Biblioteca Universal - Hamlet
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Hamlet
INDICE
PÁGINA
HAMLET 4
ACTO I 5
ACTO II 27
ACTO III 46
ACTO IV 74
ACTO V 95
PERSONAJES
ESCENA I
ESCENA II
ESCENA III
ESCENA IV
ESCENA V
Hamlet (solo).
¡Oh! ¡Si esta masa de carne demasiado sólida pudiera ablandarse y liqui-
darse disuelta en lluvia de lágrimas! ¡Oh, Dios! ¡Cuán fatigado ya de todo,
juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero
de él. Es un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amar-
gos. ¡Que haya llegado a suceder todo lo que veo a los dos meses que él ha
muerto...! Ni siquiera han pasado dos meses desde la muerte de aquel rey que
fue, comparado con éste, como Hiperión con un sátiro y tan amante de mi
madre, que ni a los aires celestes permitía llegar atrevidos a su rostro... ¡Oh,
cielo y tierra...! ¿Para qué conservo la memoria? ¡Ella, que se le mostraba tan
amorosa como si con la posesión hubieran crecido sus deseos! Y no obstante,
en un mes... ¡ah!, no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad, tienes nombre de
mujer! En el corto espacio de un mes, y antes de romper los zapatos con que,
semejante a Niobe, bañada en lágrimas acompañó el cuerpo de mi triste
padre... ella, sí, ella misma se unió a otro hombre... ¡Cielos! Una fiera, inca-
paz de razón y discurso, hubiera mostrado aflicción más durable... Esa mujer
se ha casado con mi tío, con el hermano de mi padre, pero no más parecido
a él que yo lo soy a Hércules. En un mes..., enrojecidos aún los ojos con el
pérfido llanto, se casó. ¡Ah, delincuente precipitación, ir a ocupar con tal dili-
gencia un lecho incestuoso! 2 Esto no es bueno ni puede terminar bien.
Pero hazte pedazos, corazón mío, pues mi lengua debe reprimirse.
ESCENA VI
Laertes y Ofelia.
ESCENA VIII
Polonio. ¿Aún estás aquí? ¡Qué pereza! A bordo, a bordo; el viento impele
ya por la popa las velas, y a ti sólo aguardan. Recibe mi bendición y procura
imprimir en la memoria estos pocos preceptos. No publiques con facilidad
lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser
afable, pero no vulgar en el trato. Une a tu alma con vínculos de acero los
amigos que adoptaste después de examinada su conducta, pero no acaricies
con mano pródiga a los que acaban de salir del cascarón y aún están sin
plumas. Huye siempre de meterte en disputas, pero una vez metido en
ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta oído a los demás,
pero reserva tu propia opinión. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facul-
tades lo permitan, pero no afectado en su henchura; rico, no extravagante:
porque el traje dice por lo común quién es el sujeto, y los caballeros princi-
pales señores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura
no dar ni pedir prestado a nadie; porque el que presta suele perder a un tiempo
el dinero y el amigo y el que se acostumbra a pedir prestado falta al espíritu
de economía y buen orden que nos es tan útil. Pero, sobre todo, usa de inge-
nuidad contigo mismo, y así no podrás ser falso con los demás: consecuen-
cia tan precisa como que la noche sucede al día. Adiós, que mi bendición
haga fructificar en ti estos consejos.
Laertes. Humildemente os pido vuestra licencia.
(Se arrodilla y besa la mano a Polonio.)
Polonio. El tiempo te está convidando y tus criados esperan. Vete.
Laertes. Adiós, Ofelia (se abrazan Ofelia y Laertes), y acuérdate bien de
lo que te he dicho.
Ofelia. En mi memoria queda guardado, y tú mismo tendrás la llave.
Laertes. Adiós.
(Se va.)
ESCENA IX
Polonio y Ofelia.
(La sombra hace los movimientos que indica el diálogo. Horacio y Marcelo
quieren detener a Hamlet, pero él los aparta con violencia y sigue al fantasma.)
ESCENA XI
Horacio y Marcelo.
ESCENA XIII
Polonio y Reinaldo.
Polonio y Ofelia.
ESCENA IV
ESCENA V
El Rey. Bien venidos seáis, amigos. Di, Voltimand: ¿qué respondió nues-
tro hermano el rey de Noruega?
Voltimand. Corresponde, con la más sincera amistad a vuestras atencio-
nes y a vuestro ruego. Así que llegamos mandó suspender los armamentos
que hacía su sobrino, fingiendo que eran preparativos contra el polaco;
pero mejor informado después, halló ser cierto que se dirigían en ofensa vues-
tra. Indignado de que abusaran así de la impotencia a que le han reducido su
edad y sus males, envió estrechas órdenes a Fortimbrás, el cual, sometiéndose
prontamente a las represiones del tío, le ha jurado que nunca más tomará las
armas contra vuestra majestad. Satisfecho de esto el anciano rey, le señala
setenta mil escudos anuales y le permite emplear contra Polonia las tropas
que había levantado. A este fin, os ruega concedáis paso libre por vuestros
Estados al ejército prevenido para tal empresa, bajo las condiciones de recí-
proca seguridad expresadas aquí.
(Saca unos papeles y los da al Rey.)
El Rey. Está bien, leeré en tiempo más oportuno sus proposiciones, y refle-
xionaré lo que debo responderle. Entretanto os doy gracias por el feliz desem-
peño de vuestro encargo. Descansad. Esta noche seréis conmigo en el fes-
tín. Tendré gusto de veros.
ESCENA VI
Polonio. El asunto se ha concluido muy bien. (El rey hace una seña, y se
retira el acompañamiento.) Mi soberano, y vos, señora oídme. Explicar lo que
es la dignidad de un monarca, las obligaciones del vasallo, por qué el día es
día, la noche la noche, y el tiempo el tiempo, sería gastar inútilmente el día,
la noche y el tiempo. Así, pues, como quiera que la brevedad es el alma del
talento, y que nada hay más enfadoso que los rodeos y perífrasis..., seré
muy breve. Vuestro noble hijo está loco, y le llamo loco porque, si en rigor
se examina, ¿qué otra cosa es la locura sino estar uno enteramente loco? Pero
dejando esto aparte...
