Leonardo Leon RECLUTAS FORZADOS Y DESERTORES DE LA PATRIA.docx
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ABSTRACT
En fin, en este trabajo sobre la conflictiva relación entre la elite y el bajo pueblo
durante la Patria Vieja, argumentaremos que las levas peonales fueron de
naturaleza forzada, transformando el servicio militar en un nuevo sistema de
disciplinamiento que aceleró la alienación de las clases populares, estimuló su
deserción y provocó su migración hacia las tierras libres del Norte Chico, la
Araucanía o las Pampas transandinas. Planteamos que, más que resolver un
problema, la revolución iniciada en 1810 hizo público un proceso histórico que
hasta allí había permanecido más o menos oculto -la cruda oposición de intereses
de la elite y de los plebeyos- exacerbando una crisis social de enormes
proporciones. Más grave aún, la deserción dejó de ser un acto individual para
transformarse en una respuesta colectiva del mundo popular a las presiones del
patriciado, lo que tuvo profundas implicancias en la posterior construcción del
Estado republicano8. Los desertores de la patria, estigmatizados por las
autoridades y siempre dispuestos a explotar las debilidades del sistema estatal se
transformaron, a partir de esos años, en los progenitores históricos del bandido,
del gaucho, del huaso maulino y del roto chileno. En otras palabras, los hombres
más activos y rebeldes del bajo pueblo, aquellos que desde 1810 rehusaron
someterse y desertaron de los ejércitos combatientes, pasaron a ser los
principales actores de una insospechada tragedia que llegó a ser la contrapartida
de la historia patria.
El quiebre del orden constitucional que se produjo a partir de 1810 no motivó a las
grandes mayorías nacionales a sumarse a la gesta emancipadora, simplemente
porque el reemplazo de las viejas normativas no transformó en nada la actitud
antipopular de la elite. Por el contrario, cada paso que dieron los patricios de la
época fue dirigido a resguardarse de un inesperado ataque popular. Así, al
fundamentar los motivos que tuvieron para derrocar al gobierno de Antonio García
Carrasco, los concejales del Cabildo santiaguino se refirieron a las acciones de
"un vil mulato [que] salió proponiendo libertad a los esclavos, como sostuviesen al
presidente..."9 En el mismo Acuerdo, los ediles daban cuenta de los temores que
les mantenían en vilo: "ya que se armaba la plebe para que saquease la capital; ya
que aparecían escuadrones de gentes de las campañas". ¿De dónde provenía
este nefasto concepto de la gente pobre? Sin duda que la respuesta a esta
pregunta escapa de los marcos de este trabajo, pero no se puede ignorar que el
trasfondo del proceso histórico que tuvo lugar durante ese período fue teñido por
el terror que inspiraban a los patricios la inmensa masa de hombres y mujeres de
piel cobriza que desde el anonimato hacían sentir su presencia en la escena
nacional. Por su parte, los plebeyos siguieron las banderas que levantaron las
autoridades, sin importarles demasiado si eran republicanas o monarquistas,
porque para ellos era muchos más efectiva la fuerza del fusil, la atracción de la
aventura o el afán por obtener un botín. Militarmente, sin embargo, su
participación en uno u otro ejército, fue decisiva. Juan Mackenna, el prestigiado
militar irlandés que prestó servicios en el ejército patriota durante esta época,
escribió con crudeza cuando se refirió al exitoso avance de los españoles
comandados por Gaínza en 1813: "Verificose la invasión, y se vió con asombro e
indignación un puñado de chilotes y valdivianos apoderarse, sin cuasi tirar un tiro,
de todo el reino hasta la orilla del Maule". Desde el sur, el bajo pueblo fronterizo
marchó bajo los estandartes monarquista, a diferencia de los peones de Chile
central que fueron reclutados forzadamente. En lo que sí coincidían los
comandantes de ambos bandos fue en considerar el enrolamiento del peonaje
como un asunto natural, sin apreciar la naturaleza de los hombres que se
encargaron de llevar a los campos de Marte. "Estos cuerpos", observó el
comandante realista Antonio de Quintanilla al describir los contingentes de
milicianos que se sumaron a las tropas de Pareja cuando se dirigía hacia
Santiago, "sin disciplina, instrucción y sin más armas que unas lanzas de coligües,
aunque con buenos caballos, más servían de confusión y desorden que de
utilidad"10.
El inesperado giro que asumió la guerra una vez que los realistas decidieron
reconquistar sus perdidas posesiones, enajenó aún más la participación de las
clases populares, especialmente cuando los peones se vieron forzados a disparar
sus armas contra sus propios hermanos. La virtual guerra civil producía espanto,
divisiones y anarquía. A ello se sumó el creciente caos político que provocó la
ruptura entre diferentes fracciones de la elite y su innata tendencia a debatir los
más afiebrados proyectos políticos, proyectando una imagen de desconcierto y
falta de autoridad. "Todos se creían gobernantes", escribió con amargura Manuel
José Gandarillas algunos años más tarde, "y ninguno quería ser gobernado"11. No
sin razón, un testigo realista de la época describió a los líderes de la insurrección
patriota como "mandones e ilusos"12. De igual forma, el virrey Abascal denunció en
abril de 1813 a los jefes patriotas como un grupo reducido de "egoistas que
abrigando ambiciosos planes de mando, encendían en su patria las rivalidades y
partidos, llevándola a la ruina y desolación..."13. Al capturar la ciudad de Santiago,
el 5 de octubre de 1814, las autoridades monarquistas continuaron
desprestigiando a los líderes de la emancipación, a quienes describieron con los
epítetos de "almas inquietas, ambiciosas o alucinadas... quiméricos... monstruos
de iniquidad... ambiciosos y tumultuarios"14.
