EL CUENTO POR SU AUTOR
Mis cuentos siempre suelen surgir de una imagen o de una historia que
escucho, algo vaga, inespecífica, que nunca profundizo o investigo:
sencillamente imagino más. En "Julie" convergen varias cosas. Por un
lado algo muy extraño en mi caso, porque no soy una escritora cinéfila.
Desde que la vi por primera vez, en televisión y sin ningún tipo de
precaución o aviso previo, quedé obsesionada con la película de terror El
Ente, de 1982, protagonizada por Bárbara Hershey. La trama es muy
sencilla: a Bárbara la ataca sexualmente un ser invisible, la viola. Sexo
sin consentimiento con un fantasma. Hay una escena muy lograda donde
se ven los dedos invisibles apretándole los senos. Nunca la volví a ver
porque, imagino, no está muy bien la película, pero me impresionó
muchísimo entonces y me impresiona mucho ahora la idea de una
violación fantasmal. Muchos años después, escuché de una persona
cercana a mi familia una historia que se relaciona con la de este Ente,
pero es más retorcida: la hija adulta de una familia adinerada, de New
England, decía que la atacaba sexualmente un fantasma. La familia
practicaba el espiritualismo y el caso era como el de un poltergeist
violento y degenerado. Había algo en estas historias que me inquietaba
mucho pero no quería escribir un cuento sobre violaciones fantasmales
por muchos motivos pero sobre todo porque me parecía un tema
demasiado serio para una metáfora tan obvia.
Como me interesa el ocultismo, en mis pesquisas llegué a Jack Parsons,
un científico e ingeniero pionero en el diseño y construcción de cohetes
que después de breve paso por el marxismo, a fines de los años 30 se
unió a la Iglesia de Thelema, la orden esotérica del ocultista británico
Aleister Crowley. La vida de Parsons es apasionante, pero él no tiene
que ver con este cuento. La que viene al caso es su esposa, Marjorie
Cameron, con quien se casó en 1946. Él creía que Marjorie era una
mujer invocada en rituales mágicos sexuales. Poco después del
matrimonio, a Parsons le explotó un cohete y murió. Ella empezó rituales
para comunicarse con su espíritu y formó una sociedad secreta.
Aparentemente, logró conjurarlo y tener sexo con él después de muerto,
en el desierto. Marjorie Cameron era artista plástica --extraordinaria--
actriz y poeta. Ese sexo con un fantasma, pero con consentimiento, un
fantasma invocado por el deseo de una mujer brillante, es lo que está por
debajo de este cuento.
Marjorie Cameron es más interesante que esta historia, así que cuando
la terminen, si pueden, busquen el documental sobre su vida, Wormwood
Star.
Este cuento fue escrito a pedido del escritor español Luisgé Martín para
la revista madrileña Eñe. Se publicó solamente ahí.
JULIE
La trajeron de Estados Unidos directo a mi casa en Buenos Aires. No
querían que pasara tiempo en un hotel mientras buscaban un
departamento para alquilar. Mi prima gringa Julie: había nacido en
Argentina pero, cuando tenía dos años, sus padres, mis tíos, habían
migrado. Se instalaron en Vermont: mi tío trabajaba en Boeing, mi tía —
la hermana de mi padre— paría hijos, decoraba la casa y secretamente
hacía reuniones espiritistas en su amplio y hermoso living. Latinos ricos,
rubios, de apellido alemán: sus vecinos no sabían muy bien cómo
ubicarlos porque venían de Sudamérica pero se apellidaban Meyer. De
todas maneras, la primera hija delataba la sangre morena infiltrada, la de
mi abuela india: Julie tenía los ojos oscuros y muertos de un ratón, el
pelo implacable siempre erizado, la piel color arena mojada.
La comunicación con mi familia gringa, aunque frecuente, era trivial.
