SYLVIE

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 36

SYLVIE

GÉRARD DE NERVAL

Digitalizado por
http://www.librodot.com

Gérard de Nerval (París 1808-1855), seudónimo de Gérard Labrunie, poeta


estéticamente ligado al romanticismo alemán y precursor del simbolismo, viajó en su
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 2

juventud por Alemania y Austria, así como por varios países orientales, experiencia
que nutrió su Voyage en Orient (1851). Su volumen de sonetos Las quimeras (1853)
tuvo una gran influencia en los poetas surrealistas franceses. En 1840, el mismo
año en que terminó su traducción de Fausto, de Goethe, sufrió las primeras crisis de
la perturbación mental que le ocasionaría repetidos internamientos. Debido a su
apasionado enamoramiento de la actriz Jenny Colon (al parecer fuente de
inspiración de su novela Aurélie), frecuentó los ambientes teatrales y escribió varias
obras para la escena. En el volumen titulado Les falles du feu reunió sus
perturbadoras nouvelles, que ponen de manifiesto su extraordinario genio poético.
Atormentado por la locura durante los últimos años de vida, en 1855 se le encontró
ahorcado con su propio cinturón en el callejón parisino de la Vieille-Lanteme.
Previamente había dejado una nota escrita: «No me esperes esta tarde porque la
noche será negra y blanca.» Sylvie es la primera nouvelle de Les filles du feu y fue
escrita en 1852.

I.
NOCHE PERDIDA

Salía de un teatro por cuyos palcos aparecía todas las noches adecuadamente
vestido para el galanteo. A veces estaba lleno; otras, vacío. Igual me daba detener
la mirada en un patio de butacas sólo poblado por una treintena de voluntariosos
aficionados, o en los palcos adornados con sombreros y atavíos anticuados, que
formar parte de una sala animada y concurrida, coronada por los floreados tocados,
las joyas relucientes y los rostros radiantes que abarrotaban todos sus pisos.
Indiferente al espectáculo de la sala, el del escenario apenas lograba retener mi
atención excepto cuando, en la segunda o tercera escena de una desabrida obra
maestra del momento, una aparición más que conocida iluminaba el espacio vacío
y, con un soplo y una palabra, devolvía la vida a los inanimados rostros que me
rodeaban.

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 3

Me sentía vivir en ella, y ella vivía sólo para mí. Su sonrisa me llenaba de una
beatitud infinita; la ondulación de su voz, tan dulce y, sin embargo, tan firmemente
timbrada, me hacía vibrar de alegría y de amor. Poseía, a mi juicio, todas las
perfecciones; satisfacía toda mi capacidad de entusiasmo: hermosa como el día a la
luz de las candilejas que la iluminaban desde abajo; pálida como la noche cuando
los focos perdían intensidad y quedaba iluminada desde lo alto por los rayos de la
araña del techo y la mostraban más natural, resplandeciendo en la sombra merced
a su propia belleza, como las divinas Horas que se recortan, con una estrella en la
frente, sobre los fondos oscuros de los frescos de Herculano.
Transcurrido un año, no se me había ocurrido la idea de averiguar cómo era ella
fuera del teatro; temía enturbiar el espejo mágico que me ofrecía su imagen, y a lo
máximo que llegué fue a prestar oídos a algunos rumores referentes no a la actriz
sino a la mujer. Y suscitaron en mí tan escaso interés como las habladurías que
hubieran podido circular respecto a la princesa de Elida o a la reina de Tresibonda.
Uno de mis tíos, que vivió durante los penúltimos años del siglo XVIII, llevando el
tipo de vida apropiado para conocer a fondo aquellos tiempos, pronto me previno de
que las actrices no eran mujeres y de que la naturaleza había olvidado darles un
corazón. Se refería, sin duda, a las de su época; pero me contó tantas historias
acerca de sus ilusiones y de sus decepciones, y me mostró tantos retratos en marfil,
graciosos medallones que utilizó más tarde para adornar tabaqueras, tantas cartas
de amor amarillentas, tantas cintas ajadas, cuyas historias y desenlaces me refería,
que me habitué a malpensar de todas sin tener en cuenta los cambios producidos
por el paso del tiempo.
Por aquel entonces vivíamos una época extraña, como las que suelen suceder a
las revoluciones o a los ocasos de los grandes reinados. No existía ya la galantería
heroica de los tiempos de la Fronda, ni el vicio elegante y atildado de la Regencia, ni
el escepticismo y las locas orgías del Directorio; había una mezcla de actividad, de
duda y de desgana, de brillantes utopías, de aspiraciones filosóficas o religiosas, de
vagos entusiasmos, ligados a ciertos impulsos de renovación; de aburrimiento por
las discordias del pasado, de esperanzas inciertas; algo parecido al espíritu de la
época de Peregrino y Apuleyo. El hombre material aspiraba al ramo de rosas que,
de manos de la hermosa Isis, debía regenerarlo; la diosa eternamente joven y pura
se nos aparecía por las noches y nos hacía sentir vergüenza por nuestras horas
3

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 4

perdidas durante el día. Sin embargo, la ambición resultaba impropia de nuestra


edad, y la ávida caza de honores y posiciones que por aquel entonces se solía
practicar nos mantenía alejados de las posibles esferas de actuación. Como único
asilo sólo nos quedaba la torre de marfil propia de los poetas, a la que subíamos
cada vez más alto para aislarnos de la muchedumbre. Allí, en los elevados ámbitos
a los que nos guiaban nuestros maestros, respirábamos por fin el aire puro de las
soledades, bebíamos el olvido en la copa de oro de las leyendas, nos embriagába-
mos de poesía y de amor. ¡Amor, ay! ¡Formas vagas, tonalidades rosas y azules,
fantasmas metafísicos! Vista de cerca, la mujer real era motivo de indignación para
nuestra ingenuidad; debía aparecérsenos como reina o como diosa, y, sobre todo,
debíamos evitar su proximidad.
Sin embargo, algunos de nosotros tenían en poca estima aquellas paradojas
platónicas, y a través de nuestros renovados sueños de Alejandría enarbolaban la
antorcha de los dioses subterráneos que, por un instante, iluminaba la oscuridad
con su estela de pavesas. Así era como, al salir del teatro, sumido en la amarga
tristeza que los sueños nos dejan al desvanecerse, iba con agrado a reunirme con
los habituales de un círculo donde se cenaba en numerosa compañía y toda
melancolía cedía ante la inagotable inspiración de algunos espíritus brillantes,
vivaces, tempestuosos, a veces sublimes, como siempre han existido en épocas de
renovación o de decadencia, y cuyas discusiones llegaban a tal extremo que los
más tímidos de nosotros se dirigían de vez en cuando a la ventana para ver si los
hunos, los turcomanos o los cosacos llegaban por fin para acabar de una vez por
todas con los argumentos de retóricos y de sofistas.
« ¡Bebamos, amemos! ¡Esto es la sabiduría!» Tal era el lema de los más jóvenes.
Uno de ellos me dijo:
-Hace mucho tiempo que frecuento el mismo teatro. Cada vez que voy, te
encuentro. ¿Por cuál vas tú?
¿Por cuál?... No concebía que se pudiera ir por otra. Sin embargo confesé un
nombre.
-¡Pues, bien! -repuso mi amigo, indulgente-. Mira, ahí tienes al feliz mortal que
acaba de acompañarla y que, fiel a las reglas de nuestro círculo, no se reunirá con
ella hasta el amanecer.

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 5

Sin demasiada emoción, volví la mirada hacia el personaje indicado. Se trataba


de un joven correctamente vestido, de rostro pálido y nervioso, de distinguidos
modales, y cuyos ojos aparecían impregnados de dulzura y de melancolía. Arrojaba
el oro sobre una mesa de whist y lo perdía con indiferencia.
-¿Qué me importa que sea él o cualquier otro? -dije-. Alguien tenía que haber, y
éste me parece digno de haber sido elegido.
-¿Y tú?
-¿Yo? Es una imagen lo que persigo, nada más.
Al salir, pasé por el salón de lectura y, maquinalmente, hojeé un periódico. Creo
que lo hice para enterarme de las cotizaciones de la bolsa. Entre los restos de mi
opulencia, poseía una considerable cantidad en títulos extranjeros. Corría el rumor
de que, menospreciados durante mucho tiempo, su valor iría en aumento.
Pronóstico que acababa de cumplirse debido a las repercusiones de un cambio
ministerial. Los fondos ya habían alcanzado una cotización muy alta; volvía a ser
rico.
Aquel cambio de posición me inspiró un solo pensamiento: la mujer a la que
amaba desde hacía tiempo sería mía si así lo deseaba. Podía alcanzar lo imposible.
¿No se trataría de una ilusión, de una errata burlona? Los otros periódicos decían lo
mismo. La suma ganada se alzaba ante mí como la estatua de oro de Moloch.
«¿Qué diría ahora -pensé- el joven de hace un momento si fuera a ocupar su sitio
junto a la mujer que ha dejado sola?»... Me estremecí ante tal pensamiento, y mi
orgullo se rebeló.
¡No! ¡Así, no! A mi edad, el amor no se mata con el oro: no seré un corruptor. Por
otra parte, se trata de una idea anticuada. ¿Quién me asegura que sea una mujer
venal? Mi mirada, poco atenta, seguía recorriendo el periódico que tenía aún entre
las manos, y leí estas dos líneas: «Fiesta del ramo provincial. Mañana, los arqueros
de Senlis entregarán el ramo de flores a los de Loisy.» Estas palabras, tan simples,
despertaron en mí una nueva serie de impresiones: era un recuerdo de mi tierra,
olvidada durante mucho tiempo, un eco lejano de las ingenuas fiestas de la
juventud. El cuerno y el tambor sonaban a lo lejos, por bosques y aldeas; las
jóvenes trenzaban guirnaldas y, mientras cantaban, arreglaban ramos de flores
adornados con cintas. A su paso, un pesado carro tirado por bueyes recibía dichos
presentes, y nosotros, los niños de la comarca, formábamos el cortejo con nuestros
5

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 6

arcos y flechas, atribuyéndonos el título de caballeros sin saber que no hacíamos


sino repetir, a través del tiempo, una fiesta druida que había sobrevivido alas mo-
narquías y a las nuevas religiones.

