosa habitación.
Veo cómo deja las maletas en el vestidor.
De pie en medio de la habitación, me quedo mirándolo. Cuando entré, el espacio me
pareció inmenso, pero ahora que ambos estamos dentro, las paredes parecen cerrarse con cada
segundo que pasa.
—¿Dónde está tu habitación?
Se apoya en el marco del vestidor y mete las manos en sus bolsillos.
—No estoy seguro de lo que quieres decir.
—¿Ésta será mi habitación?
—Sí.
—¿Dónde dormirás?
Sus ojos se desvían hacia la cama king-size.
—Oh.
—Estamos casados, Bianca.
—Sí, por supuesto. —Odio la sombra de mis mejillas. Mi vergüenza una visión de mi falta
de experiencia.
Siento sus ojos clavados en mí mientras me concentro en la gran cama, nos imagino
durmiendo uno al lado del otro.
¿Cuántas mujeres ha tenido en esta cama? ¿Cuántas han venido antes que yo?
—Tú eres la primera. —Él lee mi pensamiento—. Las mujeres no están invitadas a mi
santuario interior, Bianca.
—¿Y yo?
—Eres mi esposa.
Levanto la barbilla.
—Ah, sí, la codiciada posesión.
Juega con su alianza, girándola una y otra vez.
—Supongo que debería quitarme el vestido.
Interrumpe sus atenciones, sus dedos se detienen en su alianza. Levanta un hombro.
—No me imagino que dormir con él puesto sea muy cómodo.
Casi quiero hacerlo, de repente me asusta que me vea desnuda.
—¿Quieres desabrocharme los botones, por favor?
Me siento como una gacela, de pie en una llanura abierta, esperando el ataque de un león
al caminar hacia mí. Su andar es perezoso, me muevo sobre mis pies.
—Date la vuelta —me ordena, sin que pase desapercibida la aspereza de su voz.
Sus dedos se posan en el botón más alto de mi nuca y me estremezco al sentir su suave
contacto con mi piel. Tiene las yemas de los dedos estriadas, callosas por años de hacer un
trabajo que no me incumbe. Me desabrocha cada botón con precisión, sin vacilar mientras mi
piel se hace más visible con cada movimiento. Con el corpiño desabrochado, desliza el pulgar
justo por debajo de la línea de mi sujetador. Mi piel se eriza al contacto, y él vuelve a hacerlo.
Su nariz roza el lateral de mi cuello, e inhalo bruscamente. Mi cabeza se inclina por sí sola,
y él acepta la invitación, siguiendo el mismo camino con su lengua. Gimo. El calor de su cuerpo
se presiona contra el mío, y detesto la pesadez de mi vestido de novia, deseando sentir más.
Deja un beso suave y húmedo donde mi cuello se une a mi clavícula, y susurro su nombre.
Rodeándome, se coloca frente a mí, levantándome la barbilla con el dedo índice.
—Qué ojos tan hermosos y tan llenos de lujuria
Me humedezco los labios, con la garganta seca y el corazón demasiado acelerado para
contar los latidos.
—No te besé, dolcezza, porque no estaba seguro de poder detenerme.
¿Por qué no me besaste?
Se inclina hacia mí, levantando más mi barbilla, y yo me muevo con facilidad, ansiosa por
su beso. Un beso que no debería desear. Un beso que debería repugnar. Un beso que siento que
moriré si no lo recibo.
Primero acaricia el arco de mi labio superior, una caricia burlona que solo hace que lo
desee más. Saca la lengua, rozando el mismo punto, y mi respiración se entrecorta. Sus labios
empujan los míos y me fundo con él.
El primer contacto de su lengua hace que abra la boca y le dé la bienvenida. Su sabor no
se parece a nada que haya probado antes: menta, pensamientos prohibidos y un toque de lo
desconocido. Me hace sentir peligrosa, y deslizo mi lengua contra la suya, deseando más. Él
gruñe en mi boca, un suave estruendo que vibra contra mi lengua y hace que se endurezcan
mis pezones.
Nos besamos durante lo que parecen horas, las lenguas explorando, los labios chocando,
y mi corazón -mi pobre e inexperto corazón- busca encontrar un ritmo con el suyo.
—Vincent —suplico, desplazando las manos por su pecho.
Se echa hacia atrás, con las pupilas dilatadas por la necesidad carnal. Retrocede y yo
avanzo.
—No.
—¿No? —pregunto tontamente.
—No —vuelve a decir.
—Pero...
—No follo con niñitas asustadas.
Retrocedo como si me hubiera abofeteado, el fuego de la lujuria en mi estómago se apaga
con el tsunami de su rechazo.
No sé qué decir. Con los brazos rodeándome la cintura, miro la alfombra, el tul de mi
vestido de novia burlándose de mí en una fantasía que debería haber sabido que nunca sería
mía.
—Te odio —susurro.
—Bien.
Sale de la habitación sin decir nada más, y se me escapa el sollozo estrangulado que estaba
conteniendo.
Cómo se atreve a humillarme de forma tan significativa. Cómo se atreve a hacerme sentir
tan indigna. Soy su maldita esposa.
Quiero gritar y no solo por vergüenza. Me duele el corazón. Me engañó. Me leyó en el
ascensor y eligió proteger mi dignidad. Me mostró honestidad y la inflamó con el mayor beso
que jamás podría imaginar recibir. Me ofreció amabilidad solo para desecharme cuando lo llevé
demasiado lejos.
Me siento partida en dos. Mi corazón reclamó solo para ser desechado en el suelo como
la basura de ayer. Estaba dispuesta a dárselo todo. Mi cuerpo habría sido suyo y solo suyo, lo
supiera él o no.
Soy una estúpida. Y aunque no me asuste, él tiene razón. Soy una niña pequeña jugando
con un monstruo. Puede que sea su esposa, pero para Vincent Ferrari eso significa menos que
nada. Ni siquiera me ha tocado en ningún otro lugar: solo un dedo ha levantado mi barbilla
hacia su boca mientras la otra mano colgaba libremente a su lado.
Me quito el vestido, pisoteando el costoso encaje y la odiosa cantidad de tul que revolotea
alrededor de mis tacones. No contenta con eso, lo recojo, rasgando la tela blanca con airados
gruñidos de arrepentimiento. Chillo. Maldigo. Grito. Mi voz resuena contra las paredes,
devolviéndome mis insultos, alentando mi ira.
El vestido de novia queda hecho jirones sobre el suelo del dormitorio, mi pecho se
estremece. Dejo los restos de la estúpida unión esparcidos por la alfombra mientras me dirijo
al cuarto de baño. Espero que permanezca como recordatorio de lo mucho que necesito
protegerme contra la amenaza de mi marido y lo fácilmente que podría doblegarme.
Me quito la ropa interior y los zapatos y me miro en el espejo. El rímel delinea mis mejillas,
mis labios ya de por sí hinchados por el tiempo que he pasado besando al enemigo. Mi piel
brilla con furiosas manchas rojas. Mi nariz gotea.
Me arranco la diadema de perlas del cabello y la tiro a la basura junto al tocador. Tiro de
mi cabello para soltarlo de la coleta, gruñendo de dolor y jurando no volver a llevarlo así.
A
noche no vino a la cama. Dormí sola en el espacio estéril de su enorme cama, su
olor envolviéndome, haciendo que mi situación fuera aún más patética.
Deslizo la mano hacia su lado de la cama para asegurarme, pero la encuentro
tan fría, como su corazón y la retiro inmediatamente. Debería agradecer su ausencia. No puedo
avergonzarme más de lo que ya lo he hecho con su evasión. Sin embargo, la gélida realidad de
mi futuro no hace más que agrandarse. Así es como transcurrirá mi vida, sola. Empequeñecida
por una cama de matrimonio y un marido al que repugna la idea de tocarme.
Tuvo que ser mi beso. Un intento torpe de hacer que me deseara tanto como yo a él.
No te besé, dolcezza, porque no estaba seguro de poder detenerme.
Sus palabras se repiten en mi mente. Me deseó hasta que nos besamos, luego se aseguró
de rebajarme y avergonzarme por mi inexperiencia.
Yo no follo con niñas asustadas.
Me siento muy humillada y le odio por hacerme sentir así. Es más, me odio a mí misma
por haberle dado el poder para hacerlo.
Miro fijamente al techo, molesta por el contacto sedoso de sus sábanas contra mi piel.
Exhalo un largo suspiro.
—¿Un sueño insatisfactorio?
Pongo los ojos en blanco al oír su perezoso tono.
No me molesto en incorporarme, prefiero ignorarlo por completo.
—Tengo algunas cosas que atender hoy.
Resoplo. Cosas.
—Asegúrate de confesarte después para limpiar tu alma.
—¿Quién ha dicho que tenga alma?
Mi mandíbula se tensa ante el tono burlón de su voz.
Incorporándome, me giro para deslizar las piernas fuera de la cama y meter los pies en
las zapatillas que había dejado a mi lado la noche anterior. De pie, recupero la bata y la deslizo
sobre mis hombros, asegurando la seda alrededor de mi cintura antes de mirarle.
—Nadie —digo—. Nadie ha considerado nunca que tengas alma, Vincent.
Unos oscuros moretones se extienden pesadamente a lo largo de las cuencas de sus ojos,
y disfruto del hecho de verlo privado de sueño.
—Tienes un aspecto horrible. Deberías arreglarte. No querrás tener aspecto de muerto
mientras matas gente.
Salgo de la habitación sin mirar atrás, manteniendo los hombros más altos que la realidad
de mi confianza.
Con el café en la mano, media hora más tarde, miro por la ventana, observando cómo la
gente se apresura a hacer su mañana con determinación. Cómo sería sentir eso, sentir que tienes
un propósito. Cuidar de Caterina me lo proporcionó. No es que estuviera abandonada o
desatendida. Simplemente, nunca debió nacer en nuestra familia. Su corazón es demasiado
dulce, su mente demasiado confiada, su espíritu demasiado frágil.
—El ama de llaves viene cuatro días a la semana.
Me giro lentamente, deseando como el demonio que mi rostro muestre una aburrida
indiferencia. Casi se me sale el corazón del pecho cuando habla, su capacidad para aparecer sin
hacer ruido es tan desconcertante como aterradora.
Recién duchado, Vincent parece el sueño húmedo hecho realidad de cualquier revista.
Cabello oscuro peinado hacia atrás, un mechón húmedo se ha caído de su sitio, rozándole la
frente. Me fijo en sus gemelos y veo cómo sus grandes dedos los enhebran con destreza en el
doble puño de su camisa. Hoy viste de negro, coordinando su atuendo con el tono sombrío de
su corazón. El traje de tres piezas que lleva le ha sido confeccionado a la medida de su cuerpo,
y tiene todo ese aspecto del mafioso que es.
—¿Ocurre algo? —Hace una pausa, con los dedos en el botón de su chaqueta, dispuesto
a asegurarlo en su sitio.
Me pregunto cómo la más negra de las almas puede estar envuelta en el más bello de los paquetes.
—No —respondo rápidamente.
—Heather preparará la comida cuando esté aquí. Si no tienes inconveniente, te pido que
cenemos juntos esas cuatro noches.
—¿Y las otras tres?
Su frente se arruga, hundiendo las cejas sobre sus ojos.
—Tengo compromisos prioritarios.
Mi labio superior se frunce involuntariamente.
—¿Mujeres? —pregunto antes de poder contenerme.
Mi despecho le divierte, y sus gruesos labios se curvan hasta formar la más mínima mueca
de sonrisa.
—No, esposa, mujeres no. No es que sea asunto tuyo si lo fueran.
Frunzo el ceño.
—Tan enfadada —murmura, acercándose—. Anoche estabas mucho más dócil.
Mis mejillas se calientan al recordar su rechazo e inclino la cabeza, odiándome en el
momento en que lo hago.
Le di debilidad. Le di mi sumisión.
Dice.
—No hay por qué avergonzarse, Bianca. No habrías sido la primera mujer que se lanza
sobre mí.
La bilis sube por mi garganta, pero me la trago, haciendo una mueca ante la acidez de mis
celos.
—No me lancé sobre ti.
—¿No? —pregunta, deslizando de nuevo ese estúpido dedo índice bajo mi barbilla—.
Entonces, si te besara ahora —alza mi rostro, accediendo a mi mirada—, ¿no te derretirías sobre
mí como anoche?
El frescor de su aliento acaricia mi rostro y cierro los ojos, intentando ignorar la forma en
que mi cuerpo responde a la forma en que me humilla.
—¿No gemirías en mi boca, ansiosa por deslizar tu inexperta lengüecita contra la mía?
Inexperta.
Echo la cabeza hacia atrás, alejándome de él un paso considerable.
—Avergonzarme por mi inexperiencia con los hombres es un nivel de patetismo que
imaginé estaría por debajo de ti.
Quería que mis palabras sonaran duras, pero carecían de la fuerza con la que esperaba
que sonaran. En lugar de eso, sonaban tan heridas como yo me sentía, tan inocentes e ineptas
como él afirmaba que yo era.
—No te estaba avergonzando, dolcezza. —Su lengua se desliza sobre el apelativo y,
metiéndose las manos en los bolsillos, da un paso hacia mí.
Doy un paso atrás y él levanta una ceja en señal de advertencia. Vuelve a dar un paso
adelante. Esta vez, permanezco donde estoy.
—Tu falta de experiencia me excita.
Mis ojos se posan en su entrepierna involuntariamente, el volumen de su erección salta a
la vista en el pantalón gris de vestir en el que está encerrada.
—Pensaba que no follabas con niñitas asustadas. —Mi cara se enrojece.
Se acerca lo suficiente para que el calor de su cuerpo roce el mío.
—No lo hago —susurra, inclinándose para acercar sus labios a mi oído—. Eso no significa
que no me la pongas dura. —Sus labios se encuentran con el suave punto bajo mi oreja,
besándolo suavemente antes de apartarse.
Me quedo helada por la sorpresa.
—Tu chófer estará situado frente a la puerta principal por si necesitas salir hoy.
La puerta del ascensor se cierra tras él, y permanezco allí lo que me parece una eternidad,
contemplando su ausente figura.
Eso no significa que no me la pongas dura.
No me aventuro a salir en todo el día. Exploro la casa de Vincent. Mi casa. Reviso cajones
en los que sé que no debo mirar. Rebusco en su despacho por si encuentro alguna información
incriminatoria sobre él, por si acaso, pero no encuentro nada. Vincent tiene sus cosas bien
guardadas.
No hay fotos en la casa. Ni un solo recuerdo plasmado en un marco para que lo mire con
cariño. Desempaqueto mis cosas en el vestidor, acomodo su ropa y sus accesorios para
adaptarlos a los míos. Hago nuestra cama. Dejo el tul roto de mi vestido de novia esparcido por
el suelo, asegurándome que sepa lo que pienso de nuestros esponsales.
Ceno sola, como prometió que haría. Echo de menos el bullicio de mi casa familiar. Las
discusiones entre Tony y Cat. Los ruidos de la cocina y el aleteo constante de mamá.
Aunque quiero llamar a Cat, temo que perciba la soledad en mi voz. Me preocupa que me
haga preguntas que no sabré responder. Notará que estoy perdida e insegura, y eso la asustará,
y no estoy en casa para aliviar su inquietud.
A las ocho me ducho, me meto en la cama y caigo en un sueño intranquilo.
Todavía está oscuro cuando abro los ojos, mi cuerpo en alerta. Mi corazón se acelera en
mi pecho y permanezco lo más inmóvil posible. Me esfuerzo por escuchar lo que sea que me
ha despertado tan bruscamente.
Contengo la respiración. Mis oídos pitan.
—¿Por qué aguantas la respiración?
Exhalo aliviada.
—¿Por qué estás sentado en mi habitación a oscuras?
—Nuestra habitación —corrige—. No quería despertarte.
—Solo para futuras referencias, es muy escalofriante sentarse a oscuras a escucharme
dormir.
Permanece en silencio el tiempo suficiente para hacerme pensar que le he ofendido.
—¿Lo odias? —Habla finalmente, con auténtica curiosidad en el tono.
—Es escalofriante.
Suspira.
—Eso has dicho. Pero no es eso lo que he preguntado. Te he preguntado si me odiabas en
la habitación.
Considero la posibilidad de mentir. Pero sé que dejará de acudir, y estos retazos de tiempo
me hacen sentir como si pudiéramos lograrlo. Quizá podríamos ser algo más que extraños.
Quizá esta oscuridad podría unirnos lo suficiente como para encontrarnos a la luz.
—No —respondo con sinceridad.
—Tu sinceridad es admirable, Bianca. Es una de las muchas cosas que me gusta de ti.
Agradezco la oscuridad. Agradezco que no pueda ver el sentimiento de culpa y la
vergüenza en mi rostro. No puede leer la verdad de la muerte de su hermano en mi incapacidad
para mirarlo a los ojos.
—¿Prométeme que siempre serás sincera conmigo? —pide.
Me aclaro la garganta.
—¿Sobre qué tendría que mentir? —Me siento erguida, mis ojos buscan su sombra en la
oscuridad.
—No sé —dice—. Pero si tienes secretos, dolcezza, los encontraré. Es mejor que siempre
seas sincera para ahorrarnos la confusión que las mentiras podrían causar.
Trago saliva.
—Tenemos que irnos fuera una temporada.
—¿Irnos? —pregunto tontamente, aún aturdida por su promesa de escarbar en mi alma y
descubrir mis secretos.
—Ajá —responde, resonando el repiqueteo de un anillo contra el cristal mientras da
sorbos a su whisky.
—¿Adónde? —Me inclino hacia él, encendiendo la lámpara de la mesilla.
Mis ojos tardan unos segundos en adaptarse a la invasión de luz.
—¿Importa? Lejos.
Me llevo las rodillas al pecho.
—¿Por qué?
—Estoy convencido que nunca has hecho tantas preguntas a tu padre.
Se encuentra sentado en el gran sillón de la esquina de la habitación. El único lugar que
tiene una vista despejada de la cama. Se ha subido las mangas de la camisa por los brazos y se
ha desabrochado los botones superiores. Su cabello está desordenado y sus manos lo han
revuelto demasiadas veces, obligándolo a sobresalir en distintas direcciones. La preocupación
se dibuja a los lados de su boca, sus labios fruncidos en un gesto molesto.
—Mi padre no es mi marido —hablo en voz baja, preocupada por el hombre desaliñado
que tengo delante—. Sus asuntos no dictan mi vida. Los tuyos sí.
Me observa durante un largo rato, con la mente trabajando incansablemente tras sus
doloridos ojos.
—Tenemos que huir durante un tiempo. —Su voz se entrecorta, sus palabras se
confunden en una apresurada justificación—. Solo hasta que se calmen los ánimos en algún
asunto.
—¿Durante cuánto tiempo? —Me muevo hacia un lado de la cama—. ¿Por qué tengo yo
que marcharme? ¿No puedes simplemente marcharte?
Sus ojos contienen más de lo que dice, y no sé si despreciarlo por ocultármelo o
agradecerle que nunca lo comparta conmigo.
—Necesitas tranquilizarte. —Intenta apaciguarme—. Todo se arreglará cuando ciertas
personas aten algunos cabos sueltos.
Frunzo el ceño, mis labios crispados de disgusto.
Cabos sueltos.
—¿Cuándo se supone que nos vamos?
—Ahora.
—¿Qué? —grito.
Me silencia, y me dan ganas de coger el vaso de whisky que tiene en la mano y rompérselo
en la cabeza.
—Duerme, Bianca. Necesito reorganizar algunas de las complicaciones de mi vida.
Recogeré algunas cosas y haré algunas llamadas. Te despertaré cuando sea hora de irnos.
—No quiero irme —argumento.
Poniéndose en pie, apura el resto de su whisky, sujetando el vaso vacío con la punta de
los dedos.
—Confía en mí cuando te digo que sí. La alternativa no es una opción.
—¿La alternativa? Me gustaría oír la alternativa.
—Duerme —repite.
—Vincent —llamo tras su figura en retirada, pero cierra la puerta del dormitorio,
silenciando mi pánico.
Viviendo en casa, estaba totalmente al margen de los negocios de mi padre. No sabíamos
nada de sus negocios ni de los problemas que le seguían. Mi madre estaba al corriente. Por
supuesto que lo estaba.
Recordándolo bien, transcurrían períodos de tiempo en los que no veíamos a nuestro
padre. Se encerraba en su despacho, sus numerosos teléfonos eran una melodía constante tonos
de llamada. Chillaba. Gritaba. Hablaba durante horas. No dormía. Bebía. Y bebía. Y bebía. El
padre de Lorenzo pasaba por allí y, cuando murió, Lorenzo ocupó su lugar. Asuntos que no
nos incumbían.
Él y mamá se peleaban. Ella salía de su despacho con hematomas en la cara y fingía que
no se moría por dentro. Ella le protegía. Nunca le preguntamos por las marcas y nunca llamó
la atención sobre ellas. Siguió siendo una esposa obediente, aunque a menudo se estremecía
cuando él se acercaba demasiado.
Nunca me había planteado que Vincent pudiera ser parecido. Que su humor pudiera
volverse contra mí. Lo interesante es que podría muy bien ser una de las personas más
aterradoras que he conocido y, sin embargo, no me hace sentir insegura. No sé si tomármelo
como un alivio o como una advertencia. Pero en los pocos días que hemos pasado como marido
y mujer, ha estado preocupado y distraído, y sin embargo su humor no me ha afectado. No se
ha enfadado conmigo. De hecho, en todo caso, parece gravitar hacia mí como mecanismo
tranquilizador.
Es irrisorio que haya decidido reconfortarme porque mi marido no ha usado sus puños
conmigo.
No puedo dormir como él me ha pedido. En lugar de eso, me levanto y hago la cama, a
pesar que Heather vendrá cuando amanezca. Busco una maleta en el armario, pero al no
encontrarla, amontono una selección de ropa sobre la cama, lista para ser empaquetada.
Me ducho y me visto.
Vincent está en nuestra habitación cuando salgo del baño.
—Vine a despertarte.
Sus ojos recorren mi cuerpo por encima de la sudadera gris demasiado grande y el top
corto que llevo, hasta las zapatillas blancas de mis pies.
—No podía dormir —digo innecesariamente—. Solo he cogido ropa cómoda. Imagino
que no cenaremos fuera. Ni necesitaré nada elegante.
—No.
—No he encontrado ninguna maleta. —Odio cómo tiembla mi voz.
—Bianca. —Vincent se acerca—. No tienes por qué preocuparte, cariño. —Me suaviza el
ceño fruncido con un suave toque de su pulgar—. Ya te lo he dicho. Te protegeré.
—Estoy bien —miento, apretando los labios en una fina línea.
—Mentir no te hará sentir mejor.
No, me gustaría asentir, pero mostrarte cualquier debilidad solo te dará más poder.
—¿Necesitaré una chaqueta?
Suspira. —Sí.
Me doy la vuelta, cojo una americana del armario y la tiro sobre la cama con el resto de
mi ropa.
Sus labios se mueven para hablar, pero lo interrumpo.
—Voy a hacer café. ¿Quieres un poco?
—Por favor —responde en voz baja—. Bianca —me llama cuando llego a la puerta.
Hago una pausa, pero no me doy la vuelta.
—Por mucho que tu vestido de novia hecho jirones sea un complemento maravilloso para
el suelo de nuestro dormitorio y, obviamente, te produzca una sensación de orgullo por la
rabieta que tan eficazmente hiciste al romperlo en pedazos, es una burla a nuestra unión.
Mis hombros se agitan resoplando entre risas.
—Al parecer, entonces está en el lugar perfecto. —Me alejo sin esperar a que responda.
E
n media hora estábamos en la carretera.
Cogimos su G63, la extravagancia del todoterreno un indicio más que claro la Cosa
Nostra tiene más dinero del que yo pueda imaginar.
—Bonito coche.
Me mira, leyendo el sarcasmo de mi voz con una impasible mirada de soslayo.
—Mi padre tenía dinero. Heredé bien.
—Tú y Berto.
—Y luego heredé de Roberto.
—Convenientemente —afirmo, arrepintiéndome al instante de haberlo dicho.
Sube el volumen de la radio, ignorando mi mordaz comentario.
—¿Es nuevo? —Bajo el volumen de la radio.
—No. —La vuelve a subir.
La apago.
—Huele a nuevo.
—No lo uso a menudo. —Vuelve a encenderla.
—Qué derroche —reprendo, pero me ignora.
Nos pasamos horas al volante. Vincent rechaza todas las peticiones que le hago de
detenernos a comer. Mi estómago gruñe enfadado entre ambos. Empujo una mano contra el
aparato digestivo, avergonzada por la ferocidad del sonido.
—Necesito hacer pis.
Sus ojos se cierran irritados.
—¿Acaso eres una cría? Deberías haber ido antes de salir.
—Lo hice. —Pongo los ojos en blanco—. Llevamos horas en coche, Vincent. Por favor.
—No. —Ni siquiera considera mi petición.
—Eres tan imbécil.
—No podemos arriesgarnos a que nos vean —me dice en voz baja, mientras estira el
cuello hacia delante y atrás. Chasquea y frunzo el ceño.
—¿Qué has hecho? —muerdo.
—Nada.
—Ya, bien. —replico con sarcasmo, dándome la vuelta para mirar por la ventanilla.
Los árboles pasan borrosos. Imagino que abro la puerta y me arrojo al asfalto. Tal vez
moriría. Tal vez no. Si viviera, no escaparía. Me atraparía. Entonces probablemente me mataría.
Lo cierto es que no quiero morir.
Tampoco quiero vivir así.
Pero definitivamente no quiero morir.
—Llegaremos a nuestro destino en unos veinte minutos. O puedo parar y puedes hacer
tus necesidades en el arcén.
Miro con el ceño fruncido mi reflejo en la ventanilla.
¿Hacer mis necesidades en el arcén? ¿Este imbécil va en serio?
—¿Dejarías que tu mujer orinara al borde de la carretera?
—¿Para mantenerte a salvo? Sí —responde con facilidad.
—¿Cómo me mantienes a salvo? —grito—. Esto no tiene nada que ver jodidamente
conmigo.
—Cuida lo que dices, Bianca.
—Que te jodan, Vincent.
—Bianca —advierte.
—¿Qué vas a hacer? —Empujo su hombro, mi ira reclamándome—. ¿Golpearme?
—¿Qué? ¿Por qué iba a golpearte, joder?
—¿No es eso lo que se hace? ¿Cuándo nos pasamos de la raya?
—La forma en que tu padre resuelve los agravios que tiene con tu madre no tiene nada
que ver conmigo. —Su mano aprieta el volante—. Prefiero utilizar formas de castigo más
ingeniosas.
Me trago el rebote en la lengua, con el cerebro consumido por pensamientos que no
debería tener y que definitivamente no debería desear.
—Eres repulsivo.
Ladra una carcajada nada impresionado.
—Díselo a la lujuria de tus ojos y al duro apretón de tus muslos.
Relajo la tensión de mis muslos, el apretón que no me había dado cuenta que mantenía.
Hago un movimiento para hablar, para refutar su afirmación y negar lo que tan
obviamente sabe, pero solo conseguiría avergonzarme aún más. Así que cierro la boca, giro el
cuerpo para darle la espalda y vuelvo a mirar por la ventanilla.
—Nunca te haría daño, Bianca. No de ese modo.
No de ese modo.
—Ni siquiera sé lo que eso significa.
Sus dedos se estiran hacia fuera antes de volver a agarrar el volante.
—Físicamente. Nunca te haría daño físicamente.
Debería tranquilizarme, pero acaba de admitir libremente que mutilar mi corazón no está
fuera de los límites.
—Ni siquiera debería ser algo que necesitase para tranquilizarme.
—Era necesario que lo supieras —combate—. Mi reputación hace lo que tiene que hacer
por trabajo. No necesito que ese miedo se filtre en mi matrimonio.
—¿Así que no me matarías?
Gira la cabeza lentamente, el desagrado en sus ojos es evidente.
—Bianca, no te dejes engañar por ninguna amabilidad que te muestre. Si me traicionas, te
mataré, y no me sentiré jodidamente mal por ello.
—La lealtad y la honestidad son de suma importancia para mí. No lo olvides nunca. —La
dura advertencia en su tono hace que me mueva incómoda en mi asiento—. Si rompes mi
confianza, cualquier afecto que sienta por ti desaparecerá. Te degollaría sin dudarlo un instante
y dormiría tranquilo sabiendo que he eliminado una amenaza para mi libertad y mi familia.
Trago saliva. El movimiento es lo bastante fuerte como para escucharse a través del
silencioso interior del vehículo.
—¿Y quién dijo que el romanticismo estaba muerto? —bromeo, odiando la insinuación de
peligro en su tono.
Él ignora la tontería y mantiene la mirada fija en la serpenteante carretera. Sigo su ejemplo
y dirijo mi atención a la carretera bordeada de árboles, viéndolos pasar entre borrones verdes
y marrones.
¿Soy estúpida por fijarme en el comentario imprevisto que hizo sobre su afecto hacia mí?
¿He caído ya en una sensación cegada por el cuento de hadas? ¿Encantada porque el monstruo
que tengo al lado haya admitido que siente algo por mí? O quizá debería estar más agradecida.
Si miro más profundamente, Vincent me salvó la vida. Por lo que puedo deducir, no le
obligaron a casarse conmigo. Eligió hacerlo. ¿Pero por qué?
—Nunca te traicionaría.
Él no responde.
—¿Por qué te casaste conmigo?
No responde.
Me aclaro la garganta, odiando lo débiles que suenan mis palabras. El cuero del asiento
se me pega a la piel, mi cuerpo está húmedo. Puede amenazarme de muerte, y mi ritmo
cardíaco aumenta, pero cuestiono sus sentimientos, y se siente dispuesto a suicidarse
lanzándose desde mi pecho y arrojándose por la ventanilla al tráfico en movimiento.
—No soy nadie para ti. Lorenzo podría haberme matado, y no tendrías la carga de mí en
tu vida. Mi pregunta es ¿por qué? ¿Por qué yo cuando podrías haber conservado tu libertad?
Su mano derecha se levanta del volante, el dedo índice rozando el grueso anillo metálico
del pulgar. Se distancia de mí, apoyando el codo izquierdo en la línea de su ventanilla.
—No veo nuestro matrimonio como una falta de libertad. —Saca la lengua y humedece
sus labios, pero vuelve a callarse.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Te admiro —murmura, lo bastante bajo para que apenas oiga las palabras.
—No me conoces. —Mi cabeza se inclina hacia un lado, mis labios fruncidos.
—Sé lo suficiente.
Abro la boca para hablar, pero no se me ocurre qué decir. Vuelvo a cerrarla con un suave
movimiento de cabeza.
—Nunca imaginé que me casaría. —Vuelve a hablar, y escucho atentamente—. Yo era un
ejecutor. ¿Qué mujer en su sano juicio querría estar ligada a mí?
—Las hijas de la mafia no tienen elección.
—Eso es cierto —asiente—. Y aun así, sentí que eso no estaba hecho para mí. Cuando
Lorenzo me ofreció una vida diferente, mis opciones se ampliaron. Necesitaba una mujer
fuerte. Alguien leal y que lo fuera siempre. Una compañera que arriesgara su vida por lo que
consideraba importante.
—¿Tú? —pruebo en voz baja.
—Yo —confirma—. Si voy a dar mi vida por alguien, ¿está mal querer lo mismo a cambio?
—No. —Lo observo, su atención centrada en la carretera y a mundos de distancia de mí—
. ¿Cómo sabes que soy esa persona?
—¿Me equivoco? —Me mira entonces, y el fuego de sus ojos me obliga a desviar la mirada
de los suyos a mi regazo.
—Para la gente a la que quiero, soy exactamente como tú describes.
—Para la gente a la que quieres —se hace eco, saboreando el insulto en su lengua—. Quizá
mi esperanza sea que un día me ames.
—¿Me corresponderías? —pregunto después de tomar aire, satisfecha porque mi voz no
tiemble.
No responde durante mucho tiempo. Lo suficiente para resignarme a que haya decidido
ignorarme. Pero entonces habla, y mi corazón siente por él algo que nunca imaginé que sentiría.
Lástima.
—No creo que la oscuridad de mi corazón deje nunca espacio para el amor, dolcezza. Los
monstruos temen más a la luz que los ángeles a la oscuridad.
L
os neumáticos delanteros del coche de Vincent crujen sobre palos y hojas secas, un
eco de la naturaleza que hacía mucho tiempo que no escuchaba. El camino de tierra
serpentea por curvas que no puedo ver más allá, pero estiro el cuello igualmente. El
sol se esfuerza por asomar entre las copas de los árboles, y me quito las gafas de sol. Me
estremezco. El frescor del aire húmedo del exterior es suficiente para que Vincent apague el
aire acondicionado, la pérdida del constante ventilador acentúa el sonido del silencio entre
nosotros.
Una cabaña aparece en la última curva, y me quedo boquiabierta ante su belleza.
—Vaya.
Es pequeña, sin duda, pero posee una robustez rústica la cual nos acoge en un cálido
abrazo. Tres escalones conducen a un porche lo bastante grande para dos personas. Está
construido con troncos viejos; teñido y bien cuidado.
—Es adorable —exhalo.
—¿Pensabas que íbamos a escondernos en una choza?
Me encojo de hombros.
—Supongo que sí.
—No es lujosa ni mucho menos, pero está limpia y servirá para lo que la necesitamos.
Puedo vivir con eso.
—¿Tiene chimenea?
—Sí.
Aplaudo, sintiéndome tonta, pero no lo suficiente para detenerme.
—¿Puedes esperar un momento en el coche? Apaga el motor—. Solo quiero revisarlo.
—¿Para qué? —lo miro recelosa—. ¿Intrusos?
—Solo quiero asegurarme que sea segura.
Bajo la voz.
—¿Qué pasa si hay alguien esperando en el bosque?
Suspira, frotándose la cara con una mano.
—Vale, vale —concedo, quitándome el cinturón de seguridad.
Se inclina sobre mí y abre la guantera para sacar un arma.
—Jesús.
—Por si acaso. —Sonríe satisfecho.
Entra en la cabaña y vuelve a los pocos minutos para abrir mi puerta. Me coge de la mano
mientras salgo del coche, y mi corazón palpita ante la elemental muestra de intimidad.
—Entra. Cogeré las maletas.

Lleva horas encerrado en el pequeño despacho. Cuando llegamos, dejó caer


nuestras maletas en el único dormitorio y se encerró.
Me he mantenido ocupada husmeando. He explorado todos los rincones. Dos veces. He
olfateado las sábanas, esperando encontrarme con un olor rancio. Pero están recién lavadas y
suaves al tacto. La nevera está llena y la alacena también. En el ropero solo hay mantas y
almohadas de repuesto.
Deshago la maleta. Miro la de Vincent, pero me lo pienso mejor y la quedo intacta donde
él la dejó, a los pies de la cama.
Me preparo una taza de café y me siento en el porche, contemplando el lago que nos
rodea. Sería bastante tranquilo si no me hubieran traído aquí contra mi voluntad. Ojalá mi
nuevo marido me hubiera traído aquí para una escapada romántica y no para esconderme hasta
que se haya encubierto cualquier crimen que haya cometido.
No he hablado con Caterina desde mi boda. No he tenido ocasión de asegurarle que estoy
a salvo, y sé que estará preocupada. Esperaría que nuestro padre aliviara sus temores, pero sé
que no debo confiar en él. Le diría que dejara de preocuparse, que ya no era asunto suyo. Que
ahora era de Vincent.
Vuelvo a entrar en la cabaña y me dirijo hacia el despacho. Golpeo la puerta.
—Sí.
Giro el picaporte lentamente, asomando la cabeza por la rendija de la puerta.
—Solo estaba comprobando.
Deja el teléfono en el escritorio. Un dinosaurio de aparato que probablemente fuera el
teléfono más codiciado cuando yo nací.
—¿Necesitas algo?
Lleva casi dos días sin dormir, y se le nota. Tiene los ojos inyectados en sangre, la ropa
arrugada y arrastra la voz por el cansancio.
—¿Necesitar? ¿Comida? ¿Dormir tal vez?
Una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios.
—Tengo mucho que hacer. Pero ya habré terminado para la cena.
—Bien. Nos prepararé algo.
Espero.
Me mira fijamente.
—¿Has hablado con mi padre? —Hago un gesto hacia el teléfono.
—¿Por qué?
Entro en el despacho sin ser invitada.
—¿Sabe Cat que estoy bien?
No parece perturbado por mi presencia, así que me adentro más en la sala.
—No le he preguntado a tu padre. He tenido cosas más importantes que resolver.
Ya, como mantenerte fuera de la cárcel.
El silencio desciende entre nosotros.
—Bianca —advierte, su pecho se desinfla en un prolongado suspiro.
—Por favor, Vincent. Es seguro. Si no, no lo usarías. Treinta segundos. Solo quiero
asegurarle que estoy a salvo. —Soy consciente de estar rogando y suplicando a mi marido que
me permita acceder a mi propia familia.
Su cabeza se inclina hacia atrás.
—Haré lo que sea.
Ahora estoy de pie frente a su escritorio, con las manos apoyadas en la madera.
Sacude la cabeza.
—No te rebajes ofreciéndote como pago.
—Yo …—Tartamudeo.
—Tienes treinta segundos —me advierte—. Ni un milisegundo más, Bianca. No me
pongas a prueba.
—Gracias. —Sonrío ampliamente.
Agarro el teléfono con impaciencia de su mano, pulsando los números rápidamente. Mi
respiración se hace más fácil en el momento en que el tono de llamada llega a mis oídos.
—¿Hola?
—Cat —exhalo.
—Bianca, Dios mío, ¿estás en algún lugar seguro?
—Sí, estoy en...
Vincent se aclara la garganta y me detengo.
—Estoy a salvo.
—Bianca, el FBI ha estado aquí buscándote.
—¿A mí? —Suelto la palabra entrecortadamente, la conmoción lacerándome la espalda.
—Te buscan para interrogarte en relación con la muerte de Roberto —dice en voz baja—.
Escuché a Papa hablando con Mama. Te han identificado como la última persona que lo vio
con vida.
—¿Qué? —La bilis sube por mi garganta—. ¿Cómo? Yo no... Eso no es lo que pasó. Yo...
—Lorenzo ha dicho a las autoridades que estás de luna de miel y que Vincent y tú no
estáis localizables.
—Despediros. —Tan absorta estaba en lo que me contaba Caterina, que no sentí el
acercamiento de Vincent. Su mano toma la mía por encima del teléfono, su pecho se aprieta
contra mi espalda.
—Tengo que irme —me lamento.
—No llames, Bianca —me ordena Caterina—. Papa le ha dicho a Mama que Vincent te
mantiene a salvo. Esto se calmará. Sabes que pasará.
—Sí —acepto distraídamente—. Te quiero.
Vincent cuelga antes de poder escuchar la respuesta de Cat.
Permanecemos en esa posición, su pecho presionado contra mi espalda, el tiempo
suficiente para que mi respiración se estabilice.
—Dejas que te acuse de ser todo culpa tuya.
No contesta.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Y preocuparte innecesariamente? —Las rebabas de sus palabras me arañan la nuca y
me estremezco.
—Yo no lo maté —le aseguro—. Yo no maté a tu hermano.
—Shhhh —me tranquiliza—. Lo sé.
Trago el exceso de saliva formado en mi garganta.
—¿Iré a la cárcel?
Levanta mi mano izquierda, con el pulgar rozando el anillo de mi dedo.
—Te dije que esto era una promesa para protegerte. No hago declaraciones así a la ligera.
Lo digo en serio.
Me protege cuando debería quererme muerta. Me invade la culpa y me giro, inclinando
la cabeza hacia atrás para ver su rostro.
—¿Por qué? Tú no querías casarte conmigo. Lorenzo te obligó a hacerlo. Esta es tu salida.
Me gira la cabeza con el pulgar y me besa suavemente la mandíbula.
—No me vuelvas a molestar.
—Vinnie —gruño, pero él me ignora, y agradezco que lo haga porque no sé qué decir.
Levanta una ceja ante mi expresión cariñosa, pero no dice nada.
Estamos aquí para protegerme.
No a él.
—Haré la cena —digo débilmente, sintiéndome horriblemente estúpida.
Él asiente, despidiéndome en silencio, y salgo, apretando la espalda contra su puerta
cuando la cierro tras de mí.

