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ARCHITECTURE-INDEPENDENT
PROGRAMMING FORWIRELESS
SENSOR NETWORKS
Amol B. Bakshi
University of Southern California
Viktor K. Prasanna
University of Southern California
WILEY-
INTERSCIENCE
A JOHN WILEY & SONS, INC., PUBLICATION
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WILEY SERIES ON PARALLEL AND DISTRIBUTED COMPUTING
Series Editor: Albert Y. Zomaya
Amol B. Bakshi
University of Southern California
Viktor K. Prasanna
University of Southern California
WILEY-
INTERSCIENCE
A JOHN WILEY & SONS, INC., PUBLICATION
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10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
CONTENTS
Preface xi
Acknowledgments xv
1 Introduction 1
1.1 Sensor networks and traditional distributed systems 2
1.2 Programming of distributed sensor networks 7
1.2.1 Layers of programming abstraction 7
1.2.1.1 Service-oriented specification 7
1.2.1.2 Macroprogramming 8
1.2.1.3 Node-centric programming 10
1.2.2 Lessons from parallel and distributed computing 12
1.3 Macroprogramming: What and why? 14
1.4 Contributions and outline 16
V
vi CONTENTS
References 179
Index 185
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La esfera armilar la ponía triste. Hasta una enfermedad de esas que se
curan tomándose esféricos depósitos de termómetro era preferible a aquella
soledad con la esfera armilar.
Aquella esfera la daba la emoción infinita de un modo confuso y apenas
inteligible para su puerilidad. Era como el esqueleto del Universo que la
hacía microscópica, inexistente, polvo vil.
La sobraban los libros; todos eran como tomos de medicina en un sitio
en que se está sano. Prefería, a leer, mirar por el balcón al mar.
Los libros, eso sí, daban sustancia a la biblioteca, cuyo balcón la gustaba
más que los otros, precisamente por eso, porque los libros mejoraban el
arrobo de la habitación, su resguardo.
La gran esfera terrestre, que tenía que sostenerse sobre el suelo porque
no había mesa ni estante que la sostuviese, era como el reflejo en convexo
de la idea de la naturaleza lejana y complicada que se veía por el gran
ventanal.
Los mares de la esfera, sobre todo, se volvían verdaderos y anchurosos
en aquella proximidad al mar inmenso. Era como si se desbaratasen y se
escapasen a la red de sus meridianos y se vertiesen sobre el verdadero mar.
El cinturón de cobre y la cerviz, también de cobre, que envolvían a la
esfera enorme, daban al mundo un aspecto formidable.
Palmyra, quieta y asentada durante un largo rato, volvía a sentir la
desazón voluptuosa, y dando un salto huía de la biblioteca.
XII
AL CASINO
Después de la riña con Fausto, una de las cosas que más emocionaban su
vida de soledad, lo que la llevaba hacia el mundo, lo que la daba la
palpitación máxima del corazón era ver los automóviles que unidos a los
trasatlánticos que hacían escala en Lisboa, transportaban a los viajeros más
inquietos para que viesen aquellos parajes de la costa y el faro estratégico.
Camino del faro pasaban junto a la Quinta de Palmyra, que les lanzaba
destellos de todos sus cristales, triángulos de luz, losanjes volanderos.
Las seis bocinas en fila hacían presagiar la caravana de viajeros. Palmyra
corría a las ventanas. Ella, tan lejos del mundo, en ese momento perdía su
resignación y se asomaba a ver los grupos de extranjeros apretujados, los
brazos de unos sobre los pechos de los otros, cuatro o cinco donde cabían
sólo dos, las gasas de las extranjeras flotantes como banderolas
descoloridas, todos despeinados y como mareados por el largo viaje, ellas
con flequillos y patillas desrizadas, de embarazadas en meses mayores,
echadas hacia atrás en sus asientos, afondadas, como si su preñez las
obligase a esas posturas.
Se dejaban llevar por la ráfaga encorvada del automóvil, todos en la
mecedora flotante y rauda, sin saber ni por dónde iban ni qué iban a ver,
cumpliendo más que nada con un itinerario de los que ofrecen los
«chauffeurs» listos.
Ni tenían tiempo de saludar al paisaje y menos para despedirse de él, y
dejaban flotante su extrañeza y su extranjerismo como inquietud
abandonada en medio del bosque.