La Reina. Al caso, Polonio, al caso. Más miga y menos arte.
Polonio. Yo os prometo, señora, que no me valgo de arte alguno. Es cierto
que él está loco. Es cierto que es lástima que sea cierto. Pero dejemos a un
lado esta pueril antítesis, pues no quiero usar de artificios. Convengamos,
pues, que está loco, y ahora falta descubrir la causa de este efecto o, mejor
dicho, la causa de este defecto; porque este efecto defectuoso nace de una
causa, y así, resta considerar lo restante. Yo tengo una hija —la tengo mien-
tras es mía— que, en prueba de su respeto y sumisión... (notad lo que os digo)
me ha entregado esta carta. (Saca una carta y lee en ella los pedazos que
indica el diálogo.) Ahora resumid los hechos y sacaréis la consecuencia. «Al
ídolo celestial de mi alma, a la sin par Ofelia...» Esta es una mala frase..., una
falta de frase; pero oíd lo demás: «Estas letras, destinadas a que tu blanco y
hermoso pecho las guarde; estas...»
La Reina. ¿Y esta carta se la ha enviado Hamlet?
Polonio. Sí, por cierto. Esperad un poco. Sigo leyendo: (Lee.)
ESCENA VII
ESCENA VIII
ESCENA IX
Dichos y Polonio.
ESCENA X
ESCENA XI
Hamlet.
Ya estoy solo. ¡Qué débil, qué insensible soy! ¿No es admirable que este
actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su placer el propio
ánimo, que agite y desfigure su rostro en la declamación, vertiendo de sus
ojos lágrimas, debilitando la voz y ejecutando todas sus acciones tan aco-
modadas a lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por Hécuba. ¿Y quién es
Hécuba para él, que así llora sus infortunios? ¡Qué no haría él si tuviese los
tristes motivos de dolor que yo tengo! Inundaría el teatro con llanto, su terri-
ble acento conturbaría a cuantos le oyesen, llenaría de desesperación al cul-
pado, de temor al inocente, al ignorante de confusión, y sorprendería los ojos
y los oídos. ¡Pero yo, miserable, estúpido y sin vigor, sueño adormecido, per-
manezco mudo y miro con indiferencia mis agravios! ¿Nada merece un rey
con quien se cometió el más atroz de los delitos para despojarle del cetro y
la vida? ¿Soy cobarde yo? ¿Quién se atrevería a llamarme villano o a insul-
tarme en mi presencia, arrancarme la barba, soplármela al rostro, asirme de
la nariz o hacerme tragar un «mentís» que me llegue al pulmón? ¿Quién se
atrevería a tanto? ¿Sería yo capaz de sufrirlo? Sí, pues yo parezco como la
paloma, que carece de hiel, incapaz de acciones crueles. A no ser yo así ya
hubiera cebado los milanos del aire en los despojos de ese indigno, desho-
nesto, homicida, pérfido seductor, feroz, malvado, que vive sin remordi-
mientos de su culpa. Pero, ¿qué he de ser tan necio? ¿Será generoso proce-
der el que yo, hijo de un padre querido (de cuya muerte alevosa el cielo y el
infierno mismo me piden venganza), afeminado y débil, desahogue con pala-
bras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como una prostituta vil
o un grumete? ¡Ah!, no, ni imaginarlo puedo. Yo he oído a veces que, asis-
tiendo a una representación hombres muy culpados, han sido heridos en el
alma con tal violencia por la ilusión del teatro, que a vista de todos han publi-
cado sus delitos; pues la culpa, aunque no tenga lengua, siempre se manifiesta
por medios maravillosos. Yo haré que estos actores representen delante de mi
tío algún pasaje que tenga semejanza con la muerte de mi padre. Yo le
heriré en lo más vivo del corazón y observaré sus miradas... Si muda de color,
si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La aparición que vi pudiera ser un
espíritu del infierno. Al demonio no le es difícil presentarse bajo la más agra-
dable forma. Bien podría él, que es tan poderoso, sobre una imaginación per-
turbada, valerse de mi propia debilidad y melancolía para engañarme y per-
derme. Voy a adquirir pruebas más sólidas. Esta representación ha de ser el
lazo en que se enrede la conciencia del rey.
ACT O III
ESCENA I
El Rey. Tú, amada Gertrudis, deberás también retirarte, porque hemos dis-
puesto que Hamlet, al venir aquí, como si fuera casualidad, encuentre a Ofelia.
Su padre y yo, testigos los más aptos para el fin, nos colocaremos donde veamos
sin ser vistos. Así podremos juzgar de lo que entre ambos ocurra, y en las accio-
nes y palabras del príncipe conoceremos si es pasión de amor el mal que sufre.
La Reina. Voy a obedeceros, y por mi parte, Ofelia. ¡cuánto desearía que
tu rara hermosura fuese el dichoso origen de la demencia de Hamlet! Enton-
ces esperaría que tus amables prendas pudiesen, para vuestra mutua felicidad,
restituirle su salud perdida.
Ofelia. Yo, señora, también quisiera que fuese así.
ESCENA III
ESCENA IV
Hamlet y Ofelia.
Hamlet. Ser o no ser: he aquí el problema. Cuál es más digna acción del
ánimo, ¿sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los bra-
zos a este torrente de calamidades y darlas fin con atrevida resistencia? Morir
es dormir. No más. Y con un sueño las aflicciones se acaban y los dolores
sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza... Este es un término que
deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. He aquí el
gran obstáculo; porque el considerar qué sueños pueden desarrollarse en el
silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, se
siente un motivo harto poderoso para detenerse. Esta es la consideración que
hace nuestra infelicidad tan larga, haciéndonos amar la vida. ¿Quién, si esto
no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los emple-
ados, las tropelías que recibe el pacífico, el mérito con que se ven agraciados
los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las inju-
rias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los
soberbios, cuando el que todo esto sufre pudiera evitárselo y procurarse la
quietud con sólo un puñal? ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando,
gimiendo bajo el peso de una vida molesta, si no fuese porque el temor de
que existe alguna cosa más allá de la muerte (país desconocido, de cuyos lími-
tes ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los
males que nos cercan, antes de ir a buscar otros de que no tenemos seguro
conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes; así la natural tin-
tura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia. Las empre-
sas de mayor importancia, por esta sola consideración, mudan camino, no se
ejecutan, y se reducen a designios vanos. Pero... ¿qué veo? ¡La hermosa Ofe-
lia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus ora-
ciones.