¿Por qué el bajo pueblo chileno decidió marginarse del enfrentamiento que dividía
a la aristocracia? Diversos autores coinciden en describir la ausencia de reformas
sociales, políticas o económicas que modificaran las condiciones de vida del bajo
pueblo durante la administración borbona. Por el contrario, como han demostrado
investigaciones recientes, la modalidad del trabajo forzado a ración y sin
sueldo fue mucho más que un símbolo de los nuevos aires autoritarios que
soplaban en los pasillos del gobierno imperial: en medio de un riguroso proceso de
persecución, vigilancia y castigo, los pobres de la ciudad y la campaña conocieron,
a partir de 1750, el celo persecutorio de los jueces de campos y de los Alcaldes de
Barrio17. "La estructura social", escribió John Lynch, "estaba construida en torno a
la tierra, poseída por una minoría afortunada y trabajada por una masa de
miserables"18. La revolución de 1810 tampoco representó ningún gran cambio. La
abolición de la esclavitud, la eliminación del sistema de castas y la instauración de
un régimen formal de igualdad ante la Ley, no significaron mucho para la gran
mayoría de los chilenos, porque no extinguieron los mecanismos estructurales que
habían gestado la miseria y que obligaba a la mayor parte de la población a vivir
como gañanes, afuerinos y temporeros19. Para el bajo pueblo, la ruptura iniciada
por la elite solamente significó un cambio en la administración del país y una
consolidación de los mecanismos de exclusión que se habían perfeccionado en
las pasadas décadas. A nivel local, en el microscópico mundo de estancias y
villas, los terratenientes continuaron ejerciendo ferréamente la autoridad, sin
permitir que la revolución política transformara de manera alguna el antiguo
modelo señorial. Tampoco permitieron que prosperara un espíritu de reforma
social, si bien se alzaron voces tímidas que denunciaron las lacras de la
dominación colonial demandando más justicia y equidad en el trato que se daba a
los grupos populares. "La pobreza extrema, la despoblación asombrosa, los vicios,
la prostitución, la ignorancia y todos los males que son efecto necesario del
abandono de tres siglos", afirmó Manuel de Salas en su conocido Oficio de la
Diputación del Hospicio, "hacen a este fértil y dilatado país la lúgubre habitación
de cuatrocientas mil personas, de las que dos tercios carecen de hogar, doctrina y
ocupación..."20 Arruinados, sudando sangre, extenuados, miserables y
desarraigados, los labradores, artesanos, mineros y jornaleros se enfrascaban en
los vicios más infames para soportar una "existencia insufrible". "Levantad el grito
para que sepan que estáis vivos", argumentaba por su parte el fraile Antonio
Orihuela en 1811, en una confusa proclama dirigida a los penquistas, "y que tenéis
un alma racional que os distingue de los brutos, con quienes os igualan..."21
Sin embargo, sería un error afirmar que todos los chilenos dieron vueltas sus
espaldas a la nueva patria. En ese sentido se puede citar el decreto emitido por
José Miguel Carrera, a fines de noviembre de 1812, para poner coto al entusiasmo
que mostraban por la causa nacional "varios jóvenes de inmoderado
patriotismo"26. Incluso, de tierras lejanas, decenas de hombres acudieron en esos
años a luchar por la causa patriota. Describiendo el exitoso asalto cometido en
Yerbas Buenas, el mismo Carrera manifestaba que las fuerzas nacionales habían
sido lideradas por Santiago Bueras, Manuel Rencoret y el americano Enrique
Eyros, "que sirve de aventurero del ejército"27. Gregorio Las Heras y Ramón
Balcarce, oriundos de la Argentina, comandaron por su parte heroicos batallones
de bonaerenses y cuyanos que acudieron en solidaridad con los revolucionarios
chilenos. No obstante estos esfuerzos, y sin desconocer el celo y entusiasmo de
miles de soldados, se puede afirmar que desde un primer momento el país nació
dividido entre aquellos que miraban indiferentes estos acontecimientos y los que
atascaron las secretarías solicitando incorporarse al ejército cuando se anunció
la formación del primer cuerpo de veteranos nacionales. Como señala el relato
que se da en autoría a OHiggins, "el deseo de charreteras y los sueldos, y el
darle destino a algunos ineptos y ociosos, era todo el fin que se proponían los
aspirantes y los que por ellos se empeñaban"28. Refiriéndose en particular al caso
de Juan José Carrera, uno de los oficiales más controvertidos de la época, el autor
que vamos citando señaló que era "un jóven vago, inepto y acostumbrado a la vida
licenciosa y holgazana..." Y luego agregaba: "Se entabló la recluta de soldados
recogiendo los criminales de las cárceles, y vaciando los presidios, sin
consideración a que en estos primeros hombres, se iba a depositar la confianza
pública, y el sosten del órden..." En el caso del sargento mayor del regimiento de
Granaderos Enrique Campino, el comandante en jefe OHiggins escribió en abril
de 1814: "es vano, orgulloso, ignorante, revolucionario ambicioso tiene toda la
calidad mala para el empleo que obtiene, es demasiado de vicios indecibles..."29
Para los miembros de la elite, que comandaba gran parte de la economía, del
comercio y de la propiedad territorial, era un hecho casi natural que sus hijos
ejercieran el mando durante el período de convulsiones que siguió a 1810. Del
mismo modo, y por las mismas razones, los nuevos jefes no se vieron obligados a
distinguir entre los antiguos peones e inquilinos y el nuevo pueblo uniformado:
para ellos, los pobres debían seguir sus órdenes y perder sus vidas, si era
necesario, en los campos de batalla. Por eso mismo, la tarea de engrosar las filas
de los regimientos era para el peonaje no más que eso: una tarea, nunca la
defensa de un principio ni de una concepción doctrinaria. Reaparecía en el ejército
la vieja relación de patrones y dependientes bajo la nueva nomenclatura de
oficiales y soldados. Todo esto porque el principal objetivo de la elite revolucionaria
no consistía en modificar las condiciones de vida de los de abajo, sino triunfar
sobre sus enemigos monarquistas, extirpar sus instituciones y perseguir con brutal
encono a todos los que disintieran de la nueva política oficial. ¿Cómo evaluó estos
cambios el resto de la comunidad? ¿Hasta qué punto la arrogancia del patriciado
alienó a la sociedad civil, haciendo imposible la victoria revolucionaria? Es díficil
contestar estas preguntas sin relevar miles de documentos que han sido hasta
aquí ignorados -entre otros, las causas judiciales, los informes de doctrineros,
además de cartas privadas y testimonios orales que han perdurado en el tiempo-,
pero lo que no está en duda es el hábil manejo que hicieron los realistas de esta
suma de errores que cometió la elite chilena. En su proclama a los habitantes de
Santiago de abril de 1813, el virrey Abascal ironizaba sobre el destino final que
habían tenido en dos años "la independencia y libertad a que aspirabais a la
discreción y capricho de dos jóvenes, cuya arbitrariedad y licencia abominaba
mucho tiempo antes vuestra religiosidad y pundonor". Carrera y OHiggins,
supuestamente aludidos por el virrey en su comunicación, no eran ajenos a este
concepto tan peculiar de la autoridad y el poder que detentaron en esos días: "En
manos de Ud. y mías", escribió Carrera cuando las dos facciones del ejército
patriota se enfrentaban al sur de Santiago mientras Osorio avanzaba para
conquistar la capital, "está la salvación y destrucción de un millón de habitantes..."
