Alberdi, de Enrique Popolizio

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ENRIQUE POPOLIZIO

ALBER DI

editorial losada, s. a
buenos aires
5 FT ’’

ENRIQUE POPOLIZIO

1
¿y

ALBERDI

EDITORIAL LOSADA, S. A.
1843
Juan Bautista Alberdi en BUENOS AIRES

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Queda hedió el depósito que previene
la Ley 11.723.
» Losada, S. A.
I Copyright by Editorial
Buenos Aires, 1946

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Acabóse de imprimir este libro el día 6 do julio de 1946 en Artes


Gráficas Bartolomé U. Chleslno, Amegblno 838, Avell. - Bs. Aires
ADVERTENCIA

Este libro podría titularse Juan Bautista Alberdi íntimo. No


creo empequeñecer a mi biografiado mostrándole asi; tampoco
creo hacer nada por su grandeza, que no necesita ciertamente
de estas páginas. Alberdi ya tiene fama de adusto y profesoral;
en general no se le imagina de otra manera que hablando o escri¬
biendo sobre Derecho Público. Y aquí le vemos ocupándose
a menudo de regímenes alimenticios, de comidas y de alojamiento.
Seguramente ha de sorprender que soslaye la mayoría de
sus escritos, omitiendo su comentario o alabanza; dejo esta ^a-
rea a los juristas e historiadores del Derecho y de la Economía.
Por otra parte ésa es la faz en que ha sido más estudiado Al¬
berdi hasta hoy: tanto como ha interesado el pensador ha sido
desdeñado el hombre.
Tal vez parecerá frivolidad encarar la vida de nuestro gran
constitucionalista bajo este aspecto íntimo o doméstico en mo¬
mentos de angustia para la patria; se pensará sin duda que sería
más propio quemar incienso ante sus doctrinas y prodigar A
ditirambo a su persona. Creo que quienes así piensen tienen
razón. Diré en mi descargo que este libro estaba prácticamente
terminada hace dos años; y que si sólo ahora ve la luz, ello se
debe a circunstancias muy especiales.
Es sin duda un libro incompleto, sujeto tal vez a rectificacio¬
nes y a muchas ampliaciones. Es la vida, tan fiel como he podido
reconstruirla, de un personaje sensible y humano, que sufrió
mucho; que fué alternativamente noble y egoísta, justo y apa¬
sionado.
I
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* r<
Enrique Popolig\io

Yo lo dedico al gran público; al público que se interesa por


el Albcrdi humano y viviente que come, que bebe, que va al
teatro, que tiene apetito, mal humor, gastritis, debilidades y pa- • • |
siones como todo ser corriente. "Los historiadores de Sud Amé¬
rica, ha dicho con mucha verdad Ricardo Sácnz Hayes, han le¬
vantado un Olimpo de dioses y semidioses tan inconsistente, con¬
tradictorio y vano como el de la antigua teodicea". Yo he querido
que mi Alberdi sea la biografía de un hombre, no de una estatua
v<
Junio de 1945.
Quiero dejar constancia de mi reconocimiento
para la señora Carmen S. de Cruz, a cuya bondad
y afable hospitalidad debo el haber podido utili¬
zar el archivo de Alberdi; para la señorita Ceres
Villanueva, que me guió en él; para D. Tomás
Thayer Ojeda, el erudito historiador de Chile
que orientó mis búsquedas en ese país; para el
padre Adriano Espinosa Dublet, que me facilitó
interesantes referencias acerca del antiguo Valpa¬
raíso; para D. Roberto Hernández C., conserva¬
dor de la Biblioteca Scvcrin de la misma ciudad,
y para la profesora señorita Dora Alende, mi efi¬
caz auxiliar.

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1

“Los pueblos del Norte no han debido su opu¬


lencia y grandeza al poder de sus gobiernos, sino
al poder de sus individuos. Son el producto del
egoísmo más que del patriotismo. Haciendo su
propia grandeza particular, cada individuo con¬
tribuyó a labrar la de su país.
“Este aviso interesa altamente a la salvación de
las repúblicas americanas de origen latino.
“Sus destinos futuros deberán su salvación al
individualismo; o no los verán jamás salvados «i
esperan que alguien los salve por patriotismo...
“Las sociedades que esperan su felicidad de la
mano de los gobiernos esperan una cosa que es
contraria a la naturaleza”.

J. B. Alberdi, La omnipotencia del Estado es


la negación de la libertad individual.
I

EL GENERAL Y EL NIÑO
u

Fue el 29 de agosto de 1810 en. la benemérita y muy digna


ciudad de San. Miguel del Tucumán. En una casa de la calle
— —
principal la tercera a la derecha del Cabildo vió la luz un
niño delgaducho: Juan Baustista Alberdi. La madre, mujer
hermosa y muy espiritual, murió poco después de ponerle en el
mundo. Pudo así decir él, más tarde, “como Rousseau”, que su
nacimiento fué su primera desgracia.
Creció el huérfano en esa tierra ardiente viendo desfilar sol¬
dados y oyendo sin cesar marchas militares ; la atmósfera estaba
impregnada de guerra. Allí los ejércitos de los patriotas acam¬
paron a menudo ; allí las tropas de Belgrano obtuvieron los pri¬
meros triunfos para las armas revolucionarias. Este honrado
general, vinculado a la familia de los Alberdi, solía entretenerse
con el pequeño Juan Bautista en su casa de campo de la Cinda¬
dela cuando el niño no tenía aún uso de razón: “Yo fui el objeto
de las caricias del general Belgrano en mi niñez, y más de una
vez jugué con los cañoncitos que servían a los estudios académi¬
cos de susj oficiales. . .”
No había cumplido aún los seis años cuando llegaron a Tu¬
cumán, desde distintos lugares del país, unos señores encopeta¬
dos que se reunían para hablar en una casa de rejas voladas. Era
— —
en el año 1816. Un día el 9 de julio Juan Bautista notó allí
un movimiento extraordinario y tuvo la sensación de que algo
importante acontecía; pero entonces no alcanzó a comprender
nada.

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I f
* o
1' arique /’ ° 1 ° *

Libios de la metrópoli. Ion tucuinaims comenzaron u vivir


una época extraña. El tiempo dejó nti.V Ion días tranquilos dü
la colonia, monótonos y largos romo una siesta de verano. Vnn>
nm guerras civiles odios de familia, ambiciones encabilladas. Se
oyeron gritos de pelen» lucharon hombres de la misma tierra, su
dv>hicieron los bandos adversarios, 'rodos querían ser goberna
dores y generales, lo cual estaba muy dentro de la tradición de
los conquistadores.
Casi no hay un niño que no se haya sentido alguna vez solda¬
do. como casi todos los adolescentes han hecho versos en ciertos
momentos, Vero Juan Bautista fue una excepción. Jamas le en¬
tusiasmaron las glorias bélicas; además, era contemplativo y odia¬
ba la acción tanto como la violencia. El padre, D. Salvador Al-
berdi. hombrecillo pequeño, de cuerpo enjuto y cabellos negros,
contrastaba singularmente con su mujer, doña Josefa Rosa de
Aráoz y Balderrama, criolla alta, delgada y rubia, mujer delica¬
da que amaba la poesía y cuya familia entroncaba con la de San
Ignacio de Loyola. Después de 1810, D. Salvador, comerciante
esjxxñol de mediana fortuna, se adhirió a la causa de la revo¬
lución. Era vasco, liberal y separatista por instinto. El Con¬
greso de la Independencia otorgó la nueva nacionalidad a este
peninsular renegado que comentaba ante la juventud tucumana,
en sesiones privadas, los principios del Contrato social. Fue va¬
rias veces alcalde, juez y edil. En 1820 le eligieron miembro de
la Legislatura local, pero su actuación allí tuvo corta duración :
la muerte vino en auxilio de su liberalismo democrático impi¬
diéndole firmar un documento comprometedor. Se trataba de
conferir facultades extraordinarias a un pariente de su mujer, el
gobernador D. Bernabé Aráoz. Al tomar la pluma se sintió en¬
fermo, retirándose sin firmar el acta y murió la misma noche de
ese día.
El pequeño Juan Bautista aprende a leer y escribir en la es¬
cuela de primeras letras fundada por Belgrano en Tucumáu.
Luego esos rudimentos resultan insuficientes y es preciso com¬
pletar la educación. Deciden mandarlo a Buenos Aires, “como
uno de los seis escolares que cada provincia envió al Colegio de
Ciencias Morales”.
12
• •
I • .
l b c r d i
Encomendado al capataz de la tnq», una mañana parte
en
tina Kmn carreta dentro de la cual hay un catre; debajo del
catre han puesto una petaca de cuero que guarda
sus ropas. La
travesía dura dos meses.
Durante el «lía el niño juguetea a pie y a caballo, por todo
el contorno. No hay |>eligro de perder de vista la carreta, pues
su marcha es tan lenta como la de un hombre a pie. Al anoche¬
cer, se recoge en el vclumlo-dormitorio. A veces no puede con¬
ciliar el sueño y entonces se asoma a la ventanilla, observando
el movimiento «le los bueyes que avanzan bajo la luz de la luni.
Brillan hermosas estrellas; y el pequeño Juan Bautista siente su
jicnsamiento diluido en reflexiones vages, extrañas y oscuras,
como la Ixiveda repleta de astros. El chirriar de la carreta le va
amodorrando poco a poco y no tarda en quedarse dormido. . .
T rescientas sesenta leguas y muchas provincias recorren asi ;
inmensas soledades «pie dejan en su alma una impresión inol¬
vidable. Al llegar al litoral, el paisaje se suaviza; abundan las
grandes praderas todavía casi despobladas. En las. cercanías de
la capital hay enormes quintas donde se encuentra fruta en
abundancix
Al fin llegan a Buenos Aires. Eran los tiempos del general
luis Meras. ¡Qué deslumbramiento para el niño provinciano!
La capital, con sus setenta mil habitantes, con sus calles ilumina¬
das mediante innumerables faroles que consumen anualmente
grandes cantidades de sebo, con sus tiendas elegantes y sus tea¬
tros, debe de parccerle algo asi como el centro del mundo. La
ciudad, además, está impregnada del espíritu rivadaviano. El
omnipotente ministro ha dejado como saldo de su actuación la

— —
Universidad y el Colegio de Ciencias Morales. Pero ahora
premio a sus afanes el pueblo ingrato ha elegido gobernador
a otro. Es verdad que el general Las Hcras desea conservarlo
como ministro de gobierno. Mas el empolvado consorte de la
। hija del virrey del Pino ama el poder y la vida fastuosa. No
se quedará en Buenos Aires. Volverá a Europa, donde ha pasa-
(do días deliciosos en la brillante tertulia de Destutt de Tracy y en
la mansión silenciosa, austera y acogedora de Jeremías Bentham.
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Enrique P o p o l i

Provisto de frac, pantalón y chaleco de paño negro, pañuelo


blanco y sombrero redondo ''cuyo valor no pase de cinco ¡icsos y
de alguna ropa interior, según exigencia del Reglamento, Juan
Bautista hace su entrada en el Colegio.
Allí la vida tiene algo de conventual con mucho de agrada-
ble. Las habitaciones de los alumnos ostentan escasos muebles :
una cama, una mesa de pino, con cajón y llave "conforme al mo¬
delo del Colegio” y un tocadorcito con espejo "de moderado pre¬
cio”. Los alumnos deben poseer una palangana, peine, tijeras
para las uñas, cepillo y polvo para los dientes y jabón para lavar¬
se. No debe faltar betún para los zapatos, dos cepillos para lim¬
piarlos, un calzador, un cepillo para la ropa y... "un orinal de
loza”.
Se atiende en el Colegio “a la educación física, moral, civil
y científica de los alumnos, sin distinción alguna”. Se les propor-
dona almuerzo, comida y cena, se les atiende en los casos de
enfermedades leves, tienen criados a su servicio y pueden fre¬
cuentar, ai días de asueto, todos los paseos y diversiones públi¬
cas "porque nada les está prohibido con tal que no se oponga
a las buenas costumbres y al orden” del Colegio. Se veda, eso
sí, “el uso del reloj y el de otras alhajas, sean las que fueren,
que bajo varios pretextos sólo sirven para introducir un lujo
que no debe tolerarse en modo alguno en este establecimiento”.
En compensación, tienen maestro de baile . ..
En 1825 la expedición de los tra'nta y tres orientales preci¬
pita la guerra con el Brasil. En las Provincias Unidas, la polí¬
tica del Congreso es vacilante y turbia ; los ánimos agríanse por
momentos. “La aventura presidencial del señor Rivadavia” es
la menos indicada para traer la concordia. Y remata el cuadro
de las querellas domésticas' la sanción de la Constitución unita¬
ria de 1826. Cunde el odio, se enardecen las pasiones. Las ren¬
cillas de partidos, los celos localistas triunfan sobre las conve¬
niencias nacionales y el país, dividido, afronta la guerra contra
el Imperio. ..
Todas estas cosas poco le preocupan a Juan Bautista, que
no demuestra, por el momento, extraordinarias aptitudes inte-

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Enrique P o p o l i z i o
lectunlcs. La vida escolar le hastía; su individualismo un ñoco
cerril soporta mal la blanda disciplina del Colegio. No es, cier¬
tamente, un niño precoz. Sufre... Apiadado de sus padecimien¬
tos, su hermano consiente en sacarle de allí. Le colocan como
dependiente en al tienda de Moldes, donde atiende las tareas
del mostrador y, sin duda, como todos los horteras de su época,
barre las aceras por la mañana. En la casa de comercio de

Maldes —ex empleado de D. Salvador Alberdi hay mucho
movimiento; es una de las más hermosas e importantes de
Buenos Aires.
Pero poco tarda el flamante dependiente en dedicar más
atención a ciertas lecturas que a los cuidados del mostrador. Cae
en sus manos Las Ruinas de Palmira. “La melancolía seria de
este libro tenía un encanto indefinible para mí. Durante la gue¬
rra con el Brasil, en más de una ocasión en que se oian los caño¬
nazos de los combates tenidos en las aguas del Plata, leía con
doble ardor las Ruinas que son el resultado de esas guerras. En
mis paseos de los domingos elegía lugares solitarios para darme
por horas a la lectura de este libro”.
Juan Bautista no tarda en arrepentirse de haber abandonado
los estudios. A veces basta una circunstancia trivial para torcer
el curso de una existencia; él nunca tuvo duda de que esa cir¬
cunstancia fue la ubicación de la tienda, situada enfrente del
Colegio, y desde donde veía salir diariamente a sus ex compa¬
ñeros en alegres grupos. “Sin esa tentación peligrosa yo hubiera
quedado tal vez definitivamente en la carrera del comercio y
sido más feliz que he podido serlo en otra”.
En lo de Maldes suele recibir la visita frecuente de su primo
hermano D. José María Aráoz. Sorpréndese éste de verlo siem¬

— ——
pre entregado a la lectura.
¿Por qué saliste del Colegio, si tanta afición tienes a leer?
pregúntale un día, justamente asombrado.
Bien arrepentido de ello estoy.
— Y si te pusieran de nuevo en el Colegio, ¿entrarías con
gusto?

Sin duda alguna es la respuesta, dicha sin vacilación.
A'. ''oz habla en seguida del asunto con el coronel Alejandro

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Heredia. amigo de los Allicrdi y a la sazón diputado por Tucu
mán al Congreso Nacional. Inmediatamente coimaiauui las ges¬
tiones.
Mientras corren los trámites para la vuelta a los cstu ,.jos,
paralelamente a las vacaciones en que se halla el Co cgio, c
coronel Heredia, para que su protegido no pierda el tiempo,
quiere darle él mismo las primeras lecciones de gramática latina.
Y una tarde en su casa, sentados en un sofá, al lado el uno
del otro, empieza por invitarle a persignarse ; después de lo cual,
abriendo el sirte de Nebrija, lo inicia en la carrera intelectual
de la que ya no iba a separarse jamás.

1C
?

II

ESTUDIOS

Al fin vuelve a las aulas ; retorna a los libros con un entusias¬


mo inmoderado. La guerra ha concluido y el ambiente parece


ahora propicio n los estudios: se consagrará a ellos.
El señor Rivadavia a quien Juan Bautista admira se ha
marchado definitivamente. Deja al país dividido, exhausto y

amputado. La segregación de la Banda Oriental es el precio de
su inhabilidad política frente al caudillaje encabritado. Las pro¬
vincias vuelven a su enclaustramiento localista. En Buenos Ai¬
res, Dorrego hace una paz de circunstancias que legaliza la pér¬
dida de la rica provincia oriental.
Y de los campos de batalla llega, al frente de sus regimien¬
tos, un general valiente y petulante, Juan Lavalle, cuya figura
deslumbrante de joven héroe contrasta con la limitación de sus
luces : un nuevo salvador de la patria. Le azuzan los unitarios y
el ambiente está preparado.
El primero de diciembre, al amanecer, el guerrero de la In¬
dependencia y del Brasil se presenta ante el Fuerte dispuesto a
“sacar a patadas” al gobernador legal, a quien doce días des¬
pués hace asesinar alevosamente con todos los honores de un
fusilamiento.
Alberdi, interno ahora en el Colegio de Ciencias Morales, pue¬
de presenciar “el aparato triste y sombrío” de la funesta revolu¬
ción que lleva al poder, en su secuela galopante, al astuto D.
Juan Manuel.
Los alumnos del Colegio vuelven a enfrascarse en sus estu-
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*

r lSl'--' Enrique p o /> o l i s i o


'V-
#

dios; a Juan Bautista
. ,'
no le gusta el latín. "He dado en mi vida
.,.' cinco exámenes de latín, en los que he sido sucesivamente apro-
ba do, v apenas entiendo ese idioma muerto.
El aula de Latinidad tiene más de cárcel que de aula. Exis-
» te aún, dentro de los muros del convento de San Francisco. Es
un salón de cincuenta varas de fondo y paredes de más de metro
y medio de espesor; gruesas rejas cierran las ventanas.
Allí el pasante, D. Mariano Guerra, lee con voz monótona
versos latinos. La rítmica cantilena arrulla a los alumnos, que
dormitan sobre sus bancos. Albcrdi y Miguel, Cañé tienen los
suyos tan próximos al estrado del lector, que escapan a su vista.
Un día, en la primavera de 1S29, para pasar el rato, lleva
Cañé a clase un libro de amor. Es La Nueva Eloísa. "Leí dos
o tres renglones de la primera carta y cerré, hechizado, el libro,
rogando a Cañé que no dejase de traerlo todos los días. Rous¬
seau fué desde ese día, por muchos años, mi lectura predilecta.
Después de La Nueva Eloísa, el Emilio, después, el Contrato
social”.
Alberdi estudia con demasiado entusiasmo; enferma. Se ve
obligado de nuevo a dejar el Colegio para vivir en casa de una
tía, la señora de Sosa, que le prodiga maternales cuidados. Le
examinan muchos médicos, pero cada vez está peor. ¿Cómo se
llama su mal? Entonces no tenía nombre; hoy Je llamaríamos
surincnagc. Le recetan Jos más variados remedios. Al fin, el
doctor Owgand consigue curarle. "La medicina con que me
curó este último consistió en la prohibición más absoluta de todo
medicamentos.”
— —
“No abra Ud. un libro le dice . Vaya a los bailes ; pasee
al aire libre.”
Se aficiona entonces a los salones sahumados donde los invi¬
tados gustan, a la luz temblona de las bujías, el mate de leche con

canela y el agua con panal, mientras el bastonero ese personaje
hoy desaparecido— se esfuerza en hacer bailar a todo el mundo.
("El bastonero debe conocer todas las afinidades del corazón
y de Ja figura y hacer que ellas presidan sus elecciones: al que¬
rido con su querida; al viejo; con la vieja; a la fea con el feo;

18
í Alberdi
a la linda con el lindo; a la rica con el rico; si hay una tuerta y
1 un tuerto, los dos.”)
< r rida
romanticismo comienza a hacer estragos en la juventud.
» La de Albci di se desliza entre “valsas”, suspiros y "minué-
tos”. Durante el día estudia moderadamente, pero por la noche
I es infaltablc a laá tertulias familiares. Anda por los veinte años
y es bien parecido; sus grandes ojos negros y tristones son muy
del gusto romanticón de la época. Su pequeña estatura no le
impide tener mucho éxito con las mujeres, que le dedican sonri¬
sas acarameladas. ¿Cómo perder pieza con esas beldades? De
, ninguna manera pues con ellas “todo contacto es una ganga...
Respecto a las señoras viejas, ya la cosa muda de semblante;
uno se vuelve razonador y frío, y a menos que no concurran
graves y justas causas, nadie les ofrece ni el brazo”.
Juan Bautista baila muy bien; es discreto y cumplido caballe¬
ro; compone música ligera. Las muchachas le buscan y tiene
amigos apasionados. Al fin, los estudios pasan a segundo plano.
Sin duda alguna, el régimen del doctor Owgand es excelente.
' Alberdi ha dejado constancia, haciendo justicia al sagaz faculta¬
tivo: “Este método, seguido fielmente, sentó tan bien a mi sa¬
lud, que de régimen medicinal se convirtió casi en un vicio...
Éste fue el origen de mi vida frívola en Buenos Aires, que me
hizo pasar por estudiante desaplicado".
A fines de 1S30 D. Juan Manuel descubre que el Colegio de
Ciencias Morales no corresponde “a las erogaciones que causa”
y sin más trámite lo suprime. Hasta entonces Alberdi se ha
alojado en el Colegio. ¿Dónde habitará ahora? ¿En casa de su
tía? Miguel Cañé le ofrece la de sus abuelos, donde él vive; y
Alberdi acepta gustoso.
La casa de los señores de Andrade es una de esas mansio¬
nes típicas de la colonia, enorme, "con salones, oratorios y po¬
bladas despensas, con pajareras suspendidas alrededor de los
jazmines y de las tinajas, con ejércitos de esclavos libres y de
hijos de esclavos que, al atardecer iban por los aposentos, como
fantasmas gruñones, encendiendo las velas y atizando el rescoldo
de los braseros”.
En ese caserón de Balcarce y Moreno, "que conoció la alegría
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.
del comedor Rraud^.., compartieron nnr p alcún tiempo los dos
a
.
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amigos “un cuartmgo bajo , que se halla
h
^05

muchacho. y h hermana de
esposa de Florencio Varela formaron un g H
jubiloso. Juan Bautista es compañero ameno y muy
Cañé se siente feliz con su amistad.
ge .,
.-i:,™,..

Nuevos vientos soplan en Europa y hasta Buenos Aires He


gan sus fuertes ráfagas. La juventud se agita ; los intelcctua es
acogen con entusiasmo el movimiento. Se habla mucho de socia¬
lismo, de liberalismo, de romanticismo. No siempre se compren¬
de muy bien esto pero se lee, se lee mucho.. Autores hasta en¬
tonces desconocidos en el Rio de la Plata, solicitan la atención
de todos. Las obras de Cousin, de Villemain, de Quinet, de
Michelet, de Jules Janin, de Merimée, de Nisard, corren de mano
en mano. Discuten románticos, clásicos, eclécticos y sansimonia-
nos. Todos se disputan los escasos ejemplares de las tragedias de


Casimiro Delavigne, de los dramas de Dumas y de las novelas de


Hugo o de Jorge Sand. “La Revue de París escribe Vicente
Fidel López era buscada como lo más palpitante de nuestros
deseos."
Uno de los jóvenes dorados del Buenos Aires de 1830 es
Santiago Viola, elegante petimetre que vive en la calle de ¡a
Florida. Inteligente, pero amoral y escéptico, gusta morder aquí
y allá sin consagrarse a nada. Frecuenta la Universidad ; hojea
los libros de moda, pero rara vez los lee íntegramente. Es juga¬
dor y entendido en caballos; sus pecaminosos amores con muje¬
res de teatro espantan a la sociedad pacata de la época. Su cul¬
tura, brillante pero superficial, se ha formado más en las con¬
versaciones que en el estudio. Ha coleccionado las obras de los
autores en boga y las revistas más cotizadas : la de Parts y ¡a
Británica.
En sus salones se habla de política, de literatura, de filosofía
y hasta de una cosa nueva y admirable que preocupa mucho
a
Juan Bautista, asiduo concurrente: la frenología de Gall. Es un
20
.6«

Enrique Popolisio
pasatiempo inofensivo y apasionante que debe sin embargo
abandonar ante la mofa de los contertulios.
Alberdi siente mucho no poder dedicarse con tranquilidad de
espíritu a la observación de la configuración craneana de tantos
ilustres europeos, cuyos retratos, en muy bonitas láminas, ha
hecho traer Viola junto con los libros y exhibe, con estudiada
indiferencia, en su rica biblioteca.
Pero un pasatiempo suplanta a otro; y los alberdianos en¬
cuentran en cambio muy loable la afición del cabecilla por la
música, en cuyo conocimiento ha sido iniciado por voluntad del
protector, ese buen coronel Heredia a quien tantas cosas debe.
Más que a un estudio profundo, a una disposición muy acen¬
tuada hay que atribuir la habilidad de Alberdi. Es buen flautis¬
ta y consumado pianista, “a la par de Esnaola”, según el testimo¬
nio de un contemporáneo.
Ha compuesto “valsas”, “minuetos” y canciones. Y en 1832
publica su primer libro: El espíritu de la música a la capacidad

opúsculo
— previene modestamente al lector

de todo el mundo. “Yo no tengo más parte en el siguiente
que el trabajo
que me he tomado de reunir elementos de varios libros, tradu¬
cirlos del francés y metodizarlos.” Vive en pleno romanticismo:
"Ahora quinientos años podía decirse que la música era el arte
de combinar los sonidos de una manera agradable al oído; pero
en el día no se la puede definir sino de este modo: el arte de
conmover por la combinación de los sonidos”. Hay allí opinio¬
nes a las que es preciso dar una aprobación sin reservas : “Cuesta
mucho determinar el mejor de los instrumentos ; pero no cuesta
nada designar el peor. Yo pido perdón a los amantes de la gui¬
..
tarra . ¿ Por qué no estamos ya libres de este instrumento ma¬
jadero?”
Y a riesgo de naufragar en el mar de galicismos donde im¬
prudentemente navega, estimulado por los alberdianos, poco des¬
pués reincide publicando el Ensayo sobre un método nuevo para
aprender a tocar el piano con la mayor facilidad. Dedica su
segunda obra al Dr. Diego de Alcorta, Catedrático de Ideología
de la Universidad de Buenos Aires, “como un débil homenaje de
reconocimiento”.
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q Pofolisio
E n r i *
excelente, sobre todo para su autor,
El método debe de ser
ningún esfuerzo ha compuesto Lo
que por pura distracción y sin
MtwcX» "valsa”; la música
D. Tadc’o; El llorar de una
pani
bella,
el duetmo bufo D. Roque y
“valsa y muchas otras im¬
provisaciones perdidas definitivamente.
x Tan placentera vida no puede prolongarse indefinidamente.
En 1834, a diez años de haber salido de su provincia, Alberdi ha
leído muchas cosas, ha publicado opúsculos musicales y ha revo¬
k loteado por todos los salones porteños ; pero está aún distante
I de ser abogado.
Justamente hacia aquella época se hace necesaria su presencia
t en Tucumán por cuestiones relacionadas con la sucesión de su
padre. Un día se despide de los amigos y parte haría la provin¬
cia natal en compañía de Marco Avellaneda, que lleva el mismo
destino. Y para no perder más tiempo, a su paso por Córdoba
rinde examen del tercer libro de Derecho, dejando deslumbrado
al examinador.. . a quien ha sido recomendado.
Alberdi es el hombre de las amistades. En esos pocos días se
vincula con mucha gente, hasta con el gobernador, para quien
trae cartas de Heredia. Como es simpático y tiene fama de mun¬
dano, el primer mandatario provincial le confía la organización
del baile del 25 de Mayo. Le secunda! Marco Avellaneda y la
fiesta resulta muy lucida.
La noche del 25, antes que nadie, llega el gobernador. Allí

— —
le encuentran los organizadores, bajo un dosel especie de mo¬
narca pueblerino y en la más absoluta soledad. El cuadro
grotesco les llena de risa ; recuerdan a D. Magnífico, el personaje
de Cencrentola, y se detienen en la puerta lanzando carcajadas.
El magistrado se levanta ; se aproxima a los jóvenes. No puede
comprender los motivos de tanta hilaridad, pero se contagia;
comienzan a reir los tres. Sus risas llenan el todavía oscuro salón'
ae ecos extraños y persistentes. Comienzan a traer palmatorias
Debí Ies luces se van sumando rápidamente. Las
cen menos espesas; llegan los primeros sombras se ha¬
deja oír sus compases. “Rompimos el
invitados. La orquesta
baile con un minué en
cuarto el señor gobernador, su ministro,
el doctor Avellaneda

22
t
I

III
\
TU CU MA N

— —
Hasta un viaje en diligencia polvo, barquinazos, viento
seco y cortante puede ser grato si en los asientos vecinos hay
compañeros amenos. Marco Avellaneda y Mariano Fragueiro,
"entre otros sujetos agradables”, realizan esta vez el milagro.
Y Fragueiro, poseedor de un ejemplar de los Viajes del ca¬
pitán Andrews, atrae especialmente la atención de los viajeros.
Hombres de diversas provincias, reunidos en ese carruaje tre¬
pidante, escuchan atentamente las opiniones del viajero inglés
que D. Mariano lee y traduce para sus oyentes. Satisface así
a los tucumanos, a los sáltenos, a los santiagueños y hasta a los
potosinos; pero se guarda bien de leer la parte referente a
Córdoba, pues su aguda susceptibilidad no soporta la menor
crítica desfavorable a su comarca natal.
Antes de terminar el libro, llegan a Tucumán. Es un do-
b mingo por la tarde ; en las calles desiertas hay un silencio extra¬

— —
ño cuya causa no tardan en conocer: una revolución acaba de
ser sofocada y el gobernador que es el protector de Alberdi,
D. Alejandro Heredia domina la situación.
Nada ha cambiado en diez años. Casi 'nulo ha sido el pro¬
greso edilicio; las transformaciones, poco menos que insensi¬
bles. Los hermanos de Alberdi habitan todavía en la vieja casa
paterna de la plaza principal. El mayor, Felipe, está intimamen¬
te vinculado con el gobernador.
La llegada de Juan Bautista es un acontecimiento en la aldea
i tucumana. Muchos recuerdan al niño que saliera de allí diez
F
23

Escaneado con CamScanne,


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per ramu de sus entusiasmado» comprovinciano» P7
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quicará La simpatía general.
amistad con el
A ello le ayuda la frustrada revolución y su
gobemader. que le considera xgo asi cemo “su criatura : no en
vano le ha dado las primeras lecciones de latín. En la comitiva
de D. Alejandro y durante el acto que se realiza celebrando el
aniver-ario de la Independencia en la casa donde fue declarada,
Alberdi es invitado a decir algunas palabras.
Lo hace gustoso, íntimamente satisfecho de su repentina im¬
portancia. Evoca la fecha y el acontecimiento; habla de debe¬
res y derechos ; confiesa sus anhelos para un futuro próspero
y progresista dentro de las normas de una cultura política avan¬
zada. Luego alude a los insurrectos, “pertenecientes a la mejor
sociedad", y termina pidiendo se les deje en libertad.
El gobernador frunce el ceño ; no comparte el idealismo de
su protegido y la gestión no prospera. Pero pronto se presenta
mejor oportunidad: un banquete. Las libaciones alegran los
ánimos y el ambiente se satura de amable tolerancia: se festeja
todavía el 9 de Julio; Alberdi discursea nuevamente. Se explaya
sobre la libertad y la independencia ; esto es ya un lugar común.
Pero no lo es hablar de la gente encarcelada por razones políti¬
cas. Alberdi pide otra vez por los revoltosos. Los presentes
miran sucesivamente al pequeño doctor y al gobernador ; espe¬
ran ver estallar en cólera al mandón, pero sucede algo inespera¬
do: Heredia se echa a reir y ordena la liberación de los dete¬
nidos.
Alberdi se ve rodeado de una aureola de popularidad. Todos
mencionan su nombre ; muchas familias de viejo arraigo tienen
algo .que agradecerle. “Todo el mundo era mi amigo en Tucu-
mán , anotará satisfecho. El gobernador le colma de afecto.
Quiere hacerle elegir diputado; quiere enviarle a Salta en ges¬
tión diplomática para arreglar una cuestión que
divide a ambas
provincias. Quiere autorizarle para ejercer
la abogacía. ¿Que
?tu’°
habilitante.' ¿Para qué lo quiere un hábil abo¬
gado. A los veinticuatro años es dueño del
mundillo provincial.
24
l b f r d i
r^'t lo pronto puede ser diputado. en seguida ministro y quizás
gobernador si se decidiera a quedarse allí.
Pero extraña Buenos Aires. Los alberdiar.os le llaman con

— —..
insistencia. "Con respecto a tertulias y muchachas le escribe
José María Laciar ¿qué quieres que te diga? Que todas ansian
por verte, todas ellas me encargan te diga mil locuras. En fin,
Bautista queridísimo, por conclusión de esta carta, te pido que
vengas pronto, pues hoy hace cuatro meses doce días que no
tengo el gusto de verte."
El ambiente nativo no le atrae; la proposición de ejercer allí
la abogada no encuentra eco en su ánimo, ya que él no es abo¬
gado “a pesar de ese decreto que no podía hacer las veces de la
Academia de Jurisprudencia".
Comienza a ahogarse en Ja aldea; ya la ha recorrido mi!
veces. Ha visitado la Cindadela, donde la casa de Be’zrar.o jare
en escombros ; ha estado en el lugar de la batalla. Se ha inter¬
nado en los bosquecillos de mirtos. Así almacena ideas y emo¬
ciones para la Memoria descriptiva de Tucumán que publicará
poco después.
Arreglado el juicio sucesorio del padre, ya no espera más.
Uno de sus buenos amigos, el obispo Molina y ViHafañe. dedica
versos a su partida. También le transmitirá cálidos recuerdos
de Ignacita, Justiniana, Vicenta, Isabel, Dolores, “de todo el
mundo, porque todo el mundo se acuerda del doctor Aiberdi y
todo el mundo lo ama”.
Parte al fin el
Joven de modales finos
De talento soberano
El Rossini tuatmano.
Y entonces;
Conmuévese horriblemente
Aconquija y da bramidos
Doquier con espanto oídos
A impulsos de su pesar.
Una muchacha espera llorosa 1a vuelta del amable peregri-
25

Picaneado con CamScanner


4 [
[• E n r i q ir c P o p o l i 3 i o

f no. También Marco Avellaneda queda inconsolable ; en cartas


• íntimas le narrará sus sufrimientos.
Pero una vida más agitada y apasionada le llama con voces
que él no quiere desoír. Parte para Buenos Aires llevando en
su maleta cartas destinadas a Facundo Quiroga, que es quien le
facilitará los trámites para un viaje a Norte América, donde
deberá estudiar, por encargo del gobernador Heredia, la demo¬
cracia federal.

, . Reside entonces en la capital el general Quiroga. Ha acumu¬


lado una inmensa fortuna y se siente enfermo; quiere gustar
de la vida cómoda y hacer producir a su dinero sin nuevos es¬
fuerzos materiales. Vive confortablemente, le viste el sastre de
moda, concurre a las tertulias.
Su figura impresionante llega a ser popular en Buenos Aires.
Ha colocado a sus hijos en los mejores colegios y su dinero al
24 y 36 por ciento. Especula, frecuenta corredores y cambistas ;
dirige él mismo las transacciones. Pero su debilidad son los
naipes. Pasa las noches en las mesas de juego. Arriesga mil
onzas en una sola parada. En algunos días llega a perder hasta
sesenta mil pesos fuertes.
Es ceremonioso y atento con las damas; gusta hacer alarde
de independencia frecuentando a los federales en desgracia y aun
a Jos unitarios; su conversación es libre. Evidentemente no le
falta inteligencia a este hombre inculto.
Alberdi le visita "con repetición” y el general le acoge "con
mucha grada". Tienen largas conversaciones sobre temas muy
variados; pero a punto de emprender el viaje, cuando Quiroga
ya le ha entregado una orden contra el Banco por toda la suma
necesaria para la travesía y la permanencia durante un año en
los Estados Unidos, se suscita entre ellos una diferencia de opi¬
niones por una cuestión meramente formal. Se impone la sus¬
ceptibilidad de Alberdi quien, haciendo una nueva visita a "ese
hombre extraordinario”, le devuelve los fondos y renuncia a la
misión.
, Nunca más habían de verse estos personajes tan distintos.
Inesperados acontecimientos se entrelazan. La querella produ-

26
w r

l b e r d i
cida entre los gobernadores de Salta y Tucumán, amenaza termi¬
nar violentamente; y Rosas, ya supremo árbitro político, confia
sus temores a Facundo. Abandona entonces el fiero riojano su
vida muelle y parte en misión conciliatoria. Pero todo es trá¬
gico en este negocio. El componedor llega tarde ; y a su regreso,
en la hondonada de Barranca Yaco, le fulminan las balas de >a
partida de Santos Pérez.
Desde Córdoba, los Reinafé envían luego, con solemne cinis¬
mo, a recoger el cadáver del temerario caudillo. El médico inglés
doctor Enrique Mackay Gordon lava cuidadosamente el cuerpo
ya corrupto y lo espolvorea con cal. Colocado luego en un ataúd,
es transportado en la misma galera roja de Facundo.
La improvisada carroza fúnebre recorre a gran galope los
campos resecos por el calor de febrero y llega a Córdoba dete¬
niéndose frente a la Iglesia Catedral. Redoblan las campanas; el
cañón de plaza y las fuerzas de la guarnición hacen las salvas
de ordenanza.
Enlutadas, acuden las autoridades civiles y militares, el Ca- ’
bildo Eclesiástico, los miembros de la Universidad y una distin¬
guida concurrencia que llena totalmente las naves del templo. El
cadáver es inhumado luego en el cementerio de los canónigos.

En el Carnaval de 1835 Alberdi compone la Canción para la


Comparsa de Momo; pero en realidad comienza a considerar
esos pasatiempos como fruslerías impropias de aquel grave mo¬
mento.
El gobierno está acéfalo y la sombra de Rosas se percibe
muy precisamente detrás del sillón del doctor Maza, presidente
de la Legislatura, que lo ocupa interinamente.
El gauchaje y la negrada, como siempre, se desborda fn las
calles de la capital. Los candombes están concurridísimos; pero
las músicas callan y las fiestas se interrumpen al conocerse la
noticia de la muerte de Facundo.


El advenimiento de Rosas, dotado de facultades extraordina¬

rias la codiciada suma del poder público es cuestión de poco
tiempo y esto acentúa en los más sagaces los temores. El cau¬
dillo próximo a ocupar el sitial de los gobernadores desconoce el
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Escaneado con CamScanner


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E n 7 w P o p o l i O

valor de las fuerzas morales y persigue el pensamiento. Es astuto,


cruel y no cree en la libertad. ¿Qué pueden esperar aquellos
que anhelan los frutos de la revolución de 1810?

i-

28
IV

AMIGOS

En Buenos Aires hay una madame de Sevigné criolla, que


tiene un auténtico salón: se llama doña Maria de todos los
Santos Sánchez de Velasco y Trillo y se ha casado en segundas
nupcias con el señor de Mendeville.
Sus contemporáneos han elogiado la vivacidad de su espí¬
ritu, su bondad y su inagotable curiosidad intelectual : “Señora :
abriga usted un corazón de aquellos que nunca envejecen y tiene

— —
una memoria tan viva como es inagotable su sensibilidad”.
(
El salón de doña Mariquita Sánchez así la llamaron sus
amigos y asi la conoce la historia es lugar de reunión de es¬
critores, diplomáticos, militares, altos funcionarios y de cuanta
notabilidad extranjera haya llegado al Plata. Por su tertulia fas¬
tuosa pasaron, en distintas épocas, Liniers, Rivadavia, San Mar¬
tín, Monteagudo, Belgrano, Saavedra, Pueyrredón; los minis¬
tros plenipotenciarios Mackau y Walewski; el sabio aventurero
Bonpland .. . Quiere la tradición que en su casa, por primera
vez, haya hecho escuchar su himno don Vicente López.
Madama de Mendeville está vinculada por lazos de amistad

i

cuando no de parentesco con todas las viejas familias porteñas.


Se tutea con Rosas “te quiero como a un hermano”, le escri-
birá pero esto no bastará a suprimir el abismo ideológico que
la separa del dictador ; y cuando arrecie la tiranía, no vacilará ea
marcharse a Montevideo, llevando allí su salón. En la otra Ban¬
da, será una especie de Ninfa Egeria para todos los emigrados.
Es valerosa, noble y apasionada. Es también una mujer in-
29

Picaneado con CamScanner


o p o l i i o
Enrique P
tiempo y
teligente, limpia de prejuicios y muy por encima de su
de su medio. Se había casado primeramente con su primo,
tin Jacobo Thompson, arrogante muchacho que servia en a
mada Real. Fue preciso vencer dura oposición porque
es
destinada a otro; pero Mariquita dió pruebas de una volunta
muy firme y arrostró el escándalo que suponía cuatro anos e
resistencia inquebrantable a la voluntad paterna.
“Mujer que tiene pasiones —escribirá a su hija Florencia
tiene méritos, y sea en la clase que sea, hay corazón y es lo que
..
aprecio. A las que se consideran impecables, les tiemblo. sue¬
len ser perversas. Pero no digas esto, hija, porque me tendrán
por una bandolera. .
Nunca se desmiente el carácter de esta mujer singular cuya
existencia ella resume asi : "Mi vida es la de un hombre filósofo
por fuerza, más bien que la de una mujer, con la desgracia de
tener el corazón de mujer, cabeza de volcán y faltarme esa frivo¬
lidad del sexo para distraerme”.
Alberdi comienza a frecuentar el salón de doña Mariquita;
poco a poco su tertulia es la predilecta. Porque allí no solamente
se hace música y se baila ; es además posible conversar con gente
muy razonable. Alberdi afianza muchas amistades.
Poderosa influencia ejerce sobre su pensamiento Esteban
Echeverría, raro muchacho de pasado turbio. Compadrito del
suburbio, y payador del barrio de San Telmo y de la Concep¬
ción, frecuentador de las dudosas moradas de la calle del Pecado
y del barrio del Alto, don Juan de arrabal, se ha visto envuelto
en un sangriento incidente provocado por un marido engañado.
Difícil es explicar el cambio que luego se produce en su alma. En
1825 va a Europa y cinco años después vuelve atiborrado de
ciencia y de poesía. Ha estudiado encarnizadamente en París
todas las disciplinas imaginables y regresa lleno de prestigio ; su
larga residencia en esa fascinante Babilonia le confiere, a los
ojos de los porteños de 1830, una importancia que nadie osa
discutir.
Ya no es el payador, el compadrito, el don Juan. Las lágri¬
mas del romanticismo le han librado de todo eso, lavándole de
viejos pecados. Al mismo tiempo, una dolorosa enfermedad a

30
Alberdi
las arterias
mcnte. —
como un castigo bíblico— le tortura cotidiana-
Alberdi halla grao afinidad sentimental e intelectual coa este
hombre desgraciado; se anuda entonces una amistad que no se
enfriará jamás. Alejados más tarde en el espacio, los lentos co¬
rreos de la época siempre llevarán o traerán alguna carta de
estos amigos.
Hay en el espíritu fuerzas que atraen o rechazan a los hom¬
bres entre si ; y de la misma manera que Alberdi se siente atraí¬
do por Esteban Echeverría, así experimenta repulsión por un
muchacho de conducta extraña, José Rivera Indarte, que va a ser
sucesivamente rosista y luego enemigo cruel del dictador. Rive¬
ra, que cuando estudiante escribía libelos contra los profesores
y aun contra sus mismos compañeros, ha recibido más de una vez
los puñetazos iracundos de sus condiscípulos, que llegaban a per¬
seguirle hasta el rio. Le expulsaron al fin de la Universidad
por falsificación. Hacia 1835 forma con Nicolás Marino y con
Pedro de Angelis la suprema trinidad del periodismo federal.
Goza de prestigio dentro del partido. Le sobra talento y le
falta moral. Su folleto El voto de América contiene conceptos
que desagradan a muchos. ¿Amistad con España? ¿Mendigar
su reconocimiento?
Los tiempos en que los estudiantes a moquetes y puñetazos
perseguían a Rivera hasta el rio han pasado ya. Además, Alber¬
di nunca combate asi. Se toma el trabajo de refutar al pillastre
y da a la publicidad la Contestación al Voto de América, traba¬
jo que es muy celebrado por los alberdianos.
Puede hacerlo cómodamente; sus estudios le dejan tiempo
para escribir y la pequeña herencia recibida de su padre le permi¬

— —
te una vida libre de preocupaciones económicas: ha colocado su
dinero como socio comanditario en negocios de tienda, ocu¬
pación lucrativa y muy elegante en aquellos tiempos.
Poco más o menos de esta época data también su amistad
con un poeta huraño: Juan María Gutiérrez, joven reflexivo
y grave, que huía de todas las tertulias, incluso de la de doña
Mariquita, a pesar de su estrecha amistad con la encantadora
mujer.

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E » r i q tr c Popo li sio


Alberdi tiene por Juan María el Ñato para los íntimos

una gran debilidad y una admiración particular que se proyecta
desde los más inesperados ángulos: “Yo no he conocido hombre
mejor dotado para la palabra simple y familiar”
— escribe; y
ahogado en el elogio queda la escondida falla del poeta: su incu¬
rable incapacidad oratoria. Luego, con afecto pueril, hará una
confesión ingenua y enternecedora pues ese amigo es "... el
único por quien he conocido el sentimiento de la envidia, a ex¬
cepción de Byron. . . Todo él era pura elegancia a mis ojos.
Hasta dormía con gracia...” Y como para explicar lo hiperbó¬
lico del dicho aclara: "Es verdad que yo le tenía una simpatía
apasionada”.
Tales apasionamientos están muy dentro de la época. Los
amigos se despiden “apasionados” en sus cartas; se besan las
manos. Nunca se tutean, al menos epistolarmente. La distancia
— una distancia ceremoniosa donde el cumplido y el afecto os¬

tentoso se maridan en forma sorprendente se mantiene por lo


común hasta entre los más íntimos. “Amo a mis amigos con más
necedad que a una querida” escribirá Marco Avellaneda .
Y Gutiérrez : "De Ud. es el corazón de su mejor amigo”. Po¬
sadas: “Viva feliz y persuadido que lo ama mucho su viejo

camarada”. En fin, Juan Espinosa: "Todo suyo” y "Suyo mil
veces”.
Alberdi, Echeverría y Gutiérrez son inseparables. Les liga
el afecto, las ideas y los comunes gustos. Más tarde, los azares
de una época de sangre y convulsiones, alejarán del Plata a
Gutiérrez y Alberdi. Les seguirá vinculando sin embargo la
Confederación Argentina de por medio— una correspondencia

forzosamente espaciada por las contingencias de los transportes
que, a través del Cabo de Hornos, unen a Chile con Montevideo,
donde se refugia Echeverría.
Mientras viven en Buenos Aires, el trato es casi diario. Para
estos muchachos que han deificado la cultura intelectual, aun
Jos paseos son “un constante estudio, sin plan y sin sistema”.
Echeverría, que ha vivido en la Francia de la Restauración, está
empapado de todas las modas filosóficas y literarias. Alberdi

32
'A l b e r d i
ama la metafísica, la psicología y los estudios jurídicos ; Gutié¬
rrez se desvive por los literarios.
Y en el lento vagar del atardecer, por la Alameda o a lo largo
de los senderos polvorientos de San Isidro, el ex payador les
habla largamente de los Ídolos. ¡ El los había conocido personal¬
mente! Los nombres de Hugo, de Byron, de Lerminier, de
Villemain, se pronuncian a cada instante.
En el Buenos Aires de mil ochocientos treinta y tantos, todas
esas cosas suenan muy extrañas, muy superfinas y pronto van
a ser también un poco peligrosas pues el general Rosas no gusta
de los teorizadores ni de los hombres de letras.

Una y otra vez, vagamente primero, con más fuerza des¬


pués, la idea del matrimonio roza a Juan Bautista en esta épo¬
ca de su vida. Pero no tiene vocación hogareña aunque el pen¬
samiento llegue a ser dominante en algún momento. Su afán de
independencia
duraderos.
— independencia total
— no le aconseja vínculos

Hasta Tucumán llega la falsa noticia de su casamiento. Allí


ha dejado una romántica enamorada que sufre lo indecible al

— —
saber la nueva. “La visité un día le refiere Marco Avellane¬
da y, como siempre sucede, Ud. fué el asunto de la conversa¬
ción. En medio de ella la oí exclamar: ¡Ya no volverá más! Sos¬
tuve lo contrario a capa y espada apoyándome en sus cartas y
en nuestras conversaciones secretas ; y logré al fin hacer bri¬
llar en su rostro la sonrisa de la esperanza. Ella me debe un
momento de felicidad.”
Alberdi comprueba que hay una joven mujer que lo ama apa¬
sionadamente y sabe lo mismo de otras. Piensa que vive solo;
que algunos de sus amigos se han casado ya : Marco Avellaneda
uno de ellos. ¿Son intolerables las ataduras conyugales? Lo
averiguaré, pues él sólo conoce las furtivas de algún amor ili¬
cito.


“Siempre me exige Ud. que le hable sobre la vida matrimonial
y nunca tengo tiempo para hacerlo contesta por fin evasiva¬

mente Avellaneda a la insistente requisitoria . Hoy mismo estoy
tan ocupado que no si si me dejarán terminar esta carta. Me

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Enrique P o p o l i s i o
limitare, pues, a decirle, que si pudiera sofocar completamente
la ambición de ser algo u olvidar la esperanza que concebía de
mi mismo, sentiría no haberme casado cuatro años antes. Ud. me
conoce y estas pocas palabras bastan para que lea en mi cora¬
zón y descubra mis más íntimos sentimientos.”
Albcrdi no necesita que le digan más. Ya lo sospechaba él.
Evidentemente, para el argentino ambicioso de 1836, el estado
matrimonial no es el que más conviene; tal el sentido de las
palabras de Marco Avellaneda que, metido en aquel pueblucho,
ha logrado hacer vender a sus padres los bienes raíces que po-
seian en Catamarca, induciéndoles a radicarse en Tucumán, don¬
de se propone acompañarlos hasta el sepulcro. Es hijo único y
no hay otra alternativa. Envidia a Juan Bautista sus sueños de
juventud, esa cabeza "llena de proyectos”, que él debe abandonar:
"Por eso me he hecho tendero. ¿Qué valen las letras en estos
países? ¿Que goces pueden ofrecerme?... i Qué cruel es renun¬
ciar a toda aspiración, después de haber consagrado un tercio .
de la vida a la adquisición de los medios de elevarse sobre ti *
nivel en que el vulgo piensa y siente I”
Sí ; ¡ qué cruel I Alberdi se promete esquivar tan triste por- J
venir. No le ligan ataduras filiales; eludirá también las matri¬
moniales. La época, por otra parte, no es propicia para pensar
en la paz hogareña. Actuará, estudiará, escribirá. Y muy pron¬
to las prensas acogerán los manuscritos de su gran trabajo de
juventud : el Fragmento preliminar al estudio del Derecho.
El tema es vasto y ambicioso; su autor, demasiado joven
quizá. Muchos le criticarán, aun sin entenderle. Marco Avella¬
neda le escribe: "He leído su prospecto. No le diré nada sobre
él. Mentiría si dijese que soy capaz, con sólo su lectura, de
penetrar el plan y espíritu de su obra. Mientras no esté acabada
..
y la lea veinte veces, no me atreveré a manifestarle mi opinión.
Pero; ¡cáspita! Su obra es atrevida, yo me intimidaría no sólo

— —
de concebirla, sino aun de imaginarla. Pero midiendo la dis¬
tancia la inmensa distancia que separa su cabeza de la mía,
formo esperanzas, que no consentiría en ver frustradas por todo
el oro del mundo".
Y Marco se pone a la penosa tarea de buscar subscriptores
34
Alberdi
en Tucumán para un libro que sólo muy pocos leerán allí: "No
hay en este país cuatro hombres capaces de leer su obra, ni dos
con aptitudes de entenderla”. Asi y todo, logra trece suscripto-
res; milagros de la amistad.
i
Alberdi no abriga ninguna duda de que si el Fragmento va k

a tener pocos lectores, no le ocurrirá lo mismo con algún perió¬


dico o gacetín. ¿Qué joven de su grupo no sueña con el perio¬
dismo? En noviembre de 1837, con Gutiérrez, Carlos Tejedor,
Vicente Fidel López, Demetrio y Jacinto Peña y Rafael Corvalán,
— —
entre otros, se arriesga como jefe de redacción a publicar una
revista: La Moda, “gacetín” que se ocupa de música, literatura,

— —
costumbres y poesía. En el periódico "dedicado al bello mundo
federal” se prodigan al dictador los más laudatorios epítetos,
tratando de congraciarse con él, condición sine qua non de subsis¬
tencia; pero Rosas no quiere o no juzga durable el entendimiento.
Se malquista asi con esos muchachos que hoy aspiran a influen¬
ciar su política y que luego van a escribir la historia. Resentidos,
le reservarán el papel del villano de la tragedia, que él hará lo
posible por merecer.

— —
En La M oda se habla de todo ; y la colaboración de Alberdi
disfrazado a menudo de Figarilío ocupa no pocas líneas.
Figarillo... ¿Por qué Figarilío y no Figaro? Él mismo nos
lo dirá al proclamar su admiración por Mariano José de Larra:
“Porque este nombre no debe ser ya tocado por nadie desde que
ha servido para designar al genio inimitable cuya temprana in¬
fausta muerte lloran hoy las musas y el siglo”.


