Este documento discute cómo la Iglesia se presenta a la experiencia humana para ser verificada como la presencia continua de Cristo en el mundo. La Iglesia apunta a la capacidad humana de experiencia elemental y promete cumplir plenamente las aspiraciones humanas. Para juzgar la pretensión de la Iglesia, se debe involucrarse en su vida auténtica y observar los frutos de su presencia, como la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad.
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Este documento discute cómo la Iglesia se presenta a la experiencia humana para ser verificada como la presencia continua de Cristo en el mundo. La Iglesia apunta a la capacidad humana de experiencia elemental y promete cumplir plenamente las aspiraciones humanas. Para juzgar la pretensión de la Iglesia, se debe involucrarse en su vida auténtica y observar los frutos de su presencia, como la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad.
Título original
4 PARTE LUGAR DE LA VERIFICACION La experiencia humana (1)
Este documento discute cómo la Iglesia se presenta a la experiencia humana para ser verificada como la presencia continua de Cristo en el mundo. La Iglesia apunta a la capacidad humana de experiencia elemental y promete cumplir plenamente las aspiraciones humanas. Para juzgar la pretensión de la Iglesia, se debe involucrarse en su vida auténtica y observar los frutos de su presencia, como la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad.
Este documento discute cómo la Iglesia se presenta a la experiencia humana para ser verificada como la presencia continua de Cristo en el mundo. La Iglesia apunta a la capacidad humana de experiencia elemental y promete cumplir plenamente las aspiraciones humanas. Para juzgar la pretensión de la Iglesia, se debe involucrarse en su vida auténtica y observar los frutos de su presencia, como la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad.
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4° PARTE
LA VERIFICACIÓN DE LA PRESENCIA Mg: Díaz López Víctor L.
DE LO DIVINO EN LA VIDA DE LA IGLESIA EL LUGAR DE LA VERIFICACIÓN: LA EXPERIENCIA HUMANA Después de haber mostrado en qué consiste el sentido religioso del hombre, sus perennes dimensiones estructurales y sus posibles declinaciones, nos encontramos con el hecho histórico de Cristo, el anuncio increíble de que Dios se ha hecho hombre, que se alzó en la historia de una humanidad atravesada por el ansia de la revelación de lo divino. Toca preguntarnos: ¿cómo podemos acercarnos a semejante hecho dos mil años después, de manera que resulte adecuada para fundamentar una decisión de naturaleza tan seria? Es el anuncio cristiano que señala el rostro histórico de la Iglesia como fenómeno, como pueblo de Dios que es desde el punto de vista social y cuerpo de Cristo desde el punto de vista profundo, ontológico. En un segundo momento hemos visto —aunque de modo sintético— los términos del tipo de conciencia de sí mismo que ha adquirido este fenómeno nuevo. Es perfectamente consciente de ser una realidad humana, y por lo tanto nada sorprendido ni escandalizado por los defectos que siempre, y por definición, pueden encontrarse dentro de ella. Al final de nuestro recorrido, se nos plantea la pregunta: todo esto, la amplitud y la perentoriedad de esta pretensión, ¿responde a la verdad? El fenómeno de la Iglesia está identificado inconfundiblemente; ¿es verdadero o no? La Iglesia, ¿es verdaderamente la prolongación de Cristo en el espacio y el tiempo? ¿Es el lugar y el signo de su presencia? ¿Es el acontecer continuo de que el Hombre-Dios esté ya inevitablemente presente en el mundo hasta el final? 1. LO QUE LA IGLESIA RECLAMA COMO FACTOR JUZGANTE
La Iglesia, prosiguiendo lo que hacía Jesús en su existencia terrena, se dirige a
nuestra humanidad tal como ésta es. La Iglesia, como Jesús, se dirige a esa capacidad del hombre que hemos llamado experiencia elemental al tratar de los componentes esenciales del sentido religioso. La propuesta de la Iglesia quiere entrar en el drama de la confrontación universal a la que se ve lanzado el hombre cuando compara cualquier elemento de la realidad con esa experiencia elemental que constituye su corazón. La respuesta que contiene el mensaje a las exigencias del corazón del hombre, imprevisiblemente, será sin comparación más grande y más verdadera que el resultado de cualquier otra hipótesis. 2. UN CRITERIO DE JUICIO QUE SE UTILIZA EN SU MÁXIMA EXPRESIÓN
