Mil Veces La Vida PDF
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ISBN 978-987-47084-6-5
iliano Raggi
COLECCIÓN
Colección Cicatrices/5
Cicatrices Novela
NARRATIVA facebook/nidodevacasediciones
ISBN: 978-987-47084-6-5
Integrante de
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Hermann Hesse
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–A veces, sí.
–¿Conoces bien la ciudad?
–Uf, como la palma de mi mano.
Recién entonces reparó que había corrido empuñando el cuchillo.
Sacó la vaina y lo guardó.
–Está lindo el verijero –observó Yuyín–, ¿dónde lo obtuviste?
–Es un obsequio –dijo Ulysse; desconocía la clase de su cuchillo, pero
no iba a dejar que el otro se diera cuenta.
Yuyín parecía haberlo ya estudiado muy bien.
–Es un castrador, es para guapos, tienes que estar bien cerca del taita
para entrarle.
Ulysse no contestó porque era el primer episodio que vivía. Yuyín
anotó su silencio y luego de unos instantes le sugirió, adivinando:
–Hay que aprender a usarlo.
Caminaron hacia la casa del frutero. A los pocos minutos hablaron
de todos los temas, como si fuesen viejos conocidos. A Ulysse le agradó
que Yuyín lo tratase de usted cuando quería chancear, y también que
se interesase por su vida, saber de él, qué pensaba de esto y aquello.
Últimamente se encontraba muy solo, veía poco a sus antiguos compa-
ñeros de colegio y necesitaba una amistad. El otro pareció advertirlo y
ocupó ese lugar que Ulysse comenzaba a presentir vacío.
Poco a poco y andando el tiempo, su amigo lo persuadió de “hacer
trampa” en las entregas de verduras y utilizar el carro de su patrón para
llevar a cabo un reparto propio con mercadería que un conocido de
Yuyín, Romagnolo, le tenía preparada en paquetes.
Ulysse no sabía qué contenían esos paquetes, ni le importaba, la paga
era buena. Tan buena que no se inquietó cuando el verdulero del Abasto
lo echó de mala forma al descubrir sus estafas. Había hecho una buena
base de ahorros, toda su existencia descansaba en esa tranquilidad. Su
patrón estaba decepcionado, ya no era el muchacho que él había conocido.
Ulysse, en cambio, no salía de su sorpresa, pues no sintió nada.
Mientras el hombre le recriminaba su conducta veía como un espectador
la escena grotesca, el otro atacado por los nervios, insultándolo, arro-
jando frutas y paquetes de verdura por el aire. Todo eso le causó gracia.
Yuyín le había dicho:
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–Cuando pasan las cosas, los que están acomodados se salvan, y caen
los perejiles… –rumiaba en voz alta.
Nunca le dijo quién era su padre, Ulysse nunca le preguntó.
Esa noche del año 1933 Ulysse desconocía el destino de los compa-
ñeros que habían participado en la fallida “Operación Buenos Aires”,
planeada para apoderarse de un cargamento de bebidas alcohólicas ingre-
sado ilegalmente al puerto. A Yuyín Pacheco, jefe de la banda, le había
perdido el rastro ya en los pasillos de la comisaría, entre un interrogatorio
y otro. Alcanzó a ver a Romagnolo, informante y cómplice, hablando en
una de las oficinas con dos hombres, uno uniformado y otro de civil.
Seguramente habría sido citado para indagarlo también a él. En princi-
pio se tranquilizó, pensando que no les vendría mal ir todos a la misma
prisión. Allí se reunirían y pergeñarían algo. Pero la inquietud comenzó
a dominarlo cuando no los encontró en el camión que lo transportaba y
sus averiguaciones no recibían respuesta.
Con el correr de las horas sus sospechas se volvieron certeza: los
habían separado. No había muchos penales en el país, pero sí varios
centros de detención y cárceles de menores dimensiones. La banda había
sido desarticulada. Yuyín y los demás eran como su familia en la calle,
ellos le daban la confianza y la contención necesarias para sobrevivir.
Ahora estaba solo. Recién podría comunicarse con ellos al final de las
condenas, si aún estaban vivos.
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Ese fue un episodio bisagra, piensa hoy el viejo Ulysse, mientras mira
atentamente los fornidos botines que abrigan sus pies. Una puerta se
abrió hacia un futuro que no podía imaginar en ese momento. Leer,
qué tontería. No había visto a ningún prisionero con un libro en las
manos. Los intelectuales y perseguidos políticos se encontraban en otro
pabellón, completamente aislados y sin acceso a la biblioteca. Temía que
interpretaran su interés en el estudio como debilidad, y allí uno podía
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ser cualquier cosa menos flojo. Por eso aquel primer libro fue devuelto
pronto y con escasa lectura, pero quedó impresionado con el relato
sobre el gran compositor Händel, la resurrección de un hombre hundido
pensando en morir y de pronto resurge con su mejor obra: “El Mesías”.
Por algún motivo había tenido que leer ese relato completo, por
alguna otra inconsistente razón del destino. Vivir, simplemente vivir, era
posible. ¡Era posible!
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agua hasta que acudían los guardias. Entonces ya se veía correr la sangre
de alguno. Ulysse no quería ver ni participar, lo evitaría mientras le fuese
posible.
Sabía que habían llevado revistas con fotos de mujeres bonitas, las
utilizaban para excitarse. Esas ocasiones en los baños comenzaban con
risas, mofándose de alguna víctima previamente elegida, y terminaba en
una violación. O en muerte.
Ulysse se estaba vistiendo cuando sintió ganas de ir a los váteres. Echó
una maldición, acababa de higienizarse y ese lugar le parecía asqueroso,
nada más pisar significaba ensuciar los botines. Pero no tenía opción.
Entró. No había nadie, o no se oía a nadie. Hizo lo necesario y al incor-
porarse descubrió, medio pegado al piso, un trozo de papel de revista
recortado a mano. Destacaba una fotografía. Sin pensar lo tomó, y echó
otra maldición pues estaba empapado y maloliente. En la foto se veía una
muchacha, mirando directamente a la cámara. Apenas sonreía. Volvió a
los grifos y allí lavó lo que pudo, tratando de no destruirla o borronearla.
La ocultó entre sus ropas y la llevó consigo.
En la celda sus compañeros jugaban a los naipes. Lo invitaron a
sumarse pero él respondió que estaba cansado y se acostaría. Y así lo
hizo, poniendo el trozo de papel hallado bajo su espalda, para que pron-
tamente se secara con el calor de su cuerpo.
Al día siguiente tuvieron que volver a media mañana. La nieve caía
continua y se acumulaba en la trocha, haciendo dificultosa la marcha del
tren. El regreso fue penoso, los hombres se asomaban por las ventanillas,
desesperados por llegar al presidio, estar bajo techo. En cierta forma,
Ulysse se permitió disfrutar el paisaje, pues nunca había visto una nevada.
Como si hubiese ocurrido un milagro, mientras ellos estaban en el
monte cortando leña para las calderas, en la cocina había gran actividad.
Algunos arreglaron un poco sus trazas y otros pasaron directo al come-
dor y se arrojaron sobre los platos de comida caliente. Los cocineros
recibieron aplausos e insultos de todo jaez a manera de enhorabuena.
Esos hombres ya no recordaban modales, pero en la cocina se entendió
la satisfacción.
