3.diàlegs de Maduresa
3.diàlegs de Maduresa
3.diàlegs de Maduresa
El Banquete o del Amor
Apolodoro y un amigo de Apolodoro.
Sócrates – Agatón – Fedro – Pausanias – Eriximaco.
Aristófanes – Alcibíades
Apolodoro
Me considero bastante preparado para referiros lo que me pedís, porque
ahora recientemente, según iba yo de mi casa de Faléreo{1} a la ciudad, un
conocido mío, que venia detrás de mí, me avistó, y llamándome de lejos: –
¡Hombre de Faléreo! gritó en tono de confianza; ¡Apolodoro!, ¿no puedes
acortar el paso?– Yo me detuve, y le aguardé. –Me dijo: justamente andaba
en tu busca, porque quería preguntarte lo ocurrido en casa de Agaton el día
que Sócrates, Alcibíades y otros muchos comieron allí. Dícese que toda la
conversación rodó sobre el amor. Yo supe algo por uno, a quien Fénix, hijo
de Filipo, refirió una parte de los discursos que se pronunciaron, pero no
pudo decirme el pormenor de la conversación, y sólo me dijo que tú lo
sabias. Cuéntamelo, pues, tanto más [298] cuanto es un deber en ti dar a
conocer lo que dijo tu amigo. Pero, ante todo, dime: ¿estuviste presente a esa
conversación? –No es exacto, y ese hombre no te ha dicho la verdad, le
respondí; puesto que citas esa conversación como si fuera reciente, y como
si hubiera podido yo estar presente. –Yo así lo creía. –¿Cómo, le dije,
Glaucon; no sabes que ha muchos años que Agaton no pone los pies en
Atenas? Respecto a mí aún no hace tres años que trato a Sócrates, y que me
propongo estudiar asiduamente todas sus palabras y todas sus acciones.
Antes andaba vacilante por uno y otro lado, y creyendo llevar una vida
racional, era el más desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú
ahora, que en cualquier cosa debía uno ocuparse con preferencia a la
filosofía. –Vamos, no te burles, y dime cuándo tuvo lugar esa conversación. –
Éramos muy jóvenes tú y yo; fue cuando Agaton consiguió el premio con su
primera tragedia, al día siguiente en que sacrificó a los dioses en honor de su
triunfo, rodeado de sus coristas. –Larga es la fecha, a mi ver; ¿pero quién te
ha dicho lo que sabes? ¿es Sócrates? –No, ¡por Júpiter!, le dije; me lo ha dicho
el mismo que se lo refirió a Fénix, que es un cierto Aristodemo, del pueblo de
Cidatenes; un hombre pequeño, que siempre anda descalzo. Este se halló
presente, y si no me engaño, era entonces uno de los más apasionados de
Sócrates. Algunas veces pregunté a este sobre las particularidades que me
había referido Aristodemo, y vi que concordaban. –¿Por qué tardas tanto, me
dijo Glaucon, en referirme la conversación? ¿En qué cosa mejor podemos
emplear el tiempo que nos resta para llegar a Atenas? –Yo convine en ello, y
continuando nuestra marcha, entramos en materia. Como te dije antes, estoy
preparado, y sólo falta que me escuches. Además del provecho que
encuentro en hablar u oír hablar de filosofía, nada hay en el mundo que me
cause tanto placer; mientras que, [299] por el contrario, me muero de
fastidio cuando os oigo a vosotros, hombres ricos y negociantes, hablar de
vuestros intereses. Lloro vuestra obcecación y la de vuestros amigos; creéis
hacer maravillas, y no hacéis nada bueno. Quizá también por vuestra parte
os compadeciereis de mí, y me parece que tenéis razón; pero no es una mera
creencia mía, sino que tengo la seguridad de que sois dignos de compasión.
El amigo de Apolodoro
Tú siempre el mismo, Apolodoro; hablando mal siempre de ti y de los demás,
y persuadido de que todos los hombres, excepto Sócrates, son unos
miserables, principiando por ti. No sé por qué te han dado el nombre de
Furioso; pero sé bien que algo de esto se advierte en tus discursos. Siempre
se te encuentra desabrido contigo mismo y con todos, excepto con Sócrates.
Apolodoro
¿Te parece, querido mío, que es preciso ser un furioso y un insensato, para
hablar así de mí mismo y de todos los demás?
El amigo de Apolodoro
Déjate de disputas, Apolodoro. Acuérdate ahora de tu promesa, y refiéreme
los discursos que pronunciaron en casa de Agaton.
Apolodoro
He aquí lo ocurrido poco más o menos; o mejor es que tomemos la historia
desde el principio, como Aristodemo me la refirió.
Encontré a Sócrates, me dijo, que salía del baño y se había calzado las
sandalias contra su costumbre. Le pregunté a dónde iba tan apuesto.
—Voy a comer a casa de Agaton, me respondió. Rehusé asistir a la fiesta que
daba ayer para celebrar su victoria, por no acomodarme una excesiva
concurrencia; pero di mi palabra para hoy, y he aquí por qué me encuentras
[300] tan en punto. Me he embellecido para ir a la casa de tan bello joven.
Pero, Aristodemo, ¡no te dará la humorada de venir conmigo, aunque no
hayas sido convidado?
—Como quieras, le dije.
—Sígueme, pues, y cambiemos el proverbio, probando que un hombre de
bien puede ir a comer a casa de otro hombre de bien sin ser convidado. Con
gusto acusaría a Homero, no sólo de haber cambiado este proverbio, sino de
haberse burlado de el{2}, cuando después de representar a Agamemnon
como un gran guerrero, y a Menelao como un combatiente muy débil; hace
concurrir a Menelao al festín de Agamemnon, sin ser convidado; es decir,
presenta un inferior asistiendo a la mesa de un hombre, que está muy por
cima de él.
—Tengo temor, dije a Sócrates, de no ser tal como tú querrías, sino más bien
según Homero; es decir, una medianía que se sienta a la mesa de un sabio sin
ser convidado. Por lo demás, tú eres el que me guías y a ti te toca salir a mi
defensa, porque yo no confesaré que concurro allí sin que se me haya
invitado, y diré que tú eres el que me convidas.
—Somos dos{3}, respondió Sócrates, y ya a uno ya a otro no nos faltará qué
decir. Marchemos.
Nos dirigirnos a la casa de Agaton durante esta plática, pero antes de llegar,
Sócrates se quedó atrás entregado a sus propios pensamientos. Me detuve
para esperar, pero me dijo que siguiera adelante. Cuando llegué a la casa de
Agaton, encontré la puerta abierta, y me sucedió una aventura singular. Un
esclavo de Agaton me condujo en el acto a la sala donde tenía lugar la
reunión, estando ya todos sentados a la mesa y esperando sólo que se les
sirviera. Agaton, en el momento que me vio, exclamó: [301]
—¡Oh, Aristodemo!, seas bienvenido si vienes a comer con nosotros. Si
vienes a otra cosa, ya hablaremos otro día. Ayer te busqué para suplicarte
que fueras uno de mis convidados, pero no pude encontrarte. ¿Y por qué no
has traído a Sócrates?
Miré para atrás y vi que Sócrates no me seguía, y entonces dije a Agaton que
yo mismo había venido con Sócrates, como que él era el que me había
convidado.
—Has hecho bien, replicó Agaton; ¿pero dónde está Sócrates?
—Me seguía y no sé qué ha podido suceder.
—Esclavo, dijo Agaton, llégate a ver dónde está Sócrates y condúcele aquí. Y
tú, Aristodemo, siéntate al lado de Eriximaco. Esclavo, lavadle los pies para
que pueda ocupar su puesto.
En este estado vino un esclavo a anunciar que había encontrado a Sócrates
de pié en el umbral de la casa próxima, y que habiéndole invitado, no había
querido venir.
—¡Vaya una cosa singular!, dijo Agaton. Vuelve y no le dejes hasta que haya
entrado.
—No, dije yo entonces, dejadle.
—Si a tí te parece así, dijo Agaton, en buena hora. Ahora, vosotros, esclavos,
servidnos. Traed lo que queráis, como si no tuvierais que recibir órdenes de
nadie, porque ese es un cuidado que jamás he querido tomarme. Miradnos lo
mismo a mí que a mis amigos como si fuéramos huéspedes convidados por
vosotros mismos. Portaos lo mejor posible, que en ello va vuestro crédito.
Comenzamos a comer, y Sócrates no parecía. A cada instante Agaton quería
que se le fuese a buscar, pero yo lo impedí constantemente. En fin, Sócrates
entró después de habernos hecho esperar algún tiempo, según su
costumbre, cuando estábamos ya a media comida. Agaton, que estaba solo
sobre una cama al extremo de la mesa, le invitó a que se sentara junto a él.
[302]
—Ven, Sócrates, le dijo, permite que esté lo más próximo a ti, para ver si
puedo ser partícipe de los magníficos pensamientos que acabas de
descubrir; porque tengo una plena certeza de que has descubierto lo que
buscabas, pues de otra manera no hubieras dejado el dintel de la puerta.
Cuando Sócrates se sentó, dijo:
—¡Ojalá, Agaton, que la sabiduría fuese una cosa que pudiese pasar de un
espíritu a otro, cuando dos hombres están en contacto, como corre el agua,
por medio de una mecha de lana, de una copa llena a una copa vacía! Si el
pensamiento fuese de esta naturaleza, sería yo el que me consideraría
dichoso estando cerca de ti, y me vería, a mi parecer, henchido de esa buena
y abundante sabiduría que tú posees; porque la mía es una cosa mediana y
equívoca; o, por mejor decir, es un sueño. La tuya, por el contrario, es una
sabiduría magnífica y rica en bellas esperanzas como lo atestigua el vivo
resplandor que arroja ya en tu juventud, y los aplausos que más de treinta
mil griegos acaban de prodigarte.
—Eres muy burlón, replicó Agaton, pero ya examinaremos cuál es mejor, si
la sabiduría tuya o la mía; y Baco será nuestro juez. Ahora de lo que se trata
es de comer.
Sócrates se sentó, y cuando él y los demás convidados acabaron de comer, se
hicieron libaciones, se cantó un himno en honor del dios, y después de todas
las demás ceremonias acostumbradas, se habló de beber. Pausanias tomó
entonces la palabra:
—Veamos, dijo, cómo podremos beber, sin que nos cause mal. En cuanto a
mí, declaro que me siento aún incomodado de resultas de la francachela de
ayer, y tengo necesidad de respirar un tanto, y creo que la mayor parte de
vosotros está en el mismo caso; porque ayer erais todos de los nuestros.
Prevengámonos, pues, para beber con moderación. [303]
—Pausanias, dijo Aristófanes, me das mucho gusto en querer que se beba
con moderación, porque yo fui uno de los que se contuvieron menos la
noche última.
—¡Cuánto celebro que estéis de ese humor!, dijo Eriximaco, hijo de
Acumenes; pero falta por consultar el parecer de uno. ¿Cómo te encuentras,
Agaton?
—Lo mismo que vosotros, respondió.
—Tanto mejor para nosotros, replicó Eriximaco, para mí, para Aristodemo,
para Fedro y para los demás, si vosotros, que sois los valientes, os dais por
vencidos, porque nosotros somos siempre ruines bebedores. No hablo de
Sócrates, que bebe siempre lo que le parece, y no le importa nada la
resolución que se toma. Así, pues, ya que no veo a nadie aquí con deseos de
excederse en la bebida, seré menos importuno, si os digo unas cuantas
verdades sobre la embriaguez. Mi experiencia de médico me ha probado
perfectamente, que el exceso en el vino es funesto al hombre. Evitaré
siempre este exceso, en cuanto pueda, y jamás lo aconsejaré a los demás;
sobre todo, cuando su cabeza se encuentre resentida a causa de una orgía de
la víspera.
—Sabes, le dijo Fedro de Mirrinos, interrumpiéndole, que sigo con gusto tu
opinión, sobre todo, cuando hablas de medicina; pero ya ves que hoy todos
se presentan muy racionales.
No hubo más que una voz; se resolvió de común acuerdo beber por placer y
no llevarlo hasta la embriaguez.
—Puesto que hemos convenido, dijo Eriximaco, que nadie se exceda, y que
cada uno beba lo que le parezca, soy de opinión que se despache desde luego
la tocadora de flauta. Que vaya a tocar para sí, y si lo prefiere, para las
mujeres allá en el interior. En cuanto a nosotros, si me creéis, entablaremos
alguna conversación general, y hasta os propondré el asunto si os parece.
[304]
Todos aplaudieron el pensamiento, y le invitaron a que entrara en materia.
Eriximaco repuso entonces: comenzaré por este verso de la Melanipa de
Eurípides: este discurso no es mío sino de Fedro. Porque Fedro me dijo
continuamente, con una especie de indignación: ¡Oh Eriximaco!, ¿no es cosa
extraña, que de tantos poetas que han hecho himnos y cánticos en honor de
la mayor parte de los dioses, ninguno haya hecho el elogio del Amor, que sin
embargo es un gran dios? Mira lo que hacen los sofistas que son entendidos;
componen todos los días grandes discursos en prosa en alabanza de
Hércules y los demás semidioses; testigo el famoso Prodico, y esto no es
sorprendente. He visto un libro, que tenía por título el elogio de la sal, donde
el sabio autor exageraba las maravillosas cualidades de la sal y los grandes
servicios que presta al hombre. En una palabra, apenas encontrarás cosa que
no haya tenido su panegírico. ¿En qué consiste que en medio de este furor de
alabanzas universales, nadie hasta ahora ha emprendido el celebrar
dignamente al Amor, y que se haya olvidado dios tan grande como este? Yo,
continuó Eriximaco, apruebo la indignación de Fedro. Quiero pagar mi
tributo al Amor, y hacérmele favorable. Me parece, al mismo tiempo, que
cuadraría muy bien a una sociedad como la nuestra honrar a este dios. Si
esto os place, no hay que buscar otro asunto para la conversación. Cada uno
improvisará lo mejor que pueda un discurso en alabanza del Amor. Correrá
la voz de izquierda a derecha. De esta manera Fedro hablará primero, ya
porque le toca, y ya porque es el autor de la proposición, que os he
formulado.
—No dudo, Eriximaco, dijo Sócrates, que tu dictamen será unánimemente
aprobado. Por lo menos, no seré yo el que le combata, yo que hago profesión
de no conocer otra cosa que el Amor. Tampoco lo harán Agaton, ni
Pausanias, ni seguramente Aristófanes, a pesar de estar [305] consagrado
por entero a Baco y a Venus. Igualmente puedo responder de todos los
demás que se hallan presentes, aunque, a decir verdad, no sea partido igual
para los últimos, que nos hemos sentado. En todo caso, si los que nos
preceden, cumplen con su deber y agotan la materia, a nosotros nos bastará
prestar nuestra aprobación. Que Fedro comience bajo los más felices
auspicios y que rinda alabanzas al Amor.
La opinión de Sócrates fue unánimemente adoptada. Daros en este momento
cuenta, palabra por palabra, de los discursos, que se pronunciaron, es cosa
que no podéis esperar de mí; pues no habiéndome Aristodemo, de quien los
he tomado, referido tan perfectamente, ni retenido yo, algunas cosas de la
historia que me contó, sólo os podré decir lo más esencial. He aquí poco más
o menos el discurso de Fedro, según me lo refirió.
—«El Amor es un gran dios, muy digno de ser honrado por los dioses y por
los hombres por mil razones, sobre todo, por su ancianidad; porque es el
más anciano de los dioses. La prueba es que no tiene padre ni madre; ningún
poeta ni prosador se le ha atribuido. según Hesiodo{4}, el caos existió al
principio, y enseguida apareció la tierra con su vasto seno, base eterna e
inquebrantable de todas las cosas, y el Amor. Hesiodo, por consiguiente,
hace que al caos sucedan la Tierra y el Amor. Parménides habla así de su
origen: el Amor es el primer dios que fue concebido{5}. Acusilao{6} ha,
seguido la opinión de Hesiodo. Así, pues, están de acuerdo en que el Amor es
el más antiguo de los dioses todos. también es de todos ellos el que hace más
bien a los [306] hombres; porque no conozco mayor ventaja para un joven,
que tener un amante virtuoso; ni para un amante, que el amar un objeto
virtuoso. Nacimiento, honores, riqueza, nada puede como el Amor inspirar al
hombre lo que necesita para vivir honradamente; quiero decir, la vergüenza
del mal y la emulación del bien. Sin estas dos cosas es imposible que un
particular ó un Estado haga nunca nada bello ni grande. Me atrevo a decir
que si un hombre, que ama, hubiese cometido una mala acción o sufrido un
ultraje sin rechazarlo, más vergüenza le causaría presentarse ante la
persona que ama, que ante su padre, su pariente, o ante cualquiera otro.
Vemos que lo mismo sucede con el que es amado, porque nunca se presenta
tan confundido como cuando su amante le coge en alguna falta. De manera
que si, por una especie de encantamiento, un Estado o un ejército pudieran
componerse de amantes y de amados, no habría pueblo que llevase más allá
el horror al vicio y la emulación por la virtud. Hombres unidos de este modo,
aunque en corto número, podrían en cierta manera vencer al mundo entero;
porque, si hay alguno de quien un amante no querría ser visto en el acto de
desertar de las filas o arrojar las armas, es la persona que ama; y preferiría
morir mil veces antes que abandonar a la persona amada viéndola en peligro
y sin prestarla socorro; porque no hay hombre tan cobarde a quien el Amor
no inspire el mayor valor y no le haga semejante a un héroe. Lo que dice
Homero{7} de que inspiran los dioses audacia a ciertos guerreros, puede
decirse con más razón del Amor que de ninguno de los demás dioses. Sólo
los amantes saben morir el uno por el otro. Y no sólo hombres sino las
mismas mujeres han dado su vida por salvar a los que amaban. La Grecia ha
visto un brillante ejemplo en Alceste, hija de [307] Pelias: sólo ella quiso
morir por su esposo, aunque éste tenía padre y madre. El amor del amante
sobrepujó tanto a la amistad por sus padres, que los declaró, por decirlo así,
personas extrañas respecto de su hijo, y como si fuesen parientes sólo en el
nombre. Y aun cuando se han llevado a cabo en el mundo muchas acciones
magníficas, es muy reducido el número de las que han rescatado de los
infiernos a los que habían entrado; pero la de Alceste ha parecido tan bella a
los ojos de los hombres y de los dioses, que, encantados éstos de su valor, la
volvieron a la vida. ¡Tan cierto es que un Amor noble y generoso se hace
estimar de los dioses mismos!
»No trataron así a Orfeo, hijo de Eagro, sino que le arrojaron de los infiernos,
sin concederle lo que pedía. En lugar de volverle su mujer, que andaba
buscando, le presentaron un fantasma, una sombra de ella, porque como
buen músico le faltó el valor. Lejos de imitar a Alceste y de morir por la
persona que amaba, se ingenió para bajar vivo a los infiernos. Así es que,
indignados los dioses, castigaron su cobardía haciéndole morir a manos de
mujeres. Por el contrario, han honrado a Aquiles, hijo de Tetis, y le
recompensaron, colocándole en las islas de los bienaventurados, porque
habiéndole predicho su madre que si mataba a Héctor moriría en el acto, y
que si no le combatía volvería a la casa paterna, donde moriría después de
una larga vejez, Aquiles no dudó, y prefiriendo la venganza de Patroclo a su
propia vida, quiso, no sólo morir por su amigo, sino también morir sobre su
cadáver{8}. Por esta razón los dioses le han honrado más que a todos los
hombres, mereciendo su admiración por el sacrificio que hizo en obsequio
de la persona que le amaba. Esquiles se burla de nosotros, cuando dice que
el amado era Patroclo. Aquiles era más hermoso, no sólo [308] que Patroclo,
sino que todos los demás héroes. No tenía aún pelo de barba y era mucho
más joven, como dice Homero{9}. Verdaderamente si los dioses aprueban lo
que se hace por la persona que se ama, ellos estiman, admiran y
recompensan mucho más lo que se hace por la persona por quien es uno
amado. En efecto, el que ama tiene un no sé qué de más divino que el que es
amado, porque en su alma existe un dios; y de aquí procede el haber sido
tratado mejor Aquiles que Alceste, después de su muerte en las islas de los
afortunados. Concluyo, pues, que de todos los dioses el Amor es el más
antiguo, el más augusto, y el más capaz de hacer al hombre feliz y virtuoso
durante su vida y después de su muerte.»
Así concluyó Fedro. Aristodemo pasó en silencio algunos otros, cuyos
discursos había olvidado, y se fijó en Pausanias, que habló de esta manera:
—«Yo no apruebo, ¡oh Fedro!, la proposición de alabar el Amor tal como se
ha hecho. Esto sería bueno, si no hubiese más Amor que uno, pero como no
es así, hubiera sido mejor decir antes cuál es el que debe alabarse. Es lo que
me propongo hacer ver. Por lo pronto diré cuál es el Amor, que merece ser
alabado; y después lo alabaré lo más dignamente que me sea posible. Es
indudable que no se concibe a Venus sin el Amor, y si no hubiese más que
una Venus, no habría más que un Amor; pero como hay dos Venus,
necesariamente hay dos Amores. ¿Quién duda de que hay dos Venus? La una
de más edad, hija del cielo, que no tiene madre, a la que llamaremos la Venus
celeste; la otra más joven, hija de Júpiter y de Dione, a la que llamaremos la
Venus popular. Se sigue de aquí que de los dos Amores, que son los
ministros de estas dos Venus, es preciso llamar al uno celeste y al otro
popular. Todos los dioses sin duda son dignos de ser honrados, [309] pero
distingamos bien las funciones de estos dos Amores.
»Toda acción en sí misma no es bella ni fea; lo que hacemos aquí, beber,
comer, discurrir, nada de esto es bello en sí, pero puede convertirse en tal,
mediante la manera como se hace. Es bello, si se hace conforme a las reglas
de la honestidad; y feo, si se hace contra estas reglas. Lo mismo sucede con
el amor. Todo amor, en general, no es bello ni laudable, si no es honesto. El
Amor de la Venus popular es popular también, y sólo inspira acciones bajas;
es el amor que reina entre el común de las gentes, que aman sin elección, lo
mismo las mujeres que los jóvenes, dando preferencia al cuerpo sobre el
alma. Cuanto más irracional es, tanto más os persiguen porque sólo aspiran
al goce, y con tal que lleguen a conseguirlo, les importa muy poco por qué
medios. De aquí procede que sienten afección por todo lo que se presenta,
bueno o malo, porque su amor no es el de la Venus más joven, nacida de
varón y de hembra. Pero no habiendo nacido la Venus celeste de hembra,
sino tan sólo de varón, el amor que la acompaña sólo busca los jóvenes.
Ligado a una diosa de más edad, y que, por consiguiente, no tiene la
sensualidad fogosa de la juventud, los inspirados por este Amor sólo gustan
del sexo masculino, naturalmente más fuerte y más inteligente. He aquí las
señales, mediante las que pueden conocerse los verdaderos servidores de
este Amor; no buscan los demasiado jóvenes, sino aquellos cuya inteligencia
comienza a desenvolverse, es decir, que ya les apunta el bozo. Pero su objeto
no es, en mi opinión, sacar provecho de la imprudencia de un amigo
demasiado joven, y seducirle para abandonarle después, y, cantando
victoria, dirigirse a otro; sino que se unen sí ellos en relación con el
propósito de no separarse y pasar toda su vida con la persona que aman.
Sería verdaderamente de desear que hubiese una ley que prohibiera amar a
los demasiado jóvenes, para, [310] no gastar el tiempo en una cosa tan
incierta; porque, ¿quién sabe lo que resultará un día de tan tierna juventud;
qué giro tomarán el cuerpo y el espíritu, y hacia qué punto se dirigirán, si
hacia el vicio o si hacia la virtud? Los sabios ya se imponen ellos mismos una
ley tan justa; pero sería conveniente hacerla observar rigurosamente por los
amantes populares de que hablamos, y prohibirles esta clase de
compromisos, como se les impide, en cuanto es posible, amar las mujeres de
condición libre. Estos son los que han deshonrado el amor hasta tal punto,
que han hecho decir que era vergonzoso conceder sus favores a un amante.
Su amor intempestivo e injusto por la juventud demasiado tierna es lo único
que ha dado lugar a semejante opinión, siendo así que nada de lo que se hace
según principios de sabiduría y de honestidad puede ser reprendido
justamente.
»No es difícil comprender las leyes que arreglan el amor en otros países,
porque son precisas y sencillas. Sólo las costumbres de Atenas y de
Lacedemonia necesitan explicación. En la Elides, por ejemplo, y en la Beocia,
donde se cultiva poco el arte de la palabra, se dice sencillamente que es
bueno conceder sus amores a quien nos ama, y nadie encuentra malo esto,
sea joven o viejo. Es preciso creer que en estos países está autorizado así el
amor para allanar las dificultades y para hacerse amar sin necesidad de
recurrir a los artificios del lenguaje, que desconoce aquella gente. Pero en la
Jonia y en todos los países sometidos a la dominación de los bárbaros se
tiene este comercio por infame; se proscriben igualmente allí la filosofía y la
gimnasia, y es porque los tiranos no gustan ver que entre sus súbditos se
formen grandes corazones o amistades y relaciones vigorosas, que es lo que
el amor sabe crear muy bien. Los tiranos de Atenas hicieron en otro tiempo
la experiencia. La pasión de Aristogiton y la fidelidad de Harmodio
trastornaron su dominación. Es claro que en estos [311] Estados, donde es
vergonzoso conceder sus amores a quien nos ama, esta severidad nace de la
iniquidad de los que la han establecido, de la tiranía de los gobernantes y de
la cobardía de los gobernados; y que en los países, donde simplemente se
dice que es bueno conceder sus favores a quien nos ama, esta indulgencia es
una prueba de grosería. Todo esto está más sabiamente ordenado entre
nosotros. Pero, como ya dije, no es fácil comprender nuestros principios en
este concepto. Por una parte, se dice que es mejor aunar a la vista de todo el
mundo que amar en decreto, y que es preciso amar con preferencia los más
generosos y más virtuosos, aunque sean menos bellos que los demás. Es
sorprendente cómo se interesa todo el mundo por el triunfo del hombre que
ama; se le anima, lo cual no se haría si el amar no se tuviese por cosa buena;
se le aprecia cuando ha triunfado su amor, y se le desprecia cuando no ha
triunfado. La costumbre permite al amante emplear medios maravillosos
para llegar a su objeto, y no hay ni uno solo de estos medios que no le haga
perder la estimación de los sabios, si se sirve de él para otra cosa que no sea
para hacerse amar. Porque si un hombre con el objeto de enriquecerse o de
obtener un empleo o de crearse cualquiera otra posición de este género, se
atreviera a tener por alguno la menor de las complacencias que tiene un
amante para con la persona que ama; si emplease las súplicas, si se valiese
de las lágrimas y los ruegos, si hiciese juramento, si durmiese en el umbral
de su puerta, si se rebajase a bajezas que un esclavo se avergonzaría de
practicar, ninguno de sus enemigos o de sus amigos dejaría de impedir que
se envileciera hasta este punto. Los unos le echarían en cara que se conducía
como un adulador y como un esclavo; otros se ruborizarían y se esforzarían
por corregirlo. Sin embargo, todo esto sienta maravillosamente a un hombre
que ama; no sólo se admiten estas bajezas sin [312] tenerlas por
deshonrosas, sino que se mira como un hombre que cumple muy bien con su
deber; y lo más extraño es que se quiere que los amantes sean los únicos
perjuros que los dioses dejen de castigar, porque se dice que los juramentos
no obligan en asuntos de amor. Tan cierto es que en nuestras costumbres los
hombres y los dioses todo se lo permiten a un amante. No hay en esta
materia nadie que no esté persuadido de que es muy laudable en esta ciudad
amar y recíprocamente hacer lo mismo con los que nos aman. Por otra parte,
si se considera con qué cuidado un padre pone un pedagogo cerca de sus
hijos para que los vigile, y que el principal deber de este es impedir que
hablen a los que los aman; que sus camaradas mismos, si les ven sostener
tales relaciones, los hostigan y molestan con burlas; que los de más edad no
se oponen a tales burlas, ni reprenden a los que las usan; al ver este cuadro,
¿no se creerá que estamos en un país donde es una vergüenza el mantener
semejantes relaciones? He aquí por qué es preciso explicar esta
contradicción. El Amor, como dije al principio, no es de suyo ni bello ni feo.
Es bello, si se observan las reglas de la honestidad; y es feo, si no se tienen en
cuenta estas reglas. Es inhonesto conceder sus favores a un hombre vicioso
o por malos motivos. Es honesto, si se conceden por motivos justos a un
hombre virtuoso. Llamo hombre vicioso al amante popular que ama el
cuerpo más bien que el alma; porque su amor no puede tener duración,
puesto que ama una cosa que no dura. Tan pronto como la flor de la belleza
de lo que amaba ha pasado, vuela a otra parte, sin acordarse ni de sus
palabras ni de sus promesas. Pero el amante de un alma bella permanece fiel
toda la vida, porque lo que ama es durable. Así, pues, la costumbre entre
nosotros quiere que uno se mire bien antes de comprometerse; que se
entregue a los unos y huya de los otros; ella anima a ligarse a aquellos y huir
de estos, porque discierne y [313] juzga de qué especie es así el que ama
como el que es amado. Por esto se mira como vergonzoso el entregarse
ligeramente, y se exige la prueba del tiempo, que es el que hace conocer
mejor todas las cosas. Y también es vergonzoso entregarse a un hombre
poderoso y rico, ya se sucumba por temor, ya por debilidad; o que se deje
alucinar por el dinero o la esperanza de optar a empleos; porque además de
que estas razones no pueden engendrar nunca una amistad generosa,
descansa por otra parte sobre fundamentos poco sólidos y durables. Sólo
resta un motivo por el que en nuestras costumbres se puede decentemente
favorecer a un amante; porque así como la servidumbre voluntaria de un
amante para con el objeto de su amor no se tiene por adulación, ni puede
echársele en cara tal cosa; en igual forma hay otra especie de servidumbre
voluntaria, que no puede nunca ser reprendida y es aquella en la que el
hombre se compromete en vista de la virtud. Hay entre nosotros la creencia
de que si un hombre se somete a servir a otro con la esperanza de
perfeccionarse mediante él en una ciencia o en cualquiera virtud particular,
esta servidumbre voluntaria no es vergonzosa y no se llama adulación. Es
preciso tratar al amor como a la filosofía y a la virtud, y que sus leyes tiendan
al mismo fin, si se quiere que sea honesto favorecer a aquel que nos ama;
porque si el amante y el amado se aman mutuamente bajo estas condiciones,
a saber: que el amante, en reconocimiento de los favores del que ama, esté
dispuesto a hacerle todos los servicios que la equidad le permita; y que el
amado a su vez, en recompensa del cuidado que su amante hubiere tomado
para hacerle sabio y virtuoso, tenga con el todas las consideraciones
debidas; si el amante es verdaderamente capaz de dar ciencia y virtud a la
persona que ama, y la persona amada tiene un verdadero deseo de adquirir
instrucción y sabiduría; si todas estas condiciones se verifican, [314]
entonces únicamente es decoroso conceder sus favores al que nos ama. El
amor no puede permitirse por ninguna otra razón, y entonces no es
vergonzoso verse engañado. En cualquier otro caso es vergonzoso, véase o
no engañado; porque si con una esperanza de utilidad o de ganancia se
entrega uno a un amante, que se creía rico, que después resulta pobre, y que
no puede cumplir su palabra, no es menos indigno, porque es ponerse en
evidencia y demostrar que mediando el interés se arroja a todo, y esto no
tiene nada de bello. Por el contrario, si después de haber favorecido a un
amante, que se le creía hombre de bien, y con la esperanza de hacerle uno
mejor por medio de su amistad, llega a resultar que este amante no es tal
hombre de bien y que carece de virtudes, no es deshonroso verse uno en
este caso engañado; porque ha mostrado el fondo de su corazón; y ha puesto
en evidencia que por la virtud y con la esperanza de llegar a una mayor
perfección, es uno capaz de emprenderlo todo, y nada más glorioso que este
pensamiento. Es bello amar cuando la causa es la virtud. Este amor es el de
la Venus celeste; es celeste por sí mismo; es inútil a los particulares y a los
Estados, y digno para todos de ser objeto de principal estudio, puesto que
obliga al amante y al amado a vigilarse a sí mismos y a esforzarse en hacerse
mutuamente virtuosos. Todos los demás amores pertenecen a la Venus
popular. He aquí, Fedro, todo lo que yo puedo decirte de improviso sobre el
Amor.»
Habiendo hecho Pausanias aquí una pausa, (y he aquí un juego de
palabras{10}, que vuestros sofistas enseñan), correspondía a Aristófanes
hablar, pero no pudo verificarlo por un hipo que le sobrevino, no sé si por
haber comido demasiado, o por otra razón. Entonces se dirigió al médico
Eriximaco que estaba sentado junto a él y le [315] dijo: es preciso Eriximaco,
que o me libres de este hipo o hables en mi lugar hasta que haya cesado.
—Haré lo uno y lo otro, respondió Eriximaco, porque voy a hablar en tu
lugar, y tú hablarás en el mío, cuando tu incomodidad haya pasado. Pasará
bien pronto, si mientras yo hable, retienes la respiración por algún tiempo, y
si no pasa, tendrás que hacer gárgaras con agua. Si el hipo es demasiado
violento, coge cualquiera cosa, y hazte cosquillas en la nariz; a esto se
seguirá el estornudo; y si lo repites una o dos veces, el hipo cesará
infaliblemente, por violento que sea.
—Comienza luego, dijo Aristófanes.
—Voy a hacerlo, dijo Eriximaco, y se explicó de esta manera:
«Pausanias ha empezado muy bien su discurso, pero pareciéndome que a su
final no lo ha desenvuelto suficientemente, creo que estoy en el caso de
completarlo. Apruebo la distinción que ha hecho de los dos amores, pero
creo haber descubierto por mi arte, la medicina, que el amor no reside sólo
en el alma de los hombres, donde tiene por objeto la belleza, sino que hay
otros objetos y otras mil cosas en que se encuentra; en los cuerpos de todos
los animales, en las producciones de la tierra; en una palabra, en todos los
seres; y que la grandeza y las maravillas del dios brillan por entero, lo mismo
en las cosas divinas que en las cosas humanas. Tomaré mi primer ejemplo de
la medicina, en honor a mi arte.
»La naturaleza corporal contiene los dos amores; porque las partes del
cuerpo que están sanas y las que están enfermas constituyen
necesariamente cosas desemejantes, y lo desemejante ama lo desemejante.
El amor, que reside en un cuerpo sano, es distinto del que reside en un
cuerpo enfermo, y la máxima, que Pausanias acaba de sentar: que es cosa
bella conceder sus favores a un amigo virtuoso, y cosa fea entregarse al que
está animado de una pasión [316] desordenada, es una máxima aplicable al
cuerpo. también es bello y necesario ceder a lo que hay de bueno y de sano
en cada temperamento, y en esto consiste la medicina; por el contrario, es
vergonzoso complacer a lo que hay de depravado y de enfermo, y es preciso
combatirlo, si ha de ser uno un médico hábil. Porque, para decirlo en pocas
palabras, la medicina es la ciencia del amor corporal con relación a la
repleción y evacuación; el médico, que sabe discernir mejor en este punto el
amor arreglado del vicioso, debe ser tenido por más hábil; y el que dispone
de tal manera de las inclinaciones del cuerpo, que puede mudarlas según sea
necesario, introducir el amor donde no existe y hace falta, y quitarlo del
punto donde es perjudicial, un médico de esta clase es un excelente práctico;
porque es preciso que sepa crear la amistad entre los elementos más
enemigos, e inspirarles un amor recíproco. Los elementos más enemigos son
los más contrarios, como lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo, lo amargo
y lo dulce y otros de la misma especie. Por haber encontrado Esculapio, jefe
de nuestra familia, el medio de introducir el amor y la concordia entre estos
elementos contrarios, se le tiene por inventor de la medicina, como lo cantan
los poetas y como yo mismo creo. Me atrevo a asegurar que el Amor preside
a la medicina, lo mismo que a la gimnasia y a la agricultura. Sin necesidad de
fijar mucho la atención, se advierte su presencia en la música, y quizá fue
esto lo que Heráclito quiso decir, si bien no supo explicarlo. La unidad, dice,
que se opone a sí misma, concuerda consigo misma; produce, por ejemplo, la
armonía de un arco o de una lira. Es un absurdo decir que la armonía es una
oposición, o que consiste en elementos opuestos, sino que lo que Heráclito al
parecer entendía es que de elementos, al pronto opuestos, como lo grave y lo
agudo, y puestos después de acuerdo, es de donde el arte musical saca la
armonía. En [317] efecto, la armonía no es posible en tanto que lo grave y lo
agudo permanecen en oposición; porque la armonía es una consonancia; la
consonancia un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas,
mientras permanecen opuestas; y así las cosas opuestas, que no concuerdan,
no producen armonía. De esta manera también las sílabas largas y las
breves, que son opuestas entre sí, componen el ritmo, cuando se las ha
puesto de acuerdo. Y aquí es la música, como antes era la medicina, la que
produce el acuerdo, estableciendo la concordia o el amor entre las
contrarias. La música es la ciencia del amor con relación al ritmo y a la
armonía. No es difícil reconocer la presencia del amor en la constitución
misma del ritmo y de la armonía. Aquí no se encuentran dos amores, sino
que, cuando se trata de poner el ritmo y la armonía en relación con los
hombres, sea inventando, lo cual se llama composición música, sea
sirviéndose de los aires y compases ya inventados, lo cual se llama
educación, se necesitan entonces atención suma y un artista hábil. Aquí
corresponde aplicar la máxima establecida antes: que es preciso complacer a
los hombres moderados y a los que están en camino de serlo, y fomentar su
amor, el amor legítimo y celeste, el de la musa Urania. Pero respecto al de
Polimnia, que es el amor vulgar, no se le debe favorecer sino con gran
reserva y de modo que el placer que procure no pueda conducir nunca al
desorden. La misma circunspección es necesaria en nuestro arte para
arreglar el uso de los placeres de la mesa, de modo que se goce de ellos
moderadamente, sin perjudicar a la salud.
»Debemos, pues, distinguir cuidadosamente estos dos amores en la música,
en la medicina y en todas las cosas divinas y humanas, puesto que no hay
ninguna en que no se encuentren. también se hallan en las estaciones, que
constituyen el año, porque siempre que los elementos, de que hablé antes, lo
frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco, [318] contraen los unos para con los
otros un amor ordenado y componen una debida y templada armonía, el año
es fértil y es favorable a los hombres, a las plantas y a todos los animales, sin
perjudicarles en nada. Pero cuando el amor intemperante predomina en la
constitución de las estaciones, casi todo lo destruye y arrasa; engendra la
peste y toda clase de enfermedades que atacan a los animales y a las plantas;
y las heladas, los hielos y las nieblas provienen de este amor desordenado de
los elementos. La ciencia del amor, en el movimiento de los astros y de las
estaciones del año, se llama astronomía. Además los sacrificios, el uso de la
adivinación, es decir, todas las comunicaciones de los hombres con los
dioses, sólo tienen por objeto entretener y satisfacer al amor, porque todas
las impiedades nacen de que buscamos y honramos en nuestras acciones, no
el mejor amor, sino el peor, faz a faz de los vivos, de los muertos y de los
dioses. Lo propio de la adivinación es vigilar y cuidar de estos dos amores.
La adivinación es la creadora de la amistad, que existe entre los dioses y los
hombres, porque sabe todo lo que hay de santo o de impío, en las
inclinaciones humanas. Por lo tanto, es cierto decir, en general, que el Amor
es poderoso, y que su poder es universal; pero que cuando se consagra al
bien y se ajusta a la justicia y a la templanza, tanto respecto de nosotros
como respecto de los dioses, es cuando manifiesta todo su poder y nos
procura una felicidad perfecta, estrechándonos a vivir en paz los unos con
los otros, y facilitándonos la benevolencia de los dioses, cuya naturaleza se
halla tan por cima de la nuestra. Omito quizá muchos cosas en este elogio del
Amor, pero no es por falta de voluntad. A ti te toca, Aristófanes, suplir lo que
yo haya omitido. Por lo tanto, si tienes el proyecto de honrar al dios de otra
manera, hazlo y comienza, ya, que tu hipo ha cesado.» [319]
—Aristófanes respondió: ha cesado, en efecto, y sólo lo achaco al estornudo;
y me admira que para restablecer el orden en la economía del cuerpo haya
necesidad de un movimiento como este, acompañado de ruidos y agitaciones
ridículas; porque realmente el estornudo ha hecho cesar el hipo sobre la
marcha.
—Mira lo que haces, mi querido Aristófanes, dijo Eriximaco, estás a punto de
hablar y parece que te burlas a mi costa; pues cuando podías discurrir en
paz, me precisas a que te vigile, para ver si dices algo que se preste a la risa.
—Tienes razón Eriximaco, respondió Aristófanes sonriéndose. Haz cuenta
que no he dicho nada, y no hay necesidad de que me vigiles, porque temo, no
el hacer reír con mi discurso, de lo que se alegraría mi musa para la que
sería un triunfo, sino el decir cosas ridículas.
—Después de lanzar la flecha, replicó Eriximaco, ¿crees que te puedes
escapar? Fíjate bien en lo que vas a decir, Aristófanes, y habla como si
tuvieras que dar cuenta de cada una de tus palabras. Quizá, si me parece del
caso, te trataré con indulgencia.
—Sea lo que quiera, Eriximaco, me propongo tratar el asunto de una manera
distinta que lo habéis hecho Pausanias y tú.
—«Figúraseme, que hasta ahora los hombres han ignorado enteramente el
poder del Amor; porque si lo conociesen, le levantarían templos y altares
magníficos, y le ofrecerían suntuosos sacrificios, y nada de esto se hace,
aunque sería muy conveniente; porque entre todos los dioses él es el que
derrama más beneficios sobre los hombres, como que es su protector y su
médico, y los cura, de los males que impiden al género humano llegar a la
cumbre de la felicidad. Voy a intentar daros a conocer el poder del Amor, y
queda a vuestro cargo enseñar a los demás lo que aprendáis de mí. Pero es
preciso comenzar por [320] decir cuál es la naturaleza del hombre, y las
modificaciones que ha sufrido.
»En otro tiempo la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy.
Primero había tres clases de hombres: los dos sexos que hoy existen, y uno
tercero compuesto de estos dos, el cual ha desaparecido conservándose sólo
el nombre. Este animal formaba una especie particular, y se llamaba
andrógino, porque reunía el sexo masculino y el femenino; pero ya no existe
y su nombre está en descrédito. En segundo lugar, todos los hombres tenían
formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro
brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a un cuello circular y
perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes
opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás
en esta misma proporción. Marchaban rectos como nosotros, y sin tener
necesidad de volverse para tomar el camino que querían. Cuando deseaban
caminar ligeros, se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho miembros, y
avanzaban con rapidez mediante un movimiento circular, como los que
hacen la rueda con los pies al aire. La diferencia, que se encuentra entre
estas tres especies de hombres, nace de la que hay entre sus principios. El
sol produce el sexo masculino, la tierra el femenino, y la luna el compuesto
de ambos, que participa de la tierra y del sol. De estos principios recibieron
su forma y su manera de moverse, que es esférica. Los cuerpos eran
robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la
atrevida idea de escalar el cielo, y combatir con los dioses, como dice
Homero de Efialtes y de Oto{11}. Júpiter examinó con los dioses el partido
que debía tomarse. El negocio no carecía de dificultad; los dioses no querían
anonadar a los hombres, [321] como en otro tiempo a los gigantes,
fulminando contra ellos sus rayos, porque entonces desaparecerían el culto
y los sacrificios que los hombres les ofrecían; pero, por otra parte, no podían
sufrir semejante insolencia. En fin, después de largas reflexiones, Júpiter se
expresó en estos términos: Creo haber encontrado un medio de conservar
los hombres y hacerlos más circunspectos, y consiste en disminuir sus
fuerzas. Los separaré en dos; así se harán débiles y tendremos otra ventaja,
que será la de aumentar el número de los que nos sirvan; marcharán rectos
sosteniéndose en dos piernas sólo, y si después de este castigo conservan su
impía audacia y no quieren permanecer en reposo, los dividiré de nuevo, y
se verán precisados a marchar sobre un solo pié, como los que bailan sobre
odres en la fiesta de Caco.
»Después de esta declaración, el dios hizo la separación que acababa de
resolver, y la hizo lo mismo que cuando se cortan huevos para salarlos, o
como cuando con un cabello se los divide en dos partes iguales. En seguida
mandó a Apolo que curase las heridas y colocase el semblante y la mitad del
cuello del lado donde se había hecho la separación, a fin de que la vista de
este castigo los hiciese más modestos. Apolo puso el semblante del lado
indicado, y reuniendo los cortes de la piel sobre lo que hoy se llama vientre,
los cosió a manera de una bolsa que se cierra, no dejando más que una
abertura en el centro, que se llama ombligo. En cuanto a los otros pliegues,
que eran numerosos, los pulió, y arregló el pecho con un instrumento
semejante a aquel de que se sirven los zapateros para suavizar la piel de los
zapatos sobre la horma, y sólo dejó algunos pliegues sobre el vientre y el
ombligo, como en recuerdo del antiguo castigo. Hecha esta división, cada
mitad hacia esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido
separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas
[322] del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que
abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una
sin la otra. Cuando la una de las dos mitades perecía, la que sobrevivía
buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer
entera, lo que ahora llamamos una mujer, ya fuese una mitad de hombre; y
de esta manera la raza iba extinguiéndose. Júpiter, movido a compasión,
imagina otro expediente: pone delante los órganos de la generación, por que
antes estaban detrás, y se concebía y se derramaba el semen, no el uno en el
otro, sino en tierra como las cigarras. Júpiter puso los órganos en la parte
anterior y de esta manera la concepción se hace mediante la unión del varón
y la hembra. entonces, si se verificaba la unión del hombre y la mujer, el
fruto de la misma eran los hijos; y si el varón se unía al varón, la saciedad los
separaba bien pronto y los restituía a sus trabajos y demás cuidados de la
vida. De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los
otros; el nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para
reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección.
Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido
separada de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan
siempre sus mitades. Los hombres que provienen de la separación de estos
seres compuestos, que se llaman andróginos, aman las mujeres; y la mayor
parte de los adúlteros pertenecen a esta especie, así como también las
mujeres que aman a los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero a las
mujeres, que provienen de la separación de las mujeres primitivas, no
llaman la atención los hombres y se inclinan más a las mujeres; a esta
especie pertenecen las tribactes. Del mismo modo los hombres, que
provienen de la separación de los hombres primitivos, buscan el sexo
masculino. Mientras son jóvenes aman a los hombres; se complacen en
dormir con ellos [323] y estar en sus brazos; son los primeros entre los
adolescentes y los adultos, como que son de una naturaleza mucho más
varonil. Sin razón se les echa en cara que viven sin pudor, porque no es la
falta de este lo que les hace obrar así, sino que dotados de alma fuerte, valor
varonil y carácter viril, buscan sus semejantes; y lo prueba que con el tiempo
son más aptos que los demás para servir al Estado. Hechos hombres a su vez
aman los jóvenes, y si se casan y tienen familia, no es porque la naturaleza
los incline a ello, sino porque la ley los obliga. Lo que prefieren es pasar la
vida los unos con los otros en el celibato. El único objeto de los hombres de
este carácter, amen o sean amados, es reunirse a quienes se les asemeja.
Cuando el que ama a los jóvenes o a cualquier otro llega a encontrar su
mitad, la simpatía, la amistad, el amor los une de una manera tan
maravillosa, que no quieren en ningún concepto separarse ni por un
momento. Estos mismos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden
decir lo que quieren el uno del otro, porque si encuentran tanto gusto en
vivir de esta suerte, no es de creer que sea la causa de esto el placer de los
sentidos. Evidentemente su alma desea otra cosa, que ella no puede
expresar, pero que adivina y da a entender. Y si cuando están el uno en
brazos del otro, Vulcano se apareciese con los instrumentos de su arte, y les
dijese: '¡Oh hombres!, ¿qué es lo que os exigís recíprocamente?', y si
viéndoles perplejos, continuase interpelándoles de esta manera: 'lo que
queréis, ¿no es estar de tal manera unidos, que ni de día ni de noche estéis el
uno sin el otro? Si es esto lo que deseáis, voy a fundiros y mezclaros de tal
manera, que no seréis ya dos personas, sino una sola; y que mientras viváis,
viváis una vida común como una sola persona, y que cuando hayáis muerto,
en la muerte misma os reunáis de manera que no seáis dos personas sino
una sola. Ved ahora si es esto lo que deseáis, y si esto [324] os puede hacer
completamente felices.' Es bien seguro, que si Vulcano les dirigiera este
discurso, ninguno de ellos negaría, ni respondería, que deseaba otra cosa,
persuadido de que el dios acababa de expresar lo que en todos los
momentos estaba en el fondo de su alma; esto es, el deseo de estar unido y
confundido con el objeto amado, hasta no formar más que un solo ser con él.
La causa de esto es que nuestra naturaleza primitiva era una, y que éramos
un todo completo, y se da el nombre de amor al deseo y prosecución de este
antiguo estado. Primitivamente, como he dicho, nosotros éramos uno; pero
después en castigo de nuestra iniquidad nos separó Júpiter, como los
arcadios lo fueron por los lacedemonios{12}. Debemos procurar no cometer
ninguna falta contra los dioses, por temor de exponernos a una segunda
división, y no ser como las figuras presentadas de perfil en los bajorrelieves,
que no tienen más que medio semblante, o como los dados cortados en
dos{13}. Es preciso que todos nos exhortemos mutuamente a honrar a los
dioses, para evitar un nuevo castigo, y volver a nuestra unidad primitiva
bajo los auspicios y la dirección del Amor. Que nadie se ponga en guerra con
el Amor, porque ponerse en guerra con él es atraerse el odio de los dioses.
Tratemos, pues, de merecer la benevolencia y el favor de este dios, y nos
proporcionará la otra mitad de nosotros mismos, felicidad que alcanzan muy
pocos. Que Eriximaco no critique estas últimas palabras, como si hicieran
alusión a Pausanias y a Agaton, porque quizá estos son de este pequeño
número, y pertenecen ambos a la naturaleza masculina. Sea lo que quiera,
estoy seguro de que todos seremos [325] dichosos, hombres y mujeres, si,
gracias al Amor, encontramos cada uno nuestra mitad, y si volvemos a la
unidad de nuestra naturaleza primitiva. Ahora bien, si este antiguo estado
era el mejor, necesariamente tiene que ser también mejor el que más se le
aproxime en este mundo, que es el de poseer a la persona que se ama según
se desea. Si debemos alabar al dios que nos procura esta felicidad, alabemos
al Amor, que no sólo nos sirve mucho en esta vida, procurándonos lo que
nos conviene, sino también porque nos da poderosos motivos para esperar,
que si cumplimos fielmente con los deberes para con los dioses, nos
restituirá él a nuestra primera naturaleza después de esta vida, curará
nuestras debilidades y nos dará la felicidad en toda su pureza. He aquí,
Eriximaco, mi discurso sobre el Amor. Difiere del tuyo, pero te conjuro a que
no te burles, para que podamos oír los de los otros dos, porque aún no han
hablado Agaton y Sócrates.»
—Te obedeceré, dijo Eriximaco, con tanto más gusto, cuanto tu discurso me
ha encantado hasta tal punto que si no conociese cuán elocuentes son en
materia de amor Agaton y Sócrates, temería mucho que habrían de quedar
muy por bajo, considerando agotada la materia con lo que se ha dicho hasta
ahora. Sin embargo, me prometo aún mucho de ellos.
—Has llenado bien tu cometido, dijo Sócrates; pero si estuvieses en mi lugar
en este momento, Eriximaco, y sobre todo después que Agaton haya
hablado, te pondrías tembloroso, y te sentirías tan embarazado como yo.
—Tu quieres hechizarme, dijo Agaton a Sócrates, y confundirme
haciéndome creer que esperan mucho los presentes, como si yo fuese a decir
cosas muy buenas.
—A fe que sería bien pobre mi memoria, Agaton, replicó Sócrates, si
habiéndote visto presentar en la escena, con tanta seguridad y calma,
rodeado de comediantes, y recitar tus versos sin la menor emoción, mirando
con [326] desembarazo a tan numerosa concurrencia, creyese ahora que
habías de turbarte delante de estos pocos oyentes.
—¡Ah!, respondió Agaton, no creas, Sócrates, que me alucinan tanto los
aplausos del teatro, que pueda ocultárseme que para un hombre sensato el
juicio de unos pocos sabios es mas temible que el de una multitud de
ignorantes.
—Sería bien injusto, Agaton, si tan mala opinión tuviera formada de ti; estoy
persuadido de que si tropezases con un pequeño número de personas, y te
pareciesen sabios, los preferirías a la multitud. Pero quizá no somos
nosotros de estos sabios, porque al cabo estábamos en el teatro y
formábamos parte de la muchedumbre. Pero suponiendo que te encontrases
con otros, que fuesen sabios, ¿no temerías hacer algo que pudiesen
desaprobar? ¿Qué piensas de esto?
—Dices verdad, respondió Agaton.
—¿Y no tendrías el mismo temor respecto de la multitud, si creyeses hacer
una cosa vergonzosa?
Entonces Fedro tomó la palabra y dijo:
—Mi querido Agaton, si continúas respondiendo a Sócrates, no se cuidará de
lo demás, porque él, teniendo con quien conversar, ya está contento, sobre
todo si su interlocutor es hermoso. Sin duda yo tengo complacencia en oír a
Sócrates, pero debo vigilar para que el Amor reciba las alabanzas, que le
hemos prometido, y que cada uno de nosotros pague este tributo. Cuando
hayáis cumplido con el dios, podréis reanudar vuestra conversación.
—Tienes razón, Fedro, dijo Agaton, y no hay inconveniente en que yo hable,
porque podré en otra ocasión entrar en conversación con Sócrates. Voy,
pues, a indicar el plan de mi discurso, y luego entraré en materia.
—«Me parece, que todos los que hasta ahora han hablado, han alabado, no
tanto al Amor, como a la felicidad que este dios nos proporciona. ¿Y cuál es
el autor de [327] tantos bienes? Nadie nos lo ha dado a conocer. Y sin
embargo, la única manera debida de alabarle es explicar la naturaleza del
asunto de que se trata, y desenvolver los efectos que ella produce. Por lo
tanto, para alabar al Amor, es preciso decir lo que es el Amor, y hablar en
seguida de sus beneficios. Digo, pues, que de todos los dioses, el Amor, si
puede decirse sin ofensa, es el más dichoso, porque es el más bello y el
mejor. Es el más bello, Fedro, porque, en primer lugar, es el más joven de los
dioses, y él mismo prueba esto, puesto que en su camino escapa siempre a la
vejez, aunque esta corre harto ligera, por lo menos más de lo que nosotros
desearíamos. El Amor la detesta naturalmente, y se aleja de ella todo lo
posible, mientras que acompaña a la juventud y se complace con ella,
siguiendo aquella máxima antigua muy verdadera: que lo semejante se une
siempre a su semejante. Estando de acuerdo con Fedro sobre todos los
demás puntos, no puedo convenir con él en cuanto a que el Amor sea más
anciano que Saturno y Japet. Sostengo, por el contrario, que es el más joven
de los dioses, y que siempre es joven. Esas viejas querellas de los dioses, que
nos refieren Hesiodo y Parménides, si es que son verdaderas, han tenido
lugar bajo el imperio de la Necesidad, y no bajo el del Amor; porque no
hubiera habido entre los dioses ni mutilaciones, ni cadenas, ni otras muchas
violencias, si el Amor hubiera estado con ellos, porque la paz y la amistad los
hubieran unido, como sucede al presente y desde que el Amor reina sobre
ellos. Es cierto, que es joven y además delicado; pero fue necesario un poeta,
como Homero, para expresar la delicadeza de este dios. Homero dice que Ate
es diosa y delicada. «Sus pies, dice, son delicados, porque no los posa nunca
en tierra, sino que marcha sobre la cabeza de los hombres{14}.» [328]
»Creo que queda bastante probada la delicadeza de Ate, diciendo que no se
apoya sobre lo que es duro, sino sobre lo que es suave. Me serviré de una
prueba análoga para demostrar cuán delicado es el Amor. No marcha sobre
la tierra, ni tampoco sobre las cabezas, que por otra parte no presentan un
punto de apoyo muy suave, sino que marcha y descansa sobre las cosas más
tiernas, porque es en los corazones y en las almas de los dioses y de los
hombres donde fija su morada. Pero no en todas las almas, porque se aleja
de los corazones duros, y sólo descansa en los corazones delicados. Y como
nunca toca con el pié ni con ninguna otra parte de su cuerpo sino en lo más
delicado de los seres más delicados, necesariamente ha de ser él de una
delicadeza extremada; y es, por consiguiente, el más joven y el más delicado
de los dioses. Además es de una esencia sutil; porque no podría extenderse
en todas direcciones, ni insinuarse, desapercibido, en todas las almas, ni salir
de ellas, si fuese de una sustancia sólida; y lo que obliga a reconocer en el
una esencia sutil, es la gracia, que, según común opinión, distingue
eminentemente al Amor; porque el amor y la fealdad están siempre en
guerra. Como vive entre las flores, no se puede dudar de la frescura de su
tez. Y, en efecto, el Amor jamás se detiene en lo que no tiene flores, o que las
tiene ya marchitas, ya sea un cuerpo o un alma o cualquiera otra cosa; pero
donde encuentra flores y perfumes, allí fija su morada. Podrían presentarse
otras muchas pruebas de la belleza de este dios, pero las dichas bastan.
Hablemos de su virtud. La mayor ventaja del Amor es que no puede recibir
ninguna ofensa de parte de los hombres o de los dioses, y que ni dioses ni
hombres pueden ser ofendidos por él, porque si sufre o hace sufrir es sin
coacción, siendo la violencia incompatible con el amor. Sólo de libre
voluntad se somete uno al Amor, y a todo acuerdo, concluido
voluntariamente, las leyes, reinas [329] del Estado, lo declaran justo. Pero el
Amor no sólo es justo, sino que es templado en alto grado, porque la
templanza consiste en triunfar de los placeres y de las pasiones; ¿y hay un
placer por cima del Amor? Si todos los placeres y todas las pasiones están
por bajo del Amor, precisamente los domina; y si los domina, es necesario
que esté dotado de una templanza incomparable. En cuanto a su fuerza,
Marte mismo no puede igualarle, porque no es Marte el que posee el Amor,
sino el Amor el que posee a Marte, el Amor de Venus, como dicen los poetas;
porque el que posee es más fuerte que el objeto poseído; y superar al que
supera a los demás, ¿no es ser el más fuerte de todos?
Después de haber hablado de la justicia, de la templanza y de la fuerza de
este dios, resta probar su habilidad. Tratemos de llenar en cuanto sea
posible este vacío. Para honrar mi arte, como Eriximaco ha querido honrar el
suyo, diré que el Amor es un poeta tan entendido, que convierte en poeta al
que quiere; y esto sucede aun cuando sea uno extraño a las Musas, y en el
momento que uno se siente inspirado por el Amor; lo cual prueba que el
Amor es notable en esto de llevar a cabo las obras que son de la competencia
de las Musas, porque no se enseña lo que se ignora, como no se da lo que no
se tiene. ¿Podrá negarse que todos los seres vivos son obra del Amor bajo la
relación de su producción y de su nacimiento? ¿Y no vemos que en todas las
artes el que ha recibido lecciones del Amor se hace hábil y célebre, mientras
que se queda en la oscuridad el que no ha sido inspirado por este dios? A la
pasión y al Amor debe Apolo la invención de la medicina, de la adivinación,
del arte de asaetear; de modo que puede decirse que el Amor es el maestro
de Apolo; como de las Musas, en cuanto a la música; de Vulcano, respecto del
arte de fundir los metales; de Minerva, en el de tejer; de Júpiter, en el de
[330] gobernar a los dioses y a los hombres. Si se ha restablecido la
concordia entre los dioses, hay que atribuirlo al Amor, es decir, a la belleza,
porque el amor no se une a la fealdad. Antes del Amor, como dije al
principio, pasaron entre los dioses muchas cosas deplorables bajo el reinado
de la Necesidad. Pero en el momento que este dios nació, del amor a lo bello
emanaron todos los bienes sobre los dioses y sobre los hombres. He aquí,
Fedro, por qué me parece que el Amor es muy bello y muy bueno, y que
además comunica a los otros estas mismas ventajas. Terminaré con un
himno poético.
