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De la constancia del sabio

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De la constancia del sabio y que en él no puede caer injuria
de Séneca

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A Sereno

Capítulo I

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No sin razón me atreveré a decir, oh amigo Sereno, que entre los filósofos estoicos y los demás profesores de la sabiduría hay la diferencia que entre los hombres y las mujeres; porque aunque los unos y los otros tratan de lo concerniente a la comunicación y compañía de la vida, los unos nacieron para imperar y los otros para obedecer. Los demás sabios son como los médicos domésticos y caseros, que aplican a los cuerpos medicamentos suaves y blandos, no curando como conviene, sino como les es permitido. Los estoicos, habiendo entrado en varonil camino, no cuidan de que parezca ameno a los que han de caminar por él, tratan sólo de librarlos con toda presteza de los vicios, colocándolos en aquel alto monte que de tal manera está encumbrado y seguro, que no sólo no alcanzan a él las flechas de la fortuna, sino que aun les está superior. Los caminos a que somos llamados son arduos y fragosos, que en los llanos no hay cosa eminente; pero tras todo eso, no son tan despeñaderos como muchos piensan. Solas las entradas son pedregosas y ásperas, y que parece están sin senda, al modo que sucede a los que de lejos miran las montañas, que se les representan ya quebradas y ya unidas, porque la distancia larga engaña fácilmente la vista; pero en llegando más cerca, todo aquello que el engaño de los ojos había juzgado por unido, se va poco a poco mostrando dividido; y lo que desde lejos parecía despeñadero, se descubre en llegando ser un apacible collado. Poco tiempo ha que hablando de Marco Catón te indignaste (porque eres mal sufrido de maldades) de que el siglo en que vivió no le hubiese llegado a conocer, y que habiéndose levantado sobre los Césares y Pompeyos, le hubiesen puesto inferior a los Vatinios. Parecíate cosa indigna que porque resistió una injusta ley le hubiesen despojado de la garnacha en el tribunal, y que arrastrado por las manos de la parcialidad sediciosa, hubiese sido llevado desde el lugar donde oraba hasta el arco Fabiano, sufriendo malas razones, y ser escupido, con otras mil contumelias de aquella loca y desenfrenada muchedumbre. Respondíte entonces que más justo era dolerte de la República, que de una parte la rendía Publio Clodio y de otra Vatinio y otros muchos ciudadanos, que corrompidos con la ciega codicia, no conocían que mientras ellos vendían la República, se vendían a sí mismos.


Capítulo II

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Por lo que toca a Catón, te dije que no había para qué te congojases, porque ningún sabio puede recibir injuria ni afrenta; y que los dioses nos dieron a Catón por más cierto dechado de un varón sabio, que en los siglos pasados a Ulises o Hércules: porque a éstos llamaron sabios nuestros estoicos por haber sido invictos de los trabajos, despreciadores de los deleites, y vencedores de todos peligros. Catón no llegó a manos con las fieras, que el seguirlas es de agrestes cazadores, ni persiguió a los monstruos con fuego o hierro, ni vivió en los tiempos en que se pudo creer que se sostuvo el cielo sobre los hombros de un hombre: mas estando ya el mundo en sazón, que desechada la antigua credulidad había llegado a entera astucia, peleó con el soborno y con otros infinitos males; peleó con la hambrienta y ambiciosa codicia de imperar que tenían aquéllos, a quien no parecía suficiente el orbe dividido entre los tres; y sólo Catón estuvo firme contra los vicios de la República, que iba degenerando y cayéndose con su misma grandeza, y en cuanto fue en su mano, la sostuvo, hasta que arrebatado y apartado se le entregó por compañero en la ruina, que mucho tiempo había detenido, muriendo juntos él y la República, por no ser justo se dividiesen; pues ni Catón vivió en muriendo la libertad, ni hubo libertad en muriendo Catón. ¿Piensas tú que a tal varón pudo injuriar el pueblo porque le quitó el gobierno y la garnacha, y porque cubrió de saliva aquella sagrada cabeza? El sabio siempre está seguro, sin que la injuria o la afrenta le puedan hacer ofensa.


Capítulo III

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Paréceme que veo tu ánimo, y que, encendido en cólera, te aprestas a dar voces, diciendo: «Estas cosas son las que desacreditan y quitan la autoridad a vuestra doctrina: prometéis cosas grandes, y tales, que no sólo no se pueden desear, pero ni aun creer. Decís por una parte con razones magníficas que el sabio no puede ser pobre, y tras eso confesáis que suele faltarle esclavo, casa y vestido. Decís que no puede estar loco, y no negáis que puede estar enajenado, y hablar algunas razones poco compuestas, y todo aquello a que la fuerza de la enfermedad le diere audacia. Decís que el sabio no puede ser esclavo, y no negáis que puede ser vendido, y que ha de obedecer a su amo haciendo todos los ministerios serviles; con lo cual, levantando en alto el sobrecejo, venís a caer en lo mismo que los demás, y sólo mudáis los nombres a las cosas. Lo mismo sospecho que sucede en lo que decís, que el sabio no puede recibir injuria ni afrenta; proposición hermosa y magnífica a las primeras apariencias. Mucha diferencia hay en que el sabio no tenga indignación, a que no reciba injuria. Si me decís que la sufrirá con gallardía de ánimo, eso no es cosa particular, antes viene a ser muy vulgar, por ser paciencia que se aprende con la continuación de recibir injurias. Pero si me decís que no puede recibir injuria, y en esto pretendéis decir que nadie puede intentar hacérsela, dígoos que dejando todos mis negocios me hago luego estoico.» Yo no determiné adornar al sabio con honores imaginarios de palabras, sino ponerle en tal lugar, donde ninguna injuria se permite. ¿Será esto por ventura porque no hay quien provoque y tiente al sabio? En la naturaleza no hay cosa tan sagrada a quien no acometa algún sacrilegio; pero no por eso dejan de estar en gran altura las divinas, aunque hay quien sin haber de hacer mella en ellas, acomete a ofender la grandeza superior a sus fuerzas. Yo no llamo invulnerable a lo que se puede herir, sino a lo que no se puede ofender. Daréte con un ejemplo a conocer al sabio. ¿Puédese dudar de que las fuerzas no vencidas son más ciertas que las no experimentadas, pues éstas son dudosas, y las acostumbradas a vencer constituyen una indubitable firmeza? En esta misma forma juzga tú por de mejor calidad al sabio a quien no ofende la injuria, que al que nunca se le hizo. Yo llamaré varón fuerte aquel a quien no rinden las guerras, ni le atemorizan las levantadas armas de su enemigo; y no daré este apellido al que entre perezosos pueblos goza descansado ocio. El sabio es a quien ningunas injurias ofenden; y así no importa que le tiren muchas flechas, porque tiene impenetrable el pecho, al modo que hay muchas piedras cuya dureza no se vence con el hierro; y el diamante ni puede cortarse, herirse ni mellarse, antes rechaza todo lo que voluntariamente se le opone; y al modo que hay algunas cosas que no se consumen con el fuego, antes conservan su vigor y naturaleza en medio de las llamas; y al modo que los altos escollos quebrantan la furia del mar, sin que en ellos se vean indicios de la crueldad con que son azotados de las olas; de esta misma suerte, el ánimo del varón sabio, estando firme y sólido, y prevenido de sus fuerzas, estará seguro de las injurias como las cosas que hemos referido.


