SYLVIE
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GÉRARD DE NERVAL
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juventud por Alemania y Austria, así como por varios países orientales, experiencia
que nutrió su Voyage en Orient (1851). Su volumen de sonetos Las quimeras (1853)
tuvo una gran influencia en los poetas surrealistas franceses. En 1840, el mismo
año en que terminó su traducción de Fausto, de Goethe, sufrió las primeras crisis de
la perturbación mental que le ocasionaría repetidos internamientos. Debido a su
apasionado enamoramiento de la actriz Jenny Colon (al parecer fuente de
inspiración de su novela Aurélie), frecuentó los ambientes teatrales y escribió varias
obras para la escena. En el volumen titulado Les falles du feu reunió sus
perturbadoras nouvelles, que ponen de manifiesto su extraordinario genio poético.
Atormentado por la locura durante los últimos años de vida, en 1855 se le encontró
ahorcado con su propio cinturón en el callejón parisino de la Vieille-Lanteme.
Previamente había dejado una nota escrita: «No me esperes esta tarde porque la
noche será negra y blanca.» Sylvie es la primera nouvelle de Les filles du feu y fue
escrita en 1852.
I.
NOCHE PERDIDA
Salía de un teatro por cuyos palcos aparecía todas las noches adecuadamente
vestido para el galanteo. A veces estaba lleno; otras, vacío. Igual me daba detener
la mirada en un patio de butacas sólo poblado por una treintena de voluntariosos
aficionados, o en los palcos adornados con sombreros y atavíos anticuados, que
formar parte de una sala animada y concurrida, coronada por los floreados tocados,
las joyas relucientes y los rostros radiantes que abarrotaban todos sus pisos.
Indiferente al espectáculo de la sala, el del escenario apenas lograba retener mi
atención excepto cuando, en la segunda o tercera escena de una desabrida obra
maestra del momento, una aparición más que conocida iluminaba el espacio vacío
y, con un soplo y una palabra, devolvía la vida a los inanimados rostros que me
rodeaban.
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Me sentía vivir en ella, y ella vivía sólo para mí. Su sonrisa me llenaba de una
beatitud infinita; la ondulación de su voz, tan dulce y, sin embargo, tan firmemente
timbrada, me hacía vibrar de alegría y de amor. Poseía, a mi juicio, todas las
perfecciones; satisfacía toda mi capacidad de entusiasmo: hermosa como el día a la
luz de las candilejas que la iluminaban desde abajo; pálida como la noche cuando
los focos perdían intensidad y quedaba iluminada desde lo alto por los rayos de la
araña del techo y la mostraban más natural, resplandeciendo en la sombra merced
a su propia belleza, como las divinas Horas que se recortan, con una estrella en la
frente, sobre los fondos oscuros de los frescos de Herculano.
Transcurrido un año, no se me había ocurrido la idea de averiguar cómo era ella
fuera del teatro; temía enturbiar el espejo mágico que me ofrecía su imagen, y a lo
máximo que llegué fue a prestar oídos a algunos rumores referentes no a la actriz
sino a la mujer. Y suscitaron en mí tan escaso interés como las habladurías que
hubieran podido circular respecto a la princesa de Elida o a la reina de Tresibonda.
Uno de mis tíos, que vivió durante los penúltimos años del siglo XVIII, llevando el
tipo de vida apropiado para conocer a fondo aquellos tiempos, pronto me previno de
que las actrices no eran mujeres y de que la naturaleza había olvidado darles un
corazón. Se refería, sin duda, a las de su época; pero me contó tantas historias
acerca de sus ilusiones y de sus decepciones, y me mostró tantos retratos en marfil,
graciosos medallones que utilizó más tarde para adornar tabaqueras, tantas cartas
de amor amarillentas, tantas cintas ajadas, cuyas historias y desenlaces me refería,
que me habitué a malpensar de todas sin tener en cuenta los cambios producidos
por el paso del tiempo.
Por aquel entonces vivíamos una época extraña, como las que suelen suceder a
las revoluciones o a los ocasos de los grandes reinados. No existía ya la galantería
heroica de los tiempos de la Fronda, ni el vicio elegante y atildado de la Regencia, ni
el escepticismo y las locas orgías del Directorio; había una mezcla de actividad, de
duda y de desgana, de brillantes utopías, de aspiraciones filosóficas o religiosas, de
vagos entusiasmos, ligados a ciertos impulsos de renovación; de aburrimiento por
las discordias del pasado, de esperanzas inciertas; algo parecido al espíritu de la
época de Peregrino y Apuleyo. El hombre material aspiraba al ramo de rosas que,
de manos de la hermosa Isis, debía regenerarlo; la diosa eternamente joven y pura
se nos aparecía por las noches y nos hacía sentir vergüenza por nuestras horas
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II.
ADRIENNE
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III.
RESOLUCIÓN
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sube las pendientes, reconstruyamos los recuerdos de la época en que venía por
aquí con tanta frecuencia.
IV.
