Mil Veces La Vida PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 192

MIL VECES LA VIDA

1
MARÍA ELENA SOFÍA

2
MIL VECES LA VIDA

Mil veces la vida

3
MARÍA ELENA SOFÍA

4
MIL VECES LA VIDA

María Elena Sofía

Mil veces la vida

5
MARÍA ELENA SOFÍA

Sofía, María Elena


Mil veces la vida / María Elena Sofía. - 1a ed. - Rojas: Nido de Vacas, 2020.
192 p.; 21 x 15 cm. - (Cicatrices; 5)

ISBN 978-987-47084-6-5

1. Narrativa Argentina. I. Título.


CDD A863

© 2020 María Elena Sofía


© 2020 Nido de Vacas Ediciones

Edición: Federico Riveiro, Ezequiel Evangelista y Ludmila Padilla.


Arte de tapa e ilustraciones: Santiago Boscacci.
Diseño: Nido de Vacas Ediciones.
Diseño de la colección: Emiliano Raggi.

iliano Raggi
COLECCIÓN
Colección Cicatrices/5
Cicatrices Novela
NARRATIVA facebook/nidodevacasediciones

Primera edición: Noviembre de 2020

ISBN: 978-987-47084-6-5

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta


publicación puede ser reproducida, almacenada o
transmitida por ningún medio sin permiso de los editores.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723


Impreso en Argentina. Printed in Argentina

Integrante de

Pueblos Originarios 71 - Rojas - Buenos Aires


#188 RUTA EDITORIAL

+54 9 2474 590202 / [email protected] www.188rutaeditorial.com.ar

6
MIL VECES LA VIDA

“La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo,


el intento de un camino,
el esbozo de un sendero.”

Hermann Hesse

7
MARÍA ELENA SOFÍA

8
MIL VECES LA VIDA

Febrero en París. Ulysse camina por el Boulevard de Garavan, lo hace


habitualmente para llegar a su casa. Es una figura alta y oscura, de andar
lento, puede uno calcular los ochenta años viéndolo aun de lejos. Vive en
Menton desde hace mucho tiempo, podría decir de toda la vida. El viento
lo empuja suavemente colina arriba, una mano acariciante, los últimos
remolinos traviesos del invierno. En los capullos secretos se disponen
a despertar las flores que bordearán este camino hacia el promontorio.
Más de cien años haciendo lo mismo en ese lugar, preparando azules
y amarillos magníficos cada vez, y el verdor en lo que ahora es gris se
presiente en el trino de los pájaros. Pronto sucederá una explosión multi-
color porque la savia vuelve a correr, reiniciando su épica andadura.
Ulysse observa esos pensamientos, se detiene en su belleza, en la paz
que le provocan. Más adelante, el banco viejo donde suele descansar
unos minutos está ocupado por una pareja de jóvenes que se abrazan y
se besan. Sonríe cálidamente, decide dar un rodeo para no sobresaltar-
los. Quiebra su marcha sobre la hierba amarillenta dando grandes pasos,
anotando que es la primera vez en mucho tiempo, o en todo su tiempo
de caminante, que desvía su ruta habitual y se interna en el pequeño
parque. Escucha el trino íntimo y querido de los pájaros. Hay otros árbo-
les desnudos y algunos arbustos. Y allí, medio escondido, de manera que
nunca antes lo había visto, otro banco. Ulysse apura sus pasos y toma
asiento, vanamente ansioso, pues nadie más se encuentra cerca con inten-
ción de ocuparlo. La brisa ahora le da en el rostro, en el perfil derecho.
Todo parece algo distinto desde allí, aunque apenas se ha desviado unos
pasos de su recorrido acostumbrado.

9
MARÍA ELENA SOFÍA

Los jóvenes están justo enfrente, distantes y absortos en sus caricias.


Ulysse sonríe. Piensa que esa escena –ella y él sentados en un parque,
ensimismados el uno en el otro, gozando esa burbuja del enamoramiento
y los besos precipitándose como torrentes–, es la que no pudo vivir con
Simone. Tal vez la única plenitud que no logró conseguir. Le provoca
una nostalgia extraña, un sentimiento raro, recóndito, asomando de
pronto. Él había soñado, como había soñado tanto más, que después de
los primeros besos hubiera sido factible que ya no quisieran detenerse,
pero en un lugar público se hubiesen visto obligados a postergar el goce,
a domar el deseo. Ella habría tomado su mano desesperada y la pondría
en su cintura, un lugar socialmente aceptable. Los dos habrían reído y
prometido maravillas para más tarde, por la noche, luego de una cena
romántica en la Tour d’Argent.
Pero no sucedió. El encuentro en el parque entre Ulysse y ella nunca
pudo concretarse. Los colores ocres se borronean un poco ahora; parpa-
dea rápidamente, la brisa le provoca lágrimas, el médico le ha recetado
unas gotas para sus ojos sensibles, pero esta vez culpa al recuerdo de
Simone. Ahora la pareja de jóvenes es una pintura impresionista que lo
conmueve. ¿Hubiese sido esa la imagen final de la película que fue su
vida? Él y Simone besándose, y “FIN”; la escena se esfuma en el negro
de la pantalla, “y fueron felices…”. Lo ignoraba. Pero estaba seguro de
algo: la precisión y el oportunismo del tango “Caminito”, el adelanta-
miento que produce una obra en la vida de las personas, en lo inexorable,
como para ese muchacho que ahora estrecha el paraíso entre sus brazos
y un día sería él, ese joven habría de ser él en ese Caminito que el tiempo ha
borrado / que juntos un día nos viste pasar. / He venido por última vez, / he venido
a contarte mi mal… No importan los lugares del mundo, Olta o una calle
de La Boca en Buenos Aires, el significado del adiós y el tiempo; el sufrir
del alma humana parece un hogar universal.
De pronto Ulysse se sobresalta: ha escuchado las notas de un piano,
inseguras, indecisas; debe tratarse de un principiante. Pero ahora es tarde,
ya lo ha tocado la memoria. Últimamente evita escuchar música, sobre
todo en piano, porque implacable la película se desarrolla frente a él, una
y otra vez. En el presidio del Fin del Mundo Hengis encendía la radio,
siempre en la misma emisora, cuando iniciaba el concierto del mediodía

10
MIL VECES LA VIDA

y justo a la hora de la comida ordenaba a sus guardias buscar uno de los


prisioneros para interrogarlo, humillarlo, castigarlo y devolverlo medio
muerto a su celda, de tal manera que entendiesen todos quién tenía el
poder sobre sus vidas, puercas vidas menos valiosas que una bolsa de
frijoles. Nadie escapaba de allí, y quienes alcanzaban tal proeza morían
afuera, bajo la nieve o el frío que casi todo el año azotaba la región austral.
Era el año 1933. Ulysse D’Hollbach (entonces su nombre era Ulises
López) había sido enviado a ese infierno como criminal común rein-
cidente junto a un grupo de asesinos y algunos confinados por causas
políticas.
Recién cuando vio la mole oscura de la prisión, al otro lado del
estrecho de aguas turbulentas, cayó en la realidad, de lleno. Bajaron del
camión que se había averiado y en medio de la noche gélida debieron
caminar durante dos horas hasta la playa, donde los esperaba el bote con
los guardias. Ulysse marchó estoicamente por el camino sinuoso y luego
entre las piedras, su cuerpo era liviano y los botines que le habían dado
por milagro le calzaban bien. Algunos hombres caían o se retrasaban y
eran empujados e insultados por los custodios.
Doloridos y temblando por el frío que les llegaba a los huesos, les
causó cierto alivio descubrir la silueta de la prisión, pues aparecía como
un refugio en la isla desierta, su oscuro destino. Ulysse miraba los rostros
de aquellos hombres hoscos y de ojos severos, gente dura y peligrosa,
abatidos sin embargo por el viaje y la desesperanza. Hubiese jurado que
al ver el lugar al que llegaban, escuchó un murmullo de angustia.
Los hicieron entrar en doble fila. No había peligro alguno de escape,
llegaban desfallecientes; hasta los guardias sentían el agotamiento y
empuñaban ansiosos las armas, tratando de acelerar el trámite de ingreso,
que requería hacerlos pasar por la oficina de la Intendencia, revisarlos,
requisar todos sus objetos y proveerles el uniforme clásico de la prisión,
con un abrigo de dudosa efectividad. Para ellos comenzaba una nueva
existencia, sombría e instintiva, destinada a expiar sus crímenes.

El día 28 de enero de 1911 Delia López hizo la tarea de parto casi en


soledad. Aún se encontraba en el Hotel de Inmigrantes, a la espera del
padre del niño, quien nunca apareció.

11
MARÍA ELENA SOFÍA

Cuatro meses de privaciones, las penurias del viaje, incomodida-


des y temores desembocaron en un parto prematuro, pero el niño se
veía robusto. Muy cerca se encontraba el Hospital, cuyo edificio junto
a la Oficina de Trabajo y la Dirección formaban una especie de ciuda-
dela donde se llevaba a cabo la recepción de los inmigrantes. Por ello,
apenas se descompuso algunas personas ayudaron a Delia a llegar hasta
la Sanidad.
El niño lloró a la primera nalgada, como señal de su temperamento
contestatario. Una mujer desconocida se acercó a ella y le ofreció vesti-
menta para el bebé. Era una persona de alta sociedad que solía realizar
ese tipo de visitas caritativas. Le sugirió un nombre, Ulises, y eligieron
ese, presagiándole quizá una propia y singular odisea. Ella estaba encan-
tada con el niño, le preocupaba el futuro de esa madre sola, recién venida
a un país nuevo, sin trabajo, que se veía obligada a aceptar la beneficencia.
Tiempo después esa persona tan atenta y amable con Delia y Ulises
consiguió ubicarlos en una casa de familia, donde ella se dedicaría a las
tareas de la casa y al cuidado de los hijos de los señores. Era una familia
muy rica que poseía hacienda en la provincia; el hombre administraba
todo desde allí y viajaba de vez en cuando, mientras que la esposa era una
joven enfermiza y distante con la servidumbre.
Delia y su hijo permanecieron en esa casa nueve años, hasta que el
señor falleció en un accidente de caza en el campo. El apoderado de la
viuda, seducido por la fortuna, le aconsejó volver a Londres, en su isla
natal, donde podría educar mejor a sus hijos y permanecer junto a su
familia. Para que no se desvele, él administraría sus propiedades puntual
y solícitamente y le enviaría los dividendos resultantes. En nombre de la
gran amistad que había sostenido con su esposo, lo haría.
No necesitó insistir demasiado, pronto la mujer preparó las valijas
y se marchó con sus hijos. Le dejó a su apoderado la ingrata tarea de
despedir a todos los dependientes y vender la casa. Delia, que había
logrado guardar unos ahorros, buscó una casilla precaria en el barrio del
puerto, la compró y arregló para vivir con Ulises. Con paciencia e inven-
tiva la transformó en una vivienda modesta pero habitable, digna. Había
adquirido algunas habilidades: cocinar, lavar, planchar y coser. Siempre
recordó buenamente a esos señores y nunca olvidó a aquella señorita de

12
MIL VECES LA VIDA

alta alcurnia que le ayudó en un momento tan difícil. Le recordaba eso a


su hijo, si algún día rezaba, si alguna vez, aunque por milagro se hallase
frente a Dios, le pidiese especialmente por el alma de la señorita Llamas.
Ulises no le salió religioso, ni educado, ni agradecido. Era un niño
inquieto e iracundo. No comprendió el motivo de mudarse de aquella
casona preciosa donde él casi convivía con los hijos de los dueños a ese
lugar deprimente, feo, pobre. El nuevo hogar no le gustaba, se lo decía
a su madre todos los días. Quejoso de la distancia que ahora lo separaba
de la escuela, comenzó a ausentarse solapadamente. Tampoco aceptó
el traslado a un colegio más próximo. Le faltaba un año para terminar
cuando abandonó de modo definitivo. Aferrado a su capricho provocó el
primer cambio drástico en su vida, una seguidilla de eslabones perfecta-
mente organizados que integraron sus cadenas. Tanto fue así que mucho
tiempo después, y por otras razones, llegó a sustituir su propio nombre
por el de Ulysse D’Hollbach.

Ulysse ganó pronto la calle. Conoció a Yuyín Pacheco, un muchacho


que ya fumaba y bebía acodado en los mostradores. A él no le atraía el
alcohol, le generaba problemas; muchas veces tuvo que sacar a su amigo
de entreveros peligrosos. Porque para salir con vida había que mostrar el
cuchillo y luego espiantarse rápidamente.
La ocasión que los presentó fue una de esas. Ulysse caminaba por el
barrio del Abasto rumbo a la casa de un vendedor del mercado al que
ayudaba con el reparto de frutas y verduras, para saber si esa semana lo
iba a ocupar. El dinero escaseaba y no caería en la indignidad de pedirle
a su madre. Todavía era menor de edad, pero había decidido indepen-
dizarse, entonces debía también tomar las riendas de su vida y de su
economía.
Era casi de noche. Cruzaba un callejón silencioso. De pronto se
sobresaltó con los gritos. Dos gruesas voces y otra un poco más aguda,
estrangulada de un joven, irrumpieron desde un zaguán. Ulysse volvió
sobre sus pasos, dudando. No deseaba meterse en líos, pero era más la
curiosidad que su temor. Le gustaba ver peleas de lejos, de afuera. Se
asomó y pudo ver que dos grandotes tenían agarrado a un muchacho
flaco, alto pero quebradizo, sin demasiado desarrollo muscular. Uno de

13
MARÍA ELENA SOFÍA

los atacantes lo sostenía contra el muro con ambas manos en su garganta,


casi en vilo, y el otro lo revisaba y cada tanto le daba un puñetazo en el
estómago.
Ulysse llevaba oculto entre sus ropas un pequeño cuchillo, obsequio
del hijo mayor de los antiguos patrones de su madre. Era un objeto corto,
la hoja casi del mismo tamaño que la empuñadura, hecho de madera y
metal; lo usaban en el campo para castrar animales. La vaina era de cuero
crudo de vacuno. A Ulysse le pareció un regalo fabuloso, en cambio su
madre meneó la cabeza con disgusto.
Apenas se asomó, los dos atacantes lo vieron y soltaron su presa.
El joven gritaba como una gallina. No supo cómo, pero al hacer dos o
tres pasos hacia ellos, el cuchillo ya estaba desnudo en su diestra. Ulysse
no tenía un porte que provocase respeto, físicamente era de estatura
mediana, nunca había peleado así, en la calle y con cuchillo. Tal vez el
hecho de que no lo conocieran desconcertó a los hombres, y también al
agredido que se calló, se recuperó y con la velocidad del rayo pasó frente
a los grandotes, enfrentó a Ulysse y esquivándolo le dijo: “Corre”. Y así
fue que corrieron uno al lado del otro, unas siete cuadras, vigilando cada
tanto la retaguardia. Los otros no atinaron a perseguirlos, persuadidos
por la agilidad de los jóvenes en la huida. Llegaban a una calle más amplia
e iluminada y recuperaban el aliento, cuando se presentaron.
–Yuyín Pacheco.
–Ulises López.
–Gracias, esta te la adeudo…
–No hay porqué, ¿qué querían ésos?
–Tengo unas cuentas que pagar, pero ya lo había arreglado, no sé por
qué me mandaron a estos monos.
–Por ansiedad.
Yuyín rompió a reír mientras se acomodaba la ropa. Tenía la camisa
hecha jirones y el saco estaba embarrado, pero reía.
–Ah, ja, ja… ¿Ansiedad dice usted? Puede ser… ¿A qué te dedicas,
López?
–Bueno, un poco de todo… Ahora voy a ver al frutero del Abasto,
siempre me da changas los días de reparto.
–¿Te presta el carro?

14
MIL VECES LA VIDA

–A veces, sí.
–¿Conoces bien la ciudad?
–Uf, como la palma de mi mano.
Recién entonces reparó que había corrido empuñando el cuchillo.
Sacó la vaina y lo guardó.
–Está lindo el verijero –observó Yuyín–, ¿dónde lo obtuviste?
–Es un obsequio –dijo Ulysse; desconocía la clase de su cuchillo, pero
no iba a dejar que el otro se diera cuenta.
Yuyín parecía haberlo ya estudiado muy bien.
–Es un castrador, es para guapos, tienes que estar bien cerca del taita
para entrarle.
Ulysse no contestó porque era el primer episodio que vivía. Yuyín
anotó su silencio y luego de unos instantes le sugirió, adivinando:
–Hay que aprender a usarlo.
Caminaron hacia la casa del frutero. A los pocos minutos hablaron
de todos los temas, como si fuesen viejos conocidos. A Ulysse le agradó
que Yuyín lo tratase de usted cuando quería chancear, y también que
se interesase por su vida, saber de él, qué pensaba de esto y aquello.
Últimamente se encontraba muy solo, veía poco a sus antiguos compa-
ñeros de colegio y necesitaba una amistad. El otro pareció advertirlo y
ocupó ese lugar que Ulysse comenzaba a presentir vacío.
Poco a poco y andando el tiempo, su amigo lo persuadió de “hacer
trampa” en las entregas de verduras y utilizar el carro de su patrón para
llevar a cabo un reparto propio con mercadería que un conocido de
Yuyín, Romagnolo, le tenía preparada en paquetes.
Ulysse no sabía qué contenían esos paquetes, ni le importaba, la paga
era buena. Tan buena que no se inquietó cuando el verdulero del Abasto
lo echó de mala forma al descubrir sus estafas. Había hecho una buena
base de ahorros, toda su existencia descansaba en esa tranquilidad. Su
patrón estaba decepcionado, ya no era el muchacho que él había conocido.
Ulysse, en cambio, no salía de su sorpresa, pues no sintió nada.
Mientras el hombre le recriminaba su conducta veía como un espectador
la escena grotesca, el otro atacado por los nervios, insultándolo, arro-
jando frutas y paquetes de verdura por el aire. Todo eso le causó gracia.
Yuyín le había dicho:

15
MARÍA ELENA SOFÍA

–Un día te descubrirá. Preparate. Lo que sientas en ese momento te


marcará para el resto de tu vida.
Yuyín estaba ebrio cuando se lo dijo y Ulysse desestimó el significado
que podría tener. Ahora percibía claramente la razón. Y lo que sentía era
cierto pudor por no avergonzarse, ni arrepentirse, ni enrojecer siquiera.
Más asombro: se encontró pensando en su cuchillo, envainado apretán-
dole la espalda, y que no habría de dudar en sacarlo si ameritaba. Yuyín lo
sabía ya cuando le dijo eso, como si lo conociera de nacimiento.
El episodio pasó y se olvidó, y apareció otro negocio y luego otro,
siempre asociados a un tal Romagnolo, un hombre largamente mayor que
ellos y que regenteaba una casa de citas en San Telmo. Era un hombre
de modales amplios, generoso, organizaba fiestas, bailes, conocía gente
importante y alardeaba de tener changüí con la policía. La delicia de su
vida, de sus conocidos y también de los agentes de la ley eran sus cuatro
hijas, que llevaban adelante el establecimiento demostrando destrezas
de diversa índole. Una de esas jóvenes posibilitó a Ulysse su iniciación
sexual, una especie de maldición que no había logrado vencer todavía y
que el mismo Romagnolo le quitó de encima presentándola y haciéndole
un gesto para que lo llevase a la pieza.
El tiempo transcurrió luminoso: buenos contactos, amigos, algunas
escaramuzas con otras pandillas… Ulysse se convirtió en un malandra,
madurado en la calle, aprendiz de todos los vicios, poco instruido y sin
embargo muy perspicaz e inteligente para negociar pequeñeces, como
conseguir tabaco, traficar información, hacer entregas. Era el tipo de
“trabajos” a los que se dedicaba, asesorado por Yuyín; prometía más
dinero que un empleo que nadie le daría.
Sabía dónde estaba su casa y que su madre siempre lo esperaba, pero
mantenía distancia para protegerla del peligro que le acarreaba su estilo
de vida. Cada tanto le llevaba unas ropas para lavar y planchar, le dejaba
unos pesos y desaparecía. Para Ulysse su madre era hermosa, con esa
belleza envuelta y protegida por un halo bondadoso. Era una mujer dimi-
nuta y trabajadora, con el rictus de la perseverancia grabado en su rostro.
Había logrado comprar la casita trabajando como costurera. La “vieja”
no se quejaba, no recriminaba, no insultaba, sólo le recomendaba que se
cuidase, siempre y cuando la escueta conversación lo permitía.

16
MIL VECES LA VIDA

–Cuando pasan las cosas, los que están acomodados se salvan, y caen
los perejiles… –rumiaba en voz alta.
Nunca le dijo quién era su padre, Ulysse nunca le preguntó.

Esa noche del año 1933 Ulysse desconocía el destino de los compa-
ñeros que habían participado en la fallida “Operación Buenos Aires”,
planeada para apoderarse de un cargamento de bebidas alcohólicas ingre-
sado ilegalmente al puerto. A Yuyín Pacheco, jefe de la banda, le había
perdido el rastro ya en los pasillos de la comisaría, entre un interrogatorio
y otro. Alcanzó a ver a Romagnolo, informante y cómplice, hablando en
una de las oficinas con dos hombres, uno uniformado y otro de civil.
Seguramente habría sido citado para indagarlo también a él. En princi-
pio se tranquilizó, pensando que no les vendría mal ir todos a la misma
prisión. Allí se reunirían y pergeñarían algo. Pero la inquietud comenzó
a dominarlo cuando no los encontró en el camión que lo transportaba y
sus averiguaciones no recibían respuesta.
Con el correr de las horas sus sospechas se volvieron certeza: los
habían separado. No había muchos penales en el país, pero sí varios
centros de detención y cárceles de menores dimensiones. La banda había
sido desarticulada. Yuyín y los demás eran como su familia en la calle,
ellos le daban la confianza y la contención necesarias para sobrevivir.
Ahora estaba solo. Recién podría comunicarse con ellos al final de las
condenas, si aún estaban vivos.

17
MARÍA ELENA SOFÍA

18
MIL VECES LA VIDA

II

Las notas del piano se apagan, lentamente, como si el instrumentista se


hubiese cansado de pronto, o dormido. No es la primera vez que sucede;
otras tardes, casi a la misma hora, ha escuchado a su paso desgranar aque-
llas melodías tristes. Piensa que el músico debe de ser un hombre como
él, un anciano que halla toda tarea prontamente agotadora, con el cuerpo
exhausto, pero con el brillo fulgurante en los ojos, que hace pensar en
otras fortalezas.
El imprevisto silencio, ese pozo de sonido le recuerda la noche de la
llegada al penal. En cuanto lo echaron a la celda, los otros tres habitantes
recibieron a Ulysse con reservas, tratando de hacerle entender que ahí
ellos estaban primero y todo lo tenían en primer lugar, es decir que entre
esas cuatro paredes ennegrecidas, la vida de un recién llegado valía lo que
un perro muerto. Ellos prepararon sus rudezas cuando la reja se abrió
y el guardia empujó al muchacho hacia la oscuridad. Uno encendió una
vela, el otro se incorporó en la cama, el tercero estaba de pie y extendió
los brazos para impedirle caer de bruces.
Ulysse, aterrorizado, temblaba de frío; la luz era escasa y los gritos que
provenían de los pabellones le destrozaban el ánimo. De esa forma los
viejos condenados les daban la bienvenida a los nuevos habitantes. Era
como un lamento. Se aferró a los brazos que lo tomaban como si fuese
un salvavidas y dio un paso adelante, apoyando su cabeza en el pecho
del desconocido. Percibió el olor a grasa que emanaba de la camisa. Se
agarró como aceptando una bienvenida, pero el otro lo levantó en vilo y
lo arrojó sobre un catre que hizo ruido a huesos rotos y provocó la risa
de los demás prisioneros.

19
MARÍA ELENA SOFÍA

Ulysse apenas pudo respirar por el dolor que sintió en su espalda,


pero levantó la cabeza para ver: a la luz de la vela los tres hombres lo
miraban burlones. El que estaba en la cama era pequeño y lampiño, con
los ojos brillantes, portaba una gran nariz. El otro sostenía la vela encen-
dida en una mano, quemándose con la parafina derretida pero sonriendo
de una manera inquietante; era de estatura mediana y usaba el traje a rayas
de prisionero en buen estado. Quien le causó real miedo fue el grandote
maloliente que lo había recibido de esa forma y ahora se inclinaba sobre
él con una sonrisa maliciosa.
Sin embargo, al punto en que Ulysse pensó que lo golpearían, cesaron
los gritos en los pabellones y el grandote habló con increíble suavidad:
–Conseguiremos cartones y paja, le ayudaremos a matar los bichos, no
quedará como una cama, pero servirá para dormir… Soy Paco –se presentó,
estirando la mano con entusiasmo, como si nada hubiese ocurrido.
–Ulises López –respondió, tomando la mano con fuerza y dando un
envión para ponerse de pie. Los otros observaron este gesto admirando
su fortaleza, él lo había hecho con esa justa intención, sorprenderlos para
inspirar respeto.
–Lopecito –dijo el pequeño–, soy Motta. El Cuervo me dicen.
El del traje a rayas limpio y mirada inquietante no se movió, simple-
mente dijo:
–Solís.
Ulysse respondió con firmeza, aunque el dolor en la espalda era inso-
portable.
–Mucho gusto, señores.
Rieron suavemente. Los rostros en la semioscuridad se veían grotes-
cos. Motta giró sobre su espalda para dormir, los otros dos ocuparon sus
camas. Esa primera noche de Ulysse transcurrió en el suelo frío y rugoso,
aunque a cada rato despertaba entumecido. No podía olvidar que estaba
entre asesinos.

Las celdas eran de metro y medio por dos, se habían construido


para dos reclusos pero las habitaban cuatro o más. Carecían de venti-
lación y la humedad afloraba en las paredes como un sudor oloroso. Si
pudiera ser visto desde el cielo, el penal semejaría una estrella de seis

20
MIL VECES LA VIDA

puntas rectangulares, con sus seis pabellones, y en el centro un gran


vestíbulo. En cada lateral estaban los patios y alrededor una gran alam-
brada reemplazaba al muro perimetral. Los guardias exteriores, si bien
atentos, descansaban en la idea de que nadie escapaba de allí con vida;
la geografía y las condiciones climáticas tenían un poder de disuasión
más poderoso que sus armas. Así pues había tres maneras de salir de ese
presidio: por cumplimiento de condena, por indulto o por fallecimiento.
Ulysse recibió, desde los primeros días, todo tipo de información
relacionada con los intentos fallidos de fuga. Sólo un preso había
conseguido el récord de veintitrés días de libertad, antes de ser apre-
hendido. El resto había muerto baleado, ahogado o congelado. El sitio
era un lugar de castigo, no de redención, y la finalidad era el desgaste, el
apaciguamiento lento y destructivo de la vida de esos hombres. Ulysse
consideraba un justo destino para aquellos delincuentes peligrosos,
asesinos… pero no entendía que muchachos como él, simples ladrones
o traficantes que no matarían una mosca latosa, debiesen soportar la
misma condena. No existía un régimen carcelario que observase esas
diferencias.
Si bien la distribución de los condenados se realizaba de manera
brutal y sólo con el tino de ir acomodándolos donde aún había un lugar,
con el transcurso de los días y de acuerdo al humor del director se los
reubicaba más armoniosamente. Así existían en cierto orden el pabe-
llón de los asesinos, el de los presos comunes blancos, el de los presos
negros, mestizos e indígenas, el de los traficantes y ladrones de toda raza
y color, y el de vagos y homosexuales, esta última categoría sin distinción
de asesinos, traficantes o ladrones. Era el criterio de Hengis.
En el penal también había secuestrados y enviados por motivos polí-
ticos. Prácticamente desterrados, carecían de todo contacto con la pobla-
ción carcelaria. Era el criterio del gobierno nacional.
Con el tiempo, alrededor del presidio fue formándose un pueblo. Los
mismos presidiarios trabajaron en la construcción. Allí vivían las familias
de los guardias, presos políticos con privilegios y liberados que no tenían
dónde ir luego de muchos años de encierro. Comerciantes del conti-
nente, viendo una oportunidad, también se instalaron con sus negocios
de alimentos, ropas y accesorios para el frío.

21
MARÍA ELENA SOFÍA

Existía una oficina postal y un pequeño puerto cuya actividad se acen-


tuaba en primavera. Luego de reiterados reclamos por la falta de asisten-
cia sanitaria el gobierno mandó a construir un hospital. Allí no sólo iban
a parar los enfermos, sino los heridos en las constantes revueltas que
sucedían en el presidio.
Ulysse también recibió, apenas llegado, una muestra de la dominación
excesiva y horrorosa que ejercían los guardias con la venia del director.
Llamaban a los prisioneros por lista. Estos listados eran temidos. Con
qué criterio y para qué fin los confeccionaban, no sabían, sólo conocían
las consecuencias. No estaba en la lista, pero fue obligado a presenciar,
igual que otros “nuevos”. Llamaron a unos veinte de distintos pabello-
nes, “para darles una tarea correctiva por mala conducta”, según leye-
ron los guardias, casi deletreando. Los llevaron a los orinales, un espacio
abierto donde los presos iban a fumar, pelearse y hacer sus necesidades
directamente en el suelo. Los pusieron en fila, frente a cada uno colo-
caron un balde y los obligaron a orinar. Los insultaron. Luego algunos
guardias –el resto les apuntaba con sus fusiles para que no se movieran–
tomaron los baldes y les arrojaron el contenido en los rostros. Reían
como enloquecidos, los instigaban a pelear y exigían a los observadores
a aplaudir. El momento de mayor diversión sucedió cuando obligaron a
algunos prisioneros a beber su propia orina.
Para Ulysse fue un episodio revelador, tumultuoso, el instante en que
concibió la gravedad de su situación. Mientras aplaudía tontamente esa
locura, con los botines chapoteando en el orinal, sintió que debía buscar
una salida. No un escape de la prisión, pues las posibilidades de éxito
eran nulas, sino una escapatoria para su espíritu atormentado, para sus
miedos y pesadillas de cada noche, para obtener fortaleza, alimentar su
capacidad de supervivencia. Debía pensar rápido en una solución o no
viviría mucho tiempo entre esos muros y esa clase de gente.
Le habían dicho que había una biblioteca. Era una pequeña luz en un
túnel demasiado oscuro, una idea que apenas cabía en su mente. Quizás
leer un poco lo tranquilizaría. Quería creer que si el lugar tenía una biblio-
teca, tal vez hubiese un círculo de prisioneros más sosegados y pensan-
tes. También era un alivio saber que esos guardias desquiciados no eran
del Pabellón 4, ya que nunca los había visto, seguramente formaban un

22
MIL VECES LA VIDA

grupo de tareas especiales para las que se requería cierto temperamento.


En el P4 los guardias eran diferentes, los de la reja parecían soñolientos y
los caminantes llevaban el gesto imperturbable.
Cuando les permitieron retirarse, luego de ese episodio, así como se
encontraba, con el ánimo y el semblante descompuesto, Ulysse tomó el
corredor principal y prácticamente se lanzó contra la estrecha puerta que
tenía grabada con cierta prolijidad la palabra “Biblioteca”.
Pensó que tal vez debió llamar, pero ya estaba dentro. Los goznes
chillaron en el silencio. Había un sosiego religioso, un aire distinto, que
Ulysse percibió de inmediato. La sala era estrecha y larga, en las pare-
des había estantes llenos de libros, de un lado y otro, y al extremo una
mesa larga, hasta la mitad con volúmenes perfectamente apilados y el
resto desocupada, con tres sillas. Una lámpara a kerosene colgaba de un
soporte improvisado en la pared. Si bien había iluminación eléctrica, su
uso estaba limitado a ciertos horarios.
En el momento en que Ulysse entró había una gran luminosidad, las
paredes estaban pintadas de blanco, no había humedad ni hacía frío. Una
sensación de bienestar lo embargó. Pronto llegó hasta la mesa de madera
maciza, rústica pero limpia, y recién entonces reparó en la presencia del
hombre que estaba de pie junto a la lámpara, leyendo.
–Disculpe –dijo, apoyando las palmas de las manos sobre la mesa.
El otro levantó los ojos de su libro, los abrió como si fuesen a salirse
de sus órbitas.
–Vaya, parece usted venido de un cuento de terror, hombre –exclamó
suavemente. No se movió, pero con amabilidad le sugirió: –Tome asiento,
tranquilícese…
Ulysse obedeció, es decir casi se desplomó en la silla como si ya
no fuese a levantarse nunca más de allí. Entonces el hombre, que era
robusto pero menos musculoso que Paco y estaba limpio y afeitado, dio
dos pasos y lo observó de frente, desde el otro extremo de la mesa. Y
continuó la frase:
–…Y acostúmbrese. Mientras más rápido se adapte, mejor.
–¿Cómo sabe que soy nuevo?
–Hace varios años que estoy aquí… Soy Islas –respondió, sin estirar
la mano.

23
MARÍA ELENA SOFÍA

–Mucho gusto, señor. Ulises López.


–¿Qué le gustaría leer, López? –dijo Islas, dando con la mirada orgu-
llosa una vuelta por toda la pequeña biblioteca.
–No lo sé, estoy confundido –confesó Ulysse y se arrepintió de inme-
diato; pero lo que dijo a continuación también era verdad: –Jamás en mi
vida he leído un libro.
–¿Pero sabe leer?
–Sí, sí…
–Ah, bueno, entonces comience por cualquiera. Mire a su derecha,
en la primera pila junto a usted, tome uno de esos, son nuevos y los
recomiendo.
–¿Es usted el bibliotecario? –preguntó Ulysse, más calmo y buscando
con la mirada donde le indicaba.
–Sí… Ese, tome ese pequeño, es un gran libro, le gustará y sobre todo
lo instruirá en temáticas que probablemente desconoce –explicó Islas,
entusiasmado por el hallazgo de un potencial usuario de la biblioteca.
Ulysse sonrió y admiró la amabilidad con que lo trataba ese hombre,
que también era un recluso. La esperanza asomó apenas entre su abati-
miento, pero bastó para hacerlo poner de pie.
–Lo llevo –afirmó, aunque todavía no le interesaba el libro, sino esa
sensación naciente que experimentaba.
–Muy bien, espere un minuto, lo anotaré –le pidió Islas.
Fue hasta un mueble oscuro y extrajo un tomo grueso y alargado,
con tapas duras de color negro. Lo abrió justo donde debía continuarlo y
estiró la mano para que Ulysse le diese el libro elegido. Extrajo los datos
y se lo devolvió, dio vuelta el libro de préstamos para que firmase en el
casillero correspondiente.

Ese fue un episodio bisagra, piensa hoy el viejo Ulysse, mientras mira
atentamente los fornidos botines que abrigan sus pies. Una puerta se
abrió hacia un futuro que no podía imaginar en ese momento. Leer,
qué tontería. No había visto a ningún prisionero con un libro en las
manos. Los intelectuales y perseguidos políticos se encontraban en otro
pabellón, completamente aislados y sin acceso a la biblioteca. Temía que
interpretaran su interés en el estudio como debilidad, y allí uno podía

24
MIL VECES LA VIDA

ser cualquier cosa menos flojo. Por eso aquel primer libro fue devuelto
pronto y con escasa lectura, pero quedó impresionado con el relato
sobre el gran compositor Händel, la resurrección de un hombre hundido
pensando en morir y de pronto resurge con su mejor obra: “El Mesías”.
Por algún motivo había tenido que leer ese relato completo, por
alguna otra inconsistente razón del destino. Vivir, simplemente vivir, era
posible. ¡Era posible!

25
MARÍA ELENA SOFÍA

26
MIL VECES LA VIDA

III

Simone. Ulysse puede recordar claramente el día en que la conoció. Es


decir, el momento en que halló su fotografía, que fue como conocerla,
descubrir un mundo… Fue al atardecer de un día glorioso para él, pues
por primera vez desde su encierro lo habían nombrado para salir a traba-
jar muros afuera, en el campo. Había deseado fuertemente inscribirse en
esa lista de hombres que salían a realizar tareas, había intentado averiguar
qué debía hacer para que lo eligieran, pero Solís respondía como era
su costumbre, categóricamente: “Pasarán tres meses. En ese periodo te
habituarás a la idea de que es imposible fugarse. Luego te llevarán, eres
joven y fuerte, eres útil”.
Se alegró de llevar los grilletes con cadena larga, señal de que no lo
consideraban peligroso. A pesar de la rudeza del trabajo agradeció el día
al aire libre y poder tomar el sol que aparecía oportuno para aliviar el frío
entumecedor.
Al volver de cada salida eran conducidos a los baños, contiguos a
los váteres y los orinales. Era nauseabundo, pero los váteres no llevaban
ventaja. Y los baños implicaban peligro, ya que allí debían desnudarse y
meterse en unas piletas bajo el agua helada del grifo. Ya existían casos de
“ahogados accidentales”, noticia que mantenía alerta a Ulysse en esos
momentos. No se podía bajar la guardia, había que permanecer atento y
tratar de escucharlo todo, aguzar el oído sin entrometerse en las conver-
saciones.
Ese día se bañó con la cuadrilla, pero aguardó casi hasta el final, cuando
quedaron unos diez. Esos no eran los revoltosos que entraban primero,
gritándose, empujándose, muchas veces desafiándose y peleando bajo el

27
MARÍA ELENA SOFÍA

agua hasta que acudían los guardias. Entonces ya se veía correr la sangre
de alguno. Ulysse no quería ver ni participar, lo evitaría mientras le fuese
posible.
Sabía que habían llevado revistas con fotos de mujeres bonitas, las
utilizaban para excitarse. Esas ocasiones en los baños comenzaban con
risas, mofándose de alguna víctima previamente elegida, y terminaba en
una violación. O en muerte.
Ulysse se estaba vistiendo cuando sintió ganas de ir a los váteres. Echó
una maldición, acababa de higienizarse y ese lugar le parecía asqueroso,
nada más pisar significaba ensuciar los botines. Pero no tenía opción.
Entró. No había nadie, o no se oía a nadie. Hizo lo necesario y al incor-
porarse descubrió, medio pegado al piso, un trozo de papel de revista
recortado a mano. Destacaba una fotografía. Sin pensar lo tomó, y echó
otra maldición pues estaba empapado y maloliente. En la foto se veía una
muchacha, mirando directamente a la cámara. Apenas sonreía. Volvió a
los grifos y allí lavó lo que pudo, tratando de no destruirla o borronearla.
La ocultó entre sus ropas y la llevó consigo.
En la celda sus compañeros jugaban a los naipes. Lo invitaron a
sumarse pero él respondió que estaba cansado y se acostaría. Y así lo
hizo, poniendo el trozo de papel hallado bajo su espalda, para que pron-
tamente se secara con el calor de su cuerpo.
Al día siguiente tuvieron que volver a media mañana. La nieve caía
continua y se acumulaba en la trocha, haciendo dificultosa la marcha del
tren. El regreso fue penoso, los hombres se asomaban por las ventanillas,
desesperados por llegar al presidio, estar bajo techo. En cierta forma,
Ulysse se permitió disfrutar el paisaje, pues nunca había visto una nevada.
Como si hubiese ocurrido un milagro, mientras ellos estaban en el
monte cortando leña para las calderas, en la cocina había gran actividad.
Algunos arreglaron un poco sus trazas y otros pasaron directo al come-
dor y se arrojaron sobre los platos de comida caliente. Los cocineros
recibieron aplausos e insultos de todo jaez a manera de enhorabuena.
Esos hombres ya no recordaban modales, pero en la cocina se entendió
la satisfacción.
Volvieron a las celdas. El frío era congelante. Habían comido un guiso
con unas porciones de carne de cordero y sus cuerpos sintieron el alivio

28
MIL VECES LA VIDA

de haberse saciado y recompuesto. Cuando esto ocurría ellos se recluían


en las celdas a disfrutar el momento, taparse en las camas y descansar.
Lo vivían como una sobremesa plácida en la que conversaban todos los
temas y la violencia y el dramatismo se esfumaban en el aire frío. Hasta
reían contando anécdotas. Ulysse los miraba atentamente, los escuchaba.
Solís se recostaba en el catre para fumar lento el tercio de su cigarro, Paco
se acurrucaba en la cama marinera, cubriéndose con todo lo que encon-
traba a su alcance. A pesar de su fornido cuerpo sufría el frío y las tareas
pesadas como cualquier otro físicamente menguado. Pero sin saber esto,
sólo observándolo, atemorizaba su rudeza y su porte. Además gruñía
continuamente, siempre contra alguien, real o imaginario.
El Cuervo Motta se distanciaba todo lo posible en ese espacio redu-
cido, siempre encontraba un lugar donde acomodarse y mirar la escena
desde allí, y cada tanto insertar un bocadillo ácido. Pero en estas sobre-
mesas reconfortantes no había discusiones vanas, odios ni energías para
descargar sobre las narices del otro. Todo lo contrario, el resto del día
transcurría como una excursión a una isla; en eso se transformaba la
húmeda, maloliente, fría e inhabitable celda del P4, una isla.
Ulysse veía cómo esos hombres olvidaban rencillas y rencores, temas
propios del encierro y el hacinamiento que a menudo los enfrentaban
como perros rabiosos, y hablaban de todos los temas, con desenfado
y humor. Lo que lograba un plato de comida caliente. El Cuervo se
acomodó en cuclillas sobre una banqueta y desde allí presenció la charla,
apuntando con su nariz picuda a cada uno que hablaba. Ulysse, de pie
junto a la puerta, pensaba que ese, aunque increíble e imposible, era un
momento de libertad.
Solís estiró un brazo, apagó parsimoniosamente el cigarro en el muro,
y dijo:
–Así que anduvo visitando la biblioteca, Lope.
No le gustaba que lo llamasen Lopecito, Lope o por cualquier otro
apodo. Le hubiese preguntado a Solís de qué provincia era, por qué se
tragaba las eses (en este caso la zeta), o tal vez lo hacía adrede. Allá,
en el puerto de Buenos Aires, hubiese sacado una faca y cacareado un
poco. Pero allí rápidamente había aprendido que el cómo lo llamasen era
un detalle menor, incluso más, deseaba que nadie lo nombrara, lo más

29
MARÍA ELENA SOFÍA

conveniente y saludable era pasar desapercibido. Pronto se dio cuenta


que le había caído en suerte convivir con ese singular trío que siempre
daba la nota de color en toda revuelta o discusión. Eran hombres de
cierta fama en el presidio, por diversas razones, y Ulysse sospechaba que
transcurría un periodo de prueba luego del cual decidirían si pasaban a
ser cuarteto.
Cuando Solís lo mencionó todos los ojos dieron sobre el libro que
estaba en la cabecera de su catre, aquel de Stefan Zweig que dudaba
fuese a leer, a pesar de las alabanzas del bibliotecario y su prácticamente
forzada aceptación. Era un ejemplar nuevo e interesante, pero sólo de
aspecto hasta el momento, pues aún no lo había abierto.
El Cuervo tenía los puños cerrados sobre las rodillas con las uñas
hacia arriba y permanecía expectante. Paco soltó una risita que Ulysse se
esforzó en interpretar de otra manera, pero era burla.
–Así es –respondió–, quisiera ponerme al día con la lectura, saben, yo
no he terminado la escuela primaria.
Si los corría por el lado de la confesión, quizá contando algo de su
vida podía conseguir alguna solidaridad o despertar compasiones. Paco
cambió el tono para responder:
–Y yo no sé lo que es eso, amigo… No sé nada de leer ni escribir,
conozco un poco los números nada más, pero Dios me perdone, ese tipo
a mí no me enseña ni la A…
–Pero tal vez la Ooo… –saltó El Cuervo y comenzó a reírse escanda-
losamente. Casi se cae de la banqueta de tanto estremecerse.
Los tres pares de ojos fueron del libro a Motta, quien de a poco
comenzó a calmarse. Cada tanto daba un saltito como estentóreo, eviden-
temente no podía evitar lo gracioso de la imagen que se le había puesto
en la cabeza.
Paco lo fulminó con la mirada, no hizo más porque estaba bien arro-
pado y no deseaba moverse. Solís, observando lo que quedaba de su
cigarro, inyectó un claroscuro:
–Que sea mariquita no es un problema, el peligro es su tempera-
mento. Tenga cuidado con Islas, es de pocas pulgas.
Já, la novedad de Solís. Allí todos tenían esa característica y otras
peores, y también inconcebibles. Había uno que le había quitado los

30
MIL VECES LA VIDA

ojos a su víctima antes de matarlo. Y aquel otro, que asesinaba niños.