Capítulo IV

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¿Faltará por ventura alguno que intente hacer injuria al sabio? -Intentarálo, pero no llegará a conseguirlo: porque le hallará con tal distancia apartado del contacto de las cosas inferiores, que ninguna fuerza dañosa podrá alcanzar hasta donde él está. Cuando los poderosos levantados por su imperio, y los que están validos por el consentimiento de los que se les humillan intentaren dañar al sabio, quedarán sus acometimientos tan sin fuerza como aquellas cosas que con arco o ballesta se tiran en alto, que aunque tal vez se pierden de vista, vuelven abajo sin tocar en el cielo. ¿Piensas que aquel ignorante rey, que con la muchedumbre de saetas oscureció el día, llegó con alguna a ofender al Sol, o que habiendo echado muchas cadenas en el mar, pudo prender a Neptuno? De la manera que las cosas divinas están exentas de las manos de los hombres, sin que la divinidad reciba lesión de aquellos que ponen fuego a sus templos, ni de los que forman sus simulacros: así todo lo que se intenta contra el sabio, proterva, insolente y soberbiamente, se intenta en vano. Dirás que mejor fuera que ninguno intentara hacerle ofensa: cosa dificultosa pretendes en desear inocencia en el linaje humano. Mayor interés fuera de los que quieren hacer injuria al sabio en no hacérsela, que el que tiene el sabio en no recibirla; pero aunque se le haga, no la puede padecer; antes juzgo que aquella sabiduría que entre las cosas que la impugnan se muestra tranquila es la que tiene más fuerzas, al modo que es indicio de que el emperador se halla poderoso en armas y soldados cuando se juzga seguro en las tierras del enemigo. Separemos, si te parece, amigo Sereno, la injuria de la afrenta. La primera es por su naturaleza más grave, y esta segunda más ligera; y solos los delicados la juzgan por pesada; y no siendo con ella damnificados, sino solamente ofendidos, es tan grande el dejamiento y vanidad de los ánimos que son muchos los que piensan no les puede suceder cosa más acerba. Hallarás algún esclavo que quiera más ser azotado que abofeteado, y que juzgue por más tolerable la muerte que las palabras injuriosas; porque hemos llegado ya a tan grande ignorancia, que no nos sentimos tanto de dolor, cuanto de su opinión; como los niños a quien ponen miedo la sombra, la deformidad de las personas y las malas caras, y les hacen llorar los nombres desapacibles a los oídos, y las amenazas de los dedos, y otras cosas de que, como poco próvidos, huyen.


Capítulo V

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El fin de la injuria es hacer algún mal; pero la sabiduría no le deja lugar en que entre: porque para ella no hay otro mal si no es la torpeza, la cual no tiene entrada donde una vez entraron la virtud y lo honesto: según lo cual, es cosa cierta que no puede llegar la injuria al sabio; porque el padecer algún mal es lo que se llama injuria, y el sabio no le padece, es evidencia de que no tiene que ver con él la injuria; porque toda injuria es una cierta disminución del sujeto en quien cae, no siendo posible recibirla sin alguna pérdida, o en el cuerpo o en la dignidad, o en alguna de las cosas que están fuera de nosotros; pero el sabio no puede perder cosa alguna, porque las tiene todas depositadas en sí mismo, sin haber entregado alguna a la fortuna, teniendo todos sus bienes en parte firme, y contentándose con la virtud, que no necesita de las cosas fortuitas; y así, ni puede crecer ni menguar, porque lo que ha llegado a la cumbre no tiene a donde pasar, y la fortuna no quita sino lo que ella dio; y como no dio la virtud, no puede quitarla: ésta es libre, inviolable, firme, incontrastable, y de tal manera fortalecida contra los sucesos, que no sólo no puede ser vencida, pero ni aun inclinada. Tiene muy abiertos los ojos contra los aparatos de las cosas terribles y no hace mudanza en el rostro, ora se lo pongan delante sucesos prósperos, ora adversos.