UN VIAJE A CITEREA
Habían transcurrido algunos años: la época en que conocí a Adrienne delante del
castillo sólo era ya un recuerdo de infancia. Me hallaba de nuevo en Loisy, durante
la celebración de la fiesta patronal. Y, de nuevo, iba a unirme a los caballeros del
arco, ocupando un lugar en la compañía de la que ya había formado parte. Jóvenes
pertenecientes a antiguas familias que aún poseen en el lugar varios de los castillos
perdidos entre los bosques, y que han sufrido más daños por el paso del tiempo que
por la acción de las revoluciones, habían organizado la fiesta. Procedentes de
Chantilly, de Compiégne y de Senlis, acudían alegres cabalgatas que ocupaban su
lugar en el rústico cortejo de las compañías del arco. Después del largo paseo a
través de pueblos y aldeas, después de la misa en la iglesia, de las competiciones
de destreza y de la distribución de premios, los vencedores fueron invitados a una
comida ofrecida en una isla sombreada por álamos y por tilos, en medio de uno de
los estanques alimentados por el Nonette y el Théve. Barcas empavesadas nos con-
dujeron a la isla, cuya elección había determinado la existencia de un templo
ovalado con columnas, que serviría de sala para el festín. Allí, como en Erme-
nonville, la región está sembrada de esos ligeros edificios propios de finales del si-
glo XVIII, en los que los filósofos acaudalados, siguiendo el gusto dominante de
aquel entonces, se inspiraban para sus proyectos. Según creo, dicho templo estuvo
primitivamente dedicado a Urania. Tres columnas habían cedido arrastrando en su
caída una parte del arquitrabe; pero una vez limpio de escombros el interior de la
sala, y suspendidas las guirnaldas entre las columnas, se remozó aquella ruina
moderna, más acorde con el paganismo de Boufflers o de Chaulieu que con el de
Horacio.
La travesía del lago parecía haber sido ideada para evocar el Voyage á Cythére
de Watteau. Sólo nuestras modernas vestimentas desmentían dicha ilusión. Tras
ser sacado de la carroza que lo transportaba, el enorme ramo de la fiesta fue
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rasgos plácidos y regulares del rostro y tenía algo ateniense. Admiraba aquella fiso-
nomía digna del arte antiguo, que destacaba entre las caritas poco agraciadas de
sus compañeras. Sus manos delicadamente alargadas, sus brazos, que se habían
tornado más blancos y redondeados, su talle desenvuelto, la convertían en otra
persona muy distinta de la que había conocido. No pude evitar decirle cuán
cambiada la encontraba, esperando reparar, así, mi antigua y fugaz infidelidad.
Por otra parte, todo me favorecía: la amistad de su hermano, el encantador efecto
de la fiesta, la hora del atardecer e incluso el lugar donde, merced a un grato
capricho, se había reproducido el decorado de las galantes solemnidades de
antaño. En cuanto pudimos, escapamos de la danza para charlar de nuestros re-
cuerdos de infancia y para contemplar, en un estado de mutua ensoñación, las
tonalidades del cielo reflejadas en el boscaje y en el agua. Fue preciso que el her-
mano de Sylvie nos arrancara de dicha contemplación diciéndonos que era hora de
regresar a la aldea, bastante apartada, donde vivían sus padres.
V.
LA ALDEA
La aldea era Loisy, y vivían en la antigua casa del guarda. Les llevé hasta allí y
luego regresé a Montagny, donde me hospedaba en casa de mi tío. Al dejar el
camino para atravesar el bosquecillo que separaba Loisy de Saint S., no tardé en
internarme por una profunda senda que se extiende a lo largo del bosque de Er-
menonville; esperaba encontrar enseguida los muros de un convento que debía
seguir durante un cuarto de legua.
De vez en cuando, la luna se ocultaba tras las nubes, iluminando apenas los pe-
ñascos de arenisca y los brezos que se multiplicaban a mi paso. A derecha y a
izquierda, linderos de bosques sin caminos señalizados, y, siempre ante mí, esos
peñascos druídicos de la región que guardan el recuerdo de los hijos de Armen
exterminados por los romanos. Desde lo alto de esas sublimes moles, divisaba los
lejanos estanques recortándose como espejos en la llanura brumosa, sin poder
distinguir aquel en el que se había celebrado la fiesta.
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El aire era tibio y estaba como aromatizado; decidí no aventurarme más lejos y
esperar a que amaneciera, acostándome sobre unas matas de brezo. Al despertar,
fui reconociendo poco a poco los puntos de referencia del lugar en el que me había
perdido la noche anterior. A mi izquierda, vi dibujarse la larga línea formada por los
muros del convento de Saint S., y luego, al otro lado del valle, la colina de Gens
d'Armes, con las descuidadas ruinas de la antigua residencia carlovingia. Cerca, por
encima de la espesura del bosque, las altas ruinas de la abadía de Thiers
recortaban en el horizonte sus murallas con aberturas en forma de tréboles y de
ojivas. Más allá, el palacio gótico de Pontarmé, rodeado de agua como en otros
tiempos, pronto reflejó las primeras luces del día mientras, hacia el sur y por encima
de las primeras laderas de Montméliant, veía alzarse el alto torreón de la Tournelle y
las cuatro torres de Bertrand-Fosse.
Había pasado una noche muy grata, y sólo pensaba en Sylvie; sin embargo, al
ver el convento me asaltó la idea de que quizá se tratara de la morada de Adrienne.
El tañido matinal de las campanas, que sin duda me había despertado, aún
resonaba en mis oídos. Por un instante, tuve la intención de echar un vistazo por
encima de los muros, trepando hasta lo más alto del peñasco; pero, pensándolo
detenidamente, me abstuve de hacerlo como si de una profanación se tratara. A
medida que fue avanzando, la mañana ahuyentó de mi pensamiento aquel vano
recuerdo y sólo dejó en mi mente los rosados rasgos de Sylvie.
