La Puerta Verde - A A Fair

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Donald Lam, detective que se caracterizaba por no llevar nunca un arma y

perder casi todas las peleas en las que se metía. Trabaja a las órdenes de
Bertha Cool.

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A. A. Fair

La puerta verde
Cool & Lam - 13

ePub r1.1
Titivillus 15.08.2024

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Título original: Top of the heap
A. A. Fair, 1952
Traducción: M. L.
Ilustraciones: Robert McGinnis
Retoque de cubierta: fenikz

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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EN la primavera del año 1950, Orel J. Skeen, alcaide de la penitenciaria del
Estado de Virginia del Oeste, caballero del Sur y hombre reposado y competente, cuyo
código de honor era la estrella que guiaba su conducta, se encontró en una situación
sumamente embarazosa. Fue requerido por la Ley para ejecutar a un reo llamado
Robert Ballard Bailey, el cual, en opinión de Skeen, no era culpable.
El preso había agotado todos los recursos legales. Sin esperanza, dinero ni ayuda
de ninguna clase, permanecía en su celda contando el tiempo que faltaba para su
siniestra cita con la silla eléctrica.
Fue entonces cuando el alcaide Skeen se acordó de la revista Argosy, llamada
Tribunal de última instancia. Telefoneó a Tom Smith y le expuso el caso.
El caso Bailey fue estudiado con toda rapidez por el comité de investigaciones,
compuesto por Harry Steeger, presidente del Argosy, el doctor Le Moyne Snyder,
médico y ahogado, especialista en medicina e investigaciones legales; Alex Gregory,
detector de mentiras y uno de los más competentes polígrafos del país; Tom Smith,
alcaide durante varios años de la penitenciaria del Estado de Washington, en Walla
Walla; Bob Rhay, psicólogo penal; Raymond Schindler, el detective privado
internacionalmente conocido, y Erle Stanley Gardner, ahogado y escritor.
El tiempo apremiaba, las horas estaban contadas, los minutos e incluso los
segundos eran preciosos. Smith, Gregory y Gardner se trasladaron a toda prisa a la
prisión del Estado, en Moundsville, para entrevistarse con el condenado a muerte. A
continuación se dirigieron a Charleston, la capital del Estado, con intención de
estudiar los hechos del caso y cambiar impresiones con el juez que había examinado el
caso y todos los testigos que se pudiesen encontrar.
Harry Steeger, presidente de la revista Argosy y las Popular Publications, a
pesar del trabajo que representaba editar unas tres docenas de publicaciones
mensuales, lo abandonó todo y subió a un avión, unióse al grupo en Moundsville y
trasladóse a continuación a Charleston para tomar parte en las investigaciones.
Fueron unos días de enorme tensión. Los investigadores que se bailaban en el
lugar del suceso se comunicaban con los demás miembros del comité por conferencias
telefónicas a larga distancia, intercambiando información, tratando frenéticamente

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de obtener un cuadro general del caso que, ya desde el principio de la investigación,
les pareció que contenía desesperanzadoras contradicciones.
A la hora exacta en que los testigos habían identificado a Bailey cometiendo un
crimen en un barrio de Charleston, hallándose en perfecto uso de sus facultades, la
policía municipal, igualmente certera en su identificación, situaba a Bailey,
borracho, a varias millas del lugar del suceso.
La policía había intentado detener a Bailey por conducir en estado de
embriaguez, persiguiéndole en una loca caza y acribillando a balazos la parte
trasera de su automóvil. Bailey, arriesgándose temerariamente como sólo lo haría un
beodo, logró dar esquinazo a la policía.
No había la menor duda respecto a la identidad de Bailey en esta ocasión. Su
automóvil, cuya parte trasera mostraba los innumerables impactos de los disparos,
era un mudo testimonio.
Sin embargo, en aquel mismo momento, testigos oculares situaban a Bailey en el
escenario del crimen.
Pese a la urgencia con que fueron llevadas a cabo las pesquisas, hasta poco antes
del mediodía del sábado los investigadores del Azgosy no pudieron presentar pruebas
de que el caso del hombre condenado a muerte merecía que se llevara a cabo un nuevo
examen, más a fondo.
A las doce menos cuarto de aquel sábado, el comité, algo cohibido, llamó por
teléfono al gobernador Okey L. Patteson de Virginia del Oeste, habló con la
secretaria del gobernador, Rosalind Funk, y le explicó cuál era su posición ante los
hechos.
La señorita Funk les pidió diez minutos de tiempo para conferenciar con el
Gobernador y rogó a los miembros del comité que la volvieran a llamar para obtener
una respuesta.
La contestación del gobernador Patteson fue muy propia de este hombre.
Era verano, hacía mucho calor. El Gobernador había estado aguardando aquel
momento para ir a pasar el fin de semana a las frescas montañas con su familia.
Además, el gobernador Patteson había estudiado ya todas las pruebas referentes al
caso de Robert Ballard Bailey y estaba plenamente convencido de que éste era
culpable de asesinato en primer grado. Sin embargo, dijo:
—Si ustedes, que ceden su tiempo sin compensación de ninguna clase, están
dispuestos a sacrificar su fin de semana por la causa de la Justicia, también yo la
sacrificaré.
El comité se reunió, pues, con el gobernador Patteson y Rosalind C. Funk, quien
igualmente renunció a su fin de semana, a la una y cuarto de la tarde del sábado. El
edificio gubernamental de la capital del Estado estaba desierto. El fluido eléctrico

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había sido cortado, de forma que el aparato de aire acondicionado no funcionaba. A
medida que la conferencia se celebraba, el despacho del gobernador Patteson, su
secretaria y el alguacil Skeen permanecieron allí toda la tarde examinando las
pruebas que habíamos ido reuniendo pieza tras pieza.
Al final de la conferencia, cuando la oscuridad se cernía ya sobre la capital del
Estado, el gobernador Patteson empujó su silla hacia atrás, asintió con un
movimiento de cabeza y dijo:
—De acuerdo. Me han convencido ustedes de que es necesaria una encuesta
ulterior. Y eso es lo que voy a ordenar. Concederé un nuevo plazo al reo y pondré a
disposición de ustedes a un oficial de la policía del Estado de Virginia del Oeste para
que, de esta forma, el comité goce de la necesaria autoridad legal. Cuando hayan
terminado sus investigaciones, quiero que me pongan al corriente de todo cuanto
hayan logrado averiguar. Sigo creyendo que Robert Bailey es culpable; pero, por otro
lado, he oído lo bastante para estar igualmente convencido de que el caso merece ser
revisado.
Pasaron varias semanas antes de que se pudiera poner punto final a las
investigaciones. Pero no es éste el momento de relatar de nuevo los hechos del caso
Bailey, puesto que el fin perseguido con este prólogo es dar al lector cierto
conocimiento del carácter de un funcionario público que no contrae ningún
compromiso con su propia conciencia, que pone a un lado todos los prejuicios políticos
cuando se trata de hacer que resplandezca la verdad y la justicia.
Basta con decir que, tras una larga y ardua investigación, el gobernador
Patteson conmutó la sentencia de muerte de Robert Bailey por la de cadena
perpetua, afirmando que la razón que lo impulsaba a proceder de esta forma era la
creciente duda de si Bailey podía ser considerado culpable; e invitó a la policía del
Estado a reemprender desde el principio las investigaciones del caso, prescindiendo
de cualquier prejuicio.
No todos los gobernadores hubiesen sacrificado aquel merecido periodo de
descanso y asueto para dedicarlo al examen del caso de un reo sin dinero y sin medios
que había sido condenado bajo pruebas abrumadoras.
El autor de este libro quedó vivamente impresionado por la conducta del
gobernador Patteson, por su liberalidad, su constante simpatía y su probidad al
sobreponerse a todas las consideraciones políticas para enfrentarse con un caso de
conciencia. Mientras hombres como éste rijan los destinos de los Estados Unidos,
nada tenemos que temer.
Por consiguiente, impulsado por el orgullo de ciudadano, el autor recuerda la
intervención del gobernador Patteson en el caso de Robert Bailey y dedica este libro
con todo efecto al:

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HONORABLE OKEY L. PATTESON
Gobernador de Virginia del Oeste.

E. S. GARDNER

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ME hallaba en la oficina exterior, junto a los archivos, buscando cierta
información sobre un chantajista, cuando entró él, con sus dos metros de
estatura.
Llevaba un traje a cuadros, muy bien cortado, y zapatos deportivos blancos
y castaños; tenía el mismo aspecto de una paja usada, de esas de tomar
horchata. Le oí decir que deseaba hablar con el socio de más edad. Lo dijo con
el aire del hombre que siempre pide lo mejor y luego se conforma con lo que
le ofrecen.
La telefonista me dirigió una mirada esperanzadora, pero yo no estaba
para componendas. Bertha Cool era el socio de más edad.
—¿El socio de más edad? —le preguntó la muchacha, sin quitarme ojo de
encima.
—En efecto. Creo que se llama B. Cool —anunció el hombre, mirando
los nombres pintados en el cristal esmerilado de la puerta de la oficina.
La muchacha asintió con un ademán y tomó el auricular del teléfono
interior.
—¿Su nombre? —preguntó.
El hombre se irguió con aires de importancia, sacó una cartera de piel de
cocodrilo del bolsillo interior de su chaqueta, extrajo de ella una tarjeta y la
entregó con una reverencia.
Ella la miró con expresión curiosa, como si tuviera dificultades en
interpretada.
—¿Mr. Billings?
—Mr. John Carver Billings, segun…
Bertha Cool respondió en aquel preciso momento a la llamada, y la
muchacha se limitó a decir:
—Mr. Billings… Mr. John Carver Billings desea verla, mistress Cool.
—Segundo… —interrumpió el visitante señalando su tarjeta de visita—.
¿Acaso no sabe usted leer? ¡Segundo!
—¡Oh, sí, Segundo! —dijo la muchacha.

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Al parecer, esto desconcertó a Bertha Cool. Era evidente que esperaba una
aclaración.
—Segundo —repitió la muchacha por el auricular—. Así consta, al
menos, en su tarjeta, y eso es también lo que él mismo dice. Su nombre es
John Carver Billings, y detrás de Billings hay un dos en cifras romanas.
El hombre frunció el ceño con impaciencia.
—Hágale pasar mi tarjeta —ordenó.
La telefonista deslizó maquinalmente la uña del pulgar sobre las letras en
relieve de la tarjeta y dijo:
—Sí, Mrs. Cool.
Colgó el auricular y se volvió hacia Billings.
—Mrs. Cool lo recibirá ahora mismo. Puede usted pasar.
—¿Mrs. Cool? ¿Es una señora?
—Sí.
—¿Es acaso B. Cool?
—Sí, «B», es la inicial de Bertha.
El visitante pareció vacilar, luego se alisó la chaqueta deportiva y entró en
el despacho.
La telefonista esperó hasta que la puerta se hubo cerrado, luego levantó su
mirada hacia mí y dijo:
—Quería ver a un hombre.
—No —respondí—, al socio más viejo.
—Si pregunta por usted, ¿qué quiere que le diga?
—No valora usted a Bertha en lo que vale. Ella averiguará si ese tipo tiene
mucha pasta, y si ve que vale la pena, me llamará para conferenciar conmigo.
Si el asunto que lo ha traído aquí no tiene gran importancia y si John Carver
Billings, segundo, insiste en creer que una mujer no es tan buen detective
como pueda serlo un hombre, ya verá como Mr. John Carver Billings,
segundo, será puesto de patitas en la calle.
La muchacha me miró incrédula, sin sonreír.
—Es usted muy preciso con sus distinciones anatómicas, míster Lam.
Regresé a mi despacho.
Al cabo de unos diez minutos sonó el teléfono.
Elsie Brand, mi secretaria, respondió a la llamada; luego, levantó la mirada
y dijo:
—Mrs. Cool pregunta si puede ir a su despacho para tomar parte en la
reunión.

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—Pues claro que sí —respondí, e hice un guiño a la telefonista al pasar
junto a ella. Abrí la puerta que conducía al despacho particular de Bertha.
Una mirada a su rostro me bastó para descubrir que todo iba a pedir de
boca. Los astutos ojillos de Bertha relucían. Sus labios se plegaban en amplia
sonrisa.
—Donald —dijo—, te presento a Mr. John Carver Billings.
—Segundo —corrigió él.
—Segundo —repitió ella—. Mr. Donald Lam, mi socio.
Nos estrechamos las manos.
Yo sabía por experiencia que sólo el dinero contante y sonante podía hacer
asumir a Bertha aquellos modales afables y aquella voz melosa y arrulladora.
—Mr. Billings tiene un problema —dijo—. Y cree que tal vez fuera más
conveniente que un hombre se ocupara de este problema, que tal vez podría…
—… resolverlo de un modo práctico —terminó John Carver Billings,
segundo.
—Exactamente —convino Bertha con presteza y buen humor de evidente
inspiración monetaria.
La silla de Bertha crujió —al mover sus ciento sesenta y cinco libras de
peso para alcanzar el recorte de periódico que se hallaba en un ángulo del
escritorio. Me lo alargó sin decir palabra.
Leí:
«DAILY CHRONICLE». DE KNIGHT: DÍA Y NOCHE.
DESAPARICIÓN DE UNA HERMOSA RUBIA. SUS AMIGOS TEMEN
LO PEOR. LA POLICÍA SE MUESTRA ESCÉPTICA.

Maurine Auburn, la hermosa rubia que estaba con «Gabby».


Garvanza cuando dispararon contra él, ha desaparecido
misteriosamente. «Sus amigos» han pedido a la policía que
intervenga en este asunto.
La policía, sin embargo, que opina que la muchacha no se
mostró todo lo cooperadora que hubiese sido de desear durante
las pesquisas acerca de aquellos disparos, cree que es probable
que miss Auburn, que se mantuvo con tanto éxito en sus trece
hace unas noches, haya salido de viaje.
Para la policía, el detalle de que no recogiera las botellas de
leche a la puerta de su elegante bungalow en Laurel Canyon, es
un asunto que, oficialmente, no interesa. De hecho, la policía
manifestó, llana y simplemente, que miss Auburn se había
lamentado hace unos días de que los detectives «metiesen las
narices» en su vida privada, y la policía tiene la intención de
respetar en todo lo posible la vida privada de esta señorita.
La historia, que fue comunicada a la autoridad por unos
«amigos», es la siguiente: Hacía tres días, Maurine Auburn, que
era el alma de una fiesta que se celebraba en un conocido club,
se cansó de su acompañante y se marchó.

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Pero no sola.
Su partida tuvo como preludio unos cuantos bailes con un
nuevo conocido que le presentaron aquella noche en el club. El
hecho de que abandonara la fiesta en compañía de aquel
reciente amigo, en lugar de hacerlo con alguno de los de su
propio grupo, es una circunstancia a la que la policía no
concede un especial significado. Los amigos de la joven, sin
embargo, lo consideran como un asunto de la mayor
importancia. Los detectives declaran francamente que no
consideran que este hecho sea único en la vida de la misteriosa
joven que tan poco observadora se mostró cuando Gabby
Garvanza se encontraba bajo el mortífero fuego de dos pistolas.
Cuando las botellas de leche comenzaron a aumentar frente a
la puerta de la vivienda de miss Auburn, el abandonado y
chasqueado acompañante, cuyo nombre guarda en secreto la
policía, creyó necesario actuar. Se dirigió a la policía…, al
parecer por primera vez en su vida. Las veces anteriores, según
afirmó uno de los agentes, fue la policía quien lo visitó a él.
Entre tanto, Garvanza, que se ha repuesto ya lo suficiente
para poder ser considerado definitivamente fuera de peligro,
continúa ocupando una sala particular en un hospital de la
ciudad y, a pesar de hallarse convaleciente, sigue al cuidado de
tres enfermeras particulares.
Después de disiparse los efectos de la anestesia en el
hospital donde fue operado para serle extraídas dos balas del
cuerpo, Gabby Garvanza escuchó pacientemente las preguntas
que le formuló la policía y luego, como si deseara ofrecer una
útil colaboración, dijo:
—Creo que alguien que me quería mal me ha metido un par
de balas en el cuerpo.
La policía considera estas palabras como un magistral
encubrimiento de la verdad y señala que no constituye una
ayuda muy valiosa para la encuesta. La policía está convencida
de que tanto Gabby Garvanza como miss Auburn estaban en
condiciones de prestar mucha más ayuda.

Dejé caer el recorte sobre la mesa de Bertha y fijé la mirada en John


Carver Billings, segundo.
—Sinceramente —dijo—, nunca supe quién era ella.
—¿Fue usted quien se la llevó? —pregunté.
Él asintió.
—¿De modo que Maurine abandonó el club en compañía de usted?
—En realidad, no se trataba de un club nocturno. Era a última hora de la
tarde: cóctel, comida y baile.
Me volví hacia Bertha.
—Tal vez no nos interese este caso.
Los ansiosos ojos de Bertha relampaguearon cuando los fijó en los míos.
Su mano enjoyada señaló casi imperceptiblemente hacia la caja fuerte.
—Mr. Billings nos ha pagado ya un adelanto —dijo.

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—Y les ofrezco una prima de quinientos dólares —añadió Billings.
—A eso iba —interrumpió Bertha.
—¿Una prima para qué? —pregunté.
—Una prima en el Caso de que localicen a las muchachas con las que
estuve después.
—¿Después de qué?
—Después de haberme dejado miss Auburn.
—¿La misma noche?
—Desde luego.
—No parece haber perdido usted el tiempo —observé.
—Ocurrió lo siguiente —explicó Bertha—: Mr. Billings estaba citado con
una joven para tomar unos cócteles. Pero la joven lo dejó plantado. Se sintió
atraído por Maurine Auburn, y cuando la joven lo miró, él le pidió un baile.
Uno de los hombres que estaban con ella le dijo que la dejara en paz. Miss
Auburn replicó al individuo en cuestión que ella no le pertenecía, y él contestó
que eso ya lo sabía; la guardaba y la vigilaba para el hombre que se la quedaría.
Temiendo que la fiesta pudiera degenerar en riña, Billings volvió a su mesa.
Unos minutos después se le acercó Maurine Auburn y le dijo: «¿No me había
pedido usted un baile? ¡Vamos, pues!». Bailaron y, tal como dice nuestro
cliente, congeniaron. Él estaba nervioso porque los amigos de la chica
parecían una pandilla de tipos malcarados. Entonces insinuó que les diera
esquinazo y fuese a cenar con él. Ella le propuso un sitio que le gustaba.
Fueron allí. Por lo que respecta a Billings, todavía la cree en el lavabo
empolvándose la nariz.
—¿Qué hizo usted? —pregunté a Billings.
—Quedarme vagando de un lado para otro, como un bobo. Finalmente,
descubrí a dos muchachas que estaban solas. Conseguí hacerme simpático a
una de ellas y bailamos. Yo, entonces ya estaba seguro de que Maurine me
había dejado plantado. Quería que una de las muchachas se zafase de la otra.
Pero no; estaban juntas y juntas querían continuar. Me senté a su mesa, les
pagué unas bebidas, bailé con ellas, cenamos juntos los tres, yo pagué la cuenta
y luego fuimos a un parador.
—Y ¿qué más?
—Pasé toda la noche allí.
—¿Dónde?
—En el parador.
—¿Con las dos muchachas?
—Había dos camas. Yo dormí en un sofá, en la habitación de delante.

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—¿Platónico?
—Bueno…, todos habíamos bebido más de la cuenta.
—Y luego, ¿qué?
—Alrededor de las diez y media de la mañana tomamos jugo de tomate.
Las muchachas prepararon un ligero desayuno. No se encontraban muy bien,
y yo peor de lo que me había sentido nunca en mi vida. Me marché de allí,
regresé a mi hotel, me duché y bajé a la barbería; me afeitaron y me hicieron
masaje y… Bien, desde aquel momento puedo justificar el empleo de mi
tiempo.
—¿Minuto por minuto?
—Minuto por minuto.
—¿Dónde se halla ese parador?
—Cerca de Sepúlveda.
Bertha dijo:
—Donald, se trataba de un par de muchachas de San Francisco que hacían
una excursión en coche. Mr. Billings está convencido de que ambas se
conocen muy bien, de que tal vez sean parientas o trabajen juntas en la misma
oficina. Al parecer, planearon una excursión en coche por la comarca durante
sus vacaciones. Querían visitar un local nocturno de Hollywood y ver de cerca
un artista de cine. Cuando Mr. Billings las invitó a bailar, aceptaron, pero no
por ello quisieron desaprovechar la ocasión de dar una vuelta por la ciudad de
noche. Mr. Billings se ofreció a llevarlas en coche, pero ellas insistieron en
conducir el suyo. Él…, bien, no quería darles las buenas noches tan pronto.
Billings me miró y se encogió de hombros.
—Una de aquellas muchachas me tomó simpatía y yo a ella —dijo—. Creí
que lograría desembarazarme de la carabina, pero no fue así. Yo había bebido
más de la cuenta. Cuando llegamos al parador, sugerí celebrar una pequeña
fiesta… En fin, me dieron demasiada bebida o quizá ya la llevaba dentro. El
caso es que sólo recuerdo que estaba solo, que ya era de día y que tenía un
terrible dolor de cabeza.
—¿Cómo se portaron las muchachas al día siguiente?
—Dulces y simpáticas.
—¿Afectuosas?
—No diga materias… ya no estaban para esas cosas, como yo tampoco.
Nos fuimos a visitar la población.
—¿Y qué es lo que desea?
—Quiero encontrarlas.
—¿Por qué?

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—Porque —intervino Bertha—, está inquieto a causa de que Maurine
Auburn haya desaparecido.
—¿Por qué andarnos por las ramas? —dijo Billings—. Era la novia de
Gabby… Ella sabe quién le metió el plomo en el cuerpo. No se lo ha dicho a
la policía, pero lo sabe. Supongamos que alguien sospechara que ella me lo
contó…
—¿Había alguna razón especial para que ella se lo contase? —pregunté.
—O supongamos —añadió apresuradamente— que le ha ocurrido
Supongamos que las, botellas de leche continúan aumentando ante la puerta
de su vivienda…
—¿Le dijo Maurine Auburn cómo se llamaba?
—No. Me dijo solamente que la llamara «Morrie». Pero cuando vi su
fotografía en los periódicos comprendí la situación en que me había
encontrado. Los individuos que la acompañaban tenían aspecto peligroso.
¡Cuando me veo haciendo el oso y pidiéndole un baile!
—¿Le sucede esto con frecuencia? —pregunté.
—Desde luego, no. Pero había estado bebiendo y, además, me habían
dejado plantado.
—¿Y luego se dedicó usted a aquellas dos muchachas?
—En efecto, pero ellas no me plantearon dificultades. Ellas también iban
de pesca… Eran sólo un par de jóvenes que estaban de vacaciones y buscaban
una pequeña aventura.
—¿Cómo le dijeron que se llamaban?
—Sólo me dijeron sus nombres de pila: Sylvia y Millie.
—¿Con cuál de las dos simpatizó usted más?
—Con Sylvia, una morena bajita.
—¿Qué aspecto tenía la otra?
—Era pelirroja y parecía dominar a Sylvia. Tenía respuestas para todo y
no me permitía que preguntara nada. Construyó una alambrada en torno a
Sylvia y la mantuvo protegida dentro de la misma. Tal vez echó algo en mi
copa, además del licor. No lo sé. De todas formas, fue ella quien sacó la
botella, y yo me quedé dormido instantáneamente.
—¿Consintieron en que usted las condujera?
—Sí. En realidad, no habían encargado alojamiento en ninguna parte.
Querían pasar la noche en un parador.
—¿Las acompañó usted en el coche de ellas?
—En efecto.
—¿Firmaron ellas en el registro del parador?

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—No. Me rogaron que lo hiciera yo. Éste fue el modo más elegante de
decirme que fuera yo quien pagara la cuenta. En esos paradores hay que pagar
por adelantado.
—¿Conducía usted el coche?
—No, conducía Sylvia. Yo iba sentado delante, al lado de Millie.
—¿Estaba Millie sentada en medio?
—Sí.
—¿Y usted fue indicando a Sylvia cuál era el camino que debía tomar?
—Sí. Me dijo que buscaba un bonito parador. Entonces les di la dirección
de aquél.
—¿Y usted eligió el cercano a Sepúlveda?
—Pasamos ante un par de ellos que ostentaban el rótulo de «Completo»,
pero aquél no lo estaba.
—¿Entraron en él?
—Sí.
—¿Quién fue a contaduría?
—Yo.
—¿Y usted firmó el registro?
—Sí.
—¿Qué nombre dio?
—No recuerdo el nombre que estampé en el libro.
—¿Por qué no usó usted el verdadero?
El hombre me miró y, burlón, me dijo:
—Es usted endiablado. ¿Hubiese usado su propio nombre en tales
circunstancias?
—Cuando le dijeron que inscribiera la marca y la matrícula del coche,
¿qué hizo usted?
—Aquí fue donde cometí el error —dijo apenado—. En lugar de salir
afuera y mirar la matrícula del coche de ellas, puse lo primero que se me
ocurrió.
—¿La persona que administra el parador no comprueba la matrícula en
tales casos?
—Desde luego no, si da usted La impresión de ser una persona respetable.
Algunas veces comprueban la marca, pero nada más.
—¿Qué marca era?
—Un Ford.
—¿Y lo registró usted como Ford?

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—Sí. Pero, ¿por qué me interroga usted como si me aplicase el tercer
grado? Si no quiere ocuparse del caso, devuélvame el dinero que les he
adelantado y ya me las arreglaré para salir adelante.
Los ojos de Bertha Cool relucían.
—No sea tonto; lo único que quiere mi socio es averiguar los hechos a fin
de poder ayudarlo mejor.
—Pues da la impresión de que me está careando.
—No es esa su intención —dijo Bertha—. Donald localizará a las
muchachas. Es eficaz.
—Así lo espero —dijo Billings, malhumorado.
—¿Hay algo más que desee usted contar y que nos puede ser de utilidad?
—pregunté.
—Nada.
—La dirección del parador…
—Se la he dado a la señora Cool.
—¿Qué habitación ocuparon ustedes?
—No puedo recordar el número, pero era una que estaba a la derecha, en
el extremo, creo que el número cinco.
—Bien —dije—. Veremos lo que se puede hacer.
—Recuerden que si encuentran a esas muchachas hay una prima de
quinientos dólares —dijo Billings.
—Tal cosa no va de acuerdo con la ética que debe imperar en las
operaciones que llevan a cabo las agencias de detectives privados —le
respondí.
—¿Por qué no? —preguntó Billings.
—Da la impresión de que no se trabaja por lo que uno puede rendir, sino
sobre la casualidad. No les gusta.
—¿A quién no le gusta?
—A las autoridades que extienden las licencias.
—Está bien —dijo dirigiéndose a Bertha—, usted encuentre a las
muchachas y yo destinaré los quinientos dólares al centro benéfico que
prefiera.
—¿Está usted loco? —le preguntó Bertha.
—¿Qué quiere decir?
—Mi centro benéfico favorito —le respondió Bertha—, soy yo.
—Pero su socio dice…
Bertha gruñó.

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—Pues bien, todo esto queda entre nosotros —dijo Billings—, a no ser
que a ustedes les dé por hablar.
—Yo cerraré el pico —dijo Bertha.
—Preferiría obtenerlo sobre la base de… —comencé.
—Todavía no ha dado con las muchachas —me interrumpió Billings—.
Concretemos. Quiero una coartada para aquella noche. La única forma de
tenerla es encontrar a las muchachas en cuestión. Quiero pruebas. Yo he
hecho mi proposición. Les he dado todos los datos que poseo. No estoy
acostumbrado a que se dude de mi palabra.
Fijó su mirada en mí, se irguió y salió de la oficina.
Bertha me miró, indignada.
—Por poco lo echas todo a perder. En el caso de que haya algo que echar
a perder.
Señaló hacia la caja fuerte.
—Hay trescientos dólares aquí dentro. Eso sí que no se echa a perder.
—Entonces, empecemos a buscar lo que se puede echar a perder —dije.
—No lo encontrarás.
—Todo esto me huele muy mal.
—¿Qué tratas de insinuar?
—Eso de las dos muchachas que vienen en coche de San Francisco para
echar una mirada a un local nocturno de Hollywood y ver de cerca a un astro
de cine…
—¿Y qué? Eso es exactamente lo que harían dos mujeres cualesquiera en
las mismas circunstancias.
—Venían de San Francisco. Lo primero que debían hacer era tomar un
baño, deshacer sus maletas, buscar una plancha, planchar sus vestidos,
maquillarse y, luego, salir a ver astros de la pantalla. La idea de que llegaron
en el coche desde San Francisco y…
—Tú no sabes si hicieron el viaje en un solo día.
—Bien, supongamos que fue en dos. Aunque viniesen de San Luis
Obispo, Bakesfield o cualquier otro lugar, el hecho de que estacionaran su
coche y se fueran a un club nocturno sin antes haberse arreglado, no me gusta.
Bertha pestañeó.
—Tal vez obraron como tú supones, pero mintieron a Billings para no
revelarle dónde se habían alojado.
—Según el relato de Billings, tenían las maletas en el coche.
Bertha se movió, haciendo crujir su sillón giratorio; luego comenzó a
tamborilear nerviosamente sobre el tablero de la mesa, haciendo refulgir los

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diamantes que adornaban sus dedos.
—Por amor de Dios, sal de aquí y ponte a trabajar. ¿Qué diablos crees que
es esto: una Sociedad de debates o una agencia de detectives?
—Me limitaba a señalar lo que se me antoja por demás evidente.
—¡Bien, no me lo señales a mí! —gritó Bertha—. Ve y busca a esas dos
mujeres. La prima de quinientos dólares es para mí lo único evidente en este
caso.
—¿Has pedido una descripción de ellas? —le pregunté.
Arrancó una hoja de un libro de notas que reposaba sobre su escritorio, y
que —literalmente— me la arrojó.
—Aquí están anotados todos los detalles —dijo—. ¡Dios mío! ¿Por qué
me habré asociado con un individuo como tú? Llega un imbécil cualquiera que
nos ofrece dinero y tú comienzas a discutir con él…, a criticar la prima de
quinientos dólares.
—Supongo que no se te ocurrió preguntarle cómo era el tal John Carver
Billings, primero…
Bertha lanzó un grito.
—¿Y a mí qué diablos me importa, si John Carver Billings, segundo, tiene
dinero? Trescientos dólares al contado rabioso. Nada de cheques, fíjate.
Contado rabioso.
Me acerqué a la librería, saqué el tomo de ¿Quién es Quién? y comencé a
buscar en la B.
Bertha me miró con ojos que querían aniquilarme; luego se acercó donde
yo estaba y observó por encima de mi hombro. Percibí claramente a mis
espaldas su cálida respiración enojada.
No encontré ningún John Carver Billings.
Busqué el ¿Quién es Quién? que hace referencia a California. Pero Bertha
se me adelantó y sacó de un tirón el volumen de la librería.
—Yo haré el trabajo inteligente con mi cerebro; entre tanto, tú puedes ir a
investigar a ese parador.
—Okey —le respondí, dirigiéndome a la puerta—, sólo que ten cuidado de
no forzar demasiado el aparato, estropeándolo definitivamente.
Temí por un momento que me arrojaría el libro a la cabeza.
Pero no lo hizo.

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ELSIE Brand, mi secretaria, me miró desde detrás de su máquina de escribir.
—¿Otro caso?
Asentí.
—¿Qué tal está Bertha?
—Siempre la misma; irascible, engreída, ambiciosa… ¿Te agradaría
representar el papel de una mujer que cae?
—¿Una mujer caída?
—He dicho una mujer que cae.
—¡Ah, comprendo! En presente. ¿Qué tengo que hacer?
—Vendrás conmigo y nos inscribiremos como marido y mujer en un
parador.
—¿Y luego qué? —preguntó ella, precavidamente.
—Luego —dije—, nos dedicaremos a trabajar como detectives.
—¿Necesitaré mi equipaje?
—Yo pasaré por mi departamento y tomaré una maleta. Es todo cuanto
necesitamos.
Elsie se acercó al armario, se puso su sombrero y cubrió la máquina de
escribir con la funda.
—Será mejor que eches una mirada a esto —le dije al salir de la oficina,
alargándole la descripción de las dos jóvenes que Bertha había anotado con su
letra de gruesos trazos.
Elsie estudió las anotaciones mientras bajábamos en el ascensor.
—No cabe la menor duda de que el hombre en cuestión estaba enamorado
de Sylvia y odiaba a Millie —dictaminó.
—¿Cómo lo sabes?
—Dios mío, escucha: «Sylvia es una atractiva morena de ojos negros y
luminosa, simpática, inteligente, hermosa, cinco pies y dos pulgadas de
estatura, pesa ciento doce libras, tiene una figura esbelta, veintitrés o
veinticuatro años, buena bailarina. Millie, pelirroja, ojos azules, tacaña,
veinticinco o veintiséis años, talla normal, tez clara…».

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Sonreí.
—Bien, ahora veremos lo que han dejado tras de sí esas dos jóvenes. El
parador ha sido ocupado tres veces por lo menos, desde que ellas lo
abandonaron.
—¿Y si los que administran el parador nos pudieran revelar algo?
—Por este motivo deseo que vengas conmigo —respondí—. Quiero saber
si realmente se trata de un parador donde llevan bien las cosas o es algo
distinto.
—Gracias por el cumplido.
—De nada —respondí.
Tomamos el coche de la agencia en el estacionamiento. Nos detuvimos
frente a mi casa. Elsie permaneció en el coche mientras yo subía al piso y
metía unas cuantas cosas en la maleta. Luego saqué un abrigo del armario
ropero. Encontré un estuche de piel de los que se usan para guardar las
cámaras fotográficas, muy adecuado para usarlo una señora, y lo llevé también
conmigo.
Elsie echó una mirada llena de curiosidad a lo que traía.
—No cabe la menor duda de que no va a ser un viaje largo —dijo.
Asentí.
Emprendimos el camino hacia Sepúlveda; conducía yo lentamente,
estudiando todos los paradores que encontrábamos por el camino. En aquella
hora todos exhibían carteles anunciando habitaciones libres.
—Éste es el que andamos buscando —dije a Elsie—. El de la derecha.
Entramos.
En la mayoría de las habitaciones las puertas estaban abiertas. Una
doncella negra colgaba sábanas. Una muchacha sumamente atractiva que
llevaba una cofia y un delantal trabajaba activamente. Tardamos cinco
minutos en localizar al administrador.
Era una mujer obesa, aproximadamente del tipo de Bertha, salvo que, en
tanto que Bertha era dura como el acero, aquella mujer era la suavidad
personificada; con excepción de sus ojos. Éstos eran los mismos que lucía
Bertha.
—¿Hay algo libre? —pregunté.
Miró por encima de mis hombros hacia el coche donde estaba sentada
Elsie tratando de adoptar un semblante virtuoso.
—¿Para cuánto tiempo?
—Todo el día y toda la noche.
Mostró un rostro sorprendido.

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—Mi esposa y yo —expliqué— hemos estado conduciendo toda la noche.
Queremos descansar, dar una vuelta por la ciudad y continuar el viaje mañana
por la mañana a primera hora.
—Tengo un bonito departamento de cinco dólares.
—¿Y el departamento número cinco, allí, en la esquina?
—Éste es doble. No le interesará.
—¿Cuánto cuesta?
—Once dólares.
—Me quedo con él.
—No, no se quedará con él.
Enarqué las cejas.
—Temo que no se quedará aquí —prosiguió.
—¿Por qué no?
—Escúcheme; este local es de primera. Si usted conoce a esa muchacha lo
suficiente para ir con ella a un departamento sencillo, como si fueran marido y
mujer, y si tiene usted el dinero para pagar, allá usted, yo conforme. Pero si
quiere abusar de ella y engañarla diciéndole que va a alquilar un departamento
doble, yo sé lo que esto quiere decir.
—No armaremos ningún escándalo, no sucederá nada desagradable. Le
doy veinte dólares por el departamento número cinco. ¿Trato hecho?
Volvió a fijar su mirada en Elsie.
—¿Quién es ella? —preguntó.
—Mi secretaria. No voy a hacer nada malo. Y aún en este caso, jamás
emplearía la violencia. Este viaje es de negocios y…
—Okey —respondió la mujer—. ¡Veinte dólares!
Le alargué los veinte dólares, me entregó la llave del departamento y metí
el coche en el garaje.
Abrimos la puerta y entramos en el departamento. Tenía buen aspecto; era
doble, con un pequeño saloncito y dos dormitorios, cada uno con ducha y
lavabo.
—¿Piensas sonsacarle alguna información? —preguntó Elsie.
—No lo creo posible —respondí—. Si ella sabe algo, no lo revelará. No es
el tipo de mujer que chismorrea, y hará todo lo posible para evitar que alguien
pueda fijar la atención en el parador.
—Es un lugar bonito —dijo Elsie, dando vueltas por las estancias y
mirando a su alrededor—. Parece una tacita de plata. También los muebles
son bonitos.

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—¡Hum! —respondí—. Bien, ¡a trabajar! A ver si encontramos algo que
nos permita identificar a las dos mujeres que estuvieron aquí hace tres noches.
—¿He oído bien cuando ha dicho veinte dólares? —me preguntó.
—Así es. No quería alquilarlo al precio corriente.
—Bertha pondrá el grito en el cielo cuando le presentes la cuenta de
gastos.
Asentí mientras echaba un vistazo por el lugar.
—¿No te recuerda esto una caza de patos salvajes? —me preguntó.
—En cierto modo, lo es —dije—. Tal vez incluso encontremos los huevos
de oro.
Buscamos por todos los rincones y no encontramos nada, excepto unas
horquillas. Luego abrí la mesita escritorio, pero todo lo que encontré fue una
hoja de papel que se había deslizado por una rendija del fondo del cajón.
—¿Qué es esto? —preguntó Elsie.
—Parece una etiqueta engomada, que se ha desprendido de un frasco de
medicamento. Es de San Francisco y en él consta el nombre de Sylvia Tucker.
Dice: «Tómese una píldora contra el insomnio. No se repita antes de haber
transcurrido cuatro horas».
Se trata de uno de esos frascos que pueden volver a ser llenados.
—Y con el nombre de la farmacia de San Francisco que lo vendió —dijo
Elsie.
—Y con el número de la receta y el nombre del médico —añadí.
—¿Y esta Sylvia de San Francisco es una de las jóvenes que buscamos?
—En efecto.
—Vaya suerte —exclamó Elsie.
—Sí. Hemos tenido mucha, muchísima suerte —observé.
Fijó su mirada en mí.
—¿Qué quieres dar a entender?
—Pues esto; que hemos tenido una suerte bárbara.
—Bien, ¿y qué? La muchacha estuvo aquí y administró a John Billings una
pequeña dosis de esta medicina contra el insomnio. Al hacerlo, la etiqueta se
desprendió del frasco, con el número de la receta aún en ella.
—Sylvia era la muchacha que le gustaba. Fue la otra quien le administró el
soporífero.
—Esto es lo que él cree. Tal vez John Carver Billings, segundo, no sea tan
listo como supone; sea lo que fuere, quizá la otra muchacha tomó una píldora
de su amiga Sylvia, sin que ésta se enterara.
Estudió detenidamente la etiqueta.

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—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Elsie.
—Ahora volveremos a la oficina —dije—. Luego tomaré un avión para
San Francisco.
—Ha sido una luna de miel muy corta —me dijo—. ¿Le vas a decir a la
administradora que puede volver a quedarse con el departamento?
—No. Dejaremos que siga intrigada —dije—. Vámonos ya.
Los ojos de la mujer que administraba el parador nos vieron salir llenos de
sorprendida curiosidad.
De nuevo en la oficina, llamé por teléfono a uno de nuestros agentes de
San Francisco, quien investigó en la farmacia en cuestión. Al cabo de una hora
y veinte minutos me dio la información que yo deseaba.
Sylvia Tucker vivía en los Departamentos Truckee de Post Street. El
número del departamento era el 608, y en la receta figuraba la fórmula del
amital de sodio. La joven estaba empleada como manicura en una peluquería
de Post Street.
Elsie consiguió reservarme un pasaje en el avión. Entré en el despacho de
Bertha para informarle de que me trasladaba a San Francisco.
—¿Qué tal van las cosas, Donald, querido? —me preguntó con la voz más
cariñosa del mundo.
—Todo va tal como esperaba.
—¿Qué demonios quieres decir con eso? ¿Ganaremos la prima de los
quinientos dólares?
—Probablemente.
—Pues bien, no te los gastes por anticipado.
—Paga él, ¿no es cierto?
—Desde luego. Pero si se trata de un trabajo muy duradero y largo, él…
—No será a largo plazo.
—No lo soluciones demasiado pronto, Donald.
—Ésta fue la razón de que él nos ofreciese una prima. No quiere que nos
atasquemos y empecemos a pedirle más dinero.
—¿Quién ha dicho nada de atascarnos?
—Nadie.
Fijó su mirada en mí.
—¿Has averiguado quién es John Carver Billings, primero? —pregunté.
—Esta idea genial fue tuya, querido Donald —dijo—. Tenías razón. Nos
servirá de mucho.
—¿Quién es?

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—Un financiero de San Francisco. Presidente de media docena de
compañías, por lo menos. Tiene cincuenta y dos años, es viudo, rico, muy
buen partido, comodoro de un club náutico… Está cargado de millones. ¿Te
dice algo todo esto?
—Mucho, en efecto —respondí—. Esto quiere decir que el hijo lo ha
adquirido de un modo honrado.
—¿El dinero? —preguntó ella suavemente.
—No, el traje deportivo.
El rostro de Bertha se ensombreció; luego, estalló en carcajadas.
—Siempre tienes que decir una de tus gracias, Donald, ¿eh? Pero,
recuérdalo, querido, se necesita dinero para hacer que las ruedas giren.
—Y mientras las ruedas van girando y girando, ten cuidado de no meter
un dedo en el engranaje —le advertí.
—¡Que me cuelguen! —gritó—. En ocasiones crees que soy una estúpida
e ingenua aficionada. Ocúpate de ti, Donald Lam, que yo me ocuparé de mí.
Cuando Bertha trata de alcanzar algo, siempre lo consigue. Eres tú quien
tiene que andar con cuidado. Y procura no meterte entre las ruedas que tú
mismo has puesto en marcha.
El rostro de Bertha había cambiado, mostrando una expresión de disgusto.
—Es cierto las ruedas han comenzado a girar muy suavemente, pero cada
vez más de prisa —le dije—. Personalmente, me gustaría saber qué fabrica
esta máquina.
—Pues te lo voy a decir ahora mismo, estúpido. ¡Está fabricando…
dinero, dinero!
Y Bertha contempló de nuevo, con rostro radiante la página del ¿Quién es
Quién? de California.
Abandoné la oficina dejándola sumida en sus meditaciones.

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A última hora de la tarde descendí del avión en el aeropuerto de San
Francisco. Penetré en la peluquería de Post Street en el momento en que iban
a cerrar las puertas.
No tardé más de dos segundos en averiguar quién era Sylvia. Trabajaban
allí tres manicuras, pero Sylvia era la más llamativa de todas, y con la
descripción que tenía de la muchacha, no me costó ningún esfuerzo dar con
ella.
Estaba trabajando, pero cuando le pregunté si tenía tiempo para uno más
antes de cerrar, miró el reloj, asintió con un movimiento de cabeza y comenzó
a pasar rápidamente la lima por las uñas de un obeso caballero que me miró
malhumorado.
Mientras esperaba, me hice limpiar los zapatos. El jefe de la peluquería se
acercó.
—¿Desea usted una manicura?
—En efecto.
—Hay una muchacha libre.
—Prefiero a Sylvia.
—La otra es tan buena… e incluso quizá mejor que Sylvia.
—Gracias, esperaré.
Volvió a su puesto.
—No ha sido muy amable con Sylvia —comenté con el limpiabotas.
El hombre sonrió, miró precavidamente por encima de sus hombros y
dijo:
—Está en desgracia.
—¿Qué ocurre?
—Aquí no pagan para chismorrear.
—Ellos tal vez no pero yo sí.
Meditó unos instantes, se inclinó sobre mis zapatos y dijo en voz baja:
—Está celoso. La corteja asiduamente. El martes, ella telefoneó diciendo
que tenía dolor de cabeza y que no podía venir. Estuvo fuera hasta esta

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mañana, en que ha regresado. Él sospecha que pasa todo ese tiempo con un
amigo. No creo que la joven dure aquí mucho tiempo.
Le alargué disimuladamente dos dólares.
—Gracias —dije—; era una simple curiosidad.
El hombre a quien Sylvia había estado atendiendo se levantó y se puso el
abrigo. Sylvia me hizo una señal con la cabeza. El limpiabotas terminó de dar
lustre a mis zapatos y yo me acerqué a la mesa de Sylvia.
El jefe de la peluquería observaba, ojo avizor.
Me senté cómodamente, hundiendo una mano en el recipiente de agua
caliente y jabonosa, permitiendo que Sylvia me tomara suave y expertamente
la otra mano mientras comenzaba a limarme las uñas.
—¿Hace tiempo que está usted aquí? —pregunté, después de un rato.
—Un año, aproximadamente.
—¿Y ya le han dado vacaciones?
—¡Oh, sí, acabo de regresar de unas cortas vacaciones!
—¿Y dónde ha estado?
—En Los Ángeles.
—¿Sola?
—¡No sea indiscreto!
—¡Oh, simple curiosidad!
—Me acompañó una amiga. Siempre habíamos deseado hacer una visita a
Hollywood, para poder ver de cerca a algunos de los astros de la pantalla y
llegarnos a los clubs nocturnos.
—¿Y lo lograron?
—No.
—¿Qué fue lo que se lo impidió?
—Nada; fuimos, pero no vimos a nadie.
—Pues por allí viven unas cuantas estrellas, y también tienen que comer
de ver en cuando.
—Pero no cuando estuvimos nosotras.
—¿Cuánto tiempo estuvieron?
—Un par de días. Regresé ayer por la noche.
—¿En tren?
—No. Mi amiga tiene un coche.
—Hoy es viernes ¿dónde estuvo usted el martes por la noche?
—Fue la noche que pasamos en Hollywood.
—¿Y si me contara lo que sucedió el martes por la noche?
—¿Y si no se lo contara? —respondió con ojos súbitamente brillantes.