Volvieron a las celdas. El frío era congelante. Habían comido un guiso
con unas porciones de carne de cordero y sus cuerpos sintieron el alivio
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Ulysse cruza las piernas con un gesto de comodidad. Se está bien allí,
en compañía de los recuerdos. Así, rememora, solía sentirse en la biblio-
teca del presidio, con una sensación agradable, nueva. Islas le despertaba
confianza e interés. De pronto dos necesidades se habían encontrado y
reconocido. Allí no había rivalidades ni juzgamientos.
El bibliotecario no lo interrogó acerca de su primera lectura, imaginó
una trabajosa tarea, incompleta e incomprensiva. Y como deseaba reclu-
tar al joven para su reducido grupo de usuarios no le exigiría más que su
presencia y su creciente asombro por el nuevo mundo literario a conocer.
Aquella conversación constituyó una gran prueba para los dos, pues
se establecieron los lineamientos del tenor que tendrían los encuentros
sucesivos. Islas sabiendo que allí dentro valía más la inteligencia que la
fuerza; Ulysse, a punto de descubrirlo.
–¿Y cómo le fue con Zweig? –preguntó subrayando la cortesía, que
no era imprescindible responder.
–¿Qué?
–Con el libro, hombre...
–Ah… Lo poco que leí, me gustó mucho –respondió Ulysse.
–Usted es sincero, un valor poco frecuente –dijo Islas tomando el libro
que el otro le extendía. No preguntaría más. Ni exigiría nada–. Cuando
quiera, elija otro.
Ulysse estaba ya sentado. Se removía inquieto, gesto que el bibliote-
cario notó con cierto agrado. Estaba a punto de pedirle algo. Se dedicó
a disfrutar el momento mientras guardaba el libro y anotaba de la devo-
lución.
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El joven suspiró. Para Islas el asunto se tornaba más atractivo que leer
un libro en soledad.
–Admiración, sí… –reconoció Ulysse–… Y mucho más que eso,
podría decir…
–Bueno, el estímulo, por así decirlo, de todo hombre, es legítimo que
comience en una mujer –explicó el bibliotecario–, aunque ella se encuen-
tre lejos, como en este caso.
Ulysse guardó la fotografía en el interior de su abrigo de presidiario,
con un gesto resuelto. Islas temió que se hubiese ofendido. Sin embargo
dijo:
–Cuando salga de aquí, iré a conocerla, ¿qué le parece la idea?
Islas se asentó lentamente en su silla de bibliotecario, deslumbrado
por el atrevimiento de Ulysse, calculando aceleradamente las opciones
que se presentaban. Ese muchacho soñaba, deliraba despierto. Pero él
no era quién para despertarlo, al contrario, la propuesta era tan atractiva,
llena de múltiples consecuencias benéficas para la incipiente amistad, que
casi no fue dueño de sus palabras siguientes:
–¡Una buena idea! –gritó–. Puedo enseñarle unos rudimentos de fran-
cés, ya que conozco el idioma.
El rostro de Ulysse se iluminó, parecía un niño imaginando mara-
villas. El bibliotecario no era hombre de sentir culpa, ni recular en la
parada. Eso seguiría hasta el final, con todas las consecuencias.
–Aprender francés, sí, es lo que debería… –aceptó Ulysse, tomando
el libro recomendado por Islas–. Mientras tanto, para mejorar un poco…
–¡Por supuesto, hombre, sí…!
Ulysse salió de la biblioteca con el libro bajo el brazo y nuevas pers-
pectivas para su vida. Islas, aún con los ojos desorbitados, no supo
dimensionar lo que acababa de suceder allí.
Por la noche Ulysse miró la fotografía recostado en el catre infecto
de su celda. Simone le sonreía desde su vida maravillosa, sentada junto al
hogar de una casona francesa. Para él ese momento era íntimo, secreto,
un beso de buenas noches. Se preguntaba si no estaría en los umbrales de
la locura, un mundo perfectamente diseñado por su mente enferma, con
los personajes apropiados jugando sus roles.
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Los grilletes aprisionaron sus muñecas y fue alzado hacia el techo. Sus
pies se despegaron del suelo y el dolor atravesó todo su cuerpo. Lanzó
una maldición, pero de inmediato uno de los guardias apoyó el caño de
la escopeta en su estómago y le sugirió con seriedad:
–Trata de no molestarlo con tus gritos. Si le impides escuchar el
concierto, te matará.
Hengis fue hasta un armario y extrajo un largo látigo de cuero. Los
guardias salieron. El director enrolló el látigo sosteniéndolo por el cabo
y le propinó un golpe en pleno pecho. Ulysse no pudo evitar un gemido.
El otro, satisfecho, dio la vuelta al cuerpo colgado y asestó otro golpe,
esta vez en la espalda. El cuerpo se estremeció. En la radio comenzaba
la música que, curiosamente, en esta oportunidad era cantada. Entonces
ocurrió algo inusual: Hengis se detuvo.
–Has tenido suerte –murmuró–, prefiero prestar atención a esa
preciosa voz. Tú también cantarás, no te preocupes. Cuando acabe el
concierto me dirás qué sucedió en la cocina.
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Cada tanto le escribía una carta, breve, para no gastar el papel que
Islas le proveía. Misivas llenas de amor y solicitud que luego quemaba,
también por orden del bibliotecario. Si los guardias hallaban esos escritos
era hombre muerto. Estaban recelosos con los presos políticos y sus
mensajes en clave que lograban enviar extramuros para contactar a sus
aliados. Si bien el tono de los textos de Ulysse era puntualmente román-
tico, podría interpretarse como un mensaje cifrado, pues casi siempre
terminaban con el ruego “Espérame, Simone”. Esto no podía dejar de
escribirlo.
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Podría jurar que más allá del pasillo, tras las rejas, doña Delia cocinaba
la salsa para los fideos y sobre la mesa de madera la harina esperaba
ser transformada. Ulysse no quería llorar frente a ella, pero el lamento
subía en su interior como una marea que se llevaría todo, lo arrastraría
el tiempo que durase para dejar expuestos los estragos de su alma allí
mismo, en su presencia.
Entonces Simone dijo antes de callar por esa noche:
–¿Lo ves? Todos sabemos volver.
Islas también lloró, al día siguiente, cuando su alumno le llevó la carta
ya terminada. La llorera del grandote le causó asombro y una cierta gracia
que acertó en disimular. La sensibilidad del maestro predicaba respeto.
–¿Qué me parece? –gimió Islas–. ¡La belleza, hombre, la belleza!
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–No se trata de sus ojos, sino de los tuyos, hombre –aseveró Islas.
–Mire, no comprendo.
Islas carraspeó; deseaba dar una explicación que no resultase risueña,
siempre buscaba cierta trascendencia a los problemas que planteaba su
alumno, aunque no la tuviera.
–Es simple: al acercarte para ver de cerca la fotografía, es decir, el
rostro de la muchacha, cierras un ojo. Cuando te cansas, cambias de
ojo. Sabrás que no vemos de igual manera con un ojo que con el otro,
¿verdad?
El joven no respondió. Pensaba que la respuesta debería cargar otra
profundidad. Además, en los silencios se notaba aquel tema subyacente
de difícil resolución que los distraía. Les urgía escuchar esa música.
La voz del bibliotecario cambió de tono. Estaban sentados en la
amplia mesa pergeñando el futuro, como dos navegantes locos creyendo
en un nuevo mundo.
–¿Conseguiste aquello? –preguntó.
–Sí. Pero Camilo quiso acoplarse, tuve que mentirle. Le dije que era
para traficar en la próxima salida al monte.