Que Islas fuese un hombre con carácter inflamable francamente no lo
amedrentaba.
Ulysse asintió. Deseaba saber más y los otros querían contarle.
–Él era profesor… –comenzó Paco–. Contá, Solís.
Solís guardó el resto del cigarro en un bolsillo del uniforme, apar-
tando el cuello del abrigo. Parecía buscar mentalmente una forma breve
y clara de referirle el pasado de Islas.
–Bueno, es lo que se sabe, que era un profesor de idiomas muy reco-
nocido en Buenos Aires, dirigía su propia academia. Y tenía un joven-
cito… como ahijado, digamos.
–Techo, comida, educación… –enumeró Paco mirando el tejido de la
cama de arriba como si contemplase la vida ideal, y de pronto abrió los
ojos bien grandes–… Y lo otro.
–Ya entendí –se adelantó Ulysse, para que no lo creyeran ingenuo–, el
jovencito aprovechó la debilidad del profesor para mejorar su situación.
Solís se frotó las rodillas.
–Bueno –dijo– hasta ahí es legítimo, ¿no?
El Cuervo Motta, concentrado en sus uñas, apenas se movió. No
entendía hacia dónde iba la conversación, quería imaginar situaciones
escabrosas, violentas, sexuales… ni siquiera comprendía el significado de
la palabra “legítimo”, tampoco le interesaba.
Ulysse, en cambio, pensó cuán lejos se hallaba él en Buenos Aires de
ese círculo de educación e intelectualidad, pues no había escuchado el
nombre de Islas y eso que vivía en las calles.
Solís no esperó respuesta porque el silencio se alargaba. Se encogió de
hombros y brevemente narró el resto de la historia.
–El muchacho lo estaba engañando con una percanta, permanecía
con él por conveniencia. Cuando el profesor se enteró se le rompió el
corazón. Y cuando apareció el chico se lo rompió a él, pero con un cuchi-
llo de cocina.
–Es buen cocinero, sí –dijo Motta levantando apenas la nariz y luego
concentrándose de nuevo en sus uñas, temiendo las miradas represoras.
Ulysse sintió un escalofrío.
–No me digan que…

31
MARÍA ELENA SOFÍA

Paco se puso de costado y apoyó un codo en la cama.


–No lo cocinó, pero que lo descuartizó bien prolijo, eso sí…
–Obró por despecho –dijo Solís, siempre cuidando sus palabras y
demostrando mayor educación que los demás.
–Bueno –concluyó Ulysse con la voz estrangulada–, todos hemos
hecho algo para estar aquí, ¿no?
–Ah, seguro –dijo Motta, removiéndose un poco. El Cuervo había
asesinado a su esposa y a un amigo de ambos en una confusa situación.
Esperó unos instantes, anotando su parte–. Te avisamos nomás –agregó.
–Es joven y bien parecido, Lope, está en peligro ahí adentro –cerró
Solís.
–Lo tendré en cuenta, muchachos, gracias.
–¡No lo ilusione! –Paco volvió a mofarse, aunque parecía serio.
Y entonces todos rieron, también Ulysse, y su inquietud fue miti-
gándose. Siguió pensando que le habían hecho una broma, pero si fuese
cierto, le agradaba la advertencia. Fue un buen gesto de esos hombres.
Pasaron las horas. El frío extendió nuevamente su reino, volvió la
rudeza de la realidad a endurecerlos, a matar la camaradería.
Por la noche no había luz y ahorraban las pocas velas disponibles,
pero al día siguiente Ulysse tomó el libro y volvió a leer el título que había
olvidado: Momentos estelares de la Humanidad. Vaya.

32
MIL VECES LA VIDA

IV

Ulysse cruza las piernas con un gesto de comodidad. Se está bien allí,
en compañía de los recuerdos. Así, rememora, solía sentirse en la biblio-
teca del presidio, con una sensación agradable, nueva. Islas le despertaba
confianza e interés. De pronto dos necesidades se habían encontrado y
reconocido. Allí no había rivalidades ni juzgamientos.
El bibliotecario no lo interrogó acerca de su primera lectura, imaginó
una trabajosa tarea, incompleta e incomprensiva. Y como deseaba reclu-
tar al joven para su reducido grupo de usuarios no le exigiría más que su
presencia y su creciente asombro por el nuevo mundo literario a conocer.
Aquella conversación constituyó una gran prueba para los dos, pues
se establecieron los lineamientos del tenor que tendrían los encuentros
sucesivos. Islas sabiendo que allí dentro valía más la inteligencia que la
fuerza; Ulysse, a punto de descubrirlo.
–¿Y cómo le fue con Zweig? –preguntó subrayando la cortesía, que
no era imprescindible responder.
–¿Qué?
–Con el libro, hombre...
–Ah… Lo poco que leí, me gustó mucho –respondió Ulysse.
–Usted es sincero, un valor poco frecuente –dijo Islas tomando el libro
que el otro le extendía. No preguntaría más. Ni exigiría nada–. Cuando
quiera, elija otro.
Ulysse estaba ya sentado. Se removía inquieto, gesto que el bibliote-
cario notó con cierto agrado. Estaba a punto de pedirle algo. Se dedicó
a disfrutar el momento mientras guardaba el libro y anotaba de la devo-
lución.

33
MARÍA ELENA SOFÍA

–Me gustaría leer otra cosa… –comenzó el joven, con un tímido


rubor en las mejillas– …Como una novela.
–Oh… –Islas sintió que llamaban a la puerta de un inesperado paraíso.
–Nada especial. Un libro que cuente sobre las relaciones entre las
personas, sobre los sentimientos… –intentó explicarse, aunque tenía la
sensación de que Islas lo entendía perfectamente.
–¡Sentimientos! ¡El amor, por ejemplo! –gritó Islas entusiasmado,
haciéndole dar un saltito–. ¿Qué le parece la historia de una mujer atra-
pada entre las costumbres de una sociedad conservadora?
–No sé… –murmuró Ulysse, pensativo, sin haber captado completa-
mente la expresión.
–No se preocupe –dijo Islas, como un boticario prometiendo el reme-
dio infalible. Fue hacia un mueble y mientras volvía con el libro observó que
Ulysse había puesto un trozo de papel sobre la mesa. De pronto Madame
Bovary perdió su naciente importancia. Islas apoyó el libro junto al papel
y vio que se trataba de una fotografía, muy deteriorada. Una muchacha
miraba al fotógrafo con intención seductora, aunque impregnada de la
frialdad que acompaña la belleza casi perfecta. Era una artista famosa.
–Me doy cuenta de que la ha reconocido –murmuró Ulysse. No pensó
que sería tan fácil averiguar quién era.
–¡Por completo, hombre, por completo! –respondió Islas, abriendo
desmesuradamente los ojos.
Transcurrieron unos segundos larguísimos. Islas dudó si decirle la
verdad. ¿Por qué el muchacho guardaba esa fotografía como si se tratase
de una novia, o de su madre? ¿Qué estaba ocurriendo? ¡Se encontraban
en una prisión, en una isla al final del mundo! No debían olvidar eso
jamás. De manera intuitiva, y quizás de una apropiada inteligencia, deci-
dió continuar la conversación, para descubrir hasta dónde llegarían.
–Y bien… –dijo Ulysse, impaciente.
–Su nombre es Simone Blanc. Una actriz joven y de renombre. Vive
en París, en Europa… sabe usted dónde es…
–Es en Francia –respondió con seguridad.
–Correcto, sí… –aprobó Islas. Juzgó oportuno el momento para
abandonar el trato distante y pasar al tuteo–. Imagino que sentirás una
cierta admiración por ella.

34
MIL VECES LA VIDA

El joven suspiró. Para Islas el asunto se tornaba más atractivo que leer
un libro en soledad.
–Admiración, sí… –reconoció Ulysse–… Y mucho más que eso,
podría decir…
–Bueno, el estímulo, por así decirlo, de todo hombre, es legítimo que
comience en una mujer –explicó el bibliotecario–, aunque ella se encuen-
tre lejos, como en este caso.
Ulysse guardó la fotografía en el interior de su abrigo de presidiario,
con un gesto resuelto. Islas temió que se hubiese ofendido. Sin embargo
dijo:
–Cuando salga de aquí, iré a conocerla, ¿qué le parece la idea?
Islas se asentó lentamente en su silla de bibliotecario, deslumbrado
por el atrevimiento de Ulysse, calculando aceleradamente las opciones
que se presentaban. Ese muchacho soñaba, deliraba despierto. Pero él
no era quién para despertarlo, al contrario, la propuesta era tan atractiva,
llena de múltiples consecuencias benéficas para la incipiente amistad, que
casi no fue dueño de sus palabras siguientes:
–¡Una buena idea! –gritó–. Puedo enseñarle unos rudimentos de fran-
cés, ya que conozco el idioma.
El rostro de Ulysse se iluminó, parecía un niño imaginando mara-
villas. El bibliotecario no era hombre de sentir culpa, ni recular en la
parada. Eso seguiría hasta el final, con todas las consecuencias.
–Aprender francés, sí, es lo que debería… –aceptó Ulysse, tomando
el libro recomendado por Islas–. Mientras tanto, para mejorar un poco…
–¡Por supuesto, hombre, sí…!
Ulysse salió de la biblioteca con el libro bajo el brazo y nuevas pers-
pectivas para su vida. Islas, aún con los ojos desorbitados, no supo
dimensionar lo que acababa de suceder allí.
Por la noche Ulysse miró la fotografía recostado en el catre infecto
de su celda. Simone le sonreía desde su vida maravillosa, sentada junto al
hogar de una casona francesa. Para él ese momento era íntimo, secreto,
un beso de buenas noches. Se preguntaba si no estaría en los umbrales de
la locura, un mundo perfectamente diseñado por su mente enferma, con
los personajes apropiados jugando sus roles.

35
MARÍA ELENA SOFÍA

Se inclina hacia adelante y de un solo movimiento logra ponerse de


pie. El viejo Ulysse decide echarse a caminar de nuevo hacia su casa, se le
han entumecido las rodillas. Pero no ha bajado tanto la temperatura en el
crepúsculo, en el aire continúa el síntoma primaveral. El frío lo tiene en
los huesos, lo sabe, es todo el frío de la vida calcificado, deformándose de
a poco, arrinconándose en los huecos, en los rincones vacíos de la casa,
allí donde amenaza desde temprano la sombra.
En los primeros días de cárcel se le había puesto en la cabeza que
cuando distribuyesen las tareas a los recién llegados, lo enviarían a limpiar
los váteres, el lugar más inmundo que supo conocer. Su pensamiento era
provocado por el mal estado de ánimo, por la desesperanza. Lo destina-
ron a la cocina, hecho que sus compañeros de celda estimaron como un
golpe de buena suerte.
La comida había mejorado ese año, luego de sucesivas huelgas de
hambre realizadas por los prisioneros en reclamo de condiciones míni-
mas de sanidad. Hengis acostumbraba utilizar la comida como método
de castigo, se rumoreaba que en algunas ocasiones llegó a envenenar
alguna porción para desembarazarse de presos insurgentes. En esos
eventos murieron diez prisioneros y la noticia llegó a la gobernación,
provocando molestias y hasta una crisis en la cúpula directiva del penal.
Hengis, viendo que su puesto peligraba, viajó a Buenos Aires y se reunió
con el Ministro competente, quien se apresuró a anunciar adelantos y
mejoras en la infraestructura carcelaria del país.
Pronto llegó un barco con nuevas estufas y materiales para arreglar
los hornos, mesones y bancos para el nuevo comedor que mandó cons-
truir, un poco alejado de la cocina, con la finalidad de ampliar las “como-
didades”, según explicó. En verdad, aislar al grupo de hombres encar-
gados de la cocina –entre los que había famosos descuartizadores– de
los comensales fue un acierto, pues aquellos no podían responsabilizarse
de la baja calidad de la comida y debían soportar los insultos de los reos
indignados y hambrientos. También creó cargos, como el de manipula-
dor de alimentos, que dio sobre los hombros de Ulysse.
Las aguas se calmaron. Consideraban un suicidio no comer en
invierno, y por otra parte reconocieron el tremendo poder de Hengis,
que había logrado conmover y convencer al Ministro en persona. Lo más

36
MIL VECES LA VIDA

saludable para todos era callar y observar los cambios.


Un guardia le ordenó que lo siguiera. Una vez en la puerta de la cocina
otro guardia le apoyó la punta del fusil en los riñones, obligándolo a
entrar. De esa manera supo que ese sería su sitio de trabajo en adelante.
Las tareas impuestas eran sencillas y monótonas, pelar papas o derretir
grasa. Se cuidaba mucho de acercarse a la mesa donde Camilo realizaba el
trabajo más minucioso, de preparación. El cocinero jefe era un hombre
de temer, no sólo por su contextura física sino por su notable habilidad
con los cuchillos y todo instrumento cortante. Impresionaba verlo dar
hachazos certeros y cortes limpios a gran velocidad. Se mostraba muy
celoso de sus instrumentos y utensilios, que siempre debían estar limpios
y a su alcance. Tenía dos asistentes a los que maltrataba sin razón, cargán-
dolos de culpa por todo lo malo que ocurría en la cocina, escenas que
con el tiempo llegaron a resultarle divertidas.
Ulysse se acostumbró a su trabajo y hasta logró agradarle, pues en la
monotonía encontró espacios para repasar mentalmente las lecciones de
francés que Islas le estaba impartiendo, y agregar a su vocabulario pala-
bras como couteau, cuisinier, les pommes de terre...

Los grilletes aprisionaron sus muñecas y fue alzado hacia el techo. Sus
pies se despegaron del suelo y el dolor atravesó todo su cuerpo. Lanzó
una maldición, pero de inmediato uno de los guardias apoyó el caño de
la escopeta en su estómago y le sugirió con seriedad:
–Trata de no molestarlo con tus gritos. Si le impides escuchar el
concierto, te matará.
Hengis fue hasta un armario y extrajo un largo látigo de cuero. Los
guardias salieron. El director enrolló el látigo sosteniéndolo por el cabo
y le propinó un golpe en pleno pecho. Ulysse no pudo evitar un gemido.
El otro, satisfecho, dio la vuelta al cuerpo colgado y asestó otro golpe,
esta vez en la espalda. El cuerpo se estremeció. En la radio comenzaba
la música que, curiosamente, en esta oportunidad era cantada. Entonces
ocurrió algo inusual: Hengis se detuvo.
–Has tenido suerte –murmuró–, prefiero prestar atención a esa
preciosa voz. Tú también cantarás, no te preocupes. Cuando acabe el
concierto me dirás qué sucedió en la cocina.

37
MARÍA ELENA SOFÍA

Plegó el látigo y lo apoyó sobre el escritorio. Se acercó al mueble


donde había colocado la radio, aumentó el volumen y se sirvió una
bebida. La voz inundó la habitación.
En principio a Ulysse le fastidió, pues le dolían las heridas y su nariz
sangraba profusamente, al punto de dificultarle la respiración. Pero ense-
guida captó el idioma en que la mujer cantaba: era francés, podía identi-
ficar algunas palabras que Islas le había enseñado. Y a pesar de sentir que
su cuerpo iba a dislocarse, que de todas maneras permanecería así hasta
el final, decidió atender esa música que se escucharía en París. En algún
momento se desmayó, pues al despertar estaba en el suelo, y la canción
continuaba. Hengis quizás se había apiadado de él, o conmovido, si esto
era posible, por el concierto.
La voz era una maravilla. Ulysse pensó si sería un ángel que venía a
buscarlo, pero al ver las botas de Hengis su cabeza recompuso la realidad
y los dolores regresaron. Entonces, sentado en el suelo, pudo apreciar
el canto extraordinario, un río corriendo entre las piedras de un valle
poblado de pájaros, en una tarde de verano. Ese fluir magnífico corrió
por su cuerpo, calmando el tormento.
Al finalizar la pieza, Hengis se movió. Bajó el volumen de la radio
cuando el locutor inició su parte, rodeó el escritorio y se apoyó en él,
frente a Ulysse. Levantó la barbilla como diciendo: “¿Y?”
Ulysse mantuvo la mirada en el aparato de radio. A riesgo de recibir
más latigazos hizo la pregunta:
–¿Quién es ella?
Era improbable, hacía muchos años, tal vez nunca, que Hengis
contestase la pregunta directa de un prisionero. Pero él también parecía
impresionado.
–Simone Blanc. Es una actriz parisina, muy famosa. Parece que ha
incursionado ahora en el canto, y muy bien.
Ulysse sintió de pronto júbilo. Era absurdo, pero se encontró embar-
gado por la emoción, pues acababa de conocer la voz de Simone Blanc.
“Su” Simone. Descartaba que el castigo continuase, por ello lo primero al
salir de la enfermería sería correr a contarle la novedad a Islas.
Al fin, debió referirle dos novedades, esa y la repentina acción de
Hengis, que lo dejó ir sin más. ¿Habrá sido un reconocimiento a su interés

38
MIL VECES LA VIDA

en la música? Nunca sabría. Lo cierto es que luego de liberarlo mandó a


buscar a Camilo y le propinó una golpiza terrible, de tal forma que debió
Ulysse, así como se hallaba maltrecho y sin conocer demasiado el oficio,
hacerse cargo de la cocina por algunos días. No le importó; sus ojos fulgu-
raban mientras realizaba las tareas. Ahora conocía su voz.
Los ojos de Islas también brillaron y los abrió tan grandes que casi
saltaron de las órbitas.
–¿Hengis no te castigó?
–Dos latigazos nada más –respondió Ulysse impaciente–. ¡Pero escu-
ché la voz de Simone! ¿No es increíble?
–Sí, hombre, sí –dijo Islas–. Dos cosas muy importantes han suce-
dido, sí…

39
MARÍA ELENA SOFÍA

40
MIL VECES LA VIDA

La revuelta en la cocina tuvo sus consecuencias. Días después Hengis


hizo distribuir unos documentos recargados de firmas y sellos, en los
cuales comunicaba a los presos involucrados la extensión de sus penas
por mala conducta, intentos de homicidio y otros datos y hechos de
incierta veracidad, sin lugar a descargo o defensa.
Una de esas planillas llegó a la celda de Ulysse. Los cuatro se amonto-
naron encima para saber la noticia y a quiénes alcanzaba. Solís entendió
rápidamente. Lanzó una maldición. Paco interrogó con el gesto, Solís
cabeceó señalando a Ulysse.
–Seis años…
Ulysse se arrojó sobre la pared de la celda, como si fuese a derrum-
barla; lo hubiese logrado si la furia y la impotencia se materializaran en
ese momento. Y los otros compañeros le hubieran ayudado, sin duda,
en aquella fuga, abriendo un gran hueco y corriendo todos juntos como
locos hacia la libertad de nieve y aguas congeladas, hacia la muerte.
El nuevo horizonte de encierro prolongado lo desalentó de tal manera,
lo angustió cubriendo sus pensamientos con una bruma tan negra, que
hasta pensó en el suicidio como única salida posible y digna. Si hubiera
tenido alguna seguridad de que la muerte traía la paz lo hubiese hecho sin
dudar, pues no era un cobarde.
Islas, al verlo apesadumbrado, siempre conseguía sacar un tema que
disipaba sus tristezas, hipotéticamente lo llevaba a mejores realidades,
mundos más amables, y eso llenaba su alma de otra brisa, sembraba espe-
ranzas. Islas le enseñó cómo decir en francés, cuando estuviese frente a
su amada Simone: J’ai passé des moments difficiles, con la fonética adecuada.

41
MARÍA ELENA SOFÍA

–Y ella responderá –contestó Ulysse, en tono desagradable–: “¡Y a mi


qué me importa! No sea molesto, todos pasamos por momentos compli-
cados.”
–Pero, hombre, ¿por qué tendría ella que contestarle así? –replicó
Islas, tratando de recomponer el ánimo de su alumno–, si usted acaba de
expresarle su admiración.
–Vous avez une beaux sourire… –recordó en voz alta Ulysse.
–¡Oui, merci, vous êtes aussi un homme intéressant! –exclamó Islas. La parte
verde de sus ojos saltones brillaban bajo la lámpara.
–Ehhh, pare la mano… ¿Cesser, se dice? –preguntó Ulysse, siempre
intentando aprender una palabra más.
–Excelente, hombre –aprobó el bibliotecario–. No veo el porqué de
su desaliento.
Ulysse suspiró; la pesadumbre fue disipándose, pero esa niebla enton-
ces dejaba ver la claridad del mundo miserable que habitaban, de esos
muros inmundos cercando el horizonte.
–Personne ne m’entende...
Islas sonrió, sus ojos quedaron como dos ranuras de las que sin
embargo escapaban los dos agudos brillos.
–Ajjj, mon Dieu, ¿nadie lo entiende? La autocompasión no trae solu-
ciones. Vamos, vamos, para la próxima clase me trae una vela.
–¿Une chandelle?
Islas hizo un gesto aprobatorio, satisfecho.
–Usted es inteligente, López, créame.
Le creía. Ulysse creía más en Islas que en Dios. Comenzaban a reunir
velas porque ese invierno escasearía el combustible para las lámparas,
necesitaban cierta cantidad para asegurar la continuidad de las clases. Era
primordial mantener vivo ese proyecto.
De pronto Ulysse volvía sobre sus pasos y decía algo, quizá inexacto y
mal pronunciado, intentando que el maestro se llenase de júbilo.
–Dans vous yeux mes mots meurent, o algo así, usted sabe, para un
momento de mayor intimidad, una mujer puede rendirse si uno le dice
“en tus ojos mueren mis palabras”.
–¡Por completo, hombre, por completo! –gritaba Islas, soplando
desde arriba el tubo de la lámpara. Una vez a oscuras, los dos prisioneros

42
MIL VECES LA VIDA

se guiaban por el rectángulo alargado que proyectaba la luz del pasillo


ancho que llevaba a los nichos del P4.

¿Podrían llevar la vida adelante, él y ella, proviniendo de mundos tan


diferentes? Un gran amor, deberían sentir un gran amor, por encima de
todas las distancias… Pensaba que esto debía ser así, pero enseguida la
angustia le oprimía el corazón: la vida, el resto de la vida, se desarrolla
fuera del lecho, y Ulysse pensaba en Simone sólo en términos amatorios.
En ese terreno sus ilusiones y su entusiasmo ganaban sobre el sentido
común: no tenía ninguna duda acerca de sus sentimientos, no vacilaría en
demostrarle su devoción.
Mientras veía la pequeña fotografía manoseada y quebradiza podía,
sin esfuerzo, oler el aroma de flores silvestres de su piel. Pero cuando
comenzaba a enumerar los aspectos puntuales le daba la razón al biblio-
tecario, que le recitaba tal vez sólo con intención de animarlo: “La duda
puede proyectarse en los campos de la decisión y la acción, o afectar
únicamente a la creencia, a la fe o a la validez de un conocimiento.”
Estas lecturas tremendas de Islas lo perturbaban, no por lo poco que
alcanzaba a entender sino por lo que significaba lo que aún no deducía.
La preparación intelectual que le prodigaba ese maestro bibliotecario era
en gran medida satisfactoria. Si bien había asesinado a una persona –y
esto le producía un miedo real–, sus dotes didácticas de excelencia esta-
ban logrando en su alumno muy buenos resultados.
Islas era el único que estaba al tanto de su proyecto. Con sus compa-
ñeros de celda sólo había tocado el tema en son de broma, por no hallar
otra forma de confesar semejante locura sin convertirse en el centro de
las burlas. Con frecuencia Ulysse presentía la compasión de Islas; esto
lo desalentaba por algunos días, pero luego ambos acometían el estudio
con más interés e impulso. De forma tácita acordaban y aceptaban el
proyecto por ese carácter de evasión, sin embargo de esperanza, que los
mantenía vivos. Entonces el bibliotecario tomaba una hoja en blanco, la
dividía en dos trazando una línea vertical y le pedía que enumerase aque-
llas dudas que afectarían su decisión, su creencia o su fe.
Ulysse suspiraba y pensaba fuertemente, como si su maestro le
hubiese ordenado pronunciar 1933 en francés.

43
MARÍA ELENA SOFÍA

–Puede que llegue a conocerla… –dijo Ulysse.


–Sin dudas, hombre, la conocerás –corrigió el bibliotecario.
–Y esté casada.
–¡Ahá! Pero eso puede ocurrirte a ti también en el camino… Casarte,
digo.
–No, Islas, no entiendes. Ella es mi meta. Le he jurado fidelidad.
–¡Pero hombre, ella no sabe que existes siquiera!
–Anota eso. En la columna de la izquierda.
–Ella no conoce mi existencia… –escribió Islas, y levantó la cabeza
pues siempre se le ocurría un pensamiento más complicado–: digamos
mejor que ella, al no saber que vives, está actuando sin considerar la
po-si-bi-li-dad de que en el mundo haya un hombre como tú.
–Anótalo.
–Es demasiado extenso.
–Es desalentador.
–Es la realidad. Debes aprender a verla.
–La realidad es mi prisión, Islas.
–La realidad es alrededor… Este edificio maloliente, los malditos
guardias, Hengis, los asesinos, Solís, Motta, yo, este cuartucho trans-
formado en biblioteca que valoramos como un refugio… Es nuestro
mundo ahora y dependemos de él como de la Ley de Gravedad… Tú
podrás salir cuando saltes la muralla, pero la muralla está dentro de ti, en
la prisión que tienes dentro –dijo de pronto Islas, y quedó con la mirada
perdida sobre el lomo de una enciclopedia, como si un ángel o un demo-
nio le hubiese dictado esas palabras.

Cada tanto le escribía una carta, breve, para no gastar el papel que
Islas le proveía. Misivas llenas de amor y solicitud que luego quemaba,
también por orden del bibliotecario. Si los guardias hallaban esos escritos
era hombre muerto. Estaban recelosos con los presos políticos y sus
mensajes en clave que lograban enviar extramuros para contactar a sus
aliados. Si bien el tono de los textos de Ulysse era puntualmente román-
tico, podría interpretarse como un mensaje cifrado, pues casi siempre
terminaban con el ruego “Espérame, Simone”. Esto no podía dejar de
escribirlo.

44
MIL VECES LA VIDA

Cuando la imaginaba en aquella casona, o sobre el escenario, siempre


con el mismo gesto sonriente mirando hacia la cámara, la sonrisa sin
embargo soñadora, sentía el impulso de hablarle. Si al menos pudiese
conseguir otra fotografía, verla de pie, cantando o en una actitud más
cotidiana. Tenía que imaginar cómo era su espalda o sus caderas, aunque
Hengis le había dicho que su figura era tan bella como su voz. Entonces
no podía contenerse y escribía en un pequeño trozo de papel, en ambas
caras, con la letra ilegible por el temblor, frases plenas de emoción,
confesiones, palabras amorosas que se le ocurrían en francés: “Vous enle-
vez mon souffle. Vous êtes si belle, vous êtes incroyable, être avec vous c’est comme un
rêve”… Sabía que todo eso estaba destinado a ser prontamente cenizas,
pero Ulysse lo repetía cada tanto como un ritual para concentrarse en
ella; creía y confiaba en que Simone, en algún momento y aun a miles de
kilómetros de distancia, recibiría esos mensajes, en forma de intuiciones,
o emociones, la manera no importaba, él emitía esos mensajes como
señales de náufrago, con la fuerza que sólo la esperanza puede propinar.
La imaginaba sola. Rodeada de lujos y aduladores, no obstante en
soledad, esperando el amor verdadero que un día habría de llegar. Aunque
en el lapso de tiempo que aún faltaba para el encuentro ella se casara y
tuviese hijos, o contase muchos amantes, el día en que Ulysse apareciera
en su vida, ella se levantaría de ese sillón francés como si hubiese estado
todos esos años en esa pose estática, se pondría de pie y caminaría hacia
él, sintiendo la conmoción.

Ulysse escribía menos en invierno porque escaseaban las cerillas, pero


en su mente el fuego recrudecía envolviéndolo en apasionadas ensoña-
ciones.
–¡Pero, hombre, podrías escribir una carta que no necesitaras destruir!
–dijo Islas, cuando lo notó realmente deprimido. Temía que aquello
terminase mal, que el joven se matase; por primera vez albergó el senti-
miento de responsabilidad sobre la vida de otro. Entonces sí habría de
sentir culpa, por haberlo asesinado sin tocarlo. Conocía el poder extraor-
dinario de las palabras.
–¿Cómo? –preguntó Ulysse.
–Pues todo hombre tiene una madre. ¿Dónde está la tuya? –se atrevió

45
MARÍA ELENA SOFÍA

a decir Islas. Entre los prisioneros, el recuerdo de la madre, su memoria,


sus nombres eran cuestiones muy delicadas. Muchas peleas sangrientas
se habían iniciado con la mención de esas figuras que tal vez la distan-
cia y el encierro, la imposibilidad de reencontrarlas, equiparaban con la
santidad.
Ulysse había pensado en Delia muchas veces, dándole la razón a sus
quejas y sus pronósticos. La vida de la calle lo había arrojado a ese lugar
lejano, pestilente, odioso, desde donde sería muy difícil salir con vida.
¿Por qué no la había escuchado? Si sobrevivía, ¿con qué cara se presen-
taría en aquella casita que él despreció tanto?
–Mi madre vive en Buenos Aires, en el barrio del puerto. Tiene casa
propia –dijo, acentuando las palabras y espiando el gesto del biblioteca-
rio.
–Muy bien, hombre, muy bien. Deberías escribirle –sugirió, serio.
–¿Escribirle a mi madre?
–Claro… Cuando salgas de aquí, dime ¿adónde irás primero?
–Pues, no lo tengo pensado, Islas…
–Llegarás hasta su casa, o preguntarás por ella… –dijo el biblioteca-
rio, con gesto de adivino ante una pregunta simple–. Aquí todo el mundo
escribe a sus seres queridos. Muchos recurren a mí para redactar sus
cartas. Es muy importante mantener el contacto con el mundo libre…
No estamos muertos.
Ulysse sintió el rubor en sus mejillas. Le avergonzaba, en el barrio
todos sabrían que su madre recibía correspondencia desde una prisión.
Islas pensó rápidamente para disipar esos nubarrones.
–Considera la alegría que le dará saber que su hijo la recuerda –dijo,
acercándole una hoja de papel y unas cerillas envueltas en un trapo. Las
manos de Ulysse temblaron al aceptar.

46
MIL VECES LA VIDA

VI

“Mantenerse en pie”, piensa el viejo Ulysse, mientras reanuda la marcha


lentamente; muchas veces tan sólo de eso se trata, vivir o no. Son cuestio-
nes que escapan a la filosofía y se encarnan en lo biológico, en la super-
vivencia, decisiones que se toman todos los días sin darse cuenta. Como
enfrentar un micrófono, esperar en silencio y justo a tiempo caer en la
canción.
Estaban desfallecientes pero debían sostenerse de pie. Aquellos
que ponían una rodilla en tierra recibían unos cuantos latigazos y eran
obligados a incorporarse. Si la situación no los aprisionara de tal forma
podrían apreciar la espléndida noche de invierno que transcurría. Hacía
mucho tiempo que no veían la noche desde afuera de los muros, pero
ellos no lograban observar esa maravilla porque tenían el sufrimiento en
el cuerpo y en el alma.
La brisa fría congelaba las heridas, los hacía estremecer como si de a
poco lo gélido invadiera sus cuerpos, una muerte haciéndose presente,
dominándolos, esperándolos en los huesos… Ulysse levantó la cabeza,
tal como Islas le había aconsejado: “Usted, cuando tenga un problema,
alce la frente, verá que con ese gesto estará construyendo un camino hacia
la solución”. Le sonó a una estupidez de pensamiento en esas circuns-
tancias, pero él lo hizo, y entonces vio la luna. Era blanquísima y parecía
pequeña, iluminaba tan perfectamente el campo que podrían jugar allí un
partido de fútbol. ¿Estaría Simone mirando esa luna? Claro que no, ella
caminaría radiante y perfumada bajo el sol de París. ¿Le gustaría a ella
observar la luna? Pensar en Simone le dio un estado de bienestar sorpre-
sivo, repentino, como si de pronto alguien le hubiese señalado la salida.

47
MARÍA ELENA SOFÍA

Simone acababa de abrirle una puerta imaginaria, pequeña pero visible


y radiante como ese astro, y Ulysse decidió franquearla. Se concentró en
ese manto blanquecino que se ponía sobre todas las cosas, como una cari-
cia. Le vino a la mente, inexacta, la letra de aquella canción nueva en los
mediodías de Hengis: Patio blanqueado por la luna, / rumores de milonga, / es
toda su fortuna... No, no era patio, pero podría serlo, ni blanqueado sino otra
palabra que no lograba recordar. ¿Por qué sabía tan poco? ¿Por qué no
poseía la memoria brillante de Islas? Era evidente que los primeros pasos
en sus estudios estaban cambiando su modo de percepción. Era barrio,
barrio plateado por la luna… El nombre del tango tenía algo de arrabal y lo
cantaba Carlitos. Mientras que una pebeta, / linda como una flor, / espera coqueta
/ bajo la quieta luz de un farol… La muchacha linda para él era Simone, por
supuesto, la mujer contratada para animar lugares de diversión nocturna,
aunque tal vez en París todo fuese distinto a la vida en el arrabal porteño.
La imagen de Simone bajo el farolito de la esquina, en su barrio, lo embe-
lesaba y le proporcionaba una especie de calmante a su cuerpo dolorido.
Ulysse escuchó un golpe seco, a su lado El Cuervo Motta se había
desvanecido. En el suelo parecía más pequeño, un pájaro agónico en la
nieve. Entonces él, aún conmovido y tratando de recordar el resto de la
letra y la melodía del tango, se inclinó, levantó en vilo a su compañero
y cargándolo como si fuese una bolsa de papas empezó a caminar hacia
el muro. Los guardias hicieron un movimiento y las armas cambiaron de
ángulo, el principal dio el grito de advertencia, pero Ulysse no se detuvo
hasta llegar a su meta. Dejó suavemente el cuerpo de El Cuervo, que
luego de estar boca abajo recuperó el sentido. Con la espalda descan-
sando en el muro El Cuervo lo miró con agradecimiento, sus pequeños
ojos estaban inusualmente desencajados.
–No les des dique a estos, que te matan… –murmuró.
Ulysse asintió y rápidamente marchó a su lugar, pero en el camino un
guardia le asestó un culatazo de fusil.
Despertó en la celda, con la cabeza envuelta en una tela no muy
limpia, un vendaje que Solís había pergeñado para detener la sangre. Ya
era la noche siguiente. Al parecer había transcurrido el día en la bruma.
Ulysse abrió los ojos, todo movimiento le provocaba dolor, pestañear,
respirar, mover los dedos de los pies.

48
MIL VECES LA VIDA

El Cuervo apareció en su campo visual, se alegró de que estuviera


recuperado; más allá, Solís lavaba unos trapos. Apoyado en la pared, con
el ceño impenetrable, Paco se limpiaba las uñas con un cortaplumas.
Cuando estaba así taciturno pensaba en una venganza. Se la tenía jurada
a uno de los guardias, pero para un trance de desquite daba lo mismo la
vida de cualquiera de ellos. Paco había ingresado con una condena de
cinco años y hacía siete que estaba allí, sin nuevo juicio, sin posibilidad de
defensa. Se le adjudicaban todas las revueltas y peleas con los guardias,
era el dolor de cabeza que Hengis sufría cada tanto y sólo se le calmaba
con un castigo general, como en la víspera.
Ulysse movió apenas la cabeza. Había un silencio extraño en el aire. A
pesar del castigo que recomendaba mantener la calma, siempre se escu-
chaban voces, gritos, sonidos de hierro, golpes; las noches no eran pesa-
das y planas, como esta. Pensó que su cabeza estaba mal y habló:
–¿Qué pasa, muchachos? ¿Habré quedado sordo?
Solís se acercó para revisarle el vendaje que le había hecho. Atento,
ajustó un poco las tiras y se lo dijo:
–Murió Gardel. Parece que fue un accidente de avión.

Algunos días después Ulysse se sintió con ánimo para ir a la biblio-


teca. Le había estado rondando todo el tiempo, incluso mientras transi-
taba aquella dolorosa niebla, la melodía de ese tango que apenas recor-
daba; era una canción de cuna conocida, una emoción, la nostalgia por
su barrio querido que ahora echaba de menos. Si bien había vivido en
diferentes lugares de Buenos Aires –los primeros recuerdos de una casona
grande y confortable donde había otros niños, que no eran familia–, la
casita de su madre, con sus malvones y madreselvas en flor, ese era su
verdadero hogar. De allí atesoraba los olores familiares, sus recuerdos de
la infancia humilde y la juventud inquieta. Atesoraba también el odio y
la rebeldía, la incomprensión de una vida pobre, llena de sacrificios que
nunca eran suficientes para mejorarla. Y aquel otro hogar adoptado por él,
la pensión de inmigrantes propiedad de doña Josefa Ricci, donde alquiló
una pieza y empezó a vivir como un hombre. Allí, para bien o para mal,
conoció al resto de las personas que componían su mundo, su contexto,
los amigos y compañeros que la vida le presentaba.

49
MARÍA ELENA SOFÍA

Con la letra en la punta de la lengua apareció en la biblioteca. Islas


lanzó un silbido al verlo.
–¡Mon Dieu! –exclamó, abriendo desmesuradamente los ojos–. Hete
aquí el hombre que ataja los golpes con la cabeza. S’il vous plaît… –señaló
la silla.
–Gracias –respondió Ulysse, algo avergonzado.
–¿Mejor? –preguntó Islas, como aprestándose a empezar la clase.
–Sí… Solís me hizo un buen vendaje.
–Es hábil, pudo haber sido un buen médico.
Los ánimos cayeron en un pozo. Ese tipo de frases no eran positivas,
el propio Islas le había enseñado a no bajar la guardia, pero no pudo
evitarla. El último episodio, un capricho de Hengis, había dejado los
pensamientos descompuestos. Llevaba un tiempo soltar la impotencia.
–Yo… Todos estos días estuve dudando, ¿sabe? –recomenzó Ulysse,
con la esperanza de entender algo.
Islas se acomodó en su asiento, interesado.
–La duda es buena.
–Eso dice… Pero cada vez que ocurren estas cosas, dan ganas de
entregarse, ¿entiende? Y en verdad esta vez yo no hubiese vuelto aquí si
no fuese por esta música… –explicó Ulysse, haciendo círculos con un
dedo índice junto a su oreja derecha.
–¿Música? –se intrigó Islas–. ¿A qué te refieres?
–Es un tango.
–Ah… –dijo Islas, relacionando la noticia aún fresca que abrumaba a
muchos–. Una desgracia, hombre, una desgracia…
–Tengo en la memoria partes de la letra, pero no puedo recordar el
título… –Y empezó, sin entonación–: Barrio plateado por la luna, / rumores
de milonga…
–Espera, espera, espera… –dijo, Islas, mientras aplaudía y su mente
buscaba la información. –¡“Melodía de arrabal”!
–Demonios, yo estuve durante días pensando… –se quejó Ulysse.
Islas no dejaba de sorprenderlo.
–¿Y cuáles eran las dudas? –insistió el bibliotecario.
–Usted me ha dicho en otras conversaciones que, para entrar al
círculo de Simone y llegar hasta ella, deberé ser alguien notorio, o por

50
MIL VECES LA VIDA

lo menos de cierta relevancia, o millonario. Y como millonario no podré


ser, pues las oportunidades para un expresidiario son limitadas, tomé una
decisión en otro sentido.
–¿Algo diferente? ¿Nada de atracar bancos o robar contrabandos?
Ulysse negó con la cabeza.
–Algo completamente distinto.
–Bueno, hombre, ¿quieres que adivine? –Islas se puso ansioso, pero le
alegraba que su discípulo viniese con nuevas ideas y el ánimo dispuesto.
–Voy a ser cantante, voy a cantar tangos –anunció Ulysse, con gran
seguridad.
Islas detuvo la inspiración de aire, lo hacía cuando le costaba aceptar
una situación inverosímil. Ulysse continuó:
–Carlitos me dio la idea, es decir, su muerte.
Islas no alcanzaba a cerrar la boca ni a soltar el aire. El otro completó
la noticia:
–Cantar tangos me podría llevar a París, ¿no? Eso pienso, un cantante
con cierto éxito llamaría la atención de ella.
Islas no sabía en verdad qué pensar; eligió una respiración profunda y
decir sin entonación, alimentando el absurdo.
–¡Pero qué idea, hombre, qué idea!
–Es genial, ¿verdad? –preguntó Ulysse.
–En cierta forma, lo es… Pero, López, ¿sabes cantar? Esto no me lo
habías dicho.
–No, para nada, pero se aprende, ¿no?
Islas tosió. Entre la risa contenida, el asombro y mantener la seriedad
de la conversación, se le había secado la garganta.
–Hay otro problema, quizás insalvable –dijo cuando se calmó.
–¿Cuál? –preguntó Ulysse, y por un instante imaginó las aguas frías y
turbulentas del estrecho.
–Pues… Para aprender a cantar debes escuchar esos tangos, repetida-
mente. ¿Cómo lo haremos?
Ambos sabían la respuesta. Pero allí el único que poseía un tocadiscos
era Hengis.
Ese día Ulysse volvió a su celda con gran desaliento. A pesar de la
herida reciente, esperaba que en el patio alguien lo provocara para tomarse

51
MARÍA ELENA SOFÍA

a golpes, y volver a perder el sentido. Cada nueva idea que lo iluminaba


como una maravilla prontamente se desvanecía contra esas murallas de
la realidad que, según Islas trataba de explicarle, estaban en su interior.

En los momentos de mayor desesperación Ulysse le escribía cartas a


Simone, no necesariamente en el papel, y no puntualmente de amor. Le
confesaba, muchas veces, que no podría, que estaba francamente vencido
por la adversidad, que le sería imposible reunir la fortaleza, torcer el
rumbo de su destino, así como planeaban con el bibliotecario. Que todo
era bueno, por supuesto, para mejorar las condiciones de vida, pero que
lo perdonase si no lograba ir más allá. Necesitaría un milagro, o varios
milagros, una sucesión de hechos concatenados, hasta casualidades, que
se diesen a favor para obtener alguna posibilidad de lograrlo.
Poco a poco empezaba a usar sus pensamientos, su memoria. Eran
mecanismos que estaba aprendiendo; elaborar frases, expresarse, obser-
var sus sentimientos, reflexionar. Y una de esas noches en que se deshacía
en disculpas y dolor fue ella quien le dirigió la palabra y la mirada. Ulysse
no supo si ese primer diálogo fue soñado o imaginado por su febrilidad,
pues hubiese jurado que estaba despierto, sentado en un rincón de la
celda, con una vela a medio consumir y la hoja de papel en blanco sobre
el banquito que usaba El Cuervo, buscando en su cabeza algunas pala-
bras para su madre.
–¿A quién le escribes? –dijo su voz. Era la misma que había escu-
chado en la radio, serena y acariciante. Lo extraño residía en su lenguaje,
en que él comprendía esas palabras.
–A mi madre –respondió, sin cuestionarse si la situación estaba en
sus cabales.
Transcurrieron unos segundos. Él movió su mano en ademán de
escribir, que ella no pensara en su indecisión.
–¿Cómo es ella? –preguntó su voz.
–¿Por qué quieres saberlo? –interpeló enseguida.
–Porque será más fácil escribirle si la recuerdas.
–¡Yo no la olvidé!... La dejé, la abandoné… Y ahora no sé cómo
volver –se lamentó Ulysse.
De pronto los olores de la casa materna se instalaron en el presidio.

52
MIL VECES LA VIDA

Podría jurar que más allá del pasillo, tras las rejas, doña Delia cocinaba
la salsa para los fideos y sobre la mesa de madera la harina esperaba
ser transformada. Ulysse no quería llorar frente a ella, pero el lamento
subía en su interior como una marea que se llevaría todo, lo arrastraría
el tiempo que durase para dejar expuestos los estragos de su alma allí
mismo, en su presencia.
Entonces Simone dijo antes de callar por esa noche:
–¿Lo ves? Todos sabemos volver.
Islas también lloró, al día siguiente, cuando su alumno le llevó la carta
ya terminada. La llorera del grandote le causó asombro y una cierta gracia
que acertó en disimular. La sensibilidad del maestro predicaba respeto.
–¿Qué me parece? –gimió Islas–. ¡La belleza, hombre, la belleza!

53
MARÍA ELENA SOFÍA

54
MIL VECES LA VIDA

VII

Había dos Simone en una, lo presentía. No podía distinguir las caracte-


rísticas o cualidades de cada una, pero intuía que eran diferentes entre sí,
o que temporariamente se reemplazaban en el mando de la personalidad.
Ulysse lo sospechó al poner un dedo vertical sobre la mitad del rostro en
la fotografía, observando cuidadosamente la parte descubierta. Y luego
al tapar y ocultar la otra, parecían dos personas distintas. Es verdad que
los rostros no son completamente simétricos, pero él podía leer otros
gestos, otra intensidad en cada ojo, diferencias en la suave curvatura de la
nariz. Belleza había en las dos partes, era indiscutible, pero ciertamente
una mitad de la boca sonreía mientras en la otra mitad los labios se frun-
cían en una especie de rictus. Todo era agradable en ella, y si bien ese
último descubrimiento no empañaba en nada su admiración ni desvane-
cía su sueño, lo aproximaba más a lo humano de la estrella, y le provo-
caba toda clase de inquietudes. Era de esperar que, aunque con toda la
fama y el dinero, en el goce de una vida brillante, entre esas ropas de
diva inalcanzable existía una mujer. Y estas dudas lo desenfocaban. Ella
lo miraba, con una mitad, como si lo conociera, con ese pequeño brillo
familiar que la persona amada regala a sus seres queridos cuando los ve.
La cámara había captado a la perfección ese gesto con el que ella fácil-
mente se ponía a su público en el bolsillo. Pero con la otra mitad, esa otra
mirada le decía que era un desconocido, lo miraba como a un extraño,
casi con desconfianza. ¿Cómo enfrentarse con ese rostro completo, con
ese gesto tan autosuficiente y seguro en su propio mundo? Esa mirada
lo empequeñecía, era como ver una montaña desde la base, inalcanzable,
casi amenazante.