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No dije nada más.
Continuó haciéndome la manicura. El silencio se hizo opresivo.
—Tengo más de veintiún años y soy dueña de mis acciones —dijo al cabo
de un rato—. No tengo que dar cuenta de lo que hago.
—¿O de lo que deja de hacer? —pregunté.
Me miró fijamente.
—¿De dónde es usted?
—De Los Ángeles.
—¿Cuándo ha llegado?
—Ahora mismo.
—¿Y cómo ha llegado?
—En avión.
—¿Cuándo, exactamente?
—Hace una hora.
—Después de bajar del avión, tiene que haber venido directamente hacia
aquí.
—En efecto.
—¿Por qué le interesa saber lo que me ocurrió el martes por la noche en
Los Ángeles?
—Sólo para charlar un rato.
—¡Oh! —exclamó la muchacha.
No dije nada más.
La muchacha aminoró la velocidad de su trabajo, tratando de ganar
tiempo. Por dos o tres veces me observó llena de curiosidad, abrió los labios
para decir algo, pero pensándolo mejor, se calló.
Al cabo de un rato aventuró:
—¿Ha venido en viaje de negocios?
—Más o menos, sí.
—¿Supongo que conocerá usted a mucha gente en San Francisco…?
Moví la cabeza negativamente.
—Uno debe sentirse muy solo en una ciudad extraña.
Asentí con un movimiento de cabeza.
Súbitamente, dejó sus utensilios y dijo:
—¡Dios mío! Tengo que llamar por teléfono. Casi me había olvidado de
ello.
Se precipitó hacia la cabina telefónica, marcó un número y estuvo
hablando durante tres o cuatro minutos. Por dos veces volvió la mirada hacia
mí mientras hablaba, como si estuviera describiéndome por teléfono.

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Luego volvió, se sentó y dijo:
—Perdóneme.
—No hay de qué; no tengo nada que hacer. Lo único que quiero es no
hacerle trabajar horas extraordinarias.
Habían cerrado ya las puertas de la peluquería, habían corrido los visillos y
los peluqueros se disponían a abandonar el local.
—¡Oh, eso es lo de menos! —dijo la joven—. Yo tampoco tengo prisa…
La llamada telefónica… Mi cena se ha ido a paseo.
—¡Qué lástima! —le dije.
Trabajó en silencio durante un rato y luego dijo:
—Sí, es una verdadera lástima. Había puesto mucha ilusión en esa cena
sobre todo porque en casa no tengo nada preparado.
—¿Por qué no viene a cenar conmigo?
—¡Oh, sería encantador! Yo… Espere un momento. Hay muchas cosas
con respecto a usted que ignoro.
—Me llamo Donald, Donald Lam —le dije.
—Y yo Sylvia Tucker.
—Encantado, Sylvia.
—Encantada, Donald. ¿Eres buen chico?
—Trataré de serlo.
—No soy abusona, pero me gustan los biftecs suculentos y jugosos y sé
dónde los sirven. Cuestan mucho.
—Eso no importa.
—No quisiera que te hicieras ilusiones…
—En absoluto.
—A fin de cuentas, podrías imaginarte que todo es tan fácil…
—No lo he pensado ni un solo momento —dije—. Yo tengo que comer
en alguna parte, tú también. ¿Por qué ir cada uno por su lado y estar solos?
—Un bonito punto de vista. Creo que eres un hombre cabal.
—Trato de serlo.
—Generalmente, no voy a comer con desconocidos. Tengo unos pocos
amigos, pero… Bien, no sé, tú eres diferente… Tú no pareces fabricado en
serie, como casi todos los otros.
—¿Es un cumplido?
—¡Oh, no lo decía con ninguna intención! Tú no pareces… ¡Oh, ya sabes
lo que quiero decir! —La muchacha rió—. Bien, lo que quería decir es que no
te pareces a la mayoría de los hombres. No eres de aquellos que dan por

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supuesto que una muchacha que trabaja de manicura, como yo, acepta todas
las invitaciones que se le puedan hacer.
No dije nada.
Trabajó en silencio durante un rato; luego dijo:
—Por cierto, me ocurrió algo sumamente divertido la última vez que
acepté una invitación.
—¿Ah, sí?
—Sí, sí —dijo alegremente—. Mi amiga estaba conmigo y el hombre se
enamoró de mí. Yo llevaba unas píldoras contra el insomnio que el médico me
había recetado y, sin que me enterara de ello, mi amiga echó una de las
píldoras en su vaso. Se quedó dormido en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y por qué hizo eso tu amiga? ¿No le gustaba el hombre? ¿O acaso
creyó necesario proteger tu virtud contra cualquier eventualidad?
—No contra toda: las eventualidades —dijo, dirigiéndome una mirada
fulgurante y provocativa—. Sospecho que Millie lo hizo… para cometer una
diablura. Es una muchacha muy divertida; una pelirroja vivaracha. No sé, tal
vez estaba un poco celosa por el hecho de que el hombre sólo me hacía caso a
mí. Nunca se sabe, con respecto a las mujeres… Él era un tipo muy simpático.
—¿Y luego qué sucedió?
—¡Oh, nada! Sólo lo mencionaba porque sí.
—¡Hum! —dije, y guardé silencio.
Terminó de arreglarme las manos y reflexionó durante unos instantes.
—Tengo que pasar por mi departamento —dijo.
—Bueno. ¿Quieres que te acompañe o nos encontraremos más tarde?
—¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Me prometes que no me darás ninguna píldora soporífera?
—Te lo prometo —contestó riendo—. Millie no estará en casa. Fue ella
quien lo hizo.
—¡Vaya broma!
—Yo me enfadé porque el muchacho me gustaba. Pero sinceramente,
Donald, ¡resultó muy divertido! Fue él quien planeó la juerga. Comenzaba
realmente a sentirse interesado por mí cuando la droga hizo efecto. Empezó a
declarárseme, ya medio dormido, y, de pronto, cerró los ojos y se quedó como
un tronco. Millie y yo lo acostamos en el sofá. Durmió de un tirón hasta la
mañana siguiente, hasta que lo despertamos para el desayuno. Debieras haber
visto su expresión cuando despertó y se dio cuenta de que había pasado ya la
noche y la oportunidad.
Echó la cabeza hacia atrás y estalló en una alegre carcajada.

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—No cabe la menor duda de que debió de resultar muy divertido —dije
—. ¿Y dónde ocurrió esto?
—En un parador… Millie no es de las que desaprovechan una
oportunidad. Preguntó al muchacho cuáles eran los paradores buenos, y él se
ofreció a acompañarnos y enseñarnos uno; quiero decir que él firmó en el libro
de registro y pagó la cuenta.
—Bien, por lo menos durmió como un lirón a cambio del dinero invertido
—comenté.
Estas palabras le hicieron reír nuevamente.
—Vamos, Donald, te llevaré a mi departamento y te invitaré a un trago.
Luego iremos a cenar.
—¿Vamos a pie o tomamos un coche? —pregunté.
—Está a seis manzanas de aquí —respondió.
—En este caso, tomaremos un coche —le dije.
Salimos a la calle.
—Mientras esperamos un coche —dije casualmente—, ¿por qué no me
dices dónde estaba ese parador?
—Cerca de Sepúlveda.
—¿Y cuándo?
—Pues, déjame pensar… ¡Oh, Donald, eso fue el martes por la noche!
—¿Estás segura?
—¡Oh, claro que sí! ¿Qué más da que fuera un día u otro?
—No sé… Estaba pensando en tus vacaciones.
—Pues fue como te digo.
Un taxi se detuvo junto a nosotros. Sylvia dio la dirección y nos
acomodamos en el asiento. En aquella hora de la noche, el coche tenía que
detenerse con frecuencia a causa de las luces de tráfico.
—¿Y los tres ocupabais un solo departamento?
—Era un hermoso departamento doble.
—Tú tenías una habitación. Millie la otra y acostasteis al muchacho en el
sofá, ¿no?
—En efecto.
—¿Era uno de aquellos sofás que también se pueden convertir en cama?
Son los que suele haber en los paradores.
—¡Oh, no nos ocupamos de este detalle! Lo acostamos, le quitamos los
zapatos y yo le cedí una almohada de mi cama.
—¿Y sábanas?

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—¡No seas tonto! Le echamos su abrigo sobre los pies y cerramos nuestras
puertas con llave. Si se despertaba y tenía frío, podía llamar a un taxi y regresar
a su casa.
—¿Dónde cenamos? —le pregunté.
—Conozco un restaurante estupendo —respondió—. Está un poco lejos,
sin embargo…
—No importa —le dije—. Pero tengo una plaza reservada en el avión de
las diez.
—¿Esta misma noche, Donald? —preguntó con cierto desengaño en el
tono de su voz.
Asentí.
Se acercó a mí y deslizó su mano dentro de la mía.
—¡Oh, aun así…, tendrás tiempo suficiente para cenar y tomar el avión!

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ELSIE Brand asomó la cabeza a mi despacho particular y dijo:
—El cliente está en la oficina de Bertha. Pregunta si se sabe ya algo nuevo.
—Dile a Bertha que voy ahora mismo.
Me dirigió una mirada llena de curiosidad.
—¿Sacaste algo en claro anoche en San Francisco?
—Bastante.
—¿Viaje agradable?
—¡Hum!
—¿Encontraste a Sylvia?
—Sí.
—¿Qué tal es?
—De acuerdo con la descripción.
—¡Oh!
Elsie Brand regresó a su despacho, cerrando la puerta tras ella.
Aguardé unos minutos y luego entré en la oficina de Bertha Cool.
John Carver Billings, segundo, parecía algo nervioso. Estaba sentado muy
tieso, fumando un cigarrillo.
Los ojos de Bertha brillaron cuando los fijó en mí.
—¿Has averiguado algo?
—La muchacha que estuvo en el parador se llama Sylvia Tucker. Trabaja
como manicura en una peluquería de Post Street, en San Francisco. Tiene un
departamento situado a unas seis manzanas de donde trabaja. Es una
muchacha muy inteligente. Recuerda perfectamente aquella ocasión y está
algo molesta con su amiga porque ésta echó una píldora de amital de sodio en
el vaso de Billings.
—¿Quiere decir que ha dado con ella? ¿Son ciertas estas noticias? —
exclamó Billings—, poniéndose en pie de un salto.
—Así es.
Bertha se inclinó hacia mí.
—¡Que me cuelguen! —exclamó cariñosamente.

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—Eso es lo que yo llamo un buen trabajo de detective —dijo Billings—.
¿Está usted seguro de que es la muchacha que buscamos?
—Me contó que había ido a Los Ángeles a disfrutar de unas cortas
vacaciones; que ella y su amiga Millie fueron a un club nocturno para codearse
con algún astro de la pantalla; que se encontraron con usted, y que Millie le
«recomendó» un parador; que usted firmó en el registro y así tuvo que pagar la
cuenta. Sylvia tenía simpatía por usted y se molestó cuando se enteró de que
Millie le había echado la droga en su vaso, poniendo punto final a todas las
posibilidades románticas y destruyendo sus tendencias de Don Juan para pasar
una noche tranquila.
—¿Le contó todo eso?
—Todo eso.
John Carver Billings, segundo, me estrechó la mano fuertemente,
sacudiéndome el brazo de arriba abajo. Luego me dio un golpecito en la
espalda, se volvió hacia Bertha y dijo:
—¡Así es como me gusta que se trabaje! ¡Son ustedes los mejores
detectives del mundo!
Bertha le alargó la pluma estilográfica.
—No comprendo —dijo el hombre—. ¿Qué? ¡Ah!
Rió, sentóse y extendió un cheque por valor de quinientos dólares.
Bertha estaba radiante y parecía como si nos quisiera besar a los dos.
Alargué a Carver un informe pulcramente escrito a máquina.
—Aquí le detallamos cómo dimos con Sylvia Tucker —le dije—, lo que
ella me contó, dónde trabaja y su dirección particular. También se reseña todo
lo que ella me refirió de lo sucedido el martes por la noche. Puede usted
conseguir la coartada, si le interesa.
—¿Hablaron de esta posibilidad?
—No. Yo sólo quería obtener esta información. Ni siquiera le di a
entender que trataba de sonsacarla.
—Bien hecho. Me alegro de que no diera usted importancia al hecho.
—Nuestro trabajo consiste en obtener información, no en darla.
—¡Magnífico! —exclamó—. Lam, es usted un gran muchacho.
Dobló el informe y se lo metió en el bolsillo de su chaqueta deportiva, me
estrechó nuevamente la mano y salió de la oficina.
Bertha me miró con rostro risueño y satisfecho.
—Estás loco de remate —dijo—. Y a veces te mataría. Pero cuando las
cosas van en serio, siempre se puede confiar en ti.
—¡Hum!

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—Eso sí que es trabajar y con rapidez, Donald, querido. ¿Cómo lo
conseguiste?
—Siguiendo la pista del papel.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sí, me guié por las huellas que ellos dejaron bien dispuestas para que yo
las siguiera.
Bertha iba a decir algo me miró fijamente con ojos brillantes y por fin dijo.
—Repite lo que acabas de decir, Donald.
—Me guié por las huellas que ellos dejaron dispuestas para que yo las
siguiera.
—¿Qué es lo que tratas de insinuar?
—Pues lo que digo.
—¿Y quién dejó las huellas?
Me encogí de hombros.
—¿Tratas de burlarte de mí?
—En absoluto —respondí—. Pero, ¿por qué no intentas encontrar la
solución por ti misma?
—¿Cómo?
—Analizando la historia de John Carver Billings, segundo… Recuerda
que nos ha contado que conoció a las muchachas en un club nocturno y que
ellas le dijeron que acababan de llegar de Hollywood para pasar unas
vacaciones.
—Sí.
—Eso fue el martes por la noche. Él vino a vernos ayer. Hoy es sábado.
—¿Y bien?
—Encontré la etiqueta de un medicamento en el escritorio del parador.
Fui a San Francisco y me entrevisté con la muchacha. Me dijo que había
regresado la noche anterior y que había vuelto a su trabajo ayer por la mañana.
—Bien, ¿qué hay de malo en todo esto?
—Según la historia de la muchacha, salieron de San Francisco el lunes a
las cinco de la tarde. Fueron hasta Salinas, pasaron allí la noche y al día
siguiente continuaron hasta Hollywood. Fueron directamente al club
nocturno. Billings las encontró allí. Las llevó al parador. Eso fue el martes por
la noche. Partieron el miércoles por la mañana y pernoctaron en otro parador.
Pasaron allí la noche del miércoles. El jueves por la mañana emprendieron el
camino de regreso a San Francisco. Llegaron allí avanzada la noche del jueves,
y las muchachas volvieron a sus quehaceres ayer por la mañana.
—Bien, ¿y qué?

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—Vaya vacaciones tan absurdas, ¿no te parece?
—Hay mucha gente que se tiene que contentar con unas vacaciones
cortas. No pueden permitirse el lujo de abandonar su trabajo por más tiempo.
—Sí, desde luego.
—Bien, ¿y qué hay de malo? —preguntó Bertha.
—Supón que tienes cuatro días de vacaciones y que deseas ir a Los
Ángeles, ¿qué harías?
—Pues ir a Los Ángeles —contestó Bertha—. ¡Maldita sea, explícate ya!
—Comenzarías tus vacaciones un lunes o las terminarías un sábado o
ambas cosas. Partirías el sábado por la mañana o el sábado al mediodía, si
tuvieras que trabajar por la mañana. De esta forma, podrías contar también
con el sábado por la tarde y todo el domingo para añadirlos a tus vacaciones.
No trabajarías el lunes para emprender el viaje el lunes por la tarde y estar de
regreso el jueves por la noche para volver a tu trabajo el viernes por la mañana.
Bertha reflexionó durante unos instantes.
—¡Que me aspen si te entiendo! —dijo finalmente, como hablando
consigo misma.
—Además —continué—, tan pronto como la muchacha adivinó que yo
era un detective que buscaba información sobre aquel viaje, dejé de hablar
aparentando que no me interesaba ya más por el asunto. Durante unos
instantes la muchacha se asustó terriblemente, temiendo no poder cobrar la
prima que le habían prometido si ella me contaba esa historia. Debió pensar
que era un detective muy chapucero. Casi fue ella la que me invitó a cenar.
Me llevó a su departamento y estaba rebosante de alegría cuando por fin pudo
colocarme toda la historia.
—Bien, esto era lo que importaba —dijo Bertha—, y hemos conseguido el
dinero. ¿Por qué preocuparnos, pues?
—Me molesta que me tomen por un estúpido.
—Al pájaro ése le sacamos ayer trescientos dólares. Esta mañana,
quinientos. O sea, ochocientos dólares por un trabajo de dos días. Si hay otros
que quieren tomarme por una estúpida a cuatrocientos dólares diarios, que
vayan pasando.
Y Bertha golpeó enfáticamente el tablero de la mesa con la palma de su
mano enjoyada.
—Por mí no hay inconveniente —dije poniéndome de pie y dirigiéndome
a la puerta.
—Espera. —Bertha me retuvo cuando ya tenía la mano en el tirador—.
¿Crees tú que la coartada es falsa?

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Me encogí de hombros.
—Ya tienes el dinero, ¿qué más quieres?
—Un momento, querido. No me gusta eso.
—¿Qué ocurre?
—Si hay en ese asunto algo falso, ese sinvergüenza pagó ochocientos
dólares por el privilegio de que nosotros suscribiésemos una coartada que
puede ser más falsa que Judas.
—Bien —le respondí—. Dices que no te importa que te consideren
estúpida a cuatrocientos dólares por día. Harías mejor en poner doscientos de
esos cuatrocientos dólares en un fondo de amortización.
—¿Para qué?
—Para comprar con ellos una escritura de fianza —dije, y salí del
despacho.

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DEJÉ mi coche en el lugar de estacionamiento del parador de Sepúlveda.
La administradora clavó los ojos en mí al verme entrar en su despacho. Su
expresión era de enojo.
—¿Qué clase de broma era la que usted quería gastarme?
—Ninguna —respondí.
—Alquiló usted un apartamento doble y sólo permaneció en él durante
quince minutos. Si tenía esta intención, ¿por qué no tuvo la decencia de
advertírmelo antes, a fin de que yo pudiera alquilar el departamento durante la
noche?
—No quería que lo alquilara a nadie. Le pagué lo suficiente para que no lo
hiciera, ¿no es cierto?
—Eso no hace al caso. Pero si usted no tenía intención de usarlo…
—Dejemos de divagar y veamos si me cuenta algo de los que alquilaron el
departamento el martes por la noche.
—Supongamos que no lo haga. No me gusta hablar de mis clientes.
—Tal vez hablando conmigo se ahorre una publicidad poco agradable.
Fijó su mirada en mí y luego dijo meditabunda:
—De modo que se trata de eso, ¿eh? Es curioso que no se me haya
ocurrido antes.
—Pues sí, se trata de eso.
—¿Qué es lo que quiere?
—Quiero ver el libro de registro por la página que hace referencia al
martes por la noche, y, además, quiero charlar un momento con usted.
—¿Es usted la Ley?
Denegué con un movimiento de cabeza.
Comenzó a deslizar una uña roja y barnizada por una hoja de papel que
había sobre la mesa, estudiando cuidadosamente las líneas que trazaba la uña.
Al parecer aquella era la labor más absorbente que había realizado en todo el
día.
Aguardé.

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Súbitamente, levantó la mirada:
—¿Agente privado?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—¿Qué es lo que busca?
—Quiero saber quién estuvo aquí el martes por la noche.
—¿Por qué?
Le sonreí.
—No doy informaciones así como así. Administrar un parador es un
trabajo delicado.
—Desde luego.
—Antes, tengo que saber qué es lo que usted desea.
—Mi asunto también es confidencial.
—Sí, me lo imagino.
Continuó dibujando con la uña en la hoja de papel. De pronto me
preguntó:
—¿No puede dejarme en paz?
—Usted vive aquí. Nosotros vivimos aquí. No hubiese venido a verla
directamente si hubiese tenido intención de jugarle una mala pasada. Puedo
obtener la información de otro modo.
—¿Cómo?
—Haciendo que algún amigo periodista o policía venga a visitarla.
—No me gustaría —dijo la mujer.
—Ya me lo imaginaba.
Abrió un cajón del escritorio y, después de buscar durante unos instantes,
sacó una tarjeta.
Era una tarjeta de registro. Demostraba que el departamento había sido
alquilado el martes por la noche a un tal Ferguson L. Hoy y acompañantes,
551 Prince Street, Oakland, y que el alquiler había sido de trece dólares.
Saqué una pequeña máquina fotográfica de mi cartera de mano y la monté
sobre un trípode di vuelta al conmutador para obtener una buena iluminación
y saqué un par de fotografías de la tarjeta.
—¿Eso es todo? —me preguntó la mujer.
Negué con un movimiento de cabeza.
—Ahora quiero saber algo con respecto a Mr. Hoy.
—En este respecto no puedo serle de gran ayuda. Era un hombre como
hay miles.
—¿Joven?

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—No lo recuerdo… ¡Ah, sí! Fue el que entró acompañado de una de las
muchachas. Ella tomó la tarjeta de registro y fue a mostrársela al que estaba en
el coche. Firmó y me devolvió la tarjeta con los trece dólares exactos.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro… Dos parejas.
—¿Cree usted que reconocería al hombre si lo volviera a ver?
—Es difícil; creo que no.
—Ayer estuvo aquí alrededor de las once.
Ella asintió.
—Alguien entró en el apartamento poco antes de llegar yo.
Ella negó con un movimiento de cabeza.
—El departamento había sido limpiado y…
—Alguien estuvo en él poco antes de llegar yo —le interrumpí.
—No lo creo.
—Alguien que estuvo fumando un cigarrillo —dije.
Volvió a negar con un movimiento de cabeza.
—¿Fuman las doncellas?
—No.
—Pues encontré ceniza de cigarrillos sobre el tocador.
—Las muchachas tienen orden de limpiar los tocadores cuando hacen la
limpieza de los departamentos.
—Estoy convencido de que limpiaron aquel tocador. El departamento
estaba reluciente como un espejo.
Saqué mi cartera del bolsillo y la sostuve de modo que ella la pudiese ver.
—Oigamos lo que tengan que decirnos las doncellas —propuse.
La administradora se encaminó hacia la puerta.
—Están en el extremo del edificio. No quiero alejarme de aquí por si
suena el teléfono. ¿Quiere ir usted mismo y decirles que vengan? Quiero que
las interrogue delante de mí. No es necesario que vengan todas al mismo
tiempo; es mejor de una en una.
—De acuerdo —dije.
Salí del despacho.
La doncella negra era una muchacha de aspecto agradable, inteligente y
joven.
—La administradora quiere hablarle —le dije.
Me dirigió una mirada inquisitiva y preguntó.
—¿Qué ocurre? ¿Falta algo?
—No me lo ha dicho. Sólo quiere hablar con usted.

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—¿No me acusa usted de nada?
Negué con un movimiento de cabeza.
—¿No estuvo usted ayer en el número cinco?
—En efecto —respondí—. Y no tengo ninguna queja que presentar. Pero
la administradora quiere hablar un momento con usted.
Di media vuelta y regresé al despacho de la administradora.
La muchacha me siguió después de un momento.
—Florence —dijo la administradora cuando entró la doncella—, ¿estuvo
alguien en el departamento antes de que entrara este caballero, ayer? ¿En el
número cinco?
—No, señora.
—¿Estás segura?
—Sí, señora.
Me senté en un ángulo de la mesa. Hice un movimiento con la mano
como si buscara algo para apoyarme. El teléfono estaba cerca de mí. Estreché
entre mis dedos el receptor. Todavía estaba caliente. La administradora había
llamado a alguien mientras yo iba en busca de la doncella.
Dije a esta última:
—Un momento. No me refiero a alguien que pasara la noche aquí, sino a
alguien que sólo estuvo unos momentos, probablemente alguien que alegó
haberse olvidado algo…
—¡Oh! —exclamó la doncella—. Fue el caballero que estuvo aquí el
miércoles por la noche. Había olvidado algo. No quiso decirme qué. Me pidió
que lo dejara entrar. Yo le contesté que no había nada, pero él me alargó un
billete de cinco dólares y… ¡Dios mío! ¿He hecho algo malo?
—No tienes que preocuparte —le dije—. Ahora quiero que lo describas.
¿Era un individuo alto, de unos veintiséis o veintisiete años, que llevaba una
chaqueta deportiva y…?
—No, no —me interrumpió la doncella—. Este caballero llevaba un
impermeable de cuero y una gorra con muchos galones dorados.
—¿Militar? —pregunté.
—Como el capitán de un yate, más bien —dijo ella—. Pero sí era alto y
delgado.
—¿Y te dio cinco dólares?
—Así es.
Le di cinco dólares y le dije:
—Ahí tienes otros tantos. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

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—Entró y volvió a salir inmediatamente. Oí que abría unos cajones y los
volvía a cerrar, y cuando salió sonreía. Le pregunté si había encontrado lo que
buscaba, y él rió y dijo que en aquel momento se había acordado de haberlo
puesto en el bolsillo de otro traje que estaba metido en la maleta. Dijo que
había sido una distracción, subió a su coche y se marchó.
—¿Y estuvo en el departamento el miércoles por la noche?
—Desde luego que no. Yo termino mi trabajo a las cuatro y media de la
tarde. Pero él dijo que estuvo aquí el miércoles.
La administradora fijó su mirada en mí.
—¿Algo más?
Me volví hacia la doncella.
—¿Reconocerías al hombre en cuestión si lo volvieras a ver?
—¡Oh, desde luego, tal como lo recordaría a usted! Las propinas de cinco
dólares no suelen caer todos los días.
Volví a donde había dejado el coche de la agencia, me dirigí al teléfono
público más próximo y llamé a Elsie Brand.
—Elsie, me marcho a pasar el fin de semana fuera. Estaré en San
Francisco. Dile a Bertha, si es que le interesa saberlo, que el caso que estamos
tratando tiene su lugar de acción en San Francisco, de ahora en adelante.
—¿Por qué? —preguntó la muchacha.
—Porque un individuo alto y delgado, vestido con uniforme de capitán de
yate estuvo en el lugar donde nosotros dos teníamos la intención de pasar
nuestra luna de miel.
—¿Nuestra luna de miel? —replicó—. Dale muchos saludos a Sylvia de mi
parte.

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EL nombre de Millicent Rhodes aparecía impreso en una tira de cartulina
recortada de una tarjeta de visita para poderla encajar en un marco colocado
bajo el timbre de la puerta del piso de Millie en Geary Street.
Oprimí el botón del timbre.
No contestó nadie.
Volví a probar; una llamada larga y tres cortas.
Percibí un ruido en el amplificador. Una voz de muchacha dijo en son de
protesta:
—Es sábado por la mañana. Déjenme en paz.
—Tengo que hablar con usted —dije—. Y, además, ya es sábado por la
tarde.
—¿Quién es usted?
—Un amigo de Sylvia: Donald Lam.
No respondió, pero al cabo de un segundo o dos oí el zumbido
característico, indicador de que había oprimido el botón que descorría el
cerrojo.
Millicent tenía el departamento número 342. El ascensor estaba en el
extremo opuesto del vestíbulo, pero como el rectángulo luminoso mostraba
que estaba parado en la planta baja, me dirigí a él. A pie, sin embargo, hubiese
tardado el mismo tiempo en subir hasta el tercer piso, que en aquel ascensor
lento y vacilante.
Millie Rhodes abrió la puerta casi en el mismo momento en que yo
pulsaba el timbre.
—Supongo que se trata de algo muy importante —dijo con frialdad.
—Lo es.
—Está bien, entre. Hoy es sábado. No trabajo. Seguramente es el único
símbolo de libertad económica que me puedo permitir.
La miré lleno de sorpresa.
Era una pelirroja bien parecida, de hermoso cuerpo y bonita a pesar de que
no iba maquillada ni llevaba los labios pintados. Era evidente que había

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saltado de la cama a causa de mi llamada, y sólo se había cubierto con un batín
de seda. Pese a todo, sus ojos despiertos brillaban.
—Es usted distinta de la descripción que me habían dado —le dije. Una
ligera mueca se dibujó en su cara.
—Deme una oportunidad. Permita que me arregle y me ponga algo
decente y…
—Quería decir lo contrario.
—¿Cómo?
—Es usted mucho más atractiva de lo que me habían dicho.
—Creo que tendré que hablar con Sylvia —me dijo sombríamente.
—No fue Sylvia —le dije—. Fue otra persona. Me formé la idea de que
era usted una antipática señorita de compañía.
Me miró fijamente, frunció el ceño y dijo:
—No lo entiendo. Tome una silla y siéntese. Me ha pillado de sorpresa,
pero los amigos de Sylvia son también mis amigos.
—He esperado hasta el último momento —me excusé—. Estaba
convencido de que ya estaría levantada y no la molestaría.
—No importa, ahora ya está hecho. Sea como quiera, esta semana no
trabajo. Dormir los sábados es un hábito en mí.
Parecía desear un cigarrillo. Le ofrecí uno, que aceptó ávidamente. Lo
golpeó por el extremo contra el tablero de una mesilla, se inclinó hacia
adelante para que le diera fuego, se sentó de nuevo en el borde de la cama y, al
cabo de unos momentos, se recostó en las almohadas, encogió las piernas y
dijo:
—Supongo que hubiera debido hacerlo esperar mientras hacía la cama, la
ocultaba y arreglaba un poco el cuarto. Pero será mejor presentarme tal como
soy. Bien, ¿qué me cuenta de Sylvia?
—Sylvia me ha contado una historia muy interesante.
—A veces lo hace.
—Deseo que usted me la confirme.
—Si Sylvia se la ha contado, puede darla por confirmada.
—Se trata de un viaje a Hollywood, de unas cortas vacaciones que pasaron
ustedes allí.
Súbitamente, echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada.
—¡Ah, ahora comprendo ese papel de antipática señorita de compañía que
me atribuye! Supongo que Sylvia jamás me lo perdonará. Pero la bebida
comenzaba a hacer efecto a nuestra amiga; se estaba poniendo romántica y
empezaba a enamorarse de aquel tipo. Fue entonces cuando le eché unas

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píldoras en la bebida. Resultó divertido verlo tan apasionado segundos antes, y
luego dando cabezadas. Creo que me reía en sus propias narices.
—Tengo entendido que perdió el mundo de vista.
—Fue cuestión de segundos. Lo acostamos en el sofá, lo arropamos y nos
metimos en nuestras virtuosas camas.
—Supongo que lo acostaron lo más cómodamente posible.
—¡Oh, desde luego!
—Sylvia me dijo que usted le quitó los zapatos. Sylvia convirtió el sofá en
cama y luego lo acostaron.
Dudó durante unos instantes y luego dijo:
—Así fue, en efecto.
—Metió usted sus zapatos debajo de la cama, colgó su chaqueta sobre el
respaldo de una silla y lo dejaron en pantalones.
—En efecto.
—¿Era una noche cálida?
—Bastante, pero lo arropamos.
—¿Y no sabe cómo se llamaba?
—¡Dios mío, no! Por lo menos, su apellido. Lo llamábamos John… ¿Dice
que se llama usted Donald?
—Así es.
—Bien, ¿a qué se debe tanto interés por lo sucedido en Los Ángeles,
Donald? ¿Qué es lo que quieres?
—Hablar de lo sucedido en Los Ángeles.
—¿Por qué?
—Soy un detective.
—¿Un qué?
—Un detective.
—No tienes aspecto de serio.
—Soy detective privado.
—Tal vez he hablado demasiado.
—Al contrario.
—¿Cuánto hace que conoces a Sylvia? No recuerdo haberle oído hablar de
ti.
—Nos conocimos ayer por la tarde y fuimos a cenar juntos.
—¿Y ayer fue la primera vez que la viste?
—En efecto.
—¿Qué es lo que quieres? Dime, ¿qué tratas de conseguir?
—Información.

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—Bien, supongo que ya la has obtenido, para tu bien y para desventaja
mía.
—¿Qué quieres decir?
—Mi hermoso sueñecito… ¿Para quién trabajas?
—Para el hombre que estuvo con vosotras.
—No seas tonto. Él no nos conoce. No podría dar con nosotras ni en cien
años. Nos fuimos del parador a la mañana siguiente para que no pudiera
seguimos. Temí que entrara en sospechas y se mostrara resentido.
—Pues bien, él me contrató y yo he dado con vuestras direcciones.
—¿Cómo?
—Muy sencillo. Tú empleaste unas píldoras contra el insomnio que el
médico había recetado a Sylvia. La etiqueta se desprendió del frasco y se
deslizó por una rendija de un cajón del escritorio del parador.
—¡Tal vez digas la verdad!
—Había caído detrás de uno de los cajones del escritorio.
Hizo un breve ademán de disgusto y observó:
—Me imaginaba ser una muchacha astuta. Supongo que eso podría
haberme acarreado complicaciones. ¿Qué pensará el tipo ése, ahora? ¿Sabe que
le dimos la droga?
Asentí.
—Sospechó inmediatamente que le habíais dado un narcótico.
—¿Antes o después de encontrar la etiqueta?
—Antes.
—No era un mal tipo, sólo que era algo impulsivo y atrevido. Supongo
que tiene dinero. Eso es lo malo. Seguramente cree que si paga a una
muchacha unas cuantas copas y la invita a cenar, tiene ya derecho a compartir
su vida con ella.
No dije nada.
—¿Quién es él, Donald?
—¿Y si me contaras a mí lo que tú sabes de él? —pregunté a mi vez.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
Dudó unos instantes, mirándome con los ojos entornados bajo sus largas
pestañas, y por fin dijo:
—No andas con subterfugios ¿eh?
—¿Para qué hacer las cosas a medias?
Estalló en una carcajada.
—Creo que tienes razón.

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Guardé silencio.
—Sylvia y yo andábamos de pesca. Sylvia es más impulsiva que yo. Ese
sujeto nos vino de perlas. Necesitábamos que alguien nos acompañara y
pagara la cuenta. Nosotras…
—No, Millie —la interrumpí.
—No, ¿qué?
—No sigas por ahí.
—Creí que deseabas saber…
—Tú eres una muchacha inteligente y, además, bonita. Lo que me estás
diciendo no conduce a ninguna parte. No te dará resultado. ¿Cuánto te paga
Billings?
—¿Qué tratas de insinuar?
—Has pasado por alto una serie de detalles. Sólo quería asegurarme de
que ya lo conocías anteriormente, antes de que te llamara la atención sobre
ellos.
—¿Qué tratas de insinuar? —repitió.
—Habéis cometido un grave error al dejar que hablara con cada una de
vosotras por separado. Esto demuestra lo ingenuas que sois en estos asuntos.
—Ahora te toca hablar a ti —dijo mirándome con una expresión recelosa,
dura y fría en sus ojos verdes.
—Según dice Sylvia, lo acostasteis en el sofá sin quitarle ninguna prenda, y
sólo le pusisteis una almohada detrás de la cabeza. No convertisteis el sofá en
cama y no había sábanas con qué arroparlo: Sylvia cedió una de sus
almohadas, y eso fue todo.
Tras unos momentos de vacilación, dijo:
—Dame otro cigarrillo, Donald.
Le ofrecí otro cigarrillo. Ella añadió:
—Sé que podría insistir en el cuento, pero sé también que no me
beneficiaría en nada. Sylvia me telefoneó diciéndome que te habías tragado el
anzuelo con sedal y flotador; que eras joven, crédulo y el tipo de hombre que
se fija en una mujer que tiene las piernas bonitas.
—Y así soy —le dije.
Ella rió.
—Veamos —dijo al cabo de unos instantes—, ¿cómo te has enterado?
—¿Quieres decir cuánto sé?
—Trato de tener la certeza —dijo ella.
—Había varios detalles que daban la impresión de que todo había sido
planeado —le conté—. ¿Desde cuándo conoces a John Billings?

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—Le conocí hace muy poco. Es uno de los amigos de Sylvia.
—¿No conoces a todos sus amigos?
—No a los que tienen dinero —dijo y rió—. Hay personas que Sylvia no
presenta a las demás.
—¿Cuánto te pagó?
—Doscientos cincuenta dólares —dijo—. Eso es lo que Sylvia me entregó
a mí. Dijo que esta cantidad era la parte que me correspondía.
—¿Y dijo también lo que te correspondía hacer?
—Me prometió que me daría doscientos cincuenta más si estaba dispuesta
a que mi fotografía apareciera en los periódicos. Dijo que tenía que
representar el papel de una mujer enamorada, también me dijo que esto del
«enamoramiento» era sólo de palabra.
—¿Y qué le respondiste?
—Tú estás aquí, ¿verdad?
—Sí.
—Pues bien; ahí tienes la respuesta.
—¿Y entonces te presentó a Billings?
—Sólo para tomar unas copas. Él me entregó el dinero y me miró de pies
a cabeza para reconocerme cuando volviera a verme, y yo también me fijé en
él, a fin de poderlo identificar. Tomamos una copa o dos, y luego él y Sylvia se
volvieron a marchar.
—¿Y quién preparó la historia?
—Sylvia.
—¿Por qué necesita él una coartada? ¿Lo sabes, acaso?
—No.
—¿Quieres decir que no se lo preguntaste?
—Yo sólo vi cinco hermosos billetes nuevecitos, de cincuenta dólares cada
uno. No hubiera preguntado nada ni siquiera por uno solo, y mucho menos
por los cinco juntos.
—¿Cuánto le pagó a Sylvia? ¿Lo sabes?
—Él y Sylvia son… —levantó la mano cruzando los dedos índice y
corazón.
—Lamento haberte molestado —le dije.
—No tiene importancia. Todo formaba parte de los doscientos cincuenta
dólares. Te esperaba ayer por la noche, pero Sylvia me telefoneó diciéndome
que habías tenido que volver a Los Ángeles.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Debes de estar cansado de tomar aviones.

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—Sí, viajo bastante.
—Bien, ¿y ahora qué hago yo?
—Nada. Estarte quieta.
—¿Llamo a Sylvia y le digo que estabas enterado de todo, que nos has
atrapado a ella y a mí?
—¿Qué haría Sylvia en este caso?
—¡Oh, cargaría toda la culpa sobre mis hombros! Diría que ello logró
engañarte, que diste pleno crédito a su historia pero que cuando viniste a
hablar conmigo se descubrió el pastel. Está bien… No se puede confiar en que
Sylvia asuma la responsabilidad, sobre todo siendo él uno de sus amigos.
—¿Cuántos tiene?
—Dos o tres.
—¿Y cuántos tienes tú?
—Eso no te importa.
—Hay muchas cosas que me importan. ¿Cuántos tienes?
Fijó su mirada en mí y dijo:
—Ninguno. Por lo menos en el sentido que te figuras.
—Es la respuesta que esperaba.
—Digo la verdad.
—Así lo creo —dije, y me puse en pie—. ¿Puedes decirme por qué Sylvia
te eligió a ti para que la respaldaras?
—Porque somos amigas.
—¿No hay ninguna otra razón?
—Y porque yo estaba libre.
—¿Qué quieres decir?
—Iba a tomarme una semana de vacaciones. Esto significaba que nadie
sabría que había estado trabajando, en lugar de ir a Los Ángeles. Sospecho
que Sylvia hubiera preferido a cualquier otra de sus amigas. Nosotras no
somos muy íntimas. Pero el cuento ese de las vacaciones me hacía ganar unos
hermosos dólares. Bonito negocio, ¿verdad? No era para dejarlo… Dime,
Donald, ¿hice algo malo?
—Para mí, no.
—¿Y para alguien más?
—Todavía no lo sé.
—¿Pero no tendría que sostener esa historia?
—Yo de ti, no lo haría.
—¿Adónde vas ahora?
—A trabajar.

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—¿Quieres que te prepare una taza de café?
Negué con un movimiento de cabeza.
—¿No le dirás a Sylvia que he metido la pata?
—No.
—¿Y qué le digo yo a ella?
—Dile que he venido a verte y que te he hecho varias preguntas.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Espero que me dejaras fuera de ese asunto, Donald, ¿no es verdad?
—Trataré de hacerlo.
—Gracias —dijo—, me acordaré de eso.
Cerré la puerta, bajé las escaleras y me dirigí a la Jefatura de Policía.
Vi a un hombre que daba la impresión de que podría ayudarme; entablé
conversación con él, le enseñé mis credenciales y le dije:
—Necesito unos datos. Se trata de una información al alcance de todo el
mundo, pero yo la necesito urgentemente. Me hará falta un poco de ayuda.
Estoy dispuesto a pagarla.
Saqué un billete de diez dólares de la cartera.
—¿Qué clase de información?
—Quiero la lista de los accidentes de coches, ocurridos el martes por la
noche, en los cuales el chófer culpable se dio a la fuga.
—¿Sólo esta clase de accidentes?
—Quiero la lista de todos los accidentes ocurridos…, pero en especial de
aquéllos en que desapareció el chófer culpable.
—¿Puede especificarme aproximadamente el lugar del hecho?
—En la ciudad y sus alrededores.
—¿Por qué le interesa esto? ¿Tiene alguna sospecha?
—No tengo ninguna sospecha que pueda ser de utilidad para usted.
Incluso no sé si lo que ando buscando es acertado, pero a juzgar por el tipo de
hombre de que se trata, podría ser muy bien un accidente de esta clase. Ésta
es, por lo menos para mí la explicación más convincente.
—¿Explicación de qué?
—La explicación por la cual le he entregado diez dólares para que me
proporcione la información que deseo.
—Siéntese un momento, compañero, vuelvo enseguida.
Tomé asiento y me maldije a mí mismo por haber adquirido parte de los
hábitos de Bertha después de tanto tiempo de estar asociado a ella. Con
cincuenta dólares hubiese obtenido inmediatamente lo que deseaba. Diez

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dólares no bastaban. Sin embargo, Bertha estaba siempre chillando tanto a
causa de los gastos, que involuntariamente había comenzado a economizar.
Decidí que, en el futuro, haría las cosas tal como se me antojaran. Un policía
que está dispuesto a aceptar una propina, considera un billete de diez dólares
como un camarero una propina de diez centavos.
Sin embargo, el hombre regresó al cabo de unos cinco minutos con la
información que yo deseaba.
—Sólo hay dos casos que puedan interesarle compañero. Un hombre fue
atropellado en el cruce de las calles Post y Polk por un coche conducido por
un joven que probablemente estaba borracho. Una muchacha iba sentada a su
lado y, según los testigos, iba muy apretujada contra él. Puede decirse que
estaba casi encima. Él conducía muy rápidamente. Alcanzó al transeúnte y
que se fracturó una cadera, un tobillo y el hombro; lo arrojó contra la acera;
disminuyó la velocidad del coche casi hasta detenerlo, pero al parecer recordó
las muchas copas que había tomado y emprendió una loca huida. Parece ser
que nadie tomó la matrícula del coche. Todo sucedió demasiado de prisa. Un
coche que iba detrás a la mitad de la manzana, vio todo cuanto sucedía y
emprendió su persecución. Tenía buenas intenciones, pero no pudo
realizarlas. Otro coche venía en dirección contraria. Chocaron, aplastándose
sus parachoques y rompiéndose los cristales en mil pedazos. La calle quedó
bloqueada, sin que pudiera pasar ningún otro vehículo.
—¿Alguna pista?
—Ya le he dicho que aquel tipo estaba de suerte. El segundo accidente
tuvo lugar casi en el mismo sitio donde el primer coche había atropellado al
transeúnte. Encontramos pedacitos de cristal roto y de radiador. Pero se ha
demostrado que esa chatarra surtida procedía de uno de los dos coches que
entraron en colisión. El coche que atropelló al transeúnte no dejó la menor
huella. Y si la dejó, se confundió con la de los otros dos.
—¿Y cuál fue el otro caso?
—No creo que le puede interesar. Un hombre conducía un coche y estaba
muy borracho. Está libre bajo fianza.
—Bien, pues sí me interesa.
—¡Un memo!
—¿Qué quiere decir?
—Está usted citado con el hombre que tiene a su cuidado la resolución de
este caso.
—¿Cuándo?
—Ahora.

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—No sé lo que está diciendo. Vine aquí a buscar una información. Yo…
—Ya se lo contará todo al teniente.
—Y, además —dije yo—, si poseyera alguna información, no se la daría al
teniente ni a nadie. Estoy protegiendo a un cliente.
—Eso es lo que usted cree.
—Y cuando protejo a un cliente, lo hago de veras.
—Ha hecho un largo viaje de Los Ángeles a San Francisco, amigo.
Intente proteger a sus clientes en Los Ángeles, pero aquí la cosa es muy
diferente.
—Pues traten de sacarme, aunque sea a golpes, esta información, y verán a
dónde van a parar.
—No se la sacaremos a golpes —dijo, sonriendo—. Le sacudiremos hasta
sacársela.
Apoyó su mano en mi hombro, una mano tan grande como una maza. Sus
fuertes dedos bajaron por mi brazo, hasta atenazar mi codo.
—Por aquí —dijo.

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EL teniente Sheldon era un hombre alto, delgado, que no daba en modo
alguno la impresión de ser un policía. Iba vestido de paisano y estaba sentado
ante una mesa escritorio, asumiendo la actitud de un padre confesor. Se puso
de pie, me estrechó la mano y dijo:
—Me alegro mucho de conocerlo, Donald. Encantado de poder prestarle
algún favor.
—Gracias.
—Siempre nos agrada ayudar a los forasteros.
—De veras que lo aprecio.
—En compensación, deseo que colaboren con nosotros razonablemente.
—Desde luego.
—Está usted interesado en los accidentes de circulación ocurridos el
martes por la noche en los cuales no se pudo detener al causante, ¿eh?
—No se trata de esto, exactamente. Estoy interesado en todos los
accidentes y crímenes cometidos. Pero prestaba una atención especial a esta
clase de accidentes.
—Lo sé, lo sé —dijo el teniente—. Usted deseaba la lista completa. Aquí
la tiene, Lam.
Me entregó una lista de tres páginas que incluía un caso de vejación, tres
robos, cinco estafas, tres casos de conductores borrachos y continuaba con
delitos de incitación, prostitución, fuego y una denuncia por extorsión.
No me entretuve en leerla toda. El teniente Sheldon comenzó a hablar de
nuevo:
—Dóblela y métasela en el bolsillo, Lam. Ya tendrá ocasión de estudiarla
con tranquilidad más tarde. ¿Qué sabe usted de estos accidentes de coche?
—Nada.
—Tal vez trabaje usted para un cliente cuyo coche sufrió un pequeño
percance. Es usted muy astuto. Desea saber exactamente de qué se trata antes
de comprometerse con él, ¿no es cierto?
—No.