Ofelia. ¿Cómo os encontráis, señor, después de tantos días que no os veo?
Hamlet. Muy bien; muchas gracias.
Ofelia. Conservo en mi poder algunos recuerdos vuestros que deseo res-
tituiros mucho tiempo, y os pido que los toméis.
Hamlet. No, yo nunca te di nada.
Ofelia. Bien sabéis, señor, que os digo verdad... y con ellos me disteis pala-
bras de tan suave aliento compuestas que aumentaron con extremo su
valor. Pero ya disipado aquel perfume, recibidlos, que un alma generosa con-
sidera como viles los más opulentos dones, si llega a entibiarse el afecto de
quien los dio. Vedlos aquí.
(Presentándole algunas joyas. Hamlet rehúsa tomarlas.)
Hamlet. ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta?
Ofelia. Señor...
Hamlet. ¿Eres hermosa?
Ofelia. ¿Qué pretendéis decir con eso?
Hamlet. Que si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu hones-
tidad trate con tu belleza.
Ofelia. ¿Puede acaso tener la hermosura mejor compañera que la hones-
tidad?
Hamlet. Sin duda alguna. Más fácil es a la hermosura convertir a la hones-
tidad en una alcahueta, que a la honestidad dar a la hermosura su semejanza.
En otro tiempo se tenía esto por una paradoja; pero en la edad presente es
cosa probada. Yo te quería antes, Ofelia.
Ofelia. Así me lo dabais a entender.
Hamlet. Y tú no debieras haberme creído, porque aunque la virtud llege
a injertarse en este duro tronco, nunca desaparece el sabor original... Yo no
te he querido nunca.
Ofelia. Muy grande fue mi engaño.
Hamlet. Vete a un convento: ¿para qué te has de exponer a ser madre
de hijos pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algu-
nas cosas de que puedo acusarme, sería mejor que mi madre no me hubiese
parido. Yo soy soberbio, vengativo, ambicioso, con más pecados sobre mi
cabeza que pensamientos para explicarlos, fantasía para darles forma y tiempo
para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin los miserables como yo han de existir,
arrastrándose entre el cielo y la tierra? Todos somos insignes malvados. No
creo a ninguno de nosotros; vete, vete a un convento... ¿En dónde está tu
padre?
Ofelia. Está en casa, señor.
Hamlet. Pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere
hacer tonterías las haga dentro de su casa. Adiós.
(Se aleja y luego vuelve.)
Ofelia. ¡Oh, mi buen Dios, favorecedle!
Hamlet. Si te casas, quiero darte esta maldición en dote. Aunque seas un
hielo en la castidad, aunque seas tan pura como la nieve, no podrás librarte
de la calumnia. Créeme, vete a un convento. Adiós. Pero... escucha: si tie-
nes necesidad de casarte, cásate con un tonto; porque los hombres avisados
saben muy bien que vosotras los convertís en fieras... Al convento, y
pronto. Adiós.
Ofelia. ¡El cielo con su poder le ilumine!
Hamlet. He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La natu-
raleza os dio una cara, y vosotras os fabricáis otra distinta. Con esos conto-
neos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, os fingís inocentes y convertís en
gracia vuestros defectos mismos. Pero no hablemos más de esa materia, que
me ha hecho perder la razón. Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más
casamientos: los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán así;
los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete.
(Se va.)
ESCENA V
Ofelia
¡Oh, qué trastorno ha padecido este alma generosa! La penetración del cor-
tesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del
Estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza que estudiaban los
más advertidos, todo, todo se ha aniquilado en él. Yo, la más desconsolada
e infeliz de las mujeres, que gusté un día la miel de sus promesas suaves, veo
ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado como la campana
sonora que se hiende; aquella incomparable presencia, aquel semblante de
florida juventud, alterado con el frenesí. ¡Oh, cuánta es mi desdicha de haber
visto lo que vi, para ver ahora lo que veo!
ESCENA VI
El Rey. ¡Amor! No tal. No van por ese camino sus afectos; ni en lo que
ha dicho, aunque algo falto de orden, hay nada que parezca locura. Alguna
idea tiene en el ánimo que cubre y fomenta su melancolía, y recelo que ha de
ser un mal el fruto que produzca. A fin de prevenirlo, he resuelto que salga
prontamente para Inglaterra a pedir en mi nombre los atrasados tributos.
Acaso el mar y los países diversos, con su variedad, podrán alejar esta pasión
que le ocupa, sea la que fuere, y sobre la cual su imaginación golpea sin cesar.
¿Qué te parece?
Polonio. Que así es lo mejor. Pero yo creo, no obstante, que el origen y
principio de su aflicción provienen de un amor mal correspondido. Tú, Ofe-
lia, no hay para qué nos cuentes lo que te ha dicho el príncipe, que todo lo
hemos oído.
ESCENA VII
El Rey y Polonio.
ESCENA VIII
(Está muy iluminado. Hay asientos que forman semicírculo para el concurso
que ha de asistir al espectáculo. En el fondo, una gran puerta con pabellones,
por donde saldrán a su tiempo los actores que deben representar.)
Hamlet. Dirás este pasaje en la forma que te lo he declamado yo: con sol-
tura de lengua, no con voz desentonada, como lo hacen muchos de nuestros
cómicos. Más valdría entonces dar mis versos al pregonero para que los dijese.
No manotees así, acuchillando el aire; moderación en todo, puesto que aun
en el torrente, la tempestad, y mejor dicho, el huracán de las pasiones, se debe
conservar aquella templanza que hace suave y elegante la expresión. A mí me
desazona en extremo ver a un hombre con la cabeza muy cubierta de cabe-
llera, que a fuerza de gritos estropea los afectos que quiere expresar, y rompe
y desgarra los oídos del vulgo rudo, que sólo gusta de gesticulaciones insig-
nificantes y de estrépito. Yo mandaría azotar a un energúmeno de tal especie;
Herodes de farsa, más furioso que el mismo Herodes. Evita, evita este vicio.
Cómico 1.º Así os lo prometo.