«Vayamos a despertarla», me dije, y volví a emprender el camino de Loisy. La
aldea aparece al final de la senda que bordea el bosque: veinte chozas de paredes
festoneadas de parras y rosales trepadores. Las mañaneras hilanderas, tocadas con
pañuelos rojos, trabajan agrupadas delante de una granja. Sylvie no se halla entre
ellas. Desde que se dedica a sus finos encajes es casi una damisela, mientras sus
padres siguen siendo unos sencillos campesinos. Subí a su habitación sin que nadie
se extrañara; levantada desde hacía ya rato, le daba a los bolillos de los encajes,
que entrechocaban con un ruidillo suave sobre el cojín sostenido entre las rodillas.
-Hola, perezoso -dijo con su divina sonrisa-. Seguro que acaba de levantarse. Le
conté que había pasado la noche sin dormir y mis extraviadas andanzas por
bosques y roquedales. Me compadeció, pero sólo unos momentos. -Si no está
cansado, le haré caminar aún más. Iremos a Othys, a visitar a mi tía.
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VI.
OTHYS
Al salir del bosque, nos encontramos ante enormes matas de purpúreas deda-
leras con las que Sylvie compuso un gran ramo, diciéndome:
-Es para mi tía. Le encantará poder ver flores tan bonitas en su habitación. Para
llegar a Othys, sólo nos faltaba atravesar una parte del llano. El campanario de la
aldea despuntaba por encima de los azulados collados que van de Montméliant a
Dammartin. El Théve fluía de nuevo entre piedras y guijarros, adelgazando ahora su
caudal debido a la proximidad de su lugar de nacimiento por cuyos prados reposaba
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tules amarillentos y cintas pasadas, que sólo en contadas ocasiones había ceñido
los desvanecidos encantos de la tía.
-¡Pero, acabe ya! ¿No sabe abrochar un vestido? -me dijo Sylvie.
Parecía la novia aldeana de Greuze.
-Necesitaríamos polvos -dije.
-Vayamos a buscarlos.
Siguió registrando los cajones. ¡Cuántos tesoros, qué bien olían, cómo brillaban,
qué tornasol de vivos colores y discreto oropel! Dos abanicos de nácar un poco
rotos, cajas de madera con dibujos chinos, un collar de ámbar y mil fruslerías entre
las que destacaban dos zapatitos de droguete blanco con hebillas incrustadas de
diamantes de Irlanda.
-¡Oh, quiero ponérmelos! -dijo Sylvie-. Si encontrara las medias bordadas...
Al cabo de unos momentos desdoblábamos unas medias de suave seda rosa
con los talones verdes; pero la voz de la tía, acompañada del chisporroteo de la
sartén, nos devolvió repentinamente a la realidad.
-¡Baje inmediatamente! -dijo Sylvie, y, a pesar de mis protestas, no me permitió
que la ayudara a calzarse.
Mientras, la tía acababa de disponer en una fuente el contenido de la sartén: una
generosa loncha de tocino con huevos.
La voz de Sylvie volvió a llamarme enseguida.
-¡Vístase, rápido! -ordenó y, completamente vestida, me mostró las vestimentas
del guardabosque, dispuestas encima de la cómoda. En unos segundos, me
convertí en un novio del siglo pasado. Sylvie me esperaba en la escalera y bajamos
juntos, cogidos de la mano. La tía, al volverse, lanzó un grito. -¡Oh, hijos míos! -
exclamó, y se puso a llorar. Después, sonrió a través de las lágrimas. ¡Cruel y
deliciosa aparición! Éramos la imagen de su juventud. Nos sentamos a su lado,
conmovidos y ligeramente tristes. Luego, recobramos pronto la alegría; pues,
superado el primer momento, la buena anciana ya sólo pensó en recordar las
pomposas fiestas de sus esponsales. Incluso logró hallar, en quién sabe qué lugar
de su memoria, las canciones alternas, entonces al uso, con las que los comensales
se interpelaban de un extremo al otro de la mesa, y el inocente epitalamio que
acompañaba a los recién casados después del baile. Una y otra vez, repetíamos
aquellas estrofas de rimas tan simples, con los hiatos y las asonancias propios de la
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época, estrofas amorosas y floridas como el cántico del Eclesiastés. Durante una
hermosa mañana de verano fuimos marido y mujer.
VII.
CHÂALIS
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en la carretera de Plessis. Huyo al mundo de los sueños. Para llegar a Loisy, sólo
falta un cuarto de hora de viaje por caminos poco transitados.
VIII.
EL BAILE DE LOISY
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embriagarme, como me ocurría antaño con el fresco aroma de los bosques y de los
matorrales de espinos floridos.
No se nos ocurrió volver a atravesarlos.
-¡Sylvie! -le dije-. ¡Ya no me ama! Ella suspiró.
-Amigo mío -me dijo-, hay que ser razonable. En la vida las cosas no son como
nosotros desearíamos. En cierta ocasión, me habló usted de La Nouvelle Héloïse; la
leí y me estremecí al dar, ya de entrada, con esta frase: «La muchacha que lea este
libro está perdida.» Sin embargo, confiando en mi raciocinio, seguí leyendo.
¿Recuerda el día en que nos pusimos los trajes de boda de mis tíos?... Los
grabados del libro también mostraban a los enamorados vestidos con trajes
antiguos, de otra época, de modo que, para mí, usted era Saint Preux y yo me
reconocía en Julie. ¡Ah, si hubiera regresado entonces! Pero, según decían, estaba
en Italia. Allí las habrá conocido mucho más guapas que yo.