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—Pues debería hacerlo.
—Quiero decir que no trabajo para ningún cliente que haya sufrido
accidente de coche.
—Vamos, vamos —dijo el teniente Sheldon—. No nos andemos por las
ramas, Lam.
—No me ando por las ramas.
Sus ojos brillaron.
—Y no trate de mostrarse obstinado. Esto no conduce a ninguna parte…,
por lo menos en nuestra ciudad.
—Me alegro de que sea así.
—De acuerdo —dijo—. De este modo nos entenderemos perfectamente.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Si supiera algo acerca de este accidente que pudiera serle de utilidad se
lo diría.
—Desde luego, lo sé —dijo el teniente Sheldon—. Estoy convencido de
ello. En primer lugar, solemos quedar muy agradecidos con aquellos que
colaboran con nosotros, y, en segundo lugar, nos molestan mucho,
muchísimo, aquellas personas que no están dispuestas a prestarnos ayuda.
Asentí de nuevo en silencio.
—Bien, tal como yo veo la situación —continuó Sheldon—, usted es de
Los Ángeles. Posee una agencia de detectives en aquella ciudad y alguien fue a
visitarlo y le dijo: «Lam, me metí en un lío cuando estuve en San Francisco.
Tomé unas copas y la muchacha que me acompañaba comenzó a mostrarse
demasiado cariñosa. La calle estaba muy transitada y oí que alguien gritaba.
No creo que atropellara a nadie, pero me gustaría tener la máxima certeza a
este respecto. Y si es que realmente lesioné a alguien, tú arregla el asunto por
mí, ¿entendido?».
Disentí con un movimiento de cabeza.
—No hay nada de lo que usted dice.
—Lo sé —dijo Sheldon—. Sólo le digo lo que podía haber sido.
No contesté.
—De modo que vino para acá con la intención de averiguar por sí mismo
qué era lo que había sucedido. Esto está muy bien por lo que respecta a usted,
pero en lo que hace referencia a la policía, nos gustaría poder aclarar el asunto.
Me comprende, ¿verdad?
Asentí.
Los ojos de Sheldon adquirieron una expresión dura.

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—Pues bien —dijo—, si sabe algo, cuéntenoslo, y nosotros, por nuestra
parte, le ayudaremos. De lo contrario, Donald, su cliente se encontrará metido
en un buen aprieto. Tal vez su cliente no pueda llegar a arreglar nada. La Ley
caerá con todo su peso sobre él, y tal vez se arrepienta usted de haber venido a
San Francisco en lugar de quedarse en casa.
Asentí otra vez.
—Bien —continuó Sheldon—, ahora que nos conocemos el uno al otro,
¿qué es lo que tiene que decirme?
—Todavía nada.
—No me gusta, Donald. No me gusta ni ése «todavía» ni ese «nada».
No repliqué.
—Precisará usted de nuestra ayuda antes de poder dar por terminado su
asunto. Bien, pues éste es el momento adecuado para que nos pongamos de
acuerdo para podérsela prestar.
—Puede usted estar completamente equivocado en sus conjeturas.
—Claro que puedo estar equivocado, Donald, claro que puedo estarlo. No
necesita decirme eso. Buen Dios, alguien pudo haber entrado en su oficina y
decirle: «Mire, Donald, mi hijo fue a San Francisco y cuando volvió a casa
barrunté que se había visto metido en algún aprieto. Es un buen muchacho,
pero tiene tendencia a salir de juerga y a hacer el loco detrás del volante.
Ahora suponga que se da una vuelta por San Francisco, para ver si hay alguna
acusación contra un conductor de automóvil que se dio a la fuga y que aún no
ha sido aclarada satisfactoriamente». O bien —prosiguió el teniente Sheldon
—, puede haber venido otro diciéndole: «Presencié un atropello cuyo causante
se dio a la fuga, hallándome en San Francisco. Me acompañaba una mujer que
no era mi esposa y, la verdad, no deseo verme mezclado en ello, pero puedo
proporcionarle una pequeña información sobre lo que vi. Tal vez le sea de
utilidad para localizar al conductor de aquel coche, y él se encargará de mí de
un modo u otro…». Pueden ser cientos y cientos de casos como éste.
—Trabajo para un cliente —le dije—. No tengo la menor idea de si él
sabe algo o no con respecto a un accidente de coche, pero yo sí estoy
interesado en averiguarlo. Cuando regrese a Los Ángeles, iré a visitar a mi
cliente. Le informará de todo lo que sé. Si estuvo complicado en un accidente
y quiere arreglar el asunto, usted será la primera persona a quien él irá a ver.
¿Qué le parece mi proposición?
El teniente Sheldon se puso de pie, dio la vuelta a la mesa, tomó mi mano
y la estrechó fuertemente.

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—Bien, Donald —dijo—, veo que empieza a comprender cómo
trabajamos en San Francisco y lo mucho que nos gusta poder ayudar a los
compañeros cuando vienen a nuestra ciudad. No intente trabajar por su
cuenta. Tome el teléfono y llame al teniente Sheldon, de hombre a hombre;
así nos entenderemos mejor, ¿comprendido?
—Comprendido —respondí.
—Me dirá lo que sabe y lo que desea hacer. Y la policía, de acuerdo con
sus informes, se pondrá a trabajar y solucionará el asunto, gracias al buen
trabajo de un detective. Una vez solventado el caso, nosotros le prestaremos
todo cuanto sepamos y jugaremos con las cartas boca arriba. Si usted puede
resolverlo, tendrá más poderes.
Asentí.
—Pero recuérdelo, Donald —dijo amenazándome con el índice como si él
fuera el profesor y yo el alumno desobediente—: No intente engañarnos. Si
sabe algo, será mejor que nos lo diga ahora mismo. Si sabe algo que no nos
dice y que nosotros averiguamos, no le arriendo la ganancia.
—Comprendido.
—No sólo por lo que toca a su cliente, sino también con respecto a su
agencia. Ayudamos a quienes nos ayudan y aborrecemos a los que no quieren
colaborar con la policía.
—Me parece muy bien —le dije.
—Aquí tiene la lista de los testigos presenciales del accidente —dijo,
alargándome una hoja mecanografiada en la que aparecían una serie de
nombres y direcciones—. Esto es todo lo que tenemos por el momento. Pero
estoy seguro de que nos ayudará a obtener más información, Donald. Estoy
convencido de ello. Bien, si desea alguna otra aclaración mientras está aquí, no
dude un solo instante en pedirla. Díganos lo que desea, Donald, y haremos
todo lo que esté en nuestra mano para complacerle.
Se lo agradecí y salí de la oficina.
Tomé un taxi hasta el Hotel Palace, pagué al conductor, entré en el hotel,
volví a salir por otra puerta y tomé otro taxi. Un coche me seguía. No pude
despistarlo sin antes dar una propina al chófer, dejando entender así a mis
seguidores que estaba enterado de su presencia.
Dije al chófer que tomara la dirección de Bush Street. Al divisar una casa
bastante presuntuosa situada casi en la cima de la colina le ordené que se
detuviera y que esperara. Subí corriendo las escaleras y entregué mi tarjeta al
conserje.
—Estoy trabajando en un caso —le expliqué.

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Su expresión lo era todo menos cordial.
—¿Hay aquí algún inquilino que conduzca un Buick sedán de color azul
oscuro?
—No lo sé. Es posible que tengamos varios inquilinos dueños de un coche
de esta clase.
Fruncí el ceño y dije:
—Ésta es la dirección y tiene que ser aquí; un sedán azul oscuro.
—Pues yo no lo sé.
—¿Puede averiguarlo?
—Me temo que no. No solemos espiar a nuestros inquilinos.
—No quiero que espíen a nadie. Lo único que deseo es una pequeña
información. Podría conseguir una lista de los inquilinos y ver las
inscripciones.
—¿Y por qué no lo hace, Mr. Lam?
—Porque puedo ahorrar tiempo así.
—El tiempo es oro —dijo el hombre.
—En este caso no hay mucho oro —repliqué.
—Entonces, tendrá que perder usted mucho tiempo.
—Veré lo que se puede hacer y volveré.
—Como quiera.
Salí a la calle, subí al taxi y me hice conducir a mi hotel. Subí a mi
habitación, esperé unos diez minutos, tomé luego otro coche y me dirigí a
Sutro Baths, en donde me di un delicioso chapuzón en la piscina. Después del
baño, alquilé otro coche y volví a Geary Street. Cuando llegué al cruce que
buscaba, pagué la carrera; di la vuelta a la manzana y cuando me convencí de
que no me seguían entré en una farmacia. Llamé a otro taxi y me dirigí al
domicilio de John Carver Billings.
Una doncella respondió a mi llamada.
—Soy Donald Lam, de Los Ángeles —le dije—. Deseo hablar con John
Carver Billings, segundo, y dígale que se trata de algo muy urgente.
—Un momento, por favor —respondió la muchacha.
Fijó su mirada en la tarjeta y tuvo la precaución de cerrar la puerta
mientras desaparecía en el interior de la casa. Regresó al cabo de un par de
minutos y dijo:
—Entre.
Atravesé un vestíbulo y entré en un gran salón. John Carver Billings,
segundo, salió a mi encuentro. No se alegró en modo alguno de volverme a
ver.

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—Hola, Lam. ¿Qué diablos hace usted por aquí?
—Trabajando.
—Su agencia me prestó un gran servicio —dijo—, pero esto fue todo…
Asunto terminado. Pau, como dicen en Hawai.
No me invitó a tomar asiento.
—Tengo otro asunto en el que estoy trabajando.
—Si hay algo en que pueda ayudarlo, estaré encantado prestándole este
favor —dijo con una voz que parecía frío linóleo para unos pies desnudos. Y
dije:
—Estoy investigando un accidente de coche ocurrido en esta ciudad. El
chófer se dio a la fuga. La policía está interesada en el caso.
—¿Quiere decir que la policía de San Francisco ha contratado a un
detective privado de Los Ángeles para…?
—No he dicho tal cosa, sino que la policía estaba interesada.
—¿En el accidente de un coche cuyo chófer se dio a la fuga?
—Sí.
—Pues lo considero muy lógico.
—En la esquina de la calle Post y Polk, un conductor atropelló a un
transeúnte y lo dejó bastante malparado. Después dióse a la fuga. Alguien
intentó perseguirlo, pero entró en colisión con otro vehículo, que se apartaba
de la acera. Esto permitió que el conductor del primer coche pudiera
continuar la fuga… temporalmente.
—¿Y qué va usted a hacer? ¿Intentaré dar con él?
—Creo que sé quién es —dije mirándole fijamente a los ojos—. Y estoy
tratando de encontrar el modo de que pueda salir bien parado.
—Por mi parte, le deseo mucha suerte. Esta clase de conductores son una
verdadera amenaza… ¿Desea algo más de mí, Lam?
—Sí, charlar un rato con usted.
—Me encuentro muy ocupado en estos momentos. Estoy celebrando una
conferencia con mi padre y…
—Si usted estuviera enfermo y fuera al consultorio de un médico para
pedirle que le diera una receta de penicilina, y él se la diera sin dirigirle la
menor pregunta y le dejara luego salir, ¿qué opinaría usted?
—No tendría la menor confianza en un hombre así. ¿Es esto lo que quiere
usted que responda?
—Esto es lo que yo esperaba oír.
—Está bien, ya lo he dicho.

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—Pues es lo que hizo usted. Entró en una agencia de detectives, describió
la medicina que deseaba y luego se marchó tan tranquilo.
—Les di una asignación bastante substanciosa, si es a lo que quiere
referirse. No se trataba de ningún medicamento, y no estoy enfermo.
—Puede usted haber pensado que no lo estaba, pero tal vez fuera mejor
que volviera a estudiar detenidamente la situación. Tómese el pulso… y la
temperatura…
—¿Qué es lo que pretende, Lam?
—Planeó usted una coartada falsa y luego se decidió a llevarla a la práctica.
Quería que nosotros le guardáramos la espalda. Luego podía hacerse el
ingenuo y decir que había pagado una buena cantidad a una agencia de
detectives para encontrar a las personas que…
—Creo que no me gusta su actitud, Lam.
—El punto débil de este plan —continué— era que no se atrevía a
acercarse a una persona desconocida. Tenía que ser una persona amiga, y en
este caso su amistad con dicha persona podría ser probada. Además, a fin de
no comprometer públicamente a Sylvia y dar mayor fuerza a su coartada,
insistió usted en que fueran dos personas, y Sylvia se hizo acompañar por su
amiga Millie.
—¿Tiene usted alguna idea de lo que está diciendo? Yo, sinceramente, no.
—Y después de haber obtenido la certeza de que nosotros íbamos a
ocuparnos del caso —proseguí—, cuando todo estuvo preparado, se fue usted
al parador, se puso un abrigo de cuero y una gorra con muchos galones
dorados y colocó la prueba para que yo pudiera encontrarla. No sé a qué se
debió que eligiera usted precisamente aquel parador. Tal vez había estado ya
anteriormente en él y creyese que tenía un aspecto raro o tal vez lo eligió por
casualidad. Ahora bien, si yo supiera lo que usted trata de encubrir, lo que
pasó el martes por la noche, tal vez pudiera ayudarlo. Por esto estoy aquí, para
ayudarlo, si podemos.
—Me habían prevenido contra los detectives privados —dijo lentamente,
con un tono de voz helado y colérico—. Me advirtieron que trataban de hacer
víctimas de chantaje a sus clientes si lograban averiguar algo con respecto a
ellos. Debí haber prestado oídos a esta advertencia. Lo primero que haré el
lunes por la mañana será dar instrucciones al Banco para que anulen el cheque
que les entregué. Mandaré un telegrama a la dirección de su agencia
anunciando que el cheque ha sido anulado. No me gusta que se interfiera
usted en mis asuntos personales; no me gusta que intente hacerme víctima de
un chantaje, y no me gusta usted.

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Jugué la última carta.
—Tal vez su padre se enoje al saber que su hijo es objeto de publicidad en
los periódicos por haber atropellado a un transeúnte y haber emprendido la
fuga —dije—. Siempre hay una posibilidad de poder arreglar amistosamente
estos casos…
—Un momento —dijo—; espere aquí, Lam. Tengo algo para usted. Su
última proposición me ha dado una idea. Espere aquí mismo, no se marche.
Se volvió y abandonó la habitación.
Me acerqué a un cómodo sillón y me senté.
Oí unos pasos, se abrió la puerta y Billings volvió al salón, acompañado de
un caballero de más edad.
—Le presento a mi padre —dijo—; no tengo secretos para él. Papá, éste
es Donald Lam, un detective privado de Los Ángeles. Lo contraté para que
averiguara quiénes eran los que estuvieron conmigo el martes por la noche en
el parador de Los Ángeles. Me prestó un excelente servicio localizando a la
gente en cuestión. Tengo su informe por escrito en el que consta que localizó
y habló por lo menos con una de estas dos personas, y que todo está de
acuerdo con lo que yo le conté a él anteriormente. Entregué a la agencia un
cheque por valor de quinientos dólares de acuerdo con lo que no estoy del
todo seguro de haber procedido bien. Creo incluso que esto va en contra de la
ética profesional de las agencias de detectives privados. Ahora viene con la
intención de hacerme víctima de un chantaje. Me acusa de haber planeado
una coartada y de ser el causante de un accidente de coche ocurrido el martes
por la noche, un accidente que, según él, ocurrió cerca de Post y Polk. ¿Qué
debo hacer?
John Carver Billings, primero, me miró como si yo fuese un bicho raro
que me hubiese deslizado por debajo de la puerta y al que quería examinar
antes de aplastarlo con el pie.
—Echa de casa a este sinvergüenza —dijo.
—Su hijo de usted no estuvo en aquel parador el martes por la noche. Ha
intentado fabricarse una coartada. No obstante, ha obrado de un modo muy
ingenioso, y si tuviera lugar alguna investigación, el mero hecho de haber
querido planear esta coartada lo condenaría y, al mismo tiempo, se granjearía
las antipatías del tribunal y del público. Lo único que intento es ayudar al
muchacho.
El viejo Billings continuó mirándome con expresión fría y orgullosa.
—¿Ha terminado usted, señor…, señor…?
—Lam, Donald Lam.

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—¿Ha terminado usted ya, señor Lam?
—Así es.
Billings se volvió hacia su hijo.
—¿Qué hay de todo esto, John?
John se humedeció los labios con la lengua.
—Te voy a contar toda la verdad, papá. Estuve en Los Ángeles. Encontré
allí a una muchacha. Lo único que le pedí fue que bailara conmigo. Luego fue
ella la que me invitó a continuar, y por fin me dejó plantado. Resulta que esta
muchacha era amiga de un conocido gangster. Ahora ha desaparecido.
Después de dejarme plantado, encontré a dos simpáticas muchachas de aquí.
No sabía cómo se llamaban. Pasamos la noche en un parador, los tres.
Contraté a este hombre para que averiguara quiénes eran las muchachas, a fin
de probar, si era necesario, que yo no había estado con la amiga del gangster,
una tal Maurine Auburn. Encontró a las muchachas; un buen trabajo,
realmente. Ahora trata de invalidar el resultado de su propia investigación. Tal
vez le han dado dinero o quizá piensa obtenerlo de nosotros. O acaso alguna
de las muchachas que estuvieron conmigo le ha mentido para poder sacar una
buena tajada a mi costa.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme, John?
—Si, papá, eso es todo; ayúdame.
Billings se volvió hacia mí.
—Ahí está la puerta. Márchese —ordenó.
Sonreí.
—Ahora es cuando empieza a interesarme usted.
Se acercó al aparato telefónico, descolgó el auricular y dijo:
—Jefatura de Policía, por favor.
—Pregunte por el teniente Sheldon —le dije—. Sheldon está interesado
investigando el accidente que tuvo lugar en Post y Polk el martes por la noche
alrededor de las diez y media.
John Carver Billings, primero, no se dignó volverse hacia mí.
—¿Sí? ¿La Jefatura de Policía…? Quiero hablar con el teniente Sheldon.
Podía tratarse de un engaño. Tal vez el teléfono estuviera desconectado.
No me era posible saberlo.
Esperé. Un momento más tarde se oyó un ruido en el aparato y Billings
dijo:
—Soy John Carver Billings, teniente. Estoy siendo molestado por un
detective privado que, aparentemente, trata de hacer objeto de chantaje a mi

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hijo… Él mismo me ha dado su nombre de usted… ¿Cómo? Sí, un detective
privado de Los Ángeles. Se llama Donald Lam.
—El nombre de la agencia es Cool y Lam, papá —intervino el hijo.
—Creo que trabaja para la agencia Cool y Lam de Los Ángeles —
continuó el anciano—. Al parecer, trata de encontrar a alguien a quien pueda
colocar en lugar de un cliente suyo que sufrió un accidente de automóvil el
martes por la noche y que se dio a la fuga… Sí, de eso se trata. Esto es lo que
dice él. En la esquina de la calle Polk y Post, alrededor de las diez y media…
Eso mismo. ¿Qué debo hacer? Está bien, trataré de retenerlo aquí hasta que
usted llegue.
No esperé más. Si aquello era un engaño, tenían más triunfos en la mano,
de lo que yo me había figurado y, muy seguros de sí mismos, habían apostado
a una sola carta.
Di media vuelta y salí.
Nadie intentó retenerme.

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TOMÉ un taxi, luego otro, y pronto me encontré en el lado sur de Market.
Era menos que un zaquizamí; era un vertedero. Para lo que deseaba ya era
bastante. Tenía que serlo.
En una pequeña tienda de la calle Tercera compré una camisa, unos
calcetines y ropa interior. En una droguería, artículos de afeitar. Me metí en el
sucio y maloliente cuartucho, me senté ante la mesilla desvencijada y comencé
a reflexionar sobre todo lo que había sucedido.
John Carver Billings, segundo, había necesitado una coartada con tanta
urgencia que había gastado una gran cantidad de dinero, tiempo y esfuerzos
en un grosero intento por simular algo que tuviera visos de realidad.
¿Por qué?
Lo más lógico era pensar en aquel accidente en que el chófer había
emprendido la fuga, pero aquello no parecía haberle afectado en lo más
mínimo cuando se lo dije cara a cara. Por lo tanto, o era un jugador de póquer
más bueno que yo, o yo me encontraba sobre una pista falsa.
Me dirigí a una cabina telefónica y llamé al departamento de Elsie. Por
suerte, la encontré allí.
—¿Qué tal sigue Sylvia? —me preguntó.
—Espléndidamente —contesté—. Me ha dado muchos saludos para ti.
—Te lo agradezco cordialmente —contestó con voz helada.
—Elsie, me temo que estoy siguiendo una pista falsa.
—¿Y a qué se debe?
—No lo sé. Estoy preocupado. Creo que quizá podríamos encontrar la
respuesta en Los Ángeles. Quiero que empieces a tirar de los hilos allí y
averigües todos los crímenes que se cometieron en Los Ángeles el martes por
la noche.
—Será una lista muy larga.
—Empieza por los accidentes de coche en los cuales el conductor se dio a
la fuga —dije—. Me interesa un caso en que el transeúnte fue gravemente

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herido y el coche no resultó averiado, de modo que no dejó huellas.
¿Comprendes por dónde voy?
—Sí.
—No sólo en Los Ángeles, sino también en sus alrededores. Digamos en
un radio de acción de cincuenta a cien millas.
—¿Es urgente?
—Muy urgente.
—A ti no te importa en absoluto mi fin de semana, ¿no es cierto?
—Cuando yo regrese, podrás disfrutar de muchos fines de semana —dije.
—Con lo mucho que lo necesito —replicó ella.
—¿Qué dices?
—Digo que muchos recuerdos a Sylvia —contestó y luego preguntó—:
¿Dónde puedo llamarte?
—A ningún sitio. Yo te llamaré.
—¿Cuándo?
—A cualquier hora, mañana por la mañana.
—¡Es domingo!
—Ya lo sabía.
—Cada día te pareces más y más a Bertha —me dijo.
—Está bien, te dejaré más tiempo para que puedas dormir. Digamos el
lunes por la mañana en la oficina. Iré a reponer fondos, porque estoy flojo de
dinero.
—Llámame el domingo si quieres, Donald. Todo lo que yo pueda hacer…
—No, por entonces aún no habrás podido conseguir la información.
—¿Y tú qué sabes? Un detective de la policía me ha invitado a cenar esta
noche.
—¿No pierdes el tiempo, eh?
—No tengo necesidad de ir a otra ciudad.
—Te llamaré el lunes, Elsie. Hay tiempo suficiente.
—¿Lo dices sinceramente?
—Sinceramente.
—Hasta pronto, pues —dijo ella, suavemente y colgó.
Fui a las calles Post y Polk y eché una mirada al lugar. Era un cruce muy
apropiado para un accidente. Alguien que viniese por Post Street y viese señal
de paso libre, aceleraría para cruzar, si creía que podía alcanzar Polk Street.
Un muchacho vendía periódicos en la esquina. Había mucho tránsito.
Saqué del bolsillo la lista de los testigos del accidente que me había
entregado el teniente Sheldon y me pregunté si estaría completa.

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En la relación figuraba una mujer de profesión vendedora, un hombre que
trabajaba en una droguería cercana, un motorista «que lo vio todo» desde un
lugar situado a media manzana y el propietario de un puesto de tabacos, que
oyó el ruido y corrió a ver qué había pasado.
El vendedor de periódicos no constaba en la lista.
Me fijé en este detalle. Me acerqué al muchacho, compré un periódico y le
dije que se quedara con el cambio.
—¿Es este el lugar donde sueles estar siempre? —le pregunté.
Asintió con un movimiento de cabeza, estudiando a los transeúntes con
sus ojos vivarachos y buscando la oportunidad de vender otro periódico.
—¿Estás aquí todas las noches?
Asintió.
De pronto le dije:
—¿Cómo es que no has contado a la policía lo que sabes del accidente
ocurrido aquí el martes por la noche?
Hubiese emprendido la huida, de no haberlo sujetado yo por el brazo.
—Vamos, muchacho, cuéntamelo todo.
Deba la impresión de un conejo caído en una trampa.
—No puede usted sujetarme del brazo y empujarme de esta forma.
—¿Y quién te está empujando?
—Usted.
—Todavía no has visto nada —le dije—. ¿Cuánto te pagaron para que
cerraras el pico?
—Déjeme en paz.
—Esto se llama complicidad.
—Tengo amigos policías cerca de aquí —me dijo—, amigos a los cuales
no les gustaría ver como me está tratando usted.
—No dudo que tal vez tengas amigos entre la policía, pero, ¿conoces
también a algún buen juez?
Vi que cambiaba de expresión.
—Desde luego —proseguí—, un buen amigo juez tal vez te pueda ayudar.
Yo no soy de la policía. Soy detective privado, y no cedo fácilmente.
—¿Y qué quiere de mí? ¡Deme alguna oportunidad, por lo menos!
—¿Y eso qué quiere decir? —le pregunté—. ¿Te ha dado alguien dinero?
—Claro que no.
—¿Tal vez tienes la intención de preparar un pequeño chantaje?
—No, en absoluto, señor. Quería denunciar el caso, pero luego comprendí
que no podía.

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—¿Por qué no?
—Porque tuve complicaciones en Los Ángeles. Estoy en libertad
provisional. No me está permitido vender periódicos. Tengo que presentarme
cada treinta días a la policía. No me gustaba, vine aquí y pienso llevar una vida
decente.
—¿Por qué no informaste del accidente?
—¿Y cómo? Creí ser lo bastante astuto. Tomé el número de la matrícula
del coche y quería darlo a la policía para apuntarme un ramo, pero luego
comprendí que no podía hacerlo. El fiscal me hubiese tomado como testigo, y
el abogado defensor hubiese comenzado a investigar mi pasado y a demostrar
ante todo el mundo que no había cumplido mi palabra; me hubieran devuelto
a Los Ángeles, por haber abandonado aquella ciudad sin permiso. Nadie me
hubiese dado crédito.
—Muy astuto, por ser todavía un muchacho.
—No soy ningún muchacho.
Fijé mi mirada en aquella carita prematuramente envejecida y juiciosa, de
ojos vivarachos que me estudiaban desde todos los ángulos como si quisiera
tomar alguna ventaja sobre mí. Bajo mi mano notaba el huesudo hombro del
muchacho. Dije:
—De acuerdo, muchacho, juega limpio conmigo y yo jugará limpio
contigo. ¿Qué edad tienes?
—Diecisiete años.
—¿Y cómo te van ahora las cosas?
—Bien. Sigo el buen camino… Tenía demasiados amigos en Los Ángeles.
Salí varias veces con y me dijeron que tenía que demostrar que podía formar
parte de la banda.
—¿A qué se dedicaban?
—Créame, señor, a todo lo imaginable. Primero eran niñerías, pero
cuando Butch se hizo cargo de la banda dijo que sólo admitiría a los que
tuvieran valor para todo. Es un tipo muy duro.
—¿Y por qué no dijiste todo eso a la policía?
—¿Cree acaso que soy un chivato?
—¿Y por qué no te quedabas en casa y te dedicabas sólo a tus cosas?
—No sea tonto.
—De modo que te escapaste y viniste aquí, ¿eh?
—En efecto.
—¿Y ahora piensas llevar una vida decente?
—Como el que más.

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—Dame el número de la matrícula, y yo haré que no te veas complicado
en nada.
Sacó del bolsillo un pedazo de papel de periódico en el que había
garrapateado un número con un lápiz muy duro, gracias a lo cual se destacaba
perfectamente.
Lo estudié con cuidado.
—Éste es el número del coche que hirió al hombre —dijo el vendedor de
periódicos con voz plañidera y ansiosa—. El coche bajaba por la Calle a toda
velocidad y casi me atropelló. Me enfadé tanto que anoté su número. El
conductor era un hombre gordo, de mediana edad, acompañado de una
muchacha rubia que casi se echaba encima de él. Ella comenzó a besarlo
cuando dieron la vuelta a la esquina, o él la estaba besando, o se estaban
besando mutuamente; no lo sé con exactitud.
—¿Y tú qué hiciste?
—Salté a un lado, convencido de que iba a estrellarse. Tomé su número…
Mejor dicho, saqué el lápiz y había comenzado a anotarlo en el borde del
periódico, cuando atropelló a aquel transeúnte.
—¿Y luego?
—Aminoró la marcha y creí que se iba a detener, pero ella le dijo algo, y
cambió de opinión, apretando el acelerador.
—¿No lo siguió nadie?
—Sí, otro coche intentó perseguirlo, pero chocó con otro loco que
apareció por la esquina. Chocaron violentamente, llenando la calle de vidrios
rotos. Entre tanto, los demás transeúntes se dedicaban a auxiliar al anciano
que había sufrido el atropello, y de pronto me di cuenta de que yo había sido
testigo del accidente, pero que si contaba a la policía lo sucedido me pondría
en evidencia.
—¿Quién era él?
—Ya le he dicho que lo ignoro; lo único que sé es que conducía un sedán
negro, que iba a mucha velocidad y que él y la muchacha se estaban arrullando
cuando doblaron la esquina.
—¿Borracho?
—¿Y yo qué sé? Estaba ocupado en hacer otras cosas, además de conducir
el coche. Bien, déjeme en paz, señor, déjeme marchar.
Le alargué un billete de cinco dólares.
—Tómate una Coca-Cola, muchacho, y no te preocupes por el asunto.
Miró el billete, dudó unos instantes, pero luego se lo metió rápidamente
en el bolsillo.

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—¿Eso es todo? —preguntó.
—¿Reconocerías al individuo que conducía el coche si lo volvieras a ver?
Súbitamente me miró con ojos duros y astutos.
—No —dijo.
—¿De veras no lo reconocerías, si te lo presentaban alineado con otros
para una identificación?
—No.
Solté al muchacho y fui a consultar en el registro el número de la matrícula
anotado en el pedazo de papel.
El coche pertenecía a un tal Harvey B. Ludlow, que tenía su vivienda
hacia la playa. Se trataba de un Cadillac sedán.

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DORMÍ hasta el mediodía del domingo en mi cuartucho del lado sur de
Market. Me desayuné en un restaurante cercano; un desayuno consistente en
un par de huevos fritos con grasa casi rancia, un café malo y unas tostadas frías
y blanduchas.
Compré los periódicos de la mañana y regresé a mi sofocante habitación
con su deshilachada alfombra, su dura silla y su aire viciado.
Gabby Garvanza había vuelto a hacer de las suyas.
Él mismo se había dado de alta en el hospital. Su fuga, había demostrado
que se hallaba dominado por la aprensión y sumamente preocupado.
En realidad, se había esfumado en el aire.
Sus enfermeras y médicos insistían en que no sabían nada del asunto.
Garvanza se había restablecido rápidamente y estaba ya en condiciones de
andar por sus propias fuerzas. Ataviado con un pijama, zapatillas y un batín,
había anunciado su intención de bajar al vestíbulo para salir al solario.
Cuando su enfermera especial bajó al solario unos minutos más tarde, el
hombre había desaparecido. Se inició una frenética búsqueda por todo el
hospital, pero fue imposible encontrar a Gabby Garvanza.
Las teorías eran muy diversas e iban desde los que afirmaban que el tahúr
se había escapado del hospital, hasta los que sostenían que había sido
secuestrado por sus enemigos, que querían borrarlo del mapa.
Gabby abandonaba en el hospital los trajes que le había llevado Maurine
Auburn el día después de haber sido víctima del atentado.
El traje, de trescientos cincuenta dólares, la camisa de seda y la corbata de
veinticinco dólares, pintada a mano, que llevaba la noche que dispararon
contra él, pasaron a manos de la policía como pruebas. Los agujeros de las
balas en el traje manchado de sangre podían contener algún vestigio para un
posterior análisis espectrográfico, que permitiese descubrir, tal vez, a aquel o
aquellos que habían conseguido poner en peligro le vida de Garvanza.
Al día siguiente del atentado, Maurine Auburn había llegado al hospital
con una maleta que contenía otro traje de trescientos cincuenta dólares, hecho

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a medida, un par de zapatos de artesanía de setenta y cinco dólares, otra
corbata de veinticinco dólares pintada a mano y gran número de camisas de
seda, calcetines y pañuelos.
Todo había quedado en el hospital. Cuando desapareció, el tahúr llevaba
puesto solamente el pijama, las zapatillas y un batín.
Los empleados del hospital insistían en que un hombre con semejante
atavío no había podido abandonar el hospital por ninguna puerta, y señalaban
que resultaba imposible que hubiese podido escoger un taxi vestido de aquella
manera.
La policía replicaba que, tanto si esto era posible como si no lo era,
Garvanza había desaparecido, sin necesidad de tomar ningún taxi.
Se la criticaba por no haber apostado a un agente de vigilancia, pero la
policía contestaba a esta crítica diciendo que Gabby Garvanza había sido la
víctima y no el autor de un atentado. No era él quien había disparado, y
cuando atentaron contra su vida iba desarmado. La policía tenía ocupaciones
más importantes que proteger a un notorio jugador… que parecía hallarse en
conflicto con unos competidores que deseaban intervenir en lo que la Prensa
denominaba «un negocio saneado…». A pesar de que se subrayaba que no
existían lugares de juego que merecieran tal nombre.
Saqué mi cortaplumas, corté el reportaje, lo doblé y lo metí en mi cartera.
Puesto que por el momento no podía hacer nada y que tampoco me
atrevía a circular por las calles, pasé un día aburridísimo leyendo, pensando y
no dejándome ver.
El lunes a primera hora salí para comprar los periódicos de la mañana.
La historia aparecía en primera página.
El cuerpo de Maurine Auburn había sido encontrado enterrado a poca
profundidad cerca de la playa de Laguna, el famoso lugar de recreo al sur de
Los Ángeles.
Habían enterrado someramente el cuerpo en la arena, sobre la línea de la
marea, pero el cabello había sobresalido, el hedor de la descomposición se
había hecho evidente y el cadáver fue descubierto.
Las autoridades afirmaban que la tumba había sido cavada a toda prisa por
la noche y que la joven ya estaba muerta cuando el coche descendió por una
calle lateral, se estacionó cerca del precipicio y el cuerpo fue arrojado desde él
a la playa. El asesino se había apresurado a enterrar el cuerpo en la arena y
desaparecer lo más rápidamente posible.
El médico forense afirmaba que la joven había muerto hacía ya una
semana. Le habían disparado dos tiros por la espalda… Un trabajo certero,

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hecho a sangre fría. Cada una de las balas pudo provocar la muerte
instantánea.
Las dos balas asesinas habían sido recuperadas.
La policía de Los Ángeles, que se había desentendido por completo dela
atractiva joven cuando ésta no quiso revelarles quién había disparado contra
Gabby Garvanza, no tenía ahora ningún comentario que hacer. El sheriff de
Orange County lanzaba chispas y maldiciones contra los gangsters.
A la vista de estos acontecimientos, se llevaban a cabo pesquisas para
averiguar quién era el joven con el que desapareció Maurine Auburn la noche
en que, según la convicción de la policía, fue asesinada. La policía tenía en su
poder una buena descripción y estaba «realizando activas pesquisas».
Fui a una cabina telefónica y llamé a Elsie Brand a la oficina anunciando
antes que la conferencia telefónica sería pagada por el receptor.
Oí decir a la telefonista al otro lado de la línea: «La señora Cool dice que
no quiere ninguna llamada telefónica de Mr. Donald Lam, contra pago a
cuenta suya».
Un instante después oí la voz histérica de Bertha, que chillaba a voz en
cuello:
—Maldita sea, ¿qué te imaginas que estás haciendo? ¿Quién diablos crees
que dirige este negocio?
—¿Qué te pasa ahora? —pregunté.
—¿Que qué me pasa? —gritó—. Estamos metidos en un terrible conflicto.
Has intentado hacer víctima de chantaje a un cliente nuestro. Van a anularnos
la licencia. El cliente ha anulado el pago de los quinientos dólares… ¿Y
preguntas qué es lo que pasa? Sigue metiendo las narices en San Francisco…
La policía de San Francisco te persigue, tendremos que cerrar la agencia, los
quinientos dólares se han esfumado y aún te atreves a preguntar qué es lo que
ocurre.
—Quiero ciertos datos que habrá averiguado Elsie Brand —dije.
—Paga tú la llamada, si quieres —me dijo Bertha—. Desde ahora, no
admitiremos más llamadas a tu nombre desde San Francisco.
Y colgó el auricular con tan tremendo golpe, que debió arrancar de cuajo
el teléfono. Yo colgué también el auricular, me senté en la cabina y conté el
dinero que llevaba encima.
No me alcanzaba para poder gastarlo en llamar a Elsie Brand.
Fui a la oficina de telégrafos y le mandé un telegrama contra pago por
parte del receptor.
Manda información pedida a Western Union Branch.

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Bertha no se atrevía a rehusar el recibí del telegrama.
Regresé a la mísera habitación de mi hotel, tratando de ganar tiempo
mientras esperaba que me mandaran la información.
Las ediciones de los periódicos del mediodía rebosaban de valiosa
información. El asesino de Maurine Auburn había adquirido súbito interés
porque tenía cierta relación local.
Los titulares de la primera página decían:
EL HIJO DE UN CONOCIDO BANQUERO PRESTA
DECLARACIÓN VOLUNTARIA SOBRE EL ASESINATO.

Leí que John Carver Billings, segundo, se había presentado


voluntariamente a la policía para declarar que había sido él quien había
invitado a bailar a Maurine Auburn en un club, y que la joven había
abandonado el local en su compañía.
Sin embargo, la «conquista» del joven se había trocado muy pronto en una
humillación cuando ella le dijo «que iba a empolvarse la nariz» y lo había
dejado plantado.
El joven Billings afirmaba que había «conocido» a dos muchachas de San
Francisco y que pasó «el resto de la noche» con ellas. No conoció el nombre de
las dos muchachas hasta que una agencia de detectives de Los Ángeles, a la
que él había contratado, descubrió quiénes eran.
Billings daba el nombre de las dos muchachas a la policía, y, puesto que
estas jóvenes eran dos respetables señoritas empleadas en San Francisco, y
puesto que parecía que sus relaciones con Billings se limitaban a haber dado
una vuelta por los clubs nocturnos y utilizarlo para que les «enseñara la
ciudad», la policía no mencionaba sus nombres. Se sabía, sin embargo, que
habían sido interrogadas y que habían confirmado la historia contada por
Billings.
El periódico publicaba la fotografía muy clara y bien hecha de John Carver
Billings, tomada por un reportero gráfico.
Fui a la redacción del periódico y pregunté por la sección gráfica. Un par
de buenos cigarros me hicieron dueño de una magnífica fotografía de John
Carver Billings, segundo.
Volví a la oficina de telégrafos. No había noticias de Elsie.
Tomé un tranvía hasta el departamento de Millie Rhodes.
La encontré en su casa.
—¡Ah, hola! —me saludó—. Entra.
Sus ojos brillaron llenos de excitación. Llevaba un vestido que
evidentemente acababa de sacar de una caja de cartón que llevaba la etiqueta

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de una de las casas de modas más caras de San Francisco.
—¿No trabajas hoy? —pregunté.
—Hoy no —respondió ella, sonriendo enigmáticamente.
—Creí que habían terminado ya tus vacaciones y que tenías que volver a tu
trabajo.
—He cambiado de planes.
—¿Y el trabajo?
—Pienso descansar durante una temporada. Ahora soy una dama ociosa.
—¿Desde cuándo?
—Preguntas demasiado.
—¿Te gusta?
—No digas tonterías.
—Estás quemando las naves, Millie.
—Deja que se quemen.
—Tal vez algún día te interese volver.
—No. Iré hacia adelante, nunca más hacia atrás… nunca más.
—Es un vestido nuevo, ¿no es cierto?
—¿Verdad que es divino? Como hecho para mí. Lo elegí yo misma. No
necesitaba el menor cambio. Estoy loca por él.
Estaba de pie ante el espejo. Levantó ligeramente las manos y se volvió
hacia mí para que pudiera observar mejor su silueta.
—Bonito trabajo —observé—. En efecto, hecho para ti.
Se sentó, cruzó las piernas y se alisó la falda sobre las rodillas con un
movimiento acariciador.
—Bien, ¿de qué se trata ahora?
—No quiero que quemes las naves detrás de ti. Me mentiste de cabo a
rabo con respecto a la coartada de John Carver Billings.
—John Carver Billings, segundo —me enmendó con una sonrisa.
—Segundo —admití—. Mentirme a mí es una cosa… Mentir a la policía,
algo muy diferente.
—Escúchame, Donald —dijo la muchacha—, pareces un buen muchacho.
Tú eres detective. Esto hace que siempre sospeches de todo el mundo. Viniste
a verme y dijiste que yo mentía a fin de proporcionar una coartada a John
Carver Billings, segundo. Yo seguí la jugada para averiguar lo que tú tenías
que decir.
—Cuando te interrogué, no sabías ya por dónde ibas y no me pudiste dar
una explicación que tuviera pies ni cabeza.
Estalló en una carcajada, como si todo aquello la divirtiera lo indecible.

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Se acercó al sofá, apoyó suavemente una mano en mi hombro y dijo
cariñosamente:
—Donald: ¿por qué no dejas de portarte como un muchacho?
—Soy mayor de edad.
—No puedes competir con el dinero y la influencia… Por lo menos, no en
esta ciudad.
—¿Y quién tiene el dinero? —pregunté enojado.
—En este preciso instante es John Carver Billings, segundo, el que tiene el
dinero —contestó la joven.
—Está bien, ¿y la influencia?
—Contestaré también a esta pregunta: John Carver Billings.
—Te has olvidado del «segundo» —comenté con sarcasmo.
—No, no me he olvidado.
—¿Quieres decir…?
—Quiero decir John Carver Billings, el viejo.
Reflexioné sobre estas palabras.
—Te metiste donde no te llamaban —dijo—. Has hecho cosas que no
debiste hacer. Dijiste cosas que hubiese sido mejor callar. ¿Por qué no te
desentiendes del caso, Donald?
—Porque yo no soy de los que abandonan.
—Has perdido quinientos dólares, te has puesto a mal con la policía, tiene
orden de detención contra ti… ¡En buen lío te has metido…! Pues bien, si
fueras sensato tratarías de arreglar este asunto. La policía retiraría la orden de
detención, te pagarían el cheque de quinientos dólares y todo sería, para ti, de
color rosado.
—¿De modo que insistes en esa historia de la coartada?
—Jamás la he abandonado.
—Frente a mí, sí.
—Eso es lo que tú dices.
—Tú sabes que fue así.
Ella dijo, con acento soñador:
—John Carver Billings, segundo, Sylvia Tucker y yo contamos la misma
historia. Ahora pretendes que a ti te dije algo diferente. Lo niego. John Carver
Billings, segundo, dice que intentaste hacerle víctima de un chantaje. La
policía afirma que tratas de obtener alguna información a fin de hacer víctima
de un chantaje a un cliente tuyo. No has procedido de un modo astuto,
Donald.
—¿De modo que habéis decidido pagarme para que calle?

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—No. He decidido cobrar para decir lo que ya sabes.
—No te servirá de nada, Millie; no lo intentes —le rogué.
—Tú ocúpate de tus asuntos; yo, de los míos.
—Millie, no puede ser, no irás muy —lejos así. Tan pronto como
comencé a hacerte preguntas, se derrumbó toda la historia que habíais
construido.
—Trata de interrogarme ahora.
—¿Y de qué serviría que volviese a atraparte en contradicciones?
Posiblemente serías más precavida y conseguirías colocarme tus mentiras con
más éxito.
—He aprendido mucho últimamente, Donald. ¿Por qué no aprendes tú
también?
—Estás tratando con un grupo de aficionados —le dije—. Creen que lo
pueden arreglar todo por si solos. Tú eres una muchacha bonita, Millie. Me
molesta verte metida en este lío. Puedes salir muy mal parada.
—Yo creo que eres tú el que saldrá mal parado.
Me dirigí a la puerta y dije, enojado:
—Ya veremos quién sale perdiendo en todo esto.
Se acercó a mí corriendo.
—No te vayas tan enfadado, Donald.
La empujé hada un lado.
Me echó los brazos al cuello.
—Escúchame, Donald, eres un muchacho simpático. No me gusta verte
metido en un aprieto. Te enfrentas con poder, dinero e influencias. Te
aplastarán y te arrojarán a un lado. Quedarás desacreditado, perderás tu
licencia… Donald, por favor… Yo puedo ayudarte. Les dije que arreglaran tu
asunto, ya que, en caso contrario, no continuaría el juego. Me lo han
prometido.
—Millie, estudiemos la situación desde el punto de vista de la lógica más
fría. A John Carver Billings, segundo, le ha costado casi mil dólares
construirse una coartada, y esto sin tomar en consideración lo que te han
pagado a ti. Tengo la impresión de que Sylvia no ha recibido mucho dinero,
ya que son amigos. La primera vez te dieron doscientos cincuenta dólares. La
segunda vez habrá sido mucho, muchísimo más. Te has comprado vestidos y
maletas. Vas a emprender un viaje, tal vez a Europa.
—Está bien —dijo ella acalorada—, me mandaron llamar. Me han dado
dinero, mucho dinero, y me han ofrecido su protección. Son influyentes, muy

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influyentes. No voy a Europa. Voy a Sudamérica. ¿Sabes lo que representa
para mí?
—Pues claro que lo sé —dije—. Vas a prestar una declaración por escrito y
luego emprenderás un largo viaje por mar, lejos del alcance, al menos por el
momento, de los tribunales. Sólo podrán interrogarte a través de los
consulados norteamericanos. Y tú…
—No es esto —me interrumpió—. Lo miras desde tu punto de vista
personal; yo, desde el mío. ¿Sabes lo que significa, cuando una muchacha llega
a la ciudad, tener que valerse por sí misma? No hay ninguna dificultad en
conocer chicos… para pasar el rato. Es lo único que quieren: pasar el rato.
»Al principio, te gusta el plan. Por primera vez en tu vida puedes disponer
de ti misma, con todo lo que eso significa. Eres una persona independiente y
libre. Posees un departamento, eres tu propio dueño y señor, haces tu propia
vida. No tienes que pedir nada a nadie. O esto es lo que crees. Piensas que
todavía te queda mucho tiempo por delante para tomar la vida más en serio.
Tienes trabajo, y te pagan regularmente el sueldo. Puedes comprarte vestidos
y hacer lo que te parece cuando tienes deseos de hacerlo.
»Durante un tiempo, esta sensación es maravillosa, pero luego desaparece
el azúcar que cubría la píldora y el contenido es amargo.
»No eres independiente. Eres un eslabón más en la cadena de la
maquinaria social y económica. Sólo puedes llegar a un nivel pero no
rebasarlo. Si tienes deseos de divertirte, puedes llegar a conocer a infinidad de
muchachos. Si quieres algo más, tienes que detenerte.
»Al cabo de algún tiempo, empiezas a pensar en una vida con mayores
seguridades. Comienzas a pensar en un hogar, en niños, en… ser una persona
respetable. Deseas un hombre a quien amar y respetar, a quien puedas dedicar
tu vida. Deseas tener hijos y educarlos. Deseas tener un marido y un hogar.
»Pero no encuentras a nadie que quiera casarse contigo y formar un hogar.
Estás señalada como una muchacha con la que se puede pasar un buen rato.
Te has divertido, y esto es ahora un estigma. El pequeño y feo contable se casa
con la joven tímida del departamento de archivos. Pero a ti no se te declaran,
sino que te hacen proposiciones deshonestas. Todos los camareros te conocen
y te señalan con el dedo…
»Todos los hombres casados de la oficina te hacen insinuaciones cuando
tienen un momento libre. El jefe te da palmaditas, te cuenta chistes subidos
de tono y está convencido de que es muy perverso. Encuentras a una infinidad
de tipos que sólo miran las apariencias y que te juran que son solteros.