Tampoco desconocían los patriotas la completa enajenación que se había creado
con el resto del pueblo. José Antonio Irisarri, uno de los más destacados
miembros del liderazgo revolucionario, escribió sin tapujos en 1813: "Lo que no os
podré menos de decir es que la voz del pueblo no es la voz de cuatro tertulianos
que proyectan divertir sus pasiones con una escena de revolución"30.
Durante aquellos años, ser soldado de la Patria significaba para los peones dejar
atrás el anonimato que les caracterizó durante más de dos siglos. Por ese mismo
motivo, y como un medio de incentivar un sentimiento de apego a las nuevas
instituciones, una de las primeras medidas adoptadas por el gobierno
independiente consistió en introducir banderas, uniformes y emblemas que
generaran un lazo de identidad entre los reclutas y sus respectivos regimientos.
Sin embargo, la falta de recursos redundó en un continuo incumplimiento de estas
reglamentaciones. "No es ya tolerable el abuso que se ha hecho hasta hoy del
reglamento de uniformes y divisas", puntualizó Carrera en un decreto de
septiembre de 1814, notando que "la falta a su cumplimiento ocasiona una
confusión y desarreglo perjudicial a todas sus clases..."34 De allí en adelante, los
sargentos y cabos que no cumplieran con la obligación de vestir sus atavíos serían
rebajados al grado de soldado raso y estos, de ser sorprendidos sin sus
respectivos trajes, serían expulsados del ejército. No obstante, la realidad era
bastante distinta, pues a la cabeza de los bandos combatientes surgían ejércitos
improvisados, sin oficiales preparados ni con la suficiente disciplina que permitiera
mantener cohesionadas sus fuerzas. La anarquía institucional, de otra parte,
mermaba la capacidad logística y el poder militar de los patriotas. "El ejército
desnudo, las armas en muy mal estado, sin plata, víveres, ni auxilios", escribió un
oficial de las fuerzas comandadas por OHiggins en los críticos meses de marzo y
abril de 1814, "escasos del todo y la tierra que pisábamos enemiga, porque la
poseía el godo. Así fue que nos habilitamos con las bayonetas, marchábamos con
cuanto pillábamos y se amansaban yeguas, potros y hasta burros para montar la
tropa"35.
Después de las batallas de Yerbas Buenas y San Carlos, cuando la guerra entró
en una fase decisiva, la lucha adquirió un nuevo nivel de violencia. De acuerdo al
hispanista Mariano Torrente, desde mediados de 1813 se inició una era "en que
sufrieron mayores desastres aquellos pueblos desgraciados. Ambos ejércitos los
recorrían en requisición de dineros, víveres, gentes y caballos; ocurrió más de una
vez que en el mismo día fuese un pueblo apremiado por las tropas de ambos
partidos". Sin embargo, las tropelías y abusos que cometían ambos bandos contra
la población civil eran anteriores y de más larga data. Describiendo las acciones
realizadas por Carrera para contener en 1811 la formación del gobierno autónomo
de Concepción encabezado por Rozas y OHiggins, un testigo manifestaba que
"los excesos que estas tropas cometieron en los pueblos del tránsito, jamás se
olvidarán de la memoria de sus habitantes... baste solo saberse que al soldado se
le daba por órden que podía llevar a su campamento y rancho la concubina que
gustase..."53 Más adelante, al relatar el paso de más de 1.200 granaderos hacia el
sur, el mismo testigo describía "los perjuicios graves que recibieron los pueblos de
ambas provincias y los hombres agricultores, con la erogación de auxilios injentes
sin arreglo alguno, y la cesación del trabajo de los campos por el acuartelamiento
de los milicianos..." Bajo el dominio de los hermanos Carrera, señalaba el mismo
autor, la villa de Talca se transformó en "un laberinto inentendible de desórdenes y
vicios..."54 En Concepción, se acusó a las fuerzas capitalinas de saquear la ciudad
y entregarse a toda suerte de "brutalidad, haciendo víctimas de sus deseos a las
infelices mujeres que, incautas, confiaron en la lenidad y promesas amistosas del
ejército". El fraile Melchor Martínez, en su encendido texto contra la causa
revolucionaria, relató con pormenores el cuadro de "crueldades, saqueos y ruinas
de todos los lugares de la provincia de Concepción que caían en poder del ejército
insurjente, cuyas tumultuarias tropas, su mayor parte [integrada] de los
facinerosos que residían en las cárceles..."55 Advertido de los negativos efectos
que tendrían estas acciones sobre el resto de la población, los asesores del
general Carrera le aconsejaron que cambiara el saqueo por el pago de un sueldo
extraordinario a las tropas pues, "atemorizados los hombres [de Concepción] con
estos sucesos estraordinarios, detestarían el sistema, se separarían de auxiliar a
su ejército, le aumentarían los recursos al enemigo..." Poco tiempo después,
cuando Carrera fue destituido del mando, el mismo autor manifestó que los
pueblos de la frontera estaban "exasperados, y reducida Concepción a una
Babilonia..." El brigadier Juan Mackenna, de reconocida antipatía hacia los
