C - La Conejita Marcela

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Esther Tusquets Guillén

En la pradera verde, a orillas del gran


río, vivía un pueblo de conejos. El río
bajaba muy frío y muy limpio de lo alto
de las montañas, y junto a él crecía tierna
y abundante la hierba. Había buena
hierba y buena agua para todos. De vez
en cuando aparecía un lobo o una zorra o
un águila rapaz y robaba a alguno de los

conejitos más pequeños. Pero esto pasaba muy pocas veces, y en


conjunto el pueblo de conejos llevaba una vida fácil y feliz.
Era un pueblo bien organizado. Había conejos blancos y conejos
negros. Los conejos blancos se casaban con conejas blancas y tenían
conejitos blancos. Los conejos negros se casaban con conejas negras
y tenían conejitos negrísimos. Siempre se había hecho así todos
sabían muy bien lo que tenían que hacer.
Los conejos blancos bebían en la parte
más alta del río y comían la hierba que
crecía a sus orillas. Los conejos negros
bebían en la parte baja del río y comían
la hierba que crecía allí, y el agua estaba
un poco sucia y la hierba marchita y menos jugosa, pero era de
todos modos una comida aceptable y casi siempre suficiente. Los
conejos blancos andaban muy erguidos y miraban derecho delante
de sí, y los conejos negros caminaban con la cabeza gacha y miraban
al suelo. De este modo resultaba que conejos blancos y conejos
negros no se miraban nunca a los ojos. Para los conejos negros los
conejos blancos eran poco más que una sombra misteriosa e
imponente, para los conejos blancos los conejos negros eran menos
que nada. Los ignoraban hasta tal punto que a menudo les daban un
pisotón, no se sabía si queriendo o sin querer, pero nunca pedían
disculpas, y los conejos negros no se enfadaban tampoco nunca por
nada.
Hasta que un día una coneja negra y
un conejo negro tuvieron una camada de
conejitos negros, y entre ellos una
conejita a la que dieron el nombre de
Marcela. Era muy bonita y, caso de haber
sido blanca, hubiera sido proclamada la
coneja más guapa del pueblo.

Pero en cuanto creció un poquito y abrió los ojos, resultó que en


lugar de mirar hacia el suelo, como todos los conejitos negros, tenía
un ojo –izquierdo- loco y descontrolado, que miraba hacia donde le
daba la gana, y casi siempre le daba la gana mirar hacia arriba. Esto
ponía muy incómodos a los conejos blancos y tenía muy
preocupados a los conejos negros, que terminaron por ponerle unas
gafas con un cristal ahumado (pero detrás del cristal el ojo loco
seguía mirando hacia arriba). De todo esto, claro, no tenía Marcela
la culpa, había nacido con n defecto en la
vista, como pudo nacer con un lunar en
el hocico.
Pero había algo peor. Cuando a la
conejita Marcela le dieron el primer
pisotón (y era todavía una bebé), la
conejita respondió con un mordisco. Esto
no se había visto nunca en el pueblo de

