Florencia CUNA DE LA OPERA
Florencia CUNA DE LA OPERA
Florencia CUNA DE LA OPERA
Unos años después, apareció la personalidad del borgoñón Dufay, rendido a un intenso
anhelo de Italia y que en su motete Nuper rosarum flores saludaba la consagración del
Duomo de Brunelleschi en 1436.
La familia Médicis sintió desde siempre la pasión por las celebraciones y los fastos y, pasado el
año 1550, se cultivó en la ciudad un tipo de representación, instrumento principal de la idea
barroca, que incorporaba intermezzi musicales con suoni, canti e balli al desarrollo de las
tragicomedias y pastorales que eran los éxitos teatrales del momento (la Aminta de Tasso o Il
Pastor fido de Guarini). De esas experiencias escénicas en torno a la mezcla de géneros nace
un tipo de entretenimiento específico –el ballet de la corte florentina– de cuyas fuentes
beberá toda Europa (en Francia, el Ballet comique de la Reine, pensado por Baldassarino da
Belgiojoso para las bodas del duque de Joyeuse y de la doncella de Vaudémont, en 1581,
encontrará un modelo en él). En otras palabras, se había producido una convergencia artística,
literaria y técnica que desembocaría en el melodrama, “concebido como una forma
enteramente nueva de espectáculo total y pluralista”: un acontecimiento, casi un seísmo, por
las consecuencias que iba a provocar.
Y sin embargo, esta singular aventura de la ópera comenzó en los círculos intelectuales de
manera muy restringida, con un enfrentamiento de carácter erudito. Más exactamente, en el
palacio del conde Bardi, amigo de los Médicis, donde, a partir de 1576, se reunieron escritores,
músicos, filósofos y poetas en torno a un noble proyecto: el melodrama en música,
materialización de un sueño humanista cuyo eje era la vuelta a la tragedia griega que, según se
pensaba, había sido una representación cantada.
La Camerata fiorentina se involucró a fondo –pues también sus miembros vieron en todo aquel
asunto el medio de afirmar la “diferencia” italiana frente al ascendiente de los franco-
flamencos en las capillas musicales– y se pasó de inmediato al debate conceptual: ¿cómo
hablar con música? O más bien, ¿cómo recitar el drama en música y descubrir aquella magia
original de la palabra que los antiguos atribuían, por ejemplo, a Orfeo (pues Bardi y sus
compañeros extraían sus propuestas retóricas de las corrientes órficas defendidas por Platón y
Aristóxeno)?
La persona que asestó un golpe decisivo al arte del contrapunto fue Vincenzo Galilei –padre
del astrónomo– con la publicación de su Dialogo della musica antica et della moderna en 1581,
en el que se señala al madrigal tradicional como el obstáculo principal para el despliegue de los
sentimientos y las emociones en música.
Repitamos que los componentes de dicha Camerata fundaban sus argumentos en el análisis de
los textos antiguos. En ese sentido, Orfeo, acompañado de la lira, era un símbolo cuya fuerza
se apoyaba en el canto de naturaleza monódica. El secreto de su poder retórico sólo podía
residir, por tanto, en el estilo monódico. Así pues, prosigue Galilei, la finalidad de cualquier
tipo de canto expresivo es interesar al oyente en el contenido del texto, espejo de los affetti,
un objetivo demasiado desatendido los madrigalistas, que “relegaban” sin remedio esa
expresión al distribuir a cuatro o cinco voces las emociones de un único personaje. El madrigal
era, pues, un procedimiento opuesto al proyecto de los antiguos griegos, “que hacían vibrar las
pasiones más vivas mediante la exclusiva intervención de una voz apoyada en la lira”. Según
añadía Galilei, “hay que renunciar al contrapunto y volver a la simplicidad de la palabra”.