–Bueno, ¡qué importa una mentira a ese mondongudo! Cuando se
avive, estaremos de vuelta –exclamó Islas–. ¿Y si alguien más lo nota?
–No lo creo, yo soy el encargado de hacer el inventario. Hay tabaco
como para todo el P1 –respondió Ulysse en un murmullo.
La idea consistía en sobornar a los guardias del pabellón de los presos
políticos y entrar hasta una celda especial que estaba ubicada a último
término y tenía dueño. El sujeto, al que llamaban Melo aunque no era
ese su nombre real, había comprado el sitio de alguna forma inexplica-
ble. Hacía varios años vivía allí, solo, con todas las comodidades de la
pieza de una pensión y, decían, poseía una vitrola. Se rumoreaba que el
mismo Hengis transcurría algunas veladas con el misterioso prisionero,
escuchando música.
El temible director estaba temporariamente ausente en esos días.
Había tomado un barco hacia Punta Arenas donde, se comentaba, aten-
día asuntos amorosos. Todos hubiesen preferido que abandonase su
estado de soltería, trajese a la percanta y se calmasen por fin las aguas.
–Y… no es lo mismo tener la carne en la ganchera, ¿no? –comentó
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La tertulia duró tres horas. Melo les proveyó partituras y ellos copia-
ron algunas letras. Aunque Ulysse veía en ellas signos indescifrables, a
Islas le servirían para guiarlo.
Volvieron al P4 de la misma forma, siguiendo el sonido de las llaves
que portaba el guardia. Al día siguiente ambos concordaron que aquella
incursión se parecía más a un sueño que a la rudeza de la vida que llevaban.
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Ulysse apura el paso a desgano. La brisa levanta algunas hojas que se arre-
molinan a su encuentro, como llamándolo. A él le gustan esos momentos,
porque una armonía llena su ánimo melancólico. Desea que dure, pues
está a medio camino hacia su casa y en su memoria recrudece el pasado.
La revuelta sería recordada como la más sangrienta de la historia del
penal. Seis prisioneros y dos guardias resultaron asesinados. Nunca pudo
determinarse dónde se había encendido la mecha, y quién lo había hecho.
En el entrevero sacaron armas de todo tipo y confección. Paco se jugó la
vida frente a los dos guardias, y los tres la perdieron.
Con una sospechosa mesura, el director apareció demasiado tarde,
su ánimo permisivo quizás escondía oscuras intenciones. Cuando todo
se calmó, quienes estaban mejor dispuestos debieron rasquetear el piso
del patio interno y lavar a baldazos la sangre derramada. En la celda 512
quedaron sólo dos presos, pues también Ulysse había recibido su parte.
Debió ser trasladado al hospital con un brazo roto y varias contusiones.
Nadie lo interrumpió; pensaban que dormiría toda la noche en
manos de la anestesia. Pero él estaba allí, con los ojos abiertos, perple-
jos, descompuesto de dolor. Se sentía hundido, terminal. El golpe ases-
tado por el Gitano parecía repetirse sobre su brazo roto, como un latido
punzante. Pensó que incorporarse y sentarse en la cama calmaría el sufri-
miento. Luego de gran esfuerzo lo logró, y comprobó que también le
dolían muchísimo otras partes del cuerpo debido a la golpiza.
Había perdido el conocimiento y no pudo precisar cuánto más habían
continuado pegándole en el suelo. Cobardes. Ya tendría su revancha.
Cuando volviese, se haría respetar. Aunque todavía no sabía qué ocurría
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a esas horas y en estos casos, pues nadie había vuelto del Hospital, que él
supiera. Probablemente acabase muriendo allí, afiebrado, murmurando
algunas letras de tangos y saludos en francés.
Sentado en la cama balanceó un poco las piernas que sintió endu-
recidas, como si fuesen de alambre. Le costó estirarlas. Con la mano
del brazo sano, que también le dolía, buscó bajo la almohada el cigarro
armado puesto por el gendarme. Tanteó el fósforo. Él no fumaba, pero
encendería ese. Nadie lo descubriría, pensaban que estaba acabado, en el
mejor de los casos fuera de circulación por mucho tiempo.
“Estoy muerto –pensó–, pero ¡demonios si sé disimularlo!”. Se acabó.
C’est fini. Todo había sido una ilusión, la manera más estúpida que un
hombre tiene de soportar su realidad: evadiéndose. El gran dolor le daba
una comprensión distinta de las cosas. Islas le había hecho caso impul-
sado tal vez por la compasión o algún sentimiento incomprensible. Pero
todo ese plan que había pergeñado durante casi seis años, esos días y
noches en los que había vivido pensando en otra vida, preparándose para
otras experiencias, estudiando, le resultaban de una magnitud tan absurda
como la intensidad del dolor que sentía en su cuerpo. Esto era en verdad
la muerte: caer en la realidad.
En esos minutos que le durase el cigarrillo debía hacer algo coherente,
ser el Ulises López original: intentar una fuga, arrojarse a las aguas, cual-
quier cosa que al final resultase en concordancia con su propia historia.
Buscó su chaqueta ensangrentada. Allí nadie se encargaría de lavarla,
ni de proveerle una limpia. Estaba colgada en el armario sin puerta que
se encontraba en un rincón, junto a sus pertenencias. Le pareció que la
distancia era muy grande como para alcanzarla, hacer dos metros en ese
estado era demasiado heroico, y él no era un héroe ni deseaba serlo. Sólo
había pretendido salir vivo de allí y conocer a esa muchacha. Dios, si por
allí regía, le estaba respondiendo.
Ni bien tomó la chaqueta volvió a la cama, a duras penas. Recostado
a medias hasta donde lo obligaba el dolor revisó en el doblez del paño
del bolsillo. Allí estaba la fotografía de Simone, ligeramente manchada de
sangre. La encerró en el puño y la apoyó en su frente. Un ardor repentino,
nuevo, le indicó que allí también había heridas. Quizá –como aquella vez
en el patio–, pensar en ella o en un tango lograse traerle el alivio necesario.
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expresidiario era un hombre que valía menos una vez liberado que dentro
del penal.
–Ella es mi mujer, Beatriz –terminó Arias, con la satisfacción de haber
hecho correctamente las presentaciones.
Con la mujer no se dieron la mano, sólo intercambiaron un “mucho
gusto”, él con gran timidez, ella con actuada frialdad.
–Aprecio que me permitan viajar con ustedes. Estoy muy agradecido,
créanlo –dijo, con franqueza.
–Mire, el camino me enseñó a dar un servicio mientras fuera posible.
No se sabe cuándo uno puede necesitar –levantó un índice sin quitar la
mano del volante–, el de arriba lo ve todo.
–¡Qué noche me esperaba! ¡No quiero imaginarlo! –exclamó Ulysse,
tratando de agradecer en cada palabra.
–Tal vez la última –murmuró la mujer, con un brillo misterioso en
sus ojos.
En los rostros se reflejaba fantasmagórica la luz delantera del vehículo
sobre el camino. Los gestos se diluían en amabilidades y sonrisas. Casi
no volvieron a hablar hasta el punto de destino. A pesar del frío y los
dolores Ulysse se permitió disfrutar en silencio su primera noche fuera
de la cárcel.
Patagones era una pulpería rodeada por algunos ranchos. Había
unos carros en descanso, algunos animales sueltos refugiados en una
caballeriza, pequeñas luces temblorosas y cálidas provenientes de las
casas cercanas. El edificio principal, hacia donde se dirigió Arias con su
camión, estaba construido en madera y era almacén, depósito, boliche
y hotel.
