Galeano - Pecado Ser Original
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LSD
En América Latina, las estatuas
que faltan son casi tantas como las
estatuas que sobran. Una de las que Eduardo Galeano
faltan es la de don Simón Rodríguez, El pecado de ser original
llamado el Loco. Este personaje de
la primera mitad del siglo diecinueve
parece de la semana pasada. Por ser
digno de tanta memoria, ha sido con-
denado al olvido el hombre que cometió el imperdonable pecado de ser original.
Usted, maestro mío, me enseñó la libertad. Usted ha formado mi corazón
para lo grande y lo hermoso, le escribió el otro Simón, Simón Bolívar. A fines
del siglo XVIII, los dos Simones cabalgaban por la llanura venezolana. Antes
de dormir, bajo los árboles, don Simón tomaba la lección al joven Bolívar. En
1797, en el puerto de La Guayra, Bolívar despidió a su maestro, que se marchó,
disfrazado y con otro nombre, al exilio en Europa. La primera conjura por la
independencia había fracasado y los amigos de don Simón se balanceaban en
las horcas de la Plaza Mayor de Caracas.
Un cuarto de siglo anduvo don Simón al otro lado de la mar. En Europa,
fue amigo de los socialistas de París, Londres y Ginebra; trabajó con los
tipógrafos de Roma y los químicos de Viena y hasta enseñó primeras letras en
un pueblito de la estepa rusa. En 1805, en el Monte Sacro de Roma, Simón
Rodríguez y Simón Bolívar juraron la libertad de América, en solemne
ceremonia que provocó risitas y estupores en los italianos que pasaban por ahí.
Bolívar, que había viajado a Europa para visitar a su maestro, regresó a
Venezuela. Desde allí, emprendió la guerra.
Cuando España ya había sido derrotada en los campos de batalla, don Simón
Rodríguez volvió del exilio. Bolívar lo envió a la ciudad de Chuquisaca,
para que organizara el nuevo sistema educativo en un país recién nacido
que fue llamado Bolivia en homenaje al Libertador.
Aquello desató un escándalo. Don Simón puso en práctica sus ideas
con tres mil niños, mil de los cuales habían sido recogidos en las calles.
La escuela modelo de Chuquisaca, escuela-taller, desarrolló algo así
como un plan piloto de lo que podría ser la educación de la libertad en
América del Sur. En una escala hasta entonces imposible, don Simón
pudo traducir su proyecto en actos:
–Enseñar es enseñar a pensar. Mandar recitar de memoria lo que
no se entiende, es hacer papagayos... Enseñen a los niños a ser
preguntones, para que, pidiendo el por qué de lo que se les manda
hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como
los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos.
Chillaron las beatas, graznaron los doctores, aullaron los perros.
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Este loco estaba mezclando a los niños de mejor cuna con los náufragos de la
calle, y también mezclaba a los niños con las niñas. Ricos y pobres, machos y
hembras se sentaban todos juntos, pegoteados, y para colmo estudiaban jugando.
En las aulas no se escuchaba el catecismo, ni los latines de sacristía, ni las
reglas de gramática, sino un estrépito de sierras y martillos insoportable a los
oídos de frailes y leguleyos educados en el desprecio al trabajo manual:
–Los varones deben aprender los tres oficios principales, albañilería,
carpintería y herrería, porque con tierras, maderas y metales se hacen las
cosa más necesarias. Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que
no se prostituyan por necesidad, ni hagan del matrimonio una especulación
para asegurar su subsistencia.
El prefecto de Chuquisaca encabezó la campaña contra “este sátiro que ha
venido a corromper la moral de la juventud”. Y al poco tiempo, el mariscal
Sucre, presidente de Bolivia, exigió a don Simón Rodríguez la renuncia, porque
no había presentado sus cuentas con la debida puntillosidad, ni había cumplido
en fecha con otros requisitos burocráticos. Don Simón se fue; y entonces los
dueños del poder echaron un suspiro de alivio y pudieron destinar los dineros
de la educación pública a la fundación de Casas de Misericordia y de Institutos
de Caligrafía para el Bello Sexo.