-Ninguna tenía su mirada, Sylvie, ni los puros rasgos de su rostro. Es usted una
ninfa antigua, aunque lo ignore. Por otra parte, los bosques de esta región son tan
hermosos como los de la campiña romana. Hay allí masas de granito no menos
sublimes, y una cascada que cae desde lo alto de las rocas, como la de Terni. No vi
nada en Italia que pueda echar de menos aquí.
-¿Y en París? -preguntó.
-París...
Sacudí la cabeza, sin responder.
De repente, pensé en la vaga imagen que me trastornaba desde hacía tanto
tiempo.
-Sylvie -dije-, detengámonos aquí, ¿quiere?
Me arrodillé a sus pies. Llorando abrasadoras lágrimas, confesé mis vacilaciones,
mis caprichos. Mencioné al funesto espectro que se cruzaba en mi vida.
-¡Sálveme! -añadí-. ¡Seré suyo para siempre!
Posó en mí su tierna mirada...
En aquel momento, nuestra conversación se vio interrumpida por violentas
carcajadas. Era el hermano de Sylvie que venía a buscarnos con esa bonachona
alegría campesina, obligada a continuación de una noche de fiesta y que numerosas
libaciones habían estimulado más de la cuenta. Llamaba al galán del baile, perdido
a lo lejos entre los arbustos de espinos y que no tardó en reunirse con nosotros.
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Aquel muchacho no se sostenía sobre los pies con más equilibrio que su
compañero, y parecía más azorado por la presencia de un parisino que por la de
Sylvie. Su semblante cándido, su cortesía mezclada a la turbación, me impedían
estar resentido con él por haber sido el bailarín por el que Sylvie se había quedado
en la fiesta hasta hora tan avanzada. Lo consideraba poco peligroso.
-Hay que volver a casa -dijo Sylvie a su hermano-. ¡Hasta luego! -me dijo
ofreciéndome la mejilla.
El pretendiente no se ofendió.
IX.
ERMENONVILLE
No sentía ningún deseo de dormir. Fui a Montagny para volver a ver la casa de mi
tío. En cuanto divisé la fachada amarilla y los postigos verdes me invadió una gran
tristeza. Todo aparecía igual que antaño; sólo que me vi obligado a ir hasta la casa
del granjero para obtener la llave de la puerta. Una vez abiertas las contraventanas,
contemplé con ternura los viejos muebles conservados en el mismo estado y a los
que quitaban el polvo de vez en cuando; el alto armario de nogal, dos cuadros
flamencos obra, según decían, de un antiguo pintor antepasado nuestro; grandes
imitaciones de Bucher y una serie de grabados enmarcados de l'Emile y de La
Nouvelle Héloïse, realizados por Moreau, y, encima de la mesa, un perro disecado
al que conocí vivo, antiguo compañero de mis correrías por los bosques, el último
doguillo quizá, pues pertenecía a dicha raza extinguida.
-En cuanto al loro, aún vive -me dijo el granjero-. Me lo he llevado a casa.
El jardín presentaba una magnífica estampa de vegetación salvaje. En un rincón,
reconocí el jardincillo infantil que yo mismo tracé en otros tiempos. Trémulo, entré
en el gabinete donde aún podía verse la pequeña biblioteca llena de libros muy
escogidos, viejos amigos de quien no regresaría jamás, y, encima de la mesa,
algunas antigüedades encontradas en el jardín, vasos, medallones romanos,
colección local que había constituido motivo de dicha.
-Vamos a ver al loro -dije al granjero.
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El loro pedía el desayuno como en sus mejores tiempos, y me miró con ese ojo
redondo, rodeado por un pellejo lleno de arrugas, que recuerda la mirada expe-
rimentada de los ancianos.
Abrumado por los tristes pensamientos que me inspiraba aquel tardío regreso a
lugares tan amados, sentí la necesidad de volver a ver a Sylvie, única presencia
viva y joven que me vinculaba con aquella región. Volví a emprender el camino de
Loisy. Era mediodía, todos dormían, fatigados por la fiesta. Se me ocurrió
distraerme dando un paseo hasta Ermenonville, a una legua de distancia por el
sendero del bosque. Hacía un hermoso tiempo de verano. El frescor de aquel
camino, que parecía la alameda de un parque, resultaba en verdad placentero. Las
enormes encinas, de un verde uniforme, sólo alternaban con los blancos troncos de
los abedules, de rumoroso follaje. Los pájaros callaban, y sólo se oía el ruido del
picoverde picoteando los árboles para construir sus nidos. En un momento dado
corrí el peligro de perderme, pues en varios lugares los letreros que anunciaban las
distintas direcciones se reducían a caracteres borrosos. Por fin, dejando el Desierto
a la izquierda, llegué a la glorieta de la danza, donde todavía subsiste el banco de
los ancianos. Ante aquella pintoresca realización del Anacharsis y de L´Emile, todos
los recuerdos de la antigüedad filosófica, resucitados por el antiguo propietario de
aquel dominio, acudían a mi mente en tropel.