II.
ADRIENNE

Me acosté en la cama, pero no logré hallar descanso. Sumido en una sensación


de duermevela, mi juventud entera cruzaba por mis recuerdos. Este estado, en el
que el espíritu aún se resiste a las extravagantes combinaciones del sueño, permite
con frecuencia ver desfilar en unos minutos las escenas más importantes de un
largo período de la vida.
Veía un castillo de la época de Enrique IV con sus tejados puntiagudos cubiertos
de pizarra y su fachada rojiza, con ángulos dentados de piedras amarillentas; una
gran explanada verde enmarcada por olmos y tilos, cuyo follaje atravesaban los
encendidos rayos del sol. En el césped, unas muchachas bailaban en corro y
cantaban antiguos romances, transmitidos por sus madres, en un francés tan
naturalmente puro que uno se sentía en verdad transportado a ese viejo país del
Valois en el que, durante más de mil años, ha palpitado el corazón de Francia.
Era el único chico del corro que había llevado a mi compañera, Sylvie, muy joven
aún, una niña de la vecina aldea, que exhalaba vivacidad y ternura, y tenía los ojos
negros, un perfil regular y la piel ligeramente bronceada. Sólo la quería a ella, sólo
tenía ojos para ella... ¡hasta aquel momento! Apenas me había fijado en una chica
rubia, alta y hermosa, que formaba parte del corro en el que bailábamos y que se
llamaba Adrienne. De repente, siguiendo las reglas de la danza, Adrienne se
encontró a mi lado, quedándonos los dos, solos, en medio del círculo. Éramos de
igual estatura. Pidieron que nos besáramos, y la danza y el corro giraban más
vertiginosamente que nunca. Al besarla, no pude evitar estrecharle la mano. Los
largos rizos de sus cabellos dorados rozaron mi mejilla. Desde aquel momento, una
turbación desconocida se apoderó de mí. La hermosa muchacha tenía que cantar
una canción para recobrar el derecho a reincorporarse al baile. Nos sentamos a su
6

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 7

alrededor, y, acto seguido, con voz fresca y penetrante, ligeramente velada,


característica de las muchachas de esta brumosa región, cantó uno de esos
romances antiguos, llenos de melancolía y de amor, que suelen narrar los
infortunios de una princesa encerrada en una torre por deseo de un padre que la
castiga por sus amores. En cada estrofa, la melodía terminaba con esos trémulos
que tan acertadamente acentúan las voces juveniles cuando, con modulado
estremecimiento, imitan la voz temblorosa de las abuelas.
Mientras la joven cantaba, las sombras descendían de los árboles y el naciente
claro de luna le daba de lleno, sólo a ella, aislándola de nuestro atento círculo. Calló,
y nadie se atrevió a romper el silencio. El césped estaba cubierto de tenues vapores
condensados que desplegaban sus blancas hilachas por los extremos de las hojas
de hierba. Creíamos hallarnos en el paraíso. Por fin, me levanté y corrí hacia el
parterre del castillo, donde crecían los laureles, plantados en macetones de
porcelana con camafeos pintados. Cogí dos ramas, que trenzamos en forma de
corona, y atamos con una cinta. Luego, coloqué en la cabeza de Adrienne aquel
adorno cuyas brillantes hojas resplandecían en sus cabellos rubios a la pálida luz de
la luna. Parecía la Beatriz de Dante al sonreír al poeta, errante por el umbral de las
santas moradas.
Adrienne se levantó. Alargando su esbelto talle, nos hizo una graciosa reverencia
y regresó corriendo al castillo. Era, nos dijeron, la nieta de uno de los descendientes
de una familia vinculada a los antiguos reyes de Francia; la sangre de los Valois
corría por sus venas. Por ser día de fiesta, le habían permitido unirse a nuestros
juegos; no volveríamos a verla, pues al día siguiente regresaba al convento en el
que se hallaba interna.
Cuando volví junto a Sylvie, descubrí que lloraba. El motivo de sus lágrimas era la
corona que mis manos habían entregado a la bella cantante. Le propuse ir a coger
otra, pero rechazó mi ofrecimiento argumentando que no lo merecía. Quise
disculparme, pero resultó inútil: mientras la acompañé a casa de sus padres no
pronunció una sola palabra.
Obligado a regresar a París para reanudar mis estudios, me acompañó aquella
doble imagen de una tierna amistad tristemente rota, más la de un amor imposible y
vago, fuente de dolorosos pensamientos que la filosofía académica no pudo paliar.

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 8

La imagen de Adrienne, espejismo de belleza y de gloria, compartiendo las horas


de estudio o endulzándolas, resultó vencedora. Durante las vacaciones del año
siguiente, me enteré de que aquella apenas entrevista belleza había sido con-
sagrada por su familia a la vida religiosa.

III.
RESOLUCIÓN

Aquel recuerdo entresoñado encerraba la explicación de cuanto me sucedía. El


amor vago y sin esperanza, inspirado por una actriz de teatro, que me embargaba
por entero cada noche, a la hora de la representación, y que no me abandonaba
hasta la del sueño, era fruto del recuerdo de Adrienne, flor nocturna abierta a la
pálida luz de la luna, rosada y rubia quimera deslizándose por las hojas de hierba,
verdes y semibañadas en blancos vapores. El parecido de un rostro olvidado desde
hacía años se dibujaba ahora con singular nitidez; era un boceto a lápiz difuminado
por el tiempo, que se convertía en una pintura, como esos viejos croquis de los
maestros que admiramos en un museo determinado y cuyo deslumbrante original
encontramos en otra parte.
¡Amar a una religiosa bajo la apariencia de una actriz!... ¿Y si fuera la misma?
¡Hay para volverse loco! Es una atadura fatal en la que lo desconocido me atrae
como un fuego fatuo huyendo entre los juncos del agua estancada... Pero, volvamos
a la realidad.
¿Por qué, durante los tres últimos años, he relegado al olvido a Sylvie, a quien
tanto quería?... ¡Era una muchacha muy bonita, la más hermosa de Loisy!
Ella sí existe, es buena y, seguramente, posee un corazón puro. Vuelvo a ver su
ventana en la que los pámpanos y el rosal se entrelazan, y la jaula de las currucas,
colgada a la izquierda; oigo el ruido de sus sonoros bolillos y su canción favorita:
Estaba la hermosa sentada junto al arroyo que fluía...
Aún me espera... ¿Quién puede haberse casado con ella? ¡Es tan pobre! ¡Los
bondadosos campesinos de su pueblo, y de los que lo rodean, vestidos con
blusones, de manos rudas, de rostro enjuto y tez curtida! Ella sólo me quería a mí, el
pequeño parisino, cuando iba yo cerca de Loisy a visitar a mi pobre tío, ya muerto.
8

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 9

Llevo tres años viviendo a lo grande y derrochando la modesta herencia que me


legó y que hubiera podido bastarme para vivir durante toda mi existencia. Con Sylvie
la hubiera conservado. El azar me devuelve una parte. Aún estoy a tiempo.
¿Qué estará haciendo ella en este momento? Duerme... No, no duerme; hoy es la
fiesta del arco, la única del año en la que se baila durante toda la noche. Está en la
fiesta...
¿Qué hora es? No tenía reloj.
Entre los decorativos objetos de ocasión que, en aquella época, se solía reunir
para lograr que un piso antiguo recobrara su genuina apariencia, sobresalía con
renovado brillo uno de esos relojes de concha del Renacimiento cuya cúpula
dorada, rematada por la estatuilla del Tiempo, está sostenida por las cariátides de
estilo Médicis que, a su vez, se asientan sobre caballos medio encabritados. La
clásica Diana, acodada en su ciervo, figura en un bajorrelieve debajo de la esfera en
la que, sobre un fondo niquelado, aparecen esmaltadas las cifras de las horas.
Hacía dos siglos que su maquinaria, sin duda excelente, no se accionaba. Pero no
fue precisamente para saber la hora por lo que compré aquel reloj en Turena.
Bajé a la portería. El cucú señalaba la una de la madrugada.
«En cuatro horas -me dije- puedo llegar al baile de Loisy.»
En la plaza del Palais-Royal aún quedaban cinco o seis coches de punto es-
tacionados para los habituales de los círculos y de los casinos de juego.
-A Loisy -ordené al de mejor aspecto.
-¿Loisy? ¿Dónde queda?
-Cerca de Senlis, a ocho millas.
-Iremos por el camino de la posta -dijo el cochero, menos preocupado que yo.
¡Qué triste es, por la noche, la ruta de Flandes, que no ofrece belleza alguna
hasta llegar a la zona de los bosques! Siempre las dos hileras de árboles monó-
tonos que simulan formas indefinidas; a lo lejos, extensiones de verdor y de tierra
removida, limitadas a la izquierda por las azulosas colinas de Montmorency, de
Ecouen y de Luzarches. Y Gonesse, la popular villa llena de recuerdos de la Liga y
de la Fronda...
Más allá de Louvres hay un camino bordeado de manzanos cuyas flores he visto
abrirse, muchas veces, por la noche, cual estrellas terrestres. Mientras el coche

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 10

sube las pendientes, reconstruyamos los recuerdos de la época en que venía por
aquí con tanta frecuencia.