conejos. No le dieron excesiva importancia, porque era la primera


vez y porque Marcela era de verdad una coneja muy chica. Pero
hubo un segundo pisotón, y volvió a morder, y un tercer pisotón y
mordió otra vez. La conejita Marcela mordía cada vez que la
pisaban. Era algo que tampoco podía evitar, como no podía evitar
que se le desmandara el ojito izquierdo. Hubo que ponerle bozal.
Pero así, con las gafas de cristal ahumado y con el bozal, tenía un
aspecto de lo más extraño, y ponía incómodos y mal a los conejos
blancos y a los conejos negros. Era un
estorbo para todos la tal Marcela.
Y un buen día, como miraba con un
ojo hacia arriba y veía lo que no hubiera
debido ver, descubrió que en la parte alta
del río el agua estaba más limpia crecía la
hierba más tiernecita y brillante. Y
Marcela se fue corriendo de lugar hasta
quedar entre las familias de los conejos blancos. Entonces la
descubrieron y la empezaron a pisar, y ella venga a morder (durante
las comidas no llevaba bozal), y empezaron a pisarla también los
conejos negros, que no podían pisar casi nunca a nadie y cuando
tenían, como ahora, ocasión se ponían las botas.
Y la conejita Marcela tuvo que escaparse al bosque.
Ya en el bosque, tiró las gafas el bozal, se lavó bien en un charco
limpísimo de agua de lluvia y empezó a caminar.
Comía frutos de los árboles, bebía agua donde la
encontraba y se escondía con cuidado para que no la
descubrieran el lobo o la zorra.
Hasta que llegó a los linderos del bosque y vio una
llanura y un gran río. El río bajaba muy limpio y muy frío de
lo alto de la montaña y junto a él crecía la hierba verde y
abundante.
Un pueblo de conejos vivía allí, y había agua y hierba
para todos. Marcela vio que los conejos estaban bien
organizados. Había conejos blancos y conejos negros. Los
conejos negros ocupaban la parte más alta del río y comían
la mejor hierba.
Los conejos blancos estaban en la parte baja del río y el
agua estaba allí bastante sucia, y la hierba era menos
abundante y menos tierna. Los conejos negros llevaban la
cabeza muy erguida y miraban recto delante de sí.
Los conejos blancos mantenían la cabeza gacha y
miraban al suelo. De vez en cuando los conejos negros
daban a los conejos blancos un pisotón y los conejos
negros no se disculpaban y los conejos blancos no se
enfadaban por nada. Que extraño, se dijo Marcela, todo
es al revés que en mi país.
Entonces salió del bosque y se unió al pueblo de
conejos. Los blancos ni la vieron siquiera, con la vista fija
en el suelo, y los negros la miraron satisfechos y le
dieron la bienvenida. A pesar de todas sus andanzas,
seguía siendo una coneja muy bonita… lástima que uno
de los ojos –el derecho- se le desviara siempre hacia
abajo. El conejo oculista le puso unas gafas con uno de
los cristales pintado de negro (pero detrás del cristal, el
ojo seguía mirando al suelo).
Ahora la conejita bebía el agua más pura, comía l a
hierba más fresca, podía mirar derecho delante de sí, y
no la pisaba nadie. Hubiera podido casarse con un
apuesto conejo negro (erguido, recta la mirada,
comedor de la mejor hierba, bebedor de la mejor agua)
y tener muchas camadas de conejitos privilegiados y
felices. Y hubieran vivido todos en la parte alta del río.
Sólo que algo no marchaban bien. La conejita
Marcela miraba lo que no hubiera debido mirar y veía lo
que no hubiera debido ver. Y empezó a sentirse a
disgusto. Comía sin ganas, bebía con asco, se peleaba
cada vez más a menudo con los conejos negros, los
conejos de su misma piel. Y descubrió que en este país
todo ocurría al revés pero todo era lo mismo: unos
bebían el agua limpia y otros el agua sucia, unos comían
buen pasto y otros hierba reseca, unos pisaban y otros
eran pisados.
Todo igual. Y lo peor era que Marcela no conseguía
aprender a pisar. Se hacía a un lado cuando se cruzaba
con un conejo blanco, y hasta le pedía disculpas si
chocaba contra él sin querer. Y sabía que si no aprendía
a pisar, todo para ella estaría perdido: ya no podría
casarse con un conejo negro apuesto y feliz, tener
muchos conejitos negros y felices. De modo que
levantaba decidida una pata y se disponía a aplastarla
con fuerza sobre la pata de un conejo blanco cualquiera
que cruzara por allí, pero en aquel preciso instante su
ojo loco se desmandaba y miraba, y Marcela veía a un
pobre tipo de cabeza gacha y rabito tembloroso… y no
podía terminar el pisotón.
Hasta que un día, en que levantó una vez más
decidida la pata y no quería mirar pero sí miró, quedó
con la pata en el aire y la boca abierta de asombro,
abierta de par en par. Porque delante de ella había un
conejo blanco que la miraba con un ojo loco y estrábico,
que le enseñaba los dientes afilados y prontos a morder. Y
no era sólo que un conejo blanco se atreviera a enseñarle
los dientes (en este país donde los conejos negros era los
amos y señores) lo que la dejó boquiabierta. Era que el
conejo la miraba y ella le miraba y no podían ya dejar de
mirarse, y nunca antes se había mirado Marcela en los ojos
de nadie, y se sentía casi mareada de puro feliz. Y cuando
los otros conejos, que no entendían nada, sólo veían que
un conejo blanco se atrevía a enseñarle los dientes a una
conejita negra, lo rodearon y gritaron y la emprendieron
contra el conejo a mordiscos y patadas, Marcela se puso a
su lado.
Y juntos mordieron y patearon, juntos fueron mordidos y
pateados, juntos escaparon al bosque y se escondieron
entre los árboles.
Y Marcela estaba magullada y sucia, pero muy contenta,
porque había encontrado por fin en el amplio mundo a
alguien que era como ella. Y se dijo. “Eres igual que yo. Soy
como tú, ¿sabes?” Y el conejo, que se llamaba Federico y
era muy listo, le dijo que sí. Y entonces Marcela le propuso
como en los cuentos: “Conejo, conejito, ¿te quieres casar
conmigo?” Y Federico dijo también que sí.
Y se la llevó lejos lejos, junto a un río grande, que bajaba
frío y limpio de las montañas, la llevó a un valle verde
donde crecía abundante la hierba, y donde no había
ningún otro conejo. Sólo ellos dos. Por lo menos al
principio. Porque luego tuvieron conejitos y conejitas, los
suficientes para formar un nuevo pueblo de conejos. Y
como la coneja Marcela y el conejo Federico los hacían con
mucho cuidado, los conejitos nacieron todos más o menos
grises, con una orejita blanca o el rabito negro quizás,
y unos ojos desmandados que miraban cada uno por su lado a
cualquier parte, y no sintieron nunca ganas de pisar a nadie (o si
las sintieron tuvieron que aguantarse o arriesgarse a ser a su vez
mordidos o pisados), y bebieron por riguroso turno las aguas más o
menos limpias, comieron por igual las hierbas más o menos
tiernas, y anduvieron siempre con la cabeza erguida, y fueron, casi
siempre felices.

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