Corría el año 1826. El Expulsado inició una peregrinación de treinta años a
lo largo d la cordillera de los Andes. Siempre a lomo de mula, pobre y porfiado
como su mula, levantando polvo por los caminos de América:
–No quiero parecerme a los árboles, que echan raíces. Quiero ser viento.
Por donde pasaba, fundaba escuelas y fábricas de velas para financiar las
escuelas. Este viejo vagabundo, calvo y feo y barrigón, curtido por los soles,
llevaba a cuestas un baúl lleno de manuscritos condenados por la absoluta falta
de dinero y de lectores. Ropa, no cargaba. No tenía más que la puesta.
Bolívar jamás recibió ninguna de las cartas que don Simón le envió. En
1830, mientras en Bogotá quemaban la efigie del Libertador en las calles, y en
Caracas lo declaraban, oficialmente, “enemigo de Venezuela”, don Simón
Rodríguez publicaba un encendido panfleto en su defensa. Bolívar murió sin
saberlo; y casi nadie se enteró. La revolución de la independencia había sido
secuestrada por los mercaderes y los traidores, y don Simón predicaba en el
desierto:
–¿Dónde iremos a buscar modelos? –clamaba don Simón-. Somos
independientes, pero no libres.
Lo llamaban el Loco. Casi nadie lo escuchaba, nadie le creía. La gente
apretaba los dientes, por no reírse, cuando el loco lanzaba sus peroratas sobre
el trágico destino de estas tierras hispanoamericanas:
–Estamos ciegos. ¡Ciegos!
Los ideólogos del poder exaltaban las virtudes del papagayo. En aquel
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entonces, como ahora, se recompensaba a quien sabía copiar y se maldecía a
quien quería crear. Don Simón iba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad,
en las montañas andinas y las costas del océano Pacífico, increpando a quienes
mandaban:
–Vean la Europa, cómo inventa, y vean nuestra América, cómo imita. La
América no debe imitar servilmente, sino ser original. ¡Imiten la originalidad,
ya que tratan de imitar todo!
Incapaces de voz propia, los dueños del poder sólo podían pronunciar ecos.
Economía de importación, cultura de impostación: consumiendo productos
británicos, simulaban ser ingleses; recitando en francés, simulaban ser franceses.
En 1851, don Simón seguía sembrando escándalos: en Latacunga, en Ecuador,
propuso al rector del Colegio Mayor que enseñara física en lugar de teología,
que levantara una fábrica de loza y otra de vidrio y que implantara maestranzas
de albañilería, carpintería y herrería. Y para colmo, propuso también que la
lengua indígena, el quechua, sustituyera al latín:
–En lugar de pensar en medos, en persas, en egipcios, pensemos en los
indios. Más cuenta nos tiene entender a un indio que a Ovidio. Emprenda su
escuela con indios, señor rector.
De vez en cuando, los grandes hacendados contrataban a don Simón como
maestro de sus hijos, a cambio del tabaco y la comida, pero poco le duraban
sus empleos. Lo tenían por judío, porque iba regando hijos por donde pasaba y
no los bautizaba con nombres de santos católicos, sino que los llamaba
Zanahoria, Papa, Choclo, Zapallo y otras herejías. Y se rumoreaba que una de
sus escuelas, la de Concepción, en Chile, había sido arrasada por un terremoto
que Dios había enviado porque don Simón enseñaba anatomía en cueros ante
los alumnos. El loco había cambiado tres veces de apellido y decía que había
nacido en Caracas, en Filadelfia o en Sanlúcar de Barrameda:
–No soy vaca para tener querencia. Nada me importa el rincón donde me
parió mi madre. Mi patria es el mundo, y todos los hombres son mis compañeros
de infortunio.
Estaba cada día más solo. El más audaz, el más querible de los pensadores
de América, cada día más solo. A los ochenta años, escribió:
–Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno
para mí.
En 1854, en el pueblo peruano de Amotape, cayó enfermo. Un testigo contó
que apenas don Simón vio que entraba el cura, lo hizo sentarse en una silla, se
acomodó en la cama y le echó “algo así como una disertación materialista”. El
sacerdote, estupefacto, no consiguió interrumpirlo. Don Simón concluyó su
discurso, se desplomó y murió.
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