Cenamos en silencio. No encontraba palabras para llenar aquel


cavernoso silencio. Parecía cómodo en la quietud. Comió la cena que preparé, me felicitó por
mi forma de cocinar y recogió la mesa. Limpiamos uno al lado del otro en completo y absoluto
silencio. Él lavaba, yo secaba, y aquello parecía ridículo. Vincent Ferrari, temido ejecutor de la
mafia, ahora asesor del jefe, lavando los platos.
—Podría haberlo hecho. —Finalmente claudiqué, torturada por el silencio.
—Has cocinado —dijo.
Cuando la cocina estuvo limpia, me pasó una mano por el hombro y desapareció en su
despacho sin decir una palabra más.
Metiéndome en la ducha, me froto el cuerpo con más fuerza de la necesaria.
Estamos aquí para protegerme.
Él no duerme para protegerme.
Vincent Ferrari me confunde. Dice que me admira, pero no me conoce. Piensa que soy
impura, pero acepta casarse conmigo. Lo consideré un monstruo, sin pensar una sola vez que
sería mi salvador.
El odio que albergaba en mi corazón hacia él, simplemente por ser quien es, se deshiela
con cada segundo que pasamos juntos. Es inesperado, y no sé cómo hacer planes para alguien
que me ha pillado tan innegablemente desprevenida.
Acostada sobre la cama, doy vueltas y vueltas. No está a mi lado, y me irrita el hecho que
desde que nos convertimos en marido y mujer, se haya negado a compartir mi cama.
Retiro las mantas hacia atrás y atravieso la cabaña caminando con pies ligeros.
Su silueta es tan intimidante como a la luz del día. Pero me llama, la oscuridad que lo
rodea me llama a acercarme, y lo hago sin discusión.
Sentado en un lujoso sillón, la luz de la luna se proyecta sobre la mitad de su rostro y sus
ojos permanecen cerrados en actitud de reposo. No está dormido. Su cuerpo está demasiado
alerta, demasiado rígido para que esté inconsciente.
Dejo que mis ojos vaguen sobre él, contemplando al hombre formidable que es mi marido.
—Vete a la cama, Bianca.
La brisa de la ventana agita mi camisón alrededor de los muslos.
—Vincent.
Abre los ojos lentamente y me mira desde su vaso de whisky, con ojos que se oscurecen
cuando se centran en el duro contorno de mis pezones. Guijarros no solo por el aire frío, sino
también por el calor de sus ojos entornados.
—Dolcezza —musita, la palabra dolorida, un apelativo gruñido desde lo más profundo de
su garganta—. Esta noche no.
Se le ve a punto de caer. No solo cansado, sino totalmente agotado. Unas ojeras azuladas
enmarcan sus ojos por la falta de sueño. Se le ve incómodo, lo que dista mucho del hombre
seguro de sí mismo y desprendido con el que me casé. Vincent es un hombre tranquilo, pero
hay silencios y luego hay silencios reflexivos, y eso en el hombre que tengo delante resulta
incómodo.
Doy un paso adelante, deteniéndome cuando sus fosas nasales se agitan.
Introduciendo su mano entre su cabello, tira bruscamente de los mechones oscuros.
—No puedes darme lo que necesito esta noche.
Los nervios empujan mi pecho hacia delante. Una confianza fingida se muere por calmar
la tormenta que parece haberle reclamado.
—Pruébame.
Se lleva el vaso a los labios, sorbe lentamente, su mirada fija en mí por encima del borde
del cristal. No puedo leerlo. Es un maestro en ocultar sus pensamientos más profundos. Es un
enigma, y anhelo resolverlo como un intrincado rompecabezas.
La punta de su lengua se arrastra por la línea de su labio inferior, absorbiendo los restos
de whisky antes de aspirarlo de nuevo hacia su boca.
Parece aburrido, con la respiración agitada y los ojos igual de vacíos. Estoy segura que va
a rechazarme. A decirme que lo deje en paz, como ha hecho hace unos instantes.
—Quítate la ropa.
Sus palabras me sorprenden, su voz es más grave de lo que estoy acostumbrada.
Mi piel se eriza de necesidad. Una potente mezcla de miedo y lujuria me impulsa a actuar
ante un dolor que no comprendo en absoluto.
Dejo caer con facilidad los finos tirantes de mi camisón de seda, deslizándose sobre mi
sensible piel. Incluso esa sedosa caricia me hace querer gemir, y sé que, en el fondo, tiene más
que ver con la mirada retraída de mi marido que con el tacto de la seda sobre mi piel. Algo en
la forma en que nada le afecta me hace desear despojarme de esa indiferencia y ver al hombre
desenfrenado que hay bajo la máscara.
Bajo más el camisón, sobre un codo cada vez, liberando mis pechos del suave material.
Mis pezones, ya duros, me duelen cuando el aire toca sus picos necesitados. Ansío apretarlos,
ofrecerles el alivio que tanto necesitan, pero me abstengo, cediendo a rozarlos ligeramente con
las muñecas.
El movimiento no pasa desapercibido, un suave ceño se arquea en la frente de Vincent.
Empujo la seda por mi cintura y sobre mis caderas.
Completamente desnuda, con el camisón a mis pies, lo retiro, dejando que la mirada de
Vincent recorra tranquilamente mi figura. Se toma su tiempo, sus ojos me devoran con avidez.
—Tienes un cuerpo que los hombres matarían por tocar, Bianca. ¿Lo sabes?
Niego con la cabeza.
—Los hombres fantasean contigo. Acerca de agarrar el marcado contoneo de tus caderas.
Piensan en todas las formas en que les gustaría follarte. Desean sentir tus bonitos pezones en
su lengua. Se imaginarán con su polla alojada en tu garganta.
Permanezco inmóvil.
—Me vuelve asesino —tararea—. ¿Cómo me aseguro que no piensen en ti de ese modo?
¿Cómo puedo asegurarme que solo existes en mis fantasías?
—Yo...
—No hables —me interrumpe—. Tu voz es demasiado tentadora. ¿Puedo prohibirte que
hables con alguien que no sea yo de ahora en adelante? ¿Puedo reservar esa voz solo para mí?
—Vincent —susurro.
—Eso es —gruñe—. Suenas a sexo, Bianca. Tus palabras son tan suaves. Rasgadas y
guturales. Suenas como si te acabaran de recomponer los órganos con el tipo de sexo que se
reserva para las prostitutas.
Un destello excitante revolotea entre mis muslos y cierro los ojos para evitar que se abran
de golpe.
—Abre los ojos.
Hago lo que me pide.
Desliza el vaso vacío sobre la mesita a su lado y se apoya en el reposabrazos de la silla.
—De rodillas, esposa.
Avanzo un paso, pero él niega con la cabeza.
—Ahí. —Inclina la barbilla, señalando el suelo, y trago saliva por mi inseguridad.
Siguiendo sus instrucciones, me arrodillo.
Su dedo índice roza su labio inferior, y anhelo tocar el mismo lugar con mis labios. Sentir
el suave cojín contra mi boca.
Mientras mis rodillas besan el rojo intenso de la alfombra persa debajo de mí, me hace
esperar. Su atención en mi rostro no decae. Sostiene mi mirada, y por mucho que anhele bajar
la cabeza y liberarme de la intensidad de sus ojos, no puedo apartar la vista.
—Gatea.
Se me abren los ojos.
¿Gatea?
Espera pacientemente, sacando la lengua para humedecerse los labios.
Podría levantarme y marcharme. Podría encerrarme en nuestra habitación y olvidar lo
que le ofrecí. Me dijo que no podía darle lo que necesitaba. Me retó a marcharme, y yo elegí
oponerme.
Quiere degradarme. Disfruta con la emoción de saber que estoy a su merced. Quiere
poder.
Y, desconcertantemente, quiero dárselo.
Mis manos tocan el suelo, y la humedad se acumula entre mis muslos al ver cómo se
agitan sus fosas nasales.
Mi cuerpo desnudo se mueve lentamente hacia él. Una mano delante de la otra mientras
dejo que me vea acercarme a cuatro patas.
Sus piernas se entreabren, sus caderas se levantan ligeramente, su creciente erección se
hace evidente dentro de los límites de su pantalón de vestir. Se me hace la boca agua. La
necesidad encendida en sus plateados ojos hace que se disparen fuegos artificiales en la misma
boca de mi estómago, tirando aún más hacia abajo.
—Eres tan jodidamente hermosa.
Gimo, negándome a ocultar mi necesidad.
Nunca habría imaginado que someterme a algo tan degradante me excitaría. Pero noto
cómo el líquido resbaladizo se abre camino desde mi coño hasta mis muslos.
—Tan buena chica —me elogia, con su gran mano ahuecando mi mejilla cuando llego
hasta él—. Quieres complacerme, ¿verdad, esposa?
Froto mi rostro contra el tacto calloso de su palma en señal de confirmación. Su pulgar
roza mi labio inferior, tirando de él con brusquedad.
—¿Has tenido alguna vez una polla en la boca?
Mirándolo a través de mis pestañas, inhalo bruscamente.
—No.
Tararea con aprobación.
—Bien.
—Un orificio sin tocar —suelto, utilizando sus repugnantes palabras contra él.
Sus ojos se entrecierran y sus dedos me agarran dolorosamente la mandíbula. Me niego a
apartar la mirada. Aunque me lloren los ojos, no estoy dispuesta a avergonzarme.
—No vuelvas a mencionar a mi hermano tocándote.
Su agarre es tan fuerte que me cuesta afirmar con la cabeza. Pero él lo nota y afloja.
—Eres mi mujer.
—Sí.
—Te protegeré. Cuidaré de ti.
Con el trasero desnudo sobre las puntas de los pies, lo miro, escuchando atentamente.
—Pero cuando te toque, Bianca, te trataré como a la putita sucia que sé que eres.
Mi coño se aprieta, y me esfuerzo por conciliar la vil palabra en sus labios.
Puta.
—Mi puta. —Vibra de necesidad y agradecimiento—. Para complacer. Para follar. Para
tocar. Para usar.
Complacer.
Follar.
Tocar.
Usar.
Ojalá me complaciera ahora. Ojalá me sacara de mi miseria y me tocara hasta que me
corriera.
Mis manos se mueven hacia mis muslos. Él capta el movimiento, pero no dice nada. Las
deslizo más arriba, deseando proporcionarme el alivio que tanto necesito.
—¿De quién eres puta?
Tengo la boca seca.
—Tuya.
—Solo mía. Ahora, sé una buena putita y sácame la polla —me ordena antes de alcanzar
mi clímax, y quiero llorar por la pérdida de un orgasmo del que estuve a solo unos segundos.
Pero obedezco sin discutir, y mis dedos tiran de su cremallera para liberar el considerable bulto
de su pantalón.
Como el resto de su cuerpo, la polla de Vincent es hermosa. Larga y gruesa. La piel lisa se
extiende sobre su gran longitud.
—¿Te gusta lo que ves? —Agarra la base de la polla con los puños y desliza la mano hacia
arriba una, dos veces, nuestros respectivos ojos clavados en la gota de semen que adorna la
punta.
Me acerco más.
—Te he preguntado que si te gusta lo que ves.
—Sí —digo, la palabra apenas audible por la forma en que crepita por la necesidad.
—¿Quieres probarlo?
Asiento.
—Pídelo amablemente.
—Por favor, Vincent.
—Vinnie —me corrige—. Por favor, ¿qué?
Mis muslos se aprietan, mi clítoris palpita ante el juego de poder que él está exhibiendo.
—Vinnie, por favor, déjame probar tu polla.
Gime, y el sonido resuena en su garganta como un gruñido. Sus dedos se tensan alrededor
de su base y empuja la cabeza de su polla hacia mí.
Con los ojos fijos en él, rodeo su polla con la mano, justo encima de la suya, tocándonos
mutuamente los dedos. Mi lengua sale disparada, recorriendo la pequeña hendidura para
recoger en mi boca las gotas de su excitación. Gimo con su sabor. El tacto cálido y salado estalla
en mi lengua en un fuego lujurioso que desconocía.
Juntando mi saliva en la punta de la lengua, la saco, equilibrándola sobre la cabeza de su
polla, viendo cómo mi saliva resbala sobre su acampanada punta.
Sus caderas se impulsan hacia arriba, con un gruñido salvaje haciéndose eco del beso de
su polla contra mi lengua.
—Qué niñita más sucia.
Hago girar la lengua sobre su húmeda cabeza, saboreando el calor de su suave piel.
Aplano la lengua en la base de la punta y mis labios la engullen. Chupo y él gime con los ojos
cerrados.
Desciendo más y la introduzco más en mi boca. Sisea, sube la mano y me pasa los dedos
por el cabello para sujetarme la coronilla. Espero que me empuje hacia abajo, que me obligue a
tragar más, pero no lo hace. Se limita a masajearme el cuero cabelludo con los dedos, mientras
se le escapan sonidos ásperos de la garganta mientras chupo su polla.
Algo en lo más profundo de mí tira, una tensión enroscándose en las profundidades de
mi coño. Mi clítoris reclama atención y estoy más que sorprendida al darme cuenta que chupar
la polla de Vincent me excita. Puede que esté de rodillas y completamente a su merced, pero
me siento poderosa. Me siento más sexy que nunca. Complacerle enciende mi lujuria, y darme
cuenta de ello derriba los muros que había forzado entre nosotros.
La intimidad ha despojado a Vincent de su escalofriante comportamiento. No es en
absoluto abierto, pero deja entrever una parte de su vulnerabilidad, y quiero más de ella.
Sigo su ejemplo, escuchando los sonidos que hace.
Paso la lengua por la hendidura de su cabeza y se le corta la respiración.
Aprieto la mano a su alrededor con fuerza, chupando su pene con avidez, y él me agarra
el cabello con más fuerza.
Me lo trago hasta el fondo de la garganta, girando la mano en un movimiento ascendente,
y él gruñe, acompañando el sonido con pequeños movimientos de las caderas.
—Palpitante —dice, pero creo que ni siquiera se da cuenta de haber hablado.
Tarareo al oír las palabras, sintiéndome orgullosa de haberlo hecho. He hecho que su polla
palpite.
Me muevo para penetrarlo de nuevo, pero él me empuja hacia atrás, apartándome de su
polla. Avanzo un poco, pero gruñe y me detengo. Con la polla fuera de mi alcance, lo miro,
inhalando la peligrosa mirada de sus ojos.
—Abre.
Abro la boca y, sacudiéndose, deja que gruesos hilos de esperma se derramen sobre mis
labios abiertos. Lo hace girar sobre mi boca, dejando que su flujo caiga sobre mi barbilla y mis
mejillas.
—Déjalo —sisea cuando me muevo para limpiarme el semen que me gotea por la barbilla.
Dejo caer las manos y sus ojos se oscurecen.
Se levanta y se eleva sobre mi cuerpo arrodillado. Su polla medio erecta está a escasos
centímetros de mi rostro, y espero que me ordene que vuelva a abrir la boca. En lugar de eso,
me tiende la mano y deslizo mi mano hacia la suya.
—Levántate.
Mi cuerpo desnudo empujado contra el suyo, su mirada deseosa se clava en la mía. Noto
cómo su liberación se seca en mi cara.
Nos gira.
—Siéntate en la silla, Bianca.
Sigo sus instrucciones. Una vez acomodada, se arrodilla frente a mí, y la fuerza de su
cuerpo me obliga a apretar los muslos. Me sonríe, y quiero tirarme al suelo delante de él. Quiero
besar sus labios y exigirle mirarme así eternamente. Es aterrador y hermoso y tan
indiscutiblemente mío. Nunca he tenido una necesidad avariciosa de tener algo como posesión.
Pero aquí, con mi marido, ardo en deseos de poseer su corazón y su cuerpo.
Lleva las manos a mi pie derecho, lo levanta y se lo permito. Con la rodilla en mi pecho,
apoya el talón de mi pie en el cojín. Hace lo mismo con mi pie izquierdo. Mis muslos están a
ras de mi vientre y mi pecho. Mis talones están presionados contra mi trasero. Mi coño está
completamente expuesto.
—Sabía que serías una buena putita.
Un sonido de necesidad se escapa de mi garganta. Debería avergonzarme, pero no lo
hago. Estoy necesitada. Estoy excitada. Y quiero correrme.
—Deberías ver tu reluciente coñito. —Habla directamente a la misma parte de mi cuerpo
que está alabando—. Todo hinchado y deslizante.
Inclino las caderas hacia atrás, buscando cualquier tipo de alivio.
—¿Qué necesitas?
—A ti —grito.
—¿A mí? Estoy aquí, dolcezza.
—Tócame —suplico.
—¿Dónde? —Sopla suavemente contra mi centro, y gimo necesitada—. ¿Quieres que
toque tus pezones de putilla perfecta? Picos bonitos y rosados. ¿Quieres que te los chupe,
Bianca?
Gimo. El sonido es lo bastante fuerte como para hacer temblar mi cuerpo.
—¿O tu coño? —susurra.
—Síiii —siseo.
—Mm —gime—. Pídemelo amablemente, cariño. Di Vinnie, besa mi coñito.
Mi cuerpo se estremece con un orgasmo que crece tan fuerte dentro de mí que apenas
puedo respirar.
—Dilo —gruñe.
—Por favor, Vinnie. Bésame el coñito.
Ni siquiera he terminado la frase cuando su lengua se conecta, bebiendo mis jugos desde
el orificio hasta el clítoris.
Mis manos vuelan hacia mis tetas, apretándome los pezones con rudeza. Gimo largo y
fuerte, el sonido entrecortado y áspero.
Ofrece un beso a mi clítoris tan tierno, que apenas siento el empuje de sus labios.
—Vinnie —suplico—. Tesoro.
Con la lengua afilada, la hace patinar sobre mi clítoris, ochos tallando en mi carne más
sensible. Quiero mirarlo. Quiero poder mirarlo a los ojos mientras me mata a conciencia. Pero
el placer que recorre mi cuerpo es tan intenso que me cuesta abrir los ojos.
Noto cómo mi excitación gotea, mojando el cojín que hay debajo de mí y goteando entre
las nalgas. Estoy empapada. Mi carne es adicta a su tortura.
Se entretiene lamiendo y chupando, es capaz de leer mis necesidades antes que yo misma
las conozca. Me lleva cada vez más alto. Mis gritos son descarados. Mi coño palpita. Palpita al
ritmo de los latidos de mi corazón, corriendo hacia una liberación que seguro me matará.
—Córrete en mi cara, Bianca —tararea contra mí—. Sé una buena putita y ensúciame.
Me corro gritando, sus palabras lascivas me llevan al límite, y hago exactamente lo que
me pide. Me corro contra su cara. Mi descarga me incapacita y caigo contra el sillón, con el
pecho agitado y gemidos suaves tras cada réplica.
El mundo me da vueltas y no me doy cuenta de estar en sus brazos hasta que vuelve a
ponerme en pie en el cuarto de baño. Abre la ducha y mantiene la mano bajo el agua hasta que
está lo bastante caliente. Lo observo con ojos llenos de lujuria, las piernas aún temblorosas.
—Métete, dolcezza —murmura.
La cálida lluvia de agua toca mi piel y gimo en voz alta. Cierro los ojos, dejando que el
agua me bañe, y solo los abro cuando siento su contacto.
Está fuera de la ducha, con una toallita en la mano, pasándomela delicadamente por la
cara, retirando de mi piel los restos secos de su clímax.
Lo observo atentamente.
—Gracias.
—No hay de qué —dice, sin apartar los ojos de su tarea.
Lava todo mi cuerpo, completamente vestido, sin inmutarse por las salpicaduras de agua
que humedecen su ropa.
—Cierra la ducha —me ordena, y hago lo que me dice.
Envolviéndome en una toalla, seca mi cuerpo. Estoy a la vez confusa y eufórica por la
disparidad de su carácter y el suave toque con que se acerca a mí.
Seguro de tenerme seca, tira la toalla por encima de la mampara de la ducha.
—Métete en la cama, Bianca. Duerme. Tengo trabajo que hacer.
Quiero discutir. Quiero pedirle que se una a mí. Quiero que me toque. Pero obedezco su
orden, me meto en la cama y mis ojos se cierran casi de inmediato por el dichoso cansancio.
M
e desperezo, gimiendo al sentir el alivio en mi cuerpo cuando mis músculos se
extienden.
—¿Has dormido bien?
Gruño sorprendida.
—Tienes que dejar de hacer eso.
—¿Hacer qué?
Me incorporo sobre mis codos, la sábana bailando precariamente sobre mis tetas. Vincent
está sentado en el pesado sillón de la esquina de la habitación, con la mano derecha sosteniendo
una taza de café humeante.
Tres de sus cinco dedos lucen pesados anillos metálicos. Nunca le he visto sin ellos. Cada
anillo es grueso, de diseño intrincado, y contrasta con el tacto bronceado de su piel.
Está sin camisa, y me tomo mi tiempo para contemplar la escena. Es la primera vez que
lo veo con algo que no sea un traje, y se me seca la boca.
Es perfecto. Piel bronceada y músculos definidos. Una débil capa de vello cubre la parte
superior de su torso. Las líneas de sus músculos abdominales son visibles incluso cuando está
sentado, y una línea oscura de vello se desliza desde su ombligo hasta el interior de su pantalón.
La curva esculpida de sus pectorales está rematada por pequeños pezones rojos. Nunca había
visto nada igual. El despliegue de una revista cobra vida; abierta para mi lectura, y el reclamo
de un marido recorre mi cuerpo con posesividad.
Una sombra oscura de tinta se esparce a lo largo de su costado, y giro la cabeza,
esforzándome por ver mejor.
—Tienes un tatuaje —digo.
Toma un sorbo de café.
—¿Qué es?
—Alambre de espino —dice.
Dejo que mis ojos recorran los surcos de sus brazos, deteniéndome en las venas de sus
antebrazos. Vuelvo a mirar su rostro.
—Alambre de espino —repito, deseando que se hubiera quitado la camisa anoche para
poder sentir el calor de su piel.
—Veintitrés púas en total.
Parpadeo dos veces.
—¿Por qué veintitrés?
—Un recordatorio de las vidas que he arrebatado.
Las vidas que he arrebatado.
—Oh. —Mi labio inferior se despega y ladeo la cabeza, mirando de nuevo la tinta.
—¿Te asusta eso?
Habla de muerte y asesinato como si se tratara del tiempo. No hay cautela en su tono ni
vacilación en sus palabras. Tocan su lengua como su aliento, forman parte de él.
Sujeto la sábana contra mi pecho, sentada, con la espalda recta.
—¿Cuándo conseguiste el último?
Vuelve a dar un sorbo a su café, apartándose brevemente de mí para dejar la taza vacía
sobre la mesita a su lado. Está sentado con el pijama igual que con un traje. Piernas abiertas,
brazos apoyados a los lados de la silla que eclipsa. Es una visión, una que no debería querer
grabar en mi memoria para siempre.
—Dos días antes de casarnos.
Pienso en ello.
—¿El día que me diste esto? —Levanto la mano izquierda.
—Justo antes de darte eso.
Trago saliva.
—¿Cuánto tiempo después de matar a alguien te haces el tatuaje?
—No vi ningún tatuaje en tu cuerpo. —Me ignora.
—No tengo ninguno.
—Piel limpia.
—Sí.
Nos miramos fijamente y desearía que viniera a mí. Ojalá me sacara de mi miseria y me
besara. Debería avergonzarme porque las almas perdidas estén inmortalizadas para siempre
en su cuerpo, pero solo puedo pensar en tocar esa misma piel. Pasar mis manos por sus
hombros y brazos. Arrastrar las yemas de los dedos por las hendiduras de sus abdominales.
Sentir el calor de su cuerpo contra mis manos.
—Cuando me miras así —susurra—. Los pensamientos que pasan por mi mente, Bianca...
las cosas que pienso en hacerte. Me hacen pensar que tú también las deseas.
He llegado a aprender que su voz disminuye cuando está excitado. Su voz solo susurra
palabras acariciando las partes más sensibles de mi cuerpo.
Cierro las rodillas, atrapando la sábana entre mis muslos.
—Quieres...
—¿Quiero qué? —pregunta.
—Yo...
Cierra los ojos, decepcionado, y quiero suplicarle que se quede. No me comprendo. No
puedo conciliar lo mucho que lo deseo con la vacilación de mi voluntad para pedírselo. Temo
más su rechazo que su ira, y sé que es una tontería, pero su ira es algo contra lo que puedo
prepararme. Su desinterés cortaría mi confianza y la dejaría perdida para siempre.
Vincent se levanta y las curvas de sus caderas se hunden pecaminosamente en su pantalón
de pijama negro.
Ansío alcanzarlo y tocarlo.
Se acerca al extremo de la cama y me quedo sin aliento, con la esperanza encendida en el
estómago.
Se inclina hacia mí, apretando los puños contra el colchón. Intento concentrarme en sus
palabras, pero su cuerpo está lo suficientemente cerca como para tocarlo. Sus músculos
sobresalen por el esfuerzo de sostener la parte superior de su cuerpo sobre la cama. Mi
respiración se altera y mi rostro se calienta.
—Te daré lo que quieres cuando tú me des lo que yo quiero.
Me inclino hacia él sin pensarlo conscientemente.
—¿Qué quieres?
—Sinceridad. —Se levanta bruscamente, elevándose sobre mí.
Frunzo el ceño.
—¿Sinceridad?
—Dime la verdad sobre Roberto y tú.
La culpabilidad golpea mi estómago, y el miedo retuerce el dolor de la agresión. Subo
más la sábana, sentándome para poner tanta distancia como pueda entre nosotros.
—Ya sabes la verdad. —Mi tono es defensivo y cortante, y quiero darme una patada por
lo evidente que es mi mentira.
—¿La sé? —pregunta ladeando la cabeza.
—Sí. —Trago saliva, cerrando los labios con fuerza, esperando transmitir la actitud por la
que lucho y no el pánico que me consume.
—¿Estabas enamorada? —prueba, estirando a propósito los dedos de su mano derecha
antes de cerrarla en un puño. Observo el movimiento, mis fosas nasales se agitan. Hunde las
manos en los bolsillos. Su pantalón desciende, las venas de su pubis, ahora visibles.
Cierro los ojos, molesta por la forma en que mi cuerpo traiciona a mi mente. Nunca había
pensado que mi falta de experiencia sexual pudiera doblegar mi determinación y convertirme
en un tembloroso amasijo de anhelo con una simple mirada al cuerpo de un hombre, pero aquí
estamos.
—Eso pensaba, sí.
—¿Dejaste que te follara? —me empuja, y soy incapaz de encontrar su mirada—. ¿Te quitó
la inocencia?
—Sí. —La palabra es apenas un suspiro.
—Hm —dice.
Mis hombros se hunden aliviados cuando sus pasos se alejan de mí.
—Me gustaría que diésemos un paseo. —Se detiene ante la puerta del dormitorio—. El
aire fresco nos sentará bien.
Tomo aire y asiento suavemente.
—De acuerdo, me vestiré.
Pero no me oye, porque ya ha salido del dormitorio.

—He pasado un buen día contigo.