Ulysse gastó la mitad del dinero que llevaba en una buena comida
caliente y una modesta habitación. El trato amable y hospitalario del
dueño lo conmovió. La cama era demasiado cómoda y su cuerpo no
lograba relajarse. A pesar del agotamiento no concilió el sueño hasta
muy tarde, cuando los animales comenzaron a removerse en los refugios
presintiendo el amanecer. Así se presentaba su nueva vida en libertad, y
no quería perder detalle, deseaba atesorar esos momentos para siempre.
La alborada lo encontró en la ventana, aguardando el primer día
completo a campo abierto. Tomó un pequeño sorbo del aguardiente que
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Era de noche cuando llegó a Buenos Aires. Eso le agradó a Ulysse pues
deseaba dormir y amanecer a una nueva vida, despertar en su ciudad
natal como un hombre libre. Por la mañana se levantaría como los
demás, para salir a lo cotidiano. Para él significaba mucho, suponía que
en ello radicaba también la diferencia con su vida anterior. Ahora debía
acostumbrarse a conceptos distintos de las cosas.
La casa de su madre quedaba cerca, pero no iría aún. Quería prepa-
rar esa visita; antes, alimentarse mejor, aumentar de peso y mejorar su
semblante, vestirse adecuadamente. Delia observaría el planchado de su
camisa, el corte de cabello, el estado de sus zapatos. No, él no podía
presentarse así como estaba frente a su madre. Que lo perdonase Islas,
pero su casa materna no sería el primer lugar al que llegaría.
Decidió caminar hasta el vecindario del Abasto; allí, en la calle
Anchorena encontraría el caserón de Josefa Ricci. Ignoraba si le había
guardado la pieza o al menos sus pertenencias. Él no había alcanzado a
darle aviso, pero se habría enterado la noticia por Romagnolo, con lujo
de detalles, seguramente.
Buscaría otro hospedaje si ya no había lugar para él. Ante todo deseaba
reencontrarse con el caserón, con los vecinos, ver cómo crecieron los
niños, tomar un mate en ese patio perfumado por las madreselvas. Y
seguir el recorrido explicativo de Josefa mostrando los últimos arreglos,
las nuevas plantas aromáticas, su pequeña y productiva huerta… Josefa
vivía con la misma intensidad con que su familia trabajaba en aquella
finca de olivares abandonada en Italia. Había perdido un hijo en la guerra
y la hija estaba poblando el patio de niños de diferentes padres, aunque
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nadie lo recordaría. Tal vez hasta las calles cambiarían de nombre, tanto
borrón hace el tiempo.
Una brisa más fuerte se levantó para mover las frondas de los grandes
árboles. Le produjo un estremecimiento, aunque habituado al frío sabía
que allí estaba bajo otra intemperie, ráfagas que intentarían someterlo,
reducirlo otra vez a una expresión denigrante. Dio vuelta a la manzana,
volviendo sobre sus pasos. Mientras se acercaba al caserón de Josefa fue
reconociendo, aun en la semioscuridad de las cuadras, las luces cálidas de
las casas, ladridos, conversaciones y risas, una radio encendida, el humo
tímido de las chimeneas.
No pudo llorar sino hasta que vio esos ojos claros asomando recelo-
sos tras la puerta apenas entornada. Pero enseguida puerta y brazos se
abrieron completos en el recibimiento, y se dejó caer sobre el pecho de
la querida Josefa, porque confirmaba que aún vivía, que lo esperaba y le
disculpaba su tropiezo y esa ausencia que había dolido tanto.
El apretado abrazo escurrió las lágrimas necesarias; pronto sintió crepi-
tar la leña en la cocina y el olor a comida les devolvió a ambos la sonrisa,
mientras ella buscaba la botella con ese licor que acostumbraban beber.
Josefa no se parecía a su madre, en nada podría decir; era una mujer
corpulenta, de modales rudos, con cabello abundante y casi rojo orde-
nado en un rodete envuelto con un pañuelo negro. De usar todo su
atuendo negro había ido eligiendo otros colores para sus vestidos, acon-
sejada por una amiga gitana: “te vistes como te sientes –le decía–, o te
sientes como te vistes, ha’la amiga, ponle un poco de colo’ a tu vida…”.
Y le regalaba un vestido con flores rojas y azules que escandalizaban a
la pobre Josefa; al principio aceptaba y lo usaba porque su otra ropa se
iba desgastando y total sólo sería para entrecasa. Y luego le llegaba una
blusa blanca con primorosos bordados, que no podía rechazar porque
sinceramente le gustaba y así fue abandonando su hábito lúgubre, y como
por milagro también abandonó su mal talante y su costumbre de andar
gruñendo por el corredor, y sus primeros nietos encontraron una abuela
alegre y activa, protectora, que en negro sólo llevaba un abrigo y una
mantilla que permanecía guardada en la valija de cartón traída en el viaje.
La familia había cenado un guiso gordo, como a ella le gustaba prepa-
rar por las noches. En el fondo de la olla el sobrante alcanzaba para una
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–Sabe que es condición del varón el sufrir, / la mujer que yo quería con todo mi
corazón…
Paco dio un respingo, se destapó y se sentó en el borde del catre.
–¡Conozco esa canción!... Empieza así: En un viejo almacén del Paseo
Colón, / donde van los que tienen perdida la fe…
El Cuervo comenzó a golpearse las rodillas con los puños, como
si tocase un bandoneón, marcando el compás. De manera desafinada
y triste, cada uno como pudo, cantaron gran parte de un “sentimiento
gaucho” lejano, congelado en la distancia, acallado para siempre. Ulysse
anotó mentalmente ese tango, porque observó la emoción que provo-
caba en esos hombres, una letra que él prácticamente desconocía.
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XII
Los balcones del barrio desbordaban de flores coloridas, las rejas pare-
cían destilar esos perfumes embriagantes. La ropa tendida y otros objetos
domésticos mostraban lo estrafalario y a la vez pintoresco y familiar que
podía ser. Un organito sonaba en algún lugar, en otra esquina, como
escondido. Pasaba un mateo apurándose en el cruce, con esos caballos
de trote casi marcial. Un viejo se asomaba al atardecer como si quisiera
controlar el devenir rutinario de la calle. Un vendedor de dulces gritaba
su tentadora oferta.
Junto al almacén de licores, una disquería. Negocio nuevo. El propie-
tario se atareaba en la instalación de una vitrola en la acera. Ulysse lo
observó largo rato, apoyado en la pared de la ochava de enfrente. Estaba
disfrutando el reencuentro con la realidad perdida por tantos años, reco-
nociendo las calles, las casas, conmovido por percepciones que antes no
le importaban, como los olores, los sonidos, las conversaciones y los
gritos, los movimientos de la gente. El ritmo de la vida. La vida que en
algún momento estimó perdida para siempre. Allí estaba.
El hombre de la vitrola continuaba manipulando el aparato. No había
transcurrido tanto tiempo desde aquella noche mágica con el misterioso
preso privilegiado, en cuya celda había escuchado por completo varios
tangos, para anotar las letras y memorizar las melodías. Confiaba en que
esas irrupciones del pasado se atemperasen a medida que transcurriera el
tiempo con sus situaciones nuevas.
Por la mañana, en una corta entrevista había obtenido un trabajo. Lo
debía a Josefa y su amistad con don Cobo, el viejo sastre que necesitaba
ayuda de todo tipo en su atiborrada tienda. Así se lo hizo saber apenas
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cruzó el umbral y el otro intuyó quién era él, porque con su mirada lo
midió como para hacerle un traje.