IV.
UN VIAJE A CITEREA

Habían transcurrido algunos años: la época en que conocí a Adrienne delante del
castillo sólo era ya un recuerdo de infancia. Me hallaba de nuevo en Loisy, durante
la celebración de la fiesta patronal. Y, de nuevo, iba a unirme a los caballeros del
arco, ocupando un lugar en la compañía de la que ya había formado parte. Jóvenes
pertenecientes a antiguas familias que aún poseen en el lugar varios de los castillos
perdidos entre los bosques, y que han sufrido más daños por el paso del tiempo que
por la acción de las revoluciones, habían organizado la fiesta. Procedentes de
Chantilly, de Compiégne y de Senlis, acudían alegres cabalgatas que ocupaban su
lugar en el rústico cortejo de las compañías del arco. Después del largo paseo a
través de pueblos y aldeas, después de la misa en la iglesia, de las competiciones
de destreza y de la distribución de premios, los vencedores fueron invitados a una
comida ofrecida en una isla sombreada por álamos y por tilos, en medio de uno de
los estanques alimentados por el Nonette y el Théve. Barcas empavesadas nos con-
dujeron a la isla, cuya elección había determinado la existencia de un templo
ovalado con columnas, que serviría de sala para el festín. Allí, como en Erme-
nonville, la región está sembrada de esos ligeros edificios propios de finales del si-
glo XVIII, en los que los filósofos acaudalados, siguiendo el gusto dominante de
aquel entonces, se inspiraban para sus proyectos. Según creo, dicho templo estuvo
primitivamente dedicado a Urania. Tres columnas habían cedido arrastrando en su
caída una parte del arquitrabe; pero una vez limpio de escombros el interior de la
sala, y suspendidas las guirnaldas entre las columnas, se remozó aquella ruina
moderna, más acorde con el paganismo de Boufflers o de Chaulieu que con el de
Horacio.
La travesía del lago parecía haber sido ideada para evocar el Voyage á Cythére
de Watteau. Sólo nuestras modernas vestimentas desmentían dicha ilusión. Tras
ser sacado de la carroza que lo transportaba, el enorme ramo de la fiesta fue
10

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 11

depositado en una barcaza; el cortejo de muchachas vestidas de blanco que, según


la costumbre, lo acompañaban se sentó en los bancos, y la graciosa teoría,
renovada desde la antigüedad, se reflejaba en las tranquilas aguas del estanque
que la separaban de la orilla de la isla, rojiza bajo el sol, con sus espinosos mato-
rrales, su columnata y sus ligeros follajes. Las barcas tardaron poco en atracar. La
canasta de flores, portada ceremoniosamente, ocupó el centro de la mesa, a la que
cada cual se sentó, resultando más favorecidos quienes lo hicieron al lado de las
jóvenes: para ello bastaba con conocer a sus padres. Ésa fue la causa por la que
volví a encontrarme junto a Sylvie. Su hermano, que ya se me había acercado en la
fiesta, me había reprochado no haber visitado a su familia desde hacía mucho
tiempo. Me disculpé diciendo que mis estudios me retenían en París, y le aseguré
que había venido con esta intención.
-No, lo que ocurre es que se ha olvidado de mí -dijo Sylvie-. Somos pueblerinos, y
París está tan por encima...
Deseé besarla para cerrarle la boca, pero seguía enfurruñada conmigo y fue
necesario que su hermano interviniera para que me ofreciera la mejilla con gesto de
indiferencia. Poca alegría me procuró aquel beso, favor que muchos otros podían
obtener, pues en aquella región patriarcal en la que se saluda a cualquier persona
que surja al paso, un beso es sólo muestra de cortesía entre gente de bien.
Los organizadores de la fiesta habían preparado una sorpresa. Al terminar la
comida, vimos cómo un cisne salvaje, hasta aquel momento cautivo bajo las flores,
levantaba el vuelo desde el interior de la enorme canasta, y vimos también cómo
con sus potentes alas agitaba los trenzados de guirnaldas y de coronas, y las
arrojaba, dispersas, por los aires. Mientras se lanzaba, feliz, hacia los últimos rayos
del sol, intentábamos atrapar las coronas con las que, cada uno de nosotros,
distinguía la frente de su vecina. Tuve la suerte de coger una de las más hermosas,
y Sylvie, sonriente, esta vez se dejó besar más tiernamente que la anterior.
Comprendí que, de este modo, borraba el recuerdo de otros tiempos. En aquel
instante no compartía con nadie mi admiración. ¡Se había vuelto tan hermosa! Ya no
era aquella niña de pueblo a la que había desdeñado por otra mayor y más
familiarizada con los placeres mundanos. Había mejorado en todos los aspectos: el
encanto de sus ojos negros, tan seductores desde que era niña, resultaba ahora
irresistible; bajo la órbita arqueada de las cejas, su sonrisa iluminaba de repente los
11

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 12

rasgos plácidos y regulares del rostro y tenía algo ateniense. Admiraba aquella fiso-
nomía digna del arte antiguo, que destacaba entre las caritas poco agraciadas de
sus compañeras. Sus manos delicadamente alargadas, sus brazos, que se habían
tornado más blancos y redondeados, su talle desenvuelto, la convertían en otra
persona muy distinta de la que había conocido. No pude evitar decirle cuán
cambiada la encontraba, esperando reparar, así, mi antigua y fugaz infidelidad.
Por otra parte, todo me favorecía: la amistad de su hermano, el encantador efecto
de la fiesta, la hora del atardecer e incluso el lugar donde, merced a un grato
capricho, se había reproducido el decorado de las galantes solemnidades de
antaño. En cuanto pudimos, escapamos de la danza para charlar de nuestros re-
cuerdos de infancia y para contemplar, en un estado de mutua ensoñación, las
tonalidades del cielo reflejadas en el boscaje y en el agua. Fue preciso que el her-
mano de Sylvie nos arrancara de dicha contemplación diciéndonos que era hora de
regresar a la aldea, bastante apartada, donde vivían sus padres.

V.
LA ALDEA

La aldea era Loisy, y vivían en la antigua casa del guarda. Les llevé hasta allí y
luego regresé a Montagny, donde me hospedaba en casa de mi tío. Al dejar el
camino para atravesar el bosquecillo que separaba Loisy de Saint S., no tardé en
internarme por una profunda senda que se extiende a lo largo del bosque de Er-
menonville; esperaba encontrar enseguida los muros de un convento que debía
seguir durante un cuarto de legua.
De vez en cuando, la luna se ocultaba tras las nubes, iluminando apenas los pe-
ñascos de arenisca y los brezos que se multiplicaban a mi paso. A derecha y a
izquierda, linderos de bosques sin caminos señalizados, y, siempre ante mí, esos
peñascos druídicos de la región que guardan el recuerdo de los hijos de Armen
exterminados por los romanos. Desde lo alto de esas sublimes moles, divisaba los
lejanos estanques recortándose como espejos en la llanura brumosa, sin poder
distinguir aquel en el que se había celebrado la fiesta.
12

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 13

El aire era tibio y estaba como aromatizado; decidí no aventurarme más lejos y
esperar a que amaneciera, acostándome sobre unas matas de brezo. Al despertar,
fui reconociendo poco a poco los puntos de referencia del lugar en el que me había
perdido la noche anterior. A mi izquierda, vi dibujarse la larga línea formada por los
muros del convento de Saint S., y luego, al otro lado del valle, la colina de Gens
d'Armes, con las descuidadas ruinas de la antigua residencia carlovingia. Cerca, por
encima de la espesura del bosque, las altas ruinas de la abadía de Thiers
recortaban en el horizonte sus murallas con aberturas en forma de tréboles y de
ojivas. Más allá, el palacio gótico de Pontarmé, rodeado de agua como en otros
tiempos, pronto reflejó las primeras luces del día mientras, hacia el sur y por encima
de las primeras laderas de Montméliant, veía alzarse el alto torreón de la Tournelle y
las cuatro torres de Bertrand-Fosse.
Había pasado una noche muy grata, y sólo pensaba en Sylvie; sin embargo, al
ver el convento me asaltó la idea de que quizá se tratara de la morada de Adrienne.
El tañido matinal de las campanas, que sin duda me había despertado, aún
resonaba en mis oídos. Por un instante, tuve la intención de echar un vistazo por
encima de los muros, trepando hasta lo más alto del peñasco; pero, pensándolo
detenidamente, me abstuve de hacerlo como si de una profanación se tratara. A
medida que fue avanzando, la mañana ahuyentó de mi pensamiento aquel vano
recuerdo y sólo dejó en mi mente los rosados rasgos de Sylvie.
«Vayamos a despertarla», me dije, y volví a emprender el camino de Loisy. La
aldea aparece al final de la senda que bordea el bosque: veinte chozas de paredes
festoneadas de parras y rosales trepadores. Las mañaneras hilanderas, tocadas con
pañuelos rojos, trabajan agrupadas delante de una granja. Sylvie no se halla entre
ellas. Desde que se dedica a sus finos encajes es casi una damisela, mientras sus
padres siguen siendo unos sencillos campesinos. Subí a su habitación sin que nadie
se extrañara; levantada desde hacía ya rato, le daba a los bolillos de los encajes,
que entrechocaban con un ruidillo suave sobre el cojín sostenido entre las rodillas.
-Hola, perezoso -dijo con su divina sonrisa-. Seguro que acaba de levantarse. Le
conté que había pasado la noche sin dormir y mis extraviadas andanzas por
bosques y roquedales. Me compadeció, pero sólo unos momentos. -Si no está
cansado, le haré caminar aún más. Iremos a Othys, a visitar a mi tía.

13

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 14

Apenas tuve tiempo de responder cuando, de repente, se levantó alegremente,


se arregló el pelo ante el espejo y se puso un sombrero rústico, de paja. La
inocencia y la alegría brillaban en sus ojos. Nos pusimos en marcha, siguiendo la
orilla del Théve, a través de los prados sembrados de margaritas y de ranúnculos, y
después proseguimos a lo largo de los bosques de Saint Laurent, salvando a veces
los arroyos y los matorrales para acortar el camino. Los mirlos cantaban en los
árboles, y los paros huían alegremente de la maleza que rozábamos al pasar.
De vez en cuando, a nuestro paso encontrábamos las hierbadoncellas que tanto
le gustaban a Rousseau y que abrían sus corolas azules entre las largas ramas de
hojas emparejadas, modestas lianas que se enredaban a los furtivos pies de mi
acompañante. Indiferente a los recuerdos del filósofo ginebrino, Sylvie buscaba
fresas aromáticas, aquí y allá, y yo le hablaba de La Nouvelle Héloïse, algunos de
cuyos fragmentos le recité de memoria.
-¿Es bonito? -preguntó.
-Es sublime.
-¿Mejor que Auguste Lafontaine?
-Es más tierno.
-Vaya -repuso-. Tendré que leerlo. Le diré a mi hermano que me lo traiga cuando
vaya a Senlis.
Y, mientras Sylvie cogía fresas, seguí recitando fragmentos de la Héloïse.

