Alberdi, de Enrique Popolizio
Alberdi, de Enrique Popolizio
Alberdi, de Enrique Popolizio
ALBER DI
editorial losada, s. a
buenos aires
5 FT ’’
ENRIQUE POPOLIZIO
1
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ALBERDI
EDITORIAL LOSADA, S. A.
1843
Juan Bautista Alberdi en BUENOS AIRES
IMPRESO EN LA ARGENTINA
EL GENERAL Y EL NIÑO
u
11
— —
Universidad y el Colegio de Ciencias Morales. Pero ahora
premio a sus afanes el pueblo ingrato ha elegido gobernador
a otro. Es verdad que el general Las Hcras desea conservarlo
como ministro de gobierno. Mas el empolvado consorte de la
। hija del virrey del Pino ama el poder y la vida fastuosa. No
se quedará en Buenos Aires. Volverá a Europa, donde ha pasa-
(do días deliciosos en la brillante tertulia de Destutt de Tracy y en
la mansión silenciosa, austera y acogedora de Jeremías Bentham.
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14
Enrique P o p o l i z i o
lectunlcs. La vida escolar le hastía; su individualismo un ñoco
cerril soporta mal la blanda disciplina del Colegio. No es, cier¬
tamente, un niño precoz. Sufre... Apiadado de sus padecimien¬
tos, su hermano consiente en sacarle de allí. Le colocan como
dependiente en al tienda de Moldes, donde atiende las tareas
del mostrador y, sin duda, como todos los horteras de su época,
barre las aceras por la mañana. En la casa de comercio de
—
Maldes —ex empleado de D. Salvador Alberdi hay mucho
movimiento; es una de las más hermosas e importantes de
Buenos Aires.
Pero poco tarda el flamante dependiente en dedicar más
atención a ciertas lecturas que a los cuidados del mostrador. Cae
en sus manos Las Ruinas de Palmira. “La melancolía seria de
este libro tenía un encanto indefinible para mí. Durante la gue¬
rra con el Brasil, en más de una ocasión en que se oian los caño¬
nazos de los combates tenidos en las aguas del Plata, leía con
doble ardor las Ruinas que son el resultado de esas guerras. En
mis paseos de los domingos elegía lugares solitarios para darme
por horas a la lectura de este libro”.
Juan Bautista no tarda en arrepentirse de haber abandonado
los estudios. A veces basta una circunstancia trivial para torcer
el curso de una existencia; él nunca tuvo duda de que esa cir¬
cunstancia fue la ubicación de la tienda, situada enfrente del
Colegio, y desde donde veía salir diariamente a sus ex compa¬
ñeros en alegres grupos. “Sin esa tentación peligrosa yo hubiera
quedado tal vez definitivamente en la carrera del comercio y
sido más feliz que he podido serlo en otra”.
En lo de Maldes suele recibir la visita frecuente de su primo
hermano D. José María Aráoz. Sorpréndese éste de verlo siem¬
— ——
pre entregado a la lectura.
¿Por qué saliste del Colegio, si tanta afición tienes a leer?
pregúntale un día, justamente asombrado.
Bien arrepentido de ello estoy.
— Y si te pusieran de nuevo en el Colegio, ¿entrarías con
gusto?
—
Sin duda alguna es la respuesta, dicha sin vacilación.
A'. ''oz habla en seguida del asunto con el coronel Alejandro
15
1C
?
II
ESTUDIOS
—
ahora propicio n los estudios: se consagrará a ellos.
El señor Rivadavia a quien Juan Bautista admira se ha
marchado definitivamente. Deja al país dividido, exhausto y
—
amputado. La segregación de la Banda Oriental es el precio de
su inhabilidad política frente al caudillaje encabritado. Las pro¬
vincias vuelven a su enclaustramiento localista. En Buenos Ai¬
res, Dorrego hace una paz de circunstancias que legaliza la pér¬
dida de la rica provincia oriental.
Y de los campos de batalla llega, al frente de sus regimien¬
tos, un general valiente y petulante, Juan Lavalle, cuya figura
deslumbrante de joven héroe contrasta con la limitación de sus
luces : un nuevo salvador de la patria. Le azuzan los unitarios y
el ambiente está preparado.
El primero de diciembre, al amanecer, el guerrero de la In¬
dependencia y del Brasil se presenta ante el Fuerte dispuesto a
“sacar a patadas” al gobernador legal, a quien doce días des¬
pués hace asesinar alevosamente con todos los honores de un
fusilamiento.
Alberdi, interno ahora en el Colegio de Ciencias Morales, pue¬
de presenciar “el aparato triste y sombrío” de la funesta revolu¬
ción que lleva al poder, en su secuela galopante, al astuto D.
Juan Manuel.
Los alumnos del Colegio vuelven a enfrascarse en sus estu-
17
18
í Alberdi
a la linda con el lindo; a la rica con el rico; si hay una tuerta y
1 un tuerto, los dos.”)
< r rida
romanticismo comienza a hacer estragos en la juventud.
» La de Albci di se desliza entre “valsas”, suspiros y "minué-
tos”. Durante el día estudia moderadamente, pero por la noche
I es infaltablc a laá tertulias familiares. Anda por los veinte años
y es bien parecido; sus grandes ojos negros y tristones son muy
del gusto romanticón de la época. Su pequeña estatura no le
impide tener mucho éxito con las mujeres, que le dedican sonri¬
sas acarameladas. ¿Cómo perder pieza con esas beldades? De
, ninguna manera pues con ellas “todo contacto es una ganga...
Respecto a las señoras viejas, ya la cosa muda de semblante;
uno se vuelve razonador y frío, y a menos que no concurran
graves y justas causas, nadie les ofrece ni el brazo”.
Juan Bautista baila muy bien; es discreto y cumplido caballe¬
ro; compone música ligera. Las muchachas le buscan y tiene
amigos apasionados. Al fin, los estudios pasan a segundo plano.
Sin duda alguna, el régimen del doctor Owgand es excelente.
' Alberdi ha dejado constancia, haciendo justicia al sagaz faculta¬
tivo: “Este método, seguido fielmente, sentó tan bien a mi sa¬
lud, que de régimen medicinal se convirtió casi en un vicio...
Éste fue el origen de mi vida frívola en Buenos Aires, que me
hizo pasar por estudiante desaplicado".
A fines de 1S30 D. Juan Manuel descubre que el Colegio de
Ciencias Morales no corresponde “a las erogaciones que causa”
y sin más trámite lo suprime. Hasta entonces Alberdi se ha
alojado en el Colegio. ¿Dónde habitará ahora? ¿En casa de su
tía? Miguel Cañé le ofrece la de sus abuelos, donde él vive; y
Alberdi acepta gustoso.
La casa de los señores de Andrade es una de esas mansio¬
nes típicas de la colonia, enorme, "con salones, oratorios y po¬
bladas despensas, con pajareras suspendidas alrededor de los
jazmines y de las tinajas, con ejércitos de esclavos libres y de
hijos de esclavos que, al atardecer iban por los aposentos, como
fantasmas gruñones, encendiendo las velas y atizando el rescoldo
de los braseros”.
En ese caserón de Balcarce y Moreno, "que conoció la alegría
19
—
Casimiro Delavigne, de los dramas de Dumas y de las novelas de
—
Hugo o de Jorge Sand. “La Revue de París escribe Vicente
Fidel López era buscada como lo más palpitante de nuestros
deseos."
Uno de los jóvenes dorados del Buenos Aires de 1830 es
Santiago Viola, elegante petimetre que vive en la calle de ¡a
Florida. Inteligente, pero amoral y escéptico, gusta morder aquí
y allá sin consagrarse a nada. Frecuenta la Universidad ; hojea
los libros de moda, pero rara vez los lee íntegramente. Es juga¬
dor y entendido en caballos; sus pecaminosos amores con muje¬
res de teatro espantan a la sociedad pacata de la época. Su cul¬
tura, brillante pero superficial, se ha formado más en las con¬
versaciones que en el estudio. Ha coleccionado las obras de los
autores en boga y las revistas más cotizadas : la de Parts y ¡a
Británica.
En sus salones se habla de política, de literatura, de filosofía
y hasta de una cosa nueva y admirable que preocupa mucho
a
Juan Bautista, asiduo concurrente: la frenología de Gall. Es un
20
.6«
Enrique Popolisio
pasatiempo inofensivo y apasionante que debe sin embargo
abandonar ante la mofa de los contertulios.
Alberdi siente mucho no poder dedicarse con tranquilidad de
espíritu a la observación de la configuración craneana de tantos
ilustres europeos, cuyos retratos, en muy bonitas láminas, ha
hecho traer Viola junto con los libros y exhibe, con estudiada
indiferencia, en su rica biblioteca.
Pero un pasatiempo suplanta a otro; y los alberdianos en¬
cuentran en cambio muy loable la afición del cabecilla por la
música, en cuyo conocimiento ha sido iniciado por voluntad del
protector, ese buen coronel Heredia a quien tantas cosas debe.
Más que a un estudio profundo, a una disposición muy acen¬
tuada hay que atribuir la habilidad de Alberdi. Es buen flautis¬
ta y consumado pianista, “a la par de Esnaola”, según el testimo¬
nio de un contemporáneo.
Ha compuesto “valsas”, “minuetos” y canciones. Y en 1832
publica su primer libro: El espíritu de la música a la capacidad
opúsculo
— previene modestamente al lector
—
de todo el mundo. “Yo no tengo más parte en el siguiente
que el trabajo
que me he tomado de reunir elementos de varios libros, tradu¬
cirlos del francés y metodizarlos.” Vive en pleno romanticismo:
"Ahora quinientos años podía decirse que la música era el arte
de combinar los sonidos de una manera agradable al oído; pero
en el día no se la puede definir sino de este modo: el arte de
conmover por la combinación de los sonidos”. Hay allí opinio¬
nes a las que es preciso dar una aprobación sin reservas : “Cuesta
mucho determinar el mejor de los instrumentos ; pero no cuesta
nada designar el peor. Yo pido perdón a los amantes de la gui¬
..
tarra . ¿ Por qué no estamos ya libres de este instrumento ma¬
jadero?”
Y a riesgo de naufragar en el mar de galicismos donde im¬
prudentemente navega, estimulado por los alberdianos, poco des¬
pués reincide publicando el Ensayo sobre un método nuevo para
aprender a tocar el piano con la mayor facilidad. Dedica su
segunda obra al Dr. Diego de Alcorta, Catedrático de Ideología
de la Universidad de Buenos Aires, “como un débil homenaje de
reconocimiento”.
21
— —
le encuentran los organizadores, bajo un dosel especie de mo¬
narca pueblerino y en la más absoluta soledad. El cuadro
grotesco les llena de risa ; recuerdan a D. Magnífico, el personaje
de Cencrentola, y se detienen en la puerta lanzando carcajadas.
El magistrado se levanta ; se aproxima a los jóvenes. No puede
comprender los motivos de tanta hilaridad, pero se contagia;
comienzan a reir los tres. Sus risas llenan el todavía oscuro salón'
ae ecos extraños y persistentes. Comienzan a traer palmatorias
Debí Ies luces se van sumando rápidamente. Las
cen menos espesas; llegan los primeros sombras se ha¬
deja oír sus compases. “Rompimos el
invitados. La orquesta
baile con un minué en
cuarto el señor gobernador, su ministro,
el doctor Avellaneda
22
t
I
III
\
TU CU MA N
— —
Hasta un viaje en diligencia polvo, barquinazos, viento
seco y cortante puede ser grato si en los asientos vecinos hay
compañeros amenos. Marco Avellaneda y Mariano Fragueiro,
"entre otros sujetos agradables”, realizan esta vez el milagro.
Y Fragueiro, poseedor de un ejemplar de los Viajes del ca¬
pitán Andrews, atrae especialmente la atención de los viajeros.
Hombres de diversas provincias, reunidos en ese carruaje tre¬
pidante, escuchan atentamente las opiniones del viajero inglés
que D. Mariano lee y traduce para sus oyentes. Satisface así
a los tucumanos, a los sáltenos, a los santiagueños y hasta a los
potosinos; pero se guarda bien de leer la parte referente a
Córdoba, pues su aguda susceptibilidad no soporta la menor
crítica desfavorable a su comarca natal.
Antes de terminar el libro, llegan a Tucumán. Es un do-
b mingo por la tarde ; en las calles desiertas hay un silencio extra¬
— —
ño cuya causa no tardan en conocer: una revolución acaba de
ser sofocada y el gobernador que es el protector de Alberdi,
D. Alejandro Heredia domina la situación.
Nada ha cambiado en diez años. Casi 'nulo ha sido el pro¬
greso edilicio; las transformaciones, poco menos que insensi¬
bles. Los hermanos de Alberdi habitan todavía en la vieja casa
paterna de la plaza principal. El mayor, Felipe, está intimamen¬
te vinculado con el gobernador.
La llegada de Juan Bautista es un acontecimiento en la aldea
i tucumana. Muchos recuerdan al niño que saliera de allí diez
F
23
— —..
insistencia. "Con respecto a tertulias y muchachas le escribe
José María Laciar ¿qué quieres que te diga? Que todas ansian
por verte, todas ellas me encargan te diga mil locuras. En fin,
Bautista queridísimo, por conclusión de esta carta, te pido que
vengas pronto, pues hoy hace cuatro meses doce días que no
tengo el gusto de verte."
El ambiente nativo no le atrae; la proposición de ejercer allí
la abogada no encuentra eco en su ánimo, ya que él no es abo¬
gado “a pesar de ese decreto que no podía hacer las veces de la
Academia de Jurisprudencia".
Comienza a ahogarse en Ja aldea; ya la ha recorrido mi!
veces. Ha visitado la Cindadela, donde la casa de Be’zrar.o jare
en escombros ; ha estado en el lugar de la batalla. Se ha inter¬
nado en los bosquecillos de mirtos. Así almacena ideas y emo¬
ciones para la Memoria descriptiva de Tucumán que publicará
poco después.
Arreglado el juicio sucesorio del padre, ya no espera más.
Uno de sus buenos amigos, el obispo Molina y ViHafañe. dedica
versos a su partida. También le transmitirá cálidos recuerdos
de Ignacita, Justiniana, Vicenta, Isabel, Dolores, “de todo el
mundo, porque todo el mundo se acuerda del doctor Aiberdi y
todo el mundo lo ama”.
Parte al fin el
Joven de modales finos
De talento soberano
El Rossini tuatmano.
Y entonces;
Conmuévese horriblemente
Aconquija y da bramidos
Doquier con espanto oídos
A impulsos de su pesar.
Una muchacha espera llorosa 1a vuelta del amable peregri-
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26
w r
l b e r d i
cida entre los gobernadores de Salta y Tucumán, amenaza termi¬
nar violentamente; y Rosas, ya supremo árbitro político, confia
sus temores a Facundo. Abandona entonces el fiero riojano su
vida muelle y parte en misión conciliatoria. Pero todo es trá¬
gico en este negocio. El componedor llega tarde ; y a su regreso,
en la hondonada de Barranca Yaco, le fulminan las balas de >a
partida de Santos Pérez.
Desde Córdoba, los Reinafé envían luego, con solemne cinis¬
mo, a recoger el cadáver del temerario caudillo. El médico inglés
doctor Enrique Mackay Gordon lava cuidadosamente el cuerpo
ya corrupto y lo espolvorea con cal. Colocado luego en un ataúd,
es transportado en la misma galera roja de Facundo.
La improvisada carroza fúnebre recorre a gran galope los
campos resecos por el calor de febrero y llega a Córdoba dete¬
niéndose frente a la Iglesia Catedral. Redoblan las campanas; el
cañón de plaza y las fuerzas de la guarnición hacen las salvas
de ordenanza.
Enlutadas, acuden las autoridades civiles y militares, el Ca- ’
bildo Eclesiástico, los miembros de la Universidad y una distin¬
guida concurrencia que llena totalmente las naves del templo. El
cadáver es inhumado luego en el cementerio de los canónigos.
—
El advenimiento de Rosas, dotado de facultades extraordina¬
—
rias la codiciada suma del poder público es cuestión de poco
tiempo y esto acentúa en los más sagaces los temores. El cau¬
dillo próximo a ocupar el sitial de los gobernadores desconoce el
27
E n 7 w P o p o l i O
i-
28
IV
AMIGOS
— —
una memoria tan viva como es inagotable su sensibilidad”.
(
El salón de doña Mariquita Sánchez así la llamaron sus
amigos y asi la conoce la historia es lugar de reunión de es¬
critores, diplomáticos, militares, altos funcionarios y de cuanta
notabilidad extranjera haya llegado al Plata. Por su tertulia fas¬
tuosa pasaron, en distintas épocas, Liniers, Rivadavia, San Mar¬
tín, Monteagudo, Belgrano, Saavedra, Pueyrredón; los minis¬
tros plenipotenciarios Mackau y Walewski; el sabio aventurero
Bonpland .. . Quiere la tradición que en su casa, por primera
vez, haya hecho escuchar su himno don Vicente López.
Madama de Mendeville está vinculada por lazos de amistad
i
—
cuando no de parentesco con todas las viejas familias porteñas.
—
Se tutea con Rosas “te quiero como a un hermano”, le escri-
birá pero esto no bastará a suprimir el abismo ideológico que
la separa del dictador ; y cuando arrecie la tiranía, no vacilará ea
marcharse a Montevideo, llevando allí su salón. En la otra Ban¬
da, será una especie de Ninfa Egeria para todos los emigrados.
Es valerosa, noble y apasionada. Es también una mujer in-
29
30
Alberdi
las arterias
mcnte. —
como un castigo bíblico— le tortura cotidiana-
Alberdi halla grao afinidad sentimental e intelectual coa este
hombre desgraciado; se anuda entonces una amistad que no se
enfriará jamás. Alejados más tarde en el espacio, los lentos co¬
rreos de la época siempre llevarán o traerán alguna carta de
estos amigos.
Hay en el espíritu fuerzas que atraen o rechazan a los hom¬
bres entre si ; y de la misma manera que Alberdi se siente atraí¬
do por Esteban Echeverría, así experimenta repulsión por un
muchacho de conducta extraña, José Rivera Indarte, que va a ser
sucesivamente rosista y luego enemigo cruel del dictador. Rive¬
ra, que cuando estudiante escribía libelos contra los profesores
y aun contra sus mismos compañeros, ha recibido más de una vez
los puñetazos iracundos de sus condiscípulos, que llegaban a per¬
seguirle hasta el rio. Le expulsaron al fin de la Universidad
por falsificación. Hacia 1835 forma con Nicolás Marino y con
Pedro de Angelis la suprema trinidad del periodismo federal.
Goza de prestigio dentro del partido. Le sobra talento y le
falta moral. Su folleto El voto de América contiene conceptos
que desagradan a muchos. ¿Amistad con España? ¿Mendigar
su reconocimiento?
Los tiempos en que los estudiantes a moquetes y puñetazos
perseguían a Rivera hasta el rio han pasado ya. Además, Alber¬
di nunca combate asi. Se toma el trabajo de refutar al pillastre
y da a la publicidad la Contestación al Voto de América, traba¬
jo que es muy celebrado por los alberdianos.
Puede hacerlo cómodamente; sus estudios le dejan tiempo
para escribir y la pequeña herencia recibida de su padre le permi¬
— —
te una vida libre de preocupaciones económicas: ha colocado su
dinero como socio comanditario en negocios de tienda, ocu¬
pación lucrativa y muy elegante en aquellos tiempos.
Poco más o menos de esta época data también su amistad
con un poeta huraño: Juan María Gutiérrez, joven reflexivo
y grave, que huía de todas las tertulias, incluso de la de doña
Mariquita, a pesar de su estrecha amistad con la encantadora
mujer.
31
—
Alberdi tiene por Juan María el Ñato para los íntimos
—
una gran debilidad y una admiración particular que se proyecta
desde los más inesperados ángulos: “Yo no he conocido hombre
mejor dotado para la palabra simple y familiar”
— escribe; y
ahogado en el elogio queda la escondida falla del poeta: su incu¬
rable incapacidad oratoria. Luego, con afecto pueril, hará una
confesión ingenua y enternecedora pues ese amigo es "... el
único por quien he conocido el sentimiento de la envidia, a ex¬
cepción de Byron. . . Todo él era pura elegancia a mis ojos.
Hasta dormía con gracia...” Y como para explicar lo hiperbó¬
lico del dicho aclara: "Es verdad que yo le tenía una simpatía
apasionada”.
Tales apasionamientos están muy dentro de la época. Los
amigos se despiden “apasionados” en sus cartas; se besan las
manos. Nunca se tutean, al menos epistolarmente. La distancia
— una distancia ceremoniosa donde el cumplido y el afecto os¬
—
tentoso se maridan en forma sorprendente se mantiene por lo
—
común hasta entre los más íntimos. “Amo a mis amigos con más
necedad que a una querida” escribirá Marco Avellaneda .
Y Gutiérrez : "De Ud. es el corazón de su mejor amigo”. Po¬
sadas: “Viva feliz y persuadido que lo ama mucho su viejo
—
camarada”. En fin, Juan Espinosa: "Todo suyo” y "Suyo mil
veces”.
Alberdi, Echeverría y Gutiérrez son inseparables. Les liga
el afecto, las ideas y los comunes gustos. Más tarde, los azares
de una época de sangre y convulsiones, alejarán del Plata a
Gutiérrez y Alberdi. Les seguirá vinculando sin embargo la
Confederación Argentina de por medio— una correspondencia
—
forzosamente espaciada por las contingencias de los transportes
que, a través del Cabo de Hornos, unen a Chile con Montevideo,
donde se refugia Echeverría.
Mientras viven en Buenos Aires, el trato es casi diario. Para
estos muchachos que han deificado la cultura intelectual, aun
Jos paseos son “un constante estudio, sin plan y sin sistema”.
Echeverría, que ha vivido en la Francia de la Restauración, está
empapado de todas las modas filosóficas y literarias. Alberdi
32
'A l b e r d i
ama la metafísica, la psicología y los estudios jurídicos ; Gutié¬
rrez se desvive por los literarios.
Y en el lento vagar del atardecer, por la Alameda o a lo largo
de los senderos polvorientos de San Isidro, el ex payador les
habla largamente de los Ídolos. ¡ El los había conocido personal¬
mente! Los nombres de Hugo, de Byron, de Lerminier, de
Villemain, se pronuncian a cada instante.
En el Buenos Aires de mil ochocientos treinta y tantos, todas
esas cosas suenan muy extrañas, muy superfinas y pronto van
a ser también un poco peligrosas pues el general Rosas no gusta
de los teorizadores ni de los hombres de letras.
— —
saber la nueva. “La visité un día le refiere Marco Avellane¬
da y, como siempre sucede, Ud. fué el asunto de la conversa¬
ción. En medio de ella la oí exclamar: ¡Ya no volverá más! Sos¬
tuve lo contrario a capa y espada apoyándome en sus cartas y
en nuestras conversaciones secretas ; y logré al fin hacer bri¬
llar en su rostro la sonrisa de la esperanza. Ella me debe un
momento de felicidad.”
Alberdi comprueba que hay una joven mujer que lo ama apa¬
sionadamente y sabe lo mismo de otras. Piensa que vive solo;
que algunos de sus amigos se han casado ya : Marco Avellaneda
uno de ellos. ¿Son intolerables las ataduras conyugales? Lo
averiguaré, pues él sólo conoce las furtivas de algún amor ili¬
cito.
—
“Siempre me exige Ud. que le hable sobre la vida matrimonial
y nunca tengo tiempo para hacerlo contesta por fin evasiva¬
—
mente Avellaneda a la insistente requisitoria . Hoy mismo estoy
tan ocupado que no si si me dejarán terminar esta carta. Me
33
— —
de concebirla, sino aun de imaginarla. Pero midiendo la dis¬
tancia la inmensa distancia que separa su cabeza de la mía,
formo esperanzas, que no consentiría en ver frustradas por todo
el oro del mundo".
Y Marco se pone a la penosa tarea de buscar subscriptores
34
Alberdi
en Tucumán para un libro que sólo muy pocos leerán allí: "No
hay en este país cuatro hombres capaces de leer su obra, ni dos
con aptitudes de entenderla”. Asi y todo, logra trece suscripto-
res; milagros de la amistad.
i
Alberdi no abriga ninguna duda de que si el Fragmento va k
— —
costumbres y poesía. En el periódico "dedicado al bello mundo
federal” se prodigan al dictador los más laudatorios epítetos,
tratando de congraciarse con él, condición sine qua non de subsis¬
tencia; pero Rosas no quiere o no juzga durable el entendimiento.
Se malquista asi con esos muchachos que hoy aspiran a influen¬
ciar su política y que luego van a escribir la historia. Resentidos,
le reservarán el papel del villano de la tragedia, que él hará lo
posible por merecer.
— —
En La M oda se habla de todo ; y la colaboración de Alberdi
disfrazado a menudo de Figarilío ocupa no pocas líneas.
Figarillo... ¿Por qué Figarilío y no Figaro? Él mismo nos
lo dirá al proclamar su admiración por Mariano José de Larra:
“Porque este nombre no debe ser ya tocado por nadie desde que
ha servido para designar al genio inimitable cuya temprana in¬
fausta muerte lloran hoy las musas y el siglo”.
—
Alberdi tiene en este momento veintisiete años: exactamente
—
los de Larra al morir. Como su modelo que se había suicidado
meses antes él escribirá también artículos satíricos reclamando
el derecho de burlarse del ridiculo que existe en nuestra socie¬
dad como “en las más cultas sociedades del mundo”.
El casi afeminado título del gacetín es un anzuelo para inte¬
resar al público, “desgracia requerida por la condición todavía
juvenil de nuestra sociedad”. Se recurre a temas frívolos para
hablar de cosas serias. Tal artimaña salta a la vista, empero,
—
muy a menudo. zXsí, cuando el propio jefe de redacción discurre
acerca de peinados para señoras, esta disertación en la que
35
—
cita a Tocqucvillc y a Rousseau resulta una extraña mezcla
de modas pchiquerilcs y de Derecho Constitucional. Pero la
salsa no basta para cubrir el plato y los lectores deben de haber¬
se sentido defraudados.
No obstante, si ellos son incapaces de apreciar su talento,
hay en San Juan quien lo valore debidamente. Cierto García
Román, desconocido vate pueblerino, se dirige al fracasado pe¬
riodista en procura de consejo: “Aunque no tengo el honor de
conocerle, el brillo del nombre literario que le ha merecido las
bellas producciones con que su poética pluma honra a la Repú¬
blica. alimentan la timidez de un joven que quiere ocultar su
nombre, a someter a la indulgente c ilustrada critica de Vd. la
adjunta composición”.
Entrf alardes de modestia y abundantes elogios para el des¬
tinatario, el poeta expresa su esperanza de que, si sus versos
merecen ser criticados, le sean devueltos anotados ; en caso con •
trario, el silencio del juez le enseñará a "rcs|x:tar el Parnaso
en lo sucesivo”.
Alberdi contesta con mucha amabilidad a “su obsecuente ad¬
mirador"; y después de breves consideraciones generales, ¡e
subraya algunas lincas y le aconseja la lectura de los poetas
modernos. Pero García Román no queda satisfecho. La res¬
puesta es poco explícita; él quiere saber más. Necesita un
mentor minucioso; insistirá. ¿Por qué le señala estos versos:
3G
A l b e r d i
ajena, escogiendo por sí mismo, adhiriendo a ciertas doctrinas
sin sopesadas debidamente, vive en una especie de insubordina¬
ción y de libertinaje literario.