Ofuscado, sin duda, por su causa, los juicios de Galilei resultaban injustos con el madrigal,
origen de tantas obras maestras. Más en concreto, los mayores representantes del género,
como De Rore, De Wert, Marenzio y tantos más, nunca perdieron de vista transmitir un fondo
humano recurriendo exclusivamente a la representación por medio de la palabra. Sin
embargo, para los miembros de la Camerata, no era el momento de la objetividad sino del
enjuiciamiento y, sin plantearse demasiadas preguntas, los implicados pasaron de la teoría
crítica a los hechos diseñando un programa que sellará la unión indefectible entre armonia y
oratione. El hallazgo decisivo fue el llamado recitar cantando, una fórmula que permitía por
primera vez “hablar por medio del canto” (favellar in armonia) y que se hallaba impulsada por
un ritmo básico que imitaba siempre la cadencia y el acento de la palabra. En este sentido, el
amanecer del “hablar con música” se podía descubrir ya en algunos precursores, como el
poeta Poliziano.
Se han perdido, por desgracia, las primeras manifestaciones monódicas: dos lamentos
compuestos por Galilei –uno de ellos el del conde Ugolino, inspirado en el Infierno de Dante–.
Sin embargo, en esta génesis intervinieron otros nombres cuyas tentativas no pasaron
inadvertidas. Un caso fue el de Pietro Strozzi, cercano a Galilei, que se esforzó en conseguir
“col canto, chi parla” toda su expresión mediante el ideario que hicieron del entorno mediceo
un campo privilegiado para las experimentaciones.
En 1579, se produjo el primer acontecimiento del que nos queda alguna huella: la boda de
Francisco de Médicis y Bianca Capello, pretexto para una de las celebraciones a las que era tan
aficionada la ilustre familia. En aquella ocasión, Strozzi compuso un madrigal para tenor y un
bajo acompañante con varios violines, Fuor dell’humido Nido, hito precioso en la evolución de
los géneros, pues se trata de uno de esos “madrigales en forma de aria para voz e
instrumentos” que atestiguan la aparición del sentimiento armónico y tonal, inseparable de la
novedad monódica. El canto es en él una verdadera premonición del recitativo, un reflejo de la
expresión y el fraseo del texto, con figuraciones breves en pasajes semicadenciales e incluso en
las cadencias sobre el fondo armónico del bajo.
El madrigal de Strozzi fue cantado en aquellas bodas por Giulio Caccini, montado en el carro
alegórico de la Noche. Caccini, nacido y formado en Roma iba a ser en Florencia uno de los
baluartes de la Camerata. Violento detractor del genere madrigalesco, abogó por un estilo de
canto ornamentado, elocuente y a la vez, muy técnico. La realización de los abbellimenti se
anotaba ya con gran cuidado y no se dejaba al albedrío de los intérpretes, pero lo esencial se
sustentaba en la palabra que, reforzada por una prosodia de gran precisión acentual, se halla
siempre en la raíz de la emoción.
Una década más tarde se celebró otra ceremonia que colaboró en la génesis del dramma in
musica: el matrimonio de Fernando de Médicis con Cristina de Lorena, unión que desmintió el
rumor público que acusaba al nuevo gran duque de haber asesinado a Francisco y Bianca
Capello, hallados sin vida en su habitación dos años antes (“los Médicis se han convertido en
pequeños turcos que se degüellan unos a otros”, observaba irónicamente el embajador de
Venecia).
Los seis intermedios de La Pellegrina, preparados para la ocasión, unieron en una mezcla
suntuosa el canto, el teatro y la danza, y así se convirtieron en el reflejo de la situación musical
del momento. En ellos se daban a conocer, entre otras cosas, los irreversibles progresos del
proyecto del melodrama. El estilo madrigalesco convivía, sin duda, con el trabajo monódico de
los reformistas, que triunfó con las aportaciones de Caccini, Peri (L’Arione, cuyos acentos
preludian a Monteverdi) y Cavalieri. Pero lo que se imponía era la corriente innovadora,
prueba de que la idea de un drama con música estaba en vías de hacerse realidad, utilizando
como punta de lanza el stile recitativo –más o menos ornamentado con vocalizaciones y rasgos
belcantistas.