Cuando, a través de las ramas de los sauces y de los avellanos, vi brillar las
aguas del lago, reconocí de inmediato un lugar al que mi tío me había conducido en
varias ocasiones durante sus paseos: era el Templo de la filosofía, que su fundador
no tuvo la dicha de terminar. Posee la forma del templo de la sibila Tiburtina, y,
todavía en pie y al abrigo de un bosquecillo de pinos, ostenta todos esos nombres
del pensamiento que empiezan con los de Montaigne y Descartes y llegan hasta el
de Rousseau. El edificio inacabado ya sólo es una ruina; la hiedra lo festonea con
gracia y las zarzas, que crecen entre las grietas de las gradas, lo invaden. Allí,
cuando era niño, presencié fiestas a las que acudían jovencitas vestidas de blanco
para recibir los premios de aplicación y de buena conducta. ¿Dónde están los
rosales que rodeaban la colina? El escaramujo y el frambueso cubren los últimos
plantíos que recobran, así, su estado salvaje. Y los laureles, ¿los han cortado, como
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dice la canción1 de las muchachas que no quieren volver al bosque? No, esos
árboles de la dulce Italia han muerto bajo nuestro cielo brumoso. Afortunadamente,
la alheña de Virgilio todavía florece, como si deseara confirmar la frase del maestro
inscrita en el frontispicio de la puerta: Rerum cognoscere causas! Sí, aquel templo
se derrumba, como tantos otros; los hombres olvidadizos o fatigados se alejarán de
sus alrededores; la naturaleza, indiferente, recobrará el terreno que el arte le
disputa, pero la sed de conocer seguirá siendo eterna, fuente de toda energía y de
toda actividad.
He aquí los álamos de la isla, y la tumba de Rousseau, que no guarda sus ceni-
zas. ¡Oh, sabio, nos diste la savia de los fuertes, y éramos demasiado débiles para
que pudiera robustecernos! Hemos olvidado tus lecciones, que nuestros padres
sabían, y hemos perdido el sentido de tu palabra, último eco de los antiguos sabios.
Sin embargo, no desesperamos y, al igual que tú hiciste en el instante supremo,
¡elevamos nuestra mirada hacia el sol!
Volví a ver el castillo, las apacibles aguas que lo rodean, la cascada que gime
entre las rocas y la calzada que une las dos partes del pueblo cuyos ángulos están
señalados por cuatro palomares; el césped que se extiende en lontananza como
una sabana dominada por umbrosos collados; la torre Gabrielle se refleja desde
lejos en las aguas de un lago artificial constelado de flores efímeras; la espuma
borbotea, el insecto zumba... Forzoso es huir del aire pestilente que se percibe al
llegar a las areniscas polvorientas del desierto y a las landas, donde el brezo
rosáceo sustituye al verdor de los helechos. ¡Qué triste y solitario es todo esto!... La
encantadora mirada de Sylvie, sus alocadas carreras, sus alegres gritos, ¡prestaban
antaño tanto encanto a los lugares que acabo de recorrer! Todavía era una criatura
salvaje, con los pies descalzos y la tez curtida por el sol a pesar de sus sombreros
de paja, cuya larga cinta flotaba y se enredaba con sus trenzas oscuras. Íbamos a
beber leche a la granja suiza y me decían:
-¡Qué bonita es tu novia, parisino!
¡Oh, entonces ningún campesino hubiera bailado con ella! ¡Sylvie sólo bailaba
conmigo una vez al año, en la fiesta del arco!
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Canción infantil francesa: "Nous n'irons plus au bois / les lauriers sont coupés, / la belle que voilà / ira les
ramasser. / Entrez dans la dance, / voyez comme on chante. / Chantez, dancez, / embrassez qui vous voudrez.
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X.
EL RIZADOTE
Regresé por el camino de Loisy. Todo el mundo estaba ya despierto. Sylvie iba
ataviada como una señorita, casi a la moda de la ciudad. Me hizo subir a su ha-
bitación con la misma ingenuidad de antaño. Sus ojos seguían brillando con una
sonrisa llena de encanto, pero el arco pronunciado de las cejas le prestaba, a veces,
un aire de seriedad. La habitación estaba decorada con sencillez; sin embargo, los
muebles eran modernos. Un espejo con marco dorado ocupaba el lugar de la
antigua cornucopia en la que se veía a un idílico pastor ofreciendo un nido a una
pastora azul y rosa. El lecho de columnas, castamente cubierto con una vieja colcha
rameada, había sido sustituido por una camita de nogal adornada con un dosel. En
la ventana, en la jaula en la que en otro tiempo estaban las currucas, había ahora
unos canarios. Deseé salir urgentemente de aquella habitación en la que no
encontraba restos del pasado.
-¿No trabaja hoy en sus encajes? -pregunté a Sylvie.
-¡Oh! He dejado de hacer encajes, ya no hay demanda. Incluso la fábrica de
Chantilly ha tenido que cerrar.
-Entonces, ¿a qué se dedica?
Se dirigió hacia un rincón de la habitación en busca de un instrumento de hierro
semejante a una larga pinza.
-¿Qué es esto?
-Es lo que llaman mecánica. Sirve para sujetar la piel de los guantes para poder
coserlos.
-¡Ah! ¿Es usted guantera, Sylvie?
-Sí, trabajamos para Dammartin; en estos momentos resulta muy rentable. Pero
hoy no haré nada, iremos a donde le apetezca.
Dirigí la mirada hacia el camino de Othys: negó con la cabeza y comprendí que la
anciana tía había dejado de existir. Sylvie llamó a un chiquillo y le mandó ensillar un
asno.
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XI.
REGRESO
Al salir del bosque, apareció el paisaje. Habíamos llegado a orillas de los lagos de
Châalis. Las galerías del claustro, la capilla de esbeltas ojivas, la torre medieval y el
pequeño castillo que abrigó los amores de Enrique IV y de Gabrielle se teñían con
las rojizas tonalidades de la atardecida sobre el verdor oscuro del bosque.
-Parece un paisaje de Walter Scott, ¿verdad? -dijo Sylvie.