Hamlet. No seas tampoco demasiado frío: tu misma prudencia debe
guiarte. La acción debe corresponder a la palabra, y ésta a la acción, cuidando
siempre de no atropellar la simplicidad de la naturaleza. No hay defecto
que más se oponga al fin de la representación, y este fin, desde el principio
hasta ahora, ha sido y es ofrecer a la naturaleza un espejo en que vea la virtud
su propia forma, el vicio su propia imagen, cada nación y cada siglo sus prin-
cipales caracteres. Si esta pintura se exagera o se debilita, excitará la risa de los
ignorantes: pero al mismo tiempo disgustará a los hombres de buena razón,
cuya censura debe ser para vosotros de más peso que la de toda la multitud
que llena el teatro. Yo he visto representar a algunos cómicos, que otros aplau-
dían con entusiasmo (por no decir con escándalo) los cuales no tenían acento
ni figura de cristianos, ni de gentiles, ni de hombres, pues al verlos hincharse
y bramar, no los juzgué de la especie humana, sino unos simulacros rudos de
hombres, hechos por algún mal aprendiz. Tan inicuamente imitaban la natu-
raleza.
Cómico 1.º Yo creo que en nuestra compañía se ha corregido ese defecto.
Hamlet. Corregidlo del todo, y cuidad también que los que hacen de gra-
ciosos no añadan nada a lo que está escrito en su papel. Porque algunos de
ellos, para hacer reír a los oyentes más adustos, empiezan a dar risotadas,
cuando el interés del drama debería ocupar toda la atención. Esto es indigno,
y manifiesta en los necios que lo practican el ridículo empeño de lucirse. Id
a prepararos.
ESCENA IX
ESCENA X
Hamlet y Horacio.
ESCENA XI
ESCENA XII
Hamlet. Ahora lo sabremos por lo que nos diga ese cantor, que es el Pró-
logo. Los cómicos no pueden callar un secreto, todo lo cuentan.
Ofelia. ¿Nos dirá éste lo que significa esta pantomima?
Hamlet. Sí, por cierto, y cualquiera otra que le hagáis ver. Como no os
avergoncéis de preguntarle, él tampoco se avergonzará de deciros lo que sig-
nifica.
Ofelia. ¡Qué malo, qué malo sois! Pero dejadme atender a la pieza.
PRÓLOGO
Humildemente os pedimos
que escuchéis esta tragedia,
disimulando las faltas
que haya en nosotros y en ella.
ESCENA XIV
Hamlet. Este que sale ahora se llama Luciano, y es sobrino del duque.
Ofelia. Vos suplís perfectamente la falta de coro.
Hamlet. Y aún pudiera servir de intérprete entre vos y vuestro amante, si
viese puestos en acción entrambos títeres.
Ofelia. ¡Vaya, que tenéis una lengua que corta!
Hamlet. Con un buen suspiro que deis se le quita el filo.
Ofelia. Eso es: siempre de mal en peor.
Hamlet. Así hacéis vosotras en la elección de marido, de mal en peor...
Empieza, asesino... Déjate de poner ese gesto de condenado y empieza. Vamos...
el cuervo graznador está ya gritando venganza.
Cómico 2.º (Luciano.)
Negros designios, brazo ya dispuesto
a ejecutaros, tósigo oportuno,
sitio remoto, favorable el tiempo,
y nadie que lo observe. Tú extraído
de la profunda noche en el silencio,
atroz veneno, de mortales hierbas
(invocada Proserpina) compuesto;
infectadas tres veces, y otras tantas
exprimidas después, sirve a mi intento;
pues a tu actividad mágica, horrible,
la robustez vital cede tan presto.
(Acércase adonde está durmiendo el Cómico 1.o [el duque Gonzago], des-
tapa un frasquito y le echa una porción de licor en el oído.)
ESCENA XV
(Hamlet canta estos versos en voz baja, y representa los que siguen después.
Los Cómicos 1.º y 3.º estarán retirados a un extremo de la escena, esperando sus
órdenes.)
Hamlet.
El ciervo herido llora
y el corzo no tocado
de flecha voladora
se huelga por el prado:
duerme aquél, y a deshora
veis éste desvelado:
que tanto el mundo va desordenado.
Y dígame, señor mío: si en adelante la fortuna me tratase mal, con esta gra-
cia que tengo para la música, y un bosque de plumas en la cabeza, y un par
de lazos provenzales en mis zapatos rayados, ¿no podría hacerme lugar
entre un coro de comediantes?
Horacio. Mediano papel.
Hamlet. ¿Mediano? Excelente.
ESCENA XVII
ESCENA XVIII
Dichos y Polonio.
ESCENA XIX
Hamlet.
Esta es la hora de la noche apta para los maleficios. La hora en que los cemen-
terios se abren y el infierno respira. Ahora podría yo beber caliente sangre; ahora
podría ejecutar tales acciones, que el día se estremeciese al verlas. Pero vamos
a ver a mi madre. ¡Oh, corazón! No desconozcas la naturaleza, ni permitas que
en este pecho se albergue la fiereza de Nerón. Déjame ser cruel, pero no parri-
cida. El puñal que ha de herirla que esté en mis palabras, no en mi mano. Disi-
mulen el corazón y la lengua. Sean las que fueren las execraciones que contra
ella pronuncie, nunca mi alma deseará que se cumplan.
ESCENA XX
ESCENA XXI
El Rey y Polonio.
El Rey.
ESCENA XXIII
Hamlet.
ESCENA XXIV
El Rey.
Mis palabras suben al cielo, mis afectos quedan en la tierra. (Se levanta con
agitación.) Palabras sin afectos nunca llegan a los oídos de Dios.
ESCENA XXV
Aposento de la Reina.
ESCENA XXVII
ESCENA XXVIII
La Reina y Hamlet.
ESCENA I
El Rey. Esos suspiros, esos profundos sollozos, alguna causa tienen. Dime
cuál es; conviene que yo lo sepa... ¿En dónde está tu hijo?
La Reina. Dejadnos solos un instante. (Vanse Rosencrantz y Guildenstern.)
¡Ah, señor, lo que he visto esta noche!
El Rey. ¿Qué ha sido, Gertrudis...? ¿Qué hace Hamlet?
