acercaban, pero yo creo que nosotros éramos sus predilectos. Mi madre era la que lo conducía al pueblo en un ligero tílburi todos los días de mercado.
En la granja había un muchacho trabajador, llamado Guillermo, que algunas veces venía á nuestra pradera á coger zarzamoras en las cercas, y que, cuando se hartaba de comer cuantas tenía por conveniente, solía proceder á lo que él llamaba tener un rato de gusto con los potros, arrojándonos piedras y palos para hacernos galopar. No nos importaba mucho aquello, puesto que podíamos correr hasta ponernos lejos de él; pero era el caso que á veces nos alcanzaba alguna de las piedras y no nos hacía ningún provecho.
Un día que Guillermo se hallaba entregado á aquella diversión, muy ajeno de sospechar que el amo lo estaba observando desde el otro lado de la cerca, sucedió que éste la brincó rápidamente, y acercándosele sin ser visto, le administró tan solemne bofetón entre una oreja y el pescuezo, que le hizo dar un grito de dolor y de sorpresa. Nosotros nos aproximamos para ver en qué paraba aquello.
—No te da vergüenza, pícaro —le dijo,— entretenerte en mortificar á estos animales? No es la primera, ni la segunda vez, pero te prometo