Cuadernos de Todo_Carmen Martín Gaite
Cuadernos de Todo_Carmen Martín Gaite
Cuadernos de Todo_Carmen Martín Gaite
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CARMEN
MARTÍN GAITE
Cuadernos de todo
Edición e introducción de
María Vittoria Calvi
Prólogo de
Rafael Chirbes
TREN! UNíVERSiTY
PETERBOROUGH, ONTARIO
a r e t é
Diseño de la sobrecubierta: Winfried Báhrle
Ilustración de la sobrecubierta: Monja en bicicleta, ca., 1961.
Firmado «R. Varo» en el ángulo inferior derecho. Colec¬
ción del Banco Nacional de México. © Derechos reser¬
vados
Foto de solapa: © Quina Llenas/Cover
ISBN: 84-8306-961-X
Depósito legal: B. 42.661 - 2002
La edición de este libro nunca hubiera sido posible sin el esfuerzo per¬
sonal, la dedicación, los conocimientos, el impulso y la inteligencia y
acierto en sus criterios de Ana Martín Gaite, quien ha revisado con
suma atención y generosidad los textos y puesto a disposición de los
editores los materiales complementarios, participando además y muy
activamente durante el largo y arduo proceso de edición. Quede aquí
constancia de nuestro agradecimiento.
.
Introducción
1. Carmen Martín Gaité, El cuento de nunca acabar, Barcelona, Destino, 1985, p. 46. A esta
edición se refieren todas las citas de este texto.
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hallazgo que influenciaría toda la producción de la autora, la búsqueda
de su voz narrativa más auténtica. También explica Carmen Martín Gai-
te cómo en estos cuadernos ha ido apuntando referencias a los aconte¬
cimientos, los sitios, las personas y los recuerdos que componen el fluir
de lo cotidiano, y además «el otro fluir paralelo y más abstracto de mis
comentarios a lecturas y mis notas sobre la narración, el amor y la men¬
tira», tomadas sin propósito académico, sino respetando «su derecho de
bajar a revolcarse en la yerba y fragmentarse contra las esquinas de la
calle» (pp. 46-47).
Los Cuadernos de todo proporcionaron la materia prima para la re¬
dacción de El cuento de nunca acabar, lo cual explica la dificultad de su
elaboración, como la autora confiesa en el capítulo «Ruptura de re¬
laciones»: «el verdadero argumento del cuento de nunca acabar, lo que
me enamoró de él, era la dificultad misma de abarcarlo, de darle forma»
(p. 266). En el mismo capítulo, aclara cómo los viejos apuntes se Rieron
convirtiendo en un cuento elaborado, redactado con gran esmero y vo¬
luntad de estilo. La primera etapa de este proceso consistió en copiar
fragmentos, ordenándolos por temas y pegándolos en cuadernos gran¬
des: «posiblemente en ellos», escribe Carmen Martín Gaite, «está el ver¬
dadero y genuino esbozo del cuento de nunca acabar, pero yo me resis¬
tía a dárselos así a ningún editor» (p. 267). Estas palabras me parecieron
reveladoras: al releerlas, comprendí que sólo en su desorden originario,
en la caprichosa sucesión de materiales diversos, estaba la clave de los
Cuadernos de todo, y sólo así se tendrían que entregar al editor. Efabía
que atreverse, para que los lectores de Carmen Martín Gaite pudieran
tener entre las manos el más genuino esbozo de su obra; aun a costa de
incluir materiales ya en parte utilizados, porque éstos, juntándose con
otros, vienen a formar otro cuento, más íntimo, en el que la vida se va
transmutando en literatura.
A estas alturas, los lectores se preguntarán si, en el fondo, los Cua¬
dernos de todo se pueden considerar como un diario. No es una pre¬
gunta fácil de contestar. La misma Carmen Martín Gaite era consciente
de la dificultad que entraña este tipo de escritura, como se lee en el Cua¬
derno 25: «Los diarios se escriben siempre para alguien. Se da impor¬
tancia a lo cotidiano. Pero hay que seleccionar, lo importante son las co¬
nexiones significativas. Hay cosas eternas, aunque no las apuntes y
otras que aun apuntadas no son nada. [...] Con los diarios empiezan los
problemas del cuento de nunca acabar. Poner las fechas en fila ¿no será
una falacia? No se posará y se ordenará a su modo lo que se vaya a con¬
vertir en literatura. Pero lo que más cuesta al principio es renunciar, po¬
dar, dejar de ser notario de cuanto los ojos ven» (p. 503). En otro lugar,
deja anotado que, a veces, los mismos Cuadernos de todo «parecen un
arsenal de vida disecada», pero que, al mismo tiempo, «la narración es
una exigencia. Si no cuentas las cosas, forman montoneras. Es como en-
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trar en un cuarto donde todo está patas arriba y empezar a doblar his¬
torias y meterlas en sus estantes correspondientes, luego ya se puede
respirar y el ocio de tomar el sol en una butaca es armonioso, no ácido»
(p. 227); y en otro cuaderno, denuncia la insuficiencia del diario como
tal: «Ya hace años que me barrunté la falacia de los diarios concebidos
como un reflejo más o menos fiel del encadenamiento temporal con que
se sucedieron los hechos que registran» (p. 629).
La escritura, por lo tanto, mana de la necesidad de ordenar lo coti¬
diano, y se fundamenta en la capacidad de ver y reconocer las conexio¬
nes significativas entre los acontecimientos. Creo que los Cuadernos de
todo se pueden definir como diarios en libertad, que no se proponen re¬
gistrar día a día las cosas de la vida, pero que no descartan la referencia
cronológica; es más, todo es diario, no sólo el relato de sucesos perso¬
nales sino también la redacción de un capítulo para una novela o la lec¬
tura de un libro: en pocos escritores la relación entre vida y literatura es
tan intensa como en Carmen Martín Gaite.
Muchas de sus obras nos permiten asomarnos al «taller del escritor»
o a su vida privada, sin que la autora se haya propuesto nunca escribir
una autobiografía. Aparte de El cuento de nunca acabar y los fragmentos
genuinamente autobiográficos recogidos en Agua pasada («Bosquejo
autobiográfico» y «Retahila con nieve en Nueva York»), Carmen Martín
Gaite nos ha informado siempre con precisión sobre la redacción de sus
obras, y ha ido sembrando sus escritos de numerosas referencias perso¬
nales. En los Cuadernos de todo, como es comprensible, aflora una ver¬
tiente más íntima y espontánea, y la escritura resulta más directa, a ve¬
ces muy rápida, escueta, impresionista; sin que la escritora abandone
nunca la voluntad de elaboración, de poner distancias, de contarse a sí
misma su propia vida como si fuera literatura.
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define como narración egocéntrica, quejumbrosa, que consiste en ava¬
sallar al interlocutor: aun escribiendo para sí misma, procura evitar el
desahogo impetuoso, tratando más bien de enfocar sus conflictos desde
fuera. Incluso cuando sufre el asalto de «los demonios» y se debate en¬
tre el deseo de libertad y las ataduras, sintiéndose incapaz de ver la vida
como espectáculo, trata de «darse ánimos a solas», con discreción y me¬
sura. Por esto nos asomamos a su intimidad sin sentirnos incómodos,
porque reconocemos su voz y la fuerza de su temple; aunque lo haga¬
mos, eso sí, por una puerta trasera, desde la cual vemos desfilar lugares
y personas queridas. Esta geografía narrativa ilumina de repente retazos
de vida, concede hallazgos deslumbrantes y relámpagos de intimidad;
la autora nos lleva de la mano a explorar su mundo, regalándonos pá¬
ginas intensas y a veces sobrecogedoras.
Otro apartado muy importante lo constituyen las reflexiones y co¬
mentarios que eslabonan el diálogo con el texto ajeno. Carmen Martín
Gaite ha sido una lectora voraz, tanto de obras de ficción como de en¬
sayo: una pasión de la que da fe toda su obra, pero que aquí apreciamos
en la frescura de su primera aparición. Ella misma nos lo explica en el
Cuaderno 12: «Mis cuadernos de todo surgieron cuando me vi en la ne¬
cesidad de trasladar al papel los diálogos internos que mantenía con los
autores de los libros que leía, o sea convertir aquella conversación en
sordina en algo que realmente se produjera. Los libros te disparan a
pensar. Debían tener hojas en blanco entre medias para que el diálogo
se hiciera más vivo» (p. 264). La lectura se combina con un ejercicio pla¬
centero, el de copiar fragmentos del texto: «Me veo obligada a ver escri¬
tas con mi letra en un cuaderno las frases del libro, cosa que sólo se pa¬
rece al placer preparatorio de los collages. Lo hago verdad, lo hago mío,
con sus añadidos y tachaduras» (p. 638). A menudo los comentarios
desencadenan recuerdos personales o se amplían en prolongadas refle¬
xiones, hasta que se borran las fronteras entre lo personal y lo ajeno;
sólo podemos columbrar el hilo que relaciona lo uno con lo otro.
Los fragmentos aquí incluidos permiten reconstruir sólo en una mí¬
nima parte la bibliografía de las lecturas de Carmen Martín Gaite, pero
dan cuenta de la variedad y amplitud de sus intereses, de su extraordi¬
naria capacidad de asimilación y fina sensibilidad crítica.
En los Cuadernos de todo se encuentran también trozos de obras de
creación: apuntes, primeras versiones de capítulos, hipótesis luego des¬
cartadas o ampliadas, etc. Encontrar estos párrafos en el lugar que
corresponde a su primera redacción permite seguir paso a paso la tra¬
yectoria de su creación, ver cómo se van ramificando las ideas iniciales,
cómo se relacionan con otras lecturas o aconteceres. Es emocionan¬
te, por ejemplo, comprobar que el cuaderno con las tapas rojas descri¬
to por el protagonista de Pesquisa personal, novela que confluiría en La
Reina de las Nieves, es el mismo en el que escribe la autora. Pero no fal-
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tan tampoco fragmentos de obras inéditas, entre las que sobresale Cuen¬
ta pendiente, texto autobiográfico sin terminar, en cuyas páginas Car¬
men Martín Gaite ha dejado un retrato entrañable de sus padres.
Asimismo hay que destacar la presencia de largas y profundas refle¬
xiones sobre temas diversos, como por ejemplo la condición femenina,
el amor y la narración, motivadas a veces por algún acontecimiento ex¬
terno, o simplemente introducidas por un título. Se trata de páginas
escritas siempre con distanciamiento crítico y a menudo reelaboradas,
posteriormente, para artículos u obras de ensayo; muchas de ellas con¬
curren, por ejemplo, en la sección «Río revuelto» de El cuento de nunca
acabar.
Por último, sobresale un ejercicio de amanuense, la copia de apun¬
tes viejos, que se convierte en pretexto para ampliar la reflexión inicial.
En el Cuaderno 13, por ejemplo, Carmen Martín Gaite «copia» algunos
párrafos de sus tres primeros Cuadernos de todo: pero al confrontarlos
con el original, descubrimos cómo de éste sólo se conserva alguna frase
o breve párrafo, todo lo demás es nuevo. Se descubren así los resortes
internos de un peculiar método de trabajo, se entiende por qué al leer a
Carmen Martín Gaite tenemos siempre la sensación de movernos por
un terreno conocido, del que sin embargo no se habían explorado todos
los vericuetos.
Por lo que se refiere a la cronología, a pesar de la reiterada voluntad
de no someterse a su esclavitud, las referencias al calendario son muy
frecuentes, y se combinan a menudo con acotaciones escénicas, como
cuando Carmen Martín Gaite nos dice que está «en el cuarto de Marta,
haciéndole compañía porque está mala» (p. 271). Pero no todos los cua¬
dernos son coherentes con su propia cronología: aparte el empleo ca¬
sual de la parte de atrás, a menudo un cuaderno es inaugurado en una
época determinada, luego se extravía en algún lugar perdido, y resucita
al cabo del tiempo para emprender un nuevo camino; vicisitudes a ve¬
ces puntualmente registradas, que sin embargo impiden una ordenación
rigurosa de los materiales. Hay cuadernos cuya existencia se consume
en pocos días, y otros que siguen vigentes durante años.
A pesar de estas dificultades, se puede reconstruir someramente la
trayectoria de los Cuadernos de todo, y su vinculación con la biografía
personal y literaria de la autora. Los primeros llevan un número: el 1,
el 2, el 3 y el 4; pero este último ya plantea un problema, porque exis¬
ten cuadernos anteriores: posiblemente, tras su inauguración, el cuader¬
no tuviera que esperar un tiempo antes de entrar en uso.
Los dos primeros, aparte la fecha de nacimiento del n.° 1, no con¬
tienen apenas referencias cronológicas; tampoco hay indicios de «geo¬
grafía narrativa», predomina la reflexión y el comentario de lecturas: se
nos revela una conciencia intranquila, en busca de autonomía, que
se expresa mediante un tono combativo y sentencioso, en la línea de los
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artículos recogidos en La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas.
Con el paso del tiempo, aflora el dato intimista, y el «cuaderno de todo»
va perfeccionando la receta de su desorden. La producción se intensifi¬
ca en la década de los setenta, a la que pertenecen los volúmenes de ma¬
yor extensión; sobresalen las indagaciones destinadas a confluir en El
cuento de nunca acabar y se vislumbran numerosas obras de creación
que serían desarrolladas mucho más tarde, como La Reina de las Nie¬
ves. Se destaca el Cuaderno 13, que va desde 1974 a 1982, y es una es¬
pecie de «cuaderno de limpio» en el que se registran los primeros ha¬
llazgos importantes para futuras novelas.
Hacia finales de los setenta, ocurren en la vida de Carmen Martín Gai-
te algunos importantes acontecimientos: la muerte de sus padres, en el
otoño de 1978, y los viajes a Estados Unidos. La pérdida de los padres
supone enfrentarse con una «cuenta pendiente» que será trasladada al pa¬
pel, en reflexiones, sueños, añicos de autobiografía. Por otra parte, las lar¬
gas estancias en los Estados Unidos permiten asomarse a un mundo nue¬
vo, que ofrece escenarios inéditos para la reflexión. Estas experiencias se
vuelcan en páginas de diario propiamente dichas, hasta confluir en la es¬
pléndida entrega de El otoño de Poughkeepsie, en la que alcanza su cima
la modalidad autobiográfica más característica de los Cuadernos de todo,
que consiste en contar lo cotidiano como algo excepcional, y aceptar con
naturalidad lo maravilloso como si fuera cotidiano.
En este mismo año, 1985, la pérdida de su hija Marta, la inolvida¬
ble Torcí que protagoniza muchas páginas de los Cuadernos de todo,
marca una tremenda fractura en la biografía de Carmen Martín Gaite; el
placentero ejercicio de la escritura sufre un alto, aunque a distancia de
algunos años las semillas sembradas en infinitas páginas darán frutos
cuantiosos.
Con pocas excepciones, los cuadernos posteriores contienen meros
apuntes o «notas fugaces», como las que se recogen en la última sección
de este libro; aunque Carmen Martín Gaite no abandonará nunca la
costumbre de llevar consigo un cuaderno para apuntar «de todo» («mu¬
rió abrazada a sus cuadernos», declaró su hermana Anita), la reflexión
ya no discurre con el ritmo lento de las anteriores etapas.
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de los cuales ha sido utilizada la mitad para la presente edición: no to¬
dos los cuadernos son, en rigor. Cuadernos de todo. He descartado los
que no presentaban novedades con respecto a la producción conocida
de la autora; por ejemplo, los numerosos cuadernos que recogen fichas
y apuntes preparatorios de ensayos como Desde la ventana o Usos amo¬
rosos de la postguerra, de los que sin embargo el lector encontrará aquí
alguna muestra.
En la transcripción de los cuadernos seleccionados, he omitido las lar¬
gas recopilaciones de citas ajenas y los apuntes exentos de reflexiones per¬
sonales; he incluido, en cambio, algunas variantes de obras publicadas,
como se detalla en el capímlo correspondiente. Por último, he excluido
unas pocas referencias ocasionales a la vida privada de otras personas.
A cada cuaderno he destinado un capítulo, con una breve introduc¬
ción que da cuenta también de las peculiaridades físicas del original: co¬
lor de las tapas, tamaño, extensión, etc.; sólo algunas veces he preferido
acoplar materiales de cuadernos diferentes, pero de la misma época,
como se aclara en cada caso. En las notas iniciales, he procurado suge¬
rir la relación entre algunos fragmentos de los Cuadernos de todo y las
obras publicadas; pero sin hacer explícita toda la red de asociaciones
entre ésta y las otras obras de la autora: renunciando, como aconseja
Carmen Martín Gaite, a abarcarlo todo, dejando que el lector experi¬
mente la emoción del hallazgo.
Los cuadernos están ordenados cronológicamente, a pesar de las di¬
ficultades ya señaladas. Me he basado generalmente en la primera fecha
anotada, salvo algunas excepciones, como cuando los apuntes empie¬
zan en una época sucesiva a la inauguración del cuaderno. En cuanto a
las notas de la parte de atrás, cuando ha sido posible las he colocado en
el lugar que les corresponde; pero quedan puntos oscuros, fragmentos
imposibles de situar.
En la última sección del libro, se han reunido algunos fragmentos in¬
éditos y una antología de notas fugaces, es decir breves apuntes proce¬
dentes de cuadernos no publicados por entero. Los inéditos, una come¬
dia en un acto y dos fragmentos de otras inacabadas, han sido
seleccionados de entre un grupo de cuadernos de los años cincuenta;
anteriores, por lo tanto, al nacimiento de los Cuadernos de todo, pero
aptos, por su carácter fragmentario, a ser acogidos en la presente edi¬
ción. Quedan excluidos otros textos primerizos de mayor extensión,
como El libro de la fiebre, escrito en 1949, tras una fiebre tifoidea, para
rescatar imágenes de aquellos delirios, como recuerda la autora en el
«Bosquejo autobiográfico» publicado en Agua pasada. Un texto poético
y visionario, que no le gustaba a Carmiña, pero que aparece varias ve¬
ces citado en las páginas de los Cuadernos de todo.
En la edición del texto, me he propuesto la plena fidelidad al origi¬
nal, aunque el paso del apunte manual al papel impreso exige indis-
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pensables cambios gráficos, como una idónea división en párrafos o el
uso de asteriscos para marcar una interrupción o un cambio temático
que, en el manuscrito, está señalado mediante un salto de página o una
variación de caligrafía. Asimismo se han eliminado algunas mayúsculas
y subrayados, y notas al margen no integradas en el flujo discursivo:
elementos peculiares y hasta decorativos en el cuaderno, que sin em¬
bargo entorpecerían la lectura del texto impreso. Para recuperar, por lo
menos en parte, la dimensión visual de las páginas, se ha incluido una
galería de ilustraciones.
He respetado el orden de los materiales, las interrupciones y vueltas
al tema; con la excepción ya apuntada de las páginas de atrás, que sin
tener el cuaderno entre las manos el lector no sabría cómo situar. He co¬
rregido las pocas erratas y aclarado alguna abreviación o sigla, mante¬
niendo, por lo demás, las particularidades de la escritura originaria.
Hay que destacar, a pesar del desorden reinante en algunos Cuaderno$
de todo y las inevitables imprecisiones, el cuidado lingüístico que los ca¬
racteriza: hasta en la atención por la ortografía, tanto del español como
de otras lenguas utilizadas en las citas, descuella el gran respeto por la
letra escrita que sentía Carmen Martín Gaite.
Las obras ajenas están citadas con el mismo esmero, pero las refe¬
rencias bibliográficas a menudo son incompletas. A veces, para mayor
claridad he añadido algunos de los datos que faltan, como el nombre
del autor o el título; pero cabe advertir que no siempre ha sido posible
establecer a ciencia cierta qué libro tenía la escritora entre las manos: a
veces, se intuye la presencia de un texto que, sin embargo, no se cita.
La transcripción de los originales ha sido realizada, en su mayor
parte, por Ángeles Solsona, el fiel escudero que ha acompañdo durante
años a Carmen Martín Gaite en sus actividades literarias: sin su ayuda,
este volumen no habría podido ver la luz. Pero deseo recordar que en
esta ingente tarea también han participado Michela Finassi Parolo y Na-
dia Matteoni, cuya colaboración me permitió poner en marcha este de¬
licado trabajo.
Quiero expresar mi agradecimiento a todos los que con sus conse¬
jos han sostenido mi esfuerzo, y en particular a Santos Sanz Villanueva;
pero tanto yo como todos los lectores debemos dar las gracias a Ana
María Martín Gaite, quien, generosamente, nos ha brindado la posibili¬
dad de compartir el legado de su hermana.
Voy a cerrar este prólogo citando, una vez más, un fragmento de El
cuento de nunca acabar: «Luego, mientras seguía mi camino, mirando
las nubes moradas, me acordaba de muchas más cosas y pensaba que
todas forman parte del mismo cuento, de ese que solamente la muerte
quiebra» (p. 278); gracias, Anita, por habernos permitido prolongar el
cuento más allá de la muerte.
María Vittoria Calvi
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' Ala-du d,, 2T- 1M?
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Prólogo
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rrosivo humor; de ironía y de vitalidad, que se sobreponían al poso de
amargura que las experiencias de la vida dejan irremediablemente sobre
quien se niega a cerrar los ojos, marcaban el tono de esas charlas que la
muerte bruscamente interrumpió. Me habían quedado sus libros, a los
que podía acercarme a voluntad para recuperar parte de esa presencia,
y alguno de los cuales -me refiero, sobre todo, a El cuento de nunca aca¬
bar- forma parte de ese reducido número de aquellos a los que uno
vuelve con provecho una y otra vez.
Pero la llegada a casa de los cuadernos escritos de su puño y letra, su
materialidad sobre mi mesa de trabajo me hizo revivir a Carmen Martín
Gaite como una presencia casi física, aún más tangible porque, como
acostumbraba a hacer con casi todos los originales que escribía, también
en este caso había ilustrado sus notas con dibujos hechos de su propia
mano, con recortes y collages que ella misma componía: pequeñas ilumi¬
naciones que hacían que esa materialidad fuera más viva, más palpitante
en las páginas que las yemas de mis dedos tocaban; con la inmediatez de
esa presencia, crecía una melancólica sensación que era a la vez la de la
cercanía y la de la pérdida. Sin embargo, debo decir que ese sentimiento
de usurpada intimidad, de pudor al penetrar en un mundo que había sido
sólo suyo, a medida que iba leyendo aquellos cuadernos y les buscaba un
orden cronológico, un hilo que me permitiera leerlos como una historia
(que es lo que ella pedía que se hiciera con sus textos), iba siendo susti¬
tuido por otro de orden más elevado, ya que no correspondía a la esfera
de lo íntimo, sino que tenía que ver con el deslumbramiento ante la com¬
plejidad de un espacio de escritura en el que misteriosamente se daban la
mano lo de más adentro y lo de fuera; lo más privado y lo público, como
parece inevitable que ocurra en todo universo literario coherente.
Quizá la primera percepción fue de apabullamiento y tuvo que ver
con la cantidad de material que los cuadernos contienen: en ellos se
percibe el tremendo esfuerzo de la autora, su constancia en la escritura,
el complicado sistema de andamios que sostiene su obra al modo como
los grandes edificios de Venecia se sostienen sobre miles de troncos de
árboles enterrados en el barro. Leer estos escritos me permitía ver ese
bosque enterrado sobre el que se levanta la obra de Carmen Martín Gai¬
te: podía detectar los tanteos, los esfuerzos, las caídas y ascensiones de
una gran escritora, de manera parecida a como los restauradores, gra¬
cias a las modernas técnicas, se permiten ver, bajo los grandes cuadros,
los esbozos previos, las correcciones, los pentimenti del pintor.
Aunque también esa admiración se vio pronto corregida al alza, ya
que no sólo eran meritorios los esfuerzos de la escritora, sino, muy es¬
pecialmente, sus logros, puesto que la escritura que aparecía en esos
Cuadernos de todo (así los había bautizado la propietaria) era, en multi¬
tud de ocasiones, de un nivel artístico superior: sólo muy esporádi¬
camente se trataba de anotaciones hechas al desgaire, o de apuntes es-
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quemáticos. Buena parte de los textos tenía un innegable aire de obra
acabada, eran expresión de pensamientos complejos y largamente ma¬
durados antes de pasar al papel, donde tomaban forma con un riguro¬
so sentido de orden y un primoroso trabajo de escritura, algo que se
correspondía seguramente con el respeto a la palabra escrita que ella
misma siempre había enunciado y cuya expresión puede el lector en¬
contrar ya en las primeras líneas de la selección de estos Cuadernos de
todo que, tan cuidadosa y acertadamente, ha llevado a cabo María Vit-
toria Calvi: «¡Qué respeto tengo por la letra escrita! Debe venirme de
los años de estudiante, de aquella manía que me inculcaron de los “cua¬
dernos de limpio”: no me atrevo a romper por los cerros de Úbeda has¬
ta darle alguna forma definitiva a lo que quiero decir».
Mi sorpresa, pues, fue encontrarme con que se trataba en buena par¬
te de una colección de «cuadernos de limpio», lejos de cualquier deva¬
neo de escritura automática; son, por el contrario, textos muy coheren¬
tes en su lógica y cuidados en su forma literaria; cuadernos en los que
se mezclan las notas pudorosamente autobiográficas, los comentarios y
citas de libros al hilo de su lectura, las reflexiones acerca del arte de es¬
cribir y de la experiencia propia sobre dicho arte, los fragmentos de
obras que maduraban durante décadas antes de tomar forma definitiva
(La Reina de las Nieves, que se publicó a mediados de los noventa, apa¬
rece ya como proyecto y en forma de anotaciones en cuadernos fecha¬
dos en la década de los setenta), recuerdos de personas que formaron
parte de su vida: una colección de textos que, por añadidura (y ese as¬
pecto fue adquiriendo a medida que los leía una importancia decisiva),
aporta datos insustituibles para valorar la complejidad de fuentes y preo¬
cupaciones de una escritora a la que su permanente posición lateral con
respecto a los grupos de presión literarios y el sorprendente (por más
que merecido) éxito de público y la arrolladora popularidad que consi¬
guió en los últimos años de su vida, así como su afán por mantener pe¬
gado a tierra el punto de vista, han hecho creer a algunos que había le¬
vantado una obra de leve fuste intelectual o vagamente epigonal.
«La palabra es lo que fija.» «Narrar es, pues, conjurar el tiempo, abri¬
garse de él, de su intemperie.» «Mi enfermedad consiste en mi silencio.»
«No hay duda de que lo que no voy escribiendo, por escribir se queda.
Me quiero engañar, pensando vagamente que cada visión y experiencia
me enriquece, y así me van lloviendo encima los días, cada uno de los
cuales arrastra con sus gotas las gotas del anterior, sin que me esfuerce
por investigar en qué aljibe se recoge toda esa agua o qué tierra fertili¬
za.» El voluntarioso propósito de rescate del tiempo como proyecto lite¬
rario se repite obsesivamente en los cuadernos. El lector que se adentra
en ellos descubre cómo, año tras año, vuelven las mismas dudas, el mis¬
mo afán por lijar lo que es pasajero, y la sensación de que lo que no que¬
da escrito no ha existido; de que el día en que la escritora no se ha aso-
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mado a los cuadernos ha sido un día perdido, hasta el punto de que se
diría que el tema central del conjunto es precisamente el propio esfuer¬
zo de la escritura; que la historia que pretende contarnos es la de un
continuado intento.
Carmen Martín Gaite, en estas páginas, arraiga en la tradición de
una literatura sin inocencia, que es, a la vez que narración, reflexión so¬
bre el acto de narrar, y en la que el autor resuelve los dilemas de su vida
a través de los textos que escribe, en el camino que abrieron a principios
de siglo Proust y Joyce, que luego han continuado tantos escritores, y
que, en el caso de la Gaite, se mantiene, sin embargo, lejos de cualquier
tentación de autismo, porque -y así lo enuncia en distintos momentos-
la narradora quiere ser sólo cristal a través del cual se mira el mundo de
los demás; depósito de historias ajenas, diálogo de lo de dentro con lo
de fuera, que exige, tanto o más que ser escuchado, escuchar: «Importan
mis frutos, mi resultado como persona, no mi alma, que es estática, que
caso de trascenderse hacia los demás se devora a sí misma: es in-tras-
cendente». «Pienso en lo de ser espectador y vivir, en lo que han sido
para mí en la vida las historias de los otros, en cómo me las he sabido
anexionar, incorporar a la mía, condicionando, cercando y hasta inclu¬
so creando la mía que sin ellas no habría tenido ni sangre ni color.»
Las fuentes y lecturas que estos cuadernos revelan son de muy va¬
riada índole, e incluyen textos de sociología e historia (fieles sismógra¬
fos de su pasión por lo de fuera); o de teoría literaria, como es lógico en
alguien tan preocupada por el papel de la escritura; incluyen también, y
sobre todo, reflexiones acerca de las novelas que lee y le interesan, in¬
cluida la novela de género y la sentimental (de su papel como excelente
lectora de novelas ajenas dan buena cuenta los textos que publicó en
Diario 16); pero permítaseme que, a la hora de buscar las raíces de su
obra, llame la atención sobre tres espacios literarios que me parecen de¬
cisivos para entender la espina dorsal de su empeño, y que estos im¬
prescindibles cuadernos permiten reconstruir de un modo luminoso.
Del mundo trovadoresco sale el hilo temático más constante en la
obra de Carmen Martín Gaite. Del román courtois, de las cantigas de
amigo surge la idea de que el amor es sólo un código narrativo, una va¬
riable forma de contarse historias: cada tiempo las cuenta de una ma¬
nera. La seducción, que es la única verdad del amor, no es más que esa
historia de cada tiempo bien contada. «En literatura, lo que está bien
contado es lo que vale, lo que es verdad», dirá en un momento de estos
cuadernos y repetirá en sus libros de ensayos. Como modelos para ar¬
mar de su reflexión acerca del contexto del amor cortés surgen no sólo
los proyectos acerca de los usos amorosos en el siglo xviii o en la post¬
guerra española, sino también El cuento de nunca acabar y la práctica
totalidad de sus novelas, en especial Retahilas o El cuarto de atrás (par¬
ticularmente iluminadora resulta la experiencia de volver a leer El cuar-
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to de atrás después de haber leído los Cuadernos de todo: uno y otros
se dirían páginas del mismo libro). Por cierto, que, en ese espacio de re¬
sonancia platónica, el sexo es un accidental descenso a la oscuridad «al
mundo de los démones, a la casa de las brujas de la feria, en la que ya
otras veces se ha entrado. Delirios, cosas que no se apresan ni dejan en¬
señanza tras de sí, ni claridad ni nada».
Del barroco español, toma Carmen Martín Gaite su afán moral: el
correr tras la verdad, el loco propósito de descubrir lo que hay de ver¬
dad bajo el engaño de lo aparente, la verdad duradera (es la literatura)
que late bajo la pasajera noticia, bajo la trivialidad de la comunicación
informativa y falta de sustancia. La escritura es la búsqueda de lo que
late bajo el caparazón: una búsqueda tozuda, a la vez estímulo y raíz de
un lúcido pesimismo (debajo no hay nada, como bajo la colorida cás¬
cara barroca está la descamación de la muerte), un pesimismo enérgico
dado que pone en marcha el motor de la voluntad. Se apresa el instan¬
te, porque se sabe que la única verdad que existe es la que se sigue bus¬
cando. La verdad es la propia búsqueda. De modo que la «mentira en el
amor sería, en cierta manera, mantener verdad esforzadamente, casar a
contrapelo con la versión del principio lo que no tiene más remedio que
ir cambiando», una definición que le sirve a Carmen Martín Gaite como
anillo al dedo para definir la inmutable institución del matrimonio
como tumba del amor.
Podría decirse que el hilo de la mística -tercer universo literario de
Martín Gaite- es el que sostiene los otros dos; la mística, no como ex¬
periencia religiosa, sino como posición ante el conocimiento; como
puesto en el que se refugia el cazador para cobrar su presa. De la místi¬
ca, aprendió Carmen Martín Gaite una curiosa forma de ensimisma¬
miento, un modo de estar consigo misma que era el que le permitía es¬
tar fructíferamente con los demás: se está, siendo quien se es (y se es
nada, puro intento, puro forcejeo por ser), y sin dejarse llevar por el
oleaje de las modas, de los lugares comunes, de lo que se sabe porque
sí, a priori, y no porque uno se ha preguntado: las odiosas verdades ya
encontradas, las momificadas mentiras de uso común. «No dejarse al¬
canzar por el infierno de los otros.» «Es todo quedarse quieta, no agi¬
tarse, estar en-sí, si me estoy quieta sirvo, si me agito no sirvo a nadie.»
Paradójicamente, el legado místico de búsqueda interior marcó su acti¬
vidad pública, expresada con un raro pudor que, en múltiples ocasio¬
nes, rozaba con la calculada distancia y los expresivos silencios.
Una difícil y voluntaria posición de excentricidad permitió a Car¬
men Martín Gaite mirar de modo original los problemas de su tiempo,
las modas literarias, los consensos políticos, los usos cotidianos; desde
ahí, desde ese incómodo lugar, analiza la posición de la mujer en un
mundo convulso: lo hará a veces con una crueldad lacerante, lo que le
creará fricciones con los grupos feministas; como podrá mirar con luci-
23
dez los avatares a veces contradictorios y hasta patéticos de sus compa¬
ñeros de generación en apariencia más comprometidos con lo público,
pero sometidos a los cambiantes dictados de verdades tan firmes como
pasajeras: «Todos los desarraigados que me influyeron en épocas distin¬
tas se arraigan. Dejaron su inquietud en mí y ellos se dedicaron a lo más
cómodo».
Ese saber «no estar», el estar por ausencia permanente; ese no pro¬
clamar, ni siquiera acusar, concede a su escritura y a su persona (ya he¬
mos dicho que es uno de esos casos en los que una y otra cosa vienen
a ser la misma) una extraña altivez, una molesta ajenidad a ras de sue¬
lo, que mira desde arriba al moralista que finge ternura con el lector
para seducirlo con trucos baratos; pero que también se permite mirar
desde abajo en dirección a una élite intelectual que ha buscado su pro¬
pio encumbramiento a base de imponerle al lector una despótica y difí¬
cil relación con sus obras, en el filo de la impostación cuando no de la
impostura. Dice en una de las anotaciones en las que rompe el pudor
característico de su escritura, el significativo silencio que tantas veces ex¬
hibió: «lo que menos te perdonan es que te quedes fuera sin atacarlos,
sin hacer tampoco profesión de quedarte fuera ni levantar bandera de
outsider, sino por verdadera vocación, por atención a las narraciones
que se producen en la calle, al aire, a lo Aldecoa, por terror a lo mono-
corde, a lo embalsamado, no por odio a la sociabilidad, sino por amor
a ella».
«Soy y me siento muy libre y esa libertad la he pagado muy cara. Es
la única contribución que puedo ofrecerle al mundo», escribe Carmen
Martín Gaite en algún lugar de este dietario. Sus palabras, no tienen un
tono quejumbroso, sino que transmiten la orgullosa altivez de quien
sabe que sólo desde ese elevado precio puede construirse el lenguaje
que se sobrepone a lo ya dicho, y, en esa construcción, el trabajo bien
hecho se convierte en imprescindible vehículo para el rescate de las pa¬
labras e ideas, en estímulo de percepción: la única fórmula para reem¬
prender el diálogo con el anhelado interlocutor. No es pequeña contri¬
bución para un tiempo de tópicos carentes de sustancia.
Rafael Chirbes
Beniarbeig, 16 de julio de 2002
24
CUADERNO 1
Casi nunca dejamos que un pensamiento nos habite por completo y que
llegue en ramificaciones a donde tenga que ir. Siempre de un modo más
o menos consciente lo vamos nosotros mismos guiando y amurallando;
y al querer encauzarlo y poseerlo le quitamos su fuerza. Yo siento, casi
físicamente a veces, las barreras que levanto contra los pensamientos, a
los que pocas veces dejo el campo libre. Hay continuas tensiones ner¬
viosas que les impiden su fluir adecuado.
No debo asustarme de tomar apuntes. Nada es definitivo. Cuando
se habla se dicen las mayores tonterías, y sin embargo es más fácil que¬
dar satisfechos, creyendo haber comunicado algo a los demás. Pues
¿por qué un pedazo de papel, que después puede romperse, me ha de
intimidar más que el rostro de otra persona?
Quizá influye la tendencia de los demás a reflejar aquiescencia. Los
demás le envalentonan y le lían a uno con su falta de crítica. Pero cual¬
quier pensamiento a solas es más árido de levantar.
27
Todos debiéramos apuntar nuestras reflexiones. No por lo que val¬
gan, sino porque dan lugar a otras. Al decir apuntarlas no me refiero so¬
lamente a escribirlas en un papel, sino a tirar de ellas sin permitir que se
esfumen, convirtiéndose en esas estrellitas de luz que preceden al sueño.
Es un buen trabajo el de tirar de lo que se piensa, para aclararnos un
poco entre todos.
Se suelen achacar los males del mundo a la neurosis, a la angustia. Pero
esta angustia no es sino un resultado. Resultado de no entenderse, de aho¬
gar los pensamientos. Yo nunca sufro más que cuando siento la cabeza lle¬
na de pensamientos sin cocer, sin formular, y sé que están ahí, pero los dis¬
perso a manotazos por no sentir la bulla que forman. Pero siguen estando,
y aunque me escape, cuando vuelvo a casa el ruido continúa. El único
remedio racional es abrirles la puerta y darles salida por orden.
El habla prostituida
La gente sólo quiere acudir a los consuelos momentáneos, que son los
que afianzan y hacen perdurables los males. Da miedo aceptar los ma¬
les, considerarlos en toda su magnitud. Muchas personas para atreverse
a decir algo necesitan beber, tener la mente más confusa que de ordina¬
rio, pero en aquella especial confusión, más luminosa, se sienten alige¬
rados de su soledad y creen que están comunicando algo de un modo
valedero. Porque parece más fácil. Pero el interlocutor está a miles de
millas de ellos, como antes, y encerrado en idéntico egoísmo.
Serían las palabras más claras y serenas las que tendrían que acer¬
carles no el uno al otro sino a uno y otro a la búsqueda de las raíces de
tanta confusión a la que todos contribuimos.
Hay que hurgar en los males, aunque duela. Nada se debiera cerrar
en falso.
*
Hoy he oído comentar que esta nueva modalidad de cine es algo im¬
presionante. Pregunté por qué. Al parecer, si aparece en la pantalla un
carrusel o montaña rusa, uno cree absolutamente ir montado en él y
hasta siente el vértigo de las caídas. Esto, a mi interlocutor, le parecía un
gran invento.
Vaya un invento, digo yo. Mientras no se inventen situaciones
nuevas, palabras y relaciones nuevas, mientras no se facilite el creci¬
miento a tantas y tantas posibilidades del hombre cada día más
abortadas, y se dé pie a que la gente se siga asombrando con estas co¬
sas que nos da la civilización como nuevas, hemos hecho un pan
como unas hostias.
28
- ¿ c¿Cc .£/ _
La voz de la sangre
29
más que de pequeña y luego ha dejado que la adopten unos señores, y
se ha ido tan tranquila de tournée a cantar cupleterías, supongo que bas¬
tante aliviada de no tener que pensar más en tal chavala.
¿Qué puede tener que ver, al cabo de los años, aquella chica con
ella? Hasta aquí llegan los disparates del derecho de propiedad. Porque
una mujer se raje para que salga un hijo al mundo, ¿ya ese hijo le va a
pertenecer? El afecto y el entendimiento sólo pueden nacer del roce y
del trato de unas personas con otras. Aunque por supuesto nunca nadie
debe pertenecer a nadie. Y menos un hijo a un padre.
Los derechos de la sangre cada día me parecen más mezquinos y
egoístas, y me asusta comprobar hasta qué punto están arraigados
y cómo hallan eco instantáneo en las conciencias, historias relacionadas
con tales afectos, aunque sean tan tópicas y primarias como la de hoy.
«Los lugares comunes -dice Ortega- son los tranvías del transporte in¬
telectual. »
Cada vez hay más cosas que tienden a darnos una noción incon¬
movible y mágica del universo. Un psiquiatra a quien fue a consultar re¬
cientemente cierto joven inquieto, al parecer alarmado de constatar lo
descentrados que andamos todos, le contestó que para explicar este he¬
cho está bien comprobada hoy día la influencia de la radiactividad. Su¬
pongo que se lo diría muy serio y que el chico daría por apaciguada su
curiosidad ante tan abrumador argumento, el cual por otra parte le tran¬
quilizaría la conciencia. ¿Quién va a ir a buscar a la radiactividad para
echarle una reprimenda por las malas pasadas que nos juega? Y volve¬
ría a afirmar luego, cuando lo comentara en el café, si es que alguien se
atrevió a discutírselo: «Son cosas fatales. El mismo psiquiatra lo ha di¬
cho. Son cosas de este siglo desquiciado». Claro, la radiactividad.
Ya no hace uno más que afirmar hechos superficialmente percibi¬
dos, pero para explicarlos ¿se va a echar mano de la misma confusión
que producen? ¡La radiactividad! Áteme usted esta mosca por el rabo.
Ya tenemos un argumento más con que amueblar nuestro huero pen¬
samiento y contra el cual apoyar y justificar la apatía, el encogerse de
hombros. Un ingrediente más que añadir al caldo en que nadamos
para espesarlo pero sin dar sustancia alguna. Cada afirmación de este
tipo, tendiendo a reafirmar la confusión patente, no hace sino dificul¬
tarnos la posibilidad, cada día más remota, de analizarla. Todo se con¬
fabula para hacernos sentir presos de maleficios que a la razón de cada
uno no le es dable modificar, y que, es más, parecen serle ajenos total¬
mente. ¿No hay bastantes tabúes ya para que ahora salgan con la ra¬
diactividad también? ¿Por qué no desenterrar esforzadamente una por
una las razones verdaderas de tanto desequilibrio, que pueden llegar a
30
ser patentes para todo el que quiera ver ligeramente más allá de sus pro¬
pias narices?
Pero esto de la radiactividad tiene la ventaja de que uno puede se¬
guir siendo un ser totalmente pasivo, pensar que nadie puede intervenir
en los designios de tan alta diosa y contribuir aún más a que las cosas
no tengan arreglo.
Desequilibrios:
31
que hacer una pregunta es no haber hecho nada. Pero es que nos olvi¬
damos de la fecundidad de las preguntas. Ayudan a desmontar la auto¬
ridad de los otros, nos igualan a todos, nos ponen a hablar juntos, nos
echan a la palestra.
Ya sería hora de que se termine el pique habitual entre «lo que yo
digo» y «lo que dices tú». Ya somos mayorcitos. De pequeños nos de¬
cían: «no repliques a tu padre o a tu profesor». No nos enseñaron a ver
que sólo se puede replicar a cosas y que nunca debemos tener miedo de
ello, que es el crimen mayor ahogar en una persona el deseo de replicar,
de querer aclarar lo que no entiende. Por eso ni las personas de buena
voluntad, por mucho que se empeñen, aciertan a no dar cualquier teo¬
ría como suya.
32
En tela de juicio
33
so porque deja uno de desear la relación por el mero fin de agradarles.
Si se continuase pretendiendo trato con una persona a la que se ha sa¬
bido ser indiferente, sería el mayor índice de que ese trato era ajeno a
intereses personales.
Estar de acuerdo
Es muy curioso que con respecto a las cuestiones nos guste estar de
acuerdo (hay quien no admite la más mínima sombra de desacuerdo
que pueda nublar sus convicciones) mientras que en lo que se refiere a
las personas nos dejamos influir por los datos que nos da el último que
llega. Cuando hablamos con otro de una tercera persona a quien ambos
conocemos, rara vez se está de acuerdo en su visión sobre ella y este tan
excitante desacuerdo que insinúa una posibilidad de cambio en nuestro
juicio acerca de ella, lo admitimos casi con gozo (es el origen de la mur¬
muración), como si nos complaciera la inestabilidad de su figura, en
contraste con la cual nosotros pretendemos sobrevivir o justificar la
nuestra.
¿Por qué en cambio un juicio nuevo respecto a cuestiones que iner¬
temente consideramos como sabidas y archivadas nos suele irritar y mo¬
lestar hasta tal punto? Si cambiásemos impresiones con los demás res¬
pecto a las cosas con la misma viveza e interés con que hablamos de
personas y escuchamos lo que los otros dicen, iríamos al fondo en lugar
de quedarnos en la cáscara; es decir entenderíamos esos cambios y alti¬
bajos que condenamos, nos pasman o nos indignan en los demás, y al
descubrir el porqué de sus comportamientos sabríamos lo que hay en
ellos de fenómeno social que igualmente a los demás alcanza y en qué
medida serían evitables muchos errores de convivencia.
Porque al hablar de comportamientos personales o privados, la rú¬
brica no pasa de ser «¡qué horror! Yo eso no lo haría nunca» y cierra uno
cada vez más la puerta de su casa.
Optimismo y derrotismo
34
y luego ya no pensar. El meditar sobre las cosas y rumiarlas nunca lleva
al optimismo. Por eso los adolescentes son optimistas -aun cuando se
enfrenten con problemas graves- y los adultos no. Se mueven mucho,
gesticulan, y en ese mismo moverse suyo ya encuentran una justifi¬
cación.
Hasta los dieciocho años más o menos uno está inmerso en el mun¬
do inmediato, sin pensar en nada. Y cuando llega esta posibilidad de
tempo lento es muy trágico que el hombre se encuentre ya con carriles
por los que deslizarse vertiginosamente. Pasan del no pensar al «que te
lo den pensado». La velocidad, la acción, el «urge hacer» se opone a la
discriminación sobre el hacer mismo, nubla las posibilidades de refle¬
xión que permitirían el desarrollo intelectual adecuado para intentar
cualquier cosa. Se trata de cortar un bosque con hachas embotadas. Se
dice: no hay otras. No hay tiempo de afilarlas. Pero uno se sienta y se pone
a afilar su hacha, sirva para lo que sirva.
La primera cosa que desembota toda mente y que se pierde a pasos
agigantados es lo que yo llamo la capacidad de asombro. La posibilidad
de poner lo que es objeto de nuestro interés un poco lejos, no tan cerca
que no distingamos sus aristas.
Me gustaría ahora mismo, por ejemplo (y conmino a los que lo
leen que hagan un esfuerzo por vencer su inerte inclinación), que se
oyeran mis palabras —rebatibles o no—, no con el afán exclusivo de col¬
garme un letrero determinado a mí que las digo, sino atendiendo a las
sugerencias que de ellas deriven o a las torpezas y contradicciones que
nublen su total comprensión; ya que el hecho de que sea yo u otro
quien dice estas palabras es totalmente indiferente. Y por lo tanto es
inoportuno cualquier juicio valorativo sobre mí como persona sus¬
ceptible de clasificación.
Se habla poco de asuntos y mucho de personas. A las personas se
las condena o acepta por lo que dicen, con tal de que eso esté de acuer¬
do con lo que se dice nuestro. Y no se trata de estar de acuerdo pero sí
de no hablar encarnizadamente, corrosivamente, sino sin pasión. Nadie
que toma pasión por defender una postura que empieza a serle querida
puede arraigar de verdad en búsquedas y preguntas que lleven a escla¬
recer el porqué de esa postura.
Vuelvo a lo del asombro, al escepticismo crítico. Muy pocas veces
nos atrevemos a decirle a un entusiasta: «¿y a ti qué se te ha perdido en
París?». Se sulfuraría. Pero eso no es decirle: «no se te ha perdido nada»,
sino pedir que lo explique. Pero lo malo es que ése no se convencería
nunca de que no se le ha perdido nada en París, porque va preconcebi¬
damente dispuesto a encontrarla, a hacer coincidir su verdad con...
35
El regodeo en los supuestos
(Conformidad, repetir los mismos chistes, los mismos tópicos: «en Es¬
paña no se puede vivir», etc.) Eso abre las puertas, lleva al éxito. Al hom¬
bre se le mira su cartel antes de beber el frasco en que ese cartel se ha
puesto, antes de abrirlo siquiera. Antes de desconfiar: pueden haber
cambiado el letrero. Se atiende sólo a los letreros.
No soy previsora. No digo: «Hijo, no vayas por ahí que te vas a dar
el golpe». Sino: «Caso de que te lo des, que no te lo amortigüe nada, no
quieras aceptarlo sin analizar por qué te lo has dado y luego ya prepá¬
rate a otro». Llevar a sus extremos la inteligencia, ¿quién la lleva? En
esto no hay nunca posturas extremas.
Escepticismo y progreso
Se me dirá: «Es muy fácil para ti hablar con escepticismo del progreso,
porque te beneficias -dada una situación personal privilegiada- de co¬
sas que otros añoran». Es cierto que para superar la parte dañosa de una
«corriente», hace falta haberla padecido, haber estado en ella. Nadie
puede negar (si tiende a ensalzar valores intelectuales y espirituales) la
influencia que en este punto debe al espíritu del cristianismo, o a cual¬
quier otra corriente religiosa de la que se haya nutrido; aunque diga
ignorarla. De la misma manera, es muy posible que el haberse bene¬
ficiado en alguna medida de las indiscutibles ventajas que un cierto
bienestar material proporciona, y solamente por medio de ese hecho se
pueda llegar a distanciar de nuestra mente tales ventajas, es acto nece¬
sario para llegar a hacerlas discutibles. Quiero decir que a nadie que lo
que echa de menos es montar en coche o poner una lavadora, será fácil
poderle amordazar este deseo con consideraciones de tipo intelectual.
Pero precisamente se trataría de que no hubiese tanta gente que añora¬
se solamente ventajas materiales.
Cuando veo a tantas señoras que riñen a sus criadas, que cierran las ca¬
sas con llave, que se pavonean sobre el malestar de otros seres más infe¬
riores económicamente, que han cerrado la puerta de sus vidas a cualquier
interés ajeno a la propia comodidad familiar, a esas gentes que aplican sólo
la ternura de puertas adentro, precisamente por lo que el hecho me repug¬
na y me conmueve, me pregunto con hondo malestar: «¿No se convertirían
en tipos exactamente iguales a éstos los habitantes de pueblos de Jaén, esas
gentes maravillosas, llenas todavía de muchos rasgos humanos, fuertes, va¬
lientes, si al cabo de dos generaciones tuvieran a la mano lo que la propa¬
ganda les insufla al oído: su nevera, su radio, su derecho de propiedad, lo
que la civilización les fomenta: desear poderío, ser más que otro?».
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Y en caso afirmativo, ¿qué habríamos ganado? ¿El que hubiera más
seres encerrados en casa con una televisión, el que la gente se volviera
avara de su sueño y de su vacío, de su inmutabilidad, el que nadie qui¬
siera salir a hablar con otros que no son de la familia, a perder unos mi¬
nutos en paz, a pensar un poco?
Se me dirá: «primero es el comer». Y yo ya sé lo urgente que es. Nó¬
tese que no hablo de soluciones, sino que intento echar una sombra de
escepticismo sobre las que se ven como panaceas. Quiero decir también
que nadie a quien no le preocupen estas cuestiones se para a meditarlas.
Si yo supiera dónde se encuentra la solución, escribiría un libro claro y
rotundo, pero sólo puedo decir que a veces atisbo que está por otro lado,
que tal vez consistiría en que todos los que estudian se parasen un poco
a pensar sobre las cosas mismas en vez de verlas como pólvora, como
municiones para disparar hacia un blanco que ven demasiado claro.
Se suele decir: «La gente ha pensado mucho: ha llegado la hora de
actuar». Podría ser. Pero al menos que de esto tenga uno el pleno con¬
vencimiento, después de haber pensado mucho sobre ello, al menos que
no sea un contagio epiléptico. Puede parecemos demasiado lo que han
pensado otros considerándolo así, irracional e histéricamente. Pero lo
que uno mismo piense, dude y estudie, eso nunca es demasiado. Lo que
uno mismo dude y se asombre es fuente de todo conocimiento, de toda
perfección. No me refiero, naturalmente, a una perfección moral o per¬
sonal para exhibirla como un ornato más del individuo sino de la
perfección de la inteligencia como instmmento. (La inteligencia viene
descalificada en los últimos tiempos.) Pero si uno quiere cortar un bos¬
que ha de afilar el hacha.
No ven más allá de sus narices los que no ven los daños de la pro¬
paganda, por ejemplo, en toda su multiforme y complicada red. A nadie
le son síntomas alarmantes. Hay, por ejemplo, muchas madres activas,
progresistas, en lo que esta palabra tiene incluso de noble, y sin embar¬
go hacen hijos para luego quitárselos de encima comprándoles tebeos
interplanetarios. No tienen mala intención, supongo. Es que no han
pensado en eso. Es que la gente ya no se alarma por nada. Pararse
a pensar es quintaesencia, teoría. Es que todo el mundo actual contri¬
buye a querernos hacer las cosas simples, a negarles su enmarañada
complejidad.
«A ver si acabamos para siempre con esa funesta manía de pensar.»
¿Es que vamos a volver a estos lemas? Una frase no cambia porque la
diga la boca de un hombre acreditado de progresista, de interesado por
el bien de la humanidad. Hay frases rechazables en la boca de cualquie¬
ra, y éstas las estamos oyendo hoy continuamente en boca de los que
quieren desoprimir al mundo de sus tiranías. Nos intentan acreditar la
legitimidad de su anhelo, que nadie lo ponga en duda, como si exhibie¬
ran un pasaporte para que nadie les tache de burgueses o egoístas. Pero
37
lo primero que tiene que hacer una persona altruista es desentenderse de
su perfil, ir con sus dudas, con sus búsquedas y preguntas a donde esas
mismas le lleven, no deformarlas como sea para pasar una frontera. Y si
nunca duda, debe esclarecer al menos esa situación tan anómala, asom¬
brarse de ella: preguntarse si es verdadera claridad mental la que ha al¬
canzado, o no se trata más bien de un deseo a priori de no dudar.
Pensar es un lujo. Pero un lujo deseable. ¿Por qué no le deseamos
ese lujo a la gente en vez de desearle neveras? Primero neveras, y luego
pensar. Pero eso es mentira. La historia nos demuestra bien palpable¬
mente a lo que llegan los pueblos con el estómago bien lleno. No hay
pueblo más desesperado que el sueco o el suizo.
Nótese que digo: «desear» al menos. Hay un inveterado desprecio
contra el que se aísla a pensar. Si uno tiene dinero y va de putas o a ju¬
gar al golf no se indigna ni la mitad que si uno tiene dinero y se pone a
estudiar o a comprarse libros, en vez de comprarse un coche, que sería
lo adecuado. No se le envidia, cosa que siempre me ha chocado mucho.
Se le desprecia. No se dice «ojalá todos pudiéramos ser como ese tío tan
privilegiado». Se dice «si se tuviera que ganar la vida como un pobre
obrero, ¡ya verías tú si se ocupaba de inteligencias, ni narices!», como si
la postura a imitar y divulgar fuera la del obrero. Pero ¿por qué? ¿No
sería más digno desear ese mismo privilegio para los más, en vez de re¬
bajar de nivel las aspiraciones? Es verdad que son muy pocos los que
alcanzan autonomía de pensamiento, por desgracia; pero de que esos
pocos fueran más, ¿no nos vendría algo de luz, de beneficio? ¿Por qué
al que se preocupa por analizar y desmontar los engaños se le despre¬
cia y se da por supuesto que se dedica a un deporte de relojero desocu¬
pado? ¿No será en principio siempre más fértil la actitud de un rico que
estudia que la de uno que lleva en su coche a otros menos ricos, para
que puedan decir de él que es un tío imponente y generoso? ¿No son
esa clase de ricos pseudoamantes del problema social los que crían es¬
cuela y envidias secretas, los que levantan un pabellón a imitar, los que
impiden sobre todo discriminar el problema en sus hondas raíces?
Sólo sirva esto para lanzar un aviso: No todas las cosas están claras.
El problema acuciante está ahí. Pero para los que tanto hablan de efica¬
cia va este aviso de don Antonio Machado: «Entre hacer las cosas bien
y hacer las cosas mal, hay un honrado término medio que es no hacer¬
las». Yo supongo que don Antonio se refirió a un hacer inmediato, in¬
gente y atolondrado. Porque él no se retiró precisamente a rascarse el
ombligo y a pasarse la vida en santa paz. Se refería evidentemente a un
hacer más lento y reposado, como todo buen hacer.
«Vísteme despacio, que voy deprisa.»
* *
38
«Es intelectualmente masa el que ante un problema cualquiera se con¬
tenta con pensar lo que buenamente encuentra en su cabeza. Es, en cam¬
bio, egregio el que desestima lo que halla sin previo esfuerzo de su men¬
te, y sólo acepta como digno de él lo que aún está por encima y exige
un nuevo estirón para alcanzarlo.»
«Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al
maniqueo, sin haberse antes preocupado de averiguar lo que piensa
el maniqueo.»
Me da un poco de risa acordarme del «Vuestra prisa»1: era muy cur¬
si y vagamente poético. Sólo existía la intuición. El haber vivido en una
capital de provincia (atento a lo de la religión) es algo que se dice haber
superado, pero alimento importante para la timidez y el asombro.
Puntos de vista
Como si uno le quisiera decir a los otros: «Súbete aquí, que desde este
sitio se mira y yo estoy mirando, lo mismo que tú, que nuestro interés
es idéntico». Que te subas aquí no quiere decir que no te quiera adscri¬
bir a ningún compromiso porque yo no lo tengo con nada, ni por lo tan¬
to voy a pedirte que te quedes aquí, sino que te subas, que te alejes y mi¬
res lo mismo que estás mirando, para contrastar una visión ofuscada. Es
decir que no se trata de rebatir nada, sino precisamente de salirse de ese
círculo encantado de rebatir y defender, subir a mirar las cosas desde
otro ángulo, antes de prejuzgar que se quiere coincidir o estar en contra.
El apasionamiento se come sus propios argumentos. Si uno en bue¬
na ley dice: «me retiro a mirar desde aquí y sigo viendo lo mismo», ése
que grite y se indigne luego por lo que sea. Y seguramente que en algu¬
na manera nueva se indignará.
* * *
La frase española y también italiana tan bonita para desligarse de uno que
te enreda: «déjame en paz», ha perdido todo sentido y es ya únicamente
combativa. Se suele aplicar, por el contrario, a situaciones en las cuales lo
que quiere uno es quedarse en guerra y confusión ya que generalmente da¬
mos estas respuestas a las gentes de honrada testarudez que pretenden
arrastramos friera de un estado de ánimo irracional o de la confusión men¬
tal de que vagamente nos quejamos y motiva nuestro sufrimiento.
Esto ocurre a veces cuando una persona trata de consolarnos sacán¬
donos de nuestro agujero en vez de emplear los métodos consabidos de
1. Con este título, Carmen Martín Gaite publicó su primer artículo en La Hora (1948). (Nota
de la editora.)
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la compasión. Decimos que esa persona no nos comprende si no se vie¬
ne a nuestro hoyo de ceguera, si no nos compadece (compadecer = pa¬
decer con). Al contrario, desde una claridad mental superior desmonta
un sufrimiento al que estábamos apegados y trata de analizarlo. Le de¬
cimos «déjame en paz», lo cual equivale a decir justamente lo contrario,
o sea: «Quédate tú con tu paz y déjame a mí con mi lucha». Pero la lu¬
cha, la agitación no es buena cuando nubla lo único que el hombre
debe aspirar a tener perennemente despejado: la mente.
Sería en cambio muy bueno restituir a esta frase su sentido más con¬
forme con lo que debe ser semánticamente: «Déjame pensar en paz y lue¬
go hablaremos, déjame aislarme del clamor que me rodea, porque aquí no
puedo decirte una palabra, entre tanto apasionamiento y tanto insulto dis¬
puesto a saltar. Para la acción vendremos más tarde a este campo de lucha,
pero el pensamiento y la palabra requieren algo de otro tono que los la¬
dridos: para preparar mi palabra y mi pensamiento con que quisiera res¬
ponderte, déjame en paz». La paz no para bañarme en ella: para algo.
La mayoría de las cosas que se dicen no son palabras. Cada uno de no¬
sotros ha llegado, lamentablemente, a ser el abogado defensor de una si¬
tuación personal. Nótese hasta qué punto es esto cierto, parando mien¬
tes sobre el hecho de que son muy pocas las frases que no empiezan
diciendo: «pues yo eso no lo hago» o cosas análogas. Hay un deseo de
justificarse en una selva donde cada uno esgrime su letrero; no se oyen
las palabras, se mira el letrero de quien las está diciendo y si ese letrero
no existe entonces se escuchan algo más, pero siempre con vistas a col¬
garlo y quitarse de encima el peligro de una agresión inesperada: «Ah,
ya. Habla en moralista» o bien: «es un teórico», «es un reaccionario». Y to¬
das las palabras que dice se oyen teñidas de ese color. La sociedad que
es bien sabia rechaza como el mayor revulsivo a las personas desconcer¬
tantes. Nótese que no me he referido a las inauténticas. No rechaza, por
supuesto, a las inauténticas o ambiguas, sino a las pocas que van por li¬
bre, vayan por donde sea. Y aun para éstas ha creado carteles como el de
«extravagante» y «poseur», también el de «individualista».
Con lo de los letreros se pretende -yo creo- orientar a los demás
más que orientarse uno mismo, que suele estar -como es de ley en el
mundo- desorientadísimo; y esta situación sólo se remediaría precisa¬
mente dejando de pensar un poco en el letrero que nos cuelgan o en el
que deseamos vivamente colgar al recién conocido, y hacer esta renun¬
cia, no porque sí, sino en atención a un mayor respeto por las palabras
que dice. Es bien claro que si otro dice tonterías, debemos rechazarlas
como tales tonterías, pero no atacarle a él ni al letrero que lleva.
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Esto -en pequeño- es lo que pasa en las relaciones familiares (ma¬
trimoniales sobre todo). Mucho se habla y se ha hablado de la invetera¬
da incomprensión entre marido y mujer, pero pocas veces se paran los
que la padecen a analizar sus raíces. Y sus raíces están en este mismo he¬
cho que he señalado del apasionamiento, de la falta de distancia. Pocas
veces en una conversación entre cónyuges se está hablando de algo aje¬
no a la propia relación, por eso de las riñas de novios uno suele recor¬
dar dónde se produjeron, pero nunca lo que se trató porque no se trató
de nada.
Y lo importante es que al hablar se trate de algo: por eso hay que es¬
tablecer la distancia suficiente. No estar mirando al que habla y pen¬
sando en él como en una presa a cazar. Sino tener la buena voluntad de
tener la atención abierta a lo que dice. ¿Que dice tonterías? ¡Duro con¬
tra ellas y sin piedad! Pero la persona tendría que estar aparte en estas
cuestiones, que se llaman intelectuales. No debería sentirse uno tan mo¬
vido instantáneamente a disculparla en nombre de que lleva un letrero
afín al nuestro, o a lapidar a veces por simple sospecha, porque nos
parece que lleva otro que consideramos -tal vez erradamente- como
enemigo.
En razón inversa a lo que me parece que sería deseable, ocurre lo
que tanto me pasma y que ha sido el motivo principal de estas medita¬
ciones. He constatado que la gente para las tonterías en sí mismas, para
los más gruesos errores, tiene una manga ancha fabulosa. Hay, en el
fondo, un total desprecio para lo que se dice; se admiten opiniones gra¬
tuitas y hay una gran tendencia en cambio a anestesiar el efecto de¬
sagradable (con tal que no inquieten) de las palabras cuando llevan a
preguntas que ponen de relieve la complejidad de una situación y la ne¬
cesidad urgente de pasar a estudiarla a fondo.
La gente quiere estar de acuerdo en lo que sea, con los pocos o con
los muchos, hay una prisa fulminante por estar de acuerdo en algo, por
quemar las etapas espinosas. Incluso por negarlas. (Impaciencia de los
jóvenes.)
* * *
41
auge del materialismo es desolador. Nadie quiere salir de sus casas, re¬
lacionarse, hablar absolutamente de nada. Son mil veces mucho más es¬
clavos que nosotros de las necesidades creadas por el capitalismo. Ab¬
solutamente nadie sabe ir a pie. Ningún peatón guarda sus posiciones
con decencia.
Ya sé que estas cosas se han dicho muchas veces, pero lo curioso es
la sordera para oírlas como aviso y la ceguera para verlas como sínto¬
ma. Es decir la incapacidad para asombrarse y aterrarse.
Dice Ortega, hablando de 4a época del señorito satisfecho»: «Jue¬
gan a la tragedia porque creen que no es verosímil la tragedia efectiva
en el mundo civilizado». Es cierto, ¡qué ceguera para los síntomas! ¡Qué
deseo de olvidar! ¡Hay una tan furiosa tendencia a la alegría! ¡Con qué
seguridad y frivolidad se habla de lo que es trágico, agarrándose luego
inmediatamente al hedonismo!
Las insignias
Nada puede dar lo que no tiene. Los que no tienen más fe que en el ma¬
terialismo y no desean sino progreso, mal pueden sacar de su precaria
condición animal a los hombres de las chabolas. Mal pueden decir: «Lo
primero es alimentarlos y enriquecerlos» porque yo pregunto: ¿quién se
encargaría de la segunda parte, esa que vagamente, hipócritamente
-con la hipocresía de esquivar el nudo de la cuestión- llaman su desa-
nimalización y educación? Si ellos, los líderes, se ciegan y estupidizan
cada día más, ¿qué generaciones están preparando? ¿A quién corres¬
ponderá, un tiempo más allá, la tarea de desanimalizarlos a todos, ha¬
biendo arrancado por doquiera toda raíz de búsqueda, de descontento
intelectual?
Ponerse al nivel del más desgraciado, por la compasión que su des¬
gracia inspire, es -en el fondo- despreciarle y cagarse en su desgracia, al
desentenderse de averiguar las verdaderas raíces de ella.
«El joven -dice Ortega- no necesita razones para vivir. Sólo necesi¬
ta pretextos.»
42
La casa como tiranía
¡Claro que le gusta a un hombre irse al café! A toda persona le gusta es¬
tar con personas, fuera, al aire, en terreno neutral. La tertulia.
Y todo el remedio que se les ocurre a las mujeres que se dicen más
inteligentes es convertir estas relaciones públicas en privadas, privatizar
las relaciones cada día más. Su ingenio lo ponen al servicio de ellas mis¬
mas, al servicio de lo único que les interesa: cortar juego, encerrar. Al¬
gunas se engañan y creen estar siendo generosas. Creen que todo con¬
siste en la cantidad. A una casa donde vienen cincuenta amigos, ¿cómo
se la va a llamar mezquina, cerrada? Pero la cuestión está en para qué
vienen esos cincuenta amigos. Si la razón primera es la de evitar que el
otro se relacione directamente, sin una mediatización o fiscalización,
¡valiente generosidad! Es agrandar la jaula, hacerla de oro, adornarla y
reafirmarla cada vez más en su carácter de jaula: consagrarse, pues, de¬
finitivamente a la vida privada e íntima, a la vida en jaula. Esos amigos
acaban siendo propios, se ejerce sobre ellos el mismo derecho de pro¬
piedad -en otro grado- que sobre las personas de la familia. Deja de
existir una posible relación, porque se les acerca, se les hace cosa priva¬
da, se les familiariza. Y la falta de distancia -la justa para ver más que su
letrero y otras cuantas particularidades personales: sus piernas, su na¬
riz- convierte también en cosa a esa persona, en instrumento guardado
en la vaina, podado de su peligrosidad, de su palabra.
Las mujeres, como los padres, casi nunca dan gratis. Llevan su mira,
más o menos inconscientemente: la de cobrarse más tarde o más tem¬
prano. Al libre hay que traerlo a vereda, meterlo en cintura, encerrarlo,
43
y para esto se emplean los métodos más maquiavélicos y refinados que
quepa imaginar. Se arma el tinglado más aparatoso de pregonada ge¬
nerosidad. Pero el tema sigue siendo: Traer al hombre a casa, o salir con
él, pero mientras no haya interés, ¿para qué? No se podrá fingir tal
compañía.
Acabo de ver una obra de teatro repugnante: La bella malmaridada
que llena a diario el teatro María Guerrero. Casi toda la gente sale com¬
padeciendo a la pobre imbécil de Lisbeila y enalteciendo su resignación
ejemplar. Al caer el telón parece que se ha logrado algo (al menos mo¬
mentáneamente) porque se ha logrado cerrar de nuevo al marido en
casa. En el caso de Lope -que no veía otro problema más allá de las re¬
laciones sexuales- los motivos del marido para salir eran tan mezquinos
que no voy a defenderlos; pero una mujer como ésa, que nos presenta
Lope como ideal, hartaría a golpes de «dueño mío» al más recoleto va¬
rón. ¿Qué vanidad masculina no va a surgir ante tan rendido vasallaje
y permanente incienso?
No sé qué idea ha movido a la dirección del María Guerrero a po¬
ner en escena una obra así. Supongo que pretende demostrar el avance
que se ha producido con los años, pero todas las mujeres del teatro se
solidarizaban más o menos con la repugnante Lisbeila, que era ella mis¬
ma la merecedora de trato tan indigno.
Para mi modo de ver no han cambiado tanto las cosas y la risa iró¬
nica no procede, más bien la melancolía. Porque ha sido solamente el
aspecto de la cuestión lo que ha variado. Es decir, han variado las téc¬
nicas usadas para encerrar al marido en casa; pero persiste idéntico de¬
seo, en el que coinciden un noventa y cinco por ciento de las mujeres
«enamoradas» de un marido. Colgadas, cachipegadas, inseguras de sí.
Que no se vaya, que vuelva, Dios bendito. Lisbeila salía a buscarle. Las
de ahora salen con él. Lisbeila rezaba. Las de ahora arman fiestas en
casa, preparan -llegado un caso extremo- programas de celos. Pero
mientras el interés siga centrado en la propia relación, no se ha dado ni
un solo paso adelante.
Y son diez minutos. Dar noticia de los asuntos cotidianos —incluidas
consultas, ayudas, etc - puede llegar a una o dos horas. Luego hay que
inventar cosas, escenas, gestos que justifiquen la salida en común, ya que
no hay una relación activa, verdadera, que justifique esa compañía.
Las mujeres que salen al café y bostezan se llevan la casa a cuestas,
la cama a cuestas, la están esgrimiendo como en esa nubecilla de los te¬
beos cada vez que le miran, que suspiran, que le dicen «yo tengo sueño»,
no dejan al hombre libre, independiente. No le dejan su tiempo, el ciclo
de tiempo propio que le pida su lectura, su quehacer o su conversación.
Llaman continuamente la atención sobre su mísera, insegura persona.
Se me dirá: «Es que el hombre que quiera estar libre, que se quede
soltero». Así se contesta con la inercia, la cerrazón de quien no quiere
44
contribuir a arreglar nada. ¿Por qué se va a quedar soltero si quiere mu¬
jer, y ella quiere hombre? ¿Por qué no se le va a dar sin condiciones lo
que se le da lleno de peros, que son para él un continuo criadero de re¬
mordimiento? «Es que si a un hombre se le deja solo en un mundo cua¬
jado de peligros...» Y yo digo ¡mentira! Un hombre acaba yendo siem¬
pre a donde quiere. Y el incentivo de lo prohibido le hará ver con un
espejismo de verdad esas mezquinas evasiones sexuales, que en la ma¬
yoría de los casos podrían no existir si se le permitiera un completo de¬
sarrollo intelectual. Las mujeres tienen celos de todo lo que no son ellas
y su casa. Eso es lo grave. De todo lo que es relación pública, posibili¬
dad de libertad.
¿Quién ha dicho que una mujer sólo tenga celos de otra mujer? Tie¬
nen tantos y aun más de los amigos, de los libros, de todo lo que al hom¬
bre le llama a una salida al ancho mundo de la comunicación con los
otros.
Es muy curioso que la envidia hacia los hombres no incite a querer pa¬
recerse a ellos, en lo cual estaría el bien y delataría la buena calidad de
la envidia. Una cosa tan lógica no se le ocurre casi a nadie: y es que
esta envidia que sería la sana al pensarla como remedio, pasa a ser
mezquina y se convierte en la segunda clase de envidia. A ver si me ex¬
plico.
Las mujeres por lo general no envidian a los hombres por lo bien
que lo pasan. Si ocurriera así, analizarían el caso y verían que en la ma¬
yor parte de los casos lo pasan bien porque no están vacíos, porque se
interesan por algunas cosas, y porque tienen más tiempo para realizar¬
se en la atención hacia ellas. Les envidian por lo mal que lo pasan ellas.
Pero ellas lo pasan peor porque no viven más que en función del otro.
La primera envidia es algo positivo: comprenden lo bien que lo pasa
en libertad. La envidia verdadera hace imaginar con gusto el bienestar
de otro. Pero las mujeres no conciben ese bienestar. En libertad no sa¬
ben qué hacer. «No sé cómo no se aburre todo el día leyendo, o en el
café, o en la biblioteca, etc.» Esto es lo que dicen con desprecio, y lo que
les cría una envidia irracional, hecha de incomprensión.
Si concibieran el placer de la soledad, de la libertad, tratarían de
conseguirla ellas mismas, dentro de las limitaciones innegables con que
una mujer tropieza. Pero sería una especial libertad, la dable a su con¬
dición. Por el contrario, las mujeres que tratan de independizarse hoy
día arreglan el problema desde fuera. Imitan los gestos, la actividad, la
libertad externa del varón. Sin haber conseguido ni de lejos la interna.
Lo interno y lo externo. (Yo no digo que esto sea fácil ni difícil. Me li¬
mito a poner sobre el tapete un error de enfoque incontestable.)
45
Como iba diciendo, una mujer no conseguirá su libertad mientras
no la busque en lo suyo, en lo que tiene entre las manos. Todo lo demás
será desplazamiento, evasión. Si el interés de una mujer por algo la lle¬
va fuera de su casa y de sus hijos, se demostrará lo auténtico de esta lla¬
mada en la satisfacción que sienta al dedicarse a esta otra labor, y esto
será lo que tenga entre las manos. Pero nada de esto será auténtico -y
es lo que suele pasar- si el quehacer es inventado como adorno de la
propia persona. No será lícito abandonar la preocupación por una más
inteligente educación de los hijos, por una más razonable y libre convi¬
vencia con el marido, cosas que requieren mucha generosidad, tiempo
y atención; abandonar digo tan espinosas cuestiones en nombre de un
quehacer inventado tan sólo para sentirse revalorizadas como hembras,
como presa aún más deseable.
Esto supone no salirse ni un milímetro de la cuestión, igual de mez¬
quina y repugnante que en tiempos de Lope, sino cambiar el decorado.
Cambiar el breviario por la taquigrafía o la agencia de seguros. Contar
con más medios para darse a valer. Pero es que una persona no tiene
que darse a valer. Tiene que hacer bien las cosas que hace, tiene que ha¬
cerlas de verdad, entregarse a lo que haga. Tiene que hacer algo, no fin¬
gir que lo está haciendo.
Y ésta suele ser la oscura raíz de la insatisfacción femenina, incluso
en las mujeres aparentemente más activas, más extrovertidas. Se han ido
a otro lado de más ruido y luz a buscar la moneda perdida, no han sa¬
bido hacer frente al problema que tenían en el sitio oscuro, y tienen con¬
tinuamente conciencia de su labor vacía, falsa, puesta al servicio de un
puro anhelo personal tan insatisfecho ahora como antes. Por eso ali¬
mentan cada vez mayor resentimiento, saben que fingen estar haciendo
algo que no logra interesarlas y se preguntan con angustia, redoblados
su incomprensión interna y su caos: «¿Qué es lo que pinto yo aquí, en
esta oficina, en este sanatorio, en esta biblioteca?».
Una mujer debe tomar conciencia de que no sabe qué hacer con su li¬
bertad, cuando esto le ocurra. Saberlo, para asombrarse y arreglarlo. No
engañarse. Preguntarse por qué. No avergonzarse de ello. Es el resultado
de un trato inadecuado durante siglos y siglos. Disecan cada sentimiento
en vez de regarlo, arrojan luz sobre él en vez de padecerlo: «¿Por qué no
soy libre?». Y el pensar sobre ello inteligentemente es ya mucho de lo que
se puede hacer. Desde dentro y en la mayor parte de los casos se verá que
la libertad se puede conseguir sin encender hogueras ni dar mítines. Li¬
bertad es pensamiento, soledad. Y éste se puede poner en práctica a lo lar¬
go de los quehaceres más grises y cotidianos. Porque la reflexión con to¬
dos ellos es compatible. Pero casi nadie sabe lo que dice al decir que
desea libertad. Generalmente se desea imitar la figura que componen
otros, cuyo comportamiento hemos tachado casi siempre gratuitamente
con rencor de libre. En esto estriba todo, en el rencor a la libertad.
46
Nos gustaría por rencor hacer esos gestos, subir al coche de esa ma¬
nera, tener ese aire de dominio. Pero... ¿para ir adonde? ¿Se sabe adon¬
de querría uno ir con esos gestos, copiando esos ademanes? Pocas ve¬
ces se sabe en verdad, y lo que es más grave: no importa saberlo.
Dice Ortega: «Las cosas abstractas son siempre claras. De suerte que la
claridad de la ciencia no está tanto en la cabeza de los que las hacen como
en las cosas de que hablan. Lo esencialmente intrincado es la realidad vi¬
tal concreta, siempre única. El que sea capaz de orientarse con precisión en
ella..., el que no se pierda en la vida, ése es de verdad una cabeza clara».
«Vivir es sentirse perdidos y las únicas ideas verdaderas son las de
los náufragos. El que no se siente de verdad perdido, se pierde inexora¬
blemente.»
«Una situación tan negativa y de derrota como es haber cometido
un error, se convierte mágicamente en una nueva victoria para el hom¬
bre, sin más que haberlo reconocido» (La rebelión de las masas).
Se me dirá que también las mujeres tienen trabas -y aún más- por
parte del marido para hacer lo que quieren («mujer honrada, la pierna
quebrada») y esto es muy cierto. Lo que digo es que esa libertad no sue¬
le ser deseada como búsqueda de soledad o de verdadera relación con al¬
guien, sino para caer en nuevos espejismos y siempre, en el fondo, como
represalia. «Si él sale, ¿no voy a poder salir yo?», con lo cual siempre se
está demostrando la dependencia de otro. La mujer que -caso de que el
marido la rindiera total y exclusiva pleitesía- no echaría de menos nada
en este mundo, ésa es -por desdicha- la corriente. Y a ella me refiero.
* * *
47
que realmente es provechoso, pero siempre que la gente pueda llegar a
creerlo.» Bertrand Russell acepta todos los letreros. Habla del letrero
que llevan los hombres más que de lo que han dicho. Cae en el juego que,
a veces, parece condenar, de dejarse alcanzar por la eficacia y propa¬
ganda de un mundo prefigurado por letreros. No parece querer cambiar
nada.
No creo que interese leer sólo lo que es «bueno» para aceptarlo, y no
leer lo «malo». Conviene pensar que estas categorías de bueno y malo
anteriores a una atenta lectura no nos sacarán nunca del prejuicio y la
parcialidad. Hay que tener una actitud activa y crítica frente a todo lo
que se opina, y en este sentido conocer los motivos del porqué algo nos
parece equivocado (lo cual es muy positivo para nuestro pensamiento)
exige una inteligente y minuciosa lectura de la materia prejuzgada.
48
Malestar que producen los individuos indefinidos aún. No se le dan da¬
tos del posible letrero. Dejan de funcionar los resortes de inercia, y el
individuo tiene que elaborar por sí mismo lo que suelen darle ya masti¬
cado. Tiene que ponerse a oír lo que dice el otro, y si ello no es sufi¬
cientemente ilustrativo, si no se llega pronto a una solución a veces se
abandona el interés por oírle. Igual que en las novelas no policíacas, si
uno está acostumbrado a leer de las otras. Novelas indesinentes. Cami¬
no. Nadie mira los caminos. Mira las llegadas. Metas. Se quieren que¬
mar etapas. Ver metas en todas partes. Y sólo se abandona una ya con¬
seguida para saltar a otra, a otro «chepita en alto» que se imagina como
totalidad construida, inalterable. Los hombres van de isla a isla en heli¬
cóptero. Nada les enseña a nadar, y si nadan alguna vez «tipo perro» lo
hacen por llegar a la isla.
De noción a noción, de letrero a letrero. De oca a oca, y tiro porque
me toca. Casi avanzan los hombres, como en el juego de la oca, como
en cualquier otro juego de los que —a imagen y semejanza suya- han
creado. Aquí te presento a Fulano, escritor. El otro repasa en su mente
los temas de conversación pertinentes e inofensivos u ofensivos, según
el caso que convenga.
De ahí viene el exagerado preguntar: «¿Y ése quién es? ¿Ese que es¬
taba en tu casa, qué hace?». El afán por localizar y criar en todos los raí¬
les que orienten y sujeten el propio.
No se piensa. El hombre ahí enfrente es una inteligencia llena de po¬
sibilidades para -ayudándola, intercambiándola con la mía- llegar tal
vez a alguna isla inesperada. Te dicen: «Eso es un juego». Pero al menos
un juego nuevo, excitante, donde cuenta el riesgo, la emoción, donde
hay algo más vivo y no atufado, algo que te hace no desconfiar.
De espaldas
49
10 de abril de 1962
El parque
(Tiempo de pensar)
50
fuera del tiempo. Van a ver paisajes de mentira, ríos de mentira sobre los
que no pueden operar. Y se les mediatiza la visión del mundo, se les
traen las cosas elaboradas a una butaca, «Ahora cállate», se les mata el
deseo de preguntas.
Los niños cómodos.
* # *
51
En tela de juicio
Los juicios se tejen como una tela. Los prejuicios o juicios legados por
otros son ya el traje puesto, pegado a nuestra carne. Poner algo en tela
de juicio es prepararse para pensarlo, colocar el material sobre el basti¬
dor, delante de nuestros ojos, fuera de uno mismo. Lo que se va a pen¬
sar ahí, en tela de juicio, y no aquí, mirándolo a una cierta distancia.
Así se empieza. Con el hilo que todos tenemos en las manos. Pero
que nadie se atreve a emplear. Juegan con el hilo, lo rompen. El hilo es
inacabable y da miedo tejer con él, porque siempre lleva a la incertidum¬
bre y a la duda. Poner en tela de juicio es no aceptar a la primera, desba¬
ratar lo hecho por otro para saber por qué lo ha hecho así. Como hacen
los niños con todo lo que pillan. Pero les abortan pronto sus preguntas.
52
La gran hipocresía de las familias proviene de este mundo de ilu¬
sión, de sueño de felicidad, cristalizado en la época del noviazgo de los
padres. A este respecto no hay nada más pernicioso que el culto a los «¿te
acuerdas?» (matrimonios que van al campo a «pasarlo bien», a rein¬
ventar la propia felicidad). El matrimonio sólo puede servir para ense¬
ñarnos que la felicidad es fugaz. Es la única experiencia positiva del ma¬
trimonio, y de aceptar esa realidad es de donde viene la riqueza.
Pero nadie quiere aceptar eso y se buscan soluciones, evasiones.
Piensan que el mal está en esta o aquella circunstancia, pero no llegan
a las raíces. Nadie quiere mirar al compañero sin pretender influir en él
o sacarle ilusión, sorpresa, admiración o alguna otra cosa así. Y el úni¬
co esfuerzo positivo de la vida en común debía ser el de librar al otro lo
más posible de la propia interferencia y no dejarse a su vez tarar por la
suya, cada cual en la medida que le fuese posible, porque así de verdad
serían dos colaborando. Qué asco eso de «Dos que duermen en el mis¬
mo colchón se vuelven de la misma opinión». Que se vuelvan, pero no
por lo del colchón. No pedir entrar en el otro; y así no se pudre nuestra
persona dentro. Que nos reencuentre cada día vivos, no conservados,
fuera de él. Superar la otra presencia. Si se está debajo se tiene mayor
placer pero fare la legge se logra a base de mayor clarividencia y de sa¬
crificar placer.
Se conciben sólo dos soluciones: o todo almibarado a base de las
mentiras que sea, o tirar de la manta, irse con los errores a otro lado.
Pero hay que aceptar la prueba de vivir en común con los ojos limpios
de telarañas. El amor a otro sólo se concibe como objetivación del otro,
enjaulamiento, posesión.
Con la tara del amor hay que contar. Pero lo grave es idealizarla, tomar
todo lo intuitivo, lo espontáneo como bueno. Para mucha gente el amor
(por la idea de cosa mágica inculcada desde la infancia) es un campo
donde no puede interferir el del pensamiento. Por eso en el amor hasta
el ser más razonador claudica, se comporta de modo distinto al que ima¬
gina que sería conveniente para desembrollar la visión de sus problemas.
En el fondo tiene miedo a la situación incómoda que sobrevendría.
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bre, por la peligrosidad de su libertad (lo cual cría envidia mala de la
que quiere tarar lo que envidia).
Se le compra esta libertad, lo más digno. Pero él, a cambio, va a go¬
zar en exclusiva de la belleza que lo encantó. Acepta el juego, el trato.
De ahí viene el chantaje. Y además de perderse, limita a la mujer en su
papel de hembra, porque se ve forzado a seguirla incensando para que
la pasión, el engaño no decaiga.
No se puede uno quedar tranquilo pensando: «Esto ya es mío», sino
que, a manera de los grandes capitalistas que arman pleitos para que
nada les sea arrebatado, vigilan el lustre de su posesión y montan su
alerta que no les deja emplear el tiempo sino en la conservación inerte
de lo que debía ser fuente de energía. Así el amor ha venido a ser algo
estático, contra su propia esencia como fuente de movimiento.
«Dadme amor y moveré las montañas.»
Amor-lucha
54
ra, y cuando había otras cosas, éstas brillarán. Cuando uno no resiste el
amor sin idea de lucha, es porque tiene miedo. Sólo quiere engaños.
El hombre, cuando se cansa, repite sus errores, busca otra víctima en
vez de asquearle la lucha en sí, la mentira de los procedimientos, el
daño que hace contribuyendo a propagar lo estabilizado.
Amor y libertad
De esto se habla mucho. Pero hasta los que más hablan, en su caso per¬
sonal, claudican. Piden y dan explicaciones.
La mujer coge la libertad por represalias. No porque le guste. ¡No
ama la libertad! Sólo quiere que no la tenga el marido. Es ridículo salir
porque él también sale. Es ridículo imitar, sin deseo. «Claro, ¿y yo en
casa?» Pues si te gusta la casa, ¿por qué no vas a estar en ella? «Es que
no me gusta.» Pues ¿qué te gusta? «No sé.» ¡Ni te importa saberlo,
que es lo grave!
En la medida en que una mujer levanta vallas y prohibiciones, que se
consagra a enchiquerar al hombre, lo enchiquerará momentáneamente,
pero no hará sino afirmar la diferencia entre ellos, el deseo verdadero de
libertad en uno, y el de cazarla y matarla en el otro. La evasión sexual en
la mujer es una represalia inútil, un no haberse salido del mismo campo.
Un repetir siguiendo igualmente distante del deseo de libertad.
Mientras la necesidad de dominio en el hombre sea sólo viril, se¬
xual, no habrá aprovechado tampoco su posible influencia sobre la mu¬
jer. Un hombre que ha engañado a su mujer cree que ha hecho una
hombrada, cuando la única a que debía aspirar era a no claudicar en
nada, a redimirla a ella de ese papel de celadora de horarios, de cos¬
tumbres, a enseñarle a amar una libertad, una soledad, suyas, de ella. En
el hombre es más frecuente saber o intuir estas cosas. No tiene perdón el
que, por no «matar la ilusión», «por no meneallo» y seguir gozando de
una paz podre, las sabe y no las enseña. Una mujer por circunstancias
sociales es más ignorante pero nada adelantará si lo niega, en vez de
dejarse enseñar, con humildad, sin decir «Eso no lo voy a hacer porque
tú lo digas».
Amor y soledad
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El amor dificulta la soledad por las ataduras que cría. Es el mayor
escape conocido, el mayor espejuelo de compañía. La gente cuanto más
miedo tiene a la soledad física, más se ampara en el amor, infalible pa¬
nacea. La literatura ha respetado durante siglos tal idealización. Con el
amor a otro se pide de ese otro que nos dé todo lo que no tenemos y
ello nos deja cada vez menos libres para conquistarlo por nosotros
mismos. Se exige que llene nuestro vacío. Se cuelga uno del otro para
que nos lleve y nos mueva. ¿Cómo va a fallar lo que, desde niños, he¬
mos visto escrito con letras mayúsculas?
No hay soledad A. No hay pensamiento. Y al fallar -porque falla- a
lo largo de la vida en común le echamos la culpa a la otra persona, sin
pensar (no podemos pensar, carecemos de soledad y libertad para ello)
en que la culpa no es del otro sino de la misma idea errónea del amor.
Y tiramos piedras al otro en vez de tirárselas a las letras mayúsculas que
nos hicieron poner en la infancia a tantos nombres, hasta romper esas
letras de una vez.
Vivir en común debía ser no pedir al otro que llene nuestro vacío
sino ayudarle a encontrar su soledad, no estarle tendiendo continua¬
mente la mano.
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aparecer de la faz de la tierra. Nunca quiere -generosamente- olvidar¬
se de sí misma dándose a otro tema, fundiéndose en el interés por otra
conversación, asomándose a una ventana. El cuarto caliente en que su¬
fre, en que está, su intimidad se lo lleva puesto por doquiera, como la
tortuga su cáscara. Viaja inmersa en el baño caliente de su intimidad, y
no se asoma a nada. No sabe nada de lo que hay fuera ni maldito lo
que le importa.
Ahora bien, este apego a las propias sensaciones, característica co¬
mún hasta cierta edad con los hombres, llega a convertirse en enferme¬
dad precisamente por el hecho de que al encontrar al hombre, al amor,
le llega este tesoro, y en el legado que hace de él al otro surge el drama,
como veremos. Con él le lega todo lo que tenía. Se da a sí misma con el
legado que el hombre recoge. Que lo guarde celosamente, o que le sea
indiferente, son dos alternativas casi iguales. En el primer caso ella se
aburrirá (se le ha secado la fuente, el tema); en el segundo se pondrá a
sufrir (criará mayor preocupación aún, mayor apego a las propias sen¬
saciones). Pero lo grave es que no puede pensar en otra cosa.
El hombre normalmente tiene otros amigos con los que habla de co¬
sas no íntimas. Al menos ha contrastado los dos mundos. Si su intimi¬
dad resulta herida, quebrada, esto le suele servir para endurecerse y ha¬
cerse adulto, para criar escepticismo sobre los mitos del amor. A la
mujer difícilmente un desengaño amoroso le vale para volverse escépti¬
ca sino aún más forofa de los sentimientos. Se idealiza a sí misma, se
siente incomprendida. Y de ahí viene el semillero de complejos.
La compasión ya pone algo que repugna al amor. En cambio, la «no
clasificación», el desconcierto, lo mantiene posible. El no saberse de me¬
moria cómo va a reaccionar el otro.
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Amor, juego secreto
(Por eso, cuando el jugar llega a ser conocido por todos, cuando se
sabe que todos pueden imaginar con qué límites se han de tropezar
cada noche los éxtasis de un matrimonio ya habituado, desaparece el
mayor aliciente. Más que aburrirse o no uno mismo, es que deje de ser
secreto.)
Amor y novedad
La seriedad y la broma
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Juglaría
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El amor y el pretexto
Hay que inventarse un pretexto para huir, para salirse de una situación.
Si no se encuentra, no es válido salirse. No se admite que se diga: «Me
he cansado y me voy». A esto se llama cinismo. Hay que complicarlo
más (por ejemplo callando y dando al otro lugar a incertidumbre en la
interpretación, lo cual aumenta la zozobra y mantiene dentro de los su¬
puestos mágicos del juego).
(«Se enmascara bajo el derecho reconocido y no ofrece ocasión a
guerras de juego. Pero el juego subsiste».) Igual pasa en el amor. «Por¬
que reconocer que obran sin necesidad produce en los hombres insu¬
perable vergüenza...»
La gente sólo quiere jugar a juegos muy sabios y que por eso (para
ellos) no lo son ya. Han perdido su cariz de riesgo y albedrío, de ser
guiados por el inventor. La gente frívola es según el parecer la que no se
toma en serio la vida. Pero esto no es verdad: se toman terriblemente en
serio las diversiones y su propia postura frívola a la cual guardan fideli¬
dad. En muy pocos casos una mujer frívola que va a la modista y se ca¬
brea por un cuello mal planchado recuerda que está jugando.
■*« #
Hay palabras límite que nos ponen como piedras contenedoras al llegar
cierto momento, piedras tabú inatacables. «No, hombre. Pero es que eso
ya es inmoral» o «inhumano», o «burgués», y éstas (que son las más sa¬
gradas) son también las más confusas y atacables, las que quieren decir
menos y tienen la culpa de todo, de que no corra el río de la indigna¬
ción. Sobre estos conceptos sagrados -orden, moralidad, humanidad-
hay que aplicar sin miedo la lupa cruelmente, más que sobre ninguno.
* * *
60
A todos se nos ha ocurrido pensar alguna vez de alguna cosa que es ad¬
mitida por una particular convención (p. ej.: los trajes de época en una
obra de teatro), al notar que los espectadores entran en situación y no
se ríen: «¿Y si ese señor saliera así por la plaza de Santa Ana?». Es de¬
cir, se necesita que una cosa llame de un modo especial la atención para
que se desaten nuestras críticas o nuestra risa. De lo reconocido o re¬
frendado por cualquier circunstancia o moda no nos reímos nunca ni
meditamos o paramos mientes sobre ello.
Es muy curioso que la mayor parte de las indignaciones femeninas
y el mayor motivo de su hueca risa están producidas por el ir contra la
moda, por el ir «hecho una facha». Estas mismas mujeres que abrazan
con ciego fanatismo el rito del pelo cardado y que se atreven a tener
dignidad en sus miradas de reojo en los espejos sólo porque otras mu¬
jeres lo llevan enmarañado de la misma manera.
Dijo la Torcí: «Y si pasara eso de hablar por teléfono y verle al otro
la cara sería muy moderno».
* * *
61
de la calle Mayor, ¿no tendrá algún motivo su permiso? Si de Dios se
echa mano para aclarar los enigmas no es justo que en el caso de caos
y desconcierto no pensemos así: «Dios pretende mostrar que existen el
caos y el desconcierto. Llamarnos la atención sobre ellos. Quiere que
ese hombre sacrifique a sus hijos. Le manda matarlos». O sea: «Ese
hombre mata porque se lo manda Dios». Oír decir estas palabras, sin
embargo, escandalizaría muchísimo. Estaba poseído de una fuerza so¬
brenatural cuando mató a sus hijos, sí señora, eso era lo que le movía.
Una fuerza sobrenatural, un soplo divino. Ha querido dar un ejemplo,
sacrificar lo que en más tenía. «Detente Abraham, no mates a tu hijo
Isaac.» Pero este pobre sastre no oyó esa voz. No señora. Usted que tan¬
to se escandaliza, ¿no cree en Dios? Pues Dios podía haberle dado una
voz para detenerle. Y no se la dio. Dios quiso que ese hombre matara a
sus cinco hijos y a su mujer. ¿Y no dice usted que los designios de Dios
siempre son justos? No hay peor sordo que el que no quiere oír. ¿Para
qué paliar el espanto? Dios quiere el espanto, sí señora. Quiere ejem¬
plos, escarmientos de espanto, inesperadamente como granadas que es¬
tallan donde menos se piensa. ¿Qué me dice ahora? ¿Le siguen impor¬
tando tanto como antes los motivos privados de ese sastre? Fue un
instrumento de Dios, señora, óigalo de una vez, de Dios, que quiere y
fomenta el espanto y que por eso manda asomar a un hombre al balcón
con sus cinco hijos recién degollados para ver si al fin se conmueven las
piedras y los sordos oyen y los ciegos ven. Para ver si los hombres se re¬
tiran de una vez a buscar en todo lo que hacen y dicen la relación con
tanto, tantísimo espanto. Eso, señora, caso de que Dios entre en seme¬
jantes danzas. Pero es que usted ha dicho que en otras interviene y no
va usted a eximirle de éstas porque sean incomprensibles para su pobre
mente de dos reales. «Si Dios existiera», dicen algunos, «no permitiría
este espanto.» Y yo pienso, al contrario: «Si hay algo sobrenatural son
estas llamadas al espanto». Para mí —religioso— serían la mayor prueba
de la existencia de Dios.
Dios consolador, dulzarrón. Lo han afeminado. Afeminan todo. ¿Y
el Dios terrible, fulminante, el de las plagas y las pestes, el del espanto?
No se puede uno encoger de hombros y decir: «Él sabrá por qué lo
hace». No. Nos lo está señalando. Con el espanto sólo le pueden a uno
mandar espantarse, pensar sobre él.
