Cuadernos de Todo_Carmen Martín Gaite

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Cuadernos de todo

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CARMEN
MARTÍN GAITE

Cuadernos de todo
Edición e introducción de
María Vittoria Calvi

Prólogo de
Rafael Chirbes

TREN! UNíVERSiTY
PETERBOROUGH, ONTARIO

a r e t é
Diseño de la sobrecubierta: Winfried Báhrle
Ilustración de la sobrecubierta: Monja en bicicleta, ca., 1961.
Firmado «R. Varo» en el ángulo inferior derecho. Colec¬
ción del Banco Nacional de México. © Derechos reser¬
vados
Foto de solapa: © Quina Llenas/Cover

Primera edición: octubre, 2002

© 2002, Ana de los Prados


© de la introducción: 2002, Maria Vittoria Calvi
© del prólogo: 2002, Rafael Chirbes
© de la presente edición:
2002, Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titula¬


res del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la re¬
producción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedi¬
miento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la
distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Printed in Spain - Impreso en España

ISBN: 84-8306-961-X
Depósito legal: B. 42.661 - 2002

Fotocomposición: Víctor Igual, S. L.

Impreso en A & M Gráfic, S. L.


Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)
Nota de los editores

La edición de este libro nunca hubiera sido posible sin el esfuerzo per¬
sonal, la dedicación, los conocimientos, el impulso y la inteligencia y
acierto en sus criterios de Ana Martín Gaite, quien ha revisado con
suma atención y generosidad los textos y puesto a disposición de los
editores los materiales complementarios, participando además y muy
activamente durante el largo y arduo proceso de edición. Quede aquí
constancia de nuestro agradecimiento.
.
Introducción

uando Ana María Martín Gaite me pidió que me hiciera cargo de


V^j la edición de los Cuadernos de todo de su hermana Carmen, acep¬
té con un entusiasmo no exento de inquietud: los cuadernos tantas ve¬
ces citados en obras como El cuento de nunca acabar o en prólogos y
notas liminares, los cuadernos que, como bien saben los lectores de
Carmen Martín Gaite, constituyen la trastienda de su obra narrativa, es¬
taban ahí, con sus tapas de diferentes colores y sus infinitas páginas re¬
pletas de palabras, apuntes y garabatos, los podía tocar y hojear, y me
llamaban hacia un laberinto en el que, intuí, no sería nada fácil encon¬
trar la salida. ¿Cómo ordenar un material que, por su misma definición,
se escapa a todo intento de clasificación? ¿Cómo trasladar al papel im¬
preso un texto en el que hasta el paso del bolígrafo a la estilográfica
puede ser significativo? ¿Cómo permitir, en definitiva, el acceso a un
discurso caótico y fragmentado, sin desvirtuar su naturaleza? Me pare¬
ció una empresa imposible, que nunca sería capaz de acometer; pero me
animaba el firme propósito de Anita y la confianza que ella tenía en mí.
Y, por de pronto, vi con claridad que sólo dentro de la propia obra de
Carmen Martín Gaite podría encontrar el hilo para salir del atolladero.
Los Cuadernos de todo mantienen una estrecha relación con El cuen¬
to de nunca acabar. En el quinto Prólogo de la obra, que lleva como tí¬
tulo «Mis cuadernos de todo», la autora cuenta el origen familiar de esta
afortunada denominación, que apuntó por primera vez su hija Marta,
con su letra incierta de niña, al regalarle un cuaderno para su cumplea¬
ños, dándole así permiso para «meterlo todo desordenado y revuelto».
La expresión configura una modalidad narrativa, libre de toda estructu¬
ra preconcebida, libre de «letreros» y confines, que permite vislumbrar
«la relación que tienen entre sí todos los asuntos», además del «carácter
relativo y provisional de aquello mismo que iba dejando anotado»1. Un

1. Carmen Martín Gaité, El cuento de nunca acabar, Barcelona, Destino, 1985, p. 46. A esta
edición se refieren todas las citas de este texto.

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hallazgo que influenciaría toda la producción de la autora, la búsqueda
de su voz narrativa más auténtica. También explica Carmen Martín Gai-
te cómo en estos cuadernos ha ido apuntando referencias a los aconte¬
cimientos, los sitios, las personas y los recuerdos que componen el fluir
de lo cotidiano, y además «el otro fluir paralelo y más abstracto de mis
comentarios a lecturas y mis notas sobre la narración, el amor y la men¬
tira», tomadas sin propósito académico, sino respetando «su derecho de
bajar a revolcarse en la yerba y fragmentarse contra las esquinas de la
calle» (pp. 46-47).
Los Cuadernos de todo proporcionaron la materia prima para la re¬
dacción de El cuento de nunca acabar, lo cual explica la dificultad de su
elaboración, como la autora confiesa en el capítulo «Ruptura de re¬
laciones»: «el verdadero argumento del cuento de nunca acabar, lo que
me enamoró de él, era la dificultad misma de abarcarlo, de darle forma»
(p. 266). En el mismo capítulo, aclara cómo los viejos apuntes se Rieron
convirtiendo en un cuento elaborado, redactado con gran esmero y vo¬
luntad de estilo. La primera etapa de este proceso consistió en copiar
fragmentos, ordenándolos por temas y pegándolos en cuadernos gran¬
des: «posiblemente en ellos», escribe Carmen Martín Gaite, «está el ver¬
dadero y genuino esbozo del cuento de nunca acabar, pero yo me resis¬
tía a dárselos así a ningún editor» (p. 267). Estas palabras me parecieron
reveladoras: al releerlas, comprendí que sólo en su desorden originario,
en la caprichosa sucesión de materiales diversos, estaba la clave de los
Cuadernos de todo, y sólo así se tendrían que entregar al editor. Efabía
que atreverse, para que los lectores de Carmen Martín Gaite pudieran
tener entre las manos el más genuino esbozo de su obra; aun a costa de
incluir materiales ya en parte utilizados, porque éstos, juntándose con
otros, vienen a formar otro cuento, más íntimo, en el que la vida se va
transmutando en literatura.
A estas alturas, los lectores se preguntarán si, en el fondo, los Cua¬
dernos de todo se pueden considerar como un diario. No es una pre¬
gunta fácil de contestar. La misma Carmen Martín Gaite era consciente
de la dificultad que entraña este tipo de escritura, como se lee en el Cua¬
derno 25: «Los diarios se escriben siempre para alguien. Se da impor¬
tancia a lo cotidiano. Pero hay que seleccionar, lo importante son las co¬
nexiones significativas. Hay cosas eternas, aunque no las apuntes y
otras que aun apuntadas no son nada. [...] Con los diarios empiezan los
problemas del cuento de nunca acabar. Poner las fechas en fila ¿no será
una falacia? No se posará y se ordenará a su modo lo que se vaya a con¬
vertir en literatura. Pero lo que más cuesta al principio es renunciar, po¬
dar, dejar de ser notario de cuanto los ojos ven» (p. 503). En otro lugar,
deja anotado que, a veces, los mismos Cuadernos de todo «parecen un
arsenal de vida disecada», pero que, al mismo tiempo, «la narración es
una exigencia. Si no cuentas las cosas, forman montoneras. Es como en-

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trar en un cuarto donde todo está patas arriba y empezar a doblar his¬
torias y meterlas en sus estantes correspondientes, luego ya se puede
respirar y el ocio de tomar el sol en una butaca es armonioso, no ácido»
(p. 227); y en otro cuaderno, denuncia la insuficiencia del diario como
tal: «Ya hace años que me barrunté la falacia de los diarios concebidos
como un reflejo más o menos fiel del encadenamiento temporal con que
se sucedieron los hechos que registran» (p. 629).
La escritura, por lo tanto, mana de la necesidad de ordenar lo coti¬
diano, y se fundamenta en la capacidad de ver y reconocer las conexio¬
nes significativas entre los acontecimientos. Creo que los Cuadernos de
todo se pueden definir como diarios en libertad, que no se proponen re¬
gistrar día a día las cosas de la vida, pero que no descartan la referencia
cronológica; es más, todo es diario, no sólo el relato de sucesos perso¬
nales sino también la redacción de un capítulo para una novela o la lec¬
tura de un libro: en pocos escritores la relación entre vida y literatura es
tan intensa como en Carmen Martín Gaite.
Muchas de sus obras nos permiten asomarnos al «taller del escritor»
o a su vida privada, sin que la autora se haya propuesto nunca escribir
una autobiografía. Aparte de El cuento de nunca acabar y los fragmentos
genuinamente autobiográficos recogidos en Agua pasada («Bosquejo
autobiográfico» y «Retahila con nieve en Nueva York»), Carmen Martín
Gaite nos ha informado siempre con precisión sobre la redacción de sus
obras, y ha ido sembrando sus escritos de numerosas referencias perso¬
nales. En los Cuadernos de todo, como es comprensible, aflora una ver¬
tiente más íntima y espontánea, y la escritura resulta más directa, a ve¬
ces muy rápida, escueta, impresionista; sin que la escritora abandone
nunca la voluntad de elaboración, de poner distancias, de contarse a sí
misma su propia vida como si fuera literatura.

Quisiera ahora enfocar más de cerca el copioso material recogido en la


presente edición. En primer lugar, los Cuadernos de todo registran el
murmullo del vivir cotidiano: encuentros, personas, emociones, sueños,
paisajes y atardeceres vistos desde ventanas y ventanillas. Buena parte
de estos apuntes están escritos en trenes y autobuses, en casa de amigos
o en la mesita de algún bar; Carmen Martín Gaite siempre llevaba con¬
sigo un cuaderno, iba con la antena puesta «versus radio vida» (p. 577), dis¬
puesta a pasar al papel el espectáculo que sus ojos contemplaban. En
los cuadernos queda al descubierto su geografía narrativa, es decir el es¬
cenario que propicia la escritura, el espacio físico -ya sea éste la biblio¬
teca del Ateneo, las calles madrileñas o los rascacielos de Manhattan-
que desencadena la reflexión.
Por el contrario, son raros los ejemplos que Carmen Martín Gaite

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define como narración egocéntrica, quejumbrosa, que consiste en ava¬
sallar al interlocutor: aun escribiendo para sí misma, procura evitar el
desahogo impetuoso, tratando más bien de enfocar sus conflictos desde
fuera. Incluso cuando sufre el asalto de «los demonios» y se debate en¬
tre el deseo de libertad y las ataduras, sintiéndose incapaz de ver la vida
como espectáculo, trata de «darse ánimos a solas», con discreción y me¬
sura. Por esto nos asomamos a su intimidad sin sentirnos incómodos,
porque reconocemos su voz y la fuerza de su temple; aunque lo haga¬
mos, eso sí, por una puerta trasera, desde la cual vemos desfilar lugares
y personas queridas. Esta geografía narrativa ilumina de repente retazos
de vida, concede hallazgos deslumbrantes y relámpagos de intimidad;
la autora nos lleva de la mano a explorar su mundo, regalándonos pá¬
ginas intensas y a veces sobrecogedoras.
Otro apartado muy importante lo constituyen las reflexiones y co¬
mentarios que eslabonan el diálogo con el texto ajeno. Carmen Martín
Gaite ha sido una lectora voraz, tanto de obras de ficción como de en¬
sayo: una pasión de la que da fe toda su obra, pero que aquí apreciamos
en la frescura de su primera aparición. Ella misma nos lo explica en el
Cuaderno 12: «Mis cuadernos de todo surgieron cuando me vi en la ne¬
cesidad de trasladar al papel los diálogos internos que mantenía con los
autores de los libros que leía, o sea convertir aquella conversación en
sordina en algo que realmente se produjera. Los libros te disparan a
pensar. Debían tener hojas en blanco entre medias para que el diálogo
se hiciera más vivo» (p. 264). La lectura se combina con un ejercicio pla¬
centero, el de copiar fragmentos del texto: «Me veo obligada a ver escri¬
tas con mi letra en un cuaderno las frases del libro, cosa que sólo se pa¬
rece al placer preparatorio de los collages. Lo hago verdad, lo hago mío,
con sus añadidos y tachaduras» (p. 638). A menudo los comentarios
desencadenan recuerdos personales o se amplían en prolongadas refle¬
xiones, hasta que se borran las fronteras entre lo personal y lo ajeno;
sólo podemos columbrar el hilo que relaciona lo uno con lo otro.
Los fragmentos aquí incluidos permiten reconstruir sólo en una mí¬
nima parte la bibliografía de las lecturas de Carmen Martín Gaite, pero
dan cuenta de la variedad y amplitud de sus intereses, de su extraordi¬
naria capacidad de asimilación y fina sensibilidad crítica.
En los Cuadernos de todo se encuentran también trozos de obras de
creación: apuntes, primeras versiones de capítulos, hipótesis luego des¬
cartadas o ampliadas, etc. Encontrar estos párrafos en el lugar que
corresponde a su primera redacción permite seguir paso a paso la tra¬
yectoria de su creación, ver cómo se van ramificando las ideas iniciales,
cómo se relacionan con otras lecturas o aconteceres. Es emocionan¬
te, por ejemplo, comprobar que el cuaderno con las tapas rojas descri¬
to por el protagonista de Pesquisa personal, novela que confluiría en La
Reina de las Nieves, es el mismo en el que escribe la autora. Pero no fal-

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tan tampoco fragmentos de obras inéditas, entre las que sobresale Cuen¬
ta pendiente, texto autobiográfico sin terminar, en cuyas páginas Car¬
men Martín Gaite ha dejado un retrato entrañable de sus padres.
Asimismo hay que destacar la presencia de largas y profundas refle¬
xiones sobre temas diversos, como por ejemplo la condición femenina,
el amor y la narración, motivadas a veces por algún acontecimiento ex¬
terno, o simplemente introducidas por un título. Se trata de páginas
escritas siempre con distanciamiento crítico y a menudo reelaboradas,
posteriormente, para artículos u obras de ensayo; muchas de ellas con¬
curren, por ejemplo, en la sección «Río revuelto» de El cuento de nunca
acabar.
Por último, sobresale un ejercicio de amanuense, la copia de apun¬
tes viejos, que se convierte en pretexto para ampliar la reflexión inicial.
En el Cuaderno 13, por ejemplo, Carmen Martín Gaite «copia» algunos
párrafos de sus tres primeros Cuadernos de todo: pero al confrontarlos
con el original, descubrimos cómo de éste sólo se conserva alguna frase
o breve párrafo, todo lo demás es nuevo. Se descubren así los resortes
internos de un peculiar método de trabajo, se entiende por qué al leer a
Carmen Martín Gaite tenemos siempre la sensación de movernos por
un terreno conocido, del que sin embargo no se habían explorado todos
los vericuetos.
Por lo que se refiere a la cronología, a pesar de la reiterada voluntad
de no someterse a su esclavitud, las referencias al calendario son muy
frecuentes, y se combinan a menudo con acotaciones escénicas, como
cuando Carmen Martín Gaite nos dice que está «en el cuarto de Marta,
haciéndole compañía porque está mala» (p. 271). Pero no todos los cua¬
dernos son coherentes con su propia cronología: aparte el empleo ca¬
sual de la parte de atrás, a menudo un cuaderno es inaugurado en una
época determinada, luego se extravía en algún lugar perdido, y resucita
al cabo del tiempo para emprender un nuevo camino; vicisitudes a ve¬
ces puntualmente registradas, que sin embargo impiden una ordenación
rigurosa de los materiales. Hay cuadernos cuya existencia se consume
en pocos días, y otros que siguen vigentes durante años.
A pesar de estas dificultades, se puede reconstruir someramente la
trayectoria de los Cuadernos de todo, y su vinculación con la biografía
personal y literaria de la autora. Los primeros llevan un número: el 1,
el 2, el 3 y el 4; pero este último ya plantea un problema, porque exis¬
ten cuadernos anteriores: posiblemente, tras su inauguración, el cuader¬
no tuviera que esperar un tiempo antes de entrar en uso.
Los dos primeros, aparte la fecha de nacimiento del n.° 1, no con¬
tienen apenas referencias cronológicas; tampoco hay indicios de «geo¬
grafía narrativa», predomina la reflexión y el comentario de lecturas: se
nos revela una conciencia intranquila, en busca de autonomía, que
se expresa mediante un tono combativo y sentencioso, en la línea de los

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artículos recogidos en La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas.
Con el paso del tiempo, aflora el dato intimista, y el «cuaderno de todo»
va perfeccionando la receta de su desorden. La producción se intensifi¬
ca en la década de los setenta, a la que pertenecen los volúmenes de ma¬
yor extensión; sobresalen las indagaciones destinadas a confluir en El
cuento de nunca acabar y se vislumbran numerosas obras de creación
que serían desarrolladas mucho más tarde, como La Reina de las Nie¬
ves. Se destaca el Cuaderno 13, que va desde 1974 a 1982, y es una es¬
pecie de «cuaderno de limpio» en el que se registran los primeros ha¬
llazgos importantes para futuras novelas.
Hacia finales de los setenta, ocurren en la vida de Carmen Martín Gai-
te algunos importantes acontecimientos: la muerte de sus padres, en el
otoño de 1978, y los viajes a Estados Unidos. La pérdida de los padres
supone enfrentarse con una «cuenta pendiente» que será trasladada al pa¬
pel, en reflexiones, sueños, añicos de autobiografía. Por otra parte, las lar¬
gas estancias en los Estados Unidos permiten asomarse a un mundo nue¬
vo, que ofrece escenarios inéditos para la reflexión. Estas experiencias se
vuelcan en páginas de diario propiamente dichas, hasta confluir en la es¬
pléndida entrega de El otoño de Poughkeepsie, en la que alcanza su cima
la modalidad autobiográfica más característica de los Cuadernos de todo,
que consiste en contar lo cotidiano como algo excepcional, y aceptar con
naturalidad lo maravilloso como si fuera cotidiano.
En este mismo año, 1985, la pérdida de su hija Marta, la inolvida¬
ble Torcí que protagoniza muchas páginas de los Cuadernos de todo,
marca una tremenda fractura en la biografía de Carmen Martín Gaite; el
placentero ejercicio de la escritura sufre un alto, aunque a distancia de
algunos años las semillas sembradas en infinitas páginas darán frutos
cuantiosos.
Con pocas excepciones, los cuadernos posteriores contienen meros
apuntes o «notas fugaces», como las que se recogen en la última sección
de este libro; aunque Carmen Martín Gaite no abandonará nunca la
costumbre de llevar consigo un cuaderno para apuntar «de todo» («mu¬
rió abrazada a sus cuadernos», declaró su hermana Anita), la reflexión
ya no discurre con el ritmo lento de las anteriores etapas.

Criterios de selección y de edición

El criterio fundamental que ha orientado mi trabajo de edición ha sido


el de otiecer al lector los Cuadernos de todo en su desorden creativo, en
la combinación de sus componentes: diario íntimo, reflexión, crítica li¬
teral ia y creación; pero ha sido indispensable una drástica selección.
Carmen Maitín Gaite ha dejado unos ochenta cuadernos de apun¬
tes -excluyendo, por supuesto, los manuscritos de sus obras publicadas-,

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de los cuales ha sido utilizada la mitad para la presente edición: no to¬
dos los cuadernos son, en rigor. Cuadernos de todo. He descartado los
que no presentaban novedades con respecto a la producción conocida
de la autora; por ejemplo, los numerosos cuadernos que recogen fichas
y apuntes preparatorios de ensayos como Desde la ventana o Usos amo¬
rosos de la postguerra, de los que sin embargo el lector encontrará aquí
alguna muestra.
En la transcripción de los cuadernos seleccionados, he omitido las lar¬
gas recopilaciones de citas ajenas y los apuntes exentos de reflexiones per¬
sonales; he incluido, en cambio, algunas variantes de obras publicadas,
como se detalla en el capímlo correspondiente. Por último, he excluido
unas pocas referencias ocasionales a la vida privada de otras personas.
A cada cuaderno he destinado un capítulo, con una breve introduc¬
ción que da cuenta también de las peculiaridades físicas del original: co¬
lor de las tapas, tamaño, extensión, etc.; sólo algunas veces he preferido
acoplar materiales de cuadernos diferentes, pero de la misma época,
como se aclara en cada caso. En las notas iniciales, he procurado suge¬
rir la relación entre algunos fragmentos de los Cuadernos de todo y las
obras publicadas; pero sin hacer explícita toda la red de asociaciones
entre ésta y las otras obras de la autora: renunciando, como aconseja
Carmen Martín Gaite, a abarcarlo todo, dejando que el lector experi¬
mente la emoción del hallazgo.
Los cuadernos están ordenados cronológicamente, a pesar de las di¬
ficultades ya señaladas. Me he basado generalmente en la primera fecha
anotada, salvo algunas excepciones, como cuando los apuntes empie¬
zan en una época sucesiva a la inauguración del cuaderno. En cuanto a
las notas de la parte de atrás, cuando ha sido posible las he colocado en
el lugar que les corresponde; pero quedan puntos oscuros, fragmentos
imposibles de situar.
En la última sección del libro, se han reunido algunos fragmentos in¬
éditos y una antología de notas fugaces, es decir breves apuntes proce¬
dentes de cuadernos no publicados por entero. Los inéditos, una come¬
dia en un acto y dos fragmentos de otras inacabadas, han sido
seleccionados de entre un grupo de cuadernos de los años cincuenta;
anteriores, por lo tanto, al nacimiento de los Cuadernos de todo, pero
aptos, por su carácter fragmentario, a ser acogidos en la presente edi¬
ción. Quedan excluidos otros textos primerizos de mayor extensión,
como El libro de la fiebre, escrito en 1949, tras una fiebre tifoidea, para
rescatar imágenes de aquellos delirios, como recuerda la autora en el
«Bosquejo autobiográfico» publicado en Agua pasada. Un texto poético
y visionario, que no le gustaba a Carmiña, pero que aparece varias ve¬
ces citado en las páginas de los Cuadernos de todo.
En la edición del texto, me he propuesto la plena fidelidad al origi¬
nal, aunque el paso del apunte manual al papel impreso exige indis-

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pensables cambios gráficos, como una idónea división en párrafos o el
uso de asteriscos para marcar una interrupción o un cambio temático
que, en el manuscrito, está señalado mediante un salto de página o una
variación de caligrafía. Asimismo se han eliminado algunas mayúsculas
y subrayados, y notas al margen no integradas en el flujo discursivo:
elementos peculiares y hasta decorativos en el cuaderno, que sin em¬
bargo entorpecerían la lectura del texto impreso. Para recuperar, por lo
menos en parte, la dimensión visual de las páginas, se ha incluido una
galería de ilustraciones.
He respetado el orden de los materiales, las interrupciones y vueltas
al tema; con la excepción ya apuntada de las páginas de atrás, que sin
tener el cuaderno entre las manos el lector no sabría cómo situar. He co¬
rregido las pocas erratas y aclarado alguna abreviación o sigla, mante¬
niendo, por lo demás, las particularidades de la escritura originaria.
Hay que destacar, a pesar del desorden reinante en algunos Cuaderno$
de todo y las inevitables imprecisiones, el cuidado lingüístico que los ca¬
racteriza: hasta en la atención por la ortografía, tanto del español como
de otras lenguas utilizadas en las citas, descuella el gran respeto por la
letra escrita que sentía Carmen Martín Gaite.
Las obras ajenas están citadas con el mismo esmero, pero las refe¬
rencias bibliográficas a menudo son incompletas. A veces, para mayor
claridad he añadido algunos de los datos que faltan, como el nombre
del autor o el título; pero cabe advertir que no siempre ha sido posible
establecer a ciencia cierta qué libro tenía la escritora entre las manos: a
veces, se intuye la presencia de un texto que, sin embargo, no se cita.
La transcripción de los originales ha sido realizada, en su mayor
parte, por Ángeles Solsona, el fiel escudero que ha acompañdo durante
años a Carmen Martín Gaite en sus actividades literarias: sin su ayuda,
este volumen no habría podido ver la luz. Pero deseo recordar que en
esta ingente tarea también han participado Michela Finassi Parolo y Na-
dia Matteoni, cuya colaboración me permitió poner en marcha este de¬
licado trabajo.
Quiero expresar mi agradecimiento a todos los que con sus conse¬
jos han sostenido mi esfuerzo, y en particular a Santos Sanz Villanueva;
pero tanto yo como todos los lectores debemos dar las gracias a Ana
María Martín Gaite, quien, generosamente, nos ha brindado la posibili¬
dad de compartir el legado de su hermana.
Voy a cerrar este prólogo citando, una vez más, un fragmento de El
cuento de nunca acabar: «Luego, mientras seguía mi camino, mirando
las nubes moradas, me acordaba de muchas más cosas y pensaba que
todas forman parte del mismo cuento, de ese que solamente la muerte
quiebra» (p. 278); gracias, Anita, por habernos permitido prolongar el
cuento más allá de la muerte.
María Vittoria Calvi

16
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de jMt cuÍm. Cf¿a.dt /ufe />cím¿c ccidv—
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Prólogo

Carmen Martín Gaite:

«huyó lo que era firme, y solamente


lo fugitivo permanece y dura»
Francisco de Quevedo

nos meses después de la muerte de Carmen Martín Gaite, su her-


v-' mana Ana María me telefoneó para decirme que estaba interesada
en que leyese los cuadernos que la escritora había dejado inéditos. A
ella, tal y como me explicó, le parecía que no sólo iluminaban el proce¬
so de creación de algunas de sus obras publicadas y ayudaban a enten¬
der la relación que Carmen había mantenido con la literatura, eso que
se llama «el taller del escritor», sino que además poseían una calidad
que los hacía merecedores de ser leídos por sí mismos. A los pocos días,
recibí en mi casa una caja de volumen notable que contenía varias de¬
cenas de cuadernos de distintos tamaños y formatos cubiertos con las
anotaciones que Carmen había ido haciendo a lo largo de buena parte
de su vida.
El inicio de la lectura estuvo marcado por la inevitable emoción de
volver a encontrarme con la letra de una persona querida y cuya ausen¬
cia aún era demasiado reciente como para que me resignara a ella, so¬
bre todo cuando esa persona había sido para mí, durante quince años,
eso que a ella le gustaba llamar «un interlocutor», alguien que te escucha
y a quien escuchas, una amiga que, en algunas ocasiones, se permitía el
discreto papel de maestra.
Las miserias políticas, la deriva y volubilidad de las amistades más
próximas, los libros que leíamos, las pasajeras serpientes editoriales que
acababan por ser lagartijas, los proyectos que teníamos en la cabeza y
los trabajos que emprendíamos eran los temas de nuestras largas con¬
versaciones, que la mayor parte de las veces se desarrollaban por teléfo¬
no y a horas más o menos intempestivas. Una mezcla de seriedad y co-

19
rrosivo humor; de ironía y de vitalidad, que se sobreponían al poso de
amargura que las experiencias de la vida dejan irremediablemente sobre
quien se niega a cerrar los ojos, marcaban el tono de esas charlas que la
muerte bruscamente interrumpió. Me habían quedado sus libros, a los
que podía acercarme a voluntad para recuperar parte de esa presencia,
y alguno de los cuales -me refiero, sobre todo, a El cuento de nunca aca¬
bar- forma parte de ese reducido número de aquellos a los que uno
vuelve con provecho una y otra vez.
Pero la llegada a casa de los cuadernos escritos de su puño y letra, su
materialidad sobre mi mesa de trabajo me hizo revivir a Carmen Martín
Gaite como una presencia casi física, aún más tangible porque, como
acostumbraba a hacer con casi todos los originales que escribía, también
en este caso había ilustrado sus notas con dibujos hechos de su propia
mano, con recortes y collages que ella misma componía: pequeñas ilumi¬
naciones que hacían que esa materialidad fuera más viva, más palpitante
en las páginas que las yemas de mis dedos tocaban; con la inmediatez de
esa presencia, crecía una melancólica sensación que era a la vez la de la
cercanía y la de la pérdida. Sin embargo, debo decir que ese sentimiento
de usurpada intimidad, de pudor al penetrar en un mundo que había sido
sólo suyo, a medida que iba leyendo aquellos cuadernos y les buscaba un
orden cronológico, un hilo que me permitiera leerlos como una historia
(que es lo que ella pedía que se hiciera con sus textos), iba siendo susti¬
tuido por otro de orden más elevado, ya que no correspondía a la esfera
de lo íntimo, sino que tenía que ver con el deslumbramiento ante la com¬
plejidad de un espacio de escritura en el que misteriosamente se daban la
mano lo de más adentro y lo de fuera; lo más privado y lo público, como
parece inevitable que ocurra en todo universo literario coherente.
Quizá la primera percepción fue de apabullamiento y tuvo que ver
con la cantidad de material que los cuadernos contienen: en ellos se
percibe el tremendo esfuerzo de la autora, su constancia en la escritura,
el complicado sistema de andamios que sostiene su obra al modo como
los grandes edificios de Venecia se sostienen sobre miles de troncos de
árboles enterrados en el barro. Leer estos escritos me permitía ver ese
bosque enterrado sobre el que se levanta la obra de Carmen Martín Gai¬
te: podía detectar los tanteos, los esfuerzos, las caídas y ascensiones de
una gran escritora, de manera parecida a como los restauradores, gra¬
cias a las modernas técnicas, se permiten ver, bajo los grandes cuadros,
los esbozos previos, las correcciones, los pentimenti del pintor.
Aunque también esa admiración se vio pronto corregida al alza, ya
que no sólo eran meritorios los esfuerzos de la escritora, sino, muy es¬
pecialmente, sus logros, puesto que la escritura que aparecía en esos
Cuadernos de todo (así los había bautizado la propietaria) era, en multi¬
tud de ocasiones, de un nivel artístico superior: sólo muy esporádi¬
camente se trataba de anotaciones hechas al desgaire, o de apuntes es-

20
quemáticos. Buena parte de los textos tenía un innegable aire de obra
acabada, eran expresión de pensamientos complejos y largamente ma¬
durados antes de pasar al papel, donde tomaban forma con un riguro¬
so sentido de orden y un primoroso trabajo de escritura, algo que se
correspondía seguramente con el respeto a la palabra escrita que ella
misma siempre había enunciado y cuya expresión puede el lector en¬
contrar ya en las primeras líneas de la selección de estos Cuadernos de
todo que, tan cuidadosa y acertadamente, ha llevado a cabo María Vit-
toria Calvi: «¡Qué respeto tengo por la letra escrita! Debe venirme de
los años de estudiante, de aquella manía que me inculcaron de los “cua¬
dernos de limpio”: no me atrevo a romper por los cerros de Úbeda has¬
ta darle alguna forma definitiva a lo que quiero decir».
Mi sorpresa, pues, fue encontrarme con que se trataba en buena par¬
te de una colección de «cuadernos de limpio», lejos de cualquier deva¬
neo de escritura automática; son, por el contrario, textos muy coheren¬
tes en su lógica y cuidados en su forma literaria; cuadernos en los que
se mezclan las notas pudorosamente autobiográficas, los comentarios y
citas de libros al hilo de su lectura, las reflexiones acerca del arte de es¬
cribir y de la experiencia propia sobre dicho arte, los fragmentos de
obras que maduraban durante décadas antes de tomar forma definitiva
(La Reina de las Nieves, que se publicó a mediados de los noventa, apa¬
rece ya como proyecto y en forma de anotaciones en cuadernos fecha¬
dos en la década de los setenta), recuerdos de personas que formaron
parte de su vida: una colección de textos que, por añadidura (y ese as¬
pecto fue adquiriendo a medida que los leía una importancia decisiva),
aporta datos insustituibles para valorar la complejidad de fuentes y preo¬
cupaciones de una escritora a la que su permanente posición lateral con
respecto a los grupos de presión literarios y el sorprendente (por más
que merecido) éxito de público y la arrolladora popularidad que consi¬
guió en los últimos años de su vida, así como su afán por mantener pe¬
gado a tierra el punto de vista, han hecho creer a algunos que había le¬
vantado una obra de leve fuste intelectual o vagamente epigonal.
«La palabra es lo que fija.» «Narrar es, pues, conjurar el tiempo, abri¬
garse de él, de su intemperie.» «Mi enfermedad consiste en mi silencio.»
«No hay duda de que lo que no voy escribiendo, por escribir se queda.
Me quiero engañar, pensando vagamente que cada visión y experiencia
me enriquece, y así me van lloviendo encima los días, cada uno de los
cuales arrastra con sus gotas las gotas del anterior, sin que me esfuerce
por investigar en qué aljibe se recoge toda esa agua o qué tierra fertili¬
za.» El voluntarioso propósito de rescate del tiempo como proyecto lite¬
rario se repite obsesivamente en los cuadernos. El lector que se adentra
en ellos descubre cómo, año tras año, vuelven las mismas dudas, el mis¬
mo afán por lijar lo que es pasajero, y la sensación de que lo que no que¬
da escrito no ha existido; de que el día en que la escritora no se ha aso-

21
mado a los cuadernos ha sido un día perdido, hasta el punto de que se
diría que el tema central del conjunto es precisamente el propio esfuer¬
zo de la escritura; que la historia que pretende contarnos es la de un
continuado intento.
Carmen Martín Gaite, en estas páginas, arraiga en la tradición de
una literatura sin inocencia, que es, a la vez que narración, reflexión so¬
bre el acto de narrar, y en la que el autor resuelve los dilemas de su vida
a través de los textos que escribe, en el camino que abrieron a principios
de siglo Proust y Joyce, que luego han continuado tantos escritores, y
que, en el caso de la Gaite, se mantiene, sin embargo, lejos de cualquier
tentación de autismo, porque -y así lo enuncia en distintos momentos-
la narradora quiere ser sólo cristal a través del cual se mira el mundo de
los demás; depósito de historias ajenas, diálogo de lo de dentro con lo
de fuera, que exige, tanto o más que ser escuchado, escuchar: «Importan
mis frutos, mi resultado como persona, no mi alma, que es estática, que
caso de trascenderse hacia los demás se devora a sí misma: es in-tras-
cendente». «Pienso en lo de ser espectador y vivir, en lo que han sido
para mí en la vida las historias de los otros, en cómo me las he sabido
anexionar, incorporar a la mía, condicionando, cercando y hasta inclu¬
so creando la mía que sin ellas no habría tenido ni sangre ni color.»
Las fuentes y lecturas que estos cuadernos revelan son de muy va¬
riada índole, e incluyen textos de sociología e historia (fieles sismógra¬
fos de su pasión por lo de fuera); o de teoría literaria, como es lógico en
alguien tan preocupada por el papel de la escritura; incluyen también, y
sobre todo, reflexiones acerca de las novelas que lee y le interesan, in¬
cluida la novela de género y la sentimental (de su papel como excelente
lectora de novelas ajenas dan buena cuenta los textos que publicó en
Diario 16); pero permítaseme que, a la hora de buscar las raíces de su
obra, llame la atención sobre tres espacios literarios que me parecen de¬
cisivos para entender la espina dorsal de su empeño, y que estos im¬
prescindibles cuadernos permiten reconstruir de un modo luminoso.
Del mundo trovadoresco sale el hilo temático más constante en la
obra de Carmen Martín Gaite. Del román courtois, de las cantigas de
amigo surge la idea de que el amor es sólo un código narrativo, una va¬
riable forma de contarse historias: cada tiempo las cuenta de una ma¬
nera. La seducción, que es la única verdad del amor, no es más que esa
historia de cada tiempo bien contada. «En literatura, lo que está bien
contado es lo que vale, lo que es verdad», dirá en un momento de estos
cuadernos y repetirá en sus libros de ensayos. Como modelos para ar¬
mar de su reflexión acerca del contexto del amor cortés surgen no sólo
los proyectos acerca de los usos amorosos en el siglo xviii o en la post¬
guerra española, sino también El cuento de nunca acabar y la práctica
totalidad de sus novelas, en especial Retahilas o El cuarto de atrás (par¬
ticularmente iluminadora resulta la experiencia de volver a leer El cuar-

22
to de atrás después de haber leído los Cuadernos de todo: uno y otros
se dirían páginas del mismo libro). Por cierto, que, en ese espacio de re¬
sonancia platónica, el sexo es un accidental descenso a la oscuridad «al
mundo de los démones, a la casa de las brujas de la feria, en la que ya
otras veces se ha entrado. Delirios, cosas que no se apresan ni dejan en¬
señanza tras de sí, ni claridad ni nada».
Del barroco español, toma Carmen Martín Gaite su afán moral: el
correr tras la verdad, el loco propósito de descubrir lo que hay de ver¬
dad bajo el engaño de lo aparente, la verdad duradera (es la literatura)
que late bajo la pasajera noticia, bajo la trivialidad de la comunicación
informativa y falta de sustancia. La escritura es la búsqueda de lo que
late bajo el caparazón: una búsqueda tozuda, a la vez estímulo y raíz de
un lúcido pesimismo (debajo no hay nada, como bajo la colorida cás¬
cara barroca está la descamación de la muerte), un pesimismo enérgico
dado que pone en marcha el motor de la voluntad. Se apresa el instan¬
te, porque se sabe que la única verdad que existe es la que se sigue bus¬
cando. La verdad es la propia búsqueda. De modo que la «mentira en el
amor sería, en cierta manera, mantener verdad esforzadamente, casar a
contrapelo con la versión del principio lo que no tiene más remedio que
ir cambiando», una definición que le sirve a Carmen Martín Gaite como
anillo al dedo para definir la inmutable institución del matrimonio
como tumba del amor.
Podría decirse que el hilo de la mística -tercer universo literario de
Martín Gaite- es el que sostiene los otros dos; la mística, no como ex¬
periencia religiosa, sino como posición ante el conocimiento; como
puesto en el que se refugia el cazador para cobrar su presa. De la místi¬
ca, aprendió Carmen Martín Gaite una curiosa forma de ensimisma¬
miento, un modo de estar consigo misma que era el que le permitía es¬
tar fructíferamente con los demás: se está, siendo quien se es (y se es
nada, puro intento, puro forcejeo por ser), y sin dejarse llevar por el
oleaje de las modas, de los lugares comunes, de lo que se sabe porque
sí, a priori, y no porque uno se ha preguntado: las odiosas verdades ya
encontradas, las momificadas mentiras de uso común. «No dejarse al¬
canzar por el infierno de los otros.» «Es todo quedarse quieta, no agi¬
tarse, estar en-sí, si me estoy quieta sirvo, si me agito no sirvo a nadie.»
Paradójicamente, el legado místico de búsqueda interior marcó su acti¬
vidad pública, expresada con un raro pudor que, en múltiples ocasio¬
nes, rozaba con la calculada distancia y los expresivos silencios.
Una difícil y voluntaria posición de excentricidad permitió a Car¬
men Martín Gaite mirar de modo original los problemas de su tiempo,
las modas literarias, los consensos políticos, los usos cotidianos; desde
ahí, desde ese incómodo lugar, analiza la posición de la mujer en un
mundo convulso: lo hará a veces con una crueldad lacerante, lo que le
creará fricciones con los grupos feministas; como podrá mirar con luci-

23
dez los avatares a veces contradictorios y hasta patéticos de sus compa¬
ñeros de generación en apariencia más comprometidos con lo público,
pero sometidos a los cambiantes dictados de verdades tan firmes como
pasajeras: «Todos los desarraigados que me influyeron en épocas distin¬
tas se arraigan. Dejaron su inquietud en mí y ellos se dedicaron a lo más
cómodo».
Ese saber «no estar», el estar por ausencia permanente; ese no pro¬
clamar, ni siquiera acusar, concede a su escritura y a su persona (ya he¬
mos dicho que es uno de esos casos en los que una y otra cosa vienen
a ser la misma) una extraña altivez, una molesta ajenidad a ras de sue¬
lo, que mira desde arriba al moralista que finge ternura con el lector
para seducirlo con trucos baratos; pero que también se permite mirar
desde abajo en dirección a una élite intelectual que ha buscado su pro¬
pio encumbramiento a base de imponerle al lector una despótica y difí¬
cil relación con sus obras, en el filo de la impostación cuando no de la
impostura. Dice en una de las anotaciones en las que rompe el pudor
característico de su escritura, el significativo silencio que tantas veces ex¬
hibió: «lo que menos te perdonan es que te quedes fuera sin atacarlos,
sin hacer tampoco profesión de quedarte fuera ni levantar bandera de
outsider, sino por verdadera vocación, por atención a las narraciones
que se producen en la calle, al aire, a lo Aldecoa, por terror a lo mono-
corde, a lo embalsamado, no por odio a la sociabilidad, sino por amor
a ella».
«Soy y me siento muy libre y esa libertad la he pagado muy cara. Es
la única contribución que puedo ofrecerle al mundo», escribe Carmen
Martín Gaite en algún lugar de este dietario. Sus palabras, no tienen un
tono quejumbroso, sino que transmiten la orgullosa altivez de quien
sabe que sólo desde ese elevado precio puede construirse el lenguaje
que se sobrepone a lo ya dicho, y, en esa construcción, el trabajo bien
hecho se convierte en imprescindible vehículo para el rescate de las pa¬
labras e ideas, en estímulo de percepción: la única fórmula para reem¬
prender el diálogo con el anhelado interlocutor. No es pequeña contri¬
bución para un tiempo de tópicos carentes de sustancia.