-¿Quién le ha hablado de Walter Scott? -le pregunté-. ¡Ha leído mucho en esos
años!... Yo intento olvidar los libros, y lo que me encanta es volver a ver en su
compañía esta vieja abadía entre cuyas ruinas nos escondíamos cuando éramos
niños. ¿Recuerda, Sylvie, el miedo que tenía cuando el guarda nos contaba la
historia de los monjes rojos?
-¡Oh, no los nombre!
-Pues cánteme la canción de la hermosa joven raptada en el jardín de su padre,
bajo el rosal blanco.
-Ya no se canta.
-¿Se ha aficionado a la música?
-Un poco.
-¡Sylvie, Sylvie, seguro que canta ópera!
-¿Por qué le parece mal?
-Porque me gustaban mucho los antiguos romances y ya no los sabrá cantar.
Sylvie entonó el aria de una ópera moderna. ¡Fraseaba!
Habíamos rodeado los estanques cercanos. Nos encontrábamos ante la verde
pradera, circundada de tilos y de olmos, en la que tantas veces habíamos bailado.
Caí en la presunción de describir las antiguas murallas carlovingias y de descifrar
los blasones del casa de Este.
-¡Vaya! ¡Ha leído mucho más que yo! Es usted todo un sabio, ¿eh?
El tono de reproche me hirió. Desde hacía un buen rato, iba buscando un lugar
apropiado para reemprender mi confesión de madrugada; pero, ¿qué decirle ante la
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«A estas horas -me dije-, estaría en el teatro...» ¿Qué interpretará Aurélie (era el
nombre de la actriz) esta noche? Seguramente el papel de princesa en la nueva
obra. ¡Oh, qué conmovedora está en el tercer acto!... ¡Y en la escena de amor del
segundo, con ese primer galán tan arrugado...!
-¿Está pensando en sus cosas? -preguntó Sylvie, y empezó a cantar.
En Dammartin hay tres hermosas niñas; hay una más bonita que la luz del día...
-¡Ah, qué mala es usted! -exclamé-. ¡Claro que se sabía los romances!
-Si viniera más a menudo por aquí, los recordaría -repuso-. Pero hay que tener la
cabeza en su sitio. Usted tiene su vida en París, y yo tengo mi trabajo. No
regresemos muy tarde: mañana he de levantarme con el sol.
XII.
EL TÍO BOLA
Iba a contestar, iba a postrarme de rodillas a sus pies, iba a ofrecerle la casa de
mi tío, que todavía podía recuperar pues éramos varios los herederos y la pequeña
propiedad había quedado indivisa; pero en aquel momento llegamos a Loisy. Nos
esperaban para cenar. El aroma patriarcal de la sopa de cebollas se esparcía a lo
lejos. Había algunos vecinos invitados por ser el día siguiente al de la fiesta.
Enseguida reconocí a un viejo leñador, tío Bola, que en otros tiempos, durante las
veladas, nos contaba historias muy cómicas a veces, y muy terroríficas, otras. Había
sido, sucesivamente, pastor, cartero, guardabosque, pescador, e incluso cazador
furtivo, y en sus ratos libres fabricaba relojes de cuco y asadores. Durante mucho
tiempo, se había dedicado a pasear ingleses por Ermenonville, conduciéndoles a los
lugares de meditación de Rousseau y refiriéndoles sus últimos momentos. Él fue el
chiquillo que el filósofo empleó para clasificar sus hierbas y a quien ordenó coger las
cicutas cuya savia exprimió en su taza de café con leche. El posadero de la Cruz de
oro negaba ese dato y de ahí procedía el prolongado odio que se profesaban.
Durante mucho tiempo se reprochó a tío Bola la posesión de ciertos secretos muy
inocentes, como curar vacas con un versículo pronunciado al revés y con la señal
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de la cruz hecha con el pie izquierdo, pero renunció a tales supersticiones gracias,
según decía, al recuerdo de las conversaciones con Jean-Jacques.
-¡Hola, pequeño parisino! -me dijo tío Bola-. ¿Vienes a seducir a nuestras
muchachas?
-¿Yo, tío Bola?
-¿No te las llevas al bosque cuando no está el lobo?
-Pero, tío Bola, ¿no es usted el lobo?
-Lo fui mientras encontré ovejas; ahora sólo encuentro cabras, ¡y hay que ver
cómo saben defenderse! Pero tú, tú eres uno de esos pícaros de París. Jean--
Jacques tenía toda la razón cuando decía: «El hombre se corrompe en el ambiente
emponzoñado de las ciudades.» -De sobra sabe usted, tío Bola, que el hombre se
corrompe en todas partes.
Tío Bola empezó a cantar una canción de borrachos, y resultó inútil intentar
frenarlo al llegar a un estribillo escabroso que todos sabían de memoria. A pesar de
nuestras súplicas, Sylvie no quiso cantar, diciendo que en la mesa no se cantaba.
Yo había ya advertido que el galán de la víspera se hallaba sentado a su izquierda.
No sé qué había en su cara redonda, en su enmarañado pelo, que no me resultaba
desconocido. Se levantó y, colocándose detrás de mi silla, me preguntó:
-¿Así que no me conoces, eh, pequeño parisino?
Una buena mujer, que se reunió con nosotros para el postre después de ha-
bernos servido, me dijo al oído:
-¿No reconoce a su hermano de leche?
Sin dicha advertencia hubiera hecho el ridículo.
-¡Ah, eres tú, Rizadote! -exclamé-. ¡El queme sacó del aba!