Rogándole quiera incluirle en el número de sus amigos, se
despide García Román hasta 1a próxima de Albcrdi, que deberá
«lar las razones ¡xididas. García Román no es «/tro que Faustino
Valentín Quiroga Sarmiento, conocido Juego en la vida pública
bajo d nombre de Domingo Faustino Sarmi'mto.
A la sazón se muestra como un joven juicioso, casi modea-
to, lleno de deseos de aprender. Apenas *.e podría reconocerle
—
en el desorbitado periodista «pie algunos años después —cons¬
ciente de sus fuerzas va a hacer su c .tnipitosa aparición en
Chile.
/1 soñación de Mayo
— —
que no sea la Popular Restauradora, ha h«:chn conocer su des¬
contento. La situación de Albcrdi miembro, además, de la
llega a tornarse peligrosa. Comete, por
último, la imprudencia de publicar el Fragmento, donde califi¬
ca el poder ilimitado como poder de Satanás.
F.s verdad que ha tomado “precauciones naturales de ín-
munidad”, «ledicando el libro a! general Hcredia, “cosa que, de
—
paso, era un deber moral de mi parte”; y que en el Prefacio
— “pararrayos dd libro" no ha vacilado en hacer concesiones
al -sistema federal de gobierno llamando a Rosas grande hom¬
bre con lo que no hace más que repetir el calificativo que está
en .abios de la mayoría en aquel momento; pero todo esto no
basta y Albcrdi comienza a temer por su seguridad.
37
—
acerca de la índole politica del libro; y don Pedro de Angelis
— pontifico máximo del periodismo rosista le considera hom¬
bre perdido...
No obstante, las cosas no son por el momento tan graves.
Alberdi solicita una entrevista con Rosas; pero D. Juan Ma¬
nuel, “más tolerante que sus consejeros”, le manda “palabras
calmantes’’ por intermedio de Nicolás Marino, otro periodista
federal y ex condiscípulo de Alberdi en el Colegio de Ciencias
Morales. A pesar de todo, resulta evidente "el peligro de dar¬
se a estudios liberales en circunstancias semejantes”.
Por amor a la libertad, por miedo, por eludir persecuciones
y hasta por espíritu romántico, muchos de sus amigos han emi¬
grado. En 1838 ha hecho crisis la cuestión con Francia, orde¬
nándose el bloqueo. Finaliza el año cuando, a instancias de
Cañé que desde Montevideo le llama insistentemente para co¬
laborar en El Nacional, Alberdi decide salir del país.
Pide su pasaporte y parte en noviembre. En su equipaje
lleva documentos comprometedores; para disipar toda sospecha,
abre él mismo sus maletas a la Policía. Posadas y Echeverría,
que han ido a despedirlo, le saludan temblando; al fin sube al
bote que debe conducirlo al barco.
Ya fuera del alcance de la policía rosista, se saca del ojal de
la levita la divisa punzó que obligatoriamente debían llevar to¬
—
dos los ciudadanos entonces; la contempla un instante y luego
sopesado debidamente el valor simbólico de tan simple acto
la arroja al agua. Su rostro apenas disimula el alivio y la
alegría.
—
38
V
— —
rro y las torres de sus iglesias.
En su Autobiografía cuatro noticias someras acerca de
su vida juvenil habla de las circunstancias que tornaron fa¬
vorable la vida en la otra banda para los enemigos del dictador :
la caída! de Oribe, la asunción del mando por Rivera, la paula¬
tina concentración allí de núcleos opositores cada vez más nu-
í* merosos. La nueva generación argentina quiere para su patria
v. algo más que un gobierno fuerte y respetado. La posibilidad
de vivir, de pensar, de escribir, de comerciar y de gobernarse
conforme a los modelos de los pueblos civilizados constituye un
;' espejismo fascinador.
Rosas ha hecho imposible todo esto; Rosas es el obstáculo.
39
. i
I
— —
lidad colonial. Ha aceptado, mal de su grado, el movimiento
emancipador que para él significa desorden y producido
éste, lo usufructúa en su provecho y en el de su provincia.
Derrocar al déspota que los inmoviliza, cambiar ese orden
de cosas, implantar una democracia liberal que asegure los be¬
neficios de la libertad dentro de las normas en boga en los paí¬
ses señeros: tal el ideal de esa juventud europeizante. Pero,
¿es posible eso? ¿Ha llegado el momento? No importa: ¡abajo
el tirano I
Esa es la voz de orden; lo demás, ya se verá después.
40
•• \
Alberdi
cura enteramente de la exasperación”. Esto no amengua, por
cierto, la recíproca antipatía en materia de opiniones políticas
y literarias. Cuando Alberdi publicó el Preliminar, Varela ha¬
bía preguntado malévolamente si era cierto que su autor estaba
loco. Pero ahora lo abraza y 1e invita a compartir su mesa por
algunos días; doña Justita se alegrará de verle. ’
En el comedor hogareño, ya ubicados los comensales, un
sitio queda momentáneamente vacío. Al cabo de un instante
hace su aparición un hombre de faz cadavérica, concluido,
—
deshecho.
Mi hermano Juan Cruz...
Alberdi se levanta y corre a tenderle la mano. El fa¬
moso poeta, "en quien la adversidad parecía haber agotado el
humor de complacer”, estrecha débilmente la mano del huésped.
¿Extenuación física o antipatía? Tal vez ambas cosas a la vez.
La conversación versa, naturalmente, sobre política; pero
contra lo que espera Alberdi, se le oye sin interés. Las noticias
de que es portador, las impresiones que trae de Buenos Aires,
no suscitan la curiosidad de los anfitriones. El poeta mori¬
bundo se distrae en las incidencias del yantar con una frecuen¬
cia que muestra “que para él no eran menos imperiosas las exi¬
gencias de su arruinada salud que las de la salud de su país”.
En cuanto a D. Florencio, aunque desengañado Alberdi tras
la lectura de. sus últimos escritos, no ha podido sustraerse a la
preocupación popular que lo considera como “el hábil y joven
campeón de la ruidosa facción de diciembre”. Nada de eso, sin
embargo, halla en ese hombre afable y cordial, muy culto, ves¬
tido a la moda de Francia. Es, más que nada, una manera de
ver basada en las apariencias externas y puramente físicas; pe¬
ro los hechos posteriores le confirman esta primera impresión.
La comida transcurre en una atmósfera desagradable para
Alberdi ; casi no se le escucha y pronto se pone al descubierto el
hondo distanciamiento político que media entre invitantes e in¬
vitado. Los unos son unitarios acérrimos, convencidos, inflexi¬
bles; e! otro, más dúctil, integra el grupo que ha proclamado:
“Ni unitarios ni federales : argentinos”.
Este malestar se acentúa en los días que siguen, en tal for-
- 41
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44
A l b e r d i
Y por su parte El Nacional de Madrid expresa en el nú¬
mero 1487: "No es con poca admiración que observamos los
heroicos y felices esfuerzos que está haciendo la Confederación
Argentina contra las injustas pretcnsiones de Luis Felipe, y
ojalá que nuestra posición nos permitiese ayudarlos con otra
cosa más que nuestros deseos”.
Pero los enemigos del dictador no piensan asi. Alberdi
razona de esta manera: "Rosas, ¿qué pretende de la República
Argentina? Aquello de que un pueblo no puede abdicar, ni
por un instante, sin dejar de ser un pueblo, sin convertirse en
una horda de salvajes, en un rebaño de carneros, sin humillar¬
se hasta el fango: su soberanía y su libertad. Rosas quiere
ser el árbitro absoluto de las vidas y de las propiedades de
los argentinos, y lo es; quiere sin restricción poder, a su capri¬
cho o a su sospecha, suspender los ciudadanos, encarcelarlos,
oprimirlos, proscribirlos, vejarlos, y lo hace; pretende poder,
sin dar razón, remover los empleados, crear y abolir plazas, dis¬
cernir títulos, fijar impuestos, disponer de la renta, y lo con¬
sigue; quiere que el país deteste sus colores, que olvide su
historia, que desaire a sus grandes hombres, que no escriba,
que no censure, que no repare en sus procedimientos tiránicos
e inicuos, y lo obtiene... Y bien, ¿qué exigen los franceses
del pueblo argentino? No ser menos en su consideración que
ningún otro extranjero: una indemnización igual a lo que Rosas
derrocha en un día, y que tal vez es más legítima que las diez
mil que Rosas ha hedió y piensa hacer todavía. He aquí todo
। lo que los franceses exigen del pueblo argentino. Rosas, pues,
45
46*
.i : 5 e r j c
la lk\Lv Sufro como sólo se sai re en Us novelas román*
ticas,"esas novelas que luy que leer a la tus de mu lámpara
de ojmIíiu". y cu tan dura nance rwune a buenos oiteias
de Juan Bautista. Sábele dialéctico u resistible y enttaiUNe
amigo : pero la gestión. a pesar de haber sida oxtduexU "jvr
uno de los exentos uüs sutiles coa que atenta nuestra historia*,
no da ningún resaltado.
Entomvs Cano, delirante de ornar y trémulo de iiebxv. aban*
dona el lecho donde le tienen postrado sus románticas cincei>
—
nes y se pivsenta en casa de los llimonct. has dramatice eseo*
na hubo de todo: amonaras. promesas juramentos. Panto* *
logra el consentimiento y la eervuuxtu se cckbta jwv después
cu la Iglesia Mayor, con gran satisfacción do Albetdi que ve.
asu twvhtar la pao inteiiav a su aliado en la lucha coaita el
twismo.
Fsa vida tnowdüa. activamente ocupada cu la batalla inte*
-
leetnal única clase de güeña que a el le placo luchando sin
cesar |vr imponer sus ideus. le hace muy tch:. AtW más tar*
de rwvvd.ua am nostalgia ca\s días. En Buenos Aitvs. el po|m*
laelto muestra su ivpndMeúxt quemándolo cu cíigie uu Sabada
S.UUA
Veto su* auriga están ettoantados. "Fnvidio a Vd. el lug^tt
que ivu|\x y la parte que toma en el gran banquete de la gh*
lia le cseiibe |\rm irosamente Juan Marta Gutieuer Vi\ic
en medio de 1o que tvspra vida y moxinüento es una siuueuxr
diclwa. v Vd. la distinta plenamente: aqui todo huele a tum*
lu \ nu cspuiin suele alxuiisc: ik\vsiio el auv de la hbetlad
ñus que el alimenu' diarux"
l'n esc aitc de V.lxnuU muciv. en el mes de cueto de ISd^
Juan Cine \ .uvla, uno de Km majvivs o|\\s'uot\x a la idci
de la alianza. 1 a imeutud ivmamica. rm obstante sus discte*
|\mcias uhx'U^icds. Ilota ry'pitXMruemc al t'auxwa |\Kta. 1\\Ias
se disputan el heno: de catgut su leivtiv: y Juan Mana
Gntieiie.x en Buenos Aiies, pmxle también cum^ii vea el uto
de tmxla : la desciqKion del >e|wlu\ contenida eit aula de Albec*
di. le .u vanea abundantes Lkgtimas.
Fl tuemuano escobe un ai líenlo necrológico cu que exhiba
—
Los viejos rivadavianos que años antes han condenado vio¬
lentamente todo entendimiento con el extranjero "el instru¬
mento más ominoso de que pueda servirse la anarquía para
organizar un Estado” según Salvador María del Carril aca¬
ban por cambiar de opinión, impulsados por la desesperación.—
Y| es D. Florencio Varela, el mismo que en 1829 afirmara
que “permitir a los extranjeros que tomen parte en los nego¬
cios domésticos es un insulto al patriotismo y al buen juicio”,
quien ahora incita al general Lavalle a secundar una política
que tiene por base la alianza con los uruguayos y con los fran¬
ceses. Rosas, adulador de la chusma y perseguidor del pen¬
samiento, ha sido capaz de llevar a la claudicación a estos hom¬
bres que durante años habían rechazado esa idea como una
tentación verdaderamente demoníaca.
Por su parte Alberdi influye en la medida de sus fuerzas
mediante su prédica periodística incansable; y también priva¬
damente, incitando a sus amigos.
Con esa letra fina y nerviosa, esa letra "que no se parece
a ninguna otra”, Alberdi llena centenares de carillas. Se diri¬
ge a los amigos del Interior y les expone sus puntos de vísta.
—
“Importa sobremanera le dice a Marco Avellaneda que las —
provincias del Norte y todas las de la República Argentina
retiren automáticamente de las manos de Rosas el poder de
dirigir las Relaciones Exteriores de la República. .. Vds. no
48
A l b é r d
necesitan más por ahora, todo será hecho por acá ... La Fran¬
cia está dispuesta. El Estado Oriental está dispuesto.”
¿Sienten escrúpulos sus amigos? “Yo lo he visto todo, lo
he examinado todo, y he sacado la más profunda convicción de
la sinceridad de las miras de la Francia y del Estado Oriental
para nuestra República... Argentino hasta los huesos, patrio¬
ta por religión y por vocación, piensan Vds. que yo dejaría
pasar la más ligera cosa que tendiese a ajar las glorias de la
patria que nos dieron Belgrano y Moreno?"
Además, durante meses, trata de convencer a Lavalle, a
quien ni siquiera de vista conoce. Hace tiempo que el barbado
héroe ha abandonado toda actividad militar; disgustado con
— —
Rivera le sobran motivos vive pacíficamente en su estan¬
cia, donde juega al ajedrez, sin ningún deseo de mezclarse en
las contiendas civiles.
Pero los unitarios y Alberdi le sacan de allí. Los hombres
de letras y de leyes han sido fatales para el desventurado
— —
general ; primero le llevaron al campo de Navarro, donde mata¬
ron sin esperanza de resurección su gloria legítima de sol¬
dado de la independencia y del Brasil ; luego le llevarán a Jujuy
al alcance del trabuco de José Bracho.
Cuesta arrancar a Lavalle de su vida beatífica. Alberdi ’.e
dedica cantos de sirena: le declara conocer sus glorias pero
no su persona; "su posición es sublime...” le afirma, matán¬
dole a venir a Montevideo. Insiste luego de manera suplicante,
pues está convencido "de que la victoria, como la mujer, cede
a la fuerza y a la tenacidad”. Son necesarias muchas cartas y
bastante dialéctica para seducir al esquivo soldado; pero lo
consigue al fin con la ayuda de los unitarios y en especial de
Florencio Varela. Ultimados los preparativos, ayudado por la
escuadra francesa, el general zarpa de Martín García que ha
caido ya en poder de los franceses, a pesar del heroísmo de
los comandantes Costa, Thome y sus ciento veinticinco bravos.
49
— —
Pero nadie le hace caso. Y mucho menos el general, a quien
la Diosa Fortuna corrige los errores si los hubo de su plan
estratégico. La campaña de Lavalle se parece mucho a un sim¬
ple paseo militar. Desembarca por fin en la provincia de Bue¬
(
..
nos Aires. Vuelve a Navarro. Allí, doce años antes, aquel
13 de diciembre... Lavalle llora su error como ha expiado su ।
crimen aceptando para sí sólo la culpa que es también de
otros... Pero se vive en tiempos turbulentos; no hay que llo¬
rar, hay que obrar. El general prosigue su campaña; se apro¬
xima a Merlo, ya está a un paso de la capital. “El hombre se
—
bras vehementes y apresuradas, faltas de perfección formal
—
la prisa es enemiga de ella pero saturadas de despecho, de
cólera.
Alberdi se inicia con felicidad en su profesión; pronto
comienza a tener clientela. Está bien dotado para las tareas
que por primera vez va a emprender. Sus armas son las pala¬
bras, trasunto de su pensamiento fluentc y veloz, de su múltiple
bagaje de argumentos agudos y felices. Es daro que no siempre
su dialéctica basta a salvar una causa, como no siempre el bis¬
turí es capaz de salvar una vida; pero él sabe manejar sus
—
herramientas con maestría de avezado litigante. No importa
—
que su argumentación sagaz y a menudo bizantina se expre¬
se con descuido; no importa que el alegato carezca de elegan-
cia formal; nada significa que a ratos la expresión adolezca
de monotonía gramatical y que el discurso serpentée entre
docenas de galicismos. Sobre todo eso está la fuerza dialéctica,
el poder de convicción, el virtuosismo para asir por los cabellos
las más peregrinas tesis y sacarlas a flote. Y esta condición sí
manifiesta desde sus primeros escritos forenses. La escuela
periodística ha sido para él la antesala que le permite entrar
despreocupadamente en las lides judiciales.
Defiende muchos asuntos y cobra regulares emolumento».
Es pintoresco el caso de Teresa Urquiza, señora de Trucchi.
51
—
por el hecho de tener la piel de otro color ? “Ciertamente, seño¬
—
res les dice a los miembros del tribunal , es bien conocido
el origen de la costumbre que nos lleva a mirar con desprecio y
encono el menor signo de elevación y señorío en las personas
..
de color. es, señores, una ley de Indias, una de esas funestas
leyes por las que fuimos regidos cuando éramos colonos. En
1571 Felipe II dispuso: Ninguna negra, libre o esclava o mula¬
ta, traiga oro, perlas ni sedas..."
Pero estamos ya lejos de 1571; Alberdi se indigna contra
tal ignominia y contra quienes continúan pensando en conso- i
nancia con esa legislación arcaica. En El Compás se hace una
caricatura horrible de Teresa Urquiza, sin otro delito, sin duda,
por parte de ella, que el poseer una fortuna de que carecen
sus detractores. Poco antes ha ocurrido algo semejante y las «
injurias y las calumnias han provocado un crimen. Es preciso
concluir con ello. No está dentro del espíritu de la legislación
liberal del Uruguay, ni dentro de de la época en que vivimos.
El defensor cita argumentos, esgrime razones, menciona auto¬
ridades y termina pidiendo la formación de causa contra el
artículo de El Compás que así zahiere a la pobre vecina del
barrio de San Benito.
.1
"Aun cuando el señor Antuña no se hubiese señalado pur |
otros actos recomendables, en el empleo que desempeña, sino
por el decreto del 6 de mayo, este sólo pensamiento haría digna <
de recuerdo su administración de Policía por mucho tiempo.”
¿Cuál es el decreto de mayo de 1841 que tanto entusiasma
al abogado Alberdi? Se refiere a un premio; un premio ofre¬
cido "al individuo que presente la mejor composición poética
|
52
A l b e r d i
en celebridad de la Revolución de Mayo”. Cinco personas son
designadas para integrar el jurado; catorce días es el plazo
concedido a los poetas concurrentes. El 25, en que deberán
entregarse las recompensas, la expectativa llega al colmo.
A las nueve de ese día, un letrero colocado en la puerta
53
Enrique Popolisi o
F.l público se exalta desde el primer momento y aplaude
cada estrofa. A media lectura, el entusiasmo no tiene limites.
Al finalizar es llamado el autor. Desordenadas, tumultuosas
manifestaciones saludan la presencia de un hombre como de
treinta años, de regular estatura, delgado. Es Juan María Gu¬
tiérrez.
El presidente y el poeta laureado cambian breves discursos
y luego el vencedor es invitado a subir al proscenio, donde
toma asiento junto a los jueces.
Aquiétase otra vez la sala y el acto continúa. Tras una
nuera lectura confiérese el accésit a otro joven argentino:
Luis L. Domínguez. Y aunque el público no comparte la opi¬
nión del jurado, el presidente le llama Hijo de Apolo, le entre¬
ga un volumen conteniendo la poesías de Espronccda y le
invita igualmente a subir al escenario. Se oyen en la sala, muy
espadados, algunos aplausos de mera cortesía.
Una tercera obra se anuncia como digna de recomendación
especial. "Se encarga de ella el señor Varela: el elocuente
lector se olvida de que está enfermo, y reproduce la obra dis¬
tinguida' con un poder de entonación y acento, cual si se viese
en la plenitud de la salud.”
Ruidosamente muestra el público su aprobadón; la emo¬
ción llega al colmo en la pintura de la lucha americana. Se trata
de una obra de neto corte romántico y a ello se deben los repa¬
ros del jurado tanto quizá como el entusiasmo del auditorio.
El autor tarda en aparecer; se presenta al fin un joven
de unos veinte años, desconocido poeta que dice llamarse José
Mármol. Es argentino como los anteriores.
La tardanza suscita un incidente que la crónica recuerda.
El poeta Domínguez, dueño del accésit, atribuye la demora
— —
de Mármol a la falta de asiento en el proscenio ya estaban
ocupadas todas las sillas y tal vez a la simple mendón que
..
le confiriera el jurado en oposición con la sala que le aclama.
——
Se levanta entonces y dirigiéndose a los jueces: "Si falta un
asiento dice , aquí está el mío; si falta un premio, aquí
está éste.”
54
Alberdi
La concurrencia aplaude y Florencio Varela "abraza tier¬
namente al modesto poeta”.
Se lee la última pieza digna de mención ; el público la reci-
, be tan fríamente, que el autor opta por no presentarse.
El presidente declara terminado el acto; y las damas aban¬
— —
donan el teatro. "Los vencedores anota ingenuamente el cro¬
nista se retiran mezclados con ellas, recogiendo sus caricias,
que son también un lauro de oro y sus miradas de interés que
son más que un accésit. Y todo ese día, en las calles, en el
teatro, en todas partes, sorprenden manifestaciones que los seña¬
lan, diciendo: Aquél es uno de los vencedores del Certamen
de Mayo” .
.
Juan María vencedor. . Alberdi está tan contento como el
poeta laureado, que es su íntimo amigo y a quien admira. Pero
en el, la alegría se une a una sorda cólera, a un fastidio irrepri¬
mible. Como casi siempre le ocurre, también esta vez su dis¬
gusto reconoce motivos puramente intelectuales. Los fundamen-
, tos del dictamen... ¡Ah, siempre Varela y sus ideas caducas,
esc clasicismo fuera de lugar, esa incomprensión de lo nuevo.
Porque todo el mundo lo sabe: en el jurado han dominado las
ideas de D. Florencio, que es quien ha redactado el informe.
Alberdi anda enfurruñado hasta que se le encarga la edi¬
ción de los documentos y trabajos del certamen. Allí tendrá
oportunidad de refutar el informe, de discutir sus ideas, de
mostrar sus contradicciones, de zaherir a ese clásico incurable
que no admite el paso del tiempo ni el advenimiento de nuevas
। escuelas. .. Escribirá todo ello
— — soslayando cuidadosamente el
ataque personal en un prólogo, especie de breviario o mani¬
fiesto de los jóvenes románticos, liberales y americanistas de su
tiempo.
Porque no hay que olvidarlo: en Alberdi joven coexisten el
abogado animoso, el crítico y el dilettantc de las letras. Todo
ello sin excluir jamás al pensador ávido de novedades intelec-
• tuales, curioso de toda filosofía y, a ratos, y por pura dis¬
tracción, cultor de la música y de cierta forma de teatro. Lo
que jamás le tentó fué el verso: no pulsó la lira ni frecuentó
¡ Jas musas, como se decía entonces.
I
I« 55
56
VI
EN LA STRADA NUOVA
57
58
Alberdi
i
* rodea y por dentro mediante las antiguas fortificaciones.
El dictador argentino, exasperado por los ataques que de
allí parten, decide llevarle la guerra. Un general rosista, el
montevideano Oribe, la sitia; es defendida por el cordobés
José María Paz.
Argentinos, españoles, italianos y franceses ayudan a la
defensa, organizados en legiones. Juan María Gutiérrez pre¬
para un plano muy minucioso de los alrededores. Lavado y
forrado en tela, se lo entrega al jefe de la plaza, que vive en
la calle de Yaguarón.
La resistencia es eficaz. Pero dentro de la ciudad se empie¬
za a carecer de muchas cosas. Los alimentos son racionados;
las enfermedades comienzan a hacer estragos.
Alberdi y Gutiérrez, intelectuales puros, odian los conflic¬
tos. Nada les retiene ya en esa tierra que ha dejado de ser
parte de la patria; no tienen vocación de soldados. Alberdi
—
detesta la vida incómoda, el sacrificio material, la mala comi-
da, los sobresaltos, el frío. Gutiérrez padece desde los tiem¬
—
pos de su encierro en la cárcel de Santos Lugares de una
enfermedad convertida en crónica. Ambos han reunido algunos
ahorros. Son jóvenes, curiosos de mundo y están hartos de
í guerra. Comienzan a pensar en un viaje a Europa. Pero,
¿cómo salir de la ciudad? La prohibición es absoluta; el minis¬
tro de la guerra ha dispuesto terribles penalidades para los in¬
fractores.
Por aquellos años vive en Montevideo Giuseppe Garibaldi,
ex corsario de la República de Río Grande. Hace el comercio;
ha comandado escuadras; encabeza la Legión Italiana. Alber¬
di le encuentra un día en la oficina del jefe político. El
famoso aventurero trata de vender un bergantín piamontés ama¬
—
rrado en el puerto. Aquel es un barco maravilloso asevera
el ex corsario— marino como ninguno y excelente para armar¬
lo en guerra.
No obstante la negociación fracasa, y el Artemisa Aretino
prepara su regreso a Génova. El barco tiene sólo doscientas
toneladas, una cáscara de nuez; pero es realmente tal cual lo
i
i
61
62
'A l b e r d i
De emoción en emoción, Alberdi se siente anonadado. Feliz¬
mente para sus nervios, “en lamentable estado*’, el espíritu crí¬
tico no tarda en abrirse camino destruyendo mediante el análisis
• frío, cuanto su imaginación ha puesto de exagerado en los he¬
chos reales. En la segunda representación cuéstale poco pasar
“del asombro pueril al desprecio del filósofo’*. Esto le entristece
un poco. “¿No es una desgracia que estemos formados de modo
tan inconsciente que ni el aturdimiento ha de ser duradero en
nosotros ?”
Al concurrir por segunda vez al Teatro de Cario Felice en¬
cuentra “algo de usado o de desvirtuado” en el fondo de la
música. Es verdad que los actores no tienen punto de compara¬
ción con aquellos pobres diablos que van al Río de la Plata ; que
el cuerpo de baile es extraordinario; que todo resulta perfecto,
grande y admirable ; no obstante se trata de los mismos compa¬
ses, de los mismos coros, dúos y arias oídos hasta el cansancio.
|Y la ópera vista en esta segunda noche es Norma, cuyos motivos
' son conocidos en América hasta en malos arreglos para piano.
' A pesar de representar Alberdi en este punto una excepción,
no puede sustraerse del todo a la preocupación común entre sus
$ contemporáneos rioplatenses de considerar el arte como una es¬
pecie de pasatiempo frívolo. ' Y él ha ido a los Estados Sardos
a estudiar cosas muy serias: la estructura del Estado, sus ins¬
tituciones, el derecho, la organización administrativa, el clima
social y económico.
Enseguida advierte que no le han engañado; en Genova no
hay libertad política. (Y Alberdi confiesa, al recordar el país
a que pertenece, ser la persona menos indicada para dar un
fallo de esa naturaleza.) Pero no puede menos que reconocer
que “si algo hay en la tierra capaz de consolar de la ausencia de
este inestimable beneficio, los Estados de Cerdeña lo poseen en
el más alto grado”.
y Comprueba la prosperidad económica, el progreso material, el
continuo crecimiento de los medios de comunicación. El Código
Civil francés ha sido adaptado a las necesidades del absolutismo.