Rafael Chirbes
Beniarbeig, 16 de julio de 2002

24
CUADERNO 1

Muchos lectores de Carmen Martín Caite recordarán


la descripción del Cuaderno de todo n.° 1,
consignada en el quinto Prólogo de El cuento de nunca acabar:
«un bloc de anillas cuadriculado, con las tapas color garbanzo,
y en el extremo inferior derecho la marca, Lecsa, entre dos estrellitas,
encima del número 1.050, todo en dorado». Su hija Marta,
al regalárselo en el día de su cumpleaños (8 de diciembre de 1961),
había puesto una dedicatoria en la primera hoja, con las palabras
«Calila Martín Gaite» (como la niña llamaba cariñosamente a su madre)
y debajo «Cuaderno de todo». El fundador de la dinastía
contiene abundante material de reflexión sobre las relaciones humanas,
la condición femenina y la vida de la época; se encuentran también
algunas citas y comentarios de lecturas de Ortega y Gasset,
Bertrand Russell, Karl Kerényi, Fustel de Coulanges
y Thorstein Veblen. Además de la fecha inicial,
sólo aparece otra, 10 de abril de 1962.
Q ué respeto tengo por la letra escrita! Debe venirme de los años
de estudiante, de aquella manía que me inculcaron de los
«cuadernos en limpio»: no me atrevo a romper por los cerros de Úbeda
hasta darle alguna forma definitiva a lo que quiero decir.
¡Cuántas veces he cogido la pluma ante un cuaderno en blanco,
como este que hoy empiezo y no me he atrevido a hollarlo, a pesar de
que mi cabeza trajinaba pensamientos sin parar!
Pero hoy quiero empezar este cuaderno, siguiendo la dirección que
en la primera página ha estampado a lápiz la Torcí, como una dedica¬
toria al regalármelo. Ha puesto debajo de mi nombre las tres palabras
siguientes: CUADERNO DE TODO.
Para ella, en un cuaderno se puede meter, como en un cajón, todo lo
que quepa. Basta con empezar. En este cuaderno, pues, no debo tener
miedo de meter lo que sea, hasta llenarlo. La Torcí me ha dado permiso.

Casi nunca dejamos que un pensamiento nos habite por completo y que
llegue en ramificaciones a donde tenga que ir. Siempre de un modo más
o menos consciente lo vamos nosotros mismos guiando y amurallando;
y al querer encauzarlo y poseerlo le quitamos su fuerza. Yo siento, casi
físicamente a veces, las barreras que levanto contra los pensamientos, a
los que pocas veces dejo el campo libre. Hay continuas tensiones ner¬
viosas que les impiden su fluir adecuado.
No debo asustarme de tomar apuntes. Nada es definitivo. Cuando
se habla se dicen las mayores tonterías, y sin embargo es más fácil que¬
dar satisfechos, creyendo haber comunicado algo a los demás. Pues
¿por qué un pedazo de papel, que después puede romperse, me ha de
intimidar más que el rostro de otra persona?
Quizá influye la tendencia de los demás a reflejar aquiescencia. Los
demás le envalentonan y le lían a uno con su falta de crítica. Pero cual¬
quier pensamiento a solas es más árido de levantar.

27
Todos debiéramos apuntar nuestras reflexiones. No por lo que val¬
gan, sino porque dan lugar a otras. Al decir apuntarlas no me refiero so¬
lamente a escribirlas en un papel, sino a tirar de ellas sin permitir que se
esfumen, convirtiéndose en esas estrellitas de luz que preceden al sueño.
Es un buen trabajo el de tirar de lo que se piensa, para aclararnos un
poco entre todos.
Se suelen achacar los males del mundo a la neurosis, a la angustia. Pero
esta angustia no es sino un resultado. Resultado de no entenderse, de aho¬
gar los pensamientos. Yo nunca sufro más que cuando siento la cabeza lle¬
na de pensamientos sin cocer, sin formular, y sé que están ahí, pero los dis¬
perso a manotazos por no sentir la bulla que forman. Pero siguen estando,
y aunque me escape, cuando vuelvo a casa el ruido continúa. El único
remedio racional es abrirles la puerta y darles salida por orden.

El habla prostituida

La gente sólo quiere acudir a los consuelos momentáneos, que son los
que afianzan y hacen perdurables los males. Da miedo aceptar los ma¬
les, considerarlos en toda su magnitud. Muchas personas para atreverse
a decir algo necesitan beber, tener la mente más confusa que de ordina¬
rio, pero en aquella especial confusión, más luminosa, se sienten alige¬
rados de su soledad y creen que están comunicando algo de un modo
valedero. Porque parece más fácil. Pero el interlocutor está a miles de
millas de ellos, como antes, y encerrado en idéntico egoísmo.
Serían las palabras más claras y serenas las que tendrían que acer¬
carles no el uno al otro sino a uno y otro a la búsqueda de las raíces de
tanta confusión a la que todos contribuimos.
Hay que hurgar en los males, aunque duela. Nada se debiera cerrar
en falso.
*

El milagro del TODD-AO

Hoy he oído comentar que esta nueva modalidad de cine es algo im¬
presionante. Pregunté por qué. Al parecer, si aparece en la pantalla un
carrusel o montaña rusa, uno cree absolutamente ir montado en él y
hasta siente el vértigo de las caídas. Esto, a mi interlocutor, le parecía un
gran invento.
Vaya un invento, digo yo. Mientras no se inventen situaciones
nuevas, palabras y relaciones nuevas, mientras no se facilite el creci¬
miento a tantas y tantas posibilidades del hombre cada día más
abortadas, y se dé pie a que la gente se siga asombrando con estas co¬
sas que nos da la civilización como nuevas, hemos hecho un pan
como unas hostias.

28
- ¿ c¿Cc .£/ _

Ya nada. La genuina y auténtica emoción del carrusel traída a su bu¬


taca, para que usted no tenga que mover su hermoso culo más que para
ventosear. Más cómodo todavía. Comodidad a paletadas. Ya es bastan¬
te discutible lo que pudiera tener de auténtica la emoción de montar en
carrusel, pero las circunstancias que acompañen en una situación deter¬
minada a la búsqueda de esta emoción y las asociaciones o recuerdos
que el lugar y el momento puedan dejar en nosotros, desaparecen natu¬
ralmente en esta exacta copia destilada cuidadosamente a base de mé¬
todos modernísimos y servida en bandeja para acrecentar la inercia y
pasividad cada día crecientes de gente que ha depuesto ya hace mucho
todo pensamiento, toda intervención en las cosas.

La voz de la sangre

Es muy corriente en novelas y folletines la aparición de un elemento que


también está arraigadísimo en la conciencia popular: la noción de la lla¬
mada de la sangre.
Esto siempre me ha extrañado mucho, y no sé si aparece en la lite¬
ratura como reflejo de dicha conciencia popular, o ésta ha sido creada y
reforzada por la literatura. Pudiera haber algo de las dos cosas. Hoy, en
una película inefable de Sarita Montiel, las señoras lloraban a moco ten¬
dido cuando ella se encuentra con una hija ya mayor y le habla sabien¬
do que la chica ignora tal parentesco. La escena es sencillamente gro¬
tesca. Sarita Montiel, a lo largo de toda la película, no ha visto a la niña

29
más que de pequeña y luego ha dejado que la adopten unos señores, y
se ha ido tan tranquila de tournée a cantar cupleterías, supongo que bas¬
tante aliviada de no tener que pensar más en tal chavala.
¿Qué puede tener que ver, al cabo de los años, aquella chica con
ella? Hasta aquí llegan los disparates del derecho de propiedad. Porque
una mujer se raje para que salga un hijo al mundo, ¿ya ese hijo le va a
pertenecer? El afecto y el entendimiento sólo pueden nacer del roce y
del trato de unas personas con otras. Aunque por supuesto nunca nadie
debe pertenecer a nadie. Y menos un hijo a un padre.
Los derechos de la sangre cada día me parecen más mezquinos y
egoístas, y me asusta comprobar hasta qué punto están arraigados
y cómo hallan eco instantáneo en las conciencias, historias relacionadas
con tales afectos, aunque sean tan tópicas y primarias como la de hoy.

«Los lugares comunes -dice Ortega- son los tranvías del transporte in¬
telectual. »
Cada vez hay más cosas que tienden a darnos una noción incon¬
movible y mágica del universo. Un psiquiatra a quien fue a consultar re¬
cientemente cierto joven inquieto, al parecer alarmado de constatar lo
descentrados que andamos todos, le contestó que para explicar este he¬
cho está bien comprobada hoy día la influencia de la radiactividad. Su¬
pongo que se lo diría muy serio y que el chico daría por apaciguada su
curiosidad ante tan abrumador argumento, el cual por otra parte le tran¬
quilizaría la conciencia. ¿Quién va a ir a buscar a la radiactividad para
echarle una reprimenda por las malas pasadas que nos juega? Y volve¬
ría a afirmar luego, cuando lo comentara en el café, si es que alguien se
atrevió a discutírselo: «Son cosas fatales. El mismo psiquiatra lo ha di¬
cho. Son cosas de este siglo desquiciado». Claro, la radiactividad.
Ya no hace uno más que afirmar hechos superficialmente percibi¬
dos, pero para explicarlos ¿se va a echar mano de la misma confusión
que producen? ¡La radiactividad! Áteme usted esta mosca por el rabo.
Ya tenemos un argumento más con que amueblar nuestro huero pen¬
samiento y contra el cual apoyar y justificar la apatía, el encogerse de
hombros. Un ingrediente más que añadir al caldo en que nadamos
para espesarlo pero sin dar sustancia alguna. Cada afirmación de este
tipo, tendiendo a reafirmar la confusión patente, no hace sino dificul¬
tarnos la posibilidad, cada día más remota, de analizarla. Todo se con¬
fabula para hacernos sentir presos de maleficios que a la razón de cada
uno no le es dable modificar, y que, es más, parecen serle ajenos total¬
mente. ¿No hay bastantes tabúes ya para que ahora salgan con la ra¬
diactividad también? ¿Por qué no desenterrar esforzadamente una por
una las razones verdaderas de tanto desequilibrio, que pueden llegar a

30
ser patentes para todo el que quiera ver ligeramente más allá de sus pro¬
pias narices?
Pero esto de la radiactividad tiene la ventaja de que uno puede se¬
guir siendo un ser totalmente pasivo, pensar que nadie puede intervenir
en los designios de tan alta diosa y contribuir aún más a que las cosas
no tengan arreglo.

Desequilibrios:

A) el del adaptado (que acepta, claudica o se ve envuelto en el


caos, esclavo de prisa, convenciones y ambición);
B) el del inadaptado (que no claudica, que pega mandobles en el
vacío, inflamado a veces de esperanza en las cosas que va viendo evi¬
denciarse y empieza a entender en atisbos; desesperado las más, al no¬
tar la inconmovilidad de todo).

El respeto por la letra escrita

Todo lo que está escrito, y bien escrito, tiende a presentársenos como


cosa acabada e intocable. Pienso en las circulares de Agustín. Nadie le
contesta. Supongo que él quiere que le contestemos y para eso están es¬
critas. Pero en lo escrito hay como una obligación de concretar, de ce¬
rrar, y por eso es tan difícil mantener conversaciones de este tipo, ente¬
rarse de que no existen esos raíles que uno cree ver y a los que había que
engancharse forzosamente. Las cartas de Agustín ofrecen muchas suge¬
rencias y ningún problema lo da por zanjado, sino sencillamente por
propuesto. Pero es uno tan perezoso para pensar y estamos tan habi¬
tuados a las conversaciones insustanciales que, cuando una persona
como él toma la iniciativa de agrupar a su alrededor a otras personas
amigas que le escuchen, corre fatalmente el peligro de convertirse en jefe
del cotarro.
Yo creo que es sobre todo por miedo a descarriar la conversación
por lo que ahogamos la comezón de contestarle que al principio, tras la
lectura de sus circulares, nos pica un buen rato. Y así venimos a guardar
el eco de sus palabras en total pasividad, haciéndolas más importantes
de lo que son y esperando a que el Espíritu descienda sobre nosotros y
nos construya y perfeccione dentro del cerebro algunos párrafos que no
desentonen con los suyos.
Lo que se enuncia con una cierta indignación o interés -por consti¬
tuir un caso insólito- suena a teoría muy construida y asusta continuar¬
la o rebatirla. Estamos viciados de antiguo por el amor propio y la cos¬
tumbre de no quedar mal ante los profesores, y el que tiene ignorancia
de algo suele querer disfrazarla en vez de ponerla de manifiesto. Parece

31
que hacer una pregunta es no haber hecho nada. Pero es que nos olvi¬
damos de la fecundidad de las preguntas. Ayudan a desmontar la auto¬
ridad de los otros, nos igualan a todos, nos ponen a hablar juntos, nos
echan a la palestra.
Ya sería hora de que se termine el pique habitual entre «lo que yo
digo» y «lo que dices tú». Ya somos mayorcitos. De pequeños nos de¬
cían: «no repliques a tu padre o a tu profesor». No nos enseñaron a ver
que sólo se puede replicar a cosas y que nunca debemos tener miedo de
ello, que es el crimen mayor ahogar en una persona el deseo de replicar,
de querer aclarar lo que no entiende. Por eso ni las personas de buena
voluntad, por mucho que se empeñen, aciertan a no dar cualquier teo¬
ría como suya.

La capacidad de reflexión es lo único que puede salvar al hombre de


desear las guerras y también de pudrirse en la paz. Disputar y pelear
por la justicia social no es nada, en cuanto que esta justicia social que
suele preconizar la gente sólo llevaría a repartir el dinero de otra forma,
pero nunca a enseñar a los hombres a pensar sobre el dinero. Quiero
decir que mientras los hombres -lo mismo los que hoy sean ricos como los
que mañana puedan llegar a serlo- sólo aspiren a un mayor bienestar
material seguirán atrofiando cada día más sus posibilidades intelectuales.
La inteligencia es tomada como un artículo de lujo. En el mejor de
los casos -es decir cuando no se la desprecia abiertamente- se la supo¬
ne relegada a un terreno cercado, enjaulada como un pájaro exótico,
cuyo canto de vez en cuando gusta ir a escuchar. Nadie o casi nadie ve
la inteligencia como un instrumento, que debiera ser el más preciado
para el hombre por ser el único que en todos los casos tiene aplicación.
Pero a pesar de que uno se desvele por conservar y mantener en buen
uso todos sus utensilios y vestidos, a la inteligencia se la abandona y
deja enmohecer como a un arma inútil o se parte en principio de ella
y luego otras pasiones la prostituyen. La gente se reiría de que uno no
le buscase a la vida más finalidad que la de estar afilando y desenmo¬
heciendo continua y esforzadamente su utensilio y tratando de que se lo
dejasen usar. Pero es lo que debíamos hacer todos durante todas las ho¬
ras del día. Y nos asombraríamos de la clarividencia a que se podría lle¬
gar ejercitando la inteligencia todos al máximo.

32
En tela de juicio

La polémica entre los sexos va siendo un tema demasiado reiterado, so¬


bre todo si se tiene en cuenta algo evidente: que ni los hombres ni las
mujeres por mucho que polemicen llegan a entenderse entre sí. Y esto
de que no se dé un paso adelante a pesar de tanto hablar, para mi mo¬
do de ver consiste en algo absolutamente capital y en cuya importancia
nadie ha parado mientes: a saber, que no se abandona la actitud polé¬
mica; que no se habla en paz.
Las mujeres feministas no se dan cuenta de esto, y les convendría
mucho. Porque mientras hagan todo lo que hacen en función de «no ser
menos que los hombres» no habrán abandonado su condición satélite y
será como si no hubieran pensado nada ni trabajado en nada. Su acción
y su pensamiento estarán teñidos de resentimiento y de pasión.
Cuando una mujer no pretenda demostrar ni que es muy mujer ni
que deja de serlo y se entregue a cualquier quehacer o pensamiento des¬
de su condición sin forzarla ni tampoco enorgullecerse de ella, sólo en¬
tonces será persona libre. Y al decir «desde su condición» aludo natural¬
mente a que existe esta condición o limitación de lo femenino, pero que
por sabida se debiera callar. Se trata de no acordarse de ello, cuando se
está uno refiriendo a otra cosa. Que luego esa otra cosa por haber sido
pensada o hecha por una mujer lleve un color o marca determinado, es
harina de otro costal, algo en principio accesorio, ya que nadie, al hacer
una cosa, debiera tener en cuenta la figura que, haciéndola, compone.
Uno piensa en las personas que conoce, las pasa recuento, y no se
acuerda sólo (o casi en mínimo grado) de su cara o de su domicilio sino
de su mundo, de lo que piensa de las cosas y escoge momentáneamen¬
te de ese mundo (recordando por ejemplo alguna conversación) lo que
a uno le es cercano, concomitante, y puede arroparle en un determina¬
do momento. Pero a lo largo de la vida, y a base de exigir una verdade¬
ra comunicación con los demás, estos recuentos de las personas amigas
que podrían arroparnos, darnos una imagen complaciente en su espejo
a cambio de que nosotros les devolviéramos una similarmente satisfac¬
toria, este recuento, digo, se va haciendo pobrísimo.Y no queremos que
nos valga ese poco calor particular que abrigaría instantáneamente
nuestra soledad; esa que en ocasiones nos engañamos suponiendo que
desaparece al sentirnos inmersos, desaparecidos en el baño caliente del
mundo de los otros. Las personas dejan de darnos calor automática¬
mente cuando nosotros no se lo agradecemos, es decir, cuando les ha¬
cemos patente que no buscamos ese calor; aun en su compañía segui¬
mos teniendo frío igual que antes: porque se trata de otra clase de frío.
A través de lo que otros ven en mí, me voy conociendo. El conocer
que uno es inoportuno o indiferente a los otros es algo muy provecho-

33
so porque deja uno de desear la relación por el mero fin de agradarles.
Si se continuase pretendiendo trato con una persona a la que se ha sa¬
bido ser indiferente, sería el mayor índice de que ese trato era ajeno a
intereses personales.

ALGO PARA MEDITAR

Estar de acuerdo

Es muy curioso que con respecto a las cuestiones nos guste estar de
acuerdo (hay quien no admite la más mínima sombra de desacuerdo
que pueda nublar sus convicciones) mientras que en lo que se refiere a
las personas nos dejamos influir por los datos que nos da el último que
llega. Cuando hablamos con otro de una tercera persona a quien ambos
conocemos, rara vez se está de acuerdo en su visión sobre ella y este tan
excitante desacuerdo que insinúa una posibilidad de cambio en nuestro
juicio acerca de ella, lo admitimos casi con gozo (es el origen de la mur¬
muración), como si nos complaciera la inestabilidad de su figura, en
contraste con la cual nosotros pretendemos sobrevivir o justificar la
nuestra.
¿Por qué en cambio un juicio nuevo respecto a cuestiones que iner¬
temente consideramos como sabidas y archivadas nos suele irritar y mo¬
lestar hasta tal punto? Si cambiásemos impresiones con los demás res¬
pecto a las cosas con la misma viveza e interés con que hablamos de
personas y escuchamos lo que los otros dicen, iríamos al fondo en lugar
de quedarnos en la cáscara; es decir entenderíamos esos cambios y alti¬
bajos que condenamos, nos pasman o nos indignan en los demás, y al
descubrir el porqué de sus comportamientos sabríamos lo que hay en
ellos de fenómeno social que igualmente a los demás alcanza y en qué
medida serían evitables muchos errores de convivencia.
Porque al hablar de comportamientos personales o privados, la rú¬
brica no pasa de ser «¡qué horror! Yo eso no lo haría nunca» y cierra uno
cada vez más la puerta de su casa.

Optimismo y derrotismo

«Si piensas así, no haces nada.»


La gente joven (no me refiero sólo a la edad, sino también a la que
nunca madura) tiende a buscar soluciones, pensando que debe adscri¬
birse a cualquiera de ellas.
En principio tiene la tendencia a creer vagamente que las hay y que
son viables. Se trata pues de encontrar una bandera del color que gusta

34
y luego ya no pensar. El meditar sobre las cosas y rumiarlas nunca lleva
al optimismo. Por eso los adolescentes son optimistas -aun cuando se
enfrenten con problemas graves- y los adultos no. Se mueven mucho,
gesticulan, y en ese mismo moverse suyo ya encuentran una justifi¬
cación.
Hasta los dieciocho años más o menos uno está inmerso en el mun¬
do inmediato, sin pensar en nada. Y cuando llega esta posibilidad de
tempo lento es muy trágico que el hombre se encuentre ya con carriles
por los que deslizarse vertiginosamente. Pasan del no pensar al «que te
lo den pensado». La velocidad, la acción, el «urge hacer» se opone a la
discriminación sobre el hacer mismo, nubla las posibilidades de refle¬
xión que permitirían el desarrollo intelectual adecuado para intentar
cualquier cosa. Se trata de cortar un bosque con hachas embotadas. Se
dice: no hay otras. No hay tiempo de afilarlas. Pero uno se sienta y se pone
a afilar su hacha, sirva para lo que sirva.
La primera cosa que desembota toda mente y que se pierde a pasos
agigantados es lo que yo llamo la capacidad de asombro. La posibilidad
de poner lo que es objeto de nuestro interés un poco lejos, no tan cerca
que no distingamos sus aristas.
Me gustaría ahora mismo, por ejemplo (y conmino a los que lo
leen que hagan un esfuerzo por vencer su inerte inclinación), que se
oyeran mis palabras —rebatibles o no—, no con el afán exclusivo de col¬
garme un letrero determinado a mí que las digo, sino atendiendo a las
sugerencias que de ellas deriven o a las torpezas y contradicciones que
nublen su total comprensión; ya que el hecho de que sea yo u otro
quien dice estas palabras es totalmente indiferente. Y por lo tanto es
inoportuno cualquier juicio valorativo sobre mí como persona sus¬
ceptible de clasificación.
Se habla poco de asuntos y mucho de personas. A las personas se
las condena o acepta por lo que dicen, con tal de que eso esté de acuer¬
do con lo que se dice nuestro. Y no se trata de estar de acuerdo pero sí
de no hablar encarnizadamente, corrosivamente, sino sin pasión. Nadie
que toma pasión por defender una postura que empieza a serle querida
puede arraigar de verdad en búsquedas y preguntas que lleven a escla¬
recer el porqué de esa postura.
Vuelvo a lo del asombro, al escepticismo crítico. Muy pocas veces
nos atrevemos a decirle a un entusiasta: «¿y a ti qué se te ha perdido en
París?». Se sulfuraría. Pero eso no es decirle: «no se te ha perdido nada»,
sino pedir que lo explique. Pero lo malo es que ése no se convencería
nunca de que no se le ha perdido nada en París, porque va preconcebi¬
damente dispuesto a encontrarla, a hacer coincidir su verdad con...

35
El regodeo en los supuestos

(Conformidad, repetir los mismos chistes, los mismos tópicos: «en Es¬
paña no se puede vivir», etc.) Eso abre las puertas, lleva al éxito. Al hom¬
bre se le mira su cartel antes de beber el frasco en que ese cartel se ha
puesto, antes de abrirlo siquiera. Antes de desconfiar: pueden haber
cambiado el letrero. Se atiende sólo a los letreros.
No soy previsora. No digo: «Hijo, no vayas por ahí que te vas a dar
el golpe». Sino: «Caso de que te lo des, que no te lo amortigüe nada, no
quieras aceptarlo sin analizar por qué te lo has dado y luego ya prepá¬
rate a otro». Llevar a sus extremos la inteligencia, ¿quién la lleva? En
esto no hay nunca posturas extremas.

Escepticismo y progreso

Se me dirá: «Es muy fácil para ti hablar con escepticismo del progreso,
porque te beneficias -dada una situación personal privilegiada- de co¬
sas que otros añoran». Es cierto que para superar la parte dañosa de una
«corriente», hace falta haberla padecido, haber estado en ella. Nadie
puede negar (si tiende a ensalzar valores intelectuales y espirituales) la
influencia que en este punto debe al espíritu del cristianismo, o a cual¬
quier otra corriente religiosa de la que se haya nutrido; aunque diga
ignorarla. De la misma manera, es muy posible que el haberse bene¬
ficiado en alguna medida de las indiscutibles ventajas que un cierto
bienestar material proporciona, y solamente por medio de ese hecho se
pueda llegar a distanciar de nuestra mente tales ventajas, es acto nece¬
sario para llegar a hacerlas discutibles. Quiero decir que a nadie que lo
que echa de menos es montar en coche o poner una lavadora, será fácil
poderle amordazar este deseo con consideraciones de tipo intelectual.
Pero precisamente se trataría de que no hubiese tanta gente que añora¬
se solamente ventajas materiales.
Cuando veo a tantas señoras que riñen a sus criadas, que cierran las ca¬
sas con llave, que se pavonean sobre el malestar de otros seres más infe¬
riores económicamente, que han cerrado la puerta de sus vidas a cualquier
interés ajeno a la propia comodidad familiar, a esas gentes que aplican sólo
la ternura de puertas adentro, precisamente por lo que el hecho me repug¬
na y me conmueve, me pregunto con hondo malestar: «¿No se convertirían
en tipos exactamente iguales a éstos los habitantes de pueblos de Jaén, esas
gentes maravillosas, llenas todavía de muchos rasgos humanos, fuertes, va¬
lientes, si al cabo de dos generaciones tuvieran a la mano lo que la propa¬
ganda les insufla al oído: su nevera, su radio, su derecho de propiedad, lo
que la civilización les fomenta: desear poderío, ser más que otro?».

36
Y en caso afirmativo, ¿qué habríamos ganado? ¿El que hubiera más
seres encerrados en casa con una televisión, el que la gente se volviera
avara de su sueño y de su vacío, de su inmutabilidad, el que nadie qui¬
siera salir a hablar con otros que no son de la familia, a perder unos mi¬
nutos en paz, a pensar un poco?
Se me dirá: «primero es el comer». Y yo ya sé lo urgente que es. Nó¬
tese que no hablo de soluciones, sino que intento echar una sombra de
escepticismo sobre las que se ven como panaceas. Quiero decir también
que nadie a quien no le preocupen estas cuestiones se para a meditarlas.
Si yo supiera dónde se encuentra la solución, escribiría un libro claro y
rotundo, pero sólo puedo decir que a veces atisbo que está por otro lado,
que tal vez consistiría en que todos los que estudian se parasen un poco
a pensar sobre las cosas mismas en vez de verlas como pólvora, como
municiones para disparar hacia un blanco que ven demasiado claro.
Se suele decir: «La gente ha pensado mucho: ha llegado la hora de
actuar». Podría ser. Pero al menos que de esto tenga uno el pleno con¬
vencimiento, después de haber pensado mucho sobre ello, al menos que
no sea un contagio epiléptico. Puede parecemos demasiado lo que han
pensado otros considerándolo así, irracional e histéricamente. Pero lo
que uno mismo piense, dude y estudie, eso nunca es demasiado. Lo que
uno mismo dude y se asombre es fuente de todo conocimiento, de toda
perfección. No me refiero, naturalmente, a una perfección moral o per¬
sonal para exhibirla como un ornato más del individuo sino de la
perfección de la inteligencia como instmmento. (La inteligencia viene
descalificada en los últimos tiempos.) Pero si uno quiere cortar un bos¬
que ha de afilar el hacha.
No ven más allá de sus narices los que no ven los daños de la pro¬
paganda, por ejemplo, en toda su multiforme y complicada red. A nadie
le son síntomas alarmantes. Hay, por ejemplo, muchas madres activas,
progresistas, en lo que esta palabra tiene incluso de noble, y sin embar¬
go hacen hijos para luego quitárselos de encima comprándoles tebeos
interplanetarios. No tienen mala intención, supongo. Es que no han
pensado en eso. Es que la gente ya no se alarma por nada. Pararse
a pensar es quintaesencia, teoría. Es que todo el mundo actual contri¬
buye a querernos hacer las cosas simples, a negarles su enmarañada
complejidad.
«A ver si acabamos para siempre con esa funesta manía de pensar.»
¿Es que vamos a volver a estos lemas? Una frase no cambia porque la
diga la boca de un hombre acreditado de progresista, de interesado por
el bien de la humanidad. Hay frases rechazables en la boca de cualquie¬
ra, y éstas las estamos oyendo hoy continuamente en boca de los que
quieren desoprimir al mundo de sus tiranías. Nos intentan acreditar la
legitimidad de su anhelo, que nadie lo ponga en duda, como si exhibie¬
ran un pasaporte para que nadie les tache de burgueses o egoístas. Pero

37
lo primero que tiene que hacer una persona altruista es desentenderse de
su perfil, ir con sus dudas, con sus búsquedas y preguntas a donde esas
mismas le lleven, no deformarlas como sea para pasar una frontera. Y si
nunca duda, debe esclarecer al menos esa situación tan anómala, asom¬
brarse de ella: preguntarse si es verdadera claridad mental la que ha al¬
canzado, o no se trata más bien de un deseo a priori de no dudar.
Pensar es un lujo. Pero un lujo deseable. ¿Por qué no le deseamos
ese lujo a la gente en vez de desearle neveras? Primero neveras, y luego
pensar. Pero eso es mentira. La historia nos demuestra bien palpable¬
mente a lo que llegan los pueblos con el estómago bien lleno. No hay
pueblo más desesperado que el sueco o el suizo.
Nótese que digo: «desear» al menos. Hay un inveterado desprecio
contra el que se aísla a pensar. Si uno tiene dinero y va de putas o a ju¬
gar al golf no se indigna ni la mitad que si uno tiene dinero y se pone a
estudiar o a comprarse libros, en vez de comprarse un coche, que sería
lo adecuado. No se le envidia, cosa que siempre me ha chocado mucho.
Se le desprecia. No se dice «ojalá todos pudiéramos ser como ese tío tan
privilegiado». Se dice «si se tuviera que ganar la vida como un pobre
obrero, ¡ya verías tú si se ocupaba de inteligencias, ni narices!», como si
la postura a imitar y divulgar fuera la del obrero. Pero ¿por qué? ¿No
sería más digno desear ese mismo privilegio para los más, en vez de re¬
bajar de nivel las aspiraciones? Es verdad que son muy pocos los que
alcanzan autonomía de pensamiento, por desgracia; pero de que esos
pocos fueran más, ¿no nos vendría algo de luz, de beneficio? ¿Por qué
al que se preocupa por analizar y desmontar los engaños se le despre¬
cia y se da por supuesto que se dedica a un deporte de relojero desocu¬
pado? ¿No será en principio siempre más fértil la actitud de un rico que
estudia que la de uno que lleva en su coche a otros menos ricos, para
que puedan decir de él que es un tío imponente y generoso? ¿No son
esa clase de ricos pseudoamantes del problema social los que crían es¬
cuela y envidias secretas, los que levantan un pabellón a imitar, los que
impiden sobre todo discriminar el problema en sus hondas raíces?
Sólo sirva esto para lanzar un aviso: No todas las cosas están claras.
El problema acuciante está ahí. Pero para los que tanto hablan de efica¬
cia va este aviso de don Antonio Machado: «Entre hacer las cosas bien
y hacer las cosas mal, hay un honrado término medio que es no hacer¬
las». Yo supongo que don Antonio se refirió a un hacer inmediato, in¬
gente y atolondrado. Porque él no se retiró precisamente a rascarse el
ombligo y a pasarse la vida en santa paz. Se refería evidentemente a un
hacer más lento y reposado, como todo buen hacer.
«Vísteme despacio, que voy deprisa.»

* *

38
«Es intelectualmente masa el que ante un problema cualquiera se con¬
tenta con pensar lo que buenamente encuentra en su cabeza. Es, en cam¬
bio, egregio el que desestima lo que halla sin previo esfuerzo de su men¬
te, y sólo acepta como digno de él lo que aún está por encima y exige
un nuevo estirón para alcanzarlo.»
«Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al
maniqueo, sin haberse antes preocupado de averiguar lo que piensa
el maniqueo.»
Me da un poco de risa acordarme del «Vuestra prisa»1: era muy cur¬
si y vagamente poético. Sólo existía la intuición. El haber vivido en una
capital de provincia (atento a lo de la religión) es algo que se dice haber
superado, pero alimento importante para la timidez y el asombro.

Puntos de vista

Como si uno le quisiera decir a los otros: «Súbete aquí, que desde este
sitio se mira y yo estoy mirando, lo mismo que tú, que nuestro interés
es idéntico». Que te subas aquí no quiere decir que no te quiera adscri¬
bir a ningún compromiso porque yo no lo tengo con nada, ni por lo tan¬
to voy a pedirte que te quedes aquí, sino que te subas, que te alejes y mi¬
res lo mismo que estás mirando, para contrastar una visión ofuscada. Es
decir que no se trata de rebatir nada, sino precisamente de salirse de ese
círculo encantado de rebatir y defender, subir a mirar las cosas desde
otro ángulo, antes de prejuzgar que se quiere coincidir o estar en contra.
El apasionamiento se come sus propios argumentos. Si uno en bue¬
na ley dice: «me retiro a mirar desde aquí y sigo viendo lo mismo», ése
que grite y se indigne luego por lo que sea. Y seguramente que en algu¬
na manera nueva se indignará.

* * *

La frase española y también italiana tan bonita para desligarse de uno que
te enreda: «déjame en paz», ha perdido todo sentido y es ya únicamente
combativa. Se suele aplicar, por el contrario, a situaciones en las cuales lo
que quiere uno es quedarse en guerra y confusión ya que generalmente da¬
mos estas respuestas a las gentes de honrada testarudez que pretenden
arrastramos friera de un estado de ánimo irracional o de la confusión men¬
tal de que vagamente nos quejamos y motiva nuestro sufrimiento.
Esto ocurre a veces cuando una persona trata de consolarnos sacán¬
donos de nuestro agujero en vez de emplear los métodos consabidos de

1. Con este título, Carmen Martín Gaite publicó su primer artículo en La Hora (1948). (Nota
de la editora.)

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la compasión. Decimos que esa persona no nos comprende si no se vie¬
ne a nuestro hoyo de ceguera, si no nos compadece (compadecer = pa¬
decer con). Al contrario, desde una claridad mental superior desmonta
un sufrimiento al que estábamos apegados y trata de analizarlo. Le de¬
cimos «déjame en paz», lo cual equivale a decir justamente lo contrario,
o sea: «Quédate tú con tu paz y déjame a mí con mi lucha». Pero la lu¬
cha, la agitación no es buena cuando nubla lo único que el hombre
debe aspirar a tener perennemente despejado: la mente.
Sería en cambio muy bueno restituir a esta frase su sentido más con¬
forme con lo que debe ser semánticamente: «Déjame pensar en paz y lue¬
go hablaremos, déjame aislarme del clamor que me rodea, porque aquí no
puedo decirte una palabra, entre tanto apasionamiento y tanto insulto dis¬
puesto a saltar. Para la acción vendremos más tarde a este campo de lucha,
pero el pensamiento y la palabra requieren algo de otro tono que los la¬
dridos: para preparar mi palabra y mi pensamiento con que quisiera res¬
ponderte, déjame en paz». La paz no para bañarme en ella: para algo.

Letreros, relaciones sin distancia

La mayoría de las cosas que se dicen no son palabras. Cada uno de no¬
sotros ha llegado, lamentablemente, a ser el abogado defensor de una si¬
tuación personal. Nótese hasta qué punto es esto cierto, parando mien¬
tes sobre el hecho de que son muy pocas las frases que no empiezan
diciendo: «pues yo eso no lo hago» o cosas análogas. Hay un deseo de
justificarse en una selva donde cada uno esgrime su letrero; no se oyen
las palabras, se mira el letrero de quien las está diciendo y si ese letrero
no existe entonces se escuchan algo más, pero siempre con vistas a col¬
garlo y quitarse de encima el peligro de una agresión inesperada: «Ah,
ya. Habla en moralista» o bien: «es un teórico», «es un reaccionario». Y to¬
das las palabras que dice se oyen teñidas de ese color. La sociedad que
es bien sabia rechaza como el mayor revulsivo a las personas desconcer¬
tantes. Nótese que no me he referido a las inauténticas. No rechaza, por
supuesto, a las inauténticas o ambiguas, sino a las pocas que van por li¬
bre, vayan por donde sea. Y aun para éstas ha creado carteles como el de
«extravagante» y «poseur», también el de «individualista».
Con lo de los letreros se pretende -yo creo- orientar a los demás
más que orientarse uno mismo, que suele estar -como es de ley en el
mundo- desorientadísimo; y esta situación sólo se remediaría precisa¬
mente dejando de pensar un poco en el letrero que nos cuelgan o en el
que deseamos vivamente colgar al recién conocido, y hacer esta renun¬
cia, no porque sí, sino en atención a un mayor respeto por las palabras
que dice. Es bien claro que si otro dice tonterías, debemos rechazarlas
como tales tonterías, pero no atacarle a él ni al letrero que lleva.

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Esto -en pequeño- es lo que pasa en las relaciones familiares (ma¬
trimoniales sobre todo). Mucho se habla y se ha hablado de la invetera¬
da incomprensión entre marido y mujer, pero pocas veces se paran los
que la padecen a analizar sus raíces. Y sus raíces están en este mismo he¬
cho que he señalado del apasionamiento, de la falta de distancia. Pocas
veces en una conversación entre cónyuges se está hablando de algo aje¬
no a la propia relación, por eso de las riñas de novios uno suele recor¬
dar dónde se produjeron, pero nunca lo que se trató porque no se trató
de nada.
Y lo importante es que al hablar se trate de algo: por eso hay que es¬
tablecer la distancia suficiente. No estar mirando al que habla y pen¬
sando en él como en una presa a cazar. Sino tener la buena voluntad de
tener la atención abierta a lo que dice. ¿Que dice tonterías? ¡Duro con¬
tra ellas y sin piedad! Pero la persona tendría que estar aparte en estas
cuestiones, que se llaman intelectuales. No debería sentirse uno tan mo¬
vido instantáneamente a disculparla en nombre de que lleva un letrero
afín al nuestro, o a lapidar a veces por simple sospecha, porque nos
parece que lleva otro que consideramos -tal vez erradamente- como
enemigo.
En razón inversa a lo que me parece que sería deseable, ocurre lo
que tanto me pasma y que ha sido el motivo principal de estas medita¬
ciones. He constatado que la gente para las tonterías en sí mismas, para
los más gruesos errores, tiene una manga ancha fabulosa. Hay, en el
fondo, un total desprecio para lo que se dice; se admiten opiniones gra¬
tuitas y hay una gran tendencia en cambio a anestesiar el efecto de¬
sagradable (con tal que no inquieten) de las palabras cuando llevan a
preguntas que ponen de relieve la complejidad de una situación y la ne¬
cesidad urgente de pasar a estudiarla a fondo.
La gente quiere estar de acuerdo en lo que sea, con los pocos o con
los muchos, hay una prisa fulminante por estar de acuerdo en algo, por
quemar las etapas espinosas. Incluso por negarlas. (Impaciencia de los
jóvenes.)
* * *

Se me dirá: ¿Y en qué medida va a librarse del apasionamiento un


hombre cargado de hambre y de problemas materiales? Pero es que
nadie le pide racionalidad a él, sino a los que piensan en él y dicen
preocuparse por su destino; nadie puede desearle a un ser que todavía
se indigna y reacciona que llene su estómago y encienda un puro. Y
esto es todo lo que se le promete -a mi modo de ver- como ventana
al mundo.
Bien urgente sería parar mientes en los nefastos mecanismos de la
propaganda, analizarla como fenómeno social. En España no se puede
vivir. Pero ¿y en otros países? Recientemente he estado en Italia. El

41
auge del materialismo es desolador. Nadie quiere salir de sus casas, re¬
lacionarse, hablar absolutamente de nada. Son mil veces mucho más es¬
clavos que nosotros de las necesidades creadas por el capitalismo. Ab¬
solutamente nadie sabe ir a pie. Ningún peatón guarda sus posiciones
con decencia.
Ya sé que estas cosas se han dicho muchas veces, pero lo curioso es
la sordera para oírlas como aviso y la ceguera para verlas como sínto¬
ma. Es decir la incapacidad para asombrarse y aterrarse.
Dice Ortega, hablando de 4a época del señorito satisfecho»: «Jue¬
gan a la tragedia porque creen que no es verosímil la tragedia efectiva
en el mundo civilizado». Es cierto, ¡qué ceguera para los síntomas! ¡Qué
deseo de olvidar! ¡Hay una tan furiosa tendencia a la alegría! ¡Con qué
seguridad y frivolidad se habla de lo que es trágico, agarrándose luego
inmediatamente al hedonismo!

Las insignias

La inautenticidad viene de las presiones exteriores, de la prisa que le


meten a uno por tener un letrero, del desarropo que se siente al no lle¬
varlo pegado. Nos colgamos uno cualquiera en seguida porque así no
nos vemos obligados a dar cuentas de no llevarlo. No basta una activi¬
dad, se quiere una actividad clasificada. Una actividad sin letrero no sirve.

El nudo de las cuestiones

Nada puede dar lo que no tiene. Los que no tienen más fe que en el ma¬
terialismo y no desean sino progreso, mal pueden sacar de su precaria
condición animal a los hombres de las chabolas. Mal pueden decir: «Lo
primero es alimentarlos y enriquecerlos» porque yo pregunto: ¿quién se
encargaría de la segunda parte, esa que vagamente, hipócritamente
-con la hipocresía de esquivar el nudo de la cuestión- llaman su desa-
nimalización y educación? Si ellos, los líderes, se ciegan y estupidizan
cada día más, ¿qué generaciones están preparando? ¿A quién corres¬
ponderá, un tiempo más allá, la tarea de desanimalizarlos a todos, ha¬
biendo arrancado por doquiera toda raíz de búsqueda, de descontento
intelectual?
Ponerse al nivel del más desgraciado, por la compasión que su des¬
gracia inspire, es -en el fondo- despreciarle y cagarse en su desgracia, al
desentenderse de averiguar las verdaderas raíces de ella.
«El joven -dice Ortega- no necesita razones para vivir. Sólo necesi¬
ta pretextos.»