La soledad quedaba arrepentida de estar tan sola, y todo el monte
hubiera querido irse con los excursionistas, continuando su viaje hacia
ciudades más en el centro del mundo.
Se van sin importarles lo que dejan detrás, prendiendo miradas distraídas
en lo que ha de quedar bien fijo, establecido para siempre en el sitio que
ocupa.
A Palmyra la costaba trabajo meterse dentro, abandonar la visión del
camino recién rizado por todos los automóviles, esperando ver uno más, el
rezagado, el de los más degustadores del paisaje que se habían detenido más
largo rato bajo el faro engallado.
Había recogido—sobre todo cuando lucía blusas de mucho color—las
miradas amorosas de todos, como si todos ellos quisieran ser sus esposos y
ellas la mirasen encantadas de ser sus cuñadas. ¡Pero ninguno se tiraba de
su automóvil como torero que salta la barrera!
¿Escribiría alguno alguna vez la postal del pasajero?
Dejaban el recuerdo de los camarotes pintados de blanco y con ojos de
lupa en aquellos barcos que ella veía en alta mar con su tarta blanca en
medio, y que eran los que vertían sus viajeros extrañados durante unas
horas de la lisura estable de la tierra.
«Ya estará impaciente el trasatlántico, moviéndose en la rada, tirando de
la cadena de su ancla como perro que quiere escaparse»—pensaba Palmyra.
Y por fin se metía dentro de la Quinta. «¿Cómo sospecharían su vida
aquellos seres?... ¿Qué idea del paisaje se llevaban? ¿Como cuál creían que
era? Sólo aspiraban a llevarse visto un punto más del mundo para poderlo
pregonar.
Aquellos automóviles eran como las canoas de salvamento a las que se
pone en marcha dando al manubrio de su despertar.
Siempre la habían dejado gran emoción; pero aquella tarde de soledad en
que aquel viajero rubio la había tirado el sombrero como brindis de torero
entusiasta, dejándolo colgado de un manzano, se quedó más pensativa que
nunca.
El sombrero aquél, que había bajado a buscar, llevaba en el forro de fina
sedilla blanca el nombre de un sombrerero de London. Eso no era bastante
para saber la nacionalidad del desombrerado, porque según vieja
falsificación todos los sombreros son de London y tampoco decía nada
apenas el que en su badana apareciesen las iniciales S. C.
No dejaba de tener una íntima galantería bastante original aquel regalo
del sombrero del excursionista arrojado como recuerdo en el rápido pasaje
de esos automóviles de «te tomo y te dejo en el mismo sitio que te tomé».
Palmyra dejó aquella montera de brindis en su perchero, y cuando volvió
al salón pensó sorprendida que iba acompañada de la sombra que había
entrado en la Quinta con aquel hombre que había dejado su sombrero en el
perchero. Estaba íntimamente con ella, y, sin embargo, estaba lejos, ya en
alta mar con un sombrero nuevo que aun extrañaba su cabeza.
«Con él encasquetado ya no se acordará de mí»—pensaba Palmyra—,
pero después rectificaba: «Se acordará aún, porque el sombrero nuevo le
estará chico, más chico que éste que me ha dejado».
Durante el anochecido estuvo nerviosa, excitada, mirando el mar de los
espejos, esperando quizá la entrada de aquel hombre por el dintel del
espejo.
Cuando la sirvieron el té tardío, porque se había olvidado de llamar,
estuvo por decir al criado: «¿Y la otra taza que te he pedido?»
Aquel sombrero que cogió como el de un vagabundo del árbol del que se
ahorcan los sombreros y las alpargatas de los trotacaminos, tenía el imperio
del sombrero del dueño y señor. Había dejado libre el cabello oleaginoso
que ella buscaba para peinar con sus manos y sentir los chisporroteos
eléctricos que brotan de los peines de concha y de los dedos entreabiertos
como parte ancha de unos peines blandos.
«Y no es que haya tirado un sombrero viejo... Está usado, pero no está
viejo»—pensaba Palmyra.
Del salón se iban colgando las anchas cortinas moradas de los bailes de
arte; sólo el espejo del fondo tenía luz y copiaba la tarde de ojeras irisadas.
En eso llamó la criada:
—Madama... Un señor sin sombrero pregunta por su Excelencia...