La Reina. Furioso está como el mar y el viento cuando disputan entre sí
cuál es más fuerte. Turbado con la demencia que le agita, oyó algún ruido
detrás del tapiz. Sacó la espada, gritando: «¡un ratón, un ratón!» Y su frenesí
mató al buen anciano que se hallaba oculto.
El Rey. ¡Funesto suceso! ¡Lo mismo hubiera hecho conmigo si hubiera
estado allí! Ese desenfreno insolente amenaza a todos, a mí, a ti misma, a
todos, en fin. ¡Oh...! ¿Y cómo disculparemos una acción tan sangrienta? Nos
la imputarán sin duda a nosotros, porque nuestra autoridad debería haber
reprimido a ese joven loco, poniéndole en paraje donde a nadie pudiera ofen-
der. Pero el excesivo amor que le tenemos nos ha impedido hacer lo que más
convenía. Lo mismo que el que padece una enfermedad vergonzosa, por no
declararla, consiente primero que le vaya devorando la sustancia vital... ¿Y a
dónde ha ido?
La Reina. A retirar de allí el cadáver, y en medio de su locura llora el error
que ha cometido... Así el oro manifiesta su pureza, aunque esté mezclado con
metales viles.
El Rey. Vamos, Gertrudis, y apenas toque el sol la cima de los montes,
haré que se embarque y se vaya. En tanto, será necesario emplear toda
nuestra autoridad y nuestra prudencia para ocultar o disculpar un hecho tan
indigno.
ESCENA II
El Rey. ¡Oh, amigos! Id entrambos con alguna gente que os ayude... Ham-
let, ciego de ira, ha dado muerte a Polonio y le ha sacado arrastrando del apo-
sento de su madre. Id a buscarle; habladle con dulzura, y llevad el cadáver a
la capilla. No os detengáis. (Vanse Rosencrantz y Guildenstern.) Vamos, que
pienso llamar a nuestros más prudentes amigos, para darles cuenta de esta
imprevista desgracia y de lo que resuelvo hacer. Acaso por este medio la calum-
nia (cuyo rumor ocupa la extensión del orbe, y dirige sus emponzoñados tiros
con la misma certeza que el cañón a su blanco), errando esta vez el golpe dejará
nuestro nombre ileso y herirá sólo al viento insensible. ¡Oh...! Vamos de aquí...
mi alma está llena de agitación y de terror.
ESCENA III
ESCENA IV
El Rey.
ESCENA V
El Rey y Rosencrantz.
ESCENA VI
ESCENA VII
ESCENA VIII
ESCENA X
Hamlet.
ESCENA XI
La Reina y Horacio.
ESCENA XII
Ofelia.
¿Cómo el amante
que fiel te sirva
de otro cualquiera
distinguiría?
Por las veneras
de su esclavina,
bordón, sombrero
con plumas rizas
y su calzado
que adornan cintas.
ESCENA XIII
El Rey y la Reina.
ESCENA XV
ESCENA XVI
Laertes. ¿En dónde está el rey? (Volviéndose hacia la puerta por donde ha
entrado, detiene a los conjurados que le acompañan y hace que se retiren.)
Vosotros, quedaos todos afuera.
Voces. No, entremos.
Laertes. Yo os pido que me dejéis.
Voces. Bien, bien está. (Se retiran.)
Laertes. Gracias, señores. Guardad las puertas... (Dirigiéndose al rey.) Y
tú, indigno, ven, dame a mi padre.
La Reina. Menos ardor, querido Laertes.
Laertes. Si hubiese en mí una gota de sangre con menos ardor, me decla-
raría hijo espúreo; infamaría de cornudo a mi padre e imprimiría sobre la
frente limpia y casta de mi madre honestísima la nota infame de prostituta.
El Rey. Pero, Laertes, ¿cuál es el motivo de tan atrevida rebelión...? Déjale,
Gertrudis, no le contengas... no temas nada contra mí. Existe una fuerza
divina que defiende a los reyes; la traición no puede penetrar hasta ellos, y ve
malogrados todos sus designios... Dime, Laertes: ¿por qué estás tan airado...?
Déjale, Gertrudis... (A Laertes.) Habla tú.
Laertes. ¿En dónde está mi padre?
El Rey. Murió.
La Reina. Pero no le ha muerto el rey.
El Rey. Déjale preguntar cuanto quiera.
Laertes. ¿Y cómo ha sido su muerte...? No, a mí no se me engaña. Váyase
al infierno la fidelidad, llévese el más negro demonio los juramentos de vasa-
llaje, sepúltense la conciencia, la esperanza y la salvación, en el abismo más
profundo... La condenación eterna no me horroriza; suceda lo que quiera, ni
éste ni el otro mundo me importan nada... Sólo aspiro, y este es el punto en
que insisto, sólo aspiro a dar completa venganza a mi difunto padre.
El Rey. ¿Y quién te lo puede estorbar?
Laertes. Mi voluntad sola, y no todo el universo. Y en cuanto a los medios
de que he de valerme, yo sabré economizarlos de suerte que un pequeño
esfuerzo produzca efectos grandes.
El Rey. Buen Laertes, si deseas saber la verdad acerca de la muerte de tu
amado padre, ¿está escrito acaso por esto en tu venganza que hayas de atro-
pellar sin distinción amigos y enemigos, culpados e inocentes?
Laertes. No, sólo a mis enemigos.
El Rey. Querrás, sin duda, conocerlos.
Laertes. ¡Oh! A mis buenos amigos los recibiré con los brazos abiertos, y,
semejante al pelícano amoroso, los alimentaré, si necesario es, con mi propia
sangre.
El Rey. Ahora has hablado como buen hijo y como caballero. Laertes,
ni tengo culpa en la muerte de tu padre, ni ninguno ha sentido como yo su
desgracia. Esta verdad deberá ser tan clara a tu razón como a tus ojos la luz
del día.
Voces. Dejadla entrar.
(Ruido y voces dentro.)
Laertes. ¿Qué novedad... qué ruido es éste?
ESCENA XVII
Ofelia (Canta.)
Lleváronle en su ataúd
con el rostro descubierto
¡Ay, triste de mí!
Y sobre su sepultura
muchas lágrimas llovieron.
¡Ay, triste de mí!
Adiós, querido mío, adiós.
Laertes. Si gozando de tu razón me incitaras a la venganza, no me con-
moverías tanto como al verte así.