55
MARÍA ELENA SOFÍA

–No se trata de sus ojos, sino de los tuyos, hombre –aseveró Islas.
–Mire, no comprendo.
Islas carraspeó; deseaba dar una explicación que no resultase risueña,
siempre buscaba cierta trascendencia a los problemas que planteaba su
alumno, aunque no la tuviera.
–Es simple: al acercarte para ver de cerca la fotografía, es decir, el
rostro de la muchacha, cierras un ojo. Cuando te cansas, cambias de
ojo. Sabrás que no vemos de igual manera con un ojo que con el otro,
¿verdad?
El joven no respondió. Pensaba que la respuesta debería cargar otra
profundidad. Además, en los silencios se notaba aquel tema subyacente
de difícil resolución que los distraía. Les urgía escuchar esa música.
La voz del bibliotecario cambió de tono. Estaban sentados en la
amplia mesa pergeñando el futuro, como dos navegantes locos creyendo
en un nuevo mundo.
–¿Conseguiste aquello? –preguntó.
–Sí. Pero Camilo quiso acoplarse, tuve que mentirle. Le dije que era
para traficar en la próxima salida al monte.
–Bueno, ¡qué importa una mentira a ese mondongudo! Cuando se
avive, estaremos de vuelta –exclamó Islas–. ¿Y si alguien más lo nota?
–No lo creo, yo soy el encargado de hacer el inventario. Hay tabaco
como para todo el P1 –respondió Ulysse en un murmullo.
La idea consistía en sobornar a los guardias del pabellón de los presos
políticos y entrar hasta una celda especial que estaba ubicada a último
término y tenía dueño. El sujeto, al que llamaban Melo aunque no era
ese su nombre real, había comprado el sitio de alguna forma inexplica-
ble. Hacía varios años vivía allí, solo, con todas las comodidades de la
pieza de una pensión y, decían, poseía una vitrola. Se rumoreaba que el
mismo Hengis transcurría algunas veladas con el misterioso prisionero,
escuchando música.
El temible director estaba temporariamente ausente en esos días.
Había tomado un barco hacia Punta Arenas donde, se comentaba, aten-
día asuntos amorosos. Todos hubiesen preferido que abandonase su
estado de soltería, trajese a la percanta y se calmasen por fin las aguas.
–Y… no es lo mismo tener la carne en la ganchera, ¿no? –comentó

56
MIL VECES LA VIDA

Islas, que parecía comprender y no guardar rencores a ese gran enemigo


común que los oprimía.
–No sé… Este no es lugar para una mujer…
–¡Claro que no, hombre …! Los muchachos están construyendo unas
casitas en el exterior, camino al puerto. Una de esas debe ser para él
–cerró Islas, y dio un golpe en la mesa con la mano abierta–. Bueno,
entonces, a las nueve, nos reunimos en la cocina.
Tendrían que explicar si un guardia los descubría en el lugar equivo-
cado. Pero ya sabían qué hacer y llevaban la contraseña.
En el P1 tuvieron la sensación de que ya los esperaban. Lo notaron
en los movimientos de los hombres, las miradas huidizas, los saludos
en monosílabos. Podrían luego jurar que no los habían visto, sin lugar a
dudas. No deseaban registrar nada, esas horas que ellos estuviesen dentro
nunca habrían sucedido. Aunque ambos también bajaron sus ojos y trata-
ron de andar rápido tras el guardia sobornado, pudieron apreciar que el
lugar era mejor que el P4, con los pisos sin humedad y las paredes con
pintura más reciente.
La celda estaba bien iluminada, el catre era una cama bien provista
con mantas y un cuero de oveja. Poseía una mesa de luz, un pequeño
escritorio, un anaquel con algunos libros. El lugar era agradable, hacía
olvidar que estaban en una prisión.
El hombre, de buen talante, los estaba esperando de pie. No llevaba
el traje a rayas, vestía ropa corriente y una larga bufanda enrollada en su
cuello que colgaba por adelante hasta sus rodillas. Era bajo y grueso, con
el cabello completamente blanco bien recortado. Ulysse le calculó unos
setenta años.
–Pasen, siéntense –señaló dos sillas, mientras les estrechaba la mano
suavemente–, las hice traer para ustedes.
–Gracias, Melo –dijo Islas, para que supiera que guardaban el secreto
de su nombre y era él quien llevaría la charla.
El hombre sonrió. Ulysse no dijo nada. Había descubierto un mueble
extraño, como plegado, en un rincón. Su mirada tropezó con él mientras
pensaba cuánto espacio se ganaba en las celdas quitando los catres y
las camas marineras. Este cuarto era un lujo que sólo se podía obtener
comprándolo.

57
MARÍA ELENA SOFÍA

–¿Es esa? –preguntó a Islas. No se atrevía a hablarle al hombre direc-


tamente. Se mantendría en un silencio prudencial mientras su maestro no
le indicara lo contrario.
–Ahá… Y nos han dicho que funciona.
Tenía la apariencia de una radio, pero con diferencias sustanciales, y
en un lateral se veía una manivela. Melo se sentó en la cama y observó el
aparato con cierta ternura.
–No pude deshacerme de ella, me costó mucho traerla. Y los discos…
La vitrola estaba apoyada en otro mueble que guardaba los discos.
Melo se levantó y se acercó a ella, abrió la tapa de arriba y volvió hacia
ellos, presentándola:
–Brunswick 105 año ‘23, traída de Norteamérica. ¿Aceptan un licor-
cito? Para levantar el ánimo…
Los dos asintieron con la cabeza. Repararon también que allí no hacía
tanto frío. ¿Funcionaba la calefacción de vez en cuando, como en el P4?
A ellos les habían dicho que una de las calderas estaba averiada, aunque
el consumo de leña fuera el mismo.
El hombre sacó vasos y una pequeña botella. Con música todo se
transformaría en una escena prodigiosa. Tomaron las pequeñas copas y
esperaron que Melo también tuviera la suya para beber. El licor era bueno.
–¿Y ustedes arriesgaron tanto para escuchar música? –dijo Melo–.
Debo reconocer esa valentía, señores…
–Unos tangos, nada más. Créame que es importante para nosotros,
no será mucho tiempo –respondió Islas.
–Hombre, para mí es un placer… Espero tener esos discos…
Melo se agachó para abrir el mueble, y esperó que Islas le indicara.
–“Melodía de arrabal”, ¿lo tiene? –pidió el bibliotecario con algo de
angustia en la voz. No dudaron en ningún momento que el hombre care-
ciera de ese material. En el último de los casos escucharían otros, pero él
temía que a su discípulo no le gustaran y se decepcionase.
–Seguro, hombre… –respondió Melo. Islas suspiró aliviado. Ulysse lo
miró como si frente a ellos se abriesen las puertas del presidio y ese fuese
el último instante de la condena.
Melo se enderezó con el disco en la mano. Con mucho cuidado lo
insertó en el plato y accionó la manivela mientras les refería:

58
MIL VECES LA VIDA

–También he visto la película, eh… Es una maravilla… –miró hacia


un punto indeterminado, recordando–, él le dice a la muchacha, cuando
quiso regalarle el disco y ella no lo aceptó, pues se acababan de conocer
en la calle, frente a un vendedor: Cada vez que la vea se lo cantaré para que
recuerde que se ha negado a aceptarlo. Y luego, una noche cuando ella pasaba
frente a un bar escuchó ese tango y entró para ver quién lo cantaba… y
era él…
Apoyó el cabezal en la pista y la música, como llegando de lejos, desde
algún lugar de Buenos Aires, un cafetín o un burdel, o desde un arrabal
en sombras, sonó en la celda. Y Ulysse sintió un resorte en sus asentade-
ras: “¿Puedo?”, dijo y se paró frente al aparato, para escuchar de pie esa
canción que ya era un himno en su vida.
Islas sonrió, embebido en otras imágenes. Melo sintió una ingenua
vanidad por provocar esos sentimientos en sus visitantes. Allí estaba
Carlitos, más vivo que nunca.
Melo sirvió otra ronda de licor cuando terminó la canción.
–¿Saben de qué iba la película? –preguntó, calculando el “No” de los
visitantes–. El personaje de Gardel es un jugador de naipes, vive en los
cafetines, es un malandra. De pronto conoce a la chica, una profesora
que le propone enseñarle a cantar para que él pueda salir de ese mundo.
Él también se entusiasma con la idea de ser un hombre decente, pero
cuando está por lograrlo, en una pelea mata a un tipo. Y el comisario
investigador lo descubre.
El hombre hizo un silencio, regodeándose en la ansiedad de los otros.
–¿Y entonces? –preguntó Ulysse.
Melo le habló de cerca, estirándose un poco para alcanzar su estatura.
–Entonces, muchacho, lárgate de esta isla y podrás mirar la película de
Carlitos. ¡Sal de aquí vivo! Y cuando lo veas encender el fósforo y decir:
Este es mi pasado que arde, di lo mismo… ¡Di lo mismo! Este es mi pasado,
que arde….
Ulysse y su maestro se miraron; el hombre también estaba embarcado
en su propio desatino libertario. Era una cuestión controvertida, pero
no estaban solos en la pretensión de un pensamiento superador; aunque
confinados, quizás para siempre, no aceptaban el poder de la mano que
ajustaba la cuerda.

59
MARÍA ELENA SOFÍA

La tertulia duró tres horas. Melo les proveyó partituras y ellos copia-
ron algunas letras. Aunque Ulysse veía en ellas signos indescifrables, a
Islas le servirían para guiarlo.
Volvieron al P4 de la misma forma, siguiendo el sonido de las llaves
que portaba el guardia. Al día siguiente ambos concordaron que aquella
incursión se parecía más a un sueño que a la rudeza de la vida que llevaban.

Ulysse había cobrado un paquete de tabaco al Gitano. De alguna


manera milagrosa había conseguido obtener en pago, a falta de dinero,
una pequeña lupa de buen lente. Debió aceptarla, pues otra cosa no le
sacaría al tipo, menos en presencia de su custodia maloliente y amena-
zadora.
Se limitó a decir: “De acuerdo” y embolsó ese objeto que luego le
permitió descubrir un nuevo placer: mirar la fotografía de Simone bajo el
aumento, escudriñar su semblante, sentir ternura. Acercaba el cristal a su
rostro armónico, los ojos que debían ser pardos, o verdes o color miel,
porque tenían una chispa muy clara que los embellecía.
–Usted no puede mirarme así –le diría ella, sintiendo que sí, podía–,
es impertinente.
–Pero le he solicitado permiso –contestaría Ulysse–. Créame, cuando
necesito mirarla así, y más ahora con este objeto que puede acercarme a
su rostro, le pido permiso, Simone.
–¿Cómo sabe mi nombre? Nadie nos ha presentado.
Ulysse anotaba el detalle que de pronto surgía, para luego referirle a
Islas: debería procurar, llegado el caso, que alguien los presentase.
–¡Oh, no querrá usted saberlo! –imaginaba responderle.
–¿Et pourquoi pas? –preguntaría ella, a veces en francés, aquellas frases
que ya Ulysse conocía del idioma.
Pensó, reflexionó, decidió y contraordenó a su mente que él nunca le
diría a Simone de aquellas noches, que jamás le hablaría de la revolución
que le provocaba ver aumentado en el cristal de la lupa su cabello ondu-
lante cayendo sobre los hombros. Le consultaría a Islas, pero estimaba
inconveniente caer en estas extremas y románticas confesiones, aunque
llegasen algún día a tenerse la confianza suficiente. “¡Pero, hombre! –se
sofocaría el bibliotecario–. ¿Por qué debería usted ocultarle sus impulsos?

60
MIL VECES LA VIDA

Marchará a la conquista de Europa, amigo, deberá disponer de todas


las armas…”. Y la otra mitad parecía enojada, o decepcionada; si bien
su boca sonreía, ese ojo transmitía una expectación, era la mirada de
una persona atenta y en guardia, que no cree todo lo que está viendo,
quizás buscando algo que existe más allá del fogonazo de la cámara. Se
declaraba celoso de aquello que ella buscaba, desesperaba por saber si
ya lo había hallado, y en todo caso por llegar primero, quedar bajo esa
mirada descubridora, ávida, ser lo que ella por fin hallase, único y bueno:
el amor… Su frente sí era un campo simétrico, maravilloso, despejado y
pleno de luz. “Aquí estoy –le diría, con los ojos húmedos de emoción–,
ya no te preocupes, he venido a darte la felicidad… No busques más,
olvida todo lo que has conocido, esto es diferente, y es mejor como no te
imaginas… ¿Has soñado alguna vez? Pues despierta, es la hora.”
“Espérame, Simone.” Su vida nunca se había sostenido en las palabras.
Ulysse había descubierto un nuevo mundo. Estaba poniendo voz a sus
sentimientos, a sus proyectos y deseos. Ahora escribía su destino, y esos
términos eran el único sostén de su vida. El idioma materno y el nuevo
que estaba aprendiendo, la comparación de las expresiones, el mundo
conceptual, todo eso desconocido y despreciado por el joven López
condenado a prisión, de pronto adquiría sentido. “Espérame, Simone.”
Muchos años más tarde, Ulysse habría de reconocer que detrás de ese
deseo ferviente, único, incomparable, estaba la razón de su existir: “Si no
llego a ti, al menos habré salido de mi prisión.”

61
MARÍA ELENA SOFÍA

62
MIL VECES LA VIDA

VIII

Ulysse apura el paso a desgano. La brisa levanta algunas hojas que se arre-
molinan a su encuentro, como llamándolo. A él le gustan esos momentos,
porque una armonía llena su ánimo melancólico. Desea que dure, pues
está a medio camino hacia su casa y en su memoria recrudece el pasado.
La revuelta sería recordada como la más sangrienta de la historia del
penal. Seis prisioneros y dos guardias resultaron asesinados. Nunca pudo
determinarse dónde se había encendido la mecha, y quién lo había hecho.
En el entrevero sacaron armas de todo tipo y confección. Paco se jugó la
vida frente a los dos guardias, y los tres la perdieron.
Con una sospechosa mesura, el director apareció demasiado tarde,
su ánimo permisivo quizás escondía oscuras intenciones. Cuando todo
se calmó, quienes estaban mejor dispuestos debieron rasquetear el piso
del patio interno y lavar a baldazos la sangre derramada. En la celda 512
quedaron sólo dos presos, pues también Ulysse había recibido su parte.
Debió ser trasladado al hospital con un brazo roto y varias contusiones.
Nadie lo interrumpió; pensaban que dormiría toda la noche en
manos de la anestesia. Pero él estaba allí, con los ojos abiertos, perple-
jos, descompuesto de dolor. Se sentía hundido, terminal. El golpe ases-
tado por el Gitano parecía repetirse sobre su brazo roto, como un latido
punzante. Pensó que incorporarse y sentarse en la cama calmaría el sufri-
miento. Luego de gran esfuerzo lo logró, y comprobó que también le
dolían muchísimo otras partes del cuerpo debido a la golpiza.
Había perdido el conocimiento y no pudo precisar cuánto más habían
continuado pegándole en el suelo. Cobardes. Ya tendría su revancha.
Cuando volviese, se haría respetar. Aunque todavía no sabía qué ocurría

63
MARÍA ELENA SOFÍA

a esas horas y en estos casos, pues nadie había vuelto del Hospital, que él
supiera. Probablemente acabase muriendo allí, afiebrado, murmurando
algunas letras de tangos y saludos en francés.
Sentado en la cama balanceó un poco las piernas que sintió endu-
recidas, como si fuesen de alambre. Le costó estirarlas. Con la mano
del brazo sano, que también le dolía, buscó bajo la almohada el cigarro
armado puesto por el gendarme. Tanteó el fósforo. Él no fumaba, pero
encendería ese. Nadie lo descubriría, pensaban que estaba acabado, en el
mejor de los casos fuera de circulación por mucho tiempo.
“Estoy muerto –pensó–, pero ¡demonios si sé disimularlo!”. Se acabó.
C’est fini. Todo había sido una ilusión, la manera más estúpida que un
hombre tiene de soportar su realidad: evadiéndose. El gran dolor le daba
una comprensión distinta de las cosas. Islas le había hecho caso impul-
sado tal vez por la compasión o algún sentimiento incomprensible. Pero
todo ese plan que había pergeñado durante casi seis años, esos días y
noches en los que había vivido pensando en otra vida, preparándose para
otras experiencias, estudiando, le resultaban de una magnitud tan absurda
como la intensidad del dolor que sentía en su cuerpo. Esto era en verdad
la muerte: caer en la realidad.
En esos minutos que le durase el cigarrillo debía hacer algo coherente,
ser el Ulises López original: intentar una fuga, arrojarse a las aguas, cual-
quier cosa que al final resultase en concordancia con su propia historia.
Buscó su chaqueta ensangrentada. Allí nadie se encargaría de lavarla,
ni de proveerle una limpia. Estaba colgada en el armario sin puerta que
se encontraba en un rincón, junto a sus pertenencias. Le pareció que la
distancia era muy grande como para alcanzarla, hacer dos metros en ese
estado era demasiado heroico, y él no era un héroe ni deseaba serlo. Sólo
había pretendido salir vivo de allí y conocer a esa muchacha. Dios, si por
allí regía, le estaba respondiendo.
Ni bien tomó la chaqueta volvió a la cama, a duras penas. Recostado
a medias hasta donde lo obligaba el dolor revisó en el doblez del paño
del bolsillo. Allí estaba la fotografía de Simone, ligeramente manchada de
sangre. La encerró en el puño y la apoyó en su frente. Un ardor repentino,
nuevo, le indicó que allí también había heridas. Quizá –como aquella vez
en el patio–, pensar en ella o en un tango lograse traerle el alivio necesario.

64
MIL VECES LA VIDA

–Este tango no es de Carlitos –le dijo al bibliotecario. Su intención era


interpretar las letras del cantor fallecido, homenajearlo. Estaban leyendo
“Sus ojos se cerraron”.
–Tienes razón, es de Le Pera –explicó Islas–, pero él le puso la música
y la estrenó. Imagínate. Además, se refiere a hechos reales.
–¿Cómo es eso?
–Bueno, parece que el autor tenía una novia, que enfermó y murió,
la pobre…
–Su boca que era mía / ya no me besa más… –fue apenas un tarareo–. ¿Por
qué debo cantar algo tan triste? ¿Por qué le gusta eso a la gente?
Islas se encogió de hombros. Ignoraba tantas cosas el ser humano en
su afán por saber. O sería que todo el mundo, tarde o temprano, pierde
lo mejor de su vida.
–Un misterio, hombre, un misterio… Quise abrigarla y más pudo la
muerte. Una injusticia… Mira, López, si logras entonar esta canción con
la sentida pena que expresa, el público te aplaudirá, no lo dudes.
El dolor punzante en el brazo lo obligó a sentarse de nuevo. Ulysse
observó la foto de Simone, su rostro ahora parecía disolverse en el
lamparón de sangre, como muriendo. Hoy está solo mi corazón. Encendió
el fósforo y con él empezó el cigarro. Y antes de apagarlo, en un movi-
miento casi inconsciente, como el golpe de locura que empuja al suicida,
quemó la fotografía. Fue un instante, un acto en que el fuego –como a
Gardel– no permitía retrocesos, porque el fuego es un camino definitivo
hacia las cenizas, hacia el mito.
El rostro de Simone se movió un poco, pareció retorcerse en una
mueca indefinible, pero no dijo nada. Cuando el papel ardió entre sus
dedos, lo soltó y el resto se consumió en el aire, antes de tocar el suelo.
Entonces Ulysse rompió en llanto y comprendió la letra del tango, la
repitió entre lágrimas y la hizo suya, personal, encarnada en su propio
sufrimiento.
Si lograba salir vivo de ese trance sería el mejor intérprete de esa
historia de amor y muerte, estaba seguro, aunque ahora apenas lograra
una deforme repetición.

65
MARÍA ELENA SOFÍA

Embarcado en su aventura, Ulysse desconocía el rumbo de su derro-


tero, ignoraba que aquella había sido la última clase con su maestro. Ya
no accedería a la biblioteca del presidio ni a la inteligencia del biblioteca-
rio para seguir formándose. Aquella noche se durmió muy tarde, mien-
tras su cuerpo temblaba entre dolores y sobresaltos.
El cansancio al final lo alcanzó como una marea de agua espesa y
oscura por la que se dejó arrastrar, pensando que tal vez era la muerte.
Abandonaba todo: la lucha por vivir, renunciaba a respirar, ya era dema-
siado para él, se rendía… Entonces la escuchó, y la vio, como si viniera
del pasillo. Ya no estaban en el hospital, sino en la casita del puerto; él
veía el patio desde donde estaba recostado, por la ventana entreabierta,
hasta podía oler las azucenas intensas en la noche.
–Pero… ¿es usté? –dijo Ulysse, confundido.
–Claro, ¿ya no te acuerdas de tu madre? –reprochó ella, en ese tono
entre la angustia y la dulzura, ya conocido por él.
–¿Fue a buscarme? –preguntó. Porque la impresión de estar en su
casa, en su cama de niño, la que ella siempre mantenía arreglada, era una
sensación tan nítida…
–¡Já, las cosas que se te ocurren! –respondió Delia López. Estaba
plegando una sábana. Ulysse nunca entendió cómo una mujer diminuta
podía hacer esa tarea con tanta facilidad. Ella doblaba el lienzo y lo levan-
taba alto, quedando oculta detrás; generalmente él se enojaba cuando
hacía esto porque sentía que lo ignoraba. Y ahora ya estaba la sábana
perfectamente plegada y su madre meneaba la cabeza mientras la alisaba,
pasando sus manos como si fuese una plancha.
Pero esta vez Ulysse no se ofendió. Sintió arrepentimiento, vergüenza.
Y amor. No podía dimensionar la magnitud de los cambios que su encar-
celamiento le había provocado, pero era un hombre diferente, capaz de
reconocer el esfuerzo y la decencia, deslindar su orgullo y los falsos prin-
cipios que lo llevaron a la ruina y estar preparado para sentir, compren-
der, poner en valor su vida como si fuese un retazo de historia que nunca
debió ser vergonzante, mísera. Sintió amor por su madre y lloró como el
niño que había sido, travieso, desobediente, contestatario…
–¡Perdóneme, mi viejita! ¡Perdón…! –alcanzó a decir.

66
MIL VECES LA VIDA

Su madre no dijo nada. Fue a sentarse al borde de la cama, lo arropó


amorosamente, y luego tarareó una canción con la boca cerrada. ¿Qué
canción era? No lograba saber pero la conocía… Con suavidad Delia lo
llevó hasta los límites del buen sueño para dejarlo allí, aunque él hubiese
querido seguir a su lado, contarle que estaba aprendiendo a cantar y sobre
sus nuevos proyectos. Unos minutos más y le hablaría de Simone, le pedi-
ría su medido criterio, su franqueza.
Algo lo tocó rudamente allí donde había estado posada la mano de su
madre. Ulysse despertó contrariado. El guardia estaba de pie junto a su
cama y lo había pinchado con el caño del fusil.
–Arriba –ordenó.
Ulysse no estaba seguro de poder caminar. El sueño, que le pareció tan
corto, había durado varias horas. Estaba amaneciendo. El frío doblaba su
intensidad, desafiando toda fortaleza. Y por milagro quizás, exceptuando
el dolor agudo del brazo, el resto de su cuerpo estaba en buen estado, sus
piernas respondieron, su estómago en paz lo tranquilizaba.
Se incorporó como si lo hubiesen sorprendido rezando, se arregló un
poco la ropa y se irguió frente al guardia.
–Tome sus cosas y sígame.
Ulysse asintió. Volvería a la celda del P4, donde El Cuervo y Solís
estarían mascullando la muerte de Paco. Era muy probable que allí le
esperase otra golpiza, pues la idea de enfrentar a los gitanos había sido
suya. Y Paco, que le tenía inquina al guardia del patio en ese turno, le
había seguido la corriente. Empezaron y los demás tuvieron que acom-
pañarlos, como correspondía. Era conveniente permanecer en el hospital
unos días, para acentuar la gravedad de sus heridas, y entonces el riesgo
de muerte lo exonerase de culpas. Pero la perversidad de Hengis parecía
adivinar eso; conocía los códigos, y lo devolvía con los otros para disfru-
tar el final. Su vida no le importaba.
Siguió al guardia, que curiosamente no le había encadenado los pies.
Calculaba que un tirón en la cadena del brazo roto bastaría para some-
terlo, de ser necesario. Nunca se le ocurriría escapar en ese estado. A
pesar de las condiciones y el peligro de muerte la prisión era un refugio
frente al clima que azotaba la isla en esos días.
Llegaron a la entrada interna que comunicaba los pabellones con la

67
MARÍA ELENA SOFÍA

administración y el hospital. El guardia giró a la derecha y se detuvo


porque no escuchó que Ulysse lo siguiera. Es que no se dirigía a los pabe-
llones. El hombre uniformado dio media vuelta.
–Por aquí –le indicó.
Ulysse obedeció. Iban a la Intendencia. Su corazón se aceleró como
en la pelea de la tarde. Eso era peor: lo llevaba con Hengis. ¿Había
soñado con su madre para despedirse de la vida? ¿Ese era el mensaje y
no lo había comprendido? En todo caso, moriría con dignidad.
La fotografía de Simone ya era cenizas, pronto él seguiría el mismo
destino. Islas contaría esa historia a los futuros reos visitantes de la
biblioteca, abriendo sus ojos para acentuar los tramos de mayor interés.
Él deseaba escribirle a Islas un día desde París, o desde Buenos Aires,
darle la satisfacción de recibir una carta de su discípulo exitoso, que
pudiese sentir ese regocijo. Pero no sería así. Mientras contaba los veinte
pasos que los llevaban a la oficina del director, Ulysse recordó la música
que había escuchado en aquella celda del P1, con aquel extraño prisio-
nero como anfitrión… Hengis pudo haberse enterado de eso, también, y
ahora le pediría cuenta de todo junto. Todo se paga: eso lo había apren-
dido ya en las calles del arrabal, en los burdeles, en los negocios…
Cuando el guardia llegó a la puerta indicada la abrió sin llamar y le
hizo una seña. Debía hacerlo con clase; como diría Islas: “Levante esa
frente, hombre”. Así lo hizo. Dio dos pasos y estuvo adentro.
En la oficina reinaba una penumbra inquietante; sólo unos faroles
a combustible alumbraban los papeles. Hengis no estaba. Se tranqui-
lizó un poco nada más; podría ser que antes de matarlo le hiciera firmar
unas planillas. Un muchacho pequeño y desgarbado, con lentes de gran
aumento, escribía atentamente en los libros.
–¿Ulises López? –preguntó, sin levantar la vista de lo que estaba
haciendo.
–Sí.
El escriba castigó las hojas con sendos sellos y luego puso una firma
al final de ambas.
–Firme aquí, y aquí –le señaló.
Ulysse se inclinó todo lo que pudo y firmó. No le interesaba ya cuál
era la finalidad del trámite, estaba entregado al destino que fuera en ese

68
MIL VECES LA VIDA

momento. El otro colocó una hoja en la carpeta, que guardó rápidamente


en un mueble, y alcanzó la otra a Ulysse, que permanecía esposado y
llevaba algunas pertenencias sueltas en su mano sana. La tomó.
El escriba lo miró a los ojos por primera vez, Ulysse nunca olvidaría
ese rostro ni lo que expresó:
–Queda en libertad, desde este momento. En esa bolsa están los obje-
tos de su propiedad, el documento sellado y la paga de los doce días de
trabajo del corriente mes.
El viejo Ulysse sonríe cuando recuerda ese momento. Seguramente
con cara de estúpido, agradecido, atolondrado, apenas dijo:
–Pero ¿adónde voy a ir?
–Donde quiera. Ya es de día, y es hombre libre.
El hombrecito le señaló la puerta. El guardia, que había permanecido
atento, entró para quitarle las cadenas. Mientras Ulysse trataba de enten-
der y recomponerse, le ayudó a guardar todo y le enganchó el bolso en el
hombro sano. Lo hizo girar y lo empujó con el fusil para que caminase,
porque estaba estático, como en trance. En verdad no vería más a Islas,
ni a los compañeros de la celda 512; no volvería a los pabellones. Diez
pasos y estaba en la calle, vivo. Por primera vez no se molestó que lo
tocaran con el fusil, porque ese gesto lo llevaba hacia la libertad.

69
MARÍA ELENA SOFÍA

70
MIL VECES LA VIDA

IX

El viento helado le provocó el primer estremecimiento de liberación.


Ulysse miró hacia ambos extremos de la calle: hacia la derecha parecía
no tener fin, a lo lejos se disolvía en el comienzo del bosque, pasando
frente a varios edificios públicos, entre los que se hallaba el presidio.
Hacia la izquierda, sin embargo, se veía bien nítida y parecía cortarse a
unos escasos metros, en bajada hacia la costa. No dudó en caminar hacia
allí, donde no se veía el destino, aunque era promisorio, pues traía ese
viento congelado del mar.
Por el dolor de su brazo debió cargar la bolsa con sus escasas perte-
nencias siempre en la otra mano, deteniéndose cada tanto para respirar
y tratar de habituarse a su nuevo estado. Después de la bajada, la calle
seguía en línea recta hacia el puerto. Pensaba averiguar si el buque del
que le había hablado el guardia estaba atracado o si llegaría en unos días.
Lo embargaba el interés por marcharse cuanto antes de esa isla, pues ya
lo sucedido era milagroso; los hechos que lo empujaron a ser libre quién
sabe cómo se habían ordenado.
Llegó al puerto casi al mediodía. Encontró el lugar lleno de gendar-
mes. Nadie lo miró. Estaban habituados a la presencia de pasajeros
desconocidos y algún liberado a la espera de un barco que los llevase a
Buenos Aires.
Ulysse fue directamente a la oficina y preguntó por el buque Chaco.
El empleado lo observó atentamente, sin hacer ningún gesto especial. Le
explicó las vicisitudes climáticas que impedían al buque hacer el viaje, por
lo que no llegaría en una semana. Le indicó que sería factible emplearse
a bordo del carguero que estaba en la bahía y que atracaría en cualquier

71
MARÍA ELENA SOFÍA

momento. Trabajo a cambio del viaje. Pero él no estaba en condiciones


de tomar un trabajo rudo en un barco. “¿De qué otra forma puede uno
salir de aquí?”, se preguntó. El empleado, como si hubiese oído su pensa-
miento, le indicó que podía abordar la lancha de Gendarmería hasta el
continente y una vez allí intentar que algún vehículo de carga accediese a
llevarlo. Eso o esperar dos semanas.
Ulysse deseaba moverse, no esperar. Enfrentar los sucesos tal como
se presentasen en su regreso a casa. Escapar. Escapar ya en libertad.
Descubrió la forma en que un presidiario podría evadirse prácticamente
sin sobresaltos: algunos papeles firmados, vestimenta de calle y un brazo
en cabestrillo. Ahora veía esa factibilidad. Cuando le escribiese a Islas se
lo diría, aunque nunca había notado en su mentor el ánimo de fuga. Se
había habituado a su reducto de libros y tal vez no consideraba siquiera
salir de allí.
Se acomodó en un rincón para comer un pedazo de pan. A las dos de
la tarde partía el barco que cruzaba el canal hacia el continente. Luego
resolvería cómo continuar el viaje, lo único seguro era que no dormiría
una noche más en esa isla.
El pan duro y casi rancio le pareció un manjar. En adelante agradece-
ría todo lo bueno que le ocurriese, las oportunidades y las personas que
se presentasen y lo impulsaran un poco más hacia su meta. No sería fácil
adaptarse a la vida normal, extramuros, a tomar decisiones, ser el dueño
de su tiempo. De alguna manera otros se habían adueñado de su vida o él
había perdido el control. Ahora lo recuperaba. Y era como nacer.

De noche el frío se hacía sentir como un espectro emergiendo del


horizonte, congelado y letal. El dolor en el brazo reinició su tortura para
recordarle la vulnerabilidad en que se hallaba.
Ulysse decidió esperar unos minutos más antes de echarse a andar.
Mantener el cuerpo caliente le proporcionaría energías para enfrentar el
camino. Tal vez no resultó una buena idea esperar en el cruce de rutas;
había decidido seguir sus intuiciones a rajatabla, y sin embargo se rendía
a la primera sugerencia de su lógica maltrecha. Pensando que los otros
saben más, equivocadamente. De la propia experiencia nadie nunca
podrá saber más que uno mismo.

72
MIL VECES LA VIDA

De pronto un resplandor dibujó su sombra alargada en el camino.


“Dios mío”, se dijo. ¿Comenzaba su buena suerte con jugadas esperan-
zadoras? Pero, qué va, si esperanza le sobraba allí, en medio del páramo.
Dio la vuelta, mostrando el rostro para despertar confiabilidad. El andar
y las luces altas le hizo adivinar que el camión, si bien de pequeño porte,
tenía una cabina acogedora.
El vehículo viajaba a velocidad moderada, sin brusquedades frenó casi
a la par de Ulysse, que luego de hacer señas continuó caminando, para
no comprometer ni presionar al chofer. El otro debía decidir llevarlo o
no, detenerse en la gentileza, arriesgarse. El desconocido no reflexionaba
de esa forma, solamente veía a un joven que necesitaba un aventón. Era
Ulysse que no abandonaba sus gestos de prisionero, su juego de fuerza
y contrafuerza para lograr el objetivo, obtener lo estricta y puntualmente
necesario para la simple finalidad de vivir.
La puerta se abrió; una mujer de mediana edad, con los cabellos suel-
tos y un abrigo de lana de cordero le sonrió, mientras el hombre, aferrado
al volante, gritó por sobre el ruido del motor:
–¡Vamos hasta la Estación Patagones! Haremos noche allí. Si le sirve,
suba.
Cualquier ofrecimiento de cobijo y compañía lo reconfortaba.
Temblando de asombro aceptó. La mujer se apretó junto al conduc-
tor haciéndole lugar; Ulysse subió trabajosamente y cerró utilizando su
mano libre. Tal vez su brazo vendado le había valido el viaje. Cualquier
persona a la intemperie peligraba en ese camino, pero aquellos dos quizá
lo juzgaron más discapacitado de lo que estaba. Lo agradeció.
Haciendo un esfuerzo miró alrededor. Atrás, el chasis de carga de
madera iba vacío. Miró a la mujer con curiosidad, tratando de determinar
cuántos años había pasado viviendo entre hombres. Ella tenía las manos
muy blancas, las movía graciosamente mientras hablaba y cuando reía
iban desde su regazo a las rodillas del hombre, que al sentir el contacto
daba un saltito. “Atractiva, madura, sin prejuicios –pensó Ulysse–. Debe
de ser una delicia embarcarse en un largo viaje con una muchacha así”.
Si él viajara junto a Simone, no permitiría la compañía de ningún otro
hombre, por más que le pidiese el favor, por mala que fuese la situación
en que lo hallaran…

73
MARÍA ELENA SOFÍA

–¿De dónde viene, joven? –preguntó el chofer, con poco interés. La


idea era llevar una charla amena hasta llegar a destino, nada más.
Ulysse se vió forzado a mentir. El hombre lo echaría del vehículo
si le confesase que era un expresidiario, porque él lo hubiese hecho sin
dudarlo. No arriesgaría ese bienestar de la cabina, el viaje gratuito que lo
acercaba a su meta.
–Del puerto –respondió–. Con el brazo roto no pude embarcarme.
Sintió en el aire la compasión de la pareja, casi al unísono. Ella hizo
un mohín y él comentó:
–Hay trabajo en los barcos… Un día dejaré esta chatarra para probar
suerte –lo dijo con la mirada huidiza, tratando de no enfrentar el repro-
che de la mujer.
–¿Otra vez con esas ideas, Mono? –murmuró ella, cruzando las pier-
nas y soltándose un poco, lo que la llevaba a recostarse hacia Ulysse.
Esto le divertía, faltaba verse obligado a presenciar una escena mari-
tal, o ser el tercero conciliador; si allí estuviese Islas sí que hubieran
disfrutado la rencilla.
Al hombre le incomodó que fuese llamado Mono, se notó en la forma
de cambiar de lugar las manos y aferrar el volante. De pronto estiró el
brazo por delante de ella hacia Ulysse y se presentó:
–Manuel Arias.
Ulysse levantó su mano buena y torpemente la entrelazó con la del
hombre.
–D… D’Hollbach, Ulysse… –dijo, convencido. Nunca más sería
Lopecito.
–¿De dónde es? ¿Francés? –preguntó Arias, exagerando la cortesía.
–Sí. Mi madre nació en el sur de Francia –respondió Ulysse.
Comenzaba a creer que eso también era cierto. Había memorizado el
apellido de uno de aquellos novelones que Islas le hizo leer; consideraba
que ese origen le procuraría refinamiento, cierta importancia.
Vio con agrado la impresión provocada en sus interlocutores, que
asintieron con seriedad. Debía rehabituarse al grado de hipocresía social-
mente aceptada para no darse de narices en la mirada de los otros, en el
rechazo y la discriminación, dos enemigos que siempre había enfrentado
con valentía, pero que ahora se presentaba fortalecido, avasallante. Un

74
MIL VECES LA VIDA

expresidiario era un hombre que valía menos una vez liberado que dentro
del penal.
–Ella es mi mujer, Beatriz –terminó Arias, con la satisfacción de haber
hecho correctamente las presentaciones.
Con la mujer no se dieron la mano, sólo intercambiaron un “mucho
gusto”, él con gran timidez, ella con actuada frialdad.
–Aprecio que me permitan viajar con ustedes. Estoy muy agradecido,
créanlo –dijo, con franqueza.
–Mire, el camino me enseñó a dar un servicio mientras fuera posible.
No se sabe cuándo uno puede necesitar –levantó un índice sin quitar la
mano del volante–, el de arriba lo ve todo.
–¡Qué noche me esperaba! ¡No quiero imaginarlo! –exclamó Ulysse,
tratando de agradecer en cada palabra.
–Tal vez la última –murmuró la mujer, con un brillo misterioso en
sus ojos.
En los rostros se reflejaba fantasmagórica la luz delantera del vehículo
sobre el camino. Los gestos se diluían en amabilidades y sonrisas. Casi
no volvieron a hablar hasta el punto de destino. A pesar del frío y los
dolores Ulysse se permitió disfrutar en silencio su primera noche fuera
de la cárcel.
Patagones era una pulpería rodeada por algunos ranchos. Había
unos carros en descanso, algunos animales sueltos refugiados en una
caballeriza, pequeñas luces temblorosas y cálidas provenientes de las
casas cercanas. El edificio principal, hacia donde se dirigió Arias con su
camión, estaba construido en madera y era almacén, depósito, boliche
y hotel.
Ulysse gastó la mitad del dinero que llevaba en una buena comida
caliente y una modesta habitación. El trato amable y hospitalario del
dueño lo conmovió. La cama era demasiado cómoda y su cuerpo no
lograba relajarse. A pesar del agotamiento no concilió el sueño hasta
muy tarde, cuando los animales comenzaron a removerse en los refugios
presintiendo el amanecer. Así se presentaba su nueva vida en libertad, y
no quería perder detalle, deseaba atesorar esos momentos para siempre.
La alborada lo encontró en la ventana, aguardando el primer día
completo a campo abierto. Tomó un pequeño sorbo del aguardiente que

75
MARÍA ELENA SOFÍA

el pulpero le había dejado en la pieza, como una atención. En esas latitu-


des se agradecía todo gesto destinado a mitigar el frío. También le había
facilitado un brebaje que, aseguró, le ayudaría a calmar los dolores del
brazo. Ulysse había empinado la copa pensando que aquel hombre era
un santo y lo estaba asistiendo personalmente.
Si no contase con una determinación tan fuerte sobre su futuro, Ulysse
se hubiese quedado allí. Un conchabo siempre habría para un hombre
solo; en la esquila, en los campos, la diversidad de tareas empleaba mucha
gente. Bastaría con insinuarlo. Tal vez detenerse una temporada no lo
alejaba definitivamente de sus objetivos, podría reunir dinero para llegar
a Buenos Aires con mejores perspectivas. Lo pensó mientras el primer
sol le daba en los ojos, provocándole lágrimas.
El sonido de voces le hizo mirar hacia un costado, donde unos
hombres cargaban con largos troncos el camión de Arias. Recordó las
jornadas interminables trabajando en los bosques, cortando leña para las
estufas y seleccionando madera para la construcción de viviendas. Esos
días no se irían fácilmente de la memoria. La escena que observaba era
tan distinta que le producía extraños sentimientos; los hombres traba-
jaban entusiastas, bien abrigados, intercambiando bromas. Arias estaba
entre ellos, subido al camión, sobre los troncos apilados, organizándo-
los. El trabajo se hizo rápido y pronto estuvieron listos para emprender
el viaje. Los hombres se alejaron. Arias quedó allá arriba, anudando las
sogas que aseguraban la carga.
De pronto sintió la llamada en la puerta. Ulysse terminó de vestirse
y abrió.
Era Beatriz. Entró directamente. Una mujer resuelta es capaz de todo,
aun a riesgo de ser vista por su esposo a través de la ventana, tan cerca
estaba, y subido en lo alto del camión.
Ulysse, aunque un poco descolocado, entendió el mensaje del deseo,
el impulso que la había llevado hasta allí y ahora asomaba en su mirada.
Debería actuar rápido o no sería capaz de echarla.
–Mire, Beatriz, no quiero líos, ayer salí de la prisión. Vengo de la isla.
Sería el fin del buen trato y el principio de las miradas despreciativas,
plenas de desconfianza, pero no se le ocurrió más que decir la verdad.
Ella tuvo un instante de vacilación, la noticia recibida le propinaba

76
MIL VECES LA VIDA

un desaliento considerable. Pero una mujer resuelta tiene también una


desarrollada intuición que la guía, y evidentemente no lo juzgó peligroso,
porque no se movió de allí.
Ulysse dudó si cerrar la puerta o irse rápidamente y que ella pensara lo
que quisiera. Ahora, a la luz del día, se apreciaba su belleza y un hombre
no podía ignorarla.
–Y eso… ¿Qué importancia tiene en este momento? –dijo ella suave-
mente.
Ulysse buscó en su cabeza una respuesta improbable, inútil. Tenía
razón. Había que cerrar la puerta y la ventana y permitir que las cosas
sucedieran. Nadaba en aguas tan turbulentas que no había pensado en
Simone. La contundencia de la realidad, y de la libertad, ejercían sobre él
una fascinación devoradora, subyugante. O tal vez era el simple instinto
sexual despertándose, luego de tantas abstinencias y represiones.
Ella se adelantó y le tomó la mano. Y casi al mismo tiempo escucha-
ron el grito y el sonido de un cuerpo al caer. Se apretujaron en la ventana,
sin calcular que los verían juntos. Arias estaba tendido en el suelo, con un
gesto de dolor en el bajo vientre, encogiendo las piernas.
Ulysse y Beatriz corrieron. En la caída, el pequeño cuchillo que Arias
llevaba en la cintura se le había clavado, y la sangre manaba a borbotones,
como si el corazón la estuviese bombeando hacia afuera. El arma, similar
al verijero que Ulysse supo tener, con su temible filo abrió una herida
de muerte. Lo supieron al instante. Beatriz se arrodilló, tomó la cabeza
del moribundo y la apoyó en su regazo. Llorando, levantó la vista hacia
Ulysse.
–Vete –ordenó.
–¡Pero puedo hacer algo! ¡Llamaré a los otros y…! –respondió Ulysse.
–No puedes. Vendrá la policía… Vete.
Ulysse comprendió que esa situación era peligrosa para él. Esa mujer
razonaba perfectamente, y le decía eso para salvarlo. Debía correr, correr
y salvarse. Correr. Correr hasta desfallecer. Y luego levantarse y seguir
corriendo. Porque su meta era Simone. Aquella misma mujer que casi lo
desviste sólo mirándolo era la misma que lo protegía y lo empujaba hacia
adelante, hacia su nueva vida.
Ulysse corrió a campo traviesa un tiempo impreciso, hasta que tropezó

77
MARÍA ELENA SOFÍA

con algo contundente y cayó. Al recuperarse descubrió que había dado


con las vías de un ferrocarril. Por allí pasaba un tren. De modo que
caminó por la vía en una dirección por varias horas.
Al borde de sus fuerzas físicas pero con el espíritu ardiente llegó a
una estación. Algunas personas se acercaron para auxiliarlo. Refirió que
había sido asaltado en el camino. Escuchó palabras de aliento y ofreci-
mientos solidarios. Agradeció todo, y todo lo rechazó con delicadeza.
Debía ir con cuidado. Preguntó hacia dónde se dirigía el tren que pasaba
por allí. Le dijeron “Buenos Aires”. Compró su boleto, aún incrédulo.
Recién consideró decansar cuando se subió al convoy. Dormir mientras
raudamente atravesaba la Patagonia rumbo al puerto principal del país.
Dormir todo el largo viaje, tanto como morir. Dormir como Lopecito y
despertar como Ulysse D’Hollbach.