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La casa como tiranía

La casa como nido. La casa supongo que en un principio sería funcio¬


nal, sitio donde recogerse. Pero nadie ve la posibilidad de rehabilitarla
como tal refugio del frío, de la intemperie y basta. ¿Por qué se debe fi¬
delidad a la casa como a un santuario? «Ahora tienes ganas de irte de
casa», les reprochan las mujeres a los maridos. Y es por el simple peca¬
do de abjurar de la casa como religión. Les obliga a ser hipócritas, a es¬
conder esta legítima apetencia de todo hombre a salir y relacionarse. No
hay ningún hombre en quien se haya muerto del todo, pero abjuran de
ella, la esconden, tratan de justificarla suciamente, con razones falsas.
Pocas veces se pide al familiar que permanezca en casa por razones po¬
sitivas -una conversación, un quehacer- sino para encanallecerle en la
pura inmanencia, para abortar en él todo balbuceante deseo de relación
(desmayado por la falta de uso, casi agonizante).

Las relaciones públicas

¡Claro que le gusta a un hombre irse al café! A toda persona le gusta es¬
tar con personas, fuera, al aire, en terreno neutral. La tertulia.
Y todo el remedio que se les ocurre a las mujeres que se dicen más
inteligentes es convertir estas relaciones públicas en privadas, privatizar
las relaciones cada día más. Su ingenio lo ponen al servicio de ellas mis¬
mas, al servicio de lo único que les interesa: cortar juego, encerrar. Al¬
gunas se engañan y creen estar siendo generosas. Creen que todo con¬
siste en la cantidad. A una casa donde vienen cincuenta amigos, ¿cómo
se la va a llamar mezquina, cerrada? Pero la cuestión está en para qué
vienen esos cincuenta amigos. Si la razón primera es la de evitar que el
otro se relacione directamente, sin una mediatización o fiscalización,
¡valiente generosidad! Es agrandar la jaula, hacerla de oro, adornarla y
reafirmarla cada vez más en su carácter de jaula: consagrarse, pues, de¬
finitivamente a la vida privada e íntima, a la vida en jaula. Esos amigos
acaban siendo propios, se ejerce sobre ellos el mismo derecho de pro¬
piedad -en otro grado- que sobre las personas de la familia. Deja de
existir una posible relación, porque se les acerca, se les hace cosa priva¬
da, se les familiariza. Y la falta de distancia -la justa para ver más que su
letrero y otras cuantas particularidades personales: sus piernas, su na¬
riz- convierte también en cosa a esa persona, en instrumento guardado
en la vaina, podado de su peligrosidad, de su palabra.
Las mujeres, como los padres, casi nunca dan gratis. Llevan su mira,
más o menos inconscientemente: la de cobrarse más tarde o más tem¬
prano. Al libre hay que traerlo a vereda, meterlo en cintura, encerrarlo,

43
y para esto se emplean los métodos más maquiavélicos y refinados que
quepa imaginar. Se arma el tinglado más aparatoso de pregonada ge¬
nerosidad. Pero el tema sigue siendo: Traer al hombre a casa, o salir con
él, pero mientras no haya interés, ¿para qué? No se podrá fingir tal
compañía.
Acabo de ver una obra de teatro repugnante: La bella malmaridada
que llena a diario el teatro María Guerrero. Casi toda la gente sale com¬
padeciendo a la pobre imbécil de Lisbeila y enalteciendo su resignación
ejemplar. Al caer el telón parece que se ha logrado algo (al menos mo¬
mentáneamente) porque se ha logrado cerrar de nuevo al marido en
casa. En el caso de Lope -que no veía otro problema más allá de las re¬
laciones sexuales- los motivos del marido para salir eran tan mezquinos
que no voy a defenderlos; pero una mujer como ésa, que nos presenta
Lope como ideal, hartaría a golpes de «dueño mío» al más recoleto va¬
rón. ¿Qué vanidad masculina no va a surgir ante tan rendido vasallaje
y permanente incienso?
No sé qué idea ha movido a la dirección del María Guerrero a po¬
ner en escena una obra así. Supongo que pretende demostrar el avance
que se ha producido con los años, pero todas las mujeres del teatro se
solidarizaban más o menos con la repugnante Lisbeila, que era ella mis¬
ma la merecedora de trato tan indigno.
Para mi modo de ver no han cambiado tanto las cosas y la risa iró¬
nica no procede, más bien la melancolía. Porque ha sido solamente el
aspecto de la cuestión lo que ha variado. Es decir, han variado las téc¬
nicas usadas para encerrar al marido en casa; pero persiste idéntico de¬
seo, en el que coinciden un noventa y cinco por ciento de las mujeres
«enamoradas» de un marido. Colgadas, cachipegadas, inseguras de sí.
Que no se vaya, que vuelva, Dios bendito. Lisbeila salía a buscarle. Las
de ahora salen con él. Lisbeila rezaba. Las de ahora arman fiestas en
casa, preparan -llegado un caso extremo- programas de celos. Pero
mientras el interés siga centrado en la propia relación, no se ha dado ni
un solo paso adelante.
Y son diez minutos. Dar noticia de los asuntos cotidianos —incluidas
consultas, ayudas, etc - puede llegar a una o dos horas. Luego hay que
inventar cosas, escenas, gestos que justifiquen la salida en común, ya que
no hay una relación activa, verdadera, que justifique esa compañía.
Las mujeres que salen al café y bostezan se llevan la casa a cuestas,
la cama a cuestas, la están esgrimiendo como en esa nubecilla de los te¬
beos cada vez que le miran, que suspiran, que le dicen «yo tengo sueño»,
no dejan al hombre libre, independiente. No le dejan su tiempo, el ciclo
de tiempo propio que le pida su lectura, su quehacer o su conversación.
Llaman continuamente la atención sobre su mísera, insegura persona.
Se me dirá: «Es que el hombre que quiera estar libre, que se quede
soltero». Así se contesta con la inercia, la cerrazón de quien no quiere

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contribuir a arreglar nada. ¿Por qué se va a quedar soltero si quiere mu¬
jer, y ella quiere hombre? ¿Por qué no se le va a dar sin condiciones lo
que se le da lleno de peros, que son para él un continuo criadero de re¬
mordimiento? «Es que si a un hombre se le deja solo en un mundo cua¬
jado de peligros...» Y yo digo ¡mentira! Un hombre acaba yendo siem¬
pre a donde quiere. Y el incentivo de lo prohibido le hará ver con un
espejismo de verdad esas mezquinas evasiones sexuales, que en la ma¬
yoría de los casos podrían no existir si se le permitiera un completo de¬
sarrollo intelectual. Las mujeres tienen celos de todo lo que no son ellas
y su casa. Eso es lo grave. De todo lo que es relación pública, posibili¬
dad de libertad.
¿Quién ha dicho que una mujer sólo tenga celos de otra mujer? Tie¬
nen tantos y aun más de los amigos, de los libros, de todo lo que al hom¬
bre le llama a una salida al ancho mundo de la comunicación con los
otros.

Dos clases de envidia

Es muy curioso que la envidia hacia los hombres no incite a querer pa¬
recerse a ellos, en lo cual estaría el bien y delataría la buena calidad de
la envidia. Una cosa tan lógica no se le ocurre casi a nadie: y es que
esta envidia que sería la sana al pensarla como remedio, pasa a ser
mezquina y se convierte en la segunda clase de envidia. A ver si me ex¬
plico.
Las mujeres por lo general no envidian a los hombres por lo bien
que lo pasan. Si ocurriera así, analizarían el caso y verían que en la ma¬
yor parte de los casos lo pasan bien porque no están vacíos, porque se
interesan por algunas cosas, y porque tienen más tiempo para realizar¬
se en la atención hacia ellas. Les envidian por lo mal que lo pasan ellas.
Pero ellas lo pasan peor porque no viven más que en función del otro.
La primera envidia es algo positivo: comprenden lo bien que lo pasa
en libertad. La envidia verdadera hace imaginar con gusto el bienestar
de otro. Pero las mujeres no conciben ese bienestar. En libertad no sa¬
ben qué hacer. «No sé cómo no se aburre todo el día leyendo, o en el
café, o en la biblioteca, etc.» Esto es lo que dicen con desprecio, y lo que
les cría una envidia irracional, hecha de incomprensión.
Si concibieran el placer de la soledad, de la libertad, tratarían de
conseguirla ellas mismas, dentro de las limitaciones innegables con que
una mujer tropieza. Pero sería una especial libertad, la dable a su con¬
dición. Por el contrario, las mujeres que tratan de independizarse hoy
día arreglan el problema desde fuera. Imitan los gestos, la actividad, la
libertad externa del varón. Sin haber conseguido ni de lejos la interna.
Lo interno y lo externo. (Yo no digo que esto sea fácil ni difícil. Me li¬
mito a poner sobre el tapete un error de enfoque incontestable.)

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Como iba diciendo, una mujer no conseguirá su libertad mientras
no la busque en lo suyo, en lo que tiene entre las manos. Todo lo demás
será desplazamiento, evasión. Si el interés de una mujer por algo la lle¬
va fuera de su casa y de sus hijos, se demostrará lo auténtico de esta lla¬
mada en la satisfacción que sienta al dedicarse a esta otra labor, y esto
será lo que tenga entre las manos. Pero nada de esto será auténtico -y
es lo que suele pasar- si el quehacer es inventado como adorno de la
propia persona. No será lícito abandonar la preocupación por una más
inteligente educación de los hijos, por una más razonable y libre convi¬
vencia con el marido, cosas que requieren mucha generosidad, tiempo
y atención; abandonar digo tan espinosas cuestiones en nombre de un
quehacer inventado tan sólo para sentirse revalorizadas como hembras,
como presa aún más deseable.
Esto supone no salirse ni un milímetro de la cuestión, igual de mez¬
quina y repugnante que en tiempos de Lope, sino cambiar el decorado.
Cambiar el breviario por la taquigrafía o la agencia de seguros. Contar
con más medios para darse a valer. Pero es que una persona no tiene
que darse a valer. Tiene que hacer bien las cosas que hace, tiene que ha¬
cerlas de verdad, entregarse a lo que haga. Tiene que hacer algo, no fin¬
gir que lo está haciendo.
Y ésta suele ser la oscura raíz de la insatisfacción femenina, incluso
en las mujeres aparentemente más activas, más extrovertidas. Se han ido
a otro lado de más ruido y luz a buscar la moneda perdida, no han sa¬
bido hacer frente al problema que tenían en el sitio oscuro, y tienen con¬
tinuamente conciencia de su labor vacía, falsa, puesta al servicio de un
puro anhelo personal tan insatisfecho ahora como antes. Por eso ali¬
mentan cada vez mayor resentimiento, saben que fingen estar haciendo
algo que no logra interesarlas y se preguntan con angustia, redoblados
su incomprensión interna y su caos: «¿Qué es lo que pinto yo aquí, en
esta oficina, en este sanatorio, en esta biblioteca?».
Una mujer debe tomar conciencia de que no sabe qué hacer con su li¬
bertad, cuando esto le ocurra. Saberlo, para asombrarse y arreglarlo. No
engañarse. Preguntarse por qué. No avergonzarse de ello. Es el resultado
de un trato inadecuado durante siglos y siglos. Disecan cada sentimiento
en vez de regarlo, arrojan luz sobre él en vez de padecerlo: «¿Por qué no
soy libre?». Y el pensar sobre ello inteligentemente es ya mucho de lo que
se puede hacer. Desde dentro y en la mayor parte de los casos se verá que
la libertad se puede conseguir sin encender hogueras ni dar mítines. Li¬
bertad es pensamiento, soledad. Y éste se puede poner en práctica a lo lar¬
go de los quehaceres más grises y cotidianos. Porque la reflexión con to¬
dos ellos es compatible. Pero casi nadie sabe lo que dice al decir que
desea libertad. Generalmente se desea imitar la figura que componen
otros, cuyo comportamiento hemos tachado casi siempre gratuitamente
con rencor de libre. En esto estriba todo, en el rencor a la libertad.

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Nos gustaría por rencor hacer esos gestos, subir al coche de esa ma¬
nera, tener ese aire de dominio. Pero... ¿para ir adonde? ¿Se sabe adon¬
de querría uno ir con esos gestos, copiando esos ademanes? Pocas ve¬
ces se sabe en verdad, y lo que es más grave: no importa saberlo.

Dice Ortega: «Las cosas abstractas son siempre claras. De suerte que la
claridad de la ciencia no está tanto en la cabeza de los que las hacen como
en las cosas de que hablan. Lo esencialmente intrincado es la realidad vi¬
tal concreta, siempre única. El que sea capaz de orientarse con precisión en
ella..., el que no se pierda en la vida, ése es de verdad una cabeza clara».
«Vivir es sentirse perdidos y las únicas ideas verdaderas son las de
los náufragos. El que no se siente de verdad perdido, se pierde inexora¬
blemente.»
«Una situación tan negativa y de derrota como es haber cometido
un error, se convierte mágicamente en una nueva victoria para el hom¬
bre, sin más que haberlo reconocido» (La rebelión de las masas).

Se me dirá que también las mujeres tienen trabas -y aún más- por
parte del marido para hacer lo que quieren («mujer honrada, la pierna
quebrada») y esto es muy cierto. Lo que digo es que esa libertad no sue¬
le ser deseada como búsqueda de soledad o de verdadera relación con al¬
guien, sino para caer en nuevos espejismos y siempre, en el fondo, como
represalia. «Si él sale, ¿no voy a poder salir yo?», con lo cual siempre se
está demostrando la dependencia de otro. La mujer que -caso de que el
marido la rindiera total y exclusiva pleitesía- no echaría de menos nada
en este mundo, ésa es -por desdicha- la corriente. Y a ella me refiero.

* * *

B. Russell (Ensayos sin optimismo) dice: «y ya nuestro deseo es compe¬


titivo». Da por hecho, como algo inherente a la condición humana, el fe¬
nómeno de la competición. Yo no sé hasta qué punto es lícito admitir
esto como inevitable, en lugar de analizarlo con vistas a hacer tomar
conciencia de ello a sus padecedores como uno de los mayores males de
donde derivan toda confusión, turbación y padecimientos. Es como
contentarse con decir «es muy humano», que es lo que dicen las señoras
para justificar todas las hijoputadas que se desarrollan a su alrededor y
que detectan como impasibles máquinas registradoras.
Hay dos posturas: la del hombre que da testimonio de una realidad,
y la del que la justifica o se queja de ella. Pero lo interesante es analizar
su sustancia, ponerla en tela de juicio, tratar de desmontar su condición
de inseparable de la naturaleza humana.
«La habilidad del político consiste en adivinar aquello que puede ha¬
cer creer que es personalmente provechoso; la del experto en calcular lo

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que realmente es provechoso, pero siempre que la gente pueda llegar a
creerlo.» Bertrand Russell acepta todos los letreros. Habla del letrero
que llevan los hombres más que de lo que han dicho. Cae en el juego que,
a veces, parece condenar, de dejarse alcanzar por la eficacia y propa¬
ganda de un mundo prefigurado por letreros. No parece querer cambiar
nada.
No creo que interese leer sólo lo que es «bueno» para aceptarlo, y no
leer lo «malo». Conviene pensar que estas categorías de bueno y malo
anteriores a una atenta lectura no nos sacarán nunca del prejuicio y la
parcialidad. Hay que tener una actitud activa y crítica frente a todo lo
que se opina, y en este sentido conocer los motivos del porqué algo nos
parece equivocado (lo cual es muy positivo para nuestro pensamiento)
exige una inteligente y minuciosa lectura de la materia prejuzgada.

Las bellísimas personas

Separarlas, hacerlas inocuas. Hay una tendencia feroz a no relacionar


los efectos con las causas. Basta con que en su vida privada (su rela¬
ción con nosotros, por ejemplo) se comporten bien en el sentido más
mediocre de la palabra, es decir no nos proporcionen roces. Es inad¬
misible la cantidad de veces al día que oímos defender o atacar a per¬
sonas por sus comportamientos aislados, con el afán de aislar esos
comportamientos, de encerrarlos en sí mismos, como si tal cosa fuera
posible.
Si Liz Taylor es buena y el periodista que habla de la crisis conyugal
de Liz es también bueno y además las revistas son divertidas, ¿qué puede
tener de grave una tontería como la que, una tarde de sol, hemos leído al
pasar en la copertina de una revista? Lo grave son los síntomas políti¬
cos, por ejemplo, el mal está en otro lado. Éste es el parecer unánime.
Y se desatiende el hecho de Liz, a la que se considera inocua, bellísima
persona.
No se trata, a lo mejor, de incendiar la casa de Liz o la editorial de
la revista, aunque dieran ganas. Pero sobre todo porque no quedaría
casi nadie para ser exhortado a que pensase sobre la gravedad de tan
«inocuas» tonterías. Porque de eso se trataría, de lograr que la gente pen¬
sase en esto, que lo rechazase en su mente, que lo matizase, antes de ti¬
rar piedras a nada, de conseguir (¡¡no sé cómo!!) despertar el afán de
pesquisa de causa-efecto, de peligrosidad, lanzar un alerta para que la
gente deje de reírse de las tonterías y mire detrás de ellas, dentro de
ellas, oculto al verdadero y más encarnizado enemigo del bien.

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Malestar que producen los individuos indefinidos aún. No se le dan da¬
tos del posible letrero. Dejan de funcionar los resortes de inercia, y el
individuo tiene que elaborar por sí mismo lo que suelen darle ya masti¬
cado. Tiene que ponerse a oír lo que dice el otro, y si ello no es sufi¬
cientemente ilustrativo, si no se llega pronto a una solución a veces se
abandona el interés por oírle. Igual que en las novelas no policíacas, si
uno está acostumbrado a leer de las otras. Novelas indesinentes. Cami¬
no. Nadie mira los caminos. Mira las llegadas. Metas. Se quieren que¬
mar etapas. Ver metas en todas partes. Y sólo se abandona una ya con¬
seguida para saltar a otra, a otro «chepita en alto» que se imagina como
totalidad construida, inalterable. Los hombres van de isla a isla en heli¬
cóptero. Nada les enseña a nadar, y si nadan alguna vez «tipo perro» lo
hacen por llegar a la isla.
De noción a noción, de letrero a letrero. De oca a oca, y tiro porque
me toca. Casi avanzan los hombres, como en el juego de la oca, como
en cualquier otro juego de los que —a imagen y semejanza suya- han
creado. Aquí te presento a Fulano, escritor. El otro repasa en su mente
los temas de conversación pertinentes e inofensivos u ofensivos, según
el caso que convenga.
De ahí viene el exagerado preguntar: «¿Y ése quién es? ¿Ese que es¬
taba en tu casa, qué hace?». El afán por localizar y criar en todos los raí¬
les que orienten y sujeten el propio.
No se piensa. El hombre ahí enfrente es una inteligencia llena de po¬
sibilidades para -ayudándola, intercambiándola con la mía- llegar tal
vez a alguna isla inesperada. Te dicen: «Eso es un juego». Pero al menos
un juego nuevo, excitante, donde cuenta el riesgo, la emoción, donde
hay algo más vivo y no atufado, algo que te hace no desconfiar.

Los letreros y la propaganda

¿Qué marca tiene? Afán por lo conocido, por lo reconocido, por lo ya


valorado y que da la impresión de seguro.
«Los trabajos más diversos para la mujer: desde la decoración de la
casa hasta la fabricación de muñecos.» ¿Dónde está la diversidad?

De espaldas

¿No es insensato hacer que penda nuestra vida de la improbable coin¬


cidencia entre la realidad y una fantasía nuestra? A fuerza de errar, se va
acotando el área del posible acierto.

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10 de abril de 1962

El parque
(Tiempo de pensar)

Matar el tiempo. ¿Cómo lograr asesinar al mortal enemigo? Pero el


tiempo está ahí, no lo hemos matado, y en cuanto hay silencio se vuel¬
ve a asomar. No quiere nada, sólo pretende vivir con nosotros. Cuando
decimos: «¡Que pase el tiempo de esta mañana!», no nos damos cuenta
del terrible absurdo que significa formular esta exclamación. Muchas ve¬
ces no esperamos luego algo mejor ni siquiera con la imaginación. Pues
entonces, ¿qué ventaja, qué materia prima más favorable nos ofrece el
instante de después, si estamos renegando del de ahora? ¿En qué se di¬
ferencian si no en que el de después está más cerca de la muerte? Es
muy curioso el hecho de que por una parte no se quiera pensar en el
tiempo porque él nos conduce al final, y por otra parte se desee tanto
dejar de sentir su peso, que es el único índice cierto de que vivimos.
¿No sería mejor aceptar a nuestro lado el tiempo, en vez de espan¬
tarlo? ¡Qué miedo a habitarlo, a darle lo que pide! Queremos las ven¬
tajas del tiempo y ninguno de sus inconvenientes. No hemos probado
ni de lejos a aceptar la compañía, con esa repugnancia animal con que
a veces rechazamos la comunicación con otra persona sólo porque su fi¬
sonomía nos asusta.
Bueno, ya estamos sentados aquí. Y ahora ¿qué? Ahora nada, estar
aquí. ¿Por qué tenemos que estar esperando algo, otro minuto venide¬
ro? Recuerdo cuando iba al parque hace unos años. Todo se me volvía
mirar el reloj. Cerraba los ojos, tomaba el sol, y las conversaciones en
torno me resbalaban. Cuándo serán las doce. Cuándo serán las doce y
cuarto. No estaba tan triste como ahora, pero siempre estaba esperando
algún acontecimiento exterior y me consumía. De fuera pensaba que
me iba a venir, como el maná, la liberación. De alguna de aquellas se¬
ñoras que miraban a sus niños como ahora, sin extrañeza ni preocupa¬
ción, insertas con ellos en el tedio de la mañana.
Hay una señora que dice a su niño: «¿Te castigo? ¡A que voy y te
castigo!» y luego mira a la amiga orgullosa. Hablan de que hay que te¬
ner autoridad. No les interesa adonde la autoridad apunta ni si es útil o
no. Sólo investirse de autoridad, de cuando en cuando. Se ponen la ca¬
reta, el traje de la autoridad, para que los otros sepan que se tiene. Te¬
ner autoridad. De vez en cuando, hay que tener carácter. «A mí eso mi
niño no me lo hace», «A mí eso mi marido no me lo hace», «¿Y a usted
su niño?». Es como un mercado. Todo se trata de comparar, de ver cómo
son los cánones de las otras. Y sacar un canon que sería el más valedero.
A los niños se les enseña a estar fuera de la realidad, fuera de sí y

50
fuera del tiempo. Van a ver paisajes de mentira, ríos de mentira sobre los
que no pueden operar. Y se les mediatiza la visión del mundo, se les
traen las cosas elaboradas a una butaca, «Ahora cállate», se les mata el
deseo de preguntas.
Los niños cómodos.

Todos juntos en unión

He ido a Guadalajara. Ana se extraña grandemente: ¿por qué no me lo


has dicho? No se entiende para qué necesitaría yo habérselo dicho y so¬
bre todo que esa necesidad sea lo primero que surja en su mente.
Las señoras o cualquier mujer madura detecta toda iniciativa priva¬
da como la mayor muestra de indisciplina: «No dicen nada». En la me¬
dida en que las mujeres son los pilares de la sociedad se ve adonde
apunta este deseo de mantener los rebaños unidos. «No nos han dicho
nada. No sabíamos nada.» El que no corran las noticias se considera
atroz. «A mí que soy tan amiga no me lo había dicho.» Recuerdo lo que
era la casa de doña E. Vivían para la noticia, para propagar noticias. ¡Si
este afán de comunicar noticias prendiera también a los hombres en su
deseo tan pocas veces surgido de lanzar alerta de los males!
De jóvenes las mujeres se agarran unas a otras, se cogen del bra¬
zo, se acompañan a todo. Buscan una intimidad, un pédir consejo
continuo, apoyarse por el miedo al vacío. Hasta a mear van juntas. No
saben entrar solas en un sitio. Cuánto se extrañó N. de que yo fuera
sola a verle la primera vez.

* # *

Lo insólito. Cuando esperaba a Chicho, los soldados no me miraban.


Yo estaba apoyada en el muro, pero basta estar uno tranquilo y nadie
te molesta. Luego era un caso tan insólito que automáticamente se re¬
chazaba como tal y se le buscaba una explicación. Nadie me hubiera
aceptado como caída del cielo. Era imposible, aunque es fácil entrar
por una puerta. Esto me ha dado la medida de la cantidad de posibili¬
dades que tiene uno para hacer cosas que no hace y entrar en sitios
donde no entra. El que no lo hace piensa: «Chocaría, me pedirían tal o
cual carnet» (el del Ateneo, p. ej.), mientras que el que observa el caso
insólito está tan acostumbrado a que todo vaya sobre ruedas que ni
se apercibe de lo anormal, ha perdido la capacidad para asombrarse
de nada.

51
En tela de juicio

Los juicios se tejen como una tela. Los prejuicios o juicios legados por
otros son ya el traje puesto, pegado a nuestra carne. Poner algo en tela
de juicio es prepararse para pensarlo, colocar el material sobre el basti¬
dor, delante de nuestros ojos, fuera de uno mismo. Lo que se va a pen¬
sar ahí, en tela de juicio, y no aquí, mirándolo a una cierta distancia.
Así se empieza. Con el hilo que todos tenemos en las manos. Pero
que nadie se atreve a emplear. Juegan con el hilo, lo rompen. El hilo es
inacabable y da miedo tejer con él, porque siempre lleva a la incertidum¬
bre y a la duda. Poner en tela de juicio es no aceptar a la primera, desba¬
ratar lo hecho por otro para saber por qué lo ha hecho así. Como hacen
los niños con todo lo que pillan. Pero les abortan pronto sus preguntas.

El cáncer del amor

El amor se suele confundir con la felicidad. Darse gusto, mutuamente, a


costa de lo que sea. La felicidad no puede ser más que atisbada, rozada.
Es una sombra que se mueve y todo el que no se resigna a verla como
tal sombra movediza y pretende cuando se posa fijarla, llevársela a casa,
la pierde. Se para. Sombra sobre sombra. El amor establecido es un es¬
tado de cosas que tiende a hacer estático lo dinámico.
El matrimonio es un pacto entre hombre y mujer para fijar el amor,
para tratarlo con miramientos, como a flor de invernadero. Se siguen
queriendo ver las imágenes de aquella película que se movía y no se
quiere saber nada del aparato que las proyectó, lo único que queda e in¬
teresa.

Magia. Ilusión. Ceguera

(Se adhieren como por magia. La química mágica. El adivino mágico.)


Todas las canciones y novelas de amor hablan de magia y en¬
sueño. Es el amor la culminación de lo inexplicable. Siempre se ha
echado mano de mentiras para sostener el amor, se ha rodeado su na¬
cimiento de un aparato fabuloso. Pero tanto esfuerzo obliga a no reco¬
nocer que fue en vano. De ahí surge la necesidad de justificar su con¬
servación.
Para esto se echa mano aún de mayores mentiras y mucho más ne¬
fastas porque tienen lugar en edad adulta, la edad en que debieran tener
su plenitud la responsabilidad y la reflexión. (Es la época en que el
amor ha engendrado no versos sino otros seres vivos a quienes se va a
reflejar en los mismos espejos deformes.)

52
La gran hipocresía de las familias proviene de este mundo de ilu¬
sión, de sueño de felicidad, cristalizado en la época del noviazgo de los
padres. A este respecto no hay nada más pernicioso que el culto a los «¿te
acuerdas?» (matrimonios que van al campo a «pasarlo bien», a rein¬
ventar la propia felicidad). El matrimonio sólo puede servir para ense¬
ñarnos que la felicidad es fugaz. Es la única experiencia positiva del ma¬
trimonio, y de aceptar esa realidad es de donde viene la riqueza.
Pero nadie quiere aceptar eso y se buscan soluciones, evasiones.
Piensan que el mal está en esta o aquella circunstancia, pero no llegan
a las raíces. Nadie quiere mirar al compañero sin pretender influir en él
o sacarle ilusión, sorpresa, admiración o alguna otra cosa así. Y el úni¬
co esfuerzo positivo de la vida en común debía ser el de librar al otro lo
más posible de la propia interferencia y no dejarse a su vez tarar por la
suya, cada cual en la medida que le fuese posible, porque así de verdad
serían dos colaborando. Qué asco eso de «Dos que duermen en el mis¬
mo colchón se vuelven de la misma opinión». Que se vuelvan, pero no
por lo del colchón. No pedir entrar en el otro; y así no se pudre nuestra
persona dentro. Que nos reencuentre cada día vivos, no conservados,
fuera de él. Superar la otra presencia. Si se está debajo se tiene mayor
placer pero fare la legge se logra a base de mayor clarividencia y de sa¬
crificar placer.
Se conciben sólo dos soluciones: o todo almibarado a base de las
mentiras que sea, o tirar de la manta, irse con los errores a otro lado.
Pero hay que aceptar la prueba de vivir en común con los ojos limpios
de telarañas. El amor a otro sólo se concibe como objetivación del otro,
enjaulamiento, posesión.

Curar de raíz. Abrir los ojos

Con la tara del amor hay que contar. Pero lo grave es idealizarla, tomar
todo lo intuitivo, lo espontáneo como bueno. Para mucha gente el amor
(por la idea de cosa mágica inculcada desde la infancia) es un campo
donde no puede interferir el del pensamiento. Por eso en el amor hasta
el ser más razonador claudica, se comporta de modo distinto al que ima¬
gina que sería conveniente para desembrollar la visión de sus problemas.
En el fondo tiene miedo a la situación incómoda que sobrevendría.

Amor chantaje. Posesión en exclusiva

«Te ofrezco mi corazón / a cambio de tu belleza...»


Ha habido un pacto, una compra. Si tú me quitas eso yo te quito lo
otro. Hombre atraído por la belleza, mujer por lo extravertido del hom-

53
bre, por la peligrosidad de su libertad (lo cual cría envidia mala de la
que quiere tarar lo que envidia).
Se le compra esta libertad, lo más digno. Pero él, a cambio, va a go¬
zar en exclusiva de la belleza que lo encantó. Acepta el juego, el trato.
De ahí viene el chantaje. Y además de perderse, limita a la mujer en su
papel de hembra, porque se ve forzado a seguirla incensando para que
la pasión, el engaño no decaiga.
No se puede uno quedar tranquilo pensando: «Esto ya es mío», sino
que, a manera de los grandes capitalistas que arman pleitos para que
nada les sea arrebatado, vigilan el lustre de su posesión y montan su
alerta que no les deja emplear el tiempo sino en la conservación inerte
de lo que debía ser fuente de energía. Así el amor ha venido a ser algo
estático, contra su propia esencia como fuente de movimiento.
«Dadme amor y moveré las montañas.»

Amor-lucha

Se convierte en una lucha, pues, desde que se monta la alerta. Y como


en todas las luchas está uno inmerso en la situación sin entender nada.
El amor como necesidad de dominio. En guardia. Y cuando cesa lo
erótico, la guardia continúa. Todo el amor está teñido por la idea de
defensa. Y una vez desaparecida la pasión que podía confundirnos y ha¬
cernos mirar la lucha como algo telúrico y vigoroso, subyace la sorda lu¬
cha que todo lo mantenía de peor cariz para el más chantajeado, que
puede ser cualquiera de los dos.
Sólo se salva de la lucha el que no la acepta. El que deserta. No se
trata de que el contrario no encuentre enemigo, en cuyo caso se irá a
buscar al enemigo a otra parte (como de hecho les ocurre a los que van
de error en error sin madurar nunca), sino de que se convenza de que
no hay enemigo ni lo debe haber. Que hay que luchar no uno contra
otro (luchas intestinas agotadoras y vanas) sino por terceras cosas para
las cuales juntamos nuestras fuerzas con amor, con atención y claridad.
No se trata, pues, tampoco de dejarse comer por el otro y aguantar¬
se, sino de hacerle sentir al otro que no se está comiendo nada, que eso se
queda para los antropófagos. El que a uno no le humillen depende de
uno. Las mujeres prueban su debilidad en que quieren hacerse respetar
más que nadie. Se circundan de murallas de orgullo. Y nada hay más
tristemente débil que el que dice: «Eso conmigo no lo hace nadie». Tie¬
nen miedo a dejarse avasallar; obran -cuando hacen algo- por represa¬
lias. Y lo que se hace por represalia no vale para nada. ¿Hay algo más
lejos del amor?
La pasión se puede concebir como lucha porque es algo animal. Pero
esto es pasajero y aparte. Hay que dejar caer la pasión como una cásca-

54
ra, y cuando había otras cosas, éstas brillarán. Cuando uno no resiste el
amor sin idea de lucha, es porque tiene miedo. Sólo quiere engaños.
El hombre, cuando se cansa, repite sus errores, busca otra víctima en
vez de asquearle la lucha en sí, la mentira de los procedimientos, el
daño que hace contribuyendo a propagar lo estabilizado.

Amor y libertad

De esto se habla mucho. Pero hasta los que más hablan, en su caso per¬
sonal, claudican. Piden y dan explicaciones.
La mujer coge la libertad por represalias. No porque le guste. ¡No
ama la libertad! Sólo quiere que no la tenga el marido. Es ridículo salir
porque él también sale. Es ridículo imitar, sin deseo. «Claro, ¿y yo en
casa?» Pues si te gusta la casa, ¿por qué no vas a estar en ella? «Es que
no me gusta.» Pues ¿qué te gusta? «No sé.» ¡Ni te importa saberlo,
que es lo grave!
En la medida en que una mujer levanta vallas y prohibiciones, que se
consagra a enchiquerar al hombre, lo enchiquerará momentáneamente,
pero no hará sino afirmar la diferencia entre ellos, el deseo verdadero de
libertad en uno, y el de cazarla y matarla en el otro. La evasión sexual en
la mujer es una represalia inútil, un no haberse salido del mismo campo.
Un repetir siguiendo igualmente distante del deseo de libertad.
Mientras la necesidad de dominio en el hombre sea sólo viril, se¬
xual, no habrá aprovechado tampoco su posible influencia sobre la mu¬
jer. Un hombre que ha engañado a su mujer cree que ha hecho una
hombrada, cuando la única a que debía aspirar era a no claudicar en
nada, a redimirla a ella de ese papel de celadora de horarios, de cos¬
tumbres, a enseñarle a amar una libertad, una soledad, suyas, de ella. En
el hombre es más frecuente saber o intuir estas cosas. No tiene perdón el
que, por no «matar la ilusión», «por no meneallo» y seguir gozando de
una paz podre, las sabe y no las enseña. Una mujer por circunstancias
sociales es más ignorante pero nada adelantará si lo niega, en vez de
dejarse enseñar, con humildad, sin decir «Eso no lo voy a hacer porque
tú lo digas».

Amor y soledad

Hay dos clases de soledad:


A) la interior
B) la física.
La gente vive alterada en total soledad, es decir plenos de compa¬
ñía B y carentes de soledad A. Nadie conquista la soledad A. Gritan. Juntan
vacío con vacío. No quieren estar solos. Se hunden en la compañía B.

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El amor dificulta la soledad por las ataduras que cría. Es el mayor
escape conocido, el mayor espejuelo de compañía. La gente cuanto más
miedo tiene a la soledad física, más se ampara en el amor, infalible pa¬
nacea. La literatura ha respetado durante siglos tal idealización. Con el
amor a otro se pide de ese otro que nos dé todo lo que no tenemos y
ello nos deja cada vez menos libres para conquistarlo por nosotros
mismos. Se exige que llene nuestro vacío. Se cuelga uno del otro para
que nos lleve y nos mueva. ¿Cómo va a fallar lo que, desde niños, he¬
mos visto escrito con letras mayúsculas?
No hay soledad A. No hay pensamiento. Y al fallar -porque falla- a
lo largo de la vida en común le echamos la culpa a la otra persona, sin
pensar (no podemos pensar, carecemos de soledad y libertad para ello)
en que la culpa no es del otro sino de la misma idea errónea del amor.
Y tiramos piedras al otro en vez de tirárselas a las letras mayúsculas que
nos hicieron poner en la infancia a tantos nombres, hasta romper esas
letras de una vez.
Vivir en común debía ser no pedir al otro que llene nuestro vacío
sino ayudarle a encontrar su soledad, no estarle tendiendo continua¬
mente la mano.

El rábano por las hojas

Dicen: es que «naturalmente» una mujer sola se aburre. (El matrimonio


se lo ha dicho todo, él se va a la tertulia y, «claro», ella sola se aburre.)
El hecho de que una mujer sola se aburra estando sola, lo cual es muy
cierto, no justifica el de que parezca inevitable y comprensible. Las so¬
luciones que se buscan no hacen sino partir de un estado de cosas que
se admite.
¿La mujer sola se aburre? Vamos a buscarle juguetes, diversiones.
Así se hacen siempre las cosas: búsqueda de remedios. En lugar de
decir: «¿Es lógico que una mujer estando sola se tenga que aburrir forzo¬
samente?»^ caso de que la contestación sea ¡No!, entonces preguntar¬
se: «¿Por qué pasará eso de que la mujer estando sola se aburra más que
el hombre?». Y por ahí, de pregunta en pregunta es por donde única¬
mente podremos llegar a analizar una situación que no tiene por qué
ser dada como punto de partida inalterable.
El simple hecho de hablar. Una mujer al hablar no trasciende la si¬
tuación que la angustia: se enfanga más en ella. El hablar es consuelo
momentáneo para una mujer, pocas veces una ventana por donde mi¬
rar fuera. A la mujer no le gustan las tertulias. Al hombre sí. Un hom¬
bre que sale de casa disgustado va a hablar con los amigos de otra cosa
(aunque el tema sea de tan baja estofa como el fútbol). La mujer va a
prolongar los motivos de su disgusto, a ahondar en ellos, va a «co¬
mentar» con las amigas comprensivas, raza horrible que debería des-

56
aparecer de la faz de la tierra. Nunca quiere -generosamente- olvidar¬
se de sí misma dándose a otro tema, fundiéndose en el interés por otra
conversación, asomándose a una ventana. El cuarto caliente en que su¬
fre, en que está, su intimidad se lo lleva puesto por doquiera, como la
tortuga su cáscara. Viaja inmersa en el baño caliente de su intimidad, y
no se asoma a nada. No sabe nada de lo que hay fuera ni maldito lo
que le importa.
Ahora bien, este apego a las propias sensaciones, característica co¬
mún hasta cierta edad con los hombres, llega a convertirse en enferme¬
dad precisamente por el hecho de que al encontrar al hombre, al amor,
le llega este tesoro, y en el legado que hace de él al otro surge el drama,
como veremos. Con él le lega todo lo que tenía. Se da a sí misma con el
legado que el hombre recoge. Que lo guarde celosamente, o que le sea
indiferente, son dos alternativas casi iguales. En el primer caso ella se
aburrirá (se le ha secado la fuente, el tema); en el segundo se pondrá a
sufrir (criará mayor preocupación aún, mayor apego a las propias sen¬
saciones). Pero lo grave es que no puede pensar en otra cosa.
El hombre normalmente tiene otros amigos con los que habla de co¬
sas no íntimas. Al menos ha contrastado los dos mundos. Si su intimi¬
dad resulta herida, quebrada, esto le suele servir para endurecerse y ha¬
cerse adulto, para criar escepticismo sobre los mitos del amor. A la
mujer difícilmente un desengaño amoroso le vale para volverse escépti¬
ca sino aún más forofa de los sentimientos. Se idealiza a sí misma, se
siente incomprendida. Y de ahí viene el semillero de complejos.
La compasión ya pone algo que repugna al amor. En cambio, la «no
clasificación», el desconcierto, lo mantiene posible. El no saberse de me¬
moria cómo va a reaccionar el otro.

El amor, juego serio

Se sabe muy bien que si el otro no entra en el juego, no acepta, no hay


nada que hacer. Por eso, aun cuando (una vez ambos dentro de él) se di¬
cen cosas que parecen absolutas, se sabe que son relativas a la entrada
en esa situación (la cual entrada ha sido condicionada por circunstan¬
cias casuales). La prueba está en que cualquier otra circunstancia exter¬
na puede dar por canceladas y rotas las «verdades» definitivas, simple¬
mente con ponerlas de manifiesto en su debilidad y «no seriedad». Lo
que menos tolera un enamorado es que «le pongan en ridículo», lo cual
quiere decir que le recuerden que está jugando. Y sin embargo la serie¬
dad de este juego nos hiere y esclaviza para toda la vida. Son cosas evi¬
dentes. Hay que ser aguafiestas cuando los juegos hacen tanto daño.

57
Amor, juego secreto

(Por eso, cuando el jugar llega a ser conocido por todos, cuando se
sabe que todos pueden imaginar con qué límites se han de tropezar
cada noche los éxtasis de un matrimonio ya habituado, desaparece el
mayor aliciente. Más que aburrirse o no uno mismo, es que deje de ser
secreto.)

Amor y novedad

El amor es la válvula de la cual se esperan cosas extraordinarias, reno¬


vación, curación de todos los males imaginarios. Lo que menos se tole¬
ra es verlo reducido, como se ve en el matrimonio, a límites realmente
mencionables, que llegue a ser un juego que se sabe uno de memoria.
Pero insisto, no se suele uno aburrir del juego (del que se sigue espe¬
rando siempre plenitud) sino del jugador que juega con uno.

La seriedad y la broma

(La gente que se toma la vida en serio y, al no ser capaces de asomar la


cabeza fuera de su propio juego, están viviendo mucho más de mentira,
mucho más dentro de la convención que los que, de pronto, saben
arrancar a reír, a dudar de todo aquello, a echar los pies por alto y des¬
baratarlo alegre o desesperadamente.)
En el amor se ha perdido su idea esencial de juego, y esto contradi¬
ce su esencia, lo hace absurdo y monstruoso. Se ha llegado a considerar
como cosa ordinaria y plenamente válida. Ordinario no deja de serlo
porque pase todos los días y a todas horas sino porque es «algo aparte
de la vida», un estado de diversión, de excitación, aparte de cosas que
exigen (o debían exigir) más atención y requerirían el concurso del pen¬
samiento.
Los niños rechazan los juegos que no son los suyos. Las formas de
cortesía no se las creen, les avergüenzan. Uno detecta y rechaza los jue¬
gos de los otros, en los que no está iniciado o no lo quiere estar. «Dar¬
se el aire de» (la niña lo ha detectado con respecto a los curas y a las se¬
ñoritas); «¡Cuidado que te da juego!»: sentido de cundir, ocupar tiempo
de la vida.