hermanos Carrera, observó que hasta el nombre del gobierno patriota llegó a ser
odioso entre los habitantes del país durante esos días, "aún entre los inocentes
habitantes de la campaña, por el robo que se hizo de sus caballos, verificado por
saqueadores sacados para el intento de la cárcel"56. Según Mackenna, al entorno
de Carrera se unió un salteador de conocida fama, llamado por sobrenombre El
Maulino, "sacado para el efecto de la cárcel, entraba en las haciendas, potreros,
casas de ricos y pobres, sacando los caballos que quería... estos bribones
[hicieron por sus extorsiones el sistema tan odioso, que esos vecinos solo
esperaban la ocasión de unirse al enemigo..."57
Pero si en 1812 fueron las tropas de Carrera las que sembraron el desorden, en
1814 fueron las columnas comandadas por OHiggins las que desataron una
nueva ola de caos en la campaña. "Nosotros íbamos tomando lo que se nos
presentaba", escribió el mayor general Francisco Calderón, "porque no había más
víveres ni más recursos que los que tomábamos por la fuerza... íbamos por un
país declaradamente enemigo"63. Otros testigos que observaron el desplazamiento
del ejército guerrillero de OHiggins escribieron: "Eran imponderables los excesos
que cometía nuestro ejército sobre los habitantes del tránsito. Nuestro General
parecía insensible a estos males. No se tomó una sola medida para evitarlos"64.
Manuel José Gandarillas cita en su texto antiohigginista a un oficial del entorno
del general que habría escrito: "Por ese tiempo se hacían ya intolerables las
estorsiones de nuestra tropa"65. El propio Demonio se habría aprovechado del
estado de desorden que implantaron los patriotas, aseveró el fraile Juan Ramón al
dar cuenta de estos acontecimientos, "porque coligado en ella con unos hombres
desmoralizados, sin ley y sin religión, hallaba los instrumentos más
proporcionados para la ejecución de sus horrorosas ideas"66. Una metáfora similar
utilizó el fraile Melchor Martínez cuando, al evaluar los abusos que cometían los
patriotas, manifestó que el gobierno revolucionario había ido convirtiendo a "Chile
en una verdadera semejanza del Infierno, en donde reina una perfecta anarquía".
A comienzos de abril de 1814, el distrito de Concepción, que se transformó por la
fuerza de las circunstancias en centro de las operaciones militares, después de
dos años de enfrentamientos, yacía casi totalmente en ruinas. "A pesar de sus
feraces terrenos", escribió Rodríguez Ballesteros al hacer un balance de la
situación en que se encontraba el país en esos días, "estaba exhausta de recursos
y casi en esqueleto, pues ambos ejércitos desde el principio de la guerra habían
sido sostenidos en ella... a más faltaron los brazos auxiliares a la agricultura,
faltaron los frutos, y todo había decaído hasta el último estado de necesidad y
miseria"67.
Pero la crisis social no afectaba tan solo a los frentes militares. En Santiago, los
motines y revueltas se sucedían unos a otros, conformando un escenario de
intrigas que las propias autoridades se encargaron de recriminar. De modo
paradójico, el mismo Carrera, acusado de los peores excesos en la frontera sur,
denunciaba en marzo de 1813 "la corrupción de las pasiones exaltadas, el
vergonzoso egoismo, que infecta con hipocresía el lenguaje de la verdadera virtud
sin distinguir clases, edad ni dignidades; el imprudente exceso con que se
atropellan los deberes respectivos a Dios, a la Justicia, a la Patria y al hombre
mismo constituido en sociedad, la sed insaciable del mando..."68 Y luego
agregaba: "Reiteradas veces se ha visto este noble vecindario y el reino entero
apoyar el pié de sus confianzas en el borde del precipicio y cuasi tocando con sus
propias manos la espantosa tierra del desorden, el terco y sombrío aspecto de la
anarquía, y la cueva sepulcral de su total desolación y exterminio"69. Esta
dificultad que demostró Carrera de establecer una conexión entre sus acciones
refleja la miopía con que los máximos líderes de la Patria emprendieron su gesta
en ese período, responsabilizando a otros de sus propios errores. Carrera asumía
un lenguaje casi demagógico que no lograba opacar las deficiencias del nuevo
sistema político construido por la elite. Sin duda que esos años fueron de
aprendizaje, pero el costo humano no puede ser negado: su resultado más
inmediato fue la alienación del populacho. El virrey Abascal, siempre preparado
para explotar las debilidades del liderazgo patriota, denunció en agosto de 1812 lo
que él veía como "pérdida [de] la armonía social, y paz interior, deshecha la
unidad, y delacerado el Reino..."70 Esta situación descrita por Abascal desde la
perspectiva del poder seguramente tomaba tan solo en cuenta la peligrosa
escisión que afectaba a la elite; sin embargo, era mucho más importante el cisma
que emergía desde abajo, descontrolado e implacable, y que como un río
subterráneo, amenazaba destruir al reino con su turbulenta carga de resentimiento
popular.