78
MIL VECES LA VIDA

Era de noche cuando llegó a Buenos Aires. Eso le agradó a Ulysse pues
deseaba dormir y amanecer a una nueva vida, despertar en su ciudad
natal como un hombre libre. Por la mañana se levantaría como los
demás, para salir a lo cotidiano. Para él significaba mucho, suponía que
en ello radicaba también la diferencia con su vida anterior. Ahora debía
acostumbrarse a conceptos distintos de las cosas.
La casa de su madre quedaba cerca, pero no iría aún. Quería prepa-
rar esa visita; antes, alimentarse mejor, aumentar de peso y mejorar su
semblante, vestirse adecuadamente. Delia observaría el planchado de su
camisa, el corte de cabello, el estado de sus zapatos. No, él no podía
presentarse así como estaba frente a su madre. Que lo perdonase Islas,
pero su casa materna no sería el primer lugar al que llegaría.
Decidió caminar hasta el vecindario del Abasto; allí, en la calle
Anchorena encontraría el caserón de Josefa Ricci. Ignoraba si le había
guardado la pieza o al menos sus pertenencias. Él no había alcanzado a
darle aviso, pero se habría enterado la noticia por Romagnolo, con lujo
de detalles, seguramente.
Buscaría otro hospedaje si ya no había lugar para él. Ante todo deseaba
reencontrarse con el caserón, con los vecinos, ver cómo crecieron los
niños, tomar un mate en ese patio perfumado por las madreselvas. Y
seguir el recorrido explicativo de Josefa mostrando los últimos arreglos,
las nuevas plantas aromáticas, su pequeña y productiva huerta… Josefa
vivía con la misma intensidad con que su familia trabajaba en aquella
finca de olivares abandonada en Italia. Había perdido un hijo en la guerra
y la hija estaba poblando el patio de niños de diferentes padres, aunque

79
MARÍA ELENA SOFÍA

eso no le molestaba. Sabía que habían cruzado el océano para siempre, ya


no se permitía la nostalgia ni la tristeza. Cuando sus sentimientos amena-
zaban con deprimirla invitaba a Ulysse a beber una copita de licor, y él,
agradecido por su hospitalidad, permanecía hasta muy tarde escuchando
historias de un lejano pueblo en el Piamonte.
Sintió el cansancio cuando tuvo que andar el empinado barranco de
la calle Corrientes, en el bajo. Si bien había comido y dormido gran parte
del viaje sintió un agotamiento nuevo, medular, que el alivio del regreso
no alcanzó a desvanecer.
En la caminata hasta el Obelisco comprobó que la calle se había
ensanchado, estaba mejor iluminada y contaba con cafés y confite-
rías bastante concurridos. El famoso Tabarís y otros cabarets de menor
importancia ya estaban abiertos, el movimiento de grupos de hombres y
autos de lujo evidenciaban prosperidad. Ulysse no frecuentaba el centro,
porque era muy costoso y en algunos casos había que estar familiarizado
con algún político para poder divertirse con tranquilidad. Los matones
del arrabal se vestían bien y controlaban todo desde las penumbras, a
pesar de la confiada invitación al juego y a las risas. Él prefería los boli-
ches del Abasto o los tugurios del puerto, lugares con códigos propios
que le había enseñado Yuyín Pacheco, donde había que entrar armado y
atento al filo de las miradas. Y dispuesto a rajar cuando comenzaban las
peleas, entre empujones, cuchillazos y sillas en vuelo. Consideró impro-
bable que se viese entreverado de nuevo en esas reyertas. Esos que la
iban de guapos deberían probar el presidio de Hengis, unos seis o siete
años, y todo eso se acabaría. Santo remedio. Mansitos volverían. Pero
los políticos necesitaban protección, los ricos seguridad y ellos no sabían
vivir de otra manera.
Divisó la entrada al subterráneo y decidió tomarlo. Al llegar dio una
vuelta por el Mercado, que ya estaba a oscuras. Quiso constatar que
permanecía allí, como los lugares que lo habían visto crecer.
Siguió hacia la calle Humahuaca; la fonda O’Rondeman ya no exis-
tía. El edificio, dividido en dos, sobre Laprida tenía un restaurante y
sobre Humahuaca un depósito de frutas. Ulysse lo miró un rato desde la
esquina opuesta. Todo cambiaba tan rápido. Pronto se olvidaría que allí
había cantado Carlitos; cuando él y los demás testigos ya no estuviesen,

80
MIL VECES LA VIDA

nadie lo recordaría. Tal vez hasta las calles cambiarían de nombre, tanto
borrón hace el tiempo.
Una brisa más fuerte se levantó para mover las frondas de los grandes
árboles. Le produjo un estremecimiento, aunque habituado al frío sabía
que allí estaba bajo otra intemperie, ráfagas que intentarían someterlo,
reducirlo otra vez a una expresión denigrante. Dio vuelta a la manzana,
volviendo sobre sus pasos. Mientras se acercaba al caserón de Josefa fue
reconociendo, aun en la semioscuridad de las cuadras, las luces cálidas de
las casas, ladridos, conversaciones y risas, una radio encendida, el humo
tímido de las chimeneas.
No pudo llorar sino hasta que vio esos ojos claros asomando recelo-
sos tras la puerta apenas entornada. Pero enseguida puerta y brazos se
abrieron completos en el recibimiento, y se dejó caer sobre el pecho de
la querida Josefa, porque confirmaba que aún vivía, que lo esperaba y le
disculpaba su tropiezo y esa ausencia que había dolido tanto.
El apretado abrazo escurrió las lágrimas necesarias; pronto sintió crepi-
tar la leña en la cocina y el olor a comida les devolvió a ambos la sonrisa,
mientras ella buscaba la botella con ese licor que acostumbraban beber.
Josefa no se parecía a su madre, en nada podría decir; era una mujer
corpulenta, de modales rudos, con cabello abundante y casi rojo orde-
nado en un rodete envuelto con un pañuelo negro. De usar todo su
atuendo negro había ido eligiendo otros colores para sus vestidos, acon-
sejada por una amiga gitana: “te vistes como te sientes –le decía–, o te
sientes como te vistes, ha’la amiga, ponle un poco de colo’ a tu vida…”.
Y le regalaba un vestido con flores rojas y azules que escandalizaban a
la pobre Josefa; al principio aceptaba y lo usaba porque su otra ropa se
iba desgastando y total sólo sería para entrecasa. Y luego le llegaba una
blusa blanca con primorosos bordados, que no podía rechazar porque
sinceramente le gustaba y así fue abandonando su hábito lúgubre, y como
por milagro también abandonó su mal talante y su costumbre de andar
gruñendo por el corredor, y sus primeros nietos encontraron una abuela
alegre y activa, protectora, que en negro sólo llevaba un abrigo y una
mantilla que permanecía guardada en la valija de cartón traída en el viaje.
La familia había cenado un guiso gordo, como a ella le gustaba prepa-
rar por las noches. En el fondo de la olla el sobrante alcanzaba para una

81
MARÍA ELENA SOFÍA

persona más, como si lo hubieran estado esperando. Josefa se lo sirvió


con un pedazo de pan horneado por ella, y un vaso de vino. Lo observó
devorar todo con una sonrisa maternal, aprobatoria.
Cuando comenzaron a hablar, ella pareció expresar lo que a él corres-
pondía.
–Ha sido un lungo viaggio –dijo Josefa.
Ulysse asintió, aún con la boca llena. La palabra viaje a ella le provo-
caba conmociones y él lo sabía. Josefa insertaba palabras de su lengua
natal cuando hablaba, porque temía olvidarla. Tomó asiento del otro lado
de la mesa, acodándose y mirando hacia la ventana, como si estuviese
abierta y viese algo en el patio. Volvió a llenar las pequeñas copas de licor,
para después.
–Le cose sono cambiate… –siguió.
–Sí, todo cambia… Cerraron O’Rondeman. Recién pasé… –dijo
Ulysse.
–Yiyo è morto –murmuró Josefa–, y qué cosa vuoi, cuando falta el princi-
pal… También se fue Carlitos…
Ulysse estuvo a punto de confesarle sus planes. Pero no deseaba
inquietarla con las ideas del hombre nuevo que era; quizás le convenía
que ciertas personas continuaran viéndolo y reconociéndolo como quien
había sido. Temía quedarse solo ahora, entre la gente que apreciaba al
viejo Ulises López, si revelaba sus intenciones.
–¿Ti ricordi de don Cobo, el sastre? –preguntó de pronto Josefa.
–Sí… ¿Qué, también…?
Ella se echó a reír.
–Nooo, che cosa, ese tiene bastante hilo nella bobina… Sta cercando un
asistente.
–Ah. Voy a ir a verlo. Mañana mismo –respondió Ulysse, terminando
de un largo sorbo la copa de vino.
Josefa manejaba información de todo el barrio y además era servi-
cial, generosa, tolerante, intuitiva, raramente juzgaba a los otros; parecía
comprender más allá de la apariencia el comportamiento erróneo o acer-
tado. Entendía el sufrimiento. Ulysse era casi un niño cuando apareció en
su casa buscando una pieza para alquilar. Poco a poco se convirtió en la
madre que él necesitaba tener, que no hiciera preguntas, que no exigiera

82
MIL VECES LA VIDA

nada, que entendiera y aceptara su forma de vivir… Ahora la miraba, la


observaba abiertamente mientras ella tenía sus ojos fijos en los posti-
gos cerrados de la ventana, y experimentaba sentimientos muy extraños,
porque precisamente hablar con Josefa le despertaba una gran necesidad
de ver a Delia, su madre. Un deseo que aumentaba y él dejaba crecer, y
eso le agradaba, porque iría postergándolo hasta el momento oportuno.
Ese habría de ser un día especial, quizás un domingo; ella acostumbraba
ir a la misa de diez, de modo que la esperaría en la casa, cerca del medio-
día, para que lo encontrara al regresar, como un regalo concedido por
Dios luego de tanto rezo. Aún no era el momento, pero cuántas ganas
de abrazarla…
Josefa comenzó entonces a decir aquello que podía entenderse
apenas, que hasta ahora no había tenido cabida en su mente ni espacio
en su corazón. Comenzó, se echó el licor de un tirón y dijo el resto con
la voz estrangulada:
–Siento darte questa noticia, filio mío… Tua madre… se ha ido –sollozó,
persignándose.
Pocos meses después de su encarcelamiento, Delia había aparecido en
la casa, buscándolo. Nada sabía de lo sucedido.
Al verlo tan acongojado, Josefa modificó la historia, asegurándole que
su madre no se enteró nunca que él estaba preso. Simplemente le había
dicho que viajaba en un barco, trabajando a bordo y que tardaría unos
meses en regresar. Todos pensaban que volvería en ese tiempo y le daría
las explicaciones correspondientes. Poco después ella enfermó y falleció.
Josefa Ricci se incorporó pesadamente, fue hacia un mueble, abrió
un cajón y volvió con un suave tintineo en la mano. Puso la llave junto
al plato de Ulysse.
–Tu pieza está igual, un po ‘abbandonata, pero te servirá per riposare.
Tratá de dormir. Domani sarà un altro giorno.

83
MARÍA ELENA SOFÍA

84
MIL VECES LA VIDA

XI

La casona de Josefa era un conventillo habitable, con buenas condicio-


nes edilicias y sociales. Ella misma se encargaba de que se sostuviera
así, atendiendo personalmente los requerimientos de los inquilinos, reali-
zando los arreglos necesarios para evitar el deterioro. La gente rara vez
permanecía mucho tiempo; eran inmigrantes que paraban unos días, o
los provenientes del interior, que una vez hallado empleo se mudaban a
lugares más espaciosos. Se podía decir que Ulysse ostentaba el récord de
estadía, sin contar los años de ausencia.
Cuando entró a la pieza pudo calibrar el tiempo que había transcu-
rrido. Varios años se acumulaban en los muebles, en la ropa, en las pare-
des. El olor a humedad y la cama tendida en la penumbra lo impresionó,
como si acabase de entrar a la habitación de un muerto. Y era verdad que
Ulises López ya no existía. Era otro ese que abría la ventana y encendía el
farol prestado por Josefa. Sabía que era un momento a superar. Y ahora
quisiera que ya fuese el día, para arrojar todo a la calle, limpiar y comen-
zar de nuevo. Pero estaba exhausto, con el alivio de haber llegado a casa
sano y salvo, un sentimiento de gratitud que era una conmoción difícil
de contener.
Afortunadamente el brazo no dolía, pero sí otras partes del cuerpo
que habían recibido los golpes. Anotó que al día siguiente iría a un hospi-
tal para que lo revisasen y constataran si su brazo estaba bien tratado, si
era prudente o no seguir inmovilizándolo; la expectativa de conseguir un
trabajo le hacía olvidar su endeble estado físico.
Decidió recostarse, de todos modos, sobre esa cama empolvada, con
puerta y ventana abiertas. En la mesa de luz el farol se apagaría pronto,

85
MARÍA ELENA SOFÍA

cuando se acabase la presión de la bomba. Mirando el pequeño sol calculó


cuánto pagarían sus compañeros de celda por uno de esos faroles en
buen estado, aunque luego sería un problema conseguir el combustible.
Sonrió. También sabía, y debía asumirlo, que todo aquello permanecería
presente en su cabeza por mucho tiempo, quizás por toda la vida, y él
debía aprender a darle el espacio verdadero y necesario, y sobre todo útil.
Que el pasado le sirviera como experiencia y guía en su nuevo camino.
Pensó en varias cosas esa noche, escenas que aparecían y se disolvían
para dar lugar a otras; como en un sueño pero despierto, saltaba por las
imágenes hiladas misteriosamente.
Adormecido, meditó con repetición incomprensible en aquella mujer
de la víspera que había perdido a su esposo en un episodio baladí. ¿Qué
la habría impulsado a tocar su puerta tan solo unos instantes previos
al accidente? Era obvio lo que pretendía, pero ¿por qué? Ulysse la
había juzgado como una pareja armoniosa, normal. ¿Estarían casados?
Probablemente no. ¿Qué hubiese ocurrido de aceptar su ofrecimiento?
Muerto el hombre, ella le habría rogado permitirle seguir con él hacia
Buenos Aires; quizás estuviera allí en ese instante. Su rechazo había
cambiado el destino de los dos; ese gesto le permitía estar solo ahora,
para seguir su derrotero planificado. Claro, ella desconocía la presencia
de Simone. Y él se alegraba de no haber sido el momentáneo desahogo
de esa mujer.

–Es la historia de una mujer aburrida –le había contestado a Solís,


mirando de soslayo a El Cuervo Motta, que ya estaba subido a su silla y
esperaba expectante el desarrollo de la conversación.
Ulysse recordó aquella escena, tan patente como un sueño lúcido. Le
habían preguntado por el libro que estaba leyendo, Madame Bovary, y él
no estaba seguro de tratar esa temática tan delicada con esos hombres.
Sugerir la infidelidad de una mujer podría despertar emociones y memo-
rias inconvenientes en una celda tan pequeña, si se daba una discusión.
Aunque se iniciase en el ingenuo comentario de la vida de un perso-
naje ficticio, así comenzaban a menudo las tragedias en el presidio; por
una minucia, una palabra suelta al azar, lugares de los que era imposible
volver ilesos, porque el violento pasado los había definido a fuego.

86
MIL VECES LA VIDA

–¿Aburrida de qué? –preguntó Paco, ya en su catre y arropado hasta


la nariz.
–De todo, de una vida insípida –explicó Ulysse. Tal vez si no contase
con exactitud, si crease una versión moderada de la historia, podría llevar
la conversación de una manera entretenida.
Paco arrugó el ceño, no había comprendido la palabra. Solís ayudó:
–Desabrida.
–Exacto, tal cual –se apuró a decir Ulysse. Que los otros no pensaran
que la iba de vivo aprendiendo palabras nuevas–. Es una joven casada
con un hombre sin ambiciones… –dijo, y enseguida se arrepintió.
–Pero el hombre no está para entretener a la mujer –se metió El
Cuervo, que había asesinado a su esposa. Buscó una frase dentro de sus
puños cerrados–. El hombre… debe atender sus asuntos, laburar…
–Ah, seguro, para entretenerla hay otros –respondió Paco y largó la
risa que ninguno pudo contener excepto El Cuervo, que se concentró en
sus uñas como si allí estuviese el maldito libro y él pudiera leerlo.
–Hoy una mujer puede divertirse y enfrentar las consecuencias –dijo
enseguida Solís, tratando de salir rápidamente del lugar incómodo en el
que habían puesto al pobre Motta.
–Consideren también que estamos hablando de hace más de setenta
años… Y en otra sociedad –completó Ulysse.
Transcurrieron algunos segundos, como si estuviesen echando cálcu-
los de cuánto significaban siete décadas, para los dos condenados de por
vida, Motta y Solís.
–¿Y dónde fue eso? –preguntó Paco.
Ulysse sintió alivio y beneplácito. Sus compañeros de celda le recono-
cían el esfuerzo de superación que lo impulsaba. Se interesaban por sus
temas, sus conversaciones, le alimentaban las ganas de salir al mundo y
empezar otra vida, un futuro que a ellos les estaba vedado.
–La historia transcurre en Francia, después de la Revolución.
–Ah… Debe ser por eso –murmuró Paco, cerrando una idea bastante
incierta.
Solís pareció concentrarse en la parte superior del muro de la celda,
allí donde angulaba con el techo y brillaba por la humedad, y cantó suave-
mente:

87
MARÍA ELENA SOFÍA

–Sabe que es condición del varón el sufrir, / la mujer que yo quería con todo mi
corazón…
Paco dio un respingo, se destapó y se sentó en el borde del catre.
–¡Conozco esa canción!... Empieza así: En un viejo almacén del Paseo
Colón, / donde van los que tienen perdida la fe…
El Cuervo comenzó a golpearse las rodillas con los puños, como
si tocase un bandoneón, marcando el compás. De manera desafinada
y triste, cada uno como pudo, cantaron gran parte de un “sentimiento
gaucho” lejano, congelado en la distancia, acallado para siempre. Ulysse
anotó mentalmente ese tango, porque observó la emoción que provo-
caba en esos hombres, una letra que él prácticamente desconocía.

Durmió poco, de a tramos y con muchos sobresaltos. Despertó a


las cinco de la mañana, su cuerpo estaba acostumbrado a iniciar el día
a esa hora. No sentía frío; la humedad se respiraba pero era distinta, un
aliento familiar, la grata bienvenida de la ciudad natal. Buscó en la bolsa
una muda de ropa limpia. Aprovecharía la hora temprana para usar el
baño sin interrupciones. Y luego tocaría la puerta de la cocina, por si
aún Josefa seguía con la costumbre de olvidarla abierta. Lo hacía adrede,
muchos de los habitantes no poseían cocina y eventualmente necesita-
ban durante la noche calentar una pava de agua, un plato de comida o
leche para los niños. Los viajantes que se hospedaban temporariamente
le agradecían ese gesto.
El agua estaba fría pero no todo lo fría que él recordaba el agua.
Este acto era bueno, refrescante, reparador. Agradeció poder recuperar
el hábito de bañarse en soledad, con las alertas desactivadas, sin miedos.
Puesto de costado para no mojar los trapos del cabestrillo disfrutó ese
momento, aunque el agua le provocaba ardor en los moretones. Allí
había un jabón de sebo, no dudó en utilizarlo, seguramente era otro deta-
lle de Josefa. Más tarde debería afeitarse; deseaba lucir presentable en su
primera cita de trabajo, demostrar interés real por aprender y desempe-
ñarse con eficiencia. Poco a poco iría recuperando todo aquello a lo que
un hombre debe renunciar cuando pierde la libertad.
La cocina estaba abierta. Ulysse actuó con sigilo porque aún no se
acostumbraba a moverse sin restricciones ni condiciones de uso. Puso el

88
MIL VECES LA VIDA

agua a calentar y preparó el mate. El olor de la yerba le supo delicioso;


el reencuentro con el cuerpecito tibio de un mate hecho en calabaza lo
reconfortó en gran medida. Era imposible discernir, allá en el penal, qué
tipo de hierbas iban mezcladas con la yerba que conseguían. Volvió a la
pieza, encendió el farol, probó el estado de una silla y viendo que era apta
para usar, la arrimó a la mesita y así disfrutó los primeros mates de su
amanecer en libertad. Cada día agradecería estar vivo y libre.
Buscó dentro de la bolsa, donde se hallaba su libreta de identidad,
entre grandes tapas negras. En dos o tres ocasiones, luego de episodios
traumáticos, había perdido la noción del paso del tiempo. Cuando le noti-
ficaron la extensión de la pena tuvo un ataque de ira mayúsculo, y luego
no pudo recordar los días sucesivos a ese evento. Al iniciar su trabajo en
la cocina solamente llevaba la cuenta de los días de la semana, porque era
necesario en la preparación de la comida, en la espera de los proveedores
y otros arreglos propios del funcionamiento de los hornos.
Pensó en su madre Delia, ese trago amargo le cerraba la garganta.
¡Cuán diferente habría sido todo si ella viviera! Tal vez estuviese tomando
esos mates con ella, en su casa de La Boca, refiriéndole un viaje ficticio por
los mares del sur, mientras trabajaba en un barco. O quizás confesando la
verdad, porque la viejita no era tonta y puede que hubiera logrado averi-
guar algo recorriendo las comisarías. Se había vuelto desconfiada y sólo
daba crédito a sus propias indagaciones. No hubiese aguantado hasta
tener ropa nueva y una historia decente para contarle, tantas ganas que
sentía de verla ahora… Pero no llevaría flores a una tumba, era un gesto
inaceptable que no apagaría el duelo recién encendido en su corazón;
esa clase de consuelo no afectaría su angustia. No estaba dentro de sus
cálculos esa pérdida, nunca imaginó la magnitud de lo irreparable. La
nueva realidad ahora estaba más incompleta, más vacía. Era libre y estaba
solo, nada podría detenerlo; y sin embargo era libre y estaba solo. Ulysse
D’Hollbach se encontraba naciendo ahora, sin madre.
Abrió la libreta. Tenía 27 años.

89
MARÍA ELENA SOFÍA

90
MIL VECES LA VIDA

XII

Los balcones del barrio desbordaban de flores coloridas, las rejas pare-
cían destilar esos perfumes embriagantes. La ropa tendida y otros objetos
domésticos mostraban lo estrafalario y a la vez pintoresco y familiar que
podía ser. Un organito sonaba en algún lugar, en otra esquina, como
escondido. Pasaba un mateo apurándose en el cruce, con esos caballos
de trote casi marcial. Un viejo se asomaba al atardecer como si quisiera
controlar el devenir rutinario de la calle. Un vendedor de dulces gritaba
su tentadora oferta.
Junto al almacén de licores, una disquería. Negocio nuevo. El propie-
tario se atareaba en la instalación de una vitrola en la acera. Ulysse lo
observó largo rato, apoyado en la pared de la ochava de enfrente. Estaba
disfrutando el reencuentro con la realidad perdida por tantos años, reco-
nociendo las calles, las casas, conmovido por percepciones que antes no
le importaban, como los olores, los sonidos, las conversaciones y los
gritos, los movimientos de la gente. El ritmo de la vida. La vida que en
algún momento estimó perdida para siempre. Allí estaba.
El hombre de la vitrola continuaba manipulando el aparato. No había
transcurrido tanto tiempo desde aquella noche mágica con el misterioso
preso privilegiado, en cuya celda había escuchado por completo varios
tangos, para anotar las letras y memorizar las melodías. Confiaba en que
esas irrupciones del pasado se atemperasen a medida que transcurriera el
tiempo con sus situaciones nuevas.
Por la mañana, en una corta entrevista había obtenido un trabajo. Lo
debía a Josefa y su amistad con don Cobo, el viejo sastre que necesitaba
ayuda de todo tipo en su atiborrada tienda. Así se lo hizo saber apenas

91
MARÍA ELENA SOFÍA

cruzó el umbral y el otro intuyó quién era él, porque con su mirada lo
midió como para hacerle un traje.
Sin rodeos lo hizo pasar hacia atrás, donde había una cocinita y un
depósito aún más repleto que el frente, en el medio la máquina de coser
y una mesa de planchar. Ulysse arrugó el ceño porque eran objetos que
prácticamente desconocía. Había visto a su madre trabajar en eso, pero
como despreciaba todo lo que aludía a pobreza y escasez, nunca supo
valorar sus habilidades. Ignoraba que el mismo trabajo, en mayor magni-
tud y mejores condiciones podría ser un buen negocio. Delia se las había
arreglado desempeñándose en el mismo rubro, de manera particular,
modesta, sólo con la voluntad de supervivencia para ella y su niño.
“La vida te provee de lecciones, tanto cuando aciertas como cuando
te equivocas”, pensó. Y decidió ser sincero con don Cobo, le refirió sus
antecedentes con la precisión de un agente de policía. Se alegró de no
encontrar en los ojos claros del viejo ningún asomo de juzgamiento.
Como buen amigo de Josefa, lo escandalizaría la mentira y Ulysse, que
estaba comenzando de cero, no necesitaba fingir. Se sentiría más cómodo
con quienes lo aceptaran y se alejaría convenientemente de los rechazos
que le provocasen rencores. Realmente había cambiado y se presentaba
la ocasión para comenzar a demostrarlo.
El viejo portaba su cuerpo menudo por todo el lugar con un andar
rápido y ágil, aunque los achaques de los que hablaba ya no le permitían
subir la escalera ni cargar los rollos de tela. Era hora de delegar tareas.
Siempre había trabajado solo, temporariamente venía una planchadora
cuando él la solicitaba. Debía acostumbrarse a compartir sus horas y
tareas si deseaba mantener el negocio abierto y próspero.
Don Cobo le dijo cuánto podía pagarle. No era mucho, pero le servía
en gran medida. Ulysse pensó en cuánto podía pagar él por esa oportu-
nidad; por ahora la palabra “gracias” no alcanzaba a expandirse en su
corazón como hubiese querido.
El hombre de la vitrola se irguió y cuando comenzó la música se
quitó el sombrero. Ulysse decidió cruzar la calle y acercarse para escuchar
mejor. Carlitos cantó “El día que me quieras”.
“Sabe, Islas, casi lloro como un crío cuando escuché a Gardel en una
esquina de nuestra querida Buenos Aires. ¿La sensibilidad trae flojera?

92
MIL VECES LA VIDA

Porque cuando me toque el turno de cantar a mí, le confieso que no sé


si podré…”, le escribió al bibliotecario en esos días. Ni una línea para
despedidas, sabían ambos que era para siempre. En la posible medida
(sopesando las censuras del director) seguirían contactados vía postal. Y
lo consideraba un gran ejercicio para perfeccionar la escritura y la expre-
sión, pues a su maestro no podía enviarle una misiva pobre y despro-
lija. Y menos aún referencias de aventuras ordinarias, sin vuelo y sin la
inspiración que tan alto destino buscaba. Sus cartas serían una prueba, el
mapa del trazado perfecto hacia el objetivo final, con los sucesivos puer-
tos intermedios en los que recalaría para descansar y proseguir.
Así, algo inclinados por el embeleso, el propietario de los discos y
Ulysse escucharon el tango. Cuando finalizó el hombre lo miró con una
sonrisa de satisfacción, orgulloso de contar en su negocio con todos los
discos de Carlitos.
–¿Le gustó? –preguntó el vendedor.
–¿Qué le parece? –respondió Ulysse abriendo los brazos–. ¡Es el
mejor!
–Probablemente… Usted verá, hoy día hay una muchachada que da
gusto, mire. Muy buenos cantores.
–Soy un lego en el tema –dijo Ulysse, cuidando su vocabulario–, me
gustaría estudiar el tango. Hasta quisiera aprender a cantarlo –se atrevió
a confesar.
–¿Ah, sí? Mire, con esfuerzo todo se logra, usted es joven todavía.
Con una buena pilcha, un sombrero, mejorará su aspecto. Porque sepa
que además de ser hay que parecer –sugirió el vendedor.
Ulysse sonrió, asintiendo: “con esfuerzo todo se logra”. Este hombre
nada sabía de sus esfuerzos, de su lucha día a día en los últimos años sólo
para mantenerse con vida. Prefirió abrir una puerta antes que ofenderse
o resentirse. Y esa decisión le facilitó el camino hacia su futuro como
cantor. Sabía tan certeramente que su destino estaba en sus manos, que
cuidaba cada palabra y cada gesto, pensando que la menor distracción
podía hacerle perder el rumbo.
–Usté tiene razón. Me han dicho que tengo un parecido a Roberto
Díaz, no lo sé, no lo conozco –dijo Ulysse, aludiendo a una conversación
con Islas.

93
MARÍA ELENA SOFÍA

–Hombre, es muy cierto –respondió el vendedor, mirándolo de pies a


cabeza–, su fisonomía me lo recuerda, sí… Bueno, si quisiera conocerlo,
él acostumbra venir por acá…
–Por supuesto, claro que me gustaría… –y adelantándose, al ver que
el hombre se inclinaba sobre el aparato para poner otro disco, se animó a
preguntar–: ¿Conoce un maestro de canto que pueda ayudarme?
El otro no respondió enseguida. Puso el disco en el plato y con el dedo
índice, con gran delicadeza y precisión, apoyó el cabezal en el comienzo
de la pista. Luego se irguió y antes de que comenzara la música le dijo:
–Sígame.
Ulysse aceptó. Pasó junto a la vitrola cuando comenzaba el bordoneo
de “Mi noche triste”. Su oído lo tentó a detenerse y escuchar, pero conti-
nuó caminando. Necesitaba ese dato, la recomendación de una persona
conocedora del ambiente. Este hombre le había caído muy bien, admi-
raba esa devoción por la música y la cuidadosa elección de los discos.
El negocio se llamaba “Discos del Plata” y constaba de un pequeño
local angosto y largo con las bateas de discos alineadas en ambos latera-
les. En el medio había una vitrina con objetos varios, todos relacionados
con la música. El lugar estaba construido en madera hasta el techo, y en
las paredes colgaban los afiches puestos en cuadros. Era muy agradable y
bien iluminado; por lo pequeño parecía un refugio.
El propietario se presentó como Bartolomé. Era uruguayo. Le ofreció
a Ulysse que observase con tranquilidad los discos mientras él buscaba
entre unos papeles, detrás del mostrador, la información que le había
solicitado.
Ulysse dio una vuelta mirando todo, descubriendo lo poco que sabía
del tema y cuánto le faltaba para ser lo que en la idea era posible. Se
detuvo frente a la vitrina, allí había un bandoneón. La voz de Bartolomé
le informó:
–Está descompuesto, pero trae su historia, por eso lo atesoro.
–Parece que tiene sus años –comentó Ulysse, ya que ignoraba todo
sobre ese instrumento, simplemente intentaba contestar.
–No lo dude –respondió Bartolomé, dando la vuelta al mostrador
con un papel en la mano–, hasta el famoso Laurenz ha venido a verlo,
estuvo revisándolo para arreglarlo. Pero no pudo. Parece que tiene rotas

94
MIL VECES LA VIDA

algunas lengüetas, y es imposible reemplazarlas, máxime considerando


que este modelo, según me han dicho, ya no se fabrica.
Bartolomé le extendió el papel que traía.
–Vaya a verlo de mi parte. Eso sí, es un hombre serio, usted debe estar
completamente seguro y dispuesto al estudio. De otra forma no durará
con él, porque es un maestro muy dedicado y exigente.
Ulysse asintió.
–Yo estoy dispuesto. Muchas gracias, Bartolomé.
–Y además –dijo el vendedor, caminando hacia la puerta–, puede
venir cuando desee, el maestro le recomendará una lista de canciones
para escuchar, no creo que usted las tenga todas en su casa.
–¡Qué va, señor, ni siquiera tengo casa! –exclamó Ulysse, y enseguida
pensó que estaba hablando demasiado.
–¿Cómo? ¿Y dónde vive? –preguntó Bartolomé, genuinamente inte-
resado.
–Estoy en una pensión por ahora, he llegado del sur hace unos días
–explicó–, más bien he vuelto, porque nací acá, precisamente en el puerto.
–Ah… –dijo el vendedor–. Mire, para un uruguayo como yo, de la
ciudad, es muy difícil imaginar la Patagonia argentina. De muchacho pude
hacer un viaje junto a unos amigos, le aseguro que nunca lo olvidaré.
“Yo tampoco”, pensó Ulysse, pero no respondió; se limitó a sonreír
y aprobar con la cabeza mientras escuchaba al otro enumerar las mara-
villas del país que había elegido. Su familia ya se había instalado y aquí
se quedarían, porque este era el mejor lugar del mundo. Ulysse le dio la
mano para agradecer y despedirse. Volvería.
Cuando llegó al caserón, lo esperaba la mesa servida. Los niños
revoloteaban alrededor, acomodándose frente a los platos. En la cocina
humeaba una gran olla de hierro. Ana, la hija de Josefa, se limpió las
manos en el delantal y fue a saludarlo. Ella sí vestía de negro, y el cabello
abundante se estaba encaneciendo.
–¿Cómo estás? –dijo con franca alegría.
Ella le llevaba unos quince años, muchas veces había actuado como
una buena hermana mayor. Pero Ulysse no conseguía ver a esa cantidad
de niños como sus sobrinos, aunque les tenía afecto. En la cabecera había
uno “nuevo”, de unos cinco años, que había nacido durante su ausencia.

95
MARÍA ELENA SOFÍA

–Y él es Florencio… –presentó Ana, sonriendo a su hijo para que


saludara. El niño, bastante distinto a los demás, de piel muy blanca y con
una inusual cabellera pelirroja ensortijada, saludó pero enseguida, aver-
gonzado, bajó de la silla y corrió a refugiarse bajo el delantal de Josefa.
–Vai a sentarte –le ordenó al niño, todavía de espaldas. Y volvién-
dose, miró a Ulysse–: Y vos también, andiamo, a mangiare.
No pudo negarse. Debía aceptar esa ayuda hasta percibir su primera
quincena de trabajo. Se acomodó entre los niños y pronto se animó a
reír y hablar con todos. Ese comedor era muy diferente al que se había
habituado; también la comida era distinta. Poco a poco iría compren-
diendo los cambios, aceptándolos con una mirada más amplia y positiva.
Necesitaba olvidar gestos y maneras que en este nuevo mundo no exis-
tían ni eran necesarios. Por un rato, ayudando a Josefa y a Ana con esos
niños, olvidó todo aquello y pudo disfrutar la mesa en familia, hecho que
de este lado de los muros de un presidio se consideraba normal.
Cuando entró a su pieza no pudo contener el llanto. Sobre la cama
Josefa le había dejado una muda de ropa completa para que usara en su
primer día de trabajo. Hasta un par de zapatos, con mucho uso pero bien
lustrados, aguardaban junto a la mesita de luz. Reunió la ropa, plegó todo
cuidadosamente y lo dejó sobre la mesa. Al observar el saco, color azul
oscuro, muy abrigado, no pudo contenerse y se lo puso, para medírselo.
Le quedaba perfecto. Probó los zapatos, también le quedaban. Calculó
que pertenecieron a un ex marido de Ana, o algún fallecido. No obstante
se notaba que era ropa de calidad y en perfecto estado, y esas mujeres
se habían ocupado de prepararlas para él. Eso lo emocionaba. Delia, su
madre, siempre había tenido especial cuidado en su vestimenta, procu-
rando que siempre se viese bien presentable.
Buscó en el bolsillo del pantalón. Sacó el papel que le diera Bartolomé
y lo desplegó. Decía: “Emilio Romero, maestro de canto. Pasaje San
Lorenzo 381”. Comenzaba a trabajar, y también empezaría a cantar. El
futuro no era incierto ni lo acechaba la muerte, las cartas estaban tiradas
y él aprendía a leer su propio destino.

96
MIL VECES LA VIDA

XIII

El anciano Ulysse apura el paso; falta poco para llegar a su casa, el


camino es menos empinado y más llano. Este tramo le agrada particular-
mente, pues su cuerpo entrado en calor disuelve los dolores y un estado
envolvente de bienestar físico lo embarga. Por causas incomprensibles
su brazo derecho nunca le ha dolido, ni molestado siquiera. Cree que es
más doloroso el recuerdo que el hueso quebrado y soldado negligente-
mente. Porque después no concurrió al hospital, simplemente dejó pasar
unos días y de a poco fue quitándose los vendajes, ya que le molestaban
para trabajar. Y como ya no sentía dolor resolvió que estaba todo bien,
que tal vez esa sensación de libertad le había llegado hasta el esqueleto,
curándolo. También el empeine del pie izquierdo y la rodilla derecha,
donde parecía tener sendas agujas hincadas, dejaron de molestarle. La
liberación había sido completa. Muchas veces, frente a algún cronista
inquieto, había enfrentado esas preguntas del sentido común: “¿Por qué
no se conformó con lo que había logrado? ¿Por qué no se detuvo?” Si
se equivocaba ¿dónde iría a parar su vida? Ulysse D’Hollbach respondía
siempre lo mismo: “Me había liberado de la prisión, no de mis deseos”.

El primer día en la sastrería Ulysse sintió que había perdido a Simone.


Mientras don Cobo le explicaba los pormenores de su oficio, resaltando
cuáles serían puntualmente sus tareas, él sufrió ese malestar conocido
de la pérdida. Los tipos de telas, medidas, formatos, números de clien-
tes, proveedores, detalles propios del negocio, a partir de ese momento
serían su nueva rutina. Cosas desconocidas que debía memorizar, hablar
con la gente, personas tan diferentes a los prisioneros, le provocaría

97
MARÍA ELENA SOFÍA

inhibiciones y vergüenzas inexplicables. Pero sobre todo Ulysse temía


que su cotidianeidad le hiciese perder de vista su objetivo primordial.
Doblaba las telas de lino en perfectos pliegues y sentía que estaba
malográndose, alejándose de Simone. Paradójicamente, a miles de kiló-
metros y encarcelado, la presentía más cercana, un sueño factible. Ahora
el trabajo le ocupaba las horas y al llegar a la pensión se arrojaba sobre
las hojas con anotaciones en francés, pues temía olvidar lo que había
aprendido. Se volvía paranoico pensando que quizás Islas lo había estado
engañando todo ese tiempo, burlándose, pero luego lo embargaba un
sentimiento de pura gratitud hacia su maestro. ¡Era él, que no sabía cómo
tomar la libertad!

Transcurrido un mes de su llegada, Ulysse consideró dar una vuelta


por la casa de su madre, que ahora era suya por derecho hereditario. Don
Cobo y Josefa le habían sugerido hacerlo, aunque él mostrase desinte-
rés, un pretexto para no enfrentar el dolor de hallarla vacía y abando-
nada. Pero ambos consejos llevaban razón, quizás con algunos arreglos y
muebles nuevos podría recomponerla para vivir allí. Era un expresidiario,
ya no albergaba prejuicios por el barrio del puerto. Había vivido equi-
vocado la mayor parte del tiempo; la vida, por algún misterioso sino, le
daba la oportunidad de recomenzar. Debía reunir coraje, ir y derramar
las lágrimas necesarias para seguir su camino con el corazón aliviado.
Llevaría flores para dejarlas sobre la mesa del comedorcito o sobre la
máquina de coser, porque para él ella estaría allí siempre.
Un domingo por la tarde se vistió con la ropa más presentable que
poseía, compró un par de rosas blancas y caminó con paso seguro hasta
el bajo. Se dirigió al barrio del puerto haciendo de memoria el laberinto
de calles angostas, hasta dar con la casa. En un principio pensó que
había errado el trayecto; se daba cuenta de los cambios ocurridos en los
modestos edificios, modificaciones destinadas a mantenerlos habitables.
Pero otras casas estaban tal cual las recordaba, así como se encontraba
viendo la suya. El detalle que lo había hecho dudar era un enigma, pues
la casita se veía abierta, y aparentemente habitada.
Ulysse cruzó la calle. Casi frente a la puerta había un auto que parecía
abandonado. Lo rodeó con cierto fastidio; no le gustaba lo que estaba

98
MIL VECES LA VIDA

viendo, las cosas no se hallaban en el lugar y estado correctos. Contando


con que no tenía las llaves se le ocurrió golpear las manos, aunque sonara
absurdo llamar para entrar a su propia casa.
Transcurridos unos segundos la puertita se abrió y un hombre salió
y bajó por la escalerilla, entrecerrando los ojos para soportar el sol y
enfocarse en el visitante. El asombro de Ulysse se multiplicó al recono-
cer a su amigo Yuyín Pacheco. Y Yuyín, que al instante experimentó lo
mismo, luego de algunos gestos superpuestos que iban de la confusión,
la alegría del reencuentro y la búsqueda mental de una salida rápida, abrió
sus brazos para recibirlo. Ulysse también sonrió, porque lo encontraba
vivo, pero ese era el último lugar donde lo buscaría si debiera hacerlo.
–Compadre... Lopecito… –dijo Yuyín, sinceramente emocionado.
Otro tema resultaría la explicación de lo que estaba a la vista, pero cada
cosa en su sitio; su pecho amplificó una carcajada de felicidad genuina al
ver a su antiguo compañero de andanzas.
Ulysse también sintió ese alivio, se dejó abrazar y enseguida pasó a
subir la escalera. Ya no estaban los malvones de su madre y los maceteros
colgaban de las ventanas, vacíos y casi destruidos.
–¿Qué pasa, Yuyín? –lo interrogó seriamente. Yuyín había subido más
rápido y se interponía entre él y la puerta.
–Compadre… Ehhh… es una familia que estaba en la calle –explicó
rápidamente–. Seis niños pequeños… Yo sabía de tu madre, vos no
apareciste por muchos años… Pensé que habías muerto…
–¿Y el padre de esta familia? ¿Trabaja? –dijo Ulysse, tomando suave-
mente a su amigo del brazo y quitándolo de su camino. En ese instante
Yuyín intuyó que Ulysse había cambiado. Buscó su mirada, cediendo
lugar pero sin abrir la puerta.
–Trabaja conmigo… ¿Qué te pasó, compa? ¿Adónde te llevaron?
Ulysse le sostuvo esa mirada inquisidora, era un trance fácil para él
luego de lo que había vivido.
–Estuve en el sur, en la isla.
Pudo sentir el estremecimiento de Yuyín. Aprovechó entonces para
abrir la puerta y entrar seguro y resuelto a su propia casa.
Adentro había dos hombres en una mesa redonda, bebiendo y jugando
a los naipes; una mujer madura y una joven estaban en la cocina y varios

99
MARÍA ELENA SOFÍA

niños revoloteaban por las habitaciones y el patio de atrás. Yuyín se metió


detrás de él y antes de que los hombres reaccionaran ensayó una presen-
tación algo histérica:
–Muchachos, él es López, el propietario de esta casa.
–¿Eso significa que nos tenemos que ir? –dijo el más corpulento, que
llevaba el cabello largo ensortijado. Compartió una sonrisa burlona con
el otro, enjuto y mejor vestido, con un tufo a compadrito que Ulysse
sintió de lejos.
–Significa, señor… –empezó Ulysse, y miró a Yuyín, para que hablase,
pero el otro respondió.
–Osorio.
–Señor Osorio –siguió–, si ustedes quieren continuar viviendo en mi
casa, deberán pagarme la renta como corresponde.
Los hombres se echaron a reír. Yuyín se contrajo de los nervios.
Ulysse echó un vistazo alrededor y distinguió en el pasillo, bajo unas
cajas y trastos, la máquina de coser de su madre. Sin dudar se dirigió allí,
arrojó por el aire los objetos que la tapaban y dejó sobre ella, con toda
delicadeza, las flores que había llevado.
Cuando se volvió los hombres estaban de pie, de mal talante, dispues-
tos a la pelea. En una sola mirada Ulysse pudo calibrar la situación. El
grandote llevaba un bulto cerca del bolsillo, un arma blanca. El flaco
se había movido hacia la puerta de la cocina; seguramente portaba un
arma de fuego y no dudaría en tomar como escudo a una de las mujeres.
¿De qué lado se pondría Yuyín? La sequedad en la boca y la humedad
en las axilas le avisaron su incomodidad; él ya no deseaba esos trances,
no estaba interesado en esa forma de vida. Debía pensar en una salida
elegante y pacífica, acorde a su nuevo pensamiento.
–Señores –dijo, levantando su mano derecha–, no llevo arma de
ningún tipo, no he venido a pelear. Entiendo que es un malentendido, y el
responsable de todo esto es él –señaló a Yuyín; logró que lo escucharan,
continuó: –Y con él voy a resolver esta situación, no con ustedes.
Los dos hombres se miraron y luego miraron a Yuyín. Lentamente se
acercaron a la mesa para sentarse otra vez. Ulysse se aproximó a su amigo
boquiabierto y lo empujó hacia la puerta. Una vez en la calle lo tomó del
cuello y lo golpeó varias veces contra el capó del auto abandonado. Yuyín

100
MIL VECES LA VIDA

no atinó a defenderse; de alguna manera sentía alivio por la descompre-


sión de la escena dentro de la casa.
–¡Una semana, compadre! –le gritó, mientras el otro se restañaba la
sangre de la cabeza–. Me traes el dinero de la renta o las llaves de la casa.
Si no me cumples, verás de lo que soy capaz.
–De… acuerdo, compa… ¿Dónde te encuentro?
–En la casona de Josefa Ricci.
A grandes zancadas se alejó del lugar. Tenía la impresión de que esta
vez se marchaba para siempre; ya no volvería a la casita de su madre, sería
otro capítulo cerrado con música de tango triste. Se llevaba el instante
único en que apoyó las rosas sobre esa madera donde ella pergeñó su
vida, y también la de su hijo, y él casi la desperdicia. Podía jurar que había
sentido tibieza, como si alguien acabase de levantar los codos de allí.
Caminó lentamente, cruzando el centro. Sentía una opresión en el
pecho, una especie de furia que pugnaba por salir. Le hubiese gustado
liarse a golpes con esos dos hasta sangrar, como en el presidio. Allá
era la única forma de descargarse, ignoraba cómo sería ahora en su
nueva vida. La presión aumentaba y sus ojos ardían; caminó más rápido
hasta llegar a una plaza y sobre el tronco rugoso de un árbol se apoyó
y descargó todo el llanto que traía contenido. Por su madre, por él, un
mal hijo que la había hecho sufrir hasta la muerte… Nada podía reme-
diar, sólo seguir su ejemplo de lucha y de trabajo, para que de alguna
forma, desde donde ella estuviera, pudiese sentir un asomo de orgullo
y descansar en paz.
–¡Usurpatori! –tronó la voz de Josefa, cuando Ulysse le refirió lo
sucedido. Puso los brazos en jarra para sostener su enojo–. ¡Habría que
denunciarlos! ¡Mirá che tipo di amico tenías, eh, ese Yuyín!
–Pensó que yo había muerto. La casa estaba abandonada… –dijo
Ulysse, tratando de tranquilizarla–. Veremos cómo lo resuelve ahora,
démosle una oportunidad.
–¡Una paliza le daría yo! ¡Lo colpirei! –gritó Josefa.
–Ah… no se preocupe, algunos golpes le di. Pero no quiero meterme
en líos, no me conviene, ¿comprende?
–Certo, muchacho –dijo ella, calmándose–. Por eso lascia a me, ya verá
quando appare qui ...