VI.
OTHYS

Al salir del bosque, nos encontramos ante enormes matas de purpúreas deda-
leras con las que Sylvie compuso un gran ramo, diciéndome:
-Es para mi tía. Le encantará poder ver flores tan bonitas en su habitación. Para
llegar a Othys, sólo nos faltaba atravesar una parte del llano. El campanario de la
aldea despuntaba por encima de los azulados collados que van de Montméliant a
Dammartin. El Théve fluía de nuevo entre piedras y guijarros, adelgazando ahora su
caudal debido a la proximidad de su lugar de nacimiento por cuyos prados reposaba
14

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 15

formando una laguna rodeada de gladiolos y de lirios. Pronto llegamos a las


primeras casas. La tía de Sylvie vivía en una choza construida con desiguales
piedras areniscas revestidas con emparrados de lúpulos y de pámpanos. Desde la
muerte de su marido, vivía únicamente de unos bancales de tierra que la gente del
pueblo cultivaba para ella. Con la llegada de la sobrina la casa parecía revivir.
-¡Buenos días, tía! ¡Aquí están sus sobrinos! -exclamó Sylvie-. ¡Estamos
hambrientos!
La besó tiernamente, le puso el ramo de flores entre los brazos y después, por
fin, me presentó diciendo:
-¡Mi pretendiente!
A mi vez, besé a la tía, que dijo:
-Es apuesto... ¡y rubio!...
-Tiene el cabello muy fino -dijo Sylvie.
-Esas cosas duran poco -repuso la tía-. Pero tenéis todo el tiempo por delante.
Como tú eres morena, formáis buena pareja.
-Hay que darle de desayunar, tía.
Y empezó a buscar en los armarios, en la artesa, hasta que encontró leche, pan
moreno y azúcar. Luego, dispuso encima de la mesa, sin demasiado esmero, los
platos y las fuentes de porcelana esmaltada y decorada con grandes flores y gallos
de llamativos plumajes. Un cuenco de porcelana de Creil lleno de leche, en la que
flotaban unas fresas, ocupó el centro de la mesa, y, tras despojar al jardín de unos
puñados de cerezas y de grosellas, arregló las flores en dos jarrones que colocó
uno en cada extremo del mantel. Sin embargo, la tía dijo:
-Aquí sólo hay postres. Dejadme hacer a mí.
Descolgó la sartén y echó un haz de leña en la enorme chimenea.
-¡No te permito tocar nada! -le dijo a Sylvie que pretendía ayudarla-. ¡Estropear
esas preciosas manos que hacen unas puntillas más hermosas que las de Chantilly!
Me has regalado algunos de tus encajes, y yo de eso entiendo mucho.
-¡Por supuesto, tía!... Por cierto, si tuviera algún trozo de encaje antiguo... me
serviría de modelo.
-Bien. Busca por arriba -contestó la tía-. Quizá encuentres algo en la cómoda.
-Déme las llaves -dijo Sylvie.
-¡Bah! -repuso la tía-. Los cajones están abiertos.
15

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 16

-No es verdad. Hay uno que siempre está cerrado.


Y, mientras la buena mujer limpiaba la sartén, después de haberla pasado por el
fuego, Sylvie se hizo con una llavecita de acero labrado, que le colgaba de la cintu-
ra, y que me enseñó con gesto triunfal.
La seguí, subiendo rápidamente la escalera de madera que conducía a la alcoba.
¡Oh, juventud; oh, vejez, santas edades! ¿Quién hubiera pensado en mancillar la
pureza de un primer amor en aquel santuario de fieles recuerdos? Un joven de otra
época sonreía con sus ojos negros y su boca de encendidos labios desde un retrato
oval, con marco dorado. Lucía el uniforme de los guardas de caza de la casa de
Conde; su porte semimarcial, su rostro sonrosado y bonachón, su frente pura bajo
los cabellos empolvados, mejoraban aquel pastel, acaso mediocre, con los encantos
de la juventud y de la sencillez. Algún artista modesto, invitado a las cacerías princi-
pescas, se había aplicado en realizar el retrato del joven lo mejor que supo, al igual
que el de su esposa, joven también, a quien podía verse en otro medallón, atractiva,
maliciosa y esbelta en su corpiño abierto y adornado con cintas, con el rostro
ladeado y dirigiendo mimosas muecas a un pájaro que se había posado en uno de
sus dedos. Sin embargo, se trataba de la misma anciana que en aquel momento se
hallaba cocinando, encorvada sobre el fuego del hogar. Tal contraste me indujo a
pensar en las hadas de los Funámbulos que, bajo su arrugada máscara, esconden
un rostro atractivo que descubren sólo al final, cuando aparece el templo del Amor y
su sol giratorio resplandeciente de rayos mágicos.
-¡Oh, querida tía -exclamé-, qué guapa era!
-¿Y yo, qué? -preguntó Sylvie que había logrado abrir el famoso cajón. En su
interior, encontró un traje largo, de tafetán, que al ser desdoblado dejaba oír los
crujidos de los pliegues.
-Probaré qué tal me sienta -dijo-. ¡Ah, pareceré un hada antigua!
K ¡El hada eternamente joven de las leyendas! ... », me dije.
Sylvie desabrochó su vestido de algodón y lo dejó caer a sus pies. El suntuoso
traje de la vieja tía se ajustaba perfectamente al fino talle de Sylvie, que me pidió
que lo abrochase.
-¡Oh, qué ridículas quedan las mangas abombadas! -exclamó.
Sin embargo, las bocamangas, adornadas con encajes, dejaban al descubierto
sus brazos desnudos, y su seno encuadraba a la perfección en el limpio corpiño de
16

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 17

tules amarillentos y cintas pasadas, que sólo en contadas ocasiones había ceñido
los desvanecidos encantos de la tía.
-¡Pero, acabe ya! ¿No sabe abrochar un vestido? -me dijo Sylvie.
Parecía la novia aldeana de Greuze.
-Necesitaríamos polvos -dije.
-Vayamos a buscarlos.
Siguió registrando los cajones. ¡Cuántos tesoros, qué bien olían, cómo brillaban,
qué tornasol de vivos colores y discreto oropel! Dos abanicos de nácar un poco
rotos, cajas de madera con dibujos chinos, un collar de ámbar y mil fruslerías entre
las que destacaban dos zapatitos de droguete blanco con hebillas incrustadas de
diamantes de Irlanda.
-¡Oh, quiero ponérmelos! -dijo Sylvie-. Si encontrara las medias bordadas...
Al cabo de unos momentos desdoblábamos unas medias de suave seda rosa
con los talones verdes; pero la voz de la tía, acompañada del chisporroteo de la
sartén, nos devolvió repentinamente a la realidad.
-¡Baje inmediatamente! -dijo Sylvie, y, a pesar de mis protestas, no me permitió
que la ayudara a calzarse.
Mientras, la tía acababa de disponer en una fuente el contenido de la sartén: una
generosa loncha de tocino con huevos.
La voz de Sylvie volvió a llamarme enseguida.
-¡Vístase, rápido! -ordenó y, completamente vestida, me mostró las vestimentas
del guardabosque, dispuestas encima de la cómoda. En unos segundos, me
convertí en un novio del siglo pasado. Sylvie me esperaba en la escalera y bajamos
juntos, cogidos de la mano. La tía, al volverse, lanzó un grito. -¡Oh, hijos míos! -
exclamó, y se puso a llorar. Después, sonrió a través de las lágrimas. ¡Cruel y
deliciosa aparición! Éramos la imagen de su juventud. Nos sentamos a su lado,
conmovidos y ligeramente tristes. Luego, recobramos pronto la alegría; pues,
superado el primer momento, la buena anciana ya sólo pensó en recordar las
pomposas fiestas de sus esponsales. Incluso logró hallar, en quién sabe qué lugar
de su memoria, las canciones alternas, entonces al uso, con las que los comensales
se interpelaban de un extremo al otro de la mesa, y el inocente epitalamio que
acompañaba a los recién casados después del baile. Una y otra vez, repetíamos
aquellas estrofas de rimas tan simples, con los hiatos y las asonancias propios de la
17

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 18

época, estrofas amorosas y floridas como el cántico del Eclesiastés. Durante una
hermosa mañana de verano fuimos marido y mujer.

VII.
CHÂALIS

Son las cuatro de la madrugada. La carretera se hunde en un repliegue; luego,


emerge de nuevo. El coche está a punto de pasar por Orry, después lo hará por La
Chapelle. A la izquierda hay una carretera que bordea el bosque de Hallate. Fue por
este camino por donde, una tarde, el hermano de Sylvie me llevó en su carricoche a
una fiesta de la región. Creo que era la noche de San Bartolomé. Como si se
dirigiera a un aquelarre, su
caballo volaba a través de los bosques, por caminos poco transitables. En Mont
l'Evêque, volvimos a coger la ruta pavimentada y, unos minutos más tarde, nos
deteníamos ante la casa del guarda, en la antigua abadía de Châalis. ¡Châalis, otro
recuerdo!
Olvidado vestigio de las piadosas fundaciones comprendidas entre los dominios
que antaño recibieron el nombre de alquerías de Carlomagno, este antiguo recinto
de emperadores sólo ofrece a la admiración del viajero las ruinas del claustro de
arcadas bizantinas cuya última hilera todavía se recorta sobre los estanques. En
esta comarca, aislada del tráfago de los caminos y de las ciudades, la religión ha
conservado las peculiares huellas. dejadas por las largas estancias de los
cardenales de la casa de Este, en la época de los Médicis: sus atributos y sus
costumbres poseen todavía cierta impronta galante y poética, y bajo los arcos de
finas nervaduras de las capillas, decoradas por artistas llegados de Italia, se respira
un aroma renacentista. Las figuras de los santos y de los ángeles se perfilan,
rosadas, sobre las bóvedas pintadas de azul celeste con influencias de alegorías
paganas que hacen pensar en la sentimentalidad de Petrarca y en el fabuloso
misticismo de Francesco Colonna.
El hermano de Sylvie y yo éramos unos intrusos en la peculiar fiesta que se
celebraba aquella noche. Una persona de mi ilustre cuna, dueña entonces de
18