Fotos en la nieve. Esos horribles retratos que les gustan a los
norteamericanos con las sonrisas anchas, el fondo azul cielo de verano,
las ropas domingueras. Charlas sobre los logros familiares, todos
económicos: el nuevo auto, los viajes a Nueva York y Florida, las
aplicaciones a universidades —siempre de los varones: Julie elegía
«otros caminos»—, las Navidades blancas, los animalitos del bosque
cercano que arruinaban el jardín, la permanente renovación de cuartos y
cocina. Por supuesto nadie podía ser tan feliz como ellos y nosotros
teníamos muy claro que mentían, pero apenas nos importaba. Vivían
lejos en ese otro mundo rico al que jamás nos invitaban: nunca dijeron
«les compramos pasajes» o «vengan a pasar un Año Nuevo en la
nieve». En las fotos que enviaban Julie siempre aparecía seria, mal
vestida y, sinceramente fea. Hinchada quizá y con el pelo enmarañado y
débil. Parecía una enferma grave.
Julie tenía veintiún años cuando sus padres, mis tíos, decidieron traerla
de vuelta a la Argentina. Yo era un año más chica, apenas. Hubo muchos
gritos, primero por teléfono y después en la casa sobre si aceptar o no la
visita, que amenazaba ser larga. Yo vivía con mis padres: no conseguía
trabajo, no tenía dinero para irme. La casa, aunque algo descuidada, era
grande y cómoda. El problema no era el espacio. El problema era que la
familia gringa nunca nos había ayudado. Nunca habían mandado un solo
dólar. Nunca habían preguntado qué necesitábamos y habíamos
necesitado muchas cosas durante todos los años argentinos de crisis,
renacimiento, pérdida, locura, desastre y renacimiento. Mi padre,
además, tenía una objeción ideológica. Volvían porque en efecto Julie
estaba enferma y habían gastado fortunas en tratamientos en Estados
Unidos. No todo era cubierto por el todopoderoso seguro de salud de
Boeing. O, probablemente, mi tío no era un empleado de la compañía tan
jerárquico como le gustaba alardear. Vienen a usar la salud pública de
este país, bramaba mi padre. Mi madre no trataba de conciliar, no decía
«es tu hermana». Lo dejaba pegar portazos. Sabía que, finalmente,
íbamos a recibirlos.
Llegaron una noche de lluvia en pleno verano. Acompañé a mi padre al
aeropuerto. Julie era bizca, obesa, estaba vestida con un equipo de
gimnasia de algodón color gris y el viaje en avión le había hinchado las
manos. Pensé que no había nada que salvar: hay gente que se deja
estar, que va demasiado lejos. Julie era así. El pleno abandono. Y
nosotros ni siquiera sabíamos qué le pasaba exactamente. Mi tía apenas
había llorado por teléfono, son cosas que se dicen cara a cara, pero es
un problema mental. Es mental.
***
Las discusiones se daban alrededor de la mesa de la cocina. Yo
trabajaba y estudiaba, veía poco a mis padres y a mi familia gringa, pero
siempre asistía a las discusiones nocturnas. Ellos estaban de malhumor:
no les gustaban las veredas rotas, desconfiaban de los médicos que
habían ido a visitar, se escandalizaban por la cantidad de gente que vivía
en la calle —y esto hacía aullar a mi padre, que contraponía a los
indigentes de Nueva York—, no les gustaba la comida, extrañaban el frío
y la variedad de yogures en el supermercado. Julie apenas hablaba
aunque era educada. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación.
Era esquizofrénica, decía mi tía, pero en los últimos años había
empeorado mucho. No quería dar detalles.
Siempre estaban vestidos con ropa deportiva, los tres. Remeras y
pantalones de algodón, zapatillas, nada de maquillaje. Así son los
gringos de entrecasa, decía mi padre. Pero ellos no son gringos, insistía
yo, y él me pasaba una mano por el pelo.
Las discusiones seguían. No quiero que se atienda en el Moyano, parece
un manicomio medieval, decía mi tío. Mi madre, ofendida, aseguraba que
ella se había tratado ahí una depresión y que, en efecto, las instalaciones
estaban deterioradas por negligencia de las autoridades, pero los
profesionales eran de excelencia. Yo me metí en la discusión: ustedes
vivieron acá, les dije, no hace tanto, y el Moyano siempre fue igual. Todo
estaba deteriorado para ellos, los príncipes de Vermont. Mientras tanto
Julie no parecía demasiado loca, salvo por cómo comía: sin parar, con
las manos, sin respirar hasta que el plato estaba vacío y después sonreía
y entonces se tomaba medio litro de Coca-Cola.
