Puan
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CUENCOS Y BOLITAS
Puan, como se le llama coloquialmente a la facultad de Filosofía y Letras de la UBA, es el lugar de
Marcelo Subiotto. Y hay que decir su nombre completo porque en esta película su rol no se
circunscribe únicamente al de darle cuerpo y voz a un ser ficcional. Este texto podría llamarse “Elogio
a Marcelo Subiotto” y fundamentos no faltarían para ello. Lo que vimos de su presencia enternecedora
en Ciegos, de su derroche de lirismo barrial varonil en La larga noche de Francisco Sanctis, de su
aura de buen tipo herido en La deuda y de su carisma servicial en La luz incidente, encuentra una
síntesis melancólica y profundamente porteña en Puan, la película.
Tras el fallecimiento del jefe de la cátedra en la que trabaja, el profesor de filosofía política que
interpreta Subiotto se enfrenta a un vacío con dos pendientes: por un lado, el duelo por la muerte de un
gran amigo y, por otro, el vislumbramiento de que su lugar en Puan corre peligro. Él pertenece ahí.
Afuera de ese micromundo el más mínimo contratiempo lo limita, lo censura, lo convierte en un
animal torpe e inseguro que parece preferir dejarse tragar por la tierra antes que exponerse a una
situación que dispare un mínimo de ansiedad. Dentro de las aulas es un artista, un performer, un tipo
que se da con alegría porque profesa la felicidad de compartir aquello que lo apasiona: el
conocimiento. Por esto, en los engranajes narrativos de Puan, las distintas peripecias alrededor de la
lucha por la jefatura vacante de la cátedra son un motor que gira al ritmo de la comedia para traccionar
un drama del desamparo: ¿a dónde ir o qué hacer cuando el lugar que uno ha adoptado como propio (y
que lo ha adoptado a uno en cambio) se disuelve frente a los ojos?
Si hay una primera cosa llamativa de Puan es que se corre de los preconceptos que se pueden tener
de sus directores y guionistas, debutantes como dúo en esta película. Desde que se iniciaron por
separado en el largometraje, María Alché y Benjamín Naishtat trabajaron propuestas estéticas con
huellas personales que dan cuenta de una amplia libertad creativa que puede comprobarse en títulos
como como Familia sumergida y Rojo. Esta nueva película, constituye para ellos un primer intento
por hacer cine con ambiciones comerciales. En el género predominante que hace de guía (comedia),
las estrellas e intérpretes de renombre en cartel (de Leonardo Sbaraglia a Andrea Frigerio, pasando por
Julieta Zylberberg) y la estructura dramática clásica, se detecta el cumplimiento de algunos requisitos
de mercado que demarcan, como señales en un sendero, una estética. Puan tiene varios números
comprados para apostar a ser la comedia argentina del año, un trono que en años precedentes
ocuparon films dirigidos por Ariel Winograd o Marcos Carnevale y que la productora Infinity Hill,
comandada por Axel Kuschevatzky, Phin Glynn y Cindy Teperman, parece lanzada a disputar. El
prejuicio indicaría que con Puan estamos frente a una versión arribista, intelectual y sofisticada de un
territorio estético diseñado para el éxito ajeno a sus realizadores (el horrendo trailer del film alimenta
esta noción). Pero aquí el cuidado del registro baila en armonía con la manera en la que Subiotto
sopesa las pequeñas desgracias y luces de su personaje. Hay una mirada que acompaña con cariño,
que permite apreciar cómo un cuerpo y un rostro exhiben el relampagueo de las preguntas simples,
hermosamente simples, que giran en torno a la problemática vital del conflicto.
La cámara siempre está alrededor de Subiotto. A dónde sea que vaya, la focalización del film va con
el actor. Su presencia en las escenas es una llave que abre claros para la observación. En uno de los
primeros planos de la película, el punto de vista se emplaza en su mirada que observa a una paloma
que merodea por su aula. La obnubilación patente en sus ojos se corresponde con unos planos
subjetivos cautivados por la nada y envueltos en un diseño sonoro encascado. Casi a los gritos, una
alumna le llama la atención para sacarlo de su ensimismamiento y hacerlo entrar en la película. En ese
rebotar entre estados se define buena parte del alma de Puan. Otra buena porción de su espíritu puede
palparse en la relación también oscilante de los personajes y los espacios.
A lo largo de la historia del cine argentino es sencillo comprobar la “mentalidad generalizada de
desterrados” que Juan José Saer le atribuye al rioplatense porteño. Puan, ahora, se suma a esta lista.