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 19

aquellos dominios, había invitado a algunas familias de la comarca a una especie de


representación alegórica en la que debían actuar algunas internas de un vecino
convento. No se trataba de una reminiscencia de las tragedias de Saint Cyr; aquella
representación se remontaba a los primeros ensayos líricos importados a Francia en
tiempos de los Valois. La puesta en escena que presencié se parecía a los misterios
de la antigüedad. El vestuario, compuesto por trajes largos, era uniforme excepto en
el color: el del azur, el del jacinto y el de la aurora. La acción transcurría entre
ángeles, sobre los restos del mundo ya destruido. Cada voz cantaba uno de los
esplendores del orbe extinguido, y el ángel de la muerte explicaba las causas de su
destrucción. Un espíritu surgía del abismo, esgrimiendo en la mano la espada
flamígera, y convocaba a los otros para que vinieran a admirar la gloria de Cristo,
vencedor de los infiernos. Aquel espíritu era Adrienne, transfigurada no sólo por las
vestimentas del momento sino también por su vocación. El aura de cartón dorado
que ceñía su cabeza angelical parecía un verdadero círculo de luz. Su voz había
ganado fuerza y amplitud, y las infinitas florituras del canto italiano bordaban con
sus pajariles gorjeos las graves palabras de unos versos pomposos.
Al recordar dichos pormenores me pregunto si eran reales o si, por el contrario,
los soñé. Aquella tarde, el hermano de Sylvie estaba algo ebrio. Nos habíamos
detenido unos instantes en la casa del guarda, en lo alto de cuya puerta aparecía -
cosa que me sorprendió mucho- un cisne con las alas extendidas. Ya en el interior,
altos armarios de nogal labrado, un gran reloj en su urna, y trofeos de arcos y
flechas de honor encima de una diana roja y verde. Un enano estrambótico, tocado
con un gorro chino, que sostenía una botella en una mano y una sortija en la otra,
parecía invitar a los tiradores a apuntar con tino. Estoy seguro de que el enano era
de palastro. Pero, en lo que se refiere a la aparición de Adrienne, ¿fue tan cierta
como esos detalles y como la incontestable existencia de la abadía de Châalis?
Desde luego, lo que sí es seguro es que fue el hijo del guarda quien nos introdujo en
la sala donde tenía lugar la representación, y nos situamos cerca de la puerta,
detrás de una numerosa concurrencia, sentada y hondamente emocionada. Era el
día de San Bartolomé, particularmente ligado a la memoria de los Médicis, cuyas
armas enlazadas con las de la casa de Este decoraban las viejas murallas... Ese
recuerdo quizá sólo sea una obsesión. He aquí que, por fortuna, el coche se detiene

19

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 20

en la carretera de Plessis. Huyo al mundo de los sueños. Para llegar a Loisy, sólo
falta un cuarto de hora de viaje por caminos poco transitados.

VIII.
EL BAILE DE LOISY

Hice mi entrada en el baile de Loisy a esa hora melancólica y todavía dulce en


que, ante la proximidad del día, las luces titilan y palidecen. Las copas de los tilos
adquirían tonalidades azuladas mientras las sombras iban ya cubriendo los troncos.
La bucólica flauta ya no competía tan vigorosamente con los trinos del ruiseñor.
Todo el mundo estaba pálido, y me costó encontrar algún rostro conocido entre los
grupos dispersos. Por fin, descubrí a Lise, una amiga de Sylvie. Me besó.
-¡Cuánto tiempo sin verte, parisino! -exclamó.
-¡Oh, sí, mucho tiempo!
-¿Llegas en este momento, a estas horas?
-Por el camino de la posta.
-Sin prisas, ¿eh?
-Quería ver a Sylvie, ¿está todavía en el baile?
-No se va hasta que luce la luz del día. ¡Le gusta tanto bailar!
Al cabo de un momento me hallaba a su lado. Su semblante reflejaba cansancio;
sin embargo, sus ojos negros seguían brillando con la sonrisa ateniense de antaño.
Un joven permanecía cerca de ella. Con un gesto, Sylvie le indicó que renunciaba a
la siguiente contradanza. Saludó y se retiró.
Amanecía. Salíamos del baile, cogidos de la mano. Las flores que Sylvie lucía en
la cabeza caían entre su cabello suelto; el ramillete del corpiño se deshojaba tam-
bién entre los encajes arrugados, sabia labor de sus manos. Me brindé a acom-
pañarla a casa. Era completamente de día, pero el tiempo estaba sombrío. El Théve
murmuraba a nuestra izquierda, dejando en sus recodos remansos de agua
estancada donde se abrían los nenúfares amarillos y blancos, y donde el frágil
bordado de las estrellas de agua brillaban como margaritas. Los llanos aparecían
cubiertos de gavillas y de montones de heno, cuyo olor se me subía a la cabeza sin

20

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 21

embriagarme, como me ocurría antaño con el fresco aroma de los bosques y de los
matorrales de espinos floridos.
No se nos ocurrió volver a atravesarlos.
-¡Sylvie! -le dije-. ¡Ya no me ama! Ella suspiró.
-Amigo mío -me dijo-, hay que ser razonable. En la vida las cosas no son como
nosotros desearíamos. En cierta ocasión, me habló usted de La Nouvelle Héloïse; la
leí y me estremecí al dar, ya de entrada, con esta frase: «La muchacha que lea este
libro está perdida.» Sin embargo, confiando en mi raciocinio, seguí leyendo.
¿Recuerda el día en que nos pusimos los trajes de boda de mis tíos?... Los
grabados del libro también mostraban a los enamorados vestidos con trajes
antiguos, de otra época, de modo que, para mí, usted era Saint Preux y yo me
reconocía en Julie. ¡Ah, si hubiera regresado entonces! Pero, según decían, estaba
en Italia. Allí las habrá conocido mucho más guapas que yo.
-Ninguna tenía su mirada, Sylvie, ni los puros rasgos de su rostro. Es usted una
ninfa antigua, aunque lo ignore. Por otra parte, los bosques de esta región son tan
hermosos como los de la campiña romana. Hay allí masas de granito no menos
sublimes, y una cascada que cae desde lo alto de las rocas, como la de Terni. No vi
nada en Italia que pueda echar de menos aquí.
-¿Y en París? -preguntó.
-París...
Sacudí la cabeza, sin responder.
De repente, pensé en la vaga imagen que me trastornaba desde hacía tanto
tiempo.
-Sylvie -dije-, detengámonos aquí, ¿quiere?
Me arrodillé a sus pies. Llorando abrasadoras lágrimas, confesé mis vacilaciones,
mis caprichos. Mencioné al funesto espectro que se cruzaba en mi vida.
-¡Sálveme! -añadí-. ¡Seré suyo para siempre!
Posó en mí su tierna mirada...
En aquel momento, nuestra conversación se vio interrumpida por violentas
carcajadas. Era el hermano de Sylvie que venía a buscarnos con esa bonachona
alegría campesina, obligada a continuación de una noche de fiesta y que numerosas
libaciones habían estimulado más de la cuenta. Llamaba al galán del baile, perdido
a lo lejos entre los arbustos de espinos y que no tardó en reunirse con nosotros.
21

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 22

Aquel muchacho no se sostenía sobre los pies con más equilibrio que su
compañero, y parecía más azorado por la presencia de un parisino que por la de
Sylvie. Su semblante cándido, su cortesía mezclada a la turbación, me impedían
estar resentido con él por haber sido el bailarín por el que Sylvie se había quedado
en la fiesta hasta hora tan avanzada. Lo consideraba poco peligroso.
-Hay que volver a casa -dijo Sylvie a su hermano-. ¡Hasta luego! -me dijo
ofreciéndome la mejilla.
El pretendiente no se ofendió.

IX.
ERMENONVILLE

No sentía ningún deseo de dormir. Fui a Montagny para volver a ver la casa de mi
tío. En cuanto divisé la fachada amarilla y los postigos verdes me invadió una gran
tristeza. Todo aparecía igual que antaño; sólo que me vi obligado a ir hasta la casa
del granjero para obtener la llave de la puerta. Una vez abiertas las contraventanas,
contemplé con ternura los viejos muebles conservados en el mismo estado y a los
que quitaban el polvo de vez en cuando; el alto armario de nogal, dos cuadros
flamencos obra, según decían, de un antiguo pintor antepasado nuestro; grandes
imitaciones de Bucher y una serie de grabados enmarcados de l'Emile y de La
Nouvelle Héloïse, realizados por Moreau, y, encima de la mesa, un perro disecado
al que conocí vivo, antiguo compañero de mis correrías por los bosques, el último
doguillo quizá, pues pertenecía a dicha raza extinguida.
-En cuanto al loro, aún vive -me dijo el granjero-. Me lo he llevado a casa.
El jardín presentaba una magnífica estampa de vegetación salvaje. En un rincón,
reconocí el jardincillo infantil que yo mismo tracé en otros tiempos. Trémulo, entré
en el gabinete donde aún podía verse la pequeña biblioteca llena de libros muy
escogidos, viejos amigos de quien no regresaría jamás, y, encima de la mesa,
algunas antigüedades encontradas en el jardín, vasos, medallones romanos,
colección local que había constituido motivo de dicha.
-Vamos a ver al loro -dije al granjero.
22