La guerra parece justificable porque no suele depender de la deci¬
sión de un solo hombre. No hay a quién echarle la culpa y entonces se
piensa -a veces- en los misteriosos designios de Dios que permite tales
calamidades. ¿Por qué estos misteriosos designios no han de presidir
también la conducta del sastre de la calle Mayor, mucho más escalo¬
friante e incomprensible? ¿Por qué ha de aislarse su proceder, conde¬
nado en sí mismo como el de un leproso, como si no estuviera en¬
granado en lo divino y lo humano, como si no tuviera relación con nada?
62
La señora de azul del metro
No se sabe hasta qué punto es uno falso cuando dice tener interés por el
próximo oprimido. Se usa muchas veces esta afirmación como trampo¬
lín para la propia actividad. Lo de que esa señora coma mejor o tenga te¬
levisión -incluso en los que ven eso como un mejoramiento de la condi¬
ción humana—, creo que interesa sólo como tranquilidad de la propia
conciencia para poder poseer este aparato uno mismo en paz de espíri¬
tu y fumándose buenos puros. En este sentido debe rechazarse por poco
sincero todo intento de reforma social. La conciencia intranquila tiene
de bueno la posibilidad —aunque remota— de no caer en la total inercia
y de reflexionar de verdad sobre uno mismo, sobre los motivos oscuros
del propio descontento, que se suelen justificar hipócritamente, sin que¬
rer perseguirlos, agarrándose a las explicaciones más expeditivas y có¬
modas para acallar esas voces intemas de malestar que nos molestan.
La gente que de estar quieta y en paz no va a saber sacar nada, sa¬
luda como bueno cualquier cambio.
* *
* * *
63
¡Con la ilusión que me hacía!
Hacerle a uno ilusión.
Hacerse uno ilusiones.
Matrimonio
64
la que por lo menos los antiguos contaban como con algo indiscutible.
Creemos los de ahora que estamos libres de tales mitos y no nos ocu¬
pamos de ponernos en guardia contra su corrupción, más solapada y
demoledora.
«La urbe» Ciudad y urbe no eran palabras sinónimas entre los anti¬
guos. No se puede pensar que las ciudades actuales respondan al patrón
de las antiguas. Hay una diferencia absoluta, radicante en lo religioso.
Tienen una razón de ser ontológica y total.
«A medida que iban mejorando, sentían más amargamente lo que
les quedaba de desigualdad.» Igual pasa con las mujeres de hoy aparen¬
temente emancipadas. Hay sin duda, en todas las evoluciones de este
tipo, un período de descontento en el cual se da una clara contradicción
y, digamos, ambivalencia. No saben aún lo que quieren o podrían hacer
con su independencia. Están atadas a su condición histórica, a la dul¬
zura morbosa de ser mandadas y sin una mano que las dirija son mo¬
nigotes aún incapaces de luchar contra su condición, o al menos de lu¬
char de un modo profundo, verdadero, desde dentro de ellas mismas.
El sexo
* •*< *
65
sea el más fuerte, pero no por la fuerza bruta sino por la inteligencia y
colaboración.
¿Será inevitable la guerra entre hombre y mujer? ¿Por qué? En la
historia -veo- sólo se pasa por épocas de vasallaje del hombre, o al re¬
vés. No hay alternativa. ¿Cómo, con los avances de la mentalidad ac¬
tual, no se destierra, es imposible descastar ese espíritu de lucha? Por
una parte, sería ideal la colaboración inteligente dentro de la estructura
matrimonial, pero por otra los supuestos de esta misma estructura con
sus prohibiciones y limitaciones agrian toda recta intención favorecien¬
do los rencores y complacencias narcisistas, y favorecen el espíritu
de venganza. Una vez más se impone el arreglo desde dentro no desde
fuera.
Ahora la mujer que se dice moderna sigue, empero, con sus taras y
cuando se ha de agarrar a algo seguro, se agarra a la casa, la esgrime
como arma de defensa, creyendo haberlo mudado todo por simples
transformaciones exteriores (cuadros, picús) que podrían desorientar a
los muy ingenuos. Pero el sentido de defenderse en la tradición, atrin¬
cherándose en lo que juzga más suyo, es evidente.
Sexo
Tal vez -lo admito- puede servir como síntoma, como piedras tiradas a
un determinado estado de cosas, pero ¿no bastará ya? ¿No se habrá
convertido en categoría admitida por el público esnob pasivamente?
Además, la gente que va al teatro se divide:
A) en la que cree que esas cosas pasan como en un mundo marcia¬
no, y las aceptan por seguir una moda, a regañadientes;
B) las que están seguras de que el mundo se rige por el sexo y con¬
tribuyen solapadamente a tal tiranía.
Pero estas obras afirman una inercia, no dan ganas de revolver a ver
si se encuentra algún cáncer en ese revoltijo.
* * *
Yo digo que lo malo son las taras psicológicas que ha dejado la familia
en la mujer y en el hombre -celos, recelos, etc-, que no se pueden des¬
truir de un plumazo. Porque, si no se cuenta con ellas, se enmascaran
soterradamente adoptando formas aún más tiránicas e incombatibles.
Lo malo de las ligas de mujeres es que no parece evitable que haya en
ellas algo de «lucha contra el enemigo común».
* * *
66
Parece evidente que en nuestro tiempo el ingrediente de lo sexual ha to¬
mado un lugar preponderante en la vida y en la literatura. Pero digamos
en qué sentido.
Hay una extraña confusión de terrenos entre lo intelectual y lo se¬
xual, un continuo coger el rábano por las hojas. Vamos a ver por qué
digo esto. Comoquiera que el amor concebido a la antigua ha venido a
menospreciarse como estilo, parece muy revolucionario lanzar moldes
distintos. Así por ejemplo una mujer, al arrancar de su horizonte deter¬
minadas formas de llegada a lo sexual, al declararse a sí misma y a los
que la rodean, rompedora de prejuicios, cree haber llegado en triunfo a
algún lugar.
En los medios intelectuales esto se confunde con la inteligencia. Esta
abertura, rebelión, rotura con las formas que en todo caso —si se tratara
de una liberación verdadera (y luego volveré sobre esto)- podría repre¬
sentar el camino para dedicarse a actividades más nobles, no suele ser
en la mayoría de los casos sino una manifestación de personalidad. Un
valorarse en contra de la corriente, un reclamar la atención sobre la pro¬
pia persona.
Las jovencitas del romanticismo tomaban vinagre porque su palidez
atraía la compasión y ternura de los hombres, conformados por los es-
lóganes de los poetas. La ternura era entonces el vehículo del amor y
quien acertaba más sabiamente a despertarla había entrado de lleno en
ese juego casi religioso del apasionamiento a la moda que ahora nos pa¬
rece ridículo y convencional. Pero no mucho menos esclavas de las con¬
venciones resultan ser las gentes de ahora, aunque estas convenciones
por ser nuevas a casi nadie se lo parezcan todavía. Me refiero sobre todo
a esto: ¿de qué ha triunfado, en qué se ha apartado de las ataduras del
amor uno que ha idealizado el sexo?
Las mujeres de ahora, que presumen de no dar importancia al amor,
yo creo que se la dan más que nunca. Continuamente me encuentro con
gentes autoengañadas a este respecto. Por eso hablaba al principio de
confusión. Una muchacha de las que se dicen sin prejuicios, si rompiera
con esos prejuicios por deseo de llegar a entender alguna cosa, se levan¬
taría más de su limitación que cuando lo hace por puro deseo de llamar
la atención del hombre proponiéndose como mercancía más a la moda,
más apetecible. Esta es la base del descontento imperante por doquiera.
Me indigna muchísimo cuando oigo decir que la entrega al sexo es
una liberación. Decir esto es un no ver más allá de las propias narices.
La entrega al sexo cría los mismos vicios y atolladeros psicológicos que
la entrega al amor criaba. Mientras no se vea el sexo como relativo y ac¬
cesorio -y el imperio a que llega es alarmante- no podremos decir estar
fuera de él.
* * *
67
La Torcí: «Le echan un pintarrajo y pesquen lo que pesquen, da igual».
La mujer «dueña de casa» no evita las apariencias de trabajo sino que las
hincha, precisamente cuando a menos le han ido quedando reducidas,
pero el prescindir de este derecho a ser valorada mediante lo que se ha
establecido como el cumplimiento de su condición, daría al traste con
su condición misma. Pocas veces te dice una mujer que en la casa no
hay que hacer casi nada, como es la verdad. (Cuánto tiempo perdido en
quejarse. Y el quejarse produce desorden, derrota, anulación.)
Ocio vicario. Ocupaciones útiles como método de atribuir al amo o
a la casa una reputación pecuniaria fundándose en que se gasta en ella
una cantidad notoria de tiempo y esfuerzo.
El apartarse de la mentalidad de ocio-vicario representaría para una
mujer la verdadera liberación de estos trabajos, ya que -al penetrar la
trampa que hay bajo su implantamiento- los cumpliría abreviándolos y
sin ser esclava de ellos, es decir libremente, como algo que se podría de¬
jar de hacer, algo bastante indiferente.
Cuando la mujer coge poderío se agarra al consumo ostensible
como revancha, funda en ello su fuerza y esencia, más que el hombre.
Más debe considerarse como una cosa a la mujer que se «cubre de bri¬
llantes de la cabeza a los pies» que a la que se da sólo lo necesario para
su sustento. Y esto es lo grave, que la gente no lo cree así. Que sólo se
conoce esa vía de aparente liberación para la mujer, cubrirla de joyas,
hacerla juguete de lujo.
El ocio ostensible tiene que decaer -digo yo- porque la furia para
buscar dinero, para entregarlo al consumo ostensible condena al hom¬
bre moderno a una actividad sin límites, de la que -disiento de Veblen-
no se considera avergonzado. Frases como «estoy agobiado de trabajo»
me parecen evidentes portavoces, emblemas de reputación ante los
demás.
68
CUADERNO 2
69
'
Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo
71
despreocupado de la vida en el mundo. Ahora se produce el fenómeno
contrario: se lanza al mercado de la vida, cierra las puertas de los claus¬
tros y se dedica a impregnar con su método esa vida, a la que transfor¬
ma en vida racional en el mundo, pero no de este mundo ni para este
mundo.»
Richard Baxter, Eterna paz del santo (Saint’s everlasting rest, 1650).
Reprobable el descanso en la riqueza: «quien quisiera descansar perpe¬
tuamente en el “albergue” que Dios le da en posesión, ofendería a Dios
aun en esta vida. Casi siempre, el descanso en la riqueza adquirida es
precursor de la ruina. Si tuviésemos todo cuanto pudiéramos tener en el
mundo, ¿sería todo lo que esperábamos tener? En la tierra nunca se
dará un estado de ánimo en el que nada se desee, porque, por voluntad
divina, no debe ser».
John Wesley: «Yo temo: donde la riqueza aumenta, la religión dis¬
minuye en medida idéntica; no veo, pues, cómo sea posible, de acuer¬
do con la naturaleza de las cosas, una larga duración de cada nuevo
despertar de la religiosidad verdadera. Pues, necesariamente, la reli¬
gión produce laboriosidad (industry) y sobriedad (frugality), las cua¬
les son, a su vez, causa de riqueza. Pero una vez que esta riqueza au¬
menta, aumentan con ella la soberbia, la pasión y el amor al mundo en
todas sus formas. ¿Cómo ha de ser, pues, posible que pueda durar mu¬
cho el metodismo, que es una religión del corazón, aun cuando ahora
la veamos crecer como un árbol frondoso? Los metodistas son en to¬
das partes laboriosos y ahorrativos; de consiguiente, aumenta su ri¬
queza en bienes materiales. Por lo mismo crece en ellos la soberbia, la
pasión, todos los antojos del mundo y de la carne, el orgullo de vivir.
Subsiste la forma de la religión, pero su espíritu se va secando paulati¬
namente. ¿No habrá algún camino que impida esta continua decaden¬
cia de la pura religiosidad? No podemos impedir a la gente que sea la¬
boriosa y ahorrativa. Tenemos que advertir a todos los cristianos que
están en la obligación y el derecho de ganar cuanto puedan y de aho¬
rrar lo que puedan; es decir que pueden y deben enriquecerse». (A pe¬
sar de las malas consecuencias evidentes, el imperativo categórico pu¬
ritano de trabajar y enriquecerse es demasiado fuerte en Wesley,
incapaz de sustraerse a su tiranía.)
«No hay duda que la pura objetividad, el realismo puro trae consigo
(por ejemplo en economía) cierta dureza y desconsideración, que acaso
no tendrían cabida en una conducta más personal, más sentimental.
Pero la dulcificación de las costumbres no se debe a ese personalismo
sino más bien a los desarrollos puramente objetivos del espíritu, que re¬
presentan justamente el aspecto varonil de la cultura.»
72
■CuDAa feteU;.: im'fyo
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A¿ h¡Mti Bs/y\
LA CASA. Es muy curioso, y siempre me ha llamado la atención, que
una mujer acepte sin desdoro y hasta con un cierto entusiasmo inicial la
idea de ir a cumplir fuera de casa -y esmerarse en ellas- tareas que aban¬
dona o repudia en el propio hogar.
Esto responde a un deseo de valoración. Y el sentirse valorada una
mujer tiene gran relación con la independencia económica. Hasta qué
punto son un círculo vicioso estos trabajos se demostraría con el ejem¬
plo extremo de una mujer que ganase mil quinientas pesetas yendo a
cuidar niños y abandonase los propios en manos de una criada a la cual
pagase esa cantidad. (Pero para sentir aliciente en el cuidado de los pro¬
pios niños tendría que sentirse admirada o valorada por el varón que
viese en esas tareas algo importante. Una mujer siempre está con su ma¬
rido como con el profesor que le tiene que poner la nota. Y la moneda
que trae la mujer a casa cuidando niños fuera la puede poner junto a la que
trae él de su trabajo, sin comprender que no se trata de este tipo de emu¬
laciones comparativas, sino de un interés verdadero por hacer bien lo
que se está haciendo.)
Filosofía de la coquetería
La coquetería tiene que ver con el «darse a valer». La mayoría de las
mujeres son conscientes de que con la posesión se acaba el incentivo.
De ahí derivan los métodos de guardarse hasta después de haber pasa¬
do por el altar.
Por lo menos estos esquemas antiguos tenían de cierto lo que de
brutal. Pero por desgracia la tendencia actual de un aparente «no dar¬
se a valer» viene a ser paradójicamente un valorarse y afirmarse en el
derecho y la fidelidad al sexo como reinante absoluto. Y mientras
el sexo siga produciendo hastío, lo cual indefectible y afortunada¬
mente siempre pasará, será cada vez más erróneo intentar estabilizar
su imperio.
El hombre ha lanzado a la mujer -para su comodidad- Unos nuevos
eslóganes o patrones por medio de los cuales ella se da a valer, por ca¬
minos distintos de los tradicionales, y luego cuando ella los ha acepta¬
do, le es duro reconocer que le nausean y esclavizan tanto o más que las
coqueterías anteriores. De ahí derivan los chantajes. La idea de omni¬
potencia. «El poderío de la mujer sobre el sí y el no es anterior a la de¬
cisión; porque una vez tomada ésta, da fin al poderío en todo caso. Pero
la coquetería es el medio de ejercitar ese poder en forma duradera.»
El libro de Simmel con su perenne tono de consuelo tiende a man¬
tener a las mujeres en su órbita relativa y a hacer como fatal la limi¬
tación de su inteligencia, mucho más que si fuera un libro cruel, de dia¬
triba.
El hombre busca su morada fuera. La mujer la tiene en sí. El des¬
contento actual de las mujeres es quizá el más claro elemento que con-
74
tribuye al caos. Pasadas sus euforias de propósitos feministas tal vez
empiezan a intuir que a pesar de todo están debajo. El descontento
del hombre es propio también de otras épocas. El de la mujer es
específico de ahora. Empiezan a estar renegadas de su íntima condi¬
ción, no de las desgracias objetivas que en otras épocas deben haber
sido miradas como fatal acontecer, sino de su propia esencia que no
quieren aceptar.
1. época: aceptación, sumisión; 2.a: euforia, rebeldía (feminismo),
afirmando tener lo que no se tiene (por revancha); 3.a (que apunta aho¬
ra): descontento, una especie de pérdida de fe en esos ideales. Náusea.
No querer la mentira (Marilyn) ni tampoco atreverse a aceptar. No quie¬
re eso pero no sabe ser de otra manera. (Se ha roto la unidad armónica
que Simmel achaca a las mujeres. Tragedia.) Futuro: una aceptación más
inteligente de la propia naturaleza.
El arte, el cine, ha descubierto horizontes, espejismos de triunfo.
Pero las mujeres se sienten relegadas cuanto más se las quiere enaltecer
al papel mortificante de mercancía. Cada vez se sienten más defrauda¬
das. (Les dan -o se dan ellas mismas- gato por liebre.)
«La mujer es más fácil de definir que el hombre, pero “una” mujer es
más difícil de definir que “un hombre”.»
El hombre quiere por una parte acogerse a esa «paz del hogar», por
otra criticarla, ponerla lejos y hacer teoría de ella. Pero de los zarándeos
es víctima la mujer.
Filosofía de la moda
Propensión psíquica a la imitación. La insatisfacción de los seres ab¬
solutamente miméticos (sobre todo mujeres) porque contradice este
comportamiento su ansia de unidad.
En las nuevas modas de orientación social creo que se trata, contra
lo corriente, de imitar a la clase inferior y su fracaso consiste por ahora
en que no casan íntimamente las formas adoptadas con la esencia de los
individuos que quieren pasar por «falsos pobres», por ejemplo. Esto da
lugar a desquiciamientos grandes. Ahora se ve peor lo «hortera» que lo
«pobre» y lo hortera consiste en imitar a los ricos, que se van despresti¬
giando (criada con la señorita: ¿Cómo le gusta a usted vestir así?). El
peligro de la mezcolanza mueve a las clases de los pueblos civilizados a
diferenciarse.
Personalidad. Anuncios de los periódicos: la personalidad está en el
vestir, en usar tal o cual perfume. Pero por otra parte estas consignas
empiezan a entrar en la grey. Con un traje viejo se tiene más personali¬
dad desde el punto de vista de que es la persona la que lo habita, no ella
la habitada, la uniformada.
Sin la «necesidad de conjunción» no nace una moda. Búsqueda de
sensaciones fuertes de actualidad. Pero la entrega al presente no es la en-
75
trega a la actualidad. El verdadero presente es intemporal, está fuera de
la contraposición con el futuro, con la caducidad, está fuera de la prisa.
En puntas agudas, en muelles no se descansa, la actualidad está he¬
cha de muelles, en ella no se ve nada porque el sobresalto, la amenaza
de ser disparada a otra postura ulterior impide toda inmanencia, todo
congraciarse con el presente.
Moda y envidia. «Estamos a la vez más cerca y más lejos de lo que
envidiamos que de aquello cuya posesión nos es indiferente.» La envi¬
dia al hombre. Se envidian resultados, no contenidos.
Moda y vergüenza. Muchas mujeres se azorarían de presentarse en
su cuarto y ante un solo hombre extraño con el descote que llevan a una
reunión donde hay treinta o cien.
Afán de inclusión femenino, de embarcar a otros en los planes. Pla¬
nes colectivos. Las pandillas, maldición a los que se rajan, sobre todo si
son «buenos elementos». Hasta en los pareceres y opiniones se preten¬
de solidaridad con otro. «Yo soy como tú.» «Las personas como tú y yo.»
Alicientes extraños. El vino; cobardía de apoyarse sólo en el propio yo
desnudo, de presentar tanto desvalimiento. Y esto en las mujeres es más
patente.
76
talismánicos, como si eso le protegiera y arropara de la temida soledad,
ahuyentándosela.
Época de los dioses y de los héroes. En ella se echan los cimientos
del amor, de la mitifícación y personalidad intransferible del ser amado.
Toda religión tiene su asiento en la personificación de un héroe-dios. De
la misma manera la personalización del amor no surge —con todas sus
secuelas— hasta que se mitifica el ser amado.
Compensación. Comienza el sentido del «dar a cambio», del «tanto
me has hecho tú como yo te hago», «si me tratas bien, bien te trataré, si
no, no», es decir, el comercio introducido en las relaciones humanas, a
lo cual da lugar el naciente sentimiento de la justicia. Lo que comienza
tomando cuerpo en derecho, en castigos y premios se extiende después
a las relaciones humanas, al dominio de lo psicológico. Cuentas de lo
que se da y lo que se recibe. Venganza personal.
El deseo de explicarse las cosas que en los niños se traduce en su
afán de preguntar cosas a los padres, sin duda existía igualmente vivo
en los pueblos primitivos, en contacto con la naturaleza. Ahora bien, sus
preguntas ¿quién las contestaba? Nadie. De ahí el origen del mito, no
apoyado en ningún testimonio, en ningún aserto de nadie que lo sostu¬
viera por creencias anteriores. El origen de los primeros mitos -simples
representaciones del sol o la luna como bolas que se han lanzado desde
la tierra y han quedado allí colgadas- es por eso como una materia só¬
lida sobre la que se han añadido estratos de elaboraciones posteriores,
hasta llegar a la idea religiosa.
Las primeras preguntas de un niño acerca del mundo suprasensible
son siempre concretas y lógicas, pero admiten el cuento, la pura fanta¬
sía como adecuada contestación.
Culto de Dionisos. Relación de la religión con la sexualidad. Apa¬
rato de que se rodea el culto; noción del éxtasis. Nacimiento de la idea¬
lización del sexo. Sin aparato y preparación no hay mitología del sexo.
(Lo del cura de Almería; lo del primo portugués, relación estrecha de lo
prohibido con lo deseado, de lo difícil con lo -a la vez— perdurable y efí¬
mero.) Alicientes del placer buscado por toda clase de caminos.
El sexo pertenece a los démones. Pero si al sexo se le despoja de
toda preparación y misterio, no significa nada. Al beatificarlo se le des¬
beatifica, al hacerlo dios con minúscula, se le quita el misterio de lo de-
mónico y mágico. Es vacío, tonto. El sexo tiene que ver con el mundo de
los démones. Y el alma que encierre es hollada, matada. El hombre se
suicida por culpa del sexo (gallina de los huevos de oro).
Nunca se debe pensar que por medio del contacto sexual se ha ob¬
tenido nada de claridad, sabiduría o esas cosas. Debe uno resignarse a
tomarlo como una incursión al mundo de los démones, a la casa de bru¬
jas de la feria, en la que ya otras veces se ha entrado. Delirios, cosas que
no se apresan ni dejan enseñanza tras de sí, ni claridad ni nada.
77
Joseph Campbell, El héroe de las mil caras
78
su deseo de revancha? Cuando al fin es elegida ¿no habrá en su domi¬
nio la venganza de quien quiere hacer purgar la espera padecida?
«Déplorer que les mots trahissent le sentiment “ineffable”.» (Cf. «No
le llames “mi novio”, se me cae el alma a los pies».)
Desde Voltaire a Freud se ha hablado de una desviación sexual en el
«amour courtois». Pero es siempre «buscando otra cosa». En el sexo no
se encuentra más que el sexo, o sea oscuridad. Por lo tanto lo que ellos
buscan, por muy impreciso que sea, es natural que no lo busquen en el
sexo. Ahora, por contraste, en el sexo se empeñan en hallar y atesorar
todo lo que no tiene por qué existir allí, le inventan unas riquezas y do¬
nes inadecuados.
La mentira y el amor. Modas. Mimetismo. Esto en el amor tiene un
lugar preferente.
Tema de las albas. La tragedia está en el paso de lo uno a lo otro, en
la imposible armonización del dormir y el despertar.
* * *
79
Lo malo no es que no se entre sin avisar en la casa del vecino como
señala Fromm, sino para qué se entra, para propagar la llaga del vacío
y del chismorreo. Fromm señala como un bien la intimidad. Señalar la
soledad como un mal es cosa grave. Amistades de los niños son tam¬
bién sociales, se buscan por los padres.
«Cuando los hombres han llegado a hablar como si sus oídos hu¬
bieran adquirido vida, ya es hora de que alguien los derribe.» El único
uso de las cosas es aplicarlas al servicio de las personas.
Los hombres, además de sus cadenas, también tienen que perder to¬
das esas necesidades y satisfacciones irracionales que nacieron mientras
llevaban las cadenas.
¿No es el trabajo una parte tan esencial de la existencia humana, que
nunca podrá reducirse ni se reducirá a una insignificancia casi total?
(Piénsese en las mujeres que reducen su trabajo hasta lo más posible, y
que es entonces cuando empiezan a sentirse angustiadas e intranquilas
por la acuciante necesidad de llenar el vacío, aún más patente que antes.)
Hacer todo lo que se hace concentrada y pausadamente, con in¬
tensidad. Agarrarse a la idea de que es uno feliz, aun a costa de men¬
tiras.
Deseamos emplear nuestra energía en algo que tenga sentido, que
nos conforte si lo hacemos. Pero el que un trabajo tenga sentido o lo
deje de tener depende en gran medida de nosotros. Y vuelvo al proble¬
ma del trabajo de las mujeres.
Están condicionadas por la idea heredada desde siglos de que ese
trabajo «no es suyo», que por medio de él tienen que dar cuentas a al¬
guien de algo, que no construyen ni inventan nada. Pero ¿no es mu¬
cho inventar una casa, un estilo de vivir, dar a los hijos posibilidad de
desarrollarse y entender libremente las cosas? ¿Por qué hacen hijos
las mujeres? ¿En qué reside este aserto tan extendido y que ninguna
quiere dejar de admitir de que un hijo lo es casi todo, sangre de su
sangre?
Analicémoslo con sinceridad. Un hijo podría ser ocasión de trabajo,
si estuviera ahí por su cuenta. Pero no lo está. La mayoría de las muje¬
res tienen hacia los hijos la misma actitud errada que hacia las demás
cosas. Se lo apropian y engullen. Un hijo, no puesto a una cierta dis¬
tancia, es igual que estarse dando masajes a un brazo o a una pierna
que se quieren embellecer. No quieren poner al hijo ahí, separado. Y
esto no solamente es grave para el hijo, sino para la mujer misma que
seguirá obcecada en la consideración de que aquello es su vida. Pero
como no es «razón de su vida», es decir «objeto de trabajo, atención y re¬
flexión», sino ciegamente su vida, englobada con toda irracionalidad,
resulta que cuando el hijo, por caminos misteriosos (pocas veces ayu¬
dado por la madre sino en lo puramente material) logra hacerse perso¬
na libre e independiente, abrir sus ojos con criterio autónomo, en vez de
80
alegrarse como quien ha llevado a cabo un trabajo, se odia a esta excre¬
cencia del propio cuerpo que al alejarse lo empobrece y mutila.
Y por estos caminos se llega a la extraña contradicción de que una
mujer reniegue de lo que ha pregonado como más importante y queri¬
do de su vida, como única razón de existir en muchos casos. ¿Cómo po¬
dría entenderse, por ejemplo, como obra casi de arte la relación familiar
levantada, sacada de las propias manos con alegría?
A un nmo hay que vestirlo, lavarlo, darle de comer. Y en esta reata
de acontecimientos a que la mayoría de las mujeres dedican un esfuer¬
zo casi siempre de inútil derroche, van dejando su piel y sus ilusiones
con amargura. Creen que ya no les queda tiempo «para lo otro».
Separan lo uno de lo otro. Intuyen que hay otra cosa. ¡Pero si todo
está mezclado! Claro que hay otra cosa que no son las papillas, pero esa
otra cosa se puede encontrar y descubrir también mientras se hacen las
papillas. Y la única solución la encuentran en dar a hacer la papilla a
otra persona. Ya. Creen haberlo arreglado todo. Ahora se tendrá más
tiempo. ¿Para qué? Hay que inventar un para qué. Para acompañar al
marido. O para buscar un trabajo. ¿Pero al marido en qué y cómo se le
va a acompañar, ni a nadie en este mundo, sin ser capaz de salirse de sí
mismo? ¿Y qué sentido podrá tener un trabajo buscado así histérica¬
mente, abandonando con asco y tedio los que a uno le concernían en
manos mercenarias? ¿Cómo se va a hacer bien un trabajo que no es de
uno, que no le toca nada a uno, si no se ha sido capaz de transfigurar y
dar sentido al que tenía mayores probabilidades para ser propio? Yo no
digo que una mujer tenga que dedicarse forzosamente a tareas case¬
ras; digo que si las hace debe querer trascenderlas y que puede, a través
de ellas, como a través de cualquier otra labor, trascender ese trabajo,
crear algo con él.
¿Qué diferencia esencial existe entre ese trabajo y el que se haga en
un colegio, en una academia, en una oficina -esas ideas que tantas ve¬
ces tientan a las mujeres? En el fondo ocurre que, entrando en estos lu¬
gares se sentirían incorporadas, manipuladas, mandadas. Lo que pasa
es que tienen miedo a la soledad, a la independencia, a la creación.
Igual que el trabajo de casa lo hacen para pasárselo a revista al ma¬
rido o a la madre o a la amiga (y mientras lo hagan con este objetivo ja¬
más lo estarán realmente haciendo), de la misma manera querrían -en
mayor escala- escaparse a otro sitio donde la ilusión de eficacia fuera
mejor llenada, propalada ante un grupo mayor que ciegamente se apun¬
tala, hombro contra hombro.
Envidiar a un hombre es absurdo. La mayoría de ellos que valen, en¬
tran y toman cafés, están engranados en esa rueda qué desde casa pare¬
ce brillante y atractiva. ¡Error mayúsculo! Una mujer debiera tener más
paz y equilibrio que cualquier oficinista, mayor capacidad de autocons¬
trucción si fomentara su razón, su autonomía. Porque lo importante, o
81
sea que el trabajo que se hace nos concierna para aprender algo a través
de él, nunca es tan indudable como cuando se tiene entre las manos
algo que uno ha escogido -o debiera haber escogido- libremente como
casarse y parir.
El aspecto social de la situación de trabajo. Diferenciar este aspecto
del técnico. Si la consideración de un ama de casa fuera mayor, a las mu¬
jeres les gustaría más ser amas de casa. El trabajo que hace una criada
parece deleznable por la consideración, no porque sea más o menos di¬
vertido. La mayoría dicen «yo eso lo hago mejor si me pongo», lo pre¬
gonan. ¿Y por qué no se ponen? Hacer una comida estropea las ma¬
nos, pero ¿para qué se quieren esas blancas manos sin estropear? ¿Qué
papeles, qué abstracciones manejan en una oficina?
A la mujer le tienta la abstracción pero no es capaz de llegar a ella.
Quieri no puede abstraer al hijo, hacerlo cosa separada del propio vien¬
tre ¿a qué otra cualquiera mucho más complicada va a atreverse a aspi¬
rar? ¿Cómo puede hacer suyo -en el sentido verdadero de la palabra-
ningún interés ni pensamiento, ningún trabajo, quien a través de este
trabajo sólo quiere brillar, afirmarse?
«Difícilmente habrá un tipo de trabajo que no atraiga a ciertos tipos
de personalidades, siempre que social y económicamente estuviera li¬
bre de sus aspectos negativos.» No es trabajar lo que importa, sino tra¬
bajar con sentido. Y el sentido viene de dentro de quien hace el trabajo,
de pensar en él como en todo habría que pensar en este mundo. (Lo del
parque y el tiempo tirado a la basura.)
Más importante que juntar a los individuos de esa «muchedumbre
solitaria» de que habla Fromm me parece buscar los caminos para que
saquen fruto de su soledad. Saliendo a cantar juntos por los campos,
danzando y admirando juntas, como preconiza el autor, no creo que se
lograse sino un embobecimiento general, un sumirse en el mero placer
de la compañía, sin preguntarse por nada ni buscar trascender la propia
condición.
«Seamos creyentes o no... podemos unirnos en una firme negación
de la idolatría y encontrar quizá en esta negación más elementos de una
fe común que en cualesquiera aseveraciones acerca de Dios.»
Las mujeres saben que la estabilidad de una sociedad reposa entre sus
manos de madres. Deberes y derechos.
A los hijos ¿quién los atiende? Las mujeres o estaban con los hijos
sin saber nada ni pensar nada, inertemente, como víctimas seculares de
un estado de cosas que no soñaban con superar; o cuando empiezan a
saber algo mandan a los hijos lejos de sí, como carga que las avergüen¬
za. ¿Cómo no piensan en aplicar a ellos su más clara inteligencia? El
82
periódico femenino fomenta ese instinto de la mujer a no pensar, a ir en
grupo, a salirse de sí misma.
«Désorientées, elles éprouvent un intense besoin de communiquer
leurs experienees, de quéter une approbation ou une connivence: le
journal devient alors un trait d’union et la preuve méme de leur appar-
tenance á un groupe.» Amigas íntimas. Deseo de autoafirmación. Esto
es común a todos los humanos pero en la mujer forma parte de su na¬
turaleza misma, un distintivo sobre el que hay que meditar para enten¬
der sus fallos y relaciones. Las confidencias (¿es tal vez una secuela del
espíritu del catolicismo, confesión, comprensión, perdón de los peca¬
dos?). Este tono íntimo de hablarse las mujeres unas a otras convendría
analizarlo.
«Je me demande si le sentiment qui nous unissait était vraiment l’a-
mour ou une afection profonde née de Ehabitude d’étre toujours en¬
semble.» Siempre se hace relación comparativa al gran amor sin que na¬
die se haya cuidado jamás de decir cómo es y menos de demostrar que
puede ser buscable y encontrable. Es el del amor uno de los conceptos
más fáciles de ser agarrados como una chaqueta que cada cual se pone
de la manera que quiere.
«Maintenant, ma chérie, le soleil luirá enfin pour nous deux d’une lu-
miére qui durera toujours.» Esto es lo que sostiene y da entidad a la no¬
vela rosa. Pero el mundo sentimental de la novela -unido para mí a la
gran crueldad y deseo de mando que conjuntamente alimenta en las al¬
mas femeninas- no es algo tan transitorio y desaparecido. Toma, eso sí,
nuevas formas, pero está por estudiar y demostrar el hecho de que haya
desaparecido.
Buenos y malos muy netos, otra de las características de la novela
rosa. La mala fumaba. Pero hoy se han cambiado los papeles en litera¬
tura. La mala es, sin excepción, la gazmoña. Hay pocas novelas o piezas
teatrales en que se dé margen al intercambio, al gris, a la ambigüedad.
Hay quien desea quedarse en el malentendido, porque, saliéndose
de él levantaría la obstrucción al entendimiento sobre la que reposa la
causa de lo que más ama: su infelicidad martirizada.
Madame Bovary. El bovarismo de que habla E. Sullerot debe ser, sin
duda, correspondiente al que se podría llamar clarinismo o regentismo,
es decir, la exaltación de la mujer incomprendida. Y sin embargo, ¡qué
seriedad, qué tragedia hay en el personaje de Ana Ozores!
La gente desvalida. «Tout autant ou plus encore que la réponse á son
probléme, la lectrice attend une marque d’intérét de son journal.» Los
«consejeros» tientan el corazón de las lectoras, nunca les señalan la posi¬
bilidad de cura por medio de la mente o de la razón. Manipulan con ese
corazón abierto que ellas les entregan, sin salirse del terreno por ellas se¬
ñalado.
«... Einformation comme la philosophie qui s’en dégage doivent étre
83
supportées par un visage, une personne. Et puis la personne mange l’in-
formation et tient debout toute seule; tout ce qu'elle fait alors, boire ou
dormir, devient information.» En las mujeres lo que es un milagro, lo
que no hay que analizar por el miedo de tener que llegar a rechazarlo
autónomamente, hace furor. De eso se aprovecha la propaganda que
conoce bien estos ocultos mecanismos y estabiliza las barreras imposi¬
bles de franquear entre la lectura de estos periódicos y un pensamiento
crítico, libre, verdadero.
El nexo entre efecto y causa es bastante lejano. Se acepta cualquier
explicación pretendidamente técnica en la cual hasta palabras y sustan¬
cias inventadas pueden intervenir.
Dice que se ha desmitificado la idea de la belleza, pero no es ver¬
dad. Se ha convertido en dios a la firma del periódico que dicta leyes
más o menos razonadas y detrás de la cual hay una mujer que ha sufri¬
do y comprende todos nuestros posibles complejos.
El que uno pudiera seguir siendo siempre en su casa un ser apetecible
sería algo monstruoso porque se quebraría, a cada momento, la posibili¬
dad de verdadera relación con la otra persona cuyos instintos animales no
se dejan de despertar. La posibilidad de ser una persona, de entender algo
y aclararse en algo con respecto a esa casa de la que se está haciendo pro¬
blema, se cae al suelo con el simple hecho de no dejar de ser apetecible,
se pasa a ser una silla, una comida, y se convierte en algo inimaginable el
trascender esa situación. Es lo más horrible que se puede aconsejar.
Creyendo, como creía Eva, que fomentando menos periódicos de
mujeres se puede llegar, como dice E. Sullerot, a una prensa «cada vez
más indiferenciada por ser la expresión de una civilización donde hom¬
bres y mujeres viven juntos y no separados» se comete un tremendo
error, tal vez inconsciente. Los hombres y las mujeres viven cada vez
más arraigados y condicionados por la barrera que les impone su sexo
y con esta pretendida «evolución femenina» no se logra sino que sean
aceptadas en frase por parte de los hombres una serie de convicciones
ya intocables. Porque la prensa femenina les ha llegado a ellos también,
les ha suministrado una imagen del hogar, del bienestar, de la vida en
común, apartándose de cuyas vías se sentirán excluidos casi en pecado
con la sociedad.
Lo principal que pasa es que toda esta literatura no da ventanas
para respirar aire libre, es decir para salirse de este juego nauseabundo
de gustar, dejar de gustar, darse a valer más o menos. Se queda siempre
en el mismo pantano. Ni una vez, cuando una mujer consulta con an¬
gustia si su marido la encontrará más o menos fea durante el embarazo
se ha alzado una voz airada contestando «¡y a ti qué te importa!» en vez
de paliar o consolar. Ya está bien de belleza o fealdad, de si le gusto o
no le gusto, de si encuentro o no un quehacer que me revalorice a los
ojos del macho. Ya está bien de todo esto. Hay muchas cosas que una
84
mujer puede pensar mientras espera un hijo, en este tiempo en que se
prepara para todo lo que no conoce, en lugar de estarle dando vueltas
inertemente a su cuerpo y a su estado de salud. Muchas lecturas puede
hacer que la saquen de ella misma en lugar de enfangarse una y otra vez
en la morbosa charca de los consultorios, rueda aparentemente libera¬
dora pero que hunde sin remedio en el narcisismo, en la estéril y vene¬
nosa consideración de puros problemas privados.
«Et, par une sorte d'hypocrésie naive, il estime que cette défense de la
voir était pour lui comme un droit de l’aimer.» Reverle. «Quant au reste
du monde, il était perdu, sans place précise et comme n’existant pas.» El
echar de menos nostálgicamente un mundo al cual no se pertenece es
tan vivo, por ejemplo, en Mme. Bovary que desdeña su groom con la ropa
agujereada, como actualmente en M. Salisachs cuando entrevé la vida
que cree «más intensa» de los otros, a quienes unas determinadas cir¬
cunstancias de propaganda literaria y «moda» han revalorizado como
modelos a imitar.
«Cette douleur qui vous apporte la cessation brusque d’une vibra-
tion prolongée.» En las mujeres la mayor parte de la sensación de has¬
tío viene del preguntarse «¿para quién?». De la misma manera que una
vez adquirida abundante maquinaria de guerra, solamente se sueña con
poderla emplear, por un sentido económico, del mismo modo las muje¬
res a quienes siglos de historia han condenado y siguen condenando a
la estática contemplación y renovación de su belleza, tienen que sentir
gran frustración cuando la mantienen porque sí, sin una perspectiva de
empleo activo. Es cuando imaginan un destinatario. Después de mirar¬
se al espejo con su traje nuevo, pocas veces antes. De ir a no ir a la pe¬
luquería puede cambiar el destino de una tarde.
«Mais il en était de ses lectures comme de ses tapisseries, qui toutes
commencées, encombraient son armoire; elle les prenait, les quittait,
passait á d’autres.»
«Et cependant elle sentait toujours la tete de Rodolphe á cóté d’elle.
La douceur de cette sensation pénetrait ainsi ses désirs d’autrefois et
comme des grains de sable sous un coup de vent, ils tourbillonnaient
dans la bouffée subtile du parfum qui se répandait sur son áme.» (La
embriaguez de sensaciones anteriores almacenada en lo oculto, agran¬
dando la presente, y aun sin revelarse de modo consciente, haciendo pa¬
tente que ese amor es el más verdadero y fuerte que se haya sentido. En
cada amor están los otros sentimientos antiguos recogidos y presentes.)
«D’ailleurs Emma éprouvait une satisfaction de vengeance.» Esperar
demasiado de las cosas y de las gentes. Deseo de dejarse arrastrar, gui-
85
sar todos los asados pasivamente, sin que los acontecimientos hagan
más que engordar esa especie de sangre que vaga y perezosamente uno
piensa que va teniendo y que le sustenta gratis, y que le alimenta por
medio de vivencias completas y sucesivas en las que uno nada constru¬
ye, para nada interviene.
«Mais qui done la rendait si malheureuse? Ou était la catastrophe
extraordinaire qui l’avait bouleversée?» De la inercia sólo vienen sufri¬
mientos. Mme. Bovary es un análisis perfecto de la inercia. No tiene un
solo pensamiento construido, un solo sentimiento justificado ni «suyo»,
son del ambiente, de la educación.
«Elle se rappela tous ses instincts de luxe, toutes les privations de
son ame, le bassesses du mariage, du ménage, ses reves tombant dans la
boue comme des hirondelles blessées, tout ce qu’elle avait désiré, tout ce
qu’elle s’était refusé, tout ce qu’elle aurait pu avoir.» No había hecho es¬
fuerzo ninguno para quererlo, lo despreciaba a la primera calamidad. Y
a lo mejor hay quien tiene simpatía aún por esta siniestra Mme. Bovary.
«Le souvenir de son amant revenait á elle avec des atractions vertigi-
neuses.» En seguida la comparación, la necesidad de tener a alguien en
un altar, si Charles era un demonio, al otro, a quien días antes conside¬
raba demonio, automáticamente tenía que subir a su ángel por ese sim¬
ple hecho de ocupación del puesto. Es tremendo este contracambio de
no poder querer a uno sino a expensas de odiar a otro, esta imposibili¬
dad de amor verdadero hacia muchos seres a la vez.
Los sueños de felicidad que imagina Mme. Bovary están todos cen¬
trados en vagas sensaciones visuales y auditivas prolongadas y extendi¬
das al infinito. Es un auténtico lavado de cerebro. Ni una vez surge el sen¬
tido de la relatividad, después de las experiencias de amargura anteriores,
es un querer estar fuera de la realidad a ultranza contra toda evidencia. Es
la seguridad por la seguridad, por el deseo de tenerla, sin temor, sin som¬
bras, no porque no las haya enormes sino porque no se quieren ver. Es la
infinita cobardía. Mme. Bovary: escuela de cobardía. Ana Ozores pien¬
sa, sufre, se debate por razones mejor analizadas, más comprensibles.
«Pourquoi ai-je le coeur triste, cependant? Est-ce que l’appréhension
de l’inconnu... l’effet des habitudes quittées... ou plutót...? No, c’est
l’excés du bonheur! Que je suis faible, n’est-ce pas? Pardonne-moi?»
Pero el ser faible en el fondo le parece una coquetería con la que sigue
jugando y además no adivina hasta qué punto es, más que faible, de¬
sorganizada, caótica, separada de toda integración a lo que pudieran ser
valores a considerar. Es nada, simplemente la nada más aterradora, el
puro mohín mimético, aparentemente inofensivo pero a la larga nefasto
para miles y miles de mujeres de apariencia mimosa que la tomarán
como ejemplo. Piénsese en la crueldad tremenda, escalofriante que ha
manifestado Mme. Bovary apenas contrariadas sus ambiciones. Es la
mayor clarividencia del tipo femenino cruel.
86
Quejarse de tener poco dinero, sin lo cual el refinamiento espiritual
no tendría posibilidades de desarrollo y una se convertiría en un ser me¬
diocre que a nadie puede interesar. Los asuntos económicos mezclados
como ingrediente importante -real pero a veces aumentado- en la sor¬
didez que envuelve a las mujeres. Qué bien se desprende del relato de
Flaubert el aburrimiento de la mujer que va a la peluquería después
de haber estado con el amante. Lo colmo, lo sacio e inútil.
Deseo femenino de llamar la atención culminando al final de la no¬
vela. Llamar la atención de alguien. De quien sea. Culmina la total
crueldad hacia los demás no queriendo dar explicaciones de nada. Des¬
precia a todos los seres que se debaten a su alrededor. Egocentrismo. Fi¬
gura heroica, adorable de este oscuro M. Bovary que nada entiende, a
quien toda señal de explicación ha sido negada.
El deseo de llamar la atención hacia uno mismo es el mayor secreto
de la incomunicación. Mal del siglo. Sensacionalismo. Éxito. Figuras mí¬
ticas. No salir a lo de fuera, ser lo de fuera adorno de uno, envolverse en
las etiquetas de colores brillantes con las que uno quiere histéricamente
arropar su desnudez que se sigue sintiendo cada vez de modo más agudo.
Mme. Bovary es la tragedia alboreante de esa incomunicación. Igual
me da Mme. Bovary que no creyó alcanzar nada de ese brillo que entre¬
veía como Marilyn Monroe que llegó a tocarlo todo. Le echarán la cul¬
pa al final, cuando el envenenamiento, a no haber encontrado el dinero,
pero estos detalles son totalmente indiferentes.
Hasta el final continúa ciega. Busca el dinero como una loca. La
enajenación. Ni un solo atisbo de que tendría que buscar por otro lado.
Es la heroína más ciega que literatura alguna pudo presentar. Ni una vez
deja de equivocarse, ni un segundo abandona los caminos de la menti¬
ra. Ffasta la muerte. Da miedo. El dinero sigue pensando que la salva¬
ría. Es tremendo el paralelo con lo que ocurre ahora.
Novela actual, terriblemente actual. Tan tremendamente actual como
el crimen del sastre y los otros sucesos de Pueblo. Mueren pensando que
se han matado por eso, que sufren por eso, por no tener dinero u otras
cosas así. No se paran a pensar que eso nada habría salvado, sino una
tregua momentánea para seguir muriendo en vida.
De Mme. Bovary a M. Monroe1. Son distintos aspectos de la misma
cuestión. Los finales concretos del argumento son distintos. Pero ningu¬
na de las dos, antes de tomar el veneno, se paró a desviar el rumbo de su
búsqueda. Aunque tal vez Marilyn sí y en ella hubiera incapacidad. Pero
lo importante es la negación de la imposibilidad de la mujer para salirse
de esas vías marcadas a que las condena la historia y la propaganda.
1. «De Madame Bovary a Marilyn Monroe» es el título de un artículo de Carmen Martín Gai-
te publicado en Triunfo y posteriormente recogido en La búsqueda de interlocutor y otras bús¬
quedas (1973). (Nota de la editora.)
87
Cuando muere y le acaricia: «La douceur de cette sensation surchar-
geait sa tristesse». Muere con la misma disolución mental, sin acercarse
a mirar nada, enterrada por los acontecimientos que ella misma ha desen¬
cadenado, irresponsable.
Libre elección del esposo. Poder comparar. Pero antes de poder compa¬
rar nada ni nadie hay que tener criterio propio, haber sabido rechazar
las normas rectoras con que la sociedad nos constriñe. Lo «guapo»,
«buen partido», etc. ¿Hasta qué punto le hubiera servido poder compa¬
rar a Madame Bovary, por ejemplo? Engels sólo ve la parte práctica y
material del asunto. Cree en soluciones radicales, ve de un modo indis¬
cutible todo ligado con el dinero.
«Si el matrimonio fundado en el amor es el único moral, ¿sólo po¬
dría serlo mientras el amor persista?» Pero ¿a qué le llama «persistir el
amor» un hombre que se rige por tantas nociones y creencias estadísti¬
cas? ¿La atracción sexual recíproca? ¡Pues sí que está preparado para
entender nada!
88
«Despojada de su importancia práctica y de su prestigio místico, la mu¬
jer ya sólo aparece como una sirvienta.» Plantear al otro es definir un
maniqueísmo. Por eso los códigos y religiones tratan a la mujer con hos¬
tilidad. ¿Cómo hacer de la esposa una sirvienta y compañera a la vez?
Lo peor de todo es el deseo de revancha que se ha creado en la mu¬
jer. Sería de temer una revolución sin evolución, y ya empezamos a pa¬
decerlo. «Rivalizan con los hombres, sobre todo a causa de su gusto por
las diversiones y los vicios: carecen de educación suficiente para encarar
finalidades más altas.»
Salir a la calle en las mujeres. No para ir a otro sitio -debiera ser-
sino para pasear, meditar, ver el bosque. Pero si salen de excursión es
con sus maridos. A Emilio le extrañaba que Loli y yo no saliéramos
«a nada».
La influencia de las mujeres ¡qué conjunto de mentiras! Los hom-
bies se dejan avasallar, claudican en lo que «no es importante» para
ellos. No ven que el encono que pone la mujer por remar y dominar en
ese terreno de lo cotidiano —criadas, niños, religión, etc.— encarcela a las
generaciones futuras, contrarresta y dificulta cada vez más el que las ideas
del marido trasciendan, pasen de ser tales. Le anclan, inmunizan su que¬
hacer sin que él se percate. Es su venganza. Dejarle por su cobardía, vi¬
viendo eternamente en sueños.
Bovarismo
Personajes que no siendo nada por sí mismos llegan a ser algo, sea lo
que sea, una cosa y otra por obra y gracia de la sugestión a que obede¬
cen. La necesidad de concebirse como otra de la que es constituye su
verdadera personalidad, alcanza en ella una fuerza incomparable y se
expresa por un rechazo de aceptar jamás ninguna realidad ni adaptarse
a ella.
89
’
.
CUADERNO 3
*
30 de diciembre de 1963
93
un deseo en su raíz noble de extender su vida, de hacerla menos mez¬
quina. A un bovarismo desenfrenado están abocadas más y más hoy día
la mayor parte de las mujeres.
La falsa actividad engaña hoy a hombres y mujeres alentados por la
propaganda, por la prisa de las ciudades, por los héroes del cine -triun¬
fantes seres a imitar-, por el espejuelo del bienestar duradero, de esta¬
dios materiales a escalar, por la consecución del futuro.
Pero la diferencia entre hombres y mujeres actuales estriba en que
ellos no estrenan nada. Siempre han ambicionado honor y gloria los va¬
rones, siempre han hecho ellos la guerra, han regido los estados, han in¬
ventado las constituciones, se han agitado por la consecución de lo que
creían mejor. Cuando a la postre les parecían vanos o ilusorios sus afa¬
nes, de entre todos, unos pocos se apartaban a reflexionar sobre las con¬
tradicciones existentes, es decir elegían el silencio y el sosiego, que a las
mujeres por no poderlo elegir, por sufrirlo como una condena desde la
infancia, no les valía para nada. Ésta y no otra es la diferencia esencial.
Hoy la mujer que se dice «emancipada», que estrena su libertad, está
más lejos del sosiego que nunca. Tiene demasiado cerca la imagen de
haberlo descastado de su vida como al peor enemigo y tardará mucho
tiempo en pararse a pensar sobre este pretendido enemigo, embriagada
como está por su primera victoria aún vacilante y poco afirmada de po¬
der entrar y salir, de ser tenida en consideración, de agitarse, y hormi¬
guear entre los varones, de hacer ruido como ellos. No sabe aún de lo
que quiere hablar, se goza simplemente en poseer el derecho de hacerlo
y todas sus energías las consume en seguirse rebelando cada día con
mayor encono contra las trabas que aún encuentra para su total realiza¬
ción. Sin embargo pocas veces se pregunta dónde está ni en qué con¬
siste esta realización.
En el centro queda (con peligro de ser ahogado para siempre) el pro¬
blema de los hijos (¿por qué una mujer no contribuye de verdad a cam¬
biar la petrificación de las costumbres?), de la convivencia (histerismo,
reeducación), del no-egoísmo, del recuperado y elegido ensimisma¬
miento.
La mujer emancipada rechaza y sufre la soledad más que nunca, per¬
dida en la confusión de letreros que la circundan. Al aburrimiento de la
mujer que hacía media ha sucedido la angustia de la soledad. No sabe
combatir, sino en medio de la algarabía y la alteración que todo lo con¬
funden, esta angustia que le viene de un mundo que sabe puesto en cri¬
sis pero que no tiene la lucidez de afrontar.
Porque la lucidez es fruto arrancado a la tiniebla a fuerza de silencio
y sosiego. Y pocas mujeres todavía conocen el tesoro que se encerraba
en aquellos cofres que les sirvieron antaño de adorno y que hoy han ti¬
rado sin abrirlos. Aún tendrá que pasar algún tiempo para que con la li¬
bertad recién estrenada lleguen a elegir y hagan suyo de verdad ese so-
94
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siego que les perteneció inertemente durante siglos y que por ignorar
que no era la fuente de los males de ese mundo del cual han abjurado,
rechazan sin discriminación todavía.
Buscar un ambiente
(La curación por ambiente)
96
misa previa de desear decirle algo. Si no se tiene nada que decir a los de¬
más, ¿para qué relacionarse con ellos, no el ambiente qué significa?
Cojamos el ejemplo de un ama de casa normal. Las hacen pasar de
decepción en decepción. Del baile a hacer manitas. En seguida los en¬
cargos, la familia, la boda. Notan, al poco tiempo, que las han engaña¬
do, que no era eso. Pero qué, ¿qué era lo buscado? Ahí está por los si¬
glos de los siglos el patético caso de Anna Karenina, de Ana Ozores, la
Regenta. Sobre esto habría que volver más seriamente. Que salga, que
se distraiga, dicen a las personas tristes, «inadaptadas».
Pero hay quien ha entrevisto una pista en alguna ilusión, en alguna
evidencia de la infancia y no acepta sucedáneos. Éstos se convierten en
aguafiestas, en pájaros negros, en hitos que están ahí para avisar que no
todo marcha bien. Los sanatorios se llenan de mujeres neurasténicas
cuanto más feliz y sonriente es el cariz de todos los letreros creados por
la civilización.
Nada más perturbador y más confuso que el torbellino de las rela¬
ciones humanas, si uno no implanta primero firmes sus raíces. Hay un
deseo evidente en las directrices del mundo actual de desviar todo a la
despersonalización, a las relaciones rápidas e indiscriminadas. ¿Qué tie¬
nen las mujeres de ahora que nunca están contentas? Sencillamente que
les han hecho tener fe en los ambientes, en los uniformes, en las neve¬
ras, en lugar de haberles enseñado a tenerla en sí mismas.
Tener personalidad es llevar un traje así o asá, hacer gestos que pa¬
recen originales, pero ¿y luego, al llegar a casa? Vacío, horror a la so¬
ledad. Vienen los fantasmas.
Adorno
97
hace es afirmarse, y puesto que recae en la naturaleza a la que se hace
igual para manejarla, propiamente no existe aún sujeto alguno de la his¬
toria, sino sólo sus sangrientos visajes.»
# *
La urgencia con que las cosas por decir y por pensar pugnan para li¬
brarse del «no ser», del olvido, contrasta con lá evidencia de que resulte
cada vez más difícil hablar y pensar.
A veces me doy cuenta de que habría que inventar un lenguaje nue¬
vo y me parece que en eso consistiría todo. Nos hemos habituado a
unas formas de expresión que anquilosan nuestra capacidad de pensa¬
miento original. No sé cómo hay quien sigue renovando ciega e inalte¬
rablemente la vieja cuestión del fondo y la forma, en vez de empaparse
cada vez con mayor empeño de su identidad. No se dejan de decir las
cosas solamente por vaciedad mental. Parece, al contrario, como si exis¬
tiera mucho menor reparo en hablar por parte de quienes admiten y
barajan conceptos puramente heredados, lo cual, naturalmente, resulta
tan fácil, divertido y ruidoso como poner sobre la mesa fichas de do¬
minó.
Cuanto más se almacenan y entrecruzan los abortos de ideas vivas
en la mente, más insuficiente resulta un modo aprendido y rutinario de
sacarlas a la luz. Tampoco se trata únicamente de pereza, aunque ésta
naturalmente exista, como consecuencia del no conformarse con una
exposición cualquiera y exigir la más cabal y no inventada.
Encontrar una forma nueva de hablar y de escribir equivaldría, pues,
también a inventar un oyente para esas palabras, con lo cual se inventa¬
ría también una relación distinta a las existentes.
Y al alterarse -aunque solamente fuera de un modo utópico- las po¬
sibilidades de relación ¿no se habría ya movido y alterado también
todo lo que hay que decirle a ese otro, por alterarse las circunstancias en
que se supone que puede escucharnos? El viejo ritornello de «¿para
quién escribe usted?», puesto sobre el tapete de un modo machacón e
impaciente por los que quieren catalogarlo todo sin aclarar ninguna
cosa, viene a desasosegar más todavía a quien ni siquiera ha sido capaz
de abrir una pequeña brecha de salida a todo cuanto se le agolpa y que¬
rría infructuosamente decir.
No niego que la misma falta de destinatario contribuye a ahogar lo
que querría decirse, pero las cosas, dichas de una manera determinada,
inventarían su propio destinatario. Pues ¿no es cierto que a las personas
que nos escuchen o puedan escucharnos nos es dable imaginarlas como
seres iguales que nosotros, en su zozobra, en su deseo de cambiar, de
oír una voz distinta, de emitirla ellos mismos? ¿Por qué vamos a diri¬
girnos a quienes nos demuestran a cada instante ser? Si lo hacemos así,
98
desde luego, conformaremos nuestras palabras a lo que hay y nada se
moverá, reafirmaremos a esos oyentes, hablaremos de una manera ade¬
cuada para ellos, que sonará siempre en la esfera de la total inercia se
diga lo que se diga.
Se nos dice continuamente que nos atengamos a la realidad, a lo
que hay. Pero las palabras que pretenden gritar confusión, patentizar di¬
ficultad y muerte, no saben salir de ese carril de lo que no duele. No
pueden ir destinadas a oyentes que no mueven jamás ceja ni oreja pase
lo que pase. Si se dirigen a esos seres de piedra que son los que en rea¬
lidad hay, se petrificarán con ello, con todo el entorno, no habrá en
nadie un solo pestañeo. Hay que criar los oyentes, hablarles como si
fueran otros. Sólo así a lo mejor alguno se despierta y oye. Pero ¡qué te¬
nacidad, qué valor para inventar palabras y auditorio!
De Tiempo de silencio me llamó la atención la música, porque era y
es lo nuevo, la forma de tirar la piedra que tuvo Luis. La letra de la can¬
ción se canta con la música. Se me dirá: «Aquella música sin letra
no habría sido nada»; pero yo sostengo que sin letra aquella música no
se habría inventado, y mucho menos sin la invención de una relación
nueva entre lo cantado y los que iban a escucharlo.
* * *
99
simultáneos y encontrados en cuyo perseguirse obstinadamente, con¬
céntricamente, se veía espejada ella misma.
Cerró ¡os ojos. Sólo era capaz de coordinar breves imágenes que se
apagaban sin alegría, disueltas en el particular desfallecimiento que ve¬
nía rondándola desde un tiempo atrás. ¿Desde el invierno? ¿Desde la
primavera? Inútil. Las fechas eran como bloques de piedra y la vida que
trataba en vano de evocar huía disecada, arrastrada por los remolinos
verdes y azules que partían reproducidos aún dentro de sus párpados
cerrados, como un cáncer.
Acababa de volverse de bruces contra los almohadones, cuando
sonó el teléfono sobre la mesita cercana.
-¿Señora de Costa?
-Soy yo.
-Hola, mona. Aquí, Sofía. Antes te hemos llamado dos veces.
-Sí, he venido hace poco.
-¿Qué te pasa? Hablas raro.
-Será que estoy cansada.
-¿Os queda mucho?
-No. Lo mío ya se ha acabado hoy. Luego los doblajes y eso.
-Ya. Oye, dice Pablo que vendréis al estreno.
-Sí, supongo.
-¿Cómo que supones? ¿No habéis recibido las entradas?
-Sí.
-Pues entonces, ¿qué pasa? Espera, te paso a Pablo. ¿Hasta luego, no?
-Sí. Creo.
-Hola, guapa. ¿Qué es eso de «creo»?
-Hola, Pablo.
-Oye, que las entradas os las mandé ayer.
-Ya, ya. Las tiene Ramón. Pero es que él no está ahora. Ahora mira¬
ré si me ha dejado la mía.
-Pues míralo. No empecéis con vuestros números, que vaya él por
su cuenta y te pasamos a buscar nosotros, si no. ¿Quieres?
-No, gracias. Si además tiene que estar al venir.
-Como quieras. ¿Te pasa algo?
-No, nada.
-Pero mira lo de tu entrada. Me quedo más tranquilo.
-Bueno, anda, espera.
Se levantó. En la librería encontró el sobrecito con la letra de Pablo:
«Señores de Costa». Ya lo suponía. Las dos entradas estaban dentro. Vol¬
vió en seguida.
-Sí, tú. Están aquí.
-Bueno. Pues que no faltes, ¿eh?
-Creo que no faltaremos ninguno.
-Tú por lo menos.
100
-¿Y por qué yo?
Había hecho la pregunta con maquinal coquetería y ahora la voz de
Pablo era más intensa.
-Porque tengo ganas de verte esta noche.
-Ah. ¿Y a Ramón no?
-No. Francamente no.
Se reía ligeramente. Era imposible adivinar si Sofía estaría aún en la
habitación o se habría ido, y Gloria pensó que esta pequeña incógnita
podía contribuir a dar aliciente al juego a que Pablo la venía invitando
desde que coincidían nuevamente a menudo en fiestas y cócteles. Un
juego sobradamente previsto y tan inerte como el aparente bienestar de
todos y la amistad que los unía.
-Vaya, viva la franqueza. Pues hasta luego, chico. Te dejo.
-Adiós, guapa. Y que se te ponga una voz más alegre para luego.
-Procuraré.
Colgó el teléfono. Unas puertas correderas comunicaban con la ha¬
bitación de al lado. Las abrió y dio la luz. Era el dormitorio. Por lo me¬
nos allí estaban las persianas cerradas. Se descansaba del anuncio. Se
tumbó sobre la cama de Ramón y llamó al timbre. Luego, al encender
otro pitillo, la mano le temblaba un poco. En la mesilla se apilaban los
libros. Cogió uno: Las formas ocultas de la propaganda. Estaba muy leí¬
do, subrayado en algunos pasajes. La firma del propietario sobre la pri¬
mera hoja parecía decir Joaquín Valle. ¿Algún amigo de Isabel? Cuando
entró la criada, estaba tan absorta que se sobrecogió. Se sintió mirada
de pronto desde el umbral.
-Hija, por Dios, diga «se puede».
-¿No llamaba usted?
-Sí.
-Entonces, será que se puede.
Se rebeló. Eran las contestaciones lógicas y tajantes de Isabel. Ella
inculcaba su estilo a todo el mundo.
-¡O no! ¡Y sobre todo se pide permiso por educación, Remedios!
¡Vaya unas maneras!
Remedios bajó los ojos. Se miró los pies, esperando.
-Además, ¿no hay timbre en el cuarto de la señorita Isabel? Podía
haber sido ella.
-No. Están en la cocina haciendo té.
-Están, ¿quiénes?
-Ella y su hermano y otro amigo. Vinieron antes.
Ahora volvía Remedios a mirar de frente a la señora, como uno que
ha ganado. La vio abatir los ojos, aplastar el pitillo. Esperaba el interro¬
gatorio.
-¿Qué amigo?
-Ha venido poco. Tiene barba.
101
-Pero digo que de quién es amigo, ¿de ella o de él?
-Viene más bien con el señorito Jaime. Estudia con él, me parece.
Pero lo conocen los dos.
-Ah, ¿es que el señorito Jaime viene mucho ahora?
-No mucho. Regular.
Basta. ¡Qué le importaba a ella! Ya estaba deslizándose de nuevo
por la pendiente de hacerle preguntas a la criada. Con la nueva tendría
más cuidado. Como no la notara totalmente aliada desde el principio,
no le daría confianzas en absoluto. ¡Aliada! ¡Qué palabra! Tenía razón
Ramón cuando decía que se empeñaba en vivir al acecho, como en la
guerra.
-¿Tengo planchado el traje malva?
-Sí, señorita.
-Sáquelo a ver.
Remedios abrió el armario, buscó una percha y la acercó a la cama.
Colgaba de ella un traje de gasa primoroso, forrado de glasé.
-Bueno, déjelo ahí. ¿Qué hora es?
-Serán las nueve.
-Sáqueme también los zapatos de raso.
-¿Cenan en casa?
-No sé. ¿Qué dijo el señor cuando se fue?
-Nada. Que se iba al pueblo de ese amigo suyo a buscar a la chica
nueva. De hora de volver no dijo nada.
-Ya. Pues no prepare la cena para nosotros. No nos va a dar tiem¬
po. Tomaremos algo por ahí. La cama de la chica se la ha preparado,
¿no?
-Sí, señorita.
-Pues nada. Cuando lleguen me avisa, para que la vaya yo a cono¬
cer. Nada más.
Cuando Remedios salió, Gloria se asomó sigilosamente al pasillo
que era largo. No se oía nada al principio, pero transcurridos unos ins¬
tantes llegaba a revelarse un discreto rumor de conversación -a ratos to¬
talmente apagado- viniendo del ángulo del fondo.
Volvió al cuarto de estar. Ya era de noche. Abrió la ventana y se aco¬
dó a mirar los coches y la gente, tan abajo. Era un noveno piso. Ya no
quedaba claridad alguna en el cielo de octubre, y el anuncio de la bote¬
lla, incorporado a todos los que zigzagueaban a lo largo de las fachadas
de la avenida, perdía su hechizante resplandor.
102
Sobre Les liaisons dangereuses
103
imaginar que alguien llegue a levantarse tan por encima de la talla de
las demás voluntades gregarias y adormecidas.
* ■Íí
* # *
104
Actualmente, en las novelas francesas e italianas más crudas se re¬
trata una realidad. Nadie dice que no suceda eso, ni está mal señalárse¬
lo a quien no sepa que sucede, pero estos fotogramas no ayudan a re¬
flexión crítica alguna. Más incorporadas a la corriente general que estas
novelas, más inocuas para corregir nada, difícilmente se encontrarían.
Lo más revelador es de qué forma inconsciente se han dejado colmar
las nuevas formas por los contenidos señalados como viciosos. «Los mis¬
mos perros con diferentes collares.» Nadie que yo sepa ha parado mien¬
tes con alarma en esta transposición. Y ello debido a que en los siglos po¬
cos avisos como Les liaisons han venido a sacudir a los crédulos, a los
compasivos, a los que creen en el amor. Se avergüenzan de creer en el
amor antiguo estilo y trasponen los contenidos a la relación sexual. No in¬
ventan ninguna actitud nueva de protesta, de dominio, de burla. No rom¬
pen con nada. Y las creaciones de ficción tienen que ser utópicas, inven¬
tar lo inverosímil, lo imposible, inventar Mme. de Merteuil.
Al amor, como a todos los juegos, o no se juega, o se juega bien. Ju¬
gar bien a una cosa es dominarla, demostrar una destreza, una expe¬
riencia, afilar la inteligencia que se emplea. ¿De qué le sirve jugar a
Mme. Bovary y menos a la Regenta o a Anna Karenina? Se destruyen
una vez y otra vez como Marilyn Monroe en nuestros días, no llegan a
tener las riendas de nada. Pobres juegos, pobres «evasiones». Con la
cruz a cuestas, con la feminidad y la pasión a cuestas, cambiando de si¬
tio igual que el judío errante. A ciegas. O petrificadas en el mismo sitio
sin sufrir ni padecer. No hay otro camino.
A la Merteuil y a la Bovary se les dan -dentro de su limitación- las
mismas pobres armas que daba el siglo a una mujer: las del engañar.
La primera las usa y afila con gozo, «conduce su carro por el precipi¬
cio». La otra las vuelve contra sí y los demás, contra todas la mujeres
que la siguen leyendo.
Toma de distancia. Sobre cada experiencia amorosa, meditar. Sepa¬
rarla.
El amor como juego (cantigas) que insensiblemente va siendo to¬
mado en serio como no puede menos de ocurrir (por parte de la mujer)
en todas las dedicaciones absolutas. Se educa a las mujeres, se las dota
para ese único juego, en el cual la mayoría de las veces incluso saben ga¬
nar. Pero lo único que no saben -porque lo olvidan- es que están ju¬
gando, y por eso pierden, por no colocar el juego en que son maestras
en un contexto más amplio, el de la vida. Sustituye a la vida, para ador¬
nar o alegrar la cual estaba inventado. Todos los juegos dejan de serlo
cuando pierden su referencia. Cuando dañan. Surgen los tormentos del
amor, llevados en el romanticismo a su exaltación casi mística.
De Mme. de Merteuil se dice hipócrita porque sabe que está jugando,
porque no deja volverse contra sí misma unos supuestos en los que no
cree, no les deja inundar su esfera de clarividencia, lo que más defiende.
105
In memoriam
Esta noche he estado leyendo -por el mismo orden en que tú las colo¬
caste- algunas de las palabras que, en vida, enhebraste y pusiste en fila.
Me he acordado de un pensamiento que me asaltaba, siendo niña, de
los más antiguos que recuerdo haber tenido: imaginaba la cantidad
de combinaciones posibles que se podrían llegar a hacer con las palabras
y, pensando esto, las materializaba como naipes de una baraja sin fin.
Luego, de mayor, reviviendo esta recurrente intuición infantil, me
parecía milagroso que un libro cuya lectura me había deleitado estuvie¬
se escrito de aquella manera y no de otra ninguna; me daban ganas de
aplaudir, de dar gracias al cielo que permitió a aquel tan contingente so¬
litario de palabras cuajarse, proclamarse como absoluto precisamente
de aquel modo y no volvía en mí de la sorpresa: ¡qué suerte, qué ca¬
sualidad! -pensaba entusiasmada ante aquella combinación lograda,
salvada del no-ser, del olvido.
No sé por qué te cuento estas cosas precisamente a ti que ya eres tie¬
rra, ceguera, oscuridad. Tál vez si vivieras, y comoquiera que mi relación
contigo sería totalmente diferente, no tendría que hablarte de cosas tan
incomprensibles y aterradoras como las que con tu muerte se me han
evidenciado. Me refiero sobre todo al sentimiento del azar, en nombre
del cual ahora me veo impelida continuamente a buscarte, a buscar tu
sombra, tu recuerdo, el comodín de tu naipe estereotipado, como la úni¬
ca pared sorda, muda y ciega contra la cual quiero echar mis palabras.
No se trata de hablar contigo como si estuvieras vivo, no. Si estuvieras
vivo hablaríamos de política, de automóviles, de la noche tan buena que
se ha quedado hoy para irse a beber vino, hablaríamos de este infinito e
inagotable Madrid que ya Felipe V pateaba, de locos y de cuerdos, de ga¬
jes del oficio, de cómo todo es cuestión de risa y de paciencia, contarías
anécdotas de amigos desconocidos míos, pero amigos de amigos míos a
los cuales tú, a tu vez, no conocerías, y cuyo nombre después de pro¬
nunciarlo yo se te quedaría flotando en la memoria para poder sonreír
a las personas al alargarles la mano, pocos días o meses después, como a
seres ya introducidos en la caja cada vez más elástica de los rostros y
nombres incontables que poco a poco van envejeciendo con nosotros
sin que nos demos cuenta —porque cada vez nos damos cuenta de me¬
nos cosas- pudriéndose como un mantillo del cual nos alimentamos.
Tampoco se trata de hablar contigo como con un muerto al cual se¬
guimos poniendo cubierto en la mesa como si fuera a volver. Yo no ten¬
go por qué esperar que vuelvas. Mi vida, desde un punto de vista or¬
todoxo, es exactamente la misma contigo muerto que contigo en un
despacho de San Sebastián, y dentro de lo que se suele llamar argu¬
mento, tu vida, si yo escribiera la novela de la mía, no tendría por qué
106
ser mencionada. En cambio tu muerte, sí. Es tu muerte la que te vuelve
mi interlocutor.
En la gente viva uno cree, se empeña en tener esperanza; aunque
sepa que se engaña. Cree uno que habrá tiempo para entenderse, que
tiempo es lo que sobra, y lo va dejando de un día para otro, el hablar.
Por eso te escribo a ti aunque ya no me oyes. Porque pienso que si me
sirve de pretexto (imaginando todo lo que irremediablemente nos que¬
dó por hablar) y dado que sólo esa desesperación me mueve a com¬
prender lo efímero de mis posibilidades para con los demás, ya es algo
si, aunque tú no me oigas, a través de ti, por causa de ti me oyen los de¬
más y les puedo al fin decir alguna de las cosas que me ha desvelado la
tragedia de tu desaparición.
Todo es indiferente, ya lo sé. La sola diferencia entre escribirte y de¬
jar de hacerlo, la que me lleva a elegir esta segunda posibilidad reside en
que veo de un modo furibundamente claro lo que pasa luego, cuando se
le cierran a uno -como a ti- no sólo esas dos posibilidades de elegir,
sino toda otra que pueda imaginarse.
107
Mañana será
Ya hace más de diez años que vivo en esta casa, y siempre es en noches
como esta de hoy, cuando empieza a venir el calor y dejamos la venta¬
na abierta, cuando me asalta fugaz y vivísima con idéntica urgencia de
ser expresada una antigua sensación al instante reconocida. Me quedo
casi sin respiración como cuando se teme ahuyentar en el bosque una
mariposa largo tiempo perseguida que de pronto reaparece y se posa a
pocos centímetros de nuestra mano. No me muevo, con los ojos fijos en
las estrellas, porque de ellas, en relación con algún ruido de la calle ha
venido el extraño mensaje, o bien, al cabo de un rato y comoquiera que
el silencio empieza a convertirse en algo forzado y artificial, sospecho
que la mariposa ha levantado otra vez el vuelo y me muevo también yo
para intentar seguirla, aunque sé que es inútil. Me levanto con pena y
desconfianza de la cama -porque suelo estar en la cama- y me asomo a
la ventana.
(Tal vez deba describir las luces de Vallecas, contar lo del cemente¬
rio, lo de Piñor, lo de las ventanas encendidas...) Pero sobre todo, Sala¬
manca entera. Lo que sentía cuando los exámenes, enamorada de aquel
médico.
Una vez tuve el tifus. Mis papelitos me parecieron inexplicables y
tristes. Por entonces salía yo de paseo con F. Me dijo que era horrible,
y no entendió que llorase. Estábamos en un campo. Era ver en lo que se
había convertido lo que yo quise decir.
Recuerdo la sensación: sé cuando llega, vivida. Digo: «Ya está aquí.
Ahora». Y no se trata de describir Vallecas ni el cerro que salía en el ve¬
rano, se trata del peso de la vida, de las cosas pasadas en esa terraza,
que sólo a mí me incumben, de la casa de Miguelito en los tiestos, de la
ropa en naftalina, de este descansar los ojos en las estrellas, como cuan¬
do niña.
Y digo, cuando se pasa con el ahogo, el mensaje: «Otro día. Lo es¬
cribiré otro día». Por miedo, en el fondo. Porque sé en qué se convierten
las cosas escritas. Lo que es un libro en un escaparate, lo que es una car¬
ta al editor hablándole de erratas, porque sé que fatalmente esa vía, la
única que tengo para darle salida a lo que quiero decir, no corresponde
en absoluto a este mensaje repetido, antiguo, indescifrable, ni tendrá
nunca nada que ver con él.
Para mañana no. «No quiero que se vaya otro día sin intentar decir
algo que sea verdad.»
108
Nuestra casa se convierte cada día más en un cubil, algo discutible y
provisional, y los problemas que emanan de su decrepitud son apenas
atendidos el tiempo preciso para desembarazarse de la molestia mo¬
mentánea que nos ha llevado a considerar cuanto envejece. En cambio
—desaparecida la molestia que sólo distraída y torpemente hemos queri¬
do arreglar— esa sensación de que es vieja, de que es como nuestra se¬
gunda piel queda vigente y nos acompaña con su melancolía. Sólo y
cada vez más, en la melancolía, le puede acompañar a uno lo también
melancólico, lo que es verdadero. Nuestra casa no esconde su historia,
está escrita su historia de diez años en cicatrices por todas las paredes y en
ningún otro lugar cuidadosamente restaurado nuestro espíritu despliega
más a gusto toda su incertidumbre y desolación, todo su cansancio.
Es visitada poco nuestra casa. A veces, en el tiempo en que aún nos
hacíamos esta clase de preguntas, nos hemos preguntado por qué. No
sabíamos adornarla para acompañar fingidamente una relación amable.
Caíamos en largos silencios, durante los cuales las cicatrices de la casa
eran recorridas por los ojos atónitos de los nuevos amigos que no se ha¬
llaban a gusto. Nunca había música y casi nunca vino. Al recién venido
se le imponía la prueba de la relación a palo seco y muchas más veces
con peoras. Sólo algunos supieron resistir.
Hoy que los niños crecen, comprendemos que la casa esperaba, la¬
tía, para ser entregada a ellos con toda su historia, sus amarguras, su di¬
fícil articulación, como un juguete para que lo habiten y lo hagan nue¬
vamente funcionar. Y para ellos, en cambio, esta casa que nadie les
obliga a respetar, es preferible a cualquiera.
Síntomas de envejecimiento
Lo insensible
109
los países prósperos han ahorrado algún dinero para llevar a cabo esta
clase de excursiones, como mi amigo y yo nos quedamos considerando
cuando desapareció el autobús. Pero sin reírnos ni burlarnos, porque no
podíamos.
Mi amigo y yo frisamos los cuarenta, y habíamos estado charlando
con una cierta seguridad hasta que contemplamos ese espectáculo, ana¬
lizando diversos fenómenos sociales que a los dos nos preocupan. Nos
gustaba, yo creo -como pasa siempre- sentir refrendada la opinión de
uno por la de quien se tiene enfrente, que es uno de los peligros que en¬
traña el diálogo -aunque presenta por otra parte muchas ventajas sobre
el monólogo- para que uno se deje anegar por la dulzura de las ideas
compartidas y no profundice en busca de raíces inexploradas.
Pues, como digo, después de ver arrancar el autobús de los holan¬
deses nos fuimos quedando callados poco a poco. «¡Qué fastidioso
debe ser envejecer!», dije yo. Y, tras breves intentos de ser reconstruida
con su anterior apariencia de estabilidad, la conversación se apagó de¬
finitivamente. Nos levantamos para regresar.
Yo no tenía sueño -la prueba está en que, una vez en casa, he teni¬
do que recurrir a la pluma para espantar el insomnio- y habría cami¬
nado por cualquier parte en vez de venir a encerrarme a esta habitación
donde paso la mayor parte de las horas del día. Pero, ahora que estoy
en ella, me doy cuenta de que solamente desde aquí se pueden andar to¬
dos los caminos; incluso los que llevan al convencimiento de que no
merece la pena de ser andado ninguno.
Desde hace algún tiempo me preocupa la idea de envejecer y todo
lo que veo y me rodea, lo relaciono con este sentimiento que me ha in¬
vadido de un modo muy acusado concretamente a lo largo del año, es
decir el treinta y ocho de mi existencia. Muchas veces en la literatura y en
el cine había visto tocado este tema del envejecimiento de las mujeres y
me parecían aburridas y molestas las obras que sacaban el problema a
relucir. «¡Qué pesadez!», pensaba. «¡Qué falta de imaginadón! Ya están
otra vez con lo mismo.»
Pero ahora me parece que tenía una cierta razón para rechazar
aquellas síntesis. Tal vez sería en parte porque no me tocaba en la sen¬
sibilidad el tema, pero principalmente lo que ocurre es que siempre
lo he visto atacado de forma bastante lineal y burda. Una mujer se
ve arrugas, comprende que ya no puede gustar a los hombres, se des¬
quicia, intenta prolongar su juventud artificialmente, se busca amantes,
etc. Lo que pasa, al menos lo que me pasa a mí, es mucho más com¬
plicado.
Es como un pararse a hacer recuento, una inmensa melancolía al ver
lo deprisa que se ha ido el tiempo que nos parecía infinito, es un echar
la vista atrás y sentir vértigo al considerar los proyectos dejados sin aca¬
bar, los que no empezaron a ser algo siquiera, las conversaciones in-
110
completas, al ver la vida como una angustiosa y pura ramificación. Es
igual que cuando uno intenta hacerse oír en los sueños y nadie oye las
propias palabras, como asomarse a un abismo donde todo allá abajo
esta tragado por un ruido de mar que ni siquiera se ve, pero que se sabe
que va y viene.
La diferencia de ser joven a ser viejo consiste esencialmente en to¬
mar conciencia de esta situación. Y apareja el susto y la sorpresa consi¬
guientes al comprobar que ha venido uno asomándose a ese mismo
abismo durante años y años, pero alegremente, como a un balcón ador¬
nado de tiestos de flores. De un junio a un septiembre de nuestros vein¬
tidós años me pregunto yo que cómo el tiempo pasaría y me dan ganas
de preguntárselo como la encuesta más urgente a mis amigos jóvenes de
ahora, pero veo que sería inútil, que nunca podrían entender la pregun¬
ta, porque no saben los peligros de bifurcación que por el camino les
acechan, y ese ruido que yo oigo como una tormenta marina de reflujo
ensordecedor a ellos les excita y les da confianza y deseo para esperar y
sanar, para restañar cualquier decepción. Llevan su cuaderno en blanco,
siempre esperando verlo lleno mañana. Se acompañan unos a otros, se
arropan, se dan concordia.
Tal vez este agravamiento mío en lo del cáncer del tiempo pueda
consistir en que este año he tratado a varios jóvenes. Buscaba a su lado
algo que no se me había perdido allí, como el de la moneda iluminada,
y a ellos les parecía normal que estuviéramos juntos. Yo he sido la que
me he sentido segregada -hay que ser justos-, no han sido ellos quienes
han querido segregarme.
Se relacionan entre sí como hongos rápidos, no tienen paz. Debe
uno dejarles totalmente a su aire por el camino que lleven. Es muy malo
todo magisterio y entre gentes de distinta generación se ejerce, se quie¬
ra o no. A veces les he dicho cosas que pensaba de esto o aquello, y su
cariño me conmovía, pero me escuchaban sobre todo porque era mayor
y mis circunstancias les producían curiosidad. Entré en su juego, dejé mi
concha y al volver a ella es cuando digo que he envejecido. No por lo de
las arrugas, no por lo de las decepciones. Arrugas y canas me las he ve¬
nido viendo desde hace muchos años y tan indiferente me fue la prime¬
ra como son todas las que ahora me dibujan otra fisonomía más seme¬
jante a la de mi madre cada día.
No es eso. Es algo interno. El quedarse cada vez más solo con añicos
que no se saben pegar para construir el rompecabezas. Y el deseo de ha¬
cerlo y la inseguridad. Antes se pasaba uno la vida haciendo pequeños
rompecabezas con toda perfección, la cabeza del garito, el rabo, un árbol,
el ovillo de lana. Y ya estaba. Luego quedaba el sonreír y deshacerlo para
volverlo a hacer. Pero no se trata de eso. Todas las piezas de los rompeca¬
bezas empezados y no acabados, y las de los que creíamos acabar nos ro¬
dean hoy y nos abruman pidiendo su sitio en un contexto más amplio.
111
No se trata de escenas ni de historias particulares, sino de articular¬
las con un sentido en el conjunto. Uno no puede renegar de su vida en
bloque, ni de la de los demás, pero quisiera descarnarla, aliviarla de ar¬
gumento y recuerdos, está uno cansado de repasar escenas como cuen¬
tas de rosario, se querría entender nada más por qué ha habido tan
poco tiempo, por qué no hemos hecho nada entre dos platos, por qué
tenemos las manos tan vacías.
Muchas veces me escapo al río Tormes, desde aquí, desde donde es¬
cribo ahora, al lugar más mío y auténticamente balsámico. Hay una bar¬
ca y ellos, mis amigos, hablan y fuman. Tienen, tenemos, la edad de mis
nuevos amigos de este invierno, los que han ahondado en la herida de
la que trato de hablar por ver si me aclaro y aclaro a los demás algo del
rompecabezas.
Pues bien son tres o cuatro mis amigos de ese río, de esa tarde, de
esa barca. No tienen prisa, ríen, me ofrecen la mano para bajar. Los he
visto luego y la comunicación ha sido imposible o muy difícil. También
ellos se echaron a ramificar, a soltar un ovillo que ahora les enmaraña,
confiados en que un día lo sabrían recoger.
No es derrotismo. Ya sé que han tenido hijos, que han ido a biblio¬
tecas, que han hablado de política y de religión, que han escrito traba¬
jos. Y entonces, en la barca, proyectar esta imagen futura de lo que aho¬
ra son, les habría gustado: un rostro, con sus gestos y su trabajo, de esta
o de la otra manera. Pero lo que no hubiéramos entendido ninguno es
que nos llegaran a parecer tan mezquinas y aburridas nuestras propias
historias, que no nos gustara ya escribirnos cartas, que tal trabajo, tales
gestos de hombres llegados a ser nos pareciera tan baldío, y tan idiota
un camino que podría haber sido cambiado por otro cualquiera.
¿Y qué día empezó a liarnos ese ovillo que alegremente echábamos,
como la cuerda de una cometa?
17 de jimio
112
abertura del orificio debe estar compuesto de unos suavísimos muelles
porque la puerta está completamente camuflada a primera vista y sin em¬
bargo, apenas la toca la paletada de detritus, aparece abierta detrás al
unísono la negra boca sin que se oiga ningún ruido de abertura ni se tro¬
piece con dificultad ni dureza alguna. Ayudado por tales facilidades ha
llegado a hacerse este arrojar basura tan maquinal como cualquier acto
cotidiano, hasta el punto de que en vez de estar uno pendiente de lo que
va incluido en la paletada, como al principio de efectuar esta operación
-cuando aún, por supuesto, no se daba mentalmente el nombre de ba¬
sura a lo que se arrojaba—, en vez, digo, de recortar los elementos que se
van guardando para ser enhebrados luego, tras haberlos apartado por el
momento para atender al otro quehacer urgente, como antes que se or¬
denaban y vivían aún esperanzadamente unos instantes en la memoria,
en vez de esto se trata ya de quitarse de encima un prurito que ha llega¬
do a ser agobiador y fastidioso, se trata de evacuar, de librarse de algo
cuya composición no nos importa, y el leve chirrido —educado, europeo,
entonadísimo— de la puerta del orificio al volver a cerrarse tras lo arroja¬
do, es agradecido por nuestro cuerpo -al contrastarlo con el anterior ma¬
lestar— de la misma manera que agradece las condiciones de higiene y so¬
ledad del evacuatorio encontrado en momentos de sumo aprieto.
Así pues aquel recinto de que he hablado al principio y a cuyas pro¬
fundidades no nos hemos atrevido aún a descender -lo vamos demo¬
rando como un quehacer fantasma, cada vez con menos realidad-, va
albergando todo lo diferido, lo roto, lo provisional, como un enorme
desván. Pero todos los desvanes tienen un fraude. No nos pasan la cuen¬
ta en mucho tiempo, se van cobrando en carne y destrucción, van pu¬
driendo lo alojado, y van sobre todo pudriendo en nosotros el deseo
de rescatar lo alojado.
Todas estas cosas las pienso a raíz de la lectura de la novela de Juan
Benet, que ha tenido la valentía de vomitar para afuera, no en vomita¬
deras secretos, de sacar todas esas tripas a la luz y dejarlas ahí culebrean¬
do, gritando, clamando por la abertura y el oreo de todos nuestros pol¬
vorientos desvanes.
¿Por qué se llega a los mismos agujeros de destrucción por caminos
de sumo orden que de abandono y desorden completos? Lo que pasa
es que los del desorden son coherentes con el lugar alcanzado y los
otros tapan y se niegan lo que han preconizado estar siempre evitando.
# * *
El amor sólo puede tener que ver con lo no cumplido, con lo fugaz.
Amor y muerte. Amor y despedida. Amor e incomprensión. Siempre
algo para lo que se piensa -utópicamente- que habría hecho falta algo
más de tiempo. Y es tan profundo este sentimiento porque nos despierta
113
precisamente la conciencia más viva de todas, la del tiempo (aquí se van
los instantes por la ventanilla del tren, este día nunca se repetirá, etc.).
El Boalo
). B. me ha dicho que el ponerse a escribir tiene más que ver con la vo¬
luntad que con la inspiración. Claro. Es verdad. Pero la contradicción
reside en que la carga confusa, dolorosa, magnética de cosas por expre¬
sar nunca la sentimos dando tan urgentes coces y punzadas como cuan¬
do -precisamente- su aluvión ha sido tan poderoso e inabarcable que
nos ha sobrepasado, nos ha tirado al suelo destruyendo, entre otras co¬
sas, nuestra capacidad de disciplina, y así la voluntad, que sería la úni¬
ca posible rectora del caos, naufraga en él apagadamente.
Anoche pensaba en estas cosas mirando las estrellas, ese cielo am¬
plio y limpísimo como una cobertura que solamente se redescubre de
verano en verano. Me había tumbado en el prado que hay delante
de casa y las niñas (Marta y Chani) salieron en mi busca. Decían que
eran brujas y que tenían que hacer sus bendiciones a la bruja reina,
que era yo. Las veía, mirando hacia atrás, al revés, subidas en las peñas
y escuchaba sus poéticas invocaciones a la luna. Luego se pusieron a gi¬
rar a mi alrededor y me frotaban con hierbas y pajitas.
Supe una cosa cierta: que el verano es de los niños. Para los mayo¬
res se ha convertido en un agobio más, quizá el mayor. Desde mayo co¬
mienzan los proyectos, las preguntas para saber lo que van a hacer los
otros amigos. (Las quejas vienen luego.) Pero sobre todo hay una iner¬
cia interior, un deseo de entregarse a lo que cambia. «¿Por qué no cam¬
bias de ambiente?» En la entrega al veraneo hay una última fe, ya estre¬
llada y mordida contra tantas evidencias. Se renuevan viejos y confusos
votos en ese proyecto de veranear.
Suelen ser los niños el pretexto, que toman calor, que no comen.
Pero en ellos poco se piensa de verdad, poco se para uno a recordar lo
que era a esas edades el descubrimiento de una lagartija, de una tapia
difícil de escalar, de unos titiriteros de pueblo. Se piensa atolondrada¬
mente en que «hay que veranear», en que está uno al borde de los ner¬
vios y un viaje de descanso puede arreglarlo todo. Los veraneos de los
adultos son una institución más. Queda algo aún en el deseo de em¬
prenderlos, de esa vaga nostalgia de la búsqueda, que ya tiene bien
poco que ver con el afán real de encontrar algo de verdad diferente. El
veraneo es otro acallamiento, otra interrupción, uno más de esos tajos y
desvíos que el mundo moderno -taimadamente maestro en tales me¬
nesteres- da a diestro y siniestro del escaso caudal de nuestra vida, para
repartirla en compartimentos estancos y baldíos.
El hombre -y más la mujer- piensa: «El veraneo nos curará». Pero al
114
decir la palabra verano su esencia se ha evaporado ya del todo. Al decir
«verano» dicen coche, pasaporte, dinero, equipajes, separación, dificul¬
tad. Por eso suele serles tan indiferente el lugar adonde son remitidos,
de la misma manera que inertemente se abandonan en las manos del
psiquiatra, del confesor, del peluquero. Algo que hará el ambiente, algo
que ello solo se disgregará, se irá desmoronando. Dar largas.
Y todo el contenido del verano, sus alimañas ocultas en el prado, su
cielo, su color, las hierbas y las flores, la montaña terrible, abrupta, inex¬
plorada, son si acaso personajes presentes a nosotros por medio de al¬
guna suave canción embutida en el tocadiscos.
Y pasado el veraneo, este sacrificio monetario que el hombre hace
por sus hijos —en los cuales no piensa en absoluto— y la mujer consumi¬
da de impaciencia por volver a la ciudad a reordenar casa y cajones, em¬
pezarán las quejas a almacenarse, los deseos de evasión a cuajarse de
nuevo oscuramente, sin que haya habido en nada de lo que se ha visto
la menor participación, en nada de lo que se ha hecho la menor rectifi¬
cación, ni entrega alguna.
* * *
* *
* *
Simone Weil
«No procurar dejar de sufrir, ni sufrir menos, sino no ser alterados por
el sufrimiento.»
«La miseria humana contiene el secreto de la sabiduría divina, y no
el placer.»
115
«Los lazos que no podemos atar dan testimonio de lo trascendente.»
«Es hermoso el poema que se compone manteniendo la atención
orientada hacia la inspiración inexpresable, en tanto que inexpresable.»
«Método de investigación: en cuanto se piensa algo, pensar en qué
sentido lo contrario es verdad.»
«Soledad. ¿Y en qué consiste el precio? Porque se está en presencia
de la simple materia, de cosas de menor precio (acaso) que el espíritu
humano. El valor consiste en la posibilidad superior de atención. Si pu¬
diéramos ser atentos en el mismo grado en presencia de un ser humano...»
* * *
116
malograda y de esas últimas sedientas interpretaciones suyas que, sobre
esta realidad de piedra inconmovible, bailarían alejándose y aproxi¬
mándose, convirtiendo el paisaje que miro en algo que se quedó inma¬
turo para siempre, como una fotografía sin revelar en el fondo de sus
ojos cerrados; tal vez él ya no encontró el tiempo que iba a evocar, se le
clavó convertido en otra cosa. Estoy casi segura, mirando este cuadro
tan ajeno que patentiza en mí la muerte del tiempo de estudiantes, la
muerte de la ciudad, ya inoperante en mí, y sobre todo la muerte para
siempre, sin remedio, de mi amigo.
* * *
Abrir los ojos. ¡Qué cosa más simple y maquinal! Y sin embargo, pen¬
sando en ello, es un completo prodigio. Cuántas cosas caben en una mi¬
rada. Más de cien árboles, de cien rocas, de cien casas, y todo el cielo.
Pero sobre todo lo prodigioso consiste en que cerrando los ojos todo
esto desaparezca, deje de existir igual que si nos hubiéramos ido y no
fuéramos a volver nunca. Abro y cierro muchas veces los ojos. El paisa¬
je sigue ahí. Todavía está ahí. No sé cuándo dejará de estar para siem¬
pre, no sé cuándo -como el de Piñor- empezará a morirse.
* *
Cacharritos
¡Qué tremendo cuando la niña deje de jugar con los cacharritos! Desde
que lloré a los doce años ante la inminencia de mi crecimiento, nunca
he deseado detener el tiempo como este verano, cuando veo a la niña
embebida en sus juegos de cacharritos sin finalidad. «Comer -dijo- es
lo más aburrido.» Inteligencia en tensión. Siempre así. Como el día
del gato.
* * *
117
actriz de eso, aunque lo haga. Lo hace igual, pero la diferencia está en
que ha rechazado ese «papel» para coger otro. Cada uno prefiere un pa¬
pel a los demás, y en el que acepta es en el que habla de dificultades.
Aceptar un papel es gozarse en sus dificultades, asumirlas, generalmen¬
te agrandándolas.
Una cosa que en sí misma es fácil puede igualmente convertirse en
objeto de «papel»; depende de la seriedad que se le eche encima. Por eso
lo único grave del papel (femenino, p. ej.) son sus espectadores, que
exista gente que acuda a semejantes representaciones y las aplauda.
(Muerte de Marquitos)
118
ojos torvos, aún hay -«desagradecidos» que no quieren esos consuelos,
que se quedan en su sórdido decorado escupiendo toda otra cosa a la
cara del que no hace sino simulación de acercarse.
Teruel, septiembre
119
astucia cuando luchaban por ellas y a que estas condiciones se fueron
desarrollando y asegurando en la descendencia.
«On peut maintenant ajouter que la maniére dont les femmes sont
traitées est une véritable mesure de la forcé du sentiment androcentri-
que qui prévaut dans un pays quelconque.» Sin embargo, actualmente
«tratar bien» a las mujeres ha venido a identificarse con despreciarlas, ya
que esa paciencia condescendiente del varón, sus regalos y caricias no
hacen sino reafirmar la convicción de estar tratando con un ser relega¬
do a la inferioridad, admitir como fatal semejante estado.
Para Ward, el «amour romanesque» no aparece hasta el siglo xi de la
era cristiana y lo relaciona con la aparición de la caballería. La Edad
Media fue extremamente favorecedora del desarrollo de la vida emocio¬
nal. En el «amour romanesque» la selección es la obra simultánea de
hombre y mujer que llama Ward «ampheclexis» (en oposición a «gyne-
clexis», selección femenina, y «andreclexis», selección masculina). La ca¬
racterística más chocante consiste en el fenómeno que se designa por
medio de la expresión «devenir amoureux». «Cela signifie que Ehomme
a des qualités qui manquent á la femme... et au contraire» (todo esto,
naturalmente, es inconsciente).