Alberdi tiene en este momento veintisiete años: exactamente


los de Larra al morir. Como su modelo que se había suicidado
meses antes él escribirá también artículos satíricos reclamando
el derecho de burlarse del ridiculo que existe en nuestra socie¬
dad como “en las más cultas sociedades del mundo”.
El casi afeminado título del gacetín es un anzuelo para inte¬
resar al público, “desgracia requerida por la condición todavía
juvenil de nuestra sociedad”. Se recurre a temas frívolos para
hablar de cosas serias. Tal artimaña salta a la vista, empero,


muy a menudo. zXsí, cuando el propio jefe de redacción discurre
acerca de peinados para señoras, esta disertación en la que

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Enrique Popolisio


cita a Tocqucvillc y a Rousseau resulta una extraña mezcla
de modas pchiquerilcs y de Derecho Constitucional. Pero la
salsa no basta para cubrir el plato y los lectores deben de haber¬
se sentido defraudados.
No obstante, si ellos son incapaces de apreciar su talento,
hay en San Juan quien lo valore debidamente. Cierto García
Román, desconocido vate pueblerino, se dirige al fracasado pe¬
riodista en procura de consejo: “Aunque no tengo el honor de
conocerle, el brillo del nombre literario que le ha merecido las
bellas producciones con que su poética pluma honra a la Repú¬
blica. alimentan la timidez de un joven que quiere ocultar su
nombre, a someter a la indulgente c ilustrada critica de Vd. la
adjunta composición”.
Entrf alardes de modestia y abundantes elogios para el des¬
tinatario, el poeta expresa su esperanza de que, si sus versos
merecen ser criticados, le sean devueltos anotados ; en caso con •
trario, el silencio del juez le enseñará a "rcs|x:tar el Parnaso
en lo sucesivo”.
Alberdi contesta con mucha amabilidad a “su obsecuente ad¬
mirador"; y después de breves consideraciones generales, ¡e
subraya algunas lincas y le aconseja la lectura de los poetas
modernos. Pero García Román no queda satisfecho. La res¬
puesta es poco explícita; él quiere saber más. Necesita un
mentor minucioso; insistirá. ¿Por qué le señala estos versos:

Que del baño el terso espejo


En su seno felis oculta?
¿Están mal medidos? ¿O tal vez no está suficientemente sos¬
tenida la metáfora que le precede? Quiere salterio. Y estos
otros:

Cuyas nevadas cúpulas


Osan penetrar el cielo
¿Acaso contienen un concepto exagerado? Es preciso que
Alberdi se lo diga, pues él, formado intclcctualmcnte sin ayuda

3G
A l b e r d i
ajena, escogiendo por sí mismo, adhiriendo a ciertas doctrinas
sin sopesadas debidamente, vive en una especie de insubordina¬
ción y de libertinaje literario.
Rogándole quiera incluirle en el número de sus amigos, se
despide García Román hasta 1a próxima de Albcrdi, que deberá
«lar las razones ¡xididas. García Román no es «/tro que Faustino
Valentín Quiroga Sarmiento, conocido Juego en la vida pública
bajo d nombre de Domingo Faustino Sarmi'mto.
A la sazón se muestra como un joven juicioso, casi modea-
to, lleno de deseos de aprender. Apenas *.e podría reconocerle


en el desorbitado periodista «pie algunos años después —cons¬
ciente de sus fuerzas va a hacer su c .tnipitosa aparición en
Chile.

T.os dedos de una mano alcanzan para contar los meses de


vi<1a de. J.a Moda. El medio es cada día menos propicio para
gacetines o salones. Entretanto, diversa*, circunstancias van
tomando incómoda 1a posición de Albcrdi «m Buenos Aires.
Habiendo intervenido activamente en la organización del Salón
Literario «pie fundara Marcos Sastre en 1a trastiemla de su li¬
brería, su participación no se ha detemido allí, pues fue uno de
los oradores durante e! acto inaugural, junto con Juan María
Gutií'rrez. Marcos Sastre y el viejo prever D. Vicente López,
a quien el dictador, «pie se siente incómodo ante t«xla sociedad

/1 soñación de Mayo
— —
que no sea la Popular Restauradora, ha h«:chn conocer su des¬
contento. La situación de Albcrdi miembro, además, de la
llega a tornarse peligrosa. Comete, por
último, la imprudencia de publicar el Fragmento, donde califi¬
ca el poder ilimitado como poder de Satanás.
F.s verdad que ha tomado “precauciones naturales de ín-
munidad”, «ledicando el libro a! general Hcredia, “cosa que, de


paso, era un deber moral de mi parte”; y que en el Prefacio
— “pararrayos dd libro" no ha vacilado en hacer concesiones
al -sistema federal de gobierno llamando a Rosas grande hom¬
bre con lo que no hace más que repetir el calificativo que está
en .abios de la mayoría en aquel momento; pero todo esto no
basta y Albcrdi comienza a temer por su seguridad.

37

Escaneado con CamScannef


Enrique P o p o l i s i 0

Don Felipe Arana da al dictador un informe desfavorable


acerca de la índole politica del libro; y don Pedro de Angelis
— pontifico máximo del periodismo rosista le considera hom¬
bre perdido...
No obstante, las cosas no son por el momento tan graves.
Alberdi solicita una entrevista con Rosas; pero D. Juan Ma¬
nuel, “más tolerante que sus consejeros”, le manda “palabras
calmantes’’ por intermedio de Nicolás Marino, otro periodista
federal y ex condiscípulo de Alberdi en el Colegio de Ciencias
Morales. A pesar de todo, resulta evidente "el peligro de dar¬
se a estudios liberales en circunstancias semejantes”.
Por amor a la libertad, por miedo, por eludir persecuciones
y hasta por espíritu romántico, muchos de sus amigos han emi¬
grado. En 1838 ha hecho crisis la cuestión con Francia, orde¬
nándose el bloqueo. Finaliza el año cuando, a instancias de
Cañé que desde Montevideo le llama insistentemente para co¬
laborar en El Nacional, Alberdi decide salir del país.
Pide su pasaporte y parte en noviembre. En su equipaje
lleva documentos comprometedores; para disipar toda sospecha,
abre él mismo sus maletas a la Policía. Posadas y Echeverría,
que han ido a despedirlo, le saludan temblando; al fin sube al
bote que debe conducirlo al barco.
Ya fuera del alcance de la policía rosista, se saca del ojal de
la levita la divisa punzó que obligatoriamente debían llevar to¬


dos los ciudadanos entonces; la contempla un instante y luego
sopesado debidamente el valor simbólico de tan simple acto
la arroja al agua. Su rostro apenas disimula el alivio y la
alegría.

38
V

LA POLITICA DEL ZARPAZO

t Traidor a la patria es también aquel de


, sus hijos que arrebata su soberanía, no
precisamente para entregarla al extranjero,
sino para tomársela para sí...
J. B. Alberdi
«
En ese lanchón que lo lleva a la otra banda, Alberdi se ini¬
cia en la navegación. Durante el resto de su vida, muchos
meses estará asi, sobre las aguas, en esos presidios errantes
que él llamará “cárceles a la vela’’. Pero esta vez la cárcel lo
lleva a la liberación y pon eso va contento. Por otra parte, la
travesía es breve; y apenas tiene tiempo de aburrirse sobre las
aguas barrosas del río cuando ya Montevideo le muestra su ce

— —
rro y las torres de sus iglesias.
En su Autobiografía cuatro noticias someras acerca de
su vida juvenil habla de las circunstancias que tornaron fa¬
vorable la vida en la otra banda para los enemigos del dictador :
la caída! de Oribe, la asunción del mando por Rivera, la paula¬
tina concentración allí de núcleos opositores cada vez más nu-
í* merosos. La nueva generación argentina quiere para su patria
v. algo más que un gobierno fuerte y respetado. La posibilidad
de vivir, de pensar, de escribir, de comerciar y de gobernarse
conforme a los modelos de los pueblos civilizados constituye un
;' espejismo fascinador.
Rosas ha hecho imposible todo esto; Rosas es el obstáculo.
39
. i
I

Esc aneado con CamScannef


rr- Enrique P o p o l i s i o
Rosas y también, el ambiente del país, la raza individualista y
discola, la falta de educación política, los intereses regionales, la
propia tradición turbulenta de la conquista. Pero evidente-
, mente el dictador, sólo mediocre estadista, carece de la ductili-
*
dad mental indispensable para comprender su tiempo y su mi¬
sión. Forja, valiéndose de los medios mas crueles, la maqui¬
na del orden ; pero es incapaz de hacer producir a ese mecanis¬
mo que, carcomido e inútil, se desmoronará en 1852. Poseedor
del prestigio y de la fuerza, pudo ser el hombre providencial
de su momento, pero él nada ve más allá del pequeño problema
de gobierno; pierde largas horas en minucias administrativas
y deja a un lado el fomento de intereses vitales. Le falta ilus¬
tración y amplitud de miras; es astuto pero no inteligente; su
maquiavelismo resulta estéril, Para él no cuentan las convul¬
siones del siglo XVIII ; nada sabe del enciclopedismo y detesta
oír hablar de liberalismo. Es, en pleno siglo XIX, una menta¬

— —
lidad colonial. Ha aceptado, mal de su grado, el movimiento
emancipador que para él significa desorden y producido
éste, lo usufructúa en su provecho y en el de su provincia.
Derrocar al déspota que los inmoviliza, cambiar ese orden
de cosas, implantar una democracia liberal que asegure los be¬
neficios de la libertad dentro de las normas en boga en los paí¬
ses señeros: tal el ideal de esa juventud europeizante. Pero,
¿es posible eso? ¿Ha llegado el momento? No importa: ¡abajo
el tirano I
Esa es la voz de orden; lo demás, ya se verá después.

Cañé le abraza fuertemente y le lleva a su casa. Vive con


Andrés Lamas, redactor de El Nacional y hombre que goza de
la entera confianza de Rivera.
Por aquel entonces se halla refugiado en Montevideo un
grupo numeroso de unitarios, viejos rivadavianos y afines, que
tienen como figuras descollantes a los Varela, al general Lava-
lie, a Salvador María del Carril.
Florencio Varela es el primer político que halla a su llega¬
da; no se han visto desde seis años atrás. Hay en el cuñado de
Miguel Cañé algo que Alberdi ama: “esa cierta nobleza que

40
•• \

Alberdi
cura enteramente de la exasperación”. Esto no amengua, por
cierto, la recíproca antipatía en materia de opiniones políticas
y literarias. Cuando Alberdi publicó el Preliminar, Varela ha¬
bía preguntado malévolamente si era cierto que su autor estaba
loco. Pero ahora lo abraza y 1e invita a compartir su mesa por
algunos días; doña Justita se alegrará de verle. ’
En el comedor hogareño, ya ubicados los comensales, un
sitio queda momentáneamente vacío. Al cabo de un instante
hace su aparición un hombre de faz cadavérica, concluido,


deshecho.
Mi hermano Juan Cruz...
Alberdi se levanta y corre a tenderle la mano. El fa¬
moso poeta, "en quien la adversidad parecía haber agotado el
humor de complacer”, estrecha débilmente la mano del huésped.
¿Extenuación física o antipatía? Tal vez ambas cosas a la vez.
La conversación versa, naturalmente, sobre política; pero
contra lo que espera Alberdi, se le oye sin interés. Las noticias
de que es portador, las impresiones que trae de Buenos Aires,
no suscitan la curiosidad de los anfitriones. El poeta mori¬
bundo se distrae en las incidencias del yantar con una frecuen¬
cia que muestra “que para él no eran menos imperiosas las exi¬
gencias de su arruinada salud que las de la salud de su país”.
En cuanto a D. Florencio, aunque desengañado Alberdi tras
la lectura de. sus últimos escritos, no ha podido sustraerse a la
preocupación popular que lo considera como “el hábil y joven
campeón de la ruidosa facción de diciembre”. Nada de eso, sin
embargo, halla en ese hombre afable y cordial, muy culto, ves¬
tido a la moda de Francia. Es, más que nada, una manera de
ver basada en las apariencias externas y puramente físicas; pe¬
ro los hechos posteriores le confirman esta primera impresión.
La comida transcurre en una atmósfera desagradable para
Alberdi ; casi no se le escucha y pronto se pone al descubierto el
hondo distanciamiento político que media entre invitantes e in¬
vitado. Los unos son unitarios acérrimos, convencidos, inflexi¬
bles; e! otro, más dúctil, integra el grupo que ha proclamado:
“Ni unitarios ni federales : argentinos”.
Este malestar se acentúa en los días que siguen, en tal for-

- 41

Escaneado con CamScanne*


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Escaneado con CamScannef


Enrique Popolizio
indestructible, el pueblo de 1789 y el de los Derechos del Hom¬
bre, la propulsora del liberalismo, la cima de escritores insupe¬
rables, de politices brillantes y de filósofos rectores de todo el
movimiento ideológico contemporáneo. No creen que ese país
libre y generoso pueda tener propósitos de conquista, aunque
justamente en aquel entonces se halla Francia ocupando el te¬
rritorio de Argel en trance de formar su imperio colonial. .
— —
En el Parlamento Británico sesión del 14 de agosto del \
año 1S3S Lord Strangford denuncia ante el mundo esa poli- \
tica de "agravios imaginarios” mediante la cual Luis Felipe .
modo de proceder de Francia —dice Lord Strangford es el

pretende extender su influencia en la América del Sur. "El

mismo, ya sea en el Senegal, México, Chile o la frontera nor¬


deste del Brasil. Con respecto a las compensaciones que exigía
a México por perjuicios que decía haber sufrido allí súbditos
franceses, el monto de éstos ascendía a 600.000 pesos fuertes.
Si esto era exorbitante e injusto, pueden sus señorías juzgarlo
por una partida de esa cuenta. Había un pastelero francés cu¬
yos alfeñiques y confituras comieron algunos soldados en un
día de disturbio político, quien en vista de este ataque a los dul¬
ces lo ponderó al extremo de pintarlo como un ultraje a S. M.
el rey Luis Felipe, y de valuar consiguientemente sus perjuicios
en la módica cantidad de 25.000 duros que el almirante francés
juntó a la cuenta general."
La expedición contra Argel no resulta menos lucrativa. £1
Tintes del 21 de agosto de 1838 se refiere a cllai diciendo que
esa operación, que según el gobierno francés no tiene “más
objeto que pedir reparaciones a ultrajes inferidos", ha dejado
a Francia una utilidad de cuarenta millones de francos.
"Estamos riendo a los franceses atacar la libertad e inde¬
pendencia de nuestros vecinos los argentinos —dice La Liga
Americana de Río de Janeiro el 30 de enero de 1840 y 'o —
que es más, ir a Montevideo a dar auxilio a un partido, polí¬
tico para tener aliados que los ayuden en la empresa contra
el heroico general Rosas, que no hace más que defenderse
de una injusta invasión reconocida como tal por todas las
naciones.”

44
A l b e r d i
Y por su parte El Nacional de Madrid expresa en el nú¬
mero 1487: "No es con poca admiración que observamos los
heroicos y felices esfuerzos que está haciendo la Confederación
Argentina contra las injustas pretcnsiones de Luis Felipe, y
ojalá que nuestra posición nos permitiese ayudarlos con otra
cosa más que nuestros deseos”.
Pero los enemigos del dictador no piensan asi. Alberdi
razona de esta manera: "Rosas, ¿qué pretende de la República
Argentina? Aquello de que un pueblo no puede abdicar, ni
por un instante, sin dejar de ser un pueblo, sin convertirse en
una horda de salvajes, en un rebaño de carneros, sin humillar¬
se hasta el fango: su soberanía y su libertad. Rosas quiere
ser el árbitro absoluto de las vidas y de las propiedades de
los argentinos, y lo es; quiere sin restricción poder, a su capri¬
cho o a su sospecha, suspender los ciudadanos, encarcelarlos,
oprimirlos, proscribirlos, vejarlos, y lo hace; pretende poder,
sin dar razón, remover los empleados, crear y abolir plazas, dis¬
cernir títulos, fijar impuestos, disponer de la renta, y lo con¬
sigue; quiere que el país deteste sus colores, que olvide su
historia, que desaire a sus grandes hombres, que no escriba,
que no censure, que no repare en sus procedimientos tiránicos
e inicuos, y lo obtiene... Y bien, ¿qué exigen los franceses
del pueblo argentino? No ser menos en su consideración que
ningún otro extranjero: una indemnización igual a lo que Rosas
derrocha en un día, y que tal vez es más legítima que las diez
mil que Rosas ha hedió y piensa hacer todavía. He aquí todo
। lo que los franceses exigen del pueblo argentino. Rosas, pues,

\! es infinitamente más enemigo del pueblo argentino que los


\ franceses... ¿Qué nos ofrece la cuestión francesa? La caida
< , de Rosas : pues, basta ; la Francia, es nuestra aliada y vamos
con ella sobre el tirano”.
Por estas razones no entran con facilidad en el corazón
de sus conciudadanos, pues la idea de la alianza con el extran¬
jero repugna a muchos. En El Nacional prosigue incansable¬
mente su campaña; poco a poco, comienza a hacer adepto».
¿Cómo no lograrlos con argumentos como éste?: “Traidor 3
la patria es también aquel de sus hijos que arrebata su sobe-

45

Escaneado con CamScanoef


E n r i g ti c P O f <» / » í i o
rania, no precisamente para entregarla al extranjero, sino para
tomársela para si... Si tanto ama (Rosas] las libertades de
sus paisanos. que con tanto calor ostenta defender. :qué ha
hecho, pues, él de esas libertades? ¿Quien es libre en la
República Argentina?”
Uno de sus jóvenes prosélitos. Bartolomé Mitre, "militar
de profesión, de diez y ocho años”, dedica al convincente perio-
dista un largo poema en señal de adhesión espiritual.
Pero los unitarios, cu especial los Varóla, están furiosos.
Las ideas de Albcrdi les repugnan tanto como su estilo. Una
mañana, D. Juan Cruz se traslada al despacho del ministro
Vásqucz y. "en términos de una exaltación demasiado furiosa
para ser parlamentaria”, le pide que haga callar a El .Vacional.
El ministro llama entonces a IX Andrés Lamas que, ade¬
más de redactor del periódico es subsecretario de los minis¬
terios de Gobierno y do Relaciones Exteriores. El funcionario
periodista, hombre de legitimo talento, tiene por aquel enton¬
ces tan sólo veintidós años, pero su influjo cu el gobierno es
muy grande: se dice que el propio ministre le debe su puesto.
Se produre entre Vasquez y l amas una discusión violentísi¬
ma y escandalosa por la publicidad que akanra: y durante
ella el primer oficial se dirige al ministro “usando las expre¬
siones más audaces”. Después de todo esto. El con¬
tinuó su prédica como si nada hubiera pasado. ..
¿Qué hace, entretanto Albcrdi. además de su tarea pecio-
dística? Vor la mañana escribe: por la tarde estudia v cons¬
pira; por la noche se dedica "a la sociedad amena". Hay dos
Albcrdis: Albcrdi el joven, y el otro. Albcrdi el joven no
puede vivir sin tertulias, sin bailes, sin saraos. Esto aun
durante el sitio y mientras los ejércitos insistas aguantan,
hambrientos, tras los muros de la ciudad. El otro es esc viejo
apergaminado, con un mechón de calvllos canos y una corbata de
espumilla que han popularizado las litografías.
Albcrdi el joven tiene tiempo pira todo. Su amigo Cañé,
enloquecido de amor por Luciana, una deliciosa (rauecsita de
quince años, no logra el consentimiento de madatuc llimouet

46*
.i : 5 e r j c
la lk\Lv Sufro como sólo se sai re en Us novelas román*
ticas,"esas novelas que luy que leer a la tus de mu lámpara
de ojmIíiu". y cu tan dura nance rwune a buenos oiteias
de Juan Bautista. Sábele dialéctico u resistible y enttaiUNe
amigo : pero la gestión. a pesar de haber sida oxtduexU "jvr
uno de los exentos uüs sutiles coa que atenta nuestra historia*,
no da ningún resaltado.
Entomvs Cano, delirante de ornar y trémulo de iiebxv. aban*
dona el lecho donde le tienen postrado sus románticas cincei>


nes y se pivsenta en casa de los llimonct. has dramatice eseo*
na hubo de todo: amonaras. promesas juramentos. Panto* *
logra el consentimiento y la eervuuxtu se cckbta jwv después
cu la Iglesia Mayor, con gran satisfacción do Albetdi que ve.
asu twvhtar la pao inteiiav a su aliado en la lucha coaita el
twismo.
Fsa vida tnowdüa. activamente ocupada cu la batalla inte*
-
leetnal única clase de güeña que a el le placo luchando sin
cesar |vr imponer sus ideus. le hace muy tch:. AtW más tar*
de rwvvd.ua am nostalgia ca\s días. En Buenos Aitvs. el po|m*
laelto muestra su ivpndMeúxt quemándolo cu cíigie uu Sabada
S.UUA
Veto su* auriga están ettoantados. "Fnvidio a Vd. el lug^tt
que ivu|\x y la parte que toma en el gran banquete de la gh*
lia le cseiibe |\rm irosamente Juan Marta Gutieuer Vi\ic
en medio de 1o que tvspra vida y moxinüento es una siuueuxr
diclwa. v Vd. la distinta plenamente: aqui todo huele a tum*
lu \ nu cspuiin suele alxuiisc: ik\vsiio el auv de la hbetlad
ñus que el alimenu' diarux"
l'n esc aitc de V.lxnuU muciv. en el mes de cueto de ISd^
Juan Cine \ .uvla, uno de Km majvivs o|\\s'uot\x a la idci
de la alianza. 1 a imeutud ivmamica. rm obstante sus discte*
|\mcias uhx'U^icds. Ilota ry'pitXMruemc al t'auxwa |\Kta. 1\\Ias
se disputan el heno: de catgut su leivtiv: y Juan Mana
Gntieiie.x en Buenos Aiies, pmxle también cum^ii vea el uto
de tmxla : la desciqKion del >e|wlu\ contenida eit aula de Albec*
di. le .u vanea abundantes Lkgtimas.
Fl tuemuano escobe un ai líenlo necrológico cu que exhiba

Escaneado con CamScannef


Enrique Popolisi o

junto a incontables vicios, los más ajados crespones retóricos


de un romanticismo de circunstancias: "Eran las diez de la
noche y una mitad de la luna caía con tristeza en el horizonte
a tiempo que sus párpados caían también para siempre. Los
dos astros se pusieron a un tiempo, y el cielo de la patria echó
de menos, de un golpe, dos hermosuras de su esfera... Sin
duda que la muerte de un poeta es deplorable en todas las situa¬
ciones de la vida. Los poetas son la gracia de la vida, el encan¬
to del mundo y su muerte causa en el alma el dolor de una lira
que enmudece, de una flor que se seca, de una estrella que se
apaga’*.


Los viejos rivadavianos que años antes han condenado vio¬
lentamente todo entendimiento con el extranjero "el instru¬
mento más ominoso de que pueda servirse la anarquía para
organizar un Estado” según Salvador María del Carril aca¬
ban por cambiar de opinión, impulsados por la desesperación.—
Y| es D. Florencio Varela, el mismo que en 1829 afirmara
que “permitir a los extranjeros que tomen parte en los nego¬
cios domésticos es un insulto al patriotismo y al buen juicio”,
quien ahora incita al general Lavalle a secundar una política
que tiene por base la alianza con los uruguayos y con los fran¬
ceses. Rosas, adulador de la chusma y perseguidor del pen¬
samiento, ha sido capaz de llevar a la claudicación a estos hom¬
bres que durante años habían rechazado esa idea como una
tentación verdaderamente demoníaca.
Por su parte Alberdi influye en la medida de sus fuerzas
mediante su prédica periodística incansable; y también priva¬
damente, incitando a sus amigos.
Con esa letra fina y nerviosa, esa letra "que no se parece
a ninguna otra”, Alberdi llena centenares de carillas. Se diri¬
ge a los amigos del Interior y les expone sus puntos de vísta.

“Importa sobremanera le dice a Marco Avellaneda que las —
provincias del Norte y todas las de la República Argentina
retiren automáticamente de las manos de Rosas el poder de
dirigir las Relaciones Exteriores de la República. .. Vds. no

48
A l b é r d

necesitan más por ahora, todo será hecho por acá ... La Fran¬
cia está dispuesta. El Estado Oriental está dispuesto.”
¿Sienten escrúpulos sus amigos? “Yo lo he visto todo, lo
he examinado todo, y he sacado la más profunda convicción de
la sinceridad de las miras de la Francia y del Estado Oriental
para nuestra República... Argentino hasta los huesos, patrio¬
ta por religión y por vocación, piensan Vds. que yo dejaría
pasar la más ligera cosa que tendiese a ajar las glorias de la
patria que nos dieron Belgrano y Moreno?"
Además, durante meses, trata de convencer a Lavalle, a
quien ni siquiera de vista conoce. Hace tiempo que el barbado
héroe ha abandonado toda actividad militar; disgustado con
— —
Rivera le sobran motivos vive pacíficamente en su estan¬
cia, donde juega al ajedrez, sin ningún deseo de mezclarse en
las contiendas civiles.
Pero los unitarios y Alberdi le sacan de allí. Los hombres
de letras y de leyes han sido fatales para el desventurado

— —
general ; primero le llevaron al campo de Navarro, donde mata¬
ron sin esperanza de resurección su gloria legítima de sol¬
dado de la independencia y del Brasil ; luego le llevarán a Jujuy
al alcance del trabuco de José Bracho.
Cuesta arrancar a Lavalle de su vida beatífica. Alberdi ’.e
dedica cantos de sirena: le declara conocer sus glorias pero
no su persona; "su posición es sublime...” le afirma, matán¬
dole a venir a Montevideo. Insiste luego de manera suplicante,
pues está convencido "de que la victoria, como la mujer, cede
a la fuerza y a la tenacidad”. Son necesarias muchas cartas y
bastante dialéctica para seducir al esquivo soldado; pero lo
consigue al fin con la ayuda de los unitarios y en especial de
Florencio Varela. Ultimados los preparativos, ayudado por la
escuadra francesa, el general zarpa de Martín García que ha
caido ya en poder de los franceses, a pesar del heroísmo de
los comandantes Costa, Thome y sus ciento veinticinco bravos.

Lavalle parte, pero Alberdi se guarda bien de seguirle. Odia


la guerra. La odiará siempre, escribirá contra ella; sin embar¬
go, ahora es necesaria. Pero que la hagan otros. El se que-

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Escaneado con CamScanner


Enrique Popolisio

dará a batallar como suele hacerlo, como lo hará toda su vida :


desde su mesa de trabajo, desde las redacciones de los perió¬
dicos, desde los estrados judiciales.
Por lo pronto, le parece que la expedición lleva un plan i
equivocado ; para él toda acción tiene que empezar forzosamen- ।
te por un ataque a la capital ; primero la cabeza. Pero el gene-
ral parece reírse de este jovenzuelo de cabellos negros y grandes
ojos soñadores. ¡Enseñarle a él, soldado de los Andes y de •
Ituzaingó! ¡Y tan luego ese abogadillo, bueno sólo para hacer :
proclamas 1
Alberdi se desespera. ¡La capital, la capital! ¡Es preciso
empezar por allí. Pero Lavalle parte hacia Entre Ríos. ¿Los
revolucionarios del Sur? Ya se verá eso, luego. Alberdi, que
se jacta de haber redactado la declaración de guerra y otros
documentos capitales, siente crecer su angustia.

— —
Pero nadie le hace caso. Y mucho menos el general, a quien
la Diosa Fortuna corrige los errores si los hubo de su plan
estratégico. La campaña de Lavalle se parece mucho a un sim¬
ple paseo militar. Desembarca por fin en la provincia de Bue¬
(

..
nos Aires. Vuelve a Navarro. Allí, doce años antes, aquel
13 de diciembre... Lavalle llora su error como ha expiado su ।
crimen aceptando para sí sólo la culpa que es también de
otros... Pero se vive en tiempos turbulentos; no hay que llo¬
rar, hay que obrar. El general prosigue su campaña; se apro¬
xima a Merlo, ya está a un paso de la capital. “El hombre se

—nos viene encima, y lo peor es que no podremos detenerlo”


comprueba fríamente Rosas. Pero entonces sucede lo inex¬
plicable: Lavalle se retira sin atacar Buenos Aires. Vacilante,
inseguro, se repliega hacia el norte, después de haber sido el
dueño de la situación. Todo cambia entonces; el atacante se
convierte en atacado, los perseguidos en perseguidores. En
Jujuy una bala federal le alcanza. Se cumple así la ley del
talión. <
Marco Avellaneda, que ha seguido al pie de la letra las
sugestiones de su entrañable Alberdi, paga con la vida sus anhe-
los civilizadores. Lanceado y degollado en Metán, su cabeza es
luego exhibida en la plaza principal de la Benemérita y muy i|
50
A l b e r d i
Digna. Había cumplido estrictamente su promesa: "Los bárba¬
ros no dominarán a Tucumán sino después de haber pisoteado
mi cadáver".

También Gutiérrez busca refugio en la otra banda. Destitui¬


do de su empleo en la Oficina Topográfica y encerrado durante
cuatro meses en las mazmorras de Santos Lugares, en la pri-
‘ mera oportunidad sale de Buenos Aires, donde “todo huele a
tumba”.
Gutiérrez revalida su título de agrimensor; Alberdi obtiene
el de abogado. Y ambos se ganan la vida como pueden. Escri-
, ben, además, porque no han abandonado sus ideas de ludia
contra el rosismo. El Nacional, El Talismán, El Tirtco, El Cor-
। sano, El M ucra Rosas y muchos otros papeles recogen sus pala¬


bras vehementes y apresuradas, faltas de perfección formal

la prisa es enemiga de ella pero saturadas de despecho, de
cólera.
Alberdi se inicia con felicidad en su profesión; pronto
comienza a tener clientela. Está bien dotado para las tareas
que por primera vez va a emprender. Sus armas son las pala¬
bras, trasunto de su pensamiento fluentc y veloz, de su múltiple
bagaje de argumentos agudos y felices. Es daro que no siempre
su dialéctica basta a salvar una causa, como no siempre el bis¬
turí es capaz de salvar una vida; pero él sabe manejar sus


herramientas con maestría de avezado litigante. No importa

que su argumentación sagaz y a menudo bizantina se expre¬
se con descuido; no importa que el alegato carezca de elegan-
cia formal; nada significa que a ratos la expresión adolezca
de monotonía gramatical y que el discurso serpentée entre
docenas de galicismos. Sobre todo eso está la fuerza dialéctica,
el poder de convicción, el virtuosismo para asir por los cabellos
las más peregrinas tesis y sacarlas a flote. Y esta condición sí
manifiesta desde sus primeros escritos forenses. La escuela
periodística ha sido para él la antesala que le permite entrar
despreocupadamente en las lides judiciales.
Defiende muchos asuntos y cobra regulares emolumento».
Es pintoresco el caso de Teresa Urquiza, señora de Trucchi.
51

Escapeado con CamScannef


Enrique Popolizio

Esta mujer de color, esclava manumisa o hija de esclavos, ha


sido duramente injuriada por un pasquín, El Compás, que publi¬
ca un artículo titulado Demonios de la Sociedad. El barrio de
San Benito, donde ella mora, se alborota. Su marido, súbdito
de S. M. Sarda y hombre hecho a las costumbres europeas,
buscará justicia en los tribunales. Alberdi toma a su cargo
el asunto. ¿Por qué se ha de menospreciar a un ser humano


por el hecho de tener la piel de otro color ? “Ciertamente, seño¬

res les dice a los miembros del tribunal , es bien conocido
el origen de la costumbre que nos lleva a mirar con desprecio y
encono el menor signo de elevación y señorío en las personas
..
de color. es, señores, una ley de Indias, una de esas funestas
leyes por las que fuimos regidos cuando éramos colonos. En
1571 Felipe II dispuso: Ninguna negra, libre o esclava o mula¬
ta, traiga oro, perlas ni sedas..."
Pero estamos ya lejos de 1571; Alberdi se indigna contra
tal ignominia y contra quienes continúan pensando en conso- i
nancia con esa legislación arcaica. En El Compás se hace una
caricatura horrible de Teresa Urquiza, sin otro delito, sin duda,
por parte de ella, que el poseer una fortuna de que carecen
sus detractores. Poco antes ha ocurrido algo semejante y las «
injurias y las calumnias han provocado un crimen. Es preciso
concluir con ello. No está dentro del espíritu de la legislación
liberal del Uruguay, ni dentro de de la época en que vivimos.
El defensor cita argumentos, esgrime razones, menciona auto¬
ridades y termina pidiendo la formación de causa contra el
artículo de El Compás que así zahiere a la pobre vecina del
barrio de San Benito.
.1
"Aun cuando el señor Antuña no se hubiese señalado pur |
otros actos recomendables, en el empleo que desempeña, sino
por el decreto del 6 de mayo, este sólo pensamiento haría digna <
de recuerdo su administración de Policía por mucho tiempo.”
¿Cuál es el decreto de mayo de 1841 que tanto entusiasma
al abogado Alberdi? Se refiere a un premio; un premio ofre¬
cido "al individuo que presente la mejor composición poética
|
52
A l b e r d i
en celebridad de la Revolución de Mayo”. Cinco personas son
designadas para integrar el jurado; catorce días es el plazo
concedido a los poetas concurrentes. El 25, en que deberán
entregarse las recompensas, la expectativa llega al colmo.
A las nueve de ese día, un letrero colocado en la puerta

la mención, del lema — —


del teatro Coliseo hace conocer a los participantes mediante
el resultado de las deliberaciones del
jurado.
.
Pero del río viene rumor de guerra. . Repetidos cañonazos
anuncian a la ciudad que se está librando una batalla. Las
escuadras rosista y liberal, se han encontrado justamente en-
tonces.
,

Sin embargo, llegada la hora de la fiesta literaria las dos

de la tarde , la gente se vuelca en el teatro. Palcos y lunetas
son invadidas por la muchedumbre. En el lugar de la orquesta,
una banda ejecuta alegres trozos; en el proscenio hacen su
aparición los miembros del jurado. El aspecto demacrado de
D. Florencio Varela, atacado por gravísima enfermedad cróni-
| ca, llama la atención de todos.
Calla luego la orquesta ; se hace un silencio completo. Uno
de los miembros del jurado comienza la lectura del trabajo
escogido:

Triunfos y glorias en la lira mía


Deben hoy renosar. Cese el gemido
Que en torno al polvo del campeón caído
Laucara el alma en pavoroso día.

Se le escucha con gran interés. Los cañonazos puntúan


arbitrariamente el poema con un retumbar de tambor lejano.
Tres breve pausa, el lector prosigue:
Vengan hoy a mi sien palmas verdosas;
Porque el mustio crespón que anuncia el llanto,
Vela la mente que levanta el canto
Al nivel de victorias portentosas.

53

Escaneado con CamScanner


I

Enrique Popolisi o
F.l público se exalta desde el primer momento y aplaude
cada estrofa. A media lectura, el entusiasmo no tiene limites.
Al finalizar es llamado el autor. Desordenadas, tumultuosas
manifestaciones saludan la presencia de un hombre como de
treinta años, de regular estatura, delgado. Es Juan María Gu¬
tiérrez.
El presidente y el poeta laureado cambian breves discursos
y luego el vencedor es invitado a subir al proscenio, donde
toma asiento junto a los jueces.
Aquiétase otra vez la sala y el acto continúa. Tras una
nuera lectura confiérese el accésit a otro joven argentino:
Luis L. Domínguez. Y aunque el público no comparte la opi¬
nión del jurado, el presidente le llama Hijo de Apolo, le entre¬
ga un volumen conteniendo la poesías de Espronccda y le
invita igualmente a subir al escenario. Se oyen en la sala, muy
espadados, algunos aplausos de mera cortesía.
Una tercera obra se anuncia como digna de recomendación
especial. "Se encarga de ella el señor Varela: el elocuente
lector se olvida de que está enfermo, y reproduce la obra dis¬
tinguida' con un poder de entonación y acento, cual si se viese
en la plenitud de la salud.”
Ruidosamente muestra el público su aprobadón; la emo¬
ción llega al colmo en la pintura de la lucha americana. Se trata
de una obra de neto corte romántico y a ello se deben los repa¬
ros del jurado tanto quizá como el entusiasmo del auditorio.
El autor tarda en aparecer; se presenta al fin un joven
de unos veinte años, desconocido poeta que dice llamarse José
Mármol. Es argentino como los anteriores.
La tardanza suscita un incidente que la crónica recuerda.
El poeta Domínguez, dueño del accésit, atribuye la demora

— —
de Mármol a la falta de asiento en el proscenio ya estaban
ocupadas todas las sillas y tal vez a la simple mendón que
..
le confiriera el jurado en oposición con la sala que le aclama.

——
Se levanta entonces y dirigiéndose a los jueces: "Si falta un
asiento dice , aquí está el mío; si falta un premio, aquí
está éste.”

54
Alberdi
La concurrencia aplaude y Florencio Varela "abraza tier¬
namente al modesto poeta”.
Se lee la última pieza digna de mención ; el público la reci-
, be tan fríamente, que el autor opta por no presentarse.
El presidente declara terminado el acto; y las damas aban¬

— —
donan el teatro. "Los vencedores anota ingenuamente el cro¬
nista se retiran mezclados con ellas, recogiendo sus caricias,
que son también un lauro de oro y sus miradas de interés que
son más que un accésit. Y todo ese día, en las calles, en el
teatro, en todas partes, sorprenden manifestaciones que los seña¬
lan, diciendo: Aquél es uno de los vencedores del Certamen
de Mayo” .
.
Juan María vencedor. . Alberdi está tan contento como el
poeta laureado, que es su íntimo amigo y a quien admira. Pero
en el, la alegría se une a una sorda cólera, a un fastidio irrepri¬
mible. Como casi siempre le ocurre, también esta vez su dis¬
gusto reconoce motivos puramente intelectuales. Los fundamen-
, tos del dictamen... ¡Ah, siempre Varela y sus ideas caducas,
esc clasicismo fuera de lugar, esa incomprensión de lo nuevo.
Porque todo el mundo lo sabe: en el jurado han dominado las
ideas de D. Florencio, que es quien ha redactado el informe.
Alberdi anda enfurruñado hasta que se le encarga la edi¬
ción de los documentos y trabajos del certamen. Allí tendrá
oportunidad de refutar el informe, de discutir sus ideas, de
mostrar sus contradicciones, de zaherir a ese clásico incurable
que no admite el paso del tiempo ni el advenimiento de nuevas
। escuelas. .. Escribirá todo ello

— — soslayando cuidadosamente el
ataque personal en un prólogo, especie de breviario o mani¬
fiesto de los jóvenes románticos, liberales y americanistas de su
tiempo.
Porque no hay que olvidarlo: en Alberdi joven coexisten el
abogado animoso, el crítico y el dilettantc de las letras. Todo
ello sin excluir jamás al pensador ávido de novedades intelec-
• tuales, curioso de toda filosofía y, a ratos, y por pura dis¬
tracción, cultor de la música y de cierta forma de teatro. Lo
que jamás le tentó fué el verso: no pulsó la lira ni frecuentó
¡ Jas musas, como se decía entonces.
I
I« 55

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Enrique Popolisio

Gutiérrez había tratado muchas veces de convencerlo de


sus aptitudes literarias; pero predicó en desierto, pues su
máxima concesión al respecto, en aquella época, fueron dos
obrillas teatrales que jamás pensó en hacer representar y que
estaban saturadas de intención política: El Gigante Amapolas y
La Revolución de Mayo, crónica dramática en cuatro partes.

56
VI

EN LA STRADA NUOVA

Su trabajo de abogado le es preciso para atender a las nece¬


sidades de la vida material. Pero jamás rehúsa su ayuda a
ningún desgraciado, si éste no puede pagarle. Tal, el famoso
caso de Pastor Peña, algunos años después; tal, ahora, la
defensa de José León.
José León es un obrero, un obrero panadero. Despedido y
agredido por su patrón, que es hombre de fiero carácter, le da
muerte en circunstancias que permanecen oscuras.
Alberdi le defiende en segunda instancia y dice cosas inau¬
ditas en 1S42 y en las orillas del Plata: "Los economistas actua¬
les han demostrado que el salario impone al obrero una especie
de esclavitud hacia el capitalista; y los partidarios de la liber¬
tad individual y de la igualdad de clases persiguen en todas
partes una revolución en la distribución de la propiedad, por la
que salga el jornalero de la dura dependencia que le impone el
propietario”.
Esta argumentación poco tiene que ver con el delito de José

León ; pero ¿ qué abogado escatima razones valederas o no—
para defender una causa?
Y Alberdi, abogado ante todo, defiende sus asuntos con
cariño, aunque no le produzcan ganancias. Los pleitos civiles
y comerciales son los que le ayudan a vivir. Su prestigio pro¬
fesional se afianza. Le sonríe una relativa prosperidad; hasta
logra economizar algún dinero.

57

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Enrique Popo l isio

Pero la \nda en Montevideo sigue siendo insegura; la som¬


bra de Rosas entristece la ciudad de los proscriptos. Éstos, por ,
su parte, no ahorran disgustos al dictador; al fin, D. Juan
Manuel perderá la paciencia.
Sin embargo, todavía hacia 1842 se hace una vida relati¬
vamente normal. El comercio es activo; los extranjeros nume¬
rosos. Mariquita Sánchez ha trasladado allí su salón y conti¬
núa recibiendo a sus muchos amigos. Grato, inolvidable salón
el de Misia Mariquita. Allí se baila, se conversa, se hace músi¬
ca. Están permitidas las pasiones platónicas y formas muy reca¬
tadas del galanteo.
El abogado Alberdi gusta en general de amoríos románti¬
cos, discretos y nada comprometedores. Pero antes, en Buenos
Aires... ¡Ah!, entonces las cosas subieron de tono y el galán
revoloteador se enredó fuertemente: doña Petrona Abadía y
Magán le dió un hijo, al que llamaron Manuel.
-
Hace traer al niño y a su querida a Montevideo. ¿Quién es
ella? Alberdi ha acumulado sobre esa mujer montones de som¬
bras; hasta en sus papeles más íntimos la llama siempre X.
¿Es alta, baja, bonita o fea esa desconocida que siempre firma
sus cartas con iniciales ? Seguramente alta, “como la compañera
obligada de un hombre de pequeña estatura.” ¿Morena o rubia,
aristócrata o plebeya? Probablemente mujer de baja condición
social, ciertamente falta de inteligencia y de encantos capaces
de retenerle.
Él la ampara, la protege pecuniariamente siempre, hace edu¬
car »al hijo y en todo esto sólo responde a un imperativo moral.
Poco después se le oirá afirmar “que el mejor medio de no tener
celos, enemistades, ni motivos de vergüenza y dolor sería echar
las mujeres al demonio”. Alberdi se niega a hacer de su que¬
rida la compañera definitiva y a legalizar su unión. Hombre
de menguado erotismo y vocacionalmente célibe, deja para las
mujeres muy poco lugar en su vida.

Montevideo, la vieja cindadela española, conserva todavía,


hacia 1842, las murallas de la época de la colonia, en un
estrecho istmo protegido en la parte exterior por el río que la

58
Alberdi
i
* rodea y por dentro mediante las antiguas fortificaciones.
El dictador argentino, exasperado por los ataques que de
allí parten, decide llevarle la guerra. Un general rosista, el
montevideano Oribe, la sitia; es defendida por el cordobés
José María Paz.
Argentinos, españoles, italianos y franceses ayudan a la
defensa, organizados en legiones. Juan María Gutiérrez pre¬
para un plano muy minucioso de los alrededores. Lavado y
forrado en tela, se lo entrega al jefe de la plaza, que vive en
la calle de Yaguarón.
La resistencia es eficaz. Pero dentro de la ciudad se empie¬
za a carecer de muchas cosas. Los alimentos son racionados;
las enfermedades comienzan a hacer estragos.
Alberdi y Gutiérrez, intelectuales puros, odian los conflic¬
tos. Nada les retiene ya en esa tierra que ha dejado de ser
parte de la patria; no tienen vocación de soldados. Alberdi


detesta la vida incómoda, el sacrificio material, la mala comi-
da, los sobresaltos, el frío. Gutiérrez padece desde los tiem¬

pos de su encierro en la cárcel de Santos Lugares de una
enfermedad convertida en crónica. Ambos han reunido algunos
ahorros. Son jóvenes, curiosos de mundo y están hartos de
í guerra. Comienzan a pensar en un viaje a Europa. Pero,
¿cómo salir de la ciudad? La prohibición es absoluta; el minis¬
tro de la guerra ha dispuesto terribles penalidades para los in¬
fractores.
Por aquellos años vive en Montevideo Giuseppe Garibaldi,
ex corsario de la República de Río Grande. Hace el comercio;
ha comandado escuadras; encabeza la Legión Italiana. Alber¬
di le encuentra un día en la oficina del jefe político. El
famoso aventurero trata de vender un bergantín piamontés ama¬

rrado en el puerto. Aquel es un barco maravilloso asevera
el ex corsario— marino como ninguno y excelente para armar¬
lo en guerra.
No obstante la negociación fracasa, y el Artemisa Aretino
prepara su regreso a Génova. El barco tiene sólo doscientas
toneladas, una cáscara de nuez; pero es realmente tal cual lo

i
i

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XirpxtA >XW\ WUXX'A AMVjYvi ep «iX^ VCX*4:^^* 'V9
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c i e 1 • x' / a v; • * 'S » < * x¿


J l b t r J i

huía: exlAn a poma iiWlhi* d<’l Picacho y no so han rittrllAJo


p.M tUÜARHV
IX*%puo% tm mA< Midm. < alm u taima ubinlma v tm |m«m
Abuiud.t IVl lili, Iaw moilltlñlin do Altd.dui'k, mAluhax IhUHV
sa* que dexpíothm en Albrull V Gillkiir* nu r*iicmecmürm i
exhalo. “Cuando he vkln h> do tu Mielo v f reúno*
cUe en ellas Ia vam de Ia lamilla de que pioevJix con todiu
mi\ auuvcmiics he olvidado lux paMonos kaki» que la gnoua
baba luvbn uacci en el teiarón ameMeAmx y *ób ho cutido
poi ti. mtpiv mohcx aunMn’.ax v b<n«Kv«dn^k
\ la vista de lax cuUa\ xe acaba la na* interior, Anhelan
de^cmbateau ver c%a hUinpa ajudiada, ideal piopncMu mía
%vnqxu huías. No inAx poeniA'i, Con el raíale ja. rxciniau las
id*ci,tx del Mediten.meo. El <1 de jimio doxciubateanm en una
iu a emdul de M'meiciamrx: Gónnva, cuyos bahlt.mtcx aman el
míe lauro como el Juicio,
”A una ivuoiia venida de una eapital cnio|wa mh imiMrsn*
tus dañan ma qin;ax; a un amriieaun <ld mu. nmv kjo% de
eso. Mi cntuxiaMiio es el de un hombre de wlnlc anos; me
eotixukio teuacido... El bulliein «le. la capital es AMMubnvuk
Aho»a |\w, el aite ri^uudu con el cxhueudo %k qunnciit.H
camamas. I os palacios a|«.ueccn ctmio casas cmmmcs de las
mustias: y Io> ctliíicios de siete y «who pisos, cunta esos in*
gueutas Je madeta que iris llevan los pacotilleros ítancrscx pata
!%\s mitos," Distingo tos (andes de los cochea que cunen |vr
IngAivs ;d iMteccv inaccesibles. Una ciudad en la tx'udicnl^
de un ceno; ¡qué maravilloso espcctAculol0
Aivnas desemliaivado. enloquecido de cutiosidad. se latir A
a la callo. Le imercM todo en Genova: desdo la organisACuMi
del Estado y h.$ ideas políticas basta la vida de la gente Immib
de, sus salarios, sus tareas. Se detiene ante el ocapAiatc Jet
joycio, ame la tienda del zapatero, del libreto y del veidulciw
Recorre la Strada Nuova, construida “como ¡vita un ceugtvso
de tvyes'\ según Mme. de Staél; y se intenta |vr la* otivclus
callejuelas donde es jxisible darse la mano de una vetada a ^ia,
Le llama la atención que al lado de tanto palacio digno de un

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Enrique Popolisio
rey haya casas de un mal gusto chocante, pintadas con colores
chillones, “con aire de arlequín”.
Con placer se confunde con la multitud, perdiéndose entre
gente de toda laya: mujeres de lindos ojos “parecidas a las de
Montevideo” ; clérigos ridículos, de levita, calzón corto y medias
negros; tipos populares, soldados, mendigos... Choca a su
espíritu igualitario el espectáculo de los niños de la nobleza,
seguidos por varios lacayos de uniforme.
Hace al Palacio Ducal una visita prolongada, minuciosa
como una auscultación médica. Luego se consagra a la Iglesia
de San Esteban en búsqueda ingenua y afanosa: quiere ver, a
toda .costa, la pila bautismal donde debió ser cristianado el des¬
cubridor de América; pero los geneveses, menos curiosos que
él, nada han averiguado al respecto.
Las ciudades visitadas en la compañía cordial de un guía
amistoso se ven con otros ojos. En Montevideo hay muchos
italianos; ellos le han dado cartas de introducción para varios
abogados de la ciudad ligur; Alberdi encuentra en cada uno de
ellos un cicerone amable.
Venido del Río de la Plata, todo es nuevo y apasionante
para él viajero; pero donde su asombro llega al colmo, hasta
caer en una especie de éxtasis ridículo, es en el Teatro de Cario
Felice: “El Olimpo mitológico, con sus dioses, héroes y esplen¬
dores, me pareció que se abría delante de mis ojos. Era tan lue¬
go el momento más espléndido del acto, el trozo final en que
entraban coros y los accidentes todos que contribuyen a la majes¬
tad y esplendor de un trozo en terminación. Esta primera im¬
presión fué confusa, de mágico aturdimiento. Puedo decir que
los sonidos obraban más que en mis oídos en mi cuerpo helado
de entusiasmo. Figuras brillantes, de una majestad desconocida
para mí; ecos de una música gigantesca; las proporciones álpi¬
cas del edificio; raudales de vivísima luz; y más que todo, la
impasibilidad del público, que parecía compuesto de cadáveres
sembrados por los estragos de la belleza”...
“¡ Pobres T. y P., artistas italianas renombradas y conocidas
en el Plata, que habían sido mis tipos de comparación 1 i Qué hu¬
mildes me parecieron. .. 1”

62
'A l b e r d i
De emoción en emoción, Alberdi se siente anonadado. Feliz¬
mente para sus nervios, “en lamentable estado*’, el espíritu crí¬
tico no tarda en abrirse camino destruyendo mediante el análisis
• frío, cuanto su imaginación ha puesto de exagerado en los he¬
chos reales. En la segunda representación cuéstale poco pasar
“del asombro pueril al desprecio del filósofo’*. Esto le entristece
un poco. “¿No es una desgracia que estemos formados de modo
tan inconsciente que ni el aturdimiento ha de ser duradero en
nosotros ?”
Al concurrir por segunda vez al Teatro de Cario Felice en¬
cuentra “algo de usado o de desvirtuado” en el fondo de la
música. Es verdad que los actores no tienen punto de compara¬
ción con aquellos pobres diablos que van al Río de la Plata ; que
el cuerpo de baile es extraordinario; que todo resulta perfecto,
grande y admirable ; no obstante se trata de los mismos compa¬
ses, de los mismos coros, dúos y arias oídos hasta el cansancio.
|Y la ópera vista en esta segunda noche es Norma, cuyos motivos
' son conocidos en América hasta en malos arreglos para piano.
' A pesar de representar Alberdi en este punto una excepción,
no puede sustraerse del todo a la preocupación común entre sus
$ contemporáneos rioplatenses de considerar el arte como una es¬
pecie de pasatiempo frívolo. ' Y él ha ido a los Estados Sardos
a estudiar cosas muy serias: la estructura del Estado, sus ins¬
tituciones, el derecho, la organización administrativa, el clima
social y económico.
Enseguida advierte que no le han engañado; en Genova no
hay libertad política. (Y Alberdi confiesa, al recordar el país
a que pertenece, ser la persona menos indicada para dar un
fallo de esa naturaleza.) Pero no puede menos que reconocer
que “si algo hay en la tierra capaz de consolar de la ausencia de
este inestimable beneficio, los Estados de Cerdeña lo poseen en
el más alto grado”.
y Comprueba la prosperidad económica, el progreso material, el
continuo crecimiento de los medios de comunicación. El Código
Civil francés ha sido adaptado a las necesidades del absolutismo.
“La Italia, pues, recibiendo de manos de la Francia el mismo de-
J recho civil que esta Francia debe a la Italia, no ha cambiado el

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Enrique Popolisio
fondo de su antigua legislación, sino que consiente y se somete
a un cambio de forma que es una necesidad de la presente civi¬
lización, de la sociedad, de la* justicia misma.” Aprovechando su
tiempo como estudiante esforzado, toma notas de todo lo refe¬
rente al procedimiento judicial, a la organización de los tribu¬
nales, al proceso de elaboración de los códigos.
Como es natural, no olvida la Universidad. “El Palacio de la
Universidad de Genova, porque en efecto es un palacio el edificio
donde está establecida, cuyas columnatas y escaleras de mármol,
de una blancura deslumbrante, ofrecen el aspecto de un bosque
de brillantes pilares, más bien que a un colegio se asemeja, como
lo han dicho muchos viajeros, a un palacio de Oriente.” Sin
embargo, desde el punto de vista científico, deja mucho que
desear; la orientación política del gobierno, el lastre del abso¬
lutismo, influye en esto. Y el estudiante sardo es el menos feliz
de Europa. La policía asedia su vida “como la del más sospecho¬
so de los súbditos”. No puede ir a nadar, entrar en los teatros,
en las casas de billar, en los bailes, en las fiestas de máscaras,
comer y beber en las fondas.
Esta política ha dado sus frutos. “Yo he encontrado a los
amigos políticos de Mazzini, en Genova, curados completamen¬
te de su fiebre revolucionaria y absorbidos por las ocupaciones
materiales de interés privado”.
La memoria de Mazzini es grata a los genoveses, es cierto;
pero ninguno es capaz de “sacrificar una hora de reposo al logro
de las miras del brillante demagogo”. Sus ideas pertenecen al
dominio “de la poesía política; se estudian por vía de pasatiem¬
po o entretenimiento intelectual”, pues a pesar de los rigores de
la censura, sus escritos circulan y se leen en Italia. El gobierno
sardo deja en Alberdi la impresión de severidad paternal, un
poco caduca, algo anticuada, falsa, pero bien inspirada.
Al cabo de tres semanas, Alberdi ya ha visto muchas cosas.
Ha vivido en hoteles, ha frecuentado confiterías y restaurantes,
ha visitado los Tribunales, Facultades, fábricas y talleres; ha
conversado con mucha gente. Le falta una última experiencia :
el campo.
El señor Barabino le invita a pasar dos días en su casa de

64
Alberdi
Pontedecimo, en el valle encantado de la Polcevera: "Hallará
— —
usted le dijo el genovés además de una linda aldea, dos
cosas que no dejarán de interesarle: un joven de Buenos Aires
que conoce a usted y un mate de yerba paraguaya”.
El 10 de junio, al amanecer, se ponen en camino. Al cabo de
tres o cuatro millas de marcha por "un sendero de jardines y
palacios”, Alberdi pregunta hasta dónde se extiende aquel ca¬
mino. “Hasta la frontera de Italia; así son todos los caminos
de este país”, le contesta su acompañante.
“Más tarde he visto que el genovés dijo la verdad. . . Los
que detractamos a la Italia porque no tiene libertad política,
como si la poseyésemos nosotros muy arraigada, ¿qué diríamos
al comparar sus caminos y puentes, que siempre están como
recién acabados, en incesante y asidua reparación, con nuestras
rutas que sólo se distinguen del campo inculto en que no hay
árboles y peñascos que obstruyan el paso ? Pero la abyecta Italia,
como la llamamos agraciadamente nosotros, pueblo sin camisa,
piensa en más que esto todavía. Sus poéticos caminos comien¬
zan a suplantarse por caminos de hierro.”
Por Sampierdarena enderezan hacia el valle encantado. A
las diez de la noche se halla en Pontedecimo, conversando en
español con un americano que resulta ser su pariente paterno,
a estar de los datos genealógicos. En ninguna parte se ha sen¬
tido Alberdi más feliz que entre aquella modesta familia que,
a tres mil millas del Paraguay, le ofrece mate preparado “con
su más rica yerba”.
Pero Alberdi está fatigado y se acuesta temprano. Y a las
cuatro de la mañana se halla de nuevo en pie aspirando desde
la ventana de su habitación “el aire sahumado de aquella dulce
comarca que entraba fresco y cargado de las armonías del canto
religioso entonado por una procesión que a esa hora salía de la
Iglesia”.
— —
Es Domingo y las aldeanas “las mismas en todo el Univer¬
so-, por su amor a los colores gritones” van al templo luciendo
sus mejores ropas.
Después de visitar en Pontedecimo sus iglesias, puentes y
molinos, su fábrica de seda; después de conversar con “su ilus-

65

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Enrique Popolizio
trado boticario", el señor Lebrero, con su médico, el doctor Buf-

— —
fido y con su mejor músico, el señor Balbi director de or¬
questa de doce años de edad Alberdi dice adiós a sus hués¬
pedes y, saludando al Monte Cigogna que oculta el Apcnino,
regresa a Genova donde aún pasará un día que aprovechará
concienzudamente.
Antes de partir, Alberdi y Gutiérrez son obsequiados por
sus amigos italianos con un almuerzo en el Restaurant de Milán.

