“Los proletarios no tienen nada que perder excepto sus cadenas, en cambio tienen un mundo por ganar”, escribió Karl Marx (1818-1883) para dar cuenta de que el sueño eterno de la revolución redentora que compense penas e injusticias humanas se iba a materializar irreductiblemente. “Dios ha muerto” escribió Friedrich Nietzsche (1844-1900) para hacer notar que el mundo perdió todo fundamento último y trascendental de la realidad y la moralidad. Tanto Marx, el pensador más grande del siglo XIX, como Nietzsche, el filósofo que partió en dos a la filosofía occidental, suelen ser reconocibles en frases o aforismos que se transformaron en slogans perdurables.

¿Cómo resumir a Michel Foucault, uno de los más importantes intelectuales del siglo XX, en una frase o en un pensamiento? ¿Qué es lo sigue fascinando hoy del filósofo francés que pretendió desentrañar cómo se construyó el sujeto moderno? ¿Qué aspectos de su obra siguen explicando el mundo del siglo XXI a cuarenta años de su muerte? ¿Su concepción de la locura asociada a la pobreza y a la subversión? ¿su feroz crítica al paradigma médico? ¿su concepto de genealogía en contraposición a la gran Historia que es la historia contada por los que ganaron? ¿su análisis demoledor que concibe escuelas, hospitales, cárceles y fábricas como aparatos disciplinarios de encierro destinados a vigilar y controlar los tiempos y a cincelar cuerpos y corazones de los humanos? ¿sus hipótesis sobre la sexualidad

¿La idea de que el uso de los placeres aparece clasificado y normalizado por los discursos e instituciones del poder? ¿su concepción del poder como una madeja infinita que enreda el conjunto de lo mental, lo social y de los cuerpos? ¿la idea de la parrhesía, su incitación compulsiva a decir esa verdad incómoda contra los poderosos, siempre y francamente aunque te haga perder los amigos y hasta la vida? ¿la de la amistad como forma de vida y como la relación más rebelde? ¿la del sadomasoquismo como forma lúdica de la sexualidad y como una forma de erotizar otras partes del cuerpo distintas de lo genital que ayuden a deconstruir la sexualidad del sujeto moderno?

Nietzsche, el gran maestro y referente de Foucault, pensando quizás en las “Vidas” de Diógenes Laercio de las cuáles era afecto, señaló en cierta ocasión que “lo verdaderamente irrefutable” en cualquier filósofo es personal y que, quizás, bastan tres anécdotas “para dar la imagen de un hombre”. Siguiendo estas prerrogativas, en las siguientes líneas se presentan tres anécdotas sobre Foucault contempladas en el relato “Los secretos de un hombre”, texto fantástico y revelador y poco conocido en el ámbito local escrito por Hervé Guibert (1955-1991) al día siguiente del entierro de Foucault y publicado en 1988 en el libro “Mauve le vierge”.

Los tres recuerdos terribles o la escalofriante trinidad

Hervé Guibert, joven de rizos claros, penetrantes ojos azules y aspecto angelical (y pensamientos poco lindantes con la idea de lo angelical) conoció a Michel Foucault en 1977, se hicieron amigos y fue uno de los pocos que perteneciendo al círculo íntimo lo acompañó hasta su muerte. Según relatara en diversas entrevistas, “Los secretos de un hombre” surge a partir de confesiones que el filósofo le hiciera en la cama postrera del hospital parisino de la Salpetrière.

El relato comienza en un escenario y una atmósfera macabra, muy propia de las ficciones de Guibert: la morgue de un hospital. En ella, un neurocirujano abre con cierto goce el cráneo de un filósofo sin nombre, de un verdadero genio de su tiempo. El galeno se siente avergonzadamente orgulloso de ese “asalto a la fortaleza”, del hecho de estar violando los escondrijos y los recovecos de ese cerebro “luminiscente” y privilegiado que puso en jaque a la medicina y la psiquatría moderna. Y, más pronto que tarde, se sorprende, al encontrar entre la vasta materia gris tres lesiones, tres dioramas terribles.