El Amor es el que da 'paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los
vientos, lecho y sueño a la inquietud.' Él es el que aproxima a los hombres, y
los impide ser extraños los unos a los otros; principio y lazo de toda
sociedad, de toda reunión amistosa, preside a las fiestas, a los coros y a los
sacrificios. Llena de dulzura y aleja la rudeza; excita la benevolencia e impide
el odio. Propicio a los buenos, admirado por los sabios, agradable a los
dioses, objeto de emulación para los que no lo conocen aún, tesoro precioso
para los que le poseen, padre del lujo, de las delicias, del placer, de los dulces
encantos, de los deseos tiernos, de las pasiones; vigila a los buenos y
desprecia a los malos. En nuestras penas, en nuestros temores, en nuestros
disgustos, en nuestras palabras es nuestro consejero, nuestro sostén, y
nuestro salvador. En fin, es la gloria de los dioses y de los hombres, el mejor
y más precioso maestro, y todo mortal debe seguirle y repetir en su honor
los himnos de que él mismo se sirve, para derramar la dulzura entre los
dioses y entre los hombres. A este dios, ¡oh Fedro!, consagro este discurso
que ha sido ya festivo, ya serio, según me lo ha sugerido mi propio ingenio.»
Cuando Agaton hubo concluido su discurso, todos los presentes aplaudieron
y declararon que había hablado [331] de una manera digna del dios y de él.
entonces Sócrates, dirigiéndose a Eriximaco, dijo:
—Y bien, hijo de Acumenes, ¿no tenía yo razón para temer, y no fui buen
profeta, cuando os anuncié, que Agaton haría un discurso admirable, y me
pondría a mí en un conflicto?
—Has sido buen profeta, respondió Eriximaco, al anunciarnos que Agaton
hablaría bien; pero creo que no lo has sido al predecir que te verías en un
conflicto.
—¡Ah! querido mío, repuso Sócrates, ¿quién no se ve en un conflicto,
teniendo que hablar después de oír un discurso tan bello, tan variado y tan
admirable en todas sus partes, y principalmente en su final, cuyas
expresiones son de una belleza tan acabada, que no se las puede oír sin
conmoverse? Me siento tan incapaz de decir algo tan bello, que lleno de
vergüenza, habría abandonado el puesto, si hubiera podido, porque la
elocuencia de Agaton me ha recordado a Gorgias, hasta el punto de
sucederme realmente lo que dice Homero: temía que Agaton, al concluir,
lanzase en cierta manera sobre mi discurso la cabeza de Gorgias{15}, este
orador terrible, petrificando mi lengua. Al mismo tiempo he conocido que ha
sido una ridiculez el haberme comprometido con vosotros a celebrar a mi
vez el Amor, y el haberme alabado de ser sabio en esta materia, yo que no sé
alabar cosa alguna. En efecto, hasta aquí he estado en la inocente creencia de
que en un elogio sólo deben entrar cosas verdaderas; que esto era lo
esencial, y que después sólo restaba escoger, entre estas cosas, las más
bellas, y disponerlas de la manera más conveniente. Tenía por esto gran
esperanza de hablar bien, creyendo saber la verdadera manera de alabar.
Pero ahora resulta que este método no vale nada; que es preciso atribuir las
mayores perfecciones al objeto, que se ha intentado [332] alabar,
pertenézcanle o no, no siendo de importancia su verdad o su falsedad; como
si al parecer hubiéramos convenido en figurar que cada uno de nosotros
hacía el elogio del Amor, y en realidad no hacerlo. Por esta razón creo yo
atribuís al Amor todas las perfecciones, y ensalzándole, le hacéis causa de
tan grandes cosas, para que aparezca muy bello y muy bueno, quiero decir, a
los ignorantes, y no ciertamente a las personas ilustradas. Esta manera de
alabar es bella e imponente, pero me era absolutamente desconocida,
cuando os di mi palabra. Mi lengua y no mi corazón es la que ha contraído
este compromiso{16}. Permitidme romperlo, porque no me considero en
posición de poder hacer un elogio de este género. Pero si lo queréis, hablaré
a mi manera, proponiéndome decir sólo cosas verdaderas, sin aspirar a la
ridícula pretensión de rivalizar con vosotros en elocuencia. Mira, Fedro, si te
conviene oír un elogio, que no traspasará los límites de la verdad, y en el
cual no habrá refinamiento ni en las palabras ni en las formas.
Fedro y los demás de la reunión le manifestaron, que podía hablar como
quisiera.
—Permíteme aún, Fedro, replicó Sócrates, hacer algunas preguntas a
Agaton, a fin de que con su asentimiento pueda yo hablar con mas seguridad.
—Con mucho gusto, respondió Fedro, no tienes más que interrogar.
Dicho esto, Sócrates comenzó de esta manera.
—Te vi, mi querido Agaton, entrar perfectamente en materia, diciendo que
era preciso mostrar primero cuál es la naturaleza del Amor, y en seguida
cuáles son sus efectos. Apruebo esta manera de comenzar. Veamos ahora,
después de lo que has dicho, todo bello y magnífico, sobre la naturaleza del
Amor, algo más aún. Dime: ¿el Amor [333] es el amor de alguna cosa o de
nada?{17} No te pregunto si es hijo de un padre o de una madre, porque
sería una pregunta ridícula. Si, por ejemplo, con motivo de un padre, te
preguntase si es o no padre de alguna cosa, tu respuesta, para ser exacta,
debería ser que es padre de un hijo o de una hija; ¿no convienes en ello?
—Sí, sin duda, dijo Agaton.
—¿Y lo mismo sería de una madre?
Agaton convino en ello.
—Permite aún, dijo Sócrates, que haga algunas preguntas para poner más en
claro mi pensamiento: un hermano, a causa de esta misma cualidad, ¿es
hermano de alguno o no lo es?
—Lo es de alguno, respondió Agaton.
—De un hermano o de una hermana.
Convino en ello.
—Trata, pues, replicó Sócrates, de demostrarnos si el Amor es el amor de
nada o si es de alguna cosa.
—De alguna cosa, seguramente.
—Conserva bien en la memoria lo que dices, y acuérdate de qué cosa el
Amor es amor; pero antes de pasar adelante, dime si el Amor desea la cosa
que él ama.
—Sí, ciertamente.
—Pero, replicó Sócrates, ¿es poseedor de la cosa que desea y que ama, o no
la posee?
—Es probable, replicó Agaton, que no la posea.
—¿Probable?, mira si no es más bien necesario que el que desea le falte la
cosa que desea, o bien que no la desee si no le falta. En cuanto a mí, Agaton,
es admirable hasta qué punto es a mis ojos necesaria esta consecuencia. ¿Y
tú qué dices?
—Yo, lo mismo. [334]
—Muy bien; así, pues, ¿el que es grande deseará ser grande, y el que es
fuerte ser fuerte?
—Eso es imposible, teniendo en cuenta aquello en que ya hemos convenido.
—Porque no se puede carecer de lo que se posee.
—Tienes razón.
—Si el que es fuerte, repuso Sócrates, desease ser fuerte, el que es ágil, ágil,
el que es robusto, robusto... quizá alguno podría imaginarse en este y otros
casos semejantes que los que son fuertes, ágiles y robustos, y que poseen
estas cualidades, desean aún lo que ellos poseen. Para que no vayamos a
caer en semejante equivocación, es por lo que insisto en este punto. Si lo
reflexionas, Agaton, verás que lo que estas gentes poseen, lo poseen
necesariamente, quieran o no quieran; y ¿cómo entonces podrían desearlo?
Y si alguno me dijese: rico y sano deseo la riqueza y la salud; y, por
consiguiente, deseo lo que poseo, nosotros podríamos responderle: posees
la riqueza, la salud y la fuerza, y si tú deseas poseer estas cosas, es para el
porvenir, puesto que al presente las posees ya, quiéraslo o no. Mira, pues, si
cuando dices: deseo una cosa, que tengo al presente, no significa esto: deseo
poseer en el porvenir lo que tengo en este momento. ¿No convendrías en
esto?
—Convendría, respondió Agaton.
—Pues bien, prosiguió Sócrates, ¿no es esto amar lo que no se está seguro de
poseer, aquello que no se posee aún, y desear conservar para el porvenir
aquello que se posee al presente?
—Sin duda.
—Por lo tanto, lo mismo en este caso que en cualquiera otro, el que desea,
desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe al presente, lo que no
posee, lo que no tiene, lo que le falta. Esto es, pues, desear y amar.
—Seguramente. [335]
—Resumamos, añadió Sócrates, lo que acabamos de decir. Primeramente, el
Amor es el amor de alguna cosa; en segundo lugar, de una cosa que le falta.
—Sí, dijo Agaton.
—Acuérdate ahora, replicó Sócrates, de qué cosa, según tú el Amor es amor.
Si quieres, yo te lo recordaré. Has dicho, me parece, que se restableció la
concordia entre los dioses mediante el amor a lo bello, porque no hay amor
de lo feo. ¿No es esto lo que has dicho?
—Lo he dicho, en efecto.
—Y con razón, mi querido amigo. Y si es así, ¿el Amor es el amor de la
belleza, y no de la fealdad?
Convino en ello.
—¿No hemos convenido en que se aman las cosas cuando se carece de ellas
y no se poseen?
—Sí.
—Luego el Amor carece de belleza y no la posee.
—Necesariamente.
—¡Pero qué! ¿Llamas bello a lo que carece de belleza, a lo que no posee en
manera alguna la belleza?
—No, ciertamente.
—Si es así, repuso Sócrates, ¿sostienes aún que el Amor es bello?
—Temo mucho, respondió Agaton, no haber comprendido bien lo que yo
mismo decía.
—Hablas con prudencia, Agaton; pero continúa por un momento
respondiéndome: ¿te parece que las cosas buenas son bellas?
—Me lo parece.
—entonces el Amor carece de belleza, y si lo bello es inseparable de lo
bueno, el Amor carece también de bondad.
—Es preciso, Sócrates, conformarse con lo que dices, porque no hay medio
de resistirte.
—Es, mi querido Agaton, imposible resistir a la verdad; resistir a Sócrates es
bien sencillo. Pero te dejo en [336] paz, porque quiero referirte la
conversación que cierto día tuve con una mujer de Mantinea, llamada
Diotima. Era mujer muy entendida en punto a amor, y lo mismo en muchas
otras cosas. Ella fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios,
mediante los que se libraron durante diez años de una peste que los estaba
amenazando. Todo lo que sé sobre el amor, se lo debo a ella. Voy a referiros
lo mejor que pueda, y conforme a los principios en que hemos convenido
Agaton y yo, la conversación que con ella tuve; y para ser fiel a tu método,
Agaton, explicaré primero lo que es el amor, y en seguida cuáles son sus
efectos. Me parece más fácil referiros fielmente la conversación que tuve con
la extranjera. había yo dicho a Diotima casi las mismas cosas que acaba de
decirnos Agaton: que el Amor era un gran dios, y amor de lo bello; y ella se
servía de las mismas razones que acabo de emplear yo contra Agaton, para
probarme que el Amor no es ni bello ni bueno. Yo la repliqué: ¿qué piensas
tú, Diotima, entonces? ¡Qué!, ¿será posible que el Amor sea feo y malo?
—Habla mejor, me respondió: ¿crees que todo lo que no es bello, es
necesariamente feo?
—Mucho que lo creo.
—¿Y crees que no se puede carecer de la ciencia sin ser absolutamente
ignorante? ¿No has observado que hay un término medio entre la ciencia y la
ignorancia?
—¿Cuál es?
—Tener una opinión verdadera sin poder dar razón de ella; ¿no sabes que
esto, ni es ser sabio, puesto que la ciencia debe fundarse en razones; ni es ser
ignorante, puesto que lo que participa de la verdad no puede llamarse
ignorancia? La verdadera opinión ocupa un lugar intermedio entre la ciencia
y la ignorancia.
Confesé a Diotima, que decía verdad.
—No afirmes, pues, replicó ella, que todo lo que no es bello es
necesariamente feo, y que todo lo que no es bueno [337] es necesariamente
malo. Y por haber reconocido que el Amor no es ni bueno ni bello, no vayas a
creer que necesariamente es feo y malo, sino que ocupa un término medio
entre estas cosas contrarias.
—Sin embargo, repliqué yo, todo el mundo está acorde en decir que el Amor
es un gran dios.
—¿Qué entiendes tú, Sócrates, por todo el mundo? ¿Son los sabios o los
ignorantes?
—Entiendo todo el mundo sin excepción.
—¿Cómo, replicó ella sonriéndose, podría pasar por un gran dios para todos
aquellos que ni aun por dios le reconocen?
—¿Cuáles, la dije, pueden ser esos?
—Tú y yo, respondió ella.
—¿Cómo puedes probármelo?
—No es difícil. Respóndeme. ¿No dices que todos los dioses son bellos y
dichosos? ¿O te atreverías a sostener que hay uno que no sea ni dichoso ni
bello?
—¡No, por Júpiter!
—¿No llamas dichosos a aquellos que poseen cosas bellas y buenas?
—Seguramente.
—Pero estás conforme en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que
el deseo es una señal de privación.
—En efecto, estoy conforme en eso.
—¿Cómo entonces, repuso Diotima, es posible que el Amor sea un dios,
estando privado de lo que es bello y bueno?
—Eso, a lo que parece, no puede ser en manera alguna.
—¿No ves, por consiguiente, que también tú piensas que el Amor no es un
dios?
—¡Pero qué!, la respondí, ¿es que el Amor es mortal?
—De ninguna, manera.
—Pero, en fin, Diotima, dime qué es. [338]
—Es, como dije antes, una cosa intermedia entre lo mortal y lo inmortal.
—¿Pero qué es por último?
—Un gran demonio, Sócrates; porque todo demonio ocupa un lugar
intermedio entre los dioses y los hombres.
—¿Cuál es, la dije, la función propia de un demonio?
—La de ser intérprete y medianero entre los dioses y los hombres; llevar al
cielo las súplicas y los sacrificios de estos últimos, y comunicar a los
hombres las órdenes de los dioses y la remuneración de los sacrificios que
les han ofrecido. Los demonios llenan el intervalo que separa el cielo de la
tierra; son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia
adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relación a los sacrificios, a los
misterios, a los encantamientos, a las profecías y a la magia. La naturaleza
divina como no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale
de los demonios para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante
la vigilia, ya durante el sueño. El que es sabio en todas estas cosas es
demoníaco{18}; y el que es hábil en todo lo demás, en las artes y oficios, es
un simple operario. Los demonios son muchos y de muchas clases, y el Amor
es uno de ellos.
—¿A qué padres debe su nacimiento? pregunté a Diotima.
—Voy a decírtelo, respondió ella, aunque la historia es larga.
Cuando el nacimiento de Venus, hubo entre los dioses un gran festín, en el
que se encontraba, entre otros, Poros{19} hijo de Metis{20}. Después de la
comida, Penia{21} se puso a la puerta, para mendigar algunos [339]
desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el néctar (porque
aún no se hacia uso del vino), salió de la sala, y entró en el jardín de Júpiter,
donde el sueño no tardó en cerrar sus cargados ojos. entonces, Penia,
estrechada por su estado de penuria, se propuso tener un hijo de Poros. fue
a acostarse con él, y se hizo madre del Amor. Por esta razón el Amor se hizo
el compañero y servidor de Venus, porque fue concebido el mismo día en
que ella nació; además de que el Amor ama naturalmente la belleza y Venus
es bella. Y ahora, como hijo de Poros y de Penia, he aquí cuál fue su herencia.
Por una parte es siempre pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se cree
generalmente, es flaco, desaseado, sin calzado, sin domicilio, sin más lecho
que la tierra, sin tener con qué cubrirse, durmiendo a la luna, junto a las
puertas o en las calles; en fin, lo mismo que su madre, está siempre peleando
con la miseria. Pero, por otra parte, según el natural de su padre, siempre
está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante,
cazador hábil; ansioso de saber, siempre maquinando algún artificio,
aprendiendo con facilidad, filosofando sin cesar; encantador, mágico, sofista.
Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo día aparece
floreciente y lleno de vida, mientras está, en la abundancia, y después se
extingue para volver a revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que
adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que nunca es rico ni pobre. Ocupa un
término medio entre la sabiduría y la ignorancia, porque ningún dios
filosofa, ni desea hacerse sabio, puesto que la sabiduría es aneja a la
naturaleza divina, y en general el que es sabio no filosofa. Lo mismo sucede
con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa, ni desea hacerse sabio, porque
la ignorancia produce precisamente el pésimo efecto de persuadir a los que
no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas [340] cualidades;
porque ninguno desea las cosas de que se cree provisto.
—Pero, Diotima, ¿quiénes son los que filosofan, si no son ni los sabios, ni los
ignorantes?
—Hasta los niños saben, dijo ella, que son los que ocupan un término medio
entre los ignorantes y los sabios, y el Amor es de este número. La sabiduría
es una de las cosas más bellas del mundo, y como el Amor ama lo que es
bello, es preciso concluir que el Amor es amante de la sabiduría, es decir,
filósofo; y como tal se halla en un medio entre el sabio y el ignorante. A su
nacimiento lo debe, porque es hijo de un padre sabio y rico, y de una madre
que no es ni rica ni sabia. Tal es, mi querido Sócrates, la naturaleza de este
demonio. En cuanto a la idea que tú te formabas, no es extraño que te haya
ocurrido, porque creías, por lo que pude conjeturar en vista de tus palabras,
que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. he aquí, a mi parecer, por
qué el Amor te parecía muy bello, porque lo amable es la belleza real, la
gracia, la perfección y el soberano bien. Pero lo que ama es de otra
naturaleza distinta como acabo de explicar.
—Y bien, sea así, extranjera; razonas muy bien, pero el Amor, siendo como
tú acabas de decir, ¿de qué utilidad es para los hombres?
—Precisamente eso es, Sócrates, lo que ahora quiero enseñarte. Conocemos
la naturaleza y el origen del Amor; es como tú dices el amor a lo bello. Pero
si alguno nos preguntase: ¿qué es el amor a lo bello, Sócrates y Diotima, o
hablando con mayor claridad, el que ama lo bello a qué aspira?
—A poseerlo, respondí yo.
—Esta respuesta reclama una nueva pregunta, dijo Diotima; ¿qué le
resultará de poseer lo bello?
—Respondí, que no me era posible contestar inmediatamente a esta
pregunta. [341]
—Pero, replicó ella, si se cambiase el término, y poniendo lo bueno en lugar
de lo bello te preguntase: Sócrates, el que ama lo bueno, ¿á qué aspira?
—A poseerlo.
—¿Y qué le resultaría de poseerlo?
—Encuentro ahora más fácil la respuesta; se hará dichoso.
—Porque creyendo las cosas buenas, es como los seres dichosos son
dichosos, y no hay necesidad de preguntar porqué el que quiere ser dichoso
quiere serlo; tu respuesta me parece satisfacer a todo.
—Es cierto, Diotima.
—Pero piensas que este amor y esta voluntad sean comunes a todos los
hombres, y que todos quieran siempre tener lo que es bueno; ¿o eres tú de
otra opinión?
—No, creo que todos tienen este amor y esta voluntad.
—¿Por qué entonces, Sócrates, no decimos que todos los hombres aman,
puesto que aman todos y siempre la misma cosa?, ¿por qué lo decimos de los
unos y no de los otros?
—Es esa una cosa que me sorprende también.
—Pues no te sorprendas; distinguimos una especie particular de amor, y le
llamamos amor, usando del nombre que corresponde a todo el género;
mientras que para las demás especies, empleamos términos diferentes.
—Te suplico que pongas un ejemplo.
—He aquí uno. Ya sabes que la palabra poesía{22} tiene numerosas
acepciones, y expresa en general la causa que hace que una cosa, sea la que
quiera, pase del no‐ser al ser, de suerte que todas las obras de todas las artes
son poesía, y que todos los artistas y todos los obreros son poetas. [342]
—Es cierto.
—Y sin embargo, ves que no se llama a todos poetas, sino que se les da otros
nombres, y una sola especie de poesía tomada aparte, la música y el arte de
versificar, han recibido el nombre de todo el género. Esta es la única especie,
que se llama poesía; y los que la cultivan, los únicos a quienes se llaman
poetas.
—Eso es también cierto.
—Lo mismo sucede con el amor; en general es el deseo de lo que es bueno y
nos hace dichosos, y este es el grande y seductor amor que es innato en
todos los corazones. Pero todos aquellos, que en diversas direcciones
tienden a este objeto, hombres de negocios, atletas, filósofos, no se dice que
aman ni se los llama amantes; sino que sólo aquellos, que se entregan a
cierta especie de amor, reciben el nombre de todo el género, y a ellos solos
se les aplican las palabras, amar, amor, amantes.
—Me parece que tienes razón, le dije.
—Se ha dicho, replicó ella, que buscar la mitad de sí mismo es amar. Pero yo
sostengo, que amar no es buscar ni la mitad ni el todo de sí mismo, cuando ni
esta mitad ni este todo son buenos; y la prueba, amigo mío, es que
consentimos en dejarnos cortar el brazo o la pierna, aunque nos pertenecen,
si creemos que estos miembros están atacados de un mal incurable. En
efecto; no es lo nuestro lo que nosotros amamos, a menos que no miremos
como nuestro y perteneciéndonos en propiedad lo que es bueno, y como
extraño lo que es malo, porque los hombres sólo aman lo que es bueno. ¿No
es esta tu opinión?
—¡Por Júpiter!, pienso como tú.
—¿Basta decir que los hombres aman lo bueno?
—Sí.
—¡Pero qué! ¿No es preciso añadir, que aspiran también a poseer lo bueno?
—Es preciso. [343]
—¿Y no sólo a poseerlo, sino también a poseerlo siempre?
—Es cierto también.
—En suma, el amor consiste en querer poseer siempre lo bueno.
—Nada más exacto, respondí yo.
—Si tal es el amor en general; ¿en qué caso particular la indagación y la
prosecución activa de lo bueno toman el nombre de amor? ¿Cuál es? ¿Puedes
decírmelo?
—No, Diotima, porque si pudiera decirlo, no admiraría tu sabiduría ni
vendría cerca de ti para aprender estas verdades.
—Voy a decírtelo: es la producción de la belleza, ya mediante el cuerpo, ya
mediante el alma.
—Vaya un enigma, que reclama un adivino para descifrarle; yo no le
comprendo.
—Voy a hablar con más claridad. Todos los hombres, Sócrates, son capaces
de engendrar mediante el cuerpo y mediante el alma, y cuando han llegado a
cierta edad, su naturaleza exige el producir. En la fealdad no puede producir,
y sí sólo en la belleza; la unión del hombre y de la mujer es una producción, y
esta producción es una obra divina, fecundación y generación, a que el ser
mortal debe su inmortalidad. Pero estos efectos no pueden realizarse en lo
que es discordante. Porque la fealdad no puede concordar con nada de lo
que es divino; esto sólo puede hacerlo la belleza. La belleza, respecto a la
generación, es semejante al Destino{23} y a Lucina{24}. Por esta razón,
cuando el ser fecundante se aproxima a lo bello, lleno de amor y de alegría,
se dilata, engendra, produce. Por el contrario, si se aproxima a lo feo, triste y
remiso, se estrecha, se tuerce, se contrae, y no engendra, [344] sino que
comunica con dolor su germen fecundo. De aquí, en el ser fecundante y lleno
de vigor para producir, esa ardiente prosecución de la belleza que debe
libertarle de los dolores del alumbramiento. Porque la belleza, Sócrates, no
es, como tú te imaginas, el objeto del amor.
—¿Pues cuál es el objeto del amor?
—Es la generación y la producción de la belleza.
—Sea así, respondí yo.
—No hay que dudar de ello, replicó.
—Pero, ¿por qué el objeto del amor es la generación?
—Porque es la generación la que perpetúa la familia de los seres animados, y
le da la inmortalidad, que consiente la naturaleza mortal. Pues conforme a lo
que ya hemos convenido, es necesario unir al deseo de lo bueno el deseo de
la inmortalidad, puesto que el amor consiste en aspirar a que lo bueno nos
pertenezca siempre. De aquí se sigue que la inmortalidad es igualmente el
objeto del amor.
—Tales fueron las lecciones que me dio Diotima en nuestras conversaciones
sobre el Amor. Me dijo un día: ¿cuál es, en tu opinión, Sócrates, la causa de
este deseo y de este amor? ¿No has observado en qué estado excepcional se
encuentran todos los animales volátiles y terrestres cuando sienten el deseo
de engendrar? ¿No les ves como enfermizos, efecto de la agitación amorosa
que les persigue durante el emparejamiento, y después, cuando se trata del
sostén de la prole, no ves cómo los más débiles se preparan para combatir a
los más fuertes, hasta perder la vida, y cómo se imponen el hambre y toda
clase de privaciones para hacerla vivir? Respecto a los hombres, puede
creerse que es por razón el obrar así; pero los animales, ¿de dónde les
vienen estas disposiciones amorosas? ¿Podrías decirlo?
—Le respondí que lo ignoraba. [345]
—¿Y esperas, replicó ella, hacerte nunca sabio en amor si ignoras una cosa
como esta?
—Pero repito, Diotima, que esta es la causa de venir yo en tu busca; porque
sé que tengo necesidad de tus lecciones. Explícame eso mismo sobre que me
pides explicación, y todo lo demás que se refiere al amor.
—Pues bien, dijo, si crees que el objeto natural del amor es aquel en que
hemos convenido muchas veces, mi pregunta no debe turbarte; porque,
ahora como entes, es la naturaleza mortal la que aspira a perpetuarse y a
hacerse inmortal, en cuanto es posible; y su único medio es el nacimiento
que sustituye un individuo viejo con un individuo joven. En efecto, bien que
se diga de un individuo, desde su nacimiento hasta su muerte, que vive y que
es siempre el mismo, sin embargo, en realidad no está nunca ni en el mismo
estado ni en el mismo desenvolvimiento, sino que todo muere y renace sin
cesar en el, sus cabellos, su carne, sus huesos, su sangre, en una palabra,
todo su cuerpo; y no sólo su cuerpo, sino también su alma, sus hábitos, sus
costumbres, sus opiniones, sus deseos, sus placeres, sus penas, sus temores;
todas sus afecciones no subsisten siempre las mismas, sino que nacen y
mueren continuamente. Pero lo más sorprendente es que no solamente
nuestros conocimientos nacen y mueren en nosotros de la misma manera
(porque en este concepto también mudamos sin cesar), sino que cada uno de
ellos en particular pasa por las mismas vicisitudes. En efecto, lo que se llama
reflexionar se refiere a un conocimiento que se borra, porque el olvido es la
extinción de un conocimiento; porque la reflexión, formando un nuevo
recuerdo en lugar del que se marcha, conserva en nosotros este
conocimiento, si bien creemos que es el mismo. Así se conservan todos los
seres mortales; no subsisten absolutamente y siempre los mismos, como
sucede a lo que es divino, sino que el que marcha y el que [346] envejece
deja en su lugar un individuo joven, semejante a lo que él mismo había sido.
He aquí, Sócrates, cómo todo lo que es mortal participa de la inmortalidad, y
lo mismo el cuerpo que todo lo demás. En cuanto al ser inmortal sucede lo
mismo por una razón diferente. No te sorprendas si todos los seres
animados estiman tanto sus renuevos, porque la solicitud y el amor que les
anima no tiene otro origen que esta sed de inmortalidad.
—Después que me habló de esta manera, le dije lleno de admiración: muy
bien, muy sabia Diotima, pero ¿pasan las cosas así realmente?
—Ella, con un tono de consumado sofista, me dijo: no lo dudes, Sócrates, y si
quieres reflexionar ahora sobre la ambición de los hombres, te parecerá su
conducta poco conforme con estos principios, si no te fijas en que los
hombres están poseídos del deseo de crearse un nombre y de adquirir una
gloria inmortal en la posteridad; y que este deseo, más que el amor paterno,
es el que les hace despreciar todos los peligros, comprometer su fortuna,
resistir todas las fatigas y sacrificar su misma vida. ¿Piensas, en efecto, que
Alceste hubiera sufrido la muerte en lugar de Admete, que Aquiles la hubiera
buscado por vengar a Patroclo, y que vuestro Codro se hubiera sacrificado
por asegurar el reinado de sus hijos, si todos ellos no hubiesen esperado
dejar tras sí este inmortal recuerdo de su virtud, que vive aún entre
nosotros? De ninguna manera, prosiguió Diotima. Pero por esta
inmortalidad de la virtud, por esta noble gloria, no hay nadie que no se lance,
yo creo, a conseguirla, con tanto más ardor cuanto más virtuoso sea el que la
prosiga, porque todos tienen amor a lo que es inmortal. Los que son
fecundos con relación al cuerpo aman las mujeres, y se inclinan con
preferencia a ellas, creyendo asegurar, mediante la procreación de los hijos,
la inmortalidad la perpetuidad de su nombre y la felicidad que se imaginan
en el curso de [347] los tiempos. Pero los que son fecundos con relación al
espíritu... Aquí Diotima, interrumpiéndose, añadió: porque los hay que son
más fecundos de espíritu que de cuerpo para las cosas que al espíritu toca
producir. ¿Y qué es lo que toca al espíritu producir? La sabiduría y las demás
virtudes que han nacido de los poetas y de todos los artistas dotados del
genio de invención. Pero la sabiduría más alta y más bella es la que preside
al gobierno de los Estados y de las familias humanas, y que se llama
prudencia y justicia. Cuando un mortal divino lleva en su alma desde la
infancia el germen de estas virtudes, y llegado a la madurez de la edad desea
producir y engendrar, va de un lado para otro buscando la belleza, en la que
podrá engendrar, porque nunca podría conseguirlo en la fealdad. En su
ardor de producir, se une a los cuerpos bellos con preferencia a los feos, y si
en un cuerpo bello encuentra un alma bella, generosa y bien nacida, esta
reunión le complace soberanamente. Cerca de un ser semejante pronuncia
numerosos y elocuentes discursos sobre la virtud, sobre los deberes y las
ocupaciones del hombre de bien, y se consagra a instruirle, porque el
contacto y el comercio de la belleza le hacen engendrar y producir aquello,
cuyo germen se encuentra ya en él. Ausente o presente piensa siempre en el
objeto que ama, y ambos alimentan en común a los frutos de su unión. De
esta manera el lazo y la afección que ligan el uno al otro son mucho más
íntimos y mucho más fuertes que los de la familia, porque estos hijos de su
inteligencia son más bellos y más inmortales, y no hay nadie que no prefiera
tales hijos a cualquiera otra posteridad, si considera y admira las
producciones que Homero, Hesiodo y los demás poetas han dejado; si tiene
en cuenta la nombradía y la memoria imperecedera, que estos inmortales
hijos han proporcionado a sus padres; o bien si recuerda los hijos que
Licurgo ha dejado tras sí en Lacedemonia y que han sido la [348] gloria de
esta ciudad, y me atrevo a decir que de la Grecia entera. Solon, lo mismo, es
honrado por vosotros como padre de las leyes, y otros muchos hombres
grandes lo son también en diversos países, ya en Grecia, ya entre los
bárbaros, porque han producido una infinidad de obras admirables y creado
toda clase de virtudes. Estos hijos les han valido templos, mientras que los
hijos de los hombres, que salen del seno de una mujer, jamás han hecho
engrandecer a nadie.
Quizá, Sócrates, he llegado a iniciarte hasta en los misterios del amor; pero
en cuanto al último grado de la iniciación y a las revelaciones más secretas,
para las que todo lo que acabo de decir no es más que una preparación, no sé
si, ni aún bien dirigido, podría tu espíritu elevarse hasta ellas. Yo, sin
embargo, continuaré sin que se entibie mi celo. Trata de seguirme lo mejor
que puedas.
El que quiere aspirará este objeto por el verdadero camino, debe desde su
juventud comenzar a buscar los cuerpos bellos. Debe además, si está bien
dirigido, amar uno sólo, y en el engendrar y producir bellos discursos. En
seguida debe llegar a comprender que la belleza, que se encuentra en un
cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza que se encuentra en todos los
demás. En efecto, si es preciso buscar la belleza en general, sería una gran
locura no creer que la belleza, que reside en todos los cuerpos, es una e
idéntica. Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe
mostrarse amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de una
despreciable pequeñez, de toda pasión que se reconcentre sobre uno sólo.
Después debe considerar la belleza del alma como más preciosa que la del
cuerpo; de suerte, que una alma bella, aunque esté en un cuerpo desprovisto
de perfecciones, baste para atraer su amor y sus cuidados, y para ingerir en
ella los discursos más propios para hacer mejor la juventud. Siguiendo así, se
verá necesariamente [349] conducido a contemplar la belleza que se
encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, a ver que esta
belleza por todas partes es idéntica a sí misma, y hacer por consiguiente
poco caso de la belleza corporal. De las acciones de los hombres deberá
pasar a las ciencias para contemplar en ellas la belleza; y entonces, teniendo
una idea más amplia de lo bello, no se verá encadenado como un esclavo en
el estrecho amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una sola
acción, sino que lanzado en el océano de la belleza, y extendiendo sus
miradas sobre este espectáculo, producirá con inagotable fecundidad los
discursos y pensamientos más grandes de la filosofía, hasta que, asegurado y
engrandecido su espíritu por esta sublime contemplación, sólo perciba una
ciencia, la de lo bello.
Préstame ahora, Sócrates, toda la atención de que eres capaz. El que en los
misterios del amor se haya elevado hasta el punto en que estamos, después
de haber recorrido en orden conveniente todos los grados de lo bello y
llegado, por último, al término de la iniciación, percibirá como un relámpago
una belleza maravillosa, aquella ¡oh Sócrates!, que era objeto de todos sus
trabajos anteriores; belleza eterna, increada e imperecible, exenta de
aumento y de disminución; belleza que no es bella en tal parte y fea en cual
otra, bella sólo en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo una relación y fea
bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para estos y fea para
aquellos; belleza que no tiene nada de sensible como el semblante o las
manos, ni nada de corporal; que tampoco es este discurso o esta ciencia; que
no reside en ningún ser diferente de ella misma, en un animal, por ejemplo, o
en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna y
absolutamente por sí misma y en sí misma; de ella participan todas las
demás bellezas, sin que el nacimiento ni la destrucción de estas cansen ni la
menor disminución ni el [350] menor aumento en aquellas ni la modifiquen
en nada. Cuando de las bellezas inferiores se ha elevado, mediante un amor
bien entendido de los jóvenes, hasta la belleza perfecta, y se comienza a
entreverla, se llega casi al término; porque el camino recto del amor, ya se
guíe por sí mismo, ya sea guiado por otro, es comenzar por las bellezas
inferiores y elevarse hasta la belleza suprema, pasando, por decirlo así, por
todos los grados de la escala de un solo cuerpo bello a dos, de dos a todos los
demás, de los bellos cuerpos a las bellas ocupaciones, de las bellas
ocupaciones a las bellas ciencias, hasta que de ciencia en ciencia se llega a la
ciencia por excelencia, que no es otra que la ciencia de lo bello mismo, y se
concluye por conocerla tal como es en sí. ¡Oh, mi querido Sócrates!,
prosiguió la extranjera de Mantinea, si por algo tiene mérito esta vida, es por
la contemplación de la belleza absoluta, y si tú llegas algún día a conseguirlo,
¿qué te parecerán, cotejado con ella, el oro y los adornos, los niños hermosos
y los jóvenes bellos, cuya vista al presente te turba y te encanta hasta el
punto de que tú y muchos otros, por ver sin cesar a los que amáis, por estar
sin cesar con ellos, si esto fuese posible, os privaríais con gusto de comer y
de beber, y pasaríais la vida tratándolos y contemplándolos de continuo?
¿Qué pensaremos de un mortal a quien fuese dado contemplar la belleza
pura, simple, sin mezcla, no revestida de carne ni de colores humanos y de
las demás vanidades perecibles, sino siendo la belleza divina misma? ¿Crees
que sería una suerte desgraciada tener sus miradas fijas en ella y gozar de la
contemplación y amistad de semejante objeto? ¿No crees, por el contrario,
que este hombre, siendo el único que en este mundo percibe lo bello,
mediante el órgano propio para percibirlo, podrá crear, no imágenes de
virtud, puesto que no se une a imágenes, sino virtudes verdaderas, pues que
es la verdad a la que se consagra? Ahora bien, sólo al que produce y alimenta
[351] la verdadera virtud corresponde el ser amado por Dios; y si algún
hombre debe ser inmortal, es seguramente este.
—Tales fueron, mi querido Fedro, y vosotros que me escucháis, los
razonamientos de Diotima. Ellos me han convencido, y a mi vez trato yo de
convencer a los demás, de que, para conseguir un bien tan grande, la
naturaleza humana difícilmente encontraría un auxiliar más poderoso que el
Amor. Y así digo, que todo hombre debe honrar al Amor. En cuanto a mí,
honro todo lo que a él se refiere, le hago objeto de un culto muy particular, le
recomiendo a los demás, y en este mismo momento acabo de celebrar, lo
mejor que he podido, como constantemente lo estoy haciendo, el poder y la
fuerza del Amor. Y ahora, Fedro, mira si puede llamarse este discurso un
elogio del Amor; y si no, dale el nombre que te acomode.
Después de haber Sócrates hablado de esta manera se le prodigaron los
aplausos; pero Aristófanes se disponía a hacer algunas observaciones,
porque Sócrates en su discurso había hecho alusión a una cosa que el había
dicho, cuando repentinamente se oyó un ruido en la puerta exterior, a la que
llamaban con golpes repetidos; y parecía que las voces procedían de jóvenes
ebrios y de una tocadora de flauta.
—Esclavos, gritó Agaton, mirad qué es eso; si es alguno de nuestros amigos,
decidles que entren; y si no son, decidles que hemos cesado de beber y que
estamos descansando. Un instante después oímos en el patio la voz de
Alcibíades, medio ebrio, y diciendo a gritos:
—¿Donde está Agaton? ¡Llevadme cerca de Agaton! entonces algunos de sus
compañeros y la tocadora de flauta le cogieron por los brazos y le
condujeron a la puerta de nuestra sala. Alcibíades se detuvo, y vimos que
llevaba la cabeza adornada con una espesa corona de violetas y hiedra con
numerosas guirnaldas.
—Amigos, os saludo, dijo; ¿queréis admitir a vuestra [352] mesa a un
hombre que ha bebido ya cumplidamente? ¿O nos marcharemos después de
haber coronado a Agaton, que es el objeto de nuestra visita? Me ha sido
imposible venir ayer, pero heme aquí ahora con mis guirnaldas sobre la
cabeza, para ceñir con ellas la frente del más sabio y más bello de los
hombres, si me es permitido hablar así. ¿Os reís de mí porque estoy ebrio?
Reíd cuanto queráis; yo sé que digo la verdad. Pero veamos, responded:
¿entraré bajo esta condición o no entraré? ¿Beberéis conmigo o no?
Entonces gritaron de todas partes:
—¡Que entre, que tome asiento! Agaton mismo le llamó. Alcibíades se
adelantó conducido por sus compañeros; y ocupado en quitar sus guirnaldas
para coronar a Agaton, no vio a Sócrates, a pesar de que se hallaba frente por
frente de él, y fue a colocarse entre Sócrates y Agaton, pues Sócrates había
hecho sitio para que se sentara. Luego que Alcibíades se sentó, abrazó a
Agaton, y le coronó.
—Esclavos, dijo este, descalzad a Alcibíades; quedará en este escamo con
nosotros y será el tercero.
—Con gusto, respondió Alcibíades, ¿pero cuál es vuestro tercer bebedor? Al
mismo tiempo se vuelve y ve a Sócrates. entonces se levanta bruscamente y
exclama:
—¡Por Hércules! ¿Qué es esto? ¡Qué! Sócrates, te veo aquí a la espera para
sorprenderme, según tu costumbre apareciéndote de repente cuando menos
lo esperaba! ¿Qué has venido a hacer aquí hoy? ¿Por qué ocupas este sitio?
¿Cómo, en lugar de haberte puesto al lado de Aristófanes o de cualquiera
otro complaciente contigo o que se esfuerce en serlo, has sabido colocarte
tan bien que te encuentro junto al más hermoso de la reunión?
—Imploro tu socorro, Agaton, dijo Sócrates. El amor de este hombre no es
para mí un pequeño embarazo. Desde la época en que comencé a amarle, yo
no puedo mirar ni [353] conversar con ningún joven, sin que, picado y
celoso, se entregue a excesos increíbles, llenándome de injurias, y gracias
que se abstiene de pasar a vías de hecho. Y así, ten cuidado, que en este
momento no se deje llevar de un arrebato de este género; procura asegurar
mi tranquilidad, o protégeme, si quiere permitirse alguna violencia; porque
temo su amor y sus celos furiosos.
—No cabe paz entre nosotros, dijo Alcibíades, pero yo me vengaré en
ocasión más oportuna. Ahora, Agaton, alárgame una de tus guirnaldas para
ceñir con ella la cabeza maravillosa de este hombre. No quiero que pueda
echarme en cara que no le he coronado como a ti, siendo un hombre que,
tratándose de discursos, triunfa de todo el mundo, no sólo en una ocasión,
como tú ayer, sino en todas. Mientras se explicaba de esta manera, tomó
algunas guirnaldas, coronó a Sócrates y se sentó en el escaño. Luego que se
vio en su asiento, dijo: y bien, amigos míos, ¿qué hacemos? Me parecéis
excesivamente comedidos y yo no puedo consentirlo; es preciso beber; este
es el trato que hemos hecho. Me constituyo yo mismo era rey del festín hasta
que hayáis bebido como es indispensable. Agaton, que me traigan alguna
copa grande si la tenéis; y si no, esclavo, dame ese vaso{25}, que está allí.
Porque ese vaso ya lleva más de ocho cotilas.
—Después de hacerle llenar Alcibíades, se lo bebió él primero, y luego hizo
llenarle para Sócrates, diciendo: que no se achaque a malicia lo que voy a
hacer, porque Sócrates podrá beber cuanto quiera y jamás se le verá ebrio.
Llenado el vaso por el esclavo, Sócrates bebió. Entonces Eriximaco, tomando
la palabra: ¿qué haremos Alcibíades? ¿seguiremos bebiendo sin hablar ni
cantar, y nos contentaremos con hacer lo mismo que hacen los que sólo
matan la sed? Alcibíades respondió: Yo te saludo, [354] Eriximaco, digno hijo
del mejor y más sabio de los padres. también te saludo yo, replicó Eriximaco;
¿pero qué haremos?
—Lo que tú ordenes, porque es preciso obedecerte: Un médico vale el solo
tanto como muchos hombres{26}. Manda, pues, lo que quieras.
—Entonces escucha, dijo Eriximaco; antes de tu llegada habíamos convenido
en que cada uno de nosotros, siguiendo un turno riguroso, hiciese elogios del
Amor, lo mejor que pudiese, comenzando por la derecha. Todos hemos
cumplido con nuestra tarea, y es justo que tú, que nada has dicho y que no
por eso has bebido menos, cumplas a tu vez la tuya. Cuando hayas concluido,
tú señalarás a Sócrates el tema que te parezca; este a su vecino de la
derecha; y así sucesivamente.
—Todo eso está muy bien, Eriximaco, dijo Alcibíades; pero querer que un
hombre ebrio dispute en elocuencia con gente comedida y de sangre fría,
sería un partido muy desigual. Además, querido mío, ¿crees lo que Sócrates
ha dicho antes de mi carácter celoso, o crees que lo contrario es la verdad?
Porque si en su presencia me propaso a alabar a otro que no sea él, ya sea un
dios, ya un hombre, no podrá contenerse sin golpearme.
—Habla mejor, exclamó Sócrates.
—¡Por Neptuno!, no digas eso Sócrates, porque yo no alabaré a otro que a ti
en tu presencia.
—Pues bien, sea así, dijo Eriximaco; haznos, si te parece, el elogio de
Sócrates.
—Cómo, Eriximaco!, ¡quieres que me eche sobre este hombre, y me vengue
de él delante de vosotros?
—!Hola!, joven, interrumpió Sócrates, ¿cuál es tu intención? ¿Quieres hacer
de mí alabanzas irónicas? Explícate.
—Diré la verdad, si lo consientes. [355]
—¿Si lo consiento? Lo exijo.
—Voy a obedecerte, respondió Alcibíades. Pero tú has de hacer lo siguiente:
si digo alguna cosa que no sea verdadera, si quieres me interrumpes, y no
temas desmentirme, porque yo no diré a sabiendas ninguna mentira. Si a
pesar de todo no refiero los hechos en orden muy exacto, no te sorprendas;
porque en el estado en que me hallo, no será extraño que no dé una razón
clara y ordenada de tus originalidades.
Para hacer el elogio de Sócrates, amigos míos, me valdré de comparaciones.
Sócrates creerá quizá que yo intento hacer reír, pero mis imágenes tendrán
por objeto la verdad y no la burla. Por lo pronto digo, que Sócrates se parece
a esos Silenos, que se ven expuestos en los talleres de los estatuarios, y que
los artistas representan con una flauta o caramillo en la mano. Si separáis las
dos piezas de que se componen estas estatuas, encontrareis en el interior la
imagen de alguna divinidad. Digo más, digo que Sócrates se parece más
particularmente al sátiro Marsias. En cuanto al exterior, Sócrates, no puedes
desconocer tu semejanza, y en lo demás escucha lo que voy a decir. ¿No eres
un burlón descarado? Si lo niegas, presentaré testigos. ¿No eres también
tocador de flauta, y más admirable que Marsias? Este encantaba a los
hombres por el poder de los sonidos, que su boca sacaba de sus
instrumentos, y eso mismo hace hoy cualquiera que ejecuta las
composiciones de este sátiro; y yo sostengo que las que tocaba Olimpos son
composiciones de Marsias, su maestro. Gracias al carácter divino de tales
composiciones, ya sea un artista hábil o una mala tocadora de flauta el que
las ejecute, sólo ellas tienen la virtud de arrebatarnos también a nosotros y
de darnos a conocer a los que tienen necesidad de iniciaciones y de dioses.
La única diferencia que en este concepto puede haber entre Marsias y tú,
Sócrates, es que sin el auxilio de ningún instrumento y sólo [356] con
discursos haces lo mismo. Que hable otro, aunque sea el orador más hábil, y
no hace, por decirlo así, impresión sobre nosotros; pero que hables tú u otro
que repita tus discursos, por poco versado que esté en el arte de la palabra, y
todos los oyentes, hombres, mujeres, niños, todos se sienten convencidos y
enajenados. Respecto a mí, amigos míos, si no temiese pareceros
completamente ebrio, os atestiguaría con juramento el efecto
extraordinario, que sus discursos han producido y producen aún sobre mí.
Cuando le oigo, el corazón me late con más violencia que a los coribantes;
sus palabras me hacen derramar lágrimas; y veo también a muchos de los
oyentes experimentar las mismas emociones. Oyendo a Pericles y a nuestros
grandes oradores, he visto que son elocuentes, pero no me han hecho
experimentar nada semejante. Mi alma no se turbaba ni se indignaba contra
sí misma a causa de su esclavitud. Pero cuando escucho a este Marsias, la
vida que paso me ha parecido muchas veces insoportable. No negarás,
Sócrates, la verdad de lo que voy diciendo, y conozco que en este mismo
momento, si prestase oídos a tus discursos, no lo resistiría, y producirías en
mí la misma impresión. Este hombre me obliga a convenir en que,
faltándome a mí mismo muchas cosas, desprecio mis propios negocios, para
ocuparme de los de los atenienses. Así es, que me veo obligado a huir de él
tapándome los oídos, como quien escapa de las sirenas{27}. Si no fuera esto,
permanecería hasta el fin de mis días sentado a su lado. Este hombre
despierta en mí un sentimiento de que no se me creería muy capaz y es el
del pudor. Sí, sólo Sócrates me hace ruborizar, porque tengo la conciencia de
no poder oponer nada a sus consejos; y sin embargo, después que me separo
de él, no me siento con fuerzas para renunciar al favor popular. Yo huyo de
él, procuro [357] evitarle; pero cuando vuelvo a verle, me avergüenzo en su
presencia de haber desmentido mis palabras con mi conducta; y muchas
veces preferiría, así lo creo, que no existiese; y sin embargo, si esto
sucediera, estoy convencido de que sería yo aún más desgraciado; de
manera que no sé lo que me pasa con este hombre.
Tal es la impresión que produce sobre mí y también sobre otros muchos la
flauta de este sátiro. Pero quiero convenceros más aún de la exactitud de mi
comparación y del poder extraordinario que ejerce sobre los que le
escuchan; y debéis tener entendido que ninguno de nosotros conoce a
Sócrates. Puesto que he comenzado, os lo diré todo. Ya veis el ardor que
manifiesta Sócrates por los jóvenes hermosos; con qué empeño los busca, y
hasta qué punto está enamorado de ellos; veis igualmente que todo lo
ignora, que no sabe nada, o por lo menos, que hace el papel de no saberlo.
Todo esto, ¿no es propio de un Sileno?
Enteramente. Él tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero
abridle, compañeros de banquete; ¡qué de tesoros no encontrareis en él!
Sabed, que la belleza de un hombre es para él el objeto más indiferente. No
es posible imaginar hasta que punto la desdeña, así como la riqueza y las
demás ventajas envidiadas por el vulgo. Sócrates las mira todas como de
ningún valor, y a nosotros mismos como si fuéramos nada; y pasa toda su
vida burlándose y chanceándose con todo el mundo. Pero cuando habla
seriamente y muestra su interior al fin, no sé si otros han visto las bellezas
que encierra, pero yo las he visto, y las he encontrado tan divinas, tan
preciosas, tan grandes y tan encantadoras, que me ha parecido imposible
resistir a Sócrates. Creyendo al principio que se enamoraba de mi
hermosura, me felicitaba yo de ello, y teniéndolo por una fortuna, creí que se
me presentaba un medio maravilloso de ganarle, contando con que,
complaciendo a sus deseos, obtendría seguramente de él que me [358]
comunicara toda su ciencia. Por otra parte, yo tenía un elevado concepto de
mis cualidades exteriores. Con este objeto comencé por despachar a mi ayo,
en cuya presencia veía ordinariamente a Sócrates, y me encontré solo con él.
Es preciso que os diga la verdad toda; estadme atentos, y tú, Sócrates,
repréndeme si falto a la exactitud. Quedé solo, amigos nidos, con Sócrates, y
esperaba siempre que tocara uno de aquellos puntos, que inspira a los
amantes la pasión, cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y
en ello me lisonjeaba y tenía un placer. Pero se desvanecieron por entero
todas mis esperanzas. Sócrates estuvo todo el día conversando conmigo en
la forma que acostumbraba y después se retiró. A seguida de esto, le desafié
a hacer ejercicios gimnásticos, esperando por este medio ganar algún
terreno. Nos ejercitamos y luchamos muchas veces juntos y sin testigos.
¿Qué podré deciros? Ni por esas adelanté nada. No pudiendo conseguirlo por
este rumbo, me decidí a atacarle vivamente. Una vez que había comenzado,
no quería dejarlo hasta no saber a qué atenerme. Le convidé a comer como
hacen los amantes que tienden un lazo a los que aman; al pronto rehusó,
pero al fin concluyó por ceder. Vino, pero en el momento que concluyó la
comida, quiso retirarse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero
otra vez le tendí un nuevo lazo; después de comer, prolongué nuestra
conversación hasta bien entrada la noche; y cuando quiso marcharse, le
precisé a que se quedara con el pretexto de ser muy tarde. Se acostó en el
mismo escaño en que había comido; este escaño estaba cerca del mío, y los
dos estábamos solos en la habitación.
Hasta aquí nada hay que no pueda referir delante de todo el mundo, pero
respecto a lo que tengo que decir, no lo oiréis, sin que os anuncie aquel
proverbio de que los niños y los borrachos dicen la verdad; y que además
ocultan rasgo admirable de Sócrates, en el acto de [359] hacer su elogio, me
parecería injusto. Por otra parte me considero en el caso de los que,
habiendo sido mordidos por una víbora, no quieren, se dice, hablar de ello
sino a los que han experimentado igual daño, como únicos capaces de
concebir y de escuchar todo lo que han hecho y dicho durante su
sufrimiento. Y yo que me siento mordido por una cosa, aún más dolorosa y
en el punto mas sensible, que se llama corazón, alma o como se quiera; yo,
que estoy mordido y herido por los razonamientos de la filosofía, cuyos tiros
son más acerados que el dardo de una víbora, cuando afectan a un alma
joven y bien nacida, y que le hacen decir o hacer mil cosas extravagantes; y
viendo por otra parte en torno mío a ferro, Agaton, Eriximaco, Pausanias,
Aristodemo, Aristófanes, dejando a un lado a Sócrates, y a los demás,
atacados como yo de la manía y de la rabia de la filosofía, no dado en
proseguir mi historia delante de todos vosotros, porque sabréis excusar mis
acciones de entonces y mis palabras de ahora. Pero respecto a los esclavos y
a todo hombre profano y sin cultura poned una triple puerta a sus oídos.
Luego que, amigos míos, se mató la luz, y los esclavos se retiraron, creí que
no debía andar en rodeos con Sócrates, y que debía decirle mi pensamiento
francamente. Le toqué y le dije:
—Sócrates, ¿duermes?
—No, respondió él.
—Y bien, ¿sabes lo que yo pienso?
—¿Qué?
—Pienso, repliqué, que tú eres el único amante digno de mí, y se me figura
que no te atreves a descubrirme tus sentimientos. Yo creería ser poco
racional, si no procurara complacerte en esta ocasión, como en cualquiera
otra, en que pudiera obligarte, sea en favor de mí mismo, sea en favor de mis
amigos. ningún pensamiento me hostiga tanto como el de perfeccionarme
todo lo posible, [360] y no veo ninguna persona, cuyo auxilio pueda serme
más útil que el tuyo. Rehusando algo a un hombre tal como tú, temería
mucho más ser criticado por los sabios, que el serlo por el vulgo y por los
ignorantes, concediéndotelo todo. A este discurso Sócrates me respondió
con su ironía habitual:
—Mi querido Alcibíades, si lo que dices de mí es exacto; si, en efecto, tengo el
poder de hacerte mejor, en verdad no me pareces inhábil, y has descubierto
en mí una belleza maravillosa y muy superior a la tuya. En este concepto,
queriendo unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, tienes trazas de
comprender muy bien tus intereses; puesto que en lugar de la apariencia de
lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre por oro{28}. Pero, buen
joven, míralo más de cerca, no sea que te engañes sobre lo que yo valgo. Los
ojos del espíritu no comienzan a hacerse previsores hasta que los del cuerpo
se debilitan, y tú no has llegado aún a este caso.
—Tal es mi opinión, Sócrates, repuse yo; nada he dicho que no lo haya
pensado, y a ti te toca tomar la resolución que te parezca más conveniente
para ti y para mí.
—Bien, respondió, lo pensaremos, y haremos lo más conveniente para
ambos, así sobre este punto como sobre todo lo demás.
—Después de este diálogo, creí que el tiro que yo le había dirigido había
dado en el blanco. Sin darle tiempo para añadir una palabra, me levanté
envuelto en esta capa que me veis, porque era en invierno, me ingerí debajo
del gastado capote de este hombre, y abrazado a tan divino y maravilloso
personaje pasé junto a el la noche entera. En todo lo que llevo dicho,
Sócrates, creo que no me desmentirás. ¡Y bien!, después de tales tentativas
permaneció insensible, y no ha tenido más que desdén y [361] desprecio
para mi hermosura, y no ha hecho más que insultarla; y eso que yo la
suponía de algún mérito, amigos míos. Sí, sed jueces de la insolencia de
Sócrates; pongo por testigos a los dioses y a las diosas; salí de su lado tal
como hubiera salido del lecho de mi padre o de mi hermano mayor.
Desde entonces, ya debéis suponer cuál ha debido ser el estado de mi
espíritu. Por una parte me consideraba despreciado; por otra, admiraba su
carácter, su templanza, su fuerza de alma, y me parecía imposible encontrar
un hombre que fuese igual a él en sabiduría y en dominarse a sí mismo, de
manera que no podía ni enfadarme con él, ni pasarme sin verle, sí bien veía
que no tenía ningún medio de ganarle; porque sabia que era más
invulnerable en cuanto al dinero, que Ajax en cuanto al hierro, y el único
atractivo a que le creía sensible nada había podido sobre él. Así, pues,
sometido a este hombre, más que un esclavo puede estarlo a su dueño,
andaba errante acá y allá, sin saber qué partido tomar. Tales fueron mis
primeras relaciones con él. Después nos encontramos juntos en la
expedición contra Potidea, y fuimos compañeros de rancho. Allí veía a
Sócrates sobresalir, no sólo respecto de mí, sino respecto de todos los
demás, por su paciencia para soportar las fatigas. Si llegaban a faltar los
víveres, cosa muy común en campaña, Sócrates aguantaba el hambre y la sed
con más valor que ninguno de nosotros. Si estábamos en la abundancia,
sabía gozar de ello mejor que nadie. Sin tener gusto en la bebida, bebía más
que los demás si se le estrechaba, y os sorprenderéis, si os digo que jamás le
vio nadie ebrio; y de esto creo que tenéis ahora mismo una prueba. En aquel
país el invierno es muy riguroso, y la manera con que Sócrates resistía el frío
es hasta prodigiosa. En tiempo de heladas fuertes, cuando nadie se atrevía a
salir, o por lo menos, nadie salía sin ir bien abrigado y bien calzado, [362] y
con los pies envueltos en fieltro y pieles de cordero, el iba y venía con la
misma capa que acostumbraba a llevar, y marchaba con los pies desnudos
con más facilidad que todos nosotros que estábamos calzados, hasta el punto
de que los soldados le miraban de mal ojo, creyendo que se proponía
despreciarlos. Así se conducía Sócrates en el ejército.
Pero ved aún lo que hizo y soportó este hombre valiente{29} durante esta
misma expedición; el rasgo es digno de contarse. Una mañana vimos que
estaba de pié, meditando sobre alguna cosa. No encontrando lo que buscaba,
no se movió del sitio, y continuó reflexionando en la misma actitud. Era ya
medio día, y nuestros soldados lo observaban, y se decían los unos a los
otros, que Sócrates estaba extasiado desde la mañana. En fin, contra la tarde,
los soldados jonios, después de haber comido, llevaron sus camas de
campaña al paraje donde él se encontraba, para dormir al fresco (porque
entonces era el estío), y observar al mismo tiempo si pasaría la noche en la
misma actitud. En efecto, continuó en pié hasta la salida del sol. entonces
dirigió a este astro su oración, y se retiró.
¿Queréis saber cómo se porta en los combates? En esto hay que hacerle
también justicia. En aquel hecho de armas, en que los generales me
achacaron toda la gloria, el fue el que me salvó la vida. Viéndome herido, no
quiso de ninguna manera abandonarme, y me libró a mí y libró a mis
compañeros de caer en manos del enemigo. entonces, Sócrates, me empeñé
yo vivamente para con los generales, a fin de que se te adjudicara el premio
del valor, y este es un hecho que no podrás negarme ni suponerlo falso, pero
los generales, por miramiento a mi rango, quisieron dármele a mí, y tú
mismo los hostigaste [363] fuertemente, para que así lo decretaran en
perjuicio tuyo. también, amigos míos, debo hacer mención de la conducta
que Sócrates observó en la retirada de nuestro ejército, después de la
derrota de Delio. Yo me encontraba a caballo, y el a pié y con armas pesadas.