En la ciudad cuadriculada que se erige entre un río inaccesible y una pampa infinita, se forjó un
espacio cinematográfico particular que se hermana con el que tantas representaciones, cuentos y
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canciones nos han narrado. Buenos Aires es la ciudad inescapable. Y quizás ese signo haya sido
ganado por una razón puramente geográfica, por ser un enclave rectilíneo en la encrucijada del río y la
pampa, por ser una urbe dueña de una topografía que impide la existencia de puntos de fuga hacia
espacios abiertos y también, quizás a causa de ello, toda posibilidad sincera de huída para sus
habitantes. Hay cierta constante: las turbulencias dramáticas que se suceden alrededor de la capital
argentina provocan un movimiento de ida y vuelta zigzagueante, como el que harían unas bolitas
arrojadas en un cuenco. Pero no cualquier cuenco, uno con un centro, al fondo, magnético e
irresistible. Buenos Aires encierra, pero cobija; expulsa, pero con ticket de retorno. Hasta en su oda a
la vuelta, Gardel advierte que no quiso el regreso. En este nuevo ejemplar, Puan es una porción de este
gran cuenco, es una parte por el todo que tiembla, es el escenario del amor de Subiotto que se
resquebraja bajo sus pies.
Hay determinadas partes de la experiencia humana que se confirman en sus límites más
insospechados. El deseo por una persona puede ratificarse en el momento exacto en que una cita
muere en un plante. El amor por una camiseta puede quedar sellado a fuego mientras se huye de los
tiros de goma de la policía a las afueras de un estadio. La pertenencia a una tierra puede quedar
asegurada cuando se escapa lejos de ese espacio. Y así, muchos otros capítulos de la vida. Hay
personas que pueden contar con los dedos de una mano a sus amores, sus deseos y los lugares de
pertenencia que han tenido a lo largo de su tiempo. Por eso, y por la fuerza de su irrupción muchas
veces aleatoria, estos momentos de clarividencia que denotan estar frente a un momento definitorio
son souvenirs privados de la intimidad, postales de una vida. Todo el mundo las tiene, pero pocos
conocen las de los demás. El deseo, el amor y la pertenencia son un tridente destacado de este
catálogo íntimo de experiencias. A su manera, Puan es una película sobre esas tres cosas y sobre la
sensación de clarividencia que acompaña a su descubrimiento.
En Puan, la opresión, manifestada en sus distintos grados, es el principal enemigo del deseo. Por
eso, hay que indicar un reparo: ya sea por inocencia o conveniencia, en esta película hay un uso
cómico de lo patético algo desligado de lo trágico. Marcelo Subiotto le pone el cuerpo a la serie de
desgracias y bajezas por las que atraviesa en su rumbo zigzagueante; su torpeza es activadora de gags
corporales, mientras que la precariedad de su seguridad es el detonador de situaciones absurdas. Todo
el registro cómico se incuba dentro de una película que sucede en la conflictiva Argentina de nuestros
días y que imagina un futuro cercano donde la fragilidad de las instituciones educativas públicas
encuentran un límite de destrucción verosímil, pero aún no alcanzado. Ese tema, como el de la muerte
del mentor y otros asuntos que refieren a la actualidad abismal argentina, son abordados con un halo
de seriedad y solemnidad ausente de los pasajes donde se busca extraer bromas. Hay pequeños chistes
recurrentes, como el de los docentes que se preguntan a cada rato si finalmente cobraron, u otros
acerca de la cotización del dólar, donde la comedia emerge como respuesta a la tragedia cotidiana.
Pero en líneas generales el deslinde entre el reino de la comedia y lo serio y sobrio, existe. Es como si
la opresión y la represión, llegada en su momento aparentemente inexorable como el grado último del
primer estado, merecerían otro tono. Sobrevuela la sensación de que los agentes enemigos del deseo,
espirituales y políticos, como así también los eventos que hunden la líbido bajo el peso de la angustia,
no pudiesen ser golpeados, procesados o regurgitados como chiste. Una mirada clemente puede no ver
en esto una inconsistencia, sino el sincretismo emocional y contradictorio del ser porteño: náufragos
muchas veces melancólicos y severos que saben disfrutar y reír de la desolación absurda que les tocó
en suerte.
Una cara de ese ser basculante es Marcelo Subiotto. Ante la crisis de existencia, primero simbólica y
luego material de su lugar en el mundo donde incuba su pasión y su amor, el deseo debe redefinirse.
Esta imagen, esta porción fracturada del cuenco es la parte de un todo llamado Argentina. Hoy, un
lugar en disputa, un territorio donde las representaciones y los consensos políticos basados en
nociones básicas del humanismo se ven borroneadas, no ya por la imposición de una tabula rasa, sino
por el barro y el ruido que confunde y camufla los horrores acechantes cada día más desenmascarados.
La misión primordial de nuestro tiempo no parece ser otra que trabajar por separar la señal del ruido.
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Sobre el final de Puan, Marcelo Subiotto encuentra una instancia de clarividencia, una claridad
personal e íntima que ilustra que una vida imaginada en comunidad y en gracia con nuestras heridas es
posible. Ese plano es un pequeño triunfo del cine argentino contemporáneo.