 Escribe Guibert: “Excavando un poco, uno halla vastas reservas, secretos, recuerdos de la infancia, teorías nuevas. Los recuerdos infantiles estaban sepultados a mayor profundidad que todo lo demás para que no surgieran y chocaran contra la estupidez de las interpretaciones o la dudosa artesanía del amplio y engañoso velo que envolvería la obra… Y, en el santuario de sus vasos sanguíneos asomaban dos o tres imágenes como dioramas terribles”.

Esos dioramas terribles son las verdades inconfesables que el propio filósofo le habría revelado a Guibert en su lecho de muerte y que, siguiendo a Nietzsche, explicarían la última verdad de su existencia, los fundamentos de su vida y su obra.

El primer recuerdo o diorama terrible, "muestra al filósofo-niño, conducido por su padre, que era cirujano, a una sala de operaciones del hospital de Poitiers, para ser testigo de la amputación de la pierna de un hombre; lo cual se hizo para acerar la virilidad del niño". Se sabe que el padre de Michel, Paul Foucault fue un eminente cirujano de su época que quería que su hijo siguiera su mismo destino. Diversas fuentes, entre ellas la biografía escrita por Didier Eribon, coinciden en señalar que el viejo Paul detestaba el afeminamiento de su hijo. En ese marco, la anécdota de Hervé Guibert es pasible de ser veraz.

En todo caso, además de constituir uno de esos crueles momentos en que las infancias maricas logran captar la dimensión del rechazo familiar, la escabrosa escena ilumina una de las mejores páginas de la obra de Foucault: el suplicio de Robert Damiens (1715-1757) al comienzo de "Vigilar y Castigar" (1975). En efecto, esas “descripciones atroces llenas de amor” (tal como las clasificó Deleuze) de Damiens torturado, atenaceado y desmembrado por seis caballos castigado por el acto parricida de intentar asesinar al Padre-Rey puede guardar reminiscencias con aquel recuerdo infantil. 

El teatro de la crueldad, la orgía de la sangre desatada contra el rebelde Damiens mientras la multitud aplaudía podía dar cuenta de las reacciones de la sociedad frente a la homosexualidad. En un marco mayor, el diorama terrible explica la obsesión de la obra foucaldiana que no cesó de denunciar -en obras tales como “Historia de la locura en la época clásica” (1961) o “Historia de la clínica” (1963)- los sadismos, la deshumanización y los fundamentos de la medicina moderna. El hecho de que, en cuanto uno ingresa a un hospital se transforma en una masa de carne que puede ser trasladada de acá para allá, sin identidad ni dignidad, convertida en un número o asociada al nombre de la habitación ingresada y a la parte del cuerpo enferma (“el hígado de la 14” o el “corazón de la 17”).

En el segundo diorama terrible,  el pequeño filósofo cruza un patio indefinido de su ciudad natal. Pero, "en ese patio", escribe Guibert, sonaban ecos de “estremecimientos infames. Porque allí había vivido una mujer que los periódicos llamaron “'la secuestrada de Potier'”. La mujer en cuestión era Blanche Monier, hija de una familia de la alta burguesía provinciana simila a la de Foucault, que, hacia fines del siglo XIX y principios del XX, había sido encerrada durante veinticinco años en una habitación con ventanas tapiadas y condenada a vivir entre la mugre y sus propias heces en castigo por haberse enamorado de un muchacho humilde no aprobado por los Monier (algunas versiones señalan que pudo haber dado a luz y hasta haber matado con sus propias manos al hijo ilegítimo). 

Seguramente y tratándose de un pueblo tan pequeño como Poitiers, desde niño Foucault estaba familiarizado con el caso y con el lugar donde se habían cometido sendos y terroríficos crímenes. Como habitualmente sucede con los niños habrá pasado incontables veces por la casa en una mezcla de fascinación y terror.