Nuestras tropas comenzaban a huir por todas partes, y Sócrates se retiraba
con Laques. Los encontré y los exhorté a que tuvieran ánimo, que yo no les
abandonaría. Aquí conocí yo a Sócrates mejor que en Potidea, porque
encontrándome a caballo, no tenía necesidad de ocuparme tanto de mi
seguridad personal. Observé desde luego lo mucho que superaba a Laques
en presencia de ánimo, y vi que allí, como si estuviera en Atenas, marchaba
Sócrates altivo y con mirada desdeñosa{30}, valiéndome de tu expresión,
Aristófanes. Consideraba tranquilamente ya a los nuestros, ya al enemigo,
haciendo ver de lejos por su continente que no se le atacaría impunemente.
De esta manera se retiraron sanos y salvos él y su compañero, porque en la
guerra no se ataca ordinariamente al que muestra tales disposiciones, sino
que se persigue más bien a los que huyen a todo correr.
Podría citar en alabanza de Sócrates gran numero de hechos no menos
admirables; pero quizá se encontrarían otros semejantes de otros hombres.
Mas lo que hace mí Sócrates digno de una admiración particular, es que no
se encuentra otro que se le parezca, ni entre los antiguos, ni entre nuestros
contemporáneos. Podrá, por ejemplo, compararse a Brasidas{31} o
cualquiera otro con Aquiles, a Pericles con Néstor o Antenor; y hay otros
personajes entre quienes sería fácil reconocer semejanzas. Pero no se
encontrará ninguno, ni entre los antiguos, ni entre los [364] modernos, que
se aproxime ni remotamente a este hombre, ni a sus discursos, ni a sus
originalidades, a menos que se comparen él y sus discursos, como ya lo hice,
no a un hombre, sino a los silenos y a los sátiros; porque me he olvidado
decir, cuando comencé, que sus discursos se parecen también perfectamente
a los silenos cuando se abren. En efecto, a pesar del deseo que se tiene por
oír a Sócrates, lo que dice parece a primera vista enteramente grotesco. Las
expresiones con que viste su pensamiento son groseras, como la piel de un
impudente sátiro. No os habla más que de asnos con enjalma, de herreros,
zapateros, zurradores, y parece que dice siempre una misma cosa en los
mismos términos; de suerte que no hay ignorante o necio que no sienta la
tentación de reírse. Pero que se abran sus discursos, que se examinen en su
interior, y se encontrará desde luego que sólo ellos están llenos de sentido, y
en seguida que son verdaderamente divinos, y que encierran las imágenes
más nobles de la virtud; en una palabra, todo cuanto debe tener a la vista el
que quiera hacerse hombre de bien. He aquí, amigos míos, lo que yo alabo en
Sócrates, y también de lo que le acuso, porque he unido a mis elogios la
historia de los ultrajes que me ha hecho. Y no he sido yo sólo el que se ha
visto tratado de esta manera; en el mismo caso están Carmides, hijo de
Glaucon, Eutidemo, hijo de Diocles, y otros muchos, a quienes ha engañado
también, figurando querer ser su amante, cuando ha desempeñado mas bien
para con ellos el papel de la persona muy amada. Y así tú, Agaton,
aprovéchate de estos ejemplos: no te dejes engañar por este hombre; que mi
triste experiencia te ilumine, y no imites al insensato que, según el
proverbio, no se hace sabio sino a su costa.
Habiendo cesado Alcibíades de hablar, la gente comenzó a reírse al ver su
franqueza, y que todavía estaba enamorado de Sócrates. [365]
Éste, tomando entonces la palabra dijo: imagino que has estado hoy poco
expansivo, Alcibíades; de otra manera no hubieras artificiosamente y con un
largo rodeo de palabras ocultado el verdadero motivo de tu discurso, motivo
de que sólo has hablado incidentalmente a lo último, como si no fuera tu
único objeto malquistarnos a Agaton y a mí, porque tienes la pretensión de
que yo debo amarte y no amar a ningún otro, y que Agaton sólo debe ser
amado por ti solo. Pero tu artificio no se nos ha ocultado; hemos visto
claramente a donde tendía la fábula de los sátiros y de los silenos; y así, mi
querido Agaton, desconcertemos su proyecto, y haz de suerte que nadie
pueda separarnos al uno del otro.
—En verdad, dijo Agaton, creo que tienes razón, Sócrates; y estoy seguro de
que el haber venido a colocarse entre tú y yo, sólo ha sido para separarnos.
Pero nada ha adelantado, porque ahora mismo voy a ponerme al lado tuyo.
—Muy bien, replicó Sócrates; ven aquí a mi derecha.
—¡Oh, Júpiter!, exclamó Alcibíades, ¡cuánto me hace sufrir este hombre! Se
imagina tener derecho a darme la ley en todo. Permite, por lo menos,
maravilloso Sócrates, que Agaton se coloque entre nosotros dos.
—Imposible, dijo Sócrates, porque tú acabas de hacer mi elogio, y ahora me
toca a mí hacer el de mi vecino de la derecha. Si Agaton se pone a mi
izquierda, no hará seguramente de nuevo mi elogio antes que haya yo hecho
el suyo. Deja que venga este joven, mi querido Alcibíades, y no le envidies las
alabanzas que con impaciencia deseo hacer de él.
—No hay modo de que yo permanezca aquí, Alcibíades, exclamó Agaton;
quiero resueltamente mudar de sitio, para ser alabado por Sócrates.
—Esto es lo que siempre sucede, dijo Alcibíades. Donde quiera que se
encuentra Sócrates, sólo él tiene asiento [366] cerca de los jóvenes
hermosos. Y ahora mismo, ved qué pretexto sencillo y plausible ha
encontrado para que Agaton venga a colocarse cerca de él.
Agaton se levantaba para ir a sentarse al lado de Sócrates, cuando un tropel
de jóvenes se presentó a la puerta en el acto mismo de abrirla uno de los
convidados para salir; y penetrando en la sala tomaron puesto en la mesa.
Hubo entonces gran bullicio, y en el desorden general los convidados se
vieron comprometidos a beber con exceso. Aristodemo añadió, que
Eriximaco, Fedro y algunos otros se habían retirado a sus casas; él mismo se
quedó dormido, porque las noches eran muy largas, y no despertó hasta la
aurora al cauto del gallo después de un largo sueño. Cuando abrió los ojos
vio que unos convidados dormían y otros se habían marchado. Sólo Agaton,
Sócrates y Aristófanes estaban despiertos y apuraban a la vez una gran copa,
que pasaban de mano en mano, de derecha a izquierda. Al mismo tiempo
Sócrates discutía con ellos. Aristodemo no podía recordar esta conversación,
porque como había estado durmiendo, no había oído el principio de ella.
Pero compendiosamente me dijo, que Sócrates había precisado a sus
interlocutores a reconocer que el mismo hombre debe ser poeta trágico y
poeta cómico, y que cuando se sabe tratar la tragedia según las reglas del
arte, se debe saber igualmente tratar la comedia. Obligados a convenir en
ello, y estando como a media discusión comenzaron a adormecerse.
Aristófanes se durmió el primero, y después Agaton, cuando era ya muy
entrado el día, Sócrates, viendo a ambos dormidos, se levantó y salió
acompañado, como de costumbre, por Aristodemo; de allí se fue al Liceo, se
bañó, y pasó el resto del día en sus ocupaciones habituales, no entrando en
su casa hasta la tarde para descansar.
———
{1} Puerto distante como 20 estadios de Atenas.
{2} Iliada, l. II, v. 408.
{3} Iliada, l. X, v. 224.
{4} Theogonia, v. 116‐117‐120.
{5} Véanse los Fragmentos de Parménides, por Fulleborn.
{6} Antiguos historiadores: Eumelo y Acusilao, según dice Clemente de
Alejandría, pusieron en prosa los versos de Hesiodo, y los publicaron como
su propia obra. Strom., 6, 2.
{7} Iliada, l. XI, v. 472, l. XV, v. 262.
{8} Iliada, l. XVIII. v. 94.
{9} Iliada, l. XI, v. 786.
{10} En el texto: Παυσανίου δε παυσαμένου.
{11} Odisea, l. XI, v. 307.
{12} Los lacedemonios invadieron la Arcadia, destruyeron los muros de
Mantinea y deportaron los habitantes a cuatro o cinco puntos. Jenofonte,
Hellen, v. 2.
{13} Dados que los huéspedes guardaban, cada uno una parte, en recuerdo
de la hospitalidad.
{14} Iliada, l. XIX, v. 92.
{15} Alusión a un pasaje de la Odisea, v. 632.
{16} Alusión a un verso del Hipólito de Euripides, v. 612.
{17} La locución griega τινός o 'Ερως significa igualmente el amor de alguna
cosa, y el amor hijo de alguno.
{18} Es decir, inspirado por un demonio.
{19} Πόρυσ, la Abundancia.
{20} Μήτις, la Prudencia.
{21} Πενία, la Pobreza.
{22} Ποιήσις significa, en general, la acción de hacer; pero en particular, la
acción de hacer versos y música.
{23} Dios de la concepción.
{24} Diosa del alumbramiento.
{25} Literalmente psuchtere. Vaso en que se hacia refrescar la bebida. Ocho
cotilas hacen poco más o menos dos litros.
{26} Iliada, l. XIV, v. 514.
{27} Odisea, l. XII, v. 47.
{28} Locución proverbial que hace alusión al cambio de armas entre
Diomedes y Glauco en la Iliada, l. VI, v. 236.
{29} Odisea, l. IV, v. 242.
{30} Expresiones aplicadas a Sócrates en el coro de Las nubes de
Aristófanes, v. 361.
{31} General lacedemonio, muerto en Antípolis en la guerra del Peloponeso.
Tucídides, v. 6.
Fedón o del Alma
Equecrates{1} y Fedón.
Sócrates – Apolodoro – Cebes – Simmias – Critón.
Fedón – Jantipa – El servidor de los Once.
Equecrates
Fedón, ¿estuviste tú mismo cerca de Sócrates el día que bebió la cicuta en la
prisión, o sólo sabes de oídas lo que pasó?
Fedón
Yo mismo estaba allí, Equecrates.
Equecrates
¿Qué dijo en sus últimos momentos y de qué manera murió? Te oiré con
gusto, porque no tenemos a nadie que de Flionte vaya a Atenas; ni tampoco
ha venido de Atenas ninguno que nos diera otras noticias acerca de este
suceso, que la de que Sócrates había muerto después de haber bebido la
cicuta. Nada más sabemos.
Fedón
¿No habéis sabido nada de su proceso ni de las cosas que ocurrieron?
Equecrates
Sí; lo supimos, porque no ha faltado quien nos lo refiriera; [20] y sólo hemos
extrañado el que la sentencia no hubiera sido ejecutada tan luego como
recayó. ¿Cuál ha sido la causa de esto, Fedón?
Fedón
Una circunstancia particular. Sucedió que la víspera del juicio se había
coronado la popa del buque que los atenienses envían cada año a Delos.
Equecrates
¿Qué buque es ese?
Fedón
Al decir de los atenienses, es el mismo buque en que Teseo condujo a Creta
en otro tiempo a los siete jóvenes de cada sexo, que salvó, salvándose a sí
mismo. Dícese que cuando partió el buque, los atenienses ofrecieron a Apolo
que si Teseo y sus compañeros escapaban de la muerte, enviarían todos los
años a Delos una expedición; y desde entonces nunca han dejado de cumplir
este voto. Cuando llega la época de verificarlo, la ley ordena que la ciudad
esté pura, y prohíbe ejecutar sentencia alguna de muerte antes que el buque
haya llegado a Delos y vuelto a Atenas; y algunas veces el viaje dura mucho,
como cuando los vientos son contrarios. La expedición empieza desde el
momento en que el sacerdote de Apolo ha coronado la popa del buque, lo
que tuvo lugar, como ya te dije, la víspera del juicio de Sócrates. Dé aquí por
qué ha pasado tan largo intervalo entre su condena y su muerte.
Equecrates
¿Y qué pasó entonces? ¿Qué dijo, qué hizo? ¿Quiénes fueron los amigos que
permanecieron cerca de él? ¿Quizá los magistrados no les permitieron
asistirle en sus últimos momentos, y Sócrates murió privado de la compañía
de sus amigos?
Fedón
No; muchos de sus amigos estaban presentes; en gran número. [21]
Equecrates
Tómate el trabajo de referírmelo todo, hasta los más minuciosos
pormenores, a no ser que algún negocio urgente te lo impida.
Fedón
Nada de eso; estoy desocupado, y voy o darte gusto; porque para mí no hay
placer más grande que recordar a Sócrates, ya hablando yo mismo de él, ya
escuchando a otros que de él hablen{2}.
Equecrates
De ese mismo modo encontrarás dispuestos a tus oyentes; y así, comienza, y
procura en cuanto te sea posible no omitir nada.
Fedón
Verdaderamente este espectáculo hizo sobre mí una impresión
extraordinaria. Yo no experimentaba la compasión que era natural que
experimentase asistiendo a la muerte de un amigo. Por el contrario,
Equecrates, al verle y escucharle, me parecía un hombre dichoso; tanta fue la
firmeza y dignidad con que murió. Creía yo que no dejaba este mundo sino
bajo la protección de los dioses, que le tenían reservada en el otro una
felicidad tan grande, que ningún otro mortal ha gozado jamás otra igual; y
así, no me vi sobrecogido de esa penosa compasión que parece debía
inspirarme esta escena de duelo. Tampoco sentía mi alma el placer que se
mezclaba ordinariamente en nuestras pláticas sobre la filosofía; porque en
aquellos momentos también fue este el objeto de nuestra conversación; sino
que en lugar de esto, yo no sé qué de extraordinario pasaba en mí; sentía
como una mezcla, hasta entonces desconocida, de placer y dolor, cuando me
ponía a considerar que dentro de un momento [22] este hombre admirable
iba a abandonarnos para siempre; y cuantos estaban presentes, se hallaban,
poco más o menos, en la misma disposición. Se nos veía tan pronto sonreír
como derramar lágrimas; sobre todo a Apolodoro; tú conoces a este hombre
y su carácter.
Equecrates
¿Cómo no he de conocer a Apolodoro?
Fedón
Se abandonaba por entero a esta diversidad de emociones; y yo mismo no
estaba menos turbado que todos los demás.
Equecrates
¿Quiénes eran los que se encontraban allí, Fedón?
Fedón
De nuestros compatriotas, estaban: Apolodoro, Critóbulo y su padre, Criton,
Hermógenes, Epigenes, Esquines y Antistenes{3}. también estaban Ctesipo,
del pueblo de Peanea, Menexenes y algunos otros del país. Platón creo que
estaba enfermo.
Equecrates
¿Y había extranjeros?
Fedón
Sí; Simmias, de Tebas, Cebes y Fedóndes; y de Megara, Euclides{4} y
Terpsion.
Equecrates
Arístipo{5} y Cleombroto, ¿no estaban allí?
Fedón
No; se decía que estaban en Egina.
Equecrates
¿No había otros?
Fedón
Creo que, poco más o menos, estaban los que te he dicho. [23]
Equecrates
Ahora bien; ¿sobre qué decías que había versado la conversación?
Fedón
Todo te lo puedo contar punto por punto, porque desde la condenación de
Sócrates no dejamos ni un solo día de verle. Como la plaza pública, donde
había tenido lugar el juicio, estaba cerca de la prisión, nos reuníamos allí de
madrugada, y conversando aguardábamos a que se abriera la cárcel, que
nunca era temprano. Luego que se abría, entrábamos; y pasábamos
ordinariamente todo el día con él. Pero el día de la muerte, nos reunimos
más temprano que de costumbre. Habíamos sabido la víspera, al salir por la
tarde de la prisión, que el buque había vuelto de Delos. Convinimos todos en
ir al día siguiente al sitio acostumbrado lo más temprano que se pudiera, y
ninguno faltó a la cita. El alcaide, que comúnmente era nuestro introductor,
se adelantó, y vino donde estábamos para decirnos que esperáramos hasta
que nos avisara, porque los Once{6}, nos añadió, están en este momento
mandando quitar los grillos a Sócrates, y dando orden para que muera hoy.
Pasados algunos momentos, vino el alcaide y nos abrió la prisión. Al entrar,
encontramos a Sócrates, a quien acababan de quitar los grillos, y a Jantipa,
ya la conoces, que tenía uno de sus hijos en los brazos. Apenas nos vio,
comenzó a deshacerse en lamentaciones, y a decir todo lo que las mujeres
acostumbran en semejantes circunstancias. ¡Sócrates –gritó ella–, hoy es el
último día en que te hablarán tus amigos y en que tú les hablarás! Pero
Sócrates, dirigiendo una mirada a Criton, le dijo: que la lleven a su casa. En el
momento, algunos esclavos de Criton condujeron a Jantipa, que iba dando
[24] gritos y golpeándose el rostro. entonces Sócrates, tomando asiento,
dobló la pierna, libre ya de los hierros, la frotó con la mano, y nos dijo: es
cosa singular, amigos míos, lo que los hombres llaman placer; y ¡qué
relaciones maravillosas mantiene con el dolor, que se considera como su
contrario! Porque el placer y el dolor no se encuentran nunca a un mismo
tiempo; y sin embargo, cuando se experimenta el uno, es preciso aceptar el
otro, como si un lazo natural los hiciese inseparables. Siento que a Esopo no
haya ocurrido esta idea, porque hubiera inventado una fábula, y nos hubiese
dicho, que Dios quiso un día reconciliar estos dos enemigos, y que no
habiendo podido conseguirlo, los ató a una misma cadena, y por esta razón,
en el momento que uno llega, se ve bien pronto llegar a su compañero. Yo
acabo de hacer la experiencia por mí mismo; puesto que veo que al dolor,
que los hierros me hacían sufrir en esta pierna, sucede ahora el placer.
—Verdaderamente, Sócrates, dijo Cebes, haces bien en traerme este
recuerdo; porque a propósito de las poesías que has compuesto, de las
fábulas de Esopo que has puesto en verso y de tu himno a Apolo, algunos,
principalmente Eveno{7}, me han preguntado recientemente por qué motivo
te habías dedicado a componer versos desde que estabas preso, cuando no
lo has hecho en tu vida. Si tienes algún interés en que pueda responder a
Eveno, cuando vuelva a hacerme la misma pregunta, y estoy seguro de que la
hará, dime lo que he de contestarle.
—Pues bien, mi querido Cebes, replicó Sócrates, dile la verdad; que no lo he
hecho seguramente por hacerme su rival en poesía, porque ya sabía que esto
no me era fácil; sino que lo hice por depurar el sentido de ciertos sueños y
aquietar mi conciencia respecto de ellos; para ver si por casualidad era la
poesía aquella de las bellas [25] artes a que me ordenaban que me dedicara;
porque muchas veces, en el curso de mi vida, mi mismo sueño me ha
aparecido tan pronto con una forma, como con otra, pero prescribiéndome
siempre la misma cosa: Sócrates, me decía, cultiva las bellas artes. –Hasta
ahora había tomado esta orden por una simple indicación, y me imaginaba
que, a la manera de las excitaciones con que alentamos a los que corren en la
lid, estos sueños que me prescribían el estudio de las bellas artes, me
exhortaban sólo a continuar en mis ocupaciones acostumbradas; puesto que
la filosofía es la primera de las artes, y yo vivía entregado por entero a la
filosofía. Pero después de mi sentencia y durante el intervalo que me dejaba
la fiesta del Dios, pensé que si eran las bellas artes, en el sentido estricto, a
las que querían los sueños que me dedicara, era preciso obedecerles, y para
tranquilizar mi conciencia no abandonar la vida hasta haber satisfecho a los
dioses, componiendo al efecto versos según lo ordenaba el sueño. Comencé,
pues, por cantar en honor del Dios, cuya fiesta se celebraba; en seguida,
reflexionando que un poeta, para ser verdadero poeta, no debe componer
discursos en verso sino inventar ficciones, y no reconociendo en mí este
talento, me decidí a trabajar sobre las fábulas de Esopo; puse en verso las
que sabía, y que fueron las primeras que vinieron a mi memoria. he aquí, mi
querido Cebes, lo que habrás de decir a Eveno. Salúdale también en mi
nombre, y dile, que si es sabio, que me siga, porque al parecer hoy es mi
último día, puesto que los atenienses lo tienen ordenado.
—Entonces Simmias dijo: ¡Ah!, Sócrates, qué consejo das a Eveno!,
verdaderamente he hablado con él muchas veces; pero, a mi juicio, no se
prestará muy voluntariamente a aceptar tu invitación.
—¡Qué!, repuso Sócrates; ¿Eveno no es filósofo?
—Por tal le tengo; respondió Simmias. [26]
—Pues bien, dijo Sócrates; Eveno me seguirá como todo hombre que se
ocupe dignamente de filosofía. Sé bien que no se suicidará, porque esto no es
lícito.
Diciendo estas palabras se sentó al borde de su cama, puso los pies en tierra,
y habló en esta postura todo el resto del día.
—Cebes le preguntó: ¿cómo es, Sócrates, que no es permitido atentar a la
propia vida, y sin embargo, el filósofo debe querer seguir a cualquiera que
muere?
—¡Y qué!, Cebes, replicó Sócrates, ¿ni tú ni Simmias habéis oído hablar
nunca de esta cuestión a vuestro amigo Filolao?{8}
—Jamás, respondió Cebes, se explicó claramente sobre este punto.
—Yo, replicó Sócrates, no sé más que lo que he oído decir, y no os ocultaré lo
que he sabido. Así como así no puede darse una ocupación más conveniente
para un hombre que va a partir bien pronto de este mundo, que la de
examinar y tratar de conocer a fondo ese mismo viaje, y descubrir la opinión
que sobre él tengamos formada. ¿En qué mejor cosa podemos emplearnos
hasta la puesta del sol?
—¿En qué se fundan, Sócrates, dijo Cebes, los que afirman que no es
permitido suicidarse? He oído decir a Filolao, cuando estaba con nosotros, y
a otros muchos, que esto era malo; pero nada he oído que me satisfaga sobre
este punto.
—Cobra ánimo, dijo Sócrates, porque hoy vas a ser más afortunado; pero te
sorprenderás al ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad
absoluta e invariable, hasta para aquellos mismos a quienes vendría mejor la
muerte que la vida; y tendrás también por cosa extraña que no sea
permitido a aquellos, para quienes la [27] muerte es preferible a la vida,
procurarse a sí mismos este bien, y que estén obligados a esperar otro
libertador.
—Entonces Cebes, sonriéndose, dijo a la manera de su país: Dios lo sabe.
—Esta opinión puede parecer irracional, repuso Sócrates, pero no es porque
carezca de fundamento. No quiero alegar aquí la máxima, enseñada en los
misterios, de que nosotros estamos en este mundo cada uno como en su
puesto, y que nos está prohibido abandonarle sin permiso. Esta máxima es
demasiado elevada, y no es fácil penetrar todo lo que ella encierra. Pero he
aquí otra más accesible, y que me parece incontestable; y es que los dioses
tienen cuidado de nosotros, y que los hombres pertenecen a los dioses. ¿No
es esto una verdad?
—Muy cierto; dijo Cebes.
—Tú mismo, repuso Sócrates, si uno de tus esclavos se suicidase sin tu
orden, ¿no montarías en cólera contra él, y no le castigarías rigurosamente,
si pudieras?
—Sí, sin duda.
—Por la misma razón, dijo Sócrates, es justo sostener que no hay razón para
suicidarse, y que es preciso que Dios nos envió una orden formal para morir,
como la que me envía a mí en este día.
—Lo que dices me parece probable, dijo Cebes; pero decías al mismo tiempo
que el filósofo se presta gustoso a la muerte, y esto me parece extraño, si es
cierto que los dioses cuidan de los hombres, y que los hombres pertenecen a
los dioses; porque, ¿cómo pueden los filósofos desear no existir, poniéndose
fuera de la tutela de los dioses, y abandonar una vida sometida al cuidado de
los mejores gobernadores del mundo? Esto no me parece en manera alguna
racional. ¿Creen que serán más capaces de gobernarse cuando se vean libres
del cuidado de los dioses? Comprendo que un mentecato pueda pensar que
es preciso huir de su amo a cualquier precio; porque no [28] comprende que
siempre conviene estar al lado de lo que es bueno, y no perderlo de vista; y
por tanto si huye, lo hará sin razón. Pero un hombre sabio debe desear
permanecer siempre bajo la dependencia de quien es mejor que él. De donde
infiero, Sócrates, todo lo contrario de lo que tú decías; y pienso que a los
sabios aflige la muerte y que a los mentecatos les regocija.
—Sócrates manifestó cierta complacencia al notar la sutileza de Cebes; y
dirigiéndose a nosotros, nos dijo: Cebes siempre encuentra objeciones, y no
se fija mucho en lo que se le dice.
—Pero, dijo entonces Simmias, yo encuentro alguna razón en lo que dice
Cebes. En efecto, ¿qué pretenden los sabios al huir de dueños mucho
mejores que ellos, y al privarse voluntariamente de su auxilio? A ti es a quien
dirige este razonamiento Cebes, y te echa en cara que te separas de nosotros
voluntariamente, y que abandonas a los dioses que, según tú mismo parecer,
son tan buenos amos.
—Tenéis razón, dijo Sócrates; y veo que ya queréis obligarme a que me
defienda aquí como me he defendido en el tribunal.
—Así es; dijo Simmias.
—Es preciso, pues, satisfaceros, replicó Sócrates, y procurar que esta
apología tenga mejor resultado respecto de vosotros, que el que tuvo la
primera respecto de los jueces. En verdad, Simmias y Cebes, si no creyese
encontrar en el otro mundo dioses tan buenos y tan sabios y hombres
mejores que los que dejo en este, sería un necio, si no me manifestara
pesaroso de morir. Pero sabed que espero reunirme allí con hombres justos.
Puedo quizá hacerme ilusiones respecto de esto; pero en cuanto a encontrar
allí dioses que son muy buenos dueños, yo lo aseguro en cuanto pueden
asegurarse cosas de esta naturaleza. He aquí por qué no estoy tan afligido en
estos [29] momentos, esperando que hay algo reservado para los hombres
después de esta vida, y que, según la antigua máxima, los buenos serán
mejor tratados que los malos.
—¿Pero qué, Sócrates, replicó Simmias, será posible que nos abandones sin
hacernos partícipes de esas convicciones de tu alma? Me parece que este
bien nos es a todos común; y si nos convences de tu verdad, tu apología está
hecha.
—Eso es lo que pienso hacer, respondió; pero antes veamos lo que Criton
quiere decirnos. Me parece que ha rato intenta hablarnos.
—No es más, dijo Criton, sino que el hombre, que debe darte el veneno, no
ha cesado de decirme largo rato ha, que se te advierta que hables poco,
porque dice que el hablar mucho acalora, y que no hay cosa más opuesta,
para que produzca efecto el veneno; por lo que es preciso dar dos y tres
tomas, cuando se está de esta suerte acalorado.
—Déjale que hable, respondió Sócrates; y que prepare la cicuta, como si
hubiera necesidad de dos tomas y de tres, si fuese necesario.
—Ya sabía yo que darías esta respuesta, dijo Criton; pero él no desiste de sus
advertencias.
—Dejadle que diga, repuso Sócrates; ya es tiempo de que explique delante
de vosotros, que sois mis jueces, las razones que tengo para probar que un
hombre, que se ha consagrado toda su vida a la filosofía, debe morir con
mucho valor, y con la firme esperanza de que gozará después de la muerte
bienes infinitos. Voy a daros las pruebas, Simmias y Cebes.
Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su
vida sino para prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que
después de haber proseguido sin tregua este único fin, recelasen y temiesen,
cuando se les presenta la muerte. [30]
—En este momento Simmias echándose a reír, dijo a Sócrates: ¡Por Júpiter!,
tú me has hecho reír, a pesar de la poca gana que tengo de hacerlo en estos
momentos; porque estoy seguro de que si hubiera aquí un público que te
escuchara, los más no dejarían de decir que hablas muy bien de los filósofos.
Nuestros tebanos, sobre todo, consentirían gustosos en que todos los
filósofos aprendieran tan bien a morir, que positivamente se murieran; y
dirían que saben bien que esto es precisamente lo que se merecen.
—Dirían verdad, Simmias, repuso Sócrates; salvo un punto que ignoran, y es
por qué razón los filósofos desean morir, y por qué son dignos de la muerte.
Pero dejemos a los tebanos, y hablemos nosotros. La muerte, ¿es alguna
cosa?
—Sí, sin duda, respondió Simmias.
—¿No es, repuso Sócrates, la separación del alma y el cuerpo, de manera que
el cuerpo queda solo de un lado y el alma sola de otro? ¿No es esto lo que se
llama la muerte?
—Lo es, dijo Simmias.
—Vamos a ver, mi querido amigo, si piensas como yo, porque de este
principio sacaremos magníficos datos para resolver el problema que nos
ocupa. ¿Te parece digno de un filósofo buscar lo que se llama el placer, como,
por ejemplo, el de comer y beber?
—No, Sócrates.
—¿Y los placeres del amor?
—De ninguna manera.
—Y respecto de todos los demás placeres que afectan al cuerpo, ¿crees tú
que deba buscarlos y apetecer, por ejemplo, trajes hermosos, calzado
elegante, y todos los demás adornos del cuerpo? ¿Crees tú que debe
estimarlos o despreciarlos, siempre que la necesidad no le fuerce a servirse
de ellos? [31]
—Me parece, dijo Simmias, que un verdadero filósofo no puede menos de
despreciarlos.
—Te parece entonces, repuso Sócrates, que todos los cuidados de un filósofo
no tienen por objeto el cuerpo; y que, por el contrario, procura separarse de
él cuanto le es posible, para ocuparse sólo de su alma.
—Seguramente.
—Así, pues, entre todas estas cosas de que acabo de hablar, replicó Sócrates,
es evidente que lo propio y peculiar del filósofo es trabajar más
particularmente que los demás hombres en desprender su alma del
comercio del cuerpo.
—Evidentemente, dijo Simmias; y sin embargo, la mayor parte de los
hombres se figuran que el que no tiene placer en esta clase de cosas y no las
aprovecha, no sabe verdaderamente vivir; y creen que el que no disfruta de
los placeres del cuerpo, está bien cercano a la muerte.
—Es verdad, Sócrates.
—¿Y qué diremos de la adquisición de la ciencia? El cuerpo, ¿es o no un
obstáculo cuando se le asocia a esta indagación? Voy a explicarme por medio
de un ejemplo. La vista y el oído, ¿llevan consigo alguna especie de
certidumbre, o tienen razón los poetas cuando en sus cantos nos dicen sin
cesar, que realmente ni oímos ni vemos? Porque si estos dos sentidos no son
seguros ni verdaderos, los demás lo serán mucho menos, porque son más
débiles. ¿No lo crees como yo?
—Sí, sin duda; dijo Simmias.
—¿Cuándo encuentra entonces el alma la verdad? Porque mientras la busca
con el cuerpo, vemos claramente que este cuerpo la engaña y la induce a
error.
—Es cierto.
—¿No es por medio del razonamiento como el alma descubre la verdad?
—Sí. [32]
—¿Y no razona mejor que nunca cuando no se ve turbada por la vista, ni por
el oído, ni por el dolor, ni por el placer; y cuando, encerrada en sí misma,
abandona al cuerpo, sin mantener con él relación alguna, en cuanto esto es
posible, fijándose en el objeto de sus indagaciones para conocerlo?
—Perfectamente dicho.
—¿Y no es entonces cuando el alma del filósofo desprecia el cuerpo, huye de
él, y hace esfuerzos para encerrarse en sí misma?
—Así me parece.
—¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias, como la justicia, por
ejemplo? ¿Diremos que es algo, o que no es nada?
—Diremos que es alguna cosa, seguramente.
—¿Y no podremos decir otro tanto del bien y de lo bello?
—Sin duda.
—¿Pero has visto tú estos objetos con tus ojos?
—Nunca.
—¿Existe algún otro sentido corporal, por el que hayas percibido alguna vez
estos objetos, de que estamos hablando, como la magnitud, la salud, la
fuerza; en una palabra, la esencia de todas las cosas, es decir, aquello que
ellas son en sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo como se conoce la realidad
de estas cosas? ¿O es cierto que cualquiera de nosotros, que quiera examinar
con el pensamiento lo más profundamente que sea posible lo que intente
saber, sin mediación del cuerpo, se aproximará más al objeto y llegará a
conocerlo mejor?
—Seguramente.
—¿Y lo hará con mayor exactitud el que examine cada cosa con sólo el
pensamiento, sin tratar de auxiliar su meditación con la vista, ni sostener su
razonamiento con ningún otro sentido corporal; o el que sirviéndose del
[33] pensamiento, sin más, intente descubrir la esencia pura y verdadera de
las cosas sin el intermedio de los ojos, ni de los oídos; desprendido, por
decirlo así, del cuerpo por entero, que no hace más que turbar el alma, e
impedir que encuentre la verdad siempre que con él tiene la menor relación?
Si alguien puede llegar a conocer la esencia de las cosas, ¿no será, Simmias,
el que te acabo de describir?
—Tienes razón, Sócrates, y hablas admirablemente.
—De este principio, continuó Sócrates, ¿no se sigue necesariamente que los
verdaderos filósofos deban pensar y discurrir para sí de esta manera? La
razón no tiene más que un camino que seguir en sus indagaciones; mientras
tengamos nuestro cuerpo, y nuestra alma esté sumida en esta corrupción,
jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos; es decir, la verdad. En
efecto, el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad en que estamos
de alimentarle, y con esto y las enfermedades que sobrevienen, se turban
nuestras indagaciones. Por otra parte, nos llena de amores, de deseos, de
temores, de mil quimeras y de toda clase de necesidades; de manera que
nada hay más cierto que lo que se dice ordinariamente: que el cuerpo nunca
nos conduce a la sabiduría. Porque, ¿de dónde nacen las guerras, las
sediciones y los combates? Del cuerpo con todas sus pasiones. En efecto;
todas las guerras no proceden sino del ansia de amontonar riquezas, y nos
vemos obligados a amontonarlas a causa del cuerpo, para servir como
esclavos a sus necesidades. he aquí por qué no tenemos tiempo para pensar
en la filosofía; y el mayor de nuestros males consiste en que en el acto de
tener tiempo y ponernos a meditar, de repente interviene el cuerpo en
nuestras indagaciones, nos embaraza, nos turba y no nos deja discernir la
verdad. Está demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna
cosa, es preciso que abandonemos el cuerpo, y [34] que el alma sola examine
los objetos que quiere conocer. Sólo entonces gozamos de la sabiduría, de
que nos mostramos tan celosos; es decir, después de la muerte, y no durante
la vida. La razón misma lo dicta; porque si es imposible conocer nada en su
pureza mientras que vivimos con el cuerpo, es preciso que suceda una de
dos cosas: o que no se conozca nunca la verdad, o que se la conozca después
de la muerte, porque entonces el alma, libre de esta carga, se pertenecerá a
sí misma; pero mientras estemos en esta vida, no nos aproximaremos a la
verdad, sino en razón de nuestro alejamiento del cuerpo, renunciando a todo
comercio con él, y cediendo sólo a la necesidad; no permitiendo que nos
inficione con su corrupción natural, y conservándonos puros de todas estas
manchas, hasta que Dios mismo venga a libertarnos. entonces, libres de la
locura del cuerpo, conversaremos, así lo espero, con hombres que gozarán la
misma libertad, y conoceremos por nosotros mismos la esencia pura de las
cosas; porque quizá la verdad sólo en esto consiste; y no es permitido
alcanzar esta pureza al que no es asimismo puro. he aquí, mi querido
Simmias lo que me parece deben pensar los verdaderos filósofos, y el
lenguaje que deben usar entre sí. ¿No lo crees como yo?
—Seguramente, Sócrates.
—Si esto es así, mi querido Simmias, todo hombre que llegue a verse en la
situación en que yo me hallo, tiene un gran motivo para esperar que allá,
mejor que en otra parte, poseerá lo que con tanto trabajo buscamos en este
mundo; de suerte que este viaje, que se me ha impuesto, me llena de una
dulce esperanza; y hará el mismo efecto sobre todo hombre que se persuada,
que su alma está preparada, es decir, purificada para conocer la verdad. Y
bien; purificar el alma, ¿no es, como antes decíamos, separarla del cuerpo, y
acostumbrarla a encerrarse y recogerse en sí misma, renunciando al
comercio [35] con aquel cuanto sea posible, y viviendo, sea en esta vida, sea
en la otra, sola y desprendida del cuerpo, como quien se desprende de una
cadena?
—Es cierto, Sócrates.
—Y a esta libertad, a esta separación del alma y del cuerpo, ¿no es a lo que se
llama la muerte?
—Seguramente.
—Y los verdaderos filósofos, ¿no son los únicos que verdaderamente
trabajan para conseguir este fin? ¿No constituye esta separación y esta
libertad toda su ocupación?
—Así me lo parece, Sócrates.
—¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber
gastado un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase
y se aterrase al ver que la muerte llega? ¿No sería verdaderamente ridículo?
—¿Cómo no?
—Es cierto, por consiguiente, Simmias, que los verdaderos filósofos se
ejercitan para la muerte, y que esta no les parece de ninguna manera
terrible. Piénsalo tú mismo. Si desprecian su cuerpo y desean vivir con su
alma sola, ¿no es el mayor absurdo, que cuando llega este momento, tengan
miedo, se aflijan y no marchen gustosos allí, donde esperan obtener los
bienes, por que han suspirado durante toda su vida y que son la sabiduría, y
el verse libres del cuerpo, objeto de su desprecio? ¡Qué! Muchos hombres,
por haber perdido sus amigos, sus esposas, sus hijos, han bajado
voluntariamente a los infiernos, conducidos por la única esperanza de volver
a ver los que habían perdido, y vivir con ellos; y un hombre, que ama
verdaderamente la sabiduría, y que tiene la firme esperanza de encontrarla
en los infiernos, ¿sentirá la muerte, y no irá lleno de placer a aquellos lugares
donde gozará de lo que tanto ama? ¡Ah!, mi querido Simmias; [36] hay que
creer que irá con el mayor placer, si es verdadero filósofo, porque estará
firmemente persuadido de que en ninguna parte, fuera de los infiernos,
encontrará esta sabiduría pura que busca. Siendo esto así, ¿no sería una
extravagancia, como dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera
la muerte?
—¡Por Júpiter!, sí lo sería, respondió Simmias.
—Por consiguiente, siempre que veas a un hombre estremecerse y
retroceder cuando está a punto de morir, es una prueba segura de que tal
hombre ama, no la sabiduría, sino su cuerpo, y con el cuerpo los honores y
riquezas, o ambas cosas a la vez.
—Así es, Sócrates.
—Así, pues, lo que se llama fortaleza, ¿no conviene particularmente a los
filósofos? Y la templanza, que sólo en el nombre es conocida por los más de
los hombres; esta virtud, que consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino
en hacerse superior a ellos, y en vivir con moderación, ¿no conviene
particularmente a los que desprecian el cuerpo y viven entregados a la
filosofía?
—Necesariamente.
—Porque si quieres examinar la fortaleza y la templanza de los demás,
encontrarás que son muy ridículas.
—¿Cómo, Sócrates?
—Sabes que todos los demás hombres creen que la muerte es uno de los
mayores males.
—Es cierto, dijo Simmias.
—Así que cuando estos hombres, que se llaman fuertes, sufren la muerte con
algún valor, no la sufren sino por temor a un mal mayor.
—Es preciso convenir en ello.
—Por consiguiente, los hombres son fuertes a causa del miedo, excepto los
filósofos: ¿y no es una cosa ridícula que un hombre sea valiente por timidez?
—Tienes razón, Sócrates. [37]
—Y entre esos mismos hombres que se dicen moderados o templados, lo son
por intemperancia, y aunque parezca esto imposible a primera vista, es el
resultado de esa templanza loca y ridícula; porque renuncian a un placer por
el temor de verse privados de otros placeres que desean, y a los que están
sometidos. Llaman, en verdad, intemperancia al ser dominado por las
pasiones; pero al mismo tiempo ellos no vencen ciertos placeres sino en
interés de otras pasiones a que están sometidos y que los subyugan; y esto
se parece a lo que decía antes, que son templados y moderados por
intemperancia.
—Esto me parece muy cierto.
—Mi querido Simmias, no hay que equivocarse; no se camina hacia la virtud
cambiando placeres por placeres, tristezas por tristezas, temores por
temores, y haciendo lo mismo que los que cambian una moneda en menudo.
La sabiduría es la única moneda de buena ley, y por ella es preciso cambiar
todas las demás cosas. Con ella se compra todo y se tiene todo: fortaleza,
templanza, justicia; en una palabra, la virtud no es verdadera sino con la
sabiduría, independientemente de los placeres, de las tristezas, de los
temores y de todas las demás pasiones. Mientras que, sin la sabiduría, todas
las demás virtudes, que resultan de la transacción de unas pasiones con
otras, no son más que sombras de virtud; virtud esclava del vicio, que nada
tiene de verdadero ni de sano. La verdadera virtud es una purificación de
toda suerte de pasiones. La templanza, la justicia, la fortaleza y la sabiduría
misma son purificaciones; y hay muchas señales para creer que los que han
establecido las purificaciones no eran personajes despreciables, sino
grandes genios, que desde los primeros tiempos{9} han querido hacernos
[38] comprender por medio de estos enigmas, que el que vaya a los infiernos
sin estar iniciado y purificado, será precipitado en el fango; y que el que
llegue allí después de haber cumplido con las expiaciones, será recibido
entre los dioses; porque, como dicen los que presiden eh los misterios:
muchos llevan el cetro, pero son pocos los inspirados por el Dios; y estos en
mi opinión no son otros que los que han filosofado bien. Nada he perdonado
por ser de este número, y he trabajado toda mi vida para conseguirlo. Si mis
esfuerzos no han sido inútiles, y si lo he alcanzado, espero en la voluntad de
Dios saberlo en este momento. he aquí, mi querido Cebes, mi apología para
justificar ante vosotros, por qué, dejándoos y abandonando a los señores de
este mundo, ni estoy triste ni desasosegado, en la esperanza de que
encontraré allí, como he encontrado en este mundo, buenos amigos y
buenos gobernantes, y esto es lo que la multitud no comprende. Pero estaré
contento si he conseguido defenderme con mejor fortuna ante vosotros que
ante mis jueces atenienses.
Después que Sócrates hubo hablado de esta manera, Cebes, tomando la
palabra, le dijo: Sócrates, todo lo que acabas de decir me parece muy cierto.
Hay, sin embargo, una cosa que parece increíble a los hombres, y es eso que
has dicho del alma. Porque los hombres se imaginan, que cuando el alma ha
abandonado el cuerpo, ella desaparece; que el día mismo que el hombre
muere, o se marcha con el cuerpo o se desvanece como un vapor, o como un
humo que se disipa en los aires y que no existe en ninguna parte. Porque si
subsistiese sola, recogida en sí misma y libre de todos los males de que nos
has hablado, podríamos alimentar una grande y magnífica esperanza,
Sócrates; la de que todo lo que has dicho es verdadero. Pero que el alma vive
después de la muerte del hombre, que obra, que piensa; he aquí puntos [39]
que quizá piden alguna explicación y pruebas sólidas.
—Dices verdad, Cebes, replicó Sócrates: ¿pero cómo lo haremos? ¿Quieres
que examinemos esos puntos en esta conferencia?
—Tendré mucho placer, respondió Cebes, en oír lo que piensas sobre esta
materia.
—No creo, repuso Sócrates, que cualquiera que nos escuche, aun cuando sea
un autor de comedias, pueda echarme en cara que me estoy burlando, y que
hablo de cosas que no nos toquen de cerca{10}. Ya que quieres, examinemos
la cuestión.
Preguntémonos, por lo pronto, si las almas de los muertos están o no en los
infiernos. según una opinión muy antigua{11}, las almas, al abandonar este
mundo, van a los infiernos, y desde allí vuelven al mundo y vuelven a la vida,
después de haber pasado por la muerte. Si esto es cierto, y los hombres
después de la muerte vuelven a la vida, se sigue de aquí necesariamente que
las almas están en los infiernos durante este intervalo, porque no volverían
al mundo si no existiesen, y será una prueba suficiente de que existen, si
vemos claramente que los vivos no nacen sino de los muertos; porque si esto
no fuese así, sería preciso buscar otras pruebas.
—De hecho, dijo Cebes.
—Pero, replicó Sócrates, para asegurarse de esta verdad, no hay que
concretarse a examinarla con relación a los hombres, sino que es preciso
hacerlo con relación a los animales, a las plantas, y a todo lo que nace;
porque así se verá que todas las cosas nacen de la misma manera, es decir,
de sus contrarias, cuando tienen contrarias. Por ejemplo; lo bello es lo
contrario de lo feo; lo [40] justo de lo injusto; y lo mismo sucede en una
infinidad de cosas. Veamos, pues, si es absolutamente necesario que las
cosas que tienen sus contrarias sólo nazcan de estas contrarias; como
también si cuando una cosa se hace más grande, es de toda necesidad que
antes haya sido más pequeña, para adquirir después esta magnitud.
—Sin duda.
—Y cuando se hace más pequeña, si es preciso que haya sido antes más
grande, para disminuir después.
—Seguramente.
—Asimismo, lo más fuerte viene de lo más débil; lo más ligero de lo más
lento.
—Es una verdad manifiesta.
—Y, continuó Sócrates, cuando una cosa se hace más mala, ¿no es claro que
era mejor, y cuando se hace más justa, no es claro que era más injusta?
—Sin dificultad, Sócrates.
—Así, pues, Cebes, todas las cosas vienen de sus contrarias; es una cosa
demostrada.
—Muy suficientemente, Sócrates.
—Pero entre estas dos contrarias, ¿no hay siempre un cierto medio, una
doble operación, que lleva de este a aquél y de aquél a este? Entre una cosa
más grande y una cosa más pequeña, el medio es el crecimiento y la
disminución; al uno llamamos crecer y al otro disminuir.
—En efecto.
—Lo mismo sucede con lo que se llama mezclarse, separarse, calentarse,
enfriarse y todas las demás cosas. Y aunque sucede algunas veces, que no
tenemos términos para expresar toda esta clase de cambios, vemos, sin
embargo, por experiencia, que es siempre de necesidad absoluta que las
cosas nazcan las unas de las otras, y que pasen de lo uno a lo otro por un
medio.
—Es indudable. [41]
—¡Y qué!, repuso Sócrates: ¿la vida no tiene también su contraria, como la
vigilia tiene el sueño?
—Sin duda, dijo Cebes.
—¿Cuál es esta contraria?
—La muerte.
—Estas dos cosas, si son contrarias, ¿no nacen la una de la otra, y no hay
entre ellas dos generaciones o una operación intermedia que hace posible el
paso de una a otra?
—¿Cómo no?
—Yo, dijo Sócrates, te explicaré la combinación de las dos contrarias de que
acabo de hablar, y el paso recíproco de la una a la otra; tú me explicarás la
otra combinación. Digo, pues, con motivo del sueño y de la vigilia, que del
sueño nace la vigilia y de la vigilia el sueño; que el paso de la vigilia al sueño
es el adormecimiento, y el paso del sueño a la vigilia es el acto de despertar.
¿No es esto muy claro?
—Sí, muy claro.
—Dinos a tu vez la combinación de la vida y de la muerte. ¿No dices que la
muerte es lo contrario de la vida?
—Sí.
—¿Y que la una nace de la otra?
—Sí.
—¿Qué nace entonces de la vida?
—La muerte.
—¿Qué nace de la muerte?
—Es preciso confesar que es la vida.
—De lo que muere, replicó Sócrates, nace por consiguiente todo lo que vive
y tiene vida.
—Así me parece.
—Y por lo tanto, repuso Sócrates, nuestras almas están en los infiernos
después de la muerte.
—Así parece. [42]
—Pero de los medios en que se realizan estas dos contrarias, ¿uno de ellos
no es la muerte sensible? ¿No sabemos lo que es morir?
—Seguramente.
—¿Cómo nos arreglaremos entonces? ¿Reconoceremos igualmente a la
muerte la virtud de producir su contraria, o diremos que por este lado la
naturaleza es coja? ¿No es toda necesidad que el morir tenga su contrario?
—Es necesario.
—¿Y cuál es este contrario?
—Revivir.
—Revivir, si hay un regreso de la muerte a la vida, repuso Sócrates, consiste
en verificar este regreso. Por lo tanto, estamos de acuerdo en que los vivos
no nacen menos de los muertos, que los muertos de los vivos; prueba
incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte de
donde vuelven a la vida.
—Me parece, dijo Cebes, que lo que dices es una consecuencia necesaria de
los principios en que hemos convenido.
—Me parece, Cebes, que no sin razón nos hemos puesto de acuerdo sobre
este punto. Examínalo por ti mismo. Si todas estas contrarias no se
engendrasen recíprocamente, girando, por decirlo así, en un círculo; y si no
hubiese más que una producción directa de lo uno por lo otro, sin ningún
regreso de este último al primer contrario que le ha producido, ya
comprendes que en este caso todas las cosas tendrían la misma figura,
aparecerían de una misma forma, y toda producción cesaría.
—¿Qué dices, Sócrates?
—No es difícil de comprender lo que digo. Si no hubiese más que el sueño, y
no tuviese lugar el acto de despertar producido por él, ya ves que entonces
todas las cosas nos representarían verdaderamente la fábula de Endimion, y
no se diferenciaría en ningún punto, porque [43] las sucedería lo que a
Endimion; estarían sumidas en el sueño. Si todo estuviese mezclado sin que
esta mezcla produjese nunca separación alguna, bien pronto se verificaría lo
que enseñaba Anaxágoras: todas las cosas estarían juntas. Asimismo, mi
querido Cebes, si todo lo que ha recibido la vida, llegase a morir, y estando
muerto, permaneciere en el mismo estado, o lo que es lo mismo, no
reviviese; ¿no resultaría necesariamente que todas las cosas concluirían al
fin, y que no habría nada que viviese? Porque si de las cosas muertas no
nacen las cosas vivas, y si las cosas vivas llegan a morir, ¿no es
absolutamente inevitable que todas las cosas sean al fin absorbidas por la
muerte?
—Inevitablemente, Sócrates, dijo Cebes; y cuanto acabas de decir me parece
incontestable.
—También me parece a mí, Cebes, que nada se puede objetar a estas
verdades, y que no nos hemos engañado cuando las hemos admitido; porque
es indudable, que hay un regreso a la vida; que los vivos nacen de los
muertos; que las almas de los muertos existen; que las almas buenas libran
bien, y que las almas malas libran mal.
Cebes, interrumpiendo a Sócrates, le dijo: lo que dices es un resultado
necesario de otro principio que te he oído muchas veces sentar como cierto,
a saber: que nuestra ciencia no es más que una reminiscencia. Si este
principio es verdadero, es de toda necesidad que hayamos aprendido en
otro tiempo las cosas de que nos acordamos en este; y esto es imposible, si
nuestra alma no existe antes de aparecer bajo esta forma humana. Esta es
una nueva prueba de que nuestra alma es inmortal.
Simmias, interrumpiendo a Cebes, le dijo: ¿cómo se puede demostrar este
principio? Recuérdamelo, porque en este momento no caigo en ello.
—Hay una demostración muy preciosa, respondió Cebes, y es que todos los
hombres, si se les interroga [44] bien, todo lo encuentran sin salir de sí
mismos, cosa que no podría suceder, si en sí mismos no tuvieran las luces de
la recta razón. En prueba de ello, no hay más que ponerles delante figuras de
geometría u otras cosas de la misma naturaleza, y se ve patentemente esta
verdad.
—Si no te das por convencido con esta experiencia, Simmias, replicó
Sócrates, mira si por este otro camino asientes a nuestro parecer. ¿Tienes
dificultad en creer que aprender no es más que acordarse?
—No mucha, respondió Simmias; pero lo que precisamente quiero es llegar
al fondo de ese recuerdo de que hablamos; y aunque gracias a lo que ha
dicho Cebes, hago alguna memoria y comienzo a creer, no me impide esto el
escuchar con gusto las pruebas que tú quieres darnos.
—Helas aquí, replicó Sócrates. Estamos conformes todos en que, para
acordarse, es preciso haber sabido antes la cosa de que uno se acuerda.
—Seguramente.
—¿Convenimos igualmente en que cuando la ciencia se produce de cierto
modo es una reminiscencia? Al decir de cierto modo, quiero dar a entender,
por ejemplo, como cuando un hombre, viendo u oyendo alguna cosa, o
percibiéndola por cualquiera otro de sus sentidos, no conoce sólo esta cosa
percibida, sino, que al mismo tiempo piensa en otra, que no depende de la
misma manera de conocer sino de otra. ¿No diremos con razón que este
hombre recuerda la cosa que le ha venido al espíritu?
—¿Qué dices?
—Digo, por ejemplo, que uno es el conocimiento del hombre y otro el
conocimiento de una lira.
—Seguramente.
—Pues bien; continuó Sócrates: ¿no sabes lo que sucede a los amantes,
cuando ven una lira, un traje o cualquiera otra cosa, de que el objeto de su
amor tiene [45] costumbre de servirse? Al reconocer esta lira, viene a su
pensamiento la imagen de aquel a quien ha pertenecido. he aquí lo que se
llama reminiscencia; frecuentemente al ver a Simmias, recordamos a Cebes.
podría citarte un millón de ejemplos.
—Hasta el infinito, dijo Simmias.
—He aquí lo que es la reminiscencia; sobre todo, cuando se llega a recordar
cosas, que se habían olvidado por el trascurso del tiempo, o por haberlas
perdido de vista.
—Es muy cierto, dijo Simmias.
—Pero, replicó Sócrates, al ver un caballo o una lira pintados, ¿no puede
recordarse a un hombre? Y al ver el retrato de Simmias, ¿no puede
recordarse a Cebes?
—¿Quién lo duda?
—Con más razón, si se ve el retrato de Simmias, se recordará a Simmias
mismo.
—Sin dificultad.
—¿No es claro, entonces, que la reminiscencia la despiertan lo mismo las
cosas semejantes, que las desemejantes?
—Así es en efecto.
—Y cuando se recuerda alguna cosa a causa de la semejanza, ¿no sucede
necesariamente que el espíritu ve inmediatamente si falta o no al retrato
alguna cosa para la perfecta semejanza con el original de que se acuerda?
—No puede menos de ser así, dijo Simmias.
—Fíjate bien, para ver si piensas como yo. ¿No hay una cosa a que llamamos
igualdad? No hablo de la igualdad entre un árbol y otro árbol, entre una
piedra y otra piedra, y entre otras muchas cosas semejantes. Hablo de una
igualdad que está fuera de todos estos objetos. ¿Pensamos que esta igualdad
es en sí misma algo o que no es nada?
—Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter! [46]
—¿Pero conocemos esta igualdad?
—Sin duda.
—¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿No es de las
cosas de que acabamos de hablar; es decir, que viendo árboles iguales,
piedras iguales y otras muchas cosas de esta naturaleza, nos hemos formado
la idea de esta igualdad, que no es ni estos árboles, ni estas piedras, sino que
es una cosa enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a esto:
las piedras, los árboles que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen
por comparación tan pronto iguales como desiguales?
—Seguramente.
—Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la igualdad
considerada en sí, ¿te parece desigualdad?
—Jamás, Sócrates.
—¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente, una misma cosa?
—No, ciertamente.
—Sin embargo; de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, has
sacado la idea de la igualdad.
—Así es la verdad, Sócrates; dijo Simmias.
—Y esto se entiende, ya sea esta igualdad semejante ya desemejante
respecto de los objetos que han motivado la idea.
—Seguramente.
—Por otra parte; cuando al ver una cosa, tú imaginas otra, sea semejante o
desemejante, tiene lugar necesariamente una reminiscencia.
—Sin dificultad.
—Pero, repuso Sócrates, dime: ¿cuando vemos árboles que son iguales u
otras cosas iguales, las encontramos iguales como la igualdad misma, de que
tenemos idea, o falta mucho para que sean iguales como esta igualdad?
—Falta mucho. [47]
—¿Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que
esta cosa, como la que yo estoy viendo ahora delante de mí, puede ser igual a
otra, pero que la falta mucho para ello, porque es inferior respecto de ella,
será preciso, digo, que aquel, que tiene este pensamiento, haya visto y
conocido antes esta cosa a la que dice que la otra se parece, pero
imperfectamente?
—Es de necesidad absoluta.
—¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales, cuando queremos
compararlas con la igualdad? –Seguramente, Sócrates.
—Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto esta igualdad
fintes del momento en que, al ver por primera vez cosas iguales, hemos
creído que todas tienden a ser iguales como la igualdad misma, y que no
pueden conseguirlo.
—Es cierto.
—También convenimos en que hemos sacado este pensamiento (ni podía
salir de otra parte) de alguno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado,
o, en fin, por haber ejercitado cualquiera otro de nuestros sentidos, porque
lo mismo digo de todos.
—Lo mismo puede decirse, Sócrates, tratándose de lo que ahora tratamos.
—Es preciso, por lo tanto, que de los sentidos mismos saquemos este
pensamiento: que todas las cosas iguales que caen bajo nuestros sentidos,
tienden a esta igualdad inteligible, y que se quedan por bajo de ella. ¿No es
así?
—Sí, sin duda, Sócrates.
—Porque antes que hayamos comenzado a ver, oír, y hacer uso de todos los
demás sentidos, es preciso que hayamos tenido conocimiento de esta
igualdad inteligible, para comparar con ella las cosas sensibles iguales; y
para ver que ellas tienden todas a ser semejantes a esta igualdad, pero que
son inferiores a la misma. [48]
—Es una consecuencia necesaria de lo que se ha dicho, Sócrates.
—Pero, ¿no es cierto que, desde el instante en que hemos nacido, hemos
visto, hemos oído, y hemos hecho uso de todos los demás sentidos?
—Muy cierto.
—Es preciso, entonces, que antes de este tiempo hayamos tenido
conocimiento de la igualdad.
—Sin duda.
—Por consiguiente, es absolutamente necesario, que lo hayamos tenido
antes de nuestro nacimiento.
—Así me parece.
—Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, nosotros sabemos antes
de nacer; y después hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es más
grande, lo que es más pequeño, sino también todas las cosas de esta
naturaleza; porque lo que decimos aquí de la igualdad, lo mismo puede
decirse de la belleza, de la bondad, de la justicia, de la santidad; en una
palabra, de todas las demás cosas, cuya existencia admitimos en nuestras
conversaciones y en nuestras preguntas y respuestas. De suerte que es de
necesidad absoluta que hayamos tenido conocimientos antes de nacer.
—Es cierto.
—Y si después de haber tenido estos conocimientos, nunca los olvidáramos,
no sólo naceríamos con ellos, sino que los conservaríamos durante toda
nuestra vida; porque saber, ¿es otra cosa que conservar la ciencia, que se ha
recibido, y no perderla?, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que se tenía
antes?
—Sin dificultad, Sócrates.
—Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer, y
haberlos perdido después de haber nacido, llegamos en seguida a recobrar
esta ciencia anterior, sirviéndonos del ministerio de nuestros sentidos, que
es lo [49] que llamamos aprender; ¿no es esto recobrar la ciencia que
teníamos, y no tendremos razón para llamar a esto reminiscencia?
—Con muchísima razón, Sócrates.
—Estamos, pues, conformes en que es muy posible, que aquel que ha
sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído o, en fin, percibido por alguno
de sus sentidos, piense, con ocasión de estas sensaciones, en una cosa que ha
olvidado, y cosa que tenga alguna relación con la percibida, ya se le parezca
o ya no se le parezca. De manera que tiene que suceder una de dos cosas: o
que nazcamos con estos conocimientos y los conservemos toda la vida; o que
los que aprenden, no hagan, según nosotros, otra cosa que recordar, y que la
ciencia no sea más que una reminiscencia.
—Así es, Sócrates.
—¿Qué escoges tú, Simmias? ¿Nacemos con conocimientos, o nos acordamos
después de haber olvidado lo que sabíamos?
—En verdad, Sócrates, no sé al presente qué escoger.
—Pero, ¿qué pensarías y qué escogerías en este caso? Un hombre que sabe
una cosa, ¿puede dar razón de lo que sabe?
—Puede, sin duda, Sócrates.
—¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que
acabamos de hablar?
—Yo querría que fuese así, respondió Simmias; pero me temo mucho que
mañana no encontremos un hombre capaz de dar razón de ellas.
—¿Te parece, Simmias, que todos los hombres tienen esta ciencia?