Ver cap. XI conation (principio de). La eficacia de este principio
está medida por la distancia en el tiempo y en el espacio que separa un
deseo de su satisfacción. Una de las características del «amour roma¬
nesque» es la de alargar esta distancia.
Los que afirman la indisolubilidad del matrimonio y preconizan sus
excelencias no han sido lo suficientemente agudos y clarividentes como
para poner en claro las desde luego existentes diferencias entre estos
vínculos conyugales con los del amor «romanesque». Y patentizan los
inevitables cambios de punto de vista para una cabal e inteligente acep¬
tación de la situación matrimonial.
¿Por qué tanta confianza en el matrimonio? «Dos que duermen en
el mismo colchón se vuelven de la misma opinión.» Mientras no se deje
de ver el matrimonio como una simbiosis, mientras se hable de liber¬
tad de costumbres, de leyes, etc., pero sin dar a las mujeres la posibili¬
dad de poner la mente a salvo para meditar sobre ese mismo estado ma¬
trimonial que limita su horizonte intelectual, no hemos adelantado
nada. El matrimonio es un accidente al que cada uno puede dar el valor
que quiera, pero un accidente en la vida, lo es y debiera serlo, por lo
tanto.
«Quelle sympathie peut s’établir, quelle paix peut régner entre ces
deux étres qu’une combinaison pécuniaire a rivés I’un á l’autre, mais
qui ne s aiment, qui ne se connaissent méme point!» Esto es muy ver¬
dad, pero también lo es el fracaso de los llamados «matrimonios de
amor», cuyo número crece de día en día. Se puso el amor en el altar
de las conveniencias. Actualmente el sexo desplaza al amor. Pero el quid
120
de la cuestión está en que todos estos dioses no invadan los dominios
que no deben serles propios.
121
Para Rompecabezas: comunicación
¿Por qué se pueden pasar largas temporadas sin volver a ver al amigo
que en otro tiempo nos era preciso frecuentar a diario? Se suelen dar ex¬
plicaciones arguméntales para este fenónemo, decir: «es que pasaron co¬
sas», pero en el fondo no valen tales razonamientos. Simplemente nos
deja de valer la imagen que su espejo nos devuelve, la vemos rayada, re¬
petida, nos queremos espejar en otras aguas que aún no nos hayan con¬
tenido.
(Recuérdese el pasmo de Swann cuando se desenamora de Odette;
le parece incomprensible su obcecación del principio.) Y a esto, que
pasa siempre, le ponen diques exteriores los juramentos, las leyes, las
instituciones. No dejan a los afectos quebrarse libremente, elegir su cau¬
ce arbitrario y natural.
Una de las razones que más influyen para que no se llegue a de¬
senmascarar la ambición y verdaderos móviles del montaje matrimo¬
nial -bien lejanos, por cierto, en general de esos sentimientos acen¬
drados y puros que esgrime en su propaganda- estriba en que hay una
especie de acuerdo tácito para no levantar la liebre, dado que la ma¬
yoría de los interlocutores con los cuales merecería la pena de aclarar
esta cuestión están casados y sometidos a las mismas presiones psi¬
cológicas padecidas por el que desearía hablar, las cuales, si por una
parte a ambos les sirven para conocer mejor toda la trastienda de su
pregonado «bienestar», también les atan a idénticos temores de rom¬
per el hechizo cuya sinceridad saben lo caro que la pagarían (intereses
creados).
* * *
Todo reside en renunciar a gustar, en hacer lo que se hace por uno mis¬
mo. Evasiones institucionalizadas. Ausencia de verdadera imaginación
proyectada sobre una vida que se inventa.
La función de educar a los hijos es una función carente de sentido
en sí misma; todo se ha quedado en organización, en apariencia. Edu¬
carlos ¿a qué ton? ¿No entrarán ya de sobra por sí mismos en esa ruti-
122
na en torno a que la sociedad les constriñe? ¿Para qué empujarles más
todavía en ese mismo sentido?
El error está precisamente en enfocar el asunto desde el punto de
vista inalterable de ¿qué querrías tú -mujer joven- «devenir»? Todos he¬
mos sufrido los bandazos de desilusión a que estas imágenes de uno
mismo abocan en el futuro. Nos han educado atentos a nuestra propia
personalidad (¿qué quieres ser de mayor?), no a la realidad de las cosas
que nos rodean entre las cuales estamos insertos.
Lo importante es saber lo que no se quiere; lo que se quiere hay que
inventarlo, mudarlo, conquistarlo a cada paso, y mientras se mantiene
esa incógnita, hay vida, hay camino, no se ha caído en la inmanencia.
La aventura se ha confinado a terrenos acotados, se ha desplazado ne¬
gándole la integración, su posibilidad de enriquecer la vida, de darle a
cada momento savia, flexibilidad.
Los hijos como medio del propio lograrse, como enorgullecimiento,
como punto de comparación con los hijos de los demás.
20 de octubre de 1965
Todas las cosas que vemos por la calle quedan olvidadas, sepultadas.
Y sin embargo la gran parte de nuestro día se consume en la calle, en el
movimiento, entre los ruidos. Y en esos momentos estamos, como si di¬
jéramos, sufriendo todos, los de París, los de Moratalaz, los de Suiza, un
castigo o un destino común. Por una parte ese ajetreo nos hace com¬
prender a los otros, y además por otra es un trepidar que -malo o bue¬
no- los muertos no lo padecen, ni lo oyen ni tienen que luchar contra
él. De todo hay que tomar nota, por los que ya no pueden tomarla de
nada. Habría que describir los rostros de los transeúntes, que tanto han
aumentado su prisa, su impaciencia; hablar también de nuestro cansan¬
cio y del de los demás. De ese cansancio que nos dificulta el hablar, pre¬
cisamente.
Cuando la gente vivía a otro ritmo -y sobre todo iba hacia el pro¬
greso- (pensemos en el siglo xvm), cuando no había apenas periódicos
ni llovían impresas las noticias, debía dar mucho gusto y esperanza es¬
cribir, dejar apuntado lo que parecía un descubrimiento; de una parte
las «preocupaciones» dificultaban más una formación intelectual libre,
pero de otra para el que llegaba a estar en condiciones de mirar el mun-
123
do con la mente clara, todo le debía parecer sugerencia, estreno. ¿Qué
cabe estrenar hoy, agotados ya todos los caminos?
* •í<
- olvido sosiego
- desazón amor propio
- dogmatismo eficacia
- amor ambiente
•*« *
Ya sé que existe esa mujer. Os lo digo. La he visto -la veo casi siempre
que estoy aburrida y me quiero poner a escribir. No puedo dar detalles
precisos de su rostro porque está formada de expresiones cogidas a re¬
tazos de varias mujeres, y además tampoco de nuestros amigos ausen¬
tes recordamos con claridad el rostro. Es indiferente. Sé que tiene los
ojos grandes y cómo está sentada en la tarde en que yo querría comen¬
zar mi relato. Lo importante es eso: la situación en que se halla, lángui¬
da, indecisa. Tampoco sé muy bien quién anda por la casa, de pasillo
largo, aparte de una doncella, supongo. Pero a ella sí la veo, a ella es a
la que veo. Ha hecho calor en Madrid ese día y ahora es por la tarde.
Pasa revista a todos los teléfonos de conocidos. La llaman a ella. De
pronto lo deja todo y se va a ver a la abuela. (Puede antes haber estado
hurgando en cuadernos antiguos.)
124
Darle a uno un corte
125
me. Se le vuelven viejas en cuanto se pone a pasar revista a los ropajes
ya existentes y aceptados, los únicos con que le cabe imaginar vestirlas
para presentarlas a los demás.
El peticionario que viene a invocar una vieja historia pendiente y se lo
cuenta sólo a la criada porque el señor no lo quiere recibir y se hace ami¬
go de ella a través de esa historia que ya no atañe a ninguno de los dos.
Pensamos en los demás como en seres globales, no como en seres
divididos: ése es el error. (Recordamos o echamos de menos al ser que
necesitaríamos en aquel momento, que nos serviría o consolaría, y de la
imagen cuajada en ese momento en nuestra mente se excluye automáti¬
camente cualquier particularidad adversa. Luego, en el trato real éstas se
presentan y crían las discusiones.)
En un cierto estado del conocimiento humano, tras trabajosas y con¬
centradas deliberaciones, uno ha llegado a saber penetrar más o menos
la entraña psicológica de cualquier situación. No le es ya a esta altura
casi nunca inaccesible al pensamiento el imaginar soluciones valederas
para la cesación de alteraciones y tormentos que tiene de antemano re¬
putados por falaces espejismos. Pero de la misma manera que el gene¬
ral más experimentado necesita de un ejército sobre el cual mandar, sin
cuyo requisito sus gestos y arengas caerán en el vacío, así también hay
muchas coyunturas en la vida que no alcanzan a ser remediadas por los
procedimientos acreditados como infalibles, debido simplemente a que
tal estrategia se embota contra la inercia de un cuerpo desorganizado
donde ni una sola célula está en pie de combate ni responde como sol¬
dado a fustazo alguno, porque no quiere responder, hundidas las partí¬
culas integrantes de ese organismo (otras veces obediente) en el peso de
su propia materia, abandonadas a una rebelde e incontestable acidia
que desdibuja y anula el todo, disgregándolo.
Camus: «Le temps ne va pas vite quand on V observe. II se sent tenu á
l’oeil. Mais il profite de nos distractions. Peut-étre y a-t-il méme deux
temps, celui qu’on observe et celui qui nous transforme» (como en el jue¬
go del escondite inglés).
Novela
126
Cuento
Cómo se ponen los mejicanos con eso del vino y de la pena. Es que
no me deja dormir la radio. Algo les pasa a esos mejicanos, algo les pasa
a todos. Una especie de epidemia. A mí me da pena oírlos, palabra.
Ya llegan estas horas y qué vas a hacer. Te pones el pijama sin pen¬
sar, como se hacen todas las cosas del día. Pero eso es lo que subleva,
no hay derecho. Me meto en la cama y está blandita y eso, pero es un
asco dormirse, dejar ir otro día sin protestar, sin hablar, sin decir algo.
La noche es libertad. Cuando yo era pequeña soñaba con salir, me fas¬
cinaba. Todas las ventanas abiertas, oír los ruidos, sentirse todo el tiem¬
po abierto por delante como un interminable camino. Y ahora, a estas
horas que cede la prisa, que se levanta la condena de andar a lo loco ¿te
vas a meter en la cama? Se pasa uno el día dormido, cada uno en su hue¬
co, días de lagartos, de bichos en un chiquero.
* *
127
De la inercia
Hay a veces como un deseo de que el tiempo pase sin dejar huella. Nos
oponemos, en esas situaciones, a todo lo que sea luchar contra la iner¬
cia que nos mantiene en tal estado, aunque, por otra parte, estemos per¬
suadidos del daño que nos hace permanecer así.
Mimetismo tardío
Novela (Moratalaz)
Llegar a casa era lo peor, lo más amargo. Y sin embargo en ella esta¬
ba todo. Continuamente había alusiones a los sacrificios hechos para
que pudiéramos, al fin, vivir allí. Yo, mientras masticaba, mientras to¬
maba (dócilmente, eso sí) las medicinas para mi crecimiento, miraba
las paredes lisas y vacías, los muebles limpios y el rostro resignado y
santo de ella. Estábamos en un estadio superior socialmente, ya no
era la chabola, éramos desconocidos en aquel mundo de desconoci¬
dos. Y por las noches cuando, sin saludar, volvía atravesando los po¬
cos descampados donde aún, junto a las latas viejas, crecía algo de
hierba, sentía apretárseme el corazón.
* ■*< ■*«
128
Cardenal Del Giudice. Si retrocedemos unos años podemos verle en Si¬
cilia, en Roma, saliendo de ella (según Belando) como protesta..., et¬
cétera. Si se cuenta, por ejemplo, al hacer este excursus, la relación del
Cardenal con Clemente XI, no debe importar insistir en algún detalle
de la ascensión de Albani al Pontificado, aunque ya esto, con motivo de
hablar de la Ursinos o de otro personaje cualquiera ya haya salido a re¬
lucir.
«La derniére chose qu’on trouve en faisant un ouvrage est de savoir ce¬
be qu’il faut mettre la premiére» (Pascal).
(Cuando en España, en estos albores del xvm, se dijera la palabra
jansenismo, cuando el mismo Macanaz la oyera o la dijera, ¡qué confu¬
sión no habría en su mente al respecto! No es demasiado de extrañar si
se tiene en cuenta el atraso de España y la sed con que debían agarrarse a
conceptos nuevos acuñados fuera, añadido esto a las complicaciones
que a este concepto se le adherían por culpa de las minuciosas particu¬
laridades y cotilleos de la historia del jansenismo. Pero lo más curioso
es que siga siendo este del jansenismo un terreno tan oscuro y mal es¬
tudiado para los españoles durante mucho tiempo, incluso para los preo¬
cupados del problema religioso «Jansenismo y regalismo», «Los hetero¬
doxos», etc. ¿Qué tiene, pues, de raro que para Macanaz se hayan
conformado con una etiqueta prefabricada, si para darse cuenta de algo
de lo que significó un tal inapresable comportamiento como el suyo, ha¬
bría que aclarar primero los vaivenes del igualmente archivado concep¬
to del jansenismo?)
* * *
129
da, pero en crisis y duda, de los nuevos y vigorosos principios que aún
no han pasado por la criba de la duda. Se da la curiosa realidad de que
le lleguen al viejo, reelaboradas y casi por primera vez recibidas, teorías
sobre las que había pasado como por algo natural y que solamente aho¬
ra al ser desechadas o transformadas, las revisa y medita, siendo en este
sentido discípulo de sus discípulos).
130
Encuentro con Macanaz
Cotarros
Amor
De otra persona interesa no lo que pueda ser ella misma, sino lo que
significa para uno, o sea: la relación. Durante los albores de una re¬
lación apasionada, cada uno de los participantes se presta a ser tratado,
así, como mero pretexto para que el otro se refleje y magnifique la
nobleza de sus sentimientos. En este tiempo es cuando se incuban los
vicios de origen. Luego, cuando cada persona empieza a revelar sus pro¬
pias aristas, parece injustísimo: no era lo convenido. Había que sopor¬
tar en pasividad y henchido de gratitud todos los homenajes; era insóli¬
to este estallido de ahora, este decir: «No los necesito, guárdatelos» que
se apunta inesperada y súbitamente. El cual estallido significa, precisa¬
mente, el revelarse como persona.
5 de abril de 1967
131
pronto, como si se les aventara de pronto toda intención o rumbo hacia
el meollo del asunto y se quedaran runruneando por fuera, como mos¬
cardones. So, I leave. Me pasa esto con frecuencia, incluso cuando voy
a hablar de temas que me preocupan e inquietan mucho. Y es posible
que más me pase cuanto más me inquietan.
Me asoma, en estos casos, nuevamente, aquella «facilidad para dar
el quiebro» de los buenos charlistas profesionales o de los escritores fá¬
ciles. Es decir, que sin que pueda asegurarse con propiedad que me he
ido por las ramas ni que estoy diciendo algo realmente diferente de lo
que quería decir, noto yo que se le ha cambiado el tono, que se ha adap¬
tado a ese tono conversacional inocuo y aséptico que es típico de los
cocktails, de las relaciones sociales. Desde un determinado momento
notas que las palabras se te van de ti, has dejado, en suma, de ser tú el
dueño y la batuta de su producirse. Se vuelven inerciales, no van en bus¬
ca de nada, no llevan carga ni pueden hacer brecha en muro alguno.
Dispersión. No concentrarse. A veces pasa en los sueños, que
se busca el tema que preocupaba y sólo queda la angustia de quererlo
buscar.
Y tal vez, sin embargo, C. O. ha entendido alguna cosa en lo que le
he dicho, le han sonado a algo las palabras articuladas. ¿Pero, a qué?
¿Eso es comunicación? No. Sino puro azar. Nunca será bastante nues¬
tra exigencia para explicarnos bien.
•i* * *
132
Retahilas
Alzóla, agosto de 1967
«Por fin has llegado, vamos», me dijo en cuanto entré. Fue oír la puerta,
incorporarse y ponerse a palpar cosas a los pies de la cama. La tenía pla¬
gada de ropas en desorden, como si hubiera estado tratando varias
veces de hacer un equipaje. Casi no se la veía a ella, tan flaca, manipu¬
lando en aquellos revoltijos. «Vamos, ayúdame, no sobra tanto tiempo.
Quiero volver allá, ya sabes, allá, hay que disponerlo todo.»
La puerta está lejos de la cama, te acordarás, había penumbra y
además no me había mirado ni podía esperarme. Había pasado a ver-
la por casualidad, porque me falló una cita cerca de su casa, después de
una tarde interminable de esas que no te aguantas a ti misma y no sa¬
bes a qué plan agarrarte, por puro nerviosismo y vacío, ya te digo, sin
saber que hubiera empeorado tanto ni nada de su vida desde la última
vez, cuando rompió en dos el bastón de ébano y me echó de los peo¬
res modos con aquella mirada furibunda de cuando le salía la vena
cruel, insultándome a gritos por el hueco de la escalera, tanto que me
asusté y fui a contárselo a tu padre por ver si entre los dos tomábamos
alguna determinación; pero él nada, dijo que a los viejos hay que de¬
jarlos en paz y que no me quisiera meter a redentora como siempre,
que a él también le insultaba como a cualquiera que cayera por allí, y
sin saber siquiera si se estaba dirigiendo a vivos o a muertos, «pues eso
es lo grave», le dije yo, «que no sabe ni a quién habla», pero él a quitarle
importancia, que era cosa de su temperamento, que desde la muerte de Pau¬
lina aquella vitalidad condenada tenía que buscar otros cauces de
desahogo. «En el fondo le pasa igual que a ti», me dijo, «que necesitáis
inventaros siempre una actividad para dominar a alguien. Sólo que a
ella, la pobre, ya sólo le cuadra pegar gritos.» Pensé que en el fondo te¬
nía razón, aunque nunca he aceptado la frialdad con que dice ciertas
cosas tu padre, y precisamente aquel día por una mezcla de rabieta y
hartazgo volví a tomar una vieja decisión: la de romper con lazos fa¬
miliares que tal vez por mi culpa tanto daño me han hecho, me dije «se
acabó», como si se pudiera, ya ves tú, pero en fin, por lo menos esta vez
lo tomé más en serio, con vosotros lo mismo que con ella, así que si no
es por mi depresión de hace tres días, por la cita fallada, por el calor y
por haberme visto delante del portal fresco y antiguo que vomitaba re¬
cuerdos a la calle abrasadora, sin saber dónde caerme muerta, en uno
de esos momentos en que las únicas raíces imaginables remiten a la in¬
fancia, cómo se me iba a haber ocurrido subir a verla otra vez y sobre
todo, que es a lo que voy, cómo iba a ser posible que ella me esperase.
Pues nada, a pesar de todo, no pude dudar que se estuviese dirigiendo
precisamente a mí. No había yo pronunciado una palabra ni ella casi
133
veía ni me había mirado además, ¿verdad? pues me hablaba, me ha¬
blaba a mí y lo acepté inmediatamente como cuando una cosa se ve
tan clara que ni puede extrañar. Aquel mensaje era para mí por la sim¬
ple razón de que sólo yo había sido capaz de descifrarlo. «Hay que vol¬
ver pronto», repitió. «¿Has entendido dónde te digo?»
«Lleva toda la tarde con lo mismo», lloriqueó a mi lado la portera.
Avancé hacia la cama totalmente segura de mí misma. Por fin, después
de una interrupción de muchos años, aquello no era una historia ru¬
miada y deformada en soledad o un reproche que no me concernía.
Y cuando le dije, ya casi junto a ella, «sí, he entendido, abuela», levantó
los ojos, me miró, y te lo juro, es la mirada más importante que he reci¬
bido nunca, la tengo en los sesos, sobre todo por la casi seguridad de
que aquellos ojos no veían cuando por otro lado estaban fulminando lo
presente, lo pasado y lo futuro, conteniéndome y recogiéndome tam¬
bién a mí con todo lo lejano y lo cercano, y se podría jurar que nadie
había visto nunca tanto ni hasta tan allá.
Se quedó así un poco con las manos en el aire, cogiendo una de
aquellas prendas antiguas y oscuras, y me atreví a sentarme en el borde
de la cama y a poner una de las mías encima. Las tenía muy frías, ma¬
nos de urraca, de gavilán, y soltó la presa. «Deja eso, ahora, no te preo¬
cupes. Yo haré el equipaje.» Entonces fue cuando dijo: «Gracias, Marga.
Ha llegado la hora». Muchas veces me lo había dicho, recién muerta mi
madre, cuando todavía hablábamos a veces: «Cuando me veas muy
mala, cuando yo te lo pida. Te lo pediré a ti. Volver allí sólo para morir,
a ti te lo pediré. Los muertos con los muertos».
* * *
134
siasmo-endiosamiento). Ahora ya todo está conformado y criticado y se
miden tanto los pasos, que no se llegan a dar.
Junio de 1970
* * *
«Yo con ése no hablo» es un racismo. El hablar mismo está en otro pla¬
no, se produce, no juzga ni condena ni ensalza a nadie, se puede borrar
luego, sí, no tener fidelidad a esa persona ni despreciarla tampoco. El
hablar ocurre, vale en sí.
135
.
*
CUADERNO 4
12
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139
de modistas, anuncios de hoteles, en un entrecruzarse de llamadas tele¬
fónicas, carnets de identidad, pasaportes, cartillas de ahorro, rematado
todo ello finalmente por cláxones y zumbidos de avión, por traqueteo
de trenes, y por aquella masa depositada de cuerpos maldurmiendo en
pensiones aglomeradamente, aguantando las lluvias veraniegas en pór¬
ticos y bares, resguardados bajo la lona de una tienda de campaña o por
fin, momento culminante y triunfal de sueños largamente acariciados,
tras haber inflado a dos carrillos una almohada neumática sobre la cual
apoyar la cabeza -pesada por vacía, como de plomo-, tenderse al sol ar¬
doroso entre los otros cuerpos sin tiempo ni conciencia arribados a
aquella misma arena a olvidar, a cegarse, a seguir muertos y empeder¬
nidos por los siglos de los siglos.
Este invierno murió un amigo mío. Para bien decir, le había visto
poco. Pero una noche estuvimos hablando mucho rato y creí que llega¬
ríamos -contando con el tiempo- a ser buenos amigos. Desde que me
enteré de que se había muerto hasta ahora mismo en que estoy escri¬
biendo estas líneas y siempre que pienso en él, lo cual ocurre con una
frecuencia increíble, me asalta sobre todo la imagen de su tiempo estre¬
llado contra el suelo, hecho añicos.
Uno tiene su tiempo en esta vida, no tiene otra cosa. Y yo desde el
día en que murió mi amigo he sentido más acuciante y alta que nun¬
ca la llamada de las cosas que él ya no veía para que las mirara yo, de
las gentes para que las atendiera, de los peligros para que los evitara,
y así entregada de un argumento en otro, me he dispersado en miles
de interferencias que me han impedido el sosiego necesario para sen¬
tarme a ordenar mis ideas. Y con mayor deseo que nunca de ponerme
a escribir. Pocas veces me ha sido más difícil.
El Boalo, 31 de julio
é
140
go íbamos despacio hablando, mientras mirábamos el campo. Los hom¬
bres acababan de abandonar la faena de la trilla y en el ejido estaban los
montones de la parva, las gavillas y los carros solitarios, amarilleando
como si despidiese todo el círculo de la era una débil luz propia al des¬
tacarse contra las altas y pedregosas montañas del fondo, que alzaban
sus duros perfiles grises, de donde parece que va a nacer la noche y a ex¬
tenderse como un zumo por el cielo y la tierra.
Dijo ella que qué bonito sería saber dibujar todo lo que se ve exac¬
tamente igual a como es, con todos los detallitos que haya hasta en lo
más escondido, de bichos, pajas y tierras, pero un dibujo perfecto, don¬
de no faltara nada; y lo decía muy excitada con el entusiasmo que le
producía imaginarlo y la impaciencia de considerar su dificultad. Tam¬
bién estuvo contándome las cosas que la ponen triste y las que la ponen
alegre, y hacía diferencia entre tristeza y emoción. Hablamos de lo raro
que es que vuelva el invierno y nos volvamos a poner los abrigos y las
bufandas.
Fue una tertulia muy buena, de esas que vienen bien ligadas, como
a ella le gusta; y no me tuvo que pedir, como otras veces, que le con¬
tara cosas de cuando yo era pequeña, porque desde que me metí las mo¬
ras en la boca y las saboreé, aquel deambular por los alrededores de la
casa, esperando la hora de la cena, se había convertido para mí (como
ya me ha ocurrido muchas veces en estos días pasados), en tiempo tan
igual al de mi infancia, que el sacar a relucir pequeños sucedidos de mis
veraneos pretéritos, no es una evocación, es como un comentario de lo
que hicimos juntas antes de ayer, y con tanta familiaridad y cercanía me¬
tía lo de antaño en el discurso como si aquel parloteo nuestro por la ca¬
rretera fuera a ser interrumpido de un momento a otro por la voz de mi
madre de cuarenta años que se asomase a llamarnos para regresar.
En la verja de la casa vimos un sapito. Ya había oscurecido casi del
todo y nos agachamos a mirarlo. Tenía unos ojos redondos y muy ne¬
gros. No lo cogimos en la mano para no asustarlo.
No sé por qué he escrito estas cosas. Hace unos años, me hubiera satis¬
fecho una narración como la que precede. La belleza de las palabras di¬
chas y enhebradas de una determinada manera me embriagaba, y al
tiempo que me daba satisfacción y seguridad mirarme en lo escrito
como en un espejo segregado de mi propia persona, esta satisfacción
me aprisionaba en ella misma, impidiéndome ir más allá, hasta el pun¬
to de que, aunque a veces hubiera empezado a escribir con la inquietud
de perseguir y fijar un determinado pensamiento, renunciaba muy gus¬
tosa a tal búsqueda, perdida en el bienestar de los laberintos de jardi¬
nería que iba construyendo y en los que me quedaba, protegida, a vivir.
141
Pero ahora no puedo reposar en nada de lo que escribo; por eso en¬
mudezco días y más días. Todo lo escrito no puedo verlo más que como
retazos, tentativas que no hacen sino acuciar mi desazón. Aun cuando,
por medio de la narrativa, se consiguiera librar de la muerte, del apagón
definitivo, una tarde como la de ayer, por ejemplo, por cuyo aguijón
eterno y efímero al mismo tiempo me sentí tan agudamente traspasada,
es decir aunque pudiera pintarse exactamente igual a como era fuera de
nosotras esa tarde con todas sus pajitas, sus briznas, sus bichos y colo¬
res, y luego pintar en lo que todo esto se convertía al ser mirado por
nuestros ojos y pasado al almacén de la trastienda, incorporado a cada
uno de nuestros interiores por separado y a lo que de relación tenga el uno
con el otro. Ya que en la contemplación de la tarde jugaba un impor¬
tante papel nuestra compañía; aunque tanto trabajo se lograse -que ya
es mucho pedir- con la perfección y minuciosidad que la niña requería
para su ideal dibujo, eso no sería sino una delicada pieza de joyería, re¬
matadísima, pero inútil si no se llegase a saber en qué conjunto había
que engarzarla.
Se me dirá: «Conviértelo en capítulo de una novela. Una madre y
una hija de ocho años que van de paseo por el campo». En primer lu¬
gar que esto no sería (la novela entera) un conjunto mucho más am¬
plio, sino una pieza, a su vez, de otro contexto que habría que buscar.
Pero es que, además, trascendidas mi hija y yo al rango de persona¬
jes de novela, ya no seríamos nosotras ni la tarde de ayer sería la tarde
de ayer.
Ciertamente que el mecanismo de componer una novela ha llegado
a no serme muy extraño, y una nueva novela -después de mis esfuerzos
de arquitectura para articular la última- me comprometería a ponerla
en pie sin mucha dificultad, casi como quien se echa a andar por unos
raíles. Pero son unos raíles que me han aburrido y ya no me sirven.
Nunca es la misma máquina la que tiene que andar por ellos, es una ca-
bezonería empeñarse en adaptarlos a todos los viajes.
Me imagino incluso, como si ya me las supiera de memoria, las fra¬
ses que echaría una detrás de otra si me entusiasmase con la idea de ha¬
cer un capítulo de novela con mis experiencias de estos días de verano
y de la tarde de ayer. «La niña tenía las manos pequeñas. En una de ellas
apretaba el puñado de moras. La otra, que enlazaba con la de la mujer,
se soltaba de vez en cuando, en los momentos en que la necesitaba para
precisar con algún gesto sus apasionadas explicaciones. Cogiendo
aquella mano pequeña, sin oprimirla apenas, cuando volvía a venir a la
suya, como un pájaro al nido, sentía la mujer...»
¿Por qué esta insuficiencia de las formas? Cuanto más fácil parece,
más desconfío. Conozco y cada vez más abrumadoramente la dificultad
de las cosas a discernir; no puedo fiarme ni mínimamente de que esta
forma tan amable de abarcarlas vaya a servir para nada. Se despega y se
142
da de cachetes con la gravedad y tragedia de la vida cualquier tono con¬
certado o habitual. La novela se ha vuelto una monserga, algo institui¬
do, discreto, acorde.
No. ¡No! Hace falta desafinar. Desafinar genialmente. Pero ya no sa¬
bemos. Tenemos demasiado sentido de la corrección, de lo que es justo,
de lo que disuena. Nos alarma la estridencia, el mal gusto. Y sin embar¬
go, en un mundo lleno de estridencias, sólo se puede desafinar, gritar.
Tal vez la poesía, una forma inédita de poesía sería lo único que me
pudiera servir ahora. Entregarse a la poesía como un payaso a sus pan¬
tomimas inventadas cada noche. Sin temor a caerse de cabeza, ni a ha¬
cer el ridículo. Pero tenemos tantas defensas, tantos estudios y frenos.
Sería una ingenuidad falsa, algo postizo. Tampoco la poesía. Sobra ló¬
gica. Falta unción, entrega. ¿Qué haré para escribir, para estrellar todo
lo que me bulle? ¿Contra qué muro? ¿Dónde dejar la marca?
27 de octubre
La aparente variedad
143
quemas y en el sentimiento correspondiente a que aluden no se pone
de manifiesto nada de la propia persona. Remiten tales sonrisas a sen¬
timientos que, más bien, han de nacer en el propio espectador fiel¬
mente obediente a las clasificaciones y reconocimientos arraigados
profundamente en su subconsciente. Invasores sentimientos de confu¬
sión que han de calentarle momentáneamente.
Así que, como en un despliegue u oleada brusca, le vienen a la cara
y a la imaginación conjuntamente al paseante incauto vagas y entrecru¬
zadas sensaciones de ternura, de ensueño, de languidez, de deseo, de pi¬
cardía, de baratas tragedias amorosas, de recuerdos de infancia, saltan¬
do de las sonrisas de las copertinas callejeras a su indefenso, disperso e
inarticulado corazón, a su enmohecido cerebro, cuyos conatos de pen¬
samiento coherente vienen interrumpidos de continuo por los lumino¬
sos, los frenazos y la práctica del apresurado circular. Y el paseante se
deja invadir por esa magia del refrigerante racimo de sonrisas de tantas
mujeres lejanas y distintas.
Difícil será que deje de pensarlas como distintas, como inabarcables
en su misma diferenciación. Y sin embargo, como quiera que la intrín¬
seca personalidad y aparente subjetividad de cada una de las retratadas
no resida sino en sus particulares trajes y peinados, en su actitud y en su
sonrisa y dado que toda esta gama de aparentes diferenciaciones no
existiría de no haberse ido hinchando la invención de este multiplicado
escaparate ya hoy desbordado a la calle, consustancial con ella, enre¬
dándose a los conatos de posible pensamiento o protesta individuales,
segando de raíz cualquier intemporal y sosegado pasear, cualquier mi¬
rada de verdad diferente que vea en la baraja de esas fotografías su men¬
tira y su muerte; como quiera, digo, que esta muerte y mentira, a pesar
de todo estén debajo de tanta prometida variación, el salto, el calentón de
nuestros corazones es sólo momentáneo, y dejados atrás piernas, aba¬
lorios, piruetas, gorritos de piel, mohines prometedores, más aprieta el
hastío, la prisa, el recuerdo de todo lo que falta por completar, por co¬
nocer, por recorrer y meditar despacio.
El verano
(Fragmentos para un libro)
144
CUADERNO 5
* * ■le
•!« * -le
147
Es increíble el grado que alcanza en las mujeres el trato competitivo. Sus
propias afinidades las despedazan; hay en el fondo sobre todo una in¬
capacidad casi total para desentenderse de su influjo en las demás o de
su complicidad, tienen que funcionar por partidos.
Los males de la familia vienen de que hay que justificar quieras que
no el seguirla tratando, y ese tratarla a la fuerza hace costumbre y ley de
características que uno podría dejar de aceptar. En cuántos cabreos su-
perfluos -recuerdo- gastábamos el día.
Retahilas
-Lo peor es la indecisión. En este viaje sólo la he tenido al pensar que po¬
días recibirme con esa cara de antes. Porque eres dos personas. Despistas.
Eso decía Enrique. Las familias separadas, es tremendo.
Las unidas también.
-Pasa lo que con el orden y el desorden, hija. El orden se compren¬
de desde el punto de vista de ellos. Quieren extirpar la amenaza de la
ruina, pero sin lograrlo; al contrario, no se les prepara el cuerpo a reci¬
birla. ¿Has visto lo que nos pasa con los cosméticos? Cualquier peque¬
ño abandono (dejar un libro sobre un radiador) puede tener una red in¬
calculable de consecuencias. ¿Se van a prever todas?
-Dijo papá: «Dile a Eulalia que la casa es suya, que no le vuelvan a
entrar las comezones y que decida lo que le parezca». ¿Qué quiso decir?
Me da rabia tener impulsos y verme obligada a arrepentirme. No se en¬
cuentra uno con los demás. Este invierno había un hombre mayor, de
cuarenta y cinco años; me cita, voy a su casa y estaba llena de música y
de otras gentes. Nos necesitamos en distintos momentos. Cada cual está
en una cosa, sin comprender que estamos en la misma, en el tiempo.
Para un cuento
Estragos y catástrofes
148
son ires y venires contra la fachada de la casa en minas donde dice SE
VENDE.
Los disgustos que al cabo de un año van a olvidarse, mientras está
uno bajo su embate, ¿por qué no imaginarlos justamente como esa pe¬
lota de algas y trapos contra la casa dentro de cuyas paredes (hoy ya por
pocos días milagrosamente en pie) tendrían lugar cabreos y avatares?
De la guerra
150
Cementerio de Simancas
(Camino de Simancas)
# * •*<
La memoria
151
neración, que viven y alientan ahora, que morirán más o menos cuan¬
do yo, evoca también injustamente, como siempre, dureza. Aquella luz
(digo) mezclada ahora al espantoso miedo que sufres como pago a tu
insolidaridad, a tu torpeza, a tu falta absoluta de planes y control, a ese
egoísmo que es en el fondo desconocimiento de unas formas de vida
más elaboradas y defensivas y sin duda de una forma o de otra habili¬
dosas para ensartar las cuentas del mundo en forma coherente de co¬
llar; esa luz, unida al miedo, ¿qué te hacen ver ahora, dime, cuando to¬
cas el hondón de verdad? Daría cualquier cosa por saberlo. No es
aquel personaje retórico de la guadaña que convertiste en dama de tus
sueños cuando la primavera de los gentileshombres apuntaba reciente
apenas allá por los calveros que se divisaban desde esa ventana que to¬
dos te acapararon después, que dócilmente -por pura acidia, displi¬
cencia, insolidaridad o lo que sea- te dejaste arrebatar por los amigos
de tus hijos a quienes despreciabas, por aquellos calveros asomando.
No es aquella dulce mujer que llegaría; es la falta de aire, la falta de so¬
corro, la falta de respuesta a ese timbre apretado sin piedad con in¬
solente urgencia tantas veces, llevado hasta el insulto, con aquella
urgencia que el niño recién muerto remedaba con su voz inolvidable,
«di cómo llama el abuelo a las criadas, dilo, bonito tú». Pues no vienen
al timbre, ya no vienen. Y una cosa tan obvia como el aire se niega a
obedecer, pulmón evanescente, el rubio te lo dijo, el rubito mil veces des¬
preciado de quien tu hija dijo que era guapo. Dios mío, cuántas cosas,
Carmiña qué familia, di, qué me dices tú de esta familia. De esta familia.
* * *
152
Dos conversaciones tuve con ella sobre amor
Para Germán
Ver el tiempo
(Cuadernos florecitas sección «Mis secretos»)
153
,
-
*
CUADERNO 6
157
sociedad. Exaltación de la voluntad personal. Exacerbación de los ins¬
tintos eróticos. Soberbia, inconformidad. La fuerza emotiva del senti¬
miento imponiéndose sobre la razón, la paz y el orden.
No se esmeró Pastor Díaz en la trama interna del argumento, arma¬
zón inverosímil. No le preocupa la verosimilitud. Villahermosa presenta
héroes románticos. Se complace en su pintura, desmelenándola, aun
cuando el autor sea un carca pacato solterón. Por eso es más verdad.
Por eso quería tanto a este libro. Por eso no gustó ni a tirios ni a troya-
nos. Fue su «oveja negra». A él mismo le daba miedo su libro (cf. el pró¬
logo que le puso), era su evasión.
Curiosidad por las relaciones que pueda mantener una persona que
significa algo para uno con otras desconocidas y a cuyo existir se aso¬
ma uno de repente: esto es gran levadura literaria, de la mejor clase
como levadura más o menos acertadamente manejada y echada a tiem¬
po o a destiempo en la masa general de la novela, pero alegra constatar
tan limpia y repetidamente su aparición.
Falta de preparación ante la realidad, ante el ¡fuera caretas! Reac¬
ción de romanticismo desaforado, entretenimiento consciente de la
mentira: «quedábame la esperanza de la alucinación de un ensueño y de
una exaltación de delirio, como los que en otras ocasiones fueron mi do¬
lencia... Pero no, ya no hay alucinaciones ni ensueños. Ahora es verdad
todo en torno de mis ojos y todo realidad cuanto es objeto de mis de¬
seos... Y ese hombre no es una creación de mi fantasía. Ese hombre es
verdaderamente el hombre que yo amo con mi alma y con mi vida, con
los sentimientos de mi corazón y con la sangre más ardiente de mis ve¬
nas, con mi memoria y con mi desesperación, y a veces con mi odio».
Suicidio. Se queda corto. A pesar de acabarle de hacer decir a la suici¬
da frenética e implacable cuya situación tan agudamente nos ha analizado
y hecho llegar: «Pero ¡ay! No tener otro destino ni otro sacrificio que el de
ocultar esta pasión culpable y de sobrellevar la vergüenza de un amor inex¬
tinguible bajo las apariencias de una virtud hipócrita, no sostener otra lu¬
cha que entre el martirio incesante de mis locos deseos y la virtud de dis¬
frazarlos con la más aleve de las imposturas», desvía el camino hacia la
total destrucción la propia impostura del autor que se asusta de haber lle¬
gado tan lejos y hace surgir, cortándole el camino, la cruz salvadora.
Otra narración dentro de la narración: la de Pablo el triste que aca¬
ba cerrando las confusas incógnitas planteadas desde el principio.
Y más tarde hace exclamar reaccionariamente indignado a Pablo el tris¬
te: «La cruz de la muerte... es la señal de haberla sabido llevar en vida.
A los que se arrojan a la muerte desesperados no se les ponen cruces...»,
contradiciéndose con la comprensión de la angustia a que ha sabido
asomarse antes.
Quien se deje obnubilar en esta novela por la hojarasca de su deco¬
ración a la moda, por la muy a menudo risible entrega a los tópicos del
158
tiempo, quien sólo vea un argumento trasnochado, se perderá los ex¬
quisitos atisbos psicológicos, las innovaciones subterráneas, el amor a la
palabra literaria transmitida de unos labios a otros, ese desprecio por el
realismo y la verosimilitud, la trascendencia de todo lo que se dice y se
busca. Ese tesón de quien juega y se complace como teórico con lo único
que le gusta y le excita: el análisis de las situaciones y sentimientos tu¬
multuosos que le cercan y rebasan y que trata de entender y presentar
mientras los describe.
Ambiente
159
Del chisme
Lo payo y lo gitano
Las relaciones
Ahora hay muchas relaciones que se creen íntimas (antes sólo cerrazón)
pero ninguna es cuidadosa. Cantidad y ningún esmero.
No se mira a los demás, sino que se busca en ellos, en su reflejo,
algo predeterminado. Nombre. Letreros. No cuestiones abiertas. A esto
contribuye el no ir a cuerpo limpio con la gente sino a que te la den
masticada. Se sabe en seguida quién te mira por lo que le han hablado
de ti y quién, en cambio, atiende a lo que le estás diciendo. Este segun-
160
do grupo —escaso— se puede engrosar, con afición, dedicación y pasión.
Dándole al otro la confianza de que no le quieres tú encasillar, de que
atiendes al caudal que la propia relación va creando, le haces olvidarse
de tal relación y dejas de pensar en los perfiles que toma, que eso es lo
que menos importa, no importa nada.
Toros. Ir no perdiendo la cara al bicho. Sólo sale algo sin predeter¬
minación.
Don Nicanor
Nadie te quita nada de otro amigo, porque la relación que tuvo conmi¬
go -si era de darse algo, no mimética- jamás podrá repetirse con al¬
guien. Así enfocadas las cosas no cabría nunca la envidia.
Falsilla
161
colocado en un sitio fijo. Y nada tiene un sitio fijo, esto es lo importan¬
te. Buscan, y el que busca no mira ya que el verdadero mirar comporta
una situación de ánimo especial para permitir a lo mirado que se des¬
envuelva como quiera, para no interferirlo, para que exista verdadera y
libremente, sin osar acordar lo acontecido con ninguna batuta empeña¬
da en armonizarlo.
Y solamente así se nos abrirá a veces su real y misterioso acontecer,
sólo así desafinará como tiene que desafinar cada cosa y cada persona
-en sus manifestaciones particulares y en su casual engarce con las de los
otros-, sólo así observaremos, aceptándolas, las contradicciones de
lo acontecido y ellas mantendrán abierta esa herida que es el deseo de se¬
guir mirando y de seguirse preguntando siempre ¿por qué?
Asomarse a las vidas de los otros, a lo que ellos te enseñan de sus
vidas es, evidentemente, difícil y peligroso y se precisa una mezcla de
avidez y pasividad. Sin la pasividad necesaria se quiere intervenir o se
exige que te enseñen más, sin una cierta dosis de avidez el interés por el
espectáculo decae, y lo mirado se hace aburrido, ajeno.
Pero para los buenos espectadores -que hay pocos de ley- la fron¬
tera entre lo ajeno y lo propio es bastante lábil. Quien llega a no nece¬
sitar estar destacando siempre lo que contribuye a su propio argumen¬
to contra ese otro vivero de argumentos que bullen alrededor y que no
pocas veces inciden en el propio, ése sabrá y podrá tener amigos.
El hablar ocurre, acontece, vale en sí. «Yo con ése no hablo», es un
racismo. El hablar se produce. No juzga ni condena ni ensalza a nadie.
No hay por qué tener fidelidad ni prejuicios. Ni despreciar la boca que
dice las palabras que sean, si ellas valen.
* * *
Y estaba tan libre para pensar, que no pensaba nada. Recuerdo los im¬
pedimentos de otras veces, la pared de los horarios impuestos, ¿cómo
se pasaba entonces el día?, ¿dónde están aquellas maldecidas paredes?
* * *
162
No sé lo que hay en tu alma. Decido no intentar saberlo nunca. Es el
don más escueto de impureza que te puedo otorgar. Quiero saber sólo
lo que me vayas desvelando: y decido creerlo siempre porque será en sí.
Porque todo lo que se enseña a otro libremente, lo que se elige enseñar
a otro, aun cuando esté dictado por tergiversaciones interiores, es ver¬
dad, es por el mero hecho de darse, de aparecer, y debemos creerlo en
su misma tergiversación, como resultado de esos surcos, de esas doble¬
ces inexplorables e incomprensibles del alma de aquel que con sus pa¬
labras nos pide ser creído: un auxilio que no cabe negarle.
En justicia, en abstracta equidad, eres la persona que mejor me ha tra¬
tado nunca. La que me ha dado lo más adecuado a mi ser. Y sí, al decir
de juicios basados en lo argumental, te «has portado mal», yo niego esos
juicios, porque atañen a cuentas que eran tuyas, de tus surcos, de aquellos
surcos que «por mucho que se rellenen de asfalto nunca podrán desapa¬
recer». No era yo, en esos casos, el objeto de tu daño, sino tú mismo.
Ojalá tu silencio fuera, como quiero esperar, una prueba de que no
me quieres convencer de nada hasta haberte convencido tú. Porque
no es a mí a quien tienes que hacer ya ningún bien nuevo, sino a ti mismo.
El pretendido «mal» que tú haces no deteriora ni viola el bien (¡di¬
chosa falacia de las dicotomías!), porque el bien es inalterable. Ataca, en
todo caso, a ese simulacro de bien social, al de los predicadores, y a ése
tienes razón en atacarlo: en este sentido eres ejemplar.
La ausencia hay que transformarla en bien. No sustituirla por un falso
bien, atolondradamente, por la primera apariencia de bien que surja a
nuestro paso. Eso sería negar la posibilidad de fuerza que nos ofrece la
transformación del dolor, no atreverse a lidiar el toro más difícil de la vida:
el del dolor puro. Negar la ausencia, cambiarla por falaces presencias su¬
cesivas e intercambiables es la mayor traición, la más vil cobardía, la más
baja deslealtad contra el ser que nos la provoca al faltar del alcance de
nuestros ojos y nuestras manos: es querer desterrarlo también del corazón.
Maldecirlo, proscribirlo en lo que es y está por haber sido y estado.
A través de tu sufrimiento -porque ahora sé de verdad lo que sufres-
conozco tu grandeza. Eres más verdad que casi nadie, mucho más ver¬
dad que todos los componedores de orden y concierto. Antes te ideali¬
zaba atribuyéndote una fuerza y una coherencia que no tienes; ahora te
amo en la grandeza de tu dolor, de tus añicos, de tu miseria. Crees ir tú
de mi mano, pero soy yo desde ahora, la que va de la mano de tu dolor.
163
en smoking o en bañador mirando una carta a las órdenes de un maitre
me remonto a entonces, a las niñas, a la fruta de este huerto, donde
comer era desear y mirar antes que nada.
Se pasaba luego entre los dientes, ¡tan pronto! ¿Cómo una función
se puede desmesurar? El alimento -decían- daba fuerzas. Tu padre os lo
ha seguido diciendo. Pero no, las fuerzas las daba saber mirar, mirar,
mirar, estarse las horas mirando.
6 de julio
# v.
164
y contándose por lunas. Si el mundo fuese niño, me sentiría diosa y sa¬
cerdotisa a la vez y cronista de todos los amores de los libros: empecé a
abominar todo lo que no requiriese atención, concentración; el amor la
requería por entero. Esperaría lo que hiciese falta hasta encontrar ese
amor. A mi marido que era un sabio nunca le dije estas cosas, porque
pensé que habían desaparecido, pero luego he visto su amordazamiento,
estaban latentes: en sueños me pasaban la cuenta de mi traición.
Eulalia
165
15 de julio camino de Manzanares el Real
En el castillo de noche
* ■*<
La verdad y la mentira
Hay quien le da mucha importancia a eso, ¿y qué más da? Es verdad lo que
aparece como tal y en el momento que aparece así. Y vale el talento de quien
te lo hace creer, «aunque no lo sientas, aunque sea mentira, pero dímelo».
Analizar la palabra desengaño, sus alternativas en el alma humana
coexistiendo con «esperanza», enfrentándose a ella otras veces.
Al filo de un vegetar sin esperanzas, insoportable, al margen de cual¬
quier acción confortadora del fluir de la sangre, surge la capacidad de
narración. Cuento chino pero bien contado.
La contemplación placentera, gratificadora, también se opone a la
narración, la excluye, la echa de sí. Tiene que pasar por la criba de
la noria. Tendencia a almacenar indiscriminadamente, de cualquier ma¬
nera (cuando se es feliz), a pensar que ya se ordenará ello solo dentro.
* * *
166
Comprendí que me estaba empezando a dar el siroco de los torbellinos,
iguales a aquellos que habíamos visto -tan individuales y concretos-
por la carretera de Marrakech a Fez. Comprendí que era demasiado in¬
justo estar siempre sujetando paredes. Y pedí: Que algún día la Torcí, al
mirarme, mientras yo la trato de embaucar por a o por b, no me en¬
cuentre tácitamente parecido con la yeya sin atreverse a decírmelo.
Por otra parte el hombre no quiere que aquello que ha deseado para
siempre sea tocado por el siempre. Lo que quiere es creer que va a du-
167
rar, sabiendo que no. Instantaneidad de las fotografías. Cuando él me
dijo: «Estás para hacerte una foto», lo más posible es que si me la hu¬
biera hecho, esa foto se habría perdido.
El hombre es ajeno totalmente al siempre por su misma instanta¬
neidad. Y sin embargo, necesita una continua referencia a él. Los mo¬
mentos aislados quiere cogerlos, vivirlos como tales, pero sin estar refe¬
ridos al siempre -en definitiva a la frontera en que el siempre incide con
el tánatos- le parecen oropel. Y hay un continuo prurito de bordear esa
frontera, de merodearla, es una llamada a lo que bordea el infinito, a lo
que lo limita, a lo que dicta el aire que ha de beberse cada uno, a lo que
marca y adjudica cantidades y pertenencias a cada cual. El hombre an¬
hela que le digan «ese aire es el tuyo», «esa casa es la tuya», «esa fronte¬
ra es la tuya», pero de la misma manera escupe de sí esos límites y se
mete de hoz y coz en el otro mar que pretende anegarlo, donde no hay
escapatoria ni salida, sino el tánatos en una zambullida suicida en él.
Traición a la inmanencia; dispararse hacia el exterior, fragmentar en
mil disparos el propio yo; estallido. Para no volver a desear en ese viaje
loco (que dura tanto cuanto toda la vida) otra cosa sino volver a ampa¬
rarse en la inmanencia traicionada. Se le dan al viajero las llaves de la
puerta que no debe abrir. Saber que se puede y no actuar («dinamita pura
y no me meto con nadie», placer de dioses), equivocados esquemas de
vida y antivida, totalmente cambiables y discutibles, según desde dónde
se mire y adonde.
La noche y el alba
Cuentos chinos
Si las palabras de amor, como ocurre, sirven para crear la exaltación del
estado amoroso -fugaz, como se sabe, lábil y pasajero-, solamente se¬
rán mentira cuando no sean adecuadas a este fin, es decir, cuando no
se digan bien.
Si el estado que colaboraron a crear alcanzó la perfección eran ver-
168
dad, aunque luego éste se mude. Por eso hay que cotejarlas a la luz de
esta mudanza, o mejor dicho a su sombra, a la sombra de la carencia
de la felicidad que crearon. Y si eran verdad, siguen estando en pie,
y en la ausencia duelen como espadas, pero no se desmoronan, no dan
risa, no se puede decir «esto es mentira». ¿Pues por qué se va a decir:
es mentira ahora? El amor es fugaz; las palabras que sirvieron bien a
hacer más aguda y luminosa aquella fugacidad no pueden estar so¬
metidas al estrago del tiempo, son eternas, no se les va a exigir -¡sólo
faltaba!— que sirvan para conservar, que eso ya no es lo suyo, son va¬
nidad en la adecuación a su fin, en la perfección con que fueron di¬
chas. Nadie, al leer un soneto de Garcilaso, dice «sí, pero Garcilaso se
ha muerto, esto ya es mentira», ni mucho menos investiga a ver si al
decir aquello tenía proyectos firmes e irreversibles de querer a su ama¬
da durante el resto de sus días. Ni siquiera se pregunta si existía tal
amada.
«Dime que me quieres / dímelo por Dios, / aunque no lo sientas /
aunque sea mentira / pero dímelo.» «Hablarse», «dar palabra».
En literatura lo que está bien contado es lo que vale, lo que es ver¬
dad -temas nuevos pocos hay-, en amores igual. Las palabras que saben
crear ese campo mágico de relación, entretejerse con propiedad, crean
el amor mismo.
«Cogiendo la aceituna él me decía / con palabritas dulces que me
quería / se acabó la faena / y no lo he vuelto a ver / madre yo tenía un
novio / que me decía / que se moría / por mi querer.» Pues bueno, eran
palabras para mientras durara la faena del vareo. Para entretenerla, para
transfigurar en luz sus fatigas. Y valieron por «dulces», por bien dichas.
A esa chica de la copla no se le ocurre llamarle a su novio traidor. Todo
son historias, cuentos, claro. Lo que hay que agradecer es que nos los se¬
pan contar bien.
Cuando las cosas soñadas empiezan a ser «reales» ya no hay que
contarlas.
Ausencia
169
La verdad y la mentira
23 de enero de 1973
Retiro con Eduardo
Las noticias pasadas de uno a otro como se las pasa la gente, sin inter¬
pretación personal, son cuerpos muertos, exactamente eso, cadáveres,
piedras.
* * *
En el fondo sólo existe una cosa: la arquitectura (que cada cual busca¬
mos por un camino) para apuntalar sobre ella una conversación que
nos satisfaga. Piensa lo que importa y significa la conversación en el
amor. En mi tiempo, y aún en los pueblos se dice «a Fulana la habla Fu¬
lano» para decir que es su novia. Todo esto remite a la búsqueda de in¬
terlocutor. Cuando no hay con quién hablar, se inventa. De ahí la leva¬
dura de todo lo literario: el coloquio. Deriva en amor porque sólo a
alguien que te escuche con pasión le puedes hablar bien. Hablar de
amores es, en el fondo, la única conversación digna.
Verdad,
ven a mis ojos y mira
que sólo vendo verdad,
largo de mi vera ya.
Si quieres comprar mentira
otra te despachará.
170
CUADERNO 7
173
Retahilas
31 de octubre de 1972
8 de diciembre
174
Y es enfermedad con recaída.
* * #
Tenías razón tú, era verdad aquello que decías que me enfadaba tanto,
me pasa lo que a ti, que entiendo los boleros y los fados y los libros de
amor de cuando era pequeña y te entiendo, «por fin también a ti, igual
que a ti me pasa».
175
2 de febrero
El amor hace vivir cosas de otro de una forma que jamás las ha vivido
él. Escenas interpretadas, superpuestas.
8 de marzo
Para Retahilas
2 de abril
176
Para Retahilas
El cuarto de atrás
* * *
* * *
177
El tiempo puede matar o curar, según que se le quiera exprimir
o que no se le hostigue. Para llegar a no sentirle como un enemigo
hay que partir de un supuesto indispensable: habitarlo, estar de hoz y
coz en él y su daño se vuelve un daño amigo, una vacuna contra la men¬
tira, contra la traicionera saña con que hiere de improviso al que se ha
escapado de él, al que ha pretendido negarlo, renegar de su existencia.
¥ ¥ ¥
17 de octubre
178
sear por lo que ha quedado como residuo de aquellos días consumidos
si no se toma con morbo sino como cobijo valedero y aleccionador.
V •!< 4c
Malas pasadas del exhibicionismo. Por una parte les interesa estar mo¬
viéndose entre los demás para mostrarse. Pero por otra parte, de esos
otros ante los que se monta el propio espectáculo emana algo muy mo¬
lesto: indicios de vida y afanes de afirmación que interfieren los nues¬
tros. Sin ellos no se puede estar porque se vive para mostrarse y ser vis¬
to, pero se les odia porque no son ojo sin criterio, porque tienen la
osadía de hormiguear y pretender lo mismo que uno, porque desorien¬
tan. Cuando se les ve. No antes. Y a veces es tarde para saber ver. Y deso¬
rientan sólo en nombre del poco interés que se tiene por considerarlos
como seres humanos y el afán por forzarlos a ser espejo. Si no se les
buscara como espejo tal vez lo serían, se les conocería en su ser, y ese
conocimiento de su ser nos daría la medida y el contraste del nuestro.
Dorian Gray
179
La voluntad
Retahilas
G. Cinco
E. Seis
Referencia a un juego infantil en el que la frase «chepita en alto» funcionaba como elemen¬
to de salvación. La autora y su entorno familiar trasladaron la frase a las circunstancias gene¬
rales de la vida. (Nota de Ana Martín Caite.)
180
(Cf. objetos. Muerte. Películas de risa cuando se te caen los tarros,
dejar de llevar las riendas.)
Dijo mi amigo que todos nos queremos apuntar a todo y que Sartre
era ya como Pemán. Me gustaba ver a aquellas chicas en lo alto de sus
«portores» enarbolando las pancartas de «prohibido prohibir» (mirar los
recortes del mayo francés porque los tengo) y al mismo tiempo, en el
malestar último que me producían, en mi urgente deseo de mimetizar-
me, de ir hacia ellos, reconocía mi vieja inseguridad personal. Se han
roto los barrotes que me separaban del espectáculo.
«Me da miedo poner una fecha», pensé aquella mañana. Son tantas las
veces que últimamente he dicho «de hoy no pasa» y me he sentado a escri¬
bir. La fecha es algo horrible, quién le va a decir a uno en lo que se con¬
vierte una lecha escrita, venga a volar tiempo encima y a hacerla de piedra.
Ni en cartas ni en nada se debiera poner. Y sin embargo ya había escrito la
fecha 22 de agosto de 1968 y me parecía pueril tacharla, así que me que¬
dé mirándola estúpidamente, mucho rato, pero todas las cosas que me ha¬
bían asaltado durante el sueño se me fueron congelando, esfumando.
Futuro de la casa
181
profesor pudiera verse desgana algunos días ante nuestra distracción, no
por eso aquello se sentía como un discurso vicioso, condenado a su puro
producirse, no era un anillo circular, si nosotros hubiéramos querido bus¬
carle salida, la tenía. Y cualquier discusión, por tonta que fuera, de las que
teníamos nosotros no se parecía nada a aquellas de las comidas; solíamos
discutir en el pajar con Juana o con el hijo del francés y nos costaba tra¬
bajo enfrentar nuestras opiniones con las suyas; pero había una intención
de explicar algo, de convencer de algo, y cuando nos dábamos por venci¬
dos, cuando alguno decía, porque el otro se ponía pesado, «déjame en
paz», era que de verdad no se quería hablar ya más de aquello, de lo que
fuera, que se quería uno ir a la huerta o a su cuarto o a donde fuera y des¬
hacer el grupo y enfadarse era enfadarse, o sea quitarse de delante, irse. El
que decía «déjame en paz» era de verdad, pedía libertad y descanso para
ocupar su mente en otra cosa. Pero las personas mayores que no dejaban
de decir déjame en paz, sobre todo la abuela y la tía Aguedita, lo decían
con voz de quererse quedar en guerra encastilladas y amargadas para
toda la tarde o hasta que surgiera otro pretexto de monserga. Bastaba ver¬
les la cara durante aquellas pausas cargadas de desafío y que resultaban
aún más intolerables que las voces. Yo a las voces me llegué a habituar
porque como ya sabía de sobra que no tenían más sentido que el de un
mido de viento fuerte en los árboles, pues nada, como si hiciera viento o
ladraran perros, pero cuando se callaban se sabía que iban a volver a em¬
pezar y ya quien descansaba, se estaba sobre ascuas mirando aquellos ros¬
tros como martirizados, no podías pensar en otra cosa más que en cuán¬
do iban a volver a empezar, y cuando hablaban sí se podía pensar en otra
cosa o hasta hablar Germán y yo en el seno de la algarabía misma. Me
preguntarás que de qué discutían tanto y no te lo sabría decir, el motivo
podía ser un comentario sobre la guerra, sobre el carácter de cualquier co¬
nocido, una alteración del horario, una disidencia de criterio sobre si la
comida sabía bien o mal, sobre si hacía demasiado calor o no, una opi¬
nión sobre una noticia del periódico local que subía el recadero por las
tardes y para acaparar cuya lectura se turnaban ávidamente la abuela, la
tía Agueda y papá. Entre los tres andaba siempre la cosa. Tener dos sue¬
gras. A mamá la metían de rechazo. A veces entraba por aburrimiento o
tal vez porque entendería algo de aquella trama absurda y se creería con
arrestos para deshacer los nudos que continuamente se formaban. A na¬
die más que a ella se le adivinaba esa buena voluntad. También nosotros
la empezamos a tener de mayores pero mezclada de agresividad y de de¬
masiada carga crítica. Yo ya intervenía más con rencor. Es lo malo, siem¬
pre pasa así. Desde dentro no puedes arreglar las cosas porque estás me¬
tido en su veneno y lo padeces y te ciega y desde friera la serenidad con
que se opina irrita a los que te ven distante de su infierno porque ellos no
quieren gente liberada sino arrastrar a los demás al propio lío. Mamá de¬
cía «no les hagáis caso», si soplaba muy fuerte la racha.
182
(Continúa en hojas sueltas del cuaderno grande rayado.)
# * y
9 de noviembre
En el microbús a Ventas
Para Retahilas
183
erotismo que empezaba a producirse sino que vuelve a poner sobre el
tapete el logos-práctico, los problemas, apartados mediante esa realidad
que se ha producido y ha resplandecido como tal: el logos-gratuidad.
La casa empieza a ser problema tras esa despedida de su ser no-
práctico.
GERMÁN: tiene que hacer hincapié en que, al día siguiente, todo
será distinto. «No hablemos ahora», le dice, «del porvenir de esta casa.»
Hay implícitas tres posibilidades: 1) Juana, 2) venderla, 3) comuna.
Ninguna tiene que ver con el homenaje que le dedicamos ahora, con el
adiós a la abuela. Es una ceremonia, no te distraigas. Una misa... «lue¬
go compraré pasteles». ¡No!
Hay que estar en lo que se celebra, en las celebraciones. Por eso las
ceremonias se están volviendo vacías, se ha perdido el gusto por ellas.
(Contar la misa cantada de Oca.)
A partir de la catástrofe se empieza a registrar, no a revivir. Se lleva
ya espíritu de pesquisa, y querrías, a esa luz (llegas a querer), encena¬
gado todo, no salvar ni siquiera lo que es obvio que resplandece y res¬
plandecerá siempre con luz propia.
Viejo retal:
...y mientras que nos dure esa certeza que sólo da el amor, por muy
gran desarraigo que azote a esa persona, por mucho que la sientan los
demás perdida en laberintos, nuestro velar por ella la mantiene en iden¬
tidad, en vida, aun cuando ella misma llegase a ignorarlo; ése es el ta¬
lismán contra su total descomposición. Solamente nos perdemos del
todo cuando ya nadie queda que guarde nuestra imagen; por eso duele
volver a encontrar a un amigo que se ha desentendido de ti, porque no¬
tas que al amputarse la relación te quitan un puntal más, una serie de
referencias que te conciernen y que él ha tirado por inservibles a la ba¬
sura; células muertas de un tejido cada día más difícil de revitalizar. Til
padre tiene a Harry todavía; tiene a Harry y a Juana que yo sepa, un sa¬
bio y una bruja de función tan dispar y tan complementaria no son ma¬
los guardianes de memoria, otros andamos peor apuntalados.
184
cer o buscar en la calle me atraía y, aun así, me emperraba en darle vuel¬
tas e imaginar ese sucedáneo de dicha fuera de las paredes de mi cuarto.
Pasé cuatro o cinco horas aguantando a pie quieto como un endemonia¬
do, sola, porque Marta no estaba. Las mañanas de domingo si te des¬
piertas pronto y te pones al hilo -estoy con lo del Ateneo- son en cambio
hospitalarias, esperanzadoras. Yo de chica en Salamanca le encontraba
este mismo incentivo a la noche; era decir «es de noche, la gente duerme
y yo velo». Ahora pienso que la gente duerme en esta mañana silenciosa
y nublada, mientras yo trabajo, que a cualquier teléfono que llamara me
contestarían voces soñolientas y eso me anima y me levanta.
28 de abril
Palazuelo empalme
185
Leyendo Alicia a través del espejo pienso que puedo meter en Pes¬
quisa personal algo de El libro de la fiebre, por ejemplo cuando me en¬
contré a la abuela en el jardín botánico, algo de aquello en que según
escribía, caminaba o cambiaba de casilla (el papel era la representación
y me metía en el circo donde yo lo era todo). Anita me ha dicho que la
noche pasada en Jarandilla he estado hablando en alto sin parar. Soña¬
ba que Marta se me perdía en una estación donde estaban también los
niños de Moreno Galván, y yo por un laberinto de escolares y excur¬
sionistas sin encontrarla. Luego, ya con los ojos abiertos, veía los cuer¬
vos metiéndose y saliendo por la ranura de una almena y yo pensaba
que aquellos cuervos eran -son- las obsesiones que tan pronto se pose¬
sionan de nuestras visceras y nos obnubilan desde dentro la visión del
mundo.
186
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u^v-tX fe'3 ~~i~^A^~iP>, ^ /^¿t^LL¿. fjAíAtg^
I 'ftvctos espese a*. Sen. to*\a.doS. i-
CUADERNO 8
5 de abril
6-7 de abril
191
zando la burguesía y a la par dándome pereza salir al raso. Repasar mis
versos «¿Era por aquí? / ¿O he perdido el camino?», etc.
«Quizá sólo consistía en girar y girar, en dejarse ir sobre las baldo¬
sas... con los mismos pasos que ellos daban, sin perder el compás, el rit¬
mo de todos. Tal vez cuando se acabasen las vueltas habría pasado mu¬
cho tiempo y ya todos me conocerían»... (Es muy curioso: ahora siento
ese tipo de fascinación en Virgo y locales así.)
El cuarto de atrás debe ir muy ceñido con muy poca adjetivación ni
artificio. Argumento y simplicidad.
Campana por gaita. Meter frases como ésta en el relato.
8 de abril
* * *
Retahilas
192
A veces la primavera se atraganta, produce bascas. Por tratarse de un
fenómeno meteorológico -surgido de los dedos de Dios- le buscamos
más pies al gato que si se tratara de efectos de whisky.
29 de julio (noche)
En el Gijón esperando a Yahni
Estos días en El Boalo han sido como un purgatorio necesario para va¬
lorar Madrid y el verano. También al verano se le puede sacar jugo, ¿por
qué no? Esté donde esté yo puedo ser «hacedora de paz» como dijo
J. esta mañana. No dejarse alcanzar por el infierno de los otros. Pie quie¬
to. Soy necesaria. Llevo el cencerrito de plata en el cuello. Pablo y la Tor¬
cí me quieren y les sirvo. F. Arrojo me ha escrito que yo le quito los hlues
a cualquiera. Es todo quedarse quieta, no agitarse, estar en-sí, si me es-
193
toy quieta sirvo, si me agito no sirvo a nadie. Esto siempre lo he visto
claro. Lo malo es que ahora a pesar de verlo claro, a veces no lo puedo
cumplir. El origen de las neurosis es pensar en qué harán los demás, en
si se divertirán o no: ahí se inicia el infierno. Eso es lo que desquicia. Yo
antes sabía dejar raíces en cada momento, hacerlos todos esenciales. ¿Y
por qué no volver a eso? ¿No he visto cómo mi conversación con
F. Arrojo fue eterna, no irrelevante para él? ¿Y por qué me va a impor¬
tar la continuidad de una historia de amor más que ese dejar huella a
cada instante? Este verano me ha parecido (tan ofuscada estaba) que lo
que antes había sido mi riqueza -esa capacidad para dejar sin ánimo de
recompensa algo mío en los demás- no era bastante, no era incluso
nada. Es mentira. Debo pensar en quien no puede dar o no sabe, debo
volver a agradecer mi suerte, le estaba empezando a hacer ascos al des¬
tino, soy una desagradecida, por ese camino sólo muecas feas me pue¬
den devolver.
20 de julio
El Exágono en attendant Jubi. Morning
El Boato, 23 de julio
26 de jidio
Para Retahilas
194
6 de agosto. En el tren
20 de agosto. Vigo
Hacer creer que es verdadera una novela depende del talento del nove¬
lista. «Te lo crees», pasa igual que con las palabras de amor. Pretensión
de verdad, exigencia de credibilidad.
¿Cuál es la virtud de la literatura de ficción para que pueda intere¬
sar de forma apasionante? Interés por el destino. Curiosidad. ¿Qué le
pasó a Fulano? ¿Qué fue de él? Yo creo que es porque te asomas, por¬
que a la gente que conoces no te puedes asomar. Compensa las lagu¬
nas que tenemos en el terreno de la realidad. Hay abierto un interés
siempre hacia los demás pero no sabemos nada o nos mienten o están
los trozos sueltos. Se ve desde varios ángulos. Destino ya cumplido: la
historia. La novela: va pasando. La operación configurativa es la fijación
de las imágenes mediante la palabra.
23 de agosto
25 de agosto
195
me atrevía. Era demasiado bonito. Esto coincidía con el verano. Los lap¬
sos del verano. Lo que ha sido éste para mí: recobrar la memoria, sa¬
nearla.
La Torcí lo dijo al principio del verano, aquella tarde en la terraza de
Doctor Esquerdo, que los veranos tienen algo en su misma inestable fu¬
gacidad que no tienen los inviernos: ese deseo de apresar todo lo que
ves y que te queme como una llama. Y yo ayer lo pensé mirando la pues¬
ta de sol desde el puerto de La Guardia. Que no se acabe nunca el mes
de agosto, me daba miedo, sentí vértigo.
En el fondo, la lucha más trágica, como de personajes de auto sa¬
cramental, es la del recuerdo contra el olvido (cf. tumbas: «Tus padres
no te olvidan», canciones donde se pide «no me enseñes a olvidar» o
aquel miedo a perder, con la tierra, la memoria, «ojos que no ven cora¬
zón que no siente» y lo que contó B. «está aún caliente la tumba» como
excusa para no vender la tierra de los mayores).
26 de agosto
27 de agosto
196
biduría, creérselos pero darlos por cancelados en su duración, sin exi¬
girles eternidad.
En el tren. 29 noche
Para Retahilas
31 de agosto
(Yendo hacia la cita con M. d’Ors para corregir las pruebas de La bús¬
queda de interlocutor.)
Las esfinges sin secreto. Lo fían todo al gesto, el vestido. Pero hay
una serie de connotaciones estándar que contradicen esa pretendida ex-
cepcionalidad o misterio del gesto. No hay secreto, no hay nada escon¬
dido ni lejano, todo es accesible. Religión barata, adquirible mediante
compra, sin esfuerzo.
1 de septiembre
197
Viernes, septiembre
6 de octubre
El cuarto de atrás
198
Abril de 1974
En lisant Pío Baroja
4 de julio
199
'
'
*
CUADERNO 9
12 de febrero
203
tiempo, son nuestra muralla, el esmalte de nuestra imagen, cómo los va¬
mos a desmentir. Llevar adelante las historias, serles fiel es nuestra cruz.
De sobra saben todos los seres aprovecharse de la continuidad de esas
historias que los demás han montado sobre ellos.
9 de marzo
Viniendo hacia casa de Marisé, luna llena
10 de marzo
Embassy. En attendant Liliana
204
■* mm
Por el artículo sobre el Ateneo
206
los retratos de la galería, era mi vida lenta, mi premenopausia de esos
años.
Todos en estos años han insistido en la tradición cultural del Ate¬
neo, yo no quiero que lo abran para rememorar a Azaña, etc., que para
eso están las monografías, lo echo de menos yo. Otra cosa distinta es
que en ese «yo» que ha ido al Ateneo haya reminiscencias.
He descubierto que no me gustaba ese modo de vida por cultural
sino porque satisface un anhelo inherente al alma de todo ser pacífico y
estudioso. Y el que haya otros ilustres que te refrenden en ese modo de
vida es posterior. Yo no entiendo a lo cultural como culto, pero, claro,
me gusta coincidir con ellos con esa forma de convivencia. Y a todos mis
compañeros les pasaba igual. El ambiente nos acogía más que el de las
cafeterías, pero no sabíamos por qué o era subconsciente.
Nada me parece más necio que «poner al día» el Ateneo. No es nin¬
gún museo ni ningún asilo de ancianos, no hay por qué ampararse sólo
en la galería de retratos sino en los múltiples profesores, abogados, mé¬
dicos, opositores que han estudiado allí y que están diseminados por el
país. La riqueza de la mezcla de edades y condiciones, asamblea viva.
Lugar de reunión. Hay locales que no te confieren identidad sino
que te revelan la que tú ya tengas, que no sirven para el encuentro sino para
la alteración y el desencuentro. Cuando leemos que Moratín y sus ami¬
gos se reunían nos parece mítico, irreal, pero esos días y sus fríos y sus
ocios y tedios eran los mismos que un estudioso del futuro querrá venir
a desvelar revolviendo nombres mediocres y apagados a través de car¬
tas particulares o de actas para reunir un haz de apellidos correspon¬
dientes a la gente que frecuentaba el Ateneo entre 1950 y 1970, meros
nombres, pero yo he conocido a esa gente, sé a lo que se dedicaban, sé
cómo era el ritmo de esos días.
Por el Ateneo se deja caer uno para ver qué se dice, se va como se pasa
por tal o cual sitio por si ha habido algo. Y esta expresión de «ir por el Ate¬
neo» nos parece encerrar toda la complejidad del hogar ateneísta. Es par¬
te del quehacer cotidiano. El Ateneo ha formado a varias generaciones his¬
pánicas. El ritmo diario de esas tertulias es lo que se nos escapa.
29 de abril
207
traste, es buena de puro no ser mala, de puro yacer no hay empresa ni
misterio alguno.
Museo del Prado. Recorre los lugares donde cree haber estado con
otra.
Novela, en cierta manera, de ciencia ficción. Onírica. Melibea. Ca¬
mino de perfección. Alicia a través del espejo. Un P. Klein para quien Sa¬
lamanca es una familia «agitanada» a lo payo.
Sueños pegados a la almohada, empantanados, sórdidos, pedestres,
moscardones de vuelo bajo que no logran elevarse ni llegar a las regio¬
nes de la paz, de la luz.
208
CUADERNO 10
* *
211
sar mi día a lo gitano, por unas líneas quebradas que no son precisa¬
mente gratuitas, donde hay invención, variación, selección y siempre
logos.
De hoy no sólo recordaré que he tomado agua de cebada con Lo¬
zano y su amigo Julio Segura sino de que me he topado con inespera¬
das incomprensiones con respecto a retahilas que remueven mi trabajo
en cuestión, sus aspectos problemáticos y que significan levadura; todo
regado y aderezado por las posibilidades que descubro en el alud ra-
moniano de Umbral, escritor al que ignoraba y que es fresco y listo y su-
gerente, da la mano para caer en un escepticismo que tiene algo el tono
de Diego Lara.
Podría contar mi visita al cementerio de Cambados y por qué co¬
nozco y quiero yo a Valle-Inclán, yo a través de mis amigos, mi no per¬
tenencia a escuelas ni banderías, mi ser francotirador se lo debo a mis
amigos, a que me dejo contar historias como la del viejo amigo de
Gramsci, lo literario de las cuales está en que a Lozano le interesan e in¬
cide a ellas por el flanco de la teoría económica, incubado desde que
leía un viejo tomo del Capital en Doctor Esquerdo -podría ahondar
aquí, en este amasijo, en estos años, en las frustraciones y dolores que
se empeña en encubrir- y a mí por lo literario. Pero lo literario surge
precisamente de la incisión de las dos versiones y de nuestra comida de
hoy en La Toja, de ese balbuciente y mal dibujado reencuentro. Y es
agosto. Pasan coches con «Rodríguez» que no saben dónde ir y yo estoy
aquí cara a la noche de Manuel Becerra, con mi boli, con mi acervo del
idioma que me lleva y que he sacado de su naftalina para Nacho y con
él y por él. Y tengo que hacer cosas con este regalo, con este privilegio
de saber y poder hablar a chorros.
Pero no de lo que sea -hablar por hablar- sino de lo que sé, y sé mu¬
chas cosas, se me añaden muchas versiones, no me debe abrumar ni can¬
sar ni aburrir ser pararrayos de versiones tan contrarias y que vienen en¬
carnizadamente a mí en agosto por parte de todos los que quedan, Dios
le da pañuelo a quien no tiene narices, no te debe abrumar, Calila.
212
y los fallos cardíacos de los demás, simas que no me había sido dable
mesurar por una simple operación mental y que ahora, a través de esa
evidencia más cercana (pues al estrellarse el barco de la identidad de P.
saltaba en pedazos mi propia identidad) se me revelaba neto y hasta vul¬
gar, como un fenómeno cotidiano, como una gripe.
* * *
213
ciado, ya no me pedía cuentos de mi infancia, ya no le pedía cuentos a
R. de aquellos del molino ni del perro que se pilló la pata. Zamora, Va-
lle-Inclán, los niños de Agustín, historias de veraneos, Reus, cuaderno
llamado «Viajes de la Torcí», ¿y ahora que está en Londres, dónde se
apunta ese viaje? Ella, lo contará ella.
Valle-Inclán aguantaba implacable y a pie quieto el asedio de una ma¬
rea de gentes mediocres, las lidiaba, las sufría, les sacaba con paciencia
una punta de polémica en un yermo y acomodaticio caminar. Quieto él,
aguantando el toro de la mediocridad con los pies juntos. Fue un maes¬
tro para mí. Yo he sido un aprendiz humilde y agradecido, sí, pero es que
he tenido maestros colosales y dispares y sin título. Los más gitanos.
Aquellos tiempos en que venía Víctor y Rafael dormía de día y yo
me echaba a veces en la cama que fue de tío Joaquín, me sentía imbui¬
da de excepcionalidad y en nombre de eso lo aguantaba todo. Y ahora
que es todo mucho más excepcional y que soy más libre y que de ver¬
dad sé dar y dosificar y habitar -como ésta- mis noches de luna, ¿por
qué me desanimo? ¿La edad qué importa?
Lanzar la piedra a los cielos eran mis poemas aquellos: ¿era por
aquí? ¿O he perdido el camino? Poemas coreados por mis amigos sal¬
mantinos, se encogían de asombro, me jaleaban la vocación. Velintonia,
venir a ver a Vicente Aleixandre.
No me quiero decidir. Este verano tengo miedo de decidirme a
nada.
214
que eso es lo difícil, y que el cómo de las narraciones, cuándo una cosa
y cuándo otra, constituye su esencia. Pero es gracioso que eso lo pensa¬
ba precisamente en el parque donde tantas veces surgieron por parte de
ella preguntas así, y tal vez por pensar que su curiosidad a ese respecto
se ha apagado, vive de sus cuentos, no de los míos. He pensado que se¬
ría bonita una narración con mi rectificación de puntos de vista con res¬
pecto al relato condicionados por los distintos requeridores de relatos.
Con Víctor solía hablar de tal, con Agustín de cual, buceando en de qué
manera eso remite a mis primeras lecturas, a mis primeros intentos de
comunicación oral, a las primeras búsquedas estructuradas, las confe¬
siones (¿cómo se lo cuento? Eran ejercicios preparatorios. Recuerdo
que yo le hubiera querido contar todas las circunstancias. Era, en suma,
totalmente insatisfactorio), las chusmetas psicológicas, luego vienen los
interviuvadores y quieren que todo se lo cuentes deprisa y corriendo. El
libro de Henry Miller y el de Paco Umbral pueden parecerse.
Yo soy graciosa y eso no lo he explotado en narración. Hablo con
manzanas, no con ideas. Meter en este rollo lo de don Nicanor y el mito
de Peter Pan y los cuentos chinos. Más conversación del tipo La cajita y
Ti ho sposato per allegria.
* * *
El Boalo, 12 de agosto
215
14 de agosto
16 de agosto
* * *
216
¿para quién ni para qué se cosen camisas o se embellece esa terraza?
No consigo ya mentirme, darle a esta casa apariencias de hogar. Sólo
persistiendo en ella. Y sigo, malgré tout.
217
Leyendo Francis Amelia Yates, El arte de la memoria
28 de agosto
Con Jubi en el Gijón y con Abásolo remando en el Retiro
29 de agosto
218
mos que «almorzar» más en plan casa como cuando venía Marisa, po¬
ner la mesa aquí en este cuarto.
Yo podría perfectamente escribir una novela clásica, cosa que no he
hecho nunca (excepto tal vez intentado en Entre visillos) del estilo de
Contrapunto, Dostoievski y Love, donde los conocimientos se van gra¬
duando a través de las conversaciones correspondientes. El momento en
que Minette pide ostras es estupendo y toda la introducción de Gerald
en el rollo que le es ajeno (personaje que, a su vez, venía siendo cono¬
cido del lector por el interés que hacia él sentía otro personaje, Gu-
drum). El interés hacia la gente que aún no ha hecho capolino catali¬
zando su personalidad, atribuyéndole unas características que luego el
lector es muy dueño de rectificar o de adherir a ellas.
Calme et réservée: así tengo que estar siempre en adelante. No dar
cuartos al pregonero de nada. Tangarme, desorientar. Como hacen
todos. Teatro. Pero yo tengo muchas más bazas para hacerlo y lo puedo
hacer mejor. Resistir en un reducto nuevo, del que no hay por qué ha¬
blar a nadie. Se acabaron las declaraciones. Y ese quiebro, dado ahora,
puede serme totalmente fructífero y gratificador. A mi ostra me vuelvo
calme et réservée.
No querer mucho a una persona, o más bien nada, pero aceptar su
invitación (como Gudrum y Ursula con Hermione). Esto, bien explota¬
do en sus motivaciones, resulta muy literario.
219
.
_
■
/
CUADERNO 11
Final de verano
31 de agosto
223
nunca. Al fin he vencido los démones y me largo con María al Ateneo.
Esforzarse por abrir nuevas etapas.
La gente va por la vida mucho más al desnudo que yo. Basta de ges¬
tos y de exigencias. No hay que buscarle tres pies al gato. Abrir el saco
y vender lo que hay. Resignación. Poda. Humildad. Ascesis.
Ateneo, 31 de agosto
224
de septiembre
Ayer en El Boalo con Marta. Hoy por la mañana desayuno con Nacho
en Vips. Luego ha venido Eduardo a comer. Hemos hablado de los asun¬
tos de la narración que ahora tanto me preocupan, de por qué se narra.
E. dice que siempre es mejor la creación que la crítica sobre ella, que a
él, al menos, le interesa más.
Le ando dando vueltas a lo de volver con Vidal y Villalba. A Nacho
le entusiasma el relato. Creo que volveré al archivo, tal vez esto me re¬
mita nuevamente a Simancas. En el libro de Batllori vienen muchos da¬
tos, pero está mal contado. Vidal es el tipo completo del trapacero em¬
brollón, cuando se dan estos tipos en el xvm. Había ya como una
conciencia para detectar su servilismo por parte de los gobiernos. No sé
cómo engañaban a nadie. Es un Macanaz desintegrado y con peor
leche, con el mismo afán de mechar pero sin haber conseguido llegar
nunca a nada, y tosco, sin categoría mental ninguna.
Domingo 8 de septiembre
Retiro, morning
* * *
Ateneo, 10 de septiembre
225
Dejar de tenerle miedo a la noche: usarla. A cierta edad, empieza uno
a tenerle miedo; la fascinación de nuestra intrépida juventud se ha con¬
vertido en terror.
* #
226
hizo salir de casa hoy y echarme el libro a la cartera, recuperarlo, tras la
llamada de Jesús Aguirre pidiéndome la crítica -llamada en la cual me
dio también esa noticia de la cual me zafé y me vengo zafando, sin an¬
gustia, con alegría, «he pagado, tengo derecho», derecho a la armonía
por la que llevo dando tantas patadas y que el mundo me interrumpe, por
la que tanto sudo y me molesto y me esperanzo, derecho a estos mo¬
mentos en que lo de fuera (propicio) coincide con el ritmo de mi cuer¬
po y forma y cría susurro grato, la música a su tiempo, el vino a su tiempo,
las demoras y pasos a su tiempo, todo a su tiempo. La memoria, sobre
todo, a su tiempo.
Acabo de ver los ejemplos que pone N. a sus alumnos, me ha pasa¬
do la página y le he dicho -porque es verdad- que lo hace muy bien,
«pero muy» y he visto en su espejo que he sido su espejo.
15 de septiembre
16 de septiembre
227
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22 de septiembre
En attendant Eduardo. La Mallorquína
Los esfuerzos a lo largo del tiempo por librarme de la náusea, por habi¬
tar sosegadamente los ratos libres, siempre este zig-zag, esta brega.
La palabra es de distinta etiología, opera sobre terrenos que no son
el de la sangre, tratamiento más lento.
La capacidad de absorción de la palabra. Aunque es de carácter di¬
ferente, la palabra inyecta algo en la vida, la rectifica.
Las personas que no tienen memoria están condenadas a vivir de re¬
cuerdos, sobando los recuerdos.
Forma parte del relato un recuerdo, engarzarlo es lo que forma par¬
te de la salvación del tiempo.
Yo soy un intento de sucesión de mí misma, el recuerdo no es un far¬
do, se incorpora.
Los recuerdos son como caramelos chupados.
El cuarto de atrás
229
23 de septiembre
No se podrán recordar los colores de las nubes. Pensar en que los colo¬
res, en el fondo, son como las ideas.
27 de septiembre
Terraza Gijón con G. F.
Ateneo, 2 de octubre
Inercia de ponerse
230
destruiría las estructuras de nuestra vida, que nos arrebataría totalmen¬
te de la existencia terrestre».
Cuando recibimos la belleza no experimentamos tanta saciedad
como la provocación de una espera; nos encontramos inducidos a algo
todavía no presente. «... no es aclimatarse en el aquí sino apertura de la
región interior de la existencia a una saciedad infinita que no se puede
tener aquí o no ser en la forma de la nostalgia y el recuerdo.»
Tanto al amar como al filosofar se pone algo en movimiento que ya
no puede pararse en lo finito. El filósofo y el verdadero amante son in¬
saciables. El amor es capaz de remontar la carga más pesada por el re¬
cuerdo de lo sagrado que contempló una vez.
«Otórgame la belleza interior y haz que mi exterior trabe amistad
con ella» (Oración final del tedio).
La luz, el gas, el agua, eran como los humores del cuerpo. En la infancia
y la juventud corren sin que los advirtamos, nos servimos de ellos a ma¬
nos llenas pero no nos molestan ni nos duelen. En la edad madura hay
que pagar por ellos, atenderlos, pagar la luz o el gas eran atenciones,
contribuciones imprescindibles que escindían la luz del día, ensuciaban
el día de facturas y fontaneros y médicos.
7 de octubre.
En attendant N. en el Café Nacional
Tienen los rizofitas1 una manera especial de amagar con charlas bri¬
llantes y fragmentarias que acaban siempre con el «era increíble», es muy
curioso esto de la perpetua incredulidad por parte de los rizofitas. Pare¬
ce como si precisamente a causa de su imposibilidad para adherir, para
concentrarse a bucear profundamente en el creer y entender dejaran
quebrados todos los discursos, enhebrados, mera apariencia o sucedá¬
neo de comprensión.
También es muy sintomática esa seguridad que tiene, por ejemplo,
M. de reírse ella misma de lo que dice sin exigir un interlocutor deter¬
minado, mirando a todas partes desde su reducto, porque no se salen
del reducto habitual, no practican la exogamia. (Aprovechar esto para
un relato donde los gestos sean significativos para desvelar las relacio¬
nes: como en el café londinense de Love. Los que no practicaban la
exogamia.) Pueden llegar a ser tan limitados y paletos como E., tan es-
1. Término inventado por Ignacio Álvarez Vara y Carmen Martín Gaite. (Nota de la editora.)
231
cudados están en el arropo que se dan unos a otros con sus conven¬
ciones. Yo me he sentido fuera de esas rondas de compadreo muchas
veces, muchísimas, he sentido el aire frío de la segregación, pero nun¬
ca he consentido que nadie, a mi lado, se quedara con la mano col¬
gando, desarropado de mí. La inseguridad hace a las gentes elitistas y
crueles.
«II y avait un jardín qu’on appellait la terre.» Vuelvo a pensar en la
reactualización de nostalgias básicas y miltonianas redivivas en cancio¬
nes de hoy. «Después del fin del mundo -mito diluviano- hará apari¬
ción una nueva humanidad que gozará de una condición paradisíaca,
no habrá ya ni enfermedades ni vejez ni muerte.» Hace falta creer en
esto. Si el mundo fuera niño...
Un día, al despertar, don Jaime, nos veremos. Cuando la ciudad sea
murmullo de cenizas cociéndose allá abajo, y vengan limpios todos los
arroyos...
Nostalgia de la pureza primigenia, siempre es lo mismo. Pero es una
nostalgia estática. No se trata de retorno a orígenes verdaderos y genui-
nos, se trata, en suma, de una pura actitud mimética. Es un afán epilép¬
tico por no perder la apariencia de juventud y no se atiende, en cambio,
como sería debido, al desmoronamiento interior (cf. cuando S. ya había
perdido toda aguja de marear y no vivía más que en la mentira y la ig¬
norancia, de espaldas frenéticamente a toda luz renovadora, decía en sa¬
cudidas convulsivas y frecuentes «no quiero envejecer», me lo decía a mí
que recogía con paciente sufrimiento sus estertores, asumiendo su
daño, tratando de sumarlo al de mis propias cicatrices, echándolo a cir¬
cular por la corriente de mi sangre, tratando de que fluyera sin formar
demasiados trombos, y de esas arrugas que añadió su ignorancia a mi
conocimiento me sigo alimentando y nutriendo hoy, cuando este rostro
mío espera ser espejo aún de incertidumbres nuevas, remanso de mira¬
das disconformes y amigas, pasajeras, viajeras en el tiempo hacia la eter¬
nidad, apacentadas unos minutos aquí en mi charquito de mentira, azo¬
gue de belén con palitos de caucho, lavanderas de barro, musgo de la
plaza y sus gallinas).
8 de octubre
232
relatos que va a promover a la vuelta, reharía la vida al calor de
los cuentos, derrotaría a los seres aburridos e inexpertos que no sabían
inventar ni arrancar a la vida nada, mero hacer punto.
Luego los significados se van volviendo ambiguos y discutibles. Los
acontecimientos vividos no tienen la entidad suficiente para que su re¬
lato alcance a encender lucecita de entusiasmo en los ojos del oyente.
Humor esforzado y fulgurante.
Había comprendido que cada reducto había que gozarlo aislado, que en
eso estaba todo, no dejarse avasallar a cada momento por los otros ar¬
gumentos, aun sin ignorar que estaban ahí, saber «voy circulando por el
hilo de todo pero ahora estoy en esto», vengo de ver a Lolín, ahora es¬
pero a Eduardo, luego estaré con N., le ayudaré a acarrear los ladrillos,
son historias autosuficientes si les presto atención a cada instante, aten¬
ción exenta de otras adherencias, lo cual no quiere decir que sean mi
vida como tampoco es toda la vida el bazo solo y sabemos bien lo de¬
licadamente que depende de los otros órganos, pero hay que evitar
choques con los otros organismos, con las otras dependencias, hay gen¬
te que vive o a puro choque de dependencias o aislada de su bazo y ni
lo uno ni lo otro. Ni tampoco es hipocresía, por qué lo va a ser. La ma¬
yor hipocresía es la de las gentes sinceras porque de tanto decirse a ul¬
tranza sinceras traicionan su designio que es siempre el de servir a cada
instante, niegan querer ser felices a cada instante, la mayor traición.
9 de octubre
233
Juegos
(Ahondar en su significado)
12-13 de octubre
1. Se refiere a una investigadora inglesa que llegó a Simancas por unos meses, se quedó vi¬
viendo allí y un día, al entrar en el archivo, se desplomó muerta. (Nota de la editora.)
234
que estaba cantando debajo del agua). Todo acaba en las raíces esencia¬
les del conocer.
Mircea Eliade. La victoria del libro sobre la tradición oral. Cf. La
búsqueda de interlocutor. Si se hablara siempre bien no se escribiría, son
mis dudas ahora que empiezo a hablar bien. N. dice que son mucho
más ricas mis retahilas verdaderas que las del libro, el libro ha dejado de
interesarle. El tiempo de la obra literaria sobre la creencia religiosa se
empieza -me parece- a oscurecer, se quiere nuevamente religión, «libros
y papeles»... En los libros se queda todo frío.
13 de octubre
Qué otoño magnífico, qué bonita estaba la mañana sobre las casas de
Madrid desde las traseras de San Francisco el Grande esta mañana
cuando dejé el circular para ir a dejarle la lettre a N. en su buzón.
Los amigos como fuente de historias. Pero para que te la cuenten
bien los tienes que saber oír, tañer adecuadamente al amigo, sacarle su
acorde verdadero. Participación. Estamos en una era de inercia, de mo¬
dorra, de acidia, sentarse a ver laT.V., no rumiar, no participar, dormir
(«¡Despiértate, calicles!»). Pero se quiere que te llueva del cielo sin par¬
ticipación lo que sólo mediante la participación surge. C. busca destri¬
par la muñeca maravillosa que cree que hay en E. y en mí, pero es para
tener, para una mera posesión inerte de la que no partirá hacia nada.
Quiere ir sola a los sitios, descubrir zurcidoras, calles provincianas. Mi¬
metismo de estas actitudes cuando, por otra parte, se necesita que otro
ponga el contenido del discurso.
En el fondo una autobiografía es una vuelta a los orígenes. N. les pide
a sus alumnos que se la escriban más que para conocer sus vidas para co¬
nocer su capacidad de narrarlas.
15 de octubre
17 de octubre
No vivir para contarlo. Vivir y luego contarlo. Hay que aspirar a desa¬
costumbrarse de todo.
235
Historias que desembocan en mí, cada una es aparte, las une y con¬
cita el lugar, son el narrador-receptor de todas ellas. Mientras no me
muera atraeré historias.
Domingo 20 de octubre
236
El cuento de nunca acabar
Narración simultánea
Las narraciones gratas y válidas son aquellas donde la carga de «yo» del
narrador no te sepulta y abruma, no te impide el desahogo preciso para
seguir asistiendo desde tu sitio a la narración (rollo filipino de R. esta
mañana).
Mi propio cuento de nunca acabar empezó cuando me bajó a los
ojos (ampliar) que la historia y la narración tienen mucho que ver, que
todo tiene que ver.
«... por calles que eran gentes de apellido compuesto», es decir que
el propio caminar y estar con los amigos y hablar e incorporar sus his¬
torias a las de los muertos (Martín Santos) y a las tuyas propias, era ma¬
terial de labor, que los libros (M. Santos me lo enseñó) están escritos
237
por gentes que vivieron. Y que de vivir a no vivir hay un paso, un azar.
Tal vez esto me lanzó a la historia a calentarla y habitarla. (¿Para dis¬
traer el calor excesivo que me concitaban mis narraciones reales, para
distanciarme? Tal vez.)
21 de octubre
Han cerrado Don Generoso
Nos entristece perder un objeto, una «prenda» (cf. «no le duelen pren¬
das») y no nos parece, en cambio, una catástrofe perder el relato de los
hechos que podrían contar la historia de ese objeto y de la presunta vin¬
culación afectiva a las personas que nos los dieron.
* * *
La geografía narrativa
238
que le evoquen cosas y desatender estos relatos que le ofrece esa geo¬
grafía, abortarlos, asesinarlos. Nos pasamos el día asesinando relatos
(cf. material desatendido del Cuaderno de todo n.° 3), rechazando la co¬
rona de orden que nos ofrecen, revolviéndolos con la mano en movi¬
miento histérico (un gurrubiño y al cubo*). Río revuelto.
Se trata como de una postura correcta del cuerpo frente a ellos, para
empezar, una actitud de buena voluntad, de empezar por ponerse bien
uno mismo (cf. con paletadas de material tiradas al orificio, montone¬
ras, no usar el machete), una postura realmente alerta y diligente. «Niño,
ponte bien» se le decía al escolar perezoso, y nuestro cuerpo es el esco¬
lar más perezoso que se conoce.
Todo esto lo escribo en un autobús rojo n.° 15 la tarde del 21 de oc¬
tubre, puesta de sol malva y gris, pasamos por la vera del Retiro, voy al
Ateneo, vengo de Nostramo.
Ya estamos en la Puerta de Alcalá, hay una luz rosa que me ilumina
este cuaderno, donde en vano vendré a buscar posteriormente la huella
de semejantes resplandores.