— —
Luego, en compañía de los abogados Pellegrini y Montcrroso
que les cargan de regalos literarios van a continuar la plá¬
tica al Café de la Posta. No decididos a abandonarles aún, les
asompañan hasta Sampierdarena, donde al fin se separan “con
abrazos y besos de adiós, dados en la boca, al estilo italiano, que¬
dando yo casi embriagado con el olor al tabaco, que no me era
familiar, y de lo cual reía con el mejor humor”.
Al atardecer, la diligencia vuela por la Strada de la Rivera,
dejando atrás la ciudad de mármol y el bullicioso Mediterráneo,
cuyas olas se rompen contra los murallones cercanos; lleva un
bello recuerdo de la hospitalidad italiana.
Génova le ha dejado una impresión extraña. Le ha parecido
unas veces un “vasto convento, otras un mercado de verduras,
otras un gabinete de cosas viejas, otras un jardín, otras un vasto
y continuado palacio, otras un muladar, otras un ensueño de
Oriente. .. La impresión de su conjunto, si es que tiene conjun¬
to, es inagotable en emociones'’.
La diligencia corre por un camino cortado a pico en la
montaña, con un hondo valle a la derecha, por donde se desliza
un torrente. La temperatura es templada; el andar del coche,
monótono. Acaba por amodorrarse hasta las tres de la mañana,
hora en que llegan a Non. Mientras mudan caballos se oye la
algazara de los aldeanos que están aún reunidos en la taberna;
su última visión de Novi es la fuente de la plaza, cuyo tazón, re¬
bosante de agua cristalina, brilla a la luz fugitiva de los faroles
de la diligencia. $
Después no puede luchar con el sueño y se duerme un
rato. Al salir el sol están en Spelletta. Desayunan en Alessan-
dria; almuerzan en Asti “que tiene la gloria de ser la patria >

66 ,
Alberdi
nativa de Alfieri". El caballero Zoppi, noble de Alessandria, les
muestra la cusa del gran trágico, situada en el número 154 de la
Contrada Maestra, señas que Alberdi anota cuidadosamente.
A las cinco de la tarde están ya próximos a Turín. Pocos mi¬
nutos después, la diligencia se detiene en el patio de la Posta,
llena de gente. Allí encuentran nada menos que al señor Cario
Ferrari, piamontés, antiguo empleado de la Universidad de Bue¬
nos Aires, donde ha tenido a su cargo el cuidado de los instru¬
mentos del gabinete de Física.
Ferrari es hombre bonachón y bondadoso. Alberdi ha ob¬
servado que todos los italianos que han vivido en el Plata guardan
eterno afecto al país; no hay en el mundo personas más agra¬
decidas.
El regocijo de Ferrari es indescriptible y tan grande como su
sorpresa. Les hace instalar en el Hotel de la Caccia Reale y
enseguida, sin dejarles tiempo para quitarse el polvo del cami¬
no, se apodera de ellos: quiere mostrarles su Turín, que es,
asegura, un pequeño París.
Alberdi a la derecha, Gutiérrez a la izquierda; Ferrari se
coloca en el medio y enlazándolos con los brazos, les sujeta fuer¬
temente como temeroso de que se le escapen. Así recorren las
Galerías de la calle del Po y penetran en el cafe-palacio de San
Carlos, establecimiento suntuoso que contrasta con las peque¬
ñas confiterías de Génova, donde la concurrencia se renueva
constantemente.
El café de San Carlos, inundado por la claridad azulada del
gas y lleno de una elegante concurrencia, consta de unos cuantos
salones dorados. Ferrari les presenta a varias damas: “Aquí


tienen ustedes a los Señores doctores americanos D. Juan María
Gutiérrez y D. Juan Bautista Alberdi” exclama con aire triun¬
fal mostrando a sus amigos, “las dos figuras de aspecto menos
doctoral que pueda imaginarse”.
¡Cuánto motivo de comparación le ofrece todo! ¡Cuánta
novedad, cuánta magnificencia, cuánta variedad en las costum¬
.
bres, en los usos, en la concepción de la vida! Pero . . “estamos
formados de modo tan inconsistente que ni el aturdimiento ha",
de ser duradero en nosotros”. En vcrdad^Turin es un pequeño

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Enrique Popolizio
París; y. sin embargo no siente allí el asombro paroxístico de
Genova. Se acostumbra muy pronto a las mayores novedades
de su tiempo y las encuentra insulsas. Poco después, el propio
París va a resultarle insoportable...
Luego de algunos días, la impaciencia comienza a morderle.
Abraza entonces a Ferrari, se despide de Gutiérrez y de nuevo
emprende viaje.
Turín, Cliambery, Ginebra... Es la ruta de París. Y cada
una de estas ciudades, una pausa en el viaje. Los días de Cham-
bery son para la observación de la práctica forense. En Gine¬
bra, las cosas cambian... ¿Puede ser de otro modo? Se trata
..
nada menos que de la tierra de Juan Jacobo. “En aquel día,
que recuerdo como si fuese ayer, ¿habría Ud. dicho, mi queri¬
do Cañé, que llegaría ocasión en que le escribiría ésta desde las
orillas del lago de Ginebra, donde nació el autor de Julia, y don¬
de él colocó las inmortales escenas de su romance?... Para ha¬
blarle mejor de estos sitios he querido leer de nuevo la Julia,.
Yo creía conocer este delicioso libro que hacía llorar a Mirábeau, 1
pero me toma tan de nuevo su admirable elocuencia como si
nunca lo hubiese conocido. He llorado al recorrerle como la
primera vez que lo vi... Sus armonías y bellezas despiertan
en mi alma el recuerdo de las primeras sensaciones de mi ju¬
ventud, como los coros del Barbero de Sevilla y los acentos de
la música que animaban nuestras bulliciosas y alegres escenas
de la primera edad. Todos aquellos dulces tiempos tan felices
para nosotros y que ya no volverán jamás : los sueños de espe¬
ranzas de nuestro primeros años; nuestros días de entusiasmo
generosos y de fe en lo venidero; los alegres paseoo a San Pedro, '<
a San Isidro; nuestros comunes amigos, irnos errantes por el
mundo; otros muertos en los campos de batalla. .” .
En la Sociedad de Lectura, conducido por el señor Dcjaux,
profesor de lenguas, admira una reproducción del retrato del
ídolo: Rousseau a los treinta años, copiado de un óleo de La i
..
Tour. “Pocos rostros más bellos he visto en mi vida. Confie- '
so que, nacido mujer, difícilmente hubiera podido rehusar mi
simpatía a tal hombre.”
Timidez, sensibilidad e imaginación, dilettantismo musical,
I.

68
Alberdi
nomadismo incoercible, indomable amor a la libertad. .. Muchas
¡ y no meramente superficiales son las similitudes de carácter, de
; espíritu y de gustos entre el ginebrino y Alberdi. Y el destino
les reserva una semejanza más : la de sus libros capitales. Indis¬
cutible, poderosa influencia la del Contrato; en su medio redu¬
cido, innegable influjo el de las Bases, esa obra cuya doctrina, al
• decir de Mansilla, "flotaba por toda la redondez de las trece
provincias como el espíritu del Creador”.
> Si en Genova y en Turín recoge una impresión de fuerza, de
modernismo y de poderío económico, Ginebra en cambio le pro¬
cura deliciosos momentos sentimentales, un deleite sutil para los
ojos y para la imaginación. Espléndido país en cuyo lago de
agitas azules flotan pequeños navios "como embarcaciones ae¬
reas”, en que el clima es benigno, bella la naturaleza, afables los
hombres y encantadoras las mujeres, que unen a la espirituali¬
dad de las francesas, el severo recato calvinista. ¿Son las cosas
así ? No importa ; todo es subjetivo y Alberdi las ve entonces de
esa manera. Probablemente al cabo de una semana hallaría allí
mismo un mundo diferente y tal vez hostil.

— —
Momentáneamente libre del tedio y del spleen sus impla¬
cables perseguidores de hoy y de siempre se halla en dispo¬
sición de ver el lado bello de las cosas. Además, su nerviosismo
y su gastritis le dan una tregua que él no desdeña.
En el Helvecio, pequeño vapor de turismo, recorre el lago.
"Mi objeto era gozar de esta deliciosa navegación y conocer los
sitios en que Rousseau coloca las escenas de la Nueva Eloísa.”
Y así visita las costas del Cantón de Vaud, las de Lausana y
desembarca en Vevey, “la patria de Julia, el pueblo nativo de
madame de Warens. donde han estado Byron y Hugo, y donde
Rousseau pasó lo más apasionado de su juventud”.
El castillo de Chillón pone en su imaginación romántica
— —
muy 1843 el aditamiento indispensable de truculencia y te¬
rror : recorre las terribles celdas, atraviesa la safa de la horca y
estampa su nombre en la habitación de Bonnivard, no lejos del
de Byron y frente al de Hugo. Le apena no encontrar los de
Chateaubriand, Voltaire, Gibbon y Rousseau. Quizá se oculten
entre las miles de firmas que cubren las columnas: confusas
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Enrique P n f> o ] i s i o

unas, claras y nítidas otras, a mentido superpuestas, borrosas las


más.

“Yo, como lodo el nmudo, admiro el genio y los talentos de


Voltaire a pesar de que pocos me aventajan a deplorar sus
abusos.” No cabe duda: esc escritor escéptico y burlón, frivolo
y racionalista, no puede ser santo de toda su devoción; pero
Atherdi es un viajero demasiado curioso para dejar de visitar
su casa.
Una tardo se mete en un coche polvoriento que, en mitad de
la calle, al rayo del sol, con tres pasajeros dentro, aguarda un
cuarto para emprender viaje a Ferney. En el pescante empuña
las riendas una moza de veinte años "con más hielo en la expre¬
sión de los ojos que todo el que brillaba a poca distancia en la
cabeza del Monte Blanco".
Los pasajeros son un joven irlandés y dos señoras de Gine¬
bra. Alberdi y el irlandés se miran, repetidas veces ; después lle¬
gan a la conclusión de que jamás se han visto antes. Esto no les
impide entablar una penosa conversación en. francés, idioma que
ambos practican desde hace tan sólo pocos d!as: "Debían ser
gente muy educada las señoras que nos oían cuando no perecie¬
ron de risa en nuestras barbas".
Ferney es una aldehucla de una sola calle, donde hay dos
capillas y varias fondas y cafes que viven a la sombra de la
gloria de Voltaire.
Inmediatamente se encamina hacia la mansión del filósofo.
Pero todo lo ve fríamente, sin emoción. Hay un cuadro en el
que aparece el dueño de casa envuelto en. una toga; el rey de
los enciclopedistas le parece una vieja matrona, y la toga, una
robe de chambre. . .
En un pequeño mausoleo, "de aspecto no muy respetuoso",
está encerrado el corazón de Voltaire. Una inscripción dice:
“Mes manes sont consoles, puisque mon cocur cst au milicu de
vous". ‘
Pero ni la proximidad de la viscera es capaz de sacarlo de
su jocosa indiferencia. Ese dia está de excelente humor; además,

70
A l b c r d i

Voltairc no es Rousseau. Si se tratara de Juan Jacobo, otro


gallo cantaría...
La romántica peregrinación toca a su fin. Ha visto realizado
su sueño de adolescente. En Paris le espera una dudad mara¬
villosa y el efecto equilibrado y tranquilo de Juan María Gu¬
tiérrez.

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VII

PARÍS

Poco después de cumplir los treinta y tres años, Juan Bau¬


tista Alberdi entró en París. Lo hizo con una pasmosa indife¬
rencia, pues en Genova había quedado inmunizado contra el
asombro.
Se cumplió, pues, el "sueño dorado” de su vida, como se
cumplen todos nuestros sueños: suave, insensiblemente; casi
sin darnos cuenta de que se realizan. Y comprobó una vez más
que ellos siempre son más hermosos que las realidades. ..
Ninguna expresión de entuisasmo, ninguna detonante mani¬
festación de asombro; ni siquiera un comentario somero acerca
de su entrada en esa ciudad que había sido su "ideal de la feli¬
cidad terrestre”.
Esto no le impedirá, poco después, reincidir en su arraigada
costumbre de tomar minuciosas notas de todo, con una preci¬
sión de bacdeker. La manía de anotar “inverosímiles minucias”
no le abandonara por muchos años. Pero el tono será fundamen¬
talmente ditsinto; la fría objetividad reemplazará a sus em¬
belesadas anotaciones de antes... ¿Qué ha sucedido? Nada,
sino que "estamos formados de modo tan inconsistente, que ni
el aturdimiento ha de ser duradero en nosotros”. Sin embargo,
entre tanta indiferencia, tiene inesperadamente un encuentro
que vuelve a sacudir su espíritu.
Es el 1’ de septiembre de 1843. Casa de D. Manuel José de
Guerrico, un argentino opulento que vive desde hace algunos
años en Francia y que se constituye en el cicerone, amable de
todos los compatriotas que llegan a París.

72
A l b c r d í
Se disponen a concurrir al entierro de la hija del poeta Ochoa,
en el cementerio de Montmartre. De repente, el dueño de casa,
volviéndose vivamente, exclama: ¡El general San Martín!
Acaba de entrar un caballero sencillamente vestido de levita
y chaleco negros y pantalón celeste ; lleva corbata también negra,
anudada con negligencia. Carente de toda afectación, "se diría
que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo,
porque parece que él es el primero en creerlo asi”. Su voz es
gruesa, agradable y varonil.
"Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que
los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como
tantas veces me lo habían pintado, y no es más que un hombre
del color moreno de los temperamentos biliosos. Yo le suponía
grueso, y, sin embargo de que lo está más que cuando hacía la
guerra en América, me ha parecido más bien delgado...”
Entre todos los generales de la Independencia que ha tenido
oportunidad de conocer, Alberdi le halla el más joven y ágil, sin
excluir al misino Alvear, el menor de ellos. San Martin habla el
castellano con el acento de los hombres de América; su larga
residencia en España no ha dejado rastros en su dicción. Pero
muchas veces emplea palabras francesas. Alberdi le oye decir,
"con mucha gracia”, que llegará un dia que se verá obligado a
valerse de un patois de su invención.
Cuando el general se despide, tendiéndole la mano, Alberdi la
estrecha entre las suyas, emocionado y confuso.
¿ Cómo y dónde vive el exilado ? D. Mariano Balcarce, yerno
de San Martin, ha de proporcionarle poco después la oportuni¬
dad de satisfacer tal curiosidad, de acercarse a la intimidad del
héroe. Queda en pie una invitación para visitar el Grand Bourg.
Magnifico paseo y tan luego empleando "el camino de fierro
en que nunca habia andado”, alucinante alarde de esa admirada
civilización que Alberdi ansia trasplantar a los desiertos ame¬
ricanos.
Ochocientas o mil personas acomodadas en veinticinco o
treinta coches; entre el bullicio se pierde su asombro. Mozos de
cordel, viajeros, vendedores y empleados de la Compañía le
empujan, le zarandean, le llevan y le traen entre maletas, baúles,

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Enrique Popolisi o
i

carros de mano y canastas, hasta dejarle al fin, exhausto pero


feliz, en su tapizado asiento del "carruaje a vapor”.
— —
Son las once de la mañana. Un. silbato ¿qué será? hiere
los tímpanos desprevenidos del tucumano. “Es la señal de par¬

tida” le susurra Gucrrico, con quien viaja. A este hecho "un
silencio profundo le sucedió, y el formidable convoy se puso en
movimiento apenas se hizo oír el eco de la campana. . . En los
primeros instantes, la velocidad no es mayor que la de los coches
ordinarios ; pero la extraordinaria rapidez que ha dado a este
sistema de locomoción la celebridad de que goza, no tarda en
aparecer. El movimiento entonces es insensible, a tal punto, que
uno puede conducirse en el coche como si se hallase en su propia
habitación. Los árboles y edificios que se encuentran en el borde
del camino parecen pasar por delante de la ventana del carruaje
con la prontitud del relámpago, formando un soplo parecido al
de la bala”.
Dos horas de viaje y ya Alberdi se siente tan familiarizado
con este diabólico carruaje a vapor que se mueve con la pronti¬
tud de! relámpago como puede estarlo con las carretas, los navios
*
y las diligencias. A| la una, descienden del tren ; un coche les
conduce hasta la morada del Grand Bourg. La casa de San
Martín, en medio de tristes callejuelas, ocupa aproximadamen¬
te una manzana con el parque que la rodea. El edificio, cubierto
por techos de pizarra, es de dos pisos. Su dueño se halla ausente
por aquellos días.
Tal circunstancia acicatea el espíritu de observación del via¬
jero. Alberdi ve todo con unción casi pueril. Y en su retina
lleva, poco menos que fotografiados, todos los objetos de la
casa. Se detiene especialmente en el estandarte de Bizarro, que
regalara Ja ciudad de Lima al Libertador ; luego quiere tocar el
sable dei general, pendiente del muro del gabinete.

— —
Estas puerilidades son muy alberdianas. Se muestran no so¬
lamente en la casa de San Martín el culto del héroe las hace
fácilmente explicables sino y con cualquier motivo en todo lu¬
gar donde su mística progresista y liberal encuentre ocasión de
manifestarse. Cuando visita la Cámara de Diputados, que desde
luego tiene para Alberdi el valor de un símbolo, siente idénticos

74
A l b e r d i
caprichos. Quiere tomar asiento por algunos instantes en. la
banca de algún prohombre de Francia. El cuerpo está en receso
y ningún inconveniente se opone a la realización de sus deseos:
se instala en la butaca, de Thiers, marcada con una T. Luego
juguetea en la de Odilon Barrot, en la de Arago, en la de
Laffitte.

En este inmenso París desconocido, estar con la multitud


vale tanto como estar solo. ¡ Qué dulce ese sosegado vagar por
calles, parques y librerías! Por las noches, recorre los teatros.
Advierte que los espectadores franceses son más francos y bulli¬
ciosos que sus compatriotas. Cuando el telón tarda en subir,
provocan con pitos un alboroto descomunal; hacen cosas "que
por! allá llamamos de bárbaros”. En el Teatro Francés ve a la
célebre Rachel: "Esta mujer es joven, bella, de ojos negros,
tristes, de una mirada ardiente... Interesa tanto como mujer
cuanto como actriz es admirable”. Allí mismo hace otro descubri¬
miento : Moliére. Entusiasmado, pero de prisa, resume su admi¬
ración: "¡Qué talento, qué genio, qué fertilidad!”
Versalles está, a media hora de tren de París. Un domingo,
con Gutiérrez, realiza la excursión. Hasta las tres recorren los
salones del Palacio Real ; a esa hora comienzan los tradicionales-
juegos de agua que todavía hoy atraen la atención del viajero.
Es aquel un día plácido y dichoso; Alberdi se siente extraordi¬
nariamente feliz. "Comimos alegremente en la plaza, de noche;
y a las seis y media entramos en el teatro de Versalles: se daba
la Zampa. El teatro, alumbrado con gas y lleno de gente, ¡qué
bello me pareció ! A las diez salimos y fuimos por aquellas boni¬
tas y alegres calles en medio de una noche deliciosa a tomar
asiento en el tren de regreso y vinimos a París a las once y media.
Todavía duraba la función de la Opera.”
El músico que es Alberdi se agazapa frente al jurista y al via¬
jero pero de vez en cuando reclama sus darechos. En la Sala
Vivienne la ejecución musical no le satisface del todo, mas una
compensación de otro orden no se hace esperar: a la salida ha¬
llan nada menos que al famoso Alejandro Diunas. Alberdi y
Guerrico le encuentran frente al Café de Parts,
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r

Enrique Popolisio /

Sin vacilar, tácitamente de acuerdo, se ponen a seguirlo. El A


novelista pasa la calle que divide los Cafés de París y Tortoni ’
y allí se detiene a conversar con irnos amigos. “Yo me puse a ¡
.
tres pasos delante de él. Allí se estuvo como cinco minutos y yo
como cinco minutos y un segundo, es decir, hasta después que él 1
caminó. El farol de la calle y el gas que salía del café-palacio le
alumbraban la cara como la luz del día. Es menos moreno de
lo que se dice. Nariz pequeña, ojos no muy grandes, dulces y
con ojeras; los labios ligeramente gruesos, pero la boca regular.
Nada hay marcado y fuerte en su fisonomía, que es más bien
agradable. Nadie creería ver en él al autor de Catalina y Marga¬
rita. Tiene no sé qué cosa de Byron. Sonríe al hablar con una
sonrisa lánguida. Sus gestos son sobrios y blandos. Me miraba
de vez en cuando; él conocía que yo le examinaba con placer,
porque yo lo demostraba a mis amigos a medida que les trasmi¬
tía lo que veía en la persona del poeta. .. Al despedirse el último
de los que le detenían enfrente del Café Tortoni, entrcchándole
la mano izquierda le dijo con inmensa calma pero sin afectación:
Bon soir. En este bon soir echó tres segundos. Estaba de fra¬
que a la inglesa, chaleco de verano, claro, cruzado, camisa sen¬
cilla. calzón oscuro, una caña un poco gruesa, cabello cresno
corto v sombrero pequeño, colocado casi sobre los ojos... En
las calles de París, donde en nadie se repara, infinidad de pa¬
seantes se detienen para ver de atrás al célebre poeta dramático,
el más popular y sencillo de sus contemporáneos.”

La buena salud de que hasta entonces ha disfrutado, des¬


aparece de repente y con ella su buen humor y optimismo. Su
vieja gastritis vuelve a hacerle sufrir. En la habitación del ho¬
tel, aburrido y solitario, garrapatea sus cuartillas, dejando cons¬
tancia de su desolación. Le mortifica especialmente no haber po¬
dido ir a comer con el general San Martín, y el haber faltado a
cierta sesión de la Academia de Ciencias ; todo ello "por la mal¬
dita fiebre”.
Comienzan los primeros fríos. La gente ha vuelto del cam¬
po; la Opera está en su apogeo. Pero Alberdi tiene el ánimo
76
A l b e r d i
entristecido: "Estoy a las ocho de la noche en mi cuarto, solo,
triste, débil, oyendo el ruido de los coches que pasan por debajo
de mi ventana que cae sobre la calle de Bergére..."
No ha carecido de asistencia, sin embargo ; tampoco sus ami¬
gos han dejado de verle. Pero la melancolía, el spleen y la nos¬
talgia comienzan a morderle. Ya lo ha visto todo y, desgracia¬
damente, "estamos formados de un modo tan inconsistente que
ni el aturdimiento ha de ser duradero en nosotros”.
Hace poco ha seguido religiosamente al mediocre Dumas ;
ahora escribe: "Dentro de cuatro días me voy de París a El
Havre, donde debo tomar pasaje para América. ¡ Cuánto suspiro
por verme en aquellos países 1 ¡ Qué bella es la América ! ¡ Qué
consoladora, qué dulce! Ahora la conozco, ahora que he conoci¬
do estos países de infierno, estos pueblos de egoísmo, de insen¬
..
sibilidad, de vicio dorado y de prostitución titulada. Valemos
mucho y no lo conocemos ; damos más, valor a Europa que el
que se merece. En cuanto a sus celebridades, ¡ah! ¡qué de
equivocaciones padecemos !”
Alberdi debe abandonar a París después de haber pasado

— —
algunos meses en Europa. Durante su experiencia continental
su espíritu ha oscilado desde el entusiasmo más frenético tal
sit éxtasis en el Teatro de Cario Felice, en Génova hasta el
hastio y la injusticia más notorios.
El 15 de octubre llega por fin. A las seis ya ha oscurecido.
Atraviesa dificultosamente el bulevard Montmartre que está
atestado de gente, abraza a Mandeville que ha ido a despedirle
y se instala en los carruajes a vapor que pronto emprenden su
marcha vertiginosa “parecida al soplo de una bala”.
En sus maletas lleva muchas, muchísimas cuartillas escritas
con su letra infernal. Son anotaciones de viaje y prolijos estu¬
dios acerca de la organización de los Tribunales, del Procedi¬
miento, de los códigos en vigencia en los países que ha visitado.
Más tarde verán la luz en forma de escritos de divulgación, bien
metodizados. Pero ahora no piensa en eso. América le obse¬
siona.
A las once llegan Rúan. Hay mucha gente en las calles
iluminadas a gas. Los cafés están repletos. En el resto del viaje,

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Enrique Popolicio
Albcrdi contempla las bellas campiñas de Francia bajo la luz de
la luna. Por fin, El Havre. "El Havre es triste, austero, som¬
brío". Pero es la etapa final. El Havre, El Havre y después. . .
¡la América!

78
VIII

I NCE RT I DU M BR E

En El Havre el tiempo es frío y lluvioso. Por las tristes calles


de la ciudad Alberdi y Gutiérrez pasean su aburrimiento. La
Biblioteca, el teatro, la Cámara de Justicia "donde los acusa¬
dos lloran como niños, sobre todo cuando se ven alabados por
el defensor": todo eso apenas les distrae. En la feria de San
Miguel hay una exhibición de animales "feroces”. Alberdi se
divierte un rato con los leones, con los tigres, con los cocodrilos,
con las serpientes; pero el espectáculo no es en realidad emo¬
cionante pues las fieras muestran apacible humor. Por fin, Juan
María se marcha en La Rosa, con destino a Montevideo, Alber¬
di, en la más absoluta soledad espiritual, se queda esperando la
partida de La Paulina, que lo llevará a Rio de Janeiro.
“Hace tres días que no hablo español, sin que se siga de aquí
que hablo francés. Lo paso, pues, en la mudez más completa.
Comprendo ahora el rigor del silencio que es impuesto a los
culpables en las casas penitenciarias. Y me faltan cincuenta días
para tener personas con quienes hablar español; esto es, para
estar en Río de Janeiro, donde encontraré compatriotas.”
El Hotel du Nord, donde se aloja, le parece lo menos confor¬
table que pueda existir. ¿Y qué atractivos le ofrece la ciudad?
“El Café y el Teatro: he aquí las bellezas del Havre. Yo no

— —
tomo café; y el Teatro frío, feo, triste, me cansa. Con qué!.
Antes que soportar el “concierto de mosquitos” tal le pare¬
ce la orquesta del Teatro Nuevo prefiere una y mil veces pasar
las noches leyendo las Memorias de Lord Byron, junto al fuego

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Enrique Popolizio
y envuelto en una manta, pues el viento, en ese maldito hotel,
entra por todas las rendijas.
La Paulina, detenida primero por trámites administrativos,
no encuentra luego los vientos propicios. Al fin, tras amarga
espera, llega el gran momento. Zarpan el 2 de noviembre a
las ocho de la mañana. "Nada encuentro comparable a la tibieza
con que vi desaparecer las costas de Francia: el viento estaba
fresco y húmedo; y bajé de cubierta sin siquiera dar una última
vista a las alturas de los faros y de Ingouville. . .”
A bordo se consuela de los tristes días del Havre, pues el
navio es realmente cómodo. En El Edén, cuando llovía, era
preciso encerrarse en la abrasadora cámara; en La Paulina, en
cambio, las lluvias pueden ser contempladas por los grandes ven¬
tanales de popa. Dispone, para él solo, de un amplio camarote.
La mesa es opípara: "El almuerzo, que se compone de unos
cinco o seis platos, termina con un rico café y leche. . . Tenemos
aves frescas y carnes conservadas, diariamente; crema y arroz
con leche casi todos los dias ; pasteles a veces ... A las dos, cer¬
veza, sirops, lo que se desea. A las cinco una comida proporcio¬
nada al almuerzo”.
Pero Alberdi se halla preocupado. ¿Qué le espera en Amé¬
rica? ¿De qué vivirá? "¡Qué suerte la mía! A los treinta y tres
años de edad, después de tanto preparativo, de tanto ruido, de
tanto negocio, pobre, viniendo de Europa a‘ América, sin saber a
qué destino, como uno de los muchos parias que vienen a buscar
..
fortuna y colocación. Llegar a Chile y encontrar un abogado
que admita mi colaboracióu mediante un estipendio que me dé
para vivir, esto es, habitar y comer, es toda la felicidad ideal
que yo ambiciono. He aquí en lo que ha parado el mundo de
ambiciones que abrumaba mi cabeza de veinticinco años.”
¿Adonde se dirigirá? ¿A Chile? ¿A Montevideo? En Chile
tendrá que empezar de nuevo; en el Uruguay es conocido y tie¬
ne clientela. Pero Alberdi ama la aventura y gusta de conocer
mundo. Además, Montevideo está sitiado y... ¿hasta cuándo

——
durará el asedio?
Fuera de dos brasileños jóvenes cultos, amenos y con lar¬
ga residencia en Europa ningún pasajero interesante viaja

80
Alberdi
en La Paulina; todos son negociantes franceses, gente "bulli¬
ciosa, alegre y frivola”.
Por las noches, cuando casi todo el mundo está durmiendo,
Alberdi hojea libros y revistas en la cámara, a la luz fluctuante
de la lámpara, mientras escucha placenteramente "el ruido de
arroyito” que hace el agua al deslizarse por el timón.
Entonces llegan los brasileños y echándose sobre sendos
canapés, conversan todos hasta las doce. Alberdi se siente a sus
anchas con esos amables cariocas. “La lengua y la gesticula¬
ción portuguesas son para mí preferibles a un vaudeville.”
Cierta noche son interrumpidos por voces inusitadas, gritos
y corridas. El hijo del capitán, un niño de quince años, “bello
como un ángel”, ha caído al agua en circunstancias extrañas.
Se lanza al mar una lancha tripulada por varios hombres que
realizan afanosas exploraciones bajo la claridad lunar; a bordo
la expectativa no conoce límites. Desgraciadamente la búsqueda
resulta infructuosa. El piloto manda subir nuevamente la lan¬
cha y desplegar las velas. Instantes después, La Paulina sigue
su antiguo derrotero. El padre, desesperado, intenta suicidarse;
pero varios pasajeros se lo impiden. “El cielo, el mar, los
astros, todo seguía tan bello como antes de la catástrofe. Yo,
que estaba más dispuesto a ver las cosas como poeta que como
naturalista, interpreté la belleza del firmamento como la pompa
celeste con que se recibía en la divina mansión al ángel que
acababa de subir de la tierra.”
A los cuarenta dias de navegación, Alberdi. que ha pasado
como siempre por alternativas de tedio y de entusiasmo, de
depresión y de alegría, comienza a encontrar realmente inso¬
portable el viaje. La incertidumbre acerca de su próximo des¬
tino le llena de angustia. ¿Se quedará en Montevideo? ¿Se
dirigirá a Chile? Mil veces por día se hace estas preguntas.
Acostumbrado al mar, la aventura no le ofrece ya atractivos.
Y fuera de ios brasileños, los pasajeros 1c parecen intolerables.
En los dias del bloqueo, atribuía a los franceses todos los méri¬
tos imaginables. Ahora no puede vivir con ellos: "¡Qué per¬
sonajes, qué botarates, cuántas mentecaria en estos pobres
diablos, orgullosos y vanos de ser hijos de una nación cuya

Si

Escarbado con Carr!>canner


Enrique Popolisio

civilización reside tan solamente en muy pocas cabezas! Yo


viajaría con moros, con el diablo antes que con franceses”.
Pero éstas son tan sólo expresiones de mal humor. Lo que
quiere es llegar pronto a Brasil, saber de los asuntos del Plata,
decidir su destino.
Al fin, el 14 de diciembre a las cinco de la tarde, desem¬
barca en el Janeiro. Nadie sabe de su llegada; nadie ha ido
a recibirlo. Un bote mercenario ronda en torno al buque;
Alberdi lo arrienda y se dirige a tierra. La capital del Imperio
le produce una consternación profunda: esperaba encontrar
una gran ciudad y halla una triste población de negros, pobre,
fea, ridicula.

Se aloja en el Hotel de Europa 43, rué de Ouvidor—
donde viven José Marmol y otros argentinos. Allí no le deja
dormir una espantosa algarabía de órganos, pianos, flautas y
clarinetes que suenan día y noche. ¿A qué se debe esta mama
musical? “Yo creo, a veces, que el calor es el que produce
este furor filarmónico”.
En realidad, el clima es atroz. Le desespera verse conver¬
tido en “máquina hidráulica cuyas dos únicas funciones se
reducen a recibir agua por el esófago y a eliminarla por los
poros cutáneos” mientras le aturden los gritos que “los salvajes
de Africa hacen resonar en las calles y plazas del Imperio”.
Pero esos molestos salvajes, merecen no obstante toda su
compasión ; y Alberdi se revuelve iracundo contra quienes man¬
tienen aún la odiosa esclavitud: “Es la de este país una raza
impotente y flaca, que no pudiendo bastarse a sí misma, ha
encontrado en un crimen la solución del problema de su vida:
ha buscado en el ardiente clima de Africa una raza salvaje, la
ha esclavizado y hecho su instrumento, hasta moverse por sus
pies y hacerlo todo por sus manos. Aquí el negro es a la vez
el ser ‘más desgraciado y feliz: sirve alternativamente de
instrumento de deleite y goce camal, y de asesinato y trabajos
de bestia. Así se les ve, o limpios como señores, o sucios como
perros...” ,
Su desencanto no conoce límites. “¡Qué diferente idea tenía
yo de este imperio del Brasil antes de conocerlo! ¡Cuánto le

82
A l b c r d i
es superior nuestro país, en lo que concierne a maneras, tono
y aspecto exterior de las casas y establecimientos ... El palacio
del emperador me dió risa. El último palacio de un particular.
I en Italia, es mucho más suntuoso.”
Pocas veces se han vertido acerca de un pueblo juicios más
despectivos que los que merece el Janeiro imperial a este
viajero malhumorado. Los hombres le parecen pedantemente
afectados y ceremoniosos; las mujeres los seres más felices
del mundo, sometidas a un régimen de serrallo. Encuentra al
emperador mal configurado ; a los soldados cayéndose de
lánguidos, sin porte ni marcialidad. “Un coche, esclavos, libreas,
i es el quebradero de cabeza de todos.” Pero los coches, chiqui¬
tos, feos, tirados por mulitas, le recuerdan los del Circo Fran-
coni, en París...
Su retahila es interminable; sus adjetivos crueles. El clima,
las alimañas, los bichos de toda especie son para él otros tantos
f tormentos. El calor tropical le agobia. La incertidumbre no le
h deja vivir.
Sin embargo, se hace de amigos. Recibe invitaciones y
como es sociable y curioso, no las desdeña y acude olvidando
L su malhumor. Pero esas visitas a hogares cariocas, donde se
le agasaja afectuosamente, no le hacen modificar sus ásperos
juicios. Los argentinos residentes, por su parte, tienen para él
. atenciones, que retribuye inmediatamente.
En Río habita D. Bernardino Rivadavia. el admirado refor-
i mador. Alberdi quiere verle y presentarle sus saludos; decirle
su simpatía. “Su casa en la calle de San Diego, 17, está en
el Campo de Santa Ana: dos negrillos casi salvajes, sucios.
• forman toda su familia. La casita es pequeña, oscura, triste.
Todos sus compatriotas me aseguran que este hombre está
en un estado tal de susceptibilidad que le hace intratable. Casi
ninguno le visita y todos le quieren.”
' Alberdi se dirije a la calle de San Diego; pero una vez no
i se encuentra en casa D. Bernardino; la segunda se halla enfer¬
mo. Le deja tarjeta y renuncia a la entrevista.
Pasando sus días en visitas y en convites servidos por
docenas de negros, quedando pasmado ante la vista de las ricas

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Enrique Popolisio

señeras que van al teatro seguidas por largo cortejo de escla¬


vos, admirándose a cada paso del mal gusto reinante en las
clases superiores, convenciéndose cada vez más de la superio¬
ridad de nuestras austeras costumbres republicanas, comienza
muy seriamente a pensar en encaminar sus pasos a Chile. En
el Jornal do Commcrcio halla un auncio que le interesa e inme¬
diatamente se dirige al puerto. Allí, una barca de tres palos
ostenta sobre un costado el siguiente aviso:

PARA VALPARAÍSO

La muy velera barca inglesa Benjamín Hort, del porte de


400 toneladas, clavada y forrada en cobre, estará pronta a dar a
la vela con destino a dicho puerto, el 15 del corriente mes.
Admite carga y pasajeros, para los que posee una espaciosa
cámara, y ofrece todo género de comodidades. Ocúrrase para
tratar, a los consignatarios, Rúa Dircita.

Enterado de la situación de la Banda Oriental, ya no le


queda mucho que pensar; se decide, y mediante ciento cuarenta
pesos, toma pasaje para Chile.
Aparte de Alberdi, sólo hay un pasajero en esc navio, un
ingenuo muchachote suizo-alemán, tosco y oscuro espíritu que
no le servirá de gran cosa. “Mi compañero es como si no exis¬
tiera", anota a poco de zarpar. “Vómitos horribles, son la
única señal de vida que da. No respira sino para vomitar; no
habla, no come, no hace nada."
Lenta es la navegación en la “muy velera barca inglesa Ben¬
jamín Hort". Al cabo de tediosos días llegan al Río de la Plata.
Cree percibir el aire sahumado de los campos argentinos; pero
esto es pura imaginación, porque están muy lejos de la costa.
Sobre las aguas del río, el Benjamín Hort avanza lentamente
impulsado por la brisa. Es el mes de las vacaciones escolares,
“querido mes en que he pasado los días más alegres de mi vida,
vagando con mis joviales compañeros de estudios, uqas veces

84
Alberdi
i
sobre las riberas del Paraná, otras en las graciosas campiñas
de San Femando”. Y rememora los atardeceres de Buenos
Aires, cuando las calles de la ciudad se llenaban de bulliciosa;
muchachas atraídas por los ecos de la música: “Noches adora¬
bles de mi primera juventud, que han pasado como ráfaga fra-
gan«e que se disipa en el cielo".
Pero en seguida le asalta un temor, desdichadamente pro¬
fetice: “¡Mi Dios! ¿Cuándo volveré a la patria? ¿Seré yo
de esos proscriptos que acaban su vida en el extranjero? ¡Oh!
Yo haré por que así no sea ; yo no seré proscripto eterna¬
mente”.
Los veleidosos vientos están a punto de decidir al capitán
a ir a buscar carga a Montevideo. Al saberlo, Alberdi se siente
dominado por extrañas sensaciones en pugna; su espíritu
vacila ante el dilema. Le tienta la ciudad de sus afectos, donde
tiene tantos amigos, y donde, por única ver en su vida, estuvo
a punto de cargar un fusil : pero le horroriza el asedio. Él no
ha nacido para militar ; odia las sumisiones, los ejercicios, las
guardias, la vida incómoda, el frío, el mal alimento que su
estómago no tolera ... Es físicamente débil, no podrá soportar
esa vida. Y si vuelve a salir de Montevideo, ¿qué dirán sus
compañeros de infortunio? En tal caso sería para nunca más
volver. “¿Y podré prescindir así, para siempre, de un país
que me es tan querido?”
¿Quedará en Montevideo? ¿Seguirá a Valparaíso? Se sien¬
te impotente para tomar una resolución. Afortunadamente,
cambian los vientos y con ellos las ideas del capitán que ordena
poner proa resueltamente hacia el sur.
27 de febrero de 1844. Disipadas al fin las vacilaciones, a
toda vela, el Benjamín Hort navega hacia el sur. El dia es
claro, hermoso; el mar de color verde. Pronto llegan a la
altura de Bahía Blanca. Cerca del navio vuelan centenares de
gaviotas y golondrinas, “señales de la patria, a corta distancia*.
Alberdi ha recobrado su tranquilidad de espíritu. "Con poco
nos consolamos, por la razón de que con poco nos afligimos, ha
dicho Pascal de todos los hombres, y yo sostendría que sólo

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Enrique Popo lisio

quiso hablar de mi, tan verdadero es esto con relación a mi


individuo.”
Alegremente bebe vino y buen té a la inglesa y come con
apetito descomunal, jamón, carne salada, encurtidos: “¡Quién
me lo diría a mí, que vivía con gastritis crónica!” En su
diario de Añaje anota consideraciones acerca de nuestra Patago-
nia, tan abandonada, tan lejana. El capitán le promete una
escala en Jas Malvinas; mucho le agrada la idea de esa visita
a unas tierras que serán todavía “objeto de complicadas cues¬
tiones para nuestro país”.
Llegan a los 50 grados. “Día de verdadero contento para
..
mi alma . Ale creo en París en los días de octubre, en Buenos
Aires en los días de mayo. En mi cabeza se revuelven los temas
de la Zampa, que oí en Versalles. Esperanzas nuevas, de nuevos
viajes, me bullen en el corazón. Ideas de dicha, de contento,
me pasan por la mente.”
Al cumplirse un mes de viaje han dejado a la espalda las
Malvinas, que ya no verán, definitivamente. “El frío no es
pequeño. Toda la mañana he bailado la pieza inglesa para
calentarme los pies, helados como la nieve. No se puede salir
fuera por la humanidad. Nuestra chimenea es de mero adorno.”
Pero su apetito sigue siendo pantagruélico: “Son las once:
he almorzado como un buitre, pan con manteca, jamón, arroz,
dulce y café ... De aquí a un instante, a la una, ya comemos”,
apunta alegremente.
Su compañero de travesía no tiene más mérito que llevar en
su maleta algunos libros franceses de los que Alberdi se apo¬
dera con premura. Y aunque la compañía de ese imbécil no
es un aliciente para el viaje, la vinculación se hace inevitable. El
suizo descubre el mate, al que se aficiona; Alberdi desprecia
su estupidez, pero lo tolera a su lado honrándole de vez en
cuando con su conversación.
Un trabajo intelectual excesivo, las angustias de la pobreza
y el destierro, la incertidumbre, han dejado en su alma demasia¬
do sensible, de una sensibilidad casi femenina, un sedimento ds
angustia lacerante. Su alma sangra, sus nervios estallan ante la
menor contrariedad. Pero esta sensibilidad, probablemente
86
A l b e r d i
heredada de su madre y exacerbada ante situaciones constante¬
mente adversas y frente a un destino que no pudo realizarse, al
traerle la amargura del dolor, no se muestra felizmente reacia
a regalarle con frecuencia la alegría, ambas cosas movidas
siempre por complejo mecanismo subjetivo: “De tiempo en
tiempo, en medio de mis accesos de tristeza, llama a mis puertas
un ángel que me sonríe con estos versos de Hugo:

Yo soy la esperanza
Que ahuyenta el dolor

Entonces, ¡qué de risueñas ideas se anidan en mi mente,


llena de quimeras como cuando tenía veinte años 1”

En la forzosa inacción de los navios “cárceles a la vela”
tales alternativas son más frecuentes aún. “Este viaje me ha
remozado el corazón. En Montevideo estaba concluido. Hoy

me sonríe de nuevo la vida.”
Pero pronto le invade otra vez una desesperación amarga,
atroz. Esta tristeza, de honda raíz subconsciente, busca motivos
exteriores, se entrelaza con ellos para manifestarse con lógica:
¡si al menos tuviera la seguridad de llegar a Chile! Pero, ¿qué
esperanzas puede alentar en ese mal barco que tuvo el poco
tino de escoger? ¿Hasta dónde puede fiar de ese charlatán de
capitán, que por primera vez va a pasar el Cabo? ¡Ah! ¿Pe¬
qué habrá desdeñado ese otro navio cuyo comandante había
hecho doce viajes por los mares del Sud? No; no le cabe duda:
jamás llegarán a tierra; éste será su viaje final. Sus nenies
atormentados le hacen ver ai los peligros que afronta un justo
castigo por haber dejado a su amante, y al pequeño Manuel, el
niño nacido de esa unión . . .
Sobrepasan la latitud de la Tierra del Fuego. ¡Qué lejos
del mundo están, Dios mío ! Nieva de vez en cuando y duranre
siete días no ven el sol. Pasan las tardes en la cámara, jugando
a la baraja y bebiendo ponche.
Enfrentan, al fin, el Cabo; pero los caprichosos vientos
mantienen cinco días al navio frente a los temidos peñascos.
La realidad, empero, no es tan horrible como su imaginación le
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Enrique P o p o l i s i o

dijera: “Mi horror por el Cabo ha desaparecido; ya me con¬


sidero como vecino de este abominable lugar”.
Pero la navegación no deja de presentar, en realidad, muy
serios peligros. Encuentran enoimes moles de hielo, más gran¬
des que el barco mismo.. "La noche del 26 no se borrará de
mi alma ; nada vi tan espantoso en mi vida ... El sudoeste nos
asaltó de sorpresa, con los palos llenos de velas: ¡qué quince
minutos!... Duermo con la navaja de afeitar a mi lado, y de
día la tengo en el bolsillo: lo he dicho: no he de morir ahogado;
antes he de hacer todo 1o posible para suicidarme ...”
Durante el viaje apenas han encontrado dos navios. Llegan
a p?cos grados del Círculo Glacial ; están a centenares de millas
a) Sud de Tierra del Fuego. ¡ Qué inmensas soledades !
Felizmente, poco después el Benjamín Hort pone la proa
al Norte. La esperanza vuelve impetuosa para Albcrdi, que
proyecta un nuevo viaje a realizarse el año próximo. Pero la
alegría no le acompaña largo tiempo. ¡Es tan tediosa la nave¬

— —
gación! La tarde del Jueves Santo aniversario de la muerte
de su madre ha sido de una horrible melancolía. A las ocho
sananas de la partida, comienzan a faltar las provisiones: “Se
ha acabado el aceite, las aves, la cerveza, el azúcar blanca, el
vino; se está acabando el agua... Pocos días antes ha venido
a la mesa el último de los seis patos muertos por los ratones.
¡ Y todavía como a cuatrociaitas leguas de Valparaíso 1”.
El Benjamín Hort navegh entretanto por las pavorosas
soledades australes sin encontrar rastros de vida humana. El
5 de abril de 1844, a Jas ocho de la noche, enfrentan el desolado
Golfo de las Penas.
Una grosera respuesta del patán suizo ha interrumpido la
cordialidad entre los dos únicos pasajeros, hiriendo profunda¬
mente al quisquilloso Alberdi, que permanece dos días cavilando
sobre el desaire del miserable.
Horas de splccn, de horrible malhumor, de desesperante
tristeza. Comienza a odiar furiosamente al capitán, con el que
ha reñido muchas veces a propósito de la derrota a tomar, pre¬
tcnsión que en Albcrdi no puede extrañar si se recuerda que
también pretendió imponer al general Lavalle el itinerario de

8S
A l b c r d i

— —
la fracasada expedición. Y en el diario de viaje esos papeles
que él ordenó expresamente quemar después de su muerte
estampa el comentario intimo, humanísimo y sabroso, que resu¬
me todas sus quejas, especie de memorial de agravios contra
el Benjamín Hort y sus hombres: “Sólo tengo que decir impro¬
perios y blasfemias contra este picaro inglés, que me tomó a su
bordo como un fardo, mintiéndome comodidades, en vez de las
que no he visto sino miseria y ruindades, que nunca conoció mi
negro sirviente Hipólito. No tengo qué comer ... ya nos pri¬
vamos de muchas cosas; y el pillo querrá los 140. ¡Se los he
de dar con un buen palo!”
Pero luego cambia la decoración interior y el ángel llama
a sus puertas. Toma entonces a sentirse animado: confia en el
buen término del viaje. Ideas de dicha y esperanza le confor¬
tan. En Chile... Pero, ¿cómo será Valparaíso? ¿Hallará allí
la felicidad? No; Alberdi no la encontrará en ninguna parte.
Su felicidad será siempre retrospectiva, hecha de recuerdos,
embellecida por la imaginación y por el tiempo, levemente
deformada por la memoria caprichosa; porque el presente para
él casi siempre es decepcionante. En cambio ¡ qué de orgias con
los recuerdos idealizados por su sensibilidad aguda!
Y per su mente inquieta, mientras se acercan a Chile, una
pregunta retoza, con la asidua constancia de un retornelo:
¿Cómo será Valparaíso? ¿Cómo será...?

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/

• IX

CHILE

En fin, ¿cómo es Valparaíso? La ciudad tiene poco más de


veinte mil habitantes, pero su población y su comercio crecen
en progresión constantemente acelerada. Desde el año de la
libertad afluyen allí naves extranjeras: traen una imprenta,
armas de fuego, toda clase de mercadería. Con las naves llegan
los primeros comerciantes ingleses, americanos y alemanes, tan
expertos en el arte de los negocios que pronto alcanzan una
sorprendente prosperidad. Los chilenos se niegan, en el comien¬
zo, a creer que tan pingües ganancias se puedan acumular
mediante procedimientos lícitos.
Estos extranjeros no tardan en conquistar la admiración
por otros motivos. El edificio de los Tribunales es construido
por el inglés Stevenson. lo mismo que el de la Aduana. A ellos
se les va a deber, pocos años después, las grandes hileras de
almacenes, los ferrocarriles y el alumbrado a gas portátil.
Pero en la época de la llegada de Alberdi, la ciudad recién
comienza a merecer el nombre de tal. En ese mismo año se deja
constancia, en plena sesión municipal, de que las calles “en unas
estaciones son intransitables por los grandes lodos que se forman
con las lluvias; y en otras el aire es pestilente y enfermizo,
cuando esos lodos comienzan a secarse con los calores del sol ;
y en otras, la espesa tierra que el viento levanta ciega e impide
por consiguiente el tráfico”.
Empero, en esas calles hay mucha animación. Una multitud
de transeúntes las recorren en todas direcciones. Los extran-

90

I
l
I
A l b e r d i
jcros mezclan sus jergas extrañas con los dulces acentos ver¬
náculos. A pie, a caballo, en coche, la multitud va y viene. El
servicio de carruajes de arriendo, acajonados e incómodos, ha
sido implantado pocos años antes.
Por la noche, ciento diez faroles alimentados con aceite de
esperma, sirven de guía al transeúnte. El gran. puerto del
futuro nace promisoriamente. Sólo cinco años después la
transformación será maravillosa. Alberdi, convertido en pro¬
pietario, se instala gustoso allí. Ganará dineros y honores;
será un notable del foro. Pero todo eso ocurrirá cinco años
después. Ahora es preciso empezar desde abajo; hay que
abrirse camino con mucho esfuerzo pues él no conoce el arte
de los aduladores ni tiene el ímpetu de los audaces.
Una circunstancia casual le permite iniciarse en su profe¬
sión aun antes de revalidar el título. Por aquellos días El Mer¬
curio de Valparaíso, que ha denunciado en un editorial las
repetidas sustracciones de revistas y periódicos extranjeros rea¬
lizadas por un empleado del Correo, es acusado por éste ante
el jurado de imprenta.
El abogado de El Mercurio se halla ausente de la ciudad y
el demandante intenta sacar partido de tal circunstancia ade¬
lantando la fecha de la audiencia. Sólo restan cuarenta y ocho
horas. Cualquiera puede representar al periódico, pues por el
artículo 60 de la Ley sobre Abusos de la Libertad de Imprenta
se admite que tome la palabra “el acusado u otra persona en
su defensa”; pero la prudencia aconseja encomendar siempre
tal tarea a un profesional.
Alberdi, recién llegado al país, se encarga de la espinosa
cuestión; desconoce el medio, no es legalmente abogado en
Chile y ha tenido poco tiempo para estudiar el caso.
El juicio, oral, se realiza ai plena noche. Los jurados ven
con sorpresa acercarse a sus estrados a cierto hombrecillo des¬
conocido, que hablando un castellano de acento extraño, les

——
dice:
"¿Pueden ustedes oírme? Tengo poca voz...”