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Después de la quinta copa, sacan una cartera, y te enseñan las fotografías de su
mujer y sus hijos.
»Voy a emprender un largo viaje por mar, Donald. Nadie sabrá de mí, ni
de mi pasado; llevaré buenos vestidos. Seré una mujer elegante e interesante.
Me sentaré en una silla en cubierta y tendré todo el día para observar a los
pasajeros.
—¿Para echarle la soga al cuello al primero que se te presente?
—No tengo tanta prisa —dijo la joven—. No he caído tan bajo todavía,
pero si encuentro a alguien que me interese y que yo le interese a él, y si me
ofrece la oportunidad de hablarle y averiguar qué clase de hombre es, lo que
espera de la vida, entonces…
»Ahora suele ocurrir que me presentan a un muchacho apuesto y
simpático. Me invita a cenar. Corro a casa, tomo una ducha, me pongo mi
mejor vestido y me maquillo a conciencia con los colores de guerra. Vamos a
cenar. En el curso de los diez primeros minutos se revela ya todo lo que desea
y espera de mí. A partir de ese momento, siempre es lo mismo: resulta que es
un comerciante de Los Ángeles, que está casado y tiene dos hijos. Está loco
por su familia, pero se cree irresistible y quiere que se lo confirme.
»Me agradará pasar una tarde, alguna vez, con un hombre. Me gustará,
también visitar y conocer a otras personas. Deambular por Río de Janeiro y
recorrer las tiendas en compañía de un hombre interesante, cuyo objetivo no
sea siempre el mismo.
—Lo que sucede es que has estado leyendo los folletos de las compañías
de navegación, en donde aparecen hermosas muchachas apoyadas contra la
borda de lujosos barcos a la luz de la luna, en aguas tropicales, felices parejas
bailando al son de una música romántica. Tú…
—¡No, Donald! —exclamó ella, riendo—. Me robas todas las ilusiones.
Su risa sonó algo extraña. La miré. Las lágrimas se agolpaban a sus ojos.
—¡Vamos, vamos, Millie! Te comprendo. Sólo has encontrado hombres
como los que acabas de describir. Claro, estás marcada. Pero, ¿por qué no te
marchas a otra ciudad, buscas un nuevo empleo y entablas nuevas amistades
donde nadie te conozca?
—¡No sigas! —me interrumpió—. Tendría que renunciar a todo.
Comencé con un sueldo bueno para morirme de hambre y me sentía sola,
terriblemente sola. Necesito hacer algo, Donald. Quiero ver mundo. Quiero
conocer gente. Quiero acción y variedad. No quiero hundirme en el barro. No
quiero morirme de aburrimiento en casa. Quiero ver buenos espectáculos, oír
buena música, bailar en los lugares más elegantes. Quiero rodearme de lujo.

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—No lo tendrás si careces de las relaciones necesarias o de dinero.
—Sí, lo tendré, viajando en primera.
—Estás construyendo castillos en el aire, Millie. Y no puedes irte, créeme.
A la postre, te encontrarás con una denuncia por perjurio.
—No me des una ducha de agua fría, Donald. Tengo una cita con la
Fortuna. Y voy a acudir a ella. Muchas veces en mi vida me he sentido tentada
de no hacer cosas que deseaba hacer, y luego ocurría que sucedían muchas
cosas, pero ninguna de aquellas que yo había temido que pudiesen suceder…
Si no se hace algo que se desea hacer, puede afirmarse rotundamente que no
se ha hecho. Esto es definitivo e inapelable y probablemente algo que luego
lamentaremos. Si se hace aquello que se desea, podemos meternos en un lío,
pero meterse y salir de él es mejor que encerrarse entre cuatro paredes y no
dejarse ver durante toda la vida… Donald, esta vez pienso llevar a cabo lo que
deseo. Salgo para Río de Janeiro.
—¿Cuándo? —pregunté.
Ella sonrió.
—El cuándo y el cómo son secretos que no me está permitido discutir,
pero voy a emprender el viaje y te sorprendería saber lo pronto que va a ser.
—Está bien —le dije—. Será tu funeral.
—Estás en un error —replicó—. Mi boda.
—Mándame una invitación, ¿quieres?
—Te la mandaré, Donald… ¿Donald?
—¿Qué hay?
—¿Estás casado?
Sus labios esbozaban una ansiosa sonrisa.
—No —contesté, y abrí la puerta.
—Estaba convencida de ello —dijo mientras yo salía al corredor.
Fui a las oficinas de la Western Union y mandé este telegrama a Elsie
Brand:
Sólo me interesan los asesinatos. Punto. Olvida
otros crímenes. Punto. Las apuestas son demasiado
elevadas para algo de menor importancia. Punto.
Responde urgente.

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TOMÉ una taza de café y después me dirigí a la oficina de telégrafos.
Allí tenían un telegrama para mí. Decía:
Ningún asesinato cometido, pero uno amenaza en el
despacho. Punto. Te habrás enterado de lo tocante a
Maurine. Punto. ¿Puede ser ésta la respuesta o es
demasiado sencilla? Punto. Cariños. Punto. Elsie.

Estaba metiéndome el telegrama en el bolsillo, cuando el empleado me


dijo:
—Espere un momento, Mr. Lam; aquí llega otro telegrama para usted.
Éste es más largo.
Me senté y esperé que un empleado pegase sobre un papel azul la tira del
teletipo.
Cuando me lo entregaron, observé que el empleado me miraba con
curiosidad, con aquella expresión de curiosidad que el público dedica a los
famosos criminales, detectives particulares y prostitutas.
—Firme aquí —me dijo.
Firmé.
El mensaje decía lo siguiente:
Para tu información, G. G., que se esfumó del
hospital, viaja a bordo avión United Airlines. PUNTO
Vuelo número seiscientos sesenta y cinco que sale de
Los Ángeles a las tres de la tarde y llega a San
Francisco a las cuatro y treinta de hoy. PUNTO Viaja
con el nombre de George Granby y cree que nadie lo
sabe. PUNTO Lo supe por un conocido que me dijo por
teléfono; por lo tanto, guarde secreto. PUNTO Bertha
explota cada quince minutos como si fuera el «Viejo
Fiel», el «geyser» de Yellowstone. PUNTO Imposible
sacar dinero caja de la oficina, te mando empréstito
de mis ahorros. PUNTO Son los últimos. PUNTO Saludos
a Sylvia. PUNTO Tuya, Elsie.

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—¿Tiene algún documento para demostrar su identidad? —me preguntó
el empleado—. ¿Una tarjeta comercial, su licencia de conducir o algo por el
estilo?
Le mostré mi carnet de conductor y mi licencia como detective privado.
—Firme aquí —dijo.
Firmé.
Comenzó a contar el dinero. Trescientos cincuenta dólares en billetes de
veinte y diez dólares. Uno de los espectáculos que más alegría me han
producido en esta vida.
El avión en que viajaba Gabby Garvanza ya debía de haber llegado.
Confeccioné una lista con cinco de los mejores hoteles y comencé a llamar,
preguntando si habían registrado el nombre de George Granby.
A la tercera llamada me sonrió la suerte. Había un cliente que respondía a
aquel nombre, y en aquel momento estaba en el hotel.
Esperé con el auricular pegado en la oreja hasta oír una voz hosca que
preguntó:
—¿Quién es?
—Quiero hablar del caso de Maurine Auburn. Soy un detective particular
de Los Ángeles. La policía ha extendido orden de detención contra mí.
Quiero hablar con usted.
Gabby Garvanza hizo honor a su fama de ser un hombre en extremo
taciturno:
—Venga a verme —dijo, y colgó el auricular.
Tomé un taxi, di la dirección del hombre y subí a la habitación sin
hacerme anunciar.
—Adelante —respondió una voz ruda cuando llamé a la puerta.
Dudé.
—Entre, la puerta está abierta.
La habitación parecía estar vacía.
Penetré en el cuarto sin ver a nadie.
Súbitamente, la puerta se cerró detrás de mí. Un individuo que tenía
aspecto de gorila y que se había mantenido oculto tras la puerta, se aproximó a
mí.
En aquel momento se abrió la puerta que conducía al cuarto de baño y un
individuo de tez cetrina que evidentemente era Gabby Garvanza se aproximó
por el otro lado.
—Manos arriba —ordenó el gorila.
Levanté las manos.

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Era un hombre alto y robusto, con orejas en forma de coliflor y un rostro
lleno de cicatrices. Me cacheó con rapidez, pero a conciencia.
—No lleva armas —dijo.
—Siéntese —ordenó Gabby Garvanza—, y dígame quién es usted y qué
diablos desea.
Me senté y dije:
—Estoy interesado en averiguar lo que le ocurrió a Maurine Auburn.
—¿Y quién no?
—Soy detective particular. Estoy trabajando en un caso.
Le alargué una tarjeta.
Sin apenas mirarla la puso a un lado, pero lo pensó mejor, la tomó de
nuevo, la leyó y se la metió en el bolsillo.
—Tiene usted valor, Lam.
No dije nada.
—¿Cómo dio conmigo?
—Soy detective.
—Eso no me dice nada.
—Piénselo mejor y verá que sí.
—No me gusta pensar. Hágalo usted…, pero en voz alta.
Negué con un movimiento de cabeza.
—Suponía que nadie estaba enterado de mis pasos —continuó Gabby—.
Si tan fácil es dar conmigo, quiero saber a qué atenerme.
—Estoy aquí, de modo que esto le indica ya lo fácil que es.
—¿Cómo?
—No lo sé. Sólo sé que tengo amigos en todas partes. Ellos saben que no
los descubrirá.
—Levanta usted mucho el gallo, para ser tan joven —dijo riéndose—. Me
gusta su coraje.
—Gracias.
—¿Cuál es su problema? —preguntó Gabby al cabo de unos instantes.
—Se trata de John Carver Billings, segundo, el hombre que dice que
acompañó a Maurine cuando abandonaron el local donde estaban celebrando
una fiesta.
—Siga.
—Eso es todo.
Movió la cabeza.
—Me interesa saber dónde estuvo John Carver Billings aquella noche.
—¿Y qué le impide averiguarlo?

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—Nada.
—Averígüelo, pues.
—Esto es lo que estoy haciendo.
—No irá muy lejos por ese lado.
Sonreí y encendí un cigarrillo.
El guardaespaldas miró a Gabby, preguntándole con los ojos si tenía que
arrojarme de cabeza por la ventana o sacarme a puntapiés al pasillo.
Apagué la cerilla de un soplo y dije:
—El joven Billings dice que encontró a Maurine, que luego salieron
juntos y fueron a un club nocturno, que ella lo dejó plantado, con la excusa de
ir a empolvarse.
—¿Le gusta esta versión? —preguntó.
—No.
—Continúe —me invitó.
—Tal como yo lo veo, Maurine Auburn iba acompañada por amigos que
saben andar solos por el mundo. Ellos la protegían. El joven Billings cuenta la
bonita historia de que separó a la joven de la compañía de unos amigos con
quienes ella estaba, como si se tratase de una secretaria cualquiera que hubiera
salido con unos empleadillos de la oficina.
—Continúe pensando, pero en voz alta.
—De modo que me molestaría ver al joven Billings envuelto en algo que
él no ha hecho…, algo que era incapaz de hacer… Y me pregunto si usted ha
venido aquí para interrogarlo a este respecto.
Gabby Garvanza volvió a reír.
Yo callé.
—Continúe —dijo Garvanza.
—Nada más.
—Ahí está la puerta.
Disentí con un movimiento de cabeza y dije:
—Quiero saber si tiene usted la intención de interrogar al joven Billings, si
es éste el motivo por el cual ha venido a esta ciudad y si…
—Puedes largarte —me dijo el guardaespaldas.
No me moví de mi sitio.
Gabby Garvanza asintió con un movimiento de cabeza. El guardaespaldas
se acercó a mí.
—Tal vez esté en condiciones de hacerle un favor algún día —dije.
—Espera —ordenó Gabby al hombre.
—Hoy no —añadí—. Algún día.

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—¿Cuándo?
—Cuando descubra por qué razón un hombre se mete en el fuego para
escapar de las brasas.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
—Sólo por una razón…, para huir del fuego.
—¿Qué fuego?
—Esto es lo que trato de averiguar.
—Cuando lo descubra, puede quemarse los dedos.
—Ya me los he quemado muchas veces. Gasto guantes.
—No los veo.
—Me los quité para venir aquí.
—Así parece.
Gabby Garvanza meditó. Luego dijo:
—No tiene usted la menor idea de lo poco que me interesa ese Billings.
—Su versión parece indicar que pudiera tal vez interesarle.
—Su versión es falsa.
—¿No lo cree, pues?
—Es usted un ingenuo. Un imbécil cualquiera de Hollywood viene y le
dice que se metió en la guarida de un león, agarró un pedazo de carne de
caballo, dio un par de bofetones al león y luego se marchó tranquilamente.
Vaya usted luego a preguntarle al león si eso es cierto…
—¿Es usted el león?
Gabby me miró de hito en hito y dijo:
—Pregunta usted demasiado, pero su aplomo me interesa. Ya le he dicho
todo lo que tengo que decirle. Ahora, largo de aquí.
El guardaespaldas abrió la puerta.
Salí.
Mientras bajaba en el ascensor me dediqué a reflexionar. John Carver
Billings, segundo, debía de haber elegido un asesinato del que podía salir
airoso para no verse mezclado en otro, del que no pudiera salir tan bien
parado.
No se tenía noticia de ningún asesinato cometido aquel día en la ciudad de
San Francisco. Pero yo estaba convencido de haber omitido algo. Decidí
comprobar la lista de desaparecidos. Tal vez descubriera que alguien había
desaparecido la noche del martes.
Llamé a nuestro agente de San Francisco, le dije que no me podía dejar
ver y que consultase la lista de personas desaparecidas durante la noche del
martes. Le dije que le llamaría más tarde para recoger la información.

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LA Prensa de la noche me ahorró la molestia de tener que pedir a nuestro
agente el informe correspondiente. Leí, los periódicos y encontré la
respuesta…, o al menos creí encontrarla. Era la única que podía hallar.
Un tal George Bishop, un hombre adinerado que poseía minas, había
abandonado San Francisco el martes por la noche para dirigirse a una de sus
propiedades situada en el norte de California.
Nunca llegó al punto de su destino.
Los periódicos informaban de que su Cadillac había sido encontrado a
primeras horas de la mañana con señales de haberse despistado, al borde de la
carretera que pasa por Petaluma. En el asiento delantero, a la izquierda, se
veían huellas de sangre, y también en la parte interior del parabrisas.
Gracias a estas indicaciones, los agentes de policía determinaron que el
coche llevaba allí por lo menos cuatro o cinco días, incluso tal vez más tiempo.
A juzgar por las circunstancias que rodeaban el caso, la policía sospechaba que
Bishop había sido asesinado y robado por uno o más desconocidos a los que
había permitido subir al coche durante el camino, pagándole de este modo su
amabilidad.
Era sabido que Bishop solía llevar grandes cantidades en efectivo cuando
emprendía uno de sus viajes de negocios. Había partido con intención de
conducir durante toda la noche a fin de llegar a su mina de la región de
Siskiyou a primera hora del miércoles.
En el departamento para equipajes del coche se encontró una maleta y una
cartera de piel, ambas muy lujosas, que contenían efectos personales de Bishop
y artículos de aseo. La esposa de Bishop había identificado tales objetos.
La policía buscaba activamente el cuerpo de Bishop por las cercanías de
donde había sido encontrado el coche. A juzgar por la disposición de las
huellas de sangre, se presumía que la muerte fue causada por disparos
efectuados desde el asiento posterior del vehículo. Esto dejaba suponer a la
policía que Bishop había permitido subir a su coche a más de un individuo, ya
que de haberse tratado de uno solo, éste se habría sentado al lado de Bishop.

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Por el contrario, siendo dos o tres, resultaba lógico que ocupasen también el
asiento trasero.
Por la naturaleza de las huellas de sangre, la policía no estaba convencida
de que hubiese habido una sola víctima. El experto en homicidios afirmaba
que por lo menos el que iba sentado al lado del conductor había sido muerto o
gravemente herido.
Al reconstruirse el viaje de Bishop, la policía sacó la impresión de que el
cuerpo había sido arrojado del coche, y luego los asesinos habrían continuado
durante una corta distancia, ya que no se encontraba ninguna huella del
cadáver de Bishop cerca del lugar donde había aparecido el coche.
La búsqueda más intensa se efectuaba a lo largo de la carretera principal.
Se opinaba que los asesinos se habían desprendido lo antes posible del cadáver
y luego habían conducido el coche al camino vecinal, donde había sido
encontrado. Los asesinos no habían querido correr el riesgo de efectuar un
largo viaje con un cadáver en el interior del coche. Éste era el razonamiento de
la policía.
El periódico publicaba una fotografía de la esposa de Bishop en el
momento en que ésta identificaba el contenido de las maletas. La fotografía
revelaba que era una mujer agraciada y, a pesar de que «se sentía dominada
por la pena», había tenido buen cuidado de colocarse de un modo atractivo
ante la cámara, o el fotógrafo había sido lo bastante hábil para hacerle adoptar
una actitud que la favoreciese.
La dirección de Bishop era Berkeley, y decidí echar una ojeada por mi
cuenta al lugar.
Bertha hubiese aprobado mi economía. Intentaba gastar lo menos posible
del dinero que me había prestado Elsie Brand.
Tomé, pues, el autobús.
Éste me dejó a tres manzanas del lugar, y cuando llegué allí vi dos coches
de la policía estacionados frente a la casa. Esperé durante casi media hora,
dando vueltas por la vecindad.
Se trataba de una lujosa mansión, que ocupaba con sus jardines media
loma, con piscina y un pequeño precipicio en el que habían sido arrojadas
toneladas de piedra para rellenarlo.
Consideré que aquella mansión valía sus buenos setenta y cinco mil
dólares, y todo daba la impresión de que se iba a invertir más dinero en la
finca.
Al cabo de media hora, se marchó el último de los coches. Cuando
desapareció de mi vista, por el recodo de la carretera, me encaminé

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directamente a la puerta principal y llamé al timbre.
Una muchacha de color abrió la puerta.
No perdí el tiempo. Me llevé negligentemente la mano a la solapa
izquierda de la chaqueta.
—Dígale a la señora Bishop que quiero hablar con ella —dije, y me colé
sin quitarme el sombrero.
—Está muy cansada —me contestó la doncella.
—Y yo también —dije y, todavía con el sombrero puesto, penetré en el
vestíbulo y me senté en un ángulo de una mesa de caoba.
Estaba convencido de que nadie podría acusarme jamás de haber
pretendido pasar por un agente. Me imaginaba muy bien el enojo de la policía
si alguna vez la doncella era llamada a declarar y decía: «Sí, supe que era un
policía por su manera de actuar. No me dijo nada. Se limitó a entrar en la casa
con el sombrero puesto, y por ello adiviné que se trataba, con seguridad, de un
agente».
La mujer que entró en la estancia tres minutos más tarde estaba tan
cansada, que parecía a punto de sufrir un desvanecimiento.
Llevaba un sencillo traje negro con un escote en forma de V que subrayaba
la alabastrina suavidad de su tez. Era morena, de ojos alargados, buen tipo, de
unos veinticinco años.
—¿De qué se trata? —preguntó sin molestarse siquiera en levantar la
mirada hacia mí.
—Quiero ver a alguno de los socios de su esposo.
—Han preguntado ya por ellos cerca de una docena de veces.
—¿Conocía a una persona llamada Meredith? —pregunté.
—No sé. Nunca le oí pronunciar ese nombre… ¿Hombre o mujer?
—Hombre.
—No creo haberle oído hablar nunca de ningún Meredith.
—¿Y Billings? —pregunté.
—Por cuestión de segundos creí adivinar un brillo extraño en sus ojos,
luego dijo con voz apagada:
—Billings… El nombre me es familiar… Es posible que George lo
mencionase alguna vez.
—¿Puede decirme algo de este viaje?
—Pero si ya lo he repetido centenares de veces…
—No a mí.
—¿Y qué es lo que le interesa a usted saber?
—Trato de resolver este caso. Quiero evitarle una serie de complicaciones.

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—Todavía no sabemos si realmente hay un caso —dijo la mujer—. No
han encontrado… nada para justificar sus conclusiones… Tal vez George esté
trabajando en algún negocio secreto y trate de pasar lo más inadvertido
posible.
Esperé hasta que levantó la mirada de la alfombra. Entonces le dije:
—¿Cree usted seriamente en lo que está diciendo, señora Bishop?
—No —respondió.
Empezó a bajar los ojos, pero súbitamente los elevó hacia mí.
—Continúe —dijo, y esta vez adiviné claramente que salía de su sopor
mental.
—¿Posee una mina en el norte?
—En el condado de Siskiyou.
—¿Una mina que da rendimiento?
—No sé nada de sus negocios.
—¿Y partió el martes?
—Así es. Alrededor de las siete y media de la tarde.
—¿No era muy tarde para emprender un viaje en coche?
—Tenía el proyecto de conducir la mayor parte de la noche.
—¿Acostumbraba recoger a desconocidos por la carretera?
—Siempre están ustedes preguntando lo mismo y lo mismo. ¿Quién es
usted?
—Me llamo Lam —y le dirigí rápidamente otra pregunta, antes de que
tuviera tiempo de reflexionar sobre mi respuesta—. ¿Qué le dijo a usted antes
de partir?
Pero no cayó en la trampa que le tendía. Sus ojos quedaron fijos en mí.
—¿Y qué cargo tiene usted, Mr. Lam?
—Su marido estaba ausente de la casa durante largos períodos, ¿no es
cierto?
—Pregunté qué relación tiene usted con la policía.
—Ninguna en absoluto. Pero si usted contestara a mis preguntas, Mrs.
Bishop, en lugar de hacerlas, iríamos más de prisa.
—Y si usted contesta a mi pregunta en lugar de dirigirme otras,
terminaremos esta entrevista mucho más rápidamente de lo que se imagina —
dijo enojada y despierta del todo—. ¿Quién es usted?
Comprendí que no estaba dispuesta a continuar hasta que yo hubiese
contestado. De nada servía en aquellos momentos tratar de eludir su
curiosidad con evasivas.

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—Soy Donald Lam, detective privado de Los Ángeles. Estoy trabajando
en un caso que, según creo está en cierto modo relacionado con éste. Y me
puede servir de ayuda.
—¿De ayuda para quién?
—Para mí.
—Ya me lo imaginaba.
—Y tal vez también para usted.
—¿En qué sentido?
—El que sea usted hermosa no es señal de que sea también estúpida.
—Gracias, pero puede ahorrarse todo esto.
—Su marido era rico.
—¿Y qué importa?
—Los periódicos dicen que tenía unos cincuenta y seis años.
—En efecto.
—Usted es, evidentemente, su segunda esposa.
—No permito que nadie se inmiscuya en mis asuntos personales. Puede
usted marcharse.
—Apuesto a que hay un seguro —continué impertérrito—. Si es usted lo
bastante torpe para imaginarse que la policía no ha sospechado que tiene usted
un amante joven y que ha intentado deshacerse de su maduro esposo para
poder heredar y vivir su vida con el muchacho a quien ama, allá usted.
—Supongo, Mr. Lam, que todo esto lo dice para intimidarme a fin de que
le contrate con un sueldo bastante elevado, ¿no?
—Se equivoca usted.
—¿Qué es lo que se propone, pues?
—Estoy trabajando en otro caso. Creo que su solución tiene mucho que
ver con su esposo y con lo que pueda haberle ocurrido. ¿Está usted interesada?
—No —dijo, pero no parecía tener intención de abandonar la estancia.
—Si es usted culpable de algo, no se quede ahí para responder a mis
preguntas. Aquí hay un teléfono. Si algo le pesa en su conciencia, llame a un
buen abogado y cuénteselo todo, pero a nadie más.
—¿Y si no soy culpable de nada?
—Si usted no es culpable de nada, si no teme que la policía pueda
averiguar algo, hable conmigo y tal vez yo sea capaz de ayudarla.
—Si no soy culpable de nada no necesito ayuda de nadie.
—Esto demuestra lo optimista que es usted. Cuando no tenga nada que
hacer, tome el libro de Borchard El inocente convicto, y lea los sesenta y cinco

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casos de declaraciones falsas de culpabilidad que constan en el mismo, y se
convencerá…
—No tengo tiempo para leer.
—Lo tendrá.
—¿Qué trata de insinuar?
—Si no se muestra un poco más precavida, es posible que pase muchas
horas aburridas en una celda.
—Esto es una nueva y vulgar tentativa para asustarme.
—Lo es —admití.
—¿Por qué lo hace, si no quiere dinero?
—Lo que quiero es información.
—Y, sin embargo, usted mismo dice que no revele nada a nadie, que llame
a mi abogado.
—Sólo si es usted culpable.
—¿Qué más desea saber, señor Lam?
—Garvanza —dije—. ¿Oyó pronunciar alguna vez este nombre a su
marido?
Ahora no podía haber equívoco posible en el brillo de sus ojos; luego, su
rostro volvió a ser impenetrable.
—Garvanza —dijo lentamente—. He oído pronunciar este nombre en
alguna parte.
—¿No le habló nunca su esposo de Garvanza?
—No, no recuerdo que lo hiciera. Raramente hablábamos de negocios. No
estoy segura de si él conocía o no al señor Garvanza.
—Cuando mencioné el nombre de Meredith, quiso usted saber si era
hombre o mujer. Cuando he pronunciado el de Garvanza, no ha dudado un
segundo si era señor, señorita o señora Garvanza.
—O el pequeño Garvanza recién nacido —observó ella, sarcástica.
—Exacto.
—Temo que usted y yo no nos entenderemos, señor Lam.
—No veo razón alguna que lo impida. Creo que nos entendemos
perfectamente.
—No opino lo mismo.
—Una vez que haya usted superado esta actitud de pretendida indignación
con que quiere disimular el resbalón que ha cometido cuando yo pronuncié el
nombre de Garvanza, creo que llegaremos a entendernos perfectamente.
Sus ojos color de pizarra me estudiaron durante cinco o seis segundos, que
se me antojaron interminables minutos. Finalmente, dijo:

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—Sí, señor Lam. Conocía a Gabby Garvanza. No sé hasta qué punto. Le
oí hablar de él, y cuando leyó en los periódicos que habían atentado contra
Garvanza en Los Ángeles, se quedó muy preocupado. Lo sé. George trató de
ocultármelo, pero yo lo adiviné. Bien, ahora ya he respondido a su pregunta.
¿Qué más quiere saber?
—Veo que se ha vuelto más sensata. ¿Vino alguna vez Garvanza a visitarlo
aquí, a su casa?
—Oí mencionar el nombre de Garvanza a mi marido. Y sabía que él lo
conocía. No sé exactamente cuándo atentaron contra Garvanza… Déjeme
recordar… Fue el jueves antes de que mi marido desapareciera. Estaba
leyendo el periódico y de pronto lanzó una exclamación de asombro, un grito
medio ahogado. Estábamos desayunándonos. Levanté la mirada y supuse que
se había atragantado. Tosió y tomó un sorbo de café: continuó tosiendo,
fingiendo que, efectivamente se había atragantado.
—¿Y qué hizo usted?
—Fingí creer su comedia. Me levanté y le di unos golpecitos en la espalda,
le aconsejé que agachara la cabeza entre las rodillas, y cuando dejó de toser me
sonrió y me dijo que se había atragantado.
—¿Usted sabía que estaba mintiendo?
—Desde luego.
—¿Y qué más?
—Cuando él se hubo marchado al despacho, doblé el periódico en la
misma forma que él lo había estado leyendo y busqué la noticia que podía
haberle alarmado. Comprendí que había sido la noticia referente al atentado
contra Gabby Garvanza, un tahúr de Los Ángeles. No podía imaginar por qué
aquello había podido sobresaltar de tal forma a George. El periódico decía que
Garvanza se restablecía de sus heridas. Adiviné que algo estaba atormentando
a George durante el domingo por la noche y el lunes. Cuando me dijo que iría
a la mina el martes por la noche, tuve la seguridad de que el viaje estaba
relacionado en alguna forma con lo que tanto le preocupaba. Comprenda, Mr.
Lam; no tengo prueba alguna de todo lo que le digo. Se trata de intuición
femenina y no sé por qué le estoy contando todo eso.
—Probablemente porque acerté al decirle que tenía usted un amante joven
—dije—. Por consiguiente, le gustaría tener este asunto arreglado antes de
que la policía comience a investigar.
—No comprendo cómo no le abofeteo a usted por las cosas que dice. A
veces… no sé… parece usted sincero.
—No ha contestado usted todavía a mi pregunta.

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—No, Mr. Lam. Está en un error. No tengo ningún amante y no me
importa en absoluto lo que pueda investigar la policía.
—¿Y qué hay con respecto a su pasado?
Sus ojos se clavaron de nuevo en los míos.
—Eso ya no me agradaría tanto.
—¿Vulnerable?
—No pienso responder. Sea como fuere, le he dado toda la información
que poseía porque creo que tal vez está usted sobre la pista verdadera. A pesar
de que la policía no ha comenzado a sospechar de mí, no pasará mucho
tiempo antes de que lo haga, y prefiero evitar esta fase del caso. Mi marido
firmó un seguro a mi nombre hace seis semanas.
—¿Se lo ha dicho a la policía?
—No me lo han preguntado.
—Hábleme de esa mina del condado de Siskiyou.
—Pertenece a una de las empresas de mi marido. Posee diversas
compañías.
—¿Dónde está situada?
—En el valle de Seiad. Es un lugar salvaje, al norte del condado de
Siskiyou.
—¿Qué pasa con esa mina?
Sonrió. Su voz era la de una madre paciente.
—Trabaja gente en la mina. El mineral es cargado en vagonetas y
transportado al ferrocarril. Lo cargan en vagones descubiertos y pasa a las
fundiciones.
—¿Otra de las empresas de su esposo?
—Sí, él la supervisa.
—¿Y luego qué pasa?
—Ésta cotiza la cantidad de mineral.
—¿Grandes cantidades?
—Creo que sí. Mi marido gana mucho dinero.
—¿Quién lleva las cuentas de su esposo? ¿Tiene una oficina?
—No, mi marido no tiene una oficina en el sentido convencional de la
palabra. Es un minero. Tiene la oficina bajo su sombrero. Sus cuentas las lleva
un hombre especializado en impuestos… un tal Hartley L. Channing.
Encontrará su dirección en la guía telefónica.
—¿Sabe algo más que pueda serme de utilidad?
—Una cosa. Mi marido era terriblemente supersticioso.
—¿En qué sentido?

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—Creía en el azar a ojos cerrados.
—Eso les ocurre a la mayoría de los mineros.
—Pero en mi marido llegaba a la superstición. No importa cuántas minas
abriera o cerrara. Una de ellas, generalmente, la más productiva, tiene que
llamarse La puerta verde, y así consta en los libros.
Reflexioné sobre estas últimas palabras. En San Francisco había un salón
de juego conocido por La puerta verde. Me pregunté si ella y su marido
estaban enterados de esto. Tal vez Bishop había tenido suerte cierta noche en
el salón de juego y quería relacionar el nombre con sus compañías mineras, en
la creencia de que le daría suerte…
—¿Algo más? —pregunté.
—Pues, sí…, en cierto modo…
—Continúe.
—Cuando mi marido se marchó el martes por la noche, sabía que iba a
enfrentarse con un peligro.
—¿Cómo lo sabía usted?
—Siempre le molestaba tener que dejarme sola.
—¿Por qué?
—He tratado de averiguarlo. Acaso porque nos llevamos tanta diferencia
de edad… Bien, supongo que en tales casos, un hombre se siente más
exclusivista que en otras circunstancias, y él era… un poco más aprensivo que
los demás.
—¿Y qué?
—Siempre guardaba un revólver en el cajón de su mesa escritorio. Me
había instruido convenientemente en su manejo.
—Prosiga.
—Cuando se marchó el martes por la noche se llevó el revólver consigo.
Fue la primera vez que lo hizo al emprender un viaje.
—¿Y tenía la intención de hacer todo el viaje de noche?
—Por lo menos, durante una buena parte de la noche.
—¿Y no le parece lógico que en tal caso se llevara el revólver consigo?
—Las veces anteriores también había viajado de noche, pero jamás llevaba
armas. Siempre dejaba el revólver para que yo lo tuviera a mi alcance.
—¿Le dijo su marido que se llevaba el revólver?
—No.
—Entonces, ¿cómo lo supo usted?
—Porque miré en el cajón después de haberse marchado él, y no estaba.
—¿Lo había visto allí hacía poco?

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—Dos días antes. Lo sé de cierto.
—¿Sabe usted si su marido lo llevaba encima o lo metió en la cartera?
—No.
—¿Ha identificado el contenido de la maleta?
—Sí.
—¿Cómo, cuándo y dónde?
—Me llevaron a Petaluma. El coche estaba allí.
—¿Era el coche de su esposo?
—Sí.
—¿Dónde lo encontró la policía de Berkeley?
—No. Lo tenían en un local de la jefatura.
—¿Es que hay alguien allí complicado?
—No sea estúpido. Estudian el asunto desde todos los ángulos posibles. Si
yo tuviera un amante joven, como usted sugiere, Y hubiese conspirado para
quitar a George de en medio, la conspiración hubiese tenido lugar aquí y mi
amante estaría a mi lado. Por este motivo trabaja en el asunto la policía de
Berkeley. Pretende colaborar con el sheriff del condado de Sonoma, pero yo sé
perfectamente detrás de qué andan.
—Dígame algo de la maleta.
—Estaba exactamente como yo la empaqueté.
—¿Hacía usted siempre las maletas de su esposo?
—Era una de las obligaciones que acepté cuando me casé.
—¿Desde cuando estaba usted casada con él?
—Desde hace unos ocho meses.
—¿Cómo lo conoció?
—A causa de mi trabajo.
—¿Se lo ofreció él?
Sonrió y denegó con un movimiento de cabeza.
—¿Bishop era viudo?
—No, pero tuvo una primera esposa.
—¿Qué fue de ella?
—Se divorciaron.
—¿Cuándo?
—Cuando ella comenzó a recelar…
—¿Fue un divorcio en toda regla?
—En efecto. En caso contrario, no me hubiese podido casar legalmente.
—Usted no hubiese aceptado, en caso contrario, ¿verdad?
Me miró fijamente a los ojos.

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—¿Y usted?
—No sé. Soy yo el que pregunta.
—He mantenido los ojos abiertos durante mucho tiempo y acepté este
negocio con la decisión de jugar limpio, siempre que jugasen limpio conmigo.
—¿Y lo hicieron?
—Creo que sí.
—¿Ha sido usted celosa?
—No.
—¿Por qué no?
—No creo que hubiese motivo para serlo; y aun habiendo motivo, no
valdría la pena alterar mi presión sanguínea por algo que no se puede… evitar.
—Está bien —dije—. Volveré a visitarla.
—¿Cuándo?
—No lo sé todavía.
—Para su gobierno le diré que la policía vigila la casa. Parece sustentar la
opinión de que se trata de un caso muy oscuro. Y ahora vigilan por si vuelve
George o se acerca por aquí otro hombre; me lo han dado a entender.
—En este caso se habrán enterado ya de mi presencia.
—Es muy posible.
—¿Dice usted que las cosas de su marido estaban tal como usted las
empaquetó?
—Sí.
—¿No había sacado nada de la maleta?
—No.
—En este caso, ¿nadie ha removido el contenido de la maleta ni de la
cartera de mano?
—No lo creo.
—¿Tiene idea la policía de que usted sabe lo que ellos piensan de usted?
—No podría decirlo.
—¿Le han preguntado… con respecto a su vida matrimonial?
—Me han interrogado, pero no sobre este particular.
—¿Cuánto dinero llevaba encima su marido?
—Solía llevar algunos miles de dólares, en un cinturón.
—¿Sabe algo más que pueda ser de utilidad?
—Nada, excepto lo que ya le he contado.
—Gracias —dije, y me dirigí hacia la puerta.
—¿No irá usted a repetir a la policía lo que yo le he contado con respecto
a… Garvanza?

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Negué con un movimiento de cabeza.
—A fin de cuentas, sólo se trata de una sospecha…, de una sospecha muy
vaga.
—Eso es todo.
—Sin embargo, creo que estoy en lo cierto.
—Y yo también —dije y salí.

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JOHN Carver Billings, segundo, debió de pasar sus buenos dos días de
profundas meditaciones antes de dar con la coartada por la cual nos contrató
para «que la descubriéramos».
La policía tardó menos de dos horas en rebatirla.
Las últimas noticias transmitidas por la radio anunciaban que la policía de
Los Ángeles, un tanto escéptica con respecto a la coartada del joven Billings
en el caso del asesinato de Maurine Auburn, había rogado a la de San
Francisco que comprobara la veracidad de sus declaraciones.
San Francisco se dedicó inmediatamente a esta labor.
Las dos muchachas habían sido «localizadas» por una agencia de detectives
privados que trabajaba para John Carver Billings, segundo, y fueron
interrogadas por la policía.
Una de las muchachas se había comprado vestidos nuevos y había
emprendido un viaje de vacaciones a América del Sur. De momento, no podía
echársele mano. La segunda, Sylvia Tucker, de veintitrés años, empleada
como manicura en una peluquería, había intentado al principio mantenerse
firme en su declaración; pero cuando la policía le expuso que tenía pruebas
concretas de que había estado en San Francisco el martes por la noche,
confesó que la coartada era falsa y admitió que ella y su amiga habían sido
pagadas generosamente por el hijo del banquero para que testimoniaran haber
estado con él el martes por la noche.
Afirmaba ignorar cuáles habían sido las intenciones que había perseguido
el joven Billings.
John Carver Billings, segundo, rechazó la declaración de la muchacha
insistiendo en que decía la verdad; pero la policía estaba convencida de lo
contrario, y el joven Billings se vio apresado en su propia trampa. John Carver
Billings, segundo, hijo de un conocido financiero de San Francisco, se había
convertido, por lo tanto, en el sospechoso número uno del asesinato de
Maurine Auburn.

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Me había puesto ya el pijama en la semioscuridad de mi mísera habitación
de hotel, pero después de oír la radio me volví a vestir, llamé un taxi y me
dirigí a la vivienda de los Billings.
Las luces estaban encendidas. Frente a la casa había varios coches, tanto
de la policía como de la Prensa. De cuando en cuando, veía brillar un
relampagueo a través de las ventanas, señal evidente de que los periodistas
estaban sacando fotografías.
Pagué la carrera, me oculté entre las sombras y esperé durante mucho rato,
hasta que se hubo marchado el último coche.
No tenía la menor idea de si la policía vigilaba o no la casa. No quise
arriesgarme. Di la vuelta y probé la puerta posterior.
Estaba cerrada.
La hoja de mi cortaplumas me demostró que la llave estaba en la
cerradura. La puerta dejaba una gran rendija en la parte inferior. Había visto
un armario para frutas en compota en el porche trasero; lo abrí y exploré los
estantes. Estaban recubiertos de papel de embalar, pardo, levanté los jarros de
compota, saqué el papel de embalar de uno de los estantes, lo deslicé por
debajo de la puerta y luego empujé la llave con la hoja del cortaplumas.
La llave cayó sobre el papel. Suavemente, fui tirando del papel hasta sacar
la llave.
Abrí la puerta trasera, volví a colocar cuidadosamente la llave en la
cerradura interior, puse de nuevo el papel de embalar en el estante, coloque
sobre él las compotas y atravesé en silencio la cocina desierta, en dirección a la
parte iluminada de la casa.
No se veía ninguna luz en el amplio comedor, pero en la biblioteca, por el
contrario, se distinguía un resplandor débil y varios sillones cómodos.
La puerta que daba de la biblioteca a un despacho, estaba abierta. En el
despacho se hallaban dos hombres. Podía oír sus voces bajas.
Durante unos instantes permanecí inmóvil, escuchando.
Era evidente que John Carver Billings, segundo, y su padre sostenían una
conferencia en voz baja.
No podía oír lo que estaban diciendo ni tampoco lo intenté.
Un súbito impulso me hizo esperar un momento más dramático.
Me acomodé en uno de los mullidos sillones tapizados de rojo que estaba
un poco alejado del centro de la habitación y esperé.
Al cabo de unos instantes, el joven Billings y su padre penetraron en la
biblioteca.

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Oí al joven Billings decir algo que no pude entender. Su padre respondió
con un monosílabo, y luego percibí las últimas frases de Billings, segundo.
—… ese maldito detective.
Sin moverme de mi sitio dije:
—Ya le advertí que se portaba como un enfermo que va a ver al médico
para que le recete penicilina.
No podía verlos desde donde estaba, pero el silencio me reveló que se
habían quedado petrificados. Luego oí decir al padre:
—¿Quién es? ¿Qué truco es éste?
—Están metidos en un terrible lío —dije—. Veamos si se puede hacer
algo por ustedes.
Localizaron mi voz.
El hijo dio la vuelta a la mesa rápidamente, a fin de poderse plantar
delante de mí.
—¡Maldito truhán! —gritó.
Encendí un cigarrillo.
El joven Billings dio un paso amenazador.
—Maldito sea, Lam. Éste es el único placer que voy a tener en todo este
condenado asunto, puesto que le voy…
—Espera, John —dijo el padre, con voz autoritaria.
—Si ustedes hubiesen puesto las cartas sobre la mesa y desde el principio
nos hubieran rogado que los ayudáramos en el caso Bishop, hubiéramos
ahorrado mucho tiempo.
El joven Billings, que había adoptado una actitud amenazadora, dio la
impresión de que se iba a desplomar.
—¿Qué diablos se propone insinuar usted con eso del caso Bishop?
—Bishop ha desaparecido. Su hijo ha intentado fabricarse una coartada.
Tal como veo yo la situación, la respuesta es: George Bishop. Bien, ¿y ahora
qué tienen que decirme?
—Nada —respondió el joven Billings, recuperando el dominio de sí
mismo—. ¿Cómo ha entrado aquí?
—Por la puerta.
—¿Qué puerta?
—La puerta posterior.
—Mentira, estaba cerrada.
—No lo estaba cuando yo entré —le dije.
—Echa una mirada —dijo el padre, en voz baja pero autoritaria—. Si está
abierta, ciérrala, por amor del cielo. No queremos ver entrar y salir a más

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gente.
El hijo dudó unos instantes.
—Sé que está cerrada, papá.
—Asegúrate bien —dijo el anciano, huraño.
El hijo cruzó el comedor y entró en la cocina. Yo dije:
—Está metido en un lío, pero tal vez lo podamos ayudar, todavía…, si
disponemos del tiempo necesario.
Iba a decir algo, pero lo pensó mejor. Guardó silencio y esperó.
—Al cabo de unos instantes regresó el hijo.
—¿Y bien?
—La llave está en la cerradura, papá. Tal vez me olvidé de darle vuelta,
pero estaba convencido de haberlo hecho después de haber salido los criados.
—Creo que será mejor que charlemos un momento, John —dijo el padre.
—Si Lam no hubiese hablado con la policía, no habría sucedido nada —
dijo John—. Nosotros…
—¡John! —exclamó el anciano con voz crispada.
John guardó silencio, como si la exclamación del padre hubiera sido un
latigazo.
Durante unos segundos reinó un profundo silencio. Continué fumando. A
pesar de que intentaba dominarme, mi mano temblaba. Deseaba que nadie se
diera cuenta. Aquello era hundirse o salvarse; la situación no admitía términos
medios. Si llamaban a la policía, estaba listo. Esta vez me acusarían de
chantaje. No habría salvación posible para mí.
—Creo que será mejor que tú y yo charlemos un momento, John —repitió
el padre, encaminándose al despacho y dejándome solo sentado en la
biblioteca.
Luché contra la tentación de marcharme de allí. Ahora que había colocado
la apuesta en el centro de la mesa, me preguntaba si las cartas que sostenía en
la mano eran las buenas. Si decidían llamar a la policía, estaba perdido. Si no
lo hacían, me vería obligado a trabajar en un caso terriblemente complicado,
en el que había muy pocas esperanzas de salir airoso.
A pesar de que el sillón era sumamente cómodo y mullido, me sentía sobre
ascuas. El sudor perlaba mi frente y mis manos. Estaba enojado conmigo
mismo por tener que hacer esfuerzos para dominar mis nervios…, pero el
sudor continuaba.
John Carver Billings, primero, volvió a entrar en la biblioteca y se sentó en
un sillón frente a mí.