La gran discusión estalló una tarde, cuando volvieron los tres de la
consulta de una psiquiatra famosa. Habían llorado, se les notaba.
También rezongaban porque el taxi había sido caro y encima era un auto
viejo que apestaba a gasolina (decían «gasolina» y no «nafta» como si
hablaran en doblaje mexicano). Cuando entraron, nos ignoraron. Yo tenía
el día libre, mis padres recién llegaban de trabajar, debían ser las seis de
la tarde.
Es tu culpa, gritaba mi tío. Your fault. You and your dammed ouija board!
Mi padre dijo en esta casa se habla cristiano. Son mis invitados. Sos mi
hermana. ¡Son argentinos, carajo!
Lo miraron desconcertados y vi a mi tía quebrarse. Noté las canas que
asomaban de su cuero cabelludo, los anteojos ladeados, las arrugas que
le marcaban los costados de la boca como tajos verticales o
decoraciones rituales. No fue eso, dijo, no pudo ser eso, era un juego.
Basta de misterio, dijo mi padre. Se puso de pie, se cruzó de brazos y
exigió saber la historia. Mi tía se la contó llorando como una criatura.
Julie estaba presente, muda pero impresionada. Mi tío miraba el piso y
en un momento, cuando la narración de los detalles de la locura llegó a la
impudicia, tuvo que salir al patio.
La historia no era tan complicada, hasta era un convencionalismo de
película de terror. Julie había empezado a jugar con un amigo invisible de
chica, luego con varios. Le duraron demasiado: tenía catorce años y
seguía hablando con sus amigos. Le dijo a mi tía que habían llegado a la
casa en las sesiones de espiritismo y ouija que, durante años, fueron
como reuniones sociales. Reuniones que se detuvieron entonces, ante la
revelación y se dictaminó que las «voces» nada tenían que ver con los
fantasmas sino con la esquizofrenia de Julie, potenciada por los
problemas en la escolarización que obligaron al homeschooling. Los
amigos-espíritus-voces no hacían nada, solamente hablaban con ella, no
tenían sugerencias macabras, no rompían cosas ni hacían ruidos como
poltergeists. Era fácil convivir con ellos y Julie. Sí,
resultaba creepy escucharla parlotear y reír y a veces llorar
con nadie, pero si eso iba a ser todo, era compatible con una vida
normal. ¿Y mis primos? Ellos ya estaban en la Universidad. Se habían
perdido, por suerte, la peor y más reciente fase de la enfermedad.
Mi tía había encontrado a Julie teniendo sexo con los espíritus. Mi madre
se atoró con el vino cuando escuchó esto y escupió un buen trago sobre
la mesa: parecía sangre aligerada, demasiado acuosa, sobre la fórmica
blanca. Mi padre miró a Julie con pudor y ella le contestó con una mirada
descarada. Ahí se fue mi tío. No sé cómo lo hace, continuó mi tía, ya sin
vergüenza, desnuda, aliviada. Se masturba, claro, pero no es una
masturbación convencional. Si la vieran: se le marcan en el cuerpo
dedos. ¡Hay manos que le retuercen los pechos! ¡Manos invisibles!
Se puso a llorar. Por decir algo, yo dije que me recordaba a la película El
ente. Julie habló, entonces. Su castellano era neutro, pero perfecto.
Es diferente. En esa película la protagonista es violada. A mí me gusta lo
que ellos me hacen. Son los únicos que me quieren.
No acompañó a su madre en el llanto. Sencillamente abrió una bolsa de
papas fritas y se puso a comerlas como comía todo: a dos manos, la sal
y la grasa pegadas a los labios.
Los médicos dicen que es posible, dijo mi tía mientras se secaba la cara
con un tissue. Que a veces la mente puede ejercer un poder sobre el
cuerpo tan grande que se producen reacciones inexplicables.