La Puerta de Alcalá me remite al estudio de Mampaso, porque lo veo
allí arriba. Mampaso estaba ayer en el Gijón a la hora del aperitivo del do¬
mingo. Yo conozco su juventud y él la mía. Geografía de Madrid, mi geo¬
grafía particular, sigo tus huellas.
21 de octubre. Ateneo
239
Hay narraciones que te fuerzan a entrar en ellas por el afán y el as¬
paviento y la exaltación con que son propuestas, te amedrentan y coac¬
cionan a escuchar. Otras te cautivan poco a poco por su contenido, sin
agresión alguna, desde un terreno apacible y sereno, seguro. Son mater¬
nales, se llegan a hacer querer esas voces, pero en la voz es en lo último
que te fijas, cuando la tienes ya grabada en el alma te fijas.
Cuentos infantiles. No hay tanto estímulo para contarle un cuento a
un niño como a un mayor. Lo que un adulto te devuelve es el aprecio,
la admiración, el refrendo de tu propia persona. Espejo. Por eso, a veces, se
puede tender a mentir, para ser apreciado por medio de las narraciones,
la construcción más personal que se tiene, por eso resulta intolerable
que te den un corte, que no te las admitan, que te encuentren pesado o
te pillen en mentira. Pero para el interlocutor verdaderamente entendi¬
do y vocacional eso debe ser una minucia indiferente. Cuentos chinos.
Hay dos terrenos, el de la vida práctica y el de la narración. En el
primero puede ser incómodo que nos metan mentiras. Pero los pagos
de la fantasía rigen ellos sus propias prescripciones y se erigen en ver¬
dad por autonomía y derechos propios, desde el momento en que con¬
siguen hacerse creíbles.
Los niños creen todo lo que les dicen sus padres, se romperían la
cara con quien se lo discutiera. Aquello de los reyes, por ejemplo, era
verdad, ellos lo habían visto. Junto a esto, en cambio, son muy capaces
de desvelar la mentira colectiva: ¡El rey va desnudo! Porque era una
mentira embaucadora, de tipo social y el niño no la admitía, era una com¬
ponenda, una coacción, no se la habían contado bien a él.
Engaño. Uno mismo es el más difícil de engañar por los propios
cuentos: neurosis cuando has engañado a los otros y no consigues creer¬
te tú tu propio personaje. Dorian Gray. Tanto adoban los cuentos para
otros que ellos se quedan al desnudo.
Cuestión de metodología. Nadar: llevar las manos por delante
para no tropezar. El que no se arriesga, no pasa la mar. Meterse. Es
inútil hacer ensayos de una corrida; hasta que no suenan los clarines
del paseíllo no se sabe nada. El toro es el papel o el amigo que escu¬
cha. Cuántas veces me ha pasado en la vida aquello de preparar una
entrevista: «le diré tal o cual». Es muy fructífero para reflexionar sobre
la narración comparar luego lo que se iba a decir con lo que en reali¬
dad se dijo, con lo que la circunstancia marcó: no se parecen en nada.
22 de octubre
Llevo varios años escribiendo este libro desde los autobuses, como esta
mañana, según voy a ver a Lozano después de poner las huellas para el
nuevo carnet de identidad, y el libro viene conmigo, al pasar por las es-
240
quinas de las calles ellas me cuentan su historia, «ahí estuvimos Olga y yo
tomando copas exóticas after R.» y en seguida cabría hablar de ellos, de
quién es cada uno. Este acordarse de los amigos por la calle puebla los via¬
jes y la calle, es muy fructífero, si alguien en ese momento te preguntara
«¿en qué vas pensando?» sería hacer un corte transversal y sociológico en
tu vida. Se debía siempre escribir así, al salto. Yo, por ejemplo, no podría
decir exactamente cuándo empecé a escribir este libro. Poner la pluma en
el papel es casi lo de menos. ¿Qué te traes entre manos ahora? Y no se pue¬
de, claro, explicar bien así de buenas a primeras. La narración ¿desde qué
punto de vista? Eso querría saber yo. Buscar, hurgar, estoy trabajando por
la calle. Pero a los que llevan programa previo se los toman más en serio.
Mejor no etiquetar tanto; la gente quiere que se le cuenten cosas sin
sacar tantas consecuencias. Las consecuencias ya las saca ella, las pre¬
fiere sacar ella. Se achucha demasiado al personal, hay que dejarle ca¬
pacidad de interpretación y de magia, de pensamiento ad libitum. Un
buen narrador no tiene que ser moralista.
Esos libros como el de Morfonovela no tienen fisuras, te cierran la
puerta en las narices para la participación, son libros de texto, en blo¬
que, no te tienden mano ninguna. Agobian, aunque a veces te hagan su¬
gerencias útiles, porque no te dan desahogo para que insertes tú las tu¬
yas. Hay que tender a escribir de otra manera menos definitiva, más
rota. Pero no decidirlo desde fuera, «voy a escribir así o asá» sino enten¬
der de otra manera la narración, usar lo que se piensa, ponerlo al uso.
Traducción
* #
241
res por sus gestos ponderativos: «¿qué se estarán contando?». Pero luego
al crecer reconoció -porque no era papanatas- que no se estaban contan¬
do nada.
Ateneo, 22 de octubre
Hay una mezquina pijotería en desmontar, cosa por cosa, pieza por pie¬
za una novela y más diré: no sirve para nada. Es mejor ir a donde nos
lleve el vago olor de alguna de sus emanaciones mezcladas y conjuntas.
Es como pretender romper una muñeca para sacarle las tripas.
Yo en las cartas encontré un artificio de distanciamiento muy litera¬
rio y provechoso con aquello de la invención e introducción de perso¬
najes-soporte, el amigo a quien -mediante el desdoblamiento- se hacen
las confidencias relativas al otro, la madrina, etc. No hay que ser lineal:
puede lograrse esta diversión y la relación se enriquece. Se hace menos
agobiante y rígida la credibilidad. (Recuerdo que en momentos de mi
amistad con Nuria yo soñaba con poderle dar mi alma sin que su parte
física variara. Disfraz. Identidad. Literatura de gemelos tan antigua
como Plauto. Mr. Jeckill. La mujer de las dos caras. «Lo horrible es que
la voz no cambie.» Carmen de Icaza.) El desdoblamiento da un aire de
renuevo y de posibilidades a la relación.
«El texto escrito y sobre todo impreso no nos informa sobre su au¬
tor que, en principio, está ausente en el momento de la percepción.» Sí,
es un todo, no nos habla del proceso de esa enunciación. De ahí la in¬
triga que produce a algunos lectores, críticos o periodistas este proceso.
242
de ese espejo que ya aburre porque se ha pretendido que no refleje más
versión que la nuestra, por avasallar neuróticamente con la exclusividad
de nuestra versión, por inseguridad, zozobra y miedo a los cuentos
ajenos.
En el ir con el cuento a otro tenemos una manga ancha tolerantísi¬
ma, siempre hay excusa. Ésa es la piedra de toque de lo sagrada que es
la narración egocéntrica. Te olvidas de que la casa tiene varios pisos y
gente que circula por ella y va con el cuento (nuestro) de un piso a otro,
poniéndole su granito de interpretación. Nosotros lo hacemos y nos pa¬
rece inconcebible que lo haga otro, ¿por qué?
Hay que saber oír en soledad y en secreto las historias antes de pre¬
tender contarlas o difundirlas.
Don Nicanor
243
elemento de verdad del cual parten como punto de apoyo. Cuanto más
sola está una persona y más la huyen por rollista, más miente, necesita
esos rosetones o excrecencias barrocas, mitificar amigos, magnificar ac¬
titudes, brazos que tiende en busca de atención, lo fabuloso.)
23 de octubre
244
Los cuentos desde fuera
* * *
245
Ha cerrado Don Generoso y abre El Res frente a la casquería de la co¬
dorniz en jaula que la Torcí miraba con fascinación de niña. Ver desde
un recinto nuevo -local que podría uno haberse encontrado en una ca¬
lle londinense, en el seno de esa soledad y distanciamiento que pro¬
mueven la decoración, las voces amortiguadas y la música- una facha¬
da como la de la casquería es un raro choque entre lo objetivo y lo
subjetivo, entre lo intelectual y lo carnal.
■fc *
24 de octubre
246
que trate de conocer, sin juzgarla, su alma fragmentaria donde se espe¬
jan a cada momento estímulos diferentes.
Cada una de nuestras conversaciones en la vida puede invalidar y
contradecir en alguna medida a las demás. Pero no tenemos que fati¬
garnos por ofrecer una armonía del todo, divide y vencerás, debemos
pensar que todo es verdad a cada instante y en su contexto específico.
Desfase entre el orden cronológico de los acontecimientos escritos y
el orden de su sucesión en la novela. Contar cómo para enterarme real¬
mente de lo importante que era este artificio me tuve que topar con el
desorden verdadero de los papeles de Macanaz, con el tiempo llovido
sobre ellos que había condicionado esa dispersión y desorden para en¬
tender que nunca necesitaría ya en adelante, si volvía a la novela, envi¬
diar a los que hacían pinitos formales y novedosos, porque yo había pa¬
decido en mi sangre y en mi paciencia el proceso de papeles atados, esa
novela de la novela, que tanto se pugna luego por imitar con mejor o
peor fortuna. Porque de verdad no entendía nada, no me aclaraba,
como tantas veces pasa en la vida con la gente que te despista o se in¬
terfiere.
Las historias crían historia, llaman a engancharla. Las personas con
historia despiertan amor, curiosidad. La gente sin historia resulta sosa;
los que llevan historia marcada en la cara resultan interesantes. Esto es
una constante en toda la literatura, lo mismo en la mala, Rumbo al
Cairo va la dama, que en la buena, Hiroshima mon amour. La falta de
historia (Vavventura) es un tema literario que se basa en el hueco o va¬
ciado de lo otro, y de ahí el drama. Los seres ardidos son los que se
encuentran y se vacían uno en otro con más fuerza. La fuerza del tipo
batido y endurecido a base de historias que aún puede llegar a encan¬
dilarse al escuchar una nueva y querer soltar él las suyas: amor. Los du¬
ros del cine.
247
_
■
CUADERNO 12
251
La historia subyacente en toda novela es precisamente la de su crea¬
ción. (Todorov lo aplica sólo a Les liaisons pero es muy general.) El sen¬
tido último de Les liaisons es un discurso sobre la literatura. «La novela
tiende a atraemos a ella misma; y podemos decir que de hecho empieza
donde termina; pues la existencia misma de la novela es el último eslabón
de su intriga y allí donde termina la historia narrada, la historia de la vida,
allí exactamente comienza la historia narradora, la historia literaria.»
Un personaje se caracteriza exhaustivamente por sus relaciones con
los demás personajes. Se pueden reducir a tres estas relaciones: desear
(amor/odio), comunicar (confidencia/publicar un secreto), participar
(ayuda/oposición). Transformación, por ejemplo, de una relación de
confidencia en otra de amor. (Tengo un texto romántico muy importan¬
te en uno de mis viejos cuadernos sobre la gradación subrepticia del
amor, sobre el modo de como se infiltra.)
La insensibilidad con que se pasa de la amistad al amor es un tema
importantísimo en la literatura de todos los tiempos, y más emocionan¬
te cuanto más delatado e insensible el proceso. 7b fall in love. De pron¬
to, zas, darse cuenta y contárselo a uno mismo puede venir seguido o
no de dar cuenta, o sea de declarárselo al otro. Según que se siga el pri¬
mero o el segundo de los procedimientos el rumbo de la narración (y de
la vida) varía radicalmente. Del «yo sé esperar» al «ven, vamos ahora».
Son dos actitudes diametralmente opuestas, condicionan la mentalidad
de épocas diferentes.
La participación indica meterse, trasponer el círculo de espectador,
intervenir. Por ejemplo en los chismes: «Tú no te metas». El que no se
mete, pero mira, es el perfecto narrador, posee la clave de todo. Al na¬
rrador puro se le odia, se trata de meterlo a la liza.
252
LA VERDAD Y LA MENTIRA. Terminamos por experimentar los
sentimientos que fingimos (B. Constant). No hay ni pura mentira ni
pura verdad. Las palabras son mero trasunto alternativo de diferentes
estados de ánimo. Germaine no pide el amor, sino el lenguaje del amor,
lo cual, aunque parece que es pedir menos, es pedir mucho más. «Es
cuestión de palabras y no obstante.» (Revisar Bécquer.)
253
modia ha perdido su principal designio, el de vencer la resistencia ajena
a ser recibida. Ya, de entonces en adelante, sólo cabe la repetición de la
misma melodía que el otro y uno mismo se sabe de memoria. Poste¬
riormente este calor se repite al retratar esos sentimientos.
La palabra «protesta», arriesgada de pronunciar. «¿Cómo te atreves
a decirle eso a tu padre?» Atreverse a decir algo, atreverse a contradecir.
Hay, pues, un decir a contrapelo del habla inerte y habitual con la que
nos hacen asentir, vivir en babia, dar por buenas las palabras aprendi¬
das. Los contestatarios. Tener miedo a hablar. Para hablar, muchas ve¬
ces, hay que romper un freno social. Las verdades del barquero. «No le
hables así a tu padre.» Es el tono, la seguridad lo que implica el creci¬
miento.
Los aedas utilizan, en cambio, la palabra-narración, no la palabra-
acción; no amenazan con nada porque saben decir bien. Las sirenas son
como un aeda que no se interrumpe. Lleva a la muerte a los hombres
que lo escuchan, tal es la fuerza de su atractivo. El canto de las sirenas
ha de detenerse para que pueda aparecer un canto sobre las sirenas. Si
Ulises no hubiera escuchado a las sirenas o si hubiera perecido junto a
su roca, nosotros no habríamos conocido su canto, no nos habría sido
transmitido.
254
DOS PLANOS. La palabra no sirve para salvaguardar cosas sino para
destruirlas: al pronunciar una palabra revelamos la ausencia de las cosas.
No es una victoria de la literatura si lo que percibimos es una descripción
y no lo que está descrito.
25 de octubre
Hoy empiezo a reflexionar sobre mis relaciones con N., por las cuales ya
no piso firme, que han dado un quiebro de lo estable o lo inestable, y em¬
piezan a no estar nada claras. Su juego no lo entiendo, empiezan a tener
algo que contarme, a convertirse ellas mismas en materia de investiga¬
ción. Pero para mejor investigar tengo que quedarme quieta, cazador há¬
bil, quieta, yo sé esperar, esperar siempre aun cuando haya dejado de ha¬
ber cosas que esperar, esperar siempre, no hay otro lema posible.
* * *
Cuando Adolphe retrasa la vuelta a casa para tener una explicación de¬
finitiva con Leonora, se siente liberado en ese tramo de tiempo que dura
su paseo solitario, es capaz de abrirse, por fin, a la contemplación de la
inmensidad, a pensamientos menos personales: «Mi alma», dice, «pare¬
cía alzarse sobre una degradación larga y vergonzosa.»
255
Las HISTORIAS de familia intercambiadas como cromos entre las
gentes que se aman. ¡Qué importantes son las historias de familia! Es la
primera prenda de amor que se da al amigo íntimo, tema literario cien
por cien. Si me quieres entender, echa una mirada sobre mis orígenes:
Coria, Italia, Bilbao y la geografía viene en ayuda de la narración; algún
día iremos juntos a esos sitios que te describo. Te van echando un fardo
de imágenes, de lugares, tú, a tu vez, echas Ciudad Rodrigo, Piñor, una
puesta del sol entrevista entre visillos (cuento del niño que mira pasar a
la gente por la calle Mayor) y no sabes qué raíces echa en el otro; algún
día le habrás de reprochar «¿Pero ya no te acuerdas de aquello que te
conté?». Y cuando nacen hijos de carne y hueso revivirán estas historias
que habían empezado a marchitarse, quieren historias de más atrás, de
Cáceres, del baúl de las novelas de Marieta, cuéntame cosas de cuando
eras pequeña, ordénamelas.
* *
256
uno pero sin chantajes ni tiranías, dándole libertad de irse, se quedará,
volverá al murmullo discreto y acogedor de ese río sin rostro que es la
narración concentrada, que predica como para sí misma (cf. mi distrac¬
ción aparente en el parque pintando dibujitos en el suelo con un palo
paia atraer a los niños). Narrar como para sí, sin chillarle a la gente, sin
aganarle de las solapas, podrás quedarte sin oyentes, pero los que ven¬
gan, vendrán motu piopio. Se corre el peligro de que algunos se vayan
si no se les ata con las lianas de lo excesivo, lo rocambolesco y morbo¬
so, pero ¿para qué se quieren oyentes crucificados, cuya única idea fija
mientras te escuchan es la de escapar? El reino de la narración es el rei¬
no de la libertad. Si nadie escuchara por obligación, se escucharía me¬
jor, se sanearían las relaciones y las gentes cuidarían de sus narraciones
con más ahínco, no habría falsas satisfacciones de las que crían pus por
debajo, a nadie se escucharía por lástima.
Se le podría decir a la gente sin que fuera una ofensa: «cuéntalo me¬
jor», que es una de las frases más impensables, más difíciles de articular,
casi tanto como la de decirle a alguien «¡qué feo es usted!». Y sin em¬
bargo, qué gran favor nos hacen los oyentes apasionados -niños casi
siempre- que nos dan la prueba máxima de interés imaginable por
nuestras palabras cuando no las entienden bien y se enfadan y nos ur¬
gen a que se las expliquemos mejor. Desaparecería el falso interés, el po¬
ner cara de entendidos, de que se entiende siempre. Esto empieza ya en
clase: a los profesores siempre hay que hacer como que se les entiende,
se expliquen como se expliquen, cuenten el cuento como lo cuenten. Y
la coacción llega a ser tan grande que las clases se convierten en desin¬
terés, en aburrimiento y tormento. Deberían enseñarnos, desde niños, a
abominar de todo lo que aburre. Lo cual no quiere decir abominar de lo
trágico o de lo difícil o de lo profundo o de lo triste, sino de lo mal tra¬
ído, de lo mal contado.
Narración Tánatos
• narración de reproches
• narración de enfermedades (salmodia)
• narración de problemas por el mero hecho de enunciarlos, sin
quererlos trascender (no hay drenaje)
• narración de soberbia y enaltecimiento
• narración de fulminar juicios
• la narración-alud neurótica no admite controversia, te es arrojada
encima como un pedrisco que tienes que aceptar, es la mayor
ofensa para el interlocutor que se ve abrumado sin capacidad
para tender una mano.
257
Narración Eros
Renovación de espejos
258
Poi locales casuales, con gente casual, ¡no he perdido yo tiempo ni nada
buscando cualquier brizna de historieta folletinesca para echar a esa fie¬
ra sin paladar agazapada en mi carne! La historia que me contaban los
libros o mi propia memoria resultaba pálida, esforzada, frente al irse a
bailar a Carrusel. Y ahora mismo con qué gusto saldría (28 de octubre.
Lunes noche) a perderme por ahí buscando el sucedáneo de una com¬
pañía que ahora N. lepentina y cruelmente me niega. Pero de pronto me
doy cuenta de que están los libros, mis cuadernos de todo y de la canti¬
dad de cosas que estos nobles amigos me pueden contar, en contraste
con las vaciedades que podría depararme la compañía de cierta gente.
La última historia de amor que nos contamos a nosotros mismos es
siempre convincente. Las de los demás no lo son, nos parecen ridiculas,
de pacotilla. Les aplicamos el calificativo de inauténticas. Sólo el gra¬
do de entusiasmo con que nos asimos a esa tabla de esperanza les da
primacía sobre las historias ajenas o sobre las mismas muestras ante¬
riores. Desengaño; claro, porque el amor es engaño. Sacar la cabeza fue¬
ra de este engaño es respirar.
259
pretación. Los relatos son otras versiones de esas mil posibilidades de
trasver. Nunca un relato de una persona podrá ser igual al de otra. Por¬
que la articulación objeto-palabra admite infinitas formas, son innume¬
rables los tipos posibles de relación entre el signo y las cosas a que re¬
mite (juegos de palabras).
El otro («El semblante»). Acechamos, escrutamos la fisonomía de los
demás, percibimos sus alteraciones, pero no siempre sus motivos de
cambio. Nos tenemos que apoyar en sus relatos, tratando de descartar
la ganga que hay en ellos (p. ej. en el que ya sabemos que es mentiroso
o que se autoengaña, cribamos, etc.).
El lenguaje del rostro dándose de cachetes con lo que dice. «¿Qué te
pasa?», «A mí nada», «Sí, te lo noto en la cara», «¡No me mires la cara!».
Se taparía uno la cara, cabrea que te acechen. «Doble carácter de evi¬
dencia e indeterminación con que se perciben los signos de las disposi¬
ciones ajenas.» Perplejidad ante la pérdida de la identidad ajena: «me
está engañando». Búsqueda de la disposición interior del prójimo. Cre¬
dulidad y adhesión liberal a sus narraciones. «Pues me dijo...» (dice la
gente que no desconfía, que se toma al pie de la letra las palabras).
«A todo lo que un hombre deja ver», dice Nietzsche, «le debemos
preguntar qué es lo que quiere ocultar, de qué quiere desviar nuestra mi¬
rada.» Relaciones fantasmales penetradas del temor de ser conocidos.
Relatos distanciadores, de despiste, para desorientar al otro, po¬
nerlo lejos, sobre pistas falsas, quitárselo de encima. Se pueden acen¬
tuar las tristezas (cuando no quieres ser envidiado) o las alegrías (cuan¬
do no quieres ser compadecido), cuando no quieres, en suma, que el
otro interfiera en tu vida ni se mezcle en ella.
260
se les da pie a que surjan, se fomentan. Esto, en última instancia, de¬
pende de los gustos, preferencias y humores, pero el resultado es que
unas historias quedan y otras se abortan, las que se abortan no vale la
pena de contarlas, da rabia haberlas iniciado, se olvidan, la lupa se en¬
carniza sobre aquellas a las que se quiere dar relieve, todos los adornos
y cuidados son para ellas. Pero valen la pena igual unas historias que
otras (cuando parece que existe un vacío, aplícate a hacer bonitas otras
historias posibles que has despreciado).
El único problema está en dejar de creer en una historia que te pa¬
recía bonita o en creértela demasiado y que te empiece a hacer sufrir.
Ahí está el ten con ten. Se puede lograr el término medio, aunque es
difícil. Vale la pena que las historias no te despedacen. Hacerlas, man¬
dar y templar sobre ese material informe (mi baza de ahora -no lo pue¬
do olvidar- es el silencio).
261
pense se confunde así con sobresalto. El buen suspense es el de «cuénta-
melo despacio, no me ahorres nada», en el buen suspense nada resulta
paja.
En los textos literarios hay que tender a que nada sea paja, a que no te
den ganas de saltarte páginas para ver cómo acaba, cada palabra debe
estar sabiamente y necesariamente colocada. Si yo veo que una persona
se está aburriendo de lo que cuento, corto, pero no por soberbia, sino
para tratar de rectificar y pensar en qué habrá consistido mi fallo. De
que otro no escuche siempre tiene la culpa el que habla.
•íí
Los malentendidos
262
Fe. Narración de ebriedad
Dar un corte
4 de noviembre
Atención y concentración
263
mismos, sino porque están mal introducidos. La narración presidiaría
del monito constaba de elementos que en sí mismos podían ser apa¬
sionantes pero no contestaban al «¿y eso cuándo pasó?» ni al «¿y a ése
cuándo le conociste?» o «¿de qué le conocías?». No se le veía la cara a
nadie, no se aclaraban las relaciones entre nadie. Me aburrí como un
chino.
Crítica de libros
7 de noviembre. Ateneo
264
Y es muy significativo el hecho de que le moleste que le hablen de sus es¬
critos, en contraste con la importancia que les da —con respecto a su pro¬
pio criterio- y lo que los cuida y el brillo que les quiere sacar. Arroja sus
escritos desde una especie de olimpo, pero se niega a ver el rostro de nin¬
gún interlocutor ni a tenerlo cerca ni a enterarse de sus dificultades.
Vivir de cuentos ajenos. Que te cuenten los libros, las películas y tu pro¬
pia vida, que te cuenten, bueno, todo lo que quieran pero siempre y
cuando tengas tú un mosaico donde encajar el puzzle.
Ver en el diccionario: hablar y sus derivados. Ver cómo se desarrolla
este vocablo y todo el espectro que tiene.
Las novelas policíacas son interfungibles como ciertos amigos, que da
igual un amigo que otro. Las «indesinentes» son amigos insustituibles.
14 de noviembre
265
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bre el lector (para mí, sí), sino en describir el código a través del cual se
otorga significado al narrador y al lector a lo largo del relato mismo.
Los signos del narrador («yo») y los signos del lector (al lector no se
le informa directamente sino subrepticiamente, sin decir propiamente
«tú», a través de informaciones irrelevantes para el narrador, que él ya te¬
nía que conocer y que si no se tratara de dar pistas al lector no las da¬
ría). Desde este punto de vista el lector es fundamental para estructurar
la narración y ordenarla, pues sin este motivo de estímulo, todo sería
magma. Recuerdo lo que me dijo Alfonso Guilarte: «Como si se lo con¬
taras a tu hija». Muchas veces, contándole una cosa a otro, cosa que ya
creíamos saber, nos sorprendemos al comprobar cuántas cosas -sabidas
pero inertes, mal ordenadas- se han aclarado para nosotros. Es también
la base del psicoanálisis. Espolear la pereza que en principio nos acon¬
seja dejar yacer revueltas las historias, confundirlas unas con otras en
ese cuarto de atrás oscuro y polvoriento donde las relegamos apenas.
Hoy escribir no es «contar», es «decir» que se cuenta. «Realizar en la
palabra un presente tan puro que todo el discurso se identifica con el
acto que lo crea» (p. 36). El autor no es el que inventa las más hermosas
historias sino el que maneja mejor el código cuyo uso comparte con los
oyentes.
15 de noviembre
Lo inefable
268
ca lo querrás volver a sacar para contarlo. Hay experiencias que de puro
fuertes no enriquecen sino que empobrecen. La novela de la cárcel es di¬
fícil que la pueda contar un preso.
¿A quién se le habla de cosas que se han perdido, que han cambia¬
do tanto? ¿Para quién la nostalgia? El arte es nostalgia, pero ¿para
quién? A quien la comparte, le envenena. A las nuevas generaciones les
ilusiona lo antiguo pero de una manera falsa y superficial, estética. La
raíz de esa nostalgia que a uno le aguza a hablar es totalmente intrans¬
ferible.
El narrador es aquel a quien otros dejan sus fardos porque le ven
dispuesto a recogerlos: «Déjamelo a mí, yo guardaré tu memoria». Y el
nómada deja sus historias de preferencia en ese cuenco caliente (a veces
con un lazo de amor para él pasajero) y se vuelve a largar.
16 de noviembre
269
todo formal» es el deseo de crear una ciencia literaria autónoma a par¬
tir de las cualidades intrínsecas de los materiales literarios.
18 de noviembre
270
me de la falta de otros apoyos ni de mi soledad ni de nada. Siguiendo
adelante con las fuerzas que tengo, esas fuerzas se acrecentarán. En la li¬
bertad pura no se puede crear pus, porque nada se juzga ni se pide ni se
espera; sólo se quiere emitir para quien sea. No quiero hacer recuentos,
no quiero pasar la vista sobre lo que me deben, no, ríen de ríen, je ne
regrette ríen, adelante. «Y fue compasivo para el ciervo y el cazador...»
Tengo que volver a tratar a R. lo mejor que pueda y sepa. Hay muchas
cosas que todavía puedo hacer por R., aún podemos ir en el mismo tren
a veces. Esta casa ha sido de los dos durante diecisiete años, y la Torcí
está ahí como prueba irrefutable, como vigía. No me dejes nunca del
todo, memoria de lo que me trajo hasta aquí, pero sin abrumarme, se¬
renamente. Aprender de mamá cuando miraba ayer los balcones de la
calle de Churruca.
Pensar en lo que soy, por ejemplo, para Alicia y Marta cuando les re¬
meto la cama. Quedarme más en casa. Las vidas de los demás no son
las mías. Pero ésta sí. Anoche estaba sola. Hoy duermen mis niñas ahí
al lado, las he acostado a las dos. Y les gusta.
No se puede dejar de tener tratos con el propio cuerpo. Ahí radica
la inextirpable turbación. Que no cabe decirle: «anda, olvídate de mí de
una vez para siempre».
271
cía vivos mis propósitos, los ponía en ebullición? Se necesita, sí, al¬
guien que te haga creer en tus propios propósitos, que te los apuntale,
«toma mi brazo y que suba la yedra por aquí», lo que yo hice con P. fue
el brazo para su yedra, «eres mi estructura, mi geometría, me convier¬
tes en proyecto», tengo que buscarme un brazo para mi yedra.
23 de noviembre
272
ma, nada, se da por supuesto que fue aburridísima, de las consecuencias,
de cómo los pantalones se les habían empapado, etc.: «a las doce o así sal¬
dríamos, desde las Rozas una niebla, digo vete despacio, que no veíamos
pero nada, le digo a Andrés, yo voy a echar mi paraguas y él, no, que va¬
mos en coche, pasaban los coches, digo nos van a poner».
«Para el idioma corriente», dice Marthe Robert, «arte de narrar y
mentira están tan estrechamente unidos que parecen confundirse en la
misma reprobación.» «Es un cuentista», dice, en efecto, el pueblo llano
de un tío que se explica bien y hace colar sus narraciones como verídi¬
cas. O también «tiene mucho cuento».
Las primeras fantasías del niño actualizan siempre deseos. Bergai1
(«Luego venían dos náufragos.Tú y yo los cuidábamos...»). Ella no sólo
lo inventaba sino que me daba permiso para cuidar a su hermano. En
aquella primera expresión literaria, la isla de Bergai, se cocieron muchas
de las características del amor-secreto, del viaje imaginario, que luego se
me ordenaban en «el cuarto de atrás».
En el sentido que da Marthe Robert al término «urdidor de novelas»,
hay personajes absolutamente novelescos, pero no tanto por la vida que
hacen sino por la que imaginan que hacen y por sus capacidades para
hacerla creer.
29 de noviembre
Meditar en la fórmula de resumen con que suele uno darle a los amigos
el trasunto de lo que está escribiendo. Tal vez en estos resúmenes orales
esté implícito el «érase una vez» que tanto luchamos por camuflar y que,
según Marthe Robert «la novela deja siempre sobreentendido cuando
cree derrochar más artificio en reinventarlo».
La ejemplaridad de los sufrimientos vencidos es uno de los leitmotiv
de todo relato oral esmaltado de ejemplificaciones de conducta. «...Y
que vale mejor una dicha pagada con llanto.» Yo o cualquiera solemos
contar cosas de nuestras vidas a medida que vienen a cuento para ilus¬
trar (con una vanidad más o menos subrepticia, índice por otra parte del
arte este tangarse) cualquier teoría o filosofía de interpretación de la
vida o rectora de la conducta. «A mí me da pena de Fulano»; el narrador
moralista finge tener corazón muy tierno siempre proclive a ver al pró¬
jimo en un abatimiento del que será incapaz de levantarse. En los rela¬
tos sobre las penas de los demás y sus conflictos nos gusta sentirnos
águilas, dioses compasivos e incontaminados. Es un ámbito de refugio,
de éxtasis, el de la narración. Cuántas veces, recién apagada nuestra a
veces penetrante y lúcida tanto como fría, acerada y cruel disección so-
1. Bergai, isla inventada por Carmen Martín Gaite y una amiga en sus juegos infantiles. El nom¬
bre de la isla es un apócope de dos apellidos, el de su amiga y el suyo. (Nota de la editora.)
273
brevolando la miseria ajena caemos encenagados y obtusos en nuestro
sempiterno revolcadero de opacidad. Ver la paja en el ojo ajeno y no ver
la viga en el propio quiere decir, sobre todo, que la paja del ojo ajeno
está analizada, penetrada y elaborada a partir de la exasperación que
produce la ceguera a que nos condena esa viga propia.
«El cuento», dice M. R., «sólo se interesa por los seres inacabados.»
Esto me parece muy interesante. Lo tocaba yo en mis reflexiones sobre
los cuentos de Aldecoa y ahora lucho con Angelino y Luis Sanz para me¬
terles en la cabeza que Parada y fonda debe tener una estructura de
cuento. «¿Ah, pero se ha acabado ya?» Pues sí, mis libros siempre se
concluyen sin acabar. El happy end anula el cuento. Lo otro, «retahilas»,
da ilusión de continuidad. Dureza frente a la adversidad.
El héroe del cuento es un superdotado pero aspira «como meta de su
trabajo a convertirse en uno de tantos». Cuando el cuento se amplía y se
convierte en novela la contradicción le viene al héroe de que su lucidez
y reflexión le impiden creerse que sería feliz convirtiéndose en uno de
tantos pues aspira a la excepcionalidad, a los reinos a que le hace acce¬
der esa reflexión a la que no puede ni quiere renunciar y que tantas ve¬
ces -cf. Pavese- le llevará al suicidio.
Lo lejos que están los anhelos, ensoñaciones y juegos infantiles de
un cumplimiento social. Recuerdo aquello de médico, sastre, soldado,
príncipe, en la lista de oficios que atribuíamos a nuestro prometido, qué
poco tenía que ver con su cometido real. Luego, en cambio, después de
la guerra vinieron juegos de dinero y de bancos.
La función de conjuro de la narración. Nunca acabar. Que dure mu¬
cho. No acabes nunca. «Yo nunca quiero llegar pronto...» Anular el tiem¬
po. Conjurar sus fronteras, su prisión («Pero les queda mucho por con¬
tar», decía Marta de Retahilas, «¿verdad que sí?»). Habitarlo. Narrar es,
pues, conjurar el tiempo, abrigarse de él, de su intemperie, encender la
hoguera de la palabra intemporal, sosegada, indesinente, cuidadosa.
M. R. hablando de Cervantes: «... en medio de la falsificación de su
vida, tenía o podía tener la triste ventaja de la imparcialidad». «Son los
relatos intercalados en el texto los que, en la epopeya del niño expósito,
representan el paso furtivo de lo novelesco prohibido.» Pienso en lo de
ser espectador y vivir, en lo que han sido para mí en la vida las historias
de los otros, en cómo me las he sabido anexionar, incorporar a la mía,
condicionando, cercando y hasta incluso creando la mía, que sin ellas
no habría tenido ni sangre ni color.). Benet me dijo hace pocos días que
de repente me meto yo en Eulalia y J. Marías, en tiempos, que estaba yo
diseminada por todos mis personajes, tangada, repartida. Lo que para
Juan era más bien reprobable, para Marías era símbolo de un depurado
arte. Nacho, en cambio, me decía que contara ya de una vez sin miedo
y definitivamente lo mío, la historia de mi terraza, pero lo mío ni es pu¬
ramente mío ni existe como tal.
274
Lo inefable: «¿Cómo transmitir mediante la palabra los pensamien¬
tos de gigante que hacen encorvarse a las frases cual poderosa mano ha¬
ciendo estallar el guante que la cubre?» (Flaubert, Mémoires d’un fou).
Novela originaria
Mariana Sánchez vivía libre en una buhardilla cerca del río (influencia
de Carmen Laforet). Me acuerdo (como si lo hubiera visto) del color de
las tardes que ella veía. Río de premonición, amor y renuncia.
1 de diciembre. Ateneo
Ateneo, 2 de diciembre
El episodio. Irrelevante por otra parte -del chisme de C.- me hace lan¬
zar un rotundo «ya está bien» y volverme tajantemente al mundo de la
concentración, a la caverna del «niño expósito». Hoy he estado con Lo¬
zano. Dice que ningún español se está tres horas sentado leyendo con
atención un libro y que al que lo hace se le puede dar por asegurado un
recinto y un punto de vista diferentes de los habituales. Yo eso ya lo sa¬
bía, pero en los últimos años, muchos avatares arguméntales me han he-
275
cho infravalorar este refugio tan largo tiempo habitado y tan trabajosa¬
mente elaborado y defendido. Hoy me siento bien, instalada en una ol¬
vidada serenidad, en una certeza muy grata de que ésta es la más aco¬
gedora morada de cuantas puedo escoger. Me he perdido persiguiendo
lo que desprecio. Desde ella recupero a amigos como Lozano. ¡Qué bien
sienta el Fernet Branca! Y me puedo sentir hermana, aun cuando nunca
llegara a cambiar la palabra con ellos, de seres apacibles y reflexivos,
como este chico pálido de las gafas que se sienta enfrente de mí (otras
veces al lado), autosufíciente, distante, romántico, distraído. Atardecer
encima de las chimeneas y yo lo veo desde mi pupitre 128, y estoy sere¬
na y hasta puedo decir que alegre. Vuelvo a mi Galaxia Gutenberg.
Me doy cuenta de que estoy en una posición privilegiada: puedo
cada día con mayor facilidad acceder a la letra escrita (basta con poner¬
se a ello) pero ni me asusta ni me fascina demasiado. La gente que es¬
cribe libros de ensayo está demasiado inmersa en el caldo Gutenberg,
con respecto al cual yo adopto una postura de ingenuidad aristocrática
y maliciosa. Me ha ayudado la Torcí; por una parte me he alimentado
de ello pero siempre he tenido a mano gasolina de vida que me ha dado
marcha sin atraparme ni esclavizarme del todo, simplemente la porción
suficiente para lubrificar la otra visión, para sanearla de una bobalico-
nería mágica, para inyectar vida a lo muerto e inalterable, para romper¬
lo y fragmentarlo y rectificarlo y maltratarlo indefinidamente, de donde se¬
guirle confiriendo vigencia. Entre esos fragmentos (que tampoco —¡ojo!—
son basura ni cascote) me instalo ahora nuevamente, complacida y des¬
tilando una sabiduría escéptica de que antes (vivencialmente) carecía y
que cuesta años de lágrimas, de zozobra y de agonía.
Hoy, hablándole a Lozano de El cuento..., me he dado cuenta de que no
pretendo elucubrar ni hacer teoría de nada, sólo contar lo que hay que con¬
tar, en el mío y en el de los otros. Si quisiera elaborar una teoría coherente
y correcta como la de Marthe Robert, material tendría ya más que de sobra.
Pero no quiero poseer la verdad ni quedar encima de nadie ni agotar hasta
lo exhaustivo unas metáforas que amurallen el libre fluir de la realidad na¬
rrativa viva circundante. El logos de la narración no es mío ni de nadie, es
un río -se lo dije a P. Sorozábal- donde cualquiera puede inclinarse a beber.
276
14 de diciembre
277
1 de enero de 1975
Voy apagando unas historias con otras, como puntas de cigarros sucesivas.
278
CUADERNO 13
281
imagen nítida y de una pureza extrema, aunque también desvinculada
de cualquier otro argumento y al parecer exenta de contenido: flores
moradas.
Estas dos palabras, «flores moradas», las tengo apuntadas en el pa¬
quete de pitillos ya vacío que venía fumando esta tarde en el tren con
bolígrafo rojo, propiedad de un viajero gordo que estaba haciendo un
crucigrama y no las quería volver a mencionar hasta no haber sido ca¬
paz de desentrañar su importancia. Antes las escribí en rojo y ahora en
negro, porque este bolígrafo escribe negro.
Es un bolígrafo barato; se lo he pedido prestado en el piso de abajo
a una de las muchas personas que pululan por esta casa grande donde
al parecer vivo o tengo que vivir por no sé cuánto tiempo, un muchacho
rubio de pelo rizado, creo que familiar mío, primo o cuñado según he
podido oír, a pesar de mi escaso interés por enterarme de nada que me
distraiga y aleje de la pista de las flores moradas.
Es lo único que me importa y me obsesiona, lo que me ha traído a
este cuchitril deshabitado, nadando, como un náufrago al que sólo
orienta y da fuerzas su instinto de conservación, contra la corriente ad¬
versa de una serie de rostros ora alborozados ora perplejos que trataban
de ofrecerme diversos objetos o bebidas y de retenerme con un rosa¬
rio de frases que no tenían en su banalidad nada que ver con el misterio
de las flores moradas; o incluso querían llamar mi atención por medio de
la música porque algunos tocaban instrumentos musicales; y en mi
desesperado afán por ganar esta orilla, he llegado a tener que emplear
una dialéctica violenta y al final incluso hasta grosera con quien más
empeñadamente entorpecía mis brazadas, la chica pecosa que estaba a
esperarme en la estación cuya cara me suena mucho y que debe ser mi
mujer o algo por el estilo.
Ella estaba empeñada en que le hablara de unos papeles de tipo no¬
tarial que posiblemente traeré por algún lado, pero no le ha molestado
tanto mi mutismo o mis evasivas como mi insistencia en preguntarle, en
cuanto entramos aquí, por algún cuarto aislado, silencioso y con cerro¬
jo; se ha lamentado de que le pida eso como a la camarera de un hotel,
como si esto fuera un hotel, de donde deduzco que no lo debe ser, y lo
del cerrojo ha sido ya el inri para ella, dice que lo bueno de aquí es que
todas las puertas estén abiertas y que no haya asuntos privados, que ése
ts el mayor encanto de una comuna y que yo mismo lo he dicho así mu¬
chas veces. Luego, ante mi terquedad, hemos salido a un patio y me ha
acompañado por una escalera hasta este cuartito donde estoy, pero más
bien me acompañaba para seguir discutiendo diversas cuestiones que
no he sido capaz de concentrarme para abarcar, no producía la impre¬
sión de irme sirviendo de lazarillo y lo he achacado a que seguramente
da por supuesto que yo conozco bien los recovecos de esta casa, como
posiblemente ocurra en realidad.
282
Lo cierto es que hemos llegado aquí y que ella se ha quedado apo¬
yada en el quicio de la puerta, sin cejar en sus monsergas desplegadas
en un abanico de tonos que abarcaban desde el sonrosado del arrullo al
gris acerado del insulto, hasta que le he pedido con la mayor frialdad
posible que abandonara aquella postura que si bien contribuía a realzar
el encanto de su escote, me estaba impidiendo cerrar la puerta, manio¬
bra indispensable para poder quedarme solo. Lo cual ha provocado por
su parte una serie de reproches lacrimosos encomiando la ilusión con
que esperaba mi regreso y tratando de hacer llegar a mi ánimo la consi¬
deración de que, si me encierro, soy capaz de no abrirle luego la puerta
aunque ella luego me lo pida y de quedarme a dormir aquí; yo le he re¬
plicado que no podré dormir aquí porque no hay cama, pero ese ra¬
zonamiento no ha parecido convencerla, incluso se ha reído con una
evidente, aunque desmañada, intención de sarcasmo y a través de la
sonrisa se me ha hecho patente por vez primera la expresión estólida
y convencional de su rostro de labios carnosos y ojos redondos y muy
claros.
-Sí, sí, como si a ti te detuviera eso, como si fuera la primera vez en
tu vida que duermes en el suelo; vamos, si serás cínico.
Si ella dice que he dormido en el suelo ya más veces, será verdad, yo
no lo sé, no me acuerdo de nada, que me deje en paz, se lo digo al final
ya chillando y empujándola sin contemplaciones: «¡Vete, déjame en paz,
Carola!». Se llama Carola, pero es un nombre que nada me dice, que
nada tiene que ver con lo que pretendo elucidar.
Cuando, por fin, se ha ido y me ha dejado solo, he sacado del bol¬
sillo un bloc que cogí antes de encima de una mesita: tiene apuntados
en la primera hoja iniciales y números, rastros sin duda de haber lleva¬
do el tanteo de algún juego. He arrancado esa hoja y he visto que lo de¬
más está en blanco; es un bloc pequeño, cuadriculado, mañana com¬
praré un cuaderno mejor porque éste lo voy a llenar enseguida y además
me obliga a escribir con una letra demasiado menuda, yo la debo tener
mayor habitualmente porque noto que me tengo que esforzar para apro¬
vechar el espacio; además al principio, en ese lapso de tiempo que estu¬
ve sin decidirme a arrancar, probé el bolígrafo para ver si escribía y, des¬
de luego, me salió una letra más grande. Puse Diego Alvar, ése es mi
nombre; me gusta, y la firma también.
283
al copiarlo añadí ciertas correcciones; pero volvemos a lo mismo, a lo
de los cuadernos de limpio, es una tarea que entorpece el pensamiento
y lo despoja; hay una complacencia por ver las palabras arregladitas y
claras, pero es como si imponiéndoles ese orden ficticio, se las hiciera
pasar a un museo de cera, pierden la sangre. Yo este cuaderno rojo lo he
tenido escondido celosamente en un cajón todo este tiempo y muchas
veces lo cogía y lo miraba, pero hasta hoy no me he determinado a rea¬
nudarlo, y de sobra veo que se quedó truncado y empantanado en lo
fundamental. El hecho de haber puesto en limpio aquellas notas me jus¬
tifica de momento pero me hizo perder la sensación de urgencia y,
como consecuencia, el hilo de la pesquisa.
Ahora sólo soy capaz de recordar que aquello de las flores moradas
tiene relación con un sueño que tuve en el tren, viniendo. Era un sueño
cargado y tortuoso del que no me ha quedado absolutamente ninguna
imagen; pero sé que al despertarme de él había perdido cualquier tipo
de referencia y ni siquiera reconocía aquel recinto como vagón de un
tren, así que mucho menos podía saber por qué viajaba en él ni adon¬
de me dirigía; y en medio de aquella sensación tan intensa de extrañe-
za que ningún objeto de los que abarcaba mi vista era capaz de quebrar
miré por la ventanilla y vi una ladera primaveral cuajada de flores mo¬
radas, supongo que serían matas de cantueso. Y aquello de repente era
lo único que significaba algo muy importante, todo mi ser se encabritó
de esperanza como abriéndose de forma intuitiva pero segura a un
mensaje adecuado al propio grupo sanguíneo dirigido al cerebro, al
tacto, al olfato, a las papilas gustativas y a los deseos y recuerdos más
escondidos, era como tomar tierra en las flores moradas, resucitar, oír
una música que me iba y me consolaba, era lo mío, me quedé con los
ojos ávidamente prendidos de aquella ladera ondulada a la que suce¬
dió otra, y otia, interrumpidas a veces y vueltas a surgir durante un
buen rato generosamente, demorándose al cabo en tramos de arbole¬
das oscuras de arroyos, de cercas, de caseríos, escaseando luego poco a
poco, hasta que por fin todo mi organismo se quedó definitivamente
a oscuras en aquel vagón sin aire, avizorando ya en vano la ventanilla,
reducido a la angustia de evocar aquellas oleadas de color malva y de
intentar desentrañar su significado. En aquella situación de orfandad
llegué aquí y bajo los efectos de la alteración padecida escribí las notas
que anteceden.
Sí, sí, lo nuevo lo he sabido muy bien, me lo he aprendido perfecta¬
mente: ya están aquí las coordenadas. Pero de eso no voy a hablar.
Forma detallada de hacer el amor con C. En lo otro que añoro ha¬
bía una zozobra, unos amaneceres con zozobra.
284
Novela
LA?0 Ol bcdb^Cui _
Toy íÁjCL ÜL olJa dii
C-UVl C _ ~b\sy (^J (Áo
(aAA-Áj) 0^ ^t5^- o ¿7\
~txíh ohic^
tá2¿dDbr^rfe5&y*
285
Estoy trasvasando a este cuaderno esta tarde (26 de julio de 1974) vie¬
jos apuntes que me pueden servir para El cuarto de atrás o Pesquisa per¬
sonal, a ver si me vuelve, con el proceso embrionario que llevaba cada
una de estas ideas en mi mente, el deseo de continuarlas fundidas. Es¬
toy en el cuarto del banco de madera, con la ventana abierta. Hace mu¬
cho calor. Me he cortado el pelo con las tijeras grandes. Nacho me dice
que le tengo que terminar una novela para diciembre. Estoy alegre, ha¬
ciendo cara al verano con ánimos, después de la interrupción «tánatos»
de El Boalo y de haber acabado el Ega de Queiroz para los Nostramo.
Cuando salgan en mis apuntes viejos dibujitos graciosos, los pienso
pegar. Mira qué silla:
yjf fUoiaZsz
p ' '[yOtsO fp. - £ -yt/ú.
286
La madre puede reaparecer como leitmotiv. (Filia mía muy querida,
aman, aman, aman, no te vayas a la mar...) y siempre de forma intempo¬
ral y mágica, sugiriendo las raíces de manera aparentemente intempestiva
y anacrónica con el conjunto -en instantes eróticos, por ejemplo- no
como reproche sino como algo que a la vez te ha traído a > (meiga).
(Aunque es un poco otra cosa me complace compararlo con el acier¬
to de Le voci della sera, cuando piensa Elsa: «Si mi madre se hubiera po¬
dido imaginar que yo aquella misma tarde había estado en via Gorizia,
con ese Tomasino del que ella hablaba».)
Madre, posible pasmo. Espectadora. Prolongar su vida en aquello,
desde mi equilibrio por el que ha pagado y sacrificado el derecho al pla¬
cer. (Es curioso, pienso más en mi relación con Marieta que en la de la
Torci conmigo. Pero tal vez sería literariamente rico ahondar en la se¬
gunda vía.)
El cuarto de atrás
Clave de sombra • ¿Pesquisa?
Antirrelato
Peter Pan
Cuentos chinos
Don Nicanor
Mis relaciones con diferente gente y lo que me enseñó cada uno. Los
problemas de la narración.
287
está desmayada y muerta, pero aletea medio embalsamada, como si la
vistieran para sacarla a saludar al balcón.
(En Le voci della sera, Tomasino le dice a Elsa: «Ya he empezado a
enterrar mis ideas». «¿Desde que me has conocido?» «Sí.»)
Película en común. Dinero. Se habla de dinero. A lo largo y a tra¬
vés de las cosas que digo y hago en el día nada se asienta ni roza el te¬
rreno de la verdad. Luego, cuando me quedo solo, tengo miedo de
bajar con mi candil al sótano y deseo dormir. Pero los sueños me pa¬
san la factura de mi cobardía y en ellos todo me acucia e incita a
la pesquisa. (Sueño de las excavaciones egipcias. ¿De quién era aquel
rostro?)
* 4* *
21 de septiembre de 1974
288
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* *
Lunes, 23 de septiembre
Pienso una historia que empezaré: «No sabía atender a los invitados
con soltura... Lidiaba con el chorizo, con la forma de sacarlo en bande-
jitas y sonreír a la vez y decir una frase a cada uno, un ballet inútil».
Hablar de la inutilidad de esos esfuerzos por seguir vanas conversa¬
ciones a través de la buena voluntad de una mujer que quiere amar y
plegarse a la música que le toquen. Pero la narración tendría que ir en
un tono monocorde y algo grotesco. «Y le decían... Y ella decía...» todo
muy seguido como una salmodia, detalles de las compras que hace, de
la calidad de los alimentos, del color de las telas, de la retórica de los
fontaneros, todo seguido y compacto y monotonísimo, al marido se le
ve como a un mero nombre, como a un ejecutivo flatus vocis y meter
canciones del tocadiscos y lo que dicen los chicos ya mayores y los ami¬
gos de los chicos y otras amigas que han ido al psiquiatra.
Explorar el tiempo, cómo ha pasado tanto tiempo y en qué lo he gastado.
„ 6 de octubre
Gonzalo Torrente Ballester dice que la diferencia que hay entre historia
y novela radica en la materia, no en la forma, que una cuenta lo verda¬
dero y otra lo inventado. Pero yo creo que las bolas que ayer Moli con¬
tó en casa de Diego de los comandos comunistas en Valladolid por bien
que la contara no es tan novelesca como la relación gato-zorro de Cor¬
nejo y Lora, que tan agudamente cazó y nos contó a Mauricio y a mí a
la altura de Olmedo. Y eso sí parece ser verdad. Consiste en el talento
para narrar e interpretar la verdad, para añadirle sus gotas de ficción. Yo
en mis buenos relatos siempre añado algo (el de Jardiel, por ejemplo y
otros tantos ya claves para mí por haberlos contado más de una vez
290
f
Q. CLlzAJU* C-Q- cdct -£aa • .,.
(LO.CiJ^\o QiyuO^> o di'htLo
^ *A¿ ^ W 4 Z-fXÜgi
/Co U_q ~u¿ c^rraMo cu lúa du a dM^i ib ¿m»
~6^^2? CLjnyUA,t/-¿o A/ a^¿ío GJ - Jo -
y haberles atribuido un sentido de mojón o referencia en mi devenir) y
no se sabe si son literarios o reales.
El destino de un personaje. «¿Cómo acabó Fulano, qué fue de Men¬
gano?», se suele preguntar a los amigos cuando hace tiempo que no se
sabe nada de los amigos comunes. Pero existe también una forma no¬
velesca a la inversa, un destino retroactivo, a saber, el de preguntar, a
partir de un suceso aglutinante de la atención hacia ese personaje (sis¬
tema de novelas policíacas donde se celebra un juicio): «¿Y tú de qué le
conocías?», interés mucho mayor y más acuciante porque alude al mo¬
mento de intersección del personaje en la vida del narrador, a la revi¬
viscencia de los orígenes, al momento primigenio y esencial del conoci¬
miento que puede aclarar el destino o trayectoria o proceso hasta aquí,
hasta el punto desde el cual estoy contemplando aquello y lo estoy na¬
rrando. Y es mucho más apasionante. Hay siempre una sonrisa enigmá¬
tica e incitante en el narrador que sabe muchas cosas acerca de aquella
persona sobre la cual le han interrogado: «¿Pero tú la conocías?».
«Hombre, ya lo creo.» Puede hacer una pausa, encender su pipa. Pero ya
tiene automáticamente encandilado al lector o al oyente (cf. mi narra¬
ción a Jubi anteayer acerca de mi conocimiento con Eva).
Es más fascinante contar retrocediendo (y en eso hay una copia de
las técnicas de la narración oral porque la escrita podría prescindir
de esto), y erigiéndose el narrador en Dios, contar el destino de ese ser
humano desde que nació, como hacía Galdós, y si copia lo otro, lo del
encandile retrospectivo, es porque se sabe que apasiona más. Lo frag¬
mentario, lo que se va recomponiendo, que lo fue ya nos avisa el narra¬
dor que va a llevar una línea de trazo seguro sin lagunas ni riesgos en
su fluir ni en su cronología.
Entre el día que se leyó El pan de todos y el día 12 de octubre del 54
en que acompañé a Eva a buscar pensión, pasaron varios que no sé cómo
sucedieron, están borrosos y yo a Jubi le he dado la impresión de borroso,
porque la padecía, le he silenciado las señas de la calle donde vivían Mar-
sillach y Amparo porque no me acordaba, era por allí por el Calderón,
pero la actitud de Eva sentada en el sofá cuando me habló de Alfonso, sur¬
giendo del borrón de una semana o días, lo que fuera, ese momento en
que mi conciencia se enteró de que ella había acariciado el designio de
Alfonso, eso no lo silencié porque era la trufa principal. Cuando me ente¬
ré de lo que me traía hablar de esta pareja, yo estuve presente en el naci¬
miento de sus relaciones, por eso puedo hablar de ese momento, por eso
me decía Jubi «cuentas las cosas como nadie» y me escuchaba y esperaba
mis vueltas hacia atrás, hacia la búsqueda suya a otras pensiones, padecía
mis incursiones en el tiempo de ahora (y pasamos por A. Arias y yo le dije
a R.: «¿Te acuerdas? Ahí vivía Eva»), Siempre para tranquilizarla luego,
para saciar su curiosidad y decirle: «Vuelvo a aquel día».
La configuración es ponerse a escribir materialmente. A veces con la
292
prefiguración te tranquilizas la conciencia y te parece que ya está, que ya
basta, pero las imágenes, incluso las más atrevidas y lúcidas sin fijar, sin
hilvanar aunque sea con alfileres, se van y no dejan rastro de figura.
Eso que digo yo: si no te pones, es como si nada, pues eso. La pala¬
bra es la que fija. Hablar es por eso, un sucedáneo tranquilizador, por¬
que algo fija, unos momentos, es un estadio hacia la figura, por eso a ve¬
ces conviene tomar apuntes de lo que se ha hablado con un amigo tanto
como de lo que se oye en clase o más, es más eficaz, desde luego, desde
un punto de vista novelístico, que todas las conferencias o estudios cir¬
cunspectos sobre la novela sacados del análisis de libros. Interesa mu¬
cho más lo que le decía el abuelo de Eduardo a su padre: ■«Ahí hay duen¬
des» en el hueco del árbol y los llegaron a ver.
Proceso configurativo: «El taller del escritor». Los documentos que
deja el escritor no son de fiar porque, ya maleado por su oficio, tiende a
hacer del proceso configurativo personal una narración también nove¬
lesca donde escoge y transforma los episodios y las situaciones. «Tiene
tendencia», dice G. T. B., «a mentir, a mitificar su oficio.»
Es muy interesante el perenne grito de «¡créeme!» que nos lanzamos
con mayor o menor inteligencia, vehemencia y astucia unos humanos a
otros, el ser creído, leído de una determinada manera, literal a lo que se
dice encierra la esencia de nuestras vidas.
La palabra es constituyente, constituye una realidad que tiene valor
por sí misma y cuyo cotejo con otra realidad es innecesario: «Créeme
bajo palabra, claro por, mediante, en virtud de la palabra, ¿de qué otra
forma si no?». Cuando alguien dice una cosa con pasión e intención de
ser creído esa cosa automáticamente se convierte en verdad y puede ser¬
lo no en ese momento sino para siempre. El rostro de la perfecta san¬
tidad.
La intuición. Bergson. Lo poético es más intuitivo que lo elabora¬
do, intelectual o artístico, pero sobre todo es intuitivo, improvisación
acertada, el momento de meterlo. Y hay que atreverse. Yo, al llegar
aquel punto del marinero en Retahilas largué cuerda y dije: «Aquí». Por
eso hasta que no se pone físicamente a la configuración es como si
nada, en la prefiguración estos quiebros no se pueden predecir, se tra¬
ta del momento de la incisión, de saber cuándo hay que entrar, el mo¬
mento de engarce, de coyuntura, el embroque lo es todo en la vida.
Como en el amor. No puede uno ponerse en trance cuando no ha lle¬
gado el momento oportuno. El puro ponerse es lo de menos. La gran
sabiduría de una aventura amorosa en común reside en tantear, en es¬
tar siempre alerta, en estar al tanto por si acaso aparece el momento
oportuno, en saber renunciar a forzarlo si no se concita y configura por
sí mismo.
En las novelas bizantinas, el personaje no es nada: sólo está allí, el
argumento lo arrastra. Parece que tiene atributos pero son convencio-
293
nales, no esenciales. Conocer a un personaje de novela bizantina a tra¬
vés de lo que hace de su no reacción frente a lo argumental también se
puede y es novelesco. Su no ser es su ser, pero esto é un altro discorso.
Hay muchos más personajes de novela bizantina de lo que parece. Yo,
la verdad, no estoy con lo bizantino sino con la aventura interior, con
EQa y con Simone Weil.
Personajes definidos por lo que les pasa. Da igual Buffalo Bill que
DickTurpin, sólo se les reconoce exteriormente por sus vestidos. Son hi¬
jos de sus aventuras. Aladino está definido sólo por la posesión de la
lámpara. Cervantes inaugura el «padre de sus aventuras y de sus obras».
«Entiendo por conducta», dice muy lúcidamente G. T. B., «todo: el uso
de la palabra, el pensamiento, el proyecto, el sueño.»
Principio de coherencia. Cuando una cosa no va, se suele decir -Jubi
lo dice mucho- «pero eso es de otra película», claro, como meter a Ma-
dame Bovary en el Quijote, igual. El tema puede ser la incongruencia,
uno de los más grandes de la novelística, inaugurado por Cervantes, pero
al servicio incluso de ese tema hay que poner el principio de congruen¬
cia. Un mundo que le haga posible como personaje, no como hombre.
16 de octubre. El Ateneo
294
ble esa situación, de llevarte con ellos a esa escena para que al final, sin
tener que exhibir sus conclusiones, tú las compartas premiándoles la na¬
rración con una carcajada. Te sientes forzado a una opinión que no te
han dejado desahogo para tener. Los malos narradores avasallan. Se
nota el mal narrador oral en que le temes, escapas con los ojos a otra
parte, como al mal enamorado, no le imploras con los ojos encendidos
de curiosidad o de deseo: «más, por favor, más»; y esa curiosidad que
ellos querrían despertar se la mata la prisa por conseguir el aplauso,
porque la senda de la narración misma no la viven en sí ni la recorren
ni les intriga ni les importa, es un viaje que desprecian y un paisaje que
desconocen, van atropellando a toda mecha hacia un objetivo de adhe¬
sión a su opinión, que no tiene peso, a su persona, a su mero poseer sin
valorar: «Mira cuánto me he reído, mira qué rico soy, mira cuántos ami¬
gos tengo», resultados al peso.
La narración es evolución, proceso sosegado y diferido. Uno es lo
que narra y cómo lo narra. Por esas narraciones conquista y da calor y
acompaña, pero son improvisadas, lentas, surgen por entrega, un día se
le cuenta a uno, otro a otro, y el cuento va agarrando, ordenándose a lo
largo del tiempo, también para uno mismo, hecho de versiones orales
parciales. Yo no sabría casi nada de mis amigos si no le hubiera habla¬
do de ellos a otros en ocasiones propicias, sosegada y nunca delibera¬
damente, en flash back, y esas versiones pueden surgir en los tiempos
más dispares e inesperados, si anoche R. no hubiera estado en casa con
Marta yo no les hubiera hablado de Pilarín y Valverde. Reviví la escena
como nunca (de la llegada de Valverde a Salamanca), se la representé.
Dijo R. R que parecía una secuencia de cine.
La buena novela debe dar al lector la posibilidad de participar. Dice
Ortega: «El argumento de una novela se cuenta en muy pocas palabras
y entonces no nos interesa». La película que ha visto ayer tía Cándida:
«Iba la Shirley Temple chas chas tan contentita». Gusta que se cuente
con ruidos, levantándose, dando saltos atrás, «cuéntamelo bien», y el
oyente se arrellana, «desde buenas buenas». Mis cartas desde Coimbra,
yo sabía que a mamá le interesaba todo. Todo lo que contaba yo, por¬
que ya me conocía. El caso de Elena Fortún es muy típico. Consigue
hacer simpáticos e interesantes a aquellos niños de quienes nos va a ha¬
blar. Luego ya, como ha conseguido que los conozcamos, todo lo que
va a contarnos de ellos nos hace reír, le vemos el gesto a Cuchifritín, nos
emociona el crecimiento de Celia madrecita.
Dice Ortega que es el cazador de afición el que suele conocer mejor
una comarca. La afición a un asunto es importante, sí. Afición y profesio-
nalidad. Aquí puedo sacar todo mi rollo de Macanaz, de cómo vi París
desde el islote de Macanaz, desde mi pasión por seguirle la pista. Toda no¬
vela debe tener un nudo así, un viajero que llega a determinada cosa, y lo
que eso acarrea de adherencias adyacentes en la visión, también de lo que
295
no iba a buscar porque si estás despierto, lo estás para todo. Así también
mi viaje a Temel. Ir a algo. Para narrar se parte de un tema, de una llega¬
da, igual que para viajar se elige un centro, un hotel al que se vuelve por
las noches: centro. Sólo existe lo que ves sin buscarlo, sin designio previo.
Mondoñedo. Son absurdos los viajes a desintoxicarse, a «tocar la provin¬
cia», a buscar una aventura, hay que querer también lo árido de los viajes,
vivirlo, no sólo la pulpa. Lo árido lleva a la pulpa, las zarzas y jaras y arro¬
yos vadeados llevan a la pieza. Nada es paja, en la literatura buena pasa
igual. Cf. La Regenta, la procesión. En el amor, lo mismo, nada es paja en
el amor bien llevado y nada interesa tanto como el proceso.
Lo que todo el mundo querría y busca es ver las cosas como se las
cuentan el narrador o el enamorado. Estos relatos abren el apetito de vi¬
vir otros iguales. Por eso se dice que la literatura hace daño y que las
mujeres se pierden en novelerías. Sí, pero pocas lo saben soñar. Copian
lo externo de estos relatos. Don Nicanor.
El que tiene confianza en sí mismo no monopoliza la conversación
ni se pone delante de lo que dice. En la narración, igual. Debe haber
como pausas para que el lector mire el paisaje por una ventana, vaya en¬
trando, rumiando, metiéndose en ese cuenco con engaño y souplesse.
Falta de atención. Las personas quieren los resultados infusos de mi¬
rar, pero sin mirar, de atender pero sin atender, de querer al prójimo
pero sin recordar su cara ni su nombre, sin oírle ni molestarse por él, sin
interesarse por sus historias. Desarrollo de la observación.
Los chistes. Cada vez entiendo menos que la gente se vea impelida
a contar chistes desnudos para sustituir una conversación. Hay quien
llega a apuntarlos. Así sin proceso no son nada. En cambio esmaltados
pueden servir, yo los he llegado a despojar de balumba, a usarlos como
refranes, «se puede pero no se debe», primero los enuncio, luego los ex¬
plico. Los uso. Los adapto. El humor es lo que más tiene que ver con la
colaboración y deformación y procesos del lenguaje.
Hablar dos personas de una tercera que ambos conoyen (N. y yo
esta noche de don Alonso y de Pilarín) es lo más novelesco que hay,
sacar un perfil entre dos, perfil inédito que al otro le completa cosas.
N. y yo hacemos particularmente bien por la introducción adecuada
de personajes secundarios, algunos de los cuales también coinciden
con escenas mías. Lo tengo (aparece en algún sitio, como en juego de
baraja o cromo repe), es un placer parecido. Yo de ése sé cosas, ése
con éste, un placer pueril: «mamá, el pirulero». Intervenir, poder ha¬
blar. Es perfecto, maravilloso porque somos a vicenda lector y nove¬
lista cada uno.
Chisme. Psicología del chisme. En cuanto hay un coto cerrado,
sean las Naciones Unidas, sea la academia, surgen chismes. Y los chis¬
mes son deformación de las historias, las historias contadas con un de¬
signio heroico y protagonizador de hacerse apreciar y de desprestigiar
296
ante otro a la persona que el otro aprecia; es un placer inmediato por¬
que se ven los resultados, los avances en los ojos del otro. Es un placer
malsano que todos conocemos. Pero lo importante es la sorpresa de
ver que el otro también conoce aspectos parciales de la persona cuyo
perfil incompleto poseías (J. Benet con Martín Santos, caso clarísimo
de traición, yo también los he cometido). «¿Y tú, cómo lo conociste?»
Todo sigue remitiendo a los orígenes. Las dos personas que chismean
en ese momento se sienten aliadas y perfectas frente a la imperfección
de los demás, se vive una participación que no suele dar el tema inte¬
lectual.
Repetición de un tema, anécdota fijada para siempre. «Hombres de
poca fe, ¿por qué dudáis?», es como contar el cuento de Blancanieves
«espejito, espejito», el momento clave en que el protagonista dijo tal
cosa, al llegar allí es lo álgido, ya se sabe que se llega allí. El «ya me lo
sé» tiene su emoción ritual, de iniciados. Cuando en casa de Guilarte se
ponían la servilleta encima de la cabeza efectuaban un rito de partici¬
pación.
17 de octubre
Derrida: «Parler me fait peur parce que ne disant jamais assez, je dis tou-
jours trop».
Quién me iba a decir a mí en aquella primera visión siempre pre¬
sente en mi memoria -por Ginzo de Limia sería, yendo en coche a Pi-
ñor antes de la guerra seguramente, quién sabe- que de allí, de la súbi¬
ta e intempestiva sensación de perplejidad y pavor que me produjo la
idea de la casualidad de las letras uniéndose y formando palabras, iban
a salir todos los problemas de mi destino.
Profundizar en los problemas que la lectura y la literatura me pro¬
ducían en la infancia. Recordarlos y sacarles morosamente toda la pun¬
ta posible.
La importancia de saber si el que cuenta es testigo: «¿Estabas tú
allí?», «¿lo conocías?». Son preguntas que encienden la atención, que
dan, caso de ser contestadas afirmativamente, un mayor índice de credi¬
bilidad. El oyente quiere saber datos de ti como narrador, desde dónde
le cuentas las cosas, interrumpe con preguntas, sobre todo si es un niño.
El buen narrador deja cubiertas todas estas lagunas dando, por respeto
al oyente, noticia de su postura con relación a las cosas que narra tanto
como de las cosas mismas. «Eso no lo vi yo, me lo dijo Fulano, el cual a
su vez me conocía de tal o de cual...» y ahí vienen las derivaciones. Ha¬
blar de cuándo y cómo se había oído hablar de un personaje antes de
conocerlo, es expediente de inmensa riqueza literaria.
297
Lo más importante del artificio del autor-transcriptor está en que in¬
troduce una curiosidad en el lector por la génesis del relato mismo. Si
yo cuento, por ejemplo, cómo me encontré con Macanaz, estaré escri¬
biendo una novela de la novela. Y eso he visto que interesa tanto como
la vida del mismo Macanaz. Los periodistas en su afán de hacer en¬
cuestas sobre la génesis de los relatos, aunque las hagan mal, están dan¬
do pasto a la curiosidad de muchas gentes que se sienten fascinadas por
ese proceso, cuando lo piensan y se plantean su dificultad, les parece un
camino mágico: «¿Tú cómo haces para escribir?». O sea que, en el fon¬
do, ese recurso de cómo se ha ido uno encontrando a los personajes y
enhebrando y oyendo sus historias da tanta cara, entidad y presencia a
la narración como se la habrían dado sus aventuras reales. (Cf. mi teo¬
ría: «mirar apasionadamente es protagonizar».)
Hipocresía. El autor se oculta, se tanga, porque da vergüenza contar
lo propio. De lo que te há pasado de verdad sacas material de elabora¬
ción, ambivalencia, destilas, ya sabes un mismo elemento lo que ha sido
de verdad para ti y en lo que se convierte cuando pasas a contarlo a un
amigo.
Informar es la misión del narrador. Sólo se cuenta lo que se sabe
bien. Si se sabe bien, se cuenta bien. «De eso no me acuerdo», «Te digo
lo que sé» o «En fin, eso fue, por lo menos lo que me dijo» son recursos
válidos y estas dudas y puntualizaciones no quitan fuerza, sino al revés,
a la narración.
Omnisciencia del narrador. Deficiencia del narrador. «Sombras y
agujeros impuestos por la natural limitación del narrador.» Ahí está la
riqueza de los buenos relatos.
«La part du lecteur, ou ce qui deviendra, une fois Eoeuvre faite, pou-
voir ou possibilité de lire, est déjá présente, sous des formes changean-
tes, dans la genése de Eoeuvre» (Blanchot).
«No sé hablar si no veo unos ojos que me miran y no siento tras
ellos un espíritu que me atiende» (Unamuno, De esto y aquello).
«Cuando comenzamos una novela, avanzamos lentamente con va¬
cilaciones, inseguridades y vueltas atrás. Luego, ya dentro de ella, progre¬
samos a gran velocidad, vertiginosamente. Sólo al final hay un aminora-
miento de la marcha, se presiente la despedida, una demora implicando
un deseo de intensificación del goce.»
20 de octubre
298
la esperanza (abrigando la esperanza, cf. Ortega) de que saldría de la
confusión mi proyecto al tratarlo de ordenar y hacer palabra de ellos.
Pero ahora, esta tarde de domingo en casa, después de una fiesta de
nubes malva en la ventana, me he puesto a mirar en el diccionario,
como buscando otro tipo de apoyo textual, diferente del que pueda
aportarme un interlocutor paciente o un libro, buscaba en el mero
muestrario de expresiones ya ordenadas por una cabeza geométrica,
busqué en la langue, como a tientas, y ella vino en mi auxilio al ofre¬
cerme, dentro de la voz «cuento», la frase hecha con que me he deter¬
minado a titular este texto: «El cuento de nunca acabar». De hecho con
mucha frecuencia, cuando he querido contar con pausa y cuidado una
historia de la que sospechaba que podría tener muchas ramificaciones,
he avisado a la persona que me estaba escuchando, aun en el caso de
que hubiera sido ella misma la que me solicitara aquella historia e in¬
cluso pudiera leer en su rostro una expectativa que denotaba interés:
«Mira, si te lo cuento bien vamos a tardar mucho», que era como de¬
cirle a esa persona «va a ser el cuento de nunca acabar» porque yo
conozco mi pasión por las narraciones bien hechas, tanto por las que
escucho como por las que elaboro, y soy consciente de que uno de los
primeros síntomas de esa magia del contar es el de la pérdida del sen¬
tido del tiempo: es como instalarse en un círculo que te aleja de las ori¬
llas de lo real y ya dejas de enterarte de si estás comiendo o paseando
o de si te esperan para una cita; así que, consciente de que luego, si me
metía al menester de contar aquello, ya no me iba a ser posible cortar
para hacer ese aviso, lo hacía previamente: «mira que va a ser el cuen¬
to de nunca acabar, no sea que no quieras embarcarte en este viaje, tú
verás si tienes tiempo», a la manera en que un enfermo, antes de entrar
en el quirófano hiciera a sus amigos ciertas recomendaciones y encar¬
gos, que una vez anestesiado olvidaría y dejarían de tener relieve para
él. Y solía añadir: «Porque es un cuento que no quiero descabellarlo,
no me hagas contarte esto de cualquier manera» y o bien se dejaba
para otro día, si el amigo no tenía tiempo, o bien si lo tenía y había lo¬
grado encenderse su interés -cosa frecuente porque soy bastante afor¬
tunada con respecto al manejo del suspense y de ciertos trucos narra¬
tivos empleados de forma espontánea e intuitiva, la elaboración de los
cuales precisamente se trataría, entre otras cosas, de analizar aquí- ve¬
nía a animarme él mismo en la decisión de olvidar mis posibles apre¬
suramientos, y, hechas las preparaciones pertinentes, café, tabaco, lla¬
madas previas por teléfono, lo que fuera, dábamos comienzo a la
narración, de la misma manera que se adorna la estancia donde hace
falta una luz especial para propiciar un posible encuentro amoroso,
conscientes del progresivo internamiento en ese recinto cuya naturale¬
za tanto me preocupa.
Y más tarde o más temprano el cuento tenía que acabar, pero era ge-
299
neralmente debido a interrupciones arguméntales exteriores, porque
cualquier cuento bien contado puede llegar a convertirse, si no mediara
el sueño, la sed, la fatiga, en un perenne e inacabable estado placentero,
actividad fluyente, discurrir, hasta la hora de la muerte, única hora de la
verdad capaz de quebrar las posibilidades del relato, de rematar y darle
la puntilla, en suma, a este cuento de nunca acabar que hemos venido
al mundo a contarle a nuestros amigos.
Porque contar es el único y primigenio afán compartido por todos
los humanos, se lo confiesen o no, lo satisfagan o no, como puede ates¬
tiguar con miles de ejemplos personales todo el que mira las catástrofes
que en torno su carencia acarrea.
Y el cuento es -dentro de las imperfecciones a que se ve sometido el
ser humano- por esencia siempre fragmentario, simple vestigio de un
mineral del que soñamos raudales de abundancia en algún otro reino
que andamos siempre buscando a tientas, tanto cuando decimos que
queremos irnos de esta ciudad a otra como cuando decidimos echarnos
un amante o adulterar esa carga de logos riñendo a la gente que nos ro¬
dea, escupiéndole a la cara a gritos en vez de palabras, veneno y cegue¬
ra en vez de luz, cuando nos exasperamos por la pérdida de algo que
podemos llegar al grado de no añorar ya tan siquiera, el cuento es a ve¬
ces una prueba de lo que podría ser vivir así en un paraíso de charlata¬
nes, sin final, en una grata república donde sólo cupiera el conversar. Es
una orientación para seguir andando, una parada de refresco. (Cf. lo
que tengo escrito sobre los cuentos de Aldecoa.)
Y esto del acabar (los cuentos de Aldecoa eran todos inacabados,
«parte de una historia», reflexionar sobre este título) me remite lo pri¬
mero a la ordenación. El primer gran cuento, el de la creación, fue de
acotar un material de tiempo, parcelarlo, dividirlo en semanas: «... y al
séptimo día descansó». Precisamente estoy escribiendo esto hoy que es
domingo, que empieza, pues, una semana nueva, una cualquiera de mi
vida, pero el caso es que la he elegido para empezar mi cuqnto de nun¬
ca acabar, porque puedo, porque el azar lo ha dispuesto así y sobre todo
-razón determinante y poderosa- porque no me he muerto todavía, y
Aldecoa sí y Martín Santos y Chicho ya no canta y «otros son tierra
y cal, yo soy pino, la mañana y la música». Pues bien, el acabar o no una
cosa tiene que ver con acotar un espacio, y remite, antes que nada, a un
hecho simétrico: el de empezarla.
Y empezarla, sacarla del magma, de la oscuridad, del no ser, romper
esa mampara o costra de inercia cada día más fuerte que nos desalienta
de tirar del hilo de asunto ninguno, dormir en el olvido de los eternos
muertos sonrientes y mudos, echarnos a su fosa, ese primer e inexcusa¬
ble movimiento inicial para poner un principio, para levantarse a poner¬
lo, eso es lo más duro de pelar. No que el cuento tenga o no final, lleve
o no lleve a ninguna parte, que a la postre, como espero demostrar a lo
300
largo de estas reflexiones -o lo que vayan a ser- no tiene tanta impor¬
tancia tampoco, sino ponerse en marcha, salir a la luz desde las tinieblas
de la caverna donde se hacina el verbo sin orden ni concierto, salir del
caos: empezar, en suma. Aun cuando esté uno lleno de ideas que le bu¬
llen, se las condena a ese estéril y apremiante abejeo, hay un rechazo a
ordenar los cajones de ese cuarto alborotado. «La derniére chose qu’on
trouve en faisant un ouvrage est de savoir celle qu’il faut mettre la pre¬
mieres decía Pascal, que sabía mucho, creo, de atolladeros del alma. No,
nunca lo sabemos. Pero hay que empezar por cualquier lado.
* * *
El habla prostituida
301
cía él debe ser más la de clarificarle lo que se dice y hacérselo accesible
que la de acercarse a él en el sentido de cuerpo con cuerpo, carne con
carne, «préstame aquiescencia al precio que sea»; más que acercarse el
narrador y el oyente uno a otro deben acercarse juntos a colaborar en
el entendimiento de aquello que la narración designa, entregarse juntos
a ese material de labor que a su consideración se ha ofrecido.
Las personas quieren, sobre todo, que les agradezcamos con alguna
muestra de afecto o de adhesión su conversación. En esto Valle-Inclán
era de un desinterés perfecto. No he visto a nadie más aficionado a la
conversación pura. Buscaba simplemente contraste, que le dieran pie.
Abominaba de la adhesión, le parecía un estrangulamiento del discurso.
No hay que pretender nada definitivo. Son tramos. Echa tu pan a las
aguas que después de mucho tiempo lo hallarás. Generosidad. No hay
que tratar de hacer rentable la conversación. Es gratuita, como la buena
literatura. Luego, a través de ella, se recibe o no un pago, pero no se
debe sustituir por esa pretensión la de buscar bien, la de entregarse al
tono adecuado que la narración requiere.
302
Colgar letreros al narrador
Déjame en paz
Narraciones diferidas
Cuentos de mentira
303
(El cuarto de atrás: las lecturas de El Quijote. Sancho y Don Quijo¬
te hablando ellos ya no me dejaban entrar a mí, pero era por culpa de
doña Ángeles que me los mitificaba, me los volvía de piedra. Posterior¬
mente, en el campo de San Francisco empecé a participar de su conver¬
sación, tomé notas.)
La narración es lúdica, pero no por eso deja de ser seria. Se puede du¬
dar de ella, romperla, escindirla, no guardarle respeto, sacar la cabeza
fuera de ella para ponerla en tela de juicio. No es un informe fiscal (pre¬
sididos muchas veces por la inmoralidad y la mala fe). Juegos de pa¬
labras.
Una de las funciones de contar es creerse uno las cosas, fijarlas. Otra
es fingir (amor y logos, citas de Lope de Vega, de B. Constant, Adolphe).
304
futuro en que vivimos los adultos, comprendí que habitando la narra¬
ción sin miedo ni proyectos ni prisa, no sólo se enriquecía la narración,
y a través de ella se saneaba mi relación con laTorci, sino que me enri¬
quecía también yo, que me volvía más paciente y atenta; más serena,
también a la hora de atender a mis otras labores. Aprendí así a hacer
mejor lo doméstico por real desatención a ello, por vía de logos, de una
forma narrativa, y vi que hacer la comida era, en el fondo, jugar a las
cocinitas y que hablar por teléfono con mi suegro era como contarle
cuentos a la Torcí e ir a pagar un recibo podía convertirse en un paseo,
que a todas las cosas quitándoles formalidad y obligatoriedad las po¬
días convertir en un placer, sin dejar, por eso, de seguirlas haciendo.
Que era cuestión de darles otra versión. De contármelas de otra mane¬
ra, mi vida no era la de la madre abnegada y sacrificada cuya imagen
podían ver los que se entregaban a patrones de actualidad, de sexo y li¬
beración, mi vida era la de una persona que experimenta con las pala¬
bras y con los guisos, que está en lo que celebra, no en la imagen que
compone al celebrarlo.
305
Personajes VULGARES Y EXTRAORDINARIOS. Se puede hacer
una narración buena de un personaje vulgar, pero sólo «entusiasmará»
la del ser extraordinario, que ha amasado su destino al margen de la ca¬
sualidad, luchando contra la inercia de los avatares que tienden a arras¬
trarlo. La fuerza del personaje vulgar es una fuerza de medro, de adap¬
tación a lo que otros han conquistado para él, no enseña nada su
biografía. «La acción del héroe, en cambio, es un continuo quebrar las
cristalizaciones del momento, es el campeón no de las cosas hechas
sino de las cosas por hacer.»
306
quitan y ponen detalles que a la otra estorbaban o faltaron, el final siem¬
pre es el mismo, pero, mientras dura, comoquiera que el afán de hacer¬
la verosímil sea mayor, nos esmeramos más en su credibilidad. En cada
amor están las experiencias viejas recogidas y presentes, todo presente
y aguijoneando el deseo de revivirlo, de contarlo para el nuevo rostro
que espeja el tuyo.
AMOR: intercambio de historias. Aman mal las personas que ol¬
vidan, que reniegan del río de historias anteriores en vez de darles al¬
bergue y desembocadura en esta historia nueva que pasan a engro¬
sar, la misma, la de siempre, el cuento -mejor contado- de nunca
acabar.
El deseo de LLAMAR LA ATENCIÓN hacia uno mismo es el mayor
secreto de la incomunicación. Esto se ve también en la incapacidad de
contarse uno a sí mismo esas bellas historias que le parecen tan fasci¬
nantes en los otros, no saber protagonizar nada precisamente a causa de
ese exagerado afán de protagonismo, la historia queda prendida con al¬
fileres, sin incorporarse de verdad al sujeto que lo único que pretende es
llamar la atención con ella, embellecerse, arropar su desnudez.
Fondo y forma
307
ponía los vectores de la guerra tal como viene a ser estudiada por noso¬
tros. El hecho aislado y sus consecuencias. (Cf. la tradición amañada.
Unamuno y su interpretación por la izquierda y por la derecha frente al
hombre -hoy retratado- que se tumbaba a leer y a tener miedo de que
su memoria se apagara un día. Algo del terror que tiene Ferlosio a ser
interpretado por unos o por otros aunque no logra escabullirse de ello.
Nuevamente los letreros. «Yo cuanto hice en la vida lo hice por amor de
la noche y el día, que otra cosa no había».)
Narración de recuerdos
308
me volvía a unir a ellos al verlos. La gente suele conservar, embalsamar.
Las historias de F. con sus amigos son embalsamadas. Aburren a
quien no es él. Yo de pequeña sentía horror por las visitas, por las amis¬
tades de balneario, por los chistes. Veníamos a Madrid y era una obli¬
gación visitar siempre a las mismas personas. La férula del «hay que...».
Hay que conservar los amigos, hay que ser sociable. Y no se trata de eso.
Se trata de hablar de algo siempre, de convertir a quien sea en un inter¬
locutor. Se trata de contenidos y ellos mismos crían las formas de rela¬
ción, dar rostro a la gente.
Re-anudar no es decir ¿te acuerdas?, sino pedir a ese rostro al que
se acude que cobre vida nueva. Las relaciones, como las creencias, se an¬
quilosan porque no se renuevan; ahí está el error. Las circunstancias vie¬
jas claro que no pueden repetirse, pero las nuevas pueden y deben siem¬
pre promoverse. Decir «no vuelvo a ver a Fulano porque me hizo tal
o cual» es tan erróneo como decir «lo sigo viendo porque ha sido muy
amable siempre conmigo y se porta muy bien, aunque el pobre es tan
pesado». En el primer caso como en el segundo de lo que se trataría es
de vivificar la relación, de sanearla.
Papeles
23 de enero de 1976
309
Le parecía imposible que alguien pudiera dejar de entender a qué se
estaba refiriendo, miraba con avidez e impaciencia a los ojos de aquel
chico joven de alpargatas, con las orejas enrojecidas por los sabañones,
que tras una vacilación se desplazaba con desgana hacia el interior del
recinto, oscuro y alargado, mientras ella, junto a la puerta y sin dejar de
espiar el escaparate, esperaba en ascuas su veredicto. Desde allí la podía
contemplar mejor e incluso de haber tenido el arrojo suficiente, hubiera
podido meter el brazo por la ranura abierta del cristal para tocar las pie¬
zas primorosas. Tenían los platitos y la salsera un dibujo de niños mon¬
tando en bicicleta y también la sopera, que era panzuda igual que las de
casa de la abuela; seis platos grandes y seis de postre, ¿se habría roto al¬
guno desde ayer? Los volvía a contar, miraba a ver si estaban desporti¬
llados por los bordes, apresurada revisión llevada a cabo mientras el
chico llegaba al mostrador a preguntar, con una mezcla de miedo y es¬
peranza ante la idea de que se hubiera descabalado aquel conjunto que
salía siempre indemne del examen exhibiendo su deslumbradora inte¬
gridad sin tacha.
-Doña Fuencisla, que preguntan por la vajillita del escaparate.
-¿La de siete cincuenta? -pronunciaba implacable desde el fondo la
voz recia y sin matices de la dueña, voz de juez, de verdugo, inasequible
a la súplica.
-Sí, señora.
-Pues nada, envuélvesela. El papel lo tienes ahí.
El corazón le latía más deprisa y se atrevía a avanzar unos pasos ha¬
cia aquella figura borrosa de señora, que otras veces había atisbado des¬
de la calle asomando por detrás del dependiente, cuyas manos planea¬
ban indecisas por encima de los objetos de la vitrina, aglomerados,
confusos, plateados, de barro, de celuloide y goma, de trapo, de cartón,
señalándole airada y dominante aquello que tenía que coger, instándo¬
le a movimientos más expertos y eficaces.
310
en el andén pero le daba igual, había quedado más que sobreentendido
que lo de la enfermedad de la madre era un pretexto, pero que se subie¬
ra al tren de una vez y que se largara ya a Benavente a cuidar a su madre
o a retozar con los mozos o a reventar, a Gloria qué más le daba, y por
una súbita asociación de ideas, el nombre de aquel pueblo resucitó la es¬
cena de por la mañana que poco antes se diluía con el fluir de los ochos
luminosos, y reconstruyó las palabras con que ella misma le había pues¬
to remate. «Pareces un marido de comedia de Benavente», le dijo a Die¬
go desde la cama cuando, tras sorprenderle hurgando en los papeles de
su cajoncito, las miradas de ambos se habían encontrado en incómoda
y tensa expectativa. Fue una frase formulada con el suficiente desgarro y
dominio como para que se sintiera satisfecha de haberla pronunciado,
pero tenía que confesarse ahora que le amargaba haber estrangulado de
modo irreparable, al decirla, las palabras que sin duda estaba a punto
de dirigirle y que fueron sustituidas por aquel abatir de párpados que
precedió a su desaparición silenciosa. Y sintió como un capricho tardío
el deseo por aquellas palabras perdidas, las echó de menos dolorosa¬
mente, con la vehemencia que presidía todos sus remordimientos porque
ahora comprendía que malas o buenas, habrían tenido un suero balsá¬
mico al menos terapéutico, de alcohol puro sobre una herida que está ce¬
rrando en falso, de revulsivo para aquellas lánguidas relaciones suyas
con Diego que se deslizaban ya sin rebozo por la pendiente del conven¬
cionalismo.
Pura seguía mirándola sin moverse, detallaba con descaro su cuerpo
semidesnudo. No había la menor mezcla de asombro ni de servilismo
en su actitud, simplemente daba la impresión de estar a la espera, asis¬
tiendo al proceso de aquellos pensamientos que parecía penetrar y cuyo
final aguardaba.
Gloria se incorporó con gesto airado y ligeramente inseguro mien¬
tras lamentaba no haber sido más rápida en su reacción.
-¿Pero se puede saber qué hace usted ahí?
-Nada -dijo ella-. Estaba esperando.
-¿Esperando a qué?
-A ver si me daba usted permiso para pasar.
Desarmaba siempre el tono de su voz limpia y segura. «Una voz in¬
sobornable», había dicho en cierta ocasión Diego con clara admiración,
frase que dio pie a una de aquellas tediosas disputas primeras donde ya
se insinuaban los vicios conyugales que ellos mismos tanto alardeaban
de abominar. Gloria notó que se estaba poniendo nerviosa.
-No sé cuándo ha necesitado usted permiso para colarse en las ha¬
bitaciones. Podía haber preguntado por lo menos «¿se puede?».
-Como estaba la puerta abierta. Además creí que había salido usted.
Nunca sabe una en qué cama hay gente y en qué cama no.
311
18 de marzo de 1977
12 de mayo
Entrevista imaginaria
Tal vez era esta misma la postura, los ojos abiertos de la misma mane¬
ra, el brazo bajo la almohada y aquella lava de insomnio poblada de fu¬
turo. Carmen de Icaza me había suministrado los modelos. Soñaba con
mujeres independientes, maduras, en un cuarto, con recuerdos de amor.
Levantarse de noche, salir a la calle. Pasearse sin rumbo en una ciudad
con teléfonos, con luces, donde los hombres te miran y no te miran, con
taconeo audaz y mirada recoleta. Si hubiera podido verme entonces en
este cuarto, leer mis carpetas de cartas, descubrir en cada objeto de los
que me rodean el hilo de una historia, tal vez soñada, sin saberlo, sí, con
una imagen parecida a la que debo componer en este mismo instante.
Aunque componer una imagen es componerla para alguien, para que
alguien te recuerde y te piense, si no se deshilvana y queda sólo el ma¬
lestar oscuro. Cómo iba a entender yo entonces lo que suponía este ma¬
lestar, idealizaba el malestar de aquellas heroínas heridas, solitarias,
pensaba en sus labios amargos, en sus ropas desceñidas. Sólo puedo re¬
querir albergue para que mi imagen actual se recomponga en mis ojos
adolescentes abiertos a la noche en el cuarto azul provinciano, elevo
una instancia de hospitalidad a aquel corazón joven e impaciente, vo¬
razmente quemado en ansias de crecer, de liberarse. Y de pronto me
asombra reparar en que es el mismo, en que está en el mismo sitio,
me palpo el pecho, ahí dentro está latiendo todavía, la viscera con sus
aortas, sus ventrículos, descrita en libros de bachillerato, la mía, que un
día dejará de latir pero todavía no, no ha parado en carrera incesante
desde entonces, la misma, tictac, tictac, qué poco pienso en ella, cómo
la desconozco.
Tener un teléfono cerca de la mesilla de noche, marcar un número,
bajar a tomar un café. Pero entonces sólo me cabía soñarlo, estaba en¬
cerrada, la ciudad dormía y sonaba tan sólo, a través del balcón abier¬
to, el surtidor de la fuente, lo oía caer con mi oído tan alerta de enton¬
ces, tan fino, era tiempo de exámenes, primavera.
(Han llamado a la puerta.)
Mi libertad ha existido cuando he dado libertad, cuando he enseña¬
do libertad. Ahora me vuelven las espaldas aquellos a quienes querría
hacerles amar el momento presente, no saben compartirlo conmigo
-sea ese momento de dolor o de placer-, me temen, se alejan en su im-
312
penetrabilidad. Y sin mí envejecen, no existen para mí, no me dan lugar
a que me sienta libre a través de ellos. No me dejan inventar relaciones.
Tiendo la mano (¿me llevas?) y no me la coge nadie.
Olvido
9 de mayo de 1978
313
Yo no había escuchado nada, ni pensaba atraérmela ni disimular ni
nada. Estaba, simplemente, pensando en mi madre.
Volví a leer el texto. El tren corría.
-¿En qué piensas?
-En que a veces escribo cosas inteligentes. Me anima pensar que al¬
guna vez he sido inteligente. Lo malo es que no sé cuándo. Son flash.
No pongo la fecha.
-¿Eres escritor? -me dijo ella. Pasábamos por una llanura plagada
de flores malva.
-No sé -dije.
El cuaderno era negro, con tapas duras. La tinta corría bien por él,
pero aquella chica enfrente de mí, intrigada, me estorbaba.
Escribí, debajo del texto que acababa de leer, «Flores malva».
-Qué bien anoche, ¿verdad? -dijo ella.
-¿Anoche? Ah, sí...
-Pero eres raro. Haber dejado el coche allí.
-Da igual.
Siguió hablando. Yo no la oía.
-Dirás que qué rara soy.
-Lo decías tú más bien de mí.
-Dirás que cuánto me contradigo.
-¿Que te contradices?
-Sí, anoche te decía que todo me daba igual, que lo bueno era vivir el
momento y ahora, ya ves, que por qué has dejado el coche allí y esas cosas.
Llevaba unas ropas anchas, algo así como un caftán verde, creo. Era
un tren raro, como de mercancías, estábamos solos, iba muy despacio.
-¿Me quieres, tal vez, decir algo complicado? -pregunté.
-¿Por qué?
-No sé, es que te conozco poco, y cada vez tardo más en entender
las cosas. Prefiero que si tienes que decirme algo, me lo digas claro, es¬
toy muy cansado yo.
Seguía pensando en las flores malva, pero, al mismo tiempo, tratan¬
do de ser amable con ella. Pensaba en mi madre, en cuando lloraba por
ser mujer. Tenía lilas en su cuarto. Era primavera y siempre llenaba de li¬
las los jarrones. Juré no hacer nunca daño a una mujer.
El rostro de la chica se acercó al mío. Por la ventanilla estallaba el
enigma de las flores malva.
-Te deseo -dijo.
-¿Quieres que lo hagamos ahora? -pregunté.
Corrió las cortinillas, se quitó la blusa.
-Sí. -Y al cabo de un rato me decía-: No hay nadie como tú, pero
eres tan raro.
314
(Piensa como en sueños que va en aquel tren para viajar a algún si¬
tio concreto. Puede aparecer luego en su grupo habitual madrileño con
esa chica y es cuando se habla del erotismo. Y, de fondo, la búsqueda de
aquellas confidencias veladas de la madre.)
(Pesquisa: visita a la criada vieja de los abuelos que vive sola, deli¬
rante. «Inés tenía los pies muy bonitos», le dice. A esta criada la madre
nunca la tragó ni la criada a ella. Segunda parte en el pueblo, en busca
de Inés Iriarte. Que está enferma y acaba por morir.)
315
Madrid, 15 de mayo de 1978
Pesquisa personal
Hacía tres años que no ponía los pies en aquella casa, y los primeros
días fue horrible. Habilité, de cualquier manera, el cuartito de abajo,
que daba al jardín y donde, a mi llegada, se amontonaban los trastos
más diversos, ficheros de mi padre, baúles de ropa, muebles desarma¬
dos, herrajes, cajones rebosantes de clavos, enchufes, escarpias, bombi¬
llas y alicates, alfombras enrolladas contra la pared, cuadros de firma,
candelabros, jarrones y me negué a subir a los pisos de arriba; el único
residuo de algo parecido a la voluntad que era capaz de descubrir en mí
se concentraba tenazmente en esa resistencia: lo primero que hice, con
gestos torpes y urgentes, hiriéndome, de paso, la palma de la mano
con un formón, fue poner un candado en la puerta que comunicaba con
la escalera, mientras el negro aquel me miraba en silencio con unos ojos
húmedos donde se leía el desconcierto.
-Es que iban a hacer una reforma -me dijo, como si se disculpara.
-Ya. ¿Cuándo no?
