Leonardo Leon RECLUTAS FORZADOS Y DESERTORES DE LA PATRIA.docx

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RECLUTAS FORZADOS Y DESERTORES DE LA PATRIA:

EL BAJO PUEBLO CHILENO EN LA GUERRA


DE LA INDEPENDENCIA, 1810-18141

"¡Viva la Patria y estamos en cueros y sin camisa!


Viva la Patria y sitiados por todas partes!"

Canto de los milicianos patriotas durante el sitio de Gabino


Gaínza a Concepción, diciembre de 1813.

ABSTRACT

This article presents a detailed account of the conflictive relationship that


evolved between the chilean lower classes and the elite during the first
phase of the war of Independence (1810-1814). Based upon a wide range
of documents, the author demonstrates that the deep schims which divided
the social body during the nineteenth century had its roots in tho se early
days of the Republic. It focuses its atention on the military aspects,
examining both the forced recruitmen of peasants and inquilinos from
the haciendas and its subsequent dessertion from the warring armies.
Neither patriots nor monarchists, the lower classes showed their
determination to remain outside the civil war. Thus, they became an imp
ortant third party in the eonflict, under the guise of montoneros and bandits,
that continued fighting against the national authorities well after the
Independence wars had ended.

Durante los inciertos días de la Patria Vieja, cuando patriotas y realistas se


disputaron el poder en el país, el bajo pueblo chileno inició su propio
levantamiento contra la elite tomando el camino de la deserción y la fuga. Al
abrazar esa opción, los plebeyos del campo y la ciudad transformaron su
tradicional resistencia social en activa oposición militar. Efectivamente, la crónica
indisciplina laboral, su repugnancia a vivir en poblados y la reconocida fama de
insubordinados que se atribuía a los peones hicieron crisis cuando los dos bandos
combatientes aumentaron sus exigencias sobre ese vasto sector, demandándole
más productividad en las haciendas y obrajes, mayor estabilidad en sus formas de
vida y una activa y entusiasta colaboración en el plano militar. Si hasta allí, y por
más de un siglo, la gente pobre había cultivado su existencia de afuerinos, se
había automarginado del Estado y había insistido en vagabundear por la tierra,
¿por qué habría de cambiar su conducta ancestral ante una repentina demanda de
la elite?2.

Para los representantes del monarca, la guerra englobaba principios, intereses y


expectativas que no estaban dispuestos a ceder con facilidad, especialmente
cuando las reformas tributarias, comerciales y administrativas de los borbones
comenzaban a dar sus primeros frutos. Para los patricios del reino la guerra
también era crucial, pues con la derrota arriesgaban la pérdida total del poder, de
sus riquezas e, incluso, de sus vidas. "La ambición del mando", escribió un fraile
realista en 1815, refiriéndose a los líderes de la elite, "como fiebre voraz les
abrazaba el corazón..."3 Pero debemos preguntarnos, ¿era igualmente crucial la
revolución para la plebe? En realidad, frente a los acontecimientos que se
desataron con tanta fuerza y violencia a partir de 1810, los sectores populares
permanecieron indiferentes. En Concepción, a fines de 1813, al momento de ser
ejecutado un grupo de cinco peones, una de las víctimas confesó "que no solo no
sabía la causa de su muerte, pero ni tampoco si había o no guerra, ni por qué
razón..."4 Esta indiferencia del bajo pueblo y el creciente abismo que surgió entre
este y el liderazgo patriota fueron acaso los factores más importantes en la derrota
de los insurgentes, que culminó en Rancagua a principios de octubre de 1814;
también sirvieron como importantes ingredientes en el posterior proceso de
restauración monarquista. En efecto, la persistencia en la memoria colectiva del
descalabro económico, social y moral que vivió el país desde el inicio de la
revolución en septiembre de 1810 llevó al general realista Mariano Osorio a
escribir al momento de asumir el mando en Santiago: "Cuatro años, diecisiete días
ha llorado Chile una revolución, que principió con injusticias, continuó con tiranías
y terminó con crueldad"5.

En las próximas páginas intentaremos reconstruir el proceso de quiebres y


rupturas registrado entre la elite y la plebe durante el significativo lapso de
1810-1814, época en que el discurso del patriciado pasó de un tímido llamado a la
autonomía política a una convocatoria a la secesión total. Centraremos la atención
en la resistencia demostrada por el bajo pueblo a participar voluntariamente en la
guerra, analizando las principales medidas administrativas que se tomaron para
forzar su intervención. "El más furioso ardor revolucionario", escribió el historiador
hispanista Mariano Torrente, "hacían un curioso contraste con la gran masa
general de la población, que estaba muy distante de agitarse y de ponerse en
aquel activo movimiento que deseaban los agentes de la rebelión"6. Desde el
primer momento, cuando se reunieron los vecinos nobles de la capital para formar
la Junta de Gobierno, la revolución aristocrática no contempló involucrar al
populacho en la nueva escena política, ni tampoco la plebe mostró mayor
entusiasmo por verse arrastrada a un enfrentamiento que no sentía como algo
propio: quizá presentía que su intervención en la guerra secesionista estaba
condenada a ser bajo la forma tradicional de la ‘carne de cañón’, conformando
los contingentes que alimentarían la nutrida cifra de muertos, inválidos y
desarraigados. Los más connotados ideólogos patriotas no ignoraron la apatía que
cundía en el bajo pueblo. "Como los trastornos y conmociones del orden político
no influyen en su suerte", escribió José Antonio Irisarri en su Semanario
Republicano, "manifiesta una indiferencia estúpida en medio de los
acontecimientos de mayor importancia"7.

En fin, en este trabajo sobre la conflictiva relación entre la elite y el bajo pueblo
durante la Patria Vieja, argumentaremos que las levas peonales fueron de
naturaleza forzada, transformando el servicio militar en un nuevo sistema de
disciplinamiento que aceleró la alienación de las clases populares, estimuló su
deserción y provocó su migración hacia las tierras libres del Norte Chico, la
Araucanía o las Pampas transandinas. Planteamos que, más que resolver un
problema, la revolución iniciada en 1810 hizo público un proceso histórico que
hasta allí había permanecido más o menos oculto -la cruda oposición de intereses
de la elite y de los plebeyos- exacerbando una crisis social de enormes
proporciones. Más grave aún, la deserción dejó de ser un acto individual para
transformarse en una respuesta colectiva del mundo popular a las presiones del
patriciado, lo que tuvo profundas implicancias en la posterior construcción del
Estado republicano8. Los desertores de la patria, estigmatizados por las
autoridades y siempre dispuestos a explotar las debilidades del sistema estatal se
transformaron, a partir de esos años, en los progenitores históricos del bandido,
del gaucho, del huaso maulino y del roto chileno. En otras palabras, los hombres
más activos y rebeldes del bajo pueblo, aquellos que desde 1810 rehusaron
someterse y desertaron de los ejércitos combatientes, pasaron a ser los
principales actores de una insospechada tragedia que llegó a ser la contrapartida
de la historia patria.

1. INDEPENDENCIA Y BAJO PUEBLO

El quiebre del orden constitucional que se produjo a partir de 1810 no motivó a las
grandes mayorías nacionales a sumarse a la gesta emancipadora, simplemente
porque el reemplazo de las viejas normativas no transformó en nada la actitud
antipopular de la elite. Por el contrario, cada paso que dieron los patricios de la
época fue dirigido a resguardarse de un inesperado ataque popular. Así, al
fundamentar los motivos que tuvieron para derrocar al gobierno de Antonio García
Carrasco, los concejales del Cabildo santiaguino se refirieron a las acciones de
"un vil mulato [que] salió proponiendo libertad a los esclavos, como sostuviesen al
presidente..."9 En el mismo Acuerdo, los ediles daban cuenta de los temores que
les mantenían en vilo: "ya que se armaba la plebe para que saquease la capital; ya
que aparecían escuadrones de gentes de las campañas". ¿De dónde provenía
este nefasto concepto de la gente pobre? Sin duda que la respuesta a esta
pregunta escapa de los marcos de este trabajo, pero no se puede ignorar que el
trasfondo del proceso histórico que tuvo lugar durante ese período fue teñido por
el terror que inspiraban a los patricios la inmensa masa de hombres y mujeres de
piel cobriza que desde el anonimato hacían sentir su presencia en la escena
nacional. Por su parte, los plebeyos siguieron las banderas que levantaron las
autoridades, sin importarles demasiado si eran republicanas o monarquistas,
porque para ellos era muchos más efectiva la fuerza del fusil, la atracción de la
aventura o el afán por obtener un botín. Militarmente, sin embargo, su
participación en uno u otro ejército, fue decisiva. Juan Mackenna, el prestigiado
militar irlandés que prestó servicios en el ejército patriota durante esta época,
escribió con crudeza cuando se refirió al exitoso avance de los españoles
comandados por Gaínza en 1813: "Verificose la invasión, y se vió con asombro e
indignación un puñado de chilotes y valdivianos apoderarse, sin cuasi tirar un tiro,
de todo el reino hasta la orilla del Maule". Desde el sur, el bajo pueblo fronterizo
marchó bajo los estandartes monarquista, a diferencia de los peones de Chile
central que fueron reclutados forzadamente. En lo que sí coincidían los
comandantes de ambos bandos fue en considerar el enrolamiento del peonaje
como un asunto natural, sin apreciar la naturaleza de los hombres que se
encargaron de llevar a los campos de Marte. "Estos cuerpos", observó el
comandante realista Antonio de Quintanilla al describir los contingentes de
milicianos que se sumaron a las tropas de Pareja cuando se dirigía hacia
Santiago, "sin disciplina, instrucción y sin más armas que unas lanzas de coligües,
aunque con buenos caballos, más servían de confusión y desorden que de
utilidad"10.

El inesperado giro que asumió la guerra una vez que los realistas decidieron
reconquistar sus perdidas posesiones, enajenó aún más la participación de las
clases populares, especialmente cuando los peones se vieron forzados a disparar
sus armas contra sus propios hermanos. La virtual guerra civil producía espanto,
divisiones y anarquía. A ello se sumó el creciente caos político que provocó la
ruptura entre diferentes fracciones de la elite y su innata tendencia a debatir los
más afiebrados proyectos políticos, proyectando una imagen de desconcierto y
falta de autoridad. "Todos se creían gobernantes", escribió con amargura Manuel
José Gandarillas algunos años más tarde, "y ninguno quería ser gobernado"11. No
sin razón, un testigo realista de la época describió a los líderes de la insurrección
patriota como "mandones e ilusos"12. De igual forma, el virrey Abascal denunció en
abril de 1813 a los jefes patriotas como un grupo reducido de "egoistas que
abrigando ambiciosos planes de mando, encendían en su patria las rivalidades y
partidos, llevándola a la ruina y desolación..."13. Al capturar la ciudad de Santiago,
el 5 de octubre de 1814, las autoridades monarquistas continuaron
desprestigiando a los líderes de la emancipación, a quienes describieron con los
epítetos de "almas inquietas, ambiciosas o alucinadas... quiméricos... monstruos
de iniquidad... ambiciosos y tumultuarios"14.

El creciente desprestigio del liderazgo patriota y el colapso de las antiguos


mecanismos de control social, proporcionaron al peonaje la oportunidad para
desplegar su crónica insubordinación, su espíritu pícaro y su crónica falta de
respeto. "A más de la escasez de bagajes", escribió en su Diario de campaña el
mayor general Francisco Calderón al describir el desplazamiento del ejército de
O’Higgins hacia Concepción a mediados de marzo de 1814, "uno de los arrieros
se llevó en la noche 15 mulas"15. Que la víctima principal de este atentado haya
sido una de las máximas autoridades del gobierno nacional demuestra la
descarada conducta que asumió el populacho frente a quienes, en su opinión, no
dejaban de ser meros caudillos. "Estos milicianos del campo", escribió el letrado
cronista José Rodríguez Ballesteros, "son propios para las armas, y por naturaleza
buenos soldados para campaña, pues su clase conserva la sangre araucana..."16

¿Por qué el bajo pueblo chileno decidió marginarse del enfrentamiento que dividía
a la aristocracia? Diversos autores coinciden en describir la ausencia de reformas
sociales, políticas o económicas que modificaran las condiciones de vida del bajo
pueblo durante la administración borbona. Por el contrario, como han demostrado
investigaciones recientes, la modalidad del trabajo forzado a ración y sin
sueldo fue mucho más que un símbolo de los nuevos aires autoritarios que
soplaban en los pasillos del gobierno imperial: en medio de un riguroso proceso de
persecución, vigilancia y castigo, los pobres de la ciudad y la campaña conocieron,
a partir de 1750, el celo persecutorio de los jueces de campos y de los Alcaldes de
Barrio17. "La estructura social", escribió John Lynch, "estaba construida en torno a
la tierra, poseída por una minoría afortunada y trabajada por una masa de
miserables"18. La revolución de 1810 tampoco representó ningún gran cambio. La
abolición de la esclavitud, la eliminación del sistema de castas y la instauración de
un régimen formal de igualdad ante la Ley, no significaron mucho para la gran
mayoría de los chilenos, porque no extinguieron los mecanismos estructurales que
habían gestado la miseria y que obligaba a la mayor parte de la población a vivir
como gañanes, afuerinos y temporeros19. Para el bajo pueblo, la ruptura iniciada
por la elite solamente significó un cambio en la administración del país y una
consolidación de los mecanismos de exclusión que se habían perfeccionado en
las pasadas décadas. A nivel local, en el microscópico mundo de estancias y
villas, los terratenientes continuaron ejerciendo ferréamente la autoridad, sin
permitir que la revolución política transformara de manera alguna el antiguo
modelo señorial. Tampoco permitieron que prosperara un espíritu de reforma
social, si bien se alzaron voces tímidas que denunciaron las lacras de la
dominación colonial demandando más justicia y equidad en el trato que se daba a
los grupos populares. "La pobreza extrema, la despoblación asombrosa, los vicios,
la prostitución, la ignorancia y todos los males que son efecto necesario del
abandono de tres siglos", afirmó Manuel de Salas en su conocido Oficio de la
Diputación del Hospicio, "hacen a este fértil y dilatado país la lúgubre habitación
de cuatrocientas mil personas, de las que dos tercios carecen de hogar, doctrina y
ocupación..."20 Arruinados, sudando ‘sangre’, extenuados, miserables y
desarraigados, los labradores, artesanos, mineros y jornaleros se enfrascaban en
los vicios más infames para soportar una "existencia insufrible". "Levantad el grito
para que sepan que estáis vivos", argumentaba por su parte el fraile Antonio
Orihuela en 1811, en una confusa proclama dirigida a los penquistas, "y que tenéis
un alma racional que os distingue de los brutos, con quienes os igualan..."21

El bando monarquista tampoco ofreció grandes cambios. "Estos valerosos y


sufridos soldados", apuntó a modo de epílogo de la Patria Vieja el coronel realista
Antonio Rodríguez Ballesteros, al referirse a los contingentes que engrosaron los
ejércitos de Antonio Pareja, Gabino Gaínza y Mariano Osorio, "que abandonaron
sus hogares y sus familias y derramaron su sangre en el servicio del Rey, siempre
desnudos y llenos de miseria, unos sin brazos, otros sin piernas y todos llenos de
contusiones, impedidos totalmente para trabajar en lo sucesivo y para mantener
sus mujeres y un crecido número de hijos, fueron inhumanamente despedidos del
servicio..."22 Sin embargo, antes de morir o de verse obligados a sobrevivir como
pordioseros, siempre quedaba para el peonaje la posibilidad de fugarse o desertar,
dejando en los comandantes el amargo sabor que causa la traición en el campo
de batalla. No sin razón, una de las frases más utilizadas por los comandantes de
la época fue señalar que "la mayor parte de las milicias se habían desertado..."23

El beneficio que la revolución independentista reportó al bajo pueblo fue


prácticamente nulo; peor aún, la liberación del tutelaje madrileño permitió que la
aristocracia chilena comenzara a ejercer su poder sobre los plebeyos sin las
salvaguardias jurídicas que les había brindado el antiguo sistema monárquico. Así,
confrontados con la opción de sumarse a los bandos en pugna, irrumpió el bajo
pueblo desempeñando su nuevo rol de desertor o bandolero. Empero, a diferencia
de sus ancestros -los vagos, ociosos y malentretenidos que asolaron el campo
chileno desde mediados del siglo XVII-, los nuevos tránsfugas portaban armas de
fuego, se movían en gavillas o bandas y habían recibido entrenamiento bélico24.
Muchos eran experimentados arrieros, cuatreros o salteadores, y no pocos habían
participado en los feroces malones araucanos que asolaron el mundo trasandino.
En común, todos tenían un buen conocimiento del terreno y poseían la habilidad
guerrillera para conformar las primeras montoneras populares. Su afán no era
solamente sobrevivir en un medio abiertamente hostil, sino desafiar el poder de la
elite. Por supuesto, durante la Patria Vieja, este fenómeno se manifestó solamente
en su estado embrionario. Alternativamente, y esa fue la posición que asumió la
mayor parte del populacho, muchos hombres de la plebe prefirieron permanecer
como pasivos testigos de las encarnizadas luchas que protagonizaba la elite.
"Grupos de curiosos, compuestos principalmente de hombres del pueblo y de
vendedores del mercado público", escribió Barros Arana al describir el
enfrentamiento que se produjo en la Plaza de Armas de Santiago entre patriotas y
monarquista durante el motín de Figueroa, "parecían esperar llenos de inquietud el
desenlace de aquel inusitado aparato militar"25.