“La Italia, pues, recibiendo de manos de la Francia el mismo de-
J recho civil que esta Francia debe a la Italia, no ha cambiado el
64
Alberdi
Pontedecimo, en el valle encantado de la Polcevera: "Hallará
— —
usted le dijo el genovés además de una linda aldea, dos
cosas que no dejarán de interesarle: un joven de Buenos Aires
que conoce a usted y un mate de yerba paraguaya”.
El 10 de junio, al amanecer, se ponen en camino. Al cabo de
tres o cuatro millas de marcha por "un sendero de jardines y
palacios”, Alberdi pregunta hasta dónde se extiende aquel ca¬
mino. “Hasta la frontera de Italia; así son todos los caminos
de este país”, le contesta su acompañante.
“Más tarde he visto que el genovés dijo la verdad. . . Los
que detractamos a la Italia porque no tiene libertad política,
como si la poseyésemos nosotros muy arraigada, ¿qué diríamos
al comparar sus caminos y puentes, que siempre están como
recién acabados, en incesante y asidua reparación, con nuestras
rutas que sólo se distinguen del campo inculto en que no hay
árboles y peñascos que obstruyan el paso ? Pero la abyecta Italia,
como la llamamos agraciadamente nosotros, pueblo sin camisa,
piensa en más que esto todavía. Sus poéticos caminos comien¬
zan a suplantarse por caminos de hierro.”
Por Sampierdarena enderezan hacia el valle encantado. A
las diez de la noche se halla en Pontedecimo, conversando en
español con un americano que resulta ser su pariente paterno,
a estar de los datos genealógicos. En ninguna parte se ha sen¬
tido Alberdi más feliz que entre aquella modesta familia que,
a tres mil millas del Paraguay, le ofrece mate preparado “con
su más rica yerba”.
Pero Alberdi está fatigado y se acuesta temprano. Y a las
cuatro de la mañana se halla de nuevo en pie aspirando desde
la ventana de su habitación “el aire sahumado de aquella dulce
comarca que entraba fresco y cargado de las armonías del canto
religioso entonado por una procesión que a esa hora salía de la
Iglesia”.
— —
Es Domingo y las aldeanas “las mismas en todo el Univer¬
so-, por su amor a los colores gritones” van al templo luciendo
sus mejores ropas.
Después de visitar en Pontedecimo sus iglesias, puentes y
molinos, su fábrica de seda; después de conversar con “su ilus-
65
— —
fido y con su mejor músico, el señor Balbi director de or¬
questa de doce años de edad Alberdi dice adiós a sus hués¬
pedes y, saludando al Monte Cigogna que oculta el Apcnino,
regresa a Genova donde aún pasará un día que aprovechará
concienzudamente.
Antes de partir, Alberdi y Gutiérrez son obsequiados por
sus amigos italianos con un almuerzo en el Restaurant de Milán.
— —
Luego, en compañía de los abogados Pellegrini y Montcrroso
que les cargan de regalos literarios van a continuar la plá¬
tica al Café de la Posta. No decididos a abandonarles aún, les
asompañan hasta Sampierdarena, donde al fin se separan “con
abrazos y besos de adiós, dados en la boca, al estilo italiano, que¬
dando yo casi embriagado con el olor al tabaco, que no me era
familiar, y de lo cual reía con el mejor humor”.
Al atardecer, la diligencia vuela por la Strada de la Rivera,
dejando atrás la ciudad de mármol y el bullicioso Mediterráneo,
cuyas olas se rompen contra los murallones cercanos; lleva un
bello recuerdo de la hospitalidad italiana.
Génova le ha dejado una impresión extraña. Le ha parecido
unas veces un “vasto convento, otras un mercado de verduras,
otras un gabinete de cosas viejas, otras un jardín, otras un vasto
y continuado palacio, otras un muladar, otras un ensueño de
Oriente. .. La impresión de su conjunto, si es que tiene conjun¬
to, es inagotable en emociones'’.
La diligencia corre por un camino cortado a pico en la
montaña, con un hondo valle a la derecha, por donde se desliza
un torrente. La temperatura es templada; el andar del coche,
monótono. Acaba por amodorrarse hasta las tres de la mañana,
hora en que llegan a Non. Mientras mudan caballos se oye la
algazara de los aldeanos que están aún reunidos en la taberna;
su última visión de Novi es la fuente de la plaza, cuyo tazón, re¬
bosante de agua cristalina, brilla a la luz fugitiva de los faroles
de la diligencia. $
Después no puede luchar con el sueño y se duerme un
rato. Al salir el sol están en Spelletta. Desayunan en Alessan-
dria; almuerzan en Asti “que tiene la gloria de ser la patria >
66 ,
Alberdi
nativa de Alfieri". El caballero Zoppi, noble de Alessandria, les
muestra la cusa del gran trágico, situada en el número 154 de la
Contrada Maestra, señas que Alberdi anota cuidadosamente.
A las cinco de la tarde están ya próximos a Turín. Pocos mi¬
nutos después, la diligencia se detiene en el patio de la Posta,
llena de gente. Allí encuentran nada menos que al señor Cario
Ferrari, piamontés, antiguo empleado de la Universidad de Bue¬
nos Aires, donde ha tenido a su cargo el cuidado de los instru¬
mentos del gabinete de Física.
Ferrari es hombre bonachón y bondadoso. Alberdi ha ob¬
servado que todos los italianos que han vivido en el Plata guardan
eterno afecto al país; no hay en el mundo personas más agra¬
decidas.
El regocijo de Ferrari es indescriptible y tan grande como su
sorpresa. Les hace instalar en el Hotel de la Caccia Reale y
enseguida, sin dejarles tiempo para quitarse el polvo del cami¬
no, se apodera de ellos: quiere mostrarles su Turín, que es,
asegura, un pequeño París.
Alberdi a la derecha, Gutiérrez a la izquierda; Ferrari se
coloca en el medio y enlazándolos con los brazos, les sujeta fuer¬
temente como temeroso de que se le escapen. Así recorren las
Galerías de la calle del Po y penetran en el cafe-palacio de San
Carlos, establecimiento suntuoso que contrasta con las peque¬
ñas confiterías de Génova, donde la concurrencia se renueva
constantemente.
El café de San Carlos, inundado por la claridad azulada del
gas y lleno de una elegante concurrencia, consta de unos cuantos
salones dorados. Ferrari les presenta a varias damas: “Aquí
—
tienen ustedes a los Señores doctores americanos D. Juan María
Gutiérrez y D. Juan Bautista Alberdi” exclama con aire triun¬
fal mostrando a sus amigos, “las dos figuras de aspecto menos
doctoral que pueda imaginarse”.
¡Cuánto motivo de comparación le ofrece todo! ¡Cuánta
novedad, cuánta magnificencia, cuánta variedad en las costum¬
.
bres, en los usos, en la concepción de la vida! Pero . . “estamos
formados de modo tan inconsistente que ni el aturdimiento ha",
de ser duradero en nosotros”. En vcrdad^Turin es un pequeño
67
68
Alberdi
nomadismo incoercible, indomable amor a la libertad. .. Muchas
¡ y no meramente superficiales son las similitudes de carácter, de
; espíritu y de gustos entre el ginebrino y Alberdi. Y el destino
les reserva una semejanza más : la de sus libros capitales. Indis¬
cutible, poderosa influencia la del Contrato; en su medio redu¬
cido, innegable influjo el de las Bases, esa obra cuya doctrina, al
• decir de Mansilla, "flotaba por toda la redondez de las trece
provincias como el espíritu del Creador”.
> Si en Genova y en Turín recoge una impresión de fuerza, de
modernismo y de poderío económico, Ginebra en cambio le pro¬
cura deliciosos momentos sentimentales, un deleite sutil para los
ojos y para la imaginación. Espléndido país en cuyo lago de
agitas azules flotan pequeños navios "como embarcaciones ae¬
reas”, en que el clima es benigno, bella la naturaleza, afables los
hombres y encantadoras las mujeres, que unen a la espirituali¬
dad de las francesas, el severo recato calvinista. ¿Son las cosas
así ? No importa ; todo es subjetivo y Alberdi las ve entonces de
esa manera. Probablemente al cabo de una semana hallaría allí
mismo un mundo diferente y tal vez hostil.
— —
Momentáneamente libre del tedio y del spleen sus impla¬
cables perseguidores de hoy y de siempre se halla en dispo¬
sición de ver el lado bello de las cosas. Además, su nerviosismo
y su gastritis le dan una tregua que él no desdeña.
En el Helvecio, pequeño vapor de turismo, recorre el lago.
"Mi objeto era gozar de esta deliciosa navegación y conocer los
sitios en que Rousseau coloca las escenas de la Nueva Eloísa.”
Y así visita las costas del Cantón de Vaud, las de Lausana y
desembarca en Vevey, “la patria de Julia, el pueblo nativo de
madame de Warens. donde han estado Byron y Hugo, y donde
Rousseau pasó lo más apasionado de su juventud”.
El castillo de Chillón pone en su imaginación romántica
— —
muy 1843 el aditamiento indispensable de truculencia y te¬
rror : recorre las terribles celdas, atraviesa la safa de la horca y
estampa su nombre en la habitación de Bonnivard, no lejos del
de Byron y frente al de Hugo. Le apena no encontrar los de
Chateaubriand, Voltaire, Gibbon y Rousseau. Quizá se oculten
entre las miles de firmas que cubren las columnas: confusas
69
70
A l b c r d i
71
PARÍS
72
A l b c r d í
Se disponen a concurrir al entierro de la hija del poeta Ochoa,
en el cementerio de Montmartre. De repente, el dueño de casa,
volviéndose vivamente, exclama: ¡El general San Martín!
Acaba de entrar un caballero sencillamente vestido de levita
y chaleco negros y pantalón celeste ; lleva corbata también negra,
anudada con negligencia. Carente de toda afectación, "se diría
que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo,
porque parece que él es el primero en creerlo asi”. Su voz es
gruesa, agradable y varonil.
"Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que
los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como
tantas veces me lo habían pintado, y no es más que un hombre
del color moreno de los temperamentos biliosos. Yo le suponía
grueso, y, sin embargo de que lo está más que cuando hacía la
guerra en América, me ha parecido más bien delgado...”
Entre todos los generales de la Independencia que ha tenido
oportunidad de conocer, Alberdi le halla el más joven y ágil, sin
excluir al misino Alvear, el menor de ellos. San Martin habla el
castellano con el acento de los hombres de América; su larga
residencia en España no ha dejado rastros en su dicción. Pero
muchas veces emplea palabras francesas. Alberdi le oye decir,
"con mucha gracia”, que llegará un dia que se verá obligado a
valerse de un patois de su invención.
Cuando el general se despide, tendiéndole la mano, Alberdi la
estrecha entre las suyas, emocionado y confuso.
¿ Cómo y dónde vive el exilado ? D. Mariano Balcarce, yerno
de San Martin, ha de proporcionarle poco después la oportuni¬
dad de satisfacer tal curiosidad, de acercarse a la intimidad del
héroe. Queda en pie una invitación para visitar el Grand Bourg.
Magnifico paseo y tan luego empleando "el camino de fierro
en que nunca habia andado”, alucinante alarde de esa admirada
civilización que Alberdi ansia trasplantar a los desiertos ame¬
ricanos.
Ochocientas o mil personas acomodadas en veinticinco o
treinta coches; entre el bullicio se pierde su asombro. Mozos de
cordel, viajeros, vendedores y empleados de la Compañía le
empujan, le zarandean, le llevan y le traen entre maletas, baúles,
73
— —
Estas puerilidades son muy alberdianas. Se muestran no so¬
lamente en la casa de San Martín el culto del héroe las hace
fácilmente explicables sino y con cualquier motivo en todo lu¬
gar donde su mística progresista y liberal encuentre ocasión de
manifestarse. Cuando visita la Cámara de Diputados, que desde
luego tiene para Alberdi el valor de un símbolo, siente idénticos
74
A l b e r d i
caprichos. Quiere tomar asiento por algunos instantes en. la
banca de algún prohombre de Francia. El cuerpo está en receso
y ningún inconveniente se opone a la realización de sus deseos:
se instala en la butaca, de Thiers, marcada con una T. Luego
juguetea en la de Odilon Barrot, en la de Arago, en la de
Laffitte.
Enrique Popolisio /
— —
algunos meses en Europa. Durante su experiencia continental
su espíritu ha oscilado desde el entusiasmo más frenético tal
sit éxtasis en el Teatro de Cario Felice, en Génova hasta el
hastio y la injusticia más notorios.
El 15 de octubre llega por fin. A las seis ya ha oscurecido.
Atraviesa dificultosamente el bulevard Montmartre que está
atestado de gente, abraza a Mandeville que ha ido a despedirle
y se instala en los carruajes a vapor que pronto emprenden su
marcha vertiginosa “parecida al soplo de una bala”.
En sus maletas lleva muchas, muchísimas cuartillas escritas
con su letra infernal. Son anotaciones de viaje y prolijos estu¬
dios acerca de la organización de los Tribunales, del Procedi¬
miento, de los códigos en vigencia en los países que ha visitado.
Más tarde verán la luz en forma de escritos de divulgación, bien
metodizados. Pero ahora no piensa en eso. América le obse¬
siona.
A las once llegan Rúan. Hay mucha gente en las calles
iluminadas a gas. Los cafés están repletos. En el resto del viaje,
77
78
VIII
I NCE RT I DU M BR E
— —
tomo café; y el Teatro frío, feo, triste, me cansa. Con qué!.
Antes que soportar el “concierto de mosquitos” tal le pare¬
ce la orquesta del Teatro Nuevo prefiere una y mil veces pasar
las noches leyendo las Memorias de Lord Byron, junto al fuego
79
——
durará el asedio?
Fuera de dos brasileños jóvenes cultos, amenos y con lar¬
ga residencia en Europa ningún pasajero interesante viaja
80
Alberdi
en La Paulina; todos son negociantes franceses, gente "bulli¬
ciosa, alegre y frivola”.
Por las noches, cuando casi todo el mundo está durmiendo,
Alberdi hojea libros y revistas en la cámara, a la luz fluctuante
de la lámpara, mientras escucha placenteramente "el ruido de
arroyito” que hace el agua al deslizarse por el timón.
Entonces llegan los brasileños y echándose sobre sendos
canapés, conversan todos hasta las doce. Alberdi se siente a sus
anchas con esos amables cariocas. “La lengua y la gesticula¬
ción portuguesas son para mí preferibles a un vaudeville.”
Cierta noche son interrumpidos por voces inusitadas, gritos
y corridas. El hijo del capitán, un niño de quince años, “bello
como un ángel”, ha caído al agua en circunstancias extrañas.
Se lanza al mar una lancha tripulada por varios hombres que
realizan afanosas exploraciones bajo la claridad lunar; a bordo
la expectativa no conoce límites. Desgraciadamente la búsqueda
resulta infructuosa. El piloto manda subir nuevamente la lan¬
cha y desplegar las velas. Instantes después, La Paulina sigue
su antiguo derrotero. El padre, desesperado, intenta suicidarse;
pero varios pasajeros se lo impiden. “El cielo, el mar, los
astros, todo seguía tan bello como antes de la catástrofe. Yo,
que estaba más dispuesto a ver las cosas como poeta que como
naturalista, interpreté la belleza del firmamento como la pompa
celeste con que se recibía en la divina mansión al ángel que
acababa de subir de la tierra.”
A los cuarenta dias de navegación, Alberdi. que ha pasado
como siempre por alternativas de tedio y de entusiasmo, de
depresión y de alegría, comienza a encontrar realmente inso¬
portable el viaje. La incertidumbre acerca de su próximo des¬
tino le llena de angustia. ¿Se quedará en Montevideo? ¿Se
dirigirá a Chile? Mil veces por día se hace estas preguntas.
Acostumbrado al mar, la aventura no le ofrece ya atractivos.
Y fuera de ios brasileños, los pasajeros 1c parecen intolerables.
En los dias del bloqueo, atribuía a los franceses todos los méri¬
tos imaginables. Ahora no puede vivir con ellos: "¡Qué per¬
sonajes, qué botarates, cuántas mentecaria en estos pobres
diablos, orgullosos y vanos de ser hijos de una nación cuya
Si
82
A l b c r d i
es superior nuestro país, en lo que concierne a maneras, tono
y aspecto exterior de las casas y establecimientos ... El palacio
del emperador me dió risa. El último palacio de un particular.
I en Italia, es mucho más suntuoso.”
Pocas veces se han vertido acerca de un pueblo juicios más
despectivos que los que merece el Janeiro imperial a este
viajero malhumorado. Los hombres le parecen pedantemente
afectados y ceremoniosos; las mujeres los seres más felices
del mundo, sometidas a un régimen de serrallo. Encuentra al
emperador mal configurado ; a los soldados cayéndose de
lánguidos, sin porte ni marcialidad. “Un coche, esclavos, libreas,
i es el quebradero de cabeza de todos.” Pero los coches, chiqui¬
tos, feos, tirados por mulitas, le recuerdan los del Circo Fran-
coni, en París...
Su retahila es interminable; sus adjetivos crueles. El clima,
las alimañas, los bichos de toda especie son para él otros tantos
f tormentos. El calor tropical le agobia. La incertidumbre no le
h deja vivir.
Sin embargo, se hace de amigos. Recibe invitaciones y
como es sociable y curioso, no las desdeña y acude olvidando
L su malhumor. Pero esas visitas a hogares cariocas, donde se
le agasaja afectuosamente, no le hacen modificar sus ásperos
juicios. Los argentinos residentes, por su parte, tienen para él
. atenciones, que retribuye inmediatamente.
En Río habita D. Bernardino Rivadavia. el admirado refor-
i mador. Alberdi quiere verle y presentarle sus saludos; decirle
su simpatía. “Su casa en la calle de San Diego, 17, está en
el Campo de Santa Ana: dos negrillos casi salvajes, sucios.
• forman toda su familia. La casita es pequeña, oscura, triste.
Todos sus compatriotas me aseguran que este hombre está
en un estado tal de susceptibilidad que le hace intratable. Casi
ninguno le visita y todos le quieren.”
' Alberdi se dirije a la calle de San Diego; pero una vez no
i se encuentra en casa D. Bernardino; la segunda se halla enfer¬
mo. Le deja tarjeta y renuncia a la entrevista.
Pasando sus días en visitas y en convites servidos por
docenas de negros, quedando pasmado ante la vista de las ricas
S3
PARA VALPARAÍSO
84
Alberdi
i
sobre las riberas del Paraná, otras en las graciosas campiñas
de San Femando”. Y rememora los atardeceres de Buenos
Aires, cuando las calles de la ciudad se llenaban de bulliciosa;
muchachas atraídas por los ecos de la música: “Noches adora¬
bles de mi primera juventud, que han pasado como ráfaga fra-
gan«e que se disipa en el cielo".
Pero en seguida le asalta un temor, desdichadamente pro¬
fetice: “¡Mi Dios! ¿Cuándo volveré a la patria? ¿Seré yo
de esos proscriptos que acaban su vida en el extranjero? ¡Oh!
Yo haré por que así no sea ; yo no seré proscripto eterna¬
mente”.
Los veleidosos vientos están a punto de decidir al capitán
a ir a buscar carga a Montevideo. Al saberlo, Alberdi se siente
dominado por extrañas sensaciones en pugna; su espíritu
vacila ante el dilema. Le tienta la ciudad de sus afectos, donde
tiene tantos amigos, y donde, por única ver en su vida, estuvo
a punto de cargar un fusil : pero le horroriza el asedio. Él no
ha nacido para militar ; odia las sumisiones, los ejercicios, las
guardias, la vida incómoda, el frío, el mal alimento que su
estómago no tolera ... Es físicamente débil, no podrá soportar
esa vida. Y si vuelve a salir de Montevideo, ¿qué dirán sus
compañeros de infortunio? En tal caso sería para nunca más
volver. “¿Y podré prescindir así, para siempre, de un país
que me es tan querido?”
¿Quedará en Montevideo? ¿Seguirá a Valparaíso? Se sien¬
te impotente para tomar una resolución. Afortunadamente,
cambian los vientos y con ellos las ideas del capitán que ordena
poner proa resueltamente hacia el sur.
27 de febrero de 1844. Disipadas al fin las vacilaciones, a
toda vela, el Benjamín Hort navega hacia el sur. El dia es
claro, hermoso; el mar de color verde. Pronto llegan a la
altura de Bahía Blanca. Cerca del navio vuelan centenares de
gaviotas y golondrinas, “señales de la patria, a corta distancia*.
Alberdi ha recobrado su tranquilidad de espíritu. "Con poco
nos consolamos, por la razón de que con poco nos afligimos, ha
dicho Pascal de todos los hombres, y yo sostendría que sólo
85
Yo soy la esperanza
Que ahuyenta el dolor
— —
gación! La tarde del Jueves Santo aniversario de la muerte
de su madre ha sido de una horrible melancolía. A las ocho
sananas de la partida, comienzan a faltar las provisiones: “Se
ha acabado el aceite, las aves, la cerveza, el azúcar blanca, el
vino; se está acabando el agua... Pocos días antes ha venido
a la mesa el último de los seis patos muertos por los ratones.
¡ Y todavía como a cuatrociaitas leguas de Valparaíso 1”.
El Benjamín Hort navegh entretanto por las pavorosas
soledades australes sin encontrar rastros de vida humana. El
5 de abril de 1844, a Jas ocho de la noche, enfrentan el desolado
Golfo de las Penas.
Una grosera respuesta del patán suizo ha interrumpido la
cordialidad entre los dos únicos pasajeros, hiriendo profunda¬
mente al quisquilloso Alberdi, que permanece dos días cavilando
sobre el desaire del miserable.
Horas de splccn, de horrible malhumor, de desesperante
tristeza. Comienza a odiar furiosamente al capitán, con el que
ha reñido muchas veces a propósito de la derrota a tomar, pre¬
tcnsión que en Albcrdi no puede extrañar si se recuerda que
también pretendió imponer al general Lavalle el itinerario de
8S
A l b c r d i
— —
la fracasada expedición. Y en el diario de viaje esos papeles
que él ordenó expresamente quemar después de su muerte
estampa el comentario intimo, humanísimo y sabroso, que resu¬
me todas sus quejas, especie de memorial de agravios contra
el Benjamín Hort y sus hombres: “Sólo tengo que decir impro¬
perios y blasfemias contra este picaro inglés, que me tomó a su
bordo como un fardo, mintiéndome comodidades, en vez de las
que no he visto sino miseria y ruindades, que nunca conoció mi
negro sirviente Hipólito. No tengo qué comer ... ya nos pri¬
vamos de muchas cosas; y el pillo querrá los 140. ¡Se los he
de dar con un buen palo!”
Pero luego cambia la decoración interior y el ángel llama
a sus puertas. Toma entonces a sentirse animado: confia en el
buen término del viaje. Ideas de dicha y esperanza le confor¬
tan. En Chile... Pero, ¿cómo será Valparaíso? ¿Hallará allí
la felicidad? No; Alberdi no la encontrará en ninguna parte.
Su felicidad será siempre retrospectiva, hecha de recuerdos,
embellecida por la imaginación y por el tiempo, levemente
deformada por la memoria caprichosa; porque el presente para
él casi siempre es decepcionante. En cambio ¡ qué de orgias con
los recuerdos idealizados por su sensibilidad aguda!
Y per su mente inquieta, mientras se acercan a Chile, una
pregunta retoza, con la asidua constancia de un retornelo:
¿Cómo será Valparaíso? ¿Cómo será...?
S9
• IX
CHILE
90
I
l
I
A l b e r d i
jcros mezclan sus jergas extrañas con los dulces acentos ver¬
náculos. A pie, a caballo, en coche, la multitud va y viene. El
servicio de carruajes de arriendo, acajonados e incómodos, ha
sido implantado pocos años antes.
Por la noche, ciento diez faroles alimentados con aceite de
esperma, sirven de guía al transeúnte. El gran. puerto del
futuro nace promisoriamente. Sólo cinco años después la
transformación será maravillosa. Alberdi, convertido en pro¬
pietario, se instala gustoso allí. Ganará dineros y honores;
será un notable del foro. Pero todo eso ocurrirá cinco años
después. Ahora es preciso empezar desde abajo; hay que
abrirse camino con mucho esfuerzo pues él no conoce el arte
de los aduladores ni tiene el ímpetu de los audaces.
Una circunstancia casual le permite iniciarse en su profe¬
sión aun antes de revalidar el título. Por aquellos días El Mer¬
curio de Valparaíso, que ha denunciado en un editorial las
repetidas sustracciones de revistas y periódicos extranjeros rea¬
lizadas por un empleado del Correo, es acusado por éste ante
el jurado de imprenta.
El abogado de El Mercurio se halla ausente de la ciudad y
el demandante intenta sacar partido de tal circunstancia ade¬
lantando la fecha de la audiencia. Sólo restan cuarenta y ocho
horas. Cualquiera puede representar al periódico, pues por el
artículo 60 de la Ley sobre Abusos de la Libertad de Imprenta
se admite que tome la palabra “el acusado u otra persona en
su defensa”; pero la prudencia aconseja encomendar siempre
tal tarea a un profesional.
Alberdi, recién llegado al país, se encarga de la espinosa
cuestión; desconoce el medio, no es legalmente abogado en
Chile y ha tenido poco tiempo para estudiar el caso.
El juicio, oral, se realiza ai plena noche. Los jurados ven
con sorpresa acercarse a sus estrados a cierto hombrecillo des¬
conocido, que hablando un castellano de acento extraño, les
——
dice:
"¿Pueden ustedes oírme? Tengo poca voz...”
—
“Sí, sí” se le contesta. Entonces Alberdi empieza a
exponer. Habla pausadamente; su rostro, desdibujado en las
91
— —
agresivo crítico y le combate desde las columnas de El Progreso.
Pero otros periódicos El Araucano, el Siglo le dan una
92
A l b e r d i
aprobación sin reservas, lo mismo que el talentoso Félix Frías.
¿Puede, al fin, ejercer su profesión Alberdi? Falta una
—
última formalidad. Previo pago del derecho de media anata
—
seis pesos los señores Regente y Ministros de la Ilustrísima
Corte de Apelaciones, hallándose en juicio ordinario, hacen
comparecer a “Don Juan Bautista Alberdi a efecto de ser exa¬
minado para recibirse de abogado”.
Entonces "el suplicante”, sentado ante la mesa de los rela¬
tores, comenta la causa que se le señala y a continuación expone
las doctrinas que benefician al reo y las que están en su contra.
Contesta rápida y hábilmente las preguntas que le hacen los
señores ministros del Tribunal “piara inquirir la práctica i
suficiencia" que posee “el enunciado Don Juan Bautista Alber¬
di”; y habiendo en todo “dado la competente satisfacción” se
le recibe el juramento acostumbrado y se le ofrece asiento en
los estrados a la hora de la audiencia pública.
Muchos trámites; poco tiempo. Ahora ya puede ejercer en
el pais. Estamos en la ciudad de Santiago de Chile a veintiséis
días del mes de diciembre de 1S44.
Sarmiento, /Xlberdi, López, Gutiérrez, Mitre y muchos otros
buscan y encuentran en Chile lo que en su patria se les niega:
la libertad. Éllos promueven luego un despertar del intelecto
Mucho más ilustrados, enrostran a los chilenos su ignorancia
y desapego por las cosas del espíritu.
La voz poderosa de Sarmiento golpea el quieto ambiente
semicolonial. No hay en esos reproches intención malsana, sino
al reves, y los resultados no se hacen esperar: la escuela
cuyana de Chile despierta a los dormidos ciudadanos.
