Baila mecánicamente. Transpira y baila. Piensa y sufre. Observa a los que la miran, y le ponen dinero debajo de su corpiño, y siente náuseas. Observa a sus captores y siente una mezcla de miedo y odio. Tenían sus documentos. Por momentos se arrepentía de lo que había hecho. Tal vez hubiese sido mejor quedarse en su país, sufriendo con los suyos.
Ya estaba agotada de trabajar. Ya le habían exprimido el alma. Recordaba cuando bailaba movida con una música que se metía en su cuerpo, endulzando su sangre. Qué diferente que era. No bailaba para nadie. Se podría decir que se bailaba a sí misma. Era como una marioneta del cosmos. Vaya a saber qué fuerzas la liberaban. Tal vez las fuerzas de la vida. Y ahora los hilos de su cuerpo los manejaba la muerte.
Por momentos, mientras bailaba, no dejaba de mirar a los tipos que la observaban. Trataba con sus ojos de auscultarle el corazón. Buscaba desesperadamente un corazón que la pudiera sacar de allí. Se sentaba con ellos a tomar un whisky. Necesitaba que ellos creyeran en ella. Que se enamoraran. Que la llevaran de allí. Pero ellos tenían un corazón oscuro, irrigado por una sangre envenenada. Lo que querían era ingresar en su cuerpo, poseerlo como se posee un billete.
Para ella el sexo fue siempre un muñeco macabro, que la perseguía como un tiburón a la sangre. Y pensaba esto, y su cuerpo seguía moviéndose, cada vez más separado de su mente, hasta que se produjo la explosión. Se sintió una maquina manejaba por dedos embrujados, un fruto exprimido, un pez arrancado de su rio por un anzuelo que le desgarraba la boca.
Desesperados, sus ojos, como ahogándose en un océano de fuego, dejaron el mundo, se escaparon, y ya no los podía controlar. Comenzaron a bailar su propia danza. De manera convulsiva, espasmódica. Sintió terror. Sintió ganas de matar. Unas ganas difusas, matar a todos los hombres que la habían poseído, los que la miraban de manera perversa cuando ella no tenía más que diez años. Quería asesinar su pasado, su presente, con el revólver del futuro.
Sacudida por esas ideas turbulentas fue que se encontró con él. Pedro recorría las mesas, trapeándolas, apurado, como un autómata. Sus ojos se encontraron, se reconocieron en la misma cárcel. Sus miradas se espejaron. Surgieron preguntas, ensayaron respuestas. Un lenguaje carcelario y secreto los enhebró. Ella ya no bailaba para el público de siempre, él ya no trapeaba las mesas tan mecánicamente. Lo hacía movido por la danza de ella. Y eso le trasformaba el cuerpo, y ella al ver esa trasformación se movía con otra cadencia.
Cuando todo terminó, se fueron a dormir. Cada uno se tiró en su colchón. Él todo el tiempo levantaba la cabeza para ver si a ella le ocurría lo mismo. En determinado momento ella se paró para ir al baño, y él hizo lo propio. Se encontraron en el pasillo. Pedro le dijo algunas palabras que ella no comprendió. Ella le respondió con otras palabras que él tampoco entendió. Pero bastaba con que se escucharan, sentir el tono de voz, percibir los gestos del otro.
De a poco fueron armando un lenguaje en común, hecho de mímicas, de lágrimas, de sonidos que solo ellos podían emitir, de encierro, de enamoramiento, y, sobre todo, de sueños. Porque una noche él soñó con ella. Los dos eran niños, estaban en la escuela. Era un país desconocido. Estaban en un examen. Era un examen determinante. De él dependían para pasar de grado. Si no lo aprobaban no podían seguir siendo libres. Afuera los esperaban dos mundos, las puertas de la vida o las puertas del infierno.
Una noche ella soñó que también estaba en aquel lugar, en aquél examen. Él lo había aprobado, y ella estaba desesperada sin poder responder las preguntas.Temía que él pasara el examen y ella no, que se separaran. Yo nunca voy a entrar en el mundo libre, le dijo él, dejándote a vos en la cárcel. Pero el sueño era una pesadilla. La noche siguiente, él, como contagiado, soñó algo parecido. Ella había tenido la suerte de que un cliente se enamorara de ella, y le pagaba una gran cantidad de dinero a uno de sus captores para que la dejara en libertad. Era el cliente que mejor la trataba. Pero irse implicaba separarse de Pedro. En el momento en el que el cliente la estaba por sacar, cuando se abría la puerta y entraba la luz del sol, y se veía el cielo despejado, los pájaros cantar, sumergidos en los árboles de un verde resplandeciente, la gente silbando melodías que ella nunca había escuchado, le dio la espalda a ese mundo, y salió corriendo buscando a Pedro. Fue en ese momento en el que se dio cuenta que estaba soñando. Él estaba desesperado, ella se acercó y le dijo que se tranquilizara, que todo eso no era más que un sueño. Estoy soñando, y tal vez vos también. Estamos soñando el mismo sueño, le dijo.
Se comentaban los sueños cada vez que se encontraban en los pasillos. Cada vez que lo hacían era más probable que los dos soñaran lo mismo. Porque cada uno se iba a dormir pensando en el sueño del otro, que al cerrar los ojos aparecía como un dulce presagio.
Una noche soñaron que nunca llegaba el día. Comenzaron a preocuparse, y querían despertar, pero el sueño no acababa. Llegó un momento en el que ya no sabían si estaban soñando o estaban despiertos. Los dos habían podido salir en libertad, y caminaban por una ciudad desconocida. Se buscaban pero era en vano. Él se preguntaba qué estaría soñando ella, y ella qué estaría soñando él. Por momentos Pedro logró soñarla, pero no sabía si ella lo había podido soñar a él. Hasta que ella, llena de tristeza, comenzó a buscar en sótanos oscuros, con puertas blindadas, en los que tal vez él podría estar, soñando o despierto, ya no importaba. Pero nunca pudo encontrarlo. Y así llegó un día en que decidió que la realidad era una pesadilla y los sueños la realidad. Y él, durante un sueño, decidió que la muerte era la vida y la vida era la muerte…