“Sí, sí” se le contesta. Entonces Alberdi empieza a
exponer. Habla pausadamente; su rostro, desdibujado en las

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Enrique P o [> o h i s i o
sombras del penumbroso recinto, se anima en ciertos momentos
de su larga disertación; da una sensación de calma y segu¬
ridad.
El caso de El Mercurio, su primer asunto forense en Chile,
es también su primer éxito pues el periódico resulta absuelto.
Pero un abogado no puede vivir sólo de juicios de imprenta.
Es preciso, si quiere ejercer sin trabas, revalidar su título. Este
letrado ducho, jurista por añaduría y con larga práctica forense
en el Uruguay, debe someterse a nuevos exámenes como cual¬
quier mozo reprobado. Se pone a la tarca con entusiasmo,
sabe que todo eso no va a costarle mucho esfuerzo. Y, en
efecto, en un santiamén se halla convertido en Licenciado en
Leyes y Ciencias Políticas; es el primer paso.
Tres personas de su conocimiento certifican luego su honra¬
dez y la condición de sus padres, “sujetos de las principales
familias de Tucumán" y tras la prueba de práctica forense,
encontrando sus examinadores “en el suplicante aptitudes y
conocimientos para desempeñar el oficio”, queda por fin habi¬
litado para presentar su tesis doctoral.
Consiste ésta en una Memoria sobre la Conveniencia y el
Objeto de un Congreso General Americano y da mucho que
hablar, proporcionándole inesperadamente publicidad gratuita
y eficaz. Postula en la Memoria, por primera vez, la existencia
de un derecho internacional americano. Hay allí iniciativas que
serán realidad cuarenta y cuatro años más tarde, acogidas en il
Congreso Internacional de Montevideo de 1888. Blaine, Secre¬
tario de Estado del presidente Cleveland las utilizará en su
momento (Jorge Cabral Texo, Noticia Preliminar al Frag¬
mento, pág. xxix ).
Su primer trabajo chileno le vale un primer ataque. Viene
de un señor Sarmiento, aquel mismo señor D. Domingo Faus¬
tino Sarmiento que bajo el seudónimo de García Román, le
escribiera siete años antes “atraido por el brillo de las bellas
producciones con que su poética pluma honra a la República”.
El discípulo, ahora "periodista áulico”, se ha convertido en

— —
agresivo crítico y le combate desde las columnas de El Progreso.
Pero otros periódicos El Araucano, el Siglo le dan una

92
A l b e r d i
aprobación sin reservas, lo mismo que el talentoso Félix Frías.
¿Puede, al fin, ejercer su profesión Alberdi? Falta una


última formalidad. Previo pago del derecho de media anata

seis pesos los señores Regente y Ministros de la Ilustrísima
Corte de Apelaciones, hallándose en juicio ordinario, hacen
comparecer a “Don Juan Bautista Alberdi a efecto de ser exa¬
minado para recibirse de abogado”.
Entonces "el suplicante”, sentado ante la mesa de los rela¬
tores, comenta la causa que se le señala y a continuación expone
las doctrinas que benefician al reo y las que están en su contra.
Contesta rápida y hábilmente las preguntas que le hacen los
señores ministros del Tribunal “piara inquirir la práctica i
suficiencia" que posee “el enunciado Don Juan Bautista Alber¬
di”; y habiendo en todo “dado la competente satisfacción” se
le recibe el juramento acostumbrado y se le ofrece asiento en
los estrados a la hora de la audiencia pública.
Muchos trámites; poco tiempo. Ahora ya puede ejercer en
el pais. Estamos en la ciudad de Santiago de Chile a veintiséis
días del mes de diciembre de 1S44.
Sarmiento, /Xlberdi, López, Gutiérrez, Mitre y muchos otros
buscan y encuentran en Chile lo que en su patria se les niega:
la libertad. Éllos promueven luego un despertar del intelecto
Mucho más ilustrados, enrostran a los chilenos su ignorancia
y desapego por las cosas del espíritu.
La voz poderosa de Sarmiento golpea el quieto ambiente
semicolonial. No hay en esos reproches intención malsana, sino
al reves, y los resultados no se hacen esperar: la escuela
cuyana de Chile despierta a los dormidos ciudadanos.
El amor propio herido hace el resto. López y Alberdi ata¬
can el clasicismo y la tradición española; Sarmiento, siempre
tempestuoso, los apoya con entusiasmo delirante. Se inician
polémicas; se discute en la prensa. El colombiano Bello es
duramente zaherido; y aunque a veces las disputas se hacen
peligrosamente ásperas, por fortuna las cosas no pasan a
mayores.
El ministro Montt es el protector de estos extranjeros albo¬

rotadores. A Sarmiento maestro de escuela de San Juan—

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Enrique Popolisio
lo designan director de la Escuela de Preceptores; a Juan
María Gutiérrez — abogado, poeta y agrimensor
— Director
de la Escuela Naval de Valparaíso. Otros obtienen empleos
menores.
Un individualismo áspero, cierta suerte de repugnancia por
la vida burocrática, un desapego total por la monotonía de los
empleos, hacen de Alberdi el menos indicado para gestionarlos.
Pero la vida tiene imposiciones que la razón acoge y también
él ha de aceptar un cargo de cierta responsabilidad y magros
emolumentos: la Secretaría de la Intendencia de Concepción.
Alberdi desempeña este empleo sólo durante tres meses. En
febrero de 1S45 inicia sus tareas; los comienzos son decepcio¬
nantes. El local de la Secretaria se compone de dos habitaciones
sin ventanas que reciben la luz por los cristales colocados
encima de las puertas; su despacho está en una habitación de
piso de ladrillo. Forma el moblaje una mesa de comedor, un
estante para libros, una alfombra vieja y “cuatro sillas del
tenor siguiente: una intacta, otra con el asiento partido, otra
con un pie menos, otra inválida también”. Las paredes, húme¬
das y mal blanqueadas, se hallan cubiertas de telas de araña;
las puertas, mirando al sur, dejan pasar durante el invierno
la lluvia y el frío.
La ciudad le causa una impresión desoladora. “Las posadas
son horribles, puercas, de malísimo servicio. Estoy alojado en
..
una pieza hedionda . Nada, nada me consuela, el provincia¬
lismo me ahoga . . . He sentido impresiones horribles, impulsos
de no tomar posesión de la Secretaría, y por último, he deci¬
dido no estar sino tres meses. ¡Qué horrible aislamiento, que
desamparo mental más que de otro género! ¡Mi corazón no
entiende a nadie, ni es comprendido por nadie: mi espíritu
está sólo! ¿Cómo vivir así?"
Pero, “con poco nos consolamos por la razón de que con
poco nos afligimos”. Algunos días después su ánimo está más
confortado. Se vincula con gente del país; realiza elegres
Excursiones al campo. Como Secretario de la Intendencia,
defiende también los asuntos de la Tesorería ante los Tribu¬
nales; le pagan por todo ochenta y tres pesos mensuales.

94
A l b e r d i
No es mucho; y Alberdi no vegetará en la pobre ciudad
provinciana. Le rodean gentes de una sublime mediocridad; le
pagan poco y está suborinado. “¿Dónde no gano el doble, con
doble menos trabajo y doble más placer?... ¿Por qué hacer
recatamientos, cuando podía yo estarlos recibiendo por otras
consideraciones?"
No, eso no puede seguir así. En abril sale de Concepción;
se traslada a Valparaíso y luego a Santiago. A pesar de todo,
no es un desconocido. La fama de sus escritos le ha precedido;
su Mentaría ha dado mucho que hablar y disfruta de sólida
reputación intelectual.

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EL OPULENTO A3CGADO

Camer Pera, befe vrzáa de «5» j xo«e aros, ñezx 7^


rxezzügar para rmr. No Lo hace cLuefrtra c peryra'^A^.?
«rx, =x¿iazu carrai dirigidas a pei»rcai adveradas» cza it
Izi czi>5 ea el arinócraxa Gruezxtí.
Qzztzt a ja jt-vcn ou± ¿ccczU f: ayuda, y J
zrjzrrxz

ñ^rarín, pr^úa.-do ¿* tila e interna ha»íi su asunte,


ñeiíne&t en ~ yz^rzy^ Carmen, pero a] ím. apremiada por
k-s y yx Z< rallos, ceñ*. Cífrente* la mmala en uxn
c<a nze lítzZjl yí^ la zmxñazh^ la cr^ yjzzt ztiyz¿i queda
esíuTazada.
Pasxr Pena ít zazAzz^j dzrarz* etze tíesupa
Di regreso. wz sorpresa de los camxos ta
i viña de in Hu; yzzy yzzzyjy deja convencer de «e todo
±30 no es xra rosa *cre 2. "xexrón dti yzñzr
Clvzizz^ ene eZa entres tetóla ene ti "termo íá n
Idara^Xóo ?astr. cze¿<. a -ñvír etc
o* zrxñ^'Sza;
tero ±s^± «xa teríjGi
iT72rit*rjaz;:ítn3o p-íat* arí-xx-rau,
•tl± ?.íja a de xics-r?»* ¿±í
y^r^ Ití ?¿¿í^ ec.a profuzcí tñrteaa dt Camttn. no
tV'fexío *rz ?üxt ^rarts n^teríaSe* cze le d^n a
zrjzr.'z^: ía ~F*rót%. ¿e ’os ¿zsares ¿e k:

H* yj\ tij y zy^r^j. dzz¿. a Carzztzi dt cana*


Z-* xzzTu*mm a Ozzer.tesr jz tíemas
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ir.íenazad-xa- v v:>!¿e^ai 2ti zz^A.
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z&2j¿ vxjzt

yJzz^ zt zz^^za^ Zar de red e=ta =rcrzxz<ín? ^¿xn-


* doze ±£ ztít^jz. En
1t2« t dudar retxdai iasíaxte xná*:
la cxcfesiíe ^cusióo y una* alhajas haZaña? 13 yAa.
Pt^¿. ti itztz^Zí'^ zez^ h=v* anua ce tu± se zCe su cauix
Prófugo, jotóe ver »xe¿±í»io a Gxzerte it >7 72 de
E¿t£o, “ese es ¿e exEo no e;±czíxrr, uem A£«r«fi en !a
cefezss-
Dzrazie -izños z^am víre ti ca " ^^z^^t verúdo
c* zzzi;^ Ko le ahar.díczn, empero, m idea* rexpecto a
Cíuíuus- 2 cceur.í.0 progóio y¿ztzx t-’jhn
¿eapué», cz^Atj Ccrzo*z redbe zza cúa de su tt sxrarze» nos-

Escarbado con CamScanner


Enrique Popolisio

tálgico de sus encantos. Acude ella con su padre, que aún viste
ropas femeninas. La joven lo hace entrar en la casa de Cifuen-
tes y lo esconde convenientemente.
Desde allí, puede ver cómo, mientras Carmen solicita la
ayuda de D. Manuel, éste trata de obtener de ella nuevas “con¬
cesiones deshonestas”. Entonces se precipita el drama. El aris¬
tócrata es golpeado fuertemente en la cabeza, con el mango de
una pistola. Cae mortalmente herido en tanto que los intrusos
huyen. Algunas horas después, muere Cifuentes.
Pastor Peña es acusado de homicidio con premeditación y
alevosía. La aristocracia chilena está enconada contra este
hombre de baja condición que ha osado asesinar a uno de sus

— —
miembros más distinguidos. La Corte Suprema formada por
los iguales de la victima no se inclina a la clemencia. Las
argucias y el bizantinismo de Alberdi, las sutiles distinciones de
sagaz abogado, podrían convencer tal vez a un jurado sensiblero
y popular, pero no tiene éxito antes los doctores del alto tri- ;
bunal y Pastor Peña es condenado a muerte a pesar de los
esfuerzos dialécticos de sus defensores, que han presentado un
alegato de más de doscientas fojas.
El caso apasiona a la opinión. Juan Bautista Alberdi, lle¬
gado al país el año anterior, se convierte en uno de los abogados
más conocidos en la República. Tiene entonces treinta y cinco
años. Es un hombre pequeño, delgado; se insinúa en él la
calvicie. A la moda de la época, se ha afeitado el bigote, pero
usa mosca y barba en forma de U. Destácanse en su fisonomía
sus grandes ojos negros y tristones.
Atraído igualmente por la capital y el Puerto, se decide al
fin a quedarse en Valparaíso, cuyo clima le sienta bien.
Emprende allí nuevamente la aventura periodística; y en
noviembre de 1847 pone en circulación El Comercio, del que
es co-propietario. Designa jefe de redacción a Bartolomé
Mitre, un joven de veinticinco años, su antiguo admirador de
los dias del sitio de Montevideo.
No será muy duradero, sin embargo, el entusiasmo de Alber¬
di por el periódico. Dos años después venderá su parte en 11
empresa y se consagrará exclusivamente a su bufete de abogado

98
'A l b e d i
y a sus tareas de escritor. Ya es letrado del general Santa Cruz

— —
y de la mayoría de los grandes comerciantes ingleses. Mister
William Wheelwright el futuro propulsor de los ferrocarriles
argentinos le confía sus asuntos ante el gobierno de Santiago ;
el Cabildo del Puerto lo nombra su emisario ante el Ministerio
respectivo para arreglar lo referente a los caminos de hierro y la
provisión de agua a la ciudad.
Sus honorarios son fabulosos para la época: llega a cobrar
hasta cuatro mil pesos por una defensa. A fines de 1849 compra
una casa quinta en el Estero de las Delicias, lindando con el
actual Seminario de San Rafael.
El tiempo serena y equilibra su espíritu atenuando viejos
rencores; el ejercicio de la profesión no mata al escritor que se

— —
ocupa alternativamente de temas jurídicos y políticos. Alberdi
no ha salido lo confiesa gustoso fugado de su país sino de
acuerdo a sus leyes y por propia deliberación. Ha dejado el Pla¬

— — —
ta para combatir a Rosas; y si traicionó a su patria junto
con todos los opositores aliados al extranjero , ¿cuál es falta
mayor : esa traición o la tiranía ? se pregunta en su descargo.
Las cosas no son tan simples y presentan muchos matices.
Rosas es a la vez un mal y un remedio. Hábil, audaz, taimado,
es el primer gobernante argentino que enfrenta y contiene la
prepotencia extranjera. Lavalle dejó quemar naves argentinas en
el mismo puerto de Buenos Aires en 1829. Rosas responde a la
fuerza con la fuerza. Jamás nombre alguno de gobernante ha
sido más mundialmente conocido. Celebridades europeas se ocu¬
— —
pan bien o mal de él; publicaciones prestigiosas le consa¬
gran como el defensor de América.
Caprichoso y tiránico, histrión, sanguinario o lo que se quie¬
ra, pretende ser inflexible cuando se trata del honor nacional.
Y, aunque Inglaterra se quedará con las Malvinas, al menos
Francia no logrará pisotearlo. A siete años de la campaña de
Lavalle, el exilado ve las cosas bajo una nueva luz.
, Alberdi ama a Chile, “el lindo país que me hospeda y que
1 tantos goces brinda al que es de fuera”, pero siempre besa “con
amor los colores argentinos”, porque él es eso: argentino antes
que nada. Tal devoción le lleva a paliar su odio contra el dicta-
, 99

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Enrique Popolisio
dor, porque la política internacional resista le ciega y le deslum¬


bra Pero ello no le impide reconocer —en homenaje a todos sus
compatriotas "que un hombre fuerte supone siempre otros
muchos de igual temple a su alrededor ya que con un ejército de
ovejas, un león a su cabeza sería hecho prisionero por un solo
cazador”.
Napoleón — —
afirma daba batallas para acumular prestigio
y poder, para ser emperador y promulgar los códigos, fundar la
Universidad y la Escuela Normal ; Rosas, a este respecto, está
aún en preparativos en el mejor de los casos y juzgándole con
el más benévolo de los criterios; no es ciertamente un grande
hombre, pero nadie puede negarle que tiene celebridad, pues para
ello “basta realizar cosas inauditas, aunque sean extravagantes y
estériles”. No todo, empero, es estéril en el gobierno de Rosas.
Sin una Constitución, mediante la astucia o la fuerza, luchando
con enemigos interiores y exteriores, Rosas realiza el ideal uni¬
tario de Rivadavia.
Pero el empolvado señor quería además progreso y europeís-
mo para su país. Rosas se conforma con el prestigio de una
orgullosa política exterior. Hay en eso, tal vez más que mérito
personal, trasunto de una modalidad peculíarísima de los dicta¬
dores, a quienes suele placer el trueque de una brillante posición
internacional por la sangre y el miedo, por los bienes y la tran¬
quilidad de sus gobernados. No le bastan a Rosas los elogios
que espontáneamente le prodiga gran parte de la prensa de todo
el mundo. No le basta que su nombre y el de la Confederación
que preside esté constantemente en labios de los hombres más
eminentes de Europa. Y entonces, por primera vez en América,
el oro argentino compra plumas mercenarias para contrarrestar
a los que le atacan como a una hiena.
“Rosas no es un simple tirano a mis ojos. Si en su mano hay
una vara sangrienta de fierro, también veo en su cabeza la esca¬
rapela de Belgrano. No rae ciega tanto el amor de partido para
I no conocer lo que es Rosas, bajo ciertos aspectos.
“Rosas arrodillado, por un movimiento espontáneo de su vo¬
luntad ante los altares de la ley, es un cuadro que deja atrás en
gloria al del león de Castilla rendido a las plantas de la Repúbli-

100
'A l b e r d • i
ca coronada de laureles. Pero si el cuadro es más bello, también
es menos verosímil; pues menos cuesta a veces vencer una mo¬
narquía de tres siglos que doblegar una aberración orgullosa
del amor propio personal. Con todo, ¿ a quién sino a Rosas, que
ha reportado triunfos tan inesperados, le cabe obtener el no
menos inesperado, sobre sí mismo?”
En La República Argentina 37 años después de la Revolución


de Mayo discurre Alberdi así; luego el tiempo pasa y el dic¬
tador evidentemente incapaz de vencerse a sí mismo— sigue
en el poder. Bien es verdad que da innegables muestras de
fatiga ; y que los rigores de la tiranía se han atenuado ; pero D.
Juan Manuel, a pesar de todo, no parece dispuesto a marcharse
por propia deliberación.
Mientras tanto los proscriptos dispersos por el mundo si¬
guen su peregrinaje. Unos en Bolivia y Chile, otros en la Ban¬
da Oriental y Brasil ; muy pocos en Europa. Echeverría, desde
Montevideo, recuerda siempre a su “querido Alberdi”. Y para
hacerle sus confidencias, para decirle su desencanto, olvida sus
torturas físicas, la enfermedad que le atormenta. A pesar de su
invalidez escribe, combate con la oratoria y hasta carga un fusil.
No hay sin embargo para el maestro una consideración especial
en la ciudad sitiada. Zahiérenle los unitarios, mientras Rivera
Indarte le amarga la vida con sus intrigas y hasta Sarmiento,
que ni siquiera reside allí, se encarga de mortificarle en algún
articulejo: "...recibí un papelito de Sarmiento, lleno de melo¬
sas palabras y de protestas de amistad. No puede Vd. imaginar¬
se lo mal que me sentó esa tan dulce píldora leyendo poco des¬
pués lo que ha estampado referente a mi pobre persona en su
carta sobre Montevideo. Hago poco caso de sus elogios porque
ni entiende de poesía ni de crítica literaria, pero han debido he¬
rirme sus injurias, porque soy proscripto como él y le creía mi
amigo”. Y agrega entristecido el desdichado poeta: “Este rega¬
lo de sandeces me lo hace ex abrupto, sin motivo ni provocación,
como el bandido descarga un tiro o una puñalada sobre el via¬
jero; y me lo hace del modo más inaudito y soez que se haya
visto entre hombres de pluma” ...
Es una de las últimas cartas de Echeverría. Muere en 1S51,
101

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Enrique Popolisio

a los cuarenta y cinco años de edad. Tanto es su infortunio,


que no tiene el consuelo de saber de Caseros. De su tumba, no
queda ni el recuerdo. Los azares de la guerra, el fuego, la des¬
trucción arrasaron también con ella.
Más feliz que su amigo, Alberdi recibe la buena nueva de
Caseros a poco de producirse. Regresa con el inseparable Gutié¬
rrez de Lima, donde ha ido a pasar sus vacaciones; mientras
atraca el vapor Nueva Granada, a cuyo bordo viajan, un compa¬
triota les arroja un periódico recién impreso; allí se encuentra
el parte de la batalla que va a cambiar los destinos de la Confe¬


deración. Dando apenas crédito a la noticia tan hermosa e
inesperada es se encaminan directamente a la casa de Alberdi-
En la quinta del Estero deliberan ; Gutiérrez toma en seguida su
resolución.
Una mañana de fines de marzo, varios amigos le acompañan
hasta el carruaje en que debe emprender viaje al Plata. Dudas
y temores hay en los ánimos. ¿Qué ocurrirá en Buenos Aires, no
del todo pacificado? “Nuestro querido Juan Bautista” estre¬
chándole la mano, recita estos versos de circunstancias:

O navis referent in marc te novi fluctus?. . .


Al oír lo cual el postillón, dirigiéndose a un alemán que ocu¬
pa el otro asiento del coche, le dice:

—— Con usted habla el caballero.


Habla conmigo, oh, Palimuro —replícale Gutiérrez. Y
entonces el postillón, aterrado, clava su formidable espuela en
el ijar de la bestia, que parte al galope. ¡ Adiós Valparaíso !
Alberdi no puede tomar decisiones tan repentinas. Es un
abogado muy ocupado, sobre cuyos “hombros de mosquito”
reposan centenares de negocios. Desde 1850 vive en su quinta
de) Estero de las Delicias, más allá del Almendral, en los subur¬


bios de la ciudad. Este sedante lugar hoy calle de Santa Ele¬

na, 2? dista menos de dos kilómetros de la Plaza de la Victoria.
Trayecto fácil de recorrer en un birlocho. Hay soledad y bellos
paisajes en esc fundo recostado a un cerro lleno de vegetación

102
Alberdi
y por cuyo frente corren apuradas las aguas del Estero que
bajan de la Quebrada de las Reyes Labados.
Todas las noches, después del ajetreo forense de Valparaíso,
trabaja hasta altas horas en la silenciosa quietud del campo. ¡Se
siente tan cómodo allí! ¿Por qué abandonar todo eso? No le
tientan los empleos ni le atrae la vida pública. Se debe a su vo¬
cación de escritor y a sus obligaciones de abogado. Además, como
todos los hombres que han vivido solos desde muy jóvenes,
tiene hábitos y pequeñas manías de solterón, que no quiere aban¬
donar.
Cinco personas forman su servidumbre: Freyre, la cocine¬
ra, Antonio, José e Ignacio. En su despacho, un cuadro de Saa
Martín y un busto de Rivadavia, le recuerdan viejas admiracio¬
nes. Y allí viviría del todo tranquilo sino fuera por ese “bellaco
de Otaegui”.
Otaegui es el vecino pleitista, díscolo y mal intencionado que
no falta en ninguna parte. Ha llegado a inventarle un hijo natu¬
ral con una mujer del pueblo; y el emigrado le ha retribuido
llevándole a los tribunales a propósito de una franja de terreno
que debe ser calle pública.
En su quinta Alberdi ha revisado el Tobías, “producción
americana escrita en los mares del Sud” en 1844. Los ingre¬

dientes de este trabajo tristeza, malhumor, aburrimiento y

angustia dan una especie de poema en prosa, amargo, satírico
y a ratos de brutal realismo. En 1851 ve la luz pública en El
Mercurio este curioso escrito; Alberdi se lo dedica al almirante
Blanco Encalada, "por ser producto de literatura marítima”.
Después de la partida de Gutiérrez, en el Otoño, se ha pues¬
to a escribir las Bases y punto de Partida para la Organización
Política de la República Argentina. El título es extenso y el
libro breve : sintetiza sus ideas en la materia y alcanza un éxito
extraordinario. La primera edición se agota casi en seguida. En
Buenos Aires se imprime otra. ¿Imagina Alberdi que este librito
será el más sólido cimiento de su gloria, una especie de biblia


política para la República? Muy lejos de eso. En el invierno

¡oh, el invierno tibio y delicioso de Valparaíso! prepara
una nueva edición y el proyecto de Constitución.

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Enrique Popolisio

Remite esos escritos al hombre que, al parecer, todo lo puede


en la Confederación, el general Urquiza, quien le agradece el
envío y le nombra pocos meses después Encargado de Negocios
en Chile. Alberdi no acepta esa designación que le obligaría a
vivir en Santiago': “El clima de Santiago es tan funesto para
mi salud, que es causa de que pudiendo abogar cómodamente en
sus Cortes superiores me haya venido a esta provincia en busca
de su temperamento acomodado a mi salud, mala de ordinario”.

“Si yo admito un empleo* permanente y lucrativo le confía


además al doctor José Luis de la Peña, su “señor maestro y ami¬
go antiguo” comprometo la sinceridad de mis escritos publi¬
cados últimamente con la intención seria y desinteresada de ser¬
vir a la cuestión de la organización. Al instante dirán que mi
libro ha sido una escalera para subir a los empleos, y nadie cree¬
rá en sus doctrinas. Mis simpatías políticas para con el general
Urquiza y por sus grandes actos, serán explicadas por el interés ;
perderé como escritor la autoridad que me da mi posición de
simple ciudadano.”
Se equivoca Alberdi, sin embargo. La renuncia del empleo
no va a librarle de la calumnia. El primero en propalarla será
Domingo Faustino Sarmiento, que por aquellos días retoma a
Chile después de haber sido boletinero en el Ejército Grande.
Vuelve sin haber logrado del Libertador lo que esperaba que
éste le ofreciera espontáneamente: un papel directivo político y
militar de primer orden. Ansioso de dar rienda suelta a su des¬
pecho, escribe la Campaña en el Ejército Grande, libro que casi
no tiene otro objeto. Y como su cólera se extiende a todos los
que no participan ampliamente de sus antipatías, una de sus
primeras víctimas deberá ser necesariamente su antiguo amigo
Alberdi, cuyas relaciones con el general son tan cordiales.
D. Domingo Faustino, mal psicólogo, creyendo jugar con ¿u
presunta víctima como el gato con el ratón, le envía un ejemplar
de la Campaña en cuya carta dedicatoria empieza llamándole
“Mi querido amigo” y termina arrojándole este insulto atroz:
“Y Vd. sabe, según consta de los registros del Sitio de Montevi¬
deo, quien fué el primer desertor argentino de las murallas de
Montevideo, al acercarse el ejército de Oribe”.

104
¡ A l b e r d i
«

\ ¿Cómo cae el ataque de Sarmiento? Alberdi es hombre harto


sensible, no ya ante una injuria sino ante una simple desconsi¬
deración. A bordo del Benjamín Hort, durante días, ha estado
mortificado por una torpe respuesta del patán suizo que fuera
su compañero de viaje. En sus mocedades, por una simple cues¬
tión de forma, renuncia, a un viaje a los Estados Unidos que le
costeaba la provincia de Tucumán. Durante sus andanzas por
i el mundo, muchas veces permanece sin dirigir palabra a sus ami¬


gos o compañeros, mortalmente ofendido por alguna futesa. Su

vida entera tiene cuarenta y dos años es ejemplo de suscepti¬
bilidad áspera y un poco pueril. Por lo inesperado y brutal, por
venir de quien viene, el ataque llénale de dolorosas vacilaciones.
Pero como padece invencible horror por las situaciones de vio¬
lencia material, no le queda sino un camino a seguir: usar de su
aguzado intelecto, cambiando las pistolas o el sable por las cuar¬
tillas repletas de mordacidad, en un combate intelectual donde
su lógica señera, su dialéctica irresistible pueda enfrentar con
ventaja a quien de palabra le ha agredido.

— —
En el mes de enero de 1853 se retira a una quinta proba¬
blemente la de Sarratea en el valle apacible de Quillota, la
tierra de las huertas y de los frutos deliciosos. Y allí nacen las
Cartas sobre la Prensa y la Política Militante de la República
Argentina, que la posteridad conoce por "las quillotanas” y con¬
sagra como el más admirable modelo polémico continental. Al¬
berdi empieza por. sacar las cosas del campo de lo personal tras¬
ladándolas a un terreno donde sólo se haga cuestión de ideas.
Las Cartas están escritas con estudiada mesura y teniendo siem¬
pre como norma una critica “alta, digna, respetuosa”.
¿Será capaz de inducir a la reflexión a D. Domingo Faustino
esta grave calma? Todo lo contrario: le replicará en Las Ciento
— —
y Una cinco epístolas venenosas en un tono de inconcebible
chabacanería amontonando sobre el adversario los más insul¬
tantes epítetos. Llamará simulador al antiguo amigo; le dirá
venal, mal abogado, escritor de periodiquines, periodista de al¬
quiler. Y poco a poco, en un crescendo absurdo, llegará al in¬
sulto torpe, soez: ¡Tonto, estúpido, sacacallos, reo, camorris¬
ta, truchimán, saltimbanqui, compositor de minuetes, templador
i
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Enrique Popolizio
de pianos, alma y cara de conejo, raquítico, entecado que no sabe
montar a caballo, abate por los modales, mujer por la voz, cone¬
jo por el miedo, eunuco por sus aspiraciones políticas! Y afir¬
mará que Alberdi se ha vendido al Libertador por un empleo
de Agente de la Confederación. ¡Un empleo rentado con tres
mil quinientos pesos a cambio del cual tendrá que abandonar su
profesión de abogado él, que gana cuatro mil en una sola defen¬
sa! Intencionalmente cambia las fechas, tergiversa los hechos,
esparce la calumnia sin límites ni piedad.

— .. —
"Sus gritos de cólera pueril le replica fríamente Alberdi
me dan lástima, no enfado. Ha puesto a un lado mis escri¬
tos y la cuestión pública, y se ha apoderado de mi persona, de
mi vida privada, hasta de mis facciones. No hay flaqueza, no
hay violencia que no haya manchado con su pluma; esa pluma
con que aspira a firmar leyes de cultura y libertad para su país."
Calmosa y objetivamente estudia el papel de la prensa en las
guerras civiles argentinas. Analiza el periodismo revolucionario
y sus hombres estableciendo que la prensa de combate ha termi¬
nado su misión. Rosas ha caído; ahora es preciso construir, no
seguir destruyendo. Pero Sarmiento, acostumbrado a arrasarlo
todo, ya no sabe hacer otra cosa. Es el gaucho malo de la pren¬
sa, pues la prensa tiene sus gauchos malos, como los tiene el
desierto.
Hay en los escritos de estos colosos una cabal radiografía
espiritual. El sanjunanino, alabancioso, embustero, ridículo por
momentos, se muestra como siempre sin recatos en su desnuda
petulancia. El tucumano, lógico irresistible, va señalando, paso
a paso, los traspiés, las calumnias, las contradicciones de su ad¬
versario : “Era, dice V., el único oficial del Ejército Argentino
que en la campaña ostentaba una severidad de equipo estricta¬
mente europea. Silla, espuelas, espada bruñida, levita abotona¬
da, guantes, quepí francés, paleto en lugar de poncho, todo yo
.
era una protesta contra el espíritu gauchesco. . Esto, que pare¬
ce una pequeñez era una parte de mi plan de campaña contra l
Rosas y los caudillos... Mientras no se cambie el traje del sol¬
dado argentino ha de haber caudillos. Mientras haya chiripá iio
habrá ciudadanos. .
106
Alberdi
Alberdi le replica: "Un oficial del traje que Vd. llevaba,
en un ejército de Sud-América, es una figura curiosa que' debía
entretener a la tropa; pero todo un ejército sudamericano com¬
puesto de nuestros gauchos vestidos de levita, quepí francés,
paleto, etc., etc., sería una comedia que les haría caer las armas
de las manos de risa al verse en traje que el europeo mismo Se
guardaría de emplear en nuestros campos... No es dado a un
sastre distribuir con su tijera la civilización europea o asiática.
Con quepí o con paleto, nuestro gaucho sería siempre el mismo
hombre. Traed la Europa por el libre comercio, por los ríos, por
los ferrocarriles, por las inmigraciones, y no por vestir de paleto
al que sólo es digno de poncho”.
Urquiza no ha hecho de Sarmiento, contra lo que el san-
juanino esperaba, su consejero universal. Alberdi encuentra esto
muy natural. “Y con esas ideas de que probablemente no' hizo
— —
V. misterio le pregunta ¿hallaba V. extraño que el gene¬
ral Urquiza no le admitiese a su consejo?”
Así fué, en efecto, y Sarmiento se guarda bien de ocultarlo:


“Lo que más me sorprendió en el general confiesa ingenua¬
mente es que, pasada aquella simple narración de hechos con
que me introduje, nunca manifestó deseos de oír mi opinión so¬
bre nada. . .”
Su vanidad sin límites no concibe que Urquiza no le hubiera
llamado de inmediato a su lado para consultarle no sólo proble¬
mas de orden político, jurídico, económico y educacional sino
también, lo que es más sorprendente, sobre cuestiones estratégi¬
cas y militares. Su decepción fué inmensa y tan grande como su
cólera.
Alberdi, inexorable, desmenuzando párrafo por párrafo, sa¬
ca las consecuencias : “Tenemos hasta aquí que Vd. fué sin ser
llamado; que Vd. fué sin plan fijo; que Vd. no halló el gran
papel que esperó desempeñar; que ofreció sus servicios, y le
aceptaron el de escribir* el boletín y llevar una imprenta...”
Usando la lógica y la ironía, mesurado siempre, empero,
aunque sin callar nada, Alberdi hace sentir al sanjunanino U
imprudencia de haberlo injuriado, de haberle atacado así, gra¬
tuitamente, hallándose en cordial amistad. Y como Sarmiento

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I
I

t
Enrique Pofiolisio
parece que va a enloquecer de rabia, será preciso que su adversa¬
rio le invite a reportarse: "En Francia, Lcrminier escribió sus
Carias dirigidas a un berlinés, en que hizo pedazos a Thicrs, a
Guizot. a Cousin como escritores. ¿Salieron a la calle esos autores
como enajenados, a dar escándalos con insultos y obscenidades de
un ebrio? No, ciertamente; y la crítica soportada con dignidad
no les impidió ser lo que son”.
Alberdi se halla sumamente ocupado por aquellos días, pero
es preciso terminar lo empezado. Y comienza la cuarta carta:
“Andaré breve en esta carta, para cumplir cuanto antes con Vd. ;
porque espero que mi critica seria y respetuosa de su persona y
talento, reconozca el ejercicio de un derecho, que el talento ver¬
dadero respetó siempre cuando se ejerció en su contra. Ocupa¬
ciones mayores que mi tiempo y mis fuerzas, me han obligado a
emplear el feriado, pasado en Quillota, en esta redacción de me¬
ro interés político. Vd. me lleva la ventaja de vivir en la prensa,
mientras yo apenas puedo regalarle los instantes que me deja li¬
bre el foro.
“Rara vez o nunca hablo de mí. Tengo por ridículo el yo,
como dice Pascal. El yo es odioso ha dicho Labruyére, y permí¬
tame agregar que el yo es culpable, cuando la agonía de la patria
impone a sus hijos el deber de olvidarse de si, para pensar en
ella.
“El hablar siempre de sí parece necesidad emanada del sen¬
timiento de reprobación universal. Tengo la vanidad de creer
que no necesito vivir vindicándome.
“Robespicrre y Marat hablaban constantemente de sí mismos.
Tenían razón, lo necesitaban: ¡debía hablarse tanto mal de
ellos!”
Sarmiento percibe dolorosamente estas palabras ; se siente
injuriado, él, que tanto injurió. La comparación con Marat y
Robespicrre, especialmente, le llega al alma, le duele como un
latigazos en la cara, y, puerilmente anonadado, como esos niños
llorosos que vuelven llenos de contusiones cuando han ido a dar
de moquetes, angustiado y suplicante, el gigante exclama: “¿Por
qué compararme, Alberdi, con los hombres más manchados en
sangre, sólo porque me les parezco en mi vanidad? ¿No siente,

108
A l b e r d i
Alberdi, toda la atrocidad de esas injurias, más atroces todavía
por la calma infernal con que son vertidas? ¡Relea usted su libro,
Alberdi, y recuerde que no hay momento primo que lo disculpe,
que es elaborado, meditado fríamente en el retiro, entre las flo¬
res de los jardines; y que hay en él el intento, el plan de matar
políticamente a un hombre !”
Pero Alberdi, arrastrado a uiia controversia que trató de evi¬
tar, ha cobrado ahora un impulso que no quiere ni debe detener.
Las Qttillotanas tenían un motivo político e impersonal; pero
el honor, la sinceridad, el prestigio de Alberdi reclaman una de¬
fensa. Sarmiento ha callado ya. El implícito pedido de clemen¬
cia del sanjunanino, que ve en la respuesta de Alberdi "el plan
de matar politicamente a un hombre”, ha querido señalar el fin
de la disputa. Pero su adversario tiene todavía algo que decir:
ahora todo atañe a su persona. Y hablará, a pesar de lo poco
que le agrada referirse a si mismo. En La Complicidad de la
Prensa cu las guerras civiles de la República Argentina, apasio¬
nante secuela de las Quillotanas, defenderá su honor, refutando
las calumnias que, a manos llenas, ha esparcido aquende y allen¬
de los Andes su desorbitado compatriota.
Tiene motivos y fundamentos más que suficientes para llevar
a los tribunales a su deslenguado antagonista; pero no lo hará
porque no necesita su castigo material : “el error del que ultraja
..
está en creer que haya otra afrenta que la de su delito. Puedo
estar infatuado; pero creo que la injuria de su rabia cae sobre
mi vida» como la lluvia en el marmol, para blanquearla... La
vergüenza de un escritor procaz no está en ir a la prisión, sino
en merecerla. ..
“Con la calma con que el naturalista examina la escoria que
el volcán arroja a sus pies, yo estudiaré en el interés del progre¬
so y de la libertad, el fango echado sobre mis vestidos por el
carro de la prensa bárbara ..."
Y entrando resueltamente en materia:
“¿ Me llamáis mal abogado después de haberme recomendado
tantas veces al público de clientes, porque he criticado vuestras
obras? Quiere decir que me habríais llamado Papiniano si las

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Enrique Popolizio

hubiese encomiado. En abogacía es vuestro voto como en arte


militar: de amateur.
"¿Qué defiendo malas causas? Servicio que mis clientes de¬
ben a vuestra buena índole; honor que hacéis al doctor Ocampo
que me las defiende en segunda instancia, y a los tribunales de
Chile que hasta aquí nos han dado la victoria en los dos tercios
de ellas.
"¿Perro de todas las bodas me llamáis? ¿Qué entendéis por
bodas? ¿Empleos, pitanzas? Chile me ofreció uno, que dimití
al instante. Otro me ofrece hoy mi país, que no quiero acep¬
tar...
Y ahora la cuerda irónica :
"También me afea tocar el piano, Vd. que tanto amó el di¬
bujo. El piano no estorbó a Rousseau hacer el Contrato social,
ni a Bentham los Tratados de Legislación, ni a Belgrano ser
miembro del gobierno de Mayo. Sin embargo, yo no lo sabría
si hubiese tenido la dicha de pasar mi niñez en San Luis, donde
no se enseña el piano porque perjudica al publicista. ..
"¿Me ofrecéis los cimientos de mis Bases? ¿Os creéis padre
de mi obra por el billete en que os regalé ese honor? Sabed que
otro igual tiene Gutiérrez, otro igual Cañé y otros iguales varios
amigos correligionarios en principios; la verdad es que mi libro
es eco de las opiniones de todos, en gran parte; me felicito de
ello; jamás quise atacar el sentido común. A los hombres ilus¬
trados no se ofrece un libro con pretensiones de originalidad;
pero los hombres de talento no tragan como los pavos los granos
de perlas por gramos de maíz.’
Y cuando llega al atroz insulto que Sarmiento estampa en
la carta-dedicatoria de la Campaña, la alusión a la deserción
en Montevideo, al acercarse Oribe, le pregunta: "¿Esperó Vd.
que pasaran doce años y que yo escribiera el libro de las Bases
para hacerme este recuerdo? El sitio se entabló en febrero de
1843; yo partí de Montevideo en abril, dos meses después de
entablado, no al acercarse Oribe... Yo dejaba el puesto de sol¬
dado de la milicia pasiva que ocupaba como abogado y como
enfermo. Lo dejaba porque tenía el derecho de dejarlo. Vd.
debe saber que soy nativo de la República Argentina y no de

110
Alberdi
Montevideo, donde estaba accidentalmente. La presencia de
Rosas en el gobierno me tenia allí. . . Si mi presencia en Chile
fuera una defección, otro tanto podría decirse de la suya.
"No me defenderé de sus insultos, dirigiéndole otros. Pero
haré que me tribute enmienda honorable y repare asi, con su
propia mano, los ultrajes que ha hecho a la verdad, a la ley y a la
antigua amistad. A sus injurias no daré más castigo que repro¬
ducir sus elogios..., No lo haré por jactancia; no quiero sus
elogios; se los devuelvo todos, es decir los doy como no tribu¬
tados ni recibidos..."
Y en seguida reproducirá las cartas laudatorias de Sarmiento,
desde aquella escrita en 1838, por un joven de veintiocho años
a otro joven de la misma edad, en que se refería al "brillo lite¬
rario" del nombre de Alberdi y a “las bellas producciones con
que su poética pluma honra a la República”, declarándose su
“obsecuente admirador”, hasta las últimas, donde decía, entusias¬
mado, de las Bases-. “Su Constitución es un monumento... es
nuestra bandera, nuestro símbolo... va a ser el Decálogo Ar¬
gentino. Por estas razones, por la inmensa notoriedad que le
dará a Vd. y por el talento y principios que revela, temo que el
General Urquiza no se lo perdone a Vd...." (Sarmiento creía
que el general odiaba necesariamente a todos los hombres de
talento).
Tampoco omitq reproducir párrafos de aquella otra, del san-
juanino a Urquiza, en que pedía un nuevo Congreso donde debía
figurar en primer término el nombre de Juan Bautista Alberdi.
Lo hace un poco avergonzado de la exhibición de tanta ala¬
— —
banza. “Muy necio y ridículo afirma es reproducir elogios
a favor de uno mismo, pero la acción tiene disculpa cuando es un
medio de represalia empleado en lugar de recriminaciones o in¬
sultos destemplados. En lugar de devolver fango, ¿no es mejor
que yo arroje al señor Sarmiento sus propias flores secas?”

111

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XI

COMO DANIEL O’ CONNELL

Aquella mañana, como todos los días, el criado entra en la


alcoba del señor D. Juan Bautista, abre los postigos, le despierta
sin mucha bulla y deja sobre el velador la correspondencia lle¬
gada.
Es el 9 de julio de 1854. Entre los papeles recibidos hay una
carta de Urquiza y varios pliegos oficiales. El caudillo vuelve
a pedirle su colaboración, pues la república necesita imperiosa¬
mente un representante diplomático en Europa. Simple Encar¬
gado de Negocios ante varias capitales, podrá ampliarse luego la
importancia de la misión hasta la plenipotencia, según las nece¬
sidades o circunstancias. La actitud de Buenos Aires necesita
un hábil agente; es preciso impedir que la provincia rebelde sea
reconocida en el exterior como Estado independiente, evitando
así una nueva desmembración y llegar, de una vez por todas, a
la unión de la familia argentina.
Alberdi mira sus credenciales y se queda un tanto perplejo.
Acaso la idea de un viaje no le disguste íntimamente. El tiempo
y la distancia, según una característica muy acentuada en él, han
embellecido en su imaginación aquellas ciudades visitadas doce
años antes, especialmente aquel París maravilloso de donde salió

——
diciendo improperios después de corta permanencia. Ahora
comprende la vuelta a Sud América ha sido experiencia alec¬
cionadora que le será gratísimo frecuentar de nuevo sus mu¬
seos, sus bibliotecas, sus galerías de arte, sus salas de música,
sus bulevares jalonados, desde el anochecer, por doble línea de

112
’A l b e r d i
faroles de gas. Después de todo, ¡bah, la vida provinciana Je
Valparaíso, vagamente teñida de cosmopolitismo !
Hoy es el día de Ja patria. “Nuestro querido Juan Bautista”
siempre recuerda esta fecha con emoción de fecha familiar. En
viaje o en el extranjero se entristecerá encontrándose lejos de
sus compatriotas. Pero hoy no sucederá eso; vendrán los ami¬
gos. Almorzarán juntos, beberán y brindarán. Entonces Alber-
di, “que está haciendo un papel tonto en Valparaíso defendiendo
pleitos particulares” echará a volar sus últimas dudas y quedará
convertido en agente diplomático.
“Sabemos que el más grande abogado de este siglo, Daniel
O’Connell. no tiene más que un cliente; pero ése es el pueblo de
Irlanda.” Su caso no es distinto; a fin de cuentas sólo se trata
de cambiar el derecho privado por el público y defender, en vez
de intereses privados, los negocios de la patria. ¡La patria! Al-
berdi siempre usa esta palabra con una especie de untuosa ter¬
nura. Él la ama según una imagen hecha de liberalismo, frater¬
nidad y europeísmo que no excluye el sentimiento hondamente
americanista.
En seguida se comunica con Urquiza. Cartas van y pliegas
vienen. Pasan los días. Comienza a deshacerse de su clientela,
pero no de su casa ni de la totalidad de sus muebles, porque
piensa volver. No sabe cuando, pero no le cabe duda de que
volverá. Ante escribano, da poder a su amigo Borbón para la
administración de sus bienes mientras dure la ausencia. Y en
una pequeña libreta de tapas veteadas, muy semejante a las que
aún hoy se usan, deja instrucciones minuciosas. Todo queda
previsto allí, desde las cuestiones substanciales hasta las peque¬
neces de la vida doméstica: pagar, a Freyre una onza; a José
media; cuarenta pesos al sastre por un.' paleto. Enviar una onza
mensualmentc a doña Petrona Abadía y Magán... Entre una
y otra cosa ha transcurrido el resto del año y ya se halla bien
entrado el siguiente. La gente ha vuelto de sus fundos ; las hojas
secas y crujientes, son arrastradas por el viento que, al atarde¬
cer, comienza a ser bastante frío.

113

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Enrique P o p o l i i o

Estamos a mediados de abril de 1855. Alberdi abraza fuerte¬


mente a sus amigos y poco después se encuentra a bordo del
nano que debe conducirle hacia el norte. Aléjase luego el barco
evolucionando lentamente dentro de la bahía. Acelera enseguida
su marcha hasta empequeñecerse prolongado en el penacho de
humo que deja escapar su delgada y alta chimenea.
El viajero ha quedado largo rato junto a la borda saludando
a todos : ha agitado las manos, el sombrero y el pañuelo. Ahora
sólo ve en tierra manchas borrosas : no puede conocer a nadie.
Escucha distraído el ruido de la gigantesca rueda del vapor;
mira sin ver los copos de espuma que levanta al batir las aguas.
Y mientras desciende a su cámara, recuerda que un año antes
de los sucesos “una sonámbula” le había anunciado que no re¬
gresaría a su patria luego de la caída de Rosas. La predicción
se había cumplido.
Pocos días de viaje; y, en medio de un eclipse total, una
noche llegan a Guayaquil. Desde el navio puede contemplar
“las mil luces” de la ciudad. Al atracar, el vapor es invadido
por una bullanguera multitud. Entre ella está el agente de la
compañía naviera, que pregunta por el Dr. Alberdi. ¿Quién es
este agente? Es Juan Antonio Gutiérrez, hermano de Juan Ma¬
ría. Enorme satisfacción mutua. “Me abrazó, me trajo a la luz,
me vió, me presentó a sus amigos, me llevó a tierra en un bote
del resguardo . . . Me habló como antes ...”
“Me habló como antes. . .” En este comentario hay toda una
faceta del alma alberdiana, puerilmente sensible ante una palabra
amable, una respuesta grosera o un recibimiento frío.
Van al local de la agencia de vapores; luego toman té en
una confitería. Es una noche deliciosa. Guayaquil, con sus ca¬
sas altas y sus corredores repletos de sombras, descansa bajo la
luz de una límpida luna que ahora ha tornado a brillar. La calma
es propicia; brotan las noticias mutuas. Juan Antonio tiene una
cómod^ posición económica. Es agente de la compañía de va¬
pores, posee una casa de comercio, prospera . .. Entre taza y
taza de té, entre copa y copa de licor, desfilan los recuerdos.
Los nombres de amigos y conocidos, la situación política, un
poema de Juan María que Alberdi no conoce aún. .. El tiempo

114
L Alberdi
. se les escapa. Después de medianoche, se encaminan de nuevo
al puerto. Diestros remeros indígenas impulsan la chalupa que
$ les lleva al vapor. Y allí quedan otra, vez hasta las tres de la
• mañana charlando y bebiendo brandy. A esa hora Gutiérrez
abraza al viajero, le regala una hamaca y regresa a tierra.
Alberdi se marcha a dormir; está muy satisfecho. “Ojalá
el país lo haya pasado tan feliz como su representante para Eu¬
ropa.” El brandy y el agradable encuentro le han hecho olvidar
. un suceso escalofriante acacecido a bordo esa misma mañana:
í la muerte de un pasajero atacado de fiebre amarilla.
i En Panamá le acoge el Hotel de Luciana. Alberdi se siente

i muy bien. Esa vida variada y ágil es la que conviene a su ín-
i quieto temperamento, eternamente asechado por la tristeza y el
s pieen, secuela infeliz de su inmensa soledad espiritual de célibe
i obstinado.
1
La Estrella de Panamá anuncia su llegada. Los señores Hur-
.1 tado, Gogorra, Arosemena, Calvo y el Obispo le visitan. En vís¬
peras de constituirse el istmo en Estado, surge el problema de
su ley fundamental. El proyecto de constitución de Alberdi para
la provincia de Mendoza y sus últimos escritos sobre derecho
V federal son muy oportunos y los diarios se ocupan de ellos.
. “Treinta y cuatro pesos por siete días, sin incluir los vinos
j que yo los compraba fuera” le cuesta el hospedaje en Panamá;
y una mañana, saldada su cuenta en el hotel, se dispone a partir
hacia Colón. Va a atravesar la América por su parte más del-
• gada. En la estación, la suciedad de los pasajeros yanquis casi
le hace renunciar al viaje. Alberdi tiene de la vida material
11 un concepto sorprendente en su medio y en su época ; desde
’> los tiempos de su juventud las incomodidades han sido su tor¬
mento. El desaseo y la falta de confort son para él otras tantas
; tragedias. Y esos yanquis sudorosos, malolientes y alborotado¬
res le llenan de una desolación pueril. Se decide por fin, como
? quien toma un amargo medicamento y logra ubicarse al lado
de un norteamericano joven y simpático, aunque sucio como to¬
dos ellos. Pero Alberdi es incorregiblemente amable y pronto
ambos se hallan cambiando “civilidades”. El yanqui le convida

115

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Enrique Popolizio
con vino que es preciso beber en la misma botella ; él le retri¬
buye ofreciéndole brandy.
A las nueve y media el tren comienza a marchar. Alberdi
se despide de las aguas del Pacífico que ve desaparecer por de¬
trás de las dos torres blancas de la Matriz de Panamá, rodeada
de palmeras. Pocas horas de viaje y llega a Colón desde donde,
confundido con los ciento ochenta pasajeros que conduce el
Eldorado, parte hacia La Habana.
En el océano hay una enorme calma; el tiempo es caluroso
y el navio se desliza con solemnidad sobre una superficie ma¬
ravillosamente azul. A bordo viajan varios jovencitos de Nueva
Granada acerca de los cuales no se hace muchas ilusiones : “van
a los colegios de los Estados Unidos a aprender a descomponer
la unidad de sus países”.
La Habana le sorprende agradablemente por su lujo, belleza

— —
y elegancia. La Plaza de Armas la clásica plaza de todas las
ciudades hispano-americanas se llena de una indolente multi¬
tud que se derrama alrededor de sus jardines sus árboles y sus
fuentes rumorosas; la retreta deja oír una “música brillante”
Pero en el centro del paseo, la estatua de Femando VII, rodea¬
da de canteros floridos, le produce una impresión extraña y
triste. ¡Aún ahí, a más de cuarenta años del 25 de Mayo!
Como todos sus compatriotas en aquel momento, Alberdi
tiene la fobia anti-española y está saturado de la mística revo¬
lucionaria. En el Campo de Marte, se desquita mentalmente:
allí ve desfilar la caballería hispana bajo las órdenes del capi¬
tán general; por asociación de ideas este espectáculo le recuerda
a nuestros gauchos y esto le hace reír “secretamente”.
Solamente dos días permanece en la isla, alojado en el Hotel
da”. En la ciudad ha habido algunos casos de vómito negro y
da”. En la ciudad han habido algunos casos de vómito negro y
a bordo del Imperial City, que lo conduce a Nueva York, una
mujer muere del cólera. Pero Alberdi se siente optimista y
desborda bienestar físico y moral. Su salud se mantiene exce¬
lente, gracias, sobre todo, al uso del ron de Jamaica, “que
es balsámico”.
— —
Diez días en Nueva York Hotel de San Nicolás , pobla*

116
Alberdi
ción enorme donde el "egoísmo toca en lo sublime”. Y luego a
Baltimore, previa escala en Filadelfia para visitar la sala en
» que se declaró la independencia. Allí está la campana que anun¬
ció el gran acontecimiento; sobre ella, un águila disecada tiene
en sus garras el mundo .. .
En Baltimore, ciudad suntuosa fundada por católicos y
aristocrática en su origen, vuelve a chocarle, como años antes
en Brasil, el espectáculo de la esclavitud. La gente, sin embar¬
go, es afable y cordial. Alberdi tiene, además, muy buenas
relaciones. Por ejemplo, esas señoritas Hobson, sus viejas ami¬
gas, viven ahora nostálgicamente allí, frente al parque de Fran-
klin. Ellas conservan un excelente recuerdo de Chile y un retra¬
to de Matilde Sarratea. También vive ahora en la ciudad Mr.
Wand, antiguo vecino de Valparaíso.
En Baltimore pasa días muy agradables visitando cuanto
merezca la pena verse. La ciudad, observada desde lo alto de
¡ una colina, es población pintoresca. Se divisa de la altura, la
( ciudad, el bosque y el río; más lejos, el mar circundante. El
panorama es seductor; todo se mezcla en un cuadro de bellas
tintas.
Un día cierto caballero norteamericano le dice:
k ¿Quiere usted comer mañana con nosotros? Vendrán va¬
rios amigos, abogados en su mayor parte; estará usted a gusto.
Le prometo que no se aburrirá.
Alberdi acepta y afortunadamente los comensales no le de¬
fraudan. Entre ellos hay un personaje insignificante, agobiado
por la grandeza de su apellido : un nieto del marqués de Lafa-
yette, que ha venido a reclamar al Congreso unas tierras regala¬
das a su abuelo. Se habla de política; se comenta a Tocquevi-
Jle. Uno de los presentes expresa la idea de que en los Estados
Unidos el gobierno bien podría dejar de existir sin que nadie
lo notara. Alberdi, que ha vivido en Sud América la realidad
opuesta, reconoce con envidia la verdad de la observación, j Ah !
¿Por qué no podrá decirse otro tanto de la Confederación Ar¬
gentina. .. ?
Pero él, asqueado del pasado, no pierde la fe en el porvemr
y cree hallar en Baltimore la muestra de “lo que serán Corrí en-

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E n r i (j it r P a [> i l i i o

tes, Entre Ríos y Santa Fe algún día”. Esta esperanza fabu¬


losa fue garrapateada en sus apuntos en el mes de mayo de
1855. Noventa años después, otros argentinos siguen esperan¬
do la realización del milagro...