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 23

El loro pedía el desayuno como en sus mejores tiempos, y me miró con ese ojo
redondo, rodeado por un pellejo lleno de arrugas, que recuerda la mirada expe-
rimentada de los ancianos.
Abrumado por los tristes pensamientos que me inspiraba aquel tardío regreso a
lugares tan amados, sentí la necesidad de volver a ver a Sylvie, única presencia
viva y joven que me vinculaba con aquella región. Volví a emprender el camino de
Loisy. Era mediodía, todos dormían, fatigados por la fiesta. Se me ocurrió
distraerme dando un paseo hasta Ermenonville, a una legua de distancia por el
sendero del bosque. Hacía un hermoso tiempo de verano. El frescor de aquel
camino, que parecía la alameda de un parque, resultaba en verdad placentero. Las
enormes encinas, de un verde uniforme, sólo alternaban con los blancos troncos de
los abedules, de rumoroso follaje. Los pájaros callaban, y sólo se oía el ruido del
picoverde picoteando los árboles para construir sus nidos. En un momento dado
corrí el peligro de perderme, pues en varios lugares los letreros que anunciaban las
distintas direcciones se reducían a caracteres borrosos. Por fin, dejando el Desierto
a la izquierda, llegué a la glorieta de la danza, donde todavía subsiste el banco de
los ancianos. Ante aquella pintoresca realización del Anacharsis y de L´Emile, todos
los recuerdos de la antigüedad filosófica, resucitados por el antiguo propietario de
aquel dominio, acudían a mi mente en tropel.
Cuando, a través de las ramas de los sauces y de los avellanos, vi brillar las
aguas del lago, reconocí de inmediato un lugar al que mi tío me había conducido en
varias ocasiones durante sus paseos: era el Templo de la filosofía, que su fundador
no tuvo la dicha de terminar. Posee la forma del templo de la sibila Tiburtina, y,
todavía en pie y al abrigo de un bosquecillo de pinos, ostenta todos esos nombres
del pensamiento que empiezan con los de Montaigne y Descartes y llegan hasta el
de Rousseau. El edificio inacabado ya sólo es una ruina; la hiedra lo festonea con
gracia y las zarzas, que crecen entre las grietas de las gradas, lo invaden. Allí,
cuando era niño, presencié fiestas a las que acudían jovencitas vestidas de blanco
para recibir los premios de aplicación y de buena conducta. ¿Dónde están los
rosales que rodeaban la colina? El escaramujo y el frambueso cubren los últimos
plantíos que recobran, así, su estado salvaje. Y los laureles, ¿los han cortado, como

23

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 24

dice la canción1 de las muchachas que no quieren volver al bosque? No, esos
árboles de la dulce Italia han muerto bajo nuestro cielo brumoso. Afortunadamente,
la alheña de Virgilio todavía florece, como si deseara confirmar la frase del maestro
inscrita en el frontispicio de la puerta: Rerum cognoscere causas! Sí, aquel templo
se derrumba, como tantos otros; los hombres olvidadizos o fatigados se alejarán de
sus alrededores; la naturaleza, indiferente, recobrará el terreno que el arte le
disputa, pero la sed de conocer seguirá siendo eterna, fuente de toda energía y de
toda actividad.
He aquí los álamos de la isla, y la tumba de Rousseau, que no guarda sus ceni-
zas. ¡Oh, sabio, nos diste la savia de los fuertes, y éramos demasiado débiles para
que pudiera robustecernos! Hemos olvidado tus lecciones, que nuestros padres
sabían, y hemos perdido el sentido de tu palabra, último eco de los antiguos sabios.
Sin embargo, no desesperamos y, al igual que tú hiciste en el instante supremo,
¡elevamos nuestra mirada hacia el sol!
Volví a ver el castillo, las apacibles aguas que lo rodean, la cascada que gime
entre las rocas y la calzada que une las dos partes del pueblo cuyos ángulos están
señalados por cuatro palomares; el césped que se extiende en lontananza como
una sabana dominada por umbrosos collados; la torre Gabrielle se refleja desde
lejos en las aguas de un lago artificial constelado de flores efímeras; la espuma
borbotea, el insecto zumba... Forzoso es huir del aire pestilente que se percibe al
llegar a las areniscas polvorientas del desierto y a las landas, donde el brezo
rosáceo sustituye al verdor de los helechos. ¡Qué triste y solitario es todo esto!... La
encantadora mirada de Sylvie, sus alocadas carreras, sus alegres gritos, ¡prestaban
antaño tanto encanto a los lugares que acabo de recorrer! Todavía era una criatura
salvaje, con los pies descalzos y la tez curtida por el sol a pesar de sus sombreros
de paja, cuya larga cinta flotaba y se enredaba con sus trenzas oscuras. Íbamos a
beber leche a la granja suiza y me decían:
-¡Qué bonita es tu novia, parisino!
¡Oh, entonces ningún campesino hubiera bailado con ella! ¡Sylvie sólo bailaba
conmigo una vez al año, en la fiesta del arco!

1
Canción infantil francesa: "Nous n'irons plus au bois / les lauriers sont coupés, / la belle que voilà / ira les
ramasser. / Entrez dans la dance, / voyez comme on chante. / Chantez, dancez, / embrassez qui vous voudrez.

24

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 25

X.
EL RIZADOTE

Regresé por el camino de Loisy. Todo el mundo estaba ya despierto. Sylvie iba
ataviada como una señorita, casi a la moda de la ciudad. Me hizo subir a su ha-
bitación con la misma ingenuidad de antaño. Sus ojos seguían brillando con una
sonrisa llena de encanto, pero el arco pronunciado de las cejas le prestaba, a veces,
un aire de seriedad. La habitación estaba decorada con sencillez; sin embargo, los
muebles eran modernos. Un espejo con marco dorado ocupaba el lugar de la
antigua cornucopia en la que se veía a un idílico pastor ofreciendo un nido a una
pastora azul y rosa. El lecho de columnas, castamente cubierto con una vieja colcha
rameada, había sido sustituido por una camita de nogal adornada con un dosel. En
la ventana, en la jaula en la que en otro tiempo estaban las currucas, había ahora
unos canarios. Deseé salir urgentemente de aquella habitación en la que no
encontraba restos del pasado.
-¿No trabaja hoy en sus encajes? -pregunté a Sylvie.
-¡Oh! He dejado de hacer encajes, ya no hay demanda. Incluso la fábrica de
Chantilly ha tenido que cerrar.
-Entonces, ¿a qué se dedica?
Se dirigió hacia un rincón de la habitación en busca de un instrumento de hierro
semejante a una larga pinza.
-¿Qué es esto?
-Es lo que llaman mecánica. Sirve para sujetar la piel de los guantes para poder
coserlos.
-¡Ah! ¿Es usted guantera, Sylvie?
-Sí, trabajamos para Dammartin; en estos momentos resulta muy rentable. Pero
hoy no haré nada, iremos a donde le apetezca.
Dirigí la mirada hacia el camino de Othys: negó con la cabeza y comprendí que la
anciana tía había dejado de existir. Sylvie llamó a un chiquillo y le mandó ensillar un
asno.

25

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 26

-Todavía me dura el cansancio de ayer -dijo-, pero un paseo me sentará bien.


Vayamos a Châalis.
Y henos aquí atravesando el bosque, seguidos por un chiquillo armado con una
vara. Sylvie enseguida quiso detenerse y la abracé al ayudarla a sentarse. Nuestra
conversación no podía ser muy íntima. Tuve que contarle mi vida en París, mis
viajes...
-¿Cómo puede uno irse tan lejos? -dijo.
-Eso mismo me pregunto yo al volver a verla.
-¡Oh! Habla por hablar.
-Reconozca que antes no era usted tan guapa.
-No puedo opinar. No lo sé.
-¿Recuerda cuando éramos niños y era usted la más alta?
-¡Y usted el más sensato!
-¡Oh, Sylvie!
Y nos subían al burro, uno en cada sera.
-Y no nos tratábamos de usted. ¿Recuerdas que me enseñabas a pescar can-
grejos bajo el puente del Théve y del Nonette?
-¿Y cuando tu hermano de leche te sacó un día del aba, te acuerdas? -¡El
Rizadote! ¡Fue él quien me dijo que podía cruzar el aba!
Me apresuré a cambiar de conversación. Aquella imagen me devolvía el intenso
recuerdo de la época en que llegaba yo a esos lugares vestido con un trajecito a la
inglesa que hacía reír a los campesinos. Sólo Sylvie me encontraba elegante; pero
no me atrevía a recordarle opiniones pertenecientes a un tiempo tan lejano. No sé
por qué mi pensamiento recayó en los trajes de boda que nos probamos en casa de
la anciana tía de Othys. Le pregunté qué había sido de ellos.
-¡Ah, qué buena era! -dijo Sylvie-. Hace dos años, me prestó su traje para ir al
baile de disfraces de Dammartin. La pobre murió al cabo de un año...
Suspiraba y lloraba con tanto sentimiento que no le pregunté a qué circunstancia
se debía el hecho de que hubiera ido a un baile de disfraces; pero iba com-
prendiendo que Sylvie, merced a sus dotes artesanales, había dejado de ser una
campesina. Sólo sus padres seguían perteneciendo a dicha condición. Ella vivía
entre sus familiares como un hada laboriosa, esparciendo la abundancia a su al-
rededor.
26

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 27

XI.
REGRESO

Al salir del bosque, apareció el paisaje. Habíamos llegado a orillas de los lagos de
Châalis. Las galerías del claustro, la capilla de esbeltas ojivas, la torre medieval y el
pequeño castillo que abrigó los amores de Enrique IV y de Gabrielle se teñían con
las rojizas tonalidades de la atardecida sobre el verdor oscuro del bosque.
-Parece un paisaje de Walter Scott, ¿verdad? -dijo Sylvie.
-¿Quién le ha hablado de Walter Scott? -le pregunté-. ¡Ha leído mucho en esos
años!... Yo intento olvidar los libros, y lo que me encanta es volver a ver en su
compañía esta vieja abadía entre cuyas ruinas nos escondíamos cuando éramos
niños. ¿Recuerda, Sylvie, el miedo que tenía cuando el guarda nos contaba la
historia de los monjes rojos?
-¡Oh, no los nombre!
-Pues cánteme la canción de la hermosa joven raptada en el jardín de su padre,
bajo el rosal blanco.
-Ya no se canta.
-¿Se ha aficionado a la música?
-Un poco.
-¡Sylvie, Sylvie, seguro que canta ópera!
-¿Por qué le parece mal?
-Porque me gustaban mucho los antiguos romances y ya no los sabrá cantar.
Sylvie entonó el aria de una ópera moderna. ¡Fraseaba!
Habíamos rodeado los estanques cercanos. Nos encontrábamos ante la verde
pradera, circundada de tilos y de olmos, en la que tantas veces habíamos bailado.
Caí en la presunción de describir las antiguas murallas carlovingias y de descifrar
los blasones del casa de Este.
-¡Vaya! ¡Ha leído mucho más que yo! Es usted todo un sabio, ¿eh?
El tono de reproche me hirió. Desde hacía un buen rato, iba buscando un lugar
apropiado para reemprender mi confesión de madrugada; pero, ¿qué decirle ante la
27