Sin embargo, sería un error afirmar que todos los chilenos dieron vueltas sus
espaldas a la nueva patria. En ese sentido se puede citar el decreto emitido por
José Miguel Carrera, a fines de noviembre de 1812, para poner coto al entusiasmo
que mostraban por la causa nacional "varios jóvenes de inmoderado
patriotismo"26. Incluso, de tierras lejanas, decenas de hombres acudieron en esos
años a luchar por la causa patriota. Describiendo el exitoso asalto cometido en
Yerbas Buenas, el mismo Carrera manifestaba que las fuerzas nacionales habían
sido lideradas por Santiago Bueras, Manuel Rencoret y el ‘americano’ Enrique
Eyros, "que sirve de aventurero del ejército"27. Gregorio Las Heras y Ramón
Balcarce, oriundos de la Argentina, comandaron por su parte heroicos batallones
de bonaerenses y cuyanos que acudieron en solidaridad con los revolucionarios
chilenos. No obstante estos esfuerzos, y sin desconocer el celo y entusiasmo de
miles de soldados, se puede afirmar que desde un primer momento el país nació
dividido entre aquellos que miraban indiferentes estos acontecimientos y los que
‘atascaron’ las secretarías solicitando incorporarse al ejército cuando se anunció
la formación del primer cuerpo de veteranos nacionales. Como señala el relato
que se da en autoría a O’Higgins, "el deseo de charreteras y los sueldos, y el
darle destino a algunos ineptos y ociosos, era todo el fin que se proponían los
aspirantes y los que por ellos se empeñaban"28. Refiriéndose en particular al caso
de Juan José Carrera, uno de los oficiales más controvertidos de la época, el autor
que vamos citando señaló que era "un jóven vago, inepto y acostumbrado a la vida
licenciosa y holgazana..." Y luego agregaba: "Se entabló la recluta de soldados
recogiendo los criminales de las cárceles, y vaciando los presidios, sin
consideración a que en estos primeros hombres, se iba a depositar la confianza
pública, y el sosten del órden..." En el caso del sargento mayor del regimiento de
Granaderos Enrique Campino, el comandante en jefe O’Higgins escribió en abril
de 1814: "es vano, orgulloso, ignorante, revolucionario ambicioso tiene toda la
calidad mala para el empleo que obtiene, es demasiado de vicios indecibles..."29

Para los miembros de la elite, que comandaba gran parte de la economía, del
comercio y de la propiedad territorial, era un hecho casi natural que sus hijos
ejercieran el mando durante el período de convulsiones que siguió a 1810. Del
mismo modo, y por las mismas razones, los nuevos jefes no se vieron obligados a
distinguir entre los antiguos peones e inquilinos y el nuevo pueblo uniformado:
para ellos, los pobres debían seguir sus órdenes y perder sus vidas, si era
necesario, en los campos de batalla. Por eso mismo, la tarea de engrosar las filas
de los regimientos era para el peonaje no más que eso: una tarea, nunca la
defensa de un principio ni de una concepción doctrinaria. Reaparecía en el ejército
la vieja relación de patrones y dependientes bajo la nueva nomenclatura de
oficiales y soldados. Todo esto porque el principal objetivo de la elite revolucionaria
no consistía en modificar las condiciones de vida de los de abajo, sino triunfar
sobre sus enemigos monarquistas, extirpar sus instituciones y perseguir con brutal
encono a todos los que disintieran de la nueva política oficial. ¿Cómo evaluó estos
cambios el resto de la comunidad? ¿Hasta qué punto la arrogancia del patriciado
alienó a la sociedad civil, haciendo imposible la victoria revolucionaria? Es díficil
contestar estas preguntas sin relevar miles de documentos que han sido hasta
aquí ignorados -entre otros, las causas judiciales, los informes de doctrineros,
además de cartas privadas y testimonios orales que han perdurado en el tiempo-,
pero lo que no está en duda es el hábil manejo que hicieron los realistas de esta
suma de errores que cometió la elite chilena. En su proclama a los habitantes de
Santiago de abril de 1813, el virrey Abascal ironizaba sobre el destino final que
habían tenido en dos años "la independencia y libertad a que aspirabais a la
discreción y capricho de dos jóvenes, cuya arbitrariedad y licencia abominaba
mucho tiempo antes vuestra religiosidad y pundonor". Carrera y O’Higgins,
supuestamente aludidos por el virrey en su comunicación, no eran ajenos a este
concepto tan peculiar de la autoridad y el poder que detentaron en esos días: "En
manos de Ud. y mías", escribió Carrera cuando las dos facciones del ejército
patriota se enfrentaban al sur de Santiago mientras Osorio avanzaba para
conquistar la capital, "está la salvación y destrucción de un millón de habitantes..."
Tampoco desconocían los patriotas la completa enajenación que se había creado
con el resto del ‘pueblo’. José Antonio Irisarri, uno de los más destacados
miembros del liderazgo revolucionario, escribió sin tapujos en 1813: "Lo que no os
podré menos de decir es que la voz del pueblo no es la voz de cuatro tertulianos
que proyectan divertir sus pasiones con una escena de revolución"30.

2. RECLUTAS FORZADOS Y DESERTORES


DURANTE LA PATRIA VIEJA, 1810-1814

La ambigua situación que se creó con la instalación de la Primera Junta Nacional


de Gobierno en septiembre de 1810 comenzó a definirse a medida que los
miembros más radicales de la elite plantearon la independencia del país. El motín
de Figueroa (abril de 1811) y el movimiento del 4 de septiembre del mismo año
trazaron con mayor claridad la vía autonomista, al mismo tiempo que reforzaron la
necesidad de contar con un ejército propio que respondiera a la voluntad de las
autoridades revolucionarias. En ese contexto, el gobierno patricio se impuso la
tarea de formar una fuerza armada, redistribuyendo los antiguos regimientos en
tres batallones de reciente formación y sumando a ello el ‘disciplinamiento’ de los
regimientos de milicianos de Santiago. A fines de octubre de 1811, se publicó un
bando llamando a todos los "hombres libres" a presentarse a los nuevos cuerpos,
amenazando que quienes se negaran "lo reconocerán como enemigo de la
sociedad que lo abriga". A fines de aquel año, y en los momentos en que Carrera
se disponía a imponer su gobierno dictatorial sobre los distritos del sur, el jefe de
Estado reconoció la lentitud con que se llenaban las plazas de los regimientos
recién creados. Explicando esta morosidad, Carrera señalaba: "Quizá proceda de
que los comisionados hacen violencia para alistar, o que la gente campestre,
engañada o tímida antes de resolverse, presume que viene a ser mortificada"31.

La temprana resistencia demostrada por el bajo pueblo a participar en la nueva


institucionalidad obligó al reclutamiento forzado de labriegos, peones y jornaleros
a las filas del ejército. En mayo de 1813, cuando el general realista Antonio Pareja
ya había tomado posesión de las provincias del sur, el gobierno patriota dispuso
una orden de "alistamiento militar" de todos los chilenos adultos "en estado de que
sus valientes brazos y ardientes deseos de salvar al Estado no queden inútiles por
falta de armas y disciplina..."32 Como medida complementaria, se ordenó imprimir
papeletas de reclutamiento que se repartirían a oficiales y soldados "a fin de que
las personas que se encontrasen sin ellas, sean castigadas conforme a la
criminalidad, que es el que un habitante de Chile manifiesta indiferencia en los
apuros de la patria". El empadronamiento de la población flotante apuntaba no tan
solo al aspecto bélico, sino también a controlar los movimientos de la amplia masa
peonal. Con el propósito de facilitar el disciplinamiento militar de las tropas, se
ordenó el cierre de las tiendas porque, según argumentó la autoridad, "no sería
justo que cuando la mayor parte de los comerciantes cierren sus tiendas por asistir
a dichos ejercicios y servir a la Patria, otros permaneciesen en ella perjudicando a
los buenos ciudadanos". De esa manera, pulperías y chinganas, los típicos centros
de la sociabilidad popular, quedaron sometidos a la ley marcial, como una nueva
forma de coartar los espacios que usaba la plebe para rehuir de la acción estatal.
Aún más significativo, el artículo tercero ordenaba la recolección de armas,
especialmente "las que retengan los ciudadanos particulares", si bien la medida se
extendía también a soldados y oficiales. Esta orden reafirmaba la voluntad del
nuevo Estado de ser el único detentador legítimo del poder armado, excluyendo
de su posesión al resto de la sociedad"33.

Durante aquellos años, ser soldado de la Patria significaba para los peones dejar
atrás el anonimato que les caracterizó durante más de dos siglos. Por ese mismo
motivo, y como un medio de incentivar un sentimiento de apego a las nuevas
instituciones, una de las primeras medidas adoptadas por el gobierno
independiente consistió en introducir banderas, uniformes y emblemas que
generaran un lazo de identidad entre los reclutas y sus respectivos regimientos.
Sin embargo, la falta de recursos redundó en un continuo incumplimiento de estas
reglamentaciones. "No es ya tolerable el abuso que se ha hecho hasta hoy del
reglamento de uniformes y divisas", puntualizó Carrera en un decreto de
septiembre de 1814, notando que "la falta a su cumplimiento ocasiona una
confusión y desarreglo perjudicial a todas sus clases..."34 De allí en adelante, los
sargentos y cabos que no cumplieran con la obligación de vestir sus atavíos serían
rebajados al grado de soldado raso y estos, de ser sorprendidos sin sus
respectivos trajes, serían expulsados del ejército. No obstante, la realidad era
bastante distinta, pues a la cabeza de los bandos combatientes surgían ejércitos
improvisados, sin oficiales preparados ni con la suficiente disciplina que permitiera
mantener cohesionadas sus fuerzas. La anarquía institucional, de otra parte,
mermaba la capacidad logística y el poder militar de los patriotas. "El ejército
desnudo, las armas en muy mal estado, sin plata, víveres, ni auxilios", escribió un
oficial de las fuerzas comandadas por O’Higgins en los críticos meses de marzo y
abril de 1814, "escasos del todo y la tierra que pisábamos enemiga, porque la
poseía el godo. Así fue que nos habilitamos con las bayonetas, marchábamos con
cuanto pillábamos y se amansaban yeguas, potros y hasta burros para montar la
tropa"35.

La escasez de pertrechos, la miseria de los recintos y el desarrollo de un ambiente


de corrupción habían sido un mal crónico en el ejército colonial apostado en la
frontera del río Biobío durante casi tres siglos, pero a partir de 1810 estos
problemas se agravaron. "Los problemas del Ejército de Chile", escribió Valdés
Urrutia en un artículo reciente sobre el tema de la deserción, "consistieron en
bajos sueldos, pago irregular y condiciones de operación -sobre todo en el sur- de
díficil superación"36. Al respecto, a fines de la Patria Vieja, cuando el desbande de
las fuerzas patriotas era casi un hecho consumado, el propio O’Higgins escribió al
gobierno de Santiago: "Todos los soldados están descalzos... tampoco hay tabaco
ni donde comprarlo... la desnudez en el ejército es grande; hay cantidad de
reclutas fogueados que nunca han tomado vestuario, y no tienen otro que un
cotón, calzoncillos de bayeta, y muchos hechos pedazos, muchos de los artilleros
andan con una jerga amarrada a la cintura"37. Los soldados del rey, de otra parte,
no se encontraban en mejor pie. "Comenzó la tropa a padecer muchas escaseces
por la estación del tiempo", escribió el fraile Juan Ramón al describir el estado del
ejército realista después del tratado de Lircay, "corta ración que se daba a los
soldados, y por el corto sueldo de dos pesos mensuales, que no les alcanzaba
para lo necesario a su subsistencia. Esto los incomodaba tanto que muchos no
cesaban de suspirar por la libertad..."38 Cuando el brigadier Gabino Gaínza fue
enviado desde el Perú para que reorganizara las fuerzas leales al rey y diera el
golpe final contra los desfallecientes destacamentos patriotas, entre las
instrucciones que le dio el virrey Abascal figuraba de modo prominente la
necesidad de que las raciones se distribuyeran "con equidad y prudente
abundancia..." para evitar el desorden y la indisciplina de la tropa. Similares
instrucciones se entregaron al coronel Mariano Osorio quien, en caso de una
rendición de las fuerzas nacionales, debía entrar a Santiago "para restablecer en
ella el buen orden"39. En otras palabras, en ambos bandos se registraba una falta
de recursos y pertrechos, lo que obligaba a los comandantes de las partidas de
avanzada a obtener por la fuerza lo que rehusaban dispensar voluntariamente los
habitantes rurales. Enfrentados a este problema, los reclutas provenientes del bajo
pueblo eran doblemente perjudicados, pues no solo debían asumir la penosa tarea
que significaba luchar sin el equipamiento adecuado, sino que también debían
exponer sus vidas realizando operativos de saqueo. Peor aún, el no pago de
sueldos y la inexistencia de pensiones para los lisiados e inválidos, trasladaba el
costo de la guerra al centro de las empobrecidas economías familiares del
populacho, allanando el camino para el resentimiento, la insubordinación y la fuga.
¿Cómo compensaban las autoridades estas falencias? Aumentando el rigor en la
instrucción y la severidad en los castigos, vale decir, multiplicando los factores
estructurales que subyacían al descontento popular.

En 1814, las autoridades se vieron enfrentadas a la seria amenaza que


representaba la persistencia de la rebeldía en las filas de los cuerpos armados.
"De la falta de organización, disciplina y arreglo en los cuerpos de milicias",
escribió en marzo de 1814 el Director Supremo, "resulta necesariamente el
desorden de su servicio..."40 Desarreglo en las guardias, insubordinación, motines
y, por sobre todo, la deserción, asumían los rasgos de un calamidad al interior del
ejército y la Guardia Nacional creada en 1811. En Curicó, cuando las fuerzas
patriotas se aprestaban a tomar la villa, la tropa desertó en masa para refugiarse
en el pueblo. Solamente una vez realizada la operación, los oficiales procedieron a
"reunir la tropa que se había embriagado y estaba en desorden"41. La suma y
proliferación de hechos similares obligaron a las autoridades a introducir medidas
cada vez más rígidas para conseguir que los regimientos no desaparecieran por
falta de hombres, fenómeno que ya se había iniciado en 1813. "Se comunicará la
orden de reclutamiento a todos los comandantes", rezaba un decreto de José
Miguel Carrera en marzo de 1813, "quienes instruirán al Gobierno de el que se
niegue a pretexto de excusas, para ejecutarle con el desagrado que se hará
acreedor..."42 La misma rigurosidad se observaría contra los peones movilizados.
"Si hubiese algunos que olvidados de su deber no obedezcan ciegamente lo que
Us. Mande", escribió Carrera al comandante de milicias de Concepción Antonio
Mendiburu un mes más tarde, "me los remitirá Us. Escoltados y con una barra de
grillos..."43 Así como se reunían mulas, caballos y vacas para el transporte,
montura y sustento de las tropas, se iban también recogiendo los peones rurales
que en grandes números eran desplazados hacia las villas o ciudades. En Talca,
en menos de un mes, los comandantes guerrilleros de Carrera remitieron casi
cuatro mil hombres desde los campos vecinos que, si bien carecían de instrucción
o disciplina militar, abultaban sus escuálidas filas. Por su parte, el ejército realista
creció del núcleo original de 50 oficiales remitidos desde Lima a más de cuatro mil
hombres durante el mismo período.

Únicamente razones de índole económica, provocadas por el bloqueo del


comercio con el Perú y la desarticulación de gran parte de la economía
agroganadera de Chile central, impidieron una leva más intensa de la población
rural. "Los solteros y los viudos sin hijos deben componer la principal y primera
fuerza", señalaba Carrera en abril de 1814 al comandante de caballería de San
Fernando, "pues sería un absurdo arrancar los brazos necesarios de la agricultura
y de la industria..."44 En otra comunicación, remitida al oficial a cargo del
regimiento de Rancagua, el Director Supremo manifestaba que la recluta de
infantes debía realizarce teniendo en consideración "la que sea capaz su
vecindario e inmediaciones..."45 Sobre este punto, el comandante de la guarnición
de Rancagua escribió en 1813 que la tropa principal del regimiento Infante don
Carlos, estaba compuesta por "inquilinos de las mismas haciendas del distrito,
unos son labradores y otros arrieros"46. Indudablemente, nadie desconocía que el
servicio militar distraía a la fuerza laboral de sus tareas habituales, justo en los
momentos en que se requería aumentar la producción de granos y animales para
sostener a los combatientes. En ese sentido, uno de los sectores más
perjudicados por la violencia eran los inquilinos, que debían pagar sus deudas a
los hacendados para mantenerse vinculados a la tierra. Al tanto de esta situación,
y procurando proteger los derechos de estos "guerreros ausentes", las autoridades
nacionales dispusieron que "ningún propietario moleste a sus inquilinos, que han
salido a la guerra, por la pensión o arriendo de todo el presente año..."47 Incluso en
los peores momentos de la guerra, las autoridades patricias tendieron a relevar a
los labradores y jornaleros, procurando reclutar a la amplia masa de ‘ociosos,
vagos y malentretenidos’ que pululaban por los valles septentrionales. "Que sean
jóvenes, solteros, de buena configuración, sin achaques, y, sobre todo, que no
tengan una industria o agricultura conocida", rezaba un decreto de recluta aplicado
a Choapa en 1814.

El dilema que enfrentaban las autoridades era ya centenario en un país marcado


por la guerra: dedicar a los peones a las faenas agrícolas o transformarlos en
soldados. De nada ayudaba la intensa ruralización de la población, el bajo número
de hombres jóvenes disponibles para las armas y la creciente complicidad entre
peones y estancieros para que los primeros evadieran el servicio a la patria. Poco
se avanzaba, con la mera recluta peonal. Describiendo el ejército de ocho mil
soldados encabezado por Carrera cuando en abril de 1813 entró a Talca, un autor
señalaba que la fuerza patriota estaba compuesta "por hombres montados a
caballo, sin disciplina, ni táctica en ninguna arma"48. El espectáculo que ofrecían
estas partidas era pintoresco pues en medio de los chivateos, el ruido de los
cascos, carruajes y cureñas, se agitaban los ponchos y chupallas de improvisados
regimientos de huasos que desplegaban su pobreza centenaria de inquilinos.
Entonando los sones de las nuevas canciones guerreras y avivando su
entusiasmo con roncos vivas y hurras, el peonaje marchaba bajo la mirada
vigilante de sus oficiales que, de acuerdo al mismo testigo, eran habitualmente los
hacendados, "que por sí y sus dependientes entraron a hacer la guerra más
activa"49. Los patrones que se sumaban a la causa revolucionaria no dudaban en
enrolar a sus jornaleros en la nueva empresa. José Santo Fernández, vecino del
asiento de minas de Yaquil, escribió en su Diario el general Carrera, se presentó
como voluntario de la columna patriota con doce de sus "sirvientes"50. En una
comunicación enviada a su amigo Juan Mackenna a principios de enero de 1811,
O’Higgins señalaba que el Regimiento No 2 de La Laja, que ayudó a organizar,
estaba compuesto por sus "propios inquilinos y de los vecinos inmediatos"51. Por
esta razón, argumentaba, había sentido su estatus vulnerado al no ser nombrado
Coronel del regimiento, considerando que "sería mirado en menos por mis propios
inquilinos..." Diego Barros Arana, en su Historia Jeneral escrita sesenta años más
tarde, observaba: "se daba el mando de los nuevos cuerpos a los propietarios más
prestigiosos o acaudalados de cada localidad, sin tomar en cuenta sus
inclinaciones y sus aptitudes"52.