Seguramente en Washington tiene una decepción grande. La

— —
capital está escasamente poblada bastante menos que Buenos
Aires y ofrece la impresión de una ciudad de campo con sus
calles espaciosas llenas de árboles frondosos y grandes prados
donde las vacas se encuentran a sus anchas.
Pero el Capitolio, sobre una colina y rodeado del parque
“más ameno”, es realmente imponente. No está terminado aún.
Habiendo conocido Europa, la Unión no puede sorprenderle
sino moderadamente. No obstante, la vista de ese mundo anglo¬
sajón trasplantado a la América muestra a su curiosidad de mís¬
tico del progreso aspectos muy seductores. La oficina de pri¬
vilegios de invención ubicada en un edificio monumental donde
se conservan los modelos de los inventos, forma un museo de
apasionante interés. Es el museo del futuro. El del pasado lo
constituye una sala donde se guarda la casaca de Washington
— —
a la que los fanáticos han arrancado tres botones d bastón
de Franklin y el acta de la independencia. “El señor Gillins,
sabio astrónomo de la Unión, era mi ilustre cice-one. Jamás
he conocido sabio más modesto, ni hombre más hospitalario ;
nunca olvidaré su afabilidad.” Anota luego en su diaria : “Cada
hora es mayor mi admiración por la manera de ser de este país
tan manso, modesto, grande y capaz”.
“Modesto. . .” sí. Ningún alarde, cierta llaneza en el trato,
una especie de cordial familiaridad es lo que encuentra en
cuantos trata. Mr. Caleb Cushing, secretario del Departamento
de Relaciones Exteriores, va a verle al Hotel trillará, donde se
iloja. (Recordemos de paso que el Hotel trillará “es menos que
?! del Quillota en ciertas cosas del servicio”.)
Alberdi no inviste representación oficial ante los Estados
Jnidos; viene, además, de un continente materialmente atrasa-
’o y donde forman mayoría los indios, donde no hay industrias
i comercio; donde gobiernan los déspotas y donde los manda-

118
A l b c r d i
tarios se imponen por lo común después de una batalla. Pero
Mr. Cushing tiene para él las más finas atenciones. Le regala
escritos suyos, le lleva en su birlocho a pascar por el parque del
Capitolio, departen largamente. Quizá este recibimiento caluroso
se deba a una recomendación extraordinaria: la de Mr. William
Whcehvright, que ha sido cliente de Alberdi cu Valparaíso y
cuyo retrato de prominente ciudadano puede contemplarse en
el museo de Washington.
Una noche van al palacio presidencial. Hacen el trayecto a
pie, desde el hotel, gozando de la tibieza del aire impregnado de
gratos aromas campesinos. Previa visita al edificio pasan a ver
al presidente que los recibe en un saloncillo donde también
aguarda el ministro de Rusia. Luego, ya solos, entran en el
despacho privado.
El presidente. M. Franklin Pierce, tiene cincuenta años; es
también un hombre sencillo y cordial. En verdad, todavía Al¬
berdi no ha podido encontrar en la Unión alguno que no lo
sea. "Nuestro don Juan Bautista’’ habla por espacio de una
hora y Mr. Picrce le escucha con la más concentrada atención.
‘‘Es preciso hacer triunfar al principio de la libre navegación
de los ríos, en bien de todos”, postula Alberdi. La política con¬
traria implica "ayudar al Brasil a dividir la República Argentina
y darle lo que busca, que es quedar gigante en medio de pigmeos,
y dominar las bocas de los dos grandes ríos de Sud América:
el Amazonas y el Plata. Ya tiene seis mil hombres en Monte¬
video. es decir en la margen izquierda del Plata. Ahora empuja
a Buenos Aires hacia la independencia, que le haga ser un se*
gundo Montevideo. Mañana fomentará en él la guerra civil:
y para restablecer la paz se hará pedir por alguna facción el
apoyo de otros seis mil hombres... Asi quedará dueño de las
bocas del Plata. La República Argentina ha proclamado la libre
navegación en el interés de su propia organización y progreso. ..
Para asegurar el nuevo estado de cosas, fundado sobre todo en
el libre comercio, la República escribió en tratados con los nacio¬
nes extranjeras el principio constitucional de la libre navego
ción. A ella le importa conservarlo, porque es el eje de su nuevo
régimen... Y como esto es justamente lo que conviene a las

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Enrique Popolisio
naciones signatarias de los tratados de la libre navegación, im¬
porta que ellas conozcan por qué medios puede ser comprome¬
tida la eficacia del sistema. Este medio es la desmembración
del territorio nacional argentino en dos entidades, de las cuales
se sustrae! al principio de la libre navegación, tal como se esti¬
puló en 1853, la provincia que explotó por cuarenta años la
clausura de los ríos ...”
Toda la argumentación alberdiana gira en torno a la cues¬
tión de los ríos. Quizá no está muy convencido de lo que dice.
Pero en el fondo de esto hay algo que lo angustia. Ha hablado
mucho de la navegación ; y ha usado y abusado de la expresión
hasta incurrir en monotonía, pero lo que en realidad le inspira
serios temores es la segregación de Buenos Aires. Pues ¿qué
va quedando del ruejo virreynato?
En 1855 ve venir la guerra del Paraguay, por obra del ca¬
rioca. “Hay necesidad de contener al Brasil en este trabajo
— —
desleal que ni para él será provechoso previene . Su política
respecto del Paraguay lleva al mismo fin. Hoy aspira a la ter¬
cera desmembración de la República Argentina, para alzar su
ascendiente colosal entre pigmeos creados por sus intrigas...
Los intereses generales del comercio y de la navegación necesi¬
tan allí un contrapeso a ese poder. No hay otro sino la Con¬
federación Argentina.”
Felizmente, no tiene que esforzarse mucho. El presidente
Pierce comparte sus puntos de vista; los comparte el ministro
inglés ; participa de ellos el secretario de Estado en Relaciones
Exteriores. ..
Sendas conferencias le traen tranquilidad de espíritu. Ni los
ingleses ni los norteamericanos tienen la menor intención de
favorecer otro desmembramiento; por el contrario, se opondrán
a él mediante la presión comercial y la diplomacia. Desde
Washington se darán los pasos necesarios. El Ministro inglés
escribirá a Lord Clarendon ; el gobierno norteamericano instrui¬
rá a su representante en Londres. Buenos Aires será considerado
dependencia de la Confederación Argentina y ante este gobierno
se acreditará un ministro de primer rango. Cuando Alberdi se

120
Alberdi
despide de Mr. Cushing, tiene media batalla ganada sin haber
pisado Europa. En los Estados Unidos su misión ha terminado.
Tres días después, se halla en Boston, en procura de un
navio que le lleve a Europa. Ya no tiene deseos de repetir la
aventura del Edén, ni la del Benjamín Hort. Visita el Africa y
lo encuentra maravilloso. No le queda sino esperar el momento
de la partida. Entretanto, recorre la ciudad. “He examinado la
Biblioteca de la Casa del Estado, toda referente a materias de

legislación y gobierno.” Luego ¿cómo podría omitir esto?
la Universidad de Cambridge, “en donde fue profesor Story”.

Y en su pausado vagar por las calles de Boston, este incansable
observador comprueba “que abundan mucho las narices cortas
entre las mujeres, que son pálidas^ de ojos expresivos, y dicen
que literatas”.
Gradualmente el país le conquista. Ha entrado con cierta
frialdad, quizá con un poco de prevención. Probablemente no
había olvidado el ataque a las Malvinas por la fragata norte¬
americana Lexington, atropello del que Buenos Aires no había
podido aún obtener satisfacción. Pero Alberdi no tiene instruc¬
ciones de remover esa cuestión originada veintitrés años antes.
Y la llaneza de esos yanquis, su admirable progreso, su grandeza
material, las finas atenciones que le prodigan, acaban por ren¬
dirla
Un hecho insignificante y doméstico adquiere para él un
valor ejemplar y simbólico. A las diez de la mañana da su ropa
a layar. A las siete de la tarde se la devuelven planchada y
flamante: “en nueve horas lo que en nuestra América del Sud

se hace en nueve días” exclama maravillado.

El 20 de jimio de 1855, a las doce del día, zarpa del puerto


de Boston el vapor Africa, conduciendo numerosos pasajeros.
Uno de ellos es Juan Bautista Alberdi, representante diplomá¬
tico de la Confederación Argentina ante varias cortes europeas.
En doce años, el improvisado ministro ha recorrido mucho mun¬
do, admirándose en cada viaje de los progresos del confort na-
viero. En el Africa, por ejemplo, hay una cosa absolutamente
nunca vista: El comedor. Se trata de “una sala ad hoc: nadie
121

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Enrique Popoliz i o •
>
duerme en el ni entra por el a sus camarotes. Está todo alfom¬
brado de tripe; tiene la vista de un brillante restaurant”.
AI día siguiente, por la noche, llegan al puerto de Halifax,
en Canadá. Una banda militar “que toca las cosas más bellas” {
un general inglés que se despide y el navio despegando lenta¬
mente en la bruma, son cosas que oye, más que ve, lleno de
sueño, por la claraboya. Durante doce días ya no habrá para los I
oios más que cielo y agua. Pero eso no importa cuando se
naja con tanta comodidad. Y Albcrdi, sumo catador de confort, !
anota no por cierto disgustado: “Es un escándalo de concu- i
piscencia esta manera de viajar. Se come cinco veces por día:
a las ocho, a las doce, a las cuatro, a las siete y a las nueve. Se
j
bebe todo el día. Nada falta: hielo, leche fresca, verduras fres¬
cas, pan y galletas frescas, carne fresca; en fin, cuanto puede
ofrecer un gran restaurant de tierra”. Los pasajeros hacen
honores a los ricos manjares y, sobre todo, a los vinos, abun¬
dantes y baratos. “Nadie sospecharía que venimos del país de
la templanza.”
-
Alberdi se ha propuesto rehuir las vinculaciones a bordo.
“Vengo gozando de un placer nuevo: a nadie conozco ni nadie
me conoce.” Esto no le impide recibir “civilidades como oscuro
y simple viajero: ninguno de los que me las hacen saben quien
soy ni qué represento”
escondida importancia.
— anota íntimamente satisfecho de su

122
XII

LA LITURGIA DE LA CORTE DE PARÍS

Una bella ciudad vagamente parecida a Nueva York, grandes


docks asombrosamente cómodos para la carga y descarga de los
centenares de navios alineados a sus costados, “cierto aire de
minero, con su olor a carbón de piedra y su cielo cargado de
sombras” en pleno verano: así ve Alberdi a Liverpool, donde
desembarca el primer día de julio de 1855.
Mr. Jackson, antiguo cónsul de la Confederación, cesante a
la caída de Rosas, le acompaña a todas partes y le da noticias
del ex dictador. A D. Juan Manuel, que no se ocupa en el
destierro “sino de mujeres y de vacas”, cualquier futesa le pa¬
rece maravillosa, pero el ferrocarril le deja indiferente: perso¬
nalmente prefiere un coche de cuatro caballos. Está, además,
quejoso de Manuelita, que le prometió no casarse y lo ha hecho,
“abandonándolo en el destierro”. Tal el hombre que durante
veinte años tuvo en sus manos los destinos del país.
Alberdi no comparte acerca de las comunicaciones ferrovia¬
rias los prejuicios dej Rosas, de tal manera que no vacila en uti¬
lizar el tren que en cinco horas le lleva' a Londres. Allí, asus¬
tado por los precios,) se instala en un modestísimo hotel donde
paga, no obstante, una libra diaria “fuera de los vinos”.
Pero un diplomático no puede vivir en ese pobre albergue.
Ya se lo habia prevenido Balcarce. Alberdi se felicita de esa
; incompatibilidad que tan bien armoniza con su amor al confort.
Tras maduro examen, se decide por el Chapwans Hotel, 4 Ca-
vendish Squarc, realmente de acuerdo con la importancia de sus
funciones.

!

123
i
i

I
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Enrique Popolis i o
i
“Londres es inmenso, sombrío, sí, y monótono ; pero es una
ciudad mundo, un pueblo imperio por sus dimensiones. Me ha
tocado llegar en días hermosos de sol, calientes como el verano
de Valparaíso.” ’’
Y en su espíritu surge la comparación con ese otro mundo
anglo-sajón que ha visto en América: “Yo diría que los Estados
Unidos son una nueva edición de Inglaterra, corregida y au¬
mentada”.
El 9 dei julio de 1855 lo pasa solo y triste. “En este día,
hace un año, que por la mañana me entregó mi criado en la
cama el paquete que traía las credenciales que acabo de abrir.
En ese día comimos en mi quinta todos los amigos. ¿Dónde
comeré hoy? Estoy solo, sin un argentino, porque no los hay
en Londres.”
El hotel se halla ubicado frente a un hermoso parque, y
Alberdi se distrae en su soledad viendo pasar bajo sus balcones
coches magníficos, coches de nobles que le “aterran por el tono
de Londres”.
Pronto va a tener que afrontar ese “tono de Londres”, y
nada menos que en la persona de Lord Clarendon. Pero la en¬
trevista no tiene nada de embarazosa. El ministro le recibe con

— —
mucha amabilidad. Y en español que posee “a las mil maravi¬
llas” pregunta por la salud de Alberdi y la del presidente de
la Confederación. Después de estos cumplidos de ritual, entran
en materia.
—— ¿Qué hace el Brasil?
Nos molesta hoy; además de ocupar la Banda Oriental,
induce a Buenos Aires a desmembrarse de la República, con la
idea de crear muchos estaditos pigmeos en las bocas del Plata
y dominar ese río.
—— Pero no conseguirá tal cosa. ..
No, porque Inglaterra no se lo permitiría.
— —
Ni se lo permitiría Francia ni los Estados Unidos agrega
modestamente Lord Clarendon.
La abstención, la no intervención, es todo lo que queremos,
porque reconocer dos autoridades en la República cuya Consti¬

tución sólo reconoce una, es intervenir” insiste Alberdi.

724
A l b e r d i

—Es
— —Los —
revolucionar confirma Lord Clarendon vivamente.
¿Y Buenos Aires se unirá a la República?
intereses la arrastrarán a ello y se unirá tanto más

pronto si no halla apoyo en la política ertranjera contesta
convencido.
La llegada del embajador francés interrumpe la conferencia.
Alberdi se despide prometiendo un Memorándum. Sale satisfe¬


cho de los resultados y encantado con Lord Clarendon. “Mi
venida ha sido a tiempo” exclama.
Nuevas entrevistas afianzan en su espíritu una sensación de
tranquilidad; llega a convencerse de que, por el momento, nada
¡


debe temar Urquiza de Inglaterra. “El gobierno inglés le ha
dicho categóricamente Lord Clarendon no ha pensado cambiar

ni cambiaría la política seguida hasta aquí para con la Confe¬
deración.”
Con respecto a los temores hacia Brasil, el ministro los cree
exagerados. Alberdi insiste en que no se trata de una prevención
personal, que se atiene al texto de sus instrucciones.
“Cuando le dije que los brasileros perdían su tiempo, que
cedían a una aberración de casta, que para nosotros no eran
lo que los yanquis para los mejicanos, y le agregué:

“ No crea V. E. que los portugueses de raza nos absor¬
berán a nosotros, españoles de origen.
— —
“ Por supuesto me contestó soltando la risa”.
Y como ha estado largo tiempo en España, Lord Clarendon
comprende lo intencionado del dicho.
En cuanto al apoyo del gobierno británico para influir con
el de Francia a fin de traer a este país a la misma política, se
lo promete sin vacilaciones.
El 29 de agosto el enviado argentino cumple cuarenta y cinco
años. halla solo, y por lo tanto expuesto a caer en uno de
esos accesos de melancolía tan frecuentes en él ; pero las preocu¬
paciones de la nueva situación, le distraen totalmente. Influye
la actividad en que vive; se siente satisfecho. “Buenos signos
— —
escribe alegremente .El día está hermoso, yo estoy sano.
A la hora del almuerzo tocó bajo mis balcones, un largo rato, el
más elegante órgano que haya oído en Londres.” Alberdi ama la
125

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Enrique Popolisio
música; la serenata le resulta un bello regalo, una especie de
presente de cumpleaños. Por la tarde, en coche descubierto,
pasea por el Hyde Park.

En vísperas de partir de Londres, lord Claren don, estre¬


chándole muy afectuosamente las dos manos, le desea buen via¬
je. Y lo tiene: con tiempo bellísimo y mar tranquilo cruza el
canal y llega a París al promediar septiembre.
Año extraordinario en Francia este de 1855. Acontecímien- ,
tos de orden internacional, frustrados propósitos regicidas, des¬
lumbrante prosperidad privada y pasmosos alardes de fastuosi¬
dad pública, guerras, fiestas, alegría y duelo; de todo hay en
estos doce meses.
En febrero, gran baile en la embajada otomana donde Vely
Pacliá hace ostentación de un lujo impresionante; en abril y en

treactos

septiembre, atentados contra el emperador. Rellénanse los en¬

como para que la gente no se aburra con fiestas,
conciertos y brillantes saraos, todo entremezclado con la guerra
de Oriente y la Exposición Universal que hace olvidar muchas
cosas.
— —
Los nuevos bulevares bordeados de palacios surgen como
por arte de encantamiento; los edificios históricos ofrecen hos¬
pitalidad a los soberanos y gobernantes extranjeros que vienen a
París para contemplar, en una construcción improvisada sobre
los Campos Elíseos, la flor de las maravillas de la industria
humana.
Por las noches, los fuegos de Bengala, atraen y enloquecen
a la multitud. Pero en estas fiestas, la guerra de Crimea pone
de vez en cuando un velo de crespón que corta la alegría de
los festejos; mas un desquite confortante sigue casi siempre de
cerca a las infidelidades de la Fortuna para con esta nación
optimista.
Los trabajos de embellecimiento de la ciudad y los prepara¬
tivos para la Exposición Universal, cuya magnificencia no ha
sido igualada, absorben y apasionan a los franceses, que vienen
desde todos los rincones del país para mezclarse con millares
de extranjeros deseosos de contemplar tantas cosas portentosas.

126
A l b e r d i

El segundo imperio se halla en ese momento de lozanía


exuberante que le permite, como a los jóvenes, derroches de
energía que serían fatales en la edad madura.
Los enormes sacrificios de vidas y de dinero que exige la
guerra de Crimea no interrumpen los trabajos públicos que
cambian, día a dia, el aspecto de París. La prolongación de la
calle de Rívoli hasta el Hotel de Ville se prosigue con actividad
afiebrada; el boulcvard de Strasbourg, trazado el año preceden¬
te, se adorna con flamantes casas de seis pisos.
La arquitectura del porvenir hace su primera aparición en
los Halles Centrales; y audaces construcciones de vidrio y de
hierro son más admiradas por el público que los pabellones pre¬
suntuosos y sobrecargados donde Visconti y Lefuel amontona¬
ron ornamentos inútiles.
Los arquitectos del Palacio de la Industria levantan un edi¬
ficio cuya defensa nadie osará tomar cuando, cuarenta y cinco
años después, deba caer bajo la piqueta demoledora; pero ellos
tienen al menos una disculpa: las obras de arte no se impro¬
visan. Para colmo, la pesada y desgraciada fábrica surgida del
suelo con rapidez prodigiosa resulta mal calculada para su
objeto y el Palacio no es bastante amplio para albergar todos
los objetos allí expuestos; los arquitectos deben entonces, a
último momento, construir una serie de anexos que afean aún
más el conjunto.
A pesar de estos contratiempos estéticos, la Exposición tiene
un éxito bien, merecido; los viajeros llegan por millares desde
todas partes de Europa; los hoteles, cobrando precios fabulosos,
hacen negocios magníficos.
Imitando a sus súbditos, arriban también los soberanos. La
población muestra un moderado afecto por el rey de Portugal,


en tanto que tributa a la reina Victoria a quien acompaña el
principe Alberto las más tumultuosas manifestaciones de sim¬
patía. El esplendor de la recepción que se le ofrece en el Hotel
de Ville, no es superado jamás.
Cuando aparece el rey de Cerdeña, la Exposición ya está
clausurada; pero la regia tardanza tiene siquiera la excusa de
que el soberano se halla muy ocupado en su casa. ..

127

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Enrique Popo lisio

——
Veinte mil expositores del país y del extranjero la pro¬
porción se equilibra, para orgullo de los franceses han res¬
pondido a la invitación del gobierno imperial ; ellos ofrecen, por
intermedio de sus representantes más destacados, una gran fiesta
en el Hotel du Lonvre, en honor del príncipe Napoleón y de la
Comisión Imperial. Y el país entero, sin distinción de partidos,
está satisfecho de un gobierno capaz de darle, en tan pomposa
ostentación, a la vez la prosperidad y la gloria.
En ese maremágnum de fiestas, recepciones, bailes y con¬
ciertos, llega Alberdi a París a tiempo para visitar la Exposición.
Los hoteles están repletos; muchos forasteros han tenido que
albergarse en terrible hacinamiento o dormir “a la belle etoile” ;
y hasta la comida llega a resultar escasa. París no está prepa¬
rado, en 1855, para recibir ese aluvión de turistas.
Pero Alberdi, afortunadamente, no tiene que pensar en pro¬
blemas de alojamiento, cuestión grave y capital para él, punti¬
lloso en asuntos de confort, pues dispone de la casa de Mariano
Balcarce que, hallándose en el campo, se la ha ofrecido. No
será, pues, el antiguo ministro rosista quien le inicie en los se¬
cretos de la complicada etiqueta de la corte de Francia. Pero
Alberdi tiene amigos en todas partes. D. Manuel Blanco En¬

calada ese guerrero anfibio a quien dedicara el Tobías, almi¬
rante y general, presidente de Chile aunque nativo de Buenos

——
Aires es a la sazón ministro chileno en Francia.
Hay en la corte de París una liturgia que debe usted
conocer, le confía Manuel Blanco, entregándole un escrito que
reza así :

LITURGIA DE LA CORTE DE PARÍS

Visitar a los embajadores.


Dejar tarjeta a los demás ministros del gobierno y extran¬
jeros.
Visitar: de día, de levita, guante de color, corbata negra.
De noche: de frac, guante blanco, bota de charol, corbata
blanca.
128
Alberdi
Siempre el sombrero en la mano.
Dejar tarjeta al día siguiente en que se ha comido en alguna
casa.
A la señora del Ministro, por toda demostración, una cor¬
tesía muda.
En las visitas al Ministro, dejar tarjeta para la señora.
Para ver al Emperador, pedirlo al Ministro.
Al Emperador, verle de uniforme.
Alberdi Entrar y salir sin darle jamás la espalda, repitiendo las
cortesías a medida que se retroceda al salir.
Las visitas al Ministro, los lunes.

Ese ministro, al que se puede ver los lunes, es el conde


Alexander Florian Joseph Colonna Walewska, hijo adulterino
de Napoleón el Grande y de la Condesa María Walewska. Tiene
exactamente la misma edad de Alberdi : cuarenta y cinco años.
En un retrato de la época se le ve clownescamente vestido de

— —
levita oscura, pantalón y chaleco a enormes cuadros. La cara es
redonda, afeitada, muy blanca lo que acentúa su aire de pa¬
yaso y luce, junto a su aspecto de satisfacción, una naciente
papada y un vientre bastante abultado.
El conde Walewski ha sido representante de Luis Felipe en
Buenos Aires ; entonces demostró falta de tacto, impericia y des¬
conocimiento del ambiente. El golpe de Estado de su primo Luis
Napoleón le llevó rápidamente al Ministerio de Relaciones Ex¬
teriores.
Walewski, que se ha ablandado en las alturas ministeriales,
recibe al representante Alberdi con mucha amabilidad. La en¬
trevista sigue, en sus línea generales, el mismo curso de la sos¬
tenida con lord Clarendon.
— —
Solamente Ud. comprenderá advierte el canciller que—
tenemos que “manejar” un poco a Buenos Aires por los inte¬
reses y la población francesa que hay allí.
La conversación es larga, tal vez demasiado larga. Alberdi
encuentra agradable a ese hombre gordo y vanidoso, bonachón y
feliz. Y al escribirle a Urquiza dándole cuenta de sus gestio-

129

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Enrique Popolizio

nes, le refiere que lia tenido “la más cordial y atenta recepción
oficial”.

D. Juan Bautista, hombre siempre precavido y cauto, ha


traído consigo desde Chile una parte de sus ahorros. Tal pre¬
visión lo salva de presentar el espectáculo deplorable para su
prestigio personal y del país que representa, de recurrir al cré¬

dito. Pues y eso se ve desde el comienzo de la misión los —
hombres de Paraná, con inconsciencia pueblerina, suponen que
un enviado diplomático, a miles de leguas de su país de origen,
puede vivir sin cobrar sueldos, sin pagar alojamiento ni gastar
en atenciones sociales, en ropas adecuadas, comidas, billetes de
ferrocarril, diligencia o vapor; eso, debiendo viajar frecuente¬
mente entre Londres y París, Roma y Madrid.
París no es Paraná, donde todos se conocen y donde el
crédito es moneda corriente. Pero tales dificultades económicas
no bastan para quitarle el placer de trabajar intensamente todos
los días interminables horas. Para él no hay descanso ni siquie-
amanuense. Vive pobremente; no tiene coche ni criados.
ra los domingos. Carece de personal auxiliar; es su propio
Balcarce, representante de Rosas, vivía rumbosamente e im¬
presionaba bien; Alberdi es un funcionario casi indigente pero
resuelto a llevar adelante una misión difícil.
Esa limitación de medios resulta particularmente penosa para
un hombre amante de las comodidades materiales y siempre
ansioso de la libertad espiritual que da la tranquilidad econó¬
mica. Sin embargo, no se desanimará jamás. “La hermosa

causa que tiene a V. E. por jefe le escribe a Urquiza
cada día más bella a mis ojos, cada día más querida, y cada
— 's

día más clara y más sólidamente establecida.”


Las noticias de Paraná vienen muy de tarde en tarde; la
correspondencia se extravía a menudo. En Buenos Aires suelen
substraerla y enterarse de su actuación. Pero Alberdi sigue
realizando lleno de fe sus abrumadores trabajos. “No perderé
un día : yo no conozco el cansancio.” Y no hay que olvidar que
la complicada “liturgia” de la Corte de París le lleva muchas
horas en visitas, cumplidos y cortesías inexcusables.

130
.1
I

Alberdi
Apenas tiene tiempo de pensar en otra cosa que en sus
tareas oficiales. Durante meses, nada sabe de sus íntimos. Las
j cartas de Chile tardan mucho en llegar. Por fin recibe noticias
de Borbón. La casa quinta ha sido arrendada al pastor protes¬
tante Trumball, en novecientos pesos. Se quedará el pastor con
parte de la servidumbre “mientras se hace práctico en las me¬
nudencias locales y sobre todo que le conozcan los perros”. Los
criados se han conducido con el reverendo de una manera tan
digna, "que ha llamado la atención de este señor, reconociendo
la educación inspirada por usted”. La lavandera no quiere co-
1 brar sus últimos servicios. Los sirvientes le visitan a menudo
para pedirle noticias de Alberdi, cuyo procurador, por su parte,
rehúsa recibir suma alguna por unas gestiones que han quedado
impagas. En cuanto a los amigos, todos le recuerdan "con ve¬
neración”; doña Constancia agradece vivamente el retrato que
Alberdi le ha enviado. Y, por último, Borbón espera siempre
.' “con el más tierno interés”, noticias del ausente,
i

16 de diciembre de 1855.

“Hoy he sido presentado al Emperador Napoleón III. Me


he puesto uniforme por primera vez, y me he creído humillado,
más bien que enaltecido, por el uniforme. No se qué tienen los
galones y la corbata blanca, de lacayos y sirvientes. Hallo más
¡ respetable el vestido simple y austero de la república.
“El Emperador Napoleón me ha gustado. He llegado a él
sin miedo, aunque embromado por la etiqueta y la falta del
. idioma. Me ha recibido con amabilidad y gracia; me ha
preguntado por el estado de mi país; si siempre había en Mon¬
tevideo muchos de sus compatriotas. Le contesté que nos acer¬
cábamos al término de nuestros padecimientos y que él (Su
J Majestad) y la Francia tenían en sus manos el poder de hacer¬
nos llegar más pronto.

“ Me alegro, dijo, que yo pueda tener esa influencia,
porque deseo a ese país la mayor felicidad.
“Cara llena, un poco pálida, estatura regular, ojos expresi-
< 131
i’
I

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Enrique Popolisio
vos, aire de hombre de juicio y bueno, Napoleón atrae: al menos
en mí ha producido ese efecto. Yo le quiero más desde que le
he conocido de cerca y de vista.
“El avanzó hacia mí para hablarme, dejando atrás el corte¬
jo que leí hacía compañía. Me detuve algunos minutos.
"Mira de frente, con blandura, su mirada no es esquiva como
dicen.”

La presentación a Napoleón es el último acto oficial en Fran¬


cia durante ese año. Dos meses después el Emperador, a la cabe¬
za del Consejo de Ministros, acuerda una nueva política para el
Río de la; Plata, por la cual se retira al representante acreditado
en Buenos Aires y se nombra otro, con sede en Paraná, lo que


equivale a reconocer a Urquiza como jefe del gobierno nacional.
“Escriba Vd. a su gobierno le dice el conde de Walewski
que habiendo tomado en consideración lo que Vd. nos ha dicho
en su Memorándum y en las conferencias, y obedeciendo a otras

consideraciones de nuestra propia convicción, el Emperador, des¬
pués de maduro examen, ha tenido a bien disponer un cambio en'
la Legación del Río de la Plata, en virtud del cual M. Le Moy-
ne, ha sido mandado llamar a Francia, quedando en disponibili¬
dad. M. Lefébvre de Becour ha sido nombrado ministro pleni¬
potenciario cerca del gobierno del general Urquiza en Paraná,
y partirá dentro de tres semanas.”

132
XIII
PEQUEÑAS MISERIAS DE UNA DIPLOMACIA

Albcrdi asistió maravillado a la fiesta que, en abril, ofreció


Napoleón a los miembros del Congreso de París. Allí estaba
todo el fausto imperial en un derroche nunca visto por ojos
americanos: miles de luces, platería labrada, primorosa vajilla,
miísica estupenda, mujeres deslumbradoras que mostraban inci¬
tantes escotes... En aquella fiesta de juristas se bailó la cua¬
drilla; y los sesudos delegados se sintieron frívolos y trataron
de lucirse en las figuras de la danza.
Perduraban en Alberdi las emociones de la víspera cuando et
correo del siguiente día le trajo la orden de pasar a Roma. Él,
a diferencia de la mayoría de sus colegas sudamericanos, no ha
ido a Europa a divertirse; y poco después se halla otra vez
viajando hacia la sede del papado. De París a Lion, de Lion
a Marsella, de allí a Genova, después a Liorna. Luego, ¿cómo
resistir a la tentación? Escala en Pisa, pues. La torre inclinada,
el Baptisterio, el Camposanto fueron agregados a la colección
de recuerdos. Por último, Roma.

6 de mayo de 1856.

“A las doce partí para el Vaticano, de uniforme: crucé la


plaza de San Pedro en mi coche de dos caballos, y subí la pen¬
diente que conduce a la mansión regia del Pontífice. Subí mu¬
chas escaleras, crucé muchas salas, pobladas de centinelas las

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Enrique P o p o l i s i o

primeras, y de guardias, lacayos y oficiales las segundas, hasta


que llegué a la última en que estaban el chambelán y otros ofi¬
ciales eminentes.”
Alberdi ya conoce el ceremonial; sus vinculaciones con el
Sr. Cánovas del Castillo, enviado español, y con el embajador
de Francia, deben de haberle sido de mucha importancia en esta
y otras materias.
El Pontífice le recibe sencillamente; viste un modesto hábi¬
to blanco y se halla trabajando ante una pequeña mesa. El cham¬
belán y Alberdi se arrodillan ante él. Entonces Pío IX hace
levantar al representante de la Confederación y le indica un
escaño autorizándole para apoyar las manos en la mesa, si así
lo desea. "El Papa demuestra la edad que tiene: sesenta y tres
años. Está gordo, hay más bondad que gravedad en él.”
Pronto comprueba Alberdi que Pío IX no se halla muy ente¬
rado de ciertos aspectos del tema a tratar. El enviado argentino
aclara, explica, trata de convencer: “Le desvanecí los chismes
traídos sobre el nombramiento de obispos sin su anuencia”. Se
entera luego con disgusto de que el Encargado de Negocios de
Buenos Aires en París ha escrito al Vaticano pidiendo que no
fuese recibido el representante de la Confederación.
— — —
“ Pero, vea usted le confía el Santo Padre ; nosotros
no podemos excluir a nadie. El catolicismo, como lo dice su
nombre, tiene por esencia la universalidad.”
La entrevista, contra la práctica, dura cerca de media hora.
Cuando Alberdi se despide prometiendo enviar un Memorándum,
la cara y el gesto del Santo Padre eran “todo bondad y fran¬
queza”. El diplomático regresa a su alojamiento del Hotel Eu¬
ropa, en la plaza de España. Allí, este implacable observador de
minucias confía al papel algo inusitado: “No me he fijado en
el Palacio del Vaticano. He creído subir a un monte-palacio,
primero por caminos y callejas en zig-zag, y después por gale¬
rías espaciosas, en cuyas estancias había centinelas de casco
romano y lanza”. Alberdi se repliega, cada vez más, dentro de
sí mismo. Los problemas de la Confederación no le dejan gozar
de las bellezas de la Ciudad Eterna.

134
A l b e r ' d i
Si en Washington, Londres y París las cosas fueron fáciles,
no sucede lo mismo en la Corte Pontificia. Reticencias, dilacio¬
nes, cautas maneras, mucha amabilidad y poca franqueza acaban
por sacar de su calma al novel diplomático. Pero logra disimu¬

larlo muy bien inmensa victoria que obtiene sobre sí mismo y
que consagra a su patria —
y sólo en sus cartas personales a
Urquiza y al Ministro de Relaciones Exteriores muestra su
despecho. Aunque católico y creyente, lo es a su manera; y,
desde luego, entre los intereses de la Santa Sede y los de la Con¬
federación prefiere los últimos. No puede, además, sustraerse
a las ideas de la época. Considera el derecho de patronato más
que nunca indispensable dentro de la estructura de un Estado
moderno. Todo eso se lo explica a Urquiza. Aprovechando esa

— —
facilidad tan aguzada en él de reducir cualquier problema a sus
términos más simples, sus cartas al general cuyo buen sentido
conoce pero de cuya ilustración tiene derecho a dudar son sen¬
cillas lecciones incidentalmente expuestas, como al pasar y sin
querer, mientras refiere el desarrollo de sus gestiones.
Poco ha tardado en advertir que Buenos Aires lleva la mejor
parte en Roma, mediante el apoyo del Cardenal Antonelli. Este
secretario de Estado, muy amable, muy suave, repite, lo mismo
que el Papa, Monseñor Caimella y Monseñor Berardi, como un
estribillo, la consigna: “Con tal que ustedes aseguren la manu¬
tención del Obispo ...”
Por el momento se trata, en realidad, de la designación de
un nuevo Obispo para la ciudad de Paraná de acuerdo con la
propuesta y los deseos de las autoridades de la Confederación.
Cuatro son las condiciones que exige el Vaticano para acceder a
tales deseos, todas ellas de previo allanamiento: 1’ dotación del
obispo ; 2’ erección y dotación de una Iglesia Catedral ; 3’ dota¬
ción de un Cabildo Eclesiástico; 4’ erección y dotación de un
Seminario o colegio eclesiástico.
— ¿En qué forma — pregunta además la Santa Sede se

propone el gobierno argentino pagar y asegurar la dotación de
la Iglesia del Litoral y de las otras de la República?
En la única que puede hacerlo el gobierno, de acuerdo a la
— —
Constitución, responde Alberdi. No replica la Santa Sede.

135

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Enrique Pofolizio

Queremos que la Iglesia sea dueña de sus recursos, que tenga


dote propia, que no dependa del presupuesto.
Se le oponen además dificultades meramente formales, pre¬
textos bien urdidos, debajo de los cuales es fácil ver un espí¬
ritu adverso. Alberdi sufre como católico y como argentino al
ver que no consigue allí lo que tan fácil le fuera en Estados
Unidos, en Inglaterra y en Francia. ¿Será posible: que el Santo
Padre contribuya con su actitud a la' división de la familia ar¬
gentina? No puede acabar de creerlo.
Llega a dudar de sí mismo. Desolado, visita al conde de
Rayneral, embajador de Francia ante el Vaticano. El diplomá¬
tico francés le escucha con benevolencia y termina declarándo¬
le que, a su juicio, no solamente hay justicia en el pedido ar¬
gentino, sino también mucha moderación. No está, pues,
equivocado Alberdi ni su gobierno.
Tras múltiples conferencias con altos dignatarios pontifi¬
cios, el Santo Padre le recibe de nuevo. “La conferencia ha
sido larga, la discusión viva. La cara del Papa se animaba v
tomaba expresión. Sus ojos brillaban a veces de energía varo¬
nil y mansa.’* El representante de la República Argentina “pa¬
ciente y mesurado en el lenguaje”, desenvuelve sus argumen¬
tos: Ha sido el mismo Papa quien ha consentido en el ejercicio
del Patronato por la República; la Constitución de la Confede¬
ración no merece los reproches que se le hacen en materia de
libertad de cultos, punto en el cual la de Buenos Aires ofrece
iguales franquicias; ella no se opone a que la Iglesia adquiera
bienes, intervenga en la educación o en la caridad. La religión'
es un elemento de orden y de autoridad. “Pero, si lejos de eso,
la religión empezaba a mostrarse favorable al desorden, la na¬
ción tendría que disminuir su influjo, como medio de defensa
de sus grandes principios de orden y de autoridad”.
“Todo esto dicho con calma y con humildad. El Papa se
movía en la silla en todo sentido. Por fin, repitiendo su buena
voluntad de arreglarlo todo, me dijo que él haría sin dificultad
la separación de la Diócesis tan pronto como el gobierno ar¬


1
gentino allanara los requisitos canónicos.”
“ Addio, caro Alberdi. lo ti bendico.”
136
Alberdi

j Y Alberdi, a pesar de su amargura, marcha; confiado en el


:| benéfico efecto posterior de esta bendición, en la cual cree "co-
; mo si fuese el último del pueblo”.
' El general Belzú, de Bolivia, ha recibido del Papa una me¬
dalla igual a la que le mandó al general Urquiza; del cardenal
Antonelli, un sobre-papeles. Y al representante Alberdi sólo se
le prodigan negativas envueltas en buenas palabras.
El asunto del sobre-papeles hiere su suspicacia aguda y un
poco pueril. “Y fue él, Belzú, anota resentido, quien rompió el
Concordato que celebró Santa Cruz.”
En París le espera una sorpresa: los pliegos recientemente
llegados de Paraná contienen un pedido y un ofrecimiento. El
general Urquiza solicita de Alberdi una más cercana colabora¬
ción y le ofrece el Ministerio de Hacienda.
Cuando un hombre ha conspirado y emigrado por cuestio¬
nes políticas; cuando durante veinte años se ha ocupado día a
día de ellas, no escribiendo casi sobre otro tema, es natural su¬
ponerlo deseoso de intervenir en esa actividad. Por eso causa
sorpresa la negativa de Alberdi. Y al considerar esa actitud no
se puede menos quq reflexionar acerca de cómo su traslado a
Paraná habría podido cambiar el curso de su vida. Ningún ta¬
lento allí tan robusto como el suyo, pocos aún en Buenos Aires ;
consejero escuchado de Urquiza, no lejana la renovación pre¬
sidencial... Alberdi en Paraná... Pero la historia no tendría
entonces al ciudadano del exilio ; y su vida, menos convulsiona¬
da por exasperadas pasiones, no hubiera dado motivo a sus
enemigos para arrastrar su reputación hasta la execración pos¬
tuma.
Veintidós años atrás, cuando aún era estudiante, el gober¬
nador Heredia le ofreció una diputación, que rechazó. Enton¬
— —
ces se dijo a sí mismo deseaba terminar sus estudios, gra¬
— —
duarse. Ahora afirma "su salud es incompletísima y po¬
bre”. Y agrega, explicando al general los motivos de su nega¬
tiva: "Soy algo capaz de labor y actividad, peró de una activi¬
dad que sale de todas las reglas ; que toda ella se vuelve excep-
I
»

— —
ciones y todo por resultado de mi salud incompletísima. Si V.
E. me conociese de cerca añade no tendría necesidad de

137

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Enrique P o p o I' i s i o
decirle nada de esto, porque con su buen ojo, al instante lo
echaría de ver”.
Pero no es difícil advertir que tales motivos son simples
pretextos con que quiere engañarse a sí mismo. Su gastritis
— —
probablemente de origen puramente nervioso no le impide
comer con excelente apetito mucho más de lo necesario para su
cuerpo endeble : su labor al frente de la Legación es la que pue¬
den realizar varios hombres juntos. Ahogada entre amables ex¬
cusas asoma su avidez de independencia. Es probable que
también haya pesado algo en su determinación la seducción de
ese refinado y elegante mundo en que vive, esa atmósfera de
libertad y tranquilidad indispensable al pensador. Desde Euro¬
pa puede asimismo señar a su país. “Aún hay mucho que

hacer aquí” le dice a Urquiza. Y al hablar así, penetrado del
espíritu rivadaviano, alude seguramente a los ferrocarriles, a
los empréstitos, a la inmigración, a la contratación de profeso¬
res para las universidades, instructores para el ejército, a la
constante e inteligente propaganda que tanto necesita esta olvi¬
dada tierra argentina.

Inmensa desilusión siente monsieur Charles Lefébvre de


Becour, Ministro Plenipotenciario de S. M. el Emperador Na¬
poleón III, al llegar a la capital de Urquiza. De París a Para¬
ná. . . El cambio es, en verdad, demasiado brusco. Conoce al
representante Alberdi, juzgándole hombre refinado y de amplio
espíritu. Y a poco de su arribo a la Confederación no vacila en
escribirle confiándole toda la inmensidad de su desencanto
Tiene irreprimible necesidad de desahogarse. No se queja en
especial de los hombres, pero su decepción respecto al país no
conoce límites. Nunca ha podido suponer nada tan pobre, tan
atrasado, tan falto de las más elementales comodidades.
Vive, sin embargo, en la mejor casa del pueblo. Esa resi¬
dencia, por la que paga el subido alquiler de nueve onzas, “es
grande y aparente a la vista ; pero las viviendas tienen la disto
bución más incómoda que uno se pueda imaginar; no hay cuar¬
tos para criados; no hay bodega para el vino y otras provisio¬
nes de una casa decente; no hay galpón para la leña. La lluvia
133
Alberdi
entra por debajo de las ventanas y puertas y todo lo inunda-..”
La ciudad, además, carece de mercados; “de suerte que por
la carne y demás provisiones uno depende de la casualidad ; casi
nunca se vienen a ofrecer perdices u otra caza, ni pescado ni
huevos. Paseos, árboles de alguna altura, caminos transitables,
absolutamente no hay. .
En otros aspectos, la impresión del representante francés no
es menos desoladora. La cuestión de la colonización, por ejenr
pío, una de las que primero encara, le sugiere las más tristes

reflexiones. ¿Qué hacemos con excelentes tierras pregunta—
si nos faltan caminos para transportar los productos? Los co1
fonos franceses, además, no pueden vivir semidesnudos “cun
una guitarra y unos tragos de mate como lo hacen aquí Jos po¬
bres gauchos”.
Tienen otras necesidades, y ganando un peso por día, mal
pueden comparar un par de zapatos que vale seis o siete.
“Crea Ud. pues, mi querido señor Alberdi, que es un arduo
problema levantar estas regiones de la nulidad, y que para se¬
mejante obra se necesitan, no palabras y poesía, sino un espíritu
práctico, que todavía es muy escaso entre sus paisanos... Us¬
ted ve, mi querido señor Alberdi, que le he abierto mi corazón.
Deseo que usted vea en esta confianza una prueba del interés
que tomo en la prosperidad de este país, como de mi sincera
afición a su persona.”
Esta “sincera afición” le induce a escribirle frecuentes car¬
tas. “El querido señor Alberdi” las recibe como puñaladas en
el corazón. No se le oculta que todo lo que cuenta monsieur
Lefcbvre de Becour es rigurosamente cierto; él mismo, y con
harta frecuencia, siente las consecuencias de la pobreza, de la
desidia, de la falta de espíritu práctico de su gobierno. Pero,
¿qué ha de hacerle? No es posible, de la noche a la mañana,
transformar la aldea que es Paraná en una ciudad mediana¬
mente confortable, con teatros, hoteles y buenas tiendas, como
Buenos Aires, para solaz de los representantes diplomáticos.

— —
Y las confidencias de M. de Becour le aterran; sabe que
tarde o temprano más -vale temprano los agentes extranje¬
ros se cansarán de residir en el mísero poblado y tratarán de
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Enrique P o policio
lograr su traslado a Buenos Aires, induciendo a sus gobiernos
a un cambio dé política que sólo puede ser beneficioso para la
causa de los orgullosos porteños.
Hacia aquellos mismos días, Buenos Aires es un paraíso
comparado con la capital de la Confederación. Con ciento se¬
senta mil habitantes, su área casi iguala a la de París. Una
— —
viajera extranjera Madame Beck-Bemard no oculta su en¬
tusiasmo por las lindas calles alumbradas a gas, su muelle
“inmenso” rodeado por “un verdadero bosque de mástiles”, la
riqueza general, la elegancia de las mujeres y la enorme exten¬
sión de esa calle del Perú “tan larga como la de Rivoli”.
El emisario de Napoleón, que ha conocido a Buenos Aires,
observa los incesantes progresos de la ciudad portuense, “don¬
de los comerciantes ingleses, muy resentidos por la Ley de De¬
rechos Diferenciales, reclaman con esmero en Londres contra
la traslación de la Legación a Paraná”. Mientras tanto, cada día
crecen sus dificultades domésticas, que enumera con torturan¬
te prolijidad para cabal conocimiento del “querido señor Alber-
— —
di”. “El criado de aposento y mesa le dice nos deja y otro
tanto harán el cocinero y su mujer, porque nos es imposible ce¬
rrar los ojos y la boca sobre el descaro con que nos roban.” Y
agrega, persuadido de que Alberdi es el hombre más capacitado
de las catorce provincias para entenderlo: “Mucho lo sentiré,
pues tenía un cierto orgullo y un placer muy especial en ofre¬
cer aquí una mesa muy superior a cualquiera otra...”
Alberdi comprende el drama, sigue su desarrollo y espera
de un momento a otro el desenlace. Ya a mediados de diciem¬
bre. sabe que M. de Becour está haciendo conocer al gobierno
imperial, su descontento de verse en Paraná y sus deseos de
habitar en Buenos Aires. Alberdi tendrá que realizar esfuerzos
sobrehumanos para anular la acción de los ministros residentes.
Pero solo, sin recibir dinero para gastos de instalación ni suel¬
dos, sin noticias durante meses, sin personal auxiliar; en esas
condiciones cualquier legación “es un tormento, una batalla
perpetua”.
Durante los primeros tiempos, puede hacer frente a los gas¬
tos con cierta facilidad utilizando sus fondos particulares que
140
Alberdi
ha traído de Chile; hiego comienza a verse en serios apuros
“Aquí los gastos no dan espera. No es digno deber ni tomar
prestado; eso haría mal al gobierno argentino y al diplomático.”
La Confederación manda imprimir algunas de sus obras en
Francia; pero Alberdi tiene que pagar el trabajo de su pecu.io.
Debe pensar al mismo tiempo en problemas internacionales de
orden gravísimo y en las facturas de los proveedores, en el al¬
quiler de la casa de la Legación, en los gastos menudos. Y la
tranquilidad de espíritu le es necesaria, más que nunca, para
“ocuparse de altos negocios y no de pan y de casa”.
Se esfuerza hasta un límite sobrehumano. Eso no le asus¬
— —
ta. “Pero pregunta si yo tengo que vivir encerrado para
trabajar, ¿quién sale a ver, a hablar de negocios en la calle, en
la sociedad, en el mundo ? Ni yo mismo, dado en cuerpo y alma,
.
día y noche al trabajo, puedo bastarme. . Tres auxiliares, se¬
cretarios y adjuntos serían pocos.” En vez de ese personal sólo
tiene a su lado a un joven inexperto: Carlos M. Lamarca, hijo
de su excelente amigo D. Carlos E. Lamarca, ahora represen¬
tante de la Confederación en Chile. Este muchacho fue man¬
dado por su familia a Europa para residir allí un año. Reco¬
mendado al ministro Alberdi, éste hizo de él su attaché.
Para colmo de las desventuras, los ministros de Relaciones
Exteriores de la Confederación carecen de las nociones elemen¬
tales de sus tareas. Tales funciones siempre las ha ejercitado
Buenos Aires; allí hay hombres competentes y una tradición ya
formada. Alberdi se ve en la necesidad de instruir a su gobier¬
no de increíbles pequeñeces : "Dos medidas son necesarias para
disminuir el gasto desastroso que se hace hacer a los agentes en
Europa en correspondencia: 1’ indicar el arreglo postal que
existe con Inglaterra, para que venga gratis la oficial; 2’ uo
escribir en papel grueso, no mandar hojas en blanco superíuas,
no empaquetar periódicos y memorias impresas como si fuesen
cartas, escribir las cartas en papel de seda y encerrarlas en so¬
bres fuertes.... Doscientos nueve francos me ha costado la úl¬
tima correspondencia, en que sólo había dos cartas breves del
señor Ministro de Relaciones Extranjeras”.
En Paraná se .ignora cuanto pasa en el mundo; allí no se
141

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Enrique Popolisio

pefacto M. Lefébvre de Becour. —


reciben revistas ni diarios franceses ni ingleses observa estu¬

Alberdi pide al gobierno un estudio cotidiano y minucioso


de lo referente a negocios internacionales; la omisión en la co¬
rrespondencia de palabras vagas y generales; la transcripción
de las leyes que sancione el Congreso; la constante comunica¬
ción con la Legación, la prescindencia de toda exageración o
hipérbole.
Para ilustrar a la opinión pública europea, se necesita algo
más que la diplomacia. Hay que valerse de la prensa. Pero la
prensa en Europa “es como un ejército; no da un paso sin di¬
nero. No es decir esto que sea corruptible. Es una industria.
Da trabajo. Ese trabajo hace vivir como cualquier otro. Es pre¬
ciso compensarlo. Ningún gobierno de Europa, viviría un año
sin el apoyo de den publicaciones, que sostiene en toda forma.
¡ Qué será de gobiernos lejanos y desconocidos l”
Es indispensable propagar los actos oficiales, publicar me¬
morias, hacer conocer el país en toda forma; pero “escribir en
español, es como hablar en el desierto. Nadie entiende esta len¬
gua...” Alberdi alecciona, explica, da normas, pone ejemplos,
cita referencias históricas. Indica la conveniencia de enviar a
Europa, como agregados, a hombres jóvenes y con fortuna
personal, que permanezcan un tiempo solamente, para llenar
ciertas funciones meramente decorativas y que regresen luego
a la Confederación portadores de ideas de progreso y de cono¬
cimientos prácticos. Sugiere adoptar, para obtener fondos des¬
tinados a la Legación sin.enviarlos materialmente, el sistema di
Inglaterra, cuyo detalle explica. “La falta de una base segura
para el cobro de mis sueldos no me permite alquilar y tener
una casa fija para la Legación. Los cambios y mudanzas son
de mal efecto y traen repetidos extravíos de cartas. Viví seis
meses en la rué Blanche. He vivido otros seis meses en la rué
Tailbout, 52. Ahora me voy a España, no sé dónde viviré a
la vuelta.”
Pero el ministro Alberdi es un héroe de la diplomacia. A
pesar de tanto contratiempo, a pesar de haber abandonado una
posición muy cómoda en Chile, donde era opulento y consi-

142
A l b c r d i
derado abogado, nada le quita “el placer de trabajar” por la
causa de la unidad argentina, “toáos los días, incluso los domin
gos, seis y ocho horas”, aparte de sus tareas meramente deco¬
rativas en recepciones y banquetes.

í 143
I
i.
i)
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XIV

ERRARE HUMANUM EST...

Los primeros días del año 1857 encuentran al doctor D. Juan


Bautista Alberdi, plenipotenciario de la Confederación Argen¬
tina ante varias cortes, viajando por el Mediterráneo. Va de
Marsella a Valencia y su destino definitivo es Madrid, donde
gestionará tratados de reconocimiento y comercio.
La tempestad “más horrible que haya ocurrido en ese mar
en este año extraordinario” pone en serio peligro el navio
que lo conduce; sólo es posible salvarse procediendo sin mi¬
ramientos al alijo de la embarcación. Ocho días de viaje cuan¬
do de ordinario sólo se precisan tres; y luego, desde Valen¬
cia “por el camino de fierro”,' un paisaje nuevo y nuevas espe¬
ranzas de éxito.
Por aquel entonces Madrid es todavía un pueblo grande
cuyo olor pestilente deploran todos los diplomáticos que están
obligados a residir allí, lo mismo que los viajeros que lo atra¬
viesan. En los teatros, en los cafés, quinqués de petróleo pro¬
ducen más humo nauseabundo que luz. La mayor parte de las
casas sólo se calientan con braseros, alrededor de los cuales se
reúne la familia frioleramente. Hasta la construcción del canal
de Isabel II, la ciudad no tenía bastante agua. Era el foco
epidémico más grande de Europa. De las grandes arterias que
la cruzan hoy, algunas solamente estaban indicadas por caminos
inciertos, difíciles, transformados en pantanos por el invierno y
los carromatos, ensuciados por los rebaños, infestados de ban¬
didos desde el anochecer.