El amor propio herido hace el resto. López y Alberdi ata¬
can el clasicismo y la tradición española; Sarmiento, siempre
tempestuoso, los apoya con entusiasmo delirante. Se inician
polémicas; se discute en la prensa. El colombiano Bello es
duramente zaherido; y aunque a veces las disputas se hacen
peligrosamente ásperas, por fortuna las cosas no pasan a
mayores.
El ministro Montt es el protector de estos extranjeros albo¬
—
rotadores. A Sarmiento maestro de escuela de San Juan—
93
94
A l b e r d i
No es mucho; y Alberdi no vegetará en la pobre ciudad
provinciana. Le rodean gentes de una sublime mediocridad; le
pagan poco y está suborinado. “¿Dónde no gano el doble, con
doble menos trabajo y doble más placer?... ¿Por qué hacer
recatamientos, cuando podía yo estarlos recibiendo por otras
consideraciones?"
No, eso no puede seguir así. En abril sale de Concepción;
se traslada a Valparaíso y luego a Santiago. A pesar de todo,
no es un desconocido. La fama de sus escritos le ha precedido;
su Mentaría ha dado mucho que hablar y disfruta de sólida
reputación intelectual.
95
tálgico de sus encantos. Acude ella con su padre, que aún viste
ropas femeninas. La joven lo hace entrar en la casa de Cifuen-
tes y lo esconde convenientemente.
Desde allí, puede ver cómo, mientras Carmen solicita la
ayuda de D. Manuel, éste trata de obtener de ella nuevas “con¬
cesiones deshonestas”. Entonces se precipita el drama. El aris¬
tócrata es golpeado fuertemente en la cabeza, con el mango de
una pistola. Cae mortalmente herido en tanto que los intrusos
huyen. Algunas horas después, muere Cifuentes.
Pastor Peña es acusado de homicidio con premeditación y
alevosía. La aristocracia chilena está enconada contra este
hombre de baja condición que ha osado asesinar a uno de sus
— —
miembros más distinguidos. La Corte Suprema formada por
los iguales de la victima no se inclina a la clemencia. Las
argucias y el bizantinismo de Alberdi, las sutiles distinciones de
sagaz abogado, podrían convencer tal vez a un jurado sensiblero
y popular, pero no tiene éxito antes los doctores del alto tri- ;
bunal y Pastor Peña es condenado a muerte a pesar de los
esfuerzos dialécticos de sus defensores, que han presentado un
alegato de más de doscientas fojas.
El caso apasiona a la opinión. Juan Bautista Alberdi, lle¬
gado al país el año anterior, se convierte en uno de los abogados
más conocidos en la República. Tiene entonces treinta y cinco
años. Es un hombre pequeño, delgado; se insinúa en él la
calvicie. A la moda de la época, se ha afeitado el bigote, pero
usa mosca y barba en forma de U. Destácanse en su fisonomía
sus grandes ojos negros y tristones.
Atraído igualmente por la capital y el Puerto, se decide al
fin a quedarse en Valparaíso, cuyo clima le sienta bien.
Emprende allí nuevamente la aventura periodística; y en
noviembre de 1847 pone en circulación El Comercio, del que
es co-propietario. Designa jefe de redacción a Bartolomé
Mitre, un joven de veinticinco años, su antiguo admirador de
los dias del sitio de Montevideo.
No será muy duradero, sin embargo, el entusiasmo de Alber¬
di por el periódico. Dos años después venderá su parte en 11
empresa y se consagrará exclusivamente a su bufete de abogado
98
'A l b e d i
y a sus tareas de escritor. Ya es letrado del general Santa Cruz
— —
y de la mayoría de los grandes comerciantes ingleses. Mister
William Wheelwright el futuro propulsor de los ferrocarriles
argentinos le confía sus asuntos ante el gobierno de Santiago ;
el Cabildo del Puerto lo nombra su emisario ante el Ministerio
respectivo para arreglar lo referente a los caminos de hierro y la
provisión de agua a la ciudad.
Sus honorarios son fabulosos para la época: llega a cobrar
hasta cuatro mil pesos por una defensa. A fines de 1849 compra
una casa quinta en el Estero de las Delicias, lindando con el
actual Seminario de San Rafael.
El tiempo serena y equilibra su espíritu atenuando viejos
rencores; el ejercicio de la profesión no mata al escritor que se
— —
ocupa alternativamente de temas jurídicos y políticos. Alberdi
no ha salido lo confiesa gustoso fugado de su país sino de
acuerdo a sus leyes y por propia deliberación. Ha dejado el Pla¬
— — —
ta para combatir a Rosas; y si traicionó a su patria junto
con todos los opositores aliados al extranjero , ¿cuál es falta
mayor : esa traición o la tiranía ? se pregunta en su descargo.
Las cosas no son tan simples y presentan muchos matices.
Rosas es a la vez un mal y un remedio. Hábil, audaz, taimado,
es el primer gobernante argentino que enfrenta y contiene la
prepotencia extranjera. Lavalle dejó quemar naves argentinas en
el mismo puerto de Buenos Aires en 1829. Rosas responde a la
fuerza con la fuerza. Jamás nombre alguno de gobernante ha
sido más mundialmente conocido. Celebridades europeas se ocu¬
— —
pan bien o mal de él; publicaciones prestigiosas le consa¬
gran como el defensor de América.
Caprichoso y tiránico, histrión, sanguinario o lo que se quie¬
ra, pretende ser inflexible cuando se trata del honor nacional.
Y, aunque Inglaterra se quedará con las Malvinas, al menos
Francia no logrará pisotearlo. A siete años de la campaña de
Lavalle, el exilado ve las cosas bajo una nueva luz.
, Alberdi ama a Chile, “el lindo país que me hospeda y que
1 tantos goces brinda al que es de fuera”, pero siempre besa “con
amor los colores argentinos”, porque él es eso: argentino antes
que nada. Tal devoción le lleva a paliar su odio contra el dicta-
, 99
—
bra Pero ello no le impide reconocer —en homenaje a todos sus
compatriotas "que un hombre fuerte supone siempre otros
muchos de igual temple a su alrededor ya que con un ejército de
ovejas, un león a su cabeza sería hecho prisionero por un solo
cazador”.
Napoleón — —
afirma daba batallas para acumular prestigio
y poder, para ser emperador y promulgar los códigos, fundar la
Universidad y la Escuela Normal ; Rosas, a este respecto, está
aún en preparativos en el mejor de los casos y juzgándole con
el más benévolo de los criterios; no es ciertamente un grande
hombre, pero nadie puede negarle que tiene celebridad, pues para
ello “basta realizar cosas inauditas, aunque sean extravagantes y
estériles”. No todo, empero, es estéril en el gobierno de Rosas.
Sin una Constitución, mediante la astucia o la fuerza, luchando
con enemigos interiores y exteriores, Rosas realiza el ideal uni¬
tario de Rivadavia.
Pero el empolvado señor quería además progreso y europeís-
mo para su país. Rosas se conforma con el prestigio de una
orgullosa política exterior. Hay en eso, tal vez más que mérito
personal, trasunto de una modalidad peculíarísima de los dicta¬
dores, a quienes suele placer el trueque de una brillante posición
internacional por la sangre y el miedo, por los bienes y la tran¬
quilidad de sus gobernados. No le bastan a Rosas los elogios
que espontáneamente le prodiga gran parte de la prensa de todo
el mundo. No le basta que su nombre y el de la Confederación
que preside esté constantemente en labios de los hombres más
eminentes de Europa. Y entonces, por primera vez en América,
el oro argentino compra plumas mercenarias para contrarrestar
a los que le atacan como a una hiena.
“Rosas no es un simple tirano a mis ojos. Si en su mano hay
una vara sangrienta de fierro, también veo en su cabeza la esca¬
rapela de Belgrano. No rae ciega tanto el amor de partido para
I no conocer lo que es Rosas, bajo ciertos aspectos.
“Rosas arrodillado, por un movimiento espontáneo de su vo¬
luntad ante los altares de la ley, es un cuadro que deja atrás en
gloria al del león de Castilla rendido a las plantas de la Repúbli-
100
'A l b e r d • i
ca coronada de laureles. Pero si el cuadro es más bello, también
es menos verosímil; pues menos cuesta a veces vencer una mo¬
narquía de tres siglos que doblegar una aberración orgullosa
del amor propio personal. Con todo, ¿ a quién sino a Rosas, que
ha reportado triunfos tan inesperados, le cabe obtener el no
menos inesperado, sobre sí mismo?”
En La República Argentina 37 años después de la Revolución
—
de Mayo discurre Alberdi así; luego el tiempo pasa y el dic¬
tador evidentemente incapaz de vencerse a sí mismo— sigue
en el poder. Bien es verdad que da innegables muestras de
fatiga ; y que los rigores de la tiranía se han atenuado ; pero D.
Juan Manuel, a pesar de todo, no parece dispuesto a marcharse
por propia deliberación.
Mientras tanto los proscriptos dispersos por el mundo si¬
guen su peregrinaje. Unos en Bolivia y Chile, otros en la Ban¬
da Oriental y Brasil ; muy pocos en Europa. Echeverría, desde
Montevideo, recuerda siempre a su “querido Alberdi”. Y para
hacerle sus confidencias, para decirle su desencanto, olvida sus
torturas físicas, la enfermedad que le atormenta. A pesar de su
invalidez escribe, combate con la oratoria y hasta carga un fusil.
No hay sin embargo para el maestro una consideración especial
en la ciudad sitiada. Zahiérenle los unitarios, mientras Rivera
Indarte le amarga la vida con sus intrigas y hasta Sarmiento,
que ni siquiera reside allí, se encarga de mortificarle en algún
articulejo: "...recibí un papelito de Sarmiento, lleno de melo¬
sas palabras y de protestas de amistad. No puede Vd. imaginar¬
se lo mal que me sentó esa tan dulce píldora leyendo poco des¬
pués lo que ha estampado referente a mi pobre persona en su
carta sobre Montevideo. Hago poco caso de sus elogios porque
ni entiende de poesía ni de crítica literaria, pero han debido he¬
rirme sus injurias, porque soy proscripto como él y le creía mi
amigo”. Y agrega entristecido el desdichado poeta: “Este rega¬
lo de sandeces me lo hace ex abrupto, sin motivo ni provocación,
como el bandido descarga un tiro o una puñalada sobre el via¬
jero; y me lo hace del modo más inaudito y soez que se haya
visto entre hombres de pluma” ...
Es una de las últimas cartas de Echeverría. Muere en 1S51,
101
—
bios de la ciudad. Este sedante lugar hoy calle de Santa Ele¬
—
na, 2? dista menos de dos kilómetros de la Plaza de la Victoria.
Trayecto fácil de recorrer en un birlocho. Hay soledad y bellos
paisajes en esc fundo recostado a un cerro lleno de vegetación
102
Alberdi
y por cuyo frente corren apuradas las aguas del Estero que
bajan de la Quebrada de las Reyes Labados.
Todas las noches, después del ajetreo forense de Valparaíso,
trabaja hasta altas horas en la silenciosa quietud del campo. ¡Se
siente tan cómodo allí! ¿Por qué abandonar todo eso? No le
tientan los empleos ni le atrae la vida pública. Se debe a su vo¬
cación de escritor y a sus obligaciones de abogado. Además, como
todos los hombres que han vivido solos desde muy jóvenes,
tiene hábitos y pequeñas manías de solterón, que no quiere aban¬
donar.
Cinco personas forman su servidumbre: Freyre, la cocine¬
ra, Antonio, José e Ignacio. En su despacho, un cuadro de Saa
Martín y un busto de Rivadavia, le recuerdan viejas admiracio¬
nes. Y allí viviría del todo tranquilo sino fuera por ese “bellaco
de Otaegui”.
Otaegui es el vecino pleitista, díscolo y mal intencionado que
no falta en ninguna parte. Ha llegado a inventarle un hijo natu¬
ral con una mujer del pueblo; y el emigrado le ha retribuido
llevándole a los tribunales a propósito de una franja de terreno
que debe ser calle pública.
En su quinta Alberdi ha revisado el Tobías, “producción
americana escrita en los mares del Sud” en 1844. Los ingre¬
—
dientes de este trabajo tristeza, malhumor, aburrimiento y
—
angustia dan una especie de poema en prosa, amargo, satírico
y a ratos de brutal realismo. En 1851 ve la luz pública en El
Mercurio este curioso escrito; Alberdi se lo dedica al almirante
Blanco Encalada, "por ser producto de literatura marítima”.
Después de la partida de Gutiérrez, en el Otoño, se ha pues¬
to a escribir las Bases y punto de Partida para la Organización
Política de la República Argentina. El título es extenso y el
libro breve : sintetiza sus ideas en la materia y alcanza un éxito
extraordinario. La primera edición se agota casi en seguida. En
Buenos Aires se imprime otra. ¿Imagina Alberdi que este librito
será el más sólido cimiento de su gloria, una especie de biblia
—
política para la República? Muy lejos de eso. En el invierno
—
¡oh, el invierno tibio y delicioso de Valparaíso! prepara
una nueva edición y el proyecto de Constitución.
103
—
además al doctor José Luis de la Peña, su “señor maestro y ami¬
go antiguo” comprometo la sinceridad de mis escritos publi¬
cados últimamente con la intención seria y desinteresada de ser¬
vir a la cuestión de la organización. Al instante dirán que mi
libro ha sido una escalera para subir a los empleos, y nadie cree¬
rá en sus doctrinas. Mis simpatías políticas para con el general
Urquiza y por sus grandes actos, serán explicadas por el interés ;
perderé como escritor la autoridad que me da mi posición de
simple ciudadano.”
Se equivoca Alberdi, sin embargo. La renuncia del empleo
no va a librarle de la calumnia. El primero en propalarla será
Domingo Faustino Sarmiento, que por aquellos días retoma a
Chile después de haber sido boletinero en el Ejército Grande.
Vuelve sin haber logrado del Libertador lo que esperaba que
éste le ofreciera espontáneamente: un papel directivo político y
militar de primer orden. Ansioso de dar rienda suelta a su des¬
pecho, escribe la Campaña en el Ejército Grande, libro que casi
no tiene otro objeto. Y como su cólera se extiende a todos los
que no participan ampliamente de sus antipatías, una de sus
primeras víctimas deberá ser necesariamente su antiguo amigo
Alberdi, cuyas relaciones con el general son tan cordiales.
D. Domingo Faustino, mal psicólogo, creyendo jugar con ¿u
presunta víctima como el gato con el ratón, le envía un ejemplar
de la Campaña en cuya carta dedicatoria empieza llamándole
“Mi querido amigo” y termina arrojándole este insulto atroz:
“Y Vd. sabe, según consta de los registros del Sitio de Montevi¬
deo, quien fué el primer desertor argentino de las murallas de
Montevideo, al acercarse el ejército de Oribe”.
104
¡ A l b e r d i
«
—
gos o compañeros, mortalmente ofendido por alguna futesa. Su
—
vida entera tiene cuarenta y dos años es ejemplo de suscepti¬
bilidad áspera y un poco pueril. Por lo inesperado y brutal, por
venir de quien viene, el ataque llénale de dolorosas vacilaciones.
Pero como padece invencible horror por las situaciones de vio¬
lencia material, no le queda sino un camino a seguir: usar de su
aguzado intelecto, cambiando las pistolas o el sable por las cuar¬
tillas repletas de mordacidad, en un combate intelectual donde
su lógica señera, su dialéctica irresistible pueda enfrentar con
ventaja a quien de palabra le ha agredido.
— —
En el mes de enero de 1853 se retira a una quinta proba¬
blemente la de Sarratea en el valle apacible de Quillota, la
tierra de las huertas y de los frutos deliciosos. Y allí nacen las
Cartas sobre la Prensa y la Política Militante de la República
Argentina, que la posteridad conoce por "las quillotanas” y con¬
sagra como el más admirable modelo polémico continental. Al¬
berdi empieza por. sacar las cosas del campo de lo personal tras¬
ladándolas a un terreno donde sólo se haga cuestión de ideas.
Las Cartas están escritas con estudiada mesura y teniendo siem¬
pre como norma una critica “alta, digna, respetuosa”.
¿Será capaz de inducir a la reflexión a D. Domingo Faustino
esta grave calma? Todo lo contrario: le replicará en Las Ciento
— —
y Una cinco epístolas venenosas en un tono de inconcebible
chabacanería amontonando sobre el adversario los más insul¬
tantes epítetos. Llamará simulador al antiguo amigo; le dirá
venal, mal abogado, escritor de periodiquines, periodista de al¬
quiler. Y poco a poco, en un crescendo absurdo, llegará al in¬
sulto torpe, soez: ¡Tonto, estúpido, sacacallos, reo, camorris¬
ta, truchimán, saltimbanqui, compositor de minuetes, templador
i
105
— .. —
"Sus gritos de cólera pueril le replica fríamente Alberdi
me dan lástima, no enfado. Ha puesto a un lado mis escri¬
tos y la cuestión pública, y se ha apoderado de mi persona, de
mi vida privada, hasta de mis facciones. No hay flaqueza, no
hay violencia que no haya manchado con su pluma; esa pluma
con que aspira a firmar leyes de cultura y libertad para su país."
Calmosa y objetivamente estudia el papel de la prensa en las
guerras civiles argentinas. Analiza el periodismo revolucionario
y sus hombres estableciendo que la prensa de combate ha termi¬
nado su misión. Rosas ha caído; ahora es preciso construir, no
seguir destruyendo. Pero Sarmiento, acostumbrado a arrasarlo
todo, ya no sabe hacer otra cosa. Es el gaucho malo de la pren¬
sa, pues la prensa tiene sus gauchos malos, como los tiene el
desierto.
Hay en los escritos de estos colosos una cabal radiografía
espiritual. El sanjunanino, alabancioso, embustero, ridículo por
momentos, se muestra como siempre sin recatos en su desnuda
petulancia. El tucumano, lógico irresistible, va señalando, paso
a paso, los traspiés, las calumnias, las contradicciones de su ad¬
versario : “Era, dice V., el único oficial del Ejército Argentino
que en la campaña ostentaba una severidad de equipo estricta¬
mente europea. Silla, espuelas, espada bruñida, levita abotona¬
da, guantes, quepí francés, paleto en lugar de poncho, todo yo
.
era una protesta contra el espíritu gauchesco. . Esto, que pare¬
ce una pequeñez era una parte de mi plan de campaña contra l
Rosas y los caudillos... Mientras no se cambie el traje del sol¬
dado argentino ha de haber caudillos. Mientras haya chiripá iio
habrá ciudadanos. .
106
Alberdi
Alberdi le replica: "Un oficial del traje que Vd. llevaba,
en un ejército de Sud-América, es una figura curiosa que' debía
entretener a la tropa; pero todo un ejército sudamericano com¬
puesto de nuestros gauchos vestidos de levita, quepí francés,
paleto, etc., etc., sería una comedia que les haría caer las armas
de las manos de risa al verse en traje que el europeo mismo Se
guardaría de emplear en nuestros campos... No es dado a un
sastre distribuir con su tijera la civilización europea o asiática.
Con quepí o con paleto, nuestro gaucho sería siempre el mismo
hombre. Traed la Europa por el libre comercio, por los ríos, por
los ferrocarriles, por las inmigraciones, y no por vestir de paleto
al que sólo es digno de poncho”.
Urquiza no ha hecho de Sarmiento, contra lo que el san-
juanino esperaba, su consejero universal. Alberdi encuentra esto
muy natural. “Y con esas ideas de que probablemente no' hizo
— —
V. misterio le pregunta ¿hallaba V. extraño que el gene¬
ral Urquiza no le admitiese a su consejo?”
Así fué, en efecto, y Sarmiento se guarda bien de ocultarlo:
—
—
“Lo que más me sorprendió en el general confiesa ingenua¬
mente es que, pasada aquella simple narración de hechos con
que me introduje, nunca manifestó deseos de oír mi opinión so¬
bre nada. . .”
Su vanidad sin límites no concibe que Urquiza no le hubiera
llamado de inmediato a su lado para consultarle no sólo proble¬
mas de orden político, jurídico, económico y educacional sino
también, lo que es más sorprendente, sobre cuestiones estratégi¬
cas y militares. Su decepción fué inmensa y tan grande como su
cólera.
Alberdi, inexorable, desmenuzando párrafo por párrafo, sa¬
ca las consecuencias : “Tenemos hasta aquí que Vd. fué sin ser
llamado; que Vd. fué sin plan fijo; que Vd. no halló el gran
papel que esperó desempeñar; que ofreció sus servicios, y le
aceptaron el de escribir* el boletín y llevar una imprenta...”
Usando la lógica y la ironía, mesurado siempre, empero,
aunque sin callar nada, Alberdi hace sentir al sanjunanino U
imprudencia de haberlo injuriado, de haberle atacado así, gra¬
tuitamente, hallándose en cordial amistad. Y como Sarmiento
107
t
Enrique Pofiolisio
parece que va a enloquecer de rabia, será preciso que su adversa¬
rio le invite a reportarse: "En Francia, Lcrminier escribió sus
Carias dirigidas a un berlinés, en que hizo pedazos a Thicrs, a
Guizot. a Cousin como escritores. ¿Salieron a la calle esos autores
como enajenados, a dar escándalos con insultos y obscenidades de
un ebrio? No, ciertamente; y la crítica soportada con dignidad
no les impidió ser lo que son”.
Alberdi se halla sumamente ocupado por aquellos días, pero
es preciso terminar lo empezado. Y comienza la cuarta carta:
“Andaré breve en esta carta, para cumplir cuanto antes con Vd. ;
porque espero que mi critica seria y respetuosa de su persona y
talento, reconozca el ejercicio de un derecho, que el talento ver¬
dadero respetó siempre cuando se ejerció en su contra. Ocupa¬
ciones mayores que mi tiempo y mis fuerzas, me han obligado a
emplear el feriado, pasado en Quillota, en esta redacción de me¬
ro interés político. Vd. me lleva la ventaja de vivir en la prensa,
mientras yo apenas puedo regalarle los instantes que me deja li¬
bre el foro.
“Rara vez o nunca hablo de mí. Tengo por ridículo el yo,
como dice Pascal. El yo es odioso ha dicho Labruyére, y permí¬
tame agregar que el yo es culpable, cuando la agonía de la patria
impone a sus hijos el deber de olvidarse de si, para pensar en
ella.
“El hablar siempre de sí parece necesidad emanada del sen¬
timiento de reprobación universal. Tengo la vanidad de creer
que no necesito vivir vindicándome.
“Robespicrre y Marat hablaban constantemente de sí mismos.
Tenían razón, lo necesitaban: ¡debía hablarse tanto mal de
ellos!”
Sarmiento percibe dolorosamente estas palabras ; se siente
injuriado, él, que tanto injurió. La comparación con Marat y
Robespicrre, especialmente, le llega al alma, le duele como un
latigazos en la cara, y, puerilmente anonadado, como esos niños
llorosos que vuelven llenos de contusiones cuando han ido a dar
de moquetes, angustiado y suplicante, el gigante exclama: “¿Por
qué compararme, Alberdi, con los hombres más manchados en
sangre, sólo porque me les parezco en mi vanidad? ¿No siente,
108
A l b e r d i
Alberdi, toda la atrocidad de esas injurias, más atroces todavía
por la calma infernal con que son vertidas? ¡Relea usted su libro,
Alberdi, y recuerde que no hay momento primo que lo disculpe,
que es elaborado, meditado fríamente en el retiro, entre las flo¬
res de los jardines; y que hay en él el intento, el plan de matar
políticamente a un hombre !”
Pero Alberdi, arrastrado a uiia controversia que trató de evi¬
tar, ha cobrado ahora un impulso que no quiere ni debe detener.
Las Qttillotanas tenían un motivo político e impersonal; pero
el honor, la sinceridad, el prestigio de Alberdi reclaman una de¬
fensa. Sarmiento ha callado ya. El implícito pedido de clemen¬
cia del sanjunanino, que ve en la respuesta de Alberdi "el plan
de matar politicamente a un hombre”, ha querido señalar el fin
de la disputa. Pero su adversario tiene todavía algo que decir:
ahora todo atañe a su persona. Y hablará, a pesar de lo poco
que le agrada referirse a si mismo. En La Complicidad de la
Prensa cu las guerras civiles de la República Argentina, apasio¬
nante secuela de las Quillotanas, defenderá su honor, refutando
las calumnias que, a manos llenas, ha esparcido aquende y allen¬
de los Andes su desorbitado compatriota.
Tiene motivos y fundamentos más que suficientes para llevar
a los tribunales a su deslenguado antagonista; pero no lo hará
porque no necesita su castigo material : “el error del que ultraja
..
está en creer que haya otra afrenta que la de su delito. Puedo
estar infatuado; pero creo que la injuria de su rabia cae sobre
mi vida» como la lluvia en el marmol, para blanquearla... La
vergüenza de un escritor procaz no está en ir a la prisión, sino
en merecerla. ..
“Con la calma con que el naturalista examina la escoria que
el volcán arroja a sus pies, yo estudiaré en el interés del progre¬
so y de la libertad, el fango echado sobre mis vestidos por el
carro de la prensa bárbara ..."
Y entrando resueltamente en materia:
“¿ Me llamáis mal abogado después de haberme recomendado
tantas veces al público de clientes, porque he criticado vuestras
obras? Quiere decir que me habríais llamado Papiniano si las
109
110
Alberdi
Montevideo, donde estaba accidentalmente. La presencia de
Rosas en el gobierno me tenia allí. . . Si mi presencia en Chile
fuera una defección, otro tanto podría decirse de la suya.
"No me defenderé de sus insultos, dirigiéndole otros. Pero
haré que me tribute enmienda honorable y repare asi, con su
propia mano, los ultrajes que ha hecho a la verdad, a la ley y a la
antigua amistad. A sus injurias no daré más castigo que repro¬
ducir sus elogios..., No lo haré por jactancia; no quiero sus
elogios; se los devuelvo todos, es decir los doy como no tribu¬
tados ni recibidos..."
Y en seguida reproducirá las cartas laudatorias de Sarmiento,
desde aquella escrita en 1838, por un joven de veintiocho años
a otro joven de la misma edad, en que se refería al "brillo lite¬
rario" del nombre de Alberdi y a “las bellas producciones con
que su poética pluma honra a la República”, declarándose su
“obsecuente admirador”, hasta las últimas, donde decía, entusias¬
mado, de las Bases-. “Su Constitución es un monumento... es
nuestra bandera, nuestro símbolo... va a ser el Decálogo Ar¬
gentino. Por estas razones, por la inmensa notoriedad que le
dará a Vd. y por el talento y principios que revela, temo que el
General Urquiza no se lo perdone a Vd...." (Sarmiento creía
que el general odiaba necesariamente a todos los hombres de
talento).
Tampoco omitq reproducir párrafos de aquella otra, del san-
juanino a Urquiza, en que pedía un nuevo Congreso donde debía
figurar en primer término el nombre de Juan Bautista Alberdi.
Lo hace un poco avergonzado de la exhibición de tanta ala¬
— —
banza. “Muy necio y ridículo afirma es reproducir elogios
a favor de uno mismo, pero la acción tiene disculpa cuando es un
medio de represalia empleado en lugar de recriminaciones o in¬
sultos destemplados. En lugar de devolver fango, ¿no es mejor
que yo arroje al señor Sarmiento sus propias flores secas?”