Después de las batallas de Yerbas Buenas y San Carlos, cuando la guerra entró
en una fase decisiva, la lucha adquirió un nuevo nivel de violencia. De acuerdo al
hispanista Mariano Torrente, desde mediados de 1813 se inició una era "en que
sufrieron mayores desastres aquellos pueblos desgraciados. Ambos ejércitos los
recorrían en requisición de dineros, víveres, gentes y caballos; ocurrió más de una
vez que en el mismo día fuese un pueblo apremiado por las tropas de ambos
partidos". Sin embargo, las tropelías y abusos que cometían ambos bandos contra
la población civil eran anteriores y de más larga data. Describiendo las acciones
realizadas por Carrera para contener en 1811 la formación del gobierno autónomo
de Concepción encabezado por Rozas y O’Higgins, un testigo manifestaba que
"los excesos que estas tropas cometieron en los pueblos del tránsito, jamás se
olvidarán de la memoria de sus habitantes... baste solo saberse que al soldado se
le daba por órden que podía llevar a su campamento y rancho la concubina que
gustase..."53 Más adelante, al relatar el paso de más de 1.200 granaderos hacia el
sur, el mismo testigo describía "los perjuicios graves que recibieron los pueblos de
ambas provincias y los hombres agricultores, con la erogación de auxilios injentes
sin arreglo alguno, y la cesación del trabajo de los campos por el acuartelamiento
de los milicianos..." Bajo el dominio de los hermanos Carrera, señalaba el mismo
autor, la villa de Talca se transformó en "un laberinto inentendible de desórdenes y
vicios..."54 En Concepción, se acusó a las fuerzas capitalinas de saquear la ciudad
y entregarse a toda suerte de "brutalidad, haciendo víctimas de sus deseos a las
infelices mujeres que, incautas, confiaron en la lenidad y promesas amistosas del
ejército". El fraile Melchor Martínez, en su encendido texto contra la causa
revolucionaria, relató con pormenores el cuadro de "crueldades, saqueos y ruinas
de todos los lugares de la provincia de Concepción que caían en poder del ejército
insurjente, cuyas tumultuarias tropas, su mayor parte [integrada] de los
facinerosos que residían en las cárceles..."55 Advertido de los negativos efectos
que tendrían estas acciones sobre el resto de la población, los asesores del
general Carrera le aconsejaron que cambiara el saqueo por el pago de un sueldo
extraordinario a las tropas pues, "atemorizados los hombres [de Concepción] con
estos sucesos estraordinarios, detestarían el sistema, se separarían de auxiliar a
su ejército, le aumentarían los recursos al enemigo..." Poco tiempo después,
cuando Carrera fue destituido del mando, el mismo autor manifestó que los
pueblos de la frontera estaban "exasperados, y reducida Concepción a una
Babilonia..." El brigadier Juan Mackenna, de reconocida antipatía hacia los
hermanos Carrera, observó que hasta el nombre del gobierno patriota llegó a ser
odioso entre los habitantes del país durante esos días, "aún entre los inocentes
habitantes de la campaña, por el robo que se hizo de sus caballos, verificado por
saqueadores sacados para el intento de la cárcel"56. Según Mackenna, al entorno
de Carrera se unió un salteador de conocida fama, llamado por sobrenombre El
Maulino, "sacado para el efecto de la cárcel, entraba en las haciendas, potreros,
casas de ricos y pobres, sacando los caballos que quería... estos bribones
[hicieron por sus extorsiones el sistema tan odioso, que esos vecinos solo
esperaban la ocasión de unirse al enemigo..."57

La áspera denuncia de los excesos cometidos por los carreristas en Concepción


fue corroborada, en 1815, por el fraile Juan Ramón quien se refirió extensamente
a la "irreligión, impiedad, fiereza, hipocresía y otros vicios" que desplegaban los
patriotas en sus acciones, persiguiendo a sus opositores, enajenando sus
propiedades, saqueando casas y robando haciendas. "Las personas de probidad
jemían en las cárceles y sufrían muchos ultrajes. Las señoras virtuosas y
delicadas, siempre respetables, eran arrancadas del seno de sus familias..."58 El
virrey Abascal, con acertada intuición política, se refirió en repetidas ocasiones a
"la opresión y yugo de fierro" en que mantenían al país las fuerzas nacionales, y
llamaba a los patriotas a capitular teniendo presente "la anarquía en que se halla
el reino..."59 El comandante realista Antonio de Quintanilla, quien procuró
mantenerse objetivo en su relato, afirmaba que durante los días que siguieron al
fracasado sitio de Chillán, Carrera y sus hombres no se dedicaban al negocio de la
guerra, sino al "de bailes y desórdenes..." Lejos estaba esta situación de lo que en
Santiago esperaban las autoridades. "Váis a decidir si el pueblo ha de ser libre o
ha de ser esclavo", declamaron en un encendido bando de despedida los
miembros de la Junta Gubernativa en abril de 1813, "y vuestra conducta debe ser
digna de la fuerza armada de un pueblo cristiano, humano y justo. Haced amable
a las provincias la santa causa que sosteneis"60. Por el tenor de los testimonios
revisados, poco caso hicieron los soldados patriotas de las recomendaciones con
que sus superiores les enviaron a los campos de Marte. "El desarreglo e
insubordinación de estas tropas", apuntó Rodríguez Ballesteros para explicar la
derrota patriota, "las vejaciones, latrocinios, violencias y muertes que ejecutaban
en los campos tanto los soldados como los comisionados, aún en los más
decididos por la causa de la libertad, fue otra mayor guerra y estrago en toda la
provincia de Concepción, así es que muchos patriotas se transformaron en
realistas"61.

La guerra desatada en 1813 fatigaba al país y agotaba sus recursos, obligando a


los comandantes de ambos bandos a requisar los bienes y propiedades de un
campesinado empobrecido que contemplaba impotente el paso por sus tierras de
las diversas partidas guerrilleras. "La salida a campaña de bandas indisciplinadas
de soldados que no reconocían subordinación", escribió Barros Arana, "producían
el terror en los campos. Esas bandas de soldados, que más parecían mangas de
langostas... se apoderaban de los caballos que encontraban a su paso, se
adueñaban de las provisiones y cometían excesos peores todavía"62. Más
adelante, refiriéndose a la ‘soldadesca’ de Carrera instalada en la ribera norte del
río Maule y conformada por no más de 1.500 hombres, el connotado historiador
manifestaba que esta carecía de liderazgo competente, disciplina e instrucción
militar, y estaban desgastados por "la licencia y la indisciplina en que se les
dejaba, todo lo cual daba origen a la deserción de piquetes enteros".

Pero si en 1812 fueron las tropas de Carrera las que sembraron el desorden, en
1814 fueron las columnas comandadas por O’Higgins las que desataron una
nueva ola de caos en la campaña. "Nosotros íbamos tomando lo que se nos
presentaba", escribió el mayor general Francisco Calderón, "porque no había más
víveres ni más recursos que los que tomábamos por la fuerza... íbamos por un
país declaradamente enemigo"63. Otros testigos que observaron el desplazamiento
del ejército guerrillero de O’Higgins escribieron: "Eran imponderables los excesos
que cometía nuestro ejército sobre los habitantes del tránsito. Nuestro General
parecía insensible a estos males. No se tomó una sola medida para evitarlos"64.
Manuel José Gandarillas cita en su texto antio’higginista a un oficial del entorno
del general que habría escrito: "Por ese tiempo se hacían ya intolerables las
estorsiones de nuestra tropa"65. El propio ‘Demonio’ se habría aprovechado del
estado de desorden que implantaron los patriotas, aseveró el fraile Juan Ramón al
dar cuenta de estos acontecimientos, "porque coligado en ella con unos hombres
desmoralizados, sin ley y sin religión, hallaba los instrumentos más
proporcionados para la ejecución de sus horrorosas ideas"66. Una metáfora similar
utilizó el fraile Melchor Martínez cuando, al evaluar los abusos que cometían los
patriotas, manifestó que el gobierno revolucionario había ido convirtiendo a "Chile
en una verdadera semejanza del Infierno, en donde reina una perfecta anarquía".
A comienzos de abril de 1814, el distrito de Concepción, que se transformó por la
fuerza de las circunstancias en centro de las operaciones militares, después de
dos años de enfrentamientos, yacía casi totalmente en ruinas. "A pesar de sus
feraces terrenos", escribió Rodríguez Ballesteros al hacer un balance de la
situación en que se encontraba el país en esos días, "estaba exhausta de recursos
y casi en esqueleto, pues ambos ejércitos desde el principio de la guerra habían
sido sostenidos en ella... a más faltaron los brazos auxiliares a la agricultura,
faltaron los frutos, y todo había decaído hasta el último estado de necesidad y
miseria"67.

Pero la crisis social no afectaba tan solo a los frentes militares. En Santiago, los
motines y revueltas se sucedían unos a otros, conformando un escenario de
intrigas que las propias autoridades se encargaron de recriminar. De modo
paradójico, el mismo Carrera, acusado de los peores excesos en la frontera sur,
denunciaba en marzo de 1813 "la corrupción de las pasiones exaltadas, el
vergonzoso egoismo, que infecta con hipocresía el lenguaje de la verdadera virtud
sin distinguir clases, edad ni dignidades; el imprudente exceso con que se
atropellan los deberes respectivos a Dios, a la Justicia, a la Patria y al hombre
mismo constituido en sociedad, la sed insaciable del mando..."68 Y luego
agregaba: "Reiteradas veces se ha visto este noble vecindario y el reino entero
apoyar el pié de sus confianzas en el borde del precipicio y cuasi tocando con sus
propias manos la espantosa tierra del desorden, el terco y sombrío aspecto de la
anarquía, y la cueva sepulcral de su total desolación y exterminio"69. Esta
dificultad que demostró Carrera de establecer una conexión entre sus acciones
refleja la miopía con que los máximos líderes de la Patria emprendieron su gesta
en ese período, responsabilizando a otros de sus propios errores. Carrera asumía
un lenguaje casi demagógico que no lograba opacar las deficiencias del nuevo
sistema político construido por la elite. Sin duda que esos años fueron de
aprendizaje, pero el costo humano no puede ser negado: su resultado más
inmediato fue la alienación del populacho. El virrey Abascal, siempre preparado
para explotar las debilidades del liderazgo patriota, denunció en agosto de 1812 lo
que él veía como "pérdida [de] la armonía social, y paz interior, deshecha la
unidad, y delacerado el Reino..."70 Esta situación descrita por Abascal desde la
perspectiva del poder seguramente tomaba tan solo en cuenta la peligrosa
escisión que afectaba a la elite; sin embargo, era mucho más importante el cisma
que emergía desde abajo, descontrolado e implacable, y que como un río
subterráneo, amenazaba destruir al reino con su turbulenta carga de resentimiento
popular.

A medida que se acercaba la hora definitiva que zanjaría la confrontación, se


hacía imprescindible someter a la plebe alzada, motivo por el cual los castigos que
se contemplaban para los sujetos que evitaran las levas eran cada vez más
enérgicos. "Por cuanto las críticas circunstancias del Estado exigen una pronta
reunión de tropa para resistir al enemigo", puntualizaba un Bando emitido el 8 de
marzo de 1814, "y viendo este Directorio con grave sentimiento la escandalosa
dispersión, que se nota en el día. Por tanto, y a fin de evitar los funestos
resultados que amenaza la tolerancia de estos crímenes, ordena: que todo
soldado que por extravío o formal deserción se haya separado de su respectivo
cuerpo, será enteramente perdonado siempre que hallándose á las inmediaciones
de esta Capital, se presente a su respectivo jefe dentro de ocho días después de
publicado este Bando, y dentro de quince a los subalternos de las villas
cabeceras"71. En contraste, los desertores que rechazaran los beneficios del
indulto y que rehusaran presentarse a los cuarteles, "serán irremisiblemente
pasados por las armas ...y la misma pena sufrirá todo individuo del Ejército que en
cualquier punto cometiese de hoy en adelante el delito de deserción, aunque sea
la primera vez que en él incurre". Ese mismo mes, al disponer una campaña de
reclutamiento de peones en el partido de Melipilla, se manifestaba que los
hombres "que se oculten, fuguen o excusen sin legítima causa, sean estos
tratados como traidores, y sus haciendas entregadas a la Patria y sus posesiones
quemadas, y aquellos remitidos a la Capital para ser juzgados..."72 Rehusar servir
a la patria, para las autoridades, era sinónimo de traición; en su visión, los chilenos
tenían frente a sí una dolorosa opción: "En nosotros no hay más alternativa",
señaló un Bando de la Junta Gubernativa de septiembre de 1813, "que defender
nuestra libertad o pasar a morir en las tropas del tirano"73.

La deserción y el rechazo que provocaban en las masas populares los bandos de


reclutamiento ponían en peligro las expectativas de los insurgentes de establecer
su poder a nivel nacional. Por ese motivo, una vez instalado en Concepción, el
general Carrera levantó sus temidas horcas en medio de la plaza, las que fueron
usadas para "inmolar... infelices labradores, que tomaban los oficiales de partida,
en los campos, sin más motivo que por suponerlos ser adictos a los
enemigos..."74 Su hermano, el general Juan José Carrera, en su proclama a los
soldados que salieron rumbo a Concepción, había anunciado a principios de abril
de 1813 el método riguroso que se usaría con aquellos que traicionaran la causa
nacional: "Muera el perjuro que deserte de las banderas de la Patria, muera el
pérfido que intente restablecer la tiranía, muera el cobarde que vuelva al enemigo
las espaldas"75. A principios de abril de 1814, el gobierno hizo pública la
preocupación que le causaba la fuga de los soldados pero asumió una actitud más
indulgente frente a la deserción, otorgando nuevos plazos para la reincorporación
de los contingentes fugados. En un decreto publicado en El Monitor Araucano se
proclamaba: "Habiendo averiguado hasta la evidencia esta Suprema Dirección que
los mayores e incalculables males que ha sufrido y sufre el Estado, proceden en la
mayor parte del desorden de nuestras tropas, que dispersándose á su antojo
dejan á su voluntad los primeros puntos á que debieron reunirse, y dificultan así, e
imposibilitan su reorganización: Para evitar tanto mal, ordeno y mando, que todo
oficial, o soldado, indistintamente de cualquier graduación o clase, que en caso de
derrota, retirada, ú otro accidente militar, haya sido obligado á desamparar el
puesto, ó campo de batalla, debe precisamente buscar ó hacer su retirada al
punto, ó lugar que al efecto hayan acordado y designado el General del Exercito ó
Gefes Particulares de Divisiones"76. No obstante, teniendo aún presente el
desastre experimentado por la división de Blanco Encalada en Cancha Rayada
debido a la insubordinación y desobediencia de la tropa, el castigo contra los
fugitivos pertinaces seguía siendo drástico. "Los que quebrantasen este orden á
causa ó pretexto que no sea legítimo, acreditado y bastamente justificado, en el
acto se deciden traidores a la patria, y serán castigados como tales".

De modo simultáneo, las autoridades comenzaron a instalar un sistema de


vigilancia de la población que restringía sus desplazamientos, al mismo tiempo
que reforzaba los mecanismos de control del vagabundaje. Si bien su intención
estaba dirigida a impedir los movimientos de los potenciales ‘enemigos de la
Patria’ que podían surgir entre los hacendados, sus efectos prácticos incidían
directamente en las modalidades de vida transhumantes de la plebe. "Por cuanto
me hallo informado, que algunas personas de esta capital se preparan para salir
fuera, inspirando terrores al pueblo, en circunstancias que nunca mejor que el
presente debemos mirar asegurada la salvación de la Patria. Por tanto ordeno y
mando, que ninguna persona de cualquier clase que fuese que salga de esta
ciudad, ni aun con destino a sus chácaras, o haciendas inmediatas, sin espresa
licencia mía por escrito, bajo la pena de 500 pesos, que sé impondrán al
contraventor, y en defecto de bienes con que cubrir la multa, tres meses de
prisión"77.

La guerra contra los españoles, de otra parte, justificaba medidas dictatoriales que
se hacían extensivas al resto de la población, toda vez que sus acciones cayeran
en el ámbito conceptuado como ‘traición a la Patria". Así ocurrió con las estrictas
regulaciones introducidas por Carrera para controlar los movimientos de los
españoles disidentes. De acuerdo al bando publicado a comienzos de marzo de
1814, los españoles que carecieran de carta de ciudadanía debían entregar sus
armas de fuego y cuchillos, caballos y bastones de estoques. Además, debían
someterse a un estricto toque de queda y no reunirse con más de tres miembros
de su comunidad. Las penas contra las transgresiones eran variables, pero
oscilaban entre cárcel, el secuestro de bienes y el extrañamiento del país. Para
hacer aún más efectiva esta vigilancia, las autoridades no dudaron en transformar
a sirvientes y esclavos en espías domésticos de sus amos. "Al esclavo que
denunciare a su amo [por] ocultación de armas y caballos, se le concederá la
libertad, y al criado libre, se le pagarán 200 pesos en el momento de probarse la
ocultación"78. Sin embargo, el elemento más peligroso del Bando fue incorporado
en su última capitulación. "El Gobierno pone toda su vigilancia en los enemigos del
sistema, y se extenderán a los americanos, y cualesquiera otros contrarios á la
causa del Pais, cuantas providencias se dictaren en adelante contra los Europeos,
que la hostilizan". En otras palabras, en aras de la defensa del gobierno
constituido, las autoridades aplicaron a los chilenos las severas medidas que se
introducían para castigar a sus enemigos.

Estas determinaciones, coronaban un proceso de continuo asedio a los


monarquistas, a cuyos sirvientes se les otorgó, desde 1812, el derecho a
denunciar a sus patrones: "Todo individuo", se decretó aquel año, "podrá quejarse
o delatar y se le hará justicia y guardará secreto". También se procedió a modificar
el reglamento del Consejo de Guerra con el propósito de otorgar más poder a los
tribunales que se constituían a nivel local para combatir la deserción.
Principalmente, se ordenó la formación de un Consejo de Guerra permanente, de
jurisdicción nacional. Su intención consistía en reforzar la autoridad de los
comandantes regionales, quienes de modo sumario y ejecutivo, podían procesar a
los soldados que cometieran desacatos o desertaran. "Siendo propio y peculiar de
los Cuerpos Militares la substanciación y juzgamiento de los crímenes, que
cometan sus individuos; lo es también el que a su vista sufran la pena a que se
hayan hecho acreedores en justo escarmiento de los delincuentes, y para ejemplo
de las demás clases..."79 Mayor eficacia judicial y celeridad en las causas eran los
beneficios más directos de la reforma, pero por sobre estos cambios se llevaba a
cabo una acción mucho más trascendente: se radicaba todo el poder y la
autoridad en los jefes militares, en absoluto desmedro de la sociedad civil y de los
tribunales ordinarios. Así, al tiempo que se registraba una creciente militarización
de la vida cotidiana, la elite preparaba el camino hacia el caudillaje, demoliendo el
imperio de la Ley y poniendo en su lugar la voluntad arbitraria de los
comandantes. Se desmantelaba una estructura jurídica que por más de dos
centurias había limitado eficientemente el poder militar y cautelado los intereses
de los diversos grupos sociales que componían la compleja sociedad colonial. Lo
mismo ya había ocurrido en el terreno de la libertad de información, un bien muy
preciado y aclamado por la intelectualidad patriota, pero restringido solamente a
sus partidarios. "La libertad de opinar y de discurrir no debe extenderse hasta ser
nociva a la sociedad", escribieron los patricios chilenos en noviembre de 1812,
para luego agregar con tono autoritario: "los que discorden del resto del cuerpo
acerca del sistema de Gobierno establecido para la seguridad de la patria, se
deben abstener de impugnarlo y sembrar noticias que lo combatan"80. Las penas
que se imponían a los infractores iban desde la amonestación, la expulsión de la
capital y, a los reincidentes por tercera vez, el destierro del país.