144
Alberdi
Es en este momento, más que nunca, cuando se echa de
menos cierta metamorfosis de Alberdi. Llena interminables
cuartillas con el tema de su misión; pero no hay una palabra
para los reyes ni para la corte; y en cuanto al país, ni men¬
ción. ¿Nada ha apasionado al infatigable observador en el ho¬
gar común de todos los americanos? Esa corte y ese pueblo,
esa reina licenciosa y ese rey afeminado, esos generales dísco¬
los y ese pueblo que se debate entre isabelinos y carlistas, esa
capital aldeana y ese su desangrarse en una interminable pugna
política ¿nada dicen al curioso, viajero?
Es que Alberdi está muy ocupado. Diplomático sin auxi¬
liares, todo debe hacerlo él. ¿De dónde sacar tiempo para escri¬
bir impresiones aun sobre las cosas más sustancíales y en la
forma más somera? Ministro y amanuense a la vez, quisiera
que el día tuviese cuarenta y ocho horas.
Y aunque la vida social le lleva mucho tiempo, no puede
prescindir de ella. Es parte de su oficio. Conversa, recoge im¬
presiones, ausculta el clima espiritual de la tan zarandeada
España.
Entre sus nuevos amigos, distínguele especialmente lord
Howden, el romántico enamorado de Manuelita Rosas, que le
promete todo su apoyo ante la corte de Isabel II. Refinado y
elegante, John Hobart Caradoc es un personaje singular, una
especie de lord Byron de la diplomacia. Desciende de Caradoc
y de los antiguos príncipes de Gales. Nacido en Dublín en
1799, casa en 1830 con Catalina Skavronski, una de las muje¬
res más hermosas de Europa. Entonces se le conoce simple¬
mente como Coronel Caradoc, en cuyo carácter participa en la
batalla de Navarino. Muerto su padre, toma el título de lord
Howden. Está magni ticamente relacionado, es realmente seduc¬
tor y tiene mucho mundo. Ha desempeñado misiones en Gre¬
cia, en Oriente y en España durante la insurrección carlista.
Dejó su banca en el Parlamento para marcharse al Brasil,
como plenipotenciario. Después hizo su aparición en el Río de
la Plata. En la corte de Palermo, conoce a Manuelita Rosas,
por la que concibe una pasión avasalladora; pero la hija del
dictador le ofrece solamente su "cariño de hermana”. En aquel

145

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Enrique Popolizio
'i
entonces se vió al amable lord, con gran escándalo de los señoro¬
nes unitarios, “montar a caballo en recado, con carona de vaca
y espuelas de domar, vistiendo chaqueta y poncho”. Lord Cara-
doc ama todas las cosas argentinas. A poco de su llegada, Alber-
di recibe una invitación para comer con él. La charla versa
sobre España y los españoles. Lord Howden, que es un diplo-
mástico muy original, no se cansa de decir, aun a los mismos
peninsulares, que los sudamericanos están más adelantados que
ellos y que, gracias a la revolución, se hallan en camino de
salvarse.
Entre los comensales se encuentra el ministro de Rusia.
Los diplomáticos del zar suelen traer suerte al representante
Alberdi. En Washington, cuando fue a conferenciar con el
presidente Pierce, también estaba en la Casa Blanca el minis¬
tro de Rusia y la entrevista fué el punto de partida de sucesi¬
vos triunfos. Ahora sale encantado: “Lord Howden es un t
noble inglés de pies a cabeza; fisonomía espiritual, frente llena
de inteligencia, ojos negros penetrantes y un bigote negro que I
I
le va muy bien; es alto, delgado, elegante. Habla bien todos
los idiomas”.
(
Las conferencias con el señor Cueto y con el marqués de
Pidal han llenado al doctor don Juan Bautista de un entusias¬
mo que amenguan los días vacíos que vienen después. El mi¬ t
nistro Pidal es inteligente, pero de una desidia muy española. <
Lord Howden aconseja a su amigo Alberdi que establezca un
plazo para las negociaciones; de lo contrario, el marqués de
Pidal le tendrá allí esperando eternamente: “Usted creerá que
va a interesar a estos hombres ofreciéndoles ventajas de comer¬
cio; nada: no comprenden ni hacen caso de tales ventajas. Si l

usted les ofrece de pronto algunas sumas, por deudas, eso sí, !
será lo único que les mueva e interese”. ?
El tiempo pasa. La provincia de Buenos Aires tienen nume¬ 1
rosos agentes. Uno de ellos, don Eugenio de Ochoajestá vincu¬
lado con el marqués de Pidal, con muchas personas influyen¬
tes de la corte y hasta con la misma reina. Ventura de la Vega,
Juan Thompson y Mariano Balcarce, desde otras posiciones, I

146
Alberdi
trabajan también incansablemente para destruir la integridad de
la patria. Pero después de tres meses de idas y venidas; de
largas conferencias e interminables charlas; de cabildeos y en¬
trevistas con ministros, subsecretarios y funcionarios menores,
con el representante francés y con lord Howden, sucede lo
increíble: la firma de los pactos.
Alberdi siempre se enorgullecerá de haber subscripto el tra¬
tado de reconocimiento de la independencia argentina por parte
de España. Pero no repara que ha pagado por ello un precio
demasiado alto: la aceptación del principio jus sanguinis, into¬
lerable en un país aluvionario como la Confederación que re¬
presenta.
Hay en su vida, como en la de casi todos los hombres,
ciertas lagunas, determinados procesos mentales inexplicables
a la luz del sentido común. El que lo llevó a este! absurdo es
uno de ellos. Tan grosero error sorprende en quien es capaz,
por obra de su pensamiento, de ejercer en toda la Confederación
una suerte de despotismo mental que difícilmente logran sacu¬
dir en parte los espíritus más cultivados.
De más está decirlo: los tratados no serán ratificados así.
Alberdi, por otra parte, ha violado expresas instrucciones de
su gobierno. La reprobación pronto se hace sentir. Viene no

— —
sólo de Buenos Aires esto no puede sorprenderle ni le afec¬
ta sino de los hombres de Paraná, de su íntimo amigo Gutié¬
rrez, del Congreso, de todos. Sólo el general Urquiza, sin apo¬
yarlo, trata de suavizar los golpes.
La repulsa le afecta dolorosamente. Durante el resto de
su vida, como un torturante leitmotiv, el asunto de la nacio¬
nalidad asomará en casi todos los escritos.
Pero en aquellos días se halla muy lejos de imaginar todo
esto. Se le anuncia que Isabel'.II y el rey Francisco de Asis le
van a recibir y él acude a la Corte. “Me presenté con mi uni¬
forme; ella me recibió con el rey, de pie, y me trató de usted,
es decir como a extranjero, a pesar de no estar ratificado hasta
hoy el tratado de reconocimiento. No besé su mano.”

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’I

i
Enrique Popo lisio I
••
Esquelas de horrorosa ortografía y torpe letra; respuestas
breves de Alberdi, cuyo apoderado en Chile envía una onza
mensual para la mujer y el niño: he aquí en lo que ha venido i

a parar su vinculación amorosa con doña Petrona Abadía y


Magán. Débiles lazos, escaso afecto o tal vez resentimiento.
Algunas frases aisladas acerca de la mujer en general y pocas
líneas de la de Magán no bastan para reconstruir un¡ episodio
amoroso al que, arrastrado precedentemente “por el fuego de
la aturdida juventud”, su protagonista ha querido sumir para
siempre en las sombras.
Jamás ninguna referencia concreta en su copioso epis¬
tolario acerca de esta mujer misteriosa. Además, en Alberdi
como en todos los argentinos de su tiempo, hay una especie de
pudor para tratar temas íntimos o siquiera frívolos. Ño eran
castos esos hombres, pero querían parecerlo.
Alberdi ha tenido un hijo con la de Magán, Manuel, al que
dejó en Montevideo en 1843. Después la madre y el niño x
regresan a Buenos Aires. No se ven más estos tres seres ; pasan
catorce años. De cuando en cuando, algunas líneas con escue¬
tas noticias recíprocas y luego el silencio y el olvido se inter¬
pone otra vez entre ellos. $
Pero a poco de llegar a Europa en misión diplomática, Al¬
berdi juzga oportuno el momento de hacer algo por el hijo y
le llama a su lado. En los primeros días de 1857, mientras el
diplomático lucha en la Corte de Madrid con los agentes de
Buenos Aires, Manuel aparece en París y, siguiendo las ins¬
trucciones recibidas, se presenta en casa del banquero Gil. El
financiero se ocupa del muchacho, pues no se sabe cuándo
regresará Alberdi a Francia.
Mientras tanto, las cartas reemplazan al contacto personal;
Manuel le escribe en seguida de llegar. Hay en el alma del
adolescente un resentimiento irreprimible ; su rencor filtra entre
expresiones corteses pero frías y a menudo hasta admonitorias. <
Doña Petrona y él mismo, han vivido juntos una miseria cruel.
En lo que respecta a la madre, no puede ver con indiferencia
esa situación. Es preciso ayudarla. Por su parte, no permane- j
cera mucho en Europa; se impone hacerse pronto de medios í
148 ¡
i
i

L
Alberdi
para luchar por la vida. Y a todo esto, ¿qué clase de educa¬
ción va a recibir? Sugiere una instrucción, puramente comer¬
cial: contabilidad, francés e inglés. Lo demás, “sólo serviría
para hacerle perder el tiempo”.
No es difícil descubrir su pensamiento. Supone á su padre
hombre adinerado y piensa que no ha hecho por doña Petrona
y por él cuanto estaba a su alcance. Y aunque los recursos
del diplomático ambulante se hallan bastante mermados, el ban¬
quero Gil, de acuerdo a sus instrucciones, interna a Manuel en
un colegio frecuentado por jóvenes de la nobleza: la Maison
d’Education de M. l’Abbé Cointreau, en Versalles.
Alberdi acata los deseos de su hijo: le hace instruir espe¬
cialmente en materias lítiles al comercio. Y con insistencia de
dómine, incítale a estudiar fuertemente. “Sus deseos de verme
ocupado día y noche en aprender inglés, francés y contabilidad
— le contesta algo amoscado Manuel — se han realizado ya.
Espero que las noticias que le den de mí, cuando venga a París
serán de su agrado.”
Pero no es sólo la insistencia del padre lo que le molesta;
hay algo! mucho más penoso. La situación de un representante
diplomático con un hijo natural a su lado ofrece complicacio¬
nes desagradables que Alberdi había dispuesto salvar mediante
la ficción habitual: Manuel iba a convertirse en su sobrino.
Pero Gil se olvida de prevenir al muchacho o tal vez la carta
se extravía y la fórmula no es conocida a tiempo. En el Cole¬

gio afirma que su padre el Ministro de la Confederación
se halla en España. Luego se entera de que no debía haber

dicho tal cosa. ¿Cómo reparar el traspié? ‘Yo no me puedo
desmentir, así es que para hacer lo que Vd. me dice sería pre¬
ciso cambiar de pensión o hacerme conocer en adelante fuera
de ella como sobrino.”
Él no es ciertamente culpable de la gaffe. “Yo he cometido
— —
una torpeza se disculpa sin embargo pero esa torpeza es
perdonable porque la he cometido por ignorancia. . . Me pare¬
ció que podía decir aquí lo que tantos sabían en Buenos Aires.”
Y agrega, dolorido: “Esto le causará sufrimiento; a mi tam-
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Enrique Popolizio

bien me pesa y sólo sabe Dios las amarguras que me ha causa¬


do en la vida semejante cuestión".

Londres, París, Roma, Madrid. Otra vez Londres ... La


vida de Alberdi se desenvuelve en una especie de carrousel
diplomático. En octubre de ese año se encuentra nuevamente en
la capital de la reina Victoria. Y en la casa de Mr. Dickson
halla a Juan Manuel de Rosas. Apagado ya su odio por el dic¬
tador caído, siente la malsana curiosidad que a todos inspira
el hombre que durante veinte años ha tenido en sus manos el
destino de la patria y la paz de media América del Sur.
Comparado a menudo con las más feroces fieras, sus visi¬

los trabajos de la agricultura— —


tantes esperan ver las manos del dictador ahora dedicadas a
poco menos que teñidas de
sangre. La prédica de Rivera Indarte ha dado los frutos ape¬
tecidos ; pero Alberdi, que! ha colaborado con más dignidad en
la difamación del dictador, sabe a que atenerse. Otra circuns¬
tancia pesa en el ánimo del diplomático-jurista, y esta es la
razón que él da para justificar la entrevista: "Procesado sin
discernimiento, ni derecho, quise protestar en cierto modo con¬
tra eso, tratándole".
Rosas tiene en este momento sesenta y cuatro años. Ha
venido a Londres para hacer imprimir su protesta. Viste mo¬
destamente: “no tiene ropa de Londres” — anota el elegante
Alberdi. Pero el dictador muestra algo de señoril, como quien
está acostumbrado a ver el mundo desde lo alto. No es fanfa¬
rrón ni arrogante. “Se parece poco a sus retratos. La cabeza
es chica, y la frente, echada para atrás, es bien formada, más
bien que alta.”
El antiguo amo de la Confederación se desenvuelve exce¬
lentemente en sociedad; chapurrea el inglés y su cortesía es
exquisita, especialmente con las damas. Después de la comida,
cuando las señoras se levantan, hace un aparte con Alberdi. El
desterrado, evidentemente, tiene gran placer en conversar con
el hombre que ha sido uno de sus más decididos adversarios.
Llama “señor ministro" a su interlocutor; a veces suprime el
tratamiento y le dice simplemente “paisano”. La conversación

150
'A l b e r d i
versa sobre política. Está en Londres sólo por pocos días,
los suficientes para hacer imprimir su protesta, que repite como
— —
de memoria. “Me llaman por edictos dice ¿pues estoy loco
para ir a entregarme para que me maten?” Esto no le impide
manifestar su respeto por las autoridades del país; habla de
todos con moderación, incluso de sus mayores enemigos. Se
muestra particularmente agradecido hacia el general Urquiza,
a cuya bondad debe los recursos de que aún dispone. Y al final
inicia un soliloquio que se refiere a perros y a caballos. Habla
de su perro y de sus caballos; de los perros y de los caballos
ingleses. Alberdi, que nada entiende de animales, comienza a
aburrirse.
“Al ver su figura toda, le hallé menos culpable a él que a
Buenos Aires por su dominación, porque es la de uno de esos
locos y medianos hombres en que abunda Buenos Aires, deli¬
berados, audaces para la acción y poco juiciosos. Buenos Aires
es el que pierde en concepto a losj ojos del que ve a Rosas de
cerca. ¿Cómo ha podido este hombre dominar a ese pueblo a
tanto extremo?”

Al cabo de algunos meses de la llegada de Manuel puede


al fin Alberdi ver a su hijo: le habia dejado siendo un párvulo
y halla un mozalbete alto, delgado, de tez muy blanca, algo
encendida y maneras distinguidas.
El encuentro impresiona fuertemente al joven. Con pocas
palabras su padre le conquista; la indiferencia y la hostilidad
se cambian en afecto y admiración. En verdad, nadie que haya
tratado familiarmente a D. Juan 'Bautista ha dejado de quererle.
Sus amigos tienen por él un afecto rayano en la veneración. En
París, muchos años después, el general Mansilla observará el
extraño cariño con que le atienden los sirvientes del modesto
hotel donde se hospeda. La familia Dauje, los Mannequin,
D. Pablo Gil, Cañé, Avellaneda, José María Laciar, Patricio
Ramos, Echeverría y otros mil han sido sus apasionados amigos.
Padre e hijo tienen largas conversaciones; van a los par¬
ques, a los museos, al teatro. Disipada la frialdad, esos paseos
en común crean entre ellos una atmósfera de intimidad y con-

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Enrique Popolisio


fianza. Y cuando el diplomático múltiple se ve precisado a

salir de París lo que ocurre a menudo las cartas del hijo le
siguen a todas partes. El tono es fundamentalmente diferente
ahora. Comprende que el padre, aunque ocupa un cargo muy
. j
,

importante, no se halla sobrado de dinero : “Ahora que sé que


sus recursos son escasos me pesa más que nunca el haberme
quedado en el hotel” —dice disculpándose de su gasto superfluo.

152
0

XV
DÍAS AMARGOS

A pesar de los triunfos diplomáticos de la Confederación

— —
en Estados Unidos y en Europa, Buenos Aires "la ciudad
imperiosa, dominante y tiránica” no se da por vencida. Una
y otra vez insiste; por último, hacia fines de 1857, consigue
que Francia le armita un encargado de negocios. Cuando en
los últimos días de diciembre Alberdi se entrevista con el conde
Walewski, éste le recibe más amablemente que de costumbre. "Y
ya eso me hizo creer que algo pesaba sobre su conciencia.”
Melosamente primero, adoptando luego un aire de grave¬
dad, el hijo de Napoleón resume todo cuanto ha hecho Francia

— —
en favor de la Confederación “Pero no podemos ir más ade¬
lante. .. agrega. De Buenos Aires se me preguntó si admitiría¬
mos un encargado de negocios. Yo dije que era un mal paso:
lo desaprobé, traté de disuadirlos, aconsejándoles unirse a la
Confederación. Ellos lo han nombrado. Teníamos que aceptarlo
o rechazarlo : no había otro remedio. Si lo rechazábamos, rom¬
píamos con Buenos Aires y no podemos hacer eso. Tenemos
allí doce mil franceses y nuestro comercio. Buenos Aires es
un Estado indepedendiente que se gobierna por sí ; y mientras
no se incorpore a la Confederación, tiene el derecho de tratar
con los Estados extranjeros. Es como si un Estado de Alema¬
nia o Suiza enviase un agente diplomático.”
Alberdi siente inmensa consternación al oír estas palabras;
después de dos años de cuidadoso trabajo, todo queda en la
nada, al menos en lo que a Francia se refiere. Buenos Aires

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Enrique P o p o l i s i o
empieza a tener así, a los ojos del mundo, jerarquía de Estado
independiente. Ya no es una provincia rebelde. Hoy ocurre
esto con Francia; mañana puede suceder con otros países.
Pero se rehace y refuta al ministro francés. Nuestra Con¬
— —
federación no es como la germánica le explica . Se trata
de un país unitario para el exterior, siendo puramente domés¬
tico el aspecto confederado a que alude el conde Walewski; las
semejanzas que cree encontrar con Suiza o con Alemania no
existen en realidad. El hombre que escribió las Bases es abo¬
gado hábil y formidable dialéctico. La entrevista se parece a
una clase de derecho constitucional. El conde pronto se queda
sin argumentos. Y pocos días después, Alberdi contraataca
nuevamente presentando una formal protesta.
Pero antes de tener respuesta oficial y escrita, se encuentra
casualmente con Walewski en la antesala del trono. El ministro
de Relaciones Exteriores — —
violando todo protocolo
— —
ma aparte. La nota será devuelta le anuncia pues el repre¬
le lla¬

sentante argentino no puede protestar sin tener instrucciones


especiales para ello. Alberdi asegura tenerlas; Walewski sigue
negándole tal derecho y declara que si se insistiera, habría rom¬
pimiento, pues “el gobierno imperial no recibiría una protesta
tal del más grande poder de la tierra”.
“Su irritación era indecible. . . Su voz era baja pero su
gesto debía traicionarlo. Yo le respondía en tono blando, pero
espíritu firme. Duró esta discusión diez o quince minutos.
Balcarce la presenciaba, confundido, sin conocer el objeto.” Y
la nota fué, efectivamente, devuelta al día siguiente.
Alberdi pasa días amargos pero no abandona la partida. Va
nuevamente a conferenciar con el ministro; ofrécele enviarle
un Memorándum, pero el conde tampoco lo admite. La con¬
ferencia no se distingue por su cordialidad. Están quejosos el
uno del otro. Walewski esperaba encontrar en Alberdi sólo
agradecimiento y se sorprende del tono de la nota “llena de
altivez y enojo” ; el representante argentino cree, por su parte,
que Francia no ha procedido, al recibir a Balcarce, de acuerdo
a las seguridades ofrecidas anteriormente.
No pudiéndose poner de acuerdo, Walewski recurre a 1a

154
A l b e r d i

presión: si el gobierno de Paraná aprueba la actitud de su


representante diplomático, ¡ah, entonces Francia retiraría de
inmediato su Legación para trasladarla a Buenos Aires! El
tono de la conferencia, casi violento al principio, se suaviza
luego. Pero esto es sólo un matiz de la conversación : Walewski
no cambiará fácilmente su actitud.
No tarda en comprobarlo Alberdi cuando, deseoso de asu¬
mir una posición que le diera alguna superioridad sobre Buenos
Aires en la corte de París, solicita ser recibido por el Empe¬
rador para presentarle su credencial de ministro. Antes era


sólo encargado de negocios.

Nada de eso; esperemos le contesta Walewski . Si

su gobierno aprueba su protesta, entonces no podremos reci¬
birle ni tener trato alguno con usted ni con la Confederación. . .
La presión continúa. Inútiles son los esfuerzos para con¬
vencer al empecinado canciller. Solamente cuando -se sabe que
el gobierno argentino, lamentando el disfavor que parece hacer¬
les Francia al recibir a Balcarce, se abstiene sin embargo de
toda desaprobación directa o especial, esperando seguir contan¬


do “con la benevolente amistad de S. M. Imperial”, sólo enton¬

ces. “ Eh, bien, yo me alegro” exclama protectoramente *4
mofletudo ministro de Relaciones Exteriores.
En cartas personales, Alberdi demostrará al general Urqui-
za cuán distinta es la actitud de Francia según se trate de la
Confederación o de Inglaterra. Walewski, “que no recibiría
una protesta tal del más grande poder de la tierra”, tolera man¬
samente fuertes palabras de Gran Bretaña con motivo del inci¬
dente suscitado por la tentativa de asesinato de Napoleón.
En Paraná, el vicepresidente y el ministro de Relaciones
Exteriores reaccionan de muy curiosa manera. Piensan que el
incidente no se habría producido de haber' presentado Alberdi
con anterioridad su credencial de ministro. Alberdi se entera

— —
de esto. “¡ Inefable ingenuidad ! ¡ Pobre Carril ; chochea 1 ex¬
clama furioso .• Todos los ministros de Sud América juntos
no valen en Francia lo que un secretario de la embajada ingle¬
sa o rusa. ¡Creer en títulos y no en el poder de los Estados!
Esto es lo de: ¿no alcanza un tiro? Pues que le tiren dos.”
155

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Enrique Popolizio

En Londres, el 21 de junio de 1858. En un coche burgués,


con toda sencillez, sin criados ni muestra alguna de aparatosi¬
dad, el doctor Juan Bautista Alberdi, ministro plenipotenciario
de la Confederación Argentina, se dirige al Palacio Real de
Birmingham.
La simplicidad del diplomático contrasta con la imponencia
del palacio y la importancia de las personas ante quien se va
a cumplir la ceremonia. Pero el elemento humano es perfec¬
tamente llano. El mayor general Sir Edward Cuts, maestro de
ceremonias, se aproxima al representante Alberdi, le da la mano
y le habla como a un viejo conocido. En seguida llega una
persona de insignificante aspecto, cuya diestra estrecha Alberdi ;
y sólo cuando el recién llegado le dice: “La Reina le recibirá
a usted ahora mismo”, cae en cuenta de que está hablando coa
lord Malmesbury. Todos pasan a un pequeño salón donde se
hallan varios palaciegos. Allí también se encuentra una dama
a quien Alberdi toma por una joven princesa. Es la reina Vic¬
toria. Se lo da a entender lord Malmesbury mediante un lige¬
ro gesto. Acércase entonces el ministro argentino haciendo las
tres cortesías de rigor y pone en manos de la soberana la carta
autógrafa del presidente Urquiza. Ella le acoge con encanta¬
dora sonrisa y le dedica algunas palabras cordiales. Alberdi
pronuncia un breve discurso, en francés, y se retira “enamora¬
do de tanta!. bondad”.
“La reina es graciosa y risueña; de regular estatura, del¬
gada, aire muy honesto y muy amable y bueno". Al día siguien¬
te, el ex dependiente de la tienda de Maldes puede ver su nom¬
bre. junto con el de la soberana, en todos los diarios de Londres.
Al finalizar el año nuestro diplomático ambulante se halla
de nuevo en París. Instalado primero en el Hotel du Rhin,
traslada luego la Legación al n’ 51 de la rué de Luxembourg.
Siempre de mudanza.
Napoleón le recibe por segunda vez, ahora en calidad de
ministro. Los príncipes imperiales Jerónimo, Napoleón y
princesa Matilde también acogen al plenipotenciario argentino.

156
Alberdi
Mal de su grado, Alberdi se debe a sus obligaciones sociales;
ahora, como ministro, con más razón.
No tiene tiempo para nada, fuera de su absorbente misión.
Y las circunstancias han cambiado tanto como su propio espí¬
ritu. Ya sus cuadernos no acogen las sabrosas anotaciones del
cronista vagabundo. Y sin embargo, por la penuria del erario
de la Confederación, sigue haciendo una vida errante. Pero
ahora tiene la cabeza llena de negocios y la cartera abultada de
papeles con los membretes de cinco cancillerías.

Transcurrido algo más de un año de su llegada, Manuel ha


adquirido someros conocimientos de idiomas y contabilidad. La
pensión del abate Cointreau es cara; la posición económica de
Alberdi no mejora pues sigue cobrando muy de tarde en tarde
sus sueldos. La nostalgia comienza a torturar a Manuel y al
fin decide regresar al Plata. Es propia de su carácter, además,
la falta de perseverancia ; y, como su padre, mostrará un noma¬
dismo irreprimible a lo largo de su vida gris.
Tal como Alberdi quince años antes, Manuel regresará
también por El Havre. Desde el puerto, antes de la partida,
dirige un postrera despedida a su padre. Rememora el cono¬

— —
cimiento y la vinculación; evoca el último abrazo; hace pro¬
testas de afecto y gratitud. “El hombre más perverso dice
conservaría siempre algún agradecimiento por la persona de
quien hubiera recibido servicios como los que usted me ha
hecho.”
Algunos meses después el muchacho se presenta al general
Urquiza. Lleva consigo una carta; Alberdi le recomienda en
ella como a su sobrino, a quien quiere mucho y cuya suerte le
interesa particularmente. “Su deseo es colocarse en algún esta¬

— —
blecimiento de campo para instruirse en la práctica de la agri¬
cultura” dice pidiéndole un destino.
Urquiza le manda al saladero de Santa Cándida, cerca de
Concepción del Uruguay; pero Manuel, haciendo honor a su
carácter abandona poco después el establecimiento, sin despe¬
dirse siquiera del general, dejando muy mal parado a su padre,
que le excusa como mejor puede.

157

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Enrique Pofolisio

Entretanto, ocurren inesperados acontecimientos familiares.


Doña Petrona, habiendo encontrado un pretendiente, decide ca¬
sarse en plena madurez. Se lo comunica a su ex amante anun¬
ciándole al mismo tiempo el nombre de su futuro marido :
Francisco Ocampo, persona laboriosa que será para Manuel un
segundo padre. Irán todos a trabajar a la campaña; y si Alber-
di le envía algún dinero, con eso podrá) Manuel iniciarse en 'a
lucha por la vida.

— —
En agosto de 1859 a poco más de un año de haber regre¬
sado de Europa ya se encuentran Manuel, doña Petrona y
Ocampo en Bahía Blanca, mísero poblado constantemente ame¬
nazado por los indios. Manuel se lo hace saber a su padre en
carta afectuosa, agregando: “Le aseguro a usted que desde
que le he conocido, ha llegado a ser para mí una necesidad, ya
que no puedo verle a usted, el ver al menos su letra y el saber
de su salud”.
Y en diciembre de ese año la vida de los tres parece defi¬
nitivamente encauzada : han hecho construir una casa de cuatro
piezas, con corral y ciertas comodidades. Allí Manuel se ha
instalado al frente de un pequeño negocio, montado sin duda
con dinero de Alberdi. Doña Petrona y Ocampo viven en una
quinta en las inmediaciones del pueblo. Pero Manuel no parece
seguro de sus inclinaciones. Después de haber estudiado en
un colegio aristocrático de Versalles, se instala como pulpero;
y al cabo de pocos meses está ya harto de Bahía Blanca. Su
nombre aparece en las listas de las elecciones municipales ; pero
no resulta electo y muy pronto advierte que el pueblo no ofrece
perspectivas; comienza entonces a pensar en arrendar todo y
marcharse a otra provincia.
Pronto lo vital para; él va a ser salir de Bahía Blanca. Le
pide dos mil pesos en préstamo a su padre, quien fijará las
condiciones del reembolso. En caso de no podérselos propor¬
cionar. .. ¿no tenía Alberdi una mina, en Chile, en el Huasco?
Manuel le recuerda un viejo ofrecimiento, pues también está
dispuesto a ser minero.

158
XVI

HERMANOS CONTRA HERMANOS

Espíritu autoritario y apasionado, unitario intransigente y


rígido, Valentín Alsina, desde el sillón de los gobernadores
bonaerenses nada haría en favor de la unidad nacional. Al
contrario, pues el odio, la pasión política y el espíritu localista
son pésimos consejeros. Llega al poder el nuevo gobernador
después de sangrientas elecciones ; “en cada comido se libró un
combate”, refiere Pelliza. Su advenimiento cierra toda espe¬
ranza de rápida conciliación con las provincias. Los opositores
son perseguidos; confíscansele los bienes a Rosas al tiempo que
se le incoa un proceso por alta traición. Y al repatriarse los
restos de Rivadavia, se le tributan honras solemnísimas, de neto
significado político. Los efectivos militares son aumentados,
excluyéndose a los jefes tibios o dudosos: claros indicios del
clima reinante.
El decreto que cierra prácticamente el libre tránsito a los
productos del interior que vienen a Buenos Aires para la expor¬
tación, y el asesinato del general Benavides en San Juan, col¬
man la paciencia de los federales. Hay preparativos militares
por ambas partes. Se movilizan los ejércitos; y los vapores de
guerra, con los fuegos encendidos, aguardan órdenes. Muy
pronto los porteños, audaces y soberbios, cruzan el Arroyo del
1
4 Medio comandados por Mitre.
I Algún caricaturista de la época pudo haber representado la
situación en la siguiente forma: en alto una rica torta ador¬
o nada con frutas y merengue: la organización nacional. Dos

159

Escapeado con CamScanner


Enrique Popolizio

hombres
manjar.
— Urquiza y Mitre — manotean para alcanzar el

El entrerriano, que comienza a convencerse de que la unión


no se realizará jamás si no se le dejan los honores a Buenos
Aires, disputa la torta de la caricatura por última vez. Pelea
todavía con verdadero entusiasmo y obliga a Mitre, que se bate
también bravamente, a embarcarse en San Nicolás dejando sobre
el campo de Cepeda quinientos cadáveres y dos mil prisioneros.
Avanza luego Urquiza sobre Buenos Aires. Pero como ha
aprendido mucho desde 1852, no intenta penetrar en la orgullo-
sa ciudad que, por otra parte, se apresta a la defensa. Con
veinte mil hombres, se sitúa en San José de Flores y las nego¬
ciaciones son reanudadas; Francisco Solano López, el para¬
guayo, trabaja con ahinco como mediador.
El gobernador Alsina, se ha propuesto eliminar de la esce¬
na pública a Urquiza. En esto está de perfecto acuerdo con la
mayoría de sus comprovincianos ; pero él los aventaja a todos
en tozudez. Sin embargo, las cosas pasan a la inversa de sus
deseos y es Urquiza quien, devolviéndole el cumplido, obtie¬

——
ne su retiro del gobierno bonaerense. La Legislatura, a pesar
de la oposición de algunos de sus miembros demasiado lea¬
les al gobernador o demasiado fanáticos ha de exigirle la
renuncia. A D. Valentín no le queda otro recurso que mar¬
charse.
Por el Pacto del 11 de noviembre de 1859 Buenos Aires
examinará la Constitución de 1853 y expondrá los motivos de
disconformidad; la integridad de la provincia será respetada
escrupulosamente, pero su Aduana pasará a la Confederación.
La amnistía general y el retiro del ejército confederado parecen
disposiciones destinadas a terminar feliz y definitivamente la
lucha.
Haciendo honor a su firma, Urquiza comienza a evacuar el
territorio de Buenos Aires. La caballería se retira por sus
medios y la infantería es embarcada en numerosos transportes.
El vencedor recomienda y orden y disciplina y regala ocho mil
caballos al gobierno porteño. “No parecía la ofrenda una indi¬
recta o una ironía”.

160
A l b e r d i

Y con un manifiesto, Justo José de Urquiza dice sus adio¬

— —
ses a Buenos Aires: “Ha triunfado la nación afirma genero¬
samente y ha triunfado la campaña y ha triunfado la ciudad
de Buenos Aires. Esta paz es para mí el mayor de los triun¬
fos porque es el triunfo de todos los argentinos ...” Y conclu¬
ye con un consejo noble y oportuno: “Sed argentinos y dejad
las armas para cuando la honra, la libertad y la independencia
lo exijan".
Hay alegría en la patria. Se cantan tedeums, se encienden
fuegos de artificio; se iluminan los salones para suntuosos
saraos; se danza también en los arrabales. Como en 1852, la
costumbre de bautizar con el nombre de Justo José a los niños
nacidos en noviembre, cobra nuevo auge.
Pero mientras parten los federales, el jefe de la defensa
lanza al ejército una curiosa orden del día:
“La paz está afianzada por la fuerza de nuestras bayonetas.
El ejército que os amenazaba no ha podido imponeros la ley
de la violencia, ni destruir! el orden de cosas creado por nues¬
tra soberana voluntad, pues, por el tratado que ha firmado, y
que el gobierno ha puesto bajo nuestra salvaguardia, reconoce
plenamente nuestra soberanía, deja el derecho y la fuerza en
las mismas manos en que las encontró, y se obliga a evacuar el
territorio del Estado sin pisar el recinto sagrado de la ciudad
de Buenos Aires”.
La jactancia está destinada al consumo exclusivamente in¬
terno, porque el mismo Mitre ha reconocido por aquellos días
que “los sucesos han hecho del general Urquiza el hombre más
espectable de la República Argentina, y su conducta en las
últimas negociaciones de paz han quitado a Buenos Aires el
derecho de vilipendiarlo”.
Noble y honrosa confesión. Urquiza, humano y compren¬
sivo, no quiere presentar ninguna reclamación. ¿Qué más le
da que Mitre se atribuya el triunfo? La unión nacional está
lograda; y el ex caudillo rosista se engrandece en el desinterés
y la modestia.

161

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Enrique P o polizio

Por el telégrafo de Lisboa Alberdi tiene noticias de los suce¬


sos. Son necesariamente referencias vagas e incompletas, pero
¿1 se llena de sincera alegría y se apresura a escribir a Urquiza ¿
felicitándole por la victoria y por no haberse aprovechado de
ella, “porque siendo hermanos nuestros los vencidos, no, hubie¬
ra sido feliz que asistiesen enlutados al seno de la vida común
y solidaria en que vamos a entrar en adelante”.
“Estoy loco de gusto de ver a Buenos Aires restablecido
al seno de la Nación, le confía al general Tomás Guido. Es ;
un elemento indispensable para dar al orden nacional todo su
impulso y desarrollo. Hoy vuelve a animarse la vieja simpatía
por esa cindadela de nuestra independencia, en que he pasado
los más agradables días de mi vida. Sin la revolución del 11
de septiembre, yo nunca hubiera chocado con sentimiento algu¬
no de esa provincia.”
Por un instante Alberdi cree cerrado definitivamente el
ciclo de las luchas por la unión nacional, pero pronto empieza
a dudar. Los hechos, desgraciadamente, le dan la razón, pues
comienza a vislumbrarse Pavón.
Entretanto Urquiza cesa en su mandato y le sucede Santia¬
go Derqui, quien llega a la presidencia en un extraño estado
de espíritu. Conoce que para todos él no es sino un instru¬
mento de Urquiza. Pero en su fuero interno sabe que no es
ésa su posición real. Es inteligente y enérgico; ha vivido inten¬
samente, pero carece de sentido político. Se 'resiste a esa situa¬
ción de dependencia tácita. Al mismo tiempo se debe a Urquiza
que le ha encumbrado. Sabe, además, que el entrerriano repre¬
senta una fuerza muy grande, la más grande dentro de las
provincias confederadas. Quiere ser leal al caudillo al mismo
tiempo que sacudir su dependencia y demostrar a todos que él
es el presidente. Y para colmo de las contradicciones, simpa¬
tiza con los liberales porteños y ansia aproximarse a ellos.
Tan. extraña posición no puede sino conducirle al desastre
Ha iniciado un idilio epistolar con Mitre, del que llega a pare¬
cer un agente. Le pide consejos, le suplica le indique nombres
para integrar sus ministerios. Llega hasta pretender llevar a su
lado a Valentín Alsina, el hombre cuya patria termina en el
A l b e r d i
Arroyo del Medio. Según Derqui, esta designación sería muy
bien recibida en todas las provincias ¿Cómo puede perder la
orientación a este extremo? En cierta oportunidad le escribe
al general Mitre, algo más asombroso aun en un correligionario
de Urquiza: “Ya comuniqué a Vd. en ésa mi resolución de
gobernar con el partido liberal, donde están las inteligencias,
y por eso tengo que trabajar en el sentido de darle mayoría
parlamentaria, sin lo cual no podría hacerlo, y tengo la segu¬
ridad de dársela”.
Alberdi, deseando dejar al nuevo presidente en libertad
para elegir sus colaboradores, le‘ ofrece su renuncia. El hombre
que con tanto ahinco ha batallado durante cinco años por la
causa de la Confederación contra el separatismo bonaerense
merece la ratificación de' la confianza y de la amistad del suce¬
sor de Urquiza. Pero Alberdi ha dejado de ser santo de la
devoción de los porteños después de su campaña diplomática, y
sobre todo a causa de su probada adhesión a la política urqui-
cista; le quedan muy pocos amigos en Buenos Aires. Los fede¬
rales, por su parte, tienen iguales motivos para detestar a Bal-
carce, ex diplomático rosista y a la sazón servidor del.localismo
bonaerense. En homenaje a la política de concordia y de mutuas
concesiones que se ha iniciado en ese momento corresponde d
nombramiento de alguien que, alejado hasta entonces de la lucha
diplomática, pudiera satisfacer a provincianos y porteños sin
agraviar a nadie.
— —
Pero Derqui designa 27 de noviembre de 1860 a Maria¬
no Balcarce como Encargado de Negocios en Francia en reem¬
plazo de Alberdi. No es solamente una bofetada sino también
una torpeza. La unidad está en vías de realizarse, pero no se
ha realizado definitivamente. Pueden surgir dificultades, una
nueva ruptura. Pavón, en efecto, no está lejano. Confiar a
Balcarce la Legación Argentina es imponer a Buenos Aires de
todos los secretos diplomáticos de la Confederación, colocando
al país en situación ridicula y peligrosa en caso de una nueva
ruptura. Alberdi lo hace notar insistentemente pero no se le
escucha. Mitre, que es ahora gobernador de Buenos Aires,
considerando la conveniencia para la Provincia de tener un

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Enrique Popolisio


agente confidencial en Europa hasta que se realice la unión

nacional, ofrece este cargo con 200 pesos de sueldo al mis¬
mo agente de la Confederación.
Difícilmente se puede comprender cómo el señor Balcarce

pudo conciliar esta representación de dos gobiernos a menudo
en pugna; algo así como servir a Dios y al Diablo al mismo
tiempo. Pero lo cierto es que/ si bien rechaza el sueldo que le
asigna Buenos Aires, acepta en cambio el empleo; unificada
la nación, se refundirán también luego ambas representaciones
y D. Mariano Balcarce será, ministro argentino en París hasta
el día de su muerte, acaecida veintitantos años más tarde. (Cár-
cano. Intimidades, pág. 5S1 y sigs.)
Como para paliar la ofensa o tal vez para tranquilizar su . ;
conciencia, Derqui ha ofrecido al diplomático cesante el Minis¬
terio de Hacienda de la Confederación. Miguel Cañé le había
escrito entonces: "El gobierno de Paraná, sin Vd. por con¬
sejero, no está a la altura de las necesidades, y si Vd. viene a
formar parte de esa administración, tendrá que resignarse a
sinsabores de todo género. Vea lo que hace, con calma, antes
de hacer”. ¡
Alberdi no necesita que lo desanimen. Se niega a manejar
el tesoro menesteroso de la Confederación y se queda en Eu¬
ropa. f
Vienen los días de Pavón; Mitre llega a la presidencia. Y :
a fines de mayo de 1862, Alberdi recibe sus cartas de retira.
Es el desahucio definitivo. Desde ese momento Alberdi que¬
dará excluido por muchos años de todo cargo nacional. "Muy

— —
presto, señor ministro se apresura a escribir a D. Eduardo
Costa , pondré este documento en manos del soberano a quien
va dirigido." Y luego se extiende en algunas consideraciones
de carácter personal. Las cartas de retiro son el medio normal
y obligado de poner fin a una misión; el cesar por sí mismo
habría sido tomar una responsabilidad que ninguna necesidad
urgente justificaba. Ahora sí, puede hacerlo. Pero sin las car¬
tas, "¿por qué tenía yo que fugarme? Nunca dudé de la vigen¬
cia de mi carácter diplomático a pesar de la caída del gobierno

164
Alberdi
nacional del Paraná; yo representaba a la República Argentina,
no a la persona encargada del gobierno...”
Fuera de eso, ni él pensaba que se le confirmaría en el cargo
para deshacer su propia obra, ni su conciencia le hubiera permi¬
tido continuar con tal obligación. “Representante de una repú¬
— —
blica modesta finaliza su carta sólo he sido ministro para
los actos oficiales ; y al dejar mi puesto no tengo que suprimir
ni letrero en mi puerta, ni librea en mis sirvientes, ni armas m
mi coche: en todo lo cual, cediendo a mis instrucciones tanto
como a la necesidad, no he contrariado en nada mis instintos.”
Pero el gobierno que le ha mandado cartas de retiro, tan de
acuerdo a los usos diplomáticos, ha olvidado que esos emplea¬
dos del Estado tienen derecho también a sus sueldos o, cuando
menos, a los fondos necesarios para reintegrarse a la patria.
Alberdi se ve en la necesidad de recordar esta circunstancia
al Ministro de Relaciones Exteriores. El doctor Costa le anun¬
cia entonces que pronto será sancionada una ley que permitirá
al P. E. atender tales obligaciones.
Pero el tiempo pasa y la deuda no se le paga. Ha recibido,
sí, con anterioridad, diez libramientos que no pudieron hacer¬

— —
se efectivos. Y cuando un nuevo personaje Rufino de Eli-
zalde ocupa el Ministerio de Relaciones Exteriores, a él se
dirige Alberdi en busca de justicia: sin comparar títulos ni
servicios, alude a la situación de un cesante dentro de su pro¬
pio país, cotejándola con la de un diplomático que se encuen¬
tra en el extranjero. “Recibiendo mis cartas de retiro sin reci¬
bir los medios de retirarme, he quedado, en cierto modo,
desterrado. No aludo a gastos de viaje al hablar de medios de
retirarme, sino a los medios de dejar dignamente la posición
en que he contraído deberes que me inspiró el cargo público
que desempeñé en servicio de la nación y que pesan moralmen¬
te sobre su decoro, aun después de revocado mi carácter ofi¬
cial”.
Si Alberdi ya no es el Ministro argentino, él siempre es el
antiguo Ministro argentino; las humillaciones que sufra su
persona recaerán necesariamente sobre el prestigio de su país.
En virtud do tales motivos las leyes conceden al empleado di-
165

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E it r i q it e P o p o l i z i o

plomático un tratamiento de excepción: pago de sueldos por


adelantado, medios de dirigirse al país ante cuyo gobierno están
acreditados, medios de retomar a lá patria. “Faltar o descono¬
cer estas leyes, en mi caso, sería, como he dicho, dejarme des¬
terrado en el suelo extranjero y lejano, que ha presenciado
mis servicios; es decir, infligirme un castigo. ¿Por qué delito?”
Recuerda los antecedentes de Rivadavia y Belgrano en 1814;
caído el gobierno que los había enviado, el siguiente, a pesar
de su carácter revolucionario, no los abandonó, sin embargo, en
suelo extranjero.
La respuesta del ministro Elizalde es tajante: “Desde que el
gobierno del Paraná no pagaba sus sueldos, Vd. debió exigirlos
y renunciar a su cargo. Continuando sin ser pagado, quedaba
Vd. aceptando voluntariamente una situación que podría llevar¬
lo al caso desagradable en que se encuentra”.
Los hombres de Buenos Aires, no satisfechos ya con herirlo
moralmente al dejarle cesante, con ensañarse nombrando sucesor
a su antagonista diplomático, añaden a eso la lesión pecuniaria.
Después de todo, ¿por qué van a pagar los sueldos de un minis¬
tro que había defendido la unión nacional preconizando los
derechos diferenciales contra el localismo bonaerense? Olvidan
que ahora están gobernando para la nación argentina, no para la
provincia de Buenos Aires. Pero ese olvido es perfectamente
humano ; y los saetazos del temible polemista solían doler mucho.

La vida intelectual de Alberdi hasta ese momento ha sido


luminosa ; su razón fría le ha preservado casi siempre de todo
apasionamiento. Pero en el curso de su misión, en España, ha
cometido un inmenso error; todo él se resume en pocas líneas:
el artículo 7* del Tratado firmado en Madrid, que admite el
principio del jus sanguinis. Punto de vista a todas luces equi¬
vocado, error enorme e inconcebible, que habrá de pesar doloro¬
samente a lo largo de su vida.
Tal equivocación y los ataques que en todas partes provocara,
su cesantía, la caída del gobierno de Paraná y los sucesos pos¬
teriores, le sumen en extraña situación mental. Es siempre el
pensador agudo, el lóglbo profundo y el escritor convincente.

166
A l b e r d i

Pero su mundo se evade del mundo real. Sus razonamientos


son un conjunto de abstracciones a las que la pasión ribetea de
sofismas ; sus obstinaciones le quitan flexibilidad.
En las cuestiones que promueve por el cobro de sus sueldos
hay, no interés material sino trasunto de este nuevo estado de
espíritu. Demasiado rígido además, no concibe que no se pague
lo que se debe. En su primer viaje a Europa, veinte años antes,
había visto en París, ante la tumba de Santa Genoveva, una
inscripción y una ofrenda de algún devoto afligido : Por el éxito

— —
de un pleito. "Ofrenda impertinente comentó indignado enton¬
ces porque la santa no podía querer sino lo justo; y si estaba
por la otra parte ¿qué podía hacer ella?”
Esas rigideces son auténticamente alberdianas ; solamente ra¬
zones muy extraordinarias pueden desviarlas ; y ahora la pasión
actúa en apoyo de su obstinación. Ha sido duramente golpeado ;
y él tiene, sin duda, la conciencia de que su trabajo y su talento
le dan ciertamente derecho a consideraciones sobresalientes junto
con los más grandes varones de la Organización.
Pero el empecinamiento y la inflexibilidad no son siempre
1os mejores caminos del éxito. Y menos la lucha con el océano
de por medio. Humillado y ofendido por quienes deben ser sus
amigos por la comunidad de miras, por quienes lo han sido per¬

sonalmente en otro tiempo Mitre, Sarmiento, se habían con¬
fesado en la mocedad sus apasionados admiradores intelectua¬

les se obstina en considerarse desterrado.
En verdad, su situación no es brillante pero tampoco tan
difícil. La casa bancaria de D. Pedro Gil, de París, le compra
sus créditos contra el gobierno nacional. Un señor Santa María,
industrial español radicado en Buenos Aires donde posee nego¬
cios importantes, recibe poder del banquero Gil. El apoderado,
que toma las cosas con el mayor interés, tiene vinculaciones con
todos los hombres públicos del Plata "desde el presidente aba¬

jo”. Además! y esto acrecienta el empeño de la gestión ha
conocido al doctor Alberdi en Montevideo y “le recuerda con

ternura”.
En tan buenas manos, el asunto parece bien encaminado. D.
José Borbón, excelente amigo de Alberdi desde los días de Chile,
167

Escaneado con CamScanner


Enrique P o p o l i i o

le trasmite impresiones reconfortantes. Sólo que. .. Por aquel


— —
entonces abril de 1864 ha llegado al Plata un folleto de Al-
berdi: La diplomacia de Buenos Aires y los intereses america¬
nos v europeos del Plata, donde se dicen cosas amargas y a veces
injustas para algunos prohombres porteños. Se trata de la de¬
fensa del tratado que Alberdi firmó con España y cuyo rechazo,
no imputable por cierto a los bonaerenses solamente, le amar¬
gará siempre.
Sin embargo. los días pasan y el folleto no parece haber
producido sus efectos catastróficos. Por lo menos, ostensible¬
mente. D. José Borbón, tranquilizado, se decide a visitar al pre¬
sidente Mitre. La charla, cordialisima, dura hora y media. Bor¬
bón cobra ánimos y habla de Alberdi. El presidente no se ensaña
con él y, por el contrario, parece hallarse en buena disposición
hacia el desterrado. Satisfecho. Borbón escribe a París: “Él
acabó por decirme que no debía usted considerarse vencido, su¬
puesto que la idea nacional había triunfado”.
Lo que Mitre se cuida de decirle es que pocos días antes el

25 de octubre había firmado un decreto refrendado por Elizal-

de negándole de plano el pago de sus sueldos.
Cuando lo sabe Borbón, apenas puede creerlo. Después de
esa larga conferencia, después de las palabras casi cordiales para
.
Alberdi . . “Mi asombro ha llegado hasta quedar estupefacto.
El presidente y su ministro de Relaciones Exteriores, procedien¬
do administrativamente, han firmado una resolución por la cual
declaran que no hay derecho alguno al cobro de esos sueldos.
Es decir, que falseando la disposición del Congreso en las leyes
que mandan consolidar la deuda que quedó pendiente a la caída
del gobierno del Paraná. . . se ha resuelto de una manera excep¬
cional este negocio, mostrando claramente los cálculos sistema¬
dos de una pasión política de cuya verdad me desengaño recién.
Este negocio, pasando por dos vistas del fiscal de la Nación,
señor Ferreyra, aconsejando el pago del crédito y por un in¬
forme de la Contaduría aconsejando también el pago, aunque con
algunas rebajas, ha sido resuelto negativamente, sin llevarse al
Consejo de Ministros, de temor sin duda, de la oposición que
podía encontrar allí. ..

168
A l b c r d i
"Colocado el asunto desde este punto de vista, no hay nada
que decir que no sea vergonzoso para los que han firmado esta
negativa: es evidente como la luz que esos señores temen su
presencia en ésta y por lo mismo usted haría mal en no venir
porque de esta manera les completaría el gusto. La importancia
política de la persona de usted está fuera de toda discusión y
nada lo prueba más que este procedimiento fríamente calculado
de nuestro ilustre presidente, lo que me ha desencantado de una
manera dolorosa.”
Y apabullado, exahusto, como un globo sin gas, finaliza el
bondadoso Borbón:
“Me queda un desconsuelo tan grande como Ud. puede ima¬
ginar y por consiguiente creo que el silencio expresará mejor
que las palabras lo que pasa en mi espíritu” (Alberdi, Escritos
Postumos, tomo XV, 189).

169

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XVII

EL DRAMA DEL 65

“Usted nos llama para combatir a Paraguay. Nunca, ge¬


neral; ese pueblo es nuestro amigo. Llámenos para pelear a
porteños y brasileños. Estamos prontos. Son nuestros enemi¬
gos”, le escribe López Jordán al general Urquiza cuando éste,
sinceramente reconciliado con Mitre y acatando la resolución
del gobierno nacional, se dispone a reclutar fuerzas para com¬
batir a Solano- López.
La guerra es profundamente impopular; el sentimiento na¬


cional no está del todo consolidado; la patria no se demarca
aún con fronteras. El brasileño ocasional aliado de 1852 •
sigue siendo el enemigo secular; los hombres de tierra adentro
desconfían, además, de Buenos Aires.

En Entre Ríos, en la estancia de Gregorio Castro, una hela¬
da madrugada del mes de julio, el general Urquiza recibe ur¬
gentes comunicaciones de los coroneles Victorica, Querencio y
Martínez : la noche anterior han huido en masa grandes contin¬
gentes de las bravas tropas reunidas en Basualdo para marchar
contra López. ¿Es realmente una deserción? No lo es. Esos
soldados “sienten el orgullo del combate. Es un desbande abier¬
to y en masa. No se oculta. Se confiesa y se afronta. Es un
estado de las almas fieles al propio sentimiento” (Cárcano,
.
Orígenes. .)
El general queda anonadado. Tiene sesenta y cinco años. •
Por primera vez sus leales entrerrianos se han negado a seguir¬
le. “Me he de sacrificar, si es preciso, solo”, le escribe al ge- i
neral Mitre. .

170
A l b e r d i
En varias provincias ocurren disturbios y sublevaciones. Se
afirma que el general Virasoro ha prometido encabezar la insu¬
rrección de Corrientes y mandar la vanguardia del ejército para¬
guayo. En esa provincia circula también la versión de que las
tropas de Urquiza engrosarán en cualquier momento el ejército
del mariscal.
Ésta es la guerra de los porteños, pero no la de todos los
argentinos, a pesar* de la agresión de López. Pesa mucho aún
el espíritu del caudillismo. Los hombres se clasifican por par¬
tidos, no por nacionalidades. Y los entretelones de la política
presidencial no son conocidos sino por muy pocos. Menos aún
el pensamiento íntimo o los proyectos del jefe del gobierno.
Tiene que ser así. Los asuntos de la Cancillería no pueden andar
de boca en boca. Y la política de Mitre confunde y descon¬
cierta a menudo, pues “es tan sutil y cambiante como la que
empleó su gran contemporáneo Cavour para dar nacimiento a la
Italia unida en medio del todas las adversidades... La sutileza
de ambos es debida a la necesidad en que se hallan de conciliar
los principios liberales con la práctica de Maquiavelo. Los Bis-
marcks y los Itos de este mundo son menos complejos, porque
no les incumbe la tarea complementaria de preparar una emulsión
espiritual estable de aceite y agua” (H. Box, 113).
Y porque los paraguayos siguen siendo hermanos de todos
los hombres del interior y porque se desconfía de Buenos Aires
y se aborrece al carioca, la guerra es odiosa en toda la República
excepto en la capital secular. Alberdi, en’ su lejano destierro,
no sabe ciertas cosas. De saberlas, quizá tampoco variara su
punto de vista. Sólo quiere ver la inflexible voluntad de domi¬
nación de Buenos Aires. El brillante pensador no se encuentra
en la mejor disposición de ánimo para percibir correctamente
la realidad política argentina. Su mente está nublada por el
dolor. Sus viejos amigos, hoy prohombres de Buenos Aires,
han sido muy injustos y duros con él. No le han reconocido sin¬
ceridad; no se han esforzado un instante por comprender sus
puntos de vista, por colocarse en su posición.
Ya en 1860, Sarmiento, el vencido de las QitiUotanas, había
vuelto a atacarle. Es norma caballeresca, terminado el duelo,
1 171

Escaneado con CamScanner


Enrique P o p o l i i o

deponer las armas. Pero el rencoroso sanjuanino no domina sus


borrascas interiores. "Al comenzar la discusión de la Constitu¬

ción en esta prensa le escribe su fiel Borbón Sarmiento,
Mitre y Cía. cuidaron de presentar el nombre de Ud. con los
peores colores a esta sociedad, como su más encarnizado ene¬
migo. .
Felizmente el bravo y caballeresco Miguel Cañé salió en
defensa del amigo, en La Patria, defendiendo contra los ataques
de Sarmiento a "esa víctima ausente”, "pesadilla mortal” del san¬
juanino, que no contento con herirle usando todas las armas
prohibidas, vuelve a presentar a su adversario como un vulgar
postulante que vende su pluma y su conciencia por una misera¬
ble pitanza. "Si el doctor Alberdi recibió una misión para Euro¬
pa sin buscarla, como lo ha probado en sus cartas al señor Sar¬
miento, justo es que se pagasen los sueldos señalados para ese
empleo como se le pagan al Director de Escuelas los suyos sin
que nadie se queje de ello.”
"Defendeos con las armas de los hombres de altura e inteli¬
— —
gencia le dice al Director de Escuelas pero no traigáis la
calumnia en apoyo de vuestro odio y si queréis ser noble, esperad
a que el enemigo pueda contestaros en el terreno del combate.
Pronto le tendréis al frente y entonces, ¡oh! entonces haréis
como otras veces.”
La campaña antialberdiana no es de ese momento: viene
de muchos años atrás. La constante prédica ha envenenado las


almas y hasta Nicolás Avellaneda
— el hijo del amigo de la
mocedad i arroja sus banderillas contra el prestigio del cama-
rada paterno. Al él le contesta Cañé: "Me pesa por usted,
colega, porque si a la juventud le está permitido el entusiasmo,
le está vedada la calumnia y usted ha calumniado al doctor
Alberdi, a quien confiesa no conocer ni aborrecer, atribuyéndole
intenciones infames contra la patria y corrupción degradante”.
Si Alberdi poseyera el espíritu acomodaticio que le atribuye
Sarmiento, muy distinto fuera su destino. Pero su insoborna¬
ble posición no se doblega jamás. Es demasiado altivo. Si al
menos, como su amigo Gutiérrez, pudiera decir por un instante:
"¡Yo no quiero tener pasiones ni opiniones oficiales!”