El criterio de la verificación experimental al que la Iglesia quiere someterse no es solamente
el de la experiencia original, lo menos adulterada posible por falsas exigencias inducidas por el contexto social; la Iglesia repite con Jesús que puede ser reconocida y resultar creíble simplemente a causa de su correspondencia con las exigencias elementales del hombre en su expresión más auténtica. Es lo que Jesús entendía con la frase, ya citada anteriormente, en la que promete a sus discípulos «el ciento por uno» en esta tierra. Por lo tanto, es como si la Iglesia le dijera también al hombre: «Conmigo obtendrás una experiencia de plenitud de vida que no encontrarás en ninguna otra parte». El mensaje de la Iglesia en la historia de la humanidad proclama que tiene como único interés cumplir plenamente el supremo anhelo del hombre. Sin pedirle que olvide ninguno de sus auténticos deseos, de sus exigencias primarias; más aún, prometiéndole un resultado muy superior a aquello de lo que su imaginación es capaz: el ciento por uno. «Dios —observa Tresmontant— no pidió a los profetas que creyeran, ni a los israelitas que creyeran cuanto les decían los profetas, sin discernimiento, sin crítica, simplemente por credulidad. Dios pidió a los profetas que le creyeran porque llevaba a cabo una demostración experimental de lo que decía, y no una demostración en un laboratorio reservado, sino a cielo abierto, ante los ojos de todos, en la historia. Esta demostración es lo que la Biblia llama signos. Dios da señales, signos. Y pide que se lean esos signos, que se interpreten y se comprendan. Dios no manda al pueblo que crea en cualquier profeta. Al contrario, ofrece una regla de discernimiento para distinguir al profeta falso del verdadero: aquel cuyas palabras se cumplen en la historia; éste es el verdadero profeta» Eso indica, que Iglesia que se remite a nuestra experiencia humana no es improvisado, ya que además promete, como hacía el Señor 3. LA DISPONIBILIDAD DEL CORAZÓN Para nosotros, como para quien hace dos mil años conoció a Jesús, para el fariseo o para el publicano Zaqueo, para la samaritana o para Simón el leproso, para quien le crucificó o quien lloró su muerte, para quien colgó el cartel con el motivo de su condena en la cruz, despreciándole, como para quien se preocupó por deponerle y meterle en un sepulcro adecuado, tanto para nosotros como para todos ellos, el problema de verificar esa pretensión enorme tiene que partir de un «encuentro», de algo físicamente presente. La Iglesia, no puede solo entregar libro o determinadas formulaciones de exégetas. Mas bien ella es vida y tiene que ofrecer vida. Necesa la disponibilidad. Las Confesiones de san Agustín: «Después vienen las palabras inmortales: ‘ya que tú nos has creado para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que encuentre reposo en ti’. La concepción agustiniana del hombre llega hasta el fondo en estas palabras. El hombre está puesto por el Creador en el ser real, autorizado a mantenerse en su centro y a proceder con sus pasos; pero su realidad es distinta de la de las demás criaturas. Estas están radicadas en su naturaleza, están basadas en sí mismas y vuelven sobre sí. La figura que describe su existencia es un círculo que se cierra sobre sí mismo. En cambio, la figura de la existencia humana es un arco lanzado más allá de lo que conoce; unas veces sobre lo que le sale al encuentro en el mundo, ante todo la otra persona, el tú; pero, en último análisis, sobre ese tú en el cual Dios mismo se ha puesto para el hombre [...] Esta es la ley de su existencia, que atestigua una inquietud profunda que no desaparece jamás; inquietud que puede ser malentendida, pero no eliminada. Cuando el hombre se da cuenta de ella se convierte en un tormento; pero cuando la acepta, le conduce a la calma esencial, es decir, a la plena realización de su ser» «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». El centro de esa actitud de aceptación, de esa pobreza