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—Lam, creo que vamos a poder confiar en usted…, después de haber
aclarado un punto.
—¿Cuál es?
—Queremos tener la certeza de que las dudas de la policía con respecto a
la coartada presentada por mi hijo, no fueron inspiradas por su parte o por la
agencia de usted.
—Escúcheme —dije con amargura—. Su hijo se gastó una respetable
suma de dinero tratando de procurarse una coartada, una coartada tan
inconsistente como un papel de fumar. No servía para nada. Yo lo sabía. Y él
también hubiese debido reflexionar sobre ello. Intenté averiguar por qué
necesitaba esta coartada y proporcionarle algunas medidas de protección legal,
en lugar de confiar en el castillo de naipes que él había urdido. Como
resultado de todo eso, me anularon el cheque de quinientos dólares. La policía
me busca por chantaje. Es posible que anulen mi licencia como detective. Mi
socio está tan asustado, que ha disuelto la sociedad y ha ordenado al Banco
que no se pague ningún cheque extendido por mí. Esto es lo que he sacado
por tratar de ayudar a su hijo, en lugar de darme por satisfecho con el dinero
recibido y dejar que él continuara arreglándoselas por su propia cuenta. ¿Le
parece que respondo a su pregunta?
John Carver Billings asintió con un lento movimiento de cabeza.
—Gracias, Mr. Lam; es la respuesta a mi pregunta.
—Ustedes han perdido tres o cuatro días preciosos —dije—, y
posiblemente varios miles de dólares en efectivo. El tiro, empero, les ha salido
por la culata. ¿Quiere que hablemos claro?
—¿Qué sabe usted de Bishop? —preguntó Billings.
—No mucho. Casi todo lo que sé lo he leído en los periódicos.
—Los periódicos no decían nada de nosotros.
—Los periódicos no —asentí—, pero ustedes se han metido en terribles
quebraderos de cabeza para encontrar una coartada para el martes por la
noche. La policía lo sabe. Yo lo sé… La pregunta es: ¿por qué? Al principio,
creí que se trataba de un accidente de coche, tras el cual había emprendido la
fuga. Ahora creo que se trata de algo más serio. La noche del martes no se
cometió ningún crimen del que se tenga noticias; por consiguiente, empecé a
hacer averiguaciones por mi cuenta para descubrir si había sino asesinada
alguna persona sin que estuviera enterada la policía.
—¿Y qué averiguó?
—Encontré a George Bishop.
—¿Quiere usted decir que ha encontrado, que ha encontrado…?

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—No —lo interrumpí—. No me interprete mal. Yo he descubierto el caso
Bishop. Fui a visitar a la señora Bishop.
—¿Y qué le ha dicho ella?
—La interrogué preguntándole si tenía un amante y si había planeado
deliberadamente la muerte de su esposo. Creí que aquí era donde su hijo
entraba en escena. No podía permitirse un escándalo y deseaba a la mujer.
—¿Y qué dijo ella? —preguntó el anciano Billings.
—Lo que se puede suponer.
—Lo que usted pueda suponer y lo que yo pueda suponer, son dos cosas
muy diferentes.
—Como usted quiera. Pues lo que yo suponía.
—Esto no significa gran cosa para mí —dijo.
—Tampoco para mí.
Guardó silencio mientras me estudiaba detenidamente. Luego dijo:
—Está usted siguiendo una pista falsa, Lam.
En aquel momento el silencio era la mejor arma. Por eso permanecí
callado.
Billings carraspeó.
—Lo que le voy a contar, Lam, debe guardarlo como el mayor secreto.
Di una chupada a mi cigarrillo.
—Esta situación se ha vuelto sumamente molesta para mí, personalmente
—dijo John Carver Billings.
—Esto lo comprendo muy bien —observé—. Exactamente, ¿qué ocurrió
el martes por la noche?
—No fui testigo presencial del hecho. La información se la debo a mi hijo.
—¿Qué información?
—Poseemos un yate —dijo—, un yate de lujo de setenta y cinco pies. Lo
llamamos Billingboy y está anclado en uno de los clubs náuticos más
aristocráticos del país.
—Continúe.
—El martes, mi hijo persuadió a Sylvia Tucker, una joven manicura muy
atractiva, para que llamase a la tienda donde trabajaba y dijese que sufría una
jaqueca y que no podía ir a trabajar. Luego se fueron a dar un paseo en el yate.
Estuvieron juntos hasta las cuatro de la tarde, aproximadamente, y luego mi
hijo la acompañó a su departamento. Tomaron unas copas y mi hijo la dejó
allí. Él sabía perfectamente que no me gustan sus relaciones con Sylvia y
menos aún estos paseos en el yate, por lo cual temía entrevistarse conmigo.
Por este motivo se detuvo en varios locales a tomar unas copas, para ganar

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confianza en sí mismo; luego se dijo que podía arreglar las cosas de tal modo
que yo no me enterase de nada. Decidió, pues, volver al yate para cambiarse de
ropa y dar la impresión de que había pasado la mayor parte del día trabajando
en la embarcación. Ahora, a fin de que pueda comprender lo que sigue, Mr.
Lam, será necesario que le explique sobre la naturaleza de este club náutico.
—Continúe usted.
—El club está situado en un lugar asequible a todos los que merodean por
allí; pero, claro está, nosotros no queremos que personas extrañas suban a
bordo de nuestros yates. No comprenden o no aprecian el cuidado que hay
que tener con ellos. Los clavos de los zapatos, por ejemplo, destrozarían de un
modo irreparable la madera pulimentada de estas embarcaciones de lujo.
—¿Quiere decir que el club está convenientemente cercado para que el
público quede excluido?
—Exacto.
—¿Qué más?
—Hay una alta valla por la parte de tierra que rodea todo el club; una valla
de alambre dispuesta de tal forma que nadie pueda saltarla. Las tres
alambradas superiores están colocadas de manera que no pueden salvarse.
—Siga usted.
—Sólo hay una puerta de entrada. Siempre hay allí un guarda para
comprobar la identidad de los que entran y salen. Esto lo hacemos por dos
razones: para impedir que ningún extraño pueda entrar en el club, y para saber
en todo momento quiénes de los socios están dentro si los llaman.
—En otras palabras, ¿cuándo alguien va al club, el guarda anota su entrada
y su salida?
—Así es. La hora de llegada y cuando se vuelve a marchar. Hay un libro
destinado expresamente a este fin; de la misma manera que se registran las
entradas y salidas de los empleados en una oficina.
—¿No resulta muy molesto en ciertas ocasiones?
—Tenga en cuenta que se trata de un club muy conservador. En otro club,
tal vez lo resultara, a la larga. Aquellos que tienden a celebrar grandes orgías a
bordo de sus yates, suelen ser miembros de otros clubs menos severos en su
reglamento.
—Está bien. Continúe. ¿Qué sucedió?
—Volvamos al martes por la noche. Mi hijo se fue al yate decidido a
prepararlo todo para que yo tuviera la impresión de que había estado allí
durante todo el día; por ello cuando vio que el guarda estaba enfrascado en
una conversación telefónica de espaldas a la puerta, le pareció una oportunidad

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providencial. Hay instalado un timbre eléctrico que suena cuando alguien, sea
el que sea, baja por la rampa que conduce al muelle. Por alguna razón
desconocida, el timbre no funcionaba en aquel momento. Mi hijo subió al
yate. Nadie lo vio. Nadie supo que estuvo allí. Nadie puede probar que estuvo
allí. Esto debe recordarlo en todo momento, Mr. Lam.
—Está bien, ¿qué más?
—Cuando mi hijo subió al yate y abrió la puerta y entró en el camarote
principal, encontró…, bien, se encontró en una situación muy comprometida.
—¿En qué situación?
—El cuerpo de George Justin Bishop estaba tumbado en el suelo. Había
sido asesinado con arma de fuego, y la muerte debió de ocurrir una hora antes
de la llegada de mi hijo al yate, poco más o menos.
Digerí aquella noticia. El sudor comenzó de nuevo. Mis manos estaban
húmedas. Un bonito asesinato, y yo estaba liado con el joven Billings en lo
referente a la coartada y en todo lo demás.
—Mi hijo tomó una decisión —continuó Billings—. No fue una decisión
muy recomendable. Sin embargo, ahora que no hay remedio, tenemos que
aceptarla como un hecho consumado.
Mi silencio le dio a entender de forma bien evidente lo que yo pensaba.
—Debe comprender —continuó Billings rápidamente—, que mi hijo
temió al principio que yo estuviera complicado en ello.
—¿En qué sentido?
—Habíamos tenido ciertas diferencias con Bishop.
—¿De qué naturaleza fueron estas diferencias?
—De orden financiero.
—¿Le debía usted alguna suma?
—Dios Santo, no, Mr. Lam. No debo dinero a nadie.
—¿Qué pasaba pues?
—Bishop era un empresario de minas.
—¿Le debía él dinero?
—Sí, pero no era ése el problema. O sea, debía dinero al Banco. No
personalmente, pero sí como primer accionista del «Skyhook Mining and
Development Syndicate».
—Continúe.
—Temo que los detalles nos llevarían demasiado tiempo.
—Siga usted. Ahora disponemos de tiempo. Tal vez más tarde ya no.
—Es una historia muy larga.
—Cuénteme sólo los puntos sobresalientes.

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—Bishop tenía un carácter muy peculiar. Era uno de los depositarios más
fuertes del Banco del que yo soy presidente. Tenía, además, grandes intereses
en varias empresas mineras, la naturaleza de las cuales no comprendía
claramente. La verdad es que cuando comenzamos a investigar las actividades
de estas minas, cada vez nos fueron resultando más y más misteriosas.
—¿Qué hay del dinero que él le debía?
—Bien, como ya he mencionado, poseía tal vez una docena de diversas
compañías de las cuales ejercía la dirección, pero cuyas acciones se ofrecían al
público.
—¿Con permiso de la comisión administradora?
—¡Oh, desde luego! Tenía permiso para vender las acciones. Son
consideradas acciones altamente especulativas y siempre se vigila que los
empresarios no puedan ganar dinero a expensas del público. Sin embargo,
ahora que el Banco había comenzado las investigaciones, descubrimos que
todas sus compañías se regían por el mismo sistema.
—¿Cuál?
—Se constituyen las sociedades y se pide prestado dinero al Banco para su
ulterior desarrollo. Se lleva a cabo un cierto trabajo inicial y, luego la mina
muestra tendencia a no producir y…
—¿Y qué hay con respecto a los empréstitos?
—Los empréstitos son pagados puntualmente.
—¿Y los accionistas?
—Esto es lo curioso del caso, Mr. Lam. Es algo que no llego a entender.
—Continúe.
—Parte de las acciones son vendidas al público. No una gran cantidad, la
mayor parte queda depositada bajo plica. Luego, aparentemente… y no me
enteré de ello hasta hace cuarenta y ocho horas, cuando recibí el informe de
nuestra comisión investigadora…, las acciones son compradas por alguien que
paga a los accionistas lo que éstos pagaron por ellas.
—Supongamos que los accionistas no quieren desprenderse de las
mismas…
—Las acciones que no se recuperan…
—Un momento, usted ha dicho que no se recuperan. ¿Qué significa eso?
—Tenemos motivos más que suficientes para creer que la persona que
compra estas acciones es un representante de George Justin Bishop.
—Está bien. ¿Y qué pasa con aquellos que no quieren vender?
—Se les permite quedarse con las acciones durante otros seis meses o un
año, y luego se les repite la oferta. O venden las acciones o éstas pierden todo

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su valor. La mina languidece sin que se lleve a cabo el menor trabajo en ella.
—¿Y con qué fin se llevan a cabo esas transacciones? Deben representar
una grave pérdida.
—En efecto. No sólo hay que contar con los gastos legales, sino también
con las comisiones de compra y venta. Sin embargo, no se lleva a cabo mucha
publicidad para la negociación de las acciones, que se venden en cada caso por
correo, después de la publicación de un anuncio. Después de haber vendido
una pequeña parte de las mismas, cesa la venta. Luego, la empresa inicia una
época de languidez, después de la cual las acciones son recuperadas.
—Todo esto carece de sentido —observé.
—Exactamente.
—Está bien. Cuénteme algo de este «Skyhook Mining and Development
Syndicate».
—Nos encontramos con una situación muy peculiar. La organización de
esta empresa aparentemente, siguió el mismo sistema. Se le concedió permiso
para vender las acciones a la par, con un quince por ciento de comisión para el
vendedor, pero con el compromiso de que todo el dinero iría a parar a los
fondos de la empresa y que no podría realizarse ningún desembolso hasta
haberse cumplido ciertos requisitos que afectan al desarrollo de la naturaleza
del trabajo.
—¿Y cómo quedaba asegurado el dinero para los trabajadores iniciales?
—La venta de las acciones, según acuerdo de la comisión de la empresa, se
efectuaría a través de un sindicato, y el quince por ciento, más las
contribuciones hechas por los organizadores en forma de un empréstito, se
destinaría a los trabajadores iniciales.
—¿Para que los accionistas viajaran gratis?
—Si quiere decirlo con estas palabras, así era, en efecto. Se permitió a la
empresa endosar una nota firmada por George Justin Bishop con el
compromiso de que todo el dinero iría a parar al fondo de la empresa.
—¿A cuánto ascendía la nota?
—A veinticinco mil dólares.
—¿Y qué ocurrió?
—Algo muy extraño. El nombre llamó la atención del público que invierte
dinero en acciones. Las ofertas se hacían por correo, pero el público reaccionó
muy favorablemente. Según tenemos entendido, el cincuenta por ciento de las
acciones del fondo fueron vendidas en las condiciones estipuladas por las
autoridades financieras.

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—¿O sea, que se trataba de una variante del sistema empleado hasta aquel
momento por las empresas de Bishop?
—Sí, señor. Así fue.
—¿Y qué ocurrió luego?
—Luego —continuó Billings—, Bishop rehusó en redondo aceptar la
nota. Sacó hasta el último centavo de nuestro Banco y declaró que no tenía
fondos para afrontar la nota y que teníamos que dirigirnos a la empresa para
que ésta, como endosante, devolviera el préstamo.
—¿Y qué pasó con el dinero de la empresa?
—Había sido gastado en los trabajos iniciales de desarrollo. Mr. Lam, me
disgusta hablar de esto, porque podría arruinarnos si llegara a ser del dominio
público.
—¿Por qué?
—El Banco inició una serie de investigaciones a fondo a través de ciertos
conductos que están al alcance de un Banco, pero que están vedados al público
en general, y de los cuales no quiero hablar.
—Está bien, ¿cuál fue el resultado de estas investigaciones?
—El mineral era expedido desde la «Skyhook» y transportado en
vagonetas descubiertas a la compañía de fundiciones de George Justin Bishop.
—¿Y qué ocurrió luego?
—Ahora viene lo increíble del caso —dijo Billings—. El mineral era
triturado en finas partículas y usado luego para pavimentar carreteras, efectuar
obras de terraplenado y otros trabajos por el estilo.
—¿O sea, el mineral era enviado desde la montaña, triturado y luego
transportado pagando fletes, para terminar como roca desmenuzada?
—Exacto.
—Debe de haber algún error en todo eso.
—No hay error ninguno. Hemos descubierto que lo mismo se hacía en las
demás minas que estaban en explotación. El mineral era enviado a la
compañía fundidora y refinadora, y ésta lo convertía en grava para carreteras.
—En otras palabras, Bishop era un estafador.
—Yo no trato de presentar esto como una acusación. Lo cierto es que este
proceder no es muy normal en el mundo de los negocios.
—¿Y cuánto pagaba la fundición por esta roca que sólo servía para las
carreteras?
—Diversas sumas —respondió Billings—, hasta que la compañía minera
tenía dinero suficiente para devolver el empréstito que se le había hecho. A
continuación, la mina dejaba de ser explotada; ya no se embarcaba mineral; se

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había saldado el empréstito y la compañía, virtualmente, quedaba disuelta y
todos los accionistas tenían opción a que se les devolviera el dinero que habían
invertido en las acciones y que habían quedado en depósito durante el período
de un año.
—Fue usted, claro está, a ver al jefe del sindicato.
—No, señor. No fui.
—¿Por qué?
—Porque, en cierto modo, el Banco estaba mezclado en estas
transacciones. Tal vez hubiéramos debido ejercer una supervisión más exacta
sobre estas empresas, pero puesto que Bishop solía tener una gran cuenta en
nuestro Banco y sus varias cuentas corrientes eran muy activas, aceptamos su
buena fe.
—Pero cuando ustedes descubrieron el engaño…
—Pedimos a Bishop que nos diera una explicación.
—¿Le dieron a entender lo que habían descubierto?
—En parte, nos enteramos de todo esto después…, cuando ya era
demasiado tarde. Pero Bishop sabía que estábamos realizando la investigación.
—¿Se enteró usted de algo de esto antes del martes?
—Sí. El martes sabíamos ya lo bastante para recelar de él… para ponernos
en guardia.
—¿Y rogó a Bishop que se entrevistara con usted para aclarar el asunto?
—Sí.
—¿A qué hora lo citó usted?
Billings carraspeó.
—El martes por la noche.
—¿Dónde?
—En mi casa.
—Está bien. Volvamos ahora al yate. Su hijo encontró el cadáver de
Bishop a bordo. ¿Qué hizo?
—Se dio cuenta de que, afortunadamente, nadie sabía que él estaba a
bordo.
—¿A qué hora sucedía eso?
—Después de oscurecer.
—¿Y qué hizo?
—Se cambió de ropa. Tenemos un camarote cada uno y en cada camarote
hay un armario ropero pequeño. Mi hijo pudo cambiarse de ropa sin llamar la
atención de nadie.

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»Se puso un bañador, se metió la llave del coche en el bolsillo del bañador,
cerró el yate y se deslizó sobre la borda. Siguiendo el canal nadó hasta la playa
que no pertenece al club. Allí salió, dando la impresión de un hombre que
acaba de tomar su baño vespertino. Caminando audazmente frente a las pocas
personas que, en su mayoría, contemplaban el mar desde unos automóviles
parados, fue a buscar su coche, puso el motor en marcha, regresó a casa, tomó
una ducha, secó su bañador y se vistió.
—¿Y luego?
—Yo había asistido a una conferencia de negocios y, desgraciadamente,
tuvo que esperar mi regreso.
—Continúe.
—Eran ya casi las once cuando yo llegué.
—¿Y qué hizo usted?
—Mi hijo me contó todo lo que había ocurrido. Le advertí que su decisión
había sido errónea y que debió avisar inmediatamente a la policía.
—¿Y llamó usted a la policía?
—No. Preferí que fuera el guarda del club náutico quien descubriera el
cadáver.
—¿Qué hizo, pues?
—Llamé al guarda, le dije que subiera a bordo de mi yate y que recogiera
una cartera de mano y me la mandara por un taxi.
—¿Y qué ocurrió?
—Estaba convencido de que cuando entrara en el camarote encontraría el
cadáver e informaría a la policía.
—¿Y no lo hizo así?
—El cadáver no estaba allí.
—¿Cómo lo sabe usted?
—El guarda de noche me mandó la cartera por un taxi, tal como yo le
había dicho que hiciera. Esto me preocupó en extremo. Interrogué
cuidadosamente a mi hijo pensando que había subido a bordo de otro yate o
que había imaginado algo que en realidad no existía. Luego, a la mañana
siguiente, fui personalmente al club, subí a bordo e hice una inspección.
—¿Y qué encontró?
—Ninguna señal de que hubiese habido un cadáver en el camarote. No
había nadie. Todo estaba tal como lo había dejado la última vez.
—¿Cómo subió a bordo el guarda de noche?
—Tenía una llave. No es obligatorio dejar la llave en el club, pero la junta
prefiere que se haga. En caso de fuego o de alguna necesidad urgente, los

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guardas pueden subir a bordo y apartarlos.
—¿Y qué sucedió luego?
—Mi hijo estaba preocupado, porque en realidad no sabíamos lo que
había ocurrido. Decidió que lo mejor que podía hacer era asegurarse una
buena coartada para el martes por la noche.
—¿Y usted ya tenía una?
—¡Oh, sí! Celebraba una conferencia con un socio. Uno de los directores
del Banco.
—Deme su nombre y dirección.
—Supongo, Mr. Lam, que no irá usted a dudar…
—No dudo. Estoy investigando. ¿Cuál es su nombre dirección?
—Waldo W. Jefferson. Es uno de los directores del Banco. Tiene su
despacho en el mismo edificio.
—¿Pueden subir invitados al yate? —pregunté—. ¿Son registrados
también sus nombres?
—No, sólo los propietarios; pero se toma nota del número de invitados, es
decir, consta que el propietario subió a bordo con dos invitados, tres o
cuatro…, o los que sean.
—Está bien, vayamos ahora a visitar el yate. Pueden ustedes registrarme
como invitado.
—Pero si yo ya he examinado el yate a conciencia, Mr. Lam. No hay allí
ninguna prueba.
—Tal vez ninguna que usted haya advertido, pero si en el yate había un
cadáver y la policía llega a sospecharlo, puede estar convencido de que
encontrará una serie de pruebas cuya existencia jamás hubiese podido usted
sospechar.
Una expresión de satisfecha suficiencia iluminó su rostro.
—No hay nada, Mr. Lam.
—Tal vez.
—¿Qué es lo que espera encontrar usted allí, Mr. Lam? ¿Qué es lo que
pretende buscar?
Repuse:
—Asistí durante un tiempo a las clases de Frances G. Lee sobre
investigación criminal.
—Ya supongo que tiene usted suficientes y merecidos títulos
profesionales, Mr. Lam. Sin embargo, no veo para qué los saca usted a relucir
en este momento.
Continué como si no me hubiese interrumpido:

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—Pidieron un voluntario que quisiera quitarse la chaqueta y arremangarse
la camisa. Tenían una probeta llena de sangre humana. Mancharon con esa
sangre las manos y los brazos del voluntario.
—Ni en mis brazos ni en mis manos había manchas de sangre —atajó él
con dignidad.
—Y luego —proseguí—, lo invitaron a lavarse la sangre, usando agua y
jabón, con los que se frotó a conciencia, haciendo todo cuanto pudo porque
desapareciesen las manchas de sangre.
—Supongo que desaparecerían, ¿verdad?
—Desde luego.
—¿Y después qué?
—Nada —dije.
—¿Qué quiere usted decir nada?
—La clase continuó como si tal cosa.
—¿Quiere decir que lo obligaron a mancharse de sangre y luego a
quitársela, y nada más?
—Exactamente.
—La verdad, no lo comprendo, Lam.
—Luego, al día siguiente, le preguntaron si había tomado un baño, y él
respondió afirmativamente. Le preguntaron si se había frotado especialmente
manos y brazos, dedicándoles una atención especial, y él admitió que así lo
había hecho, que pensó que querían hacerle alguna jugarreta, y por eso se lavó
a fondo.
—¿Y entonces qué?
—Nada.
—Lam, ¿adónde quiere usted ir a parar?
—Al tercer día hicieron lo mismo —dije.
—¿Él había tomado otro baño?
—Sí.
—¿Frotándose también brazos y manos?
—Sí.
—Vamos, Lam, que no comprendo a dónde quiere ir a parar. Se sale usted
por la tangente y…
—Y entonces —proseguí—, lo arremangaron, le aplicaron un reactivo y en
todos los sitios donde la sangre había tocado sus brazos y manos apareció una
mancha azul oscuro.
John Carver Billings permanecía sentado, tan quieto como un ratón sobre
un estante de la despensa, en el momento de abrirse una puerta. Lo observé

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mientras asimilaba lo que yo le había cantado, y vi que no le hacía maldita la
gracia.
De pronto se enderezó y dijo con su voz tranquila, precisa y flemática de
banquero:
—Muy bien, Mr. Lam; vamos ahora mismo al yate.

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LUJOSOS palacios flotantes de madera de teca y caoba, brillantes y
barnizados, se mecían silenciosamente junto al muelle mostrando su latón
pulido, esperando pacientemente que sus propietarios los llevaran por la bahía
durante unas cuantas horas de recreo a fin de semana, o, si aquéllos eran más
atrevidos, hacia alta mar, donde las aguas se encrespaban y se encontraban ya
las grandes olas del océano.
Algunos de ellos eran tan grandes que era necesaria una tripulación para
gobernarlos; otros eran de construcción moderna, con mecanismos tan
perfectos que, en caso de necesidad, un solo hombre podía conducirlos.
Era tal como Billings me había contado. El club náutico resultaba
prácticamente inaccesible a quien no fuera miembro de él. La alta valla de
barrotes de acero estaba coronada por tres alambradas que formaban una
barrera infranqueable, y frente a la puerta de entrada había una especie de
rampa. Cuando la pisamos, sonó una señal de alarma, y el guarda de noche
que estaba de servicio saludó respetuosamente a Billings.
—Buenas noches, señor —y, al tiempo de saludarle, le alargó un libro.
Billings escribió su nombre y en una columna contigua anotó «un
invitado».
El guarda de noche apuntó la hora.
Iba a decir algo, pero Billings le atajó:
—Luego, Bob, más tarde —y me condujo hacia la rampa desde donde se
oía el suave murmullo del agua y se veían cabrillear las luces reflejadas en ella.
Nuestros pies producían un sordo eco sobre las tablas del pontón. Nos
rodeaba una atmósfera fantástica y lúgubre. Ninguno de los dos pronunció
una sola palabra.
Llegamos junto a un hermoso casco coronado por una obra muerta de teca
y de brillante latón. El camarote superior tenía ventanas cuadradas provistas
de gruesos vidrios. Había una línea de portas de adorno colocadas más abajo.
—Éste es —dijo Billings—. Por favor, espere en la orla hasta que yo haya
abierto la puerta del camarote; no pise la cubierta con esos zapatos que lleva.

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Subimos a bordo. Billings metió la llave en un candado. Levantó una
escotilla corredera y apareció la escalera de la cámara, de caucho y latón
luciente. Dio vuelta a un conmutador y el camarote quedó brillantemente
iluminado.
—Fue aquí —dijo Billings.
Miré en torno, dándome cuenta de la lujosa atmósfera que se respiraba en
aquel camarote. Por todas partes relucía el dinero.
Pisé una alfombra. Tuve la sensación de andar sobre una gruesa capa de
musgo, en un bosque. Toda la decoración concordaba con el color, que había
sido cuidadosamente estudiado. Costosos tapices cerraban el interior del
camarote a toda mirada curiosa. Sillones, libros, una hermosa radio…, todos
los artículos de confort que cabían dentro de un camarote de yate.
—¿Dónde estaba el cuerpo? —pregunté.
—Por lo que me ha contado mi hijo, estaba aquí… Usted mismo puede
observar que no hay la menor mancha en la alfombra.
Me arrodillé, poniéndome luego a cuatro patas.
—No es necesario que lo haga —me dijo Billings—. No hay la menor
mancha en la alfombra.
Continué arrodillado, escudriñando. Vi que Billings comenzaba a
enojarse.
—Ni la menor mancha en el suelo —convine finalmente.
—Debió usted aceptar mi palabra a este respecto —dijo.
—No hay la menor mancha en la alfombra —proseguí—, porque ésta es
completamente nueva y hace muy poco que ha sido instalada aquí.
—¿Qué diablos está diciendo? —preguntó—. Esta alfombra está aquí
desde que…
Disentí con un movimiento de cabeza y desplacé de su sitio uno de los
sillones. El lugar donde las patas del sillón habían dejado huellas en la gruesa
alfombra, era claramente visible.
—La alfombra está aquí desde que este sillón fue colocado en este sitio —
observé.
—Se trata de una alfombra muy buena. Vuelve inmediatamente a su
posición original. Encontrará usted que…
—Lo sé, pero es completamente imposible eliminar las huellas que dejan
los sillones en las alfombras. Observará lo mismo con respecto a cada uno de
los otros sillones. Y, además, fíjese en esta fotografía donde se le ve a usted
sentado en este camarote y leyendo —le dije señalando una fotografía

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enmarcada—; no se puede ver el color de la alfombra, pero sí el dibujo. Y no
cabe duda de que no es el mismo.
Se veía una profunda consternación en su rostro, cuando fijó la mirada en
la fotografía.
Di la vuelta al camarote fijando la mirada en todos los rincones, pasando la
mano por todos los recovecos.
—Observará usted, Mr. Billings, que se percibe un débil olor, como si se
hubiese fregado algo con un trapo húmedo y…, un momento… ¿Qué es esto?
—exclamé.
—¿Qué?
—Aquí, en este rincón, a unos cincuenta centímetros del suelo.
—No me había fijado —dijo inclinándose hacia adelante.
—Lo sospechaba, pero será mejor que ahora se fije en ello.
—¿Qué es?
—Un agujerito redondo con un anillo oscuro muy peculiar en su
perímetro externo. Es aproximadamente del tamaño de una bala del calibre
treinta y ocho, y aquí hay también una mota muy pequeña, de color pardusco,
semejante a un resto de tejido animal que hubiese quedado prendido de la bala
y que penetró a medias en el agujero.
John Carver Billings se me quedó mirando en silencio.
—Y ahora —continué yo en tono indiferente—, si, tal como usted ha
dicho, estaba citado con Bishop el martes por la noche, ¿cómo es que pasó
usted la velada en compañía de Mr. Waldo W. Jefferson? ¿Cómo sabía usted
que Mr. Bishop no podría acudir a la cita?
Billings me miró como si le hubiesen echado un cubo de agua fría y salada
a la cara. Emitió un suspiro y luego permaneció inmóvil, con la boca
entreabierta.
En aquel momento tuve conciencia de un ruido.
Era un ruido peculiar, como el provocado por muchas pisadas de hombres.
Instantes después, percibimos el murmullo de voces humanas, voces que
parecían proceder de la parte exterior del yate, pero que quedaban
amortiguadas por las paredes del camarote, llegándonos sólo como el rumor
de conversación entre fuertes voces masculinas.
John Carver Billings ascendió por los peldaños que conducían a cubierta y
entreabrió la escotilla.
—¿Quién es usted? —preguntó una voz.
Antes de que Billings pudiera responder, oí la voz del guarda de noche que
decía:

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—Es Mr. Billings, señor, John Carver Billings. Hace sólo unos momentos
que ha llegado.
—¿Va a dar un paseo, amigo? —preguntó una voz autoritaria.
—Es Mr. John Carver Billings, el banquero —dijo el guarda de noche.
—¡Oh! —exclamó la voz insistente, esta vez en un tono de respeto.
Los pasos se alejaron. El guarda de noche se quedó atrás para dar una
explicación.
—Quería explicárselo, señor, pero usted no me dio tiempo. Parece ser que
han encontrado un cadáver a bordo del Effie A. El guarda fue atraído por un
olor sumamente desagradable. Como usted tal vez sabe, el propietario del yate
está de vacaciones. Parece ser que alguien forzó la cerradura… Temo que todo
esto dará lugar a una fea publicidad, señor, pero el club no podía hacer otra
cosa que avisar a la policía.
—Comprendo —dijo Billings—. ¿El propietario del yate no está aquí?
—No, señor. Está de viaje por Europa. La embarcación estaba cerrada y…
—¿Nadie la pidió prestada?
—No, señor. Nadie.
John Carver Billings dijo con impaciencia:
—Bien, cumpla usted con su deber, pero procure que no me molesten.
Ayude en lo posible a la policía. —Cerró de golpe la puerta y entró de nuevo
en el camarote.
Tenía el rostro pálido como la cera. Evitó mirarme a los ojos.
—Voy a tener mucho trabajo y, además, tendré que hacerlo a toda prisa.
Necesitaré algún dinero —le dije.
Sacó su cartera del bolsillo, la abrió y comenzó a sacar billetes de cien
dólares. Yo añadí:
—Su hijo anuló el cheque que debía haber cobrado nuestra agencia en Los
Ángeles y…
—Crea que lo lamento de veras. Es éste un asunto que vamos a remediar
ahora mismo, Mr. Lam. Daré órdenes al Banco…
—No dé instrucciones de ninguna clase al Banco, ahora —le dije—, el
pago ha sido anulado. Déjelo así. Pero puede usted añadir quinientos dólares
al dinero que me dará ahora para gastos.
—¿Dinero para gastos?
—En efecto. Voy a tener muchos gastos. Añada usted quinientos dólares
al resto.
Asintió con un ligero movimiento de cabeza y continuó sacando dinero.

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Al fijarme en el bulto que hacía la carrera, comprendí que estaba
preparado para un caso como aquél. Era dinero para salir del paso, y había una
cantidad impresionante. Esto, el agujero que había hecho la bala en la pared
del camarote y la alfombra nueva me decían todo lo que necesitaba saber.

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EN cierta ocasión hice un favor a aquel corredor de Bolsa, un favor que no
olvidaría fácilmente; de modo que cuando lo llamé a las ocho de la mañana, se
mostró inmediatamente dispuesto a hacer lo que yo le pidiera.
—Tengo mil trescientos cincuenta dólares en efectivo —le dije.
—Muy bien, Lam.
—Quiero que invierta usted trescientos cincuenta en acciones del
«Skyhook Mining and Development Syndicate».
—Jamás he oído hablar de eso, Lam.
—Entérese, pues. Localice las acciones. Las quiero y las necesito
urgentemente.
—Sí. ¿Y los mil dólares restantes?
—Los trescientos cincuenta dólares, a nombre de Elsie Brand —dije—. Y
mil dólares más de las mismas acciones a nombre de la sociedad «Cool y
Lam». Quiero que localice usted las acciones y quiero que lo primero que haga
usted esta mañana, sea comprarlas…
—Un momento —me interrumpió—, estoy mirando en un fichero… Un
momento, aquí está. Son acciones que se venden por correo, Lam. Tal vez
tarde un poco en averiguar quiénes son los que poseen esta clase de acciones
y…
—No tengo mucho tiempo que perder —objeté—. Están autorizadas
oficialmente. Las acciones quedan en depósito durante un año, en el curso del
cual los accionistas pueden devolverlas, si lo desean, y durante este año hay
que hacer algún trabajo de desarrollo, de lo contrario la venta quedaría
invalidada.
—¿Y bien?
—Póngase en contacto con el depositario. Dígale que está usted en
condiciones de ofrecer a sus clientes un beneficio razonable y que desea ciertos
informes. No le diga para quién ni por qué. Dígale que si no consigue la
información por este conducto, la conseguirá por otro. Luego llame por
teléfono y compre las acciones en cuestión.

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—¿Hasta dónde puedo subir?
—Hasta el doble del valor a la par. Si no puede conseguirlas a este precio,
desista. Recuerde que hay una nota de la empresa que está pendiente de pago.
El Banco todavía no ha hecho nada porque iba firmada por Bishop. Ahora
que él ha muerto, tendrá que hacer algo. El depositario tiene que estar
enterado de esto. Los accionistas también deberían saberlo. Si no lo saben,
comuníqueselo usted.
—De acuerdo —me contestó—. Me pondré a trabajar inmediatamente.
—Ahora mismo —insistí.
—Ahora mismo.
Leí los periódicos de la mañana. Con grandes titulares anunciaban:
EL CADÁVER DE UN NEGOCIANTE EN MINAS HA
SIDO HALLADO EN EL YATE DE UN MILLONARIO.

Era lógico que los periodistas de la ciudad dieran la máxima preferencia al


crimen.
Erickson B. Payne, el millonario soltero propietario del yate, se hallaba de
vacaciones en Europa. No cabía la menor duda de que durante las últimas
cuatro semanas no había pisado tierra americana y, aparte del duplicado que se
guardaba en la caja fuerte del club, no había otras llaves del yate. Sin embargo,
la policía descubrió que el candado del yate había sido forzado y que otro
nuevo había sido colocado en su lugar, con el objeto de que el guarda de noche
que hacía la ronda no pudiese observar nada anormal.
La policía sustentaba la teoría de que el minero había sido asesinado en
algún otro lugar y que el cadáver había sido transportado al club náutico, pero
el gran misterio consistía en cómo el cadáver pudo ser transportado hasta el
club náutico.
Leí por tercera vez la noticia mientras esperaba en el despacho de
Hartley L. Channing.
Era una oficina sumamente agradable, con el nombre de Hartley L.
Channing, contable, grabado en el cristal esmerilado de la puerta. Me recibió
una muchacha de aspecto frío pero agradable, muy astuta al parecer, de tez
sonrosada y grandes ojos azules.
Estaba leyendo una revista cuando yo entré en la oficina, una revista que
tenía medio escondida en el cajón de la mesa. Cuando le dije que tenía la
intención de esperar a Mr. Channing, abrió cansadamente otro cajón, sacó
una hoja de papel que metió en la máquina de escribir y comenzó a teclear con
precisión mecánica pero sin ningún entusiasmo particular.

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Eran las nueve y cinco cuando entré en la oficina, y la muchacha, continuó
tecleando sin interrupción durante un cuarto de hora.
Hartley Channing entró a las nueve y veinte en punto.
—¡Hola! —me saludó—. ¿En qué puedo servirle?
—Me llamo Lam. Deseo hablar con usted sobre ciertos impuestos.
—Muy bien. Entre.
Me invitó a pasar a su despacho particular.
Tan pronto como crucé el umbral, la mecanógrafa cesó en su trabajo.
—Siéntese, Lam. ¿En qué puedo servirle?
Era un individuo elegantemente vestido; las uñas se las había hecho pocos
días antes, llevaba una lujosa corbata pintada a mano, un traje hecho a medida
de tejido importado y zapatos igualmente hechos a medida.
—Usted cuidaba de los asuntos de Mr. Bishop, ¿no es cierto?
Sus ojos adquirieron inmediatamente una expresión de extrema frialdad.
—Sí —dijo escuetamente.
—Ha sido una lástima lo que le ha sucedido.
—Creo que hay cierto misterio en torno al caso.
—¿Ha leído los periódicos de la mañana?
—No —respondió, pero inmediatamente comprendí que estaba
mintiendo—. He estado ocupado en otros asuntos y…
—Pues ya no existe tal misterio.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que han encontrado su cadáver a bordo de un yate en un club náutico.
—¿De modo que ha muerto?
—Sí.
—¿Ha sido identificado?
—Sí.
—¿Cómo murió?
—Dos heridas de bala. Una en el cuerpo y otra que le atravesó la cabeza.
—Terrible. Una mala noticia… Lo siento mucho… Sin embargo, usted
quería consultarme con respecto a…
—Impuestos.
—¿De qué se trata, Mr. Lam?
—Deseo averiguar cuanto sepa usted del tinglado que montó Bishop.
—¿Qué quiere decir, Mr. Lam?
—Si usted llevaba sus libros y sus cuentas, sabe exactamente a qué me
refiero.

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—No me gusta su actitud, Mr. Lam. ¿Me permite preguntarle si su visita
es oficial?
—No, no es oficial. Es personal y amistosa.
—¿Quién es usted?
—Un detective de Los Ángeles, un detective privado.
—No creo que tenga nada que hablar con usted, Lam.
—Escúcheme, amigo. Las apuestas están hechas. No nos andemos por las
ramas. Usted está mezclado en este asunto. No sé todavía hasta qué extremos.
—No sé de qué me habla, Lam, y no me gusta su modo de hablar. Tendré
que pedirle que se vaya.
Yo proseguí:
—Bishop llevaba a cabo muchas actividades. Era astuto. Decidió pagar sus
impuestos sin revelar su procedencia. De forma que pretendió dedicarse a una
serie de empresas mineras que no valían ni un centavo.
—Bishop en su vida estafó a nadie.
—Claro que no. Tuvo demasiado cuidado en no hacerlo. Si lo hubiese
hecho, habría sido detenido; se hubiese presentado una demanda a las
autoridades financieras correspondientes, y hubiese perdido toda posibilidad
de actuar… No, no estafó a nadie. Sólo se decidió a acaparar dólares. Fundó
varias compañías, comunicó los beneficios ficticios que le producían y luego
comenzó a jugar con los fondos y las acciones, de modo que nadie supiese
nunca lo que ocurría en realidad. Sin embargo, siempre tuvo buen cuidado en
declarar sus ingresos. Lo único que no hizo, sin embargo, fue declarar la
fuente de tales ingresos… Ahora bien, mirándolo desde mi punto de vista,
sólo hay una respuesta posible a todo ello.
Channing cogió un lápiz y comenzó a juguetear nerviosamente con él.
—No tengo el menor interés en discutir los asuntos de míster Bishop con
una persona que no esté directamente interesada en los mismos o autorizada
para discutirlos.
—Primero los discutirá conmigo y luego los discutirá con la policía. Tal
vez no lo sepa, usted, amigo, pero está metido en un terrible lío.
—Me ha querido intimidar varias veces, Lam, y ya le he dicho que esto no
me gusta. Y cada vez me gusta menos.
Empujó su silla hacia atrás y se puso de pie.
Era un tipo alto y robusto, de constitución atlética. Un poco grueso, pero
de hombros fornidos.
—Márchese y no vuelva por aquí.

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—Bishop estaba planeando una jugada rápida. No lo hubiese hecho sin
consultar antes con usted, y, tal como yo veo la situación, usted no la hubiese
aceptado a base de su sueldo normal. Estoy convencido de que está usted
metido en el ajo.
—Está bien, hemos terminado. Ahora voy a hacerle daño.
Dio la vuelta a la mesa.
Continué sentado en mi silla, perfectamente quieto.
—¡Vamos, fuera de aquí! —dijo, y me cogió por el cuello de la chaqueta
con su mano izquierda—. ¡De pie!
Metió su dedo pulgar bajo mi mentón.
No cabía la menor duda de que sabía lo que se hacía. Conocía el nervio
exacto donde aplicar el pulgar para obligar a un hombre a levantarse de su
silla.
Rápidamente me puse en pie. Me obligó a dirigirme hacia la puerta.
—Usted mismo se lo ha buscado, amigo —dijo—. Ahora pagará las
consecuencias y se tomará la medicina como un hombrecito.
Dirigió la mano hacia el picaporte, sosteniéndome al extremo de su brazo.
El picaporte giró e, inmediatamente, oí el rumor de la máquina de escribir
al otro lado de la puerta.
—Tal vez tenga usted una coartada por lo que se refiere al asesinato de
Bishop —dije yo en aquel momento—. O tal vez no la tenga. Pero esto no
quiere decir que esté usted protegido con respecto a la muerte de Maurine
Auburn, y Gabby Garvanza no está para bromas. Cuando yo le diga…
Apartó la mano del picaporte como si le hubiese pasado la corriente.
Durante un rato permaneció completamente inmóvil, contemplándome
con expresión fría, con ojos azules que no reflejaban más emoción que las
teclas de una máquina de calcular. Luego me soltó, dio de nuevo la vuelta en
torno a la mesa, tomó otra vez el lápiz y me dijo:
—Siéntese, Mr. Lam.
—Si quiere evitarse una serie de líos, empiece a hablar ahora mismo.
—Puede decirle usted a Gabby que no sé nada en absoluto con respecto a
la muerte de Maurine; y es la verdad.
—No es prudente interponerse en el camino de Gabby.
—Yo no me interpongo en su camino.
Se tiró nerviosamente de las mangas de la camisa, cogió de nuevo el lápiz,
jugueteó con él, sacó luego su pañuelo, se sonó, se secó el sudor de la frente,
volvió a meter el pañuelo en su bolsillo y carraspeó.
—Vamos, cuénteme todo lo que sepa —insistí.

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—No sé nada de lo que se refiere a Maurine.
—¿Y supone usted que un juez lo creería?
—Al diablo con los jueces. ¿Qué tengo yo que ver con eso?
Le sonreí, con una fría sonrisa de triunfo.
—Si usted se interpone en el camino de Gabby, y él puede acusarlo de
haber cometido un asesinato, lo hará; y hará que el Estado cuide de usted,
cosa que usted sabe tan bien como yo mismo.
Su traje seguía siendo elegante, pero él parecía haber empequeñecido
dentro de aquel traje hecho a medida. El traje parecía haber sido cortado dos
tallas más grande.
—Veamos. Usted trabaja para Gabby Garvanza… —dijo.
—Yo no le he dicho para quién trabajaba —le interrumpí bruscamente.
Vi cómo abría sus ojos. Había en ellos una expresión de cierto alivio.
—Pero poseo ciertas noticias que Gabby Garvanza arde en deseos de
conocer. Y quiero saber todo lo relacionado con respecto a Bishop. Vamos,
cuente ya lo que sepa.
El hombre estaba intimidado. El hecho de que, Gabby pudiera acusarlo de
asesinato, lo tenía completamente horrorizado, hasta el extremo de no dejarle
pensar cuál podía ser mi verdadero interés en el caso. Su propio miedo lo
había sugestionado.
—Lo único que sé es lo que hace referencia a su contabilidad. Lo
dispusimos de tal forma que todos los ingresos de Bishop procedieran de sus
minas.
—¿Y las compañías mineras? —pregunté.
—Entre las diversas actividades de las mismas —dijo—, figuraba La
puerta verde. No había nada en sus estatutos que lo prohibiera. No había razón
para que una compañía no pudiera hacer lo que creyera más conveniente.
Ahora voy a decirle lo siguiente. Cuando Gabby Garvanza decidió trasladarse
a San Francisco, algunos individuos creyeron poder ponerle trabas en su
camino, pero ésta no era la intención de Bishop. Bishop y yo queríamos jugar
limpio con él. Si él estaba decidido a garantizarnos su protección, nosotros
estábamos dispuestos a pagar a cambio de ella. Poco nos importaba quién
recibía el dinero, o a dónde iba a parar. Lo único que deseábamos era
tranquilidad, y estábamos dispuestos a pagarla a quien pudiera prestarnos los
mejores servicios. Ésa es toda la verdad, Mr. Lam. Jamás me interpuse en el
camino de Gabby, ni tampoco lo hizo Bishop.
—¿Conocía usted bien a Maurine? —le pregunté.

