Cuentos Latinoamericanos Opcion 3

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CUENTOS

LATINOAMERICANOS
OPCIÓN 3: LO LÚDICO - ABSURDO

[FECHA]
[NOMBRE DE LA COMPAÑÍA]
[Dirección de la compañía]
LA SOLEDAD DE AMÉRICA LATINA.
Gabriel García Márquez (1982)

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer


viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una
crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que
había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras
empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos
picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y
orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que
al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y
que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia
imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras
novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra
realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros
incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas
numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de
los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez
Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición
venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los 600
que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es
el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron
del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más
tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en
tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio
áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el
siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un
ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable
con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso
en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general
Antonio López de Santa Anna, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar
con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra
de los Pasteles. El general Gabriel García Moreno gobernó al Ecuador durante 16
años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y
su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general
Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo
exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un
péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con
papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El
monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa,
es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en Paris en un depósito de
esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo
Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y
a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que
nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres
alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda.
No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado
en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres
aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón
generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su
pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino
que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en
nuestro tiempo. Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían
antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde
1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como
si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la cuidad de Upsala.
Numerosas mujeres encintas fueron arrestadas dieron a luz en cárceles argentinas,
pero aun se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en
adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por
no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y
hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y
voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si
esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600
muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 12 %
por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio
millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del
continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra
civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El
país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América
Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión


literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras.
Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina
cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un
manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este
colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la
suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las
criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la
imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de
los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el
nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es
difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la
contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para
interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con
que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales
para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para
nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con
esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada
vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más
comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres
necesitó 300 años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un
obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos
antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los
pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes
impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo
del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales
saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre
un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este
lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también
aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si
revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no
nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo
a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del
mundo.
América latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de
quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una
aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido
tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en
cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite
sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en
nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia
social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser
también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones
diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el
resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una
confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y
pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron
las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir
a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la
vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las
guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja
tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay
74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos
como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría
de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre estos, por supuesto, los de
América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular
suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los
seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que
han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: "Me niego a
admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si
no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la
humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora
nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora
que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores
de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no
es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y
arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de
morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las
estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una
segunda oportunidad sobre la tierra.

https://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1982/marquez-
lecture-sp.html
EL GUARDAGUJAS

Juan José Arreola (1952)

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso
cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la
mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y
pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el
forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la
mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al
viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es
buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento
que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda


conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor…

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido
posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se
refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías
ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden
boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los
convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen
efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras
tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier
manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?


-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta,
los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están
sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones
actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso
pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros
que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga
el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por
satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un
rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a
ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar
con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de
boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los
puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero
de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta
para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes,
ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden
utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un
servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser
conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas
desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes
expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros
sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en
tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón
capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores
depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la
estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren
trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece
lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los
viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en
que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros
tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren
queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar
en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los
ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones
triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se
transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena
de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe.
No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus
capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos
escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede
que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los
constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo.
Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y
obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica
dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro
lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río
caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció
definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo
descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia
suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un


hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que
pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al
llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la
fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan
accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir
ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para
siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la
estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan
mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?


-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la
imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso.
Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad,
dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a
cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el
establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben
lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera
correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad.
También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás
pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría
darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular
la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar
mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido
construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero
basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las
decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín.
Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una
perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio
infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse
la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización
de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin
escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa.
Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el
conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución alguna, los viajeros
descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas
maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno
de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta
denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos
espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu
constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar.
Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase,
por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable.
Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría
el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa
estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad
posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna
cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas
tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en
la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos
dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace
falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora,
hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo,
el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los
viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que
un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y
que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, solo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo
aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado
nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los
trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he
referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas.
Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el
pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas,
de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la
gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan
a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por
congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en
lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales
suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con

1
Guardagujas: Empleado encargado del manejo de las agujas de una vía férrea.
mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco
lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad


y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco,
y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta


distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la


linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del
tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

FIN
FELICIDAD CLANDESTINA

Clarice Lispector (1971)

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como
si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos
de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría
gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños,


en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del
padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus
puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y


“recuerdos”.

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras,
que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su
sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta
de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a
ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al
pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para
comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo
que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no


vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a
otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento,


como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo
que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente.
Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a
apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi
manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la
promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida
entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la
librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa,
con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el
libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba
yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse
para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A
veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has
venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras,
sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia
muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las
dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la
señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre
buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero
si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el


horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia
de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta,
al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y
serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es
todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la
mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me
fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos,
apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa.
Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir
después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas
maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún
yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo
encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa
cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser
clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire…
había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo,


sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer
con su amante.

FIN
PUNTO FINAL

Cristina Peri Rossi (1986)

Cuando nos conocimos, ella me dijo: «Te doy el punto final. Es un punto muy
valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo
mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que
no me defraudes». Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo.
Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba
un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo.
Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían
venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos
despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como
un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas
familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los
parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las
calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las
luces, el tiempo y el espacio eran más intensos. Nuestra percepción se había
agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos
ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar
con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos una singular melodía que
respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.

Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo


saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún
lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste?
—me pregunta ella, indignada—. ¿Qué esperas para usarlo? No demores más,
de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y sentido». Busco en los
armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de
la mesa y de la cama. Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda
se ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de
nuestros momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la
chimenea. ¿El gato se lo habrá comido?

Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto


no aparezca, estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están
hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con
seguir así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son
penosas, compartiendo la misma habitación, donde el resquemor tiene la
estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los
armarios, los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa,
aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de la desaparición del punto,
de la cual ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad
lo tengo, escondido, para vengarme de ella. «No debí confiar en ti —se
reprocha—. Debí imaginar que me traicionarías». Era un estuche de plata,
largo, de los que antiguamente se usaban para guardar rapé. Lo compré en un
mercado de artículos viejos. Me pareció el lugar más adecuado para
guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien acomodado. Pero
pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o
quizás alguien lo robó, pensando que era valioso.

Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar
su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha
desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos
separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de
fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.

Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un


bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado,
sucio y polvoriento punto final, a destiempo, como el que colocan los
escritores noveles.

FIN

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