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 28

compañía de un asno y de un chiquillo muy avispado que se complacía en


acercársenos cada vez más para oír hablar a un parisino? Entonces tuve la
desgracia de contarle la aparición de Châalis, fija en mi memoria. Conduje a Sylvie a
la misma sala del castillo en la que había oído cantar a Adrienne.
-¡Oh, deje que la oiga cantar! -le pedí-. ¡Que su amada voz resuene bajo estas
bóvedas y aleje el espíritu que me atormenta, sea divino o fatal!
Y, tras musitar yo la canción, Sylvie repitió la letra y la melodía. ¡Descended,
raudos, ángeles
Al fondo del purgatorio...!
-Es muy triste -dijo.
-Es sublime... Creo que se trata de una composición de Porpora a partir de unos
versos traducidos en el siglo XVI. -No sé -repuso Sylvie. Regresamos por el valle,
siguiendo el camino de Challepont que los campesinos, poco etimologistas por
naturaleza, se obstinan en llamar Chállepont. Sylvie, cansada del asno, se apoyaba
en mi brazo. El camino estaba desierto. Intentaba hablar de cuanto encerraba en mi
corazón; pero, no sé por qué, sólo se me ocurrían expresiones vulgares o bien, de
repente, alguna frase pomposa perteneciente a alguna novela que Sylvie podía
haber leído. Entonces, me detenía con una complacencia absolutamente clásica, y
ella se extrañaba de tales efusiones interrumpidas. A partir del momento en que
llegamos a los muros de Saint S., fue necesario caminar con más atención. Había
que atravesar algunos prados húmedos por los que serpenteaban los arroyuelos.
-¿Qué se ha hecho de la religiosa? -pregunté de repente.
-¡Oh! ¡Es usted terrible con su religiosa! ¡De acuerdo, se lo diré! ¡Acabó muy mal!
Sylvie no quiso añadir más. ¿Advierten realmente las mujeres si determinadas
palabras salen de los labios sin pasar por el corazón? Viéndolas tan fácilmente
engañadas y a juzgar por las elecciones que con tanta frecuencia llevan a cabo,
diríase que no. ¡Hay hombres que interpretan tan bien la comedia del amor...! Nunca
pude habituarme a semejante modo de actuar, aun a sabiendas de que muchas
mujeres se dejan engañar a conciencia. Por otra parte, un amor que se remontaba a
la infancia era algo sagrado... Sylvie, a quien había visto crecer, era como una
hermana para mí. No podía intentar seducirla... Otra idea muy diferente cruzó por mi
mente.

28

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 29

«A estas horas -me dije-, estaría en el teatro...» ¿Qué interpretará Aurélie (era el
nombre de la actriz) esta noche? Seguramente el papel de princesa en la nueva
obra. ¡Oh, qué conmovedora está en el tercer acto!... ¡Y en la escena de amor del
segundo, con ese primer galán tan arrugado...!
-¿Está pensando en sus cosas? -preguntó Sylvie, y empezó a cantar.
En Dammartin hay tres hermosas niñas; hay una más bonita que la luz del día...
-¡Ah, qué mala es usted! -exclamé-. ¡Claro que se sabía los romances!
-Si viniera más a menudo por aquí, los recordaría -repuso-. Pero hay que tener la
cabeza en su sitio. Usted tiene su vida en París, y yo tengo mi trabajo. No
regresemos muy tarde: mañana he de levantarme con el sol.

XII.
EL TÍO BOLA

Iba a contestar, iba a postrarme de rodillas a sus pies, iba a ofrecerle la casa de
mi tío, que todavía podía recuperar pues éramos varios los herederos y la pequeña
propiedad había quedado indivisa; pero en aquel momento llegamos a Loisy. Nos
esperaban para cenar. El aroma patriarcal de la sopa de cebollas se esparcía a lo
lejos. Había algunos vecinos invitados por ser el día siguiente al de la fiesta.
Enseguida reconocí a un viejo leñador, tío Bola, que en otros tiempos, durante las
veladas, nos contaba historias muy cómicas a veces, y muy terroríficas, otras. Había
sido, sucesivamente, pastor, cartero, guardabosque, pescador, e incluso cazador
furtivo, y en sus ratos libres fabricaba relojes de cuco y asadores. Durante mucho
tiempo, se había dedicado a pasear ingleses por Ermenonville, conduciéndoles a los
lugares de meditación de Rousseau y refiriéndoles sus últimos momentos. Él fue el
chiquillo que el filósofo empleó para clasificar sus hierbas y a quien ordenó coger las
cicutas cuya savia exprimió en su taza de café con leche. El posadero de la Cruz de
oro negaba ese dato y de ahí procedía el prolongado odio que se profesaban.
Durante mucho tiempo se reprochó a tío Bola la posesión de ciertos secretos muy
inocentes, como curar vacas con un versículo pronunciado al revés y con la señal

29

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 30

de la cruz hecha con el pie izquierdo, pero renunció a tales supersticiones gracias,
según decía, al recuerdo de las conversaciones con Jean-Jacques.
-¡Hola, pequeño parisino! -me dijo tío Bola-. ¿Vienes a seducir a nuestras
muchachas?
-¿Yo, tío Bola?
-¿No te las llevas al bosque cuando no está el lobo?
-Pero, tío Bola, ¿no es usted el lobo?
-Lo fui mientras encontré ovejas; ahora sólo encuentro cabras, ¡y hay que ver
cómo saben defenderse! Pero tú, tú eres uno de esos pícaros de París. Jean--
Jacques tenía toda la razón cuando decía: «El hombre se corrompe en el ambiente
emponzoñado de las ciudades.» -De sobra sabe usted, tío Bola, que el hombre se
corrompe en todas partes.
Tío Bola empezó a cantar una canción de borrachos, y resultó inútil intentar
frenarlo al llegar a un estribillo escabroso que todos sabían de memoria. A pesar de
nuestras súplicas, Sylvie no quiso cantar, diciendo que en la mesa no se cantaba.
Yo había ya advertido que el galán de la víspera se hallaba sentado a su izquierda.
No sé qué había en su cara redonda, en su enmarañado pelo, que no me resultaba
desconocido. Se levantó y, colocándose detrás de mi silla, me preguntó:
-¿Así que no me conoces, eh, pequeño parisino?
Una buena mujer, que se reunió con nosotros para el postre después de ha-
bernos servido, me dijo al oído:
-¿No reconoce a su hermano de leche?
Sin dicha advertencia hubiera hecho el ridículo.
-¡Ah, eres tú, Rizadote! -exclamé-. ¡El queme sacó del aba!
Sylvie se reía a carcajadas de mi descubrimiento.
-Sin calcular -decía el muchacho al abrazarme- que llevabas un hermoso reloj de
plata, y que al salvarte estabas más preocupado por tu reloj, que ya no funcionaba,
que por ti mismo. Decías: «El animalito se ha ogado, ya no hace tictac, ¿qué dirá mi
tío?»
-¡Un animalito dentro de un reloj!
-dijo tío Bola-. ¡Eso es lo que hacen creer a los niños en París!
Sylvie tenía sueño y pensé que mi persona ya no tenía cabida en su pensa-
miento. Subió a su habitación y, cuando la besé, me dijo:
30

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 31

-Hasta mañana. Venga a vernos.


Tío Bola permaneció en la mesa con mi hermano de leche. Durante un buen rato,
charlamos alrededor de una botella de ratafiat de Louvres.
-Todos los hombres son iguales -dijo tío Bola entre dos copitas-, bebo con un
pastelero igual que lo haría con un príncipe.
-¿Dónde está el pastelero? -pregunté.
-Aquí, a tu lado. Un joven que aspira a establecerse.
Mi hermano de leche pareció turbarse. Comprendí lo que sucedía. ¡Ya era mala
suerte la mía, ir a tener un hermano de leche en una zona del país ilustrada por
Rousseau, que quería suprimir las nodrizas! Tío Bola me puso al corriente de que el
matrimonio de Sylvie con Rizadote era cosa hecha y que el muchacho tenía
intención de abrir una pastelería en Dammartin. No pregunté nada más. Al día
siguiente, el coche de Nanteuil-le-Haudoin me condujo de regreso a París.