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—Usted ya está enterado de esto… o, al menos, Gabby lo sabe. Yo fui
quien le presentó a Maurine. La conocía a fondo.
—¿Y qué hay con respecto a la señora Bishop? —pregunté.
También Bishop la conocía muy bien.
—Irene no se mete en estos negocios.
—Quiero saber algo con respecto a su pasado.
—¿No lo sabe acaso?
—No.
Trató de dominarse y casi lo logró.
—Para trabajar con Gabby Garvanza, hay muchas cosas de las que usted
no está enterado.
—Y hay muchas cosas de las que si lo estoy. Tengo ciertas historias muy
interesantes que contarle a Gabby. Bien, hábleme ahora de Irene.
Por alguna razón, el hombre se atemorizó sólo con oír mencionar el
nombre de Gabby. Mi entrada y las preguntas directas concernientes a
Maurine lo tenían atemorizado.
—Irene era una artista de variedades. Era una de esas mujeres que medio
se desnudan sobre el tablado. Bishop la vio una vez en una fiesta y se
enamoraron. Él estaba loco por ella, y ella…, pues bien, ella supo seguir
magníficamente el juego.
—Luego, ¿fue una boda legal?
—¿Legal? Diablos, fue una boda con todas las de la ley. Irene tuvo buen
cuidado de que así fuera. Contrató al abogado más listo de la ciudad para que
cuidara de todos los detalles. Insistió en que fuera una boda legal. Él tuvo que
pagar una indemnización a su mujer. Irene puede no aparentarlo, pero es lista
como ella sola.
—¿Quién mató a Maurine Auburn?
—Juro que no lo sé, Lam. Se lo digo sinceramente, no lo sé. Yo fui el
primer sorprendido al enterarme. Me causó una terrible impresión. Yo… A
mí me gustaba la muchacha.
—¿Quién mató a Bishop?
—No lo sé. Y créame que me gustaría saber quién fue. Póngase en mi
lugar… Realmente, no sé dónde estoy. Y, por cierto, no es una situación
agradable la mía, sabiendo que me pueden señalar con el dedo. No es
agradable, se lo aseguro. Dígale a Gabby que quiero verlo. He intentado en
vano ponerme en contacto con él. Él puede ayudarme.
Yo me reí.
Volvió a secarse el rostro.

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—¿Qué sucederá ahora con La puerta verde?
—No habrá ninguna resistencia por mi parte en cuanto a lo que Gabby
tenga a bien decidir. Claro está, siempre que él logre ponerse de acuerdo con
los demás… Pero supongo que, tratándose de Gabby, no habrá ninguna
dificultad.
—¿Qué sabe usted de John Carver Billings?
—Billings es una buena persona. Es el banquero. Lo utilizábamos a veces.
No suele dirigir muchas preguntas. Por este motivo acostumbrábamos tener
siempre bastante dinero en su Banco.
—¿Y había algún motivo para que no dirigiera preguntas?
—Creo que sí. George sabía algo sucio del muchacho.
—¿Y qué hay acerca del asunto de que deseaba entablar un juicio
hipotecario contra la «Skyhook Mining and Development Syndicate»?
—¡Ah! —exclamó Channing—. Le dije mil veces a George que era una
locura, lo peor que podía hacer. Esto iba a provocar necesariamente una
investigación. Incluso podía llegar a arruinar todo el sistema económico que él
había construido.
—¿Y no le hizo caso?
—No. No me hizo caso… Quería tener archivado ese juicio. Decía que le
importaba un bledo lo que ocurriese, pero quería tenerlo archivado… Me
gustaría poder charlar un rato con Gabby… cuando él quiera…
—¿Qué hay de la viuda?
El hombre rió.
—¿Qué tiene que ver con todo eso?
—Tal vez mucho.
—No cometa ningún error, Mr. Lam. Dígale a Gabby Garvanza que soy
yo quien va a cuidarse de La puerta verde.
—¿Y qué sacará Irene?
—¿Irene continuará participando en el negocio? —dijo—. Fue una artista
muy buena de variedades. Tiene ello, y dio lo que tenía, pero le falta talla. A
partir de esta noche, seré yo quien mande en el negocio. Ella ya tiene lo suyo.
Volvía a manifestar parte de su antiguo aplomo.
—¿Y los socios de las empresas?
—Esto desaparecerá, liquidado en una nube de guarismos.
—No se mueva de aquí hasta las dos de la tarde —le dije—. No salga bajo
ningún pretexto y no hable con nadie de lo que hemos tratado. Si Gabby
desea verlo, ya le indicará dónde puede encontrarlo.

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Estas últimas palabras volvieron a asustarlo. El hecho de enfrentarse con
Gabby parecía no ser de su agrado.
—Dígale que me telefonee.
—Creía que quería usted verlo.
—En efecto, pero estoy terriblemente ocupado. Ahora que ya es seguro
que George ha muerto, no cabe la menor duda de que pronto vendrá la policía
y…
—Creía que usted quería ver a Gabby.
—En efecto, en efecto…, pero también tengo otras cosas que hacer.
—¿Quiere que le diga a Gabby que está usted demasiado ocupado para
entrevistarse con él?
—¡No! ¡No! No lo decía en este sentido.
—Pues creí interpretarlo así.
—Póngase usted en mi situación, Lam.
—Pues yo no lo haría —le dije y me puse de pie y salí de la estancia,
mientras el hombre se secaba el sudor de la frente.
La mecanógrafa volvía a teclear en la máquina. Ni siquiera levantó la
mirada.

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LA señora de George Justin Bishop me miró con expresión cansada.
—De nuevo usted —dijo.
—Así es.
Esbozó una fatigada sonrisa.
—La oveja negra.
Negué con un movimiento de cabeza.
—No, el explorador. Descubrí muchas cosas ayer. Y pienso descubrir otras
en el día de hoy.
—¿Con respecto a mí?
—Sí.
—Y como siempre; de un modo desinteresado, ¿no es cierto? —dijo con
un cierto tono de sarcasmo en la voz.
—Se equivoca de nuevo.
—Escúcheme, Lam —me dijo—. He estado levantada toda la noche. He
sido interrogada infinidad de veces. Tuve que identificar el cuerpo… de mi
marido. Mi médico quiso darme un soporífero para que perdiera el mundo de
vista y dejaran de importunarme. Le dije que resistiría todas las pruebas… No
sabía lo que irían a hacer conmigo, dormida. Pero estoy cansada,
terriblemente cansada.
—Creo que puedo ayudarla —le dije—. No hay ningún mal en intentarlo.
Su esposo no se dedicaba en absoluto al negocio de minas.
—No sea estúpido. Poseía una docena de empresas mineras situadas en
diversos lugares, toda clase de denuncias y de localizaciones y…
—Y las usaba para camuflar sus ingresos, sin decir de dónde procedían.
—¿Y de dónde procedían?
—De un lugar de San Francisco llamado La puerta verde.
—¿Y qué es esto?
—Una casa de juego.
—Siéntese —me invitó.
Tomé asiento.

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Ella se sentó frente a mí.
—Hartley L. Channing tiene intención de quedarse con el negocio.
—Siempre me pareció muy correcto —dijo ella.
—Escúcheme, Irene —le dije—, usted tiene experiencia de la vida. Usted
era una artista de cabaret y de variedades. Debe saber en estos momentos en
qué situación se encuentra.
—Veo que no ha perdido usted el tiempo durmiendo.
—No, he dado unas cuantas vueltas por ahí.
—¿Y quién le ha facilitado estos bajos pormenores?
—Se quedaría usted sorprendida si lo supiese.
—Tal vez no.
—Sea como sea —dije—, hay otras cosas de las que tenemos que charlar.
¿Cuál es su situación financiera?
—Usted no se anda por las ramas, ¿eh?
—Nunca.
—¿Y por qué tengo que explicarle esto?
—Porque probablemente soy el único que va a jugar limpio con usted… Si
es que de paso puedo beneficiarme también yo… Pero una cosa es cierta,
Irene; yo no pienso engañarla.
—No —dijo ella lentamente—, ya lo supongo. ¿Cuál es su nombre de
pila?
—Donald.
—De acuerdo, Donald. Cuando una tiene que presentarse cada noche
frente a un grupo de estúpidos y quitarse cuatro o cinco veces las ropas, una
llega a cansarse. George vino a verme y se enamoró perdidamente de mí. Al
principio, no creí que pudiera tratarse de algo seguro a la larga, pero luego
advertí que él iba con intenciones serias. Fue entonces cuando me di cuenta de
lo que se trataba y decidí continuar el juego. Su esposa trató de llevarlo a los
tribunales, y vi que él tenía un miedo terrible de tener que pagarle una
indemnización. Le insinué que podíamos llegar a un acuerdo premarital para
que no creyera que lo iba a engañar cuando se divorciara de su esposa. La idea
le gustó.
—¿Y luego?
—Su abogado redactó el acuerdo.
—¿Cuáles eran sus términos?
—Un completo contrato de propiedad. Me otorgaba cosas substanciales,
para que yo…
—¿Cuánto?

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—Diez mil dólares como de mi exclusiva y separada propiedad.
—¿Y a qué se comprometía usted a su vez?
—Que esta cantidad incluía una indemnización temporal, la minuta del
abogado, una indemnización permanente… todo…, un contrato completo de
propiedad.
—¿Pero en caso de que él muriese?
—No lo sé —respondió—. Nunca lo consideré desde este punto de vista,
pero creo recordar que él tenía derecho a disponer de su propiedad del modo
que quisiera.
—¿Hizo testamento?
—No lo sé.
—¿Dónde lo guardaría, si lo hubiese dejado?
—En manos de su abogado.
—¿Tenía alguien más a quien pudiera legar esta propiedad?
Se encogió de hombros.
—¿Siguió él llevando la cruz a cuestas después que el acuerdo tuvo fuerza
legal?
—Sí, yo ya tuve buen cuidado de que así fuera.
—Es usted lista.
—No se equivoque con respecto a mí, Donald; yo tengo…, tal vez no en
el sentido que usted cree, pero tengo mi experiencia. Sé cómo desnudarme en
público y consigo poner en vilo a los espectadores, que se agolpan para verme.
Y créame, se trata de un arte. Si no, vaya a ver a una de estas novatas y luego a
una verdadera artista, y notará la diferencia.
—Bien —la interrumpí—, volvamos a la primera pregunta. ¿Cuál es su
actual situación financiera?
—Él firmó una póliza de seguros y yo continué aferrada a los diez mil
dólares que estipulamos en un principio.
—¿Cuántos quedaban?
—¿Qué le parece si le dijera que casi todos?
—¿Y sus vestidos, además?
—George lo compraba casi todo. Él me estimulaba a que ahorrara los diez
mil dólares. Quería que esta suma estuviera lo más intacta posible.
—Cuando empiece usted a ver más claro el asunto, se dará cuenta de que
los negocios de su marido eran un total embuste y que lo único que realmente
le pertenecía era La puerta verde, de donde procedía el dinero con el cual él lo
pagaba todo… ¿Ha oído hablar alguna vez de una casa de juego que tuviera
validez testamentaria?

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—No.
—Probablemente no lo oirá jamás.
—¿Y eso qué?
Dije:
—Su marido tuvo buen cuidado en disponer las cosas de modo que jamás
pudiera relacionarse su nombre con La puerta verde. Tenía sus asuntos en
manos de un contable que piensa siempre en primera persona del singular. Es
posible que su marido guardase algún dinero en efectivo en alguna caja fuerte,
y es posible que Hartley Channing sepa dónde se halla ésta. Acaso encuentre
usted la caja fuerte llena de dinero, y también es posible que no la encuentre;
pero no cabe la menor duda de que, en vista de su pasado, le van a dirigir una
serie de preguntas…, muchas preguntas…, y que el asunto del seguro va a ser
sumamente molesto.
—Lo sé —dijo ella, cansadamente—. Por eso no quiero irme a dormir por
ahora. Deseo saber las respuestas a algunas de esas preguntas.
—Poseen todo un lado de la colina.
Asintió con un movimiento de cabeza.
—Rellenaban con piedras y grava el pequeño precipicio, ¿no?
—Sí; George quería construir un campo de tenis allí y quería usar roca
triturada para que el subsuelo tuviera buen desagüe.
—Echemos una mirada a las cosas que tenía su marido en el garaje.
—¿Por qué?
—Tal vez encontremos una artesa de lavar oro.
—¡Oh, desde luego! George tenía allí unos sacos de dormir y una o dos de
esas artesas, un mortero con su mano, que usaba para desmenuzar la roca, y
una lámpara de soldar y varios aparatos para hacer pruebas. Los guardaba en
unas estanterías de un armario especial del garaje.
—Vamos a echar una mirada.
—¿Por qué?
—Tengo curiosidad.
—Pues yo no.
—Trato de ayudarla, Irene.
—¿Y qué pide en compensación?
—Tal vez nada.
—No sea estúpido —me dijo—. Hace muchos años que conozco a los
hombres. Siempre quieren algo. ¿Qué es lo que quiere usted?
—Tal vez un pedazo del pastel.
—¿Y con qué me quedo yo?

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—Con el resto del pastel.
Me miró durante un minuto y luego dijo:
—Supongo que ser detective privado es también un arte, como lo es ser
artista de cabaret; y probablemente requiere algo más de equipo… en sitios
diferentes. Vamos, Donald.
Me condujo al garaje y abrió una puerta.
Había allí muchas cosas revueltas.
Cogí un mortero con su mano y una artesa o gamella de lavar oro.
—Llamaremos la atención si me ven aquí con usted —dije—. Tome este
cubo, y vea dónde están las piedras que debían servir de relleno, escoja unas
cuantas y tráigamelas. Trate de traer una buena muestra de todos los tipos de
roca que hay allí. Elija todos los colores que pueda encontrar. A ser posible,
una muestra de cada color.
Me miró durante unos instantes sin decir nada, luego tomó el cubo y salió
al patio, dejando a un lado la piscina y dirigiéndose al fondo de la propiedad,
donde los camiones habían descargado la roca que debía servir de relleno.
Comenzó a escoger fragmentos aquí y allí.
Cuando volvió, yo ya tenía preparado mi laboratorio. Empecé a
desmenuzar rocas en el mortero hasta conseguir reducirlas a polvo fino.
—¿Puede decirme a qué viene todo este trabajo?
—Voy a hacer unas pruebas de minería.
—¿Cree que va a encontrar diamantes en esta grava que ha sido destinada
para relleno de un pequeño precipicio?
—Diamantes, no —contesté—; pero tal vez oro… Casi estoy seguro de
ello. De lo contrario, sufriré un terrible desengaño.
Llené de agua un recipiente galvanizado que encontré en el garaje, me
apoyé en una caja y empecé a lavar el mineral.
Ella se inclinó sobre mis hombros y me miró trabajar.
Pronto quedó lavado el material que se hallaba en la superficie y comencé
a examinar el depósito de arena negra que había quedado en el fondo del
recipiente.
Tenía que ser un trabajo meticuloso, sobre todo teniendo en cuenta las
condiciones en que lo estaba haciendo. Una pequeña diferencia en el color
podía hacer que el valor de una mina cambiara de un modo total.
El oro es un metal muy hermoso, pero ningún joyero ha sido capaz de
hacer que lo sea tanto como cuando se ve por primera vez en un lavado de
mineral, descansando sobre un fondo de arena negra.

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Dejé correr el agua y, finalmente, vi relucir el oro en el fondo del
recipiente, en forma de una larga corriente cuneiforme, en el extremo superior
del pequeño delta.
Había contado con encontrarlo, pero no en aquellas cantidades.
Era como si hubiese casi dos partes de arena negra y una parte de oro.
Detrás de mí, Irene lanzó una exclamación de sorpresa.
—Siempre que se lava oro en una gamella, ocurre lo mismo. Aunque sólo
se tenga oro por valor de diez centavos, parece como si valiera dos millones de
dólares.
—¡Donald! —exclamó, y luego murmuró—: ¡Donald!
Hice un movimiento con la artesa y arrojé un puñado de oro en la tina.
Luego lavé la artesa y la puse aparte.
—Donald, ¿no va a salvar este oro?
Escurrí el agua de la artesa, tiré los desechos al cubo y dije:
—Esto traería complicaciones. Arroje estas rocas al patio, Irene.
Tomó la cesta y arrojó las rocas al montón de donde las había sacado,
volvió y se quedó mirándome con una expresión de gran asombro en su rostro
cansado.
—Saque sus diez mil dólares del Banco y compre acciones de la «Skyhook
Mining and Development Syndicate».
—Pero si es la compañía de mi marido…
—Desde luego. La última que creó. De allí es de donde proceden estas
rocas.
—¿Y cómo lo sabía usted Donald? Hay otras cinco o seis empresas que le
pertenecían.
—Pero estas piedras proceden de allí, puesto que quería evitar que el
Banco se la hipotecara.
—¿Y por qué quería hacerlo?
—Porque así podría escribir una carta optimista a los accionistas
diciéndoles que, a pesar de que la empresa se hallaba temporalmente en una
situación financiera poco favorable, debido a que el Banco insistía en que se
pagara el crédito concedido no se desanimaran, puesto que la mina ofrecía
buenas perspectivas, y no vendieran sus acciones.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—El efecto sería causar el pánico entre los accionistas. Todos ellos
exigirían la devolución del dinero. Todos los que estuviesen en posesión de
acciones estarían dispuestos a venderlas por lo que les dieran en el mercado.
—¿Y a qué iba a conducir todo esto? ¿Quiere decírmelo?

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—Claro. El hombre es un animal de costumbres. Si la gente invierte
dinero en acciones de una mina es porque cree que los beneficios proceden de
la mina. Si reciben un cheque de una fundición, es porque creen que los
beneficios proceden de fundir el mineral. Su marido poseía una fundición. Le
daba buenos beneficios. Poseía minas que suministraban el material a la
fundición. A nadie se le ocurrió pensar que sólo se trataba de mineral de
piedra y que la fundición sacaba sus beneficios de una casa de juego.
Ella me miró fijamente.
—En este caso, ¿es preferible comprar acciones de la fundición?
—De la empresa minera, Irene.
—¿Pero dónde adquirir las acciones? ¿Cómo sabré dónde se pueden
comprar?
—Tengo la sospecha de que su marido ya hizo algo en este sentido.
Vayamos a echar una ojeada.
No tuvimos que buscar mucho. En uno de los cajones del escritorio de
George Bishop encontramos el borrador de una carta dirigida a los accionistas
instándolos a no perder la confianza en la Compañía, a pesar de que iban a
enfrentarse con un período financiero adverso, pero que acabarían saliendo a
flote. El Banco insistía en el pago de una deuda contraída con objeto de reunir
capital, pero la mina ofrecía cada vez mejores perspectivas y aquellos que no se
desprendieran de sus acciones podían estar seguros de hacer un bonito
beneficio con el tiempo, sacando un ciento cincuenta por ciento o tal vez más
de su inversión original.
Era una carta redactada con mucha astucia.
Encontramos la lista de las direcciones a las cuales había de ser mandada
la carta, con el número de acciones que poseía cada uno de los accionistas.
—¿Se atreve? —pregunté—. Parece ser que se vendieron alrededor de
unos treinta mil dólares en acciones. Seguramente se podrán adquirir por
quince o veinte mil dólares todas juntas. Pero usted descubrirá que su marido
continuaba ejerciendo el dominio sobre la compañía. Si va a heredar sus
propiedades, no es necesario que compre nada; en caso contrario, es mejor que
invierta sus ahorros en estas acciones.
—Creo que voy a heredar —dijo ella.
Di la vuelta al escritorio.
En uno de los cajones encontré media docena de tarjetas de grueso cartón
verde con una complicada filigrana. Eran pases en blanco para La puerta verde,
y llevaban la firma de Hartley L. Channing.
Ella los contempló en silencio.

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Me metí las tarjetas en el bolsillo.
—Tal vez me sean de alguna utilidad —le dije.
Ella no respondió.
—¿Tiene usted alguna coartada para el martes por la noche? —le pregunté
de repente.
—No…, ninguna que pueda presentar.
—¿Tiene un amigo joven?
Ella dudó.
—¿Sí o no?
—No en el sentido que se imagina usted. Cuando me casé con George
decidí serle fiel.
—¿Y no se encontraba muy sola, pasando él tanto tiempo fuera?
Me miró a los ojos.
—Donald —me dijo—, yo soy artista de cabaret, de esas que se desnudan
ante el público; soy una exhibicionista. Cuando una lleva la profesión en la
sangre no es posible abandonarla. Sentía un profundo desprecio por los
espectadores como personas, pero este grupo de individuos tan despreciables
formaban una unidad, un público. Me gustaba oír subir los aplausos y las
aclamaciones del teatro sumido en las sombras y romperse contra el decorado
en una ola de sonido. Sabía lo que aplaudían. No era mi representación, era
mi cuerpo. Querían que me quitara más ropas de las que autoriza la Ley.
Aplaudían, pataleaban y enronquecían gritando.
—¿No sabían ellos que no se podía usted quitar más prendas sin correr el
peligro de ir a la cárcel?
—De esto se trataba, precisamente, Donald. Pero en esto se revelan las
buenas artistas. Yo hacía que lo olvidasen, con mi trabajo. Una buena artista
puede aparentar estar indecisa, dudando en quitarse una pieza más, sólo para
satisfacer a aquel auditorio particular. Estar inmóvil en el escenario,
aparentando luchar consigo misma, y esta actitud provoca los aplausos más
frenéticos… Le aseguro que es un arte saber actuar de esta forma.
—¿Y lo echaba de menos?
—Donald, lo echaba de menos de un modo terrible.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con el hecho de dónde estaba usted el
martes por la noche?
—Muchísimo.
—Continúe —dije.
—Sabía que George se marchaba de viaje. Tengo varios amigos del teatro
en los cabarets. Antiguos compañeros míos… Pues bien, cuando George se

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hubo marchado, fui al teatro, me coloqué una máscara y di una
representación, como El misterio enmascarado. Me divertí mucho… y también
la gerencia del cabaret. El público enloqueció. Tenía una coartada perfecta si
quería hacer uso de ella…, un par de centenares de testigos presenciales.
—Sin embargo, llevaba puesta una máscara. No le podían ver el rostro.
—Es cierto, pero una docena o más de los artistas que actuaron aquella
noche sabían que yo era El misterio enmascarado, y el público sabía que yo
estaba allí… Salí dos veces a escena.
—¿Había hecho esto en alguna ocasión anterior?
—¿Quiere decir desde que me casé con George?
—Sí.
—No; ésta fue la primera vez.
—No me gusta, Irene. Todo da la impresión de que había querido
construir una coartada, mientras su amigo se dedicaba a eliminar a su marido.
Para ser una coartada no preparada, es demasiado buena.
—Lo sé —admitió ella—. Pensé en ello, y en lo que usted pensaría.
—La policía también será de la misma opinión —continué—. Y éste es el
punto principal. ¿Qué ha contado usted a la policía?
—Les dije que estaba en casa y en la cama.
—¿Estuvo levantada toda la noche?
—Sí.
—¿De modo que habrá dormido muy poco durante estos últimos días?
—Sí.
—Llame a su médico. Dígale que está nerviosa y agotada. Dígale que
tiene necesidad de descansar y que quiere dormir veinticuatro horas seguidas.
Si ellos la interrogan y no se dan por satisfechos con sus respuestas, la
arrestarán.
—Lo sé.
—Está bien. Si está usted dormida, no puede hablar, y si cuando despierte
recuerda haber dicho algo que la pueda perjudicar, siempre podrá alegar que
los efectos de la droga no le permitían razonar correctamente. Y con su
cuerpo, no hay ningún jurado en este mundo que no le diera la razón. Pero si
no toma ninguna droga, no dormirá. Y en este caso será más fácil que cometa
un error en sus respuestas, y estos errores serán más difíciles de subsanar. De
modo que deme la lista de los accionistas y todo el dinero que quiera invertir
en las acciones de esta compañía, y trataremos de añadir algo a su fortuna
privada.
—¿Y qué sacará usted de todo esto?

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La miré fijamente a los ojos.
—El cincuenta por ciento del beneficio neto.
—Ahora —dijo, emitiendo un suspiro de alivio— es cuando confío en
usted.
—¿Por qué?
—Antes no sabía lo que quería —dijo ella—. Y desconfío de los hombres
hasta que no sé lo que quieren.

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LOS periódicos de San Francisco publicaron ediciones especiales cuando
John Carver Billings y su hijo fueron detenidos.
Uno de los periódicos llegó al extremo de publicar los titulares en tinta
roja:
BANQUERO DETENIDO POR EL ASESINATO DE BISHOP.

La evidencia que ha descubierto la policía fue circunstancial,


pero decisiva.
La policía ha llegado a la conclusión de que el crimen no
tuvo lugar en el yate donde fue encontrado el cadáver.
Un experto en dactiloscopia ha identificado las huellas de
unos dedos ensangrentados encontradas sobre un pasamanos de
latón, como pertenecientes a tres dedos de la mano derecha de
John Carver Billings.
El candado del yate fue roto y sustituido por otro nuevo. La
policía hizo averiguaciones en todas las tiendas de ferretería de
la vecindad y encontró a un comerciante que recordaba haber
vendido el candado el miércoles por la tarde. La policía le
mostró una fotografía de John Carver Billings, y el comerciante
lo reconoció «inmediatamente y sin ninguna clase de dudas»,
según expresión de la policía.
Buzos de la policía han descubierto un revólver del calibre
38 en el fondo de la bahía, debajo mismo del yate del
banquero. El número del revólver ha revelado que fue vendido a
John Carver Billings con permiso de la policía, «para su defensa
personal». Los peritos en balística han demostrado que el
proyectil que fue encontrado en el cuerpo de George Bishop fue
disparado con este revólver.
Otra de las balas atravesó el cuerpo y ha sido encontrada
empotrada en un agujero en un rincón del camarote principal
del yate de Billings, el Billingboy. La policía levantó la alfombra
del camarote y encontró huellas de sangre en el suelo, a pesar
de que se habían hecho todos los esfuerzos imaginables para
hacerlas desaparecer.
Sin embargo, los reactivos químicos usados por la policía han
permitido revelar estas huellas.
La alfombra que cubría el suelo del camarote era nueva y
precisamente fue comprado por John Carver Billings el jueves
por la mariana. Finalmente, al examinar el garaje del rico

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banquero, la policía descubrió la alfombra original que cubría el
suelo del camarote. Estaba manchada de sangre y conservaba
unos pelos prendidos en ella. El examen microscópico ha
revelado que estos cabellos eran idénticos en color, diámetro y
aspecto a los de la cabeza de George Justin Bishop. Un perito
de la policía ha declarado que, sin género de dudas, los cabellos
pertenecen a Bishop.
La policía no ha logrado averiguar hasta el momento el
motivo del crimen, pero se sabe que existían graves
divergencias de opinión entre Bishop y el banquero, a causa de
ciertos asuntos relacionados con unas operaciones de una
compañía minera que había pedido dinero prestado al Banco de
Billings.
Cuando fueron preguntados a este respecto, tanto el padre
como el hijo adujeron ciertas coartadas, pero la policía ha
comprobado que ambas eran falsas. El viejo Billings declaró
haber celebrado una conferencia con uno de los directores de su
Banco, llamado Waldo W. Jefferson, el martes por la noche,
cuando, al parecer, fue cometido el crimen. Sin embargo,
apremiado a preguntas por la policía, Jefferson acabó por
confesar que John Carver Billings le había pedido como favor
personal que jurase que habían estado celebrando una
conferencia el martes por la noche, para así poder disponer de
una coartada en el caso de que la necesitara.
Billings explicó a Jefferson que tenía razones personales para
poder necesitar una coartada para el martes por la noche, y
Jefferson, que confiaba ciegamente en la integridad del
presidente del Banco, estaba convencido de que sólo podía
tratarse de un asunto matrimonial, de carácter íntimo. Por este
motivo había consentido en facilitarle la coartada. Pero un
crimen era un asunto muy diferente, y cuando la policía le
presentó las pruebas que había logrado reunir, el hombre
confesó de plano.

Me dirigí al club náutico.


Encontré allí a unos trescientos espectadores, impelidos por una malsana
curiosidad y atisbando a través de la reja, sin rumbo fijo, contemplando los
yates desde diferentes ángulos.
Los coches oficiales iban y venían. Expertos de la policía estaban a bordo
de los yates, buscando huellas dactilares y empleando diversas clases de polvos.
De vez en cuando, algún fotógrafo aficionado trataba de cruzar la verja,
pero era detenido por un guardián de aspecto importante, que le pedía su
pase. Y en el caso de que no pudiera exhibir ningún pase, el guardián hacia
una señal a alguno de los oficiales de la policía, que se encargaba de alejar al
fotógrafo importuno.
Permanecí allí durante una hora. Finalmente, uno de los policías relevó al
guardián del club, que se alejó de allí para tomar una taza de café y yo le seguí.

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—Necesito saber ciertas cosas —le dije—, y no soy de aquellos que piden
un favor gratuitamente.
Me miró de reojo.
—La policía me ha prohibido decir nada.
—¡Oh, no se trata del asesinato! —dije yo, riendo—. No, eso no se lo
preguntaría. Se trata de algo muy distinto.
—¿Qué?
—Intento averiguar algo que hace referencia a uno de los yates.
—¿Cuál?
—Ésta es precisamente la razón por la que me dirijo a usted. No sé de cuál
se trata. Sólo sé que llevaba la insignia del club y salió a navegar el martes por
la tarde, hace una semana. Pues supongo que no hay muchos yates que salgan
a dar un paseo un día por la tarde, a media semana.
—Está en un error —contestó él, sonriendo—. El miércoles por la tarde
son muchos los que salen.
—¿Y el lunes?
—Creo que ninguno.
—¿Y el martes?
—Muy pocos.
—¿Toman ustedes relación de los yates que salen?
—No.
—Sin embargo, toman nota de las personas que cruzan la cerca.
—En efecto.
—En este caso, consultando los nombres de las personas que cruzaron la
verja, podrá decirme algo con respecto a los yates que abandonaron el
embarcadero.
—La policía se ha quedado con el libro de registro. Lo necesitan como
prueba. He tenido que comenzar otro.
—Es una lástima.
—Es lo mismo, pero me imposibilita facilitarle esa información.
—El martes por la tarde —dije, sacando un billete de veinte dólares.
—Me gusta el billete —dijo—, pero no puedo ayudarle.
—¿Por qué?
—Porque no tengo los libros. La policía se los ha llevado.
—¿Cómo se llama usted?
—Danby.
—¿A qué hora termina su trabajo?
—A las seis de la tarde.

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—Podríamos encontrarnos y yo lo llevaría en coche a un lugar donde tal
vez me podría señalar a una persona.
—¿A quién?
—A un hombre que usted conoce. No sé cómo se llama. Quiero saber
quién es. Ahora le daré los veinte dólares; luego le daré más.
Danby meditó profundamente.
—Mientras tanto, me gustaría conocer algunos detalles con respecto al
trabajo que hace usted aquí.
—¿Qué?
—Usted no puede estar siempre en su puesto —le dije—. Habrá
momentos en que estará vuelto de espaldas a la puerta, en que abandonará su
lugar, en que…
—Escúcheme —me interrumpió—, habla usted igual que los policías. No
hay nadie que pueda subir a bordo de uno de esos yates sin que el guardián se
entere. Si el guardián abandona su puesto, aun cuando sólo sea por treinta
segundos, colocamos una barrera en la verja interior y conectamos un timbre
que nos advertiría inmediatamente de la presencia del que pisase el
embarcadero. Los miembros del club insisten en que ningún extraño puede
entrar en el recinto. En cierta ocasión tuvieron grandes quebraderos de cabeza
por un caso de divorcio. La mujer deseaba obtener ciertas pruebas. Esto
ocurrió hace un par de años. Los detectives consiguieron escabullirse al
interior y registrar un yate. Se produjo un verdadero escándalo… Desde
entonces, los socios dispusieron las cosas de tal modo que nadie ajeno al club
puede entrar en ninguno de los yates bajo ningún pretexto.
—¿Y no representa una molestia para los socios si alguna vez no le
encuentran a usted en su puesto?
—Casi siempre estoy en mi puesto. Para eso me contrataron. Si tengo que
abandonar la gatita durante unos instantes, cierro la verja interior y nadie
puede pasar. Y si llega un socio, sabe que sólo me he alejado por cuestión de
minutos, y sabe también que si logra cruzar la verja, en el momento en que
pise el embarcadero sonará el timbre. Por este motivo, entran en mi garita y
esperan. No creo que ninguno de los socios haya tenido que esperar nunca
más de dos minutos. Para eso estoy allí, para eso me pagan.
Le alargué el billete de veinte dólares.
—Lo esperaré hoy a las seis, Danby. Sólo tendrá que subir a mi coche.
Miró el billete por los dos lados, como si temiese que fuese falso; luego se
metió en un restaurante sin darme siquiera las gracias.
Me marché de allí y fui a ver a mi corredor de Bolsa.

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—¿Cómo va eso de las acciones de minas? —le pregunté.
—Estoy comprando mucho y muy barato… Lam, le aconsejo que no lo
haga.
—¿Por qué?
—Esas acciones no tienen ningún valor. En primer lugar, las emiten por
correspondencia. En segundo lugar, la mina ha perdido dinero en cada uno de
los cargamentos que han salido de allá. En tercer lugar, debe una gran suma
de dinero a un Banco. Y en cuarto lugar, el hombre que estaba detrás de todo
esto era Bishop, y ya no cuenta. Si buscase la peor inversión que se puede
hacer en este mundo, no le podría aconsejar otra más ruinosa que ésta.
Sonreí.
—Eso me explica todo lo que yo deseaba saber —me dijo—. ¿Está
conforme en que compre unas cuantas acciones por cuenta propia?
—No haga una oferta fuerte —le advertí.
—Tonterías, Lam; ni con una máquina a presión haría usted subir los
precios de estas acciones.
—¿Tiene muchas ofertas?
—Cantidades inmensas.
—Continúe comprando, pues —le dije. Y abandoné la oficina.
A la hora convenida fui a recoger a Danby. No se mostró demasiado
contento al verme.
—Tal vez no le guste eso a la policía —dijo.
—La policía no le dará dinero.
—La policía suele ponerse muy molesta cuando hay cosas que no le
gustan.
—Aquí tiene cincuenta dólares —le dije—. ¿Le compensa suficientemente
de cualquier molestia posible?
El hombre miró el dinero con expresión ávida.
—Faltan aún diez —dijo. Añadí otros diez dólares y él se embolsó
lentamente el dinero.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Dar unas vueltas en coche.
—¿Por dónde?
—Hasta donde podamos estacionar el coche y permanecer sentados.
—¿Y qué más?
—Si ve a alguien a quien conozca, me lo dice.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.

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Abandonamos rápidamente Van Ness Avenue, cruzamos Market Street,
seguimos la carretera hasta Daly City y aminoré la marcha cuando nos
acercamos a La puerta verde.
Era, en verdad, un lugar sumamente interesante, muy bien disimulado.
Años atrás, San Francisco inició un tipo de construcción especial:
pequeños almacenes para tiendas en la planta baja y dos pisos en la parte
superior, con convencionales ventanas ojivales, un estilo arquitectónico muy
propio de San Francisco y que se reconoce enseguida.
La puerta verde se hallaba en uno de estos edificios.
En uno de los lados se hallaba una droguería que vivía de los clientes de la
vecindad que, sin duda alguna, pagaban sus cuentas el sábado. La venta a
crédito es el único medio de defenderse que tienen esos pequeños comercios,
frente a los grandes mercados al contado donde se compra a granel y no hay
que llevar libros ni contar con clientes morosos.
Al otro lado había una tintorería. Entre ambas tiendas se encontraba La
puerta verde, un lugar sin pretensiones de ninguna clase, únicamente con las
puertas pintadas de un color verde especial.
Di unas vueltas a fin de orientarme.
Al parecer, se había pedido a los conductores que estacionasen sus coches
a media manzana de allí.
Los taxis podían detenerse frente al edificio, y cerca de allí, en lugares
donde no llamaban la atención, vi estacionados tres magníficos coches de lujo.
En la calle, frente a La puerta verde, sólo se veían unos pocos automóviles de
segunda mano que seguramente pertenecían a los vecinos de aquel barrio.
Los dos pisos situados encima de La puerta verde, eran iguales a todos los
demás del vecindario. Uno de ellos mostraba el letrero de Se alquila en una de
sus ventanas, pero el nombre del administrador se había borrado hacía diez
años. Las otras ventanas estaban veladas por visillos o persianas, algunas
mostraban tiestos con flores en el alféizar y, en general, daban la impresión de
ser viviendas ocupadas por personas de condición humilde y temperamentos
diferentes, pero todas ellas con ingresos muy bajos y ansiosas de pagar un
alquiler barato.
Aquella apariencia, sin embargo, era ficticia. Se trataba de un decorado
con vistas a la calle. Un trabajo bien logrado.
Los establecimientos que funcionan bajo la protección de la policía no
necesitan un disfraz tan cuidadoso, sólo algo que dé el camelo al público, un
disfraz que permita trabajar con desahogo… lo suficiente para pegársela a

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cualquier detective aficionado que quiera descubrir la timba, en el caso de que
viva en aquella vecindad.
En el caso de La puerta verde parecía como si se hubiese hecho un hábil
intento por ocultarla, lo cual podía o no indicar una ausencia de protección
por parte de la policía.
Las tiendas situadas a ambos lados de La puerta verde eran, desde luego,
establecimientos que disfrutaban de una renta muy baja. Por lo tanto, era
evidente que se había dado a entender a sus respectivos dueños que constituía
una gran virtud para un pequeño comerciante ocuparse únicamente de sus
asuntos.
Situé el coche en un lugar desde donde podíamos divisar La puerta verde y
nos apoyamos contra el respaldo del asiento dispuestos a esperar.
Fue una espera muy larga.
Al principio, Danby me dirigió unas cuantas preguntas. Le di a entender
que la persona por la cual yo estaba interesado iría a la droguería.
La niebla comenzó a bajar de las colinas. Los blancos vellones eran
impelidos por la brisa marina. Me sentía muy animado, como suele ocurrirme
en San Francisco, sobre todo cuando se presenta la neblina.
Un taxi se detuvo frente a La puerta verde y dos hombres bajaron de él,
empujaron la puerta y entraron.
Al parecer no había ningún vigilante y la puerta estaba abierta.
—¿Conoce a alguno de los dos? —le pregunté a Danby.
—No, jamás los había visto. Pero no han entrado en la droguería. Han
subido a uno de los pisos.
—En efecto —asentí.
Continuamos esperando.
Un lujoso coche dio vueltas a la esquina, se detuvo unas cuantas casas más
lejos y bajaron de él un hombre y una mujer.
Dejé a Danby sentado en el coche, me acerqué a una parada de la esquina
y compré un par de bocadillos.
Danby comenzaba a impacientarse.
—¿Cuánto va a durar eso? —preguntó.
—Hasta medianoche.
—Un momento. Eso no fue lo convenido. El trato era otro.
—Usted ya supo chalanear, cuando se trató de ello.
—De acuerdo, pero yo no creía que fuese así.
—¿Y qué creía, pues?
—Pues creí que pensaba dar unas vueltas en coche y…

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—Apéese y pasee —lo invité.
Tampoco pareció gustarle esta idea.
—¿Quiere decir que recorra la calle de un extremo a otro hasta
medianoche?
—Si lo prefiere usted.
—Me quedo aquí.
Guardamos silencio durante largo rato. Otro taxi paró frente a la casa,
luego entraron en el edificio cuatro hombres que, al parecer, habían dejado su
coche en otra calle. Uno de ellos echó una mirada inquisitiva hacia nuestro
coche y luego cruzaron la calle hacia el garito.
Aquello no me gustó. Alguien de La puerta verde debía de haber advertido
nuestra presencia y enviaba a una delegación para echarnos una mirada.
Miré a Danby y me pregunté que diría en el caso de comprender que su
retribución también incluía una prima por un buen trabajo.
Se trataba de un sujeto gruñón que se había apresurado a tomar mi dinero,
para desear luego no haber contraído obligación alguna.
—Esto se pone feo —dijo Danby al cabo de un rato—. Si el club descubre
lo que estoy haciendo… me costará hallar una explicación convincente.
—¿Y bien? ¿Dónde encontrará el club a otro hombre que posea su
experiencia, alguien que conozca personalmente a todos los socios y todas las
teclas del negocio? Además, aunque lo descubran, ¿qué? Estoy seguro de que
continuarán pagándole lo mismo que el primer día que entró a trabajar allí, sin
saber que los salarios han subido una enormidad.
—No, me han subido el sueldo un par de veces.
—¿Cuánto?
—Una vez un quince por ciento, y la segunda un diez por ciento.
—¿Y eso en qué plazo de tiempo?
—Cinco años.
Reí sarcásticamente, Danby comenzó a reflexionar sobre si realmente le
pagaban un sueldo demasiado bajo y abusaban de él. Vi que la idea le
agradaba. A mí, también; de esta forma tenía su mente ocupada en algo.
Consulté mi reloj de pulsera. Eran, exactamente, las nueve y cuarto de la
noche.
Apareció un coche que se estacionó allí mismo. Era un modelo cupé de
hacía tres años, pero en muy buen estado. Se veía muy cuidado, como el
conductor, al que parecía no importarle un bledo estacionar el coche delante
mismo de La puerta verde. Salió del coche, miró a un lado y a otro de la calle
y, finalmente entró en el club.

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Danby se volvió hacia mí:
—Ése es Horace B. Catlin. Si me ve aquí…
—¿Sabe usted conducir? —le interrumpí.
—Sí.
—¿Ese individuo es socio del club náutico?
—En efecto.
—Espere usted aquí. Si no he regresado dentro de una hora, lleve el coche
a esta dirección, pregunte por el encargado y cuéntele todo lo que hemos
hecho esta noche.
Tomó la tarjeta con la dirección y la miró lleno de curiosidad.
—Déjeme pensar —dijo—. Eso está… está en… Trato de recordar la
travesía…
—No se preocupe ahora —le dije—. Métase la tarjeta en el bolsillo,
asegúrese de que le recibe la persona con quien tiene que hablar y cuéntele
toda la historia. Son las nueve y cuarto. Si a las diez y cuarto no he vuelto,
vaya a contarlo todo.
Bajé del coche, arrojé el sombrero sobre el asiento, atravesé la calle con la
cabeza descubierta y antes de entrar en La puerta verde miré hacia atrás.
Danby estaba sentado en el coche, estudiando la tarjeta que le había dado.
Confiaba en que no se diera cuenta de que la dirección era la de la Jefatura
de Policía hasta que hubiese llegado allí.
Di vuelta al pestillo y empujé la puerta verde que giró sobre unos goznes
bien engrasados.
Entré en un pequeño vestíbulo. Unos peldaños desgastados, sin alfombra,
crujientes y agrietados, conducían a otra puerta.
Levanté la mano para llamar, pero entonces comprobé que no era
necesario. Había cruzado un rayo de luz invisible, y se abrió una pequeña
mirilla en la puerta. Un par de ojos me examinaban a través de un cristal que
por lo menos debía de tener una pulgada de grueso.
—¿Tiene pase? —me preguntó una voz que, evidentemente, hablaba por
un micrófono.
Saqué a relucir una de las tarjetas que había encontrado en el domicilio de
Bishop. Yo mismo había escrito mi nombre en ella.
Desde el otro lado del grueso cristal, los ojos examinaron la tarjeta. Oí de
nuevo la voz a través del micrófono que decía con impaciencia:
—Bien, échela en el buzón.
Me di cuenta en aquel momento de la existencia de una estrecha ranura en
la gruesa puerta.

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Metí la tarjeta en aquélla.
Se hizo un profundo silencio, luego oí funcionar un mecanismo eléctrico
que descorría el cerrojo. La pesada puerta se deslizó a un lado, corriendo sobre
ruedas por un raíl de acero. El sordo rumor y la vibración de la escalera al
mover la puerta me mostraron la razón del micrófono y de la voz amplificada.
Aquella puerta era casi tan recia como la de una cámara acorazada. Al echar
una mirada de curiosidad en torno me di cuenta de que los peldaños eran lo
único construido con madera que había en aquel pequeño vestíbulo.
Había cruzado la puerta verde y había penetrado en una especie de
habitación de acero en donde los visitantes eran examinados.
Aunque la policía hubiese ido equipada con picos y martillos, poco
hubiese podido hacer para derribar aquellas defensas.
—Bien —dijo la voz impaciente—. ¡Entre ya!
Entré y no vi a nadie. No había la menor duda de que el guardián se había
vuelto a encerrar en su garita a prueba de balas y que en aquel momento estaba
jugueteando con su revólver y apuntándome con él. Crucé el raíl hundido por
donde se había deslizado la puerta.
Aquél era un mundo completamente distinto. Mis pies pisaban una gruesa
y suave alfombra. La estancia estaba iluminada por la luz indirecta. Se
respiraba allí una atmósfera de riqueza fortuita y fácil, tan necesaria en una
casa de juego de alta categoría.
Todo había sido previsto para prender desde el principio a los clientes en
una atmósfera de riqueza y de posición social.
Son numerosas las personas a quienes les gusta relacionarse con medios
sociales más elevados que los que ellos suelen frecuentar y que se consideran
muy honradas si son admitidas en lugares especializados en robarles el dinero.
Este ambiente es una inversión muy saneada y no cuesta tanto dinero
como pueda parecer a simple vista. Basta con unos cuantos detalles. Por
ejemplo, los cuadros sólidamente enmarcados y convenientemente iluminados
por bombillas con pantallas. Si el cliente no sabe apreciar el valor de los
cuadros, lo atribuye avergonzado a su propia ignorancia artística. En realidad,
tales cuadros son copias de veinte dólares en marcos de cincuenta, y una
iluminación por valor de diez dólares.
El cliente que sabe apreciar mejor el valor de los marcos que el de la
pintura, está convencido de que se trata de auténticas obras maestras. En caso
contrario, ¿para qué tanto marco y tanta iluminación?
Los restantes detalles son aún más simples. Alfombras de vivos colores,
con una capa de caucho debajo y el artístico decorado de los cortinajes. Con

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luz indirecta, el conjunto proporciona la impresión de que ha costado miles y
miles de dólares. A la luz del día, se vería inmediatamente el engaño.
Entré en unas habitaciones y vi exactamente lo que había esperado
encontrar.
La primera estancia era un pequeño bar. Contenía algunas mesas, sillas
tapizadas, reservados, luz indirecta y una suave música de fondo.
Dos o tres parejas estaban sentadas ante las mesas. Tres individuos
ocupaban la del rincón del bar. Sobre la mesa se veían dos botellas de
champaña y un montón de billetes de banco. Al parecer, estaban celebrando
algún gran éxito financiero.
Me pregunté si también ellos formaban parte de aquel decorado tan
especial.
Un individuo frío pero cortés me devolvió la tarjeta que yo había
entregado al cancerbero.
—¿Me permite preguntarle lo que busca, Mr. Lam?
—Exactamente lo que hay aquí —respondí.
La mirada se suavizó un tanto.
—¿Me permite preguntarle de dónde ha sacado el pase? ¿Quién responde
por usted?
—El pase está debidamente firmado.
—Lo sé, pero a veces los pases firmados se entregan a diferentes personas
para su distribución.
—Éste me lo entregó el propietario.
Me miró, algo sorprendido.
—¿Conoce usted personalmente a Mr. Channing?
—En efecto.
—En este caso la situación es enteramente distinta —dijo el hombre—.
Entre, Mr. Lam.
Antes de que pudiera dar un paso, se volvió de nuevo en tono de disculpa
y me dijo:
—Temo que no me quede otro remedio que cumplir con las obligaciones
que impone el reglamento. ¿Me permite ver su licencia de conductor para
comprobar que es usted la persona inscrita en el pase?
—¡Oh, sí, desde luego! —asentí. Saqué mi cartera del bolsillo y le mostré
el permiso de conducción.
—De Los Ángeles, ¿eh?
—En efecto.