Estamos sentados en el salón, el fuego arde delante de nosotros, el calor enrojece mis
mejillas. Miro fijamente las llamas, y la intensidad me empaña los ojos. Los cierro,
manteniéndolos así un largo segundo antes de volver la mirada hacia mi marido.
Pasamos el día explorando los alrededores de la cabaña. Caminamos durante horas.
Hablamos muy poco, absortos en nuestros propios pensamientos y dejando que nuestros ojos
bailaran sobre la belleza de la maleza para aliviar nuestras hiperactivas mentes.
Parece contemplativo, con los ojos clavados en el chupito de whisky de su vaso.
—Bueno.
—¿Puedo preguntarte algo? —suelto, con las dos copas de vino que he consumido
subiendo directamente a mi cabeza.
—Puedes. Eso no significa necesariamente que vaya a responder.
Levanto una ceja, y su cuerpo se estremece visiblemente divertido.
—¿Qué tienen las vírgenes que son tan codiciadas?
No se esperaba la pregunta, y retiene incómodo el sorbo de whisky en la boca antes de
tragar y aclararse la garganta.
Espero pacientemente, me llevo la copa de vino a los labios y bebo un sorbo.
—Piensa en lo más valioso que posees.
Me dispongo a hablar, levantando la mano que sostiene el anillo de compromiso que me
puso en el dedo, pero él niega con la cabeza.
—No en términos monetarios. Valioso —recalca, golpeándose el corazón con dos dedos.
—El amor de mi hermana y mi hermano —respondo sin vacilar.
Inspira por las fosas nasales y, si supiera leer mejor a la gente, deduciría que sus
sentimientos están heridos.
—Ahora imagina que antes de quererte a ti, quisieran a otro.
Me encojo de hombros y mi labio inferior se inclina en señal de confusión.
—Ahora imagina que ese amor les hubiera sido arrebatado de sus vidas antes de ti.
¿Pensarías que su amor era todo tuyo?
Considero su pregunta, abro la boca para decir que sí, por supuesto que me querrían con
todo, aunque hubieran amado y perdido antes que a mí. Pero me abstengo.
—Esto es así —continúa—. Tienes esta persona, su alma, su corazón, su cuerpo —sus ojos
relampaguean de lujuria—, que quieres que sea tuya. Quieres amarla por completo y que te
ame de la misma manera.
—Sé que me amarían por completo, sin importar quién me hubiera precedido.
Bebe un sorbo de su vaso.
—Y quizá una pequeña parte de ti siempre se preguntaría si preferían al hermano que te
precedió. ¿Renunciarían a ti para tenerlo de vuelta?
—Está bien —acepto, con desgana.
—El sexo suscita muchas emociones, Bianca. Recuerdos, sentimientos, éxtasis, dolor. Los
hombres quieren saber que cuando están follando con su mujer no se están infiltrando
recuerdos de otra persona. Quieren saber que su polla es la única que les ha proporcionado
placer. Que cuando tienen pensamientos lascivos, es en su marido en quien están pensando.
Habla con tanta vehemencia. La creencia en su afirmación forma parte de quién es.
—No todos los hombres —argumento.
—Solo puedo hablar por mí.
—Salvo que ese no eres tú —le digo.
—¿Quién lo dice? —sus cejas se arquean.
—Tú —presiono—. Tú mismo lo has dicho.
Su cabeza se echa hacia atrás, un leve movimiento de cabeza aumenta su confusión.
—Yo no follo con niñitas asustadas. —Repito sus palabras, ignorando la forma en que se
clavan en mi corazón.
—No hay ninguna conexión —responde encogiendo sus hombros.
—Estoy confusa. —Me remuevo en mi asiento, cruzando las piernas sobre el sofá.
—Ser virgen no te convierte en una niña asustadiza.
—Oh. —Dejo caer los ojos sobre mi regazo, mi confianza disminuye—. ¿Así que te gustaría
que fuera virgen?
Deja escapar una fuerte exhalación.
—¿Sabes cuál es la razón por la que no te follaré, dolcezza?
—Porque...
—Porque no pronuncies su nombre —gruñe—. Es porque ni siquiera puedes mirarme
cuando hablas de sexo. Eso te asusta. No tu condición virginal, o la falta de ella —añade como
una observación tardía.
Levanto la cabeza, ignorando cómo se acaloran mis mejillas.
—Y no importa lo que yo quiera. No eres virgen, así que es una cuestión discutible. ¿No
es cierto, esposa?
Me aclaro la garganta.
—Cierto.
Me mira fijamente, y odio la forma en que sus ojos husmean en mi alma, intentando robar
mis secretos.
—La noche pasada —comienzo, pero me detengo, insegura de cómo continuar.
—La noche pasada —se hace eco cuando mis palabras se atascan.
—La pasada noche no estaba asustada.
Con el brazo echado sobre el respaldo del sofá, deja vagar su mirada por todo mi cuerpo.
—Anoche te dejaste llevar por la lujuria. Tus inhibiciones se desvanecieron. Querías sentir
algo más, y querías que yo sintiera lo mismo.
—Me gustó.
—Apuesto a que sí —murmura, las palabras gotean sexo, sus ojos prometen lo mismo.
Le suplico en silencio que vuelva a hablar. Que me dé lo que tengo demasiado miedo de
vocalizar.
—Sé una buena putita y ven a sentarte en mi regazo.
El alivio, la lujuria y la necesidad carnal recorren mi cuerpo como un tsunami. Me levanto
bruscamente, temiendo dudar de mí misma si lo pienso demasiado.
Siento que las piernas me flaquean mientras camino hacia él, dejando a un lado los nervios
en favor de mi excitación. Estoy ansiosa. Casi demasiado deseosa. Pero no me importa. Me gustó,
no, me encantó lo que Vincent me ofreció anoche. No he pensado en otra cosa más que lo que
compartimos. Tal vez tenga razón, tal vez ese sea el encanto de ser virgen. Vincent me dio la
primera experiencia sexual de mi vida, y sé que durante el resto de mi vida la tendré grabada
en mi mente.
Separando las rodillas, me mira, esperando a que me siente.
—De cara a la ventana —dice—. Las rodillas apoyadas en las mías.
Sigo sus instrucciones, girándome para colocarme delicadamente sobre su regazo.
Rodeándome la cintura con su brazo, tira bruscamente de mí contra él.
—Rodillas.
Abro las piernas, estirándolas para que queden entre las suyas, abriéndome
completamente a él. Puede que esté vestida, pero estoy a su merced. Abierta, lista para que me
arruine.
Siento los latidos de su corazón en mi espalda y dejo caer la cabeza sobre su hombro.
—Qué buena eres cuando quieres que jueguen con tu coño.
Todo mi cuerpo se estremece y él tararea su aprobación en mi cuello, lamiendo mi pulso.
Con la barbilla apoyada en mi hombro, observa cómo su mano izquierda desliza mi
vestido por mis muslos, revelando centímetros de mi piel a sus ávidos ojos.
—Joder, si supieras cómo quiero marcarte, Bianca. Quiero grabar mi nombre en tu piel.
Quiero asegurarme que cada vez que pienses en tocar tu coño, sientas mi nombre entre tus
muslos.
Gimo y él gruñe en lo más profundo de su garganta.
Con el vestido subido hasta mi estómago, deja caer el vaso a la alfombra, sin importarle
cómo salpica su whisky sobre la alfombra demasiado cara. Me agarra con las manos el borde
de las bragas, las rasga sin avisar, sin permiso, y mis pezones se endurecen.
Su mano derecha se desliza sobre mi coño, y yo empujo hacia arriba, necesitando más.
Su mano, sus dedos grandes y gruesos y sus intrincados anillos, presionan con rudeza mi
delicada carne.
Sonríe en mi cuello, y giro mi rostro hacia él, deseando saborearlo. Necesitando su
aprobación y placer en mi lengua. Me la da, y nuestros labios chocan en un beso desordenado.
Golpea mi clítoris con tres dedos, y el suave golpecito me provoca fuegos artificiales en la
boca del estómago.
Utiliza dos dedos callosos para frotar en círculos mi sensible nódulo, y gimo en su boca,
suplicándole más con solo susurrar las sílabas de su nombre.
—Sabes que solo yo puedo proporcionarte este nivel de placer.
—Sí —gimo.
—Dilo, di que sí, Vinnie, solo tú.
—Vinnie. Tú. Solo tú. Tesoro. —Me estremezco, mi cuerpo ya tiembla con un orgasmo
inminente. Mi respiración es áspera, apretada contra sus labios, las caderas trabajando en vano
para que se mueva más deprisa.
—Necesito...
Aligera su toque y frota más deprisa.
—Sé lo que necesitas. Ahora sé una buena putita y córrete contra mis dedos.
Cogiéndome las tetas, las estrujo fuertemente para llevarme al límite. Mi cabeza cae hacia
atrás, su nombre es un grito lascivo saliendo de mis labios.
Segundos. Me ha hecho correrme en segundos.
—Levántate —susurra.
Me deslizo fuera de su regazo, mis piernas tiemblan y mis ojos se nublan. Me vuelvo hacia
él.
Es el epítome del sexo. Un hombre al que parece no afectarle el contacto carnal, si no
pudieras leer el fuego en sus ojos. Está sentado perezosamente en su trono, con el pecho
rebosante de energía contenida. No tiene ni un pelo fuera de lugar, pero con solo mirarlo sabes
que ha estado haciendo cosas impuras.
—Me has ensuciado el pantalón, mi dulce putita.
Lanzo los ojos al suelo, pero él me chista. Los levanto inmediatamente.
—Lámelo.
Trago saliva.
—Bianca —me advierte—. Sé buena y ponte de rodillas.
Me dejo caer rápidamente, gruñendo ante el agudo dolor que se dispara por mis piernas
ante la pesadez con que lo hago.
—Lame tu corrida de mi pantalón.
Me dirijo hacia la entrepierna de su pantalón, la mancha húmeda de mi clímax se asienta
a un lado de su cremallera. Veo el contorno de su dura polla fuertemente acurrucada contra el
material, y me avergüenza admitir hasta qué punto se me hace la boca agua.
—No seas tímida.
Saco la lengua y la arrastro por el material, saboreando la evidencia salada de mi
excitación.
Su polla se sacude al sentirla y gimo, mis manos buscando su cremallera.
—No.
—¿No? —pregunto, sorprendida por su rechazo.
—No puedo estar seguro de controlarme esta noche.
—¿Controlarte? —pregunto tontamente.
Me mira fijamente, y le devuelvo la mirada, con las manos fuertemente sujetas a sus
rodillas.
—Quiero follarte de una forma que te dejará magulladuras, y no lo permitiré.
Me trago mi aprensión, sorprendida por la excitación que patina bajo mi piel una vez que
supero mi conmoción e incertidumbre.
—¿No lo permitirás? —Repito sus palabras, el susurro entrecortado empañado por la
lujuria.
—No la primera vez –murmura—. Te mereces más que eso.
L
a cabaña está a oscuras mientras avanzo por ella. Las ramas de los árboles golpean las
ventanas, el viento sopla lo bastante fuerte como para silbar a través del espacio
oscurecido y resonar en el cristal. Fragmentos de luz de luna iluminan mi camino
mientras avanzo de puntillas sobre mis pies descalzos, temerosa de perturbar los sonidos
nocturnos de la naturaleza. Son más de las dos de la madrugada, Vincent no se ha acostado y
en la cabaña no hay señales de vida humana. Llevamos casados poco menos de dos semanas y
nunca ha dormido a mi lado. Encuentro el sueño antes que él y me despierto después que él.
Su lado de la cama sigue estando hecho a cualquier hora de la noche, así que, aunque descansa
de alguna forma, no lo hace a mi lado.
La habitación que ha reclamado como despacho durante nuestro tiempo aquí está a
oscuras, pero empujo la puerta de todos modos.
Está sentado detrás de su escritorio, con el cuerpo girado en la silla mirando hacia la
ventana. Solo puede ver la silueta de su propio reflejo, y aun así se queda mirando. Su cuerpo
presente, pero su mente en otra parte.
—¿Dormirás alguna vez en nuestra cama?
No se sobresalta al escuchar mi voz, pero aparta la vista de la ventana, recorriendo mi
cuerpo con la mirada. La luz de la luna muestra cómo sus ojos arden de lujuria, pero su rostro
permanece pasivo.
—No es nuestra cama.
—¿Dormirás alguna vez a mi lado? —arqueo una ceja.
Su hombro derecho se levanta perezosamente.
—Si no quieres compartir cama —murmuro—. Puedo dormir en el sofá.
—No. —Sacude la cabeza, con la frente arrugada—. No es eso. No duermo mucho.
—Pero sí que duermes —argumento en voz baja.
—No soy un vampiro, si es eso lo que preguntas.
Pongo los ojos en blanco.
—Has accedido a mi dormitorio sin invitación. —Me apoyo en el marco de la puerta—.
Eso es lo que he deducido.
Su lengua roza sus caninos.
—No eres dueña de la casa, dolcezza. Tu padre sí.
—Creía que me estabas convenciendo de no ser un vampiro.
—Te beberé la sangre si no has madurado más allá de tus fantasías de Crepúsculo.
—Sabes, ni siquiera creo que estés bromeando.
—No bromeo —ríe ligeramente.
Me pierdo en la idea de sangrar en la lengua de Vincent. Preocupada por mi bienestar
mental por lo mucho que la imagen de sus dientes manchados de rojo le hace mortalmente
atractivo.
Suena su teléfono y él mira el anticuado móvil, rompiendo la atadura de mi fantasía.
Pulsa un botón, sentándose perezosamente en su silla.
—Enzo.
—¿Tu mujer ya te ha matado? —Hay camaradería en la forma en que interactúan Enzo y
Vincent. No son parientes, pero rara vez están distanciados. Recuerdo el escándalo que siguió a
la muerte de Giorgio Caruso. Mano forzada al trono antes de lo esperado, la familia preveía
que Vincent sería nombrado segundo al mando o, como mínimo, consigliere. Cuando se le pasó
por alto en ambos casos, los rumores de una pelea se extendieron por las filas. Nadie supo
realmente por qué Lorenzo eligió a Leo y Roberto en lugar de a Vincent, pero supongo que la
decisión se tomó probablemente entre ellos dos.
Vincent me sonríe, haciéndome señas con dos dedos.
—Cerca —ruge Vincent.
Me acerco a él lentamente, insegura de la situación. Vincent está hablando por teléfono
con su jefe, una conversación a la que no debería tener acceso, pero me hace señas para que me
acerque.
—¿Te la has follado ya?
Vincent gruñe, el sonido se despliega en lo más profundo de su garganta.
—No hables así de mi mujer, joder.
Lorenzo se ríe.
—Quisquilloso. Sigo intrigado por qué pediste que fuera tuya. Podrías haber elegido.
Mis pies se detienen a pocos pasos, con las cejas fruncidas.
Pediste que fuera tuya.
—Hice mi elección. —Vincent no aparta la mirada cuando habla.
Se frota los muslos con sus grandes manos y saca la lengua para humedecerse los labios.
Mis ojos se posan en su entrepierna por propia voluntad, y no hay forma de pasar por alto el
gran volumen constreñido en sus pantalones.
Vincent está excitado y lo único que deseo es complacerlo.
Doy un paso adelante, lo bastante cerca para que mi marido me alcance. Enlaza sus dedos
a través del lazo de mi bata y me acerca aún más.
Con los ojos cerrados, desliza su nariz por la seda que cubre mis pechos, respirándome.
El corazón me da un vuelco en el esternón ante aquella muestra abierta de intimidad.
Me mira, sus ojos oscurecidos de lujuria, los párpados entornados. Parece peligroso, y lo
daría todo para que me destrozara.
—Eres mi perdición —susurra, lo bastante bajo para que Lorenzo no pueda oírlo.
Y tú eres mi paz.
Desliza el teléfono a un lado, me agarra por la cintura y me levanta sin esfuerzo sobre el
pesado escritorio de madera.
Lo miro fijamente, pero su mirada está clavada en mis rodillas. Concretamente, en la
forma en que están pegadas.
Se restriega el labio inferior entre los dientes.
—¿Alguna novedad sobre cuándo podré dejar de mantener cautiva a Bianca? —Lleva las
manos a mis rodillas y las separa.
Doy un grito ahogado y se detiene. Levanta la cabeza y la sacude una vez, un movimiento
lánguido hacia un lado y luego hacia el otro. Una advertencia. Levanta un dedo poniéndoselo
en los labios en señal de advertencia para que guarde silencio.
—Pensé que te gustaría mantenerla enjaulada. —Lorenzo se ríe, y Vincent se hace eco del
sentimiento.
—Mantenerla para mí solo tiene sus ventajas.
—Apuesto jodidamente a que sí —se burla Lorenzo—. Es una maldita preciosidad.
Separo las rodillas y mi marido aparta mi bata, desnudándome por completo.
—No tienes ni puta idea.
Apuntándome con la lengua, Vincent no pierde tiempo en deslizarla delicadamente sobre
mi clítoris sin previo aviso. Quiero gritar, pero me trago el sonido, haciendo caso a su
advertencia.
—De todas formas, ya está casi hecho —dice Lorenzo—. Te avisaré en las próximas
veinticuatro horas sobre cuándo puedes volver a casa.
—¿Quiero saber cómo? —Besa mi clítoris al pronunciar la última palabra, y mis caderas
se impulsan hacia arriba, necesitando más.
Enarca una ceja, y sus grandes manos buscan mis caderas para empujarlas hacia abajo.
Vincent Ferrari podría ser el hombre más atractivo que he visto nunca, y no puedo creer
que nunca me haya dado cuenta. Durante todas las ocasiones en que nuestros caminos se
cruzaron, nunca le dediqué una segunda mirada. Ahora, no puedo imaginar cómo no me di
cuenta. Es más tentador que cualquier otro hombre que haya visto. Es peligroso, pero de la
forma en que necesitas que lo sea, protectoramente. Es cerrado al mundo que lo rodea, pero para
mí es Vinnie. Posesivo y controlador, seductor y generoso. Es evidente que quiere poseerme y,
por primera vez en mi vida, ser una posesión no me parece tan esclavizante. Es liberador. Este
hombre que tengo delante parece querer partes de mí que ni siquiera yo sabía que existían. Las
partes que hacen que una mujer se arrodille para complacer a su hombre. Las partes que la
hacen desear someterse, despojar a su pareja de sus poderes de control.
Lorenzo ha estado hablando, pero yo no he oído ni una sola palabra. Mis pensamientos
se han centrado en el placer que Vincent me está ofreciendo con expertos lengüetazos.
Estoy muy excitada. Mi excitación gotea de mi cuerpo, deslizándose entre las nalgas y
sobre la gruesa caoba de su escritorio.
Con los labios pegados a mi coño, Vinnie chupa y lame, y todo mi cuerpo se estremece.
Quiero gritar su nombre. Él lee bien mis necesidades, levanta una mano y la desliza
lateralmente entre mis labios.
Muerdo, y la lujuria de sus ojos estalla como fuegos artificiales ante mí.
—¿Cómo va la otra situación? —pregunta tenso.
Su jefe gime frustrado, y Vincent desliza su lengua profundamente en mi coño. Agarro su
muñeca, empujando su mano más adentro de mi boca, esperando como el demonio que
amortigüe el sonido de mi placer.
Con su mano libre, separa los labios de mi coño con dos dedos, y su lengua me acaricia el
clítoris con movimientos rápidos y suaves.
Estoy cerca.
Tan jodidamente cerca.
—También estoy listo a ponerlo en tierra.
Vincent gruñe al oír las palabras de Lorenzo, los sonidos vibran contra mi coño y me
hacen temblar.
—Cálmate. —suspira Lorenzo, ajeno al mundo que se astilla a mi alrededor—. Tu mascota
está sana y salva. Por ahora.
—Tengo que colgar. —Vincent termina la llamada sin pausa—. Di mi nombre cuando te
corras.
Él lo sabía. Sin que yo se lo dijera, sabía que estaba ahí. Sabía que mi cuerpo estaba
llegando a un clímax que ya no podía controlar.
—¡Vinnie! —grito dentro del pequeño despacho—. Vinnie. Cariño. Síiii.
Caigo contra el escritorio, mi cuerpo bañado en sudor. Mi pecho se agita con fuertes
inhalaciones y suaves exhalaciones.
Su pulgar se desliza por mi hendidura y me estremezco al sentirlo.
—Cariño —susurro, incorporándome sobre los codos.
Observo cómo se concentra en su pulgar, cómo mi excitación brilla sobre el bronceado de
su piel. Recoge su vaso de whisky sin decir palabra, deslizando mi flujo por el borde,
observando cómo recubre el cristal.
—Tu corrida y whisky —murmura, lamiendo —. Pasaré mi vida embriagándome de ti.
Este hombre.
Joder.
Este. Hombre.
—Vinnie.
Quiero que me folle.
Él lo sabe.
Pero me lo niega.
De nuevo.
—Tengo que terminar esa llamada con Enzo. Vete a la cama.
—Vinnie —repito.
—Cama, Bianca.
Me pongo en pie, el movimiento acerca mis pechos a su rostro. Él besa mis pezones.
—Podrías matarme, dolcezza, y juraría que me reclama un puto ángel.
Trago saliva.
—Bésame y vete a la cama.
Me inclino, empujando mi boca contra la suya. Puedo saborearme en sus labios, y deslizo
mi lengua en su boca, deseando más.
—Putita traviesa —gime, dejando que mi lengua explore su boca.
Me aparto del beso mientras avanzo hacia la desesperación. No dejo de suplicar, pero solo
cuando él me lo exige.
—Buenas noches.
Se echa hacia atrás en la silla.
Al cruzar la puerta, me llama por mi nombre. Miro por encima del hombro y veo cómo
su lengua roza su vaso de whisky, saboreándome.
—Dulces sueños, dolcezza.
E
ntrar en casa de mis padres por primera vez desde que me casé es surrealista. Después
de unas pocas semanas, ya no me siento como en casa. Soy un invitado, y por la
tensión en la sonrisa de mi padre, una no deseado.
—Bianca —saluda secamente—. Vincent. —Hincha el pecho al dirigirse a mi marido, y
tengo que hacer un esfuerzo para evitar que el labio superior de mi boca se encoja de disgusto.
Pensé que su desdén me afectaría más. Me he pasado la vida siendo tenida en mayor
estima que mi hermano y mi hermana. Al fin y al cabo, yo era su mejor posesión. Un diamante
de valor incalculable que pensaba utilizar para mejorar su reputación. Tomé su afecto como
amor. Actuaba de acuerdo con mi papel y era recompensada con todo lo que mi corazón
deseaba. Dentro de lo razonable, por supuesto. Me exhibía, sonreía siempre obedientemente y
me colocaba en un pedestal para que me admiraran familiares y enemigos. Yo era inalcanzable.
Nuestro vínculo biológico le ofrecía un poder que apenas acabo de comprender que era el
activo más importante a los ojos de Padre.
Nuestra relación era una mentira y no honesta. Creía que mi padre me quería
incondicionalmente. Sabía que mis acciones le decepcionarían, pero nunca imaginé que
tendrían el poder de extinguir su amor. Pero, de nuevo, esa era su mentira. Lo que Armando
Rossi sentía por mí no era amor ni afecto. Era codicia y la promesa de la admiración de sus
compañeros.
Me traicionó la única persona que creía de todo corazón estaba obligada a protegerme.
—Papà. —Beso su mejilla, sin que mis labios lleguen a tocar su piel, antes de dar un paso
atrás—. Mama.
Mi madre me abraza, realmente contenta de verme.
—Oh, Bianca. ¿Estás bien?
—Sí, Mama.
—Vincent, el comportamiento de mi hija ha costado...
—El comportamiento de mi mujer ya no es asunto tuyo, Armando. Te ruego que te
abstengas de hablar mal de ella en lo sucesivo. —Vincent mira perezosamente a los ojos de mi
padre.
Ver a mi padre transformarse de un hombre poderoso -hombros echados hacia atrás,
pecho hacia delante- al de un niño reprendido por sus malos modales alivió el dolor que había
infundido en mi pecho. Y por eso, quiero abrazar a Vincent.
Dudo solo un instante antes de enlazar mi brazo con el suyo e inclinarme a su lado en
señal de gratitud.
Mi padre detecta el movimiento, formándose un ceño indescifrable entre sus cejas.
Sonrío en respuesta.
Vincent deposita un casto beso en mi cabeza.
—Dolcezza, tu padre y yo tenemos asuntos que tratar. Visita a tu madre y a tu hermana, y
te buscaré cuando esté listo para partir.
Levanto la vista hacia él.
—De acuerdo. —Espero, con los ojos fijos en los suyos.
La comisura de sus labios se inclina en una mueca y se inclina, rozando los míos con un
beso lo bastante suave como para aletear mis párpados.
Con los labios separados, nuestras miradas se cruzan. Nunca imaginé que la lujuria fuera
tan potente que pudieras verla en los ojos de alguien. Las ventanas del alma siempre me
parecieron descabelladas. Pero la mirada de Vincent podría quemar pueblos. El hielo habitual
de sus ojos ha sido sustituido por fuego; llamas de anhelo y carnalidad bailando para mí en
promesas que aún no ha cumplido.
—Vete —susurra, y rompo nuestra conexión, dando un paso hacia mi madre.
Con el brazo enlazado al mío, nos mueve con determinación hacia la cocina.
—Bianca. ¿Tú y Vincent? —se asombra.
—Vincent y yo, ¿qué?
Me suelta al entrar en la cocina y coloca las manos sobre sus anchas caderas.
—Os estáis acostando.
—¡Mama!
—¿Y bien? —Se mueve por la cocina con soltura, con las manos revoloteando de un lado
a otro mientras prepara el café.
—Estamos casados. —Me abstengo de decirle la verdad. Que Vincent puede estar ansioso
por darme placer, pero que el sexo ha quedado fuera de su alcance por razones que me cuesta
comprender.
Ella suspira.
—Existe el tener relaciones por obligación, y existe el mantener relaciones sexuales. No
hay obligación en vuestras interacciones.
—No por mi parte, no.
—Ni por la suya.
Su afirmación hace que me palpite el corazón.
—¿Tú crees? —Mi impaciencia es obvia para mi madre, sus pies se detienen mientras
suspira hacia mí de una forma que me dice que cree que soy demasiado ingenua para estar
ávida del afecto de Vincent.
—Bianca, cariño, hay un límite en las obligaciones que un hombre como Vincent Ferrari
soporta cuando se trata de su prometida. Reprendió a tu padre delante de su familia. Te besó
con intenciones lascivas. Ese hombre actúa por corazón, no por deber.
Agacho la cara para ocultar el placer de mi sonrisa.
—Si tú lo dices.
—¡Bianca!
Se lanza a mis brazos y nos abrazamos con fuerza. Puede que no echara de menos la casa
en la que crecí, pero echaba de menos a mi hermana. Echaba de menos su eterno optimismo y
su amor inquebrantable.
La verdad sobre mi padre y sus sentimientos hacia mí puede haber sido una sorpresa
desagradable, pero nunca he tenido que cuestionar las motivaciones de Cat. Me quiere tanto
como yo a ella. Mi hermano cree que su afecto es tan sólido como el nuestro, pero sé que elegiría
a la familia si realmente tuviera que hacerlo. Le costaría, pero su deber le vencería. Al fin y al
cabo, es un soldado. Así lo educaron. Puede que me ayudara a salvar a mi hermana, pero sabía
que las ramificaciones para mí siempre habrían sido peores que las consecuencias para la Cosa
Nostra. Mi madre es parecida. Ama a sus hijos con todo lo que lleva dentro. Pero es una esposa
de la mafia obediente. Su lealtad es ante todo hacia su marido. No puedo condenarla por ello.
Mis sentimientos reflejan los suyos cuando pienso en Vincent. Daría mi vida por protegerlo, y
ni siquiera puedo decir que lo amo. Todavía.
—Me gusta tu cabello así. —Caterina me revuelve la coleta.
—¿No crees que tengo un aspecto demasiado severo?
Ella pone los ojos en blanco.
—Nunca te recoges el cabello —comenta, observándome con curiosidad.
Me gusta tu cabello así. Tienes la costumbre de esconderte bajo el cabello. Esto me elimina ese
problema.
En nuestra noche de bodas, me juré a mí misma que nunca volvería a llevar el cabello
recogido, convencida del odio que sentía por Vincent Ferrari y por todo lo que representaba.
Quería esconderme de él. Cuanto menos supiera de mí, mejor.
Ahora, me lo retiro del rostro la mayor parte del tiempo. Le doy algo aparentemente
pequeño, pero que me supone mucho. Yo. Tiene acceso completo a cada emoción que cruza mi
rostro.
—A Vincent le gusta mi cabello recogido —murmuro.
—Después de todo, eres una esposa mafiosa obediente —comenta mi hermano
perezosamente al entrar en la cocina, pero hay una acusación bajo su tono, una desilusión en
su forma de generalizar.
—Tony —ignoro su comentario, moviéndome para besarlo en ambas mejillas.
—¿No me digas que te has hecho ilusiones que Necktie será tan dócil contigo como tú con
él?
Levanto la barbilla, con las cejas fruncidas.
—Mi matrimonio no es asunto tuyo.
—Tampoco parece ser asunto tuyo. —Se encoge de hombros.
—¿Qué se supone que significa eso? —suelto, irritada por el desprecio que me lanza mi
hermano por sacar lo mejor de una situación en la que no tenía nada que decir.
—Significa que no conoces a tu marido.
—Tony —reprende mi madre.
—¿Y tú sí? —Cruzo los brazos sobre el pecho.
—No, él no lo hace. —La voz de Vincent se extiende por la amplia cocina.
Tony tiene el buen sentido de agachar la cabeza.
—No pretendía faltarte al respeto.
—Yo creo que sí. —Enlazando un dedo en la trabilla de mis vaqueros de cintura alta,
Vincent vuelve a atraerme hacia su cuerpo.
—Solo quiero que mi hermana permanezca vigilante.
Vincent se ríe.
—¿De qué? ¿De mí? Mis sentidos me dicen que eres tú quien no siempre vela por los
intereses de tu hermana. Al menos, no en este caso. —Pasa la mano por mi coleta—. Es
interesante que su indiscreción te haya desplazado al puesto número uno de tu padre, ¿no te
parece?
Mis ojos se agrandan, sin que Vincent pueda verlos.
Tony me mira con cautela, agachando la cabeza.
—No tenía la menor idea que Berto y Bianca estuvieran implicados. Habría matado a ese
pedazo de mierda si no hubiera muerto ya —murmura.
—Tal y como has dicho. Ven, Bianca. Tengo que ocuparme de algo. Antes te llevaré a casa.
Me planteo decirle que quiero quedarme, que quiero pasar más tiempo con mi hermana
y mi madre, pero Tony me ha puesto de los nervios. Nunca consideré su facilidad para acatar
mi plan. ¿Era esa su verdadera motivación? ¿Ascender en el escalafón como el hijo predilecto
de Rossi? Acordamos que nuestro plan era para proteger a Caterina. Pero con Tony negándose
a mirarme a los ojos, no puedo evitar preguntarme si la seguridad de nuestra hermana menor
le preocupaba lo más mínimo. Sabía que era fiel a la Cosa Nostra. Solo que nunca supe, como
mi padre, que eso significara para él más que cualquier otra cosa.
—Por supuesto —susurro, avanzando para despedirme de mi familia con un beso.
Tony me abraza estrechamente.
—¿Cómo sabe de mi implicación?
Doy un paso atrás.
—No lo sabe —le aseguro, con la preocupación lamiéndome la espina dorsal.
Tony mira a Vincent y luego vuelve a mirarme, bajando la barbilla en señal de aceptación
reacia.
De vuelta en el coche, mi mente trabaja a mil por hora.
—Estás frunciendo el ceño —observa Vincent.
Relajo el rostro.
—No me había dado cuenta.
—Lo que dijo tu hermano te molestó. —Una afirmación de hecho, que espera que
confirme.
Lo que tú has dicho también me ha disgustado.
Vincent hizo alusión a que Tony estaba al corriente de mi indiscreción, lo que indica que
sabe más de lo que yo creo. Mi aventura con Roberto se presentó como ilícita. Solo Berto y yo
estábamos implicados, pero mi marido parece pensar de otro modo.
—Fue muy grosero.
Vincent se encoge de hombros.
—A veces es difícil para los soldados. Se les mantiene al margen de ciertos... asuntos de
los que les gustaría estar al corriente. Algunos no lo llevan bien. Tiene que ganarse su puesto.
Ganarse su puesto.
—¿Con púas de alambre tatuadas en la piel?
Le tiembla la mandíbula, el músculo de la mejilla palpita de irritación.
—¿Por qué atacas cuando no se te dice lo que quieres oír?
—No sé a qué te refieres —resoplo.
—Por favor, Bianca, no me trates como si no supiera leerte.
Le doy la espalda.
—Lee eso.
Se detiene en el arcén chirriando las ruedas, lo que me obliga a agarrarme a los asideros
del coche. El vehículo que tenemos detrás pita y pasa volando con el sonido del claxon,
perdiéndose en cuestión de segundos.
—¿Qué demonios?
—¿Cuánto crees que tardarías en volver a casa andando? —Vincent no me mira. Se queda
mirando a través del parabrisas, con la barbilla levantada en actitud contemplativa.
Mis ojos se convierten en rendijas.
—No te atreverías.
Me mira lentamente.
—Al contrario, esposa, me gustaría mucho. Te recompenso cuando te portas bien.
Recuerdas cómo te recompenso, ¿verdad?
Mis mejillas se ensombrecen sin mi permiso.
—Así que tiene sentido que te castigue cuando te comportes mal.
—Mal comportamiento. —Pongo los ojos en blanco.
—Dolcezza, acepto tu actitud fogosa porque me excita. La falta total de respeto no se tolera.
—No soy una maldita cría.
Sus cejas se levantan. —No.
—Y yo no soy una jodida mascota.
Mascota.
Tu mascota está sana y salva. De momento.
Mi ceño se frunce y mis muslos se aprietan.
Vincent usando sus dedos para separar los labios de mi coño, acariciándome con la lengua.
Enzo hablando de negocios. Sobre una mascota de Vincent.
—¿Tenemos un perro? —pregunto bruscamente.
Él frunce el ceño ante el brusco cambio de conversación.
—¿Un gato?
—No.
—Un pez. Pájaro. Tortuga. Conejo. ¿Un hurón?
—¿Qué? —Sacude la cabeza—. No.
—Enzo dijo que tu mascota estaba a salvo. ¿Qué quiso decir con eso?
Una sonrisa calculadora se desliza por el rostro de Vincent, y retrocedo en mi asiento, con
la cabeza golpeando la ventanilla con un ruido sordo.
—Escuchar conversaciones en las que no tienes nada que hacer, Bianca, solo te causará
problemas que no deseas. Confía en mí —respira—. Lo sé.
Pestañeo.
—Ahora discúlpate por haberme echado la bronca antes que te obligue a volver andando
a casa.
Me quedo mirándolo un segundo más de lo necesario, viendo cómo se le borra la sonrisa
ladina.
Agarrando el bolso, abro la puerta del coche.
—Bianca —me advierte.
No tengo intención de recorrer a pie la distancia que me separa de Manhattan. Joder, con
estas botas me dejaría las suelas en Brooklyn. Pero Vincent no necesita saberlo.
Doy un portazo, saco el móvil del bolso y abro la aplicación Uber.
Vincent baja la ventanilla.
—Te sugiero que vuelvas a mi coche.
—Te sugiero que no hagas amenazas que claramente no tienes intención de cumplir. No
voy a disculparme, esposo. Encontraré mi propio camino a casa.
Su mano se retuerce sobre el cuero del volante, sus dedos anillados se aprietan hasta que
sus nudillos se vuelven blancos. Finjo no darme cuenta.
—Vuelve al coche —gruñe.
Agacho la cabeza hacia la ventanilla.
—Marco llegará dentro de dos minutos. —Levanto el teléfono triunfante.
—Sube al coche de Marco y lo mataré.
Hago un mohín.
—Pobre Marco. El problema es que yo sería la última en verlo con vida, así que
probablemente iría a la cárcel.
—¿No has aprendido nada, dolcezza? Yo hago desaparecer problemas como ese.
Me pongo en pie, observando cómo el Honda azul se detiene detrás del Mercedes de
Vincent.
—Ese es mi coche. —Ignoro su comentario insufriblemente cierto.
—¡Bianca! —grita, bajando del coche.
Ignoro a mi marido y su furia erizada, visible en la forma en que su boca se afina en una
línea de desprecio. Sus ojos se oscurecen contra el sol poniente mientras camina hacia mí.
Agacho la cabeza mientras subo al vehículo.
—¿Quién es? —Mi conductor levanta la barbilla hacia Vincent, que permanece de pie en
la parte trasera de su Mercedes, lanzando dagas de advertencia y reprimenda a la berlina en la
que estoy montada.
Niego con la cabeza.
—Mi anterior conductor al volante, resultó un capullo.
El joven se aparta del bordillo con cautela, mirando a Vincent.
—¿Tu taxista de Uber va por ahí en un Clase G?
—Chófer engreído.
Pasamos por delante de Vincent, y se lleva las manos a las caderas.
—Espera. ¿Eso era un arma? ¿Ese tío llevaba? ¿Qué demonios? ¿Quiénes sois?
—Nadie.
Reajusta el retrovisor.
—¿Nadie? El conductor furioso del Uber nos está siguiendo. ¿Va a matarme? —Se
resiste—. En serio, señora, no le voy a dar cinco estrellas.
—Es inofensivo. Creo —añado sonriendo a posteriori.
—Ella cree –murmura—. Estupendo.
—Relájate, solo se está asegurando que no me secuestras. Definitivamente no lo hagas —
le digo seriamente—. Definitivamente te matará entonces. Es un poco posesivo.
—Si pudiera parar ahora mismo, lo haría. También he pensado en echarte a patadas de
mi coche, pero algo me dice que eso cabrearía igualmente al loco que tengo detrás.
—Probablemente más —estoy de acuerdo.
Marco mira el retrovisor una y otra vez mientras conducimos. Se remueve en el asiento
cada vez que sus ojos se cruzan con los de Vincent, y yo me vuelvo para ocultar mi sonrisa.
El coche me deja delante de nuestro edificio, y veo cómo el coche de Vincent nos adelanta
a toda velocidad, evitando por completo que nos metamos en el aparcamiento.
—Gracias, Marco —digo distraídamente, observando cómo el Mercedes desaparece de mi
vista.
—Como sea, señora. No volveremos a cruzarnos. Te pondré una estrella para asegurarme
de ello.
—Eres muy amable. —Sonrío sarcásticamente, dando un portazo.
Me siento un poco triunfante al entrar en nuestro apartamento. Un orgullo me cala hasta
los huesos y me hace sentir más poderosa de lo que debería. Dejo caer mi bolso sobre la mesa
de la entrada, oliendo el hermoso arreglo floral que Heather había recogido esta mañana a
petición mía. El exuberante conjunto de rosas rojas me hace sonreír, y paso los dedos por los
pétalos con ternura.
Me dirijo con cautela a la cocina y saco de la nevera un cuenco de fresas recién lavadas.
El sabor dulce me invade la lengua cuando muerdo una, y cierro los ojos, degustando el sabor.
El jugo resbala por mi barbilla y me lo limpio.
Vincent vuelve cuando me acabo la última fresa, y un segundo par de pasos se hacen eco
de los suyos. Inclino la cabeza desde la cocina, incorporándome cuando veo a Andre siguiendo
a mi marido.
—¿Vincent? —pregunto.
—Nunca, bajo ninguna puta circunstancia, subirás a un vehículo con alguien que no
conozco —grita—. ¿Me has entendido? —Una vena de su frente palpita con tanta fuerza que
creo está a punto de estallar.
Me sobresalto y guardo silencio.
—No puedo mantenerte a salvo si vas en contra de todas las putas medidas de seguridad
que puse en marcha.
—Vinnie —murmuro, sintiéndome culpable por su arrebato.
—Tenemos enemigos, Bianca. Ya lo sabes. Por algo tienes un puto chófer.
—No me sigue en los momentos en que me cabreas y me amenazas con echarme de tu
coche —argumento.
—¿Querías a Andre? Ya lo tienes. Si no te llevo yo, te lleva él, ¿entendido?
Lo considero un momento, mirando a André, que baja la cara en señal de incomodidad.
Asiento una vez.
—Puedes irte —le habla a Andre, negándose a apartar los ojos de mí.
—Señor Ferrari. Bianca.
—Eres su chófer, no su puto amigo —escupe Vincent—. Te refieres a ella como Sra.
Ferrari.
Andre me sonríe a espaldas de Vincent, y me cuesta todo lo que tengo dentro no
devolvérsela.
—Entendido, señor. —Se marcha sin decir nada más.
La puerta principal se cierra con un chasquido y Vincent cruje el cuello de un lado a otro.
—No te tomes esto como una recompensa por tu rabieta, Bianca.
Levanto una ceja, y él se acerca.
—Así podré mantenerte a salvo, aunque te comportes como una maldita cría.
Frunzo el ceño.
—No me cabrees y no me portaré mal.
Su mirada baja hasta sus pies. Se le dibuja una sonrisa en la cara y espera a que sea
completa antes de levantar la cabeza.
—Hoy me he equivocado con mi amenaza. Encontraré nuevas formas de castigarte,
dolcezza.
—Y yo encontraré nuevas formas de desafiarte.
Sus ojos brillan lujuriosos, pero sus labios se crispan de frustración.
—Voy a salir. —Se mueve hacia la puerta principal.
Le sigo, con mi lucha abatida por la intriga.
—¿Adónde?
—A atender a una mascota.
Mis fosas nasales se agitan, y el suave sonido de su risa resuena en nuestro apartamento
al salir. Levanto el jarrón de cristal que hace unos minutos estaba admirando y lo arrojo contra
las puertas del ascensor con un estruendo ensordecedor. Agua, cristal y pétalos de rosa
humedecidos salpican las baldosas con los fragmentos rotos de mi ira.
A
hora que estamos de vuelta en casa, me aburro. El aburrimiento en la cabaña no
era tan sofocante. Vincent siempre estaba conmigo, incluso encerrado en su
despacho. Podía oír el murmullo de su voz. Comía y cenaba conmigo. Me vigilaba
mientras dormía. Me tocaba. Aquí, en las paredes frías y estériles de su apartamento, no tengo
a nadie.
Tengo pocos amigos. No puedo relacionarme con Trixie, ella no es de la Cosa Nostra, y es
lo que mi familia llamaría respetuosamente una puta. Soy la mujer del consigliere. Es un no
rotundo sin considerarlo siquiera. Ni tan siquiera la idea de ver a Cat con regularidad me atrae.
Quiero a Vincent.
Me aplico el suero de noche en la cara, frotándomelo en la piel con suaves círculos. Me
miro en el espejo, intentando imaginar lo que ve Vincent. Creo que le parezco atractiva. Me
mira con lujuria en los ojos. Toquetea mis labios antes de besarlos, con las fosas nasales
encendidas de deseo antes de reclamar mi boca todas y cada una de las veces.
Cojo mi rodillo de cuarzo rosa y masajeo mi rostro, observándome mientras lo hago. La
soledad es algo curioso. Vivo en un apartamento hermoso, aunque estéril, con un hombre
atractivo. Un hombre poderoso y respetado que encuentra placer en mi placer. Sin embargo,
algo le impide entregarse a mí por completo. Estoy casada, pero sigo siendo virgen.
Soy una virgen casada de dieciocho años.
Él es abiertamente sexual. Me besa. Utiliza sus manos y su boca para llevarme al orgasmo.
Disfruta cuando utilizo mi boca y mis manos para darle placer. Pero no me hace el amor. No
me follará. No quiere tomar una virginidad que no sabe que existe, y por mi vida no puedo
averiguar por qué. Al principio pensé que era Roberto. Cree que me he acostado con su
hermano, ¿y quién querría las guarradas de su hermano? Pero no es eso. No puede ser. ¿Qué
es el sexo cuando se es íntimo en todos los demás sentidos?
Suspiro y dejo caer el rodillo facial en el cajón superior del cuarto de baño. Cierro el cajón
con la cadera, pasándome las manos por el cabello mientras salgo del cuarto de baño.
Los jirones de mi vestido de novia no estaban por ninguna parte cuando regresamos de
la cabaña. Nuestro dormitorio estaba como si no lo hubieran tocado. Impoluto de palabras
horribles e insultos mutiladores. Tenía tantas ganas de llamar la atención sobre el modo en que
había cedido quitando lo que él llamaba cariñosamente nuestra burla, pero la mirada severa
que me dirigió cuando me fijé en la alfombra desnuda fue suficiente para que me abstuviera.
Vincent está sentado en el gran sillón de nuestro dormitorio, sus ojos entornados
silenciados por la oscuridad de la habitación. Ni siquiera le he oído llegar a casa.
Camino hacia él sin hablar, deteniéndome solo cuando mis rodillas tocan las suyas.
—Dolcezza –tararea—. Dime por qué pareces tan triste.
—Pensaba que estabas trabajando. —Me subo a su regazo, el movimiento lo bastante
descarado como para sobresaltarlo y que guarde silencio.
Levanto las manos, estoy segura que está a punto de rechazarme. De nuevo. Pero me
sorprende, sujetándome por la cintura para acercarme.
—¿Tienes una mascota? —pregunto, sosteniendo su rostro en mi mano para mantener su
mirada.
—Solamente tú —responde sin vacilar.
Tiro de mis cejas hacia abajo.
Atender a mi mascota.
—Estaba bromeando.
Busco la mentira en sus ojos lobunos. Busco el engaño en el apretón de sus manos.
—Dime por qué estás triste —repite.
—Por tantas cosas —susurro, ajustando mi vértice a su entrepierna.
—Cuéntame.
Tomo aire para hablar, pero él me detiene empujando un solo dedo contra mis labios.
—Cosas en las que realmente puedo ayudarte —me advierte.
Ondulo las caderas, y sus ojos se cierran aleteando antes de abrirse un tono más oscuro
que hace un segundo.
—Esto no se siente como mi casa.
Frunce el ceño.
—Es fría. Es un apartamento, no un hogar.
Sus manos se deslizan hasta mis piernas, frotando suaves círculos sobre la piel de la parte
superior de mis muslos.
—Llamaremos a un interiorista por la mañana. Trabajarás con ellos para hacerlo como tú
desees.
—Gracias. —Me inclino, besándole con ternura.
—¿Qué más? —me empuja, sacando la lengua para lamerme el labio superior.
—Me siento sola.
—¿Por qué?
—Los amigos son difíciles de conseguir cuando estás asociado con la mafia.
—Cat...
—Es que no entiendes mi vida —le corté, mordiéndole el labio inferior y tirando de él,
provocando un áspero gemido desde lo más profundo de su garganta.
—Haré algunas llamadas. Algunos capos tienen esposas más jóvenes. ¿Quizá te gusten?
—Quiero un perro.
Me aprieta la mandíbula con fuerza.
—¿Estás utilizando tu cuerpo para manipularme, esposa?
—Sí —respondo con sinceridad.
La comisura de sus labios se estremece de risa, una pequeña sonrisa transforma
instantáneamente la severidad de su rostro.
—Me lo pensaré. ¿Quieres que te haga venir?
Lo beso, mis labios y mi lengua acarician su boca en un beso pidiendo más a gritos.
—¿Me follarías?
—No.
Me retiro, deslizándome hacia atrás fuera de su regazo. Me suelta sin oponer resistencia,
apartando las manos de mi cara y mi cuerpo.
—Entonces no, no quiero que me hagas venir.
Me observa mientras aprieto la seda de la bata alrededor de mi cuerpo, levantando la
barbilla en señal de desafío. Una sonrisa desafiante se dibuja en sus labios, y odio lo excitada
que me pone un Vincent vengativo.
—Muy bien. Tengo trabajo que hacer. —Se levanta y se acerca, sin intentar ocultar el
abultamiento de su pantalón—. Dulces sueños, dolcezza. —Me besa suavemente la mejilla,
arrastrando los dedos por la seda de mi vientre antes de salir de nuestro dormitorio sin mirar
atrás.
Me dejo caer en el sillón que acaba de desocupar, con un gruñido frustrado saliendo de
mis labios bien besados.
Tengo los pezones duros y el coño húmedo. Quería alivio, y fui una estúpida al rechazar
a Vincent porque él declinó mi petición de follarme. Gruño frustrada.
Me siento durante un minuto. Se supone que la habitación iluminada por la lámpara es
un faro de deseo. Nuestro espacio privado. Uno que fomente el afecto y la intimidad. Lo deseo.
Muchísimo. Quiero que Vincent me toque. Quiero que mi marido me vuelva loca de lujuria de
la forma en que lo hace. Pero quiero que sobrepase el borde sobre el que se balancea con tanta
seguridad. Quiero que se vuelque, enloquecido por la necesidad de clavar su polla dentro de
mí.
Abro mi bata, deslizándola por mis hombros y dejándola caer alrededor de mis caderas.
Deslizo los dedos por el montículo y respiro agitadamente, cerrando los párpados con
satisfacción. Tengo las yemas de los dedos humedecidas por el deseo y las levanto, haciendo
círculos con ellas sobre los picos endurecidos de mi pezón derecho. Gimo suavemente,
disfrutando de mi tentativo roce. Deslizo de nuevo la mano hacia abajo, frotando los dedos
índice y corazón sobre mi clítoris, mi cuerpo temblando ante la suave caricia.
Me muevo entre mi coño y mis pezones, disfrutando demasiado como para dejarme llegar
demasiado rápido. Podría hacer esto durante horas. Acaricio mis pezones y mi clítoris, los hago
palpitar con la necesidad de alivio.
—¿No dejarás que te haga venir, pero lo harás tú misma?
Su voz me hace gemir y abro los ojos, disfrutando de la pereza con que se apoya en el
marco de la puerta, con el whisky en la mano y el anillo del dedo índice golpeando el vaso de
vez en cuando.
—Mm —respondo, dejándome deslizar los dedos hasta lo más profundo de mi coño.
—Me fijé en ti antes que tú en mí. —Su voz me sabe a miel en la lengua, ahumada y con
el punto justo de dulzura—. ¿Lo sabías?
—No...no —exhalo.
Sus ojos se fijan en mi mano, que ahora está acariciando mi coño.
—Te observaba en las fiestas familiares y fantaseaba con todas las formas en que podría
magullarte.
—Háblame —suplico, arqueando la espalda mientras introduzco los dedos más
profundamente en mi coño.
Estoy hinchada y empapada, mi excitación aumenta con el áspero añadido de su voz en
nuestra habitación.
—Te reías, y yo quería tragarme el sonido con mi boca. —Vibra de necesidad—. Quería
morderte los labios hasta hacerte sangrar. Quería convertir tu risa en un jadeo ahogado, en un
gemido sorprendido de placer.
—Vinnie. —Tiro de mis dedos hacia atrás, encontrando la desigual hinchazón de mi
interior, frotándola suavemente con las yemas de los dedos—. Oh, Dios.
—Esa debería ser mi mano —gruñe, acercándose.
—No.
—¿No? —pregunta, llevándose el contenido de su vaso a la boca antes de tirar el vaso
vacío sobre nuestra cama.
—No tocar.
—¿No tocar? —repite.
—Hasta que estés dispuesto a follarme.
—¿Estás preparada para enseñarme tu alma?
Lo miro a través de unos ojos pesadamente cerrados, negando con la cabeza.
—Me imaginaba desnudándote delante de todos. —Se detiene ante mí, poniéndose de
rodillas con la sutileza de un hombre plenamente en control de su cuerpo—. Soñaba con rociar
mi semen sobre tu hermoso rostro y tu cuerpo pecaminoso para que todos supieran que eras
mía para poseerte, para controlarte, para complacerte, para amarte.
Mi cuerpo se convulsiona.
—Vinnie —gimo.
—Eso es, nena. Fóllate ese coñito apretado. Enrosca más los dedos, Bianca. Frota más
fuerte.
Hago lo que me dice, gritando de placer.
Mis caderas se impulsan hacia arriba, buscando presión para mi clítoris. Roza la palma
de mi mano, y todo dentro de mí se tensa.
—Joder. Estás tan jodidamente mojada. Mete y saca los dedos para que pueda oírlo mejor.
Deslizo los dedos fuera de mi cuerpo, rozándome el clítoris antes de volver a
introducirlos.
—Así —murmura, con la cara a escasos centímetros de mi coño—. Joder. Puedo olerte. Mi
putita está goteando. Déjame probarte.
—No —gimo, mis dedos salen de nuevo de mi cuerpo para masajear mi clítoris.
—Demonio —gruñe, más para sí mismo que para mí—. Di mi nombre cuando te corras.
Empujando la palma de la mano contra mí, meto los dedos en mi coño, lo bastante
profundo como para hacerme gritar.
—Vinnie. Cariño.
Me dejo caer en el sillón, con el cuerpo sudoroso y la respiración agitada.
Mi mano se retira de mi cuerpo, pero Vincent la agarra antes que pueda limpiar mi
orgasmo en mi muslo. Mueve mi brazo, colocando mi mano junto a mis labios. Trazando mis
labios con los dedos, observa cómo arrastra mi clímax sobre mi piel. Mi orgasmo se adhiere al
puchero abierto de mi boca, y mi coño palpita ante la forma carnal en que me mira.
Arqueándose sobre mi cuerpo, reclama mi boca. Su lengua se encuentra primero con mis labios,
recogiendo mis fluidos con una húmeda caricia. Sus labios chocan contra los míos, y yo
respondo a su beso frenético con la desesperación de una mujer saciada. Vincent me consume,
y yo se lo doy todo, dejando que todo lo que quiero y necesito se derrame en nuestro beso.
Se retira bruscamente, pasándose una mano áspera por el cabello. Sus labios se inclinan
en una media sonrisa sexy, un pequeño movimiento de cabeza tras una carcajada.
—Apresúrate y entrégate a mí, Bianca.
—Estoy aquí.
Sus fosas nasales se agitan con resentimiento. Se levanta, ajustándose la erección con un
gruñido de incomodidad.
—De nada —gruñe.
—Me he hecho venir.
—Dime lo que quieras. —Se aleja—. Puede que no fuera mi mano, pero imaginaste que lo
era. Fue mi voz la que te arrancó el orgasmo, Bianca. Fue mi nombre en tus labios de putita
cuando te corriste.
Se detiene ante la puerta, mirando por encima del hombro.
—Toda esta casa tiene cámaras, Bianca. Recuérdalo. Recuerda que cada orgasmo al que
te entregues es mío. Estés donde estés, te estaré observando, y ese será el pensamiento que te
lleve al límite. A mí.
H
ola.

— Vincent se queda en el umbral del ascensor que lleva a nuestro


apartamento. Me mira fijamente de una forma que hace que mis pies se
detengan. El mechón de pelo que siempre parece escapar al orden se le ha
enroscado sobre la frente. Sus ojos se cierran, con líneas de violencia que se arrugan en los
bordes.
Sujeto con fuerza en la mano la servilleta que estaba a punto de dejar sobre la mesa.
―¿Va todo bien?
―No te molestes en guardarme un sitio. ―Su voz atraviesa la habitación advirtiéndome,
y trago saliva.
Echo un vistazo a la mesa ya preparada. Su silla presiona mi cadera, sus cubiertos y su
mantel individual ya están colocados.
―¿Vas a salir?
Cierra el puño en torno a las llaves. Quiero acercarme, pero su humor me insta a no
hacerlo.
Mueve rápidamente la cabeza.
―No
―¿Ya has comido? ―Los nervios suben por mi garganta.
―He perdido el apetito. ―Su labio superior se curva, enseñando los dientes.
Mi estómago se retuerce de pánico.
―¿Hay algo de lo que no puedes hablarme? ― pruebo.
Sus cejas se arquean sobre sus ojos de forma dramática, una potente mezcla de decepción
e ira y, si no me equivoco, de dolor escrutándome. ―¿Te vas a quedar ahí haciéndote la tonta?
―¿Haciéndome la tonta? ―Mis manos caen a los costados.
―Joder ―escupe, golpeando con el puño la cómoda de la entrada.
Me rodeo el torso con los brazos y la atención de Vincent se centra en mi atuendo, con las
fosas nasales encendidas cuando se da cuenta que estoy prácticamente desnuda. Una bata
transparente sobre mis hombros se anuda holgadamente a mi cintura. Los pezones, ahora
endurecidos por la incertidumbre, son claramente visibles a través del material transparente.
―¿Qué llevas puesto?
―Pensaba... ―empiezo, pero me detengo, mi plan de seducir a mi marido ha perdido su
atractivo o, más bien, su importancia con la aparentemente inminente erupción violenta de su
ira.
―¿Qué pensabas, Bianca?
Se acerca y me ajusto la bata, insegura sobre qué hacer con las manos.
―¿Qué pensabas? ―grita, y retrocedo ante el tono de su voz. ―¿Pensaste que me
empujarías a la zorra de tu amiga y luego te vestirías como una puta sirena para llevarme al
límite?
―¿Amiga zorra? ¿Qué? ―tropiezo―. ¿Quién?
Se ríe, con un sonido carente de humor. ―Tu putita peluquera. ―Vuelve a acercarse.
―¿Hiciste que se lanzara sobre mí para qué? ―Levanta los hombros―. ¿Para qué pudieras
acusarme de engañarte? Estás tan obsesionada con esa idea estúpida que me follo a otras
mujeres.
―¿Trixie? ―frunzo el ceño.
―Como se llame. ―Pasa una mano por delante de mí rostro, y mis ojos se fijan en el negro
y el plateado de sus anillos.
―¿Trixie intentó follarte? ―Vuelvo a centrar mi atención en su rostro.
―Tu acto inocente me enfurece. ―Tiene las manos delante de mi cara, los dedos apretados
en un semi cerrado puño cargado de frustración―. Tantas putas mentiras.
―¿Trató de follarte? ―Repito, algo que no entiendo en absoluto se enrosca en la base de
mi espina dorsal, subiéndome por las vértebras y obligándome a agitar el pecho.
―¿Lo hiciste tú?
Me fulmina con la mirada.
Tiro la servilleta sobre la mesa y doy un paso adelante.
―¿Te la follaste, Vincent? Mientras te mantienes fuera de mi alcance, ¿te rendiste a la
promesa de un coño experto?
―Te gustaría que lo hubiera hecho, ¿verdad, esposa? ―se burla.
―Te mataría si lo hicieras. ―Levanto la barbilla.
Sus párpados bajan, la confusión se instala en la línea recta de su rostro.
―¿Quieres hacerme creer que tú no la obligaste?
―¿Obligarla? ―grito tan alto que mi voz se quiebra―. ¿Por qué demonios iba a hacerlo?
―No lo sé ―brama―. Para evitar que te desee.
―¿Desearme? ―Abro mucho los brazos―. ¿Por qué iba a querer impedir que me desees?
Quiero que me folles tú, no ella. Eres tú quien sigue negándomelo.
―Porque eres una mentirosa.
Me abro la bata, mi cuerpo desnudo ya no está oculto por la tela transparente. Queda libre
para que sus ojos vaguen, que contemplen la parte de mí que aún no ha reclamado.
Mi cuerpo.
―¿Es mentira? ¿Estoy sirviéndote la maldita cena desnuda gritándote que no te deseo?
―Sé que podría tener tu cuerpo, Bianca ―me condena, haciéndome sentir barata y no
deseada―. No es suficiente.
Le doy una bofetada, su cara se inclina hacia la derecha por la fuerza.
Volviéndose hacia mí lentamente, se pasa la lengua por encima de los dientes. Es
aterrador del mismo modo que me pone caliente.
Ya no sé quién soy. O, mejor dicho, quién era. Al principio, la idea de casarme con Vincent
me asustaba. Pero en el instante en que nos encontramos solos, una paz se instaló en mi interior,
una sensación de hogar me invadió.
―Deja de tentarme ―dice, la amenaza retumbando en su garganta al leer correctamente
la lujuria en mis ojos.
Gruño, mi cuerpo se muere por liberarse.
―Deja de negármelo.
―Dame lo que quiero. ―El color de sus ojos se ha apagado, las pupilas se expanden contra
el acecho depredador que me consume.
―¿Qué más puedes querer? ―grito―. Tienes mi corazón. Te estoy suplicando que tomes
mi cuerpo. ¿Qué más quieres? ―grito, con todo el cuerpo temblando.
―Tu alma, Bianca. ―Coloca suavemente una mano sobre mi cuello, cerrándola alrededor
de mi garganta―. Quiero la verdad, para ser dueño de tu jodida alma.
―Tienes la verdad ―susurro.
―Mientes.
Ahora está muy cerca. Tan cerca que puedo oler su perfume. Lo bastante cerca como para
ver cómo se le dilatan las pupilas de lujuria.
―No lo hago.
Da un último paso, pegando nuestros cuerpos.
―Mírame a los ojos ―retira un mechón de cabello de mi rostro con la mano libre―, y dime
que dejaste que mi hermano te tocara. ―Me aprieta el cuello―. Mírame a los ojos y dime que
dejaste que te follara.
―Yo …―Mi corazón se detiene en mi pecho.
―No puedes. ―Sonríe, disfrutando cómo se acelera mi pulso contra su mano―. Eres una
mentirosa.
Respiro con fuerza por la nariz.
―No puedes saberlo. ―Humedezco la sequedad de mis labios, con el pánico instalándose
en mis huesos.
Su mirada se posa en mis labios, siguiendo la forma en que mi lengua los humedece. La
gruesa línea de su garganta se mueve.
―Maldita sea, lo sé.
―La única forma de saberlo con certeza es si estuvieras allí.
Levanta los ojos, dejando al descubierto nuestros secretos, y respiro agitadamente.
(ANTES)

L
as paredes del despacho de Enzo se cierran mientras estamos sentados en silencio,
absortos ante las imágenes que se reproducen ante nosotros. Mi visión se nubla y me
duele la mandíbula por la fuerza con la que se contrae. Cada terminación nerviosa de
mi cuerpo palpita con la necesidad de infligir dolor, y me debato entre el alivio por tener razón
y la rabia por el mismo motivo. La matanza se apodera de mi visión; las fantasías de piel
magullada, ojos ensangrentados y arañazos auto infligidos en el cuello en un patético intento
de auto conservación hacen vibrar mis entrañas de anhelo.
Leo sonríe a la cámara, con las manos por encima de la cabeza en señal de rendición. Su
nefasta sonrisa se burla de los agentes que lo rodean. Carece de autocontrol, el instinto humano
básico de protección se ha perdido ante su necesidad de provocar a cualquiera que se enfrente
a él.
Enzo se estremece a mi lado cuando el agente del FBI que cachea a Leo le da una patada
en la parte posterior de las rodillas, viéndolo caer al suelo de cemento. Su sonrisa se esfuma,
perdiéndose tras un gruñido de desprecio. Lo esposan innecesariamente, la sonrisa de
suficiencia en el rostro del agente aumenta mientras levanta las bolsas de lona con las que Leo
había entrado en el edificio y las coloca sobre la singular mesa que hay en el almacén.
―Joder, ojalá estuviera en esa puta habitación para ver morir esa sonrisa ―murmura Enzo,
la intención maliciosa de sus palabras gotea amenaza.
No respondo. No puedo. Estoy demasiado consumido por mi ansia de dolor. Me pican
las manos con la urgencia de rajar la delicada piel de un cuello y verlo sangrar en retribución.
Pero no cualquier cuello.
Robert Ferrari.
Consigliere.
Traidor.
Hermano.
―Vin.
Miro hacia arriba, a mi jefe.
―¿Estás bien? ―Cierra el ordenador.
―¿Qué ha sucedo? ―Levanto la barbilla hacia el portátil cerrado.
―Lo han detenido sin motivo. He enviado un mensaje al abogado y se reunirá con
Leonardo en comisaría. Saldrá en menos de una hora ―explica en voz baja―. Responde a mi
pregunta.
Me pongo en pie, crujiendo individualmente cada nudillo.
―Puedo... ―empieza.
―No ―le corto―. No me insultes así. Es mi deber y solo mío.
―Nunca te pediría eso. ―Su voz se tensa.
Lorenzo Caruso es despiadado. Tiene que serlo. Llegó al poder demasiado joven para ser
otra cosa sino formidable. Cualquier debilidad habría hecho que nos persiguieran y mataran,
uno a uno. Enzo no lo permitiría. Sabía que el coste de la muerte de su padre no era meramente
emocional. Renunció a su dolor a costa de su alma. Una deuda que pagó amablemente,
satisfecho del poder que le ofrecía a cambio. Pero bajo la jaula de insensibilidad, sigue siendo
mi mejor amigo, el hermano que merezco. Ocupando esa posición, debería conocerme lo
suficiente como para saber que la muerte de mi traidor hermano no me causará ningún
remordimiento.
Me muerdo el labio con tanta fuerza que lo hago sangrar.
―Nunca te perdonaré si me lo arrebatas. Su vida es mía.
Enzo asiente una vez, cogiendo su móvil.
―Berto ―dice al teléfono―. Llámame. Han detenido a Leo. Te necesito en cubierta.
―Termina la llamada y deja el móvil sobre la mesa.
Todo sigue igual. Roberto necesita pensar que está a salvo, que Lorenzo sigue ajeno a su
traición.
―Me jode que tuvieras razón sobre él. ―Enzo se palpa las cuencas de los ojos―. Sabía que
era un cabrón, pero no me había dado cuenta que era un traidor.
Contemplando la ciudad desde el ventanal del despacho de Enzo, me encojo de hombros.
―Pensé que manteniéndolo cerca impediríamos que abusara del poder y causara
problemas a la familia. Nunca imaginé que estaría tan jodido de la cabeza como para
traicionarnos.
Me giro. Arrastro el pulgar por el labio inferior e inhalo bruscamente.
―Enzo.
―No te atrevas, joder ―muerde―. No te atrevas a disculparte por ese pedazo de mierda.
Puede que comparta tu sangre, Vin, pero no te hagas cargo de sus pecados.
Suena su teléfono y lo coge perezosamente, esperando a que asienta con la cabeza antes
de contestar por el altavoz.
―Cosimo.
―Han detenido a uno de mis mensajeros ―saluda.
―Estoy al corriente ―responde Enzo―. También Leo.
―¿Leo? ¿Qué diablos hacía en una entrega? ―A Cosimo le cuesta mantener el respeto. La
mordacidad de su tono hace que Enzo sonría satisfecho.
―No te pasó por alto, Cosimo. Leo recibió información en el último momento que el FBI
haría acto de presencia.
Joder ―escupe Cosimo.
―No hay de qué preocuparse. Las bolsas estaban vacías, tu producto está a salvo. Los
federales no tienen nada contra Leo ni contra tu hombre.
Cosimo gruñe en la línea.
El capo mayor respeta bastante a Lorenzo, pero ha dejado claro en más de una ocasión
que le cuesta recibir órdenes de un jefe más joven que su propio hijo. Cosimo Greco dirige
nuestro negocio de droga desde que tenía treinta años. Antaño conocía el negocio al dedillo,
pero los tiempos cambian y está perdiendo su toque. Es un anciano en un juego de hombres
jóvenes, y no es ningún secreto que Enzo está presionando para que Diego, el hijo de Cosimo,
tome las riendas.
―Eso me lleva a mi siguiente pregunta, Cosimo. Tu corredor, ¿es digno de confianza?
Sabes que los federales lo alimentarán con mentiras para que se convierta. ¿Es tan estúpido
como para creérselo?
Cosimo suspira.
―Sí, es lo bastante estúpido como para dejarse engañar.
―Hablaré con mis hombres de dentro. En una hora estará colgado de una cuerda. Elige
mejor a tus corredores la próxima vez, o haré que Diego lo haga por ti. ―Termina la llamada
sin decir nada más.
―Puedo cargármelo si quieres. ―Introduzco mis manos en los bolsillos.
Se ríe.
―Bromeas, pero no estoy muy lejos de meterle yo mismo una bala entre los ojos. Joder.
Necesito a Diego. ¿Quién contrata a jodidos corredores que cambien de bando a la menor
presión?
No digo nada, aunque él no necesita que lo haga.
―¿Hoy? ―pregunta Enzo, volviendo al asunto de mi recreativo hermano.
Asiento con la cabeza.
―Ahora.