101
MARÍA ELENA SOFÍA

Ulysse sonrió. Se había hecho la noche. Pronto las ollas puestas en


el fuego terminarían de cocinar la comida, cenarían e irían a dormir
temprano para levantarse el lunes a trabajar.
“Sabe, Islas –escribió–, mi madre se ha ido. Falleció hace varios años,
probablemente sin saber nada de mi destino… Yo no lo conocía, pero
hay un tango de Carlitos, “A mi madre”, que cantaré en su memoria.
¡Pobre Madre! Yo de ella me olvidaba / cuando en brazos del vicio me dormí… Es
muy triste, pero el público sabrá comprender, ¿verdad? En relación a eso,
el mes próximo dispondré de un dinero extra para pagar mis clases de
canto. Ya me han recomendado un buen maestro, tengo mucha expecta-
tiva. No imagina cuánto necesito sus consejos…”.

102
MIL VECES LA VIDA

XIV

A Ulysse le gustaba salir al atardecer, en esa hora breve del crepúsculo


donde todo se embellece bajo los púrpuras del cielo. Una costumbre que
mantuvo desde que salió de la prisión: caminar la esquiva libertad, aspirar
el merecido aire, sonreír a la maravilla de las flores que se cierran hasta la
mañana o para siempre.
El barrio de San Telmo se encontraba muy concurrido en sus calles,
cantinas y almacenes. Habitualmente era de ese modo; él se detenía en
un sitio, una esquina, observaba pasar a la gente, quedaba extasiado ante
esos rostros risueños, serios, preocupados, neutros… Imaginaba las
historias que arrastraban, el dolor, la esperanza.
Comenzaba a tener un sentimiento desconocido por esa gente desco-
nocida. Percibir algo de sí mismo en “el otro” que pasaba a su lado y
sólo de vez en cuando de soslayo interceptaban sus ojos. Un sentimiento
aún sin palabra que lo nombrase, sin concientizar, pero que aceleraba los
latidos de su desapacible corazón.
En el pasaje San Lorenzo reinaba un silencio de auditorio, en contraste
con el bullicio de las otras calles. Ulysse caminó sin controlar la altura
hasta el extremo de la cuadra. Luego regresó y se detuvo frente a la
entrada de una casa blanca estilo colonial. Allí dio con el 381.
La puerta, de roble macizo, pintada en verde, era de doble hoja y
poseía una mirilla que se notaba de reciente instalación. Detrás de ese
brillo señorial lo aguardaba su futuro. Porque si el maestro no sacaba un
cantor de él, su proyecto fracasaría. El fuerte monólogo interno que traía
calló para dar espacio al momento presente.
Le bastó con presentarse y exponer su interés por aprender canto.

103
MARÍA ELENA SOFÍA

Emilio Romero lo hizo pasar enseguida, sin dudar. Era un hombre apaci-
ble, agradable, vestido con buen gusto. Mostraba ese refinamiento en
los gestos de las personas que poseen una alta cultura y educación. Si
bien rondaba los cincuenta años, sus escasos y encanecidos cabellos lo
avejentaban tanto como su andar defectuoso. Él enseguida refería el acci-
dente, como disculpándose ante la mirada interrogante de la visita. No
se había caído del caballo; fue el animal el que cayó sobre su pierna y
luego ninguna operación quirúrgica logró restablecer su normal caminar.
Pero esos sucesos lejanos ya no lo entristecían ni resentían; dedicado a la
enseñanza apenas si recordaba lo sucedido. Estas fueron sus palabras y
Ulysse las aceptó compasivo, aunque indudablemente el maestro nunca
olvidaría aquel episodio que lo condenó a ser un hombre minusválido.
Caminando tras él por un largo pasillo Ulysse admiró el lustre de las
baldosas, y una vez en el salón principal su asombro se amplió ante el
lucimiento de los muebles, el orden y la pulcritud que reinaba en todo el
ambiente e, imaginó, habría de extenderse por toda la casa.
No se hallaba en un lugar así desde la niñez, en la propiedad de los
patrones de su madre, donde se había criado. Una evocación de aquella
vida feliz y plena de comodidades lo embargó. Y con esa capacidad de
emocionarse y la creencia infantil en lo imposible fue hasta el piano, que
reinaba en el centro de la habitación, y puso sus manos sobre él. Nunca
había tocado la madera de un piano; la sintió cálida, templada, como una
extensión del carácter de ese hombre que acababa de conocer.
El maestro, viendo su interés, levantó la tapa del teclado y con un gesto
lo instó a continuar su experiencia. Ulysse presionó suavemente algunas
teclas negras, apenas se oyó el sonido en el silencio pleno de la casa.
–Más fuerte –dijo el maestro.
Obedeció, y la nota sonó limpia y alta. Los dos sonrieron llanamente,
como si hubiesen hallado un juguete nuevo y lo estuvieran revisando.
Emilio corrió hacia atrás el banquillo estacionado junto a los peda-
les y tomó asiento. Ulysse quitó la mano algo avergonzado. El maestro
continuaba sonriendo. Le explicó:
–La tecla debe golpearse con cierta fuerza para que mueva un pequeño
martillo ahí dentro –señaló–. El martillo a su vez golpea una cuerda, que
dará la nota.

104
MIL VECES LA VIDA

–Su piano es hermoso, profesor –atinó a responder Ulysse. Su primera


impresión era estética, aún no lo había escuchado en ejecución.
–Gracias… –dijo Emilio–. Mira, mis alumnos me llaman maestro,
Emilio, o maestro Emilio. Tú decides.
–Está bien, maestro.
–¿Quieres cantar algo? Lo que desees, para saber cómo vienes…
Ulysse sintió un escalofrío. El hombre le inspiraba confianza, pero ese
era el momento temido.
–¿Ahora?
–Pues sí, hombre, anímate, no es un examen –lo impulsó.
Emilio improvisó breves introducciones sobre el teclado. La música
comenzó a poblar el aire, a llenarlo todo de colores, de sensaciones.
Ese instrumento era un ser que necesitaba expresarse, y lo hacía de esa
manera cuando hallaba el ejecutor adecuado.
Ulysse iba de un deslumbramiento a otro. ¿Cómo se explicaba que
antes de ir a prisión no se hubiese interesado, ni descubierto siquiera
esta maravilla? ¿Cómo había vivido él sin la música? Estaba abrumado.
Quizás por eso su mejor y más esforzada versión de “Melodía de arrabal”
resultó imprecisa, en un tono bajo y nervioso.
El profesor levantó las manos del teclado a mitad del estribillo. Aún
no alcanzaba a calibrar el potencial de su cantor, si lo tenía. Pero era un
hombre optimista, creía en el trabajo y la perseverancia. Dijo serenamente:
–Bueno, tienes que adquirir conocimiento y seguridad, una cosa
conlleva la otra. Empezaremos con el solfeo.
“Perfecto”, pensó Ulysse. Estaba hablando de un comienzo.
Aquel primer día permaneció en esa casa hasta cerca de la media-
noche. Cenaron la comida preparada por Hebe, la cocinera, y en todo
momento hablaron de música: de tango, el estilo y otros temas que el
maestro iba inculcando lentamente al alumno para ir poniéndolo en
situación. Este método no era usual en Romero. Aunque de trato agrada-
ble era distante, austero y solitario. Evidentemente algo había visto en su
nuevo alumno para actuar así.
Luego de tomar el primer café, entrada la noche, y de haber escu-
chado a Ulysse referir su historia, había cambiado su metodología de
enseñanza con él.

105
MARÍA ELENA SOFÍA

Tampoco Ulysse se explicaba el motivo de su confesión. Toda su


vida quedó expuesta en la sobremesa, a pesar de aquel consejo de Islas:
“Cuando hables sobre ti, guárdate algo. Si lo dices todo, te vuelves vulne-
rable”. No importaba, ya no importaba. Este hombre lo transformaría
en lo que deseaba ser, o nada sería. Solamente logró seguir guardando el
nombre de Simone, el resto fue dicho sin máscaras, entendiendo ambos
la tremenda magnitud de la verdad.

Aquella noche Ulysse volvió a la casona hablando solo. Al rememo-


rarlo piensa que fue uno de sus momentos felices, esos estados indescripti-
bles en los que ocurren los descubrimientos.
Le escribió al bibliotecario del presidio, pues no lograba conciliar
el sueño. En mansa soledad, sentado a la mesa de su alcoba humilde,
miraba el vuelo de una polilla atraída por la luz del farol. Consideró la
idea de conseguir una imagen de Simone Blanc; fácilmente se encontra-
ban las fotografías de artistas famosos, bastaba con encargarle al canillita
de la cuadra. Dudaba porque temía encontrar una mujer diferente, en
poses que le sugirieran otro temperamento, un cuerpo distinto del que
imaginaba. Ella existía en su pensamiento de una forma ideal, idílica, y
deseaba seguir alimentando ese mundo futuro en el que estaban destina-
dos a encontrarse.
“Islas, a veces me pregunto, viendo el saber de estas letras: ¿Será mío
el amparo de su risa leve? ¿Ella aquietará mi herida? ¿Olvidaré? El día que
me quiera, ¿en verdad sentiré cómo ríe la vida…?”.
Al día siguiente apenas logró levantarse. En las mañanas debía
rendirse a su escandalosa soledad como si nada estuviese sucediendo
a su hombría. La espera, en el ámbito represivo de la prisión, justifi-
caba abstinencias y perversiones, pero libre en el mundo la experiencia
dependía de su voluntad. Y de sus deseos. En el fondo era un joven que
sólo debía relajarse, dar un paso adelante y disfrutar de la vida. Por eso a
menudo la realidad se tornaba avasallante, intrépida sobre sus vacilacio-
nes. El chorro de agua fría le recordaba los tiempos de la supervivencia
y entonces el resto se trasladaba a un plano aceptable, secundario. Su
soledad no le provocaba dolor, porque la había elegido.
Después, vestirse con ropa limpia le despertaba una emoción agra-

106
MIL VECES LA VIDA

decida y dulce; peinarse y verse bien en el espejo, corroborar que ya los


huesos de los pómulos no sobresalían y el color de su rostro dejaba su
palidez en el pasado, lo animaba.
Ese día Ulysse recibió dos sorpresas, imposibles de soslayar, que lo
dejaron en ascuas. Al dirigirse a la cocina en busca de agua caliente para
el mate, escuchó voces. Se asombró, pues era el primero en levantarse
después del alba, cuando los pájaros empezaban sus conversaciones
en los árboles. Pensó si no habría ocurrido algo, un fallecimiento, o la
descompostura de un niño. Las enfermedades mataban prontamente,
todo comenzaba con una simple tos, los servicios de sanidad que proveía
el gobierno eran escasos y los médicos particulares no daban abasto.
Pronto desechó esos pensamientos; reconoció la voz de Ana, la hija
de Josefa, y de un hombre que conocía, que no debió ser bienvenido.
Cuando entró pudo entenderlo, Josefa no se hallaba allí, había ido con su
amiga gitana cuya hija estaba dando a luz.
Yuyín Pacheco mostró toda su dentadura cuando lo vio asomarse.
Ana bajó la vista, incómoda. Quién supiera lo que estaban hablando esos
dos. Sintió inquietud; Yuyín era despiadado, nada lo conmovía, en todo
caso podía fingir pena si resultaba conveniente, en general con las mujeres
desvalidas, abandonadas o solas. Todo para sonsacar beneficios, un buen
pasar, sexo, o simplemente un refugio disponible para un caso de peligro.
Ulysse apreciaba a Ana como familia; era una muchacha vulnerable y
enamoradiza.
–¡Compa querido! –exclamó Yuyín, exagerando su expresión.
–Qué hacés… Buen día, Ana –murmuró Ulysse.
Ella sonrió suavemente.
–Y aquí estoy, para cumplir con el amigo –siguió Yuyín, sin bajar el
tono.
–Está bien, vámonos –lo llamó desde la puerta.
–Mamá fue con Lola –dijo Ana, sin saber por qué motivo debía infor-
marle.
–Lo sé, lo dijo ayer.
Yuyín se puso de pie. Había traído el dinero, tal como acordaran. No
comprendía el rechazo que provocaba a su antiguo amigo verlo allí, pero
era conveniente seguir el tren, pagar y marcharse.

107
MARÍA ELENA SOFÍA

Le dio la mano a la mujer con una cortesía exagerada, antes de ponerse


el sombrero, y siguió a Ulysse por el corredor todavía en penumbras.
Esquivaron algunas ramas florecidas que avanzaban sobre el pasillo.
En la calle, Ulysse lo enfrentó y Yuyín le entregó el dinero de la renta.
Comenzaron a andar uno junto a otro, en silencio. Hacía mucho tiempo
desde la última vez que habían caminado a la par por la ciudad, y mucho
más desde aquel primer encuentro, en un callejón de ese barrio. Podría
decirse que iban pensando en lo mismo, pero estaban distintos. El tiempo
de castigo no había hecho mella en Yuyín, mientras que Ulysse era otro
hombre, lleno de proyectos, estudioso, incursionando en el mundo del arte.
–Te esperamos una de estas noches en “El avión”. La muchachada
te reclama, López… –le dijo Yuyín cuando ya desembocaban en la calle
Corrientes.
Había un puesto de diarios y estaba el canillita con los brazos cargados,
dispuesto a salir. Ulysse iba a responder alguna excusa cuando el vendedor
gritó ese nombre. Los dos se sobresaltaron. Yuyín lanzó una carcajada y
caminó para cruzar la calle, interpretando que deseaba continuar solo.
Ulysse quedó estático frente al muchacho que agitaba el periódico frente
a sus narices y lanzaba su propaganda, impostando para nombrar en fran-
cés: “¡Simone Blanc canta en Buenos Aires! ¡Simone Blanc, la famosa
cantante parisina! ¡Se agotan las entradas! ¡En el Teatro Liceo!”
Ulysse trabajó en silencio durante esa jornada. Fue muy expeditivo,
adelantó pedidos, ordenó telas y realizó la limpieza. Don Cobo notó la
alteración pero no inquirió tema alguno. No podía imaginar qué asunto
lo sumía de tal forma, pero unos días atrás había descubierto la presencia
de un hombre en la esquina, mirando insistentemente hacia su negocio, a
la hora del cierre. Cierta inquietud se apoderó de él; conocía los antece-
dentes de su empleado, referidos por él mismo. ¿Qué estaba ocurriendo?
¿Por qué no hablaba? Tenía toda su confianza, sin embargo el joven se
había cerrado y apenas si respondía con monosílabos.
El viejo sastre decidió esperar antes de tomar decisiones. Era un
hombre sabio, de buenos sentimientos, e intuitivamente veía en Ulysse,
más que nerviosismo o enojo, una profunda desazón.

108
MIL VECES LA VIDA

XV

A medida que se acercaba la fecha de la presentación de Simone, Ulysse


aceleraba sus tareas y su aprendizaje. La clase semanal de canto se trans-
formó en bisemanal, y luego diaria.
Emilio Romero nunca había visto algo parecido, su alumno progre-
saba de un día para otro, daba la sensación de que transcurría toda la
noche ensayando. Ni el propio Ulysse podía explicarlo. Practicó el solfeo
que le indicaba el maestro hasta el cansancio. En dos días memorizó letra
y melodía de “Mi noche triste”.
Regresaba muy tarde al caserón y se recostaba unas horas. Como
allí le era imposible ensayar, caminaba hacia el arrabal profundo, varias
cuadras, hasta una esquina desierta o con escaso tránsito y allí, al aire libre,
cantaba. Miraba las copas de los árboles, ensayaba poses, se probaba un
sombrero… Disfrutaba esos escapes en que podía ser quien deseaba, él
mismo en preparación, puesto a prueba.
Su cabeza se había introducido en un túnel desenfrenado. En unos
días más podría hallarse a sólo unos pasos de “su” Simone, pero aún no
era el momento oportuno para que ella lo descubriera a él. Todavía seguía
siendo un hombre común, un expresidiario trabajando por un magro
sueldo. Ella lo miraría de esa manera distante, simpática pero lejana, en
que saludan los artistas a su público. Era inimaginable el dolor que le
provocaría esa mirada. No habría lugar para una presentación ni mucho
menos para su proyecto de conquista. La realidad le caía encima como
los golpes del gitano allá en la isla. Una lluvia de impactos sobre un
hombre que recién estaba levantándose, recuperando el estado erguido
de la libertad, de una existencia digna.

109
MARÍA ELENA SOFÍA

Caminaba alrededor de la cama rumiando una melodía, pensando que


el viaje de Simone, justo a Buenos Aires y oportunamente en esa época, le
sentaba como un pleno rechazo. La realidad le explicaba cuál era su lugar
en el mundo, una razonabilidad que nunca le había cuadrado. Necesitaba
imperiosamente de Islas y su capacidad para sostener la ilusión, entre
los marcos de un futuro posible a pesar del presente adverso. Porque allí
nadie conocía la existencia de Ulysse D’Hollbach ni sus planes, y estaba
Yuyín Pacheco llamándolo como un pequeño diablo, instándolo a ser
lo que esa vida despreciada requería de él, del Lopecito malandra del
puerto, habilidoso negociador, versado y confiable.
Una de esas noches, al volver de su excursión al arrabal, se metió en
el cabaret “El avión”, donde estaba seguro encontraría a su amigo y otros
compadres. Yuyín apenas lo vio fue al mostrador, pidió una botella de
brandy y salió a recibirlo, con la alegría pintada en su rostro. Lopecito
regresaba y había que festejarlo.
Ulysse permitió la fiesta, otros desconocidos vinieron a saludarlo
cuando ocuparon una mesa cerca de la escalera, que a esas horas de la
noche comenzaba a poblarse con idas y venidas de meseras y hombres
bien vestidos. Subir al primer piso era costoso, y muchas veces no alcan-
zaba con tener dinero suficiente, también era necesario cierto nivel social
dado en general por lo delictivo. El cabaret había cambiado de dueño y la
renovación había sido completa: desde el color de las paredes, el estilo
francés de la iluminación y el decorado en yeso hasta las jóvenes con su
elegante gracilidad, siempre dispuestas a la sonrisa y a cualquier solicitud
que requiriese el cliente.
Un cantor con voz aflautada pero muy laborioso pretendía bien
entonar “Cuesta abajo”, de Carlitos. Ulysse se esforzó en desatender el
escenario, donde ocurría lo que en verdad le interesaba. Se conmovió al
escuchar “… Era, / para mí la vida entera, / como un sol de primavera / mi
esperanza y mi pasión…”. Palabras sencillas con armoniosa melodía, tan
simple como respirar, aunque a veces respirar costaba.
Bebió una copa tras otra hasta el fin de la presentación musical. Daba
gusto ver los procedimientos de toda esa gente de avería, empilchada
como para un casorio, intentando divertirse como señores burgueses,
que también entraban a esos sitios pero nunca se mezclarían con ellos.

110
MIL VECES LA VIDA

Yuyín reía y le contaba cosas que él ya no comprendía ni deseaba


escuchar. Luego vino una muchacha, lo tomó de la mano y lo llevó al
primer piso. Desde lejos parecía llegar el bullicio, mientras tenía la sensa-
ción de estar desnudo y enseguida caer en un sopor invencible que le
hacía conocer la derrota.

A partir de esa noche Yuyín se convirtió en su sombra, procurando


convencerlo de volver con su gente, a trabajar con ellos. Lo esperaba en
las inmediaciones de la sastrería y no se despegaba de su lado, aunque
Ulysse lo echase con rudeza. Yuyín se había propuesto recuperar a su
amigo, si es que algo extraño lo estaba dominando. No lo entendía. Lo
perseguía hasta la pieza de la casona, arriesgándose a ser descubierto por
Josefa, que había jurado su reprimenda.
–¡Se quedó con todo, el hijue’pu’! –los ojos de Yuyín brillaron de
furia–. Empezó su negocio con ese cargamento que era nuestro, ahora
tiene una fortuna y anda de taita en las sociedades de comercio. Está
acaparando todo.
–¡Qué se le va a hacer! –suspiró Ulysse, ya no tenía lugar para renco-
res en su pecho. Tal vez el Ulysse de una década atrás habría encabezado
una venganza, pero el actual había olvidado y deseaba seguir adelante.
–Una visita, le vamo’ hacer… –murmuró el otro, siseante, en un tono
desagradable.
–¿Qué? No… –respondió Ulysse, algo impresionado. Pensó en
Romagnolo: embustero, traidor, francamente un malparido que los había
estafado y vendido a la policía. Pero el hombre vivía con su esposa y sus
hijas en la casa ubicada en la parte trasera de su comercio. No, esa clase
de visita en que estaba pensando Yuyín, él nunca la haría.
Yuyín Pacheco pareció leerle el pensamiento.
–Pero él no va a estar, eh, ni su familia. Tengo información precisa.
Viajan al interior, porque ahora se tira regias vacaciones, ¿lo ves?
–¿Y para qué vamos a entrar? ¿Tienes pensado raterear, ese desquite
pensaste? ¡Te felicito, Pacheco! –intentó disuadirlo Ulysse con ese tono
burlón. No valía la pena, en verdad no valía el esfuerzo de persuasión ni
de venganza.
Los ojos de Yuyín le arrojaron sendos puñales negros.

111
MARÍA ELENA SOFÍA

–¡Síii, pensé en raterear! Se me ocurrió llevarnos todo lo que podamos


y luego echarle fuego al negocio, a la casa, a todo, que cuando vuelva
encuentre cuatro chapas sobre las cenizas, ¿qué te parece?
Ulysse le sostuvo la mirada, sin desafío, sólo con interés verdadero.
Aquel hombre, Islas, había matado, pero en su mirada no tenía eso que
veía en su amigo de la adolescencia. Concluyó, luego de algunos momen-
tos incómodos, que la mirada del asesino era auténtica, mientras este era
un desconocido. Sintió tristeza, pero supo que no hallaría los argumen-
tos necesarios ni en su propio vocabulario, para explicarle al otro lo que
acababa de sucederle. No estaba completamente seguro de la convenien-
cia de negarse en ese instante.
–Lo pensaré –dijo, sin tono.
–¿Lo pensarás? Es pasado mañana, compadre, trata de pensar rápido,
entonces –dijo Yuyín, sin entender del todo sus dudas.
–Es que… Yuyín, si algo sale mal –comenzó Ulysse, desde otro
aspecto del asunto, a considerar seriamente–. Nosotros acabamos de
salir de la prisión, ¿entiendes?
–¿Y qué hay? Volvemos, vivimos así, así somos, ¿no?
–Yo no quiero vivir preso. Pagué mi deuda; ahora estoy libre, tengo
un empleo –explicó Ulysse.
Yuyín Pacheco lanzó una carcajada.
–¿Un empleo? ¡Juáaa…! ¡Atención, señoras y señores! –gritó, impos-
tando la voz de un anunciador–. ¡Acérquense a ver esta maravilla!
Lopecito ha conseguido conchabo en la sastrería de Don Cobo, juáaa…
–No está mal. En la isla nos castigaban con trabajos denigrantes, y
había que hacerlos.
–Pero allá te obligaban. Esto lo estás haciendo voluntariamente, juáaa…
Le dieron ganas de abofetearlo. La mandíbula cuadrada y sucia,
brillante de sudor ebrio que le acercaba Yuyín con expresión burlona,
era real.
Simone estaba lejos esa noche; aunque su avión volaba sobre el
Atlántico hacia Buenos Aires, paradójicamente al acercarse aumentaba
la distancia al punto irreconciliable. Y en cuanto a Islas, podría estar
muerto. Así nada quedaba de los últimos siete años, del sentido de su
existencia, nada de Ulysse D’Hollbach.

112
MIL VECES LA VIDA

Ulysse miró las botellas vacías, las paredes húmedas de la habitación


y murmuró sin pensar:
–Vete, yo te buscaré, donde siempre.
–Bien, compadre, a eso íbamos… –respondió Yuyín, plenamente
satisfecho. Y sin agregar una palabra salió tambaleante, poniéndose el
sombrero con una mano y con la otra tratando de sostenerse en el pica-
porte de la puerta. Con un mohín casi gracioso abrió y el mismo vaivén
de la puerta lo empujó hacia fuera.
Ulysse quedó mirando un rato el lugar por el que había salido Yuyín,
deteniéndose en el suave movimiento de la cortina. Luego alzó los pies y
giró para acostarse. Ni se levantó para cerrar con llave, total no dormiría.
Transcurrió una de las peores noches de su vida. En el presidio todo
era más simple: se reducía a mantener la integridad y la cordura, y la
mayoría de los dolores eran físicos. El cuerpo sufría los trabajos, los casti-
gos, las revueltas, el clima, el mal estado del edificio… Pero una vez
recuperada la libertad, con su vida y su cordura aseguradas, de pronto la
realidad era una amenaza justamente a eso mismo que acababa de recu-
perar, como un tesoro que le hubiesen devuelto y ahora temía que se lo
arrebataran de nuevo.
Cerró firmemente los ojos, tratando de combatir las imágenes oscu-
ras y los pensamientos caóticos. Debatirse con el arma más poderosa que
había utilizado hasta ese día: la voluntad.
Tal vez era tiempo de asumir un nuevo estado: la aceptación del
fracaso. Como cuando su madre lo llevó a la casita humilde del puerto
explicándole que desde ese instante era el hogar y nunca más podrían
volver a la casona del centro. Otras tantas veces debió aceptar su debi-
lidad en el presidio, someterse a las peores condiciones para sobrevivir.
Todo era negociable allá: la vida, un frasco de conserva o un par de
velas por sexo con el marica del P3. Lo tomaba o lo dejaba. Aguantarse
un insulto sonriendo o agarrarse a puñetazos con medio pabellón, obli-
gando a los amigos a meterse en una batalla sangrienta e inútil.
La noche trajo su frescura, pero él comenzó a percibir que sudaba.
Sentía latidos en varias partes del cuerpo: la planta de los pies, los muslos,
las axilas, el cuello. Allí donde ponía su atención estaba húmedo. Movió
sus manos y también las notó mojadas. Relajó un poco los párpados,

113
MARÍA ELENA SOFÍA

entreabriéndolos. Reconocer los bultos de los muebles de la habitación lo


tranquilizó un poco. Y enseguida la imagen de Simone entre la multitud,
sonriente, generosa y agradecida lo anclaba en mejores pensamientos.
Aunque la distancia dolía, pensar en ella nada más continuaba salvándolo
de su infierno.
La pequeña ventana se encontraba abierta y pudo escuchar las voces
de la vecindad, una lejana radio, murmullos, el paso de un tren más
lejos aún, en el fondo de la noche. Estiró los brazos y con las palmas
hacia abajo palpó los bordes de la cama. Necesitaba dormir. Una niebla
nocturna lo envolvió, espesa, casi real. No era el sueño. No había logrado
deshacerse de esas imágenes oscuras que lo esperaban en el sueño.
Ya amanecía cuando se levantó para quitarse la ropa y echarse a
dormir. Se encerró porque arreciaba la tormenta y la lluvia ruidosa sobre
los techos, empujada por el viento, parecía querer llevarse todo. Limpiar
o arrasar, suave o por la fuerza, empujar todo hacia el río, dejando el
brillo de los colores reales y el olor de las cloacas estancadas.
Pensó en los prisioneros de la celda 512. Los extrañaba. Porque tal
vez él ya no pertenecía a este mundo sino a aquel, donde Lopecito era
alguien.
Cuando los golpes en la puerta lo despertaron pensó que habían
transcurrido algunos minutos, pero la tímida claridad que invadía la
pieza le hizo cambiar de idea. El cuerpo le dolía de una manera rara;
no los huesos, no sus heridas, era una oquedad angustiante, cansancio.
El sonido de la lluvia continuaba como una música de fondo. Mientras
caminaba hacia la puerta buscó el reloj con la mirada: las doce y treinta.
Abrió. Don Cobo traía un envoltorio al que había empaquetado muy
bien para protegerlo del agua. Llevaba un buen ánimo, parecía un hombre
vivaz a punto de hacer una broma. Ulysse se asombró, era la primera vez
que lo veía fuera del ámbito del trabajo. No se le ocurrió pedir disculpas
por ausentarse en la sastrería esa mañana.
–Don Cobo… –murmuró, y se hizo a un lado para que entrara.
Encendió una luz.
–Ya es el mediodía –anunció don Cobo, notándolo aturdido–. Pero
no te preocupes, tengo buenas noticias para ti.

114
MIL VECES LA VIDA

XVI

¿Qué sería una buena noticia? ¿Acaso había acertado la lotería? ¿Cuál
sería la buena nueva que podría sacarlo del atolladero? Don Cobo parecía
estar al tanto de ciertas cosas; tenía ese aire de saberlo todo y disponer de
soluciones para los problemas. “Todo se arregla” era su lema.
–Mire, don Cobo, yo… –empezó Ulysse. Iba a decirle que ya no
volvería a trabajar, pero el misterioso paquete y la actitud del viejo lo
intrigaron. Desocupó una silla que estaba cargada de ropa y se la ofreció.
–No te disculpes –interrumpió el viejo–. Mira, en vista de tu interés
por cantar tangos, he preparado algo útil para esa ocasión, que espero
sea prontito.
Ulysse quitó algunos objetos de la mesa para apoyar el gran paquete
y abrirlo con cuidado. El viejo sastre le ofrecía el mejor obsequio que
recibió en su vida: la vestimenta del cantor Ulysse D’Hollbach, el hombre
nuevo.
Fue olvidando la noche terrible transcurrida a medida que desenvol-
vía las prendas, sus manos acariciaban la tela como si fuesen la confirma-
ción del futuro promisorio que lo aguardaba.
Miró al anciano con los ojos nublados por la emoción, lo vio respon-
der con una sonrisa plena de sabiduría. Esto también aumentaba la cele-
ridad con que sucedían las cosas, de pronto sentía otra vez que todo era
posible.
–Creo en la primera impresión, muchacho… –dijo don Cobo. Y así
actuaba, porque creía en aquel joven con berretín de cantor que le había
recomendado Josefa–. Después hay que copar la parada, dependerá de
vos...

115
MARÍA ELENA SOFÍA

Rieron. El sentimiento conmovedor subía en el pecho de Ulysse, le


dificultaba hablar.
–Pero, don Cobo…
–Ya sé... –hizo un gesto con la mano, como si arrojara algo a un
costado–. No tienes que pagarlo, no te apenes…
El obsequio consistía en un traje cuyo saco llevaba solapas anchas
en forma de V y pantalón de cintura alta y caída recta, con la raya bien
marcada. Los pasadores estrechos requerían un cinturón angosto. El
color gris oscuro sedujo a Ulysse de inmediato. Sintió en sus dedos la tela
cálida y fina. Era un conjunto que armonizaba con la costumbre puesta
de moda llamada after six, que luego se extendió a los trajes de etiqueta y
aprovecharon los comerciantes para iniciar el negocio de renta de trajes
de ocasión. Don Cobo estaba muy atento a estos cambios, tanto para
seguir los modelos que se veían en las pantallas cinematográficas como a
la exigencia económica de la época. Se imponía un ahorro hasta en el uso
de la tela, por eso las ropas comenzaban a entallarse al cuerpo. Esto ya
había sucedido, con singular éxito, en el vestir femenino.
La corbata era corta, con el moño angosto, en color gris con líneas
finas en blanco y rojo. La camisa blanca inmaculada, con cuello amplio.
Para el sobretodo el sastre se había inspirado en los abrigos de los oficia-
les de la Guardia Británica, modelos con hombreras que ayudaban a
configurar la forma angulosa de la espalda, solapas que cerraban en el
pecho recién en el segundo set de la abotonadura, detalles que sumados a
los bolsillos grandes y altos daban importancia y masculinidad.
–Mañana eliges un sombrero –dijo don Cobo, dando por sentado
que Ulysse continuaría trabajando en la sastrería, a pesar de su extraño
comportamiento.
Se quitó la ropa para medirse el traje. Allí no había espejo, pero la
mirada del sastre le bastaría para saber si encajaba bien. Había logrado
piezas que iban perfectamente a su cuerpo sin necesidad de tomar las
medidas de su talla.
En el bolsillo del sobretodo halló un par de medias, en colores a tono.
Ulysse no sabía cómo retribuir. Creía fervientemente en la eficacia de la
verdad para abrir caminos. Así como el primer día decidió permitirse la
sinceridad, un gesto superador ya probado en su dura travesía.

116
MIL VECES LA VIDA

–El hombre de la esquina es Pacheco, un antiguo socio. No puedo


quitármelo de encima. Siento preocuparlo a usted.
Don Cobo miró el piso. Tenía el traje en su regazo, debía elegir las
palabras porque tal vez el futuro de ese joven dependía de lo que dijera.
–Mira, muchacho. Ignoro los vínculos que te unen a él, pero entiendo
que eres de otra clase. Eres distinto, es lo que sé. En el camino que te
has trazado ese individuo no existe; sigue el hilván, la costura quedará
perfecta. Actúa como el hombre que eres hoy, y no habrá lugar en tu vida
para gente como esa…
Simple. Don Cobo le pedía seguir con el cosido definitivo. Su nueva
vida debía quedarle como ese traje: apropiada, elegante, cómoda, capaz de
otorgarle el bienestar del vivir. Tan sencillo. Ese sabio hombrecito había
vestido toda clase de hombres, hasta un presidente; en este momento su
palabra valía oro para Ulysse.

Al salir del trabajo iba hasta la disquería casi corriendo, allí Bartolomé
le permitía escuchar los discos que eligiese. Asombrado por su afán de
aprendizaje, le señaló la existencia de una biblioteca en su propio barrio,
perteneciente al partido socialista. Ese lugar se convertiría en su segunda
casa. Nunca le pidieron afiliaciones ni otros compromisos, pudo leer y
llevarse libros a su gusto, costumbre que a Islas le hubiese arrancado un
aplauso.
Permaneció prácticamente escondido los cuatro días posteriores,
entre la sastrería, el negocio de Bartolomé y la biblioteca. Dejó las clases
de canto temporariamente; como la casa del maestro estaba en San
Telmo, era probable toparse allí con Yuyín Pacheco o la mirada de algún
conocido en alerta. Aún no hallaba la forma de cortar sin traumatismos
con “esa clase de gente”, como decía don Cobo.

Para el maestro Emilio Romero el tango “Mano a mano” conte-


nía una jerga un tanto impúdica. Ulysse le había comprado ese disco a
Bartolomé, aunque debió dejárselo a falta de vitrola. Se había propuesto
ir armando una discoteca para cuando lograra adquirir una. El vendedor
admiró ese gesto del joven; le pareció un gran planificador aunque algo
iluso, como todo aventurero. Él también lo había sido, probando suerte

117
MARÍA ELENA SOFÍA

con toda su familia en este lado del río. Pensando el asunto concluyó
en la buena idea de ofrecer la venta a crédito para gente que no podía
comprarla al contado. Para su asombro, las ventas aumentaron significa-
tivamente.
–Quiere decir una letra parduzca… –inquirió Ulysse, deseoso de
discutir. Algunos días sin ver al maestro le pesaron. Al final de muchas
elucubraciones había decidido reintegrarse, ya surgiría cómo vérselas con
Yuyín cuando lo ameritase.
–Ah… –hizo un ademán agradable–, fue una buena compra, la
primera grabación de Gardel es la mejor. Ahora lo está haciendo Canaro
muy bien, con Roberto Maida.
–¿Lo escuchó? ¿Le gusta? –preguntó Ulysse, que no frecuentaba los
lugares donde tocaban esas orquestas, los cabarets Chantecler o Marabú.
Últimamente venía pensando incursionar en el Tabarís, donde tocaba
una de las orquestas de Osvaldo Fresedo, para ir oteando el ambiente. Le
interesaba también escuchar jazz y ver espectáculos de varieté.
Emilio asintió, pero las palabras no coincidieron con su gesto:
–Mira, pienso que luego de Gardel existirá en el tango una perfecti-
bilidad indefinida.
–Entonces puedo dedicarme sin escrúpulos –aventuró Ulysse.
Rieron los dos. Ulysse fue más adelante:
–Usted es pianista. ¿Quién le gusta?
–Varios –respondió el maestro enseguida. En verdad era una época
muy fecunda para la música–. Si tuviera que elegir uno, Di Sarli. Simple,
con matices, es riqueza.
Ulysse se alegró, pues los comienzos de ese pianista se entrecruzaban
con Fresedo; en el fondo su maestro y él armonizaban en sus gustos.
–Volvamos a “Mano a mano”, ¿por qué no podría cantarlo?
–No he dicho eso –corrigió el maestro–, verás cómo te las arreglas
para abordarlo luego de cantar “El día que me quieras”. Debes pensar
bien tu repertorio.
–Es verdad –concedió Ulysse. No había pensado en una unidad, una
armonía entre lo melodioso y las letras poéticas.
–Es un tangazo, de todos modos, eh… –reconoció Emilio, haciendo
girar el taburete hacia el teclado, iniciando la introducción.

118
MIL VECES LA VIDA

Entre los dos lo cantaron, pues Ulysse no recordaba la letra completa.


–Y hay otra realidad –concluyó el pianista–, es muy probable que el
público te lo pida.
Ulysse sonrió; ese hombre descontaba que él se dedicaría a cantar, tal
como le había asegurado al tocar su puerta. Durante la cena acordaron
recorrer esos famosos cabarets para escuchar las orquestas actuales, los
cantores de moda. Había tanto movimiento nocturno que los músicos
profesionales competían para acaparar plazas de actuación.
Ulysse ansiaba preguntarle por Simone, si la conocía y qué pensaba de
ella. En un tono casual logró hacerlo:
–Maestro, ¿conoce a la cantante francesa que ha venido a Buenos
Aires? ¿Qué opinión le merece? ¿Será capaz de cantar algún tango?
–¡Oh, Simone Blanc! –exclamó Emilio, incapaz de sospechar algo–.
Hermosa mujer y preciosa voz… Yo iré a verla, la admiro muchísimo.
Pienso que cantará sus líricos, y luego algún tango, sí… para dejarnos
extasiados.
La voz del maestro se endulzó al hablar de ella, de tal forma que
Ulysse se conmovió, con sana envidia y algo de celos, porque la vería
cantar a pocos metros. Él no podía, ni siquiera encendía la radio porque
estaba ella en todos lados, invitada en Radio El Mundo, en Radio Cultura,
temía que apareciese y verse obligado a oírla. Eso le provocaba dolor,
desazón. ¡Cuánto hubiese dado, allá en la isla, por escucharla cada día! Sin
embargo esta cercanía se transformaba en abismo. La fina línea imagina-
ria que los unía en lo profundo, por estos días los separaba. Debía acep-
tar que todo sucedía en su cabeza, que era responsable de lo real y de su
derrotero; ella estaba allí para recordarle quién era y él lucharía hasta el
final para demostrarle quién podía llegar a ser.
Ninguna transmutación se logra sin determinarse y perseverar; sabía
y aceptaba este principio desde aquel día que fue a la biblioteca de Islas
con la decisión tomada. Pero ahora necesitaba más tiempo, prefería
que cuanto antes sucediese la presentación y volviese a París, dejándolo
tranquilo con sus planes de progreso, su proyecto marchando, su sueño
intacto…

119
MARÍA ELENA SOFÍA

Los días transcurrieron con una cadencia tanguera. Una lluvia torrencial
cayó sobre esas tardes y obligó a Ulysse a recluirse en la biblioteca. Solicitó
un mapa de Europa y pasó unas horas observándolo minuciosamente;
estudió dónde se encontraba París y los nombres de las ciudades aledañas.
Revisó bien el sur de España, allí debía estar aquel pueblo que le indicara
su madre, donde ella había nacido; tenía la esperanza de encontrarlo y
reconocerlo, pero no figuraba, seguramente por ser una aldea pequeña.
De Yuyín Pacheco no tuvo noticias. No apareció en la esquina. Eso
lo colmó de inquietud pues lo conocía bien, le disgustaba que lo dejaran
plantado.
Bartolomé le puso el disco del tango “Viborita”, por la orquesta típica
de Agesilao Ferrazzano. Ulysse quedó asombrado a la primera escucha:
no conocía el instrumental, y nunca había oído el nombre Agesilao. El
vendedor le refirió su recién inventado plan de créditos para la venta de
vitrolas, así a fin del mes podría retirar la suya. Y esto no fue todo: mien-
tras Ulysse revisaba los discos, Bartolomé se inclinó detrás del mostra-
dor buscando algo, reapareció con un papel que tenía un nombre y una
dirección: el dueño del cabaret Charleston era su amigo y estaba buscando
nuevos artistas. Quizás, si él se presentaba…
Volvió a la casona de Josefa bajo la tenaz lluvia, empapado pero
sonriente. Miraba las calles, los adoquines, los árboles, sintiendo que
amaba todo eso, amaba a esos hombres de traje que cruzaban corriendo
con sus paraguas, las casas con sus zaguanes en sombras, esos patios
mojados, bendecidos… Sonreía con su hombría arrabalera, su mirada
plena de romanticismo por la tarde gris, por la buena noticia, por una
primera oportunidad. Amaba Buenos Aires, amaba esos tres libros que
llevaba bajo el brazo, amaba a los poetas, a los músicos, amaba a Simone
que cantaría esa noche y él no podía verla, pero amaba que eso estuviese
ocurriendo y que pasara, porque el pasar es el sentido de la vida.
Se levantaría un fuerte viento del oeste, helado, como comentaban
en la panadería, y eso detendría la lluvia y dejarían de ser vulnerables a lo
gris, al agua y al frío de las piezas con goteras. En los parques los sende-
ros volverían a secarse, esperando la música de los pasos; los tranvías
silbarían en las esquinas, mientras ella, la utópica esperanza, reanudaría
su marcha elegíaca.

120
MIL VECES LA VIDA

XVII

Ulysse D’Hollbach siente que los rasgos de la ancianidad lo embargan


cuando llega a este tramo de su paseo vespertino. Es la autoexigencia
de recordarlo todo en detalle, los nombres y lugares, como una expre-
sión de gratitud. Un sentimiento que en épocas de prisión fue rencor e
instinto de supervivencia, al salir cedió intensidad y lugar a la aceptación,
al respeto por los demás, sobre todo por esas personas que lo recibie-
ron sin discriminaciones. Interiormente debió liberarse de otras cadenas
(“Los muros están dentro de ti”, le había dicho Islas, el bibliotecario,
cuando él ignoraba a qué se refería), y recién entonces logró andar con
la verdad en el rostro, en la mirada, en la punta de la lengua. La verdad
para sanar y recomponer una vida. En los escenarios aprendió a decir
“gracias”, la palabra que tanto le costaba.
Le supuso esfuerzo presentarse ante el dueño del cabaret Charleston y
ser aceptado. Ulysse evidenció una gran seguridad aun cuando le pidieron
que subiese al pequeño escenario y cantase, una prueba de calidad que,
entendió, debía superar. Eligió “Volver”, una melodía plena de turbación
por el pasado al que enfrentarse… Cantó de manera sentida y absorbido
por la temática; en algún pasaje se le quebró la voz. Este detalle, lejos de
decepcionar al dueño, pareció entusiasmarlo, intrigarlo.
Cuando entró a la última estrofa, los que estaban por allí habían dejado
sus tareas para escucharlo. Era el mediodía y los empleados trabajaban en
reacondicionar el local aprontándolo para la apertura vespertina. Ulysse
agradeció la atención y el silencio. En el extremo del mostrador vio a un
hombre acodado, bebiendo. Le llamó la atención su vestimenta, un traje
a cuadros en colores claros.