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—Por este motivo no lograba identificarlo. ¿Se va a quedar mucho tiempo
en nuestra ciudad, Mr. Lam?
—No mucho. Y deseo distraerme, jugando un poco, mientras permanezca
aquí. Soy muy conocido en casa de Al, en Los Ángeles.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Cómo está Al?
—Yo no le conozco personalmente —respondí—. Sólo su casa. Pero sí
conozco al gerente…
Me detuve de pronto, como si hubiese estado a punto de cometer una
indiscreción.
—¿Decía usted? —me preguntó.
Yo sonreí.
—Si usted conoce a la persona a la cual me refiero, conocerá también su
nombre. Y si no lo conoce, de nada sirve decirle su nombre.
Él soltó, una carcajada.
—¿Quiere algún crédito, Mr. Lam; o cualquier otro arreglo, para que
podamos canjear sus cheques?
—Creo que llevo bastante efectivo encima para esta noche.
—Pero si tiene interés en…
—En el caso de que se me acabe el dinero, entraré a ver personalmente a
Channing.
—De acuerdo. Pase, Mr. Lam.
Me indicó una puerta del extremo opuesto del bar.
Atravesé el salón, empujé la puerta y de nuevo me encontré en un
vestíbulo. En uno de los extremos se veían las puertas que conducían a los
lavabos. Un negro prestaba sus servicios allí.
Oí tres veces seguidas un zumbido.
El criado negro, vestido con chaqueta blanca, se puso de pie y sin
pronunciar palabra pulsó un resorte. Se abrió una puerta disimulada en la
pared.
Entré en el salón de juego. En aquel momento había poca gente. Lo más
probable era que los verdaderos clientes apareciesen más tarde, después de la
cena o del teatro.
De nuevo se respiraba un ambiente de lujo refinado. Había allí las
acostumbradas mesas de ruleta, bacará y póquer. Seis o siete de los presentes
iban vestidos de etiqueta y hacían apuestas muy elevadas, con ese aire altivo
que los ingenuos atribuyen a los jugadores de categoría. Comprendí
inmediatamente que aquellos individuos sólo estaban allí para dar ambiente al

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salón de juego a una hora en que todavía no habían llegado los principales
clientes de la casa.
Horace B. Catlin no se hallaba entre los presentes.
Si la noticia de la muerte de George J. Bishop había afectado a alguien en
aquella casa de juego, no se observaba de ello la menor demostración externa.
El juego proseguía con el correcto decoro de un club aristocrático donde los
jugadores eran unos caballeros y la pérdida de unos cuantos cientos de dólares
no era más que uno de esos divertidos incidentes de la vida que sólo merecen
un ligero encogimiento de espaldas por parte de las personas educadas.
Más tarde, cuando el juego se animase, algunos de los jugadores a sueldo
de la casa perderían grandes sumas con una sonrisa de superioridad, para
empezar luego a poner grandes cantidades de fichas con un refinado mohín o
alzando ligeramente una ceja, para indicar un completo dominio de sus
emociones.
Los ingenuos que no soportarían la emoción de ganar diez centavos, se
sentirían tentados de imitar a sus «aristocráticos» vecinos de mesa, y
contemplarían asimismo sus pérdidas con una sonrisa de superioridad,
esperando en vano una «racha de suerte» que les permitiera desquitarse.
Desde luego, hay unas cuantas casas de juego en los Estados Unidos en las
que se juega con seriedad y sin hacer trampas. Pero La puerta verde no me
pareció una de ellas.
Seguí el juego durante un rato y luego compré fichas por valor de veinte
dólares. El individuo que estaba al frente de la ruleta lucía un anillo de
diamantes en sus manos perfectamente cuidadas y muy hábiles, que
manejaban las fichas con una despreocupada soltura. Su actitud daba a
entender claramente que tenía la manga muy ancha y que si uno de los
clientes sólo compraba fichas por valor de veinte dólares, la casa nada tenía
que objetar. Allí no establecían diferencias y pretendían regirse por un sistema
democrático.
Aposté cinco dólares al rojo, y salió negro. Doblé mi apuesta al rojo. Salió
rojo y me pagaron doble. Aposté dos dólares al número tres, y salió el treinta.
Aposté otros dos dólares al número tres, y esta vez salió el siete.
Volví a apostar dos dólares al número tres y esta vez salió el tres. El
croupier me pagó, dirigiéndome una mirada llena de curiosidad. Algunos de
los presentes comenzaron a interesarse por mi juego.
Dejé dos dólares en el número tres y aposté dos dólares al veinte.
Salió el veinte y el croupier volvió a pagarme.
Se detuvo para ajustarse el nudo de la corbata.

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Puse dos dólares en el cinco.
Percibí una risita femenina muy nerviosa. Vi unos hombros desnudos
cuando una mano colocó una ficha sobre el tapete verde. El brazo casi me
rozó la mejilla. Una juvenil visión dijo:
—Espero que no me juzgará impulsiva, pero con una suerte como la suya
no voy a perderme la oportunidad de ver si me presta una poca.
—No faltaba más —dije cortésmente. Volví la mirada hacia ella.
Era una rubia de nariz respingona, con unos labios rojos y llenos y un
cuerpo que a buen seguro podía ganar muchos premios en un concurso de
beldades en traje de baño.
Me sonrió con amabilidad, pero súbitamente se mostró muy reservada y
fría, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que en realidad no sabía
quién era yo y que nuestras relaciones se debían sólo a estar uno al lado del
otro en una mesa de ruleta.
Giró la rueda. La bolita dio innumerables saltitos y salió el número siete.
Aposté dos dólares al número diez. La rubia colocó su ficha exactamente
encima de la mía.
Perdimos.
Aposté dos dólares al número veintisiete. La rubia dudó unos instantes,
pero luego apostó también un dólar al mismo número.
Giró la rueda. La bolita dio muchos saltitos, y salió el número doce.
Oí exhalar un suspiro a la rubia. Aposté dos dólares al número siete y un
dólar al número tres.
La rubia dudó. Luego, tratando de ocultar valerosamente que aquél era su
último dólar, apostó al número tres, colocando su ficha directamente encima
de la mía.
La bolita dio muchas vueltas y, por fin, se detuvo. La rubia lo vio antes
que yo. Emitió un ligero grito y me asió por el brazo en un éxtasis de
entusiasmo que no logró ocultar.
—¡Hemos ganado! —exclamó—. ¡Hemos ganado!
El croupier le dirigió una mirada paternal, divertida y nos pagó.
Volvimos a apostar juntos tres o cuatro veces; luego volvimos a ganar.
Yo comenzaba ya a tener un buen montoncito de fichas delante de mí.
La rubia sacó nerviosamente una pitillera de su bolso negro, golpeó el
cigarrillo contra la plata bruñida y se lo llevó a la boca.
Yo encendí una cerilla.
Ella se inclinó hacia adelante, para que le diera fuego.

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Me fijé en sus largas pestañas, en su mirada pérfida pero llena de interés
mientras me examinaba.
—Gracias —dijo. Y al cabo de un instante añadió—: Por todo.
—No me lo agradezca —le dije.
—Son muchas las personas que no me hubiesen permitido compartir…,
bien, su suerte.
Su mirada era de aquéllas que impulsaban a los hombres a decir que uno
está dispuesto a compartir lo que sea con una mujer así, y de modo
permanente.
Me limité a sonreír.
Su mano permaneció apoyada en la mía por un instante, mientras
arreglaba sus fichas al borde de la mesa.
Súbitamente, dijo:
—¡Significa tanto para mí! Estaba arruinada hasta mi último dólar.
Perdimos tres o cuatro apuestas más; luego aposté cinco dólares a un
número. Ella tuvo un súbito presentimiento y colocó diez dólares sobre mi
puesta.
Ganamos.
Esta vez abogó un grito de alegría, pero cuando me miró, sus ojos
brillaban. De nuevo puso su mano en mi brazo, apretando sus dedos.
El croupier nos pagó y pareció fruncir el ceño al entregarle sus fichas a la
rubia. Era un montoncito de fichas muy tentador.
Ella se apoyó contra mí. Noté que temblaba.
—Tengo que sentarme unos momentos —murmuró—. Por favor…, por
favor… ¿Qué tengo que hacer con tantas, con tantas fichas?
—Cambiarlas —dijo el croupier con expresión fría—. Y luego puede volver
a comprar más para continuar jugando.
—¡Oh, yo…! Muy bien.
Su cuerpo se apoyaba pesadamente contra el mío, como si sus piernas ya
no la sostuvieran.
—Por favor, ¿me acompaña hasta una silla?
Dirigí una rápida mirada a mi montón de fichas y al suyo.
El croupier vio mi mirada y asintió con un movimiento de cabeza.
—Yo cuidaré de esto —dijo haciendo un gesto como quien no da la
menor importancia al dinero.
Tomé a la muchacha por el brazo y la acompañé hasta una mesa del bar.
Un camarero se inclinó solícito hacia nosotros apenas tomamos asiento.

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—Creo que tenemos motivos sobrados para celebrarlo —dije—. ¿Qué le
parece un poco de champaña?
—¡Oh, me encantaría! Tengo… ¡tengo que beber algo! ¡Oh, esto significa
tanto para mí! ¿Podría usted…?
—Desde luego, si usted lo desea. Me ocuparé de su dinero. ¿Sabe cuánto
tiene en fichas?
Negó con un movimiento de cabeza.
—En este caso, es preferible que cuide usted misma de sus transacciones
financieras.
—Pero si yo no tendría ni una sola ficha de no haber sido por usted,
señor…
—Lam.
—Me llamo Marvin —dijo ella, sonriendo—. Mis amigos me llaman
Diane.
—Yo me llamo Donald.
—Donald, estoy demasiado agotada para volver a la sala. Mis piernas no
me llevarían. Yo… me gustaría que viera mis piernas.
—Es una buena idea —dije.
—¡Oh! —contestó ella, dándome un golpecito—. No lo he dicho en ese
sentido.
Uno de los empleados de la ruleta se acercó a nuestra mesa con semblante
grave.
—¿Desean que cambiemos sus fichas en caja —preguntó—, o prefieren
que se las traigamos al bar? Pueden usarlas para pagar cualquier cosa que
tomen en la casa.
—Tráigalas —dijo ella, precipitadamente—. Podría usted… Bien.
¿Podrían mandárnoslas aquí?
—Ciertamente.
El hombre se inclinó, se desvaneció y al cabo de un momento volvió a
aparecer con una caja de plástico en la que habían sido colocadas mis fichas y
un estuche de madera pulida con las fichas de la muchacha.
—Nos hemos tomado la libertad de cambiar algunas de las fichas para que
no hagan tanto bulto —nos dijo—. Las azules representan veinte dólares cada
una.
—Estas fichas azules… ¿valen veinte dólares cada una?
—En efecto, así es.
Las manos de la muchacha acariciaron los cantos dorados de las fichas.
—Cada una representa veinte dólares —dijo en un susurro.

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El camarero trajo una botella de champaña. La descorchó, sacó los
pedacitos de hielo de nuestras copas y las llenó hasta el borde.
Brindamos.
—Suerte —dije yo.
—Suerte para usted también —respondió ella—. Usted es mi suerte.
Tomamos unos sorbos. Sus ojos me estudiaban. De pronto, exclamó:
—¡Estoy entre la espada y la pared!
—¿Qué quiere decir?
—Necesito dinero; aquí sólo tengo la mitad de lo que necesito… Voy a ser
sincera. Había perdido todo lo que tenía. Reuní hasta mi último dólar, vine
aquí y lo invertí todo en fichas. Estaba dispuesta a conseguir lo que necesitaba
o a arruinarme por completo. Y luego…
Guardó silencio.
—¿Y luego? —pregunté.
—No lo sé. Me hubiera vendido o me hubiese matado…
No dije nada.
Ella siguió estudiándome.
—¿Qué debo hacer ahora? ¿Debo marcharme de aquí, y tratar de
conseguir el dinero de otra forma, o debo continuar jugando?
—No pienso darle ningún consejo a este respecto —dije.
—Usted ha sido mi inspiración, mi suerte, ha hecho que ganara. Todo me
iba de mal en peor hasta que llegó usted.
Continué guardando silencio.
De pronto, el gerente se acercó a nuestra mesa.
—¿No le importaría pasar un momento por el despacho? —preguntó a
Diane.
—¡Oh! —exclamó lo muchacha, llevándose el puño, con los nudillos
llanos, a la boca—. ¿Qué es lo que habré hecho ahora?
El gerente le sonrió, tranquilizadoramente.
—Nada —dijo—. Me han rogado que la invite a usted a pasar, miss
Marvin. El jefe también tiene interés en saludar a Mr. Lam.
Consulté mi reloj de pulsera. Habían transcurrido treinta y cinco minutos
desde que había entrado en la casa. Aún no había visto a Horace B. Catlin.
Súbitamente, Diane empujó su silla hacia atrás.
—Vamos —dijo—. Cuanto antes hayamos terminado, mejor.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Seguramente, de algo relacionado con mi crédito…, algo…, no lo sé.

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El gerente nos acompañó con deferencia hasta una puerta muy grande que
lucía un letrero: Particular.
La puerta se abrió sin que él la empujara; seguramente había apretado con
el pie un botón secreto.
—Por aquí, por favor —dijo, haciéndose a un lado.
Seguí a Diane.
El gerente no entró. La puerta se cerró detrás de nosotros.
Me volví. La puerta no tenía tirador.
Había unos sillones muy cómodos colocados en semicírculo alrededor de
una mesa, sobre la cual se veían vasos y botellas, un sifón y hielo.
Se abrió una puerta al extremo opuesto de donde nos encontrábamos, y
Hartley L. Channing dijo:
—Por aquí, hagan el favor.
Entramos.
Channing nos estrechó la mano a los dos.
—¿Cómo está usted, Lam? —preguntó.
—Bien —contesté.
No dijo nada a Diane.
Ésta cruzó otra puerta, y yo la seguí.
Era una habitación que hacía las veces de salón y de despacho. Había allí
un aparato de televisión, una radiogramola, una caja fuerte, un fichero, una
mesa escritorio y varios sillones. Anaqueles, luz indirecta, pero ni una sola
ventana. Una instalación de aire acondicionado mantenía el ambiente siempre
fresco y sumamente agradable.
Channing se volvió hacia Diane y le dijo:
—Puedes marcharte, Diane. Éste no es un pez gordo.
La muchacha se volvió hacia él, indignada.
—¿Y por qué diablos no me han avisado? Yo…
—No te excites —contestó él—. Ha sido un error… Ahora, olvida que
has visto a este hombre, olvida que has estado aquí, olvídalo todo…
Diane salió sin decirme una sola palabra, cerrando la puerta de golpe
detrás de ella.
No pude saber si ella conocía el resorte secreto para abrir aquella puerta
que no tenía picaporte, ni si Channing lo había manejado desde su mesa.
Channing y yo nos miramos fijamente por encima de la mesa.
—Me gustaría ver el pase gracias al cual ha logrado entrar aquí, Lam.
Sonreí.
—¿Bien? —dijo alargando su mano—. ¡Estoy esperando!

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—El pase era lo bastante bueno para que me permitieran entrar —
respondí—. ¿No le basta?
—No.
No me moví.
Channing frunció el ceño.
—Supongo que no será usted tan ingenuo como para ignorar que soy yo el
que domina la situación.
—Supongo que no será usted tan ingenuo como para esperar que le diga
lo que estoy pensando.
—Esto no nos llevará a ninguna parte.
—Me ha traído hasta aquí.
—Puede que no le resulte muy beneficioso.
Consulté mi reloj de bolsillo. Todavía me quedaban diecinueve minutos.
—Tal vez será mejor que hablemos sin rodeos y lleguemos a un resultado
positivo —dije.
—Quiero ver el pase.
No respondí.
No vi que Channing hiciera ademán alguno. Seguramente había un botón
escondido bajo la mesa. De pronto, se abrió la puerta y en el umbral apareció
un hombre.
—Mr. Lam exhibió un pase cuando entró aquí —dijo Channing.
El recién llegado no dijo nada.
—No quiere enseñármelo —continuó Channing—. Y yo tengo mucho
interés en verlo.
El hombre avanzó unos pasos, sonriendo, sereno.
—El pase, Mr. Lam —ordenó.
No hice ni un solo movimiento.
El hombre se detuvo, vacilando perceptiblemente, junto a mi silla.
Channing hizo una señal con la cabeza.
El hombre se inclinó hacia adelante y me asió por la muñeca.
Trate de libertar mi brazo. Pero la mano que me aprisionaba parecía de
acero.
Mientras me sujetaba fuertemente la muñeca, me golpeó el codo con la
otra mano. Mi brazo se dobló, y él lo apretó contra mi espalda.
—El pase —dijo Channing.
Me incliné hacia adelante, tratando de disminuir la tensión y aliviar el
dolor.
—¡Maldita sea! —exclamó Channing, y se acercó a mí para cachearme.

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Yo no podía hacer el menor movimiento.
Channing metió la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta y sacó mi
cartera. Extrajo el pase del que yo me había servido para entrar en aquella casa
de juego. Iba a devolver la cartera a mi bolsillo, pero lo pensó mejor y se la
llevó a su mesa.
—Gracias, Bill —dijo.
El hombre soltó mi muñeca. Me dejé caer de nuevo en la silla. Sentí un
dolor terrible en el brazo, como si me lo hubieran dislocado. Channing iba a
decirle a Bill que ya se podía marchar, pero lo pensó mejor y le dijo:
—No te alejes de aquí, Bill.
Channing se volvió hacia mí y dijo:
—Lam, no me gusta su comportamiento. Ha estado usted sentado en un
coche frente a la casa durante varias horas en compañía de otro individuo. Su
acompañante todavía lo está esperando. Supongo que si no regresa usted a su
lado dentro de un plazo prudencial, vendrá a buscarlo o llamará a la policía,
¿no es cierto?
—Es usted el que habla. Yo lo escucho.
—Supongo que se imagina que eso constituye un buen seguro de vida.
—Yo me ocuparé de mis asuntos —respondí—. Ocúpese usted de los
suyos.
Examinó cuidadosamente el pase.
—El pase es auténtico —dijo—. No sólo lleva mi firma, sino incluso una
pequeña marca secreta que usted no sería capaz de reconocer. No cabe la
menor duda, el pase es auténtico. ¿Dónde lo consiguió?
—Me lo dieron.
Movió la cabeza.
—Estos pases no se reparten tan a la ligera.
No dije nada.
Volvió a estudiar la tarjeta y me miró fijamente. No me gustó la expresión
que vi en sus ojos.
—Lam —dijo finalmente—, no le voy a decir por qué lo sé, pero éste es
uno de los pases que fueron entregados a George Bishop para que los
distribuyera entre sus amigos más escogidos. Por lo general, George solía
guardar en secreto sus relaciones con esta casa, pero disponía de unos pases
especialmente marcados para las personas en quienes podía confiar. Éste es
uno de los pases… Ahora bien, ¿de dónde lo sacó usted?
—Me lo dieron.

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—Lam, es posible, aunque no lo creo, que haya hablado usted con Irene; y
no me gustaría en absoluto.
No dije nada.
Tomó mi cartera, comenzó a sacar su contenido y, de pronto, se quedó
inmóvil.
—¡Maldita sea! —exclamó finalmente—. Hay cuatro pases más… ¡Y
todos ellos fueron entregados a George Bishop!
Me di cuenta en aquel momento de lo estúpido que había sido
guardándome aquellos pases en la cartera. Indudablemente tenían una marca
secreta.
Durante diez o quince segundos guardó un profundo silencio. Consulté de
nuevo mi reloj de pulsera. Todavía disponía de once minutos, y luego Danby
iría a ver a la policía; eso es, si se atenía a las instrucciones que yo le había
dado. Deseé vivamente que así fuera. No me interesaba que la policía
interviniera en aquella fase de mi investigación, pero temía que el asunto
pudiera escapárseme de las manos.
Súbitamente, Channing dijo:
—Bill, hay un hombre esperando en el coche de este individuo. Había
creído que era un botones que guardaba un seguro de vida para este sujeto,
pero quiero saber quién es.
—¿Sí? —preguntó Bill.
—Ve y tráelo —ordenó Channing.
—¿Y si no quiere subir?
—Te he dicho que lo traigas.
Bill se encaminó hacia la puerta. Tenía que aprovechar aquellos diez
minutos y medio que me quedaban.
—Tal vez sea mejor hablar antes —dije.
—Hablaremos luego —dijo Channing.
Me puse de pie.
—Ya estoy cansado de todo eso.
Esperaba que Bill se vería obligado a hacerme una nueva llave de judo y
con ello ganaría yo tiempo.
Bill dirigió una mirada interrogativa a Channing.
—Haz lo que te he dicho, Bill —dijo Channing, y sacó un revólver del 38,
que colocó sobre la mesa. De nuevo se volvió hacia mí—. Creo que voy a
llegar a una conclusión con respecto a usted dentro de muy pocos minutos.
¿De modo que es verdaderamente un detective privado? ¿En qué diablos está
usted trabajando, y por quién trabaja usted?

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La puerta se cerró detrás de Bill. Comprendí que estaba perdido. Hubiese
debido limitar el plazo de tiempo a media hora, entrar y salir.
Y, realmente, deseaba tan poco como el propio Channing ver a la policía
en aquel lugar. Éste fue, posiblemente, el motivo de que alargase el plazo al
máximo de una hora. Mi intención había sido entrar allí, obtener la
información y volver a salir en el plazo de otra media hora.
Y hubiese llevado a cabo mi propósito, de no haber sido por Diane
Marvin. El hecho de que el croupier le hubiese indicado que me invitara a
jugar, me había dado una falsa sensación de seguridad.
Channing estuvo reflexionando unos instantes y luego me arrojó la cartera,
que fue a caer sobre mis rodillas.
—Métasela en el bolsillo —dijo—. No quiero que se lleve la impresión de
que le quitamos nada por la fuerza. Encontrará todo lo que llevaba en su
cartera. Sólo quería echar una mirada a su contenido…, ¿y no sabe cuánto me
alegro de haberlo hecho?
—Está bien —dije—. ¿Y ahora qué?
—Esperaremos.
—Estaba tomando champaña con su adorable amiguita —dije—.
Supongo que todavía queda algo en la botella. Yo…
—Olvídelo, Lam —dijo con esplendidez—, no pensamos cobrársela. A
propósito, voy a decir que la traigan aquí para celebrar un brindis.
—¿Qué brindis?
—Cállese, tengo que pensar.
Pasaron unos instantes hasta que oímos una voz por un dictáfono.
—Bill está en la puerta. Dice que le haga saber que viene acompañado de
un hombre.
—Dile que haga pasar a su hombre a la oficina número dos, y que
conecten el altavoz. Interrogadlo allí. Podéis ayudarlo. Quiero saber quién es
ese individuo y qué estaba haciendo ahí fuera.
—Supongo —continuó Channing, dirigiéndose esta vez a mí—, que se
trata de uno de los hombres de su agencia.
No respondí.
—No le gusta hablar, ¿eh?
—Mis clientes me pagan para que les proporcione información, no para
dársela a otros.
—A propósito, ¿quiénes son sus clientes?
Sonreí.

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—Supongo —dijo en voz baja, como hablando consigo mismo— que
Irene es más astuta de lo que sospechábamos.
Seguí callando.
—Si Irene quiere meternos en un lío —dijo, enarcando las cejas—, se
buscará uno sucio y por demás peligroso… para ella. No sacará nada. No
cometa un error, Lam; ahora me he hecho cargo de todo el negocio, y no hay
nadie capaz de meter baza. No existe documento alguno que certifique que
George Bishop estuviese ligado con este establecimiento. Nadie puede
demostrar que no lo he montado con mi propio dinero, y nadie puede
reclamar nada para la viuda de George. No tiene una sola probabilidad contra
un millón.
Esperamos durante unos minutos. Luego dijo:
—Me gustaría saber si usted trabaja o no para ella.
Súbitamente se encendió una luz. Channing alargó la mano y conectó un
enchufe. Se volvió hacia mí.
—Podemos escuchar lo que dicen en la habitación contigua, pero ellos no
pueden oír lo que se habla aquí.
Casi al mismo tiempo oímos:
—Me llamo Danby, y no tenía ningún interés en venir. Los voy a
denunciar. No pueden tratarme de esta forma. Esto es un secuestro.
—Danby, ¿eh? ¿Y a qué te dedicas, amigo?
—Eso no le importa.
—Déjame ver tu licencia de conductor.
Percibimos un ligero rumor de lucha y una voz que decía:
—Okey, aquí está. Frank Danby. Su número de registro y…
—¿Qué dirección consta en ella?
—La de un club náutico.
—¡Dios mío, ahora lo comprendo! —exclamó Channing, poniéndose de
pie como si le hubiesen pinchado.
Cruzó la habitación, abrió la puerta y desapareció como un bólido.
Me levanté y me acerqué a la mesa.
Se había llevado el revólver.
Eché una ojeada rápida por todos los cajones del escritorio. No había
ningún otro revólver por allí. Sólo una caja de balas del calibre 38, una pipa,
una bolsa de tabaco, dos cajetillas de cigarrillos, una caja de cigarros puros,
goma de mascar y una botellita de tinta.
Con excepción de las balas del calibre 38, era una mesa que la policía
hubiese podido registrar a cualquier hora del día, sin encontrar nada

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sospechoso.
Súbitamente, oí la voz de Channing en la habitación contigua:
—¿Qué ocurre?
Oí la voz de Danby, seguro de sí mismo y desafiante.
—He sido secuestrado. ¿Quién es usted?
—¡Secuestrado! —exclamó Channing.
—Esto es lo que he dicho. Este individuo me ha obligado a entrar aquí.
Llevaba un revólver en el bolsillo.
—¿De qué se trata, Bill? —preguntó Channing.
Bill contestó:
—No era ninguna pistola, sino un lápiz. En broma, le apunté con él, sin
sacarlo del bolsillo de la chaqueta.
—¿Pero qué es lo que ocurre? —preguntó Channing.
—Nada, excepto que este hombre estaba frente a la casa, vigilando a todos
los que entraban. Sospeché que esperaba ver salir a alguna persona con los
bolsillos llenos para seguirla y robarla.
—Esto es muy serio —dijo Channing—. Será mejor que no le dejemos
marchar.
—¡Tonterías! —exclamó Danby, pero su voz revelaba claramente que
estaba asustado—. Ustedes no tienen nada contra mí. Vine para identificar a
un individuo.
—¿A quién?
—No sabía exactamente a quién; cuando reconocí a Mr. Catlin, el
individuo que me hizo venir me dejó solo en el coche.
La risa de Channing sonó divertida y de buen humor.
—¡Oh, debió de tratarse de Donald Lam!
—Ése es el nombre que me dio —dijo Danby—. Se llama Lam. Me dijo
que esperase fuera durante una hora, transcurrida la cual debía ir a visitar a un
amigo suyo.
Channing volvió a reír.
—Es una vergüenza. Me dejó una nota para que se la entregara, pero no
tenía la menor idea de que fuera usted la persona… Verá…, me dijo que era
usted su chófer.
—¿Qué es lo que dijo?
—Lam encontró al hombre con quien deseaba hablar y salió por la puerta
trasera. Al principio, creyó que el individuo en cuestión le pondría alguna
dificultad, pero luego se convenció de lo contrario. Parece ser que Lam es un

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detective privado. No sé si usted lo sabía… Conozco a Lam desde hace más
de diez años y sé que es un hombre honrado y cabal.
—¿Y qué le ocurría con Mr. Catlin? —preguntó Danby.
—Nada en absoluto. Catlin ayuda a Lam. Catlin tenía que señalar a la
persona que éste buscaba. Debí habérselo advertido antes, pero estaba muy
ocupado. Lam me dijo que volviera usted con el coche al club náutico o que
tomara un taxi. Lo que usted prefiera. Me entregó cinco dólares para pagarle
el taxi. Ha salido hace unos veinte minutos.
—¿Y esos cinco dólares son para que vuelva con el coche al club o para que
tome un taxi?
Comprendí que ya no había nada que hacer, por más que esperase allí.
Comencé a recorrer la estancia, tratando de encontrar una salida.
Busqué algún resorte en la mesa para hallar la forma de abrir la puerta.
Traté de recordar lo que había hecho Channing para ponerla en movimiento,
antes de salir corriendo del despacho.
Súbitamente, se abrió. Estaba seguro de haber apretado el botón exacto y
había cruzado ya media estancia, cuando comprendí que habían abierto la
puerta desde fuera.
Bill entró. Al parecer, Channing le había hecho una señal.
Bill sonrió y me dijo:
—Siéntese, Lam.
Traté de pasar por su lado rápidamente y salí antes de que la puerta se
cerrara.
Pero Bill me asió por el brazo, me hizo dar media vuelta, me agarró
fuertemente la muñeca, y dijo:
—Aquí, en esta silla, Lam.
Le golpeé en el estómago con todas mis fuerzas. La sorpresa le hizo
retroceder unos pasos. Esto, y la fuerza del golpe, me dieron libertad de acción
por un segundo. Me arrojé contra la puerta, que se estaba cerrando.
Bill se arrojó contra mí, pero yo ya había abierto la puerta y salí corriendo
rápidamente a la oficina exterior, con Bill pisándome los talones.
La puerta se abrió.
Bill dio un grito de advertencia. Me lancé contra la puerta en el mismo
instante en que Channing entraba. Chocamos violentamente.
Le hice retroceder, pero Bill ya me había alcanzado. Me sujetó
fuertemente por el cuello de la chaqueta. Sentí un vértigo y mis rodillas se
doblaron. Vi que Bill levantaba el brazo; su rostro carecía de expresión, incluso
parecía aburrido.

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Luego, dejó caer el brazo.
Hubo un cegador relámpago en mi cerebro y caí de bruces en el suelo.

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CUANDO volví en mí no tenía la menor idea de qué hora era. Estaba
tumbado sobre una cama, en una habitación pequeña y mísera, donde había
un lecho metálico, una silla, un armario, un lavabo y un ropero.
Era la clase de muebles que se encuentran por poco precio en una tienda
de segunda mano; algo muy diferente de aquel lujo llamativo de la casa de
juego… Y, sin embargo, estaba convencido de que todavía me encontraba en
el mismo edificio.
Bill estaba sentado en la silla, leyendo una novela policíaca. La silla estaba
debajo mismo de una lámpara eléctrica provista con una pantalla verde y que
pendía del techo al extremo de un cordón igualmente verde.
Moví la cabeza y la habitación comenzó a dar vueltas en torno a mí, como
si me encontrase en un camarote en alta mar.
Me sentía muy mal.
Bill dio vuelta a la hoja de su novela, luego fijó su mirada en mí, vio que
había abierto los ojos, introdujo su dedo índice entre las páginas como señal,
dejó de leer y me sonrió.
—¿Cómo se encuentra, compañero?
—Deshecho.
—Dentro de un ratito se encontrará mucho mejor.
Se puso de pie, sacó una botella, la descorchó y la sostuvo debajo de mi
nariz.
Eran sales olorosas, que inmediatamente me reanimaron.
—Vamos, no se excite —me dijo Bill, con simpatía—. No está herido.
Sólo un poco maltrecho. Pronto se sentirá bien.
Gradualmente, el mareo me fue abandonando. La habitación ya no daba
vueltas en torno a mí, pero todavía sentía un dolor sordo en el lado derecho de
la cabeza, encima de la oreja.
—Bien, ¿a qué viene todo eso? —pregunté.
Bill leyó un par de párrafos interesantes de la novelucha antes de
responder a mi pregunta.

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—Me han ordenado que no hable.
—¿Y qué más le han ordenado?
—Impedir que se mueva usted de aquí.
—Si se me ocurriera ponerme de pie y querer salir, eso podría acarrearle
serias dificultades.
—¿Por qué motivo?
—¡Por secuestro!
Sonrió.
—No se fatigue hablando, amigo.
Me senté al borde de la cama.
Bill me observó con creciente interés.
Lentamente, me levanté.
Bill volvió a dejar la novela.
—Escúcheme, Lam —me dijo—; es usted un chico simpático, pero se ha
metido en un lío. Sea ahora lo bastante sensato para no complicarse más la
vida.
—¿Qué planes tiene Channing?
—No creo que se haya decidido todavía.
—Dentro de poco tendrá que dejarme marchar.
Bill dejó de sonreír.
—No esté tan seguro. Usted ignora muchas cosas que yo sé.
—¿Cuáles?
—Le he dicho que no pienso hablar. Ahora, cállese ya. Quiero leer. No
pienso hablar, ni tampoco escuchar lo que usted pueda decirme.
—Trabaja para Channing, ¿no es cierto?
—En efecto.
—¿Le gusta el trabajo?
—No está mal.
—La fidelidad es una gran cosa —dije—, pero el instinto de conservación
nos enseña a veces a actuar de otra forma. Será mejor que empiece ya a pensar
en sí mismo.
Estalló en una ruidosa carcajada.
—¡Vaya, vaya, quién está hablando! Creo que debería ser usted quien
comenzase a meditar. Y mejor sería que lo hubiese hecho antes de entrar aquí.
—¿Cree que soy tan loco como para haber venido sin saber a qué me
exponía?
Vi interés en sus ojos.
—Pues no calculó todas las probabilidades. Creyó que todo saldría bien.

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—No trate de engañarse. Usted sabe perfectamente lo que se esconde
detrás de todo eso. Gabby Garvanza quería intervenir. Lo que pasó es que el
individuo que disparó contra él estaba un poco nervioso y las balas no dieron
en el blanco. Pues bien, Gabby Garvanza está ya perfectamente y se halla en
estos momentos en San Francisco. ¿Y a qué cree usted que ha venido?
Bill cerró la novela.
—El verdadero propietario de esta casa era George Justin Bishop.
Channing era sólo la cabeza de turco y el que llevaba la contabilidad. Maurine
Auburn había sido la amiga de Bishop. La abandonó cuando se divorció de su
esposa y se casó con Irene, la artista de cabaret. Bishop abandonó al mismo
tiempo a su esposa y a su amiga. Esto demuestra lo enamorado que estaba de
Irene. Maurine entabló relaciones con Gabby Garvanza, pero continuó
enamorada de George Bishop. Se suponía que Maurine era la amiga de
Gabby Garvanza. Alguien intentó eliminar a Gabby. Maurine fue testigo
presencial del hecho. No recibió ninguna herida. No dispararon contra ella.
No dijo nada… ¿Por qué?
Vi que Bill estaba pensando.
—La razón —continué— es que podía ser que ella apreciara mucho al
individuo que disparó. Alguien a quien ella no quería ver entre rejas. Y él sabía
que ella le amaba lo suficiente para no denunciarlo. Luego, Gabby se
restableció, y Gabby sabía quién había disparado contra él. Gabby decidió
venir a San Francisco y saldar cuentas con su agresor. Maurine quiso advertir a
su amigo. Quería asegurarse de que el segundo atentado contra Gabby no
fallaría. Recuerde lo que dijeron los periódicos acerca de los testigos que la
vieron salir, abandonando a sus amigos…, a los que cuidaban de que no le
sucediera nada, hombres pagados por Gabby. Ella pretendió darles esquinazo,
hacer que se iba con un amigo que había encontrado por casualidad. Pues
bien, yo he averiguado varias cosas de ese individuo. Era un aviador. Maurine
lo eligió conscientemente, y no salieron de allí para hacerse el amor. Se
dirigieron a toda prisa al aeropuerto. El aviador la llevó a un lugar situado al
norte de San Francisco, donde Maurine debía encontrarse con George Bishop
para tener una entrevista secreta y hacer que Gabby Garvanza no saliera con
vida del segundo atentado. Pero alguien estaba esperando allí. Alguien que
tenía interés en eliminar a Bishop.
—¿Gabby Garvanza?
Me reí con sorna.
—Gabby no tenía necesidad de meterse en esos líos. ¿Quién era el más
beneficiado por la muerte de Bishop?

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Bill volvió a meditar y se agitó, inquieto.
—No me gusta lo que está explicando —dijo finalmente—. El simple
hecho de tener que escucharlo, me podría meter en un compromiso.
—Y si no me escucha, se verá en un compromiso mayor. ¿Acaso cree que
Gabby Garvanza es un estúpido? En este preciso momento, Gabby está en
San Francisco. Hartley Channing fue el que planeó toda la jugada y cometió
el asesinato.
—John Billings fue quien mató a Bishop —dijo Bill.
Sonreí y negué con un movimiento de cabeza.
—El cadáver de Bishop fue llevado al yate de Billings. Y lo hizo alguien
que sabía que cuando se encontrara el cadáver, ya no buscarían a otro
sospechoso más que al joven Billings. Billings creyó actuar de un modo muy
astuto. Llevó el cuerpo al otro yate. Pero lo que él no supo era que Bishop
había sido asesinado con un revólver de su propiedad, y que el asesino había
arrojado el arma por la borda del yate. A Billings jamás se le ocurrió, pero fue
lo primero que pensó la policía; buscar en el fondo de la bahía. Allí los buzos
encontraron el revólver, con ayuda de un detector de metales, a los quince
minutos de buscarlo. Gabby Garvanza está enterado de todo. Y bien, ¿qué
cree usted que va a hacer ahora?
—¿Y cómo sabe usted que Gabby Garvanza está enterado de todo?
Sonreí.
—¿Y para quién diablos cree que trabajo?
Bill se irguió en la silla. Me estudió meticulosamente durante unos
instantes, luego emitió un corto silbido.
Arrojó la novela sobre la silla y dijo:
—¿Qué es lo que desea, Lam? Si le dejo marchar de aquí, Channing me
asesinará antes de que Gabby pueda intervenir.
—Déjeme telefonear.
—Es muy difícil.
—Hay cosas más difíciles. No crea por un solo instante que Gabby
Garvanza no sabe lo que está ocurriendo. Si me elimina, las probabilidades
que tiene usted de ver su próximo cumpleaños son una entre un millón, y me
importa un pito que su cumpleaños sea pasado mañana.
Bill frunció el ceño.
—La policía dará con el aviador que trajo a Maurine… —dije.
—¡Cállese! —gritó Bill—. Quiero pensar. Si es usted tan listo como
pretende, se callará durante los cinco próximos minutos.

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Me recliné sobre la cama. La almohada que tenía bajo la nuca me alivió en
cierto modo el dolor de cabeza.
No habían transcurrido ni dos minutos cuando Bill me dijo:
—Hay una cabina telefónica en el vestíbulo. Por amor de Dios, no haga
ruido, y que nadie lo vea.
Salté de la cama. Bill me tomó por el brazo para sostenerme.
—¿Tiene dinero? —me preguntó.
Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué unas monedas.
—Ya me basta —dije.
—De acuerdo —dijo Bill—. Actúa usted por cuenta propia. Si alguien nos
descubre, le golpearé en el estómago y alegaré que trataba de huir.
Abrió la puerta, miró a uno y otro lado del corredor y luego me una señal
con la cabeza.
Bajé al vestíbulo y penetré en la cabina telefónica, cerré la puerta y traté de
recordar el número del hotel donde se alojaba Garvanza. El tener que
consultar la guía, era un tormento para mis ojos y, además, no quería perder ni
un minuto.
Recordé el número, eché la moneda y marqué. Cuando respondieron a mi
llamada dije:
—George Granby, por favor.
Oí cómo me ponían la comunicación. Comprendiendo lo mucho que
significaba para mí que Garvanza se pusiera al aparato y hablara conmigo,
sentía temblar mi mano derecha y casi doblarse mis rodillas, ante el simple
pensamiento de que pudiera hallarse ausente.
El hombre que respondió a mi llamada era sin duda alguna el
guardaespaldas que me había echado de allí.
—Que se ponga Gabby —le dije.
—¿Quién es usted?
—Soy el Papá Noel y estamos en navidades. Dile a Gabby que se ponga
ahora mismo al aparato o Santa Claus no le dejará ningún regalo en el
calcetín.
Le oí decir:
—Un chiflado que asegura ser Santa Claus le quiere decir algo. ¿Quiere
hablar con él?
Oí que Gabby gruñía, y luego de nuevo el guardaespaldas.
—¿Su nombre verdadero?
—Soy Donald Lam, el detective privado a quien has echado esta tarde de
la habitación.

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—¡Oh! ¡Oh! —contestó el hombre.
—He terminado mis investigaciones. Le dije a Gabby que pronto le
podría hacer un favor. Ahora estoy en condiciones de hacérselo.
—¿Cómo?
—Dándole cierta información sobre lo que he averiguado.
—Nos importa un comino tu información. Sabemos todo lo que deseamos
saber.
—Será mejor que también se enteren ustedes de lo que yo sé, y sabrán
quién mató a Maurine Auburn y por qué motivo. Pregúntale a Gabby si le
interesa o no.
Esta vez no oí nada. No cabía la menor duda de que el guardaespaldas
tapaba el micrófono con la palma de su mano, y después de un intervalo que
se me antojó interminable, y después de habernos preguntado desde la
Central: «¿Hablan, hablan?», oí la prudente voz de Gabby Garvanza, que me
invitó:
—Empiece a hablar. Deme hechos. No importa lo que usted piense o deje
de pensar. Deme hechos.
—Ya le dije que le podría facilitar datos y hacerle un favor —contesté—.
Ahora, yo…
—Menos conversación. Al grano.
—Usted conoció a Maurine durante más de un año. ¿Cuántas veces se
emborrachó lo suficiente para timarse con desconocidos? Hacer que estaba
ebria y darle esquinazo a los que la custodiaban, forma parte de la comedia. El
individuo con el que salió era un aviador. La llevó a San Francisco.
—Cualquier loco sería capaz de sacar esa deducción, ahora que han
encontrado su cadáver —dijo.
—Está bien —dije—, pero ella vino aquí por su propia voluntad,
impulsada por una decisión que no meditó lo bastante y que no se atrevió a
comunicarle, y no quería que nadie se enterase. Estaba citada con George
Bishop. Ésta era la decisión.
—¿Eso es todo? —preguntó Gabby.
—Fue George Bishop el que disparó contra usted.
Silencio al otro lado de la línea.
—Maurine fue quien le señaló a Bishop.
—Habla demasiado —dijo Gabby.
—¿No deseaba hechos? Ahí los tiene.
—¿Tiene usted pruebas… con respecto a Maurine?
—Así es.

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—Bien —dijo Gabby—. ¿Cuáles son?
—El hombre que mató a Bishop y a Maurine fue Hartley L. Channing.
Quiere quedarse con La puerta verde. Sabía que una vez eliminado Bishop, y
con un asesinato por aclarar, la policía no le permitiría a usted darse una vuelta
por esta ciudad.
—¿Dónde está usted ahora?
—En estos instantes soy prisionero de Channing —contesté—. Creo que
tiene la sana intención de rodearme con una mezcla de cemento y arrojarme
luego al punto más profundo de la bahía de San Francisco. Me gustaría que
usted pudiera hacer algo en mi favor antes de que…
—¿Cómo le han dejado usar el teléfono?
—Le comuniqué a mi guardián que tal vez iba a ser usted el nuevo jefe.
—Es usted un pícaro muy ingenuo.
—He hablado, ¿no?
—El que le está vigilando es Bill, ¿no es cierto?
Dudé durante unos instantes, y luego comprendí súbitamente por qué Bill
se había mostrado tan comprensivo cuando le manifesté mi intención de
hablar con Gabby Garvanza.
—El mismo —respondí.
—Está bien, déjeme hablar con él.
Dejé descolgado el auricular y volví de puntillas a mi habitación.
—El jefe quiere hablar contigo —dije a Bill.
Salió de la habitación sin decir una sola palabra, mientras yo me volvía a
sentar en la cama. Quería hacerle una jugarreta. Tomé la novela que Bill
estaba leyendo. Cuando regresó, estaba yo profundamente enfrascado en la
lectura de la novela.
—Vamos —me dijo—, ya puede marcharse.
Lentamente, me levanté de la cama.
Me miró lleno de curiosidad.
—¿Cómo diablo sabía usted que yo era uno de los hombres de Gabby? —
me preguntó.
No respondí. Había tentado la suerte y había ganado. Justa contrapartida
por lo que me había hecho Danby. Traté de mostrarme modesto.
—Es usted terriblemente astuto —dijo Bill—. Bien, salgamos de ahí.