—Seguramente no.
—¿Ellos no hacen entonces más que recordar las cosas que han sabido en
otro tiempo?
—Así es. [50]
—¿Pero en qué tiempo han adquirido nuestras almas esta ciencia? Porque
no ha sido después de nacer.
—Ciertamente no.
—¿Ha sido antes de este tiempo?
—Sin duda.
—Por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo,
antes de aparecer bajo esta forma humana; y mientras estaban así, sin
cuerpos, sabían.
—A menos que digamos, Sócrates, que hemos adquirido los conocimientos
en el acto de nacer; porque esta es la única época que nos queda.
—Sea así, mi querido Simmias, replicó Sócrates; pero ¿en qué otro tiempo
los hemos perdido? Porque hoy no los tenemos según acabamos de decir.
¿Los hemos perdido al mismo tiempo que los hemos adquirido?, ¿o puedes
tú señalar otro tiempo?
—No, Sócrates; no me había apercibido de que nada significa lo que he
dicho.
—Es preciso, pues, hacer constar, Simmias, que si todas estas cosas, que
tenemos continuamente en la boca, quiero decir, lo bello, lo justo y todas las
esencias de este género, existen verdaderamente, y que si referimos todas
las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas como a su
tipo, que encontramos desde luego en nosotros mismos, digo, que es
absolutamente indispensable, que así como todas estas nociones primitivas
existen, nuestra alma haya existido igualmente antes que naciésemos; y si
estas nociones no existieran, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es
esto incontestable? ¿No es igualmente necesario que si estas cosas existen,
hayan también existido nuestras almas antes de nuestro nacimiento; y que si
aquellas no existen, tampoco debieron existir estas?
—Esto, Sócrates, me parece igualmente necesario e incontestable; y de todo
este discurso resulta, que antes de [51] nuestro nacimiento nuestra alma
existía, así como estas esencias, de que acabas de hablarme; porque yo no
encuentro nada más evidente que la existencia de todas estas cosas: lo bello,
lo bueno, lo justo; y tú me lo has demostrado suficientemente.
—¿Y Cebes?, dijo Sócrates: porque es preciso que Cebes esté persuadido de
ello.
—Yo pienso, dijo Simmias, que Cebes considera tus pruebas muy suficientes,
aunque es el más rebelde de todos los hombres para darse por convencido.
Sin embargo, supongo que lo está de que nuestra alma existe antes de
nuestro nacimiento; pero que exista después de la muerte, es lo que a mí
mismo no me parece bastante demostrado; porque esa opinión del pueblo,
de que Cebes te hablaba antes, queda aún en pié y en toda su fuerza; la de
que, después de muerto el hombre, su alma se disipa y cesa de existir. En
efecto, ¿qué puede impedir que el alma nazca, que exista en alguna parte,
que exista antes de venir a animar el cuerpo, y que, cuando salga de este,
concluya con él y cese de existir?
—Dices muy bien, Simmias, dijo Cebes; me parece que Sócrates no ha
probado más que la mitad de lo que era preciso que probara; porque ha
demostrado muy bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento;
mas para completar su demostración, debía probar igualmente que, después
de nuestra muerte, nuestra alma existe lo mismo que existió antes de esta
vida.
—Ya os lo he demostrado, Simmias y Cebes, repuso Sócrates; y convendréis
en ello, si unís esta última prueba a la que ya habéis admitido; esto es, que
los vivos nacen de los muertos. Porque si es cierto que nuestra alma existe
antes del nacimiento, y si es de toda necesidad que, al venir a la vida, salga,
por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no ha de ser igualmente
necesario que exista después de la muerte, puesto que debe [52] volver a la
vida? Así, pues, lo que ahora me pedís ha sido ya demostrado. Sin embargo,
me parece que ambos deseáis profundizar más esta cuestión, y que teméis,
como los niños, que, cuando el alma sale del cuerpo, la arrastren los vientos,
sobre todo cuando se muere en tiempo de borrascas.
—Entonces Cebes, sonriéndose, dijo: Sócrates, supón que lo tememos; o más
bien, que sin temerlo, está aquí entre nosotros un niño que lo teme, a quien
es necesario convencer de que no debe temer la muerte como a un vano
fantasma.
—Para esto, replicó Sócrates, es preciso emplear todos los días
encantamientos, hasta que se haya curado de semejante aprensión.
—Pero, Sócrates, ¿dónde encontraremos un buen encantador, puesto que tú
vas a abandonarnos?
—La Grecia es grande, Cebes, respondió Sócrates; y en ella encontrareis
muchas personas muy entendidas. Por otra parte, tenéis muchos pueblos
extranjeros, y es preciso recorrerlos todos e interrogarlos, para encontrar
este encantador, sin escatimar gasto, ni trabajo; porque en ninguna cosa
podéis emplear más útilmente vuestra fortuna. también es preciso que lo
busquéis entre vosotros, porque quizá no encontrareis otros más capaces
que vosotros mismos para estos encantamientos.
—Haremos lo que dices, Sócrates; pero si no te molesta, volvamos a tomar el
hilo de nuestra conversación.
—Con mucho gusto, Cebes, ¿y por qué no?
—Perfectamente, Sócrates, dijo Cebes.
—Lo primero que debemos preguntarnos a nosotros mismos, dijo Sócrates,
es cuáles son las cosas que por su naturaleza pueden disolverse; respecto de
que otras deberemos temer que tenga lugar esta disolución; y en cuáles no
es posible este accidente. En seguida, es preciso examinar a cuál de estas
naturalezas pertenece [53] nuestra alma; y teniendo esto en cuenta, temer o
esperar por ella.
—Es muy cierto.
—¿No os parece que son las cosas compuestas, o que por su naturaleza
deben serlo, las que deben disolverse en los elementos que han formado su
composición; y que si hay seres, que no son compuestos, ellos son los únicos
respecto de los que no puede tener lugar este accidente?
—Me parece muy cierto lo que dices, contestó Cebes.
—Las cosas que son siempre las mismas y de la misma manera, ¿no tienen
trazas de no ser compuestas? Las que mudan siempre y que nunca son las
mismas, ¿no tienen trazas de ser necesariamente compuestas?
—Creo lo mismo, Sócrates.
—Dirijámonos desde luego a esas cosas de que hablamos antes, y cuya
verdadera existencia hemos admitido siempre en nuestras preguntas y
respuestas. Estas cosas, ¿son siempre las mismas o mudan alguna vez? La
igualdad, la belleza, la bondad y todas las existencias esenciales,
¿experimentan a veces algún cambio, por pequeño que sea, o cada una de
ellas, siendo pura y simple, subsiste siempre la misma en sí, sin
experimentar nunca la menor alteración, ni la menor mudanza?
—Es necesariamente preciso que ellas subsistan siempre las mismas sin
mudar jamás.
—Y todas las demás cosas, repuso Sócrates, hombres, caballos, trajes,
muebles y tantas otras de la misma naturaleza, ¿quedan siempre las mismas,
o son enteramente opuestas a las primeras, en cuanto no subsisten siempre
en el mismo estado, ni con relación a sí mismas, ni con relación a los demás?
—No subsisten nunca las mismas, respondió Cebes.
—Ahora bien; estas cosas tú las puedes ver, tocar, percibir por cualquier
sentido: mientras que las primeras, que son siempre las mismas, no pueden
ser comprendidas [54] sino por el pensamiento, porque son inmateriales y
no se las ve jamás.
—Todo eso es verdad; dijo Cebes.
—¿Quieres, continuó Sócrates, que reconozcamos dos clases de cosas?
—Con mucho gustó, dijo Cebes.
—¿Las unas visibles y las otras inmateriales? ¿Estas, siempre las mismas;
aquellas, en un continuo cambio?
—Me parece bien, dijo Cebes.
—Veamos, pues. ¿No somos nosotros un compuesto de cuerpo y alma? ¿Hay
otra cosa en nosotros?
—No, sin duda; no hay más.
—¿A cuál de estas dos especies diremos, que nuestro cuerpo se conforma o
se parece?
—Todos convendrán en que a la especie visible.
—Y nuestra alma, mi querido Cebes, ¿es visible o invisible?
—Visible no es; por lo menos, a los hombres.
—Pero cuando hablamos de cosas visibles o invisibles, hablamos con
relación a los hombres, sin tener en cuenta ninguna otra naturaleza.
—Sí, con relación a la naturaleza humana.
—¿Qué diremos, pues, del alma? ¿Puede ser vista o no puede serlo?
—No puede serlo.
—Luego es inmaterial.
—Sí.
—Por consiguiente, nuestra alma es más conforme que el cuerpo con la
naturaleza invisible; y el cuerpo más conforme con la naturaleza visible.
—Es absolutamente necesario.
—¿No decíamos que, cuando el alma se sirve del cuerpo para considerar
algún objeto, ya por la vista, ya por el oído, ya por cualquier otro sentido
(porque la única función del cuerpo es atender a los objetos mediante los
[55] sentidos), se ve entonces atraída por el cuerpo hacia cosas, que no son
nunca las mismas; se extravía, se turba, vacila y tiene vértigos, como si
estuviera ebria; todo por haberse ligado a cosas de esta naturaleza?
—Sí.
—Mientras que, cuando ella examina las cosas por sí misma, sin recurrir al
cuerpo, se dirige a lo que es puro, eterno, inmortal, inmutable; y como es de
la misma naturaleza, se une y estrecha con ello cuanto puede y da de sí su
propia naturaleza. Entonces cesan sus extravíos, se mantiene siempre la
misma, porque está unida a lo que no cambia jamás, y participa de su
naturaleza; y este estado del alma es lo que se llama sabiduría.
—Has hablado perfectamente, Sócrates; y dices una gran verdad.
—¿A cuál de estas dos especies de seres, te parece que el alma es más
semejante, y con cuál está más conforme, teniendo en cuenta los principios
que dejamos sentados y todo lo que acabamos de decir?
—Me parece, Sócrates, que no hay hombre, por tenaz y estúpido que sea,
que estrechado por tu método, no convenga en que el alma se parece más y
es más conforme con lo que se mantiene siempre lo mismo, que no con lo
que está en continua mudanza.
—¿Y el cuerpo?
—Se parece más lo que cambia.
—Sigamos aún otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están juntos, la
naturaleza ordena que el uno obedezca y sea esclavo; y que el otro tenga el
imperio y el mando. ¿Cuál de los dos te parece semejante a lo que es divino, y
cuál a lo que es mortal? ¿No adviertes que lo que es divino es lo único capaz
de mandar y de ser dueño; y que lo que es mortal es natural que obedezca y
sea esclavo?
—Seguramente. [56]
—¿A cuál de los dos se parece nuestra alma?
—Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que es divino, y
nuestro cuerpo a lo que es mortal.
—Mira, pues, mi querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se
sigue necesariamente, que nuestra alma es muy semejante a lo que es divino,
inmortal, inteligible, simple, indisoluble, siempre lo mismo, y siempre
semejante a sí propio; y que nuestro cuerpo se parece perfectamente a lo
que es humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre mudable, y
nunca semejante a sí mismo. ¿Podremos alegar algunas razones que
destruyan estas consecuencias, y que hagan ver que esto no es cierto?
—No, sin duda, Sócrates.
—Siendo esto así, ¿no conviene al cuerpo la disolución, y al alma el
permanecer siempre indisoluble o en un estado poco diferente?
—Es verdad.
—Pero observa, que después que el hombre muere, su parte visible, el
cuerpo, que queda expuesto a nuestras miradas, que llamamos cadáver, y
que por su condición puede disolverse y disiparse, no sufre por lo pronto
ninguno de estos accidentes, sino que subsiste entero bastante tiempo, y se
conserva mucho más, si el muerto era de bellas formas y estaba en la flor de
sus años; porque los cuerpos que se recogen y embalsaman, como en Egipto,
duran enteros un número indecible de años; y en aquellos mismos que se
corrompen, hay siempre partes, como los huesos, los nervios y otros
miembros de la misma condición, que parecen, por decirlo así, inmortales.
¿No es esto cierto?
—Muy cierto.
—Y el alma, este ser invisible que marcha a un paraje semejante a ella,
paraje excelente, puro, invisible, esto es, a los infiernos, cerca de un Dios
lleno de bondad y de [57] sabiduría, y a cuyo sitio espero que mi alma volará
dentro de un momento, si Dios lo permite; ¡qué!, ¿un alma semejante y de tal
naturaleza se habrá de disipar y anonadar, apenas abandone el cuerpo, como
lo creen la mayor parte de los hombres? De ninguna manera, mis queridos
Simmias y Cebes; y he aquí lo que realmente sucede. Si el alma se retira
pura, sin conservar nada del cuerpo, como sucede con la que, durante la
vida, no ha tenido voluntariamente con él ningún comercio, sino que por el
contrario, le ha huido, estando siempre recogida en sí misma y meditando
siempre, es decir, filosofando en regla, y aprendiendo efectivamente a morir;
porque, ¿no es esto prepararse para la muerte?...
—De hecho.
—Si el alma, digo, se retira en este estado, se une a un ser semejante a ella,
divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual goza de la felicidad,
viéndose así libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus
amores tiránicos y de todos los demás males afectos a la naturaleza humana;
y puede decirse de ella como de los iniciados, que pasa verdaderamente con
los dioses toda la eternidad. ¿No es esto lo que debemos decir, Cebes?
—Sí, ¡por Júpiter!
—Pero si se retira del cuerpo manchada, impura, como la que ha estado
siempre mezclada con él, ocupada en servirle, poseída de su amor,
embriagada en él hasta el punto de creer que no hay otra realidad que la
corporal, lo que se puede ver, tocar, beber y comer, o lo que sirve a los
placeres del amor; mientras que aborrecía, temía y huía habitualmente ele
todo lo que es oscuro e invisible para los ojos, de todo lo que es inteligible, y
cuyo sentido sólo la filosofía muestra; ¿crees tú que un alma, que se
encuentra, en tal estado, pueda salir del cuerpo pura y libre? [58]
—No; eso no puede ser.
—Por el contrario, sale afeada con las manchas del cuerpo, que se han hecho
como naturales en ella por el comercio continuo y la unión demasiado
estrecha que con el ha tenido, por haber estado siempre unida con él y
ocupádose sólo de él.
—Estas manchas, mi querido Cebes, son una cubierta tosca, pesada,
terrestre y visible; y el alma, abrumada con este peso, se ve arrastrada hacia
este mundo visible por el temor que tiene del mundo invisible, del infierno; y
anda, como suele decirse, errante por los cementerios alrededor de las
tumbas, donde se han visto fantasmas tenebrosos, como son los espectros de
estas almas, que no han abandonado el cuerpo del todo purificadas, sino
reteniendo algo de esta materia visible, que las hace aún a ellas mismas
visibles.
—Es muy probable que así sea, Sócrates.
—Sí, sin duda, Cebes; y es probable también que no sean las almas de los
buenos, sino las de los malos, las que se ven obligadas a andar errantes por
esos sitios, donde llevan el castigo de su primera vida, que ha sido mala; y
donde continúan vagando hasta que, llevadas del amor que tienen a esa
masa corporal que les sigue siempre, se ingieren de nuevo en un cuerpo y se
sumen probablemente en esas mismas costumbres, que constituían la
ocupación de su primera vida.
—¿Qué dices, Sócrates?
—Digo, por ejemplo, Cebes, que los que han hecho de su vientre su Dios y
que han amado la intemperancia, sin ningún pudor, sin ninguna cautela,
entran probablemente en cuerpos de asnos o de otros animales semejantes;
¿no lo piensas tú también?
—Seguramente.
—Y las almas, que sólo han amado la injusticia, la tiranía y las rapiñas, van a
animar cuerpos de lobos, de [59] gavilanes, de halcones. Almas de tales
condiciones, ¿pueden ir a otra parte?
—No, sin duda.
—Lo mismo sucede a las demás; siempre van asociadas a cuerpos análogos a
sus gustos.
—Evidentemente.
—¿Cómo puede dejar de ser así? Y los más dichosos, cuyas almas van a un
lugar más agradable, ¿no son aquellos que siempre han ejercitado esta
virtud social y civil que se llama templanza y justicia, a la que se han
amoldado sólo por el hábito y mediante el ejercicio, sin el auxilio de la
filosofía y de la reflexión?
—¿Cómo pueden ser los más dichosos?
—Porque es probable que sus almas entren en cuerpos de animales
pacíficos y dulces, como las abejas, las avispas, las hormigas; o que vuelvan a
ocupar cuerpos humanos, para formar hombres de bien.
—Es probable.
—Pero en cuanto a aproximarse a la naturaleza de los dioses, de ninguna
manera es esto permitido a aquellos que no han filosofado durante toda su
vida, y cuyas almas no han salido del cuerpo en toda su pureza. Esto está
reservado al verdadero filósofo. he aquí por qué, mi querido Simmias y mi
querido Cebes, los verdaderos filósofos renuncian a todos los deseos del
cuerpo; se contienen y no se entregan a sus pasiones; no temen ni la ruina de
su casa, ni la pobreza, como la multitud que está apegada a las riquezas; ni
teme la ignominia ni el oprobio, como los que aman las dignidades y los
honores.
—No debería obrarse de otra manera, repuso Cebes.
—No sin duda, continuó Sócrates; así, todos aquellos que tienen interés por
su alma y que no viven para halagar al cuerpo, rompen con todas las
costumbres, y no siguen el mismo camino que los demás, que no saben a
dónde van; sino que persuadidos de que no debe hacerse [60] nada que sea
contrario a la filosofía, a la libertad y a la purificación que ella procura, se
dejan conducir por ella y la siguen a todas partes a donde quiera
conducirles.
—¿Cómo, Sócrates?
—Voy a explicároslo. Los filósofos, al ver que su alma está verdaderamente
ligada y pegada al cuerpo, y forzada a considerar los objetos por medio del
cuerpo, como a través de una prisión oscura, y no por sí misma, conocen
perfectamente que la fuerza de este lazo corporal consiste en las pasiones,
que hacen que el alma misma encadenada contribuya a apretar la ligadura.
Conocen también que la filosofía, al apoderarse del alma en tal estado, la
consuela dulcemente e intenta desligarla, haciéndola ver que los ojos del
cuerpo sufren numerosas ilusiones, lo mismo que los oidor y que todos los
demás sentidos; la advierte que no debe hacer de ellos otro uso que aquel a
que obliga la necesidad, y la aconseja que se encierre y se recoja en sí misma;
que no crea en otro testimonio que en el suyo propio, después de haber
examinado dentro de sí misma lo que cada cosa es en su esencia; debiendo
estar bien persuadida de que cuanto examine por medio de otra cosa, como
muda con el intermedio mismo, no tiene nada de verdadero. Ahora bien; lo
que ella examina por los sentidos es sensible y visible; y lo que ve por sí
misma es invisible e inteligible. El alma del verdadero filósofo, persuadida
de que no debe oponerse a su libertad, renuncia, en cuanto le es posible, a
los placeres, a los deseos, a las tristezas, a los temores, porque sabe que,
después de los grandes placeres, de los grandes temores, de las extremas
tristezas y de los extremos deseos, no sólo se experimentan los males
sensibles, que todo el mundo conoce, como las enfermedades o la pérdida de
bienes, sino el más grande y el íntimo de todos los males, tanto más grande,
cuanto que no se deja sentir. [61]
—¿En qué consiste ese mal, Sócrates?
—En que obligada el alma a regocijarse o afligirse por cualquier objeto, está
persuadida de que lo que le causa este placer o esta tristeza es muy
verdadero y muy real, cuando no lo es en manera alguna. Tal es el efecto de
todas las cosas visibles; ¿no es así?
—Es cierto, Sócrates.
—¿No es principalmente cuando se experimenta esta clase de afecciones
cuando el alma está particularmente atada y ligada al cuerpo?
—¿Por qué es eso?
—Porque cada placer y cada tristeza están armados de un clavo, por decirlo
así, con el que sujetan el alma al cuerpo; y la hacen tan material, que cree
que no hay otros objetos reales que los que el cuerpo le dice. Resultado de
esto es que, como tiene las mismas opiniones que el cuerpo, se ve
necesariamente forzada a tener las mismas costumbres y los mismos
hábitos, lo cual la impide llegar nunca pura al otro mundo; por el contrario,
al salir de esta vida, llena de las manchas de ese cuerpo que acaba de
abandonar, entra a muy luego en otro cuerpo, donde echa raíces, como si
hubiera sido allí sembrada; y de esta manera se ve privada de todo comercio
con la esencia pura, simple y divina.
—Es muy cierto, Sócrates; dijo Cebes.
—Por esta razón, los verdaderos filósofos trabajan para adquirir la fortaleza
y la templanza, y no por las razones que se imagina el vulgo. ¿Piensas tú
como este?
—De ninguna manera.
—Haces bien; y es lo que conviene a un verdadero filósofo; porque el alma
no creerá nunca que la filosofía quiera desligarla, para que, viéndose libre, se
abandone a los placeres, a las tristezas, y se deje encadenar por ellas para
comenzar siempre de nuevo como la tela de Penélope. Por el contrario,
manteniendo todas las [62] pasiones en una perfecta tranquilidad y
tomando siempre la razón por guía, sin abandonarla jamás, el alma del
filósofo contempla incesantemente lo verdadero, lo divino, lo inmutable, que
está por cima de la opinión; y nutrida con esta verdad pura, estará
persuadida de que debe vivir siempre lo mismo, mientras permanezca
adherida al cuerpo; y que después de la muerte, unida de nuevo a lo que es
de la misma naturaleza que ella, se verá libre de todos los males que afligen
a la naturaleza humana. Siguiendo estos principios, mis queridos Simmias y
Cebes, y después de una vida semejante, ¿temerá el alma que en el momento
en que abandone el cuerpo, los vientos la lleven y la disipen, y que,
enteramente anonadada, no existirá en ninguna parte?
Después que Sócrates hubo hablado de esta suerte, todos quedaron en gran
silencio, y parecía que aquel estaba como meditando en lo que acababa de
decir. Nosotros permanecimos callados, y sólo Simmias y Cebes hablaban
por lo bajo. Percibiéndolo Sócrates, les dijo: ¿de qué habláis? ¿Os parece que
falta algo a mis pruebas? Porque se me figura que ellas dan lugar a muchas
dudas y objeciones, si uno se toma el trabajo de examinarlas en detalle. Si
habláis de otra cosa, nada tengo que deciros; pero por poco que dudéis
sobre lo que hablamos, no tengáis dificultad en decir lo que os parezca, y en
manifestar francamente si cabe una demostración mejor; y en este caso
asociadme a vuestras indagaciones, si es que creéis llegar conmigo más
fácilmente al término que nos hemos propuesto.
—Te diré la verdad, Sócrates, respondió Simmias; ha largo tiempo que
tenemos dudas Cebes y yo, y nos hemos dado de codo para comprometernos
a proponértelas, porque tenemos vivo deseo de ver cómo las resuelves. Pero
ambos hemos temido ser importunos, proponiéndote cuestiones
desagradables en la situación en que te hallas. [63]
—¡Ah!, mi querido Simmias, replicó Sócrates, sonriendo dulcemente; ¿con
qué trabajo convencería yo a los demás hombres de que no tengo por una
desgracia la situación en que me encuentro, cuando de vosotros mismos no
puedo conseguirlo, pues que me creéis en este momento en peor posición
que antes? Me suponéis, al parecer, muy inferior a los cisnes, por lo que
respecta al presentimiento y a la adivinación. Los cisnes, cuando presienten
que van a morir, cantan aquel día aún mejor que lo han hecho nunca, a causa
de la alegría que tienen al ir a unirse con el dios a que ellos sirven. Pero el
temor que los hombres tienen a la muerte, hace que calumnien a los cisnes,
diciendo que lloran su muerte y que cantan de tristeza. No reflexionan que
no hay pájaro que cante cuando tiene hambre o frío o cuando sufre de otra
manera, ni aun el ruiseñor, la golondrina y la abubilla, cuyo canto se dice que
es efecto del dolor. Pero estos pájaros no cantan de manera alguna de
tristeza, y menos los cisnes, a mi juicio; porque perteneciendo a Apolo, son
divinos, y como prevén los bienes de que se goza en la otra vida, cantan y se
regocijan en aquel día más que lo han hecho nunca. Y yo mismo pienso que
sirvo a Apolo lo mismo que ellos; que como ellos estoy consagrado a este
dios; que no he recibido menos que ellos de nuestro común dueño el arte de
la adivinación, y que no me siento contrariado al salir de esta vida. Así pues,
en este concepto, podéis hablarme cuanto queráis, e interrogarme por todo
el tiempo que tengan a bien permitirlo los Once.
—Muy bien, Sócrates, repuso Simmias; te propondré mis dudas, y Cebes te
hará sus objeciones. Pienso, como tú, que en estas materias es imposible, o
por lo menos muy difícil, saber toda la verdad en esta vida; y estoy
convencido de que no examinar detenidamente lo que se dice, y cansarse
antes de haber hecho todos los esfuerzos posibles para conseguirlo, es una
acción digna de un [64] hombre perezoso y cobarde; porque, una de dos
cosas: o aprender de los demás la verdad o encontrarla por sí mismo; y si
una y otra cosa son imposibles, es preciso escoger entre todos los
razonamientos humanos el mejor y más fuerte, y embarcándose en él como
en una barquilla, atravesar de este modo las tempestades de esta vida, a
menos que sea posible encontrar, para hacer este viaje, algún buque más
grande, esto es, algún razonamiento incontestable que nos ponga fuera de
peligro. No tendré reparo en hacerte preguntas, puesto que lo permites; y no
me expondré al remordimiento que yo podría tener algún día, por no
haberte dicho en este momento lo que pienso. Cuando examino con Cebes lo
que nos has dicho, Sócrates, confieso que tus pruebas no me parecen
suficientes.
—Quizá tienes razón, mi querido Simmias; pero, ¿por qué no te parecen
suficientes?
—Porque podría decirse lo mismo de la armonía de una lira, de la lira misma
y de sus cuerdas; esto es, que la armonía de una lira es algo invisible,
inmaterial, bello, divino; y la lira y las cuerdas son cuerpos, materia, cosas
compuestas, terrestres y de naturaleza mortal. después de hecha pedazos la
lira o rotas las cuerdas, podría alguno sostener, con razonamientos iguales a
los tuyos, que es preciso que esta armonía subsista necesariamente y no
perezca; porque es imposible que la lira subsista una vez rotas las cuerdas;
que las cuerdas, que son cosas mortales, subsistan después de rota la lira; y
que la armonía, que es de la misma naturaleza que el ser inmortal y divino,
perezca antes que lo que es mortal y terrestre. Es absolutamente necesario,
añadiría, que la armonía exista en alguna parte, y que el cuerpo de la lira y
las cuerdas se corrompan y perezcan enteramente antes que la armonía
reciba el menor daño. Y tú mismo, Sócrates, te habrás hecho cargo sin duda,
de que la idea [65] que nos formamos generalmente del alma es algo
semejante a lo que voy a decirte. Como nuestro cuerpo está compuesto y es
mantenido en equilibrio por lo caliente, lo frío, lo seco y lo húmedo, nuestra
alma no es más que la armonía que resulta de la mezcla de estas cualidades,
cuando están debidamente combinadas. Si nuestra alma no es otra cosa que
una especie de armonía, es evidente que cuando nuestro cuerpo está
demasiado laxo o demasiado tenso a causa de las enfermedades o de otros
males, nuestra alma, divina y todo, perecerá necesariamente como las demás
armonías, que son consecuencia del sonido o efecto de los instrumentos;
mientras que los restos de cada cuerpo duran aún largo tiempo; duran hasta
que se queman o se corrompen. Mira, Sócrates, lo que podremos responder a
estas razones, si alguno pretende que nuestra alma, no siendo más que una
mezcla de las cualidades del cuerpo, es la primera que perece, cuando llega
eso a que llamamos la muerte.
Entonces Sócrates, echando una mirada a cada uno de nosotros, como tenía
de costumbre, y sonriéndose, dijo: Simmias tiene razón. Si alguno de
vosotros tiene más facilidad que yo para responder a sus objeciones, puede
hacerlo; porque me parece que Simmias ha esforzado de veras sus
razonamientos. Pero antes de responderle querría que Cebes nos objetara, a
fin de que, en tanto que él habla, tengamos tiempo pera pensar lo que
debemos contestar; y así también, oídos que sean ambos, cederemos, si sus
razones son buenas; y en caso contrario, sostendremos nuestros principios
hasta donde podamos. Dinos, pues, Cebes; ¿qué es lo que te impide asentir a
lo que yo he dicho?
—Voy a decirlo, respondió Cebes. Se me figura que la cuestión se halla en el
mismo punto en que estaba antes, y que quedan en pié por tanto nuestras
anteriores objeciones. Que nuestra alma existe antes de venir a [66] animar
el cuerpo, lo hallo admirablemente probado; y si no te ofendes, diré que
plenamente demostrado; pero que ella exista después de la muerte, no lo
está en manera alguna. Sin embargo, no acepto por completo la objeción de
Simmias, según el cual nuestra alma no es más fuerte ni más durable que
nuestro cuerpo; porque, a mi parecer, el alma es infinitamente superior a
todo lo corporal. ¿En qué consiste entonces tu duda, se me dirá? Si ves que
muerto el hombre, su parte más débil, que es el cuerpo, subsiste, ¿no te
parece absolutamente necesario que lo que es más durable dure más largo
tiempo? Mira, Sócrates, yo te lo suplico, si respondo bien a esta objeción,
porque para hacerme entender, necesito valerme de una comparación, como
Simmias. La objeción que se me propone es, a mi parecer, como si, después
de la muerte de un viejo tejedor, se dijese: este hombre no ha muerto, sino
que existe en alguna parte, y la prueba es que ved que está aquí el traje que
gastaba y que él mismo se había hecho; traje que subsiste entero y completo,
y que no ha perecido. Pues bien, si alguno repugnara reconocer como
suficiente esta prueba, se le podría preguntar: ¿cuál es más durable, el
hombre o el traje que gasta y de que se sirve? Necesariamente habría que
responder que el hombre, y sólo con esto se creería haber demostrado que,
puesto que lo que el hombre tiene de menos durable no ha perecido, con
más razón subsiste el hombre mismo. Pero no hay nada de eso, en mi
opinión, mi querido Simmias; y ve ahora, te lo suplico, lo que yo respondo a
esto. No hay nadie que no conozca a primer golpe de vista que hacer esta
objeción es decir un absurdo; porque este tejedor murió antes del último
traje, pero después de los muchos que había gastado y consumido durante
su vida; y no hay derecho para decir que el hombre es una cosa más débil y
menos durable que el traje. Esta comparación puede aplicarse al alma y al
cuerpo, y decirse con grande [67] exactitud, en mi opinión, que el alma es un
ser muy durable, y que el cuerpo es un ser más débil y que dura menos. Y el
que conteste de este modo podrá añadir que cada alma usa muchos cuerpos,
sobre todo si vive muchos años; porque si el cuerpo está mudando y
perdiendo continuamente mientras el hombre vive, y el alma, por
consiguiente, renueva sin cesar su vestido perecible, resulta necesario que
cuando llega el momento de la muerte viste su último traje, y este será el
único que sobreviva al alma; mientras que cuando esta muere, el cuerpo
muestra inmediatamente la debilidad de su naturaleza, porque se corrompe
y perece muy pronto. Así, pues, no hay que tener tanta fe en tu
demostración, que vayamos a tener confianza de que después de la muerte
existirá aún el alma. Porque si alguno extendiese el razonamiento todavía
más que tú, y se le concediese, no sólo que el alma existe en el tiempo que
precede a nuestro nacimiento, sino también que no hay inconveniente en
que las almas de algunos existan después de la muerte y renazcan muchas
veces para morir de nuevo; siendo el alma bastante fuerte para usar muchos
cuerpos, uno después de otro, como usa el hombre muchos vestidos;
concediéndole todo esto, digo, no por eso se negaba que el alma se gasta al
cabo de tantos nacimientos, y que al fin acaba por perecer de hecho en
alguna de estas muertes. Y si se añadiese que nadie puede saber cuál de
estas muertes alcanzará al alma, porque es imposible a los hombres
presentirlo; entonces todo hombre, que no teme la muerte y la espera con
confianza, es un insensato, salvo que pueda demostrar que el alma es
enteramente inmortal e imperecible. De otra manera, es absolutamente
necesario que el que va a morir tema por su alma, y tema que ella va a
perecer en la próxima separación del cuerpo.
Cuando oímos estas objeciones, no dejaron de incomodarnos, como hubimos
de confesarlo; porque, después de [68] estar convencidos por los
razonamientos anteriores, venían tales argumentos a turbarnos y arrojarnos
en la desconfianza, no sólo por lo que se había dicho, sino también por lo que
se nos podía decir en lo sucesivo; porque en todo caso íbamos a parar en
creer, o que no éramos capaces de formar juicio sobre estas materias, o que
estas materias no podrían producir otra cosa que la incertidumbre.
Equecrates
Fedón, los dioses te perdonen, porque yo al oírte me digo a mí mismo: ¿qué
podremos creer en lo sucesivo, puesto que las razones de Sócrates, que me
parecían tan persuasivas, se hacen dudosas? En efecto; la objeción que hace
Simmias al decir que nuestra alma no es mas que una armonía, me
sorprende maravillosamente, y siempre me ha sorprendido; porque me ha
hecho recordar que yo mismo tuve esta misma idea en otro tiempo. Así,
pues, yo estoy como de nuevo en esta cuestión, y necesito muy de veras
nuevas pruebas para convencerme de que nuestra alma no muere con el
cuerpo. Por lo mismo, Fedón, dinos, ¡por Júpiter!, de qué manera Sócrates
continuó la disputa; si se vio e embarazado como vosotros, o si sostuvo su
opinión con templanza; y, en fin, si os satisfizo enteramente o no. Cuéntanos,
te lo suplico, todos estos pormenores sin olvidar nada.
Fedón
Te aseguro, Equecrates, que si siempre he admirado a Sócrates, en esta
ocasión le admiré más que nunca, porque el que estuviera pronto a
satisfacer esto, no puede extrañarse en un hombre como él; pero lo que me
pareció admirable fue, en primer lugar, la dulzura, la bondad, las muestras
de aprobación con que escuchó las objeciones de estos jóvenes; y en seguida,
la sagacidad con que se apercibió de la impresión que ellas habían hecho en
nosotros; y, en fin, la habilidad con que nos curó, y [69] cómo atrayéndonos
como a vencidos fugitivos, nos hizo volver la espalda, y nos obligó a entrar
en discusión.
Equecrates
¿Cómo?
Fedón
Voy a decírtelo. Estaba yo sentado a su derecha, cerca de su cama, en un
asiento bajo, y él estaba en otro más alto que el mío; pasando su mano por
mi cabeza, y cogiendo el cabello que caía sobre mis espaldas, y con el cual
tenía la costumbre de jugar, me dijo: Fedón, mañana te harás cortar estos
hermosos cabellos{12}; ¿no es verdad?
—Regularmente, Sócrates, le respondí.
—De ninguna manera, si me crees.
—¿Cómo?
—Hoy es, me dijo, cuando debo cortar yo mis cabellos y tú los tuyos, si es
cierto que nuestro razonamiento ha muerto y que no podemos resucitarle; y
si estuviera yo en tu lugar y me viese vencido, juraría, al modo de los de
Argos{13}, no dejar crecer mis cabellos hasta que no hubiese conseguido a
mi vez la victoria sobre las objeciones de Simmias y de Cebes.
—Yo le dije; ¿has olvidado el proverbio de que el mismo Hércules no basta
contra dos?
—¡Ah!, dijo, ¿por qué no apelas a mí, como tu Iolas? –también yo apelo a ti,
no como Hércules a su Iolas, sino como Iolas apela a su Hércules.
—No importa, replicó; es igual. [70]
—Pero ante todo estemos en guardia, para no incurrir en una gran falta.
—¿Qué falta?, le dije.
—En la de ser misólogos{14}, que los hay, como hay misántropos; porque el
mayor de todos los males es aborrecer la razón, y esta misología tiene el
mismo origen que la misantropía. ¿De dónde procede si no la misantropía?
De que, después de haberse fiado de un hombre, sin ningún previo examen,
y de haberle creído siempre sincero, honrado y fiel, se encuentra uno al fin
con que es falso y malvado; y al cabo de muchas pruebas semejantes a esta,
viéndose engañado por sus mejores y más íntimos amigos, y cansado de ser
la víctima, concluye por aborrecer todos los hombres igualmente, y llega a
persuadirse de que no hay uno solo sincero. ¿No has notado que la
misantropía se forma de esta manera y así por grados?
—Seguramente, le dije.
—¿No es esto una vergüenza? ¿No es evidente que semejante hombre se
mete a tratar con los demás sin tener conocimiento de las cosas humanas?
Porque si hubiera tenido la menor experiencia, habría visto las cosas como
son en sí, y reconocido que los buenos y los malos son muy raros, lo mismo
los unos que los otros, y que los que ocupan un término medio son
numerosos.
—¿Qué dices, Sócrates?
—Digo, Fedón, que con los buenos y los malos sucede lo que con los muy
grandes o muy pequeños. ¿No ves que es raro encontrar un hombre muy
grande o un hombre muy pequeño? Así sucede con los perros y con todas las
demás cosas; con lo que es rápido y con lo que es lento; con lo que es bello y
lo que es feo; con lo que es blanco y lo que es negro. ¿No notas que en todas
[71] estas cosas los dos extremos son raros, y que el medio es muy frecuente
y muy común?
—Lo advierto muy bien, Sócrates.
—Si se propusiese un combate de maldad, serian bien pocos los que
pudieran aspirar al primer premio.
—Es probable.
—Seguramente, replicó; pero no es en este concepto en el que los
razonamientos se parecen a los hombres, sino que por seguirte me he dejado
ir un poco fuera del asunto. La única semejanza que hay, es que cuando se
admite un razonamiento como verdadero, sin saber el arte de razonar,
sucede que más tarde parece falso, séalo o no lo sea, y diferente de él mismo;
y cuando uno ha contraído el hábito de disputar sosteniendo el pro y el
contra, se cree al fin hombre muy hábil, y se imagina ser el único que ha
comprendido que ni en las cosas ni en los razonamientos hay nada de
verdadero ni de seguro; que todo está en un flujo y reflujo continuo, como el
Euripe{15}; y que nada permanece ni un solo momento en el mismo estado.
—Es la pura verdad.
—Cuando hay un razonamiento verdadero, sólido, susceptible de ser
comprendido, ¿no sería una desgracia deplorable, Fedón, que por haberse
dejado llevar de esos razonamientos, en que todo aparece tan pronto
verdadero como falso, en lugar de acusarse a sí mismo y de acusar a su
propia incapacidad, vaya uno a hacer recaer la falta sobre la razón, y pasarse
la vida aborreciendo y calumniando la razón misma, privándose así de la
verdad y de la ciencia?
—Sí, eso sería deplorable, ¡por Júpiter!, dije yo.
—Estemos, pues, en guardia, replicó él, para que esta [72] desgracia no nos
suceda; y no nos preocupemos con la idea de que no hay nada sano en el
razonamiento. Persuadámonos más bien de que somos nosotros mismos los
autores de este mal, y hagamos decididamente todos los esfuerzos posibles
para corregirnos. Vosotros estáis obligados a ello, tanto más cuanto que os
resta mucho tiempo de vida; y yo también me considero obligado a lo
mismo, porque voy a morir. Temo mucho que al ocuparme hoy de esta
materia, lejos de conducirme como verdadero filósofo, voy a convertirme en
disputador terco, a la manera de todos esos ignorantes, que, cuando
disputan, no se cuidan en manera alguna de enseñar la verdad, sino que su
único objeto es arrastrar a su opinión personal a todos los que les escuchan.
La única diferencia, que hay entre ellos y yo, es que yo no intento sólo
persuadir con lo que diga a los que están aquí presentes, si bien me
complaceré en ello si lo consigo, sino que mi principal objeto es el
convencerme a mí mismo. Porque he aquí, mi querido amigo, cómo razono
yo, y verás que este razonamiento me interesa mucho: si lo que yo diga,
resulta verdadero, es bueno creerlo; y si después de la muerte no hay nada,
habré sacado de todas maneras la ventaja de no haber incomodado a los
demás con mis lamentos, en el poco tiempo que me queda de vida. Mas no
permaneceré mucho en esta ignorancia, que miraría como un mal; sino que
bien pronto va a desvanecerse. Fortificado con estas reflexiones, mi querido
Simmias y mi querido Cebes, voy a entrar en la discusión; y si me creéis, que
sea menos por respeto a la autoridad de Sócrates que por respeto a la
verdad. Si lo que os digo es verdadero, admitidlo; si no lo es, combatidlo con
todas vuestras fuerzas; teniendo mucho cuidado no sea que yo me engañe a
mí mismo, que os engañe también a vosotros por exceso de buena voluntad,
abandonándoos como la abeja, que deja su aguijón en la llaga. [73]
—Comencemos, pues; pero antes habéis de ver, os lo suplico, si me acuerdo
bien de vuestras objeciones. Me parece que Simmias teme que el alma,
aunque más divina y más excelente que el cuerpo, perezca antes que él,
como según ha dicho sucede con la armonía; y Cebes ha concedido, si no me
engaño, que el alma es más durable que el cuerpo, pero que no se puede
asegurar que después que ella ha usado muchos cuerpos, no perezca al
abandonar el último, y que esta no sea una verdadera muerte del alma;
porque, con respecto al cuerpo, este no cesa ni un solo momento de perecer.
¿No son estos los dos puntos que tenemos que examinar, Simmias y Cebes?
Convinieron ambos en ello.
—¿Rechazáis, continuó él, absolutamente todo lo que os he dicho antes, o
admitís una parte?
—Ellos dijeron que no lo rechazaban todo.
—Pero, añadió Sócrates, ¿qué pensáis de lo que os he dicho de que aprender
no es más que recordar; y por consiguiente, que es necesario que nuestra
alma haya existido en alguna parte antes de haberse unido al cuerpo?
—Yo, dijo Cebes, he reconocido desde luego la evidencia de lo que dices, y no
conozco principio que me parezca más verdadero. Lo mismo digo yo, dijo
Simmias; y me sorprendería mucho si llegara a mudar de opinión en este
punto.
—Tienes que mudar de parecer, mi querido Tebano, si persistes en la
opinión de que la armonía es algo compuesto, y que nuestra alma no es mas
que ama armonía, que resulta del acuerdo de las cualidades del cuerpo; por‐
que probablemente no te creerías a ti mismo si dijeras que la armonía existe
antes de las cosas de que se compone. ¡Lo dirías?
—No, sin duda, Sócrates, respondió Simmias.
—¿No notas, sin embargo, replicó Sócrates, que es esto lo que dices cuando
sostienes que el alma existe antes de [74] venir a animar el cuerpo, y que no
obstante se compone de cosas que no existen aún? Porque el alma no es
como la armonía con la que la comparas, sino que es evidente que la lira, las
cuerdas, los sonidos discordantes existen antes de la armonía, la cual resulta
de todas estas cosas, y en seguida perece con ellas. Esta última proposición
tuya, ¿conviene con la primera?
—De ninguna manera, dijo Simmias.
—Sin embargo, replicó Sócrates; si en algún discurso debe haber acuerdo, es
en aquel en que se trata de la armonía.
—Tienes razón, Sócrates.
—Pues en este caso no hay acuerdo, dijo Sócrates; y así mira cuál de estas
dos opiniones prefieres; o el conocimiento es una reminiscencia, o el alma es
una armonía.
—Escojo la primera, dijo Simmias; porque he admitido la segunda sin
demostración, contentándome con esa aparente verosimilitud que basta al
vulgo. Pero estoy persuadido de que todos los razonamientos que no se
apoyan sino sobre la probabilidad, están henchidos de vanidad; y que si se
mira bien, ellos extravían y engañan lo mismo en geometría que en
cualquiera otra ciencia. Mas la doctrina de que la ciencia es una
reminiscencia, está fundada en un principio sólido; en el principio de que,
según hemos dicho, nuestra alma, antes de venir a animar nuestro cuerpo,
existe como la esencia misma; la esencia, es decir, lo que existe realmente. he
aquí por qué, convencido de que debo darme por satisfecho con esta prueba,
no debo ya escucharme a mí mismo, ni tampoco dar oídos a los que digan
que el alma es una armonía.
—Ahora bien, Simmias, dijo Sócrates; ¿te parece que es propio de la armonía
o de cualquier otra cosa compuesta el ser diferente de las cosas mismas de
que se compone?
—De ninguna manera. [75]
—¿Ni el padecer o hacer otra cosa que lo que hacen o padecen los elementos
que la componen?
—Conforme, dijo Simmias.
—¿No es natural que a la armonía precedan las cosas que la componen y no
que la sigan?
—Así es.
—¿No son incompatibles con la armonía los sonidos, los movimientos y toda
cosa contraria a los elementos de que ella se compone?
—Seguramente, dijo Simmias.
—¿Pero no consiste toda armonía en la consonancia?
—No te entiendo bien, dijo Simmias.
—Pregunto si, según que sus elementos están más o menos de acuerdo, no
resulta más o menos la armonía.
—Seguramente.
—¿Y puede decirse del alma que una es más o menos alma que otra?
—No, sin duda.
—Veamos, pues, ¡por Júpiter! ¿No se dice que esta alma, que tiene
inteligencia y virtud, es buena; y que aquella otra, que tiene locura y maldad,
es mala? ¿No se dice esto con razón?
—Sí, sin duda.
—Y los que sostienen que el alma es una armonía, ¿qué dirán que son estas
cualidades del alma, este vicio y esta virtud? ¿Dirán que la una es una
armonía y la otra una disonancia? ¿Que el alma virtuosa, siendo armónica
por naturaleza, tiene además en sí misma otra armonía? ¿Y que la otra,
siendo una disonancia, no produce armonía?
—Yo no puedo decírtelo, respondió Simmias; parece, sin embargo, que los
partidarios de esta opinión dirían algo semejante.
—Pero estamos de acuerdo, dijo Sócrates, en que un alma no es más o
menos alma que otra; es decir, que [76] hemos sentado que ella no tiene más
o menos armonía que otra armonía. ¿No es así?
—Lo confieso, dijo Simmias.
—Y que no siendo más o menos armonía, no existe más o menos acuerdo
entre sus elementos. ¿No es así?
—Si, sin duda.
—Y no estando más o menos de acuerdo con sus elementos, ¿puede tener
más armonía o menos armonía? ¿O es preciso que la tenga igual?
—Igual.
—Por lo tanto, puesto que un alma no puede ser más o menos alma que otra,
¿no puede estar en más o en menos acuerdo que otra?
—Es cierto.
—Se sigue de aquí necesariamente, que un alma no puede tener ni más
armonía ni más disonancia que otra.
—Convengo en ello.
—Por consiguiente, ¿un alma puede tener más virtud o más vicio que otra, si
es cierto que el vicio es una disonancia y la virtud una armonía?
—De ninguna manera.
—O más bien; ¿la razón exige que se diga que el vicio no puede encontrarse
en ninguna alma, si el alma es una armonía, porque la armonía, si es perfecta
armonía, no puede consentir la disonancia?
—Sin dificultad.
—Luego el alma, si es alma perfecta, no puede ser capaz de vicio.
—¿Cómo podría serlo conforme a los principios en que hemos convenido?
—Según estos mismos principios, las almas de todos los animales son
igualmente buenas, si todas son igualmente almas.
—Así me parece, Sócrates.
—¿Y consideras que esto sea incontestable, y como una [77] consecuencia
necesaria, si es cierta la hipótesis de que el alma es una armonía?
—No, sin duda, Sócrates.
—Pero, dime, Simmias; entre todas las cosas que componen el hombre,
¿encuentras que mande otra que el alma, sobre todo, cuando es sabia?
—No; sólo ella manda.
—¿Y manda aflojando la rienda a las pasiones del cuerpo, o resistiéndolas?
Por ejemplo; cuando el cuerpo tiene sed, ¿no le impide el alma de beber? O
cuando tiene hambre, ¿no le impide de comer, y lo mismo en mil cosas
semejantes, en que vemos claramente que el alma combate las pasiones del
cuerpo? ¿No es así?
—Sin duda.
—¿Pero no hemos convenido antes en que el alma, siendo una armonía, no
puede tener otro tono que el producido por la tensión, aflojamiento,
vibración o cualquiera otra modificación de los elementos que la componen,
y que debe necesariamente obedecerles sin dominarlos jamás?
—Hemos convenido en eso, sin duda, dijo Simmias. ¿Por qué no?
—Pero, repuso Sócrates, ¿no vemos prácticamente que el alma hace todo lo
contrario; que gobierna y conduce las cosas mismas de que se la supone
compuesta; que las resiste durante casi toda la vida, reprendiendo a unas
más duramente mediante el dolor, como en la gimnasia y en la medicina;
tratando a otras con más dulzura, contentándose con reprender o amenazar
al deseo, a la cólera, al temor, como cosas de distinta naturaleza que ella?
Esto es lo que Homero ha expresado muy bien, cuando dice en la Odisea que
Ulises{16}, «dándose golpes de pecho, dijo con aspereza a su corazón: sufre
esto, corazón mío, que cosas más claras has soportado.» ¿Crees [78] tú que
Homero hubiera dicho esto si hubiera creído que el alma es una armonía que
debe ser gobernada por las pasiones del cuerpo? ¿No piensas que más bien
ha creído que el alma debe guiarlas y amaestrarlas, y que es de una
naturaleza más divina que una armonía?
—Sí, ¡por Júpiter!, yo lo creo; dijo Simmias.
—Por consiguiente, mi querido Simmias, replicó Sócrates, no podemos en
modo alguno decir que el alma es una especie de armonía; porque no
estaríamos al parecer de acuerdo ni con Homero, este poeta divino, ni con
nosotros mismos.
—Simmias convino en ello.
—Me parece, repuso Sócrates, que hemos suavizado muy bien esta armonía
tebana{17}; pero en cuanto a Cebes ¿de qué medio me valdré yo para
apaciguar a este Cadino?{18} ¿De qué razonamiento me valdré para
conseguirlo?
—Estoy seguro de que lo encontrarás, respondió Cebes. Por lo que hace al
argumento de que acabas de servirte contra la armonía, me ha llamado la
atención más de lo que yo creía; porque mientras Simmias te proponía sus
dudas, tenía por imposible que ninguno las rebatiera; y me he quedado
completamente sorprendido al ver que no ha podido sostener ni siquiera tu
primer ataque. después de esto, es claro que no me sorprenderé si a Cadmo
alcanza la misma suerte.
—Mi querido Cebes, replicó Sócrates; no me alabes demasiado, no sea que la
envidia trastorne lo que tengo que decir; pero esto depende de Dios. Ahora
nosotros, [79] cerrando más las filas, como dice Homero{19}, pongamos tu
objeción a prueba. Lo que deseas averiguar se reduce a lo siguiente: quieres
que se demuestre que el alma es inmortal e imperecible, a fin de que un
filósofo, que va a morir y muere con valor y con la esperanza de ser
infinitamente más dichoso en el otro mundo, que si hubiera muerto después
de haber vivido de distinta manera, no tenga una confianza insensata.
Porque el que el alma sea algo vigoroso y divino y el que haya existido antes
de nuestro nacimiento no prueba nada, dices tú, en favor de su inmortalidad,
y todo lo que se puede inferir es que puede durar por mucho tiempo, y que
existía ya antes que nosotros en alguna parte y por siglos casi infinitos; que
durante este tiempo ha podido conocer y hacer machas cosas, sin que por
esto fuera inmortal; que, por el contrario, el momento de su primera venida
al cuerpo ha sido quizá el principio de su ruina, y como una enfermedad que
se prolonga entre las debilidades y angustias de esta vida, y concluye por lo
que llamamos la muerte. Añades que importa poco que el alma venga una
sola vez a animar el cuerpo o que venga muchas, y que esto no hace variar
los justos motivos de temor; porque, a no estar demente, el hombre debe
temer siempre la muerte, en tanto que no sepa con certeza y pueda
demostrar que el alma es inmortal. he aquí, a mi parecer, todo lo que dices,
Cebes; y yo lo repito muy al por menor, para que nada se nos escape, y para
que puedas todavía añadir o quitar lo que gustes.
—Por ahora, respondió Cebes, nada tengo que modificar, porque has dicho
lo mismo que yo manifesté.
—Sócrates, después de haber permanecido silencioso por algún tiempo, y
como recogido en sí mismo, le dijo a Cebes: en verdad, no es tan poco lo que
pides, porque para [80] explicarlo es preciso examinar a fondo la cuestión
del nacimiento y de la muerte. Si lo deseas, te diré lo que me ha sucedido a
mí mismo sobre esta materia; y si lo que voy a decir te parece útil, te servirás
de ello en apoyo de tus convicciones.
—Lo deseo con todo mi corazón, dijo Cebes.
—Escúchame, pues. Cuando yo era joven, sentía un vivo deseo de aprender
esa ciencia que se llama la física; porque me parecía una cosa sublime saber
las causas de todos los fenómenos, de todas las cosas; lo que las hace nacer,
lo que las hace morir, lo que las hace existir; y no hubo sacrificio que
omitiera para examinar, en primer lugar, si es de lo caliente o de lo frío,
después que han sufrido una especie de corrupción, como algunos
pretenden{20}, de donde proceden los animales; si es la sangre la que crea el
pensamiento{21}, o el aire{22}, o el fuego{23}, o ninguna de estas cosas; o si
sólo el cerebro{24} es la causa de nuestras sensaciones de la vista, del oído,
del olfato; si de estos sentidos resultan la memoria y la imaginación; y si de
la memoria y de la imaginación sosegadas nace, en fin, la ciencia. Quería
conocer después las causas de la corrupción de todas estas cosas. Mi
curiosidad buscaba los cielos y hasta los abismos de la tierra, para saber qué
es lo que produce todos los fenómenos; y al fin me encontré todo lo incapaz
que se puede ser para hacer estas indagaciones. Voy a darte una prueba
patente de ello. Y es que este precioso estudio me ha dejado tan a oscuras en
las mismas cosas que yo sabia antes con la mayor evidencia, según a mí y a
otros nos parecía, que he olvidado todo lo que sabia sobre muchas materias;
por ejemplo, en [81] la siguiente: ¿cuál es la causa de que el hombre crezca?
Pensaba yo que era muy claro para todo el mundo que el hombre no crece
sino porque come y bebe; puesto que por medio del alimento, uniéndose la
carne a la carne, los huesos a los huesos, y todos los demás elementos a sus
elementos semejantes, lo que al principio no es más que un pequeño
volumen se aumenta y crece, y de esta manera un hombre de pequeño se
hace muy grande. he aquí lo que yo pensaba. ¿No te parece que tenía razón?
—Seguramente, dijo Cebes.
—Escucha lo que sigue. Creía yo saber por qué un hombre era más grande
que otro hombre, llevándose de diferencia toda la cabeza; y por qué un
caballo era más grande que otro caballo; y otras cosas más claras, como, por
ejemplo, que diez eran más que ocho por haberse añadido dos, y que dos
codos eran más grandes que un codo por excederle en una mitad.
—¿Y qué piensas ahora?, dijo Cebes.
—¡Por Júpiter! Estoy tan distante de creer que conozco las causas de
ninguna de estas cosas, que ni aun presumo saber si cuando a uno se le
añade otro uno, es este uno, al que se añadió el otro, el que se hace dos; o si
es el añadido y el que se añade juntos los que constituyen dos en virtud de
esta adición del uno al otro. Porque lo que me sorprende es que, mientras
estaban separados, cada uno de ellos era uno y no eran dos, y que después
que se han juntado, se han hecho dos, porque se ha puesto el uno al par del
otro. Yo no veo tampoco como es que cuando se divide una cosa, esta
división hace que esta cosa, que era una antes de dividirse, se haga dos
desde el momento de la separación; porque aquí aparece una causa
enteramente contraria a la que hizo que uno y uno fuesen dos. Antes este
uno y el otro uno se hacen dos, porque se juntan el uno con el otro; y ahora
esta cosa, que es una, se hace dos, porque se la divide y se la [82] separa.
Más aún; no creo saber, por qué el uno es uno; y, en fin, tampoco sé, al
menos por razones físicas, cómo una cosa, por pequeña que sea, nace, perece
o existe; así que resolví adoptar otro método, ya que este de ninguna manera
me satisfacía.
Habiendo oído leer en un libro, que según se decía, era de Anaxágoras, que la
inteligencia es la norma y la causa de todos los seres, me vi arrastrado por
esta idea; y me pareció una cosa admirable que la inteligencia fuese la causa
de todo; porque creía que, habiendo dispuesto la inteligencia todas las cosas,
precisamente estarían arregladas lo mejor posible. Si alguno, pues, quiere
saber la causa de cada cosa, el por qué nace y por qué perece, no tiene más
que indagar la mejor manera en que puede ella existir; y me pareció que era
una consecuencia de este principio que lo único que el hombre debe
averiguar es cuál es lo mejor y lo más perfecto; porque desde el momento en
que lo haya averiguado, conocerá necesariamente cuál es lo más malo,
puesto que no hay más que una ciencia para lo uno y para lo otro.
Pensando de esta suerte tenía el gran placer de encontrarme con un maestro
como Anaxágoras, que me explicaría, según mis deseos, la causa de todas las
cosas; y que, después de haberme dicho, por ejemplo, si la tierra es plana o
redonda, me explicaría la causa y la necesidad de lo que ella es; y me diría
cuál es lo mejor en el caso, y por qué esto es lo mejor. Asimismo si creía que
la tierra está en el centro del mundo, esperaba que me enseñaría por qué es
lo mejor que la tierra ocupe el centro: y después de haber oído de él todas
estas explicaciones, estaba resuelto por mi parte a no ir nunca en busca de
ninguna otra clase de causas. también me proponía interrogarle en igual
forma acerca del sol, de la luna y de los demás astros, para conocer la razón
de sus revoluciones, de sus movimientos y de todo lo que les sucede; [83] y
para saber cómo es lo mejor posible lo que cada uno de ellos hace, porque no
podía imaginarme que, después de haber dicho que la inteligencia los había
ordenado y arreglado, pudiese decirme que fuera otra la causa de su orden y
disposición que la de no ser posible cosa mejor; y me lisonjeaba de que,
después de designarme esta causa en general y en particular, me haría
conocer en qué consiste el bien de cada cosa en particular y el bien de todas
en general. Por nada hubiera cambiado en aquel momento mis esperanzas.
Tomé, pues, con el más vivo interés estos libros, y me puse a leerlos lo más
pronto posible, para saber luego lo bueno y lo malo de todas las cosas; pero
muy luego perdí toda esperanza, porque tan pronto como hube adelantado
un poco en mi lectura, me encontré con que mi hombre no hacia intervenir
para nada la inteligencia, que no daba ninguna razón del orden de las cosas,
y que en lugar de la inteligencia podía el aire, el éter, el agua y otras cosas
igualmente absurdas. Me pareció como si dijera: Sócrates hace mediante la
inteligencia todo lo que hace; y que en seguida, queriendo dar razón de cada
cosa que yo hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy sentado en mi cama,
porque mi cuerpo se compone de huesos y de nervios; que siendo los huesos
duros y sólidos, están separados por junturas, y que los nervios, pudiendo
retirarse o encogerse, unen los huesos con la carne y con la piel, que encierra
y abraza a los unos y a los otros; que estando los huesos libres en sus
articulaciones, los nervios, que pueden extenderse y encogerse, hacen que
me sea posible recoger las piernas como veis, y que esta es la causa de estar
yo sentado aquí y de esta manera. O también es lo mismo que si, para
explicar la causa de la conversación que tengo con vosotros, os dijese que lo
era la voz, el aire, el oído y otras cosas semejantes; y no os dijese ni una sola
palabra de la verdadera [84] causa, que es la de haber creído los atenienses
que lo mejor para ellos era condenarme a muerte, y que, por la misma razón,
he creído yo que era igualmente lo mejor para mí estar sentado en esta cama
y esperar tranquilamente la pena que me han impuesto. Porque os juro por
el cielo, que estos nervios y estos huesos míos ha largo tiempo que estarían
en Megara o en Beocia, si hubiera creído que era lo mejor para ellos, y no
hubiera estado persuadido de que era mucho mejor y más justo permanecer
aquí para sufrir el suplicio a que mi patria me ha condenado, que no escapar
y huir. Dar, por lo tanto, razones semejantes me parecía muy ridículo.