Como lo psicosomático, intervino mi madre y se puso a contar sobre su
depresión y la colitis ulcerosa, las diarreas con sangre, el asma que
como vino se fue. No me gusta recordar la depresión de mi madre: fue
posparto y creo que es mi culpa. Bueno, no lo creo: lo fue. Yo la causé,
las intenciones no cuentan.
Julie se terminó las papas, dijo que no con la cabeza y aseguró que
todas las pastillas y los tratamientos del mundo no iban a curarla porque
no había nada que curar. A mí me gusta, dijo. No sé por qué es un
problema, dijo.
Ah, no lo sabés, gritó mi tía y le arrancó la bolsa de papas de las manos.
Ella se limpió la grasa de las manos en nuestro sillón. Igual los sillones
estaban bastante sucios.
No lo sé, dijo Julie. Y agregó en inglés que su vida sería normal si no
estuviese arruinada por medicamentos, las pastillas que engordaban y
deformaban. I became a monster, dijo. But they want me anyway.
Mi tío entró. La escuchó cuando contaba, en inglés, sobre el placer de
esos dedos fantasma, que no eran fríos, que eran una delicia. Le dio una
cachetada que le hinchó la boca de inmediato aunque no hubo sangre. Y
le dijo puta. Whore. Ella, acostumbrada, se retiró a la habitación con su
teléfono (nunca se desprendía del celular). Nosotros nos quedamos
temblando. Mi tía fingió un desmayo, creo que para que dejáramos de
pensar en la imagen de su hija obesa, en la grasa bajo la piel que
manipulaban con goce y amor las manos del más allá.
***
Después de tres semanas amenazaron con irse: no de vuelta a Estados
Unidos sino a alquilar un departamento para «dejar de molestarnos». Mi
madre les pidió que se quedaran, por cortesía, y ellos, tan groseros como
siempre, dijeron muchas gracias y no volvieron a mencionar la partida.
No tienen un mango, decía mi padre entre dientes mientras regaba las
plantas de nuestro jardincito interno y, de pura rabia, empapaba al gato
que corría indignado y se ocultaba tras el helecho mayor. La trajeron acá
porque allá no pueden pagarle un tratamiento, es carísima la psiquiatría
en Yanquilandia y acá el cambio los favorece. Además, hay mejores
profesionales en salud mental. Allá no saben nada. Te medican y se
acabó.
Sin embargo, no los echaba. Después de todo, era su familia, y Julie
siempre cerraba con llave la puerta de su habitación. Si tenía sexo ahí
adentro, era muy discreta. Había empezado un nuevo tratamiento que
implicaba internación medio día y más medicamentos. Volvía medio
dormida y estaba más pálida y más gorda. A mí me daba mucha lástima
pero no sabía qué hacer.
A veces, antes de ir a la facultad, Julie y yo tomábamos el desayuno
juntas en el patio. Era otoño, días preciosos, y ella quizá por imitarme
comía con más elegancia. Igual se manchaba pero no era su culpa. Era
la medicación que la hacía temblar. Mi prima me caía bien. Tenía
dignidad. Y no retrocedía. Yo escuchaba a sus padres hablando en
inglés —suponían que nosotros no los entendíamos—, discutiendo
porque los médicos no podían convencerla de que los espíritus amantes
no existían. Ella estaba segura, ella se sentía querida, ¿por qué sacarle
eso? La veía en el patio antes de ir a su media internación, mirando las
plantas, sonriéndole al gato, y cada mañana mientras ella deglutía sus
cereales y yo tomaba mi café, trataba de buscarle una solución, que la
liberara a ella y sacara a mis tíos de la casa. Además, por las
conversaciones, por las discusiones, supe lo que ellos querían:
internarla. Dejarla en Argentina. Volverse sin la hija loca que quedaba tan
mal en las reuniones, no tanto por su sexo con los espíritus —eso podía
permanecer secreto— sino porque su estado les negaba planes de viajes
a Florida, de mudanza quizá, de casa frente al lago. Su aspecto los
obligaba a la vergüenza. La iban a abandonar. No podían pagar una
institución en Estados Unidos. Acá podían ubicarla en un lugar público,
gratis. Julie era argentina, después de todo. ¿Y quiénes quedarían
encargados de visitarla? ¿Mis padres? ¿Yo?