Sin rodeos lo hizo pasar hacia atrás, donde había una cocinita y un
depósito aún más repleto que el frente, en el medio la máquina de coser
y una mesa de planchar. Ulysse arrugó el ceño porque eran objetos que
prácticamente desconocía. Había visto a su madre trabajar en eso, pero
como despreciaba todo lo que aludía a pobreza y escasez, nunca supo
valorar sus habilidades. Ignoraba que el mismo trabajo, en mayor magni-
tud y mejores condiciones podría ser un buen negocio. Delia se las había
arreglado desempeñándose en el mismo rubro, de manera particular,
modesta, sólo con la voluntad de supervivencia para ella y su niño.
“La vida te provee de lecciones, tanto cuando aciertas como cuando
te equivocas”, pensó. Y decidió ser sincero con don Cobo, le refirió sus
antecedentes con la precisión de un agente de policía. Se alegró de no
encontrar en los ojos claros del viejo ningún asomo de juzgamiento.
Como buen amigo de Josefa, lo escandalizaría la mentira y Ulysse, que
estaba comenzando de cero, no necesitaba fingir. Se sentiría más cómodo
con quienes lo aceptaran y se alejaría convenientemente de los rechazos
que le provocasen rencores. Realmente había cambiado y se presentaba
la ocasión para comenzar a demostrarlo.
El viejo portaba su cuerpo menudo por todo el lugar con un andar
rápido y ágil, aunque los achaques de los que hablaba ya no le permitían
subir la escalera ni cargar los rollos de tela. Era hora de delegar tareas.
Siempre había trabajado solo, temporariamente venía una planchadora
cuando él la solicitaba. Debía acostumbrarse a compartir sus horas y
tareas si deseaba mantener el negocio abierto y próspero.
Don Cobo le dijo cuánto podía pagarle. No era mucho, pero le servía
en gran medida. Ulysse pensó en cuánto podía pagar él por esa oportu-
nidad; por ahora la palabra “gracias” no alcanzaba a expandirse en su
corazón como hubiese querido.
El hombre de la vitrola se irguió y cuando comenzó la música se
quitó el sombrero. Ulysse decidió cruzar la calle y acercarse para escuchar
mejor. Carlitos cantó “El día que me quieras”.
“Sabe, Islas, casi lloro como un crío cuando escuché a Gardel en una
esquina de nuestra querida Buenos Aires. ¿La sensibilidad trae flojera?
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Emilio Romero lo hizo pasar enseguida, sin dudar. Era un hombre apaci-
ble, agradable, vestido con buen gusto. Mostraba ese refinamiento en
los gestos de las personas que poseen una alta cultura y educación. Si
bien rondaba los cincuenta años, sus escasos y encanecidos cabellos lo
avejentaban tanto como su andar defectuoso. Él enseguida refería el acci-
dente, como disculpándose ante la mirada interrogante de la visita. No
se había caído del caballo; fue el animal el que cayó sobre su pierna y
luego ninguna operación quirúrgica logró restablecer su normal caminar.
Pero esos sucesos lejanos ya no lo entristecían ni resentían; dedicado a la
enseñanza apenas si recordaba lo sucedido. Estas fueron sus palabras y
Ulysse las aceptó compasivo, aunque indudablemente el maestro nunca
olvidaría aquel episodio que lo condenó a ser un hombre minusválido.
Caminando tras él por un largo pasillo Ulysse admiró el lustre de las
baldosas, y una vez en el salón principal su asombro se amplió ante el
lucimiento de los muebles, el orden y la pulcritud que reinaba en todo el
ambiente e, imaginó, habría de extenderse por toda la casa.
No se hallaba en un lugar así desde la niñez, en la propiedad de los
patrones de su madre, donde se había criado. Una evocación de aquella
vida feliz y plena de comodidades lo embargó. Y con esa capacidad de
emocionarse y la creencia infantil en lo imposible fue hasta el piano, que
reinaba en el centro de la habitación, y puso sus manos sobre él. Nunca
había tocado la madera de un piano; la sintió cálida, templada, como una
extensión del carácter de ese hombre que acababa de conocer.
El maestro, viendo su interés, levantó la tapa del teclado y con un gesto
lo instó a continuar su experiencia. Ulysse presionó suavemente algunas
teclas negras, apenas se oyó el sonido en el silencio pleno de la casa.
–Más fuerte –dijo el maestro.
Obedeció, y la nota sonó limpia y alta. Los dos sonrieron llanamente,
como si hubiesen hallado un juguete nuevo y lo estuvieran revisando.
Emilio corrió hacia atrás el banquillo estacionado junto a los peda-
les y tomó asiento. Ulysse quitó la mano algo avergonzado. El maestro
continuaba sonriendo. Le explicó:
–La tecla debe golpearse con cierta fuerza para que mueva un pequeño
martillo ahí dentro –señaló–. El martillo a su vez golpea una cuerda, que
dará la nota.
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¿Qué sería una buena noticia? ¿Acaso había acertado la lotería? ¿Cuál
sería la buena nueva que podría sacarlo del atolladero? Don Cobo parecía
estar al tanto de ciertas cosas; tenía ese aire de saberlo todo y disponer de
soluciones para los problemas. “Todo se arregla” era su lema.
–Mire, don Cobo, yo… –empezó Ulysse. Iba a decirle que ya no
volvería a trabajar, pero el misterioso paquete y la actitud del viejo lo
intrigaron. Desocupó una silla que estaba cargada de ropa y se la ofreció.
–No te disculpes –interrumpió el viejo–. Mira, en vista de tu interés
por cantar tangos, he preparado algo útil para esa ocasión, que espero
sea prontito.
Ulysse quitó algunos objetos de la mesa para apoyar el gran paquete
y abrirlo con cuidado. El viejo sastre le ofrecía el mejor obsequio que
recibió en su vida: la vestimenta del cantor Ulysse D’Hollbach, el hombre
nuevo.
Fue olvidando la noche terrible transcurrida a medida que desenvol-
vía las prendas, sus manos acariciaban la tela como si fuesen la confirma-
ción del futuro promisorio que lo aguardaba.
Miró al anciano con los ojos nublados por la emoción, lo vio respon-
der con una sonrisa plena de sabiduría. Esto también aumentaba la cele-
ridad con que sucedían las cosas, de pronto sentía otra vez que todo era
posible.
–Creo en la primera impresión, muchacho… –dijo don Cobo. Y así
actuaba, porque creía en aquel joven con berretín de cantor que le había
recomendado Josefa–. Después hay que copar la parada, dependerá de
vos...
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Al salir del trabajo iba hasta la disquería casi corriendo, allí Bartolomé
le permitía escuchar los discos que eligiese. Asombrado por su afán de
aprendizaje, le señaló la existencia de una biblioteca en su propio barrio,
perteneciente al partido socialista. Ese lugar se convertiría en su segunda
casa. Nunca le pidieron afiliaciones ni otros compromisos, pudo leer y
llevarse libros a su gusto, costumbre que a Islas le hubiese arrancado un
aplauso.
Permaneció prácticamente escondido los cuatro días posteriores,
entre la sastrería, el negocio de Bartolomé y la biblioteca. Dejó las clases
de canto temporariamente; como la casa del maestro estaba en San
Telmo, era probable toparse allí con Yuyín Pacheco o la mirada de algún
conocido en alerta. Aún no hallaba la forma de cortar sin traumatismos
con “esa clase de gente”, como decía don Cobo.