Dígase en buen hora que si yo no tuviera huesos ni nervios, ni otras cosas
semejantes, no podría hacer lo que juzgase conveniente; pero decir que
estos huesos y estos nervios son la causa de lo que yo hago, y no la elección
de lo que es mejor, para la que me sirvo de la inteligencia, es el mayor
absurdo, porque equivale a no conocer esta diferencia: que una es la causa y
otra la cosa, sin la que la causa no sería nunca causa; y por lo tanto la cosa y
no la causa es la que el pueblo, que camina siempre a tientas y como en
tinieblas, toma por verdadera causa, y a la que sin razón da este nombre. he
aquí por qué unos{25} consideran rodeada la tierra por un torbellino, y la
suponen fija en el centro del mundo; otros{26} la conciben como una ancha
artesa, que tiene por base el aire; pero no se cuidan de investigar el poder
que la ha colocado del modo necesario para que fuera lo mejor posible; no
creen en la existencia de ningún poder divino, sino que se imaginan haber
encontrado un Atlas más fuerte, más inmortal y más capaz de sostener todas
las cosas; y a este bien, que es el único capaz de ligar y abrazarlo todo, lo
tienen por una vana idea. [85]
Yo con el mayor gusto me habría hecho discípulo de cualquiera que me
hubiera enseñado esta causa; pero al ver que no podía alcanzar a conocerla,
ni por mí mismo, ni por medio de los demás, ¿quieres, Cebes, que te diga la
segunda tentativa que hice para encontrarla?
—Lo quiero con todo mi corazón, dijo Cebes.
—Cansado de examinar todas los cosas, creí que debía estar prevenido para
que no me sucediese lo que a los que miran un eclipse de sol; que pierden la
vista si no toman la precaución de observar en el agua o en cualquiera otro
medio la imagen de este astro. Algo de esto pasó en mi espíritu; y temí
perder los ojos del altura, si miraba los objetos con los ojos del cuerpo, y si
me servia de mis sentidos para tocarlos y conocerlos. Me convencí de que
debía recurrir a la razón, y buscar en ella la verdad de todas las cosas. Quizá
la imagen de que me sirvo para explicarme, no es enteramente exacta;
porque yo mismo no estoy conforme en que el que mira las cosas en la
razón, las mire más aún por medio de otra cosa, que el que las ve en sus
fenómenos; pero sea de esto lo que quiera, este es el camino que adopté; y
desde entonces, tomando por fundamento lo que me parece lo mejor, tengo
por verdadero todo lo que está en este caso, trátese de las cosas o de las
causas: y lo que no está conforme con esto, lo desecho como falso. Pero voy a
explicarme con más claridad, porque me parece que no me entiendes aún.
—No, ¡por Júpiter!, Sócrates, dijo Cebes; no te comprendo lo bastante.
—Sin embargo, replicó Sócrates, nada digo de nuevo; digo lo que he
manifestado en mil ocasiones, y lo que acabo de repetir en la discusión
precedente. Para explicarte el método de que me he servido en la indagación
de las causas, vuelvo desde luego a lo que tantas veces he expuesto; por ello
voy a comenzar tomándolo por fundamento. Digo, pues, que hay algo que es
bueno, que es [86] bello, que es grande por sí mismo. Si me concedes este
principio, espero demostrarte por este medio que el alma es inmortal.
—Te lo concedo, dijo Cebes, y trabajo te costará llevar a cabo tan pronto tu
demostración.
—Ten en cuenta lo que voy a decirte, y mira si estás de acuerdo conmigo. Me
parece que si hay alguna cosa bella, además de lo bello en sí, no puede ser
bella sino porque participa de lo que es bello en sí; y lo mismo digo de todas
las demás cosas. ¿Concedes esta causa?
—Sí, la concedo.
—Entonces ya no entiendo ni puedo comprender esas otras causas tan
pomposas de que se nos habla. Y así, si alguno llega a decirme que lo que
constituye la belleza de una cosa es la vivacidad de los colores, o la
proporción de sus partes u otras cosas semejantes, abandono todas estas
razones que sólo sirven para turbarme, y respondo, como por instinto y sin
artificio, y quizá con demasiada sencillez, que nada hace bella a la cosa mas
que la presencia o la comunicación con la belleza primitiva, cualquiera que
sea la manera como esta comunicación se verifique; porque no pasan de
aquí mis convicciones. Yo sólo aseguro que todas las cosas bellas lo son a
causa de la presencia en ellas de lo bello en sí. Mientras me atenga a este
principio no creo engañarme; y estoy persuadido de que puedo responder
con toda seguridad que las cosas bellas son bellas a causa de la presencia de
lo bello. ¿No te parece a ti lo mismo?
—Perfectamente.
—En la misma forma, las cosas grandes, ¿no son grandes a causa de la
magnitud, y las pequeñas a causa de la pequeñez?
—Sí.
—Si uno pretendiese que un hombre es más grande que otro, llevándole la
cabeza, y que este es pequeño en la [87] misma proporción, ¿no serias de su
opinión? Pero sostendrías que lo que quieres decir es que todas las cosas
que son más grandes que otras, no lo son sino causa de la magnitud; que es
la magnitud misma la que las hace grandes; y en la misma forma, que las
cosas pequeñas no son más pequeñas sino a causa de la pequeñez, siendo la
pequeñez la que hace que sean pequeñas. Y me imagino que, al sostener esta
opinión, temerías una objeción embarazosa que te podían hacer. Porque si
dijeses que un hombre es más grande o más pequeño que otro con exceso de
la cabeza, te podrían responder, por lo pronto, que el mismo objeto
constituía la magnitud del más grande, y la pequeñez del más pequeño; y
que a la altura de la cabeza, que es pequeña en sí misma, es a lo que el más
grande debería su magnitud; y sería en verdad maravilloso que un hombre
fuese grande a causa de una cosa pequeña. ¿No tendrías este temor?
—Sin duda, replicó Cebes sonriéndose.
—¿No temerías por la misma razón decir que diez son más que ocho porque
exceden en dos? ¿No dirías más bien que esto es a causa de la cantidad? Y lo
mismo tratándose de dos codos, ¿no dirías que son más grandes que uno a
causa de la magnitud, más bien que a causa del codo más? Porque aquí hay
el mismo motivo para temer la objeción.
—Tienes razón.
—Pero, ¿no tendrías dificultad en decir que si se añade uno a uno, la adición
es la causa del múltiple dos, o que si se divide uno en dos, la causa es la
división? ¿No afirmarías más bien que no conoces otra causa de cada
fenómeno que su participación en la esencia propia de la clase a que cada
uno pertenezca; y que, por consiguiente, tú no ves que sea otra la causa del
múltiple dos que su participación en la dualidad, de que participa
necesariamente todo lo que se hace dos, como todo lo que se hace uno
participa de la unidad? ¿No abandonarías las [88] adiciones, las divisiones y
todas las sutilezas de este género, dejando a los más sabios sentar sobre
semejantes bases sus razonamientos, mientras que tú, retenido, como suele
decirse, por miedo a tu sombra o más bien a tu ignorancia, te atendrías al
sólido principio que nosotros hemos establecido? Y si se impugnara este
principio, ¿le dejarías sin defensa antes de haber examinado todas las
consecuencias que de él se derivan para ver si entre ellas hay o no acuerdo?
Y si te vieses obligado a dar razón de esto, ¿no lo harías suponiendo otro
principio más elevado hasta que hubieses encontrado algo seguro que te
dejara satisfecho? ¿Y no evitarías embrollarlo todo como ciertos
disputadores, y confundir el primer principio con los que de el se derivan,
para llegar a la verdad de las cosas? Es cierto que quizá a estos disputadores
les importa poco la verdad, y que al mezclar de esta suerte todas las cosas
mediante su profundo saber, se contentan con darse gusto a sí mismos; pero
tú, si eres verdadero filósofo, harás lo que yo te he dicho.
—Tienes razón, dijeron al mismo tiempo Simmias y Cebes.
Equecrates
¡Por Júpiter! Hicieron bien en decir esto, Fedón; porque me ha parecido que
Sócrates se explicaba con una claridad admirable, aun para los menos
entendidos.
Fedón
Así pareció a todos los que se hallaban allí presentes.
Equecrates
Y a nosotros, que no estábamos allí, nos parece lo mismo, vista la relación
que nos haces. Pero ¿qué sucedió después?
Fedón
Me parece, si mal no recuerdo, que después de haberle concedido que toda
idea existe en sí, y que las cosas que [89] participan de esta idea toman de
ella su denominación, continuó de esta manera:
—Si este principio es verdadero, cuando dices que Simmias es más grande
que Sócrates y más pequeño que Fedón, ¿no dices que en Simmias se
encuentran al mismo tiempo la magnitud y la pequeñez?
—Si, dijo Cebes.
—Habrás de convenir en que si tú dices: Simmias es más grande que
Sócrates; esta proposición no es verdadera en sí misma, porque no es cierto
que Simmias sea más grande porque es Simmias, sino que es más grande
porque accidentalmente tiene la magnitud. Tampoco es cierto que sea más
grande que Sócrates, porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates
participa de la pequeñez en comparación con la magnitud de Simmias.
—Así es la verdad.
—Simmias, en igual forma, no es más pequeño que Fedón, porque Fedón es
Fedón, sino porque Fedón es grande cuando se le compara con Simmias, que
es pequeño.
—Así es.
—Simmias es llamado a la vez grande y pequeño, porque está entre los dos;
es más grande que el uno a causa de la superioridad de su magnitud, y es
inferior, a causa de su pequeñez, a la magnitud del otro. Y echándose a reír al
mismo tiempo, dijo: me parece que me he detenido demasiado en estas
explicaciones; pero al fin, lo que he dicho es exacto.
—Cebes convino en ello.
—He insistido en esta doctrina, porque deseo atraeros a mi opinión. Y me
parece que no sólo la magnitud no puede nunca ser al mismo tiempo grande
y pequeña, sino también que la magnitud, que está en nosotros, no admite la
pequeñez, ni puede ser sobrepujada; porque una de dos cosas: o la magnitud
huye y se retira al [90] aproximarse su contraria, que es la pequeñez; o cesa
de existir y perece; pero si alguna vez ella subsiste y recibe en sí la
pequeñez, no podrá por esto ser otra cosa que lo que ella era. Así, por
ejemplo, después de haber recibido en mí la pequeñez, yo quedo el mismo
que era antes, con la sola diferencia de ser además pequeño. La magnitud no
puede ser pequeña al mismo tiempo que es grande; y de igual modo la
pequeñez, que está en nosotros, no toma nunca el puesto de la magnitud; en
una palabra, ninguna cosa contraria, en tanto que lo es, puede hacerse o ser
su contraria, sino que cuando la otra llega, o se retira, o perece.
—Cebes convino en ello; pero uno de los que estaban presentes, (no
recuerdo quién era), dirigiéndose a Sócrates, le dijo: ¡Ah, por los dioses!, ¿no
has admitido ya lo contrario de lo que dices? Porque, ¿no hemos convenido
en que lo más grande nace de lo más pequeño y lo más pequeño de lo más
grande; en una palabra, que las contrarias nacen siempre de sus contrarias?
Y ahora me parece haberte oído que nunca puede suceder esto.
—Sócrates, inclinando un tanto su cabeza hacia adelante, como para oír
mejor, le dijo: muy bien; tienes razón al recordarnos los principios que
hemos establecido; pero no ves la diferencia que hay entre lo que hemos
sentado antes y lo que decimos ahora. Dijimos que una cosa nace siempre de
su contraria, y ahora decimos que lo contrario no se convierte nunca en lo
contrario a sí mismo, ni en nosotros, ni en la naturaleza. entonces
hablábamos de las cosas que tienen sus contrarias, cada una de las cuales
podíamos designar con su nombre; y aquí hablamos de las esencias mismas,
cuya presencia en las cosas da a estas sus nombres, y de estas últimas es de
las que decimos que no pueden nunca nacer la una de la otra. Y al mismo
tiempo, mirando a Cebes, le dijo: la objeción que se acaba de proponer, ¿ha
causado en ti alguna turbación? [91]
—No, Sócrates; no soy tan débil, aunque hay cosas capaces de turbarme.
—Estamos, pues, unánime y absolutamente conformes, replicó Sócrates, en
que nunca un contrario puede convertirse en lo contrario a sí mismo.
—Es cierto, dijo Cebes.
—Vamos a ver si convienes en esto: ¿hay algo que se llama frío y algo que se
llama caliente?
—Seguramente.
—¿Como la nieve y el fuego?
—No, ¡por Júpiter!
—¿Lo caliente es entonces diferente del fuego, y lo frío diferente de la nieve?
—Sin dificultad.
—Convendrás, yo creo, en que cuando la nieve ha recibido calor, como
decíamos antes, ya no será lo que era, sino que desde el momento que se la
aplique el calor, le cederá el puesto o desaparecerá enteramente.
—Sin duda.
—Lo mismo sucede con el fuego, tan pronto como le supere el frío; y así se
retirará o perecerá, porque apenas se le haya aplicado el frío, no podrá ser
ya lo que era, y no será fuego y frío a la vez.
—Muy bien, dijo Cebes.
—Es, pues, tal la naturaleza de algunas de estas cosas, que no sólo la misma
idea conserva siempre el mismo nombre, sino que este nombre sirve
igualmente para otras cosas que no son lo que ella es en sí misma, pero que
tienen su misma forma mientras existen. Algunos ejemplos aclararán lo que
quiero decir. Lo impar debe tener siempre el mismo nombre. ¿No es así?
—Sí, sin duda.
—Ahora bien, dime: ¿es esta la única cosa que tiene este nombre, o hay
alguna otra cosa que no sea lo impar y que, sin embargo, sea preciso
designar con este [92] nombre, por ser de tal naturaleza, que no puede
existir sin lo impar? Como, por ejemplo, el número tres y muchos otros; pero
fijémonos en el tres. ¿No te parece que el número tres debe ser llamado
siempre con su nombre, y al mismo tiempo con el nombre de impar, aunque
lo impar no es lo mismo que el número tres? Sin embargo, tal es la
naturaleza del tres, del cinco y de la mitad de los números, que aunque cada
uno de ellos no sea lo que es lo impar, es, no obstante, siempre impar. Lo
mismo sucede con la otra mitad de los números, como dos, cuatro; aunque
no son lo que es lo par, es cada uno de ellos, sin embargo, siempre par. ¿No
estás conforme?
—¿Y cómo no?
Fíjate en lo que voy á decir. Me parece que no sólo estas contrarias que se
excluyen, sino también todas las demás cosas, que sin ser contrarias entre sí,
tienen, sin embargó, siempre sus contrarias, no pueden dejarse penetrar por
la esencia, que es contraria a la que ellas tienen, sino que tan pronto como
esta esencia aparece, ellas se retiran o perecen. El tres, por ejemplo, ¿no
perecerá antes que hacerse en ningún caso número par, permaneciendo
tres?
—Seguramente, dijo Cebes.
—Sin embargo, dijo Sócrates, el dos no es contrario al tres.
—No, sin duda.
—Luego las contrarias no son las únicas cosas que no consienten sus
contrarias, sino que hay todavía otras cosas también incompatibles.
—Es cierto.
—¿Quieres que las determinemos en cuanto nos sea posible?
—Sí.
—¿No serán aquellas, ¡oh Cebes! que obligan a la cosa en que se encuentran,
cualquiera que sea, no sólo a [93] retener la idea que es en ellas esencial,
sino también a rechazar toda otra idea contraria a ésta?
—¿Qué dices?
—Lo que decíamos antes. Todo aquello en que se encuentra la idea de tres,
debe necesariamente, no sólo permanecer tres, sino permanecer también
impar.
—¿Quién lo duda?
—Por consiguiente, es imposible que en una cosa tal como ésta penetre la
idea contraria a la que constituye su esencia.
—Es imposible.
—Ahora bien, lo que constituye su esencia, ¿no es el impar?
—Sí.
—Y la idea contraria a lo impar, ¿no es la idea de lo par?
—Sí.
—Luego la idea de lo par no se encuentra nunca en el tres.
—No, sin duda.
—El tres, por lo tanto, no consiente lo par.
—No lo consiente.
—Porque el tres es impar.
—Seguramente.
—He aquí lo que queríamos sentar como base; que hay ciertas cosas, que, no
siendo contrarias a otras, las excluyen, lo mismo que si fuesen contrarias,
como el tres que aunque no es contrario al número par, no lo consiente, lo
desecha; como el dos, que lleva siempre consigo algo contrario al número
impar; como el fuego, el frío y muchas otras. Mira ahora, si admitirías tú la
siguiente definición: no sólo lo contrario no consiente su contrario, sino que
todo lo que lleva consigo un contrario, al comunicarse con otra cosa, no
consiente nada que sea contrario al contrario que lleva en sí. [94]
Piénsalo bien, porque no se pierde el tiempo en repetirlo muchas veces. El
cinco no será nunca compatible con la idea de par; como el diez, que es dos
veces aquel, no lo será nunca con la idea de impar; y este dos, aunque su
contraria no sea la idea de lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo
impar, como no consentirán nunca idea de lo entero las tres cuartas partes,
la tercera parte, ni las demás fracciones; si es cosa que me has entendido y
estás de acuerdo conmigo en este punto.
Ahora bien; voy a reasumir mis primeras preguntas: y tú, al responderme,
me contestarás, no en forma idéntica a ellas, sino en forma diferente, según
el ejemplo que voy a ponerte; porque además de la manera de responder
que hemos usado, que es segura, hay otra que no lo es menos; puesto que si
me preguntases qué es lo que produce el calor en los cuerpos, yo no te daría
la respuesta, segura sí, pero necia, de que es el calor; sino que, de lo que
acabamos de decir, deduciría una respuesta más acertada, y te diría: es el
fuego; y si me preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, te
respondería que no es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es
lo que constituye lo impar, no te responderé la imparidad, sino la unidad; y
así de las demás cosas. Mira si entiendes suficientemente lo que quiero
decirte.
—Te entiendo perfectamente.
—Respóndeme, pues, continuó Sócrates. ¿Qué es lo que hace que el cuerpo
esté vivo?
—Es el alma.
—¿Sucede así constantemente?
—¿Cómo no ha de suceder?, dijo Cebes.
—¿El alma lleva, por consiguiente, consigo la vida a donde quiera que ella
va?
—Es cierto.
—¿Hay algo contrario a la vida, o no hay nada? [95]
—Si, hay alguna cosa.
—¿Qué cosa?
—La muerte.
—El alma, por consiguiente, no consentirá nunca lo que es contrario a lo que
lleva siempre consigo. Esto se deduce rigurosamente de nuestros principios.
—La consecuencia es indeclinable, dijo Cebes.
—Pero, ¿cómo llamamos a lo que no consiente nunca la idea de lo par?
—Lo impar.
—¿Cómo llamamos a lo que no consiente nunca la justicia, y a lo que no
consiente nunca el orden?
—La injusticia y el desorden.
—Sea así: y a lo que no consiente nunca la muerte, ¿cómo lo llamamos?
—Lo inmortal.
—El alma, ¿no consiente la muerte?
—No.
—El alma es, por consiguiente, inmortal.
—Inmortal.
—¿Diremos que esto está demostrado, o falta algo a la demostración?
—Está suficientemente demostrado, Sócrates.
—Pero, Cebes, si fuese una necesidad que lo impar fuese imperecible, ¿el
tres no lo sería igualmente?
—¿Quién lo duda?
—Si lo que no tiene calor fuese necesariamente imperecible, siempre que
alguno aproximase el fuego a la nieve, ¿la nieve no subsistiría sana y salva?
Porque ella no perecería; y por mucho que se la expusiese al fuego, no
recibiría nunca el calor.
—Muy cierto.
—En la misma forma, si lo que no es susceptible de frío fuese
necesariamente imperecible, por mucho que se echara sobre el fuego algo
frío, nunca el fuego se [96] extinguiría, nunca perecería; por el contrario,
quedaría con toda su fuerza.
—Es de necesidad absoluta.
—Precisamente tiene que decirse lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que
es inmortal no puede perecer jamás, por mucho que la muerte se aproxime
al alma, es absolutamente imposible que el alma muera; porque, según
acabamos de ver, el alma no recibirá nunca en sí la muerte, jamás morirá; así
como el tres, y lo mismo cualquiera otro número impar, no puede nunca ser
par; como el fuego no puede ser nunca frío, ni el calor del fuego convertirse
en frío. Alguno me dirá quizá: en que lo impar no puede convertirse en par
por el advenimiento de lo par, estamos conformes; ¿pero qué obsta para que,
si lo impar llega a perecer, lo par ocupe su lugar? A esta objeción yo no
podría responder que lo impar no perece, si lo impar no es imperecible. Pero
si le hubiéramos declarado imperecible, sostendríamos con razón que
siempre que se presentase lo par, el tres y lo impar se retirarían, pero de
ninguna manera perecerían; y lo mismo diríamos del fuego, de lo caliente y
de otras cosas semejantes. ¿No es así?
—Seguramente, dijo Cebes.
—Por consiguiente, viniendo a la inmortalidad, que es de lo que tratamos al
presente, si convenimos en que todo lo que es inmortal es imperecible, el
alma necesariamente es, no sólo inmortal, sino absolutamente imperecible.
Si no convenimos en esto, es preciso buscar otras pruebas.
—No es necesario, dijo Cebes; porque, ¿a qué podríamos llamar imperecible,
si lo que es inmortal y eterno estuviese sujeto a perecer?
—No hay nadie, replicó Sócrates, que no convenga en que ni Dios, ni la
esencia y la idea de la vida, ni cosa alguna inmortal pueden perecer. [97]
—¡Por Júpiter! Todos los hombres reconocerán esta verdad, dijo Cebes; y
pienso que mejor aún convendrán en ello los dioses.
—Si es cierto que todo lo que es inmortal es imperecible, el alma que es
inmortal, ¿no está eximida de perecer?
—Es necesario.
—Así, pues, cuando la muerte sorprende al hombre, lo que hay en él de
mortal muere, y lo que hay de inmortal se retira, sano e incorruptible,
cediendo su puesto a la muerte.
—Es evidente.
—Por consiguiente, si hay algo inmortal e imperecible, mi querido Cebes, el
alma debe serlo; y por lo tanto, nuestras almas existirán en otro mundo.
—Nada tengo que oponer a eso, Sócrates, dijo Cebes; y no puedo menos de
rendirme a tus razones; pero si Simmias o algún otro tienen alguna cosa que
objetar, harán muy bien en no callar; porque ¿qué momento ni qué ocasión
mejores pueden encontrar para conversar y para ilustrarse sobre estas
materias?
—Yo, dijo Simmias, nada tengo que oponer a lo que ha manifestado Sócrates,
si bien confieso que la magnitud del objeto y la debilidad natural al hombre
me inclinan, a pesar mío, a una especie de desconfianza.
—No sólo lo que manifiestas, Simmias, dijo Sócrates, está muy bien dicho,
sino que por seguros que nos parezcan nuestros primeros principios, es
preciso volver de nuevo a ellos para examinarlos con más cuidado. Cuando
los hayas comprendido suficientemente, conocerás sin dificultad la fuerza de
mis razones, en cuanto es posible a hombre; y cuando te convenzas, no
buscarás otras pruebas.
—Muy bien, dijo Cebes.
—Amigos míos, una cosa digna de tenerse en cuenta es, que si el alma es
inmortal, hay necesidad de cuidarla, [98] no sólo durante la vida, sino
también para el tiempo que viene después de la muerte; porque si bien lo
reflexionáis, es muy grave el abandonarla. Si la muerte fuese la disolución de
toda existencia, sería una gran cosa para los malos verse después de su
muerte, libres de su cuerpo, de su alma, y de sus vicios; pero, supuesta la
inmortalidad del alma, ella no tiene otro medio de librarse de sus males, ni
puede procurarse la salud de otro modo, que haciéndose muy buena y muy
sabia. Porque al salir de este mundo sólo lleva consigo sus costumbres y sus
hábitos, que son, según se dice, la causa de su felicidad o de su desgracia
desde el primer momento de su llegada. Dícese, que después de la muerte de
alguno, el genio, que le ha conducido durante la vida, lleva el alma a cierto
lugar, donde se reúnen todos los muertos para ser juzgados, a fin de que
vayan desde allí a los infiernos con el guía, que es el encargado de
conducirles de un punto a otro; y después que han recibido allí los bienes o
los males, a que se han hecho acreedores, y han permanecido en aquella
estancia todo el tiempo que les fue designado, otro conductor los vuelve a la
vida presente después de muchas revoluciones de siglos. Este camino no es
lo que Telefo dice en Esquiles: «un camino sencillo conduce a los infiernos.»
No es ni único ni sencillo; si lo fuese, no habría necesidad de guía, porque
nadie puede extraviarse cuando el camino es único; tiene, por el contrario,
muchas revueltas y muchas travesías, como lo infiero de lo que se practica
en nuestros sacrificios y en nuestras ceremonias religiosas. El alma, dotada
de templanza y sabiduría, sigue a su guía voluntariamente, porque sabe la
suerte que le espera; pero la que está clavada a su cuerpo por sus pasiones,
como dije antes, y permanece largo tiempo ligada a este mundo visible, sólo
después de haber resistido y sufrido mucho, es cuando el genio que la ha
sido destinado consigue arrancarla como por fuerza y a pesar [99] suyo.
Cuando llega de esta manera al punto donde se reúnen todas las almas, si es
impura, si se ha manchado en algún asesinato o cualquiera otro crimen
atroz, acciones muy propias de su índole, todas las demás almas huyen de
ella, y la tienen horror; no encuentra ni quien la acompañe, ni quien la guíe;
y anda errante y completamente abandonada, hasta que la necesidad la
arrastra a la mansión que merece. Pero la que ha pasado su vida en la
templanza y en la pureza, tiene los dioses mismos por compañeros y por
guías, y va a habitar el lugar que le está preparado, porque hay lugares
diversos y maravillosos en la tierra, la cual, según he aprendido de alguien,
no es como se figuran los que acostumbran a describirla.
—Entonces Simmias dijo: ¿qué dices, Sócrates? He oído contar muchas cosas
de esa tierra, pero no las que te han enseñado a ti. Te escucharé gustoso en
adelante.
—Para referirte la historia de esto, mi querido Simmias, no creo haya
necesidad del arte de Glauco{27}. Mas probarte su verdad es más difícil, y no
sé si todo el arte de Glauco bastaría al efecto. Semejante empresa no sólo
está quizá por cima de mis fuerzas, sino que aun cuando no lo estuviese, el
poco tiempo, que me queda de vida, no permite que entablemos tan larga
discusión. Todo lo que yo puedo hacer es darte una idea general de esta
tierra y de los lugares diferentes que encierra, tales como yo me los figuro.
—Eso nos bastará, dijo Simmias.
—En primer lugar, continuó Sócrates, estoy persuadido de que si la tierra
está en medio del cielo y es de forma esférica, no tiene necesidad ni del aire
ni de ninguno otro apoyo, para no caer; sino que el cielo mismo, [100] que la
rodea por todas partes, y su propio equilibrio, bastan para que se sostenga,
porque todo lo que está en equilibrio, en medio de una cosa que le oprime
igualmente por todos puntos, no puede inclinarse a ningún lado, y por
consiguiente subsiste fija e inmóvil. Esta es mi persuasión.
—Con razón, dijo Simmias.
—Por otra parte, estoy convencido de que la tierra es muy grande, y que
nosotros sólo habitamos la parte que se extiende desde el Faso hasta las
columnas de Hércules, derramados a orillas de la mar como hormigas o
como ranas alrededor de una laguna. Hay otros pueblos, a mi parecer, que
habitan regiones que nos son desconocidas, porque en la superficie de la
tierra se encuentran por todas partes cavernas de todas formas y
dimensiones, llenas siempre de un aire grueso, de espesos vapores y de
aguas que afluyen allí de todas partes. Pero la tierra misma está en lo alto, en
ese cielo puro, en que se encuentran los astros, y al que la mayor parte de los
que hablan de esto llaman Éter, del cual es un mero sedimento lo que afluye
a las cavidades que habitamos. Sumidos en estas cavidades creemos, sin
dudarlo, que habitamos lo más elevado de la tierra, que es poco más o
menos lo mismo que si uno, teniendo su habitación en las profundidades del
Océano, se imaginase que habitaba por cima del mar; y viendo al través del
agua el sol y los demás astros, tomase el mar por el cielo; y que no habiendo,
a causa de su peso y de su debilidad, subido nunca arriba, ni sacado en toda
su vida la cabeza fuera del agua, ignorase cuánto más puro y hermoso es este
lugar que el que él habita, no habiéndolo visto, ni tampoco encontrado
persona que pudiera enseñárselo. he aquí justamente la situación en que nos
hallamos. Confinados en algunas cavidades de la tierra, creemos habitar en
lo alto; tomamos el aire por el cielo, y creemos que es [101] el verdadero
cielo, en el que todos los astros verifican sus revoluciones. La causa de
nuestro error es que nuestro peso y nuestra debilidad nos impiden
elevarnos por cima del aire, porque si alguno se fuera a lo alto y pudiese
elevarse con alas, apenas estuviese su cabeza fuera de nuestro espeso aire
vería lo que pasa en aquella dichosa estancia; en la misma forma que los
peces, si se elevaran por cima de la superficie de los mares, verían lo que
pasa en el aire, que nosotros respiramos; y si fuese de una naturaleza capaz
de larga meditación, conocería que este era el verdadero cielo, la verdadera
luz, la verdadera tierra. Porque esta tierra que pisamos, estas piedras y
todos estos lugares que habitamos, están enteramente roídos y
corrompidos, como lo que está bajo las aguas del mar, roído también por la
acritud de las sales. Así es que en el mar nada nace perfecto, ni tiene ningún
valor; no hay allí más que cavernas, arena y cieno; y si alguna tierra se
encuentra, es sólo fango, sin que sea posible comparar nada de lo que allí
existe con lo que aquí vemos. Pero lo que se encuentra en la otra mansión
está muy por cima de lo que vemos en esta; y para claros a conocer la belleza
de esta tierra pura, cine está en el centro del cielo, os referiré, si queréis, una
preciosa fábula, que bien merece que la escuchéis.
—La escucharemos con muchísimo placer, Sócrates, dijo Simmias.
—En primer lugar, mi querido Simmias, dícese que mirando esta tierra
desde un punto elevado, parece como una de nuestras pelotas de viento,
cubierta con doce bandas de diferentes colores, de las que no son sino una
muestra las que usan los pintores; porque los colores de esta tierra son
infinitamente más brillantes y más puros. Una es de color de púrpura,
maravilloso; otra de color de oro; esta de un blanco más brillante que la
nieve y el yeso; y así de todos los demás colores, que son de una calidad y
[102] de una belleza, a que en manera alguna se aproximan los que aquí
vemos. Las cavidades mismas de esta tierra, llenas de agua y aire, muestran
cierta variedad y son distintas entre sí; de manera que el aspecto de la tierra
presenta una infinidad de matices maravillosos admirablemente
diversificados. En esta otra tierra tan acabada, todo es de una perfección que
guarda proporción con ella, los árboles, las flores, los frutos; las montañas y
las piedras son tan tersas y de una limpieza y de un brillo tales, que no hay
nada que se les parezca. Nuestras esmeraldas, nuestros jaspes, nuestras
ágatas, que tanto estimamos aquí, no son más que pequeños pedacitos de
ella. No hay una sola piedra en esta dichosa tierra que no sea infinitamente
más bella que las nuestras; y la causa de esto es, porque todas estas piedras
preciosas son puras, no están roídas ni mordidas como las nuestras por la
acritud de las sales y por la corrupción de los sedimentos que de allí
descienden a nuestra tierra inferior, donde se acumulan e infestan no sólo
las piedras y la tierra, sino también las plantas y los animales. Además de
todas estas bellezas, esta dichosa tierra es rica en oro, plata y otros metales,
que, derramados en abundancia por todas partes, despiden por uno y otro
lado una brillantez que encanta la vista; de manera que el aspecto de esta
tierra es un espectáculo de bienaventurados. Está habitada por toda clase de
animales y por hombres derramados unos por el campo y otros alrededor
del aire, como estamos nosotros alrededor del mar. Los hay que habitan en
islas, que el aire forma cerca del continente; porque el aire es allí lo que son
aquí el agua y el mar para nuestro uso; y lo que para nosotros es el aire para
ellos es el éter. Sus estaciones son tan templadas, que viven más que
nosotros y están siempre libres de enfermedades; y en razón de la vista, el
oído, el olfato y de todos los demás sentidos, y hasta en razón de la
inteligencia misma, están tan por cima de [103] nosotros, como lo están el
aire respecto del agua y el éter respecto del aire. Allí tienen bosques
sagrados y templos que habitan verdaderamente los dioses, los cuales dan
señales de su presencia por los oráculos, las profecías, las inspiraciones y
por todos los demás signos, que acusan la comunicación con ellos. Allí ven
también el sol y la luna tales como son; y en lo demás su felicidad guarda
proporción con todo esto.
He aquí lo que es esta tierra con todo lo que la rodea. En torno suyo, en sus
cavidades, hay muchos lugares; unos más profundos y más abiertos que el
país que nosotros habitamos; otros más profundos y menos abiertos; y los
hay que tienen menos profundidad y más extensión. Todos estos lugares
están taladrados por bajo en muchos puntos, y comunican entre sí por
conductos, al través de los cuales corren como fuentes una cantidad inmensa
de agua, ríos subterráneos inagotables, manantiales de aguas frías y
calientes, ríos de fuego y otros de cieno, unos más líquidos, otros más
cenagosos, como los torrentes de cieno y de fuego que en Sicilia preceden a
la lava. Estos sitios se llenan de una u otra materia, según la dirección que
toman las corrientes, a medida que se derraman. Todos estos surtidores se
mueven bajando y subiendo como un balancín suspendido en el interior de
la tierra. he aquí cómo se verifica este movimiento. Entre las aberturas de la
tierra hay una que es la más grande, que la atraviesa por entero. Homero
habla de ella cuando dice: muy lejos, en el abismo más profundo que existe
en las entrañas de la tierra.{28} Homero y la mayor parte de los poetas
llaman a este lugar el Tártaro. Allí es donde todos los ríos reúnen sus aguas,
y de allí es de donde en seguida salen. Cada uno de ellos participa de la
naturaleza del terreno sobre que corre. Si estos ríos vuelven a correr en
[104] sentido contrario es porque el líquido no encuentra allí fondo, se agita
suspendido en el vacío y hierve de arriba abajo. El aire y el viento, que los
rodean, hacen lo mismo; los siguen cuando suben y cuando bajan, y a la
manera que se ve entrar y salir el aire incesantemente en los animales
cuando respiran, en la misma forma el aire que se mezcla con estas aguas
entra y sale con ellas, y produce vientos terribles y furiosos. Cuando estas
aguas caen con violencia en el abismo inferior, de que os he hablado, forman
corrientes, que se arrojan, al través de la tierra, en los lechos de los ríos que
encuentran y que llenan como con una bomba. Cuando estas aguas salen de
aquí y vienen a los sitios que nosotros habitamos, los llenan de la misma
manera; y derramándose por todas partes sobre la superficie de la tierra,
alimentan nuestros mares, nuestros ríos, nuestros estanques y nuestras
fuentes. En seguida desaparecen, y sumiéndose en la tierra, los unos con
grandes rodeos y los otros no con tantos, desaguan en el Tártaro, donde
entran más bajos que habían salido, unos más, otros menos, pero todos algo.
Unos salen y entran de nuevo en el Tártaro por el mismo lado, y otros por el
opuesto a su salida; los hay que corren en círculo, y que después de haber
dado vuelta a la tierra una y muchas veces, como las serpientes que se
repliegan sobre sí mismas, bajándose lo más que pueden, marchan hasta la
mitad del abismo, pero sin pasar de aquí, porque la otra mitad es más alta
que su nivel. Estas aguas forman muchas corrientes y muy grandes, pero hay
cuatro principales, la mayor de las cuales es la que corre más exteriormente
y en rededor, y que se llama Océano. El que está enfrente de este es el
Aqueronte, que corre en sentido opuesto al través de lugares desiertos, y
que sumiéndose en la tierra, se arroja en la laguna Aquerusia, donde
concurren la mayor parte de las almas de los muertos, que después de haber
[105] permanecido allí el tiempo que se les ha señalado, a unas más, a otras
menos, son enviadas otra vez a este mundo para animar nuevos cuerpos.
Entre el Aqueronte y el Océano corre un tercer río, que no lejos de su origen
va a precipitarse en un extenso lugar lleno de fuego, y allí forma un lago más
grande que nuestro mar, donde hierve el agua mezclada con el cieno; y
saliendo de aquí negra y cenagosa, recorre la tierra y desemboca a la
extremidad de la laguna Aquerusia sin mezclarse con sus aguas, y después
de haber dado muchas vueltas bajo la tierra, se arroja en la parte más baja
del Tártaro. Este río se llama Puriflegeton, del que se ven salir arroyos de
llamas por muchas hendiduras de la tierra. A la parte opuesta el cuarto río
cae primeramente en un lugar horrible y salvaje, que es, según se dice, de un
color azulado. Se llama este lugar Estigio, y laguna Estigia la que forma el río
al caer. después de haber tomado en las aguas de esta laguna virtudes
horribles, se sume en la tierra, donde da muchas vueltas y dirigiendo su
curso frente por frente del Puriflegeton, le encuentra al fin en la laguna
Aquerusia por la extremidad opuesta. Este río no mezcla sus aguas con las
de los otros; pero después de haber dado su vuelta por la tierra, se arroja
como los demás en el Tártaro por el punto opuesto al Puriflegeton. A este
cuarto río llaman los poetas Cocito.
Dispuestas así todas las cosas por la naturaleza, cuando los muertos llegan al
lugar a que les ha conducido su guía, se les somete a un juicio, para saber si
su vida en este mundo ha sido santa y justa o no. Los que no han sido ni
enteramente criminales ni absolutamente inocentes, son enviados al
Aqueronte, y desde allí son conducidos en barcas a la laguna Aquerusia,
donde habitan sufriendo castigos proporcionados a sus faltas, hasta que,
libres de ellos, reciben la recompensa debida a sus buenas acciones. Los que
se consideran incurables a causa de lo grande [106] de sus faltas y que han
cometido muchos y numerosos sacrilegios, asesinatos inicuos y contra ley u
otros crímenes semejantes, el fatal destino, haciendo justicia, los precipita en
el Tártaro, de donde no saldrán jamás. Pero los que sólo han cometido faltas
que pueden expiarse, aunque sean muy grandes, como haber cometido
violencias contra su padre o su madre, o haber quitado la vida a alguno en el
furor de la cólera, aunque hayan hecho por ello penitencia durante toda su
vida, son sin remedio precipitados también en el Tártaro; pero, trascurrido
un año, las olas los arrojan y echan los homicidas al Cocito, y los parricidas al
Purifiegeton, que los arrastra hasta la laguna Aquerusia. Allí dan grandes
gritos, y llaman a los que fueron asesinados y a todos aquellos contra
quienes cometieron violencias, y los conjuran para que les dejen pasar la
laguna, y ruegan se les reciba allí. Si los ofendidos ceden y se compadecen,
aquellos pasan y se ven libres de todos los males; y si no ceden, son de nuevo
precipitados en el Tártaro, que los vuelve a arrojar a los otros ríos hasta que
hayan conseguido el perdón de los ofendidos, porque tal ha sido la sentencia
dictada por los jueces. Pero los que han justificado haber pasado su vida en
la santidad, dejan estos lugares terrestres como una prisión y son recibidos
en lo alto, en esa tierra pura, donde habitan. Y lo mismo sucede con los que
han sido purificados por la filosofía, los cuales viven por toda la eternidad
sin cuerpo, y son recibidos en estancias aún más admirables. No es fácil que
os haga una descripción de esta felicidad, ni el poco tiempo que me resta me
lo permite. Pero lo que acabo de deciros basta, mi querido Simmias, para
haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida en adquirir la virtud y
la sabiduría, porque el precio es magnífico y la esperanza grande.
Sostener que todas estas cosas son como yo las he descrito, ningún hombre
de buen sentido puede hacerlo; [107] pero lo que he dicho del estado de las
almas y de sus estancias, es como os lo he anunciado o de una manera
parecida; creo que, en el supuesto de ser el alma inmortal, puede asegurarse
sin inconveniente; y la cosa bien merece correr el riesgo de creer en ella. Es
un azar precioso a que debemos entregarnos, y con el que debe uno
encantarse a sí mismo. He aquí por qué me he detenido tanto en mi discurso.
Todo hombre, que durante su vida ha renunciado a los placeres y a los
bienes del cuerpo y los ha mirado como extraños y maléficos, que sólo se ha
entregado a los placeres que da la ciencia, y ha puesto en su alma, no
adornos extraños, sino adornos que le son propios, como la templanza, la
justicia, la fortaleza, la libertad, la verdad; semejante hombre debe esperar
tranquilamente la hora de su partida para los infiernos, estando siempre
dispuesto para este viaje cuando quiera que el destino le llame. Respecto a
vosotros, Simmias y Cebes y los demás aquí presentes, haréis este viaje
cuando os llegue vuestro turno. Con respecto a mí, la suerte me llama hoy,
como diría un poeta trágico; y ya es tiempo de que me vaya al baño, porque
me parece que es mejor no beber el veneno hasta después de haberme
bañado, y ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar mi cadáver.
—Cuando Sócrates hubo acabado de hablar, Criton, tomando la palabra, le
dijo: bueno, Sócrates; pero ¿no tienes nada que recomendarnos ni a mí ni a
estos otros sobre tus hijos o sobre cualquier otro negocio en que podamos
prestarte algún servicio?
—Nada más, Criton, que lo que os he recomendado siempre, que es el tener
cuidado de vosotros mismos, y así haréis un servicio a mí, a mi familia y a
vosotros mismos, aunque no me prometierais nada en este momento;
mientras que si os abandonáis, si no queréis seguir el camino de que
acabarnos de hablar, todas las promesas, [108] todas las protestas que
pudieseis hacerme hoy, todo esto de nada serviría.
—Haremos los mayores esfuerzos, respondió Criton, para conducirnos de
esa manera; pero, ¿cómo te enterraremos?
—Como gustéis, dijo Sócrates; si es cosa que podéis cogerme y si no escapo a
vuestras manos. Y sonriéndose y mirándonos al mismo tiempo, dijo: no
puedo convencer a Criton de que yo soy el Sócrates que conversa con
vosotros y que arregla todas las partes de su discurso; se imagina siempre
que soy el que va a ver morir luego, y en este concepto me pregunta cómo
me ha de enterrar. Y todo ese largo discurso que acabo de dirigiros para
probaros que desde que haya bebido la cicuta no permaneceré ya con
vosotros, sino que os abandonaré e iré a gozar de la felicidad de los
bienaventurados; todo esto me parece que lo he dicho en vano para Criton,
como si sólo hubiera hablado para consolaros y para mi consuelo. Os suplico
que seáis mis fiadores cerca de Criton, pero de contrario modo a como el lo
fue de mi cerca de los jueces, porque allí respondió por mí de que no me
fugaría. Y ahora quiero que vosotros respondáis, os lo suplico, de que en el
momento que muera, me iré; a fin de que el pobre Criton soporte con más
tranquilidad mi muerte, y que al ver quemar mi cuerpo o darle tierra no se
desespere, como si yo sufriese grandes males, y no diga en mis funerales:
que expone a Sócrates, que lleva a Sócrates, que entierra a Sócrates; porque
es preciso que sepas, mi querido Criton, le dijo, que hablar impropiamente
no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas.
Es preciso tener más valor, y decir que es mi cuerpo el que tú entierras; y
entiérrale como te acomode, y de la manera que creas ser más conforme con
las leyes.
Al concluir estas palabras se levantó y pasó a una habitación inmediata para
bañarse. Criton le siguió, y [109] Sócrates nos suplicó que le aguardásemos.
Le aguardamos, pues, rodando mientras tanto nuestra conversación ya
sobre lo que nos había dicho, haciendo sobre ello reflexiones, ya sobre la
triste situación en que íbamos a quedar, considerándonos como hijos que
iban a verse privados de su padre, y condenados a pasar el resto de nuestros
dios en completa orfandad.
Después que salió del baño le llevaron allí sus hijos; porque tenía tres, dos
muy jóvenes y otro que era ya bastante grande, y con ellos entraron las
mujeres de su familia. Habló con todos un rato en presencia de Criton, y les
dio sus órdenes; en seguida hizo que se retirasen las mujeres y los niños, y
vino a donde nosotros estábamos. Ya se aproximaba la puesta del sol,
porque había permanecido largo rato en el cuarto del baño. En cuanto entró
se sentó en su cama, sin tener tiempo para decirnos nada, porque el servidor
de los Once entró casi en aquel momento y aproximándose a él, dijo:
Sócrates, no tengo que dirigirte la misma reprensión que a los demás que
han estado en tu caso. Desde que vengo a advertirles, por orden de los
magistrados, que es preciso beber el veneno, se alborotan contra mí y me
maldicen; pero respecto a ti, desde que estás aquí, siempre me has parecido
el más firme, el más dulce y el mejor de cuantos han entrado en esta prisión;
y estoy bien seguro de que en este momento no estás enfadado conmigo, y
que sólo lo estarás con los que son la causa de tu desgracia, y a quienes tú
conoces bien. Ahora, Sócrates, sabes lo que vengo a anunciarte; recibe mi
saludo, y trata de soportar con resignación lo que es inevitable. Dicho esto,
volvió la espalda, y se retiró derramando lágrimas. Sócrates, mirándole, le
dijo: y también yo te saludo, amigo mío, y haré lo que me dices. Ved, nos dijo
al mismo tiempo, qué honradez la de este hombre; durante el tiempo que he
permanecido aquí me ha venido a ver muchas veces; se conducía como el
[110] mejor de los hombres; y en este momento, ¡qué de veras me llora!
Pero, adelante, Criton; obedezcámosle de buena voluntad, y que me traiga el
veneno si está machacado; y si no lo está, que él mismo lo machaque.
—Pienso, Sócrates, dijo Criton, que el sol alumbra todavía las montañas, y
que no se ha puesto; y me consta, que otros muchos no han bebido el veneno
sino mucho después de haber recibido la orden; que han comido y bebido a
su gusto y aun algunos gozado de los placeres del amor; así que no debes
apurarte, porque aún tienes tiempo.
—Los que hacen lo que tú dices, Criton, respondió Sócrates, tienen sus
razones; creen que eso más ganan, pero yo las tengo también para no
hacerlo, porque la única cosa que creo ganar, bebiendo la cicuta un poco más
tarde, es hacerme ridículo a mis propios ojos, manifestándome tan ansioso
de vida, que intente ahorrar la muerte, cuando esta es absolutamente
inevitable{29}. Así, pues, mi querido Criton, haced lo que os he dicho, y no
me atormentes más.
—Entonces Criton hizo una seña al esclavo que tenía allí cerca. El esclavo
salió, y poco después volvió con el que debía suministrar el veneno, que
llevaba ya disuelto en una copa. Sócrates viéndole entrar, le dijo: muy bien,
amigo mío; es preciso que me digas lo que tengo que hacer; porque tú eres el
que debes enseñármelo.
—Nada más, le dijo este hombre, que ponerte a pasear después de haber
bebido la cicuta, hasta que sientas que se debilitan tus piernas, y entonces te
acuestas en tu cama. Al mismo tiempo le alargó la copa. Sócrates la tomó,
Equecrates, con la mayor tranquilidad, sin ninguna emoción, sin mudar de
color ni de semblante; y [111] mirando a este hombre con ojo firme y
seguro, como acostumbraba, le dijo: ¿es permitido hacer una libación con un
poco de este brebaje?
—Sócrates, le respondió este hombre, sólo disolvemos lo que precisamente
se ha de beber.
—Ya lo entiendo, dijo Sócrates; pero por lo menos es permitido y muy justo
dirigir oraciones a los dioses, para que bendigan nuestro viaje, y que le
hagan dichoso; esto es lo que les pido, y ¡ojalá escuchen mis votos! después
de haber dicho esto, llevó la copa a los labios, y bebió con una tranquilidad y
una dulzura maravillosas.
Hasta entonces nosotros tuvimos fuerza para contener las lágrimas, pero al
verle beber y después que hubo bebido, ya no fuimos dueños de nosotros
mismos. Yo sé decir, que mis lágrimas corrieron en abundancia, y a pesar de
todos mis esfuerzos no tuve más remedio que cubrirme con mi capa para
llorar con libertad por mí mismo, porque no era la desgracia de Sócrates la
que yo lloraba, sino la mía propia pensando en el amigo que iba a perder.
Criton, antes que yo, no pudiendo contener sus lágrimas, había salido; y
Apolodoro, que ya antes no había cesado de llorar, prorrumpió en gritos y en
sollozos, que partían el alma de cuantos estaban presentes, menos la de
Sócrates. ¿Qué hacéis, dijo, amigos míos? ¿No fue el temor de estas
debilidades inconvenientes lo que motivó el haber alejado de aquí las
mujeres? ¿Por qué he oído decir siempre que es preciso morir oyendo
buenas palabras? Manteneos, pues, tranquilos, y dad pruebas de más
firmeza.
Estas palabras nos llenaron de confusión, y retuvimos nuestras lágrimas.
—Sócrates, que estaba paseándose, dijo que sentía desfallecer sus piernas, y
se acostó de espalda, como el hombre le había ordenado. Al mismo tiempo
este mismo hombre, que le había dado el veneno, se aproximó, y [112]
después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó
con fuerza un pié, y le preguntó si lo sentía, y Sócrates respondió que no. Le
estrechó en seguida las piernas y, llevando sus manos más arriba, nos hizo
ver que el cuerpo se helaba y se endurecía, y tocándole él mismo, nos dijo
que en el momento que el frío llegase al corazón, Sócrates dejaría de existir.
Ya el bajo vientre estaba helado, y entonces descubriéndose, porque estaba
cubierto, dijo, y estas fueron sus últimas palabras: Criton, debemos un gallo
a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda{30}.
—Así lo haré, respondió Criton; pero mira si tienes aún alguna advertencia
que hacernos.
—No respondió nada, y de allí a poco hizo un movimiento. El hombre aquel
entonces lo descubrió por entero y vimos que tenía su mirada fija. Criton,
viendo esto, le cerró la boca y los ojos.
—He aquí, Equecrates, cuál fue el fin de nuestro amigo, del hombre,
podemos decirlo, que ha sido el mejor de cuantos hemos conocido en
nuestro tiempo; y por otra parte, el más sabio, el más justo de todos los
hombres.
———
{1} Era de Flionte en Sicionia, que es el lugar de la conversación.
{2} Fedón debió a Sócrates el que Alcibíades o Criton le rescataran de la
esclavitud.
{3} Jefe de la Escuela cínica.
{4} Jefe de la Escuela megárica.
{5} Jefe de la Escuela cirenaica.
{6} Magistrados encargados de la policía de las prisiones y de hacer ejecutar
las sentencias de los jueces.
{7} Poeta elegiaco, natural de la isla de Paros.
{8} Filósofo pitagórico de Crotona.
{9} Hay sobre esto un precioso pasaje en el libro segundo de La República.
{10} Alusión a un cargo que le habla hecho un poeta cómico.
{11} Es la metempsicosis de Pitágoras, 500 años antes de Jesucristo.
{12} Los griegos se solían cortar los cabellos a la muerte de sus amigos, y los
colocaban sobre su tumba.
{13} Estando los de Argos en guerra con los espartanos a causa de la ciudad
de Tiré, de que estos últimos se habían apoderado, y habiendo sido aquellos
derrotados, se hicieron cortar los cabellos y juraron no dejarlos crecer hasta
no haber reconquistado la ciudad.
{14} Enemigos de la razón.
{15} El Euripe, que separa la Eubea de la Beocia, estaba en un continuo
movimiento de flujo y de reflujo, de siete veces al día y otras tantas por la
noche.
{16} Odisea, l. 20, v. 17.
{17} Sócrates llama la opinión de Simmias, que era de Tebas, la armonía
tebana, aludiendo a la fábula de Amfion, que construyó los muros de la
ciudad con la armonía de su lira.
{18} Alusión al otro fundador de Tebas, donde Cebes había nacido también.
{19} Iliada, l. 4, v. 496.
{20} Opinión de los jónicos Anaxágoras y Arquelao.
{21} Opinión de Empedocles.
{22} Opinión de Anaximenes.
{23} Opinión de Heráclito.
{24} Opinión antigua. Diógenes Laercio, 3. 30.
{25} Empedocles.
{26} Anaximenes.
{27} Proverbio para decir que una cosa era muy difícil. Glauco fue un obrero
muy hábil en el difícil arte de trabajar el hierro.
{28} Iliada, l. 8, v. 14.
{29} Alusión de un verso de Hesiodo. (Las Obras y los días, v. 307.)
{30} Era un sacrificio en acción de gracias al dios de la medicina, que le
libraba por la muerte de todos los males de la vida.
Libro VII. República
Platón
I. ‐Y a continuación ‐seguí‐ compara con la siguiente escena el estado en que,
con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza .
Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una
larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna y
unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el
cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia
adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la
luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los
encadenados, un camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que
ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre
los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus
maravillas.
‐Ya lo veo ‐dijo.
‐Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que
transportan toda clase de objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y
estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda
clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que
vayan hablando y otros que estén callados.
‐Qué extraña escena describes ‐dijo‐ y qué extraños pioneros!
‐Iguales que nosotros ‐dije‐, porque, en primer lugar ¿crees que los que
están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las
sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está
frente a ellos?
‐¡Cómo ‐dijo‐, si durante toda su vida han sido obligados a mantener
inmóviles las cabezas?
‐¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
‐¿Qué otra cosa van a ver?
‐Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar
refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos? Forzosamente.
‐¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas
que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo
que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
‐No, ¡por Zeus! ‐dijo.
‐Entonces no hay duda ‐dije yo‐ de que los tales no tendrán por real ninguna
otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.
‐Es enteramente forzoso ‐dijo.
‐Examina, pues ‐dije‐, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y
curados de su ignorancia y si, conforme a naturaleza , les ocurriera lo
siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse
súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz y cuando, al
hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz
de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría
si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora
cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más
reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos
que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada
uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había
contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le
mostraba?
‐Mucho más ‐dijo.
II. ‐Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le
dolerían los ojos y que se escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que
puede contemplar, y que consideraría que éstos son realmente más claros
que los que le muestran?
‐Así es ‐dijo.
‐Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza ‐dije‐, obligándole a recorrer la áspera y
escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del
sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado
a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una
sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?
‐No, no sería capaz ‐dijo‐, al menos por el momento.
‐Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de
arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras, luego, las
imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde,
los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de
noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las
estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.
‐¿Cómo no?
‐Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las
aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal
cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones de mirar y contemplar.
‐Necesariamente ‐dijo.
‐Y, después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce
las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto
modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.
‐Es evidente ‐dijo‐ que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
‐¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí
y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz
por haber cambiado y que les compadecería a ellos? Efectivamente.
‐Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas
que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor
penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre
ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más
capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees
que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes
gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría lo de
Homero, es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en el campo de
cualquier labrador sin caudal » o sufrir cualquier otro destino antes que
vivir en aquel mundo de lo opinable?
‐Eso es lo que creo yo ‐dijo‐: que preferiría cualquier otro destino antes que
aquella vida.
‐Ahora fíjate en esto ‐dije‐: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el
mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas como a
quien deja súbitamente la luz del sol?
‐Ciertamente ‐dijo.
‐Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido
constantemente encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que,
por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad ‐y no sería muy
corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse‐, ¿no daría que reír y no
se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos
estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante
ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y
matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir ?
‐Claro que sí‐dijo.
III. ‐Pues bien ‐dije‐, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo
Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada
por medio de la vista con la vivienda‐prisión y la luz del fuego que hay en
ella con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la
contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma
hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo
que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo
cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo
último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez
percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que
hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la
luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de
verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera
proceder sabiamente en su vida privada o pública.
‐También yo estoy de acuerdo ‐dijo‐, en el grado en que puedo estarlo .
‐Pues bien ‐dije‐, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que
los que han llegado a ese punto no quieran ocuparse en asuntos humanos;
antes bien, sus almas tienden siempre a permanecer en las alturas, y es
natural, creo yo, que así ocurra, al menos si también esto concuerda con la
imagen de que se ha hablado.
‐Es natural, desde luego ‐dijo.
‐¿Y qué? ¿Crees ‐dije yo‐ que haya que extrañarse de que, al pasar un
hombre de las contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre
torpe y sumamente ridículo cuando, viendo todavía mal y no hallándose aún
suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le rodean, se ve obligado a
discutir, en los tribunales o en otro lugar cualquiera, acerca de las sombras
de lo justo o de las imágenes de que son ellas reflejo y a contender acerca del
modo en que interpretan estas cosas los que jamás han visto la justicia en sí
?
‐No es nada extraño ‐dijo.
‐Antes bien ‐dije‐, toda persona razonable debe recordar que son dos las
maneras y dos las causas por las cuales se ofuscan los ojos: al pasar de la luz
a la tiniebla y al pasar de la tiniebla a la luz. Y, una vez haya pensado que
también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá insensatamente cuando vea a
alguna que, por estar ofuscada, no es capaz de discernir los objetos, sino que
averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa, está cegada por
falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor luz, se
ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así considerará dichosa a la primera
alma, que de tal manera se conduce y vive, y compadecerá a la otra, o bien, si
quiere reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si se burlara del
alma que desciende de la luz.
‐Es muy razonable ‐asintió‐ lo que dices.
IV ‐Es necesario, por tanto ‐dije‐, que, si esto es verdad, nosotros
consideremos lo siguiente acerca de ello: que la educación no es tal como
proclaman algunos que es. En efecto, dicen, según creo, que ellos
proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo modo que si
infundieran vista a unos ojos ciegos .
‐En efecto, así lo dicen ‐convino.
‐Ahora bien, la discusión de ahora ‐dije‐ muestra que esta facultad, existente
en el alma de cada uno, y el órgano con que cada cual aprende deben
volverse, apartándose de lo que nace, con el alma entera ‐del mismo modo
que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando la tiniebla, sino en
compañía del cuerpo entero‐ hasta que se hallen en condiciones de afrontar
la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante del ser, que es
aquello a lo que llamamos bien. ¿No es eso?
‐Eso es.
‐Por consiguiente ‐dije‐ puede haber un arte de descubrir cuál será la
manera más fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no de
infundirle visión, sino de procurar que se corrija lo que, teniéndola ya, no
está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.
‐Tal parece ‐dijo.
‐Y así, mientras las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, es posible
que sean bastante parecidas a las del cuerpo ‐pues, aunque no existan en un
principio, pueden realmente ser más tarde producidas por medio de la
costumbre y el ejercicio‐, en la del conocimiento se da el caso de que parece
pertenecer a algo ciertamente más divino que jamás pierde su poder y que,
según el lugar a que se vuelva, resulta útil y ventajoso o, por el contrario,
inútil y nocivo. ¿O es que no has observado con cuánta agudeza percibe el
alma miserable de aquellos de quienes se dice que son malos, pero
inteligentes, y con qué penetración discierne aquello hacia lo cual se vuelve,
porque no tiene mala vista y está obligada a servir a la maldad, de manera
que, cuanto mayor sea la agudeza de su mirada, tantos más serán los males
que cometa el alma?
‐En efecto ‐dijo.
‐Pues bien ‐dije yo‐, si el ser de tal naturaleza hubiese sido, ya desde niño,
sometido a una poda y extirpación de esa especie de excrecencias plúmbeas,
emparentadas con la generación, que, adheridas por medio de la gula y de
otros placeres y apetitos semejantes, mantienen vuelta hacia abajo la visión
del alma; si, libre ésta de ellas, se volviera de cara a lo verdadero, aquella
misma alma de aquellos mismos hombres lo vería también con la mayor
penetración de igual modo que ve ahora aquello hacia lo cual está vuelta .
‐Es natural ‐dijo.