Decliné sus ofrecimientos de despejarme y dejarme totalmente limpia
la estancia y sólo consentí que me ayudara a desplazar los objetos que es¬
torbaban para armar en el centro la gran cama de hierro de la abuela Inés
rematada por cuatro bolas doradas, y con el angelito desnudo enmarca¬
do en un círculo en medio de la cabecera. Me di cuenta de que no sólo
era mucho más hábil que yo, lo cual no significa decir mucho, sino fran¬
camente hábil, pero, sobre todo, exacto y tranquilo en el desempeño de
su cometido, no hacía mido alguno al trasladar los objetos, manejaba
con destreza y parsimonia los destornilladores, era musculoso y ligero y
conseguía no imprimir a uno solo de sus ademanes ese afanoso y com¬
pulsivo clima de nerviosismo que yo siempre había odiado y que presi¬
día, como una amenazadora nube de tormenta, todas las mudanzas y
traslados a los que desde mi más tierna infancia recuerdo entregada in¬
saciablemente a mi madre; se lo propagaba a todos, sus ayudantes, a mí
mismo, parecía simplemente atender a la eficacia de cada uno de sus ges¬
tos sin preocuparse de su finalidad, y así, poco a poco, vine a sentirme
arropado por aquella presencia extraña que, en un primer momento,
me había producido rechazo e irritación y a la que empezaba a acos¬
tumbrarme. Me senté sobre el colchón y me puse a liar un pitillo de ma¬
rihuana. Él se había quedado de pie junto a la puerta del jardín.
-Le sangra la mano -me dijo-, ¿quiere que vaya a por un poco de
alcohol?
Me encogí de hombros.
-Bueno.
316
(Cuentos de hadas. Las nuevas experiencias suponen un reto tan di¬
fícil y es tan escasa la capacidad de resolver solo el camino hacia la in¬
dependencia, que el niño necesita la ayuda de la fantasía, para no caer
en la desesperación.)
(Viajes de los padres.) Iba con ellos o me dejaban con la abuela. Ella
me contaba cuentos. ¿Por qué no me dijeron hasta más tarde que se ha¬
bía muerto la abuela?
Que venga la abuela a la cama ya que no viene nadie. Oh, sí, por lo
menos la abuela. Que resurja del jardín huertecillo entre musgos donde
duerme, donde la descendieron a su pesar. Volved señora abuela, volved
a instalaros con vuestro chal azul en este mundo naranja. Y como ella ya
no habla, sólo es un amasijo frío contra mi cuerpo insomne, un bulto
de pavesas, yo he de contarle un cuento donde los dos padres mueren
al mismo tiempo, dejan al niño huérfano frente a la recuperación impo¬
sible y urgente de todos los enigmas. Todos los caminos esperan al hé¬
roe que por fin se ha quedado en el umbral del crecimiento y le instan
a recorrerlos sin talismanes.
317
Si mi madre hubiera sabido cómo empezó mi vicio, cómo la miraba
desde aquel día cuando volvía a casa, cuando esa mirada nueva -sin sa¬
ber ella por qué- la hacía desviar los ojos, la raya de sombra que había
empezado a marcarse entre los dos.
El mal y el bien tan separados en los cuentos infantiles se podían
mezclar, arrebujar y luego salir a la superficie de las aguas con estos
ojos desafiantes y ambiguos desde cuya seguridad, por primera vez, era
capaz de poner en fuga los suyos. No hacía falta más talismán que el de
la transgresión. Pero, de todas maneras, la aventura, aunque inconfesa¬
da, había sido para ofrecérsela a ella, para tentarla a ella y hacerla vaci¬
lar, para tenderle este trofeo de sangre y lodo que no veía, hijo de la fu¬
ria que ella había venido encendiendo en mí.
A partir de entonces disgregado, espectador de historias en las que
nunca me podré implicar.
En mis sueños había siempre una estancia, la estancia que te han
prohibido abrir, y al despertar trataba de recordarla, pero se desvanecía.
He estado en -«aquel sitio». Podía ser también una gruta o un jardín, y
en él estaba -porque vivía allí- el personaje clave del misterio y yo ha¬
bía ido a verle y a hablarle -a verla y hablarla, porque era una mujer-,
pero la conversación, existente o no, era la que se había barrido con el
despertar y en medio de los otros argumentos recordables (de pérdida,
de búsqueda, de fiesta) yo sabía que había estado en aquel sitio, y esos
días deambulaba como ebrio, como extraviado, pero alterado también
por una especie de éxtasis y esperanza de que aquello se repetiría y
apresaría sus contornos alguna vez. Cuando tardaba en volver aquel
sueño, empezaba a adaptarme a otros proyectos, pero era como si me
hubiera marchitado.
Lo que yo pudiera añadir a la historia, al margen de ella, era un con¬
suelo precario y pálido, una mera nota erudita a pie de página, pero la
quería poner, vivía sólo para ponerla.
A veces buscaba el cuarto. «¿Hay algún cuarto que yo no conozco?»,
le preguntaba a la abuela, lo buscaba por aquel caserón gallego, adorme¬
cido por el rumor de la lluvia, que se mojen, que se empapen todos, amaba
la lluvia, era mi venganza, la lluvia los ponía en aprietos, me aislaba, me
hacía rey. Yo aquí guarecido, conspirando contra ellos, contra su baldía
actividad.
¿Dónde han ido aquellos esfuerzos por ser uno mismo el que manda¬
ra, el que rigiera, el que tuviera las llaves o el control de lo que sucedía?
¿Dónde aquella terquedad que era aún ley de existencia, de permanen¬
cia, índice de su mero estar, ya que no lógica ni estricto deseo alguno de
mejoría para los demás?
318
El que quiere vivir numéricamente (ir a ver a Carrillo, hacer orgías en
un hotel, etc.) es porque no sabe ser espectador apasionado de las aven¬
turas de un héroe literario, anexionarlas, vivirlas por simple delegación,
soñar, inventar.
319
En la entraña del erotismo, bajo cualquiera de sus formas (el de los
cuerpos, el de los corazones y el erotismo sagrado) lo que está en cues¬
tión es sustituir el aislamiento del ser, su discontinuidad, por un senti¬
miento de continuidad profunda (aunque falaz).
(Yo dije, en alguno de mis apuntes atrasados -creo que fechados en
Tánger-, que había un afán imposible de sustituir la caducidad del mo¬
mento intenso por el siempre, aun a sabiendas dentro de la aguda vis¬
lumbre proporcionada por ese éxtasis de que era afán imposible.)
18 de septiembre de 1979
26 de abril de 1980
320
el intento de darme algo de calor y me acordaba de la abuela, de todas
las historias que se fue sin contarme. A los padres de mamá no los co¬
nocía apenas, vivían en Bruselas, una vez fuimos a verlos siendo yo niño
y recuerdo aquel lujo frío de la casa con parque, todos eran gente liga¬
da al mundo diplomático, mi padre también.
Pero papá en sus cartas me hablaba de las mías, me decía que yo es¬
cribía muy bien, que le recordaba a Camus, te estás volviendo como L’é-
tranger, mi literatura ya sabes que es otra, la Sonata de otoño, La Regen¬
ta y 0 primo Basillio, a papá le apasionaban las novelas de erotismo
antiguo, y él mismo había querido ser escritor, tal vez lo era a escondi¬
das. Le gustaba mucho -decía- recibir mis cartas, pero lo decía como
desde lejos, aunque sonaba muy a verdad, como si estuviera hecho a la
idea de que dejaría de escribirles y no se atreviera a pedirme nada, su
discreción la consideraba a veces excesiva. Pero tus padres qué pasa, te
mandan dinero y no te piden más cuentas, lo tuyo es increíble. Y yo
siempre que sí, procuraba no sacar el tema, a veces puntualizaba que el
dinero era mío, que lo había heredado de mi abuela y otras metía men¬
tiras, total era gente con la que me iba relacionando a salto de mata, por
casualidad, pero éstos precisamente son los que más preguntan.
Mi padre había empezado a relajarse cuando pasó el tiempo sufi¬
ciente para que la escena de mi ruptura con ellos se olvidara.
(Una vez se ven en casa de los abuelos de Bruselas. Sabía yo lo que
sentía papá, de mamá nunca supe nada.)
321
Capítulo IV
¿Y qué había sido de Gerda desde que se me esfumó sin saber cómo en
aquella plaza invernal surcada por el ir y venir de los trineos?
Había estado tan cerca de mí que sentía el temblor de sus hom¬
bros, y adivinaba sus lágrimas a punto de caer, pero hubo un rato en
que me distraje mirando, como ella, a lo lejos, un rato posiblemente
largo en que arrullado por el tumulto de los otros niños, la desatendí
para sumirme en mis propias conjeturas, y cuando volví a acordarme
de ella y quise rodearla con mis brazos, me di cuenta por primera vez
en la vida de que jamás podremos medir el tiempo que duran nuestras
meditaciones solitarias, porque de noche, la plaza se había quedado
desierta y ella no estaba junto a mí, no conseguí abrazar más que una
racha de copos de nieve despeinándose en cascada sobre un fondo
negro.
La había perdido irreversiblemente, había desaprovechado la po¬
sibilidad de fundir la distancia que nos separaba y fue entonces cuan¬
do intuí también por vez primera cómo la distancia puede unir a dos
seres desgraciados aún más que la cercanía, porque Gerda era ya para
siempre mi hermana, aunque la hubiera dejado de ver, estábamos uni¬
dos por el ardor de nuestras respectivas pesquisas divergentes y sin es¬
peranza. Mientras yo bajaba algunas noches al parque, desoyendo la
voz de la abuela que me llamaba para cenar, y le preguntaba a las es¬
tatuas inmóviles: «¿Sabéis dónde está Gerda?», ella suspiraba sin sue¬
ño ni alegría, negándose a aceptar la evidencia de que había perdido
a Kay, sorda a las palabras de su abuela que le aconsejaban olvidarle,
resistiendo como una larva tenaz las horas de aquel invierno más lar¬
go y cruel que ninguno, hasta que los primeros rayos tímidos del nue¬
vo sol primaveral volvieron por fin a infundirle ánimo y una tibia es¬
peranza.
Una mañana muy temprano se levantó, se calzó sus zapatitos rojos,
le dio un beso a su abuela que estaba durmiendo todavía y salió sin
rumbo fijo: los rayos del sol la calentaron con sus destellos y supo que
mientras luciera el sol no podía haber muerto Kay, miró al cielo y vio la
primera bandada de golondrinas, «¿Ha muerto Kay?», les preguntó y
ellas chillaban, al pasar, «No lo creemos», atravesó las estrechas calles de
la ciudad y traspuso las puertas de la muralla en dirección al río, se sen¬
tó en la orilla a mirar la corriente. «Dime, ¿te has llevado a Kay? ¿Dón¬
de está?»
Esta segunda parte del cuento me aburría que la contara la abuela,
prefería contármela yo solo, introducir en el texto mi propio personaje
invisible, enriquecerlo con mis afanes paralelos; me descolgaba desde el
jardín a los acantilados y de éstos a la playa pequeña y solitaria y me
322
quedaba mirando el mar, donde desembocaba aquel río del cuento,
aunque nadie me supo nunca decir su nombre, venía a dar en el mar,
porque todos los ríos desembocan en el mismo mar.
8 de febrero de 1981
Lo cotidiano y lo excepcional
323
tiva ni uniforme, sino que está plagada de comentarios e interpretacio¬
nes, condicionados, a su vez, por el humor y las circunstancias en que
esa narración se elabora.
Cuando digo «elaborar una narración» no me refiero aún al mo¬
mento en que ésta se plasma en una versión determinada -ya sea para
oídos ajenos, o acudiendo al primer recurso literario del diario íntimo-,
sino que estoy pensando en los orígenes más oscuros y problemáticos
de esa versión, a su peculiar proceso de ir tomando forma y arraigando
en el subconsciente. Se trata de una etapa difícil de explorar y en la que
todo es nebuloso, pero, con todo, no debe despreciarse al considerar lo
que he bautizado en mis apuntes con el nombre de «narración egocén¬
trica», porque creo firmemente que a su sombra se agazapan las ame¬
nazas de todos los vicios solitarios.
No me refiero tanto, al decir vicios, a la distorsión de la realidad ob¬
jetiva (si es que tal deidad existe, que no lo creo) que toda interpretación
personal de los hechos lleva consigo, sino más bien al tipo de adhesión
que le preste uno a lo que se cuenta. Es difícil que en la primera edad
esos cuentos solitarios (basados en el comentario subjetivo, apoyado a
su vez en modelos literarios) no se tomen como artículo de fe. Tendrán
que pasar muchos años (si es que llega esa saludable evolución) para que
lleguen a tomarse en cuenta también las versiones ajenas sobre un tema
al que nosotros habíamos aplicado un tratamiento que lo ha convertido
en la versión correcta.
Lo que más ama el hombre es su ego, y en este ego (cosa que no sé
si se ha considerado con suficiente penetración) está incluida la narra¬
ción que uno se hace de sí mismo, y en la cual los otros representan casi
siempre el papel de meros satélites, de máquinas para oírla. Se ve con
poco agrado que se conviertan en otra cosa.
(En mi última novela El cuarto de atrás, la situación enconada de so¬
ledad y de insomnio que me llevó a escribirla, me hizo imaginar en
principio a un visitante pasivo e inocuo que se limitara a escuchar lo
que aquella noche yo tenía necesidad de contarle a alguien. Si hubiera
rechazado la autonomía que este personaje tomó casi inmediatamente,
rebelándose e imponiéndose a mi imaginación -no sé en nombre de
qué resortes- como algo más que un oyente sumiso y abstracto, creo
que el libro no hubiera tomado esos rumbos que lo caracterizan y que
quebraron el molde mucho más pobre y menos imaginativo del proyec¬
to inicial. Es el libro que más se me ha ido de las manos y, por eso mis¬
mo, del que he aprendido más cosas, el que más me ha hecho rectificar
y poner en cuestión mi narración egocéntrica.)
Cuando Sartre dijo que «el infierno son los demás» se refería, sin
duda, al trastorno que plantea aceptarlos en sus versiones (contrarias a
la nuestra) de ciertos hechos que, en alguna manera, nos implican (o
por lo menos contar con ellos, aunque no se acepten). En el fondo a los
324
demás los ignoramos mucho más de lo que nuestro presunto altruismo
y deseo de tenderles la mano (que también forma parte -y de las más
principales- de la narración egocéntrica) nos está haciendo creer.
Porque la narración egocéntrica del solitario (aun antes de que se
haya convertido en carta, en diario o en conversación) está plagada de
esos satélites que son los demás, arenillas de oro que aún no se han
confirmado como barrera. No está dicho que uno se cuente un cuen¬
to en el que se imagina solo en una isla desierta. No. Generalmente es
al contrario. Pero se cuenta un cuento en que los demás le están mi¬
rando a uno con amor o con desdén, pero el vector de su existencia
apunta hacia la presencia física, la idiosincrasia y las necesidades de
uno. Muy pocas veces -por no decir ninguna- ocurre al revés. Se con¬
templa uno tratando de convencer o deslumbrar a seres sin rostro ni
opinión ni resistencia. Se les dota de un atuendo y se les atribuye un
comportamiento que está adulterado por nuestra ignorancia de su
existir real y en función de las necesidades y exigencias que el propio
«yo» segrega.
Desde este punto de vista, considero mucho más capciosa la narra¬
ción egocéntrica en lo que se refiere a la distorsión operada sobre la
«realidad» de los demás que sobre la nuestra. Porque, más tarde, cuan¬
do aparezcan como verdaderos interlocutores o parteners de nuestra tra¬
ma argumental, no se les consentirá disentir del papel de comparsas que
en nuestros esbozos narrativos primeros les habíamos atribuido. Eso
significa, ni más ni menos, amordazar a los demás. Prescindir de sus
motivos, lo cual mutila el entendimiento y alcance de los nuestros.
Exigir y predeterminar una actitud determinada por parte de otro ya
indica meterlo a empujones, no sólo en la órbita del cuento que le vas a
enchufar (sea de agobios, injusticias y agravios padecidos o excelencias
y sacrificios de tu ser), sino en la órbita del cuento que uno se ha con¬
tado de ellos y del papel de acólitos que van a representar en el cuento
que tú les cuentas. La narración egocéntrica es retórica, embellecedora
por esencia. Incluso aunque esté plagada de calamidades.
(Hay quien cree que le basta reconocer retóricamente su calamitosi-
dad y su mal olor para que los demás -abrumados por tanta sinceridad
y afanes expiatorios- acepten ese mal olor como si fuera almizcle y lo
aspiren embriagados.) Tal vez la narración egocéntrica del calamitoso
sea la más tiranizadora porque su insidia es tan sutil que le hace sentir¬
se a uno con mala conciencia si no la acepta (cf. novela de Sánchez Es¬
peso y mis comentarios sobre la misma en Diario 16).
El «me persiguen», «no me comprenden», «me huyen» o «estoy más
solo que la una» pocas veces se detiene a contemplar el impacto tiráni¬
co y distorsionador que esa narración opera en la posible función de in¬
terlocutor bienintencionado y balsámico que el oyente pudiera aportar,
sino que tiende a incapacitarlo como tal por medio de esas lianas retó-
325
ricas que presuponen la automática exculpación de quien ya se está
declarando, falazmente, reo de culpa. Y digo falazmente porque lo que
menos tolera este tipo de narradores es que el oyente, al asentir, amplíe
esa versión aportándole desde su punto de vista elementos que la ha¬
gan rectificable y menos fatal. El narrador plañidero, aunque se haya
puesto verde a sí mismo, no tolera que el otro la tome como hipótesis
de trabajo, aportando datos de contraste que archivaba acerca de ella y
que por temor nunca se había atrevido a esgrimir. El plañidero dirá «bas¬
ta», «no barrenes», «ya te lo estoy diciendo yo». Le basta con decirlo él y
exige ser compadecido y aceptado por el mero hecho de su martirizada
perorata confesional -te la eche encima en las circunstancias que sea, te
la cuente como te la cuente-, basta con lo que él dice. No tiene el otro
derecho (porque no existe) de intervenir para nada, ni le importa tam¬
poco nada a ese tipo de narrador investigar el daño que está infiriendo a
las almas o entendimientos ajenos con esta coacción narrativa. Se trata de
un desahogo inútil, que no cuenta con servir para nada ni lo pretende.
Todo esto tiene sus raíces, como he empezado diciendo, en ese os¬
curo y nebuloso período previo a la narración, propiamente entendida
como tal, cuando el ser humano se esfuerza, de espaldas al mundo, en
sentirse recubierto por la coraza de un «yo» insuficiente para defenderse
de los miedos que la mera presencia de los otros le acarrea.
La narración egocéntrica puede tardar en encontrar un interlocutor
real. Cuanto más tiempo lleve elaborándose a solas y más tarde en apa¬
recer el idóneo receptor de ella, más se idealizará a ese interlocutor
cuando aparezca y con mayor desconsideración y empeño se tratará de
hacerle automáticamente partícipe de la delectación o los sinsabores
que el hecho de elaborarla ha acarreado en el sujeto.
Para poner un ejemplo concreto y que a todos puede recordarnos
narcisismos de infancia, pensemos en el caso de los diarios íntimos.
Frente a un cuaderno en blanco, regalado por algún pariente en ocasión
de una fiesta de cumpleaños y sin sospechar el daño que hacía, el niño
se siente cohibido pero incitado, como ante una aventura emocionante.
Se le está invitando a plasmar, por fin, mediante la letra escrita, esos bo¬
rradores fragmentarios de narración egocéntrica que le zarandean y aco¬
meten. No sabe cómo hacerlo, pero hay que pasar el rubicón, y un buen
día se pone a inventar ante el cuaderno abierto.
(Creo que esto que incluyo a continuación tiene más sentido inser¬
tarlo en el apartado de la narración amorosa.)
326
-más tarde- como lector del diario rechace la versión o trate de comple¬
mentarla. O bien en nombre de criterios literarios o bien en nombre de
criterios de veracidad (lo que me pasó a mí con el Libro de la fiebre).
Se siente uno víctima, defraudado. «Le estoy dando lo mejor de mi
alma, lo atesorado»; se siente uno en realidad -tanto magnifica sus orí¬
genes de narrador- como si estuviera entregando un tesoro. «Le estoy
contando lo que jamás había contado a nadie.» Esta actitud -sobre todo
en épocas de comienzo amoroso, si el otro se pliega a ese código y al
aceptarlo lo sacraliza- neutraliza al interlocutor y entorpece la relación
real entre los seres, maniatados por ese acuerdo tácito de sumisión.
Imagínese que uno ha compadecido al amado porque contaba en
sus diarios juveniles que le pegaba su padre. Si luego descubre, al tener
datos para ello, que el padre era buena persona, el narrador nunca le
perdonará esa versión autónoma sobre un tema que pertenecía a su ex¬
clusivo gobierno. Y el disidente narrativo o tendrá que callarse (si tiene
en mucho el amor anudado con el otro o -lo que es más frecuente- ya
ha empezado a insinuarse el miedo) o bien entablará una lucha verbal
que dará al traste con una relación endeble (de la cual surgirá el encono
del «incomprendido» y un nuevo reforzamiento de su versión «egocén¬
trica» que, más tarde o más temprano, tratará por todos los medios de
imponerle a una nueva víctima sumisa).
La narración egocéntrica comporta, pues, como principal peligro, el
de la coacción del «lo tomas o lo dejas», esa propuesta a ser aceptada y
comprendida incondicionalmente. Con lo que, ya digo, pocas veces se
cuenta con que el interlocutor, para serlo, pone sus propias condiciones,
o corre el albur de convertirse en ese pelele que la versión del ególatra
requiere e impone (y que, además, a la larga, tampoco satisface y sólo
incuba desprecio).
Estas condiciones mínimas exigidas por el oyente se derivan de su
natural y lógico deseo de ser considerado, a su vez, como narrador y co¬
mentarista (no sólo de las propias vicisitudes sino de las que escucha).
Incluso aun en el caso de que le saque gusto al menester de escuchar,
necesita que le agradezcan y fomenten ese gusto. Precisamente cuanto
más le guste escuchar y más en serio se lo tome, menos tolera que no
haya matices ni alternativa de participación en las cosas que le cuentan.
El buen interlocutor, como el buen lector, como el buen amigo, no
tiene por qué aceptar lo mal contado. Tiene el deber de rechazarlo, de
ponerlo en cuestión. Puede y debe decir «el rey va desnudo» cuando lo
ve desnudo. Si, aunque vaya desnudo, la narración es tan sabia que le
convence de que va vestido, lo aceptará, dirá «amén» y quedará sancio¬
nada la mentira como verdad. Así pasa de hecho en muchas narraciones
que embriagan, las amorosas, de preferencia. Se pide, en definitiva, que
le cuenten a uno las cosas bien. Y para contar bien hay que mirar fuera
de sí, madurar, insertar lo propio en lo ajeno.
327
Sentirse personaje de excepción y empezarnos a contar nuestra ex-
cepcionalidad es cosa de la juventud.
Hay gente que sólo concibe o contar mal (avasalladoramente) o re¬
plegarse en la reserva («es muy suyo, no cuenta nada»). Son dos caras de
la misma actitud egocéntrica y despectiva hacia los que también, escu¬
chándote, pueden enseñarte algo.
Leer a otro un diario da lugar a una situación poco armoniosa («lo
escribo para mí», se dice, y bajo ese pretexto no se elabora ni se cuida).
El que, tras vacilaciones (hijas, en el fondo, de la inseguridad), deja leer
a otro este tipo de manuscritos se ofende de que le hagan cualquier crí¬
tica. Pero es porque atribuye una prenda desmesurada de mérito y de
galardón a un gesto que el que lo recibe no tiene por qué interpretar a
esa luz magnifícadora. Atribuye uno una importancia desmedida (y no¬
civa) al hecho de «enseñar su alma» cuando su alma no es -en este caso-
sino el acierto o el fracaso narrativo de sus avatares, la feliz o desventu¬
rada invención. Comunicar algo -por muy subjetivo que sea- es posible
si media una elaboración acertada. Pero si con el diario te limitas a ex¬
hibir -sin aderezos- un gesto de onanismo, el amigo se siente olvidado,
excluido, pared.
Junio de 1982
328
que miro a la gente defendiéndome un poco de ella porque parto de ese
bloque de mí, no entregándome al espectáculo, sino releyendo uno que
ya tengo escrito de antiguo.
Y otros días hice otras cosas, todas placenteras si yo las hubiera sa¬
bido vivir como placenteras, en vez de pensar siempre «la gente es un la¬
tazo». ¿Por qué tengo esa ingratitud? Y me siento relegada, afuera, pre¬
cisamente porque estoy dentro, pero mal, dentro de mi propio pozo me
he metido mal. Dentro del espectáculo estaría precisamente si lo con¬
templara desde afuera pero con pasión.
Estuve con Eduardo Subirats en casa de Paco Nieva, con Marian,
Olga, Ginés y Anita cenando en un sitio muy grato al aire libre, con
Nacho y Amancio y Anita por la calle de Echegaray, con Nacho leyen¬
do Arniches en Alcalá 35, en casa de Marisé y Julito, recuperando
esa casa donde tanto refugio encontré a veces, con Juanito Llaneras en
su estudio y luego al sol en un bar de Reyes Magos, en casa de Jubi con
los Salinas, Abásolo y los niños de Jubi tan monos por allí, y Jubi
con su bondad, con su peso, viendo Las bicicletas son para el verano con
Anita, con Juan Antonio y su hija en los toros y juego a pasarlo bien
Y pongo cara de pasarlo bien para luego quejarme y decir que me aburro,
porque así es, porque he elegido la narración de víctima, en vez de
ver el espectáculo de todas esas cosas arremolinadas que la vida me
ofrece. Y todos me quieren, pero yo no les doy nada, sólo un gesto
momentáneo de que me importan, que parece un espectáculo ingrato
y agobiante el de los demás pero asisto a él para que ellos me vean y
crean que estoy con ellos, sin estar. Y esto es el principio de la arte¬
riesclerosis.
Pretendo ser compasiva y clemente si hablo bien de alguien, pero tal
vez no me alegro lo suficiente de su bien, les doy buenos consejos, pero
desde un sitial muy alto de perfección, y luego no sufro demasiado si no
los siguen, tal vez sólo por el tiempo que perdí, no por ellos o por lo
mal que sigan estando. Y es que el espectáculo -real- de sus vidas no me
divierte mirarlo. Sólo en cuanto me da pie a que yo sufra desdén o náu¬
sea. Tánatos.
¿Pero qué más quiero? ¿Pero por qué no vivo todo eso -¡que es
tanto!- como fuente de bien, como una afortunada red de circunstancias
favorables? Parece que estoy empeñada en convertirme en una vieja gru¬
ñona.
Tengo que escribir más de lo que veo y menos de lo que me pasa.
No volver a poner gesto de atención, sino tenerla de verdad, por lo que
me dicen y por lo que veo, darle entrada. Me estoy bloqueando. Y no
debe de ser.
Si llama alguien, a quien no quiero ver, decirle amablemente «estoy
trabajando» (caso de que sea verdad que lo estoy o quiero ponerme),
pero sin compulsión, agradeciéndole, en todo caso, el que haya llama-
329
do, que se haya acordado de ti, sea quien sea. Que doy demasiado por
supuesto y por merecido que es natural que la gente se acuerde de mí y
me quiera. Cuando hay tanta gente a quien nadie quiere. No debo ver¬
lo como un mérito mío, sino como un don de Dios. Que es lo que es en
realidad. Y darle gracias a Dios y a la vida de que me traten así, porque
de verdad que no me tratan nada mal.
Si la única espina verdadera es que me vuelvo vieja, debo pensar
que mucho más me estoy volviendo siendo así. Y eso de volverse vieja
no es que la vida me trate mal ni bien, porque eso de cumplir años le
pasa a todo el mundo, no soy una excepción.
No me meto en nada. Ese «no me meto en nada» es ya no ser buen
espectador.
■*< ■*« *
En los libros buscamos una identificación. Los que más nos gustan son
aquellos que nos favorecen mejor esta identificación.
27 de julio de 1982
Para Anita
(Los retratos ovales)
330
esos cuentos del otro, te dan la medida de lo estático, de la muerte, pero
son también tu vida, tu esqueleto.
Y eso adornó luego mi casa y estaba de fondo en la conversación
que tuve con la Torcí (usage des jeunes générations) sobre la frescura de
las relaciones con gente de otra clase social, ese don que tienen Raúl,
Aldecoa, Nacho, don Jaime y Anita en El Boalo montada en el camión
del Paco.
(Y esta tarde estuvo con Michel en casa, por la rotura del cerrojo, que
arregló Pedro, ese de mi historia, pero con el que Anita conectó inme¬
diatamente por el comentario que hizo de lo de la bandera a media asta,
y porque ha leído a Arniches, como yo, y ha sido hija del mismo padre.)
* * *
331
■
CUADERNO 14
E l que otra persona tenga narraciones tuyas puede ser algo determi¬
nante para que no la dejes o para lo contrario. Haber vertido en un
interlocutor ocasional «confidencias, extenuaciones, frustraciones, desi¬
derátums» (Verdú-Ferrándiz) opera a posteriori como un lazo que te ata
no sólo a esa persona sino al que eras tú cuando la escogiste por espe¬
jo, al que se configuró y tomó entidad en aquella circunstancia. No pue¬
des resistir al prurito de cierta fidelidad, de cierta coherencia con las
imágenes dejadas en otros. Es un potente enclave (cf. Cuaderno de todo
n.° 3: acuerdo tácito, intereses creados). N., p. ej., vuelve ahora tras su
espantada -como quien vuelve al lugar del crimen- a merodear en tor¬
no a temas que proscribió, porque le asustaban, y cuyo hilo cree adivi¬
nar que yo guardo.
335
Algeciras. Reina Cristina. 5 de enero
336
2K /oU Os :hQ*A-€>U¿L ÍZuQc
A^CÜV\CLCÍ¿n/iM ~7Zuja<> (JujXc&L .
8 de enero de 1975
Tren de Málaga a Madrid
338
doch tanto aquí como en El unicornio. Seleccionar una serie de perso¬
najes de los que al principio no se sabe apenas nada (lo del hermetismo
inicial está mejor logrado en El unicornio) y luego irnos prendiendo y
llevando a la sorpresa a través de las relaciones de cada uno con cada
uno. Naturalmente, según con quien se enfrenten y vayan hablando se
desvelan distintos. El final es como el mosaico en cada uno de ese con¬
junto de conversaciones y actitudes. Las influencias interpersonales y
mutuas. Los hay que cambian menos (Rupert) y más (Simón), según
con quien se relacionen. También se daba esto en Contrapunto y en Dos-
toievski. Novelas como fragmentos de vida.
* *
9 de enero
La literatura epistolar por una parte remite a lo que sólo se puede decir
a otra persona, por otra plantea el problema de si es lícito o no aprove¬
char esa frescura genuina al darla para todos en forma de producto cul¬
tural y la prueba es que cualquier aviso de publicación postuma de este
tipo despierta en cualquier lector delicado una mezcla de avidez y mala
conciencia (como estarse asomando por la puerta trasera a participar de
la intimidad de otros). El libro como producto cultural a veces no pue¬
de aceptarse (cf. mi rechazo excitado y pirado del Libro de la fiebre).
* * *
339
Conversaciones de partos. De repente una amiga de Anita casada dijo:
es como si le sacaran a uno una mesilla de noche por la nariz. El deta¬
lle significativo, vivo, de la narración. La manzana.
11 de enero
La segregación
El tiempo
340
Narración amorosa y sus orígenes literarios
Si cada vez que una mujer dice «te quiero» incluso con convicción
pensase en lo que dice Ward del nacimiento de la caballería que con¬
dicionó l’amour romanesque, se pondría muy en cuestión la emoción
que siente (cf. Semana segunda. El haiku y el llanto son siempre lite¬
rarios).
Modelos literarios de las historias orales, de las vividas. Lo más te¬
rrible y «auténtico» se puede desmontar como literario. Maruchi Marcos
dijo aquello de la mesilla como para sí misma, como absorta en revivir
el acontecimiento en todo lo que éste tuvo de brutal y desgarrador. No
se molestó en hacer literatura de segunda mano sobre lo que significa¬
ba el niño como «hijo» ni en su función ni nada y esto es verdad porque
en los primeros días aquel manojo llorón casi exclusivamente produce
molestia como no echemos mano de generalizaciones ajenas al texto
nuestro, genuino, de ese trauma vital, de esa enfermedad que acabamos
de padecer y que, de paso, ha traído como consecuencia el que ese ser
se agite ahí llorando; fue una observación la suya de puro presente, algo
en vivo, sobre la marcha, imagen creada ad hoc (la única cosa no con¬
vencional que oí sobre partos).
341
Viajes
Vulgarización de lo excepcional
342
El poeta es fingidor
Finge tan completamente
Que llega a fingir dolor
Cuando de veras lo siente
F. Pessoa
343
míos desde mis poemas y el Libro de la fiebre hasta nuestros días, has¬
ta mis sueños metalingüísticos, ese asalto del tiempo que s’écoule sin
ser supervisado por mí, que se va de entre las manos de puro vivirlo inad¬
vertidamente, conversaciones desparramadas, dejadas por los cafés,
por las oficinas. Y en cambio cuando no he pretendido anotar nada,
¡qué joyas de tiempo recuperado!
Se trataría precisamente de pescar sin poner la caña de modo orto¬
doxo, tenerla siempre echada en lo revuelto, en lo inestable, en el ápice,
en todo lo mezclado, lo roto, lo incomprensible, echada siempre la
caña, letras sin pretensión de lapidarias, letras fugaces, válidas por su
misma instantaneidad. Se trataría de un dejar constancia sin pretender
que se está fijando nada eterno.
Roland Barthes
344
del cuento de nunca acabar. Sea la prensa, laT.V., todo es texto: el libro
marca el sentido, el sentido marca la vida (R. Barthes).
La mujer novelera
345
Contar es un resultado, algo posterior, no un propósito previo, es
como hacer un viaje a la India para escribir una novela, nunca se verá
nada realmente original bajo esos supuestos.
Si Marcela y Pedro en A pie quieto no logran encandilarse mutua¬
mente con sus relatos (fantasía resulta transmitir cabalmente los recuer¬
dos de amor), tal vez a ella, por lo menos, al venirle la convicción de que
esto era imposible, se le pudo encender el prurito de la reflexión solita¬
ria, rumia poética sobre estos recuerdos.
Yo creo que en una mujer esta dificultad de entregar a otro re¬
cuerdos líricos o amorosos la pone en vías de escribir, tal vez primero
poesía. Le puede sobrevenir una eficaz etapa de ensimismamiento, de
elaboración solitaria. A las mujeres las hace escritoras el amor difícil
o fallido, aun cuando luego -pasada la etapa lírica- hablen de otra
cosa.
En Esplendor en la hierba la madre de la chica sufre sólo cuando se
dice, al verla, «mi hija está loca», no porque le oiga decir nada que se la
presente como tal. ¡Qué tendencia a no rectificar las versiones de los de¬
más con las nuestras propias! A creemos los relatos ajenos ¡qué ciega ad¬
hesión!
Narración cerrada
21 de enero morning
En un autobús que me lleva a Chueca
346
mágico aun a trueque de inventar. La invención de los orígenes, como
quien se inventa una genealogía que preste credibilidad a su esencia.
* * ■í<
347
22 de enero
348
pero más real como lo era el del botones, Santi, en la primera parte del
Balitea? io, con relación al rostro (mejor descrito) que adoptaba en la se¬
gunda parte, en el despertar. Adherencias oníricas insospechadas, qué
carga oculta llevan los nombres cuando los oímos pronunciar por pri¬
mera vez. Un nombre imprevisto te dispara a las narraciones más in¬
sospechadas y genuinas y sin preparar, las de algunas cartas y diarios al
salto y relatos orales si el amigo aparece: las mejores y más frescas
narraciones sin estructura previa ni planificación.
Y dos páginas más adelante, el propio libro (Teoría de la literatura),
que ha suscitado estas consideraciones, me viene a hablar él mismo de
Hamlet, de épocas conturbadas e inseguras, de la inestabilidad, de la vi¬
sión angustiosa del hombre como ser patéticamente transitorio, «defi¬
niéndose la obra manierista -frente a la clásica- por su equilibrio ines¬
table» (otro título mío sale aquí, pero qué cosas, podría hacer una
autobiografía literaria a base de estos títulos que me van saliendo esta
tarde a relucir).
Dice que los poemas de John Donne, a quien P. querría parecerse
para poder hablarme a mí, «debemos mirarlos desde muchos ángulos
como si diéramos la vuelta a su alrededor», justamente como yo sueño
que pase con El cuento de nunca acabar.
* Artajerjes: expresión familiar con que designan aquellos papeles inútiles, pasados u obso¬
letos que se conservan y guardan (en una carpeta con ese rótulo, por ejemplo) aunque nor¬
malmente no se vuelven a mirar. (Nota de Ana Martín Caite.)
349
haría vibrar a tantas mujeres. El caos frente al orden (El Balneario otra
vez). Eros yTánatos.
Retahilas es, en cuanto a los temas de la muerte y la ruina, total¬
mente barroca y en cambio ha sido más adscrita a la literatura clásica.
El equilibrio y el caos ya luchan en el seno de la propia Eulalia.
El barroco transformó la búsqueda de la expresión en gozosa aven¬
tura por el mundo del lenguaje.
Si quieres enseñar algo a ultranza o sacar conclusiones coherentes, va¬
lederas para cualquier ocasión, deformas la realidad, no viajas, ves sólo el
fin. «Es al interior adonde se dirige el camino misterioso. Dentro de no¬
sotros -o en ninguna parte- están la eternidad y sus mundos, el futuro
y el pasado. El mundo exterior es el universo de las sombras» (Novalis).
Versiones
23 de enero
350
aquel lugar, nuestra historia iniciada allí, quedaba plasmada y contada
para siempre, al saltar por la tapia rota ya todo lo que habláramos era,
irremediablemente, una reflexión torpe y grotesca sobre aquello.)
Cuando a una persona la pillas con el estómago vacío de narraciones
y le das narración elaborada le sienta mal y te la puede vomitar encima.
La interpretación
351
ta en todo caso de una tradición literaria, incluso cuando provoca rotu¬
ras en ella. No hay, empero, una yuxtaposición de elementos fácil o po¬
sible de desmontar, en los grandes autores propiamente no hay nunca
plagio sino fértil e inevitable collage.
* # •*<
Los buenos narradores orales dan -al igual que los literarios- «una sen¬
sación de objeto como visión y no como reconocimiento». La recupera¬
ción o resurrección del objeto. Para hablar de una hoguera de forma que
el oyente la vea, el hablante la tiene que haber visto y haberla compren¬
dido. A quien los objetos no le echen discursos jamás podrá transmitir
nada por el mero hecho de nombrarlos o describirlos mediante atribu¬
tos académicos o vacuos. (La mayor sencillez narrativa con que yo pu¬
diera intentar transmitir la escena del recinto mágico de las hogueras lle¬
varía, de todas maneras, dinamita pura. Son relatos que sé que están
ahí, como el del ciervo, no me tienta sentarme a hacer literatura sobre
ellos, son literatura ellos mismos, son mi sangre y vivificarán -panteís¬
mo- todas mis narraciones, los mencione o no. Y siempre que diga «ho¬
guera» o «ciervo» lo diré desde esos ejemplos, acordándome de esas vi¬
siones, y cuando lea «hoguera» o «ciervo», entenderé la emoción del
autor, al compararlas con las imágenes que yo vi en esas dos ocasiones.)
Se recobra sólo lo que alguna vez se tuvo, se da o enseña sólo lo que
alguna vez se vio. En la escapatoria de David está Orejudos y eso
que no me he cuidado de hacer ninguna descripción ni me acordaba
de que tenía tan entrañablemente guardado ese paisaje, pero lo tenía y
no me preocupaba de él, por eso cuando llega su momento sale Oreju¬
dos, cuantas más cosas haya uno visto sin saber para qué y descubierto
y dejado que le penetren, más saldrán algún día, cuando se suelte la oca¬
sión de hablar, se echará mano de ese almacén, de qué otro, no sacará
del diccionario las palabras hoguera, mar, ciervo o encina sino de ahí,
de ese almacén donde esas palabras se adecúan a ciertas imágenes que
provocaron su jubilosa enunciación original.
Rescatar los objetos por el procedimiento que sea. Yo, caso de que
me fuera posible, no daría reglas para narrar sino para ver, tendería más
bien al infantil «¡pero mira, por favor, mira qué bonito!» de los niños,
siempre que algún milagro de belleza pase a nuestro lado, se esté ha¬
blando de las entelequias que se esté hablando hay que bajar los ojos y
posarlos en ese mundo real que nos llama y nos asalta. ¡Nenúfares!
Hay que tender a anular el automatismo de la percepción. Hablan¬
do con Marta, por ejemplo, he descubierto que mis habituales explico-
teos exhaustivos le son menos aprehensibles que las metáforas rápidas
y enhebradas al salto, me ha estimulado el humor dilantomasiano me¬
diante el cual ella recupera y entiende más pronto los objetos (anoche,
352
24 enero 75, le dije, «mandalín oliental se va apletándose los ojos», y
eso, como colofón a mis pinceladas sobre la casa de A. V. y a las suyas
sobre el Arcipreste de Hita, era una rúbrica no sólo muy eficaz sino que
nos volvía amiguísimas).
¿Qué pasa en esa película? La película que ha visto ayer tía Casilda.
El argumento puede resumirse en breves palabras. Pero la trama no pue¬
de sintetizarse. «Y apareció ella y, te lo digo, en la forma de salir, y el que
él la hubiera visto antes y se hubieran despedido, el gesto, el vestido, no
sé, me eché a llorar», etc., o sea influyen los recursos del autor para des¬
pertar esa emoción, a la manera de presentación, «salía la Piquer con
aquel abanico», etc., al modo de describir los acontecimientos, al trata¬
miento del espacio y del tiempo, a la disposición de los materiales. (Yo,
por ejemplo, anoche, hablando de Usos amorosos en casa de Viñas dije
-y es verdad- que había tenido mucha suerte con el hallazgo de textos,
pero que cuando lo pasé fenomenal fue colocándolos y seleccionándo¬
los porque a mí lo que me gusta es contarlo, o sea escribir, y me dijo
aquella señora «sí, eso ya se te nota».)
«Si me preguntasen de qué trata Anna Karenina -dijo una vez Tolstoi-
tendría que escribir otra vez todo mi libro.»
26 de enero
28 de enero
353
hebrar diferentes desdichas porque este rosario puede cansar al oyente,
hay siempre un límite de aguante en cuanto a la cantidad de argumen¬
tos (puede decir: «es que es horrible, ¡uf!, es el rigor de las desdichas, me
rebasa», etc.).
En cambio, en la narración no lineal, si está bien hecha, los argumen¬
tos desdichados a que se recurre para explicar los que constituyen el no¬
dulo principal (generalmente posteriores en el tiempo) se dosifican como
secundarios y si se ha conseguido que el oyente se centre con avidez en la
descripción de esa circunstancia y sus colores y características, será él mis¬
mo quien pida datos que le hagan indagar y entender la vinculación, el
porqué, el proceso, y verá las vicisitudes secundarias como igualmente re¬
levantes que las primarias. Narración lineal frente a la circular.
El nuevo maleficio -dice Propp- inaugura un segundo «movimien¬
to», de donde serie de diversos cuentos, ya no se puede considerar el
mismo. Es un pegote, es otra parte, está alargado a propósito.
Táche difficile: es uno de los elementos predilectos del cuento. Pro¬
poner un enigma insoluble («ni de noche ni de día...», etc.). Interpretar
o contar un sueño. Pruebas de paciencia. En todo caso el premio del re¬
conocimiento está en que el héroe no se autoexplicó, no hizo ruido.
30 de enero
La conversación selvática
* * *
354
Borrachera de mis cuarenta años, ahora toco la verdad, le dije a C.
Cf. El libro de la fiebre. Era distinto lo que veía que aquello en lo que se
convirtió. Ahí empezó mi incomunicación con R., quería que él al me¬
nos intuyera lo que había sentido y visto. Y dijo: «La culpa es tuya por¬
que lo has contado mal».
Tal vez es que lo subjetivo en puro alud de tal no puede contarse, se
deshace, se necesitan puntales, ardides, artificios, y mucha disciplina,
haberlo uno visto con distancia. A mí ahora El libro de la fiebre, como
material de trabajo para estas elucubraciones me vale mucho, para todo
lo que no me valió entonces. ¿Empezar por El libro de la fiebre y contar
su evolución y su historia? Tal vez fuera un posible elemento inicial del
que se desgajarían todos los posteriores.
7 de febrero
Hitos de lugar
Hitos de tiempo
7 de marzo
Petate de la memoria
355
puntualizaciones históricas frente al «había, decía, solía» poético, mag-
mático e intemporal con que la madre cuenta las cosas; ¿qué abanico?
El espejo de la narración oída con fruición te devuelve tesoros inéditos,
piedras preciosas que habías ido dejando en ella. El otro te dice cosas de ti
que le has dejado tú. Te sientes heredero de memorias ajenas. Las narra¬
ciones que entran por ese oído alerta, anárquico y revolucionario, no reac¬
cionario, no dirigido, libertario, lúdico de la infancia implacable y atrevida.
Oído que persigue, que fija, que almacena, que no perdona detalle alguno.
* *
356
Pensando en el posible final para este libro: «... lo termino aquí, pero
sigue mientras viva yo, porque esto es el cuento de nunca acabar», me
doy cuenta de que el lector aceptaría ese quiebro como gracioso, natural
e inherente al libro, de la misma manera que en las conversaciones, lue¬
go, al ser recordadas fragmentariamente, se ven como un todo armonio¬
so del que destacan columnas ¡qué gracioso cuando dijo tal o dijo cual!
La propiedad intelectual
«Copiar» a otro escritor puede también ser como participar, hablar con
él o «haced esto en memoria de mí», vivificar las frases de un amigo, su
lenguaje, hacerlo tuyo, meterlas en tu contexto, traducirlas a tu lengua¬
je, entender a través de otro.
Los libros que «te dicen algo», son los que descubren a la luz y me¬
diante el logos algo que tú ya habías pensado. Van contigo, dentro de ti,
y a veces hablan por ti. Uno es un tejido de los diversos libros que ha leí¬
do, de los amigos que ha tenido. Hacer clasificación de lo que es tuyo y
ajeno resulta afectado. Si lo has asimilado bien y tejido con lo tuyo, ya
es tuyo. Nada se posee en estos pagos. Sólo se apodera de algo aquel
que no lo ama, que se deslumbra por un brillo que ni le calienta ni en¬
tiende pero que le parece prestigioso (don Nicanor). Sólo copia ése. Yo
no puedo, aunque quiera, copiar a Henry James, coincidimos, somos
amigos, eso sí, el logos es de todos. Veo, pues, que no necesito citar y de¬
limitar lo que he tomado de otros para el cuento de N. A. Son préstamos
que me rozan, que me alegran, calientan y agradezco, pero no me sien¬
to en la obligación de declararlos porque el guiso es mío. Tampoco ne¬
cesito decir a cada instante -porque sería interrumpir mi discurso y fati¬
gar inútilmente al oyente- esto lo decía mi madre, esto una criada, esto
Emilio Montón. El oído lingüístico te aconseja espontáneamente cuán¬
do procede hablar de los autores, no tanto por la paternidad de ese lo¬
gos cuanto por contar la historia del origen de la entrada de ese logos
en tu acervo, lo cual sirve de introducción a una historia lateral. Cada
palabra en puridad, tendría que acarrear una historia y la acarrea en
chispazos de a segundo, aunque no la contemos.
Introducción insensible y progresiva de la literatura en nuestra vida.
357
Para bien ser esto tiene que estar ocurriendo siempre pero no de forma
deliberada sino implícita.
Cuentos de verdad y gente de mentira. Hay personas que son sim¬
ples referencias, hitos de crecimiento, convocan citas serodias*, otras in¬
tervienen en el fluir del pensamiento (Melibea, Hamlet), convocan his¬
torias vivas, te aconsejan y hablan por ti en determinadas ocasiones.
«¿Qué literatura le ha influido a usted?» Es una pregunta que si se con¬
testara bien se estaría uno toda la vida, porque el primer gran enigma a di¬
lucidar es el de dónde está la frontera entre la literatura y la vida, entre los
comportamientos literarios y los reales, habría que analizar, por ejemplo,
la influencia social de El Quijote, de Madame de Merteuil, de Madame Bo-
vary (proliferando incluso en otras heroínas de novela que la leían).
14 de marzo
19 de marzo. Noche
Hacia Algeciras en el tren, leyendo a Thomas Hardy
TREGUA. Suspense. Las novelas y cuentos buenos son los que dan
largas a la consecución o ejecución de algo (cf. el entretenimiento del
prisionero en el patíbulo antes de que llegue el indulto, recurso conoci-
Serodia: Término del léxico familiar referido a asuntos o cuestiones que por repetitivos o lio¬
sos se daban por terminados. (Nota de Ana Martín Gaite.)
358
dísimo). Si lo que se espera conseguir es huir de algo, es cosa distinta a
cuando la tregua misma significa la huida de algo (miedo al amor).
Algeciras, 20 de marzo
359
dición expresiva de la desnudez. Transmitir la experiencia interior. Se lan¬
zaban brazos de ¿comprendes? Era un juego donde uno clamaba por ser
descifrado, no se pretendía engañar, como en otros, sino colaborar.
* *
Ceuta, 27 de marzo
11 de abril
En la Vaquería de Libertad
360
CUADERNO 15
363
incapaz de hacer nada suyo ni de dejar huella en nadie. Del hombre sin
mitos. A este respecto la droga es más una consecuencia casi irrelevante
que un fenómeno aislado y de significación propia. Callejón sin salida:
la monotonía diaria de la que tanto se ha quejado le sale nuevamente al
paso en aquellos hábitos. El hombre sólo puede encontrar la libertad en
querer, en elegir, dentro de sí mismo.
Capítulo IV
364
que nos acoplemos y comprendamos como cuando estamos juntos que
basta con una simple mirada, pero ten por favor un poco de paciencia.
Un día tendremos horas y horas para estar juntos, para hablar, para ca¬
llar, para mi música, para mirar el mar y las nubes y la luna, para ten¬
dernos bajo los árboles, para andar juntos todos los caminos y afrontar
todos los trabajos, pero este tiempo en que tenemos que vivir separados,
también se puede rescatar y quiero que no lo desperdicies. Me acuerdo de
nuestra última despedida, de cómo mirabas a lo lejos con esa expresión
tuya herida y ausente, como si el corazón se te fuera a partir, pero a pe¬
sar de la increíble belleza de ese gesto tuyo, prefiero recordarte risueña y
divertida como el primer día que Luis nos presentó en el Penedo da Sau¬
dade, esas veces en que tus ojos parecen ventanas de donde van a salir
volando bandadas de pájaros. Escribe, lee, sal con tus amigas y con tus
padres, canta, mira el río, y sobre todo, Agustina, no te dejes agobiar por
la ausencia y ten confianza en mí, que no te defraudaré nunca, que jamás
he querido a nadie como a ti te quiero.
Se quitó las gafas y las limpió. Las letras le bailaban a través de las lá¬
grimas, sobre todo aquella D. mayúscula del final, que hubiera podido re¬
conocer entre miles de des mayúsculas extendidas ante sus ojos en abani¬
co, estampadas por gentes diversas de cualquier país y cualquier época,
cuyo nombre empezara también por de, casi hubiera podido distinguirla
al tacto, era como una mano amiga, como un rostro, la garantía de aque¬
lla existencia turbadora y fascinante que había interferido la suya y cuyos
últimos resortes se le escapaban, la buscaba siempre antes de leer el texto
y apaciguaba como por ensalmo los latidos dislocados de su corazón, «ya
está aquí la de hoy», pensaba, «vive, respira, me quiere» y por las noches,
mientras su hermana Clara le contaba cosas desde la otra cama, ella la es¬
cuchaba distraída y ausente como ebria, palpando debajo de la almohada
el trozo de papel que ocupaba aquella última de reciente suya estampada
tal vez a toda prisa, con el alivio de terminar ya, pan cotidiano que ama¬
saba para ella desde lugares desconocidos, rodeado de gente hostil que le
oían reírse y le llamaban por su nombre, de gentes cuyos rostros temía e
ignoraba. Se saltaba siempre aquellas menciones anecdóticas «No me pre¬
guntas nunca por mis amigos, querría que los quisieras como yo los quie¬
ro -se quejaba él a veces-, tienes que pensar, mujer, que el mundo no sólo
lo componemos tú y yo», y ella se rebelaba, si el mundo sólo lo compo¬
nían ella y él y en tomo solamente el mar y las gaviotas, le mandó una vez
un poema titulado «Os teus olhos», recordaba vagamente las estrofas, se-
365
guramente Diego lo habría tirado, pero por aquí tenía que andar la con¬
testación de él. Volvió a ponerse las gafas.
Estaba sentada en una chaise longue cerca de la ventana, a la luz de
la lámpara verde y tenía esparcidos por el suelo y en dos mesas cercanas
una serie de fotos y papeles. Alcanzó una carpeta de tela roja con flore-
citas azules, con un rótulo fuera que ponía «Cartas do primer janeiro»,
guardó la carta que acababa de leer y se puso a buscar otra, la sacó, es¬
taba escrita en papel fino ligeramente azulado, se sabía casi de memoria
aquellas frases lógicas, serenas e implacables.
366
dida en la lectura de aquellos papeles sempiternos, miró la botella de gi¬
nebra mediada, el cenicero lleno de colillas, las carpetas por el suelo, el
tocadiscos abierto, la cama revuelta, los objetos y cuadros conocidos,
respiró con una mezcla conocida de consuelo, resignación y agobio
aquel olor a tabaco y colonia de limón, y se quedó unos instantes en el
quicio sin atreverse a avanzar.
-Buenas noches, mamá -articuló por fin con la voz más natural que
pudo.
Ella tuvo un movimiento de sobresalto que se tradujo en quitarse rá¬
pidamente las gafas, alisarse el pelo y tratar de ocultar la carta que leía.
—¡Finalmente! —dijo luego, cuando lo reconoció. Se echó hacia atrás
en la chaise longue, cerró los ojos y por debajo de las largas pestañas
abatidas fluyeron las lágrimas sin rebozo por su cara formando surcos
en el maquillaje.
-Finalmente -repetía-, finalmente.
Jaime se acercó. Ya sabía que no iba a poder escapar de allí en toda
la noche. Pero se alegraba de haber venido. Se arrodilló junto a la chai¬
se longue y se puso a acariciarle las manos sin decir nada. Luego le qui¬
tó dulcemente de entre los dedos la carta arrugada. La dobló con
cuidado y la puso sobre la mesa. Procuraba que sus gestos fueran ar¬
moniosos y sedantes. Ella se dejaba hacer lánguidamente.
8 de abril
367
velado por la curiosidad que despiertan en los chicos de ahora las cos¬
tumbres -ya históricas (pienso en Chicharro)- que imperaban en pro¬
vincias entre chicos y chicas en los años cuarenta.
Añadir además la experiencia que me ha suministrado la lectura de
los torpes libros de F. V. que, sin dejar de proporcionar sugerencias (no
ajenas del todo a mi elaboración del neverending tale) me hace sentirme
mucho más dotada que él para la narración.
Primera interrupción
Desde que dejé ordenado lo que antecede han pasado seis meses, he
perdido el estímulo de mi trabajo que ya parecía surcar las aguas con un
ritmo seguro -lo cual no significaba ninguna garantía- y me vuelve a
asediar la zozobra. Hoy, al fin, 30 de abril de 1976, pienso que tal vez
confesarlo aquí y recapitular las causas de este quiebro, aunque por una
parte ponga de nuevo en cuestión la seguridad aparente de aquel ritmo,
también podrá servirme de punto de partida para arrancar a decir algo
nuevamente.
368
Una de las cosas que han pasado en este tiempo es que en diciem¬
bre del año pasado murió repentinamente el amigo con quien yo más
había hablado de los avatares de este libro y a cuya memoria se lo que¬
rría dedicar, si soy capaz de seguirlo. Es aquel que me decía —como he
contado en uno de los prólogos- que a mí siempre me ha gustado más
navegar manejando la vela de foque que desplegar la mayor o la can¬
greja. Esta tarde he vuelto al Ateneo y he paseado un rato largo en so¬
ledad por el pasillo donde una vez me dijo eso y donde tantas conver¬
saciones tuve con él al respecto de mi trabajo y de las indecisiones y
problemas que me lo paralizaban. Ningún bache, con todo, tan yermo
como el de estos meses, a raíz de su desaparición definitiva como espe¬
jo y como interlocutor. Todo lo que antecede lo había leído él y, a partir
de ahora ya se lo estoy dedicando a unos oídos ausentes, a un rostro
cuya expresión sólo muy a duras penas consigo evocar y reconstruir. Le
apasionaba la idea de este libro y el calor de sus ánimos fue cobrando
existencia, y saliendo trabajosamente del no ser, sorteando los escollos
que surgían para anegarlo y convertirlo en niebla. Esos escollos son hoy
más poderosos que nunca, porque surgen del mismo material que antes
constituía el norte y alimento de mi navegación: una serie de notas a
máquina que se me han quedado frías.
369
cuatro años como alcalde de Madrid. Se negaba a Guadalhorce, jefe en¬
tonces de la Unión Monárquica, el derecho a ocupar ni un solo puesto
en Madrid. Dijo G.: «... con Vallellano... no necesita la U. M. Nacional de
nadie, porque la obra de la Dictadura en el Ayuntamiento de Madrid,
que es la suya propia, estará insuperablemente amparada y defendida
por él solo». Hasta la revolución de Asturias, alentado por estas palabras,
Vallellano no cesó en su cargo de concejal del Ayuntamiento madrileño.
Según Vallellano, estuvo poco tiempo en Fomento y es increíble lo
que hizo en ese tiempo. Imagina lo que habría podido hacer sin zanca¬
dillas, sin crisis ministeriales ni caciques de turno, con todo su tiempo
libre para concebir, orientar, dirigir y realizar, sin que el silencio de su
despacho se viera turbado por la entrada de un audaz con el anuncio de
una interpelación, la amenaza de una campaña de prensa o el vaticinio
seguro de una crisis.
370
pidos y devastadores torrentes. Las confederaciones hidráulicas fueron
transformadas en entidades administrativas y económicas, que en cada
cuenca agrupaban al conjunto de las corporaciones públicas y privadas.
Se les atribuyeron créditos para desecar pantanos, abrir canales, em¬
prender obras de irrigación permanente y proceder a la explotación de
los terrenos así ganados para el cultivo. Únicamente —tales eran las pre¬
visiones de este plan- con un poco de espíritu de continuidad.
2 de junio
«Para estar en alguna parte hay que amar algo, y el amor no está en la
total posesión del objeto, sino en la conservación de una distancia que
nos lo haga siempre necesario y nunca poseído» (Ricardo Güiraldes).
371
Tengo que hacer muchas cosas este verano, de diferentes etiologías: his¬
toria de la literatura; Torán; asuntos del cine. Si tuviera tiempo, tendría
que ir combinándolos con los usos amorosos de los años cuarenta. He
visto que a Milagros ese tema le interesaba. (Salió al revivir hace tres no¬
ches para ella los nombres de Sánchez Villares, Valverde y Tovar.) Vuelve
a rondarme el proyecto, me acaricia benévolamente, sin oprimirme,
pero como si me avisara: ojo, ahora es el momento oportuno, no lo de¬
jes pasar. Al neverending no le tengo que tener miedo. Está. Tengo que
recordar que puedo contarlo por donde quiera, darme cuenta de cómo
interesa a Carlos, a Arcadio, a oyentes nuevos, y eso que está sin elabo¬
rar. «En ningún tiempo pudo deducir el hombre una sola forma que an¬
tes no estuviera en sus ojos.»
Y Cristina, la periodista con niña de Informaciones, vio todo claro a
través de esos folios que me parecían mediocres cuando los escribí. Es
claro. Pensar en el follón y agobio de los periodistas cuando te instan
contra reloj a que les regales estas claras y tan navegadas aguas interio¬
res del neverending tale. Acordarme siempre, cuando escribo, de la ven¬
taja que supone no tenerlos delante. Son un estímulo pobre, meramente
mecánico. Me pone en marcha -con urgencia extrínseca-, me excita, pero
lo debo rechazar en nombre de la ventajosa lucidez que consigo a solas.
Estructurar en plan borrador algo de todo esto antes de finales de julio,
pensando en Soria. Sería matar dos pájaros de un tiro. Me ayudaría mu¬
cho a ese desbroce que difiero, me sacaría del empananamiento.
24 de junio
* * *
372
Narración egocéntrica: mecanismo de defensa contra la disgregación, y
atomización de las versiones múltiples e imprevisibles, alevosas. Como
apariencia estás a merced de los otros. Necesitas una credibilidad de tu
figura. Es versión irrebatible porque sus normas las inventas tú.
Lo que decía Giovanna anoche (6 de julio) remite a que la visión
que de ti tienen los demás te altera, aunque a veces neuróticamente la
busques (buscas una versión que te guste, adecuada con la tuya) y por
rechazo, al sentir el desagrado y el contraste de la mirada ajena, no tie¬
nes más salida que la altivez y el desdén, atrincherarte en tu versión ego¬
céntrica, blindarla más. Por eso es grave cuando, porque fallen las fuer¬
zas físicas o por lo que sea, ese esfuerzo solitario —y cuanto más tenaz y
constante haya sido, peor— encuentra estímulo en tu propia credibili¬
dad, no encuentra eco ni calor en el espectador en que antes te desdo¬
blabas, segregación de tu propio ser. Desde el triunfal «yo era el circo, el
público, el artista» del Libro de la fiebre hasta mis neurosis actuales, qué
camino tan amargo y esforzado, ¿para qué?, ¿para quién? Resistir a pie
quieto. Sigue siendo la única terapéutica. Complacerte en excepcionali-
dad. ¿Pero cómo?
El acorde interior que probé en el pazo de Oca, en aquel prado, y
que me hace sentirme siempre en mi sitio, es lo que se me va quebran¬
do. Soberbia útil, no de más, más centrada (blindada y defendida por
mi propio ser) que los otros con sus alharacas y bengalas. Escribí en¬
tonces algo como «dar menos datos acerca de mí». Interiorizarme para
ser buscada y querida. Progresos hacia la indiferencia.
Tentación de diario. Los diarios son intentos de apuntalar a solas la
identidad que se va a pique.
7 de julio, madrugada
373
7-8 de julio
Soñé que iba conduciendo yo sola el coche de Anita por un camino pa¬
recido al que sale de Santiago de Compostela hacia Bastábales. En un
determinado momento se cruzó un niño negrito y, mirando hacia
atrás, vi que lo había atropellado. Pero seguí adelante, tratando de
ocultarme el hecho a mí misma, aunque presa de una leve inquietud.
Luego volvía a mi casa de Madrid y era casi de noche. Y en la habita¬
ción de delante que da a la terraza estaba debajo de la mesa hinchado,
sangriento y febril el niño atropellado, quejándose apenas. Era encan¬
tador y de una extremada dulzura, pero yo no me quería dejar invadir
por sentimiento alguno de humanidad, sólo me invadía el pensamien¬
to del disimulo, de declararme al margen de aquel hecho. Otro niño
más pequeño, de unos cuatro años, que estaba también jugando por
allí me dijo que su amigo estaba malito, que le había hecho pupa un
coche, pero de los interrogatorios a que le sometí saqué en consecuen¬
cia que no me consideraba implicada. No sé cómo habían llegado allí.
Me dijo que el negrito no tenía padres, que vivía en un asilo de negri¬
tos que estaba por aquella carretera. A mí sólo me preocupaba el hecho
de devolverlo allí sin despertar sospechas. Otra persona que apare¬
ció de repente (no sé si era Olga) me ayudó a vestirlo con ropa limpia
y a lavarlo y parecía haber mejorado. Me tranquilicé. Ni por un mo¬
mento se me ocurrió albergarlo en mi casa.
En otro tramo del sueño íbamos en un coche a despedir a Gustavo
Fabra, Guillermo Delgado y yo, porque le hospitalizaban. Iba con mie¬
do y melancólico, como si supiera que se iba a morir. Yo trataba de ani¬
marle. Tenía el pelo muy suave y era más joven. Me despedí de él en una
galería oculta como de claustro de algún monasterio. Me consolaba
pensar que al salir podría comentar aquella escena tan triste con Gui¬
llermo y que él me consolaría, pero vi que él iba delante de mí sin ha¬
cerme caso llevando por la cintura a una amiga que se llamaba Ana. Me
dijeron adiós distraídamente con la mano. Luego estaba yo sola en un
edificio público, una especie de Ayuntamiento, y unas señoras caritati¬
vas como del Opus, porque me vieron salir sola y pensativa por unas es¬
caleras, me dijeron que podía pasar a una sala donde daban café gratis,
pero les dije que no, que a mí el café me gustaba muy caliente. Un poco
después volvía a aparecer Guillermo Delgado. íbamos de paseo por un
campo y me contaba que él los primeros diez años de su vida había vi¬
vido en una finca del conde de Guadalhorce y que podía dar muchos
datos. Era una historia complicada que no recuerdo bien, pero creo que
desvelaba aspectos muy inéditos y un poco siniestros del conde. A tra¬
vés de la historia quedaba también en claro que Guillermo, de niño, ha¬
bía sufrido mucho. Atardecía, era como por los alrededores de Segovia
y yo me sentía muy acompañada por Guillermo.
374
Por la mañana del día 8 he puesto la radio y he oído la noticia de que
ha ardido el sanatorio psiquiátrico de Conxo, me he quedado muy sor¬
prendida. Por esa carretera iba yo cuando atropellé al negrito. Aparte de
que Conxo tiene mucho que ver con conversaciones que he tenido con
Gustavo Fabra. Me ha parecido tener todo una extraña relación. Por eso
lo escribo.
12 de julio. Ateneo
375
biese respirado mejor el ambiente en calma del xviii». Lo compara con
Valera: «tan ajeno al contagio romántico pese a la cronología cumplida
en ellos».
Buscó el equilibrio por el análisis de las cosas, la comprensión, la
medida, la cautela. La insuficiencia de tal actitud es notoria en materia
política. Pero ¿hasta qué punto de descomposición no habría llegado la
España del xix tan violenta, banderiza y contradictoria si el país no hu¬
biera producido la templada y ondulante línea que va de Jovellanos a
Silvela? Freno al energumenismo.
No se complace estéticamente en un paisaje sombrío, escribe a ma¬
nera de un médico que quería aplicar, después del diagnóstico, el trata¬
miento.
* * *
Mientras me sirven la otra remesa de libros -la una menos cuarto- pien¬
so en las oscilaciones y altibajos de mi historia literaria, la historia de
mis aficiones, quiero decir, sería bonito escribir esta historia al salto, se¬
gún va surgiendo. Guadalhorce (que ya sé a lo que remite por mi vin¬
culación personal con Torán) me lleva a Silvela y Maura; y Maura, de
improviso, cobra sangre actual por la irrupción (en mis retahilas y en mi
vida) de C. y ahora todo esto enhebra, de pronto, con mis primeros y,
al parecer, casuales y espontáneos deseos de asomarme al xviii, que,
por cierto, podría aprovechar este hilo para fabricar un bonito y faulk-
neriano discurso para leerlo en Soria este verano.
¡Qué bien estoy esta mañana! ¡Qué bien se recupera, entiende y en¬
hebra todo! Los Usos amorosos tienen que ver con todo.
* * *
6 de agosto. Morning
376
se deslice por cauces irreversibles y consabidos, sin desviaciones, todo
predeterminado. Anita aún lo padece. Nunca se preguntaba «¿Eres fe¬
liz?», «¿lo has pasado bien?», «¿de qué tienes ganas?». Se preguntaba
por los requerimientos puramente materiales, satisfacciones pobres que
se querían abrir de modo proteccionista para arrogarse el mando y el
ala de la clueca: el frío, el hambre, el sueño, la fiebre. Conjurar los acci¬
dentes, los imprevistos, conjurar la vida, temerla, amurallarla, limitarla,
tenerla a buen recaudo: «el buen paño...».
Versiones múltiples
* # *
Defiendo la alegría,
la precaria, amenazada,
difícil alegría,
mi ración de alegría.
No me arrastréis al pozo.
No os lanzo mi alegría
a modo de ofensivo privilegio
os la tiendo simplemente,
como una mano.
Sólo desde esa parcela
titubeante,
cuestionable, de alegría
que riego y rastrillo
que levanto y defiendo a duras penas
contra viento y marea
como única bandera
a que quiero alistarme
os consigo mirar,
entender, ayudar
377
dirigir mi palabra
poner tal vez, alguna cosa en claro.
No me la reprochéis
como un pecado inmundo,
ni adobéis de negrura
sus colores ya un poco desteñidos
de tanto restregarlos noche y día.
No me arrastréis al pozo.
378
CUADERNO 16
381
Cuaderno de bitácora
(Anejo a la redacción de la biografía del conde de Guadalhorce)
Martes, 27 de abril
382
Domingo, 2 de mayo
En Pedro de Valdivia desde las seis de la tarde con Torán, don Jaime y
Guillermo Delgado. He decidido aceptar el trabajo. Hablamos de Dalí,
de Buñuel, de la Generación del 27, de las exposiciones de Sevilla y
Barcelona. Don Jaime aporta comentarios y recuerdos de su padre.
Guadalhorce nació un año después que Machado y en Sevilla, como él.
Pertenece a la Generación del 98 y hay que estudiarlo en tal contexto,
como exponente de la rama fecunda y laboriosa de esa generación. Si¬
tuarlo como descendiente del pensamiento de Joaquín Costa, entre los
hombres que se esforzaban por la regeneración y el bienestar material
de la patria exhausta por la pérdida de las colonias. Torán me regala una
cajita con hebras de azafrán puro, me enseña unos zapatos bordados,
tomamos té; y desde una mesa nos mira un retrato al óleo que hizo hace
años Guillermo sobre una fotografía del conde y que siempre había vis¬
to en casa de Torán. Seguimos siendo los mismos. Me voy a cenar con
Guillermo y me despido de don Jaime, que regresa a Barcelona.
Domingo, 9 de mayo
383
Procuraba frenar mis preguntas, pero recogía cuanto escuchaba embe¬
biéndome de ello. Mi actitud y mi interés debieron ser alentadores para
Benjumea, porque contó espontáneamente muchas cosas. A este tenaz,
intrépido e imaginativo conde de Guadalhorce ya le tengo cierta queren¬
cia: le empiezo a considerar «mi muerto». He visto una fotografía suya en
una revista de ingeniería que tiene Torán. Era bajito, como Macanaz. Me
falta ver su letra. Iré a casa de Benjumea dentro de unos días. Ha puesto
a mi disposición todos los documentos y papeles de que dispone.
Del 10 al 15 de mayo
16 de mayo
Del 17 al 23
384
Lunes 24
Con Torán en Pedro de Valdivia y luego tomando una copa con Diego
Salón.
Del 25 al 30
385
.
'
CUADERNO 17
'
Diciembre de 1976
Las encuestas
* * *
389
Los que éramos niños durante la guerra, aquellos a los que cuando
bajábamos a jugar a la calle nos encarecían nuestros padres que no ha¬
bláramos de esto o de lo otro, los nombres de Brúñete, Guadalajara, Bel-
chite o el Alcázar de Toledo, se quedaron agazapados en los repliegues
de nuestra memoria junto a imágenes, canciones y comentarios frag¬
mentarios e incomprensibles, orlados del fuego y misterio que rodean a
todos los tabús.
* *
Hoy en día gusta mucho decir: «es increíble», quizá es una de las expre¬
siones más usadas por la juventud, como si buscara en ella un reducto
acogedor. Se trata, creo, de un rechazo a todo lo que la vida se empeña
en manifestarnos con tantas explicaciones claras y juiciosas. Una año¬
ranza del mundo de los mitos, que esos mismos jóvenes se encarnizan
en derribar. Profanan lo mágico mezclándolo —acríticamente e inadver¬
tidamente- a lo más vulgar y cotidiano, rebajándolo.
390
No sólo para mi consideración, sino -hoy estoy segura- también para la
de ellos. No podrán desentenderse nunca de su estela zozobrante, resi¬
duo, a su vez, de la zozobra que en mí dejaron. No sé lo que piensan,
no hay ya hilo, sino hilo roto. Y eso les confiere grandeza literaria a es¬
tas historias: lo quebrado, lo que admite pluralidad de interpretación. El
enigma que nunca cesa ni se disuelve, alimento perenne de neverending
tale, surtidor inagotable.
Esto puede enlazar con el tema de Pesquisa personal, pero debo na¬
rrarlo en forma más simple y escalofriante a la vez. Menos introspec¬
ción, menos claves para el lector de que estoy escribiendo una novela
fantástica.
El discernimiento trabajoso, el reflexionar como a través de lianas
enfangadas. La mente por mi lado y los actos por otro, escapando al
propio control. Y la pesquisa eterna, inapagada, luz de la mente, única
referencia para no matarse porque aun a despecho de las agobiantes evi¬
dencias se intuye que hay otra cosa, emanada de esa oscuridad, de esos
mensajes de los sueños. Resistir en ese universo vislumbrado, a su am¬
biguo amparo.
Dictaminan los psiquiatras: «ese hombre está loco, hay que curarlo»,
es lo que pretende arrancar y conjurar la raíz del misterio. Pero no les
sirve de nada. Su propio barco, avanzando al lado de los de esos «lo¬
cos», hace, a la postre, agua por miles de agujeros que definen pero no
controlan.
Releyendo las cartas, al cabo del tiempo, lo primero que me pre¬
gunto es ¿pasó esto de verdad?; y en la ambigüedad que me despierta
esta pregunta ahora, cobran una fuerza de piedra rara que entonces sólo
tenían como acontecimiento maravilloso, sí, y apasionante, pero del que
no me cabía dudar.
Locura y sueño no son más que modalidades de una razón superior.
«La ciencia no nos ha enseñado todavía si la locura es o no lo sublime
de la inteligencia» (Edgar Poe).
391
aparente ingenuidad y prudencia. Despistando. Se van a quedar fríos.
Dinamita pura y -hasta ahora- no la había disparado. Ya es hora.
En los cuentos de la infancia -en el terror y perplejidad que despier¬
tan- está sembrada para siempre la semilla -que combatimos o no, que
germina o no- de nuestro gusto por lo fantástico. Mi tendencia a abomi¬
nar de las soluciones, de las explicaciones, de los finales felices (tanto en
las historias reales como en las literarias) me garantiza esa pervivencia de
la semilla. (En «La mujer de cera», tal vez escribí mi mejor cuento.) En El
balneario no debía haber terminado diciendo que era un sueño. La se¬
gunda parte se lo carga todo. Es un pegote cobarde, acomodaticio.
Releer los cuentos de Thomas Hardy. El afán de perennidad (vencer
a la muerte) mezclado con el de fugacidad. Si se resucita a la amada la
vida volverá a ser plana, vulgar, tendrá un final previsible y consabido.
Se juega -en literatura- con esa ambigüedad que el autor conoce. Y en
el amor también. Volver a tener lo que se tenía impide vivirlo en la evo¬
cación, que supone su perennidad, el triunfo sobre su muerte.
La reaparición de personajes a los que el tiempo ha transformado en
otra cosa. El reencuentro. Esquema perfectamente intuido y elaborado
en el Pinocchio de Collodi.
(Emociones retrospectivas evocadas, inesperadamente, en común.
Esto es el polo opuesto de la transformación: la recuperación esencial
del tiempo que se creía perdido. Huellas en otro.)
El oyente -o lector- ante una historia inverosímil piensa, o bien «me
está mintiendo» (el narrador) o bien «se está engañando él a sí mismo,
equivocando». En este segundo caso, si sospecha que el narrador en su
engaño es sincero, es decir toma mentira por verdad, la forma en que lo
cuente dará fe de que esa mentira se haya convertido o no en verdad. Es
decir, si el calor y calibre del autoengaño del narrador es tal que puede
contagiarlo al oyente, vale, es verdad.
Día 23
Voy a ver a Liliana, le llevo las fotos. El sueño eterno de Bogart. Viene
Jesús.
Con Nacho en Fuentesila, Casino mercantil y Club de Bridge. Larga
tertulia en casa hasta las cuatro y media. Han cogido a Carrillo. Me ha¬
bla del mundo de Cambio 16, de sus defensas frente al chisme.
392
Coincidencias de sucesos en el tiempo que luego se descubren como
tales y provocan la emoción literaria. Los «quién me iba a decir a mí que
en aquel momento se estaba muriendo mi madre» y similares rompen la
armonía del relato y al tiempo la refuerzan por su contraste inabarcable
y brutal. Fundamental en literatura (relatos paralelos, laterales). Las des¬
pedidas inadvertidas (muertes de Ignacio y Gustavo). ¿Qué hacía yo en
aquel momento? Es lo primero que me pregunté. ¿Cómo no estaba a
su lado?
Parar mientes de forma profunda en el pandeterminismo significa
transformarse. Se derriban las convenciones y el tiempo acude a nuestro
redil de otra manera. Ahora, mientras escribo esto en la cama, la maña¬
na de Nochebuena de 1976, ya he desterrado, al calor de mi transfor¬
mación en ser pensante y apasionado por la lectura de Todorov, el pri¬
mitivo proyecto de salir a cobrar el cheque de la nómina o a otros
recados, me he opuesto al devenir de acontecimientos cotidianos que
congelarían este fluir de pensamiento puro, todo aquí en mi cuarto co¬
bra repentinamente un sentido profundo y enlazado, desaparece la obli¬
gatoriedad de atender a los argumentos de la Navidad de consumo, se
ha operado en mí la transformación esencial.
Yo me he ido transformando progresivamente en disponibilidad per¬
ceptiva pura a lo largo de estos últimos diez años, antena, diapasón, mé¬
dium que concita y atrae las significaciones a fuerza de acecharlas. An¬
tes juzgaba con arreglo a esquemas exteriores elaborados por otros, por
los que legislaban. Ahora sólo atiendo a lo que se produce, tal como lo
padezco y lo interpreto por mí misma, lo abarco todo, me sorprende
igual lo más inesperado que lo más aparentemente inocuo, pero a nada
me opongo por principio, mi puerta está abierta de par en par. Épa-
nouissement.
La metamorfosis: tema constante de los sueños. Yo era yo pero no
era yo, etc. Desdoblamientos. Te transformas, se te cambia la voz. Ten¬
tación de provocar esa situación en que el otro va a transformarse o de¬
jar caer su disfraz.
Yo he llegado a identificarme tanto con los demás, a entrar con tal
grado de intensidad y certidumbre en su alma (siempre en momentos
íntimos, fugaces y aislados) que luego puedo seguir sabiendo lo que les
pasa, viviéndolos desde lejos, soy protagonista, en sueños, de aventuras
que tal vez ellos, ajenos a mí, están viviendo, y a mi vez estoy segura de
aparecer en sus sueños.
La enajenación del amor se contrapone al mundo del «yo», de la mi¬
rada. Cegué y no vi. «Le trouble de mes sens alia jusqu’á Femportement:
je sentáis le feu circuler dans mes veines, je voyais á peine les objets envi-
ronnants, une nuage couvrait ma vue» (Manuscrito hallado en Zaragoza).
La vista, el «yo», vuelve cuando cesa esta turbación. Sólo entonces es cuan¬
do la historia de amor se hace de uno, puede ser descifrada y escrita.
393
El parentesco literario, bien conocido de todos, entre el amor y la
muerte, puede simbolizar el exceso de enajenación, la muerte del pen¬
samiento, de la lucidez. «Es a par de muerte» (Cancioneros galaico-por-
tugueses).
Transformación-metamorfosis. O bien el amor carnal, intenso y ex¬
cesivo, con todas las transformaciones y alteraciones que acarrea, es
condenado o bien es exaltado. Pero en cualquiera de los dos casos exis¬
te oposición entre ese estado y el de la claridad, la lucidez, el bien, etc.
Lo fantástico estriba en la transformación de la mirada. No sólo la
nuestra sobre el mundo, sino la de otros ojos dando vida a los nuestros.
Thémes du régard.
Las coincidencias y avisos de la mirada inadvertida solamente pue¬
den ser interpretadados posteriormente. En el momento de producirse
son fogonazos que se almacenan en algún recodo de nuestra morada in¬
terior y su hilo significativo aparece luego -a traición, puñalada- en los
sueños o abruptos vislumbres que nos sobresaltan de improviso. Se acu¬
ña lo esencial, lo que ya en sí llevaba materia significante porque aludía
a lo fundamental. Nada se trenza entonces sino luego, nunca al produ¬
cirse. Pero el germen de la trama estaba, se incuba ya al acontecer argu-
mentalmente, eso es indudable. Lo que pasa es que el caldo de la vida
todo lo enmascara y confunde, no deja ver la lógica de su escondida ur¬
dimbre. Pero lo que era, lo que estaba, reaparece, no puede por menos
que reaparecer. Es cuestión de atención, de concentración, de actitud.
Lo que decía Amando: «A los demás no les pasan las cosas que a no¬
sotros». Es cuestión de una extraña disponibilidad para acoger lo mági¬
co, se guarda todo, aunque de momento no entendamos su texto.
Estoy escribiendo estas cosas la noche del 26 de diciembre apoya¬
da sobre una de las mesas de Diario 16, entre Miguel Logroño, Nacho
y Angel F. Santos, que teclean embebidos en su tarea, ajenos a mí.
27 de diciembre
28 de diciembre
394
29 de diciembre
Día 30
Copio una frase de Cavafis: «Si no puedes hacer de tu vida lo que qui¬
sieras, trata al menos de no envilecerla con demasiados contactos con el
mundo, con demasiadas gesticulaciones y palabras. No la despilfarres
arrastrándola de derecha a izquierda, exponiéndola a la estupidez coti¬
diana de las relaciones humanas y de la multitud, no sea que vaya a con¬
vertirse de este modo en una extranjera inoportuna».
31 de diciembre
395
nes y anécdotas apagadas. Todo eso ya lo sé, me digo, ya lo sé. Pero lo
único que yo deseo es estímulos para continuar, para no querer morir¬
se, para darle verónicas al toro de la muerte. Porque morirme no quie¬
ro, ni someterme a las leyes de la necesidad. De ninguna manera.
Quisiera estar siempre en la vertiente amenazada pero sin angustia,
sin miedo. Me parece no haber roto con mis padres, pero es una apa¬
riencia. He roto con ellos más, mucho más, que Marta conmigo. Por eso
me apesadumbra verlos, continuar la farsa. Con mi madre no, con ella
enlazo por la mirada, por la vida, aunque no hablemos. Sólo a ella per¬
tenezco, sólo ella sería capaz de entender lo que soy, aunque lo supiera
a fondo. Porque ella es eterna, va desparejada de sus argumentos.
«En el fondo, es siempre la seriedad de la ley lo que priva al hombre
de toda alegría de vivir» (Schopenhauer).
«Hasta una vida tan miserable como la nuestra puede consentir que
en un relámpago lleguemos a ser héroes de nuestra propia pasión», dice
Savater.
Había pensado aprovechar esta última tarde del año 1976 para em¬
pezar a escribir algo sobre los usos amorosos de posguerra: me ha revi¬
vido el propósito la novela de Manuel Puig, pero luego lo he ido dejan¬
do por pereza y porque ha venido Marta y hemos estado hablando. Pero
mi proyecto era haber empezado hablando de cómo me encontraba en
el cuarto esta tarde, mientras cae la lluvia y yo aguanto aquí, añorando
ligeramente la llamada que no se ha producido. Y luego imaginar que
un entrevistador venía y me preguntaba que cómo había pasado el año
y lo que había pensado a lo largo de él y cómo era mi infancia y cuáles
mis lecturas y yo le hablaba de Franco y de su muerte y luego de mis re¬
cuerdos de películas infantiles, del Instituto, de los bailes, etc. Y también
de mis años de madre abnegada en esta casa, prisionera de un tiempo
que se escurría y ahora no sé pormenorizar, de mis proyectos de libros,
de mi afición por lo fantástico e inacabado y ese gesto siempre ambiguo
e inteligente frente a las cuestiones del sexo que, por otra parte, según
se lee en mi mano, me preocupan tanto, la sublimación que dice Freud.
Y seguir por ahí hurgando en lo de los usos amorosos de la posguerra.
Que a veces no sé a quien contar mis historias más verdaderas.
Va a venir a buscarme Olga para ir a cenar a casa de Pepe Álvarez
Junco.
396
irracionales logras disiparlo mediante el análisis y la inteligencia, estás a
salvo del morbo de su influjo. Pero te resistes a disiparlo; ellos quedarían
en ese caso desintegrados y a tu merced. Y de la otra manera estás tú a
merced de ellos. Pero es absurdo estar a merced de un ser menos inteli¬
gente que uno, que domina por medio de la huida y las trampas. Ani¬
quila nuestro ser, y nuestra lucidez. Es el imperio del mal. No quiere uno.
El interlocutor
397
ponía un problema. Son ellos, a fuerza de intentar explotarla y dirigirla,
los que hacen nacer, con el regodeo de hurtarles ese producto que nos
reclamaban, el deseo de elaborarlo buscando una fórmula personal e
inédita.
Este estallido, surja a la edad que surja, tiene siempre algo de clan¬
destino y suele coincidir con la necesidad de evocar o inventar un inter¬
locutor valedero a quien dedicar nuestra cuita, impresiones o fantasías.
El confesor
398
amasando para autoafirmarme, una narración hecha de tanteos, de in¬
genuas rebeldías, de deslumbramientos solitarios. Era un placer pura¬
mente literario el de aquella narración que se incrustaba a contrapelo de
la otra que temblaba y oscilaba al raso como una hoguera alimentada
de palitos, de pecados acarreados con audacia y delectación, historia se¬
creta que se podía contar en secreto.
Pero la confesión sacramental, a pesar de proporcionar una oca¬
sión para este deseo de contar algo nuestro en secreto, se convertía en
una ceremonia rutinaria y totalmente insatisfactoria. El confesor, aque¬
lla sombra oculta y anónima, tenía de bueno que no nos juzgaba con
demasiado encono, acostumbrado como estaba a escuchar pecados
mucho más terribles y ofrecía la garantía de que no le iba a contar a na¬
die nuestro secreto. Pero aquella discreción y benevolencia a que esta¬
ba obligado por su oficio se las cobraba también por otro en indife¬
rencia por nuestra historia, en la impaciencia a duras penas disimulada
con que solía escucharla y que cualquier niño un poco sensible perci¬
bía de inmediato.
Si pienso ahora, al cabo de los años, en los ejercicios preparatorios
que yo hacía en la infancia antes de irme a confesar, recuerdo que esta¬
ban presididos, sobre todo, por el deseo de reclamar una punta de aten¬
ción para mis historias secretas. Nunca he sido mitómana ni me ha gus¬
tado inventar pecados excitantes que no he cometido, así que la única
novedad que me cabía introducir para que aquella ceremonia tuviera al¬
gún aliciente y no cayera en el aburrimiento mortal residía en la elabo¬
ración previa del cuento de mis pecados, en el «cómo se lo voy a contar
para que le interese y se sonría un poco». Y esto no sólo por salvarme
como protagonista de la narración misma, a la que ya me iba apegando
según la preparaba, sino por compasión hacia aquel pobre hombre que
tanto se debía aburrir allí sentado en la penumbra. Si había faltado a
clase, lo que me hubiera gustado saber contarle al confesor era la tarde
tan buena que hacía, el color que tenían las nubes encima del río, o las
cosas tan graciosas que decía el charlatán de la culebra que vendía un¬
güentos en la plaza del mercado, no sólo para justificar mi falta y em¬
bellecer mi figura sino para aliviar la monotonía de aquel menester;
traer, con el relato, un poco de luz y de vida a la imaginación de quien
estaba condenado a alimentarse de historias ajenas. Pero una vez arro¬
dillada allí, todo, empezando por la postura tan forzada, se confabula¬
ba para apagar mis propósitos narrativos y me incitaba a un apresurado
resumen en espera del no menos rutinario consejo seguido de la abso¬
lución y la penitencia. No había manera.
Sin embargo, la confesión sacramental no revela de forma definitiva
su insuficiencia hasta que el tema de nuestra narración egocéntrica no
incorpora los elementos de pecado que le dan el espaldarazo rotundo
de autonomía: los de amor. Esa es la piedra de toque de su endeblez.
399
Cuando la historia que vamos a contar es una historia de amor, ahí ya
no se soporta que se oiga como otra cualquiera porque es única, ni que
la configuración solitaria del relato, aquella apasionada combinación
verbal de los términos narrativos elegidos cuidadosamente, vaya a topar
con el muro del consejo o de la condenación.
Ese día se nos hace añicos contra el suelo la confesión sacramental,
no tanto por lo que nos prohíbe cuanto por lo que nos decepciona
como vehículo de comunicación y participación narrativa. A quien va a
contar una historia de amor le parece lo más injusto del mundo no ver
brillar los ojos y alzarse en olas de emoción solidaria el hecho de su in¬
terlocutor, notarle distraído en la preparación de una receta de reperto¬
rio para nuestros excesos. Hasta ese momento podíamos haber perdo¬
nado que el confesor no nos escuchara, que estuviera más atento al
cuánto que al cómo, que no se hubiera fijado en si el cuento se lo con¬
tábamos bien o mal, pero en el terreno de la narración amorosa -cuan¬
do por primera vez ponemos en el asador carne realmente nuestra- no
cabe admitir la atención fingida o embotada. Una historia de amor
no se puede escuchar como otra cualquiera. Porque es única. Ahí es
donde la confesión sacramental nos deja de valer; ha puesto los cimien¬
tos para nuestra narración egocéntrica, para nuestras primeras intros¬
pecciones literarias, de acuerdo. Pero ya se acabó. Nos levantamos.
Rezamos sin convicción los padrenuestros. Hay que buscar el interlo¬
cutor por otros pagos. O simplemente soñarlo.
* * *
7 de enero
Estuve en el Ateneo todo el día, previo comer en Alcalá 35. (Llevé unos
langostinos.)
En las páginas anteriores quedan muestras de mi trabajo.
Cené con Mauro Armiño en Pereira, y estaba por allí también Gar-
ma. Mauro me estuvo enseñando las pruebas del libro de Gustavo.
Luego vino a casa Millás y estuvimos hablando del neverending. Es
muy lúcido y me puede ayudar, en adelante, hablar con él. Tanto a él
como a Ricardo les parece sugerente conservar dos letreros laterales del
borrador. Esto facilitaría las cosas, esa ligereza de factura (aun cuando
amplíe algo) que también Nacho me insta a conservar. Tal vez revise lo
ya hecho y lo despiece un poco en este sentido para que, en este caso, el
libro tuviera una mayor unidad. No chupar la pluma antes de ponerse a
escribir.
400
Pienso ahora que estas notas que a veces tomo en los trenes (voy ca¬
mino de Segovia el día 8, hace un sol hermoso) son como piedrecitas en
el camino, para regresar al equilibrio luego. Si dejo miguitas, se las co¬
men los pájaros. Es piedrecitas lo que hay que poner.
He visto unos corderos. Y vengo en paz después de hablar con Be¬
lén Tejerina, una maravilla de persona, en El Gijón. En este viaje la he
conocido y se me ha acercado verdaderamente. «Si lloras porque has
perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas.» Ahora mis¬
mo, al calor de lo que acabo de hablar con ella, y mirando esos corde¬
ros que pacían un poco más allá de Mirasierra, he recuperado en su
verdadero sentido una frase lejana de aquel cuento que le gustaba tan¬
to a la Torcí, era algo que convertimos en una canción: «Abuelita, abue-
lita, que ya me han vuelto los ojos». Sí, me han vuelto los ojos, siempre
me pueden volver.
Anoche la Torcí, después de irse Millás, estuvo hablando conmigo
de sus sospechas detectivescas y del signo Géminis hasta las siete de la
mañana. Fue una noche en blanco, totalmente aprovechada y feliz. Me
gusta mucho oírla traducir para mí aquel texto con tanta viveza y en¬
tusiasmo. «No te aburrirás.» Y yo ¿cómo me iba a aburrir? Allí con mi
niñina.
Esta mañana, a pesar de que había dormido muy poco (me despertó
Belén temprano) he visto el sol y he sentido el pronto entusiasmado. Exis¬
te A., me espera, me espera la buhardilla alta donde podré poner orden a
mi caos. Hoy hace medio año del ocho de julio. Romper. Cambiar de pos¬
tura. Lo de la pulsera me ha ayudado al desafío, a la reacción. Ya está
bien de dejarse llevar por la inercia y por las «resonancias». Todo es nue¬
vo, todo se despliega para que yo lo mire en este sábado glorioso de sol.
Sí. Me han vuelto los ojos. Acabamos de pasar Galapagar, antes de
llegar a Villalba. De repente he revivido la escena del piquete que Flori-
dablanca mandó a esperar al extraño prisionero Luis Vidal y Villalba,
que venía de Londres. La exploración de su equipaje. Tengo la suerte de
recordar esta historia como si fuera verdadera y actual, como si me hu¬
biera pasado a mí. Historia abierta, enigmática. ¿Por qué no la escribo
así, en plan de historia fantástica, enigmática y abierta, explicando el
proceso que me ha traído a recordarla? No necesitaría casi ni tener que
volver a los archivos. Sería un ejercicio literario divertido y apasionante
para mis ratos de desaliento. Inventar el montaje original que le podía
dar. Explicar mis reflexiones posteriores a Macanaz, las diferencias y
concomitancias entre la historia y la novela. A pegotitos sueltos. Sin pre¬
tender cerrar ni redondear. Tal como se conserva en mi memoria. Releer,
a este respecto, como ayuda, el Todorov.
Puedo hacer muchas más cosas de las que pienso si cambio de ses¬
go, si no me empeño en concluir (vicio arranadísimo en mi ser, tal vez
por lo de la «resonancia»). Recordar lo que hablé anoche con Millás.
401
Embarcar al lector en el proceso mismo de la historia. Lo haría con mu¬
cho más talento que el argentino de la novela de Alfaguara (mano entre
el pasado y el presente). De forma mucho menos pedante. Agua clara.
De estos negocios del hilo entre el pasado y el presente lo sé todo. Se¬
ría, partiendo de reflexiones sobre lo -a pesar de todo- inconcluso del
Macanaz, como aventurarme, en plan «desarra», por los vericuetos ines¬
perados de un género nuevo, que se iría creando al escribirse. No creo
yo que nadie haya vivido estas transformaciones mágicas del hilo del
tiempo con menos academicismo. Podría meter muchos retales sobran¬
tes del neverending que tal vez a ese libro no le conciernen propiamen¬
te. Lo aliviaría del material que me agobia.
Parches sor Virginia. Cuadernos de todo. Coherencia poética. Para
mí no es un problema esto que me propongo. Es un placer paralelo y
enhebrado (intrincado estrechamente) con el de mirar ahora mismo el
sol sobre la nieve, según nos acercamos -precisamente- a Cercedilla. Es
un pire ir escribiendo así, enhebrándolo todo en mi memoria, como un
ballet lleno de significaciones, según escribo. En el último viaje a Sego-
via, venía con Alina. Le hablé de Cercedilla.
Y hoy Cercedilla me recuerda también mi ascensión por la nieve a
ver a P. aquella otra mañana de invierno. El es la luz, el bien, se engran¬
dece su lealtad en este momento. Le tengo que escribir. Declaración de
amistad.
Es que cuando me pongo a escribir creo que al posible lector le im¬
porta más el producto cultural cerrado que le ofrezco que mi propio dis¬
curso. Y no sé por qué lo sigo creyendo rutinariamente, por qué me aga¬
rro a esa trabajosa creencia (¿por qué?) si últimamente tengo noticias
más que suficientes de todos mis amigos-lectores para saber que no es
así. Tanta elaboración no hace falta, es dañina, vuelve de piedra hacia
los demás mi mano viva, mi fleco desflecado de memoria.
Acabamos de llegar a Navacerrada. Las cuatro menos cuarto.
La literatura es sugerencia, plena sugerencia. Al lector le interesa
más lo que le sugieren que el oficio, lo que dan terminado desde un es¬
tadio alto, donde no cabe participar. Sólo la admiración boquiabierta
(¡qué bien escribe esa tía pero qué lejos la veo!). No se trata de desba¬
ratar a propósito (Goytisolo) sino dar desbaratado lo que nace en vivo
desbaratado, no reconstruirlo mediante ejercicios forzados. Acabo de
verlo. Ayer, hablando con Mauro en el Ateneo, no se lo podía explicar.
La literatura es su propio fluir, cuando éste es verdadero. Un pequeño
artificio siempre se requiere, sí.
Pero volver ahora sobre historias frías como Pesquisa me haría tener
una fidelidad de oficio y forzada a algo que tal vez se haya muerto. Yo,
la historia que servía de base a ese cuento, ya no la veo así, se me ha
roto por otros despeñaderos que es en los que estoy ahora. Dar más
bien noticia (artificiosa pero no tanto) de los despeñaderos será siempre
402
mejor que empecinarme en volver a poner mi mente en lo que sentía en
Portugal cuando trataba de disfrazar mi realidad herida y maltrecha es¬
cudándome detrás de aquella historia puramente hueca, falaz, de cartón
piedra.