Mientras el aparato jurídico e institucional se iba lentamente ajustando a su nuevo


marco, la deserción del peonaje con pertrechos, uniformes y entrenamiento, iba
gestando un pueblo armado que ponía en jaque la estrategia de poder elitista. Al
fin de cuentas, todos sabían que el usufructo del poder pasaba en gran medida
por el monopolio exclusivo de las armas, premisa continuamente vulnerada por la
fuga de cientos de soldados y milicianos que escapaban con los equipos que les
proporcionaba el Estado. En noviembre de 1812, Carrera hizo publicar un bando
en que se requería a la población que hicieran entrega del armamento que se
encontraba en su posesión. "Estando cierto el Gobierno de que se encuentran en
poder de particulares fusiles, pistolas, espadas y otras armas o prendas
pertenecientes al Ejército, y siendo necesario recuperarlas", puntualizó el decreto,
"ordeno que todos los que los tengan las restituyan en el término de un mes en la
capital al comandante de Artillería... que les gratificará según la importancia de la
entrega, ya sea de armas completas de algunas parte de ellas... a la misma
recompensa será acreedor el que avise el lugar donde se oculten; personas que
los retengan o rehusen entregarlas". Para los sujetos que no acataran la
disposición, se introducían multas y severas sanciones "dignas de su
inobediencia..."81 Casi un año más tarde, la "Junta Gubernativa de Chile"
compuesta por Infante, Eyzaguirre y Cienfuegos, y a nombre de la "Soberanía
Nacional", mandó publicar un decreto en el cual se establecía una recompensa
para todos aquellos que restituyeran los armamentos a las autoridades. "Por
quanto se han notado los graves perjuicios que se han originado al estado de que
los desertores soldados fugitivos, y muchos de los que han muerto en el campo de
honor, hayan dejado, botado, y perdido sus armas, desvigorizando nuestra
fuerza..."82

En la medida que el enfrentamiento entre la elite patriota y el bajo pueblo se hizo


más evidente, las autoridades nacionales introdujeron normativas aún más duras.
De acuerdo a Torrente, cuando Carrera en su condición de jefe de Estado debió
marchar hacia el sur para contener las tropas del brigadier realista Antonio Pareja,
"levantó cuatro cadalsos en los cuatro ángulos de la Plaza [de Santiago]...
conociendo que el terror era el único medio de hacerse respetar por los vacilantes
chilenos..."83 Su salida desde la capital en compañía de 900 combatientes
dispuestos a rendir la vida demostró, en cierta medida, lo eficiente de la medida;
sin embargo, apenas unas semanas más tarde, cuando los ‘reclutas forzados’
debieron enfrentar a las fuerzas realistas en San Carlos, fue ampliamente
reconocido que en la noche previa al trágico combate se le había "desertado
mucha gente..." Más tarde, durante el infructuoso sitio de Chillán, quedó al
descubierto "la horrorosa deserción que se había introducido en su campo..."84 En
esa ocasión, la fuerza patriota estuvo principalmente conformada por soldados de
línea que sumaban casi 2.500 hombres, y apenas un contingente de 500 a 1.000
milicianos. Debido a esa desastrosa campaña, las enfermedades y la deserción,
observó Melchor Martínez, Carrera quedó con la sexta parte de su ejército original.
La conducta del campesinado desalentaba a los generales quienes, en más de
una oportunidad y sin más fundamento que su mero entusiasmo, imaginaron que
la situación sería muy distinta. Juan José Carrera, comandante del regimiento de
granaderos, manifestó con solemnidad a sus hombres al momento de salir a
campaña: "Váis a triunfar, váis a vencer. Ese pequeño grupo de bandidos y los
traidores que los auxilian huirán al solo divisar vuestras banderas"85.

La desesperada situación en que se encontraron las huestes patriotas a causa de


las disensiones que surgieron entre sus jefes, el desbande de sus regimientos y el
avance sistemático de los realistas les obligaron a morigerar los castigos que se
habían introducido en los meses previos para contrarrestar la deserción. En un
decreto publicado justo antes de que Carrera iniciara su expedición para defender
el bastión penquista, las autoridades dispusieron un indulto generalizado de los
fugitivos, si bien continuaron amenazando con un castigo ejemplar a los
desertores, "por cuanto la deserción es crimen contra la fe del pacto más sagrado,
que destruye nuestra defensa, empobrece el erario, y causa otros horribles efectos
al estado, castigándole la ordenanza con la pena ordinaria de muerte"86. La
amnistía contaba solamente para los fugitivos que se presentaran dispuestos a
continuar enrolados en las filas del ejército. Para los que rechazaran esta oferta, el
castigo que se prometía era implacable. "Pero si pasare el tiempo establecido, y a
virtud de las vivas providencias que se acuerden se tomase a esta clase de
delincuentes, se les aplicará irrefragablemente [sic], y sin la menor conmiseración,
la pena que designe la ordenanza, gratificando al que denunciare a un desertor
con ocho pesos fuertes". Paralelo a estos procedimientos, las autoridades iniciaron
nuevas campañas de reclutamiento, apelando al fervor patriótico de los habitantes
de Santiago. "Por cuanto está cerciorado el Directorio del celo y patriotismo de los
buenos ciudadanos", se lee en un Bando de reclutamiento para las Guardias
Cívicas emitido el 11 de marzo de 1814, "que arrostrando por todos riesgos
desean sacrificar su quietud y sosiego por la defensa del Estado, sabiendo que la
obra principiada ha de ayudarse a sostener con la fidelidad de sus brazos, ordena,
que todo ciudadano, y todo individuo americano que compone la preciosa porción,
y la distinguida parte patriótica, que no se haya alistado en los cuerpos fijos, y de
milicias desde la edad de 16 años hasta la de 50, se presenten a las cuatro de la
tarde de este día en el patio del Tribunal de Justicia para la reunión de la Guardia
Cívica..."87 El tono del bando, no obstante su rigurosidad, contrastaba
notoriamente con el duro discurso público utilizado apenas cuatro meses antes por
Carrera al instaurar el sistema de servicio militar obligatorio. Ese decreto, emitido
en Talca, redundaba en amenazas abiertas y veladas que comprometían la vida
misma de los chilenos. En su artículo primero, el decreto establecía: "Todo
habitante de Santiago es un militar. En cada uno de los ocho cuarteles en que se
divide, se formará un rejimiento o batallón de infantería, compuesto de los
individuos que en ellos recidan"88. La edad de los reclutas debía oscilar entre 14 y
50 años, con excepción de los funcionarios, jueces, maestros de escuela, alumnos
de institutos y de todos los europeos que no tuviesen carta de ciudadanía.
También se hizo excepción de "un mozo de cada casa", para asegurar el servicio
doméstico de la elite. Para justificar un llamado tan universal, las autoridades
directoriales argumentaron que la primera obligacion de todo habitante de un país
libre consistía en "prepararse con los conocimientos e instrucción militar necesario
para defender a su patria, sobre todo en circunstancias que la tiranía hace los
últimos esfuerzos por destruirla..."

La guerra que libraban los patriotas se llevaba a cabo, de modo creciente, contra
dos enemigos: los realistas atrincherados en el sur y el bajo pueblo de Chile
central que rehusaba enrolarse en sus regimientos. Asumiendo sus propias
deficiencias y la falta de tino con que se había procedido hacia las clases
populares, no faltaron durante esos años las lisonjas con que las autoridades
pretendieron movilizar a peones y labradores en apoyo de una causa que no
lograba transformarse en proyecto nacional. Así, desde un punto de vista jurídico,
las nuevas autoridades procuraron introducir cierto orden que permitiera
salvaguardar los intereses de la plebe. Al respecto, en marzo de 1813, se publicó
en La Aurora de Chile un decreto que reglamentaba el derecho a visitas a las
cárceles e introducía la práctica de publicar, en la puerta del presidio, el nombre de
los reos, el juzgado de su pleito y, más significativamente, la extensión de la
sentencia. De ese modo, se pretendía evitar "que algunos desvalidos existan
encerrados, cuando ó no debieron haberlo estado o pudieran ya haber salido, si la
noticia de su detención hubiese excitado a favorecerlos"89. Asimismo, a fines de
abril, el gobierno de Santiago ordenó que el Batallón de Pardos y Mulatos fuese en
adelante llamado Batallón de Infantes de la Patria, argumentando "que la patria no
debía permitir que los ciudadanos que acudían a su defensa se distinguiesen con
título alguno que suponga diferencia entre ellos y los demás cuerpos del estado"90.
Una disposición que casi rayaba en lo patético fue introducida a fines de agosto de
1814, oportunidad en que se decretó la integración forzada de los esclavos al
ejército patriota a cambio de su manumisión. Los beneficios que ofrecía la medida
eran evidentes, pero los esclavos pensaron distinto. "Los esclavos que prefieran la
ocultación cobarde", rezaba el decreto, después de amenazar con gruesas multas
a los dueños que escondieran sus esclavos, "o huyeren de sus casas antes que
alistarse en las lejiones de la Patria y obtener el don inapreciable que ésta les
franquea, serán castigados con cien azotes, tres años de presidio y perpetua
esclavitud al arbitrio del gobierno"91. A pesar de estas medidas, que en algo
morigeraban las duras condiciones de vida que enfrentaban los plebeyos, la elite
patriota introdujo otras normativas que reflejaban su centenario temor y que
mermaban los espacios propios del bajo pueblo. Así ocurrió con los juegos de azar
y embite, conceptuados por las autoridades como crímenes detestables que
"desmoralizan, prostituyen y arruinan los miembros del Estado con las peores
trascendencias a sus inocentes familias..."92 En consecuencia, tanto jugadores,
habilitadores y espectadores quedaban sometidos a las penas más graves,
dejando a los alcaldes la responsabilidad de procesar y castigar a los
transgresores. En una inflexión que reflejaba el puritanismo de la elite, los autores
del decreto achacaban a los juegos de azar el olvido de "los deberes sociales y de
los intereses mismos de la sangre..."

La incapacidad de patriotas y realistas para definir con claridad quién ostentaba el


poder en el país creó vacíos institucionales y problemas de gobernabilidad que
abrieron el camino para que el saqueo, el robo a mano armada, el incendio de
propiedades y el rapto de mujeres se convirtieran en los signos más visibles de
una profunda crisis social. El arcaico sistema de malocas y gavillas, que por tantos
años sembró el terror entre los habitantes de Chile central, renació ataviado con
las banderas del rey o de la Patria y comandado por los más ilustres hijos de la
aristocracia. "Dejando que los sitiadores se diseminaran por las calles y casas con
el afán de saqueo", apuntó Torrente al describir la estrategia adoptada por el
coronel realista Tiburcio Sánchez durante el sitio de Chillán en 1813, "cuando los
vió desunidos y cebados en el botín, destacó partidas a cortarles la retirada por las
bocacalles de los arrabales... el pueblo quedó sembrado de cadáveres..."93 Pero lo
que se registró en Chillán fue tan solo el auge de una situación social que se
deterioraba cada vez más. Ese mismo año, las autoridades se quejaban de "la
extraordinaria frecuencia con que en esta ciudad y sus campos se cometen
salteos, robos, asesinatos y otros excesos, que atacan inmediatamente la
seguridad individual, y perturban la quietud..." Manifestando su temor de que la
anarquía y la criminalidad, "como enseña la triste experiencia de otros pueblos,
puede llegar a un extremo, que lo haga insuperable, ó á lo menos, solo corregible
á costa de exfuerzos que distraigan de objetos importantes", las autoridades
abogaron por la creación de un funcionario especialmente encargado de "la
prosecución y condena de los delincuentes.."94 Un mes más tarde, el gobierno
nacional dispuso que los jueces territoriales y diputados de campo, "ronden
diariamente, persigan, aprehendan y castiguen sobre la marcha a los ladrones y
malhechores de sus jurisdicciones respectivas..."95 De modo especial, se instruyó
a los comisionados que protegieran las mujeres e hijos "de los guerreros
ausentes", expuestos a la violencia de los bandidos que pululaban por la campaña
de Chile central.

Sorpresivamente, la indisciplina popular se apoderaba del escenario compitiendo


en importancia con las dificultades logísticas y políticas que enfrentaban los
patriotas en el sur. "Esta época no presta muchos materiales a la historia", escribió
Melchor Martínez, "en la que solo se ocupaba nuestro gobierno en providencias
económicas relativa a la reforma de abusos y persecución de malhechores que
infestaban los caminos y las campañas, cometiendo insultos de toda clase, robos,
violencias y asesinatos en tanto estremo, que daban temor a los mismos pueblos
por la multitud de partidos armados que por todas partes se desparramaban,
desertando de sus cuerpos militares..."96 El virrey Abascal, al tanto de la situación
de anarquía que prevalecía en gran parte del territorio, fundamentó el llamado que
hizo a los santiaguinos para que se levantaran contra el gobierno nacional
invocando las arbitrariedades, destierros, abusos y corrupciones cometidos por los
patriotas, lo que en su opinión llevaba al aniquilamiento del "orden público" y al fin
del "reposo interior". En agosto de 1814, cuando la anarquía institucional llegó a
su clímax con los realista en control de Concepción, O’Higgins insubordinado en
Talca, y Carrera intentando restablecer su dictadura en Santiago, la desobediencia
popular también alcanzó su apogeo: "Los crímenes se multiplican a proporción de
la impunidad de los delincuentes", rezaba un decreto de la Junta Gubernativa de
Santiago, "una piedad mal entendida eriza al país de robos y asesinatos"97. El
corolario de esta situación se registró después del combate de Rancagua,
momento en que las tropas del rey se entregaron a toda forma de excesos.
"Destrozaban las puertas y se entregaban a un escandaloso saqueo, estropeaban
o mataban a los heridos que habían quedado en las trincheras patriotas, violaban
a las mujeres, golpeaban por diversión a los ancianos y a los niños..."98

Para los peones y gañanes la permanencia en el ejército había sido un doble


castigo: de una parte se les obligó a abandonar sus tierras y familias, y de otra se
impuso sobre ellos un severo sistema disciplinario. En esas circunstancias, una
vez que habían sido capturados y enrolados por los temidos e implacables
comandantes de levas, la única alternativa que les quedaba era el motín o la fuga.
Refiriéndose a uno de estos movimientos, protagonizado en marzo de 1814 por
los soldados de los regimientos Don Carlos y Maipú, Carrera puntualizaba que
"semejantes delitos deben ser juzgados en el momento con la vida para
escarmiento de la tropa..."99 Las dificultades que presentaba la recluta del bajo
pueblo, se agravaban cuando los inquilinos, huasos, arrieros y labradores
desertaban. "No puedo atinar en qué consiste la deserción tan frecuente que
ejecutan los cuerpos de milicias", escribió con consternación Carrera veinte días
más tarde de este incidente, para luego agregar con tono drástico: "es preciso
atajarla con el más riguroso castigo; tengo prevenido al señor Coronel del cuerpo,
que todos los que sean aprehendidos sufran de pronto, cien azotes, y después el
trabajo con una cadena..."100 Luego de haberse enterado de nuevas deserciones
en los regimientos de la ciudad, el Director Supremo escribió al coronel Larraín
instruyéndole que reuniera las debilitadas fuerzas, "siéndome muy sensible que
este último se haya dispersado en tanto grado que me aseguran no ha quedado
un solo individuo"101. En otra comunicación, enviada a fines del mismo mes,
señalaba con desaliento: "ha sido tan escandalosa la deserción de la tropa de la
División de Maipú, que de los doscientos hombres que Ud. acuarteló, solo
permanecen en el Ejército setenta"102. Delitos de esta naturaleza, continuaba, "no
pueden quedar impunes..." El problema era por cierto grave, toda vez que el
ejército patriota dependía de la fuerza miliciana para sostenerse; en el combate de
Cancha Rayada, del 9 de mayo de 1813, la proporción entre fuerzas regulares y
milicianos osciló entre 1.250 y 2.800103. Durante la batalla de San Carlos, que tuvo
lugar el 15 de abril de 1813, las fuerzas comandadas por Carrera ascendían a
1.500 hombres de infantería y "10.000 de caballería miliciana"104. ¿Cómo se
explica la pérdida, en menos de veinte días, de tantos milicianos?

El lento paso de los días ahondaba la fisura en el bando patriota, que se


manifestaba no solo en las disputas que sostenían carreristas y o’higginistas sino
también en la continua fuga de los peones enrolados. En los primeros días de
marzo de 1814, el comandante patriota Ramón Balcarce firmaba una orden del día
afirmando: "Sin novedad y la deserción pica..."105 Quizás el único consuelo que
quedaba para los desesperados jefes nacionales era que el bando realista no
experimentaba mejor suerte en su relación con el populacho. Después de la
sorpresa patriota de Yerbas Buenas, y en momentos en que el general Pareja
decidió cruzar el río Maule, se produjo el inesperado levantamiento de chilotes y
valdivianos que rehusaron prestar servicios al norte de la jurisdicción penquista. "A
la falsa voz de venir sobre el campo todo el grueso del ejército independiente,
desampararon las filas, fugándose los cuerpos enteros con jefes y oficiales, en
disposición que, de 6.000 hombres que de esta clase acompañaban a los
realistas, se diseminaron de tal suerte que no quedó uno para memoria"106.
Alejados de sus centros naturales de reclutamiento y conscripción, los oficiales
realistas enfrentaban un serio problema cada vez que uno de sus milicianos se
fugaba, pues sus desertores no tenían fácil reemplazo. "Esta separación de las
milicias del campo no es extraña", escribió Rodríguez Ballesteros, "si se atiende
que en Chile son estos cuerpos formados sin planas mayores veteranas, de la
jente rústica de las haciendas, sin instrucción ni mayor subordinación ni
inteligencia en ninguna arma, solo con la ventaja de ser muy jinetes a daballos
desde su tierna edad"107. La peonada seguía al ejército del rey cuando la victoria
parecía estar asegurada; sin embargo, cuando la suerte fallaba, los milicianos
abandonaban sus banderas. A comienzos de mayo de 1813, el ejército
monarquista cayó abruptamente a menos de 1.500 hombres. "La deserción del
ejército enemigo", escribió Carrera desde los arrabales de Chillán en agosto de
1813, "se aumenta con el escarmiento... su desesperación les dá valor y atacan
con entusiasmo, y mejor cuando traen en su cuerpo vino con pólvora"108. Tras la
muerte de Pareja y con la caída de Talcahuano y Concepción, el ejército realista
experimentó un verdadero desplome: "fue escandalosa la deserción,
principalmente de las tropas penquistas..."109 Ocho meses más tarde, después del
combate de El Membrillar, el ejército realista enfrentaba nuevamente la deserción
masiva de sus milicianos, especialmente los provenientes de Rere y La Laja, que
huían con sus armamentos. Según informó un testigo, cuando Gaínza se refugió
en Talca en abril de 1814, sus hombres le abandonaron incluidos 60 fusileros110.
Rodríguez Ballesteros, en su citada obra, manifiesta que en esos días Gaínza
experimentó una "espantosa deserción de las tropas y reclutas del país,
principalmente de los penquistos..." El propio Gaínza, en un mensaje confidencial
enviado a O’Higgins pocos días después de la firma del Tratado de Lircay,
escribió: "Tropas y troperos se me han ido, también bueyes y todos los
bueyerinos..."111

Los mismos jefes patriotas que se quejaban de la falta de lealtad del peonaje,
estimulaban la deserción de los soldados del bando opuesto, ofreciendo veinte
pesos a los soldados de caballería que huyesen con su armamento, y diez pesos
a infantes y artilleros112. En otras oportunidades, en medio de las escaramuzas, se
procedía a llamar a viva voz a los combatientes que se suponían dispuestos a
pasarse a las tropas nacionales, como ocurrió durante la batalla de San Carlos del
15 de mayo de 1813, en que el clérigo Pedro José Eleicegui se puso a "llamar por
su nombre a muchos soldados penquistas y valdivianos..."113 En el parte militar
que escribió sobre la toma de Concepción, el general Carrera señaló: "los
soldados abandonan al enemigo y vienen apresuradamente a alistarse bajo las
banderas de la patria"114. En Chillán, señaló Melchor Martínez, los soldados del rey
eran repetidamente llamados a desertar por los jefes revolucionarios, "con
infinidad de promesas y premios". Los avatares de la guerra fueron generando un
mercado de la deserción, en el que el precio de los renegados subía
constantemente. En un Bando publicado en septiembre de 1814, cuando las
tropas realistas marchaban hacia Santiago, las autoridades patriotas llegaron a
ofrecer doce mil pesos a quien se presentara con la cabeza de Mariano Osorio,
seis mil por los oficiales subalternos, cincuenta para los soldados que escaparan
con fusil y 25 para los desertores que se presentaran sin armas115.