Tenía que haber otra gente como ella. No sé si le creía o no: eso no era
importante. No les dije nada a mis padres ni a Julie ni a nadie: ni mis
amigos sabían los detalles del caso. Me sumergí en Internet. Debía
haber más gente que tenía sexo con espíritus y seguro se congregaba,
con suerte en una comunidad que no fuese anónima ni que solo existiese
online. Había gente que compartía sus fetiches por estatuas y maniquíes,
incluso por juguetes de peluche; había hombres que tenían sexo
disfrazados de bebés y mujeres adictas a comer plástico y hombres y
mujeres que se excitaban lamiendo globos oculares.
Pero lo del sexo con muertos fantasmas no resultó tan fácil de encontrar.
Al principio lo más cercano que encontré fueron necrófilos en perpetua
queja por no poder siquiera acercarse a un féretro abierto. Leyendo su
procacidad empecé a darme cuenta de la belleza de Julie. De su rechazo
a la vulgaridad incurable de sus padres. De cómo había arruinado su
cuerpo hasta el grotesco para demostrar que sin embargo era hermoso
de una manera que nosotros no conocíamos.
Tras una semana de búsqueda intensiva, cuando ya me daba por
vencida encontré a un grupo en Estados Unidos, The Marjorie Simmons
Association. Tuve que pagar y escribir una nota de pedido de admisión y
esperar la respuesta de los administradores, pero una mañana encontré
el mail de Congratulations en mi bandeja. Y esa misma noche chateé con
una Melinda y le conté mi dilema. Nuestro dilema. Ella quiso saber por
qué no hablaba Julie y le expliqué que estaba muy medicada. Melinda
entendió: siempre nos patologizan, me dijo. Organicé, sin decirle nada a
Julie, una cita con Melinda para el día siguiente. Por Skype pero solo una
llamada: no había confianza para verse las caras.
Cuando se lo conté a mi prima, temblaba. No pude terminar de explicarle.
Tiró al piso su desayuno, dio tres pasos gordos hasta mí y me abrazó
con verdadero agradecimiento. Olía muy bien. A pesar de su brutalidad y
torpeza con la comida, era escrupulosamente limpia.
Por qué no los buscaste vos, quise saber. Estás siempre con el teléfono,
estás siempre online.
No lo sé, dijo sinceramente. La gente me da miedo.
¿Entonces vas a tener miedo esta noche? ¿Suspendo la cita?
No, me dijo con los ojos redondos y agitó sus deditos rechonchos. Ellos
quieren encarcelarme. ¿Lo sabías?
Tenés que escapar, le dije.
***
En el Buquebús que nos llevaba a Uruguay Julie estaba tan feliz que ni
siquiera le importaban las miradas de desaprobación de las flaquísimas
mujeres que cruzaban el Río de la Plata para pasar un fin de semana en
Colonia. Habíamos escapado justo a tiempo, con la tormenta familiar
desatada. Mi tío ya había vuelto a Estados Unidos pero ahora la que
anunciaba su regreso era mi tía, llorosa, quejumbrosa, falsa hasta el
escándalo. Había conseguido una clínica muy buena, decía, y se
comprometía a pagarla. Cómo no voy a pagar por mi hija, gritaba. Mi
padre, cruel y seguro al mismo tiempo, llamó por teléfono a la clínica y,
por altavoz para que todos pudiéramos oírla, nos hizo escuchar cómo la
encargada de contabilidad decía que sí, tenían fecha de admisión de la
paciente pero aún no habían recibido ningún depósito de dinero. Yo no
escuché la pelea: estaba trabajando. Me enteré por Julie. Desde esa
primera noche con Melinda había hecho grandes progresos: ya eran
amigas. Me habían prohibido participar de las conversaciones y accedí,
aunque me daba curiosidad. Entendía. Resultó que las visitadas por
espíritus —así se hacían llamar— no eran solamente mujeres, había
muchos visitados también. Resultó que tenían su propia comunidad: en
Estados Unidos, vivían en un trailer park en Arizona. La Asociación se
llamaba así en honor a una viuda, Marjorie Simmons, que había logrado
tener sexo con el espíritu de su propio esposo muerto. El problema era
que no existía ninguna rama de la Asociación en la Argentina. Nuestra
única y pequeña comunidad en Sudamérica está en Uruguay. La
pronunciación del nombre del país había sido atroz y todavía resultaba
más estúpidamente atroz que esta Melinda no supiese que Uruguay
quedaba justo enfrente de Buenos Aires, con un río de por medio, pero
yo no pensé que por esta ignorancia ella o su Asociación fuesen un
fraude. Era gringa: los gringos son así. No saben nada del mundo, son
incapaces de enterarse, no se les ocurre mirar un mapa.