111
——
diciendo improperios después de corta permanencia. Ahora
comprende la vuelta a Sud América ha sido experiencia alec¬
cionadora que le será gratísimo frecuentar de nuevo sus mu¬
seos, sus bibliotecas, sus galerías de arte, sus salas de música,
sus bulevares jalonados, desde el anochecer, por doble línea de
112
’A l b e r d i
faroles de gas. Después de todo, ¡bah, la vida provinciana Je
Valparaíso, vagamente teñida de cosmopolitismo !
Hoy es el día de Ja patria. “Nuestro querido Juan Bautista”
siempre recuerda esta fecha con emoción de fecha familiar. En
viaje o en el extranjero se entristecerá encontrándose lejos de
sus compatriotas. Pero hoy no sucederá eso; vendrán los ami¬
gos. Almorzarán juntos, beberán y brindarán. Entonces Alber-
di, “que está haciendo un papel tonto en Valparaíso defendiendo
pleitos particulares” echará a volar sus últimas dudas y quedará
convertido en agente diplomático.
“Sabemos que el más grande abogado de este siglo, Daniel
O’Connell. no tiene más que un cliente; pero ése es el pueblo de
Irlanda.” Su caso no es distinto; a fin de cuentas sólo se trata
de cambiar el derecho privado por el público y defender, en vez
de intereses privados, los negocios de la patria. ¡La patria! Al-
berdi siempre usa esta palabra con una especie de untuosa ter¬
nura. Él la ama según una imagen hecha de liberalismo, frater¬
nidad y europeísmo que no excluye el sentimiento hondamente
americanista.
En seguida se comunica con Urquiza. Cartas van y pliegas
vienen. Pasan los días. Comienza a deshacerse de su clientela,
pero no de su casa ni de la totalidad de sus muebles, porque
piensa volver. No sabe cuando, pero no le cabe duda de que
volverá. Ante escribano, da poder a su amigo Borbón para la
administración de sus bienes mientras dure la ausencia. Y en
una pequeña libreta de tapas veteadas, muy semejante a las que
aún hoy se usan, deja instrucciones minuciosas. Todo queda
previsto allí, desde las cuestiones substanciales hasta las peque¬
neces de la vida doméstica: pagar, a Freyre una onza; a José
media; cuarenta pesos al sastre por un.' paleto. Enviar una onza
mensualmentc a doña Petrona Abadía y Magán... Entre una
y otra cosa ha transcurrido el resto del año y ya se halla bien
entrado el siguiente. La gente ha vuelto de sus fundos ; las hojas
secas y crujientes, son arrastradas por el viento que, al atarde¬
cer, comienza a ser bastante frío.
113
114
L Alberdi
. se les escapa. Después de medianoche, se encaminan de nuevo
al puerto. Diestros remeros indígenas impulsan la chalupa que
$ les lleva al vapor. Y allí quedan otra, vez hasta las tres de la
• mañana charlando y bebiendo brandy. A esa hora Gutiérrez
abraza al viajero, le regala una hamaca y regresa a tierra.
Alberdi se marcha a dormir; está muy satisfecho. “Ojalá
el país lo haya pasado tan feliz como su representante para Eu¬
ropa.” El brandy y el agradable encuentro le han hecho olvidar
. un suceso escalofriante acacecido a bordo esa misma mañana:
í la muerte de un pasajero atacado de fiebre amarilla.
i En Panamá le acoge el Hotel de Luciana. Alberdi se siente
•
i muy bien. Esa vida variada y ágil es la que conviene a su ín-
i quieto temperamento, eternamente asechado por la tristeza y el
s pieen, secuela infeliz de su inmensa soledad espiritual de célibe
i obstinado.
1
La Estrella de Panamá anuncia su llegada. Los señores Hur-
.1 tado, Gogorra, Arosemena, Calvo y el Obispo le visitan. En vís¬
peras de constituirse el istmo en Estado, surge el problema de
su ley fundamental. El proyecto de constitución de Alberdi para
la provincia de Mendoza y sus últimos escritos sobre derecho
V federal son muy oportunos y los diarios se ocupan de ellos.
. “Treinta y cuatro pesos por siete días, sin incluir los vinos
j que yo los compraba fuera” le cuesta el hospedaje en Panamá;
y una mañana, saldada su cuenta en el hotel, se dispone a partir
hacia Colón. Va a atravesar la América por su parte más del-
• gada. En la estación, la suciedad de los pasajeros yanquis casi
le hace renunciar al viaje. Alberdi tiene de la vida material
11 un concepto sorprendente en su medio y en su época ; desde
’> los tiempos de su juventud las incomodidades han sido su tor¬
mento. El desaseo y la falta de confort son para él otras tantas
; tragedias. Y esos yanquis sudorosos, malolientes y alborotado¬
res le llenan de una desolación pueril. Se decide por fin, como
? quien toma un amargo medicamento y logra ubicarse al lado
de un norteamericano joven y simpático, aunque sucio como to¬
dos ellos. Pero Alberdi es incorregiblemente amable y pronto
ambos se hallan cambiando “civilidades”. El yanqui le convida
115
— —
y elegancia. La Plaza de Armas la clásica plaza de todas las
ciudades hispano-americanas se llena de una indolente multi¬
tud que se derrama alrededor de sus jardines sus árboles y sus
fuentes rumorosas; la retreta deja oír una “música brillante”
Pero en el centro del paseo, la estatua de Femando VII, rodea¬
da de canteros floridos, le produce una impresión extraña y
triste. ¡Aún ahí, a más de cuarenta años del 25 de Mayo!
Como todos sus compatriotas en aquel momento, Alberdi
tiene la fobia anti-española y está saturado de la mística revo¬
lucionaria. En el Campo de Marte, se desquita mentalmente:
allí ve desfilar la caballería hispana bajo las órdenes del capi¬
tán general; por asociación de ideas este espectáculo le recuerda
a nuestros gauchos y esto le hace reír “secretamente”.
Solamente dos días permanece en la isla, alojado en el Hotel
da”. En la ciudad ha habido algunos casos de vómito negro y
da”. En la ciudad han habido algunos casos de vómito negro y
a bordo del Imperial City, que lo conduce a Nueva York, una
mujer muere del cólera. Pero Alberdi se siente optimista y
desborda bienestar físico y moral. Su salud se mantiene exce¬
lente, gracias, sobre todo, al uso del ron de Jamaica, “que
es balsámico”.
— —
Diez días en Nueva York Hotel de San Nicolás , pobla*
116
Alberdi
ción enorme donde el "egoísmo toca en lo sublime”. Y luego a
Baltimore, previa escala en Filadelfia para visitar la sala en
» que se declaró la independencia. Allí está la campana que anun¬
ció el gran acontecimiento; sobre ella, un águila disecada tiene
en sus garras el mundo .. .
En Baltimore, ciudad suntuosa fundada por católicos y
aristocrática en su origen, vuelve a chocarle, como años antes
en Brasil, el espectáculo de la esclavitud. La gente, sin embar¬
go, es afable y cordial. Alberdi tiene, además, muy buenas
relaciones. Por ejemplo, esas señoritas Hobson, sus viejas ami¬
gas, viven ahora nostálgicamente allí, frente al parque de Fran-
klin. Ellas conservan un excelente recuerdo de Chile y un retra¬
to de Matilde Sarratea. También vive ahora en la ciudad Mr.
Wand, antiguo vecino de Valparaíso.
En Baltimore pasa días muy agradables visitando cuanto
merezca la pena verse. La ciudad, observada desde lo alto de
¡ una colina, es población pintoresca. Se divisa de la altura, la
( ciudad, el bosque y el río; más lejos, el mar circundante. El
panorama es seductor; todo se mezcla en un cuadro de bellas
tintas.
Un día cierto caballero norteamericano le dice:
k ¿Quiere usted comer mañana con nosotros? Vendrán va¬
rios amigos, abogados en su mayor parte; estará usted a gusto.
Le prometo que no se aburrirá.
Alberdi acepta y afortunadamente los comensales no le de¬
fraudan. Entre ellos hay un personaje insignificante, agobiado
por la grandeza de su apellido : un nieto del marqués de Lafa-
yette, que ha venido a reclamar al Congreso unas tierras regala¬
das a su abuelo. Se habla de política; se comenta a Tocquevi-
Jle. Uno de los presentes expresa la idea de que en los Estados
Unidos el gobierno bien podría dejar de existir sin que nadie
lo notara. Alberdi, que ha vivido en Sud América la realidad
opuesta, reconoce con envidia la verdad de la observación, j Ah !
¿Por qué no podrá decirse otro tanto de la Confederación Ar¬
gentina. .. ?
Pero él, asqueado del pasado, no pierde la fe en el porvemr
y cree hallar en Baltimore la muestra de “lo que serán Corrí en-
117
— —
capital está escasamente poblada bastante menos que Buenos
Aires y ofrece la impresión de una ciudad de campo con sus
calles espaciosas llenas de árboles frondosos y grandes prados
donde las vacas se encuentran a sus anchas.
Pero el Capitolio, sobre una colina y rodeado del parque
“más ameno”, es realmente imponente. No está terminado aún.
Habiendo conocido Europa, la Unión no puede sorprenderle
sino moderadamente. No obstante, la vista de ese mundo anglo¬
sajón trasplantado a la América muestra a su curiosidad de mís¬
tico del progreso aspectos muy seductores. La oficina de pri¬
vilegios de invención ubicada en un edificio monumental donde
se conservan los modelos de los inventos, forma un museo de
apasionante interés. Es el museo del futuro. El del pasado lo
constituye una sala donde se guarda la casaca de Washington
— —
a la que los fanáticos han arrancado tres botones d bastón
de Franklin y el acta de la independencia. “El señor Gillins,
sabio astrónomo de la Unión, era mi ilustre cice-one. Jamás
he conocido sabio más modesto, ni hombre más hospitalario ;
nunca olvidaré su afabilidad.” Anota luego en su diaria : “Cada
hora es mayor mi admiración por la manera de ser de este país
tan manso, modesto, grande y capaz”.
“Modesto. . .” sí. Ningún alarde, cierta llaneza en el trato,
una especie de cordial familiaridad es lo que encuentra en
cuantos trata. Mr. Caleb Cushing, secretario del Departamento
de Relaciones Exteriores, va a verle al Hotel trillará, donde se
iloja. (Recordemos de paso que el Hotel trillará “es menos que
?! del Quillota en ciertas cosas del servicio”.)
Alberdi no inviste representación oficial ante los Estados
Jnidos; viene, además, de un continente materialmente atrasa-
’o y donde forman mayoría los indios, donde no hay industrias
i comercio; donde gobiernan los déspotas y donde los manda-
118
A l b c r d i
tarios se imponen por lo común después de una batalla. Pero
Mr. Cushing tiene para él las más finas atenciones. Le regala
escritos suyos, le lleva en su birlocho a pascar por el parque del
Capitolio, departen largamente. Quizá este recibimiento caluroso
se deba a una recomendación extraordinaria: la de Mr. William
Whcehvright, que ha sido cliente de Alberdi cu Valparaíso y
cuyo retrato de prominente ciudadano puede contemplarse en
el museo de Washington.
Una noche van al palacio presidencial. Hacen el trayecto a
pie, desde el hotel, gozando de la tibieza del aire impregnado de
gratos aromas campesinos. Previa visita al edificio pasan a ver
al presidente que los recibe en un saloncillo donde también
aguarda el ministro de Rusia. Luego, ya solos, entran en el
despacho privado.
El presidente. M. Franklin Pierce, tiene cincuenta años; es
también un hombre sencillo y cordial. En verdad, todavía Al¬
berdi no ha podido encontrar en la Unión alguno que no lo
sea. "Nuestro don Juan Bautista’’ habla por espacio de una
hora y Mr. Picrce le escucha con la más concentrada atención.
‘‘Es preciso hacer triunfar al principio de la libre navegación
de los ríos, en bien de todos”, postula Alberdi. La política con¬
traria implica "ayudar al Brasil a dividir la República Argentina
y darle lo que busca, que es quedar gigante en medio de pigmeos,
y dominar las bocas de los dos grandes ríos de Sud América:
el Amazonas y el Plata. Ya tiene seis mil hombres en Monte¬
video. es decir en la margen izquierda del Plata. Ahora empuja
a Buenos Aires hacia la independencia, que le haga ser un se*
gundo Montevideo. Mañana fomentará en él la guerra civil:
y para restablecer la paz se hará pedir por alguna facción el
apoyo de otros seis mil hombres... Asi quedará dueño de las
bocas del Plata. La República Argentina ha proclamado la libre
navegación en el interés de su propia organización y progreso. ..
Para asegurar el nuevo estado de cosas, fundado sobre todo en
el libre comercio, la República escribió en tratados con los nacio¬
nes extranjeras el principio constitucional de la libre navego
ción. A ella le importa conservarlo, porque es el eje de su nuevo
régimen... Y como esto es justamente lo que conviene a las
119
120
Alberdi
despide de Mr. Cushing, tiene media batalla ganada sin haber
pisado Europa. En los Estados Unidos su misión ha terminado.
Tres días después, se halla en Boston, en procura de un
navio que le lleve a Europa. Ya no tiene deseos de repetir la
aventura del Edén, ni la del Benjamín Hort. Visita el Africa y
lo encuentra maravilloso. No le queda sino esperar el momento
de la partida. Entretanto, recorre la ciudad. “He examinado la
Biblioteca de la Casa del Estado, toda referente a materias de
—
legislación y gobierno.” Luego ¿cómo podría omitir esto?
la Universidad de Cambridge, “en donde fue profesor Story”.
—
Y en su pausado vagar por las calles de Boston, este incansable
observador comprueba “que abundan mucho las narices cortas
entre las mujeres, que son pálidas^ de ojos expresivos, y dicen
que literatas”.
Gradualmente el país le conquista. Ha entrado con cierta
frialdad, quizá con un poco de prevención. Probablemente no
había olvidado el ataque a las Malvinas por la fragata norte¬
americana Lexington, atropello del que Buenos Aires no había
podido aún obtener satisfacción. Pero Alberdi no tiene instruc¬
ciones de remover esa cuestión originada veintitrés años antes.
Y la llaneza de esos yanquis, su admirable progreso, su grandeza
material, las finas atenciones que le prodigan, acaban por ren¬
dirla
Un hecho insignificante y doméstico adquiere para él un
valor ejemplar y simbólico. A las diez de la mañana da su ropa
a layar. A las siete de la tarde se la devuelven planchada y
flamante: “en nueve horas lo que en nuestra América del Sud
—
se hace en nueve días” exclama maravillado.
122
XII
!
।
123
i
i
।
I
i
— —
mucha amabilidad. Y en español que posee “a las mil maravi¬
llas” pregunta por la salud de Alberdi y la del presidente de
la Confederación. Después de estos cumplidos de ritual, entran
en materia.
—— ¿Qué hace el Brasil?
Nos molesta hoy; además de ocupar la Banda Oriental,
induce a Buenos Aires a desmembrarse de la República, con la
idea de crear muchos estaditos pigmeos en las bocas del Plata
y dominar ese río.
—— Pero no conseguirá tal cosa. ..
No, porque Inglaterra no se lo permitiría.
— —
Ni se lo permitiría Francia ni los Estados Unidos agrega
modestamente Lord Clarendon.
La abstención, la no intervención, es todo lo que queremos,
porque reconocer dos autoridades en la República cuya Consti¬
—
tución sólo reconoce una, es intervenir” insiste Alberdi.
724
A l b e r d i
—Es
— —Los —
revolucionar confirma Lord Clarendon vivamente.
¿Y Buenos Aires se unirá a la República?
intereses la arrastrarán a ello y se unirá tanto más
—
pronto si no halla apoyo en la política ertranjera contesta
convencido.
La llegada del embajador francés interrumpe la conferencia.
Alberdi se despide prometiendo un Memorándum. Sale satisfe¬
—
cho de los resultados y encantado con Lord Clarendon. “Mi
venida ha sido a tiempo” exclama.
Nuevas entrevistas afianzan en su espíritu una sensación de
tranquilidad; llega a convencerse de que, por el momento, nada
¡
—
debe temar Urquiza de Inglaterra. “El gobierno inglés le ha
dicho categóricamente Lord Clarendon no ha pensado cambiar
—
ni cambiaría la política seguida hasta aquí para con la Confe¬
deración.”
Con respecto a los temores hacia Brasil, el ministro los cree
exagerados. Alberdi insiste en que no se trata de una prevención
personal, que se atiene al texto de sus instrucciones.
“Cuando le dije que los brasileros perdían su tiempo, que
cedían a una aberración de casta, que para nosotros no eran
lo que los yanquis para los mejicanos, y le agregué:
—
“ No crea V. E. que los portugueses de raza nos absor¬
berán a nosotros, españoles de origen.
— —
“ Por supuesto me contestó soltando la risa”.
Y como ha estado largo tiempo en España, Lord Clarendon
comprende lo intencionado del dicho.
En cuanto al apoyo del gobierno británico para influir con
el de Francia a fin de traer a este país a la misma política, se
lo promete sin vacilaciones.
El 29 de agosto el enviado argentino cumple cuarenta y cinco
años. halla solo, y por lo tanto expuesto a caer en uno de
esos accesos de melancolía tan frecuentes en él ; pero las preocu¬
paciones de la nueva situación, le distraen totalmente. Influye
la actividad en que vive; se siente satisfecho. “Buenos signos
— —
escribe alegremente .El día está hermoso, yo estoy sano.
A la hora del almuerzo tocó bajo mis balcones, un largo rato, el
más elegante órgano que haya oído en Londres.” Alberdi ama la
125
treactos
—
septiembre, atentados contra el emperador. Rellénanse los en¬
—
como para que la gente no se aburra con fiestas,
conciertos y brillantes saraos, todo entremezclado con la guerra
de Oriente y la Exposición Universal que hace olvidar muchas
cosas.
— —
Los nuevos bulevares bordeados de palacios surgen como
por arte de encantamiento; los edificios históricos ofrecen hos¬
pitalidad a los soberanos y gobernantes extranjeros que vienen a
París para contemplar, en una construcción improvisada sobre
los Campos Elíseos, la flor de las maravillas de la industria
humana.
Por las noches, los fuegos de Bengala, atraen y enloquecen
a la multitud. Pero en estas fiestas, la guerra de Crimea pone
de vez en cuando un velo de crespón que corta la alegría de
los festejos; mas un desquite confortante sigue casi siempre de
cerca a las infidelidades de la Fortuna para con esta nación
optimista.
Los trabajos de embellecimiento de la ciudad y los prepara¬
tivos para la Exposición Universal, cuya magnificencia no ha
sido igualada, absorben y apasionan a los franceses, que vienen
desde todos los rincones del país para mezclarse con millares
de extranjeros deseosos de contemplar tantas cosas portentosas.
126
A l b e r d i
127
——
Veinte mil expositores del país y del extranjero la pro¬
porción se equilibra, para orgullo de los franceses han res¬
pondido a la invitación del gobierno imperial ; ellos ofrecen, por
intermedio de sus representantes más destacados, una gran fiesta
en el Hotel du Lonvre, en honor del príncipe Napoleón y de la
Comisión Imperial. Y el país entero, sin distinción de partidos,
está satisfecho de un gobierno capaz de darle, en tan pomposa
ostentación, a la vez la prosperidad y la gloria.
En ese maremágnum de fiestas, recepciones, bailes y con¬
ciertos, llega Alberdi a París a tiempo para visitar la Exposición.
Los hoteles están repletos; muchos forasteros han tenido que
albergarse en terrible hacinamiento o dormir “a la belle etoile” ;
y hasta la comida llega a resultar escasa. París no está prepa¬
rado, en 1855, para recibir ese aluvión de turistas.
Pero Alberdi, afortunadamente, no tiene que pensar en pro¬
blemas de alojamiento, cuestión grave y capital para él, punti¬
lloso en asuntos de confort, pues dispone de la casa de Mariano
Balcarce que, hallándose en el campo, se la ha ofrecido. No
será, pues, el antiguo ministro rosista quien le inicie en los se¬
cretos de la complicada etiqueta de la corte de Francia. Pero
Alberdi tiene amigos en todas partes. D. Manuel Blanco En¬
—
calada ese guerrero anfibio a quien dedicara el Tobías, almi¬
rante y general, presidente de Chile aunque nativo de Buenos
——
Aires es a la sazón ministro chileno en Francia.
Hay en la corte de París una liturgia que debe usted
conocer, le confía Manuel Blanco, entregándole un escrito que
reza así :
— —
levita oscura, pantalón y chaleco a enormes cuadros. La cara es
redonda, afeitada, muy blanca lo que acentúa su aire de pa¬
yaso y luce, junto a su aspecto de satisfacción, una naciente
papada y un vientre bastante abultado.
El conde Walewski ha sido representante de Luis Felipe en
Buenos Aires ; entonces demostró falta de tacto, impericia y des¬
conocimiento del ambiente. El golpe de Estado de su primo Luis
Napoleón le llevó rápidamente al Ministerio de Relaciones Ex¬
teriores.
Walewski, que se ha ablandado en las alturas ministeriales,
recibe al representante Alberdi con mucha amabilidad. La en¬
trevista sigue, en sus línea generales, el mismo curso de la sos¬
tenida con lord Clarendon.
— —
Solamente Ud. comprenderá advierte el canciller que—
tenemos que “manejar” un poco a Buenos Aires por los inte¬
reses y la población francesa que hay allí.
La conversación es larga, tal vez demasiado larga. Alberdi
encuentra agradable a ese hombre gordo y vanidoso, bonachón y
feliz. Y al escribirle a Urquiza dándole cuenta de sus gestio-
129
nes, le refiere que lia tenido “la más cordial y atenta recepción
oficial”.
130
.1
I
Alberdi
Apenas tiene tiempo de pensar en otra cosa que en sus
tareas oficiales. Durante meses, nada sabe de sus íntimos. Las
j cartas de Chile tardan mucho en llegar. Por fin recibe noticias
de Borbón. La casa quinta ha sido arrendada al pastor protes¬
tante Trumball, en novecientos pesos. Se quedará el pastor con
parte de la servidumbre “mientras se hace práctico en las me¬
nudencias locales y sobre todo que le conozcan los perros”. Los
criados se han conducido con el reverendo de una manera tan
digna, "que ha llamado la atención de este señor, reconociendo
la educación inspirada por usted”. La lavandera no quiere co-
1 brar sus últimos servicios. Los sirvientes le visitan a menudo
para pedirle noticias de Alberdi, cuyo procurador, por su parte,
rehúsa recibir suma alguna por unas gestiones que han quedado
impagas. En cuanto a los amigos, todos le recuerdan "con ve¬
neración”; doña Constancia agradece vivamente el retrato que
Alberdi le ha enviado. Y, por último, Borbón espera siempre
.' “con el más tierno interés”, noticias del ausente,
i
16 de diciembre de 1855.
—
equivale a reconocer a Urquiza como jefe del gobierno nacional.
“Escriba Vd. a su gobierno le dice el conde de Walewski
que habiendo tomado en consideración lo que Vd. nos ha dicho
en su Memorándum y en las conferencias, y obedeciendo a otras
—
consideraciones de nuestra propia convicción, el Emperador, des¬
pués de maduro examen, ha tenido a bien disponer un cambio en'
la Legación del Río de la Plata, en virtud del cual M. Le Moy-
ne, ha sido mandado llamar a Francia, quedando en disponibili¬
dad. M. Lefébvre de Becour ha sido nombrado ministro pleni¬
potenciario cerca del gobierno del general Urquiza en Paraná,
y partirá dentro de tres semanas.”
132
XIII
PEQUEÑAS MISERIAS DE UNA DIPLOMACIA
6 de mayo de 1856.
133
134
A l b e r ' d i
Si en Washington, Londres y París las cosas fueron fáciles,
no sucede lo mismo en la Corte Pontificia. Reticencias, dilacio¬
nes, cautas maneras, mucha amabilidad y poca franqueza acaban
por sacar de su calma al novel diplomático. Pero logra disimu¬
—
larlo muy bien inmensa victoria que obtiene sobre sí mismo y
que consagra a su patria —
y sólo en sus cartas personales a
Urquiza y al Ministro de Relaciones Exteriores muestra su
despecho. Aunque católico y creyente, lo es a su manera; y,
desde luego, entre los intereses de la Santa Sede y los de la Con¬
federación prefiere los últimos. No puede, además, sustraerse
a las ideas de la época. Considera el derecho de patronato más
que nunca indispensable dentro de la estructura de un Estado
moderno. Todo eso se lo explica a Urquiza. Aprovechando esa
— —
facilidad tan aguzada en él de reducir cualquier problema a sus
términos más simples, sus cartas al general cuyo buen sentido
conoce pero de cuya ilustración tiene derecho a dudar son sen¬
cillas lecciones incidentalmente expuestas, como al pasar y sin
querer, mientras refiere el desarrollo de sus gestiones.
Poco ha tardado en advertir que Buenos Aires lleva la mejor
parte en Roma, mediante el apoyo del Cardenal Antonelli. Este
secretario de Estado, muy amable, muy suave, repite, lo mismo
que el Papa, Monseñor Caimella y Monseñor Berardi, como un
estribillo, la consigna: “Con tal que ustedes aseguren la manu¬
tención del Obispo ...”
Por el momento se trata, en realidad, de la designación de
un nuevo Obispo para la ciudad de Paraná de acuerdo con la
propuesta y los deseos de las autoridades de la Confederación.
Cuatro son las condiciones que exige el Vaticano para acceder a
tales deseos, todas ellas de previo allanamiento: 1’ dotación del
obispo ; 2’ erección y dotación de una Iglesia Catedral ; 3’ dota¬
ción de un Cabildo Eclesiástico; 4’ erección y dotación de un
Seminario o colegio eclesiástico.
— ¿En qué forma — pregunta además la Santa Sede se
—
propone el gobierno argentino pagar y asegurar la dotación de
la Iglesia del Litoral y de las otras de la República?
En la única que puede hacerlo el gobierno, de acuerdo a la
— —
Constitución, responde Alberdi. No replica la Santa Sede.
135
—
1
gentino allanara los requisitos canónicos.”
“ Addio, caro Alberdi. lo ti bendico.”
136
Alberdi
— —
ciones y todo por resultado de mi salud incompletísima. Si V.
E. me conociese de cerca añade no tendría necesidad de
137
— —
Y las confidencias de M. de Becour le aterran; sabe que
tarde o temprano más -vale temprano los agentes extranje¬
ros se cansarán de residir en el mísero poblado y tratarán de
139
142
A l b c r d i
derado abogado, nada le quita “el placer de trabajar” por la
causa de la unidad argentina, “toáos los días, incluso los domin
gos, seis y ocho horas”, aparte de sus tareas meramente deco¬
rativas en recepciones y banquetes.
í 143
I
i.
i)
Escaneado con CamScanner
XIV
144
Alberdi
Es en este momento, más que nunca, cuando se echa de
menos cierta metamorfosis de Alberdi. Llena interminables
cuartillas con el tema de su misión; pero no hay una palabra
para los reyes ni para la corte; y en cuanto al país, ni men¬
ción. ¿Nada ha apasionado al infatigable observador en el ho¬
gar común de todos los americanos? Esa corte y ese pueblo,
esa reina licenciosa y ese rey afeminado, esos generales dísco¬
los y ese pueblo que se debate entre isabelinos y carlistas, esa
capital aldeana y ese su desangrarse en una interminable pugna
política ¿nada dicen al curioso, viajero?