Al abrir la puerta, Roberto levanta la barbilla.


―Hola.
Mi hermano pequeño nunca ha valorado la necesidad de parecer disciplinado. Incluso
como consigliere del jefe de la Cosa Nostra, va por ahí con vaqueros rotos y camisetas raídas.
Se esconde bajo el pretexto de ser lo bastante estúpido como para gastarse cientos de dólares
en artículos fabricados en serie y dirigidos a los adolescentes. Tiene suerte de ser lo bastante
atractivo como para que la gente pase por alto su mala elección de ropa, distrayéndose con la
sonrisa tortuosa y unos ojos pertenecientes a nuestra difunta madre.
―¿Por qué nunca limpias tu apartamento? ―Al entrar, cierro la puerta tras de mí.
―Mi limpiadora ha dimitido. ―Quita la ropa sucia de su camino a patadas mientras
avanza hacia su sala de estar.
Me meto las manos en los bolsillos y desvío la mirada hacia su piso y los envases vacíos
de comida para llevar esparcidos por la mesita.
―¿Por qué?
Se encoge de hombros y se deja caer en el sofá.
―Era una zorra.
―Intentaste tirártela ―supongo.
Sonríe, algo infame pasa por sus ojos.
―No intenté nada.
La ira burbujea bajo mi piel y envuelvo con el puño la bobina de alambre que llevo en el
bolsillo. Me obligo a soltarla, furioso por mi falta de autocontrol al necesitar llevarla conmigo.
Me había engañado a mí mismo diciéndome que no caería en la tentación, pero en este
momento lo único que deseo es rodear su garganta con el alambre y ver cómo la sangre se
precipita a sus ojos con la presión, sin importar las consecuencias.
El problema de hacerse un nombre en los bajos fondos es que, cuando necesitas hacer
negocios discretamente, no puedes dejar que tus demonios se apoderen de ti como necesitas.
Arrastro una última vez el pulgar sobre el alambre y saco las manos de los bolsillos.
―Límpialo tú mismo ―reprendo.
Él se burla.
―¿Qué quieres, Vincent? ―suelta, frunciéndome el ceño―. Supongo que no te has pasado
por aquí para ridiculizar la limpieza de mi apartamento.
―Falta de limpieza ―corrijo, adentrándome en el apartamento, con los labios apretados
de desagrado mientras el olor a comida pasada se cuela por mis fosas nasales―. Hoy han
asaltado el almacén.
No me mira a los ojos.
―Mierda.
―Lorenzo ha estado intentando llamarte. ―Masajeo mis manos con los nudillos.
Levanta un hombro.
―He estado ocupado.
Joder, desprecio la falta de respeto de mi hermano menor. Su posición en la familia le ha
llenado la cabeza con la romántica idea de ser importante. Lorenzo lo empujó a consigliere con
la esperanza de poder vigilarlo más de cerca. Fue un error. El poder se le subió a la puta cabeza.
Me pongo en su línea de visión, dándole una patada en el pie.
―Roberto.
―¿Qué? ―Me mira.
Me observa con ojos asesinos. Imagino que sus pensamientos de dolor y muerte reflejan
los míos. No hay amor perdido entre nosotros. El problema de Roberto es que yo soy hombre
y él reserva su furia para las mujeres. Es un villano sin agallas con cara de príncipe azul. Debería
haberlo matado hace años.
―Nos han asaltado, maldita sea. De nuevo. ¿Eso no te preocupa? ―Empujo, esforzándome
por obtener algún tipo de reacción por su parte. Quiero que confiese. Quiero que al menos actúe
como si le importara una mierda.
―¿Qué quieres que haga al respecto? ―gruñe, levantando un cojín del sofá para coger un
paquete de cigarrillos.
―Tenemos una rata ―declaro, observando cómo su mano se pliega sobre el endeble
envoltorio de sus cigarrillos, aplastándolo con su agarre crispado.
La ventaja de ser pariente de un pedazo de mierda llorica y mentiroso es que me he visto
obligado a pasar suficiente tiempo con él como para descifrar lo que dice. Los micro
movimientos de su rostro delatan su culo traidor. Así supe que nos estaba traicionando.
Demasiadas cagadas apuntaban en su dirección. Enzo y Leo no querían creerlo, pero yo lo supe.
Una sola mirada a su canalla cara y supe que estaba cantando para salvarse.
―Los federales hacen redadas contra delincuentes. Suele ocurrir. Eso nos pone a tiro.
―Roberto suspira, pero su fingido desinterés se pierde por la forma en que se dilatan sus
pupilas. Me sostiene la mirada un segundo más de lo necesario. No parpadea, y su voz se eleva
una octava. Su cuerpo no se mueve, y puedo contar sus respiraciones con el movimiento
ascendente y descendente de su pecho.
Hago crujir mis nudillos. Puede que no sea capaz de estrangularlo, pero nadie dijo nada
de dejarle la cara como la encontré. Me dispongo a disfrutar de la sangre a punto de derramar,
cuando suena un golpe en la puerta de su casa, frustrando mi plan.
Mirándonos fijamente, ninguno de los dos se aparta del momento de reproche.
Vuelven a llamar, esta vez más fuerte.
Aparto la mirada, dispuesto a estrangular a la persona que está al otro lado de la puerta
por interrumpir la desprevenida expiación de Roberto.
―¿Esperas a alguien? ―Me muevo hacia la puerta.
Roberto se queda inmóvil.
―No.
Me inclino hacia la mirilla, frunciendo el ceño inmediatamente.
―¿Qué demonios hace Bianca Rossi aquí?
Estoy tentado de empujar la puerta y sacarla del edificio por el brazo por bailar ante la
tentación del demonio. ¿Por qué coño se plantaría voluntariamente en una estancia, a solas, con
Roberto? Su carácter es bien conocido en toda la familia, su trato anárquico y repugnante hacia
las mujeres es un faro de advertencia para todas las féminas que se cruzan en su camino. O eso
creía yo.
Roberto se endereza y esboza una sonrisa.
―Que me jodan si lo sé, pero puedes apostar tu pomposo culo a que lo averiguaré. Quizá
el diamantito de papá quiera ensuciarse. Lárgate de aquí. ―Se pasa las manos por el cabello.
Necesito todo lo que llevo dentro para no matarlo en ese mismo instante.
―Deshazte de ella ―digo, apretando los dientes―. No hemos terminado de hablar.
De pie ante su puerta, me hace señas para que me vaya y me deslizo hasta su cuarto de
baño, asegurándome de no tocar nada.
Bianca Rossi.
Con solo dieciocho años, enciende en mí algo que creí inexistente: enamoramiento y
afecto. Emociones que había evitado felizmente hasta su inoportuna llegada a mi vida. Soy un
hombre de treinta años con pensamientos orgiásticos de puto adolescente. La deseo hasta la
obsesión. Ella sonríe, y quiero matar a todos los hombres y mujeres de los alrededores por ser
testigos de algo que ella debería guardar únicamente para mí. Me consume el deseo y la sed de
sangre a la vez, y no sé qué coño hacer al respecto.
He dejado la puerta del baño abierta una rendija, pero el resquicio de espacio no me ofrece
la vista de Bianca que ansío, aunque acerco la oreja al hueco, escuchando atentamente.
―¿A qué debo el placer? ―ronronea mi hermano, y puedo imaginar sus dedos viscosos
deslizándose por la mejilla de ella en una caricia que le debería costar la mano.
―Quiero que le digas a Lorenzo que no quieres a Caterina. ―Su voz es fuerte, y si su
petición no fuera tan absurda, el orgullo se expandiría en mi pecho ante su valentía.
Está aquí para salvar a su hermana. Joder. Ya me consume bastante su belleza. No necesito
que su integridad me posea aún más.
La gruesa carcajada de Roberto se retuerce en mis entrañas.
Armando Rossi acudió a Lorenzo, solicitando una unión entre su hija menor y Roberto.
El capo le lamería el culo a Enzo si este se lo exigiera, demasiado ansioso por complacer, al
margen de su dignidad. Como muchos de los miembros mayores de la familia, cree que Enzo
y Roberto están unidos por la posición de mi hermano. Demasiado consumido por el ascenso
de Lorenzo al poder para considerar a Roberto como la carga que siempre ha sido. Lorenzo
había accedido a la petición de Rossi, sabiendo que Bianca estaba prometida a Salvatore,
mantener la fuerza en nuestra familia era una prioridad. A Armando le importa muy poco el
bienestar de Caterina. La naturaleza de Roberto no es un secreto; es un depredador, y Armando
le había servido un cordero en una puta bandeja de plata.
―Haré cualquier cosa ―suplica Bianca.
Está pidiendo caridad a un hombre que se enorgullece de su maldad. Su desesperación
no hará más que entretener a mi hermano pequeño. La debilidad es su moneda de cambio, y
Bianca acaba de ofrecérsela como una promesa. Jugará con ella una eternidad, disfrutando de
verla resquebrajarse día a día mientras le quita la vida a su hermana con la facilidad con que se
pela una manzana. Su romántica idea de salvaguardar a su hermana no ha hecho más que
consolidar la vida infernal de Caterina.
―¿Cualquier cosa? ―pregunta Roberto, deleitándose con el tono desesperado de la voz de
la mayor de las hermanas Rossi.
―Sí ―responde ella, y me cuesta todo lo que llevo dentro no irrumpir en la habitación y
matar a Roberto por escuchar siquiera su inocente ofrecimiento.
―Podría follarte ―amenazó Roberto―. Pero mientras la familia te considera una posesión
preciada, para mí, la muerte del alma de Caterina es un regalo demasiado tentador para
rechazarlo.
―Por favor ―dice ella, e incluso si Roberto no hubiera traicionado a la familia, lo mataría
por hacer débil la voz de Bianca cuando es todo menos eso.
―Quizá os tenga a las dos ―tararea él―. Te penetraré tan jodidamente fuerte que sangrarás,
tu coño virgen llorará ríos rojos, Bianca, y luego utilizaré tu inocencia para lubricar mi polla en
el coño virtuoso de tu hermana.
Un suave grito sale de la boca de Bianca, y mi estómago se revuelve. Aprieto los dientes
para impedir que se escape el rugido alojado en mi garganta. Tengo las manos resbaladizas de
sudor y mi cabeza palpita con fuerza.
―Eres un cerdo ―dice Bianca―. Puedes tenerme en lugar de Caterina.
―No ―responde Roberto.
Es probable que no lo entienda, pero Bianca se ha vuelto poco atractiva por su voluntad.
Mi hermano se alimenta del dolor, y el de Caterina será mayor que el de su hermana.
―De todas formas, le diré a todo el mundo que me has follado. —Me sorprende Bianca
amenazante―. Le diré a todo el mundo que estamos enamorados. Te matarán por desflorarme
cuando estoy prometida al jefe del Outfit. Tu traición será imperdonable.
Roberto se ríe.
―Eres una niñata. Ni me amenaces, joder. Lorenzo no es un puto tonto. Sabrá la verdad.
―¿La sabrá? ―prueba Bianca―. Tienes una reputación. ¿Estás dispuesto a apostar tu vida
por ella?
Se hace el silencio durante un buen rato y, con la mano en la puerta, estoy a punto de salir
del cuarto de baño, preocupada por la seguridad de Bianca, cuando oigo de nuevo la voz de
mi hermano.
―Eres una zorra y me aburres ―muerde Roberto―. Llévate tus jueguecitos y búscate a
otro puto mafioso con el que jugar antes que le cuente a Lorenzo tu plan y haga que te maten.
Soy consigliere, y tú eres un dulce trozo de coño. Eres reemplazable, nada más que un bonito
agujero para follar.
―Cuando Lorenzo te mate. ―Suena más lejana, y contengo la respiración, rogándole que
abandone el puto apartamento antes de verme obligado a involucrarla en mi plan de venganza
y hacer que presencie cómo un hermano mata a otro―. Me pararé sobre tu ataúd y te escupiré
en la cara.
La puerta del apartamento se cierra de golpe y mis hombros se hunden aliviados. Con
una fuerte exhalación, apoyo la frente en el marco de la puerta y saco mi arma de la funda.
Salgo del cuarto de baño, con el corazón en calma ante la muerte.
Roberto vuelve a sentarse en el sofá.
―¿Te puedes creer lo de esa puta? ―dice cuando oye que me acerco.
Podría dispararle en la nuca. Evitaría tener que volver a mirar sus fríos ojos en vida. Los
miraría fijamente en la muerte y dejaría que el alivio de su alma difunta alimentara mi negro
corazón durante una eternidad.
Se vuelve cuando no hablo, ajeno al arma que llevo en la mano. El carmín rojo mancha su
boca. Mis músculos se tensan. La ha saboreado. Maldita sea, la probó.
―A la mierda la redada en el almacén ―escupe―. Espera a que Enzo se entere de lo de esa
zorra y su plan para socavarnos a todos.
―¿Crees que te creerá? ―pregunto, moviéndome alrededor del sofá para encararme a él.
Dispararle por la espalda ya no tiene su encanto. Sus ojos ya están muertos, y anhelo ver
el miedo en su rostro cuando se dé cuenta que su desaparición es inminente y de mi mano,
nada menos.
Abre la boca para hablar, pero levanto una mano, saco un silenciador del bolsillo interior
de mi chaqueta y lo aseguro en mi pistola.
La confusión junta sus cejas.
―¿Qué...?
―¿Le creerá a una rata? O, a Bianca, la promesa de paz con Chicago.
La comprensión cruza su rostro. No se mueve.
―No tuve elección.
―Siempre tienes elección. ―Apunto.
―¿Y esta es la tuya? ―Tiene la audacia de cruzar por su rostro una expresión de traición.
―No ―le digo―. Mi elección sería estrangularte y obligarte a sufrir una muerte lenta y
dolorosa.
La mandíbula de Roberto se aprieta, su nuez de Adán se mueve con determinación.
―Mi elección sería disfrutar viendo cómo los capilares de tus ojos revientan y se llenan de
sangre. Sonreiría al ver cómo se te descolora el cuello con la presión de mis jodidas manos
desnudas. Te llevaría al precipicio de la muerte y luego te dejaría respirar. Me suplicarías que
te matara. Llorarías pidiendo clemencia, y ni por asomo te la daría.
―Adelante, entonces ―se burla―. El gran malvado, Necktie Ferrari no dispara a la gente.
―Esto tendrá que satisfacer mis fantasías ―respondo, negándome a morder su burla―.
Mirarte a los ojos mientras tu vida se apaga en el momento en que mi bala atraviesa tu cráneo.
―Somos familia. ―Levanta la barbilla.
―No conoces el significado de la puta palabra. ―Aprieto el gatillo y la bala vuela por el
aire tan deprisa que apenas he registrado el disparo antes de verlo desplomado en el sofá. La
sangre brota de su frente y me alejo sin mirar atrás, trepando por la ventana hasta la escalera
de incendios, satisfecho de haber eliminado una amenaza para mi familia, pero con un nuevo
objetivo en mente.
―¿Está hecho? ―Contesta Enzo a mi llamada.
Bajo las escaleras trotando, sujetando el móvil entre el hombro y la oreja al llegar a la
última escalera.
―Por supuesto. Me reajusto el traje mientras salto desde el último peldaño de la escalera―.
Segundo punto del orden del día: Bianca Rossi.
―¿Qué pasa con ella? ―pregunta.
―Tengo una forma de acabar con su unión con Bianchi ―le digo.
Tose aclarándose la garganta.
―¿Por qué mierda querría hacer eso?
―Porque es mía.
E
stabas allí —acuso.

― Me toca la cadera con la palma de la mano y se desliza hasta abarcarme la


parte baja de la espalda.
—Tú mataste a Roberto. —Mi voz es suave bajo la presión de su palma en mi
garganta.
El pánico suele definirse con palabras como miedo, amenaza y daño. El pánico envuelve
mi corazón con sus garras, pero no me siento amenazado, y apostaría el cuerpo que Vincent
tiene en sus manos a que no pretende hacerme daño. Si Vincent mató a Roberto, eso significa
que estuvo presente durante toda mi interacción con Roberto. No habría tenido tiempo de
entrar entre mi salida y la llegada de Tony. Sabe que soy un fraude. Lo ha sabido todo este
tiempo. Me oyó llamar violador a su hermano. Me oyó amenazar a la misma vida que luego
eligió quitar. Pero, ¿por qué?
Me atrae hacia él.
—No dejaste que Roberto te tocara.
Mi cuerpo se siente como si nada. Aire. Flotando bajo los dedos de Vincent, inseguro de
la realidad.
—No. —No tiene sentido seguir mintiendo. Él lo sabe.
—Estás intacta. —Sus dedos se flexionan en mi espalda cuando dice estas palabras.
—Sí.
Él gime.
—Serás mía en todos los sentidos. —Su frente presiona la mía y me inhala.
—Sí.
—Te lo dije —susurra—. Te dije que te poseería. Mente. Cuerpo. Alma. Te dije que tus
secretos más oscuros serían míos.
Acaricio sus mejillas.
—Al parecer que siempre los has tenido.
—Pero necesitaba que quisieras que los tuviera. —Me suelta el cuello, arrastrando su mano
por mi esternón—. Solo entonces me pertenecerías como yo necesito.
—¿Cómo necesito pertenecerte, tesoro?
—Voluntariamente.
Sus labios chocan contra los míos y grito en su boca, la desesperada necesidad de su beso
me hace arañarle los hombros, necesito más.
Mi marido acaba de adueñarse de todo mi ser, pero nunca me había sentido tan libre. Me
casé con Vincent sin secretos que me agobiaran. Él los conocía, y me eligió a pesar de ellos. Me
salvó la vida incluso sabiendo que le mentía.
—Me muero de hambre, dolcezza. Solo que no tengo intención de comer lo que has
preparado. Voy a darme un festín contigo. Voy a tumbarte sobre esta mesa y lamerte el coño
hasta que grites que me detenga. Solo entonces enterraré mi polla dentro de ti y te reclamaré
como he fantaseado durante años.
—Vinnie —Respiro—. Te amo
—Será jodidamente mejor que lo hagas, Bianca, porque cada centímetro de ti me
pertenece, y pienso quedarme contigo para siempre.
Con la mano en mi nuca, se inclina y desliza un brazo bajo mi culo para levantarme. Lo
hago con gusto, rodeándole la cintura con las piernas. Desliza el brazo libre por la mesa, platos,
vasos y cubiertos que yo había colocado cuidadosamente vuelan al suelo en un estrépito de
impaciencia.
Con el trasero pegado a la mesa, me empuja hacia abajo con su cuerpo, sin apartar los
labios de los míos mientras me aplasta la espalda contra la solidez de la estructura.
Deja suaves besos sobre mi mandíbula y desciende por mi cuello. Me lame los pezones y
muerde el suave contorno de mi vientre. Inhala cuando arrastra su nariz por mi centro, cayendo
de rodillas con un grosero gruñido.
No duda en besar mi clítoris, chupándolo entre sus labios y soltándolo con un pequeño
estallido.
Deslizando los dedos índice y corazón sobre mi hendidura, separa mis labios, tarareando
contra mi clítoris en señal de agradecimiento. Ahora a la vista, me la lame una y otra vez con
suaves caricias que hacen que me hinche bajo su lengua. Mis caderas se levantan de la mesa,
buscando un mayor contacto. Vincent tararea su aprobación mientras ondulo las caderas,
empujándome más hacia su rostro.
—Vinnie, qué bien se siente.
—Sabes como el único cielo al que tendré acceso. —Desliza una mano por mi pecho y
pellizca mi pezón derecho.
Desliza dos dedos dentro de mí, y yo tiro de las caderas hacia atrás ante la inesperada
intrusión.
Gruñe, y le devuelvo el impulso.
—Buena chica. Fóllame los dedos mientras envuelvo tu clítoris con mi lengua.
Me estira, los gruesos dedos se curvan hacia arriba para masajear mis paredes internas, la
lengua se arrastra por mi clítoris en lentas y tentadoras caricias que hacen que mis caderas
giren.
Me succiona el clítoris, desliza los dedos hacia fuera y añade un tercero para volver a
introducirlo. Gimo por lo llena que me siento.
—Cariño, si crees que tres dedos son gruesos, espera a que te abra con mi polla.
Abro más las piernas y aferro con fuerza el cabello de Vincent. Él gruñe contra mí, y elevo
el culo, empujando mi centro contra su cara.
Tararea sus alabanzas.
—Sé una buena putita, Bianca. Córrete en mi cara y en mis dedos, vamos a preparar ese
dulce coño para mi polla.
Estoy al borde del éxtasis. Grito su nombre, cada músculo de mi cuerpo se tensa mientras
estallan fuegos artificiales en mi interior.
Sus labios están sobre los míos antes que me dé cuenta que sus manos y su boca ya no
están en mi coño, y agradezco el cálido contacto de su lengua. Le sujeto con las manos y me
invade la necesidad, la lujuria, la pasión. Cada parte de mí ansía más.
Más Vincent.
Mi visión es borrosa, mi cuerpo tiembla, mi corazón se acelera, y con su cuerpo apretado
contra el mío, Vincent solo parece intensificar la sensación.
—Vinnie —Suplico—. Déjame verte. —Arrastro los dedos por su abdomen, tirando de los
botones de su camisa de vestir con impaciencia.
Sus manos abandonan mi cuerpo, agarran su camisa por el centro y la desgarran sin
dudarlo un instante. Los botones se desparraman por el suelo y mi respiración se entrecorta.
—Por mucho que vaya a apreciar este jodido momento, no puedo esperar a poder follarte
duro, nena. Dejaré tu cuerpo magullado y usado, y te encantará cada puto segundo.
Cruzo mis tobillos alrededor de su espalda y lo atraigo hacia mí.
Con una mano trabajando en su cinturón, apoya la otra sobre mi coño, su pulgar
dibujando suaves círculos sobre mi clítoris, haciendo que mi cuerpo se sacuda con la necesidad
de más.
—Joder, menuda preciosidad, nena. Hinchada y brillante, me está suplicando.
—Sí —gimo.
Se empuja el pantalón y el bóxer, liberando la parte de su cuerpo que he estado deseando
dentro de mí. Su polla se erige larga y dura, con gruesas venas recorriendo la suave línea de
piel que lleva hasta su punta acampanada.
Lo he saboreado en la boca y lo he tenido en la mano, pero desde el día en que nos casamos
he deseado tenerlo en lo más profundo de mi ser.
Su pulgar continúa con sus caricias mientras acerca la cabeza de su polla a mi entrada.
Imaginaba que perder la virginidad sería un momento enorme. Esperaba sentirme
nerviosa y aprensiva. Creí de todo corazón que no sentiría nada por mi marido y que cerraría
los ojos para sonreír y soportar el dolor. Este momento con Vincent es mucho más. No hay
presión, solo dos adultos que consienten y cuya atracción se ha manifestado en una necesidad
desenfrenada de tocarse. No es un acontecimiento planeado y empapado de expectativas. Me
encanta el hombre que tengo encima, con los músculos tensos por la necesidad. Se preocupa
por mi placer. Es más, parece ansiarlo.
—La forma en que me miras, Bianca, me haces sentir como un buen hombre, un hombre
digno.
—Lo eres —le digo, acercándome a él.
Se acerca voluntariamente y le beso los labios.
—Eres el mejor hombre que conozco.
Él gime.
—Eres honorable y leal. Más de lo que jamás podría haber deseado.
—Bianca. —Me besa de nuevo, embistiendo dentro de mí—. No sabes cuántas veces he
pensado en este momento.
Me estira, deteniéndose cada vez que me tenso solo para besarme. Me besa hasta que me
fundo con él, mi cuerpo se relaja lo suficiente para que él siga avanzando. Cuando está
completamente enfundado, siento el dolor que me produce al dilatarme, ya que mi cuerpo no
está acostumbrado a semejante intrusión. Pero no es tan agonizante como me han advertido
otros. Es placentero, el sordo latido solo añade otra capa de sensación.
—Joder, pequeña, estás tan jodidamente apretada. —Hay un arrebato en su tono que me
indica cuánto le gusta, que está delirando con el apretado ajuste de mi coño intacto.
—Te sientes tan bien —le digo.
—Mm —gime, saliendo de mí lentamente y volviendo a entrar sin prisas.
Lleva las manos al interior de mis muslos, los empuja hacia abajo, abriéndome y
observando dónde conectamos. Los ojos fijos en la forma en que su polla entra y sale de mi
cuerpo.
—Mierda, qué buen aspecto. Mi polla dentro de ti. Dentro y fuera.
—Vinnie —gimoteo.
Levanta la vista, con la mirada entreabierta, la comisura de los labios levantada en una
sonrisa sexy. Todo dentro de mí se aprieta.
—¿Bien, esposa?
Mi espalda se arquea en respuesta.
Nunca imaginé que fuera así. Vincent me mantiene abierta, clavándose en mí de forma
tan animal como tierna. Las líneas acordonadas de su cuello son intrincadas por la contención
que se impone a sí mismo. Quiere soltarse, pero el amante considerado que hay en él se lo
impide.
Se observa a sí mismo entrando y saliendo de mi cuerpo con adoración y delirio. Con los
ojos entornados, se muerde el labio inferior y retira una mano áspera de uno de mis muslos
para acariciarme el clítoris. Lo frota en lentos círculos al compás de sus embestidas.
—Joder —gruñe suavemente—. Cariño —gruñe—. Perfecto —elogia.
—Vinnie —grito, su nombre arrastrando un gemido sordo.
Levanta la vista, sus pupilas tan dilatadas que me pierdo en el gris lobuno de sus ojos.
—Te amo.
Empuja sus caderas hacia delante, tirando de mí hacia su polla de un último impulso
mientras explota dentro de mí. Lo siento palpitar y me contraigo, deseando aferrarme a esa
sensación.
—Mierda —gruñe, dos sílabas y un jadeo gutural se le escapan con facilidad.
Mueve las caderas, completamente envuelto por mi calor, y yo me arqueo ante el
mordisco de dolor que me causa el pequeño movimiento.
Estoy flotando. Surcando las olas de placer y paz que sacuden mi cuerpo.
Inclinándose sobre mí, aún enterrado en mi interior, Vincent me besa suavemente.
—La próxima vez, te correrás conmigo dentro.
Sonrío dentro de su beso.
—Duchémonos —murmura, dejando caer tiernos y castos besos sobre mis labios.
Sacudo la cabeza.
Se aparta y me mira con curiosidad.
—He esperado tanto tiempo para que me tomes así. Quiero dormir con tu semen dentro
de mí.
Se estremece dentro de mí y gimo.
—Joder, Bianca. —Sus ojos se cierran, la mandíbula se tensa.
—¿Eso te molesta?
—Mierda, no. —Me levanta hasta que nuestros pechos están pegados y nuestros corazones
laten al unísono—. Hace que necesite follarte otra vez, y estás dolorida.
M
is ojos se abren de golpe y parpadeo, adaptándome a la oscuridad. Extiendo la
mano automáticamente. Vincent no está a mi lado, pero su zona de la cama está
caliente al tacto.
Nos quedamos dormidos con los miembros enredados hace lo que parece solo unos
minutos.
No hablamos de la granada que explotó entre nosotros antes que Vincent me reclamara
por completo.
Vincent estaba allí el día que visité a su hermano.
Vincent mató a su hermano.
Saberlo debería repugnarme y asustarme, pero no es así. De hecho, hay algo
inquietantemente poético, realmente en que ambos apuntábamos a su hermano. Éramos una
pareja antes de darnos cuenta.
Meto la mano bajo el edredón, ahuecándome en la intimidad de la cama. Aprieto el suelo
pélvico, la tierna sacudida de dolor me obliga a clavar los dientes en el labio en señal de
recuerdo.
Guau.
Mi primera vez fue todo lo que podría haber deseado. Fue inesperada, apasionada y
compartida con alguien a quien amo. Las palabras salieron de mi boca anoche y no quise
retirarlas. Eran reales y le pertenecían a él, no guardadas en las grietas inciertas de mi mente.
No me respondió, pero no esperaba que lo hiciera.
El suave rumor de su voz me obliga a ponerme sobre los codos y escucho atentamente,
intentando oírlo.
Habla en voz baja, y me muevo más hacia la cama. Vuelve a hablar, pero su distancia
amortigua las palabras. Aprieto los pies contra la alfombra lujosa, poniéndome en pie lo más
silenciosamente que puedo. Avanzo despacio hacia la puerta del dormitorio.
—Gabriella —Vincent suspira—, cariño, lo solucionaré. Mi vida es complicada en este
momento. Solo necesito que dejes de causarme problemas. Hago lo que puedo. Deja de
forzarme.
Gabriella. Cariño.
Está hablando por teléfono, eso es lo que puedo deducir. Apenas se oye una voz femenina
mientras Gabriella habla.
—No te estoy guardando un secreto. Joder. Ha sido todo inesperado y me ha pillado
desprevenido. No sé muy bien qué sentir al respecto.
¿Qué fue inesperado? ¿A mí?
—Te veré mañana, ¿vale? Almorzaremos. En algún lugar tranquilo y los dos solos.
Necesitas dormir un poco.
Sus pies se mueven hacia la puerta del dormitorio, subiendo las escaleras con perezosa
intención.
—Sé lo que te prometí, y lo dije en serio. Siempre, Gabriella.
Me dirijo de puntillas hacia el baño, girando sobre mis talones en la puerta para volver
arrastrando los pies en dirección a la cama mientras él abre la puerta de un empujón, con el
móvil a medio camino de la oreja mientras desconecta.
Se detiene en el umbral de la habitación.
—¿Qué haces?
—Haciendo pis. —Me dirijo hacia la cama, arrastrando los pies más de lo necesario para
dar énfasis—. ¿Por qué estás despierto?
Su mirada recorre mi cuerpo desnudo, los ojos encapuchados de lujuria.
—Llamada de trabajo. —Levanta el móvil.
Podría presionarlo para que dijera la verdad. Podría gritar y maldecir y exigirle que
confesara quién es Gabriella y por qué ha prometido verla mañana. Pero mentiría. Lo sé. Él espera
honestidad y, hasta este momento, creo que me la ha devuelto lo mejor que ha podido. Me
aseguró que no había nadie más. Me miró a los ojos y me prometió que no había otras mujeres.
Pillarlo en su mentira será la única forma de sonsacarle la verdad.
Bostezo.
—Siempre de guardia. Supongo que debería consolarme el que ahora seas consejero. No
hace falta que salgas corriendo a todas horas para ensangrentarte las manos.
—No tengo ningún problema en ensangrentarme las manos, Bianca.
Un resoplido de risa sale de mis fosas nasales mientras me acomodo de nuevo en la cama,
tirando de la almohada de Vincent hacia mi cuerpo.
Se mueve hacia el sillón de nuestra habitación.
—¿Qué ha hecho Heather con mi vestido de novia?
—Nada —responde con facilidad.
—¿Qué hiciste con mi vestido de novia? —Lo intento de nuevo.
Espera un momento antes de hablar.
—Tiré la mayor parte a la basura. Si le das tan poca importancia, ¿por qué debería tratarlo
con respeto?
Pongo los ojos en blanco.
—¿La mayoría? —pruebo.
—Mmm.
Suspiro.
—¿Quieres aclararme dónde guardas el resto?
Golpea con un dedo anillado los botones del sillón.
—Lo guardo en mi despacho.
—¿Para qué?
Un suave gruñido sube por su garganta, y lo siento justo entre mis muslos.
—Con el propósito de envolver mi polla cuando me follo mi propia mano pensando en ti.
Eso no me lo esperaba.
—¿Qué? —jadeo.
—No me permití follarte durante meses. Necesitaba el alivio —carraspea—. Pensaba en
todas las formas en que quería follarte con ese bonito vestido. Las formas en que te deshonraría
con mi sucia follada. Las formas pecaminosas en que te haría gritar mi nombre.
—Oh.
Se ríe ligeramente.
—¿Eso te humedece el coñito?
Sí, quiero gritar, aunque seas un gilipollas mentiroso y tramposo.
—¿No estás cansado? —murmuro, aspirando su aroma e ignorando la depresiva realidad
que, si Vincent me es infiel, no tengo más remedio que aceptar la farsa que es mi matrimonio.
Soy una esposa mafiosa. Divorciarte de tu marido no es factible.
Pero no aceptaré su infidelidad.
Lucharé. Me tiene cariño. Puede que no me ame, pero me tratará con respeto. Se lo exigiré.
Quiero llorar al darme cuenta que mi madre tenía razón. ¿Será mi única opción pedirle
que me engañe respetuosamente?
—Ven a sentarte en mi polla, Bianca.
Mis ojos se desorbitan, el impacto me hace caer de espaldas.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Déjame mostrarte lo bien que se siente montar mi dura polla.
Cada pensamiento que pasa por mi mente cesa de inmediato, la lujuria me consume de
una manera que me tiene sentada.
Él gime en voz baja, inclinando la cabeza hacia atrás, el sonido áspero atrapado en su
garganta.
—Joder. Siempre estás tan ansiosa. Prométeme que seguirás así siempre, hambrienta de
mi polla como la putita codiciosa que necesito que seas.
La forma en que me habla. Empujo el culo contra el colchón, la presión alivia la congestión
acumulada bajo mi estómago.
—No te folles la cama. Fóllame a mí.
Me empujo hacia arriba, mis pies se mueven rápidamente, eliminando el espacio entre
nosotros. Su polla está fuera, agarrada con fuerza en su mano. Veo cómo la bombea, sus ojos
fijos en los míos.
—Estás tan obsesionada con mi polla como yo con tu coñito.
Asiento con la cabeza, presa del trance del arrastre ascendente de su gran palma.
—Siéntame a horcajadas.
Hago lo que me dice, plantando las rodillas a ambos lados de sus piernas.
—Bájate sobre mi polla.
Me dejo caer, incapaz de apartar mi mirada de la suya.
Su erección roza mi entrada y aspiro con fuerza.
—Estarás tan mojada por dentro, con mi semen todavía dentro de ti.
Se me aprieta el estómago y me hundo aún más, tragándome su corona.
Sisea y suelta la base de su polla para agarrarme por las caderas.
—Deslízate despacio —me ordena, y sigo sus indicaciones, gimoteando al ver cómo me
abre.
Con el coño a ras de su pelvis, gime de satisfacción.
—Hazlo otra vez. Arriba despacio. Abajo lentamente.
Empujo hacia arriba, con los muslos temblando por el esfuerzo de mantener un ritmo
perezoso.
Las yemas de sus dedos presionan mis caderas. Vuelvo a levantarme, pero él me detiene.
En lugar de eso, tira de mis caderas hacia delante y luego hacia atrás.
Copio el movimiento.
—Hazlas girar, sí —tararea—. Así. —Un grueso gemido recorre su cuerpo—. Buena chica.
Nuestros labios no se tocan, pero siento sus suaves elogios susurrados contra mi boca, y
me los trago todos con avidez.
—Agítalo —me dirige—. Fóllame, nena. Usa mi cuerpo. Hazte sentir bien.
Plantando mis manos en sus hombros, hago círculos con mis caderas, mi cuerpo rodando
en suaves ondas. Él lame mis pezones cuando se acercan a su boca.
Lo odio. Lo amo. No quiero dejarlo marchar nunca.
—Follas bien, putita.
Muevo una mano hacia su garganta, clavándole las uñas en la nuca.
Su respiración es entrecortada, con exhalaciones agudas que desembocan en gruesos
gemidos de placer contenido.
Lo miro fijamente a los ojos y él me devuelve la mirada. Exijo sus secretos con el ondular
de mis caderas, pero él me lo niega con duras embestidas hacia arriba cada vez que doy donde
ambos más lo necesitamos.
—Tu coño está palpitando —me dice—. ¿Estás lista para correrte para mí?
—Sí. —gimo.
—Buena chica. Vente sobre mí y te llenaré
Mis caderas se mueven más rápido, corriendo hacia la línea de meta con una necesidad
desesperada de estallar.
—Estoy cerca, Bianca —murmura Vincent, su clímax lo reclama con facilidad.
—Vinnie —grito, su nombre arrastrado, mi cuerpo temblando por la intensidad de mi
orgasmo.
Vincent le sigue instantes después, tirando de mí con fuerza contra su cuerpo, gimiendo
mi nombre al liberarse.
Caigo contra su cuerpo, mi rostro pegado a su cuello, mi cuerpo resbaladizo por el sudor.
Me suelta de las caderas y desliza las manos por la parte baja de la espalda hasta el culo,
acercándome aún más las caderas.
Gimo y él canturrea, con un sonido felizmente satisfecho.
—¿Tomas anticonceptivos? —pregunta, recorriendo mi columna con los dedos.
—Sí.
—Bien.
—¿No quieres hijos?
Sus dedos se detienen.
—Nunca he pensado en ello.
—¿Hay alguna posibilidad que un hijo ilegítimo llame a la puerta?
Se ríe.
—No, Bianca.
Vale, pues tacha a Gabriella siendo una hija a la que ocultaba del mundo.
—¿Quieres tener hijos? —pregunta con curiosidad.
Vuelvo a sentarme y enrollo con el dedo el mechón de cabello suelto que tiene sobre la
frente.
—Sí, quiero. Pero solo si puedo traerlos a un matrimonio feliz y fiel.
Levanta una ceja, una sonrisa entre divertida y confusa inclina hacia arriba el lado derecho
de su boca.
—Quizá deberíamos probar primero con el perro.
Retiro la mano de su cabello, decepcionada por su respuesta.
—Mm —concedo distraídamente—. Tal vez.
A
la mañana siguiente, me levanto temprano. Me lavo el cabello, me lo aliso y me
peino con una raya lisa a lo largo de la espalda. Me maquillo con decisión y me
pinto los labios de un rojo intenso. Me paso la lengua por los dientes y me sonrío
en el espejo, apreciando mi trabajo.
Salgo del baño con la barbilla alta con determinación. El vestido que había elegido antes
yace sobre mi cama y me lo ajusto al cuerpo. El maxi ceñido se ajusta a mi cuerpo como un
guante, agarrando mis curvas con intención seductora. Me reajusto los pechos, rellenándolos
lo suficiente para mostrar mi escote. Me echo la cortina de cabello hacia atrás, por encima de
los hombros, y me miro en el espejo, sonriendo satisfecha. Deslizo los pies dentro de unas
sandalias del mismo color, cojo mi gabardina verde manzana y salgo a toda prisa de mi
habitación.
—Dolcezza —ronronea Vincent—. Más te vale llevar ese puto vestido para mí y para nadie
más.
Beso sus labios, un prolongado empujón de mi boca contra la suya en señal de promesa.
—Tomaré eso, como si me dijeras que estoy preciosa.
Me mira con sus ojos de lobo en guardia.
—Siempre estás preciosa. Ahora mismo eres una puta tentación. ¿Adónde vas? —Arrastra
una mano por mi trasero, apretándolo en señal de reconocimiento.
—Pensé que podríamos almorzar juntos hoy. Nunca me sacas.
Su mano se separa de mi cuerpo.
—¿Qué? —pregunto inocentemente.
—Hoy no puedo. ¿Y si cenamos?
Dejo que mis hombros se desinflen.
—Pero me he arreglado para ti.
Sus ojos recorren mi cuerpo, con las fosas nasales encendidas por el deseo.
—Puedo agradecértelo como quieras antes de irme.
—Vinnie. —Frunzo el ceño.
—Es importante, cariño.
—¿Trabajo? —Pruebo.
—Hm.
—¿No puedo ir contigo?
Sus cejas se juntan.
—Es en el club. Es mejor que no vayas.
Trix nunca ha mencionado a una Gabriella en nuestras conversaciones. Sin embargo, hace
meses que no la veo. Mi temperamento se enciende al pensar en Trixie y me trago mi
animadversión, concentrándome en sus mentiras.
—De acuerdo. —Me aparto de su contacto—. Llamaré a Cat para ver si está libre.
Sea quien sea Gabriella, es más importante que yo, y odio la forma en que eso me atraviesa
mi corazón.
—Cariño, no pongas esa cara. —Me acaricia la mejilla y necesito todo lo que tengo para
no apartarlo.
Sacudo la cabeza, forzando una sonrisa.
—No estoy dolida. Lo comprendo.
Se acerca a mí y me levanta la barbilla.
—¿Cenamos esta noche? —Me besa suavemente.
—De acuerdo.
—Buena chica. Asegúrate que Andre esté contigo donde quiera que vayas.
Asiento con la cabeza.
—Por supuesto.
—Y ponte ese puto abrigo. No quiero tener que pegarle un tiro a alguien hoy por mirarte
—grita por encima del hombro mientras sale de nuestro apartamento.
Miro fijamente el ascensor, pensando en todas las formas en que me gustaría causarle
daño físico. Maldito mentiroso.
Le mando un mensaje a Andre y le pido que me recoja en media hora, mientras me
preparo un café.
Le entrego un café a Andre mientras entro en el coche.
—Ah, Sra. Ferrari, es usted demasiado amable conmigo.
—Andre —suspiro—. Por favor. Vincent no está aquí. Llámame Bianca.
Él sonríe satisfecho.
—Si usted lo dice, Sra. Ferrari. ¿Adónde vamos hoy?
Disparo la dirección y Andre se gira en su asiento, con el café medio olvidado en los labios.
—¿Bianca?
—¿Sí?
—No sé si es una buena idea.
—No te he pedido tu opinión, Andre.
Le sorprende la mordacidad de mi tono, pero no me disculpo.
—El Sr. Ferrari tendrá mi cabeza.
—Como lo hará si me veo obligada a llamar a un taxi.
Respira por las fosas nasales.
—Pelea sucio, Sra. Ferrari. —Aparta el coche de la acera.
Al aparcar frente al club de mi padre, miro con el ceño fruncido el discreto edificio.
—No es demasiado tarde para cambiar de opinión.
Miro a Andre, con el pánico grabado en su rostro.
—Está bien, Andre. Tranquilízate. Solo necesito comprobar algo, y luego volveré. ¿Puedes
ver el coche de Vincent?
Sacude la cabeza.
—Su coche estaba aparcado en el aparcamiento cuando te recogí.
Vuelvo a caer en mi asiento, dejando escapar un bufido sorprendida.
—¿Estaba? Se fue antes que yo.
—¿Tal vez lo recogieron? —sugiere—. ¿Qué buscas ahí dentro? —Alza la barbilla en
dirección al edificio.
Me encojo de hombros.
—No lo sé, pero no me gusta que me mientan, Andre. Puede que me hayan obligado a
casarme, pero no me van a tomar el pelo.
Deja caer la mirada, pero capto el retazo de orgullo que la atraviesa.
—Estaré aquí.
—Gracias —murmuro, abriendo la puerta del coche y salgo a la acera.
Conteniendo la respiración, me ciño el abrigo a la cintura y me meto las manos
temblorosas en los bolsillos.
El interior del club está oscuro y la entrada está revestida de grandes cuadros con siluetas
de mujeres desnudas. Una suave música llena el espacio. Huele a un toque obsceno de vainilla
y exceso de productos de limpieza, y mi nariz se contrae de desagrado.
—Cariño, hemos cerrado.
Miro a la mujer menuda hojeando papeles en la recepción, sus ojos me lanzan una mirada
curiosa antes de volver a centrarse en su papeleo.
Paso junto a ella.
—No para mí, no lo está.
Me persigue, y un bufido de incredulidad me golpea la espalda.
—Con permiso.
Abro de un empujón la puerta del club y veo algo que me gustaría borrar de mis ojos. Una
mujer desnuda, no mucho mayor que yo, girando las caderas sobre el regazo de mi padre, con
la cara en sus tetas.
—¡Detente! —grita la chica de delante, llamando la atención de mi padre.
—Bianca —brama, dando golpecitos en el culo de la bailarina para que se mueva. Ella lo
hace sin demora—. ¿Qué haces aquí?
Parece desconcertado, pero no se avergüenza ni le preocupa que lo haya pillado en pleno
baile erótico a las diez de la mañana.
—¿Dónde está Vincent? —Sigo caminando, mirando alrededor de la habitación en busca
de señales de mi marido mentiroso.
—No está aquí.
Pongo los ojos en blanco.
—Porque si estuviera, me lo dirías realmente. —Me dirijo hacia la parte de atrás, donde
están las habitaciones privadas.
Mi padre me agarra del brazo y me abalanzo sobre él, con el temperamento a flor de piel.
—Vete —gruñe.
Tiro de mi brazo, pero él lo sujeta con fuerza. No dejo que se note la incomodidad de su
tacto.
—Te sugiero que sueltes mi brazo antes que le diga a mi marido que me has puesto las
manos encima —le amenazo.
Sus ojos se desorbitan rabiosos, pero me suelta y continúo por el pasillo.
—Voy a llamar a tu marido. Que te ponga las putas manos encima por ser tan
descaradamente irrespetuosa —grita mi padre, y su amenaza me da que pensar. ¿Por qué iba
a llamar a Vincent si no está aquí?
De todos modos, abro de un empujón las puertas de las habitaciones privadas, sin confiar
en que mi padre no mienta, y las encuentro vacías. Es temprano, así que la mayoría de las chicas
aún no han llegado para sus turnos. Excepto la mascota de mi padre, claro.
Irrumpo en el despacho principal y encuentro a Leo sentado en la mesa de mi padre, con
las piernas abiertas mientras una mujer, vestida solo con tanga y tacones de aguja, le chupa la
polla.
—Oh. —Me sobresalto al verlo, mis mejillas se calientan instantáneamente.
Doy un paso atrás y Leo me sonríe.
—Bianca —saluda—. Te ofrecería unirte, pero me gustaría salvar mi garganta del daño
que me infligiría Necktie si lo hiciera.
Un movimiento en la esquina de la habitación me obliga a apartar la mirada del
espectáculo que tengo ante mí, sintiéndome agradecida y avergonzada a partes iguales, ambas
emociones perdidas por el shock al ver a un hombre, atado, amordazado y amarrado a una
silla, luchar contra sus ataduras. La sangre cubre la mayor parte de su rostro, y los hematomas
cubren las astillas de piel que aún no están manchadas de sangre. Grita y chilla a través del
trapo atado a su boca.
—Umm... —Miro al suelo, exhalando profundamente.
La mujer de rodillas ni siquiera se detiene en su esfuerzo, la húmeda succión de su lengua
perfora el aire.
Entré en el club con intención. Tenía un objetivo, pero la escena desarrollándose ante mí
me agita potentes canales de incertidumbre y desasosiego. Mi motivo agoniza, y ruedo los
hombros, intentando borrar mis pensamientos y reclamarlo de nuevo.
Vuelvo a mirar al hombre de la esquina. Murmura algo inaudible, probablemente una
petición de ayuda, pero lo ignoro. No es mi problema.
Leo gime de placer y yo hago una mueca.
—Aquí Beau pensó que podía pintar la piel de Crystal de negro y azul. Es un débil pedazo
de mierda. ¿No es cierto, Beau?
Beau permanece en silencio, y mis puños se aprietan inquietos, sabiendo, sin experiencia
previa, que el silencio es la respuesta equivocada.
Beau baja la cabeza, faltando aún más al respeto al subjefe. Leo levanta su arma,
apuntando a la coronilla de su cautivo.
—Levanta la cabeza, pompinara.
Chupapollas.
Leo arrastra las palabras, no sé si por placer o por rabia. Probablemente ambas cosas.
El hombre levanta la cabeza.
—Respóndeme. —Leo empuja sus caderas hacia arriba—. Eres un débil pedazo de
mierda, ¿correcto?
Beau asiente y Leo sonríe.
—Es importante para mí dar una lección a hombres como este —me dice Leo—. Cuidamos
de nuestras chicas, ¿no es así, cariño?
Crystal zumba alrededor de la polla de Leo, y miro al techo.
—¿Una lección? —pregunto, arrepintiéndome de mi decisión de hablar inmediatamente.
—Beau era el novio de Crystal, pero no le gusta la palabra no. —Los ojos de Leo chispean
divertidos cuando vuelvo a mirarlo.
Mi ceño se frunce ante el hombre ensangrentado de la habitación.
—Antes de morir —continúa Leo—, pensé que había que regalarle la visión de su chica
tragándose mi polla para que se la llevara con él al infierno.
Me sobresalto, guardando silencio, mis pensamientos me han abandonado y mi cuerpo
se ha congelado en el sitio.
—Crystal, cariño, voy a estallar. Retrocede para poder rociar la cara de Beau—. Es justo
que tenga una memorable última comida.
Crystal hace lo que se le ordena, y yo agacho la cabeza mientras Leo se acerca a Beau, con
la mano recorriendo su dura polla en rápidos movimientos.
—Vete al infierno, gilipollas —gime, y mi curiosidad se apodera de mí. Levanto la cabeza
y veo cómo Leo agarra a Beau por el cabello, forzándole la cabeza mientras eyacula sobre su
cara ensangrentada con una sonrisa diabólica.
Me quedo con la boca abierta.
—Crystal, sal de aquí, cariño. No volverá a molestarte. —Leo aparta la cara de Beau, y el
hombre empieza a llorar.
—Gracias, Leo —susurra Crystal, empujándome y desapareciendo de mi vista.
Volviéndosela a meter en los pantalones, Leo se abrocha el cinturón.
—Estás fuera de lugar estando aquí, Bianca. —Vuelve su atención sobre mí, retrocediendo
hacia el escritorio para recuperar su pistola—. Vincent no está aquí, pero estará furioso porque
tú sí.
Giro sobre mis talones y me alejo antes que pueda presenciar lo que no dudo que está a
punto de ocurrir, ignorando la velada amenaza de Leo.
En la sala principal, mi padre se sienta en un taburete con el ceño fruncido.
—Niña estúpida.
Un único disparo resuena en el club, y me obligo a mantener el rostro impasible.
—Dime dónde está Vincent —exijo, ignorando el hecho de haber presenciado algo que
me gustaría mucho borrar de mi banco de recuerdos.
—¿Bianca?
Me giro hacia la voz de Trixie, sus pies se ralentizan al entrar en la habitación con pasos
inseguros.
Veo rojo. El odio, la ira y la traición consumen cada centímetro de mi cuerpo. Se suponía
que era mi amiga. Se suponía que debía protegerme lo mejor que pudiera.
Se suponía que no intentaría follarse a mi marido.
—Puta de mierda —escupo, y antes de poder siquiera plantearme lo que estoy haciendo,
me lanzo sobre ella, empujándola al suelo.
—¿Qué? —respira, gruñendo de dolor mientras su espalda golpea el suelo con un fuerte
estruendo.
—Puta mentirosa de mierda —grito, montándome a horcajadas sobre sus caderas para
inmovilizarla contra el suelo.
Toda la frustración que guardo en mi interior se manifiesta en una necesidad de dañar a
esta mujer por su deslealtad y la de Vincent. No puedo castigarle a él, pero sí a ella.
—Intentaste follártelo.
—Yo...
—¿Mi hermano no es suficiente para ti? —Le tiro del cabello, haciéndola chillar de dolor—
. ¿También necesitabas a mi marido? ¿Y mi padre? ¿También has intentado follártelo? —Le
agarro la cabeza y la golpeo contra la mugrienta alfombra.
Se atraganta con su propia saliva y me agarra de las muñecas.
—Lo hice por ti.
—¿Por mí? —grito, dándole una bofetada en la cara.
Es más fuerte de lo que pensaba, arquea la pierna y me tumba de espaldas con un solo
movimiento.
Toso por el impacto.
—Quería asegurarme que no te hiciera daño.
—¿Hacerme daño? ¿Hacerme daño? —grito, pateando las piernas y retorciéndome en un
intento de liberarme.
—Cálmate —grita.
—¿En qué mundo me ayudaría el que te follaras a mi marido? —Le araño la cara.
—Puta de mierda. Podría matarte. Él es mío. No lo toques. No vuelvas jodidamente a
tocarlo —grito.
Me abofetea, enfureciéndome aún más. Con el antebrazo en el cuello, me empuja hacia
abajo.
—Bianca, yo... —grita conmocionada, volando hacia atrás por la erizada furia de mi
marido.
Vincent me ayuda a levantarme y aparto mi mano de la suya en el instante en que me
pongo en pie.
Vuelvo a cargar contra Trixie, pero Vincent se interpone en mi camino y caigo sobre su
pecho con un gruñido.
—Detente —gruñe, el sonido rebosante de ira aprieta sus dientes.
Me limpio la cara, de la comisura del labio me gotea sangre por la fuerza con que me
abofeteó.
Vincent me observa hasta que está seguro que no voy a atacar de nuevo.
Mi pecho se agita mientras miro alrededor de la habitación; Leo, Enzo, Andre, mi padre
y Trixie se encuentran inmersos en un inquieto espacio.
Volviéndose hacia Trixie, Vincent señala la puerta.
—Estás despedida. Coge tus cosas y vete.
—¿Qué? —jadea Trixie.
—Has golpeado a mi mujer. Tienes suerte que no te pegue un tiro ahí mismo —gruñe, su
amenaza es cien por cien real.
—Me ha atacado —se resiste.
—Me importa una mierda si te ha arrancado el corazón con putos testigos. No toques a
mi jodida mujer —brama, con el cuello tenso por una rabia tan potente que retrocedo un paso.
—Armando. —Ella se vuelve hacia mi padre.
—Te han dicho que te vayas. —Enzo se apoya perezosamente en la barra, sus ojos
observando con aburrida indiferencia.
Trixie solo espera un poco más, coge su bolsa del suelo con una maldición entre dientes y
se dirige hacia la salida.
—Si alguna vez te oigo hablar de más —le dice Enzo—. Soltaré aquí a Leo con su cuchillo,
¿entendido?
—Cristalino —muerde, saliendo de la habitación con el chasquido de sus tacones
resonando en la entrada antes de desaparecer por completo.
Me encuentro entre los hombres más temibles que conozco. Hombres que matarían a un
hombre y volverían a dispararle por la molestia de salpicar de sangre sus trajes a medida.
Agacho la cabeza, repentinamente insegura de mis actos. Vincent está forjando una nueva
faceta en mí, una que no odio necesariamente, pero temo que me traiga más problemas que
placer.
Unos mocasines de piel se deslizan hasta mi vista sobre la alfombra. Mis ojos permanecen
bajos.
—Tienes suerte que le tenga tanto respeto a tu marido —se burla Enzo—. Me estás
presionando demasiado, Bianca. Ya has faltado a mi autoridad dos veces. Mataría a otro por
las mismas indiscreciones sin pararme a respirar. La próxima vez, la recámara de mi pistola
tendrá una bala menos. ¿Me has entendido?
Asiento con la cabeza.
—Sí.
—Vincent —dice Enzo, pero Vincent lo interrumpe.
—Me ocuparé de ello.
Enzo me mira un instante antes de darse la vuelta. Levanta la barbilla en dirección al
despacho y Leo y mi padre lo siguen.
Vincent espera a que se pierdan de vista antes de volverse hacia mí. Su pecho se agita con
una respiración furiosa.
—Ven aquí —habla por encima de mi hombro, y yo me muevo para dar un paso adelante,
pero él me pone una mano en alto, deteniéndome.
Andre pasa junto a mí y yo respiro agitadamente.
—No lo hagas —me advierte Vincent, con los ojos clavados en mí en señal de advertencia.
Cruzo los brazos alrededor de mi cintura, añadiendo suficiente presión para impedir que
mis entrañas intenten salir de la cavidad de mi estómago.
—Quiero matarte por traerla aquí —reflexiona Vincent, el toque letal de su voz hace que
mi mandíbula tiemble—. Pero, si no hubieras sido tú, ella me habría desafiado aún más
subiéndose a un puto taxi. La próxima vez, me llamas. ¿Me has entendido?
No había considerado las ramificaciones para Andre, y la culpa se retuerce en mi
estómago.
—Sí, señor —responde Andre.
—Mi mujer está herida por algo en lo que tú tuviste que ver.
Andre asiente y, en un abrir y cerrar de ojos, el puño de Vincent golpea su nariz con un
crujido ensordecedor.
Jadeo horrorizada.
—La próxima vez, te mataré. Ahora vete.
Andre sale del club, guiñándome un ojo para tranquilizarme al pasar a mi lado.
—Lo siento —susurro, viéndolo marchar.
A solas con Vincent, me niego a mirarlo.
—Otra vez escondiéndote detrás de tu cabello.
Levanto la cabeza.
—Ah, ahí está. —Se acerca. Me agarra la mandíbula, apretándola—. Estoy tan
jodidamente enfadado contigo.
—Estoy furiosa contigo.
Sus labios se tuercen.
—¿Por qué has venido, Bianca?
—Te estaba buscando.
Sus ojos se cierran irritados.
—Te dije que estaba trabajando.
—Me mentiste.
Me aprieta las mejillas, mis labios empujan hacia delante.
—Enzo cree que no puedo controlarte. —Me besa los labios.
—No se me puede controlar.
—Me has hecho quedar como un puto tonto, Bianca —gruñe apretando la mandíbula.
—Me dejas en ridículo —replico.
Frunce el ceño.
—¿Quién es Gabriella?
Sus manos se apartan de mi cara y se cierran en un puño.
—Nadie.
—Mientes.
No responde.
—¿Te la estás follando?
Mueve la cabeza con un suspiro exasperado.
—No.
—¿Por qué debería creerte?
—Porque te estoy diciendo la puta verdad.
T
odavía estás enfadado.