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con toda su familia en este lado del río. Pensando el asunto concluyó
en la buena idea de ofrecer la venta a crédito para gente que no podía
comprarla al contado. Para su asombro, las ventas aumentaron significa-
tivamente.
–Quiere decir una letra parduzca… –inquirió Ulysse, deseoso de
discutir. Algunos días sin ver al maestro le pesaron. Al final de muchas
elucubraciones había decidido reintegrarse, ya surgiría cómo vérselas con
Yuyín cuando lo ameritase.
–Ah… –hizo un ademán agradable–, fue una buena compra, la
primera grabación de Gardel es la mejor. Ahora lo está haciendo Canaro
muy bien, con Roberto Maida.
–¿Lo escuchó? ¿Le gusta? –preguntó Ulysse, que no frecuentaba los
lugares donde tocaban esas orquestas, los cabarets Chantecler o Marabú.
Últimamente venía pensando incursionar en el Tabarís, donde tocaba
una de las orquestas de Osvaldo Fresedo, para ir oteando el ambiente. Le
interesaba también escuchar jazz y ver espectáculos de varieté.
Emilio asintió, pero las palabras no coincidieron con su gesto:
–Mira, pienso que luego de Gardel existirá en el tango una perfecti-
bilidad indefinida.
–Entonces puedo dedicarme sin escrúpulos –aventuró Ulysse.
Rieron los dos. Ulysse fue más adelante:
–Usted es pianista. ¿Quién le gusta?
–Varios –respondió el maestro enseguida. En verdad era una época
muy fecunda para la música–. Si tuviera que elegir uno, Di Sarli. Simple,
con matices, es riqueza.
Ulysse se alegró, pues los comienzos de ese pianista se entrecruzaban
con Fresedo; en el fondo su maestro y él armonizaban en sus gustos.
–Volvamos a “Mano a mano”, ¿por qué no podría cantarlo?
–No he dicho eso –corrigió el maestro–, verás cómo te las arreglas
para abordarlo luego de cantar “El día que me quieras”. Debes pensar
bien tu repertorio.
–Es verdad –concedió Ulysse. No había pensado en una unidad, una
armonía entre lo melodioso y las letras poéticas.
–Es un tangazo, de todos modos, eh… –reconoció Emilio, haciendo
girar el taburete hacia el teclado, iniciando la introducción.
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Los días transcurrieron con una cadencia tanguera. Una lluvia torrencial
cayó sobre esas tardes y obligó a Ulysse a recluirse en la biblioteca. Solicitó
un mapa de Europa y pasó unas horas observándolo minuciosamente;
estudió dónde se encontraba París y los nombres de las ciudades aledañas.
Revisó bien el sur de España, allí debía estar aquel pueblo que le indicara
su madre, donde ella había nacido; tenía la esperanza de encontrarlo y
reconocerlo, pero no figuraba, seguramente por ser una aldea pequeña.
De Yuyín Pacheco no tuvo noticias. No apareció en la esquina. Eso
lo colmó de inquietud pues lo conocía bien, le disgustaba que lo dejaran
plantado.
Bartolomé le puso el disco del tango “Viborita”, por la orquesta típica
de Agesilao Ferrazzano. Ulysse quedó asombrado a la primera escucha:
no conocía el instrumental, y nunca había oído el nombre Agesilao. El
vendedor le refirió su recién inventado plan de créditos para la venta de
vitrolas, así a fin del mes podría retirar la suya. Y esto no fue todo: mien-
tras Ulysse revisaba los discos, Bartolomé se inclinó detrás del mostra-
dor buscando algo, reapareció con un papel que tenía un nombre y una
dirección: el dueño del cabaret Charleston era su amigo y estaba buscando
nuevos artistas. Quizás, si él se presentaba…
Volvió a la casona de Josefa bajo la tenaz lluvia, empapado pero
sonriente. Miraba las calles, los adoquines, los árboles, sintiendo que
amaba todo eso, amaba a esos hombres de traje que cruzaban corriendo
con sus paraguas, las casas con sus zaguanes en sombras, esos patios
mojados, bendecidos… Sonreía con su hombría arrabalera, su mirada
plena de romanticismo por la tarde gris, por la buena noticia, por una
primera oportunidad. Amaba Buenos Aires, amaba esos tres libros que
llevaba bajo el brazo, amaba a los poetas, a los músicos, amaba a Simone
que cantaría esa noche y él no podía verla, pero amaba que eso estuviese
ocurriendo y que pasara, porque el pasar es el sentido de la vida.
Se levantaría un fuerte viento del oeste, helado, como comentaban
en la panadería, y eso detendría la lluvia y dejarían de ser vulnerables a lo
gris, al agua y al frío de las piezas con goteras. En los parques los sende-
ros volverían a secarse, esperando la música de los pasos; los tranvías
silbarían en las esquinas, mientras ella, la utópica esperanza, reanudaría
su marcha elegíaca.
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Despertó suavemente, podría decir que era la primera vez en años que
dormía sin sobresaltos ni pesadillas. Imaginó que habrían transcurrido
unos minutos desde la partida de Lezica, porque sintió olor a cigarro. Si
hubiese sido avezado fumador la diferencia de olores lo hubiese despa-
bilado de inmediato. Ya era de noche; la banderola de la puerta parecía
cerrada, de modo que el humo no era de su representante. Junto a la
puerta, de pie, con una pierna encogida contra la pared, el sombrero
puesto hacia atrás y moviéndose burlonamente, como si escuchase una
música lejana, Yuyín Pacheco lo miraba.
Ulysse recordó que no cargaba armas, y acostado llevaba las de perder.
Debía pensar rápidamente, o no pensar y actuar, como aquel lejano día
en el callejón, cuando le salvó la vida. Aquello estaba olvidado ahora,
en algún momento esa cuenta había quedado saldada, tantas aventuras
corrieron cuidándose las espaldas.
–¡Mírenlo…! –exclamó Yuyín socarronamente–. El melódico del
arrabal…
No podía explicarle ni convencerlo, tampoco soportar su desprecio.
Mostraba un completo dominio de sí mismo, aunque era factible que
ya hubiese tomado unas copas temprano, para envalentonarse. Y había
logrado pasar sin ser visto por Josefa, cuya indignación lo aguardaba
tenaz e insobornable.
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Cruzando los ríos Luján y Arrecifes, podía uno creer que comenzaba
a transitar un desierto sin límites. Ulysse nunca se había encontrado así,
frente a tal inmensidad. Era una impresión, porque cada cuatro leguas se
hallaban postas, pueblos y pulperías, y yendo por los caminos reales, se
entraba a las ciudades grandes. Pero, y muy a pesar de haber conocido la
intemperie de la Patagonia en aquel fugaz y accidentado viaje de regreso,
nada lo había impresionado como esta vastedad.
–¿Y esto dónde termina? –exclamó.
–No se preocupe, compadre, nosotros daremos una vueltita por acá
nomás… –respondió Pablo Lezica, como si la hubiera visto completa.
La pampa se manifestaba ante ellos como un ser silencioso, descono-
cido, dispuesto a demostrar su superioridad, aprovechando la sensación
causada en los viajeros.