Entre Julie y Melinda organizaron el recibimiento en la comunidad
uruguaya. Quedaba a las afueras de un pueblo cercano a Colonia, Nueva
Helvecia o Colonia Suiza. Ese lugar era famoso por retiros new age y
comunidades que practicaban alguna espiritualidad alternativa. Era un
buen lugar para ocultarse.
Nueva Helvecia quedaba muy cerca de Colonia: sesenta kilómetros. Julie
seguía tomando las pastillas; Melinda le explicó que en la comunidad
sabrían cómo ayudarla a dejarlas y manejar la abstinencia. Teníamos las
coordenadas, la descripción de la casa que buscábamos y un nombre:
Rolf. Seguro no era real. Qué fácil era desaparecer, pensé. Hacía falta
determinación, no demasiada, alguien en quien confiar y un poco de
dinero. Julie le había robado a su madre unos quinientos dólares. La
comunidad no pedía más. Se autoabastecían, tenían una chacra,
recibían donaciones.
Julie habló bastante en el corto viaje: una hora de Buquebús, otra de
auto. Me contó sobre las primeras visitas, sobre las diferencias entre los
visitantes, a uno le gustaba especialmente lamerle el agujero del culo, lo
dijo así, como una bestia y casi me mareo: estaba perdiendo la
elegancia. O quizá de verdad estaba loca. Ahora ya no lo sabría. Le pedí
que se callara, le dije que podríamos perdernos y se quedó en silencio
pero ofuscada. Yo no la conocía, me daba cuenta. No sabía si sus
padres, aunque gringos y tacaños y desagradables, no estarían diciendo
la verdad. Quizá ellos sí la escuchaban hablar de manera explícita,
desbocada y estaban hartos. Quizá le habían enseñado a comportarse
en público, con ayuda de las pastillas. Ah, ¿y si me había equivocado?
Llegamos a la casa indicada. Era bonita, pero parecía algo abandonada.
El silencio lo quebraba el cacareo de gallinas. Rolf esperaba vestido de
blanco. Era alto y canoso. Llevaba anteojos negros. Mi prima se tiró en
sus brazos y después en los míos. Afuera del auto, yo encendí un
cigarrillo. Le ofrecí el paquete a Rolf, que rechazó. Le habló a Julie. Le
dio la bienvenida. Yo le alcancé el bolso: ella saltaba, infantil, el culo
enorme (ese que le chupaban tan bien) zangoloteaba como si estuviese
lleno de agua. Rolf me agradeció y después dijo, con un acento
puramente uruguayo que delataba lo apócrifo de su nombre: «Hasta acá
llegaste».
¿La van a tratar bien?, pregunté.
Rolf me sonrió. Tenía una dentadura perfecta, blanquísima, cuidada.
Por supuesto, dijo.
Julie volvió a besarme y después se fue. Rolf cargaba su bolso. Ella
hablaba sin parar. Yo adiviné el futuro.
Yo volvería a casa. Fingiría no saber nada del paradero de Julie. La
buscaríamos un tiempo. La daríamos por desaparecida. Sus hermanos
vendrían; volvería su padre. Se la daría por muerta. Y yo regresaría a
Nueva Helvecia y jamás encontraría la casa linda pero algo abandonada,
ni vería otra vez los dientes de Rolf ni a mi prima alejándose con su culo
desbordado por un camino de tierra seca, bajo el sol, al encuentro de los
que eran como ella.
Julie | Página|12 (pagina12.com.ar)