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DESDE mi hotel barato llamé al cuartel general de la policía y pedí
comunicación con el teniente Sheldon.
—Donald Lam al habla —dije.
—¡Maldita sea! —dijo Sheldon—. ¿Dónde está usted Donald?
Le di la dirección del hotel.
—¿Y qué hace ahí?
—Me estaba ocultando.
—¿De quién?
—Sé que es usted un hombre muy ocupado y no quería molestarlo
mientras no fuese necesario. Sabía también que algunos de sus muchachos
tenían la intención de arrastrarme a presencia de usted.
—Ya sabe que jamás me molesta su presencia, Donald. En efecto, quisiera
verlo. Y cuanto antes, mejor. Había dado órdenes de que lo pescaran tan
pronto como se dejara ver por aquí o en su despacho de Los Ángeles.
—Y yo también me alegraré mucho de verlo a usted, teniente.
—¿De veras?
—Poseo la información que usted necesitaba —le dije con aire satisfecho.
—¿Qué información? —preguntó receloso.
—Con respecto al accidente de coche.
—¡Oh! —exclamó.
—Además, puedo contarle también todo lo que sé del caso Bishop, y de
esta forma podrá usted solucionar los dos casos. Cuando me venga usted a ver,
póngase el uniforme nuevo, y será mejor que venga solo.
—¿Por qué?
—Los periodistas querrán retratarlo.
—Hay muchas cosas que me gustan de usted, Lam, pero hay un punto
que me desagrada.
—¿Y cuál es?
—No sabe usted geografía. Usted cree que está en Los Ángeles.

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—No; sé perfectamente dónde estamos. Hasta luego, teniente —y colgué
el auricular.
No tuve que esperar más de diez minutos. No se había puesto el uniforme
nuevo, pero temiendo una posible publicidad, llegó solo.
—Con respecto al accidente del coche… —comencé.
—¡Ah, sí!
—Tengo que ocultar la fuente que me proporcionó la información.
—No me gusta, Donald.
—Pero si le entrego una confesión, no será necesario que averigüe de
dónde saqué los informes.
—No, si me proporciona la confesión.
—Bien, vámonos, y luego le contaré todo lo relacionado con el caso
Bishop.
—¿Dónde vamos?
Le di el nombre y la dirección de Harvey B. Ludlow.
—Si es una trampa, Donald, se verá usted metido en un terrible apuro —
me dijo—; lo podrán condenar por chantaje.
—Fui yo quien le llamó a usted, ¿no es cierto?
—Sí.
—Le dije dónde estaba, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cree que soy tonto?
—No tiene cara de serlo, pero recelo de todos los detectives privados que
nos llegan de Los Ángeles.
No contesté. Era mejor guardar silencio.
Subimos al coche del teniente.
—¿Y qué hay del caso Bishop? —me preguntó al cabo de unos instantes.
—Tratemos primero del caso Ludlow. Si yo le proporciono pruebas y una
confesión, me hará usted mucho más caso cuando hablemos del otro.
Fuimos a la residencia de Ludlow. Ludlow estaba en cama.
Harvey B. Ludlow era un individuo obeso, un corredor de Bolsa retirado,
y comenzó a temblar de pies a cabeza cuando vio el uniforme del teniente.
Antes de que el teniente le hubiese dirigido media docena de palabras, ya
cantaba de plano.
Ni fue necesario comprobar las características del coche del Ludlow. El
hombre habló por los codos, como si hiciese tiempo que tuviese la necesidad
de hacer una completa confesión.

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Dijo que aquel día había tomado cuatro o cinco copas y que había asistido
a una conferencia de negocios. Uno de los socios se había presentado en
compañía de su secretaria para que ésta fuese tomando notas durante la
conferencia, y Ludlow se había brindado a acompañarla a su casa. Se
detuvieron a tomar unos cócteles, y Ludlow comenzó a observar a la
secretaria. A ella no le gustaba su trabajo, sabía que Ludlow tenía mucho
dinero y comenzó a responder a las miradas del hombre.
Ludlow no lo dijo con tanta claridad, pero comprendimos que el único
ofrecimiento que él hubiese podido hacer para inducir a una muchacha era
una oferta pecuniaria.
Cuando subieron al coche para ir al departamento de la muchacha, el
hombre comenzó a experimentar el efecto de las copas que había tomado, y se
sintió animado por una exagerada confianza en sí mismo que le hacía creer
que se hallaba en mejor forma física de lo que realmente estaba. La muchacha
escuchaba atentamente toda su cháchara.
Ésta fue la historia.
Ludlow había querido proteger su «buen nombre». Vio una posibilidad de
salir huyendo y la aprovechó. Pero desde aquel momento, se había sentido
dominado por un pánico terrible. Era un hombre de posición encumbrada y el
accidente arrastraría consigo un considerable escándalo, por cuyo motivo el
teniente Sheldon creyó mejor dejar aquel caso en manos de su capitán. Lo
sacó de la cama.
Aparecieron los fotógrafos de la Prensa y fotografiaron al capitán
inspeccionando el coche de Ludlow con un microscopio, dos fotografías de la
esposa de Ludlow echándole los brazos al cuello y afirmando que ella siempre
había estado al lado de su esposo, que jamás lo abandonaría, que todo aquello
era una lamentable equivocación.
El teniente Sheldon y el capitán informaron ampliamente a la Prensa de
cómo habían llegado a la solución de aquel caso gracias a un meticuloso
trabajo de eliminación, que habían vigilado y examinado el coche de Ludlow
sin que éste tuviera la menor sospecha. El proceso de investigación había
durado tres o cuatro días… Ésta era la forma cómo trabajaba la policía: de un
modo eficiente, rápido y seguro, con precisión mortal.
Fue una bonita historia.
Nadie me presentó siquiera a los periodistas.
Después de haber tomado las fotografías, el capitán y el teniente Sheldon
me llevaron en su coche a la jefatura de policía.

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Cuando llegamos, Sheldon apoyó su mano en mi hombro. Éramos
amigos.
Entramos en el despacho del capitán.
—Todavía no había tenido ocasión de hablarle de Donald Lam, capitán
—dijo Sheldon.
—¿Fue usted quien nos puso sobre aviso en el caso Ludlow? —preguntó el
capitán.
Sheldon lo miró con expresión de reproche.
—¡Oh, no, de esto cuidé yo mismo, capitán! —dijo—. Pero hacía algún
tiempo que iba detrás de Lam.
—¿Por qué, teniente?
—Creo que sabe algo con respecto al caso Bishop.
El capitán dio un silbido.
—¿Me permite que me lo lleve a mi despacho y hablemos allí un rato
sobre este caso, capitán? ¿No le importaría esperar un poco más?
—Diablos, no. ¿Cuánto tiempo va a tardar?
—Creo que lo mejor será que Donald y yo charlemos amistosamente sobre
el asunto… Creo no precipitarme, capitán, si le digo que sospecho lo que ha
ocurrido. Estaré en condiciones de poder señalar al asesino dentro de muy
poco.
—Bien, ¿quién es?
El teniente Sheldon movió la cabeza:
—Donald Lam posee unos cuantos datos que casarán con los míos; por lo
menos, creo que es así. Deme una media hora y volveré a su despacho con
toda la historia… y todas las pruebas.
—No hable con nadie de todo eso, teniente —dijo el capitán—. Venga a
verme directamente. Hable sólo con Lam y luego venga a verme a mí.
¿Comprendido?
El teniente Sheldon lo miró fijamente a los ojos.
—Desde luego, comprendo, capitán.
—Está usted realizando un buen servicio —continuó el capitán—. Son así
los oficiales que me gusta tener a mi lado. ¿Cree que habrá bastante con una
media hora?
—Una media hora aproximadamente.
—Al jefe le interesará este asunto dijo el capitán.
Sheldon asintió con un movimiento de cabeza y me tomó del brazo.
—Vamos, Donald —dijo—. Creo que tiene usted cierta información que
me puede ser de utilidad. Tal vez no sepa que puede ayudarme, pero ya me he

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formado una teoría bastante aceptable de lo ocurrido. Si me ofrece alguna
nueva perspectiva, desde la cual pueda yo completar el cuadro que me he
hecho… Hasta luego, capitán.

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ME volví hacia el teniente Sheldon.
—Será necesario mandar a buscar a John Carver Billings.
—¿Al chico?
—No, al viejo.
—Los defiende uno de los mejores abogados de la ciudad. Les ha dado
instrucciones para que no hablen y…
—No nos quedará más remedio que hacerlo venir a esta oficina.
Me miró fijamente a los ojos y dijo:
—Ya sabe, Donald, que estoy metido hasta el cuello en este asunto, y no
quiero pensar ni un solo momento en tener que ir dentro de media hora al
despacho del capitán y decirle: «No hay nada en concreto…». Ya puede
imaginarse lo que eso significa para mí, y lo malo que resultaría también para
usted, Donald.
—Dispone usted de media hora, teniente. Hasta el presente, le he
demostrado con creces de lo que soy capaz. Mañana podrá usted dar una
bonita información a la Prensa.
—Aún está por ver. ¿Está usted seguro de lo que va a hacer?
—Depende de la confianza que usted tenga en mí —respondí.
Tomó un auricular, marcó un número y dijo:
—Que hagan subir a John Carver Billings a mi oficina… Al viejo. Eso
es… Rápido… No me importa un comino lo que diga su abogado; que suba
aquí, de prisa. ¡Despertadlo!
Colgó el auricular.
—Me gustaría conocer su teoría, Donald.
—Escuche lo que tengo que decirle a Billings. Mande llamar a una
taquígrafa para que tome su confesión.
—Donald, si realmente se sale con la suya… sería magnífico.
—Y lo será.
—¿Cree sinceramente que ha sido Billings?
—Ustedes casi le han puesto ya la soga al cuello.

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—Una confesión suya es lo único que deseo en este mundo.
—Billings no tiene nada que ver con el asesinato —exclamé.
Había un afecto sincero en la mirada del teniente Sheldon.
—Tome un cigarro, Donald —me invitó—. Esos cigarros son muy
buenos.
Diez minutos más tarde, John Carver Billings entraba en la oficina.
Mantenía los labios firmemente apretados. Sus ojos estaban apagados, como si
alguien hubiese extinguido la luz que antaño brillaba en ellos, pero se sentó
muy erguido en su silla.
Advertí sorpresa en su rostro cuando me vio sentado allí, y luego se volvió
hacia el teniente Sheldon:
—He recibido instrucciones de no responder a ninguna pregunta, a no ser
en presencia de mi abogado y ateniéndome a sus instrucciones.
—Mr. Billings, creo que se nos ofrece la ocasión de solucionar este asunto.
Me miró fijamente y volvió a recitar:
—Mi abogado me ha dado instrucciones de no responder a ninguna
pregunta, excepto en su presencia y ateniéndome a sus instrucciones.
—No responda, pues, a ninguna pregunta —le dije.
—He sido instruido en el sentido de no hablar de nada con nadie.
—No hable —le dije—. Limítese a escuchar.
Cerró la boca y los ojos, como queriendo mantenerse alejado de todo
cuanto lo rodeaba en aquella oficina y todo cuanto estuviera relacionado con la
misma.
Me volví hacia el teniente Sheldon.
—He aquí lo sucedido, teniente. George Justin Bishop era el propietario
de La puerta verde. Es probable que oficialmente usted no esté enterado de la
existencia de esta casa de juego, pero oficiosamente lo sabrá usted…
—Creí que un tal Channing era el que… —me interrumpió Sheldon.
—Channing era el contable de Bishop cuando inició sus negocios —le
expliqué—. Cuando vio de lo que se trataba, se reservó una buena parte del
pastel. Bishop aparentaba ser un negociante en minas. No quería ocultar la
cuantía de sus ingresos, pero sí que éstos procedían de una casa de juego. Por
este motivo fundó una serie de sociedades; transportaba el mineral en bruto y
cobraba sus buenos cheques de las fundiciones. Si alguien se hubiese tomado
la molestia de investigar el asunto, pronto hubiese averiguado lo que sucedía
en realidad; pero nadie se tomó esta molestia, ya que los libros de contabilidad
aparecían más claros que el agua… A nadie se le hubiese ocurrido jamás que

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una fundición estaba dispuesta a pagar precios muy elevados por un mineral
que no valía nada… Y siempre había una mina llamada La puerta verde.
—Continúe —dijo Sheldon.
—Antes de dedicarse al negocio del juego, Bishop se había dedicado al
soborno y al chantaje. Una de sus víctimas fue el hijo de Billings. No sé de qué
se sirvió. Ignoro el motivo, pero estoy seguro de que Mr. Billings podrá
decírnoslo.
Sheldon dirigió una mirada inquisitiva a Billings.
Billings continuaba sentado en su silla, con los ojos cerrados y una
expresión de firme resolución en su rostro, los labios muy apretados, como si
temiera que se le escapara inadvertidamente una palabra que pudiera
perjudicarlo. Su rostro tenía el color del cemento humedecido.
—Cuando Bishop comenzó su negocio en La puerta verde, ya no mostró
tanta inclinación al chantaje. Lo que tenía entre manos era mucho mejor. Pero
no olvidemos que Bishop podía esgrimir algo en contra del joven Billings. Lo
sabía, y es muy posible que Channing también lo supiera. Es posible también
que Channing no lo supiera. Fuera como fuese, Channing comenzó a
inmiscuirse cada vez más en el negocio, cosa que agradaba cada vez menos a
Bishop. Necesitaba alguien en quien confiar y que se cuidara del negocio, pero
Channing se situó en una posición en que se cuidaba prácticamente de todo el
negocio, y Bishop empezó a planear el modo de eliminar a Channing para que
no continuara haciéndole sombra. Fue entonces cuando Gabby Garvanza
decidió intervenir. Alguien trató de agujerearle el pellejo, pero no consiguió
borrarlo del mapa.
—¿Sabe usted quién fue? —me preguntó Sheldon.
—Desde luego. Fue George Bishop. El hombre estaba convencido de
haber realizado un buen trabajo. Cuando a la mañana siguiente leyó en los
periódicos que Gabby se restablecía, casi se murió del susto. Su viuda
confirmará este detalle.
—Continúe, Lam.
—Hubo una época en que Bishop estuvo enamorado de Maurine Auburn.
Fue Channing el que presentó a Maurine a Gabby Garvanza; luego, Bishop se
casó con Irene, la artista de cabaret, y Maurine se lió con Gabby. Sin embargo,
Maurine continuó siempre en buenas relaciones con Bishop. Entonces, los
caminos de Bishop y de Gabby Garvanza se entrecruzaron. Bishop trató de
eliminar a su rival, pero fue un trabajo de aficionado. Bishop era un jugador y
un chantajista, pero no un asesino. No hizo un trabajo perfecto, de
profesional. Cuando Bishop se fue recuperando paulatinamente de la

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impresión que le ocasionó saber que Gabby contaba todavía entre los vivos,
decidió hacerle una nueva jugada antes de que Gabby pudiera valerse.
—Continúe —dijo Sheldon.
—Bishop quería que Maurine llevara a Gabby a un lugar donde pudiese
estar seguro de que Gabby no escaparía a la muerte que le había destinado; de
modo que decidieron que Maurine aparentaría que se enamoraba de un
extraño y apuesto desconocido. Pero este extraño era un aviador alquilado por
Bishop que, en realidad, estaba al servicio de Channing. No existe otra teoría
posible. Channing sabía perfectamente que Bishop estaba cada vez más
nervioso e impaciente y decidió que había llegado el momento de eliminarlo.
—Bien, dígame algo sobre el aviador —dijo el teniente.
—El aviador recibió instrucciones de Bishop, pero informó previamente a
Channing. El aviador fue quien se hizo cargo de Maurine y la llevó a un lugar
al norte de San Francisco, donde estaba esperando Bishop. Pero el único
inconveniente fue que Channing también estaba esperando allí. Maurine
subió a un coche en compañía de Bishop. Channing se deslizó al asiento
posterior. Había dos pistolas. La que mató a Maurine era automática. Todavía
no hemos dado con ella. El arma con que mataron a Bishop, fue un revólver
que sacaron del camarote de Billings. El agujero que dejó la bala fue
cuidadosamente preparado por el asesino para que sirviera de huella.
Sheldon me interrumpió:
—¿Quiere usted decir que Channing disparó por segunda vez contra
Bishop en el yate de los Billings?
—En efecto, para que la bala quedara incrustada en la pared del camarote.
El agujero hecho por una bala con tejido humano era una evidencia
abrumadora contra los Billings. Debemos recordar que, mientras tanto,
Bishop había solicitado un favor de Billings. Esta vez no se trataba de un
chantaje; simplemente, de un favor. Pero se trataba de un favor que Billings
no estaba dispuesto a conceder.
—¿Qué favor era éste? —preguntó Sheldon.
—Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe —contesté—. El
viajante que llama a la puerta de sus posibles clientes, un día u otro recibirá un
pedido.
—No comprendo —dijo Sheldon.
—Bishop había negociado con minas de oro, usando el material inútil para
el pavimentado de carreteras o para arrojarlo al fondo de la bahía. El último
transporte que sacó de la mina lo usó para rellenar un precipicio de su
residencia. Alrededor de trescientos dólares la tonelada. No es un material

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muy rico que muestra oro a primera vista, pero basta con limpiarlo y aparece el
material precioso.
El teniente Sheldon meditó estas últimas palabras.
Guardé silencio durante unos instantes, y luego continué:
—Bishop tenía la mayoría de las acciones. Algunas habían sido vendidas al
público. La mayoría quedaban en depósito.
»Para comprender el comportamiento de Bishop hay que saber que
necesitaba que la mayor parte de las acciones estuvieran el depósito durante un
año. Luego, la compañía comenzaba sus trabajos.
»Antes de transcurrir el año, un grupo de exploradores determinaba que la
mina en cuestión no poseía ningún valor, y Bishop enviaba este informe a los
que habían comprado acciones, al parecer con gran disgusto por su parte, pero
ateniéndose a las directrices de la comisión oficial.
»Claro está que los accionistas devolvían inmediatamente sus acciones, y
cuando todo el mundo se había olvidado de la mina, comenzaba a ingresar los
pagos de la fundición. Los libros de contabilidad presentaban un crédito a
favor de La puerta verde. Siempre existía una mina con este nombre. Ningún
inspector de Hacienda llevaría su investigación más lejos. Bishop podía
demostrar en todo momento que el dinero que ingresaba de La puerta verde
procedía, en efecto, de una mina con este nombre. Las cosas estaban tan claras
que nadie podía pedirles cuentas. Y si los inspectores de Hacienda creían que
sus ingresos procedían de una mina, nadie podía acusarlo de haber cometido
una falsedad.
»Era un nombre que solía llamar la atención del público. No había ningún
experto en minería que pudiera alegar que la mina no fuese productiva.
»Y llegó el momento en que encontró una mina que era buena. Bishop
quiso recuperar todas las acciones que había vendido y rogó a Billings que no
le concedieran crédito sobre la deuda que había contraído con el Banco… Fue
entonces cuando Billings comenzó a sospechar. No se avino al trato. Pero
Bishop coaccionaba a Billings y usó de su coacción para conseguir lo que
quería. Channing conocía las interioridades de todo el asunto. Cuando
decidió eliminar a Bishop, se cercioró antes de que el crimen pudiese ser
atribuido a Billings. Si la policía no encontraba una prueba concluyente,
Channing sería el hombre de quien la policía podría sospechar.
»Horace B. Catlin es un hombre del que no sé muchas cosas. Estaba en
una difícil situación financiera. Lo cierto es que visitaba con frecuencia La
puerta verde y que allí contrajo elevados compromisos. Channing no informó
de estos hechos a Bishop. Quería usar a Catlin para sus propios fines.

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»El martes pasado, por la noche, Catlin trató de reducir sus deudas con
Channing, y para tal fin le prestó su yate. Channing trasladó el cadáver de
Bishop al yate de Catlin y dejó el coche de Bishop en una carretera lateral. Un
avión llevó el cadáver de Maurine a la costa del sur con el fin de dar a
entender a la policía que el individuo que había disparado contra Gabby
Garvanza había matado a Maurine para verse libre de una posible denuncia
por parte de la mujer.
»Su idea fue enterrar el cuerpo en un lugar donde pudiese ser
descubierto… después de algún tiempo.
»Pero el cadáver de Bishop había de ser descubierto en el yate de Billings;
de forma que la policía jamás llegase a sospechar de Channing.
»El club náutico tiene establecido el sistema de vigilar a todas las personas
que entran y salen del club, pero no presta la menor atención a la gente que
llega por mar o sale por mar. Todos los socios son personas de reconocida
posición social que han sido anotados al cruzar la puerta de entrada…
Channing condujo el yate de Catlin al club, después de haber anochecido,
metió el cadáver de Bishop en el yate de Billings e hizo lo que resultó ser la
jugada más astuta de todas… Arrojó el arma por la borda del yate de Billings,
sospechando que a los Billings jamás se le ocurriría ir a buscar allí el arma
cuando descubrieran el cadáver de Bishop. Pero Channing sabía que la policía
haría descender a un buzo para tratar de hallar el arma.
—Bonita historia —dijo Sheldon.
—Channing planeó seguramente que el cadáver fuera descubierto uno o
dos días después, pero el joven Billings destruyó sus planes. Billings y su padre
fueron al yate por un motivo u otro. Subieron a bordo sin que nadie se diera
cuenta de su presencia, ya que aquel día no funcionó el sistema eléctrico de
alarma y Danby, el guardián, estaba de espaldas a la puerta, hablando por
teléfono, cuando ellos entraron. Cuando encontraron el cadáver,
comprendieron inmediatamente que la policía los acusaría de haber cometido
aquel crimen. Sabían que pronto se averiguaría que Bishop había querido
hacerles víctimas de un chantaje y que todas las acusaciones recaerían sobre
ellos. Por este motivo trataron de borrar todas las pruebas. Pero lo hicieron
como unos malos aficionados. Lo primero que intentaron fue quitar de allí el
cadáver. Lo arrojaron a uno de los yates contiguo al de ellos, para cuyo fin
tuvieron que violentar la puerta. Como temían que el guardián se diera cuenta,
compraron un nuevo candado. Había sangre en la alfombra. La quitaron y la
substituyeron por otra. Pero todo lo que hacían era acumular pruebas y más
pruebas contra ellos mismos.

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El rostro de Sheldon se ensombreció súbitamente.
—Está bien, Donald. ¿Para quién trabaja usted?
—Para John Carver Billings.
—¿El viejo?
—El joven.
—¡Maldita sea! —exclamó con tal odio en su voz, que todos los epítetos
de Bertha Cool se me antojaron en aquel momento un canto de ángeles.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—¿Quiere que crea toda esta sarta de embustes? —dio.
—Sí.
—Resolvió el caso Ludlow para ganarse mi confianza. ¡Maldita sea!, y
después de haberme engañado, me viene ahora con esa historia.
—Un momento, teniente.
—¡Diablo, cállese! Ha gastado toda su pólvora, Donald. Se ha
extralimitado, y ahora le voy a demostrar cómo solemos tratar nosotros a los
granujas que intentan…
—Un momento, por favor —insistí—. No se olvide de una cosa. El
capitán lo está esperando en su oficina, y lo más probable es que ya haya
llamado al jefe por teléfono para decirle que dentro de muy poco tiempo le va
a ofrecer la solución del asesinato de Bishop. Bien, ¿quiere escucharme o
perder la cabeza?
Pestañeó cuando mencioné al capitán y al jefe. Estaba en una situación
muy comprometida y él lo sabía perfectamente.
—Donald —me dijo con tal odio concentrado que su voz apenas se oyó—,
por un engaño de esta índole estoy dispuesto a triturarle todos los huesos.
—Tiene usted una ocasión de comprobar la veracidad de la historia que le
he contado. Le quedan a usted todavía veinte minutos. Haga venir aquí a
Horace B. Catlin y…
El teniente Sheldon marcó un número de teléfono. Un par de hombres
uniformados entraron en la habitación antes de que nadie hubiese creído
posible que había marcado un número.
—Lleven a estos individuos a donde nadie los pueda ver. No me importa
donde los lleven. No quiero que nadie los vea. Que no hablen con nadie del
departamento. Que no hablen con ningún abogado. Que no hablen con nadie
de fuera. Que no se acerquen a ningún teléfono. Espósenlos.
El teniente Sheldon abandonó la oficina como un avión de propulsión a
chorro.

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Billings abrió sus ojos y me miró fijamente. Lentamente, extendió su
mano y estrechó la mía.
No pronunció una sola palabra.
—No me diga lo que Bishop tenía contra su hijo…
—Cállese —dijo uno de los policías—. El teniente ordenó que cerrasen el
pico.
Billings abrió la boca para decir algo, pero uno de los policías se acercó a
él.
—No hagan ninguna tontería, cállense. Es peligroso asomarse al exterior.
Guardamos silencio.
Pasaron unos treinta minutos.
Creo que consulté unas cincuenta veces mi reloj de pulsera, en tanto que
Billings permanecía sentado frente a mí, inmóvil.
Por fin llegó el teniente Sheldon. Su rostro era igual que el de un
muchacho de diez años en la mañana del día de Reyes. Lo miré y emití un
suspiro de alivio.
—Donald, vuélvame a repetir toda la historia para que esté seguro de todo
—me dijo—. El capitán está esperando y el jefe está en la oficina… Vosotros
dos, fuera de aquí.
Los dos policías uniformados desaparecieron como por ensalmo.
Volví a repetir toda la historia.
—¿Cómo llegó a sospechar de Catlin?
—Sabía que había algún socio del club náutico que estaba en poder del
hombre que administrada La puerta verde. Un hombre tan comprometido en
sus asuntos financieros, que se veía obligado a seguir las instrucciones que le
daban. Me hice acompañar por el guardián del club náutico para que vigilara a
todo aquel que entrase en el garito. Cuando me señaló a un socio del club,
adiviné inmediatamente que aquél era el hombre a quien yo buscaba. Lo
seguí. Cuando descubrí que no estaba jugando en ninguna de las mesas, sino
que con toda probabilidad estaba encerrado con el gerente de la casa, me
convencí de que mis sospechas eran ciertas.
—Tome un cigarro —me invitó Sheldon—. Y usted también, Billings.
Lamentamos mucho lo ocurrido, señor, pero usted ya sabe lo que sucede en
tales casos… Esperen un momento aquí. No se muevan. No traten de salir.
Hay un policía en el corredor. Permanezcan aquí y no hablen con nadie.
Donald, usted es lo bastante inteligente para saber callar. Cuide de que
Billings tampoco diga nada. No vean a ningún periodista. No intenten usar el
teléfono. Espero poder hacer algo por ustedes.

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El teniente Sheldon marcó un número, y cuando recibió respuesta dijo:
—Voy inmediatamente, capitán. Lamento haberlo hecho esperar. Había
un nuevo detalle que yo no había tenido en cuenta. Voy inmediatamente.
Abandonó con rapidez la oficina.
Me volví hacia Billings:
—¿Qué tenía Bishop en contra de su hijo? —le pregunté.
—Sinceramente, Lam, no lo averigüé hasta hace una semana. Prefiero no
hablar de ello.
—Será mejor que me lo diga.
—No pienso hacerlo.
—Su hijo es un muchacho alto y fuerte.
Asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Jugó al baloncesto en el colegio?
—Sí.
—¿En el equipo universitario?
—Sí.
—Bishop solía hacer apuestas en los partidos entre equipos universitarios
—dije yo.
El rostro del banquero se descompuso súbitamente. Comenzó a llorar. Era
un espectáculo sorprendente ver llorar aquel rostro pétreo.
Me puse de pie y me acerqué a la ventana volviéndole la espalda. Pocos
minutos más tarde, cuando ya no oí los sollozos, volví a ocupar mi puesto.
Durante largo rato ninguno de los dos pronunció palabra.
Al cabo de un rato dije:
—Cuando le cuente usted esa historia a Sheldon, dígale que su hijo está
mezclado en un escándalo con una muchacha.
—No es motivo suficiente —dijo Billings—. He estado pensando en ello.
—Dígale, pues, que la muchacha murió a consecuencia de una
intervención criminal.
Billings reflexionó unos instantes y luego asintió gravemente.
—Donald, si logra usted que la policía acepte su historia como la versión
oficial de lo sucedido, le recompensaré muy generosamente, muy
generosamente.
Hacía demasiado tiempo que trabajaba en unión de Bertha para no saber
que la ocasión la pintan calva, de modo que lo miré fijamente a los ojos y le
dije:
—Así lo espero, Mr. Billings; nosotros no trabajamos por nada, usted ya
lo sabe.

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—No es necesario que me lo diga —dijo él.
Con esto terminó la conversación. No había nada más que decir.
Continuamos sentados y esperando.
Al cabo de par de horas llegó un policía y nos sirvió unos bocadillos y café.
Luego dijo:
—El teniente me ha dicho que se instalen ustedes lo más cómodamente
posible, pero que no hablen con nadie.
Tomamos unas tazas de café y comimos unos bocadillos. Una hora más
tarde entró el teniente Sheldon. Cerró la puerta tras él, se sentó en un sillón
muy cerca de Billings.
—Mr. Billings —comenzó—, es usted un hombre muy importante en San
Francisco y queremos testimoniarle que la policía reconoce la posición que
usted ocupa en nuestra ciudad. Tratamos de ayudar a los ciudadanos de relieve
y siempre que éstos nos lo pidan.
—Gracias —dijo Billings.
—En resumen, Bishop tenía algo en contra de su hijo de usted, ¿le
importaría decirme lo que era?
—Cuestión de faldas —dijo Billings.
El teniente Sheldon se limitó a sonreír.
—La muchacha sufrió una intervención y murió.
La sonrisa desapareció del rostro de Sheldon. Meditó durante unos
instantes sobre estas palabras.
—Está bien, Billings —dijo—; creo que podemos excluir este asunto de la
investigación, siempre que esté dispuesto a colaborar con nosotros.
—En el caso de que ustedes estén dispuestos a excluir este asunto —dijo
Billings—, yo estoy por mi parte dispuesto a todo lo que me pidan…, todo lo
que yo pueda hacer por ustedes.
—De acuerdo —dijo Sheldon—. Sólo necesita hacer una cosa.
—¿Qué es?
—Protegernos en nuestros esfuerzos para protegerlo a usted.
—¿Qué quiere usted decir?
—No hable con nadie. Esos periodistas son muy astutos. Lo interrogarán
a fondo si usted se presta a ello. Le preguntaran y luego comprobarán las
respuestas que usted les ha dado. Lo acorralarán a usted y…
—Lo que usted quiere es que no les cuente nada, ¿no es cierto? —le
interrumpió Billings.
—Por su propio bien —se apresuró a decir el teniente—. No olvide que
nosotros tratamos de ayudarlo. Sólo hay un medio para que el asunto de que

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hemos hablado antes no sea mencionado.
—Guardaré silencio —prometió Billings.
—Comprenda usted que si coopera con la policía, la policía cooperará con
usted —dijo Sheldon.
Me volví hacia Sheldon y le dije:
—Hay una cosa que podría usted hacer por mí, teniente.
—Lo que sea, Donald, todo lo que usted me pida. La ciudad está a sus
pies. Todo lo que usted me pida.
—Cuando usted cuente toda la historia a la Prensa insista en el hecho de
que finalmente, Bishop había dado con una mina muy rica.
Me miró y sonrió.
—Bendito sea usted, Donald —dijo—, todo el asunto está ya en Prensa.
Lo de la mina ha sido un golpe de suerte. Es algo dramático. He hablado con
tantos periodistas que estoy ronco… Bien, Donald, usted quedará en segundo
término en todo este asunto; supongo que éste es su deseo. Supongo que
cuando vuelva algún día a San Francisco querrá que la policía de aquí esté a su
entera disposición. Es esto lo que usted desea, ¿no es cierto?
Asentí con un movimiento de cabeza.
Se acercó a mí y me dio unos golpecitos amistosos en el hombro, pero con
tanta fuerza que casi me quitó la respiración.
—Donald, es usted un individuo muy astuto —me dijo—. Llegará usted
muy lejos. Cualquier cosa que usted desee de la policía de San Francisco,
pídala, que siempre estará a su disposición…, y esto es algo de lo que no todas
las agendas de detectives pueden jactarse, sobre todo si son de Los Ángeles.
Estalló en una sonora carcajada.
—¿Y qué hay con respecto a mí? —preguntó Billings—. ¿Qué hay con
respecto a mi hijo? Estamos libres…
—¡Oh, me había olvidado de decírselo! —dijo Sheldon—. Estábamos tan
ocupados… Hemos sacado a su chófer de la cama, míster Billings, y su coche
de usted lo está esperando aquí enfrente. Habrá muchos periodistas esperando
con máquinas fotográficas. Le dirigirán una serie de preguntas. Si usted se
limita a decir: «No hago comentarios», esto le ayudará mucho. No
desearíamos que lo sometieran a un interrogatorio. Si usted quiere que no se
mencione este desgraciado asunto de chantaje relacionado con su hijo, será
mejor que no diga usted nada a la Prensa, y me deje a mí para que me
entienda con ellos.
—No hay nada que tenga yo interés en decir a la Presa.

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—Bien, creo que es mejor así —dijo Sheldon y estrechó cordialmente la
mano de Billings.
Acompañó a Billings hasta la puerta, la mantuvo abierta y dejó pasar al
anciano banquero, pero su grueso brazo me cerró el paso.
—Será mejor que Mr. Billings se marche solo, Donald —me dijo—; su
hijo se reunirá con él en el coche y habrá muchos periodistas con ganas de
dirigirles un montón de preguntas. Creo que será mucho mejor que usted no
aparezca en las fotografías. Ya sabe lo que significa todo eso. Siempre podrán
trabajar mejor si la gente no los conoce.
—Soy partidario de permanecer siempre en el anonimato —le dije, no sin
cierta ironía.
Sheldon se volvió a Billings:
—Y dé usted una buena recompensa a este muchacho, míster Billings.
Créame, le ha sido de mucha ayuda en la resolución de este caso, y también a
nosotros.
—No se preocupe —le dijo Billings—. No nací ayer.
Se cerró la puerta.
—¿No hay ninguna salida trasera? —pregunté a Sheldon.
Me volvió a golpear la espalda con tanta fuerza que casi me quedé de
nuevo sin respiración.
—Donald, sinceramente, es un placer cooperar con un detective privado
que sabe andar por el mundo. Ya lo sabe, todo lo que nosotros podamos hacer
por usted lo haremos gustosamente siempre que nos lo pida. Vamos, por aquí.
Empezaba a amanecer cuando salimos por la puerta posterior del edificio,
reservada a las ambulancias. Un coche de la policía me llevó hasta el hotel.

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ENTRÉ en la oficina.
La recepcionista me dirigió una mirada como si acabara de ver a un
fantasma, y se llevó un dedo a los labios, indicándome que guardara silencio.
Señaló con su pulgar en dirección a la oficina de Bertha Cool.
Me acerqué a su mesa escritorio.
—¿Qué ocurre? ¿Está Bertha Cool en el sendero de la guerra?
—Bertha dijo que la avisáramos tan pronto como llegara usted.
—¿Fue eso lo que dijo ella?
—Exactamente no.
—¿Cómo se expresó?
—Bertha dijo: «Si ese asqueroso gusano se atreve a meter una vez más la
nariz en estas oficinas, yo misma cuidaré de ponerlo de patitas en la calle. La
sociedad ha quedado disuelta».
—Muy bonito por parte de ella —dije yo—. Llámela. Dígale que acabo de
llegar y que estoy en mi despacho particular.
Me dirigí a mi despacho.
Las letras doradas que decían Donald Lam, sobre la puerta de vidrio,
habían sido borradas violentamente. Supuse que había sido la propia Bertha la
que lo había hecho, usando para ello una navaja muy afilada.
Elsie Brand me miró con ojos llenos de incredulidad.
—Donald —exclamó—. ¡No entres aquí. Vete a ver a un abogado y
consulta antes con él! ¡Dios mío, Donald, vaya escena que se prepara!
Saqué un talón de mi bolsillo y dije:
—Quiero devolverte el dinero que me adelantaste, Elsie.
—¡Está bien, Donald, está bien! Que no se entere Bertha de que te mandé
dinero… Donald, ¿qué es esto? Esto son trece…, trece… ¡Es un talón por
valor de trece mil dólares…!
—Así es, en efecto.
—Y un talón al portador.
—Así es, en efecto, contra el Banco de Billings.

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—Pero cómo…, pero cómo…
—Invertí el dinero que me mandaste en acciones sobre una mina —le dije
—. La «Skyhook Mining and Development Syndicate», una bonita compañía.
Consideré que era una compra acertada y poco después de haber adquirido
estas acciones, comenzaron a subir de un modo que no pude imaginar.
—Donald, quieres decir…, quieres decir…, que mis trescientos dólares…
¡Donald, no comprendo todo esto!
—Y tampoco es necesario que lo comprendas —le dije—. Cobra el talón
y…
Percibí como si en aquel momento empezara un terremoto. Oí caer una
silla en la oficina exterior. Una mesa escritorio fue empujada a un lado, la
puerta se salió casi de sus goznes cuando se abrió y apareció Bertha Cool, con
los ojos llameantes, con un tono de voz audible en toda la oficina e incluso
hasta el corredor.
—¡Tú, granuja, bandido, miserable sabandija! ¿Cómo te has atrevido a
venir aquí? No tienes más derecho a estar aquí que una polilla en un ropero.
¡Fuera de aquí, ahora mismo! Maldito seas, gusarapo indecente…
—¿Y a qué viene todo esto? —pregunté yo.
—Después que yo gané honradamente quinientos dólares te fuiste a San
Francisco y metiste la nariz en un asunto que no te importaba en lo más
mínimo. ¿Y qué ha ocurrido ahora? ¡Que han anulado el talón que nos habían
dado! ¡Y todo por culpa tuya! ¡Tú y tu célebre talento! Luego hiciste que
detuvieran a nuestros clientes, acusados de asesinato. Ahora estamos acusados
de chantajistas en San Francisco. Y la policía te sigue la pista. Hay orden de
detención contra ti. ¡Piensa en todo esto! ¡Una orden de detención contra un
socio mío! Yo te recogí del arroyo. Yo te traje aquí y te hice mi socio. Pero
tú… ¡Que me cuelguen!
Se volvió y gritó a la telefonista:
—Ponme con la jefatura de policía y diles que Donald Lam está aquí
dispuesto a que le pongan las esposas. Diles que el maestro de todos los
detectives privados se encuentra aquí, dispuesto a entregarse a la autoridad.
Colocó los brazos en jarras y adelantó la mandíbula, como si fuera un
perro de presa.
—Por favor, firma aquí, Bertha —le dije, alargándole un papel por encima
de la mesa escritorio.
Ni siquiera se dignó mirar la tarjeta que yo le alargaba.
—¿Firmar yo aquí? Que firme mi tía. ¡Antes de firmar un documento
tuyo, sea el que sea, pediré autorización al Tribunal Supremo! Y no creas que

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recibirás ni un solo centavo en compensación. Has gastado más dinero del
estipulado en el negocio. He hablado con mis abogados y me han dicho que la
razón está de mi parte. Búscate un abogado y ve lo que puedes sacar de todo
esto, ¡anda! Tus efectos personales están en tu mesa escritorio. Bien; ahora,
¡largo de aquí!
—Será mejor que firmes esta tarjeta, Bertha —le dije—. Es la nueva
cuenta corriente de la sociedad en un Banco de San Francisco.
—¿La cuenta corriente de la sociedad? ¿Qué diablos has estado haciendo?
¿Firmando cheques falsos? Maldito seas, Donald; irás a la cárcel. He ordenado
que suspendan el pago de cualquier talón de Banco que lleve tu firma. He
dicho al Banco que habíamos disuelto nuestra sociedad y que sólo era mi
firma la que valía. Yo te salvé de la miseria, pero ahora estoy dispuesta a
volverte a arrojar al arroyo.
—Está bien. En este caso, me quedo con nuestra cuenta corriente en el
Banco de San Francisco. Tú continúa en el negocio aquí en Los Ángeles, si
éste es tu deseo. No tenemos que preocuparnos por los trámites legales. En el
caso de que la sociedad haya sido disuelta, el dinero que he ganado es mío…
—¿El dinero que has ganado tú?
—A esto me refiero.
Cogió la tarjeta que yo le había alargado y la estudió detenidamente.
—Caramba, es para la apertura de una cuenta corriente de un Banco en
San Francisco y a nombre de la sociedad Cool y Lam…
—Eso es —dije yo—. Gané tanto dinero allí, que decidí que era mejor
ingresarlo en un Banco. Al fin y al cabo, sostenemos las mejores relaciones
con la policía de San Francisco y ellos han ofrecido mandarnos para su
resolución todos los casos que puedan.
—¿De qué diablos estás hablando?
—¿Sabías acaso que el asunto del asesinato de Bishop fue resuelto
favorablemente?
—Sí, sabía que fue resuelto. No me digas que tú tienes nada que ver en este
asunto. He leído los periódicos, ¡maldita sea! Tú fuiste el culpable de que los
Billings se vieran mezclados en este asunto… ¡Dios mío, y pensar que si los
Billings no piden ahora daños y perjuicios…!
—No lo harán. Me entregaron un talón por valor de cinco mil dólares.
—¿Cinco mil?
—Así es. Antes me habían entregado ya un talón por quince mil dólares,
Para gastos.
—¿Que te dieron quince mil dólares para gastos?

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—Esto es lo que he dicho. Pero si tú dices que la sociedad ha sido
disuelta…
—¿Cuánto hay en el Banco de San Francisco? —me peguntó, mirándome
fijamente a los ojos.
—Los cinco mil dólares que me entregó Billings como gratificación. El
dinero para gastos lo invertí en acciones.
El rostro de Bertha se puso purpúreo.
—¿Que invertiste el dinero? ¡Llamad a la policía! ¡Idiota, memo,
alcornoque…, yo misma voy a denunciarte!
—Volví a vender las acciones y saqué un bonito beneficio… Unos
cuarenta mil dólares.
—¡Cuelga el teléfono! —gritó Bertha, dirigiéndose a la telefonista—.
Explícamelo todo de una vez.
Se volvió hacia mí y esbozó una amplia sonrisa.
—Donald, querido, no sabes cuánto me sulfuras a veces. Ya sabes que soy
muy irritable y hay momentos en que no te comprendo. Deberías informarme
con más frecuencia de lo que haces. Ven a mi oficina y cuéntamelo todo,
Donald. Y tú, Elsie, llama al pintor y que vuelva a colocar el letrero en la
puerta de Donald.
Elsie Brand me alargó una tarjeta postal antes de entrar en la oficina de
Bertha.
—Creí que te gustaría ver tu correspondencia, antes de entrar, Lam.
Cogí la tarjeta postal. Había sido enviada por avión desde La Habana e
iba dirigida personalmente a mí:

Querido: Esto es maravilloso. Cuánto me gustaría que estuvieras


conmigo.
Millie.

Las palabras cuánto me gustaría que estuvieras conmigo habían sido


subrayadas.
Bertha Cool me cogió afectuosamente por el brazo.
—Vamos, entra ya, querido granuja —dijo—, y cuéntale a Bertha de
dónde has sacado estos cuarenta mil dólares… ¡Mi querido granuja!

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ERLE STANLEY GARDNER (Malden, Massachusetts, EE. UU. 17 de julio
de 1889 - Temecula, California, 11 de marzo de 1970). Su padre quería que se
hiciera abogado, de modo que comenzó a trabajar en una gestoría legal en
Willows, y mientras trabajaba de mecanógrafo, estudió la carrera de derecho.
Después se estableció por cuenta, pero el negocio era deficitario, ya que en
numerosas ocasiones, aceptaba como clientes a inmigrantes chinos y
mejicanos sin recursos, lo que le hizo muy popular pero no muy rico. En
1921, casado y con un hijo, se pone a escribir historias policiales, o «de
detectives», que envía a algunas revistas para mejorar su situación financiera.
Estas revistas se conocían como pulps y eran muy populares en la época.
Sus narraciones son muy efectistas y en ellas se sirve de sus conocimientos de
derecho para construir casos, en los que podía lucirse Perry Mason con una
brillante exposición en la que demuestra la inocencia del acusado. Así podía
disfrutar de la única parte de la abogacía que realmente le gustaba: los juicios
penales, y el desarrollo de la estrategia a seguir en un juicio. El nombre
«Perry Mason» data de la infancia de su creador, cuando leía la revista
Youth’s Companion, publicada por la Perry Mason Company, y cuando creó a
su abogado de ficción, pensó que sería un buen nombre para él.
Ya consolidada su carrera como escritor, para publicar sus libros contaba con
la ayuda de varias secretarias que escribían a máquina lo que él dictaba a una

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grabadora. Su producción casi industrial provocó su apelativo de «El Henry
Ford de la novela policíaca». Vendió más de 100 millones de libros en vida.
Tenía una formula para escribir una vez definidos sus personajes, sus
motivaciones y sus tramas.
Hacia 1938, Gardner empezaba a preguntarse si un día cedería el interés de
los lectores por Perry Mason. ¿Podría duplicar su éxito escribiendo una
novela con otra serie de personajes? El libro, escrito bajo el seudónimo de A.
A. Fair, era «The Bigger They Come» («Cuanto más grandes son…» editado
en español con el título de: Agencia de Detectives) y caracterizaba a Bertha
Cool, una mujer obesa propietaria de una agencia de detectives y con anillo
de diamantes; y a Donald Lam, su empleado, de estatura más bien pequeña,
(todo un paquete de dinamita legal). La pareja se anotó un éxito inmediato y
Gardner se puso a escribir 28 libros más de Cool y Lam.
Bajo su propio nombre Gardner escribió exclusivamente la serie Perry
Mason, pero con su seudónimo favorito de A. A. Fair, Gardner escribió varias
novelas con los detectives Bertha Cool y Donald Lam; además de escribir una
serie de novelas sobre el fiscal Doug Selby.
Gardner muere el 11 de marzo de 1970, en su Rancho el Paisano en
Temecula. Fue incinerado y sus cenizas se esparcieron por la península de
Baja California, uno de sus lugares favoritos.

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