Las recompensas y beneficios que ambos bandos otorgaban a los desertores


evidencian la facilidad con que el peonaje miliciano abandonaba las filas para
sumarse a las partidas enemigas. De lo que ya no cabía duda a los oficiales era
que si se dejaba elegir a la plebe, las fuerzas populares optarían por marginarse
completamente del conflicto. Como escribiera el general O’Higgins en los últimos
días de la Patria Vieja, no era recomendable que las fuerzas patriotas se
enfrentaran con el ejército de Mariano Osorio en los llanos de Maipú, "porque las
nuestras se corromperán en Santiago y se desertarán a sus casas"116. Razón tenía
el general patriota para temer el desbande de los milicianos. Justamente cuando
asumió la comisión de suprema autoridad del ejército, en enero de 1814, por lo
menos 400 soldados desertaron su fuerza en Concepción para buscar refugio en
Santiago117. Las proclamas patriotas, señaló en su Revista de la Guerra de la
Independencia el realista Rodríguez Ballesteros, "habrían alcanzado los más
ventajosos efectos si las tropas milicianas no hubiesen visto después con más
adhesión sus hogares que la defensa a que se les obligaba..."118

Desde un punto de vista militar, los perjuicios que generaban la deserción y la fuga
podían ser superados aumentando el reclutamiento de los ‘forzados’, pero lo que
no era tan fácil de solucionar fue el efecto político negativo que tenían estas
operaciones. En realidad, lo más pernicioso fue que durante estos años se
engendró la fatal división entre el bajo pueblo y la elite que enfrentaría al país por
más de dos siglos. A medida que los plebeyos desertaban del ejército, los jefes del
gobierno patriota visualizaron al populacho como el principal sostén de las
prácticas anómalas e ilegales que conformaban la deserción miliciana. En ese
sentido, las expresiones de Carrera fueron emblemáticas. Refiriéndose a los
problemas que causaba la deserción de regimientos completos, el Director
Supremo ordenó en abril de 1814 que se apersonara en la ciudad de Rancagua el
coronel Juan Larraín, para que "jamás deje de existir allí una fuerza capaz de
sostener al pueblo, cuando menos de las irrupciones de los malvados, que se
valen de las inquietudes populares para los saqueos y piraterías..."119

Enfrentados al grave deterioro que experimentaba el orden público por el


desbande de una soldadesca que no ponía límites a su desenfreno, las
autoridades patriotas comenzaron a velar para que los jueces y comisionados
pudieran realizar sus tareas sin obstáculos, pues se comprendió que de ello
dependía el mantenimiento de la paz social. "Los jueces son respetables en los
pueblos, y como representantes de ellos no deben ser ultrajados", escribió con
firmeza Carrera, en 1814120. No obstante, las propias autoridades contribuían en
gran parte al desorden y anarquía, al llevar a cabo el enganche de facinerosos y
delincuentes en las filas del ejército. Refiriéndose a una partida que llegó a Talca
proveniente de Cauquenes en abril de 1813, Carrera manifestaba con la
destemplanza que le caracterizó: "eran los 200 hombres tan ladrones como su
jefe..."121 El mismo general señaló que las pérdidas sufridas por el ejército patriota
durante la batalla de Yerbas Buenas fueron considerables "por el saqueo a que se
entregó la tropa escandalosamente..." En otra comunicación, Carrera manifestaba
que los soldados que participaron del saqueo habían obtenido, además de cientos
de armas de fuego, "onzas de oro, relojes, sables, y vestuarios
completos..."122 Apenas un mes más tarde, en medio del acoso que sufrían sus
hombres a causa de los incesantes ataques de las guerrillas enemigas, el
atribulado general manifestaba que "era menos terrible Pareja que el desorden de
la tropa, que no podía contener por falta de auxiliares". Carrera también relató que
en los días previos a su captura por las fuerzas realistas en Concepción, la
soldadesca patriota flaqueaba mientras el enemigo acometía cada vez con mayor
osadía. Para quebrar la inacción, dispuso que una partida guerrillera se dirigiera a
la campaña para recuperar monturas, pertrechos y recursos: "Tomé el partido de
comisionar algunos individuos para que los sacasen a la fuerza. Como los tuvieran
escondidos por las cordilleras y montañas, mandé hombres inteligentes y quizás
ladrones de profesión, para que no se escapasen. Era consiguiente algún
desorden por la clase de comisionados, pero este desorden no pasaba de 4 a 6
caballos que robaban para su uso, y de algunos insultos de palabra, por el
sentimiento que les causaba ver que los despojaban de lo que más defienden y
quieren nuestros huasos ¿No habrá alguno que conozca el carácter de aquella
gente? ¿Y quién dicta un arbitrio para evitar estos males?"123.

En el ejército realista, los generales monarquistas experimentaban similares


problemas. De una fuerza calculada en casi tres mil hombres, escribió el virrey a
mediados de 1814, una cifra importante de ellos eran "milicianos armados de
lanza, que nada sirven por su indisciplina y [su] afición al robo..."124 La
improvisación de las huestes se dejó ver en las desordenadas escaramuzas que
iban uniendo una guerra que cambiaba rápidamente de frentes, desplazándose
por Chile central a lomo de caballos que dejaban ver un gran entusiasmo pero
escasa estrategia. "Las tropas del ejército real, así como las del patriota", escribió
el comandante español Antonio de Quintanilla, "en ninguna de estas acciones se
batieron en formación... cuando se rompía el fuego, se desbandaban en
tropel..."125 En septiembre de 1814, cuando se acercaba la batalla decisiva, el
ejército de la patria sufría el drenaje de la deserción y de la indisciplina. "Los
mismos cuerpos militares", señalaba con marcado desaliento un testigo anónimo,
"sirven de sagrado a los delincuentes..."126 Probablemente, a consecuencia de la
continua deserción del populacho, se entiende que de las fuerzas patriotas que
enfrentaron a Mariano Osorio a fines de aquel mes, compuestas por 6.000
hombres, solamente 2.564 eran milicianos, en una completa reversión de lo que
había sido la tradicional proporción entre soldados de línea y huasos
enganchados127. De esos hombres, por lo menos 1.600 abandonaron el sitio sin
entrar en combate. Una semana más tarde, el entonces prófugo general Carrera
describió con desaliento el completo desbande del ejército patriota: "se han
tomado todas las medidas para que los oficiales y soldados no deserten sus
banderas; pero faltándoles honor a los primeros es inevitable la fuga de los
segundos..."128 Sin duda ambos ejércitos enfrentaron durante la guerra obstáculos
formidables: los realistas, comandados por oficiales extranjeros, operaban sobre
un país cuya geografía no conocían bien. Los patriotas, por su parte, sin muchos
oficiales ni veteranos, debían confiar en la ventaja que les ofrecía un abultado
ejército de improvisados soldados que huían cada vez que reventaba la metralla.
"Por desgracia", escribió acertadamente Barros Arana, "la disciplina y la moralidad
de esa tropa neutralizaban las ventajas del número"129.

Cuando el país era disputado palmo a palmo, los mestizos fronterizos se


convirtieron en un elemento crucial de las campañas militares, toda vez que su
conocimiento acabado de la geografía local, usos y costumbres, sumado a su
experiencia de maloqueros y comerciantes informales, abrían las rutas
cordilleranas y del territorio tribal. Sin embargo, su participación en la guerra fue
más bien reacia, si bien grandes contingentes se sumaron al bando realista
cuando Osorio levantó el estandarte real. "Entonces fueron llamados para servir
en el ejército insurgente", escribió el fraile Juan Ramón, "pero los más fugaron a
los montes y quebradas, eligiendo vivir en las selvas antes que ir contra su Rey y
Señor"130. En vista de la resistencia que mostraban los mestizos para integrarse a
las milicias, las autoridades patriotas procedieron a quemar ranchos en La Laja y
Santa Juana, "levantando también en Rere una horca para obligarlos a
presentarse, pena de la vida"131. A los peones reclutados en el ejército realista
tampoco les iba mejor. Durante el desastroso combate de San Carlos, cuando un
grupo de chilotes buscó refugio en un bosque cercano al campo de los
enfrentamientos, "algunos de los cuales se habían subido a los árboles para
ocultarse, fueron casi todos inhumanamente fusilados"132.

La guerra, de otra parte, se encargó de esparcir a los mestizos fronterizos por el


resto del territorio, extendiendo sus prácticas insubordinadas y pícaras hacia las
provincias del norte. "Nadie se comprometió descaradamente", observó Carrera al
referirse a los soldados que siguieron el motín de Tomás de Figueroa en Santiago
en 1811, "a excepción de un Molina, natural de la frontera, soldado de aquellos
dragones; era este el segundo caudillo..."133 Teniendo presente el ascendiente de
estos hombres sobre la plebe, las autoridades condenaron a los amotinados a ser
pasados por las armas "dentro de la misma prisión... por evitar alguna conmoción
popular..."134 En el sur, mientras tanto, surgían las primeras guerrillas realistas
compuestas por peones que, fugados de las estancias hacia los montes y "sin
otras armas que tres malos fusiles, algunas pocas lanzas, garrotes y un cañón que
figuraron con un tronco sobre unas ruedas de carretas", asolaron las posiciones
patriotas135. A principios de 1814, advirtiendo el peligroso cariz que asumía el
conflicto, el general O’Higgins se vio obligado a señalar respecto de gran parte de
sus tropas: "estos hombres no respetan gobierno ni autoridades; es necesario
contenerlos o vamos a ser envueltos en una anarquía que conduzca al Estado a
su ruina..."136 En Cancha Rayada, a fines de marzo del mismo año, el ejército
revolucionario presenció la deserción de compañías completas de milicianos y el
colapso casi completo de una división compuesta originalmente por 1.400
hombres al mando del bisoño comandante Manuel Blanco Encalada. La ausencia
de una estrategia unificada, señaló Gandarillas, se sumaron a la "indisciplina y de
la licencia incorrejible que se había apoderado de nuestros militares..."137 Desde
esos días, la deserción se transformó en un auténtico desastre. "Han llegado a
tanto extremo los robos, saqueos y salteos del Partido", escribió con un tono
desesperado el gobernador intendente de Quirihue a fines de septiembre de 1814,
"que sus vecinos ya desesperados han tomado la providencia de contribuir
mensualmente unos de a ocho reales y otros de a cuatro, para que con su
producto se organice en esta Villa cabecera una fuerza de doce fusileros
voluntarios, sin más ocupación que, cuando llegue el caso, perseguir
facinerosos..."138 El presbítero Pedro José Eleiseguí, acusado por los realistas de
comandar una guerrilla patriota en las inmediaciones de esta localidad, explicaba
su posesión de una carabina, "por recelo de los huasos salteadores o soldados
desertores de que se han inundado las campañas..."139
El abismo que surgía entre la elite y el peonaje fue agravado por el incremento de
las bandas que, procurando su sobrevivencia, asolaban las villas y pagos rurales.
Explayándose sobre la necedidad de formar un cuerpo montado que protegiera la
villa de Quirihue, el gobernador intendente ya citado argumentaba que su objetivo
sería "reprimir el orgullo y furor de tanto bandido..." Sujetas las villas y pagos a las
autoridad de los improvisados comandantes militares, la justicia implantada por la
elite era expedita e inclemente. Tampoco se establecía ya una diferencia entre los
disidentes y los renegados, arrastrando al cadalso con la misma violencia a los
hacendados realistas y a los plebeyos fugitivos. Durante el sitio de Chillán, escribió
el fraile Juan Ramón, "la lealtad más inocente era castigada en medio de la plaza
con el tormento de los azotes, y muchas veces se daba en espectáculo al pueblo,
pendiente del lazo en un cadalso, con festivos toques de caja, y muchos vivas a la
Patria"140. En septiembre de 1813, Carrera ordenó la ejecución de por lo menos 17
hombres provenientes de Talca y Concepción, de los cuales varios fueron
acusados de salteadores y gavilleros: "Manuel Castillo...[por] haber hecho tres o
cuatro muertes en la carrera de salteador de camino que había abrazado desde su
tierna edad... José Antonio Donoso...[por] toda clase de robos y tropelías... N.
Espinoza, Rafael Breñares... ahorcados porque corrían los campos con guerrillas
que titulaban del ejército real, para robar, asesinar y cometer toda clase de
excesos en la provincia... no tengo presente el nombre de 3 individuos más que
fueron ahorcados por espías y por ladrones"141.

Indudablemente, el quiebre institucional y la proliferación de la insubordinación


popular crearon las condiciones más propicias para el desarrollo del bandidaje.
Las gavillas de desertores y renegados, que hasta allí enseñoreaban las
campañas, comenzaron a hacer sentir su presencia en las ciudades, poniendo en
jaque a las autoridades. Por ese motivo se procedió a la creación de un cuerpo de
policía, que persiguiera a los escurridizos fugitivos. Esa fue la intención del
Reglamento de Policía que introdujo Carrera en abril de 1813 y que llevó a la
creación del "Juez mayor de Alta Policía y Seguridad Pública" bajo cuya
jurisdicción quedaron sometidos todos los "funcionarios y subalternos de Policía"
del país142. Entre las funciones y atribuciones del nuevo magistrado figuraban los
tradicionales de orden, aseo y mantención de la paz en la ciudad, a las que se
agregaban el "cuidado de la seguridad y tranquilidad civil, doméstica y personal y
de examinar y precaver todos los crímenes que se cometan o intenten contra el
Gobierno reconocido, o que se dirijan a innovarlo, perturbarlo, desacreditarlo y de
cuanto pueda inducir alteracion en el orden público, asegurando las personas de
los delincuentes o gravemente sospechosos"143. Respecto de la jurisdiccíon del
Juez Mayor de la República, el reglamento estableció que debía extenderse "a
toda la Capital y suburbios; y la de vigilancia y seguridad por todo el Reino, en los
casos de delitos contra la patria..." Para hacer aún más eficaz su gestión se
reorganizaron los espacios santiaguinos en cuatro cuarteles, los que fueron a su
vez subdivididos en ocho barrios a cargo de los antiguos alcaldes. "Estos alcaldes
tienen una especie de jurisdicción doméstica y familiar de los pequeños negocios
de su barrio, cuidan inmediatamente de su conducta, costumbres, policía,
seguridad y tranquilidad. Cada barrio forma una familia social, donde los vecinos
observan mutuos deberes de beneficencia, cordialidad, etc., cuidando sus alcaldes
de separar todas las personas viciosas, vagas o sin destino". Como complemento
de esta misión de vigilancia, y con el propósito de controlar los movimientos de la
población, el reglamento concluía tendiendo una mirada inquisidora que irrumpía
con fuerza en el dominio privado de la vida en la urbe.

En el proceso de construcción del espacio público y fortalecimiento de la autoridad


del Estado, tareas que complementaban la acción militar de la elite, desaparecía el
privilegio de la vida íntima y se transformaba a los vecinos en espías de sus
amigos. "Todo vecino dará noticia al alcalde de cualquier huésped que
nuevamente llegue a su casa y deba mantenerse allí más de un día... el que
admite en su casa a un sirviente sin papel, en que el anterior amo y, en defecto de
este, el alcalde de aquel barrio, expongan su conducta, es responsable a las
deudas que haya contraído dicho sirviente con el amo anterior"144. Refiriéndose al
efecto perturbador que tenían las acciones de los tránsfugas, en abril de 1813 la
junta de Gobierno prohibió los viajes y comunicaciones con Perú y Concepción.
"Todo el que inspire desconfianza o temor en los pueblos, o esparza noticias falsas
contrarias, con el designio de desalentar el entusiasmo y patriotismo de los
ciudadanos, sea inmediatamente pasado por las armas..."145 Martín Calvo
Encalada, designado para asumir la ingrata tarea de reprimir a todos los que
atentaran contra "la tranquilidad pública, la seguridad de los ciudadanos y vigilar
sobre los perturbadores del orden y paz del Estado", debía comandar las patrullas
de jueces, prefectos e inspectores que rondarían de allí en adelante la ciudad146.

Al hacer un balance de los trágicos acontecimientos que sacudieron a Chile entre


1811 y 1814, se puede afirmar que botín y saqueo, incendios y muertes,
violaciones y acuchillamientos, salteos y expropiaciones fueron el reverso obscuro
de las gloriosas campañas de patriotas y realistas durante la primera Patria. Los
habitantes de Chile central vivieron en ese período la peor pesadilla bélica desde
los antiguos días de la "guerra araucana". Hostigados por innumerables
contingentes, que marchaban briosos hacia los frentes militares o que huían
desbandados después de una amarga derrota, la única defensa que tenían los
peones era sumarse a las filas de los invasores o fugarse hacia las montañas. El
tronar de los cañones y las fusiladas, que en más de una ocasión rompieron el
silencio de la noche, tendrían un trágico eco, poco tiempo más tarde, en los gritos
desesperados de los paisanos y sus familias que pagaban el tributo a los
vencedores o que rendían sus vidas ante los derrotados. El ansia por sobrevivir
era solamente equiparado por la avidez de botín o la angustia que producía el afán
de destruirlo todo antes de que cayera en manos del enemigo; Chile central fue
cubierto en esos días por el funesto temor que sobrecogió a los habitantes de la
campiña de ver a sus mujeres e hijas morir violadas por anónimos soldados. La
guerra, que cambiaba continuamente de frente entre Santiago y Concepción, se
desplazaba con una horrenda carga de calamidades, sorprendiendo por igual a los
incautos estancieros, labradores e inquilinos que empeñaban su tiempo en
recuperarse de los daños pasados.

La soldadesca no se imponía límites cuando se trataba de reponer sus pérdidas,


de vengar sus agravios o de apoderarse de los bienes que siglos de dependencia
y sometimiento le habían negado. En ese momento, cuando llegaba la orden de
arrasar, quemar o asesinar, los miserables obedecían disciplinadamente a sus
generales. "Para no dejarle al enemigo algunas cosas que pudieran aumentar su
erario", escribió Carrera cuando comandó el saqueo de la ciudad de Santiago en
octubre de 1814, "dispuse y por mi mismo hice saquear a los pobres la
Administración de Tabacos, que encerraría el valor de 200.000 pesos. En número
de dos horas estaba la casa tan limpia que no dejaron ni las puertas de la calle"147.
El mismo general, hasta allí Director Supremo de la nación y comandante en jefe
de sus fuerzas militares, escribía en su Diario con una mezcla extraña de orgullo y
pesadumbre la trágica escena que desató en la capital la derrota de Rancagua:
"Desde las dos de la tarde hasta que anocheció, me mantuve en Santiago
tomando por mí estas providencias, que eran tomadas a mi vista; contenía los
desórdenes de la plebe y hacía que los mismos vecinos armados patrullasen para
mantener la tranquilidad". La descripción de esta dramática escena fue
corroborada por otros testigos. "Multiplícase el saqueo; arde la fábrica de pólvora;
la Casa de Moneda queda sin los útiles de labranza", escribió en 1815 el autor
anónimo de El Pensador Peruano, "expídense repetidas órdenes para que se
incendie Valparaíso..." Por su parte, El Chileno Instruido señalaba: "El tesoro
público y la Casa de Moneda fueron saqueados y hechos pedazos sus muebles,
ventanas y máquinas; los cuarteles destrozados; muchas casas, almacenes y
tiendas enteramente robadas; las madres, llorosas y seguidas de sus hijas,
andaban desmelenadas por las calles..."148 Al tanto de los avatares de una guerra
que no les pertenecía, las masas populares esperaron el desenlace funesto de los
acontecimientos para lanzar sus saqueos contra el último bastión patriota,
aprovechando los escasos momentos que mediaban entre la retirada de un
ejército derrotado y el arribo de los contingentes victoriosos. Acaso de esa manera
resarcían en una orgía de violencia y terror los daños, pérdidas y muertes que les
reportó la guerra revolucionaria desatada por la elite contra la monarquía.