Y finalmente, el sabio jamás pierde aquello que le puede causar sentimiento, porque sólo posee la virtud, de la cual no puede ser desposeído, y de las demás cosas tiene una posesión precaria. ¿Quién, pues, se lamenta con la pérdida de lo que es ajeno? Por lo cual si la injuria no puede damnificar a las cosas que el sabio tiene por propios porque están fortificadas con la virtud, no podrá hacerse injuria al sabio. Tomó Demetrio Policertes la ciudad de Megara; y habiendo preguntado a Stilpón filósofo qué pérdida había hecho, le respondió que ninguna, porque tenía consigo todos sus bienes, no obstante que el enemigo le había despojado de su patrimonio, robándole sus hijas, y violado su patria. Disminuyóle con esta respuesta la victoria: porque habiendo perdido la ciudad, no sólo no se tuvo por vencido, más antes dio a entender no estar damnificado, mientras quedaban en su poder los verdaderos bienes de que no se puede hacer presa; y los que le habían sido robados y disipados, los tenía por adventicios y por sujetos a los antojos de la fortuna y por esta razón no los amaba como propios: pues de todo lo que está de la parte de afuera, es incierta y deslizadera la posesión. Juzga, pues, ahora si a este sabio, a quien la guerra y el enemigo práctico en batir murallas no pudieron quitar cosa alguna, si se la podrá quitar el ladrón, el calumniador, el vecino poderoso o el rico, que por no tener hijos se hace respetar como rey. Entre las espadas por todas partes relumbrantes, y entre el tumulto militar para la presa, entre las llamas y la sangre, entre las ruinas de una ciudad saqueada, y entre el fuego de los templos que caían sobre sus dioses, sólo hubo paz en este hombre. Según esto, no hay para que juzgues por atrevida mi proposición, pues si tuvieres de mí poco crédito, te daré fiador. Y si te parece que en un hombre no puede haber tanta parte de firmeza ni tal grandeza de ánimo, ¿qué dirás si te pongo delante quien diga lo siguiente?


Capítulo VI

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No hay por qué dudes de que hay hombre nacido que pueda levantarse sobre las cosas humanas, mirando con tranquilidad los dolores, las pérdidas, las llagas, las heridas y, finalmente, los grandes movimientos que cercándole braman mientras él plácidamente sufre las cosas adversas y con moderación las prósperas, sin rendirse con aquéllas ni desvanecerse con éstas, siendo uno mismo entre tan diversos casos, y sin juzgar que hay algo que sea suyo, si no es a sí mismo, y esto por la parte en que es mejor. Aquí estoy para probarte esta verdad con este destruidor de tantas ciudades. Podrán desmoronarse con la batería de las murallas, y caer de repente con las secretas minas las altas torres; podrán subir los baluartes de modo que se igualen a los más encumbrados alcáceres, pero ningunas máquinas militares se hallarán para conmover un ánimo bien fortalecido. «Libréme (dice) de las ruinas de mi casa, y huí por medio de las llamas que de todas partes estaban relumbrando; y no sé si el suceso que habrán tenido mis hijos será peor que el público. Yo, solo y viejo, viéndome cercado de enemigos, digo que toda mi hacienda está en salvo, porque tengo y poseo todo lo que de mí tuve; no tienes por qué juzgarme vencido ni estimarte por vencedor; tu fortuna fue la que venció a la mía. Yo ignoro dónde están aquellas cosas caducas que mudaron dueño; pero lo que a mí me toca, conmigo está y estará siempre. En este caso perdieron los ricos sus riquezas, los lascivos sus amores y las amigas amadas con mucha costa la vergüenza. Los ambiciosos perdieron los tribunales y lonjas y los demás lugares destinados para ejercer en público sus vicios. Los logreros perdieron las escrituras en que la avaricia, fingidamente alegre, tenía puesto el pensamiento; pero yo todo lo tengo libre y sin lesión. A estos que lloran y se lamentan, y a los que por defender sus riquezas oponen sus desnudos pechos a las desnudas espadas, y a los que, huyendo del enemigo, llevan cargados los senos, puedes preguntar lo que perdieron.» Ten, pues, por cosa cierta, amigo Sereno, que aquel varón perfecto, lleno de todas las virtudes humanas y divinas, no perdió cosa alguna, porque sus bienes estaban cercados de murallas firmes e inexpugnables. No compares con ella los muros de Babilonia que allanó Alejandro; no los castillos de Cartago y Numancia, ganados con un ejército; no el Capitolio y su Alcázar, que todos ellos tienen las señales de los enemigos; pero las que defienden al sabio están seguras del fuego y de los asaltos, sin que haya portillo por donde entrar, porque son altas, excelsas e iguales a los dioses.