Los Tapia no se veían tan impactados. Habían vivido algunos años
en la zona de Luján, en una chacra, y por esto también conocían sobre
labores rurales como la agricultura, la lechería y la crianza de aves. Hasta
que un pariente los convenció de instalarse en Buenos Aires para trabajar
en una empresa llamada Alpargatas, que fabricaba calzado de lona con
suela de yute. Faustino y su familia abandonaron la dura vida de campo y
comenzaron a transitar la desapacible urbanidad. No obstante, rescataba
haber logrado que uno de sus hijos, Joselo, estudiase música. El resto, el
cómo habían llegado hasta aquí, era un rosario de calamidades familiares,
enfermedades, muertes y separaciones que luego, en vista de esa gran
llanura donde otrora fueron felices, les provocaba sobrecogimiento.
Andando el carro se sintieron peregrinos errando por una planicie
monótona de cielo y tierra, llevando la música y reconociendo que ese
silencio era otra música que sabía impregnar el pecho y debía respetarse.
La ciudad de Mercedes estaba a unas veinte leguas. Lezica había arre-
glado una presentación en la pulpería de don Salvador, pero resultaba
inviable cubrir esa distancia de un solo tirón. Aprovecharían las postas y
almacenes que encontrasen en el camino para descansar, comer y realizar
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noches de luna llena. El fuego iluminaba los rostros de esos hombres que
narraban y reían, se sorprendían y callaban, pasaban el mate, se emocio-
naban. Ulysse los imitó. Si él pudiera contar su parte… pero su historia
era verdadera y estaba encerrada en una isla, al final del mundo. Lo que
cargaba eran resabios, cicatrices que procuraba ocultar bajo la camisa
cosida amorosamente por don Cobo. Su nueva vestimenta le devolvía la
identidad que le había quitado el uniforme de preso. Ahora era el cantor
Ulysse D’Hollbach y si refiriese su pasado probablemente no le creerían,
pensarían que estaba hablando de otro hombre. Y tal vez en ello llevarían
razón.
Lezica fue a buscarlo para dormir cuando ya amanecía. Caminaron
por una calle amplia en cuyo final se asomaba el sol; vieron esa trans-
formación de la bóveda oscura, la progresiva luz que inundaba todo en
unos instantes. Tuvieron que cerrar los ojos y detener la caminata ante
esa magnificencia.
–Muchas veces, en solitario, me siento un vaso vacío. Pero hoy, este
amanecer me llena –dijo Ulysse.
–Muy lindo ese pensamiento –halagó Lezica–, tendrías que escribir
alguna letra…
Permanecieron en ese paraje todo el fin de semana. Durmieron en
una posada modesta, con habitaciones grandes, donde se acomodaron
bien los cuatro. Maciel descansó en la volanta la primera noche y en la
segunda el dueño de la pulpería le ofreció un catre en el galpón.
Tocaron también en el Club Social, turnándose con una orquesta
característica rosarina que andaba haciendo su gira, igual que ellos. Esa
noche se divirtieron mucho, hasta bailaron, instados por Lezica y la
simpatía de las muchachas del lugar. No comprendían de dónde había
surgido tanta gente, no habían dado crédito al pulpero cuando se los
dijo, pero luego pudieron comprobarlo. El pueblo era el centro de todas
las actividades sociales; incluso acontecimientos ordinarios se transfor-
maban en salidas recreativas, como el paso del tren. Los domingos una
multitud se reunía en la estación para recibir visitas, buscar encomiendas
o simplemente ver pasar el convoy.
El lunes partieron muy satisfechos y con optimismo pleno por el buen
devenir del resto del viaje. Pero la inmensidad los sumió de nuevo en su
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poderío hipnótico. Les preparaba una prueba que a todo viajero aguarda.
Al mediar el día, cuando se detuvieron a comer debajo de unos árboles,
ya se había nublado y una brisa tibia los acaloraba. Maciel presagió una
tormenta. Sin creer que podía ocurrir con tanta rapidez como anunciaba,
ellos quisieron terminar y hacer una siesta.
El cochero aseguró el caballo y el carro, porque sabía. No supieron
dónde guarecerse. De pronto comenzaron a caer unas gotas pesadas que
los despabilaron. Corrieron y subieron a la volanta. Ulysse miró por la
ventanilla con ojos de niño asustado: nunca había visto un espectáculo
semejante. Las nubes oscurecidas parecían juntarse con la tierra, los true-
nos retumbaban hasta el estremecimiento y los relámpagos alumbraban
furiosos la tarde anochecida. Aunque los Tapia también sabían de qué se
trataba, cruzaron miradas de incredulidad y temor. La tormenta pasaría
rápidamente, pero dejaría sus estragos. Todos entendían la precariedad
del refugio en que se hallaban.
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nada, redoblaron sus atenciones. Sacaron unas botellas con bebidas fuer-
tes y les convidaron, para combatir el frío y levantar los ánimos. Hicieron
beber también a Maciel, con intención de despertarlo y darle fortaleza.
Horas después, entrada la noche, llegaron a un paraje silencioso,
quieto, que parecía deshabitado. Allí no se notaba el paso de la tormenta,
el sendero y el breve terraplén de acceso estaban secos y polvorientos.
Para Ulysse y Pablo Lezica resultaba extraño; los demás estaban habitua-
dos a estos fenómenos.
Uno de los árabes se adelantó y golpeó la puerta. No había luces
encendidas, en días de semana la actividad se reducía y a las diez de la
noche cerraban. Cuando les abrieron, explicaron acerca de la tormenta y
el accidente de Maciel, hablando todos a la vez. El pulpero, ya conocido
de los árabes, fue hacia el interior del salón y vociferó un nombre. Volvió
hacia ellos y explicó:
–Está el médico del pueblo. Vino a ver a mi señora y lo invitamos a
pasar la noche, por si la tormenta agarraba para este lado. Pero tuvimos
suerte, y ustedes también.
Juntaron tres mesas y allí pusieron a Maciel, que hablaba en guaraní
quejándose de sus dolores. Buscaron mantas y cueros y los plegaron para
poner bajo su cabeza, de manera que quedase más arriba que el cuerpo,
para que la sangre no presionara, les explicó el pulpero. Evidentemente
su amistad con el médico le proveía también conocimientos.
Una puerta se abrió en el extremo del salón y apareció un hombrecito
que podría tener unos cien años, aunque muy ágil, revoleando sobre sus
hombros el guardapolvo, mientras trataba de embutir sus brazos en las
mangas.
Llegó junto al herido, se calzó unas gruesas gafas y se acercó a su
cabeza, como si quisiera olerlo.
–Una gran herida para una gran cabeza… –murmuró, y enseguida
miró expresivamente al pulpero, que salió rápido y regresó con un male-
tín y un estuche de chapa.
–Lo pateó el caballo –informó Faustino.
–Ahá –respondió el médico, preparando los instrumentos para sutu-
rar–, es afortunado.
Una vez atendido Maciel se reunieron para considerar los próximos
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–Eres un buen hombre –respondió Josefa, y cerró los ojos para fina-
lizar la conversación.
Entonces Ulysse dijo sentidamente esa palabra que comenzaba a
pronunciar más a menudo:
–Gracias, Josefa… Grazie di tutto.
Ella movió apenas los labios: nada tenía que decir, sus actos habían
hablado por sus palabras.
Algunos días más tarde se encontró con don Cobo, Ana y los niños
siguiendo el coche fúnebre que la llevó al cementerio de la Chacarita. La
América le abría ahora el seno de su tierra, para continuar enriquecién-
dose, transmutando en historia la vida de los anónimos inmigrantes que
la soñaron, la engendraron y la parieron.