En medio de los estertores de una patria que moría mientras en el horizonte se


dibujaba la silueta obscura de los ejércitos restauradores, el peonaje gavillero se
convirtió en el verdadero amo de la campaña. "Los que caían en manos de los
huasos eran degollados...", escribió Carrera al describir la precipitada retirada de
sus tropas desde el sitio de Chillán en 1813149. En los distritos del sur, donde la
autoridad de los jefes militares no admitía complacencia ni suavidad en las penas,
la insubordinación popular era aún más grave pues allí se jugaba la suerte de los
ejércitos combatientes. Por ese motivo, la vigilancia sobre el peonaje era más
rigurosa, a cargo de las múltiples partidas guerrilleras que recorrían las campañas
en busca de todos los hombres que no justificaran domicilio ni trabajo conocido.
Sin embargo, el desenfreno del peonaje sobrepasaba los instrumentos de control y
echaba por tierra la autoridad de los comandantes. El general Luis Carrera, en una
proclama que lanzó a los pueblos del sur, se refirió a los excesos cometidos por
las columnas patriotas comandadas por su hermano, culpando de estos a
"algunos comisionados para la custodia de los caballos y bagajes, y también por
otros agregados, que fue imposible reducir a la disciplina del soldado"150. En otra
proclama, publicada por la Junta de Gobierno a fines de 1813, las máximas
autoridades del país culparon de estas acciones a "algunos subalternos, que,
abusando de la confianza de los superiores, tratan de satisfacer su codicia y
demás pasiones criminales"151.

Infaliblemente, el vacío de poder que generó la guerra, tanto a nivel nacional como
regional, obligó a gruesos contingentes de pobres y desarraigados a recorrer el
país buscando asilo contra la violencia. Sin embargo, a pesar de las necesidades
que enfrentaban como refugiados, no siempre fueron bien recibidos. "Los vagos y
ladrones se han venido a refugiar", denunció el Síndico Procurador de la colonia
de Osorno en 1811, "sus robos y correrías son tan continuos y frecuentes, tanto en
las haciendas, como en las casas y con tanto descaro que no han perdonado ni
los Reales almacenes que se hallan dentro del fuerte"152. El éxodo del pueblo
adquirió el semblante de una catástrofe social de magnitud. Mientras, la ruta de los
ejércitos iba quedando regada de ruina y sangre, los comandantes debían
preocuparse tanto de la cuestión militar como de la paz social, además del orden y
de la disciplina de las amplias masas peonales. Dando cuenta del ajusticiamiento
de forajidos durante su estadía en el sur, donde Carrera fue acusado de haber
permitido que sus hombres cometieran las peores tropelías, el general observaba
que la "prisión de don Raimundo Prado y Manuel Castillo, ahorcado en Talca, y
José Antonio Donoso con Rafael Bañares en Concepción, José María Bravo y
José Fuentes, azotados en Huillipatagua y remitidos a Talca con grillos. Díganlo
los calabozos de Concepción y el Auditor de Guerra, don Manuel Novoa, que un
día me vió firmar las sentencias contra 30 delincuentes de esta clase; y
ultimamente que diga alguno que se haya quejado de haber sido robado, sin ver
castigado o perseguido al que le robó..."153 No obstante, ninguno de los incidentes
de indisciplina social e insubordinación popular que se manifestaron en esos años,
pueden compararse con la tragedia que se desencadenó después de la derrota
patriota en Rancagua. "En medio de este desorden", escribió con poca disimulada
emoción Barros Arana, "el populacho, en la ciudad y en los campos se entregaba
a perpetrar robos y violencias de todo órden, confiado en la impunidad
consiguiente a aquel estado de insubordinación"154. Y más adelante agregaba:
"Desde días atrás se había hecho sentir una recrudecencia de crímenes, de
asesinatos, de robos, de salteos a mano armada, que las autoridades no podían
impedir". Citando un Informe del Oidor Concha que no hemos podido consultar
directamente, el prestigioso historiador señala: "Sería nunca acabar referir por una
las estorsiones, robos y saqueos de casas y haciendas que se han hecho en la
ciudad y en los campos por el desenfreno de los ladrones..." Posteriormente, una
vez consumada la fuga de Carrera y O’Higgins desde Santiago, el historiador
describió la salida de una partida de vecinos en busca de las partidas de
avanzadas del ejército realista para darles cuenta de la situación que se vivía en la
capital desguarnecida frente a "los desórdenes de la plebe cada vez más
amenazadores..." Reflejando la magnitud que adquirió esta manifestación
espontánea de criminalidad popular, el nuevo gobernador de la capital emitió un
Bando el 8 de octubre que en su artículo octavo establecía: "Que siendo ya
sumamente escandalosos y gravisimamente perjudiciales los repetidos robos, así
en esta capital como en el campo y caminos, se previene que todo aquel que se
cojiere con el robo en la mano, se le aprehenderá y castigará con la pena de la
vida, dándole solo veinticuatro horas horas de término. La sentencia se ejecutará
sin otra formalidad de proceso que la dicha"155.

¿Y que ocurría con los cientos de hombres que cada día se fugaban del ejército
para convertirse en desertores de la patria? Muchos buscaban el camino de
retorno a sus tierras, caminando de noche y refugiándose en quebradas y montes,
siempre alertas al sonido de los cascos de las patrullas que buscaban sus huellas.
Otros, sin destino ni hogar al cual volver, se instalaban en las montañas y vivían
de la rapiña y el salteo. Convertidos en el azote de los caminos, estos bandidos
improvisados fueron el primer anuncio de lo que más tarde serían las montoneras:
grupos de hombres desesperados que, buscando de qué vivir, se convirtieron en
renegados. En esos años, el bandidaje no tenía nada de social ni épico. Los
bandidos eran hombres curtidos, experimentados y duros, que huían hacia un
mejor destino recurriendo al robo como el único instrumento capaz de mátenerlos
vivos.

3. LOS DESERTORES DE LA PATRIA

Hasta aquí se han revisado los testimonios provenientes del mundo oficial. Sin
embargo, corresponde preguntarse, ¿quiénes y cómo eran los desertores? La
ausencia de datos nos impide hacer una historia más cabal de esos sujetos
durante este período, pero el análisis de algunos casos -conservados en los
archivos judiciales y ministeriales- permiten realizar un bosquejo del perfil social de
estos hombres que optaron por dar su espalda al naciente Estado nacional. El
primer caso dice relación con el teniente de asamblea Diego Guzmán, acusado de
insubordinación en 1813. El incidente por el cual Guzmán fue encarcelado en la
prisión de Talca, fue la amonestación que hizo en público a los generales José
Miguel Carrera y Camilo Vial por los desórdenes y robos que se registraban en el
ejército y de lo cual, según Guzmán, ambas autoridades eran responsables. "Pero
la arbitrariedad del primero [Vial], acaso conociendo adonde me dirigía, me impuso
el precepto de callar", declaró el reo, "contéstele entonces, que lo mismo tenía
resuelto decir en todas partes y hacer presente a Vuestra Excelencia, más este
señor, para ostentar su soberbia, autorizado unicamente de la fuerza, me ofreció
remancharme una barra de grillos con esta misma expresión. Sin responder yo a
esto más que lo haría con injusticia. A consecuencia me mandó que fuese a mi
cuartel arrestado..."156 El destacado capitán de caballerías Francisco Vergara
corroboró las declaraciones de Guzmán, afirmando "que habiéndole ordenado el
Gobernador de esta plaza [Vial] que se contuviese en hablar de ese modo de los
generales, porque de lo contrario lo haría poner arrestado, respondió
[Guzmán] que un ciudadano libre como el podía hablar francamente. Y que
inmediatamente el Gobernador le mandó se presentase arrestado..."157 Hasta ese
momento, la única causa para la deserción de Guzmán habría sido la prepotencia
con que el general Vial acalló su protesta. Sin embargo, el propio desertor aclaró
que el motivo principal de su fuga fue la orden que se le dio de dirigirse, sin
escolta, hasta la prisión de la villa, "sin considerar que el camino estaba poblado
de guerrillas enemigas y que me exponía a ser víctima de ellas..." En otras
palabras, el afán de sobrevivir en un medio hostil, disparó en el oficial patriota la
crucial decisión de abandonar las filas y unirse al mundo de los renegados. No
está de más señalar que, de acuerdo a otros testigos, en los días posteriores al
combate de El Roble, las tropas "se desertaban con escándalo, viéndose, en
aquella tristísima época, que compañías enteras con sus oficiales se separaban
de los campamentos y se dirigían para la ciudad de Talca..."158

Desertores y pícaros los hubo antes de la crisis de 1810 y después también. Lo


interesante, en estos casos, es que los ‘malhechores’ eran considerados como
criminales y fueron castigados tanto por los patriotas como por los realistas. Entre
estos se puede citar el caso de Mariano Warnes, acusado de deserción y estafa
en abril de 1810. Oriundo de Chiloé, casado y soldado del Batallón fijo de la plaza
de Valdivia, Warnes reconoció ante las autoridades que había mandado guardar a
un pulpero veintecinco pesos, "los que adquirió de unas botijas de chicha que
vendió en su casa y unas botellas de aguardiente"159. Interesadas las autoridades
en averiguar si el dinero había sido robado, el juez procedió a interrogar al cabo
Ignacio Jaramillo, quien estuvo presente en la juerga en que Warnes alegó haber
obtenido su dinero. "Preguntado si aquella noche Mariano Warnes disipó algún
dinero con franqueza en gasto de chicha u otro licor y que si tiene presente a
cuanto ascenderá el gasto, dijo: que al contrario, en vez de gastar algún medio, el
que declara le franqueó a Warnes y a su mujer una botella de vino y cuanta chicha
gustase... porque se guardaba el dinero que sacaba..."160 Sin poder comprobar los
cargos levantados en su contra, Warnes fue liberado por las autoridades
monárquicas a fines de mayo. Sin embargo, el 20 de septiembre de 1810 fue
nuevamente capturado, esta vez bajo la acusación de deserción. Al ser
interrogado, Warnes reconoció su delito, pero señaló que lo había cometido sin
llevarse nada "perteneciente al Rey"161. El 15 de febrero de 1811, Warnes fue
condenado a servir por dos años en el ejército, luego de terminar su
enganchamiento, que originalmente era de ocho años.

Mucho más dramática y simbólica fue la deserción y captura de Atanasio Muñoz a


mediados de septiembre de 1814. De acuerdo al auto cabeza de proceso iniciado
en su contra por el subdelegado de la intendencia y Justicia Mayor de la provincia
de Itata, las razones de su captura fueron las noticias que se tenían de los
"saqueos robos y salteos ejecutados por Atanasio Muñoz, quien con el mayor
escándalo y desprecio a la justicia, se ha ejercitado en estos hechos en compañía
de una gavilla de bandidos, y este facineroso de capitán..."162 En su documento, el
juez comisionado de Quirihue acusó a Muñoz de haber cometido diferentes
muertes, tanto dentro como fuera del partido de Itata, y de haberse fugado de la
Cárcel de Chillán, "que por estos hechos y otros semejantes tuvo que sufrirla
considerable tiempo y desertor del ejército nacional"163. La doble deserción de
Muñoz no era un hecho raro durante esos días. Cuando Gaínza y O’Higgins
capitularon la paz en 1814, el segundo reforzó su ejército "con los infinitos
prisioneros que le entregaron [los españoles] y con los desertores del enemigo,
que eran muchos"164. Juan Mackenna, al describir las escaramuzas que tenían
lugar con los realistas por el control de Chillán, manifestó que la mayor parte de
los prisioneros capturados "fueron desertores, los más del Batallón de
Concepción"165. Sin embargo, a diferencia de esos hombres, que eran
reenganchados en las filas de sus regimientos, el destino de Atanasio Muñoz
quedó rápidamente sellado en el juicio, debido a las acusaciones de sus víctimas.
Juan Pablo de Meza, hacendado de la Villa del Dulce Nombre de Jesús de
Quirihue, dio el siguiente testimonio que deja en claro las intenciones de Muñoz y
sus secuaces y el monto usual de sus robos. "Que es cierto y se ratifica que el
Viernes dos del corriente en la noche, estando en su casa con su familia, horas del
primer sueño, llegó un tropel de gente a caballo tocando la puerta, haciendo que
se levantase el que declara; efectivamente lo verificó abriendo su puerta, y
mientras los de afuera dentraron en amarrarlo cruelmente de pies y manos y
vendarle los ojos, que fue instantes, contó nueve o diez individuos, entre ellos
Antanasio Muñoz, que andaba con fusil y un viejo alto. Y habiendo estos tomado
la providencia de amarrarlo y vendarle los ojos, dentraron a saquearlo del que le
llevaron: Una espada con puño de plata, Un avío de montar de suela, nuevo, con
cincha y sudaderos, La plata, Un avío aforrado, Tres pares de espuelas, una de
plata y dos de metal, Cuatro pares de zapatos, cuatro pares de medias de lana,
Una camisa de gasa labrada, Tres sombreros negros y dos ponchos, Cinco
camisas de tocuyo de mujer, Un par de calzoncillos de tocuyo, Una camisa de
tocuyo con mangas de lienzo, Un cordovan de capado, Unos manteles de tocuyo
nuevos de dos varas, Una fresa aderezada, Unos reales de plata sellada, ignora el
número, Un atapellón, Un pañuelo de gasa, Dos candados, Dos pares de tijeras,
Dos varas, una de guimon y otra de cinta de nácar, Cuatro onzas de masano, Tres
onzas de añil, Un corte blanco de seda y dos más de sol, Una manta, Y un
caballo, Una chaqueta y bolante de sanalí nácar, Un queso grande y una tortilla de
lata, Dos cuchillos, Cuya declaración en presencia de los reos dijeron ser todo
cierto..."166

Como se desprende de esta lista, todos los objetos robados por Atanasio Muñoz
eran vendibles, con excepción del queso y la tortilla. Así, cuando el país se
preparaba para una batalla decisiva, Muñoz y sus secuaces realizaban su propia
guerra con su tradicional incentivo: el botín que más tarde se transformaría en
vino, aguardiente, tabaco y buen pasar. Con sus acciones, los gavilleros
demostraban que la guerra de patriotas y realistas, en la cual participaron tantas
veces como reclutas forzados, vistiendo diversos uniformes y obedeciendo
órdenes tan distintas, les era ajena. Ciertamente, su camino de renegados lo
habían trazado al abrigo de la violencia, con sus propios cuchillos, sin importarles
las leyes ni los reglamentos que las autoridades procuraban implantar en la
campiña, arriesgando su existencia en el duro devenir de los perseguidos. De lo
que no quedaba duda era de la decisión con que estos hombres emprendían sus
acciones, dispuestos a matar o morir, sin dar tregua ni cuartel.

El robo y la depredación eran parte de los delitos que se achacaron a los


milicianos comandados por Atanasio Muñoz. Mucho más graves fueron las
acusaciones de insubordinación que se levantaron en su contra basadas en las
declaraciones de sus propios secuaces. Su sobrino, Mariano Muñoz, quien le
acompañó en sus andanzas por el partido de Quirihue, declaró: "Es cierto que en
compañía de Antanasio Muñoz, su tío, Mauricio Mora, Bernardo Agurto, Dámaso
Corral y Domingo Araya, que el Domingo último salieron de Cucha-Cucha
formados en un cuerpo y de capitán Atanasio Muñoz... se vinieron robando
caballos y yeguas mansas por el camino, no las puntualiza con todas sus
circunstancias por ignorar a quien pertenecían y no conoce las estancia. Que sabe
y le consta que Atanasio Muñoz, tío del que declara, era militar en el Ejército
Nacional, de donde desertó, ganándose al insurgente, después de haber sufrido
declarada prisión en Chillán, de donde se profugó. Que oyó decir que el motivo de
esta prisión en Chillán fue por haber violado a unas niñas vivientes de esta parte
del Itata, que ignora como se llaman y a qué lugar pertenecen..."167

El largo expediente de delitos conformaba el perfil de un nuevo sujeto histórico


que, acunado en el fragor de una guerra extraña, comenzó a desplegar sus
habilidades guerrilleras sin las limitaciones que imponían la sujeción a un orden
jerárquico. Sin tener a nadie a quien responder más que a su propia conciencia,
Muñoz asumió totalmente su identidad más vernácula. Esteban Fonseca, regidor
de Chillán, declaró contra el jefe de la incipiente montonera fronteriza: "Que
conoce de vista a Atanasio Muñoz, como de año y medio a esta fecha, que ha
oido decir que es hombre de muy mala conducta, que cuando le han confiado
algunas diligencias siempre ha hecho picardías y que es tenido en el común de las
gentes y reputado por ladrón consuetudinario y salteador..."168 Del mismo tenor fue
la declaración de Francisco Urrejola, coronel graduado del ejército del Rey, quien
manifestó "que conoce a Atanasio Muñoz por un hombre ladrón consuetudinario,
incorregible, y de muy mala conducta..."169 Casi un año más tarde, el comandante
realista Juan Francisco Sánchez, con fecha de 23 de junio de 1815, escribió una
carta al Presidente Mariano Osorio en la cual ratificó el perfil de rebelde que
trazaron previos testigos. "Muy Ilustre Señor Presidente.

Este hombre feroz y aún traidor, por haberse pasado a los enemigos más de una
vez, según me informaron en Chillán, y me acuerdo dio lugar por sus robos,
insultos contra comandantes de guerrillas, borracheras, etc., abusando de las
armas reales que manejaba, a que cautelosamente le mandase a arrestar, como lo
verificó un oficial de Dragones, nombrado también Muñoz, que me persuado
hallarse de guarnición en Concepción.

De cuya resulta, y de no haber escarmentado de otras prisiones anteriores, y


hallándose bien asegurado en la Cárcel, había mandado que se le siguiera causa,
esperando que algunas personas de la campaña compareciesen para recibirles
declaración, pero en ese mismo tiempo logró hacer fuga, y se pasó al ejército
enemigo a Talca, cuyo descuido o malicia pagó el comandante y algunos de la
Guardia.

Por un parlamentario del gobierno insurgente dirigido al Real ejército de mi mando


entonces, supe que el mismo Antanasio Muñoz estaba en Talca, y aún me
acuerdo que me dijo que preso por malvado.