Capítulo VII

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No tendrás razón en decir lo que sueles, que este nuestro sabio no se halla en parte alguna, porque nosotros no fingimos esta vana grandeza del humano entendimiento, ni publicamos gran concepto de cosa falsa, sino como lo formamos os lo damos y os lo daremos, si bien raramente y con grande intervalo de los tiempos se halla, porque las cosas grandes que exceden el vulgar y acostumbrado modo no nacen cada día. Antes recelo que este nuestro Catón, que dio motivo a nuestra disputa, es superior a nuestro ejemplo; y, finalmente, el que ofende ha de tener mayores fuerzas que el que recibe la ofensa, pues si la maldad no puede ser más fuerte que la virtud, claro está que no podrá ser ofendido el sabio: porque sólo son malos los que intentan injuriar a los buenos, porque entre los justos siempre hay paz, y no pudiendo ser ofendido sino el inferior y el malo, lo es del bueno; y los buenos no pueden tener injuria si no es de los que no lo son, claro es que el sabio no puede ser injuriado. Y no tengo que advertirte de nuevo que no hay otro que sea bueno sino el sabio. Dirásme que aunque Sócrates fue condenado injustamente, al fin recibió injuria. Para esto conviene que sepamos que puede suceder que alguno me haga injuria y que yo no la reciba, como si una persona, habiendo hurtado alguna cosa de mi granja, me la pusiese en mi casa: este tal cometió hurto, pero yo no perdí cosa alguna; así, puede uno ser dañador sin hacer daño. Acuéstase un casado con su mujer juzgando que es ajena; éste será adúltero sin que lo sea la mujer. Danle algún veneno que, mezclado con la comida, perdió la fuerza; pero con darme el veneno, aunque no me dañó, se hizo sujeto a la culpa; y no deja de ser ladrón aquel cuyo puñal quedó frustrado con la ropa. Todas las maldades son perfectas cuanto a la culpa, aunque no se consiga el efecto de la obra; pero hay algunas en tal modo unidas, que no puede estar lo uno sin lo otro. Yo procuraré hacer evidente lo que digo: puedo mover los pies sin correr, pero no puedo correr sin moverlos; puedo estar en el agua sin nadar, pero no puedo nadar sin estar en el agua. De esta calidad es lo que trato: si recibí la injuria, es fuerza que se hiciese; pero no es fuerza que por haberse hecho la haya yo recibido, porque pueden haberse ofrecido muchas cosas que hayan apartado la injuria; y como algunos sucesos pueden detener la mano levantada y apartar las saetas disparadas, si puede haber alguna cosa que repela cualesquier injurias, deteniéndolas, de modo que aunque sean hechas no sean recibidas. Demás de esto, la justicia no puede sufrir lo injusto, por no ser compatibles dos contrarios, y la injuria no puede hacerse si no es con justicia.


Capítulo VIII

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No hay de que te admires cuando te digo que ninguno puede hacer injuria al sabio, pues tampoco le puede nadie aprovechar, porque al que lo es, ninguna cosa le falta que pueda recibir en lugar de dádiva, y el malo no puede dar cosa alguna al sabio; porque para que pueda dar, ha menester tener; y es cosa cierta que no tiene cosa de que el sabio pueda tener gusto en recibirla; según lo cual, ninguno puede ofender ni beneficiar al sabio; al modo que las cosas divinas ni desean ser ayudadas, ni pueden en sí ser ofendidas. El sabio está muy próximo a los dioses, y excepto en la mortalidad, es semejante a Dios; y el que camina y aspira a cosas excelsas, reguladas con razón, intrépidas y que con igual y concorde curso corren, y a las seguras y benignas, habiendo nacido para el bien público, siendo saludable a sí y a los demás, este tal no deseará cosa humilde. Y el que, estribando en la razón, pasare por los casos humanos con ánimo divino, de ninguna cosa se lamentará. ¿Piensas que digo solamente que no puedo recibir injuria de los hombres? Pues digo que ni aun de la fortuna, la cual siempre que con la virtud tuvo encuentros salió inferior. Si aquello de donde para amenazarnos no pueden pasar las airadas leyes o los crueles dueños, y aquello donde se acaba y termina el imperio de la fortuna lo recibimos con ánimo plácido, igual y alegre, conociendo que la muerte no es mal, conoceremos por la misma razón que tampoco es injuria; y con eso llevaremos con más facilidad todas las demás cosas, los daños, los dolores, las afrentas, los destierros, las faltas de los padres y las heridas; todas las cuales cosas, aunque cerquen al sabio, no le anegan, ni todos sus acometimientos le entristecen. Y si con moderación sufre las injurias de la fortuna, ¿con cuánta mayor sufrirá las de los hombres poderosos, sabiendo que son las manos con que ella obra?


Capítulo IX

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Finalmente, el sabio sufre todas las cosas, al modo que pasa el invierno, el rigor y la destemplanza del cielo, y como los calores y enfermedades y las demás cosas que penden de la suerte; y no juzga de cualquiera que lo que hace lo guía por consejo, que éste sólo se halla en el sabio, que en los demás no hay consejos, sino engaños, asechanzas y movimientos pálidos del ánimo, atribuyéndolo todo a los casos. Porque todo lo que es casual y fortuito, si se enfurece y altera, es fuera de nosotros. ¿Y piensas también que aquellos por quien se nos dispone algún peligro tienen ancha materia a las injurias, ya con testigos supuestos, ya con falsas acusaciones, ya irritando contra nosotros los movimientos de los poderosos, con otros mil latrocinios que pasan aun entre los de ropas largas, teniendo también por injuria si se les quita su ganancia o el premio mucho tiempo procurando, si les salió incierta la herencia solicitada con grandes diligencias, quitándoseles la gracia de la casa que les había de ser provechosa? Pues todo esto lo desprecia el sabio, porque no sabe vivir en esperanza o en miedo de lo temporal. Añade a esto que ninguno recibe injuria sin alteración de ánimo: porque cuando la suerte se perturba, y el varón levantado carece de perturbación por ser templado y de alta y plácida quietud; y si la injuria tocara al sabio, conmoviérale e inquietárale, siendo cierto que carece de la ira injusta que suele despertar la apariencia de injuria, porque sabe no puede hacérsele; por lo cual, hallándose firme y alegre y en continuo gozo, de tal manera no se congoja con las ofensas de los hombres, que la misma injuria y aquello con que ella quiso hacer experiencia del sabio tentando su virtud, se hallan frustrados. Ruégoos que favorezcamos este intento y que le asistamos con equidad de ánimo y oídos. Y no porque el sabio se exime de la injuria se disminuye algún tanto vuestra desvergüenza o vuestros codiciosísimos deseos, ni vuestra temeridad o soberbia; porque quedando en pie vuestros vicios, queda en su ser esta libertad del sabio. No decimos que vosotros no tenéis facultad de hacerle injuria, sino que él echa por alto todas las injurias y que se defiende con paciencia y grandeza de ánimo. De esta suerte vencieron muchos en las contiendas sagradas, fatigando con perseverante paciencia las manos de los que los herían. De este mismo género juzga tú la paciencia y sabiduría de aquellos que, con larga y fiel costumbre, alcanzaron fortaleza para sufrir y para cansar cualesquier enemigas fuerzas.