Ofelia. Debéis cantar aquello de:
Abajito está;
llámele, señor, que abajito está.
Un solitario
de plumas vario
me da placer.
Laertes. Ideas funestas, aflicción, pasiones terribles, los horrores del infierno
mismo, todo en su boca es gracioso y suave.
Ofelia (Canta.)
Nos deja, se va,
y no ha de volver.
No, que ya murió,
no vendrá otra vez...
Su barba era nieve,
su pelo también.
Se fue, ¡dolorosa
partida! se fue.
En vano exhalamos
suspiros por él.
Los cielos piadosos
descanso le den.
ESCENA XVIII
Horacio y un Criado.
ESCENA XX
El Guardia. Señor, ved aquí cartas del príncipe. Ésta es para Vuestra Majes-
tad, y ésta para la reina. (Da unas cartas al rey.)
El Rey. ¡De Hamlet...! ¿Quién las ha traído?
El Guardia. Dicen que unos marineros, yo no los he visto. Horacio, que
las recibió del que las trajo, es el que me las ha entregado a mí.
El Rey. Oirás lo que dicen, Laertes. (Al guardia.) Déjanos solos.
ESCENA XXIII
El Rey y Laertes.
El Rey. (Leyendo una carta.) «Alto y poderoso señor, os hago saber cómo he
llegado desnudo a vuestro reino. Mañana os pediré permiso de ver vuestra pre-
sencia real; y entonces, mediante vuestro perdón, os diré la causa de mi extraña
y repentina vuelta.—Hamlet.» ¿Qué quiere decir esto? ¿Se habrán vuelto
locos los otros también, o hay alguna equivocación, o acaso todo es falso?
Laertes. ¿Conocéis la letra?
El Rey. (Examinando con atención la carta.) Sí, es de Hamlet. Desnudo...
y en una enmienda que hay aquí dice: solo... ¿Qué puede ser esto?
Laertes. Yo nada alcanzo... Pero dejadle venir, que ya siento encenderse
en nuevas iras mi corazón... Sí, yo viviré, y le diré en su cara: «Tú lo hiciste,
y fue de esta manera.»
El Rey. Si así piensas hacerlo, ¿quieres dirigirte por mí, Laertes?
Laertes. Sí, señor, como no procuréis inclinarme a la paz.
El Rey. A tu propia paz, no a otra ninguna. Si él vuelve ahora disgus-
tado de este viaje y rehúsa comenzarle de nuevo, yo le ocuparé en una empresa
que medito, en la cual perecerá sin duda. Esta muerte no excitará la más leve
acusación; su madre misma absolverá el hecho, juzgándolo casual.
Laertes. Seguiré en todo vuestras ideas, y mucho más si disponéis que yo
sea el instrumento que las ejecute.
El Rey. Todo se prepara bien... Desde que te fuiste se ha hablado
mucho de ti delante de Hamlet, por una habilidad en que dicen que sobre-
sales. Las demás que tienes no movieron tanto su envidia como esta sola, que,
en mi opinión, ocupa el último lugar.
Laertes. ¿Y qué habilidad es, señor?
El Rey. Un mero adorno de la juventud, pero me le es muy necesario;
puesto que así son propios de la juventud los adornos ligeros y alegres, como
de la edad madura las ropas y pieles que se viste por abrigo y decencia...
Dos meses ha que estuvo aquí un caballero de Normandía... Yo conozco a
los franceses muy bien, he militado contra ellos, y son por cierto admira-
bles jinetes; pero el galán de quien hablo era un prodigio en esto. Parecía haber
nacido sobre la silla, y hacía ejecutar al caballo tan admirables movimientos
como si él y su valiente bruto formasen un cuerpo solo; y tanto excedió a mis
ideas, que todas las formas y actitudes que yo pude imaginar no llegaron a lo
que él hizo.
Laertes. ¿Decís que era normando?
El Rey. Sí, normando.
Laertes. Ese es Lamond, sin duda.
El Rey. El mismo.
Laertes. Le conozco bien, y es la joya más preciosa de su nación.
El Rey. Pues éste, hablando de ti públicamente, te llenaba de elogios
por tu inteligencia y ejercicio en la esgrima y la bondad de tu espada en la
defensa y el ataque; tanto, que dijo que sería un espectáculo admirable
verte lidiar con otro de igual mérito, si pudiera hallarse; aunque, según ase-
guraba él mismo, los más diestros de su nación carecían de agilidad para las
estocadas y los quites cuanto tú esgrimías con ellos. Este informe irritó la envi-
dia de Hamlet, y en nada pensó desde entonces sino en solicitar con instan-
cia tu pronto regreso para batallar contigo. Fuera de eso...
Laertes. ¿Y qué queréis decir con eso, señor?
El Rey. Laertes, ¿amaste a tu padre, o eres como las figuras de un lienzo
que aparentan tristeza en el semblante cuando les falta un corazón?
Laertes. ¿Por qué lo preguntáis?
El Rey. No porque piense que no amabas a tu padre, sino porque sé
que el amor está sujeto al tiempo, y que el tiempo extingue su ardor y sus cen-
tellas, según me lo hace ver la experiencia de los sucesos. Existe en medio de
la llama de amor una mecha o pábilo que la destruye al fin: nada perma-
nece en un mismo grado de bondad constantemente, pues la misma salud
degenerando en plétora, perece por su propio exceso. Cuanto nos propone-
mos hacer debería ejecutarse en el instante mismo en que lo deseamos, por-
que la voluntad se altera fácilmente, se debilita y se entorpece, según las
lenguas, las manos y los accidentes que se atraviesen; y entonces el estéril deseo
es semejante a un suspiro que, exhalando pródigo el aliento, causa daño en
vez de dar alivio... Pero toquemos en lo vivo de la herida. Hamlet vuelve...
¿Qué acción emprenderías tú para manifestar con obras más que con pala-
bras que eres digno hijo de tu padre?
Laertes. ¿Qué haría? Cortarle la cabeza, aunque fuese dentro de una igle-
sia.