― Se remueve en su asiento.
Mi labio ha dejado de sangrar, pero saco la lengua, la paso por el pequeño
corte, saboreando la sangre seca.
—¿Cuánto de enfadado?
Me ignora.
—Tú y Enzo están muy unidos. —Intento una táctica diferente.
—Deberías estar agradecida. Si no, serías comida para gusanos. —Su mandíbula titila—.
Es el hermano que nunca tuve.
—¿Por qué no te nombró segundo al mando?
Se aclara la garganta.
—Habría sido una falta de respeto a Leonardo.
—¿Por qué no hacerte consigliere entonces?
Suspira.
—No se podía confiar en Roberto. Como ejecutor, tendría demasiada libertad para causar
dolor. Habría sido nuestra perdición. Como consejero de Lorenzo, podíamos vigilarlo de cerca.
Roberto no era de fiar.
—¿Quieres decirme por qué mataste a Roberto?
—Jesús, joder —resopló.
Salimos del club en silencio, pero el mismo sonido en los confines de su coche resuena en
mis oídos lo suficiente como para robarme el aliento.
—Después de lo de anoche, pensé que quizá tú misma me darías la información, pero no
lo has hecho y...
Frota la base de uno de sus anillos en el volante, comprobando su ángulo muerto antes
de cambiar de carril. Estamos a pocos minutos de casa y aún no me ha dicho quién es Gabriella.
—Necesitamos ponerte hielo en la cara. Te golpeó muy fuerte.
Me encojo de hombros.
—No me preocupa.
—A mí sí.
—¿Estabas allí cuando hablé con Roberto? —Vuelvo a intentarlo.
Entra en nuestro aparcamiento.
—Sí.
—¿Dónde?
—El baño —responde en voz baja.
—¿Sabía Roberto que estabas allí?
—Sí —responde.
—¿Estabas allí para matarlo?
—Sí.
Suspiro irritada.
—Aunque agradezco las malditas respuestas a una sola palabra en lugar de ser ignorada
por completo, me gustaría recibir respuestas.
—No me exijas respuestas, dolcezza.
Aparca y yo abro la puerta del coche, observando su irritación.
—¿Por qué tú puedes tener todos mis secretos y yo ninguno de los tuyos?
Sale del coche y me sigue hasta el ascensor, tres pasos por detrás de mí, metiéndose las
manos en los bolsillos mientras caminamos. Sostiene la puerta del ascensor con una mano
abierta, esperando a que esté dentro para entrar detrás de mí. Me adelanta, rozando su hombro
con el mío.
De pie en la esquina de la sofocante caja, me mira fijamente en el reflejo.
Le devuelvo la mirada.
Todo lo que siento por Vincent Ferrari es absurdo. Desde las necesidades sexuales que ha
hecho surgir, hasta el deseo, la necesidad de complacerlo, hasta la forma posesiva en que quiero
reclamar su corazón y su alma, hasta la forma en que él ha reclamado los míos.
Se abren las puertas del ascensor y, atrapada en mis pensamientos, no me muevo. Vincent
da un paso adelante, su pecho pegado a mi espalda, su mano extendida para impedir que se
cierre la puerta.
—Muévete, Bianca.
Al entrar en nuestro apartamento, me quedo de pie en el umbral del salón, mirándolo
expectante.
Se quita la chaqueta y la deja sobre el respaldo del sofá. Con las manos en el bolsillo, sus
ojos recorren mi rostro, deteniéndose en mi labio, donde palpita.
—Se suponía que no debías saber que estaba allí.
Se dirige a la cocina y saca una bolsa de guisantes del congelador. Voy hacia él.
Coloca la bolsa suavemente contra mi labio y suspira.
—Pero no te acepté antes que reconocieras el que nunca habías tocado a mi hermano.
Deseaba que lo que compartiéramos fuera real. Deseaba hacerte consciente que todo lo que me
ofrecías era mío y solo mío. Pero no quisiste admitirlo, joder. Eres incluso más fuerte de lo que
creía.
—¿Me has contado tu secreto más oscuro para poder follarme? —Mi mano cae de mi cara,
la bolsa de guisantes pendiendo floja a mi lado.
Me levanta el brazo, colocando de nuevo la bolsa congelada contra mi rostro.
—No te lo he contado, lo has supuesto.
Me burlo.
Confiado en que mi mano sujeta los guisantes, deja caer la suya.
—¿Sabes lo difícil que fue negártelo una y otra vez? Cada vez que me suplicabas que te
follara, estaba tan cerca de ceder, de reclamar tu virginidad, fingiendo que no sabía que era
mía.
Me mueve hacia la sala de estar, y voy sin oponer resistencia.
—Siéntate.
Me dejo caer en el sofá.
Se arrodilla ante mí, me quita los tacones de los pies y los coloca ordenadamente a mi
lado.
—Meses esperé. Jodidos meses en los que me sentaba en nuestra habitación fantaseando
con follarte hasta dejarte inconsciente y luego volver a follarte hasta dejarte dormida cuando
me hubiera saciado.
Recoge mi cabello detrás de las orejas.
—Me puso jodidamente furioso que incluso afirmaras que te había tocado. Esa maldita
serpiente malvada. Estaba tan furioso cuando apareciste en su casa...
No puedo hablar. No encuentro palabras mientras su alma se confiesa ante mí, dejando
que lo reclame de una forma que nunca imaginé que lo haría.
—¿Sabes lo que habría pasado si yo no hubiera estado allí, Bianca? ¿Sabes lo que te habría
hecho?
Trago saliva.
—Estaba dispuesta a vivir con esas consecuencias. Por Cat.
Parece dolido por mi confesión. La hipotética consecuencia fue demasiado para él.
—Siempre te había deseado. Íntimamente. Antes incluso de haberme dedicado una
segunda mirada. Te anhelaba en mis pensamientos más oscuros, pero aquel día supe que debía
tenerte. Sabía que nunca pertenecerías a Salvatore porque ya eras mía.
—Vinnie. —Nunca imaginé que siendo quien era me adoraría de la forma en que Vincent
lo hace tan claramente. Me deseaba antes de conocerme. Me puso en un pedestal antes de saber
que ya había reclamado su corazón.
—Hubiera empezado una guerra total por ti con el Outfit si hubiera tenido que hacerlo.
Habría matado a Salvatore para evitar que te reclamara.
Mis ojos se humedecen.
—Fui a casa de Roberto sabiendo que moriría. No sabía que querría tanto mirarlo a los
ojos cuando le quitara la vida.
Coloco la bolsa de guisantes en el sofá.
—Eras tan valiente. Tan feroz ante el peligro. Podría haberte matado. Tu plan podría
haber fallado. ¿En qué estabas pensando?
—Si Roberto hubiera aceptado mi inocencia, Tony lo habría matado. Ese era nuestro plan.
Tony habría protegido mi honor, y yo afirmaría que Berto y yo estábamos enamorados —
escupo, la mentira agria en mi lengua—. Yo salvaría a Cat. Confiaba en que sería ella quien
ocuparía mi lugar con Salvatore. Tenía que hacerlo —exclamo—. La seguridad de Cat era más
importante.
—¿Más que la tuya? —pregunta.
—Sí —respondo con facilidad.
—No para mí.
—¿Por qué lo mataste? —pregunto.
—Te tocó.
Recuerdo la forma en que las manos de su hermano habían recorrido mi cuerpo. El sabor
amargo de su aliento en mi cara. El toque ácido de sus labios sobre los míos. Estaba segura que
aceptaría lo que le ofrecía. Estaba segura de haberme metido en la boca del lobo, que era el plan
desde el principio. Pero allí de pie, sabiendo la forma en que Roberto iba a herirme, todo mi
interior me gritaba que huyera.
Sin embargo, no lo necesitaba. Sin que yo lo supiera, Vincent estaba allí protegiéndome
sin que ninguno de los dos lo supiera. Me fui, pero aun así fue suficiente para que la gente
creyera. Estaba segura de ello. Había estado a solas con él. En su apartamento. Estaba
impregnada de escándalo, y mi plan había funcionado sin el suicidio de mi alma.
—Traicionó a la familia —me dice—. Era una rata, Bianca. Nos estaba hundiendo a todos
en el puto río.
Mis manos vuelan hacia mi boca.
—Enzo sospechaba desde hacía tiempo que teníamos una rata. Nos confió la sospecha
solo a Leo y a mí.
—¿Por qué no a Roberto? ¿Por qué no a su consigliere?
—Leo es su hermano, y yo sería la persona encargada de solucionar el problema.
Resolver el problema.
—Muchas cosas apuntaban hacia mi hermano. —Escupe la palabra como si fuera ácido en
su lengua—. Enzo tendió una trampa. Los federales aparecieron.
—¿Roberto estaba trabajando con el FBI? ¿Pero por qué?
Se encoge de hombros.
—¿Quién coño lo sabe? ¿A quién coño le importa? Probablemente se vio envuelto en un
caso que le habría llevado a la cárcel. Se volvió más rápido que un perro en celo para salvarse.
Era un patético pedazo de mierda.
—Tuviste que matar a tu propio hermano —murmuro.
—No era hermano mío. —Hace caso omiso la tristeza de mi afirmación—. Te lo dije,
Bianca. Si me traicionas, te mataré sin un ápice de culpa ni vacilación.
Perdida en mis pensamientos, me siento en silencio.
—Enzo sabe que no me acosté con Roberto.
—Al igual que Leo.
—Sabe que planeé socavarlo. Sabe que falsamente secuestré su plan de paz con el Outfit.
Sonríe.
—No le hizo ninguna gracia.
—Si sabía que estaba intacta, ¿por qué no seguir enviándome a Salvatore?
—Porque yo te quería.
Mi rostro se suaviza.
—No pido mucho en la vida, Dolcezza. Pero te pedí a ti.
—No lo entiendo.
Suspira, dejándose caer sobre su trasero.
—Te oí llegar. Oí a Berto y sus groseros comentarios sobre estar a solas con él vestida
como estabas. Le pediste que le dijera a Enzo que no quería a Cat, y se rio en tu cara.
Trago saliva ante el horrible recuerdo. El mordisco maligno de la risa de Roberto cuando
le rogué que dejara en paz a mi hermana.
—No te echaste atrás. Te ofreciste cuando se negó a rechazar una unión con Caterina.
Amenazó con llevaros a las dos.
Fue repugnante. Amenazó con follarme y usar la sangre de mi virginidad -porque
prometió hacerme sangrar- como lubricante para mancillar a Caterina en su noche de bodas.
Casi vomité en el instante en que pronunció esas palabras. En lugar de eso, me besó, asaltando
mis labios con el veneno de sus palabras, una mera introducción amarga a la atrocidad que
albergaba en su interior.
—Su pintalabios estaba manchado cerca de su barbilla. Nunca había sentido furia como
en aquel momento. Respiro furia, Bianca. Mi maldito trabajo consiste en eliminar las amenazas.
Utilicé el veneno de la locura y la violencia para llevar a cabo cada golpe que me encargaban.
Pero sabiendo que te había tocado, sabiendo que había tocado algo que yo consideraba mío —se
apuñala el pecho—, fui la encarnación de la ira. Roberto tenía que morir. Había probado algo
demasiado puro para sobrevivir.
He olvidado cómo respirar. O mi respiración ha abandonado mi cuerpo. Me quedo
inmóvil cuando lo único que quiero es lanzarme a sus brazos.
—Tony —empiezo.
—Me marché antes que Tony llegara. Había terminado en cuestión de segundos. Ni
siquiera sabía que había estado allí hasta que tu padre llamó a Enzo.
—¿Lo sabe mi padre?
Sacude la cabeza.
—No. No podemos arriesgarnos a que salga a la luz el conocimiento de su traición. Sé que
te haría la vida más fácil...
Le pongo un dedo en los labios.
—Me alegro que no lo haga. Mi valía para mi padre se reveló cuando pensó lo peor.
Prefiero no aferrarme a sus mentiras sobre cariño y afecto.
Estoy hueca y plena a la vez. Mis secretos se han disipado y su pesadez ya no reside en
mí. En su lugar se asienta una llama de aceptación, una de aprecio y una de conexión. Arden
con amor y libertad, y con la certeza que el juramento de Vincent de protegerme nunca ha
flaqueado.
Desliza un pulgar por la cuenca de mi ojo, lo arrastra por el contorno de mi mejilla y se
acerca a mis labios. Se detiene en el centro de mis labios y me mira acalorado mientras tira de
mi labio inferior hacia abajo, cerrando la mano en un puño cuando cae de mi barbilla.
—Necesito poner mi polla en tu boca, Bianca.
Lo miro a través de la cortina de mis pestañas.
—Me has asustado. Me has enfadado. Quiero castigarte por tu insolencia.
Asiento, el gesto demasiado ansioso ante la amenaza de sus palabras.
—Necesito mostrarte lo débil que me haces, dolcezza.
—Tú también me haces débil.
Tararea en el fondo de su garganta.
—Saca la lengua.
No dudo en hacer lo que él dice.
Acerca su cara a la mía, junta los labios y una fuerte gota de saliva cae de su boca a mi
lengua.
Mis ojos se abren de golpe, y me siento atrapada entre la necesidad de limpiarla con asco
y el deseo de esperar a que me dé más instrucciones.
—Buena chica —murmura cuando me quedo—. Ahora vas a usar eso para chuparme la
polla. ¿Entendido?
Mis ojos se cierran ante un tsunami anhelante que me toma desprevenida tras los
acontecimientos de esta mañana.
De pie, Vincent se eleva sobre mí. Con los ojos aún cerrados, su sombra me proyecta en
una posición de sumisión en la que deseo permanecer una eternidad. El inconfundible sonido
de su cinturón al desabrocharse me hace querer tragar, pero mantengo la lengua en equilibrio
fuera de la boca.
—Mira cuando saque mi polla para ti, putita.
Abro los ojos lentamente, atrapada entre la necesidad de encontrarme con sus ojos y el
deseo de ver lo duro que está.
—Menudo dilema. —Él lee sin problemas el parpadeo constante de mis ojos.
—Mira mi polla mientras la saco, luego tus ojos deben permanecer en los míos mientras
suplicas beber mi semen.
Me esfuerzo por gemir, el sonido entrecortado me desespera sin poder usar la lengua.
Desnuda su polla lentamente. Se desabrocha el pantalón y agarra su erección por encima
de la tela negra de su bóxer. Aprieto los muslos. Con la mano en el bóxer, se acaricia hasta
desaparecer de mi vista. Mis pezones se endurecen. Utilizando la dura línea de su polla, se baja
el bóxer, y mis párpados se agitan en señal de gratitud.
Moviendo las manos sin permiso, agarro su pantalón por la cadera y tiro de él hacia abajo
para liberarlo por completo.
—Codiciosa —murmura.
Apuntando con la lengua, avanzo unos centímetros, burlándome de la hendidura de su
cabeza con tiernos lengüetazos. Desliza una mano por el lateral de mi cuello, subiendo desde
la nuca hasta la caída de mi pelo, retorciendo los dedos entre los mechones con firmeza.
Masajeo con mi lengua la parte inferior de su cabeza, gime, empujándome hacia delante.
Lo hago con facilidad, tragando más de él. Su polla está hinchada y húmeda, nuestra saliva se
junta, un lubricante formado por el deseo.
Enrollo una mano alrededor de la gruesa línea de su base, sujeto su cabeza contra el
paladar, con la cabeza inmóvil mientras acaricio su longitud con un arrastre ascendente y
descendente de mi lengua.
Mis ojos no se apartan de los suyos. Sus agitados párpados se cierran cada pocos
segundos, y un grueso gemido sigue al movimiento involuntario.
Acaricio sus testículos. Sisea cuando mis dedos los hacen girar sobre mi palma.
Sosteniéndolos en mi mano, empujo dos dedos contra la áspera piel de su perineo.
—Joder —gruñe, tambaleándose hacia delante. Se arquea sobre mí con un grito
estrangulado, y yo echo la cabeza hacia atrás, chupándole la cabeza, rodeando con la lengua el
tacto aterciopelado de la piel.
Mis dedos acarician su nalga, mi mano sujeta con ternura sus pelotas, mi boca ama su
polla.
—Métetela en la boca, pequeña —suplica, con la desesperación confundiendo sus
palabras—. Trágate mi semen.
Me meto la polla en la boca y la lamo con la lengua. Palpita.
—Tira de ella —gruñe.
Mi mano se mueve al compás de mi lengua, y él se yergue en toda su altura, con la cabeza
echada hacia atrás en un largo gemido.
Gruesos hilos de semen inundan mi boca, y lo dejo caer por mi garganta, bebiéndomelo.
Lamo su polla hasta dejarla limpia, y él me observa con ojos velados de lujuria.
Me paso la lengua por los labios.
—No me siento realmente castigada.
M
e abro paso por el vestíbulo de nuestro edificio, con los pies calzados corriendo
por la baldosa de mármol. Le dije a Andre que me recogiera hace veinte
minutos, y me recogí el cabello en una coleta no menos de ocho veces antes de
estar lo bastante conforme como para dejarlo.
Mamá y Caterina vienen a almorzar y yo quería ir a la manicura antes que ellas llegaran
a casa.
Llego hasta las puertas de cristal del vestíbulo y me detengo bruscamente. Giro
rápidamente, acercándome al mostrador de recepción tan rápido como lo he pasado.
Golpeando impaciente el mostrador, Lydia, la recepcionista del hotel, habla en voz baja por
teléfono. Tiene la cabeza inclinada hacia abajo, con los dedos pulgar e índice apretados contra
el puente de la nariz en señal de exasperación.
Miro el reloj.
—Señorita Gabbi, comprendo su frustración.
Miro hacia las puertas de cristal. Andre espera pacientemente, las manos en los bolsillos
de sus vaqueros, la mirada recorriendo la calle con perezosa curiosidad.
—Por favor, no hagas eso —Vuelve a hablar Lydia, llamando mi atención—. Te aseguro
que el señor Ferrari me ha asegurado que hará que alguien le eche un vistazo hoy mismo.
Levanto lentamente las manos del mostrador.
—Me aseguraré de decírselo cuando llegue a casa. —Hace una pausa—. Sí, señorita Gabbi.
Cuelga el teléfono, suspirando para sí misma. Se le dibuja una sonrisa en la cara, pero se
le borra en el momento en que se vuelve.
—Buenos días... —Se aclara la garganta y vuelve a intentarlo—. Buenos días, Sra. Ferrari.
¿En qué puedo ayudarla?
Sus ojos parpadean nerviosos hacia el teléfono y luego vuelven a mirarme. Su mente
trabaja horas extra, sin duda recordando la conversación que acaba de tener en su cabeza e
intentando determinar cuánto he oído.
—Buenos días, Lydia. —Sonrío dulcemente—. Mi madre y mi hermana vendrán hoy a
comer. Voy a salir, pero cuando lleguen, ¿puedes acompañarlas al ático, por favor?
Ella inclina la barbilla.
—Por supuesto.
Me alejo un paso. Me detengo y miro por encima del hombro.
—¿Gabriella está causando problemas?
Lydia se queda el tiempo suficiente como para parpadear lentamente tres veces.
—Yo... eh... —Mira hacia el teléfono, hacia los ascensores y luego de nuevo hacia mí.
Retrocedo hasta el mostrador.
—Nos ha estado causando un alboroto a Vincent y a mí también —susurro poniendo los
ojos en blanco exageradamente, esperando como el demonio que se crea la capa melosa de mi
mentira—. ¿Algo en lo que pueda ayudarte?
—No era consciente... No me di cuenta... —tartamudea.
Me fuerzo a soltar una risita.
—Lydia, puede que sea joven, pero no soy estúpida. Supe de Gabriella en el momento en
que Vincent y yo nos casamos.
Se me revuelve la bilis. Vincent tiene a esta mujer -sea quien sea- en el mismo apartamento
que me tiene a mí.
—Por supuesto, señora Ferrari. El agua caliente de la señorita Gabriella no funciona.
Hablé de ello con el Sr. Ferrari esta mañana al marcharse. No quiso que me encargara de buscar
a alguien que lo arreglara. Quería a alguien que conociera y en quien confiara.
Quería a alguien que no hiciera preguntas. Quería a alguien que guardara su pequeño y
sucio secreto.
—Subiré a buscar a Gabriella. Puede usar nuestro apartamento. —Me vuelvo hacia el
ascensor—. No llevo encima la llave de su piso —reflexiono en voz alta—. ¿Puedes facilitarme
una? Te la devolveré al salir.
—Por supuesto —acepta Lydia con facilidad, aliviada porque el asunto del huésped
problemático ya no será cosa suya.
Me entrega la tarjeta llave.
—¿Vincent habló de trasladarla? ¿O sigue en...?
—Sub-ático —Lydia me interrumpe.
—Gracias. —Sonrío.
Voy a matar a ese hijo de puta mentiroso y pedazo de mierda de mi marido.
Doy un puñetazo al botón del sub-ático con más fuerza de la necesaria, maldiciendo en
voz baja.
Tiene a su puta en el piso inferior al mío. Todas las noches que se va por negocios, es
probable que baje a follarse a su amante antes de volver a casa y hacerme lo mismo a mí.
Mi pecho se agita.
Saco el móvil del bolso y envío un mensaje a Cat diciéndole que tengo migraña y que
cancelo la comida. Luego envío un mensaje a Andre diciéndole lo mismo.
Se abre el ascensor y entro en el apartamento de Gabriella. Es bonito. Agradable como un
escaparate. Escaso de objetos personales y decorado con muebles minimalistas. Como el de
Vincent. No muy diferente del mío.
—Gracias, mierda —gime una voz—. En serio, Vincent, necesito una maldita ducha... —
Sus pies se detienen bruscamente al entrar en la habitación—. ¿Quién coño eres tú? —pregunta
con rudeza.
—¿Quién coño eres tú? —replico.
Cruza los brazos sobre el pecho.
—Te he preguntado a ti primero.
Parece más joven que yo, y frunzo el ceño. Es hermosa, y no solo de una forma que te
obligaría a darle una doble mirada si te cruzaras con ella por la calle. Te hechizaría para que la
miraras. Te robaría el aliento. Despertaría el deseo con un simple encuentro de miradas. Es
exquisita, y odio la forma en que la envidia reduce mi autoestima casi de inmediato.
¿Te la estás follando?
No.
Supongo que es un tecnicismo. Esperará hasta que sea mayor de edad.
—Quienquiera que seas —vuelve a hablar—. No deberías estar aquí. —Hay una pizca de
pánico en su tono. Uno que borra su brusquedad.
—¿No debería? Mi marido te mantiene.
Sus hombros caen en una muestra externa de alivio.
—Eres Bianca.
Me río, con un sonido más burlón que jovial.
—Bueno, al menos habla contigo.
Otra puñalada de celos, una que hiere más hondo que el pensamiento de follársela. Ella
significa más para él que yo. Lo suficiente como para que hable con ella. En realidad, yo soy la
puta. Él me folla y comparte sus pensamientos con ella. Mis manos tiemblan. Ojalá nunca
hubiera venido aquí. Ojalá no fuera tan jodidamente fuerte mi necesidad de romperme el puto
corazón por un conocimiento que sabía que no quería.
—Que le jodan a él y a su falta de respeto por mantener a su goomah en el mismo puto
edificio que su mujer.
—No sé qué significa esa palabra.
Gruño frustrada.
—Significa amante, Gabriella. Su otra chica.
Su labio se tuerce con desagrado.
—Oh, lo siento. ¿Esa palabra no es lo bastante agradable para ti?
Quizá sería más amable si pensara que ella es tan ajena a mi existencia como yo lo fui a la
suya en un principio. Pero sabe quién soy. Sabe que Vincent tiene una esposa, y eso es un acto
que no merece el más mínimo perdón. Para ella o para él.
—No, no lo es —responde ella con desprecio—. Es jodidamente ofensivo.
—Es ofensivo. —Me río. En voz alta—. Eso es ofensivo —grito—. No el hecho que mi
marido mantenga a una menor de edad como su jodida puta.
—Suficiente.
Me sobresalto ante el tono frío de la voz de Vincent.
Cuando giro sobre mis talones, el insulto que tenía manteniendo el equilibrio en la lengua
se desvanece, la enorme cantidad de sangre que decora su ropa es suficiente para borrar mi
envidia y sustituirla por pánico.
—Estás sangrando.
Se mira la camisa blanca, ahora cubierta de manchas y salpicaduras rojas.
Respira agitadamente por las fosas nasales.
—No es mi sangre.
Hago una mueca.
—¿Qué haces aquí, Bianca?
Retrocedo un paso, conmocionada.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Gabriella —comienza.
—No hables con ella antes que conmigo. —Me pongo en su línea de visión—. Me has
mentido. Me has engañado. —Tiro una mano hacia atrás, hacia la belleza que hay detrás de
mí—. Ya me has faltado bastante al respeto.
Sus ojos se clavan en mí.
—No se me hablará con una falta de respeto tan flagrante. Estás ridículamente
desacertada en tus acusaciones. Sube y espérame.
—No.
Arquea una ceja.
—¿No?
—Eso es lo que he dicho. No.
Gruñe por lo bajo, maldiciendo entre dientes.
—Gabriella, me ocuparé de ti más tarde.
Agarrándome la mano, tiro de ella hacia atrás, pero su apretón es demasiado fuerte.
—Suéltame —gruño—. Estás cubierto de sangre.
Me arrastra desde el sub-ático hasta el ascensor a pasos agigantados.
—Suéltame, maldito imbécil.
Confiado en que estoy contenida en la caja metálica, suelta mi mano, la suya manchada
de sangre ahuecándose la mandíbula con brusquedad.
—No puedo creerlo. —Apoyando la espalda contra la pared, mantengo la mayor distancia
posible, mirando con repugnancia el reflejo de mi marido—. Me repugnas.
Un bufido sonoro surge de su nariz.
—Podría tenerte desnuda y suplicándome en unos jodidos segundos, esposa. No te
avergüences con afirmaciones vacías.
Frunzo el ceño.
Las puertas del ascensor se abren y, por primera vez en nuestros pocos meses de
matrimonio, Vincent no sujeta la puerta del ascensor para dejarme salir delante de él. Entra
furioso en nuestro piso.
Miro los botones del ascensor.
—Piensa en huir y sembraré el caos en esta puta ciudad buscándote. Te encontraré,
Bianca. No hay ningún lugar en este mundo donde puedas esconderte de mí.
Sabiendo que tiene razón, entro en el apartamento.
—Ella puede ser inteligente —bromea.
Le lanzo mi embrague a la cabeza. No da en el blanco, pasa volando por encima de su
hombro y aterriza en el suelo, a pocos pasos delante de él.
Al mirar por encima de su hombro, sus ojos brillan de furia.
Espero que me amenace. Espero que grite.
No hace ninguna de las dos cosas. Simplemente se vuelve hacia las escaleras y se dirige a
nuestro dormitorio.
—¿Estás de coña? —le sigo, con mis zapatos de tacón persiguiendo su paso—. ¿Quién
coño es esa? ¿Me tienes en tan poca estima como para mantener a una goomah, que me
aseguraste que no tenías, en nuestro edificio?
—No me estoy follando a Gabriella —sostiene, desabrochándose los botones de la camisa
con bruscos golpecitos de los dedos.
—No te creo.
Se quita la camisa y la tira al suelo como si fuera basura. Se quita los zapatos de una patada
y se inclina para quitarse los calcetines. A continuación, se quita el pantalón y el bóxer,
quedando completamente desnudo.
—Tu desconfianza en mí es tu problema, Bianca. No el mío.
Está duro, su erección apuntándome con rabia. Miro hacia abajo, tragándome la lujuria y
levantando los ojos.
—Parece que tus celos me excitan. Eres la única mujer a la que ansío follar, dolcezza.
Me da un tirón en la parte inferior de mi estómago.
Su ropa ensangrentada yace junto a sus pies, y considero que tendremos que quemarla
para eliminar cualquier prueba de su responsabilidad en el asesinato de un alma perdida y
pronto olvidada.
—¿De quién es esa sangre?
Levanto la vista cuando no responde.
—¿Lo mataste tú? —pregunto.
—Sí —dice con facilidad.
—¿A quién? —susurro.
Si está enfadado por mis preguntas, no lo deja entrever.
—No es asunto tuyo.
Mis manos encuentran mis caderas.
—Mi marido acaba de matar a un hombre. ¿Crees que no merezco conocer los detalles?
—No. —Se agarra la polla, deslizando la mano arriba y abajo en lánguidas caricias—. Pero
si estás tan ávida de información. —Su voz ha cambiado, un filo homicida deslizándose
amenazante por sus palabras—. Un traficante de drogas deslizando sus sucias manos en
nuestros beneficios. Conoces las reglas, Bianca. No jodas a mi familia o pagarás con tu vida.
Ese canalla nos ha jodido el negocio y ha faltado al respeto a mi familia. A Cosimo no le gusta
ensuciarse las manos. Necesitaba mi —su cabeza se inclina hacia un lado—, experiencia.
—¿Experiencia?
Sonríe.
—Mmm. ¿Quieres que te diga cómo lo maté, esposa? Lo hice. Cogí una bobina de alambre,
me la enrollé entre los puños y se la até alrededor de la garganta como una...
—Corbata —susurro.
Su mueca se convierte en una sonrisa de oreja a oreja, mostrando los dientes con maliciosa
intención.
—Mmm. El alambre le atravesó la piel, estrangulándolo y degollándolo a la vez. —Está
rememorando, sus ojos ausentes, perdidos en un recuerdo al que está espantosamente apegado.
Suspira.
—Pero el muy gilipollas tuvo la osadía de resistirse, así que sangró por todo mi traje
favorito.
—Qué egoísta por su parte —murmuro.
Sus fosas nasales se agitan y su mano se mueve más deprisa sobre su polla. Necesito todo
lo que hay en mí para no dejar de mirarlo.
Le excita el derramamiento de sangre, y eso debería repugnarme, pero hay algo en la
peligrosa y desquiciada mordacidad de su postura y su voz que me tiene apretando los muslos.
—Me divertía bastante el pánico que reflejaban sus ojos cuando se dio cuenta que iba a
morir, así que imagina mi sorpresa y decepción cuando recibí una alerta en la que se me
informaba que mi mujer, entre todas las personas, había entrado en el apartamento de Gabriella.
Entrecierro los ojos, olvidada la muerte y de vuelta a la traición.
—¿Quién es ella? —pregunto de nuevo.
Suelta su polla gruñendo, con los labios entreabiertos por la irritación. Entra en la ducha,
limpiando de su piel el toque de muerte.
—Dejé a Leo con la limpieza. Ahora estoy en deuda con él, y Bianca —advierte—.
Desprecio estar en deuda con otro.
Ignoro su amenaza.
—Vincent —empuño—. ¿Quién es ella?
Se lava el cabello, ignorándome.
Me acerco al cristal.
—¿Quién es ella?
Inclina la cara hacia la lluvia de agua.
—¿Quién coño es? —grito, golpeando con el puño la pared de cristal que lo protege de
mí.
—¡Mi hermana! —me grita.
Mi mentón cae.
—¿Qué?
Sale del agua de golpe, coge la toalla y se seca.
—Es mi jodida hermana, Bianca.
—Pero erais tú y Roberto.
—Aparentemente no. —Tira la toalla en un gancho, entra en nuestro dormitorio y se
coloca un par de bóxers.
—No lo entiendo.
Suspira.
—Apareció días antes de casarnos. Mi padre tuvo una aventura con la mujer de otro capo.
—¿Con quién? —Respiro con fuerza.
—Rita Romano —responde.
—¿La mujer de Big Joey? —aclaro—. Creía que había muerto.
Se encoge de hombros.
—Rita se quedó embarazada. Mi padre conocía las ramificaciones. Los habrían matado a
los dos. No te follas a la mujer de otro. La ayudó a huir y luego siguió con su vida como si nada.
—No lo sabía.
—Nadie lo sabía. Mi padre no está vivo para confirmarlo o desmentirlo, y su madre está
muerta.
Mis cejas se juntan.
—¿Estás seguro?
—Prueba de ADN. Somos parientes.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Se deja caer sobre nuestra cama.
—Enzo, Leo y yo ahora mismo somos los únicos conscientes de su existencia. No sabemos
lo que esto significa para Gabriella. Estamos intentando averiguar cómo protegerla y cómo
integrarla en la familia sin que se planteen preguntas.
—Si los dos están muertos, ¿importa?
Cae de espaldas sobre el colchón.
—También está emparentada con Dante y Luna. Primero tendría que decírselo a ellos.
Espero a que continúe.
Suspira.
—Pero cuando lo haga, se darán cuenta también que su madre tuvo una aventura con mi
padre, y que Big Joey sigue vivo. Es un capullo vengativo, y eso le causará problemas a
Gabriella.
—Y a ti —supongo.
—Puedo cuidar de mí mismo. Big Joey nunca superó que su mujer lo abandonara.
Además, Rita eligió técnicamente a Gabriella antes a Luna y Dante. ¿Cómo puedo estar seguro
que no se lo reprocharán?
—No puedes. Estoy de acuerdo.
—Ven aquí, dolcezza. —Me da unas palmaditas en el regazo, y voy encantada—. Deja ya
de acusarme de follar con otras mujeres —murmura. Mi polla solo se pone dura por ti.
Tirando de mi falda, la bordeo hasta la cintura, dejando que mis muslos se abran lo
suficiente para que su dureza quepa en mi interior.
—Mira.
—La idea de verte con otra persona...
—No es una realidad. Mi sucia putita, me das todo lo que necesito. —Empuja sus caderas
hacia arriba, y gimo.
—Dios. Quiero marcarte. —Agarro su rostro, besando sus labios—. Quiero que todos
sepan que eres mío.
Sus manos encuentran mi culo, moviéndolo adelante y atrás sobre la tensión rígida de su
polla.
—Tan posesiva.
—Mmm
Lo beso una vez más antes de bajar de su regazo.
—Tienes que ir a hablar con tu hermana. De hecho, no tiene agua caliente. Tráela a nuestro
apartamento para que la pobre pueda ducharse.
—Quiero follarte, no hablar de Gabriella.
—Qué lástima —canturreo, saliendo de la habitación.