58
Juglaría

El amor en las canciones es el objeto del juego, el tema preferido. Aún


hoy pasa lo mismo. Es la materia más lábil y atractiva, más escapadiza,
gratuita y misteriosa.
Pero lo grave es que este «escape de lo cotidiano» ahora se cotidia-
niza, se hace savia del actuar y el pensar (piénsese en la desmesurada in¬
fluencia de las canciones de Paul Anka o de una película de amor sobre
las mentes juveniles, que son las llamadas a mantener o rechazar un es¬
tado de cosas). Es decir se desea establecer, hacer fijo, ley, un terreno os¬
cilante, ilusorio, plagado de imprecisiones y fantasmas. Se quiere tener
la ilusión en casa, en los hijos, en el quehacer, se trasplanta la canción
a la vida, se quiere injertar en ella. Se hace alimento, necesidad, lo que
era gratuito.
La introducción, el camino que conduce al amor es lo que entra en
la categoría de juego. Quitado esto, el amor como juego se agosta y de¬
saparece.
Carácter lúdico de las palabras injuriosas. Si se dijese: «no se puede
tomar a mal ninguna palabra» el otro no se ofendería porque eran reglas
del juego. De hecho de los que se pican se dice que «no saben jugar»,
que tienen mal perder. Pero mujer, si es un juego. Los que se toman los
juegos demasiado en serio -vuelvo a insistir- son precisamente los que
están peor dotados para jugar, porque olvidan la esencial condición de
juego, la relatividad del mismo.
Si una mujer dijera a un hombre: «Llagárnoslo exactamente igual
que si me lo creyera, pero no me creo nada», el otro seguramente se
ofendería y no querría jugar. Esto es ser aguafiestas: decirlo. El simple
hecho de decirlo. A esto se llama mentir: «¿Entonces no me quieres?,
¿me mientes?». En cambio la hipocresía es admitida y fomentada pues
no hay nadie que no tenga, al menos de cuando en cuando, barlumes
que le hagan comprender o sospechar que el otro en algún momento
sabe que es juego y que el otro sabe que él lo sabe. «Aunque sé que es
mentira, juguemos.» Decir esto es lo que no se admite. Dirían: «Si te
parece que es mentira, ¿por qué juegas? Me estás engañando». «¡Anda!
Y tú a mí. Y todos a todos. ¿Hay quien diga la verdad, quien no se re¬
serve algo?»

59
El amor y el pretexto

Hay que inventarse un pretexto para huir, para salirse de una situación.
Si no se encuentra, no es válido salirse. No se admite que se diga: «Me
he cansado y me voy». A esto se llama cinismo. Hay que complicarlo
más (por ejemplo callando y dando al otro lugar a incertidumbre en la
interpretación, lo cual aumenta la zozobra y mantiene dentro de los su¬
puestos mágicos del juego).
(«Se enmascara bajo el derecho reconocido y no ofrece ocasión a
guerras de juego. Pero el juego subsiste».) Igual pasa en el amor. «Por¬
que reconocer que obran sin necesidad produce en los hombres insu¬
perable vergüenza...»
La gente sólo quiere jugar a juegos muy sabios y que por eso (para
ellos) no lo son ya. Han perdido su cariz de riesgo y albedrío, de ser
guiados por el inventor. La gente frívola es según el parecer la que no se
toma en serio la vida. Pero esto no es verdad: se toman terriblemente en
serio las diversiones y su propia postura frívola a la cual guardan fideli¬
dad. En muy pocos casos una mujer frívola que va a la modista y se ca¬
brea por un cuello mal planchado recuerda que está jugando.

■*« #

Es muy curioso el hecho de cómo La Codorniz se ha hecho furiosamen¬


te de derechas en 15 o 20 años.

Sobre las situaciones de violencia

En un taxi nos callamos sin sentir violencia. No así en autoestop. Uno


pocas veces se libera de la efectiva presencia de otro, sin comprender
que el otro sólo está pendiente de nosotros en cuanto que nos sabe pen¬
dientes de él.
* * *

Hay palabras límite que nos ponen como piedras contenedoras al llegar
cierto momento, piedras tabú inatacables. «No, hombre. Pero es que eso
ya es inmoral» o «inhumano», o «burgués», y éstas (que son las más sa¬
gradas) son también las más confusas y atacables, las que quieren decir
menos y tienen la culpa de todo, de que no corra el río de la indigna¬
ción. Sobre estos conceptos sagrados -orden, moralidad, humanidad-
hay que aplicar sin miedo la lupa cruelmente, más que sobre ninguno.

* * *

60
A todos se nos ha ocurrido pensar alguna vez de alguna cosa que es ad¬
mitida por una particular convención (p. ej.: los trajes de época en una
obra de teatro), al notar que los espectadores entran en situación y no
se ríen: «¿Y si ese señor saliera así por la plaza de Santa Ana?». Es de¬
cir, se necesita que una cosa llame de un modo especial la atención para
que se desaten nuestras críticas o nuestra risa. De lo reconocido o re¬
frendado por cualquier circunstancia o moda no nos reímos nunca ni
meditamos o paramos mientes sobre ello.
Es muy curioso que la mayor parte de las indignaciones femeninas
y el mayor motivo de su hueca risa están producidas por el ir contra la
moda, por el ir «hecho una facha». Estas mismas mujeres que abrazan
con ciego fanatismo el rito del pelo cardado y que se atreven a tener
dignidad en sus miradas de reojo en los espejos sólo porque otras mu¬
jeres lo llevan enmarañado de la misma manera.
Dijo la Torcí: «Y si pasara eso de hablar por teléfono y verle al otro
la cara sería muy moderno».

* * *

Apartar. Reducir todo a casos particulares. Aislarlos. No relacionar. Un


sastre mata a sus cinco hijos y los va enseñando uno por uno degolla¬
dos al balcón y ante un espectáculo tan extraordinario y espantoso la
gente sólo sabe emitir juicios hacia la persona concreta de ese sastre, ta¬
chando de anómalo y enfermo su proceder. Nadie piensa en su función
social de mensajero, en que eso es presagio de que el mundo se con¬
mueve en sus cimientos, nadie ve en ello síntomas del mal latente y
amordazado por doquiera. ¿Qué más da que ese hombre tuviera o no
tuviera motivos personales? ¿No es suficientemente aterrador este acon¬
tecimiento en sí como para hacernos suponer que algo de tal magnitud
no puede existir sin tener raíces en alguna parte, mucho más hondas y
reveladoras que la de una mera desgracia familiar? Razones de las co¬
rrientes, ¿cómo va a tener un hecho así? Pero tiene otras... Es otro ran¬
go de episodio.
Nadie quiere oír a los heraldos que de vez en cuando se escapan a
anunciar las catástrofes. Inmediatamente se contrarresta con alguna in¬
terpretación tranquilizadora el estruendo evidente que su llegada pro¬
dujo. No quiere uno asimilar las voces del suicida, mirar hacia donde
nos señalaba.
Es muy curioso que cuando un tren descarrila y mueren trágica¬
mente cientos de personas, se dice «era la voluntad de Dios». Porque
Dios puede mover un tren y empujarlo por el barranco. Pero no puede
mover a un hombre a matar. Por eso se dice: «Ese hombre estaría loco».
El caso es buscar explicación para todo. ¿Por qué Dios permitió que ese
hombre se volviera loco? Si Dios ha permitido un espectáculo como el

61
de la calle Mayor, ¿no tendrá algún motivo su permiso? Si de Dios se
echa mano para aclarar los enigmas no es justo que en el caso de caos
y desconcierto no pensemos así: «Dios pretende mostrar que existen el
caos y el desconcierto. Llamarnos la atención sobre ellos. Quiere que
ese hombre sacrifique a sus hijos. Le manda matarlos». O sea: «Ese
hombre mata porque se lo manda Dios». Oír decir estas palabras, sin
embargo, escandalizaría muchísimo. Estaba poseído de una fuerza so¬
brenatural cuando mató a sus hijos, sí señora, eso era lo que le movía.
Una fuerza sobrenatural, un soplo divino. Ha querido dar un ejemplo,
sacrificar lo que en más tenía. «Detente Abraham, no mates a tu hijo
Isaac.» Pero este pobre sastre no oyó esa voz. No señora. Usted que tan¬
to se escandaliza, ¿no cree en Dios? Pues Dios podía haberle dado una
voz para detenerle. Y no se la dio. Dios quiso que ese hombre matara a
sus cinco hijos y a su mujer. ¿Y no dice usted que los designios de Dios
siempre son justos? No hay peor sordo que el que no quiere oír. ¿Para
qué paliar el espanto? Dios quiere el espanto, sí señora. Quiere ejem¬
plos, escarmientos de espanto, inesperadamente como granadas que es¬
tallan donde menos se piensa. ¿Qué me dice ahora? ¿Le siguen impor¬
tando tanto como antes los motivos privados de ese sastre? Fue un
instrumento de Dios, señora, óigalo de una vez, de Dios, que quiere y
fomenta el espanto y que por eso manda asomar a un hombre al balcón
con sus cinco hijos recién degollados para ver si al fin se conmueven las
piedras y los sordos oyen y los ciegos ven. Para ver si los hombres se re¬
tiran de una vez a buscar en todo lo que hacen y dicen la relación con
tanto, tantísimo espanto. Eso, señora, caso de que Dios entre en seme¬
jantes danzas. Pero es que usted ha dicho que en otras interviene y no
va usted a eximirle de éstas porque sean incomprensibles para su pobre
mente de dos reales. «Si Dios existiera», dicen algunos, «no permitiría
este espanto.» Y yo pienso, al contrario: «Si hay algo sobrenatural son
estas llamadas al espanto». Para mí —religioso— serían la mayor prueba
de la existencia de Dios.
Dios consolador, dulzarrón. Lo han afeminado. Afeminan todo. ¿Y
el Dios terrible, fulminante, el de las plagas y las pestes, el del espanto?
No se puede uno encoger de hombros y decir: «Él sabrá por qué lo
hace». No. Nos lo está señalando. Con el espanto sólo le pueden a uno
mandar espantarse, pensar sobre él.
La guerra parece justificable porque no suele depender de la deci¬
sión de un solo hombre. No hay a quién echarle la culpa y entonces se
piensa -a veces- en los misteriosos designios de Dios que permite tales
calamidades. ¿Por qué estos misteriosos designios no han de presidir
también la conducta del sastre de la calle Mayor, mucho más escalo¬
friante e incomprensible? ¿Por qué ha de aislarse su proceder, conde¬
nado en sí mismo como el de un leproso, como si no estuviera en¬
granado en lo divino y lo humano, como si no tuviera relación con nada?

62
La señora de azul del metro

No se sabe hasta qué punto es uno falso cuando dice tener interés por el
próximo oprimido. Se usa muchas veces esta afirmación como trampo¬
lín para la propia actividad. Lo de que esa señora coma mejor o tenga te¬
levisión -incluso en los que ven eso como un mejoramiento de la condi¬
ción humana—, creo que interesa sólo como tranquilidad de la propia
conciencia para poder poseer este aparato uno mismo en paz de espíri¬
tu y fumándose buenos puros. En este sentido debe rechazarse por poco
sincero todo intento de reforma social. La conciencia intranquila tiene
de bueno la posibilidad —aunque remota— de no caer en la total inercia
y de reflexionar de verdad sobre uno mismo, sobre los motivos oscuros
del propio descontento, que se suelen justificar hipócritamente, sin que¬
rer perseguirlos, agarrándose a las explicaciones más expeditivas y có¬
modas para acallar esas voces intemas de malestar que nos molestan.
La gente que de estar quieta y en paz no va a saber sacar nada, sa¬
luda como bueno cualquier cambio.

* *

Después de cada viaje hay un tiempo de paz que no se aprovecha. No


se puede hacer nada hasta que la llamada de un nuevo sitio nos vacíe
las emociones anteriores, superponiendo paisajes y costumbres nuevas.
(Una de las funciones del contar.) La gente cuenta cosas de sus vera¬
neos. Fuimos a tal sitio, a tal otro. Da fechas. Se asegura con las fechas,
para creerse que de verdad estuvo en esos sitios, que no lo soñó. (Otra
es fingir.)
* # *

Destapar, a través de la creciente (y aparentemente inexplicable) ina¬


daptación del personaje al mundo establecido, una mínima parte de la
cormpción de ese mundo, que justifica la locura. Se trata de poner en
claro algunos motivos que objetivamente pueden ser causa de locura. El
personaje es inventado. Puede parecer mentira. Pero las cosas que dice
y piensa se pretende -tal vez mucha pretensión- que son verdad. Verdad
las locuras y motivos de amargura. Un mundo verdaderamente en crisis.
«En cuanto que estos hechos privados tejen el proceso que me ha
traído a mirar y entender las cosas de una determinada manera.»

* * *

63
¡Con la ilusión que me hacía!
Hacerle a uno ilusión.
Hacerse uno ilusiones.

La primera frase es respetada, comprensible y justificable para cual¬


quiera. Sin ilusión, qué trabajo vas a hacer. «No tengo ilusión por nada.»
«He perdido la ilusión.» Es casi un órgano físico. Como haber perdido la
vista. Y todos compadecen y se conduelen del que ha perdido tal órgano.
En cambio, las ilusiones ¿por qué son otra cosa? «La tonta fuiste tú por¬
que te hiciste ilusiones.»

Matrimonio

En qué ha venido a convertirse actualmente. Testimonio de distintos


países e influencias entre unos y otros. Pasar la mirada alrededor.
El espíritu del matrimonio está arraigado por mucho que en mo¬
mentos de evolución, como pueda parecer el actual, adopte modalida¬
des diferentes. El temor de ser un hombre engañado es tan fuerte que
sólo se explica con siglos y siglos de historia y de tradición. En sí podría
haber dejado de tener significado ese sufrimiento y sin embargo lo tie¬
ne aún para los hombres avanzados de ideas. Ser cabrón consentido es
abyecto, imperdonable. Revísese esto en Lope y otros autores.
El ir suprimiendo algo la ceremonia es tal vez un primer paso. Boda.
Banquete. Fotos de boda. La gente menos evolucionada y por ende más
apegada a la tradición, es aún incapaz de prescindir de estas mágicas
contraseñas, como si con ellas se confiara a atarse de pies y manos a
algo que de otro modo se podría olvidar y borrar. El retrato de boda
preside todos los hogares, quiere que no se olvide aquel día. Tótem.
Conocer a las familias (otra cosa en crisis). La literatura está llena de
este deseo de que la propia prometida impresione favorablemente a los
padres.

Fustel de Coulanges, La ciudad antigua

Es posible que el recrudecimiento de la divinización del hogar en su sen¬


tido negativo (siglo xx, televisiones, etc.) venga de la paulatina pérdida
del sentido religioso. Dice F. de Coulanges: «El hombre amaba entonces
su casa como hoy ama su iglesia». Hoy vuelve a amar la casa como un
templo, el templo de su individualismo. Cada vez es menos llamado a
pensar en los demás dentro de su propia casa. A la iglesia se puede ir
a orar por los demás, es salir. Pero ahora hasta los amigos vienen a dar¬
le brillo a uno, a reafirmarlo como diosecillo indiscutible.
Pero lo trágico es que ahora, como uno cambia de lugar (viajes, et¬
cétera) cree que no lleva a cuestas esa sumisión al dios del hogar, con

64
la que por lo menos los antiguos contaban como con algo indiscutible.
Creemos los de ahora que estamos libres de tales mitos y no nos ocu¬
pamos de ponernos en guardia contra su corrupción, más solapada y
demoledora.
«La urbe» Ciudad y urbe no eran palabras sinónimas entre los anti¬
guos. No se puede pensar que las ciudades actuales respondan al patrón
de las antiguas. Hay una diferencia absoluta, radicante en lo religioso.
Tienen una razón de ser ontológica y total.
«A medida que iban mejorando, sentían más amargamente lo que
les quedaba de desigualdad.» Igual pasa con las mujeres de hoy aparen¬
temente emancipadas. Hay sin duda, en todas las evoluciones de este
tipo, un período de descontento en el cual se da una clara contradicción
y, digamos, ambivalencia. No saben aún lo que quieren o podrían hacer
con su independencia. Están atadas a su condición histórica, a la dul¬
zura morbosa de ser mandadas y sin una mano que las dirija son mo¬
nigotes aún incapaces de luchar contra su condición, o al menos de lu¬
char de un modo profundo, verdadero, desde dentro de ellas mismas.

La revolución desde dentro

Actualmente se ve la tendencia a los abortos. Una mujer -creo yo en


cambio- sólo puede ser realmente libre aplicando a su condición y me¬
nester la inteligencia. Los hijos no han de ser entregados a quien no
piense rectamente y no se preocupe de los problemas que los acechan.

El sexo

Lo malo de las cosas es tomarles confianza, acercarlas demasiado. Si


algo había de bueno en la idea mágica del amor era que, aunque equi¬
vocadamente, se intuía plagada de atolladeros. Pero reducida al sexo se
le pierde miedo. Y eso es grave. ¡Como si conocer fuera meterse de hoz
y coz en las cosas!

* •*< *

Es urgente que la mujer se haga más masculina en el sentido de abierta,


interesada -pero sin salir de lo suyo-, es decir que pierda su especifici¬
dad, no por dedicarse a otras funciones que siga tiñendo odiosamente
de su femineidad, sino aplicando a las suyas tradicionales criterios más
válidos. De la misma manera el hombre debe perder su machismo no
en el sentido de volverse un calzonazos que no levante cabeza, sino en
el de participar como padre en casa, llevando a todo su espíritu cuando

65
sea el más fuerte, pero no por la fuerza bruta sino por la inteligencia y
colaboración.
¿Será inevitable la guerra entre hombre y mujer? ¿Por qué? En la
historia -veo- sólo se pasa por épocas de vasallaje del hombre, o al re¬
vés. No hay alternativa. ¿Cómo, con los avances de la mentalidad ac¬
tual, no se destierra, es imposible descastar ese espíritu de lucha? Por
una parte, sería ideal la colaboración inteligente dentro de la estructura
matrimonial, pero por otra los supuestos de esta misma estructura con
sus prohibiciones y limitaciones agrian toda recta intención favorecien¬
do los rencores y complacencias narcisistas, y favorecen el espíritu
de venganza. Una vez más se impone el arreglo desde dentro no desde
fuera.
Ahora la mujer que se dice moderna sigue, empero, con sus taras y
cuando se ha de agarrar a algo seguro, se agarra a la casa, la esgrime
como arma de defensa, creyendo haberlo mudado todo por simples
transformaciones exteriores (cuadros, picús) que podrían desorientar a
los muy ingenuos. Pero el sentido de defenderse en la tradición, atrin¬
cherándose en lo que juzga más suyo, es evidente.

Sexo

Tal vez -lo admito- puede servir como síntoma, como piedras tiradas a
un determinado estado de cosas, pero ¿no bastará ya? ¿No se habrá
convertido en categoría admitida por el público esnob pasivamente?
Además, la gente que va al teatro se divide:
A) en la que cree que esas cosas pasan como en un mundo marcia¬
no, y las aceptan por seguir una moda, a regañadientes;
B) las que están seguras de que el mundo se rige por el sexo y con¬
tribuyen solapadamente a tal tiranía.
Pero estas obras afirman una inercia, no dan ganas de revolver a ver
si se encuentra algún cáncer en ese revoltijo.

* * *

Yo digo que lo malo son las taras psicológicas que ha dejado la familia
en la mujer y en el hombre -celos, recelos, etc-, que no se pueden des¬
truir de un plumazo. Porque, si no se cuenta con ellas, se enmascaran
soterradamente adoptando formas aún más tiránicas e incombatibles.
Lo malo de las ligas de mujeres es que no parece evitable que haya en
ellas algo de «lucha contra el enemigo común».

* * *

66
Parece evidente que en nuestro tiempo el ingrediente de lo sexual ha to¬
mado un lugar preponderante en la vida y en la literatura. Pero digamos
en qué sentido.
Hay una extraña confusión de terrenos entre lo intelectual y lo se¬
xual, un continuo coger el rábano por las hojas. Vamos a ver por qué
digo esto. Comoquiera que el amor concebido a la antigua ha venido a
menospreciarse como estilo, parece muy revolucionario lanzar moldes
distintos. Así por ejemplo una mujer, al arrancar de su horizonte deter¬
minadas formas de llegada a lo sexual, al declararse a sí misma y a los
que la rodean, rompedora de prejuicios, cree haber llegado en triunfo a
algún lugar.
En los medios intelectuales esto se confunde con la inteligencia. Esta
abertura, rebelión, rotura con las formas que en todo caso —si se tratara
de una liberación verdadera (y luego volveré sobre esto)- podría repre¬
sentar el camino para dedicarse a actividades más nobles, no suele ser
en la mayoría de los casos sino una manifestación de personalidad. Un
valorarse en contra de la corriente, un reclamar la atención sobre la pro¬
pia persona.
Las jovencitas del romanticismo tomaban vinagre porque su palidez
atraía la compasión y ternura de los hombres, conformados por los es-
lóganes de los poetas. La ternura era entonces el vehículo del amor y
quien acertaba más sabiamente a despertarla había entrado de lleno en
ese juego casi religioso del apasionamiento a la moda que ahora nos pa¬
rece ridículo y convencional. Pero no mucho menos esclavas de las con¬
venciones resultan ser las gentes de ahora, aunque estas convenciones
por ser nuevas a casi nadie se lo parezcan todavía. Me refiero sobre todo
a esto: ¿de qué ha triunfado, en qué se ha apartado de las ataduras del
amor uno que ha idealizado el sexo?
Las mujeres de ahora, que presumen de no dar importancia al amor,
yo creo que se la dan más que nunca. Continuamente me encuentro con
gentes autoengañadas a este respecto. Por eso hablaba al principio de
confusión. Una muchacha de las que se dicen sin prejuicios, si rompiera
con esos prejuicios por deseo de llegar a entender alguna cosa, se levan¬
taría más de su limitación que cuando lo hace por puro deseo de llamar
la atención del hombre proponiéndose como mercancía más a la moda,
más apetecible. Esta es la base del descontento imperante por doquiera.
Me indigna muchísimo cuando oigo decir que la entrega al sexo es
una liberación. Decir esto es un no ver más allá de las propias narices.
La entrega al sexo cría los mismos vicios y atolladeros psicológicos que
la entrega al amor criaba. Mientras no se vea el sexo como relativo y ac¬
cesorio -y el imperio a que llega es alarmante- no podremos decir estar
fuera de él.
* * *

67
La Torcí: «Le echan un pintarrajo y pesquen lo que pesquen, da igual».

T. Veblen, Teoría de la clase ociosa

La mujer «dueña de casa» no evita las apariencias de trabajo sino que las
hincha, precisamente cuando a menos le han ido quedando reducidas,
pero el prescindir de este derecho a ser valorada mediante lo que se ha
establecido como el cumplimiento de su condición, daría al traste con
su condición misma. Pocas veces te dice una mujer que en la casa no
hay que hacer casi nada, como es la verdad. (Cuánto tiempo perdido en
quejarse. Y el quejarse produce desorden, derrota, anulación.)
Ocio vicario. Ocupaciones útiles como método de atribuir al amo o
a la casa una reputación pecuniaria fundándose en que se gasta en ella
una cantidad notoria de tiempo y esfuerzo.
El apartarse de la mentalidad de ocio-vicario representaría para una
mujer la verdadera liberación de estos trabajos, ya que -al penetrar la
trampa que hay bajo su implantamiento- los cumpliría abreviándolos y
sin ser esclava de ellos, es decir libremente, como algo que se podría de¬
jar de hacer, algo bastante indiferente.
Cuando la mujer coge poderío se agarra al consumo ostensible
como revancha, funda en ello su fuerza y esencia, más que el hombre.
Más debe considerarse como una cosa a la mujer que se «cubre de bri¬
llantes de la cabeza a los pies» que a la que se da sólo lo necesario para
su sustento. Y esto es lo grave, que la gente no lo cree así. Que sólo se
conoce esa vía de aparente liberación para la mujer, cubrirla de joyas,
hacerla juguete de lujo.
El ocio ostensible tiene que decaer -digo yo- porque la furia para
buscar dinero, para entregarlo al consumo ostensible condena al hom¬
bre moderno a una actividad sin límites, de la que -disiento de Veblen-
no se considera avergonzado. Frases como «estoy agobiado de trabajo»
me parecen evidentes portavoces, emblemas de reputación ante los
demás.

68
CUADERNO 2

El Cuaderno de todo n.° 2 es, igual que su antecesor,


un bloc de anillas cuadriculado, pero de tapas azules y marca Alazán.
Como se dice en la contraportada, está destinado a apuntes de libros,
de los que aquí se ofrece una selección. Las lecturas componen una
trayectoria muy amplia y articulada (Max Weber, Georg Simmel,
Wilhelm Wundt, Joseph Campbell, Denis de Rougemont, Erich Fromm,
Evelyne Sullerot, Friedrich Engels y Simone de Beauvoir), en la que
se destacan intereses histórico-antropológicos y reflexiones sobre
la condición femenina. El cuaderno no lleva ninguna fecha.

69
'
Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo

E l calvinismo obliga a confinarse en una moral de triunfo. La única


solución es sentirse elegido. Pero imagínense los tormentos psicoló¬
gicos que llevaría consigo el desfallecimiento en tal creencia, para la que
no había apoyo posible en indicios ciertos. Así se favorecía el luchar
contra viento y marea para alcanzar por medio del trabajo la seguridad
interior.
Esto a mi modo de ver es el nacimiento de la angustia e incertidum¬
bre modernas: el negarse a aceptar lo oscuro, al desprenderse de ese
yugo* pero conservando el espejo del triunfo que habría que alcanzar
por otras vías. «Tú lucha como si fueras elegido.» «Pero ¿y si no lo soy?»
«¡Nada! ¡Tú adelante, como si lo fueras!» (algo que ver con el heroísmo
a la fuerza). La desesperación viene de que nos han presentado como
únicamente deseable y hermoso lo que no se sabe si se va a poder al¬
canzar o no. O se sale uno del juego, o dentro de él yo no comprendo
cómo se resistirá. Pero mientras salirse se considerara -o te hicieran con¬
siderar los demás- como deserción, supongo que los tormentos interio¬
res se acrecentarían.
El individuo se convierte por una parte en quien lo puede todo (su¬
perar temores, olvidar su patética condición, no sucumbir) y por otra
parte en quien no puede nada ya que -haga lo que haga- su destino está
marcado de antemano. Así que lo que cree que puede o que hace son
juegos, enredos para no desfallecer en la contemplación de su estado
angustioso, en cierta manera evasiones de una realidad demasiado ago¬
biante. «Las obras buenas son un medio técnico no para alcanzar la
bienaventuranza, sino para desprenderse de la angustia por la biena¬
venturanza.» En el fondo se fomenta el no pensar, el no dudar.
«Al renunciar al mundo, el ascetismo cristiano, que al principio huía
del mundo y se refugiaba en la soledad, había logrado dominar el mun¬
do desde los claustros; pero quedaba intacto su carácter naturalmente

71
despreocupado de la vida en el mundo. Ahora se produce el fenómeno
contrario: se lanza al mercado de la vida, cierra las puertas de los claus¬
tros y se dedica a impregnar con su método esa vida, a la que transfor¬
ma en vida racional en el mundo, pero no de este mundo ni para este
mundo.»
Richard Baxter, Eterna paz del santo (Saint’s everlasting rest, 1650).
Reprobable el descanso en la riqueza: «quien quisiera descansar perpe¬
tuamente en el “albergue” que Dios le da en posesión, ofendería a Dios
aun en esta vida. Casi siempre, el descanso en la riqueza adquirida es
precursor de la ruina. Si tuviésemos todo cuanto pudiéramos tener en el
mundo, ¿sería todo lo que esperábamos tener? En la tierra nunca se
dará un estado de ánimo en el que nada se desee, porque, por voluntad
divina, no debe ser».
John Wesley: «Yo temo: donde la riqueza aumenta, la religión dis¬
minuye en medida idéntica; no veo, pues, cómo sea posible, de acuer¬
do con la naturaleza de las cosas, una larga duración de cada nuevo
despertar de la religiosidad verdadera. Pues, necesariamente, la reli¬
gión produce laboriosidad (industry) y sobriedad (frugality), las cua¬
les son, a su vez, causa de riqueza. Pero una vez que esta riqueza au¬
menta, aumentan con ella la soberbia, la pasión y el amor al mundo en
todas sus formas. ¿Cómo ha de ser, pues, posible que pueda durar mu¬
cho el metodismo, que es una religión del corazón, aun cuando ahora
la veamos crecer como un árbol frondoso? Los metodistas son en to¬
das partes laboriosos y ahorrativos; de consiguiente, aumenta su ri¬
queza en bienes materiales. Por lo mismo crece en ellos la soberbia, la
pasión, todos los antojos del mundo y de la carne, el orgullo de vivir.
Subsiste la forma de la religión, pero su espíritu se va secando paulati¬
namente. ¿No habrá algún camino que impida esta continua decaden¬
cia de la pura religiosidad? No podemos impedir a la gente que sea la¬
boriosa y ahorrativa. Tenemos que advertir a todos los cristianos que
están en la obligación y el derecho de ganar cuanto puedan y de aho¬
rrar lo que puedan; es decir que pueden y deben enriquecerse». (A pe¬
sar de las malas consecuencias evidentes, el imperativo categórico pu¬
ritano de trabajar y enriquecerse es demasiado fuerte en Wesley,
incapaz de sustraerse a su tiranía.)

Georg Simmel, Cultura femenina

«No hay duda que la pura objetividad, el realismo puro trae consigo
(por ejemplo en economía) cierta dureza y desconsideración, que acaso
no tendrían cabida en una conducta más personal, más sentimental.
Pero la dulcificación de las costumbres no se debe a ese personalismo
sino más bien a los desarrollos puramente objetivos del espíritu, que re¬
presentan justamente el aspecto varonil de la cultura.»

72
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LA CASA. Es muy curioso, y siempre me ha llamado la atención, que
una mujer acepte sin desdoro y hasta con un cierto entusiasmo inicial la
idea de ir a cumplir fuera de casa -y esmerarse en ellas- tareas que aban¬
dona o repudia en el propio hogar.
Esto responde a un deseo de valoración. Y el sentirse valorada una
mujer tiene gran relación con la independencia económica. Hasta qué
punto son un círculo vicioso estos trabajos se demostraría con el ejem¬
plo extremo de una mujer que ganase mil quinientas pesetas yendo a
cuidar niños y abandonase los propios en manos de una criada a la cual
pagase esa cantidad. (Pero para sentir aliciente en el cuidado de los pro¬
pios niños tendría que sentirse admirada o valorada por el varón que
viese en esas tareas algo importante. Una mujer siempre está con su ma¬
rido como con el profesor que le tiene que poner la nota. Y la moneda
que trae la mujer a casa cuidando niños fuera la puede poner junto a la que
trae él de su trabajo, sin comprender que no se trata de este tipo de emu¬
laciones comparativas, sino de un interés verdadero por hacer bien lo
que se está haciendo.)

Filosofía de la coquetería
La coquetería tiene que ver con el «darse a valer». La mayoría de las
mujeres son conscientes de que con la posesión se acaba el incentivo.
De ahí derivan los métodos de guardarse hasta después de haber pasa¬
do por el altar.
Por lo menos estos esquemas antiguos tenían de cierto lo que de
brutal. Pero por desgracia la tendencia actual de un aparente «no dar¬
se a valer» viene a ser paradójicamente un valorarse y afirmarse en el
derecho y la fidelidad al sexo como reinante absoluto. Y mientras
el sexo siga produciendo hastío, lo cual indefectible y afortunada¬
mente siempre pasará, será cada vez más erróneo intentar estabilizar
su imperio.
El hombre ha lanzado a la mujer -para su comodidad- Unos nuevos
eslóganes o patrones por medio de los cuales ella se da a valer, por ca¬
minos distintos de los tradicionales, y luego cuando ella los ha acepta¬
do, le es duro reconocer que le nausean y esclavizan tanto o más que las
coqueterías anteriores. De ahí derivan los chantajes. La idea de omni¬
potencia. «El poderío de la mujer sobre el sí y el no es anterior a la de¬
cisión; porque una vez tomada ésta, da fin al poderío en todo caso. Pero
la coquetería es el medio de ejercitar ese poder en forma duradera.»
El libro de Simmel con su perenne tono de consuelo tiende a man¬
tener a las mujeres en su órbita relativa y a hacer como fatal la limi¬
tación de su inteligencia, mucho más que si fuera un libro cruel, de dia¬
triba.
El hombre busca su morada fuera. La mujer la tiene en sí. El des¬
contento actual de las mujeres es quizá el más claro elemento que con-

74
tribuye al caos. Pasadas sus euforias de propósitos feministas tal vez
empiezan a intuir que a pesar de todo están debajo. El descontento
del hombre es propio también de otras épocas. El de la mujer es
específico de ahora. Empiezan a estar renegadas de su íntima condi¬
ción, no de las desgracias objetivas que en otras épocas deben haber
sido miradas como fatal acontecer, sino de su propia esencia que no
quieren aceptar.
1. época: aceptación, sumisión; 2.a: euforia, rebeldía (feminismo),
afirmando tener lo que no se tiene (por revancha); 3.a (que apunta aho¬
ra): descontento, una especie de pérdida de fe en esos ideales. Náusea.
No querer la mentira (Marilyn) ni tampoco atreverse a aceptar. No quie¬
re eso pero no sabe ser de otra manera. (Se ha roto la unidad armónica
que Simmel achaca a las mujeres. Tragedia.) Futuro: una aceptación más
inteligente de la propia naturaleza.
El arte, el cine, ha descubierto horizontes, espejismos de triunfo.
Pero las mujeres se sienten relegadas cuanto más se las quiere enaltecer
al papel mortificante de mercancía. Cada vez se sienten más defrauda¬
das. (Les dan -o se dan ellas mismas- gato por liebre.)
«La mujer es más fácil de definir que el hombre, pero “una” mujer es
más difícil de definir que “un hombre”.»
El hombre quiere por una parte acogerse a esa «paz del hogar», por
otra criticarla, ponerla lejos y hacer teoría de ella. Pero de los zarándeos
es víctima la mujer.

Filosofía de la moda
Propensión psíquica a la imitación. La insatisfacción de los seres ab¬
solutamente miméticos (sobre todo mujeres) porque contradice este
comportamiento su ansia de unidad.
En las nuevas modas de orientación social creo que se trata, contra
lo corriente, de imitar a la clase inferior y su fracaso consiste por ahora
en que no casan íntimamente las formas adoptadas con la esencia de los
individuos que quieren pasar por «falsos pobres», por ejemplo. Esto da
lugar a desquiciamientos grandes. Ahora se ve peor lo «hortera» que lo
«pobre» y lo hortera consiste en imitar a los ricos, que se van despresti¬
giando (criada con la señorita: ¿Cómo le gusta a usted vestir así?). El
peligro de la mezcolanza mueve a las clases de los pueblos civilizados a
diferenciarse.
Personalidad. Anuncios de los periódicos: la personalidad está en el
vestir, en usar tal o cual perfume. Pero por otra parte estas consignas
empiezan a entrar en la grey. Con un traje viejo se tiene más personali¬
dad desde el punto de vista de que es la persona la que lo habita, no ella
la habitada, la uniformada.
Sin la «necesidad de conjunción» no nace una moda. Búsqueda de
sensaciones fuertes de actualidad. Pero la entrega al presente no es la en-

75
trega a la actualidad. El verdadero presente es intemporal, está fuera de
la contraposición con el futuro, con la caducidad, está fuera de la prisa.
En puntas agudas, en muelles no se descansa, la actualidad está he¬
cha de muelles, en ella no se ve nada porque el sobresalto, la amenaza
de ser disparada a otra postura ulterior impide toda inmanencia, todo
congraciarse con el presente.
Moda y envidia. «Estamos a la vez más cerca y más lejos de lo que
envidiamos que de aquello cuya posesión nos es indiferente.» La envi¬
dia al hombre. Se envidian resultados, no contenidos.
Moda y vergüenza. Muchas mujeres se azorarían de presentarse en
su cuarto y ante un solo hombre extraño con el descote que llevan a una
reunión donde hay treinta o cien.
Afán de inclusión femenino, de embarcar a otros en los planes. Pla¬
nes colectivos. Las pandillas, maldición a los que se rajan, sobre todo si
son «buenos elementos». Hasta en los pareceres y opiniones se preten¬
de solidaridad con otro. «Yo soy como tú.» «Las personas como tú y yo.»
Alicientes extraños. El vino; cobardía de apoyarse sólo en el propio yo
desnudo, de presentar tanto desvalimiento. Y esto en las mujeres es más
patente.

Wundt, Psicología de los pueblos

Talismán (ayuda para las empresas) y amuleto (defensa ante el peligro).


En el apego a las cosas hay mucho del miedo a quedarse solo, despro¬
tegido. Algo del sentimiento de tener un amuleto nos acompaña al re¬
contar nuestros objetos, nuestros mismos afectos. Un regalo hecho por
persona querida difícilmente se quiere regalar, como si residiera en la
existencia o pérdida del objeto mismo la existencia o desaparición del
afecto de la otra persona, lo cual equivale a decir una protección de
nuestro yo, en cuanto asumido, reflejado por la otra persona. Esto tiene
gran repercusión incluso hoy en el condicionamiento de las relaciones y
sentimientos admitidos como válidos entre personas.
Casi nadie es capaz de quitarse una alianza matrimonial «si no hay
motivo para ello», es decir si no ha sobrevenido una ruptura, que por
medio de la conservación de la alianza parece tenerse lógicamente ale¬
jada.
En el apego a los cachivaches y objetos familiares hay mucho de fe¬
tichismo. «Lo llevo porque es un recuerdo de mi padre» o bien «Lo hago
porque mi padre lo hacía siempre». Los objetos inanimados celadores y
salvaguardias de la tradición. Seguramente el apego a las cosas es an¬
terior al apego a las personas. ¿No vendrá de ahí la cosificación de las
mujeres cuando pasan a pertenecer al hombre?
Cuando está uno más solo es cuando quiere traer a la memoria a
otras personas que le han acompañado, igual que se rodea de objetos

76
talismánicos, como si eso le protegiera y arropara de la temida soledad,
ahuyentándosela.
Época de los dioses y de los héroes. En ella se echan los cimientos
del amor, de la mitifícación y personalidad intransferible del ser amado.
Toda religión tiene su asiento en la personificación de un héroe-dios. De
la misma manera la personalización del amor no surge —con todas sus
secuelas— hasta que se mitifica el ser amado.
Compensación. Comienza el sentido del «dar a cambio», del «tanto
me has hecho tú como yo te hago», «si me tratas bien, bien te trataré, si
no, no», es decir, el comercio introducido en las relaciones humanas, a
lo cual da lugar el naciente sentimiento de la justicia. Lo que comienza
tomando cuerpo en derecho, en castigos y premios se extiende después
a las relaciones humanas, al dominio de lo psicológico. Cuentas de lo
que se da y lo que se recibe. Venganza personal.
El deseo de explicarse las cosas que en los niños se traduce en su
afán de preguntar cosas a los padres, sin duda existía igualmente vivo
en los pueblos primitivos, en contacto con la naturaleza. Ahora bien, sus
preguntas ¿quién las contestaba? Nadie. De ahí el origen del mito, no
apoyado en ningún testimonio, en ningún aserto de nadie que lo sostu¬
viera por creencias anteriores. El origen de los primeros mitos -simples
representaciones del sol o la luna como bolas que se han lanzado desde
la tierra y han quedado allí colgadas- es por eso como una materia só¬
lida sobre la que se han añadido estratos de elaboraciones posteriores,
hasta llegar a la idea religiosa.
Las primeras preguntas de un niño acerca del mundo suprasensible
son siempre concretas y lógicas, pero admiten el cuento, la pura fanta¬
sía como adecuada contestación.
Culto de Dionisos. Relación de la religión con la sexualidad. Apa¬
rato de que se rodea el culto; noción del éxtasis. Nacimiento de la idea¬
lización del sexo. Sin aparato y preparación no hay mitología del sexo.
(Lo del cura de Almería; lo del primo portugués, relación estrecha de lo
prohibido con lo deseado, de lo difícil con lo -a la vez— perdurable y efí¬
mero.) Alicientes del placer buscado por toda clase de caminos.
El sexo pertenece a los démones. Pero si al sexo se le despoja de
toda preparación y misterio, no significa nada. Al beatificarlo se le des¬
beatifica, al hacerlo dios con minúscula, se le quita el misterio de lo de-
mónico y mágico. Es vacío, tonto. El sexo tiene que ver con el mundo de
los démones. Y el alma que encierre es hollada, matada. El hombre se
suicida por culpa del sexo (gallina de los huevos de oro).
Nunca se debe pensar que por medio del contacto sexual se ha ob¬
tenido nada de claridad, sabiduría o esas cosas. Debe uno resignarse a
tomarlo como una incursión al mundo de los démones, a la casa de bru¬
jas de la feria, en la que ya otras veces se ha entrado. Delirios, cosas que
no se apresan ni dejan enseñanza tras de sí, ni claridad ni nada.