El Rey. Cierto que no debería un homicida hallar asilo en parte alguna,
ni reconocer límites una justa venganza. Pero, buen Laertes, limítate a
hacer lo que te diré. Permanece oculto en tu casa. Cuando llegue Hamlet,
sabrá que tú has venido. Yo le haré acompañar por algunos que, alabando tu
destreza, den un nuevo lustre a los elogios que hizo de ti el francés. Al fin, lle-
garéis a veros; se harán apuestas en favor de uno y otro... Él, que es descui-
dado, generoso, incapaz de toda malicia, no reconocerá los floretes; de suerte,
que te será muy fácil, con poca sutileza que uses, elegir una espada sin botón,
y en cualquiera de los asaltos tomar satisfacción de la muerte de tu padre.
Laertes. Así lo haré, y a ese fin quiero envenenar la espada con cierto
ungüento que compre a un brujo; de cualidad tan mortífera, que, mojando
un cuchillo en él, dondequiera que haga sangre introduce la muerte, sin
que haya emplasto eficaz que pueda evitarla, por más que se componga de
cuantos simples medicinales crecen debajo de la luna. Yo bañaré la punta
de mi espada en este veneno para que, apenas le toque, muera.
El Rey. Reflexionemos más sobre esto... Examinemos qué ocasión, qué
medios serán más oportunos a nuestro engaño: porque si tal vez se malo-
gra, y, equivocada la ejecución, se descubren los fines, valiera más no haberlo
emprendido. Conviene, pues, que este proyecto vaya sostenido con otro
segundo, capaz de asegurar el golpe cuando por el primero no se consiga.
(Pensativo.) Espera... Déjame ver si... Haremos una apuesta solemne sobre
vuestra habilidad y... Sí, ya hallé el medio. Cuando con la agitación os sintáis
acalorados y sedientos, él pedirá de beber, y yo te tendré prevenida expresa-
mente una copa, así que, sólo al gustarla, aunque haya podido librarse de tu
espada, veremos cumplido nuestro deseo. (Suena un ruido dentro.) Pero...
calla... ¿Qué ruido se escucha?
(Entra la reina.)
ESCENA XXIV
2 Orquídeas. El fúnebre nombre al que alude Shakespeare obedece a la especial forma de su raíz,
compuesta de dos bulbos, y a sus virtudes afrodisíacas. En algunas especies, las raíces son pálidas
y palmeadas.
ACT O V
ESCENA I
Dos Sepultureros.
ESCENA II
Hamlet. ¡Qué poco siente ese hombre lo que hace, que abre una sepul-
tura y canta al mismo tiempo!
Horacio. La costumbre le ha hecho ya familiar esa ocupación.
Hamlet. Así es la verdad. La mano que no trabaja es la que tiene más deli-
cado el tacto.
Sepulturero 1.º (Cantando.)
Hamlet. Sí, ya creo que es tuyo, porque estás ahora dentro de él... Pero la
sepultura es para los muertos, no para los vivos: conque has mentido.
Sepulturero 1.º Como es una mentira viviente, os la devuelvo.
Hamlet. ¿Para qué hombre cavas esa sepultura?
Sepulturero 1.º No es para un hombre, señor.
Hamlet. Pues bien, ¿para qué mujer?
Sepulturero 1º Tampoco es para una mujer.
Hamlet. ¿Pues qué es lo que ha de enterrarse ahí?
Sepulturero 1.º Un cadáver que fue mujer; pero ya murió...
Hamlet. (Aparte.) ¡Qué taimado es! Hablémosle clara y sencillamente,
porque si no es capaz de confundirnos con sus equívocos. De tres años a esta
parte he observado cuánto se va sutilizando la época en que vivimos... Por
vida mía, Horacio, que ya el villano sigue tan de cerca al caballero, que muy
pronto le desollará el talón. ¿Cuánto tiempo ha que eres sepulturero?
Sepulturero 1.º Toda mi vida, se puede decir. Yo comencé el oficio el
día que nuestro último rey Hamlet venció a Fortimbrás.
Hamlet. ¿Y cuánto tiempo hace de eso?
Sepulturero 1.º ¡Toma! ¿No lo sabéis? Pues hasta los chiquillos os lo dirán.
Eso sucedió el mismo día en que nació el joven Hamlet, el que está loco y
se ha ido a Inglaterra.
Hamlet. ¡Oiga! ¿Y por qué se ha ido a Inglaterra?
Sepulturero 1.º Porque... porque está loco, y allí recobrará su juicio. Y si
no lo recobra, poco importa.
Hamlet. ¿Por qué?
Sepulturero 1.º Porque en Inglaterra todos son tan locos como él, y no
será reparado.
Hamlet. ¿Y cómo ha sido eso de volverse loco?
Sepulturero 1.º De un modo muy raro, según dicen.
Hamlet. ¿De qué modo raro?
Sepulturero 1.º Habiendo perdido el entendimiento.
Hamlet. ¿Y sobre qué?
Sepulturero 1.º Sobre Dinamarca... Yo soy enterrador, y lo he sido de
chico y de grande por espacio de treinta años.
Ha m l e t. ¿ Cuánto tiempo puede estar enterrado un hombre sin
corromperse?
Sepulturero 1.º Si no estaba ya podrido antes de morir (como nos sucede
todos los días con muchos cuerpos delicados, que no hay por dónde asirlos),
podrá durar cosa de ocho o nueve años. Un curtidor durará nueve años segu-
ramente.
Hamlet. ¿Y qué tiene el curtidor más que otro cualquiera?
Sepulturero 1.º Tiene un pellejo tan curtido por su ejercicio, que puede
resistir mucho tiempo el agua; y el agua, señor, es la cosa que más pronto des-
truye a cualquier muerto. He aquí una calavera que ha estado debajo de tie-
rra veintitrés años.
Hamlet. ¿De quién es?
Sepulturero 1.º ¡De un hideputa loco...! ¿De quién os parece que será?
Hamlet. Yo... ¿cómo he de saberlo?
Sepulturero 1.º ¡Mala peste en él y en sus travesuras...! Una vez me echó
un frasco de vino del Rhin por los cabezones... Señor, esta calavera es la cala-
vera de Yorick, el bufón del rey. (Le da una calavera.)
Hamlet. ¿Ésta?
Sepulturero 1.º La misma.
Hamlet. (Examinándola.) ¡Ah, pobre Yorick...! Yo le conocí, Horacio...