de espíritu, es la mirada fija en lo que constituye el tesoro del hombre se reconozca humildemente con menor valor. «POR EL FRUTO SE CONOCE EL ÁRBOL» Puesto que la Iglesia es una vida, es necesario implicarse en ella para poderla juzgar. Es convivir con la vida de la Iglesia allí donde ésta se vive auténticamente, donde se vive en serio. Para esto canoniza la Iglesia a sus santos: para dar indicaciones de cómo, a través de los temperamentos más diversos y las circunstancias históricas y sociales más variadas, con las sensibilidades culturales más diferentes, es posible vivir en serio la propuesta cristiana. Por eso, Iglesia sugiera con su aprobación determinadas asociaciones, movimientos y lugares, no únicamente de culto sino también de encuentro, porque la convicción que debería animar a esos lugares de vida —si se viven en lo que son— puede hacer que se perciba lo que es una experiencia cristiana verdadera. Si verdaderamente la Iglesia es prolongación de Cristo en todas sus experiencias seriamente vividas, se deberá poder notar en ellos su eficacia característica. El evangelio nos recuerda, con las palabras de Jesús: «Si plantáis un árbol bueno, su fruto será bueno; pero si plantáis un árbol malo, su fruto será malo, porque por los frutos se conoce el árbol» Mt 12,33. «Por sus frutos los conoceréis. ¿Es que quizá se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Todo árbol bueno da buenos frutos y todo árbol malo da frutos malos; un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo frutos buenos» Mt 7,16-18. cuatro categorías de «frutos» de la presencia de Cristo en la vida de la Iglesia, a través de los cuales continúa Él su acción en la historia. Estas categorías son como las notas características de la Iglesia, las «señas de reconocimiento » de su valor divino. La Iglesia nos las recuerda en cada celebración eucarística cuando se recita el Credo, la profesión de fe que se estableció tanto en las liturgias orientales como occidentales a partir del siglo IV, tras los concilios de Nicea y de Constantinopla: «Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica» 1. Unidad: a) Unidad de la conciencia b) Unidad como explicación de la realidad c) Unidad en el planteamiento de la vida. 2. Santidad: a) El milagro b) El equilibrio c) La intensidad 3. Catolicidad 4. Apostolicidad 1. LA UNIDAD Cuando rezamos «Creo en la Iglesia una...», no estamos afirmando solamente nuestra fe en la única Iglesia católica. Expresamos también una dimensión fundamental, que se debe verificar en la experiencia de la Iglesia, porque es el mayor documento de lo que ésta nos permite vivir. La unidad es la primera característica que tiene lo vivo, y el dogma de Dios uno y trino nos introduce una vez más en eso que una vida conscientemente vivida no puede dejar de evocar. La tradición cristiana siempre ha recordado con solemnidad las palabras de Jesús que expresó en la última cena: Jn 17,21. «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que todos sean uno, para que el mundo crea que tú me has enviado»--- pero ya en la primera parte de la oración ya había dicho Jn17,11. «Guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno, como nosotros» a) Unidad de la conciencia.- es una actitud de unidad que lo valora todo, sin escandalizarse de nada. Es decir, la Iglesia puede estar segura de que no tiene que olvidar ni renegar de nada para mantener su coherencia. «Porque tanto ha amado Dios al mundo que le ha dado su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por él. La Iglesia está llamada a afirmar, y a demostrar, que el valor de un gesto reside en la medida que tenga de conexión con la totalidad. Y para esto necesitamos un claro criterio, tal como aparece en las palabras de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» Jn 14,6. b) Unidad como explicación de la realidad.