121
MARÍA ELENA SOFÍA

Terminó el tango y todos volvieron a sus asuntos. El hombre del traje


llamativo dio un saltito para bajar del taburete y se acercó. Extendió una
mano, presentándose:
–El encanto de la angustia, perfectamente expresado… ¡Permítame
felicitarlo! Pablo Lezica.
–Gracias, señor, muy amable… Ulysse D’Hollbach –respondió
Ulysse, aliviado por haber concluido. Felizmente, estaba conforme con
su versión. Estrechó la mano del hombre y miró al propietario del lugar,
que observaba desde la mitad de la sala.
–Dejame arreglar esto –murmuró Lezica, guiñándole un ojo.
Ulysse dudó, sorprendido, y su silencio otorgó el permiso. No
comprendía la situación.
–¿Es tu nuevo representado? Me preguntaba por qué estabas aquí tan
temprano… –dijo el dueño.
–¿Cuánto le pagarás? –respondió Lezica, evadiendo la pregunta y
yendo al grano.
Ulysse empezó a razonar y entender: el hombre le ayudaba a nego-
ciar su presentación. Estaba pidiendo dinero, cuando él hubiese cantado
gratis y agradecido por la oportunidad. No sabía qué decir, podría ser
rechazado y adiós debut, pero aún valía y guardaba peso la recomenda-
ción de Bartolomé. Se quedó en silencio.
Lezica logró acordar cuatro presentaciones, bien retribuidas, de forma
que al final se encontraría con una suma de dinero similar a su salario.
Ulysse no cabía en sí de asombro por este extraño que había aparecido
de pronto, en el lugar y el tiempo oportuno, para lograr desde su debut
un trabajo remunerado para él.
–Me ha gustado tu cantar, tu estampa –le explicó Pablo Lezica
después, mientras tomaban un café allí mismo–. Hablaremos luego de
tu primera noche.
Ulysse asintió en todo. El dueño se acercó, les dio la mano a los dos y
se fue. Ya no era cuestión de suerte: en ocho días sería un cantor profe-
sional.
En la casona, Josefa y Ana dieron un respingo y se miraron asombra-
das cuando les dio la noticia. Aunque lo habían escuchado cantar, nada
sabían de sus planes. Se alegraron sinceramente. A la hora del licorcito

122
MIL VECES LA VIDA

Josefa le recomendó que no abandonase su empleo hasta que “le viese


la pata a la sota”. Asegurarse primero, y de cualquier manera allí siempre
tendría su casa. Ulysse sonrió y asintió. Comenzaba a disfrutar el sentirse
apreciado.

El Liceo desbordó de público las dos noches en que se presentó la


actriz y cantante francesa Simone Blanc. El tránsito por la calle Rivadavia
y las cercanías fue inusual; desfilaron carruajes, automóviles y gente de a
pie vestida con sus mejores galas. Personalidades del gobierno y la cultura
ocuparon los palcos; una gran expectativa se percibía en el murmullo de
la sala y el hall del teatro. Se cerraron las puertas y las luces de las gran-
des arañas colgantes se apagaron. Destacó el silencio por unos minutos,
como preludio al reinado de una voz extraordinaria y la personalidad que
conquistó de inmediato el amor del auditorio.
La estrella apareció ceñida por un vestido blanco largo de corte sirena,
que arrancó un suspiro de asombro desde el comienzo. Sus cabellos
castaños sueltos ondularon con sus movimientos; Simone actuó plena de
emoción y de valor estético, confiada en su justa vocalización y su carác-
ter jovial, con ingredientes de humor y diálogo con el público. Había
aprendido algunas frases en castellano y las pronunció graciosamente,
despertando largos aplausos.
Brilló esas noches en el barrio del Congreso la estrella de París que
Ulysse aún no alcanzaba. Él, con una conmoción inesperada, magnífica,
caminó hasta las últimas calles del arrabal, allí donde se combinaba con
el paisaje de la campaña, donde las esquinas eran potreros y la pobreza
un ventarrón que deformaba y achataba las casas. Y cantó, solo, en una
esquina sin luz, acompañado por grillos y perros guardianes. Cantó a las
madreselvas ensombrecidas, al fueye compañero, a su madre, a la ausen-
cia. Cantó a sabiendas de que compartía el aire, en ese mismo instante,
con Simone, y para él significaba una forma de unión inexplicable pero
cierta, contundente. Ambos se agotaron cantando esas noches: ella bajo
las luces brillantes del éxito y el reconocimiento; él todavía en la oscuri-
dad de un lejano arrabal.
Al tercer día Simone subió al avión que la devolvió a París, luciendo
un traje de chaqueta y un pantalón reemplazando la falda, lo que provocó

123
MARÍA ELENA SOFÍA

el último grito de asombro entre sus admiradores. Ulysse marchó a su


trabajo y luego con el maestro de canto en el pasaje San Lorenzo.

La ciudad estaba inmersa en una niebla vaporosa, que se levantaba


hacia el mediodía y nuevamente la invadía al anochecer, como un manto
pesaroso. Pero él veía todo con claridad y contaba las horas que lo acer-
caban a su presentación en el Charleston.
Obedeciendo a un impulso al cual no le halló contrariedad, una noche
se le antojó pasar por el teatro Liceo, donde ella había actuado. Caminó
hacia el este por la calle Rivadavia, disfrutando de la arboleda y las vidrie-
ras iluminadas. Cerca de la puerta de acceso, sobre la esquina, aminoró
sus pasos. En un kiosco de diarios se vendían sus fotografías, en las
que Simone aparecía en diferentes poses y decorados. Compró tres, sin
elegirlas, porque para él la foto perfecta era la primera, aquella que hizo
irrupción en su sórdida vida.
En la entrada, ahora compuesta con anuncios de otros espectáculos,
se detuvo unos momentos, allí donde ella probablemente había pisado.
Respiró profundo, miró las baldosas, las puertas con sus manillas dora-
das; creía con firmeza que algo se deja cuando se ausenta.

La noche de su debut Ulysse llegó temprano al Charleston. Tenía


que acordar con dos guitarristas, los estables del lugar, detalles de su
repertorio. Según sugerencias de su entorno, llámense maestro Emilio,
don Cobo, Bartolomé, Josefa y Ana, debía cantar los tangos que más se
interpretaban en esos días: los de Carlitos eran número puesto, tenían
gran aceptación en el público. Había que cantarlos muy bien, porque en
esos cabarets enseguida se notaba el malestar de un auditorio inconforme
con la interpretación. Distaba mucho del ambiente que se podía hallar
en un teatro, adonde la gente se comportaba con decoro más allá de su
disgusto.
Llevó las fotografías de Simone, las colocó en la mesita del camarín y
encendió una vela. Le pidió ayuda.
–J’ai besoin d’aide, Simone.
–Ne crains pas, la peur est un grand ennemi –decía ella.
La imaginó sentada frente a él, superponiendo aquella fotografía

124
MIL VECES LA VIDA

hallada en los váteres del presidio, que tantas noches lo guareció de la


desesperación.
El miedo es un gran enemigo. Le hablaba a Simone pero pensaba en
su madre. Hubiese querido tenerla allí, aunque entre rezongos se hubiese
sentado con la gente, en ese “antro donde ocurren cosas tremendas y
cuando llega la policía caen los perejiles”. Pensaba en Simone pero amaba
a su madre en ese momento, cuando necesitaba un sostén. Islas también
le habló: “Vamos, hombre, que irás a la conquista de Europa…”.

Lezica estaba impecablemente vestido. Ulysse calculó que a cualquier


hora del día lo encontraría así, elegante y fresco.
–Puedes llamarme Pablo –le dijo– y tratarme con toda confianza.
Ahora soy tu representante, ¿sabes lo que eso significa?
–Sí –respondió Ulysse algo impresionado.
Eran las tres de la tarde. Necesitaba almorzar y tal vez dormir
un poco más. Los sucesos de la noche anterior lo habían agotado.
Afortunadamente era sábado, le hubiese sido imposible levantarse para
ir a su empleo.
–Bueno, me retiro –dijo vivaz Lezica–, sólo pasé a ver cómo estabas.
–Muy amable –respondió Ulysse. Los últimos días habían transcu-
rrido en otra dimensión, un mundo más grato, desconocido–. Me siento
agotado, anoche estuve muy nervioso, luego bebí de más…
–Sí, tienes que cuidarte. Ya hablaremos de eso.
Lezica fue hasta la puerta mientras echaba un vistazo alrededor, como
si allí mismo encontrase otros temas para hablar, aunque su gesto no
revelaba juzgamiento alguno. Tenía visto el mundo, sabía cómo vivía la
gente. Al salir murmuró:
–Me pondré en campaña para conseguirte un lugar mejor que este.
–De acuerdo –dijo Ulysse, y se desplomó de nuevo en la cama.
No deseaba discutir. La pieza en la casona de Josefa significaba más
que un refugio: era un lugar seguro en el mundo. Pero debía aprender a
asimilar los cambios, adaptarse a un nuevo estilo de vida.
Gracias a Don Cobo pudo debutar como cantante de tangos. El
viejo sastre había caminado presuroso hasta el fondo del infierno donde
se había metido, y lo mismo que al atender a un buen cliente, casi con

125
MARÍA ELENA SOFÍA

magia, le procuró soluciones; enmiendas, sanación. Volvió indemne y


sobre el mostrador desplegó sus propuestas. “Nadie se va sin resolver
el problema que lo trajo a mi negocio”, decía. Cuando Ulysse cruzó la
puerta para trabajar allí, Don Cobo también adivinó su necesidad, su
lucha. Calló, y oportunamente actuó. Hizo nacer a Ulysse D’Hollbach
cantor. Bartolomé llenó el cartón de su suerte y él hoy sentía ese renaci-
miento, su resurrección.
Quedó agotado por el trabajo de parto de la noche anterior, no era
fácil nacer solo a otra vida. No fueron interpretaciones memorables,
todos lo sabían. Pero había cosechado atención y algunos aplausos, el
entusiasmo de las muchachas de vestidos brillantes y la mirada torva
de los hombres acodados en el mostrador del Charleston. Fue un buen
comienzo.

Despertó suavemente, podría decir que era la primera vez en años que
dormía sin sobresaltos ni pesadillas. Imaginó que habrían transcurrido
unos minutos desde la partida de Lezica, porque sintió olor a cigarro. Si
hubiese sido avezado fumador la diferencia de olores lo hubiese despa-
bilado de inmediato. Ya era de noche; la banderola de la puerta parecía
cerrada, de modo que el humo no era de su representante. Junto a la
puerta, de pie, con una pierna encogida contra la pared, el sombrero
puesto hacia atrás y moviéndose burlonamente, como si escuchase una
música lejana, Yuyín Pacheco lo miraba.
Ulysse recordó que no cargaba armas, y acostado llevaba las de perder.
Debía pensar rápidamente, o no pensar y actuar, como aquel lejano día
en el callejón, cuando le salvó la vida. Aquello estaba olvidado ahora,
en algún momento esa cuenta había quedado saldada, tantas aventuras
corrieron cuidándose las espaldas.
–¡Mírenlo…! –exclamó Yuyín socarronamente–. El melódico del
arrabal…
No podía explicarle ni convencerlo, tampoco soportar su desprecio.
Mostraba un completo dominio de sí mismo, aunque era factible que
ya hubiese tomado unas copas temprano, para envalentonarse. Y había
logrado pasar sin ser visto por Josefa, cuya indignación lo aguardaba
tenaz e insobornable.

126
MIL VECES LA VIDA

Sabía dónde llevaba el cuchillo, en la cintura adelante, copiando su


manera de llevar el verijero. Se alegró de mantener la costumbre de
dormir vestido. En la prisión debía estar abrigado y alerta; si se generaba
una pelea, como la última, había que estar dispuesto a todo. La confusión
y la rudeza podían ser de una magnitud desmesurada, salían a pelear con
pequeñas armas cortantes que ellos mismos construían pacientemente,
mientras rumiaban sus rencores. En cualquier puño cerrado podía venir la
muerte. Una película deliberadamente violenta pasó entonces por encima
de su cama, como una nube de imágenes proyectadas cerca del techo alto
de la pieza, oscureciendo su mirada, llevándolo al presidio, reviviendo
una sensación de supervivencia que creyó ya no experimentaría. Cuando
morían prisioneros, nadie hablaba y no se sabía quiénes habían sido los
asesinos. Su cabeza se revolvió, y fue capaz de hacer lo que hizo porque
cada vez que recordaba aquellas peleas, dudaba si fuese un asesino.
Dio un respingo, dos pasos y ya encima del visitante lo abrazó estre-
chándolo contra la pared, de modo que cuando quiso reaccionar, Yuyín
supo que había perdido el cigarro y tenía su propio cuchillo apoyado en
la cara, amenazante.
–Oh, oh… compadre, Lopecito… ¿Qué te pasa? No te comprendo
–chilló Yuyín, entendiendo la sorpresiva desventaja–. Cantame la justa,
¿qué pretendés?
–Que te olvidés de mí, de que existo. Eso quiero –murmuró Ulysse, sin
dejar de presionar su cuello con el antebrazo. El cuchillo de Yuyín estaba
bien afilado; la presión provocó un mínimo corte que hizo temblar a los
dos. Forcejearon. Ulysse estaba haciendo sangrar su pasado en esa meji-
lla, cuanto más resistía el otro cuerpo mayor era la furia que pugnaba por
destrucción. El fino hilo de sangre recorrió la hoja y alcanzó su muñeca.
Sintió esa tibieza… No, no era un asesino. Se detuvo. De inmediato el
otro también aflojó su resistencia.
–Está bien, no me ves más… –cedió Yuyín.
Enfundó el arma, se frotó la mandíbula y una lágrima ensangrentada,
y salió dando un portazo. El pasado se disolvió.

127
MARÍA ELENA SOFÍA

128
MIL VECES LA VIDA

XVIII

En los años treinta el aparato receptor de radio concentraba toda la


atención de las familias, al punto de planear sus actividades y tareas en
función de los programas que deseaban escuchar. También se podía oír
en lugares públicos, plazas, cantinas y salones de concurrencia distin-
guida, confiterías y grandes tiendas comerciales. Se disfrutaba de inter-
pretaciones vocales, sinfonías grabadas y música en vivo, razón por la
cual era muy importante el rol de los editores musicales, pues de ellos
dependía la selección y difusión de las obras y sus intérpretes. Con el
tiempo también los locutores clasificaron la cantidad de artistas que
pugnaban por presentarse.
El tango había cobrado impulso ya gracias al fonógrafo y la vitrola,
aparatos con gran protagonismo en fiestas y reuniones. El invento de
Berliner abrió caminos insospechados a la música grabada. Pero la radio,
que se escuchaba en tiempo real, provocó el gran salto en el entreteni-
miento y en la comunicación, actuando como engranaje perfecto entre la
necesidad de transmitir y el medio. Lo que sonaba en la radio tenía un eco
inmediato en la gente, pues todos al unísono habían “sentido”. Quien
“salía por la radio” lograba reconocimiento y popularidad. Así, el artista
lograba distinguirse, se hacía famoso y podía vender lo que ofrecía. Lo
que se calificaba como “consagración” llegaba gracias a la exposición en
vivo en las radios más importantes del momento: Splendid, El Mundo
y Belgrano, en las que se incluían conciertos con orquestas y público
presente.
Pablo Lezica conocía este ambiente, a los editores y propietarios de
las radios. Movió sus influencias y pronto Ulysse D’Hollbach tuvo su

129
MARÍA ELENA SOFÍA

hora de aire. Ya acostumbrado a la tensión de ser punto de mira y escu-


cha, pero sin tener plena idea de la magnitud de esas oportunidades,
cantó con gusto y habló con moderación y gracia. De tal forma que la
dirección de El Mundo convocó a su representante para ofrecerle otros
espacios en distintos días y horarios, y un contrato de exclusividad. El
asombro sorprendió a Pablo Lezica, este joven en verdad mostraba algo
que atraía.
Hacia el inicio del verano Ulysse había ganado un concurso del sello
Odeón, cuyo premio lo llevó a grabar su primer disco.
La conexión entre las radios, las compañías discográficas y el teatro
impactó en las formas de consumo, y en la diversificación de caminos
tanto para los artistas como para el público. El teatro también se hacía
en la radio y el tango se cantaba en los teatros, en los clubes de barrio y
en los cabarets. Entrar en ese circuito constituía un paso hacia la consoli-
dación de una carrera. Ulysse desconocía ese mundo complejo y apasio-
nante; por ese motivo toda su seguridad descansaba en el ecuánime Pablo
Lezica. En ocasiones esta sociedad con su representante lo inquietaba;
temía que se transformase en dependencia, que necesitara siempre de él
para diferenciarse y descollar. Pero los hechos hablaron más fuerte que
sus dudas, pues avanzaron sin pausa hacia sus objetivos, podría decir día
a día. Lezica lo asesoraba muy bien en cada decisión.
Ulysse se mudó a una casa pequeña pero bonita, en el mismo barrio,
de modo que Josefa y Ana se encargaban de ir a limpiar y lavar y plan-
char su ropa. Ulysse no deseaba alejarse de las personas que lo trataban
como familia. En su nuevo hogar podía recibir visitas, escuchar música en
la vitrola, ensayar sus tangos. Don Cobo y Bartolomé eran asiduos concu-
rrentes, muchas veces permanecían en largas sobremesas. Hablaban de la
situación económica del país y de la gran crisis mundial. Ulysse decía que
en toda coyuntura se debían tomar riesgos si se descubría una oportunidad.
El maestro Romero, en tanto, encontró allí su segunda casa; se
propuso organizar los libros y discos que el joven cantor amontonaba
sin ningún criterio, sólo por afición, mientras continuaba con sus clases
enfocándolo hacia piezas complejas y una vocalización más ajustada.
Ulysse le estaría siempre agradecido al maestro, quien con certera
convicción le proveyó dos grandes herramientas: los conocimientos de

130
MIL VECES LA VIDA

canto y el primer par de zapatos que usó en su debut. Esos brogue de


cuero los calzó por muchos años en situaciones especiales, como cábala.
Los objetos no daban suerte, sabría después, sino su determinación y
perseverancia.
Le avisó al sastre que dejaba el empleo el día que comenzó a grabar
el disco. El viejo se alegró y se angustió a la vez; su muchacho estaba
progresando y debía dejarlo ir. Y la relación continuó, para felicidad de los
dos. En casa de Ulysse conoció a otros hombres, amigos del tango, con
quienes tuvo amistad duradera hasta los últimos años de su vida.

Ulysse revisó el vehículo con un interés actuado, pues Pablo Lezica


no cabía en sí de entusiasmo y no deseaba desencantarlo. Esa especie
de volanta, ligera y de elegante forma, los llevaría de gira por aquellos
pueblos de la provincia a los que no llegaba el tren. Necesitarían dos
caballos que irían reemplazando a su debido tiempo y distancia, en pues-
tos y pulperías. Viajarían con un peón a cargo de todos los menesteres
durante la marcha. Esta idea no era inédita; ya Carlitos en sus comienzos
había transitado esos caminos, con singular éxito. Ulysse dudaba si ellos
estarían lo suficientemente pertrechados para semejante tournée.
Se inclinó a observar por entre los rayos de la gran rueda, y al ver
los zapatos brillantes del otro enterrándose en la tierra suelta, sonrió y
preguntó:
–¿Crees que funcionará?
–¡Y qué te parece! Todo el mundo hace giras, la gente espera a sus
artistas –explicó, sacudiéndose las botamangas con la palma de la mano.
–Pensé que con las presentaciones en la radio sería suficiente.
Lezica caminó alrededor del carro. Era muy persuasivo y no había
fallado en su trabajo. Paulatinamente se extendía el rumor; en las radios
y en los cabarets, nombraban a Ulysse D’Hollbach como la joven voz del
tango.
–La guita está en las boleterías, Ulysse. A ver –preguntó, enfrentán-
dolo–: ¿Qué estamos buscando: un buen contrato con una gran compa-
ñía, ir a París? Las dos cosas. Un tranco a la vez; mientras tanto la realidad
nos indica que hemos grabado un disco y aún no logramos el clamor
necesario.

131
MARÍA ELENA SOFÍA

Ulysse miró a ese hombre que estaba rigurosamente interesado en


mover todos sus contactos para llevarlo al éxito. Le resultaba agradable.
Era un progresista en el vestir, por decirlo de manera seria, pues a él
lo divertía ese traje a cuadros y los zapatos mocasines con hebilla en el
empeine. En las noches de actuación usaba un impecable smoking y zapa-
tos oxford de charol blanco con punteras negras.
En una ocasión lo sorprendió llevándole al camarín un frasco de
brillantina, para que el cabello le quedase mejor peinado. A don Cobo
le encantaba el estilo de Pablo Lezica; lo consideraba un auténtico gentle-
man debatiéndose hábilmente entre los claroscuros de la profesión. Por
otro lado, ese personaje singular lo estaba guiando hacia los ambientes
sociales donde era conveniente presentarse, lugares que le impactaron de
inmediato como el bar “Los 36 billares”, donde pronto se hizo habitué y
entabló relación con gente distinguida.
–Entiendo –dijo Ulysse–, cuando ellos vean el negocio, nos llamarán.
Pablo asintió mientras buscaba la cigarrera. Tomó un solo cigarro,
dando por descontado que el cantor no fumaba; en el escaso tiempo
de conocerlo había captado su modo de proceder. Ulysse D’Hollbach
cuidaba su garganta y sus pulmones porque los estimaba sus herramien-
tas de triunfo. Era directo, un aprendiz trabajador, abierto a sugerencias
y consejos, humilde… Su pasado marginal se le figuraba de otra vida.
–Pondrán un capital allí donde puedan multiplicarlo –afirmó, aten-
diendo el caracol del humo.
–Yo confío en tus conocimientos, Lezica –concluyó, mirándolo a los
ojos–, haré lo que me indiques.
Pablo abrió los brazos y exclamó con el cigarro apretado en los labios:
–¡Vamos, todo saldrá bien! El público te escuchará cantar los tangos
de Gardel, aplaudirán ese homenaje.
–Sí, entonces… –terminó Ulysse. Dio unas palmadas sobre el eje de
la rueda y caminó hacia la salida del galpón.
Anduvieron por el barrio de Once y se separaron en la plaza, desde
donde partían las carretas hacia el interior de la provincia. Pablo tomó
el tranvía de Lacroze rumbo al centro. Ulysse prefirió caminar hasta la
casona de Josefa.

132
MIL VECES LA VIDA

Lo anunció el locutor por la radio del bar, con el tono neutro de la


información: a causa de la niebla, dos barcos habían colisionado en el
Canal de la Mancha. Ambos se dirigían a Inglaterra y uno de ellos tras-
ladaba pasajeros, entre los que se encontraban varias personalidades del
mundo de la política y el espectáculo parisino. Las autoridades estaban
dando a conocer algunos nombres de las víctimas y desaparecidos en las
aguas.
Ulysse escuchó con indiferencia; de pronto, cuando la idea se le
incrustó en la cabeza, sintió como si un aceite caliente le llenase las entra-
ñas hasta la boca del estómago. Una especie de calambre se apoderó de
sus piernas y ya no logró escuchar si entre la lista de franceses figuraba
Simone Blanc. Se abalanzó sobre el aparato de radio que estaba en una
repisa, tratando de alcanzar la perilla del volumen. El encargado del bar
se interpuso y colocó la mano abierta sobre el pecho de Ulysse. Se mira-
ron directamente a los ojos. En la prisión poner una mano encima a otro
hombre llevaba un costo, pero el expresidiario ahora aceptaba las normas
sociales, no sólo porque las entendía sino porque ignorarlas lo alejaría de
su objetivo para siempre.
Ulysse dio un paso atrás, balbuceando una disculpa.
–Perdone, la noticia me interesa –dijo, bajando la vista.
–La radio no anda bien –explicó el otro, calmo–, tratamos de cuidarla,
que nadie la toque, ¿comprende? Si se descompone, no podríamos
comprar un aparato nuevo.
Ulysse asintió varias veces y sacó el dinero para pagar. El locutor ya
había cambiado de tema, pronosticaba un fin de semana lluvioso.
Salió a la calle descompuesto. ¿Y si se hallaba Simone entre los acci-
dentados? ¿Si ella estaba muerta? El mundo se derrumbaba. Todo habría
sido en vano. Había vivido con un único objetivo, el motivo de su forta-
leza, de su esperanza: conquistar a Simone Blanc. Si ella dejaba de existir,
él también.

133
MARÍA ELENA SOFÍA

134
MIL VECES LA VIDA

XIX

En la biblioteca buscó un periódico; generalmente llegaban allí el diario


Crítica y las revistas literarias Sur y Martín Fierro. Allí conoció, leyendo
números viejos, algunos cuentos de un tal Jorge Luis Borges. El inicio de
su camino en la lectura le resultaba infinito. Su oficio de cantor podría
ampliarse, enriquecerse, pero la magnitud que iba descubriendo en los
libros le resultaba inabarcable. Allí estaba esa otra inmensidad, la llanura,
la pampa abierta y total, esperándolo como una gran página en blanco
donde debía impregnar su nueva tinta de cantor. Intuía necesario ese
viaje, más allá de las razones esgrimidas por Pablo Lezica.
En el periódico Ulysse pudo aliviar su formidable inquietud, volver
a respirar con la calma de la duda resuelta: en la lista de fallecidos del
accidente en el Canal de la Mancha no figuraba Simone Blanc. Todo
había sido una horrible idea creada por su propia mente para sumirlo en
la angustia. Asumió que no estaba preparado para ese tipo de noticias;
pero asimismo sabía que cuando uno pretende tener algo también debe
estar dispuesto a perderlo.

Partieron de la Plaza Once un amanecer de principios de diciembre,


con el sol levantándose a sus espaldas. El vehículo estaba puesto a punto,
limpio y con los ejes aceitados; el cochero se presentó como Maciel,
con permiso para ser llamado “Cabeza”. Era un mestizo proveniente del
Paraguay. Ulysse y sus compañeros acordaron nombrarlo don Maciel,
por respeto, aunque el motivo del apodo era evidente; la desproporción
entre su cabeza y el resto del cuerpo daba a pensar que no correspondían
a la misma persona, si fuera esto posible. Iba vestido con bombacha de

135
MARÍA ELENA SOFÍA

gaucho, camisa y un vasto sombrero.


La volanta poseía asientos acolchados y ventanas con cortinas de
cierre. La marcha era llevadera y el clima se presentaba fresco. Los viaje-
ros no pretendían comodidades, llevaban un baúl con ropas y otro con
algunas vituallas. Esperaban hallar todo lo necesario en el camino y
pernoctar en hoteles o posadas una que otra noche, para recuperar forta-
lezas y continuar.
Los pasajeros eran cuatro: el cantor, su representante y dos guitarristas
contratados especialmente para la gira. Ulysse los había conocido en una
pulpería del arrabal, una vieja construcción mezcla de almacén y boliche
ubicada en una esquina. Contaba con un pequeño escenario improvisado
en madera, donde los recitadores subían a jugar sus contrapuntos. Era
un lugar indecoroso; luego de muchas copas el clima se ponía denso y
resultaba difícil mantenerse al margen de las indirectas. Todo el mundo
calzaba un arma; era una ingenuidad pensar que alguien pudiera sentarse
a disfrutar de un trago en un sitio como ese.
Faustino Tapia y su hijo Joselo tocaban unos temas instrumentales
cuando se armó la rosca y tuvieron que salir de apuro. Ulysse volvía
de una de sus caminatas crepusculares cuando vio corriendo hacia él a
los dos hombres portando sus guitarras. Entendió que escapaban de un
entrevero; pudo escuchar gritos y ruidos de vidrios rotos hacia el final
de la cuadra. Cuando lo alcanzaron Ulysse se unió a ellos y anduvieron,
sin mediar palabras, hasta que los dos se apaciguaron y pudo invitarlos a
tomar un café.
Padre e hijo estaban contrariados: tener que interrumpir los arreglos
de una milonga largamente ensayada por culpa de un ebrio que sacó un
cuchillo, les parecía inaceptable. Ulysse confesó su intención de viajar al
interior con su canto. Allí mismo, como para conocerse, improvisaron
una parte de “Caminito”. La buena impresión fue mutua; al cantor el dúo
de guitarras le sonó excelente, y vio en los otros gestos de aprobación y
entusiasmo.
Cuando salieron ya había oscurecido; el farolito de la esquina daba
su cálida señal y ellos tres eran las únicas sombras que justificaban su
presencia. Mientras se alejaban rumbo al centro acordaron encontrarse
otra vez para ensayar unos tangos.

136
MIL VECES LA VIDA

Años más tarde Ulysse D’Hollbach habrá de recordar cómo aquella


noche la casualidad le permitió encontrarse con esos dos músicos brillan-
tes que tanto tiempo lo acompañaron.

Cruzando los ríos Luján y Arrecifes, podía uno creer que comenzaba
a transitar un desierto sin límites. Ulysse nunca se había encontrado así,
frente a tal inmensidad. Era una impresión, porque cada cuatro leguas se
hallaban postas, pueblos y pulperías, y yendo por los caminos reales, se
entraba a las ciudades grandes. Pero, y muy a pesar de haber conocido la
intemperie de la Patagonia en aquel fugaz y accidentado viaje de regreso,
nada lo había impresionado como esta vastedad.
–¿Y esto dónde termina? –exclamó.
–No se preocupe, compadre, nosotros daremos una vueltita por acá
nomás… –respondió Pablo Lezica, como si la hubiera visto completa.
La pampa se manifestaba ante ellos como un ser silencioso, descono-
cido, dispuesto a demostrar su superioridad, aprovechando la sensación
causada en los viajeros.
Los Tapia no se veían tan impactados. Habían vivido algunos años
en la zona de Luján, en una chacra, y por esto también conocían sobre
labores rurales como la agricultura, la lechería y la crianza de aves. Hasta
que un pariente los convenció de instalarse en Buenos Aires para trabajar
en una empresa llamada Alpargatas, que fabricaba calzado de lona con
suela de yute. Faustino y su familia abandonaron la dura vida de campo y
comenzaron a transitar la desapacible urbanidad. No obstante, rescataba
haber logrado que uno de sus hijos, Joselo, estudiase música. El resto, el
cómo habían llegado hasta aquí, era un rosario de calamidades familiares,
enfermedades, muertes y separaciones que luego, en vista de esa gran
llanura donde otrora fueron felices, les provocaba sobrecogimiento.
Andando el carro se sintieron peregrinos errando por una planicie
monótona de cielo y tierra, llevando la música y reconociendo que ese
silencio era otra música que sabía impregnar el pecho y debía respetarse.
La ciudad de Mercedes estaba a unas veinte leguas. Lezica había arre-
glado una presentación en la pulpería de don Salvador, pero resultaba
inviable cubrir esa distancia de un solo tirón. Aprovecharían las postas y
almacenes que encontrasen en el camino para descansar, comer y realizar

137
MARÍA ELENA SOFÍA

algunas actuaciones. En ese rumbo irían hasta Chacabuco, que se encon-


traba a unas cincuenta leguas de Buenos Aires, donde Lezica se reuniría
con un primo suyo, por un asunto importante. Luego pegarían la vuelta
dando un rodeo hacia el norte, pasando por el Salto, Areco, hasta alcan-
zar la famosa pulpería del Paraje Zino, cercano a la costa del Río Paraná.
A grandes rasgos, ese era el derrotero planificado, aunque calculaban que
entre un punto y otro realizarían varias paradas.
Se detuvieron en Cortines a pasar la noche. Con la volanta pudieron
llegar hasta el mismo patio de la pulpería, cuyo dueño los había avizorado
de lejos y ya los esperaba con una gran sonrisa y los brazos en jarra.
Lezica saltó del carruaje sin pensar en la tierra que arruinaría el lustre
de sus zapatos. Los demás lo siguieron. Maciel desprendió el caballo y
lo llevó al bebedero; enseguida se acercó un niño ofreciéndole cuidarlo
y alimentarlo, oferta que Maciel aceptó entregándole las riendas y una
moneda.
El edificio constaba de una galería con piso de ladrillo y techo de
chapas. En el interior, detrás de un largo mostrador de madera, podía
encontrarse todo lo que precisaba un hombre de las pampas, desde lo
más simple para cubrir necesidad y vicio, yerba, azúcar, tabaco y bebidas,
hasta carne fresca directa del matarife, herramientas de labranza y ropa
de trabajo.
Desde la ventana alta con postigos de madera donde eligieron sentarse
pudieron ver las casas del pequeño pueblo, organizadas alrededor de la
estación de tren. El pulpero les refirió que había un Club Social donde
sería factible alguna presentación. Los fines de semana los habitantes del
pueblo y alrededores salían a divertirse. Los trabajadores de la algodo-
nera de Flandria llegaban caminando, el club y su negocio se transforma-
ban en una romería con tanta gente. Se jugaba a la pelota vasca, a la taba,
a los naipes, con caballos se organizaban cuadreras y partidos de pato;
por las noches había baile, con orquesta o con chacareros de las colonias
que tocaban la música del inmigrante con sus acordeones y violines. O se
bailaba la zamba con guitarra y bombo, con los pañuelos brillando como
pájaros bajo la luna.
Ulysse y los guitarristas pidieron vino, Pablo Lezica averiguó sobre
las bebidas disponibles y se decidió por un guindado. La mayoría de

138
MIL VECES LA VIDA

las mesas estaban ocupadas, todos hombres, vestidos con bombacha y


camisa, sombreros o boinas, pañuelo al cuello, alguna manta plegada
sobre un hombro. Los trajes porteños desentonaban en el lugar, sobre
todo el atuendo de Lezica, que de inmediato fue centro de las miradas,
con razón y justicia.
Faustino y Joselo, ansiosos, intercambiaron gestos con Ulysse, que
consultó a Lezica y este al dueño. Hizo un ademán, como diciendo
“cuando quieran nomás”, y entonces padre e hijo salieron a buscar los
instrumentos al carruaje.
Ulysse observaba a los Tapia con interés, verlos juntos en todo lo
enternecía. Él no había conocido un padre. Tener un compañero, armo-
nizar con otro hombre al punto de una amistad, más allá del vínculo
familiar, era una gran suerte. Compartir la pieza, el mate, el amor por
la guitarra y las melodías que les gustaban, significaba una buena vida.
Además, se parecían físicamente. Faustino tenía unos sesenta años, había
llegado de España siendo niño, junto a un tío y un hermano mayor. Joselo
era una versión de su padre con la mitad de la edad. Si un día él se encon-
trara con un hombre con sus mismos rasgos, aunque esto era improba-
ble, se daría a sospechar que fuese su progenitor. Delia nunca lo había
nombrado, él tampoco insistió en averiguar. Desconocía las circunstan-
cias de su concepción. Mirando a los Tapia comenzó a preguntarse si
saber todo eso no sería importante en la vida de un hombre.
Empezaron con “Flor del Valle”, un tema que había grabado Carlitos
con las guitarras de Barbieri, Riverol y Vivas; luego interpretaron otras
milongas, sugerencia de Faustino, para diversificar su repertorio de tangos
más conocidos. Cayeron muy bien a ese improvisado público, de forma
que Ulysse debió cantar todos los temas en dos partes, con un intervalo
para la cena, tiempo en que se continuó escuchando música de la vitrola.
Hacia la medianoche algunos parroquianos se marcharon, otros
aparecieron. Ulysse quiso salir, ver la noche abierta, sentir su frescura.
En el patio se acercó a un grupo de hombres que rodeaban un fogón,
tomaban mate y contaban historias. Pidió permiso para sumarse. Lo
recibieron buenamente; ya lo habían escuchado cantar y le mostraron
su aprecio. Oyó cuentos de fantasmas y muertes extrañas, leyendas de
los montes, el famoso caso del joven que se transformaba en lobo en

139
MARÍA ELENA SOFÍA

noches de luna llena. El fuego iluminaba los rostros de esos hombres que
narraban y reían, se sorprendían y callaban, pasaban el mate, se emocio-
naban. Ulysse los imitó. Si él pudiera contar su parte… pero su historia
era verdadera y estaba encerrada en una isla, al final del mundo. Lo que
cargaba eran resabios, cicatrices que procuraba ocultar bajo la camisa
cosida amorosamente por don Cobo. Su nueva vestimenta le devolvía la
identidad que le había quitado el uniforme de preso. Ahora era el cantor
Ulysse D’Hollbach y si refiriese su pasado probablemente no le creerían,
pensarían que estaba hablando de otro hombre. Y tal vez en ello llevarían
razón.
Lezica fue a buscarlo para dormir cuando ya amanecía. Caminaron
por una calle amplia en cuyo final se asomaba el sol; vieron esa trans-
formación de la bóveda oscura, la progresiva luz que inundaba todo en
unos instantes. Tuvieron que cerrar los ojos y detener la caminata ante
esa magnificencia.
–Muchas veces, en solitario, me siento un vaso vacío. Pero hoy, este
amanecer me llena –dijo Ulysse.
–Muy lindo ese pensamiento –halagó Lezica–, tendrías que escribir
alguna letra…
Permanecieron en ese paraje todo el fin de semana. Durmieron en
una posada modesta, con habitaciones grandes, donde se acomodaron
bien los cuatro. Maciel descansó en la volanta la primera noche y en la
segunda el dueño de la pulpería le ofreció un catre en el galpón.
Tocaron también en el Club Social, turnándose con una orquesta
característica rosarina que andaba haciendo su gira, igual que ellos. Esa
noche se divirtieron mucho, hasta bailaron, instados por Lezica y la
simpatía de las muchachas del lugar. No comprendían de dónde había
surgido tanta gente, no habían dado crédito al pulpero cuando se los
dijo, pero luego pudieron comprobarlo. El pueblo era el centro de todas
las actividades sociales; incluso acontecimientos ordinarios se transfor-
maban en salidas recreativas, como el paso del tren. Los domingos una
multitud se reunía en la estación para recibir visitas, buscar encomiendas
o simplemente ver pasar el convoy.
El lunes partieron muy satisfechos y con optimismo pleno por el buen
devenir del resto del viaje. Pero la inmensidad los sumió de nuevo en su

140
MIL VECES LA VIDA

poderío hipnótico. Les preparaba una prueba que a todo viajero aguarda.
Al mediar el día, cuando se detuvieron a comer debajo de unos árboles,
ya se había nublado y una brisa tibia los acaloraba. Maciel presagió una
tormenta. Sin creer que podía ocurrir con tanta rapidez como anunciaba,
ellos quisieron terminar y hacer una siesta.
El cochero aseguró el caballo y el carro, porque sabía. No supieron
dónde guarecerse. De pronto comenzaron a caer unas gotas pesadas que
los despabilaron. Corrieron y subieron a la volanta. Ulysse miró por la
ventanilla con ojos de niño asustado: nunca había visto un espectáculo
semejante. Las nubes oscurecidas parecían juntarse con la tierra, los true-
nos retumbaban hasta el estremecimiento y los relámpagos alumbraban
furiosos la tarde anochecida. Aunque los Tapia también sabían de qué se
trataba, cruzaron miradas de incredulidad y temor. La tormenta pasaría
rápidamente, pero dejaría sus estragos. Todos entendían la precariedad
del refugio en que se hallaban.

141
MARÍA ELENA SOFÍA

142
MIL VECES LA VIDA

XX

Dejó de pensar en Simone con la frecuencia habitual, aunque con el


mismo fervor, antes de dormir o al levantarse. Ulysse puede reconocer
ahora, luego de tantos años, mientras camina y se entretiene en el juego
de las hojas secas que vuelan azarosamente, que el gran peligro al que
estaban expuestos lo remitió a la imagen de ella, como si se tratase de un
ser divino. Se pregunta si a lo largo de su vida, después de eso, no habría
continuado su amor por aquella imaginada mujer de la foto, perfecta,
etérea, a la que recurría en las horas difíciles. Si en algún espacio escin-
dido de su sentimiento se hubiese instalado, de un modo quimérico, para
eternizar su presencia, su protección.
No le rogó, simplemente reunió los cuadernos que había llevado, una
fotografía, y se los puso en el pecho, entre su cuerpo y la camisa mientras
trataban, en medio del vendaval, de mantener el carruaje en pie e impedir
que se mojaran la ropa y las guitarras.
Maciel se reunió con ellos con gran esfuerzo, su cabeza sangraba y el
agua hacía que todo su cuerpo se fuese tiñendo de rojo. Tenía una herida
provocada por el caballo, que enloqueció con la tormenta, se soltó y
huyó. Le había dado una patada en su parte más notoria. Mareado, ya
no trataba de guarecerse, le era imposible mantenerse en pie. Faustino le
arrojó una camiseta para que pudiera restañar la sangre, pero enseguida
él mismo salió y logró llevarlo adentro con la ayuda de los demás. Lo
acomodaron en el piso entre los asientos, y rompieron la tela para impro-
visar una venda. Desconocían la medicina de primeros auxilios, pero los
Tapia trataban de mantener al hombre despierto, sentado, intentando
de reprimir la hemorragia. El viento amenazaba llevarse todo, los pocos

143
MARÍA ELENA SOFÍA

árboles que los rodeaban producían un sonido a resquebrajamiento de


madera que los impresionaba; sólo un gajo de esos podría destrozar el
carruaje, el resto lo haría el agua furiosa hecha latigazos en el ventarrón.
Las ventanillas amagaban a explotar en cualquier momento, por el
sonido ensordecedor del agua y los truenos, ellos hablaban a los gritos y
esto no aportaba calma sino exasperación.
Ulysse entendía la violencia de la naturaleza, que podía cobrarse vidas
en un instante; ya lo había experimentado en la isla. Era el condiciona-
miento mayor del hombre en estado natural, que le resultara imposible
mantenerse inmune a los fenómenos. Su mayor temor era retrasar su
objetivo; su ansiedad no dejaba apreciar la importancia de la gira. La
postura de Lezica era razonable y había comenzado de forma exitosa;
pero ese cambio en el cielo desde un amanecer apacible y brillante a esta
batalla de nubes y rayos en el mismo día, lo desalentaba.
Pasaron varios minutos de zozobra, la tormenta tuvo su pico de
violencia y luego poco a poco amainó. Descubrieron que el agua inun-
daba el piso de la volanta, lo cual significaba que afuera estaba cubriendo
más de un metro.
Faustino los tranquilizó:
–El agua baja enseguida, en unas horas compone. Eso sí, va’ hacer
frío…
Lezica pensó en la inutilidad de los bonitos trajes de verano perfecta-
mente plegados en su maleta humedecida. Ulysse contó su manta, pero
no era muy abrigada; los Tapia, previsores, llevaban sus ponchos.
El cochero herido pasó de estar sentado a yacer, sin fuerzas para
hablar o sostenerse, mientras Faustino escurría el trapo empapado de
sangre. La situación se complicaría si iban a pasar la noche allí, pues era
imposible encender un fuego, abrigarse y conseguir atención médica.
Calcularon la distancia que los separaba del poblado siguiente: tres
leguas, más de medio día de caminata normal. No era factible que fuesen
todos. Y dadas las condiciones climáticas, quien marchara a buscar ayuda
no podría partir hasta el amanecer.
La lluvia había cesado, pero arreciaba un viento congelante, tal como
había calculado Faustino. Ulysse, acostumbrado a las bajas temperatu-
ras, podría intentarlo, aunque Lezica se lo impediría rotundamente. Si se

144
MIL VECES LA VIDA

enfermaba, adiós gira. Por eso lo pensó, pero no dijo nada.