A continuación, tras la marcha de Bardi de Florencia a Roma para servir en la capilla
papal, comenzaba en la historia de la Camerata un nuevo capítulo –el del
perfeccionamiento– con la llegada de Jacopo Corsi, cuyo deseo fue abrir su casa a
“todos los amantes de las artes liberales”. El papel de cabeza de grupo fue asumido en
un primer momento por Emilio de’ Cavalieri.
Este maestro, hijo del conde Tomasso Cavalieri, que mantuvo una amistad controvertida
con Miguel Ángel, ocupó desde 1588 el cargo de superintendente de artes y
espectáculos en la corte de los Médicis, donde, como hombre de inteligencia despierta y
creador original, se mostró atento a los recursos que ofrecía la unión entre el canto y el
teatro en el género de la pastoral (pensemos en su colaboración con la poetisa Laura
Guidiccioni da Lucca).
Este gran maestro d’armonia apodado Il Zazzerino por su abundante cabellera rubia,
era tan buen intérprete –uno de los mejores tenores de la época– como compositor.
En cualquier caso, había llegado el momento de la creación del primer dramma per
musica, un proyecto que enardeció la imaginación de todos los florentinos.
El mismo Jacopo Pieri fue quien, al marchar Cavalieri a Roma, pasó a ser el mascarón
de proa de la Camerata Corsi y el paladín de los modernos. Este gran maestro d’armonia
apodado Il Zazzerino por su abundante cabellera rubia, era tan buen intérprete –uno de
los mejores tenores de la época– como compositor. En cualquier caso, había llegado el
momento de la creación del primer dramma per musica, un proyecto que enardeció la
imaginación de todos los florentinos.
En el terreno dramático, Corsi y el poeta Rinuccini pidieron en primer lugar a Peri que
probara con el género intermedio, por así decirlo, de la pastoral. Así fue como nació una
Dafne cristalizada en dos etapas, la primera de ellas consistente en una versión intimista
“constituida por una breve escena recitada en una pequeña lasa y cantada en privado”. A
aquel esbozo, ofrecido en casa de Corsi en 1594 o 1595, le sucedió una versión
definitiva escenificada durante el carnaval de 1598 y repuesta con éxito en años
sucesivos.
Aunque el envidioso Caccini hizo cuanto pudo por confundir las cosas, no parece que se
pueda discutir seriamente la atribución de la obra a Peri, a excepción de las últimas
escenas, que quizá se encargaron a Corsi. En los pocos fragmentos que se han
encontrado, el canto se sustenta en el fervor del stile recitativo, que se había convertido
en instrumento retórico ejemplar (el acierto oratorio de la invocación de Ovidio, acorde
con las inflexiones del texto y que concluye con una cadencia que podría ser del Orfeo
de Monteverdi). A partir de ese momento está ya en marcha la idea de Euridice, que,
sobre un nuevo libreto de Rinuccini, encontrará su razón de ser, su verdad, en la libertad
de la declamación –la nobile sprezzatura de los primeros barrocos– y acabará haciendo
realidad el proyecto de una tragedia en música totalmente cantada.
Se trató, sin duda, de una obra prototípica, con una orquesta rudimentaria y coros
homofónicos, solicitados, cosa bastante curiosa, a Caccini. Sin embargo, bajo la ilusión
suscitada por la puesta en escena, su recitativo, ajustado con precisión a las sílabas, se
inflamaba con un fuego que todavía nos sigue emocionando y, cuando irrumpe la
muerte, se entrega a un negro sentimiento de dolor (la queja de Orfeo Non piango e non
sospiro, premonición de los futuros lamenti).
Entrando en mayores detalles, Euridice revelaba como obra una auténtica estrategia de
hombre de teatro y brindaba un esquema cómodo (introducción solemne, prólogo
estrófico, solos, diálogos, coros y retornelos instrumentales de engarce) a todos los
autores de melodramas posteriores (por ejemplo, a Monteverdi en su Orfeo). No hay
duda de que, con aquel preludio, construido por una voluntad que ya es barroca y está
realzado por una emoción que contiene todo el abanico de las emociones humanas, se
abre la inmensa vía futura de la “ópera en música”.