- Dicha unidad de conciencia, al entrar en contacto con las cosas, con los hombres y los acontecimientos, tiende a comprenderlos orgánicamente, de un modo abierto a todas las posibilidades, adecuado a cualquier encuentro posible. En las palabras de Pablo «de Él, gracias a Él y para Él son todas las cosas» Rm 11,36. esta es la visión cristiana, su criterio de interpretación unitaria de lo real, que no es un principio intelectual sino una Persona. Esta personalidad verdadera, que participa de la divinidad. «Hijitos, no amemos de palabra y con la lengua, sino con hechos y de verdad. Por eso conoceremos que hemos nacido en la verdad y calmaremos ante él nuestro corazón, aunque éste nos reproche lo que sea. Porque Dios es más grande que nuestro corazón y lo conoce todo» 1 Jn 3,18-20. Con esa unidad de conciencia madura, se convierte en unidad para comprenderlo e incluirlo todo, constituye una actitud y un principio de cultura con la que resulta posible experimentar la novedad. Al hombre le educa esa unidad culturalmente válida, hasta alcanzar una verdadera madurez crítica, que expresa admirablemente Pablo en su carta a los Tesalonicenses: «Examinadlo todo y quedaos con lo que vale» La Iglesia está en condiciones de ofrecer, por consiguiente, una capacidad crítica que, por las raíces de las que brota, no puede hallarse en ninguna otra parte. Exige de por sí una apertura hacia todo, la capacidad de identificarse incluso con el que es hostil, el sentido del perdón y la conciencia de la victoria sobre la muerte. c) Unidad en el planteamiento de la vida.- La vida recibe su valor, en cada detalle mínimo, por la gracia que Dios otorga al hombre de ser colaborador de su presencia en la acción salvífica de su comunidad. Y así cualquier gesto adquiere una dimensión comunitaria: la acción es la manifestación, el fenómeno, de la personalidad; lo que mueve es su nexo profundo con la presencia de Cristo en el mundo. De modo que la comunidad se convierte así en fuente para la afirmación de la personalidad. Y la Iglesia atribuye valor propio —«mérito»— a la proporción que haya entre el gesto de la persona singular y la «gloria» de Cristo, es decir, el sentido del misterio comunitario que se vive como motivación. En la Iglesia, la liturgia, que, escribe Guardini, «es íntegramente realidad». Ella «abarca todo cuanto existe... Todos los contenidos y acontecimientos de la vida», por ello «es la creación redimida y orante» El trabajo es el intento que lleva a cabo el hombre de llenar de sí el tiempo y el espacio, con su proyecto, con sus ideas. Para el cristianismo el trabajo humano es un lento comienzo del dominio del hombre sobre las cosas, de un gobierno al que aspira realizando la imagen de Dios, «el Señor». Para la tradición cristiana, a partir de la ilusión de la autonomía del hombre (el pecado original), la realidad se tornó ambigua, y por lo tanto, se convirtió incluso en obstáculo para la expresión del Espíritu. Jesucristo es el instante de la historia en que la realidad cesa de ser ambigua y vuelve a convertirse de manera gloriosa en conducto hacia Dios. Jesucristo es el punto en el cual historia y universo recuperan su verdadero significado. El trabajo es un camino señalado todo él por esa manifestación de la presencia de Dios que la tradición de la Iglesia llama milagros. El milagro es un paradigma ideal para el esfuerzo del hombre en el trabajo: es una profecía del resultado final. Aquí noentendemos por milagro esa excepcionalidad que parece desafiar a las leyes de la naturaleza, sino una cotidianidad que hace que la ambigüedad de la naturaleza retorne con claridad a su finalidad. Entendemos por milagro la redención que comienza a desvelarseen un ámbito determinado. Si la Iglesia es verdaderamente Cristo presente, entonces, del mismo modo que Cristo fue reconocido por sus señales, también la Iglesia tiene que caracterizarse por esas mismas señales, los milagros. El milagro es un acontecimiento, una realidad que se mueve y que llama irresistiblemente al hombre creado hacia su Destino, hacia Cristo, el Dios vivo. 2. SANTIDAD La santidad cristiana está en las antípodas del modo que tienen de concebir la santidad todas las religiones, pues éstas la entienden como una separación de la normalidad cotidiana. En la Iglesia (en el cristianismo) nada es profano y todo es «sagrado», porque todo está en función de Cristo. De modo que la santidad no es una anormalidad: no es nada más que la realidad humana que se cumple según el designio que la ha creado. El santo es el hombre verdadero, un hombre verdadero porque se adhiere a Dios y, por tanto, al