No sé como apareció después en el ejército de El Membrillar, cuando ya lo estaba


mandando el señor Brigadier don Gabino Gainza, y conociendo yo que podría ser
perjudicial al Real Ejército tal hombre, le dirigí un oficio insinuándole [a Gaínza]
sus propiedades notorias y muy divulgadas en dicho Ejército. Pero no supe el
resultado hasta que hallándome de comandante Militar en Chillán, supe que había
sido conducido reo y causado a Concepción desde Quirihue, y supongo que por
sus crímenes confinado a Juan Fernández..."170

Apenas un par de días previos a esta tajante acusación, Bernardo Martínez


puntualizó respecto de la biografía delictual de Atanasio Muñoz: "Un reo
delincuentissimo nombrado Atanasio Muñoz, verificando su entrega así de él como
de cuatro más desertores del Cuerpo de Concepción emigrados en Valparaíso...
Después de haber sido un empleado en nuestro Ejército, bognificado [sic] por el
excelentisimo General don Antonio Pareja con el grado de Sargento, se desertó al
ejército enemigo, siendo desde entonces un rival de nuestro ejército, habiendo
merecido escaparse ileso de la acción de Rancagua, de cuyas resultas arribó al
valle llamado Quirihue. Allí de nuevo se aprisionó, custodiando su persona hasta
la Concepción, en donde fue presentado al señor Intendente don José Bergunta,
cuyo señor enterado de su criminalidad le remitió a la Isla de Juan Fernández.
Establecido en aquel lugar (suplicio de su delito) no solo profugó sino que hizo un
robo, elaborando con esto más su delito, de cuyas resultas fue sorprendido el 29
de mayo próximo pasado en el Partido de Colchagua, y por último declarado reo
en esta Real Cárcel"171.

En agosto de ese mismo año, el gobernador intendente de Quirihue Joseph


Vergara agregaba más antecedentes al prontuario de Muñoz: "Resulta que de
Maule desertó a los insurgentes. Que posteriormente pasó a Chillán con el
perverso objeto de espiar al ejército real. Que el desempeño de los caballeros
Urrejolas lo destinaron a ejecutar lo mismo en El Membrillar a los insurgentes, y
que lejos de ser benéfico, les robó a los mismos Urrejolas una petaca de plata
labrada, y juntó gente para invadir a las guerrillas. El referido oficial don Nicolás
Muñoz, el que de orden del mismo don Juan Francisco Sanchez, lo condujo preso
a Chillán, en donde permaneció tres meses y fue puesto en libertad por intercesión
de los mismos Urrejolas"172.

La nota final en el proceso contra Muñoz la puso el Fiscal de la Real Audiencia


quien señaló: "Que de este Sumario resulta que Atanasio Muñoz, que fue del
batallón de Concepción, desertor de reincidencia, ladrón, salteador, y algún tiempo
espía en ambos ejércitos fue conducido a la Isla de Juan Fernández en la
Corbeta Sebastiana, cuando de orden y disposición de Us. se volvió a poblar. El
destino de Muñoz no pudo ser ni más piadoso ni más justo. Debe continuar allí por
diez años, sin vestuario de regimiento, a ración y sin sueldo..."173

Cuatrero, ladrón, violador, traidor y espía, además de gavillero, desertor y prófugo


de la justicia: he ahí una síntesis del perfil social que trazaron las autoridades
cuando Atanasio Muñoz entró en contacto con el Estado. En el transcurso de sus
andanzas no importaba el campo en que militaba ni la bandera que le protegía,
pues sus acciones le situaban más allá del ámbito y de la jurisdicción de ambas
patrias. Tampoco importó si fueron patriotas los que le apresaron y realistas los
que les enviaron al presidio. Tránsfuga, vagante y buscavidas eran los sinónimos
de su vida de marginal. De todo eso, ¿cuánto era real?. Lamentablemente, la
declaración jurada de este pintoresco aventurero, verdadero símbolo de los
avatares experimentados por los hombres del bajo pueblo que, al igual que él, se
encontraron definidos como enemigos por patriotas y realistas, no fue incorporada
en el expediente original. Como muchos otros protagonistas silenciosos, su vida
de renegado se fundió con una historia subterránea que fue paulatinamente
desapareciendo de la memoria.

4. UNA TAREA INCONCLUSA

El legado de la Patria Vieja fue magro. Los monarquistas quedaron con el país
nuevamente en sus manos, pero el nuevo Chile en nada se parecía al antiguo: sus
instituciones yacían en ruinas, los gobernantes habían perdido la confianza del
pueblo y se había quebrado el consenso mínimo que hizo posible la
gobernabilidad en las décadas previas. Para los patriotas el saldo era mucho peor,
pues habían sido derrotados en su propia tierra por su propio pueblo. "Los trabajos
que sufrió [Carrera y su ejército] en la referida campaña", escribió Torrente
refiriéndose al sitio de Chillán en 1814, "aunque solo fue de quince días, son
superiores a toda descripción: un campamento inhabitable, una estación la más
rigurosa, lluvias continuadas, los caminos convertidos en verdaderos atascaderos,
cuyo barro llegaba a la rodilla, caballos muertos a centenares, insepultos los
cadáveres de infinitos guerreros, ataques no interrumpidos a la Plaza, perpetuo
estado de alarma, un formidable enemigo a su frente disfrutando de las necesarias
comodidades, y abundando en toda clase de provisiones de guerra y boca"174. El
ejército de Carrera, escribió por su parte el comandante realista Antonio de
Quintanilla, "se destruyó por las enfermedades consiguientes a estar sobre un
terreno lleno de lodo..."175 El día del primer ataque patriota contra Chillán, escribió
el fraile realista Juan Ramón, parecía estar determinado para la "ruina y
exterminio" de la villa. "A las doce del día, se dio principio a la escena más
horrorosa, bárbara y cruel que se ha visto en el reino de Chile. Iba adelante una
bandera negra, precursora de la muerte, le seguía un tambor que, tocando a
degüello, anunciaba su proximidad, seguía a ese una turba de incendiarios, que
con fuegos artificiales hacían arder los ranchos y casas que se presentaban al
paso,... por último seguíase las tropas insurgentes..."176 Y luego agregaba: "Yo
solo diré que el entusiasmo de los vecinos incomparables de Chillán en
defenderse, y ofender al enemigo, fue muy extraño, y con obra de omnipotente;
porque todos sin excepción, grandes y pequeños, mozos y ancianos, hombres y
mujeres, a porfía, con lazos, cuchillos, machetes, azadores, hachas, palas y
lanzas, todos hicieron su deber en herir, matar, degollar y fugar al enemigo
insurgente"177. La participación del populacho en la defensa de la villa también fue
relatada por Melchor Martínez, quien hizo participar en la batalla a mujeres y
niños, el "paisanaje y vecindario", los que con tesón y bravura rechazaron el
ataque patriota.

Por cierto, que durante esos años los jefes de la naciente república debían hacer
frente a diferentes problemas: falta de recursos, ausencia de infraestructura,
ignorancia generalizada y las dificultades que presenta un medio natural
escasamente domesticado. Agréguese a ello la arrogante actitud que asumieron
toda vez que ejercieron el poder, alejando la posibilidad de un pacto entre el
liderazgo cupular y la gente común y corriente. Describiendo las acciones del
general Carrera durante las campañas de 1813, un autor patriota observó:
"caminaba sin consejo ni prudencia y los que se le oponían eran vejados y
desairados..." Esta falta de prudencia provocó, en su opinión, el "destrozo
completo del ejército, pérdida de vestuarios, aniquilación de caballos, mortandad
de ganados, deserción de tropa..."178 Los soldados, escribió Gandarillas, estaban
"desprovistos hasta de víveres y atormentados con lo riguroso de la
estación..."179 La imagen del frustrado asalto contra Chillán es solamente
comparable al cuadro de desolación que dejó en el espíritu patriota la dolorosa
derrota de Rancagua. "De día alarmas incesantes y en la noche solo pisaban
barro y sangre para descanso de las fatigas de la guerra", observó Rodríguez
Ballesteros al describir los pesares del ejército patriota, "en varias ocasiones se
hallaron los centinelas muertos con el arma sobre su cuerpo"180. También fueron
trágicas, para el ideario de la elite, las celebraciones con que el país recibió al
general Mariano Osorio después de su rotunda victoria. "El día 5 de noviembre del
año pasado de 1814", escribió el fraile Juan Ramón en su relación, "se dio
principio a la fiesta con repiques de campanas, fuegos artificiales y estruendo de la
artillería de la plaza, y por la noche hubo iluminación, fuegos, repiques y toques de
cajas militares"181. El espectáculo ofrecido por los santiaguinos, que no sufrieron
los embates de la guerra más que a través de las exacciones pecuniarias y las
reclutas que organizó desde 1810 el gobierno patriota, fue mucho más ominosa.
"Cada división que entraba a Santiago", escribió Rodríguez Ballesteros, "era
recibida en medio del regocijo público del pueblo alto y llano de la capital; la gente
salía a recibir a los realistas con banderas españolas muy engalanadas y
desparramaban desde los balcones y ventanas grandes azafates de flores y algún
dinero, que las tropas no pudieron aprovechar por no poderlo tomar en la
marcha"182. ¿Podría sugerirse un contraste más notable entre estas escenas de
regocijo popular, y la pesadumbre que se apoderó de los bravos soldados
patriotas cuando debieron emprender la humillante fuga hacia Argentina? Y
téngase presente que estas escenas no evidencian una ambigüedad congénita al
pueblo chileno, como se ha pretendido afirmar, sino que fue el fiel y justo reflejo
del abismo que surgió entre la elite revolucionaria y la plebe desde aquellos días.

En 1810, la elite chilena imaginó que dio comienzo a una nueva era. Con el
Cabildo, principal organismo de representación de los vecinos terratenientes de la
ciudad transformado en depositario de la soberanía nacional, los insurgentes
iniciaron el desmantelamiento de las instituciones monárquicas poniendo fin a más
de 270 años de tradición imperial. Se decretó la libertad de comercio, se autorizó
la importación de libros e imprentas y se mantuvo un pacto de apoyo recíproco
con los revolucionarios del estuario rioplatense; de modo irrefutable, los gobiernos
revolucionarios otorgaron una nueva faz al reino. En sus ojos, Chile emergía como
una nación libre y soberana. No obstante, en un doloroso parto que se extendió
por más de cuatro años, la tradicional calma fue desplazada por tumultos, motines,
crisis políticas y la abierta competencia por adquirir el poder que protagonizaron
diversas camarillas santiaguinas y regionales. Desenfadadamente, el gobierno
cambiaba de mano entre los diferentes segmentos de la elite desatando un
escándalo público que no tenía parangón. Lo que no aflojó nunca, sin embargo,
fue el férreo control que una y otra vez imponían sobre el bajo pueblo, a pesar de
las ‘movilizaciones del pueblo’con que se solía encubrir las diversas asonadas.

Durante ese período -que la historiografía tradicional denominó Patria Vieja,


quizás para facilitar su olvido-, la acefalía gubernamental, el caudillismo y las
intrigas se multiplicaron con inusitada energía. En menos de cuatro años, el
gobierno cambió de manos más de cinco veces, mientras fracasaban
reiteradamente las posibilidades de convocar a un Congreso Constituyente. De
modo torpe, se pretendía encubrir la anarquía con proyectos fundacionales o
reformistas engendrados en debates domésticos de sujetos que pensaron al país
como una mera extensión de sus haciendas, pero lo único que prevalecía con
nitidez era la ambición de cada grupo por detentar el poder total, excluyendo,
persiguiendo, desterrando o asesinando a sus rivales. Carrera, argumentó John
Lynch, "fue respaldado por una poderosa familia de terratenientes y militares que
consideraron a Chile casi como una propiedad privada..." Esta controvertida
afirmación del historiador inglés, por fuerte que suene hoy, fue compartida por los
testigos de la época. "Todos sabían, veían y esperimentaban", escribió el realista
Melchor Martínez, "que no existía en Chile autoridad ni poder alguno más que el
despótico antojo de D. José Miguel Carrera..."183 Al momento de justificar el
alejamiento forzado de Carrera del mando supremo del ejército, los representantes
de la Junta de Corporaciones de la capital se referían a "la servidumbre a que nos
había reducido el despotismo de una familia..."184 Similarmente, una improvisada
delegación de ‘soldados’ y vecinos de Concepción, al momento de exigir la salida
de los hermanos Carrera de la ciudad, se referían a la "dominación de la casa
destructora de nuestros sagrados derechos..."185 En esos mismos días, el Director
Supremo Francisco de la Lastra, en una críptica carta que envió a O’Higgins en la
cual virtualmente le instruía matarlos, se refería al entorno carrerino como la
"familia devoradora..."186 Juan Mackenna, de destacada participación en las
campañas de la Patria Vieja, describía en una carta el retorno de los Carrera a su
hacienda en la localidad de El Monte, a escasos kilometros de la capital,
manifestando que "andan como salteadores..."187 En medio de traiciones, chismes
palaciegos, corrupción y negligencia, manaron las ambiciones y los rasgos más
obscuros del carácter de unos hombres que jamás habían ejercido el poder
político. Probablemente, fue esta inexperiencia la que les llevó a actuar como
meros caudillos de una soldadesca siempre dispuesta a desertar.

Al tanto de la profunda brecha que existía entre el liderazgo patriota y el resto de


la sociedad, el astuto virrey Abascal sacó partido de la ceguera histórica y social
de la elite llamando a los chilenos a unirse a las fuerzas del rey para formar "una
casa, una familia, una nación". La suma del proyecto político de los
‘usurpadores’, escribió el virrey, consistía en mantener el poder "a expensas de
una guerra civil; rasgando el seno de su patria, armando el reino contra el reino,
manchando la tierra con la sangre de sus conciudadanos y aniquilando el orden
público..."188 Y luego agregaba en su encendida proclama: "Hacedles ver que la
felicidad de los pueblos no está vinculada en la persona de uno o dos, sino en la
armonía social y paz interior..." Los triunfos realistas en el campo de batalla y la
leal y espontánea adhesión de la población al oficialado monarquista demostraban
el mayor fracaso de las fuerzas encabezadas por Carrera y O’Higgins: no haber
conseguido que el partido secesionista se transformara en una causa nacional,
perdiendo así la impronta de legitimidad que demandaban los demás sectores
sociales. Posteriormente, una vez concluidas las campañas militares en el sur y
capturada la capital, fue mucho más fácil para el bando leal al rey justificar la
restauración del Ancien Régime, pues el mejor símbolo de la derrota patriota fue la
desolación y miseria en que quedó el país. Describiendo el creciente número de
chilenos que se sumaban a las fuerzas monarquistas que avanzaban hacia la
capital, el virrey se refirió al "estado miserable a que quedan reducidas sus
haciendas, sus casas y todo género de propiedades, sus templos saquriligamente
[sic] saqueados, atropellados los ministros del altar y vulneradas su respetable
autoridad y facultades. Tal es el fruto de una insurrección y lo que debeis a sus
detestables autores"189. A los propios jefes patriotas, el virrey les había enrostrado
ya en 1812, su ineptitud e incompetencia, elementos claves para entender por qué
naufragaban el orden y la disciplina, en tanto que el derecho público estaba regido
por una "ley que dicta el capricho y la arbitrariedad..."190

Los mejores momentos de los líderes patriotas fueron las múltiples batallas y
combates que protagonizaron entre San Fernando y el río Biobío, en los que
mostraron su valor, audacia y patriotismo, su inquebrantable afán autonomista y su
voluntad de ejercer el poder. Los hermanos Carrera, O’Higgins, Rozas, Freire,
Mackenna, Prieto, Vial y De la Cruz, entre tantos otros que ganaron sus merecidos
laureles en esos días, demostraron ser excelente caudillos y hábiles comandantes
guerrilleros, pero también dejaron ver su incapacidad de asumir el gobierno con un
visión unitaria y nacional, que incorporara a las masas populares. Situados en
medio de la testarudez, la prepotencia y el desmesurado afán por ejercer
monopólicamente el poder político, ¿qué más le quedaba al bajo pueblo, sino
desertar y fugarse? Barros Arana planteó que uno de los principales errores de
Carrera fue distanciar a los cuerpos armados veteranos, haber alentado revueltas
y motines y haber sido protagonista -por no decir responsable- de los principales
quiebres que debilitaron el poderío revolucionario. Sin duda tiene razón, pero esa
es solo parte de la historia. El elemento central que dejó fuera de su relato fue la
enajenación que produjo el régimen patriota en las filas del populacho que, como
siempre, constituía la gran mayoría del país.

Pero si el proyecto de la elite apuntaba durante esos años a detentar el poder


total, ¿hacia dónde apuntaban las expectativas del bajo pueblo? La ausencia de
fuentes directas impiden, como siempre, hacer una historia sistemática de la plebe
durante aquellos azarosos días. Por esa misma razón, aún sabemos muy poco de
su ideario, de sus sueños, temores y esperanzas. No obstante, lo que ya no se
puede negar es que los desheredados fueron activos sujetos históricos en los
eventos que configuraron la guerra por la independencia nacional. Que no
escuchemos sus voces no significa que no hayan gritado. Por el momento, para
avanzar en la dirección que nos interesa, hemos realizado un registro de las
fuentes judiciales y de los documentos oficiales analizando acciones y conductas
que dejan en evidencia un modo de ser insubordinado, aventurero y temerario.
"Los desertores, cuando no fueron atrapados, fusilados o indultados", escribió
Valdés Urrutia, "normalmente nutrieron el bandidaje -principalmente rural- que
caracterizó al campo chileno durante el siglo XIX; otros simplemente intentaron
regresar a sus lugares de origen, o bien algunos se internaron en la espesura y el
rico paisaje humano y físico de la Araucanía"191. Concluiremos con dos
afirmaciones: que la insubordinación de la plebe fue apenas un preámbulo de la
profunda crisis social que se desató en 1817. En segundo lugar, planteamos que
los chilenos que desertaron al ejército desertaron también a la idea de Patria,
fuese esta monarquista o republicana. Por ese motivo, patriotas y realistas los
consideraron su enemigo, los persiguieron tenazmente y los fusilaron cada vez
que se presentó la ocasión. Pero todo no fue en vano, pues quedó anunciado que,
de allí en adelante, los bandos en pugna tendrían que lidiar con las fuerzas del
bajo pueblo que, aprovechando el vacío de poder, levantaron los estandartes de la
montonera. Su primera operación militar de envergadura tuvo lugar en Arauco, a
principios de septiembre de 1813. "Los oficiales que allí se habían sublevado
proclamando el restablecimiento de la autoridad real", escribió Barros Arana, "eran
milicianos chilenos que se decían vejados por las violencias y atropellos de los
jefes del ejército, o de los ajentes que estos empleaban para procurarse recursos.
Estos oficiales habían llamado en su auxilio a los indios araucanos, y fiados en el
apoyo de éstos, desplegaban una grande arrogancia e iniciaban una guerra de
asaltos y de devastación que había de perpetuarse largos años en aquellas
provincias causándoles males horribles"192. Era el comienzo de la Guerra a
Muerte y del bandidaje popular que asolaría al país hasta bien entrado el siglo
XIX.

---------------

* Profesor de la Universidad de Valparaíso y de la Universidad de Chile.