77
Joseph Campbell, El héroe de las mil caras

El triunfo del fracaso (cristianismo), el hacer de las propias derrotas ma¬


terial de análisis y mejoramiento.
¿Retener la sabiduría para sí mismo o comunicarla? Buddha vive
este dilema. Germen de pensamiento-acción. No puede ser comuni¬
cada la iluminación misma sino solamente el camino hacia la ilumi¬
nación.
El héroe del cuento de hadas alcanza un triunfo doméstico, micros¬
cópico. El héroe del mito, macroscópico, histórico, mundial.
Pasar un umbral. La llamada de la aventura. Fascinación de la figu¬
ra que aparece repentinamente como una guía o heraldo para marcar
un nuevo período.
La sociedad occidental pretende entender todo, reducir las cosas a
fórmulas sencillas; prescinde -como si se pudiera- de las oscuridades,
contradicciones y miedos. «Oh Inanna, no investigues los mitos del
mundo inferior.»
La infancia del héroe humano. Hay aquí mucho de la mitificación
actual de las biografías particulares. Biografías de toreros, de depor¬
tistas, de actrices de cine, que tienden a ser imitados. Pero su ciclo es
puramente particular, biográfico, no enseña nada. Sólo interviene la
casualidad, que no ilumina sus vidas con ninguna enseñanza. Es
justamente lo contrario del dios. La fuerza la despliegan para mechar,
para crecer en medio de la sociedad y tener ganancias puramente per¬
sonales.
«El héroe mitológico es el campeón no de las cosas hechas sino de
las cosas por hacer; el dragón que debe ser muerto por él es el mons¬
truo del statu quo»; «La acción del héroe es un continuo quebrar las cris¬
talizaciones del momento».

Denis de Rougemont, L’amour et VOccident

El caballero jura vasallaje a su dama; ella le ensalza, se pone hueca, le ve


partir, segura de que jamás la traicionará. De aquí nace la gran mentira,
que el hombre se consagre como servidor de la mujer, religión que dura¬
rá formalmente siglos, por desgracia. Y por dentro va desintegrándose
sin que nadie abiertamente se atreva a renegar de ella. Cuando el «dios»
o «mito» se pasa al sexo, la servidumbre, empero, es la misma y más gra¬
ve, pues el hombre al cambiar el collar a su perro cree haber dado un
paso de gigante y no acierta a localizar su inmutable servidumbre.
A la mujer, al elevarla a diosa, a ideal, se la fija y limita en una ór¬
bita de la que en muchos siglos no podrá moverse, seguirá esperando,
desde ella, continuos homenajes y pruebas. ¿Por qué la mujer ha de ser
elegida, en vez de elegir? ¿No vendrá de ahí el secreto de su dureza, de

78
su deseo de revancha? Cuando al fin es elegida ¿no habrá en su domi¬
nio la venganza de quien quiere hacer purgar la espera padecida?
«Déplorer que les mots trahissent le sentiment “ineffable”.» (Cf. «No
le llames “mi novio”, se me cae el alma a los pies».)
Desde Voltaire a Freud se ha hablado de una desviación sexual en el
«amour courtois». Pero es siempre «buscando otra cosa». En el sexo no
se encuentra más que el sexo, o sea oscuridad. Por lo tanto lo que ellos
buscan, por muy impreciso que sea, es natural que no lo busquen en el
sexo. Ahora, por contraste, en el sexo se empeñan en hallar y atesorar
todo lo que no tiene por qué existir allí, le inventan unas riquezas y do¬
nes inadecuados.
La mentira y el amor. Modas. Mimetismo. Esto en el amor tiene un
lugar preferente.
Tema de las albas. La tragedia está en el paso de lo uno a lo otro, en
la imposible armonización del dormir y el despertar.

* * *

El abandono de los niños es una de las consecuencias más graves de


este «coger el rábano por las hojas». Porque si uno se dice preocupado
por problemas sociales debe empezar a poner orden en lo que más in¬
mediatamente le concierne. Por reacción contra la familia (niños con sus
padres, etc.) se arriesga uno a caer —si se abandona a simplificaciones—
en un atolladero.
En primer lugar, los niños no se trata de que estén con «su madre».
Se trata de dejar de sentirse «su madre». Una vez logrado esto, ¿qué más
da que sea aparentemente tradicional lo que se haga? Haciendo las co¬
sas para la galería (que no me confundan con un burgués, etc.) no se
analiza nada ni se hace ninguna verdadera revolución. Las verdaderas
revoluciones no hacen tanto ruido. Son por dentro.
El juego como expresión de libertad. El doble medio ambiente. Tie¬
ne más libertad para jugar y desarrollar sus posibilidades un animal que
no debe enfrentarse angustiosamente con el problema del sustento, por¬
que está protegido y alimentado por los padres o amos, pero por otra
parte esta protección bloquea a veces su «ser adulto» y comportarse de
un modo autónomo.

Erich Fromm, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea

La soledad y la cordialidad. Antes quizá se estaba más en contacto con


las cosas. Se exigía menos de un intercambio entre hombres. Ahora
(cócteles) y naturalmente el vacío de buscar en el apoyo con otros lo que
no se encuentra en sí mismo, en las imágenes y experiencias que la re¬
lación real con las cosas haya dejado.

79
Lo malo no es que no se entre sin avisar en la casa del vecino como
señala Fromm, sino para qué se entra, para propagar la llaga del vacío
y del chismorreo. Fromm señala como un bien la intimidad. Señalar la
soledad como un mal es cosa grave. Amistades de los niños son tam¬
bién sociales, se buscan por los padres.
«Cuando los hombres han llegado a hablar como si sus oídos hu¬
bieran adquirido vida, ya es hora de que alguien los derribe.» El único
uso de las cosas es aplicarlas al servicio de las personas.
Los hombres, además de sus cadenas, también tienen que perder to¬
das esas necesidades y satisfacciones irracionales que nacieron mientras
llevaban las cadenas.
¿No es el trabajo una parte tan esencial de la existencia humana, que
nunca podrá reducirse ni se reducirá a una insignificancia casi total?
(Piénsese en las mujeres que reducen su trabajo hasta lo más posible, y
que es entonces cuando empiezan a sentirse angustiadas e intranquilas
por la acuciante necesidad de llenar el vacío, aún más patente que antes.)
Hacer todo lo que se hace concentrada y pausadamente, con in¬
tensidad. Agarrarse a la idea de que es uno feliz, aun a costa de men¬
tiras.
Deseamos emplear nuestra energía en algo que tenga sentido, que
nos conforte si lo hacemos. Pero el que un trabajo tenga sentido o lo
deje de tener depende en gran medida de nosotros. Y vuelvo al proble¬
ma del trabajo de las mujeres.
Están condicionadas por la idea heredada desde siglos de que ese
trabajo «no es suyo», que por medio de él tienen que dar cuentas a al¬
guien de algo, que no construyen ni inventan nada. Pero ¿no es mu¬
cho inventar una casa, un estilo de vivir, dar a los hijos posibilidad de
desarrollarse y entender libremente las cosas? ¿Por qué hacen hijos
las mujeres? ¿En qué reside este aserto tan extendido y que ninguna
quiere dejar de admitir de que un hijo lo es casi todo, sangre de su
sangre?
Analicémoslo con sinceridad. Un hijo podría ser ocasión de trabajo,
si estuviera ahí por su cuenta. Pero no lo está. La mayoría de las muje¬
res tienen hacia los hijos la misma actitud errada que hacia las demás
cosas. Se lo apropian y engullen. Un hijo, no puesto a una cierta dis¬
tancia, es igual que estarse dando masajes a un brazo o a una pierna
que se quieren embellecer. No quieren poner al hijo ahí, separado. Y
esto no solamente es grave para el hijo, sino para la mujer misma que
seguirá obcecada en la consideración de que aquello es su vida. Pero
como no es «razón de su vida», es decir «objeto de trabajo, atención y re¬
flexión», sino ciegamente su vida, englobada con toda irracionalidad,
resulta que cuando el hijo, por caminos misteriosos (pocas veces ayu¬
dado por la madre sino en lo puramente material) logra hacerse perso¬
na libre e independiente, abrir sus ojos con criterio autónomo, en vez de

80
alegrarse como quien ha llevado a cabo un trabajo, se odia a esta excre¬
cencia del propio cuerpo que al alejarse lo empobrece y mutila.
Y por estos caminos se llega a la extraña contradicción de que una
mujer reniegue de lo que ha pregonado como más importante y queri¬
do de su vida, como única razón de existir en muchos casos. ¿Cómo po¬
dría entenderse, por ejemplo, como obra casi de arte la relación familiar
levantada, sacada de las propias manos con alegría?
A un nmo hay que vestirlo, lavarlo, darle de comer. Y en esta reata
de acontecimientos a que la mayoría de las mujeres dedican un esfuer¬
zo casi siempre de inútil derroche, van dejando su piel y sus ilusiones
con amargura. Creen que ya no les queda tiempo «para lo otro».
Separan lo uno de lo otro. Intuyen que hay otra cosa. ¡Pero si todo
está mezclado! Claro que hay otra cosa que no son las papillas, pero esa
otra cosa se puede encontrar y descubrir también mientras se hacen las
papillas. Y la única solución la encuentran en dar a hacer la papilla a
otra persona. Ya. Creen haberlo arreglado todo. Ahora se tendrá más
tiempo. ¿Para qué? Hay que inventar un para qué. Para acompañar al
marido. O para buscar un trabajo. ¿Pero al marido en qué y cómo se le
va a acompañar, ni a nadie en este mundo, sin ser capaz de salirse de sí
mismo? ¿Y qué sentido podrá tener un trabajo buscado así histérica¬
mente, abandonando con asco y tedio los que a uno le concernían en
manos mercenarias? ¿Cómo se va a hacer bien un trabajo que no es de
uno, que no le toca nada a uno, si no se ha sido capaz de transfigurar y
dar sentido al que tenía mayores probabilidades para ser propio? Yo no
digo que una mujer tenga que dedicarse forzosamente a tareas case¬
ras; digo que si las hace debe querer trascenderlas y que puede, a través
de ellas, como a través de cualquier otra labor, trascender ese trabajo,
crear algo con él.
¿Qué diferencia esencial existe entre ese trabajo y el que se haga en
un colegio, en una academia, en una oficina -esas ideas que tantas ve¬
ces tientan a las mujeres? En el fondo ocurre que, entrando en estos lu¬
gares se sentirían incorporadas, manipuladas, mandadas. Lo que pasa
es que tienen miedo a la soledad, a la independencia, a la creación.
Igual que el trabajo de casa lo hacen para pasárselo a revista al ma¬
rido o a la madre o a la amiga (y mientras lo hagan con este objetivo ja¬
más lo estarán realmente haciendo), de la misma manera querrían -en
mayor escala- escaparse a otro sitio donde la ilusión de eficacia fuera
mejor llenada, propalada ante un grupo mayor que ciegamente se apun¬
tala, hombro contra hombro.
Envidiar a un hombre es absurdo. La mayoría de ellos que valen, en¬
tran y toman cafés, están engranados en esa rueda qué desde casa pare¬
ce brillante y atractiva. ¡Error mayúsculo! Una mujer debiera tener más
paz y equilibrio que cualquier oficinista, mayor capacidad de autocons¬
trucción si fomentara su razón, su autonomía. Porque lo importante, o

81
sea que el trabajo que se hace nos concierna para aprender algo a través
de él, nunca es tan indudable como cuando se tiene entre las manos
algo que uno ha escogido -o debiera haber escogido- libremente como
casarse y parir.
El aspecto social de la situación de trabajo. Diferenciar este aspecto
del técnico. Si la consideración de un ama de casa fuera mayor, a las mu¬
jeres les gustaría más ser amas de casa. El trabajo que hace una criada
parece deleznable por la consideración, no porque sea más o menos di¬
vertido. La mayoría dicen «yo eso lo hago mejor si me pongo», lo pre¬
gonan. ¿Y por qué no se ponen? Hacer una comida estropea las ma¬
nos, pero ¿para qué se quieren esas blancas manos sin estropear? ¿Qué
papeles, qué abstracciones manejan en una oficina?
A la mujer le tienta la abstracción pero no es capaz de llegar a ella.
Quieri no puede abstraer al hijo, hacerlo cosa separada del propio vien¬
tre ¿a qué otra cualquiera mucho más complicada va a atreverse a aspi¬
rar? ¿Cómo puede hacer suyo -en el sentido verdadero de la palabra-
ningún interés ni pensamiento, ningún trabajo, quien a través de este
trabajo sólo quiere brillar, afirmarse?
«Difícilmente habrá un tipo de trabajo que no atraiga a ciertos tipos
de personalidades, siempre que social y económicamente estuviera li¬
bre de sus aspectos negativos.» No es trabajar lo que importa, sino tra¬
bajar con sentido. Y el sentido viene de dentro de quien hace el trabajo,
de pensar en él como en todo habría que pensar en este mundo. (Lo del
parque y el tiempo tirado a la basura.)
Más importante que juntar a los individuos de esa «muchedumbre
solitaria» de que habla Fromm me parece buscar los caminos para que
saquen fruto de su soledad. Saliendo a cantar juntos por los campos,
danzando y admirando juntas, como preconiza el autor, no creo que se
lograse sino un embobecimiento general, un sumirse en el mero placer
de la compañía, sin preguntarse por nada ni buscar trascender la propia
condición.
«Seamos creyentes o no... podemos unirnos en una firme negación
de la idolatría y encontrar quizá en esta negación más elementos de una
fe común que en cualesquiera aseveraciones acerca de Dios.»

E. Sullerot, La presse féminine

Las mujeres saben que la estabilidad de una sociedad reposa entre sus
manos de madres. Deberes y derechos.
A los hijos ¿quién los atiende? Las mujeres o estaban con los hijos
sin saber nada ni pensar nada, inertemente, como víctimas seculares de
un estado de cosas que no soñaban con superar; o cuando empiezan a
saber algo mandan a los hijos lejos de sí, como carga que las avergüen¬
za. ¿Cómo no piensan en aplicar a ellos su más clara inteligencia? El

82
periódico femenino fomenta ese instinto de la mujer a no pensar, a ir en
grupo, a salirse de sí misma.
«Désorientées, elles éprouvent un intense besoin de communiquer
leurs experienees, de quéter une approbation ou une connivence: le
journal devient alors un trait d’union et la preuve méme de leur appar-
tenance á un groupe.» Amigas íntimas. Deseo de autoafirmación. Esto
es común a todos los humanos pero en la mujer forma parte de su na¬
turaleza misma, un distintivo sobre el que hay que meditar para enten¬
der sus fallos y relaciones. Las confidencias (¿es tal vez una secuela del
espíritu del catolicismo, confesión, comprensión, perdón de los peca¬
dos?). Este tono íntimo de hablarse las mujeres unas a otras convendría
analizarlo.
«Je me demande si le sentiment qui nous unissait était vraiment l’a-
mour ou une afection profonde née de Ehabitude d’étre toujours en¬
semble.» Siempre se hace relación comparativa al gran amor sin que na¬
die se haya cuidado jamás de decir cómo es y menos de demostrar que
puede ser buscable y encontrable. Es el del amor uno de los conceptos
más fáciles de ser agarrados como una chaqueta que cada cual se pone
de la manera que quiere.
«Maintenant, ma chérie, le soleil luirá enfin pour nous deux d’une lu-
miére qui durera toujours.» Esto es lo que sostiene y da entidad a la no¬
vela rosa. Pero el mundo sentimental de la novela -unido para mí a la
gran crueldad y deseo de mando que conjuntamente alimenta en las al¬
mas femeninas- no es algo tan transitorio y desaparecido. Toma, eso sí,
nuevas formas, pero está por estudiar y demostrar el hecho de que haya
desaparecido.
Buenos y malos muy netos, otra de las características de la novela
rosa. La mala fumaba. Pero hoy se han cambiado los papeles en litera¬
tura. La mala es, sin excepción, la gazmoña. Hay pocas novelas o piezas
teatrales en que se dé margen al intercambio, al gris, a la ambigüedad.
Hay quien desea quedarse en el malentendido, porque, saliéndose
de él levantaría la obstrucción al entendimiento sobre la que reposa la
causa de lo que más ama: su infelicidad martirizada.
Madame Bovary. El bovarismo de que habla E. Sullerot debe ser, sin
duda, correspondiente al que se podría llamar clarinismo o regentismo,
es decir, la exaltación de la mujer incomprendida. Y sin embargo, ¡qué
seriedad, qué tragedia hay en el personaje de Ana Ozores!
La gente desvalida. «Tout autant ou plus encore que la réponse á son
probléme, la lectrice attend une marque d’intérét de son journal.» Los
«consejeros» tientan el corazón de las lectoras, nunca les señalan la posi¬
bilidad de cura por medio de la mente o de la razón. Manipulan con ese
corazón abierto que ellas les entregan, sin salirse del terreno por ellas se¬
ñalado.
«... Einformation comme la philosophie qui s’en dégage doivent étre

83
supportées par un visage, une personne. Et puis la personne mange l’in-
formation et tient debout toute seule; tout ce qu'elle fait alors, boire ou
dormir, devient information.» En las mujeres lo que es un milagro, lo
que no hay que analizar por el miedo de tener que llegar a rechazarlo
autónomamente, hace furor. De eso se aprovecha la propaganda que
conoce bien estos ocultos mecanismos y estabiliza las barreras imposi¬
bles de franquear entre la lectura de estos periódicos y un pensamiento
crítico, libre, verdadero.
El nexo entre efecto y causa es bastante lejano. Se acepta cualquier
explicación pretendidamente técnica en la cual hasta palabras y sustan¬
cias inventadas pueden intervenir.
Dice que se ha desmitificado la idea de la belleza, pero no es ver¬
dad. Se ha convertido en dios a la firma del periódico que dicta leyes
más o menos razonadas y detrás de la cual hay una mujer que ha sufri¬
do y comprende todos nuestros posibles complejos.
El que uno pudiera seguir siendo siempre en su casa un ser apetecible
sería algo monstruoso porque se quebraría, a cada momento, la posibili¬
dad de verdadera relación con la otra persona cuyos instintos animales no
se dejan de despertar. La posibilidad de ser una persona, de entender algo
y aclararse en algo con respecto a esa casa de la que se está haciendo pro¬
blema, se cae al suelo con el simple hecho de no dejar de ser apetecible,
se pasa a ser una silla, una comida, y se convierte en algo inimaginable el
trascender esa situación. Es lo más horrible que se puede aconsejar.
Creyendo, como creía Eva, que fomentando menos periódicos de
mujeres se puede llegar, como dice E. Sullerot, a una prensa «cada vez
más indiferenciada por ser la expresión de una civilización donde hom¬
bres y mujeres viven juntos y no separados» se comete un tremendo
error, tal vez inconsciente. Los hombres y las mujeres viven cada vez
más arraigados y condicionados por la barrera que les impone su sexo
y con esta pretendida «evolución femenina» no se logra sino que sean
aceptadas en frase por parte de los hombres una serie de convicciones
ya intocables. Porque la prensa femenina les ha llegado a ellos también,
les ha suministrado una imagen del hogar, del bienestar, de la vida en
común, apartándose de cuyas vías se sentirán excluidos casi en pecado
con la sociedad.
Lo principal que pasa es que toda esta literatura no da ventanas
para respirar aire libre, es decir para salirse de este juego nauseabundo
de gustar, dejar de gustar, darse a valer más o menos. Se queda siempre
en el mismo pantano. Ni una vez, cuando una mujer consulta con an¬
gustia si su marido la encontrará más o menos fea durante el embarazo
se ha alzado una voz airada contestando «¡y a ti qué te importa!» en vez
de paliar o consolar. Ya está bien de belleza o fealdad, de si le gusto o
no le gusto, de si encuentro o no un quehacer que me revalorice a los
ojos del macho. Ya está bien de todo esto. Hay muchas cosas que una

84
mujer puede pensar mientras espera un hijo, en este tiempo en que se
prepara para todo lo que no conoce, en lugar de estarle dando vueltas
inertemente a su cuerpo y a su estado de salud. Muchas lecturas puede
hacer que la saquen de ella misma en lugar de enfangarse una y otra vez
en la morbosa charca de los consultorios, rueda aparentemente libera¬
dora pero que hunde sin remedio en el narcisismo, en la estéril y vene¬
nosa consideración de puros problemas privados.

Contra el opio de los seres novelados. Madame Bovary

«Et, par une sorte d'hypocrésie naive, il estime que cette défense de la
voir était pour lui comme un droit de l’aimer.» Reverle. «Quant au reste
du monde, il était perdu, sans place précise et comme n’existant pas.» El
echar de menos nostálgicamente un mundo al cual no se pertenece es
tan vivo, por ejemplo, en Mme. Bovary que desdeña su groom con la ropa
agujereada, como actualmente en M. Salisachs cuando entrevé la vida
que cree «más intensa» de los otros, a quienes unas determinadas cir¬
cunstancias de propaganda literaria y «moda» han revalorizado como
modelos a imitar.
«Cette douleur qui vous apporte la cessation brusque d’une vibra-
tion prolongée.» En las mujeres la mayor parte de la sensación de has¬
tío viene del preguntarse «¿para quién?». De la misma manera que una
vez adquirida abundante maquinaria de guerra, solamente se sueña con
poderla emplear, por un sentido económico, del mismo modo las muje¬
res a quienes siglos de historia han condenado y siguen condenando a
la estática contemplación y renovación de su belleza, tienen que sentir
gran frustración cuando la mantienen porque sí, sin una perspectiva de
empleo activo. Es cuando imaginan un destinatario. Después de mirar¬
se al espejo con su traje nuevo, pocas veces antes. De ir a no ir a la pe¬
luquería puede cambiar el destino de una tarde.
«Mais il en était de ses lectures comme de ses tapisseries, qui toutes
commencées, encombraient son armoire; elle les prenait, les quittait,
passait á d’autres.»
«Et cependant elle sentait toujours la tete de Rodolphe á cóté d’elle.
La douceur de cette sensation pénetrait ainsi ses désirs d’autrefois et
comme des grains de sable sous un coup de vent, ils tourbillonnaient
dans la bouffée subtile du parfum qui se répandait sur son áme.» (La
embriaguez de sensaciones anteriores almacenada en lo oculto, agran¬
dando la presente, y aun sin revelarse de modo consciente, haciendo pa¬
tente que ese amor es el más verdadero y fuerte que se haya sentido. En
cada amor están los otros sentimientos antiguos recogidos y presentes.)
«D’ailleurs Emma éprouvait une satisfaction de vengeance.» Esperar
demasiado de las cosas y de las gentes. Deseo de dejarse arrastrar, gui-

85
sar todos los asados pasivamente, sin que los acontecimientos hagan
más que engordar esa especie de sangre que vaga y perezosamente uno
piensa que va teniendo y que le sustenta gratis, y que le alimenta por
medio de vivencias completas y sucesivas en las que uno nada constru¬
ye, para nada interviene.
«Mais qui done la rendait si malheureuse? Ou était la catastrophe
extraordinaire qui l’avait bouleversée?» De la inercia sólo vienen sufri¬
mientos. Mme. Bovary es un análisis perfecto de la inercia. No tiene un
solo pensamiento construido, un solo sentimiento justificado ni «suyo»,
son del ambiente, de la educación.
«Elle se rappela tous ses instincts de luxe, toutes les privations de
son ame, le bassesses du mariage, du ménage, ses reves tombant dans la
boue comme des hirondelles blessées, tout ce qu’elle avait désiré, tout ce
qu’elle s’était refusé, tout ce qu’elle aurait pu avoir.» No había hecho es¬
fuerzo ninguno para quererlo, lo despreciaba a la primera calamidad. Y
a lo mejor hay quien tiene simpatía aún por esta siniestra Mme. Bovary.
«Le souvenir de son amant revenait á elle avec des atractions vertigi-
neuses.» En seguida la comparación, la necesidad de tener a alguien en
un altar, si Charles era un demonio, al otro, a quien días antes conside¬
raba demonio, automáticamente tenía que subir a su ángel por ese sim¬
ple hecho de ocupación del puesto. Es tremendo este contracambio de
no poder querer a uno sino a expensas de odiar a otro, esta imposibili¬
dad de amor verdadero hacia muchos seres a la vez.
Los sueños de felicidad que imagina Mme. Bovary están todos cen¬
trados en vagas sensaciones visuales y auditivas prolongadas y extendi¬
das al infinito. Es un auténtico lavado de cerebro. Ni una vez surge el sen¬
tido de la relatividad, después de las experiencias de amargura anteriores,
es un querer estar fuera de la realidad a ultranza contra toda evidencia. Es
la seguridad por la seguridad, por el deseo de tenerla, sin temor, sin som¬
bras, no porque no las haya enormes sino porque no se quieren ver. Es la
infinita cobardía. Mme. Bovary: escuela de cobardía. Ana Ozores pien¬
sa, sufre, se debate por razones mejor analizadas, más comprensibles.
«Pourquoi ai-je le coeur triste, cependant? Est-ce que l’appréhension
de l’inconnu... l’effet des habitudes quittées... ou plutót...? No, c’est
l’excés du bonheur! Que je suis faible, n’est-ce pas? Pardonne-moi?»
Pero el ser faible en el fondo le parece una coquetería con la que sigue
jugando y además no adivina hasta qué punto es, más que faible, de¬
sorganizada, caótica, separada de toda integración a lo que pudieran ser
valores a considerar. Es nada, simplemente la nada más aterradora, el
puro mohín mimético, aparentemente inofensivo pero a la larga nefasto
para miles y miles de mujeres de apariencia mimosa que la tomarán
como ejemplo. Piénsese en la crueldad tremenda, escalofriante que ha
manifestado Mme. Bovary apenas contrariadas sus ambiciones. Es la
mayor clarividencia del tipo femenino cruel.

86
Quejarse de tener poco dinero, sin lo cual el refinamiento espiritual
no tendría posibilidades de desarrollo y una se convertiría en un ser me¬
diocre que a nadie puede interesar. Los asuntos económicos mezclados
como ingrediente importante -real pero a veces aumentado- en la sor¬
didez que envuelve a las mujeres. Qué bien se desprende del relato de
Flaubert el aburrimiento de la mujer que va a la peluquería después
de haber estado con el amante. Lo colmo, lo sacio e inútil.
Deseo femenino de llamar la atención culminando al final de la no¬
vela. Llamar la atención de alguien. De quien sea. Culmina la total
crueldad hacia los demás no queriendo dar explicaciones de nada. Des¬
precia a todos los seres que se debaten a su alrededor. Egocentrismo. Fi¬
gura heroica, adorable de este oscuro M. Bovary que nada entiende, a
quien toda señal de explicación ha sido negada.
El deseo de llamar la atención hacia uno mismo es el mayor secreto
de la incomunicación. Mal del siglo. Sensacionalismo. Éxito. Figuras mí¬
ticas. No salir a lo de fuera, ser lo de fuera adorno de uno, envolverse en
las etiquetas de colores brillantes con las que uno quiere histéricamente
arropar su desnudez que se sigue sintiendo cada vez de modo más agudo.
Mme. Bovary es la tragedia alboreante de esa incomunicación. Igual
me da Mme. Bovary que no creyó alcanzar nada de ese brillo que entre¬
veía como Marilyn Monroe que llegó a tocarlo todo. Le echarán la cul¬
pa al final, cuando el envenenamiento, a no haber encontrado el dinero,
pero estos detalles son totalmente indiferentes.
Hasta el final continúa ciega. Busca el dinero como una loca. La
enajenación. Ni un solo atisbo de que tendría que buscar por otro lado.
Es la heroína más ciega que literatura alguna pudo presentar. Ni una vez
deja de equivocarse, ni un segundo abandona los caminos de la menti¬
ra. Ffasta la muerte. Da miedo. El dinero sigue pensando que la salva¬
ría. Es tremendo el paralelo con lo que ocurre ahora.
Novela actual, terriblemente actual. Tan tremendamente actual como
el crimen del sastre y los otros sucesos de Pueblo. Mueren pensando que
se han matado por eso, que sufren por eso, por no tener dinero u otras
cosas así. No se paran a pensar que eso nada habría salvado, sino una
tregua momentánea para seguir muriendo en vida.
De Mme. Bovary a M. Monroe1. Son distintos aspectos de la misma
cuestión. Los finales concretos del argumento son distintos. Pero ningu¬
na de las dos, antes de tomar el veneno, se paró a desviar el rumbo de su
búsqueda. Aunque tal vez Marilyn sí y en ella hubiera incapacidad. Pero
lo importante es la negación de la imposibilidad de la mujer para salirse
de esas vías marcadas a que las condena la historia y la propaganda.

1. «De Madame Bovary a Marilyn Monroe» es el título de un artículo de Carmen Martín Gai-
te publicado en Triunfo y posteriormente recogido en La búsqueda de interlocutor y otras bús¬
quedas (1973). (Nota de la editora.)

87
Cuando muere y le acaricia: «La douceur de cette sensation surchar-
geait sa tristesse». Muere con la misma disolución mental, sin acercarse
a mirar nada, enterrada por los acontecimientos que ella misma ha desen¬
cadenado, irresponsable.

Engels, Origen de la familia

Libre elección del esposo. Poder comparar. Pero antes de poder compa¬
rar nada ni nadie hay que tener criterio propio, haber sabido rechazar
las normas rectoras con que la sociedad nos constriñe. Lo «guapo»,
«buen partido», etc. ¿Hasta qué punto le hubiera servido poder compa¬
rar a Madame Bovary, por ejemplo? Engels sólo ve la parte práctica y
material del asunto. Cree en soluciones radicales, ve de un modo indis¬
cutible todo ligado con el dinero.
«Si el matrimonio fundado en el amor es el único moral, ¿sólo po¬
dría serlo mientras el amor persista?» Pero ¿a qué le llama «persistir el
amor» un hombre que se rige por tantas nociones y creencias estadísti¬
cas? ¿La atracción sexual recíproca? ¡Pues sí que está preparado para
entender nada!

Simone de Beauvoir, Le deuxieme sexe

En el problema mujer-hombre se meten como en un cuarto oscuro o en


un saco confusamente arremolinados otros muchos problemas que no
llevan marchamo y que por consiguiente son más pesados de analizar
y requieren mayor claridad y paciencia. Por ejemplo la generosidad en
las relaciones, el dar no porque se sea mujer, el dar sin recelo, sin acor¬
darse desde qué postura se da.
«Si el problema de las mujeres es tan ocioso se debe a que la arro¬
gancia masculina lo ha convertido en una querella, y cuando la gente
querella no razona bien.» Esto es cierto pero en la frase sobra la punta¬
da «arrogancia masculina», mediante la cual descubre estar ella misma
metida en esa querella, en lugar de quererse salir.
La mujer no ha comprendido que no es la supremacía económica y
por ende la de dominio del mundo la que debe envidiar al macho y de¬
sear poseer, sino la posibilidad y capacidad de trascendencia.
Lejanía y cercanía. Cuanto más extraña nos es una persona más
puede ser «el otro», más deseo puede suscitar. Cuanto menos aprecio se
le tiene como persona, más se le puede tener como cosa.
La mujer que lucha contra la animalidad. «La violencia causada a
otros es la afirmación más evidente de su alteridad.» Liberarse de la na¬
turaleza. La naturaleza como esclavitud. Despliega las velas, pues ya,
¿qué tardamos?... «Esclava o libre, la mujer nunca ha elegido ella mis¬
ma su suerte.» La mujer permanecía sujeta a los misterios de la vida.

88
«Despojada de su importancia práctica y de su prestigio místico, la mu¬
jer ya sólo aparece como una sirvienta.» Plantear al otro es definir un
maniqueísmo. Por eso los códigos y religiones tratan a la mujer con hos¬
tilidad. ¿Cómo hacer de la esposa una sirvienta y compañera a la vez?
Lo peor de todo es el deseo de revancha que se ha creado en la mu¬
jer. Sería de temer una revolución sin evolución, y ya empezamos a pa¬
decerlo. «Rivalizan con los hombres, sobre todo a causa de su gusto por
las diversiones y los vicios: carecen de educación suficiente para encarar
finalidades más altas.»
Salir a la calle en las mujeres. No para ir a otro sitio -debiera ser-
sino para pasear, meditar, ver el bosque. Pero si salen de excursión es
con sus maridos. A Emilio le extrañaba que Loli y yo no saliéramos
«a nada».
La influencia de las mujeres ¡qué conjunto de mentiras! Los hom-
bies se dejan avasallar, claudican en lo que «no es importante» para
ellos. No ven que el encono que pone la mujer por remar y dominar en
ese terreno de lo cotidiano —criadas, niños, religión, etc.— encarcela a las
generaciones futuras, contrarresta y dificulta cada vez más el que las ideas
del marido trasciendan, pasen de ser tales. Le anclan, inmunizan su que¬
hacer sin que él se percate. Es su venganza. Dejarle por su cobardía, vi¬
viendo eternamente en sueños.

Bovarismo

Personajes que no siendo nada por sí mismos llegan a ser algo, sea lo
que sea, una cosa y otra por obra y gracia de la sugestión a que obede¬
cen. La necesidad de concebirse como otra de la que es constituye su
verdadera personalidad, alcanza en ella una fuerza incomparable y se
expresa por un rechazo de aceptar jamás ninguna realidad ni adaptarse
a ella.

La relación con el tiempo

El tiempo que ves como material a operar con, o en casos de dejadez,


como masa amorfa que hace de ti lo que quiere.

89

.
CUADERNO 3

El tercer cuaderno de la serie, de tapas color ladrillo y marca


El gallo, abre nuevos caminos de escritura: a los fragmentos reflexivos
y las notas de lecturas (Adorno, Les liaisons dangereuses, Juan Benet,
Simone Weil, Lester F. Ward, Luden Goldmann...) se añade una línea
más intimista de «geografía narrativa» y páginas personales. Aparecen
también materiales que serán utilizados en obras sucesivas:
apuntes (fechados 30/12/63) luego reelaborados para el artículo
«Las mujeres liberadas» (publicado en Triunfo y en La búsqueda de interlocutor
y otras búsquedas), dos fragmentos de la novela Bajo el mismo techo (luego
Fragmentos de interior), uno de Retahilas (utilizado para el capítulo E. Dos)
y otro (fechado en Teruel, septiembre) que aparecerá en el tercer Prólogo de
El cuento de nunca acabar. Se encuentran además algunas ideas para cuentos,
proyectos de ensayos y el primer encuentro con Macanaz. Como el n.° 1
y el n.° 2, éste también lleva delante una etiqueta donde dice
Cuaderno de todo n. ° 3; abarca un período muy largo, desde
el 30 de diciembre de 1963 hasta agosto de 1967
(con una nota añadida en 1970).
/

*
30 de diciembre de 1963

C omo reacción al papel pasivo e inmanente que la historia ha veni¬


do asignando a la mujer, se asiste en nuestros días al espectáculo
de una rebelión indiscriminada. Nadie, al menos que yo sepa, se ha pa¬
rado a preguntarse por qué la mujer -dado que en otros tiempos no lo
ha hecho por razones que se pretenden ver tan claras de sujeción al va¬
rón, etc.- no empieza a aprovechar ahora con cierto equilibrio esa «li¬
bertad» que dice a todas horas estar conquistando.
La situación social de la mujer no es en sí misma inferior ni superior
a la del varón. Muchas incomodidades y motivos de inquietud les son
comunes como a todo ser nacido y dotado de conciencia. Más bien, ha¬
blando de un modo imparcial, puede decirse que para el libre ejercicio
de las facultades de observación y experimentación de la realidad, tiene
una mujer campo más propicio y podría alcanzar mayor sosiego.
Pero al decir esta palabra he nombrado un tabú naciente: porque
precisamente contra el sosiego, único camino cabal para el conocimien¬
to, es contra el viejo ídolo que disparan su pólvora en ciega algarabía los
insurrectos, y no se acercan una vez derribado sino para pisotearlo, sin
verlo siquiera, igual que pasa en todas las revoluciones donde nada se
salva ni se analiza, donde salvajemente se confunde y destruye todo lo
que antes regía, sin separar lo idóneo de lo vicioso.
Y de esta forma comoquiera que el sosiego, el silencio y el recogi¬
miento -circunstancias como he dicho totalmente imprescindibles para
cualquier atinado razonar- hayan venido siendo usadas por la mujer a
lo largo de su desventurada historia como meros adornos refulgentes
prendidos en su atavío, cofres sin abrir nunca sobre su tocador, se ha
dado en confundir el sosiego con la inmanencia, la pasividad, la cerrili-
dad, la pereza mental y demás actitudes viciosas y descarriadas que han
ido tarando su posible inteligencia, pero en las que el sosiego y el silen¬
cio han tenido una parte meramente accidental.
Ya en Madame Bovary asistimos a una reacción escalofriante de la
protagonista. Nunca en mayor aberración y egoísmo ha venido a parar

93
un deseo en su raíz noble de extender su vida, de hacerla menos mez¬
quina. A un bovarismo desenfrenado están abocadas más y más hoy día
la mayor parte de las mujeres.
La falsa actividad engaña hoy a hombres y mujeres alentados por la
propaganda, por la prisa de las ciudades, por los héroes del cine -triun¬
fantes seres a imitar-, por el espejuelo del bienestar duradero, de esta¬
dios materiales a escalar, por la consecución del futuro.
Pero la diferencia entre hombres y mujeres actuales estriba en que
ellos no estrenan nada. Siempre han ambicionado honor y gloria los va¬
rones, siempre han hecho ellos la guerra, han regido los estados, han in¬
ventado las constituciones, se han agitado por la consecución de lo que
creían mejor. Cuando a la postre les parecían vanos o ilusorios sus afa¬
nes, de entre todos, unos pocos se apartaban a reflexionar sobre las con¬
tradicciones existentes, es decir elegían el silencio y el sosiego, que a las
mujeres por no poderlo elegir, por sufrirlo como una condena desde la
infancia, no les valía para nada. Ésta y no otra es la diferencia esencial.
Hoy la mujer que se dice «emancipada», que estrena su libertad, está
más lejos del sosiego que nunca. Tiene demasiado cerca la imagen de
haberlo descastado de su vida como al peor enemigo y tardará mucho
tiempo en pararse a pensar sobre este pretendido enemigo, embriagada
como está por su primera victoria aún vacilante y poco afirmada de po¬
der entrar y salir, de ser tenida en consideración, de agitarse, y hormi¬
guear entre los varones, de hacer ruido como ellos. No sabe aún de lo
que quiere hablar, se goza simplemente en poseer el derecho de hacerlo
y todas sus energías las consume en seguirse rebelando cada día con
mayor encono contra las trabas que aún encuentra para su total realiza¬
ción. Sin embargo pocas veces se pregunta dónde está ni en qué con¬
siste esta realización.
En el centro queda (con peligro de ser ahogado para siempre) el pro¬
blema de los hijos (¿por qué una mujer no contribuye de verdad a cam¬
biar la petrificación de las costumbres?), de la convivencia (histerismo,
reeducación), del no-egoísmo, del recuperado y elegido ensimisma¬
miento.
La mujer emancipada rechaza y sufre la soledad más que nunca, per¬
dida en la confusión de letreros que la circundan. Al aburrimiento de la
mujer que hacía media ha sucedido la angustia de la soledad. No sabe
combatir, sino en medio de la algarabía y la alteración que todo lo con¬
funden, esta angustia que le viene de un mundo que sabe puesto en cri¬
sis pero que no tiene la lucidez de afrontar.
Porque la lucidez es fruto arrancado a la tiniebla a fuerza de silencio
y sosiego. Y pocas mujeres todavía conocen el tesoro que se encerraba
en aquellos cofres que les sirvieron antaño de adorno y que hoy han ti¬
rado sin abrirlos. Aún tendrá que pasar algún tiempo para que con la li¬
bertad recién estrenada lleguen a elegir y hagan suyo de verdad ese so-

94
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siego que les perteneció inertemente durante siglos y que por ignorar
que no era la fuente de los males de ese mundo del cual han abjurado,
rechazan sin discriminación todavía.