Lo de «sin sombrero» lo decía la criada para que madama no le
recibiese, porque un señor sin sombrero da idea de un loco o de uno que
viene huyendo, pero madama, como si esa señal la recordara a un amigo
querido que llegase de muy lejos, la dijo:
—¡Que pase! ¡Que pase!
Un caballero, menos rubio de lo que la había parecido al verle pasar en
el automóvil, se adelantó hacia ella e hirió su mano con la llaga de un beso
apasionado y largo...
—Señora—dijo—, he torcido mi viaje sólo por usted...
—¿Pero perdió su barco?—exclamó con ingenuidad Palmyra...
—Sí..., partió sin mi—respondió sonriendo el desconocido...
—¿Y sus baúles?—volvió a preguntar Palmyra desconcertada, como si
esperase que el extranjero hubiera llegado con sus baúles y todo a instalarse
en la Quinta desconocida...
—¿Mis baúles?... En un Hotel de Lisboa—respondió extrañado el
extranjero.
Palmyra le señaló un asiento. El extranjero se sentó con tipo de marino
que descansa, tipo de marino que viene a traer una noticia de allende el mar.
—¿Y cómo se ha atrevido a venir? ¿Y si yo hubiese sido una señora
casada?
—No hubiera venido... Me he enterado antes de quién era usted y cómo
vivía... La tiré mi sombrero porque no me dió tiempo de tirarla otra cosa;
mejor la hubiera tirado la cabeza, el corazón... Lo que quería decirla es que
volvería...
—Yo sólo creí que fuese un chicoleo.
—De ningún modo... Siempre se tira el sombrero para recogerle, más o
menos pisado por la dama, pero se recoge...
—Ya ve usted que yo no le dejé en el jardín... Lo recogí y lo he puesto
en el perchero...
—Ya le he visto al entrar, y por cierto que he hecho como que lo dejaba,
ajustándole más a su colgadero...
Palmyra sonrió, aunque estaba asustada e indecisa, ante aquella visita
que amenazaba con ser muy larga... No sabía hasta cuando... Quizá hasta
cuando volviese aparecer de nuevo en lontananza un barco con la ruta del
que había dejado irse...
—¿Y qué es usted?—preguntó Palmyra sacándole de su arrobo.
—Yo... Doctor...
—No... Quiero decir de qué nacionalidad.
—Norteamericano... Sé el español difícilmente, pero como he notado
que me entendía así con los portugueses, he creído posible conversar con
usted toda la vida...
Palmyra estaba radiante. Su desconcierto se había ido borrando; el caso
era que tenía allí a uno de los que pasaban raudos y representaban para ella
el mundo, el mundo de los grandes trasatlánticos como palomares flotantes,
llenos de gemelos que miraban su torreón...
El norteamericano apoltronaba su tamaño en la butaca con un paisaje en
el respaldo, y mostraba su rostro de ninguna raza y de casi todas, uno de
esos rostros que confunden siempre al que les mira, pues habiendo parecido
que antes se miró a uno, después resulta que es a otro al que se encuentra.
—Ahora iría por el mar, con todos mis compañeros de viaje que me
echarán de menos, sobre todo en la mesita verde que ocupábamos después
de cenar, cuatro, siempre los mismos...
¿Qué la iba a exigir aquel hombre a cambio de aquéllo? Había perdido
su barco y tenía derecho...
—¿Y hasta cuándo estará usted aquí?
—Hasta que usted quiera... Vengo a Europa a estudiar, así es que me
puedo quedar aquí a estudiarla a usted.
—¡Ah! No... A estudiarme, no... Me dan escalofríos sólo de pensarlo.
—Bueno, bueno... Diré sólo que estudio.
—¿Y de qué región es usted?
—Bástela saber que una carta tarda en llegar a mi casa veinte días...
—¿Y cómo es su pueblo?
—No tiene nada de interesante... Esto sí que es bello... Es el digno marco
que la corresponde... Cuando me saludó usted al pasar, perdí la brújula... Si
usted no me hubiera recibido, hubiera paseado por delante de la verja de su
Quinta siempre y me hubiera convertido en acuarelista de paisajes en que se
ve una Quinta.
—Estoy comprometida con usted como con el que ha naufragado...
—La verdad es que me he tirado del barco al mar sólo por usted...