Bajo una lluvia pertinaz Pablo Lezica manejaba el automóvil, vestido
de negro perfecto. Les recordó un dicho popular: “al morir una gran
persona siempre llueve”, aunque eso no era consuelo para nadie en ese
momento. Guardaba su noticia para cuando cerrasen la tumba y plega-
sen los pañuelos del llanto, respetando los tiempos de la muerte y de los
vivos. Porque era una novedad grandiosa y el dolor reciente la nublaría.
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no querían hacer trato con nadie, esperaban que Ulysse regresara para
seguir con él.
Caminaron un tramo por la Rue Muffetard, plena de vendedores,
cafés y casas de comida. En la parte edilicia no encontraban grandes
diferencias con alguna esquina del centro de Buenos Aires. La gente sí
parecía distinta, bien vestida, gran cantidad de automóviles poblaban las
calles, el movimiento era intenso y llegada la noche las luminarias daban
su espectáculo.
Ulysse y Pablo se hallaban bien, cómodos y risueños. Ulysse, ansioso
por entablar conversación con un francés y ver cuánto podía entender el
idioma. ¡Ah, lo emocionado que estaría Islas en este momento, sí, señor!
–¿Sabías que esta calle antiguamente fue una vía romana? –preguntó
Ulysse, exhibiendo erudición.
–¡Te has puesto a estudiar, compadre! ¡Cuánto te has aplicado a este
viaje, te felicito! –contestó Pablo.
–Entremos allí, pidamos una crêpe con algo dulce, ellos saben de
esto… –dijo Ulysse riendo, y lo obligó a entrar en La Fontaine, donde
permanecieron hasta la hora de la cena.
Ulysse nada quería perderse, miraba todo lo que podía abarcar y
memorizar. Habló entusiasta con el mozo, intentando comprender y
explicarse. La comida era exquisita y la bebida aún mejor.
Calculó cuántas probabilidades existirían de que Simone apareciera
por allí, pudiesen verla pasar o descubrirla almorzando en algún restau-
rante. Escasísimas chances, siendo esforzadamente objetivo, de encon-
trarla en ese periodo de estadía tan corto. Por tal razón decidió referir a
Lezica su pasado, completo y crudo, porque ahora vivía con la verdad y
su representante merecía conocerlo íntegro. Y sería quien arreglase las
circunstancias propicias para su esperado encuentro.
La franqueza de un hombre debe incluir sus ilusiones y afanes,
su excepción puede hacer confundir con un espectro que vanamente
busca su humanidad. Allá los otros si rendidos a la apariencia logran su
contento; la vida, sin el intrépido espíritu, sin la sed de travesía, es tan
frágil que puede quebrarse en cualquier instante.
Lezica lo escuchó con atildamiento; algo sabía. Si bien un largo trecho
mediaba entre una vida marginal, de pobreza y malas decisiones, y varios
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Era la noche más importante de su vida, había vivido para esto. Allí
estaba, por fin, la mujer que lo había transformado en el hombre presente:
Ulises López, ahora Ulysse D’Hollbach, por ella. Podía verla desde el
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–Et cette image... l’utiliser dans vos moments intimes? –le preguntaba, gustosa
por lo escatológico.
–No sólo yo, todo el pabellón… –respondía él, obviando aque-
llas ensoñaciones nocturnas, pedidos y rezos que provocarían mofa e
ironías–. La hallé usada y recortada… Je l’ai trouvé usé et coupé.
Entonces ella decía aquello, vanamente, para despertarle celos, y
luego permanecía en silencio misterioso:
–Qui ferait cela?
“¿Quién habría hecho eso?” Él respetaba esos abismos, pertenecen a
cada uno y cualquier intromisión es inútil.
Simone buscó la fotografía (la descripción detallada de Ulysse le
facilitó el hallazgo) y se la obsequió, con el gesto lacónico de quien
entrega el recuerdo de un antepasado. Le debía a su madre esa postura
afín a lo libertario, aunque en su conducta diaria se contradijera. No
obstante, nunca tuvo una mirada moralista sobre el pasado referido por
Ulysse, actitud que él siempre le agradeció. Afirmaba que los pretéritos
allá deben quedar; cuando vienen al presente sólo traen su dolor. Nunca
dio cuenta una palabra de su vida íntima, aunque se denotaba exube-
rante. Había construido su propia prisión, de la que debería liberarse
sola.
Después del amor, ella dormía y Ulysse pensaba. Hubiese sido impo-
sible imaginarla así en aquella fotografía que lo cautivó, en la prisión del
fin del mundo. La observaba en esa postura, con los pétalos sueltos de
una flor como besos bordándole los hombros, pensando que mientras
la amaba apasionadamente iba olvidándose de ella. Era desesperante. Se
olvidaba de su Simone, que no era ella, nunca podría ser… Si conti-
nuaba junto a esta, aquella se borraría para siempre, en esas tres o cuatro
fotografías conseguidas, arrojadas a la lluvia. Era una verdad demasiado
evidente y él sostenía un compromiso con la verdad y la evidencia.
Sin discutir, renunció a su paseo por el parque y la cena romántica en
la Tour d’Argent porque Simone no quería mostrarse en público. Caminar
tomados de la mano bajo los árboles, pequeños retazos y detalles de todo
lo soñado, no podía cumplirse y le provocaba pequeños dolores, como
pinchazos molestos a pesar de que, en líneas generales, su sueño quedaba
largamente completo.
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“¡Y qué importa si amé y nada más / hasta acabar en locura!... / La única vez que
pudo ser / esa mujer como ninguna…”. Estaba componiendo, escribiendo una
canción ¡para ella! Esto ya era el colmo. ¡Ah, ya escuchaba la carcajada de
Islas! ¡Loco por completo, hombre, por completo…! Pero febrilmente, así
como imaginaba ese estado en que debían escribirse los tangos, continuó
un poco más: “… Y quién le dice usted perdió, se equivocó / cuál fue coartada o culpa
/ ¿quién paga tal moralidad? / Para perder se necesita tanto juego recorrer, / yo sólo
amé, dígame usted cómo se vive igual / después de amar, / de pensar que todo es cierto,
y despertar / después…”. ¡Era su historia, este estribillo! Su propia historia.
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Así como supieron a primera vista que todo comenzaba entre ellos,
también percibieron el final. Los dos sonrieron bajo el diluvio. El sueño
más feliz / moría en el adiós…
–C’est la vie –dijo él.
–Gracias –dijo ella.
–Tu es incroyable, ne l’oublie pas –le dejó su flor última.
–Tú eres asombroso, no lo olvides… –devolvió ella–. ¿Cantaremos
“El día que me quieras”?
–Bien sûr! Grabaremos un disco juntos, qu’en penses-tu?
La desolación les quebró la voz. Ulysse regresó a Buenos Aires y
Simone a su retiro en la Provenza. Lezica se vio obligado a postergar
todos sus compromisos, alegando cuestiones familiares que lo requerían
en Argentina.
Transcurrió un tiempo de silencios y recogimiento. Ulysse escribió
una última carta, la reunió a sus otros escritos y despachó todo en un
sobre con destinatario en la prisión de Ushuaia.
Ana Ricci dio a luz un varón al que llamó Ulises. El flamante padrino
fue de gran ayuda, especialmente en el cuidado de los otros niños, en
la casona. Cuando ella regresó del hospital, Ulysse había arreglado las
habitaciones y había cobrado la renta a los inquilinos. Todo era orden y
limpieza.
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Agradecimiento
A Mercedes Aguirre, por su amistad incondicional y sus valiosos
aportes y sugerencias. Sin dudas su mirada de artista orientó mi escritura
hacia la mejor versión de esta historia.
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