Acordarme de lo que me dijo B. de Retahilas. Me avisó de que por
algunos puntos sonaba a hueco. Y tenía razón.
Cercedilla. Las cuatro.
El paisaje, con el sol sobre el musgo, con los arroyos saltando entre
las piedras, parece enteramente de nacimiento. ¡Qué tarde tan espléndi¬
da! Humo a lo lejos, por San Rafael. Las nubes bajas ponen una bu¬
fanda de perla en torno de la montaña. Bellísimo.
No tengo tanto que hacer ejercicios literarios sobre sentimientos
cuanto decir la verdad, adecuar las relaciones visuales, engarzarlas con
las conexiones de la memoria y aprovechar la invención formal que vaya
surgiendo a la par de este ejercicio. Montarse en marcha, encabalgar las
impresiones verdaderas, indiscutibles porque la mirada y la inteligencia
de ese momento las constatan y refrendan.
Tablada. Las cuatro y cinco. Llevo una hora seguida escribiendo.
Y si me pongo a escribir en Dr. Esquerdo, allí, en plan de escritora fren¬
te al papel, en una hora no saco nada. Ventaja de escribir en los trenes.
Ya cuando fui a Soria y a Barcelona lo comprobé. Pero hoy más que nin¬
gún día. Estoy absolutamente pirada. No sé por qué no va a ser suge-
rente este ejercicio. Cuando las cosas son verdad, siempre golpean con¬
tra algún muro.
La nieve pura. Se ha nublado el sol. Estamos en Gudillos. Ha sido
salir de un túnel y ha cambiado de pleno el paisaje. Ya. Otra cosa. Qué
alegría. No quedarse demasiado tiempo abrigado en visiones o convic¬
ciones definitivas. San Rafael. La Torcí. Niña de humo.
No va a hacer sol en Segovia.
9 de enero
Ayer tarde paseo de niebla y frío con Amancio. Belleza de los contornos
desdibujados en la noche. Le dije de broma que éramos Salicio y Ne¬
moroso.
¿Qué hace cambiar la ausencia? La credibilidad. Hace falta saber
que el otro te recuerda. Y si te instalas en esa creencia, ya da igual que
sea comprobable o no, basta con que el otro te la haya inculcado.
Noticia cronológica de la elaboración de este libro. Al cabo del jue¬
go es como un prestidigitador que quiere enseñar la trampa. No me in¬
teresa guardarla. Clave para descifrar el rompecabezas. A los interviuva-
dores no les quiero oír. Para ellos.
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¿47-7--
10 de enero
Orígenes. Prólogo II
406
que no está, les hablo de unos orígenes y de un proceso doloroso. Aho¬
ra, en vivo.
Al hablarles de los problemas de su elaboración sólo me salen anéc¬
dotas concretas. (Los pegotitos de La Toja, les enseño el cuaderno, lo
ven, se sonríen, pero el libro ¿dónde está? Cuando lo vea en los esca¬
parates y se haya configurado no será esto oscuro que me duele ahora
en su desorden, en su magma tan valedero. Y tengo miedo de acabarlo.)
Pero los problemas son fríos, abstractos. Me debo guiar sólo por lo con¬
creto. Lo concreto frente a lo abstracto.
Paréntesis de elaboración.
Sed de interlocutor
Mentira amorosa
407
bido protagonizar nada. Protagonismo vacío. Preferible es siempre un
modesto artífice, un mero cronista.
•fc *
Todo en la vida —nos dice esta novela— son enredos para ir pasando el
tiempo. Lo malo es cuando la pretendida «realidad» nos fuerza a tomar
cartas en los asuntos.
Ambigüedad. No moverse en esos sueños de gloria imbuidos en la
primera edad en las academias militares, a cuya imagen y semejanza
-modelos heroicos ambiguos- se forjan y anquilosan los hombres.
«Vencer la tentación de creer.» Cosa distinta es creer a solas en los
sueños, en los fantasmas. No hay cosa más dura que eso llegue, que te
digan: «Ya. Ahora actúa».
Revisar lo que dice R. Carr sobre los sueños militares de gloria (mu¬
chos son los llamados y pocos los elegidos). Las guerras se hacen para
aprovechar un oficio. Para saciar esas ambiciones inculcadas en los que
no se resignan luego a pudrirse en una oficina. Tragicomedia.
408
Kafka, como es sabido, es el padre de la literatura de la ambigüedad.
Pero unos han sabido aprovechar el legado, incorporarlo a sus propios
temas. Y otros no, otros son puramente miméticos. Ahí está la diferen¬
cia. También Hólderlin se alimenta de Platón.
«No lanzados al exterminio sino a una especie de operación catas¬
tral.» El tedio frente a la gloria. Es contar una expedición militar «como
si lo estuviera siendo». En el lector la sensación extraña de angustia se
deriva de esa meticulosa descripción, cuando conoce su intimidad. El
«como si».
Para Buzzati
* * *
409
de la mentira enlazada con esto. Un deseo de narración como portavoz de
la propia personalidad, excelsitud, salvoconducto prestigioso.
Me invento mis aventuras, me invento mis amores, me los saco de la
cabeza (y de otras narraciones, claro) compuestos a piececitas. Pero pri¬
mero dentro de la cabeza, sin prisa por soltarlo. Se inventa uno una his¬
toria y luego se la cree. En secreto. Eso ya gratifica. Elaboramos mimé-
ticamente sobre otras narraciones. Luego ya viene el ¿a quién se lo
cuento? Apliquemos este esquema al amor. Se ha inventado a solas y
luego ya es preciso proyectarlo en alguien.
Hay quien vive primero recónditamente, intensamente y no tiene
prisa por contar. Hay quien se echa a contar compulsivamente sin haber
vivido. No se alimenta de. Expele (copias foráneas). Envidia de inventar.
Una cosa hay clara: el buen narrador produce envidia. Es lo más envi¬
diado.
El envidioso compulsivo de narración no sabe mentir, no le ha dado
tiempo a inventar las propias mentiras, a habitarlas, a mandarlas, a
creérselas. Expande mentiras de otros. Ese es el plagio (kafkianos ma¬
los). Lo otro es el antiplagio (han aprendido de Kafka o de don Jaime o
de quien sea a contar, se han formado a su sombra, escuchándole, han
debido de). Quieren poseer, exhibir, ser dueños de una riqueza ajena y
no les sale. Tampoco se enamoran. Quisiera estar enamorada -decía la
Bovary- y no consiguió estarlo nunca. No supo esperar. Modelos no di¬
geridos. Narración vacía.
No es que otros amores sean más «verdaderos» que el de Emma Bo¬
vary. Es que su tragedia estaba en que no se los consiguió creer nunca
del todo, por más que se empeñaba. Por eso se mató. No se mató como
Julieta o como Melibea que se habían creído lo que se contaron. Y el
amor de éstas era igualmente «literario» si se quiere, porque todo amor
grande lo es un poco (o un mucho). Se mató por aburrimiento, no por
amor (por frustración de narradora).
Ni a sí misma se lo había sabido contar bien. Nuria sí, Nuria fue una
gran narradora de amor, se lo creyó a pies juntillas, para ella no existía
otra cosa más que ese amor desgraciado. Pero la narración —egocéntri¬
ca— no era frustrada ni le sonaba hueca, jamás le presentó dudas ni al¬
ternativas. Bastaba con mirarla, con oírla, llevó a las últimas conse¬
cuencias su historia de amor. No es el proyecto amoroso sino el estado
amoroso lo que se pretende conservar.
30 de enero de 1977
Soñé que iba con C. en un coche que conducía él, cuesta arriba por una
carretera peligrosa de curvas. Era un paisaje que me daba miedo. Se lo
dije y me apoyé contra él, me abrazó con el brazo derecho. Yo le empe¬
cé a besar y un coche que se nos cruzó tocó la bocina muy alterado,
410
como avisándonos de algo. «Vamos a llegar arriba», dijo C. despren¬
diéndose de mí.
Arriba había un puentecillo muy peligroso y frágil colgado sobre el
vacío y nos asomamos allí. El coche ya no estaba. De pronto la belleza
del paisaje se convirtió en miedo. Unos golpes de mar espeluznantes
surgían de las profundidades a nuestras espaldas y nos zarandeaban,
nos alborotaban el pelo. «Los del coche ya nos dijeron que no subiéra¬
mos», pensé yo. Y en ese momento una ola barrió el puentecillo y me
arrastró. Quedé colgada, enganchada de una especie de red de malla y
a mis pies el mar rugía. C. con mucha serenidad se arrodilló junto a la
estrecha barandilla, tiró con todas las fuerzas de la red y me izó. Nos
sentamos en un rincón, como debajo de una gruta abrazados. Cuénta¬
me cosas, no tengas miedo, me decía C., no tiembles.
4 de febrero
Intriga
9 de febrero
411
sión -y no por su rigidez- el virus de la crisis. Discordia contra concor¬
dia. Amañada, obligatoria y violenta.
Pocas veces al acabar un libro de seiscientas páginas piensa uno «lo
tengo que leer otra vez». Quijote.
Melmoth cambia de papeles, aparece inesperadamente, como con¬
trapunto de narración o bien aludido o bien contando él personalmen¬
te. Es un hilo quebradizo y variante.
A veces se para el lector como en medio de un torbellino, despierta
extraviado y fascinado y se pregunta ¿por dónde he llegado hasta aquí,
quién me está hablando de tantos narradores como incansablemente se
pasan la antorcha? Pero luego se vuelve a sumir en el relato, en la bo¬
rrachera, en la ficción, qué más da, le lleve donde le lleve.
Estupenda novela de pasión. Iromalee y Elmior serán para mí desde
hoy la quintaesencia de las hermanas románticas.
Después de la ruptura del amor pasan cosas que es como si ya no
pasaran. El punto álgido se ha cristalizado en la última sonrisa o mira¬
da no empañada antes de la transformación del amador en ser hostil o
indiferente. Esta transformación alcanza a la transformación del ser
abandonado.con relación a los otros acontecimientos, a la naturaleza, a
las fases de la luna. Es una trama de argumentos irrelevantes, a los que
se atiende desde el nudo de la propia angustia sin pulsarlos ni ser ya in¬
terlocutor real de su narración. Son como comparsas supervivientes de
la otra historia. Su crecimiento se ha detenido. El amor propicia la aten¬
ción, la ruptura de la desatención. Convierte uno en receptor -real o so¬
ñado- de la historia congelada a todo el entorno.
El tiempo que media hasta el reencuentro (en este tipo de novelas,
como también Cumbres borrascosas) es el elemento literario más im¬
portante y de hacerlo transcurrir acorde con los sentimientos de la pro¬
tagonista (suele ser mujer) o no saberlo hacer pasar así depende el éxi¬
to narrativo.
Arrebato y lucidez. Peripecia y reflexión. Sólo el amor que trastorna,
que pone en cuestión algo merece el nombre de tal. Conmueve los ci¬
mientos de la seguridad.
Para mí: Está bien esto de una historia repartida entre dos argumentos
que van enredando al protagonista y la forma de pasar de uno a otro. Y
supongo que luego confluirán (Navidad lateral. Historias laterales que
toman cuerpo, que se «incorporan». Alguien en quien todavía no se ha
fijado ni sabe las consecuencias que va a traer su amistad).
Es bonito que mientras piensa en sus cuentos le vayan ocurriendo
otras cosas: la realidad superpuesta. La forma de hilvanar relatos puede
recordar al Beso de la mujer araña.
412
Ambigüedad final de todos los folletines. Elogio de la subliteratura:
anécdotas más divertidas que el cuento.
La conciencia tranquila
Mariano Valle, joven auxiliar de operador famoso, sale con otros com¬
pañeros de asistir a una operación del sanatorio de Puerta de Hierro. Se
quitan las caretas, los guantes, se lavan. Mariano con otro médico de su
edad, Santiago, se echa a andar en silencio hacia el bar. Se ofrecen ta¬
baco. Se sientan y piden algo. Mariano mira el reloj. Está atardeciendo.
Tiene cara cansada. El otro se lo nota y se lo dice. Hay una conversación
a través de la cual nos enteramos de que Mariano está bastante agobia¬
do por su vida doméstica. Su mujer es muy gastadora y muy ociosa.
Nunca se sacia de diversiones, de cenas, le encanta salir por la noche.
Y él cuando llega a casa se encuentra siempre muy cansado, no hay con¬
versación posible ni consuelo para sus problemas, la mujer le considera
como una máquina de ganar dinero y de divertirla, le echa en cara que
es soso, que ya no la hace caso. Le parece un fardo volver a casa ahora,
le estará esperando con algún plan, fresca, pimpante. Todo le ha salido
fácil.
«¿Cómo se va a enfadar ningún marido de ver a su mujer guapa?
No hay más remedio que cambiar, encandilarlo», dice la peluquera.
Continúa la conversación de Santiago y Mariano, generación perdi¬
da. A Mariano le llaman por teléfono. «Será ella», dice. Va al teléfono.
Isabel sale de la peluquería. Llega a casa. Los niños no se han acos¬
tado, quieren hablar con ella. Ella está nerviosa. Se queja de que la des¬
peinan. La criada le dice que ha llamado el señor, que tardará en venir.
Isabel habla por teléfono con una amiga que los esperaba en su
casa, tiene un desahogo telefónico. La otra mira el reloj, aburrida. Ho¬
jea luego diversas revistas, no cena, se pone una redecilla para no estro¬
pearse el peinado.
Escena con su marido cuando vuelve. Riña. «Vete tú sola si quieres,
yo no tengo ganas de nada.» Le cuenta lo de Mila. «La culpa la tienes tú
por meterte en asuntos que no te dan una perra. Te tienes que endure¬
cer.» Mariano estalla, «Mila es un ser humano, ha luchado». «Será una
puta», dice Isabel. Mariano la defiende con calor. Acaba dando un por¬
tazo, Isabel lo ha tenido todo en la vida, es dura, dogmática, amuralla¬
da por su bienestar y sus facilidades.
La criada coge a los niños, que lloriquean y se los lleva a dormir.
413
2.a Parte
414
CUADERNO 18
417
por los pasillos de esta casa en pausas de nuestros respectivos trabajos,
combatía con afable y terca elocuencia esa repugnancia mía, que nun¬
ca consiguió hacerme abandonar. ¿Pero ni para leer un texto? Ni para leer.
Le hubiera complacido particularmente -según me dijo- que leyera
o dijera alguna cosa en este salón de actos del Ateneo tan cargado de
historia como vinculado a nuestra propia historia, aquella que tejíamos
con nuestras palabras hora tras hora, camino de la muerte, sin saberlo.
Entre los muchos recuerdos que vienen a mi mente, al evocar aque¬
llas conversaciones con Gustavo Fabra, uno de los interlocutores más
estimulantes que he tenido jamás, está una frase que me dijo al salir de
cierto coloquio, poco antes de que se produjera el estúpido accidente
que puso fin a su vida: «Pues a mí no me gustaría morirme sin verte su¬
bida ahí, ya ves. Vestida de morado». Se sonreía con una mezcla de bro¬
ma e incertidumbre, y recuerdo que le miré con una seguridad que le
hizo encogerse de hombros: «Te apuesto lo que quieras a que no me ve¬
rás nunca».
Hoy, que con la excepcional ocasión de rendir homenaje a su me¬
moria, gana él la apuesta que perdió en vida, quiero ofrecerle, con mi
pesadumbre, la vacilante esperanza de que pueda estarnos contemplan¬
do, escuchando desde algún sitio. Ver incluso el color de su traje. Porque
la muerte de Gustavo Fabra, que tantas cosas me hizo poner en cues¬
tión, me ha hecho dudar también de si será real o tan sólo imaginario
el vacío de su presencia. No estoy tan segura.
Voy a leer a continuación dos artículos de Gustavo donde habla del
Ateneo de Madrid.
*
418
J. Zugazagoitia, Madrid, Carranza, 20
18 de mayo
R. Chacel, La sinrazón
419
Cine. ¿En qué soñábamos cuando íbamos al cine? ¿Qué proyección
de futuro tenía? Porque con el presente no tenía conexión. No había un
pensamiento «sociológico», de instalar aquello en el seno de los datos
que suministraba la «realidad» (aunque fuera para buscarlos) como le
puede pasar ahora a Marta. Conocíamos los problemas de los adultos
en sordina. ¿Evasión aquello? ¿Pero evasión de qué? Heroísmo, guerra
amañada, raza, escuadrilla. ¿Ah, entonces era eso lo que había pasado
en el frente? ¿Por eso se había suicidado Julián Herrero?
Laboratorio: emociones en liberación. Que no emocionan, no están
contados con temblor alguno. La frialdad de la perfección: novela geo¬
métrica.
El proceso de lo rememorado a diario es muy interesante. Esfuerzos
por aplicarle lupa a lo ingobernable.
Esfuerzo por atisbar el enigma dentro de la normalidad: ambición
titánica. Porque la novela trata de acontecimientos y vidas planas, vul¬
gares. Y resulta una acrobacia académica. La sangre y el fuego tienen su
alcohol, la mediocridad no lo tiene (ni esta novela).
Cuando dice: «me hundí en la emoción», nos la entrega en seguida
disecada, analizada, en una fórmula perfecta y la emoción -creo que de¬
liberadamente- se ha estrangulado y perdido (... si la hubo).
Me faltan aptitudes para la síntesis tanto como me sobran para el aná¬
lisis. Lo dice y hace patente demasiadas veces como si el mismo narrador,
a veces, se descorazonara de la falta de calor de su narrar. En eso es sin¬
cera Rosa Chacel, en la monotonía y verdad de esta añoranza.
«El lenguaje escrito no logra dar idea de la presión» (pero sí del tor¬
mento por obtenerla. Esta cangao qu’aprendí por te nao poder amar).
La sinrazón
420
es reconstituyente del recuerdo. El alma se desentumece recorriendo su
morada limpia.»
Deja al lector solo, lo desprecia desde su torre de marfil. Da dema¬
siada importancia a las elucubraciones sobre el impacto que han dejado
los acontecimientos en el alma de los personajes pero al lector le deja,
generalmente, en ayunas del producirse de esos acontecimientos.
Libro de preguntas, esencialmente: «¿Qué es la famosa unión? ¿Es
una farsa, una fantasía, una pretensión desorbitada, una leyenda con¬
vencional o un fenómeno real y autónomo que prevalece hasta cuando
lo creemos imposible?».
Las decisiones van por un lado y la coherencia de la trama que pro¬
mueven -tanto si se llevan a cabo como si se omiten- por otro. Lo que
dejan escrito es lo imprevisible y misterioso. Rosa Chacel ha querido
ahondar en este misterio. Y lo ha hecho bien. Pero demasiado en frío.
El cuarto de atrás
421
daban con los primos para que desde las habitaciones de delante, que
era el dominio de los adultos, no se oyera demasiado nuestro alboroto.
Tengo que sacarle partido a mis fugas, a esos ratos muertos en que
deambulo por la casa buscando no sé qué, algo que realmente he per¬
dido o que me da la impresión de haber perdido, tal vez el tiempo, mi
propia novela en ciernes tendría que estar presidida por esta desazón,
recuperar mis olvidos, mis ratos vacíos deambulando como una sombra
a la caza del monedero, un cuaderno perdido o de recuerdos y proyec¬
tos inconcretos, esa sensación indefinible es la que tendría que explotar.
«¿Dónde lo he dejado?», «¿pero qué buscas?». No saber bien lo que se
busca. Todorov. Sobre todo, «¿qué venía yo a buscar aquí?».
Alvaro Pombo
422
clusión y el perfil del dibujo que se le desvanece como una tentativa inú¬
til en el agua. Siente perder el hilo, aunque sepa que se pierde irremisi¬
blemente.
Soledad, miedo a los otros. A «otros ojos injustos y vivaces que tras¬
plantan su malestar al mío y me confunden». «Entre mi vida y las vidas
ajenas hay un desnivel que impide que coincidan las perspectivas.»
Brechas en la costumbre, pero brechas por las que nunca asoma lo
excepcional intuido.
En estas vidas planas hay una continua y latente referencia a la ilu¬
sión, no una esperanza de conseguirla. Los encuentros que se dan son
azarosos, necios, insatisfactorios. Los hechos ocurren de forma desvaí¬
da (tal vez ni siquiera llegan a ocurrir), es ambiguo, pero se insiste mu¬
cho en su preparación.
Que suceda una cosa «realmente» o no es indiferente desde el mo¬
mento en que se nos presenta a la mente como posibilidad, como ten¬
tación.
423
de ver. Ignacio era joven y estaba pálido, como convaleciente. Me ha¬
blaba dulcemente, en tono algo confidencial. Me propuso que me fuera
con ellos a Zamora. Le dije que sí, pero era todo tan real que pensé:
«Tendré que llamar a El Boalo para decírselo a mamá, que me voy a Za¬
mora en vez de irme a Coria».
Salimos, eran las riberas del Manzanares y Josefina iba delante, muy
segura y algo desligada. Creo que había, además, más gente. Nos meti¬
mos en un coche alargado que tenía camas y sofás.
Ignacio conversaba, con gesto apagado, de cosas que no recuerdo,
tal vez porque no las oía bien. El coche se puso en marcha y de repente
era un barco que iba por el río.
Octubre de 1977
424
Retórica epistolar. Remordimiento por la carta recién escrita que se
achaca a «uno de los enemigos que llevo dentro». Perder una carta re¬
sulta horrible. Puñalada a la historia.
No hace alusión a las virtudes concretas de Felice ni a lo que le dice
en sus cartas (novela rosa, Lope de Vega): da la impresión de que ama en
ella el ideal.
20 de diciembre
425
& <s> ®
LA /tí7BL£ÑM<ú*-
¿A A'Tr ¿J£/¡ [ihij,OaciqA4^cI)
14 de febrero de 1978
Le voy pasando folios al hombre de negro que me dice que lee muy des¬
pacio y, sentado a mis espaldas, sobre el suelo, mientras yo avanzo, pi¬
rada durante un tiempo que no sé calcular, se abstrae en la lectura.
Al final ya le paso los folios con un ademán de la mano, sin mirarle,
427
y el silencio de mis noches de trabajo, que hace años que no probaba, en¬
vuelve el cuarto, haciéndomelo acogedor. Se puebla de soledad, de mí
misma. Él ha dejado de hacer comentarios. No se le oye ni respirar.
Me sobresalta una presencia inesperada en el marco de la puerta.
Casi ahogo un grito.
-¿Te he asustado? No sé cómo entrar, cada día estás más sorda. No
sabía que estuvieras levantada.
Es mi hija. La miro como si no la reconociera. Viene de vaqueros y
blusa de hombre. Así visten ahora todas las chicas jóvenes. También las
hijas de los ministros, las hijas de Carmencita Franco.
-No habrás tenido frío.
-Qué manía con el frío. Me han traído en coche.
-¿En coche? ¿Quién?
-Te dije que iba a esa fiesta en Becerril, te lo dije por teléfono, que
llegaría tarde, ¿no te acuerdas?
-Sí, sí, ya me acuerdo.
-No habrás estado asustada.
-No, aunque, bueno, ya sabes que los coches me dan siempre un
poco de miedo. Y como ha llovido tanto.
-Sí, hubo una tormenta, pero ya hace mucho. Ahora la carretera es¬
taba seca.
Nos estamos mirando como dos desconocidas. Me debe notar algo
extraño en la cara.
-Te veo rara. No estarás enfadada conmigo.
-No, no... ¿Qué tal lo has pasado?
-Muy bien.
-A ver si a partir de mañana te pones a estudiar un poco más, tienes
los exámenes encima.
(Evocación de mis exámenes. En eso también han cambiado los es¬
tilos.)
Mi hija hace un gesto de contrariedad.
-Sí, ya te he dicho que desde mañana me pongo todas las noches.
Pero, al volver de una fiesta, no me hables de estudios.
-¿Qué hora es?
-Las cinco.
(Dios mío, si yo hubiera vuelto a esas horas en Salamanca. Hasta
después de casarme no salí de noche. Miro los folios, querría hablar de
eso, de los horarios, pero he perdido el hilo.)
Mi hija se sienta en el banco enfrente de mí, enciende un pitillo.
-¿Ha venido alguien?
Miro bruscamente hacia atrás, como si despertara. Sobre el suelo hay
solamente esparcidos unos folios que antes se debió llevar el viento. Miro
alrededor. Luego me acerco al hueco del dormitorio, doy la luz, miro den¬
tro, el desorden que reina me parece grato. Me vuelvo desde allí, avanzo.
428
-No, no ha venido nadie.
-Parece como si tuvieras al fantasma escondido debajo de la cama.
-¡Qué tonterías dices!
Me agacho a recoger los folios caídos, los coloco sobre la mesa con
los otros. Cuántos son, qué gusto, debo sonreír placenteramente y como
quien recuenta un tesoro. A mi hija, siempre que no la hago mucho
caso, es cuando más me hace ella.
-¿Has salido? -me pregunta con intriga.
-No, he estado escribiendo.
-¿Toda la noche?
-Sí.
-¡Qué bien! Cuánto me alegro. Decías que estabas deprimida, que
no eras capaz de arrancar con nada...
-Pues ya ves, hay noches que cunden.
Sigo sin mirarla, sin preguntarle nada.
-Te veo muy enrollada.
-Sí... bastante.
-Y te brillan mucho los ojos, estás guapa... ¿Has tomado dexe-
drina?
Tal vez, quizá cuando fui al radiador a buscar algo en la cesta de la
abuela Rosario llegara a coger una pastilla de dexedrina y me la toma¬
ra con el vaso de agua que después se derramó, me quedo mirando al
vacío, trato de reconstruir lo ocurrido desde entonces...
-¿En qué piensas? -dice.
-En que no sé si he tomado dex o no.
-Bueno, pero no pongas esa cara de apuro. ¡Qué más da!, la cues¬
tión es que hayas trabajado, te lo preguntaba por preguntar.
-No, es que me preocupa, últimamente estoy perdiendo mucho la
memoria.
-No es verdad, tienes una memoria de elefante.
-Sí, pero para las cosas pasadas. En cambio se me olvida lo que aca¬
bo de hacer hace un rato. Es cosa de la edad.
-Bueno, no empieces con lo de la edad, me gusta verte con la cara
que tenías cuando entré.
Apaga el pitillo y se acerca, me pasa los dedos por la frente, como si
me la estirara.
-Así, sin el ceño fruncido.
-Bueno, procuraré.
-Oye -dice de repente-, ¿y este sombrero?
Me sobresalto sin atreverme a contestar, como antes cuando iba a
aparecer la cucaracha. Los dedos delgados de mi hija sobre la copa ne¬
gra hacen aún más evidente e incomprensible esa presencia terrible que
no soy capaz de justificar. Tal vez he oído mal o visto mal. Me levanto,
como huyendo me acerco a la terraza, fingiendo interés por el clima.
429
-Cada día estás más sorda. Te pregunto -dice a mis espaldas- que
de dónde has sacado este sombrero.
Me vuelvo. Ahora se lo ha puesto.
-Ah, ¿ese sombrero? Del Rastro, lo compré en el Rastro.
-¿Me está bien?
-Un poco grande.
(Se acerca a la alcoba. Se debe mirar. Sale.)
-Parece un sombrero de clochard. Llévalo al tinte. Sabe Dios de
quién sería.
-Es mágico.
-¿Mágico?
-Sí. De prestidigitador.
-¡Qué bobada! A ver cómo te está.
Me lo pone.
-Ah, pues te está bien, pero luego no te atreves a ponértelo, ¿a que
no te atreves a salir con él?
-A lo mejor.
-¿Todo eso has escrito?
Se para a mis espaldas. Tapo instintivamente los folios.
-Bueno, mujer, si no te fisgo. ¿Por qué no escribes una novela que
se titule El sombrero negro?
-Porque ya tengo otro título.
-¿Para la novela que escribes ahora?
-Sí, El cuarto de atrás.
-Es bonito. Oye, estoy cansada. ¿Te quedas todavía?
-Un poquito.
-Me voy a acostar. Luego, ven cuando acabes y te cuento cosas.
* ■** *
* * *
430
* * *
Mudanza de Salamanca
Para el final
431
Literatura erótica del siglo xvm
Cuenta pendiente
Mis padres estaban, de fondo, en todo lo que hacía, aunque no los viera.
¿Cuándo se empiezan a deteriorar las defensas, a asaltarte los fantas¬
mas que has logrado mantener a raya?
* * *
* *
432
CUADERNO 19
■
H. Bianciotti, La busca del jardín
435
presentaciones. Enriquecer la memoria con aquellas cosas que repre¬
sentaban sorpresas abruptas, brechas de claridad por las que penetraba
la promesa de otro mundo.
La revelación brusca de otros ámbitos haría fraguar su vocación de
huida, esa efusión secreta que precede los descubrimientos o reconoci¬
mientos íntimos, los cuales colman la necesidad de fenómenos u obje¬
tos en apariencia inútiles a la historia e intereses de nuestra persona,
pero, sin embargo, primordiales.
Tema de la reconstrucción torpe de la memoria: «la imaginación, es
sabido, cose sin escrúpulo las imágenes dispersas de los sueños».
El niño sospecha grandioso y múltiple el pasado de los otros al com¬
pararlo con la lenta, repetida vida que lleva él.
Toda la literatura procede de la infancia porque se atisba lo que ya
para siempre va a quedar configurado así, en esa primera manera de
atisbarlo. La realidad añade luego poco. «La pobre leyenda, la oscura
epopeya que brotaba de la boca sumida de la abuela.»
«La historia y su cómplice, el poeta, no reseñan ni exaltan sino los
hechos y los casos capaces de ilustrar las crédulas vanidades verbales
del hombre, ...distribuyendo epítetos que elevan a rango de coraje, y
de heroísmo el matonismo pendenciero..., elaborando así un anecdo-
tario bravucón y fúnebre -fundamento oral de las patrias- que el tiem¬
po cincela.»
Todo se acuña desde la ignorancia de la edad infantil. «Y al fin la
vida no habrá servido sino para forjar un laborioso y vano palimpsesto
de memoria, cubrir de signos y tergiversaciones el manuscrito de las
cosas.»
Cada vez que le llegaba un indicio de las ciudades, comprendía que
el mundo escapaba a su control.
Reconstrucción torpe. «La memoria que -de las cosas- se tiene se
habrá ido fatalmente transformando cada vez que las ha recordado; ha¬
brá agregado variantes y modificado los encadenamientos, secreteando
de este modo una síntesis sin falla en las imágenes, como cuando se aco¬
mete la presuntuosa empresa de transcribir un sueño.»
«Escribir -descubriría luego- consiste en dotar de palabras... la ne¬
bulosa de evocaciones personales que a veces te aglutinan, en los mo¬
mentos de vacío, cuando la vida vivida parece borrarse y el porvenir se
torna inexistente. Quien plasma esa confusa urgencia juega a reempla¬
zar con un objeto duradero su improbable inmortalidad.»
Atisbos del niño. Todo lo demás no es sino una repetición corroída
por la creciente lucidez. «La memoria disidente de aquella poblada de
contundentes cosas que fue la de cada día», «y la convicción de que
sólo la infancia -feliz o funesta- es real». Sólo la infancia y, en el trans¬
curso de una vida, los momentos que nos restituyen sus fragmentos,
sus paisajes y sus fantasmas: «no hay otro país, no se es de otro país».
436
Atisbos, vislumbres, brechas a través de las que se ve. Hay momen¬
tos —por ejemplo cuando el cielo nublado se abre de golpe y la luz pe¬
netra en un cuarto como si una masa opaca se hubiera apartado de la
ventana- en que las cosas recobran sus atributos, emergen del olvido,
cesan, en suma, de ser un hábito para los ojos.
La vida se olvida viviendo, y es tal la sensación de haberse dejado en
uno y otro sitio que los momentos aislados que perduran en su recuer¬
do no le parecen componer nada.
* # *
Versiones múltiples
437
ser? Alguien así, ... sin duda un fantóme du passé, como el propio Fa-
raldo.
438
V. Mora, Los plátanos de Barcelona
439
En ese terreno, llamémosle teórico del escritor (Luys Forest o Juan
Marsé ¡qué más da!) hurgando en las falacias de su memoria, la novela
alcanza niveles de gran calidad.
Está muy bien constatar el alejamiento real de los dos seres que, uni¬
dos por el rastreo de la ficción, tanto hablan en la novela (cuando ella
está en L’Espineta con sus amigos, él pasa solo y no la saluda). Soledad
esencial de Lluys: «Como si caminara entre estatuas derribadas y sím¬
bolos rotos». Defectos: a veces, a lo Benavente, explicar cosas que no se
dirían en una conversación así; título; relación del tío con la sobrina
(exagerada la tolerancia de él no existiendo pasión sexual por ella).
Grandeza del final. El espectro destructor de sí mismo. La exalta¬
ción recobrada de la soledad. El goce divino del creador. Descubrió
que las mentiras sufren también un desgaste de la memoria. (Lo otro
del libro es accesorio.)
# # *
* * #
Perdemos, tiramos más fácilmente los objetos amados que los indiferen¬
tes. No soportamos la mutación (transformación de los primeros). Los se¬
gundos no tienen mutación, no nos recuerdan nada, pasa igual con las
personas.
* * #
440
CUADERNO 20
1. R.p.f.: «rabiando por fumar» (lo inventó Rafael). (Nota del texto original.)
443
mente mi estado de fuerza de voluntad o de tentación. Sería como llevar
un diario de mis alteraciones anímicas y, a través de él, poder entender en
qué consisten. Claro que, precisamente, fumar tiene mucho que ver con la
inercia -al menos para mí- y será difícil sustituir ese estado de inercia por
otro en que -al tratar de describirla o analizarla- se accede a una activi¬
dad mental. Pero sería muy provechoso. Y me propongo intentarlo.
Ahora mismo, las doce de mañana, compruebo, con placer, que,
mientras escribo esto, no tengo ganas de fumar, y sí, en cambio, de es¬
cribir, de ponerme a ordenar carpetas viejas.
Gracias Joan, y buen viaje, bonita.
# * *
Compruebo, poco más tarde, que, al dejar de escribir sobre este tema,
me vuelven las ganas de fumar. He cogido otra vez la pluma y veo que
disminuyen. Debe suponer una satisfacción para mi subconsciente estar
poniendo a prueba mi lucidez. Y también abrigar, secretamente, la idea
de que Joan se alegraría si supiera lo pronto que he acogido su suge¬
rencia. Escribo pensando en ella, en ese ingrediente infantil que ha sa¬
bido contagiarme su compañía ayer cuando «jugamos a los hoteles» y le
puse los chifles. Escribo sin ninguna pretensión literaria, como si Joan
fuera una amiga del Instituto y le fuera a enseñar este diario. Incluso
pienso -y esa idea me estimula a escribir- que puedo mandarle alguna
vez a América fotocopia de estas notas, creo que le gustaría.
Pienso en levantarme de la butaca a ponerme con el artículo sobre
Nabokov o con el Don Duardos y -¡qué cosa más rara!- me vuelven las
ganas de fumar. Pero hay que hacerlo. No me puedo pasar el día anali¬
zando esto del fumar.
444
2Cvhtíi, (aj.
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>L¿-> La^IaxMt-Z-- _» 2 (l^avu-6«¿ ¿G <yu¿ ^ fvt
dica, ya para empezar, que una de mis situaciones álgidas de r.p.f. coin¬
cide con esos momentos del nerviosismo motivados por el caos, por la
imposible o difícil avenencia de asuntos pendientes, por la diferente
etiología de los distintos quehaceres, por el bloqueo que lo práctico
tiende a operar en mi mente, ávida siempre de libertad, de luz. Cuando
se me amontonan los problemas, se me ofusca esa libertad. Pero tam¬
bién descubro, según escribo, que hablar de ello es liberarse. Mientras
que un pitillo significaría, a lo sumo, un consuelo pasajero. De momen¬
to, además, ya tengo definido este estado: lo llamaré compulsivo por
desorden interior.
Gracias Joan.
445
suele producir ganas de fumar. Y, meditando sobre el caso, me doy cuen¬
ta de que es, de por sí, una evasión, un entretenimiento que no me im¬
plica demasiado, que me aleja la angustia. En ese sentido puede cumplir
una función cercana a la del tabaco.
Ahora, en cambio, que ya me voy a poner a trabajar -lo he venido
demorando durante toda la mañana-, veremos qué pasa.
(Joan se reiría mucho si supiera ahora -por las nubes, como está, y tal
vez acordándose de mí- que me estoy tomando tan en profundidad su
consejo de escribir sobre los pitillos que fumo. Ella me hablaba de cuan¬
do fumo, no de cuando no fumo. Pero es que, precisamente, no fumo gra¬
cias a que escribo sobre el fumar. ¿Qué pasaría si este vicio llegara a ha¬
cerse tan predominante como el otro? ¡Menudo lío! No volvería a poder
ocuparme de otro tema y adiós Pesquisa personal y Don Duardos y las re¬
señas de libros y todo. Quién iba a figurarse que me iba a dar tan fuerte.
Por eso me da risa. En buen lío me ha metido este remedio.)
Las dos
Las cuatro
446
y encendí uno de los tres pitillos que dejó Carlos. No puse siquiera en
duda el encenderlo. Pitillo placentero, para acentuar, sin duda, la sensa¬
ción de placer que ya, de por mí, sentía. Me ha sabido muy bien.
Las siete
Llevo medio folio del Nabokov. Tercer pitillo funcional y muy urgente.
Lo he fumado paseando por el pasillo. Creo que habría bajado a com¬
prarlo, si no lo tuviera. Pero al final me sabía mal y no lo he apurado.
Hace calor. Me prometo -sin demasiada convicción- no fumar ninguno
más en todo el día.
Las ocho
12 de agosto
447
13 de agosto
14 de agosto
15 de agosto. El Boalo
Viene a pasar el día Amancio. Vienen los Sorozábal. «No fumo, gracias»,
le dije a Pablo.
A la vuelta a la ciudad (tren desde Villalba) tuve improvisadamente
la tentación del pitillo por dos veces. Y luego, cuando al llegar a casa, vi¬
nieron Mauricio y Carlos con tabaco rubio. Pero me quedé mirando las
estrellas un rato, desde la terraza, y estaba contenta de no fumar.
16 de agosto
448
Viene Carmen de los Cobos. Tres pitillos «miméticos» o de compa
ñía con ella en la terraza y uno con Carlos en la cocina.
17 de agosto
18 de agosto
Se fue Carmen Cobos a las doce. Todo el rato, desde que ella se fue, es¬
tuve lidiando con el artículo de Jane Austen y con el calor. Resistí a la
tentación de pedirle que me dejara pitillos. Pero a las tres menos cuar¬
to, ya desesperada, bajé al bar Los Cubanos a comprar. Cuando ya es¬
taba delante de la máquina y me disponía a echar las monedas, me di
cuenta, con gran lucidez, de lo peligroso que sería para mí tener en
casa un paquete de Fortuna (total esta tarde me voy al Boalo y sé que
449
allí nunca fumo), así que cambié de idea, crucé a comprar el periódico
y chicle y luego le pedí a un transeúnte que por favor me diera un Ha¬
banos. Acabo de subir, le he dado dos chupadas y lo he apagado. Los
Habanos me gustan mucho menos que el rubio, pero esas dos chupa¬
das me han sentado muy bien. Me dispongo a seguir con el artículo.
Día 21
Día 30
Ayer volvió la Torcí de Coria. A las cinco, cuando estaba contándome las
cosas de allí y de la ruina de R., me fumé un Habanos. Pitillo de nervios.
Luego vino Laura, que fuma como una chimenea. Me había quedado
yo sola y estaba dando vueltas por el pasillo. (Fumé medio Habanos.)
Con Laura, al principio nada. Luego un pitillo a las diez, de inquietud.
Como era negro, no fumé más.
1 de septiembre
450
Memorias del subsuelo y ahora, después de entregarlo en Diario 16 -las
once de la noche— y hacer una breve visita al niño de Jubi, tengo muchas
ganas de enrollarme a escribir en este cuadernito que tengo al uso, sea
para hablar del tabaco o no.)
Estoy en el cuarto azul, cuya disposición de muebles varié un poco
ayer con ayuda de Amando y presenta un aspecto mucho más despeja¬
do y acogedor. Hay clavellinas en un florero y he puesto una colcha de
piqué blanca. Ha refrescado y considero con aliento y buena disposi¬
ción los trabajos que emprenderé este otoño. Tal vez me haya ayudado
también el deseo de huir del caos y la acidia que se reflejaban en la na¬
rración que la Torcí me hizo anteayer de su estancia en Coria y mi re¬
chazo por los «calatoraos»'' estériles, ese nuevo estar juntas las personas
para no pensar, para no vertebrarse en soledad, incapaces también, por
otra parte, de organizar y resolver los problemas que les plantea esa
convivencia sin demasiado sentido.
Y claro todo es lo mismo: cuestión de voluntad. Volvemos a lo mis¬
mo: a incidir en el vicio de hacer algo que sabemos que no nos aprove¬
cha, por la mera inercia, decidir una cosa y hacer otra (éste es, en parte,
el tema de Memorias del subsuelo). Y tiene que ver mucho, claro, con el
vicio de fumar.
Antes he hablado por teléfono con José María Gutiérrez. Quiere que
haga con él algo de cine, pero no sabe qué. Leyendo El cuarto de atrás
se le ha ocurrido que podría salir algo sobre la Sección Femenina. Yo
ayer estuve revisando números de la revista Y. Pensé en Celia madrecita
y en Cuchifritín, se podría mezclar algo de las dos cosas. Para eso de
Gutiérrez o para lo que fuera.
Me dice Gutiérrez que en esto de los argumentos pasa un poco lo
que yo digo de mezclar las miguitas con las piedrecitas blancas. Claro.
Pero en la elaboración de una historia que tú no has vivido (yo no he es¬
tado en el castillo de la Mota ni sé como funcionaba) hay que sentir más
respeto por la recreación histórica de ese ambiente y tener más rigor en
las fechas que cuando hablo de algo que he vivido y en que me encuen¬
tro cómoda. Hay que estudiar mucho una época determinada para llegar
a encontrarse cómodo en ella y ser capaz de mezclar las miguitas y las
piedrecitas blancas con el desparpajo con que yo he mezclado la guerra
y la posguerra, descolocando sin miedo ni miramientos, en El cuarto de
atrás. Es un lujo que sólo se puede uno permitir cuando los cimientos
son firmes y seguros. Burlar la seguridad sólo es posible si se tiene.
* Calatorao: término perteneciente al léxico familiar que se utiliza para referirse a las reunio¬
nes con carácter intrascendente de personas bulliciosas, en plan más informal que fundamen¬
tado. (Nota de Ana Martín Caite.)
451
3 de septiembre, noche
Día 5 de septiembre
Jueves 7 de septiembre
Viernes 8
452
CUADERNO 21
VAV ^1
á i í Huí! í í í1 ¿ i ^ v
16 de julio de 1979
455
Mamá cuando cosía en el gabinete, en el último año de su vida, mi¬
rando los dos grabados, ¿se acordaba de Muchachos, de aquella vuelta
corriendo por la calle de Toro a ver si tenía carta? Sí. Pero no lo dijo,
«nunca he abierto a nadie mi corazón sino a ti».
Para Pesquisa personal tengo que poner trozos de las cartas de cuando
el padre conoció a Adelaida Sarmiento.
Casilda Triarte.
21 de julio
456
La muerte de la madre
es la primera muerte creíble
en la carne de
uno deja la marca,
el hierro,
de ahí para adelante
a esperar la tuya.
K. Mansfield
457
birlo.» Sensación de trabajar por cumplir, de hacer las cosas poco a
fondo.
No sé hasta qué punto es o no lícito escribir un diario, pero recono¬
cerse en él tanto como yo lo he hecho en el de K. M. atenúa la posibili¬
dad de opinión.
Estoy segura de que la meditación es el mejor remedio para la en¬
fermedad de mi espíritu, para su falta de dominio sobre sí mismo. «Para
hacer algo, para ser algo, uno tiene que recogerse enteramente y fortale¬
cer su fe.»
A veces siente que con registrar como un notario lo que sus ojos ven
lo va a arreglar todo y a acometer ataques de cronista (el vuelo de las
golondrinas, sus colas aterciopeladas y hendidas) pero de repente sien¬
te que se le caen los palos del sombrajo y lo registra (no hago más que
una guerra de pequeños engaños), también aplicando a dar fe de esos
«inútiles afanes» la misma apasionada veracidad que aplica a todo. Sus
depresiones quedan así también brillando porque las capta en el mo¬
mento de producirse. Pasa de la crónica esperanzada de los hechos al
testimonio despiadado y escéptico de los sentimientos. De Scilla a Ca-
ribdis.
La condena de los cuadernitos, el compromiso de verlos sin empe¬
zar. De repente ve que han pasado los días sin una huella y que ha es¬
crito escasamente una página, «me parece que he estado durmiendo
todo el tiempo».
La angustia de papá ante la muerte no por intransferible era menos
seria, ver que ya el tiempo se le acababa, que no podía leer ni decir nada
que asombrara a nadie, «me paso el día durmiendo» decía, como repro¬
chándoselo, le salían borbotones de su antigua voluntad, pero ¿en qué
emplearla?
¿Y yo? ¿Cómo voy a caer en la misma enfermedad de la abulia? No
hay derecho. Lo que habría dado él por tener mis años. Y tengo que pen¬
sar que algún día —en cambio— tal vez tendré yo los suyos y leeré esto
con los ojos temblorosos de impotencia.
Pero el diario de K. M. es también la historia de una ascesis espiri¬
tual, de un arduo viaje siguiendo un camino de perfección.
458
que se van a ver en un viaje, vehículo a su vez casi siempre de reminis¬
cencias, vivencias y adherencias que vienen de otro sitio. ¿Por dónde
empezar?
El testigo; lo que ve enciende su curiosidad. Se toman concienzuda¬
mente los datos de los seres casuales tratando de interpretarlos, soñando
en que tal vez nos dejen asomarnos más a sus vidas (finalidad de la lite¬
ratura), que se conviertan en no-desconocidos. (No hay avidez parecida
a la de iniciación, a la de las cosas que tienen un futuro cuestionable.)
«... X se permitía concentrar sobre la mujer una atención ávida,
puesto que nunca más la vería, puesto que debía separarse de ella como
si fuera a morir con la certidumbre de que toda posibilidad de algo en¬
tre ella y él terminaría al arrancar el tren.» Despedidas de alguien que
luego va a reaparecer y tal vez a hacerse vulgar mirado ya bajo la luz de
las pertenencias adquiridas y sin secreto.
El testigo-intérprete que fuerza a los seres mirados a responder a su
interpretación: «Pero el tostado del cuello era demasiado fuerte, no era
el que se adquiere en unos días al borde del mar. Y además X no nece¬
sitaba indicios: sabía que vivía en el campo... así lo había decidido». (El
escritor debe dejar, si puede, desenvolverse a sus criaturas, no agobiar¬
las con su designio, darles libertad.)
La tentación de los demás. «Y tampoco era un azar si él se cruzaba
por la historia de ellos, si estaba mezclado... Los desconocidos lo ab¬
sorbían.» Nadie salvo él habría reparado en aquella pareja (hacer de
dioses). La curiosidad por los demás no se aprende, nace con uno o no.
Sólo cuando es muy profunda nos lleva a conjeturar bien. Sentir cómo
te transfieres y te inmiscuyes en los problemas de otro, en la piel de otro
y la vuelves tuya.
Los seres de los que se ignora todo salvo lo que se presiente, lo que
se husmea. «Ni su padre ni su madre ni su hermano se beneficiaban de
ese amor que lo inundaba ante el primer rostro entrevisto.» El lujo de es¬
tar aparte, al abrigo de lo que se explora, sin caer en la promiscuidad,
espectador. Todo lo que es delectación nace de uno mismo. Sentimiento
de Robinson en su isla delante de quien se yergue de pronto como un
hombre.
Se agradece mucho a los novelistas que no metan la pata, que nos
presenten a los personajes como a desconocidos para que los podamos
interpretar nosotros, que nos brinden participación en el juego, que nos
dejen asomarnos a esas vidas, cuyo mero estar en la novela nos asegu¬
ra, por otra parte, una «continuidad» que lo fugaz de los encuentros rea¬
les también promete pero cumple pocas veces.
El mayor sacrificio es renunciar a la curiosidad, lo que más tratan
de descastar los votos religiosos, sin lograrlo, lo que más descasta la
vida. Lograr encender en los demás la curiosidad que ellos despiertan
en uno.
459
El narrador testigo
(Las mujeres noveleras)
460
medo que nos dejaba fuera de la representación, condenados a gesticu¬
lar en el vacío como seres sin drama.
La literatura, como contrapartida, nos permitió participar, desde
una especie de escondite privilegiado, en aquello que desplegaba gene¬
rosamente ante nuestros ojos asombrados y ansiosos, nos desentumeció
y espabiló, agarró con fuerza la mano implorante que siempre tendía¬
mos en el vacío, nos asomó al proceso que transforma las conductas, al
que urde y motiva las historias, nos enseñó, por primera vez en la vida,
por qué las personas son como son, sufren como sufren, hacen lo que
hacen y mienten como mienten. Viajábamos en barcos amenazados por
la tormenta, entrábamos en habitaciones donde la gente se contaba sus
conflictos, acechábamos la inminente aparición de un personaje del que
ya esa gente había hablado antes y cuya presencia proporcionaría nue¬
vas claves para esclarecer el misterio, nos perdíamos por jardines mara¬
villosos y por callejuelas sórdidas en pos de una pesquisa, asistíamos
a reencuentros de padres con hijos y de amantes separados, a peleas, a
muertes, a bailes, a la transformación de la verdad en mentira, del des¬
vío en amor y del amor en odio, al crecimiento de un niño que se hace
hombre, nadie nos daba un manotazo para bajarnos de la ventana so¬
bre cuyo alféizar nos acodábamos para no perder detalle de la histo¬
ria, nadie nos gritaba ¿qué haces encaramado fisgando ahí?, nadie
nos decía «es tarde», «tienes sueño» o «te vas a caer», no nos veían
aquellos seres pero nosotros a ellos sí, y ése era el placer incompara¬
ble que nos ofrecía la literatura: el de permitirnos ser testigos desde la
sombra. Las personas de verdad siempre nos pillaban escuchando detrás
de las puertas o nos descubrían si nos habíamos escondido o hurgá¬
bamos en un cajón; ahora el caso era distinto, estábamos allí, en el ajo
de todo lo que pasaba, pero no nos veía nadie, éramos nosotros los que
veíamos.
La literatura ofrece así una revancha a nuestra sed insatisfecha por
conocer lo que nos enseñen y ésa es la razón por la que no dejará de en¬
candilarnos jamás mientras siga encendida la curiosidad por asomarnos
a las vidas ajenas. Pero la fascinación radica además en que el tiempo
que se vive al leer una novela nos saca de nuestro tiempo histórico y
nos sumerge en otro que nos relaja y transforma, precisamente por¬
que nos hace olvidarnos de las molestias de llevar a cuestas nuestras
obligaciones, nos consuela. Pero, además, al permitirnos ser testigos de
unos comportamientos que, por una parte inventa y por otra refleja, la
literatura nos ofrece no sólo el bebedizo de la evasión, sino una especie
de antídoto o lenitivo para hacer frente a la realidad para cuando salga¬
mos de ese «tiempo» de la ficción.
Porque, al acabar de leer, salimos un poco transformados, miramos
lo de fuera de otra manera, tal como nos han enseñado a mirarlo esos
hombres del relato provistos de una doble realidad: ellos, por una par-
461
te, reflejan la realidad (ya que fueron inventados por seres reales) pero
por otra son seres significativos, excepcionales, y lo son en la medida en
que saben analizar y contar lo que les está pasando.
En este último atributo reside la levadura que provoca nuestra iden¬
tificación. También nosotros, pensamos, al compararnos con ellos y no
sentirlos tan lejos, podemos contar lo que nos pasa, contárselo a otro o,
por lo menos, contárnoslo a nosotros mismos. La literatura, pues, nos
depara un segundo alivio y placer, el de que nos permite decir: -«Yo soy
462
como ése», en que nos ayuda por una parte a contarnos como excep¬
cional lo cotidiano (diarios) y por otra a posibilitar el acceso de lo ex¬
cepcional, dar entrada a la aventura en nuestras vidas.
Porque la primera cosa que constatamos es que el verdadero héroe
siempre está solo y acomete la lucha contra el entorno a contrapelo de
los obstáculos, sacando fuerzas de su inventiva o de su fortaleza, y, a
despecho de que el final que tengan las aventuras en que se ve enreda¬
do sea feliz o infeliz, lo que nos descubre es que podemos sacar partido
de nuestras propias desventuras para convertirlas también en materia de
narración, seamos niños o grandes, ya que también existe el héroe in¬
fantil desvalido y ése nos acompaña más que nadie. Si a uno le pega su
padre, puede decirse «más le pegaban a Oliver Twist», si hay un malen¬
tendido amoroso «también lo hubo entre Romeo y Julieta», si llevas la
vida más sórdida de oficinista, «como Kafka», si te desprecian, pensar en
Dostoievski, etc.
(Los modelos literarios de comportamiento varían, ya me ocuparé
de esto cuando hable de la narración egocéntrica.)
Puede uno -depende- haberse sentido fascinado por el modelo lite¬
rario del triunfador o del antihéroe (el antihéroe quiebra la ejemplari-
dad, lo amamos por sus fallos).
463
Mercé Rodoreda, La plaza del Diamante
* * *
464
CUADERNO 22
CALILA
5
I
10 de noviembre de 1979
H oy he tenido un sueño muy raro. Tenía que ver, como casi todos
los de este año, con la muerte de mis padres, pero ellos no sa¬
lían. Era yo la que andaba haciendo diligencias por distintas casas y
oficinas, en busca de papeles -radiografías, resguardos de banco, car¬
tas-, muy angustiada porque me faltaba tiempo y sentía que aquellos
esfuerzos, encaminados tal vez a detener el desenlace que se avecina¬
ba, eran baldíos. Lo más terrible es que yo ya me había muerto tam¬
bién y, sin embargo, tenía que reunir aquellos datos para que alguien
pudiera contar las cosas tal como habían sucedido. «Porque ahora es¬
tamos en el desorden, las cosas pasaron de otra manera que ya no re¬
cuerdo bien», le dije en un tramo del sueño a alguien que venía con¬
migo.
Era un muchacho joven, me había ayudado a saltar las tapias de un
huerto. Llevaba yo una especie de túnica negra y se me enganchaban los
pies, tenía miedo y estaba anocheciendo. El chico aquel no sé desde
cuándo venía conmigo ni era nadie que yo conociera, me sonreía muy
guapo, con sus ojos claros. Luego el huerto, según empezábamos a an¬
dar, él delante de mí, resultó que era el cementerio de Salamanca, aun¬
que mis padres no están enterrados allí, pero he ido tantas veces de pe¬
queña con ellos a dejar flores por Todos los Santos que hasta en sueños
lo reconozco. Anduvimos bastante rato por entre las cruces y nos senta¬
mos sobre una tumba blanca con letras doradas. «Dame los papeles a
mí, y no te preocupes, que yo te los guardaré siempre», me dijo él. Y alar¬
gó la mano, no sé si para coger aquellos papeles o para hacerme una ca¬
ricia. Entonces vi que mi mano se desvanecía encima de la suya, en¬
vuelta en un vaho fosforescente y es cuando supe que estaba muerta,
aunque le seguía viendo y podía hablar con él. Hice el gesto de darle
algo y él hizo el de desatar un paquete, que no existía, y luego el de po¬
nerse a hurgar pausadamente en los papeles que debía contener, como
si buscara alguno en particular. Estaba intranquila y él lo notó. «Con¬
fía», me dijo muy serio. «Tú no me conoces a mí. No tengas miedo.» Su
467
17 de octubre de 1978. Es elegido
papa Karol Wojtyla. arzobispo
de Cracovia, quien adopta el
nombre de Juan Pablo II. La
elección de un Papa polaco con¬
mociona al mundo, por suponer
un cambio radical en los hábitos
de la Iglesia católica.
í
L^/o ¿$J¿ SU¿></%e#U.b'Lt GÜL “T-
.
6
~Mo^ ^^iAytctjo Lima.
/
C°¿jlA t2^3 _ (Oy^ec^ Qsu ¿^Lo i CL cí¿L.
actitud serena y la concentración con que atendía a lo que estaba ha¬
ciendo me producían mucho alivio, no es tan grave morirse si queda
gente como él, pensé.
Un ángel de mármol blanco del tamaño de una persona presidía, de
pie, la tumba sobre la que nos habíamos sentado, se cubría el rostro con
las manos y estaba tan bien tallado que parecía de verdad. Sobre la lá¬
pida las letras doradas decían: «RAMONITA. Se vio en sus ojos, des¬
pués de su muerte, un dulce reflejo de la serenidad de su alma». Y deba¬
jo una fecha. «¿Habla aquí de ella?», preguntó el chico. «Puede que haya
alguna carta que mi padre le escribiera, pero nosotros no la encontra¬
mos, se habrá perdido, eran tantos papeles, déjalo, salían papeles de to¬
dos los cajones, era horrible, por cada uno que buscabas salían cien, y
la gente llegando y llegando y llenando la casa, y preguntando por
mamá, y nosotras sin saber qué hacer con los papeles, todos con su le¬
tra menudita, habrá escrito tanto...» «¿Tu padre?»
Asentí con la cabeza y me tapé la cara con las manos, pero igual que
no tenía manos tal vez no tenía cara tampoco y aquello eran simples
amagos de gestos muy antiguos ya para nadie... Oí que el chico me de¬
cía, con una voz muy dulce: «Hay tiempo. Algún día me lo tienes que
contar bien».
Me desperté, me dolía la cabeza, aunque anoche no tomé pastillas
para dormir ni me he levantado entre la noche. Hacía una mañana lu¬
minosa de noviembre y el sol entraba por las rayas de la persiana. Traté
de reconstruir el sueño con todos sus detalles, pero sólo me pude acor¬
dar con claridad de este trozo del cementerio, aunque antes y después
también habían pasado cosas.
Me he pasado la mañana viendo el rostro de aquel chico, era muy
pálido, miraba con una mezcla de timidez, audacia y decisión y el pelo
le encuadraba la cara, parecía un paje medieval. Algún día, cuando le
encuentre, se lo tengo que contar bien. Porque sé que existe en alguna
parte. Pero también puedo empezar a contárselo antes de que aparez¬
ca. No me vaya a morir antes.
Ya hace más de un año que murieron mis padres, los dos en otoño de
1978 con mes y pico de diferencia, y desde entonces no sólo se me
aparecen muchas veces en sueños y me dicen cosas que no entiendo o
se me olvidan al despertar, sino que he empezado a padecer durante el
día un fenómeno que se va agudizando y que interpreto como una es¬
pecie de respuesta o complemento a esas pláticas suyas nocturnas: la
tendencia a hablar sola. Yo creía que ésa era una manía de viejos, pero
es que, claro, aunque no me sienta todavía demasiado vieja, lo que no
470
tiene vuelta de hoja es que, habiendo desaparecido con mis padres
aquella frontera indiscutible que separaba su tiempo del mío y aban¬
donado el arsenal de historias que su memoria guardaba y que, en
cualquier momento, me podían aún contar, ya avanzo yo en cabeza de
la edad, al raso, sin la confianza que me daba saberme respaldada por
ese muro de contención y me adentro en el tiempo como capitana ma¬
yor heredera de todas las tramas más mezcladas y distantes, sintiendo
que se ha añadido al petate de la mía el de la memoria ajena, un fardo
dentro del cual pesan como piedras las historias que los muertos con¬
taron a medias o dejaron por contar y que cada día resulta más urgen¬
te legar a alguien. Pero ese alguien para quien semejante recuento pu¬
diera aún significar algo acaba siendo cada día más fatalmente uno
mismo, porque se trata al mismo tiempo de librarse de algo y de que¬
rerlo conservar. Por eso se encuentra uno, de repente, hablando solo,
como en borrador.
Lo que más me ha hecho reflexionar sobre lo sintomático de esta
nueva costumbre ha sido que mi hermana Anita, sin saber lo que me
viene pasando a mí, me confesó hace popo que notaba que se estaba ha¬
ciendo vieja porque hablaba sola. Ella realmente se ha quedado más
sola que yo y además sigue viviendo, por ahora, en la misma casa que
compartía con mis padres desde 1950 y donde yo también viví tres años
hasta que me casé, Alcalá 35 cuarto derecha, en la acera del sol, entre
Peligros y Gran Vía; desde el mirador del cuarto de mi hermana se ve a
la izquierda la Puerta de Alcalá con el fondo oscuro de los árboles del
Retiro, enfrente la antigua sede del Ministerio de Educación Nacional y
a la derecha la Puerta del Sol, los relojes de la casa se pusieron siempre
por el de Gobernación, era mi madre quien solía asomarse a comprobar
si la hora de casa coincidía con la de la Puerta del Sol, y eso parecía
aventar en su alma la sospecha de que alguna cosa amenazase con mar¬
char mal o salirse de sus cauces, «tenemos buena hora», decía al entrar,
o también «el que va bien es el del comedor, el mío atrasa», era una in¬
formación rigurosa y ritual dirigida, sobre todo en los últimos años, a
aplacar las angustias en que sumía a mi padre la consideración de su ve¬
jez, como una referencia indispensable para dar esqueleto a la nebulosa
de su tiempo inútil, barco fantasma a la deriva, desde cuya proa ya no
cabe acechar más aparición que la de las costas sombrías de la muerte,
«estáte tranquilo, aún es esta hora y aún vivimos en ella» parecía mi ma¬
dre decirle cuando entraba sonriente con sus pasitos ligeros desde la
atalaya del mirador a rectificar la marcha de los relojes domésticos y él
la seguía como un niño y asistía a aquel rito amorosamente, con la mis¬
ma mezcla de envidia y de admiración reconfortable que se leía en sus
ojos cuando la miraba coser, agitar el termómetro, preparar un guiso,
ponerle alpiste al canario, hacer crucigramas o disponer claveles en un
florero, recibía la luz de sus movimientos sosegados y armoniosos, gira-
471
ba como un satélite en torno a sus tareas sincronizadas con el tictac de
los relojes, «qué bien lo hace todo tu madre», decía.
Siempre fue mi padre muy puntual, pero aquella esclavitud al minu¬
tero, que desde un punto de vista lógico debiera haber ido aflojando sus
rigores a partir de la fecha de su jubilación, se le intensificó progresiva y
notoriamente con los años y al final, a medida que se le vaciaba el saco
de los quehaceres y no iba teniendo ya nada que acarrear al de las ho¬
ras, aquel perpetuo mirar al reloj se le había convertido en un residuo
compulsivo y maquinal de la actividad perdida, redoblaba el prurito de
invocar al dios del tiempo cuanto más pétreo sentía volverse su rostro y
más grises e inconsistentes sus promesas, invocación sin fe ni corres¬
pondencia, abocada ya sólo al bostezo. ¿Qué hora es?, ¿no ha venido
todavía tu hermana?, ya sería hora de que tu madre volviera de la com¬
pra, dentro de media hora me tienes que poner la inyección, ¿son sólo
las seis?, es la hora de las noticias, falta una hora para cenar, voy a mi¬
rarlo en el reloj del comedor.
Cuando mi padre cayó muerto un sábado soleado de octubre en
una butaca de ese mismo comedor, esperando que pusieran la mesa
para comer, ocupada en aquel momento por la máquina de coser de
manivela donde mi madre remataba una labor de pespunte, el reloj que
preside la estancia sobre el mármol de uno de los aparadores hacía diez
minutos que había dado la una y media, «¿no ponéis ya la mesa?» ha¬
bía preguntado al oír la campanada, dirigiendo por última vez su rostro
al de la esfera mirada tantas veces con inquietud o con aburrimiento, fue
como si en ese momento el dios del tiempo respondiese a mi padre y
quebrase la rutina de su expectativa estéril ofreciéndole al fin un acon¬
tecimiento sorprendente que desmentía la cotidianidad mediante el
brusco y fatal asalto de lo inesperado. Y el mensajero concreto de ese
dios, el reloj del comedor, solemnemente le había devuelto la mirada a
mi padre: «no, no es la hora de poner la mesa, es la hora de morirse, se
terminó lo accesorio y ha llegado lo fundamental», pero nadie se enteró
de que le había dicho eso porque los amigos nunca avisan de lo malo
con arrogancia sino con dulzura, se lo diría entre dientes para no asus¬
tarlo, y siguió reflejándose en el espejo ovalado en el que se apoya y
marcando uno a uno los diez minutos que aureolan eternamente en mi
recuerdo la escena de aquella despedida soleada, pacífica y despreocu¬
pada en que esperábamos la comida y mi madre cosía por última vez a
la máquina Singer que mi abuelo le regaló cuando tenía quince años,
«termino este pañito y en seguida ponemos la mesa», y nadie tenía mie¬
do y el reloj era el único que sabía lo que iba a pasar.
Es un reloj de caoba flanqueado por dos columnas, la esfera está
protegida por un cristal abombado con filo de oro que se abre hacia fue¬
ra para que se pueda dar cuerda una vez por semana, la cuerda la tienen
siempre debajo de las patas y se mete en un agujero que hay cerca del
472
tres, debajo de la esfera, a través de un rectángulo de cristal biselado, se
ve oscilar acompasadamente el péndulo de metal brillante cuyo tictac
siempre fue para mí tan sedante como la melodía de las campanadas, sé
que entró en la casa como regalo de boda y además alguna vez dijeron
quién se lo había hecho, me parece que fue uno de aquellos amigos sol-
teios de la tertulia del tío Vicente, tal vez aquel Luis Monje a quien nun¬
ca conocí y del que mis padres hablaban mucho porque había sido algo
cómplice de su noviazgo, y a mí me dio por pensar que podía haber es¬
tado enamorado de mi madre, sí, creo que fue Luis Monje quien les re¬
galó este reloj que desde niña me gustaba tanto y que ya en la casa de
Salamanca estaba colocado en el mismo sitio, contra el espejo ovalado
de uno de los dos aparadores del comedor, el más bajo, que se llama
también el trinchero.
En estos últimos años, cuando iba de visita a Alcalá 35, casi siempre
por la tai de, cuando volvía de leer un rato en el Ateneo que pilla cerca,
miraba mucho este reloj que ha presidido tantos aniversarios y celebra¬
ciones en el comedor familiar donde nunca faltaban ni el buen vino ni
la buena conversación, fiestas rematadas casi siempre a los postres, an¬
tes del taponazo de champán, con la lectura de unos versos que mi pa¬
dre había escrito el día antes para dar más solemnidad a la fecha con¬
memorada, «¡qué buena memoria tienes, hija!» me decía mi padre
cuando yo le recitaba el fragmento de algunos de estos múltiples poe¬
mas de ocasión escritos por él cuando yo acabé la carrera o cuando se
firmaba el documento número mil en la notaría, o para el cumpleaños
de mi madre: «Vio la luz en la calle de Corona / el día de los Santos Ino¬
centes, / allí mamó pacífica y glotona, / y, aunque torcidos, allí echó los
dientes. / Su llegada causó gran alegría, / al ver que, aunque pequeña,
era mujer / “¡Una nena!”, exclamó doña Sofía, / “¡una rapaza!”, dijo don
Javier. / Y al mirar a la niña se reía / añadiendo, con tono petulante: / “Se
llamará María” / y no habrá quien le ponga el pie delante». En estos úl¬
timos años, como ya se daban menos fiestas porque la mayor parte de
los amigos de ellos se habían muerto, a mi padre le producía mucho pla¬
cer que yo sacase a colación aquellas palabras suyas antiguas y, con
ellas, rescatase del olvido los tramos gozosos de su vida, ahora en de¬
clive, miraba a mi madre con un brillo de alegría en los ojos: «Pero, ¿te
das cuenta, Marieta? ¿Cómo se podrá acordar?». «Sí, no me extraña que
escriba», decía mi madre, «porque es una carta velha, cómo no va a es¬
cribir con esa memoria.» En gallego se llama carta velha a la gente que
saca a relucir, con todo detalle, recuerdos inesperados, tal vez por com¬
paración con el asalto a nuestro pasado que supone el encuentro fortui¬
to de una carta vieja aparecida de repente en el fondo de un cajón, y pre¬
cisamente en este año y pico transcurrido desde la muerte de mis
padres, me he dado cuenta con desgarradora evidencia del acierto de la
comparación subyacente en aquel epíteto que mi madre me aplicaba
473
desde niña, porque es tal el alud de cartas viejas que salen de los cajo¬
nes de Alcalá 35 a remover las aguas de mi presente, que ya no sé qué
hacer con el peso de tantos papeles como mi hermana me va entregan¬
do para que los mire cuando quiera y que entonces, cuando ellos aún vi¬
vían y les iba a hacer un rato de compañía por las tardes, me habría pro¬
ducido una delectación secreta leer porque allí estaban en su sitio y
tenían vida mientras la tuvieran sus celadores, porque no significaban
aún un peso muerto sobre mis espaldas como ahora que ya no puedo
volver a escuchar la voz de mi madre llamándome carta velha, aunque
tal vez sea esa expresión alguna de las que formule cuando se dirige a
mí en sueños y no la puedo oír, pero caso de que fuera así y pudiera oír¬
la, de qué manera tan distinta me sonaría ahora aquel epíteto cariñoso
al que nunca atribuí una connotación real de vejez, ahora sí que me he
convertido irremisiblemente en una carta velha, y por eso hablo sola.
Yo en la muerte de mi padre pensaba algunas veces, lo primero por¬
que era más viejo y estaba enfermo del corazón, y luego porque tenía
mucho miedo a morirse, pero la idea de que mi madre se muriera me re¬
sultaba casi inconcebible; alguna de aquellas tardes en que los iba a ver
y los miraba a la luz de la lámpara roja sentados allí con el periódico, la
baraja y el cesto de la labor, trataba de imaginarme lo que sería oír el tic¬
tac y las campanadas del reloj cuando ya no estuvieran ellos en el mun¬
do y notaba como un pinchazo raro en el costado, pero recuerdo que
una vez que estaba mirando la esfera del reloj y pensando esto, desvié
los ojos hacia la camilla porque noté que ella, que siempre parecía que
adivinaba los malos pensamientos y era maestra en disiparlos, me esta¬
ba mirando y me sonreía con aquella sonrisa incomparable y sabia:
«¿Qué piensas, vidiña?», y yo le sonreí también y le contesté que nada,
porque de verdad sentí que no era nada, que era absurdo pensar que
ella iba a dejar algún día de estar donde estaba ni de proteger mis pen¬
samientos como un dique que les impidiera desbocarse hacia la negrura.
Y precisamente el otro día, cuando mi hermana estaba contando en
ese mismo comedor que ahora habla muchas veces sola, sonaron las
campanadas del reloj y de pronto miré hacia el sitio donde ella se ponía
a coser y desde donde me había mirado y sonreído una tarde para que
no pensara en su muerte y entendí que sigue sin gustarle que piense
que se ha muerto ni que me lo crea y que por eso me visita en sueños y
trata de disuadirme de tan insoportable certeza. Seguramente es eso lo
que me dice y habrá convencido a mi padre, que siempre estuvo de
acuerdo con lo que ella creía, para que me diga también él lo mismo,
que todavía están conmigo y que no me aflija; él casi siempre sale des¬
pués o la llama desde otra habitación y además cuando aparece le veo
la cara más confusa, tal vez porque está enterrado debajo, pero los dos me
miran y me hablan y casi nunca me da la impresión de que estén tristes.
474
CUADERNO 23
pcrirt'
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477
el colegio de Mari Cruz, después de la representación del Don Duardos,
Morera dijo que me encontraba guapa, y la Torcí, luego, que con ojo ne¬
grito.
Cierto restablecimiento puede estarse operando, era demasiada an¬
gustia, demasiado verme en mi imagen de sin pared ni pareja, a la deri¬
va. Debo pensar, cuando me acose esta retórica, que yo pareja no la ten¬
go porque nunca me he encontrado a gusto emparejada por largo
tiempo, y que a los que piden eternidad en las relaciones les ha fallado,
como a los que piden asentimiento o sujeción, que yo doy hoy una cosa
y mañana otra pero que, en el fondo, no me gusta cargar con la vida de
nadie. Y siendo así, ¿cómo no me voy a ver sola?
Claro que antes me resultaba más fácil emborracharme yo sola con-
migo y ahora más difícil. Tengo que encontrarme a gente como Ernesto
y Beli, por ejemplo, para que se reencienda mi gusto por la indepen¬
dencia y la libertad.
También debería pensar más en papá, no tanto en plan de llorar su
pérdida como en el de recordar la fuerza de voluntad y el optimismo
que conservó casi hasta sus últimos años, recordar, por ejemplo, cuánto
me envidiaba cuando, al final, no era ya capaz de leer y decía, como con
desprecio hacia sí mismo, hacia su cuerpo, que le había traicionado:
«¡Todo el día durmiendo como un cerdo!». Y aquel enconado bostezar.
Lo que él daría por sentirse ahora transmigrado en mi cuerpo, prolon¬
gada su alma en la mía y comprobar con placer que había recuperado la
destreza de poner unas letras detrás de otras y entender lo que decían,
la satisfacción elemental, casi infantil, de mirar lo escrito y pensar: ¡qué
fácil, qué bien lo hago!, la misma que me invadió a mí cuando volví a
aprender a andar en 1949, después de aquella fiebre; entonces, cuando
hay una impotencia física, real, es cuando todo está perdido, hasta en¬
tonces no.
Tal vez es que esta temporada Madrid me sienta mal, la casa con su
continuo telefonear, generalmente asuntos para Marta y Garlos o reca¬
dos aburridísimos para mí; tal vez para recobrar el gusto por la libertad
necesitaría estar completamente sola, sí, pero entre otras paredes, no sé.
Siempre nos ponemos pretextos a nosotros mismos cuando agobia la
neura, cuando hay un yermo largo sin amor. Pero ¿cómo están otras
peisonas? ¿Por qué no miro a mi alrededor? Juanjo, por ejemplo, envi¬
dia mi tiempo libre y me tiene por un ser privilegiado que puede hacer
lo que quiere, como y cuando quiere, sin apuros graves económicos, con
una imagen grata a los demás, un prestigio. ¿Por qué no me empeño en
verlo como él lo ve, por qué no cultivar un poco la vena del endiosa¬
miento que antes, a rachas, me servía de alimento? «Te lo diré», me can¬
ta una voz oculta, «porque te haces vieja, simplemente, y eso no te lo
arregla nadie, eso es duro de pelar, guapa. Antes decías que daba igual
una edad que otra, pero es porque tenías menos.» Bueno, ¿y por qué no
478
pienso en mamá cuando tenía ochenta años? Claro que ella tenía una
vida más fácil, menos problemas encima, menos contradicciones y des¬
garraduras en torno que hacen ya difícil el escondite, el mero saciarse
con hacer las cosas bien tú y tener un rinconcito apacible, eso a mí ya
me está vedado, por eso me es más difícil conservarme animosa, no pue¬
do soñar con el futuro de mi hija, ni siquiera a solas consigo fantasear
nada a ese respecto, y tal vez he llegado a una edad en que ese respaldo
me podría sustituir al que he perdido, una vez muertos mis padres.
Debajo de la caja de alfileres de corbata, en el doble fondo, estaban
las dos cartas que yo escribí a mamá, una un poema: «Y que serás eter¬
na en mi memoria». No suponía aquel día, cuando lo leí en el come¬
dor de Salamanca, en qué circunstancias iba a reencontrarlo. Estaban
Amando y Juan Arias, nunca olvidaré ese día ni la mirada de mamá
eterna, «eterna en mi memoria».
Todas estas cosas debía contarlas.
Llueve, hemos pasado Collado Mediano, no tengo ganas de fumar,
voy casi sola en el vagón, un soldado dormitando, y fuera está muy os¬
curo, no llevo reloj, se lo regalé a D., debemos estar llegando a Cerce-
dilla. ¿Se estará operando un restablecimiento?
Cercedilla. Son las ocho en el reloj iluminado. Volvemos a arrancar.
El soldado se espabila de su modorra y enciende un pitillo. Tengo que
sacudirme la modorra, dejarla para los que no pueden hacer otra cosa,
no seguir tirando mi vida a la basura, reaccionar. Una novela como la
de Onetti o mejor, en cuanto me ponga. Di, Calila, ¿no te tienta esta no¬
che, en este tren, empezar una novela?
De todas maneras, es curioso lo que me estimulan los viajes inver¬
nales a Segovia. «Mettez-vous á génoux et la priére viendra.» Si Amando
me ve entera, serena y algo enigmática, reviviré. Debo tender a revivir
en los amigos, seguir siendo su espejo. No vuelvo a Segovia desde julio,
la última noche me tiró Lola desde su balcón de la plaza la falda mora¬
da que cayó planeando como un paracaídas. Se la llevo para devolvér¬
sela. ¡Es verdad, no me había dado cuenta! ¡Veré a Lola!
O sea que un ciclo de tres meses y medio desde que Lola me tiró la
falda en la Plaza Mayor de Segovia y yo despeluchándome por dentro
como una tonta, de manera enfermiza, dándole coba al morbo de sen¬
tirme sola o marginada, cuando todo eso lo puedo convertir en bajas fa¬
vorables y comerme al mundo desde mi soledad, convertir la soledad en
faro, «sólo desde nuestros sueños elaborados de soledad», viene a decir
Eduardo Subirats en sus Figuras de la conciencia desdichada, la crítica
del cual he entregado hoy, cuando vi el arco iris. Y ya ves, ahora pienso
que ese libro, que me hundió, puede ser el principio de mi restableci¬
miento (que constato que continúa igual que continúa lloviendo) por¬
que tal vez el muchacho de mi sueño de anteayer (posible iniciación de
Cuenta pendiente) sea una transformación de la foto de Subirats que vie-
479
ne en la contraportada del libro, medio angélico medio diabólico, un
tanto joven.
Y hemos pasado San Rafael, ya noche cerrada y yo dándole sin pa¬
rar a mis palabras, qué ejercicio tan sano de drenaje, no leer, no pensar
lo que se pone, es una forma de escribir que no tiene parangón y sólo
se me da en los trenes, escritura-tren.
Y además, ¿por qué forzar tampoco el ritmo de mi trabajo? La tra¬
ducción de Perrault viene bien para rellenar este bache de desgana. Pues
bueno, la voy haciendo poquito a poco, y si se introducen otras tenta¬
ciones más inspiradas, acogerlas con benevolencia y escepticismo, no
arrojarse tampoco ávidamente a su captura, como si se tratara de expri¬
mir un limón. «Hay tiempo», me dijo el joven desconocido, «otro día me
lo tienes que contar bien.»
Sí, eso, otro día, ni designio ni azar, ni en uno mismo inmerso ni ex-
troverso, ni pasión ni desdén, ni a cualquier viento hoja ni el paso alti¬
vo y fuerte. ¿Por qué desoigo mis consejos antiguos? Debo pensar que
si a los demás les sirve, a rachas, lo que yo les digo, es injusto que no me
valga a mí misma. Contando con que además yo no necesito alimentar¬
me sólo de lo rancio, pues menudo rollo recientito me traigo desde Ma¬
drid, y qué curativo, diga lo que diga, que aún no me he releído nada y
creo que tenemos que estar llegando a Segovia.
Madre mía, dos horas, y lo que solía hacer yo en Madrid estos días
de atrás con el tramo de seis a ocho, tirarlo a la basura, o mejor dicho,
al cenicero. Y darle miles de vueltas para sacar tres líneas de una holan¬
desa. No hay como montarse en un tren. Aunque tal vez el estilo no sir¬
va, pero ¿quién dicta esos criterios de validez?
Estamos en Ortigosa del Monte, había aquí un resto de mosaicos re¬
presentando una bañera y otros asuntos de fontanería en la pared de
una vieja fábrica, no sé si habrán tirado esa pared, es de noche cerrada
y no veo.
Navas de Riofrío. las nueve menos veinticinco. Aquí vinimos de ex¬
cursión en junio del 76. Comimos en un campo y había allí una casa
abandonada, de donde luego vinimos a robar otro día la cama de ma¬
dera que ahora está en casa de Lola.
Estamos llegando, qué viaje tan grato, no cantaré victoria pero pa¬
rece evidente que se está operando un claro restablecimiento. Los cami¬
nos del humor son insondables, mamama... ¿Verdad que todavía no
soy mujer acabada? Menos mal que te ocupas un poco de mí, me tenías
muy dejada, ea, pues, señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos
tus ojos misericordiosos.
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quina de mamá y que no había manera, no quería. La última vez que co¬
sió ella en esa máquina es cuando papá cayo muerto en el comedor el
18 de octubre, estaba cosiendo unos pañitos, uno de los cuales le metí yo
a papá en el bolsillo del traje negro, cuando lo amortajamos Sofía y yo.
Y esta tarde, nada, que la máquina no cosía y a .base de tesón de Finuca,
y sin que nadie sepa cómo, de repente, al cabo de una hora o dos se ope¬
ró el restablecimiento, es increíble, no se explica por razones naturales, tal
vez pasó cuando yo venía rezando, ea, pues señora abogada nuestra.
Ya estoy metida en la cama, mañana será otro día.
2 de diciembre, domingo
481
Y esta noche, al volver de entregar en Diario, oyendo boleros del
disco que Manolo Marinero me dejó («Pérdida, ésa sí que fue pérdida»)
mientras la Torci terminaba, con eficacia admirable, su redacción en in¬
glés sobre un accidente.
Y no sé por qué me quejo ni de qué ni con qué fundamento.
14 de abril de 1981
Nuevamente en el Ateneo, con Juanjo, que necesitaba ver unos libros so¬
bre literatura policíaca. Y le he pasado, y he sacado esos libros para él.
Y el Ateneo es como mi casa, sobre todo cuando hay un amigo cer¬
ca. Me trae tanta paz. Y además que no me distraigo con nada.
Agarré este cuaderno para ver si apuntaba algo sobre la traducción
del William Carlos Williams y me he entretenido mirando lo que ponía
antes, retazos inesperados de vida de finales de 1979. Y siempre ese dar¬
me ánimos solitario que tan bien me sienta cuando lo vuelvo a encon¬
trar.
15 de abril
Voy en un coche negro del PMM que me ha venido a buscar a las tres
menos cuarto para llevarme a Prado del Rey donde voy a actuar en un
programa de radio. Voy sentada delante con el conductor que es algo
gordito y con el pelo muy peinado.
Estamos llegando a Alonso Martínez y hace un día estupendo de
sol, miércoles santo. Se nota menos tráfico que el habitual en Madrid a
estas horas porque ya se ha largado mucha gente. Me gusta aislarme es¬
cribiendo estas cosas porque no sé de qué hablar con mi acompañante.
Hemos pasado ahora por el café Viena y por Ferraz 14 y por el sitio
donde vine a elegir los ataúdes para papá y mamá. Y el conductor me
habla un poco de los accidentes que hay en Semana Santa.
27 de mayo
Pocos días después de eso que dejé apuntado en las páginas anteriores
terminé El castillo de las tres murallas.
Ahora estoy en un avión (puente aéreo de las doce de mediodía) que
me lleva a Barcelona, donde veré el libro ya editado. Por cierto, que el
Cambio 16 que he venido leyendo trae retratado a Juan Carlos Eguillor.
Voy a dar una conferencia invitada por Paco Rico.
Éste será mi último paréntesis antes de que vuelva Anita de Ginebra
482
(el sábado, hoy es miércoles), lo cual indica ya la implantación total del
verano, declaración sobre la renta, etc.
Ayer estuve cenando con Philip Silver en el Pescador y antes oyendo
a Sobejano. Y el día anterior en la Residencia del Consejo evocando a
Juan Ramón Jiménez (Rosa Chacel, Juan Diego).
Pero ahora pienso, sobre todo, que tengo que acabar lo de Williams.
Aterrizamos. (La una menos cuarto.)
483
■
CUADERNO 24
Rafael Dieste
487
Historias basadas sobre todo en el diálogo del hombre consigo mis¬
mo (como toda buena literatura). La lucha entre los pasos del hábito y
algo más imperioso y entrañable: «Aquellas cosas que dan temor por la
gran soledad de su hermosura y porque no parecen cuidarse del juicio
del hombre».
Relatos iniciáticos, de cuento mágico, de caminantes, de aparecidos,
de espectros, de hombres cuya historia (seres con narración) está mar¬
cada por el signo de lo hermético y ritual, de lo lleno de relaciones inex¬
tricables.
(Ayer cuando Víctor hablaba, viniendo de Puigcerdá en el coche, de
la infancia de Marta me di cuenta de nuestra excepcionalidad, la recu¬
peré, me di cuenta de que el hilo de la rareza de R. lo engarza todo. «Nos
fascinaba a todos», dijo Víctor. Y me devolvió una gran parte de mi vida,
cuando comprendí que él la guardaba.)
Son historias de pesquisa, de preguntarse por una identidad borra¬
da, olvidada, tergiversada, confundida. La búsqueda del padre en La
peña y el pájaro. Y es la propia sombra la que encuentra alguien con tu
mismo rostro y toda tu fuerza pero cuajado en sombra. Premonición:
los datos anteriores son heraldos del acontecimiento.
Aguantar el silencio. «Habla tú, aunque él no responda, y no te de¬
jes matar por su silencio.» Hermeneuta, adivinanza. No mires para
atrás. No llores. Pruebas iniciáticas. Un luminoso mar de dudas. El em¬
peño de herir a una sombra.
Como si lo que predicara Dieste es no llevar nada preparado, que
todo cuanto diga o advierta puede y debe ser puesto en entredicho,
que no sabe en qué consiste el encargo que le ha dado la vida (aunque
es muy ingente) ni, por lo tanto, el que transcribe él, como si escribiera
para aclararlo, si debo tomar a la derecha o a la izquierda y si la vuelta
es corta o larga y si debo trepar o descender.
Jeroglífico. Misión de la escritura, proponerlo e irlo aclarando (a ve¬
ces el autor sabe la solución antes de empezar a escribir, otras no).
Como si siempre pudiera aplazarse el entender (recuerda un poco el Jue¬
go de abalorios de Hermann Hesse). Como si en el placer de mantener
abierta la esperanza consistiese el placer de la lectura. (El placer del tex¬
to que falla cuando -como dice hoy Suñén en la crítica al libro de Ra¬
món Hernández— te lo dan todo masticado, en bloque, imponiéndote
las propias conclusiones.)
Aligerar al lector de impaciencias inútiles y, al mismo tiempo, man¬
tenerle tenso, atento, sin que deje de resonar como música de fondo esa
curiosidad por saber en qué va a parar todo lo que mantiene la tensión
del hilo. Desasirse del olvido (mirar el libro de Mircea Eliade que leí la
noche de la muerte de Giulia -anteanoche- en Diagonal 527, 4.° 2.°).
Este abejeo de ideas en mi mente y la posibilidad de pasarlas al pa¬
pel (he vuelto al Ateneo, las siete menos cuarto, domingo) viene de que
488
estoy viva. Todo el día he tratado de mantener en mí vigente la impre¬
sión (también cuando le hablaba a Anita después de comer en Alcalá 35
del entierro de Giulia) de que Giulia por un extraño milagro revive y ha¬
bita en mis ojos y en mi pasos, y al pensar esto le saco a todo lo que
hago un redoblado placer y sobre todo está presidido por la eternidad,
la paz, la certeza de que es regalo, don divino. Y que sólo cabe agrade¬
cérselo -a quien sea- haciendo buen uso de él, del tiempo. Sin tabaco,
con una paciencia y concentración distintas, que proceden del recono¬
cimiento como único del tiempo que habito y de que dispongo.
Giulia y Manolo han tenido pocos placeres y poco sufrimiento,- crear
es un placer incomparable, tanto como reírse o bailar, y tener tan am¬
plio espectro de amigos, de posibilidades, qué privilegio, todo o casi
todo es improvisado para mí, nada obligatorio y esa armonía que me
permite adaptarme a vivencias tan distintas.
Todo lo de esta tarde es antesala, lubrificante para engrasar la má¬
quina de mi Cuento de nunca acabar. Las historias e invenciones de Fé¬
lix Muriel me ayudan a roturar el magma, no en vano le gustaban a
G. F., tal vez las leyó aquí. Él, como Giulia, ya no puede aprovechar las
sugerencias infinitas de esta tarde ni sentirse arropado por la reflexión
de los demás. Aún hay gente que gasta un domingo en venirse a estu¬
diar al Ateneo.
«Mueven la fantasía a colmar edades que no se conocieron.» El des¬
pliegue de planos de lectura. «... como quien dice palabras que no en¬
tiende y es ya como un eco. Serían imitaciones, mas no de las lozanas a
que nos mueven la admiración o el amor o el deseo de perfección y en
las cuales, haciendo con reverencia lo que aún no se entiende, se va ca¬
mino de entender. No serían, pues, en verdad imitaciones, sino aparien¬
cias y sería ya demasiado espantoso aparentar que imito. Esto, hecho
por gente vaga y sin congojas, es nadería muy en uso.»
Anselmo es el anticipo o borrador literario de D. Frontán. «Después
desapareció por algún tiempo y se supo que a muchas leguas de allí, un
hombre que por todas las señas era él andaba por los caminos dando
onzas de oro a quien le parecía que estuviese agobiado por deudas, hi¬
potecas, pleitos perdidos o simplemente por el hambre.» Expiación, ca¬
ridad anónima, residuos religiosos.
(Ha aparecido Cuqui y le he estado contando, en un resumen apre¬
surado -requerido por su curiosidad siempre «a la caza de noticias»-,
cosas de estos años. A su madre le cortan una pierna mañana. San José,
danos buena suerte.)
«No vino a los hombres el hábito y potestad de hablar por estar jun¬
tos. No, sino que un hombre se encontró hablando solo. Y viendo llegar
a otro que también hablaba solo, se maravilló y los dos procuraron en¬
tenderse. Y así volvería a nacer un idioma si, por alguna catástrofe, de-
489
sapareciese. Juntando soledades. En la edad de oro de ese concierto, to¬
davía se puede hablar solo, que es lo natural. Pero después da vergüen¬
za, y llega a dar también vergüenza pensar solo.»
Desmemoriado laberinto. «Le parecía que sus palabras hubiesen
quedado en el aire y le angustiaba la idea de esa perennidad de un eco
ya desprendido de su alma. (No quería que)... todo aquello se quedase
en tan extraña orfandad o como letra muerta.» Es una reflexión sobre el
olvido y sus raíces, una pesquisa sobre la memoria.
Hace bien Munárriz en publicar a Dieste como narrativa porque tie¬
ne demasiadas sugerencias para pillarlas todas con el fluir de la repre¬
sentación.
Los demás, aunque se les hable, están lejísimos, en un mundo inac¬
cesible, cada cual habla como para sí. Criaturas ajenas a toda posibili¬
dad de auxilio. «Ya nadie se acuerda de ese olvido y entrar en él ha ve¬
nido a ser como entrar en mayoría de edad.»
Con Víctor por los aires. Y le he reencontrado (era amigo camal
frente a la banal Barcelona). Todo puede ser otra vez disfmtado, prodi¬
gioso. Me lo devuelve Giulia.
490
de teatro para juzgar, pero son ante todo literatura y llevan engastada en
la entraña misma de su factura esa fórmula irrepetible que sólo podría
definirse por el efecto que produce: el de sacarnos del tiempo profano,
cronológico en que se desenvuelven nuestras existencias entumecidas
para desembocar en un tiempo cualitativamente diferente: el tiempo sa¬
grado y primordial que retorna a sus orígenes y consigue operar la re¬
cuperación de lo mítico. «El conocimiento del origen y la historia ejem¬
plar de las cosas confiere una especie de dominio mágico sobre ellas, el
que sea capaz de re-cordarse, de investigar tozudamente el origen de lo
que parece habitual y buscarle sus conexiones significativas con el pre¬
sente, ése es el auténtico rapsoda, enviado de los dioses.»
No hacía aspavientos sino que interiorizaba lo que decía, hablaba
en voz baja, y así era como si nos lo dijera al oído a cada uno: eso me
lo dice a mí, nos permitía pensar eso, aplicarlo, arrimarlo a nuestra sar¬
dina, no nos empujaba a hacerlo, era una leve sugerencia, un guiño. Así
nos tratan los buenos narradores, sin avasallar. No creo que le hubiera
gustado que nadie monopolizara su palabra, la dejaba abierta para que
fuera rememorada, reinterpretada, reescenificada, haced esto en memo¬
ria de mí. Y uno le veía como un coplero de feria con su puntero seña¬
lando los cuadritos de la historia explicada.
491
■
'
CUADERNO 25
Consejos
495
Es un tiempo precioso este de América. Acordarme de las condicio¬
nes tan adversas en que escribí Entre visillos, de las ganas que tenía de
que dieran las ocho para subirme a aquella buhardilla. Pensar en la Wolf
(A Room of one’s own, p. 70). Es mi amiga ahora, desde el verano, me
tiende la mano y yo se la recojo.
Acordarme del desorden enconado de M., de su cuarto de atrás, de
su zozobra, de su agobio. La entiendo y comparto esa lucha por volar
de lo concreto y cotidiano a lo abstracto, pero a ella se le ha enconado
la condición femenina por falta de autonomía verdadera, de amor a lo
que hace, no es una verdadera aventura ni una evasión, no es un viaje
de placer sino una salida organizada en autobús a horas fijas.
La soledad -aunque acose, aunque sea mala consejera- no debe ser
sustituida por una rutina organizada y por una serie de quehaceres obli¬
gatorios, compulsivos. Yo lo puedo lograr, conozco la situación aboca¬
da a la neurosis en que se debate M., pero tengo el recuerdo de las oca¬
siones en que he salido, en que lo he superado. Acordarme de esas
victorias silenciosas contra mis demonios.
Me merece la pena organizarme un poco, hacerlo con esperanza y
alegría, porque, en mi caso, el orden puede ser una muleta, una plata¬
forma. Porque me vale la pena. Organizar el caos. Ánimo, Calila.
La vida es, al fin y al cabo, tan breve. Pero eso no debe llevarme a
llorar pensando en ese final que se avecina. Debo vencer la tentación de
hacerlo y aprovechar, en cambio, la riqueza que tengo.
Pensar en el romance del enamorado y la muerte, en que alguien pu¬
diera llegar a decirme ahora: «Una hora tienes de vida». Decimos que qué
emoción cuando lo vemos representado allí en el Olimpia, pero no nos
alecciona realmente. No nos habita ni gobierna la idea de que todas las ho¬
ras que han consumido los Libélula y Amancio para representar de forma
tan convincente ese romance apuntan a esa otra hora que podría quedar¬
nos de vida, a su aprovechamiento. «Hoy empieza todo, es mi primer día
de vida, no lo puedo desperdiciar» es lo que tendríamos que pensar nada
más abrir los ojos.
* *
496
do ya estaba embebida en la Oates y habitando mi tarde, me ha llama¬
do el amigo de Ana Gurruchaga que conocí en El Sol. Para él, que no co¬
noce N.Y., yo soy su ancla.)
Ahora (3 de octubre), vengo por Madison Av. de la librería Hispáni¬
ca, donde he dejado una de las fotos grandes de Pablo Sorozábal, ven¬
go en uno de los autobuses nuevos, sentada junto a una mujer muy ele¬
gante con pinta de millonaria neoyorkina. Tiene el pelo blanco, falda de
pied-de-poule gris, blusa blanca y una chaqueta negra de punto. También
joyas y un paraguas precioso. Mira con sus ojos claros segura de que to¬
dos se sienten atraídos por ella, por su resplandor. Debe tener unos se¬
senta.
6 de octubre
Soñé algo así como que mi padre, ya viejo, quería hacer un último es¬
fuerzo por representar un papel en cierta fúnción teatral. Yo le animaba
y le ayudaba a vestirse de no sé qué y le iba repasando su papel -por¬
que estaba algo nervioso- por unos pasillos muy raros. (Un poco como
el día que le acompañé a que le miraran por rayos X antes de que le ope¬
raran de la hernia en el Francisco Franco.)
Todo aquello de animarle y apoyar su violento y un tanto anacróni-
497
co propósito lo hacía aún a sabiendas de que en ese esfuerzo se jugaba
la vida. Me miraba como a su ancla, buscando anhelante mi aprobación,
y yo: «que sí papá, que sí, verás qué bien sale». Se sobreentendía que lo
hacíamos a escondidas de mamá -tal vez para darle una sorpresa- aun¬
que por otra parte existía también muy clara la noción de que ella no es¬
taba de acuerdo y tenía poder suficiente para hacemos desistir.
Iba con él por camerinos, pasillos y recovecos, en un escenario que
tenía algo que ver con el Campus de la Universidad de Columbia. Lo
más trabajoso era ayudarle a bajar las escaleras, sonaban timbres avi¬
sando, «no te tropieces con los cables, por favor», le decía yo, y el ma¬
quillaje de la cara se le despintaba con el sudor. Yo creo que era el papel
del Rey Lear o algo así, pero era también un rey de la baraja.