ideal para el que está hecho su corazón, del que está constituido su destino. Santo es, en el sentido más exacto de la palabra, el hombre que realiza su personalidad, lo que está llamado a ser, de forma más integral. La palabra santidad coincide en todo su sentido con la verdadera personalidad. La personalidad que camina conscientemente hacia su realización, la personalidad caracterizada por la santidad, está enteramente modelada por su claridad de conciencia de la verdad y por su uso de la libertad, esto es, por el gobierno de sí misma. «Los santos —dice Adrienne von Speyr— son la demostración de que el cristianismo es posible»18. El santo, por consiguiente, actualiza la presencia de Cristo en la Iglesia en cada momento, porque en el santo Él determina de manera transparente su obrar. El santo está presente por entero ante sí mismo: es dueño de sus gestos, porque los inserta en la objetividad del plan de Dios; gobierna coherentemente cada uno de sus actos, pues trata de adherirse lo más posible a la realidad última de las cosas. La santidad, esta señal de la vida divina que se dona a la Iglesia, puede captarse a través de tres rasgos que la caracterizan: el milagro, el equilibrio y la intensidad. a) El milagro Pag. 283 leer b) El equilibrio 284 El bien temporal como primicia del eterno. No hay conexión estructural más profundamente abarcadora ni equilibrio más sano que éste, que no vacía ni margina lo concreto; lo concreto del presente, hecho por el hic et nunc, en el que, en lo que de otro modo sería la banalidad efímera de este tiempo y de este espacio, florece la dimensión de lo eterno. Es la misma capacidad de abarcarlo todo que caracteriza el pensamiento cristiano en sus expresiones más geniales c) La intensidad 3. CATOLICIDAD Así fue desde el principio: ‘Yo soy de Pablo, y yo de Apolo, y yo de Cefas’; pero le fue prometido a la Iglesia que no tendría ningún señor en la tierra y que ‘reuniría en uno solo a los hijos de Dios dispersos por el mundo’. Su nombre habitual, que se escuchaba en la plaza del mercado y se pronunciaba en los palacios, el nombre que conocía incluso el recién llegado y que empleaban los edictos del Estado, era el de Iglesia católica» Newman, tratando sobre la Iglesia en el siglo IV y sus relaciones con las sectas y las herejías, indica el rasgo distintivo de la comunidad fundada por los apóstoles, rasgo distintivo con el que se encuentra designada desde el siglo II, ya que a medida que la Iglesia tomaba conciencia de su singularidad, experimentada desde sus orígenes, se aprestaba a expresarla con la preocupación constante de poner de manifiesto sus dimensiones esenciales. De Lubac: «Katholikós, en griego clásico era empleado por los filósofos para indicar una proposición universal; ahora bien, el universal es un singular, y no debe confundirse con una suma. La Iglesia no es católica por estar actualmente extendida en toda la superficie de la tierra y contar con un gran número de adeptos. Era ya católica la mañana de Pentecostés, cuando todos sus miembros cabían en una pequeña sala; lo era cuando las oleadas de los pueblos arrianos parecían sumergirla; lo sería todavía mañana aunque apostasías masivas le hicieran perder casi todos sus fieles. Esencialmente la catolicidad no es cuestión de geografía ni de cifras. Si bien es verdad que debe desplegarse necesariamente en el espacio y manifestarse a los ojos de todos, no es sin embargo de naturaleza material, sino espiritual. Como la santidad, la catolicidad es un principio intrínseco a la Iglesia. La Iglesia, en cada hombre, se dirige a todo el hombre, comprendiendo toda su naturaleza» De hecho el catolicismo declara que corresponde sencillamente a aquello a lo que el hombre está destinado. Daniélou observa lo siguiente, al tratar de la relación entre la Iglesia y las diferentes civilizaciones: «Ahora bien, siempre corremos el peligro de confundir la unidad con la uniformidad, de concebirla bajo forma de centralización en el plano de la organización, o de un modo común de expresión en lo que se refiere a las fórmulas teológicas. Pero la verdadera unidad es aquella que es al mismo tiempo catolicidad; la que en el interior de la unidad de la fe, de la unidad de la Iglesia, de