MADRID, ESPAÑA.- Era una tarde de verano, cuando las calles del barrio de Salamanca brillaban bajo la cálida luz del sol que se despedía lentamente. El barrio, conocido por sus elegantes fachadas y sus tranquilos rincones, parecía más pacífico que nunca. Sin embargo, en esa serenidad habitual, algo inusitado ocurrió, algo que rompió la monotonía de una jornada común y corriente.

Paseábamos, como tantas veces lo habíamos hecho, disfrutando de la tranquilidad que este rincón de la ciudad ofrece, y nos encontrábamos cerca de la Quinta de la Fuente del Berro. Este parque, con sus jardines tranquilos y fuentes serenas, siempre ha tenido un aire de misterio y encanto. El nombre del lugar siempre me ha resultado simpático.

“Berro” es una palabra que en Cuba se asocia tanto a un vegetal que he probado en ensaladas, como a una expresión popular. Decimos que alguien “está dando el berro” cuando está enfadado, cuando su enojo es tan evidente que parece un estallido. Pero en este rincón de Madrid, “berro” evoca algo más apacible, la frescura de una fuente que susurra en medio del bullicio de la ciudad.

Fue precisamente en ese entorno, envuelto en la serenidad de la Quinta, cuando un destello vibrante captó nuestra atención. Nos detuvimos en seco, incrédulos ante lo que veíamos. Allí, majestuoso y sin prisa, un pavorreal caminaba con la altivez de quien sabe que pertenece a un lugar, aunque todo alrededor pareciera sugerir lo contrario. Su plumaje iridiscente, con tonos de azul, verde y dorado, contrastaba con el gris de la acera, creando una imagen casi surrealista. No era común ver un pavorreal en medio de una calle del barrio, y mucho menos uno tan magnífico.

En ese momento, un torrente de recuerdos me llevó de vuelta a mi Cuba natal, a los paseos por el parque Casino Campestre de mi ciudad, donde los únicos pavorreales que había visto viven en cautiverio. Atrapados tras las mallas de sus jaulas, sus majestuosas plumas parecen demasiado grandiosas para la vida limitada que llevan. Allí, esos pavorreales eran como reliquias de un mundo exótico, un recordatorio constante de la belleza que a veces se ve restringida por las barreras impuestas por los humanos.

Los pavorreales no son nativos de España ni de América. Fueron introducidos en Europa desde Asia, especialmente desde la India, en el siglo XV por marineros y comerciantes que los trajeron como símbolo de lujo y estatus. En España, se convirtieron en habitantes habituales de los jardines reales y las fincas de la nobleza. Su presencia simbolizaba poder y riqueza, y no es difícil entender por qué: sus plumas, con esos patrones hipnotizantes, siempre han sido vistas como un emblema de lo divino, lo inmortal, y también de la vanidad y la belleza.

Pero el pavorreal que caminaba ante nosotros no tenía nada de vanidoso. En su tranquila marcha, reflejaba una dignidad serena, como si supiera que su belleza no necesitaba de admiradores para existir. Era simplemente hermoso porque sí, sin exigencias ni pretensiones.

El pavorreal, indiferente a nuestra presencia, prosiguió su camino con la calma de quien está acostumbrado a ser el centro de atención. Su cola, un abanico de plumas que parecían haber capturado el arco iris, se balanceaba ligeramente, como si estuviera en una pasarela invisible que solo él podía ver. Lo seguimos con la mirada, casi sin atrevernos a respirar, temerosos de romper el encanto del momento.

Y fue entonces cuando ocurrió algo aún más insólito. Justo en el centro de la calle, el pavorreal se detuvo, giró la cabeza como si escuchara un llamado lejano y, con una delicadeza que solo un ser tan espléndido podía tener, dejó caer una de sus plumas. Era una pluma larga, de un azul profundo que se desvanecía en un verde iridiscente hacia la punta. La vimos descender lentamente, hasta quedar tendida en el suelo, como un regalo caído del cielo.

Nos acercamos con cautela, como si estuviéramos participando en un ritual secreto. Recoger aquella pluma se sentía como recibir un talismán, un símbolo de buena fortuna o quizá, un mensaje que el destino nos estaba enviando. ¿Era una señal? ¿Una invitación a mirar la vida con la misma majestuosidad con la que aquel pavorreal miraba su entorno?

Mientras guardábamos la pluma con cuidado, nuestras mentes comenzaron a divagar. ¿Qué historia podría surgir de aquel encuentro fortuito? Quizá el pavorreal era un antiguo habitante del barrio, reencarnado en esa forma para recordar su vida pasada, o tal vez era un guardián de secretos que solo se revelan bajo ciertas condiciones. Las ideas fluían, desbordándose como una fuente recién descubierta.

Esa noche, la pluma del pavorreal descansó en un lugar especial de nuestra casa, pero en nuestras mentes, comenzó a germinar la semilla de una historia. Una crónica de encuentros inesperados, de señales que el universo nos envía cuando menos lo esperamos. Porque, al final, no fue solo una pluma lo que recogimos ese día, sino la inspiración para ver lo cotidiano con ojos nuevos, con la esperanza de que, en cualquier momento, algo extraordinario puede suceder.

Mientras pensaba en ello, mi mente volvía una y otra vez a los pavorreales en Cuba, confinados en sus recintos, ajenos a la libertad que aquellos en Salamanca disfrutan. Me pregunté si algún día en mi ciudad, esos pavorreales que conocí podrían caminar libres por los barrios, añadiendo un toque de magia a las calles empedradas, tal como lo hizo este que nos encontramos. Quizás un día, también en mi tierra, los pavorreales podrán ser símbolos no solo de belleza y poder, sino también de libertad, adornando nuestros parques y calles con su gracia indomable.

Y entonces, tal vez, cuando alguien en Cuba diga “Fulano está dando el berro”, no solo imaginaremos a alguien enfadado, sino también a un pavorreal, paseando libremente, tan bello como sereno, en un rincón cualquiera de nuestra ciudad.