Capítulo X

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Pues hemos tratado de la primera parte, pasemos a la segunda, en la cual refutaremos la afrenta con algunas razones propias y con otras comunes. La contumelia es menor que la injuria, y de ella nos podemos quejar más que vengarla, y las leyes no la juzgan digna de castigo. La humildad mueve este afecto del ánimo que se encoge por algún hecho o dicho contumelioso. No me admitió hoy Fulano, habiendo admitido a otros, o no escuchó mis razones, o en público se rió de ellas; no me llevó en el mejor lugar, sino en el peor, con otros algunos sentimientos de esta calidad, a los cuales no sé qué otro nombre poder dar sino quejillas de ánimo mareado, en que siempre caen los delicados y dichosos; porque a los que tienen mayores cuidados no les queda tiempo para reparar en semejantes impertinencias. Los entendimientos que de su natural son flacos y mujeriles y que con el demasiado ocio lozanean, como carecen de verdaderas injurias, se alteran con éstas, cuya mayor parte consiste en la culpa de quien las interpreta. Finalmente, el que se altera con el agravio hace demostración que ni tiene cosa alguna de prudencia ni de confianza, y así se juzga despreciado; y este remordimiento no sucede sin un cierto abatimiento de ánimo, rendido y desmayado. El sabio, de ninguno puede ser despreciado; porque, conociendo su grandeza, se persuade a que nadie tiene autoridad de ofenderle; y no sólo vence éstas, que yo no llamo miserias, sino molestias del ánimo, pero ni aun las siente. Hay otras cosas que aunque no derriban al sabio, le hieren, como son los dolores del cuerpo, la flaqueza, la pérdida de hijos y amigos y la calamidad de la patria abrasada en guerras. No niego que el sabio siente estas cosas, porque no le doy la dureza de las piedras o del hierro, pero tampoco fuera virtud sufrirlas no sintiéndolas.


Capítulo XI

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Pues ¿qué es lo que hace el sabio? Recibe algunos golpes, y en recibiéndolos los rechaza, los sana y los reprime: mas estas cosas menores no sólo no las siente, pero aun no se vale contra ellas de su acostumbrada virtud habituada a sufrir, antes no repara en ellas, o las juzga por dignas de risa. Demás de esto, como la mayor parte de las contumelias hacen los insolentes y soberbios y los que se avienen mal con su felicidad, viene a tener el sabio la sanidad y grandeza de ánimo con que rechaza aquel hinchado afecto, siendo esta virtud tan hermosa que pasa por todas las cosas de esta calidad como por vanas fantasías de sueños y como por fantasmas nocturnos, que no tienen cosa alguna de sólido y verdadero; y juntamente se persuade que todos los demás hombres le son tan inferiores, que no han de tener osadía a despreciar las cosas superiores a ellos. Esta palabra contumelia se deriva del desprecio; porque ninguno, si no es el que desprecia, la hace, y ninguno desprecia al que tiene por mayor y por mejor aunque haga algo de aquello que suelen hacer los despreciadores. Suelen los niños dar golpes en la cara a sus padres, y muchas veces desgreñan y arrancan los cabellos a sus madres, escúpenlas, descúbrenlas en presencia de otros y dícenlas palabras libres, y a ninguna acción de estas llamamos contumelia. ¿Cuál es la razón? Porque el que lo hizo no pudo despreciar; y por esta misma causa nos deleita la licenciosa urbanidad que los esclavos tienen para con sus dueños, cuya audacia y dicacidad puede atreverse a los convidados cuando empezó en su señor; porque al paso que cada uno de ellos es más abatido y ridículo, es de más osada lengua; y para este efecto se suelen comprar muchachos ingeniosos cuya libertad se perfeccione con maestros que les enseñen a decir injurias pensadas; y nada de esto tenemos por afrenta, sino por agudezas.


Capítulo XII

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Pues ¿qué mayor locura puede haber como el deleitarnos y ofendernos de las mismas cosas, y el tener por afrenta lo que me dice mi amigo, teniendo por bufonería lo que me dice el esclavo? El ánimo que nosotros tenemos contra los niños, ese mismo tiene el sabio contra aquellos que, aun después de pasada la juventud y habiendo llegado las canas, se están en la puerilidad y niñez. ¿Han, por ventura, medrado algo éstos en quien están arraigados los males del ánimo? Y si han crecido, ha sido en errores, diferenciándose de los niños solamente en ser mayores y en la forma de los cuerpos; que en lo demás no están menos vagos e inciertos, apeteciendo el deleite sin elección y estando temerosos; y si se ven algún tiempo quietos, no es por inclinación, sino por miedo. ¿Quién, pues, habrá que diga hay diferencia entre ellos y los muchachos, mas de que toda la codicia de éstos es en tener algunos dados y alguna moneda de vellón, y la de otros es de oro, plata y ciudades? Los muchachos hacen también entre sí sus magistrados, imitando la garnacha, las varas y los tribunales que los hombres tienen; los muchachos hacen en las riberas formas de casas juntadas de arena. Los hombres, como si emprendiesen alguna cosa grande, se ocupan en levantar piedras, paredes y techos, que habiendo sido inventados para defensa de los cuerpos, se convierten en peligro suyo; iguales, pues, son a los muchachos, y si en algo se les adelantan en algunas cosas mayores, todo al fin es error; y así, no sin causa el sabio recibe las injurias de éstos como juegos, y tal vez los amonesta con el mal y con la pena como a muchachos, no porque él haya recibido la injuria, sino porque la hicieron ellos, y para que desistan de hacerla; al modo que cuando los caballos rehúsan la carrera, les da el caballero con el azote, y sin enojarse con ellos los castiga para que el dolor venza la rebeldía. Con lo cual juntamente verás que está disuelto el argumento que se nos pone, que el sabio no recibe injuria ni afrenta porque castiga a los que se la hacen; porque esto no es vengarse, sino enmendarlos.