Buscar un ambiente
(La curación por ambiente)

En nuestro tiempo se atribuyen al ambiente prerrogativas milagrosas. El


ambiente es lo despersonalizado, lo vago, algo que no se ha analizado
bien. Se ha llegado a crear la locución «no hay ambiente» para dar a en¬
tender que las personas no se entienden o no ligan entre sí, que no se
divierten juntas. Es decir que alguna se retrae, no se abandona a la fe de
que va a cumplirse el milagro, con lo cual «piéagua» la fiesta. Es muy cu¬
rioso y concretísimo el fenómeno que se produce con los «aguafiestas».
Son los no creyentes, los que hay que echar del corro, como en las se¬
siones de espiritismo.
Para que haya ambiente hay que sugestionarse, tener fe. Pero pienso
que sobre todo abandono, inercia. Una fuerza mágica, externa a uno,
un componente que está ahí, por el aire, lo hará todo, si uno se entrega.
Por eso cortan el fluido mágico los aguafiestas con su peso, con su per¬
fil y sus aristas, con sus comentarios inoportunos o su silencio. Ellos no
esperan que se cumpla el milagro tan fácilmente, están ahí por error o
accidente. Son los que dicen como el niño del apólogo oriental: «El rey
va desnudo, no está vestido de oro». ¡Fuera con ellos!
A confirmar esta noción petrificada de que el ambiente es algo ex¬
terior a nosotros y que no tenemos más que comprarlo y usarlo, como
si nos pusiéramos un traje, contribuyen de modo poderoso los resortes
del cine y la propaganda. Ambiente distinguido, suelen decir algunos
anuncios de locales, o hasta incluso ambiente íntimo. Como si la dis¬
tinción no fuera todo lo contrario de lo que nos puede venir desde fue¬
ra -distinguirse, contrastarse, afirmarse contra lo de fuera- y como si la
intimidad no presupusiera otras muchas circunstancias personales y del
acompañante que nunca pueden estar incubándose en el aire de un lo¬
cal, por muy bonito que sea, como microbios luminosos y adherentes.
La mayor parte de los descalabros y descompensaciones sentimentales
viene de decepciones de este tipo. «Haga usted la maleta. Iberia hará lo
demás.»
Yo misma recuerdo aún la sensación de fraude que me produjo mi
primera fiesta de sociedad. Con la misma fe en .lo exterior a ellas van
muchas mujeres a los bailes, a los cócteles, a la universidad. Van a bus¬
car ambiente. No piensan que para relacionarse hay que tener primero
algo que comunicar a los demás y luego esos demás se van convirtien¬
do en individuos a los que uno va viendo el rostro, desde nuestra pre-

96
misa previa de desear decirle algo. Si no se tiene nada que decir a los de¬
más, ¿para qué relacionarse con ellos, no el ambiente qué significa?
Cojamos el ejemplo de un ama de casa normal. Las hacen pasar de
decepción en decepción. Del baile a hacer manitas. En seguida los en¬
cargos, la familia, la boda. Notan, al poco tiempo, que las han engaña¬
do, que no era eso. Pero qué, ¿qué era lo buscado? Ahí está por los si¬
glos de los siglos el patético caso de Anna Karenina, de Ana Ozores, la
Regenta. Sobre esto habría que volver más seriamente. Que salga, que
se distraiga, dicen a las personas tristes, «inadaptadas».
Pero hay quien ha entrevisto una pista en alguna ilusión, en alguna
evidencia de la infancia y no acepta sucedáneos. Éstos se convierten en
aguafiestas, en pájaros negros, en hitos que están ahí para avisar que no
todo marcha bien. Los sanatorios se llenan de mujeres neurasténicas
cuanto más feliz y sonriente es el cariz de todos los letreros creados por
la civilización.
Nada más perturbador y más confuso que el torbellino de las rela¬
ciones humanas, si uno no implanta primero firmes sus raíces. Hay un
deseo evidente en las directrices del mundo actual de desviar todo a la
despersonalización, a las relaciones rápidas e indiscriminadas. ¿Qué tie¬
nen las mujeres de ahora que nunca están contentas? Sencillamente que
les han hecho tener fe en los ambientes, en los uniformes, en las neve¬
ras, en lugar de haberles enseñado a tenerla en sí mismas.
Tener personalidad es llevar un traje así o asá, hacer gestos que pa¬
recen originales, pero ¿y luego, al llegar a casa? Vacío, horror a la so¬
ledad. Vienen los fantasmas.

Adorno

«También se evoca la experiencia de lo que popularmente se llama una


atmósfera irrespirable; y, en forma complementaria, se aconseja positi¬
vamente al lector (de horóscopo) que “saque a la familia” o que “le pro¬
porcione un par de horas agradables” invitando a unos amigos. Lo cual
se cuenta entre las tentativas de pasar de contrabando alegrías institu¬
cionalizadas y la proximidad humana forzada en lugar de las espontá¬
neas, de acuerdo con la receta del Día del padre o de la madre. Como
se rastrea que languidece la fuerza cálida y protectora de la familia, cuya
institución tiene que mantenerse, sin embargo, tanto por razones prác¬
ticas como ideológicas, se arma sintéticamente el elemento emocional
de calor y unidad.»
«Los hombres, incapaces desde hace largo tiempo de pensar ni com¬
prender nada que se parezca a la realidad tal y como ésta es, luchan a la
vez desesperadamente por apartarse de ella.»
«Puesto que el sujeto dinámico, el género humano, lo único que

97
hace es afirmarse, y puesto que recae en la naturaleza a la que se hace
igual para manejarla, propiamente no existe aún sujeto alguno de la his¬
toria, sino sólo sus sangrientos visajes.»

# *

La urgencia con que las cosas por decir y por pensar pugnan para li¬
brarse del «no ser», del olvido, contrasta con lá evidencia de que resulte
cada vez más difícil hablar y pensar.
A veces me doy cuenta de que habría que inventar un lenguaje nue¬
vo y me parece que en eso consistiría todo. Nos hemos habituado a
unas formas de expresión que anquilosan nuestra capacidad de pensa¬
miento original. No sé cómo hay quien sigue renovando ciega e inalte¬
rablemente la vieja cuestión del fondo y la forma, en vez de empaparse
cada vez con mayor empeño de su identidad. No se dejan de decir las
cosas solamente por vaciedad mental. Parece, al contrario, como si exis¬
tiera mucho menor reparo en hablar por parte de quienes admiten y
barajan conceptos puramente heredados, lo cual, naturalmente, resulta
tan fácil, divertido y ruidoso como poner sobre la mesa fichas de do¬
minó.
Cuanto más se almacenan y entrecruzan los abortos de ideas vivas
en la mente, más insuficiente resulta un modo aprendido y rutinario de
sacarlas a la luz. Tampoco se trata únicamente de pereza, aunque ésta
naturalmente exista, como consecuencia del no conformarse con una
exposición cualquiera y exigir la más cabal y no inventada.
Encontrar una forma nueva de hablar y de escribir equivaldría, pues,
también a inventar un oyente para esas palabras, con lo cual se inventa¬
ría también una relación distinta a las existentes.
Y al alterarse -aunque solamente fuera de un modo utópico- las po¬
sibilidades de relación ¿no se habría ya movido y alterado también
todo lo que hay que decirle a ese otro, por alterarse las circunstancias en
que se supone que puede escucharnos? El viejo ritornello de «¿para
quién escribe usted?», puesto sobre el tapete de un modo machacón e
impaciente por los que quieren catalogarlo todo sin aclarar ninguna
cosa, viene a desasosegar más todavía a quien ni siquiera ha sido capaz
de abrir una pequeña brecha de salida a todo cuanto se le agolpa y que¬
rría infructuosamente decir.
No niego que la misma falta de destinatario contribuye a ahogar lo
que querría decirse, pero las cosas, dichas de una manera determinada,
inventarían su propio destinatario. Pues ¿no es cierto que a las personas
que nos escuchen o puedan escucharnos nos es dable imaginarlas como
seres iguales que nosotros, en su zozobra, en su deseo de cambiar, de
oír una voz distinta, de emitirla ellos mismos? ¿Por qué vamos a diri¬
girnos a quienes nos demuestran a cada instante ser? Si lo hacemos así,

98
desde luego, conformaremos nuestras palabras a lo que hay y nada se
moverá, reafirmaremos a esos oyentes, hablaremos de una manera ade¬
cuada para ellos, que sonará siempre en la esfera de la total inercia se
diga lo que se diga.
Se nos dice continuamente que nos atengamos a la realidad, a lo
que hay. Pero las palabras que pretenden gritar confusión, patentizar di¬
ficultad y muerte, no saben salir de ese carril de lo que no duele. No
pueden ir destinadas a oyentes que no mueven jamás ceja ni oreja pase
lo que pase. Si se dirigen a esos seres de piedra que son los que en rea¬
lidad hay, se petrificarán con ello, con todo el entorno, no habrá en
nadie un solo pestañeo. Hay que criar los oyentes, hablarles como si
fueran otros. Sólo así a lo mejor alguno se despierta y oye. Pero ¡qué te¬
nacidad, qué valor para inventar palabras y auditorio!
De Tiempo de silencio me llamó la atención la música, porque era y
es lo nuevo, la forma de tirar la piedra que tuvo Luis. La letra de la can¬
ción se canta con la música. Se me dirá: «Aquella música sin letra
no habría sido nada»; pero yo sostengo que sin letra aquella música no
se habría inventado, y mucho menos sin la invención de una relación
nueva entre lo cantado y los que iban a escucharlo.

* * *

La humanidad renuncia a los recuerdos en cuanto que tiende a lo nue¬


vo, a lo cambiante. Y por otro lado está arraigada, anclada a lo siempre
igual. Como apariencia de vida, cambiante; como pensar, estancado.

Bajo el mismo techo

Los dos ochos del anuncio giraban velozmente en sentido contrario,


uno amarillo y otro azul. Hasta que se apagaban y se encendía la bote¬
lla, aquel fluir movedizo de los dos colores producía desasosiego. Tal
vez -como pensó Gloria, mientras aplastaba el pitillo contra el cenicero
que estaba en la alfombra, a los pies del sofá y se quedaba con el brazo
colgando- porque a su compás las ideas se interrumpían y fragmenta¬
ban como en un hipo.
Efectivamente, aquel hormigueo de los círculos en la fachada de en¬
frente, colado a través de las cortinas de gasa, tenía algo en común con
el de sus pensamientos luchando por detenerse en un punto estable.
Cada vez que, tras la danza de los ochos, la habitación quedaba unos
instantes en la penumbra, y estallaba silenciosamente el dibujo de la bo¬
tella roja, fijo y quieto, Gloria también sentía aquietarse algo en su inte¬
rior, como si le renaciera cierta esperanza de claridad mental, que venía
a ser desbaratada sin embargo por el nuevo irrumpir de aquellos giros

99
simultáneos y encontrados en cuyo perseguirse obstinadamente, con¬
céntricamente, se veía espejada ella misma.
Cerró ¡os ojos. Sólo era capaz de coordinar breves imágenes que se
apagaban sin alegría, disueltas en el particular desfallecimiento que ve¬
nía rondándola desde un tiempo atrás. ¿Desde el invierno? ¿Desde la
primavera? Inútil. Las fechas eran como bloques de piedra y la vida que
trataba en vano de evocar huía disecada, arrastrada por los remolinos
verdes y azules que partían reproducidos aún dentro de sus párpados
cerrados, como un cáncer.
Acababa de volverse de bruces contra los almohadones, cuando
sonó el teléfono sobre la mesita cercana.
-¿Señora de Costa?
-Soy yo.
-Hola, mona. Aquí, Sofía. Antes te hemos llamado dos veces.
-Sí, he venido hace poco.
-¿Qué te pasa? Hablas raro.
-Será que estoy cansada.
-¿Os queda mucho?
-No. Lo mío ya se ha acabado hoy. Luego los doblajes y eso.
-Ya. Oye, dice Pablo que vendréis al estreno.
-Sí, supongo.
-¿Cómo que supones? ¿No habéis recibido las entradas?
-Sí.
-Pues entonces, ¿qué pasa? Espera, te paso a Pablo. ¿Hasta luego, no?
-Sí. Creo.
-Hola, guapa. ¿Qué es eso de «creo»?
-Hola, Pablo.
-Oye, que las entradas os las mandé ayer.
-Ya, ya. Las tiene Ramón. Pero es que él no está ahora. Ahora mira¬
ré si me ha dejado la mía.
-Pues míralo. No empecéis con vuestros números, que vaya él por
su cuenta y te pasamos a buscar nosotros, si no. ¿Quieres?
-No, gracias. Si además tiene que estar al venir.
-Como quieras. ¿Te pasa algo?
-No, nada.
-Pero mira lo de tu entrada. Me quedo más tranquilo.
-Bueno, anda, espera.
Se levantó. En la librería encontró el sobrecito con la letra de Pablo:
«Señores de Costa». Ya lo suponía. Las dos entradas estaban dentro. Vol¬
vió en seguida.
-Sí, tú. Están aquí.
-Bueno. Pues que no faltes, ¿eh?
-Creo que no faltaremos ninguno.
-Tú por lo menos.

100
-¿Y por qué yo?
Había hecho la pregunta con maquinal coquetería y ahora la voz de
Pablo era más intensa.
-Porque tengo ganas de verte esta noche.
-Ah. ¿Y a Ramón no?
-No. Francamente no.
Se reía ligeramente. Era imposible adivinar si Sofía estaría aún en la
habitación o se habría ido, y Gloria pensó que esta pequeña incógnita
podía contribuir a dar aliciente al juego a que Pablo la venía invitando
desde que coincidían nuevamente a menudo en fiestas y cócteles. Un
juego sobradamente previsto y tan inerte como el aparente bienestar de
todos y la amistad que los unía.
-Vaya, viva la franqueza. Pues hasta luego, chico. Te dejo.
-Adiós, guapa. Y que se te ponga una voz más alegre para luego.
-Procuraré.
Colgó el teléfono. Unas puertas correderas comunicaban con la ha¬
bitación de al lado. Las abrió y dio la luz. Era el dormitorio. Por lo me¬
nos allí estaban las persianas cerradas. Se descansaba del anuncio. Se
tumbó sobre la cama de Ramón y llamó al timbre. Luego, al encender
otro pitillo, la mano le temblaba un poco. En la mesilla se apilaban los
libros. Cogió uno: Las formas ocultas de la propaganda. Estaba muy leí¬
do, subrayado en algunos pasajes. La firma del propietario sobre la pri¬
mera hoja parecía decir Joaquín Valle. ¿Algún amigo de Isabel? Cuando
entró la criada, estaba tan absorta que se sobrecogió. Se sintió mirada
de pronto desde el umbral.
-Hija, por Dios, diga «se puede».
-¿No llamaba usted?
-Sí.
-Entonces, será que se puede.
Se rebeló. Eran las contestaciones lógicas y tajantes de Isabel. Ella
inculcaba su estilo a todo el mundo.
-¡O no! ¡Y sobre todo se pide permiso por educación, Remedios!
¡Vaya unas maneras!
Remedios bajó los ojos. Se miró los pies, esperando.
-Además, ¿no hay timbre en el cuarto de la señorita Isabel? Podía
haber sido ella.
-No. Están en la cocina haciendo té.
-Están, ¿quiénes?
-Ella y su hermano y otro amigo. Vinieron antes.
Ahora volvía Remedios a mirar de frente a la señora, como uno que
ha ganado. La vio abatir los ojos, aplastar el pitillo. Esperaba el interro¬
gatorio.
-¿Qué amigo?
-Ha venido poco. Tiene barba.

101
-Pero digo que de quién es amigo, ¿de ella o de él?
-Viene más bien con el señorito Jaime. Estudia con él, me parece.
Pero lo conocen los dos.
-Ah, ¿es que el señorito Jaime viene mucho ahora?
-No mucho. Regular.
Basta. ¡Qué le importaba a ella! Ya estaba deslizándose de nuevo
por la pendiente de hacerle preguntas a la criada. Con la nueva tendría
más cuidado. Como no la notara totalmente aliada desde el principio,
no le daría confianzas en absoluto. ¡Aliada! ¡Qué palabra! Tenía razón
Ramón cuando decía que se empeñaba en vivir al acecho, como en la
guerra.
-¿Tengo planchado el traje malva?
-Sí, señorita.
-Sáquelo a ver.
Remedios abrió el armario, buscó una percha y la acercó a la cama.
Colgaba de ella un traje de gasa primoroso, forrado de glasé.
-Bueno, déjelo ahí. ¿Qué hora es?
-Serán las nueve.
-Sáqueme también los zapatos de raso.
-¿Cenan en casa?
-No sé. ¿Qué dijo el señor cuando se fue?
-Nada. Que se iba al pueblo de ese amigo suyo a buscar a la chica
nueva. De hora de volver no dijo nada.
-Ya. Pues no prepare la cena para nosotros. No nos va a dar tiem¬
po. Tomaremos algo por ahí. La cama de la chica se la ha preparado,
¿no?
-Sí, señorita.
-Pues nada. Cuando lleguen me avisa, para que la vaya yo a cono¬
cer. Nada más.
Cuando Remedios salió, Gloria se asomó sigilosamente al pasillo
que era largo. No se oía nada al principio, pero transcurridos unos ins¬
tantes llegaba a revelarse un discreto rumor de conversación -a ratos to¬
talmente apagado- viniendo del ángulo del fondo.
Volvió al cuarto de estar. Ya era de noche. Abrió la ventana y se aco¬
dó a mirar los coches y la gente, tan abajo. Era un noveno piso. Ya no
quedaba claridad alguna en el cielo de octubre, y el anuncio de la bote¬
lla, incorporado a todos los que zigzagueaban a lo largo de las fachadas
de la avenida, perdía su hechizante resplandor.

Para el segundo capítulo:

Por la mañana llegó a la taberna el señor de la Fresneda.

102
Sobre Les liaisons dangereuses

Sensaciones trascendidas. A través del sentimiento amoroso, Madame


de Merteuil deriva un conocimiento, una clarividencia, le sirve de parti¬
da a una serie de planes. Invenciones peligrosas, pero invenciones al fin,
construcciones. Laberintos. Esta novela, entre otras cosas, demuestra la
imposibilidad de conocerse dos personas por medio del amor, si no so¬
lamente, en todo caso, dar a conocer al otro la imagen siempre menti¬
rosa que uno se inventa para gustar. Puertas secretas. Señalando esas
puertas secretas el autor nos pone en guardia, desenmascara todos los
fantasmas, y el peligro de llegárselos a creer. Los únicos que se entien¬
den, que se divierten, Valmont y Merteuil, porque son como dioses al
cabo de la calle de la relatividad de esos sentimientos que esclavizan a
los demás, dejan de entenderse precisamente cuando vuelven a ser afec¬
tados por ellos, cuando se dejan alcanzar por movimientos de pasión.
Entonces pierden.
El uso que hacen de su conocimiento de las pasiones humanas, no
por ser reprobable —un mero divertirse viendo agitarse y sufrir a los
otros- quita clarividencia y agudiza el conocimiento en sí. Es decir, son
exactamente como dioses, dueños del destino de los demás y del suyo
propio, no esclavos.
Mme. de Merteuil hace de sí misma su propia obra. ¡Lástima que
instrumento tan precioso y eficazmente conseguido no tenga más fi¬
nalidad que la contemplación enamorada de su propio valor!, se nos
dirá por parte de los utilitarios. Pero ¿y la invención? El que esté em¬
pleado para hacer daño no quita ni pone a su perfección como con¬
ciencia.
Lacios no quita importancia al amor ni se la da: se limita a enseñar
toda su complicada maquinaria. ¿Y es que esta maquinaria no sigue
existiendo hoy día? No idealiza nada, pero tampoco suprime nada de
lo oculto, no tacha de un plumazo todo lo que en el siglo xvili estaba
ahí, y que sigue estando. Enseña la trastienda, el reverso de la medalla,
y al enseñar la mentira, la trampa, enseña la verdad. Porque la verdad
del amor es su trampa.
Lo que hace deslumbrante, casi única en la literatura, la figura fe¬
menina de Mme. de Merteuil es su inteligencia. No es víctima, pero tam¬
poco verdugo cerril, impulsado por el hado (Mme. Bovary). Es verdugo
libremente, porque lo quiere ser. Lo ha escogido, le divierte. Esto será
todo lo nefasto que se quiera, pero pocas mujeres están tan seguras de
su labor, la fían a sí mismas, sin apoyarse en el ambiente, pocas van tan
contracorriente, son una pura construcción de su voluntad y esfuerzo y
en este sentido es totalmente positiva esta figura de mujer. Lástima que
sólo apoyándose en motivos de vanidad y autocomplacencia quepa

103
imaginar que alguien llegue a levantarse tan por encima de la talla de
las demás voluntades gregarias y adormecidas.

* ■Íí

(Más sobre el AMBIENTE.) El ambiente ha llegado a formar magma


con la persona. El otro día decía un chico a otro, hablando de las vaca¬
ciones: «Sí, por fin estudié un poco. Me logré salir del ambiente». El es¬
fuerzo ya no está en entrar en un ambiente, sino en sacárselo de encima,
destacar la propia persona, librarla.

* # *

Mme. de Merteuil es utopía, invención, posibilidad. Es un gozo ver


cómo consigue crearse a sí misma, verla gestarse, superarse. Mme. Bo-
vary es mucho más corrosiva como personaje literario y estriba esta co¬
rrupción en que en el fondo se hace querible, amable, siendo un mons¬
truo, sólo porque «la pobrecilla no lo podía remediar», porque espeja
como fábula (y da lugar en mayor medida a reafirmar y justificar) la ac¬
titud relajada de quien se abandona a torbellinos pasionales. Mme. Bo-
vary no tiene un solo pensamiento coherente, es víctima de su confu¬
sión y verdugo de sí misma y de los demás a través de ella.
Mme. de Merteuil es ejemplar. Precisamente porque en sus intencio¬
nes nadie pretendería imitarla, podría ser -en cambio- ejemplo de con¬
ciencias despiertas, reflexionadoras, escépticas. No es un personaje de
ficción que dañe. Pero puede enseñar, como tal personaje de ficción.
Se dirá: No es humana, y eso le quitará todas las simpatías. Pero ¿pue¬
de imaginarse, en cambio, mayor daño que el que ha hecho Mme. Bovary?
«Aimer c’est vivre» (Denis de Rougemont). Hace daño a los vivos, aparte
de hacérselo a los personajes del libro. Empieza uno por compadecerla, an¬
tes de juzgarla. A Mme. de Merteuil ¿quién va a atreverse a compadecerla,
ni cuándo lo pretende? Es de roca, de hielo. Pero ¡qué criatura admirable!
No en sus fines sino en sí misma, en su creación como conciencia.
¡Cuánta falta harían mujeres escépticas con respecto al amor!
Y cada día más. Mientras esto no se vaya dando, el yugo al sexo, el bea¬
terío padecido aumentará.
A mi modo de ver, la literatura guía y fija de modo pavoroso las ten¬
dencias existentes. Hay un doble juego. De una parte ir con la corrien¬
te (escribir para el gusto del público). De otra inventar y formar ella mis¬
ma esa corriente. No se sabe lo que ha existido primero. Novelas que
sean tanto tirar una piedra como Les liaisons yo no las he visto. No es
fuerte, en la acepción moderna de retratar los fenómenos, las aparien¬
cias. Ni una sola vez se describe una sola caricia. Se trasciende la reali¬
dad, no se retrata. Como en el Quijote.

104
Actualmente, en las novelas francesas e italianas más crudas se re¬
trata una realidad. Nadie dice que no suceda eso, ni está mal señalárse¬
lo a quien no sepa que sucede, pero estos fotogramas no ayudan a re¬
flexión crítica alguna. Más incorporadas a la corriente general que estas
novelas, más inocuas para corregir nada, difícilmente se encontrarían.
Lo más revelador es de qué forma inconsciente se han dejado colmar
las nuevas formas por los contenidos señalados como viciosos. «Los mis¬
mos perros con diferentes collares.» Nadie que yo sepa ha parado mien¬
tes con alarma en esta transposición. Y ello debido a que en los siglos po¬
cos avisos como Les liaisons han venido a sacudir a los crédulos, a los
compasivos, a los que creen en el amor. Se avergüenzan de creer en el
amor antiguo estilo y trasponen los contenidos a la relación sexual. No in¬
ventan ninguna actitud nueva de protesta, de dominio, de burla. No rom¬
pen con nada. Y las creaciones de ficción tienen que ser utópicas, inven¬
tar lo inverosímil, lo imposible, inventar Mme. de Merteuil.
Al amor, como a todos los juegos, o no se juega, o se juega bien. Ju¬
gar bien a una cosa es dominarla, demostrar una destreza, una expe¬
riencia, afilar la inteligencia que se emplea. ¿De qué le sirve jugar a
Mme. Bovary y menos a la Regenta o a Anna Karenina? Se destruyen
una vez y otra vez como Marilyn Monroe en nuestros días, no llegan a
tener las riendas de nada. Pobres juegos, pobres «evasiones». Con la
cruz a cuestas, con la feminidad y la pasión a cuestas, cambiando de si¬
tio igual que el judío errante. A ciegas. O petrificadas en el mismo sitio
sin sufrir ni padecer. No hay otro camino.
A la Merteuil y a la Bovary se les dan -dentro de su limitación- las
mismas pobres armas que daba el siglo a una mujer: las del engañar.
La primera las usa y afila con gozo, «conduce su carro por el precipi¬
cio». La otra las vuelve contra sí y los demás, contra todas la mujeres
que la siguen leyendo.
Toma de distancia. Sobre cada experiencia amorosa, meditar. Sepa¬
rarla.
El amor como juego (cantigas) que insensiblemente va siendo to¬
mado en serio como no puede menos de ocurrir (por parte de la mujer)
en todas las dedicaciones absolutas. Se educa a las mujeres, se las dota
para ese único juego, en el cual la mayoría de las veces incluso saben ga¬
nar. Pero lo único que no saben -porque lo olvidan- es que están ju¬
gando, y por eso pierden, por no colocar el juego en que son maestras
en un contexto más amplio, el de la vida. Sustituye a la vida, para ador¬
nar o alegrar la cual estaba inventado. Todos los juegos dejan de serlo
cuando pierden su referencia. Cuando dañan. Surgen los tormentos del
amor, llevados en el romanticismo a su exaltación casi mística.
De Mme. de Merteuil se dice hipócrita porque sabe que está jugando,
porque no deja volverse contra sí misma unos supuestos en los que no
cree, no les deja inundar su esfera de clarividencia, lo que más defiende.

105
In memoriam

Esta noche he estado leyendo -por el mismo orden en que tú las colo¬
caste- algunas de las palabras que, en vida, enhebraste y pusiste en fila.
Me he acordado de un pensamiento que me asaltaba, siendo niña, de
los más antiguos que recuerdo haber tenido: imaginaba la cantidad
de combinaciones posibles que se podrían llegar a hacer con las palabras
y, pensando esto, las materializaba como naipes de una baraja sin fin.
Luego, de mayor, reviviendo esta recurrente intuición infantil, me
parecía milagroso que un libro cuya lectura me había deleitado estuvie¬
se escrito de aquella manera y no de otra ninguna; me daban ganas de
aplaudir, de dar gracias al cielo que permitió a aquel tan contingente so¬
litario de palabras cuajarse, proclamarse como absoluto precisamente
de aquel modo y no volvía en mí de la sorpresa: ¡qué suerte, qué ca¬
sualidad! -pensaba entusiasmada ante aquella combinación lograda,
salvada del no-ser, del olvido.
No sé por qué te cuento estas cosas precisamente a ti que ya eres tie¬
rra, ceguera, oscuridad. Tál vez si vivieras, y comoquiera que mi relación
contigo sería totalmente diferente, no tendría que hablarte de cosas tan
incomprensibles y aterradoras como las que con tu muerte se me han
evidenciado. Me refiero sobre todo al sentimiento del azar, en nombre
del cual ahora me veo impelida continuamente a buscarte, a buscar tu
sombra, tu recuerdo, el comodín de tu naipe estereotipado, como la úni¬
ca pared sorda, muda y ciega contra la cual quiero echar mis palabras.
No se trata de hablar contigo como si estuvieras vivo, no. Si estuvieras
vivo hablaríamos de política, de automóviles, de la noche tan buena que
se ha quedado hoy para irse a beber vino, hablaríamos de este infinito e
inagotable Madrid que ya Felipe V pateaba, de locos y de cuerdos, de ga¬
jes del oficio, de cómo todo es cuestión de risa y de paciencia, contarías
anécdotas de amigos desconocidos míos, pero amigos de amigos míos a
los cuales tú, a tu vez, no conocerías, y cuyo nombre después de pro¬
nunciarlo yo se te quedaría flotando en la memoria para poder sonreír
a las personas al alargarles la mano, pocos días o meses después, como a
seres ya introducidos en la caja cada vez más elástica de los rostros y
nombres incontables que poco a poco van envejeciendo con nosotros
sin que nos demos cuenta —porque cada vez nos damos cuenta de me¬
nos cosas- pudriéndose como un mantillo del cual nos alimentamos.
Tampoco se trata de hablar contigo como con un muerto al cual se¬
guimos poniendo cubierto en la mesa como si fuera a volver. Yo no ten¬
go por qué esperar que vuelvas. Mi vida, desde un punto de vista or¬
todoxo, es exactamente la misma contigo muerto que contigo en un
despacho de San Sebastián, y dentro de lo que se suele llamar argu¬
mento, tu vida, si yo escribiera la novela de la mía, no tendría por qué

106
ser mencionada. En cambio tu muerte, sí. Es tu muerte la que te vuelve
mi interlocutor.
En la gente viva uno cree, se empeña en tener esperanza; aunque
sepa que se engaña. Cree uno que habrá tiempo para entenderse, que
tiempo es lo que sobra, y lo va dejando de un día para otro, el hablar.
Por eso te escribo a ti aunque ya no me oyes. Porque pienso que si me
sirve de pretexto (imaginando todo lo que irremediablemente nos que¬
dó por hablar) y dado que sólo esa desesperación me mueve a com¬
prender lo efímero de mis posibilidades para con los demás, ya es algo
si, aunque tú no me oigas, a través de ti, por causa de ti me oyen los de¬
más y les puedo al fin decir alguna de las cosas que me ha desvelado la
tragedia de tu desaparición.
Todo es indiferente, ya lo sé. La sola diferencia entre escribirte y de¬
jar de hacerlo, la que me lleva a elegir esta segunda posibilidad reside en
que veo de un modo furibundamente claro lo que pasa luego, cuando se
le cierran a uno -como a ti- no sólo esas dos posibilidades de elegir,
sino toda otra que pueda imaginarse.

Los asuntos personales interviniendo en la guerra, mejor dicho, siendo


ellos la guerra misma, la guerra interior de rencillas que se fragua a os¬
curas y que un día estalla para proyectarse en la pantalla de las grandes
necesidades, las grandes ideas y el bien público.
Pero éstas sólo existen como tal pantalla embustera porque, dado
que las rencillas e intrigas personales ocupan todo el tiempo y desgas¬
tan todo el ingenio, que canalizado derechamente podría desembocar
en la dedicación sosegada a problemas más generales, es evidente que
la historia no discurre ni la guerra se hace en nombre de esas ideas ama¬
ñadas después para justificarla, sino que es la resultante imprevisible de
miles y miles de incontrolados resentimientos y pasioncillas que fer¬
mentan en cada individuo particular. Ninguno de los cuales ha gozado
de las circunstancias propicias para la reflexión sobre lo que de verdad
convendría a su país y casi ninguno ha tratado de romper -como lo más
urgente- esas circunstancias adversas para retirar un equilibrio particu¬
lar, una soledad en medio del torbellino de pasiones que encienden con¬
tinuamente sus luces. Y así apagas para hacer entrar en el juego perni¬
cioso de envidias y simulaciones a cada persona de las que van a regir
-diciendo luego que es en nombre de ideas y necesidades personales-
ios destinos de la historia.

107
Mañana será

Ya hace más de diez años que vivo en esta casa, y siempre es en noches
como esta de hoy, cuando empieza a venir el calor y dejamos la venta¬
na abierta, cuando me asalta fugaz y vivísima con idéntica urgencia de
ser expresada una antigua sensación al instante reconocida. Me quedo
casi sin respiración como cuando se teme ahuyentar en el bosque una
mariposa largo tiempo perseguida que de pronto reaparece y se posa a
pocos centímetros de nuestra mano. No me muevo, con los ojos fijos en
las estrellas, porque de ellas, en relación con algún ruido de la calle ha
venido el extraño mensaje, o bien, al cabo de un rato y comoquiera que
el silencio empieza a convertirse en algo forzado y artificial, sospecho
que la mariposa ha levantado otra vez el vuelo y me muevo también yo
para intentar seguirla, aunque sé que es inútil. Me levanto con pena y
desconfianza de la cama -porque suelo estar en la cama- y me asomo a
la ventana.
(Tal vez deba describir las luces de Vallecas, contar lo del cemente¬
rio, lo de Piñor, lo de las ventanas encendidas...) Pero sobre todo, Sala¬
manca entera. Lo que sentía cuando los exámenes, enamorada de aquel
médico.
Una vez tuve el tifus. Mis papelitos me parecieron inexplicables y
tristes. Por entonces salía yo de paseo con F. Me dijo que era horrible,
y no entendió que llorase. Estábamos en un campo. Era ver en lo que se
había convertido lo que yo quise decir.
Recuerdo la sensación: sé cuando llega, vivida. Digo: «Ya está aquí.
Ahora». Y no se trata de describir Vallecas ni el cerro que salía en el ve¬
rano, se trata del peso de la vida, de las cosas pasadas en esa terraza,
que sólo a mí me incumben, de la casa de Miguelito en los tiestos, de la
ropa en naftalina, de este descansar los ojos en las estrellas, como cuan¬
do niña.
Y digo, cuando se pasa con el ahogo, el mensaje: «Otro día. Lo es¬
cribiré otro día». Por miedo, en el fondo. Porque sé en qué se convierten
las cosas escritas. Lo que es un libro en un escaparate, lo que es una car¬
ta al editor hablándole de erratas, porque sé que fatalmente esa vía, la
única que tengo para darle salida a lo que quiero decir, no corresponde
en absoluto a este mensaje repetido, antiguo, indescifrable, ni tendrá
nunca nada que ver con él.
Para mañana no. «No quiero que se vaya otro día sin intentar decir
algo que sea verdad.»

108
Nuestra casa se convierte cada día más en un cubil, algo discutible y
provisional, y los problemas que emanan de su decrepitud son apenas
atendidos el tiempo preciso para desembarazarse de la molestia mo¬
mentánea que nos ha llevado a considerar cuanto envejece. En cambio
—desaparecida la molestia que sólo distraída y torpemente hemos queri¬
do arreglar— esa sensación de que es vieja, de que es como nuestra se¬
gunda piel queda vigente y nos acompaña con su melancolía. Sólo y
cada vez más, en la melancolía, le puede acompañar a uno lo también
melancólico, lo que es verdadero. Nuestra casa no esconde su historia,
está escrita su historia de diez años en cicatrices por todas las paredes y en
ningún otro lugar cuidadosamente restaurado nuestro espíritu despliega
más a gusto toda su incertidumbre y desolación, todo su cansancio.
Es visitada poco nuestra casa. A veces, en el tiempo en que aún nos
hacíamos esta clase de preguntas, nos hemos preguntado por qué. No
sabíamos adornarla para acompañar fingidamente una relación amable.
Caíamos en largos silencios, durante los cuales las cicatrices de la casa
eran recorridas por los ojos atónitos de los nuevos amigos que no se ha¬
llaban a gusto. Nunca había música y casi nunca vino. Al recién venido
se le imponía la prueba de la relación a palo seco y muchas más veces
con peoras. Sólo algunos supieron resistir.
Hoy que los niños crecen, comprendemos que la casa esperaba, la¬
tía, para ser entregada a ellos con toda su historia, sus amarguras, su di¬
fícil articulación, como un juguete para que lo habiten y lo hagan nue¬
vamente funcionar. Y para ellos, en cambio, esta casa que nadie les
obliga a respetar, es preferible a cualquiera.

Síntomas de envejecimiento
Lo insensible

Hoy por la noche estaba sentada con un amigo en la Plaza Mayor, en la


terraza de un café. Había parado, delante de nosotros, un gran autobús
vacío, con matrícula holandesa. Al cabo de un rato vinieron los turistas
extranjeros que lo debían ocupar y fueron subiendo a él en grupos, len¬
tamente. Venían muy contentos, tras haber cenado abundantemente, y
sus risas eran cubiertas por la ramplona musiquilla de cuatro o cinco in¬
dividuos de la tuna universitaria, que los acompañaban, seguramente
pagados por la empresa organizadora de aquel tour nocturno, con sus
archiconocidos revoleos de capa y cintajos. Subieron con ellos al auto¬
bús, sin dejar de tocar sus instrumentos, y, cuando estuvieron todos,
arrancó. Las señoras con sus carnosos y flácidos brazos, tan blancos,
iban siguiendo el compás y daban palmas, mientras sus rostros enroje¬
cidos, igual que los de los caballeros, no cesaban de sonreír. Eran todas
gentes de más de sesenta años, la edad en que las personas solitarias de

109
los países prósperos han ahorrado algún dinero para llevar a cabo esta
clase de excursiones, como mi amigo y yo nos quedamos considerando
cuando desapareció el autobús. Pero sin reírnos ni burlarnos, porque no
podíamos.
Mi amigo y yo frisamos los cuarenta, y habíamos estado charlando
con una cierta seguridad hasta que contemplamos ese espectáculo, ana¬
lizando diversos fenómenos sociales que a los dos nos preocupan. Nos
gustaba, yo creo -como pasa siempre- sentir refrendada la opinión de
uno por la de quien se tiene enfrente, que es uno de los peligros que en¬
traña el diálogo -aunque presenta por otra parte muchas ventajas sobre
el monólogo- para que uno se deje anegar por la dulzura de las ideas
compartidas y no profundice en busca de raíces inexploradas.
Pues, como digo, después de ver arrancar el autobús de los holan¬
deses nos fuimos quedando callados poco a poco. «¡Qué fastidioso
debe ser envejecer!», dije yo. Y, tras breves intentos de ser reconstruida
con su anterior apariencia de estabilidad, la conversación se apagó de¬
finitivamente. Nos levantamos para regresar.
Yo no tenía sueño -la prueba está en que, una vez en casa, he teni¬
do que recurrir a la pluma para espantar el insomnio- y habría cami¬
nado por cualquier parte en vez de venir a encerrarme a esta habitación
donde paso la mayor parte de las horas del día. Pero, ahora que estoy
en ella, me doy cuenta de que solamente desde aquí se pueden andar to¬
dos los caminos; incluso los que llevan al convencimiento de que no
merece la pena de ser andado ninguno.
Desde hace algún tiempo me preocupa la idea de envejecer y todo
lo que veo y me rodea, lo relaciono con este sentimiento que me ha in¬
vadido de un modo muy acusado concretamente a lo largo del año, es
decir el treinta y ocho de mi existencia. Muchas veces en la literatura y en
el cine había visto tocado este tema del envejecimiento de las mujeres y
me parecían aburridas y molestas las obras que sacaban el problema a
relucir. «¡Qué pesadez!», pensaba. «¡Qué falta de imaginadón! Ya están
otra vez con lo mismo.»
Pero ahora me parece que tenía una cierta razón para rechazar
aquellas síntesis. Tal vez sería en parte porque no me tocaba en la sen¬
sibilidad el tema, pero principalmente lo que ocurre es que siempre
lo he visto atacado de forma bastante lineal y burda. Una mujer se
ve arrugas, comprende que ya no puede gustar a los hombres, se des¬
quicia, intenta prolongar su juventud artificialmente, se busca amantes,
etc. Lo que pasa, al menos lo que me pasa a mí, es mucho más com¬
plicado.
Es como un pararse a hacer recuento, una inmensa melancolía al ver
lo deprisa que se ha ido el tiempo que nos parecía infinito, es un echar
la vista atrás y sentir vértigo al considerar los proyectos dejados sin aca¬
bar, los que no empezaron a ser algo siquiera, las conversaciones in-

110
completas, al ver la vida como una angustiosa y pura ramificación. Es
igual que cuando uno intenta hacerse oír en los sueños y nadie oye las
propias palabras, como asomarse a un abismo donde todo allá abajo
esta tragado por un ruido de mar que ni siquiera se ve, pero que se sabe
que va y viene.
La diferencia de ser joven a ser viejo consiste esencialmente en to¬
mar conciencia de esta situación. Y apareja el susto y la sorpresa consi¬
guientes al comprobar que ha venido uno asomándose a ese mismo
abismo durante años y años, pero alegremente, como a un balcón ador¬
nado de tiestos de flores. De un junio a un septiembre de nuestros vein¬
tidós años me pregunto yo que cómo el tiempo pasaría y me dan ganas
de preguntárselo como la encuesta más urgente a mis amigos jóvenes de
ahora, pero veo que sería inútil, que nunca podrían entender la pregun¬
ta, porque no saben los peligros de bifurcación que por el camino les
acechan, y ese ruido que yo oigo como una tormenta marina de reflujo
ensordecedor a ellos les excita y les da confianza y deseo para esperar y
sanar, para restañar cualquier decepción. Llevan su cuaderno en blanco,
siempre esperando verlo lleno mañana. Se acompañan unos a otros, se
arropan, se dan concordia.
Tal vez este agravamiento mío en lo del cáncer del tiempo pueda
consistir en que este año he tratado a varios jóvenes. Buscaba a su lado
algo que no se me había perdido allí, como el de la moneda iluminada,
y a ellos les parecía normal que estuviéramos juntos. Yo he sido la que
me he sentido segregada -hay que ser justos-, no han sido ellos quienes
han querido segregarme.
Se relacionan entre sí como hongos rápidos, no tienen paz. Debe
uno dejarles totalmente a su aire por el camino que lleven. Es muy malo
todo magisterio y entre gentes de distinta generación se ejerce, se quie¬
ra o no. A veces les he dicho cosas que pensaba de esto o aquello, y su
cariño me conmovía, pero me escuchaban sobre todo porque era mayor
y mis circunstancias les producían curiosidad. Entré en su juego, dejé mi
concha y al volver a ella es cuando digo que he envejecido. No por lo de
las arrugas, no por lo de las decepciones. Arrugas y canas me las he ve¬
nido viendo desde hace muchos años y tan indiferente me fue la prime¬
ra como son todas las que ahora me dibujan otra fisonomía más seme¬
jante a la de mi madre cada día.
No es eso. Es algo interno. El quedarse cada vez más solo con añicos
que no se saben pegar para construir el rompecabezas. Y el deseo de ha¬
cerlo y la inseguridad. Antes se pasaba uno la vida haciendo pequeños
rompecabezas con toda perfección, la cabeza del garito, el rabo, un árbol,
el ovillo de lana. Y ya estaba. Luego quedaba el sonreír y deshacerlo para
volverlo a hacer. Pero no se trata de eso. Todas las piezas de los rompeca¬
bezas empezados y no acabados, y las de los que creíamos acabar nos ro¬
dean hoy y nos abruman pidiendo su sitio en un contexto más amplio.