172
/

Alberdi

Gutiérrez, jefe de la política exterior de la Confederación,


y de quien Alberdi ha sido subordinado, disfrutará en los días
de la unión nacional de la amistad de Mitre y será rector de la
Universidad, mientras Alberdi ganará el sustento en tierras le¬
janas con el esfuerzo diario hasta el fin de su vida.
¿Cómo va a creer Alberdi en los fraternales propósitos de
Buenos Aires cuando sus hombres más representativos se ensa¬
ñan con él, tan sólo porque después de Caseros tuvo fe en
Urquiza y le acompañó durante su gobierno? Su desconfianza
es lógica; su exilio explicable. Lo que Alberdi quizá ignora es
que su caso constituye una excepción. "Diversas cláusulas del
pacto (del 11 de noviembre) garantían a los hombres de uno
y otro lado, en sus posiciones políticas, administrativas y mili¬
tares. Hubo una exclusión: el autor de las Bases, no en los
protocolos, pero sí en los hechos... Alberdi es el único que
aparece vencido y castigado” (Cárcano, Intimidades, 57S).
¿Cómo no comprender su iracunda reacción? ¿Cómo no ex¬
plicarse esos Grandes y pequeños hombres del Plata? La injus¬
ticia fué capaz de sacarle de su aplomada tranquilidad, de lle¬
varle a la injuria y al sarcasmo virulento. Siempre calumniado,
siempre vilipendiado, desde los días de la polémica, ¿ cómo, pues,
extrañar la tumultuosa reacción de su alma sensible en una
época de turbulentas) pasiones políticas ? No es difícil compren¬
derle; pero queda el dolor de verle a la altura del Sarmiento de
Las ciento y una.
¿Qué tiene de extraño que el agudo polemista dirija sus
armas en ataques furiosos contra sus agresores porteños? Es,
al fin y al cabo, un hombre, y un hombre muy sensible a la
ingratitud y a las injurias. Así cegado, cuando estalla la guerra
del Paraguay, encuentra el origen de la contienda en la intromi¬
sión de Mitre en los asuntos internos de la Banda Oriental. ¿No
es acaso el general Flores un fiel, incondicional colaborador de
Mitre ? Nadie puede dudarlo.
Quizá hay entre ambos generales un coincidente propósito

— —
para constituir luego los Estados Unidos del Plata nueva y
estupenda Confederación según las aspiraciones de Juan Car¬
los Gómez, el argentino que nació en la otra Banda; quizá la

173

Escaneado con CamScanner


Enrique Popo lisio

grandeza de los planes de Mitre expliquen y justifiquen sus


actitudes en política internacional; quizá.. .


Pero ofuscado e ignorante de los magnos proyectos del pre¬

sidente Mitre si los hubo Alberdi se lanza contra él. Lo
hace primeramente en Las disensiones de las Repúblicas del
Plata y las inaquindciones del Brasil, pues en su opinión mucho
más temible el coloso tropical que el Paraguay de los dictadores.
En la condenación de la “funesta alianza” no se hallará, sin
embargo, solo: compartirán algunos de sus puntos de vista Juan
Carlos Gómez y José Mármol, entre los más notables; en las
postrimerías de la guerra habrá en el Senado ásperos debates.
Brasil imperial, motivo para Alberdi de viejas desconfianzas
y de honda antipatía desde los días de la juventud cuando salió
asqueado del espectáculo de la esclavitud en la capital carioca,
le parece infinitamente más odioso y temible que el Paraguay de
los dos López. Olvida en parte sus anteriores juicios, sus con¬
denaciones severas de las instituciones paraguayas, sus censuras
a la “Constitución de la dictadura o presidencia omnipotente” y
a esa “máscara de Constitución que oculta la dictadura latente”.
Llega a encontrar más liberalidad en la Constitución paraguaya
que en la de su propio país. Enceguecido, ataca así su propia obra.
Y en Los intereses argentinos en la guerra del Paraguay
con el Brasil recoge las imputaciones de cierta prensa porteña
que ha empezado a llamarle traidor. Al censurar una política
que, a su juicio, convierte a la República en instrumento, puente
o asno del Brasil, él no comete traición, afirma. La traición la
cometen los que auxilian con la sangre y el oro de' la patria los
intereses del país esclavista.
En sucesivos folletos desarrolla sus puntos de vista. Y en su
ofuscamiento, intenta dar a conocer sus escritos a Solano López,
valiéndose del ministro paraguayo Barreiro. Pero como éste
parece andar algo remiso en la comisión, se dirige a su amigo
Gregorio Benitcz, encargado de negocios de la misma Legación
— —
en París, rogándole 28 de junio de 1866 haga llegar sus
folletos sobre la guerra al presidente del Paraguay.
Pelham Horton Box recuerda que el general Mitre era un
mimado de la fortuna en la década 1860-70. Mas la fortuna

174
Alberdi

— —
agrega sólo concede sus favores a los que saben cortejarla
hábilmente. La figura no tiene originalidad; pero aplicada al
exilado Alberdi el contraste es evidente: en ese sentido era el
menos diestro de los hombres. Y a propósito de su carta a D.
Gregorio Benitez la diosa le juega una mala pasada. Pues la
malhadada epístola, por una serie de folletinescas circunstancias
va a parar a manos de Sarmiento. Y entonces el sanjunaníno,
que en Las Ciento y Una no retrocedió ante la calumnia acusán¬
dole de haberse vendido por un pobre empleo, se frota las manos

con satisfacción. ¡Traidor, traidor! grita a voz en cuello,
gozoso de poder pulverizar al odiado urquicista.
Cuando Alberdi lo sabe, se apresura a mandar copia de ella
al Plata. De esa carta resulta que él no pretende “del señor
mariscal [López] ni empleos, ni dineros, ni condecoraciones, ni
suscripciones. . Alberdi sólo anhela, para el futuro, “una liga
estrecha5 de mutuo apoyo con el gobierno argentino que repre¬
sente la verdadera causa de las provincias para poner a raya las
aspiraciones tradicionales del Brasil y de Buenos Aires respecto
a los países interiores...”
¿No es ese el punto de vista de los bravos entrerrianos ? ¿No
ven así las cosas casi todos los hombres de tierra adentro hacia
mil ochocientos sesenta y tantos?
Tal la traición alberdiana: considerar la guerra del Paraguay

— —
una simple lucha civil. Actitud sin duda extraña a la luz
de la razón en quien escribió las Bases, ^n el hombre que vive •

en Europa, en el liberal supercivilizado. Pero explicable a la


luz del sentimiento. En Alberdi, más papista que el Papa, sigue
alentando el rencor contra la política porteña cuando ya el mis¬
mo Urquiza, compenetrado de la realidad, ha dejado hacer a sus
adversarios.
— ——
La posteridad cierta posteridad se mostrará más indul¬
gente con los unitarios aliados a Francia con el mismo Alberdi

en el episodio de 1838 y con Sarmiento propiciando la entrega
de la Patagonia a Chile, de cuyo gobierno cobraba buenos suel¬
dos. ..
Es que Alberdi, que se interesaba más por la política que
por las mujeres, tampoco sabía cortejar a la diosa Fortuna.

175

Escaneado con CamScanner


XVIII

UN MISTERIO QUE NO ES TAL

Conflictos personales y ásperas disputas, destierro, calum¬


nias, amarguras y desilusiones: todo eso sufre Alberdi durante
más de cuarenta años en los cuales apenas ha hecho otra cosa que
ocuparse de problemas relativos a la organización nacional. Pero

——
cuando termina su misión en Europa lo único que le retiene
en el extranjero después de Caseros no regresa a la tierra
objeto de sus estudios y de sus amores.
En su abundante correspondencia habla siempre, empero, de
sus deseos de retornar al Plata. Emocionado, guarda fotogra¬
fías que le envía desde Tucumán su sobrino Guillermo Aráoz:
once vistas de la ciudad natal que conserva “como precioso re¬
galo”. Y lega sus libros a la Biblioteca Pública que exista o se
forme en la capital de su provincia.
Manuel Alberdi, que en su existencia vagabunda ha ido a
parar a San Luis, le escribe desde allí: “Ud. me habla de sus
propósitos de venir a ocuparse de su profesión y yo creo que
no es desacertado. Además de que Buenos Aires o Montevideo
son ciudades en donde se puede vivir bien, el movimiento de
negocios es tal que los abogados, hasta las mediocridades, hacen
fortuna rápidamente. Asociándose Ud. algunos abogados jóve¬
nes y de trabajo que manejasen los expedientes y trabajando Ud.
como jurisconsulto, yo no dudo de que Ud. ganaría mucho dine¬
ro, pues lo natural es creer que sería siempre buscado con prefe¬
rencia el estudio de un abogado de su talla y de su reputación.
Ud. por otra parte tiene en el país gran número de amigos que lo

176
Alberdi
quieren y un sinúmero de admiradores entusiastas de su talento,
que contribuirían no poco a hacerle la vida placentera” (16 de no¬
viembre de 1873).
El programa parece, cuando menos, sensato; pero Alberdi
se conforma con las noticias, las once vistas fotográficas de
.
Tucumán, la expresión de su nostalgia y. . se queda en Europa.
¿Qué misterio hay en esta actitud?
La cosa no es difícil de entender. Ha salido de Buenos Aires
en 1838 huyendo de un gobierno tiránico ; a la caída del déspota
comprende que Caseros “no era para los circuidlos periodísticos
de Montevideo, sino para el país entero” y se coloca al lado de
Urquiza; esto significa su condenación. Los ataques se suce¬
derán. Primero le dejarán cesante como ministro ; luego le nega¬
rán el pago de sus sueldos. Y simultáneamente cierta prensa
porteña hará una implacable campaña contra su nombre. Por
último, el dicterio de traidor, la amenaza de un proceso, pende¬
rán sobre su cabeza, alejándole del país. Apenas si uno que otro
amigo tomará su defensa; la tarea es ardua, peligrosa y poco
menos que estéril.


Y así, treinta y cinco años después de su salida de Buenos

Aíres explica en Palabras de un ausente sigue reteniéndole
en el extranjero “la poca confianza en la seguridad personal con
que pueden contar los que desagradan.- al gobierno cuando el
país, por educación o por temperamento político, se desinteresa
de la gestión de su poder público, hasta dejar nacer en sus go¬
bernantes la ilusión de creerse un equivalente del país mismo”.
Y en semejante estado de cosas, si no es completa la tiranía,
tampoco es completa la libertad. "Yo sé — —
aclara que para
otros basta la libertad que consiste en el deseo de ser libre. Con¬
fieso que mi amor por la libertad no es un amor platónico. Yo
la quiero de un modo material y positivo, la amo para poseerla,
aunque esta expresión escandilece a los que no la aman sino para
violarla. Pero no hay más que un modo de poseer la libertad,
y ese consiste en poseer la seguridad completa de sí mismo.”
Seguridad... En esta palabra compendia el anhelo de toda
su vida: Alberdi habita donde la encuentra. No se resigna a
un vivir angustiado en la patria donde cada libro dado a las pren-

177

Escaneado con CamScanner


Enrique Popolisto

sas será motivo para ataques y persecusioncs. Hostilizado du¬


ramente por Sarmiento después de Caseros, pudo entonces de¬
fenderse y acorralar a su adversario porque vivía en un ambiente
extraño por igual a ambos y donde ninguno estaba en condiciones
de hacer valer más privilegio que el de su talento. Pero ahora,
en Buenos Aires, ¿qué garantías puede esperar, especialmente
después de su actitud en la guerra del Paraguay y con el de
las Ciento y una en la presidencia?
Traidor... La taclia infamante aletea siempre sobre su
nombre. La amenaza de un proceso es su espada de Damocles.
"Sarmiento, Mitre y Cía.” no se apean de su estribillo. Sinceres
o no, ven o dicen ver en Albcrdi un traidor. No es ése el sentir
de los hombres de tierra adentro; tampoco lo es el de la totalidad
los porteños. Pues tal punto de vista, aplicado a todos los que
pensaron como Alberdi, haría de la Repíiblica Argentina un pais
de traidores. Pero hay otras maneras de ver las cosas ; la meda¬
lla tiene un reverso positivamente convincente, ya que "no en
un rincón remoto del país, como Corrientes, sino en el puerto
mismo de Buenos Aires fueron capturados y quemados los bu¬
ques todos de la escuadra argentina el 7 de junio de 1829 por
el vizconde de Benancourt, comandante de la fragata Magicicmtc,
de la división naval francesa que estacionaba en los mares del
Sud; y el gobierno argentino de ese tiempo, desempeñado por
un militar célebre de la guerra de la Independencia, don Juan
Lavalle, no juzgó que esa tropelía exigía una guerra contra la
Francia para salvar nuestro honor, que, intacto y erguido, domi¬
nó de alto esa vana injuria”. Pocos años después las Malvinas
nos son arrebatadas por los ingleses, después de haber sido ata¬
cadas a mansalva por la marina norteamericana. Durante los
conflictos con Francia la isla de Martín García cae en poder de
esc país, con gran satisfacción de todos los enemigos de Rosas. . .
La provincia argentina de Tarija nos es arrebatada por los boli¬
vianos. Chile se instala en el Estrecho de Magallanes y Sarmien¬
to, delirante de entusiasmo, apoya esta actitud desde los diarios
de Santiago.
¿Es que hay que tolerarlo todo por amor a la paz? No tal;
pero en ninguno de esos casos se vió motivos para una inter-

178
A l b c r d i
minablc guerra internacional ni se motejó con el epíteto infa¬
mante a quienes permitieron tales desmembraciones; en el caso
de Albcrdi y del Paraguay, si, con una insistencia sugerente. Ade¬
más no condenó solamente la guerra sino, y especialmente, “la
funesta alianza”. Y alli no estuvo solo: muchísimos porteños
compartieron sus puntos de vista; y el desarrollo posterior de los
sucesos le dió la razón. Había visto claro nueve años antes,
cuando conversando con el presidente Piercc, en Washington,
pronosticó el estallido de 1864. Una de las polémicas más famo¬
sas de su tiempo es la del doctor Juan Carlos Gómez con el
general Bartolomé Mitre, a propósito también de la “funesta
alianza”.
En lo que respecta a Sarmiento, es evidente que no han cica¬
trizado aún las heridas de las Qitillotanas. Las alturas no le han
apaciguado; y por otra parte los hechos, confirmando las pre¬
visiones de su adversario no hacen sino irritarle cada vez más.
Se cambian los ministerios, se buscan nuevas fórmulas de arre¬
glo, se hace lo indecible, pero todo se estrella ante la astuta
diplomacia fluminense.
“Con tales antecedentes y tales ideas, no hay duda de que el
actual presidente do mi país tiene mucha competencia para ver
traición a la patria cu la adhesión moral que di a la energía
con que el Paraguay resistió la influencia que hoy pesa como
plomo sobre el presidente que no ha podido firmar la paz a pesar
de su victoria, sino cediendo un tercio del territorio que esperó
tomar por el tratado de alianza.”
La victoria no da derechos, es el lema presidencial hacia el
final de la guerra; tal inspiración se basa, más que todo en el
espíritu de oposición a la política de su propio amigo y antece¬
sor en la primera magistratura. Y entonces, hasta los más paci¬
fistas, hasta aquellos que más tenazmente se opusieron a la gue¬
rra, comienzan a preguntarse para que la República Argentina
perdió milesi de hombres, para qué continuó la lucha después de
la expulsión de los paraguayos de Corrientes y para qué firmó
el tratado de la alianza.
La incongruencia es obvia; en Buenos Aires hay malestar y
confusión. Mariano Varóla, ministro de Relaciones Exteriores

179

Escapeado con CamScanner


Enrique Popolisio
1
de Sarmiento, sufre críticas duras. Hasta don Domingo Faustino
empieza a sentirse inseguro. Tiene lugar entonces una confe¬
rencia en la casa de Mitre y el presidente modifica en seguida
su política exterior. Pero demasiado tarde: el gobierno títere
del Paraguay sólo responde a los hábiles estadistas brasileños que
han copado la situación, mientras Sarmiento recitaba sus diva- J
gaciones líricas. í
No es lo mismo tener talento que sentido común; y esto se
ve patente en la política internacional del presidente que, además
de malograr la victoria — esa victoria que no da derechos ni

siquiera a la paz , pone al país en cercano trance de una guerra
con su ex aliado.
Las Palabras de un ausente son la brillante defensa de una
causa cuando menos muy defendible. Y no es sólo la causa de
Alberdi : es la de media República Argentina que encuentra en
el desterrado un abogado elocuente que habla sólo en su propio
nombre porque él solo es el acusado.
Cerrado Buenos Aires para Alberdi, le quedan otras ciudades
muy habitables donde puede vivir sin temores. Por ejemplo,
Montevideo o Valparaíso. En ambas ha revalidado su título;
en ambas puede ejercer.
“Mi pensamiento es volver a Chile, por ahora, donde tengo

mi casa” había escrito a su hermana Tránsito en 1863, poco
después de su cesantía. Pero pasaron los días y los meses sin
que se dispusiese a preparar sus maletas para viaje alguno.
En Uruguay o en Chile nadie puede quererle mal ni perse¬
guirle por sus opiniones políticas. ¿Entonces. . . ? “Una flaqueza,
lo confieso, se ha unido a las causas que han prolongado mi
ausencia. He cedido a la atracción invencible del medio en que
me dejó arrojado el naufragio de mi causa: quiero hablar de
esa cosa querida que tanto deseamos los americanos aclimata»
en nuestro suelo, la civilización de Europa, en cuyo seno buscó
asilo consolador el patriotismo desencantado de Rivadavia.”
Alberdi, el supercivilizado, se consuela de la injusticia de sus
compatriotas habitando en la capital del mundo.
'
í
I
«

180
A l b e r d i

¿Có..;o vive, entretanto, en Europa? Una leyenda persistente¬


mente difundida le muestra sumido en una desesperante pobreza.
Privado de sus sueldos, él mismo afirma haber quedado deste¬
rrado en los países “que presenciaron mis servicios”.
Pero evidentemente habla en lenguaje figurado y la realidad
se presenta muchísimo menos cruel, al menos en el aspecto ma¬
terial. Alberdi, idealista hasta sacrificar altas posiciones a la
pasión o a las convicciones, es sin embargo hombre demasiado
ordenado, minucioso y previsor para caer en la indigencia. Jamás
descuidará su hacienda al extremo de verse privado de una mo¬
desta casa o de dos cuartos de hotel, sus libros, su piano ; porque
ama los pequeños regalos de la vida y gusta de la buena mesa,
del confort casero : eso sin contar su insaciable necesidad de dar
periódicamente a las prensas sus escritos de política y de com¬
bate. Capaz de todos los heroísmos mentales
— — el campo del
pensamiento es su elemento predilecto no se siente sin embargo
con fuerza para pasar frío, para comer mal, para vestir con
desaliño.
Ha ganado en Chile bastante dinero con su profesión. Y
aunque la misión diplomática le ha privado de parte de esos
recursos, conserva sin embargo algunos fondos. Sus apoderados
le giran el importe de los arriendos de su quinta. En Francia la
vida es barata; ya no tiene obligaciones sociales. Su dinero le
produce una pequeña renta y él se ayuda gestionando negocios
en Europa por cuenta de importantes empresas de la Argentina.
¿Ha ejercido la abogacía en Francia? Cierta tradición oral así
lo afirma : nada autoriza a creerlo. Pero aun sin consagrarse a la
actividad forense, su patrimonio se acrecienta lentamente mien¬
tras su finca de Chile quintuplica su valor. Antes de. salir de
Valparaíso hizo su primer testamento, que quedó encerrado en
la caja de hierro de la quinta. El segundo, datado en París en
1869, es no solamente un inventario de sus bienes, sino también
de sus afectos. Lo hace encontrándose en perfecta salud y sola¬
mente por un acto de “mera prudencia”. En esa expresión de
voluntad recuerda en primer término a su hermana Tránsito: a
ella le deja cinco mil pesos fuertes. Inmediatamente viene Ma-

181

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Enrique P o p o l i s i a
nud. “mi pariente*', quien en fondos públicos nacionales del seis
por ciento recibirá diez mil pesos fuertes. Luego siguen los

— —
amigos : si viviese algún hijo del doctor Cañé Miguel Cañé
había muerto en 1863 dos mil pesos fuertes, “si tuviese la bon¬
dad de admitirlos como un débil testimonio de mi inalterable
reconocimiento por la paternal hospitalidad que debí en Buenos
Aires a la ilustre familia de Andrade. a que perteneció el doctor
Cañé, mi amigo y benefactor’’, Al doctor José C. Borbón "en
reconocimiento de preciosos servicios”, su reloj cronómetro de
bolsillo, de la fábrica French, de Londres; al doctor D. Fran¬
cisco Javier Villanueva; una caja que contiene su servicio de
mesa de plata labrada. “Si la señora doña Jesús Muñoz, de
Valparaíso, no tuviese inconveniente por su estado, que no co¬
nozco, en recibir un testimonio de respetuosa amistad de mi
parte, mi albacea se servirá entregarle el modesto legado que
me permito dejarle de tres mil pesos fuertes.” Sus libros profe¬
sionales guardados en Chile en poder del doctor Villanueva serán
para el hijo de este amigo que se hubiere dedicado a la aboga¬
cía; y los que tiene en París, encajonados, para la Biblioteca
Pública que existe o se forme en Tucumán, “mi querida ciudad
nativa”. Designa ejecutor testamentario "al que tiene toda mi
confianza en vida, mi honrado y buen amigo el señor D. Pablo
Gil”, a quien lega dos grandes barricas conteniendo sus cristales
ingleses de mesa y a quien suplica recibir con su “reconocimiento
anticipado un cinco por ciento de comisión por lo que tenga que
realizar para cumplir este testamento”.
¿De qué bienes se dispone para atender los legados? Alberdi
los enumera con el minucioso cuidado de un hombre de leyes.
Ellos son: la casa quinta de Valparaíso, “libre de todo grava¬
men”; ppos cinco mil pesos fuertes en poder del doctor Villa-
nueva; una barra de la mina Aria de Agua Amarga, en el
Huasco, Chile; veintitrés mil pesos en fondos públicos del seis
por ciento a cargo del banquero Gil y siete mil pesos fuertes que
aún Je adeuda la República Argentina por sus sueldos atrasados ;
por último, sus muebles existentes en Europa.
Tres grandes amigos ha tenido Alberdi en la juventud:
Echeverría el sapiente, Gutiérrez el íntimo y Cañé el caballero.

782
A l b c r d i

Echeverría muere en 1851 ; Cañé en 1863 ; sólo? sobrevive Gu¬


tiérrez, por quien Alberdi ha sentido en la mocedad “una admi¬
ración apasionada”. ¿Por qué no le recuerda en su testamento
con un modesto legado de un par de miles de pesos, en prueba
de afecto, cuando deja tres mil a una señora Jesús Muñoz, de
quien ya ni noticias tiene, y lega dos mil a un hijo de Cañé cuyo
nombre ni siquiera conoce?
El dinero es lo de menos; pero el legado en este caso sim¬
boliza afecto y gratitud. Miguel Cañé, caballero del amor y de
la amistad, gran señor, altivo sin insolencia, prudente pero firme,
habíase batido bravamente en la prensa en defensa del amigo
calumniado y asusente, mientras Juan María guardaba silencio.
El desencanto de Alberdi debe de haber sido muy hondo.

183

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_ XIX , •

JUAN BAUTISTA ALBERDI EN ZAPATILLAS '


Un retrato de medio busto, obtenido en París hacia 1870,
nos muestra un Alberdi distinto del que han popularizado sus
fotografías más difundidas. Le vemos allí con la frente ya in¬
vadida por la calvicie mientras los cabellos, todavía abundantes
más atrás de las sienes y partidos por una raya a la derecha, caen
en dos grandes mechones, negros aún, cubriéndole la parte su¬
perior de las orejas. La mirada parece haberse endurecido; lleva
bigote mediano y mosca a la moda de la época. No tiene pro¬
fundas arrugas o el retoque fotográfico las disimula; la nariz,
más que mediana, da a su fisonomía cierta fuerza que armoniza
con los grandes ojos sombreados por cejas espesas.
Alberdi, a los sesenta años, representa la edad que tiene y
sigue siendo el hombre elegante de otros tiempos, no obstante su
mentada pobreza: lleva elegante chaqueta con vuelta de ter¬
ciopelo sobre el cuello, anchas solapas altas por donde escapa
sedosa corbata rodeando el almidonado cuello abierto.
Del retrato emana ese aire de distinción y pulcro cuidado
que han observado sus contemporáneos y que notará todavía,
algunos años después, aquel extraño espécimen de dandy extra¬
vagante que se llamó Lucio V. Mansilla.
Ése es el Alberdi de El crimen de la guerra, el de Peregri¬
nación de luz del día, el de otros escritos menores que aún,
hasta los días postreros, seguirán ejerciendo su influencia pode¬
rosa “desde el Arroyo del Medio hasta Jujuy”. Es el Alberdi
que vive en París o en Saint André de Fontenay; es el Alberdi

184
A l b e r d i
definitivamente arraigado en Francia, el amo de Angelina Mar¬
garita y el protector de papá Dauje.
Vive a ratos en la aldea de Normandía donde tiene su casa
y a ratos en París donde alquila dos piezas en cualquier hotel
de segundo orden. A veces también se le encuentra en las calles
de Londres, o de Bruselas, adonde va por alguna gestión, gene¬
ralmente encomendada por firmas comerciales de la Argentina.
Su salud es buena; los años apenas han aminorado su ape¬
tito. Pero ya no come de ordinario “como un buitre”. Las
proezas gastronómicas del Benjamín Hort son algo muy lejano
que sólo queda en su cuaderno de viaje.
Como sigue siendo el hombre minucioso, el incansable guar¬
dador de papeles y papeluchos, que conserva por igual una cana
de Bernardino Rivadavia y la factura de una maleta que compró
en nueva York quince años antes, por sus cuentas de restaurant
podemos comprobar que dista mucho de vivir como un asceta.
Hay varias de 1874. En el Hotel de Saint Petersbourg le sirven
salmón, pudding, queso : sin duda aquel día se halla a dieta. Esta
otra del Hotel de la Gran Bretaña y del Continente denota
mejor disposición: sopa de tapioca, solé frito, gatean, camcm-
bcrt, Médoc. Pero donde su apetito recuerda un poco los tiem¬
pos mozos es en el Hotel de Deux Mondes et d’Anglaterre,
nombre en consonancia por su vastedad con el menú que sigue
y que corresponde a cierto día del mes de mayo de 1874: con¬
somé, soiiflc, filet, cótclctte, biscuits, Saint Emilión, Porto. Iba
a cumplir sesenta y cuatro años.
Alberdi, poco dado a ninguna sujeción, no tolera la tiranía
de las listas confeccionadas de antemano; él siempre come “a
la carta”. Y cuando le cobran más de lo justo, marca la fac¬
tura mediante un signo por demás sugerente: una manecilla
cuyo índice señala, acusador y amenazante, el punto preciso
donde se ha excedido el hotelero.
En Saint André de Fontenay, gente sencilla y buena se
esfuerza por hacerle la vida grata: Angelina Margarita Dauje,


su criada; Gastón Soudron, sobrino de Angelina; Monsieur

Dauje el bueno de papá Dauje , madame Blanche de Levas-
..
seur. Todos le quieren apasionadamente.

1S5

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Enrique Popolisio
Angelina no es una simple sirvienta. Especie de ama de lla¬
ves, lleva la contabilidad casera, que luego supervisará el autor
de las Bases : naurriture, comprendidos vinos de Oporto, de Bur¬
deos, Fine Champaigne ; lavandera, nueve gollettes de azúcar y
éclairage: 112 francos exactamente desde el i: de septiembre
hasta el 16 de octubre,
— —
Canu Atix Caves de la rite de Bourgogne es el proveedor
de vinos: diez y ocho francos pos seis botellas de Jerez. Las
frutas, las verduras, los dulces, valen poco o vienen de regalo.
¡ Qué barata es la vida en Saint André !
Poco a poco, con amor, ha ido arreglando la casa de Ja
granja. El comedor es grande: una mesa para doce personas
ocupa el centro ; tiene cristalero repleto de buena vajilla y exce¬
lente platería; varias sillas de nogal y un aparador completan
el moblaje de la habitación.
Amplia cama de jacarandá, con baldoquín, mesa de luz y
cómoda de palisandro, canapé forrado de damasco, algunas sillas
y un lavabo de jacarandá componen el dormitorio.
La biblioteca es rica en obras de los civilistas franceses;
tiene escritorio y papelera de caoba. Un piano Erard nos dice
que aun en la vejez y en el destierro jamás olvida su afición
por la música; una mesita redonda y dos escritorios más, se
diseminan por la casa, llena de buenas alfombras y de los cor¬
tinados de rigor.
Cuatro manteles y veinte servilletas de hilo forman el grueso
del ajuar doméstico. La amplia cocina campesina está bien
pertrechada de ollas y cacerolas, doce repasadores de hilo, el
molinillo de café. .. Alberdi, solterón incurable, ama las mina¬
das caseras, como la mejor de las dueñas de casa. Ningún deta¬
lle de confort o de orden falta en su hogar, ni siquiera un inven¬
tario de los muebles con su costo respectivo: 250 francos le
costó la cómoda de palisandro; 1.600 el piano; 755 el canapé. . .
En la soledad de Saint André encuentra por algún tiempo la
paz. Pero sus sueños se turban a menudo con la presencia de
sus enemigos, que llegan a obsesionarlo. Lo consignará en sus
papeles : “anoche soñé que Mitre. . .” Se comprende cóma el pen¬
sador acorralado haya postergado año tras año su regreso.

186
A l b c r d i
Todo es simple y beatífico en el pueblecito normando. A la vez,
cerca y lejos de París; por el camino de hierro las distancias ¿e
acortan. La paz y el bullicio; la tranquilidad y el trajín. Todo
eso conviene al exilado para su trabajo y para su salud. Pues
él no es hombre de vivir en la absoluta soledad demasiado lar¬
go tiempo. El cambio periódico; la variedad de ambiente y
panorama es lo que le preserva del splcen, su enemigo mortal,
que a veces logra filtrarse a través de su siempre laboriosa
existencia.

1S7

I:
Escapeado con CamScanner
XX
i
COMO EL AVE FENIX i

Y a! considerarlo así, tan despojado


del poder político, ausente siempre del
país, uno se asombra más de la influen¬
cia que entre nosotros ejerció...

Ricardo Rojas, Los Proscriptos.

"Son las seis de la tarde del 12 de febrero de 1877, aniversa¬


rio de la batalla de Chacabuco; venimos de la plaza de la Aduana
de Valparaíso, donde en medio del mayor entusiasmo y de una
fiesta solemne acaba de inaugurarse la estatua a Guillermo
Whcclwright. En esta ocasión, no hemos podido menos que
acordarnos del biógrafo y antiguo amigo de Chile, a quien hemos
creído un deber enviar un afectuoso saludo."
Ante esa misiva, firmada por el presidente Pinto y su mi¬
nistro Amunátegui, el desterrado, casi septuagenario, debe de
haber evocado, con nostalgia llorosa, sus gloriosos treinta y cinco
años, tan lejanos ya; su llegada a Chile, los primeros pasos en
el país extraño; la breve estada en Concepción, aquella pieza
grande y destartalada de la Secretaría, donde el frío se filtraba
a través de todas las rendijas. Luego la capital y por fin Valpa¬
raíso... La defensa de El Mercurio, la de Pastor Peña, la con¬
sideración y el respeto general, la prosperidad material, los
amigos, su casa del Estero. . .
¡ La casa del Estero ! El año anterior, una terrible inunda¬
ción habíala casi cubierto con sus aguas, que invadieron todas
las habitaciones causando grandes perjuicios. La pared exterior

188
A l b e r d i

se derrumbó y todo el jardín y terreno contiguo quedó “emban¬


cado” con ripio hasta más de un metro de altura; los baúles,
conteniendo ropas y libros, fueron retirados “en el más deplo¬
rable estado".
El busto del señor Rivadavia fué derribado por un temblor,
y se fracturó el basamento, pero no el rostro. Lo mismo pasó
con el cuadro del general San Martín, cuyo vidrio se rompió. . .
Una tras otra, lentamente, a través de los meses, de los años,
las cartas de los amigos le van trayendo noticias. El busto del
señor Rivadavia ; el cuadro del general San Martín . .. Como si
los viera... Recordaba todo con precisión nítida; los treinta y
cinco años habian hecho su efecto sobre las cosas, pero esas cosas,
para él, permanecían siempre iguales. Apenas las noticias, como
pinceladas, le permitían modificarlas parcialmente. Asi, ahora
veía el busto del señor Rivadavia con el basamento fracturado,
y el cuadro del general San Martín con el vidrio roto, pero lo
demás continuaba inmutable. Difícil le fuera imaginar las pa¬
redes de la quinta de otro color que como las dejara; ni la
muralla exterior en otra forma que cuando partió.
Recordaba la vida apacible, el clima benigno, los días solea¬
dos y tibios del invierno; las tertulias con amigos, los fieles
criados, las andanzas por el tribunal ...
Hasta ahora sólo se han acordado do él los íntimos. ¿Por
qué, inesperadamente, el presidente Pinto y su ministro Amuná-
tegui. .. ? ¿ Será posible que todavía. .. ?
Su espíritu quiere rechazar algo que se impone con fuerte

— —
lógica. Pues es evidente que su prestigiq intelectual a pesar
del tiempo y de la distancia actúa e influye poderosamente;
pero aunque todos leen y conocen sus escritos, la persona del
pensador parece muerta para los. más de sus contemporáneos.
Sin embargo, en ese año 1877, muchos comenzarán a inte¬
resarse por el Alberdi viviente; dejarán de considerarle un sím¬
bolo; querrán verle, oírle, conocerle. En general, se considera
que se le ha tratado con justicia cruel.
Fechada pocos meses después, desde Mendoza, le llegará una
nota cordial y consoladora, subscripta por más de sesenta pro¬
hombres de esa ciudad; una nota saturada de cierto aire de
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Enrique Popolizio

contricción y de arrepentimiento por el recuerdo demasiado


tardío.
Que vuelva, que vuelva a la patria Alberdi, es lo que piden ,|
los mendocinos. En momentos,' de ofuscación, le dicen, los hom¬
bres y la sociedad cometen injusticias con sus benefactores; pero
en estos actos no hay perversidad sino momentáneo desconoci¬
miento de la verdad debido al influjo de las pasiones: “Ud. ha
sido la guia luminosa que tuvo el pueblo argentino cuando salió
de la dictadura... Ud. le ha acompañado con benevolencia cor¬
..
dial en su vía crucis, de cinco lustros . Ud. debe trasladarse ,
al suelo de la patria para sembrar en el terreno abonado por
tantos desengaños”. I
¿Teme Alberdi aim ser víctima de persecuciones? Los pro¬
hombres mendocinos no creen que ellas puedan producirse más ;
pero llegado ese caso desgraciado, le piden un sacrificio toda¬
vía, que sería “el estímulo más enérgico que podrían recibir las
buenas ideas”; y en tal caso, siendo Alberdi “una de las glorias
más puras de la Nación, no haría otra cosa que entregarse a
quien se debe”.
Otra nota, firmada por más de doscientos ciudadanos de
Córdoba, hombres eminentes del foro y de la política local, y
aun nacional, le llega a principios del año siguiente. Es más
extensa que la de Mendoza. La injusticia de sus compatriotas,
el olvido momentáneo, son el comentario inicial de esa comuni¬
cación al ciudadano cuya ilustración y cuyos escritos “honran
sobremanera al país de su nacimiento”.
Los cordobeses recuerdan, luego que Alberdi es considerado
"el primero y más fiel expositor de los principios del gobierno
libre”; que en sus escritos han adquirido las primeras nociones
de derecho constitucional los hombres públicos que a la sazón
figuran en la administración; y, puesto que el orden parece
afianzado merced a las ideas de conciliación y de tolerancia pro¬
clamadas por el gobierno nacional, creen que ha llegado el mo¬
mento de regresar a la patria sin temor.
“Venid, pues, en buena hora, a recibir los testimonios de
nuestra simpatía y. el homenaje de nuestra gratitud, a que por

muchos títulos sois acreedor...” exhórtanle los firmantes.

190
Alberdi
Y a la nota de Córdoba, sigue una de Salta. Alberdi está
maravillado. ¿Cómo explicarse esta resurrección de su prestigio?
Los saltcños, como los mendocinos y los cordobeses, repiten coa
distintas palabras idénticas ideas: “La República Argentina ha
tenido en vos, doctor Alberdi, uno de los hombres que más po¬
derosamente han contribuido a su gloria y a su honor, así por
la merecida celebridad de vuestro nombre en los países extran¬
jeros, como por los servicios de positiva utilidad, que desde <1
principio de vuestra vida pública, habéis venido prestándole a
aquella. . .”
Rememoran la injusticia y el destierro; encomian al “verda¬
dero redactor de la Constitución”; aluden al momento de paz

porque atraviesa la República : "Sí, doctor Alberdi concluyen

venid cuanto antes a recibir el homenaje de nuestras simpatías,
a escuchar nuestra voz de desagravio, pronta a levantarse...”
Y sus comprovincianos, le eligen diputado al Congreso de
la Nación. La elección, "que no tiene el menor defecto legal”,
ha sido aceptada por todos sin una protesta. No puede ser de
otro modo ya que, aunque sea duro decirlo, “es la primera vez
que triunfa en los comicios, una candidatura que no tiene en su
apoyo más mérito que el talento del candidato, contra las medio¬
cridades que comúnmente escalan estos altos puestos”; Alberdi
puede estar persuadido de que su diploma será aceptado sin
reparos por el Congreso de la Nación, pues “la provincia en
masa ha hecho su elección”. Y si ella no implica necesariamente
— —
un honor agregan es al menos un acto de justicia tributado
al “primer estadista argentino”.
Pero si el prestigio de Alberdi no ha muerto, todo su entu¬
siasmo de la juventud y aún de la madurez se ha disipado ya.
Las comunicaciones recibidas le emocionan, sin duda, hasta le
halagan ; pero no son capaces de galvanizarle, de devolverle su
ya extinguido dinamismo. A los sesenta y siete años, los sueños
de la mocedad, no cumplidos a su tiempo, le dejan casi indife¬
rente. No gusta de la vida pública; no es el amado de las mul¬
titudes; no sabe, como Mitre, arengar al pueblo, ni, como Sar¬
miento, enfrentarlo. Es solamente un hombre de estudio, de
trabajo, de gabinete.

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Enrique Popolizio
¿Qué va a hacer ahora en su patria? Se encuentra viejo y
cansado; ya ha dado todo lo que tiene. Además, su salud no
está del todo buena para largos viajes, emociones y traqueteos.
“Estoy convalesciente de un ataque grave que he sufrido en
——
estos días, perdiendo alguna sangre del pulmón le escribe a su
sobrino Guillermo Aráoz el 17 de junio de 1878 . El médico
a quien consulté al día siguiente de la noche del 4 en que tuvo
lugar, me ordenó salir inmediatamente al campo, y dejé París
al día siguiente. Durante el viaje tuve un nuevo ataque, pero
no por eso dejé de seguir hasta este lugar (Saint André), donde
sólo el influjo del clima y los cuidados, imposibles en un hotel
de París, han bastado para restablecerme en mi salud ordi¬
naria.”
En la Argentina han reeditado sus folletos de combate de
los días de la guerra del Paraguay. Esto puede perjudicar su

posición. “Por supuesto le escribe a Guillermo Aráoz que

las personas de sus editores no me dejan duda de la generosa
intención hacia mí, por su calidad de amigos y parientes. Pero,
¿por qué ha salido anónima la edición? ¿No deja eso pensar
que la responsabilidad es mía? Yo no la temía cuando publiqué
esos escritos en tiempos de lucha. Pero no me atrevería a asu¬
mirla en una época de conciliación y olvido de lo pasado...
Acabo de saber, por ejemplo, que el otro día, Sarmiento, a una
visita que recibió en su isla, le habló contra mí, como un energú¬
meno, sobre mi conducta en la guerra del Paraguay.”
Por pedido especialísimo de Manuelita Rosas, el general Lucio
V. Mansilla le visita en París. El desterrado, que a pesar de
su amargura sigue siendo hombre muy sociable, invita al gene¬
ral a comer en el hotel donde vive, modesto albergue donde
ocupa dos cuartos que dan a la calle, “una calle tan triste
como él”.
“Traiga Ud. a su niña, le dice, así estaremos mejor; la
mujer adoma la mesa; luego, la señorita es tan inteligente que
no nos molestará.”
Los sirvientes, observa Mansilla, le atienden con especial
deferencia. Pero el anciano apenas prueba bocado y sólo bebe

192
A l b e r d i

agua de Vichy. Hállase visiblemente desmejorado; es tan sólo


algo así como "un cartílago nervioso”.
Sin embargo, su ruina física, no le impide agasajar a los
huéspedes, y en especial a la señorita de Mansilla, una niña aún,
“con exquisita cortesanía, como si fuera una señora hecha ya”.
El sobrino de Rosas, le ve envuelto “en una atmósfera de
inquietud y de timidez constantes, una inquietud parecida a
cierto temor de no ser bien interpretado en sus expansiones
comprimidas. .. Una idea lo dominaba, no podía ocultarlo; y a
ella volvía y volvía a cada paso, llevando la mano hasta rozar y
acomodar una mecha abundante de lacio cabello, pertinaz, que
medio ocultándola caía persistente sobre la frente marchita y
rugosa ya. .. Su obsesión era Buenos Aires... Quería volver;
temía...” '
Aquella es la imagen que recoge el general Mansilla; hay
otro Alberdi, empero; que él no puede conocer. Es el ser lleno
de vida interior que sólo se abre plenamente frente a una cuar¬
tilla dispuesta a recibir sus confidencias y comprometida de
antemano a no divulgarlas. Porque son las confidencias de sus
pasiones, y el hombre de las Quillotanas se avergüenza ahora de
confesarlas en público; una especie de pudor le impele a guar¬
darlas como cosa desdorosa.
Día a día llena apretadas resmas que no piensa publicar; que,
más aún, prohíbe a su albacea dar a conocer. Esos papeles verán
la luz, sin embargo, convertidos en parte de los diez y seis
gruesos volúmenes de sus Escritos Póstumos.
Ellos nos muestran en el septuagenario unos bríos insospe¬
chados, pasiones indomadas, odios violentos. Las injurias reci¬
bidas no se borran de su alma ni en los años postreros: difícil
le será perdonar a Mitre y a Sarmiento el haberle arrojado de
la comunidad argentina.
El general Mansilla le incita a retornar, procurando combatir

sus temores. “ Vaya usted, señor, sin miedo, le dice. Los por¬
teños no somos malos, somos gritones y olvidadizos, nada más”.
Y le da cartas para Dardo Rocha, para Aristóbulo del Valle,
para otros amigos políticos. La idea comienza a abrirse impe¬
tuosamente paso en el espirita de Alberdi. Retoma a Saint

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Enrique Popolisic
Andró; duda aún. Al fin, se decide. Ordena sus cosas, se
despide de la familia Dauje y se marcha a París para arreglar
los últimos detalles.
Su mentalidad inquieta, sus hábitos de análisis, su imagina¬
ción exaltada, le sumergen todavía en un maremágnum de cavi¬
laciones, dudas y temores; pero la resolución tan lentamente
madurada es definitiva y no se volverá atrás.
Le quedan algunos dias antes de emprender la gran aventu¬
ra; días compartidos con el banquero Gil y su amigo Thóodore
Mannequin. Con cierta frecuencia le llegan cartas y regalos de
Normandía.
Los Dauje, esa familia francesa a la que está unido mucho

——
más estrechamente que a la propia, no deja de recordarle. “Que
la distancia no pueda romper la amistad, ni aún aminorarla le
escribe entre familiar y solemne su criada Angelina Margarita ;
ella jamás me impedirá pensar que Ud. es el benefactor de mi
familia y el mío. . . Papá Dauje llora como un niño.”
Y poco después, la pobre pieza del hotel se alegra con ador¬
nos fragantes que vienen desde Saint Andró; regalos humildes
y cordiales de esa buena gente: una canasta de frutas. Son
fresas y cerezas del jardín y también algunas botellas de vino.

A bordo del Cotopaxi, paquete inglés que se dirige a Chile


y que hará escala en Montevideo, Juan Bautista Alberdi, diputa¬
do nacional, se encamina a la patria para ocupar un puesto
público por segunda vez en su vida.
La República se halla gobernada en esos momentos por Ni¬
colás Avellaneda, humanísimo, ilustrado, ágil y curioso espíritu,
digno hijo de Marco, el mártir de Metán.
¡ Marco Avellaneda ! Le recuerda muy bien ; y frente al
mar, acodado sobre la borda del navio, debe de haberlo evocado
en su esperanzada juventud, cuarenta y cinco años atrás: pe¬
queño de estatura, tan pequeño como el mismo Alberdi, ardiente,
sediento de acción, contenidos sus entusiasmos por la infinita
pequeñez del escenario local.
Y luego, en la faz diaria y jocosa: acompañándole a orga¬
nizar el baile del 25 de Mayo, en Córdoba; marchando después

194
A l b e r d i
en diligencia hasta Tucumán mientras Mariano Fragueiro tra¬
ducía del inglés, entre barquinazo y barquinazo, el libro de un
viajero británico ; por fin, en las innumerables cartas cambiadas
hasta poco antes de la muerte del infortunado amigo
Uno a uno, fatalmente, casi todos los camaradas de la ju¬
ventud han ido desapareciendo. Gutiérrez fué el último, hace
algo más de un año. Murió repentinamente; sobre su mesa de
trabajo se halló, inconclusa, una carta dirigida a este viajero
que le consagró una biografía rebosante de pasión política y en
la que trazaba muy comprometedores paralelos.
Juan Bautista Alberdi va a encontrar en Buenos Aires
pocos rostros conocidos.

195

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XXI

EL REGRESO

En la primera quincena de septiembre el Cotopa.ri llega a


Montevideo. Alberdi había salido de la ciudad en los días del
sitio, treinta y seis años antes. Vuelve ya muy viejo de cuerpo
y de aliña, bastante desencantado, soltero como entonces y más
solo y triste que nunca. Apenas le reanima la idea de regresar
a Buenos Aires.
En el Uruguay encuentra todavía afecto y atenciones. Y se
aloja en una casa que le trae dulces recuerdos de juventud: la
de Mariquita Sánchez. Lo recuerda muy bien. .. Fue en 1843.
Después de la fiesta, confundido con un grupo de marinos fran¬
ceses, él y Gutiérrez pasaron a una fragata de guerra; desde
allí no les resultó difícil el trasbordo a El Edén.
¡Cuántos cambios desde entonces! Rivera, el amo de aquel
tiempo, habia muerto; Mariquita Sánchez, la buena hada, tam¬
bién. Gutiérrez, Echeverría, Cañé tampoco eran ya de este
mundo. Ahora gobierna el Uruguay el dictador Lorenzo Latorre,
raro ejemplar de mandón que le presenta sus saludos por inter-
pósit^ persona. El presidente del Senado también le acompaña
y agasaja. Y el Club Oriental, persuadido de la importancia d:
su personalidad intelectual y política, le recibe como socio tran¬
seúnte.
Apenas puede descansar, él que está tan fatigado y tan viejo.
Y mientras espera el vapor de la carrera que ha de llevarle a
Buenos Aires, le aflige una noticia desalentadora que ha cono¬
cido apenas desembarcado en Montevideo : la política de esos

196
Alberdi
días, confusa y tortuosa, ha llevado a Sarmiento al Ministerio
del Interior. ¡ Otra vez en el poder ese enemigo que él considera
implacable! Su sensibilidad y su imaginación, exaltada como a
los veinte años, le hacen soñar peligros inauditos.
Una lluvia pertinaz pone en la ciudad tonos de color ceniza.
Alberdi pasa las horas que los visitantes le dejan libre leyendo
los periódicos. La Pampa comenta su venida así : “Flaco servi¬
cio ha hecho el presidente Avellaneda a Alberdi nombrando a
Sarmiento ministro. Alberdi no quería venir al país mientras
Sarmiento tuviera poder y mando, porque sabía que la envidia
de este hombre no le dejaría tranquilo. Costó mucho arrancar
a! doctor Alberdi de París. Sólo cuando vió a Sarmiento des¬
pojado de toda influencia en el gobierno, se resolvió a venir.
No quería ser manoseado por su adversario. Ahora llega a
Montevideo y se enterará de que Sarmiento está de nuevo en el
poder”.
No, evidentemente: ir a Buenos Aires es la mayor de las im¬
prudencias. El anciano levanta del periódico sus ojos cansados
y los fija en la calle. Se queda mirando el agua que resbala sobre
los techos y cae por las gárgolas y canalones sobre las veredas
resbaladizas. Pero sus preocupaciones le obsesionan. Piensa que
lo más sensato es regresar de nuevo a Europa. Algunos visitan¬
tes le afirman que sus temores son exagerados ; Alberdi recapa¬
cita; da vueltas a sus argumentos, duda, fluctuando siempre
entre sus terribles indecisiones. Quizá tengan razón . .. Además,
el temporal se prolonga y no es posible moverse de Montevideo.
Por 'telégrafo, desde Buenos Aires, le llegan noticias contra¬
dictorias. Al fin la situación se despeja : Sarmiento se guardará
de molestarle; es más, está deseoso de un acercamiento con su
adversario de toda la vida. Borbón lo ha sabido gracias a los bue¬
nos oficios de un sobrino del flamante ministro, el joven Augus¬
to Belin Sarmiento, que se ha prestado a sondear a su terrible
tío.
Se reanuda el tráfico por el Río de la Plata, y Alberdi parte
en el vapor Júpiter, de la carrera, que le deja en Buenos Aires
a las siete de la mañana del 16 de septiembre.
Una comisión de recepción, constituida con bastante ante-
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E n r i q u e P o p o l i i o

rioridad, le da la bienvenida. Entre la concurrencia se halla don


Marcos Zorrilla, quien le saluda nada menos que en nombre del
ministro del Interior, “general” Sarmiento. Marco Avellaneda,
colega de diputación con Alberdi, lo hace en nombre de su her¬
mano, el presidente de la República.
Y en el puerto están también muchos hombres vinculados a
la política, al foro, al comercio y a la alta docencia, como del
Valle, Jerónimo Cortés, Dardo Rocha, Constante Santa María.
Por fin, los íntimos ...
El anciano lucha con su emoción; y cuando un desconocido
le abraza, no sabe qué decir. Es Patricio Ramos, su camarada
de juventud, ahora médico del puerto. Alberdi no le ha recono¬
cido ; pero al oír su nombre le dice :
— Debes de hallarme muy viejo.
Cambia con todos los cumplidos de estilo; y las atenciones
apenas le dejan asombrarse del maravilloso cambio acaecido en
la ciudad. Un muelle extensísimo facilita el tráfico marítimo;
atando salió, en 1838, era preciso internarse hasta dos millas
en el río para alcanzar los paquetes. La edificación alta abunda ;
las casas de tres y hasta cuatro pisos son ya numerosas en el
Buenos Aires de 1879. Aquello no es París, ciertamente, ni
mucho menos ; pero tampoco es la ciudad semicolonial de Rosas.
Su viejo y fiel Borbón le hace subir a su coche y le lleva
consigo. No puede consentir que, al menos por el momento, el
viajero vaya a parar a un hotel. Para eso hay tiempo. ¡Ha
estado en tantos hoteles Alberdi a lo largo de su vida de exilio
y celibato!
El coche toma por la calle Cangallo, dobla por la de Florida
y luego enfila directamente por Santa Fe hasta Callao, donde
dobla nuevamente hacia el norte; se detiene en la esquina de la
calle Larga de la Recoleta, frente al número 222, donde vive
Borbón.

— —
El proscripto está feliz. “Buenos Aires le escribe a Sa-
rratea me ha recibido del modo más galante y generoso y estoy
lleno de gusto de verme de nuevo en su seno, lamentando no
haber venido antes.” Encuentra extraordinarios cambios en la
patria. “Me ocupo exclusivamente en estudiar de nuevo a nues-

198
Alberdi
tro país, en su elemento más móvil y difícil de apreciar y conocer
de lejos: la sociedad, sus hombres, la nueva Buenos Aires, que
es realmente un nuevo mundo para mí.”
Entre tantas alegrías, ¿qué significa el romadizo que ha
contraído, más quizá por el cambio de vida que por el clima
mismo? Al día siguiente, hace su presentación en el Congreso
de la Nación. Llega al viejo edificio de la Plaza de Mayo poco
después de la una de la tarde. Presidirá la sesión el doctor
Manuel Quintana, que va a ser uno de los primeros en saludarle.
Poco después, el cuerpo es informado de que el diputado Al-
berdi se halla en antesalas y ha sido invitado a prestar juramen¬
to. La formalidad se cumple rápidamente y Alberdi queda in¬
corporado a la Cámara.
Se discute un tema pesado y tedioso : la ley de papel sellado
a regir el año próximo. Hacia las tres de la tarde, durante un
cuarto intermedio, Alberdi abandona el edificio con algunos
amigos. Cruza la calle y se encamina a la casa de Gobierno
para retribuir los saludos que le ha hecho llegar el presidente
Avellaneda. Y poco después se halla en el Ministerio del In¬
terior.
El “general” Sarmiento conversa en esos momentos con al¬
gunos amigos. El secretario anuncia la presencia de Alberdi;
calla entonces la voz del sanjuanino, que, como siempre, habla
en alta voz, esparciendo sus interjecciones características, sus
giros personalísimos ; callan todos oteando una escena memora¬
ble. A casi treinta años de la polémica se van a encontrar los
adversarios.
Cuando aparece en la puerta la pequeña silueta de Alberdi, el
“general”, de un salto, se precipita sobre el raquítico jurista, no
para destrozarlo, como pudo parecer por el ademán, sino para
abrazarlo estrechamente, hasta dejarlo casi sin respiración.
Le invita a sentarse; charlan, rememoran cosas del mundo
que ha quedado atrás. Y cuando va a retirarse, aparece en
escena D. Félix Frías, viejo amigo común desde los días de
Chile, el primero en defenderlo de los ataques de Sarmiento
cuando publicó su Memoria.
D. Félix, paralizado de asombro, advierte que Sarmiento es
%

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Enrique Popolizio

un niño grande, todo impulso y sentimiento e incapaz de odiar


verdaderamente a nadie; su gran defecto esi decir todo lo que
piensa cuando está pensando mal, es decir cuando se halla enco¬
lerizado, lo que le ocurre con excesiva frecuencia.
Mitre es de otra pasta. La reconciliación, empero, parece


realizarse a pesar de las viejas heridas. “El otro día escribe
Alberdi a un amigo en el entierro de nuestro pobre y querido
Posadas, nos encontramos con Mitre y cambiamos las expresio¬
nes más corteses y amistosas”. Pero pronto se va a convencer
de que Mitre no le ha perdonado sinceramente sus denuestos de
Grandes y pequeños hombres del Plata, ni su actitud cuando la
guerra del Paraguay.