Gabriella entra en el apartamento con cautela.


—Hola.
Sonríe.
—Lamento mucho haberte llamado puta y haberte acusado de follarte a Vincent.
—Fue más que repugnante —replica ella.
—Ya. —Me muerdo el labio.
Estamos solas, cosa que no esperaba. Confiaba en que Vincent se prestara a interferir y
eliminara la incomodidad de mis insultos.
—¿Dónde está Vincent? —Miro más allá de ella, hacia la entrada.
Ella sigue mi mirada.
—Dijo que tenía algo de lo que ocuparse. Pero me dijo que no te importaba que utilizara
tu agua caliente.
—Sí. —Sonrío ampliamente—. Sígueme.
Me sigue hasta el baño de invitados.
—Lamento mucho que tu vida sea un caos ahora mismo —ofrezco.
—No es diferente a la tuya, supongo —reflexiona ella—. Que te obliguen a casarte con
alguien a quien no conoces.
Me encojo de hombros.
—Salió bien. Amo a Vincent.
—Me di cuenta. Parece igual de obsesionado contigo.
—¿Tú crees?
Ella arquea una ceja oscura.
—No te tenía por alguien insegura. Celosa, desde luego, insegura, no tanto.
Agacho la cabeza, odiando el tono de mis mejillas.
—A Vincent no se le dan bien las palabras. Solo puedo leer lo que veo, y a veces me
preocupa haberme engañado convenciéndome que hay algo cuando en realidad no es así.
Deja el bolso sobre el tocador.
—Ahí está.
Quiero abrazarla, pero me abstengo.
—Te dejaré duchar —murmuro, inclinándome hacia ella en el cuarto de baño.
Se ha duchado durante casi cuarenta minutos, y sale del baño con una ensoñadora sonrisa
en la cara.
—El agua caliente es un lujo del que nunca me gustaría prescindir. Soy una consentida,
pero da igual.
—¿Quieres comer algo? —Me levanto del sofá, haciendo un gesto hacia la cocina—. No
soy la mejor cocinera, pero Heather, nuestra...
—¿En otro momento? —me interrumpe—. Creo que volveré y me tomaré un tiempo de
cuidado personal. No recuerdo la última vez que me he secado y peinado el cabello.
Sonrío para ocultar mi decepción.
—Por supuesto.
Se dirige hacia el ascensor.
—¿Gabriella? —la llamo y se vuelve—. Lo siento mucho. Te he llamado cosas horribles
por mis propios miedos y estoy muy avergonzada. Espero que podamos ser amigas.
Sonríe, con un gesto completamente sincero.
—Estás perdonada. Imagino que si descubriera que el hombre al que amo se acuesta con
otra mujer, reaccionaría de forma parecida. A mí también me gustaría que fuéramos amigas.
No tengo muchas de esas.
—Yo tampoco —confieso en voz baja.
Permanezco de pie en la silenciosa sala de estar durante minutos después de su marcha,
odiando lo sola que me siento. Suspirando, me preparo una taza de café y me acurruco en el
sofá. Miro el móvil y las redes sociales sin pensar.
El sonido del ascensor atrae mi atención, y Vincent entra en el piso con un gran vendaje -
imposible no verlo- pegado al cuello.
—¿Qué ha pasado? —Deslizo el café sobre la mesa que tengo delante y me precipito hacia
él.
Me rodea la espalda con los brazos y me atrae hacia sí.
—Nada que no haya pedido.
Pongo las manos en su pecho y retrocedo, mirándolo inquisitivamente.
—Dijiste que querías marcarme.
Mis ojos se entrecierran.
—Quítame la venda, esposa.
Con dedos suaves, tiro de la venda. Le han tatuado verticalmente una escritura cursiva
en el cuello, y su piel está enrojecida e irritada.
—Vincent —jadeo, deseando alargar la mano y tocar la inscripción de mi nombre en su
piel.
—¿Te gusta?
—Sí. Muchísimo.
Desliza las manos hacia mi culo y se muerde la comisura del labio inferior.
—No me convence.
—Me encanta. —Rastreo cada letra lentamente—. Pero un tatuaje es algo que tú me das.
—¿Y?
—Yo quiero darte algo a ti. No —rectifico—. Quiero quitarte algo. Marcarte te asegurará
cicatrices de mi amor.
La comprensión cruza su rostro y tararea en señal de aprobación.
—Entonces hazlo. Derrama mi sangre, Bianca. Mírame sangrar por ti.
Trago saliva ante la lucha que hay en sus palabras.
Se inclina, se levanta la pernera del pantalón y saca una navaja enfundada en el tobillo.
Girándolo con facilidad en su mano, me lo pasa con el mango hacia fuera.
Lo cojo.
—¿Dónde?
Me arrastra hasta el sofá, se quita la chaqueta antes de sentarse.
—Donde tú quieras.
—Tu corazón.
—Mi corazón. —Se quita la camisa negra por encima de la cabeza, tirándola sobre el sofá.
Me siento a horcajadas sobre su regazo, con los ojos clavados en los suyos. La lujuria
distorsiona su color, oscureciéndolos de un modo que me pone nerviosa. Pero no lo suficiente
como para detenerme.
Dejo caer la mirada sobre su pecho, deslizando los dedos por el pectoral izquierdo. Beso
la piel por encima del pezón. Levanto el cuchillo pasándolo suavemente por su piel, y él respira
por la nariz con la fuerza suficiente para hacerme sonreír. Presiono con la punta dirigida hacia
su piel, observando cómo una gota de sangre se acumula bajo la hoja.
—Eso es, cariño —me elogia.
Deslizo la hoja lentamente hacia abajo, cortando su piel en línea recta justo sobre su
corazón. Contenta con mi trabajo, levanto la hoja y la desplazo hasta la parte superior de la
línea sangrante. Tajo dos semicírculos contra ella, formando una gran B directamente sobre su
corazón.
Dejo caer la navaja sobre el sofá y limpio el corte, transfiriendo más sangre suya a nuestra
piel.
—Estás loca y eres obsesiva, y eso transforma mi polla en piedra.
Pego mis labios a los suyos, gimiendo en su boca ante el fervor con que me devuelve el
beso. Su apetito por mi lujuria hace que sus manos se enrosquen en mi cabello, y empuja mi
boca con más fuerza contra la suya. Me muerde el labio inferior, arrastrándolo hacia atrás. Gimo
cuando lo suelta. Mi lengua sale de mi boca, y él imita el movimiento. Nuestras lenguas se
encuentran entre nosotros, lentas lamidas danzando libremente, dejándonos saborear nuestro
deseo fundido.
—Voy a follarte muy duro, putita. Voy a inclinarte y a follarte tan profundo que jurarás
que puedes sentir cómo te apuñalo el corazón.
—Vinnie. —La palabra no es más que una violenta súplica.
Recuperando la navaja manchada de sangre del sofá, sonríe satisfecho.
—Espero que no te guste demasiado este vestido. —Sujetando el escote, arrastra
fácilmente la navaja por la tela, rajándola sin resistencia. Se desliza contra mi piel en un suave
beso, no lo suficientemente fuerte como para sacarme sangre, pero sí lo bastante firme como
para dejar su rastro sobre mi piel—. Mierda, esto es caliente —murmura en su garganta.
Quedándome únicamente con el tanga de encaje, Vincent me mira con los ojos
entornados. Me arranca el tanga de un tirón. Repite el movimiento en la otra cadera hasta que
mi ropa interior no se parece en nada a lo que fue.
—Gira el culo en el aire para mí. Deja que te folle como si me pertenecieras.
Me pongo de pie.
—Me posees.
Gruñe. El sonido sale de la boca de su estómago y se abre paso a través de sus labios.
Sonriendo, me giro y dejo caer las rodillas sobre la alfombra. Mirando por encima del
hombro, sonrío antes de bajar los codos al suelo. Deslizando los brazos, arrastro las tetas por la
alfombra, haciéndome cosquillas en los pezones en una irregular caricia.
Su calor golpea detrás de mí. Sus ásperos dedos se arrastran por mi espalda.
—Qué putita tan bonita —musita—. Tan hermosa. Pero tan jodidamente sucia.
—Sí.
—No he dicho que hables —me advierte, acercando una gran mano para agarrarme el
culo—. Solo harás ruido cuando yo te lo diga.
Asiento con la cabeza.
—Ahora di sí.
—Sí —acepto con facilidad.
Se ríe suavemente, su mano se mueve por debajo de mí para arrastrarse por mi abertura.
—Tengo las manos ensangrentadas y tu coño está húmedo.
Me muerdo la lengua, intentando ocultar el estremecedor jadeo que quiere escapar.
Él oye mi forcejeo.
—Buena chica.
Desliza su polla entre mis nalgas, usa ambas manos para juntar mis globos, moviendo sus
caderas adelante y atrás.
—Quizá debería dejar que tu precioso culo me masturbara... ¿Qué te parecería? Sin alivio.
Sin polla en el coño. Sin dedos haciéndote cosquillas en el clítoris.
Quiero gritar en señal de protesta, pero balanceo el cuerpo hacia delante y luego hacia
atrás en una súplica silenciosa.
—Aunque se siente tan bien, putita. Tu dulce culo masturbándome. —Gime largo y fuerte.
Quiero rogar. Quiero suplicarle que me penetre. Mi coño duele. Palpita por la necesidad
de sentir.
Separándome las mejillas, Vincent suspira.
—Tu coño hinchado está llorando por mí, aunque —murmura para sí—. Está resbaladizo
de lo codicioso que está por mi polla.
Sí, quiero gritar. Tan codiciosa.
Se aparta y, en cuestión de segundos, se entierra dentro de mí de una fuerte embestida.
Mi boca se abre en un grito silencioso. Me acerco la muñeca a la boca y la muerdo,
impidiéndome emitir algo más que un gemido ahogado de alivio.
Con las nalgas aún abiertas, una gota húmeda golpea mi apretado agujero. Al girar la
cabeza para mirar por encima del hombro, los ojos de Vincent se centran en el lugar donde
estamos conectados, observando cómo su polla entra y sale de mi cuerpo. Unas gruesas líneas
sobresalen de su cuello, y mis ojos se ponen en blanco de éxtasis. Vuelve a escupir, y la gruesa
gota golpea el mismo lugar. Mueve la mano hacia dentro y frota la yema del pulgar sobre mi
intacta entrada.
—¿Estás tensa por resistencia o por placer?
Permanezco callada.
—Habla.
—Pla-cer —tartamudeo.
Tararea en señal de aprobación, añadiendo presión con el pulgar, sus caderas no dejan de
mover su polla dentro y alrededor de mi cuerpo.
Me atraganto con un gemido ahogado, todo mi cuerpo se tensa.
—Cuando y solo cuando te corras, grita mi puto nombre, Bianca.
Asiento con la cabeza, sacudiéndome para obligar a su pulgar a penetrar más
profundamente y a sus caderas a moverse más deprisa.
Él gime.
—Tan jodidamente codiciosa. Eso es, nena. Tómalo.
—¡Vinnie! —grito, mi cuerpo se convulsiona de satisfacción. Saboreando la indulgencia
de mi marido utilizando mi cuerpo para su placer mientras desgarra el mío con la misma
sensación.
Con el pulgar metido hasta el fondo de mi trasero, la otra mano de Vincent me agarra la
cadera con aviesa necesidad. Se propulsa dentro de mí, el innegable sonido de piel chocando,
el eco lascivo de sus gruñidos entrecortados.
Se corre con un rugido perverso, mi nombre brotando de sus labios como el animal que
es.
—Joder —sisea, saliendo de mí y cayendo sobre la alfombra a mi lado.
Me tumbo boca abajo y observo cómo se agita su pecho.
—Te amo.
Me mira.
—Mataría a cualquier cosa o persona que amenazara con apartarte de mí.
Aunque no ha dicho esas palabras, sé leer a mi marido lo bastante bien como para saber
que acaba de decirme que me ama.
Levanto la mano y acaricio su mejilla.
—No lo dudo ni un segundo, tesoro.
Se lleva la muñeca a la boca y la besa suavemente.
Permanecemos así hasta que mi cuerpo se enfría y me estremezco.
—Tu madre nos ha invitado a cenar.
Gimo con desgana.
—¿Tenemos que ir?
—¿No quieres ver a Cat?
Resoplo.
—Tienes razón. Bien, iré a ducharme.
—No. —Se da la vuelta, inmovilizándome contra la alfombra.
Me reconforta el calor que me transmite su cuerpo.
—¿No?
Me mira fijamente a los ojos.
—No. Cuando tu padre te haga sentir como una mierda esta noche, quiero que sepas que
mi semen y mi sangre manchan tu piel. Me perteneces, lo que te hace jodidamente poderosa,
Bianca.
—¿De qué manera tu posesión me hace poderosa?
—Sigues sin entenderlo. —Sacude la cabeza—. Puede que te posea, Bianca. Pero te
pertenezco. Te pertenezco por lo que soy. Te pertenezco porque eres mi única debilidad en este
mundo.
Parpadeo rápidamente, aturdida por su declaración.
—Tu padre me teme, lo que significa que te teme a ti.
Algo potente se instala en mi estómago. Un reconocimiento de lo que acaba de decir.
Somos poderosos porque estamos juntos. Una fuerza inquebrantable. Vincent y yo somos
invencibles ante el juicio, el dolor y las amenazas del mundo exterior.
—T
endrías que haberte comprado ese vestido —me increpa Gabriella por enésima
vez.
Le doy un empujoncito con el hombro, acercándola a los escaparates de Louis
Vuitton.
—Costaba cinco mil dólares —me resisto.
Ella se encoge de hombros.
—Vincent lo habría pagado. ¿No te dio su AMEX?
Llevamos horas de compras. Después que Gabriella pidiera aplazar nuestro almuerzo, me
envió un mensaje a la mañana siguiente preguntándome si quería ir de compras y almorzar.
Aproveché la oportunidad. En primer lugar, quería compensar mi mal comportamiento del día
anterior. Segundo, al margen de Cat, los amigos escaseaban. No hace mucho, consideraba a
Trixie mi amiga, pero la amargura de su traición aún me quema de rabia. Mi matrimonio era
sagrado para mí, aunque ella pensara que era una farsa. Cruzó una línea que nunca podría
perdonarla. No querría perdonarla.
—¿Estás lista para comer? —pregunto—. Me muero de hambre.
—¿Tommy Bahama? —sugiere Gabriella.
Asiento.
Engancho mi brazo al suyo y caminamos cogidas del brazo, una chispa de amistad ya se
ha solidificado entre nosotras. No está lejos de los dieciocho, solo es unos meses más joven que
yo, y mantiene una conexión con Vincent que quiero fomentar.
—¡Bianca!
Dejo de caminar y mi cuerpo retrocede un paso, conmocionado, cuando Trixie se cruza
en mi camino.
—Déjame en paz.
Gabriella mira a un lado y a otro entre nosotras antes de agarrarme de la mano.
—Vámonos.
—Lo siento —grita Trixie, siguiéndome mientras nos alejamos.
—No es suficiente. —Sacudo la cabeza, mirando por encima de la carretera, temiendo que
Vincent esté lo bastante cerca como para vernos—. Deberías irte. Te matará si cree que me estás
acosando.
—¿Crees que hay algo de malo en ello? —Me agarra, volviéndome completamente hacia
ella.
—Claro que lo hay —muerdo—. Pero no puedo hacer nada al respecto. Déjame en paz.
—Chica, ya la has oído —Gabriella interviene.
—Somos amigas. —Trixie se queda mirando a Gabriella un segundo más de lo que me
hace sentir cómoda, así que me pongo delante de ella.
—¿Lo somos? Porque no puedo imaginarme a una amiga a la que me hubiera gustado
considerar mía que estuviera tan dispuesta a follarse a mi marido.
La vergüenza le obliga a bajar la mirada.
—Me preguntaste cómo era... Pensé que estaba haciendo lo correcto.
—Te lo pregunté antes que fuera mío —grito, cerrando los ojos avergonzada por mi
arrebato.
—¿Tuyo? Vincent no te pertenece, Bianca. ¿Seguro que lo sabes? Es un criminal.
Algo en la mujer que tengo delante es diferente de la que yo consideraba una amiga. Su
voz contiene un tono desesperado que recorre mi piel en una oleada de ansiedad. Me dice que
corra. Su aspecto es desordenado. Sus ojos se mueven nerviosos por la calle.
—No hables de cosas que no entiendes.
Se ríe, pero el sonido no tiene nada de humorístico.
—Entiendo más de lo que tú entenderás nunca.
Frunzo el ceño.
—Me voy.
—No puedes fiarte de él —grita a mi espalda.
—Tampoco puedo fiarme de ti. —Tiro de la mano de Gabriella—. Gabbi, vamos.
—Puedes confiar en mí —me asegura Trixie, pero niego con la cabeza.
—Necesito ese trabajo, Bianca.
Odio que haya ido allí. Aprovecharse de mi amabilidad para obligarme a hablar con ella.
—No, no lo necesitas. Eres peluquera, Trixie. Puedes trabajar en cualquier sitio.
—También soy puta —me suelta.
Me alejo.
—Puedes intentar follarte a los maridos de la gente en cualquier sitio.
Gabriella corre para alcanzarme.
—La zorra tiene agallas.
No contesto, echando humo por la osadía de Trixie de despreciar a mi marido cuando
hace solo unas semanas se lanzó a por él.
—Sra. Ferrari, ¿se encuentra bien?
Sonrío a Andre forzadamente.
—Sí.
—Me escapé al baño, y apenas conseguí volver al coche cuando te vi alejándote de ella.
Le toco el hombro.
—Andre, no pasa nada. Solo ha intentado hablar conmigo.
—Debería llamar al Sr. Ferrari.
—Por favor, no lo hagas —le ruego—. Gabriella y yo lo estamos pasando de maravilla y
no estamos dispuestas a marcharnos.
Considera mi petición, la incertidumbre preocupando sus ojos lo suficiente como para
provocar la aparición de pequeñas líneas en su pliegue.
—Tengo que llamarlo. Pero esperaré a que hayáis empezado a comer.
—Gracias —concedo, tirando de Gabriella hacia el restaurante.
Sentadas a nuestra mesa, suspiro ruidosamente.
—Me resultaba muy familiar —comenta Gabriella.
—¿Quién? ¿El maître?
—Trixie —corrige ella.
Estiro el labio inferior.
—¿Ha salido en la tele?
—Que yo sepa, no. Voy a pedir la ensalada de gambas.
—Para mí un cuenco de atún —responde Gabriella—. Lástima que seamos demasiado
jóvenes para pedir un martini.
Vuelvo a sentarme en la silla.
—Vincent ya será bastante asesino con Trixie abordándome en la calle.
Ella se ríe.
—Quizá entienda por qué necesitas una copa.
Un camarero toma nuestro pedido, agua con gas incluida, y vuelve a dejarnos a solas.
—¿Cuánto hace que murió tu madre?
Las cejas de Gabriella desaparecen tras su flequillo oscuro.
—Guau. Eso ha calado hondo muy rápido.
—Lo siento —me disculpo—. Perdóname.
—Está bien. —Espera a que el camarero deje el agua con gas y los vasos sobre la mesa
antes de volver a hablar—. Hace unos seis meses.
—Gabriella —susurro.
Frunce los labios y asiente.
—Sí, aún está muy reciente.
—¿Siempre supiste lo de Vincent y la familia?
Ella niega con la cabeza.
—No. Mamá justo me lo contó días antes de morir. Me contó que Vincent era mi opción
más segura si necesitaba algo. Me dijo que no me acercara a Big Joey. Ella dijo que sus errores
me matarían —susurra.
Nos traen las ensaladas a la mesa y nos sentamos en silencio, sonriendo a la joven
camarera antes de marcharse.
—Investigué. Pero está claro que no lo suficiente. —Se sirve la ensalada con el tenedor,
inclinándose sobre el cuenco para llevársela a la boca.
Espero a que termine de masticar antes de volver a hablar.
—¿Qué quieres decir?
Como mientras ella habla.
—Estuve observando a Vincent durante una semana, intentando reunir el valor para
acercarme a él. Es un poco intimidante.
Me río.
—Solo un poquito.
—La cagué cuando por fin hablé con él.
—¿Cómo?
—Estaba comiendo con Enzo. No me di cuenta que era el maldito jefe.
Hago una mueca.
—Sí. —Pone los ojos en blanco—. El imbécil me hizo confesar la historia de mi vida con
él allí. No quiso marcharse, mierda.
Apuñalo una gamba, sosteniéndola sobre mi cuenco.
—No mucha gente sería lo bastante valiente para llamar imbécil a Enzo.
Ella se encoge de hombros.
—Tal y como lo veo ahora, no creo que Vincent hubiera ocultado nunca mi existencia a
Enzo de todos modos. Son muy amigos. El Gran Joey podría matarme si me encontrara. Tengo
diecisiete años. No quería vivir en la calle ni que me obligaran a ir a una casa de acogida. Si la
familia me mataba por las fechorías de mi madre, al menos lo habría intentado, ¿sabes?
Dejo caer el tenedor y alargo la mano para cogerla.
—Me alegro que estés aquí.
Ella sonríe.
—Yo también.
—¿No es encantador?
Tan absorta en la historia de Gabriella, ni siquiera vi acercarse a Vincent—. Hola, cariño
—saludo.
Me besa.
—Ni rastro de Trixie —me dice.
Me encojo de hombros.
—Por suerte para ella, supongo.
Vincent coge mi vaso, bebe un sorbo, hace una mueca y vuelve a escupir el agua en mi
vaso. Coge una silla de la mesa que tenemos detrás, se sienta y coge mi tenedor para clavarlo
en la ensalada. Me quedo mirándolo estupefacta, aquella acción tan doméstica y mundana
contrasta tanto con el hombre huraño e intimidante con el que me había casado.
—¿Qué? —habla en torno a la ensalada.
—Nada.
—Me preocupa el motivo de Trixie —comparte, limpiándose la boca con mi servilleta.
—¿Qué quieres decir?
Mastica su comida.
—¿Cómo sabía que estabas de compras en la Quinta Avenida?
No lo había considerado.
—Coincidencia —sugiero flojamente.
Hace un gesto a la camarera. Ella se acerca, moviendo las caderas más que con Gabriella
y conmigo.
Frunzo el ceño, pero Vincent parece ajeno a su sonrisa descomunal.
—Un Macallan. Solo.
Le doy una patada en la pierna.
—Por favor —añade.
—Seguro, señor. —Parpadea dos veces, y aunque no puedo reprochar la mirada de
agradecimiento en sus ojos, me cabrea.
—Te está siguiendo —me dice mientras la camarera se retira.
—Pero, ¿por qué?
Me encojo de hombros.
—Éramos amigas.
—Por favor —interviene Gabriella—. No tengo muchos amigos, pero seguro que acosar
no es algo que se haga, aunque se esté intentando enmendar.
Vincent asiente.
—¿Te ha buscado de alguna otra forma?
Niego con la cabeza.
—He bloqueado su número de teléfono y sus perfiles en las redes sociales, así que no
sabría decirte.
—Creo que ha hecho porno.
Vincent carraspea.
—¿Qué?
Gabriella levanta los hombros.
—La conozco de algún sitio.
Se queda mirando a su hermana pequeña.
—Tienes diecisiete años. ¿Por qué coño ves porno?
Ella abre la boca, pero él levanta una mano.
—No contestes a eso.
La camarera deja el whisky y él se lo bebe de un trago.
—Voy a ponerte seguridad por el momento hasta que esté seguro que no quiere hacerte
daño.
—Vincent. —Suspiro.
—No es negociable —argumenta.
—¿Quiere otro, señor? —La camarera, que no se ha movido de nuestra mesa, toca su
hombro.
Él mira su toque y luego vuelve a mirarla a los ojos.
Tengo que elogiar su audacia. Vincent es hermoso a la vista, pero destila corrupción por
cada centímetro de su traje de tres piezas. Una sola mirada es suficiente para que sepas que,
haga lo que haga, no encaja dentro de los límites de la ley. Es inmoral, es peligroso, y algunas
mujeres son tontas por considerar atractiva su anarquía.
Soy yo.
Soy mujer.
Como lo es esta zorra con la mano en mi hombre.
—Te pediría que quitaras las manos de encima de mi marido. —Llamo su atención.
Mira a Vincent y luego a mí.
—Lo siento, creí que eras su hija.
La rabia golpea mi pecho. Vincent me agarra de la rodilla.
—Eso es más ofensivo para mí que para ella. —Habla antes de hacerlo yo.
—Pero mi mujer tiene razón. No vuelvas a tocarme sin permiso.
La camarera da un paso atrás.
—Lo siento.
—Lo sentirás si vuelves a intentar flirtear con mi marido —murmuro en voz baja.
Se aparta y Gabriella se ríe.
—Te vamos a conseguir ese jodido perro. —Toca mi mejilla, tirando de mí para darme un
beso—. Necesito algo en lo que ocupar tu tiempo para que no ataques a todo el que creas que
quiere follarme.
—¿Tú crees? —murmuro contra sus labios.
—Mm —acepta, besándome con ternura.
—Me gustaría ver tu reacción ante cualquier hombre que se me echara encima.
—Los mataría —declara con facilidad, y no dudo ni por un segundo que cumpliría su
amenaza—. Quiero matar al menos a cinco hombres solo en este restaurante que te hayan
mirado un segundo más de lo que deberían.
Dejo que vuelva a besarme.
—De acuerdo. Ya está bien. Miembro de la familia sentado en la misma mesa.
Vincent se vuelve para mirarla.
—Baja el tono al hablar de la familia cuando estamos en público. Hay oídos por todas
partes.
Ella pone los ojos en blanco.
—Enzo y yo hemos estado hablando —explica en voz baja al otro lado de la mesa.
Gabriella se acomoda el cabello innecesariamente.
—Oh.
—Mi protección no será suficiente cuando hablemos de ti a la familia.
Ella parpadea, la incertidumbre enroscándose en su postura. Sus hombros se arquean y
cruza los brazos a la defensiva.
—Cumplirás dieciocho años dentro de unos meses.
—¿Y?
—Vincent —le advierto.
Me ignora.
—Necesitaré casarte.
—¿Qué? —se resiste.
—Hablaremos de esto cuando haya menos gente —argumenta.
—Hablaremos ahora —exige ella—. Eres tú quien ha sacado el tema. ¿Cómo es posible
que no tenga edad para pedir alcohol y sí para entregar mi vida a una institución obsoleta?
—¿Quién? —empuja ella—. ¿Con qué viejo enfermo se supone que me tengo que casar?
Volviéndose a sentar, Vincent tira de los puños de su camisa.
—Enzo sugirió a Leo.
El dolor se dibuja en su rostro, pero demasiado consumido por su irritación, mi marido
no se da cuenta.
—¿Enzo sugirió a su hermano?
—Es una buena opción. Es el segundo al mando, Gabriella. Nadie en su sano juicio
causaría un problema con tu existencia si estuvieras vinculada al jefe.
Ella traga saliva indignada.
—¿Entonces por qué no con Enzo?
Vincent frunce el ceño.
—Eres demasiado joven para él.
—Es más joven que tú —discute ella—. Y tengo la misma edad que Bianca.
Se encoge de hombros.
—La relación entre Bianca y yo no es asunto tuyo. Te casarás con Leo.
—No quiero a Leo.
—Para empezar, no quería a tu hermano —la consuelo.
Vincent gruñe.
—Pero ahora lo amo. Si te abres a él...
—Nunca me abriré a Leo —reprocha ella—. Enzo y sus ideas se pueden ir a la mierda.
—Encantador —Enzo sobresalta a Gabriella y ella frunce el ceño.
Agacho la cabeza a modo de saludo.
Enzo se sienta sin invitación.
—¿Hemos localizado a la puta?
—Aparentemente, está aquí mismo —Muerde Gabriella, haciéndose un gesto a sí
misma—. Vendida al primer soltero dispuesto.
Enzo sonríe.
—Yo no llamaría exactamente dispuesto a Leo.
Gabriella entrecierra los ojos.
—Bueno, ya somos dos.
—Leo es popular entre las mujeres. Te complacerá.
Mis ojos se abren desmesuradamente. Los de Gabriella se convierten en rendijas.
—¿Estás pensando en que tu hermano me folle? —gruñe, inclinándose hacia el jefe de la
familia.
Quiero gritarle que tenga cuidado con lo que dice. Enzo desprecia la falta de respeto. Sería
lo bastante despiadado como para casarla con Big Joey en su lugar.
—¿Estás pensando en que me haga correr? —susurra ella.
Algo feroz cruza el rostro de Enzo. Una mirada de arrepentimiento y miseria, una pizca
de celos torciendo sus labios y entornando sus ojos.
Vincent golpea la mesa con el puño, un arrebato de agresividad pública poco habitual que
acalla el ruido del restaurante. Gabriella parece a punto de echarse a llorar. En lugar de eso, se
levanta de un salto, coge su bolso y corre hacia la puerta.
Me pongo en pie.
—Me voy con ella.
Vincent inclina la barbilla.
—Dile a Andre que os lleve a casa. Llegaré enseguida.
Vuelvo a enviar un mensaje a Gabriella.
Después del bombazo de ayer, se había encerrado en su apartamento y se negaba a
dejarme entrar.
El teléfono suena en mi mano y casi se me cae del susto. Vincent se revuelve a mi lado y
pongo el teléfono en silencio, bajando la intensidad de la pantalla para no despertarlo.
Rara vez duerme.
Viene a la cama conmigo y me folla de la forma que le apetece.
Cuando ha tenido un día difícil o violento, el sexo será duro. Me follará con tanta fuerza
que juraría que a la mañana siguiente sigue dentro de mí, con mi cuerpo estirado y utilizado
de una forma que me causa dolor.
Después de haber tenido un día de reuniones y conversaciones sobre cosas que no
conozco atrapadas en su cabeza, estará cansado. Me pondrá encima, con mis rodillas a
horcajadas sobre su cintura, mientras bebe whisky y me observa mientras lo follo. Joder, qué
bien luce esas noches. Puede que yo tenga el control, pero el poder que rezuma por el mero
hecho de estar sentado en un sillón mientras yo giro sobre su regazo me lleva al orgasmo en un
abrir y cerrar de ojos.
Si está trabajando en su despacho, juego conmigo misma en la cama, sabiendo que me
está observando. Pellizco mis pezones y gimo su nombre, y en cuestión de segundos está dentro
de mí, diciéndome obscenidades que hacen palpitar mi coño.
Lo miro, durmiendo profundamente boca arriba, con el brazo echado sobre los ojos, su
suave respiración haciendo que su pecho suba y baje.
Tiene un nudo más de alambre de espino grabado en el costado desde la cabaña.
Veinticuatro vidas marcadas para siempre en su piel como recordatorio. No puedo decidir si
los lleva como una insignia de honor o si son una forma de castigo.
Deslizo el teléfono sobre la mesilla de noche sin leer el mensaje de Gabriella.
Me subo sobre mi marido e inclinándome, recorro con los labios el tatuaje en escala de
grises que tiene a un lado de las costillas. Son vidas perdidas, claro, pero Vincent no mata a
inocentes por diversión. No es un psicópata que encuentra gratificación sexual en el asesinato.
Para mí, estas púas representan momentos en los que su elección fue despojada. Es leal,
probablemente en detrimento propio. Amenaza a la familia, y en la complicada psique de
Vincent, eso equivale a la muerte.
—Espero que pienses bajar esos labios, esposa.
Su voz está enronquecida a causa de la falta de sueño, y canturreo. Cada parte de mí
hormiguea con la expectativa de un orgasmo o dos.
—Nop. Estos labios no. —Lo beso de nuevo.
Gime.
Subiendo por su cuerpo, encajo mi coño ya resbaladizo sobre la parte inferior de su
erección matutina.
Apartando el brazo de sus ojos, con el rostro marcado por el sueño, sonríe.
—Ni siquiera he hecho nada, y tu coño está goteando para mí —me burla.
—Estás muy atractivo cuando estás inconsciente —me burlo, deslizándome arriba y abajo
por la parte inferior de su polla.
—Pon mi polla dentro de ti.
Sacudo la cabeza, adorando la forma en que su cabeza acampanada besa mi clítoris en
cada deslizamiento hacia arriba.
—Cuando esté a punto de correrme, puedes enterrarte dentro. Estoy disfrutando.
Me inclino hacia atrás, las manos en sus rodillas, mis caderas rodando, mi coño
masturbándolo con una sutileza resbaladiza.
—Joder —gruñe—. Cuando golpeas mi punta...
—Así de bien —gimo.
Mi cuerpo se estira. El suyo permanece medio dormido.
Con los ojos ebrios de lujuria, observa cómo me proporciono placer.
—Jesús. La forma en que utilizas mi cuerpo, Bianca. Solía follarme la mano imaginando
momentos como este. Joder, me correría tan fuerte.
Acelero, mi estómago se tensa y mi clítoris palpita al compás de la velocidad de mis
latidos.
Jadeo. Lo quiero dentro. No quiero que se mueva. Quiero que juegue con mis pezones.
Quiero que me agarre las caderas. Quiero que me diga que me ama. Quiero que me llame su
putita. Quiero...
—Estás a punto de correrte —gruñe, llevándome la mano a su nuca para tirar de mí hacia
abajo.
Me corro con facilidad, mi cuerpo flotando, a punto de explotar.
Me deslizo sobre su punta, mi cuerpo temblando. Antes de poder deslizarme de nuevo
hacia abajo, agarra su polla y la inclina hacia mi entrada.
—Abajo.
Hago lo que me dice, empalándome en la rigidez de su polla de una sola caída rápida.
Me corro. Un grito sale de mi garganta tan fuerte que resuena en las paredes de nuestro
dormitorio.
Vincent nos da la vuelta con un movimiento rápido. De espaldas, engancha una de mis
piernas sobre su hombro, abriéndome de un modo que me hace gemir.
—La forma en que tu coño me ahoga después de correrte. Mierda, cariño.
Se levanta, mis caderas se mueven fuera de la cama, mis hombros se clavan en el colchón.
Me penetra de golpe, persiguiendo implacablemente su liberación.
—Qué coñito tan estrecho.
Arrastra un pezón entre los dientes.
—Mi coñito apretado.
Me arqueo más dentro de él.
—Joder. Estás palpitando.
Sus dedos hundidos en mi culo me magullan la piel.
—Tienes otro más para mí —afirma.
La sensación familiar me oprime la pelvis.
—Vente, pequeña.
Lo hago sin previo aviso. Mi cuerpo se dobla antes que mis músculos se rindan, y todo
dentro de mí se vuelve inerte.
Dos potentes embestidas más y Vincent se entierra profundamente, gritando mi nombre
con un gruñido que nos recorre a los dos, haciendo que las réplicas de mi segundo orgasmo me
estremezcan.
El peso de su cuerpo cae, inmovilizándome contra la cama. Con su rostro pegado a mi
cuello, Vincent me besa justo debajo de la oreja. Restriego los dedos por su cabello, disfrutando
de las raras ocasiones en que se muestra perezosamente cariñoso. Las mañanas pasadas como
hoy son una rareza. Su patrón de sueño limitado hace que me despierte con la cama vacía la
mayoría de las mañanas, así que esto es una delicia.
—¿Café, dolcezza?
—Por favor.
Se retira y me besa los labios antes de sentarse en el borde de la cama.
—Has añadido alambre de espino.
Mira por encima del hombro.
—¿Hm?
Señalo.
—Tu caja torácica. Hay una nueva púa.
La comisura de sus labios se vuelve hacia arriba.
—La misma noche que me hice esto. —Arrastra los dedos por el cuello, donde mi nombre
se asienta con orgullo.
Miro fijamente sus costillas.
—Te molesta.
—En absoluto —contesto—. Quitar una vida no es algo que deba tomarse a la ligera. Si
alguna vez quieres hablar...
Su mueca se convierte en una sonrisa de oreja a oreja.
—Dolcezza, ¿qué te he dicho? Si alguien amenaza de algún modo mi libertad o mi familia,
su muerte no significa nada para mí. No tengo remordimientos de conciencia por las cosas que
hago, por la gente a la que hago daño o por las vidas que arrebato.
Mirándolo fijamente, sé que dice la verdad. Su declaración no contiene ningún atisbo de
incertidumbre o falsedad. Eliminar las amenazas lo tranquiliza.
—De acuerdo.
Se dirige al cuarto de baño sin decir una palabra más, los apretados músculos de su
desnudo culo captan mi atención hasta que desaparece de mi vista. Al volver a la habitación,
se detiene en el armario y se pone un par de bóxers, para mi decepción.
Cojo el teléfono.

Gabbi: me ha besado.

Miro fijamente su mensaje, intentando descifrar su significado.


Bianca: ¿Quién te ha besado? ¿Cuándo? Estoy confusa.
Gabbi: Lorenzo. Cuando tú y Vincent estabais en la cabaña. Vincent me obligó a
quedarme con él. La mierda se agitó. Me besó. Y ahora me casa con su hermano.
Bianca: Gabbi. No sé qué decir.
Gabbi: No hay nada que decir. Yo pensaba. No sé lo que pensaba...

—¿Por qué pareces tan alterada?


