El director de cine Jean-Luc Godard solía decir que todo encuadre de cámara era una elección moral. Con el mismo énfasis podemos decir que nunca hay una mirada inocente sobre un mapa. El mapa es el artefacto más letal que haya jamás creado el ser humano. Más liviana que un libro, esa hoja impresa de unos pocos centímetros, cargada de signos y de convencionalismos, es capaz de provocar guerras, crear y anular lealtades, construir y destruir una nación. Por eso raramente encontraremos una mirada inocente sobre él.
En el diario personal de quien fue ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini y casado con su hija, Galeazzo Ciano, fusilado en 1944 por su propio suegro, podemos encontrar uno de los mejores ejemplos de esta mirada perversa. El 15 de marzo de 1939, con teatralidad italiana pero con la veracidad de un testigo directo, anota Ciano: “Cae Madrid y, con la capital, todas las otras ciudades de la España roja. La guerra ha acabado. Es una nueva y formidable victoria del fascismo: quizás, hasta ahora, la más grande... Il Duce está radiante. Indicando el atlas geográfico abierto sobre la página de España, dice: “Ha estado abierto así durante casi tres años, ahora ya basta. Sé que hay que abrirlo por otra página”. Tiene en el corazón Albania.
Todo conflicto mundial, basta ver Ucrania o Palestina, empieza y termina por un mapa. Los siglos XIX y XX presenciaron la gran alfabetización cartográfica del planeta, una alfabetización que suele pasar desapercibida en los análisis contemporáneos a la hora de hablar de la creación del sentimiento nacional. El mapa ha acompañado a nuestras sociedades, identificándolas, delimitándolas, diferenciándolas, situándolas en un entorno, con vecinos amistosos o con enemigos furiosos.
Catalunya, solo entre el siglo XVII y el XVIII, conoció la edición de hasta 66 mapas diferentes (que llegan a la extraordinaria cifra de 152 si incorporamos sus variantes, como recontó la especialista Montserrat Galera). Esta setentena de mapas fue construyendo la cultura política del país, conformando su identidad, forjando, desde su imagen repetida, un espacio común grabado en la mente de quienes lo observaban por generaciones. ¿Existe Catalunya? Existió su mapa, que es todavía más relevante. El primer mapa impreso conocido del Principado data de 1603 y fue un encargo de su Generalitat.
Todo conflicto mundial, basta ver Ucrania o Palestina, empieza y termina por un mapa
Los valencianos lo tuvimos casi veinte años antes: en 1584 como hoja suelta y en 1585 dentro la edición en latín del atlas Theatrum Orbis Terrarum de Abraham Ortelius (el flamenco Örtel). Un ente político como aquel Reino de Valencia aparecía a los ojos del mundo como una entidad constituida, como una sociedad diferenciada. Imaginemos el libro de 1585 circulando por la Europa del momento, desde el Báltico hasta el Mediterráneo, del Atlántico al Egeo y entrando en las bibliotecas de comerciantes, notarios, príncipes y cardenales de todo el continente. La identidad política y social moderna de los valencianos (como veinte años después la de los catalanes) comenzó a hacerse plástica con el mapa, tanto de cara hacia dentro como de cara hacia fuera. Fue la tarjeta de presentación ante la sociedad del momento y a partir de ese momento se repitió, con mejoras y variaciones, centenares de veces.
Que el mapa de los valencianos naciera dos décadas antes que el de los catalanes no es ningún dato relevante sobre el que montar una tesis, más allá de una cierta vanagloria local, pero sí permite reflexionar sobre el concepto de cómo se construyen las identidades y puede ser útil para hablar hoy de relaciones políticas desde el respeto a una tradición política. La relación entre Catalunya y el País Valenciano se ha observado generalmente desde la perspectiva lingüística y de relación cultural (para bien y para mal). Desde hace más de veinte años, algunos hemos querido explorar también nuevas dinámicas desde presupuestos económicos y de flujos materiales, de intereses comunes y de proyectos de infraestructuras. También debería formar parte de esta panoplia de análisis un tercer vector que es la herencia cartográfica como expresión política comunitaria.
Porque la historia de la política de un territorio es la historia de su existencia cartográfica. El mapa es un marco que modela percepciones políticas, realimentadas por sus instituciones de gobierno. A veces, el mapa precede al territorio, otras veces le sucede, como en Catalunya y en el País Valenciano.
En Italia, el mapa conjunto de la península Italiana llegó mucho antes que su realidad como nación unificada en 1861. Mucho antes, ya circularon mapas que comenzaban a acuñar la imagen de un país que, todavía, no existía. Una vez se unificó Italia, la edición de mapas de la nación aumentó exponencialmente y en la primera ley educativa del país transalpino, la Riforma Copino (1867) se estableció –lo cuenta el máximo experto en la historia de la cartografía italiana, el profesor Edoardo Boria– que todas las aulas del reino debían contar con un gran mapa mural de la nueva patria de los Saboya, de Cavour y de Garibaldi. En otros lugares, el mapa llegó tras la creación del Estado: Walter Benjamin, cuando visitó la Unión Soviética nada más nacer como realidad política, no dejó de observar que el único rival de la imagen, infinitamente repetida, de Lenin fue el mapa de la nueva URSS.
Cuando un país se dota de un mapa, afirma y define su realidad territorial política. No despreciemos nunca al mapa como gran hacedor de historias políticas. Nació para ello.