Numerical Python: Scientific Computing and Data Science Applications with Numpy, Scipy and Matplotlib 2nd Edition Robert Johansson instant download
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Numerical
Python
Scientific Computing and Data Science
Applications with Numpy,
SciPy and Matplotlib
—
Second Edition
—
Robert Johansson
Numerical Python
Scientific Computing and Data
Science Applications with Numpy,
SciPy and Matplotlib
Second Edition
Robert Johansson
Numerical Python: Scientific Computing and Data Science Applications with
Numpy, SciPy and Matplotlib
Robert Johansson
Urayasu-shi, Chiba, Japan
Introduction ............................................................................................................xxi
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TABLE OF CONTENTS
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About the Author
Robert Johansson is an experienced Python programmer
and computational scientist, with a Ph.D. in Theoretical
Physics from Chalmers University of Technology, Sweden.
He has worked with scientific computing in academia and
industry for over 10 years, and he has participated in both
open source development and proprietary research projects.
His open source contributions include work on QuTiP, a
popular Python framework for simulating the dynamics of
quantum systems; and he has also contributed to several
other popular Python libraries in the scientific computing
landscape. Robert is passionate about scientific computing
and software development and about teaching and communicating best practices for
bringing these fields together with optimal outcome: novel, reproducible, and extensible
computational results. Robert’s background includes 5 years of postdoctoral research in
theoretical and computational physics, and he is now working as a data scientist in the
IT industry.
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boda, los que vieron al Conde pálido, demacrado y abatido, esparcieron el
rumor absurdo de que su esposa le daba hierbas y filtros para subyugarle y
para que ardiese más viva la tea del amor conyugal.
Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios hijos.
No obstante, á los diez ó doce años de matrimonio, observóse que el Conde,
habiéndose aficionado á cazar y haciendo frecuentes excursiones por la
montaña—pues pasaban largas temporadas en el campo, en el palacio
solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de entonces—
recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.
Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la
cuento á usted descarnada y sin galas—advirtió al llegar aquí el narrador—
diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del Conde. Fué que, algún
tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo respirar y vivir
como las demás personas. Usted objetará que todo el delito de doña
Magdalena consistía en amar excesivamente á su esposo, y que eso merece
disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado punto, temería
ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante. Indicaré que hay
cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor cubre á veces nuestros
bárbaros egoismos ó nuestras morbosas aberraciones. Y basta, que al buen
entendedor... Ya continúo.
Como á veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena
tardó bastante en enterarse de que su marido, al volver de la caza, solía
descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija preciosa. En
efecto era así: el Conde de Lobeira prefería á los suculentos manjares de su
cocina señorial, la brona y la leche fresca servidas por la gentil rapaza, que,
con la inocencia en los ojos y la risa en los labios, acudía solícita á festejarle.
Doña Magdalena, ya informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un
puro idilio; vió desde el primer instante el pecado y la injuria. Y acaso
acertase: no pretendo excusar á mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman
que era honesta y sencilla su afición á la hija del colono.
Lo histórico es que, en una noche de invierno muy obscura y muy larga,
la puerta del Pazo se abrió sin ruido para dejar entrar á un hombre robusto,
recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi en desuso. La
Condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por un pasadizo
obscuro le llevó á una habitación interior, que alumbraba una vela de cera
puesta en candelabro de maciza plata.—Era el oratorio.—Detrás de las
colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y que replegó la dama, el
hombre vió abierto un boquete, á manera de cueva; un agujero sombrío.
Repito lo de antes: no busco efectos; pero aunque los buscase, creo que
ninguno tan terrible como decir sin más circunloquios que el hombre—un
casero, en las costumbres de entonces casi un ciervo de la Condesa—era el
mismo padre de la zagala á quien el Conde solía visitar; y que doña
Magdalena, enseñándole el negro hueco, advirtió al labrador que allí
ocultarían el cadáver del Conde. En seguida le entregó un hacha nueva,
afilada y cortante.
¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia?
¿Impulsóle la cobardía ó el respeto tradicional á la casa de Lobeira? ¿Fué la
sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad irresoluta y
débil, la hembra resuelta, de arrebatadas pasiones? ¿Fué codicia, tentación
de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada le ofrecía en precio de la
sangre? El caso es, que si hubo resistencia por parte del labriego, duró bien
poco. Según su declaración, hizo la señal de la cruz (¡atroz detalle!)
descalzóse, empuñó el hacha y siguió á la Condesa hasta el aposento en que
el Conde dormía. Y mientras la señora alumbraba con la vela de cera del
oratorio, el labriego descargó un golpe, otro, diez, en la frente, la cara, el
pecho... El dormido no chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos
muy espantados... y luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto,
todo fué arrojado al escondrijo; la Condesa lavó las manchas del suelo, cerró
la trampa, y atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con
orden de cruzar el Miño y meterse en Portugal.
Un rumor, vago al principio y después muy insistente, se alzó con motivo
de la desaparición del Conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes
motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi bisabuelo
asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la misa, asistiendo á
él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada ahí: pálida, grave,
modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la mano cariñosos. En aquel
tiempo no había prensa que escudriñase misterios, y la coincidencia de la
desaparición del Conde y la del casero y su hija la linda moza, dió pie á que
se sospechase que el esposo de doña Magdalena vivía muy á gusto en algún
rincón de esos que saben buscar los enamorados. No faltó quien
compadeciese á la abandonada señora, en torno de la cual el respeto
ascendió, como asciende la marea. Al verla pasar, derecha, macilenta,
siempre de negro, la gente se descubría.
Y así corrió un año entero.