Bloqueo mi teléfono.
—¿Qué?
Me tiende el café.
—Bianca.
—Estaba mirando los refugios de animales y cuántos perros esperan ser adoptados, lo
que me entristece.
No es mentira. Anoche me pasé un rato curioseando por la página web del Centro de
Acogida de Animales y se me partió el corazón al ver la cantidad de perros que buscan hogar.
Miento por omisión. Sé que está mal. Pero Gabriella me lo confió y, la verdad, no sé cómo
reaccionaría Vincent ante la idea que su hermana de diecisiete años compartiera saliva con el
jefe.
—Entonces adoptaremos uno del refugio.
—¿De verdad?
Se desliza en la cama a mi lado.
—Por supuesto.
—¿Trabajas hoy?
Da un sorbo a su café negro.
—Nada urgente. ¿Escogiste un perro anoche en tu investigación?
Asiento sin más.
—Uno me habló.
—¿Te habló?
—Ajá. A mi corazón. Vamos a ser mejores amigos.
—Muéstramelo —dice, terminándose el café.
Abro la página web de mi teléfono y encuentro al perro blanco y negro que yo sé que es
mío.
—Este es Panda. Tiene tres años.
Se queda mirando mi teléfono.
—Es tan grande como mi mano.
—Lo sé. —Sonrío.
—Bianca —gime—. ¿Dónde están los doberman o los pastores? Algo que pueda protegerte
de verdad.
Frunzo el ceño.
—No quiero que Panda me proteja. Quiero acurrucarme con él en el sofá.
—Jesús, maldita sea. Cariño. Los perros no están hechos para acurrucarse. Son
depredadores. Son protectores.
—Ya tengo un depredador. —Le doy un codazo—. Panda está hecho para mimos.
—¿Ah, sí? —me reta.
—Sí, me habló, ¿recuerdas?
—Deja el café y el teléfono. Intentaré hacerte entrar en razón.
Me río, haciendo lo que me dice.
—Puedes follarme, pero Panda es nuestra última adquisición. No podrás apartarlo de mí.
Se pega a mi espalda cuando ruedo hacia mi mesilla. Su polla ya está dura, y vuelvo a
empujar mi culo hacia él.
—Llevas demasiada ropa —gimoteo, intentando girarme en sus brazos.
—Te voy a follar así. Despacio. Voy a hacer que te corras por tercera vez hoy, y luego
llamaremos al centro y adoptaremos a tu nuevo osito de peluche.
Abro la boca para soltar una protesta, mis palabras se pierden en un largo gemido cuando
él se desliza dentro de mí sin previo aviso, haciendo exactamente lo que había prometido.
—¿Cómo me has metido en esto?
Me ajusto las gafas de sol.
—¿Enredarte en qué?
—Esto. —Hace un gesto hacia nuestro perro—. ¿Por qué coño le ponemos una correa a
un gato?
Jadeo horrorizada.
—No seas grosero. No le hagas caso, Panda. —El pequeño perro se vuelve al oír su
nombre, jadeando—. Eres un perro precioso.
Recogimos a Panda hace dos días. El proceso de adopción fue relativamente fácil. Presenté
mi solicitud por Internet y me llamaron poco después. Tras una hora más o menos de papeleo,
cuando llegamos al refugio, el esponjoso cachorrito era nuestro. O mío, según la insistencia de
Vincent.
—No era necesario que vinieras con nosotros. —Acelero el paso.
Las zancadas de Vincent se encuentran fácilmente con las mías.
—Me pediste que viniera.
—Yo te invité a venir. Hay una diferencia.
—No me habrías invitado a venir si no quisieras que viniera.
Me río.
—Deja de quejarte y camina con nosotros.
—La gente mira lo ridículo que es nuestro perro y me dan ganas de pegarles un tiro.
Dejo de caminar.
—No has traído tu arma.
Levanta las cejas.
—Claro que traje mi jodida arma.
Me fijo en su traje de tres piezas.
—Están mirando porque vas en traje completo paseando a tu perro.
—Estamos paseando, no caminando, y tengo una reunión después de esto.
Pongo los ojos en blanco.
Me echa un brazo por encima de los hombros, me atrae hacia su cuerpo y yo voy gustosa.
Sus labios rozan mi sien y sonrío.
—Oh, un puesto de pretzels. —Señalo.
Vincent consulta su reloj.
—Son las nueve de la mañana.
—¿Y?
—¿Quieres algo aparte del pretzel? —Suspira.
—Gracias —canturreo.
Murmura en voz baja y se coloca en la cola.
La gente lo observa, pero él es ajeno a sus miradas. Exuda un poder que llama la atención
allá donde vamos. ¿Cómo podría no hacerlo? Traje de tres piezas, cabello oscuro peinado sin
esfuerzo, ojos semejantes a los de un lobo capaces de ver dentro de tu alma. Vincent Ferrari
tiene todo el aspecto del hombre hecho y derecho que es. El peligro que se desliza por él en
oleadas debería repeler la atención, pero no lo hace. En todo caso, la gente querría ser
sorprendida mirándolo. Quieren sonreír o hundir la barbilla. No saben quién es ni qué
representa, pero anhelan mostrarle respeto.
Retrocede hacia mí a grandes zancadas, con una mano metida en el bolsillo y la otra
agarrada a una galleta salada que debería parecer más grande, pero que queda empequeñecida
por la masculinidad de su estatura.
Tiendo la mano hacia el pretzel, pero él lo mantiene fuera de mi alcance.
—Da las gracias, esposa.
—Gracias. —Sonrío.
Él arquea una ceja poco impresionado.
—Estamos en público.
Levanta un hombro.
—¿Te parece que me importa una mierda lo que piensen los demás? Te follaría aquí
mismo como la buena putita que eres, y la única queja que harías sería suplicarme que lo hiciera
más fuerte y más rápido.
Mis mejillas se encienden.
—Ahora, inclínate y bésame.
Doy un paso adelante, y la mano que hace un momento estaba metida en su bolsillo
serpentea hasta la parte baja de mi espalda, tirando de mí hacia delante.
Su lengua se desliza obscenamente, saboreando el arco de mi labio superior.
Jadeo sorprendida, y él aprovecha para deslizar su lengua dentro de mi boca.
Gimo dentro de él.
Él canturrea aprobando, succionando mi lengua dentro de su boca.
Debería avergonzarme por la exhibición carnal que estamos ofreciendo al público, pero
la seducción emocional de Vincent, por muy indecente que sea, no es algo que vaya a dejar
pasar. Tenía razón, podría follarme aquí, en este mismo lugar, y yo se lo permitiría. Y aunque
estaría expuesta, estaría protegida por alguien que mataría por mí. Me disfrazaría de puta
mientras me protegería como a su reina.
Se separa primero de nuestro beso, y mis ojos tardan un momento en abrirse, queriendo
saborear un segundo más la violencia de su entrega.
—Ahora, todos los hijos de puta de este parque olvidado de la mano de Dios me han visto
follarte la boca con la lengua. Si quieren hundir la barbilla en señal de respeto, pueden
demostrarlo apartando sus jodidos ojos codiciosos de mi mujer.
Me pone el pretzel en la mano y lo cojo con la boca abierta.
—Vamos —me incita cuando no le sigo inmediatamente.
Me muevo para alcanzarlo, trotando. Las patitas de Panda corren para seguirme el ritmo.
—Eres malvado —le digo.
—Y tú estás excitada.
Señalo el notable bulto de sus pantalones.
—Y tú también.
—Siempre se me pone dura cuando estoy contigo.
Me muerdo el labio inferior, esforzándome por camuflar mi sonrisa triunfal.
—Joder —gruñe—. Ese coñito estará tan resbaladizo ahora mismo —murmura para sí.
Rodeando su brazo con el mío, me tiro hacia su cuerpo, apoyando la cabeza en su hombro
mientras paseamos. Doy un gran mordisco a mi pretzel y mastico con una sonrisa feliz. Mi vida
es lo más parecido a la perfección que jamás imaginé posible. A mis dieciocho años, puedo
deducir que la mayoría de la gente me consideraría una ilusa. Estoy casada con un mafioso
cuya vida está entrelazada con crímenes de los que no quiero saber nada. Hace daño a la gente;
ejecuta a la gente como otros archivarían informes. Mucha gente miraría la vida de Vincent y
vería a un delincuente, a un pecador que merece su castigo. Pero las malas acciones no definen
el funcionamiento interno de su corazón. Sus pecados no han despojado ni despojarán su
virtud. Las acciones malvadas llevadas a cabo en defensa de la familia y el honor serán
consideradas heroicas por sus seres queridos e inmorales por quienes no las comprendan.
Nos cruzamos con la gente mientras deambulamos, sin prestarles atención hasta que una
mujer rubia que lleva un pequeño bebé atado al pecho se acerca con una sonrisa.
—Buenos días, Zoe —murmura Vincent.
—Hola. —Se deja caer sobre sus rodillas—. Bonito perro. —Acaricia a Panda—. Aunque
creo que mi gato podría comérselo. —Se ríe ligeramente.
—Has causado un daño irreparable con ese comentario tan inocente. —Le sonrío—. Hola.
Soy Bianca, la mujer de Vincent, y este es Panda.
Se levanta y se mete las manos en el bolsillo.
—Encantada de conocerte. Soy Zoe. Vincent viene a la cafetería donde trabajo casi todos
los días.
—¿Quién es? —Me acerco, manteniendo la mano en el pliegue del codo de Vincent,
echando un vistazo al bebé dormido.
—Este es Bodhi. A Bodhi no le gusta dormir por la noche. Solo durante el día.
Sonrío.
—El afortunado Bodhi es muy mono.
—Mm —está de acuerdo.
—Últimamente no he visto a Tripp por aquí —comenta Vincent, con voz tranquila. Se
mantiene a distancia, un paso atrás de donde estamos Zoe y yo, cerca de Panda.
Zoe vuelve a agacharse para acariciar al perro.
—Está fuera de la ciudad por un caso. Volverá mañana —comenta distraídamente—.
Tripp es mi marido. —Zoe levanta la vista hacia mí, incluyéndome en la conversación.
—Podrías haberle puesto una correa a tu gato y unirte a nosotros para pasear al nuestro
—se burla Vincent.
Zoe se ríe.
—Eso tiene gracia. Tienes gracia. —Suspira, poniéndose en pie—. Potter es un compañero
terrible. No caminaba. Me vería obligada a cargar con él todo el camino, y me arañaría en señal
de protesta por sacarlo de la comodidad de nuestro apartamento. Además, no voy a caminar.
—Hace un gesto hacia la gran bolsa que lleva en la mano—. Estaba dibujando para un libro que
estoy ilustrando. Necesitaba inspiración, y Bodhi solo dormía sobre mí. Dos pájaros de un tiro.
—¿Ilustras libros?
Ella asiente.
—Algunos días a la semana me dedico a hacer café para salir de casa, pero sí, sobre todo
libros infantiles.
—Eso está muy bien —comento.
Ella sonríe.
—Debería ponerme en marcha. Hasta pronto, Vincent. Deberías venir a Caffeine Coma,
Bianca. Preparo un café excepcional.
—Lo haré —le digo, sabiendo que mi promesa no es vacía.
—Adiós, Panda. —Ella le rasca bajo la barbilla antes de alejarse con una sonrisa de
despedida.
—Es simpática —le digo.
Vincent la observa retirarse durante un rato más.
—Ha salido mucho de su caparazón en los últimos años. Cuando la conocí, era un
fantasma.
—No sé a qué te refieres.
Comienza a andar, tomando la correa de mi mano.
Yo le sigo.
—Ella estaba petrificada por todo. No hablaba con nadie. Hacía café, buen café —corrige—
. Pero algo horrible ocurría en su vida.
Miro hacia atrás.
—Ella habla contigo.
—Ahora lo hace. Poco a poco empezó a abrirse. La veía en la cafetería con un grupo de
gente hablando de libros o algo así, y luego empecé a verla también con Tripp.
—Me gusta eso. ¿Conoces a Tripp?
—Tan bien como conozco a Zoe. Está en la cafetería siempre que ella está. Es muy
hablador.
Dejamos de caminar, viendo cómo Panda se queda quieto mientras algún otro perro
olisquea su trasero.
—¿Has hablado con Gabriella?
—Un poco. Aún está dolida por toda la historia de Leo.
Pone los ojos en blanco.
—No es una historia, Bianca. Es una forma de mantenerla a salvo.
Seguimos caminando. Vincent me atrae hacia sí, con un brazo echado sobre mi hombro.
—Sí se lo has lanzado. Ella no ha crecido como nosotros. Desde muy jóvenes hemos sabido
que nos dirían con quién casarnos por el bien de la familia. No ha sido capaz de aceptarlo.
—¿Aún estás llegando a un acuerdo conmigo?
Clavo el codo en su costado.
—Sabes que te amo, Vincent.
Se inclina y besa mis labios.
No se me escapa que nunca me ha dicho explícitamente que me ama. Lo presiento. Dice
cosas que aluden a la profundidad de lo que siente por mí. Me lo demuestra lo quiera o no. Sus
acciones y la forma en que me protege y me complace destilan amor y cariño implícitos. Me
observa atentamente, la sombra cerrada ahora se pierde ante la devoción y la pasión de sus
ojos.
Pero quiero oír las palabras. Más que nada, quiero que confiese que el corazón que estaba
seguro que no tenía capacidad para amar, sí la tenía, aunque solo fuera por mí. Solo por una
vez. Las guardaría conmigo para siempre. Nunca más tendría que vivir la realidad de
compartir su mayor debilidad.
—¿Por qué crees que Enzo eligió a Leo?
Me mira inquisitivamente.
—Leo es la elección obvia.
Me aclaro la garganta, esperando poder disimular cualquier curiosidad ansiosa en mi
tono.
—Enzo me parece la elección obvia.
—¿Y eso?
—Me imagino que también estás preocupado por Big Joey y Dante, imagino. Es tu
hermana. Está más segura con Lorenzo —supongo—. Big Joey nunca traicionaría al jefe, y Dante
hará caso a su padre.
Suena el teléfono de Vincent.
—El propio Enzo dijo que Leo era reacio —empuño.
—Leo es reacio a sentar la cabeza, y punto —dice distraído.
—¿Por qué obligas a tu hermana a una vida de miseria con un hombre que no la quiere?
Me mira con el ceño fruncido, pero no responde.
—¿Qué ocurre?
Vuelve a mirar su teléfono.
—Acabo de recibir una notificación de entrada en el apartamento de Gabriella.
—¿Enzo? —pregunto, la esperanzada elevación de mi tono hace que frunza los labios.
—No. Trixie.
—¿Qué? —Me acerco a su teléfono, viendo a Trixie entrar en el apartamento de Gabriella.
Deslizándose desde la aplicación de la cámara, Vincent me da la correa de Panda.
—Andre, ¿dónde estás? —Espera un segundo—. Estás más cerca que yo. Necesito que
vayas a nuestro edificio de apartamentos. Trixie acaba de entrar en el apartamento de Gabriella.
Cuelga.
—Vamos. —Se mueve con rapidez y yo troto para seguirle el ritmo.
—¿Por qué Trixie iría a ver a Gabriella?
—No lo sé —me contesta, acercándose de nuevo el teléfono a la oreja—. Enzo —muerde
la línea—. Trixie acaba de entrar en el apartamento de Gabriella. —Su ceño se frunce—. No. No
estoy en la puta casa. Si lo estuviera, te llamaría para decirte que tenemos una chica trabajadora
con un puto dolor de cabeza serio. Voy para allá. Nos vemos allí.
Llegamos a nuestro edificio en doce minutos. Renuncié a obligar a Panda a seguir el ritmo
que llevábamos. Lo cogí en brazos y troté para seguir las zancadas de Vincent.
—¿Salió Gabriella por la parte de delante del edificio? —Vincent grita a Lydia cuando
entramos en el vestíbulo.
—No, señor —se apresura a decir ella—. Pero ella y otra mujer activaron la alarma de la
salida de emergencia de la primera planta.
—¿Parecía herida? —Pulsa el botón para llamar al ascensor.
—No visiblemente.
Entramos en el ascensor, Lydia nos sigue con la mirada.
—Andre no contesta —me dice Vincent—. Quiero que vayas a nuestro apart...
—En absoluto —lo corto—. Andre es mi amigo. Gabriella es mi cuñada. Trixie era alguien
en quien creía que podía confiar. Sea lo que sea, me implica.
—Bian...
—No. —Levanto una mano—. Por favor, no.
Las puertas del ascensor se abren hacia el sub-ático y me quedo sin aire.
—Andre. —Me abalanzo sobre él y caigo de rodillas junto a su cuerpo demasiado inmóvil.
Coloco a Panda detrás de mí, y él se queda quieto, apoyado nerviosamente contra mi espalda.
La sangre rodea a Andre en desordenadas manchas. Mancha sus labios entreabiertos y se
ha secado en un río desde la frente hasta el puente de la nariz.
Vincent se deja caer sobre sus rodillas a mi lado. Sus dedos anillados presionan su pulso.
Me observa mientras espera.
—Cariño... —empieza, pero suena el ascensor y levanta una pistola que ni siquiera me
había dado cuenta que sostenía, apuntando con ella a la entrada.
—Solo nosotros. —La voz de Enzo se oye a mi espalda—. ¿Qué coño ha pasado? ¿Dónde
está Gabbi?
Vincent se levanta.
—Andre ha muerto.
—¿Qué? —me estremezco—. No —refuto su afirmación—. Que alguien llame a una
ambulancia. Se pondrá bien. Se pondrá bien —repito.
—¿Dónde está Gabbi? —Presiona Enzo.
—Cariño —Vincent ignora a su jefe—, le alcanzaron dos balas. Una en el corazón y otra
en la cabeza. Se ha ido —termina con ternura.
Sacudo la cabeza. Mi barbilla tiembla y miro a mi marido, rogándole que haga algo más
sin encontrar fuerzas para hablar.
Vincent coge al perro, alejándolo de la sangre de Andre.
—Bonito —se burla Leo, y frunzo el ceño.
—Vincent —suplico, mi voz es tan suave que cae como un alfiler en la habitación, el olor
a muerte y desesperanza me persigue.
—Puedes llorar a tu chófer en otro momento. Que alguien responda a mi puta pregunta.
¿Dónde está Gabbi? —grita Enzo.
—Andre —grito.
—¿Qué?
—Se llama Andre.
Las fosas nasales de Enzo se agitan.
—Trixie y Gabriella se marcharon por la salida de emergencia del nivel uno —responde
Vincent, cortando la tensión—. Gabriella no tiene heridas visibles, según la recepcionista.
Enzo se frota la mandíbula.
—¿Qué coño quiere una puta de tu hermana?
Me estremezco ante el término.
Leo se aleja del lugar donde estamos todos congregados en torno al cuerpo de Andre, y
el suave eco de su voz resuena en el espacio abierto de la cocina.
He visto a Andre esta mañana cuando salíamos de paseo. Me sonrió. Ni siquiera me había
parado a saludarlo. Supuse que lo vería más tarde. Vivo. Estaba segura que dispondríamos de
más tiempo. Se suponía que tendríamos más tiempo.
—¿Quién es Krista Delaney? —grita Leo, sosteniendo un papel en la mano.
Enzo y Vincent sacuden la cabeza.
—¿Bianca? —prueba él.
—Ni idea. —Resoplo.
Vuelve a girar el auricular de su teléfono, escuchando en silencio antes de terminar la
llamada. Vuelve hacia nosotros.
—El contacto en el FBI dice que Gabriella estuvo con su madre en el programa de testigos
hasta la muerte de Rita.
—¿Rita estuvo en contacto con los federales? —pregunta Enzo—. ¿Cómo es que nuestros
contactos lo pasaron por alto?
—Posiblemente —responde Leo—. Mi hombre lo está investigando. Es probable que se
trate de información confidencial a la que nuestros hombres no tenían acceso.
Mis ojos no se han apartado de Andre. Me muevo alrededor de su cuerpo, confirmando
por mí misma lo que ha dicho Vincent. Dos disparos mortales. En la cabeza y en el corazón.
Alargo la mano para tocar su rostro, pero la retiro, temerosa de quedarme solo con un recuerdo
de lo que sintió al morir.
—Dolcezza. —Vincent toca mi hombro—. Vamos a nuestro apartamento.
—No voy a dejarlo solo. —Niego con la cabeza.
Leo habla antes que Vincent.
—Bianca, Andre ya no está aquí, cariño. Esto solo era el recipiente. Recuérdalo como lo
querías. No esta versión vacía.
Una simple afirmación. Una por la que sin duda viven los tres. No puedo separar las dos
cosas. Andre está aquí, delante de mí. Su alma vivió aquí durante más de cuarenta años. Incluso
en la muerte, partes de él están arraigadas en la composición misma de su cuerpo físico. Sus
ojos están abiertos, su bondad aún no se ha perdido por la interrupción de los latidos de su
corazón.
—Está aquí —murmuro, más para convencerme a mí misma.
—Bianca —empuja Vincent.
—No voy a ir a ninguna parte —suelto.
Sé en el fondo de mi corazón que, si la situación fuera al revés, Andre no me dejaría sola
en las primeras horas de mi muerte. Sabría que tendría miedo. Sabría que querría a mi lado a
alguien que me amara mientras encuentro el camino hacia el otro lado.
—Me quedaré aquí hasta que se lleven su cuerpo. No lo abandonaré.
Vincent suspira.
—Leo, hazme un favor y sube a Panda al ático.
—¿Parezco un puto perro faldero?
—Llévate al puto perro —ordena Enzo. Leo maldice en voz baja, arrebata Panda a Vincent
y se dirige furioso hacia el ascensor.
Las puertas se cierran y reina el silencio.
—Gabbi la reconoció.
—¿Eh? Enzo se acerca.
—Gabbi, cuando Trixie se me acercó en la calle, dijo que la conocía de algún sitio. Aunque
no pudo situarla.
—Lo mencionó en la comida —Vincent se hace eco.
Yo asiento con la cabeza.
—Trixie también la miró raro. La miró fijamente durante unos segundos más de lo
conveniente. En aquel momento no le di importancia. Supuse que era porque Gabbi se le echó
encima. Pero ahora que lo pienso, había algo más profundo.
—¿Crees que eran amigas?
Sacudo la cabeza.
—No.
—¿Entonces qué?
Miro a Enzo con el ceño fruncido, la brusquedad de su tono me pone de mal humor.
—No lo sé, joder. Solo te digo lo que he observado.
Vincent se mueve entre nosotros. Enzo abre la boca para hablar, pero las puertas del
ascensor se abren y ambos levantan las armas.
—Joder, Leo se sobresalta—. Dejad de apuntarme con vuestras putas armas.
—¿Q
uién era la zorra de Delaney por quién preguntabas? —exclama Enzo,
subiendo las escaleras con su voz.
Recogieron el cadáver de Andre. Metido en una bolsa negra significando
un final que no merecía. Me fallaron las piernas y sollocé con tanta fuerza que no podía ver.
Enzo y Leo se esfumaron mientras Vincent intentaba consolarme. Al final, renunció a
pronunciar palabra. Me levantó, me acunó contra su pecho y nos llevó a nuestro apartamento.
En nuestro dormitorio, me tumbó en la cama y me dijo que descansara. No sé cómo esperaba
que durmiera cuando la culpa me ahogaba. Cerrar los ojos solo me daría la bienvenida a las
pesadillas del cadáver de Andre. La promesa de vida en sus ojos me hizo desear que aún
estuviera vivo. Por si la muerte de Andre no fuera suficientemente traumática, no podía borrar
las imágenes de Gabriella siendo arrastrada fuera del edificio por una mentirosa empuñando
un arma.
Tras interminables discusiones, Enzo, Leo y Vincent acordaron tirar de la policía para
buscar a Gabriella. Cuanta más gente la buscara, más probabilidades habría de encontrarla.
Evidentemente, algunos datos se ocultaron por razones de seguridad. Concretamente, quién es
Gabriella para la familia.
Me había duchado con la esperanza de quitarme de la piel el hedor y la culpabilidad de
la muerte. Fue en vano. Cuanto más me restregaba, más expuesta me sentía. Lloré hasta que
estuve tan deshidratada que me dolían los ojos por la aridez.
Me puse un pantalón de chándal y una voluminosa sudadera con capucha, deseando
desaparecer en el engorroso material. No me atrevía a volver a meterme en la cama, así que me
dirigí a las escaleras que conducían a nuestra sala de estar.
Vincent, Leo y Enzo están de pie entre nuestra mesa de comedor y el salón. No puedo
verlos, pero los escucho bastante bien. Es probable que mi presencia sea advertida, pero nadie
ha comentado nada sobre mis escuchas.
—Gabriella tenía garabateado su nombre junto al teléfono —contesta Leo—. Mi hombre
lo está investigando.
Suena un teléfono.
—Puede que ahora sea él —murmura Leo—. Mikey —saluda—. Estás en manos libres.
—Bien. Esta mierda era un puto laberinto para resolver. No me metas prisa mientras
hablo, ¿entendido? Solo te digo mierdas con sustancia.
—Entendido.
Me acerco más a la barandilla, arqueando el cuello para acercar el oído y escuchar.
—Krista Delaney es una detective que trabaja en el crimen organizado. También colaboró
en el traslado de Rita Romano a protección de testigos. Rita mantuvo su silencio sobre la
paternidad del niño. Aún es desconocida. Krista fue una maldita pitbull con la situación,
presionando a Rita para que testificara contra su marido, Joey Romano. ¿Conmigo?
—Mm —confirma Leo.
—Te he enviado una foto de Delaney. Mírala.
Me pongo en pie, bajo las escaleras, sin importarme si me estoy excediendo.
Leo desliza el pulgar por la pantalla y abre los mensajes.
—Trixie —maldice Vincent.
—¿Qué? —Paso por delante, cogiendo el móvil de Leo.
Miro fijamente la foto de Trixie. Krista. Su foto oficial del FBI mirándome fijamente con
intención y fuerza.
—Una misma persona —responde Mikey—. Cuando Rita no cedió a las exigencias de
Delaney de vender a su ex marido, se infiltró. Aparece Trixie Castlemaine.
Vuelvo a empujar el teléfono de Leo en su mano, apartándome de los tres hombres.
—¿Por qué tiene tanta inquina a la familia? —musita Enzo.
—No puedo localizar nada importante —responde Mikey—. Sinceramente, por la
información que he podido reunir, todo tiene que ver con un ascenso profesional.
Ascenso profesional. ¿Me mintió, me manipuló y mató a un buen hombre para progresar en
su carrera?
—¿Cuánto tiempo lleva infiltrada? —pregunta Vincent.
—Cuatro años —responde Mikey.
Vincent se masajea el puente de la nariz.
—Tenía un confidente confirmado en la familia. Roberto Ferrari, cosa que ya sabías.
Sabíamos que colaboraba con el FBI. El expediente estaba bastante cerrado, así que no tuve
información sobre Trixie, ni sobre Krista —corrige—. Hasta ahora.
Observo cómo las fosas nasales de Vincent se inflaman con furia.
—Su relación con Ferrari contribuyó a numerosas redadas antidroga y al encarcelamiento
de al menos cuatro miembros de su familia.
—¿Algo más? —corta Vincent.
—Afirma que tenía otro informante, pero las notas de su superior me hacen pensar que
no era legítimo.
—Nombre —exige Enzo.
—Bianca Rossi.
—¿Qué? —balbuceo—. Yo... no. Yo... absolutamente no. —Mi corazón deja de latir por
completo.
Si rompes mi confianza, cualquier afecto que sienta por ti desaparecerá. Te degollaría sin dudarlo
un instante y dormiría tranquilo, sabiendo que he eliminado una amenaza para mi libertad y mi familia.
—Vincent. —agarro su brazo—. No era una informadora. No sabía que era de la policía.
Era mi peluquera. Ella...
Se lleva un dedo a los labios, indicándome que guarde silencio.
Mikey continúa.
—Sus superiores también tenían motivos para creer que estaba liada con un soldado.
—Tony Rossi —susurro.
—Correcto —afirma Mikey—. En todos los informes que Delaney presentó, Antonio Rossi
estaba notablemente desaparecido. Eso levantó banderas rojas. Sobre todo, cuando las cámaras
de seguridad lo captaron saliendo del edificio en el que encontraron muerto a Roberto Ferrari.
El informe de Delaney insistía en que su hermana, Bianca, fue la última que vio a Roberto con
vida.
Frunzo el ceño.
—¿Qué?
—Ella se saltaba las normas —comenta Enzo.
—Después que Bianca se casara con Vincent, sabíamos que la cooperación de Bianca, si es
que había alguna, para empezar, era poco probable que avanzara. Su confidente había muerto
y estaba demasiado unida a Antonio Rossi. La apartaron del caso.
—¿Cuándo? —preguntaron los tres hombres al mismo tiempo.
—Seis meses más o menos.
—Joder —escupe Vincent.
—Ella pidió una excedencia tras perder la cabeza después de su destitución. Ella mantenía
que su tapadera estaba a salvo. Estaba convencida que podría convertir a Bianca en una
confidente fiable.
—No —respiro, sintiendo la piel caliente al tacto. Araño mi cuello.
—Sus superiores no estaban convencidos, y ella atacó a sus oficiales superiores,
exigiéndoles que anularan sus instrucciones. Le concedieron una excedencia indefinida.
Creía que esta mujer era mi amiga. Mi mente es una bruma de interacciones confusas.
Repaso nuestros encuentros, tratando de encontrar cualquier indicio de las mentiras que ella
decía. ¿Acaso fui tan estúpida? La quería y estaba convencida de poder confiar en ella.
Compartí mis mayores miedos y mis pensamientos más oscuros, y ella estuvo jugando conmigo
todo el tiempo, informando a las fuerzas de seguridad que yo era una mocosa crédula que la
ayudaría a destruir a mi familia.
—Está como una puta cabra —supone Leo.
—Así parece —asiente Mikey—. Los federales se han visto envueltos en el asesinato de
Andre Greco y el secuestro de Gabriella Smith.
—Llama a través de actualizaciones a medida que las recibas —dice Leo antes de finalizar
la llamada.
—Smith —Responde Enzo—. Ingenioso.
—Te juro por Dios, Vinnie, que no era una informadora. —Me pongo en su línea de
visión—. No sabía quién era. Me peinaba, éramos amigas, me habló de Tony y yo le hablé... de
casarme contigo —termino en voz baja.
—¿Vinnie? —resopla Leo.
Vincent se revuelve sobre él, con toda su ira contenida.
—Dilo otra vez y te rodearé el cuello con alambre de espino y sonreiré mientras te
desangras, joder.
—Nadie cree que seas una informante, Bianca —interrumpe Enzo con un suspiro
irritado—. Sabíamos que eras amiga suya. No puedes hacer nada sin que lo sepamos. Cálmate
de una puta vez.
Doy un paso atrás, con los hombros encorvados y la cabeza caída por la vergüenza.
—Leo, haz que Tony se reúna con nosotros aquí lo más jodidamente pronto posible —
exige Enzo—. Vamos a ver si sabe dónde está su putita azul.
—¿Significa esto que Roberto sabía lo de Gabbi?
Los tres hombres me miran.
—Roberto no sabía que Gabbi y él eran parientes —supone Leo—. Si sabía de su
existencia, la tenía como ventaja. El capullo también murió con ella.
Tony llega al cabo de quince minutos, la confusión enturbia sus facciones cuando entra
en el apartamento de Vincent y mío.
—Siéntate —le ordena Enzo—. Háblame de tu puta.
Tony se sienta con cautela.
—¿Puta? —Me mira, y luego vuelve a mirar al jefe.
—Trixie, la puta que te follabas habitualmente. Fuera del horario de trabajo.
—Yo...
—No mientas —interviene Leo—. Vamos un poco justos de tiempo.
Tony desliza las manos sobre su pantalón.
—Me la follé. Ella quería más. Le di largas. Puede que le dijera varias veces que la quería,
pero que no podíamos estar juntos.
—¿Lo hiciste? —Enzo se desliza el índice por el labio inferior—. ¿Quererla?
—No. —Tony niega con la cabeza.
—Hm. Se ha llevado algo mío, nuestro —corrige—. Y si daña un solo cabello de la cabeza,
te obligaré a arrancarle la cabellera mientras yo miro.
A Tony se le escapa el color del rostro.
—¿Dónde iría si se escondiera?
El pánico se apodera de la capacidad de Tony para hablar.
—Yo... no lo sé.
Vincent gruñe, acercándose. Ansío tenderle la mano y calmarle, pero mantengo la
distancia, temiendo por mi propia seguridad a causa de mi estupidez.
—¿Adónde te llevó, Antonio? —pregunto—. ¿La llevaste a algún sitio?
Lucha por apartar la mirada de Enzo, el miedo monopoliza su atención.
—A mi casa. Su casa.
—Direcciones —exige Leo.
Tony las recita distraídamente.
Quiero la atención de Vincent. Quiero saber que sabe que nunca le traicionaría. Quiero,
necesito, esa seguridad.
—Quiero que todos se activen en esta búsqueda. —Enzo se pone en pie—. Leo, envíalo
por la línea. Reenvía la foto de Trixie y yo te enviaré una de Gabriella. Hazlo llegar a todos los
capos y a sus soldados. Que pidan todos los favores que necesiten. Encuentra a esta zorra. Viva
o muerta. Me importa una mierda. Pero si le falta un cabello a Gabriella, mataré al responsable.
¿Está claro?
Leo asiente, sacando su teléfono.
—¿Cómo coño vas a explicar lo de Gabriella? —gruñe Vincent—. La salvaremos solo para
obligarla a ir directamente a una puta tumba familiar.
Los ojos de Enzo se entrecierran.
—Lo que he dicho es en serio, joder. Si alguien la amenaza, le arrancaré miembro a
miembro.
Vincent se acerca.
—¿Por qué?
Enzo sonríe satisfecho.
—No me hagas preguntas para las que no quieres respuestas.
—Vincent —le grito.
—Vuelve a la puta habitación, Bianca.
—Me voy a quedar aquí.
Se gira sobre mí.
—¿Por qué no acatas mis putas exigencias? Necesito saber que estás jodidamente a salvo.
No puedo concentrarme en salvarla si también estoy preocupado por ti —brama.
—Estar aquí abajo en vez de en el dormitorio no disminuye mi seguridad —me aplaco—
. Quiero a Gabriella. Quiero ser útil y no quiero estar sola.
Los ojos de Vincent se suavizan.
Leo nos ignora a todos.
—Dante registró la casa de Tony y Cosimo el apartamento de Trixie. Ni rastro de ella ni
de Gabbi.
—¿Alguien ha comprobado el salón o el club? Tenía amigos en ambos sitios. Puede que
se ponga en contacto. Las chicas tienen que saber que no es de fiar —murmuro.
—Ya la has oído, Rossi. —Enzo mantiene la mirada clavada en mí—. Tu padre sabe que
buscamos a Trixie. Se folla a suficientes putas como para conocer sus puntos débiles, cortarles
el Aquiles y hacer que hablen.
Mis labios se tuercen con desagrado.
—Sí, jefe. —Tony se marcha sin decir nada más.
—No creerás que le hará daño, ¿verdad? —Me vuelvo hacia Vincent—. Es una agente de
policía. Juró servir y proteger. ¿Por qué hacer daño a una chica inocente?
Vincent no contesta, pero Enzo sí.
—Cuando acorralas a un animal salvaje, Bianca, entran en pánico. Harán cualquier cosa
para protegerse. Incluso hacer daño a inocentes.
Lágrimas brotan de mis ojos, pero me niego a que Enzo las vea.
—Debería estar haciendo algo —gruñe Vincent, paseándose de un lado a otro.
—¿Qué podrías hacer, Necktie? Ni siquiera sabríamos a quién podrías cortarle la
garganta.
La mirada de Vincent se dirige hacia mí, pero mantengo el rostro pasivo.
—Maldita zorra tonta —ladra Leo, una sonora carcajada transforma su rostro y capta la
atención de todos—. Delaney se ha puesto en contacto con un agente de su unidad.
C
amina de un lado a otro, con el pulgar de una mano, atrapado entre los dientes y
la otra empuñando el arma, presa de un pánico irrefrenable.
Me da rabia no haber reconocido su cara el día que abordó a Bianca en la
calle. Es cierto que ha cambiado mucho de aspecto desde la última vez que la vi.
Su cabello castaño y apagado se ha convertido en gruesas extensiones rubias. Ahora
cuelgan despeinadas alrededor de su cara. Está más delgada de lo que recordaba, ha perdido
la fuerza de su cuerpo, que ha dado paso a unos huesos visibles. Su piel es un tono o dos más
oscura que la porcelana que recuerdo. Es un cambio artificial, como las extensiones, que la
mantienen en el personaje en el que parece haberse perdido.
—Tiene que ser una caída en picado ser una detective condecorada y pasar a chupar pollas
sórdidas por una dudosa pista.
Su mano cae de su boca.
—Después de esto seré una jodida heroína. —No acaba de creerse su afirmación, el
temblor de su voz es demasiado punzante para ignorarlo.
—¿En serio?
—Acabaré con la Cosa Nostra. Yo. —Se clava el dedo en el pecho.
Me burlo, apartando la mirada con desdén.
—Mi madre te vio como la serpiente que eras. —Le hablo al papel pintado desconchado
del motel barato en el que nos ha encerrado—. Incluso protegiéndome, se negó a renunciar a la
familia.
La habitación huele a humo de cigarrillo rancio, sexo barato, un estancado olor a moho y
la dosis justa de desesperación para corroerte el alma apenas pones un pie dentro.
—Era débil. —Desplaza la cortina manchada de la única ventana, asomándose.
Mi labio se tuerce con desagrado.
—Al contrario, era la mujer más fuerte que he conocido nunca.
Krista Delaney acosó a mi madre durante años. Años. Suplicó, imploró, amenazó. Pero
Rita Romano se mantuvo firme. Conocía las consecuencias de ceder a las exigencias de Krista.
Puede que le fuera infiel, pero no era una traidora.
Su rostro se frunce confuso.
—Tuvo la oportunidad de acabar con uno de los mayores sindicatos del crimen del país.
—¿Qué quieres decir? —la provoco.
Una misión que en su día le asignó su jefe se ha convertido en una obsesión. Ya no piensa
con claridad. Cegada por su objetivo final, el mundo que la rodea se arrastra y la obliga a
cometer errores.
Inhala profundamente, su frustración aumenta a cada segundo que pasa.
—Diría que mi madre era leal. Digna de confianza —declaro, sabiendo que eso es
exactamente lo que era mi madre.
—Sin embargo —se burla—, se folló a otro hombre para tener un hijo bastardo.
Perra.
Me trago la animadversión que me provoca su insulto.
—No puedes evitar a quien amas. Deberías saberlo mejor que nadie —me burlo—. ¿Tony
Rossi sabe que eres el enemigo?
Aprieta los puños.
—Además, eres de las que hablan. —Tiro de la mano hacia delante, intentando soltar el
grillete en el que está atrapada—. Intentaste follarte a Vincent cuando sabías que estaba casado.
—¿Casado? Se ríe—. Obligar a una niña a contraer matrimonio difícilmente cuenta como
un matrimonio feliz.
—Vincent y Bianca son felices.
Ella pone los ojos en blanco.
—Le han lavado el cerebro.
No puedo negar que pensé lo mismo cuando mi madre me explicó cómo se celebran las
bodas en la familia. Pero viendo a Vincent y Bianca, hay un amor feroz entre ellos. No es
forzado. Ha florecido de la confianza y el respeto mutuo.
—También te pasará a ti, lo sabes, ¿verdad?
Frunzo el ceño.
—Te atarán a un criminal al que le importarás una puta mierda.
¿Con qué viejo demente se supone que debo casarme?
Enzo sugirió a Leo.
Enzo. Sugerido. Leo.
Me viene a la cabeza el rostro de Lorenzo y cierro los ojos, borrando de mi mente la sonrisa
burlona de sus ojos.
—Les llamas criminales —digo, llamando su atención—. Sin embargo, tú asesinaste a
Andre a sangre fría. Era inocente.
Mi voz está atormentada. La imagen de Krista disparando en el pecho al chófer de Bianca
sin vacilar lo más mínimo, pesa lo suficiente como para hacer que mi garganta se engrose de
emoción.
—No era mi intención que eso ocurriera. —Suplica que la crea, pero no lo hago.
—¿Y la segunda vez que le disparaste? —contesto—. ¿En la cabeza después de
desangrarse en el suelo?
Avergonzada, vuelve el rostro.
—Has mentido, manipulado, engañado, robado, amenazado, secuestrado, matado. Todo
en nombre de la justicia. —Krista se vuelve hacia mí, con la mandíbula cerrada, las fosas nasales
encendidas, los ojos vidriosos de ira o remordimiento, no podría estar segura—. ¿En qué se
diferencia tu brújula moral de la de ellos, detective Delaney? ¿Qué hace que sus acciones sean
criminales y las tuyas heroicas?
Traga saliva audiblemente.
—Eres tan criminal como los hombres de los que tienes fantasiosas ideas para librar de la
sociedad. Solo que tú eres más peligrosa porque infringes la ley bajo la apariencia de ser uno
de los buenos.
—Soy uno de los buenos —implora, la pistola que agita junto a su cara me hace creer
cualquier cosa menos eso.
—Entonces, ¿por qué tomarme como rehén a punta de pistola? ¿Por qué mantenerme
encadenada —agito el brazo esposado a la cabecera—, contra mi voluntad?
Ella se mueve rápidamente, sentándose en el borde de la cama.
—No conoces a esta gente, Gabriella. —Sus ojos se han desenfocado y sus manos tiemblan
con una impetuosidad maníaca—. Tienes razón. Tu madre era una buena persona. Te alejó de
ellos.
Se ha vuelto loca en cuestión de segundos. Primero, mi madre era débil. Ahora, es una
jodida heroína.
—Puedo mantenerte a salvo. —Sonríe, y el gesto es más aterrador que tranquilizador.
Da miedo estar en presencia de alguien cuya mente abandona la realidad. La salud mental
de Krista se marchita ante mis ojos. Quiero ayudarla, pero no estoy segura de poder hacerlo.
Está perdida en sus fantasías, lista para ser engullida por una muerte inminente.
Me rodea el tobillo con una mano fría.
—Te prometo que puedo.
Ella cree en su afirmación, y yo quiero sacarle la estupidez a bofetadas.
—Si aceptas convertirte en informante, podremos eliminar de Manhattan el hedor de su
actividad criminal. Gabriella, podemos hacer algo bueno. Juntas.
Me doy una patada en la pierna, apartando su contacto de mi piel.
—No quiero ayudarte.
Gruñe frustrada, levantándose de la cama.
—¿Por qué? ¿Crees que Vincent se preocupa por ti?
Vincent. Enzo. Bianca.
—Sí se preocupa —declaro en voz baja—. Es mi hermano.
Ella se ríe.
—Te tiene escondida porque no puede estar seguro de poder mantenerte a salvo.
Enarco las cejas.
—Eso lo ve cualquiera, joder, Gabriella —me grita—. No confía en que Joey Romano no
te mate. Te mantendrá en secreto, encerrada sin vida. Puedo ofrecerte más.
Es como si me hubiera metido los dedos directamente en el cerebro y me hubiera sacado
mi peor miedo. Vincent no está más cerca de presentarme a la familia de lo que estaba el primer
día que me acerqué a él.
Empujo el brazo hacia arriba, aliviando el corte de las esposas en mi muñeca.
—Tu más significa volver a protección de testigos, fingir que soy otra persona, mirar
constantemente por encima del hombro. Estaré sola. Para siempre. ¿Qué futuro es aquel en el
que no puedes dejar entrar a nadie?
—Un futuro seguro.
—Pero la única vez que he sentido peligro ha sido aquí, en este momento, contigo.
—Lo siento —se disculpa—. Lo siento de verdad. No podía permitir que deshicieras todo
lo que he construido. Vi en tu rostro su reconocimiento. Era solo cuestión de tiempo que me
situaras. Tenía que asegurarme que no se lo dijeras a nadie.
Me duelen las piernas de estar demasiado tiempo tumbada en el mismo sitio. Me muevo,
levantando las rodillas.
—¿Cómo sabes que aún no se lo he dicho a todo el mundo?
Eso la hace reflexionar y vuelve a mirar por la ventana. Vuelve a correr la cortina y sacude
la cabeza.
—Ya estaría muerta. No te habrían abandonado.
No se equivoca. Si hubiera recordado antes. Desgraciadamente, mi memoria solo se había
disparado momentos antes que Krista apareciera en mi apartamento. Había conseguido
garabatear su nombre desordenadamente antes que Andre estuviera muerto, y ella me estaba
apuntando a la cara con una pistola.
Estoy segura que Vincent habría visto ya el nombre de ella. Ya sabía que estaba en mi
apartamento. No había otra razón para la presencia de Andre. Andre murió intentando
protegerme. El momento en que se dio cuenta que le habían disparado se desliza en mi mente
con el reconocimiento de su nombre, la fracción de segundo de temor que atravesó sus ojos
cuando aceptó su destino. Cierro los ojos, pero eso solo refuerza el recuerdo, y vuelvo a abrirlos,
odiando la forma en que escuecen. Andre era inocente. No estaba envuelto en la anarquía de la
familia. Mierda, era un conductor.
—¿Por qué lloras?
Seco mis lágrimas con la mano que no está esposada.
—Estoy esposada a una cama por una detective de policía con complejo de heroína que
me tiene como rehén después de haber disparado a sangre fría a un hombre. Estoy jodidamente
asustada.
—No quiero hacerte daño.
Suelto un suspiro furioso.
—Díselo al cadáver de Andre.
Utiliza la culata de la pistola para frotarse la barbilla.
—Entré en pánico.
Las voces resuenan en el aparcamiento exterior y me planteo gritar pidiendo ayuda.
Tendría segundos antes que me alcanzara. Podría gritar lo bastante fuerte como para alertar al
mundo exterior de mi presencia. Pero ella entraría en pánico, y no pienso morir a los diecisiete
años con heridas de bala iguales a las de Andre.
—¿A quién estás buscando?
—Llamé a un agente de mi unidad —responde distraídamente.
Esta tía es estúpida de remate.
—Krista, aquí no hay ningún desenlace en el que salgas libre. Lo sabes, ¿verdad? O te
detienen o te pegan un tiro. Depende de quién llegue primero.
Ella cierra los ojos con fuerza.
—No. He hecho bien. No me voy con las manos vacías. He dado cuatro años de mi jodida
vida a estos criminales. Tengo que ganar.
—Creo que ya has perdido —susurro—. Mírate a ti misma. ¿Es esto lo que quieres ser?
—Cállate —me muerde.
Unos golpecitos rápidos en la puerta de entrada nos sobresaltan a ambas, e intento
incorporarme más en la cama.
—Krista, ábreme. Por favor.
—Shhh.
Otro golpecito.
—Delaney, soy Danny.
Sus hombros se hunden aliviados y se dirige hacia la puerta. La abre de golpe, se asoma
y vuelve a cerrarla, apresurándose a desbloquearla y permitir el acceso a su amigo Danny.
Entra en la habitación con otro hombre pisándole los talones.
—No. —Krista levanta el arma, dando un paso atrás—. Te dije que vinieras solo.
Danny levanta las manos en señal de rendición.
—Este es Mikey. —Hace un gesto al hombre que tiene detrás—. Es un buen policía,
Delaney.
Ella mira al joven policía, Mikey. Él le sostiene la mirada.
Su mirada vuelve a centrarse en Danny, indecisa.
Los ojos de Mikey se clavan en mí y desvío la mirada, no queriendo presenciar ninguna
posible carnicería; mía, de ella o de ellos. Lanzo una plegaria, esperando que mi madre me esté
protegiendo y me mantenga a salvo como prometió que haría.
—¿No está herida? —pregunta Danny.
—Por supuesto que no —responde ella.
—Dijiste que estaba dispuesta, Krista. —Se acerca a la cama.
Levanto la cabeza.
—Por favor, déjame ir —suplico en voz baja.
—Lo está. —La pistola de Krista no se ha movido, sujeta de forma protectora frente a ella
y apuntando a Mikey, que sigue siendo cauteloso con ella, manteniéndose cerca de la entrada
de la habitación para no alterar el orden.
Sacudo la cabeza, negando su afirmación.
—¿Por qué está esposada?
—Precaución.
El labio inferior de Danny se inclina en señal de consideración.
—Están presionando mucho para encontrarla, Krista. Han activado todos los contactos
que tienen. Es solo cuestión de tiempo que la encuentren.
Krista asiente.
—Ya me lo esperaba. Por eso te he llamado.
Hay algo que no encaja. Al estar rodeada de policías, debería sentirme segura, pero mi
ansiedad aumenta a cada segundo que pasa. Se me eriza la piel de inquietud. Mi instinto me
pide a gritos que reconozca el peligro que corro y me gustaría admitir ese pánico, pero estoy
atrapada, así que lo reprimo. Aprieto los puños y los suelto. Inhalo profundamente por la nariz,
obligándome a agradecer la forma en que se inflan mis pulmones antes de soltar el aliento
lentamente. Flexiono los dedos de los pies en los zapatos, mis músculos protestan hasta las
piernas antes de liberar la tensión. Nada de esto ayuda. Mi ritmo cardíaco no hace más que
aumentar y empiezo a sudar.
Miro a Krista. La pequeña pizca de alivio que había demostrado a la llegada de Danny se
ha desvanecido. La histeria de sus ojos fluctúa entre los dos hombres que invaden la habitación.
Su mano se tensa en torno a su arma.
Danny está demasiado tranquilo. Demasiado frívolo con la situación. No tiene miedo. No
hay urgencia en su conversación ni en sus movimientos. Está esperando, y lo hace
pacientemente. Aunque no estoy segura de querer averiguar para qué.
Maniobrando alrededor de la cama, me veo obligada a encontrarme con sus ojos.
—Tenías que llamarme. —Sus palabras van dirigidas a Krista, pero sus ojos no se apartan
de los míos. La incongruencia del consuelo que proyecta este peligroso hombre me provoca
una inquietante punzada en el cuerpo—. Tuve que avisar a Mikey —murmura, cogiendo su
Glock.
Mikey tararea en señal de acuerdo.
Aparto mi atención de Danny y busco al hombre callado junto a la puerta.
—Y tuve que llamar a los refuerzos —habla por fin Mikey, con voz seria y no por ello
menos segura.
Krista traga saliva.
—¿Refuerzos?
—Sí. —Danny hace una mueca, pero ella no se da cuenta. Su mirada se clava en Mikey,
expectante.
La puerta de la habitación del motel se abre de golpe, la madera envejecida chasquea
contra la pared en un estruendo agudo.
Me hago un ovillo y cierro los ojos de golpe.
—Toc, toc. —La voz de Leo se filtra por la habitación con regocijo.
Sé que debería sentir alivio, pero estar atrapada en la cama con la amenaza de balas
errantes me obliga a tener el corazón en la garganta.
—Muévete —suelta Enzo, y abro los ojos para ver cómo él y Vincent entran en la
habitación a empujones, con las armas preparadas.
Los ojos de Enzo me buscan de inmediato, la furia transforma su rostro de cauteloso a
salvajemente temerario.
Desvío la mirada de inmediato, buscando a mi hermano.
—Le dispararé antes que tú a mí —amenaza Krista, apuntándome ahora con su arma. Su
mano no tiembla, la promesa en su amenaza es cien por cien real.
Mis dientes chasquean con el temblor de mi mandíbula. La cierro de golpe.
—Confié en ti —muerde en dirección a Danny.
—La has cagado —le dice—. La has cagado —repite—. Y te has metido aquí.
Mueve la cabeza tan deprisa que me tiro de las esposas con pánico, el follón que tengo
delante aumenta con cada latido acelerado de mi corazón.
—Yo bajaría tu arma. —La presencia de Vincent envuelve la habitación, la amenaza
silenciosa tan poderosa como el sonido de una bala navegando—. Porque si por algún milagro
te vas hoy...
—No lo hará —promete Enzo.
—No hay un solo vestigio de tierra que puedas encontrar en este jodido mundo en el que
no te rastrearé. Y cuando te encuentre, no solo te mataré. Drenaré hasta la última gota de sangre
de tu traidor cuerpo, y lo haré mientras te ves forzada a mirar. Contemplarás tu propio reflejo
mientras mueres, sabiendo que te has matado a ti misma.
Los dedos de Krista palpitan contra el gatillo. Resopla, sin el juego suficiente para
moverse y secarse las lágrimas cayendo por sus mejillas. Parpadea rápidamente, las lágrimas
no le permiten concentrarse. Sabe que va a morir. Su única decisión en este momento es si me
lleva con ella.
Tiro del puño.
—No —grito—. Esto no tiene nada que ver conmigo.
El cañón de la pistola de Krista se burla de mí con frenesí, y sé que está lo bastante
desquiciada como para acabar con mi vida.
Los cinco hombres de la sala apuntando a la detective caída en desgracia no hacen nada
por aliviar mi miedo. Aunque disparen primero, no hay garantía alguna que ella no dispare
una bala antes que su corazón se detenga.
Danny aprieta el gatillo y no puedo evitar sentir compasión por la mujer que se ha
consumido por algo a lo que nunca tuvo esperanza de sobrevivir.
Me sube la bilis por la garganta al oír el estruendo.
Krista cae al suelo y yo grito.
D
olcezza.