XIII.
AURÉLIE

¡A París! El coche tarda cinco horas. Sólo me apremiaba el deseo de llegar a la


ciudad antes del anochecer. Hacia las ocho me hallaba sentado en mi butaca
habitual; Aurélie derrochaba inspiración y encanto en unos versos de vaga
inspiración schilleriana debidos a un talento de la época. En la escena del jardín
llegó a estar sublime. Durante el cuarto acto, en el que ella no aparecía en escena,
salí para comprar un ramo de flores en la floristería de madame Prévost. Adjunté
una carta muy tierna, con la firma: Un desconocido. Pensé: «Quizá sirva de punto
de referencia para el futuro.» Y, al día siguiente, me hallaba en camino hacia
Alemania.
¿Qué iba a hacer allí? Intentar poner orden en mis sentimientos. Si escribiera una
novela, jamás lograría que la historia de un corazón dominado por dos amores
simultáneos resultara verídica. Sylvie se me escapaba por mi culpa, pero volver a
verla había bastado para que mi alma reviviera. En lo sucesivo, sería para mí como
una estatua sonriente en el templo de la virtud. Su mirada me detuvo al borde del
31

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 32

abismo. Con renovada energía rechazaba la idea de comparecer ante Aurélie para
batallar contra tantos enamorados vulgares que brillaban momentáneamente a su
lado para caer, de inmediato, destrozados.
«Algún día se verá -me dije- si esa mujer tiene corazón.»
Una mañana, leí en un periódico que Aurélie estaba enferma. Le escribí desde
las montañas de Salzburgo. La carta exhalaba tanto misticismo germánico que no
daba pie a esperar que surtiera efecto; pero, por otro lado, no pedía respuesta.
Confiaba en el azar. Y en el desconocido.
Transcurrieron algunos meses. Durante mis viajes y ocios, intentaba traducir en
argumento poético los amores del pintor Colonna por la hermosa Laura, a quien sus
padres obligaron a profesar y a la que él amó hasta la muerte. En dicha historia
había algo relacionado con mi constante obsesión. En cuanto hube escrito el último
verso de la obra, sólo pensé en regresar a Francia.
¿Qué puedo añadir, ahora, sino una historia de tantas? Pasé por todos los
círculos próximos a esos locales de pruebas llamados teatro. «Comí en el tambor y
bebí del címbalo», como dice la frase carente de sentido aparente de los iniciados
de Eleusis y que significa, seguramente, que, si el caso lo impone, hay que
franquear los límites de lo absurdo y del sinsentido: la razón, desde mi punto de
vista, consistía en conquistar y concretar mi ideal.
Aurélie aceptó el papel principal del drama que escribí en Alemania. Nunca
olvidaré el día en que me permitió leerle la obra. Escribí las escenas de amor pen-
sando en ella. Creo que las recité con el alma; pero, sobre todo, con entusiasmo. En
la conversación que siguió, confesé ser el desconocido de las dos cartas.
-Está usted loco, pero vuelva a visitarme... Nunca he conseguido encontrar a
alguien que sepa amarme.
¡Oh, mujer! ¡Buscabas el amor...! ¿Y yo...?
Durante los días que siguieron a aquella entrevista, escribí las cartas más tiernas,
más hermosas que, seguramente, nunca había recibido. Yo recibía las suyas, llenas
de sensatez. Hasta que se sintió conmovida. Entonces me llamó a su lado y me
confesó que le resultaba muy difícil romper una relación más antigua.
-Si en verdad me ama por mí –me dijo-, comprenderá que sólo puedo pertenecer
a un hombre.

32

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 33

Al cabo de dos meses recibí una carta llena de efusión. Corrí a su casa. Antes,
alguien me había revelado un dato previo. El apuesto joven a quien había conocido
una noche, en el círculo, acababa de alistarse de spahis.
El verano siguiente había carreras de caballos en Chantilly. La compañía de
teatro de la que Aurélie formaba parte daría allí una representación. Una vez en la
región, la compañía quedaba a las órdenes del director durante tres días. Me había
hecho amigo de aquel hombre, antiguo Dorante de las comedias de Marivaux,
primer galán joven durante mucho tiempo y cuyo último éxito había sido la
interpretación del papel de amante en aquella obra que imitaba a Schiller y en la que
mis prismáticos me lo mostraron tan arrugado. De cerca parecía más joven y, dado
que se mantenía delgado, en provincias aún resultaba atractivo. Poseía energía y
entusiasmo. Me trasladé con la compañía en calidad de señor poeta y conseguí
convencer al director para que se hiciera alguna representación en Dammartin. Al
principio, prefería hacerlo en Compiégne; pero Aurélie fue de mi misma opinión. Al
día siguiente, mientras se cerraban los tratos con los empresarios y con las
autoridades, alquilé dos caballos y Aurélie y yo emprendimos el viaje por el camino
de Commelle para ir a almorzar al castillo de la reina Blanca. Vestida de amazona,
con sus cabellos rubios al viento, atravesó el bosque como una reina de otra época,
y los campesinos, al verla, se quedaban deslumbrados. Madame de R era la única
mujer a la que habían visto saludar con tanta gracia y, a la vez, con porte tan
mayestático. Después de almorzar, descendimos hasta esas aldeas que tanto re-
cuerdan las de Suiza y cuyos aserraderos mueven las aguas del Nonette. Aquellos
parajes, caros a mi recuerdo, le interesaban sin impresionarla. Había planeado
llevarla al castillo, cerca de Orry, a la explanada donde vi a Adrienne por primera
vez. No demostró ninguna emoción. Entonces se lo conté todo, le confesé el origen
de aquel amor entrevisto por las noches, soñado más tarde y realizado finalmente
en ella. Me escuchaba con gran seriedad. Luego, me dijo:
Usted no me ama. Espera que le diga: «La actriz y la religiosa son la misma
mujer.» Persigue un drama, eso es todo, y no encuentra el final adecuado. Váyase,
ya no le creo.
Tales palabras fueron como un relámpago. Los extravagantes entusiasmos ex-
perimentados durante tanto tiempo, aquellos sueños, aquellas lágrimas, aquellos
desesperos y ternuras... ¿no eran, pues, amor? Entonces, ¿qué era el amor?
33

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 34

Aurélie actuó en Senlis. Creí advertir que sentía cierta inclinación hacia el director
de la compañía, el joven galán de las arrugas. Aquel hombre poseía un excelente
carácter y le había prestado algunos favores.
Un día, Aurélie me dijo:
-¡Es él quien me ama!

XIV.
ÚLTIMA PÁGINA

Ésas son las quimeras que nos fascinan y nos pierden a esa edad que constituye
la aurora de la vida. He intentado concretarlas por escrito, sin demasiado orden;
pero muchos corazones sabrán comprenderme. Caen las ilusiones, una tras otra,
como las cortezas de un fruto, y el fruto es la experiencia. Su sabor es amargo; pero
tiene algo acre que fortifica (y que se me perdone este estilo anticuado). Dice
Rousseau que el espectáculo de la naturaleza nos consuela de todo. A veces
intento volver a encontrar mis bosques de Clarens, perdidos entre las brumas, por el
norte de París. ¡Cómo ha cambiado!
¡Ermenonville!, tierra en la que aún florecía el antiguo idilio, traducido de Gessner
por segunda vez2, perdiste la estrella que para mí titilaba con doble resplandor. Ora
rosa, ora azul, como el engañoso astro de Aldebarán, era Adrienne o Sylvie, las dos
mitades de un solo amor. Una era el sublime ideal; la otra, la dulce realidad. ¿Qué
me importan ahora tus umbrías y tus lagos, e incluso tu desierto? ¡Othys, Montagny,
Loisy, pobres aldeas vecinas, Châalis, que están reconstruyendo, no conserváis
nada de aquellos tiempos! A veces experimento la necesidad de volver a ver esos
parajes de soledad y de ensueño. Y, en mi interior, evoco las fugitivas huellas de
una época en que lo natural era afectación; a veces sonrío al leer, en las graníticas
laderas, ciertos versos de Roucher que me habían parecido sublimes, o de-
terminadas máximas moralizantes, en una fuente o junto a alguna gruta consagrada
a Pan. Los lagos, tan costosamente excavados, en vano muestran sus aguas

2
Salomon Gessner (1730-1788), autor de Idylles, gozó de un notable predicamento entre los autores franceses
de finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX. Nerval alude aquí al hecho de que el marqués de Girardin se
inspiró en Gessner para decorar sus jardines.

34

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 35

mortecinas que el cisne desdeña. Pertenecen al pasado aquellos tiempos en que las
cacerías de Condé desfilaban con sus orgullosas amazonas, en que los cuernos de
caza se contestaban a distancia, multiplicados por el eco... Hoy en día ni siquiera
existe un camino directo que conduzca a Ermenonville. A veces voy por Creil y
Senlis; otras, por Dammartin.
Nunca se llega a Dammartin antes del anochecer. Entonces pernocto en La
Imagen de San Juan. Suelen darme una habitación bastante limpia, decorada con
una tapicería antigua y un espejo con cornucopia. Dicha habitación es un postrer
regreso al mobiliario viejo restaurado al que he renunciado desde hace mucho
tiempo. Se duerme abrigado, con el edredón, según costumbre de la región. Por la
mañana, al abrir una ventana, enmarcada por pámpanos y rosas, descubro
extasiado un verde horizonte de diez leguas, en el que los álamos se alinean como
un ejército. Aquí y allá, algunas aldeas se cobijan bajo sus puntiagudos
campanarios construidos, como allí se dice, con huesos de esqueleto. En primer
lugar se divisa Othys; después, Eve; luego, Ver. Si tuviera campanario, Ermenonville
también se divisaría más allá del bosque, pero en esa filosófica localidad no se han
preocupado mucho por la iglesia. Después de llenarme los pulmones con el aire tan
puro que se respira en estas planicies, bajo alegremente y me doy una vuelta por la
pastelería.
-¡Hola, Rizadote!
-¿Qué tal, pequeño parisino? Intercambiamos los amistosos golpes de la infancia
y luego subo por cierta escalera hasta donde los alegres gritos de dos niños acogen
mi llegada. La sonrisa ateniense de Sylvie ilumina sus encantadoras facciones.
Pienso:
«Quizá era eso la felicidad, sin embargo...»
A veces la llamo Lolotte y ella me encuentra cierto parecido con Werther, excepto
en las pistolas, que han pasado de moda. Mientras Rizadote se ocupa del almuerzo,
damos un paseo con los niños por las avenidas de tilos que rodean los restos de las
antiguas torres de ladrillo del castillo. Y, cuando los pequeños practican el tiro de los
amigos del arco, clavando las paternales flechas en la paja, leemos algunos poemas
o algunas páginas de aquellos libros tan breves de antaño que casi han dejado de
imprimirse.

35

Librodot
Librodot Sylvie Gérard de Nerval 36

Olvidaba decir que el día en que la compañía de teatro de la que Aurélie formaba
parte actuó en Dammartin, llevé a Sylvie al espectáculo y le pregunté si no
consideraba que la actriz se parecía a alguien a quien había conocido en otra'
época.
-¿A quién?
-¿Recuerda usted a Adrienne? Soltó una carcajada y dijo:
-¡Qué ocurrencia!
Y luego, como reprochándoselo, añadió con un suspiro:
-¡Pobre Adrienne! Murió en el convento de Saint S., hacia 1832.

36

Librodot

También podría gustarte