La guerra contra los españoles, de otra parte, justificaba medidas dictatoriales que
se hacían extensivas al resto de la población, toda vez que sus acciones cayeran
en el ámbito conceptuado como traición a la Patria". Así ocurrió con las estrictas
regulaciones introducidas por Carrera para controlar los movimientos de los
españoles disidentes. De acuerdo al bando publicado a comienzos de marzo de
1814, los españoles que carecieran de carta de ciudadanía debían entregar sus
armas de fuego y cuchillos, caballos y bastones de estoques. Además, debían
someterse a un estricto toque de queda y no reunirse con más de tres miembros
de su comunidad. Las penas contra las transgresiones eran variables, pero
oscilaban entre cárcel, el secuestro de bienes y el extrañamiento del país. Para
hacer aún más efectiva esta vigilancia, las autoridades no dudaron en transformar
a sirvientes y esclavos en espías domésticos de sus amos. "Al esclavo que
denunciare a su amo [por] ocultación de armas y caballos, se le concederá la
libertad, y al criado libre, se le pagarán 200 pesos en el momento de probarse la
ocultación"78. Sin embargo, el elemento más peligroso del Bando fue incorporado
en su última capitulación. "El Gobierno pone toda su vigilancia en los enemigos del
sistema, y se extenderán a los americanos, y cualesquiera otros contrarios á la
causa del Pais, cuantas providencias se dictaren en adelante contra los Europeos,
que la hostilizan". En otras palabras, en aras de la defensa del gobierno
constituido, las autoridades aplicaron a los chilenos las severas medidas que se
introducían para castigar a sus enemigos.
La guerra que libraban los patriotas se llevaba a cabo, de modo creciente, contra
dos enemigos: los realistas atrincherados en el sur y el bajo pueblo de Chile
central que rehusaba enrolarse en sus regimientos. Asumiendo sus propias
deficiencias y la falta de tino con que se había procedido hacia las clases
populares, no faltaron durante esos años las lisonjas con que las autoridades
pretendieron movilizar a peones y labradores en apoyo de una causa que no
lograba transformarse en proyecto nacional. Así, desde un punto de vista jurídico,
las nuevas autoridades procuraron introducir cierto orden que permitiera
salvaguardar los intereses de la plebe. Al respecto, en marzo de 1813, se publicó
en La Aurora de Chile un decreto que reglamentaba el derecho a visitas a las
cárceles e introducía la práctica de publicar, en la puerta del presidio, el nombre de
los reos, el juzgado de su pleito y, más significativamente, la extensión de la
sentencia. De ese modo, se pretendía evitar "que algunos desvalidos existan
encerrados, cuando ó no debieron haberlo estado o pudieran ya haber salido, si la
noticia de su detención hubiese excitado a favorecerlos"89. Asimismo, a fines de
abril, el gobierno de Santiago ordenó que el Batallón de Pardos y Mulatos fuese en
adelante llamado Batallón de Infantes de la Patria, argumentando "que la patria no
debía permitir que los ciudadanos que acudían a su defensa se distinguiesen con
título alguno que suponga diferencia entre ellos y los demás cuerpos del estado"90.
Una disposición que casi rayaba en lo patético fue introducida a fines de agosto de
1814, oportunidad en que se decretó la integración forzada de los esclavos al
ejército patriota a cambio de su manumisión. Los beneficios que ofrecía la medida
eran evidentes, pero los esclavos pensaron distinto. "Los esclavos que prefieran la
ocultación cobarde", rezaba el decreto, después de amenazar con gruesas multas
a los dueños que escondieran sus esclavos, "o huyeren de sus casas antes que
alistarse en las lejiones de la Patria y obtener el don inapreciable que ésta les
franquea, serán castigados con cien azotes, tres años de presidio y perpetua
esclavitud al arbitrio del gobierno"91. A pesar de estas medidas, que en algo
morigeraban las duras condiciones de vida que enfrentaban los plebeyos, la elite
patriota introdujo otras normativas que reflejaban su centenario temor y que
mermaban los espacios propios del bajo pueblo. Así ocurrió con los juegos de azar
y embite, conceptuados por las autoridades como crímenes detestables que
"desmoralizan, prostituyen y arruinan los miembros del Estado con las peores
trascendencias a sus inocentes familias..."92 En consecuencia, tanto jugadores,
habilitadores y espectadores quedaban sometidos a las penas más graves,
dejando a los alcaldes la responsabilidad de procesar y castigar a los
transgresores. En una inflexión que reflejaba el puritanismo de la elite, los autores
del decreto achacaban a los juegos de azar el olvido de "los deberes sociales y de
los intereses mismos de la sangre..."
Los mismos jefes patriotas que se quejaban de la falta de lealtad del peonaje,
estimulaban la deserción de los soldados del bando opuesto, ofreciendo veinte
pesos a los soldados de caballería que huyesen con su armamento, y diez pesos
a infantes y artilleros112. En otras oportunidades, en medio de las escaramuzas, se
procedía a llamar a viva voz a los combatientes que se suponían dispuestos a
pasarse a las tropas nacionales, como ocurrió durante la batalla de San Carlos del
15 de mayo de 1813, en que el clérigo Pedro José Eleicegui se puso a "llamar por
su nombre a muchos soldados penquistas y valdivianos..."113 En el parte militar
que escribió sobre la toma de Concepción, el general Carrera señaló: "los
soldados abandonan al enemigo y vienen apresuradamente a alistarse bajo las
banderas de la patria"114. En Chillán, señaló Melchor Martínez, los soldados del rey
eran repetidamente llamados a desertar por los jefes revolucionarios, "con
infinidad de promesas y premios". Los avatares de la guerra fueron generando un
mercado de la deserción, en el que el precio de los renegados subía
constantemente. En un Bando publicado en septiembre de 1814, cuando las
tropas realistas marchaban hacia Santiago, las autoridades patriotas llegaron a
ofrecer doce mil pesos a quien se presentara con la cabeza de Mariano Osorio,
seis mil por los oficiales subalternos, cincuenta para los soldados que escaparan
con fusil y 25 para los desertores que se presentaran sin armas115.