Es que Alberdi está muy ocupado. Diplomático sin auxi¬
liares, todo debe hacerlo él. ¿De dónde sacar tiempo para escri¬
bir impresiones aun sobre las cosas más sustancíales y en la
forma más somera? Ministro y amanuense a la vez, quisiera
que el día tuviese cuarenta y ocho horas.
Y aunque la vida social le lleva mucho tiempo, no puede
prescindir de ella. Es parte de su oficio. Conversa, recoge im¬
presiones, ausculta el clima espiritual de la tan zarandeada
España.
Entre sus nuevos amigos, distínguele especialmente lord
Howden, el romántico enamorado de Manuelita Rosas, que le
promete todo su apoyo ante la corte de Isabel II. Refinado y
elegante, John Hobart Caradoc es un personaje singular, una
especie de lord Byron de la diplomacia. Desciende de Caradoc
y de los antiguos príncipes de Gales. Nacido en Dublín en
1799, casa en 1830 con Catalina Skavronski, una de las muje¬
res más hermosas de Europa. Entonces se le conoce simple¬
mente como Coronel Caradoc, en cuyo carácter participa en la
batalla de Navarino. Muerto su padre, toma el título de lord
Howden. Está magni ticamente relacionado, es realmente seduc¬
tor y tiene mucho mundo. Ha desempeñado misiones en Gre¬
cia, en Oriente y en España durante la insurrección carlista.
Dejó su banca en el Parlamento para marcharse al Brasil,
como plenipotenciario. Después hizo su aparición en el Río de
la Plata. En la corte de Palermo, conoce a Manuelita Rosas,
por la que concibe una pasión avasalladora; pero la hija del
dictador le ofrece solamente su "cariño de hermana”. En aquel
145
usted les ofrece de pronto algunas sumas, por deudas, eso sí, !
será lo único que les mueva e interese”. ?
El tiempo pasa. La provincia de Buenos Aires tienen nume¬ 1
rosos agentes. Uno de ellos, don Eugenio de Ochoajestá vincu¬
lado con el marqués de Pidal, con muchas personas influyen¬
tes de la corte y hasta con la misma reina. Ventura de la Vega,
Juan Thompson y Mariano Balcarce, desde otras posiciones, I
146
Alberdi
trabajan también incansablemente para destruir la integridad de
la patria. Pero después de tres meses de idas y venidas; de
largas conferencias e interminables charlas; de cabildeos y en¬
trevistas con ministros, subsecretarios y funcionarios menores,
con el representante francés y con lord Howden, sucede lo
increíble: la firma de los pactos.
Alberdi siempre se enorgullecerá de haber subscripto el tra¬
tado de reconocimiento de la independencia argentina por parte
de España. Pero no repara que ha pagado por ello un precio
demasiado alto: la aceptación del principio jus sanguinis, into¬
lerable en un país aluvionario como la Confederación que re¬
presenta.
Hay en su vida, como en la de casi todos los hombres,
ciertas lagunas, determinados procesos mentales inexplicables
a la luz del sentido común. El que lo llevó a este! absurdo es
uno de ellos. Tan grosero error sorprende en quien es capaz,
por obra de su pensamiento, de ejercer en toda la Confederación
una suerte de despotismo mental que difícilmente logran sacu¬
dir en parte los espíritus más cultivados.
De más está decirlo: los tratados no serán ratificados así.
Alberdi, por otra parte, ha violado expresas instrucciones de
su gobierno. La reprobación pronto se hace sentir. Viene no
— —
sólo de Buenos Aires esto no puede sorprenderle ni le afec¬
ta sino de los hombres de Paraná, de su íntimo amigo Gutié¬
rrez, del Congreso, de todos. Sólo el general Urquiza, sin apo¬
yarlo, trata de suavizar los golpes.
La repulsa le afecta dolorosamente. Durante el resto de
su vida, como un torturante leitmotiv, el asunto de la nacio¬
nalidad asomará en casi todos los escritos.
Pero en aquellos días se halla muy lejos de imaginar todo
esto. Se le anuncia que Isabel'.II y el rey Francisco de Asis le
van a recibir y él acude a la Corte. “Me presenté con mi uni¬
forme; ella me recibió con el rey, de pie, y me trató de usted,
es decir como a extranjero, a pesar de no estar ratificado hasta
hoy el tratado de reconocimiento. No besé su mano.”
147
i
Enrique Popo lisio I
••
Esquelas de horrorosa ortografía y torpe letra; respuestas
breves de Alberdi, cuyo apoderado en Chile envía una onza
mensual para la mujer y el niño: he aquí en lo que ha venido i
L
Alberdi
para luchar por la vida. Y a todo esto, ¿qué clase de educa¬
ción va a recibir? Sugiere una instrucción, puramente comer¬
cial: contabilidad, francés e inglés. Lo demás, “sólo serviría
para hacerle perder el tiempo”.
No es difícil descubrir su pensamiento. Supone á su padre
hombre adinerado y piensa que no ha hecho por doña Petrona
y por él cuanto estaba a su alcance. Y aunque los recursos
del diplomático ambulante se hallan bastante mermados, el ban¬
quero Gil, de acuerdo a sus instrucciones, interna a Manuel en
un colegio frecuentado por jóvenes de la nobleza: la Maison
d’Education de M. l’Abbé Cointreau, en Versalles.
Alberdi acata los deseos de su hijo: le hace instruir espe¬
cialmente en materias lítiles al comercio. Y con insistencia de
dómine, incítale a estudiar fuertemente. “Sus deseos de verme
ocupado día y noche en aprender inglés, francés y contabilidad
— le contesta algo amoscado Manuel — se han realizado ya.
Espero que las noticias que le den de mí, cuando venga a París
serán de su agrado.”
Pero no es sólo la insistencia del padre lo que le molesta;
hay algo! mucho más penoso. La situación de un representante
diplomático con un hijo natural a su lado ofrece complicacio¬
nes desagradables que Alberdi había dispuesto salvar mediante
la ficción habitual: Manuel iba a convertirse en su sobrino.
Pero Gil se olvida de prevenir al muchacho o tal vez la carta
se extravía y la fórmula no es conocida a tiempo. En el Cole¬
—
gio afirma que su padre el Ministro de la Confederación
se halla en España. Luego se entera de que no debía haber
—
dicho tal cosa. ¿Cómo reparar el traspié? ‘Yo no me puedo
desmentir, así es que para hacer lo que Vd. me dice sería pre¬
ciso cambiar de pensión o hacerme conocer en adelante fuera
de ella como sobrino.”
Él no es ciertamente culpable de la gaffe. “Yo he cometido
— —
una torpeza se disculpa sin embargo pero esa torpeza es
perdonable porque la he cometido por ignorancia. . . Me pare¬
ció que podía decir aquí lo que tantos sabían en Buenos Aires.”
Y agrega, dolorido: “Esto le causará sufrimiento; a mi tam-
149
150
'A l b e r d i
versa sobre política. Está en Londres sólo por pocos días,
los suficientes para hacer imprimir su protesta, que repite como
— —
de memoria. “Me llaman por edictos dice ¿pues estoy loco
para ir a entregarme para que me maten?” Esto no le impide
manifestar su respeto por las autoridades del país; habla de
todos con moderación, incluso de sus mayores enemigos. Se
muestra particularmente agradecido hacia el general Urquiza,
a cuya bondad debe los recursos de que aún dispone. Y al final
inicia un soliloquio que se refiere a perros y a caballos. Habla
de su perro y de sus caballos; de los perros y de los caballos
ingleses. Alberdi, que nada entiende de animales, comienza a
aburrirse.
“Al ver su figura toda, le hallé menos culpable a él que a
Buenos Aires por su dominación, porque es la de uno de esos
locos y medianos hombres en que abunda Buenos Aires, deli¬
berados, audaces para la acción y poco juiciosos. Buenos Aires
es el que pierde en concepto a losj ojos del que ve a Rosas de
cerca. ¿Cómo ha podido este hombre dominar a ese pueblo a
tanto extremo?”
151
—
fianza. Y cuando el diplomático múltiple se ve precisado a
—
salir de París lo que ocurre a menudo las cartas del hijo le
siguen a todas partes. El tono es fundamentalmente diferente
ahora. Comprende que el padre, aunque ocupa un cargo muy
. j
,
152
0
XV
DÍAS AMARGOS
— —
en Estados Unidos y en Europa, Buenos Aires "la ciudad
imperiosa, dominante y tiránica” no se da por vencida. Una
y otra vez insiste; por último, hacia fines de 1857, consigue
que Francia le armita un encargado de negocios. Cuando en
los últimos días de diciembre Alberdi se entrevista con el conde
Walewski, éste le recibe más amablemente que de costumbre. "Y
ya eso me hizo creer que algo pesaba sobre su conciencia.”
Melosamente primero, adoptando luego un aire de grave¬
dad, el hijo de Napoleón resume todo cuanto ha hecho Francia
— —
en favor de la Confederación “Pero no podemos ir más ade¬
lante. .. agrega. De Buenos Aires se me preguntó si admitiría¬
mos un encargado de negocios. Yo dije que era un mal paso:
lo desaprobé, traté de disuadirlos, aconsejándoles unirse a la
Confederación. Ellos lo han nombrado. Teníamos que aceptarlo
o rechazarlo : no había otro remedio. Si lo rechazábamos, rom¬
píamos con Buenos Aires y no podemos hacer eso. Tenemos
allí doce mil franceses y nuestro comercio. Buenos Aires es
un Estado indepedendiente que se gobierna por sí ; y mientras
no se incorpore a la Confederación, tiene el derecho de tratar
con los Estados extranjeros. Es como si un Estado de Alema¬
nia o Suiza enviase un agente diplomático.”
Alberdi siente inmensa consternación al oír estas palabras;
después de dos años de cuidadoso trabajo, todo queda en la
nada, al menos en lo que a Francia se refiere. Buenos Aires
153
154
A l b e r d i
—
sólo encargado de negocios.
—
Nada de eso; esperemos le contesta Walewski . Si
—
su gobierno aprueba su protesta, entonces no podremos reci¬
birle ni tener trato alguno con usted ni con la Confederación. . .
La presión continúa. Inútiles son los esfuerzos para con¬
vencer al empecinado canciller. Solamente cuando -se sabe que
el gobierno argentino, lamentando el disfavor que parece hacer¬
les Francia al recibir a Balcarce, se abstiene sin embargo de
toda desaprobación directa o especial, esperando seguir contan¬
—
do “con la benevolente amistad de S. M. Imperial”, sólo enton¬
—
ces. “ Eh, bien, yo me alegro” exclama protectoramente *4
mofletudo ministro de Relaciones Exteriores.
En cartas personales, Alberdi demostrará al general Urqui-
za cuán distinta es la actitud de Francia según se trate de la
Confederación o de Inglaterra. Walewski, “que no recibiría
una protesta tal del más grande poder de la tierra”, tolera man¬
samente fuertes palabras de Gran Bretaña con motivo del inci¬
dente suscitado por la tentativa de asesinato de Napoleón.
En Paraná, el vicepresidente y el ministro de Relaciones
Exteriores reaccionan de muy curiosa manera. Piensan que el
incidente no se habría producido de haber' presentado Alberdi
con anterioridad su credencial de ministro. Alberdi se entera
— —
de esto. “¡ Inefable ingenuidad ! ¡ Pobre Carril ; chochea 1 ex¬
clama furioso .• Todos los ministros de Sud América juntos
no valen en Francia lo que un secretario de la embajada ingle¬
sa o rusa. ¡Creer en títulos y no en el poder de los Estados!
Esto es lo de: ¿no alcanza un tiro? Pues que le tiren dos.”
155
156
Alberdi
Mal de su grado, Alberdi se debe a sus obligaciones sociales;
ahora, como ministro, con más razón.
No tiene tiempo para nada, fuera de su absorbente misión.
Y las circunstancias han cambiado tanto como su propio espí¬
ritu. Ya sus cuadernos no acogen las sabrosas anotaciones del
cronista vagabundo. Y sin embargo, por la penuria del erario
de la Confederación, sigue haciendo una vida errante. Pero
ahora tiene la cabeza llena de negocios y la cartera abultada de
papeles con los membretes de cinco cancillerías.
— —
cimiento y la vinculación; evoca el último abrazo; hace pro¬
testas de afecto y gratitud. “El hombre más perverso dice
conservaría siempre algún agradecimiento por la persona de
quien hubiera recibido servicios como los que usted me ha
hecho.”
Algunos meses después el muchacho se presenta al general
Urquiza. Lleva consigo una carta; Alberdi le recomienda en
ella como a su sobrino, a quien quiere mucho y cuya suerte le
interesa particularmente. “Su deseo es colocarse en algún esta¬
— —
blecimiento de campo para instruirse en la práctica de la agri¬
cultura” dice pidiéndole un destino.
Urquiza le manda al saladero de Santa Cándida, cerca de
Concepción del Uruguay; pero Manuel, haciendo honor a su
carácter abandona poco después el establecimiento, sin despe¬
dirse siquiera del general, dejando muy mal parado a su padre,
que le excusa como mejor puede.
157
— —
En agosto de 1859 a poco más de un año de haber regre¬
sado de Europa ya se encuentran Manuel, doña Petrona y
Ocampo en Bahía Blanca, mísero poblado constantemente ame¬
nazado por los indios. Manuel se lo hace saber a su padre en
carta afectuosa, agregando: “Le aseguro a usted que desde
que le he conocido, ha llegado a ser para mí una necesidad, ya
que no puedo verle a usted, el ver al menos su letra y el saber
de su salud”.
Y en diciembre de ese año la vida de los tres parece defi¬
nitivamente encauzada : han hecho construir una casa de cuatro
piezas, con corral y ciertas comodidades. Allí Manuel se ha
instalado al frente de un pequeño negocio, montado sin duda
con dinero de Alberdi. Doña Petrona y Ocampo viven en una
quinta en las inmediaciones del pueblo. Pero Manuel no parece
seguro de sus inclinaciones. Después de haber estudiado en
un colegio aristocrático de Versalles, se instala como pulpero;
y al cabo de pocos meses está ya harto de Bahía Blanca. Su
nombre aparece en las listas de las elecciones municipales ; pero
no resulta electo y muy pronto advierte que el pueblo no ofrece
perspectivas; comienza entonces a pensar en arrendar todo y
marcharse a otra provincia.
Pronto lo vital para; él va a ser salir de Bahía Blanca. Le
pide dos mil pesos en préstamo a su padre, quien fijará las
condiciones del reembolso. En caso de no podérselos propor¬
cionar. .. ¿no tenía Alberdi una mina, en Chile, en el Huasco?
Manuel le recuerda un viejo ofrecimiento, pues también está
dispuesto a ser minero.
158
XVI
159
hombres
manjar.
— Urquiza y Mitre — manotean para alcanzar el
——
ne su retiro del gobierno bonaerense. La Legislatura, a pesar
de la oposición de algunos de sus miembros demasiado lea¬
les al gobernador o demasiado fanáticos ha de exigirle la
renuncia. A D. Valentín no le queda otro recurso que mar¬
charse.
Por el Pacto del 11 de noviembre de 1859 Buenos Aires
examinará la Constitución de 1853 y expondrá los motivos de
disconformidad; la integridad de la provincia será respetada
escrupulosamente, pero su Aduana pasará a la Confederación.
La amnistía general y el retiro del ejército confederado parecen
disposiciones destinadas a terminar feliz y definitivamente la
lucha.
Haciendo honor a su firma, Urquiza comienza a evacuar el
territorio de Buenos Aires. La caballería se retira por sus
medios y la infantería es embarcada en numerosos transportes.
El vencedor recomienda y orden y disciplina y regala ocho mil
caballos al gobierno porteño. “No parecía la ofrenda una indi¬
recta o una ironía”.
160
A l b e r d i
— —
ses a Buenos Aires: “Ha triunfado la nación afirma genero¬
samente y ha triunfado la campaña y ha triunfado la ciudad
de Buenos Aires. Esta paz es para mí el mayor de los triun¬
fos porque es el triunfo de todos los argentinos ...” Y conclu¬
ye con un consejo noble y oportuno: “Sed argentinos y dejad
las armas para cuando la honra, la libertad y la independencia
lo exijan".
Hay alegría en la patria. Se cantan tedeums, se encienden
fuegos de artificio; se iluminan los salones para suntuosos
saraos; se danza también en los arrabales. Como en 1852, la
costumbre de bautizar con el nombre de Justo José a los niños
nacidos en noviembre, cobra nuevo auge.
Pero mientras parten los federales, el jefe de la defensa
lanza al ejército una curiosa orden del día:
“La paz está afianzada por la fuerza de nuestras bayonetas.
El ejército que os amenazaba no ha podido imponeros la ley
de la violencia, ni destruir! el orden de cosas creado por nues¬
tra soberana voluntad, pues, por el tratado que ha firmado, y
que el gobierno ha puesto bajo nuestra salvaguardia, reconoce
plenamente nuestra soberanía, deja el derecho y la fuerza en
las mismas manos en que las encontró, y se obliga a evacuar el
territorio del Estado sin pisar el recinto sagrado de la ciudad
de Buenos Aires”.
La jactancia está destinada al consumo exclusivamente in¬
terno, porque el mismo Mitre ha reconocido por aquellos días
que “los sucesos han hecho del general Urquiza el hombre más
espectable de la República Argentina, y su conducta en las
últimas negociaciones de paz han quitado a Buenos Aires el
derecho de vilipendiarlo”.
Noble y honrosa confesión. Urquiza, humano y compren¬
sivo, no quiere presentar ninguna reclamación. ¿Qué más le
da que Mitre se atribuya el triunfo? La unión nacional está
lograda; y el ex caudillo rosista se engrandece en el desinterés
y la modestia.
161
163
—
agente confidencial en Europa hasta que se realice la unión
—
nacional, ofrece este cargo con 200 pesos de sueldo al mis¬
mo agente de la Confederación.
Difícilmente se puede comprender cómo el señor Balcarce
’
pudo conciliar esta representación de dos gobiernos a menudo
en pugna; algo así como servir a Dios y al Diablo al mismo
tiempo. Pero lo cierto es que/ si bien rechaza el sueldo que le
asigna Buenos Aires, acepta en cambio el empleo; unificada
la nación, se refundirán también luego ambas representaciones
y D. Mariano Balcarce será, ministro argentino en París hasta
el día de su muerte, acaecida veintitantos años más tarde. (Cár-
cano. Intimidades, pág. 5S1 y sigs.)
Como para paliar la ofensa o tal vez para tranquilizar su . ;
conciencia, Derqui ha ofrecido al diplomático cesante el Minis¬
terio de Hacienda de la Confederación. Miguel Cañé le había
escrito entonces: "El gobierno de Paraná, sin Vd. por con¬
sejero, no está a la altura de las necesidades, y si Vd. viene a
formar parte de esa administración, tendrá que resignarse a
sinsabores de todo género. Vea lo que hace, con calma, antes
de hacer”. ¡
Alberdi no necesita que lo desanimen. Se niega a manejar
el tesoro menesteroso de la Confederación y se queda en Eu¬
ropa. f
Vienen los días de Pavón; Mitre llega a la presidencia. Y :
a fines de mayo de 1862, Alberdi recibe sus cartas de retira.
Es el desahucio definitivo. Desde ese momento Alberdi que¬
dará excluido por muchos años de todo cargo nacional. "Muy
— —
presto, señor ministro se apresura a escribir a D. Eduardo
Costa , pondré este documento en manos del soberano a quien
va dirigido." Y luego se extiende en algunas consideraciones
de carácter personal. Las cartas de retiro son el medio normal
y obligado de poner fin a una misión; el cesar por sí mismo
habría sido tomar una responsabilidad que ninguna necesidad
urgente justificaba. Ahora sí, puede hacerlo. Pero sin las car¬
tas, "¿por qué tenía yo que fugarme? Nunca dudé de la vigen¬
cia de mi carácter diplomático a pesar de la caída del gobierno
164
Alberdi
nacional del Paraná; yo representaba a la República Argentina,
no a la persona encargada del gobierno...”
Fuera de eso, ni él pensaba que se le confirmaría en el cargo
para deshacer su propia obra, ni su conciencia le hubiera permi¬
tido continuar con tal obligación. “Representante de una repú¬
— —
blica modesta finaliza su carta sólo he sido ministro para
los actos oficiales ; y al dejar mi puesto no tengo que suprimir
ni letrero en mi puerta, ni librea en mis sirvientes, ni armas m
mi coche: en todo lo cual, cediendo a mis instrucciones tanto
como a la necesidad, no he contrariado en nada mis instintos.”
Pero el gobierno que le ha mandado cartas de retiro, tan de
acuerdo a los usos diplomáticos, ha olvidado que esos emplea¬
dos del Estado tienen derecho también a sus sueldos o, cuando
menos, a los fondos necesarios para reintegrarse a la patria.
Alberdi se ve en la necesidad de recordar esta circunstancia
al Ministro de Relaciones Exteriores. El doctor Costa le anun¬
cia entonces que pronto será sancionada una ley que permitirá
al P. E. atender tales obligaciones.
Pero el tiempo pasa y la deuda no se le paga. Ha recibido,
sí, con anterioridad, diez libramientos que no pudieron hacer¬
— —
se efectivos. Y cuando un nuevo personaje Rufino de Eli-
zalde ocupa el Ministerio de Relaciones Exteriores, a él se
dirige Alberdi en busca de justicia: sin comparar títulos ni
servicios, alude a la situación de un cesante dentro de su pro¬
pio país, cotejándola con la de un diplomático que se encuen¬
tra en el extranjero. “Recibiendo mis cartas de retiro sin reci¬
bir los medios de retirarme, he quedado, en cierto modo,
desterrado. No aludo a gastos de viaje al hablar de medios de
retirarme, sino a los medios de dejar dignamente la posición
en que he contraído deberes que me inspiró el cargo público
que desempeñé en servicio de la nación y que pesan moralmen¬
te sobre su decoro, aun después de revocado mi carácter ofi¬
cial”.
Si Alberdi ya no es el Ministro argentino, él siempre es el
antiguo Ministro argentino; las humillaciones que sufra su
persona recaerán necesariamente sobre el prestigio de su país.
En virtud do tales motivos las leyes conceden al empleado di-
165
166
A l b e r d i
— —
de un pleito. "Ofrenda impertinente comentó indignado enton¬
ces porque la santa no podía querer sino lo justo; y si estaba
por la otra parte ¿qué podía hacer ella?”
Esas rigideces son auténticamente alberdianas ; solamente ra¬
zones muy extraordinarias pueden desviarlas ; y ahora la pasión
actúa en apoyo de su obstinación. Ha sido duramente golpeado ;
y él tiene, sin duda, la conciencia de que su trabajo y su talento
le dan ciertamente derecho a consideraciones sobresalientes junto
con los más grandes varones de la Organización.
Pero el empecinamiento y la inflexibilidad no son siempre
1os mejores caminos del éxito. Y menos la lucha con el océano
de por medio. Humillado y ofendido por quienes deben ser sus
amigos por la comunidad de miras, por quienes lo han sido per¬
—
sonalmente en otro tiempo Mitre, Sarmiento, se habían con¬
fesado en la mocedad sus apasionados admiradores intelectua¬
—
les se obstina en considerarse desterrado.
En verdad, su situación no es brillante pero tampoco tan
difícil. La casa bancaria de D. Pedro Gil, de París, le compra
sus créditos contra el gobierno nacional. Un señor Santa María,
industrial español radicado en Buenos Aires donde posee nego¬
cios importantes, recibe poder del banquero Gil. El apoderado,
que toma las cosas con el mayor interés, tiene vinculaciones con
todos los hombres públicos del Plata "desde el presidente aba¬
—
jo”. Además! y esto acrecienta el empeño de la gestión ha
conocido al doctor Alberdi en Montevideo y “le recuerda con
—
ternura”.
En tan buenas manos, el asunto parece bien encaminado. D.
José Borbón, excelente amigo de Alberdi desde los días de Chile,
167
168
A l b c r d i
"Colocado el asunto desde este punto de vista, no hay nada
que decir que no sea vergonzoso para los que han firmado esta
negativa: es evidente como la luz que esos señores temen su
presencia en ésta y por lo mismo usted haría mal en no venir
porque de esta manera les completaría el gusto. La importancia
política de la persona de usted está fuera de toda discusión y
nada lo prueba más que este procedimiento fríamente calculado
de nuestro ilustre presidente, lo que me ha desencantado de una
manera dolorosa.”
Y apabullado, exahusto, como un globo sin gas, finaliza el
bondadoso Borbón:
“Me queda un desconsuelo tan grande como Ud. puede ima¬
ginar y por consiguiente creo que el silencio expresará mejor
que las palabras lo que pasa en mi espíritu” (Alberdi, Escritos
Postumos, tomo XV, 189).
169
EL DRAMA DEL 65
—
cional no está del todo consolidado; la patria no se demarca
aún con fronteras. El brasileño ocasional aliado de 1852 •
sigue siendo el enemigo secular; los hombres de tierra adentro
desconfían, además, de Buenos Aires.
—
En Entre Ríos, en la estancia de Gregorio Castro, una hela¬
da madrugada del mes de julio, el general Urquiza recibe ur¬
gentes comunicaciones de los coroneles Victorica, Querencio y
Martínez : la noche anterior han huido en masa grandes contin¬
gentes de las bravas tropas reunidas en Basualdo para marchar
contra López. ¿Es realmente una deserción? No lo es. Esos
soldados “sienten el orgullo del combate. Es un desbande abier¬
to y en masa. No se oculta. Se confiesa y se afronta. Es un
estado de las almas fieles al propio sentimiento” (Cárcano,
.
Orígenes. .)
El general queda anonadado. Tiene sesenta y cinco años. •
Por primera vez sus leales entrerrianos se han negado a seguir¬
le. “Me he de sacrificar, si es preciso, solo”, le escribe al ge- i
neral Mitre. .
170
A l b e r d i
En varias provincias ocurren disturbios y sublevaciones. Se
afirma que el general Virasoro ha prometido encabezar la insu¬
rrección de Corrientes y mandar la vanguardia del ejército para¬
guayo. En esa provincia circula también la versión de que las
tropas de Urquiza engrosarán en cualquier momento el ejército
del mariscal.
Ésta es la guerra de los porteños, pero no la de todos los
argentinos, a pesar* de la agresión de López. Pesa mucho aún
el espíritu del caudillismo. Los hombres se clasifican por par¬
tidos, no por nacionalidades. Y los entretelones de la política
presidencial no son conocidos sino por muy pocos. Menos aún
el pensamiento íntimo o los proyectos del jefe del gobierno.
Tiene que ser así. Los asuntos de la Cancillería no pueden andar
de boca en boca. Y la política de Mitre confunde y descon¬
cierta a menudo, pues “es tan sutil y cambiante como la que
empleó su gran contemporáneo Cavour para dar nacimiento a la
Italia unida en medio del todas las adversidades... La sutileza
de ambos es debida a la necesidad en que se hallan de conciliar
los principios liberales con la práctica de Maquiavelo. Los Bis-
marcks y los Itos de este mundo son menos complejos, porque
no les incumbe la tarea complementaria de preparar una emulsión
espiritual estable de aceite y agua” (H. Box, 113).