(Era la noche antes de su muerte, aquella antesala de palabras de
viajes no realizados, de ambiciones literarias frustradas, de historias sin
contar, aquel deseo apresurado de informarme de que su abuela pater¬
na se llamaba Lucía y la materna Francisca.)
Había muchas vicisitudes de dificultad que no recuerdo bien. Sólo
sé que al final el telón se había levantado y le tuve que dejar allí solo y
tembloroso ante un público que se reía de él. Pero yo no experimentaba
sensación de culpabilidad por haber contribuido a su fallo, me sentí,
por el contrario, orgullosa de haberle ayudado a cumplir su voluntad.
Visualmente no me acuerdo de los detalles, recién despierta me acor¬
daba de todo, pero me dio pereza apuntarlo. La sensación del sueño me
ha acompañado todo el día, sobre todo cuando, por la tarde, cmzaba el
Campus de Columbia del brazo de Antonio Tubisco, el viejo profesor de
español que se jubiló este año y me iba hablando de Federico de Onís y
de Unamuno.
9 de octubre
498
Estaba muy contenta con el artículo que me dio ayer Linda Levine
sobre El cuarto de atrás. Estábamos citadas en la National Library Tam¬
bién vinieron Liz y Gloria Waldman. Había gente tocando rock y pati¬
nando en la Avenida de las Américas. Fuimos a cenar a un sitio donde
la mesa es de chapa y el cocinero guisa allí mismo, a la vista de los co¬
mensales, como en una representación teatral. No paran de ocurrírseme
cosas, ideas, todo es para mí un puro estímulo. El restaurante se llama¬
ba Benihama of Tokio.
(A mediodía había comido con Luis Jessen en la Goulne, cerca del
Fnck Museum, Calle 70 con Madison, y él me había llevado un ramo de
flores amarillas. Es el primo de Oliart.) Con Gloria, Liz y Linda anduve
luego callejeando y hablando en inglés. Pasamos por el Cameggie, da¬
ban la nueva película de Woody Alien Stardust memories. Me quedé a
verla con Gloria. Hacía ayer un mes que llegué a New York.
Cada vez que sale una palabra inglesa en un libro de los que leo y
la reconozco es como cuando reconozco una calle (aquí compré tal cosa
o estuve con Fulano); «la primera vez que pasan las cosas pasan o se
oyen sin referencias, como dentro de una habitación oscura».
* *
499
veinticuatro años, más, porque los tengo, porque los recobro, no me que¬
rría ir nunca de New York. Estoy descubriendo la vida, de verdad.
El tema (también para La Reina...) de los padres bien educados
que quieren evitar ante sus hijos cualquier contacto con la realidad
-en teoría- pero luego estallan y les lanzan su propia basura, en con¬
tradicción con esas consignas y convenciones asépticas de la sonrisi¬
ta (todo ese esfuerzo incuba tics y gestos). Para la juventud actual, la
suplantación del yo: «It occurred to me then that music was like ea-
ting (y como fumar, añado yo), and both of them were like sleep: so-
mething to do that drew you into it, hadn’t anything to do with you
as a person».
Inercia. «There was something mysterious going on. I felt strange
and inert, like a sleep walker, and even when I did want to wake up I
couldn’t... I doubted the reality of Florence, our good maid, and had to
run to see her. Or I tried to reconstruct the room I had spent eighteen
months of my life in back in Charlotte Pointe, imagining each wall, win-
dow, the furniture, the ugly tile, the apple tree outside. It took such enor-
mous mental efforts to raise me out of my lethargy.» (Habría que hacer
siempre estos esfuerzos para no acostumbrarse pasivamente a las cosas:
a la muerte de Gustavo, por ejemplo.)
«She wanted only to live but she didn’t know how, that was why she
made a mess. Messes are made by people who want but don’t know
what they want, let alone how to get it.»
2 2 October
500
fS*bbblblllbbbb bWv>'/ ObbtblbbbbblitbbbllbliiS*
„
I __
CARMEN MARTÍN CAITE
502
Siempre van más deprisa los días que su recuento. A papá le pasaba
igual con los diarios, la preocupación por registrar, por dejar todo orde¬
nado por fechas, en papelitos y luego ¿de qué le valió? ¿Para quién dejó
todos aquellos cuademitos? Yo debo procurar que el mío de collages sea
visualmente divertido.
Día 21 de octubre
22 de octubre
503
cuanto los ojos ven. Y éstos, obligados a mirar y a no perder ripio, se
abotargan. A los captadores de famosos (cf. Diario de Mircea Eliade) les
interesa sobre todo un inédito de puño y letra de Unamuno, aunque sea
malo, a los que conocen la verdadera fugacidad del tiempo: «¡Mira el
vuelo de la falda de esa señora del sombrero negro!». Ya sea en una foto
o por la 5.a Avenida por donde yo circulaba esta tarde en que yo no era
nada para nadie más que para la retina de quien me haya visto con mi
cara de frío y el sombrero negro de Bolton’s, porque el tiempo se ha al¬
borotado y yo miraba la luz helada de los rascacielos. Luego me vine a
coser a casa, oyendo la radio, preparando el espacio vital de pasado ma¬
ñana, en sueños.
■fc # *
25 de octubre
Día 27
504
hablar, hablar. Vamos a por la llave a su casa de antes y conozco a su
marido y a su niño, rubios. Hablar de trapos, de gente de literatura,
como el año pasado. Y reírnos, reírnos tanto. Nos acostamos tarde. (Me
llama Thompson desde N.Y. ofreciéndome otra conferencia para Long
Island.)
27 de octubre de 1980
Antes de salir para Boston
Lo de New York es, creo, una cuestión de luz. Madrugar para ir a clase
y ver como un negro rastrilla en el Campus las hojas caídas, sentir el
viento que viene frío y racheado de 113 Street, divisar al otro lado, al
fondo, el río Hudson, es algo relacionado con la limpieza del aire. En
Madrid esto nunca pasaría. Se siente el mar cerca, los dos ríos. Madrid
es que es muy feo, no espabila.
Día 28
Día 29
505
Día 30
* # *
Día 31
506
1 de noviembre
2 de noviembre
Día 3 de noviembre
Salimos muy de mañana con todos los aparejos. Primero en coche has¬
ta el pueblo de Bass Harbor. Luego el embarcadero. Vamos en la mo¬
tora con el padre de Philip, Arthur, y sus hijas Ana y Pamela. Muy abri¬
gados. Cruzamos hasta la isla de Gottan. Allí tienen una casa de
verano que olía a Piñor. Sol, frío, manzanos, gaviotas, cementerio ma¬
rino. Focas sobre un islote. Benjamín, un chico que empezó a estudiar
filosofía y ahora vive allí solo y pesca langostas en plan Robinson. Vi¬
mos su cabaña. Luego vino a despedirnos, se perdió remando entre los
escollos.
Por la tarde recorrimos Mount Desert en coche. Puesta de sol maravi¬
llosa. Cena con langosta y champán. La madre de Philip es emocionante.
Me recuerda a mamá. Noticias en T.V. sobre las elecciones inminentes.
* # *
Amor, gran abstracción que vive en infinito, hechos menudos. Cielo sos¬
tenido en hilos que hay que tejer uno por uno (P. Salinas).
507
diez, con el sol queriendo salir entre nubes, ¡Dios, qué abanico de be¬
lleza, con toda la hondura de panorama marino y las rachas de luz so¬
bre el agua alborotada y gris, entre árboles amarillos de la costa, islas
con pinos a lo lejos!
Camden tiene casas enormes cuyos dueños -me dice Philip- son ge¬
neralmente capitanes de barco. Salen de aquí barcos en verano que te
admiten como tripulante. Nos bajamos a comprar postales y a ver jer-
séis, gorros y guantes hechos a mano. (Vamos con Pamela y Ana, las hi¬
jas de Philip en un Buick Skylark forrado en madera.)
Y más abajo Thomaston, ciudad de grandes mansiones, posible¬
mente venida a menos, con la única prisión del estado de Maine in it,
edificio gris, enorme, junto a la carretera. Se llega a Wiscasset por otro
puente verde sobre el river Sheepscot que es como un mar gris y hay un
barco hundido en el puerto, casas de 1790. Por otro puente metálico so¬
bre el ancho y alborotado river hasta Bath, ciudad de astilleros. Desde
Portland se coge la autopista hasta salir del estado de Maine.
De vez en cuando la radio da noticia de las elecciones. Llevamos si¬
dra en botella y café en un termo, tomamos paninos y bollos de bruños,
tipo donut, tipo churro. Al llegar a la altura de Kennebunk, bajamos a
una estación y a los rest-rooms y Felipe le ha cedido el volante a Ana.
Cambio de estado. De Maine se pasa a New Hampshire por el Pis-
catagua River Bridge, impresionante. Breve paso por autopista. Ahora a
Massachusetts. Salimos por Mass Turnpike, a las dos y media, ya Philip
nuevamente al volante. Vamos oyendo noticias de las elecciones por la
radio. (Anécdotas: que si Cárter, con los nervios, le dio la mano a un pe¬
rro; Ford a un maniquí.) Llueve furiosamente.
A las tres veinticinco salimos del estado de Mass, para entrar en
Connecticut por Union, los letreros (verdes antes) son ahora azules.
Llueve torrencialmente.
A las cuatro, desde un puente azul, entre la lluvia, vemos Hartford.
Yo voy comiéndome una manzana agria.
Cinco menos veinte. Ver New Haven desde la autopista lluviosa ya
anocheciendo es una visión de la ciudad tan diferente de la que tenía
ahora hace dos años, cuando mamá aún vivía y acariciaba como algo
irreal la idea de venir al congreso de Yale. Las manos de mamaíña aca¬
riciando las mías, bendiciendo mi porvenir. •«¿Has contestado a ese se¬
ñor?» Sí, tal vez hoy mismo, hace dos años, y ya llevaba ella la muerte
dentro. Y yo no sabía lo que era América, ni su tamaño, ni dónde esta¬
ba Yale, ni a qué distancia de New York, ni a qué estado pertenecía, flo¬
taba Manhattan entre aguas portuarias peligrosas, con negros con cu¬
chillos por las esquinas, nombres pronunciados por Aldecoa, surgidos
del cine años cuarenta, una niebla, jamás soñé que vendría en coche con
un amigo rubio, que se ha puesto su gabardina para bajar y echar gaso¬
lina y traerme un sándwich.
508
Hacer familiar lo maravilloso es creérselo (habitarlo), lograr que
Ph. se encame en mi vida, no sea el abstracto «extranjero rubio». (Como lo
sería para el que mira novelescamente desde fuera. ¿Quién irá en ese co¬
che? El cuadro de Hopper de la mujer en el hotel. ¿De dónde vendrá?)
Hacer maravilloso lo familiar es procurar, en cambio, verlo más desde
fuera, con distancia, como a través de una ventana, no tan metido en su
caldo, verle lo que tiene de sorpresa, de inesperado. Mondoñedo.
* ■*< *
509
CUADERNO 26
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Camp Manufacturlng
; Baltimore, Maryland 21
Sheaffer Eaton Díviáion oí Textron Jhc-
513
con los alumnos, con vino y queso. Me trajeron en coche y he dormido
diez horas.
Esta mañana le he mandado a Marta vía Malefakis el vestido amari¬
llo que compré ayer. Y Flora me ha regalado una chaqueta de terciope¬
lo divina. Y me ha escrito Amancio, que me manda la cinta del Lelia
Doura. ¿Qué más?
Hace un tiempo despejado y ventoso, con las hojas secas se arre¬
molinan periódicos y cajas de cerillas con el rostro desteñido de Cárter
que empieza a despegarse de la historia (qué lío de puentes bajo el sol
de la tarde, de rascacielos, a la izquierda brilla Manhattan). El tren lle¬
va bar.
A Anita le prorrogan el contrato; mamaíña, gracias.
Thanksgiving. 27 de noviembre
En el coche de Marc y Joan. Camino de Baltimore
Al día siguiente
(El mismo coche, con Browny, que me lleva hacia Darlington)
(Después de comprar en Lehmann’s con Joan)
514
zo que los agota) a los adminículos que trituran la basura y se tragan el
excremento.
* * *
20 de diciembre
Hacia casa de Flora (Englewood en el M. 5)
Clave de sombra
515
Hiuuuiitititiiiítitiííííííiíiuuuuni
La vida es este tropel discontinuo de imágenes que cabalgan por pasa¬
dizos abovedados en cuanto cierro los ojos y depongo el dique que mis
proyectos o mi voluntad o mi estar alerta al reloj suponen para su vo¬
cación de desbordamiento. No hay otra cosa más que su sucederse cie¬
go, exuberante y también las arengas que dirijo y por el orden que se las
dirijo a los personajes variables que en el caleidoscopio de ese desbor¬
damiento van cambiando de rostro y condición. Es como entrar en el tea¬
tro y al salir recordar la función sólo a medias, no tener ocasión de co¬
mentarla con nadie, hasta que se borra.
Noto que cada día, cada mañana cuando abro los ojos, toda esa ri¬
queza camina en espiral y haciendo remolinos a sumideros de muerte
irreversibles, mezclada con el agua sucia que derrama la luz desde la
ventana, implacable, rígida luz que en seguida viene a recordarme citas
pendientes, facturas pendientes, cartas pendientes, que me insta a le¬
vantarme demorándose en iluminar, como un recordatorio, el reloj, el
teléfono o alguna nota con consejos y advertencias para mejor aprove¬
chamiento del tiempo, que yo misma he dejado escrita la noche ante¬
rior para contrarrestar el opio de estas imágenes nocturnas, que son,
sin embargo, la vida que en vano pugno por apresar en mis escritos
diurnos organizados, ese pulso del tiempo que se me va, su verdadero
rostro.
Pero la función del día es su lucha, su papel de guardián, de asesino.
Aún agarrada a la almohada como a una tabla de salvación, procuro re¬
conocer en ese mal sabor de boca postrero que dejan las resacas en el
paladar rastros de lo que dije o me decían los demás en esa excursión
de la que poco a poco empiezo a no recordar nada. Y cierro los ojos to¬
davía y sé que no me quiero levantar pero que me voy a levantar y que
empezarán las dudas de si primero esto o aquello, de si autobús o taxi,
de si a máquina o a mano, de si ducharme o dejarlo para luego, de si
quedar para cenar o poner un pretexto, de por dónde empezar y para qué.
Y se han hecho las once.
Ya estoy equivocada -pero aún lo sospecho un poco-, mirando pa¬
labras en el diccionario, sentada con la espalda recta contra el respaldo
de la silla, creyendo que habito o aprovecho el día, pero mis ojos me
traicionan cuando vuelan como pájaros errabundos de las teclas de la
máquina a ese atolladero de nubes grises y pastosas que forman techo
al día de este cuatro de marzo, cuatro ya, que no rijo ni llevo, como pre¬
tendo, que sabe Dios el material que me está deparando para los sueños
de esta noche, lo único misterioso y verdadero.
Por ejemplo ha aparecido de repente R. F. y me ha dicho que vive de
vender cosas en el Rastro, pero es que no, es que es todo mentira, creía
que eran las once y son las dos y ya tengo la tarde encima, pero es que no,
no sé por qué me rijo por esto, por estas apariciones, agobios y tictacs y
desapariciones y cambios de color en las nubes, simplemente es que no,
517
es que es todo mentira, también puede ser mentira que este mismo chico
se fuera hace mucho de viaje a Londres, todo mentira.
Los argumentos están desordenados y si me pongo a revolverlos
son cristales rotos que se me clavan en la yema de los dedos y me hacen
sangre, una sangre vertida no sé para quién, que se ensucia en seguida
como nieve pisada.
27 de marzo
518
CUADERNO 27
ckJL- f }'~y'cJcsu&U-cr,
JL •so* É> c¿C //¿p/.
E sta noche pasada he tenido un sueño muy especial que hace un rato
le he estado contando a Anita, mientras tomábamos un aperitivo en
un chiringuito de la plaza de Neptuno. (Ella anoche me había traído de
El Boalo, como regalo de mi santo, un escrito-collage donde se hablaba
de mi historia y mis trabajos, y yo le dije -anoche en Alcalá 35- «cuán¬
to le gustaría a mamá ver lo bien que nos llevamos ahora y cómo has re¬
sucitado tú».)
El sueño, tal como lo recuerdo, era así:
Estaba yo comiendo con Anita -y creo que alguna otra persona- en
un sitio donde hacía bastante calor, y yo estaba triste. Anita se enfadó
conmigo mucho porque, al comer, se me cayeron gotas de salsa de to¬
mate en la blusa. Fue un enfado desproporcionado e injusto, pero yo no
dije nada. Sólo que me puse más triste todavía.
En otro tramo del sueño, papá y mamá, muy impacientes, como
eran ellos en los últimos tiempos cuando alguien tardaba en llegar, es¬
taban esperándonos para comer y paseando muy nerviosos en el vestí¬
bulo de un hotel lujoso, como de balneario. Yo les dije que Anita tarda¬
ría un poco en llegar y pasamos los tres juntos al comedor. Papá no
hacía más que preguntar por Anita. Yo comía sin ganas y entristecida,
aunque procuraba disimularlo. No me atrevía a decirles que había co¬
mido ya, para que no se disgustaran.
De pronto llegó Anita muy alegre y simpática con unos amigos que
no recuerdo quiénes eran y se puso a darnos conversación a todos. Y yo
me sentí muy aliviada de que se le hubiera pasado el cabreo conmigo,
sobre todo para que mamá no se disgustara.
Papá se levantó y dijo que se iba a echar la siesta. Y le acompañamos
a una especie de almacén muy desnudo. La cama estaba en un nivel más
alto y se subía a ella por una rampa de cemento. Todo esto tenía algo de
nicho de cementerio. Papá llevaba unos zapatos algo raros, como con
un alza en forma de cuña y empezó a subir la rampa con dificultad. Yo
le quise ayudar, pero no me dejó. «Tengo que hacer el esfuerzo yo solo»,
521
dijo. «Hay que esforzarse.» Pero me daba miedo, porque según iba su¬
biendo se tambaleaba un poco, como a punto de perder el equilibrio.
Y yo pensé: si le sigo mirando, en vez de taparme los ojos, le ayudaré,
porque tendré fe en él. Y llegó arriba y se tumbó en la cama con una
sonrisa de placidez, cayó como una piedra, pero satisfecho de su es¬
fuerzo. Era viejecito como Cambof Petapel.
Antes, durante la comida, mamá me había estado hablando de este
libro El castillo de las tres murallas, y me decía que no lo conseguía leer,
por más que quería. No sé si se refería a que no lo entendía o a que sus
ojos ya no eran capaces de leer libro ninguno. Y yo le dije: «Haz un es¬
fuerzo porque lo mejor está al final, todo se entiende al final. Es una
especie de jeroglífico». Y ella me acarició la mano y me dijo: «¡Cuánto
sabes tú de jeroglíficos!». Y fue cuando apareció Anita, creo.
Luego, después de acostarse papá, en otro tramo del sueño, íbamos
cuesta abajo en un coche-furgoneta que mamá guiaba, muy alegres,
como de excursión. Ella y yo delante y Anita detrás con aquellos ami¬
gos. Y era como en los tiempos antiguos en que íbamos de excursión a
Orejudos; quiero decir que esa de entonces es la edad que mamá ten¬
dría, unos treinta y tantos años. Se la veía muy alegre de guiar el coche
(yo creo que fue una ilusión que siempre tuvo, esa de haber aprendido
a conducir) y canturreaba entre dientes. Iba vestida con falda pantalón.
Guapísima.
Llegamos al borde de aquel río y nos bajamos del coche. Anita, por
broma, le dijo que la iba a empujar para que perdiera miedo al agua y
que bañarse era muy agradable. Y mitad en plan gamberro, mitad como
para someterla a aquella prueba, la empujó, aunque ella decía que el
agua iba a estar muy fría. Cayó al río y volví a sentir miedo pero ella
asomó la cabeza chapoteando y se reía, llena de vida y sin gesto de sus¬
to ni enfado contra nadie. «Está fría», dijo, «pero muy buena.»
Creo que en este punto es cuando me desperté.
Luego, a mediodía, he recibido carta de Ruth el Saffar. Me dice:
«Para cuidarte, para llevarte donde tienes que ir, hay tus ángeles que no
te van a faltar. Tu madre lo sabe. Y tú también».
Estoy aquí con Anita hace dos semanas. Nos vamos mañana a Madrid.
Esta noche pasada he tenido el siguiente sueño:
Había entrado con Rafael y Chicho en una casa que les quería yo
enseñar y que resultó ser la de los abuelos de la calle Mayor. íbamos un
poco en plan furtivo y como de exploración o aventura. Yo delante de
ellos, avanzando un poco a oscuras. Así llegamos desde el despacho del
abuelo hasta aquel ensanche que había donde estaban los armarios ro-
522
peros grandes que luego se trasladaron a Alcalá 35. Había una puerta
cerrada antes de entrar allí y nos paramos. Entonces salió un personaje
alto, silencioso y espectral que era un poco como la Marcelina, pero
algo diferente, corrió tirando de un cordón unas cortinas que cubrían
unas ventanas altas y se iluminó el recinto. Luego desapareció.
Seguimos andando, ya con menos sensación de miedo y lo empecé
a ver todo con un realismo impresionante, la alcoba donde dormían
papá y mamá con el gabinete aquel que tenía delante lleno de bibelots,
«mira esta palangana», le dije a Chicho. Estaba colocada encima de un
sillón, la porcelana era muy delicada, con ornamentación de flores co¬
loreadas, y tenía un sistema sorprendente de desagüe, pues toda el agua
que se echaba en ella desaparecía al levantar el tapón por vías misterio¬
sas que, al parecer, eran tubos horadados por dentro de las patas de la
sillería, que iban a dar al patio.
Seguimos luego por el largo pasillo que llevaba a la cocina y les fui
mostrando las habitaciones de dormir que quedaban a la izquierda y
que daban la impresión de haber sido recientemente habitadas pues ha¬
bía vestidos en los respaldos de las sillas y flores en los jarrones. Lo veía
todo con gran detalle y realismo e iba haciendo la descripción de los
muebles y cuadros, llamando la atención sobre el primor de las colchas
y el bordado de las sábanas, con voz de cicerone de museo.
A la derecha, antes de llegar al corredor, estaba la alcoba de Paula y
Marcelina, con sus camas altas. Era más grande de lo que recuerdo y
estaba muy sombrío. «Allí no entramos», dije, «porque me da un poco
de miedo.»
Enfrente estaba el comedor, con las cortinas rojas de la entrada re¬
cogidas, muy iluminado con candelabros. Estaba puesta la mesa con
mucha ceremonia y el gramófono sonando. Varias personas tomaban el
aperitivo en la mesita de delante de la chimenea y creo que distinguí en¬
tre ellas a papá y mamá, tía Carmen y Gonzalo Lavín, charlando y rién¬
dose. Pero pasamos de largo porque antes de entrar allí les quería ense¬
ñar la cocina para que vieran las estampas de santos que tenía la Paula
puestas en la pared encima de las tapaderas de las cazuelas. Pero la co¬
cina era muy distinta. Habían blanqueado y había huellas de obra re¬
ciente, como si estuvieran tratando de modernizarla y de ampliarla. No
había nadie allí.
Por un boquete que había al fondo, después de atravesar una mam¬
para de cristales, que daba a una especie de proyecto de office, nos des¬
colgamos a una terraza y saltamos luego a unos tejados. Avanzábamos
por un alero estrecho y peligroso. Estaba muy alto y daba un poco de
vértigo, pero se divisaba desde allí un panorama maravilloso. Era un
paisaje de mar y estaba atardeciendo. Se oía el fragor de las olas rom¬
piendo allá abajo contra los cimientos del edificio. Chicho me pasó la
mano por encima del hombro. Rafael ya no estaba.
523
De pronto miré hacia la derecha y la fachada se abombaba como la
proa de un barco. Adherida a ella, como una estatua, estaba mamá. Me
quedé inmovilizada ante su cercanía y su belleza. Llevaba por delante de
la cara un velo color malva que le bajaba de una especie de turbante, mi¬
raba hacia lo lejos y sonreía. Parecía una diosa. A pesar de su inmovili¬
dad me pude dar cuenta de que estaba viva. Llevaba una falda amplia,
una especie de túnica que le caía hasta los pies y todo su ser trascendía
audacia, vida y serenidad. Tendría unos veinticinco años. No pude llegar
a tocarla.
Me despertó Anita de tomar su baño de lodo.
* * •*<
Aquella sentencia del T. A. que dice: «Referir y sacar debes de toda cosa
el amor». Es perfecta oración referir todas las cosas a su hacedor y aun
524
las divinas, sacando de ellas amor y amando por ellas, como por medio,
al que las crió. Pues su negocio no es sino tratar desde lo más alto has¬
ta lo más bajo y buscar en todo el amor de nuestro señor Dios que
como luz resplandece en todas las cosas. Y tornarlo con amor a la fuen¬
te de donde salió.
Agitado su corazón por un entusiasmo divino, se desborda a mane¬
ra de torrente que todo lo invade, llena y arrastra. Es revuelto de ideas y
aún tumultuoso, pero en este desate de ideas qué riqueza, no es fuente,
ni río, sino catarata de arrebatos del alma que pugnan por brotar de su
pluma, atropellándose mutuamente. «Es una forma, o don, o hábito, o
influencia divina que sólo Dios cría en el ánima de sus amigos... Esta
gracia es así como divisa o señal con que se conocen los que son del
bando del príncipe de la gloria» (Tercer Abecedario).
Se conoce amando y se ama conociendo. Puede decir santa Teresa:
¿Pero cómo se camina por ese camino único de verdad inequívoca y de
vida divina? Éste es el caso. Porque se puede caminar de muchas ma¬
neras: con mesura, con lentitud, erguido, de rodillas, arrastrando, rien¬
do, llorando, cara al sol y con los ojos hundidos en el suelo, es como
aprender a andar, es la manera lo que busco. «Ve a descansar, anda,
hija.»
(Para santa Teresa todo es una ciencia de observación que descubre
o inventa y lee en sí misma, en el seno más hondo de su espíritu.)
Tío Pedro: No te arrojes a lo alto solo. Siempre en una misma per¬
sona Marta es necesaria con María y María con Marta, debes tener el
medio en todas las cosas. Te salvará el amor a la acción. No te anegues
en lo infinito.
España es nación caballeresca, nación que da, no nación que recibe.
Su condición hidalga es así. De ahí la inquietud del genio español por
derramarse.
Poner el acento (en el episodio con Gracián) sobre los celos que en
una mujer mayor -aunque admirada- pueden provocar las rivales jóve¬
nes aunque más tontas. Lucha entre la soberbia del ¡qué más me da! y
el reconocer que andas todo el día a palos con ese sentimiento innoble
que te trae al alma enajenada y todo lo oscurece y defiere. No te entra
la luz de tu propio discurso egocéntrico.
525
parece maravilloso reencontrar objetos en su sitio. Maravillas del desorden
—»pasando a orden.)
22 de septiembre
Frente a la virgen de la Vera Cruz.
Madre, cuántas veces decías «voy a echar una salve a la Vera Cruz»,
y no sé si llovía o hacía sol, no sé qué hora era, querría rescatarlo aho¬
ra demoradamente, el traje que te pusiste, la luz que había, la sonrisa
evanescente, perdida, de tus labios al salir, de tus pasitos solitarios y rít¬
micos, de lo que la calle de las Úrsulas te evocaba. Ay, esos puñales de
la virgen son los mismos que se clavaban en tu despedida, en tu esfuer¬
zo por sonreír aun cuando ya para siempre nos estabas dejando aquel
invierno.
«Qué solos se quedan los muertos», dijiste. Era Bécquer el que se te
vino a la cabeza, tus primeras lecturas tan lejanas, Bécquer que había ali¬
mentado tus amores con papá, él era vuestra musa, ¿a que sí? «Hasta
que la muerte nos separe», diríais tal vez en alguna ocasión con las ma¬
nos cogidas en aquel sofá panzudo, de espalda redonda, que ahora tiene
Rafael, creo. «Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de
perdón», fingían dejaros solos, la abuela Sofía se iba a la cocina. Y las car¬
tas que no llegan, la tarde ansiosa esperando, disimulando, tus cartas.
Pepiño.
Si no fuera por mí todo esto no existiría. Lo estoy creando yo. Cada nue¬
ve años se opera una mutación.
Perro muerto desaparecido ya para siempre. Sólo han quedado el
gozo, el tiempo y la mirada.
Con añicos de una carta rota.
Dicen «ella» a cada instante, soy yo, no pueden pasarse sin el jefe.
El sol empieza a picar, llevo el sombrero de la Quinta Avenida, estoy
apoyada contra un árbol. «El sol de otoño que se despide en las tardes
luminosas.»
Madame Bovary qué lejos, qué más quisiera ella que el gobierno de
la mente, todo esto que yo manejo, mientras espero tener un rato esta
tarde (en casa de Charo) para hacerla tomar el arsénico.
Ha pasado un señor gordo y se para junto a mis pies, alzo los ojos.
«¿Por favor, es que están haciendo cine o algo?» Algo, sí. Pero algo muy
difícil de explicar.
* * *
526
Leyendo El hombre delgado. El desorden de las habitaciones es impor¬
tantísimo para la narración (quitar montoneras para sentarse da am¬
biente). Aplicar eso a mi propia experiencia. En cuántas casas desorde¬
nadas entro y hasta qué punto lo es la mía. (Explotar y rastrear las líneas
que me traen a este desorden, la naturalidad con que lo acepto, la in¬
tempestiva agresividad con que se me encona, cómo desde mi desorden
conecto con el de P. N. y me remueve y nos balanceamos en un desor¬
den común lleno de proyectos como pompas de jabón, de deslumbra¬
miento gratuito y compartido para lanzarse al vacío desde él.)
Hay cosas que dicen una cosa y otras la contraria. Si siguiera como has¬
ta aquí las querría adobar y contemporizar de algún modo con algunos
sin embargo, y limando estilo, quitando repeticiones, etc. Es un alud y
como tal lo he de dejar, trunco, mezclado, no acabado.
Tengo libros esperando, me paseo por unas avenidas que sólo tienen
sentido estando así. Es como maquillar una cara vieja.
527
.
CUADERNO 28
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531
hilo de la genealogía americana de E. Subirats, percha de cuentos soy,
agarradero de solitarios, pero los ojos dulces de Felipe se vuelven de
miel sólo para mí, para darme calor.
Cuadros de E. Hopper y yo viviéndolo. (En literatura nos emociona
más la soledad, la vejez, el desarraigo, lo feo, ésa es la estética de Hop¬
per y somos capaces de ir a un museo y pasarnos horas ante un cuadro
suyo, bar de noche, gasolineras, mujer desconcertada en un hotel que
nada le dice.) Pero es que lo tengo, soy ésa, lo tengo en las manos, a qué
espero para pintar ese cuadro desolador de water towers y ladrillos y
rascacielos al atardecer -cielo plano de hojalata cándida- si eso me ro¬
dea y me pincha como una mariposa disecada, contra las demás seño¬
ras de gorro y bufanda en la parada de autobús a la salida del Metro¬
politan, hablan francés, me monto en la trasera porque la calefacción
consuela, Quinta Avenida, esa que va a meterse a un piso prestado y a
sacarle calor a esos objetos, a esa llave, a esa cama donde no dormirá,
soy yo la desarra, una mujer de Hopper.
Nos creemos más lo ficticio, hemos ido al Witney o al Metropolitan
a verlo y lo tenemos aquí, estábamos llorando por pedreas y teníamos
el gordo (cita de la soledad del artículo de Linda), cuéntenos cómo es el
argumento de El cuarto de atrás, un señor canoso, desde el ventanal se
veía Broadway y allí me tienes, allí en inglés, I’m in my bed, I can’t sleep,
my daughter is out in a party, there is a storm, y por la noche se repite,
pero si esto ya lo he escrito ¿voy a estar escribiendo siempre El cuarto
de atrás? Pero es que tengo miedo, ahora es verdad, ahora no es litera¬
tura, cuando escribí El cuarto de atrás y Retahilas tenía pared, no se ha¬
bía muerto mi madre ni había venido a América, intuía esas cosas y tam¬
bién la locura en Ritmo lento, pero no su parte descarnada e irreversible,
no sabía lo que eran los papeles de los muertos lloviendo sobre tu vida
ni que el cuerpo realmente adquiera pliegues de inequívoca vejez.
Contar ce por be lo que me ha pasado en plan diario mezclado de
reflexión. Buscarla por la calle de gris y de amarillo que no la encontra¬
réis, se escurre del local al express, de las imágenes a las ideas, va a
comprar en la calle unos guantes forrados, a comerse un danish en la calle
116, no coma usted cosas que tengan calorías, coma usted para ser
como esas chicas del pelo bruñido que no llevan aparato de sorda. Que
se lea como un sueño. Todorov, Carlos Semprún, mi sordera, una can-
9S0 que aprendí por te nao poder amar.
532
ciervo de hielo. Los estímulos (sacados de una misma) ¿por qué apare¬
cen y desaparecen como el Guadiana? Contar siempre importa. No des¬
piezarse. Ruth. Coimbra, Campus, libro de viajes, libro de casas, mamá
iba con su marido a París, il fait froid madame, siempre con su marido,
estable, mirando a lo lejos, la misma historia, pero soñando otras con
aquellos ojos de luz, la novela rosa, horas y horas sin apagar la luz, di¬
simulando, con la angustia de la vejez que se le acercaba, de la vida que
se le consumía sin dejar nada atado, ¿intuía este mundo terrible de rui¬
nas del Bowery, de Polonia, de la droga?
Anotar en mogollón, los diarios no valen. Cuando yo me muera,
¿entenderá mi hija lo que dice aquí?, ¿lo sabrá poner en orden? No. Lo
tengo que poner en orden yo. Orden frente al caos (historias del sub¬
mundo contadas por E. Subirats en La Lanterna). «¿Qué pensó aquella
noche que garrapateaba?», dirá la Torcí pero no entenderá mi miedo. Si
no lo explico yo. Me llamó por teléfono y dijo que estaba en el baño,
aquí el calentador se había estropeado y había malas noticias deT.V., le
dije «no te dejes avasallar por la moluña»* y también «quédate lo que
quieras». Ella ayuda a Rafael a sacar penosamente conatos de la senda
de elefantes, a mí no me ayudará nadie, tengo que andar ligera, no me
pillan los cerezos del Bowery.
«Lo estoy viendo desde otro sitio», pensé en el sueño del primer día
de chez Marcia y «he venido aquí a abrir una sucursal», a dejar mis hara¬
pos de vida por aquí. En New York, ¿dónde están los médicos como tío
Vicente? Tiene muy buen ojo clínico, decían. Son espacios, estructuras
cristalinas, ese mundo está en almoneda, E. S. anda por la ciudad como
un astronauta y ladea la cabeza dulcemente. Escaparates. Las tarjetas de
Navidad con exhaustivos temas, las brujitas de Tiffany’s, las pajaritas
de papel. Es todo un show, que no haya arrugas por la Quinta Avenida,
pero salen las burbujas en la superficie bruñida, grietas que dan miedo.
No puedes salir sin los diez cents preparados, no puedes hacer pis,
ni mirar fijamente veas lo que veas porque la puñalada acecha, miedo, no
salgas sola, echa el cerrojo, la gente se encierra, no te contestan, adelan¬
ta a los demás dando un rodeo, qué bien funciona todo, las ambulan¬
cias, los bomberos, la calefacción. Pero es excesiva, surge inmediata¬
mente, pero es mucho el contraste con fuera, olvidan la verdad como
Reagan, creen que todo es Hollywood, la he apagado y tal vez respiro
mejor. Era eso.
Y por unos instantes nada ocurría. Yo no sabía cómo romper a ha¬
blar en aquellos pasillos de las editoriales americanas, I am so glad,
¿qué se contesta? La infancia recuperada con mi crítica dentro, me sil¬
baba el oído. Fitzgerald habla de la Costa Azul, la novia de la Costa
Azul, la pastéque, Teñera e la notte, un libro traducido por Einaudi, me
* Moluña: expresión familiar para referirse a la desidia o dejadez. (Nota de Ana Martín Gaite.)
533
lo da ahora G. Waldman, en su apartamento está el nombre de Eva en
un póster, esta Eva era... ¿a quién le importa?
El hombre moderno -dice E. S.- tiene que descargarse de su memo¬
ria, seleccionar, yo no puedo con tanto ojo de mosca. Ventanas que cie¬
rran. Armarios cuya luz es con hilito. Epidemia de gaviotas en tomo a los
vertederos.
Philadelphia
Trataba de sacar luz de la nieve, sabía que la luz estaba allí, en nuestras
pisadas, y lo hacía como a ciegas, sin fe, pero tercamente, hasta que es¬
cribí happiness y escrito quedó, san Manuel Bueno, y le dije luego be
happy a una persona enferma del corazón, una negra que nos vendió
unas flores y nevaba sin parar.
* *
¿Adonde van las cosas cuando salen de nuestros ojos si no las sujeta¬
mos aquí? Me amparo en las palabras, forman como un castillito, qué
grato, todo se trata en el fondo de resguardarse. Los locos de New York
no se pueden resguardar, ningún loco se resguarda, porque sus palabras
rebotan, vomitan cuanto ven.
Verás, es un juego, se trata simplemente de que entiendas las reglas,
ven aquí, mi hermanito pequeño, calentar la palabra un ratito (receta de
cocina), no decirla sólo para brillar ante otro, saborearla como un cara¬
melo y ella te arropa, la palabra digo, sí, la palabra.
Cuando iba al Ateneo estaba en mí, me abría, dejaba que las pala¬
bras de los otros libros fueran creando en mí el moho del yogur. No es
sólo ver, sino entregarse a la felicidad de ver, dejar que entre y nos ha¬
bite esa felicidad, que rompa la costra de recelo, de miedo y de angustia
con que la recibimos, no te puedo hacer sitio, no room there porque es¬
toy pensando en... pero nunca estamos pensando en nada más impor¬
tante de lo que puede ser ese lento menester: que lo que vemos críe pa¬
labra. Inventamos pierdetiempos como pescar (que es poder aplicar la
paciencia a tener un pez que luego ni guisaremos, todo por decir lo pes¬
qué yo). O a ir al cine para ver una historia que -triste o alegre- también
nosotros estamos viviendo si la contamos, o en llamar por teléfono a al¬
guien para contarle lo que dicho a uno mismo se fija mejor, «yo estoy
borracho», dijo R. del R y lo olvidaré.
Te voy a enseñar el juego fundamental, hermano, es dejar venir la pa¬
labra, todo consiste en eso. Escupir, no digerir, vomitar lo que se ve. Pero
es que lo que se ve es presente. Y eso se odia, hay que correr a mañana,
a las angustias de la cercana vejez, traer sus sombras cuanto antes, cuan¬
to más se quieren conjurar, esta casa es luz, poner una fecha, hoy'19 de
534
enero de 1982. Me voy a volver a Madrid, pero ahora estoy aquí, de no¬
che viendo el East River, cuántos cuadernos perdidos en mi vida.
Si hablo de mi doctorado y su historia y soy sincera, tendría que ha¬
blar de la gorra de Cotarelo -me dio frío, era todo como de mesa cami¬
lla, sórdido- y del caballo del Espartero, no encontraba la puerta de en¬
trada al mundo de la cultura y la quería buscar ¿cómo se hacían las
fichas? Escribía en papelinas sin orden, como ahora. No me tomaba en
serio por eso, yo no iba a ser nunca profesora, eso estaba claro.Y ahora
hago en dos tardes un paper para Yahni. «Had my credentials been in or-
der I would never have become a writer.» El gato tiene cuatro almoha¬
dillas en las patas, etc.
Dejarlo para mañana. ¿Por qué? ¿No hay tiempo ahora? ¿No ten¬
go el manto desplegado de una noche de armiño a mis pies para que
yo la gaste entera en dejar una huella sobre él?
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24 de enero de 1982
536
CUADERNO 29
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Pájaros que se llevan mi alma hacia atrás entre nubes grises y cuartea¬
das, a Galicia, a Roma, a beber en las fuentes [palabra ilegible]. Ríos, no
se sabe cómo se llaman (río Adaja), no hacen caso a los ríos, ¡tienen tan¬
tos! ¿Será aún el Connecticut?
539
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18 de noviembre
19 de noviembre
20 de noviembre
540
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21 de noviembre
# *
De escribir una carta a no escribirla hay una gran diferencia, crean con¬
secuencias, ligaduras. Y son cosa de momento.
Partir del entorno (de la soledad que destila) para que cada objeto de
los que ves o paso de los que das provoque una asociación de ideas no
sólo hacia el pasado sino hacia el futuro.
541
The sea da muchas puntualizaciones del entorno, del presente «mien¬
tras escribo estoy sentado así o asá». Técnica de carta, situacionismo. Y el
presente desde el que se narra se enlaza con lo que se narra. (Ya lo inicié
en The back room. Pero hay que llevarlo a sus últimas consecuencias. Co-
llage. Acarreo de papeles de hechos anteriores, recuento de sueños.)
542
CUADERNO 30
23 de febrero, miércoles
545
tado yo, tal vez por lo mismo. Ha aludido a mi condición de bruja. Tie¬
ne un sentido del humor fuera de lo corriente, es dulce, educado, y to¬
talmente anticonvencional. Quisiera volver a verle antes de irme.)
Portarlinghton. (Ni un alma: lugares fríos, con vallas grises cubiertas
de musgo y árboles desnudos, humo, desolación, lugares como para
que tenga lugar en ellos un crimen rural.) El tren me despabila, derriba
esas fronteras entre yo y lo de fuera de las que me quejaba precisamen¬
te al comienzo de este cuaderno. Nieve a rachas en los campos verdes,
como remiendos separados unos de otros por setos y ligeros cambios de
nivel.
La nieve se ha intensificado. Cuervos negros y orondos campando
por sus respetos sobre la manta de nieve en Templemore, son las cuatro,
mis ojos se llenan de descanso, de blancura, de libertad. Nadie de la
gente que me conoce en España sabe que estoy en este tren. El placer in¬
fantil de esconderse, de pasar desapercibida, «que no me encuentren»,
como la Tali de Entre visillos (historia, by the way, de la que estaba ha¬
blando ayer en clase y que les gusta a las irlandesitas, que he leído fren¬
te a la grabadora esta mañana y que en la televisión española pasarán
dentro de un par de horas).
Aunque E. Bronté pueda decir de Heathcliff «su repugnante conduc¬
ta» o cosas por el estilo, lo sigue presentando como aureolado por la
grandeza de su maldad, lo señala como la excepción de la rutina, como
el personaje capaz de pasión extraordinaria, es el protagonista, ya que
Catherine le ha amado más que a su marido, por salvaje, montaraz, re¬
sistente, pisoteado en la infancia, esclavo de su oscuro nacimiento. Y to¬
das estas características le convierten en el rey de las tinieblas, del «non
serviam», heraldo del abismo al que se regodea en asomar a los demás.
Hasta la narradora es incapaz de resistir la obediencia a su maligna fas¬
cinación. (Y en cierta manera lo justifica. Pero más lo justifica la propia
E. B. permitiendo que pueda más que ninguno, que brille sobre todos
con su sombrío pero fulgurante poder de influencia.)
No hay introspección psicológica, pero se adivina que E. B. com¬
prende a Heathcliff por sus sufrimientos infantiles. Los orígenes ambi¬
guos, ¿quién soy yo?, ¿por qué me desprecian? Y eso le ha envenena¬
do. A la luz posterior de tantas malas novelas «de complejos» esta de
E. B. resplandece por su audacia. Directa. Inmoral. Así era Heathcliff.
Porque sí. Aceptad su reino de indiscutible tiranía. Os arrancará los pre¬
juicios contra el pecado y el mal, de la misma manera que arrancó sus
fincas a los Earnshaw y los Linton, arrollando devastador por encima de
las nociones convencionales de orden y justicia, desalmado, implacable
y voraz como un torrente, como un incendio.
El niño débil que quiere forzar la atención de los demás mediante
la compasión. Rabieta de Linton para impresionar a Cathy. Narración
tánatos. El placer de la escapatoria. Cambiar de cárcel. El paraíso ya ha
546
dejado de servir. Se ha convertido en cárcel y nos dispara hacia otra.
«No sabía a ciencia cierta qué convenía ocultar y qué revelar.»
Nelly Dean, la confidente testigo que se despedaza de impotencia.
Mala conciencia de N. D. por haber sido clemente. Contradicción entre
los sentimientos de felicidad y desgracia experimentados en idéntico
acorde. La luz, de pronto, se descubre que no está separada de las som¬
bras. El atractivo de los seres diametralmente diferentes. ¿Por qué vas
con él? No me puedo explicar cómo te gusta.
Los seres que dependen de Heathcliff (su hijo, Hareton) tratan de re¬
medar su maldad, pero sin éxito. Rebotan sus intentos, se les clava en la
propia carne el veneno que tratan de inocular a otros, son seres débiles,
impotentes, rotos. A Heathcliff la maldad lo ha hecho de una pieza, ha
fraguado en ella. Y no le salpica.
Estamos en Mallow, un pueblo que parece mayor, porque la estación
es mejor. Paquetes, fardos, carretillas. Parece zona industrial. La tarde
está cayendo, son las cinco y media. La nieve se ha fundido. Y la susti¬
tuye una intensa niebla. Las copas de los árboles, con el dibujo fino y
entretejido de sus ramas huérfanas, se difuminan contra un cielo vacío,
sin profundidad, algodonoso. Charcos en las losas. ¡Qué idéntico es Ir¬
landa a como me lo imaginaba!
* *
547
La Reina de las Nieves
Casi todas las tardes a la misma hora, la señora de la Quinta Blanca sa¬
lía a dar un paseo hasta el faro. Cuando las excepciones a esta costum¬
bre no coincidían con un notorio empeoramiento de las condiciones cli¬
matológicas de la zona, los habitantes del pequeño pueblo que queda a
mitad de camino entre la Quinta y el faro quedaban sumidos en una rara
inquietud, y aquella sensación, mezcla de desamparo y estupor, se pro¬
longaba hasta la noche. La ausencia de la señora, se mencionara o no,
había sido detectada por todos y proyectaba como una nube oscura so¬
bre el final de las tareas agrícolas, las cenas frugales, el regreso de las
bestias al establo y las partidas de dominó en la taberna emplazada jun¬
to al primer repecho de la cuesta que lleva al faro abandonado.
Desde que, diez años atrás, compró y reformó la Quinta, cerrada a
cal y canto a raíz de la muerte de su anterior propietaria, eran muy po¬
cos los que se atrevían, so pena de ser tildados de fantasiosos, a ampliar
con fundamento las escasas noticias que se tenían sobre su vida priva¬
da: que venía del Brasil donde quedó viuda de un rico hacendado sin
vínculo alguno con aquella región y que su marido o ella o ambos ha¬
bían mantenido durante años una relación bastante estrecha con el hijo
único de doña Inés Vázquez, que estaba enterrada en el cementerio del
pueblo, da señora de antes», como empezaron a llamarla algunos poco
después de llegar esta otra a tomar posesión de la vieja Quinta cerrada,
cuyas gruesas murallas cubiertas de musgo escalaban los niños para
deambular, con una mezcla de encogimiento, reverencia y fascinación, por
entre las estatuas y laberintos de boj del inmenso jardín abandonado, don¬
de los pájaros cantaban de otra manera y producía un raro sobresalto ver
brincar a una rana, corretear a una lagartija, o serpentear a una culebra.
El hijo de doña Inés vivía en Madrid y desde aquella tarde ya lejana
de otoño en que vino para asistir al entierro de su madre y dejar la
Quinta Blanca cerrada a piedra y lodo, no había vuelto a ella hasta al¬
gún tiempo después de que la actual dueña la reformara y tomara por
vivienda, al parecer definitiva.
Fue precisamente a partir de esta primera visita cuando empezaron
a desatarse en el pueblo, aunque siempre en sordina, las conjeturas es¬
poleadas por la fantasía de unas gentes proclives al relato sensual, ma¬
cabro o prodigioso. Bien es verdad que la actitud del señor de Madrid
daba pie más que sobrado a tales conjeturas, teniendo en cuenta sobre
548
todo que aquella visita inicial no fue ni mucho menos la única que ha¬
bría de hacer a lo largo de los años a la señora de la Quinta Blanca y que
en esos viajes -ni tan frecuentes como para que dejaran de sorprender ni
tan esporádicos como para constituir una excepción aislada- no se le vio
por el pueblo más que en dos ocasiones en que, casi al rayar el día, se di¬
rigió a paso ligero al cementerio con un ramo de dalias recién cortadas
del jardín. Una aldeana vieja, que había prestado en la casa servicios de
recadera y de hortelana en vida de la difunta doña Inés, contaba luego
en el pueblo que al verle trasponer la verja de la Quinta flanqueada por
los dos gruesos pilares de piedra coronados con flores de bronce, le ha¬
bía reconocido y había hecho ademán de echarse en sus brazos lloran¬
do. Aún le volvía a los ojos el llanto cuando lo contaba.
-Pero no me dejó, mujer, no me dejó. De eso que notas que el abra¬
zo se te hiela, ¿no sabes?, que no viene a cuento.
-¿Pero le dijiste que eras la Rosa?
-Si no hizo falta, mujer, si él me dijo «hola, Rosa» y me preguntó por
el Ramón y yo le dije que muriera hace dos inviernos y él «vaya, mujer,
lo siento...».
-¿Pues entonces?
-Pero serio, mirando para el suelo, una cosa incómoda, ¿no sabes?,
talmente como si no me conociera, y allí los dos de pie, yo tan trastor¬
nada que a poco se me cae el haz de leña de la cabeza, acordándome de
la santa de su madre, y preguntándole que por dónde andaba el chico,
que cómo era tan ingrato que no había vuelto nunca con tanto como lo
tuve en el regazo y tantos cuentos como le conté, que nunca se cansaba
la criatura aquella de oír cuentos.
-¿Y del chico qué te dijo?
-Nada entre dos piedras, si casi no me habló, ya te digo, hizo un ges¬
to raro, que ya no vivía con ellos, que estaba bien, nada...
-Bueno, mujer, bueno, bien va a estar; yo oí que anda en malos pa¬
sos desde que heredó a la abuela.
-A mí me da igual en los pasos que ande, y luego serán mentiras, era
un alma de Dios el niño aquel, si no que la madre nunca lo quiso ni qui¬
so a la suegra ni nos quiso a ninguno de aquí, que era un pedazo de hie¬
lo esa señora, que yo me aparté de la casa por el feo que me hizo aquel ve¬
rano, que te lo tengo contado mil veces, y luego ya nunca volvieron a ser
las cosas como antes, que tampoco doña Inés soltaba prenda, ¿no sabes?,
ni le gustaba que habláramos mal de la nuera, aunque yo bien sé que no
se podían ni ver, pero la defendía siempre delante del niño y tenía miedo
porque sabía que él no dejaba de preguntamos cosas a todos, nos marea¬
ba a preguntas, nunca vi chico más curioso ni más listo, con aquellos ojos
talmente de uva madura y qué salidas tenía, la dejaba a una helada...
La vieja Rosa remataba su relato puntualizando que el señor no había
estado propiamente antipático, que era más bien como si le atormentara
550
acordarse de aquellas cosas, como si estuviera triste y le diera vergüenza
demostrarlo, contaba que al verla llorar tanto sacó del bolsillo alto de la
chaqueta un pañuelo muy limpio y bien doblado y que se lo alargó y que
a ella le daba no sé qué limpiarse los mocos con él por lo bien que olía y
que cuando se despidió, porque no consintió que ella le acompañara al
cementerio, se lo quiso devolver y él le dijo que no, que se lo quedara
como recuerdo y al rechazarle el pañuelo ya tenía la voz más dulce.
—«Como recuerdo de las cosas que no vuelven, Rosa», me dijo. Y me
miró un momento, y luego se escapó ya casi sin decirme adiós, como
alma que lleva el diablo.
Siempre que volvía a hacer la narración de aquel encuentro, enri¬
quecida cada vez con nuevos detalles y ramificada por las diversas diva¬
gaciones que el tema convocaba en su memoria, volvía a sacar Rosa de
la faltriquera aquel pañuelo de batista con las iniciales E. V. G. bordadas
en una esquina, para secarse con él las lágrimas que van a engrosar la
corriente de los ríos cuyas aguas ya no vuelven, y cuando bajaba al la¬
vadero del pueblo a hacer la colada lo frotaba contra la piedra ondula¬
da y oblicua con un mimo especial, lo ponía aparte de las otras prendas
de ropa, hasta el punto de que algunas veces era solamente aquel pa¬
ñuelo lo que llevaba para lavar, y por eso lo sacaba siempre tan limpio
y planchado que ya era fama en el pueblo el pañuelo de la Rosa. Y dejó
dicho que cuando muriera, le taparan la cara con él, última voluntad
que cuando a los pocos meses abandonó este mundo para siempre, fue
cumplida con toda solemnidad y reverencia por sus convecinos, sin que
nadie esbozara jamás una sonrisa al contarlo más tarde, al contrario,
muy serios lo referían, pues era aquél un pueblo que tenía a gala rendir
culto ancestral a todo lo inmaterial, enigmático e invisible. Por la misma
razón a nadie extrañó tampoco que algunos días después de darle tierra
a Rosa, se recibiera desde Madrid un importante giro de dinero de re¬
mitente desconocido para atender a los gastos que pudiera suponer in¬
ternar en un asilo de subnormales a su única nieta, una chica que había
nacido con falta y sus padres dejaron al cuidado de la abuela cuando
marcharon para América, hasta desentenderse de ella por completo. To¬
dos vieron en aquella gestión la mano del hijo de doña Inés, certeza in¬
crementada la semana que apareció por el camino una ambulancia pro¬
cedente de la ciudad cercana de la que bajaron dos hombres con el
encargo de llevarse a la Tola, que al principio se acurrucaba con ojos
asustados, abrazada al cuello de la vaca, pero que luego, estimulada por
la persuasiva y dulce actitud de aquellos enfermeros, cambió diametral¬
mente de talante, salió entre risas y palmoteos del cuchitril donde se ha¬
bían consumido sus veintiocho años, y una vez introducida en el coche,
agarrada a su mísero hatillo, saludaba gozosa con la mano a la gente
congregada para verla marchar.
-¡De viaje! -chillaba-. ¡De viaje!
551
A más de una mujer se le saltaron las lágrimas cuando la ambulan¬
cia se perdió de vista en la primera revuelta del camino y las personas
de más edad comentaron en los días siguientes que la Tola cuando era
niña solía ir a jugar por los veranos a la Quinta Blanca con el nieto de
doña Inés, aquel del que se rumoreaba sin mucho fundamento que an¬
daba en malos pasos, y que, según los cálculos de los expertos, estaría
ya también más cerca de los treinta que de los veinte.
También se especuló, como era natural, con la única posibilidad vero¬
símil: la de que fuera por conducto de la señora de la Quinta Blanca por
donde le hubiera llegado la noticia de la muerte de Rosa a su generoso
benefactor, que, por cierto, tardó mucho en volver a la Quinta, o al me¬
nos, si es que vino, no se supo.
552
la barra que le dejara ver la pulsera de marfil que me trajo Brigitte de
Malabo (¿conjuro?).
Me pongo con mi trabajo de copia. Anita está en Salamanca miran¬
do las cosas que yo ahora evoco.
Carlos E. Vasco de Motrico, nieto de un cocinero del rey —parece de
cuento de hadas— me ha mirado directamente a los ojos, como hace tiem¬
po que nadie me miraba. Fui sabiendo poco a poco a lo largo de la no¬
che que él sabía quién yo era, pero no me sentía juzgada o interpretada
más que por mi comportamiento de esa noche, y sin más quintaesencias.
Por eso reviví y no me angustió siquiera la pérdida de la carpeta, que
luego reapareció en el bar aquel. Me acosté como con alas nuevas en el
corazón.
Hace un año acababa de llegar a Virginia y trataba de adaptarme a
aquel nirvana excesivo, exento de connotaciones para acabar El cuen¬
to... Tengo que pensar que este otoño es mucho más crucial y que me su¬
pone un reto más tenso y arriesgado. Paz en la guerra. Calila, no pier¬
das el son. ¡Tú vive!
El viernes 2 vino a comer Anita (desde aquí llamó a Ángeles) y me
llegó una carta maravillosa de Ruth El Saffar. (Se iniciaba el restableci¬
miento.)
553
■
CUADERNO 31
Historias ocurridas
Llardent me decía, cuenta cuentos de los tuyos. Hoy 3 de agosto del 83,
leyendo «Divagación en torno a los nenúfares», me doy cuenta de que lo
mejor de El cuento de nunca acabar está en cuando cuento «cuentos de
los míos», y que cuando yo me muera, nadie los va a contar como yo.
N eorromanticismo
557
ahora es un tema tratado a fondo, muy comprometido. Es mejor volver
atrás. A la gente le da miedo parecer de derechas. A los escritores siem¬
pre les ha dado miedo eso. Y luego el costumbrismo está desprestigiado.
Y además no sabe uno con quién meterse para explicar esta falta de ilu¬
sión, de garra y de espíritu aventurero, esta apatía, este entierro de Don
Quijote. El espectáculo de su propio entorno -noticia sobre noticia- se
les ha hecho opaco e irrespirable y no lo pueden penetrar, les rebasa, le
dan la espalda. No deja desahogo a la meditación sobre él. Lo retratan,
eso sí, imágenes de muerte y de ceguera, estáticas, que no hacen pesta¬
ñear a nadie. Se desentienden. Desinterés. Impotencia para trascender el
presente.
«No tenemos nada nuestro, salvo el tiempo, del que gozan hasta
quienes no tienen morada» (Baltasar Gracián).
558
* A Posterior ¡ 'f&fTGtfflaoAC-
40/ffiSü.M¿áítC- pA,ÍWrr
La Reina...
(Retahilas en plan chalado)
559
tranjero de Camus. Viene a verle Carola y no le dice nada de lo de sus pa¬
dres, pasa el rosario de sus incomprensiones (libre pero con deseo de un
marido, como todas, «yo casado no, yo quiero ser libre»). Está otra vez
con Vicente, han sacado pasta. (Se lo escribe en clave o manda a decir
por alguien, que están preparando el dinero de la fianza.) Ellos se han co¬
mido todo lo de la abuela, como antes Julio y Dick, empezaron como ju¬
gando, como jugando a malos, me acuerdo del cuento de Pinocho. Y me
ha empezado, por la noche, a rondar la idea principal: yo ¿cuándo em¬
pecé a ser malo?
-Historias sí, hombre, siempre hay historias; faltará nada más quien
las sepa contar.
-Y oír, ¿sabe?, y oír.
—Eso también. Y oír. Y uno se las cuenta a gente que no oye porque
no está.
-Porque no está, claro que sí, en eso tiene razón, porque no está. Se
van... andan por ahí.
Había sido amigo del antiguo farero y era inventor.
Empecé a ser cuerpo para ti que aún no tenías ojos, para cuando los
tuvieras... y eso era cuenta cabal, el tiempo que tardara en pasar eso de¬
jaba de importarme, pasaría al tú, «yo sé esperar», me decía. Esperaba
este día sin saberlo, será mi amante.
560
ría que fueras libre de mí. Aún no sabías tú que los cuerpos se dividían
en feos y bonitos, el mío te parecía maravilloso.
El loco escribía las cosas que la niña decía. El loco del pueblo esta¬
ba contra el progreso.
El amor materno marca en la frente del niño una señal que ahuyen¬
ta la simpatía de sus compañeros.
Que por qué unos países eran secos y otros no, unas gentes ricas y otras
pobres. Si no supiéramos qué es la pobreza, no definiríamos la riqueza.
-Eloy quiere tener dinero- dijo ella muy triste.
-Sabe quién es.
-Sí.
-Es muy bonito compartir secretos. Lo más bonito -dijo ella.
Tenía sueños raros y los contaba: en los sueños puede pasar de todo.
561
El canto de lo lejano. «... entonces atendía embriagado a las aventu¬
ras silenciosas de su propio mundo interior. Ahora, en cambio, ha va¬
ciado su alma como un salón (han salido de ella todos los muebles de
casa de la abuela para que entren todas las charangas); ha cambiado la
belleza de la extravagancia que sólo él entendía, por la belleza de lo ge¬
neral que sólo él puede comprender» (la aventura institucionalizada y
común ¡qué manida! Ser ladrón de niño le electrizaba, raptar, arrebatar
lo prohibido).
562
por el acantilado, pero le gustó oírselo al viejo y se sacudió el pelo hacia
atrás y tenía un gesto soñador. Como cuando rompía papeles que había
estado escribiendo y luego de rasgarlos se acercaba a echarlos al mar.
Pero ¿cómo es posible depender de este tipo de cosas, «estar en» esta
situación siendo uno algo tan desmesuradamente distinto de todo esto?
Yo tengo un lugar cordial (castillo, relojería) que niega la realidad de
todo cuanto impide su construcción, su levantamiento a costa de lo que
sea. Y es como si todo lo de aquí no existiera.
563
En cuanto le coges el morbo a los grupos, pierden la gracia. Es algo
indefinible, pero muy rotundo: como si los ojos reflejados en el espejo
me trajeran noticia inmediata de un vacío.
564
Escribir es sacar los grumos del alma. Pero no queremos. Ya ni la pluma
me traigo a la cama. Y por eso, me entra la descomposición. El azar que
ha traído a los objetos a yacer juntos en una caja, en un estante, a las
personas a conocerse, a yacer juntas en camas o tumbas.
18 de agosto
Los recuerdos (al pasar por Orense) ... De puro que lo sé (la vida pa¬
sada de esa señora de pelo gris y gafas sin montura) es como si no lo
supiera, me gusta inventar historias, imitar la actitud de la niña que
entonces las inventaba. No hay ninguna satisfacción en los logros
reales.
Casandra
(prólogo)
565
La martingala. Capacidad de melodrama. Es novela aquello que po¬
dría dar materia de tango. Como toda metáfora es más ilustradora que
un estudio exhaustivo sobre el tema.
En sexto, curso feliz, y por serlo fugaz como un relámpago, todo era
para mí ilusiones y cariño.
Contábamos el tiempo por cursos, se notaba que se crecía de uno a
otro. Y ese tiempo corría de una manera diferente a como corre ahora
(«¡Cuánto tiempo ha pasado desde sexto!», se decía en séptimo. Se co¬
queteaba con la nostalgia).
V- * *
566
CUADERNO 32
569
1
df / / ///////////if if / ^ / íf <f if ifíf dT ¡f íf J \í £ £ $ J J $ if
ha pasado a mi alma provocado por la llegada a hoteles nuevos, a lo
que significa despertar en hoteles nuevos.
Pero lo de antes de llegar este año a presentar The back room, tam¬
bién era como un sueño. (By the way, en este hotel ya estuve una vez,
enero de 1982, y antes lo medio husmeé con los Titinos, y esa geogra¬
fía narrativa es la que había puesto en marcha mi sueño. Juan llega ma¬
ñana.) Porque estuve desayunando con Rafael y Pollán en el Comercial
y Rafael llevaba puesto el jersey que yo le compré en Virginia y estaba
libre de ceño, y me fue a comprar el somnífero que me he tomado ano¬
che y le enseñé la cajita dorada que compró en El Señor Generoso. Y
aquello era como una recuperación de muchas cosas. Y el día anterior
P. N. había venido a Alcalá 35 a dar el visto bueno al traje de noche de
la yeya que Anita había planchado y que llevaré al baile de la Golden
Gala. Y le acabé de leer el segundo capítulo de La Reina. YP.N., tam¬
bién el miércoles día 1 de noviembre (le dije al final «más que día de los
muertos parecía de resurrección») me esperaba en el teatro para que le
diera la chinita de Pepe el rizos. Y tardé porque me había entretenido
con Carlos tomando un cóctel de champán en Chicote (me traía de casa
de Milagros Lain de dejarle arreglada la conferencia de la Complutense)
y ya estaba nervioso, en el Bellas Artes, revoloteando con su gabardina
amarilla. Y de esas cosas y del viaje al Boalo en autobús el fin de sema¬
na anterior (justo hoy hace una semana) me acuerdo en este hotel de
Broadway, a las seis de la madrugada.
Y me he levantado a ver amanecer. He dormido diez horas de un ti¬
rón gracias al somnífero de Rafael, la cajita dorada. Y se ven en rojo las
letras G. W. del rascacielos ese, de Columbus Circle. Este hotel está fren¬
te al Lincoln Center. Las ceremonias de la presentación de The back
room no sé aún cuáles serán ni me importa mucho. Lo que más me abu¬
rre es la transición entre el despertar y el nuevo sueño.
Y ayer se cumplió ese pasar de un trance a otro sin esquinas. Volé en
cabina alta, sola junto al capitán que me salió a saludar. De verdad, oye,
Calila, que no es un sueño megalómano. Yo estaba abajo, hablando con
un gallego de la puebla de Caramiñal que vive en el Puerto de Newark,
New Jersey, desde 1956 y venía de ver a sus padres viejos, y de repente
apareció Inmaculada de Habsburgo y me situó arriba con el presidente
de New York University y luego ellos se bajaron y me dejaron entregada
a los cuidados de la azafata Conchita M., que me contó su historia de
mujer separada, me dijo que cuánto le gustaría saber escribir y me re¬
galó un neceser de los que les dan a los clientes de primera. Y luego ya
nada, fue un vuelo. Y estaban Marcia y Plora con el coche amarillo.
Y ahora tendré que planear mi día. A las cinco viene Philip de New
México, y mañana Joan. Y tendré que contactar con los de Columbia Uni¬
versity Press y con Manolo Arroyo. Pero antes voy a dormir un rato más.
571
The back room
«This way, with my eyes closed, I can imagine that he is a friend I’ve
known all my life...» (cf. con la sensación totalmente opuesta que expe¬
rimentaba Elvira frente a Emilio en Entre visillos). Toda mi literatura os¬
cila entre lo excepcional soñado desde lo cotidiano y al revés. Porque lo
excepcional cuando se tiene da miedo y se quiere convertir en rutina, no
se aguanta.
(Con Joan en The Theatre Coffee Shop antes de la presentación en
The Hispanic Institute.)
Sensación de primera vez, de renovación, de volver a los orígenes.
«The room in fact does strike me as a very pretty one, as though I were
seeing it for the fírst time in my life.» I’m haunted.
9 de noviembre de 1983
Camino de Vassar by train
* * *
572
Estoy sentada en la biblioteca de Vassar, mientras Randolph busca bi¬
bliografía sobre Dashiell Hammett para la Torcí. R. me ha recordado
que una alusión a El hombre delgado aparece al final de El cuarto de
atiás. Yo no me acordaba. ¡Cómo se enhebra todo, parece mentira!
El taxista que me llevó a la estación desde Croton Harmon, Ran¬
dolph que no aparecía, la rubita de flequillo que llamó a la Universidad
de Vassar desde allí... y por fin este final de paz y de otoño.
(En la comida, en el restaurante universitario, estaba también María,
una chica de Madrid, cuya madre es fan mía, al parecer. Y la mujer de
R. embarazada. Y Anita. Y otros dos profesores, uno colombiano y otro
nativo of the States.)
Me trae Anita Lasry en su cochazo, una profesora reciente en Vassar
con gorra, amiga de Inmaculada, casada con un agente de bolsa. Me ha
ofrecido su casa en Central Park West.
Día 10 de noviembre
573
Y salí un rato, al banco y a la librería de Columbia. Y allí me en¬
contré a Juan Benet, con su bufanda larga, compramos dos postales de
Poe, y luego al salir le dijo a la cajera: «Es usted muy amable. Pero el lá¬
piz es muy malo». Y yo le dije que llevaba muchos días sin reírme. Por¬
que aquí la gente se ríe poco. «Sí se ríen», dijo él, «pero de nada. Y todo
se organiza muy mal.»
Comí en el griego de la 113 con Moore, Ken (portadista barbitas)
y el corrector de pruebas, que ha puesto red light para «el escondite in¬
glés», rubio, un poco grandote, que está embrujado con El cuarto de
atrás. Al salir dijeron «It’s about to rain», y yo me fui al cine a ver The
rear window, de Hitchcock, con Grace Kelly y James Stewart. Y al sa¬
lir, ¡Dios mío!, qué temporal, yo tenía que llegar en tres cuartos de
hora a la fiesta de la Columbia, llegué empapada al hotel a cambiar¬
me, me puse botas, pantalón negro y blusa de encaje bajo el abrigo de
piel, y luego ya en la calle imposible encontrar un taxi, un paraguas
rojo, vuelto del revés se le había ido de las manos a una señora y fluía
por Broadway como un barco a la deriva, lagos de agua que los auto¬
buses desplazaban, me metí en un 104 que se averió a la altura de la
96, y de nuevo esperando con un transfer en la mano, pero ni miraba
la hora, era raro, estaba tranquila, me sentía perdida pero a gusto, me
daba todo igual, ¿esperan por mí?, ¡pues que esperen! Y llegué al
Alma Mater (por donde tantas veces pasé hace tres años) empapada,
tranquila, buscando el International Studies Institute, había que cru¬
zar Amsterdam, por fin apareció, llegué como una sopa, estaban to¬
mando vino y queso: y allí apareció una amiga de Javier Lacruz (Ma¬
ría José) y un chileno ya mayor pero elegante y guapo, pelo blanco,
párpado caído, que estaba cuando Allende y lo encarcelaron, Enrique
B. Kirberg, y escucharle me calmaba, ¡con qué gusto me había senta¬
do y bebía vino blanco! Me emborraché un poco y luego vine en me¬
tro con los Germano, que me regalaron un paraguas rojo, y Juan Be¬
net hasta el hotel. Juan me compró el Village News y lo estoy leyendo
ahora, la mañana del 11, en la cama. ¡I love N.Y.!
22 november
574
puso un bastón con tres varitas que llevaba y se bajó a tentaruja en Co-
lumbus Circle, el conductor le ayudó.
Luego llamé a Roberto Yahni y vino a verme al hotel. Estuvimos fla¬
neando por Columbus y viendo unas tiendas fascinantes. Yo estaba can¬
sada y tenía hambre. Me compré un sándwich de noticiario y me lo iba
comiendo por la calle. Llamé a Anita Lasry. Philip me ha dicho que la
casa de Barbara Salomón al lado de la suya es un chiringuito.
13 de noviembre
Hice mis maletas, una para dejar en casa de Anita y otra para llevar.
Desayuné en Orloff y luego me di un paseo por la 5.a Avenida. Entré en
St. Patrick a rezar. Había mucha gente en filas para comulgar. Tomé
agua bendita y pensé en Borau, en cómo ha cambiado su vida de ocho
años a esta parte. Luego bajé por Madison hasta la 86 y fui a mirar las
chaquetas de Orva (86 con la 1.a) para llevarle a la Torcí. Estaba cerra¬
do, porque es domingo.
575
Ahora escribo en el tren. Me ha traído Marcia en el coche amarillo,
un maletero negro me ha acarreado la maleta hasta el andén. Es un
compartimento muy limpio y confortable de Amtrak. Se ha sentado a
mi lado una rubita muy simpática de pelo rizado, natural de Indiana,
que también va a Charlottesville y viene de New York de ver a su novio.
Me ha preguntado en seguida por mi vida, cómo se hace en los viajes en
España, y le he enseñado The back room porque lo llevaba en la mano.
Ha dicho «Oh, how exciting!» y me miraba maravillada.
Esto no soñaba yo que me pudiera ocurrir nunca en un viaje de New
York a Virginia; es la guinda encima de la copa de helado. Ahora tiene
el libro entre las manos y se va a poner a leerlo, según parece. Yo no le
voy a decir ni que sí ni que no, pero lo cierto es que ya lo estaba hojean¬
do, y esto me produce una excitación que rebasa los límites de lo ima¬
ginable. A la derecha se ve un field amarillo seco con palos de teléfono,
el tren se ha parado no sé por qué, como pasó en Entre visillos cuando
se pararon a comprar sandías, ¡qué lejos estamos de aquello! Pero, al
mismo tiempo, ¡cómo se enhebra todo!
Ayer por la tarde la cubanita traía un gráfico en la cartera donde se
estudiaban todas las conexiones de El cuarto de atrás, era una papela es¬
trecha y larga como la de los «estrechos» y me hizo gracia que hubiera
sacado ella tantas cosas en consecuencia.
He ido al bar a buscar un perrito caliente, una cerveza y un «assor-
ted cheese», lo dan todo en bandejitas y platitos de plástico que hubie¬
ran entusiasmado a la niña de El cuarto de atrás. Hemos pasado Phila-
delphia y empieza a caer la tarde.
Se me ocurre para la conferencia de Charlottesville: «Las conexiones
significativas». La vida es un tejido de conexiones significativas. Se trata de
verlas o no. Cuando se ven se origina la literatura. ¡Cuánta gente se fasci¬
na y cae de rodillas ante una historia de ficción y es incapaz de apreciar
lo que de novelesco tiene su propia vida! ¿Por qué? Porque no saben crear
una novela, y es una capacidad que nadie propicia ni estimula, se obliga
al alumno a encontrar con lupa significaciones en el Quijote, pero no a
mirar una calle desde el autobús, a poner la antena versus radio vida.
Nos acercamos a Charlottesville.
14 de noviembre
576
volver aquí!). Y a la noche la conferencia informal en la Casa Española.
Estrené mi traje gris con un collar de Merche. Habían llegado Carmenza,
Candelas y Gregorio. Estaban también Thomas y Femando con la guita¬
rra. Hablé media hora y luego hubo coloquio. Hubo canciones y cham¬
pán hasta muy tarde. Desde la terraza de la habitación se veían las esca¬
lentas que bajaban a mi antigua casa.
15 de noviembre
17 de noviembre
577
la calle M. (Market House) me llevaron a casa de Moraima Semprún,
donde he dormido.
Tuve: 1) una conferencia en James Masón University; 2) un cóctel en
casa de Moraima, donde antes subí a cambiarme y a vestirme con el
chaleco de lentejuelas; y 3) una cena en mi honor en casa de Carlos
Abella, el agregado de asuntos culturales. Tienen una casa de cine y la
cena era ídem. Carlos es de La Coruña, un canoso guapísimo y char-
ming, habló de una posible beca para mí. Era todo como un sueño. Les
dejé el neverending tale.
Esta mañana John, el marido de Moraima, me ha acompañado a
este tren en el que escribo, previo un paseo por Constitución Ave. y me
ha dejado entregada a los cuidados de un maletero. «We have time to
spare!» Antes he desayunado con Moraima y ella me ha hecho una en¬
trevista. Es una mujer con buenos contactos y que se organiza de mara¬
villa, la conocí en el 79 en Yale, se parece a Jeanne Moreau, es prima de
Carlos Semprún, habla de la casa de Alfonso XII, dice «mi tío Pepe» (era
hermano de su madre)... y a mí me da risa y hasta un poco de miedo
que terminen this way las celebraciones about The back room. Todo se
coordina por la magia, eso es evidente.
Me voy a poner a leer un poco el National Examiner donde dice en
la portada: «Use your birth sign to get rich». A ver si cuela.
De repente, pasado Baltimore, veo un letrero rojo encima de una
especie de fábrica, donde se lee Martín Marietta, me he quedado de
piedra.
¿Qué nos dijo el hombre del tren? Stop and go. Disaster narrowly
averted.
It’s the first trip I do in the States without suitcase and without glasses.
18 de noviembre
21 de noviembre
578
casa por fuera. Era la calle más ancha, creo que con bulevar en medio,
y un poco como Amsterdam Av. por el tramo de la catedral. Veníamos
haciendo muchas fiestas y yo empecé a entonar a grito pelado salmos
de gracias a Dios entre cabriolas y Chris y Chip reptaban a mis pies
como los ayudantes de Kafka y esos negritos que ahora han sacado el
juego de revolcarse como culebras. Y al decir yo algo así como «bendita
sea la vida» a voz en cuello, desde la otra acera una especie de obispo
con tiara me mandó una bendición mirándome. Pero un poco más allá,
cuando ya estábamos llegando enfrente del n.° 45, ese mismo obispo o
lo que fuera me fulminó con una mirada como la de la señora del ladies
room de Washington y es porque me estaba probando en la calle una
combinación negra. (Esto es reminiscencia de las compras de ayer por el
Village y de la sospecha de si era mío o no el traje de rayas de Pepe
el rizos.)
Lo cierto es que no me había quedado desnuda sino que me pro¬
baba la combinación encima de otra de punto más cortita, pero se armó
el follón y se congregaron todos los vecinos de D. Esquerdo. Se formó
una especie de juicio de acera a acera y yo estaba violenta. Trataba de
explicar que en verano está permitido ir así de corto y escotado y que por
qué no en invierno, pero el cura aquel no atendía a razones. Era como Jo-
seph Lasry, muy serio y de negro. Notaba que no podía escapar. Pero de
pronto Chris y Chip empezaron a hacerle burla y a traer una mesa con
sillas a la calzada y a formar una fiesta como de Alicia en el país de las
maravillas y me besaban y jugaban al corro a mi alrededor con Ruth y
más gente y todo se disipó. Me volví niña.
22 de noviembre
Son las dos y media. Estoy sentada en O’Neals, el primer café de New
York que pisé con los Titinos en el año 79, esperando a Gloria y Linda
(también aquí me encontré con Borau el otro día, y una vez en el 80,
que se retrasó, junto al Hotel Empire). Otra etapa que se consume. Me
voy mañana. Hace una tarde espléndida. Acabo de encontrarme con Isa¬
bel Maier y un novio suyo polaco grandote. I’m happy. Me he compra¬
do una blusa de seda gris esta mañana ahí enfrente (la llevo puesta), y
otra fresa para Torcí en la Avenida de las Américas.
Luego he ido a mi antiguo barrio de la calle 119 y en la librería de
viejo de Amsterdam he comprado una edición del año 34 del Halcón
Maltes. Luego he estado comiendo con Mirella y Marcia en un restau¬
rante nuevo muy elegante Amsterdam con la 119.
Ya tengo otra casa aquí, la de Elizabeth Hardwick. Anoche fue ma¬
ravilloso en aquel apartamento lujoso lleno de libros hasta el techo y ce¬
nando juntas en la cocina como viejas amigas, hablándome entusias¬
mada about The back room, y luego las dos paseando por Central Park
579
West con la luna llena, ofreciéndome su casa para cuando quiera venir
laTorci. Parecía un sueño. Desde aquí, ahora, puedo ver la entrada de la
calle 67 donde ella vive. Éste es mi barrio neoyorkino preferido, ya lo
conozco como la Plaza de los Bandos. It’s wonderful, isn’t?
Estoy leyendo TJie odd woman, un libro de George Gissing que me
ha regalado Philip. ¡Me gusta tanto estar aquí, veo el porvenir como
algo tan alegre!
Con Gloria y Linda. He hablado con Linda dos horas en O’Neals.
Luego he ido a buscar a Philip a las siete para despedirme. Hemos be¬
bido champán en un restaurante de Broadway y luego he comprado con
él la biografía de Robert Lowell, el marido de Elizabeth. Veníamos por
Broadway. Estaba anunciada en el cine Metro la película Harold and
Maude de que me habló tanto Chris y quise entrar, pero no la ponen
hasta pasado mañana. Ya estaré en Madrid.
He perdido eso y (lo compruebo ahora con penosa evidencia) la he¬
billa de plata que me regaló Philip el otro día traída desde New México.
Algo hay que perder, no todo va a ser ganar. Lo interpreto como una
contribución a la felicidad. Un sacrificio a los dioses.
Ahora, las once, estoy esperando en el despacho de J. Lasry a que
vengan para despedirme de ellos. Han venido las dos peruanitas a po¬
ner una mesa y he estado de retahilas con ellas. Gladys me ha regalado
una caja de jabones con forma de Conchita en el cuarto de atrás.
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CUADERNO 33
16 de junio
Sobre Kafka
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ni después, consiguió con rara facilidad su propósito por un punto por
donde muchas veces había ensayado la ascensión sin éxito. Y esta vez lo
logró a la primera. Llevaba una bandera entre los dientes. «Había clava¬
do la bandera, el viento había tensado el lienzo y había contemplado a
sus pies las cruces que se hundían en el suelo. En aquel momento nadie
era más grande que él.»
El proceso de autocrítica le es desconocido al héroe romántico: no
desciende hasta el fondo de sí mismo para conocerse mejor sino para
embriagarse en la satisfacción de saberse elegido. No conoce el ridículo,
aunque lo haga muchas veces. Kafka, que tantas veces se siente en ri¬
dículo, no lo hace nunca. Por eso mismo: por su implacable lucidez.
No es la soledad de Robinson. No. El mundo está ahí afuera, bu¬
llendo de manera inesquivable.
El agrimensor de El Castillo es uno de los héroes menos descritos
(por su aspecto, vestimenta u otros atributos similares) de la literatura.
Fantasía abstracta.
Dice un compañero suyo de clase: «Si me piden que cuente algo carac¬
terístico de Kafka, será que en él nada llamaba la atención... Nunca pu¬
dimos llegar a intimar con él; parecía estar siempre rodeado por una
mampara de cristal. Su imagen... resultaba de algún modo lejana y ex¬
traña».
No le admitían, nunca pudo sacar de sus inclinaciones «el verdade¬
ro provecho que a fin de cuentas se exterioriza en una confianza dura¬
dera en sí mismo».
26 de junio
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Para Nubosidad variable
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Este año he hecho muchos, por cosa de las conferencias y homena¬
jes y entrevistas de T. V. A Ávila, a Murcia y Orihuela, a Logroño, a Bar¬
celona, a Salamanca... pero en ninguno he apuntado nada.
No me acordaba de los fragmentos del Diario de Kafka que espi¬
gué el año pasado y que he venido leyendo. Daban en la diana, en esa
zona donde se incuban ahora mis conflictos frente a la escritura, por
culpa de la dispersión a que mis nuevos compromisos me someten. Es
pura algarabía del mundo, una actitud que me vacía y me deja inerme.
Una celda, como diría santa Teresa en versión M.G., que limpio sólo
para las visitas. Se trata sobre todo de una cuestión de fe, de acorde
interior. Antes, en cuanto tomaba un tren o un coche de línea, es como
si me salieran alas, y todos los pensamientos y recuerdos que surgían
dentro de mí al ritmo del tren se enhebraran armoniosamente. Es cu¬
rioso, porque ahora, si bien se mira, tengo mucho más que enhebrar.
Se ha ampliado la tarea infinitamente, desborda mis cestos de costu¬
ra. Y acabo no tocando nada, dejándolo todo revuelto, aplazado y
descosido.
En estas páginas redescubiertas que anteceden, hay también una
promesa a mamá. Un amargo deseo ardiente: escribir Cuenta pendiente
para ella, para contárselo a ella. Precisamente hace dos noches, estando
en la cama, volvió a rondarme esta idea de meterme con Cuenta pen¬
diente, tal vez en plan diario, donde se fueran comentando y fechando
los estratos de cuaderno donde aparecen notas y apuntes sobre este
tema. Por ejemplo, pensaba que después del sueño aquel de New York
que escribí en casa de Gloria Waldman, podría decir cómo a poco no es¬
toy a tiempo para bajar al coche que me llevó a dormir al hotel Empire
donde estaba Ruth (adonde he vuelto el último noviembre para presen¬
tar The back room), contar un poco en plan onírico lo de casa de Bárba¬
ra, la amiga de Ruth, lo de la alfombra que llevaba el hermano de Ruth
y aquella sesión medio de magia, y yo de repente saco allí a relucir el
sueño que acababa de soñar y fue como un homenaje a la meiga oren-
sana en New York, ya ves tú qué propio. Y por ahí enlazaría lo de que
ese día vi claro el libro, y meter los decorados neoyorkinos, y mi situa¬
ción posterior (Virginia en 1982, presentación de The back en 1983, la
Golden Gala) y yo siempre ¿me llevas?, como un espectador de esos
homenajes que no acabo de creerme que tengan que ver conmigo, el es¬
pectador apasionado, miss Mady, ¡y todo esto qué tiene que ver con el
premio de hace pocos días entregado a El cuento de nunca acabar por
Cambio 16? Nada. Sólo la aparición de N. allí en la pantalla. Pero nadie
lo sabía.
Y anoche: «Pues nos das vestido nuevo / rey celestial / libra de la
mala peste / este sayal». Las monjitas cantando, trabajando el huerto,
leyendo libros de devoción. Y dijo Marta: «¡Pero lo pasaban muv
bien!».
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Y voy a ver a Lola y a su niña. Me acuerdo de aquel viaje a Portugal
en la furgoneta con ellos (Julio, Amancio, Josefina). Nunca creí que eso
se pudiera convertir en pasado. Me apetece mucho, muchísimo, volver a
ver a Lola.
6 de abril
Nubosidad variable
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16 de abril
Nubosidad variable
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se me infiltra de cuando en cuando como una sombra alevosa sobre mi
alegría: la necesidad de justificarme ante otro de culpas que no creo ha¬
ber cometido.
—¿Pero otra vez? No puede ser, señora Acosta, si hace cinco meses
vino el fontanero, acuérdese, y se les pagó a ustedes la cuenta de los pin¬
tores. Si precisamente...
-¿Entonces, qué me quiere decir? ¿Que lo estoy inventando? Baje
conmigo y se convencerá.
Bajaba, precedida por ella, los veintiún peldaños de mármol que se¬
paraban nuestras viviendas, con las mismas ganas que si me llevaran al
quirófano. En el hall tenían paneles dorados con relieves de inspiración
marinera, y todo lo que se veía a través de las puertas, conforme avan¬
zábamos por el pasillo, denotaba la misma ostentación fría y de mal
gusto, que llegaba ya al colmo en la alcoba matrimonial, toda rasos y
muebles pompeyanos, por la que había que cruzar sin remedio para lle¬
gar a la meta de la discordia.
Aquellas visitas de exploración a la casa de abajo, rematadas por la
consiguiente decisión de volver a llamar a un fontanero, me dejaban un
rastro de inquietud que tardaba en cicatrizar, porque se sabía que la he¬
rida volvería a abrirse por otra parte el día menos pensado.
Las manchas de humedad, de cuya irrupción me veía obligada a res¬
ponsabilizarme, no aparecían nunca en el mismo sitio y el esfuerzo pre¬
ciso para hacerlas coincidir desde el piso de abajo con el punto culpa¬
ble que las originaba requería una concentración que no me estaba
permitido esquivar, pero que todo mi organismo rechazaba. Y lo peor
era que la señora del quinto se había dado cuenta, con la refinada mali¬
cia de un torturador, del dominio que, a través de aquella investigación
doméstica, ejercía sobre mis vacilantes humores y se regodeaba en aco¬
rralarme con su interrogatorio.
-Debe ser del lavabo esta vez. ¿No tienen ustedes el lavabo en aque¬
lla esquina?
-Pues no sé. No me oriento.
Fiscalizada por los ojos azules y fríos de mi vecina, miraba el techo
como quien contempla un mapa desconocido sobre el que hay que to¬
mar posiciones para decidir una batalla inútil.
«Es una pesadilla», pensaba a veces, «tengo que estar soñando. Se¬
guro que me despierto y las dos nos reímos sentadas en el suelo que se
convierte en hierba, y el retrete en un manzano frondoso, y las manchas
del techo en nubes movedizas de cuyo cambiante dibujo a nadie se le va
a ocurrir pedirme cuentas, nubes deshilachadas rondando sobre nues¬
tras cabezas, sugiriendo sueños de libertad y aventura, segura que de¬
saparecen la casa de arriba y Gerardo y el marido de esta señora con sus
patillas canosas, y esta señora se convierte en Mariana León y nos des¬
pertamos a salvo del futuro, dos amigas del instituto riéndose a carcaja-
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das sobre una alfombra de hierba primaveral, saboreando la complici¬
dad de haber faltado a clase, mientras se comen un bocadillo y hablan
de lo tontos que son los chicos.»
Pero aquello, claro, nunca ocurrió, ni llegó a aliviarse tampoco pos¬
teriormente la relación tensa que, por culpa de las sucesivas obras de
fontanería, manteníamos con la familia del burro flautista. La reciente
reforma megalómana de nuestro cuarto de baño, proyectada por un ar¬
quitecto amigo de Gerardo, aparte del martirio que supuso para mí,
obligada a interesarme por la marcha de las obras y a decidir sobre el
color de los azulejos y la forma y tamaño de la nueva bañera, intensifi¬
có la hostilidad de la señora Acosta que, al parecer, sufría de los nervios
y no podía soportar aquellos golpes sobre su cabeza que duraron al me¬
nos tres semanas. «Ni que estuvieran ustedes construyendo el monaste¬
rio de El Escorial», le dijo su marido al mío xm día que se lo encontró en
la escalera.
Y aunque, al comentármelo, estaba indignado de la grosería, a mí
me hizo gracia y pensé que en aquello tenían razón los vecinos del quin¬
to, porque yo era la primera en estar harta de tanto trasiego de opera¬
rios y de tanto cascote y desorden, pero no me atreví a reírme delante
de Gerardo porque tolera mal que le dé la razón a alguien con quien él
se mete, y además nunca ha entendido mi aversión a las reformas de
tipo doméstico, que siempre parten de iniciativa suya, ni mi escepticis¬
mo ante el aserto de que todo puede arreglarse a base de dinero, con
que pretende zanjar los problemas con sus hijos y mis inconcretas de¬
sazones.
Salió ya vestido del cuarto de baño y al rodear la cama para abrir mi
cajón de la cómoda, su figura se interpuso entre mis ojos y la luz de la
ventana. Me pareció un extraño y, al cruzarse nuestras miradas, la mía
debía acusar aquella impresión, porque noté que se quedaba intimida¬
do, como siempre que no encuentra el reflejo incondicional que precisa
para refrendar su imagen. Yo le conozco y sé a cada momento lo que re¬
quiere. Había chocado una vez más contra la barrera invisible.
—Creí que estabas dormida —dijo—. ¿Te pasa algo?
-No, nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía.
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CUADERNO 34
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los que sus ojos contemplan. Y con eso neutraliza el agobio. «Tenía ra¬
zón el golfo.» Pero hasta estos pleitos pequeñitos se los ha ido acapa¬
rando subrepticiamente un portavoz que sustituye su mirada por un cri¬
terio uniforme: el de la prensa.
Hablar de lo que se discute en El País. Cartas de los lectores. Tomar
partido por los chismes que uno no ha contemplado ni presenciado.
* # *
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LA CONFIGURACIÓN. Riesgo de desafinar. El escritor no busca,
encuentra. Invenio. Descubre. Y descubre con asombro improvisando.
Esto, así, no lo ha dicho nadie. (Las influencias, aunque siguen operan¬
do de fondo, se vuelven inconscientes al bordarse en la propia trama.)
Originalidad y tradición en la novela española (movimiento pendu¬
lar). Papanatería. Tendencia a no ver lo que se tiene en casa y admitir
ciegamente lo de fuera. Puede querer volverse a ensayar algo que tene¬
mos en casa.
Plazo de la novela. El tiempo que pasa en el papel y el de nuestra
vida haciéndolo no coinciden.
Cómo ven los críticos el producto y cómo lo consagran o lo orillan.
Los comisarios de la cultura.
Problemas de escribir. Problemas de publicar. Problemas de saberse
o no leído. Buscar la propia voz.
¿Sobrevivirá el personaje y el interés por el personaje en la sociedad
de masas donde el individuo apenas cuenta?
Esta mañana me he despertado consciente una vez más (de modo ful¬
minante, doloroso e inexpresable) del desgarrón que supone pasar del
sueño a la vigilia. Las sensaciones, recuerdos, jeroglíficos que piden in¬
terpretación, se trituran en seguida ante la cruel máquina de los proyec¬
tos inmediatos, la rueda del teléfono, fauces que amenazan allí junto a
la cama. (Puerto Real, el gatito que ayer trajo Marta abandonado y que
dejamos en un portal de Jorge Juan, la irreversible oscuridad de Rafael.)
Me pongo a encauzar la Ilustración (para El País) y los cuentos in¬
fantiles. Los cuentos sin moraleja. No aconsejan nada. Personifican con¬
flictos internos pero de modo oscuro, sutil.
Si explicamos un cuento, destruimos su encanto. Se trata de prolon¬
gar esa edad absorta, de preguntas en ebullición formuladas por prime¬
ra vez. Se trata de volver a la primera vez, revivir aquella sensación que
hacía agradable el cuento.
Temor a la madurez. Vuelta a los orígenes irracionales del mito. Los
buenos cuentos deben dar meras indicaciones solapadas que acrecien¬
tan la sed de entender por cuenta propia, que meten en el torbellino de
la vida.
El suelo que uno pisa gira bajo los pies. «¿Dónde vamos?», pregun¬
ta el niño al conejo de Alicia, a Pinocho, al hombre que perdió su som¬
bra, a Peter Pan, a la Reina de las Nieves...
595
Paul Hazard, Los libros, los niños y los hombres
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&u-ou&¿c/r¿>Lj
-&4A. ¿CU •ra¬
ohra~ spézc^cZui^ )
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reconocerlo al postre- no hemos hallado verdadero placer. No aprecian
las abstracciones de que nos hemos valido para nuestros solemnes y te¬
diosos juegos.
¿Cuándo empezará a tener papá mala cara? Pero digo esa mala cara re¬
pentina que será como un aviso de que todo se le ha podrido irremisi¬
blemente dentro, que nada ni nadie será capaz ya de recomponer con la¬
ñas la maquinaría. Me lo había preguntado miles de veces en esos
últimos años, sobre todo a raíz de que señaló mi retrato. Y él me veía la
luz fiscalizadora, me lo notaba y se sobrecogía, «¿qué me miras?».
Cuando le llevé a radiografía por lo de la hernia y salió, «hay espe¬
ranza», quería pensar en otra cosa, porque yo era optimista a ultranza,
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como él, sabía como él que la voluntad de luz disipa las tinieblas, que
querer es poder, lo sabía, desde mis años aún vinculados milagrosa¬
mente a la juventud, no percibía en los disaster narrowly averted más
que escollos que se superan, como el día que se me paró y se quedó pá¬
lido junto al Suecia, yendo al dentista, «se me va a morir aquí», pero lue¬
go continuó andando, como los muñecos que vuelven a tener cuerda,
«nada, no es nada, se arregla», ya entramos sonriendo a Pepe Calvo en
el despacho de los Madrazo, con aquella escultura modernista, y me
acordé con risa del cosquilleo del torno, una experiencia casi erótica en
la infancia. Pero la muerte no avisa, cae de repente, y eso también lo sa¬
bía yo, lo sabía por la vía del cerebro, no como lo supe luego, por la vía
del corazón, cuando el reloj del comedor estaba a punto de marcar las
dos el 18 de octubre.
Y por eso ahora me gusta acordarme de los detalles, ya por la vía del
cerebro otra vez, de los detalles que precedieron a la «gran traca final», pa¬
labras que él decía con risa, porque le gustaban los chistes siniestros cuan¬
do la muerte aún estaba lejos. Si hay una experiencia que puede abrigar
el dicho de «eso hay que pasarlo para saberlo», ésa es la muerte de los se¬
res queridos. Se sabe, pues qué duda coge, que nos vamos a morir todos
¿pero cómo se sabe? ¿Es saber ese que permite incluso la broma de ima¬
ginar «igual yo me libro, como el ninot perdonado de las fallas»?
Me imaginaba, digo, muchas veces su geografía interior como el país
más impreciso y sin embargo más real de cuantos puedan transferirse a
un mapa. Una vez soñé que estaba hecho de islas, un sueño muy curio¬
so, y que si una de ellas se sumergía se sumergirían todas, pues se trata¬
ba de unos lazos o cables tendidos para darles vida conjunta por deba¬
jo del mar, que era todo lo líquido (líquidos ardientes que corroerían, al
subir un grado más de temperatura, el festón de la isla clave y la hundi¬
rían como una oblea. Pero nada se detectaba desde fuera) que tenga el
cuerpo humano, todo lo que segrega, humores de color indefinible que
sostienen a flote la maquinaria y que también la pueden corroer sin me¬
diar ósculo ni palabra, muerte repentina, «yo firmaría para tenerla», de¬
cía él, «ahora mismo firmaría» (decía mucho eso de «yo firmaría ahora
mismo para...» porque era notario), «ahora firmaría yo para tener la chi¬
ripa que usted tiene, firmaría para tener la muerte de López Palop», el
pobre Pepe, que murió al salir de una farmacia, y mamá decía, «sí, ésa
es una muerte muy buena para el que la tiene, pero ¿y para sus familia¬
res?», pues para ellos también, porque se les ahorran tubos y conflictos,
y discutían un rato y mamá siempre «Bueno, hablemos de otra cosa», y
es que él era más teórico y ella más realista, él ya se enrollaba a hablar
en abstracto, no veía la escena que mamá tenía todas las noches. Y lue¬
go se disipaba la nube. «Tienes buena cara», «¿Tengo sucia la lengua?».