Desde un punto de vista militar, los perjuicios que generaban la deserción y la fuga
podían ser superados aumentando el reclutamiento de los forzados, pero lo que
no era tan fácil de solucionar fue el efecto político negativo que tenían estas
operaciones. En realidad, lo más pernicioso fue que durante estos años se
engendró la fatal división entre el bajo pueblo y la elite que enfrentaría al país por
más de dos siglos. A medida que los plebeyos desertaban del ejército, los jefes del
gobierno patriota visualizaron al populacho como el principal sostén de las
prácticas anómalas e ilegales que conformaban la deserción miliciana. En ese
sentido, las expresiones de Carrera fueron emblemáticas. Refiriéndose a los
problemas que causaba la deserción de regimientos completos, el Director
Supremo ordenó en abril de 1814 que se apersonara en la ciudad de Rancagua el
coronel Juan Larraín, para que "jamás deje de existir allí una fuerza capaz de
sostener al pueblo, cuando menos de las irrupciones de los malvados, que se
valen de las inquietudes populares para los saqueos y piraterías..."119
Infaliblemente, el vacío de poder que generó la guerra, tanto a nivel nacional como
regional, obligó a gruesos contingentes de pobres y desarraigados a recorrer el
país buscando asilo contra la violencia. Sin embargo, a pesar de las necesidades
que enfrentaban como refugiados, no siempre fueron bien recibidos. "Los vagos y
ladrones se han venido a refugiar", denunció el Síndico Procurador de la colonia
de Osorno en 1811, "sus robos y correrías son tan continuos y frecuentes, tanto en
las haciendas, como en las casas y con tanto descaro que no han perdonado ni
los Reales almacenes que se hallan dentro del fuerte"152. El éxodo del pueblo
adquirió el semblante de una catástrofe social de magnitud. Mientras, la ruta de los
ejércitos iba quedando regada de ruina y sangre, los comandantes debían
preocuparse tanto de la cuestión militar como de la paz social, además del orden y
de la disciplina de las amplias masas peonales. Dando cuenta del ajusticiamiento
de forajidos durante su estadía en el sur, donde Carrera fue acusado de haber
permitido que sus hombres cometieran las peores tropelías, el general observaba
que la "prisión de don Raimundo Prado y Manuel Castillo, ahorcado en Talca, y
José Antonio Donoso con Rafael Bañares en Concepción, José María Bravo y
José Fuentes, azotados en Huillipatagua y remitidos a Talca con grillos. Díganlo
los calabozos de Concepción y el Auditor de Guerra, don Manuel Novoa, que un
día me vió firmar las sentencias contra 30 delincuentes de esta clase; y
ultimamente que diga alguno que se haya quejado de haber sido robado, sin ver
castigado o perseguido al que le robó..."153 No obstante, ninguno de los incidentes
de indisciplina social e insubordinación popular que se manifestaron en esos años,
pueden compararse con la tragedia que se desencadenó después de la derrota
patriota en Rancagua. "En medio de este desorden", escribió con poca disimulada
emoción Barros Arana, "el populacho, en la ciudad y en los campos se entregaba
a perpetrar robos y violencias de todo órden, confiado en la impunidad
consiguiente a aquel estado de insubordinación"154. Y más adelante agregaba:
"Desde días atrás se había hecho sentir una recrudecencia de crímenes, de
asesinatos, de robos, de salteos a mano armada, que las autoridades no podían
impedir". Citando un Informe del Oidor Concha que no hemos podido consultar
directamente, el prestigioso historiador señala: "Sería nunca acabar referir por una
las estorsiones, robos y saqueos de casas y haciendas que se han hecho en la
ciudad y en los campos por el desenfreno de los ladrones..." Posteriormente, una
vez consumada la fuga de Carrera y OHiggins desde Santiago, el historiador
describió la salida de una partida de vecinos en busca de las partidas de
avanzadas del ejército realista para darles cuenta de la situación que se vivía en la
capital desguarnecida frente a "los desórdenes de la plebe cada vez más
amenazadores..." Reflejando la magnitud que adquirió esta manifestación
espontánea de criminalidad popular, el nuevo gobernador de la capital emitió un
Bando el 8 de octubre que en su artículo octavo establecía: "Que siendo ya
sumamente escandalosos y gravisimamente perjudiciales los repetidos robos, así
en esta capital como en el campo y caminos, se previene que todo aquel que se
cojiere con el robo en la mano, se le aprehenderá y castigará con la pena de la
vida, dándole solo veinticuatro horas horas de término. La sentencia se ejecutará
sin otra formalidad de proceso que la dicha"155.
¿Y que ocurría con los cientos de hombres que cada día se fugaban del ejército
para convertirse en desertores de la patria? Muchos buscaban el camino de
retorno a sus tierras, caminando de noche y refugiándose en quebradas y montes,
siempre alertas al sonido de los cascos de las patrullas que buscaban sus huellas.
Otros, sin destino ni hogar al cual volver, se instalaban en las montañas y vivían
de la rapiña y el salteo. Convertidos en el azote de los caminos, estos bandidos
improvisados fueron el primer anuncio de lo que más tarde serían las montoneras:
grupos de hombres desesperados que, buscando de qué vivir, se convirtieron en
renegados. En esos años, el bandidaje no tenía nada de social ni épico. Los
bandidos eran hombres curtidos, experimentados y duros, que huían hacia un
mejor destino recurriendo al robo como el único instrumento capaz de mátenerlos
vivos.