‐¿Y qué? ‐dije yo‐. ¿No es natural y no se sigue forzosamente de lo dicho que
ni los ineducados y apartados de la verdad son jamás aptos para gobernar
una ciudad ni tampoco aquellos a los que se permita seguir estudiando hasta
el fin; los unos, porque no tienen en la vida ningún objetivo particular
apuntando al cual deberían obrar en todo cuanto hiciesen durante su vida
pública y privada y los otros porque, teniéndose por transportados en vida a
las islas de los bienaventurados, no consentirán en actuar?
‐Es cierto ‐dijo.
‐Es, pues, labor nuestra ‐dije yo‐, labor de los fundadores, el obligar a las
mejores naturalezas a que lleguen al conocimiento del cual decíamos antes
que era el más excelso y vean el bien y verifiquen la ascensión aquella; y, una
vez que, después de haber subido, hayan gozado de una visión suficiente, no
permitirles lo que ahora les está permitido.
‐¿Y qué es ello?
‐Que se queden allí ‐dije‐ y no accedan a bajar de nuevo junto a aquellos
prisioneros ni a participar en sus trabajos ni tampoco en sus honores, sea
mucho o poco lo que éstos valgan.
‐Pero entonces ‐dijo‐, ¿les perjudicaremos y haremos que vivan peor
siéndoles posible el vivir mejor?
V ‐Te has vuelto a olvidar , querido amigo ‐dije‐, de que a la ley no le interesa
nada que haya en la ciudad una clase que goce de particular felicidad, sino
que se esfuerza por que ello le suceda a la ciudad entera y por eso introduce
armonía entre los ciudadanos por medio de la persuasión o de la fuerza,
hace que unos hagan a otros partícipes de los beneficios con que cada cual
pueda ser útil a la comunidad y ella misma forma en la ciudad hombres de
esa clase, pero no para dejarles que cada uno se vuelva hacia donde quiera,
sino para usar ella misma de ellos con miras a la unificación del Estado.
‐Es verdad ‐dijo‐. Me olvidé de ello.
‐Pues ahora ‐dije‐ observa, ¡oh, Glaucón!, que tampoco vamos a perjudicar a
los filósofos que haya entre nosotros, sino a obligarles, con palabras
razonables, a que se cuiden de los demás y les protejan. Les diremos que es
natural que las gentes tales que haya en las demás ciudades no participen de
los trabajos de ellas, porque se forman solos, contra la voluntad de sus
respectivos gobiernos, y, cuando alguien se forma solo y no debe a nadie su
crianza, es justo que tampoco se preocupe de reintegrar a nadie el importe
de ella. Pero a vosotros os hemos engendrado nosotros, para vosotros
mismos y para el resto de la ciudad, en calidad de jefes y reyes, como los de
las colmenas , mejor y más completamente educados que aquéllos y más
capaces, por tanto, de participar de ambos aspectos . Tenéis, pues, que ir
bajando uno tras otro a la vivienda de los demás y acostumbraros a ver en la
oscuridad. Una vez acostumbrados, veréis infinitamente mejor que los de allí
y conoceréis lo que es cada imagen y de qué lo es, porque habréis visto ya la
verdad con respecto a lo bello y a lo justo y a lo bueno. Y así la ciudad
nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora
la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas
sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún gran bien. Mas la
verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén menos ansiosos por
ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la que
viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase
de gobernantes, de modo distinto.
‐Efectivamente ‐dijo.
‐¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se
negarán a compartir por turno los trabajos de la comunidad viviendo el
mucho tiempo restante todos juntos y en el mundo de lo puro?
‐Imposible ‐dijo‐. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas
justas. Pero no hay duda de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo
inevitable al revés que quienes ahora gobiernan en las distintas ciudades.
‐Así es, compañero ‐dije yo‐. Si encuentras modo de proporcionar a los que
han de mandar una vida mejor que la del gobernante, es posible que llegues
a tener una ciudad bien gobernada, pues ésta será la única en que manden
los verdaderos ricos, que no lo son en oro, sino en lo que hay que poseer en
abundancia para ser feliz: una vida buena y juiciosa. Pero donde son
mendigos y hambrientos de bienes personales los que van a la política
creyendo que es de ahí de donde hay que sacar las riquezas, allí no ocurrirá
así. Porque, cuando el mando se convierte en objeto de luchas, esa misma
guerra doméstica e intestina los pierde tanto a ellos como al resto de la
ciudad.
‐Nada más cierto ‐dijo.
‐Pero ¿conoces ‐dije‐ otra vida que desprecie los cargos políticos excepto la
del verdadero filósofo?
‐No, ¡por Zeus! ‐dijo.
‐Ahora bien, no conviene que se dirijan al poder en calidad de amantes de él,
pues, si lo hacen, lucharán con ellos otros pretendientes rivales.
‐¿Cómo no?
‐Entonces, ¿a qué otros obligarás a dedicarse a la guarda de la ciudad sino a
quienes, además de ser los más entendidos acerca de aquello por medio de
lo cual se rige mejor el Estado, posean otros honores y lleven una vida mejor
que la del político?
‐A ningún otro ‐dijo.
VI. ‐¿Quieres, pues, que a continuación examinemos de qué manera se
formarán tales personas y cómo se les podrá sacar a la luz, del mismo modo
que, según se cuenta, ascendieron algunos desde el Hades hasta los dioses?
‐¿Cómo no he de querer? ‐dijo.
‐Pero esto no es, según parece, un simple lance de tejuelo , sino un volverse
el alma desde el día nocturno hacia el verdadero; una ascensión hacia el ser
de la cual diremos que es la auténtica filosofía.
‐Efectivamente.
‐¿No hay, pues, que investigar cuál de las enseñanzas tiene un tal poder?
‐¿Cómo no?
‐Pues bien, ¿cuál podrá ser, oh, Glaucón, la enseñanza que atraiga el alma
desde lo que nace hacia lo que existe? Mas al decir esto se me ocurre lo
siguiente. ¿No afirmamos que era forzoso que éstos fuesen en su juventud
atletas de guerra?
‐Tal dijimos, en efecto.
‐Por consiguiente es necesario que la enseñanza que buscamos tenga,
además de aquello, esto otro.
¿Qué?
‐El no ser inútil para los guerreros.
‐Desde luego ‐dijo‐; así debe ser si es posible.
‐Ahora bien, antes les educamos por medio de la gimnástica y la música.
‐Así es ‐dijo.
‐En cuanto a la gimnástica, ésta se afana en torno a lo que nace y muere,
pues es el crecimiento y decadencia del cuerpo lo que ella preside.
‐Tal parece.
‐Entonces no será esta la enseñanza que buscamos.
‐No, no lo es.
‐¿Acaso lo será la música tal como en un principio la describimos?
‐Pero aquélla ‐dijo‐ no era, si lo recuerdas , más que una contrapartida de la
gimnástica: educaba a los guardianes por las costumbres; les procuraba, por
medio de la armonía, cierta proporción armónica, pero no conocimiento, y
por medio del ritmo, la eurritmia; y en lo relativo a las narraciones, ya
fueran fabulosas o verídicas, presentaba algunos otros rasgos ‐siguió
diciendo‐ semejantes a éstos. Pero no había en ella ninguna enseñanza que
condujera a nada tal como lo que tú investigas ahora.
‐Me lo recuerdas con gran precisión ‐dije‐. En efecto, no ofrecía nada
semejante. Pues entonces, ¿cuál podrá ser, oh, bendito Glaucón, esa
enseñanza? Porque como nos ha parecido, según creo , que las artes eran
todas ellas innobles...
‐¿Cómo no? ¿Pues qué otra enseñanza nos queda ya, aparte de la música y de
la gimnástica y de las artes?
‐Si no podemos dar con ninguna ‐dije yo‐ que no esté incluida entre éstas,
tomemos, pues, una de las que se aplican a todas ellas.
‐¿Cuál?
‐Por ejemplo, aquello tan general de que usan todas las artes y
razonamientos y ciencias; lo que es forzoso que todos aprendan en primer
lugar.
‐¿Qué es ello? ‐dijo.
‐Eso tan vulgar ‐dije‐ de conocer el uno y el dos y el tres. En una palabra, yo
le llamo número y cálculo. ¿O no ocurre con esto que toda arte y
conocimiento se ven obligados a participar de ello?
‐Muy cierto ‐dijo.
‐¿No lo hace también ‐dije‐ la ciencia militar?
‐Le es absolutamente forzoso ‐dijo.
‐En efecto ‐dije‐, es un general enteramente ridículo el Agamenón que
Palamedes nos presenta una y otra vez en las tragedias. ¿No has observado
que Palamedes dice haber sido él quien, por haber inventado los números,
asignó los puestos al ejército que acampaba ante Ilión y contó las naves y
todo lo demás, y parece como si antes de él nada hubiese sido contado y
como si Agamenón no pudiese decir, por no saber tampoco contar, ni
siquiera cuántos pies tenía . Pues entonces, ¿qué clase de general piensas
que fue?
‐Extraño ciertamente ‐dijo‐ si eso fuera verdad.
VII. ‐¿No consideraremos, pues ‐dije‐, como otro conocimiento indispensable
para un hombre de guerra el hallarse en condiciones de calcular y contar?
‐Más que ningún otro ‐dijo‐ para quien quiera entender algo, por poco que
sea, de organización o, mejor dicho, para quien quiera ser un hombre.
‐Pues bien ‐dije‐, ¿observas lo mismo que yo con respecto a este
conocimiento?
‐¿Qué es ello?
‐Podría bien ser uno de los que buscamos y que conducen naturalmente a la
comprensión; pero nadie se sirve debidamente de él a pesar de que es
absolutamente apto para atraer hacia la esencia.
‐¿Qué quieres decir? ‐preguntó.
‐Intentaré enseñarte ‐dije‐ lo que a mí al menos me parece. Ve contemplando
junto conmigo las cosas que yo voy a ir clasificando entre mí como aptas o
no aptas para conducir adonde decimos y afirma o niega a fin de que veamos
con mayor evidencia si esto es como yo lo imagino.
‐Enséñame ‐dijo.
‐Pues bien ‐dije‐, te enseño, si quieres contemplarlas, que, entre los objetos
de la sensación, los hay que no invitan a la inteligencia a examinarlos, por
ser ya suficientemente juzgados por los sentidos; y otros, en cambio, que la
invitan insistentemente a examinarlos, porque los sentidos no dan nada
aceptable.
‐Es evidente ‐dijo‐ que te refieres a las cosas que se ven de lejos y a las
pinturas con sombras .
‐No has entendido bien ‐contesté‐ lo que digo. ‐¿Pues a qué te refieres? ‐dijo.
‐Los que no la invitan ‐dije‐ son cuantos no desembocan al mismo tiempo en
dos sensaciones contradictorias. Y los que desembocan los coloco entre los
que la invitan, puesto que, tanto si son impresionados de cerca como de
lejos, los sentidos no indican que el objeto sea más bien esto que lo
contrario. Pero comprenderás más claramente lo que digo del siguiente
modo. He aquí lo que podríamos llamar tres dedos: el más pequeño, el
segundo y el medio .
‐Desde luego ‐dijo.
‐Fíjate en que hablo de ellos como de algo visto de cerca. Ahora bien,
obsérvamelo siguiente con respecto a ellos.
‐¿Qué?
‐Cada uno se nos muestra igualmente como un dedo y en esto nada importa
que se le vea en medio o en un extremo, blanco o negro, grueso o delgado, o
bien de cualquier otro modo semejante. Porque en todo ello no se ve
obligada el alma de los más a preguntar a la inteligencia qué cosa sea un
dedo, ya que en ningún caso le ha indicado la vista que el dedo sea al mismo
tiempo lo contrario de un dedo.
‐No, en efecto ‐dijo.
‐De modo que es natural ‐dije‐ que una cosa así no llame ni despierte al
entendimiento.
‐Es natural.
‐¿Y qué? Por lo que toca a su grandeza o pequeñez, ¿las distingue acaso
suficientemente la vista y no le importa a ésta nada el que uno de ellos esté
en medio o en un extremo? ¿Y le ocurre lo mismo al tacto con el grosor y la
delgadez o la blandura y la dureza? Y los demás sentidos, ¿no proceden
acaso de manera deficiente al revelar estas cosas? ¿O bien es del siguiente
modo como actúa cada uno de ellos, viéndose ante todo obligado a
encargarse también de lo blando el sentido que ha sido encargado de lo duro
y comunicando éste al alma que percibe cómo la misma cosa es a la vez dura
y blanda?
‐De ese modo ‐dijo.
‐Pues bien ‐dije‐, ¿no es forzoso que, en tales casos, el alma se pregunte por
su parte con perplejidad qué entiende esta sensación por duro, ya que de lo
mismo dice también que es blando, y qué entiende la de lo ligero y pesado
por ligero y pesado, puesto que llama ligero a lo pesado y pesado a lo ligero?
‐Efectivamente ‐dijo‐, he ahí unas comunicaciones extrañas para el alma y
que reclaman consideración.
‐Es, pues, natural ‐dije yo‐ que en caso semejante comience el alma por
llamar al cálculo y la inteligencia e intente investigar con ellos si son una o
dos las cosas anunciadas en cada caso.
‐¿Cómo no?
‐Mas, si resultan ser dos, ¿no aparecerá cada una de ellas como una y distinta
de la otra?
‐Sí.
‐Ahora bien, si cada una de ellas es una y ambas juntas son dos, las concebirá
a las dos como separadas, pues si no estuvieran separadas no las concebiría
como dos, sino como una.
‐Bien.
‐Así, pues, la vista también veía, según decimos, lo grande y lo pequeño, pero
no separado, sino confundido. ¿No es eso?
‐Sí.
‐Y para aclarar esta confusión, la mente se ha visto obligada a ver lo grande y
lo pequeño no confundido, sino separado, al contrario que aquélla.
‐Cierto.
‐Pues bien, ¿no es de aquí de donde comienza a venirnos el preguntar qué es
lo grande y qué lo pequeño?
‐En un todo.
‐Y de la misma manera llamamos a lo uno inteligible y a lo otro visible.
‐Muy exacto ‐dijo.
VIII. ‐Pues bien, eso es lo que yo quería decir cuando afirmaba hace un
momento que hay cosas provocadoras de la inteligencia y otras no
provocadoras y cuando a las que penetran en los sentidos en compañía de
las opuestas a ellas las definía como provocadoras y a las que no como no
despertadoras de la inteligencia.
‐Ya me doy cuenta ‐dijo‐ y así opino también.
‐¿Y qué? El número y la unidad, ¿de cuáles te parece que son?
‐No tengo idea ‐dijo.
‐Pues juzga ‐dije‐ por lo expuesto. Si la unidad es contemplada ‐o percibida
por cualquier otro sentido‐ de manera suficiente y en sí misma, no será de
las cosas que atraen hacia la esencia, como decíamos del dedo; pero, si hay
siempre algo contrario que sea visto al mismo tiempo que ella, de modo que
no parezca más la unidad que lo opuesto a ésta, entonces hará falta ya quien
decida y el alma se verá en tal caso forzada a dudar y a investigar, poniendo
en acción dentro de ella el pensamiento, y a preguntar qué cosa es la unidad
en sí, y con ello la aprehensión de la unidad será de las que conducen y
hacen volverse hacia la contemplación del ser.
‐Pero esto ‐dijo‐ ocurre en no pequeño grado con la visión de ella, pues
vemos la misma cosa como una y como infinita multitud.
‐Pues si tal ocurre a la unidad ‐dije yo‐, ¿no les ocurrirá también lo mismo a
todos los demás números?
‐¿Cómo no?
‐Ahora bien, toda la logística y aritmética tienen por objeto el número.
‐En efecto.
‐Y así resultan aptas para conducir a la verdad.
‐Sí, extraordinariamente aptas.
‐Entonces parece que son de las enseñanzas que buscamos. En efecto, el
conocimiento de estas cosas le es indispensable al guerrero a causa de la
táctica y al filósofo por la necesidad de tocar la esencia emergiendo del mar
de la generación , sin lo cual no llegará jamás a ser un calculador .
‐Así es ‐dijo.
‐Ahora bien, se da el caso de que nuestro guardián es guerrero y filósofo.
‐¿Cómo no?
‐Entonces, ¡oh, Glaucón!, convendría implantar por ley esta enseñanza e
intentar persuadir a quienes vayan a participar en las más altas funciones de
la ciudad para que se acerquen a la logística y se apliquen a ella no de una
manera superficial, sino hasta que lleguen a contemplar la naturaleza de los
números con la sola ayuda de la inteligencia y no ejercitándola con miras a
las ventas o compras, como los comerciantes y mercachifles, sino a la guerra
y a la mayor facilidad con que el alma misma pueda volverse de la
generación a la verdad y la esencia.
‐Muy bien dicho ‐contestó.
‐Y he aquí ‐dije yo‐ que, al haberse hablado ahora de la ciencia relativa a los
números, observo también cuán sutil es ésta y cuán beneficiosa en muchos
aspectos para nosotros con relación a lo que perseguimos; eso siempre que
uno la practique con miras al conocimiento, no al trapicheo.
‐¿Por qué? ‐dijo.
‐Por lo que ahora decíamos: porque eleva el alma muy arriba y la obliga a
discurrir sobre los números en sí no tolerando en ningún caso que nadie
discuta con ella aduciendo números dotados de cuerpos visibles o palpables:
Ya sabes, creo yo, que quienes entienden de estas cosas se ríen del que en
una discusión intenta dividir la unidad en sí y no lo admiten; antes bien, si tú
la divides, ellos la multiplican, porque temen que vaya a aparecer la unidad
no como unidad, sino como reunión de varias partes.
‐Gran verdad ‐asintió‐ la que dices.
‐¿Qué crees, pues, oh, Glaucón? Si alguien les preguntara: «¡Oh, hombres
singulares! ¿Qué números son esos sobre que discurrís, en los que las
unidades son tales como vosotros las suponéis, es decir, son iguales todas
ellas entre sí, no difieren en lo más mínimo las unas de las otras y no
contienen en sí ninguna parte?» ¿Qué crees que responderían?
‐Yo creo que dirían que hablan de cosas en las cuales no cabe más que
pensar sin que sea posible manejarlas de ningún otro modo.
‐¿Ves, pues, oh, mi querido amigo ‐dije yo‐, cómo este conocimiento parece
sernos realmente necesario, puesto que resulta que obliga al alma a usar de
la inteligencia para alcanzar la verdad en sí?
‐Efectivamente ‐dijo‐, sí que lo hace.
‐¿Y qué? ¿Has observado que a aquellos a los que la naturaleza ha hecho
calculadores les ha dotado también de prontitud para comprender todas o
casi todas las ciencias , y que, cuando los espíritus tardos son educados y
ejercitados en esta disciplina, sacan de ella, si no otro provecho, al menos el
hacerse todos más vivaces de lo que antes eran?
‐Así es ‐dijo.
‐Y verdaderamente creo yo que no te sería fácil encontrar muchas
enseñanzas que cuesten más trabajo que ésta a quien la aprende y se ejercita
en ella.
‐No, en efecto.
‐Razones todas por las cuales no hay que dejarla; antes bien, los mejor
dotados deben ser educados en ella.
‐De acuerdo ‐dijo.
IX. ‐Pues bien ‐dije‐, dejemos ya sentada esta primera cosa. Pero hay una
segunda que sigue a ella de la que debemos considerar si tal vez nos interesa
.
‐¿Qué es ello? ¿Te refieres acaso ‐dijo‐ a la geometría ?
‐A eso mismo ‐dije yo.
‐Pues en cuanto de ella se relaciona con las cosas de la guerra ‐dijo‐, es
evidente que sí que nos interesa. Porque en lo que toca a los campamentos y
tomas de posiciones y concentraciones y despliegues de tropas y a todas las
demás maniobras que, tanto en las batallas mismas como en las marchas,
ejecutan los ejércitos, una misma persona procederá de manera diferente si
es geómetra que si no lo es.
‐Sin embargo ‐dije‐, para tales cosas sería suficiente una pequeña parte de la
geometría y del cálculo. Pero es precisamente la mayor y más avanzada
parte de ella la que debemos examinar para ver si tiende a aquello que
decíamos, a hacer que se contemple más fácilmente la idea del bien. Y
tienden a ese fin, decimos, todas las cosas que obligan al alma a volverse
hacia aquel lugar en que está lo más dichoso de cuanto es , lo que a todo
trance tiene ella que ver.
‐Dices bien ‐asintió.
‐De modo que si obliga a contemplar la esencia, conviene; y si la generación,
no conviene.
‐Tal decimos, en efecto.
‐Pues bien ‐dije yo‐, he aquí una cosa que cuantos sepan algo, por poco que
sea, de geometría no nos irán a discutir: que con esta ciencia ocurre todo lo
contrario de lo que dicen de ella cuantos la practican.
‐¿Cómo? ‐dijo.
‐En efecto, su lenguaje es sumamente ridículo y forzado, pues hablan como si
estuvieran obrando y como si todas sus explicaciones las hicieran con miras
a la práctica, y emplean toda clase de términos tan pomposos como
«cuadrar», «aplicar» y «adicionar »; sin embargo, toda esta disciplina es,
según yo creo, de las que se cultivan con miras al conocimiento.
‐Desde luego ‐dijo.
‐¿Y no hay que convenir también en lo siguiente?
‐¿En qué?
‐En que es cultivada con miras al conocimiento de lo que siempre existe,
pero no de lo que en algún momento nace o muere.
‐Nada cuesta convenir en ello ‐dijo‐; en efecto, la geometría es conocimiento
de lo que siempre existe.
‐Entonces, ¡oh, mi noble amigo!, atraerá el alma hacia la verdad y formará
mentes filosóficas que dirijan hacia arriba aquello que ahora dirigimos
indebidamente hacia abajo.
‐Sí, y en gran manera ‐dijo.
‐Pues bien ‐repliqué‐, en gran manera también hay que ordenar a los de tu
Calípolis que no se aparten en absoluto de la geometría. Porque tampoco son
exiguas sus ventajas accesorias.
‐¿Cuáles? ‐dijo.
‐No sólo ‐dije‐ las que tú mismo citaste con respecto a la guerra, sino que
también sabemos que, por lo que toca a comprender más fácilmente en
cualquier otro estudio, existe una diferencia total y absoluta entre quien se
ha acercado a la geometría y quien no.
‐Sí, ¡por Zeus!, una diferencia absoluta ‐dijo. ‐¿Establecemos, pues, ésta como
segunda enseñanza para los jóvenes?
‐Establezcámosla ‐dijo.
X. ‐¿Y qué? ¿Establecemos como tercera la astronomía? ¿O no estás de
acuerdo?
‐Sí por cierto ‐dijo‐. Pues el hallarse en condiciones de reconocer bien los
tiempos del mes o del año no sólo es útil para la labranza y el pilotaje, sino
también no menos para el arte estratégico.
‐Me haces gracia ‐dije‐, porque pareces temer al vulgo, no crean que
prescribes enseñanzas inútiles. Sin embargo, no es en modo alguno
despreciable, aunque resulte difícil de creer, el hecho de que por estas
enseñanzas es purificado y reavivado, cuando está corrompido y cegado por
causa de las demás ocupaciones, el órgano del alma de cada uno que, por ser
el único con que es contemplada la verdad, resulta más digno de ser
conservado que diez mil ojos. Ahora bien, los que profesan esta misma
opinión juzgarán que es imponderable la justeza con que hablas; pero
quienes no hayan reparado en ninguna de estas cosas pensarán, como es
natural, que no vale nada lo que dices, porque no ven que estos estudios
produzcan ningún otro beneficio digno de mención. Considera, pues, desde
ahora mismo con quiénes estás hablando; o si tal vez no hablas ni con unos
ni con otros, sino que eres tú mismo a quien principalmente diriges tus
argumentos, sin llevar a mal, no obstante, que haya algún otro que pueda
acaso obtener algún beneficio de ellos.
‐Eso es lo que prefiero ‐dijo‐: hablar, preguntar y responder sobre todo para
provecho mío.
‐Entonces ‐dije yo‐ vuelve hacia atrás, pues nos hemos equivocado cuando,
hace un momento, tomamos lo que sigue ala geometría .
‐¿Pues cómo lo tomamos? ‐dijo.
‐Después de las superficies ‐dije yo‐ tomamos el sólido que está ya en
movimiento sin haberlo considerado antes en sí mismo. Pero lo correcto es
tomar, inmediatamente después del segundo desarrollo, el tercero. Y esto
versa, según creo, sobre el desarrollo de los cubos y sobre lo que participa
de profundidad .
‐Así es ‐dijo‐. Mas esa es una cuestión, ¡oh, Sócrates!, que me parece no estar
todavía resuelta .
‐Y ello, por dos razones ‐dije yo‐: porque, al no haber ninguna ciudad que los
estime debidamente, estos conocimientos, ya de por sí difíciles, son objeto
de una investigación poco intensa; y porque los investigadores necesitan de
un director, sin el cual no serán capaces de descubrir nada, y este director,
en primer lugar, es difícil que exista, y en segundo, aun suponiendo que
existiera, en las condiciones actuales no le obedecerían, movidos de su
presunción, los que están dotados para investigar sobre estas cosas. Pero, si
fuese la ciudad entera quien, honrando debidamente estas cuestiones,
ayudase en su tarea al director, aquéllos obedecerían y, al ser investigadas
de manera constante y enérgica, las cuestiones serían elucidadas en cuanto a
su naturaleza, puesto que aun ahora, cuando son menospreciadas y
entorpecidas por el vulgo e incluso por los que las investigan sin darse
cuenta de cuál es el aspecto en que son útiles, a pesar de todos estos
obstáculos, medran, gracias a su encanto, y no sería nada sorprendente que
salieran a la luz.
‐En efecto ‐dijo‐, su encanto es extraordinario. Pero repíteme con más
claridad lo que decías hace un momento. Ponías ante todo, si mal no
recuerdo, el estudio de las superficies, es decir, la geometría.
‐Sí ‐dije yo.
‐Y después ‐dijo‐, al principio pusiste detrás de ella la astronomía; pero
luego te volviste atrás.
‐Es que ‐dije‐ el querer exponerlo todo con demasiada rapidez me hace ir
más despacio . Pues a continuación viene el estudio del desarrollo en
profundidad; pero como no ha originado sino investigaciones ridículas, lo
pasé por alto y, después de la geometría, hablé de la astronomía, es decir, del
movimiento en profundidad.
‐Bien dices ‐asintió.
‐Pues bien ‐dije‐, pongamos la astronomía como cuarta enseñanza dando
por supuesto que la ciudad contará con la disciplina que ahora hemos
omitido tan pronto como quiera ocuparse de ella.
‐Es natural ‐dijo él‐. Pero como hace poco me reprendías, ¡oh, Sócrates!, por
alabar la astronomía en forma demasiado cargante, ahora lo voy a hacer
desde el punto de vista en que tú la tratas. En efecto, me parece evidente
para todos que ella obliga al alma a mirar hacia arriba y la lleva de las cosas
de aquí a las de allá .
‐Quizá ‐contesté‐ sea evidente para todos, pero no para mí. Porque yo no
creo lo mismo.
‐¿Pues qué crees? ‐dijo.
‐Que, tal como la tratan hoy los que quieren elevarnos hasta su filosofía, lo
que hace es obligar a mirar muy hacia abajo.
‐¿Cómo dices? ‐preguntó.
‐Que no es de mezquina de lo que peca, según yo creo ‐dije‐, la idea que te
formas sobre lo que es la disciplina referente a lo de arriba. Supongamos que
una persona observara algo al contemplar, mirando hacia arriba, la
decoración de un techo; tú pareces creer que este hombre contempla con la
inteligencia y no con los ojos. Quizá seas tú el que juzgues rectamente y
estúpidamente yo; pero, por mi parte, no puedo creer que exista otra ciencia
que haga al alma mirar hacia arriba sino aquella que versa sobre lo existente
e invisible; pero, cuando es una de las cosas sensibles la que intenta conocer
una persona, yo afirmo que, tanto si mira hacia arriba con la boca abierta
como hacia abajo con ella cerrada, jamás la conocerá, porque ninguna de
esas cosas es objeto de conocimiento, y su alma no mirará hacia lo alto, sino
hacia abajo ni aun en el caso de que intente aprenderlas nadando boca
arriba por la tierra o por el mar.
XI. ‐Lo tengo bien merecido ‐dijo‐; con razón me reprendes. Pero ¿de qué
manera, distinta de la usual, decías que era menester aprender la
astronomía para que su conocimiento fuera útil con respecto a lo que
decimos?
‐Del modo siguiente ‐dije yo‐: de estas tracerías con que está bordado el
cielo hay que pensar que son, es verdad, lo más bello y perfecto que en su
género existe; pero también que, por estar labradas en materia visible,
desmerecen en mucho de sus contrapartidas verdaderas, es decir, de los
movimientos con que, en relación la una con la otra y según el verdadero
número y todas las verdaderas figuras, se mueven, moviendo a su vez lo que
hay en ellas, la rapidez en sí y la lentitud en sí, movimientos que son
perceptibles para la razón y el pensamiento, pero no para la vista. ¿O es que
crees otra cosa ?
‐En modo alguno ‐dijo.
‐Pues bien ‐dije‐, debemos servirnos de ese cielo recamado como de un
ejemplo que nos facilite la comprensión de aquellas cosas, del mismo modo
que si nos hubiésemos encontrado con unos dibujos exquisitamente
trazados y trabajados por mano de Dédalo o de algún otro artista o pintor.
En efecto, me figuro yo que cualquiera que entendiese de geometría
reconocería, al ver una tal obra, que no la había mejor en cuanto a ejecución;
pero consideraría absurdo el ponerse a estudiarla en serio con idea de
encontrar en ella la verdad acerca de lo igual o de lo doble o de cualquier
otra proporción.
‐¿Cómo no va a ser absurdo? ‐dijo.
‐Pues bien, al que sea realmente astrónomo ‐dije yo‐, ¿no crees que le
ocurrirá lo mismo cuando mire a los movimientos de los astros?
Considerará, en efecto, que el artífice del cielo ha reunido, en él y en lo que
hay en él, la mayor belleza que es posible reunir en semejantes obras; pero,
en cuanto a la proporción de la noche con respecto al día y de éstos con
respecto al mes y del mes con respecto al año y de los demás astros
relacionados entre sí y con aquéllos , ¿no crees que tendrá por un ser
extraño a quien opine que estas cosas ocurren siempre del mismo modo y
que, aun teniendo cuerpos y siendo visibles, no varían jamás en lo más
mínimo, e intente por todos los medios buscar la verdad sobre ello?
‐Tal es mi opinión ‐contestó‐ ahora que te lo oigo decir.
‐Entonces ‐dije yo‐ practicaremos la astronomía del mismo modo que la
geometría, valiéndonos de problemas, y dejaremos las cosas del cielo si es
que queremos tornar de inútil en útil, por medio de un verdadero trato con
la astronomía, aquello que de inteligente hay por naturaleza en el alma.
‐Verdaderamente ‐dijo‐ impones una tarea muchas veces mayor que la que
ahora realizan los astrónomos.
‐Y creo también ‐dije yo‐ que si para algo servimos en calidad de
legisladores, nuestras prescripciones serán similares en otros aspectos.
XII. ‐Pero ¿puedes recordarme alguna otra de las enseñanzas adecuadas?
‐No puedo ‐dijo‐, al menos así, de momento.
‐Pues no es una sola ‐contesté‐, sino muchas las formas que, en mi opinión,
presenta el movimiento. Todas ellas las podría tal vez nombrar el que sea
sabio; pero las que nos saltan a la vista incluso a nosotros son dos.
‐¿Cuáles?
‐Además de la citada ‐dije yo‐, la que responde a ella.
‐¿Cuál es ésa?
‐Parece ‐dije‐ que, así como los ojos han sido constituidos para la
astronomía, del mismo modo los oídos lo han sido con miras al movimiento
armónico y estas ciencias son como hermanas entre sí, según dicen los
pitagóricos, con los cuales, ¡oh, Glaucón!, estamos de acuerdo también
nosotros. ¿O de qué otro modo opinamos ?
‐Así ‐dijo.
‐Pues bien ‐dije yo‐, como la labor es mucha, les preguntaremos a ellos qué
opinan sobre esas cosas y quizá sobre otras; pero sin dejar nosotros de
mantener constantemente nuestro principio .
‐¿Cuál?
‐Que aquellos a los que hemos de educar no vayan a emprender un estudio
de estas cosas que resulte imperfecto o que no llegue infaliblemente al lugar
a que es preciso que todo llegue, como decíamos hace poco de la astronomía.
¿O no sabes que también hacen otro tanto con la armonía? En efecto, se
dedican a medir uno con otro los acordes y sonidos escuchados y así se
toman, como los astrónomos, un trabajo inútil.
‐Sí, por los dioses ‐dijo‐, y también ridículo, pues hablan de no se qué
espesuras y aguzan los oídos como para cazar los ruidos del vecino, y,
mientras los unos dicen que todavía oyen entremedias un sonido y que éste
es el más pequeño intervalo que pueda darse, con arreglo al cual hay que
medir, los otros sostienen, en cambio, que del mismo modo han sonado ya
antes las cuerdas, y tanto unos como otros prefieren los oídos a la
inteligencia .
‐Pero tú te refieres ‐dije yo‐ a esas buenas gentes que dan guerra a las
cuerdas y las torturan, retorciéndolas con las clavijas; en fin, dejaré esta
imagen, que se alargaría demasiado si hablase de cómo golpean a las
cuerdas con el plectro y las acusan y ellas niegan y desafían a su verdugo y
diré que no hablaba de ésos, sino de aquellos a los que hace poco decíamos
que íbamos a consultar acerca de la armonía. Pues éstos hacen lo mismo que
los que se ocupan de astronomía. En efecto, buscan números en los acordes
percibidos por el oído; pero no se remontan a los problemas ni investigan
qué números son concordes y cuáles no y por qué lo son los unos y no los
otros.
‐Es propia de un genio ‐dijo‐ la tarea de que hablas. ‐Pero es un estudio útil ‐
dije yo‐ para la investigación de lo bello y lo bueno, aunque inútil para quien
lo practique con otras miras.
‐Es natural ‐dijo.
XIII. ‐Y yo creo ‐dije‐, con respecto al estudio de todas estas cosas que hemos
enumerado, que, si se llega por medio de él a descubrir la comunidad y
afinidad existentes entre una y otras y a colegir el aspecto en que son
mutuamente afines, nos aportará alguno de los fines que perseguimos y
nuestra labor no será inútil; pero en caso contrario lo será.
‐Eso auguro yo también ‐dijo‐. Pero es un enorme trabajo el que tú dices, ¡oh,
Sócrates!
‐¿Te refieres al preludio ‐dije yo‐ o a qué otra cosa? ¿O es no sabemos que
todas estas cosas no son más que el preludio de la melodía que hay que
aprender? Pues no creo que te parezca que los entendidos en estas cosas son
dialécticos .
‐No, ¡por Zeus! ‐dijo‐, excepto un pequeñísimo número de aquellos con los
que me he encontrado.
‐Pero entonces ‐dije‐, quienes no son capaces de dar o pedir cuenta de nada,
¿crees que sabrán jamás algo de lo que decimos que es necesario saber?
‐Tampoco eso lo creo ‐dijo.
‐Entonces, ¡oh, Glaucón! ‐dije‐, ¿no tenemos ya aquí la melodía misma que el
arte dialéctico ejecuta? La cual, aun siendo inteligible, es imitada por la
facultad de la vista, de la que decíamos que intentaba ya mirar a los propios
animales y luego a los propios astros y por fin, al mismo sol. E igualmente,
cuando uno se vale de la dialéctica para intentar dirigirse, con ayuda de la
razón y sin intervención de ningún sentido, hacia lo que es cada cosa en sí y
cuando no desiste hasta alcanzar, con el solo auxilio de la inteligencia, lo que
es el bien en sí, entonces llega ya al término mismo de la inteligible del
mismo modo que aquél llegó entonces al de lo visible.
Exactamente ‐dijo.
‐¿Y qué? ¿No es este viaje lo que llamas dialéctica?
‐¿Cómo no?
‐Y el liberarse de las cadenas ‐dije yo‐ y volverse de las sombras hacia las
imágenes y el fuego y ascender desde la caverna hasta el lugar iluminado por
el sol y no poder allí mirar todavía a los animales ni a las plantas ni a la luz
solar, sino únicamente a los reflejos divinos que se ven en las aguas y a las
sombras de seres reales, aunque no ya a las sombras de imágenes
proyectadas por otra luz que, comparada con el sol, es semejante a ellas; he
aquí los efectos que produce todo ese estudio de las ciencias que hemos
enumerado, el cual eleva a la mejor parte del alma hacia la contemplación
del mejor de los seres del mismo modo que antes elevaba a la parte más
perspicaz del cuerpo hacia la contemplación de lo más luminoso que existe
en la región material y visible.
‐Por mi parte ‐dijo‐ así lo admito. Sin embargo me parece algo sumamente
difícil de admitir, aunque es también difícil por otra parte el rechazarlo. De
todos modos, como no son cosas que haya de ser oídas solamente en este
momento, sino que habrá de volver a ellas otras muchas veces , supongamos
que esto es tal como ahora se ha dicho y vayamos a la melodía en sí y
estudiémosla del mismo modo que lo hemos hecho con el proemio. Dinos,
pues, cuál es la naturaleza de la facultad dialéctica y en cuántas especies se
divide y cuáles son sus caminos, porque éstos parece que van por fin a ser
los que conduzcan a aquel lugar una vez llegados al cual podamos descansar
de nuestro viaje ya terminado.
‐Pero no serás ya capaz de seguirme , querido Glaucón ‐dije‐, aunque no por
falta de buena voluntad por mi parte; y entonces contemplarlas, no ya la
imagen de lo que decimos, sino la verdad en sí o al menos lo que yo entiendo
por tal. Será así o no lo será, que sobre eso no vale la pena de discutir; pero
lo que sí se puede mantener es que hay algo semejante que es necesario ver.
¿No es eso?
‐¿Cómo no?
¿No es verdad que la facultad dialéctica es la única que puede mostrarlo a
quien sea conocedor de lo que ha poco enumerábamos y no es posible llegar
a ello por ningún otro medio?
‐También esto merece ser mantenido ‐dijo.
‐He aquí una cosa al menos ‐dije yo‐ que nadie podrá firmar contra lo que
decimos, y es que exista otro método que intente, en todo caso y con
respecto a cada cosa en sí, aprehender de manera sistemática lo que es cada
una de ellas. Pues casi todas las demás artes versan o sobre las opiniones y
deseos de los hombres o sobre los nacimientos y fabricaciones, o bien están
dedicadas por entero al cuidado de las cosas nacidas y fabricadas. Y las
restantes, de las que decíamos que aprehendían algo de lo que existe, es
decir, la geometría y las que le siguen, ya vemos que no hacen más que soñar
con lo que existe, pero que serán incapaces de contemplarlo en vigilia
mientras, valiéndose de hipótesis, dejen éstas intactas por no poder dar
cuenta de ellas. En efecto, cuando el principio es lo que uno sabe y la
conclusión y parte intermedia están entretejidas con lo que uno no conoce,
¿qué posibilidad existe de que una semejante concatenación llegue jamás a
ser conocimiento ?
‐Ninguna ‐dijo.
XIV ‐Entonces ‐dije yo‐ el método dialéctico es el único que, echando abajo
las hipótesis, se encamina hacia el principio mismo para pisar allí terreno
firme; y al ojo del alma, que está verdaderamente sumido en un bárbaro
lodazal lo atrae con suavidad v lo eleva alas alturas, utilizando como
auxiliares en esta labor de atracción a las artes hace poco enumeradas, que,
aunque por rutina las hemos llamado muchas veces conocimientos,
necesitan otro nombre que se pueda aplicar a algo más claro que la opinión,
pero más oscuro que el conocimiento. En algún momento anterior
empleamos la palabra «pensamiento»; pero no me parece a mí que deban
discutir por los nombres quienes tienen ante sí una investigación sobre
cosas tan importantes como ahora nosotros.
‐No, en efecto ‐dijo.
‐Pero ¿bastará con que el alma emplee solamente aquel nombre que en
algún modo haga ver con claridad la condición de la cosa?
‐Bastará.
‐Bastará, pues ‐dije yo‐, con llamar, lo mismo que antes, a la primera parte,
conocimiento; a la segunda, pensamiento; a la tercera, creencia, e
imaginación a la cuarta. Y a estas dos últimas juntas, opinión; y a aquellas
dos primeras juntas, inteligencia. La opinión se refiere a la generación, y la
inteligencia, a la esencia; y lo que es la esencia con relación a la generación,
lo es la inteligencia con relación a la opinión, y lo que la inteligencia con
respecto a la opinión, el conocimiento con respecto a la creencia y el
pensamiento con respecto a la imaginación . En cuanto a la correspondencia
de aquello a que estas cosas se refieren y a la división en dos partes de cada
una de las dos regiones, la sujeta a opinión y la inteligible, dejémoslo, ¡oh,
Glaucón!, para que no nos envuelvan en una discusión muchas veces más
larga que la anterior.
‐Por mi parte ‐dijo‐ estoy también de acuerdo con estas otras cosas en el
grado en que puedo seguirte.
‐¿Y llamas dialéctico al que adquiere noción de la esencia de cada cosa? Y el
que no la tenga, ¿no dirás que tiene tanto menos conocimiento de algo
cuanto más incapaz sea de darse cuenta de ello a sí mismo o darla a los
demás?
‐¿Cómo no voy a decirlo? ‐replicó.
‐Pues con el bien sucede lo mismo. Si hay alguien que no pueda definir con el
razonamiento la idea del bien separándola de todas las demás ni abrirse
paso, como en una batalla, a través de todas las críticas, esforzándose por
fundar sus pruebas no en la apariencia, sino en la esencia, ni llegar al
término de todos estos obstáculos con su argumentación invicta, ¿no dirás,
de quien es de ese modo, que no conoce el bien en sí ni ninguna otra cosa
buena, sino que, aun en el caso de que tal vez alcance alguna imagen del
bien, la alcanzará por medio de la opinión, pero no del conocimiento; y que
en su paso por esta vida no hace más que soñar, sumido en un sopor de que
no despertará en este mundo, pues antes ha de marchar al Hades para
dormir allí un sueño absoluto?
‐Sí, ¡por Zeus! ‐exclamó‐; todo eso lo diré, y con todas mis fuerzas.
‐Entonces, si algún día hubieras de educar en realidad a esos tus hijos
imaginarios a quienes ahora educas e instruyes, no les permitirás, creo yo,
que sean gobernantes de la ciudad ni dueños de lo más grande que haya en
ella mientras estén privados de razón como líneas irracionales .
‐No, en efecto ‐dijo.
‐¿Les prescribirás, pues, que se apliquen particularmente a aquella
enseñanza que les haga capaces de preguntar y responder con la máxima
competencia posible?
‐Se lo prescribiré ‐dijo‐, pero de acuerdo contigo.
‐¿Y no crees ‐dije yo‐ que tenemos la dialéctica en lo más alto, como una
especie de remate de las demás enseñanzas, y que no hay ninguna otra
disciplina que pueda ser justamente colocada por encima de ella, y que ha
terminado ya lo referente a las enseñanzas?
‐Sí que lo creo ‐dijo.
XV ‐Pues bien ‐dije yo‐, ahora te falta designara quiénes hemos de dar estas
enseñanzas y de qué manera.
‐Evidente ‐dijo.
‐¿Te acuerdas de la primera elección de gobernantes y de cuáles eran los que
elegimos ?
‐¿Cómo no? ‐dijo.
‐Entonces ‐dije‐ considera que son aquéllas las naturalezas que deben ser
elegidas también en otros aspectos. En efecto, hay que preferir a los más
firmes y a los más valientes, y, en cuanto sea posible, a los más hermosos.
Además hay que buscarlos tales que no sólo sean generosos y viriles en sus
caracteres, sino que tengan también las prendas naturales adecuadas a esta
educación.
¿Y cuáles dispones que sean?
‐Es necesario, ¡oh, bendito amigo! ‐dije‐, que haya en ellos vivacidad para los
estudios y que no les sea difícil aprender. Porque las almas flaquean mucho
más en los estudios arduos que en los ejercicios gimnásticos, pues les afecta
más una fatiga que les es propia y que no comparten con el cuerpo.
Cierto ‐dijo.
‐Y hay que buscar personas memoriosas, infatigables y amantes de toda
clase de trabajos. Y si no, ¿cómo crees que iba nadie a consentir en realizar,
además de los trabajos corporales, un semejante aprendizaje y ejercicio?
‐Nadie lo haría ‐dijo‐ ano ser que gozase de todo género de buenas dotes.
‐En efecto, el error que ahora se comete ‐dije yo‐ y el descrédito le han
sobrevenido a la filosofía, como antes decíamos , porque los que se le
acercan no son dignos de ella, pues no se le deberían acercar los bastardos,
sino los bien nacidos.
‐¿Cómo? ‐dijo.
‐En primer lugar ‐dije yo‐, quien se vaya a acercar a ella no debe ser cojo en
cuanto a su amor al trabajo, es decir, amante del trabajo en la mitad de las
cosas y no amante en la otra mitad . Esto sucede cuando uno ama la gimnasia
y la caza y gusta de realizar toda clase de trabajos corporales sin ser, en
cambio, amigo de aprender ni de escuchar ni de investigar, sino odiador de
todos los trabajos de esta especie . Y es cojo también aquel cuyo amor del
trabajo se comporta de modo enteramente opuesto.
‐Gran verdad es la que dices ‐contestó.
‐Pues bien ‐dije yo‐, ¿no consideraremos igualmente como un alma lisiada
con respecto a la verdad a aquella que, odiando la mentira voluntaria y
soportándola con dificultad en sí misma e indignándose sobremanera
cuando otros mienten, sin embargo acepta tranquilamente la involuntaria y
no se disgusta si alguna vez es sorprendida en delito de ignorancia, antes
bien, se revuelca a gusto en ella como una bestia porcina?
‐Desde luego ‐dijo.
‐También con respecto a la templanza ‐dije yo‐ y al valor y a la
magnanimidad y a todas las partes de la virtud hay que vigilar no menos
para distinguir el bastardo del bien nacido. Porque cuando un particular o
una ciudad no saben discernir este punto y se ven en el caso de utilizar a
alguien con miras a cualquiera de las virtudes citadas, en calidad de amigo el
primero o de gobernante ]asegunda, son cojos y bastardos aquellos de que
inconscientemente se sirven.
Efectivamente ‐dijo‐, tal sucede.
‐Así, pues, hemos de tener ‐dije yo‐ gran cuidado con todo eso. Porque, si son
hombres bien dispuestos en cuerpo y alma los que eduquemos aplicándoles
a tan importantes enseñanzas y ejercicios, la justicia misma no podrá
echarnos nada en cara y salvaremos la ciudad y el sistema político; pero, si
los aplicados a ello son de otra índole, nos ocurrirá todo lo contrario y
cubriremos a la filosofía de un ridículo todavía mayor.
‐Sería verdaderamente vergonzoso ‐dijo.
‐Por completo ‐dije‐. Pero me parece que también a mí me está ocurriendo
ahora algo risible.
‐¿Qué? ‐dijo.
‐Me olvidé ‐dije‐ de que estábamos jugando y hablé con alguna mayor
vehemencia. Pero es que, mientras hablaba, miré a la filosofía, y creo que fue
al verla tan indignamente afrentada cuando me indigné y, encolerizado
contra los culpables, puse demasiada seriedad en lo que dije.
‐No, ¡por Zeus! ‐exclamó‐, no es esa la opinión de quien te escucha.
‐Pero sí la de quien habla ‐dije‐. Mas no olvidemos esto: que, si bien en la
primera elección escogíamos a ancianos, en esta segunda no será posible
hacerlo. Pues no creamos a Solón cuando dice que uno es capaz de aprender
muchas cosas mientras envejece; antes podrá un viejo correr que aprender y
propios son de jóvenes todos los trabajos grandes y múltiples.
‐Por fuerza ‐dijo.
XVI. ‐De modo que lo concerniente a los números y ala geometría y a toda la
instrucción preliminar que debe preceder a la dialéctica hay que ponérselo
por delante cuando sean niños, pero no dando a la enseñanza una forma que
les obligue a aprender por la fuerza.
‐¿Por qué?
‐Porque no hay ninguna disciplina ‐dije yo‐ que deba aprender el hombre
libre por medio de la esclavitud. En efecto, si los trabajos corporales no
deterioran más el cuerpo por el hecho de haber sido realizados
obligadamente, el alma no conserva ningún conocimiento que haya
penetrado en ella por la fuerza.
‐Cierto ‐dijo.
‐No emplees, pues, la fuerza, mi buen amigo ‐dije‐, para instruir a los niños;
que se eduquen jugando y así podrás también conocer mejor para qué está
dotado cada uno de ellos.
‐Es natural lo que dices ‐respondió.
‐Pues bien ¿te acuerdas ‐pregunté‐ de que dijimos que los niños habían de
ser también llevados a la guerra en calidad de espectadores montados a
caballo y que era menester acercarlos a ella, siempre que no hubiese peligro,
y hacer que, como los cachorros, probasen la sangre?
‐Me acuerdo ‐dijo.
‐Pues bien ‐dije‐, al que demuestre siempre una mayor agilidad en todos
estos trabajos, estudios y peligros, a ése hay que incluirlo en un grupo
selecto.
‐¿A qué edad? ‐dijo.
‐Cuando haya terminado ‐dije‐ ese período de gimnasia obligatoria que, ya
sean dos o tres los años que dure, les impide dedicarse a ninguna otra cosa;
pues el cansancio y el sueño son enemigos del estudio. Además una de las
pruebas, y no la menos importante, será esta de cómo demuestre ser cada
cual en los ejercicios gimnásticos .
‐¿Cómo no? ‐dijo.
‐Y después de este período ‐dije yo‐ los elegidos de erre los veintenarios
obtendrán mayores honras que los demás y los conocimientos adquiridos
separadamente por éstos durante su educación infantil habrá que dárselos
reunidos en una visión general de las relaciones que existen entre unas y
otras disciplinas y entre cada de ellas y la naturaleza del ser.
‐Ciertamente ‐dijo‐, es el único conocimiento que se mantiene firme en
aquellos en que penetra.
‐ ‐Además ‐dije yo‐ es el que mejor prueba si una naturaleza es dialéctica o
no. Porque el que tiene visión de conjunto es dialéctico; pero el que no, ése
no lo es.
‐Lo mismo pienso ‐dijo.
‐Será, pues, necesario ‐dije yo‐ que consideres estoy que a quienes, además
de aventajar a los otros en ello, se muestren también firmes en el
aprendizaje y firmes en la guerra y en las demás actividades, a éstos los
separes nuevamente de entre los ya elegidos, tan pronto como hayan
rebasado los treinta años, para hacerles objeto de honores aún más grandes
e investigar, probándoles por medio del poder dialéctico, quién es capaz de
encaminarse hacia el ser mismo en compañía de la verdad y sin ayuda de la
vista ni de los demás sentidos. Pero he aquí una labor que requiere grandes
precauciones, ¡oh, amigo mío!
‐¿Por qué? ‐preguntó.
‐¿No observas ‐dije yo‐ cuán grande se hace el mal que ahora afecta a la
dialéctica?
¿Cuál? ‐dijo.
‐Creo ‐dije‐ que se ve contaminada por la iniquidad.
‐En efecto ‐dijo.
‐¿Consideras, pues, sorprendente lo que les ocurre ‐dije‐ y no les disculpas ?
‐¿Porqué razón? ‐dijo.
‐Esto es ‐dije‐ como si un hijo putativo se hubiese criado entre grandes
riquezas, en una familia numerosa e importante y rodeado de multitud de
aduladores y, al llegar a hombre, se diese cuenta de que no era hijo de
aquellos que decían ser sus padres, pero no pudiese hallar a quienes
realmente le habían engendrado. ¿Puedes adivinar en qué disposición se
hallaría con respecto a los aduladores y a sus supuestos padres en aquel
tiempo en que no supiera lo de la impostura y en aquel otro en que, por el
contrario, la conociera ya? ¿O prefieres escuchar lo que yo imagino?
‐Lo prefiero ‐dijo.
XVII. ‐Pues bien, supongo ‐dije‐ que honraría más al padre y a la madre y a
los demás supuestos parientes que a los aduladores, y toleraría menos que
estuviesen privados de nada, y les haría o diría menos cosas con que pudiera
faltarles, y en lo esencial desobedecería menos a aquéllos que a los
aduladores durante el tiempo en que no conociese la verdad.
‐Es natural ‐dijo.
‐Ahora bien, una vez se hubiese enterado de lo que ocurría, me imagino que
sus lazos de respeto y atención se relajarían para con aquéllos y se
estrecharían para con los aduladores; que obedecería a éstos de manera más
señalada que antes y acomodaría su vida futura a la conducta de ellos, con
los cuales conviviría abiertamente; y, a no estar dotado de un natural muy
bueno, no se preocuparía en absoluto de aquel su padre ni de los demás
parientes supositicios.
‐Sí; sucedería todo lo que dices ‐respondió‐. Pero ¿en qué se relaciona esta
imagen con los que se aplican a la dialéctica?
‐En lo siguiente. Tenemos desde niños, según creo, unos principios sobre lo
justo y lo honroso dentro de los cuales nos hemos educado obedeciéndoles y
respetándoles a fuer de padres.
‐Así es.
‐Pero hay también, en contraposición con éstos, otros principios
prometedores de placer que adulan a nuestra alma e intentan atraerla hacia
sí sin convencer, no obstante, a quienes tengan la más mínima mesura; pues
éstos honran y obedecen a aquellos otros principios paternos.
‐Así es.
‐¿Y qué? ‐dije yo‐. Si al hombre así dispuesto viene una interrogación y le
pregunta qué es lo honroso, y al responder él lo que ha oído decir al
legislador le refuta la argumentación y, confutándole mil veces y de mil
maneras, le lleva a pensar que aquello no es más honroso que deshonroso y
que ocurre lo mismo con lo justo y lo bueno y todas las cosas por las que
sentía la mayor estimación, ¿qué crees que, después de esto, hará él con ellas
en lo tocante a honrarles y obedecerlas?
‐Es forzoso ‐dijo‐ que no las honre ya ni les obedezca del mismo modo.
‐Pues bien ‐dije yo‐, cuando ya no crea, como antes, que son preciosas ni
afines a su alma, pero tampoco haya encontrado todavía la verdad, ¿existe
alguna otra vida a que naturalmente haya de volverse sino aquella que le
adula?
‐No existe ‐dijo.
‐Entonces se advertirá, creo yo, que de obediente para con las leyes se ha
vuelto rebelde a ellas.
‐Por fuerza.
‐¿No es, pues, natural ‐dije‐ lo que les sucede a quienes de tal modo se dan a
la dialéctica y no son como antes decía yo, muy dignos de que se les
disculpe?
‐Y de que se les compadezca ‐dijo.
‐Pues bien, para que no merezcan esa compasión tus treintañales, ¿no hay
que proceder con la máxima precaución en su contacto con la dialéctica?
‐Efectivamente ‐dijo.
‐¿Y no es una gran precaución la de que no gusten de la dialéctica mientras
sean todavía jóvenes? Porque creo que no habrás dejado de observar que,
cuando los adolescentes han gustado por primera vez de los argumentos, se
sirven de ellos como de un juego, los emplean siempre para contradecir y, a
imitación de quienes les confunden, ellos a su vez refutan a otros y gozan
como cachorros dando tirones y mordiscos verbales a todo el que se acerque
a ellos.
‐Sí, gozan extraordinariamente ‐dijo.
‐Y una vez que han refutado a muchos y sufrido también muchas
refutaciones, caen rápidamente en la incredulidad con respecto a todo
aquello en que antes creían y como consecuencia de esto desacreditan ante
los demás no sólo a sí mismos, sino también a todo lo tocante a la filosofía.
‐Muy cierto ‐dijo.
‐En cambio ‐dije yo‐, el adulto no querrá acompañarles en semejante manía
e imitará más bien a quien quiera discutir para investigar la verdad que a
quien por divertirse haga un juego de la contradicción; y así no sólo se
comportará él con mayor mesura, sino que convertirá la profesión de
deshonrosa en respetable.
‐Exactamente ‐dijo.
‐¿Y no es por precaución por lo que ha sido dicho todo cuanto precedió, a
esto, lo de que sean disciplinados y firmes en sus naturalezas aquellos a
quienes se vaya a hacer partícipes de la dialéctica de modo que no pueda
aplicarse a ella, como ahora, el primer recién llegado que carezca de aptitud?
‐Es cierto ‐dijo.
XVIII. ‐¿Será, pues, suficiente que cada uno se dedique al estudio de la
dialéctica de manera asidua e intensa, sin hacer ninguna otra cosa, sino
practicando con el mismo ahínco que en los ejercicios corporales durante un
número de años doble que antes?
‐¿Son seis ‐dijo‐ o cuatro los que dices?
‐No te preocupes ‐dije‐: pon cinco. Porque después de esto les tendrás que
hacer bajar de nuevo a la caverna aquella y habrán de ser obligados a ocupar
los cargos atañederos a la guerra y todos cuantos sean propios de jóvenes
para que tampoco en cuanto a experiencia queden por bajo de los demás. Y
habrán de ser también probados en estos cargos para ver si se van a
mantener firmes cuando se intente arrastrarles en todas direcciones o si se
moverán algo.
‐¿Y cuánto tiempo fijas para esto? ‐dijo.
‐Quince años ‐contesté‐. Y una vez hayan llegado a cincuentenarios , a los
que hayan sobrevivido y descollado siempre y por todos conceptos en la
práctica y en el estudio hay que conducirlos ya hasta el fin y obligarles a que,
elevando el ojo de su alma, miren de frente a lo que proporciona luz a todos;
y, cuando hayan visto el bien en sí, se servirán de él como modelo durante el
resto de su vida, en que gobernarán, cada cual en su día, tanto a la ciudad y a
los particulares como a sí mismos; pues, aunque dediquen la mayor parte
del tiempo a la filosofía, tendrán que cargar, cuando les llegue su vez, con el
peso de los asuntos políticos y gobernar uno tras otro por el bien de la
ciudad y teniendo esta tarea no tanto por honrosa como por ineludible. Y así,
después de haber formado cada generación a otros hombres como ellos a
quienes dejen como sucesores suyos en la guarda de la ciudad, se irán a
morar en las islas de los bienaventurados y la ciudad les dedicará
monumentos y sacrificios públicos honrándoles como a demones si lo
aprueba así la pitonisa , y si no, como seres beatos y divinos.
‐¡Qué hermosos son, oh, Sócrates ‐exclamó‐, los gobernantes que, como un
escultor, has modelado !
‐Y las gobernantas, Glaucón ‐dije yo‐. Pues no creas que en cuanto he dicho
me refería más a los hombres que a aquellas de entre las mujeres que
resulten estar suficientemente dotadas.
‐Nada más justo ‐dijo‐, si, como dejamos sentado , todo ha de ser igual y
común entre ellas y los hombres.
‐¿Y qué? ‐dije‐. ¿Reconocéis que no son vanas quimeras lo que hemos dicho
sobre la ciudad y su gobierno, sino cosas que, aunque difíciles, son en cierto
modo realizables, pero no de ninguna otra manera que como se ha expuesto,
es decir, cuando haya en la ciudad uno y varios gobernantes que, siendo
verdaderos filósofos, desprecien las honras de ahora, por considerarlas
innobles e indignas del menor aprecio, y tengan, por el contrario, en la
mayor estima lo recto, con las honras que de ello dimanan, y, por ser la cosa
más grande y necesaria, lo justo, a lo cual servirán y lo cual fomentarán
cuando se pongan a organizar su ciudad?
‐¿Cómo? ‐dijo.
‐Enviarán al campo ‐dije‐ a todos cuantos mayores de diez años haya en la
ciudad y se harán cargo de los hijos de éstos, sustrayéndolos a las
costumbres actuales y practicadas también por los padres de ellos, para
educarlos de acuerdo con sus propias costumbres y leyes, que serán las que
antes hemos descrito. ¿No es este el procedimiento más rápido y simple para
establecer el sistema que exponíamos de modo que, siendo feliz el Estado,
sea también causa de los más grandes beneficios para el pueblo en el cual se
dé?