Y porque los paraguayos siguen siendo hermanos de todos
los hombres del interior y porque se desconfía de Buenos Aires
y se aborrece al carioca, la guerra es odiosa en toda la República
excepto en la capital secular. Alberdi, en’ su lejano destierro,
no sabe ciertas cosas. De saberlas, quizá tampoco variara su
punto de vista. Sólo quiere ver la inflexible voluntad de domi¬
nación de Buenos Aires. El brillante pensador no se encuentra
en la mejor disposición de ánimo para percibir correctamente
la realidad política argentina. Su mente está nublada por el
dolor. Sus viejos amigos, hoy prohombres de Buenos Aires,
han sido muy injustos y duros con él. No le han reconocido sin¬
ceridad; no se han esforzado un instante por comprender sus
puntos de vista, por colocarse en su posición.
Ya en 1860, Sarmiento, el vencido de las QitiUotanas, había
vuelto a atacarle. Es norma caballeresca, terminado el duelo,
1 171
—
borrascas interiores. "Al comenzar la discusión de la Constitu¬
—
ción en esta prensa le escribe su fiel Borbón Sarmiento,
Mitre y Cía. cuidaron de presentar el nombre de Ud. con los
peores colores a esta sociedad, como su más encarnizado ene¬
migo. .
Felizmente el bravo y caballeresco Miguel Cañé salió en
defensa del amigo, en La Patria, defendiendo contra los ataques
de Sarmiento a "esa víctima ausente”, "pesadilla mortal” del san¬
juanino, que no contento con herirle usando todas las armas
prohibidas, vuelve a presentar a su adversario como un vulgar
postulante que vende su pluma y su conciencia por una misera¬
ble pitanza. "Si el doctor Alberdi recibió una misión para Euro¬
pa sin buscarla, como lo ha probado en sus cartas al señor Sar¬
miento, justo es que se pagasen los sueldos señalados para ese
empleo como se le pagan al Director de Escuelas los suyos sin
que nadie se queje de ello.”
"Defendeos con las armas de los hombres de altura e inteli¬
— —
gencia le dice al Director de Escuelas pero no traigáis la
calumnia en apoyo de vuestro odio y si queréis ser noble, esperad
a que el enemigo pueda contestaros en el terreno del combate.
Pronto le tendréis al frente y entonces, ¡oh! entonces haréis
como otras veces.”
La campaña antialberdiana no es de ese momento: viene
de muchos años atrás. La constante prédica ha envenenado las
—
almas y hasta Nicolás Avellaneda
— el hijo del amigo de la
mocedad i arroja sus banderillas contra el prestigio del cama-
rada paterno. Al él le contesta Cañé: "Me pesa por usted,
colega, porque si a la juventud le está permitido el entusiasmo,
le está vedada la calumnia y usted ha calumniado al doctor
Alberdi, a quien confiesa no conocer ni aborrecer, atribuyéndole
intenciones infames contra la patria y corrupción degradante”.
Si Alberdi poseyera el espíritu acomodaticio que le atribuye
Sarmiento, muy distinto fuera su destino. Pero su insoborna¬
ble posición no se doblega jamás. Es demasiado altivo. Si al
menos, como su amigo Gutiérrez, pudiera decir por un instante:
"¡Yo no quiero tener pasiones ni opiniones oficiales!”
172
/
Alberdi
— —
para constituir luego los Estados Unidos del Plata nueva y
estupenda Confederación según las aspiraciones de Juan Car¬
los Gómez, el argentino que nació en la otra Banda; quizá la
173
—
Pero ofuscado e ignorante de los magnos proyectos del pre¬
—
sidente Mitre si los hubo Alberdi se lanza contra él. Lo
hace primeramente en Las disensiones de las Repúblicas del
Plata y las inaquindciones del Brasil, pues en su opinión mucho
más temible el coloso tropical que el Paraguay de los dictadores.
En la condenación de la “funesta alianza” no se hallará, sin
embargo, solo: compartirán algunos de sus puntos de vista Juan
Carlos Gómez y José Mármol, entre los más notables; en las
postrimerías de la guerra habrá en el Senado ásperos debates.
Brasil imperial, motivo para Alberdi de viejas desconfianzas
y de honda antipatía desde los días de la juventud cuando salió
asqueado del espectáculo de la esclavitud en la capital carioca,
le parece infinitamente más odioso y temible que el Paraguay de
los dos López. Olvida en parte sus anteriores juicios, sus con¬
denaciones severas de las instituciones paraguayas, sus censuras
a la “Constitución de la dictadura o presidencia omnipotente” y
a esa “máscara de Constitución que oculta la dictadura latente”.
Llega a encontrar más liberalidad en la Constitución paraguaya
que en la de su propio país. Enceguecido, ataca así su propia obra.
Y en Los intereses argentinos en la guerra del Paraguay
con el Brasil recoge las imputaciones de cierta prensa porteña
que ha empezado a llamarle traidor. Al censurar una política
que, a su juicio, convierte a la República en instrumento, puente
o asno del Brasil, él no comete traición, afirma. La traición la
cometen los que auxilian con la sangre y el oro de' la patria los
intereses del país esclavista.
En sucesivos folletos desarrolla sus puntos de vista. Y en su
ofuscamiento, intenta dar a conocer sus escritos a Solano López,
valiéndose del ministro paraguayo Barreiro. Pero como éste
parece andar algo remiso en la comisión, se dirige a su amigo
Gregorio Benitcz, encargado de negocios de la misma Legación
— —
en París, rogándole 28 de junio de 1866 haga llegar sus
folletos sobre la guerra al presidente del Paraguay.
Pelham Horton Box recuerda que el general Mitre era un
mimado de la fortuna en la década 1860-70. Mas la fortuna
174
Alberdi
— —
agrega sólo concede sus favores a los que saben cortejarla
hábilmente. La figura no tiene originalidad; pero aplicada al
exilado Alberdi el contraste es evidente: en ese sentido era el
menos diestro de los hombres. Y a propósito de su carta a D.
Gregorio Benitez la diosa le juega una mala pasada. Pues la
malhadada epístola, por una serie de folletinescas circunstancias
va a parar a manos de Sarmiento. Y entonces el sanjunaníno,
que en Las Ciento y Una no retrocedió ante la calumnia acusán¬
dole de haberse vendido por un pobre empleo, se frota las manos
—
con satisfacción. ¡Traidor, traidor! grita a voz en cuello,
gozoso de poder pulverizar al odiado urquicista.
Cuando Alberdi lo sabe, se apresura a mandar copia de ella
al Plata. De esa carta resulta que él no pretende “del señor
mariscal [López] ni empleos, ni dineros, ni condecoraciones, ni
suscripciones. . Alberdi sólo anhela, para el futuro, “una liga
estrecha5 de mutuo apoyo con el gobierno argentino que repre¬
sente la verdadera causa de las provincias para poner a raya las
aspiraciones tradicionales del Brasil y de Buenos Aires respecto
a los países interiores...”
¿No es ese el punto de vista de los bravos entrerrianos ? ¿No
ven así las cosas casi todos los hombres de tierra adentro hacia
mil ochocientos sesenta y tantos?
Tal la traición alberdiana: considerar la guerra del Paraguay
— —
una simple lucha civil. Actitud sin duda extraña a la luz
de la razón en quien escribió las Bases, ^n el hombre que vive •
175
——
cuando termina su misión en Europa lo único que le retiene
en el extranjero después de Caseros no regresa a la tierra
objeto de sus estudios y de sus amores.
En su abundante correspondencia habla siempre, empero, de
sus deseos de retornar al Plata. Emocionado, guarda fotogra¬
fías que le envía desde Tucumán su sobrino Guillermo Aráoz:
once vistas de la ciudad natal que conserva “como precioso re¬
galo”. Y lega sus libros a la Biblioteca Pública que exista o se
forme en la capital de su provincia.
Manuel Alberdi, que en su existencia vagabunda ha ido a
parar a San Luis, le escribe desde allí: “Ud. me habla de sus
propósitos de venir a ocuparse de su profesión y yo creo que
no es desacertado. Además de que Buenos Aires o Montevideo
son ciudades en donde se puede vivir bien, el movimiento de
negocios es tal que los abogados, hasta las mediocridades, hacen
fortuna rápidamente. Asociándose Ud. algunos abogados jóve¬
nes y de trabajo que manejasen los expedientes y trabajando Ud.
como jurisconsulto, yo no dudo de que Ud. ganaría mucho dine¬
ro, pues lo natural es creer que sería siempre buscado con prefe¬
rencia el estudio de un abogado de su talla y de su reputación.
Ud. por otra parte tiene en el país gran número de amigos que lo
176
Alberdi
quieren y un sinúmero de admiradores entusiastas de su talento,
que contribuirían no poco a hacerle la vida placentera” (16 de no¬
viembre de 1873).
El programa parece, cuando menos, sensato; pero Alberdi
se conforma con las noticias, las once vistas fotográficas de
.
Tucumán, la expresión de su nostalgia y. . se queda en Europa.
¿Qué misterio hay en esta actitud?
La cosa no es difícil de entender. Ha salido de Buenos Aires
en 1838 huyendo de un gobierno tiránico ; a la caída del déspota
comprende que Caseros “no era para los circuidlos periodísticos
de Montevideo, sino para el país entero” y se coloca al lado de
Urquiza; esto significa su condenación. Los ataques se suce¬
derán. Primero le dejarán cesante como ministro ; luego le nega¬
rán el pago de sus sueldos. Y simultáneamente cierta prensa
porteña hará una implacable campaña contra su nombre. Por
último, el dicterio de traidor, la amenaza de un proceso, pende¬
rán sobre su cabeza, alejándole del país. Apenas si uno que otro
amigo tomará su defensa; la tarea es ardua, peligrosa y poco
menos que estéril.
—
Y así, treinta y cinco años después de su salida de Buenos
—
Aíres explica en Palabras de un ausente sigue reteniéndole
en el extranjero “la poca confianza en la seguridad personal con
que pueden contar los que desagradan.- al gobierno cuando el
país, por educación o por temperamento político, se desinteresa
de la gestión de su poder público, hasta dejar nacer en sus go¬
bernantes la ilusión de creerse un equivalente del país mismo”.
Y en semejante estado de cosas, si no es completa la tiranía,
tampoco es completa la libertad. "Yo sé — —
aclara que para
otros basta la libertad que consiste en el deseo de ser libre. Con¬
fieso que mi amor por la libertad no es un amor platónico. Yo
la quiero de un modo material y positivo, la amo para poseerla,
aunque esta expresión escandilece a los que no la aman sino para
violarla. Pero no hay más que un modo de poseer la libertad,
y ese consiste en poseer la seguridad completa de sí mismo.”
Seguridad... En esta palabra compendia el anhelo de toda
su vida: Alberdi habita donde la encuentra. No se resigna a
un vivir angustiado en la patria donde cada libro dado a las pren-
177
178
A l b c r d i
minablc guerra internacional ni se motejó con el epíteto infa¬
mante a quienes permitieron tales desmembraciones; en el caso
de Albcrdi y del Paraguay, si, con una insistencia sugerente. Ade¬
más no condenó solamente la guerra sino, y especialmente, “la
funesta alianza”. Y alli no estuvo solo: muchísimos porteños
compartieron sus puntos de vista; y el desarrollo posterior de los
sucesos le dió la razón. Había visto claro nueve años antes,
cuando conversando con el presidente Piercc, en Washington,
pronosticó el estallido de 1864. Una de las polémicas más famo¬
sas de su tiempo es la del doctor Juan Carlos Gómez con el
general Bartolomé Mitre, a propósito también de la “funesta
alianza”.
En lo que respecta a Sarmiento, es evidente que no han cica¬
trizado aún las heridas de las Qitillotanas. Las alturas no le han
apaciguado; y por otra parte los hechos, confirmando las pre¬
visiones de su adversario no hacen sino irritarle cada vez más.
Se cambian los ministerios, se buscan nuevas fórmulas de arre¬
glo, se hace lo indecible, pero todo se estrella ante la astuta
diplomacia fluminense.
“Con tales antecedentes y tales ideas, no hay duda de que el
actual presidente do mi país tiene mucha competencia para ver
traición a la patria cu la adhesión moral que di a la energía
con que el Paraguay resistió la influencia que hoy pesa como
plomo sobre el presidente que no ha podido firmar la paz a pesar
de su victoria, sino cediendo un tercio del territorio que esperó
tomar por el tratado de alianza.”
La victoria no da derechos, es el lema presidencial hacia el
final de la guerra; tal inspiración se basa, más que todo en el
espíritu de oposición a la política de su propio amigo y antece¬
sor en la primera magistratura. Y entonces, hasta los más paci¬
fistas, hasta aquellos que más tenazmente se opusieron a la gue¬
rra, comienzan a preguntarse para que la República Argentina
perdió milesi de hombres, para qué continuó la lucha después de
la expulsión de los paraguayos de Corrientes y para qué firmó
el tratado de la alianza.
La incongruencia es obvia; en Buenos Aires hay malestar y
confusión. Mariano Varóla, ministro de Relaciones Exteriores
179
180
A l b e r d i
181
— —
amigos : si viviese algún hijo del doctor Cañé Miguel Cañé
había muerto en 1863 dos mil pesos fuertes, “si tuviese la bon¬
dad de admitirlos como un débil testimonio de mi inalterable
reconocimiento por la paternal hospitalidad que debí en Buenos
Aires a la ilustre familia de Andrade. a que perteneció el doctor
Cañé, mi amigo y benefactor’’, Al doctor José C. Borbón "en
reconocimiento de preciosos servicios”, su reloj cronómetro de
bolsillo, de la fábrica French, de Londres; al doctor D. Fran¬
cisco Javier Villanueva; una caja que contiene su servicio de
mesa de plata labrada. “Si la señora doña Jesús Muñoz, de
Valparaíso, no tuviese inconveniente por su estado, que no co¬
nozco, en recibir un testimonio de respetuosa amistad de mi
parte, mi albacea se servirá entregarle el modesto legado que
me permito dejarle de tres mil pesos fuertes.” Sus libros profe¬
sionales guardados en Chile en poder del doctor Villanueva serán
para el hijo de este amigo que se hubiere dedicado a la aboga¬
cía; y los que tiene en París, encajonados, para la Biblioteca
Pública que existe o se forme en Tucumán, “mi querida ciudad
nativa”. Designa ejecutor testamentario "al que tiene toda mi
confianza en vida, mi honrado y buen amigo el señor D. Pablo
Gil”, a quien lega dos grandes barricas conteniendo sus cristales
ingleses de mesa y a quien suplica recibir con su “reconocimiento
anticipado un cinco por ciento de comisión por lo que tenga que
realizar para cumplir este testamento”.
¿De qué bienes se dispone para atender los legados? Alberdi
los enumera con el minucioso cuidado de un hombre de leyes.
Ellos son: la casa quinta de Valparaíso, “libre de todo grava¬
men”; ppos cinco mil pesos fuertes en poder del doctor Villa-
nueva; una barra de la mina Aria de Agua Amarga, en el
Huasco, Chile; veintitrés mil pesos en fondos públicos del seis
por ciento a cargo del banquero Gil y siete mil pesos fuertes que
aún Je adeuda la República Argentina por sus sueldos atrasados ;
por último, sus muebles existentes en Europa.
Tres grandes amigos ha tenido Alberdi en la juventud:
Echeverría el sapiente, Gutiérrez el íntimo y Cañé el caballero.
782
A l b c r d i
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A l b e r d i
definitivamente arraigado en Francia, el amo de Angelina Mar¬
garita y el protector de papá Dauje.
Vive a ratos en la aldea de Normandía donde tiene su casa
y a ratos en París donde alquila dos piezas en cualquier hotel
de segundo orden. A veces también se le encuentra en las calles
de Londres, o de Bruselas, adonde va por alguna gestión, gene¬
ralmente encomendada por firmas comerciales de la Argentina.
Su salud es buena; los años apenas han aminorado su ape¬
tito. Pero ya no come de ordinario “como un buitre”. Las
proezas gastronómicas del Benjamín Hort son algo muy lejano
que sólo queda en su cuaderno de viaje.
Como sigue siendo el hombre minucioso, el incansable guar¬
dador de papeles y papeluchos, que conserva por igual una cana
de Bernardino Rivadavia y la factura de una maleta que compró
en nueva York quince años antes, por sus cuentas de restaurant
podemos comprobar que dista mucho de vivir como un asceta.
Hay varias de 1874. En el Hotel de Saint Petersbourg le sirven
salmón, pudding, queso : sin duda aquel día se halla a dieta. Esta
otra del Hotel de la Gran Bretaña y del Continente denota
mejor disposición: sopa de tapioca, solé frito, gatean, camcm-
bcrt, Médoc. Pero donde su apetito recuerda un poco los tiem¬
pos mozos es en el Hotel de Deux Mondes et d’Anglaterre,
nombre en consonancia por su vastedad con el menú que sigue
y que corresponde a cierto día del mes de mayo de 1874: con¬
somé, soiiflc, filet, cótclctte, biscuits, Saint Emilión, Porto. Iba
a cumplir sesenta y cuatro años.
Alberdi, poco dado a ninguna sujeción, no tolera la tiranía
de las listas confeccionadas de antemano; él siempre come “a
la carta”. Y cuando le cobran más de lo justo, marca la fac¬
tura mediante un signo por demás sugerente: una manecilla
cuyo índice señala, acusador y amenazante, el punto preciso
donde se ha excedido el hotelero.
En Saint André de Fontenay, gente sencilla y buena se
esfuerza por hacerle la vida grata: Angelina Margarita Dauje,
—
su criada; Gastón Soudron, sobrino de Angelina; Monsieur
—
Dauje el bueno de papá Dauje , madame Blanche de Levas-
..
seur. Todos le quieren apasionadamente.
1S5
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Todo es simple y beatífico en el pueblecito normando. A la vez,
cerca y lejos de París; por el camino de hierro las distancias ¿e
acortan. La paz y el bullicio; la tranquilidad y el trajín. Todo
eso conviene al exilado para su trabajo y para su salud. Pues
él no es hombre de vivir en la absoluta soledad demasiado lar¬
go tiempo. El cambio periódico; la variedad de ambiente y
panorama es lo que le preserva del splcen, su enemigo mortal,
que a veces logra filtrarse a través de su siempre laboriosa
existencia.
1S7
I:
Escapeado con CamScanner
XX
i
COMO EL AVE FENIX i
188
A l b e r d i
— —
lógica. Pues es evidente que su prestigiq intelectual a pesar
del tiempo y de la distancia actúa e influye poderosamente;
pero aunque todos leen y conocen sus escritos, la persona del
pensador parece muerta para los. más de sus contemporáneos.
Sin embargo, en ese año 1877, muchos comenzarán a inte¬
resarse por el Alberdi viviente; dejarán de considerarle un sím¬
bolo; querrán verle, oírle, conocerle. En general, se considera
que se le ha tratado con justicia cruel.
Fechada pocos meses después, desde Mendoza, le llegará una
nota cordial y consoladora, subscripta por más de sesenta pro¬
hombres de esa ciudad; una nota saturada de cierto aire de
189
190
Alberdi
Y a la nota de Córdoba, sigue una de Salta. Alberdi está
maravillado. ¿Cómo explicarse esta resurrección de su prestigio?
Los saltcños, como los mendocinos y los cordobeses, repiten coa
distintas palabras idénticas ideas: “La República Argentina ha
tenido en vos, doctor Alberdi, uno de los hombres que más po¬
derosamente han contribuido a su gloria y a su honor, así por
la merecida celebridad de vuestro nombre en los países extran¬
jeros, como por los servicios de positiva utilidad, que desde <1
principio de vuestra vida pública, habéis venido prestándole a
aquella. . .”
Rememoran la injusticia y el destierro; encomian al “verda¬
dero redactor de la Constitución”; aluden al momento de paz
—
porque atraviesa la República : "Sí, doctor Alberdi concluyen
—
venid cuanto antes a recibir el homenaje de nuestras simpatías,
a escuchar nuestra voz de desagravio, pronta a levantarse...”
Y sus comprovincianos, le eligen diputado al Congreso de
la Nación. La elección, "que no tiene el menor defecto legal”,
ha sido aceptada por todos sin una protesta. No puede ser de
otro modo ya que, aunque sea duro decirlo, “es la primera vez
que triunfa en los comicios, una candidatura que no tiene en su
apoyo más mérito que el talento del candidato, contra las medio¬
cridades que comúnmente escalan estos altos puestos”; Alberdi
puede estar persuadido de que su diploma será aceptado sin
reparos por el Congreso de la Nación, pues “la provincia en
masa ha hecho su elección”. Y si ella no implica necesariamente
— —
un honor agregan es al menos un acto de justicia tributado
al “primer estadista argentino”.
Pero si el prestigio de Alberdi no ha muerto, todo su entu¬
siasmo de la juventud y aún de la madurez se ha disipado ya.
Las comunicaciones recibidas le emocionan, sin duda, hasta le
halagan ; pero no son capaces de galvanizarle, de devolverle su
ya extinguido dinamismo. A los sesenta y siete años, los sueños
de la mocedad, no cumplidos a su tiempo, le dejan casi indife¬
rente. No gusta de la vida pública; no es el amado de las mul¬
titudes; no sabe, como Mitre, arengar al pueblo, ni, como Sar¬
miento, enfrentarlo. Es solamente un hombre de estudio, de
trabajo, de gabinete.
191
192
A l b e r d i
193
——
más estrechamente que a la propia, no deja de recordarle. “Que
la distancia no pueda romper la amistad, ni aún aminorarla le
escribe entre familiar y solemne su criada Angelina Margarita ;
ella jamás me impedirá pensar que Ud. es el benefactor de mi
familia y el mío. . . Papá Dauje llora como un niño.”
Y poco después, la pobre pieza del hotel se alegra con ador¬
nos fragantes que vienen desde Saint Andró; regalos humildes
y cordiales de esa buena gente: una canasta de frutas. Son
fresas y cerezas del jardín y también algunas botellas de vino.
194
A l b e r d i
en diligencia hasta Tucumán mientras Mariano Fragueiro tra¬
ducía del inglés, entre barquinazo y barquinazo, el libro de un
viajero británico ; por fin, en las innumerables cartas cambiadas
hasta poco antes de la muerte del infortunado amigo
Uno a uno, fatalmente, casi todos los camaradas de la ju¬
ventud han ido desapareciendo. Gutiérrez fué el último, hace
algo más de un año. Murió repentinamente; sobre su mesa de
trabajo se halló, inconclusa, una carta dirigida a este viajero
que le consagró una biografía rebosante de pasión política y en
la que trazaba muy comprometedores paralelos.
Juan Bautista Alberdi va a encontrar en Buenos Aires
pocos rostros conocidos.
195
EL REGRESO
196
Alberdi
días, confusa y tortuosa, ha llevado a Sarmiento al Ministerio
del Interior. ¡ Otra vez en el poder ese enemigo que él considera
implacable! Su sensibilidad y su imaginación, exaltada como a
los veinte años, le hacen soñar peligros inauditos.
Una lluvia pertinaz pone en la ciudad tonos de color ceniza.
Alberdi pasa las horas que los visitantes le dejan libre leyendo
los periódicos. La Pampa comenta su venida así : “Flaco servi¬
cio ha hecho el presidente Avellaneda a Alberdi nombrando a
Sarmiento ministro. Alberdi no quería venir al país mientras
Sarmiento tuviera poder y mando, porque sabía que la envidia
de este hombre no le dejaría tranquilo. Costó mucho arrancar
a! doctor Alberdi de París. Sólo cuando vió a Sarmiento des¬
pojado de toda influencia en el gobierno, se resolvió a venir.
No quería ser manoseado por su adversario. Ahora llega a
Montevideo y se enterará de que Sarmiento está de nuevo en el
poder”.
No, evidentemente: ir a Buenos Aires es la mayor de las im¬
prudencias. El anciano levanta del periódico sus ojos cansados
y los fija en la calle. Se queda mirando el agua que resbala sobre
los techos y cae por las gárgolas y canalones sobre las veredas
resbaladizas. Pero sus preocupaciones le obsesionan. Piensa que
lo más sensato es regresar de nuevo a Europa. Algunos visitan¬
tes le afirman que sus temores son exagerados ; Alberdi recapa¬
cita; da vueltas a sus argumentos, duda, fluctuando siempre
entre sus terribles indecisiones. Quizá tengan razón . .. Además,
el temporal se prolonga y no es posible moverse de Montevideo.
Por 'telégrafo, desde Buenos Aires, le llegan noticias contra¬
dictorias. Al fin la situación se despeja : Sarmiento se guardará
de molestarle; es más, está deseoso de un acercamiento con su
adversario de toda la vida. Borbón lo ha sabido gracias a los bue¬
nos oficios de un sobrino del flamante ministro, el joven Augus¬
to Belin Sarmiento, que se ha prestado a sondear a su terrible
tío.
Se reanuda el tráfico por el Río de la Plata, y Alberdi parte
en el vapor Júpiter, de la carrera, que le deja en Buenos Aires
a las siete de la mañana del 16 de septiembre.
Una comisión de recepción, constituida con bastante ante-
197
— —
El proscripto está feliz. “Buenos Aires le escribe a Sa-
rratea me ha recibido del modo más galante y generoso y estoy
lleno de gusto de verme de nuevo en su seno, lamentando no
haber venido antes.” Encuentra extraordinarios cambios en la
patria. “Me ocupo exclusivamente en estudiar de nuevo a nues-
198
Alberdi
tro país, en su elemento más móvil y difícil de apreciar y conocer
de lejos: la sociedad, sus hombres, la nueva Buenos Aires, que
es realmente un nuevo mundo para mí.”
Entre tantas alegrías, ¿qué significa el romadizo que ha
contraído, más quizá por el cambio de vida que por el clima
mismo? Al día siguiente, hace su presentación en el Congreso
de la Nación. Llega al viejo edificio de la Plaza de Mayo poco
después de la una de la tarde. Presidirá la sesión el doctor
Manuel Quintana, que va a ser uno de los primeros en saludarle.
Poco después, el cuerpo es informado de que el diputado Al-
berdi se halla en antesalas y ha sido invitado a prestar juramen¬
to. La formalidad se cumple rápidamente y Alberdi queda in¬
corporado a la Cámara.
Se discute un tema pesado y tedioso : la ley de papel sellado
a regir el año próximo. Hacia las tres de la tarde, durante un
cuarto intermedio, Alberdi abandona el edificio con algunos
amigos. Cruza la calle y se encamina a la casa de Gobierno
para retribuir los saludos que le ha hecho llegar el presidente
Avellaneda. Y poco después se halla en el Ministerio del In¬
terior.
El “general” Sarmiento conversa en esos momentos con al¬
gunos amigos. El secretario anuncia la presencia de Alberdi;
calla entonces la voz del sanjuanino, que, como siempre, habla
en alta voz, esparciendo sus interjecciones características, sus
giros personalísimos ; callan todos oteando una escena memora¬
ble. A casi treinta años de la polémica se van a encontrar los
adversarios.
Cuando aparece en la puerta la pequeña silueta de Alberdi, el
“general”, de un salto, se precipita sobre el raquítico jurista, no
para destrozarlo, como pudo parecer por el ademán, sino para
abrazarlo estrechamente, hasta dejarlo casi sin respiración.
Le invita a sentarse; charlan, rememoran cosas del mundo
que ha quedado atrás. Y cuando va a retirarse, aparece en
escena D. Félix Frías, viejo amigo común desde los días de
Chile, el primero en defenderlo de los ataques de Sarmiento
cuando publicó su Memoria.