Al cumplirse, día por día, á corta distancia del Pazo de Lobeira apareció
un hombre profundamente dormido; era el casero de la Condesa; y los demás
labriegos, que le rodeaban esperando á que despertase, quedaron atónitos
cuando al volver en sí, á gritos confesó el crimen, á gritos se denunció y á
gritos pidió que le llevasen ante la justicia. Hay fenómenos morales que no
explica satisfactoriamente ningún raciocinio: la mitad de nuestra alma está
sumergida en sombras, y nadie es capaz de presentir qué alimañas saldrían
de esa caverna, si nos empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le
preguntaron el móvil de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo
sabía; que una gana irresistible—un volunto, como dicen ahora—le obligó á
salir de Portugal y á ver de nuevo el Pazo; y que al avistarlo, le acometió un
sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de confesar,
de decir la verdad, de ser castigado—porque sin duda, calculo yo, su endeble
alma no podía con el peso del secreto, que impenetrable y tranquila guardaba
el alma varonil de doña Magdalena.
La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el
negro calabozo donde la Condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El
casero fue ahorcado; y para librar á mi bisabuela del patíbulo, empeñóse la
hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan sabrosa breva, y
nuestra decadencia viene de ahí.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se
me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y
suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si
percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.
Sara y Agar
H IJA única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un
regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde
nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era
bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y
adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en
los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches,
Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos,
gustaba y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se
alababa también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su
alegría, tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía
dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban
con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se
prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían
empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que
revoloteaban en torno de Martina atraídos por la juventud y la buena cara,
unidas á no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las
grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las
prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos,
chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en
que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus
pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad burlona que
caracteriza el primer período de la juventud.
Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse que
Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media
naranja le sería difícil.
Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo
Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo
Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien un
poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y
expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido y de
un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en afectación; sin
que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su cara morena, de
obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay más de lo
necesario para sorber el seso á una niña provinciana, hasta sin pretenderlo,
como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio. Las bromas de los
compañeros, la fama de picar alto de Martina y también sus atractivos y
gracias, su belleza en plena florescencia entonces, impulsaron á Mendoza á
acercársele, á preferir su conversación y, poco á poco, á cortejarla.
El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo tomar á
Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que su
sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como ardiente
rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.
Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía
alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos,
enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán, un
gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de éxtasis.
Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se
ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para esconder
un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la curiosidad la que
escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una casa para encontrar
un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin gran esfuerzo—porque casi
todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin ilación lógica,—que Mendoza, al
venirse, había cortado una de esas historias pasionales, borrascosas, largas,
complicadas, un imposible adorado y funesto, de esos lazos que obligan á
huir á los confines del mundo y que, elásticos á medida de la ausencia, no
siempre se rompen por mucho que se estiren. Con la falta de penetración que
caracteriza al vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría
olvidado inmediatamente á su tirana, la cual, sobre costarle desazones y
amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo, de
aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en sus
lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán de
artillería?
Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia vieja al
padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su hija se lo había
de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo del terraplén, á la hora
en que la salitrosa brisa del mar refresca el rostro y vigoriza el ánimo, y en
que la música militar, sonora y vibrante, cubre la voz y sólo permite el
cuchicheo íntimo y dulce de los enamorados, Martina preguntó lealmente, y
Lorenzo contestó turbado y sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías.
Eran cosas pasadas, bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no
comprendía ni por qué las recordaba nadie ni á santo de qué las sacaba á
relucir Martina... Y ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de
pasión, sonriendo de aquel modo extático, olvidando el lugar donde se
encontraba, murmuró hondamente: «No me he de casar con otro sino
contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe». Conmovido, sin
darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó, y buscando
disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con apretón
furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales expansiones, la
murmuró al oído:
—Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!
Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía
detrás, exclamando:
—No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo!
Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño rara
vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era noticia
oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía el mobiliario y
alojamiento de los novios.
Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía esperar?
El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura. Iban
llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de
joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha mesa;
amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y salían
contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó menos
generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una hoja del
calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas hojas faltan!
¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el último de soltera...
Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí están el vestido blanco,
los guantes blancos, el abanico, el azahar que llegó de Valencia y que
embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las noches á hacer tertulia á su
novia y se mostraba galán, aunque siempre grave.
La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el
gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella
noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples, dejó
sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto una pena
agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo horrible á algo
que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional. Tardaba ya Mendoza.
Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó á la escalera. El criado la
presentó una carta que acababa de traer «el asistente del señorito». ¡Una
carta! Las piernas de Martina parecían de algodón: creyó que nunca podría
andar el trecho que separaba la antesala del gabinete. Se acercó á la lámpara,
rompió el sobre, leyó... Antes que sus ojos la había leído su corazón, fiel
zahorí.
Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras
con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina desde
una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía Martina que
no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían decirse, pero que
explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza, invencible, misteriosa, de
su futuro... Llamábale otra vez el abismo; resucitaba lo que sin duda no
había muerto. Martina cayó desplomada en el sofá: no lloraba: gemía bajito,
como quien reprime la queja de mortal dolor. Sin embargo, la misma
violencia del golpe; la indignación,—mil sentimientos confusos,—la
impulsaron á levantarse, tomar un fósforo, pegar fuego á la carta, abrir la
ventana y echar á volar las cenizas, cual si temiera que la delatasen.
Buscando luego á sus padres, les declaró con voz firme y serena que había
renunciado, por su gusto y deliberadamente, á casarse con Lorenzo
Mendoza, al cual no volverían á ver más, porque salía aquella noche en el
tren correo hacia Madrid.
Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la
ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la primer
polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina parecía
contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero: rechazó la idea con
disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en dejar la residencia
campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron á Martina, y pidió, por
favor, encarecidamente, un año más de soledad. La misma escena se repitió
al siguiente; los padres empezaban á impacientarse: les parecía que ya era
hora de que su hija volviese al mundo y se le buscase otro novio formal y
auténtico, que borrase de su memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que