‐Sí, y con mucho ‐dijo‐. Me parece, Sócrates, que has hablado muy bien de
cómo se realizará, si es que alguna vez llega a realizarse.
‐¿Y no hemos dicho ya ‐pregunté yo‐ demasiadas palabras acerca de esta
comunidad y del hombre similar a ella? Pues también está claro, según yo
creo, cómo diremos que debe ser ese hombre.
‐Está claro ‐dijo‐. Y con respecto a lo que preguntas, me parece que esto se
ha terminado.
Fedro o de la Belleza
Sócrates – Fedro
Sócrates
Mi querido Fedro, ¿a dónde vas y de dónde vienes?
Fedro
Vengo, Sócrates, de casa de Lisias{1}, hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera
de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y
siguiendo el precepto de Acumenos, tu amigo y mío, me paseo por las vías
públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las
carreras en el gimnasio.
Sócrates
Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.
Fedro
Sí, en casa de Epícrates, en esa casa que está próxima al templo de Júpiter
Olímpico, la Moriquia.{2} [262]
Sócrates
¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún
discurso.
Fedro
Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.
Sócrates
¿Qué dices? ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo
no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?
Fedro
Pues adelante.
Sócrates
Habla pues.
Fedro
En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó
por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias
supone un hermoso joven, solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y
esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe
conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.
Sócrates
¡Oh! es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor
complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la
juventud, y lo mismo con todas las desventajas que tengo yo y tienen
muchos otros. Sería esta una idea magnífica y prestaría un servicio a los
intereses populares{3}. Así es que yo ardo en deseos de escucharte, y ya
puedes alargar tu paseo hasta Megara, y, conforme al método de [263]
Heródicos{4}, volver de nuevo después de tocar los muros de Atenas, que yo
no te abandonaré.
Fedro
¿Qué dices?, bondadoso Sócrates. Un discurso que Lisias, el más hábil de
nuestros escritores, ha trabajado por despacio y en mucho tiempo, ¿podré
yo, que soy un pobre hombre, dártelo a conocer de una manera digna de tan
gran orador? Estoy bien distante de ello, y, sin embargo, preferiría este
talento a todo el oro del mundo.
Sócrates
Fedro, si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le
conozco. Estoy bien seguro de que, oyendo un discurso de Lisias, no ha
podido contentarse con una primera lectura, sino que volviendo a la carga,
habrá pedido al autor que comenzara de nuevo, y el autor le habrá dado
gusto, y, no satisfecho aún con esto, concluiría por apoderarse del papel,
para volver a leer los pasajes que más llamaran su atención. Y después de
haber pasado toda la mañana inmóvil y atento a este estudio, fatigado ya,
había salido a tomar el aire y dar un paseo, y mucho me engañaría, ¡por el
Can!, si no sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de una
extensión excesiva. Se ha venido fuera de muros para meditar sobre él a sus
anchuras, y encontrando un desdichado que tenga una pasión furiosa por
discursos, complacerse interiormente en tener la fortuna de hallar uno a
quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el
encontradizo, llevado de su pasión por discursos, le invita a que se explique,
se hace el desdeñoso, y como si nada le importara; cuando si no le quisiera
oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro,
mejor es hacer por voluntad lo que [264] habría de hacerse luego por
voluntad o por fuerza.
Fedro
Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me
sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar, sin
que hable bien o mal.
Sócrates
Tienes razón.
Fedro
Pues bien, doy principio... Pero verdaderamente, Sócrates, yo no puedo
responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. En medio de
que me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer
para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a referírtelos en
resumen y por su orden. Comienzo por el primero.
Sócrates
Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu
mano izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado,
vive persuadido de lo mucho que te estimo; pero, supuesto que tenemos
aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas tú materia de
nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.
Fedro
Basta de broma, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la
esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde
nos sentamos para leerlo?
Sócrates
Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Illiso, y allí escogeremos
algún sitio solitario para sentarnos.
Fedro
Me viene perfectamente haber salido de casa sin [265] calzado, porque tú
nunca lo gastas{5}. Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos un
baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.
Sócrates
Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.
Fedro
¿Ves este plátano de tanta altura?
Sócrates
¿Y qué?
Fedro
Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde
sentarnos, y, si queremos, también para acostarnos.
Sócrates
Adelante, pues.
Fedro
Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Illiso, donde
Boreas robó, según se dice, la ninfa Oritea?
Sócrates
Así se cuenta.
Fedro
Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas,
el agua pura y trasparente y esta ribera, todo convidaba para que las ninfas
tuvieran aquí sus juegos.
Sócrates
No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios,
donde está el paso del río para el templo de Diana Cazadora. Por este mismo
rumbo hay un altar a Boreas. [266]
Fedro
No lo recuerdo bien, pero dime, ¡por Júpiter!, ¿crees tú en esta maravillosa
aventura?
Sócrates
Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos; podría agotar los
recursos de mi espíritu, diciendo que el viento del Norte la hizo caer de las
rocas vecinas donde ella se solazaba con Farmaceo, y que esta muerte dio
ocasión a que se dijera que había sido robada por Boreas{6}; y aún podría
trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda
ha sido robada sobre esta colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo
encuentro que todas estas explicaciones, mi querido Fedro, son las más
agradables del mundo, pero exigen un hombre muy hábil, que no ahorre
trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de
esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de la quimera, y
en seguida de estos las gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos
aterradores por su número y su rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra su
sabiduría vulgar, para reducir cada uno de ellos a proporciones verosímiles,
tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto a mí, no tengo tiempo
para estas indagaciones, y voy a darte la razón. Yo no he podido aún cumplir
con el precepto de Delfos, conociéndome a mí mismo; y dada esta ignorancia
me parecería ridículo intentar conocer lo que [267] me es extraño. Por esto
que renuncio a profundizar todas estas historias, y en este punto me atengo
a las creencias públicas{7}. Y como te decía antes, en lugar de intentar
explicarlas, yo me observo a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo
más complicado y más furioso que Tifón, o un animal más dulce, más
sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de una chispa de divina
sabiduría. Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este
árbol, a donde querías que fuésemos.
Fedro
En efecto, es el mismo.
Sócrates
¡Por Juno!, ¡precioso retiro! ¡Cuán copudo y elevado es este plátano! Y este
agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa!,
parece como si floreciera con intención para perfumar estos preciosos sitios.
¿Hay nada más encantador que el arroyo que corre al pié de este plátano?
Nuestros pies sumergidos en él, acreditan su frescura. Este sitio retirado
está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueldo, si hemos de
juzgar por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que
aquí corre tiene cierta cosa de suave y perfumado? Se advierte en el canto de
las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el estío. Pero lo que más
me encanta son estas yerbas, cuya espesura nos permite descansar con
delicia, acostados sobre un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro,
eres un guía excelente. [268]
Fedro
Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte
se te tendría por un extranjero, a quien se hacen los honores del país, y no
por un habitante del Ática. Probablemente tú no habrás salido jamás de
Atenas, ni traspasado las fronteras, ni aun dado un paseo fuera de muros.
Sócrates
Perdona, amigo mío. Así es, pero es porque quiero instruirme. Los campos y
los árboles nada me enseñan, y sólo en la ciudad puedo sacar partido del
roce con los demás hombres. Sin embargo, creo que tú has encontrado
recursos para curarme de este humor casero. Se obliga a un animal
hambriento a seguirnos, mostrándole alguna rama verde o algún fruto; y tú,
enseñándome ese discurso y ese papel que lo contiene, podrías obligarme a
dar una vuelta al Ática y a cualquiera parte del mundo, si quisieras. Pero, en
fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, yo me tiendo en la hierba.
Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer, y puedes comenzar.
Fedro
Escucha.
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis
deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque
no soy tu amante. Porque los amantes, desde el momento en que se ven
satisfechos, se arrepienten ya de todo lo que han hecho por el objeto de su
pasión. Pero los que no tienen amor no tienen jamás de qué arrepentirse,
porque no es la fuerza de la pasión la que les ha movido a hacer a su amigo
todo el bien que han podido, sino que han obrado libremente, juzgando que
servían así a sus más caros intereses. Los amantes consideran el daño
causado por su amor a sus negocios, alegan sus liberalidades, traen a cuenta
las penalidades que han sufrido, y después de [269] tiempo creen haber
dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto amado. Pero los que
no están enamorados, no pueden, ni alegar los negocios que han
abandonado, ni citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las querellas
que se hayan suscitado en el interior de la familia; y no pudiendo pretextar
todos estos males, que no han llegado a conocer, sólo les resta aprovechar
con decisión cuantas ocasiones se presenten de complacer a su amigo.
»Se alegará quizá en favor del amante, que su amor es más vivo que una
amistad ordinaria, que está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede
ser agradable a la persona que ama, y arrostrar por ella el odio de todos;
pero es fácil conocer lo falaz de este elogio, puesto que, si su pasión llega a
mudar de objeto, no dudará en sacrificar sus antiguos amores a los nuevos,
y, si el que ama hoy se lo exige, hasta perjudicar al que amaba ayer.
»Racionalmente no se pueden conceder tan preciosos favores a un hombre
atacado de un mal tan crónico, del cual ninguna persona sensata intentará
curarle, porque los mismos amantes confiesan que su espíritu está enfermo
y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen ellos, que están fuera de sí
mismos y que no pueden dominarse. Y entonces si llegan a entrar en sí
mismos, ¿cómo pueden aprobar las resoluciones que han tomado en un
estado de delirio?
»Por otra parte, si entre tus amantes quisieses conceder la preferencia al
más digno, no podrías escoger sino entre un pequeño número; por el
contrario, si buscas entre todos los hombres aquel cuya amistad desees,
puedes elegir entre millares, y es probable que en toda esta multitud
encuentres uno que merezca tus favores.
»Si temes la opinión pública, si temes tenerte que avergonzar de tus
relaciones ante tus conciudadanos, ten presente, que lo más natural es, que
un amante, que [270] desea que le envidien su suerte, creyéndola envidiable,
sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria publicar por todas partes, que
no ha perdido el tiempo, ni el trabajo. Aquel que dueño de sí mismo, no se
deja extraviar por el amor, preferirá la seguridad de su amistad al placer de
alabarse de ella. Añade a esto, que todo el mundo conoce un amante,
viéndole seguir los pasos de la persona que ama; y llegan al punto de no
poder hablarse, sin que se sospeche que una relación más íntima los une ya,
o va bien pronto a unirlos. Pero los que no están enamorados, pueden vivir
en la mayor familiaridad, sin que jamás induzcan a sospecha; porque se sabe
que son lícitas estas asociaciones, formadas amistosamente por la necesidad,
para encontrar alguna distracción.
»¿Tienes algún otro motivo para temer? Piensas que las amistades son rara
vez durables, y que un rompimiento, que siempre es una desgracia para
ambos, te será funesto, sobre todo después del sacrificio que has hecho de lo
más precioso que tienes? Si así sucede, es al amante a quien debes sobre
todo temer. Un nada le enoja, y cree que lo que se hace es para perjudicarle.
Así es, que quiere impedir al objeto de su amor toda relación con todos los
demás, teme verse postergado por las riquezas de uno, por los talentos de
otro, y siempre está en guardia contra el ascendiente de todos aquellos que
tienen sobre él alguna ventaja. El te cizañará para ponerte mal con todo el
mundo y reducirte a no tener un amigo; o si pretendes manejar tus intereses
y ser más entendido que tu celoso amante, acabarás por un rompimiento.
Pero el que no está enamorado, y que debe a la estimación que inspiran sus
virtudes los favores que desea, no se cela de aquellos que viven
familiarmente con su amigo; aborrecería más bien a los que huyesen de su
trato, porque vería en este alejamiento una señal de desprecio, mientras que
[271] aplaudiría todas aquellas relaciones, cuyas ventajas conociese. Parece
natural, que dadas estas condiciones, la complacencia afiance la amistad, y
que no pueda producir resentimientos. Por otro lado, la mayor parte de los
amantes se enamoran de la belleza del cuerpo, antes de conocer la
disposición del alma y de haber experimentado el carácter, y así no puede
asegurarse si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción de sus deseos. Los
que no se ven arrastrados por el amor y están ligados por la amistad antes
de obtener los mayorers favores, no podrán ver en estas complacencias un
motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos favores para lo
sucesivo.
»¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Fíate de mí antes que de un
amante. Porque un amante alabará todas tus palabras y todas tus acciones
sin curarse de la verdad ni de la bondad de ellas, ya por temor de
disgustarte, ya porque la pasión le ciega; porque tales son las ilusiones del
amor. El amor desgraciado se aflige, porque no excita la compasión de nadie;
pero cuando es dichoso, todo le parece encantador, hasta las cosas más
indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de compasión.
Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un
placer efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables, porque, libre de
amor, yo seré dueño de mí mismo. No me entregaré por motivos frívolos a
odios furiosos, y aun con los más graves motivos dudaré en concebir un
ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me
causen, y me esforzaré en prevenir las ofensas intencionadas. Porque tales
son los signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.
»Quizá crees tú que la amistad sin el amor es débil y flaca; y, si fuera así,
seríamos indiferentes con nuestros hijos y con nuestros padres y no
podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros amigos, a quienes un
dulce [272] hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es
justo conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso
en todos los casos obligar, no a los más dignos, sino a los más indigentes,
porque libertándolos de los males más crueles, se recibirá por recompensa
el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida,
deberás convidar, no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos,
porque ellos te amarán, te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu
puerta experimentando la mayor alegría, vivirán agradecidos y harán votos
por tu prosperidad. Pero tú debes por el contrario favorecer, no a aquellos
cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su
reconocimiento; no a los más enamorados, sino a los más dignos; no a los
que sólo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez te
hagan partícipe de todos sus bienes; no a los que se alabarán por todas
partes de su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva;
no a los que se muestren muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya
amistad, siempre igual, sólo concluirá con la muerte; no a los que, una vez
satisfecha su pasión, buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que,
viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren granjearse tu
estimación.
»Acuérdate, pues, de mis palabras, y considera que los amantes están
expuestos a los consejos severos de sus amigos, que rechazan pasión tan
funesta. Considera, también, que nadie es reprensible por no ser amante, ni
se le acusa de imprudente por no serlo.
»Quizá me preguntarás, si te aconsejo que concedas tus favores a todos los
que no son tus amantes; y te responderé, que tampoco un amante te
aconsejará la misma complacencia para todos los que te aman. Porque
favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al
reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos, [273] aunque quisieras. Es
preciso que nuestra mutua relación, lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.
»Creo haber dicho bastante; pero si aún te queda alguna duda, si es cosa que
no he resuelto todas tus objeciones, habla; yo te responderé.»
¿Qué te parece? Sócrates; ¿no es admirable este discurso bajo todos aspectos
y sobre todo por la elección de las palabras?
Sócrates
Maravilloso discurso, amigo mío; me ha arrebatado y sorprendido. No has
contribuido tú poco a que me haya causado tan buena impresión. Te miraba
durante la lectura, y veía brillar en tu semblante la alegría. Y como creo que
en estas materias tu juicio es más seguro que el mío, me he fiado de tu
entusiasmo, y me he dejado arrastrar por él.
Fedro
¡Vaya!, quieres reírte.
Sócrates
¿Crees que me burlo y que no hablo seriamente?
Fedro
No, en verdad, Sócrates. Pero dime con franqueza, ¡por Júpiter, que preside a
la amistad!, ¿piensas que haya entre todos los griegos un orador capaz de
tratar el mismo asunto con más nobleza y extensión?
Sócrates
¿Qué dices?, quieres que me una a ti para alabar un orador por haber dicho
todo lo que puede decirse, o sólo por haberse expresado en un lenguaje
claro, preciso y sabiamente aplicado. Si reclamas mi admiración por el fondo
mismo del discurso, sólo por consideración a ti puedo concedértelo; porque
la debilidad de mi espíritu no me ha dejado apercibir este mérito, y sólo me
he fijado en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias mismo pueda
estar satisfecho de su obra. Me parece, mi querido [274] Fedro, a no juzgar
tú de otra manera, que repite dos y tres veces las cosas, como un hombre
poco afluente; pero quizá se ha fijado poco en esta falta, y ha querido
hacernos ver que era capaz de expresar un mismo pensamiento de muchas
maneras diferentes, y siempre con la misma fortuna.
Fedro
¿Qué dices?, Sócrates. Lo más admirable de su discurso consiste en decir
precisamente todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo
no es posible hablar, ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.
Sócrates
En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos,
hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me
convencerían de impostura, si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.
Fedro
¿Y cuáles son esos sabios?, o has encontrado otra cosa más acabada?
Sócrates
En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá
en la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrará
ejemplos. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que desborda
mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un
discurso que competiría con el de Lisias. Conozco bien que no puedo
encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la
medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma,
como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero
soy tan indolente que no sé cómo, ni de dónde, me vienen.
Fedro
Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de
que me digas quiénes son esos [275] sabios, ni de dónde aprendiste sus
lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un
discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar
nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a
consagrar en el templo de Delfos mi estatua en oro de talla natural, y
también la tuya{8}.
Sócrates
Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro, si tienes la buena
fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo
pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir en nada lo que él ha dicho. En
verdad esto sería imposible hasta al más adocenado escritor. Por ejemplo,
puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío,
más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno
y reprender el delirio del otro, si no puedo hablar de estos motivos
esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de consentir estos
lugares comunes al orador, y de esta manera puede mediante el arte de la
forma suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de
razones menos evidentes, y por lo tanto más difíciles de encontrar, no se una
al mérito de la composición el de la invención.
Fedro
Hablas en razón. Puedes sentar por principio que el que no ama tiene sobre
el que ama la ventaja de conservar su buen sentido, y esto te lo concedo.
Pero si en otra parte puedes encontrar razones más numerosas y más
fuertes que los motivos alegados por Lisias, quiero que tu estatua de oro
macizo figure en Olimpia cerca de la ofrenda de Cipsesides{9}. [276]
Sócrates
Tomas la cosa por lo serio, Fedro, porque ataco al que amas. Sólo quería
provocarte un poco. ¿Piensas verdaderamente que yo pretendo competir en
elocuencia con escritor tan hábil?
Fedro
He aquí, mi querido Sócrates, que has incurrido en los mismos defectos que
yo; pero tú hablarás, quieras o no quieras, en cuanto alcances. Procura que
no se renueve una escena muy frecuente en las comedias, y me fuerces a
volverte tus burlas repitiendo tus mismas palabras: «Sócrates, si no
conociese a Sócrates, no me conocería a mí mismo; ardía en deseos de
hablar, pero se hacia el desdeñoso, como si no le importara.» Ten entendido,
que no saldremos de aquí, sin que hayas dado expansión a tu corazón, que
según tú mismo se desborda. Estamos solos, el sitio es retirado, y soy el más
joven y más fuerte de los dos. En fin, ya me entiendes; no me obligues a
hacerte violencia, y habla por buenas.
Sócrates
Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan
insigne orador la improvisación de un ignorante.
Fedro
¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos desdenes, porque si no recurriré a
una sola palabra que te obligará a hablar.
Sócrates
Te suplico que no recurras.
Fedro
No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, pero ¿por qué
Dios?, si quieres, por este [277] plátano, y me comprometo por juramento a
que si en su presencia no hablas en este acto, jamás te leeré, ni te recitaré,
ningún otro discurso de quien quiera que sea.
Sócrates
¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca,
valiéndose del flaco que yo tengo, de mi cariño a los discursos!
Fedro
Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?
Sócrates
¡Oh Dios!, no; después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una
privación semejante?
Fedro
Habla, pues.
Sócrates
¿Sabes lo que voy a hacer antes?
Fedro
Veámoslo.
Sócrates
Voy a cubrirme la cabeza para concluir lo más pronto posible, porque el
mirar a tu semblante me llena de turbación y de confusión.
Fedro
Lo que importa es que hables, y en lo demás haz lo que te acomode.
Sócrates
Venid, musas ligias, nombre que debéis a la dulzura de vuestros cantos{10},
o a la pasión de los ligienses{11} por vuestras divinas melodías; yo os
invoco, sostened mi debilidad en este discurso, que me arranca mi buen
amigo, sin duda para añadir un nuevo título, después de otros muchos, a la
gloria de su querido Lisias. había un joven, [278] o más bien, un mozalbete
en la flor de su juvenil belleza, que contaba con gran número de adoradores.
Uno de ellos, más astuto, pero no menos enamorado que los demás, había
conseguido persuadirle que no le tenía amor. Y un día que solicitaba sus
favores, intentó probarle que era preciso acceder a su indiferencia, primero
que a la pasión de los demás. He aquí su discurso:
«En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso
comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se
incurriría en mil errores. La mayor parte de los hombres ignoran la esencia
de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben, desprecian
desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la
discusión, les sucede necesariamente no entenderse, ni con los demás, ni
consigo mismos. Evitemos este defecto, que echamos en cara a los demás; y
puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que no lo
es, comencemos por fijar la definición del amor, su naturaleza y sus efectos,
y refiriéndonos sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la
discusión, examinemos si es útil o dañoso.
»Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que
el deseo de las cosas bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo
distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe
reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo
impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo
instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos
dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y la victoria
pertenece indistintamente, ya a uno, ya a otro. Cuando el gusto del bien, que
la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando
el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el
nombre de intemperancia. Pero la [279] intemperancia muda de nombre,
según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas
que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular
bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso
llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien,
inspirado por la razón y a los demás deseos, se llama glotonería, y los
entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo
de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da
al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta
clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que
son víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a que voy a parar
después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con toda
claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto
del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se
lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase sólo a la belleza
corporal, su poder se hace irresistible, y sacando su nombre de esta fuerza
omnipotente, se le llama amor.»
Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por
alguna divinidad?
Fedro
En efecto, Sócrates, las palabras corren con una afluencia inusitada.
Sócrates
Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo de divino, y si
en el curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspirasen
algunos rasgos entusiastas, no te sorprendas. Ya me considero poco distante
del tono del ditirambo.
Fedro
Nada más cierto. [280]
Sócrates
Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración
podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al Dios que me posee,
y nosotros continuemos hablando de nuestro joven.
«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y
hemos definido su naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista
nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las
deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un
amigo libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el
deleite, debe necesariamente buscar en el objeto de su amor el mayor placer
posible. Un espíritu enfermo encuentra su placer en abandonarse por
completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca
le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le
sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en
rebajarle y humillarle hasta verle debajo. El ignorante es inferior al sabio, el
cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de
espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos y aun otros más
vergonzosos regocijarán al amante, si los encuentra en el objeto de su amor,
y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho
en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre todo, será celoso,
prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto,
más hombre, lo causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal
irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la
divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio al
que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio. Por último, se
esforzará en todo y por todo en mantenerle, en la ignorancia, para obligarle
a no tener más ojos que los del [281] mismo amante, y le será tanto más
agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la
relación moral, no hay guía más malo, ni compañero más funesto, que un
hombre enamorado.
»Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a
sacrificar lo bello y lo honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se
le verá rebuscar un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la
claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios
gimnásticos, acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo con
perfumes y artificios la belleza que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en
su persona y en sus costumbres que no corresponda a este retrato. Todo
esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente,
resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las
demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado sólo podrá inspirar
audacia a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito,
dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos examinar, en qué el trato y la influencia de un amante
pueden ser útiles o dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del
objeto amado. Es claro para todo el mundo, sobre todo para el mismo
amante, que nada hay que desee tanto como ver a la persona que ama
privada de lo más precioso, más estimado y más sagrado que tiene. Le vería
con gusto perder su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que mira
como censores y como obstáculos a su dulce comercio. Si la persona amada
posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil
seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna
del que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina. En fin, deseará verle
todo el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar doméstico, para alargar
el [282] momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un Dios ha mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la
humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto
azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una
cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos
semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el
amante dañe al objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los
momentos debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los
que son de una misma edad se atraen naturalmente. En efecto, cuando las
edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor, que de ello
resulta, predispone la amistad, y, sin embargo, semejantes relaciones tienen
también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo
pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante, cuya edad se
aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más
joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor,
le arrastrará hacia aquel, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por
la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en
servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal
que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué
placeres, esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo
gastado y marchitado por los años, afligido de los achaques de la edad, de
que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, a que sin
cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con
suspicaz celo en todos sus actos, en todas sus conversaciones, oye de boca de
su amante, tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas, como
reprensiones insoportables, que le dirige, cuando está en su buen sentido;
porque cuando la embriaguez de la [283] pasión llega a extraviarle, sin
tregua y sin miramiento le llena de ultrajes, que le cubren de vergüenza.
»El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como
funesto; cuando la pasión se extinga, se mostrará sin fe, y venderá a aquel
que sedujo con sus promesas magnificas, con sus juramentos y con sus
súplicas, y a quien sólo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran
dificultad decidir a soportar relación tan funesta. Cuando llega el momento
de verse libre de esta pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la
razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el amor y la locura; se ha hecho
otro hombre sin conocimiento de aquel de quien estaba enamorado. El joven
exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha
hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre. Este, lleno de
confusión, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo
sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su
loca pasión. Sin embargo, ha entrado en sí mismo y es ya bastante capaz
para no dejarse llevar de iguales extravíos, y para no volver de nuevo al
antiguo camino de perdición. Se ve precisado a evitar a aquel que amaba en
otro tiempo, y vuelta la concha{12}, en vez de perseguir, es él el que huye. Al
joven no le queda otro partido que sufrir bajo el peso de sus remordimientos
por haber ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a
un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un hombre, cuyo amor
necesariamente ha turbado la razón.
»Obrando de otra manera, es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido,
incómodo, celoso, repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud, y
sobre todo, [284] funesto al perfeccionamiento de su alma, que es y será en
todos tiempos la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses.
He aquí, joven querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no
olvidando jamás que la ternura de un amante no es una afección benévola,
sino un apetito grosero que quiere saciarse:
Como el lobo ama al cordero,
El amante ama al amado.»
He aquí todo lo que tenia que decirte, mi querido Fedro; no me oirás más,
porque mi discurso está terminado.
Fedro
Creía que lo que has dicho era sólo la primera parte, y que hablarías en
seguida del hombre no enamorado, para probar que se le debe favorecer con
preferencia, y para presentar las ventajas que ofrece su amistad.
Sócrates
¿No has notado, mi querido amigo, que, sin remontarme al tono del
ditirambo, ya mi lenguaje ha sido poético, cuando sólo se trata de criticar?
¿Qué será si yo emprendo el hacer el panegírico del amigo sabio? ¿Quieres,
después de haberme expuesto a la influencia de las ninfas, acabar de
extraviar mi razón? Digo, pues, resumiendo, que en el trato del hombre sin
amor se encuentran tantas ventajas, como inconvenientes en el del hombre
apasionado. Habrá necesidad de largos discursos? Bastante me he explicado
sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven hará de mis consejos lo que
quiera, y yo repasaré el Illiso, como quien dice, huyendo, antes que venga a
tu magín hacer conmigo mayores violencias.
Fedro
No, Sócrates, aguarda a que el calor pase. ¿No ves que apenas es medio día, y
que es la hora en que el sol parece detenerse en lo más alto del cielo?
Permanezcamos aquí [285] algunos instantes conversando sobre lo que
venimos hablando, y cuando el tiempo refresque, nos marcharemos.
Sócrates
Tienes, querido amigo, una maravillosa pasión por los discursos, y en este
punto no hallo palabras para alabarte; creo que de todos los hombres de tu
generación, no hay uno que haya producido más discursos que tú, sea que
los hayas pronunciado tú mismo, sea que hayas obligado a otros a
componerlos, quisieran o no quisieran.
Sin embargo, exceptúo a Simmias el Tebano; pero no hay otro que pueda
compararse contigo. Y ahora mismo me temo, que me vas a arrancar un
nuevo discurso.
Fedro
No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes; veamos de qué se trata.
Sócrates
Según me estaba preparando para pasar el río, sentí esa señal divina, que
ordinariamente me da sus avisos, y me detiene en el momento de adoptar
una resolución{13}, y he creído escuchar de este lado una voz que me
prohibía partir antes de haber ofrecido a los dioses una expiación, como si
hubiera cometido alguna impiedad. Es cierto que yo soy adivino, y en verdad
no de los más hábiles, sino que a la manera de los que sólo ellos leen lo que
escriben, yo sé lo bastante para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he
cometido. Hay en el alma humana, mi querido amigo, un poder adivinatorio.
En el acto de hablarte, sentía por algunos instantes una gran turbación y un
vago terror, y me parecía, como dice el poeta Ibico, que [286] los dioses iban
a convertir en crimen un hecho que me hacia honor a los ojos de los
hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.
Fedro
¿Qué quieres decir?
Sócrates
Tú eres doblemente culpable, mi querido Fedro, por el discurso que leíste, y
por el que me has obligado a pronunciar.
Fedro
¿Cómo así?
Sócrates
El uno y el otro no son más que un cúmulo de absurdos e impiedades.
¿Puede darse un atentado más grave?
Fedro
No, sin duda, si dices verdad.
Sócrates
¿Pero qué?, no crees que el Amor es hijo de Venus, y que es un Dios?
Fedro
Así se dice.
Sócrates
Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has
pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios.
Sin embargo, si el amor es un Dios o alguna cosa divina, como así es, no
puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por
lo tanto son culpables de impiedad para con el Amor. Además, yo los
encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en
ellos razón, ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán
seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración. Ya ves que debo
someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay una
antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Stesícore [287] ha
practicado. Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no
ignoró, como Homero, el sacrilegio que había cometido; pero, como hombre
verdaderamente inspirado por las musas, comprendió la causa de su
desgracia, y publicó estos versos: No, esta historia no es verdadera; no,
jamás entrarás en las soberbias naves de Troya, jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema, conocido con el nombre de
Palinodia, recobró la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo
seré más cauto que los dos poetas, porque antes que el Amor haya castigado
mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez
hablaré con cara descubierta, y la vergüenza no me obligará a tapar mi
cabeza como antes.
Fedro
No puedes, mi querido Sócrates, anunciarme una cosa que más me satisfaga.
Sócrates
Debes conocer, como yo, toda la impudencia del discurso que he
pronunciado, y del que tú has leído; si los hubiera oído alguno, tenido por
persona decente y bien nacida, que estuviese cautivo de amor o que hubiese
sido amado en su juventud, al oírnos sostener que los amantes conciben
odios violentos por motivos frívolos, que atormentan a los que aman con sus
sospechosos celos, y no hacen más que perjudicarles, ¿no crees que nos
hubieran calificado de gentes criadas entre marineros que jamás oyeron
hablar del amor a personas cultas? ¡Tan distante estaría de reconocer la
verdad de los cargos que hemos formulado contra el amor!
Fedro
¡Por Júpiter! Sócrates, bien podría suceder.
Sócrates
Así, pues, por respeto a este hombre, y por temor a la venganza del Amor,
quiero que un discurso más suave [288] venga a templar la amargura del
primero. Y aconsejo a Lisias que componga lo más pronto posible un
segundo discurso, para probar que es preciso preferir el amante apasionado
al amigo sin amor.
Fedro
Persuádete de que así sucederá; si tú pronuncias el elogio del amante
apasionado, habrá necesidad de que Lisias se deje vencer por mí, para que
escriba sobre el mismo objeto.
Sócrates
Cuento con que le obligarás, a no ser que dejes de ser Fedro
Fedro
Habla, pues, con confianza.
Sócrates
Pero ¿dónde está el joven a quien yo me dirigía? Es preciso que oiga también
este nuevo discurso, y que, escuchándome, aprenda a no apurarse a
conceder sus favores al hombre sin amor.
Fedro
Este joven está cerca de ti, y estará siempre a tu lado por el tiempo que
quieras.
Sócrates
Figúrate, mi querido joven, que el primer discurso era de Fedro, hijo de
Pitocles, del barrio de Mirrinos, y que el que voy a pronunciar es de Stesícore
de Himero, hijo de Eufemos. He aquí, cómo es preciso hablar. No, no hay
nada de verdadero en el primer discurso; no, no hay que desdeñar a un
amante apasionado y abandonarse al hombre sin amor, por la sola razón de
estar el uno delirante y el otro en su sano juicio. Esto sería muy bueno, si
fuese evidente que el delirio es un mal; pero es todo lo contrario; al delirio
inspirado por los dioses es al que somos deudores de los más grandes
bienes. Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de
[289] Dodona hayan hecho numerosos y señalados servicios a las repúblicas
de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado a sangre fría, poco o
nada se les debe. No quiero hablar de la Sibila, ni de todos aquellos, que
habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han inspirado a los
hombres sabios pensamientos, anunciándoles el porvenir, porque sería
extenderme inútilmente sobre una cosa que nadie ignora. Por otra parte,
puedo invocar el testimonio de los antiguos, que han creado el lenguaje; no
han mirado el delirio (μανία, manía) como indigno y deshonroso; porque no
hubieran aplicado este nombre a la más noble de todas las artes, la que nos
da a conocer el porvenir, y no la hubiera llamado μανιχή, (maniké) y si le
dieron este nombre fue porque pensaron que el delirio es un don magnífico
cuando nos viene de los dioses. La actual generación, introduciendo
indebidamente una t en esta palabra, han creado la de μαντιχή, (mantiké).
Por el contrario, la indagación del porvenir hecha por hombres sin
inspiración, que observaban el vuelo de los pájaros y otros sinos, se la llamó
οίονοίστίχή, (oionoistiké) porque estos adivinos buscaban, con el auxilio del
razonamiento, dar al pensamiento humano la inteligencia y el conocimiento;
y los modernos, mudando la antigua ό en su enfática ω han llamado este arte
οίωνοίστίχή, (oionoistiké). Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene de
perfección y de dignidad sobre el arte augural, tanto respecto del nombre
como respecto de la cosa, otro tanto el delirio, que viene de los dioses, es
más noble que la sabiduría que viene de los hombres; y los antiguos nos lo
atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles
azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos
mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaban a buscar un
remedio a estos males, y un refugio contra la cólera divina [290] con súplicas
y ceremonias expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones y los
ritos misteriosos que preservaron de los males presentes y futuros al
hombre verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético,
descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las
musas; cuando se apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le
inspira odas y otros poemas que sirven para la enseñanza de las
generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes. Pero
todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía, sin estar agitado
por este delirio que viene de las musas, o que crea que el arte sólo basta para
hacerle poeta, estará muy distante de la perfección; y la poesía de los sabios
se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio
inspirado por los dioses, y podría citar otras muchas. Por lo que
guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese tímido discurso,
que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión.
Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos
demostrara, que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien, ni
para el amante, ni para el amado. Nosotros probaremos, por el contrario,
que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor
felicidad. ¡Nuestras pruebas excitarán el desdén de los falsos sabios, pero
habrán de convencer a los sabios verdaderos!
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma
divina y humana por medio de la observación de sus facultades y
propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma es inmortal, porque todo lo que se
mueve en movimiento continuo es inmortal. El ser que comunica el
movimiento o el que le [291] recibe, en el momento en que cesa de ser
movido, cesa de vivir; sólo el ser que se mueve por sí mismo, no pudiendo
dejar de ser el mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más, es, para los
otros seres que participan del movimiento, origen y principio del
movimiento mismo. Un principio no puede ser producido; porque todo lo
que comienza a existir debe necesariamente ser producido por un principio,
y el principio mismo no ser producido por nada, porque, si lo fuera, dejaría
de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a existir, no puede tampoco
ser destruido. Porque si un principio pudiese ser destruido, no podría él
mismo renacer de la nada, ni nada tampoco podría renacer de él, si como
hemos dicho, todo es producido necesariamente por un principio. Así, el ser
que se mueve por sí mismo, es el principio del movimiento, y no puede ni
nacer, ni perecer, porque de otra manera el cielo entero y todos los seres,
que han recibido la existencia, se postrarían en una profunda inmovilidad, y
no existiría un principio que les volviera el movimiento, una vez destruido.
Queda, pues, demostrado, que lo que se mueve por si mismo es inmortal, y
nadie temerá afirmar, que el poder de moverse por sí mismo es la esencia
del alma. En efecto, todo cuerpo, que es movido por un impulso extraño, es
inanimado; todo cuerpo que recibe el movimiento de un principio interior,
es animado; tal es la naturaleza del alma. Si es cierto que lo que se mueve
por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente, que el
alma no tiene, ni principio, ni fin. Pero basta ya sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora del alma en sí misma. Para decir lo que ella es, sería
preciso una ciencia divina y desenvolvimientos sin fin. Para hacer
comprender su naturaleza por una comparación, basta una ciencia humana y
algunas palabras. Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas
combinadas de un tronco de caballos y un [292] cochero; los corceles y los
cocheros de las almas divinas son excelentes y de buena raza, pero, en los
demás seres, su naturaleza está mezclada de bien y de mal. Por esta razón,
en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno excelente y de
buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen también muy
diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y difícil de
guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados, unos son llamados mortales y otros
inmortales? Esto es lo que conviene esclarecer. El alma universal rige la
materia inanimada, y hace su evolución en el universo, manifestándose bajo
mil formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea en lo más alto de
los cielos, y gobierna el orden universal. Pero cuando ha perdido sus alas,
rueda en los espacios infinitos, hasta que se adhiere a alguna cosa sólida, y
fija, allí su estancia; y cuando ha revestido un cuerpo terrestre, que desde
aquel acto, movido por la fuerza, que le comunica, parece moverse por sí
mismo, esta reunión de alma y cuerpo se llama un ser vivo, con el
aditamento de ser mortal. En cuanto al nombre de inmortal, el razonamiento
no puede definirlo, pero nosotros nos lo imaginamos; y sin haber visto jamás
la sustancia a la que este nombre conviene, y sin comprenderla
suficientemente, conjeturamos que un ser inmortal es el formado por la
reunión de un alma y de un cuerpo unidos de toda eternidad. Pero sea lo que
Dios quiera, y dígase lo que se quiera, para nosotros basta que expliquemos,
cómo las almas pierden sus alas. He aquí quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que es pesado hacia las regiones
superiores, donde habita la raza de los dioses, siendo ellas participantes de
lo que es divino más que todas las cosas corporales. Es divino todo lo que es
bello, bueno, verdadero, y todo lo que posee cualidades análogas, y también
lo es lo que nutre y fortifica las alas [293] del alma; y todas las cualidades
contrarias como la fealdad, el mal, las ajan y echan a perder. El Señor
omnipotente, que está en los cielos, Júpiter, se adelanta el primero,
conduciendo su carro alado, ordenando y vigilándolo todo. El ejército de los
dioses y de los demonios le sigue, dividido en once tribus; porque de las
doce divinidades supremas sólo Vesta queda en el palacio celeste; las once
restantes, en el orden que les está prescrito, conducen cada una la tribu que
preside. ¡Qué encantador espectáculo nos ofrece la inmensidad del cielo,
cuando los inmortales bienaventurados realizan sus revoluciones llenando
cada uno las funciones que les están encomendadas! Detrás de ellos
marchan los que quieren y pueden servirles, porque en la corte celestial está
desterrada la envidia. Cuando van al festín y banquete que les espera,
avanzan por un camino escarpado hasta la cima más elevada de la bóveda de
los cielos. Los carros de los dioses, mantenidos siempre en equilibrio por sus
corceles dóciles al freno, suben sin esfuerzo; los otros caminan con
dificultad, porque el corcel malo pesa sobre el carro inclinado y le arrastra
hacia la tierra, si no ha sido sujetado por su cochero. entonces es cuando el
alma sufre una prueba y sostiene una terrible lucha. Las almas de los que se
llaman inmortales, cuando han subido a lo más alto del cielo, se elevan por
cima de la bóveda celeste y se fijan sobre su convexidad; entonces se ven
arrastradas por un movimiento circular, y contemplan durante esta
evolución lo que se halla fuera de esta bóveda, que abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado nunca la región que se
extiende por cima del cielo; ninguno la celebrará jamás dignamente. He aquí,
sin embargo, lo que es, porque no hay temor de publicar la verdad, sobre
todo, cuando se trata de la verdad. La esencia sin color, sin forma,
impalpable, no puede contemplarse sino por la [294] guía del alma, la
inteligencia; en torno de la esencia está la estancia de la ciencia perfecta que
abraza la verdad toda entera. El pensamiento de los dioses, que se alimenta
de inteligencia y de ciencia sin mezcla, como el de toda alma ávida del
alimento que la conviene, gusta ver la esencia divina de que hacía tiempo
estaba separado, y se entrega con placer a la contemplación de la verdad,
hasta el instante en que el movimiento circular la lleve al punto de su
partida. Durante esta revolución, contempla la justicia en sí, la sabiduría en
sí, no esta ciencia que está sujeta a cambio y que se muestra diferente según
los distintos objetos, que nosotros, mortales, queremos llamar seres, sino la
ciencia, que tiene por objeto el ser de los seres. Y cuando ha contemplado las
esencias y está completamente saciado, se sume de nuevo en el cielo y entra
en su estancia. apenas ha llegado, el cochero conduce los corceles al establo,
en donde les da ambrosía para comer y néctar para beber. Tal es la vida de
los dioses.
Entre las otras almas, la que sigue a las almas divinas con paso más igual y
que más las imita, levanta la cabeza de su cochero hasta las regiones
superiores, y se ve arrastrada por el movimiento circular; pero, molestada
por sus corceles, apenas puede entrever las esencias. Hay otras, que tan
pronto suben, como bajan, y que arrastradas acá y allá por sus corceles,
aperciben ciertas esencias y no pueden contemplarlas todas. En fin, otras
almas siguen de lejos, aspirando como las primeras a elevarse hacia las
regiones superiores, pero sus esfuerzos son impotentes, están como
sumergidas y errantes en los espacios inferiores, y, luchando con ahínco por
ganar terreno, se ven entorpecidas y completamente abatidas; entonces ya
no hay más que confusión, combate y lucha desesperada: y por la poca maña
de sus cocheros, muchas de estas almas se ven lisiadas, y otras ven caer una
a [295] una las plumas de sus alas; todas, después de esfuerzos inútiles e
impotentes para elevarse hasta la contemplación del ser absoluto,
desfallecen, y en su caída no les queda más alimento que las conjeturas de la
opinión. Este tenaz empeño de las almas por elevarse a un punto desde
donde puedan descubrir la llanura de la verdad, nace de que sólo en esta
llanura pueden encontrar un alimento capaz de nutrir la parte más noble de
sí mismas, y de desenvolver las alas que llevan al alma lejos de las regiones
inferiores. Es una ley de Adrasto, que toda alma que ha podido seguir al alma
divina y contemplar con ella alguna de las esencias, esté exenta de todos los
males hasta un nuevo viaje, y si su vuelo no se debilita, ignorará
eternamente sus sufrimientos. Pero cuando no puede seguir a los dioses,
cuando por un extravío funesto, llena del impuro alimento del vicio y del
olvido, se entorpece y pierde sus alas, entonces cae en esta tierra; una ley
quiere que en esta primera generación y aparición sobre la tierra no anime
el cuerpo de ningún animal.
El alma que ha visto, lo mejor posible, las esencias y la verdad, deberá
constituir un hombre, que se consagrará a la sabiduría, a la belleza, a las
musas y al amor; la que ocupa el segundo lugar será un rey justo o guerrero
o poderoso; la de tercer lugar, un político, un financiero, un negociante; la
del cuarto, un atleta infatigable o un médico; la del quinto, un adivino o un
iniciado; la del sexto, un poeta o un artista; la del sétimo, un obrero o un
labrador; la del octavo, un sofista o un demagogo; la del noveno, un tirano.
En todos estos estados, a todo el que ha practicado la justicia, le espera
después de su muerte un destino más alto; el que la ha violado cae en una
condición inferior. El alma no puede volver a la estancia de donde ha
partido, sino después de un destierro de diez mil años: porque no recobra
sus [296] alas antes, a menos que haya cultivado la filosofía con un corazón
sincero o amado a los jóvenes con un amor filosófico. A la tercer revolución
de mil años, si ha escogido tres veces seguidas este género de vida, recobra
sus alas y vuela hacia los dioses en el momento en que la última, a los tres
mil años, se ha realizado. Pero las otras almas, después de haber vivido su
primer existencia, son objeto de un juicio: y una vez juzgadas, las unas
descienden a las entrañas de la tierra para sufrir allí su castigo; otras, que
han obtenido una sentencia favorable, se ven conducidas a un paraje del
cielo, donde reciben las recompensas debidas a las virtudes que hayan
practicado durante su vida terrestre. después de mil años, las unas y las
otras son llamadas para un nuevo arreglo de las condiciones que hayan de
sufrir, y cada una puede escoger el género de vida que mejor le parezca. De
esta manera el alma de un hombre puede animar una bestia salvaje, y el
alma de una bestia animar un hombre, con tal que éste haya sido hombre en
una existencia anterior. Porque el alma que no ha vislumbrado la verdad, no
puede revestir la forma humana. En efecto, el hombre debe comprender lo
general; es decir, elevarse de la multiplicidad de las sensaciones a la unidad
racional. Esta facultad no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma
ha visto, cuando seguía al alma divina en sus evoluciones, cuando, echando
una mirada desdeñosa sobre lo que nosotros llamamos seres, se elevaba a la
contemplación del verdadero ser. Por esta razón es justo que el pensamiento
del filósofo tenga solo alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es
posible por el recuerdo a las esencias, a que Dios mismo debe su divinidad.
El hombre que sabe servirse de estas reminiscencias, está iniciado
constantemente en los misterios de la infinita perfección, y sólo se hace él
mismo verdaderamente perfecto. Desprendido de los cuidados que agitan a
los [297] hombres, y curándose sólo de las cosas divinas, el vulgo pretende
sanarle de su locura y no ve que es un hombre inspirado.
A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta especie de delirio. Cuando
un hombre apercibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza
verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero sintiendo su impotencia,
levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones de
este mundo, y se ve tratado como insensato. De todos los géneros de
entusiasmo este es el más magnífico en sus causas y en sus efectos para el
que lo ha recibido en su corazón, y para aquel a quien ha sido comunicado; y
el hombre que tiene este deseo y que se apasiona por la belleza, toma el
nombre de amante. En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana ha
debido necesariamente contemplar las esencias, pues de no ser así, no
hubiera podido entrar en el cuerpo de un hombre. Pero los recuerdos de
esta contemplación no se despiertan en todas las almas con la misma
facilidad; una no ha hecho más que entrever las esencias; otra, después de su
descenso a la tierra, ha tenido la desgracia de verse arrastrada hacia la
injusticia por asociaciones funestas, y olvidar los misterios sagrados que en
otro tiempo había contemplado. Un pequeño número de almas son las
únicas que conservan con alguna claridad este recuerdo. Estas almas,
cuando aperciben alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de
turbación y no pueden contenerse, pero no saben lo que experimentan,
porque sus percepciones no son bastante claras. Y es que la justicia, la
sabiduría y todos los bienes del alma, han perdido su brillantez en las
imágenes que vemos en este mundo. Entorpecidos nosotros mismos con
órganos groseros, apenas pueden algunos, aproximándose a estas imágenes,
reconocer ni aun el modelo que ellas representan. Nos estuvo reservado
contemplar la belleza del todo radiante, cuando, [298] mezclados con el coro
de los bienaventurados, marchábamos con las demás almas en la comitiva
de Júpiter y de los demás dioses, gozando allí del más seductor espectáculo;
e iniciados en los misterios, que podemos llamar divinos, los celebrábamos
exentos de la imperfección y de los males, que en el porvenir nos esperaban,
y éramos admitidos a contemplar estas esencias perfectas, simples, llenas de
calma y de beatitud, y las visiones que irradiaban en el seno de la más pura
luz; y, puros nosotros, nos veíamos libres de esta tumba que llamamos
nuestro cuerpo, y que arrastramos con nosotros, como la ostra sufre la
prisión que la envuelve.
Deben disimularse estos rodeos, debidos al recuerdo de una felicidad que no
existe y que echamos de menos. En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he
dicho, entre todas las demás esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde
lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos por el más luminoso de
nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos del
cuerpo. No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble
nuestro amor por ella, si su imagen y las imágenes de las otras esencias,
dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra vista, tan distintas y tan
vivas como son. Pero al presente sólo la belleza tiene el privilegio de ser a la
vez un objeto tan sorprendente como amable. El alma que no tiene un
recuerdo reciente de los misterios divinos, o que se ha abandonado a las
corrupciones de la tierra, tiene dificultad en elevarse de las cosas de este
mundo hasta la perfecta belleza por la contemplación de los objetos
terrestres, que llevan su nombre; antes bien, en vez de sentirse movida por
el respeto hacia ella, se deja dominar por el atractivo del placer, y, como una
bestia salvaje, violando el orden eterno, se abandona a un deseo brutal, y en
su comercio grosero no teme, no se avergüenza de consumar un placer
contra naturaleza. Pero el [299] hombre, que ha sido perfectamente iniciado,
que contempló en otro tiempo el mayor número de esencias, cuando ve un
semblante que remeda la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda por sus
formas la esencia de la belleza, siente por lo pronto como un temblor, y
experimenta los terrores religiosos de otro tiempo; y fijando después sus
miradas en el objeto amable, le respeta como a un Dios, y si no temiese ver
tratado su entusiasmo de locura, inmolaría víctimas al objeto de su pasión,
como a un ídolo, como a un Dios. A su vista, semejante a un hombre atacado
de la fiebre, muda de semblante, el sudor inunda su frente, y un fuego
desacostumbrado se infiltra en sus venas{14}; en el momento en que ha
recibido por los ojos la emanación de la belleza siente este dulce calor que
nutre las alas del alma; esta llama hace derretir la cubierta, cuya dureza las
impedía hacía tiempo desenvolverse. La afluencia de este alimento hace que
el miembro, raíz de las alas, cobre vigor, y las alas se esfuerzan por
derramarse por toda el alma, porque primitivamente el alma era toda alada.
En este estado, el alma entra en efervescencia e irritación; y esta alma, cuyas
alas empiezan a desarrollarse, es como el niño, cuyas encías están irritadas y
embotadas por los primeros dientes. Las alas, desenvolviéndose, le hacen
experimentar un calor, una dentera, una irritación del mismo género. En
presencia de un objeto bello recibe las partes de belleza que del mismo se
desprenden y emanan, y que han hecho dar al deseo el nombre de imeros,
experimenta un calor suave, se reconoce satisfecho y nada en la alegría. Pero
cuando está separada del objeto amado, el fastidio la consume, los poros del
alma por donde salen las alas se desecan, se cierran, de suerte que no tienen
ya salida. Presa del deseo y encerradas en su prisión. las alas se agitan, [300]
como la sangre se agita en las venas; hacen empuje en todas direcciones, y el
alma, aguijoneada por todas partes se pone furiosa y fuera de sí de tanto
sufrir, mientras el recuerdo de la belleza la inunda de alegría. Estos dos
sentimientos la dividen y la turban, y en la confusión a que la arrojan tan
extrañas emociones, se angustia, y en su frenesí no puede, ni descansar de
noche, ni gozar durante el día de alguna tranquilidad; y antes bien, llevada
por la pasión, se lanza a todas partes donde cree encontrar su querida
belleza. Ha vuelto a verla; ha recibido de nuevo sus emanaciones; en el
momento se vuelven a abrir los poros que estaban obstruidos, respira y no
siente ya el aguijón del dolor, y gusta durante estos cortos instantes el placer
más encantador. Así es, que el amante no quiere separarse de la persona que
ama, porque nada le es más precioso que este objeto tan bello; madre,
hermano, amigos, todo lo olvida; pierde su fortuna abandonada sin
experimentar la menor sensación; deberes, atenciones que antes tenía
complacencia en respetar, nada le importan; consiente ser esclavo y
adormecerse, con tal que se vea cerca del objeto de sus deseos; y si adora al
que posee la belleza, es porque sólo en él encuentra alivio a los tormentos
que sufre.
A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor; los dioses la
dan un nombre tan singular, que quizá te haga sonreír. Algunos homerianos
nos citan, según creo, dos versos de su poeta, que han conservado, uno de los
cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente poco conveniente. «Los
mortales le llaman Eros, el dios alado; los inmortales le llaman el Pteros, el
que da alas.» Se puede admitir o desechar la autoridad de estos dos versos;
siempre es cierto que la causa y la naturaleza de la afección de los amantes
son tales como yo las he descrito.
Si el hombre enamorado ha sido uno de los que antes siguieron a Júpiter,
tiene más fuerza para resistir al Dios [301] alado que ha venido a caer sobre
él; los que han sido servidores de Marte y le han seguido en su revolución
alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por el amor, y se creen
ultrajados por el objeto de su pasión, se ven arrastrados por un furor
sangriento, que los lleva a inmolarse con su ídolo. Así es que cada cual honra
al Dios cuya comitiva seguía, y le imita en su vida tanto cuanto está en su
poder, por lo menos, durante la primer generación y mientras no está
corrompido; y esta imitación la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y
en todas las demás relaciones. Cada hombre escoge un amor según su
carácter, le hace su Dios, le levanta una estatua en su corazón, y se complace
en engalanarla, como para rendirla adoración y celebrar sus misterios. Los
servidores de Júpiter buscan un alma de Júpiter en aquel que adoran,
examinan si gustan de la sabiduría y del mando, y cuando le han encontrado
tal como le desean y le han consagrado su amor, hacen los mayores
esfuerzos por desenvolver en él tan nobles inclinaciones. Si no se han
entregado desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden a
esto, se dedican, sin embargo, y trabajan en perfeccionarse mediante las
enseñanzas de los demás y los esfuerzos propios. Intentan descubrir en sí
mismos el carácter de su Dios, y lo consiguen, porque se ven forzados a
volver sin cesar sus miradas del lado de este Dios; y cuando lo han
conseguido por la reminiscencia, el entusiasmo los trasporta, y toman de él
sus costumbres y sus hábitos, tanto, por lo menos, cuanto es posible al
hombre participar de la naturaleza divina. Como atribuyen este cambio
dichoso a la influencia del objeto amado, le aman más; y si Júpiter es el
origen divino de donde toman su inspiración, semejantes a las bacantes, la
derraman sobre el objeto de su amor, y en cuanto pueden le hacen
semejante a su Dios. Los que han viajado en la comitiva de Juno buscan un
alma regia, y desde que la han encontrado, obran para [302] con ella de la
misma manera. En fin, todos aquellos que han seguido a Apolo o a los otros
dioses, arreglando su conducta sobre la base de la divinidad que han elegido,
buscan un joven del mismo natural; y cuando le poseen, imitando su divino
modelo, se esfuerzan en persuadir a la persona amada a que haga otro tanto,
y de esta manera le amoldan a las costumbres de su Dios, y le comprometen
a reproducir este tipo de perfección en cuanto les es posible. lejos de
concebir sentimientos de envidia y de baja malevolencia contra él, todos sus
deseos, todos sus esfuerzos, tienden sólo a hacerle semejante a ellos mismos
y al Dios a que rinden culto. Tal es el celo de que se ven animados los
verdaderos amantes, y si consiguen buena acogida para su amor, su victoria
es una iniciación; y la persona amada, que se deja subyugar por un amante
que ama con delirio, se abandona a una pasión noble, que es para él un
origen de felicidad. Su derrota tiene lugar de esta manera.
Hemos distinguido en cada alma tres partes diferentes por medio de la
alegoría de los corceles y del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura.
Uno de los dos corceles, decíamos, es de buena raza, el otro es vicioso. Pero
¿de dónde nace la excelencia del uno y el vicio del otro? Esto es lo que no
hemos dicho, y lo que vamos a explicar ahora. El primero tiene soberbia
planta, formas regulares y bien desenvueltas, cabeza erguida y carnerada; es
blanco con ojos negros; ama la gloria con sabio comedimiento; tiene pasión
por el verdadero honor; obedece, sin que se le castigue, a las exhortaciones y
a la voz del cochero. El segundo tiene los miembros contrahechos, toscos,
desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto: es negro, y sus
ojos verdes y ensangrentados; no respira sino furor y vanidad; sus oídos
velludos están sordos a los gritos del cochero, y con dificultad obedece a la
espuela y al látigo. [303]
A la vista del objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor
penetra su alma toda y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel
dócil, dominado ahora y siempre por las leyes del pudor, se contiene, para
no insultar al objeto amado; pero el otro corcel no atiende al látigo ni al
aguijón, da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su
compañero, se precipita violentamente sobre el objeto amado para disfrutar
en él de placeres sensuales. Por lo pronto, el guía y el compañero se resisten,
se indignan contra esta violencia odiosa y culpable; pero al fin, cuando el mal
no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen
consentirlo todo. Se aproximan al objeto bello, y contemplan esta aparición
en todo su resplandor. A su vista, el recuerdo del cochero se fija en la esencia
de la belleza; y se figura verla, como en otro tiempo, en la estancia de la
pureza, colocada al lado de la sabiduría. Esta visión le llena de un terror
religioso, se echa atrás, y esto le obliga a tirar de las riendas con tanta
violencia, que los dos corceles se encabritan al mismo tiempo, el uno de
buena gana, porque no está acostumbrado a hacer resistencia, el otro de
mala porque siempre tiende a la violencia y a la rebelión. Mientras reculan,
el uno, lleno de pudor y de arrobamiento, inunda el alma toda de sudor; el
otro, insensible ya a la impresión del freno y al dolor de su caída, apenas
tomó aliento, prorrumpió en gritos de furor, vertiendo injurias contra su
guía y su compañero, echándoles en cara el haber abandonado por cobardía
y falta de corazón su puesto y tratándoles de perjuros. Los estrecha, a pesar
de ellos, a volver a la carga, y, accediendo a sus súplicas, les concede algunos
instantes de plazo. Terminada esta tregua, ellos fingen no haber pensado en
esto; pero el corcel malo, recordándoles su compromiso, haciéndoles
violencia y relinchando con furor, los arrastra y los fuerza a renovar [304]
sus tentativas para con el objeto amado. Apenas se aproximan, el corcel malo
se echa, se estira, y, entregándose a movimientos libidinosos, muerde el
freno y se atreve a todo con desvergüenza. Pero entonces el cochero
experimenta más fuertemente aún la impresión de antes, se echa atrás,
como el jinete que va a tocar la barrera, y tira con mayor fuerza de las
riendas del corcel indómito, rompe sus dientes, magulla su lengua insolente,
ensangrienta su boca, le obliga a sentar en tierra sus piernas y muslos y le
hace pasar mil angustias. Cuando, a fuerza de sufrir, el corcel vicioso ha visto
abatido su furor, baja la cabeza y sigue la dirección que desea el cochero, y al
percibir el objeto bello se muere de terror. entonces solamente es cuando el
amante sigue con modestia y pudor al que ama.
Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado al igual de un Dios por un
amante que no finge amor, sino que está sinceramente apasionado, siente
despertarse en él la necesidad de amar. Si antes sus camaradas u otras
personas han denigrado en su presencia este sentimiento, diciendo que es
cosa fea tener una relación amorosa, y si semejantes discursos han hecho
que rechazara a su amante, el tiempo trascurrido, la edad, la necesidad de
amar y de ser amado le obligan bien pronto a recibirle en su intimidad.
Porque no puede estar en los decretos del destino, que se amen dos hombres
malos, ni que dos hombres de bien no puedan amarse. Cuando la persona
amada ha acogido al que ama y ha gozado de la dulzura de su conversación y
de su sociedad, se ve como arrastrado por esta pasión, y comprende que la
afección de todos sus amigos y de todos sus parientes no es nada, cotejada
con la que le inspira su amante. Cuando han mantenido esta relación por
algún tiempo y se han visto y han estado en contacto en los gimnasios o en
otros puntos, la corriente de estas emanaciones que Júpiter, enamorado de
[305] Ganimedes, llamó deseo, se dirige a oleadas hacia el amante, entra en
su interior en parte, y cuando ha penetrado así, lo demás se manifiesta al
exterior; y, como el aire o un sonido reflejado por un cuerpo liso o sólido, las
emanaciones de la belleza vuelven al alma del bello joven por el canal de los
ojos, y abriendo a las alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y
llenan de amor el alma de la persona amada. Ama, pues, pero no sabe qué;
no comprende lo que experimenta, ni tampoco podría decirlo; se parece al
hombre que por haber contemplado por mucho tiempo en otros ojos
enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de su
turbación, y no se apercibe de que se ve en su amante como en un espejo.