Capítulo XIII

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¿Qué razón, pues, hay para que no creas que tiene esta firmeza de ánimo el varón sabio, teniendo licencia de confesarla en otros, aunque no sea precedida de la misma causa? ¿Qué médico se enoja con el frenético? ¿Quién tiene por injurias las quejas de aquel a quien estando con la fiebre se le deniega el agua? Advierte que el sabio tiene el mismo oficio con todos que el médico con sus enfermos, sin que éste se desdeñe de tocar las obscenidades, ni mirar los excrementos, cuando de ello necesita el enfermo, y sin que se enoje de escuchar las palabras ásperas de los que, frenéticos, se enfurecen. Conoce el sabio que muchos de los que andan con la toga y la púrpura, aunque tienen buen color y parece que están fuertes, están malsanos; y así, los mira como a enfermos destemplados, y con esto no se ensaña, aunque desvergonzadamente se atrevan a intentar con la enfermedad alguna cosa contra el que los cura; y como hace poca estimación de los honores que el enfermo le da, tampoco hace caudal de las acciones contumeliosas: y como hace poco aprecio de que un mendigo le honre, tampoco tiene por injuria si algún hombre de los de la ínfima plebe, siendo saludado, no le pagó la cortesía; ni se estima en más porque muchos ricos le estiman: porque conoce que en ninguna cosa se diferencian de los mendigos, antes son más desdichados; porque los pobres necesitan de poco y los ricos de mucho; y, finalmente, no se sentirá el sabio de que el rey de los medos, o Atalo, rey de Asia, pase con silencio y con arrogante rostro cuando él le saluda: porque conoce que el estado de los reyes no tiene otra cosa de que se tenga envidia más que la que se tiene de aquel a quien, en una gran familia, le cupo el cuidado de regir los enfermos y enfrenar los locos. ¿Sentiréme yo, por ventura, si uno de los que en los ejércitos están negociando y comprando malos esclavos, de que están llenas sus tiendas, me dejó de saludar? Pienso que no me sentiré; porque ¿qué cosa tiene buena aquel en cuyo poder no hay alguno que no sea malo? Luego al modo que el sabio desprecia la cortesía o descortesía de éste, desestimará la del rey que tiene en su servicio esclavos partos, medos y bactrianos; pero de tal manera que los enfrena con miedo, sin atreverse jamás a aflojar el arco por ser malos y venales y que desean mudar de dueño. El sabio con ninguna injuria de éstos se altera; porque aunque ellos son entre sí diferentes, él los juzga iguales por serlo en la ignorancia: porque si una vez se abatiese tanto que se alterase con la injuria o contumelia, jamás podría tener seguridad, siendo ésta el principal caudal de un sabio, el cual nunca cometerá tal error, que vengándose de la injuria, venga a dar honor al que la hizo; siendo consecuencia necesaria el recibirse con alegría el honor de aquel de quien se sufre molestamente el agravio.


Capítulo XIV

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Hay hombres tan mentecatos que juzgan pueden recibir afrenta de una mujer. ¿Qué importa que ella sea rica, que tenga muchos litereros, que traiga costosas arracadas, que ande en ancha y costosa silla, pues con todo esto es un animal imprudente, y si no se le arrima alguna ciencia y mucha erudición es una fiera que no sabe enfrenar sus deseos? Hay algunos que llevan impacientemente el ser impelidos de los criados guedejudos que los acompañan, y tienen por afrenta el hallar dificultad en los porteros y soberbia en el que cuida de las visitas o sobrecejo en el camarero. ¡Oh, cómo conviene despertar la risa en estas ocasiones!, ¡y cómo se debe henchir de deleite el ánimo cuando en su quietud contempla los errores ajenos! ¿Pues qué se ha de hacer? ¿No ha de llegar el sabio a las puertas guardadas por un áspero y desabrido portero? Si le obligare algún caso de necesidad, podrá experimentar el llegar a ellas, amansando primero con algún regalo al que las guarda como perro mordedor, sin reparar en hacer algún gasto, para que le dejen llegar a los umbrales; y considerando que hay muchos puentes donde se paga el tránsito, no se indignará de pagar algo, y perdonará al que tiene a su cargo esta cobranza, séase quien se fuere, pues vende lo que está expuesto a venderse. De corto ánimo es el que se muestra ufano porque habló con libertad al portero y porque le rompió la vara y se entró al dueño y le pidió que lo mandase castigar. El que porfía se hace competidor, y aunque venza ya se hizo igual. ¿Qué hará, pues, el sabio cargado de golpes? Lo que hizo Catón cuando le hirieron en la cara, que ni se enojó ni vengó la injuria, y tampoco la perdonó, porque negó estar injuriado: mayor ánimo fue no reconocerla, de lo que fuera el perdonarla. Y no nos detendremos mucho en esto: porque ¿quién hay que ignore que de estas cosas que se tienen por buenas o por malas hace el sabio diferente concepto que los demás? No pone los ojos en lo que los hombres tienen por malo y desdichado; porque no camina por donde el pueblo. Y al modo que las estrellas hacen su viaje contrario al mundo, así el sabio camina contra la opinión de todos.