El cielo comenzó a aclararse. Cuando bajaron del carruaje, el agua les
llegaba a las rodillas. Chapoteando dieron una vuelta y lo que observaron
los dejó atónitos: árboles arrancados de raíz, ramas flotando. Era curioso
que allí donde ellos estuvieron no hubiese ocurrido tal destrucción.
El frío aumentó, el agua fue bajando, la desolación subió. Los cuatro
quedaron allí, mirándose ora entre ellos, ora a la lejanía, con las manos
crispadas sobre los brazos, temblando y haciendo deducciones que no
llevaban a nada.
De pronto, en dirección opuesta al monte, donde ignoraban qué
podría existir, vieron aparecer el techo de un carruaje, moviéndose con
cadencia de marcha lenta. Enseguida asomaron las cabezas y pecheras
de los caballos que lo tiraban; eran cuatro. Parecía una visión bíblica,
fantasmal, pero se movía hacia ellos y pronto distinguieron al carrero y
dos hombres más junto a él. Los caballos hendían el agua con sus patas
y avanzaban sin problemas, como si hubiesen atravesado mil tormentas.
Agitaron los brazos con mal disimulada alegría. Había sido un trance
tan duro para ellos y esos hombres aparecían con una templanza envi-
diable. Bajaron dos y caminaron al encuentro. Eran físicamente simila-
res, menudos y ágiles. Vestían pantalones amplios, encima usaban largas
camisas y luego una especie de chaleco sin abrochar, todo en colores
claros. Saludaron con gran amabilidad a cada uno. Notaron que hablaban
de manera extraña, primero entre sí y luego sólo uno se comunicaba,
como un intérprete. Era quien mejor hablaba el idioma.
Esos hombres eran árabes, vendedores ambulantes de ropa y otros
objetos, que regularmente recorrían los campos con sus mercaderías. Sus
clientes, chacareros, capataces y peones, ya los esperaban con sus pedidos,
que ellos satisfacían solícitos llevando todo a domicilio. Generalmente
pernoctaban en casas y galpones que les ofrecían, como en ese caso, al
avizorar una tormenta o una noche fría. Lograron salvar el inventario
refugiándose en un establo, sin mojarse un cabello.
El trío salvador los ayudó a trasladar las pertenencias y al herido hasta
el carro, al que treparon también los afligidos viajeros. Lezica se aprovi-
sionó de abrigos para todos y alguna prenda íntima necesaria. Los vende-
dores, dichosos de haber logrado una provechosa venta en medio de la

145
MARÍA ELENA SOFÍA

nada, redoblaron sus atenciones. Sacaron unas botellas con bebidas fuer-
tes y les convidaron, para combatir el frío y levantar los ánimos. Hicieron
beber también a Maciel, con intención de despertarlo y darle fortaleza.
Horas después, entrada la noche, llegaron a un paraje silencioso,
quieto, que parecía deshabitado. Allí no se notaba el paso de la tormenta,
el sendero y el breve terraplén de acceso estaban secos y polvorientos.
Para Ulysse y Pablo Lezica resultaba extraño; los demás estaban habitua-
dos a estos fenómenos.
Uno de los árabes se adelantó y golpeó la puerta. No había luces
encendidas, en días de semana la actividad se reducía y a las diez de la
noche cerraban. Cuando les abrieron, explicaron acerca de la tormenta y
el accidente de Maciel, hablando todos a la vez. El pulpero, ya conocido
de los árabes, fue hacia el interior del salón y vociferó un nombre. Volvió
hacia ellos y explicó:
–Está el médico del pueblo. Vino a ver a mi señora y lo invitamos a
pasar la noche, por si la tormenta agarraba para este lado. Pero tuvimos
suerte, y ustedes también.
Juntaron tres mesas y allí pusieron a Maciel, que hablaba en guaraní
quejándose de sus dolores. Buscaron mantas y cueros y los plegaron para
poner bajo su cabeza, de manera que quedase más arriba que el cuerpo,
para que la sangre no presionara, les explicó el pulpero. Evidentemente
su amistad con el médico le proveía también conocimientos.
Una puerta se abrió en el extremo del salón y apareció un hombrecito
que podría tener unos cien años, aunque muy ágil, revoleando sobre sus
hombros el guardapolvo, mientras trataba de embutir sus brazos en las
mangas.
Llegó junto al herido, se calzó unas gruesas gafas y se acercó a su
cabeza, como si quisiera olerlo.
–Una gran herida para una gran cabeza… –murmuró, y enseguida
miró expresivamente al pulpero, que salió rápido y regresó con un male-
tín y un estuche de chapa.
–Lo pateó el caballo –informó Faustino.
–Ahá –respondió el médico, preparando los instrumentos para sutu-
rar–, es afortunado.
Una vez atendido Maciel se reunieron para considerar los próximos

146
MIL VECES LA VIDA

pasos. Estaban poco menos que famélicos. La carne fresca llegaría al


amanecer, en el carro de reparto, lo mismo que la leche del tambo cercano.
Ese sitio era una antigua posta, un lugar de paso, carecían de abundante
mercadería y de hospedaje para varias personas. El pulpero, que otrora se
llamó maestro de posta, ofreció calentar locro, abrir un queso y descolgar
algunos fiambres que tenía puestos a secar. Bebidas sobraban. Lo acepta-
ron. Comieron y bebieron con gran animosidad.
El viejo doctor preparó el mate. Mencionó un pueblo cercano
llamado Goldney, donde vivía desde que era un muchacho recién diplo-
mado. Su residencia en el Hospital de la ciudad de Mercedes lo convenció
de quedarse en esa zona para siempre. De Goldney era la joven que lo
enamoró y determinó su destino.
Los árabes provenían del otro lado del mundo, literalmente. Por lo
que alcanzaron a entender el lugar se llamaba Líbano. Ulysse tenía una
idea de dónde quedaba, en una lejanía inmensa, intolerable si el distancia-
miento era para siempre. Admiró a esos hombres; proyectaban un futuro
tan fantástico, progresaban a cada legua, comunicándose a duras penas
y sin embargo lograban aceptación, eran bienvenidos. Reconstruían una
vida, aprendían amando la tierra que los recibía. Sus gestos se animaban
respondiendo al interés de esos fortuitos comensales.
Ulysse tuvo ganas de cantar, inexplicablemente, en esa sobremesa
cálida improvisada por esos desconocidos que los habían auxiliado.
Guiñó un ojo a Joselo, que sin guitarra silbó la introducción.
–Tomo y obligo, / mándese un trago / que hoy necesito el recuerdo matar. / Sin
un amigo, lejos del pago / quiero en su pecho mi pena volcar… –cantó Ulysse
suavemente, respetando la convalecencia de Maciel.
Los otros, entusiasmados y alegres por la bebida, desafinando lo
siguieron, tarareando o golpeando sobre la mesa. El doctor bailó solo,
extendiendo los brazos como si una bella dama ocupara ese espacio de
la ilusión. Al final del tango quedaron en silencio, tal si hubiesen apurado
un buen vino y no vinieran las palabras justas para halagarlo. Luego de
unos minutos así, de reacomodamientos y rellenar las copas, uno de los
árabes trotamundos empezó a cantar. El intérprete explicó que se trataba
de una especie de rezo.
La voz del hombre poseía una cualidad desconocida, extraordinaria.

147
MARÍA ELENA SOFÍA

No entendían absolutamente ninguna palabra, pero la melodía provocaba


encantamiento. El silencio se hizo para apreciar ese canto, alabanza o
devoción. Era un sonido de otra tierra, de otra cultura, pero de la misma
humanidad. Y a pesar del cansancio y el desasosiego que significaban ese
día funesto y el resto de los días tristes, incompletos; esas vidas exiliadas,
ateridas en la intemperancia del desierto, del trabajo, del abandono, de las
pérdidas irreparables, de los sueños muertos, de los proyectos siempre
soñándose, de las cicatrices perennes, de las hojas quietas en un recuerdo
sin viento, sin olvido; a pesar del todo y de la nada que los reunía en esa
bifurcación instantánea del tiempo colosal, interferencia fortuita de unos
en las vidas de otros, lograron compartir el deleite de la escucha, unirse
callados a esa voz que los elevaba, sin saber y sin necesidad de entender.
Ulysse jamás habría de olvidar esa melodía y el nombre del cantor
desconocido que lo fascinó: Jalib, a quien en la Oficina de Inmigración lo
habían rebautizado Juan.
Se tumbaron a dormir allí mismo, sobre unos cueros de vacuno. Los
cuatro se vieron sumidos en una impresión de bienestar, de gozosa cama-
radería. Por primera vez sintieron un vínculo poderoso estrechándolos,
mientras intercambiaban abrigos.
Los árabes pernoctaron en el galpón, junto al carro; nunca se alejaban
de la valiosa carga, el único capital que poseían.
Ulysse palpó su fotografía en la oscuridad. “Attends-moi, Simone, après
ce long voyage…”.
Era extraordinario ese camino, con aristas irreales si miraba hacia
atrás, puesto que ese mismo día, imprevisible entre lo aciago y lo magní-
fico, terminaron cantando…

148
MIL VECES LA VIDA

XXI

Al día siguiente, el caballo pastaba en el terreno allende a la pulpería.


Maciel ya lograba ponerse en pie sin marearse. La noticia lo alegró mucho.
El médico le recomendó un día más de reposo y varios de descanso, a
sabiendas que el hombre desobedecería. Aceptó sin embargo quedarse
allí y apenas recuperado ir con el caballo a traer la volanta abandonada
en el monte para alcanzarlos a ellos, que lo aguardarían en la pulpería de
don Salvador, ya en Mercedes.
Ulysse, Pablo Lezica y los Tapia partieron con los árabes. En los
pueblos que unían esa posta hasta su destino, Goldney y Olivera, también
se detuvieron a cantar.
Don Salvador recibió a Ulysse con gran alharaca; lo colmó, solícito,
de atenciones, tal si fuera Gardel; lo había escuchado en la radio y era su
ferviente admirador.
La pulpería, similar a la primera que habían visitado, aunque de mayo-
res dimensiones y a la vista con superior capacidad de convocatoria,
parecía próspera. Estuvieron allí otro fin de semana pleno de éxitos, al
punto que olvidaron el percance por causas climáticas.
Maciel no apareció. Temieron por él, pero no podían retrasar la gira.
Tiempo más tarde supieron lo que le había sucedido. Tenía relación con
el golpe en la cabeza. Al parecer, cuando despertó hablaba en un idioma
extraño; aunque entendía a sus interlocutores y podía responder en caste-
llano, mantenía esos monólogos incomprensibles.
Cuando llegaba gente a la posta para hacer sus compras y trámi-
tes, Maciel los miraba y se daba cuenta si estaban enfermos. Eso decía
él, que se daba cuenta. Entonces se acercaba y ponía sus manos sobre

149
MARÍA ELENA SOFÍA

los hombros de la persona durante unos minutos. Días después esos


“pacientes” volvían para avisarle que se habían curado.
Al ver esto, el pulpero le refirió los casos al doctor, y aquel decidió
hacer una prueba. Pidió a Maciel que lo acompañara a ver un enfermo.
Subieron al sulky y rumbearon hacia una gran estancia cuyo propietario,
un terrateniente muy conocido en la región, yacía desahuciado, esperando
la muerte. El viejo médico iba intrigado por el asunto, y bastante escép-
tico, aunque allí en el campo había visto cosas extraordinarias. Llegaron
a la casa principal y la ama de llaves los precedió hasta la habitación. El
hombre parecía inconsciente, no obstante el médico cumplió en presen-
tarlos, y salió. Otra sirvienta le ofreció un té; aceptó gustosamente. Nunca
supo qué sucedió allí dentro. Luego de unos veinte minutos Maciel abrió
la puerta y dijo: “Tráiganle comida y agua”. Y muy tranquilo caminó
rumbo a la salida de la casa.
El médico miró hacia adentro: el enfermo estaba sentado en la
cama, con los ojos abiertos, levantando una mano en señal de saludo.
Entró y se la estrechó, le dijo que regresaría por la tarde. El hombre
asintió con la cabeza. La mejoría era evidente. Pero eso fue sólo el prin-
cipio. Pudo el médico, según sus anotaciones, dar fe de la recuperación
de ese hombre, que al cabo de un mes apareció en la posta manejando
su propio automóvil, preguntando por el muchacho que lo había visi-
tado aquel día.
Maciel estaba conchabado allí. Una vez enviada la volanta de regreso
a Buenos Aires, había decidido asentarse en la zona. Nadie lo esperaba
en la gran ciudad, al menos nadie que recordara. Su fama de sanador se
extendió rápidamente. Además, el campo le daba paz y podía hablar solo
cuanto quisiera.
El estanciero lo reconoció y felicitó con gratitud. Le ofreció un puesto
para atender, un sitio en sus dominios de unas cien hectáreas, que esta-
ría a su cargo y en cuya casa viviría con todas las comodidades. Maciel
aceptó y se mudó al medio del campo, con su caballo y una bolsa de ropa.
No volvieron a verlo por allí. El pulpero lo visitó para curarse de la gota
que afectaba su rodilla. Y como él otra gente comenzó a ir en romería a
la casa del “santo que curaba con las manos y un vaso de agua”.

150
MIL VECES LA VIDA

El primo de Lezica fue a buscarlos a Mercedes y los llevó hasta


Chacabuco, sin paradas intermedias. Aprovechó la ocasión para demos-
trarles el buen estado y andar del auto que deseaba vender. Era un Dodge
modelo 28, color crema, con el techo y los guardabarros en marrón
oscuro. Las partes brillantes, las piezas cromadas, luces y vidrios, lucían
impecables y le daban distinción. A toda vista el dueño lo había cuidado
mucho. Viajar en automóvil, claro, era atípico; una comodidad inespe-
rada los sorprendía luego de tantos imprevistos. A tal punto que Lezica
acabó hablando con su pariente de ese tema tan sustancial, ya adelantado
por teléfono: la compra del vehículo.
Siempre un paso adelante en todo, el representante pensaba en Ulysse
y en su bienestar. Que no tomase frío ni empolvase su preciado traje.
Al descender de un automóvil sólo precisaba ajustarse el moño de la
corbata, y ya quedaba listo para la actuación.
Chacabuco, una ciudad dedicada a labranza y ganadería, los espe-
raba sumergida en maizales. El laboreo en producciones diversificadas
provocaba el progreso de los habitantes de diferentes orígenes, italianos
y españoles en su mayoría, y en gran número alemanes, árabes y de países
limítrofes. Gente confiada que no cerraba las puertas con llave, dedicada
al trabajo y la crianza de los niños, que jugaban libremente a la pelota por
las calles de tierra.
Ese perfil pujante, de impulso desarrollista incontenible, era el mismo
en cada población, por pequeña que fuera, y esto alegraba a Ulysse; cono-
cer esas tierras y su gente le había estrenado el orgullo de ser y pertene-
cer. Estaba haciendo su propio descubrimiento de América y advertía el
tamaño de ese sentir expandiéndose en su pecho.
Cuánta incomprensión, cuán pálido y desteñido será el saber y el valor
que aporta la ignorancia al hombre distante, de ideas disipadas, que va
armando su postura y opinión según lo oído. Más allá del arrabal el país
continuaba, la pampa se extendía como una invitación y Ulysse podría
suponer que implicaba un conocimiento iniciático.
El entusiasta primo de Lezica los llevó al Hotel San Lorenzo, donde
podrían descansar y preparar la actuación de esa noche. El representante
cumplió en visitar al resto de la familia, por afecto y para cerrar negocio
con su pariente. Sin dejar nada a la libre interpretación, él decidía las

151
MARÍA ELENA SOFÍA

cuestiones que debían suceder. Programaba y realizaba las acciones nece-


sarias para que ocurriesen. Ulysse admiraba esa impronta de Pablo, y aún
no asumía su capacidad constructiva, pese a que también él era hacedor
de su propia circunstancia.
Los Tapia se encerraron en la otra habitación a ensayar unos bordo-
neos. Ulysse durmió.
–Tu es fatiguè? –dijo en el sueño una voz conocida, ahora todo en
francés inmediato, comprensible–. Quand vous venez à París? Ce voyage est
si long...
Ulysse no quería despertar cuando la escuchaba. Su voz sonaba tan
real… “Permitiré que la lluvia se entibie en mis lágrimas si con ello apaci-
guo tus relámpagos”, decía él, pero no eran él ni ella, sino el habitante
idílico de un sueño, un refugio para un amor que aún no nacía, porque
para existir tenían que ser dos. Y ella repetía esas palabras deseadas por
él:
–Comment savez-vous que je vous attends? Personne ne nous a présenté... Ce
voyage est si long...
Sólo una mente enfocada podía reconocer en esos caminos sinuosos
de la llanura, abiertos como venas esperando el latido grueso de la sangre
para correr y multiplicarse, para extenderse hacia lo imaginado, distinguir
un mínimo sendero en el pastizal que lo llevaba a París. Emocionarse
en cada amanecer porque ese mismo sol unas horas antes había sido
visto por ella, hablar su idioma sentado en alguna bucólica plaza de esos
pueblos que pasaban como sueños, ellos sí, sueños destinados al olvido.
“El Tropezón” era un bar bullicioso instalado en la esquina de
Avenida Alsina y Rivadavia, en pleno centro de la ciudad, frente al edifi-
cio del Banco de la Provincia. En ese lugar más de dos décadas atrás se
había presentado Carlos Gardel, acompañado por Razzano.
Luego de unas copas, algunos memoriosos con los que pudieron
conversar y el mismo propietario, don Arrostito, aseguraron que en
aquella oportunidad estuvieron sólo ellos dos, que tocaron guitarras y
cantaron, y que habían llegado en tren. Y ya en la cúspide de su carrera,
El zorzal había vuelto para deleitarlos en el Teatro Español. Aquella vez,
contaron, salió, subió a un carro y le cantó a la multitud reunida en la
calle.

152
MIL VECES LA VIDA

Ulysse notaba que donde fuese le hablaban de Carlitos. Su muerte


había instalado la devoción. El señor de la angustia y la añoranza, el
romántico de madreselvas en flor, estaba primero en el corazón del
público luego del episodio de Medellín. Y así sería para siempre. Los
aplausos después de sus canciones eran para él, esas manos golpeaban el
vacío que había dejado…
Finalmente hicieron los trámites de traspaso de propiedad y partie-
ron en el Dodge 28, conducido por Pablo Lezica. Viajaron con buen
ánimo, obedeciendo las sugerencias de los lugareños, de seguir el camino
real junto a las vías del ferrocarril, hasta un popular boliche situado a
la entrada de Junín, pasando el puente de la laguna El Carpincho. El
camino, aunque polvoriento, se presentaba amplio y en buen estado.
Cruzaron algunos carros con los que intercambiaron saludos. Se detu-
vieron en varios sitios: el paraje Membrillar y el pueblo de O’Higgins,
donde actuaron en la pista del Club Defensores, famoso por los bailes de
carnaval. En la estación La Oriental Ulysse cantó en un galpón del ferro-
carril. Luego se extraviaron en un cruce de vías, debían girar y continua-
ron derecho, o debían continuar y giraron; lo cierto es que luego de un
tiempo en que discutieron si debían seguir o no, encontraron un puesto
de campo donde les informaron cómo salir de allí y que no obstante
estaban alejándose de Junín.
Y así anduvieron, dudando y andando, hasta que desembocaron en
un camino que hacía cruz con otro más angosto, donde un cartel rezaba:
“Rafael Obligado”. Allí entraron y actuaron, y a partir de ese momento,
de manera más improvisada, se detuvieron en todo pueblo, paraje, posta
o pulpería que hallaron en su ruta. La pampa se les presentaba como un
laberinto llano, donde todo se veía y a todo punto se llegaba, pero no sin
saber.
Ulysse ya no recuerda los nombres de cada lugar sin la ayuda de un
mapa, cuando le preguntan sobre aquella venturosa gira. La esquina de
un minúsculo pueblo llamado La Invencible, donde el atardecer parecía
incendiar los árboles. El río de Salto, quieto pero sin detenerse, un tajo
perfecto asestado a los trigales. Todd, antigua posta de carretas que viaja-
ban al Perú y entonces ya tenía generador de electricidad, escuela, correo
y la ruta pavimentada, una explosión de progreso que habrá imaginado

153
MARÍA ELENA SOFÍA

su primer poblador, un tal Claro Gómez. Lagunas, sembradíos, animales


en celo: la misma madre multiplicándose en hijos, frutas y fábricas.
Rumbo a la ciudad de Ramallo se detuvieron en el Club de Zino, un
galpón con pista de baile al aire libre. El piso se regaba para no levantar
tierra mientras bailaban. Allí solían presentarse dos orquestas: la carac-
terística y la de tango, con sus respectivos cantores. Supieron que en
ese lugar ya los había precedido el rey del compás, Juan D’Arienzo, con
extraordinaria acogida.
La vuelta a Buenos Aires, orillando el río Paraná, fue lenta por la
cantidad de pueblos que iban descubriendo. Recuerda Ulysse una comu-
nidad pastoril llamada Santa Lucía, fundada por irlandeses a mediados
del siglo XIX. Allí Lezica tuvo un amorío con una joven que lo siguió
con su auto por unas cuantas leguas, hasta comprobar que Pablo acele-
raba, ignorándola, y decidió abandonar la persecución. Los otros tres le
cantaban burlones: “Golondrinas de un solo verano. / Con ansias constantes de
cielos lejanos... / Alma criolla, errante y viajera, / querer detenerla es una quimera.”
Lezica manejaba atentamente, con el gesto fruncido miraba el espejo
retrovisor y los chistaba para que callaran; en ese auto eran hombres sin
mujeres.
Era natural en el llano pretender sembrar ideales. Todo lo que existe
persigue su entelequia venidera; era natural que la pampa esperase al
caballo como el tango lo aguardó a Carlitos, porque en esos moldes debía
cristalizarse el ideal. Se imaginó la realización más pura y se reconocieron
al encontrarse. Una esquina en el arrabal, el cruce de Cuatro Caminos
en plena llanura, una mesa pequeña en un rincón oscuro de un boliche,
quién sabe dónde, no importaba; reconocer el papel propio en la historia,
encajar, era la perfección perseguida. Sólo unos pocos hombres pueden
anunciarlo, porque existe una voz interna que es el heraldo del futuro y
ellos la han escuchado. Vale para un individuo, un pueblo o una raza. De
igual forma pretendía Ulysse que Simone Blanc lo estuviera esperando;
se lo decía esa voz, para completar su vida.

154
MIL VECES LA VIDA

XXII

El viejo Ulysse traspone la reja de su jardín, un terreno de amplias dimen-


siones donde los limoneros tienen más espacio y atención que las flores,
flanqueando el camino a la puerta principal. También posee una vid en
forma de parra y un olivo, que muestra ufano a sus visitantes. La casa
de campo en la campiña de Menton es su refugio desde el primer disco
exitoso, simultáneo con su primera película. Siempre asesorado por Pablo
Lezica la adquirió tal como se hallaba, casi en ruinas, para convertirla
en una residencia cómoda, con cinco petites chambres, una para cada hijo,
pues consideraba que la individualidad y la privacidad de una persona,
aún desde la niñez, debía respetarse. La extendió con una galería y un
patio transformándola en una típica casa argentina, donde la familia y los
amigos solían reunirse alrededor de su calidez.
Ulysse pasa largas horas en el jardín–huerto, observando los cambios
en el limonero perenne, disfrutando los aromas y el rosado de la flor al
abrirse invadida luego por el blanco, como si se encendiera. Y notar los
distintos tamaños y texturas de los frutos que parecen esperar turno para
nacer. El amarillo es un color que lo embelesa, pero quizá porque se trata
de sus propios frutos, no se detiene en otros huertos.
Allí también encuentra lugar para descansar, unos troncos rústicos
donde suele pasar horas leyendo y recordando. Aún no quiere entrar a
la casa; en esta parte de la memoria desea caminar por el perfume del
pasado, recorriendo su jardín de otoño.
Omitir la emoción que le provocó volver a Buenos Aires sería una
injusticia. Y obviar la sensación de recorrer sus calles en automóvil, por
primera vez para Ulysse y los Tapia, sería exagerar el olvido, porque les

155
MARÍA ELENA SOFÍA

resultó indeleble. Lezica conducía muy bien, ya había tenido un automó-


vil. Al verlos tan entusiasmados los llevó a dar una vuelta por el centro.
Quedaron absorbidos por la cadencia del tráfico y el movimiento de
gente; era hechizante la ciudad nocturna sumida en la niebla, ver desde
las ventanillas esos edificios estilo francés a Ulysse le daba un pase a la
ilusión. El edificio del Correo, la Avenida de Mayo, el Cabildo y la calle
Perú hacia la Manzana de las Luces, y después Defensa hacia el bajo,
para llevar a los Tapia a domicilio. A la vuelta, cruzar la calle Corrientes
con sus luminarias era volver de otro mundo; era el tango cantado en las
ochavas, el grupo de muchachas risueñas que pasaban con su frescura,
era el compadrito de torva mirada acompañando una ginebra, mientras
calcula el tiempo y las traiciones. Volvían llenos de pampa y cielo, sin
embargo reparaban el espacio que aún les quedaba en el pecho para su
amor por Buenos Aires.
Tres noticias apremiaban, como esos gatos nocturnos con su esbelta
somnolencia espiando desde los tapiales, arreciando el sosiego de quien
regresa y deja las maletas prácticamente junto a la puerta para sumirse
en la bienvenida silenciosa del hogar. Como si el cuerpo físico encastrase
perfecto en el cuerpo de la casa, aunque no coincidieran las formas, el
fondo refiere a un engranaje perfecto, invisible pero evidente hecho de
costumbres, objetos, sonidos y experiencias íntimas, el bálsamo de los
jazmines en la ventana, el olor especial de la cocina, la ropa aguardando
en la sombra de los muebles, la sensación aséptica del baño… Sentir que
se vuelve a un contexto, al escenario de la propia tragedia.
Lo recibió en su habitación el perfume de la soledad. No deseaba acos-
tumbrarse, pero tampoco le temía; era la oportunidad de estar consigo
mismo, de conocerse más. La cama se convirtió en un remanso donde se
disolvieron sus turbulencias nocturnas. La ansiedad que temblaba en la
penumbra apagó su insistencia y el sueño devoró las horas.
Ulysse recibió la irrupción de la primera novedad al mediodía, cuando
Ana entró con su propia llave y al verlo gritó en tono de saludo, al mismo
tiempo que le informaba:
–¡Mamá está enferma! Va a morir…
–¡Ana! ¿Qué…? Vamos allá –respondió Ulysse, abandonando el mate
en preparación.

156
MIL VECES LA VIDA

El dejo de su voz soslayaba el dolor de lo irremediable, él la aten-


día mientras caminaban raudamente las escasas cuadras hasta la casona.
¿Qué le sucedía a Josefa? ¿La había visto un médico? ¿La llevaron al
hospital? ¿Qué le dijeron allí? Todavía no acertaban un diagnóstico; los
pulmones y el sistema digestivo funcionaban mal. Su cuerpo se había
deteriorado prontamente en los últimos días. Ella había solicitado volver
a su casa; los doctores se lo permitieron, aparentemente la medicina no
podía salvarle la vida, sólo atemperar los dolores.
Ulysse y Ana entraron a la pieza suavemente. Uno de los nietos mayo-
res bajó del borde de la cama y salió respondiendo a una seña de su
madre.
Josefa estaba despierta, casi sentada sobre los almohadones, en un
estado de bonhomía que anticipaba el gesto de reposo definitivo. Lo
miró y movió una mano invitándolo a sentarse. Ulysse acercó una silla
todo lo posible, hasta que sus rodillas chocaron con el lecho. Ana los dejó
solos, sabiéndose quizás incapaz de contener el llanto.
Josefa, como siempre, dijo las palabras que debía pronunciar él, la
misma frase de aquella noche al volver de la isla, pero esta vez hablaba
por los dos:
–Ha sido un lungo viaggio.
–Sí –respondió Ulysse–, pero aún no termina, eres fuerte…
Ella sonrió. Sus cabellos rojos encanecidos, por fin en libertad,
descansaban sobre la almohada, parecían pedir esa soltura para el resto
del cuerpo.
–Tienes razón, pero ya non voglio. Estoy viviendo las horas de una
historia que sta già finendo, me siento soddisfatta, Ulysse, ustedes vai avanti,
la vita è così.
–¿Crees que Ana podrá con todo esto?
–Penso di sì… La morte è un’ottima scusa per abbandonare tutto sin que te lo
pongan en cara. La vita è un requisito molto grande, sai…
Ulysse asintió. Vaya si conocía los requerimientos del vivir. Pero
tampoco era tan fácil morirse, o dejarse ir así, en paz, según lo estaba
haciendo esa anciana que apreciaba como familia.
–Aquí estoy para lo que necesites –dijo Ulysse, estrechando la única
mano que ella movía.

157
MARÍA ELENA SOFÍA

–Eres un buen hombre –respondió Josefa, y cerró los ojos para fina-
lizar la conversación.
Entonces Ulysse dijo sentidamente esa palabra que comenzaba a
pronunciar más a menudo:
–Gracias, Josefa… Grazie di tutto.
Ella movió apenas los labios: nada tenía que decir, sus actos habían
hablado por sus palabras.
Algunos días más tarde se encontró con don Cobo, Ana y los niños
siguiendo el coche fúnebre que la llevó al cementerio de la Chacarita. La
América le abría ahora el seno de su tierra, para continuar enriquecién-
dose, transmutando en historia la vida de los anónimos inmigrantes que
la soñaron, la engendraron y la parieron.
Bajo una lluvia pertinaz Pablo Lezica manejaba el automóvil, vestido
de negro perfecto. Les recordó un dicho popular: “al morir una gran
persona siempre llueve”, aunque eso no era consuelo para nadie en ese
momento. Guardaba su noticia para cuando cerrasen la tumba y plega-
sen los pañuelos del llanto, respetando los tiempos de la muerte y de los
vivos. Porque era una novedad grandiosa y el dolor reciente la nublaría.

Ulysse pasó varios días yendo y viniendo a la casona de Josefa, para


dar compañía y apoyo a Ana, la única familia que le quedaba, y esos niños
de los que no retenía sus nombres. La veía abatida y también misteriosa,
como si guardase un secreto o se estuviese prohibiendo hablar de un
tema importante.
Una tarde ella fue a casa de Ulysse para hacer la limpieza. Él estaba
ensayando el tango “Confesión”; el público le pedía que cantara esa
historia del hombre violento que abandona a la mujer por amor, para no
hacerla sufrir. En cuanto la miró, cuando cerró la puerta y fue hacia él,
descubrió en su rostro algo más que el dolor de la reciente pérdida. Ella
había ido a confesárselo.
Ana le trajo la segunda noticia: estaba embarazada. Las sospechas y
temores de Ulysse quedaron manifiestos: ella y Yuyín Pacheco habían
tenido algo que ver, desde aquel día en que los sorprendió conversando
en la cocina de Josefa. Cuando se enteró de la situación dijo que no estaba
preparado y se dio a la fuga, desapareció de su vida. Calculó Ulysse que

158
MIL VECES LA VIDA

aquella visita de Yuyín a su pieza había sido con la complicidad, al fin de


cuentas, de Ana. En esos tiempos estarían en pleno romance.
Ulysse sintió el ardor de la indignación; la apreciaba como a una
hermana y ahora, en ausencia de Josefa, sentía el compromiso de prote-
gerla. No supo cómo pasó del violento arrepentido de la canción al
furioso de la vida real. En un instante, sin pensarlo, unió el movimiento
de su cuerpo a las palabras, tomó un cuchillo de la cocina y lo envolvió en
una manta que enrolló en el antebrazo. Sabía dónde encontrarlo.
–¡Voy a liquidar a ese infeliz! –aulló.
En ese instante, la sed de venganza de todos los presos de la isla del
fin del mundo llenó su mente, obnubilándola. Bendita y maldita Buenos
Aires, que le devolvía su drama en míseros actos; dos bofetadas y otra vez
al borde del abismo. Era injusto, si se detenía a pensarlo, pero también
imposible detenerse.
Ana desesperó al verlo transformado, así no lo conocía. Ulysse abrió
reciamente la puerta, que se golpeó al hacer tope y quedó moviéndose
afectada. Frente a él, una aparición, con el sombrero en la mano, el traje
a cuadros y la expresión atenta inconfundible, estaba Pablo Lezica. Lo
miró con extrañamiento, confuso. Ulysse, con el envión que llevaba se
arrojó sobre él y lo abrazó, gritando descompuesto:
–¡Agarrame, Lezica! ¡Llevame adentro!
Lezica, de repente bañado en sudor y sin comprender, obedeció. Era
un poco más alto que Ulysse pero menos fuerte, debió forcejear con él
para hacerlo recular hasta el interior de la casa. No entendía en absoluto
la situación. Se encontró con Ana sumida en lágrimas, que se apresuró a
cerrar la puerta, mientras él trataba de desasirse del ceñido y desesperante
abrazo.
Ulysse lo soltó de pronto, arrojó la manta y el cuchillo cayó al suelo,
haciendo un sonido metálico que los estremeció.
–¿Qué hacés con ese cuchillo? ¿Adónde ibas? –le gritó Lezica, camino
al enojo.
Ulysse pareció avergonzarse, aunque estaba luchando con un senti-
miento más fuerte que la vergüenza o el bochorno. Caminó por el pasillo
que llevaba al interior de la casa, quitándose la ropa de a tirones, rasgando
la camisa, arrojando los zapatos, y se metió en el baño.

159
MARÍA ELENA SOFÍA

Enseguida se oyó el sonido del agua corriendo. No obstante Lezica


fue hasta la puerta del cuarto y golpeó con los nudillos.
–¡Ya voy, compadre! –respondió Ulysse. Su voz sonó más arreglada,
y entonces Lezica regresó a la estancia principal, donde Ana aún lloraba
estremecida. No lograba calibrar la situación, y cuando esto le sucedía, se
inquietaba. Se reacomodó el traje, recuperó el sombrero que había caído
en el vestíbulo y enfrentó a Ana, porque ya le era insoportable respirar. Y
es que había sentido temor, el hombre que había visto hace unos minutos
era un extraño.
–¿Qué ha ocurrido? Estoy impresionado, señora… –dijo con mesura.
Al escuchar una voz más compuesta, razonable, Ana se tranquilizó.
Secó sus lágrimas, suspiró varias veces profundamente y le ofreció un té
o una bebida refrescante. Todavía no había explicación. Lezica aceptó y
tomó asiento en el comedor, en un extremo de esa larga mesa que ahora
se llenaba de amigos.
Cuando Ulysse reapareció, era el mismo de siempre. El agua fría le
resultó un beneficioso sedativo. Se ubicó frente a Pablo Lezica y pidió a
Ana que los acompañara, que no estuviese como una sirvienta esperando
de pie junto a la puerta. Ella obedeció, con una sumisión propia de la
culpa. Se dispuso a explicar y explicarse lo ocurrido, las causas y conse-
cuencias. Y agradecer la providencial aparición de su representante, que
pudo impedir el desastre.
Lezica escuchó con su habitual deferencia. Ana no quería tener al
niño, allí había otro obstáculo. Más allá de la cuestión de honor, que
tontamente todo hombre quiere zanjar, muchas veces perdiendo la vida
en la parada, él no veía grandes complicaciones. Cada uno decide dentro
de sus circunstancias, lo ideal es saber hasta dónde se extiende la libertad
para disponer. Y luego jugarse el poncho, no había otra opción. ¡Y vaya
si lo sabían los tres!
De pronto estaban conversando normalmente, animados, como
amigos y familia. Ana se debatía en la angustia, Lezica buscaba solu-
ciones, revolviendo el té y haciendo preguntas sin presumir sabiduría
sino sentido común. Ulysse intentaba razonar; temía que Yuyín Pacheco
aprovechase el estado vulnerable de Ana para sacar tajada. Por otra parte,
crecía el deseo de que ella diese vida a ese niño, inocente de todo mal.

160
MIL VECES LA VIDA

–Ana, ¿cuántos niños tienes, cinco o seis? –empezó Ulysse, inten-


tando proponer algo.
–Siete –respondió ella.
Lezica levantó las cejas. Ulysse continuó:
–Bueno, tendrás ocho. Me ofrezco a ser su padrino, puedes estar
segura que nada le faltará.
Hubo asombro en sus interlocutores. ¿Por qué tomarse esa respon-
sabilidad? Unos minutos antes salía volando para matar al progenitor,
ahora le daría ayuda a su descendiente.
–Mira –siguió–, el niño no tiene culpa en esto. La vida es una oportu-
nidad que merecemos todos, ¿no?
Lezica sintió alivio: Ulysse había vuelto en sí y era el hombre que él
admiraba. Completó la idea, pues intuyó que Ana en esos momentos
necesitaba seguridad.
–Yo también le garantizo eso, señora –dijo con todo respeto–, y si el
hombre vuelve a molestarla, tomaremos las medidas legales pertinentes.
Tranquilícese y cuídese, déjenos a nosotros lo demás.
–Entiendo que es tu decisión, y yo la respetaré. Decidas lo que deci-
das, aquí estoy –terminó Ulysse.
Ana rompió en llanto, Ulysse la abrazó como un hermano mayor.
Lezica se puso de pie, viendo que todo se resolvía por su cauce normal.
Estaba retrasado, esa noche lo aguardaban varias reuniones importantes
y aún debía pasar por la sastrería a retirar un nuevo smoking.
Entonces dio la tercera noticia, que era como un luminoso amanecer
en la pampa. Lezica lo dijo todo desde la puerta, antes de salir, para que
tuviese un efecto óptimo:
–Me alegra profundamente que hayamos solucionado este asunto.
Porque yo venía a decirte que he acordado con un empresario europeo
algunas presentaciones allá. ¿Podés creer que me estuvo buscando? Pero
estábamos de gira, y mi ama de llaves no comprendía sus palabras por
teléfono, y cortaba. Es francés el hombre. Así que preparate, Ulysse: nos
vamos a París.
Sin más, se ajustó el sombrero y salió. Abrazados, Ana y Ulysse llora-
ron, ahora por otro motivo.

161
MARÍA ELENA SOFÍA

162
MIL VECES LA VIDA

XXIII

Llegaron a París por la mañana. Desde el aeropuerto fueron directamente


al hotel. Ulysse estaba excitado como un niño, una emoción inexplicable
lo embargaba. Por primera vez desde que se le había puesto aquella idea
en la cabeza, sentía que el objetivo estaba próximo, casi cumplido. En
la gira por la provincia había conocido varias muchachas hermosas y
dispuestas a entregarlo todo por compartir su promisorio futuro. Pero
él no olvidaba su compromiso secreto, aquel ideal supremo y también
absurdo que le había cambiado la vida. Ahora se encontraba, por fin, en
el lugar soñado. Miraba por la ventanilla del coche tratando de no perder
registro de nada, imágenes y datos, ignorando aún que no regresaría a
Buenos Aires en quince días, como estaba estipulado, que transcurrirían
varios meses para volver, como en el tango, quizá sin la frente marchita.
No había programado su vida a posteriori de ese viaje. Llegar a París
y conocer a Simone era la meta final de su existir. Su idílico amor se
había fortificado con el tiempo, la idea se consolidaba en su mente con
cada acto que lo acercaba a ella. Casi había olvidado aquella fugaz visita
y presentación en Buenos Aires, que lo sumiera en dudas y tristeza. Lo
había traspuesto, asumido como una prueba preliminar fallida, un ensayo
que al final agradecía. Daba por sentado de que lo que estaba experi-
mentando ahora era la cosecha, el momento de recoger los frutos del
sacrificio, maduros y dulces, soñados a medida.
Bañarse y probar la cama del hotel con una larga siesta era su objetivo
apremiante. Pensaba sólo en ello mientras Pablo se ocupaba de los trámi-
tes y dar la propina al maletero. Vivía en el presente perfecto, sin saber
qué significaba eso. Era disfrutar de la vida. Ahora sí, la vida.

163
MARÍA ELENA SOFÍA

–Merci beaucoup, garçon –exclamó Ulysse.


–De rien, Monsieur –respondió el botones, cerrando suavemente.
Pablo abrió los ojos y se puso los puños en la cintura, en una pose
graciosa.
–Pero qué demonios… ¿Hablas francés?
–Un peu –dijo Ulysse sonriendo–, un poco…
–¡Pero eso es… muy bueno! ¡Extraordinario! –Pablo no cabía en sí.
Ese hombre lo asombraba a cada paso. Su capacidad de aprendizaje,
su entusiasmo, su perseverancia. Cuanto más lo conocía aumentaba su
sentimiento por ayudarlo. Eso ya no era sólo un trabajo para él: era un
desafío. Se desplomó en un sillón por unos minutos y luego saltó como
un resorte; abrochó el saco, ajustó la corbata y anunció que bajaría a
realizar unas llamadas telefónicas. Ulysse D’Hollbach triunfaría en París,
como que se llamaba Pablo Lezica.
Ulysse, ya en el cuarto de baño, se asomó para darse por enterado.
–Yo me acuesto, Pablo… Llámame cuando tengamos que salir –dijo.
Dicho y hecho. Durmió el resto de la mañana y hasta la après-midi,
cuando Lezica ingresó a la habitación y comenzó a hablar en voz alta
para despertarlo. Ulysse lo miró con curiosidad, pues el hombre no daba
impresión de cansancio, se veía muy fresco, atildado y alegre.
–Arriba, hombre, que estamos en París –exclamó Pablo, mientras
Ulysse se levantaba–. Bajaremos a ver si está abierta la cafetería, si no
saldremos a dar una vuelta.
El Hotel Central de París estaba situado en Montparnasse, un barrio
muy animado y prácticamente invadido por artistas. Cerca se encontraba
el río Sena, que transcurría en medio de la ciudad con sus poéticos puen-
tes. Todo era una oferta de maravillas que esperaban ser visitadas. Pero
ellos habían venido a trabajar, a cumplir objetivos. Las horas libres las
dedicarían a recorrer los lugares más atractivos; por el momento, prepa-
rar la presentación de Ulysse les ocuparía mucho tiempo. Estaría acom-
pañado por una pequeña orquesta de músicos profesionales, entre los
que se contaban dos uruguayos y un argentino instalado previamente. El
contrato de Ulysse excluía a sus guitarristas, por eso los Tapia se queda-
ron en Buenos Aires, atentos a las noticias, tocando mientras tanto en
los boliches del arrabal o acompañando cantores en el Charleston. Ellos

164
MIL VECES LA VIDA

no querían hacer trato con nadie, esperaban que Ulysse regresara para
seguir con él.
Caminaron un tramo por la Rue Muffetard, plena de vendedores,
cafés y casas de comida. En la parte edilicia no encontraban grandes
diferencias con alguna esquina del centro de Buenos Aires. La gente sí
parecía distinta, bien vestida, gran cantidad de automóviles poblaban las
calles, el movimiento era intenso y llegada la noche las luminarias daban
su espectáculo.
Ulysse y Pablo se hallaban bien, cómodos y risueños. Ulysse, ansioso
por entablar conversación con un francés y ver cuánto podía entender el
idioma. ¡Ah, lo emocionado que estaría Islas en este momento, sí, señor!
–¿Sabías que esta calle antiguamente fue una vía romana? –preguntó
Ulysse, exhibiendo erudición.
–¡Te has puesto a estudiar, compadre! ¡Cuánto te has aplicado a este
viaje, te felicito! –contestó Pablo.
–Entremos allí, pidamos una crêpe con algo dulce, ellos saben de
esto… –dijo Ulysse riendo, y lo obligó a entrar en La Fontaine, donde
permanecieron hasta la hora de la cena.
Ulysse nada quería perderse, miraba todo lo que podía abarcar y
memorizar. Habló entusiasta con el mozo, intentando comprender y
explicarse. La comida era exquisita y la bebida aún mejor.
Calculó cuántas probabilidades existirían de que Simone apareciera
por allí, pudiesen verla pasar o descubrirla almorzando en algún restau-
rante. Escasísimas chances, siendo esforzadamente objetivo, de encon-
trarla en ese periodo de estadía tan corto. Por tal razón decidió referir a
Lezica su pasado, completo y crudo, porque ahora vivía con la verdad y
su representante merecía conocerlo íntegro. Y sería quien arreglase las
circunstancias propicias para su esperado encuentro.
La franqueza de un hombre debe incluir sus ilusiones y afanes,
su excepción puede hacer confundir con un espectro que vanamente
busca su humanidad. Allá los otros si rendidos a la apariencia logran su
contento; la vida, sin el intrépido espíritu, sin la sed de travesía, es tan
frágil que puede quebrarse en cualquier instante.
Lezica lo escuchó con atildamiento; algo sabía. Si bien un largo trecho
mediaba entre una vida marginal, de pobreza y malas decisiones, y varios

165
MARÍA ELENA SOFÍA

años de encierro en la prisión del fin del mundo, no demostró asombro


ninguno por su historial delictivo. Pero casi se cae de la silla con la histo-
ria de Simone.
Se había dejado un bigote corto y fino que requería atención diaria,
y que peinaba con los dedos índice y pulgar cuando necesitaba aligerar
el pensamiento. Ahora lo hacía abstraídamente, buscando en algún sitio
de su amplio sentido común, alguna explicación. Y no la encontraba, al
menos con la rapidez habitual en él.
Abrió los brazos, echándose hacia atrás, desconcertado:
–¿Quieres decir que has hecho todo esto… por una mujer? –resolvió,
una frase que no estimaba la magnitud de lo dicho.
Ulysse asintió, bebiendo hasta el final la copa de vino; otra celda se
derrumbaba.
–Yo, ahora… –balbuceó Lezica–, en este momento no lo veo impo-
sible, hoy estamos bien situados, pero tú…
Rieron. No había sitio para la fabulación o la mentira, aunque pareciera
increíble. Lezica no conseguía imaginar a ese joven compuesto, educado
y talentoso que le sonreía, con la ropa de presidiario, marchando tras
otros condenados a realizar trabajos tortuosos, viviendo la miserabilidad
de la prisión. ¿Cómo lo había logrado? La intensidad era abrumadora.
–Si estás perdido, ya sujeto en la hoguera, pero conoces a quien trae la
mecha encendida, tal vez lleves alguna ventaja –dijo Ulysse.
–Pero no has salido de allí por recomendación, o un arreglo…
–No entiendes… Piensa, Pablo ¿quién es aquel que trae la tea?
Nosotros mismos, amigo.
Necesitaba asirse de los hechos, podía ver que Ulysse nadaba en un
río más ancho, que había dominado el tumulto. Conocerse a sí mismo,
de eso hablaba. Explorar los límites, ¿no estaban haciendo eso justa-
mente ahora? El empresario del Théâtre Montparnasse, si bien audaz
y con gusto por el tango, les había ofrecido una de las salas a un joven
cantor desconocido. Y ellos, quizá presuntuosos iban, sin considerar
que Ulysse nunca había cantado ante seiscientas personas sentadas en
un auditorio.
Brindaron con sidra, bebida que allí acompañaba al crêpe y en Argentina
reemplazaba al champagne.