Cuando está en su presencia, siente en sí mismo que se aplacan sus dolores;
cuando ausente, le echa de menos cuanto puede echarse; y siente una
afección que es como la imagen del amor, y a la cual no da el nombre de
amor sino que la llama amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque
con menos ardor, verle, tocarle, abrazarle y participar de su lecho, y sin duda
no tardará en satisfacer este deseo. Mientras duermen en un mismo lecho, al
corcel indócil le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio de tantos
sufrimientos pide un instante de placer. El corcel del joven amado no tiene
nada que decir, pero experimentando algo que no comprende, estrecha a su
amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos, y mientras
permanezcan tan inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para rehusar
los favores que su amante exija. Pero el otro corcel y el cochero lo resisten
en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte y triunfa y los guía hacia una vida
ordenada, siguiendo los preceptos de la sabiduría, pasan ellos sus días en
este mundo felices y unidos. Dueños de sí mismos viven como [306]
hombres honrados, porque han subyugado lo que llevaba el vicio a su alma,
y dado un vuelo libre a lo que engendra la virtud. Al morir, alados y aliviados
de todo peso grosero, salen vencedores en uno de los tres combates que se
pueden llamar verdaderamente olímpicos; y es tan grande este bien, que ni
la sabiduría humana, ni el delirio que viene de los dioses, pueden
proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario, han adoptado un
género de vida más vulgar y contrario a la filosofía, aunque sin violar las
leyes del honor, en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de
extravío, sucederá sin duda que los corceles indómitos de los dos amantes,
sorprendiendo sus almas, los conducirán hacia un mismo fin; escogerán
entonces el género de vida más lisonjero a los ojos del vulgo, y se
precipitarán a gozar. Cuando se han saciado, aún gustan de los mismos
placeres, pero no con profusión, porque no los aprueba decididamente el
alma. Tienen el uno para el otro una afección verdadera, pero menos fuerte
que la de los puros amantes, y cuando su delirio ha cesado, creen haberse
dado las prendas más preciosas de una fe recíproca; y creerían cometer un
sacrilegio si rompieran los lazos que les ligan, para abrir sus corazones al
aborrecimiento. Al fin de su vida, sin alas aún, pero ya impacientes por
tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que su delirio
amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley divina no permite que
los que han comenzado su viaje celeste, sean precipitados en las tinieblas
subterráneas, sino que pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión, y,
cuando reciben alas, las obtienen juntos, a causa del amor que les ha unido
sobre la tierra.
Tales son, mi querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te
procurará la afección de un amante; pero la amistad de un hombre sin amor,
que sólo cuenta [307] con una sabiduría mortal, y que vive entregado por
entero a los vanos cuidados del mundo, no puede producir, en el alma de la
persona que ama, más que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el
nombre de virtud, pero que le hará andar errante, privado de razón en la
tierra y en las cavernas subterráneas durante nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte
en expiación de mi crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro
es el responsable de tales extravíos. Perdóname por mi primer discurso y
recibe éste con indulgencia; echa sobre mí una mirada de benevolencia y
benignidad; no me arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte de
amar, cuyo presente me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que
nunca, esté ciegamente apasionado por la belleza. Si Fedro y yo te hemos
ultrajado al principio groseramente, no acuses más que a Lisias, origen de
este discurso; haz que renuncie a esas composiciones frívolas, y llámale
hacia la filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de
que su amante, que me escucha, libre de la incertidumbre que ahora le
atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas, su vida entera al amor
dirigido por la filosofía.
Fedro
Me uno a ti, mi querido Sócrates, para pedir a los dioses que sigan ambos tu
consejo por ellos y por mí. Pero en verdad, yo no puedo menos de alabar tu
discurso, cuya belleza me ha hecho olvidar el primero. Temo que Lisias
parezca muy inferior, si intenta luchar contigo en un nuevo discurso. Por lo
demás, ahora, recientemente, uno de nuestros hombres de Estado le echaba
en cara, en términos ofensivos, el escribir mucho, y en toda su diatriba le
llamaba fabricante de discursos. Quizá el amor propio le impedirá
responderte. [308]
Sócrates
Vaya una idea singular, mi querido joven; poco conoces a tu amigo, si crees
que se asusta con tan poco ruido. ¿Has podido creer que el que así le
criticaba hablaba seriamente?
Fedro
Las trazas eran de eso, Sócrates, y tú mismo sabes, que los hombres más
poderosos y de mejor posición en nuestras ciudades se avergüenzan de
componer discursos y de dejar escritos, temiendo pasar por sofistas a los
ojos de la posteridad.
Sócrates
No entiendes nada, mi querido Fedro, de los repliegues de la vanidad; y no
ves que los más entonados de nuestros hombres de Estado son los que más
ansían componer discursos y dejar obras escritas. Desde el momento en que
han dado a luz alguna cosa están tan deseosos de adquirir aura popular, que
se apuran a inscribir en su publicación los nombres de sus admiradores.
Fedro
¿Qué es lo que dices?, yo no te comprendo.
Sócrates
¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de Estado
aparecen siempre los nombres de los que les han prestado su aprobación?
Fedro
¿Cómo?
Sócrates
El senado o el pueblo o ambos, en vista de la proposición de tal..., han tenido
a bien... Y aquí se nombra a sí mismo, y hace su propio elogio. En seguida,
para demostrar su ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un verdadero
comentario. Y dime, no es este un verdadero escrito? [309]
Fedro
Convengo en ello.
Sócrates
Si triunfa el escrito el autor sale del teatro lleno de gozo; si se le desecha,
queda privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de
discursos, y así se desconsuela y sus amigos se afligen con él.
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Es evidente que, lejos de desdeñar este oficio, le tienen en gran estimación.
Fedro
Convengo en ello.
Sócrates
¿Pero qué?, cuando un orador o un rey, revestido del poder de un Licurgo, de
un Solón, de un Darío, se inmortaliza en un Estado, como autor de discursos,
no se mira a sí mismo, como un semi‐dios durante su vida, y la posteridad,
¿no tiene de él la misma opinión, en consideración a sus escritos?
Fedro
Seguramente.
Sócrates
¿Crees tú, que ningún hombre de Estado, cualesquiera que sean su carácter y
su prevención contra Lisias, pretenda hacerle ruborizar por su título de
escritor?
Fedro
No es probable, conforme a lo que dices, porque sería a mi parecer difamar
su propia pasión.
Sócrates
Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse de componer
discursos.
Fedro
Conforme. [310]
Sócrates
Pero, en mi opinión, lo vergonzoso no es el hablar y escribir bien, sino el
hablar y escribir mal.
Fedro
Es claro.
Sócrates
¿Pero en qué consiste el escribir bien o el escribir mal? ¿Deberemos, mi
querido Fedro, interrogar sobre esto a Lisias o a alguno de los que han
escrito o escribirán sobre un objeto político o sobre materias privadas en
verso, como un poeta, o en prosa, como el común de los escritores?
Fedro
¿Es posible que me preguntes si debemos? De qué serviría la vida, si no se
gozase de los placeres de la inteligencia? Porque no son los goces, a los que
precede el dolor como condición necesaria, los que dan precio a la vida; y
esto es lo que pasa con casi todos los placeres del cuerpo, por lo que con
razón se les ha llamado serviles.
Sócrates
Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que las cigarras, que cantan
sobre nuestras cabezas, y conversan entre sí, como lo hacen siempre con
este calor sofocante, nos observan. Si nos viesen en lugar de mantener una
conversación, dormir la siesta como el vulgo, en esta hora del medio día al
arrullo de sus cantos, sin ocupar nuestro entendimiento, se reirían de
nosotros, y harían bien; creerían ver esclavos que habían venido a dormir a
esta soledad, como los ganados que sestean alrededor de una fuente. Si por
el contrario, nos ven conversar y pasar cerca de ellas, como el sabio cerca de
las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán y quizá nos darán parte
del beneficio que los dioses les han permitido conceder a los hombres. [311]
Fedro
¿Qué beneficio es ese? Me parece que nunca he oído hablar de él.
Sócrates
No parece bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Dícese que las
cigarras eran hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando estas
nacieron y el canto con ellas, hubo hombres, que de tal manera se
arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo olvidar la de
comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin apercibirse de ello. De
estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el
privilegio de no tener necesidad de ningún alimento, sino que, desde que
nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de esto van a
anunciar a las musas, cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a
cada una de ellas. Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la
honran en los coros, hacen que esta divinidad sea más propicia a sus
favorecidos. A Erato dan cuenta de los nombres de los que cultivan la poesía
erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la especie de
culto que conviene a los atributos de cada una; a Caliope, que es la de mayor
edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía
cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a
los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de
los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia
para hablar y no dormir en esta hora del día.
Fedro
Pues bien, hablemos.
Sócrates
Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso,
escrito o improvisado. Comencemos este examen, si gustas. [312]
Fedro
Muy bien.
Sócrates
¿No es necesario para hablar bien conocer la verdad sobre aquello de que se
intenta tratar?
Fedro
He oído decir con este motivo, mi querido Sócrates, que el que ha de ser
orador no necesita saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece
tal a la multitud encargada de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente
bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias de la bondad y de la belleza.
Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.
Sócrates
No hay que desechar las palabras de los sabios{15}, mi querido Fedro, pero
también es preciso examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas de decir
debe llamar toda nuestra atención.
Fedro
Tienes razón.
Sócrates
Procedamos de esta manera.
Fedro
Veamos.
Sócrates
Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los
combates, y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese yo, que Fedro
llama caballo al que mejor oído tiene entre los animales domésticos...
Fedro
Quieres reírte, Sócrates.
Sócrates
Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula, si, [313] queriendo persuadirte
seriamente, compusiese un discurso, en el que hiciese el elogio del asno,
dándole el nombre de caballo, y si dijese que es un animal muy útil para la
casa y para el ejército, que puede cualquiera defenderse montando en él, y
que es muy cómodo para la conducción de efectos y bagajes.
Fedro
Sí, eso sería el colmo del ridículo.
Sócrates
Pero, ¿no vale más ser ridículo, pero inofensivo, que peligroso y dañino?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a
sus conciudadanos en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar por
caballo la sombra de un asno{16}, sino el mal por el bien; cuando, apoyado
en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la multitud, la
arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que
haya sembrado?
Fedro
Frutos bien malos.
Sócrates
Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco
respeto, y quizá nos podría responder que de nada sirven todos nuestros
razonamientos, que él no fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer la
naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es conveniente
conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy
alto que, sin sus lecciones de bien hablar, de nada sirve el conocimiento de la
verdad para persuadir. [314]
Fedro
Y, ¿no tendría razón para hablar así?
Sócrates
Yo convendría en ello si las voces que se levantan por todas partes,
confesasen que la retórica es un arte. Pero se me figura oír a algunos que
protestan en contra y que afirman que no es un arte, sino un pasatiempo y
una rutina frívola. «No hay, dice Lacomano, verdadero arte de la palabra,
fuera de la posesión de la verdad, ni lo habrá jamás.»
Fedro
También yo oigo esos rumores, mi querido Sócrates. Haz comparecer estos
adversarios de la retórica, y veamos lo que dicen.
Sócrates
Venid, apreciables jóvenes, cerca de mi querido Fedro, padre de los demás
jóvenes que se os parecen; venid a persuadirle de que, sin conocer a fondo la
filosofía, nunca será capaz de hablar bien sobre ningún objeto. Que Fedro os
responda.
Fedro
Interrogad.
Sócrates
En general, la retórica, ¿no es el arte de conducir las almas por la palabra, no
sólo en los tribunales y en otras asambleas públicas, sino también en las
reuniones particulares, ya se trate de asuntos ligeros, ya de grandes
intereses? ¿No es esto lo que se dice?
Fedro
No, ¡por Júpiter!, no es precisamente eso; el arte de hablar y de escribir sirve,
sobre todo, en las defensas del foro, y también en las arengas políticas. Pero
no he oído que se extienda a más.
Sócrates
Tú no conoces más que los tratados de retórica de [315] Néstor y de Ulises,
que compusieron en momentos de ocio durante el sitio de Ilion. ¿Nunca has
oído hablar de la retórica de Palámedes?
Fedro
No, ¡por Júpiter!, ni tampoco las retóricas de Néstor y Ulises, a menos que tu
Néstor sea Gorgias, y tu Ulises Trasimaco o Teodoro.
Sócrates
Quizá, pero dejémoslos. Dime, en los tribunales, ¿qué hacen los adversarios?
¿No sostienen el pro y el contra? ¿Qué dices a esto?
Fedro
Nada más cierto.
Sócrates
¿Pelean y abogan por lo justo y lo injusto?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Por consiguiente, el que sabe hacer esto con arte hará parecer la misma cosa
y a las mismas personas justa o injusta, según él quiera.
Fedro
¿Y qué?
Sócrates
Y cuando hable al pueblo, sus conciudadanos juzgarán las mismas cosas
ventajosas o funestas a gusto de su elocuencia.
Fedro
Sí.
Sócrates
No sabemos que el Palámedes de Elea{17} hablaba con tanto arte, que
presentaba a sus oyentes las mismas cosas [316] semejantes y
desemejantes, simples y múltiples, en reposo y en movimiento?
Fedro
Ya lo sé.
Sócrates
El arte de sostener las proposiciones contradictorias no es sólo del dominio
de los tribunales y de las asambleas populares, sino que, al parecer, si hay un
arte que tiene por objeto el perfeccionamiento de la palabra, abraza toda
clase de discursos, y hace capaz al hombre para confundir siempre todo lo
que puede ser confundido, y de distinguir todo lo que el adversario intenta
confundir y oscurecer.
Fedro
¿Cómo lo entiendes tú?
Sócrates
Creo que la cuestión se ilustrará si tú sigues este razonamiento. ¿Se
producirá más fácilmente esta ilusión en las cosas muy diferentes o en las
que se diferencian muy poco?
Fedro
En estas últimas, evidentemente.
Sócrates
Si mudas de lugar y quieres hacerlo sin que se aperciban de ello, ¿deberás
desviarte poco a poco o alejarte a paso largo?
Fedro
La respuesta no es dudosa.
Sócrates
El que se propone engañar a los demás, sin tenerse él mismo por engañado,
¿será capaz de reconocer exactamente las semejanzas y diferencias de las
cosas?
Fedro
Es de toda necesidad que las reconozca.
Sócrates
¿Pero es posible, cuando se ignora la verdadera [317] naturaleza de cada
cosa, reconocer lo que en las otras cosas se parece poco o mucho a aquella
que se ignora?
Fedro
Eso es imposible.
Sócrates
¿No es evidente que toda opinión falsa procede sólo de ciertas semejanzas
que existen entre los objetos?
Fedro
Seguramente.
Sócrates
Y que no se puede poseer el arte de hacer pasar poco a poco a sus oyentes de
semejanza en semejanza, de la verdadera naturaleza de las cosas a su
contraria, evitando por su propia cuenta semejante error, si no se sabe a qué
atenerse sobre la esencia de cada cosa?
Fedro
Eso no puede ser.
Sócrates
Por consiguiente, el que pretende poseer el arte de la palabra sin conocer la
verdad, y se ha ocupado tan sólo de opiniones, toma por un arte lo que no es
más que una sombra risible.
Fedro
Gran riesgo corre de ser así.
Sócrates
En el discurso de Lisias, que tienes en la mano, y en los que nosotros hemos
pronunciado, ¿quieres ver qué diferencia hacemos entre el arte y lo que sólo
tiene la apariencia de tal?
Fedro
Con mucho gusto, tanto más cuanto que nuestros razonamientos tienen algo
de vago, no apoyándose en algún ejemplo positivo.
Sócrates
En verdad es una fortuna, la casualidad de haber [318] pronunciado dos
discursos muy acomodados para probar que el que posee la verdad puede,
mediante el juego de palabras, deslumbrar a sus oyentes. Yo, mi querido
Fedro, no dudo en achacarlos a las divinidades que habitan estos sitios;
quizá también los cantores inspirados por las musas{18} que habitan por
cima de nuestras cabezas, nos han comunicado su inspiración; porque he
sido siempre absolutamente extraño al arte oratorio.
Fedro
Pase, puesto que te place decirlo; pero pasemos al examen de los dos
discursos.
Sócrates
Lee el principio del discurso de Lisias.
Fedro
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis
deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque
no soy tu amante. Porque los amantes desde el momento en que se ven
satisfechos...»
Sócrates
Detente. Es preciso examinar en qué se engaña Lisias y en qué carece de
arte; ¿no es cierto?
Fedro
Sí.
Sócrates
¿No es cierto que estamos siempre de acuerdo sobre ciertas cosas, y que
sobre otras estamos siempre discutiendo?
Fedro
Creo comprender lo que dices, pero explícamelo más claramente.
Sócrates
Por ejemplo, cuando delante de nosotros se pronuncian [319] las palabras
hierro o plata, ¿no tenemos todos la misma idea?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Pero que se nos hable de lo justo y de lo injusto y estas palabras despiertan
ideas diferentes, y nos ponemos en el momento en desacuerdo con los
demás y con nosotros mismos.
Fedro
Seguramente.
Sócrates
Luego hay cosas sobre las que todo el mundo conviene, y otras sobre las que
todo el mundo disputa.
Fedro
Es cierto.
Sócrates
¿Cuáles son las materias en que más fácilmente podemos extraviarnos, y en
las que la retórica tiene la mayor influencia?
Fedro
Evidentemente en las cosas inciertas y dudosas.
Sócrates
El que se propone abordar el arte oratorio, deberá haber hecho antes
metódicamente esta distinción, y haber aprendido a distinguir, según sus
carácteres diferentes, las cosas sobre las que fluctúa naturalmente la opinión
del vulgo, y sobre las que la duda es imposible.
Fedro
El que sepa hacer esta distinción será un hombre hábil.
Sócrates
Hecho esto, yo creo que antes de tratar un objeto particular, debe ver con ojo
penetrante, y evitando toda confusión, a qué especie pertenece este objeto.
[320]
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Y el amor, ¿es de las cosas sujetas a disputa o no?
Fedro
Es de las cosas disputables, seguramente. De no ser así, ¿hubieras podido
hablar como hablaste, sosteniendo tan pronto que el amor es un mal para el
amante y para el objeto amado, como que es el más grande de los bienes?
Sócrates
Perfectamente. Pero dime, (porque en el furor divino que me poseía he
perdido el recuerdo), ¿comencé mi discurso definiendo el amor?
Fedro
¡Por Júpiter! sí; no pudo ser mejor la definición.
Sócrates
¿Qué dices?, las ninfas hijas de Aqueloo y Pan, hijo de Hermes{19}, ¿son más
hábiles en el arte de la palabra que Lisias, hijo de Céfalo?, o bien yo me
engaño, y Lisias, comenzando su discurso sobre el amor, nos ha precisado a
aceptar una definición, a la que ha referido todo el trabazón de su discurso y
la conclusión misma? ¿Quieres que volvamos a leer el principio?
Fedro
Como quieras. Sin embargo, lo que buscas no se halla allí.
Sócrates
Lee sin parar. Quiero oírle no obstante.
Fedro
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis
deseos como provechosa a [321] ambos. No seria justo rechazar mis votos,
porque no soy tu amante. Porque los amantes, apenas se ven satisfechos,
cuando sienten ya todo lo que han hecho por el objeto de su pasión.»
Sócrates
Estamos muy distantes de encontrar lo que buscábamos. No comienza por el
principio, sino por el fin, como un hombre que nada de espaldas contra la
corriente. El amante, que se dirige a la persona que ama, ¿no comienza por
dónde debería concluir, o me engaño yo, Fedro, mi muy querido amigo?
Fedro
Ten presente, Sócrates, que no ha querido hacer más que el final de un
discurso.
Sócrates
Sea así; pero, ¿no ves que sus ideas aparecen hacinadas confusamente? Lo
que dice en segundo lugar, ¿debe estar en el punto que ocupa, o más bien en
otro lugar de su discurso? Yo, si bien confieso mi ignorancia, creo, que el
autor, muy a la ligera, ha arrojado sobre el papel cuanto le ha venido al
espíritu. ¿Pero tú has descubierto, en su composición, un plan, según el que
ha debido disponer todas las partes en el orden en que se encuentran?
Fedro
Me haces demasiado favor al creerme en estado de penetrar todos los
artificios de la elocuencia de un Lisias.
Sócrates
Por lo menos me concederás, que todo discurso debe, como un ser vivo,
tener un cuerpo que le sea propio, cabeza y pies y medio y extremos
exactamente proporcionados entre sí y en exacta relación con el conjunto.
Fedro
Eso es evidente.
Sócrates
¡Y bien!, examina un poco el discurso de tu amigo, y [322] dime si reúne
todas estas condiciones. Confesarás que se parece mucho a la inscripción
que dicen se puso sobre la tumba de Midas, rey de Frigia.
Fedro
¿Qué epitafio es ese, y qué tiene de particular?
Sócrates
Hele aquí:
Soy una virgen de bronce, colocada sobre la tumba de Midas;
Mientras las aguas corran y los árboles reverdezcan,
De pié sobre esta tumba, regada de lágrimas,
Anunciaré a los pasajeros, que Midas reposa en este sitio.{20}
Ya ves, que se puede leer indiferentemente esta inscripción, comenzando
por el primer verso que por el último.
Fedro
Tú te burlas de nuestro discurso, Sócrates
Sócrates
Dejémosle, pues, para que no te enfades, aunque en mi opinión encierra gran
número de ejemplos útiles, que deben estudiarse, para huir a todo trance de
imitarlos. Hablemos de los demás discursos. En ellos encontraremos
enseñanzas, que podrán aprovechar al que quiera instruirse en el arte
oratorio.
Fedro
¿Qué quieres decir?
Sócrates
Estos dos discursos se contradicen; porque el uno tendía a probar que se
deben conceder sus favores al hombre enamorado, y el otro al no
enamorado. [323]
Fedro
El pro y el contra son sostenidos con calor.
Sócrates
Creía que ibas a usar de la palabra propia que es «con furor.» Esta es la
palabra que yo esperaba; ¿no hemos dicho, en efecto, que el amor era una
especie de furor?
Fedro
Sí.
Sócrates
Hay dos especies de furor o de delirio: el uno, que no es más que una
enfermedad del alma; el otro, que nos hace traspasar los límites de la
naturaleza humana por una inspiración divina.
Fedro
Conforme.
Sócrates
Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino, según los dioses que le
inspiran, atribuyendo la inspiración profética a Apolo, la de los iniciados a
Baco, la de los poetas a las Musas, y en fin, la de los amantes a Afrodites y a
Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es el más divino de todos.
Inspirados nosotros por el soplo del Dios del amor, tan pronto
aproximándonos como alejándonos de la verdad, y formando un discurso
plausible, yo no sé cómo hemos llegado a componer, como por vía de
diversión, un himno, decoroso sí, pero mitológico al Amor, mi dueño, como
lo es tuyo, Fedro, que es el Dios que preside a la belleza.
Fedro
Yo estuve encantado al oírlo.
Sócrates
Sirvámonos de este discurso para ver cómo se puede pasar de la censura al
elogio. [324]
Fedro
Veamos.
Sócrates
Todo lo demás no es en efecto más que un juego de niños. Pero hay dos
procedimientos que la casualidad nos ha sugerido sin duda, pero que
convendrá comprender bien y en toda su extensión al aplicarlos al
método{21}.
Fedro
¿Cuáles son esos procedimientos?
Sócrates
Por lo pronto deben abrazarse de una ojeada todas las ideas particulares
esparramadas acá y allá, y reunirlas bajo una sola idea general, para hacer
comprender, por una definición exacta, el objeto que se quiere tratar. Así es
como dimos antes una definición del amor, que podrá ser buena o mala, pero
que por lo menos ha servido para dar a nuestro discurso la claridad y el
orden.
Fedro
¿Y cuál es el otro procedimiento?
Sócrates
Consiste en saber dividir de nuevo la idea general en sus elementos, como
otras tantas articulaciones naturales, guardándose, sin embargo, de mutilar
ninguno de estos elementos primitivos, como acostumbra un mal cocinero
cuando trincha. Así es como en nuestros dos discursos dimos primeramente
una idea general del delirio; en seguida, a la manera que la unidad de
nuestro cuerpo comprende bajo una misma denominación los miembros que
están a la izquierda y los que están a la derecha, en igual forma nuestros dos
discursos han deducido de esta definición general del delirio dos nociones
distintas: el uno ha distinguido todo lo que estaba a la izquierda, y no se
rehizo para dar una nueva división, sino después de haberse [325]
encontrado con un desgraciado amor, que él mismo ha llenado de injurias
bien merecidas; el otro ha tomado a la derecha, y se ha encontrado con otro
amor, que tiene el mismo nombre, pero cuyo principio es divino y
tomándole por materia de sus elogios, lo ha alabado como origen de los
mayores bienes.
Fedro
Dices verdad.
Sócrates
Yo, mi querido Fedro, gusto mucho de esta manera de descomponer y
componer de nuevo por su orden las ideas{22}; es el medio de aprender a
hablar y a pensar. Cuando creo hallar un hombre capaz de abarcar a la vez el
conjunto y los detalles de un objeto, sigo sus pasos como si fueran los de un
Dios{23}. Los que tienen este talento, sabe Dios si tengo o no razón para
darles este nombre, pero en fin, yo les llamo dialécticos. Pero los que se han
formado en tu escuela y en la de Lisias ¿cómo los llamaremos? Nos
acogeremos a ese arte de la palabra, mediante el que Trasimaco y otros se
han hecho hábiles parlantes, y que enseñan, recibiendo dones, como los
reyes, por precio de su enseñanza{24}?
Fedro
Son, en efecto, reyes, pero ignoran ciertamente el arte de que hablas. Por lo
demás, quizá tengas razón en dar a este arte el nombre de dialéctica, pero
me parece que hasta ahora no hemos hablado de la retórica.
Sócrates
¿Qué dices? ¿Puede haber en el arte de la palabra [326] alguna parte
importante distinta de la dialéctica? Verdaderamente guardémonos bien de
desdeñarla, y veamos en qué consiste esta retórica de que no hemos
hablado.
Fedro
No es poco, mi querido Sócrates, lo que se encuentra en los libros de
retórica.
Sócrates
Me lo recuerdas muy a tiempo. Lo primero es el exordio, porque así
debemos llamar el principio del discurso. ¿No es este uno de los
refinamientos del arte?
Fedro
Si, sin duda.
Sócrates
Después la narración{25}, luego las deposiciones de los testigos, en seguida
las pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista,
que nos ha venido de Bizancio, habla también de la confirmación y de la sub‐
confirmación.
Fedro
¿Hablas del ilustre Teodoro?
Sócrates
Sí, de Teodoro. Nos enseña también cuál debe ser la refutación y la sub‐
refutación en la acusación y en la defensa. Oigamos igualmente al hábil
Eveno de Paros, que ha inventado la insinuación y las alabanzas recíprocas.
Se dice también que ha puesto en versos mnemónicos la teoría de los
ataques indirectos; en fin, es un sabio. ¿Dejaremos dormir a Tisias y Gorgias?
Estos han descubierto que la verosimilitud vale más que la verdad, y saben,
por medio de su palabra omnipotente, hacer que las cosas grandes parezcan
pequeñas, y pequeñas las grandes, dar un aire de novedad a lo que es
antiguo, y un aire de antigüedad a lo que es nuevo; en fin, han [327]
encontrado el medio de hablar indiferentemente sobre el mismo objeto de
una manera concisa o de una manera difusa.
Un día que yo hablaba a Prodico, se echó a reír, y me aseguró que sólo él
estaba, en posesión del buen método, que era preciso evitar la concisión y
los desenvolvimientos ociosos, conservándose siempre en un término
medio.
Fedro
Perfectamente, Prodico{26}.
Sócrates
¿Qué diremos de Ripias? Porque pienso que el natural de Elis debe ser del
mismo dictamen.
Fedro
¿Por qué no?
Sócrates
¿Qué diremos de Polus con sus consonancias, sus repeticiones, su abuso de
sentencias y de metáforas, y estas palabras que ha tomado de las lecciones
de Licimnion, para adornar sus discursos?
Fedro
Protágoras{27}, mi querido Sócrates, ¿no enseñaba artificios del mismo
género?
Sócrates
Su manera, mi querido joven, era notable por cierta propiedad de expresión
unida a otras bellas cualidades. En el arte de excitar a la compasión, en favor
de la ancianidad o de la pobreza, por medio de exclamaciones patéticas,
nadie se puede comparar con el poderoso [328] retórico de Calcedonia{28}.
Es un hombre que lo mismo agita que aquieta a la multitud, a manera de
encantamiento, de lo que él mismo se alaba. Es tan capaz para acumular
acusaciones, como para destruirlas, sin importarle el cómo. En cuanto al fin
de sus discursos, en todos es el mismo, ya le llame recapitulación o le dé
cualquiera otro nombre.
Fedro
¿Quieres decir el resumen, que se hace al concluir un discurso, para recordar
a los oyentes lo que se ha dicho?
Sócrates
Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado de alguno de los secretos del arte
oratorio?
Fedro
Es tan poco lo olvidado que no merece la pena de hablar de ello.
Sócrates
Pues bien, no hablemos más de eso, y tratemos ahora de ver de una manera
patente lo que valen estos artificios, y dónde brilla el poder de la retórica.
Fedro
Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates, por lo menos en las asambleas
populares.
Sócrates
Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no adviertes, como yo, que estas
sabias composiciones descubren trama en muchos pasajes.
Fedro
Explícate más.
Sócrates
Dime, si alguno encontrase a tu amigo Eriximaco o a su padre Acumenos, y
les dijese: yo sé, mediante la [329] aplicacion de ciertas sustancias, calentar
o enfriar el cuerpo a mi voluntad, provocar evacuaciones por todos los
conductos, y producir otros efectos semejantes; y con esta ciencia puedo
pasar por médico, y me creo capaz de convertir en médicos a las personas a
quienes comunique mi ciencia. A tu parecer, ¿qué responderían tus ilustres
amigos?
Fedro
Seguramente le preguntarían si sabe además a qué enfermos es preciso
aplicar estos remedios, en qué casos y en qué dosis.
Sócrates
Él les respondería que de eso no sabe nada, pero que con seguridad el que
reciba sus lecciones sabrá llenar todas estas condiciones.
Fedro
Creo que mis amigos dirían que nuestro hombre estaba loco, y que habiendo
abierto por casualidad un libro de medicina ú oído hablar de algunos
remedios, se imagina con sólo esto ser médico, aunque no entienda una
palabra.
Sócrates
Y si alguno, dirigiéndose a Sófocles o a Eurípides, les dijese: yo sé presentar,
sobre el objeto más mezquino, los desenvolvimientos más extensos, y tratar
brevemente la más vasta materia; sé hacer discursos indistintamente
patéticos, terribles o amenazadores, poseo además otros conocimientos
semejantes, y me comprometo, enseñando este arte a alguno, a ponerle en
estado de componer una tragedia.
Fedro
Estos dos poetas, Sócrates, podrían con razón echarse a reír de este hombre,
que se imaginaba hacer una tragedia de todas estas partes reunidas a la
casualidad, sin acuerdo, sin proporciones y sin idea del conjunto.
Sócrates
Pero se guardarían bien de burlarse de él [330] groseramente. Si un músico
encontrase a un hombre que cree saber perfectamente la armonía, porque
sabe sacar de una cuerda el sonido más agudo o el sonido más grave, no le
diría bruscamente: desgraciado, tú has perdido la cabeza. Sino que, como
digno favorito de las musas, le diría con dulzura: querido mío, es preciso
saber lo que tú sabes para conocer la armonía; sin embargo, se puede estar a
tu altura sin entenderla; tú posees las nociones preliminares del arte, pero
no el arte mismo.
Fedro
Eso sería hablar muy sensatamente.
Sócrates
Lo mismo diría, Sófocles a su hombre, que posee los elementos del arte
trágico, pero no el arte mismo; y Acumenos diría al suyo, que conocía las
nociones preliminares de la medicina, pero no la medicina misma.
Fedro
Seguramente.
Sócrates
Pero ¿qué dirían Adrasto, el de la elocuencia dulce como la miel, o Pericles, si
nos hubiesen oído hablar antes de los bellos preceptos del arte oratorio, del
estilo conciso o figurado, y de todos los demás artificios que nos propusimos
examinar con toda claridad? Tendrían ellos, como tú y yo, la grosería de
dirigir insultos de mal tono, a los que imaginaron estos preceptos, y los dan a
sus discípulos por el arte oratorio, o, más sabios que nosotros, a nosotros
sería a quienes dirigirían sus cargos con más razón?, ¡oh Fedro!, ¡oh
Sócrates!, dirían, en vez de enfadaros, deberíais perdonar a los que,
ignorando la dialéctica, no han podido, como resultado de su ignorancia,
definir el arte de la palabra; ellos poseen nociones preliminares de la
retórica y se figuran con esto saber la retórica misma; y cuando enseñan
todos estos detalles a sus discípulos, creen enseñarles perfectamente el arte
[331] oratorio; pero, en cuanto al arte de ordenar todos estos medios, con la
mira de producir el convencimiento y dar forma a todo el discurso, creyendo
ser esto cosa demasiado fácil, dejan a sus discípulos el cuidado de
gobernarse por sí mismos, cuando tengan que componer una arenga.
Fedro
Podrá suceder que tal sea el arte de la retórica que estos hombres tan
célebres enseñan en sus lecciones y en sus tratados, y creo que en este punto
tú tienes razón. Pero la verdadera retórica, el arte de persuadir, ¿cómo y
dónde puede adquirirse?
Sócrates
La perfección en las luchas de la palabra está sometida, a mi parecer, a las
mismas condiciones que la perfección en las demás clases de lucha. Si la
naturaleza te ha hecho orador, y si cultivas estas buenas disposiciones
mediante la ciencia y el estudio, llegarás a ser notable algún día; pero si te
falta alguna de estas condiciones, jamás tendrás sino una elocuencia
imperfecta. En cuanto al arte; existe un método que debe seguirse; pero
Tisias y Trasimaco no me parecen los mejores guías.
Fedro
¿Cuál es ese método?
Sócrates
Pericles pudo haber sido el hombre más consumado en el arte oratorio.
Fedro
¿Cómo?
Sócrates
Todas las grandes artes se inspiran en estas especulaciones ociosas e
indiscretas, que pretenden penetrar los secretos de la naturaleza{29}; sin
ellas no puede elevarse [332] el espíritu ni perfeccionarse en ninguna
ciencia, cualquiera que sea{30}. Pericles desenvolvió mediante estos
estudios trascendentales su talento natural; tropezó, yo creo, con
Anaxágoras, que se había entregado por entero a los mismos estudios y se
nutrió cerca de él con estas especulaciones. Anaxágoras le enseñó la
distinción de los seres dotados de razón y de los seres privados de
inteligencia, materia que trató muy por extenso, y Pericles sacó de aquí para
el arte oratorio todo lo que le podía ser útil.
Fedro
¿Qué quieres decir?
Sócrates
Con la retórica sucede lo mismo que con la medicina.
Fedro
Explícate.
Sócrates
Estas dos artes piden un análisis exacto de la naturaleza, uno de la
naturaleza del cuerpo, otro de la naturaleza del alma; siempre que no tomes
por única guía la rutina y la experiencia, y que reclames al arte sus luces,
para dar al cuerpo salud y fuerza por medio de los remedios y el régimen, y
dar al alma convicciones y virtudes por medio de sabios discursos y útiles
enseñanzas.
Fedro
Es muy probable, Sócrates.
Sócrates
Piensas que se pueda conocer suficientemente la naturaleza del alma, sin
conocer la naturaleza universal?
Fedro
Si hemos de creer a Hipócrates, el descendiente de los hijos de Esculapio, no
es posible, sin este estudio preparatorio, conocer la naturaleza del cuerpo.
[333]
Sócrates
Muy bien, amigo mío; sin embargo, después de haber consultado a
Hipócrates, es preciso consultar la razón, y ver si está de acuerdo con ella.
Fedro
Soy de tu dictamen.
Sócrates
Examina, pues, lo que Hipócrates y la recta razón dicen sobre la naturaleza.
¿No es así como debemos proceder en las reflexiones que hagamos sobre la
naturaleza de cada cosa? Lo primero que debemos examinar, es el objeto
que nos proponemos y que queremos hacer conocer a los demás, si es
simple o compuesto; después, si es simple, cuáles son sus propiedades, cómo
y sobre qué cosas obra, y de qué manera puede ser afectado; si es
compuesto, contaremos las partes que puedan distinguirse, y sobre cada una
de ellas haremos el mismo examen que hubiésemos hecho sobre el objeto
reducido a la unidad, para determinar así todos las propiedades activas y
pasivas.
Fedro
Ese procedimiento es quizá el mejor.
Sócrates
Todo el que siga otro se lanza por un camino desconocido. No es obra de un
ciego, ni de un sordo, tratar un objeto cualquiera conforme a las reglas del
método. El que, por ejemplo, siga en todos sus discursos un orden metódico,
explicará exactamente la esencia del objeto a que se refieren todas sus
palabras, y este objeto no es otro que el alma.
Fedro
Sin duda.
Sócrates
¿No es, en efecto, por este rumbo por donde debe dirigir todos sus
esfuerzos? ¿No es el alma el asiento de la convicción? ¿Qué te parece esto?
[334]
Fedro
Convengo en ello.
Sócrates
Es evidente, que Trasimaco o cualquiera otro que quiera enseñar seriamente
la retórica, describirá por lo pronto el alma con exactitud, y hará ver si es
una sustancia, simple e idéntica, o si es compuesta como el cuerpo. No es
esto explicar la naturaleza de una cosa?
Fedro
Sí.
Sócrates
En seguida describirá sus facultades y las diversas maneras como puede ser
afectada.
Fedro
Sin duda.
Sócrates
En fin, después de haber hecho una clasificación de las diferentes especies
de discursos y de almas, dirá cómo puede obrarse sobre ellas, apropiando
cada género de elocuencia a cada auditorio; y demostrará cómo ciertos
discursos deben persuadir a ciertos espíritus y no tendrán influencia sobre
otros.
Fedro
Tu método me parece maravilloso.
Sócrates
Por lo tanto, amigo mío, lo que se enseñe o componga de otra manera no
puede serlo con arte, ya recaiga sobre esta materia o ya sobre cualquiera
otra. Pero los que en nuestros días han escrito tratados de retórica, de que
has oído hablar, han hecho farsas con las que disimulan el exacto
conocimiento que sus autores tienen del alma humana. Mientras no hablen y
escriban de la manera dicha, no creamos que poseen el arte verdadero.
Fedro
¿Cuál es esa manera? [335]
Sócrates
Es difícil encontrar términos exactos para hacerte la explicación. Pero
ensayaré, en cuanto me sea posible, decirte el orden que se debe seguir en
un tratado redactado con arte.
Fedro
Habla.
Sócrates
Puesto que el arte oratorio no es más que el arte de conducir las almas, es
preciso que el que quiera hacerse orador sepa cuántas especies de almas
hay. Hay cierto número de ellas y tienen ciertas cualidades, de donde
procede que los hombres tienen diferentes caracteres. Senada esta división,
es preciso distinguir también cada especie de discursos por sus cualidades
particulares.
Así es, que hay hombres a quienes persuadirán ciertos discursos en
determinadas circunstancias por tal o cual razón, mientras que los mismos
argumentos moverán muy poco a otros espíritus. Enseguida es preciso que
el orador, que ha profundizado suficientemente estos principios, sea capaz
de hacer la aplicación de ellos en la práctica de la vida, y de discernir con una
ojeada rápida el momento en que es preciso usar de ellos; de otra manera
nunca sabrá más de lo que sabía al lado de los maestros. Cuando esté en
posición de poder decir mediante qué discursos se puede llevar la
convicción a las almas más diversas; cuando, puesto en presencia de un
individuo, sepa leer en su corazón y pueda decirse a sí mismo: «he aquí el
hombre, he aquí el carácter que mis maestros me han pintado; él está
delante de mí; y para persuadirle de tal o cual cosa deberé usar de tal o cual
lenguaje»; cuando él posea todos estos conocimientos; cuando sepa
distinguir las ocasiones en que es preciso hablar y en las que es preciso
callar; cuando sepa emplear o evitar con oportunidad el estilo conciso, las
quejas lastimeras, las amplificaciones [336] magníficas y todos los demás
giros que la escuela le haya enseñado, sólo entonces poseerá el arte de la
palabra. Pero cualquiera que en sus discursos, sus lecciones o sus obras,
olvide alguna de estas reglas, nosotros no le creeremos, si pretende que
habla con arte. ¡Y bien! Sócrates, ¡y bien!, Fedro, nos dirá, quizá el autor de
nuestra retórica, ¿es así o de otra manera, a juicio vuestro, como debe
concebirse el arte de la palabra?
Fedro
No es posible formar del asunto una idea diferente, mi querido Sócrates,
pero no es poco emprender tan extenso estudio.
Sócrates
Dices verdad. Por lo tanto examinemos en todos sentidos todos los
discursos, para ver si se encuentra un camino más llano y más corto, y no
empeñarnos temerariamente en un sendero tan difícil y lleno de revueltas,
cuando podemos dispensarnos de ello. Si Lisias o cualquier otro orador nos
puede servir de algo, es llegado el caso de recordarte sus lecciones y de
repetírmelas.
Fedro
No es por falta de voluntad, pero nada recuerda mi espíritu.
Sócrates
Quieres que te refiera ciertos discursos, que oí a los que se ocupan de estas
materias?
Fedro
Ya escucho.
Sócrates
Se dice, mi querido amigo, que es justo abogar hasta en defensa del lobo.
Fedro
¡Y bien!, atempérate a ese proverbio.
Sócrates
Los retóricos nos dicen, que no hay para qué alabar [337] tanto nuestra
dialéctica, y que con todo este aparato metódico nos vemos privados de
movernos libremente. Añaden, como decía yo al comenzar esta discusión,
que es inútil, para hacerse un gran orador, conocer la naturaleza de lo bueno
y de lo justo, ni las cualidades naturales o adquiridas de los hombres; que,
sobre todo, ante los tribunales debe cuidarse poco de la verdad, sino
solamente de la persuasión; que a persuadir deben dirigirse todos los
esfuerzos, cuando se quiere hablar con arte; que hay casos en que debe
evitarse exponer los hechos como pasaron, si lo verdadero cesa de ser
probable, para presentarlos de una manera plausible sea en la acusación o
en la defensa; que, en una palabra, el orador no debe tener otro norte que la
apariencia, sin cuidarse para nada de la realidad. He aquí, dicen ellos, los
artificios, que, aplicándose a todos los discursos, constituyen la retórica
entera.
Fedro
Has expuesto muy bien, Sócrates, las opiniones de los que se suponen
hábiles en el arte oratorio; recuerdo en efecto, que precedentemente hemos
hablado algo sobre esto; estos famosos maestros miran este sistema como el
colmo del arte.
Sócrates
Conoces a fondo a tu amigo Tisias; que él mismo nos diga si por
verosimilitud entiende otra cosa que lo que parece verdadero a la multitud.
Fedro
¿Podría definírsela de otra manera?
Sócrates
Habiendo descubierto esta, regla tan sabia, que es el principio del arte, Tisias
ha escrito que un hombre débil y valiente que es llevado ante el tribunal por
haber apaleado a hombre fuerte y cobarde, y por haberle robado la capa o
cualquiera otra cosa, no deberá decir palabra de [338] verdad, lo mismo que
hará el robado. El cobarde no confesará que ha sido apaleado por un hombre
más valiente que él; el acusado probará que estaban solos, y se aprovechará
de esta circunstancia para razonar así: débil como soy, ¿cómo era posible
que yo me las hubiera con un hombre tan fuerte? Este, replicando, no
confesará su cobardía, pero buscará algún otro subterfugio, que dará quizá
ocasión a confundir a su adversario. Todo lo demás es por este estilo, y he
aquí lo que ellos llaman hablar con arte. ¿No es así, Fedro?
Fedro
Así es.
Sócrates
En verdad, para descubrir un arte tan misterioso, ha sido preciso un hombre
muy hábil, ya se llame Tisias o de cualquier otro modo, y cualquiera que sea
su patria; pero, amigo mío, ¿no podríamos dirigirle estas palabras?
Fedro
¿Qué palabras?
Sócrates
Antes que tú, Tisias, hubieses tomado la palabra, sabíamos nosotros que la
multitud se deja seducir por la verosimilitud a causa de su relación con la
verdad, y ya antes habíamos dicho que el que conoce la verdad sabrá
también en todas circunstancias encontrar lo que se le aproxima. Si tienes
alguna otra cosa que decirnos sobre el arte oratorio, estamos dispuestos a
escucharte; si no, nos atendremos a los principios que hemos sentado, y si el
orador no ha hecho una clasificación exacta de los diferentes carácteres de
sus oyentes, si no sabe analizar los objetos, y reducir enseguida las partes
que haya distinguido a la unidad de una noción general, no llegará jamás a
perfeccionarse en el arte oratorio, en cuanto cabe en lo humano. Pero este
talento no le adquirirá sin un inmenso trabajo, al cual no se someterá el
sabio por [339] miramiento a los hombres, ni por dirigir sus negocios, sino
con la esperanza de agradar a los dioses con todas sus palabras y con todas
sus acciones en la medida de las fuerzas humanas. No, Tisias, y en esto
puedes creer a hombres más sabios que nosotros, no es a sus compañeros de
esclavitud a quienes el hombre dotado de razón debe esforzarse en agradar,
como no sea de paso, sino a sus amos celestes y de celeste origen. Cesa, pues,
de sorprenderte, si el circuito es grande, porque el término a donde conduce
es muy distinto que el que tú imaginas. Por otra parte, la razón nos dice que
por un esfuerzo de nuestra libre voluntad podemos aspirar, por la senda que
dejamos indicada, a resultado tan magnífico.
Fedro
Muy bien, mi querido Sócrates; pero, ¿será dado a todos tener esta fuerza?
Sócrates
Cuando el fin es sublime, todo lo que se sufre para conseguirlo no lo es
menos.
Fedro
Ciertamente.
Sócrates
Basta ya lo dicho sobre el arte y la falta de arte en el discurso.
Fedro
Sea así.
Sócrates
Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia que pueda haber
en lo escrito. ¿No es cierto?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
¿Sabes cuál es el medio de hacerte más acepto a los ojos de Dios por tus
discursos escritos o hablados? [340]
Fedro
No, ¿y tú?
Sócrates
Puedo referirte una tradición de los antiguos, que conocían la verdad. Si
nosotros pudiésemos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaríamos
aún de que los hombres hayan pensado antes que nosotros?
Fedro
¡Donosa cuestión! Refiéreme, pues, esa antigua tradición.
Sócrates
Me contaron que cerca de Naucratis{31}, en Egipto, hubo un Dios, uno de los
más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los
egipcios llaman Ibis. Este Dios se llamaba Teut{32}. Se dice que inventó los
números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del
ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.
El rey Tamus reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad
del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas egipcia, y que está, bajo la
protección del Dios que ellos llaman Ammon. Teut se presentó al rey y le
manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era
extenderlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada
una de ellas, y Teut le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según
que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Tamus
aprobaba o desaprobaba. Dícese que el rey alegó al inventor, en cada uno de
los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar.
Cuando llegaron a la escritura:
«¡Oh rey!, le dijo Teut, esta invención hará a los [341] egipcios más sabios y
servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de
aprender y retener{33}. —Ingenioso Teut, respondió el rey, el genio que
inventa las artes no está en el caso que la sabiduría que aprecia las ventajas
y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y
entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos
verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la
conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño
abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos,
cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de
cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos
la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que
pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no
serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables
en el comercio de la vida.»
Fedro
Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos
egipcios, y lo mismo lo harías de todos los países del universo, si quisieras.
Sócrates
Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Júpiter en Dodona, decían que los
primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que
no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar
a una encina o a una piedra{34}, con tal que la piedra o la encina dijesen
verdad. Pero tú necesitas saber el [342] nombre y el país del que habla, y no
te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.
Fedro
Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como
el tebano.
Sócrates
El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a
su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna
instrucción clara y sólida, me parece un gran necio y seguramente ignora el
oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de
despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se
trata.
Fedro
Lo que acabas de decir es muy exacto.
Sócrates
Este es, mi querido Fedro, el inconveniente, así de la escritura como de la
pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero
interrogadlas, y veréis que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con
los discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles
alguna explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la
misma cosa. Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de
los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la
obra, y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién
debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene
siempre necesidad del socorro de su padre ; porque por sí mismo es incapaz
de rechazar los ataques y de defenderse.
Fedro
Tienes también razón.
Sócrates
Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana [343] legítima de
esta elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más
poderosa que la otra.
Fedro
¿Qué discurso es y cuál es su origen?
Sócrates
El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del
que estudia, es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y
callar a tiempo.
Fedro
Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en
posesión de la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un
vano simulacro.
Sócrates
Eso mismo es. Dime: un jardinero inteligente que tuviese semillas que
estimara en mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría,
juiciosamente en estío en los jardines de Adonis{35}, para tener el gusto de
verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días?, o más bien, si tal
hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de
una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría indudablemente las
reglas de la agricultura, y las sembraría, en un terreno conveniente,
contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
Fedro
Seguramente, mi querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y
respecto a las otras lo miraría como un recreo.
Sócrates
Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según
nuestros principios, menos [344] sabiduría que el jardinero en el empleo de
sus semillas?
Fedro
Yo no lo creo.
Sócrates
Después de depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio de
una pluma y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces
de enseñar suficientemente la verdad.
Fedro
No es probable.
Sócrates
No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en
los jardines de la escritura para divertirse; y formando un tesoro de
recuerdos para sí mismo, llegado que sea a la edad en que se resienta la
memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez, se
regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los demás
hombres se entregarán a otras diversiones, pasando su vida en orgías y
placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de
hablar.
Fedro
Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos
vergonzosos placeres, el ocuparse de discursos y alegorías{36} sobre la
justicia y demás cosas de que tú has hablado.
Sócrates
Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado
por la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y
plantar con la ciencia discursos capaces de defenderse por sí mismos y
defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser estériles, germinarán y
producirán en otros corazones otros [345] discursos que, inmortalizando la
semilla de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las
felicidades de la tierra.
Fedro
Si, esa ocupación es de más mérito.
Sócrates
Ahora que ya estamos conformes en los principios, podemos resolver la
cuestión.
Fedro
¿Cuál?
Sócrates
Aquella, cuyo examen nos ha conducido al punto que ocupamos, a saber: si
los discursos de Lisias merecían nuestra censura, y cuáles son en general los
discursos hechos con arte o sin arte. Me parece que hemos explicado
suficientemente cuándo se siguen las reglas del arte, y cuándo de ellas se
separan.
Fedro
Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.
Sócrates
Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla o
escribe; antes de estar en disposición de dar una definición general y de
distinguir los diferentes elementos, descendiendo hasta sus partes
indivisibles; antes de haber penetrado por el análisis en la naturaleza del
alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es propia para
convencer a los distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de manera
que a un alma compleja se ofrezcan discursos llenos de complejidad y de
armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible manejar
perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como
queda bien demostrado en todo lo que precede.
Fedro
En efecto, tal ha sido nuestra conclusión. [346]
Sócrates
¿Pero qué?, sobre la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o
escribir discursos, y bajo qué condiciones este título de autor de discursos
puede convertirse en un ultraje, lo que hemos dicho hasta aquí, no nos ha
ilustrado suficientemente?
Fedro
Explícate.
Sócrates
Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha compuesto o llega a componer
un escrito sobre un objeto de interés público o privado, si ha redactado
leyes, que son, por decirlo así, escritos políticos, y si piensa que hay en ellos
mucha solidez y mucha claridad, no sacará otro fruto que la vergüenza que
tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignorar, sea dormido, sea despierto,
lo que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no sería la cosa más vergonzosa, aun
cuando la multitud toda entera nos cubriera de aplausos?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no
importa sobre qué objeto, hay mucho superfluo; que ningún discurso escrito
o pronunciado, sea en verso, sea en prosa, debe mirársele como un asunto
serio, (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin discernimiento y sin
animo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los
mejores discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia,
para los hombres que ya saben; supóngase que también cree que los
discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el alma, que
tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se
encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos
son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo [347] produce, y
luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin
desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más
que estos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser
tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.
Fedro
Sí, yo lo deseo, y así lo pido a los dioses.
Sócrates
Basta de diversión sobre el arte de hablar; y tú vas a decir a Lisias, que
habiendo bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las musas, hemos oído
discursos ordenándonos que fuésemos a decir a Lisias y a todos los autores
de discursos, después a Homero y a todos los poetas líricos o no líricos, y, en
fin, a Solon y a todos los que han escrito discursos del género político, bajo el
nombre de leyes, que si, componiendo estas obras, alguno de ellos está
seguro de poseer la verdad, y si es capaz de defender lo que ha dicho, cuando
se le someta a un serio examen, y de superar sus escritos con sus palabras,
no deberá llamarse autor de discursos, sino tomar su nombre de la ciencia a
la que se ha consagrado por completo.
Fedro
¿Qué nombre quieres darles?
Sócrates
El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que sólo conviene a Dios
mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con
la debilidad humana.
Fedro
Lo que dices es muy racional.
Sócrates
Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha escrito y compuesto con
despacio, atormentando su pensamiento y añadiendo y quitando sin cesar,
nosotros les dejaremos los nombres de poetas, y de autores de leyes y de
discursos. [348]
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Cuéntaselo todo esto a tu amigo.
Fedro
¿Pero tú qué piensas hacer?, porque tampoco es justo que te olvides de tu
amigo.
Sócrates
¿De quién hablas?
Fedro
Del precioso Isócrates, ¿qué le dirás?, ¿o qué diremos de él?
Sócrates
Isócrates es aún joven, mi querido Fedro; sin embargo, quiero participarte lo
que siento respecto a él.
Fedro
Veamos.
Sócrates
Me parece que tiene demasiado ingenio, para comparar su elocuencia con la
de Lisias, y tiene un carácter más generoso. No me sorprenderá, que,
adelantando en años, sobresalga en la facultad que cultiva, hasta el punto de
que sus predecesores parecerán niños a su lado{37}, y que poco contento de
sus adelantos, se lance a ocupaciones más altas por una inspiración divina.
Porque hay en su alma una disposición natural a las meditaciones
filosóficas{38}. He aquí lo que yo tengo que anunciar de parte de los dioses
de estas riberas a mi amado Isócrates. Haz tú otro tanto respecto a tu
querido Lisias. [349]
Fedro
Lo haré, pero marchémonos, porque el aire ha refrescado.
Sócrates
Antes de marchar, dirijamos una plegaria a estos dioses.
Fedro
Lo apruebo.
Sócrates
¡Oh Pan demás divinidades de estas ondas!, dadme la belleza interior del
alma, y haced que el exterior en mí esté en armonía con esta belleza
espiritual. Que el sabio me parezca siempre rico; y que yo posea sólo la
riqueza que un hombre sensato puede tener y emplear.
¿Tenemos que hacer algún otro ruego más? Yo no tengo más que pedir.
Fedro
Haz los mismos votos por mí; entre amigos todo es común.
Sócrates
Partamos.
———
{1} Lisias nació en Atenas en 459 y murió en 379, antes de Jesucristo;
perteneció al partido democrático y fue desterrado a Megara durante la
oligarquía. Ésta condenó a muerte a su hermano Polemarco y a su cuñado
Dionisidoro.
{2} Casa llamada así de uno llamado Moriquia.
{3} Sócrates tenía poca simpatía por la democracia ateniense, y así se burla
de los oradores populares.
{4} Este Heródico era médico.
{5} Sócrates andaba habitualmente descalzo, y sólo se ponía sandalias en
convites o actos semejantes. (Véase el Banquete.)
{6} Es sabido que hay dos sistemas de exégesis religiosa: 1º, el sistema de los
racionalistas que acepta los hechos de la historia religiosa, reduciéndolos a
las proporciones de la historia humana y natural (hipótesis objetiva); 2º, el
sistema de los mitológicos, que niega a estas historias toda realidad
histórica, y no ve en estas leyendas sino mitos, producto espontáneo del
espíritu humano y de las alegorías morales y metafísicas (hipótesis sujetiva).
Este capítulo de Platón nos prueba la existencia de la exégesis racionalista
400 años antes de JC.
{7} Sócrates profesaba el mayor respeto a las leyes religiosas de su país,
pero cuando la religión estaba en pugna con la moral, sacrificaba la religión.
(Véase a Eutifron.) Sócrates era reformador en moral y conservador en
religión, cosa insostenible. A una nueva moral correspondía una nueva
religión, y esto hizo el cristianismo, que Sócrates preparó sin presentirlo.
{8} Cada uno de los arcontes juraba, al posesionarse del cargo, consagrar a
Delfos su propia estatua, si se dejaba corromper.
{9} Estatua de Júpiter, que los descendientes de Cipselos [276] consagraron
a Olimpo, conforme al voto que habían hecho, si recobraban el poder
soberano en Corinto.
{10} Λίγεια, quiere decir armoniosa.
{11} Los ligurienses, pueblo de la alta Italia.
{12} Alusión a un juego, en el que para saber quién era el perseguidor y
quién el perseguido, se arrojaba al aire una concha blanca por un lado y
negra por otro.
{13} Ninguno de los autores antiguos explica lo que era el demonio de
Sócrates, y esto hace creer que este demonio no era otra cosa que la voz de
su conciencia, o una de esas divinidades intermedias con que la escuela
alejandrina pobló después el mundo. Con esto coincide el dicho de Séneca:
en el corazón de un hombre de bien, yo no sé qué Dios, pero habita un Dios.
{14} Véase la Oda de Safo.
{15} Alusión al verso 65 del canto III de la Iliada.
{16} Proverbio ateniense.
{17} Zenón de Elea, el amigo de Parménides, porque poseía la ciencia
universal como Palámedes. (El Escoliasta.)
{18} «Las cigarras».
{19} Los griegos dicen que Pan es hijo de Penélope y de Hermes. (Herodoto,
lib. II, núm. 145.)
{20} El autor de la vida de Homero atribuye este epitafio a este poeta. Pero
Diógenes Laercio se apoya en el testimonio de Simónides para achacarlo a
Cleobulo.
{21} Estos dos procedimientos son la definición y la división.
{22} El método analítico, como dice Platón, comprende el análisis, como
punto de partida, y la síntesis, como término. Va de la unidad a la
multiplicidad, después sube de la multiplicidad a la unidad; he aquí el
análisis.
{23} Homero, Odissea, 1. V, 193. L. VII, 38.
{24} Los reyes de Persia y Lacedemonia.
{25} Aristóteles, Retórica, III, 16.
{26} Prodico de Julis, en la isla de Ceos, discípulo de Protágoras, condenado a
beber la cicuta algún tiempo después de la muerte de Sócrates.
{27} Protágoras de Abdera, discípulo de Demócrito (489‐408 antes de JC),
acusado de impiedad por los atenienses, huyó en un barquichuelo y pereció
en las aguas. fue legislador de Turio.
{28} Aristóteles en su Retórica, (III, 1) habla de la habilidad de Trasimaco de
Calcedonia para conmover a los jueces, y del libro que escribió para excitar a
la compasión.
{29} Platón emplea con intención como elogios las injurias que el vulgo
dirigía a Sócrates y sus adversarios los sofistas.
{30} Séneca, Cartas a Lucilio, 65.
{31} Ciudad del Delta sobre el brazo canópico del Nilo.
{32} Cicerón, De natura deorum, 22, 56.
{33} Eurípides, en el Palámedes, llama a las letras remedio contra el olvido.
{34} Locución proverbial tomada de Homero, Iliada, XXII, 126. Odisea, XIX,
163.
{35} Véase la segunda parte de las Siracusanas. (Teócrito, XV idilio.)
{36} Alusión a los mitos de los diálogos.
{37} Isócrates, nacido en 436, emigró a Quios en 404 antes de JC durante la
tiranía de los treinta. Se dejó morir de hambre después de la batalla de
Queronea.
{38} Véase la traducción de este trozo en Cicerón, Orator, c. XII.