Capítulo XV

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Dejad, pues, de preguntarme cómo el sabio no recibe injuria si le hieren o le sacan los ojos; y que no recibe afrenta si le llevan por las plazas, oyendo oprobios de la gente soez; y si le mandan que en los convites reales coma debajo de la mesa con los esclavos de más bajos ministerios; y finalmente, si fuere forzado a sufrir cualquier otra ignominia de las que aun sólo pensadas son molestas a cualquier ingenua vergüenza. En la forma que éstas se aumentan, ora sea en número, ora en grandeza, serán siempre de la misma naturaleza; con lo cual, si las pequeñas no ofenden, tampoco han de ofender las grandes; y si no las pocas, tampoco las muchas. De vuestra flaqueza sacáis conjeturas para el ánimo grande; y cuando pensáis en lo poco que vosotros podéis sufrir, ponéis poco más extendidos términos al sabio, a quien su propia virtud le colocó en otros diferentes parajes del mundo, sin que tenga cosa que sea común con vosotros; por lo cual no se anegará con la avenida de todas las cosas ásperas y graves de sufrir, ni con las dignas de que de ellas huyan el oído y la vista; y en la misma forma que resistirá a cada una de por sí, resistirá a todas juntas. Mal discurre el que dice: esto es tolerable al sabio, y esto es intolerable, y el que pone coto y límite a la grandeza de su ánimo. Porque la fortuna nos vence, cuando de todo punto no la vencemos. Y no te parezca que esto es una aspereza de la doctrina estoica, pues Epicuro (a quien vosotros tenéis por patrón de vuestra flojedad, y de quien decís que os enseña doctrina muelle y floja, encaminada a los deleites) dijo que raras veces asiste la fortuna al sabio: razón poco varonil. ¿Quieres tú decirlo con mayor valentía, y apartar de todo punto la fortuna del sabio? Pues di: esta casa del sabio es angosta y sin adorno, es sin ruido y sin aparato: no está su entrada defendida con porteros, que con venal austeridad apartan la turba; pero por estos umbrales desocupados, y no guardados de porteros, no entra la fortuna, porque sabe no tiene lugar adonde conoce que no hay cosa que sea suya; y si aun Epicuro, que tanto trató del regalo del cuerpo, tuvo brío contra las injurias, ¿qué cosa ha de parecer entre nosotros increíble o puesta fuera de la posibilidad de la humana naturaleza? Aquél dijo que las injurias eran tolerables al sabio, y nosotros decimos que para el sabio no hay injurias.


Capítulo XVI

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Y no hay para qué me digas que esto repugna a la naturaleza; porque nosotros no decimos que el ser azotado, el ser repelido y el carecer de algún miembro no es descomodidad; pero negamos que estas cosas sean injurias. No les quitamos el sentimiento del dolor, quitámosles el nombre de injurias, que éste no tiene entrada donde queda ilesa la virtud. Veamos cuál de los dos trata más verdad; entrambos convienen en el desprecio de la injuria. Pregúntasme: siendo esto así, ¿qué diferencia hay entre ellos? La que hay entre los fortísimos gladiadores, que unos sufriendo las heridas están firmes, y otros volviendo los ojos al pueblo, que clama, dan indicios de su poco valor; no mereciendo que por ellos se interceda. No pienses que es cosa grande en lo que discordamos; sólo se trata de aquello que es lo que sólo nos pertenece. Entrambos ejemplos nos enseñan a despreciar las injurias y contumelias, a quien podemos llamar sombras y apariencias de injurias; para cuyo desprecio no es necesario que el varón sea sabio, basta que sea advertido, y que pueda hacer examen, preguntándose si lo que le sucede es por culpa suya o sin ella; porque si tiene culpa, no es agravio sino castigo; y si no la tiene, la vergüenza queda en quien hace la injuria. ¿Qué cosa es ésta a que llamamos contumelia? Que te burlaste de mi calva, de mis ojos, de mis piernas o mi estatura. ¿Qué agravio es decirme lo que está manifiesto? De muchas cosas que nos dicen delante de una persona nos reímos; y si nos la dicen delante de muchas, nos indignamos, quitando la libertad a que otros nos digan lo que nosotros mismos nos decimos muchas veces. Con los donaires moderados nos entretenemos, y con los que no tienen moderación nos airamos.


Capítulo XVII

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Refiere Crisipo que se indignó uno contra otro porque le llamó carnero marino. Y en el Senado vimos llorar a Fido Cornelio, yerno de Ovidio, porque Corvulo le llamó avestruz pelado: había tenido valor contra otras malas razones que le infamaban las costumbres y la vida, y con ésta es le cayeron feamente las lágrimas; tan grande es la flaqueza del ánimo en apartándose de la razón. ¿Qué diremos de que nos damos por ofendidos si alguno remeda nuestra habla y nuestros pasos o si declara algún vicio nuestro en la lengua o en el cuerpo? Como si estos defectos se manifestaran más con remedarlos otros, que con tenerlos nosotros. Muchos oyen con sentimiento la vejez y las canas a que llegaron con deseos; otros se ofendieron de que les notaron su pobreza, escondiéndola de los otros cuando entre sí se lamentan de ella. Según lo cual, a los licenciosos que con decir pesadumbres tratan de hacerse graciosos, se les quitará la materia si tú, voluntaria y anticipadamente, te adelantares a decirte lo que ellos te podrán decir: porque el que comienza a reírse de sí, no da lugar a que otros lo hagan. Hay memoria de que Vatinio, hombre nacido para risa y aborrecimiento, fue un truhán, donairoso y decidor, y solía él decir mucho mal de sus pies, y de su garganta llena de lamparones, con lo cual se libró de la fisga de sus émulos, aunque tenía más que enfermedades; y entre otros, se escapó de los donaires de Cicerón. Si aquél con la desvergüenza, y con los continuos oprobios con que se habituó a no avergonzarse, pudo conseguirlo, ¿por qué no lo ha de alcanzar el que con estudios nobles y con el adorno de la sabiduría hubiere llegado a alguna perfección? Añade que es un cierto género de venganza quitar al que quiso hacer la injuria el deleite de ella: suelen los que las hacen decir: «Desdichado de mí, pienso que no lo entendió»; porque el fruto de la injuria consiste en que se sienta y en la indignación del ofendido; y demás de esto, no hayas miedo que falte otro igual que te vengue.


