Miguel Ángel, retrato de un rebelde
Un documental, dirigido por David Bickerstaff, traza un recorrido por las obras del escultor y muestra las facetas más desconocidas de su personalidad.
Un documental, dirigido por David Bickerstaff, traza un recorrido por las obras del escultor y muestra las facetas más desconocidas de su personalidad.
Toda obra de arte es un reflejo del artista, de sus sueños, quimeras, fantasías, aciertos y sinrazones. Pero la sobrecogedora perfección de sus esculturas ha impedido en numerosas ocasiones apreciar las diversas transgresiones, desobediencias y rebeldías intelectuales que Miguel Ángel cometió a través de sus trabajos. El documental «Michelangelo», dirigido por David Bickerstaff, que se estrenará a finales de esta semana, repasa la trayectoria y la biografía del artista deteniéndose en las obras más significativas que han jalonado su trayectoria, pero, también, subrayando la indomable y complejísima personalidad de un hombre que vivía asomado a docenas de abismos interiores.
Demasiadas veces se tiende a olvidar que Miguel Ángel era un artista y no un artesano hábil, un tipo con algo de don, pericia o destreza para desbastar el mármol. La ambición por expresar sus obsesiones y temores personales corría casi de manera paralela al juvenil anhelo de convertirse en un virtuoso de la talla, un deseo que dejó reflejado en esas piezas iniciales, poseídas de una insultante rotundidad, como son el «Baco y la «Piedad», la única obra que firmó en su vida, una concesión para el público, siempre tan incrédulo ante los milagros artísticos, para demostrar que él, un simple jovencito henchido de la arrogancia y de una voluntad que rayaba en lo obsesivo, había sido el maestro que había infundido vida a ese burdo trozo de materia inerte. En estas tempranas aventuras Miguel Ángel, un alma preocupada siempre por superar sus logros, como si estuviera sometido a una desquiciadora competición consigo mismo, se descubrió como un provocador involuntario, un alma dispuesta a romper con la iconografía establecida y reinterpretar los temas desde su particular y subjetiva mirada. En el primer ejemplo, trata a Baco de una forma irrespetuosa, como si se tratara de un loco, un poseso o un demente. Tiene más de borracho tabernario que de dios. En el segundo caso es un lamento más vinculado a sentimientos luctuosos y vulgares que religiosos. Nadie había representado a la Virgen de esta forma, sosteniendo a Jesucristo como si se preguntara a sí misma: «¿Esto es lo que ha quedado de mi hijo?». Irreverente, atrevido, Miguel Ángel, el genio que por las noches practicaba disecciones de cadáveres para aprender anatomía, es un espíritu que se interroga en cada escultura sobre el sentido de la vida, la mortalidad, la fragilidad de los individuos, la existencia. Pintor, poeta, arquitecto, dibujante excepcional, Miguel Ángel asombró a sus coetáneos por sus inusuales capacidades artísticas, pero lo que se ha olvidado, es que cada proyecto que abordaba era un escándalo. Nadie se había atrevido con anterioridad a imaginarse al Rey David desnudo y en esa postura, repleta de violencia contenida y soberbia. Él cambia la composición habitual y también el sentido de su espíritu.
Angustia y temor
Miguel Ángel no expresó sólo sus pequeñas sediciones por el arte, en cierta manera, un lugar seguro para las inteligencias irreverentes y descaradas. Muy pocos conocen que él ayudó a diseñar fortalezas durante su vida y que contribuyó activa en la defensa de Florencia durante uno de los asedios que padeció. Cuando la ciudad cayó definitivamente ante sus invasores, pasó varios meses en los sótanos del monasterio de San Lorenzo para evitar que lo atraparan. Los dibujos que aún se conservan en las paredes son pruebas suficientes de su encierro, al igual que la sencilla pero impresionante escultura de un joven en cuclillas que se conserva en la actualidad en el Museo del Hermitage; una imagen que traslada al espectador la angustia, el temor y el miedo de un hombre sobre el que pesa una orden de captura. Estas sensaciones fueron acomodándose lentamente en el alma de Miguel Ángel, igual que un potente veneno. Al final de su vida, el escultor, atenazado por su propia fama y leyenda, comenzó a destruir sus esculturas por miedo a que no estuvieran al mismo nivel que sus obras maestras, como sucedió con la «Piedad» florentina, que, en un arrebato, destrozó a martillazos. La pieza estaba destinada a adornar su tumba. De hecho, se pueden atisbar sus rasgos en uno de los personajes. Aunque, según Miguel Ángel, eso no era suficiente: no estaba a la altura de su inmortalidad.