En todo caso, el suceso espeluznante pudo haber avivado la imaginación del futuro filósofo. Su desprecio a las instituciones modernas de encierro -escuela, cárcel, fábrica, hospital- a las que visualizaba como meramente disciplinarias (es decir, tendientes a sujetar las fuerzas más creativas e imaginativas de los sujetos para que se transformen en fuerzas productivas; no carne que goce sino carne que trabaje); su permanente denuncia a los mecanismos de los campos de concentración como formas intrínsecas de las sociedades modernas; su idea de que el encierro busca moldear cuerpos y almas y señalarnos cómo amar, desear y sentir pueden tener rastros de este recuerdo.

Finalmente, el tercero de los “dioramas terribles”, se sitúa durante los años de la guerra. En la escuela, el futuro filósofo, siempre el más brillante de su clase, se siente amenazado por la súbita llegada de una banda de arrogantes jóvenes parisenses que destacan más que él frente a sus profesores. Entonces, el filósofo en miniatura, envidioso y presa del odio, maldice a los intrusos y les desea las peores calamidades. Esos muchachos judíos que intentaban refugiarse en una ciudad de provincia, efectivamente pronto desaparecieron de las clases, pero despachados a los campos de exterminio.

El peso de la culpa de ese muchacho pudo haber influido en el filósofo del futuro y en su lucha incesante contra toda forma de fascismo. En su prefacio al "Anti-Edipo" de Gilles Deleuze y Félix Guattari, Foucault escribe una verdad que bien vale para la época actual y para el ámbito local. Allí afirma que, por fascismo, no solo entiende el fascismo histórico, “el de Hitler y Mussolini", sino en el fascismo presente “en todos nosotros, en nuestras cabezas y en nuestra conducta cotidiana”, el que se refleja en “nuestras palabras y actos, en nuestros corazones y placeres”, el que tenemos muy hondo “en el cuerpo”; “el que nos conduce a amar el poder, a desear precisamente aquello que nos domina y nos explota”. 

Quizás mientras escribía esas palabras pensaba en sí mismo, en aquel joven que tuvo sueños de exterminio contra sus flamantes camaradas de colegio. Perteneciente a una raza estigmatizada, perseguida y maldita para su época -los campos de concentración también reservaron su lugar para los homosexuales y le pusieron como distintivo un triángulo rosa- quizás también buscó una especie de expiación a ese hecho vergonzante cuando, en pleno auge del sida, Foucault se sumergió en las orgías y los bacanales de las saunas de San Francisco.

Despedida

¿Puede encontrarse la verdad última de una vida y una obra en unos recuerdos escalofriantes de los cuales no tenemos la certeza de que sean ciertos? ¿Pueden en una amputación, un encierro, una fantasía de exterminio encontrarse las claves de una existencia? ¿O  es mera excusa para homenajear al genio francés?

O, quizás, todo sea más simple. Foucault que se consideraba feo y que evidentemente no pertenecía a lo que suele llamarse belleza hegemónica, solía señalar, a manera de chiste, que daba clases y escribía para captar la atención de muchachos hermosos.

Quizás el verdadero secreto de su obra se encuentre en una carta que le escribiera al propio Guibert en 1983:

"Deseo contarte el placer que me produce observar, sin moverme de mi mesa, a un muchacho que todos los días, a la misma hora, viene a asomarse a una ventana en la fue D’Alleray. A las nueve en punto abre la ventana. Lleva encima una pequeña toalla azul o viste ropa interior también azul; apoya la cabeza en los brazos, hunde el rostro en los codos... a la caza de sueños en extremo potentes, intensos, agotadores, que lo dejan (flauta, más papel azul) profundamente abatido... Y entonces, de modo brusco, se yergue, ¿se sienta junto a la mesa donde va a leer? ¿Escribir? ¿Escribir a máquina? No lo sé; sólo alcanzo a ver el hombro desnudo y el codo; y me pregunto qué sueños habrán extraído sus ojos desde el pliegue de sus brazos, qué palabras o dibujos de allí pueden brotar; pero me digo que soy el único que ha visto, desde afuera, tomar forma y perder la forma, a las graciosas crisálidas allí donde nacieron. Esta mañana la ventana ha permanecido cerrada; en su lugar, te escribo”.