D. Félix, paralizado de asombro, advierte que Sarmiento es
%
199
200
A l b e r d i
Al anochecer, el bullicio aumenta. ¡Qué cambio maravilloso
desde 1838 ! Aquello no es París, ni Londres, ni siquiera Bru¬
selas, pero de todos modos ...El muchacho que llegara en una
tropa de carretas en los tiempos del general Las Heras podrá
pronto, con la mayor comodidad, comunicarse con los amigos
en los barrios más distantes de la ciudad sin moverse de su
casa, porque el teléfono se está instalando ya. Las lámparas
portátiles y las bujías han sido sustituidas, desde muchos años
atrás, en todas las casas, por la luz azulada y, fuerte del gas.
Muchos coches de alquiler y tranvías facilitan los medios de
locomoción indispensables en la ciudad ya muy extendida.
Por la calle Larga se va a la Recoleta. Allí reposan viejos
amigos; mientras recorre los senderos enarenados Alberdi los
evoca sin llorar porque los viejos no lloran por los muertos.
El presidente Avellaneda le invita para el banquete que ten¬
drá lugar el jueves 23 de octubre en la casa de la calle Suipacha
n9 10. Se desea también contar con su presencia en la ceremonia
de la consagración del obispo de Córdoba, Fray Mamerto
Esquió, en la iglesia de San Francisco y en el almuerzo que se
servirá luego.
Mientras tanto, sus amigos de Francia tampoco le olvidan.
Mannequin, los Dauje, le escriben siempre. Angelina Margarita
se lamenta de que sus cartas tarden ahora un mes en llegar,
cuando antes, en veinticuatro horas, desde Normandía a París,
era posible comunicarse “con el querido doctor Alberdi". Por
eso tiene que escribirle con la necesaria anticipación para poder
desearle un feliz año 1880. En Saint André, pocas novedades:
la tía, siempre sufriente; la maestra de escuela ha tenido un
niño. “La tierra está enteramente cubierta de nieve y la vege¬
tación enterrada bajo ese blanco manto; el frío es muy riguroso
y yo os considero feliz de no tener que soportarlo.
201
LA TORMENTA
— —
Los alumnos de la Facultad de Derecho de la que ha sido
designado miembro honorario quieren una conferencia del fa¬
moso Alberdi. ¿ Quién no ha oído hablar de él ? Además, el pro¬
fesor de Economía Poh'tica, D. Vicente Fidel López, se ha
referido muchas veces a este hombre extraordinario, a sus escri¬
tos, a sus talentos.
La colación de grados parece una oportunidad excelente.
Le entrevistan alumnos y profesores ; Alberdi no puede negarse.
El 24 de mayo de 1880 es la fecha fijada; la presencia del
anciano publicista despierta enorme curiosidad. Ver al hombre
que con sus libros, durante casi cincuenta años, ha hecho ha¬
blar, discutir; que ha motivado réplicas, ataques y alabanzas
desmedidas; que, rodeado de una desvaída sugestión de leyenda
vuelve por fin a la patria, no es espectáculo desdeñable. Van
a la conferencia los estudiantes y los curiosos; hombres y mu¬
jeres, viejos y jóvenes.
Alberdi jamás ha ocupado una cátedra. No es un profesor
en el sentido pedagógico del término. Está próximo a cumplir
los setenta años. Se halla encorvado, visiblemente achacoso, casi
calvo, blancas las sienes. Solamente impresiona como señal de
intensa vida interior sus ojos grandes y vivaces, un poco escon¬
didos por los párpados flácidos.
Es extraordinariamente pequeño; se pierde en el enorme
asiento oficial que ocupa. La ceremonia de la colación se des¬
arrolla de acuerdo a la rutina establecida; cuando llega el mo¬
mento de hablar, Alberdi se incorpora. Hace notar su escasa
202
A l b e r d i
voz; lo relativamente extenso del trabajo que ha preparado. ¿No
podría alguien leerlo por él?
Se encarga de eso el abogado Enrique García Merou, que
tiene buenos pulmones y es lector excelente; hay evidente ven¬
taja en la sustitución. La omnipotencia del Estado es la nega¬
ción de la libertad individual se intitula la disertación. Es pro¬
fesión de fe individualista desde el título hasta el último renglón.
Es síntesis del ideal de vida del autor que siempre ha entendido
que cada cual debe velar por sí mismo, que cada hombre sabe,
mejor que los demás, qué es lo que le conviene; y que si no
lo sabe, tanto peor para él . .. Implícita va la condenación de
toda incapacidad. Individualismo liberal puro, sin el más leve
colorido socialista. La doctrina expuesta se acomoda a las mil
maravillas con Ja propia idiosincrasia. Está de moda y no nece-
cita violar sus convicciones: “Las sociedades que esperan su
felicidad de la mano de sus gobiernos esperan una cosa que es
contraria a la naturaleza ... cada hombre tiene el encargo pro¬
videncial de su propio bienestar y. progreso, porque nadie puede
—
amar el engrandecimiento de otro...”
—
La omnipotencia de la patria es decir del Estado supone
necesariamente» y a corto plazo la muerte de las libertades pri¬
vadas. Y Alberdi ama la libertad, no de un modo platónico, sino
"de una manera material y positiva, para poseerla, aunque Ja
expresión escandalice a los que no la quieren sino para violar¬
la. . .” Esto no lo dice ahora; lo ha dicho antes y todos lo saben.
La patria de los modernos, aclara, no es la patria como la enten¬
dían los griegos y los romanos.
Sigue en parte a Fustel de Coulanges, lo que desilusiona a
muchos. Fustel es ya muy conocido aquí y se espera de Alberdi,
como por arte de birlibirloque, una obra magistral, otras Bases,
quizá otro Crimen de la guerra, o una réplica del Sistema eco¬
nómico y rentístico de la Confederación.
Alberdi por su parte ha creído menor el compromiso. Una
conferencia. Una simple conferencia. ¡ Se dicen tantas 1 La suya
es mejor que otras. Pero él es Alberdi y los oyentes se sienten
defraudados.
Y sus amigos políticos también, desde otro punto de vista,
203
— —
Al inaugurar las sesiones de su Legislatura primero de
mayo de 1880 Tejedor se declara, en un mensaje sensacional
e insólito, firmemente resuelto a resistir con todos los recursos
de su provincia a la candidatura de Roca, que para él es una
imposición de las provincias del Interior, que Buenos Aires está
en el deber patriótico de rechazar, so pena de humillación (Yofre,
El Congreso de Belgrano, pág. 45).
Desde abril, la Guardia Nacional de la provincia está prácti¬
camente movilizada. En la ciudad tiene Tejedor varios cuerpos:
Guardias de Cárceles, Rifleros, Defensores de Buenos Aires,
Voluntarios de la Boca. Estos batallones hacen ejercicios, reco¬
rren las calles a tambor batiente ; dan la impresión de un peligro
inminente, crean ansiedad, esparcen temor. Son los instrumen¬
tos de que se valdrán los tejedoristas para poner en práctica su
plan de intimidación.
204
A l b e r d i
Los roquistas proclaman su candidato en toda la República,
—
menos en Corrientes y en Buenos Aires ; en esta ciudad su comité
—
presidido por Dardo Rocha es asaltado por una pueblada
oficialista, quemados sus muebles, destruido su archivo. Los
amigos del general no pueden actuar en otra forma que por
acuerdos privados, en reuniones poco menos que secretas. Se
encuentran en la casa del diputado por Salta, don Victorino de
la Plaza, que vive en la calle Alsina esquina de Tacuarí ; allí
suele aparecer Alberdi, embanderado en los momentos iniciales
en la política de Roca. No hace otra cosa que mantenerse fiel
a su actitud tradicional de oposición al localismo bonaerense ; está
con su prédica de cuarenta años.
En el Congreso sucede algo extraordinario: desde las sesio¬
nes preparatorias, numerosos rifleros armados ocupan el lugar
destinado a la barra. Recinto de jurisdicción nacional, el presi¬
dente de la nación puede mandarlos expulsar en cualquier mo¬
mento, pero prefiere no hacerlo para evitar el choque sangrien¬
to. El cuerpo legislativo no tiene guardia de seguridad depen¬
diente directamente de sí.
Así delibera el Congreso, bajo el cañón de los remingtons.
El general Roca, encontrando en D. Manuel Quintana la nece¬
saria ecuanimidad, pide a sus amigos que le voten para la pre¬
sidencia de la Cámara. Pero Quintana, sin ser precisamente
tejedorista, ni mitrista, se halla incorporado a la alianza de
ambos partidos y bajo la presión del interés común, no podrá
sustraerse a la tentación de favorecer a sus amigos.
La presencia de los rifleros, las vejaciones, los golpes y los
— —
latigazos también los hubo , surten su efecto. La situación
se torna intolerable. Los diputados cordobeses Yofre y Sosa
deciden pedir garantías al presidente de la Nación y le visitan
en su casa de la calle Moreno. Avellaneda les escucha atenta¬
mente; luego, llevándoles al zaguán, adonde da la puerta de su
biblioteca, les dice mostrándoles uno agujeros que hay en las
paredes: “Son las balas que días pasados tiraron los rifleros
sobre mi casa”. Y conduciéndoles hasta el umbral de la puerta
de calle, les señala el vigilante de servicio en la bocacalle : “Sobre
aquel vigilante, les dice, el presidente de la República no tiene
205
206
[ A l b e r d i
dores de Santa Fe y de Entre Ríos; la agitación crece. Hay
pública conciencia de la arbitrariedad.
Cuando se van a votar los despachos, se producen ásperos
i debates. El diputado Absalón Rojas hace moción en el sentido
de que se discuta primero el despacho de la1 minoría; esto sor¬
prende y desconcierta a los tejedoristas, que se oponen viva¬
mente. Votada la moción, resulta triunfante. Sus adversarios
no pueden acabar de creerlo; piden la rectificación de la vota¬
ción, que se hace ahora en forma nominal. El resultado es
idéntico. Revela, sin embargo, una cosa sorprendente: al lado
207
208
i
A l b e r d i
sr
la política de paz a todo trance del presidente Avellaneda no
; puede ir más lejos: “Resuelvan lo que quieran con la seguridad
i, < de que haremos entrar en la capital un batallón, de linea para
' que garantice sus inmunidades parlamentarias aun sin que" 'o
, sepa el presidente”
t
— les dice a los diputados.
Y ellos concurren al Congreso el siguiente día, como si nada
hubiera pasado. El presidente del cuerpo agita su campanilla
llamando a sesión; pero en ese momento un diputado se acerca
j a Quintana y le cuchichea: “Dice el general Mitre que no haya
* sesión”. Y no la hubo por muchos días.
209
Enrique Popoliz i o
primido, en casos supremos, para no pactar con el desorden y i¡
no dar desde mi alto puesto el triste ejemplo, de la traición 3
mis deberes.” '
“Un día lo dije: Un remington no es un argumento; y
cuando se lo levanta en son de amenaza, sin razón y sin derecho, • .*
encontrará siempre en tierra argentina un pecho noble que le
salga al encuentro. Estamos ya en presencia. El grito de las
discordias ha resonado y habéis creído necesario poneros en pie
para sofocarlo con vuestra presencia.” (Aplausos, aplausos.)
Luego los manifestantes entregan copias del documento a los
presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados. Por fin,
le toca el turno al gobernador de Buenos Aires.
D. Carlos Tejedor ha salido de la ciudad; ha ido a confe¬
renciar con su mortal enemigo, el general Roca. Se encuentran
a bordo del Pilcomayo en las aguas del Lujan ; la conferencia
no da ningún resultado. A su regreso, el gobernador habla al
pueblo desde los balcones de su casa de la calle San Martín.
Anuncia que no hay más solución que la resistencia. “Vosotros
conocéis, dice, que el general Roca es un hombre chiquito, pero
no sabéis que tiene desmedidas ambiciones.” Sus partidarios
gritan entonces: “¡A los cuarteles!”
Y el estallido se produce cuando la llegada de los fusiles
comprados por Tejedor. A pesar de las órdenes terminantes del
presidente para que las armas no sean desembarcadas, ello se
hace bajo la custodia de los batallones provinciales que se pascan
a tambor batiente por las calles de la ciudad, donde el presidente
de la República “es un simple huésped”. Ya no es posible esperar •
más. Ha llegado el momento de cumplir con el deber “hasta
el fin”.
El presidente recibe en su casa la visita de sus ministros
Pellegrini y Goyena; con ellos toma un coche y sale de la ciudtd
antes de que los caminos de acceso sean cubiertos con las tropas
de Tejedor. El carruaje se dirige hacia la Chacarita de los
Colegiales y se detiene en el cuartel del regimiento n’ 1 de
Caballería.
El presidente se aloja en una gran habitación con piso de
ladrillo antiguo, sombreada por largo corredor que cubre todo
210
A l b e r d i
——
Warson ubicado donde hoy se halla la casa de D. Enrique
Larreta puede ofrecer algunas comidas a los esforzados le¬
gisladores.
Por su parte, Avellaneda recibe amplia adhesión de las pro¬
vincias, que le envían prestamente sus batallones. En poco
tiempo el presidente tiene cuarenta mil hombres dispuestos a
pelear por la causa de la Nación contra la provincia siempre
díscola. El choque de las fuerzas nacionales y bonaerenses no
tarda ya en producirse; en los combates de Corrales y Puente
Alsina quedan tres mil cadáveres sobre las calles.
El general Mitre recibe el encargo de inspeccionar los par-
i
! 211
í
E tí r i q ir c Popolizio
|6
ques y cuarteles ; las comprobaciones son desoladoras para los
porteños. Interviene el cuerpo diplomático como mediador, des¬
tacando al ñutido, Monseñor Mattera para obtener una tregua ;
los porteños resuelven parlamentar. Es designado para tal misión
el general Mitre que se presenta en Belgrano, donde se le ve !
cruzar las calles "con un aspecto de imperturbable serenidad”.
Se acuerda al fin la renuncia de Tejedor y el acatamiento a las
autoridades nadonales.
212
XXIII
EL PODER DE LA PRENSA
—
para sus debilidades en la acción. Por una vez siquiera el ta¬
—
lento compensó en la balanza del juicio malévolo la pusila¬
nimidad senil. Nadie le abandonó a pesar de haberlos abando¬
nado él a todos etr lo más recio de la batalla. La Convención
que ha de elegir nuevo jefe de la provincia de Buenos Aires le
cuenta entre sus miembros. El cuerpo le designa presidente por
unanimidad.
Pero Alberdi tiene siempre el pensamiento en Francia. Vol¬
ver a ocupar el cargo diplomático del que le arrojara “el nau¬
fragio de su causa”, reemplazar a Balcarce, llega a ser una ver¬
dadera manía. Quien pudo y aun puede llegar a elevadas
posiciones en su patria, cifra todo su anhelo en ese empleo
diplomático. Por otra parte, tiene más de setenta años; ha
vivido sólo catorce en Buenos Aires. Radicarse ahora en esta
ciudad vale tanto como empezar una nueva vida y es demasiado
213
viejo para eso. Sabiendo que nada le hará más feliz, el presi¬
dente Roca compromete toda su buena voluntad para el nom¬
bramiento.
El general, que siente por Alberdi una irresistible simpatía,
enero de 1SS1
— —
suele distinguirse con sus confidencias. Por aquellos días se
agita la cuestión con Chile; y el presidente carta del 30 de
le confiesa su ítima convicción acerca del
espíritu pacifista de los chilenos con -respecto a nosotros. Se
niega a creer, como lo afirman muchos, que nuestros vecinos
cordilleranos sigan una táctica destinada solamente a distraer¬
nos mientras se arregla la cuestión del Pacífico. Pero, a pesar
de todo, un gobernante no puede descuidarse. Hay que tener
las armas al alcance de la mano. El general-presidente se la¬
menta de los millones que debe gastar en armamentos en vez de
emplearlos en ferrocarriles, puertos, colonias y tantas cosas
—
casi filial ofreciéndole visitarle.
—
necesarias y útiles. Termina la carta impregnada de afecto
214
i
i
, A l b e r d i
.
su objeto que es el de remover esa piedra. . Le pido reserva,
—
porque aún no está del todo resuelto”.
—
El general “su servidor y affmo. amigo” desea en verdad
serle útil, complacerlo, proporcionarle esa inmensa satisfacción;
pero las cosas para un presidente constitucional no son fáciles
cuando hay de por medio enemigos enconados y vengatives.
Pasan los días y el nombramiento no se materializa en la forma
habitual y corriente: mediante el pedido de la necesaria autori¬
zación al Congreso.
Manuel, su hijo Manuel, le ve a hurtadillas y con todas
las precauciones de quien comete un acto ilícito. Le pide a su
padre una recomendación para D’Amico y se excusa de ir per¬
sonalmente a buscarla “por las circunstancias” que Alberdt
conoce. Extraño, tardío y excesivo escrúpulo. Manuel vive
entonces en la calle Corrientes número 35 ; su padre se ha tras¬
ladado a mi “apartamento” de la esquina de Bolívar y Moreno,
cerca de los claustros amados de San Francisco y de San
Ignacio. En esos lugares, cuarenta y cinco años atrás... ¡Qué
lejos está todo eso, Dios mío!
Vienen días muy amargos para el anciano. Comienza a
, rumorearse acerca de su designación como ministro en Francia
y entonces La Nación, el diario de Mitre, se lanza al ataque.
En un artículo publicado el 10 de junio el poderoso matutino
se opone al nombramiento de Alberdi porque éste afirma — —
traicionó el gran principio sobre el cual se basa el porvenir de
—
la población en América del Sur artículo 7’ de su tratado coa
—
España ; porque rebajó la diplomacia haciéndola servir a los
pleitos domésticos de la familia argentina, porque llevó estos
pleitos en 1856 hasta el Santo Padre, porque fue el difamador
I
.
- de los aliados que combatieron en la guerra del Paraguay
La réplica no se hace esperar. Los dias 18 y 21 de junio.
El Nacional da a conocer sendos “artículos comunicados”. En
ellos, un misterioso señor X toma la defensa de Alberdi. Artícu¬
los combativos, de tremenda agresividad, y descuidadamente es¬
critos, recuerdan las ideas y los argumentos de Alberdi. pero no
han salido de su pluma inconfundible. Ambas publicaciones
crean un clima de polémica. Reacciona indignada La Nación.
215
—
¿Quien es X? se pregunta en el editorial dominguero' del 2t>
de junio. No puede ser otro que el mismo Alberdi, afirma
evidentemente equivocada.
Volvía el aire a llenarse de las miasmas de las Ciento y Una
aunque esta vez Sarmiento no estaba allí y su formidable anta¬
gonista, ya muy anciano, no tenia el ánimo de otro tiempo. En
ese articulo, el diario del general Mitre afirma que el autor de
las Bases, al que no obstante le reconoce talento y gran ilus¬
tración — aunque no tanta, regateará luego — carece de las
“nociones más elementales de la Ciencia Constitucional...”
—
Bueno, bueno... dijeron los espectadores imparciales. En
la arremetida recibe también su porción de contusiones D. Ni¬
colás Avellaneda. El ex presidente se habría mostrado como
un violador de las leyes “haciendo abonar bajo cuerda sueldos
indebidos”; y el mismo Congreso de la Nación cstaria compli¬
cado en la malversación al “subsanar la cantidad desfalcada”
(sic)- *
216
I
I
/
A l b c r d i
había roto la vieja amistad anudada en el destierro, cuarenta
i años antes.
No habla sido, pues, sincera la reconciliación: al estrecharle
la mano, Mitre no le dió el corazón. El brigadier general, uno
de los caracteres más poderosos y completos de su tiempo, es
también hombre de fuertes pasiones. Infinitamente leal coa
sus amigos, pudo decir como Marciano: “Tengo el oro para
mis amigos y el hierro para mis enemigos”. El oro es su amistad,
siempre valiosa; el hierro... ya lo estaba sintiendo Alberdi en
carne propia.
— —
Diez años mayor que el general que le había de sobrevivir
veintidós Alberdi está en evidente desventaja. Se halla casi
decrépito; y aunque conserva su lucidez y actividad intelectual,
padece en la tan largamente temida atmósfera de hostilidad y
violencia. Tiene que mendigar las columnas de diarios indiíe-
» rentes, si es que quiere defenderse. Mitre está en su casa;
ataca cuando y cómo le place; su periódico es poderoso
El articulo, uno de los más crueles y violentos que hayan
visto la luz en las columnas del gran diario, finaliza anunciando
otro, que verá la luz tan solo dos días después: “Así se irá
despejando por grados la incógnita del problema diplomático
a cuya solución diplomática hemos sido provocados, dice. Des¬
pués de X = A, viene ahora X + Z = Mazeta para llegar
a X = T”.
Es decir, Alberdi = traidor.
Seguramente la malsana curiosidad pública esperaba ansiosa
el anunciado artículo, que aparece el 3, titulado asi : La cuestión
Alberdi y algo de música para armonizarla.
Allí, después de sentar que no quiere ensañarse con “el
caído”, ni mucho menos “abusar de la victoria más allá de los
límites de lo estrictamente necesario y conveniente”, el articu¬
lista derrama sobre “el caído” sus abundantes razones para
oponerse al nombramiento que combate. Periodista incapaz de
“dejarse arrastrar por el encono o el despecho”, saca nuera-
mente a relucir la causa de Buenos Aires, olvidando otra vez
la causa de la República Argentina; y luego de sentar su horror
por las cuestiones personales y su decidido empeño de evitar
217
— —
pasa a ocuparse de la carta con que Alberdi cuando tenía
veinticuatro años envió a D. Vicente López su Método para
aprender a tocar el piano. En aquel entonces el joven Alberdi,
como muchos de sus grandes contemporáneos, descuidaba bas¬
tante la ortografía. . . ¡
“Al penetrar en la sala de su apartamento en la mañana
de ese día, relata David Peña, vi el número de La Nación en
una silla, desdoblado, ya leído. Cuando apareció el Dr. Alberdi,
comprendí que ya lo conocía, aunque tuve especial cuidado de t
no ser yo quien provocara el tema. Y he aquí cómo lo abordó él,
resueltamente, como si prosiguiere en voz alta un comentario |
silencioso. Juntando su silla con la mía, hasta tocarnos las ro- 1
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ha empleado en causa propia no ha podido llegar a sus manos
por mi conducto ni por el de ninguno de los míos, ni ha podido
usted publicarla, sin autorización mía.”
Después de recordar cómo esos papeles han ido a parar a
poder de D. Andrés Lamas, el doctor López termina conmi¬
nando al general Mitre: “Como caballero y hombre de alta
responsabilidad social, me parece que está usted obligado para
conmigo y para con el público a contestarme categóricamente y
a publicar en La Nación estos renglones con la respuesta que
me dé sobre ellos”.
El general Mitre contesta inmediatamente dando las expli¬
caciones requeridas por el doctor López; ambas cartas tienen
cabida en La Nación.
Pero aún no se había repuesto el hombre que fuera tan .
—
de D. Javier Villanueva, y el tercero en sn interminable ausen¬
cia , ha vendido la vieja quinta en cumplimiento de sus ins¬
trucciones. La compró el Seminario de San Rafael, pagando
por ella quince mil pesos. Había costado dos mil quinientos
cuando Alberdi la hubo de D. Eduardo Reyenbach, en 1849. ..
Una esperanza menos; no volverá a ver su quinta del Estero,
la de los días gloriosos de las Bases. Ya sólo! anhela la paz. Y
en la primera oportunidad retornará a su rincón de Calvados, a
su Saint André, donde todos le quieren bien.
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XXIV
¡De nuevo con los suyos, otra vez con su fiel Mannequin,
con el bueno de Raymond, con madame Mannequin, con Ange¬
lina y con papá Dauje, con la señora Levasseur. . . 1 París
serenó un poco' su espíritu ; y en la paz de Saint André, entro
gentes sencillas, se sintió casi feliz.
El presidente Roca no había renunciado a la idea de hon¬
rarle en alguna forma. Y poco después de su partida de Buenos
Aires, el l9 de enero de 1882, le designó Ministro Plenipoten¬
ciario y Enviado Extraordinario ante el gobierno de Chile. Esta
vez salió triunfante el candidato presidencial y el Senado prestó
su acuerdo algún tiempo después... tal vez porque convenía
a la política exterior argentina que su representante diplomático
tardase varios meses en ocupar su cargo.
De todas maneras eso llega demasiado tarde; Alberdi no
logra reponerse de su dolencia. El general Roca escribe perso¬
nalmente al “señor Ministro”, dándole ahora un tratamiento
que quizá supone grato al anciano. Laméntase el presidente de
la enfermedad de Alberdi ; espera que no se trate de nada serio.
Y al despedirse, haciendo votos por su pronto restablecimiento,
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—
con la buena salud que le veo de algún tiempo a esta parte”
1c escribe Manncquin. Y agrega, procurando animarle ; “Si no
fuera por el andar que no vuelve como lo esperaba estaría
-
usted como le vi veinte años antes” (24 XI - 1883.)
A pesar de sus achaques, hace una vida relativamente activa
en París: come con los amigos, los escribe y contesta sus
cartas, va al banco a buscar sus libretas de cheques, cuyos ta¬
lones anota minuciosamente, realiza algún pasco en coche. Sus
sastres, Willingstorfer y García
—
confeccionan sus últimas prendas: un pantalón “haute nouve-
—
40 rué de Richelieu le
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fado de salud que le impiden trabajar. La ingratitud de los
pueblos que desconocen los servicios prestados por sus conciu-
( dadanos, dice, son siempre condenados por las generaciones
'
futuras.
Y logra hacer aprobar, a marchas forzadas, corriendo una
carrera con la muerte, el proyecto de pensión. Son $ 400 men¬
suales que el parlamento argentino concede, de inmediato y sin
oposición, en las sesiones del 23 y 27 de marzo de 1884 de la
Cámara de Diputados y del Senado, respectivamente.
Y llegan nuevamente los días gratos de la primavera. No
obstante, la dulce estación no le trae ningún alivio. París ce
adorna con sus árboles florecidos, reverdecen los parques, <-1
aire es tibio. Pero Alberdi se siente cada día más débil, más
deprimido y más amargado. Ni siquiera el auxilio pecuniario
que le destina el Congreso argentino llegará a sus manos. Un
día su debilidad es tal que no puede salir del hotel. Alguien
le roba su dinero y su reloj ; se enteran al fin los amigos. D.
Pablo Gil le hace trasladar a una clínica de Ncuilly-sur-Seine,
la Alaison de Santé Médico-Chirurgicale del doctor Defaut. 34
Avenuc du Roule.
Los cuidados del médico interno, doctor Carlos y los del
propio jefe de la clínica no pudieron detener los progresos del
mal. D. Pablo Gil poco tardó en recibir noticias desalentadoras.
"Creo deber informarle, le escribe el adminstrador del estable¬
cimiento, que el estado de salud de monsieur Alberdi se agrava
sensiblemente. Su estado de espíritu se hace inquietante; no
descansa y no deja reposar a sus ciudadores. Después de su
última visita ha enflaquecido mucho y debemos esperar un des¬
enlace más pronto de lo que se pensaba. El doctor Defaut, que
le ve dos veces por día, me encarga de hacérselo saber a usted.”
Pronto cae el enfermo en una especie de extraño desvarío;
pierde luego el conocimiento siendo presa de una desenfrenada
exaltación. Las noches, especialmente, son terribles. No come
ya y se arroja de la cama dando gritos espantosos. Cuesta
enorme esfuerzo contenerlo. Su endeblez, su flacura, su pos¬
tración, contrastan con sus multiplicadas fuerzas en el paro-
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