la unidad del dogma, de la unidad de la Eucaristía, se expresa a través de las diversas mentalidades, culturas y civilizaciones» (J. Daniélou, El misterio de la historia, op. cit., pp. 61-62) Karl Adam— «Cristo vino al mundo como Redentor de toda la humanidad, su Cuerpo esencialmente tiende a incluir a toda la humanidad» Continúa Adam: «Este espíritu universalista, que tiene sus raíces en el mensaje de Jesús, lo tomó la Iglesia católica, y sólo ella, en toda su amplitud y profundidad. La Iglesia católica no es una comunidad más, una Iglesia entre muchas, ni tampoco una Iglesia entre los hombres, sino que es la Iglesia de los hombres, en una palabra, la Iglesia de la humanidad» (K. Adam, La esencia del catolicismo, op. cit., pp. 179-180, 183). La terminología y las categorías mentales hebreas fueron confrontadas enseguida con la cultura helenística. Los apologetas del siglo II, abriendo con gran coraje un diálogo con su entorno, expresan a través de sus obras el intento de establecer un «contacto entre el mensaje cristiano y el helenismo» La Congregación de Propaganda Fide, en 1622— ésta demuestra por las instrucciones que envía a los misioneros que ha captado la importancia de sus experiencias: impone el conocimiento de la lengua y la cultura del lugar al que se va a predicar y vivir, y recuerda con cuidado que los misioneros están donde están para proponer la fe y no para imponer una cultura particular. La catolicidad, como cualidad intrínseca de la Iglesia, debe ser una dimensión personal de todo cristiano aunque no esté llamado a una específica vocación misionera. 4. APOSTOLICIDAD La apostolicidad es la característica de la Iglesia que indica su capacidad para afrontar el tiempo de manera orgánicamente unitaria. Es su dimensión histórica: la Iglesia afirma que tiene una autoridad única para ser depositaria de la tradición de valores y realidades que deriva de los apóstoles. Al igual que Cristo quiso vincular su obra y su presencia en el mundo a los apóstoles, señalando a uno de ellos como punto de referencia autorizado, también la Iglesia está vinculada a los sucesores de Pedro y de los apóstoles, el papa y los obispos. Esta sucesión, que puede documentarse históricamente en el caso del obispo de Roma, es unitaria e ininterrumpida precisamente gracias a la acción de dicho obispo. Afirma Daniélou: «Ireneo puso de relieve el papel eminente de los apóstoles. Ellos son los intermediarios entre Cristo y la Iglesia, porque fue a ellos a quienes Cristo confió oficialmente su mensaje. Lo privilegiado no son, sin embargo, los tiempos apostólicos, ni la transmisión durante los tiempos apostólicos [...] Lo que él pone de relieve es que los apóstoles les transmitieron la doctrina del Señor a personas elegidas a propósito para esto. Se trata de una continuidad institucional dentro de la cual se conserva el depósito confiado. Cosa que subraya el hecho de que los apóstoles no confiaran solamente en las Escrituras para conservar su mensaje, sino también en personas vivas. Aparece así un nuevo aspecto de la tradición: transmitida por los apóstoles, la tradición se conserva como depósito mediante una cadena sucesoria» (J. Daniélou, Messaggio evangelico e cultura ellenistica, op. cit., pp. 173, 174). La Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos apóstoles gloriosísimos Pedro y Pablo [...] Pues con esta Iglesia, por razón de su origen más excelente, debe estar necesariamente de acuerdo toda Iglesia [...] en ella se ha conservado siempre para todos los hombres la Tradición que viene de los Apóstoles». Y concluye, tras haber ultimado su circunstanciada y meticulosa enumeración: «Siendo éstas, pues, las pruebas, no se debe buscar en otros la Verdad que es fácil recibir de la Iglesia, ya que los apóstoles amasaron de la manera más plena en ella, como un rico tesoro, todo lo que se refiere a la Verdad, a fin de que todo el que quiera pueda beber de ella la Vida». De modo que, aunque el origen de todas las Iglesias se remonte a un apóstol, la única sucesión que puede documentarse es la del obispo de Roma. El valor de semejante sucesión apostólica está en el carácter milagroso que confiere al mismo fenómeno de la Iglesia. La resistencia constructiva en