A pesar de la situación política, cada vez más sombría, los


últimos meses del año de 1879 transcurren para Alberdi con
placidez. Los días son tibios; los árboles reverdecen. El an¬
ciano recorre viejos lugares y queda pasmado ante los cambios.
Esa calle de la Florida se ha puesto insoportable con su tránsito
ruidoso, sus vendedores bullangueros, el ir y venir de la gence
que pasea o hace sus compras.
Allí vivía Santiago Viola, el elegante petimetre de 1830, el
dueño de la envidiada biblioteca. ¡Pobre Viola! Tampoco es ya
de este mundo. Diez años antes, en el Ecuador, donde se ga¬
naba la vida como abogado, le había hecho fusilar García More¬
no. ¿Motivos? A los déspotas nunca les faltan. Viola atendía
profesionalmente los asuntos de un opositor del dictador; eso
era suficiente. Juan Antonio Gutiérrez corrió grave riesgo tra¬
tando de salvar al compatriota pero su temeridad fue estéril.
Viola murió estoicamente después de haber sido cruelmente mar¬
tirizado; hasta su último momento demostró “un valor de que
no le hubiera creído capaz”.
¡Cómo se ha transformado la vieja calle! Las confiterías
resplandecen; por todos lados hay miles de mecheros de gas.
Tiendas, sombrererías, cigarrerías, joyerías. . . De todo abunda.
Las señoras visten siguiendo las más recientes modas europeas ;
los caballeros no se quedan atrás, lucen vistosos bastones de
puno de oro y sujetan entre los dientes aromáticos habanos.

200
A l b e r d i
Al anochecer, el bullicio aumenta. ¡Qué cambio maravilloso
desde 1838 ! Aquello no es París, ni Londres, ni siquiera Bru¬
selas, pero de todos modos ...El muchacho que llegara en una
tropa de carretas en los tiempos del general Las Heras podrá
pronto, con la mayor comodidad, comunicarse con los amigos
en los barrios más distantes de la ciudad sin moverse de su
casa, porque el teléfono se está instalando ya. Las lámparas
portátiles y las bujías han sido sustituidas, desde muchos años
atrás, en todas las casas, por la luz azulada y, fuerte del gas.
Muchos coches de alquiler y tranvías facilitan los medios de
locomoción indispensables en la ciudad ya muy extendida.
Por la calle Larga se va a la Recoleta. Allí reposan viejos
amigos; mientras recorre los senderos enarenados Alberdi los
evoca sin llorar porque los viejos no lloran por los muertos.
El presidente Avellaneda le invita para el banquete que ten¬
drá lugar el jueves 23 de octubre en la casa de la calle Suipacha
n9 10. Se desea también contar con su presencia en la ceremonia
de la consagración del obispo de Córdoba, Fray Mamerto
Esquió, en la iglesia de San Francisco y en el almuerzo que se
servirá luego.
Mientras tanto, sus amigos de Francia tampoco le olvidan.
Mannequin, los Dauje, le escriben siempre. Angelina Margarita
se lamenta de que sus cartas tarden ahora un mes en llegar,
cuando antes, en veinticuatro horas, desde Normandía a París,
era posible comunicarse “con el querido doctor Alberdi". Por
eso tiene que escribirle con la necesaria anticipación para poder
desearle un feliz año 1880. En Saint André, pocas novedades:
la tía, siempre sufriente; la maestra de escuela ha tenido un
niño. “La tierra está enteramente cubierta de nieve y la vege¬
tación enterrada bajo ese blanco manto; el frío es muy riguroso
y yo os considero feliz de no tener que soportarlo.

201

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XXII

LA TORMENTA

— —
Los alumnos de la Facultad de Derecho de la que ha sido
designado miembro honorario quieren una conferencia del fa¬
moso Alberdi. ¿ Quién no ha oído hablar de él ? Además, el pro¬
fesor de Economía Poh'tica, D. Vicente Fidel López, se ha
referido muchas veces a este hombre extraordinario, a sus escri¬
tos, a sus talentos.
La colación de grados parece una oportunidad excelente.
Le entrevistan alumnos y profesores ; Alberdi no puede negarse.
El 24 de mayo de 1880 es la fecha fijada; la presencia del
anciano publicista despierta enorme curiosidad. Ver al hombre
que con sus libros, durante casi cincuenta años, ha hecho ha¬
blar, discutir; que ha motivado réplicas, ataques y alabanzas
desmedidas; que, rodeado de una desvaída sugestión de leyenda
vuelve por fin a la patria, no es espectáculo desdeñable. Van
a la conferencia los estudiantes y los curiosos; hombres y mu¬
jeres, viejos y jóvenes.
Alberdi jamás ha ocupado una cátedra. No es un profesor
en el sentido pedagógico del término. Está próximo a cumplir
los setenta años. Se halla encorvado, visiblemente achacoso, casi
calvo, blancas las sienes. Solamente impresiona como señal de
intensa vida interior sus ojos grandes y vivaces, un poco escon¬
didos por los párpados flácidos.
Es extraordinariamente pequeño; se pierde en el enorme
asiento oficial que ocupa. La ceremonia de la colación se des¬
arrolla de acuerdo a la rutina establecida; cuando llega el mo¬
mento de hablar, Alberdi se incorpora. Hace notar su escasa

202
A l b e r d i
voz; lo relativamente extenso del trabajo que ha preparado. ¿No
podría alguien leerlo por él?
Se encarga de eso el abogado Enrique García Merou, que
tiene buenos pulmones y es lector excelente; hay evidente ven¬
taja en la sustitución. La omnipotencia del Estado es la nega¬
ción de la libertad individual se intitula la disertación. Es pro¬
fesión de fe individualista desde el título hasta el último renglón.
Es síntesis del ideal de vida del autor que siempre ha entendido
que cada cual debe velar por sí mismo, que cada hombre sabe,
mejor que los demás, qué es lo que le conviene; y que si no
lo sabe, tanto peor para él . .. Implícita va la condenación de
toda incapacidad. Individualismo liberal puro, sin el más leve
colorido socialista. La doctrina expuesta se acomoda a las mil
maravillas con Ja propia idiosincrasia. Está de moda y no nece-
cita violar sus convicciones: “Las sociedades que esperan su
felicidad de la mano de sus gobiernos esperan una cosa que es
contraria a la naturaleza ... cada hombre tiene el encargo pro¬
videncial de su propio bienestar y. progreso, porque nadie puede


amar el engrandecimiento de otro...”


La omnipotencia de la patria es decir del Estado supone
necesariamente» y a corto plazo la muerte de las libertades pri¬
vadas. Y Alberdi ama la libertad, no de un modo platónico, sino
"de una manera material y positiva, para poseerla, aunque Ja
expresión escandalice a los que no la quieren sino para violar¬
la. . .” Esto no lo dice ahora; lo ha dicho antes y todos lo saben.
La patria de los modernos, aclara, no es la patria como la enten¬
dían los griegos y los romanos.
Sigue en parte a Fustel de Coulanges, lo que desilusiona a
muchos. Fustel es ya muy conocido aquí y se espera de Alberdi,
como por arte de birlibirloque, una obra magistral, otras Bases,
quizá otro Crimen de la guerra, o una réplica del Sistema eco¬
nómico y rentístico de la Confederación.
Alberdi por su parte ha creído menor el compromiso. Una
conferencia. Una simple conferencia. ¡ Se dicen tantas 1 La suya
es mejor que otras. Pero él es Alberdi y los oyentes se sienten
defraudados.
Y sus amigos políticos también, desde otro punto de vista,
203

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Enrique Popolizio

El país vive momentos difíciles; tiene una capital “prestada”,


Buenos Aires, que lo es en realidad de la provincia.

Cuando don Carlos Tejedor nuevo Valentín Alsina asu¬—
me la gobernación, califica al presidente de “simple huésped”.
Y las cosas no paran allí. Este hombre inflexible, seco y duro,
se atribuye en sus decretos y proclamas facultades expresamente
reservadas al gobierno federal. Sostiene que la Constitución es
un pacto; que las provincias pueden organizar fuerzas armadas
y ejercer la policía marítima ; se opone así, abiertamente, a una
ley nacional que ha prohibido los ejércitos provinciales.
El presidente le replica sosteniendo que “dentro de la na¬
ción, nada hay superior a la nación misma” ; que Buenos Aires,
como las otras provincias, debe someterse a las leyes nacionales.
Tejedor insiste en sus doctrinas ; su Legislatura vota cin¬
cuenta millones de pesos para comprar armas. Y ese mismo día,
los diputados cordobeses que llegan para incorporarse al Con¬
greso, son recibidos por sus adversarios en la Estación Retiro
con un diluvio de porotos y de harina, ante la mirada impasible
de la policía.
Próximo a terminar el período presidencial, tres partidos
hacen el juego político : el mitrista, que apoya la candidatura de
Tejedor ; el de los tejedoristas puros y el roquista.

— —
Al inaugurar las sesiones de su Legislatura primero de
mayo de 1880 Tejedor se declara, en un mensaje sensacional
e insólito, firmemente resuelto a resistir con todos los recursos
de su provincia a la candidatura de Roca, que para él es una
imposición de las provincias del Interior, que Buenos Aires está
en el deber patriótico de rechazar, so pena de humillación (Yofre,
El Congreso de Belgrano, pág. 45).
Desde abril, la Guardia Nacional de la provincia está prácti¬
camente movilizada. En la ciudad tiene Tejedor varios cuerpos:
Guardias de Cárceles, Rifleros, Defensores de Buenos Aires,
Voluntarios de la Boca. Estos batallones hacen ejercicios, reco¬
rren las calles a tambor batiente ; dan la impresión de un peligro
inminente, crean ansiedad, esparcen temor. Son los instrumen¬
tos de que se valdrán los tejedoristas para poner en práctica su
plan de intimidación.

204
A l b e r d i
Los roquistas proclaman su candidato en toda la República,


menos en Corrientes y en Buenos Aires ; en esta ciudad su comité

presidido por Dardo Rocha es asaltado por una pueblada
oficialista, quemados sus muebles, destruido su archivo. Los
amigos del general no pueden actuar en otra forma que por
acuerdos privados, en reuniones poco menos que secretas. Se
encuentran en la casa del diputado por Salta, don Victorino de
la Plaza, que vive en la calle Alsina esquina de Tacuarí ; allí
suele aparecer Alberdi, embanderado en los momentos iniciales
en la política de Roca. No hace otra cosa que mantenerse fiel
a su actitud tradicional de oposición al localismo bonaerense ; está
con su prédica de cuarenta años.
En el Congreso sucede algo extraordinario: desde las sesio¬
nes preparatorias, numerosos rifleros armados ocupan el lugar
destinado a la barra. Recinto de jurisdicción nacional, el presi¬
dente de la nación puede mandarlos expulsar en cualquier mo¬
mento, pero prefiere no hacerlo para evitar el choque sangrien¬
to. El cuerpo legislativo no tiene guardia de seguridad depen¬
diente directamente de sí.
Así delibera el Congreso, bajo el cañón de los remingtons.
El general Roca, encontrando en D. Manuel Quintana la nece¬
saria ecuanimidad, pide a sus amigos que le voten para la pre¬
sidencia de la Cámara. Pero Quintana, sin ser precisamente
tejedorista, ni mitrista, se halla incorporado a la alianza de
ambos partidos y bajo la presión del interés común, no podrá
sustraerse a la tentación de favorecer a sus amigos.
La presencia de los rifleros, las vejaciones, los golpes y los
— —
latigazos también los hubo , surten su efecto. La situación
se torna intolerable. Los diputados cordobeses Yofre y Sosa
deciden pedir garantías al presidente de la Nación y le visitan
en su casa de la calle Moreno. Avellaneda les escucha atenta¬
mente; luego, llevándoles al zaguán, adonde da la puerta de su
biblioteca, les dice mostrándoles uno agujeros que hay en las
paredes: “Son las balas que días pasados tiraron los rifleros
sobre mi casa”. Y conduciéndoles hasta el umbral de la puerta
de calle, les señala el vigilante de servicio en la bocacalle : “Sobre
aquel vigilante, les dice, el presidente de la República no tiene

205

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Enrique P o p o l i 2 i o

autoridad alguna”. La entrevista termina con estas palabras


desconsoladoras: “Yo no puedo defenderlos; cada uno de uste¬
des garantícese como pueda”.
¿Es realmente así? El presidente dispone del ejército nacio¬
nal ; tiene a sus órdenes la escuadra y la marinería ; pero “está
dominado por la pasión de la paz” y a ella sacrifica su autoridad
y su prestigio.
Su política parece contradictoria y vacilante; antes de la
llegada de los diputados había escrito: “No se atentará contra
la libertad de Congreso, y si esta seguridad del patriotismo
resultase equivocada, el deber será cumplido hasta el fin”.
“El deber será cumplido hasta el fin...” Sólo más tarde,
agotada toda esperanza, se decidirá a hacerlo. Avellaneda, pre¬
sidente de cuarenta y dos años, tiene la prudencia y* la calma
de un anciano; el viejo Tejedor no puede comprender estas
cosas y se siente envalentonado.
En la Cámara de Diputados comienzan las maniobras para
anular la mayoría roquista. El presidente del cuerpo, D. Manuel
Quintana, defrauda las esperanzas de imparcialidad en que
confiara el general Roca. Forma la Comisión de Poderes en¬
cargada de opinar acerca de la validez de las elecciones última¬
mente practicadas dando mayoría a sus amigos. Y la Comisión
aconseja la aprobación de los comicios de Buenos Aires, Cata-
marca, Corrientes, Mendoza, La Rioja, Salta, San Juan, San
Luis, Santiago del Estero y Tucumán. En cuanto a Córdoba,
Entre Ríos y Santa Fe, sugiere que la Cámara se pronuncie ul
respecto en sesiones ordinarias.
- ¿Qué significa esto? Nada menos que declarar en excelentes
condiciones electorales a Buenos Aires, en abierta rebelión
contra la nación, con sus fuerzas movilizadas y cuya Legis¬
latura ha votado cincuenta millones de pesos para la compra
de armamentos; negando tal calificación a Córdoba y a Santa
Fe por haber tenido que soportar sendas revoluciones tejedo-
ristas, prontamente sofocadas, empero. El despacho de la mino¬
ría aconseja la aprobación de las elecciones realizadas en todas
las provincias.
Se dan a conocer sensacionales telegramas de los goberna-

206
[ A l b e r d i
dores de Santa Fe y de Entre Ríos; la agitación crece. Hay
pública conciencia de la arbitrariedad.
Cuando se van a votar los despachos, se producen ásperos
i debates. El diputado Absalón Rojas hace moción en el sentido
de que se discuta primero el despacho de la1 minoría; esto sor¬
prende y desconcierta a los tejedoristas, que se oponen viva¬
mente. Votada la moción, resulta triunfante. Sus adversarios
no pueden acabar de creerlo; piden la rectificación de la vota¬
ción, que se hace ahora en forma nominal. El resultado es
idéntico. Revela, sin embargo, una cosa sorprendente: al lado

sus más despiadados enemigos


— —
de Mitre, de Rufino de Elizalde, de José María Gutiérrez so.i
se encuentra Juan Bautista
Alberdi. Sus correligionarios poliicos quedan atónitos.
Los roquistas han ganado; pero sus adversarios no hacen
juego lea!. Y entonces el recinto del Congreso presencia escenas
tragicómicas que el Diario de Sesiones ignora voluntariamente.
El diputado correntino Rivera, convulsionado por la ira, des¬
cubre el íntimo sentir de su partido mediante una imputación
por demás sorprendente en un recinto parlamentario: acusa a
los roquistas de quererlos vencer “con la fuerza del número”.
Y a la fuerza del número opone la fuerza de la fuerza. Se
pone de pie y grita a los rifleros de la barra : “Ya es tiempo”.
Los rifleros entonces levantan sus armas en actitud de hacer
fuego sobre los roquistas. Entonces los diputados juegan a las
escondidas. Los tejedoristas se apartan de sus adversarios y
éstos, a su vez, procuran entremezclarse con ellos. Ambos sec¬
tores, movidos por el instinto de conservación, se agitan en un
movimiento pendular que al fin contiene el diputado Mitre
saltando sobre la mesa del presidente y gritando a su vez a
los rifleros: “¡No es tiempo todavía!”
La serenidad de este hombre frío salva muchas vidas y
evita un crimen escandaloso. Hace inmediatamente moción
para que se levante la sesión. El presidente Quintana, prescin-
, diendo de la votación de reglamento, así lo dispone y abandona
su sitial. Se generaliza el tumulto. El populacho insulta y silba
a los roquistas y a los diputados porteños que han votado con

207

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Enrique Popo lisio

ellos. Y la victoria se convierte en derrota (F. Yofre, El Con-


greso de Bclgrano, pág. 76). |i
*
'

El hombre que ha presenciado las sesiones del Parlamento


Británico, que frecuentado el Palacio Borbón, el viejo y en¬
tristecido Alberdi, no está hecho para estas cosas. Ha huido
de la violencia donde la ha encontrado; eso le ha retenido en el
extranjero. Debe renunciar, alejarse de la turbulenta vida pú¬
blica argentina. Pero no lo hace porque su debilitada voluntad
no le permite tomar ninguna decisión.
No es, empero, él solo el medroso. En la noche de aquella
jomada vergonzosa, los roquistas se reúnen en la casa de don
Victorino de la Plaza. Mientras deliberan, como a las dos de
la mañana, entra el diputado D. Carlos Marenco. Pide la pala- j
bra evidentemente deprimido y emocionado: “Señores: vengo a
declararles, dice, que no me será posible seguir acompañándolos j
en el debate iniciado. Hoy día, al salir de la Cámara, he sido J
amenazado de latigazos bajo la imputación de traidor a Buenos
Aires, imputación hecha aun por amigos íntimos’’. Agrega que,
como porteño, no tiene valor moral para sufrir esas acusaciones
y que abandonará el Congreso emigrando a Montevideo. La
luz del gas acentúa su palidez; se siente vencido y humillado.
"Por un voto que di en la Legislatura de Buenos Aires he
vivido veinte años expatriado
— — dice a su vez el diputado
Vicente Quesada ; temo verme por mi voto de ayer por segunda
vez camino del destierro; no puedo negar mis compromisos con
el general Roca, pero a mi edad me falta ánimo para sufrir
otra expatriación. No podré seguir acompañándolos, no cuenten
ya conmigo.” Se levanta, y en medio de un silencio total aban¬
dona la sala.
Alberdi no concurre a esa reunión. ¿Para qué, después de
su voto? Sus colegas están anonadados. “El plan de intimida¬
— —
ción y de terror escribe su compañero de diputación y amigo
político D. Felipe Yofre había triunfado en aquella ocasión s
memorable haciendo caer en vil desmayo a hombres de tanta
notoriedad en la vida pública como lo eran Alberdi y Quesada.” !
El ministro de guerra, D. Carlos Pellegrini, presente en esa
reunión, se halla profundamente impresionado. Comprende que '

208

i
A l b e r d i
sr
la política de paz a todo trance del presidente Avellaneda no
; puede ir más lejos: “Resuelvan lo que quieran con la seguridad
i, < de que haremos entrar en la capital un batallón, de linea para
' que garantice sus inmunidades parlamentarias aun sin que" 'o

, sepa el presidente”
t
— les dice a los diputados.
Y ellos concurren al Congreso el siguiente día, como si nada
hubiera pasado. El presidente del cuerpo agita su campanilla
llamando a sesión; pero en ese momento un diputado se acerca
j a Quintana y le cuchichea: “Dice el general Mitre que no haya
* sesión”. Y no la hubo por muchos días.

La Manifestación de la Paz, gran movimiento de opinión


destinado a apaciguar los espíritus, no tuvo tanto este objeto,
i en opinión de algunos suspicaces, como hacer desistir a Roca
de su candidatura. De todas maneras fué un despliegue extra¬
ordinario de elementos encabezados por Mitre, Alberdi, y Sar-
, miento entre los grandes; seguidos por Gorostiaga, Rawson,
>' Eduardo Madero y Félix Frías. . . Detrás de ellos, había treinta
। mil ciudadanos.
Un petitorio es entregado al presidente por, Rawson, quien
। improvisa un breve discurso. Avellaneda, no se queda callado:
“Salgo a vuestro encuentro y os saludo con vuestra divisa:
í i Viva la paz!” (El pueblo prorrumpe en grandes aclamaciones.)
i “¡La Paz! que es el, lujo, el arte y la ciencia para la ciudad
opulenta, y que enciende el farol de papel en la aldea para mos¬
trar bajo su luz que hay también felicidad en la cabaña del
pobre, cuando se vive duramente al abrigo del trabajo pacifico
y bajo la ley de Dios.” (Aplausos.)
“¡ Viva la Paz 1 que es condición de duración para la nación
.
poderosa. . para unos un interés, para otros un acto oficioso
del patriotismo... para mí un deber supremo...”
“Escuchadme ahora una declaración: venís a pedirme la
paz y os la ofrezco sincera y completa, en cuanto de mis actos
í dependa.”
“No habrá jamás en mi conducta una agresión. No mo-
. veré ni un solo hombre ni una arma (inmensos y atronadores
( aplausos interrumpen al presidente) sino con el corazón com-

209

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1

Enrique Popoliz i o
primido, en casos supremos, para no pactar con el desorden y i¡
no dar desde mi alto puesto el triste ejemplo, de la traición 3
mis deberes.” '
“Un día lo dije: Un remington no es un argumento; y
cuando se lo levanta en son de amenaza, sin razón y sin derecho, • .*
encontrará siempre en tierra argentina un pecho noble que le
salga al encuentro. Estamos ya en presencia. El grito de las
discordias ha resonado y habéis creído necesario poneros en pie
para sofocarlo con vuestra presencia.” (Aplausos, aplausos.)
Luego los manifestantes entregan copias del documento a los
presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados. Por fin,
le toca el turno al gobernador de Buenos Aires.
D. Carlos Tejedor ha salido de la ciudad; ha ido a confe¬
renciar con su mortal enemigo, el general Roca. Se encuentran
a bordo del Pilcomayo en las aguas del Lujan ; la conferencia
no da ningún resultado. A su regreso, el gobernador habla al
pueblo desde los balcones de su casa de la calle San Martín.
Anuncia que no hay más solución que la resistencia. “Vosotros
conocéis, dice, que el general Roca es un hombre chiquito, pero
no sabéis que tiene desmedidas ambiciones.” Sus partidarios
gritan entonces: “¡A los cuarteles!”
Y el estallido se produce cuando la llegada de los fusiles
comprados por Tejedor. A pesar de las órdenes terminantes del
presidente para que las armas no sean desembarcadas, ello se
hace bajo la custodia de los batallones provinciales que se pascan
a tambor batiente por las calles de la ciudad, donde el presidente
de la República “es un simple huésped”. Ya no es posible esperar •
más. Ha llegado el momento de cumplir con el deber “hasta
el fin”.
El presidente recibe en su casa la visita de sus ministros
Pellegrini y Goyena; con ellos toma un coche y sale de la ciudtd
antes de que los caminos de acceso sean cubiertos con las tropas
de Tejedor. El carruaje se dirige hacia la Chacarita de los
Colegiales y se detiene en el cuartel del regimiento n’ 1 de
Caballería.
El presidente se aloja en una gran habitación con piso de
ladrillo antiguo, sombreada por largo corredor que cubre todo

210
A l b e r d i

el frente de la casa. “En vez de su hermosa cama de Jacaranda,


de su dormitorio de la calle Moreno, tenía una humilde cama
I de hierro y sustituían sus cómodos muebles unas modestas
) sillas y una mesa desmantelada. De su hermosas biblioteca sólo
conservaba El arte de hablar, de Hermosilla, que le acompañó
durante toda su campaña”.
Viste el presidente pantalón azul oscuro, con anchas franjas
de seda acordonada del mismo color, una gorra azul oscura con
; visera charolada, chaqueta también azul con jinetas en los
hombros y calza bota corta debajo del pantalón.
Desde la Chacarita da un decreto designando el pueblo de
Belgrano para residencia de las autoridades de la nación (junio
4 de 1880).
Los congresales que siguen la política presidencial se tras¬
ladan a Belgrano ; los que hacen causa común con la rebelión ;e
quedan en Buenos Aires. Entre estos se encuentra Alberdi.
Una contradicción más en su vida contradictoria y extraña. La
) Cámara de Diputados le destituyó, junto con los demás rebeldes
en la sesión del 30 de junio.
Belgrano era en aquel entonces un pobre villorrio de quintas
arboladas, calles sin empedrar, cenagosas en ese año de lluvias
copiosas. Entre sus edificios se destacan la Iglesia, en forma de
rotonda, la Casa Municipal y la Escuela Graduada. Los congre¬
sales fieles al presidente se alojan como pueden en casas de
pensión improvisadas, duermen en catres de lona, se alumbran
con kerosene o velas. No hay ningún hotel. Solamente el Bar

——
Warson ubicado donde hoy se halla la casa de D. Enrique
Larreta puede ofrecer algunas comidas a los esforzados le¬
gisladores.
Por su parte, Avellaneda recibe amplia adhesión de las pro¬
vincias, que le envían prestamente sus batallones. En poco
tiempo el presidente tiene cuarenta mil hombres dispuestos a
pelear por la causa de la Nación contra la provincia siempre
díscola. El choque de las fuerzas nacionales y bonaerenses no
tarda ya en producirse; en los combates de Corrales y Puente
Alsina quedan tres mil cadáveres sobre las calles.
El general Mitre recibe el encargo de inspeccionar los par-
i
! 211

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«

í
E tí r i q ir c Popolizio
|6
ques y cuarteles ; las comprobaciones son desoladoras para los
porteños. Interviene el cuerpo diplomático como mediador, des¬
tacando al ñutido, Monseñor Mattera para obtener una tregua ;
los porteños resuelven parlamentar. Es designado para tal misión
el general Mitre que se presenta en Belgrano, donde se le ve !
cruzar las calles "con un aspecto de imperturbable serenidad”.
Se acuerda al fin la renuncia de Tejedor y el acatamiento a las
autoridades nadonales.

212
XXIII
EL PODER DE LA PRENSA

Después de la tormenta salió el sol. Hubo paz en el Plata y


alegría en todo el país. Una nueva edad se iniciaba con la capi¬
talización de Buenos Aires. Alberdi se regocijó. Era el triunfo
de la predica de toda su vida, de sus más íntimas convicciones
solo desviadas en algún momento por la pasión política. Sus
— —
vacilaciones en la lucha era viejo, débil, medroso encon¬
traron pronta corrección en La República Argentina consolidada
en 1880. Este opúsculo es loa y es exultación ; es alegato escrito
en las postrimerías de una vida declinante.
Sus amigos políticos dieron muestras de singular tolerancia


para sus debilidades en la acción. Por una vez siquiera el ta¬

lento compensó en la balanza del juicio malévolo la pusila¬
nimidad senil. Nadie le abandonó a pesar de haberlos abando¬
nado él a todos etr lo más recio de la batalla. La Convención
que ha de elegir nuevo jefe de la provincia de Buenos Aires le
cuenta entre sus miembros. El cuerpo le designa presidente por
unanimidad.
Pero Alberdi tiene siempre el pensamiento en Francia. Vol¬
ver a ocupar el cargo diplomático del que le arrojara “el nau¬
fragio de su causa”, reemplazar a Balcarce, llega a ser una ver¬
dadera manía. Quien pudo y aun puede llegar a elevadas
posiciones en su patria, cifra todo su anhelo en ese empleo
diplomático. Por otra parte, tiene más de setenta años; ha
vivido sólo catorce en Buenos Aires. Radicarse ahora en esta
ciudad vale tanto como empezar una nueva vida y es demasiado

213

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E it r i q u e P o p o l i i o

viejo para eso. Sabiendo que nada le hará más feliz, el presi¬
dente Roca compromete toda su buena voluntad para el nom¬
bramiento.
El general, que siente por Alberdi una irresistible simpatía,

enero de 1SS1
— —
suele distinguirse con sus confidencias. Por aquellos días se
agita la cuestión con Chile; y el presidente carta del 30 de
le confiesa su ítima convicción acerca del
espíritu pacifista de los chilenos con -respecto a nosotros. Se
niega a creer, como lo afirman muchos, que nuestros vecinos
cordilleranos sigan una táctica destinada solamente a distraer¬
nos mientras se arregla la cuestión del Pacífico. Pero, a pesar
de todo, un gobernante no puede descuidarse. Hay que tener
las armas al alcance de la mano. El general-presidente se la¬
menta de los millones que debe gastar en armamentos en vez de
emplearlos en ferrocarriles, puertos, colonias y tantas cosas


casi filial ofreciéndole visitarle.

necesarias y útiles. Termina la carta impregnada de afecto

Cada misiva con el membrete presidencial alienta en el


anciano la esperanza. Su nombramiento de ministro en Fran¬
cia... ¡ah, su nombramiento... ! ¡Volver allí con su rango de
ministro, ser recibido por la República como le recibió el Im- v
pecio veinticinco años antes, pero representando ahora a su
patria unida en la concordia, sin provincias separatistas ni cau¬
dillos díscolos ! Esto es ya una obsesión. Por fin, una carta
del 21 de marzo le trae algo más concreto: ". . .no he olvidado,
le dice el general Roca, la promesa que le hice cuando estuve
con usted de ocuparme de su nombramiento de Ministro en
Francia. Tratamos de eso, en este momento, con el Dr. Iri-
goyen”.
Pero hay algo inamovible, algo "pétreo”, que se opone al
logro de sus esperanzas. Es el antagonista, Balcarce, el minis¬
tro vitalicio, el hombre que siempre se cruzó en su camino,
ora para combatirlo, ora para suplantarlo. El general Roca lo
sabe; no desconoce la dificultad. Por eso, en la misma carta,
agrega: "El señor Balcarce será trasladado a Alemania u otra
nación de Europa. Acepte o no, el gobierno habrá conseguido

214
i
i

, A l b e r d i
.
su objeto que es el de remover esa piedra. . Le pido reserva,


porque aún no está del todo resuelto”.

El general “su servidor y affmo. amigo” desea en verdad
serle útil, complacerlo, proporcionarle esa inmensa satisfacción;
pero las cosas para un presidente constitucional no son fáciles
cuando hay de por medio enemigos enconados y vengatives.
Pasan los días y el nombramiento no se materializa en la forma
habitual y corriente: mediante el pedido de la necesaria autori¬
zación al Congreso.
Manuel, su hijo Manuel, le ve a hurtadillas y con todas
las precauciones de quien comete un acto ilícito. Le pide a su
padre una recomendación para D’Amico y se excusa de ir per¬
sonalmente a buscarla “por las circunstancias” que Alberdt
conoce. Extraño, tardío y excesivo escrúpulo. Manuel vive
entonces en la calle Corrientes número 35 ; su padre se ha tras¬
ladado a mi “apartamento” de la esquina de Bolívar y Moreno,
cerca de los claustros amados de San Francisco y de San
Ignacio. En esos lugares, cuarenta y cinco años atrás... ¡Qué
lejos está todo eso, Dios mío!
Vienen días muy amargos para el anciano. Comienza a
, rumorearse acerca de su designación como ministro en Francia
y entonces La Nación, el diario de Mitre, se lanza al ataque.
En un artículo publicado el 10 de junio el poderoso matutino
se opone al nombramiento de Alberdi porque éste afirma — —
traicionó el gran principio sobre el cual se basa el porvenir de

la población en América del Sur artículo 7’ de su tratado coa

España ; porque rebajó la diplomacia haciéndola servir a los
pleitos domésticos de la familia argentina, porque llevó estos
pleitos en 1856 hasta el Santo Padre, porque fue el difamador
I
.
- de los aliados que combatieron en la guerra del Paraguay
La réplica no se hace esperar. Los dias 18 y 21 de junio.
El Nacional da a conocer sendos “artículos comunicados”. En
ellos, un misterioso señor X toma la defensa de Alberdi. Artícu¬
los combativos, de tremenda agresividad, y descuidadamente es¬
critos, recuerdan las ideas y los argumentos de Alberdi. pero no
han salido de su pluma inconfundible. Ambas publicaciones
crean un clima de polémica. Reacciona indignada La Nación.

215

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Enrique P o p o l i z i o


¿Quien es X? se pregunta en el editorial dominguero' del 2t>
de junio. No puede ser otro que el mismo Alberdi, afirma
evidentemente equivocada.
Volvía el aire a llenarse de las miasmas de las Ciento y Una
aunque esta vez Sarmiento no estaba allí y su formidable anta¬
gonista, ya muy anciano, no tenia el ánimo de otro tiempo. En
ese articulo, el diario del general Mitre afirma que el autor de
las Bases, al que no obstante le reconoce talento y gran ilus¬
tración — aunque no tanta, regateará luego — carece de las
“nociones más elementales de la Ciencia Constitucional...”

Bueno, bueno... dijeron los espectadores imparciales. En
la arremetida recibe también su porción de contusiones D. Ni¬
colás Avellaneda. El ex presidente se habría mostrado como
un violador de las leyes “haciendo abonar bajo cuerda sueldos
indebidos”; y el mismo Congreso de la Nación cstaria compli¬
cado en la malversación al “subsanar la cantidad desfalcada”
(sic)- *

El misterioso X dió por terminada su misión, pero La


Nación siguió golpeando. El primer día de julio fue la comi¬
dilla pública un artículo encabezado así : La diplomacia mendi¬
cante; el escrito llevaba como subtítulo: X + Z = Mazeta.
Comenzaba así:
“Llamamos mendicante (y no mendigante como escribe el
Dr. Alberdi, miembro correspondiente de la Academia de la
Lengua Española) a la diplomacia que se rebaja y rebaja la
soberanía que representa, en el sentido recto y genuino de la
raíz sánscrita mad. man que corresponde a la idea de empe¬
queñecer o restringir”.
Tras tan erudito introito, capaz de apabullar a quien escribe
mendigante, prosigue el ataque, que es inusitadamente extenso
y enderezado a combatir, como los que le precedieron y los que
le seguirán, las pretensiones del achacoso jurista, “consejero
diplomático del tirano López” y conductor de una “diplomacia
vergonzante”.


Su autor o inspirador más probablemente lo primero que
lo otro es el general Mitre, personaje de activa militancia en
la cuestión que, enfocada desde otro punto de vista por Alberdi,

216

I
I
/
A l b c r d i
había roto la vieja amistad anudada en el destierro, cuarenta
i años antes.
No habla sido, pues, sincera la reconciliación: al estrecharle
la mano, Mitre no le dió el corazón. El brigadier general, uno
de los caracteres más poderosos y completos de su tiempo, es
también hombre de fuertes pasiones. Infinitamente leal coa
sus amigos, pudo decir como Marciano: “Tengo el oro para
mis amigos y el hierro para mis enemigos”. El oro es su amistad,
siempre valiosa; el hierro... ya lo estaba sintiendo Alberdi en
carne propia.

— —
Diez años mayor que el general que le había de sobrevivir
veintidós Alberdi está en evidente desventaja. Se halla casi
decrépito; y aunque conserva su lucidez y actividad intelectual,
padece en la tan largamente temida atmósfera de hostilidad y
violencia. Tiene que mendigar las columnas de diarios indiíe-
» rentes, si es que quiere defenderse. Mitre está en su casa;
ataca cuando y cómo le place; su periódico es poderoso
El articulo, uno de los más crueles y violentos que hayan
visto la luz en las columnas del gran diario, finaliza anunciando
otro, que verá la luz tan solo dos días después: “Así se irá
despejando por grados la incógnita del problema diplomático
a cuya solución diplomática hemos sido provocados, dice. Des¬
pués de X = A, viene ahora X + Z = Mazeta para llegar
a X = T”.
Es decir, Alberdi = traidor.
Seguramente la malsana curiosidad pública esperaba ansiosa
el anunciado artículo, que aparece el 3, titulado asi : La cuestión
Alberdi y algo de música para armonizarla.
Allí, después de sentar que no quiere ensañarse con “el
caído”, ni mucho menos “abusar de la victoria más allá de los
límites de lo estrictamente necesario y conveniente”, el articu¬
lista derrama sobre “el caído” sus abundantes razones para
oponerse al nombramiento que combate. Periodista incapaz de
“dejarse arrastrar por el encono o el despecho”, saca nuera-
mente a relucir la causa de Buenos Aires, olvidando otra vez
la causa de la República Argentina; y luego de sentar su horror
por las cuestiones personales y su decidido empeño de evitar

217

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Enrique P o p o l i 2 i o

que se transforme este escrito en una cuestión de tal índole, 1

— —
pasa a ocuparse de la carta con que Alberdi cuando tenía
veinticuatro años envió a D. Vicente López su Método para
aprender a tocar el piano. En aquel entonces el joven Alberdi,
como muchos de sus grandes contemporáneos, descuidaba bas¬
tante la ortografía. . . ¡
“Al penetrar en la sala de su apartamento en la mañana
de ese día, relata David Peña, vi el número de La Nación en
una silla, desdoblado, ya leído. Cuando apareció el Dr. Alberdi,
comprendí que ya lo conocía, aunque tuve especial cuidado de t
no ser yo quien provocara el tema. Y he aquí cómo lo abordó él,
resueltamente, como si prosiguiere en voz alta un comentario |
silencioso. Juntando su silla con la mía, hasta tocarnos las ro- 1

dillas, díjome de pronto con una voz imborrable: Así, así i


quisiera tener frente a mí al general Mitre, para preguntarle,
mirándonos hasta el fondo de los ojos, en virtud de qué odio • 1
tan reconcentrado puede disculpar su persistente prolijidad de
haber guardado la carta de un niño, escrita hace casi cincuenta *
años, para avergonzar a un anciano. ¿Es esto digno de un espí- j
ritu superior? ¿Es esto digno de un jefe de partido, de un jefe ;
de nación? ¿Es esto digno de usted, general Mitre? Y la voz
velada por un sentimiento indecible, ocultó a mi avidez y a mi
cariño, acaso el arrepentimiento de haber regresado a la patria i
para juntar tan irónicas recompensas a la crueldad de su des¬
tierro...”1. !
Al día siguiente, un nuevo personaje tercia en la disputa.
Es el doctor Vicente Fidel López; se dirige a Mitre a propósito
de esta publicación que, a su juicio, le coloca en una situación ,
molesta. “Aunque extraño e indiferente a las cuestiones perso¬
nales suscitadas entre usted y el Dr. D. Juan Bautista Alberdi, .
j
le dice al general, me ha sorprendido la inserción que usted hace ¡
ayer, de una carta de este señor, dirigida a mi finado padre. 1
Las cartas privadas, como usted sabe, pertenecen en sagrada
propiedad al que las recibe o a sus herederos y ésa que usted
1 David Peña, Defensa de Alberdi, en Atlántida, Revista de Cien¬
cias, Letras, Arte, Historia Americana y Administración. Tomo IV,
pág. 161. Buenos Aires, 1911.

218
A l b e r d i
ha empleado en causa propia no ha podido llegar a sus manos
por mi conducto ni por el de ninguno de los míos, ni ha podido
usted publicarla, sin autorización mía.”
Después de recordar cómo esos papeles han ido a parar a
poder de D. Andrés Lamas, el doctor López termina conmi¬
nando al general Mitre: “Como caballero y hombre de alta
responsabilidad social, me parece que está usted obligado para
conmigo y para con el público a contestarme categóricamente y
a publicar en La Nación estos renglones con la respuesta que
me dé sobre ellos”.
El general Mitre contesta inmediatamente dando las expli¬
caciones requeridas por el doctor López; ambas cartas tienen
cabida en La Nación.
Pero aún no se había repuesto el hombre que fuera tan .

recibir nuevos y mortales golpes. Simultáneamente


— —
brioso polemista en los días de las Qiiillotanas, cuando hubo de
el 6 de
julio ven la luz dos artículos destinados a ocuparse de su
persona: uno en La Nación; otro en La Patria Argentina. En
..
La Nación se habla del tratado con España. y de su nego¬
ciador, en el tono que ya le es característico cuando de Alberdr
se trata.
En La Patria Argentina, diario de los Gutiérrez
——
Ricardo, José Alaría, Alberto, todos hombres de Mitre , apa¬
rece un editorial que resume cuanto ha dicho La Nación; y
Juan,

afirma luego que el candidato del poder ejecutivo para la ple¬


nipotencia en Francia, el autor de las Bases y El Crimen de la
Guerra, es una “personalidad desconceptuada, mercantilista y
versátil”.
“Volveremos sobre el asunto en el caso de que la Cámara
de Senadores reciba el mensaje pidiendo el acuerdo constitu¬
cional para nombrar al doctor Alberdí representante de la

República Argentina en París” termina, amenazador, el arti¬
culista.
“Personalidad mercantilista. . .” Hacía ya más de un cuarto
de siglo que Sarmiento le habia injuriado así. En aquella opor¬
tunidad pudo destruir en forma rotunda la miserable impu¬
tación. Poseía entonces la plenitud de su vigor; ahora se
219

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Enrique P o p i l i z i o
encuentra viejo y deprimido. La enfermedad que ha de ter¬
minar con él le asecha muy de cerca. No tiene ánimos para
nada; soportará en silencio todas las injurias. Sólo piensa en
huir... J

Ya su apoderado en Chile, D. Carlos M. Lamarca sucesor


de D. Javier Villanueva, y el tercero en sn interminable ausen¬
cia , ha vendido la vieja quinta en cumplimiento de sus ins¬
trucciones. La compró el Seminario de San Rafael, pagando
por ella quince mil pesos. Había costado dos mil quinientos
cuando Alberdi la hubo de D. Eduardo Reyenbach, en 1849. ..
Una esperanza menos; no volverá a ver su quinta del Estero,
la de los días gloriosos de las Bases. Ya sólo! anhela la paz. Y
en la primera oportunidad retornará a su rincón de Calvados, a
su Saint André, donde todos le quieren bien.

El general Roca no pudo, pues, cumplir su promesa. Poco


después partía Alberdi de nuevo hacia el exilio, sin el tan desea¬
do cargo diplomático. Había cumplido setenta y un años. En
el mismo vapor marchaba, becado para estudiar en Europa, el
que después seria el organizador del moderno Ejército Argen¬
tino, el futuro general Riccheri, que presenció la despedida.
David Peña llega a bordo y entonces Alberdi, abriéndole los
brazos le dice: “No he tenido valor para despedirme de usted”.
Y ahogado por el llanto, pronuncia estas palabras de último
.
adiós: “Quizá no vuelva más. .”.
¿Quizá? Amable y consolador eufemismo, muy propio de
aquel maestro de “civilidades”. ¿Para qué entristecer al joven
amigo con palabras amargas? En aquel "quizá” estaba implí¬
cito el no descartado propósito de retomo; pero él sabía, ambos
sabían, que no era así. Alberdi se iba para morir en las tierras
siempre hospitalarias de Francia.

220
XXIV

LOS DIAS POSTREROS


¿Seré yo de esos proscriptos que acaben sus
días entre los extraños? ¡Oh, yo haré porque
así no sea; yo no seré proscripto eternamente...!
Diario de viaje. A bordo del
J. B. Albor di. Del
Benjamín Hort, el 21 de febrero de 1S44.

A su llegada a Burdeos no se siente bien.


Poco después, un ataque de parálisis le priva del uso de la
mano izquierda y le afecta también las piernas: “sentimos mu¬
chísimo el accidente de su salud, celebrando a la vez que Ud.

se haya mejorado de la mano” le escribe Teodoro Mannequin,
desde Tarbes, el 9 de noviembre. Y algo después, con opti¬
mismo: “Espero encontrar a Ud. con la pierna mejor, ya que
la mano está buena”.
En seguida este buen amigo, convertido ahora en uno de
esos viejos franceses que ambulan por todas las estaciones ter¬
males, se consagra a buscarle hospedaje cómodo y barato en
París. Minucioso como Alberdi, con mucho tiempo y mucha
paciencia, con un sentido muy francés de la economía, le in¬
forma menudamente de las condiciones del alojamiento:
de Saint Pctcrsbourg, “de buena presencia, más inglés que
francés, trescientos francos al mes por dos cuartos en el entre*
suelo, con vista a la calle; más baratos en el tercer y cuarto
piso, con ascensor”; [el subrayado es de Manncquiu) Hotel
Victoria con vista a la rué Lafayeue, dos cuartos grandes
con dos ventanas y con vista a la calle, 250 francos por mes:
“Dan de comer en los cuartos, dos francos con cincuenta cén-
. 221

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E j¡ r i q u. e P o p o l i z i o
timos el almuerzo y tres* francos la comida, vino incluso. Dere¬
cho absoluto de hacer venir los vinos de afuera”; Hotel Du
Danubio dos cuartos, siete francos diarios, Hotel Tronchet,
análogas condiciones; Hotel du Pavillon, rué de l’Echiquier;
Hotel. .. La lista es interminable.
A los setenta y un años, semiparalítico, Alberdi debe trabajar
si no quiere exponerse a ver mermado el capital que le produce
las rentas con que vive decorosamente. El ministro de Hacienda
de la Argentina, doctor Juan José Romero, le ha encargado uní
comisión ante la casa bancaria Murrieta, de Londres. Alberdi
debe trasladarse allí. Pero llegado a París no se siente coa
fuerzas para cruzar el canal; pide entonces el envío de un
representante de los banqueros. Uno de los Murrieta va a su
encuentro y conciertan un arreglo ad referendum. Sólo entonces
siente alivio el anciano : “Mi poder me ordenaba concluir cuanto
antes este asunto”.

¡De nuevo con los suyos, otra vez con su fiel Mannequin,
con el bueno de Raymond, con madame Mannequin, con Ange¬
lina y con papá Dauje, con la señora Levasseur. . . 1 París
serenó un poco' su espíritu ; y en la paz de Saint André, entro
gentes sencillas, se sintió casi feliz.
El presidente Roca no había renunciado a la idea de hon¬
rarle en alguna forma. Y poco después de su partida de Buenos
Aires, el l9 de enero de 1882, le designó Ministro Plenipoten¬
ciario y Enviado Extraordinario ante el gobierno de Chile. Esta
vez salió triunfante el candidato presidencial y el Senado prestó
su acuerdo algún tiempo después... tal vez porque convenía
a la política exterior argentina que su representante diplomático
tardase varios meses en ocupar su cargo.
De todas maneras eso llega demasiado tarde; Alberdi no
logra reponerse de su dolencia. El general Roca escribe perso¬
nalmente al “señor Ministro”, dándole ahora un tratamiento
que quizá supone grato al anciano. Laméntase el presidente de
la enfermedad de Alberdi ; espera que no se trate de nada serio.
Y al despedirse, haciendo votos por su pronto restablecimiento,
222
A l b e r d i

le confía su esperanza de que el año 1883 se abrirá bajo felices


auspicios para la nación.
Si el año 83 pudo ser feliz para la patria, no lo fue para
Alberdi personalmente. Su salud no mejoraba; su pierna se
negaba con obstinación a mejorar. Y el 15 de enero, convencido
de la imposibilidad física de cumplir con los deberes de su
misión, renunció a su cargo de ministro en Chile.
Ante los motivos invocados, el P. E. “deplora que el mal
estado de su salud le impida prestar este nuevo e importante
servicio a la República” y acepta la renuncia en mérito a sus
fundamentos.
Ciertas precauciones no están de más. Pues, ¿cómo olvidar
a esos servidores y amigos franceses que han sido tan buenos
con él?, En mayo Alberdi modifica su testamento. Legará, en
primer lugar, doce mil francos a su ama de llaves, Angelina
Dauge; seis mil a Gastón Saudron. sobrino de la excelente
mujer ; dos mil a madame Blanche Fouchard de Levasseur y
otro tanto a monsieur Dauge. El antiguo albacea, D. Pablo Gil,
sigue mereciendo toda su confianza. Y serán ejecutores testa¬
mentarios, además, D. José Borbón, D. Antonio María Flores
y D. José Fabián Ledesma.
Su fortuna, esa fortuna que tuvo por base las ganancias
obtenidas como abogado en Chile, se ha acrecentado en casi
treinta. años de vida europea ordenada y modesta. Los títulos
de renta daban entonces corrientemente el seis por ciento, be¬
neficios que casi nunca gastaba íntegramente. Alberdi acumuló
por otra parte a esas utilidades los honorarios percibidos como
gestor en Europa de empresas comerciales de la Argentina y
el importe de los arriendos de su quinta de Valparaíso.
Algunos años después de su muerte, el cónsul argentino
remitirá a Buenos Aires alrededor de 250.000 francos, producto
de la venta de sus títulos. (Sucesión, fojas 320.) Alberdi
llevaba a la práctica su teoría de que cada cual “tiene el encargo
providencial de velar por su propio bienestar y progreso”, sin
esperar nada del Estado. El fantasma de una vejez menesterosa
en tierra extranjera, quedaba de este modo alejado para siempre.
El año transcurrió entre amigos y doctores. Por momentos

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Enrique Popilisio
se sentía optimista, pues su salud general era aparentemente
buena. Sólo que esa pierna. . . “Me alegrare que usted continúe


con la buena salud que le veo de algún tiempo a esta parte”
1c escribe Manncquin. Y agrega, procurando animarle ; “Si no
fuera por el andar que no vuelve como lo esperaba estaría
-
usted como le vi veinte años antes” (24 XI - 1883.)
A pesar de sus achaques, hace una vida relativamente activa
en París: come con los amigos, los escribe y contesta sus
cartas, va al banco a buscar sus libretas de cheques, cuyos ta¬
lones anota minuciosamente, realiza algún pasco en coche. Sus
sastres, Willingstorfer y García

confeccionan sus últimas prendas: un pantalón “haute nouve-

40 rué de Richelieu le

auté” y un "gilet d’hiver, doublc étofíc”, noventa y cinco francos


ambas piezas.
Entretanto el general Roca no le olvida. El año ochenta y
cuatro se inicia con una nueva designación que el presidente
le ofrece, sin conocer el verdadero estado de salud del Comisa¬
rio de Inmigración que acaba de nombrar, El 30 de enero le
escribe para ofrecerle sus plácemes y augurios para el nuevo
año y para decirlo cuánto le alegra la mejoría que ha tenido. . .
¡Alberdi Comisario de Inmigración! Ciertamente el sabía
algo de inmigración ; y como la patria no tenía nada mejor que
ofrecer al hombre que 1c había consagrado sus diarios escritos
y pensamientos durante medio siglo, pensó en aceptar. La ple¬
nipotencia en París, por lo visto, era vitaliciamente para Bal-
carce que. nombrado por Rosas, la desempeñaba desde cuarenta
y cinco años atrás.
Para Alberdi. el brillante escritor político, sólo había un
pobre empleo de Comisario de Inmigración. Su ánimo decayó;
y al fin tuvo también que renunciar a esc cargo que era una
forma disimulada de darle una limosna que él, a pesar de todo,
no necesitaba ni pedía.
Su salud empeora rápidamente; y enterado Roca de la rea¬
lidad por el señor Balcarce se apresura a remitir al Congreso
un proyecto de pensión vitalicia a favor de Alberdi. En el
mensaje recuerda los servicios prestados a la patria por el
constitucionalista eminente; alude a la vejez y al precario es-

224
/í l b e r d i
í
fado de salud que le impiden trabajar. La ingratitud de los
pueblos que desconocen los servicios prestados por sus conciu-
( dadanos, dice, son siempre condenados por las generaciones
'

futuras.
Y logra hacer aprobar, a marchas forzadas, corriendo una
carrera con la muerte, el proyecto de pensión. Son $ 400 men¬
suales que el parlamento argentino concede, de inmediato y sin
oposición, en las sesiones del 23 y 27 de marzo de 1884 de la
Cámara de Diputados y del Senado, respectivamente.
Y llegan nuevamente los días gratos de la primavera. No
obstante, la dulce estación no le trae ningún alivio. París ce
adorna con sus árboles florecidos, reverdecen los parques, <-1
aire es tibio. Pero Alberdi se siente cada día más débil, más
deprimido y más amargado. Ni siquiera el auxilio pecuniario
que le destina el Congreso argentino llegará a sus manos. Un
día su debilidad es tal que no puede salir del hotel. Alguien
le roba su dinero y su reloj ; se enteran al fin los amigos. D.
Pablo Gil le hace trasladar a una clínica de Ncuilly-sur-Seine,
la Alaison de Santé Médico-Chirurgicale del doctor Defaut. 34
Avenuc du Roule.
Los cuidados del médico interno, doctor Carlos y los del
propio jefe de la clínica no pudieron detener los progresos del
mal. D. Pablo Gil poco tardó en recibir noticias desalentadoras.
"Creo deber informarle, le escribe el adminstrador del estable¬
cimiento, que el estado de salud de monsieur Alberdi se agrava
sensiblemente. Su estado de espíritu se hace inquietante; no
descansa y no deja reposar a sus ciudadores. Después de su
última visita ha enflaquecido mucho y debemos esperar un des¬
enlace más pronto de lo que se pensaba. El doctor Defaut, que
le ve dos veces por día, me encarga de hacérselo saber a usted.”
Pronto cae el enfermo en una especie de extraño desvarío;
pierde luego el conocimiento siendo presa de una desenfrenada
exaltación. Las noches, especialmente, son terribles. No come
ya y se arroja de la cama dando gritos espantosos. Cuesta
enorme esfuerzo contenerlo. Su endeblez, su flacura, su pos¬
tración, contrastan con sus multiplicadas fuerzas en el paro-

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Enrique P o p o l i i o

xismo del delirio. Pierde casi completamente el habla. Y a las


nueve y media de la mañana del 19 de junio, en la mayor
soledad, cesa de vivir.
Angelina Dauge, en Saint Andró, sufría cruel incertidumbre.
Enriaba a París carta tras carta, que el banquero Gil no tenía
tiempo de contestar. Entonces se decidió a emprender el viaje,
dejando a su viejo padre. Pero demasiado tarde para ver a su
protector con vida.
Llegó a Neuilly a las cinco de la mañana ; las calles estaban
aún alumbradas por los mecheros de gas. Era un tibio ama¬
necer de verano; pero la fiel criada temblaba cuando llamó a
la puerta de la clínica del doctor Dcfaut. Una mujer le abrió;
y al preguntar por el doctor Alberdi, las respuestas fueron
vacilantes. Salió luego la concicrgc. quedando Angelina sola
largo rato. Al volver, abriendo una puertecita cercana a la
calle, la hizo pasar a una habitación donde habían trasladada
el cadáver de Alberdi.
Angelina halló a su protector sobre una pobre cama, en¬
vuelto en sábanas a manera de mortaja. Hacia veinticuatro
horas que estaba allí; la atmósfera era irrespirable. Encima de
una silla, una lamparita cuya llama pugnaba por apagarse, espar¬
cía su menguado resplandor. Angelina fijó largamente sus ojos
irritados en el querido muerto. Observó que tenía el rostro terro¬
so y que “sólo sus hermosos cabellos se veían abundantes aún”

226
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