111
No se trata de escenas ni de historias particulares, sino de articular¬
las con un sentido en el conjunto. Uno no puede renegar de su vida en
bloque, ni de la de los demás, pero quisiera descarnarla, aliviarla de ar¬
gumento y recuerdos, está uno cansado de repasar escenas como cuen¬
tas de rosario, se querría entender nada más por qué ha habido tan
poco tiempo, por qué no hemos hecho nada entre dos platos, por qué
tenemos las manos tan vacías.
Muchas veces me escapo al río Tormes, desde aquí, desde donde es¬
cribo ahora, al lugar más mío y auténticamente balsámico. Hay una bar¬
ca y ellos, mis amigos, hablan y fuman. Tienen, tenemos, la edad de mis
nuevos amigos de este invierno, los que han ahondado en la herida de
la que trato de hablar por ver si me aclaro y aclaro a los demás algo del
rompecabezas.
Pues bien son tres o cuatro mis amigos de ese río, de esa tarde, de
esa barca. No tienen prisa, ríen, me ofrecen la mano para bajar. Los he
visto luego y la comunicación ha sido imposible o muy difícil. También
ellos se echaron a ramificar, a soltar un ovillo que ahora les enmaraña,
confiados en que un día lo sabrían recoger.
No es derrotismo. Ya sé que han tenido hijos, que han ido a biblio¬
tecas, que han hablado de política y de religión, que han escrito traba¬
jos. Y entonces, en la barca, proyectar esta imagen futura de lo que aho¬
ra son, les habría gustado: un rostro, con sus gestos y su trabajo, de esta
o de la otra manera. Pero lo que no hubiéramos entendido ninguno es
que nos llegaran a parecer tan mezquinas y aburridas nuestras propias
historias, que no nos gustara ya escribirnos cartas, que tal trabajo, tales
gestos de hombres llegados a ser nos pareciera tan baldío, y tan idiota
un camino que podría haber sido cambiado por otro cualquiera.
¿Y qué día empezó a liarnos ese ovillo que alegremente echábamos,
como la cuerda de una cometa?

17 de jimio

Los desvanes. Trastienda

Mi enfermedad consiste en mi silencio. Es forzoso imaginar un interlo¬


cutor, no puede uno salvarse de otra manera. Y si la imaginación no es
capaz de forjarlo, se va uno tragando todo deseo de hablar, se va for¬
mando esa amalgama oscura, indescifrable y movediza que no se asien¬
ta ni se digiere.
Es como si hubiera un recinto secreto cuyo orificio de entrada sola¬
mente uno mismo conociera, y es un orificio pequeño e informe, cuida¬
dosamente cubierto, justo del tamaño de la paletada más llena de mate¬
rial rechazado que uno puede aportarle cada vez. El mecanismo de

112
abertura del orificio debe estar compuesto de unos suavísimos muelles
porque la puerta está completamente camuflada a primera vista y sin em¬
bargo, apenas la toca la paletada de detritus, aparece abierta detrás al
unísono la negra boca sin que se oiga ningún ruido de abertura ni se tro¬
piece con dificultad ni dureza alguna. Ayudado por tales facilidades ha
llegado a hacerse este arrojar basura tan maquinal como cualquier acto
cotidiano, hasta el punto de que en vez de estar uno pendiente de lo que
va incluido en la paletada, como al principio de efectuar esta operación
-cuando aún, por supuesto, no se daba mentalmente el nombre de ba¬
sura a lo que se arrojaba—, en vez, digo, de recortar los elementos que se
van guardando para ser enhebrados luego, tras haberlos apartado por el
momento para atender al otro quehacer urgente, como antes que se or¬
denaban y vivían aún esperanzadamente unos instantes en la memoria,
en vez de esto se trata ya de quitarse de encima un prurito que ha llega¬
do a ser agobiador y fastidioso, se trata de evacuar, de librarse de algo
cuya composición no nos importa, y el leve chirrido —educado, europeo,
entonadísimo— de la puerta del orificio al volver a cerrarse tras lo arroja¬
do, es agradecido por nuestro cuerpo -al contrastarlo con el anterior ma¬
lestar— de la misma manera que agradece las condiciones de higiene y so¬
ledad del evacuatorio encontrado en momentos de sumo aprieto.
Así pues aquel recinto de que he hablado al principio y a cuyas pro¬
fundidades no nos hemos atrevido aún a descender -lo vamos demo¬
rando como un quehacer fantasma, cada vez con menos realidad-, va
albergando todo lo diferido, lo roto, lo provisional, como un enorme
desván. Pero todos los desvanes tienen un fraude. No nos pasan la cuen¬
ta en mucho tiempo, se van cobrando en carne y destrucción, van pu¬
driendo lo alojado, y van sobre todo pudriendo en nosotros el deseo
de rescatar lo alojado.
Todas estas cosas las pienso a raíz de la lectura de la novela de Juan
Benet, que ha tenido la valentía de vomitar para afuera, no en vomita¬
deras secretos, de sacar todas esas tripas a la luz y dejarlas ahí culebrean¬
do, gritando, clamando por la abertura y el oreo de todos nuestros pol¬
vorientos desvanes.
¿Por qué se llega a los mismos agujeros de destrucción por caminos
de sumo orden que de abandono y desorden completos? Lo que pasa
es que los del desorden son coherentes con el lugar alcanzado y los
otros tapan y se niegan lo que han preconizado estar siempre evitando.

# * *

El amor sólo puede tener que ver con lo no cumplido, con lo fugaz.
Amor y muerte. Amor y despedida. Amor e incomprensión. Siempre
algo para lo que se piensa -utópicamente- que habría hecho falta algo
más de tiempo. Y es tan profundo este sentimiento porque nos despierta

113
precisamente la conciencia más viva de todas, la del tiempo (aquí se van
los instantes por la ventanilla del tren, este día nunca se repetirá, etc.).

El Boalo

). B. me ha dicho que el ponerse a escribir tiene más que ver con la vo¬
luntad que con la inspiración. Claro. Es verdad. Pero la contradicción
reside en que la carga confusa, dolorosa, magnética de cosas por expre¬
sar nunca la sentimos dando tan urgentes coces y punzadas como cuan¬
do -precisamente- su aluvión ha sido tan poderoso e inabarcable que
nos ha sobrepasado, nos ha tirado al suelo destruyendo, entre otras co¬
sas, nuestra capacidad de disciplina, y así la voluntad, que sería la úni¬
ca posible rectora del caos, naufraga en él apagadamente.
Anoche pensaba en estas cosas mirando las estrellas, ese cielo am¬
plio y limpísimo como una cobertura que solamente se redescubre de
verano en verano. Me había tumbado en el prado que hay delante
de casa y las niñas (Marta y Chani) salieron en mi busca. Decían que
eran brujas y que tenían que hacer sus bendiciones a la bruja reina,
que era yo. Las veía, mirando hacia atrás, al revés, subidas en las peñas
y escuchaba sus poéticas invocaciones a la luna. Luego se pusieron a gi¬
rar a mi alrededor y me frotaban con hierbas y pajitas.
Supe una cosa cierta: que el verano es de los niños. Para los mayo¬
res se ha convertido en un agobio más, quizá el mayor. Desde mayo co¬
mienzan los proyectos, las preguntas para saber lo que van a hacer los
otros amigos. (Las quejas vienen luego.) Pero sobre todo hay una iner¬
cia interior, un deseo de entregarse a lo que cambia. «¿Por qué no cam¬
bias de ambiente?» En la entrega al veraneo hay una última fe, ya estre¬
llada y mordida contra tantas evidencias. Se renuevan viejos y confusos
votos en ese proyecto de veranear.
Suelen ser los niños el pretexto, que toman calor, que no comen.
Pero en ellos poco se piensa de verdad, poco se para uno a recordar lo
que era a esas edades el descubrimiento de una lagartija, de una tapia
difícil de escalar, de unos titiriteros de pueblo. Se piensa atolondrada¬
mente en que «hay que veranear», en que está uno al borde de los ner¬
vios y un viaje de descanso puede arreglarlo todo. Los veraneos de los
adultos son una institución más. Queda algo aún en el deseo de em¬
prenderlos, de esa vaga nostalgia de la búsqueda, que ya tiene bien
poco que ver con el afán real de encontrar algo de verdad diferente. El
veraneo es otro acallamiento, otra interrupción, uno más de esos tajos y
desvíos que el mundo moderno -taimadamente maestro en tales me¬
nesteres- da a diestro y siniestro del escaso caudal de nuestra vida, para
repartirla en compartimentos estancos y baldíos.
El hombre -y más la mujer- piensa: «El veraneo nos curará». Pero al

114
decir la palabra verano su esencia se ha evaporado ya del todo. Al decir
«verano» dicen coche, pasaporte, dinero, equipajes, separación, dificul¬
tad. Por eso suele serles tan indiferente el lugar adonde son remitidos,
de la misma manera que inertemente se abandonan en las manos del
psiquiatra, del confesor, del peluquero. Algo que hará el ambiente, algo
que ello solo se disgregará, se irá desmoronando. Dar largas.
Y todo el contenido del verano, sus alimañas ocultas en el prado, su
cielo, su color, las hierbas y las flores, la montaña terrible, abrupta, inex¬
plorada, son si acaso personajes presentes a nosotros por medio de al¬
guna suave canción embutida en el tocadiscos.
Y pasado el veraneo, este sacrificio monetario que el hombre hace
por sus hijos —en los cuales no piensa en absoluto— y la mujer consumi¬
da de impaciencia por volver a la ciudad a reordenar casa y cajones, em¬
pezarán las quejas a almacenarse, los deseos de evasión a cuajarse de
nuevo oscuramente, sin que haya habido en nada de lo que se ha visto
la menor participación, en nada de lo que se ha hecho la menor rectifi¬
cación, ni entrega alguna.

* * *

De verdad el sexo ha tenido siempre el mismo valor: un rato. Antes se


menospreciaba a la mujer de fácil entrega; ahora se la valora. Pero el
acto en sí mismo sigue siendo de segunda fila; y comoquiera que la mu-
Íer —sentirse valorada por su generosidad en darse— haya elevado el
tema a rango superior, asistimos a una hipertrofia del tema del sexo del
cual a no ser por las enfermedades disimuladas, harturas y cegueras a
que ha dado lugar, bien poco tendría que decirse.

* *

El tiempo. Reflexionar sobre las expresiones: «pasarlo bien», «matar el


tiempo», «no tener tiempo de nada», «tiempo perdido».

* *

Por el placer nunca podremos entender nada, solamente en el vacío


que, al faltar, nos proporciona.

Simone Weil

«No procurar dejar de sufrir, ni sufrir menos, sino no ser alterados por
el sufrimiento.»
«La miseria humana contiene el secreto de la sabiduría divina, y no
el placer.»

115
«Los lazos que no podemos atar dan testimonio de lo trascendente.»
«Es hermoso el poema que se compone manteniendo la atención
orientada hacia la inspiración inexpresable, en tanto que inexpresable.»
«Método de investigación: en cuanto se piensa algo, pensar en qué
sentido lo contrario es verdad.»
«Soledad. ¿Y en qué consiste el precio? Porque se está en presencia
de la simple materia, de cosas de menor precio (acaso) que el espíritu
humano. El valor consiste en la posibilidad superior de atención. Si pu¬
diéramos ser atentos en el mismo grado en presencia de un ser humano...»

* * *

Vino el cuadro nuevo de Salamanca. Completamente nuevo. Desligado


de mí. Ni era una fotografía hecha en el tiempo en que yo vivía allí, ni
es un cuadro que antes hubiera estado en casa, ni se parecía a los vistos
otras veces. No. Una fotografía grande, comprada por capricho de mi
hermana, ahora, por casualidad.
Y sin embargo era Salamanca. La catedral reflejándose en el río
que corre bajo el Puente Viejo. Todo ello igual pero aséptico, purifica¬
do de recuerdos. Como una exacta mascarilla sacada del rostro de un
muerto.
En seguida pensé en L. El vivió en esa ciudad al mismo tiempo que
yo, pero por azar no nos conocimos, aunque teníamos amigos comunes
y de la misma manera el azar podía haber regido que nos conociéra¬
mos. El ya no existe. Es totalmente arbitrario que se haya muerto, igual
que es arbitrario que este paisaje que miro no esté teñido para mí de re¬
cuerdos en los cuales la imagen de él se incluyera. Todo es azar.
He oído decir que dos días antes de su muerte hizo un viaje a Sala¬
manca. De todas las cosas que he oído contar después a unos y otros,
de todas las interpretaciones y narraciones que han llovido en pura in¬
terferencia desacorde sobre su persona ya inexistente, ninguna noticia
me llegó a impresionar tanto como esta de su visita a Salamanca. Me
han dicho que fue para volver a verla, no a ningún asunto o gestión,
sino a ver de nuevo la ciudad, nuestra ciudad de los años de estudian¬
tes, mejor dicho la suya, separada de la mía, porque aunque era la mis¬
ma en el tiempo, sus ojos no eran mis ojos. Dicen que preparaba una
novela en la que se integraba la ciudad, y haría el viaje por eso, para ex¬
perimentar cómo se le superponía la imagen nueva sobre las antiguas,
para ver si era capaz de casarlas, que de fijo no sería capaz.
Miro el cuadro. Es imposible saber qué imagen de la ciudad se llevó
Luis en los ojos. Es algo cegado, enterrado sin remedio, perdido. Lo mis¬
mo que nuestra relación no lograda en aquel tiempo.
Y este cuadro nuevo, aséptico, que no tiene nada que ver con nin¬
guno de mis recuerdos reales, sólo puede hablarme de nuestra amistad

116
malograda y de esas últimas sedientas interpretaciones suyas que, sobre
esta realidad de piedra inconmovible, bailarían alejándose y aproxi¬
mándose, convirtiendo el paisaje que miro en algo que se quedó inma¬
turo para siempre, como una fotografía sin revelar en el fondo de sus
ojos cerrados; tal vez él ya no encontró el tiempo que iba a evocar, se le
clavó convertido en otra cosa. Estoy casi segura, mirando este cuadro
tan ajeno que patentiza en mí la muerte del tiempo de estudiantes, la
muerte de la ciudad, ya inoperante en mí, y sobre todo la muerte para
siempre, sin remedio, de mi amigo.

* * *

Abrir los ojos. ¡Qué cosa más simple y maquinal! Y sin embargo, pen¬
sando en ello, es un completo prodigio. Cuántas cosas caben en una mi¬
rada. Más de cien árboles, de cien rocas, de cien casas, y todo el cielo.
Pero sobre todo lo prodigioso consiste en que cerrando los ojos todo
esto desaparezca, deje de existir igual que si nos hubiéramos ido y no
fuéramos a volver nunca. Abro y cierro muchas veces los ojos. El paisa¬
je sigue ahí. Todavía está ahí. No sé cuándo dejará de estar para siem¬
pre, no sé cuándo -como el de Piñor- empezará a morirse.

* *

El tiempo. En el mismo tiempo en que yo escribo esto, otros están en


la Costa Azul, otros montados en un avión que un instante nos cruza
por encima, otros estudiando en un rincón, otros haciendo marchas
militares; es difícil concebir que el tiempo sea el mismo. Ahondando en
esta meditación del tiempo idéntico y múltiple, considerar las dificul¬
tades de escribir una novela.

Cacharritos

¡Qué tremendo cuando la niña deje de jugar con los cacharritos! Desde
que lloré a los doce años ante la inminencia de mi crecimiento, nunca
he deseado detener el tiempo como este verano, cuando veo a la niña
embebida en sus juegos de cacharritos sin finalidad. «Comer -dijo- es
lo más aburrido.» Inteligencia en tensión. Siempre así. Como el día
del gato.
* * *

El gusto de la dificultad. Lo que tiene «mérito». Es la piedra de toque del


aprecio. Si una persona dice que cocinar, o coser, o lo que sea es muy fá¬
cil, quita peso a esas acciones y a su cartel ante los otros, no quiere ser

117
actriz de eso, aunque lo haga. Lo hace igual, pero la diferencia está en
que ha rechazado ese «papel» para coger otro. Cada uno prefiere un pa¬
pel a los demás, y en el que acepta es en el que habla de dificultades.
Aceptar un papel es gozarse en sus dificultades, asumirlas, generalmen¬
te agrandándolas.
Una cosa que en sí misma es fácil puede igualmente convertirse en
objeto de «papel»; depende de la seriedad que se le eche encima. Por eso
lo único grave del papel (femenino, p. ej.) son sus espectadores, que
exista gente que acuda a semejantes representaciones y las aplauda.

(Muerte de Marquitos)

Una prueba de que Dios, si existe, no es el ser humanitario y compa¬


sivo que nos imaginamos al pensar en Cristo, es la de considerar su
dureza cuando debe disponer una coyuntura que cambie la vida de las
personas particulares. ¡Qué dureza, qué maquinalidad no serán las
suyas para elegir una posibilidad entre miles para cada uno de los mi¬
llones de hijos desperdigados por este mundo, a cada segundo -aqué¬
lla y no otra-, sin que le tiemble la mano! Es totalmente inimaginable.
(La dificultad de escribir una novela estriba precisamente en «esco¬
ger».)
La idea de conciliar, de poner de acuerdo, de reducir el mundo a fór¬
mulas fáciles cierra la puerta del conocer contra las narices de los em¬
pecinados en esa manía. La simpatía, la seguridad, la cordialidad. Pero
hay algo que siempre se resiste a estos baratos conquistadores indiscre¬
tos que no van a conocer sino a hollar, a atropellar sobre toda particu¬
laridad del interlocutor, a hacer tabla rasa de cualquier dificultad, de
cualquier problema.
Todo uniforme, aparencial, una risa de piel para afuera, palabras co¬
bardes que no dicen nada, que son como armas de defensa, puro ca¬
muflaje. Y al no ser aceptadas por el otro tampoco acepta el que las dice
una vía de claridad en ese desconcierto, en ese miedo de quedarse sin
nada. No asume su miedo. Se guarece en nuevos escondites. Son las
mismas personas que quieren poner limpios los hospitales, echar corti¬
nas blancas de sonrisa sobre el dolor, son los golpecitos en la espalda y
«aquí no ha pasado nada» incluso ante la tragedia más evidente y po¬
derosa. Los de la frase de consuelo amañada para no sentirse señalados
tal vez por alguien como seres indiferentes ante el dolor ajeno o tal vez
para quitarse de encima, pagando esa contribución epidérmica pero para
ellos suficiente del «Usted esta hecho un mozo» o «Ya tendréis más hi¬
jos», el espectáculo acallante de la tragedia que no quieren asumir ni
comprender.
Pero, gracias a Dios, aún hay quien guarda silencio y mira con

118
ojos torvos, aún hay -«desagradecidos» que no quieren esos consuelos,
que se quedan en su sórdido decorado escupiendo toda otra cosa a la
cara del que no hace sino simulación de acercarse.

Teruel, septiembre

Lo más importante para el hombre es el sentido de la orientación. Ne¬


cesita a cada momento mirar dónde está, dónde pisa, conocer el in¬
mediato terreno que le limita, para luego mirar alrededor, más lejos.
Y también necesitaría dar noticia de estos límites, hacer inventario del
decorado o lugar de partida, referirse a él antes de pasar a consignar so¬
bre el papel otro fruto más amplio de sus trabajos y pensamientos.
Y a veces por la imposibilidad de arrancar hacia lo más alto sin ha¬
ber pisado este escalón que parece no hacer al caso, se está tropezando
con un obstáculo que reside en eso, en negarse a dar cuenta del «aquí y
el ahora», o sea de los puntos cardinales, y no es sino ése el tropezade¬
ro que aborta muchos escritos, muchos conatos de pensamiento que
por no ponerlos en el papel, por dejarlos «para luego» no llegan a nacer
nunca. Pero es que precisamente el «dejarlos para luego» está muy rela¬
cionado con ese problema de los puntos cardinales.
Está uno tumbado en la cama, en el cuarto de una pensión, en Te¬
ruel, hay miles de ideas abejeando. Pero es inútil, la vista de esa percha,
el ruido de ese tren, todo este ambiente tan importante, toda esta cir¬
cunstancia de nuestro viaje aquí tiene que ser presentada en primer lu¬
gar; nos tenemos que desembarazar de ella exponiéndola o nos roerá
todo lo demás. Por eso el único sistema adecuado para estos casos es el
de las cartas, donde todo se mezcla, lo que se piensa con lo que se oye,
con lo que se añora, con la hora que es, con lo que se ha venido a ha¬
cer aquí.
* * *

Torán, al delegar en alguien la tarea de sus antepasados, al notar que el


interés por ellos es compartido, se ha aliviado de lo que era fondo y lo
ha asumido en cambio con nueva emoción: «Yo estoy aquí en Madrid,
lejos, trabajando en otra cosa, pero he mandado mi mensajero».

Ward, Sociologie puré

«II (l’homme) ne désire ni adresse ni courage ni qualités morales ou


mentales véritables et par conséquent la femme ne fait pas de progrés de
ce cóté.» Es verdad. Sin el aliciente de agradar al sexo contrario no hay
principio de evolución. La selección en los hombres, según Ward, ha te¬
nido lugar debido a que las mujeres exigían de ellos destreza, fuerza y

119
astucia cuando luchaban por ellas y a que estas condiciones se fueron
desarrollando y asegurando en la descendencia.
«On peut maintenant ajouter que la maniére dont les femmes sont
traitées est une véritable mesure de la forcé du sentiment androcentri-
que qui prévaut dans un pays quelconque.» Sin embargo, actualmente
«tratar bien» a las mujeres ha venido a identificarse con despreciarlas, ya
que esa paciencia condescendiente del varón, sus regalos y caricias no
hacen sino reafirmar la convicción de estar tratando con un ser relega¬
do a la inferioridad, admitir como fatal semejante estado.
Para Ward, el «amour romanesque» no aparece hasta el siglo xi de la
era cristiana y lo relaciona con la aparición de la caballería. La Edad
Media fue extremamente favorecedora del desarrollo de la vida emocio¬
nal. En el «amour romanesque» la selección es la obra simultánea de
hombre y mujer que llama Ward «ampheclexis» (en oposición a «gyne-
clexis», selección femenina, y «andreclexis», selección masculina). La ca¬
racterística más chocante consiste en el fenómeno que se designa por
medio de la expresión «devenir amoureux». «Cela signifie que Ehomme
a des qualités qui manquent á la femme... et au contraire» (todo esto,
naturalmente, es inconsciente).
Ver cap. XI conation (principio de). La eficacia de este principio
está medida por la distancia en el tiempo y en el espacio que separa un
deseo de su satisfacción. Una de las características del «amour roma¬
nesque» es la de alargar esta distancia.
Los que afirman la indisolubilidad del matrimonio y preconizan sus
excelencias no han sido lo suficientemente agudos y clarividentes como
para poner en claro las desde luego existentes diferencias entre estos
vínculos conyugales con los del amor «romanesque». Y patentizan los
inevitables cambios de punto de vista para una cabal e inteligente acep¬
tación de la situación matrimonial.
¿Por qué tanta confianza en el matrimonio? «Dos que duermen en
el mismo colchón se vuelven de la misma opinión.» Mientras no se deje
de ver el matrimonio como una simbiosis, mientras se hable de liber¬
tad de costumbres, de leyes, etc., pero sin dar a las mujeres la posibili¬
dad de poner la mente a salvo para meditar sobre ese mismo estado ma¬
trimonial que limita su horizonte intelectual, no hemos adelantado
nada. El matrimonio es un accidente al que cada uno puede dar el valor
que quiera, pero un accidente en la vida, lo es y debiera serlo, por lo
tanto.
«Quelle sympathie peut s’établir, quelle paix peut régner entre ces
deux étres qu’une combinaison pécuniaire a rivés I’un á l’autre, mais
qui ne s aiment, qui ne se connaissent méme point!» Esto es muy ver¬
dad, pero también lo es el fracaso de los llamados «matrimonios de
amor», cuyo número crece de día en día. Se puso el amor en el altar
de las conveniencias. Actualmente el sexo desplaza al amor. Pero el quid

120
de la cuestión está en que todos estos dioses no invadan los dominios
que no deben serles propios.

Bajo el mismo techo

Una de las veces -posiblemente muchas- que en aquel sábado de fines


de septiembre se rondase la frase de «Es horrible circular, tardaría uno
menos yendo a pie», ésta literalmente seguida de una ojeada al reloj fur¬
tiva y simultánea con el gesto de sacar un codo por la ventanilla, tomó
cuerpo a las siete menos cuarto en el interior de un Mercedes tapizado
de rojo que entraba a Madrid por la carretera de Fuencarral y que se ha¬
bía visto forzado a detenerse obstruido por la larga caravana que le
precedía.
Tales palabras del conductor y quizá también su rúbrica de hastío,
aquel chasquido de la lengua contra el paladar que quedó vigente en el
silencio, podría decirse que actuaron como un revulsivo de fulminante
efecto sobre los nervios de su compañera del asiento anterior, una mujer
rubia y guapa de rostro algo ajado; porque de pronto abrió la por¬
tezuela, sin decir una palabra ni mirarle, y apenas apeada y tras un
brusco portazo, cruzando por delante de otro coche que había a la
derecha, alcanzó la cuneta y echó a andar a paso vivo, con la cabeza
erguida.
La escena había sido tan muda y rápida que la muchacha del asiento
trasero -ya de por sí de formulaciones lentas- tardó un rato en entender
lo que había ocurrido y que la hacía erguirse intranquila, abandonando
la molicie del asiento, e incapaz de esclarecer, por otra parte, la medida
en que tan inesperados acontecimientos la concernían ni saber de qué
forma intervenir. Ajustó su actitud a una tensa expectativa silenciosa,
donde el respeto y el pasmo se aliaban para frenar cualquier pregunta
de las muchas que se le habían venido ocurriendo a lo largo del viaje
cuando, interrumpida en la consideración de sus propios asuntos por el
tono particularmente hiriente o intenso de aquella conversación de de¬
lante casi toda en lengua extranjera, se despertaba a la presencia de los
dos seres que la mantenían -cuyo perfil raras veces atisbaba-, y más aún
al recuerdo de la relación que habría de mantener con ellos desde aquel
día en adelante, recuerdo que más la turbaba cuanto más se alejaban del
pueblo dejado atrás.
En este sentido el acontecimiento de ahora, por lo que tenía de in¬
terrupción, representaba un alivio. Algo pasaría y lo que fuera era de
esperar que retrasase la llegada.

121
Para Rompecabezas: comunicación

La falta de exigencia: las gentes borrachas, al dejar de ver las dificultades,


creen que han desaparecido y luego las ven renovadas al día siguiente.
Inventar un interlocutor no es un escape, en cuanto que ése, inven¬
tado, te ayuda a decir lo que querrías decir a todos estos otros a cuyo
santuario no llegas, y si llegaras correrías el peligro de perderte en dul¬
ces celebraciones que te entorpecerían el cabal discurrir que en común
con ellos pretendes.
* ¥ #

¿Por qué se pueden pasar largas temporadas sin volver a ver al amigo
que en otro tiempo nos era preciso frecuentar a diario? Se suelen dar ex¬
plicaciones arguméntales para este fenónemo, decir: «es que pasaron co¬
sas», pero en el fondo no valen tales razonamientos. Simplemente nos
deja de valer la imagen que su espejo nos devuelve, la vemos rayada, re¬
petida, nos queremos espejar en otras aguas que aún no nos hayan con¬
tenido.
(Recuérdese el pasmo de Swann cuando se desenamora de Odette;
le parece incomprensible su obcecación del principio.) Y a esto, que
pasa siempre, le ponen diques exteriores los juramentos, las leyes, las
instituciones. No dejan a los afectos quebrarse libremente, elegir su cau¬
ce arbitrario y natural.
Una de las razones que más influyen para que no se llegue a de¬
senmascarar la ambición y verdaderos móviles del montaje matrimo¬
nial -bien lejanos, por cierto, en general de esos sentimientos acen¬
drados y puros que esgrime en su propaganda- estriba en que hay una
especie de acuerdo tácito para no levantar la liebre, dado que la ma¬
yoría de los interlocutores con los cuales merecería la pena de aclarar
esta cuestión están casados y sometidos a las mismas presiones psi¬
cológicas padecidas por el que desearía hablar, las cuales, si por una
parte a ambos les sirven para conocer mejor toda la trastienda de su
pregonado «bienestar», también les atan a idénticos temores de rom¬
per el hechizo cuya sinceridad saben lo caro que la pagarían (intereses
creados).
* * *

Todo reside en renunciar a gustar, en hacer lo que se hace por uno mis¬
mo. Evasiones institucionalizadas. Ausencia de verdadera imaginación
proyectada sobre una vida que se inventa.
La función de educar a los hijos es una función carente de sentido
en sí misma; todo se ha quedado en organización, en apariencia. Edu¬
carlos ¿a qué ton? ¿No entrarán ya de sobra por sí mismos en esa ruti-

122
na en torno a que la sociedad les constriñe? ¿Para qué empujarles más
todavía en ese mismo sentido?
El error está precisamente en enfocar el asunto desde el punto de
vista inalterable de ¿qué querrías tú -mujer joven- «devenir»? Todos he¬
mos sufrido los bandazos de desilusión a que estas imágenes de uno
mismo abocan en el futuro. Nos han educado atentos a nuestra propia
personalidad (¿qué quieres ser de mayor?), no a la realidad de las cosas
que nos rodean entre las cuales estamos insertos.
Lo importante es saber lo que no se quiere; lo que se quiere hay que
inventarlo, mudarlo, conquistarlo a cada paso, y mientras se mantiene
esa incógnita, hay vida, hay camino, no se ha caído en la inmanencia.
La aventura se ha confinado a terrenos acotados, se ha desplazado ne¬
gándole la integración, su posibilidad de enriquecer la vida, de darle a
cada momento savia, flexibilidad.
Los hijos como medio del propio lograrse, como enorgullecimiento,
como punto de comparación con los hijos de los demás.

Los cuarenta años

Escribir una posible historia de personajes de la ciudad (conocidos o in¬


ventados) pero a modo de diccionario, con sus detalles psicológicos, y
tomando como leitmotiv la ruina de sus afanes un día explosivos.

20 de octubre de 1965

Todas las cosas que vemos por la calle quedan olvidadas, sepultadas.
Y sin embargo la gran parte de nuestro día se consume en la calle, en el
movimiento, entre los ruidos. Y en esos momentos estamos, como si di¬
jéramos, sufriendo todos, los de París, los de Moratalaz, los de Suiza, un
castigo o un destino común. Por una parte ese ajetreo nos hace com¬
prender a los otros, y además por otra es un trepidar que -malo o bue¬
no- los muertos no lo padecen, ni lo oyen ni tienen que luchar contra
él. De todo hay que tomar nota, por los que ya no pueden tomarla de
nada. Habría que describir los rostros de los transeúntes, que tanto han
aumentado su prisa, su impaciencia; hablar también de nuestro cansan¬
cio y del de los demás. De ese cansancio que nos dificulta el hablar, pre¬
cisamente.
Cuando la gente vivía a otro ritmo -y sobre todo iba hacia el pro¬
greso- (pensemos en el siglo xvm), cuando no había apenas periódicos
ni llovían impresas las noticias, debía dar mucho gusto y esperanza es¬
cribir, dejar apuntado lo que parecía un descubrimiento; de una parte
las «preocupaciones» dificultaban más una formación intelectual libre,
pero de otra para el que llegaba a estar en condiciones de mirar el mun-

123
do con la mente clara, todo le debía parecer sugerencia, estreno. ¿Qué
cabe estrenar hoy, agotados ya todos los caminos?

* •í<

Escribir una especie de diccionario de sentimientos y actitudes:

- olvido sosiego
- desazón amor propio
- dogmatismo eficacia
- amor ambiente

Ahondar en ellos, hacer cruces de unos con otros.

•*« *

Los malestares de todos los enamorados vienen de que no se paran a


meditar que los sentimientos son intransferibles. Se alude continua y
apasionadamente a lo que uno sufre y el otro oye esa referencia y la si¬
túa como algo sin valor en sí mismo; sólo le sirve con relación a senti¬
mientos propios. No se hace el esfuerzo por imaginar los dolores del
otro, los propios son los que magnifican el yo y únicamente ellos com¬
pensan, su exhibición conforta, o simplemente su solitario recuento. Se
le pregunta al otro «¿qué te pasa?» por dar prueba de la propia devo¬
ción, no porque produzca la menor intriga ese estado de ánimo cuyo
despliegue y fomento no está llamado a alimentarnos a nosotros. Y nos
extrañamos y dolemos de lo que le pedimos sin comprender que pasa
igual a la inversa, y que además ninguno de los dos sabe muy bien lo
que pide.
■14 * *

Ya sé que existe esa mujer. Os lo digo. La he visto -la veo casi siempre
que estoy aburrida y me quiero poner a escribir. No puedo dar detalles
precisos de su rostro porque está formada de expresiones cogidas a re¬
tazos de varias mujeres, y además tampoco de nuestros amigos ausen¬
tes recordamos con claridad el rostro. Es indiferente. Sé que tiene los
ojos grandes y cómo está sentada en la tarde en que yo querría comen¬
zar mi relato. Lo importante es eso: la situación en que se halla, lángui¬
da, indecisa. Tampoco sé muy bien quién anda por la casa, de pasillo
largo, aparte de una doncella, supongo. Pero a ella sí la veo, a ella es a
la que veo. Ha hecho calor en Madrid ese día y ahora es por la tarde.
Pasa revista a todos los teléfonos de conocidos. La llaman a ella. De
pronto lo deja todo y se va a ver a la abuela. (Puede antes haber estado
hurgando en cuadernos antiguos.)

124
Darle a uno un corte

Una situación muy reveladora donde se manifiesta desnudo el amor


propio, es aquella en que otro rechaza con cierta sequedad algún ho¬
menaje o alabanza que le dedicamos. Parece que de esa opinión nues¬
tra, ya que no se refiere en absoluto a valores propios, debiera estar au¬
sente el partidismo, pero en el encomio que dirigimos a otro hay un
deseo de ser apreciados por medio del aprecio que ponemos de mani¬
fiesto y es en ese amor propio en el que recibimos la herida del rechazo,
no en la discusión de una opinión que las más de las veces puede no es¬
tar afirmada y hasta incluso haber sido emitida por pura casualidad.
(También puede darse el caso de que el rechazo deje demasiado paten¬
te nuestra frivolidad o hipocresía y que nos moleste por eso.)
Pero en todo caso se trata siempre de amor propio, no de amor a
otro, ya que si se tratara de amor a otro, esa humildad con que rechaza
nuestras alabanzas nos le haría valer y apreciar más aún, y su proceder
no podría molestarnos ni, por supuesto, en ningún caso herirnos. (Esto
tiene relación con lo ofensivo que se juzga en los pueblos el que recha¬
ces un dulce. «No le parezca mal, pero no me apetece» y a pesar de ello
insisten. Hay otra frase como «Viniendo de usted no puedo dejar de to¬
marlo», como si tuviera que ver el que venga de una persona o de otra
y no el daño que haga.)
También enlaza esta meditación con la coacción que te producen los
lazos de parentesco. «Si hiciera eso mi padre se ofendería.» Cuando te
preguntan por qué, no se puede explicar, sólo cabe decir: «Es que tú no
sabes cómo es mi padre».
Meditar sobre el sentido de la ofensa y de las ceremonias. ¡Qué can¬
tidad de cosas que se consideran necesarias y casi insoslayables en unas
culturas son desconocidas o neutras para otras!
Piénsese en la frase española: «¿Y eso qué tiene de particular?». Se
suele contestar: «¡Ah, claro, para ti claro, pero ponte en mi caso!». A lo
cual podría responderse que uno, para poder ponerse en el caso de otro,
lo que pide precisamente son datos, «particulares» o particularidades
(noviembre del 65).
*

La capacidad de convertirse en habitual lo que en algún momento ha


parecido mágico. La presión de lo cotidiano desfigurando y haciendo
desaparecer esos vislumbres de excepcionalidad en las relaciones, en los
comportamientos, en las opiniones.
El que los géneros estén marcados de antemano intimida al que
quiere decir cosas nuevas. En el momento en que «a él» le parecen nue¬
vas es precisamente porque aún no están embutidas en ningún unifor-

125
me. Se le vuelven viejas en cuanto se pone a pasar revista a los ropajes
ya existentes y aceptados, los únicos con que le cabe imaginar vestirlas
para presentarlas a los demás.
El peticionario que viene a invocar una vieja historia pendiente y se lo
cuenta sólo a la criada porque el señor no lo quiere recibir y se hace ami¬
go de ella a través de esa historia que ya no atañe a ninguno de los dos.
Pensamos en los demás como en seres globales, no como en seres
divididos: ése es el error. (Recordamos o echamos de menos al ser que
necesitaríamos en aquel momento, que nos serviría o consolaría, y de la
imagen cuajada en ese momento en nuestra mente se excluye automáti¬
camente cualquier particularidad adversa. Luego, en el trato real éstas se
presentan y crían las discusiones.)
En un cierto estado del conocimiento humano, tras trabajosas y con¬
centradas deliberaciones, uno ha llegado a saber penetrar más o menos
la entraña psicológica de cualquier situación. No le es ya a esta altura
casi nunca inaccesible al pensamiento el imaginar soluciones valederas
para la cesación de alteraciones y tormentos que tiene de antemano re¬
putados por falaces espejismos. Pero de la misma manera que el gene¬
ral más experimentado necesita de un ejército sobre el cual mandar, sin
cuyo requisito sus gestos y arengas caerán en el vacío, así también hay
muchas coyunturas en la vida que no alcanzan a ser remediadas por los
procedimientos acreditados como infalibles, debido simplemente a que
tal estrategia se embota contra la inercia de un cuerpo desorganizado
donde ni una sola célula está en pie de combate ni responde como sol¬
dado a fustazo alguno, porque no quiere responder, hundidas las partí¬
culas integrantes de ese organismo (otras veces obediente) en el peso de
su propia materia, abandonadas a una rebelde e incontestable acidia
que desdibuja y anula el todo, disgregándolo.
Camus: «Le temps ne va pas vite quand on V observe. II se sent tenu á
l’oeil. Mais il profite de nos distractions. Peut-étre y a-t-il méme deux
temps, celui qu’on observe et celui qui nous transforme» (como en el jue¬
go del escondite inglés).

Novela

De D. hablaban mucho en el café y trajeron varios sueltos los periódi¬


cos. Al principio, recién muerto, Isabel estuvo muchos días sin ver a na¬
die y dejó de salir con Conrado. A Conrado fue a quien preguntaron
por ella los amigos comunes, cuando notaron su falta. «¿Se la ha traga¬
do la tierra?» «No sé.» «Pues hombre, si no lo sabes tú.» «A veces le gus¬
ta estar sola. Está pasando un bache.»

126
Cuento

Confidencias a la chica humilde y poco atractiva- de la amiga que era


novia de un poeta. Se presenta un día al poeta y le dice que es muy dul¬
ce (asiste ella a una escena que tienen de celos). Luego la amiga se echa
otro novio al que quiere tratar por lo fino, pero él sólo quiere saber que
esta como un tren. El poeta deposita en ella su ternura, pero sale con
otras chicas más guapas. «La gente se siente heroica y es por el cine, cla¬
ro que es.»

Cómo se ponen los mejicanos con eso del vino y de la pena. Es que
no me deja dormir la radio. Algo les pasa a esos mejicanos, algo les pasa
a todos. Una especie de epidemia. A mí me da pena oírlos, palabra.

Ya llegan estas horas y qué vas a hacer. Te pones el pijama sin pen¬
sar, como se hacen todas las cosas del día. Pero eso es lo que subleva,
no hay derecho. Me meto en la cama y está blandita y eso, pero es un
asco dormirse, dejar ir otro día sin protestar, sin hablar, sin decir algo.
La noche es libertad. Cuando yo era pequeña soñaba con salir, me fas¬
cinaba. Todas las ventanas abiertas, oír los ruidos, sentirse todo el tiem¬
po abierto por delante como un interminable camino. Y ahora, a estas
horas que cede la prisa, que se levanta la condena de andar a lo loco ¿te
vas a meter en la cama? Se pasa uno el día dormido, cada uno en su hue¬
co, días de lagartos, de bichos en un chiquero.

Incentivos de la emulación. M. Monroe: se querría el aprecio más di¬


fícil y raro (el que se otorga a los buenos intelectuales) por los caminos
fáciles de la relación social y el éxito. Hay gentes que creen «estar vi¬
viendo» ese aprecio que sueñan con conseguir, por verse las caras todos
los días con gentes señaladas por famosas.

* *

El disgusto (a los padres) en el sentido del «no gusto», pero siempre en


el ámbito de la inercia. Porque contradice las previsiones del gusto y la
sonrisa, de las cuales ni siquiera se disfruta porque quiebra la estatici-
dad del poder estar diciendo: «¡qué paz tenemos!». Alerta todos a este
bienestar encubridor de muerte y egoísmo a corto o largo plazo.

127
De la inercia

Hay a veces como un deseo de que el tiempo pase sin dejar huella. Nos
oponemos, en esas situaciones, a todo lo que sea luchar contra la iner¬
cia que nos mantiene en tal estado, aunque, por otra parte, estemos per¬
suadidos del daño que nos hace permanecer así.

Mimetismo tardío

En el tiempo de Macanaz es más importante, propiamente hablando, el


papel ejemplar de una persona que sus ideas, casi siempre carentes de
originalidad. Hay una actitud frente a las cosas levemente diferente
(para su país) -pero en el fondo se recoge una moda cuajada ya en
Francia y que incluso allí empezaba a pasarse (recuérdese la actitud de
Luis XIV frente al papa Clemente XI, de reacción senil frente a la aber¬
tura religiosa de sus años jóvenes que es la que ha alimentado y admi¬
rado al nieto). A este respecto la formación juvenil de Felipe V es de ca¬
pital interés para la historia de España.
El absolutismo iba contra religión y fueros. Poca importancia del pue¬
blo a principios del siglo xvm, tan poca que es difícil detectar su presen¬
cia, a través de las gacetas del tiempo, y es notoria su falta total de infor¬
mación.