166
MIL VECES LA VIDA

–Por lo bien situados que estamos –recordó Ulysse.


–Por un amor en París –brindó Lezica, contándolo como seguro.
Regresaron al hotel caminando y conversando, la noche estaba fresca
a pesar del brote primaveral incontenible que se observaba en todo. La
pequeña plaza frente al hotel era una explosión de verdes en distintas
tonalidades que resaltaban sobre el cemento y la piedra.
Lezica se entregó al sueño apenas tocó la cama. Ulysse se entregó
a sus rituales nocturnos: repasar letras de tangos, releer sus principales
oraciones en francés, dedicar un pensamiento–rezo por su madre y un
gesto para la fotografía de Simone.
Revisó que su ropa y sus zapatos estuviesen en perfecto orden. Pensó
también en Ana, en cuyo vientre crecía su ahijado, ajeno al mundo que
lo esperaba. Don Cobo y Bartolomé seguramente ya dormirían su noche
de licor y música compartida; habían congeniado desde que Ulysse los
presentara en su casa y ahora cada tanto se reunían para cenar y hablar de
sus intereses. Los Tapia estarían armando el mate que tomaban antes de
acostarse en la posada de Montserrat. Discutirían un rato en referencia a la
última actuación, arreglos ensayados que Faustino luego olvidaba y Joselo
hubiese querido probar. Ulysse casi podía verlos ahí mismo, sentados en
la cama, las guitarras casi tocándose, una seña y dar arranque. Un senti-
miento amplio, que parecía agrandarle los músculos del pecho, le venía
cuando pensaba en los Tapia. Quisiera la suerte que le fuera bien, enton-
ces los mandaría a buscar. No hacía falta el vínculo de sangre para sentir
lazos familiares, la sangre no garantiza amor. La vida iba enseñándole…
También recordó las sugerencias del maestro Emilio Romero en
cuanto a los recaudos que debía tomar al presentarse en una sala cerrada.
Cuidar la voz, el volumen de los instrumentos, preparar una rutina entre
una canción y otra para establecer un vínculo con el público. Y recordar
que no era Buenos Aires, sobre todo.

Cuando el viejo Ulysse evoca esa primera estancia en París la consi-


dera, sin dudas, como una de las más felices de su vida.
El Théâtre Montparnasse estaba situado en la Rue de la Gaîté, a esca-
sas cuadras del hotel. Una ubicación ventajosa para ellos, que podían
transitar por el barrio de a pie. Conocer brevemente al dueño del teatro

167
MARÍA ELENA SOFÍA

y luego largamente a los músicos, trabajar en los ensayos de una forma


profesional, se podría decir más seria en busca de un producto adecuado
para la cartelera de una sala como aquella, fueron los exámenes que debió
superar con la humildad en proporción suficiente. Los fragmentos apren-
didos fueron componiendo al artista, definiéndolo. Anhelaba la perfec-
ción para justificar el camino de perseverancia que se había impuesto;
si deseaba el aplauso debía exponerse y entregarlo todo. Fueron días en
que el tiempo se deslizó dulcemente, aproximándose a la fecha del debut,
porque advertía su crecimiento y esto lo llenaba de seguridad y un sentir
cercano a la gracia.
Simone Blanc cantaba en el Théâtre Mogador, por entonces dedicado
al music hall, una sala elegida por la gran capacidad de espectadores que
podía contener: sus presentaciones eran multitudinarias. Ella realizaba su
temporada y luego desaparecía, su vida privada transitaba muy distante
de los lugares públicos y eventos sociales. De conocer esta informa-
ción, Ulysse nunca se hubiese preocupado por aquel accidente marítimo
donde la imaginó entre las víctimas; Simone no acostumbraba asistir a
esos viajes y fiestas, la persecución de sus admiradores la fatigaba extre-
madamente. La buena noticia era que ella estaba en plena temporada y
que residía en París.
Pablo Lezica le demostró una vez más su eficiencia y capacidad. Al
día siguiente ya contaba con los datos necesarios sobre Simone Blanc y
un contacto que le permitiría presentarle a Ulysse en el camarín, luego
de la función. Este gesto lo consentía ella con algunas celebridades que
pedían saludarla, y luego se retiraba a un hermetismo inviolable. No
había costado mucho, le bastó con decir que venía con un gran cantor de
tangos de Buenos Aires y las puertas se abrieron. Del bolsillo de su saco
a cuadros asomaron los boletos de entrada que lo llevarían al mundo tan
soñado. ¡Oh, belle Simone, donne-moi ton soupir, mon horizon!

168
MIL VECES LA VIDA

XXIV

Usted sabe, el amor es una gran vía empedrada de sueños e imaginacio-


nes. Hasta el presente Simone Blanc había sido un bello y noble ser de
devoción. Ese amor aún no correspondido no era sólo un sentimiento
manifestado con la esperanza de la reciprocidad, más bien adquiría el
carácter de lo místico. Quizá esta pequeña digresión explique el devenir
de los hechos; Ulysse dio vueltas al asunto tantas veces, pero nada explica
mejor lo sucedido que la memoria que el tiempo criba.
La relación del pasado, cuando es propio, puede carecer del sentido
crítico necesario para la comprensión, aunque él no precisaba contar
para entender, era un ejercicio para desairar la añoranza. Las tardes en su
jardín, en esos bancos bajo los árboles como ramos de flores esperando
el enjambre, prometen recuerdos, souvenires que la vida va impregnando
en el alma, de los momentos sustanciales, un perfume que nunca desapa-
rece por completo.
Lezica dedujo que el día que asistirían a la actuación de Simone,
Ulysse no realizaría actividad alguna, considerando la agitación que
podría dominarlo. Cuando se lo insinuó, el cantor manifestó interés por
el ensayo de la mañana y por conocer las riberas del Sena en esa parte
de la ciudad. Una rutina normal que le permitiría abstraerse de lógicas
ansiedades. Hablaron de la comida, de música y de lo pintoresco que les
resultaba el barrio de Montparnasse.
El representante había entablado amistad con un marchand de cuadros,
que le explicó por qué era conveniente invertir dinero en arte. Toda crisis
económica obliga a deshacerse de propiedades y objetos obtenidos en
épocas prósperas, justamente con la finalidad de recurrir a ellos cuando

169
MARÍA ELENA SOFÍA

la necesidad apremia. Entonces se genera una oportunidad de negocio;


en esos días poseer cosas de valor puede aportar más seguridad que una
entidad financiera. Ulysse reía sin entender qué valor podría significar
una pintura, pero se declaró abierto a educarse en ello también, conside-
rando que sólo unos años atrás ignoraba todo en relación al tango y a la
vida que ahora llevaba.
Los días únicos suceden así, con una pasividad inflexible en las horas,
instando a poner devoción en los detalles, consciencia en los mínimos
actos. Ulysse estaba seguro de que cualquiera fuese el mañana, el presente
sería un día para recordar.
Tomaron el té en una pequeña terraza de Montparnasse, luego de
apreciar algunas pinturas con sus miradas profanas, tratando de pasar el
tiempo y simular que no estaban pensando fervorosamente en la noche
inexorable, aguardándolos.
Pablo Lezica se encontraba inmerso en la aventura de Ulysse, aunque
no quisiera admitirlo. Era un hombre discreto y cauteloso, ocupado sere-
namente de sus asuntos. Pero no quería perderse esa hazaña por nada
del mundo. Ser parte de un destino pergeñado en la más hostil de las
adversidades, planificado paso a paso, trabajado con el cuerpo y la mente,
le provocaba una fascinación indómita.
Se vistieron despacio, la etiqueta requería cuidado y prolijidad; les
faltó don Cobo, que siempre ayudaba en esos detalles. Ulysse aceptó
las sugerencias de Pablo para someter al rebelde mechón caído sobre su
frente, que lo desalineaba. Utilizó la gomina ofrecida y admitió echarse
agua de violetas y fregarse las manos con una pasta hidratante. Se acomo-
daron los moños mutuamente; este detalle lo recuerda Ulysse con exacti-
tud, con sensación de presencia, y hasta puede sentir el olor de los trajes
nuevos, la mezcla de ansiedad y contento que los hacía moverse de un
lado a otro de la habitación, hablando y riendo. Se asomaron al rectán-
gulo del espejo y se vieron resplandecientes: dos argentinos en París, el
sueño que unos pocos privilegiados podían cumplir.

Era la noche más importante de su vida, había vivido para esto. Allí
estaba, por fin, la mujer que lo había transformado en el hombre presente:
Ulises López, ahora Ulysse D’Hollbach, por ella. Podía verla desde el

170
MIL VECES LA VIDA

palco que Lezica había conseguido, cercano al escenario. Si algún dios,


pensó, determinase su muerte en ese momento, él quedaría conforme.
Todo el sufrimiento quedaba transmutado en un sentir gozoso, de alivio,
de reparación.
Estaba allí. Así la imaginó desde la puerta de hierro de su celda en el
Pabellón 4, iluminada, con la alta inspiración de la música acompañando
su voz inigualable. Él ya no era un prisionero despreciable, era un cantor
con una gran carrera en ciernes. Y era un hombre como los demás en
ese lugar, afectos a la expresión artística regocijándose con su presencia.
Ulysse no encontraba palabras que hicieran justicia a su belleza.
Embutida en un vestido largo ajustado al cuerpo, el color oscuro le daba
elegancia y refinamiento. Los modistos de la época se lucían con esas
actrices y cantantes esbeltas, equiparables a las estrellas del cine nortea-
mericano.
Simone no sólo derrochaba belleza y encanto sino sus cualidades
vocalísticas. Disfrutaron la interpretación de extractos de la “Melisande”
de Debussy hasta temas de Mireille. Observaron lo que no era habitual en
el teatro: el público cantando con ella “J’attendrai”, popularizada reciente-
mente por Rina Ketty. “Mais j’attendrai votre retour…”, repetían emociona-
dos… Ulysse, al escucharlos, comprendió por qué amaban el tango.
La presentación fue extensa, pero le pareció breve; el tiempo se diluía
al movimiento de sus largos cabellos castaños, de sus manos delicadas
en el aire que provocaban ensoñaciones. No lograba concentrarse en la
canción, él, tan atento a las expresiones en francés… Dudaba que lograse
dirigirle algunas palabras, una vez en el camarín. Pensando tanto en ello
no había decidido nada definitivo, sería una situación nueva, inaugural,
que de alguna manera determinaría los pasos a seguir.
Lezica sonreía. Simone Blanc era una joya exhibida en la mejor
vidriera, y también en la más segura. Habría que tomar por asalto ese
lugar y arrebatarla, por decirlo de alguna forma drástica. Miraba a Ulysse
y adivinaba que su deseo era más grande que su miedo. Se mantenía en
alerta, la voluntad resuelta y fija del joven le sonaba casi chocante ahora,
nada tan terrible para aquello que debe suceder, que los involucrados no
sepan cómo. Tal vez los dos ignoraban la verdadera dimensión del desa-
tino. Lo más probable era que ella, con una cortesía actuada los atendiese

171
MARÍA ELENA SOFÍA

brevemente, que escuchase en amable silencio los profusos halagos, y


eso sería todo. Los argentinos regresarían al hotel caminando en la noche
parisina, borrachos de contento. Y allí acabaría la historia.
Pero Lezica intuía; su vida estaba llena de corazonadas, como aque-
lla del cabaret Charleston, cuando decidió acercarse al cantor descono-
cido que estaba probándose para debutar. Nunca lo había visto inquieto
o nervioso por una actuación, cuando daba un paso al frente parecía
sumergirse en un mar de tranquilidad y equilibrio. Tenía ese plus del
artista, el valor que al hombre común lo pone sobre un escenario para
ser admirado. Y ahora ocurría lo mismo: Ulysse se veía metido en el
concierto y en la figura de Simone, no estaba nervioso ni excitado. Podía
entender que estuviese preparándose durante años para esa ocasión,
venciendo cada obstáculo de un camino difícil, y que ahora simplemente
se relajaba para disfrutar la llegada a la meta. Pero verlo así, plácido y
por momentos hipnótico, le hacía pensar que aún faltaba un trecho por
recorrer, pues quizá bajo esa calma de la superficie se concentraba la
energía necesaria, se pergeñaba una estrategia para apoderarse, por fin,
de un sueño.

Simone Blanc era hija de un marino francés desdeñoso del arte.


La Primera Guerra Mundial lo había dejado tullido y con el tempera-
mento insufrible. Su madre, una escritora desconocida proveniente de
un pequeño pueblo del Mezzogiorno italiano, era quien le inculcaba
su espíritu de superación. Ferviente admiradora de Alberto Moravia,
aunque ella misma procedía de aquella apática burguesía, había cultivado
la buena lectura y la educación necesarias en la niña, que pronto se sintió
importante, singular.
La joven Simone desarrolló en igual medida sus dotes artísticas y el
desprecio por su padre. Abandonó la casa cuando quiso comprometerla
en matrimonio con un militar de carrera, hijo de un colega. Su madre la
acompañó incondicionalmente hasta la celebridad, tal vez cumpliendo
deseos propios postergados, a espaldas del progenitor que se negaba a
tener una hija actriz y cantante.
Transcurrían años tumultuosos en Francia: gobiernos colapsados,
fórmulas partidarias de fracasos continuos, enfrentamientos populares,

172
MIL VECES LA VIDA

terrorismo. Harto de revoluciones sangrientas el pueblo parecía preten-


der la paz, descansar en la esperanza; el arte siempre era un refugio para
el desencanto del mundo. No obstante, el país irradiaba su cultura en
las diversas y posibles formas que la realidad permitía. Y, claro, existían
ciertos círculos sociales a los que no afectaban las tormentas y para quie-
nes la situación de la gente y los problemas del mundo constituían una
aburrida conversación de sobremesa que pronto cambiaban o callaban;
en esto la humanidad tardaría en progresar.
Simone se dedicó al canto, dejando por un tiempo el teatro, que
requería mayor compromiso. Prefería cumplir con su temporada en París
y luego retirarse a su casa de descanso en Provenza, accediendo en pocas
ocasiones a cantar en casinos de la Costa Azul, un sitio de veraneo y de
vanguardia artística que le agradaba visitar, pues allí se veía con su madre,
entre reuniones literarias con famosos escritores y paseos por el mar.

Cada uno amanece a su propia versión de la existencia. Lezica estaba


abierto al análisis, aunque descartaba que conllevase utilidad, el muro
entre un deseo ferviente y los límites de lo razonable ya no existía; para el
caso Ulysse lo había destruido, minuciosamente, día a día, memorizando
las palabras en francés, estudiando un tango, pensando en lo posible.
Una vez terminado el concierto caminaron por un amplio pasillo
alfombrado. Les permitieron pasar a una sala pequeña ubicada junto a
los camarines, pues era un gran número de personas y atenderlos uno a
uno llevaría mucho tiempo. El dueño del teatro se los explicó mientras
iban pasando: ella saldría a saludar, estaban invitados a una especie de
breve cóctel.
Ulysse y Pablo quedaron inmersos, algo aturdidos entre la gente. El
juego cambiaba; se tornaba más complejo llegar a Simone, mantener
un diálogo con ella, ¿cuántos minutos se quedaría? ¿Diez, veinte, media
hora?
Un camarero les ofreció bebidas, que aceptaron. Pablo se esforzaba
por repetir “Santè!” tal como lo decía Ulysse cuando los otros levantaban
sus copas, feliz de haber aprendido por fin una palabra en francés…
Simone apareció por el pasillo estrecho del camarín y pasó casi
delante de ellos, hubiesen creído que alcanzó a verlos, sólo a ellos dos,

173
MARÍA ELENA SOFÍA

entre tantas personas. Arrullada por el aplauso y los “Bravo!”, subió a


un pequeño estrado y levantó una copa que alguien oportunamente le
alcanzó.
–Merci beaucoup pour votre présence, un plaisir de partager un verre de vin avec
vous –dijo ella suavemente, casi en un murmullo, denotando cansancio.
Hubo otro aplauso y al bajar la gente la rodeó. La perdieron de vista.
Ulysse repitió mentalmente para traducir lo escuchado: era un agrade-
cimiento… y un placer compartir una copa de vino… Pablo, nervioso,
veía diluirse la posibilidad. No era así como lo había programado y eso lo
inquietaba. Sin control, era un trapecio sin red y con un tiempo efímero.
–¿Qué hacemos ahora, compadre? –preguntó, sin dejar de moverse.
–No hagamos nada, tranquilo… Ya estamos acá, ¿lo ves? Me has
cumplido perfectamente, te lo agradezco –respondió Ulysse.
El murmullo en aumento no permitió que Pablo entendiese.
Un señor se les acercó y fueron tres personas alabando a la hermosa
cantante. El hombre, casi un anciano y muy bebedor por lo visto,
también parecía enamorado. Parloteaba en francés acerca de todo un
poco, y cuando entendió las palabras “tango” y “Argentina” se sintió
complacido y les estrechó calurosamente las manos. Pablo, cada vez más
inquieto, intentaba ser amable con el hombre y a su vez le dirigía gestos
a Ulysse para que hiciera algo, que se acercase a ella, pues en cualquier
momento se iría, y adiós.
Pero Ulysse nada hizo, parecía ensimismado. El agradecimiento lo
colmaba por completo, había llegado a la meta. Ese instante era más
perfecto que un poema, más que el pensamiento perfecto. Era su premio
por haberse entregado a ella, sin conocerla, sin saber, sin juzgar, sin tocar,
sin besar. ¿Acaso quedaba algo por hacer? Sí, pero por ahora disfrutaba
el gozo de su proximidad. No podía explicar todo eso a Lezica, que se
salía de la vaina haciéndole señas.
Enseguida los admiradores comenzaron a irse, satisfechos y colma-
dos de sensaciones por compartir el brillo de la estrella, su encantadora
sonrisa. El anciano continuaba dándoles charla; Pablo desesperaba y de
pronto escucharon una voz femenina, en tono festivo, simulando enojo.
Era Simone, que acercándose se dirigía al anciano reunido con ellos, de
un modo familiar.

174
MIL VECES LA VIDA

–Remo! Où étais-tu? Nous devons partir maintenant! –exclamó riendo.


Lezica, ignorando por qué, lamentó no traer puesto su traje a cuadros.
Los tres, jubilosamente abrumados por esa risa, se movieron y se inclina-
ron levemente. Ulysse tradujo: ¿Dónde estabas? Debemos irnos ahora.
El viejo buscó algo en sus bolsillos. Señalándolos a ambos dijo:
–Argentina, tango.
–Oh… –dijo ella, dirigiéndose a Ulysse, igual que en sus sueños–…
Personne ne nous a présenté... Ce voyage est si long...
–Ulysse D’Hollbach… Enchanté.
Cuando se miraron, él no se inmutó; estaba acostumbrado a esos
ojos, tanto los había estudiado.

175
MARÍA ELENA SOFÍA

176
MIL VECES LA VIDA

XXV

Aquella noche no lograron conciliar el sueño. Hablaron larga y reiterada-


mente sobre el encuentro con Simone, que había sido breve y rutilante.
Por casualidad (o quizá no tan casualmente) el anciano que entabló charla
con ellos era un servidor llamado Remo, que desempeñaba todo tipo de
tareas para ella: mayordomo, chofer, secretario. La había llevado en auto
al concierto y simplemente la estaba aguardando cuando se acercó a ellos.
Lezica pensó rápido y acertado; consultó a Remo acerca de una pintura que
se hallaba en el pasillo, así que enseguida fueron a verla y los dejaron solos.
Ella mantuvo su trato agradable y su lugar de artista atendiendo admi-
radores, distante. Ulysse le habló con naturalidad, dando a entender que
no existía trayecto ninguno que los separase. Él había realizado ya esa
travesía, la ocasión lograda llevaba su mérito.
–Tu vois, Simone, je suis une chanteuse de tango –su intención y el tono de
su voz devoraba distancias.
–Oh, comme c’est intéressant! –exclamó ella, sinceramente–. Merci pour ta
présence!
Suponiendo que en estas lides había cuestiones que eran universales,
él fue al grano. Debía crear la posibilidad de un segundo encuentro.
–Je chanterai au Théâtre Montparnasse après-demain. J’aimerais que tu viennes.
Ulyse le dijo dónde cantaría, cuándo, y que le gustaría que ella fuera.
–Ma saison à Paris est pleine d’engagements tyranniques. Mais je m’en souviend-
rai et j’essaierai d’y assister. Merci, j’adore le tango!
Ella respondió que su temporada en París estaba llena de compro-
misos tiranos. Pero lo recordaría, y trataría de asistir. “¡Gracias, amo el
tango!”, exclamó deliciosamente.

177
MARÍA ELENA SOFÍA

Ulysse alcanzaba a comprender la mitad de las frases, pero no lo


preocupaba demasiado; se esforzaba por que ella lo entendiese a él.
–Essayez d’y assister, s’il vous plait –lanzó su dardo con todo respeto,
pero claramente–. Je remarquerai immédiatement l’absence de son sourire.
Sostuvo su francés con claridad, insistiendo: “Trate de asistir, por
favor. Enseguida notaré la ausencia de su sonrisa.”
Ella decidió sonreír, él dudó que hubiera captado su intención. Por el
momento eso era todo; el resto del mensaje lo diría más adelante, aunque
su gesto esperaba le estuviese comunicando su verdadero interés. En el
fondo, Simone Blanc era una mujer de treinta y cinco años con mucho
mundo recorrido, no podía estar in albis ante su patente atracción.
Para Ulysse significaba un reto permanecer impasible ante el óvalo
perfecto de su rostro y de sus ojos que, comprobó, no eran color miel
sino de un celeste pálido, que hacia los bordes del iris se oscurecían en
una mirada de atenta belleza.
–Je dois partir maintenant. J’ai ravi de vous parler.
“Debo irme ahora. Me encantó hablar contigo”, concluyó.
Su respuesta fue también directa y diáfana. Esto agradó a Ulysse, no
hubo rechazo y la sinceridad dejó la puerta entornada. Sus manos se
humedecieron en los bolsillos cuando la miró alejarse. Los cabellos casta-
ños se movían ondulantes a cada paso y acariciaban sus hombros y su
espalda como él hubiese querido hacerlo.
Lezica insistía, mientras apuraba su cigarro junto a la ventana, que su
respuesta no había sido especial, más bien un amable corte de conver-
sación.
–Ya veremos, Pablo… No hay que apresurarse, ya sabes, en estos
temas… –repetía Ulysse, conforme con lo sucedido hasta ahora.
Ya estaba acostado, con las manos en la nuca y las piernas cruza-
das. En su cabeza ahora transcurría la imagen de Simone borroneando
las fotografías como una lluvia furiosa. Le provocaba un sentimiento
extraño. Lo dejaba allí, pero anotaba eso que debía ir atendiendo era una
intuición, seguro, que se iría develando poco a poco.
Lezica rodeó la cama y se detuvo frente a la pequeña mesa que osten-
taba un jarrón en el centro, demasiado grande para lo que era la mesa y
el cuarto, de modo que protagonizaba, así lleno de flores, el decorado.

178
MIL VECES LA VIDA

–Debimos llevarle flores –dijo, mirando el ramo fijamente, sintiendo


el sueño en los ojos.
Ulysse calló, otorgando razón. Ella estaría tan acostumbrada a reci-
bir bellísimos presentes con flores, en todo tamaño y color; el de ellos
hubiese sido uno más. Y no deseaba perder singularidad, todo lo que él
hacía era propio y único. Le regalaría flores en alguna ocasión especial,
si se presentaba.
Pablo había sonsacado al viejo Remo dos datos biográficos impor-
tantes: que Simone era soltera y era hija de un marino héroe de la guerra.
–Nos hemos tratado de tú, es un avance, ¿no crees? –dijo Ulysse,
cuando ya no había palabra ni gesto ni acción por examinar.
–Sí, hombre, sí…
Amanecía cuando consiguieron dormir. Las luces se apagaron suave-
mente en la ciudad como si el sol las fuese tocando al levantarse, y los
pájaros iniciaron sus furtivas conversaciones en los árboles. Ulysse y
Pablo se adaptaron a la vida parisina sin esfuerzo; el barrio bohemio les
recordaba a Buenos Aires y entendían que estaban en el lugar correcto
y en el tiempo oportuno. Crecer, desarrollar una carrera, contactar con
gente interesante, gestionar nuevas oportunidades, todo eso parecía al
alcance de la mano. También Simone. Los hechos se presentaron casi
mágicamente y generaron el instante del encuentro. Ulysse confiaba en la
buena impresión causada en ella, y esperaba verla en su actuación.
Ignoraba el cauce de su vida si ella no aparecía. Tantas cosas podrían
suceder: volver a ser Ulises López, solicitar trabajo en un puerto y por
las noches cantar tangos para los obreros en las tabernas. O regresar
a Buenos Aires e instalar un bar asociado con Lezica, que era diestro
para la contabilidad. O una librería o vender discos, otros negocios que
emprendería gustoso. Por lo pronto no abandonaría el tango, porque le
gustaba su nueva vida de cantor, aunque dependía de su estado de ánimo,
y caería al abismo si él y Simone ya no se encontraban. Y ese era, por
primera vez, el razonamiento normal: no tenían por qué volver a verse.
Amanecía sobre una nueva realidad, lo angustiaba darle crédito al
sentido común a esa altura de la partida, cuando iba ganando. ¿Tendría el
destino esquivo una carta guardada? Pues que la mostrase ya mismo, así
sabría a qué atenerse.

179
MARÍA ELENA SOFÍA

En los días subsiguientes apenas tocaron el asunto, como si aque-


lla noche lo hubieran agotado. Ulysse D’Hollbach debutó en el Théâtre
Montparnasse con atípico éxito. Allí se esperaba a los cantores que luego
de la muerte de Carlitos venían a calmar la añoranza, y el público era
exigente. Sin embargo, nada le costó a Ulysse apoderarse de sus emocio-
nes y gustos, conquistándolos con su rico repertorio y su rudimentario
pero bien expresado francés.
En la tercera noche, cuando Ulysse y Lezica ya decretaban el fracaso
del operativo “Un amor en París” y discutían largamente ulteriores e
imprecisos caminos a seguir, Simone apareció. Ella entró furtivamente a
la sala por una puerta lateral, con las luces ya apagadas, y tomó asiento,
discreta, con intención de pasar desapercibida.
Ulysse no advirtió su presencia. En un descanso, promediando el
concierto, mientras la orquesta ofrecía su presentación instrumental,
Lezica le dio la noticia, con un tono en la voz en modo “Dios existe”:
ella había concurrido para verlo, sin lugar a dudas. Se dieron un abrazo
de nerviosa alegría. Bajo sus pecheras galopó ilusoria la víscera del amor,
esperando resonancias y deseos recíprocos.

Los días transcurrieron feroces. Las palabras fueron escasas e innece-


sarias; no cuantificaban la magnitud de las emociones, pues todo quedó
explicado al mirarse de nuevo.
–Merci pour l’invitation –dijo ella, sin recurrir a inútiles fingimientos–.
J’ai vraiment aimé ton tango…
–Vous avez une beaux sourire… –respondió, así como había aprendido
en el presidio–. Dans vous yeux mes mots meurent.
Lezica desapareció de inmediato con un buen pretexto y un gracioso
saludo en francés.
Ulysse dudó (“la duda es buena, hombre”, decía Islas) entre dar un
paso al costado o al frente. Los muros ya no existían; ella estaba allí,
aceptando su invitación y redoblando la apuesta. La muchacha más bella
de París, a solas con él, confesando cuánto le gustaba el tango, pero con
sus ojos diciendo cuánto extendía su gusto por el intérprete.
Un ángel se apartó del medio cuando se besaron, y les dejó sus alas

180
MIL VECES LA VIDA

para que iniciaran el vuelo anhelante. Ella le arrebató de la boca aquella


frase que él traía de memoria, en la memoria helada de su isla, y que ahora
se deshacía en los dedos entrelazados, intuyendo la conmoción.
–Vous enlevez mon souffle…
“Me quitas el aliento”. Sonaba extraño, pero como en un tango, allí
comenzaba un viejo amor. Y un rayo misterioso anidó en su pelo…

Ulysse refirió la verdad, nada le impedía ser honesto en su nueva vida.


Ella se rio de su historia con un brillo compasivo en los ojos que él inter-
pretó como sorpresa y admiración. En análisis posteriores descubrió la
triste reminiscencia, concatenada a otros gestos y actitudes que el primer
entusiasmo y los ardores sensuales enmascararon.
Simone observaba modales eclécticos; pero en ocasiones era terca
en extremo, con una crueldad infantil en sus críticas. Ordinaria en sus
costumbres cotidianas, aborrecía la delgadez esbelta de su cuerpo y se
cortaría esa cabellera castaña digna de adoración. Su delicadeza y candor
eran ingredientes de una pose exterior, la imagen que mostraba cuida-
dosamente, pergeñada para cimentar una carrera exitosa. Sus dotes
artísticas eran innegables y merecedoras de alabanza, pero fuera de los
escenarios la muchacha deliciosa desaparecía, dejando ver su verdadera
personalidad.
El tiempo es implacable en su carrera, transcurre y consuma los
hechos. Ulysse vivió el amor conseguido con la ceguera virtuosa de los
enamorados. Al poco de andar su escalera al cielo encontró peldaños
vacíos, distantes, deformes… Aceptó condiciones y remilgos; conoció
a sus padres y soportó la extensa historia del militar retirado, de pronto
arrepentido de su autoritarismo y reconciliado con su hija; hubo abrazos
y reuniones superficiales. También a una madre insufrible con sus reco-
mendaciones angustiantes, atenta a ellos a todas horas. Simone resultó
ser una niña mimada y despótica, con el mundo a sus pies y a su medida,
que se sintió deslumbrada por ese joven argentino de buenos sentimien-
tos, de voz cálida y confiados modales.
En la intimidad Ulysse parecía satisfacerla plenamente, pero a ratos
ella se veía fastidiosa y aburrida, al punto de evadirse de los momentos
de ternura con alguna grosería.

181
MARÍA ELENA SOFÍA

–Et cette image... l’utiliser dans vos moments intimes? –le preguntaba, gustosa
por lo escatológico.
–No sólo yo, todo el pabellón… –respondía él, obviando aque-
llas ensoñaciones nocturnas, pedidos y rezos que provocarían mofa e
ironías–. La hallé usada y recortada… Je l’ai trouvé usé et coupé.
Entonces ella decía aquello, vanamente, para despertarle celos, y
luego permanecía en silencio misterioso:
–Qui ferait cela?
“¿Quién habría hecho eso?” Él respetaba esos abismos, pertenecen a
cada uno y cualquier intromisión es inútil.
Simone buscó la fotografía (la descripción detallada de Ulysse le
facilitó el hallazgo) y se la obsequió, con el gesto lacónico de quien
entrega el recuerdo de un antepasado. Le debía a su madre esa postura
afín a lo libertario, aunque en su conducta diaria se contradijera. No
obstante, nunca tuvo una mirada moralista sobre el pasado referido por
Ulysse, actitud que él siempre le agradeció. Afirmaba que los pretéritos
allá deben quedar; cuando vienen al presente sólo traen su dolor. Nunca
dio cuenta una palabra de su vida íntima, aunque se denotaba exube-
rante. Había construido su propia prisión, de la que debería liberarse
sola.
Después del amor, ella dormía y Ulysse pensaba. Hubiese sido impo-
sible imaginarla así en aquella fotografía que lo cautivó, en la prisión del
fin del mundo. La observaba en esa postura, con los pétalos sueltos de
una flor como besos bordándole los hombros, pensando que mientras
la amaba apasionadamente iba olvidándose de ella. Era desesperante. Se
olvidaba de su Simone, que no era ella, nunca podría ser… Si conti-
nuaba junto a esta, aquella se borraría para siempre, en esas tres o cuatro
fotografías conseguidas, arrojadas a la lluvia. Era una verdad demasiado
evidente y él sostenía un compromiso con la verdad y la evidencia.
Sin discutir, renunció a su paseo por el parque y la cena romántica en
la Tour d’Argent porque Simone no quería mostrarse en público. Caminar
tomados de la mano bajo los árboles, pequeños retazos y detalles de todo
lo soñado, no podía cumplirse y le provocaba pequeños dolores, como
pinchazos molestos a pesar de que, en líneas generales, su sueño quedaba
largamente completo.

182
MIL VECES LA VIDA

Ella se negó también al café en esas mesitas preciosas, dispuestas


junto a los muros húmedos, en los paseos del barrio, donde se encontra-
ban las parejas. El amor por la música los unió al principio, pero Simone
competía hasta con su sombra.
Si precisaba una calificación en términos amatorios, su aprobación
era indubitable. Pero el resto de la vida se desarrolla fuera del lecho, y
era allí donde faltaban los peldaños que la elevarían a su ideal. En este
sentido debía reconocer que quizá la vara estaba demasiado alta: su odisea
a fuerza de vivir por un motivo había idealizado a una mujer inexistente.
Pablo Lezica se mantuvo apacible, acompañando a Ulysse con
una actitud mesurada, expectante al giro que podría tomar la historia.
Mientras tanto, extendía sus contactos y relaciones; luego de la breve
temporada en Montmartre viajarían a la Costa Azul para actuar en un
famoso casino de la Riviera. Un empresario del cine los esperaba para
cenar en su casa y para explicarles una propuesta. Ulysse estudiaba con
un profesor particular canciones en francés para sumar al espectáculo.
Remo, un cabal aliado, le notificaba a Pablo todos los movimientos de la
pareja. Ambos coincidían al advertir que, tal como se presentaba la rela-
ción, aquello acabaría en boda, o acabaría.

183
MARÍA ELENA SOFÍA

184
MIL VECES LA VIDA

XXVI

Cuando el anciano Ulysse entra a la casa, nadie lo recibe. A esa hora es


siempre así. De sus cinco hijos, Rachel se ha quedado con ellos. Ella y
su nieto Martin dan vida a ese hogar que de otra forma se hubiese ido
apagando lentamente en cada invierno. Sus otros cuatro hijos tomaron
destinos diferentes, entre París y Buenos Aires. Él los echa de menos, pero
siente orgullo por los valores y la decisión de libertad que les ha inculcado.
Junto a una socia, Rachel lleva adelante con éxito una tienda de
alimentos ecológicos ubicada en el centro, cerca del Musée Jean Cocteau,
un lugar que a él le fascina. “Vamos, papá –decía ella– es la misma cami-
nata que haces en la colina… Tus pensamientos pueden acompañarte,
por mí no hay problema”. Él sonreía y prometía que sí, y en el último año
lo ha hecho sólo en tres ocasiones… Debía darle el gusto alguna vez a su
hija menor: ir a buscarla al trabajo, recoger a Martin del colegio y volver
los tres juntos, sabiendo que en la casa Marion los espera, urgida por los
preparativos de la cena.

“¡Y qué importa si amé y nada más / hasta acabar en locura!... / La única vez que
pudo ser / esa mujer como ninguna…”. Estaba componiendo, escribiendo una
canción ¡para ella! Esto ya era el colmo. ¡Ah, ya escuchaba la carcajada de
Islas! ¡Loco por completo, hombre, por completo…! Pero febrilmente, así
como imaginaba ese estado en que debían escribirse los tangos, continuó
un poco más: “… Y quién le dice usted perdió, se equivocó / cuál fue coartada o culpa
/ ¿quién paga tal moralidad? / Para perder se necesita tanto juego recorrer, / yo sólo
amé, dígame usted cómo se vive igual / después de amar, / de pensar que todo es cierto,
y despertar / después…”. ¡Era su historia, este estribillo! Su propia historia.

185
MARÍA ELENA SOFÍA

Una emoción le embargó la garganta cuando llegó la melodía, igno-


raba de dónde: un movimiento en las entrañas, un arrebato desconocido
que no podía contener ni dominar. Y sin embargo era bueno. Caminaba
sobre los estragos de su sueño, donde sólo había cenizas formándose,
y encontraba eso, un verso, una nueva respiración, algo naciendo en
medio de los destrozos. ¿Cómo era posible? ¿Eso era ser un compositor,
también? Y siguió con el comienzo de la segunda parte… “Que no advertí
las consecuencias, dirán, / que no cuidé las apariencias. / Que confundí delicadeza y
valor, / que di a los perros mi religión… / Y soy vulgar, la flor del mal / perfumando
la conversación…”.
Los Tapia se detuvieron al unísono y levantaron los rostros hacia
Ulysse, prendados con su canto. Habían viajado, al fin, para acompañarlo
el resto de la temporada. Lezica tocaba el cielo con las manos: la Riviera
francesa era el paraíso para un artista de jerarquía. Si lo solicitaban, así lo
considerarían, sin dudas.

Antes de tener una conversación definitiva con Simone, Ulysse deci-


dió tomarse un tiempo. Enfriarse, reflexionar un poco. Había estado
funcionando a toda máquina en los últimos siete años, en pos de esa
idílica situación protagónica en su vida. El verla cumplida lo había arro-
jado a un torbellino incontenible. La temporada en la Riviera constituyó
la excusa para un alejamiento temporario que le permitiría pensar con
mayor claridad.
Lezica estaba enfocado en la conquista y esto avivaba su fuego con el
tango. Era su vida y pasara lo que pasare, en esas llamas deseaba desho-
jarse. No había otro amor comparable, ni siquiera el de Simone.
Comenzaron a ganar dinero. Ulysse cantaba todas las noches en el
casino y sonaba en las radios. Filmó una película. Grabó un nuevo disco.
El periodismo lo acechó cuando se filtró la noticia de su romance con
Simone Blanc. Quizá ella misma, en su ciego capricho por el distancia-
miento, lo había confesado. Esto aumentó su popularidad. Le presenta-
ron gente distinguida: príncipes, empresarios que deseaban conocerlo,
mujeres hermosas. Bebió un poco, estrechó esas manos, tomó algunas
mujeres, repartió sonrisas y tangos. Se sometió a entrevistas y sesiones
de fotografía.

186
MIL VECES LA VIDA

Una mañana lo llevaron a una de esas casonas francesas para tomarle


una imagen que usarían para su próximo disco. Ulysse recordó aquella
foto de Simone que descubriera ajada y sucia en el piso de los retretes, en
la prisión del fin del mundo, y pensó si quizá fuera esa la misma casona
que antes había sido usada para fotografiarla a ella. Estaba allí, sentado en
el sillón junto a la lámpara, cuando sintió el vacío. Se sintió plano, aplas-
tado en dos dimensiones, con dificultad para respirar. No podía sonreír a
pesar de que se lo pedían. Miraba a la gente que lo rodeaba, todos desco-
nocidos, técnicos y aduladores, Pablo entre ellos, provocando que lo
tratasen como una figura estelar. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Adónde
había llegado? El fogonazo de la cámara detuvo su pensamiento cuando
estaba calculando que esa fotografía, puesta en una revista, era probable
que llegase hasta la celda 512 del P4.

Así como supieron a primera vista que todo comenzaba entre ellos,
también percibieron el final. Los dos sonrieron bajo el diluvio. El sueño
más feliz / moría en el adiós…
–C’est la vie –dijo él.
–Gracias –dijo ella.
–Tu es incroyable, ne l’oublie pas –le dejó su flor última.
–Tú eres asombroso, no lo olvides… –devolvió ella–. ¿Cantaremos
“El día que me quieras”?
–Bien sûr! Grabaremos un disco juntos, qu’en penses-tu?
La desolación les quebró la voz. Ulysse regresó a Buenos Aires y
Simone a su retiro en la Provenza. Lezica se vio obligado a postergar
todos sus compromisos, alegando cuestiones familiares que lo requerían
en Argentina.
Transcurrió un tiempo de silencios y recogimiento. Ulysse escribió
una última carta, la reunió a sus otros escritos y despachó todo en un
sobre con destinatario en la prisión de Ushuaia.
Ana Ricci dio a luz un varón al que llamó Ulises. El flamante padrino
fue de gran ayuda, especialmente en el cuidado de los otros niños, en
la casona. Cuando ella regresó del hospital, Ulysse había arreglado las
habitaciones y había cobrado la renta a los inquilinos. Todo era orden y
limpieza.

187
MARÍA ELENA SOFÍA

Le gustaba tener al bebé en brazos, pasaba largos ratos jugando con


él, se reía de sus muecas y le cantaba suavemente. También cocinaba,
para que Ana no hiciera esfuerzo alguno.
Pablo Lezica lo veía atareado en los quehaceres de la casa y lo embar-
gaba la inquietud, pero su discreción lo mantenía a prudencial distancia.
Era un hombre respetuoso de las decisiones ajenas, mas no lo interrogaba
porque temía escuchar la respuesta. Podía entender su estado de ánimo,
¡vaya si lograba dimensionar lo sucedido! Las alternativas no abundaban:
si Ulysse abandonaba su carrera, él mismo debía reprogramar su propia
vida. ¡Un futuro extraordinario, arrojado por la borda!
Ulysse lo llamó al final de la bruma. Lo invitó a cenar en su casa,
también asistirían don Cobo, Bartolomé, el profesor Emilio Romero y
los Tapia. Él mismo cocinó y los atendió con una mesurada alegría. Se lo
vio más sobrio y juicioso. Declaró que haberlos conocido había signifi-
cado su mayor fortuna.
En la sobremesa anunció que sentía ganas de cantar. Los Tapia se
toparon entre sí con el apuro de buscar las guitarras. Lezica advirtió
como si una ola comenzara a levantarse. Cantó para sus amigos y días
después cantó en el Chantecler casi toda la noche, en una velada que
terminó a las ocho de la mañana. Cuando se enteraron que había vuelto,
todos lo querían. D’Hollbach regresaba de Francia agitando los blasones
de la victoria; nadie notó los meses de ausencia, nada supieron de su
historia con Simone.
Un domingo por la mañana le pidió a Pablo que lo acompañara al
cementerio. Lezica accedió, siempre atento; fue a buscarlo en el auto y
compraron dos grandes ramos de flores. Visitaron las tumbas de Josefa
Ricci y Delia López. Delicadas cruces blancas que parecían huesos
creciendo hacia la eternidad. Cuando regresaban dijo que deseaba volver
a París. Le había prometido a Simone que grabarían juntos un disco. Así
lo hicieron. Sin compromisos y sólo por amor al tango, los dos disfruta-
ron mucho compartir el trabajo. Ella estaba inmersa en una nueva histo-
ria de amor y Ulysse otra vez concentrado en su carrera.
Pablo Lezica tuvo tiempo de estar a solas con él, y cuidadoso, como
quien revisa una herida reciente, pudo decirle lo que pensaba, sin necesi-
dad de establecer el tema.

188
MIL VECES LA VIDA

–Querido amigo, viéndote vivir me defino un conformista. Entiendo


lo que has hecho, parece contradicción, pero dejarla para no olvidarla, es
de guapo.
Ulysse sonrió, asintiendo. Poco tiempo más y se borraría por completo
la imagen de aquella Simone que desde la pureza de su imaginación le
salvó la vida. Ello no sólo constituiría una injusticia, lo condenaría a
perderla para siempre.
En Niza, donde funcionaba el conocido casino donde había cantado
Carlitos, lo contrataron por una extensa temporada. La región era un
centro turístico de moda. Lezica lo convenció de adquirir una casa en
Menton, una villa cercana que se asomaba romántica al mar. En cierta
hora de una tarde tuvo ganas de dar un paseo por la playa, y una mucha-
cha hermosa venía caminando en sentido contrario. Se llamaba Marion.
Así se inició una larga amistad que derivó en matrimonio. Usted sabe, el
amor es una gran vía empedrada de sueños e imaginaciones... Y es reite-
rativo si se aferra a las palabras.

Aprovecha para encender un puro, pese a que su mujer se lo tiene


prohibido, así como otras costumbres inadecuadas para su edad. Ella
esgrime la razón: llegar al último verso con aire es otra cosa. Pero la
canción termina alguna vez, eso es irremediable, suele responder él. Una
caminata cada tarde nunca es demasiado para tanta vida por templar.
Saca su legendaria caja de fósforos. El hijo mayor, que es violinista
en una orquesta argentina, le recordó en su último viaje aquella joya de
Cadícamo: “La luz de un fósforo fue / nada más, / nuestro idilio... Otra ilusión
que se va / del corazón / y que no vuelve más...”. El sol de Cadícamo salió más
tarde en su vida de cantor, para volverla más resplandeciente. Un poeta
al que pudo acercarse y expresarle personalmente la admiración que le
despertaba su lirismo. Sin embargo, encender el fósforo le recuerda a
aquel misterioso prisionero del P1 que le hizo escuchar en su vitrola los
primeros tangos que aprendió. Y puede decir, como Carlitos en el final
de la película “Melodía de arrabal”: Este es mi pasado que arde.

189
MARÍA ELENA SOFÍA

Agradecimiento
A Mercedes Aguirre, por su amistad incondicional y sus valiosos
aportes y sugerencias. Sin dudas su mirada de artista orientó mi escritura
hacia la mejor versión de esta historia.

190
MIL VECES LA VIDA

Este libro se imprimió en

José Joaquín Araujo 3293


Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Noviembre de 2020

191
MARÍA ELENA SOFÍA

María Elena Sofía

Mil veces la vida

Este libro fue soñado


y luego hecho realidad desde
la ciudad de
Rojas
Buenos Aires
Argentina
Nuestra Patria Grande
América Latina

192

También podría gustarte