el tiempo de esas expresiones ideales y estructuras de experiencia y de organización que parecerían (como normalmente lo son) esencialmente contingentes es precisamente, para la dimensión histórica de la Iglesia, el milagro más grande de todos. Este es el milagro que Constituye la forma con que han entrado en el tejido de la historia aquellas palabras de Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si uno guarda mi palabra jamás conocerá la muerte». Son las palabras que escandalizaron a los fariseos que estaban discutiendo con Jesús, palabras a causa de las cuales le tacharon de estar endemoniado. Giussani concluyendo …Lo que me apremia es recordar que la categoría de la unidad es el horizonte en el que se sitúan las demás categorías descritas: la santidad, energía realizadora de la unidad del yo dentro de la única Iglesia; la catolicidad, o sea, la universalidad, gracias a la cual todos los valores confluyen en un único horizonte de experiencia plena de lo humano; la apostolicidad, que coloca dentro de la aventura humana el origen de una nueva historia, una historia unitaria en su capacidad de experiencia permanente de acogida del Absoluto en el tiempo. Cada uno de estos rasgos distintivos abre de par en par la mente y el corazón para que apaguen su sed con todas las riquezas de lo auténticamente humano que hay en toda la humanidad, cuyo origen es uno, cuyo destino es uno, y cuyos diversos caminos están llamados a transitarse en compañía de ese Uno que ha querido convertirse en don humano para que no nos extraviemos. CAPÍTULO TERCERO ERES FUENTE VIVA DE ESPERANZA El cristianismo es el anuncio del acontecimiento de Cristo, de Dios que ha entrado en el mundo como hombre. El misterio ya no es «el incognoscible». En sentido cristiano, «misterio» es la fuente del ser, Dios, en cuanto se comunica y se vuelve experimentable a través de una realidad humana. La Iglesia es la continuidad del acontecimiento de la Encarnación en la historia, lo que permite al hombre de hoy estar en relación con Cristo. Pero no se puede hablar de la Iglesia sin mirar a la mujer de la que nació y nace continuamente, María, Madre de Cristo. La Virgen fue elegida para ser y crear la primera morada, el primer templo de Dios en el mundo, del Dios vivo y verdadero. Fue elegida para ser la primera casa de Dios, el primer contexto, el primer ámbito, el primer lugar en el que todo era de Dios, del Dios que venía a vivir entre nosotros. La experiencia de Giussani en Palestina donde leyó en una casa-gruta: Verbum caro hic factum est, el Verbo se hizo carne aquí, me quedé sobrecogido y como petrificado por la evidencia repentina del método de Dios, que ha tomado la nada, realmente la nada, para entrar en la historia. A través de la maternidad de la Virgen, Dios se ha hecho parte de la experiencia humana El fiat de María es abandono al Misterio, sella la justicia perfecta de una criatura frente a su Creador, el reconocimiento de una Presencia más grande que ella misma: esto es la fe. En María la fe se expresó con el fiat. El momento más impresionante de la lectura del relato de la Anunciación en el Evangelio es cuando el Ángel termina de hablar y la Virgen dice: «Sí, hágase en mí según tu palabra» Sal. 18,6. «Y el Ángel la dejó» Lc. 1.38. «Y el Ángel la dejó». La fe es precisamente esa fuerza llena de atención con la que el alma se adhiere al signo que Dios ha utilizado y permanece fiel a este signo, a pesar de todo. La grandeza del hombre está en la fe, en reconocer la gran Presencia dentro de una realidad humana. La fórmula más sintética y sugestiva que expresa la autoconciencia de la Iglesia como permanencia de Cristo en la historia es: Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam. Esta invocación afirma el método que Dios ha elegido y expresa el deseo arrollador de que coincidan la relación con Cristo, que es engendrado en el Espíritu, y la realidad, que es el seno de aquella mujer. Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam: lo que sucedió hace dos mil años se recompone y se repite en todas las relaciones que marcan la trama de la vida de los hombres y la trama que está dentro de la historia, es decir, la historia de Dios dentro de la historia del mundo.