Hasta aquí se han revisado los testimonios provenientes del mundo oficial. Sin
embargo, corresponde preguntarse, ¿quiénes y cómo eran los desertores? La
ausencia de datos nos impide hacer una historia más cabal de esos sujetos
durante este período, pero el análisis de algunos casos -conservados en los
archivos judiciales y ministeriales- permiten realizar un bosquejo del perfil social de
estos hombres que optaron por dar su espalda al naciente Estado nacional. El
primer caso dice relación con el teniente de asamblea Diego Guzmán, acusado de
insubordinación en 1813. El incidente por el cual Guzmán fue encarcelado en la
prisión de Talca, fue la amonestación que hizo en público a los generales José
Miguel Carrera y Camilo Vial por los desórdenes y robos que se registraban en el
ejército y de lo cual, según Guzmán, ambas autoridades eran responsables. "Pero
la arbitrariedad del primero [Vial], acaso conociendo adonde me dirigía, me impuso
el precepto de callar", declaró el reo, "contéstele entonces, que lo mismo tenía
resuelto decir en todas partes y hacer presente a Vuestra Excelencia, más este
señor, para ostentar su soberbia, autorizado unicamente de la fuerza, me ofreció
remancharme una barra de grillos con esta misma expresión. Sin responder yo a
esto más que lo haría con injusticia. A consecuencia me mandó que fuese a mi
cuartel arrestado..."156 El destacado capitán de caballerías Francisco Vergara
corroboró las declaraciones de Guzmán, afirmando "que habiéndole ordenado el
Gobernador de esta plaza [Vial] que se contuviese en hablar de ese modo de los
generales, porque de lo contrario lo haría poner arrestado, respondió
[Guzmán] que un ciudadano libre como el podía hablar francamente. Y que
inmediatamente el Gobernador le mandó se presentase arrestado..."157 Hasta ese
momento, la única causa para la deserción de Guzmán habría sido la prepotencia
con que el general Vial acalló su protesta. Sin embargo, el propio desertor aclaró
que el motivo principal de su fuga fue la orden que se le dio de dirigirse, sin
escolta, hasta la prisión de la villa, "sin considerar que el camino estaba poblado
de guerrillas enemigas y que me exponía a ser víctima de ellas..." En otras
palabras, el afán de sobrevivir en un medio hostil, disparó en el oficial patriota la
crucial decisión de abandonar las filas y unirse al mundo de los renegados. No
está de más señalar que, de acuerdo a otros testigos, en los días posteriores al
combate de El Roble, las tropas "se desertaban con escándalo, viéndose, en
aquella tristísima época, que compañías enteras con sus oficiales se separaban
de los campamentos y se dirigían para la ciudad de Talca..."158
Como se desprende de esta lista, todos los objetos robados por Atanasio Muñoz
eran vendibles, con excepción del queso y la tortilla. Así, cuando el país se
preparaba para una batalla decisiva, Muñoz y sus secuaces realizaban su propia
guerra con su tradicional incentivo: el botín que más tarde se transformaría en
vino, aguardiente, tabaco y buen pasar. Con sus acciones, los gavilleros
demostraban que la guerra de patriotas y realistas, en la cual participaron tantas
veces como reclutas forzados, vistiendo diversos uniformes y obedeciendo
órdenes tan distintas, les era ajena. Ciertamente, su camino de renegados lo
habían trazado al abrigo de la violencia, con sus propios cuchillos, sin importarles
las leyes ni los reglamentos que las autoridades procuraban implantar en la
campiña, arriesgando su existencia en el duro devenir de los perseguidos. De lo
que no quedaba duda era de la decisión con que estos hombres emprendían sus
acciones, dispuestos a matar o morir, sin dar tregua ni cuartel.
Este hombre feroz y aún traidor, por haberse pasado a los enemigos más de una
vez, según me informaron en Chillán, y me acuerdo dio lugar por sus robos,
insultos contra comandantes de guerrillas, borracheras, etc., abusando de las
armas reales que manejaba, a que cautelosamente le mandase a arrestar, como lo
verificó un oficial de Dragones, nombrado también Muñoz, que me persuado
hallarse de guarnición en Concepción.
El legado de la Patria Vieja fue magro. Los monarquistas quedaron con el país
nuevamente en sus manos, pero el nuevo Chile en nada se parecía al antiguo: sus
instituciones yacían en ruinas, los gobernantes habían perdido la confianza del
pueblo y se había quebrado el consenso mínimo que hizo posible la
gobernabilidad en las décadas previas. Para los patriotas el saldo era mucho peor,
pues habían sido derrotados en su propia tierra por su propio pueblo. "Los trabajos
que sufrió [Carrera y su ejército] en la referida campaña", escribió Torrente
refiriéndose al sitio de Chillán en 1814, "aunque solo fue de quince días, son
superiores a toda descripción: un campamento inhabitable, una estación la más
rigurosa, lluvias continuadas, los caminos convertidos en verdaderos atascaderos,
cuyo barro llegaba a la rodilla, caballos muertos a centenares, insepultos los
cadáveres de infinitos guerreros, ataques no interrumpidos a la Plaza, perpetuo
estado de alarma, un formidable enemigo a su frente disfrutando de las necesarias
comodidades, y abundando en toda clase de provisiones de guerra y boca"174. El
ejército de Carrera, escribió por su parte el comandante realista Antonio de
Quintanilla, "se destruyó por las enfermedades consiguientes a estar sobre un
terreno lleno de lodo..."175 El día del primer ataque patriota contra Chillán, escribió
el fraile realista Juan Ramón, parecía estar determinado para la "ruina y
exterminio" de la villa. "A las doce del día, se dio principio a la escena más
horrorosa, bárbara y cruel que se ha visto en el reino de Chile. Iba adelante una
bandera negra, precursora de la muerte, le seguía un tambor que, tocando a
degüello, anunciaba su proximidad, seguía a ese una turba de incendiarios, que
con fuegos artificiales hacían arder los ranchos y casas que se presentaban al
paso,... por último seguíase las tropas insurgentes..."176 Y luego agregaba: "Yo
solo diré que el entusiasmo de los vecinos incomparables de Chillán en
defenderse, y ofender al enemigo, fue muy extraño, y con obra de omnipotente;
porque todos sin excepción, grandes y pequeños, mozos y ancianos, hombres y
mujeres, a porfía, con lazos, cuchillos, machetes, azadores, hachas, palas y
lanzas, todos hicieron su deber en herir, matar, degollar y fugar al enemigo
insurgente"177. La participación del populacho en la defensa de la villa también fue
relatada por Melchor Martínez, quien hizo participar en la batalla a mujeres y
niños, el "paisanaje y vecindario", los que con tesón y bravura rechazaron el
ataque patriota.