― Nuestro dormitorio está a oscuras, con las gruesas cortinas cerradas para
eliminar todo rastro de luz.
—¿Ha terminado? —El vacío de mi voz suena fuera de lugar con la pesada emoción que
embarga mi pecho.
—Sí. —El borde de nuestra cama se hunde con su peso. Enciende la lámpara de la mesilla
y cierro los ojos ante la repentina intrusión de luz.
—¿Gabbi está a salvo?
Me ha enviado un mensaje antes confirmándolo, pero un mensaje no parece suficiente
para transmitir la verdad de sus palabras. Quiero oírselo decir.
—Segura e ilesa —me asegura.
La presión en mi pecho cede ligeramente.
—¿Dónde está?
Me pasa un mechón de cabello por detrás de la oreja, pero no me atrevo a mirarlo.
—En su apartamento. Quería dormir.
—¿Está sola?
—Enzo está allí. —Ignoro la punzada molesta de su tono.
—¿Y Tri-Krista?
—Muerta —dice sin remordimientos.
Siento alivio y angustia a la vez. Un sollozo sale de mi garganta y cierro los labios,
intentando evitar que se escape otro.
—Bianca —espira.
—¿Quieres matarme? —Me limpio la nariz con la manga del jersey, sin molestarme en
levantar la cabeza de la almohada.
—¿Por qué iba a matarte? —Su mano se detiene contra mi mejilla, mi cabello sujeto sin
fuerza por sus dedos.
Me duelen los labios por la sal de mis lágrimas, y los atraigo hacia mi boca,
humedeciéndolos.
—Trixie. —Sacudo la cabeza—. Fuera quien fuera, creía que era mi amiga. Le conté cosas.
—¿Qué cosas? —Soltándome el cabello, utiliza un pulgar para secarme las lágrimas de la
piel.
—Le conté mi plan para matar a Roberto.
Sonríe con tristeza.
—Cariño. Ese era vuestro secreto. No el nuestro.
Resoplo sin contemplaciones.
—Le dije que Roberto había muerto antes que Tony pudiera matarlo.
Coge mi mano, me besa los nudillos y luego el interior de la muñeca.
—Otra vez, cariño, tu secreto.
Me había resignado a la muerte. Estaba segura que Lorenzo me había aplacado antes en
el apartamento de Gabriella. Krista prácticamente firmó mi sentencia de muerte al declararme
informante. No tenía muchos amigos, y a la única que dejé entrar me estaba tomando el pelo
con la esperanza para que vendiera a mi familia. No sentía ningún afecto por mí. Me siento
estúpida, no querida y asustada, pero sobre todo triste.
—¿Estás bien?
Sacudo la cabeza.
—No.
—Dime cómo arreglarlo —carraspea. La impotencia de su voz refleja cómo me siento por
dentro.
—No puedes —confieso—. Andre era mi amigo. Le quería. —Mi voz se quiebra y suelto
un sollozo tembloroso.
—Sé que lo hacías.
—Es culpa mía —digo entre dientes, con los labios pegados por el exceso de saliva que
me cubre la lengua—. Te pedí que le contrataras por mí. Si aún trabajara para Papa, estaría
vivo.
—Bianca —me tranquiliza—. Esto no es culpa tuya. Trixie apretó el gatillo.
—Krista —corrijo—. Trixie no existía. Atribuir la culpa a alguien que ha perdido la vida
parece un insulto a los muertos, por mucho que ella se lo mereciera.
—Si no puedes culparla a ella. Cúlpame a mí —sugiere con facilidad—. Llamé a Andre.
Le pedí que fuera al apartamento. Era un conductor, no un maldito guardia de seguridad.
La culpa se apodera de sus palabras y me apoyo en su mano.
—Eso no es culpa tuya. Yo metí a Andre en nuestras vidas.
—Bianca.
—Se preocupaba por mí, Vinnie —sollozo—. Era una de las pocas personas que realmente
se preocupaba por mí.
Estoy mostrando mi alma, desnudando mi mayor debilidad y mi defecto más vergonzoso.
Estoy sola.
Vincent niega con la cabeza.
—Sí que se preocupaba por ti, pero no era de los pocos.
Me encojo de hombros.
—No importa.
—Me importas —murmura.
Me aparto de su contacto, mi corazón ya roto se astilla aún más.
—¿Te importo? —exclamo—. Qué significativamente tranquilizador.
—Dolcezza.
Me doy la vuelta, dándole la espalda.
—Me gustaría que me dejaras sola.
—No lo haré.
—Por favor —le ruego.
—No.
Metiendo las manos bajo la almohada, me acurruco, intentando conciliar el hecho de no
volver a ver a Andre. Me trago la cáustica realidad de haber estado tan desesperada por amor
y conexión que caí bajo el hechizo de una mujer que pisoteaba mi corazón para impulsar su
carrera.
—Seguro que tienes trabajo que hacer. Policía que corromper para encubrir la muerte de
Trixie.
Su calor no se ha movido de mi espalda, y su mano sube, apoyándose en mi cadera.
—Le dispararon los suyos —confiesa suavemente. No tengo que ocultar nada.
Una oleada de alivio me recorre desde la coronilla hasta la punta de los dedos de los pies.
No comprendo la sensación. No me importa que Krista esté muerta, pero no sé cómo me
sentiría si mi marido fuera quien librara al mundo de su presencia.
Me muevo hacia delante, rehuyendo su contacto.
—Bueno, estoy segura que tienes cosas que resolver sobre la participación de la familia
en la salvación de Gabriella.
—¿Por qué intentas que me vaya?
Quiero gritarle, deseando que comprenda mi necesidad de romper a solas. Quiero llorar
sobre la almohada y lamentar la pérdida de una de mis únicas amigas, y quiero hacerlo sin que
nadie me tranquilice ni me calme. No quiero que nadie me diga que todo va a ir bien, porque
ahora mismo no es así.
—¿Por qué no me dices que me amas? ruedo hacia Vincent, con los ojos enrojecidos y
escocidos por nuevas lágrimas.
Siempre se ha mantenido firme en su idea en que la oscuridad de su interior no permitía
la luz al amor. Le importo. Solo tengo que esperar que le importe lo suficiente como para escapar
del infierno de mi pregunta y ahorrarme más angustias por un día.
—¿Qué?
—Te digo que te amo todo el tiempo —lo presiono—. Estaba segura que tú también me
amabas. Pero la verdad es que no sé cómo se siente el lado íntimo del amor. Te niegas a
decírmelo, así que ya no sé qué creer.
Aspiro entrecortadamente, rompiendo aún más el sonido. Quiero que se vaya. Quiero que
se retire de la habitación. Quiero que se sienta tan culpable como yo, decepcionado por no
poder decirme lo que necesito.
—Todo el mundo te ha dicho que te ha querido toda la vida —dice con indiferencia, con
los labios inclinados hacia abajo en un gesto que anhelo estirar y calmar—. Tu padre. Tu madre.
Te dijeron que te querían, pero te trataron como una posesión. No estaba seguro si esas palabras
significaban algo para ti.
Me vuelco sobre mi espalda, la sorpresa hace que mi voz se aclare.
—¿Qué?
Se acerca más.
—Te diré que te amo cada minuto de cada día durante el resto de mi vida, si eso es lo que
quieres.
Me da las palabras, pero no es suficiente.
—Necesito que sea verdad, Vinnie.
—¿Verdad? —prueba, más alto de lo que esperaba—. Bianca, soy la única persona en este
mundo que te ha amado como te mereces. Sé que eso es jodidamente cierto.
Me incorporo, secándome la cara.
—No lo entiendo.
—Tu madre y tu padre te quieren porque están obligados a hacerlo. También lo hacen
porque tú puedes ofrecerles algo.
Mi corazón sabe que sus palabras son ciertas, pero me cortan igualmente.
—Tu hermana te quiere porque lo necesita. Tú la proteges.
Me alejo de él, mi peor temor ahora confirmado.
—¿Crees que no soy adorable?
Niega con la cabeza.
—Te amo sin obligación, sin expectativas. Mi amor es el más verdadero que jamás
sentirás, el más profundo que jamás conocerás. Creía que lo sabías.
Mi barbilla tiembla.
—No lo sabía —susurro.
—Sei il mio universo —declara. Tú eres mi universo—. Sei la miglior cosa che mi sia capitata. —
Eres lo mejor que me ha pasado.
Vincent casi nunca habla italiano. He oído murmurar palabrotas en nuestra lengua
materna aquí o allá, pero nunca frases completas, y nunca dichas directamente a otro. Pero la
necesidad urgente de su forma de hablar en este momento ha abandonado su capacidad de
hablar inglés. No tiene palabras.
—Te amo, Bianca. —Se desplaza por completo sobre la cama, ahuecando mi rostro entre
sus manos—. Te amo hasta el punto de obsesionarme. —Me besa los labios—. Te vi y lo supe.
Sabía que tú serías mía y yo sería tuyo. Que este mundo sería nuestro.
—Yo...
—Te dije que no tenía capacidad para amar, que temía que nunca la encontraras en ti para
corresponderme. Te amé antes que supieras que yo era una opción. Sabías que existía, pero no
tenías ni idea de cómo mi corazón ansiaba latir tu nombre.
Me arrojo a sus brazos, envolviéndome a su alrededor, asegurando cada centímetro de mi
cuerpo al suyo.
—Ti amo. Il mio cuore è tuo.
Te amo. Mi corazón es tuyo.
Necesitando más, tiro de la ropa de Vincent. Él no pierde el tiempo y cede a mi súplica
silenciosa. Me besa una última vez y se desliza fuera de la cama, despojándose de la ropa con
poca delicadeza.
Centímetro a centímetro, su piel se desnuda para mí, y me dejo llevar por la perfección
del hombre con el que me vi obligada a casarme, el hombre por el que he labrado mi corazón.
—Sigue mirándome así, Bianca, y no podré hacerme responsable de la carnicería que
causaré a tu cuerpo.
Se me dibuja una sonrisa en mi cara.
Arrastra el labio inferior entre los dientes, los dedos anillados masajean con rudeza la
fuerte línea de su mandíbula.
—Desnúdate, Bianca —me ordena—. No esperaré ni un segundo más de lo necesario para
que tu coño acoja mi polla.
Tirándome del jersey por encima de la cabeza, lo arrojo a su creciente montón de ropa.
—Perfectas tetitas apenas maduras.
Mis ojos se abren de par en par.
—No tienes ni idea de lo mucho que me excitas, ¿verdad?
Me deslizo fuera de la cama, arrastrando el pantalón por el culo y bajándolo por las
piernas.
—Sabiendo que tu coño virgen solo se tragará mi polla —gruñe—. Tu culo virgen me
estrangulará hasta que me corra cuando por fin me entierre dentro... —Se baja el bóxer, con la
polla hinchada y furiosa apuntándome directamente—. Tus jodidas y exuberantes tetas solo
sentirán mi lengua, mis manos y mis dientes. —Aprieta la base de su polla, gimiendo mi
nombre—. Esa dulce boca —se sube a la cama—, solo suplicará siempre mi polla y mi lengua.
Me quedo paralizada ante el hombre que tengo delante.
—Cada centímetro de ti es mío, Bianca. Solo has sido mía, y por cada aliento que des,
seguirás siendo mía.
De espaldas contra el cabecero, con la mano enroscada alrededor de su impresionante
longitud, se acaricia, observando cómo me arrastro por la cama hacia él.
Agacho la cabeza al llegar hasta él y me dispongo a metérmelo en la boca, pero él me
detiene con un dedo bajo la barbilla.
—Esta noche no, pequeña. Quiero que tu coño me apriete mientras miro tus jodidos y
hermosos ojos y te digo que te amo.
Estoy abrumada y consumida por un amor que nunca imaginé que existiera. He tenido
fantasías, claro, pero ninguna se ha acercado a la realidad paralizante del amor verdadero.
Estoy perdida y ya no controlo quién soy como persona. Todo lo que soy es una dedicación al
hombre que tengo ante mí, y nunca en mi vida me he sentido más viva. Vincent me revitaliza
y me impulsa a reclamar mi poder y mi fuerza con la embelesada atención que mantengo sobre
él.
Me acomodo en su regazo, mis piernas rodeando su cintura. Lleva las manos a mis
caderas y mueve los pulgares en suaves círculos sobre los huesos de mi cadera.
—Dame tus labios, cariño.
Me acerco a él y mi boca se encuentra con la suya en una lenta y agónica caricia entre
labios.
Sus piernas, actualmente estiradas debajo de mí, se mueven hacia dentro, encajándose
bajo mi culo. Estamos tan cerca de ser un solo ser como dos personas pueden conseguirlo y,
aun así, quiero estar más cerca.
Llevo las manos al cabecero, me elevo, y él atiende mi súplica silenciosa, colocándose en
mi entrada.
—Haz que dure, Bianca. Tómalo todo y hazlo despacio.
Mis pezones rozan el duro marco de su pecho mientras me hundo, tragando cada
centímetro de él en mi cuerpo. Saca la lengua y lame el arco de mi labio superior. Mi lengua
persigue la suya, chasqueando contra el ansioso músculo en una necesidad de saborear su
amor.
—Tan grande —gimo, flexionando las caderas hacia delante y hacia atrás para adaptarme
a su tamaño.
—Sabemos que tu coño puede soportarlo —gime—. Mi pequeña putita codiciosa.
Me dejo caer rápidamente, sus palabras provocan un gemido embriagador en mis labios
entreabiertos.
Gruñe.
—No me metas prisa, cariño. Me da igual que tarde horas. No acabarás de correrte hasta
que haya convencido a ese corazón sensible y a ese cerebro tenaz que tienes que estoy tan
jodidamente enamorado de ti que no sé cómo respirar sin tu nombre en mis labios.
Lo beso, temiendo que vea mis lágrimas.
—Más vale que sean putas lágrimas de felicidad que pueda saborear —murmura contra
mis labios solo unos instantes después.
Mi lengua se desliza dentro de su boca y mis caderas se mueven en lentos círculos sobre
su regazo.
Gime y cambio de dirección.
—Joder —sisea.
—Vinnie —gimo.
Se traga su nombre, nuestros labios se funden y nuestras lenguas bailan.
Me rodea el cuerpo con sus gruesos brazos y me atrae hacia él. Araño su espalda,
hermosamente devastada por el tornado de sentimientos que causa estragos en mi cuerpo. Mi
estómago burbujea de euforia; siento calidez, el calor palpita en mi interior. Estoy ingrávida,
libre, todo mi ser es una nube de vulnerabilidad y tranquilidad. Mi clítoris palpita obsesionado,
un retumbar recurrente al compás de mi pulso. Bum. Bum. Bum. Mi piel hormiguea de
anticipación, el toque de Vincent me tranquiliza del mismo modo que me hace arder de anhelo.
Me besa y me dan ganas de llorar de la necesidad porque no termine nunca. Me mira a
los ojos, y le ruego con mi incapacidad para parpadear que no pare nunca. Quiero todo lo que
tiene. Necesito agarrar todo lo que me ofrece y enterrarlo dentro de mi corazón durante una
eternidad, sabiendo que viviría para siempre con la forma en que me ama.
Un tirón familiar tira de mi cuerpo hacia abajo. Mis piernas se tensan más, y el beso de
Vincent se hace más profundo. Mis caderas se mueven más deprisa y un gemido profundo
vibra en mi pecho. Suyo o mío, no puedo estar segura, pero las lágrimas se escapan de mis ojos,
y mis uñas se clavan en su espalda, mi necesidad de estar más cerca aun haciéndolo sangrar.
Me corro y nuestro beso se rompe, mi cabeza se echa hacia atrás en un grito estrangulado.
Los labios de Vincent se encuentran con mi garganta, lamiendo, besando y saboreando
mi piel.
—Mi amor —gruñe, apretándome las caderas con las manos para recordarme que siga
moviéndome—. Vuelve a mí.
Levanto la cabeza, con los ojos desenfocados y la respiración agitada.
—Tan hermosa cuando te corres. Te amo. Ahora bésame.
Hago lo que me pide, mis labios perezosos acarician los suyos.
Sus gruesos dedos se deslizan por mi vientre, moviéndose hacia abajo.
Gimo en señal de protesta.
Él sonríe.
—Sé que tienes más para mí, esposa.
Niego con la cabeza mientras su pulgar presiona mi clítoris. Mis caderas se estremecen y
él sacude la cabeza.
—Fóllame despacio, dolcezza, mientras juego con tu bonito clítoris.
Pongo los ojos en blanco y empujo las caderas hacia delante y luego hacia atrás. Mantiene
el pulgar en mi clítoris, y con cada empujón hacia delante, la presión casi me dobla.
—Vinnie —gimoteo.
—Ti amo. Te amo.
—Ti amo.
—¿Cuánto? —gime.
Mantengo mis caderas hacia delante, haciendo rodar mi clítoris contra su pulgar una y
otra vez. La sensación una tortura que no puedo dejar de necesitar.
—Moriría por ti —le digo—. Mataría por ti —le confieso, ebria de lujuria y drogada de
amor.
—El último sacrificio.
Exclamo.
—Por ti. Solo por ti.
—Buena chica —alaba—. Ahora córrete otra vez.
Mis dientes se hunden en su hombro, mordiendo lo bastante fuerte como para que el sabor
metálico de la sangre se burle de mi lengua.
Delirante de placer, ni siquiera siento que nos movamos hasta que estoy de espaldas.
Vincent está encima de mí mientras me penetra con fuerza mediante embestidas implacables.
Apenas puedo respirar. Me pesan tanto los párpados que miro su rostro con ojos
entornados. Mi cuerpo está agobiado por el placer, y lo único que puedo hacer es quedarme
tumbada y recibir el amor que le da a mi cuerpo.
Su respiración es agitada, sus ojos grises se ensombrecen con una necesidad lasciva.
—Te amo jodidamente tanto, Bianca. Eres mía. Eternamente.
—En la vida y en la muerte —acepto.
—En la vida y en la muerte —gime, bajando la cabeza para besarme mientras estalla
dentro de mí.
L
a incandescencia de la chimenea calienta su rostro, haciendo que las mejillas se
sonrojen con un atractivo color rosado. Entrecierra los ojos ante las llamas danzando
ante nosotros, con la mente tranquila y los pensamientos en otra parte.
Los dos últimos meses han sido estresantes para ella. Su relación con Gabriella se ha
convertido en una relación de amor y amistad mutuos, pero mi hermana ha empezado a poner
a prueba la última pizca de paciencia de Bianca. Se queja porque la escondemos, pero lucha
contra la seguridad de un matrimonio que sé que puede protegerla. Ni siquiera es la fantástica
idea de enamorarse lo que la tiene bloqueada. Sinceramente, creo que disfruta siendo un
enorme grano en mi culo. Cumple dieciocho años dentro de dos días y se casará con Leonardo
días después, aunque tenga que arrastrarla por el jodido cabello hasta el altar.
Bianca y yo necesitábamos un descanso. Con todo lo que ha ocurrido en los últimos seis
meses más o menos, no he tenido tiempo de disfrutar de ella. Es decir, he disfrutado de ella, pero
no sin mentiras o distracciones o agentes del FBI deshonestos o hermanos problemáticos que
interrumpieran nuestro tiempo, a solas, como marido y mujer. La cabaña parecía el lugar
perfecto para escondernos los dos durante unos días. Gabriella estuvo lo bastante de acuerdo
como para llevarse a ese animal diminuto que Bianca me asegura que es un perro. Menos mal,
porque la minúscula criatura es el bloqueo de pollas definitivo.
—Me resultas arbitrariamente atractivo cuando te sientas en esa silla.
Doy un sorbo a mi whisky, disfrutando del desenfado de sus palabras. Solo ha bebido dos
copas de vino, pero no le hace falta mucho para bordear el precipicio de la sobriedad y
convertirse en una lujuriosa achispada.
—Quiero desnudarte y arrastrar mi lengua por cada centímetro pecaminoso de tu cuerpo
cada segundo de cada día, sin importar donde estés.
Sus ojos se entrecierran, pero la forma en que sus dientes tiran de su labio inferior cuenta
una historia totalmente distinta a la que sus bonitos ojos castaños intentan retratar.
—Tus anillos también son extrañamente seductores. —Se pasa una mano distraídamente
por la coleta alta que se ha hecho con el cabello.
Lo ha hecho a propósito para hacerme enloquecer. Su belleza es incomparable, lleve el
cabello como lo lleve. Pero cuando se lo echa hacia atrás, mostrándome todo su rostro, no
puedo concentrarme en nada más. Sus ojos seductores, eternamente abiertos por el asombro,
el deseo y la violenta necesidad de ser amada, el alto corte de sus pómulos, sus gruesos labios
rosados, siempre separados en un mohín involuntario, y el satén impecable de su piel
bronceada: mi mujer es el puto sol. Me duele mirarla, pero me fijo en su gracia desmesurada
hasta que me duelen los ojos y mi corazón no es más que una oda obsesiva a la forma en que
la necesito. Estoy cautivado y atormentado y agradecidamente perdido en el influjo del amor.
Sonrío, estirando los dedos sobre mi copa.
—Tu coñito es exquisito, y me gustaría mucho tenerlo en mi cara.
Se queda boquiabierta.
—Estoy elogiando las cosas mundanas que encuentro atractivas en ti.
Dejo que el vapor de mi whisky baile en mi lengua antes de tragarlo.
—Y te estoy diciendo todas las formas en que me gustaría hacer que te corrieras.
Está vestida solo con una bata, y puedo ver el duro corte de sus pezones a través de la
seda nacarada recogida en su pecho.
Recuerdo el primer momento en que puse los ojos en una Bianca Rossi madura. Por
supuesto, no reconocí que era ella, ni que solo tenía dieciséis años, así que me senté en una fiesta
familiar de Navidad, bebiendo whisky e imaginando todas las formas en que podría conseguir
que la belleza morena gritara mi nombre. Riendo y cotilleando con su hermana, era ajena a mis
miradas pervertidas. Eso solo hizo que la deseara más.
Enzo se dio cuenta, por supuesto que sí, maldita sea, y se deleitó en destruir mi fantasía
informándome de la verdad, tanto de su edad como de su prometida boda nada menos que
con el puto Salvatore Bianchi. Estaba lívido, primero conmigo mismo por ser un hijo de puta
sórdido, pero sobre todo porque el gilipollas del Outfit probara algo que yo estaba seguro
estaba destinado a mí.
La vi florecer durante los años siguientes, y mis fantasías se volvieron cada vez más
oscuras y depravadas. Pasaba horas pensando en tumbarla en la gran entrada de la casa de sus
padres -con todos los gilipollas mirando- y lamer su coñito intacto hasta que se corriera en mi
cara y me suplicara más. Quería grabar mi nombre en la base de su espalda como un vulgar
cuño en el que afirmara que me pertenecía a mí y solo a mí. Pensé en formas de matar a
Salvatore, sangriento y vengativo, por considerar siquiera la posibilidad de tocarla. Quería
encerrarla y mantenerla para mí, utilizando su cuerpo de un modo que le hiciera agradecerme
el privilegio.
—Creo que tú también serías una visión en esta silla —me burlo—. Sobre todo, con mi
cara como cojín.
—Eres tan jodidamente pervertido.
Me bebo el resto de la bebida y dejo el vaso bruscamente sobre la mesita.
—Y a ti, mi putita, jodidamente te encanta.
—Así es —acepta de buen grado.
Apartándome del sillón, me siento perezosamente en el suelo, con el sillón que ella
encuentra tan atractivo a mi espalda. Con una pierna doblada hacia arriba, apoyo el codo en la
rodilla.
—Colócate a horcajadas sobre mi cara, esposa, y deja que me ahogue en tu coñito.
Colocando delicadamente su copa de vino en el suelo, se levanta sin demora, con la uña
del pulgar atrapada entre los dientes.
—¿Podrás respirar?
Me encojo de hombros.
—Espero lo contrario. No tiene sentido ahogarse.
Se ríe, pero se acerca, deteniéndose solo cuando está sobre mí.
—Apuesto a que ese coñito tuyo ya está bien lubricado para mí.
Tira del lazo de la bata y esta se abre, dejando a la vista su cuerpo desnudo. Mi boca se
seca. Es jodidamente perfecta. Cada centímetro de su piel me llama, rogándome que me adueñe
de ella. Quiero eso. Ella lo desea.
Retira la seda, dejando que se deslice por sus hombros y caiga en un montón sobre mi
regazo.
—Muéstrame lo húmeda que estás.
Ella no pierde el tiempo: una mano acaricia su coño y los dedos anular y corazón se
introducen en él.
Gime. Sus dedos entran y salen, pero la sujeto por la muñeca. Sonríe.
—Aguafiestas.
Me deja sacar los dedos de su húmedo calor y me llevo la mano a la boca. Deslizo sus
dedos entre mis labios y el sabor salado y dulce de su excitación cubre mi lengua. Saboreando
su gusto, saco sus dedos de mi boca a regañadientes.
Con el pecho agitado y los pezones cortados como piedras, me observa con las pupilas
dilatadas.
—Rodillas sobre el cojín.
Apoyando la nuca en la silla, la aspiro profundamente mientras su coño roza mi cara.
De rodillas en la silla, se ajusta una o dos veces para encontrar una postura cómoda.
—Ahora vas a bajar ese dulce coñito hasta mi boca.
Con las manos en el reposabrazos, baja lentamente. La sujeto por los muslos y jadea. Está
tan cerca de mi cara que puedo sacar la lengua para saborearla. Se deja caer aún más al primer
contacto, y sonrío.
Le acaricio la suave piel del interior de los muslos con los dedos y tiro de ella hacia abajo.
—Vinnie —gime, su lucha de incertidumbres se pierde en el momento en que su coño se
afianza contra mi boca ansiosa.
Con el coño pegado a mi cara, mi lengua lame su clítoris, masajeando el nudo cada vez
más endurecido. Está tan húmeda y es tan jodidamente suave. Me la bebo. Gime y grita, y en
cuestión de segundos, sus caderas empiezan a moverse. Hace rodar su coño sobre mi cara, y yo
tarareo mi aprobación.
—Mierda —exhala, su mano encuentra mi cabello y empuja mi cabeza hacia el cojín para
que nuestros ojos se conecten.
Succiono su clítoris y sus movimientos se detienen, sus ojos se cierran y su boca se afloja.
Se clava en mi cara sin piedad, y yo la succiono con más fuerza.
—Vinnie.
Empieza a rechinar de nuevo como la buena putita que es. Su coño se hincha bajo mis
labios.
Mi polla está tan jodidamente dura que suelto sus muslos, sabiendo que no va a aflojar la
presión de su coño contra mi boca.
Chupo, lamo y trago sus jugos como un maldito hambriento.
Con la mano en la cintura de mi chándal, saco la polla, gimiendo de alivio por la forma
cruel en que la estrujo.
Podría explotar. Dos, quizá tres golpes rápidos, y la forma en que mi mujer me cabalga la
boca me haría soltar cintas de semen por toda la mano.
—Oh, mi jodido Dios. —Todo su cuerpo tiembla sobre mí—. Vinnie, yo... mierda, estoy,
Jesús... —Echa la cabeza hacia atrás con un gemido gutural—. Voy a correrme. Me... Vinnie. —
Su peso cae sobre mi cara, y se corre, dura y urgente. Mi lengua no se detiene. Me baño en ella,
bebiéndola en un estremecimiento pecaminoso cada vez.
Al final, cae hacia delante y su frente golpea el respaldo del sillón.
Le acaricio el clítoris con la punta de la lengua y ella me empuja la coronilla.
—No más.
Vuelvo a lamérselo, solo para demostrarle que tengo razón, y ella medio gruñe, medio
gime, con su coño persiguiendo mi boca.
—Pequeña putita codiciosa. —Beso su clítoris y salgo de debajo de ella—. No te muevas.
—Hm —gruñe.
Gruesas gotas de semen se acumulan en mi punta, suplicando salir en un torrente cargado
de dominación y pasión.
—Fóllame, Vinnie —murmura contra el suave material de la silla—. Fóllame como si te
perteneciera.
Gruño en señal de aprobación.
—Soy tu puto dueño.
Mira por encima del hombro, con los ojos apenas capaces de mantenerse abiertos por la
satisfacción.
—Demuéstramelo.
Una sonrisa arrogante se clava en mis labios.
—Mi sucia y jodida putita. —Me abalanzo sobre ella con un poderoso impulso de mis
caderas. Grita mi nombre.
Enrollo la longitud de su coleta alrededor de mi mano, la tiro hacia atrás y ella gruñe de
dolor. Llevo la mano libre a su garganta y aprieto.
—Coño lleno de mi polla, cuerpo a mi merced, respiración a mi orden. —Le aprieto la
garganta, demostrando mi poder.
Su cuerpo se estremece, y quiero reírme de lo ávida que está de la potente combinación
de dolor y placer.
—Será mejor que creas que tu corazón no puede latir sin mi permiso.
Su coño se aprieta a mi alrededor.
Muevo las caderas bruscamente contra su culo. Me salgo y vuelvo a penetrarla.
Ella se esfuerza por tragar bajo mi fuerte presión en la garganta.
—Ahora deja que ese coñito llore por mí y asegúrate de decir mi nombre cuando lo haga
para que sepa a quién demonios pertenece.
Suelto mi agarre de su cuello y ella grita, con la voz ronca y el cuerpo flácido.
—Vinnie. —Su cuerpo se tensa y se ablanda a la vez. Pierde la capacidad de sostenerse a
causa del clímax.
Deslizo el brazo por debajo de su vientre y la sostengo, entrando y saliendo con fuerza; el
agarre que ejerce sobre mi polla me hace crecer dentro de ella, con los testículos contraídos, a
punto de explotar.
—Ti amo —grita suavemente, y es mi perdición. Me abalanzo sobre ella una última vez,
vaciando mi alma en su interior, sabiendo que le pertenezco más de lo que ella jamás me
pertenecerá a mí. Soy un puto esclavo de la mujer que tengo ante mí. Destruiría el mundo en
el que vivimos por ella y construiría uno nuevo con mis putas manos solo por ella.
Suelta un suspiro tembloroso cuando me separo de su cuerpo.
Apoyada en las rodillas, gira la cabeza.
—Bésame.
No pierdo el tiempo y cedo a su desesperada petición. Llevo la mano a su garganta, la
atraigo hacia mí y fundo mis labios con los suyos en un beso que borra hasta el último
pensamiento de mi mente.
—Te amo.
Con el brazo en alto, me atrae más hacia ella.
—Te amo.
Separándome lentamente, la ayudo a ponerse en pie, levantándole la barbilla con un solo
dedo para depositar un último beso en sus labios.
—¿Otro whisky?
Suena el único teléfono con cobertura disponible, irrumpiendo en la armoniosa atmósfera
con un estridente destello de realidad.
—Gracias, cariño —murmuro, cogiendo el teléfono.
—Más vale que sea una cuestión de vida o muerte, o me divertiré con un trozo de alambre
de espino alrededor de tu garganta.
—Leo se ha ido —murmura Enzo.
—¿Qué quieres decir con que se ha ido? —Mi columna se endereza.
—Me ha enviado un mensaje a medias negándose a seguir adelante con la boda con Gabbi,
y ahora no puedo encontrarlo.
Crujo mi cuello.
—Lo voy a matar, joder.
—Vas a esperar en la puta cola —escupe Enzo.
—¿Lo sabe Gabriella? —pregunto, viendo cómo Bianca levanta mi vaso de whisky y
olisquea el líquido ámbar.
—No —suelta Enzo—. No le daré la puta satisfacción.
—Enzo.
—Lo sé, joder —gruñe.
—Volveremos esta noche... —suspiro.
—No —me interrumpe Enzo—. Necesito tiempo para pensar, joder, y tengo que encontrar
al marica de mi hermano pequeño. Mañana visitaré a Gabriella y le comunicaré que su boda
puede retrasarse.
—Seguro que se le romperá el corazón.
Enzo gruñe irritado.
—Si Rita no estuviera ya muerta, estaría en mi sano juicio para pegarle un tiro a esa zorra
por dejar caer este basurero en nuestras manos.
—Gabbi es inocente en todo esto —advierto.
—También es una espina clavada en mi puto costado. Tengo mierdas más importantes de
las que ocuparme que cuidar de una adolescente hasta que pueda obligar a alguien a casarse
con ella. Te veré dentro de unos días. —Cuelga y aparto el móvil de mi oreja.
—¿Qué ha ocurrido? —Bianca se detiene en el borde de la alfombra, con los ojos muy
abiertos por la inquietud.
Tiro el móvil al suelo con un cabreo entre dientes y me dejo caer en el sillón.
—Leo está jodidamente desaparecido en combate. Acaba de mandar un puto mensaje a
Enzo diciendo que no podía seguir adelante.
—¿No podía seguir adelante con qué? —Ella ya sabe la respuesta, pero me obliga a decirla
en voz alta.
—Se niega a casarse con Gabriella.
Se hace el silencio entre nosotros y me dan ganas de destrozar este lugar con mis propias
manos.
Lo había solucionado. Enzo, Leo y yo acabamos acordando que esa era la única jodida
solución viable. Ese capullo. Si mi hermana se ve amenazada de algún modo por su
desobediencia, lo mataré yo mismo.
Mi mujer me observa, con la mente desbocada.
No sé cómo arreglar esto. A menos que mate a Big Joey y a Dante por la posible amenaza
que podrían suponer, estoy jodidamente perdido. Necesito que Gabriella esté vinculada a un
jefe. No un capo ni un soldado, sino alguien que infunda miedo a la familia. Cerramos filas tras
la muerte del agente del FBI, y la identidad de Gabriella era confidencial. La jerarquía lo aceptó.
Por los rumores que corren por el caché, se cree que es una goomah. Supongo que eso es
preferible al peligro inminente que podría destapar la verdad.
—Vinnie —prueba Bianca.
Me masajeo el puente de la nariz y, levantando la cabeza, observo cómo Bianca se lleva el
vaso a los labios, inclinándolo hacia atrás para tragarse el whisky de un solo trago.
Parpadea, la incertidumbre que se había grabado en su rostro se pierde ahora en favor de
su determinación.
Se arrodilla en la alfombra lujosa, mirándome a través de sus espesas pestañas, y me
consume la desesperación con la que la amo. Ella sabe que mi frustración aumenta en cuanto
una situación escapa a mi control. Necesito el dominio del mando, y ella quiere dármelo.
Desde el primer momento en que la vi hasta ahora, la he deseado y la he amado. Ella no
solo comprende el monstruo que soy, sino que me acepta y me ama por ello. Joder, estoy
arruinado para siempre.
Dejo que mi lengua moje mis labios, mis fosas nasales se agitan de deseo.
Ella inspira agudamente y yo sonrío.
—Gatea.
Gabriella Ferrari es nueva en el mundo de la mafia.
Tras la devastadora pérdida de su madre, y sin más opciones, Gabriella busca a los hombres
moralmente grises que su madre le rogó que evitara.
En duelo por la pérdida de una familia, Gabriella lucha por vivir dentro de los confines de los
secretos fracturados que su madre le legó.
Ha cambiado una prisión por otra. Sin embargo, aunque proteger su vida es una realidad con la
que está demasiado familiarizada, nunca se le había pasado por la cabeza proteger su corazón.
De pie ante el altar, prometida a la fuerza a un hombre, promete su vida a otro. Un hombre al que
desprecia. El mejor amigo de su hermano y cabeza de familia.
Puede que Lorenzo Caruso sea un jefe, pero ella preferiría pisotear su propio corazón antes que
entregárselo, aunque le guste cómo la hace sentir a puerta cerrada.
Dispuesto al desafío y acostumbrado a conseguir lo que quiere, Lorenzo está decidido a tener el
corazón de la mentirosilla en sus manos antes siquiera que ella se dé cuenta que está perdido.
La cuestión es... qué piensa hacer con él una vez que lo haya reclamado...
Una rubia. Una morena. Una amante del té. Una adicta al café. Dos personas. Un
seudónimo. Haley Jenner está formada por dos amigas, H y J. Son amigas, mejores amigas si
quieres, quizá incluso almas gemelas. Considéralas lo último en doble personalidad,
exactamente iguales, pero completamente diferentes.
Viven en la Costa Dorada del soleado estado australiano de Queensland. Llevan una vida
muy ajetreada como madres trabajadoras, pero no querrían que fuera de otra manera.
Los libros son una parte importante de sus vidas y creen firmemente que la lectura es una
parte esencial de la vida. Escaparse con una buena historia es una de sus cosas favoritas, incluso
en detrimento del sueño.
Les encanta reírse, un alfa fuerte y dominante, pero lo más importante es que saben que
las amistades, las feroces, son la clave de la cordura y la plenitud para toda la vida.

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