Cuentos Latinoamericanos Opcion 3
Cuentos Latinoamericanos Opcion 3
Cuentos Latinoamericanos Opcion 3
LATINOAMERICANOS
OPCIÓN 3: LO LÚDICO - ABSURDO
[FECHA]
[NOMBRE DE LA COMPAÑÍA]
[Dirección de la compañía]
LA SOLEDAD DE AMÉRICA LATINA.
Gabriel García Márquez (1982)
https://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1982/marquez-
lecture-sp.html
EL GUARDAGUJAS
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso
cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la
mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y
pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el
forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la
mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al
viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es
buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento
que más bien parecía un presidio.
-Por favor…
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido
posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se
refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías
ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden
boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los
convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen
efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras
tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier
manifestación de desagrado.
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por
satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un
rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a
ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar
con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de
boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los
puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero
de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta
para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes,
ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden
utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un
servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser
conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas
desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes
expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros
sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en
tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón
capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores
depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la
estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren
trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece
lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los
viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en
que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros
tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren
queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar
en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los
ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones
triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se
transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena
de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe.
No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus
capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos
escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede
que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los
constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo.
Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y
obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica
dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro
lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río
caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció
definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo
descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia
suplementaria.
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría
darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular
la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar
mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido
construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero
basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las
decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín.
Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una
perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio
infinito.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse
la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización
de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin
escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa.
Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el
conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución alguna, los viajeros
descienden y se hallan efectivamente en T.
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas
maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno
de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta
denunciarlo a las autoridades.
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos
espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu
constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar.
Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase,
por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable.
Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría
el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa
estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad
posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna
cara conocida.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas
tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en
la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos
dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace
falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora,
hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo,
el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los
viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que
un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y
que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Yo, señor, solo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo
aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado
nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los
trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he
referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas.
Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el
pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas,
de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la
gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan
a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por
congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en
lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales
suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con
1
Guardagujas: Empleado encargado del manejo de las agujas de una vía férrea.
mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco
lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
FIN
FELICIDAD CLANDESTINA
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como
si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos
de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría
gustado tener: un padre dueño de una librería.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras,
que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su
sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta
de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a
ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al
pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para
comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo
que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la
librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa,
con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el
libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba
yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse
para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A
veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has
venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras,
sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia
muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las
dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la
señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre
buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero
si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y a mí:
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es
todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la
mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me
fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos,
apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa.
Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir
después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas
maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún
yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo
encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa
cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser
clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire…
había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
FIN
PUNTO FINAL
Cuando nos conocimos, ella me dijo: «Te doy el punto final. Es un punto muy
valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo
mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que
no me defraudes». Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo.
Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba
un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo.
Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían
venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos
despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como
un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas
familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los
parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las
calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las
luces, el tiempo y el espacio eran más intensos. Nuestra percepción se había
agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos
ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar
con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos una singular melodía que
respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.
Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar
su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha
desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos
separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de
fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.
FIN