Por cierto, que durante esos años los jefes de la naciente república debían hacer
frente a diferentes problemas: falta de recursos, ausencia de infraestructura,
ignorancia generalizada y las dificultades que presenta un medio natural
escasamente domesticado. Agréguese a ello la arrogante actitud que asumieron
toda vez que ejercieron el poder, alejando la posibilidad de un pacto entre el
liderazgo cupular y la gente común y corriente. Describiendo las acciones del
general Carrera durante las campañas de 1813, un autor patriota observó:
"caminaba sin consejo ni prudencia y los que se le oponían eran vejados y
desairados..." Esta falta de prudencia provocó, en su opinión, el "destrozo
completo del ejército, pérdida de vestuarios, aniquilación de caballos, mortandad
de ganados, deserción de tropa..."178 Los soldados, escribió Gandarillas, estaban
"desprovistos hasta de víveres y atormentados con lo riguroso de la
estación..."179 La imagen del frustrado asalto contra Chillán es solamente
comparable al cuadro de desolación que dejó en el espíritu patriota la dolorosa
derrota de Rancagua. "De día alarmas incesantes y en la noche solo pisaban
barro y sangre para descanso de las fatigas de la guerra", observó Rodríguez
Ballesteros al describir los pesares del ejército patriota, "en varias ocasiones se
hallaron los centinelas muertos con el arma sobre su cuerpo"180. También fueron
trágicas, para el ideario de la elite, las celebraciones con que el país recibió al
general Mariano Osorio después de su rotunda victoria. "El día 5 de noviembre del
año pasado de 1814", escribió el fraile Juan Ramón en su relación, "se dio
principio a la fiesta con repiques de campanas, fuegos artificiales y estruendo de la
artillería de la plaza, y por la noche hubo iluminación, fuegos, repiques y toques de
cajas militares"181. El espectáculo ofrecido por los santiaguinos, que no sufrieron
los embates de la guerra más que a través de las exacciones pecuniarias y las
reclutas que organizó desde 1810 el gobierno patriota, fue mucho más ominosa.
"Cada división que entraba a Santiago", escribió Rodríguez Ballesteros, "era
recibida en medio del regocijo público del pueblo alto y llano de la capital; la gente
salía a recibir a los realistas con banderas españolas muy engalanadas y
desparramaban desde los balcones y ventanas grandes azafates de flores y algún
dinero, que las tropas no pudieron aprovechar por no poderlo tomar en la
marcha"182. ¿Podría sugerirse un contraste más notable entre estas escenas de
regocijo popular, y la pesadumbre que se apoderó de los bravos soldados
patriotas cuando debieron emprender la humillante fuga hacia Argentina? Y
téngase presente que estas escenas no evidencian una ambigüedad congénita al
pueblo chileno, como se ha pretendido afirmar, sino que fue el fiel y justo reflejo
del abismo que surgió entre la elite revolucionaria y la plebe desde aquellos días.
En 1810, la elite chilena imaginó que dio comienzo a una nueva era. Con el
Cabildo, principal organismo de representación de los vecinos terratenientes de la
ciudad transformado en depositario de la soberanía nacional, los insurgentes
iniciaron el desmantelamiento de las instituciones monárquicas poniendo fin a más
de 270 años de tradición imperial. Se decretó la libertad de comercio, se autorizó
la importación de libros e imprentas y se mantuvo un pacto de apoyo recíproco
con los revolucionarios del estuario rioplatense; de modo irrefutable, los gobiernos
revolucionarios otorgaron una nueva faz al reino. En sus ojos, Chile emergía como
una nación libre y soberana. No obstante, en un doloroso parto que se extendió
por más de cuatro años, la tradicional calma fue desplazada por tumultos, motines,
crisis políticas y la abierta competencia por adquirir el poder que protagonizaron
diversas camarillas santiaguinas y regionales. Desenfadadamente, el gobierno
cambiaba de mano entre los diferentes segmentos de la elite desatando un
escándalo público que no tenía parangón. Lo que no aflojó nunca, sin embargo,
fue el férreo control que una y otra vez imponían sobre el bajo pueblo, a pesar de
las movilizaciones del pueblocon que se solía encubrir las diversas asonadas.
Los mejores momentos de los líderes patriotas fueron las múltiples batallas y
combates que protagonizaron entre San Fernando y el río Biobío, en los que
mostraron su valor, audacia y patriotismo, su inquebrantable afán autonomista y su
voluntad de ejercer el poder. Los hermanos Carrera, OHiggins, Rozas, Freire,
Mackenna, Prieto, Vial y De la Cruz, entre tantos otros que ganaron sus merecidos
laureles en esos días, demostraron ser excelente caudillos y hábiles comandantes
guerrilleros, pero también dejaron ver su incapacidad de asumir el gobierno con un
visión unitaria y nacional, que incorporara a las masas populares. Situados en
medio de la testarudez, la prepotencia y el desmesurado afán por ejercer
monopólicamente el poder político, ¿qué más le quedaba al bajo pueblo, sino
desertar y fugarse? Barros Arana planteó que uno de los principales errores de
Carrera fue distanciar a los cuerpos armados veteranos, haber alentado revueltas
y motines y haber sido protagonista -por no decir responsable- de los principales
quiebres que debilitaron el poderío revolucionario. Sin duda tiene razón, pero esa
es solo parte de la historia. El elemento central que dejó fuera de su relato fue la
enajenación que produjo el régimen patriota en las filas del populacho que, como
siempre, constituía la gran mayoría del país.
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