Sylvie se reía a carcajadas de mi descubrimiento.
-Sin calcular -decía el muchacho al abrazarme- que llevabas un hermoso reloj de
plata, y que al salvarte estabas más preocupado por tu reloj, que ya no funcionaba,
que por ti mismo. Decías: «El animalito se ha ogado, ya no hace tictac, ¿qué dirá mi
tío?»
-¡Un animalito dentro de un reloj!
-dijo tío Bola-. ¡Eso es lo que hacen creer a los niños en París!
Sylvie tenía sueño y pensé que mi persona ya no tenía cabida en su pensa-
miento. Subió a su habitación y, cuando la besé, me dijo:
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XIII.
AURÉLIE
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abismo. Con renovada energía rechazaba la idea de comparecer ante Aurélie para
batallar contra tantos enamorados vulgares que brillaban momentáneamente a su
lado para caer, de inmediato, destrozados.
«Algún día se verá -me dije- si esa mujer tiene corazón.»
Una mañana, leí en un periódico que Aurélie estaba enferma. Le escribí desde
las montañas de Salzburgo. La carta exhalaba tanto misticismo germánico que no
daba pie a esperar que surtiera efecto; pero, por otro lado, no pedía respuesta.
Confiaba en el azar. Y en el desconocido.
Transcurrieron algunos meses. Durante mis viajes y ocios, intentaba traducir en
argumento poético los amores del pintor Colonna por la hermosa Laura, a quien sus
padres obligaron a profesar y a la que él amó hasta la muerte. En dicha historia
había algo relacionado con mi constante obsesión. En cuanto hube escrito el último
verso de la obra, sólo pensé en regresar a Francia.
¿Qué puedo añadir, ahora, sino una historia de tantas? Pasé por todos los
círculos próximos a esos locales de pruebas llamados teatro. «Comí en el tambor y
bebí del címbalo», como dice la frase carente de sentido aparente de los iniciados
de Eleusis y que significa, seguramente, que, si el caso lo impone, hay que
franquear los límites de lo absurdo y del sinsentido: la razón, desde mi punto de
vista, consistía en conquistar y concretar mi ideal.
Aurélie aceptó el papel principal del drama que escribí en Alemania. Nunca
olvidaré el día en que me permitió leerle la obra. Escribí las escenas de amor pen-
sando en ella. Creo que las recité con el alma; pero, sobre todo, con entusiasmo. En
la conversación que siguió, confesé ser el desconocido de las dos cartas.
-Está usted loco, pero vuelva a visitarme... Nunca he conseguido encontrar a
alguien que sepa amarme.
¡Oh, mujer! ¡Buscabas el amor...! ¿Y yo...?
Durante los días que siguieron a aquella entrevista, escribí las cartas más tiernas,
más hermosas que, seguramente, nunca había recibido. Yo recibía las suyas, llenas
de sensatez. Hasta que se sintió conmovida. Entonces me llamó a su lado y me
confesó que le resultaba muy difícil romper una relación más antigua.
-Si en verdad me ama por mí –me dijo-, comprenderá que sólo puedo pertenecer
a un hombre.
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Al cabo de dos meses recibí una carta llena de efusión. Corrí a su casa. Antes,
alguien me había revelado un dato previo. El apuesto joven a quien había conocido
una noche, en el círculo, acababa de alistarse de spahis.
El verano siguiente había carreras de caballos en Chantilly. La compañía de
teatro de la que Aurélie formaba parte daría allí una representación. Una vez en la
región, la compañía quedaba a las órdenes del director durante tres días. Me había
hecho amigo de aquel hombre, antiguo Dorante de las comedias de Marivaux,
primer galán joven durante mucho tiempo y cuyo último éxito había sido la
interpretación del papel de amante en aquella obra que imitaba a Schiller y en la que
mis prismáticos me lo mostraron tan arrugado. De cerca parecía más joven y, dado
que se mantenía delgado, en provincias aún resultaba atractivo. Poseía energía y
entusiasmo. Me trasladé con la compañía en calidad de señor poeta y conseguí
convencer al director para que se hiciera alguna representación en Dammartin. Al
principio, prefería hacerlo en Compiégne; pero Aurélie fue de mi misma opinión. Al
día siguiente, mientras se cerraban los tratos con los empresarios y con las
autoridades, alquilé dos caballos y Aurélie y yo emprendimos el viaje por el camino
de Commelle para ir a almorzar al castillo de la reina Blanca. Vestida de amazona,
con sus cabellos rubios al viento, atravesó el bosque como una reina de otra época,
y los campesinos, al verla, se quedaban deslumbrados. Madame de R era la única
mujer a la que habían visto saludar con tanta gracia y, a la vez, con porte tan
mayestático. Después de almorzar, descendimos hasta esas aldeas que tanto re-
cuerdan las de Suiza y cuyos aserraderos mueven las aguas del Nonette. Aquellos
parajes, caros a mi recuerdo, le interesaban sin impresionarla. Había planeado
llevarla al castillo, cerca de Orry, a la explanada donde vi a Adrienne por primera
vez. No demostró ninguna emoción. Entonces se lo conté todo, le confesé el origen
de aquel amor entrevisto por las noches, soñado más tarde y realizado finalmente
en ella. Me escuchaba con gran seriedad. Luego, me dijo:
Usted no me ama. Espera que le diga: «La actriz y la religiosa son la misma
mujer.» Persigue un drama, eso es todo, y no encuentra el final adecuado. Váyase,
ya no le creo.