¡Qué afán desde la infancia de auscultarnos a todos la salud! Y de estar
atentos a las ganas o no ganas de comer, «come con mucho apetito».
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En la cara, desde luego no se le notaba nada, sólo cuando la fruncía
pensando en que se le pudiera torcer la estrella, cuando se salía de su
quijotismo y ponía los pies en el suelo, ¡era tan fácil volver a inflarle el
globo y darle ánimos, sacar un mapa, un libro! Al final ya no, fue cuan¬
do empezó a morirse, cuando interrumpía mi quehacer dando vueltas
en torno de mi escritura, en vez de meterse él en otro hueco paralelo a
ésta (estoy en Alcalá 35, en el cuarto de huéspedes, hoy mío, bajo «La
barca nevada», Dios, convaleciendo de mi operación de oído) cuando
ya tenía envidia de mi quehacer porque no tenía ganas de emprender el
suyo, ni vista, ni oído, ni buena circulación y ya era más difícil entrete¬
nerle.
«Bueno, no sabes cómo está papá esta tarde», me dijo mamá el 17,
«menos mal que has venido.» Pero le logré entretener. Fue nuestra últi¬
ma conversación larga. Muchas veces pensaba «tengo que aprovechar
estar con él para preguntarle cosas», pero me gustaba hacerlo cuando
no estaba teñida la intención de apremio ni de sacrificio, sino de placer
y en ese caso, claro, se bajaba la alerta del «esto es irrepetible, lo que es¬
toy viviendo», el tiempo volvía a ser el del escondite inglés, sin huellas,
y pasaba más rápido, lo que nos hemos entretenido, lo bien que lo he¬
mos pasado. Se decía luego, desde el recuerdo, es siempre igual con el
amor o tempo quando passava, passava de vagariño.
Era como un niño. Vamos por la Cibeles (el pasillo donde la made¬
ra crujía). Se le olvidaba lo de Don Duardos. Fue la última de mis em¬
presas que compartió a medias.
* * *
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«No habléis de esos detalles», decía mamá cuando el entierro. Se in¬
hibió, todo le parecía bien o igual, o indiferente, ya había decidido mo¬
rirse ella, «que tenga dos huecos», dijo tan sólo, y lo que no pudo aguan¬
tar es que le hablaran de la escultura del ángel.
Otras visitas hablaban también de su experiencia de la muerte, les
repercutía aquella de don José desde fuera, les confortaba que fuera un
mal universal, «cuando el pobre papá», decía Fínuca. «Pero Pepe no ha
sufrido.» Mamá escuchaba ajena, bellísima, «empezó a aflojar los di¬
ques», dijo Andrés luego cuando la vio en el catafalco.
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ginas se produce la sensación de alucinación que ya no nos abando¬
nará.
Genoveva es el tesdgo que pasa la cuenta de la propia edad y de la
propiedad de la casa.
«Al morir mi madre me quedé sin lector.» Hay la historia de un pro¬
ceso escritural. Viene al presente: «hace mucho frío». Situación desde la
que se escribe. Cuando cambia de primera a tercera persona uno piensa
que incluye los fragmentos de esa especie de novela que está escribiendo.
Siente que los recuerdos (niño de la bicicleta) proceden del presen¬
te. Exploración del tiempo. El peso del presente captado (muy difícil en
literatura) en su falta de significado, en su rutina, de la que a pesar de
todo se sospecha que emana otra cosa.
El miedo a la vida, a cualquier índice de vida que se meta por las ra¬
nuras de su refugio. Matías: mediador entre dos mundos herméticos.
Sospecha de no ser su hijo.
La ambigüedad del recuerdo. Incapaz de: pensar, decidir, entender.
La novela es el trasunto de esta incapacidad. Carrera al tiempo. Figurar¬
se, de modo fulminante, lo que va a pasar después.
La incapacidad del héroe para hacer examen de conciencia. La irres¬
ponsabilidad (falta de sustancia) de los comportamientos. «La mitad lo
hablamos por entretenernos unos a otros.» El argumento me interesa
muchos menos que el estilo. Quedan por aclarar Matías y Charo.
Pero lo más raro es que no resulta aburrido, no marea. Ni ha aplicado
a la confusión la claridad ni ha oscurecido las cosas por oscurecer. ¿Qué
ha hecho entonces? Escribir en trance, transmitir una experiencia interior
casi mística. Se trata de la fuerza de esa experiencia. No se puede trans¬
formar en literatura algo que no se ha vivido, ni dar lo que no hay.
El negro, ahora me acuerdo, me dijo que se iba a otra casa que ya co¬
nocía, lejos, de la que había llegado a ésta y sonreía: ¿qué quiso decir?
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Yo no tengo nada mío: lo más urgente es luchar contra la presión de
que algo de esto es mío.
* * *
603
la verdad de eso que
de tan grande parecía mentira:
el momento extraordinario.
Noche 8 de junio
* # *
29 de junio
Han cambiado la moqueta. Mis recuerdos van marcados por hitos do¬
mésticos.
El Boato, 30 de julio
A veces consigo salirme y mirar las cosas desde fuera (lo de dentro es la
sopa de la cotidianidad) y entonces surgen rincones nítidos, como este
de mi cuarto de arriba de El Boalo con el póster de Albacete y el retra¬
to de Amando y la cajita de madera que cogí del estudio de Jardiel, y los
viejos dibujos de Rafael y el dibujo de Zachrison y el cuadro de don Ful
y aquellas dos jarras-lorito que estuvieron siempre en la Plaza de la Ban¬
dos, y lo veo en su hilo y al mismo tiempo en su belleza escueta, acoge¬
dora. Y la terraza de atrás, la Torcí jugando con los cacharritos y el di-
604
bujo de la montaña de tantos veranos, de tantos afanes abortados. Y veo
el futuro también, aunque ante esa visión retroceda, el futuro de este
cuarto sin mí, y tal vez sólo con este cuaderno con mi desgarrón de aho¬
ra perdido por algún cajón que otros exploren.
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consiguen acentos de temblor real que reflejan mejor que cualquier ex¬
plicación racional la temperatura de esa alma enigmática, cuyo enigma,
by the way, consiste en el desconocimiento del hombre que la embute
en una norma moralista.) Los balbuceos del prisionero. «¿Qué piensas?
No te entiendo» y la mujer mira salir la luna sentada n’unha pedriña.
A rootn of one ’s own.
Lo permitido y lo prohibido. La novela masculina refuerza y mitifi¬
ca esta dicotomía opresora de la libertad. La mujer valoriza los objetos
de su entorno, se dirige a ellos. (En los cancioneros galaicoportugueses
habla con la naturaleza. Canciones puestas en boca de mujeres. La mu¬
jer -se reconoce allí- es el vehículo, el portavoz de la poesía.) Pero de su
angustia real, ¿quién se ocupa? Solamente se les predica resignación. La
libertad soñada desde la cárcel. ¡Y luego se les reprocha ser «fantasio¬
sas» o «noveleras»!
Las novelas rosa, como los cuentos de hadas, a pesar de su presun¬
to toque «realista», eran una especie de nada existencia! almibarada y
ñoña, donde todo se da como posible, sobreexcita en vano el sabor de
la aventura, pero no analiza nada ni da remedios al indefinible malaise.
Las cualidades morales que las mujeres deben poseer para llegar
como las protagonistas de esos embelecos a un final feliz sólo desem¬
bocan en el aburrimiento. En la adolescencia se exige, como guía, una
dosis mayor de realismo.
La mujer de la novela rosa no refleja ninguna de las íntimas perple¬
jidades de la mujer de carne y hueso, ni sus anhelos indefinibles. Son de
cartón piedra y sobre todo contribuyen a reafirmar la falacia de que lo
reflejado (bien, mal) es la realidad, que tiene un pago solamente conce¬
bido en la boda gloriosa, detrás de la cual cae el telón.
Todas las protagonistas esas han esperado pacientemente (e identi¬
ficadas con ellas sus lectoras) a que llegase el Príncipe Azul. Sin tomar
la iniciativa jamás, sumisas, decentes, resignadas. Se las obliga a soñar
como final feliz con niños rubios y trajes de seda. La boda como mere¬
cimiento. Porvenir: confirmación del éxito material y social. La virtud se
convierte, así, en un arma para conseguir marido.
Hay milagro, pero no cambio y la mujer lectora se hace cada vez
más vicaria, se debate en su inmanencia. «Lo que Dios quiera.» La no¬
vela rosa inyecta el nocivo veneno de los paraísos ficticios.
La mujer se refugia en sus recuerdos. Atesora celosamente lo que al¬
guna vez ha entrevisto como felicidad fugitiva. Y sueña. Cuando ese sue¬
ño rompe la frontera de lo tangible (a causa de su fuerza) se pone a es¬
cribir y crea un universo propio. Se escapa «por dentro».
Proceso enmascarador: no se ponen de relieve las verdaderas dife¬
rencias entre hombres y mujeres -de temperamento, de educación-
espejean una perfección social, algo inalcanzable. Encuentra en las he¬
roínas de ficción un elemento que contribuye a producir y mantener
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por una parte su ilusión -no anclada en nada real- y por otra su des¬
contento.
•fc * *
Hay que saber ver lo que se tiene para poderlo transformar. No le puedes
dar amor a todos los que te lo piden porque el mundo está lleno de gen¬
te que pide amor y es muy grande. (Abarcar o encerrarse.) Notarás que
eres mayor en que ya no tienes ilusión ni impaciencia, en que todo te pa¬
rece normal.
# * #
Para escribir hay que partir de la soledad. Por eso las mujeres, cuando
se enfrentan con ella sin paliativos, están más dotadas que nadie para
explorar esa condición que -de ingrata como padecida- puede pasar a
ser riqueza como explorada.
Teresa salió a escondidas al amanecer el 2 de noviembre de 1535,
pocos días después de la partida de Rodrigo para las Indias, y fue a lla¬
mar a las puertas del convento de la Encarnación. Ella sola.
El espacio narrativo de la Vida (¿Qué hacer con su vida?) es el de¬
senvolvimiento de su conflicto lacerante entre la oración y el correlato
progresivo del miedo. Logra crear un suspense que no se origina tanto
en la duda de si Teresa estará o no poseída por el demonio como por la
curiosidad encendida en los lectores por saber cómo resolverá Teresa su
problema.
Teresa no tenía modelos directos. Osuna constituyó sin duda una
gran contribución a la elaboración de su lenguaje metafórico (necesa¬
rio para el análisis psicológico), pero ella escribe de lo que sabe y co¬
noce, no se aventura a elucubraciones demasiado abstractas. Parte de
la experiencia. Y abre así una puerta a la narrativa de diálogo interior
donde se superponen en el tiempo diferentes estados de conciencia que
abocan a un proceso, a una transformación, de la situación inicial.
Momentos de un proceso temporal. Acontecimientos de una vicenda
personal.
La oscilante historia de la mujer ante la letra escrita tiene su mejor
biógrafo-crítico-novelista en Teresa de Jesús. Y es una historia con final
feliz. Porque demuestra que se podía cruzar a nado el atolladero. La am¬
bigüedad de los consejos a la mujer (Luis Vives) Teresa la vive como un
conflicto personal del que sale triunfante (ni de noche ni de día...).
Fenómenos visuales que acompañan a la fuerte concentración del
pensamiento. Las imágenes místicas las entrelaza en el cuento de su pro¬
pia peripecia personal. Descubre ella sola, a tientas, sin andadores, la
historia de aquel amor.
Explorarse o mirar (las dos cosas las hacen las mujeres desde su cár¬
cel). A quien busque el absoluto de la contemplación pura (san Juan), la
607
experiencia mística de Teresa puede aparecérsele como limitada, pero en
cambio consigue parecerse a la serie de esperanzas y desilusiones, éxtasis
y penas que es propia de cualquier historia de amor vivida por una mujer.
El lector encontrará descritas experiencias que reconocerá como
propias: la incapacidad de concentración, la melancolía, la náusea (Dia¬
rio de la Mansfield), ese terreno tocado por los males de la psique. Y al
mismo tiempo encontrará una excelente pero balbuceante operación li¬
teraria (el pulso de cuyo autor vibra y tiembla).
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CUADERNO 35
'
El otoño de Poughkeepsie
611
gro al que nunca me acabo de habituar. Por eso precisamente es un mi¬
lagro. Que siempre cría otros, además. Por ejemplo, doblados dentro de
una de las solapas de la funda de tela negra con que preservo este libro
tan deteriorado, encuentro unos papeles que escribí en Madrid hace po¬
cos días. Creí que los había dejado allí, perdidos entre tantos otros.
612
amaba los cuadernos bonitos como nada en el mundo, pero luego escribía
casi siempre en folios volanderos. Nunca ordenaba nada, nunca tiraba
nada, nunca acababa nada.
Se confunden en un abrazo convulso sus papeles con los míos, los bus¬
co, los huyo, me derriban de bruces, ya no sé lo que busco ni lo que quie¬
ro, pero sigue implacable la masa de papeles, llovidos desde el ocho de
abril, cartas de pésame, facturas del hospital, liquidaciones de Lumen y
Destino, recibos del teléfono, una tesina sobre Entre visillos, fichas de la
hemeroteca, notas sobre los cuentos de Aldecoa. En este montón de la de¬
recha creo que dejé las cosas que tengo que llevar a América. Ya no las
veo. ¿Dónde he puesto ahora las gafas?
No sé para qué escribo, si odio los papeles, si lo que más querría es
prenderles fuego a todos, caos proliferando sobre caos, pretensión de es¬
capar de los escombros de la letra muerta por un puente precario de pa¬
labras igualmente abocadas a morir, a clamar en desierto. Es como resistir
en el remolino de una tempestad, condenada a velar por mi superviven¬
cia y por la de cientos de papeles que vuelan sin designio en torno mío a
impulsos del ventilador, se esconden y transforman, se desvanecen traga¬
dos en cajones imaginarios, me impiden las brazadas que tal vez podría
dar para avanzar. ¿ Y crees, pobre de ti, que avanzar es seguir con la plu¬
ma en la mano?
Dentro de una semana me marcho a Nueva York. Y de allí a Vassar, a
dar un curso de cuatro meses sobre el cuento español contemporáneo. Ce¬
rraré esta casa y no quedará nadie en ella. Por primera vez en mi vida no
podré llamar a través del océano al 2745644 porque nadie cogerá el te¬
léfono para decirme, ¡qué alegría oírte, qué voz tan bonita tienes! En Vas¬
sar me han buscado un apartamento, me lo ha dicho por teléfono una se¬
ñora que se llama Patricia Kenworthy, voz eficaz, serena, mesurada, que
no me preocupe, que ellos lo arreglan todo, que irá a buscarme a Nueva
York Andy Bush, usted ya lo conoce, es el que leyó hace dos años en Vas¬
sar la traducción de El cuarto de atrás, recuerdo vagamente que tenía
barbita y que era rubio. No me entra en la cabeza que me vaya a ir de
aquí, cierro los ojos y trato de creérmelo. Veo un bosque y una habitación
en medio de él limpia de papeles y de recuerdos, vacía, completamente
vacía.
* ■}< *
613
el tipo de la ventanilla no levante sus ojos impasibles para ponerte al¬
guna pega o decirte algo que no entiendes muy bien pero que siempre
se relaciona con que te falta un papel. Luego viene el safari de bajar es¬
caleras y recorrer pasillos interminables con los dos bultos de mano a
cuestas, entre los empujones de la gente, pillar un carrito libre y espe¬
rar, siempre con la misma desconfianza, a que aparezcan los perfiles
amigos de tus maletas entre todas las que corren serpenteando por la
cinta metálica, más larga que un día sin pan, seguro que se han perdi¬
do, cómo van a aparecer. Pero lo peor viene cuando, después de pasar
la aduana, tienes que descargar todos los bultos, porque fuera de aquel
recinto ya no dejan sacar el carrito. Total de ese recinto al de fuera, don¬
de está la gente esperando a los viajeros, no hay un trecho muy largo,
pero me olvidé de traer el portaequipajes con las ruedecitas y no tengo
cinco manos para cinco bultos. Ahí es, lógicamente, cuando tendrían
que dar facilidades los maleteros, pero nada, que te crees tú eso, pasan
de largo o todo lo más farfullan que vayas a buscar a otro, fuera, que te
quites de allí, que estás entorpeciendo la salida, hablan al vacío, según
pasan, como si protestaran entre dientes de haber tropezado con una
bolsa de basura y tú «sorry», y les sigues un trecho a trote de gallina, y
ellos impasibles y altivos, sin mirarte, de largo, y si acaso te miran se
nota que se alegran de tu gesto alterado y suplicante. Supongo que en
eso consistirá su venganza por las muchas humillaciones que habrán te¬
nido que sufrir en la vida, y también comprendo que si se apiadaran de
todo el mundo que se dirige a ellos preguntándoles algo no darían
abasto; la imperturbabilidad es su única coraza, generalmente gente de
color y ya muchos con canas.
Por fin logré que uno me cargara el equipaje con el de una señora
portuguesa, que llevaba no sé cuánto rato en mi misma situación, y en¬
cima con una niña de la mano, pero antes de llegar a la puerta de dos
hojas al otro lado de la cual se congrega el ingente rebaño de los que es¬
peran a alguien, salió corriendo detrás de mí un empleado muy antipá¬
tico al que había que enseñarle un papel, que por lo visto no me habían
sellado, y yo sin dejar de correr detrás del maletero y de la señora por¬
tuguesa, porque los perdía, y llevo en esas maletas todas mis fichas de
los Usos amorosos de la postguerra y mis libros y alguna foto adorada,
y el otro coniendo detrás de mí, agarrándome por un brazo, y yo ya me
puse histérica y me eché a llorar y nadie se apiadaba de lo mal que lo
estaba pasando porque había perdido de vista al maletero, y encima no
veía a Juan Carlos Eguillor entre aquel follón de personal, y yo gritando
Juan Carlos, Juan Carlos, sin saber a quién me dirigía, y sin volverse na¬
die, buscando a ciegas a alguien que se le pudiera parecer en medio del
tumulto, porque aquello era un mar de caras a la expectativa y de bra¬
zos esgrimiendo pancartas o agitándose. Y no tuve más remedio que
volver a entrar con el empleado para arreglar lo del papel porque me
614
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* * *
616
Vivir sola completamente en una casa en medio del bosque, donde sólo
tres veces en tres días ha sonado el teléfono, es algo muy balsámico,
aunque la misma extrañeza que me produce le dé a todo lo que hago
y lo que veo un tinte irreal. Lo más raro de todo es lo de los psiquiatras,
pero ya me he acostumbrado también. Resulta que este edificio, señala¬
do con el número 17 en el plano del campus de Vassar y que se llama
Metcalf Hall, tiene algo de clandestino, de casa de citas diurna, y yo
debo guardar celosamente el secreto de todo lo que vea o lo que oiga de
mi puerta para allá, olvidar los rostros que atisbe al cruzar por el por¬
che o subir las escaleras. Me lo han encarecido mucho.
Aquí en Norteamérica es bien sabido que todos los disturbios del
alma transcurren en sordina, son un tema tabú, excepto para tratarlos
en los libros o confesárselos al psiquiatra, y resultaría muy violento, por
ejemplo, para un alumno mío, que yo le dijera en clase: «Yo creo que a
ti te conozco de vista, ¿no entrabas tú el otro día en Metcalf Hall cuan¬
do yo salía?», sería una metedura de pata horrible, por favor no se te
ocurra. Yo le he jurado a Patricia Kenworthy, la jefa de mi departamen¬
to, que es la que más me ha insistido en el asunto, que no se preocupe,
que no diré nada, que a mí me da igual y que paso completamente de
locos, pues a buena parte vienen. Pero es que además ni me encuentro
con nadie ni se oye nada. Debe ser que hasta el lunes no empieza ofi¬
cialmente el curso y no hay pacientes. Lo cual no impide que me sienta
ligeramente intrusa en el piso primero izquierda de este edificio que, por
ahora, me parece deshabitado. En el apartamento que yo ocupo no de¬
bía vivir nadie hace tiempo, o lo tendrían para algún evento, por eso lo
estaban pintando cuando vine, pero ahora me doy cuenta de que a los
psiquiatras no les debe hacer mucha gracia que me hayan metido aquí.
Son dos, por ahora son dos, los conocí nada más llegar, la misma tarde
que conocí al pintor, y me miraron raro, como algo incómodos, pero yo
entonces estaba tan aturdida del viaje que no entendí nada. Voy atando
cabos despacio, como a cámara lenta.
* * *
617
recuerda la ría de Bilbao. Yo no podía ni hablar, hacía tantos meses que
no respiraba así, sin pensar en nada, sin angustia, dejándome invadir
por el presente. Reconocí, enfrente, Roosevelt Island, y a la izquierda
Malborough Bridge con su transbordador donde sospecho haber mon¬
tado en uno de mis primeros viajes a Manhattan, tal vez con Philip Sil-
ver, pero lo recordaba vagamente y sin prestar crédito a aquella imagen
descabalada, como si lo viera todo desde la otra orilla del río Leteo, un
anuncio gigante de Coca cola en letras rojas y aquel vago olor a mar y
los coches pasando debajo de nosotros. Descansa un rato al fin, cierra
los ojos, anda, suelta el fardo, estás en Nueva York, alguien te ha recogi¬
do. Vive la tregua.
De esta estancia mía en Manhattan recuerdo sobre todo ese paisaje
y un paseo a la mañana siguiente por las calles desiertas, encajonadas y
sombrías de Wall Street. Era domingo y estaban todas las oficinas ce¬
rradas, montones gigantescos de bolsas de basura, ni un alma por las
calles. Se puso a lloviznar y cogimos el ferry que lleva a Long Island,
bordeando la Estatua de la Libertad. Ahora la están arreglando y la tie¬
nen recubierta por unas mallas de alambre con andamios. La libertad en
jaula. Vaya por Dios.
Pero Manhattan era, más que ninguna cosa, volver al apartamento
de Juan Carlos y comprobar que mis maletas seguían en el pasillo, en¬
trar, tumbarse en la cama, sacar una naranjada de la nevera, darse una
ducha, mirar la televisión, cambiando de canal con el mando a distan¬
cia, bajar a comprar una ensalada de espinacas, tomate y remolacha,
sentir que se puede estar sin pensar en nada, dormir. La habitación te¬
nía tres espejos y daba a una especie de callejón con árboles. Era bas¬
tante oscura y calurosa, porque no refrescó nada en aquellos tres días, a
pesar de la lluvia; a veces poníamos el aire acondicionado, pero hacía
mucho ruido.
Juan Carlos se ponía a dibujar, de espaldas, en el pupitre inclinado,
y hablaba conmigo. Ha inventado una historia de una niña de Brooklyn
con impermeable rojo, que los viernes va con su madre a llevarle una
tarta de fresa a su abuelita que vive en Manhattan. Una noche se atreve
a ir ella sola y desde ese momento se convierte en una especie de Cape-
rucita Roja perdida en Nueva York y se encuentra al rey de las tartas que
es el lobo. Me enseñó algunos de los dibujos que tiene, que son precio¬
sos, pero la historia no la sabe escribir. Yo empecé a dictársela de otra
manera, nos pusimos a escribirla juntos y se nos ocurrían muchas cosas
nuevas entre los dos, nos reíamos mucho, ¡qué majo y qué divertido es
Juan Carlos! Me ha dado los papeles para que yo siga escribiendo por
donde quiero, pero es que, desde que he llegado aquí, la historia se ha
transformado en otra. Anoche salí al bosque, que estaba desierto, y lo
pensaba, mirando los edificios que se ven encendidos entre la espesu¬
ra. Ahora soy yo la que tengo que orientarme en este bosque, la niña
618
de Brooklyn pertenece a otro texto, Caperacita Roja soy más bien yo
y ando atenta a la aparición fugaz de los lobos, disfrazados de psi¬
quiatras.
De noche nunca vienen. De noche estoy yo sola. Pero las habitacio¬
nes de abajo y del otro lado de mi puerta las dejan todas abiertas, y si
tengo insomnio puedo salir de mi apartamento y recorrerlas con total li¬
bertad. Es una tentación que me da algo de miedo, pero me excita y no
soy capaz de resistir a ella. La puerta de abajo está cerrada siempre con
llave, sólo yo la puedo abrir desde dentro, pero la escalera queda ilumi¬
nada con un letrero rojo que dice EXIT.
Atravieso el pasillo donde está mi cocina y un cuarto de trastos y sal¬
go con cierto recelo al reino de los psiquiatras, entro y salgo en los des¬
pachos, en las salas de espera, en los baños, en la cocina, en la recepción.
Nada. Todo vacío. Yo creo que lo dejan abierto con el fin de tentarme, a
modo de añagaza, para ver si les robo algo, o detectar mi comporta¬
miento. Miro alrededor, levanto con cautela los cojines, tal vez tienen
puestos en algún rincón oculto micrófonos o aparatos sofisticados de te¬
levisión, para registrar, a través de este deambular mío nocturno por las
estancias vacías, la curva de mis humores, con el fin de poder dictaminar
luego si su vecina, la profesora española, se está volviendo loca o no. Me
gustaría poder contarle esto a Juan Carlos, saldría un cuento bonito.
Me acostumbré mucho a hablar con él y ahora lo echo de menos. Yo creo
que me he puesto a escribir sólo para contar lo de los psiquiatras.
* # ■*<
619
trenes y autobuses o durante mis viajes por Estados Unidos. De lo que
sí me acuerdo es de que iba tan ensimismada escribiendo que no me en¬
teré de que el tren se había parado en una estación desconocida, y de¬
cían algo por un altavoz. Cuando levanté los ojos, estaba sola en el va¬
gón, miré extrañada por la ventanilla «Croton-Harmon» y vi que en
aquel momento estaba arrancando otro tren. Para llegar a Poughkeepsie,
tenía que haberme bajado allí como todo el mundo, y hacer transbordo
en aquel tren; hasta dentro de dos horas no pasaba otro con el mismo
destino. Me lo explicó desganadamente un empleado gordo que recorría
los vagones vacíos, y al que al principio no le entendía nada. Ni él a mí.
Yo le explicaba mi caso, le contaba que me estaba esperando un profe¬
sor en la estación de Poughkeepsie y él se encogía de hombros: «Lo han
dicho por los altavoces», se limitaba a afirmar. Tenía los ojos saltones y
me miraba con cierta sorpresa. Cuando llegó a un superficial entendi¬
miento de mi problema, me sugirió que tomara un taxi y yo le ofrecí una
propina si me acompañaba a buscarlo. No me acuerdo nada de aquel
pueblo, ni siquiera de cómo se llamaba, sólo de que la parada de taxis
no estaba tan cerca y de que el hombre gordo me precedía por caminos
en cuesta sin decir una palabra, mientras yo miraba apurada el reloj.
Por fin me encomendó a un taxista negro, el primero de una fila de
coches oscuros que estaban parados en la calle bordeada de setos. «This
lady is going to Poughkeepsie, she is in a hurry»; el taxista me dijo que
me cobraría cincuenta dólares, tenía cincuenta y dos, los dos se los di al
empleado que se quedó allí inmóvil, mirándolos. Supongo que le pare¬
cería poco, a lo mejor no, aquí es que no sabe uno cómo acertar con las
propinas. Así llegué aquella mañana de noviembre, pronto hará dos
años, conducida por un taxista corpulento malencarado y totalmente si¬
lencioso, a la estación de ferrocarril de Poughkeepsie, un cuarto de hora
después del tren que había perdido. Naturalmente, Randolph Pope ya
no estaba y yo no tenía ni idea de si la universidad de Vassar quedaba
lejos o cerca de aquella estación. El taxista me dijo que no quedaba de¬
masiado cerca y que además Vassar es un espacio enorme donde no re¬
sulta tan fácil orientarse porque hay muchos árboles, caminos y edifi¬
cios; me vino a decir, en fin, y en eso tenía razón, que era un bosque por
el que puede uno perderse, y que si me iba a servir de guía por el bos¬
que, me tendría que cobrar algo más.
El bosque está rodeado de una tapia baja y la entrada principal tie¬
ne un arco custodiado a derecha e izquierda por dos garitas donde mon¬
tan guardia unos porteros sentados. No tenían ni idea de dónde estaba
el departamento de español, necesitaban saber el nombre del edificio,
porque aquí todos los edificios llevan nombre, como las personas, re¬
sulta tan escandaloso y absurdo preguntar, así sin más, por una clase
donde se enseña literatura española como preguntar por un alumno que
estudia ruso sin saber su nombre, piensan que estás loco. Así que, claro,
620
tuvimos que dar muchas vueltas y preguntar muchas veces, casi todas
sin fruto, hasta dar con Chicago Hall, donde ahora tengo mi despacho
y guardo mi bicicleta. Randolph Pope ya no está ahora de chairman, lo
han trasladado a la universidad de St. Louis, pero entre algunos com¬
pañeros del departamento queda memoria aún de aquella llegada mía
preguntando por Randolph y pidiéndole cinco dólares a una secretaria,
seguida a pocos pasos por un negro de gran estatura que nos miraba
con desconfianza. Ya había cundido la noticia de mi desaparición y es¬
taban telefoneando a Nueva York para saber qué me había pasado.
El que mejor se acuerda de esta historia y a quien más le divierte es
Andy Bush, el profesor de la barbita rubia, y vinimos evocándola hace
unos días cuando me trajo en coche desde Nueva York. «¡Qué viaje tan
distinto éste!», pensaba yo reclinada cómodamente en mi asiento junto
al suyo, mientras miraba desfilar a la derecha e izquierda un paisaje apa¬
cible de praderas y árboles, protegida por el cinturón de seguridad, con
todos mis papeles en regla y el equipaje indemne.
Había ido a buscarme al East Side, había subido a casa de Juan Car¬
los, habían cargado el equipaje entre los dos, y yo le vine hablando
de Juan Carlos, de la compañía tan maravillosa que me había hecho, de
cuando trabajábamos juntos hace años en Diario 16, poco después
de morir Franco, y nos íbamos de copas con Jubi, Nacho, Miguel Ángel
y Carlos Semprún, de las transformaciones que se han operado de en¬
tonces acá en la vida de Madrid, de política, de tertulias, los americanos
siempre preguntan por las tertulias, es una palabra que les fascina por¬
que la leen mucho en los libros sobre la generación del 98 y la del 27,
les cuesta entender que ahora Madrid se ha vuelto una ciudad más hí¬
brida y revuelta donde ya no abundan las tertulias sosegadas y que hay
mucho paro y mucho atraco y mucho travestí y mucho local nuevo con
decoración extravagante, y que la gente de letras se disfraza de posmo¬
derna y corre la heroína y los jóvenes pasan de todo y que ya casi nadie
se apunta más que al dólar. Pero como ellos van a cursos de extranjeros
y oyen cantar a los de la tuna el «Clavelitos» por las calles de Santiago
de Compostela y toman tapas de pulpo y pinchos de tortilla, te miran
con incredulidad cuando Ies hablas algo de estas cosas, Spain is diffe-
rent, anyway, Spain is wonderful, no les sacas de ahí. Y además es verdad,
yo no digo que no sea wonderful, qué más da, está ya uno un poco ma¬
reado para opinar tajantemente sobre nada, demasiada saliva se ha gas¬
tado en tertulias desde el 98 para acá discutiendo si hay que europeizar
España o españolizar Europa, tinta y saliva sin tasa, y total para qué.
Andy Bush acaba de dirigir un curso para extranjeros en Miguel Án¬
gel 8 y algo ha percibido, por comentarios leídos o escuchados, de los últi¬
mos traspiés del gobierno socialista. Quería saber mi opinión al respecto
y yo le contestaba con vaguedades, porque ahora de repente lo veo todo
con mucha distancia y creo que una de las cosas que pueden contribuir a
621
apaciguar mi ánimo maltrecho es no comprar El País durante algunos me¬
ses, olvidarme de Boyer y la Preysler, no tener noticia alguna de cómo se
reincorporan los ministros del nuevo gabinete socialista a sus respectivos
despachos, después de la tregua del verano, uno que viene de la Costa
Brava, otro de Ibiza, otro de Marbella, todas las revistas ilustradas de este
verano los traían retratados en fiestas o en barcos de lujo o pescando sar¬
dinas, y a sus hijos, y a sus mujeres, modernos, deportivos, en short, pero
la procesión irá por dentro, a ver cómo se las arreglan ahora al volver al
despacho, pues que no queda tela ni nada, lo tienen crudo. Mucha retóri¬
ca parlamentaria le tendrán que echar al asunto, pero ya no convencen a
nadie, basta verle la cara a Felipe González, no se lo cree ni él.
De todas formas, despotricar del propio gobierno es algo que sólo
podemos hacer los españoles con otros españoles para que resulte un
poco divertido, llevamos siglos haciéndolo, es el deporte nacional por
excelencia. Aquí eso no se estila. A Reagan ni lo nombran siquiera, na¬
die le saca nunca a relucir ni para bien ni para mal. Se lo comenté a
Andy Bush. Le conté que el año pasado, durante mi estancia en Chica¬
go, había asistido, todo a lo largo de Michigan Avenue, a un desfile muy
espectacular y nutrido a favor de Móndale con motivo de las elecciones
de noviembre, y que luego en días posteriores había seguido muy inte¬
resada por televisión todos los debates de aquella campaña, pero que
me había extrañado mucho que a la mañana siguiente de la victoria de
Reagan nadie, ni en clase, ni en la calle, ni en el autobús, ni en los ca¬
fés, comentara absolutamente nada, pero nada de nada, yo no me lo po¬
día creer, es que nadie decía ni pío, como si no hubiera pasado nada.
Madre mía, si una cosa así llega a pasar en España, qué semana la si¬
guiente, y él me dijo, claro, que por eso le gusta tanto España, porque
allí todo el mundo te da conversación.
«Debe ser por eso por lo que no arreglamos el país, por tanto ha¬
blar», le dije yo. Y él se rió mucho. Total, que llegamos a Vassar sin dar¬
nos cuenta, y con tanta tertulia y retahila, no le había preguntado dón¬
de me iba a alojar yo, ni me importaba mucho.
* ■*« *
Los pasos que nos llevan de la extrañeza a la costumbre son tan leves y
furtivos que no solo no dejan huella alguna sino que incluso apagan ¡a
curiosidad por mirar hacia atrás para buscarla. ¡Qué raro me parece de
repente esta tarde, cinco ya de septiembre, levantar la cabeza del pupi¬
tre, recorrer con la vista la habitación donde paso encerrada tantas ho¬
ras, escuchando música, leyendo, preparando mis clases, o simplemente
mu ando cómo trepan las ardillas por los árboles al otro lado de la ven¬
tana, y caer en la cuenta de que esta misma era la habitación vacía! No
hay mas huella que el texto. Me pongo a volver hojas hacia atrás en el
622
cuaderno, y de paso las cuento. Veindocho, ¿es posible?, mira que es vi¬
cio el tuyo, mujer, no hay quien te lo descaste, pero bueno, más duro ha¬
bría sido aguantar a palo seco a base de pitillos y de naranjada, no sir¬
ve para nada escribir, ya lo sé, ¿y es que algún vicio sirve para algo
como no sea para matar el tiempo? Con éste, por lo menos, no se mata
del todo, tiene uno la impresión, por el contrario, de que ha rescatado
peligrosamente de las fauces de la muerte misma que el tiempo lleva
abiertas alguna visión fugaz destinada al naufragio general. Aquí está,
por ejemplo, en la primera página, escrito con mi letra: «A la habitación
encristalada, que tiene dos camas con colcha roja, se accede por otra
mucho más grande y totalmente vacía».
Es un cabo del hilo para tirar del tiempo que llevo aquí metida en
esta habitación, una forma de medirlo bien extravagante, si bien se
mira. Pero siempre pasa lo mismo con la literatura, caso de que esto sea
literatura.
¡Pues anda que no le han dado vueltas los estructuralistas a eso del
tiempo del relato y el tiempo de la escritura y el tiempo de la lectura!
Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Total, para sacar en
consecuencia que nada, que no coinciden, verdad de Perogrullo como
pocas. Yo ahora mismo, por pura curiosidad, he estado releyendo lo que
llevo escrito después de que puse esa frase primera de la habitación va¬
cía, veintiocho páginas, ya digo, aunque no las tengo numeradas, y ha¬
bré tardado en leerlas un cuarto de hora a lo sumo, tiempo que no coin¬
cide, claro, con los días transcurridos, que son nueve, ni por supuesto
con las horas gastadas en escribir lo escrito, que no sé cuántas habrán
sido pero desde luego bastantes; y ojalá hubieran sido más, bendito gas¬
to, porque esa peculiar transformación del tiempo de inerte en tiempo
de escritura me ha ayudado a lidiar la soledad y a convertir esta habi¬
tación vacía en un refugio al que siempre estoy deseando volver, en
mi casa.
Ahora al cuarto encristalado de las dos camas con colcha roja le lla¬
mo el cuarto de atrás, porque efectivamente está en la parte de atrás del
edificio, como he podido comprobar rodeándolo fuera desde el bosque.
A la habitación vacía la sigo llamando así, por fidelidad a sus orígenes,
pero ya está amueblada, tiene veinticuatro pasos de largo por veintiséis
de ancho. Al principio olía un poco a pintura, pero sólo fueron dos días.
El mobiliario está compuesto por un sofá, una butaca de cuero negro
tipo mecedora con brazos de madera, cuatro sillas de diferente etiolo¬
gía, una lámpara de pie, una librería pequeña y tres mesas, una chiqui¬
ta, otra mediana y el escritorio, que tiene siete cajones y lo he puesto
arrimado a la ventana, de manera que me entre la luz por la derecha.
También hay un espejo. Sobre la mesa mediana reposa una televisión
pequeña en blanco y negro que me trajo Patricia Kenworthy a los tres
días de estar yo aquí, pero no la abro casi nunca.
623
Son las seis menos veinte, hoy no he tenido clase ni he salido más
que a desayunar. Por un sendero del bosque veo venir a uno de los psi¬
quiatras, al delgadito y calvo con perilla que se parece algo a Víctor Sán¬
chez de Zavala. El otro es más alto, quizá un poco más joven y lleva bi¬
gote negro poblado. Deben estar a punto de cerrar la consulta.
Pero no son lobos ni nada, son unos buenos chicos, cuando me los
encuentro, les sonrío. Yo creo que ellos ya han debido convencerse tam¬
bién de que yo soy inofensiva. El otro día los vi en el party de los pro¬
fesores, de acá para allá, como los demás, con su copa en la mano. Todo
va entrando en la normalidad.
Me duelen un poco los ojos. Voy a darme un paseo y a merendar algo.
# * *
624
El teléfono también hace unos ruidos muy raros; tengo que pedir lí¬
nea para llamar a cualquier sitio que no sea Vassar mismo y me contes¬
ta una voz de mujer, no siempre la misma, que tampoco me dice siem¬
pre lo mismo, generalmente me pide el nombre o el número de algo y
luego que espere. En esta espera es cuando el teléfono mismo decide si
concederme o no sus favores, unas veces me da línea y otras empiezan
los ruidos raros, como de estallido de cohetes. Cuelgo y vuelvo a llamar
a la señorita para contárselo, pero no se lo sé contar o no me entiende,
y según el humor que tenga, insisto o desisto. Suelo desistir, porque la
conversación con esa voz de mujer complica la historia, o mejor dicho
la empantana.
De todas maneras, he logrado algunos triunfos, mucho más gozosos
por la misma arbitrariedad de su consecución, como por ejemplo hablar
con Córdoba y con El Boalo. La verdad es qüe si me pusiera a conside¬
rar la cantidad de agua que me separa de esos lugares, sería como para
caer postrada de rodillas; el ser humano de nuestros días ha perdido
completamente su capacidad de sorpresa; hemos profanado todo lo sa¬
grado, y así nos va el pelo.
Otra cosa a la que ya no hago ni caso es el reloj automático que
hay encima del radiocasete. Son unos números rojos encendidos don¬
de se van marcando la hora y los minutos. Pues nada, marcha tan nor-
mal, y de pronto sin venir a cuento ni a pelo se ve que se dispara y
cuando lo miro ha corrido cinco horas; al principio me producía una
cierta curiosidad y trataba de controlarlo mediante unos botones que
hay en la parte de arriba, ahora ya me da igual y lo dejo. Es más, me
parece totalmente adecuado; es como un símbolo de la propia absur¬
didad del tiempo, de su arritmia.
* * *
625
xista negro hace dos años. Bajando un poco más, hay una plazoleta, al
borde mismo del río Hudson. Cuando estaba en Madrid, me enteré por
la Enciclopedia Británica (una tarde de aquellas en que no sabía qué ha¬
cer y se me caía el mundo encima) de que Poughkeepsie es nombre de
origen indio y quiere decir la casa de techo de paja junto al río que corre.
Karen paró el coche allí y yo le propuse sacar de los paquetes algo de
lo que habíamos comprado y hacer una merienda improvisada en una
alameda que se veía a la derecha. Le pareció una idea muy buena. La ala¬
meda tenía varias mesas de madera con bancos y barbacoas. En una de
ellas había dos negras con sus niños preparando un asado que echaba
mucho humo. Nosotras nos sentamos a la orilla misma del río, que es
una pura hermosura, y parece que allí se respiraba un poquito mejor, des¬
pués de la sudorina de todo el día. Sacamos vino y queso y, de pronto,
Karen estaba muy a gusto, le pareció una aventura haber venido allí, no
teníamos prisa. Es una chica rubia y muy mona, de carácter alegre; su ma¬
rido, también joven y guapo, se llama David y es abogado. Están enamo¬
rados de esa forma arcangélica que ya no se ve más que en algunas pe¬
lículas, aquí lo he visto a veces en parejas jóvenes, en España se estila
menos. Lo pensaba, mirando como entre sueños el río y una especie de
monasterio que había a la otra orilla, se trata, en el fondo, de una actitud
frente a la vida, de no buscarle tres pies al gato, una conformidad con lo
que se tiene que ahuyenta la tentación y descarta la tragedia, «Comeréis
las frutas del árbol del bien y del mal y seréis como dioses», ¿para qué?,
ellos no quieren ser como dioses. De pronto me levanté, sin dar crédito a
la maravilla que estaba viendo. Un barco de dos pisos con ruedas trase¬
ras avanzaba lentamente por el Hudson, rumbo a Nueva York. No se veía
más que al hombre que lo guiaba. Iba vacío. Karen me dijo que debía ve¬
nir de West Point.
No sabíamos si se iba a parar en Poughkeepsie o no, yo me subí al
banco de madera para verlo mejor y lo mirábamos venir expectantes, ella
tampoco sabía nada. Le vimos hacer un esguince, como un pequeño ama¬
go de acercarse a nuestra orilla, pero luego, por fin, pasó de largo y des¬
apareció tan fantasmalmente como había aparecido. «¿Pero parece un bar¬
co de excursión, no?, pregunté yo. Supongo que se podrá coger, ¿no te
gustaría que lo cogiéramos un día?» Ha quedado en enterarse, por lo vis¬
to habrá que ir hasta West Point, pero yo no le encuentro inconveniente.
Al volver a cruzar Poughkeepsie por una calle distinta de la de antes
me llamó la atención un edificio enorme de ladrillo de dos pisos con
aire de mansión abandonada, museo, institución benéfica o similar. Te¬
nía una placa en la puerta. «Ahí vivió Matthew Vassar», dijo Karen. Y me
contó la historia. Una historia que ahora, al cabo de los días, relaciono
con la aparición del barco, porque su imagen seguía presente en mi re¬
tina cuando la escuché. Una historia que vino en barco, que me la trajo
el barco fantasma.
626
Don Matthew era un cervecero muy rico en el Poughkeepsie del si¬
glo xix y vivía con un hermano suyo en la gran casa de ladrillo, la me¬
jor de todo el pueblo. Solterones los dos y con dinero a espuertas, un
buen día don Matthew decidió que su nombre pasara a los anales de la
historia y fundó Vassar College, una institución educativa para señori¬
tas. Todo en plan megalómano, de acuerdo con sus sueños de self-made-
man. Por ejemplo, para construir la residencia principal, la primera que
se encuentra uno al fondo nada mas entrar por el arco que da acceso a
este parque, mandó llamar al mismo arquitecto que había hecho la ca¬
tedral de St. Patrick en Nueva York. Es como un pastiche de Versalles.
Luego vinieron la Biblioteca y poco a poco los demás edificios, muchos,
supongo, él ya no los vería.
Desde los primeros tiempos, el college tenía también -por la parte
nordeste— una gran huerta con edificaciones anejas, donde las primeras
promociones de educandas, siempre vigiladas por sus mentores, esta¬
ban en contacto con la naturaleza y jugaban a hortelanas. Fui con Ka-
ren a ver lo que queda de aquel sueño roussoniano de don Matthew.
Está todo descuidado y hecho una pena. Ahora a algunos profesores
les regalan terreno para que cultiven berzas y tomates, a ver si entre to¬
dos revocan artificialmente las fachadas de aquellas incipientes fantasías
feministas. La propia Karen tiene una parcelita y me llevó a verla. Se¬
guía haciendo calor y había en la pradera un grupo de estudiantes que
parecían estar descansando de alguna competición deportiva, sus voces
resonaban en el aire estancado de la tarde. Al fondo, recortándose con¬
tra el cielo rosa, los edificios, ahora cerrados, ruinosos y con los crista¬
les rotos, que don Matthew mandó erigir para adornar aquella arcadia,
eran un contrapunto surrealista. Karen me regaló dos tomates de su
huerta. Por la noche me los comí con aceite y sal.
Tengo que buscar en algún libro la efigie de don Matthew. Me lo fi¬
guro con grandes bigotes y mirada triste, acodado en un barco de rue¬
das que se lo lleva Hudson abajo.
* ■*«
627
ta, los tengo en Doctor Esquerdo y los he estado mirando con motivo
de mi trabajo de ahora, para recordar cosas de la postguerra, también
los consulté cuando estaba escribiendo El cuarto de atrás, en el año 77,
pero entonces se los pedí a él que vivía aún y se los devolví, si mal no
recuerdo. Puede que lo esté inventando, pero me parece ver su gesto
cuando los recoge nuevamente de mis manos. Da la luz del pasillo, «ven,
hija, vamos a guardarlos», yo le sigo y vuelve a meterlos ordenadamen¬
te en uno de los cajones de aquel mueble que todavía está en Alcalá 35.
No los volvió a mirar nunca más, ahora los he heredado, Dios mío,
cuántos papeles he heredado. Pero a lo que iba, para mi padre, escribir
algo todos los días en el Luxindex se había convertido en una obliga¬
ción y a medida que fueron pasando los años yo creo que se dio cuenta
de que suponía una tarea no sólo algo enojosa sino también inútil.
Se desesperaba mucho cuando se quedaba atrasado en la tarea, sa¬
caba papelitos que también a él a veces se le perdían, le preguntaba a mi
madre si hacía tres días o cuatro que habían ido a tal sitio o habían vis¬
to tal película, ella no se acordaba nunca y decía que daba igual, que
por qué se lo preguntaba, «es que tengo que poner al día el diario», pa¬
recía un niño aplicado que necesitaba pasar a limpio sus apuntes para
presentárselos a un temible profesor, cuya existencia debió írsele ha¬
ciendo con el tiempo cada vez más borrosa y cuestionable. Su nieta le
salió por la otra punta, si han encontrado o no ese profesor que les pida
las cuentas del tiempo aprovechado o dejado escurrir es lo que nadie
sabe. Pero reposan en el mismo sitio.
Y ahora los siento juntos, pero también conmigo, presentes en las le¬
tras de este texto que evoca su memoria, no sólo porque sus caligrafías
se parecieran algo entre sí y a la mía, sino por algo mucho más concre¬
to. Estoy escribiendo con la pluma de él en un cuaderno de ella. La plu¬
ma es una Parker negra de antes de la guerra, mi padre la usó muchísi¬
mo, pero marcha como el primer día, nunca le conocí otra.
El cuaderno de ella, en cambio, estaba sin estrenar. Recuerdo que le
entusiasmó cuando se lo traje el año pasado de Chicago y que me dijo:
«¿Cómo no me has traído alguno más como éste?». Es rayado, tamaño
holandesa, con tapas de cartulina negra de muy buena calidad. Lo de
atrás tiene una especie de sobre para meter papeles, lo cual resulta bas¬
tante útil, porque además el triángulo de ese sobre puede también en¬
ganchar en una ranura que tiene la tapa de delante, y así queda cerrado
el cuaderno como una carpeta.
A ella desde luego le fascinó, lo miró como si fuera un juguete. Pero
no llegó a jugar con él. Se había limitado a pegarle dentro una etiqueta
donde dice con mayúsculas CUADERNO DE TODO, ni una hoja escri¬
bió, nada de nada, se debió poner enferma poco después. Hace un mes
lo encontré entre sus papeles y decidí meterlo en mi equipaje.
¿Hace un mes? ¿Por qué dices: hace un mes? ¿No ves que si pre-
628
tendes legitimar tu aserto, aunque sólo sea a ojo de buen cubero, ten¬
drás que sacar cuentas, mirar el calendario a ver a qué día estamos, caer
una vez más en el atolladero de las fechas? Sólo puedes amar este cua¬
derno, volver con gusto a él y lograr que te envicie si reviven en ti los
ojos de codicia y alegría con que ella lo miró, mirada eterna que no en¬
turbia el tiempo, móvil oculto de todo cuanto queda dicho en sus páginas.
Ya lo llevo casi mediado y la verdad es que me da un poco de pena.
Me he vuelto codiciosa de este cuaderno negro y creo que en el fondo
muchas veces si no sigo escribiendo es por el miedo de terminarlo. Lo
amo por su presencia y su figura, necesito venir a verlo y a tocarlo, aun¬
que no escriba en él.
Anoche soñé que se convertía en el jardín de Vassar, un sueño muy
raro. Debió ser influencia de los Beatles, que ahora los oigo mucho y
además atendiendo a la letra; todo lo que soñé tenía un ambiente su¬
rrealista como el que se evoca en el submarino amarillo, A day in the
Ufe o Lucy in the sky with dicimonds, y es que había cerrado los ojos
con los auriculares puestos y la misma alucinación de esas canciones es
la que me relajó y me llevó a dormirme sin pastilla. Se entraba al cua¬
derno por la solapa trasera, agachándose uno, pero luego ya se salía a
la luz, como en esos trayectos de metro que unas veces va el vagón por
un túnel y otras por fuera; total, que entrar en el cuaderno de todo era
propiamente salir, y a donde se salía era al parque de Vassar, cada línea
un caminito que ya conocía o que iba explorando y todos los persona¬
jes en que iba pensando o que veía de verdad andaban al mismo tiem¬
po por allí juntos e ingrávidos, a ratos se escondían y otros trepaban a
los árboles, los muertos con los vivos, lo pasado con lo presente, la rea¬
lidad con la ficción, todo confundido, todo permitido, todo un puro
juego orquestado por las voces de los Beatles. O sea que el jardín de
Vassar es el texto mismo y también el escenario de sus transformacio¬
nes, me desperté pensando que no me tengo que asustar de nada, que
no tengo que andar con respetos ni miramientos si quiero disfrutar de
los milagros que a mi alrededor están pasando y también dentro de mí;
me parecía haber entendido una cosa muy importante, que meterse a
escribir equivale exactamente a salir a dar un paseo, así cuando esté
tumbada en la hierba mirando las nubes y notando que respiro con re¬
gularidad y acordándome de los que ya no respiran, sintiéndolos con¬
migo dentro de mi corazón, estoy escribiendo también, más que nun¬
ca, y las nubes recogen lo que escribo.
# * *
Me parece que hace siglos que vino Elizabeth. A veces cuando voy a la
Biblioteca a estudiar y paso por el banco del parque donde estuve sen¬
tada esperándola, me doy cuenta de que este jardín encantado empezó
629
a tener puntos cardinales desde aquel día. Me había llamado desde
Nueva York y me había dicho «iré a verte el fin de semana» y que ven¬
dría en un tren que llegaba el sábado a las tres, que la esperara delante
de la Biblioteca. Me senté en aquel banco y miraba fijamente el arco de
la entrada, esperando. Hacía mucho calor. La vi bajar del taxi y avanzar
hacia mí, tan rubia, tan joven, tan guapa, envuelta en luz. Era como un
milagro verla andar.
Ahora ya no sé por dónde empezamos a hablar, pero no podíamos
parar de hablar ninguna de las dos, horas, horas y horas, metidas en
este cuarto. Dieciocho años de Doctor Esquerdo trasplantados a este
cuarto. No se puede explicar. Eso no se puede poner en ningún cuader¬
no, por muy «de todo» que sea.
•*< *
630
CUADERNO 36
20 de diciembre de 1992
633
tiempos presididos por la necesidad de la escapatoria de lo doméstico.
Forman aquí su casa, como yo antes, cuando me escapaba a escribir al
Ateneo. Pero el Ateneo tiene ahora demasiadas «resonancias» de un
tiempo que ya no vuelve. Hoy, aquí, inauguro otra etapa.
634
muerte, que la literatura convierte en otra cosa. Una cosa inexpresable,
inquietante, que no en vano resultó sospechosa para Thamus. Como
todo lo que tiene que ver con la religión, el misterio y la magia. Con la
transposición de lo mental a otro «espacio» se está operando, en efecto,
una alquimia inquietante: la mutación en otra índole de «visibilidad».
Thamus pregunta a Thenth por la «utilidad» de esas artes, esa utilidad
habitual y no concibe otras.
635
¡Pero qué bien cuenta el cuento deT. yT. Emilio Lledó, y cuánto par¬
tido «literario», de dioses, le saca!
El diálogo entre el árbitro de las letras y el creador de ellas no toma
en el Fedro más de seis páginas (es decir el argumento del mito). Thenth
muestra su mercancía y encomia su utilidad, quiere que su invento lle¬
gue a todos lo egipcios. («Una cantidad razonable de material de lectu¬
ra».) El rey (Thomas) es el árbitro de la utilidad.
Palabra escrita: alivio de la memoria, porque la estructura y susten¬
ta. Puente (ese carácter de puente entre dos temporalidades permite que
podamos circular hacia el pasado). Río: en el río de la memoria la es¬
critura se sumerge en cada presente del lector.
Las figuras de temporalidad que se sintetizan en el presente del lector
constituyen en su dinamismo la plenitud y al mismo tiempo la caducidad
del existir. Tener conocimiento y tener memoria son dos formas de supe¬
rar el estrecho círculo de vida-muerte con que el tiempo cerca la existen¬
cia. Nos permite ensanchar con la reflexión su estrecho y clausurado do¬
minio.
Carne de la memoria
636
libre de su creador. Vence en su lucha contra el tiempo por resistir a la
desaparición que condena a la palabra apenas pronunciada. Cae dentro
del tiempo de la naturaleza humana y perece con ella. Se atiene con ella
a la misma regla por la que se rigen los latidos del corazón.
La escritura, como signo, no tiene nada que ver con quien la escri¬
be, es absolutamente distinta del impulso que la articula. El creador no
puede discernir la utilidad de su obra, queda sometida al criterio del rey
que sanciona su posibilidad de uso. La escritura irrumpe con una forma
nueva en el proceso de la comunicación. No es la simple presencia de
alguien que no habla y al que pudiéramos preguntar.
Sócrates compara el alma con un tonel de agujeros y del que sale in¬
cesantemente toda el agua que en él entra. Las personas que carecen del
dique de su inteligencia son como esos toneles, incapaces de retener
nada. Y por eso su ser es puro olvido.
Recordar es hacer presente. Las letras que llegan al lector como vic¬
toria sobre el tiempo efímero de la vida son instrumento para edificar en
cada instante una forma inteligible de presencia. No hay pasado como
memoria, si no es iluminado por el presente. El encuentro consigo mis¬
mo, por medio de la memoria, recupera nuestro propio ser desde la pers¬
pectiva de cada presente. Memoria es posibilidad de pervivir. Una vida
que se recobra ya sin latido, pero que es animada de nuevo en el acto
mismo del recuerdo, de la recapitulación.
Leer es contemplar la letra para mentalmente convertirla en voz.
Y en el oyente-lector se despierta la añoranza.
El hombre pintado sí tiene que ver con el hombre real. Pero las pa¬
labras escritas hacen ver otra forma más sutil de engaño. Establecer su
imitación en un dominio distinto del color y de la línea que los ojos per¬
ciben. Es otra clase de alquimia. Las figuras pintadas son esencialmente
mudas y sordas. La forma de «presencia» del lenguaje escrito es algo dis¬
tinta. No son las letras representación imitativa de lo real y sin embargo
habla, a través de ella, habla sin voz una realidad ausente. Dice, aunque
no habla. La pintura imita la vida. La escritura imita el pensamiento. Lo
que dicen las letras van como pensándolo, rumiándolo. Y a través del
lector inician el nunca acabado diálogo de la interpretación.
El texto no ofrece más variantes esenciales que aquellas que intro¬
duzca quien lo lee. El logos discurre por un tiempo distinto de aquel en
que fue pronunciado. Las palabras escritas sólo crecen en aquel que las
incorpora en su propio tiempo y las siembra en otros. Se trata de un
proceso de maduración. Las letras «trasplantadas» desde el papel se con¬
vierten en semilla y permiten cultivar una inesperada siembra. Un libro
necesita tiempo para ser, para fructificar. Los textos escritos gozan de
una existencia germinal.
El aspecto esencial de la vida humana no coincide con el chorro de
temporalidad que nos consume y en el que nos consumimos. El pensa-
637
miento también está sujeto a esa fluencia, pero cabe la posibilidad de
pararla, de imprimirle un ritmo más lento. Se trata, en definitiva, de una
nueva forma de «recibir» el tiempo, removiendo el pasado para que la se¬
milla del lenguaje agarre y fructifique.
El libro de Lledó es un canto al hilo, a la sucesión de hechos, a la me¬
moria.
Diálogo
638
remansos el eco del tiempo real como historia colectiva y del tiempo ide¬
al como escritura.
Vasija. El logos recoge los ecos de una consistencia interior donde se
cobija lo que somos desde los vericuetos de lo que hemos sido.
El lenguaje escrito no se comunica en el instante en que surge (prin¬
cipal diferencia con la oralidad), se proyecta hacia otro. Y las letras ad¬
quieren, así, su misteriosa cualidad.
La memoria es sucesión. Nunca puede darnos «todo» ni conservar¬
lo «todo». No podríamos vivir con la carga presente de todo nuestro
pasado. La fusión de presentes marca la trayectoria individual. Ser es
«ser memoria», hilo que enhebra las cuentas de los sucesos que deter¬
minan una vida. Querencia a superar el carácter efímero del propio
tiempo.
Dar pie. Pensar no es leer letras y atarse a lo que nos dicen, sino pro¬
vocar un discurso interior en el que se plasma la continuidad de la con¬
ciencia como memoria. Coherencia interior (memoria) que engarza a la
discontinuidad de los instantes.
639
Madrid de la época y conoció a escritores, artistas y pintores, cuyo tra¬
to significaba una vía alternativa, de paliativo, contra los rigores del Có¬
digo Civil.
* * *
640
FRAGMENTOS INÉDITOS
Y NOTAS FUGACES
lln viejo cuaderno, con la portada y muchas páginas arrancadas, guarda esta comedia
en un acto, del año 1953, que plantea el motivo del interlocutor soñado, y que la autora
cita en un Cuaderno de todo del año 1975 (n.° 14).
A pie quieto
643
mío, sin ver, sin oír... Llega a ser insultante. No sé, no tienes sangre
en las venas, tienes agua en vez de sangre...
PEDRO: Mujer, ya sabes que a mí no me molestan los ruidos. Y prefiero,
si se puede, que entre el aire. Pero si te molestan a ti, cierra la venta¬
na. De verdad, no me importa. Ciérrala. Yo acabo en seguida. (Vuel¬
ve al trabajo.)
MARCELA: (Le mira. Va a decir algo. Luego se queda en pie junto a la ven¬
tana, apoya la frente en el cristal.) Me duele la cabeza. (Largo suspi¬
ro.) Qué pronto anochece ya. Serán las siete y media. (Pausa.) Debe
haber nacido el niño de los de abajo. Toda la tarde se ha oído mucho
barullo... (Pausa.)
PEDRO: Oye, por favor. Dame aquel libro verde que está encima de la
repisa. (Ella lo busca.) No, ése no. El otro de abajo, el más pequeño.
(Ella lo coge y se lo alarga.) Ése. Gracias.
Marcela: (Se pasea por la habitación. Se sienta en la cama turca. Apo¬
ya la cara en las manos. Nuevo suspiro.) Pedro. (El no contesta. En
voz más alta, suplicante.) Pedro...
PEDRO: Dime. (Con voz natural.)
Marcela: (Con irritación.) Así no, no es posible. Así no te puedo decir
nada. (Se echa en la cama turca. Se vuelve de cara a la pared.)
PEDRO: (Levanta la cabeza, se quita las gafas, da vuelta a la silla. Mi¬
rándola con extrañeza.) ¿Qué pasa, Marcela? (Marcela no contesta
nada. Se tapa la cara con las manos y se echa a llorar.) Marcela... (Se
levanta, se sienta en la cama turca a su lado.) Pero, mujer, Marcela,
¿qué tienes? Mírame.
MARCELA: (Levanta los ojos, le mira en silencio entre las lágrimas. Luego se
apoya contra su pecho.) Déjame estar así, sin ver nada, en lo oscuro...
PEDRO: (La separa otra vez, le alza la cara hacia la suya. Serio.) Dime
qué te pasaba. Algo era. Por favor, no te pongas misteriosa. No me
hagas estarte sonsacando.
Marcela: (Se ha quedado mirando fijamente a la pared. Después de una
pausa.) Pedro, qué poco hablamos. Todo el día juntos y casi nunca
hablamos o hablamos de cosas que no importan nada. Es una cosa
muy triste.
PEDRO: No te comprendo. ¿De qué vamos a hablar? Para mí es sufi¬
ciente estar contigo. Nada de lo que digamos puede ser demasiado
importante. (La mira.) ¿No te parece?
MARCELA: No sé. Ya pronto hará cuatro años que vivimos juntos. Minu¬
to por minuto cuatro años. Tenemos por nuestro todo el día, con lo
largo que es. Pero nosotros, nada. Dejamos que se gaste como un
cabo de vela. Nos vamos a morir sin habernos llegado a decir tantas
cosas. ¿Te has dado cuenta, Pedro? Podemos pasarnos largas horas
en la misma habitación, sin saber cada uno lo que está pensando el
otro. Sin saberlo ni remotamente.
644
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v.' ct.. A., - ' ,1 ¿i/,'¡>M tfo aAÚU Jia
645
Marcela: (Distraída.) Sí...
PEDRO: (Con calor.) Somos buenos. Ser buenos es lo más importante.
MARCELA: No tenemos ocasión de ser malos. Somos buenos porque es
lo más fácil, porque romper a ser malos sin ocasión nos costaría vio¬
lencia. No se sabe cómo seríamos en circunstancias distintas.
PEDRO: (Desorientado.) ¿Por qué me dices eso? (Con dulzura.) Marcela...
MARCELA: (Como si no lo oyese.) Tú nunca me preguntas lo que sueño...
PEDRO: ¿Lo que sueñas? No, claro. ¿Por qué te lo iba a preguntar?
MARCELA: (Se tumba boca arriba en la cama con las manos detrás de la
nuca.) Yo empecé a ser tu novia a los diecisiete años. Fuimos novios
cinco años y medio...
PEDRO: (Impaciente.) Sí, claro. Ya me acuerdo. ¿A qué viene eso ahora?
MARCELA: (Se incorpora.) ¿Vas a escucharme del todo por una vez, sí
o no...?
pedro: Ya te escucho. Perdona.
Marcela: (Vuelve despacio a la anterior postura. Pausa.) Antes de co¬
nocerte a ti vivía con la tía Matilde en las afueras, ya sabes, en aque¬
lla casita del huerto. Regaba las flores y los pimientos. Todos los días
veía irse el sol. Algunas veces te lo he contado. Un día alquilaron el
chalet de al lado unos italianos, tenían un jardín hermoso, con altos
árboles como de cuento. Yo tenía doce años. El niño pequeño de los
italianos tendría once. Se enamoró de mí.
PEDRO: (Jovial.) Vaya, vaya, qué calladito te lo tenías...
Marcela: (Seria.) No te rías. Ahora será un hombre.
PEDRO: Claro, si no se ha muerto... (Cambiando de tono.) ¿Es que le has
vuelto a ver?
Marcela: (Con nostalgia.) No, nunca más le he visto.
pedro: ¿Entonces?
MARCELA: Se llamaba Massimo. Escribía cuentos para mí. Trepaba por
la tapia, por los árboles, para verme. Más adelante venía por la parte
de atrás del jardín y se colaba entre los alambres como un ladrón de
fruta. Me hacía tener secreto que nos conocíamos y eso que a la tía
no le hubiera importado una cosa tan natural. Nunca he visto a na¬
die con aquella imaginación. Inventó una especie de isla que se lla¬
maba Faluque, y siempre que estaba triste se iba allí. Era suya pero
me la explicó para que también pudiera irme yo si quería. Me dijo
que me la daba para siempre. Ya casi no me acuerdo. Tenía puentes,
y un río, y creo que una especie de aduana...
PEDRO: (Como abarrido.) ¿Es aquel que construía las cometas?
MARCELA: (Contrariada.) No, ¡qué tiene que ver! Ése era el primo Er¬
nesto. (Pausa.) Se fueron al año siguiente, cuando la guerra, una tarde
de febreio, huían de no sé qué. A la tía le dejaron algunos muebles.
Massimo, al irse, me besó y lloraba. Me dijo: «Sea cuando sea, yo vol¬
veré». (Pausa larga.)
646
pedro:Marcela, cosas de esas nos han pasado a todos cuando niños.
Marcela: (Vivamente.) Pero yo, Pedro, hace una temporada que le veo
en mis sueños casi siempre. Le veo ya de hombre, ¿entiendes? Y des¬
pués que despierto, no lo puedo olvidar.
pedro: Tú no tienes la culpa. Qué le vas a hacer tú. Sólo son sueños.
Marcela: (En voz baja.) Pero deseo que llegue la noche para poder ver¬
le otra vez. Perdóname, tengo que decirte estas cosas, si no, ya no
puedo vivir. (Se tapa la cara con las manos.)
PEDRO: Vamos, no te atormentes. Cuéntame lo que quieras. ¿Cuándo
has soñado con él la última vez?
MARCELA: Anoche. Anoche mismo.
pedro: Cuéntame el sueño, si eso te descarga. (Pausa.) ¿Te acuerdas?
MARCELA: Sí.
PEDRO: ¿Me lo quieres contar?
Marcela: (Después de un silencio, como recordando.) Yo iba a otra
cosa, tal vez a mis asuntos, y le vi pasar entre unas gentes oscuras. Se
separó de ellas y quedamos uno enfrente de otro, solos, con la calle
en medio. Era de noche y estaban encendidos los faroles. (Casi siem¬
pre le encuentro por la noche.) Me estuvo un rato mirando, quieto,
desde su lado. Parecía una estatua con los ojos de cristal. Luego cru¬
zó la acera, todo estaba solitario. Acababa de pasar una gran guerra,
una gran destrucción. Había cascos rotos y trozos de alambradas y
metralla. Llegó a mi lado y dijo: «Por fin te vuelvo a ver», pero yo te¬
nía miedo de que todo aquello fuese mentira. Le dije: «Ayer te vi tam¬
bién, y antes de ayer y sólo eras un sueño. Hoy pasará lo mismo». Me
dijo que no podía ser, que los días anteriores había estado muy lejos
de allí, que había estado lejos de todas partes hasta volver a encon¬
trarme. Y yo mitad dudaba, mitad me lo creía. Entonces pasó un
poco de niebla de esas que se ven en los sueños, llena de lucecitas de
colores que se mueven, y se llevó su rostro y su figura. Creí que se
había acabado todo y me di cuenta de que estaba soñando. Cuando
se apartó la niebla y le volví a mirar, ya lo sabía, pero no dije nada.
Me quería olvidar de que todo aquello era engaño. «Vamos a donde
quieras, llévame contigo», le pedí. Y él me cogió del brazo e íbamos
calle abajo en la noche tan negra, yo apretada con susto a su costa¬
do, pisando despacito las baldosas porque sabía que iba a despertar¬
me. Trataba de cantar, pero tenía un nudo en la garganta. «Vámonos
a la fiesta, vámonos a la fiesta», le pedía. La calle era muy larga. Al fi¬
nal de la calle había una fiesta, creo; fiesta de serpentinas con baru¬
llo y canciones. Pero antes de llegar a la luz me desperté. (Lo ha con¬
tado apasionadamente, recreándose en sus palabras. Pausa.)
pedro: (Se acerca a la camilla. Se pone a liar con calma un cigarro. Lo
enciende. Marcela ha levantado los ojos, y le mira, como esperando.)
¿Qué? ¿Estás ya más tranquila?
647
[Falta una página en el manuscrito.]
648
Marcela: (Interrumpiéndole.) Pero, Pedro, si él no me aparta de ti, en¬
tonces, ¿qué me aparta? Di, ¿quién? ¿Por qué me siento sola tantas
veces?
Pedro: (Se ha sentado y apoya la cabeza en las manos. Pausa larga.)
Marcela, una parte de uno siempre se tiene que quedar sola, desta¬
pada. Hay como una rendija para que entre la noche, como una he¬
rida abierta. La llevamos todos sin remedio esta última soledad. Por¬
que estamos tocados de muerte. Solamente después de morir tal vez
se cierre la herida... O sabe Dios. (Ha hablado lentamente, con amar¬
gura.)
Marcela: (Con ternura.) Pedro, te he puesto triste. (Se acerca y se que¬
da en pie detrás de su silla. Le pone las manos en los hombros.) Te
quiero. ¿Me perdonas? (Breve silencio.) Por favor, no tengas nada
contra mí.
Pedro: (Con voz cansada.) Qué cosas dices, mujer...
Marcela: Me perdonas, ¿verdad? Me crees que te quiero. (Pedro calla.
Sube una de sus manos y la pone en el hombro sobre la de Marcela.)
¿Te arrepientes de que hayamos hablado?... Dime algo. Te quiero.
Dime algo.
PEDRO: ¿Qué te voy a decir? Ahora no estamos lejos, me parece...
Marcela: No, Pedro. No lo estamos. No hay nadie como tú.
PEDRO: Hay muchos como yo. Y otros mejores. Pero yo soy el tuyo.
Para aguantar contigo por lo más árido, por lo más oscuro, por lo
más difícil de aguantar. Tú y yo, Marcela, estamos empezando. Se¬
guramente nos quedan muchos años todavía, muchas penas y has¬
tíos. Tendremos que pasar por el aro de todos los días. Sufrirlos uno
por uno a pie quieto. A pie quieto, Marcela. Tú sabes lo que es eso
igual que yo.
Marcela: A pie quieto... Los dos. (Se arrodilla a su lado.) ¿Estás llo¬
rando, Pedro? ¿Llorando? ¿Qué te pasa?... Por mi culpa. (Se abraza
a su cintura. Solloza.) Pedro, Pedro...
pedro: (Reaccionando.) Ea, mujer, no es nada. Levanta. Sécate esas lá¬
grimas. (Se inclina. Le besa los ojos.) ¡Qué saladas están!
Marcela: (Junta su cara a la de Pedro.) También las tuyas...
pedro: Vamos, vamos, levanta. Anda a bajar la persiana. Nos están mi¬
rando de la casa de enfrente. (Marcela se levanta despacio y va hacia
la persiana. Empieza a bajarla. Pedro se ha quedado inmóvil con los
codos apoyados en la mesa y los ojos fijos en la pared. Lentamente va
cayendo el
TELÓN
649
Acto primero de una comedia inacabada, recogido en un cuaderno de 1958, que reúne
otros ensayos de escritura. La escena y los personajes están en la línea de La hermana
pequeña, obra de teatro que en 1999 la autora rescató de unos papeles viejos.
Fin de año
(Drama)
Acto primero
LEONOR: Toni, Toni, soy yo... Ábreme, Toni. Toni,... ¿estás ahí?
TONI: (En voz urgente, mirando a los lados.) Déjame, no empieces a en¬
redarme como el otro día. Sabes cómo se puso mí tía. ¿Lo sabes, no?
Pues, déjame en paz. (La empuja y va a cerrar la puerta.)
LEONOR: Pero, Toni, si no entro un momento, no te lo puedo explicar.
Ya sé que estás enfadado porque le negué a tu tía lo de que somos no¬
vios, pero es que ya sabes que a mí no me conviene tener novio aho¬
ra mientras no me den un papel mejor en el teatro. ¿Qué adelanta¬
mos con ser novios?... Es más cómodo verse así, de vez en cuando, y
ya está. Yo tengo mucho que hacer. Estas noches he venido tarde y no
he entrado por eso, pero me acuerdo siempre de ti, de lo bien que se
está contigo. Anda, déjame pasar un ratito, no pongas esa cara. ¿Tie¬
nes algo que hacer esta noche?
650
toni: No, nada, pero vete, te digo, de verdad, que va a pasar alguien y
luego... Anda. Adiós.
LEONOR: Pues si no tienes que hacer nada, yo tampoco. Podemos des¬
pedir el año juntos. ¿Te gustaría?
TONI: Sí, claro, qué preguntas.
Leonor: ¿Qué haces ahora?
TONI: Estoy acabando el artículo. Ahora a las diez voy a salir para lle¬
varlo al periódico.
LEONOR: Yo contigo...
TONI: Sí, claro, conmigo, conmigo cuando te conviene. Pero es que crees
que nos vamos a pasar así toda la vida. ¿Por qué me has tenido así
estos días, di? (Ella se acerca.) ¡Qué guapa estás!
LEONOR:.¿Guapa? Pues tengo unas pintas.
TONI: Guapa, guapísima, me vuelves loco...
651
Leonor: ¿En qué cosa?
TONI: Eso querría saber yo. No lo sé. En cosas suyas. Es un hombre
genial.
LEONOR: ¿Y tú de qué le conoces? ¿Quién es?
TONI: Está en esta habitación hace tres días. No sé quién es. Yo le abrí
la puerta cuando vino pidiendo cuarto y luego hemos hablado algo.
Se asoma mucho a la ventana del patio, como yo.
LEONOR: Parece algo trastornado. ¿No tiene familia?
toni: No lo sé, nunca habla de él. Sabe Dios. ¿Adonde iría a estas
horas?
LEONOR: Hijo, a dar un paseo, o a ver a un amigo, es lo más natural. Y
no te quedes así, que igual pasa otro de los que están en Babia. Anda,
mi vida, entro un poquito, mientras terminas el artículo, ¿quieres?
Luego pensamos lo que vamos a hacer.
TONI: (Vuelve a mirarla. La coge por los hombros.) Bueno, entra.
652
JULIA: Si estoy arreglada. Quitarme el mandil y peinarme un poco.
vecina: Pues abajo también ya estarán al venir los amigos y yo estoy to¬
davía medio de trapillo. (Hace ademán de irse pero se vuelve en la
puerta.) Ah, bueno, y que hay cena de sobra, que se baje usted a
quien quiera, ya se lo dije. ¿No decía usted que tenía un huésped nue¬
vo muy bueno, que estaba solo?
JULIA: Sí, le encargué a mi sobrino que se lo dijera, pero seguramente no
querrá, es algo raro. Bueno, se lo diré yo ahora. Es que entre unas co¬
sas y otras se me ha pasado la tarde volando. Y me voy, que se me va
a quemar aquello, ya habrán pasado los cinco minutos, ¿no?...
vecina: Por ahí. (Abre la puerta.) ... Pero su sobrino sí bajará.
JULIA: Dijo que a lo mejor no podía. (Ya está metiéndose.)
VECINA: (Ya fuera.) Mujer, anímele, que vienen esas chicas de mis ami¬
gos y traen un picú. Y luego viene más gente.
JULIA: Sí, hija, si yo qué más querría. Pero ya sabe usted la gente joven,
en estas fechas cada cual hace su plan. (Se vuelve a acercar.) Ah, es¬
pere, bájese un par de botellas, ande (se las da), que así no tengo yo
que ir luego tan cargada.
VECINA: Bueno, pero, Nicolás se enfada seguro.
JULIA: No, mujer. No le decimos nada. Ya verá qué bien lo pasamos.
Ande, le cierro, que entra frío. Hasta luego.
VECINA: AdiÓS.
653
el delantal en una silla y se sigue frotando las manos. Se acerca a la
mesa de las botellas.) No, en su cuarto no está.
JULIA: Pues díselo, pero coge el recado, no nos arme los tiberios de
siempre.
PORFi: (Al teléfono.) No está. ¿De parte de quién le digo? Ah, bueno,
bueno. Buenas noches. (Cuelga.) Dice que es un amigo, que ya la lla¬
mará mañana.
JULIA: Un amigo, un amigo, me gustaría a mí contar los amigos que tie¬
ne ésa, incluido el imbécil de Antonio.
PORFI: Bueno, pues yo ya me voy. Feliz año. Usted, ¿no sale?
JULIA: Sí, ahora mismo. Oye, por cierto. Toma estos paquetes y déjalos
en el segundo al pasar, donde don Nicolás.
PORFI: (Los coge.) Bueno. Pues buenas noches. Y hasta mañana.
JULIA: Adiós, hija, Porfí. Que tengas buena entrada.
porfi: Lo mismo, doña Julia.
JULIA: (Se queda sola. Se acerca a la puerta de don Vicente y da con los
nudillos.) Don Vicente, don Vicente... (Espera con el oído pegado, y
repite.) Don Vicente.
TONI: (Abre la puerta de su cuarto y la deja entornada detrás de sí.) Tía,
don Vicente no está, ha salido antes.
JULIA: Ah, estás en casa. Qué bien. Creí que por fin no podías venir a ce¬
nar abajo. Anda, que ya son las nueve.
TONI: No, si no puedo. Es que me he quedado por terminar el artículo,
pero tengo un compromiso para esta noche. (Avanza hacia el te¬
léfono.)
JULIA:Eíombre, qué pena. Dice que vienen chicas. Lo van a sentir.
TONI: Yo también lo siento. A lo mejor luego me doy una vuelta a bus¬
carte (sonríe) no vaya a ser que te tenga que subir casi a cuestas como
el año pasado.
JULIA: Esas intenciones llevo, hijo, no creas que no. Así que harías muy
bien en pasar. ¿Y don Vicente?
TONI: ¿Don Vicente qué?
JULIA: Que si se lo dijiste.
toni: Ah no, me he olvidado. Pero además, tía, si es una cosa inopor¬
tuna invitarle a una casa que no conoce. Una persona tan reservada
y tan seria. A lo mejor te diría que sí por educación, pero sería vio¬
lento para todos.
JULIA:Violento ¿por qué? Si no puede, ya dirá que no. Pero por lo me¬
nos decírselo. A una persona que está en mi casa en estos días y que
se ha portado bien, yo no la dejo así tirada sin ofrecerle compañía.
Claro que si dices que ha salido, será que tiene amigos para esta no¬
che. (Pensativa.) Los tiene que tener, además. Madrid, por lo que dice,
se ve que lo conoce bien, de años, así que tú dirás... (Toni calla.) ¿A
ti no te ha dicho nada?
654
toni: ¿De qué?
JULIA:De si conoce gente aquí o tiene familia. Algo...
TONI: ¿Pero a ti qué más te da?
JULIA: A mí igual. Sólo que me extraña. Como veo que os habéis hecho
amigos, y es un señor que me gusta, por lo bueno que es y lo educa¬
do, me da pena...
toni: ¿Pero pena de qué? A ti si no te da pena de alguien, no puedes
vivir. ¿No lo ves que a él no le gusta hablar de su vida? Pues por eso
yo no le pregunto. Pero igual está ahora tan contento bebiendo vino
con sus amigos o con su familia o él solo porque le guste estar solo.
Dejarle en paz.
JULIA: No, hijo, si yo, más dejado. Bueno, me meto a coger unas cosas
en la cocina y ya me bajo por la otra escalera, así que adiós. Te que¬
das solo, me parece. Porfi se ha ido...
TONI: Bueno. (Descuelga el teléfono.)
JULIA: (Se acerca.) Y ésa también. (Señala hacia el pasillo.) ¿Oyes?
TONI: Sí, tía, ya oigo. (Se vuelve y le da un beso.) Feliz año. Yo tampoco
tardaré ya mucho en salir.
JULIA: Adiós. Que te diviertas. Y que no dejes de entrar luego donde don
Nico. Les darás una alegría. Y a mí.
TONI: (Ya marcando el número.) De acuerdo.
(]UL1A se mete.)
TONI: (Espera un ratito con el auricular en la mano.) Oiga,... ah, oye Ri¬
bas ¿eres tú?... Sí, soy Antonio, mira, que iré más tarde, después de
las doce seguramente. ¿Hasta qué hora estarás tú ahí? ... Ah, bueno,
vuelves luego, sí, sí, entonces te veo seguro ¿Cómo?... No, no lo he
rematado todavía pero ya casi está. Claro, tienes razón, después de
las campanadas a lo mejor pasa algo nuevo, ... sí, eso, o yo me sien¬
to nuevo, que es lo mismo, y entonces le echo la rúbrica... (Sonríe.)
Bueno, sí... Sí, gracias, lo mismo digo. Hasta luego, Ribas.
655
Unas pocas páginas de un cuaderno azul, sin fechas, contienen un fragmento de una
comedia en un acto cuyo título original, tachado y sustituido por La cajita, era Cosas del
diablo. Presenta una mujer que vive del recuerdo de un amor perdido y su criada.
La cajita
Comedia en un acto para ser representada en plan doméstico
* * *
Escena I
656
como aquel que dice, conque por lo menos si son brebajes que ca¬
lienten las paredes del alma, porque cuerpo no debe usted ya ni te¬
ner. A quien no tiene hambre, Dios le llena de graneros. Ya está sólo
templada (la revuelve).
Teresa: Bueno, trae, mujer. (La bebe.) ¿Le pusiste el agua de azahar?
ÁGUEDA: Pues si le digo la verdad, no señora. Unas gotitas de aguar¬
diente de yerbas fue lo que le eché. Se queda usted como tonta lue¬
go todo el día con tanto azahar y tanta mandanga; una cosa es no
tener nervios y otra perder el calor natural de los humanos. Le
temo a estos aniversarios, de verdad se lo digo, más que a un nu¬
blado.
Teresa: Gracias, Águeda, estaba buena. (Le devuelve la taza.)
ÁGUEDA: (La coge y la va a depositar sobre un aparador que habrá a la
derecha.) Claro, el aguardiente. Y ahora unas buenas magras de ja¬
món era lo que precisaba su cuerpo.
TERESA: No me hables de mi cuerpo. Sabrás tú lo que son tristezas.
ÁGUEDA: Pues, no señora, no lo sé, gracias a Dios. Porque como. ¿Le
traigo las magras?
TERESA: Que no, por favor. No me hables de comer.
ÁGUEDA: Pues peor para usted. Venga, recoja ya esos papeles y esos re¬
tratos que se los va usted a aprender de memoria. (Pausa.) ¿Sabe
quién vino antes? (Teresa no dice nada ni levanta los ojos.) (Nueva
pausa.) Don Eugenio, el de la casa verde.
TERESA: Calla... no me hables de ese hombre.
ÁGUEDA: Hija, no le puedo hablar de nada. (Pausa.) Pues es bien edu¬
cado y bien fino. (Pausa.) ¿A usted no le parece fino?
TERESA: (Impaciente.) ¡A mí no me parece nada! ¿Lo oyes?
ÁGUEDA: El que se pica ajos come. No sé qué bicho la pica en cuanto la
mientan a ese señor. (Pausa.) Traía una cajita. (Pausa.)
TERESA: Y a mí qué me importa. ¿Qué le dijiste?
Águeda: Qué le iba a decir, que no estaba usted para nadie; bien que lo
sentí el tener que decírselo, pero a ver, donde hay patrón no manda
marinero. Se quedó como triste.
TERESA: (Más dulce.) Lo siento, no tengo nada contra él. Pero toda pru¬
dencia es poca. Ya sabes los chismes de este pueblo.
ÁGUEDA: Y a usted qué. Más vale que nos tengan envidia, que no lásti¬
ma. Y además, qué dicen en el pueblo, nada, que la pretende a usted,
vaya noticia fresca.
TERESA (Santiguándose.) ¡A mí! Jesús, José y María. (Mirando alrede¬
dor.) Además, mujer, no hables tan alto, ¿no ves que está en casa el
niño? Capaz de morirse si oyese una cosa así.
Águeda: La tiene que haber oído cien veces. Y no sé por qué se iba a
morir, ni que fuera tonto. Usted también algunas veces parece que se
cae de un guindo.
657
Teresa: Calla, por Dios. Una criatura que es la inocencia misma, que
no ve más que por mis ojos, siempre a mi lado, que no conoce la exis¬
tencia del mal...
ÁGUEDA: Es que no sé qué mal va a haber en que le guste usted a don
Eugenio más que el pan frito, el único mal está en que usted le traiga
hace cuatro años por la calle de la amargura siempre hablándole de
su difunto, que no hay paciencia que aguante eso.
TERESA: Por eso no quiero hablar con él ni verle.
Águeda: Pues, ya digo, traía una cajita.
Escena II
Dichos y Joaquinito.
NOTAS FUGACES
El final tiene que ser cuando ya se callen y entonces se vuelven a oír los
cascos del caballo.
Para la última escena tengo que encontrar algún artificio que me
permita indicar -sin decirlo- que se han callado. Y que ese callarse
—aparte de significar el fluido erótico que empieza a correr entre ellos—
sea heraldo agorero de lo que se avecina.
La muerte, al reaparecer, no solamente interrumpe esa comunica¬
ción erótica que empezaba a producirse sino que vuelve a poner sobre
el tapete el logos-práctico, los problemas apartados mediante la realidad
que se ha producido y ha resplandecido como tal: el logos-gratuidad. La
casa empieza a ser problema tras esta despedida de su ser no práctico.
* * *
Empezar Pesquisa personal donde termina sus novelas Pío Baroja, es de¬
cir, a partir de las preguntas que ese bienestar —al que se ha llegado tras
zozobras- acarrea a fuerza de ser tiempo colmado, cegado. Afloración
subterránea de esas zozobras.
21 de junio
659
rienda de proyectos brillantes y exitosos y siempre les cabe la coartada
de «en este país...».
■i*
Día 15
Notas al Gil-Albert
Es un libro que te embarca, que te acuna. Paseo grato. Intemporal,
limpio. Buen libro para no fumadores. Y el día que hace corresponde
con esta sensación: brillante, neto.
660
20 de enero
Una historia que trata de entender uno solo, que le intriga a uno solo,
presenta un aliciente tan incomparable que mueve las montañas. (Ma-
canaz, la pulsera perdida, la identidad del otro señor Klein.) Por saber.
Averiguar. Es labor de policías la narración y los atolladeros en que
mete, no de filósofos. Pero insisto, el mayor picante —y el más desespe¬
rante también, lindante con la locura- es la curiosidad solitaria. Que los
otros vean normal y vulgar lo que a uno le enciende la sangre, ese con¬
traste es el que desencadena el deseo de contarlo, de explorarlo, de re¬
cuperar su hilo. En el amor también. ¿Cómo me puede hablar ahora de
esa manera como si no hubiera pasado nada? ¿Estoy loca? ¿Es que es
otro? ¿Quién es, por qué es el que es ahora? Más puede la curiosidad
de investigar la transformación que el deseo real de sumirse en la placi¬
dez de antes donde todo parecía estar claro. Es otra cosa. Y en esa pla¬
taforma no se añora tanto el estado antiguo como abrirle las tripas a esa
muñeca maldita y diabólica. Aunque nunca volvamos a jugar con ella.
661
[De un cuaderno del año 1982]
Happiness. Todo el día sin salir, era estar en Bergai, realmente (17/1/82).
* * *
# * •*<
23 de octubre de 1985
Vuelvo de N.Y. a Kansas. Me pongo en plan de «el tiempo es oro, y los pon¬
go a todos contra las cuerdas» (sin perder mi antiguo aspecto «cenicienta»,
pero pegando duro).
662
4 de diciembre
Aparecía Manolo Sacristán en una fiesta, con más gente. La fiesta se daba
en una casa mía, creo, y yo estaba muy apurada tratando de arreglar una
mesa que se había estropeado. La tenía con las cuatro patas para arriba y
estaba aquello lleno de trastos. Había mucho barullo en la habitación y me
inquietó que empezara a entrar tanta gente. Era un surprising party, me pa¬
rece, y todos empezaron a circular por allí. Manolo estaba muy rejuveneci¬
do y muy guapo, delgado pero no desmejorado, bastante atractivo, con el
pelo negro. Se acercó y se puso conmigo a arreglar la mesa. Yo le pregunté
a C. en un aparte que cómo venía Manolo, si se había muerto. Ella me dijo
que eso era lo que él había hecho creer, por cuestiones de política, pero que
simplemente se había escondido. Todo el mundo quería estar con Manolo,
se lo disputaban, sobre todo, las mujeres y él se reía. Cuando pusimos la
mesa en posición normal, me di cuenta de que no me dejaban arrimarla a
la ventana y colocar encima mis libros y mis cuadernos para ponerme a
trabajar, que era de lo que tenía ganas y una terrible urgencia, porque en
seguida vinieron manos de todas partes que le colocaban encima un man¬
tel, adornos de Navidad y muchas viandas. Manolo me miraba mucho y
evidentemente quería hablar conmigo a solas, pero no podíamos.
Yo no sé si aquella casa era la de Doctor Esquerdo o la de Salaman¬
ca, pero yo daba vueltas por ella entre la gente, con sensación de pér¬
dida y de cierta culpabilidad, porque no le sabía decir a nadie dónde es¬
taban las cosas que necesitaban para la fiesta y no aparecían los
cubiertos ni los cacharros de cocina por ninguna parte. Todos estaban
muy excitados y cada cual me preguntaba una cosa. Yo estaba muy tris¬
te y muy agobiada, deseando escapar.
* * *
663
[De un cuaderno color naranja, que se abre con la fecha del 30 de diciembre de 1989,
rematada por una estrellita y la frase «un movimiento de ola, cementerio de minutos»,
y que contiene apuntes para Nubosidad variable; el fragmento recogido, es una
reelaboración de apuntes viejos, de un cuaderno azul, el que aquí lleva el n° 17]
Cuaderno azul
Este desahogo de Mariana -supongo que más bien breve- será un «bo¬
cadillo», antes de que Sofía empiece a contestar a su primera carta.
664
Mary Francés K. Fisher, No ahora sino ahora, Anaya
¡Cuida bien de este día! Este día es la vida, la esencia misma de la vida.
[Del fondo de una libreta, con las páginas numeradas, de los años 1987-1991]
Cuando fui a los toros con M. A. Aguilar el día 31 de mayo de 1988, com¬
prendí que por primera vez en mi vida estaba de espectador puro. (Por la
mañana había pagado mis impuestos, me había comprado unos zapatos
rojos y me sentía desligada, en paz. Sin interferencia alguna. Venía, ade¬
más, de casa de Alberto, donde A. Bueno me había devuelto la cajita de
cuando fuimos a oír cantar a Chicho a La Taberna Encantada. Chicho se
quedó allí con ellos y yo me vine a los toros.) Y ya en el viaje en el taxi ca¬
mino de la estatua de Fleming, intuí lo que sé ahora mejor. Siempre he es¬
tado en el ruedo y a punto de cornadas graves. Bien está -y Dios bendiga
a los vencejos que sobrevuelan esta tarde, la primera con atisbos de vera¬
no- que mire los toros desde la barrera. ¿Tú crees, Torcí, que no me lo te¬
nía merecido? Y me dijiste que sí, vivo en la estela de tu bendito y rotun¬
do «Sí, Calila, sí». Y se oía también la voz de Carlos -la prueba es que ha
retoñado el níspero-, su voz incomparable: «¡Para ti, Carmen, para ti!».
665
[De un bloc rojo del año 1990]
27 de marzo de 1990
2 de mayo
Tal vez fuera domingo, ¿quién sabe?, los relojes no los había cambia¬
do, y la música invisible de una tristeza que no venía de esta hora, mi¬
rar quietamente la luz, volver a cerrar los ojos, y los miembros reco¬
brando su peso sobre las sábanas, no tensándose los nervios para
disponerse a acometer algo que viene detrás de lo de ahora, no, sim¬
plemente el ojo mirando, la luz alumbrando, los dedos tocando, cada
uno en su función, puro gerundio, las nubes pasando. Se miró los pies
calzados por una firma italiana de la que se asombraba haber olvidado
el nombre, y eso la alegró, no tenía nombre, pertenecía a lo añorado,
no a lo rutinario, como cuando se dice «se da un aire a Gucci o a Veri-
no», era lo exótico. He venido —se dijo— para eso, para recuperar mis
pies desde la añoranza antigua de lujo.
666
Origen del chisme
667
Día 28
* * *
Parte 1.a
El desvivir de Amparo a medida que va perdiendo las nociones de
tiempo y geografía. Se encuentra (extrañada) hablando con la gente de ba¬
rrios marginales, preguntándoles por el paro, por precios de alquiler, por
la demolición de lo viejo, cuestión okupas, se creen que es una socióloga.
La necesidad continua de disimular se convierte en su segunda piel.
El «te lo cuento sólo a ti» en provincias, emborrachado quien lo dice
con una verdad a medias donde se anestesia la otra: la de saber que esa
historia va a correr en seguida, y que nos vamos a escandalizar al sa¬
berlo, pero sobre todo se va a saber que era secreto a voces.
Abel-Amparo
(Una Historia de la Filosofía)
Amparo-Abel
Durante un tiempo consideró que vivir la vida de los ricos era una trai¬
ción. Luego encontró ridicula e hipócrita su protesta porque )eremy se
lo hizo ver así. (Pero era la señora Ramona la más envenenada en sus
contradicciones de clase.)
Tan importante es concentrar la atención como distribuirla (las mu¬
jeres la distribuyen mejor). Atención disponible. Recetas contra la obse¬
sión (1996-1997).
668
Posible conversación de Olimpia con Abel sobre sus fichas. «Parece
mentira», dice Abel, «hay una novela dentro de una ciudad (tranche de
vie), la cuestión es enlazarla, ponerla en orden, ¿no crees? Lo pasado y
lo de hoy mismo.» «Es lo que me pasa a mí cuando leo a Shakespeare»,
dice ella (1997).
[De un cuadernito utilizado en el ultimo viuje a Italia (1999), con ocasión del estreno
de la versión teatral de Caperucita en Manhattan/
Durante mi primera visita a New York hace veinte años, no puedo olvi¬
dar cómo me miró la Estatua de la Libertad, desde el barco que hace el
giro de Manhattan. Nunca había mirado tan de cerca de la Libertad y
ella se convirtió en algo distinto de una estatua. Fue un sentimiento tan
fuerte que se escondió. Tuvieron que pasar varios años antes de que re¬
sucitara para dar vida a este libro.
* *
Escribo desde el más allá. Imagina que te levantas y te dan un día para
contar cosas: para decir qué has sido, qué recuerdas (todo junto y apri¬
sa porque no hay tiempo) desde tu vida regalada por Dios en ese día,
muebles e historias, paisajes y Ui paso por ellos, tus encuentros (¿cuán¬
do conocí a Fulano?), todo desde esa amplitud que te da ser ya testigo
quemado irrepetible. ¡Te he resucitado para que cuentes!
No sé dónde estaré enterrada, pero estaré en un sitio desde el que
no pueda hablar, y los que vienen a llorarme no pueden hablar por mí.
Hablo ahora pensando que si hay algo seguro es que eso va a pasarme.
669
A
Indice
Introducción de María Vittoria Calvi 9
Prólogo de Rafael Chirbes 19
Cuaderno 1 25
Cuaderno 2 69
Cuaderno 3 91
Cuaderno 4 137
Cuaderno 5 145
Cuaderno 6 155
Cuaderno 7 171
Cuaderno 8 189
Cuaderno 9 201
Cuaderno 10 209
Cuaderno 11 221
Cuaderno 12 249
Cuaderno 13 279
Cuaderno 14 333
Cuaderno 15 361
Cuaderno 16 379
Cuaderno 17 387
Cuaderno 18 415
Cuaderno 19 433
Cuaderno 20 441
Cuaderno 21 453
Cuaderno 22 465
Cuaderno 23 475
Cuaderno 24 485
Cuaderno 25 493
Cuaderno 26 511
Cuaderno 27 519
Cuaderno 28 529
Cuaderno 29 537
Cuaderno 30 543
Cuaderno 31 555
Cuaderno 32 567
Cuaderno 33 581
Cuaderno 34 591
Cuaderno 35 609
Cuaderno 36 631