—Ha sido tan franca su decisión que yo debo ser también franca... El
mote del escudo de la Quinta es: «Sigue tu primer impulso sin dejar pasar la
hora...» Venga con sus equipajes... Es usted mi huésped.
Se hizo una pausa. El norteamericano se puso en pie. Tenía en el rostro
timidez y osadía, descorazonamiento por el pronto logro de su deseo y al
mismo tiempo entusiasmo. Sus cincuenta rostros superpuestos eran
descubiertos por una imperceptible muesca de colores y perfiles que no
casaban bien como en una policromía mal tirada trasluciéndose sus
cincuenta expresiones distintas.
—¿Y si ahora no le gusta a usted mi nombre?—dijo él.
—¿Tan extravagante es?
—No; es Samuel.
—Pues no es feo.
—Es que como es judío...
Palmyra no contestó, pero pasó por su imaginación una gran aprensión, y
eso que en su pueblo no estaba vinculada la doctrina antisemita...
Reponiéndose y queriéndole evitar toda suspicacia, dijo:
—¿Y eso, qué?... Aquí no se guarda ningún rencor a los judíos...
Samuel apretó su mano con silenciosa gratitud y se fué hacia la puerta.
Palmyra salió con él.
En el recibimiento él hizo ademán de ir a coger su sombrero, pero
Palmyra, que esperaba ese gesto para cazarlo, echó mano a su mano y la
retuvo...
—No... Ese sombrero me pertenece... Es la prenda espontánea de su
afecto... Sólo lo arrancará de su sitio el día que me olvide, el día que tome
el barco que dejó escapar hoy...
—Pues entonces quedará ahí para siempre.
Samuel salió para traer sus equipajes en seguida.
XV
OTRA RETIRADA
***
Palmyra tenía un aire más dominante y hacía un gesto con la falda que
marcaba su carácter, cada vez más arrostrador, y su evolución. Ese gesto era
el que hacía al sentarse y pellizcar su falda, bajándola más, asentándosela
sobre las piernas con una actitud más amazonesca que nunca.
Vivía a retazos en silencios continuados, en ratos de melancolía, en
paseos plácidos, en arrebatos de perseguida.
—No... no quiero irme... No me iré nunca...—se decía en sus gabinetes
—. Todos ellos tienen un momento en que quisieran vender esto para
dejarme sola y desvalida en el mundo, pero yo no me dejaré desposeer... Es
como la capilla de mi vida mi Quinta... Es para mí iglesia, cuna, panteón...
Pero los hombres no comprendían aquello, y lo malo era que no podía
explicarles ni enseñarles el encanto de su posesión, hecho de cosas
inexplicables, del modo de llegar las luces y del modo de llegar las
sombras, del modo de moverse los árboles y del modo de articularse todas
las hojas, del miedo al mar y de la cosa que entraba al que lo contemplaba,
de esa especie de niñez de niño bonito que gestaba en las sombras ya con la
querencia de echarse en sus brazos...
La flora submarina que el alma posee recibía caricias submarinas y se
movía como con vida propia.
***
Todos los aires de Europa, todos los ayes, todos los espantosos
cansancios que no podían ya más, todas las viejas actrices cansadas de
sostener el prestigio de su nombre y su falso pelo rubio, todos los grandes
boticarios cansados de despachar en las boticas de más fama, todos los
viejos y prestigiosos doctores cansados de sostener consultas imposibles
con gentes que les esperaban siempre en todos los gabinetes de todos los
pisos de su casa, convertidos en salas de espera, etc., etc., todo eso venía a
descansar a esa costa final de Europa, llegando en trenes sin ruido y sin
carril.
Se podría decir de aquel rincón del mundo que al atardecer todo trecho
estaba lleno de algo sentado, sentado a la manera de aquellas gentes de
pueblo que se han visto sentadas al borde de las aceras en la ciudad.
***
***
***
***
***
***
Remontaban el cielo tardes como para que saliesen de paseo todos los
aviadores.
Se había puesto de seda el día, y las gasas más puras revoloteaban en la
brisa.
Los nadadores del paisaje encontraban para sus miradas aguas tibias.
Se bebía en los vasos del aire naranjadas y jarabes de granadina, sin el
gusto de la fabricación.
Todo el valle era como una rosa de té, en la que ella fuese la cochinilla
escondida.
***
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