Tales palabras fueron como un relámpago. Los extravagantes entusiasmos ex-
perimentados durante tanto tiempo, aquellos sueños, aquellas lágrimas, aquellos
desesperos y ternuras... ¿no eran, pues, amor? Entonces, ¿qué era el amor?
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Aurélie actuó en Senlis. Creí advertir que sentía cierta inclinación hacia el director
de la compañía, el joven galán de las arrugas. Aquel hombre poseía un excelente
carácter y le había prestado algunos favores.
Un día, Aurélie me dijo:
-¡Es él quien me ama!
XIV.
ÚLTIMA PÁGINA
Ésas son las quimeras que nos fascinan y nos pierden a esa edad que constituye
la aurora de la vida. He intentado concretarlas por escrito, sin demasiado orden;
pero muchos corazones sabrán comprenderme. Caen las ilusiones, una tras otra,
como las cortezas de un fruto, y el fruto es la experiencia. Su sabor es amargo; pero
tiene algo acre que fortifica (y que se me perdone este estilo anticuado). Dice
Rousseau que el espectáculo de la naturaleza nos consuela de todo. A veces
intento volver a encontrar mis bosques de Clarens, perdidos entre las brumas, por el
norte de París. ¡Cómo ha cambiado!
¡Ermenonville!, tierra en la que aún florecía el antiguo idilio, traducido de Gessner
por segunda vez2, perdiste la estrella que para mí titilaba con doble resplandor. Ora
rosa, ora azul, como el engañoso astro de Aldebarán, era Adrienne o Sylvie, las dos
mitades de un solo amor. Una era el sublime ideal; la otra, la dulce realidad. ¿Qué
me importan ahora tus umbrías y tus lagos, e incluso tu desierto? ¡Othys, Montagny,
Loisy, pobres aldeas vecinas, Châalis, que están reconstruyendo, no conserváis
nada de aquellos tiempos! A veces experimento la necesidad de volver a ver esos
parajes de soledad y de ensueño. Y, en mi interior, evoco las fugitivas huellas de
una época en que lo natural era afectación; a veces sonrío al leer, en las graníticas
laderas, ciertos versos de Roucher que me habían parecido sublimes, o de-
terminadas máximas moralizantes, en una fuente o junto a alguna gruta consagrada
a Pan. Los lagos, tan costosamente excavados, en vano muestran sus aguas
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Salomon Gessner (1730-1788), autor de Idylles, gozó de un notable predicamento entre los autores franceses
de finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX. Nerval alude aquí al hecho de que el marqués de Girardin se
inspiró en Gessner para decorar sus jardines.
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mortecinas que el cisne desdeña. Pertenecen al pasado aquellos tiempos en que las
cacerías de Condé desfilaban con sus orgullosas amazonas, en que los cuernos de
caza se contestaban a distancia, multiplicados por el eco... Hoy en día ni siquiera
existe un camino directo que conduzca a Ermenonville. A veces voy por Creil y
Senlis; otras, por Dammartin.
Nunca se llega a Dammartin antes del anochecer. Entonces pernocto en La
Imagen de San Juan. Suelen darme una habitación bastante limpia, decorada con
una tapicería antigua y un espejo con cornucopia. Dicha habitación es un postrer
regreso al mobiliario viejo restaurado al que he renunciado desde hace mucho
tiempo. Se duerme abrigado, con el edredón, según costumbre de la región. Por la
mañana, al abrir una ventana, enmarcada por pámpanos y rosas, descubro
extasiado un verde horizonte de diez leguas, en el que los álamos se alinean como
un ejército. Aquí y allá, algunas aldeas se cobijan bajo sus puntiagudos
campanarios construidos, como allí se dice, con huesos de esqueleto. En primer
lugar se divisa Othys; después, Eve; luego, Ver. Si tuviera campanario, Ermenonville
también se divisaría más allá del bosque, pero en esa filosófica localidad no se han
preocupado mucho por la iglesia. Después de llenarme los pulmones con el aire tan
puro que se respira en estas planicies, bajo alegremente y me doy una vuelta por la
pastelería.
-¡Hola, Rizadote!
-¿Qué tal, pequeño parisino? Intercambiamos los amistosos golpes de la infancia
y luego subo por cierta escalera hasta donde los alegres gritos de dos niños acogen
mi llegada. La sonrisa ateniense de Sylvie ilumina sus encantadoras facciones.
Pienso:
«Quizá era eso la felicidad, sin embargo...»
A veces la llamo Lolotte y ella me encuentra cierto parecido con Werther, excepto
en las pistolas, que han pasado de moda. Mientras Rizadote se ocupa del almuerzo,
damos un paseo con los niños por las avenidas de tilos que rodean los restos de las
antiguas torres de ladrillo del castillo. Y, cuando los pequeños practican el tiro de los
amigos del arco, clavando las paternales flechas en la paja, leemos algunos poemas
o algunas páginas de aquellos libros tan breves de antaño que casi han dejado de
imprimirse.
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Olvidaba decir que el día en que la compañía de teatro de la que Aurélie formaba
parte actuó en Dammartin, llevé a Sylvie al espectáculo y le pregunté si no
consideraba que la actriz se parecía a alguien a quien había conocido en otra'
época.
-¿A quién?
-¿Recuerda usted a Adrienne? Soltó una carcajada y dijo:
-¡Qué ocurrencia!
Y luego, como reprochándoselo, añadió con un suspiro:
-¡Pobre Adrienne! Murió en el convento de Saint S., hacia 1832.
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