1
Este trabajo fue realizado gracias al financiamiento otorgado por el Proyecto
"Espacios de sociabilidad y tipos humanos en la frontera mapuche de Argentina y
Chile, 1800-1900", Fondecyt 1000121.
2
Leonardo León, "Mestizos e insubordinación social en la frontera mapuche de
Chile, 1700-1726", Estudios Coloniales 2 (Santiago, 2001); " [ Links ]Que la
dicha herida se la dio de buena, sin que interviniese traición alguna...: el
ordenamiento del espacio fronterizo mapuche, 1726-1760", Revista de Historia
Social y de Mentalidades 5 (Santiago, 2001), 129-165; "
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Chile colonial: la creación del Cuerpo de Dragones, 1758-1760", Estudios
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30
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31
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32
"Orden de Alistamiento, Mayo de 1813", en B. L. D. G, Vol. I, 219. [ Links ]
33
Esta fue una reiteración del primer Bando emitido por el gobierno patriota.
Véase "Bando de la Junta Gubernativa del Reino sobre el resguardo del orden
público, Santiago, 24 de septiembre de 1810", en Archivo Nacional, Ministerio del
Interior (A. N. M. I.), Vol. 15, fojas 47. [ Links ]
34
"Decreto [sobre] uniformes y divisas, Santiago 8 de Septiembre de 1814", en B.
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35
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36 Mario Valdés, "La deserción en el ejército patriota durante la Guerra de la


Independencia en Chile: 1813-1818", Revista Chilena de Historia y Geografía 164,
Santiago, 1998, 108. [ Links ]
37
"O’Higgins al gobierno, Maipú, 16 de septiembre de 1814", en Archivo
O’Higgins, Vol. 2, 372. [ Links ]
38
Juan Ramón, "Relación...", Ob. Cit., 63.
39 "Instrucciones que deberá observar el coronel don Mariano Osorio en el mando
del ejército Real de Concepción de Chile, a que va destinado, Lima, 1ro. de julio
de 1814", en C. H. D. I. Ch., Vol. 4, 152. [ Links ]
40
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Caballería de El Príncipe, Santiago, 18 de marzo de 1814", en Archivo Nacional,
Ministerio de Guerra (A. N. M. G), Vol. 1, s. f. [ Links ]
41
"Diario de las operaciones de la División que a las órdenes del Teniente Coronel
don Manuel Blanco Cicerón, salió de la capital de Chile para recuperar a la ciudad
de Talca en marzo de 1814", en C. H. D. I. Ch., Vol. 1, 357. [ Links ]
42
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1813", en A. N. M. G., Vol. 1., s. f. [ Links ]
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Arana, Historia Jeneral, Vol. IX, 46. [ Links ]
44
"Carrera al coronel del regimiento de milicias de San Fernando, Santiago, 8 de
abril de 1814", en A. N. M. G., Vol. 1., s.f. [ Links ]
45
"Carrera al sargento mayor interino Félix Antonio Viel, Santiago, 30 de junio de
1814", en A. N. M. G., Vol. 1, s.f. [ Links ]
46
"Razón que yo, el coronel de expresado regimiento, doy a la Inspección del
reyno, en que se manifiesta el pié, fuerza, situación y demás circunstancias que
son necesarias, 1813", en A. N. M. G, Vol. 1, s. f. [ Links ]
47
El Monitor Araucano, 10 de abril de 1813. [ Links ]
48
Anónimo, "Memoria...", Ob. Cit., 83.
49
Id., 126
50
"J. M. Carrera a la Junta Gubernativa, Talca, 11 de mayo de 1812", en C. H. D. I.
Ch., Vol. 23, 39. [ Links ]
51
"O’Higgins a Juan Mackenna, Las Canteras, 5 de enero de 1811", en Epistolario
de don Bernardo O’Higgins, 1798-1823 E.O., Santiago, 1916, 32. [ Links ]
52
Barros Arana, Historia Jeneral..., Vol. VIII, 257.
53
Anónimo, "Memoria...", Ob. Cit., 70.
54
Id., 73.
55
Melchor Martínez, Memoria histórica..., 177.
56
Mackenna, "Informe sobre la conducta militar...", Ob. Cit., 222.
57
Id., 257.
58
Juan Ramón, "Relación...", Ob. Cit., 39.
59
"Instrucción que deberá observar el señor brigadier don Gabino Gaínza,...", Ob.
Cit., 119.
60
"El gobierno a la división que parte de la Capital, Santiago, 6 de abril de 1813",
en C. H. D. I. Ch. Vol. XXIV, 283. [ Links ]
61
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile"..., Ob. Cit.,
119.
62
Barros Arana, Historia Jeneral..., Vol. VIII, 514.
63
Calderón, "Diario...", Ob. Cit., 319.
64
"Extracto de los diarios de dos oficiales del Ejército restaurador durante el
mando de O’Higgins, 14 de marzo-9 de abril de 1814", en C. H. D. I. Ch., Vol. 1,
341. [ Links ]
65
Gandarillas, "Don Bernardo O’Higgins...", Ob. Cit., 59.
66
Juan Ramón, "Relación...", Ob. Cit., 14.
67
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile", ..., Ob. Cit.,
174.
68
La Aurora de Chile, 25 de marzo de 1813. [ Links ]
69
Id.
70
"Oficio del virrey de Lima a la Suprema Junta de Santiago de Chile, Lima, 12 de
octubre de 1812", en C. H. D. I. Ch. Vol. 23, 92. [ Links ]
71
El Monitor Araucano Extraordinario, 10 de marzo de 1814. [ Links ]
72
"Carrera al comandante del regimiento de milicias de Melipilla, Santiago, 3 de
marzo, 1814", en A. N. M. G., Vol. 1, s. f. [ Links ]
73
"Proclama del Gobierno a las provincias, Santiago, 10 de septiembre de 1813",
en C. H. D. I. Ch., Vol. 24, 357. [ Links ]
74
Anónimo, "Memoria...", Ob. Cit., 105.
75
"Proclama del menor soldado de la Patria, Santiago, 6 de abril de 1813", en C.
H. D. I. Ch., Vol. 24, 280. [ Links ]
76
El Monitor Araucano, 8 de abril de 1814. [ Links ] Veáse también "Acuerdo
del Cabildo de Santiago, 3 de abril de 1814", en Melchor Martínez, Memoria
histórica, 440. [ Links ]
77
"Bando sobre la prohibicion de salir de la capital, Santiago, 8 de Marzo de
1814", en B. L. D. G, Vol. I, Pag 311. [ Links ] Véase también "Decreto sobre
Pasaportes, Santiago, 3 de diciembre de 1812", en B. L. D. G., Vol. I,
189. [ Links ]
78
"Bando Medidas de Seguridad Nacional, Santiago, 8 de Marzo de 1814", en B.
L. D. G., Vol. I, 313. [ Links ]
79
"Funciones del Consejo de Guerra, Santiago, 26 de Septiembre de 1814", en B.
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80
"Bando sobre la libertad de opinar, Santiago, 24 de noviembre de 1812", en B. L.
D. G., Vol. I, 187. [ Links ]
81
"Bando de entrega de armamento, Santiago, 25 de noviembre de 1812", en B. L.
D. G., Vol. I, 188. [ Links ]
82
El Monitor Araucano, 30 de noviembre de 1813. [ Links ]
83
Torrente, Ob. Cit., 42.
84
Id., 62.
85
"Proclama del menor soldado de la Patria...", 282.
86
"Penas a desertores, Diciembre, 1813", en B. L. D. G., Vol. I, 298. [ Links ]
87
"Bando de Guardia Cívica, Santiago, 11 de Marzo de 1814", en B. L. D. G., Vol.
I, 319. [ Links ]
88
"Decreto [ en que] se hace obligatorio el servicio militar, Talca, 14 de enero de
1814", en B. L. D. G., Vol. I, 302. [ Links ]
89
La Aurora de Chile, 11 de marzo de 1813. [ Links ]
90
El Monitor Araucano, 29 de mayo de 1813. [ Links ]
91
"Decreto del 29 de agosto de 1814", citado por Barros Arana, Vol. IX,
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92
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93
Torrente, Ob. Cit., 63.
94
La Aurora de Chile, 11 de marzo de 1813.
95
El Monitor Araucano, 10 de abril de 1813. [ Links ]
96
Melchor Martínez, Memoria histórica ..., 158.
97
El Monitor Araucano, 19 de agosto de 1814. [ Links ]
98
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99
"Carrera a Juan Francisco Larraín, Santiago, 31 de marzo, 1814", en A. N. M. G.
Vol. 1, s.f. [ Links ]
100
"Carrera a Fermín Honorato del regimiento Andes de Rancagua, Santiago, 19
de abril de 1814", en A. N. M. G., Vol. 1, s.f. [ Links ]
101
"Carrera a Juan Francisco Larraín, Santiago, 4 de abril, 1814", en A. N. M. G.,
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102
"Carrera a Juan Francisco Larraín, Santiago, 27 de abril, 1814", en A. N. M. G.,
Vol. 1, s.f. [ Links ]
103
"Estado de las fuerzas del Ejército Restaurador, 9 de mayo de 1813", en C. H.
D. I. Ch., Vol. 23, 155. [ Links ]
104
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile", ...Ob. Cit.,
89.
105
Nicolás García, "Diario de las operaciones militares de la División Auxiliar
mandadas por el coronel Juan Mackenna. Comprende desde su salida de Talca,
19 de diciembre de 1813 -l3 de mayo de 1814", en C. H. D. I. Ch, Vol. 1,
293. [ Links ]
106
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile", ..., Ob. Cit.,
84.
107
Id., 85.
108
"Carrera al Superior Gobierno, Chillán, 6 de agosto de 1813", en C. H. D. I. Ch.
Vol. 23, 176. [ Links ]
109
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile", ..., Ob. Cit.,
98.
110
Calderón, "Diario...", Ob. Cit. 332.
111
"Gabino Gaínza a O’Higgins, Talca, 9 de mayo de 1814", en C. H. D. I. Ch. Vol.
23, 370. [ Links ]
112
Anónimo, "Memoria...", Ob. Cit., 119.
113
"Informe de don Julián Pimuer, Chillán, 12 de marzo de 1814", en C. H. D. I. Ch.
Vol. 10, 321. [ Links ]
114
"José M. Carrera a la Junta Gubernativa, Concepción, 25 de mayo de 1813", en
Gandarillas, Ob. Cit., 42.
115
"Bando de la Junta de Gobierno, Santiago, 15 de septiembre de 1814", en C. H.
D. I. Ch, Vol. 4, 168. [ Links ]
116
"O’Higgins a Carrera, Maipú, 14 de septiembre de 1814", en E.O., 56.
117
"O’Higgins a la Junta Gubernativa, Concepción, 10 de enero de 1814", citado
por Barros Arana, Historia, Vol. IX, 316. [ Links ]
118
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile", ...Ob. Cit.,
81.
119
"Carrera a Juan Francisco Larraín, Santiago, 31 de marzo, 1814", en A. N. M.
G., Vol. 1, s.f. [ Links ]
120
"Carrera a José Ignacio Valdés, Santiago, 23 de abril, 1814", en A. N. M. G.,
Vol. 1, s.f. [ Links ]
121
José Miguel Carrera, "Diario", en C. H. D. I. Ch., Vol., 1, 91. [ Links ]
122
Carrera al Superior Gobierno, Talca, 29 de abril de 1823", en C. H. D. I. Ch.,
Vol. 23, 147. [ Links ]
123
Carrera, "Diario...", Ob. Cit., 234.
124
"Instrucciones que deberá observar el coronel don Mariano Osorio...", Ob. Cit.,
154.
125
Antonio de Quintanilla, "Apuntes...", Ob. Cit., 224.
126
"Informe sobr el estado del Ejército Libertador, 12 de septiembre de 1814", en
C. H. D. I. Ch. Vol. 23, 425. [ Links ]
127
"Informe general de las divisiones que formaron el ejército en Rancagua, y de
las distribuidas en los diferentes puntos de defensa", en C. H. D. I. Ch. Vol. 23,
460. [ Links ]
128
"Carrera a Bernardo de Vera, Santa Rosa de los Andes, 9 de octubre de 1814",
en C. H. D. I. Ch., Vol. 23, 487. [ Links ]
129
Barros Arana, Historia Jeneral, Vol. IX, 383.
130
Juan Ramón, "Relación..", Ob. Cit., 28.
131
Id.
132
Barros Arana, Historia Jeneral, Vol. IX, 102.
133
Carrera, "Diario...", Ob. Cit.., 161
134
"Sentencia contra Tomás Figueroa, Santiago, 1ro. de abril de 1811", en Melchor
Martínez, Memoria histórica, 325. [ Links ]
135
Juan Ramón, "Relación...", Ob. Cit., 28.
136
"O’Higgins al Supremo Director del Estado, Quechereguas, 14 de abril de
1814", en C. H. D. I. Ch., Vol. 23, 352. [ Links ]
137
Gandarillas, "Don Bernardo O’Higgins...", Ob. Cit., 62.
138
"Manuel González al gobernador intendente Bergara [sic], Quirihue, 25 de
septiembre de 1814", en Archivo Nacional, Fondo Capitanía General, Vol. 336, f.
39.
139
"Confesión de Pedro José Eleiceguí, Chillán, 14 de marzo de 1814", en C. H. D.
I. Ch., Vol. x, 341. [ Links ]
140
Juan Ramón, "Relación...", Ob. Cit., 39.
141
José M. Carrera, "Lista de los ahorcados en Talca y Concepción, sin fecha
(1813)", en C. H. D. I. Ch. Vol. 23, 197. [ Links ]
142
"Reglamento de Policía, Santiago, 24 de Abril de 1813", en B. L. D. G., Vol. I,
210. [ Links ]
143
Id., Artículo tercero.
144
Id., Artículo decimotercero.
145
El Monitor Araucano, 13 de abril de 1813.
146
Idem, 1 de mayo de 1813.
147
Carrera, "Diario...", ob. cit.., 404.
148
Citado por Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de
Chile",... Ob. Cit., 210.
149
Carrera, "Diario...", Ob. Cit., 161.
150
"Manifiesto que hace a los pueblos el comandante general de artillería Luis de
Carrera, octubre de 1813", en C. H. D. I. Ch. Vol. 24, 367. [ Links ]
151
"Proclama a los habitantes de Concepción, Talca, 8 de noviembre de 1813", en
C. H. D. I. Ch. Vol. 24, 370. [ Links ]
152
"El procurador de la Colonia de Osorno al Director Supremo, Osorno, 15 de
agosto de 1811", en A. N. M. G., Vol. 5, s. f. [ Links ]
153
Carrera, "Diario...", Ob. Cit., 232.
154
Barros Arana, Historia Jeneral, Vol. IX, 592.
155
Id., "Bando del gobernador Jerónimo Pizana, Santiago, 8 de octubre de 1814",
602.
156
Declaración del teniente Diego Guzmán en "Sumario instruido en su contra por
falta de insubordinación, Talca, 13 de Octubre de 1813", en A. N. M. G., Vol. 6, f.
3. [ Links ]
157
Declaración del capitán de caballería de Talca Francisco Vergara, Talca, 14 de
octubre de 1813, en "Sumario...", Ob. Cit.
158
Anónimo, "Memoria...", Ob. Cit. 148.
159
Confesión de Mariano Warnes, Valdivia, 12 de abril de 1810, en "Sumario
contra Mariano Warnes, por deserción y estafa, Valdivia, 1810".
160
Declaración de Ignacio Jaramillo, 19 de mayo de 1810, en "Sumario contra
Mariano Warnes...", Ob. Cit., f. 115.
161
Confesión de Mariano Warnes, 20 de septiembre de 1810, en "Sumario contra
Mariano Warnes...", Ob. Cit., f. 152v.
162
"Causa criminal contra Antanasio Muñoz, desertor, Quirihue, 14 de septiembre
de 1814", en A.N.F.C.G., Vol. 336, f. 35. [ Links ]
163
Id., Auto cabeza de proceso, f. 35.
164
Anónimo, "Memoria...", Ob. Cit., 174.
165
Mackenna, "Informe...", Ob. Cit., 248.
166
Declaración de Juan de Meza, Quirihue, 14 de septiembre de 1814, en "Causa
Judicial contra Antanasio Muñoz,...", f. 35.
167
Id., Declaración de Mariano Muñoz, Villa del dulce Nombre de Jesús de
Quirihue, 26 de septiembre de 1814, f. 46.
168
Id., Declaración de Esteban Fonseca, Chillán, 24 de septiembre de 1814, f. 54.
169
Idem.
170
Id., Juan Francisco Sánchez a Mariano Osorio, Santiago, 23 de junio de 1815, f.
35.
171
Id., Declaración de Bernardo Martínez, Santiago, 21 de junio de 1815, f. 44.
172
Id., Declaración del gobernador intendente Joseph Vergara, Concepción, 23 de
agosto de 1815, f. 37.
173
Id., Informe del Fiscal José Rodríguez, Santiago, 26 de octubre de 1815, f. 54.
174
Torrente, Ob. Cit., 67.
175
Antonio de Quintanilla, "Apuntes...", Ob. Cit. 222.
176
Juan Ramón, "Relación...", Ob. Cit., 48.
177
Id., 49.
178
Anónimo, "Memoria...", Ob. Cit., 110.
179
Gandarillas, "Don Bernardo O’Higgins...", Ob. Cit., 35.
180
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile...", 116.
181
Juan Ramón, "Relación...", Ob. Cit., 71.
182
Rodríguez B., "Revista de la Guerra de la Independencia de Chile", ..., Ob. Cit.,
209.
183
Melchor Martínez, Memoria histórica sobre la revolución de Chile...., 156.
184
"Pedro Nolasco Valdés al Supremo Gobierno, Santiago, 7 de diciembre de
1813", en C. H. D. I. Ch., Vol. 23, 236. [ Links ]
185
"José Domingo Valdés y otros a O’Higgins, Concepción, 1ro. de marzo de
1814", en C. H. D. I. Ch. Vol. 23, 274. [ Links ] Ya en 1811, de acuerdo a
Barros Arana, los penquistas habían manifestado su desprecio a "las ridículas
tendencias aristocráticas con que ciertas familias pretendían tener derecho al
mando", refiriéndose, por cierto, a Carrera y su entorno; Barros Arana, Historia
Jeneral, Vol. VIII, 505.
186
"Francisco de la Lastra a O’Higgins, Santiago, 9 de mayo de 1814", en C. H. D.
I. Ch. Vol. 23, 372. [ Links ]
187
"Juan Mackenna a O’Higgins, Santiago, 14 de junio de 1814", en C. H. D. I.
Ch., Vol. 23, 385. [ Links ]
188
"Proclama del virrey del Perú a los habitantes de la Provincia de la Concepción
de Chile...", Ob. Cit., 126.
189
"El virrey del Perú a los habitantes del reyno de Chile...", Ob. Cit., 170.
190
"Oficio del virrey de Lima a la Suprema Junta de Santiago de Chile, Lima, 12 de
octubre de 1812", en C. H. D. I. Ch. Vol. 23, 99. [ Links ]
191
Valdés Urrutia, "La deserción...", Ob. Cit. 119.
192
Barros Arana, Historia Jeneral..., Vol. IX, 169.

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