Capítulo XVIII

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Entre los muchos vicios de que abundaba Cayo César, era admirablemente notado en ser insigne en picar a todos con alguna nota, siendo él materia tan dispuesta para la risa; porque era tal su pálida fealdad, que daba indicios de locura, teniendo los torcidos ojos escondidos debajo de la arrugada frente, con grande deformidad de una cabeza calva destituida de cabellos, y una cerviz llena de cerdas, las piernas muy flacas, con mala hechura de pies; y con todas estas faltas sería proceder en infinito si quisiese contar las cosas en que fue desvergonzado para sus padres y abuelos y para todos estados; referiré sólo lo que fue causa de su muerte. Tenía por íntimo amigo a Asiático Valerio, varón feroz y que apenas sabía sufrir ajenos agravios. A éste, pues, le objetó en alta voz en un convite y una conversación pública, cuál era su mujer en el acto venéreo. ¡Oh, santos dioses, que esto oiga un varón! ¡Y que esto sepa un príncipe! ¡Y que llegase su licencia a tanto, que no digo a un varón consular, no a un amigo, sino a cualquier marido, se atreviese un príncipe a contar su adulterio y su fastidio! De Querea, tribuno de los soldados, se decía que por ser el tono de la voz lánguido y débil, se hacía sospechoso: a éste, siempre que pedía el nombre, se le daba Cayo, unas veces el de Venus, y otras el de Príapo, notando de afeminado al que manejaba las armas. Y esto lo decía andando él cargado de galas y joyas, así en los vestidos como en el calzado. Forzóle con esto a disponer con el hierro el no llegar más a pedirle el nombre. Éste fue el primero que levantó la mano entre los conjurados; él le derribó de un golpe la media cerviz, y luego llegaron infinitas espadas a vengar las públicas y particulares injurias; pero el que primero mostró ser varón, fue el que no se lo parecía. Y siendo Cayo tan amigo de decir injurias, era impaciente en sufrirlas, juzgándolo todo por injuria. Enojóse con Herenio Macro, porque saludándolo le llamó solamente Cayo. Y no se quedó sin castigo un soldado aventajado porque le llamó Calígula: siendo éste el nombre que se le solía llamar, por haber nacido en los ejércitos y ser alumno en las legiones. Y él, que con este apellido se había hecho familiar a los soldados, puesto ya en los coturnos de la grandeza, juzgaba por oprobio y afrenta que le llamasen Calígula. Seános, pues, de consuelo cuando nuestra mansedumbre dejare la venganza, que no faltará quien castigue al desvergonzado, soberbio e injurioso: vicios que no se ejercitan en solo uno ni en sola una afrenta. Pongamos los ojos en los ejemplos de aquellos cuya paciencia alabamos, como fue Sócrates, que tomó en buena parte los dicterios contra él esperados y publicados en las comedias: y se rió de ellos, no menos que cuando su mujer Xantipa le roció con agua sucia, e Iphicrates cuando se le objetó que su madre Tresa era bárbara respondió que también la madre de los dioses era de Frigia.


Capítulo XIX

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No hemos de venir a las manos, lejos hemos de sacar los pies, despreciando todo aquello que los imprudentes hacen, porque tales cosas no las pueden hacer sino los que lo son. Hemos de recibir con indiferencia los honores y las afrentas del vulgo, sin alegrarnos con aquéllos ni entristecernos con éstas: porque de esta suerte dejaremos de hacer muchas cosas necesarias por el temor o fastidio de las injurias, y no acudiremos a los públicos o particulares ministerios y tal vez a los importantes a la salud, mientras nos congoja un afeminado temor de oír algo contra nuestro ánimo. Y otras veces, estando airados contra los poderosos, descubriremos este afecto con destemplada desenvoltura. Y si pensamos que es libertad el no padecer algo, estamos engañados, que antes lo es el oponer el ánimo a las injurias, y hacerse tal que espere de sí solo las cosas dignas de gozo, apartando las exteriores por no pasar vida inquieta, temiendo la fisga y las lenguas de todos. Porque ¿cuál persona hay que no pueda hacer una afrenta, si la puede hacer cada uno? Pero el sabio y el amador de la sabiduría usaran de diferentes remedios. A los imperfectos, y que todavía se encaminan a los tribunales públicos, se les debe proponer que su vida ha de ser siempre entre injurias y afrentas; los que las han esperado, todas las cosas les parecen más tolerables. Cuanto más aventajado es uno en nobleza, en fama y en hacienda, tanto con mayor valor se ha de mostrar, trayendo a la memoria que las más esforzadas legiones toman la avanguardia. Las afrentas, las malas palabras, las ignominias y los demás denuestos súfralos como vocería de los enemigos, y como armas y piedras remotas, que sin hacer herida hacen estruendo cerca de los morriones; súfrelas sin mostrar flaqueza y sin perder el puesto, las unas como heridas dadas en las armas y las otras en el pecho; y aunque te aprieten, y con molesta violencia te compelan, es torpeza el rendirte: defiende, pues, el puesto que te señaló la naturaleza. Y si me preguntas qué puesto es éste, te responderé que el de varón. El sabio tiene otro socorro diverso del vuestro, porque vosotros estáis en la pelea, y para él está ya ganada la victoria; no hagáis repugnancia a vuestro bien, y mientras llegáis al que es verdadero, alentad en vuestros ánimos esta esperanza, y recibid con gusto lo que es mejor, y confesad con opinión y con deseos el decir que en la república del linaje humano hay alguno invencible y en quien no tiene imperio la fortuna.