En cualquier caso, los ecos de Euridice provocarán casi de inmediato una controversia
alimentada por Caccini, quien, aprovechándose de su contribución a la iniciativa, se
aplicó a realizar su propia versión con el mismo libreto de Rinuccini, apresurándose a
publicar la partitura para simular que su trabajo era anterior. Pero, tras ponerse en
escena en 1602, esta segunda Euridice, carente de originalidad y teatralidad, tuvo una
escasa repercusión.
Por lo demás, ese mismo Gagliano será quien tome el relevo de la Camerata Corsi con
la Accademia degli Elevati, fundada en 1607. Pero los tiempos habían cambiado y la
munificencia del mecenazgo privado –el de personas como Bardi o Corsi– casi había
desaparecido: las actuaciones de los Elevati tendrán en adelante como marco el palacio
Pitti, por iniciativa de los Médicis y bajo el patronazgo del cardenal Fernando Gonzaga.
Por desgracia, sólo nos ha llegado una pequeña parte de esa producción, sin duda
porque muchas de las partituras no se imprimían en aquel tiempo. Pero la lista de
espectáculos representados atestigua una actividad constante y variada.
Yendo aún más lejos, será el cremonense, “convertido” en veneciano en 1613 por su
cargo de maestro de la capilla de San Marcos, quien ponga fin de alguna manera a la
bella aventura del melodrama. Es verdad que Peri y Gagliano siguieron trabajando a
orillas del Arno hasta 1630, aproximadamente, pero ya no tendrá validez el efecto de
sorpresa, sustituido por figuras de estilo que evolucionan hacia lo artificioso (la
excepción habrá que buscarla en Francesca Caccini, que tenía la intuición y el impulso
de una auténtica creadora). Pero, sobre todo, otras ciudades emblemáticas relevaron a
Florencia en la carrera del género rey: Roma, marcada por el noble designio de la opera
spirituale (el Sant’Alessio de Stefano Landi, representado en 1632 con una suntuosa
tramoya del caballero Bernini); Venecia, donde encontramos las formas triunfales del
último Monteverdi (Il ritorno d’Ulisse in patria y L’incoronazione di Poppea), que
perdura en las óperas de Cavalli; y luego, muy pronto, Nápoles, que acogió,
posiblemente, L’incoronazione di Poppea nada más concluir la primera mitad del siglo.
Durante esas décadas decisivas, el proyecto del drama en música experimentó también
algunas transformaciones, pues el parlar cantando de los orígenes tendió a hacerse
cantar parlando, es decir, más o menos lo contrario. Se trata de una evolución cantabile
que culminará, precisamente, en Nápoles al acabar el siglo. No hay duda de que este
giro estaba ya escrito en el orden de las cosas, pues es muy cierto que las formas
generadoras de un arte nuevo –y en el caso de la ópera habría que hablar de un mundo
nuevo– acaban siempre por escapar de las manos de quienes las han hecho nacer. Y la
musa florentina supo bastante de ello, pues a partir de entonces se hizo discreta y se
consoló con el glorioso destino de sus hijos en tierras extranjeras. Tal fue, en primer
lugar, el caso de Lully, convertido en símbolo de una ópera específicamente francesa en
Versalles; o el de Francesco Conti, la mayoría de cuyas óperas, diecisiete en total,
triunfaron en la corte de Viena en el Siglo de las Luces. A la ciudad de los Médicis le
corresponde un mérito que nadie puede arrebatarle: el principio de la idea lírica y el
paso a la acción, aquel melodrama originario que proclamó la primacía de la palabra, y
por tanto de la sensibilidad humana y de la vida, y que, de haberlo conocido, habría
apelado al Gluck, constructor de un drama musical inspirado también en el ejemplo
griego y que rizó el rizo de las simetrías en Orfeo ed Euridice, representada ciento
sesenta y dos años después de la obra maestra de Peri.