Era un hombre sumamente gracioso, y de la más fecunda imaginación. Me
acuerdo que siendo yo niño me llevó mil veces sobre sus hombros... y ahora
su vista me llena de horror, y oprimido mi pecho palpita. Aquí estuvieron
aquellos labios donde yo di besos sin número... ¿Qué se hicieron tus burlas,
tus brincos, tus cantares, y aquellos chistes repentinos que de ordinario ani-
maban la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya enteramente de múscu-
los, ni aún puedes reírte de tu propia deformidad... Entra en el tocador de
alguna de nuestras damas, y dile a ella, para excitar su risa, que, por más
que se ponga una pulgada de afeite en el rostro, al fin ha de experimentar esta
misma transformación... (Tira la calavera al montón de tierra inmediato a la
sepultura.) Dime una cosa, Horacio.
Horacio. ¿Qué es, señor?
Hamlet. ¿Crees tú que Alejandro, metido debajo de tierra, ha tenido
esa forma horrible?
Horacio. Cierto que sí.
Hamlet. ¿Y exhalaría ese mismo hedor?
Horacio. Sin diferencia alguna.
Hamlet. ¡En qué viles usos hemos de parar, Horacio...! ¿Por qué no ha de
poder la imaginación seguir las ilustres cenizas de Alejandro hasta encontrarlas
tapando la boca de algún barril de cerveza?
Horacio. A fe que sería una excesiva curiosidad ir a examinarlo.
Hamlet. No, no por cierto. No hay sino ir siguiéndola, hasta llegar allí
con probabilidad y sin violencia alguna. Como si dijéramos: Alejandro murió,
Alejandro fue sepultado, Alejandro se redujo a polvo, el polvo es tierra y de
la tierra hacemos barro... ¿Y por qué este barro en que él está ya convertido
no habrá podido tapar un barril de cerveza? El gran César, muerto y hecho
tierra, puede tapar un agujero para estorbar que pase el aire... ¡Oh!, aquella
tierra que tuvo atemorizada al orbe servirá tal vez para reparar las hendedu-
ras de un tabique contra las intemperies del invierno... Pero callemos... hagá-
monos a un lado... aquí viene el rey, la reina, los grandes... ¿A quién acom-
pañan? ¡Qué ceremonial tan escaso es éste...! Todo anuncia que el difunto
que conducen dio fin a su vida con desesperada mano... Sin duda era per-
sona de calidad... Ocultémonos un poco, y observa.
ESCENA III
ESCENA IV
Hamlet y Horacio.
ESCENA V
ESCENA VI
Hamlet y Horacio.
ESCENA VII
ESCENA VIII
Hamlet y Horacio.
ESCENA IX
(Traen los criados una mesa, y en ella, cuando lo manda el rey, ponen jarras y
copas de oro que llenan de vino. El rey y la reina se sientan junto a la mesa, y todos
los demás, según su clase, ocupan los asientos restantes. Quedan en pie los criados,
que sirven las copas, Hamlet y Laertes que se disponen para batallar, y Horacio y
Osric en calidad de jueces o padrinos.)
(Osric presenta varios floretes. Hamlet toma uno y Laertes escoge otro.)
Hamlet. Este me parece bueno... ¿Son todos iguales?
Osric. Sí, señor.
El Rey. Cubrid esta mesa de copas llenas de vino. Si Hamlet da la primera
o segunda estocada, o en la tercera suerte da un quite al contrario, disparen
toda la artillería de las almenas. El rey beberá a la salud de Hamlet, echando
en la copa una perla más preciosa que la que han usado en su corona los cua-
tro últimos soberanos daneses... Traed las copas, y que el timbal diga a las
trompetas, las trompetas al artillero distante, los cañones al cielo y el cielo a
la tierra: «Ahora brinda el rey de Dinamarca a la salud de Hamlet...» Comen-
zad. Y vosotros, que habéis de juzgarlos, observad atentos.
Hamlet. Vamos.
Laertes. Vamos, señor.
Hamlet. Una.
Laertes. No.
Hamlet. Que juzguen.
Osric. Una estocada, no hay duda.
Laertes. Bien, a otra.
El Rey. Esperad... Dadme de beber. (El rey echa una perla en la copa a
Hamlet y él rehúsa tomarla. Suena a lo lejos ruido de trompetas y cañonazos.)
Hamlet, esta perla es para ti, y brindo con ella a tu salud. Dadle la copa.
Hamlet. Esperad un poco... (Vuelven a batallar.) Quiero dar ese bote pri-
mero. Vamos... Otra estocada. ¿Qué decís?
Laertes. Sí, me ha tocado: lo confieso.
El Rey. ¡Oh! Nuestro hijo vencerá.
La Reina. Está grueso y se fatiga demasiado. Ven aquí, Hamlet, toma este
lienzo y límpiate el rostro... La reina brinda a tu buena fortuna, querido Ham-
let.
(Toma la copa y bebe; el rey lo quiere estorbar, y la reina bebe por segunda vez.)
(Horacio y Osric los separan con dificultad. La reina cae moribunda en los bra-
zos del rey. Todo es terror y confusión.)
(Busca en la mesa el jarro del veneno, echa parte de él en una copa, va a beber,
Hamlet quiere estorbárselo. Los criados quitan la copa a Horacio, la toma Ham-
let y la tira al suelo.)
Hamlet. Dame esa copa..., presto..., por Dios te lo pido. ¡Oh, querido
Horacio! Si esto permanece oculto, ¡qué manchada reputación dejaré des-
pués de mi muerte! Si alguna vez me diste lugar en tu corazón, retarda un
poco esa felicidad que apeteces: alarga por algún tiempo la fatigosa vida de
este mundo lleno de miserias, y divulga por él mi historia... (Suena una música
de trompetas, que se va aproximando lentamente.) ¿Qué estrépito militar es éste?
ESCENA X
Horacio. ¡Por fin se rompe ese gran corazón...! Adiós, adiós, amado prín-
cipe. (Le besa las manos y hace ademanes de dolor.) ¡Los coros angélicos te acom-
pañen al celeste descanso...! Pero, ¿por qué se acerca hasta aquí ese estruendo
de trompetas?
ESCENA XI
(Marcha fúnebre. Salen llevándose los cadáveres, después se oyen las salvas.
Final.)