Novela (Moratalaz)

Llegar a casa era lo peor, lo más amargo. Y sin embargo en ella esta¬
ba todo. Continuamente había alusiones a los sacrificios hechos para
que pudiéramos, al fin, vivir allí. Yo, mientras masticaba, mientras to¬
maba (dócilmente, eso sí) las medicinas para mi crecimiento, miraba
las paredes lisas y vacías, los muebles limpios y el rostro resignado y
santo de ella. Estábamos en un estadio superior socialmente, ya no
era la chabola, éramos desconocidos en aquel mundo de desconoci¬
dos. Y por las noches cuando, sin saludar, volvía atravesando los po¬
cos descampados donde aún, junto a las latas viejas, crecía algo de
hierba, sentía apretárseme el corazón.

* ■*< ■*«

Posible forma de llevar una narración histórica: por personajes (algo de


lo que ya había intuido en Ritmo lento).
En el tiempo en que don Melchor Macanaz fue destinado a Zara¬
goza, no hacía mucho que había sido nombrado Inquisidor General el

128
Cardenal Del Giudice. Si retrocedemos unos años podemos verle en Si¬
cilia, en Roma, saliendo de ella (según Belando) como protesta..., et¬
cétera. Si se cuenta, por ejemplo, al hacer este excursus, la relación del
Cardenal con Clemente XI, no debe importar insistir en algún detalle
de la ascensión de Albani al Pontificado, aunque ya esto, con motivo de
hablar de la Ursinos o de otro personaje cualquiera ya haya salido a re¬
lucir.

Para los Consejos

Pensemos en la lentitud del Rey y en su enfrentamiento con este gali¬


matías. Se ve que hasta el año 13, por motivo de la guerra, había esta¬
do oyendo toda esta música embrollada y jeroglífica sin entender una
jota, y pensemos en la náusea que le debía dar meterse a entender nada,
cuando todo induce a pensar que únicamente vibró aisladamente ante
la violencia inmediata de una guerra. Sin embargo, había llegado un
momento en que parece que debió hacérsele indispensable empezar a
desbrozar algo de aquello y este tímido intento de un primer análisis,
que sin duda no partió de su mente perezosa, se concreta en los infor¬
mes pedidos a la Cámara de Castilla (mayo de 1713).

L. Goldmann, Le dieu caché

«La derniére chose qu’on trouve en faisant un ouvrage est de savoir ce¬
be qu’il faut mettre la premiére» (Pascal).
(Cuando en España, en estos albores del xvm, se dijera la palabra
jansenismo, cuando el mismo Macanaz la oyera o la dijera, ¡qué confu¬
sión no habría en su mente al respecto! No es demasiado de extrañar si
se tiene en cuenta el atraso de España y la sed con que debían agarrarse a
conceptos nuevos acuñados fuera, añadido esto a las complicaciones
que a este concepto se le adherían por culpa de las minuciosas particu¬
laridades y cotilleos de la historia del jansenismo. Pero lo más curioso
es que siga siendo este del jansenismo un terreno tan oscuro y mal es¬
tudiado para los españoles durante mucho tiempo, incluso para los preo¬
cupados del problema religioso «Jansenismo y regalismo», «Los hetero¬
doxos», etc. ¿Qué tiene, pues, de raro que para Macanaz se hayan
conformado con una etiqueta prefabricada, si para darse cuenta de algo
de lo que significó un tal inapresable comportamiento como el suyo, ha¬
bría que aclarar primero los vaivenes del igualmente archivado concep¬
to del jansenismo?)
* * *

Posible ensayo: el magisterio de los jóvenes sobre los viejos (apropia¬


ción o anexión a una mentalidad ya más o menos sólidamente forma-

129
da, pero en crisis y duda, de los nuevos y vigorosos principios que aún
no han pasado por la criba de la duda. Se da la curiosa realidad de que
le lleguen al viejo, reelaboradas y casi por primera vez recibidas, teorías
sobre las que había pasado como por algo natural y que solamente aho¬
ra al ser desechadas o transformadas, las revisa y medita, siendo en este
sentido discípulo de sus discípulos).

Cuando existían las idealizaciones religiosas, de los dioses no se exigía


ni se pedía nada, por eso podían subsistir, bastaba su mirada muda, au¬
sentes y presentes. Actualmente de los dioses se exige un comporta¬
miento determinado (por ejemplo en el amor) y no quiere decir que no
existan idealizaciones y religiones, sino que todas se rompen por querer
insertarlas en el mundo de lo real. Los dioses han de estar ausentes y es¬
condidos; no puedes a la dama de tus pensamientos exigirle una con¬
ducta cotidiana, a menos que dejes de idealizarla, pero las dos cosas no
pueden coexistir.

La función del narrador

La literatura es, en primer término y antes que todo, libertad. No se pue¬


de escribir literatura por disciplina o por sentido del deber. No se
puede escribir sin ganas, por respeto a lo por decir, que una vez dicho
se resiente de ello. Aquí surge el paralelo, tal vez demasiado fácil, con el
amor.
Obras de diversión, embarramiento actual de la palabra divertir que
se va tiñendo de colorido peyorativo. Antes eran más humildes.
Preferimos ardientemente esa dedicación a otra ninguna. Sólo des¬
de este reconocimiento podrán llegar a lograrse, en cuanto a sus resul¬
tados, obras valederas socialmente. Sólo lo dicho con atención a lo que
se dice podrá crear -si es que llega a darse este caso- oídos que lo oi¬
gan. Lo importante es querer decir algo y querer decirlo bien, para un
buen narrador el acento está puesto en esta cuestión, y atendiendo a
ella es cuando hace lo que debe. Afilar el hacha antes de cortar el árbol.
Tan bien se pasa que no se puede hacer siempre. No depende de
nosotros siempre. Si lo pasas tan bien ¿por qué no escribes? No es abrir
un grifo. Es como si dijeran: «Si lo pasas tan bien cuando te ríes ¿por
qué no te ríes siempre?». ¿Por qué y para quién?
No meramente receptivo. A través mío, dar esta versión. Jugar. Echar
un cuarto a espadas. Si no juego, me aburro.

130
Encuentro con Macanaz

El miedo a ser tachados de novedosos.


Una constante muy significativa en las polémicas (y esto se ve muy
bien en la tesis de Seoane) es la de desatender absolutamente al conteni¬
do de lo que dice el contrario, atendiendo únicamente a la caracteriza¬
ción de la persona que habla. Así, a lo largo de la historia de España han
sido letra muerta todos los verdaderos intentos de reforma o de simple
análisis de una realidad viciada. (En esto influye poderosísimamente la
presencia de la Inquisición. Recuérdese el encono con que Macanaz lla¬
ma hereje a Iudice, totalmente inmerso en el mismo mecanismo inquisi¬
torial que se trataría precisamente de combatir. Más justo sería decir que
trataba de combatir a personas, no a Institución alguna. Pero hay que te¬
ner en cuenta la inercia y el miedo que la Inquisición había arraigado en
las conciencias.) Hasta los que protestan son víctimas de los vicios de esa
realidad.

Cotarros

Montarse nuevamente a la rueda de la ironía, de la crítica, a pesar de lo


gastada que está, del daño que hace. Pero cuando falla todo abriga el
guiño habitual que nuestros comentarios despiertan en los ojos del otro
feligrés.

Amor

De otra persona interesa no lo que pueda ser ella misma, sino lo que
significa para uno, o sea: la relación. Durante los albores de una re¬
lación apasionada, cada uno de los participantes se presta a ser tratado,
así, como mero pretexto para que el otro se refleje y magnifique la
nobleza de sus sentimientos. En este tiempo es cuando se incuban los
vicios de origen. Luego, cuando cada persona empieza a revelar sus pro¬
pias aristas, parece injustísimo: no era lo convenido. Había que sopor¬
tar en pasividad y henchido de gratitud todos los homenajes; era insóli¬
to este estallido de ahora, este decir: «No los necesito, guárdatelos» que
se apunta inesperada y súbitamente. El cual estallido significa, precisa¬
mente, el revelarse como persona.

5 de abril de 1967

He tratado de explicarle a C. O. lo que había pretendido buscar al escri¬


bir «Variaciones sobre un tema» y, en medio de aquella librería (Bu-
cholz) he visto que las palabras que emitía se me superficializaban de

131
pronto, como si se les aventara de pronto toda intención o rumbo hacia
el meollo del asunto y se quedaran runruneando por fuera, como mos¬
cardones. So, I leave. Me pasa esto con frecuencia, incluso cuando voy
a hablar de temas que me preocupan e inquietan mucho. Y es posible
que más me pase cuanto más me inquietan.
Me asoma, en estos casos, nuevamente, aquella «facilidad para dar
el quiebro» de los buenos charlistas profesionales o de los escritores fá¬
ciles. Es decir, que sin que pueda asegurarse con propiedad que me he
ido por las ramas ni que estoy diciendo algo realmente diferente de lo
que quería decir, noto yo que se le ha cambiado el tono, que se ha adap¬
tado a ese tono conversacional inocuo y aséptico que es típico de los
cocktails, de las relaciones sociales. Desde un determinado momento
notas que las palabras se te van de ti, has dejado, en suma, de ser tú el
dueño y la batuta de su producirse. Se vuelven inerciales, no van en bus¬
ca de nada, no llevan carga ni pueden hacer brecha en muro alguno.
Dispersión. No concentrarse. A veces pasa en los sueños, que
se busca el tema que preocupaba y sólo queda la angustia de quererlo
buscar.
Y tal vez, sin embargo, C. O. ha entendido alguna cosa en lo que le
he dicho, le han sonado a algo las palabras articuladas. ¿Pero, a qué?
¿Eso es comunicación? No. Sino puro azar. Nunca será bastante nues¬
tra exigencia para explicarnos bien.

•i* * *

Lo malo de la relación con los seres humanos es la capacidad de con¬


centración que nos roba. Si se pudieran mantener despiertas y en forma
nuestras disposiciones mentales tanto en presencia de los otros seres
como en soledad, claro que el fruto de ese ejercicio sería más rico y más
interesante, que las mismas alteraciones que la interferencia de los de¬
más produciría en el campo de nuestro interés, caso de poder ser co¬
rrectamente registradas, lo abonarían y ampliarían mucho. Pero, por el
contrario, nos comen y hacen desaparecer del campo.
Emanuel debe notar mucho eso que he apuntado. Muchas veces, ha¬
blando con él, dice: «Déjalo», en cuanto manifiestas la más pequeña
objeción para entenderle. Esos puñeteros «déjalo», los cortes al hilo.
¡Cuánto querría pelear por aniquilar, en cualquier caso, el entorpeci¬
miento que los haya podido hacer aparecer!

132
Retahilas
Alzóla, agosto de 1967

«Por fin has llegado, vamos», me dijo en cuanto entré. Fue oír la puerta,
incorporarse y ponerse a palpar cosas a los pies de la cama. La tenía pla¬
gada de ropas en desorden, como si hubiera estado tratando varias
veces de hacer un equipaje. Casi no se la veía a ella, tan flaca, manipu¬
lando en aquellos revoltijos. «Vamos, ayúdame, no sobra tanto tiempo.
Quiero volver allá, ya sabes, allá, hay que disponerlo todo.»
La puerta está lejos de la cama, te acordarás, había penumbra y
además no me había mirado ni podía esperarme. Había pasado a ver-
la por casualidad, porque me falló una cita cerca de su casa, después de
una tarde interminable de esas que no te aguantas a ti misma y no sa¬
bes a qué plan agarrarte, por puro nerviosismo y vacío, ya te digo, sin
saber que hubiera empeorado tanto ni nada de su vida desde la última
vez, cuando rompió en dos el bastón de ébano y me echó de los peo¬
res modos con aquella mirada furibunda de cuando le salía la vena
cruel, insultándome a gritos por el hueco de la escalera, tanto que me
asusté y fui a contárselo a tu padre por ver si entre los dos tomábamos
alguna determinación; pero él nada, dijo que a los viejos hay que de¬
jarlos en paz y que no me quisiera meter a redentora como siempre,
que a él también le insultaba como a cualquiera que cayera por allí, y
sin saber siquiera si se estaba dirigiendo a vivos o a muertos, «pues eso
es lo grave», le dije yo, «que no sabe ni a quién habla», pero él a quitarle
importancia, que era cosa de su temperamento, que desde la muerte de Pau¬
lina aquella vitalidad condenada tenía que buscar otros cauces de
desahogo. «En el fondo le pasa igual que a ti», me dijo, «que necesitáis
inventaros siempre una actividad para dominar a alguien. Sólo que a
ella, la pobre, ya sólo le cuadra pegar gritos.» Pensé que en el fondo te¬
nía razón, aunque nunca he aceptado la frialdad con que dice ciertas
cosas tu padre, y precisamente aquel día por una mezcla de rabieta y
hartazgo volví a tomar una vieja decisión: la de romper con lazos fa¬
miliares que tal vez por mi culpa tanto daño me han hecho, me dije «se
acabó», como si se pudiera, ya ves tú, pero en fin, por lo menos esta vez
lo tomé más en serio, con vosotros lo mismo que con ella, así que si no
es por mi depresión de hace tres días, por la cita fallada, por el calor y
por haberme visto delante del portal fresco y antiguo que vomitaba re¬
cuerdos a la calle abrasadora, sin saber dónde caerme muerta, en uno
de esos momentos en que las únicas raíces imaginables remiten a la in¬
fancia, cómo se me iba a haber ocurrido subir a verla otra vez y sobre
todo, que es a lo que voy, cómo iba a ser posible que ella me esperase.
Pues nada, a pesar de todo, no pude dudar que se estuviese dirigiendo
precisamente a mí. No había yo pronunciado una palabra ni ella casi

133
veía ni me había mirado además, ¿verdad? pues me hablaba, me ha¬
blaba a mí y lo acepté inmediatamente como cuando una cosa se ve
tan clara que ni puede extrañar. Aquel mensaje era para mí por la sim¬
ple razón de que sólo yo había sido capaz de descifrarlo. «Hay que vol¬
ver pronto», repitió. «¿Has entendido dónde te digo?»
«Lleva toda la tarde con lo mismo», lloriqueó a mi lado la portera.
Avancé hacia la cama totalmente segura de mí misma. Por fin, después
de una interrupción de muchos años, aquello no era una historia ru¬
miada y deformada en soledad o un reproche que no me concernía.
Y cuando le dije, ya casi junto a ella, «sí, he entendido, abuela», levantó
los ojos, me miró, y te lo juro, es la mirada más importante que he reci¬
bido nunca, la tengo en los sesos, sobre todo por la casi seguridad de
que aquellos ojos no veían cuando por otro lado estaban fulminando lo
presente, lo pasado y lo futuro, conteniéndome y recogiéndome tam¬
bién a mí con todo lo lejano y lo cercano, y se podría jurar que nadie
había visto nunca tanto ni hasta tan allá.
Se quedó así un poco con las manos en el aire, cogiendo una de
aquellas prendas antiguas y oscuras, y me atreví a sentarme en el borde
de la cama y a poner una de las mías encima. Las tenía muy frías, ma¬
nos de urraca, de gavilán, y soltó la presa. «Deja eso, ahora, no te preo¬
cupes. Yo haré el equipaje.» Entonces fue cuando dijo: «Gracias, Marga.
Ha llegado la hora». Muchas veces me lo había dicho, recién muerta mi
madre, cuando todavía hablábamos a veces: «Cuando me veas muy
mala, cuando yo te lo pida. Te lo pediré a ti. Volver allí sólo para morir,
a ti te lo pediré. Los muertos con los muertos».

* * *

Conocer el propio poder. Casi todo se reduce en este mundo a cuestión


de poder, se ejerza o no. «Dinamita pura, y no me meto con nadie.»
Las tentaciones más fuertes son las de hacer algo qué se sabe que
se podría. Pero poca gente está segura de lo que es capaz de hacer o
no hasta que lo hace, por eso se llevan a cabo tantos disparates y co¬
sas objetivamente equivocadas por probar. Son meros ensayos indi¬
viduales de poder: no apuntan a lo que hacen sino a quedarse tran¬
quilo el sujeto comprobando que lo ha podido hacer. Si conociera
fijamente su capacidad, aun sin ejercitarla, solamente se llevarían a
cabo los actos necesarios en sí. Porque una vez que está uno segu¬
ro de que podría hacer una cosa, nunca la hará para comprobar
sus fuerzas -que ya conoce- sino porque la cosa misma venga a ser
precisa.
En un tiempo se enfrentaba uno con los libros, las anotaciones y los
papeles (Ateneo) de un modo clandestino y placentero. Eso tiene el des¬
cubrir mediterráneos, que da un goce único; se siente uno dios (entu-

134
siasmo-endiosamiento). Ahora ya todo está conformado y criticado y se
miden tanto los pasos, que no se llegan a dar.

Junio de 1970

En medio de una manada


Roja y gesticuladora,
Con actitud engolada
Chilló el mono: «No sé nada
De mí aquí ni de mí ahora.
Todo es enajenación,
paranoia y represión.
¿Sabes tú algo por azar?».
«Yo algo sé», dijo el ratón,
a punto de abandonar,
furtivo, aquella reunión.
«Sé que me quiero marchar.»

Historia de una persona que se aferra en edad ya madura a una in¬


fluencia en la que no cree del todo.

* * *

«Yo con ése no hablo» es un racismo. El hablar mismo está en otro pla¬
no, se produce, no juzga ni condena ni ensalza a nadie, se puede borrar
luego, sí, no tener fidelidad a esa persona ni despreciarla tampoco. El
hablar ocurre, vale en sí.

135
.

*
CUADERNO 4

12
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Junto con los Cuadernos de todo, se /ion encontrado


varios papeles sueltos, como estas hojas arrancadas de un
cuaderno grande rayado. Se trata de páginas escritas con voluntad de estilo,
en el año 1964, entre las que sobresale la versión original del fragmento
reproducido, con variantes, en la III parte de El cuento de nunca acabar
(«Ruptura de relaciones»), donde la autora cuenta la intensa emoción
de un paseo con su hija por el campo (31/7/64).
Se destacan también otros párrafos utilizados
para la misma obra.
Madrid, 30 de junio de 1964

S e envejecería menos dolorosamente y más fructíferamente si nos fue¬


ra dable habitar el tiempo de nuestra vida, navegarlo. Pero son los
propios hombres quienes, deseosos de olvidarse del tiempo, lo han des¬
cuartizado, transformándolo de un limitado pero ancho y libre caudal
navegable con sus recodos, islas, peligros y perspectivas para cada cual,
en miles y miles de canalillos encajonados que comunican unos con
otros como un laberinto de cemento, adornado por dentro de imágenes,
iluminado, lleno de anuncios y programas, por donde uno deambula orga¬
nizadamente añorante, en el mejor de los casos, del respiradero de una
salida pero ignorando ya casi siempre esa precaria corriente a trecho: to¬
talmente desecada a fuerza de subdivisiones, aprovechamientos y ado¬
bos, pero que aún a veces de tarde en tarde notamos mojarnos somera¬
mente los pies, es el subproducto del caudal tiempo que nos pertenecía
y que se nos escapa sin que la organización nos permita percatarnos, sin
que nos sea dable vivir nuestra porción ni rescatarla ya nunca por entero.
Los hombres languidecen por añoranza de su tiempo robado. Y no
lo saben. Un día se despiertan viejos. Y les parece un fraude. Se han pa¬
sado la vida de subdivisión en subdivisión, de cajonera en cajonera.
Y en todas las paredes había imágenes alegres y prometedoras de triunfo,
amor y juventud. Del tiempo no se hablaba, nadie lo sentía como un río
a navegar. Un compartimiento hablaba de Navidad y encendía los tra¬
dicionales tinglados luminosos, vomitaba a las calles a empujarse a los
apresurados transeúntes que no podían pensar en otra cosa sino en las
compras que era necesario hacer, en el dinero que sería bueno ganar
para hacer mejores compras al año venidero, es decir, de una Navidad
se rebotaba automáticamente a otra ya espejada al fondo de aquel mis¬
mo pasillo, idéntica e idéntica a su vez a la siguiente como en un incidir
de espejos múltiples.
En otra subdivisión se leía «veraneo» y ahí tienes a familias y fami¬
lias haciendo proyectos desde que mayo asoma (y uno, arrastrado con
ellos), en un rebuscar de guías turísticas, planos, maletas, mapas, señas

139
de modistas, anuncios de hoteles, en un entrecruzarse de llamadas tele¬
fónicas, carnets de identidad, pasaportes, cartillas de ahorro, rematado
todo ello finalmente por cláxones y zumbidos de avión, por traqueteo
de trenes, y por aquella masa depositada de cuerpos maldurmiendo en
pensiones aglomeradamente, aguantando las lluvias veraniegas en pór¬
ticos y bares, resguardados bajo la lona de una tienda de campaña o por
fin, momento culminante y triunfal de sueños largamente acariciados,
tras haber inflado a dos carrillos una almohada neumática sobre la cual
apoyar la cabeza -pesada por vacía, como de plomo-, tenderse al sol ar¬
doroso entre los otros cuerpos sin tiempo ni conciencia arribados a
aquella misma arena a olvidar, a cegarse, a seguir muertos y empeder¬
nidos por los siglos de los siglos.
Este invierno murió un amigo mío. Para bien decir, le había visto
poco. Pero una noche estuvimos hablando mucho rato y creí que llega¬
ríamos -contando con el tiempo- a ser buenos amigos. Desde que me
enteré de que se había muerto hasta ahora mismo en que estoy escri¬
biendo estas líneas y siempre que pienso en él, lo cual ocurre con una
frecuencia increíble, me asalta sobre todo la imagen de su tiempo estre¬
llado contra el suelo, hecho añicos.
Uno tiene su tiempo en esta vida, no tiene otra cosa. Y yo desde el
día en que murió mi amigo he sentido más acuciante y alta que nun¬
ca la llamada de las cosas que él ya no veía para que las mirara yo, de
las gentes para que las atendiera, de los peligros para que los evitara,
y así entregada de un argumento en otro, me he dispersado en miles
de interferencias que me han impedido el sosiego necesario para sen¬
tarme a ordenar mis ideas. Y con mayor deseo que nunca de ponerme
a escribir. Pocas veces me ha sido más difícil.

El Boalo, 31 de julio
é

No hay duda de que lo que no voy escribiendo, por escribir se queda.


Me quiero engañar, pensando vagamente que cada visión y experiencia
me enriquece, y así me van lloviendo encima los días, cada uno de los
cuales arrastra con sus gotas las gotas del anterior, sin que me esfuerce
por investigar en qué aljibe se recoge toda esa agua o qué tierra fertili¬
za. Me conformo con alimentar la débil esperanza de que un día u otro
recogeré el fruto de este tiempo cuyo pasar acecho pasmada, inmóvil,
con esa mezcla de resignación y sobresalto con que se pulsa en la noche
la muñeca de un enfermo, esperando el milagro de la mejoría. Pero po¬
nerse a escribir es un oficio y un oficio difícil que exige disciplina. Las
manos se entumecen, se amodorran, sin entrenamiento.
Ayer por la tarde, di un paseo con la niña por la carretera, cuando
empezaba a anochecer. Nos paramos a coger moras de una zarza y lue-

140
go íbamos despacio hablando, mientras mirábamos el campo. Los hom¬
bres acababan de abandonar la faena de la trilla y en el ejido estaban los
montones de la parva, las gavillas y los carros solitarios, amarilleando
como si despidiese todo el círculo de la era una débil luz propia al des¬
tacarse contra las altas y pedregosas montañas del fondo, que alzaban
sus duros perfiles grises, de donde parece que va a nacer la noche y a ex¬
tenderse como un zumo por el cielo y la tierra.
Dijo ella que qué bonito sería saber dibujar todo lo que se ve exac¬
tamente igual a como es, con todos los detallitos que haya hasta en lo
más escondido, de bichos, pajas y tierras, pero un dibujo perfecto, don¬
de no faltara nada; y lo decía muy excitada con el entusiasmo que le
producía imaginarlo y la impaciencia de considerar su dificultad. Tam¬
bién estuvo contándome las cosas que la ponen triste y las que la ponen
alegre, y hacía diferencia entre tristeza y emoción. Hablamos de lo raro
que es que vuelva el invierno y nos volvamos a poner los abrigos y las
bufandas.
Fue una tertulia muy buena, de esas que vienen bien ligadas, como
a ella le gusta; y no me tuvo que pedir, como otras veces, que le con¬
tara cosas de cuando yo era pequeña, porque desde que me metí las mo¬
ras en la boca y las saboreé, aquel deambular por los alrededores de la
casa, esperando la hora de la cena, se había convertido para mí (como
ya me ha ocurrido muchas veces en estos días pasados), en tiempo tan
igual al de mi infancia, que el sacar a relucir pequeños sucedidos de mis
veraneos pretéritos, no es una evocación, es como un comentario de lo
que hicimos juntas antes de ayer, y con tanta familiaridad y cercanía me¬
tía lo de antaño en el discurso como si aquel parloteo nuestro por la ca¬
rretera fuera a ser interrumpido de un momento a otro por la voz de mi
madre de cuarenta años que se asomase a llamarnos para regresar.
En la verja de la casa vimos un sapito. Ya había oscurecido casi del
todo y nos agachamos a mirarlo. Tenía unos ojos redondos y muy ne¬
gros. No lo cogimos en la mano para no asustarlo.

No sé por qué he escrito estas cosas. Hace unos años, me hubiera satis¬
fecho una narración como la que precede. La belleza de las palabras di¬
chas y enhebradas de una determinada manera me embriagaba, y al
tiempo que me daba satisfacción y seguridad mirarme en lo escrito
como en un espejo segregado de mi propia persona, esta satisfacción
me aprisionaba en ella misma, impidiéndome ir más allá, hasta el pun¬
to de que, aunque a veces hubiera empezado a escribir con la inquietud
de perseguir y fijar un determinado pensamiento, renunciaba muy gus¬
tosa a tal búsqueda, perdida en el bienestar de los laberintos de jardi¬
nería que iba construyendo y en los que me quedaba, protegida, a vivir.

141
Pero ahora no puedo reposar en nada de lo que escribo; por eso en¬
mudezco días y más días. Todo lo escrito no puedo verlo más que como
retazos, tentativas que no hacen sino acuciar mi desazón. Aun cuando,
por medio de la narrativa, se consiguiera librar de la muerte, del apagón
definitivo, una tarde como la de ayer, por ejemplo, por cuyo aguijón
eterno y efímero al mismo tiempo me sentí tan agudamente traspasada,
es decir aunque pudiera pintarse exactamente igual a como era fuera de
nosotras esa tarde con todas sus pajitas, sus briznas, sus bichos y colo¬
res, y luego pintar en lo que todo esto se convertía al ser mirado por
nuestros ojos y pasado al almacén de la trastienda, incorporado a cada
uno de nuestros interiores por separado y a lo que de relación tenga el uno
con el otro. Ya que en la contemplación de la tarde jugaba un impor¬
tante papel nuestra compañía; aunque tanto trabajo se lograse -que ya
es mucho pedir- con la perfección y minuciosidad que la niña requería
para su ideal dibujo, eso no sería sino una delicada pieza de joyería, re¬
matadísima, pero inútil si no se llegase a saber en qué conjunto había
que engarzarla.
Se me dirá: «Conviértelo en capítulo de una novela. Una madre y
una hija de ocho años que van de paseo por el campo». En primer lu¬
gar que esto no sería (la novela entera) un conjunto mucho más am¬
plio, sino una pieza, a su vez, de otro contexto que habría que buscar.
Pero es que, además, trascendidas mi hija y yo al rango de persona¬
jes de novela, ya no seríamos nosotras ni la tarde de ayer sería la tarde
de ayer.
Ciertamente que el mecanismo de componer una novela ha llegado
a no serme muy extraño, y una nueva novela -después de mis esfuerzos
de arquitectura para articular la última- me comprometería a ponerla
en pie sin mucha dificultad, casi como quien se echa a andar por unos
raíles. Pero son unos raíles que me han aburrido y ya no me sirven.
Nunca es la misma máquina la que tiene que andar por ellos, es una ca-
bezonería empeñarse en adaptarlos a todos los viajes.
Me imagino incluso, como si ya me las supiera de memoria, las fra¬
ses que echaría una detrás de otra si me entusiasmase con la idea de ha¬
cer un capítulo de novela con mis experiencias de estos días de verano
y de la tarde de ayer. «La niña tenía las manos pequeñas. En una de ellas
apretaba el puñado de moras. La otra, que enlazaba con la de la mujer,
se soltaba de vez en cuando, en los momentos en que la necesitaba para
precisar con algún gesto sus apasionadas explicaciones. Cogiendo
aquella mano pequeña, sin oprimirla apenas, cuando volvía a venir a la
suya, como un pájaro al nido, sentía la mujer...»
¿Por qué esta insuficiencia de las formas? Cuanto más fácil parece,
más desconfío. Conozco y cada vez más abrumadoramente la dificultad
de las cosas a discernir; no puedo fiarme ni mínimamente de que esta
forma tan amable de abarcarlas vaya a servir para nada. Se despega y se

142
da de cachetes con la gravedad y tragedia de la vida cualquier tono con¬
certado o habitual. La novela se ha vuelto una monserga, algo institui¬
do, discreto, acorde.
No. ¡No! Hace falta desafinar. Desafinar genialmente. Pero ya no sa¬
bemos. Tenemos demasiado sentido de la corrección, de lo que es justo,
de lo que disuena. Nos alarma la estridencia, el mal gusto. Y sin embar¬
go, en un mundo lleno de estridencias, sólo se puede desafinar, gritar.
Tal vez la poesía, una forma inédita de poesía sería lo único que me
pudiera servir ahora. Entregarse a la poesía como un payaso a sus pan¬
tomimas inventadas cada noche. Sin temor a caerse de cabeza, ni a ha¬
cer el ridículo. Pero tenemos tantas defensas, tantos estudios y frenos.
Sería una ingenuidad falsa, algo postizo. Tampoco la poesía. Sobra ló¬
gica. Falta unción, entrega. ¿Qué haré para escribir, para estrellar todo
lo que me bulle? ¿Contra qué muro? ¿Dónde dejar la marca?

27 de octubre

La aparente variedad

Apenas en una leve variación de criterio para ladear la cabeza podrían


diferenciarse realmente las unas de las otras. Los atributos puramente
circunstanciales como son el peinado, el vestido, y todo otro adorno
del atavío son perfectamente intercambiables y es tan sólo el azar
quien ha dispuesto que la distribución de fantasías se haya cuajado allí
del modo que aparece ante nuestros ojos, en vez de dar lugar a otra
combinación cualquiera. Es decir que el que la rubia de pelo liso eli¬
giese el pantalón de pana y el blusón a cuadros y eligiese ponérselos
ese día no supone, a fin de cuentas, un elegir nada, en primer lugar por¬
que eligió según normas impuestas desde fuera y en segundo lugar
porque el poseer esas dos prendas y lucirlas con los zapatos de len¬
güeta no implica la exclusión del chaquetón de piel con capucha que le
ha tocado a su vecina del flequillo cuyo hombro está rozando, ya que
ella misma con flequillo se habrá peinado otras muchas veces, y en
cuanto al chaquetón es muy posible que, si no tiene uno igual o de pa¬
recido estilo en el ropero, envidie a partir de este momento el de su
compañera y decida tener uno semejante con que emularla en la pró¬
xima fotografía. En cuyo desear, ya está la esencia del futuro, del no es¬
tar en sí. También sería equivocado conceder a las sonrisas valor algu¬
no como posible índice de discriminación entre unas actitudes y las
otras, como posible meollo de algo que pasaba en aquel momento. No.
Las sonrisas, por muy matizadas y primorosas que parezcan, se revelan
al ojo penetrante como algo que se lleva puesto igual que una prenda
más y no responden seguramente a estímulo real ninguno, son es-

143
quemas y en el sentimiento correspondiente a que aluden no se pone
de manifiesto nada de la propia persona. Remiten tales sonrisas a sen¬
timientos que, más bien, han de nacer en el propio espectador fiel¬
mente obediente a las clasificaciones y reconocimientos arraigados
profundamente en su subconsciente. Invasores sentimientos de confu¬
sión que han de calentarle momentáneamente.
Así que, como en un despliegue u oleada brusca, le vienen a la cara
y a la imaginación conjuntamente al paseante incauto vagas y entrecru¬
zadas sensaciones de ternura, de ensueño, de languidez, de deseo, de pi¬
cardía, de baratas tragedias amorosas, de recuerdos de infancia, saltan¬
do de las sonrisas de las copertinas callejeras a su indefenso, disperso e
inarticulado corazón, a su enmohecido cerebro, cuyos conatos de pen¬
samiento coherente vienen interrumpidos de continuo por los lumino¬
sos, los frenazos y la práctica del apresurado circular. Y el paseante se
deja invadir por esa magia del refrigerante racimo de sonrisas de tantas
mujeres lejanas y distintas.
Difícil será que deje de pensarlas como distintas, como inabarcables
en su misma diferenciación. Y sin embargo, como quiera que la intrín¬
seca personalidad y aparente subjetividad de cada una de las retratadas
no resida sino en sus particulares trajes y peinados, en su actitud y en su
sonrisa y dado que toda esta gama de aparentes diferenciaciones no
existiría de no haberse ido hinchando la invención de este multiplicado
escaparate ya hoy desbordado a la calle, consustancial con ella, enre¬
dándose a los conatos de posible pensamiento o protesta individuales,
segando de raíz cualquier intemporal y sosegado pasear, cualquier mi¬
rada de verdad diferente que vea en la baraja de esas fotografías su men¬
tira y su muerte; como quiera, digo, que esta muerte y mentira, a pesar
de todo estén debajo de tanta prometida variación, el salto, el calentón de
nuestros corazones es sólo momentáneo, y dejados atrás piernas, aba¬
lorios, piruetas, gorritos de piel, mohines prometedores, más aprieta el
hastío, la prisa, el recuerdo de todo lo que falta por completar, por co¬
nocer, por recorrer y meditar despacio.

El verano
(Fragmentos para un libro)

PIÑOR. Aunque en mi imaginación exista todavía y siempre, como algo


primario e indudable, como la tierra misma de que se echa mano para
componer cualquier barro, para decorar cualquier sueño, en realidad se¬
ría inútil ya tener aquel lugar por escondite, por la barrera para poner¬
se a salvo, tantas y tantas veces antaño valedera.

144
CUADERNO 5

Este pequeño cuaderno azul está descrito en la nota final


de Retahilas: «Empecé a tomar los primeros apuntes para esta novela
en junio de 1965, en un cuadernito que llamo, para mi gobierno,
“cuaderno dragón” por un dibujo que me había hecho
en la primera hoja un amigo que entonces solía decorar mis cuadernos».
Contiene, en efecto, los primeros apuntes para la novela
(el fragmento incluido en el Cuaderno de todo n.° 3 es posterior),
junto con otras notas y reflexiones.
21 de junio de 1965

L a muerte ya no es nada. No sé en otros tiempos, cuando Jorge Man¬


rique hacía las Coplas a la muerte de su padre. Se la representaba
con guadaña. Pero fíjate lo que es que una persona pierda su voz. La
abuela tenía una voz entera. Ahora la gente va a las películas a ver
Goldfinger, se arrastran por agujeros para buscar la salida, huyendo in¬
útilmente porque al fin existe siempre ese botón mecánico que todo lo
anula y lo extermina. Me hablarás de las pestes y la guerra, sí. Pero en¬
tonces la muerte era una calamidad, un castigo, lo que quieras, algo ne¬
gro y nauseabundo, no te la encontrabas asépticamente envuelta en ter¬
ciopelo, amordazada con penicilina. No eran las clínicas esos lugares
alegres donde la muerte nos espera como un plácido bienestar. No sé
si desbarro. Pero vuelvo a la voz. ¿Tú cómo te explicas que de¬
saparezca la voz de los muertos? Ella anoche me decía, tenía una voz
ronca:
-Marga, trae, ven, no te vayas, Marga, sube aquí, por el estrado, sa¬
bes, la cama la tiene en un estrado, ¿no la has visto?
-No, tía. Me molesta ver muertos.
-Es atroz verlos, sí, es atroz ver toda esta casa, pero lo que no me ex¬
plico es por qué has querido venir tú, mejor dicho es tonto querer
explicarse esas cosas, has aparecido, me parece natural; al fin era tu bi¬
sabuela. Hasta ahora no me he preguntado por qué has venido...

* * ■le

Que no se apaguen las hogueras de San Juan, ánimo y esperanza a pe¬


sar de todo. Te recuerda Calila.
Destrucción y esperanza. Que brillen las hogueras de San Juan. Sa¬
lud y compañía. Te recuerda Calila.

•!« * -le

147
Es increíble el grado que alcanza en las mujeres el trato competitivo. Sus
propias afinidades las despedazan; hay en el fondo sobre todo una in¬
capacidad casi total para desentenderse de su influjo en las demás o de
su complicidad, tienen que funcionar por partidos.
Los males de la familia vienen de que hay que justificar quieras que
no el seguirla tratando, y ese tratarla a la fuerza hace costumbre y ley de
características que uno podría dejar de aceptar. En cuántos cabreos su-
perfluos -recuerdo- gastábamos el día.

Retahilas

-Lo peor es la indecisión. En este viaje sólo la he tenido al pensar que po¬
días recibirme con esa cara de antes. Porque eres dos personas. Despistas.
Eso decía Enrique. Las familias separadas, es tremendo.
Las unidas también.
-Pasa lo que con el orden y el desorden, hija. El orden se compren¬
de desde el punto de vista de ellos. Quieren extirpar la amenaza de la
ruina, pero sin lograrlo; al contrario, no se les prepara el cuerpo a reci¬
birla. ¿Has visto lo que nos pasa con los cosméticos? Cualquier peque¬
ño abandono (dejar un libro sobre un radiador) puede tener una red in¬
calculable de consecuencias. ¿Se van a prever todas?
-Dijo papá: «Dile a Eulalia que la casa es suya, que no le vuelvan a
entrar las comezones y que decida lo que le parezca». ¿Qué quiso decir?
Me da rabia tener impulsos y verme obligada a arrepentirme. No se en¬
cuentra uno con los demás. Este invierno había un hombre mayor, de
cuarenta y cinco años; me cita, voy a su casa y estaba llena de música y
de otras gentes. Nos necesitamos en distintos momentos. Cada cual está
en una cosa, sin comprender que estamos en la misma, en el tiempo.

Para un cuento

La mujer que ha dejado de tener motivos de queja (el marido es ya mo¬


delo) y siente el aburrimiento subir a inundarla, toda la energía desperdi¬
ciada en sus quejas anteriores (ni siquiera por motivo grave) y el centro de
su vida.

Estragos y catástrofes

Espectáculos. Separar las causas. Si mis padres, al ver batirse un remo¬


lino de trapos y algas contra el acantilado tuvieran que escuchar que así
es el devenir ciego de las circunstancias que condicionan el malestar
de Anita, no querrían atender. Pero estas calamidades -en mi mente-

148
son ires y venires contra la fachada de la casa en minas donde dice SE
VENDE.
Los disgustos que al cabo de un año van a olvidarse, mientras está
uno bajo su embate, ¿por qué no imaginarlos justamente como esa pe¬
lota de algas y trapos contra la casa dentro de cuyas paredes (hoy ya por
pocos días milagrosamente en pie) tendrían lugar cabreos y avatares?

De la guerra

Las intenciones políticas están en parte determinadas por el éxito y los


resultados probables, o sea que se van configurando a medida que se
desenvuelve la misma guerra.
Idea de usura en la guerra. Ir aprovechando las energías y guardán¬
dolas en vez de gastarlas todas de una vez.
Guerra defensiva y ofensiva consideradas como negativa y positiva
respectivamente.
Lo que más importa es contar con lo que hace el otro, con la estra¬
tegia del otro, descubrirla, como en el amor.

Les faux monnayeurs

«Me inclino vertiginosámente sobre las posibilidades de cada ser y lloro


por todo aquello que la tapadera de las costumbres atrofia.»
Porque no puedo contener mi duda y tengo, al mismo tiempo, ho¬
rror a la indecisión.
Este sentimiento es tan nuevo para mí que no he sabido aún inven¬
tar su lenguaje.
Se vive en sueños y te insatisface pero también, en cambio, cuando
llega la realidad parece que has gastado toda la energía eñ imaginarla
de antemano.
«Lo peculiar del amor es verse obligado a crecer so pena de dismi¬
nuir; es lo que le diferencia de la amistad.»
«En la vida no se resuelve nada; todo continúa.»
En leer hay pasividad. Es como un echar tierra sobre lo que se pien¬
sa. Dejar, sobre todo, diferido su momento de eclosión. Se confía en
que este momento no lo tiene que marcar uno: que aparecerá caído del
cielo, sin comprender que la obra que estamos leyendo y nos entusias¬
ma tuvo que marcarse a sí misma su momento de aparición.

150
Cementerio de Simancas
(Camino de Simancas)

Lo descubrí de pronto, cuando mis ojos vagaban sin objeto, buscando un


asidero. Los ojos son lo más sincero del cuerpo: dan el aviso. Saben muy
bien por qué se paran donde se paran. Antes de pensar nada, se anclan
allí. Era un corral pequeño, poco mayor que un aprisco. Los dos o tres ár¬
boles que había se movían ligeramente. Y mucho más el campo de trigo
que había al lado, ondulándose. También vi un pájaro negro, en primer
plano, sobre un poste del telégrafo. Casi en seguida pensé: «Tengo que
apuntar todo esto, cuanto es, cuanto veo». Y lo pensé, sobre todo, porque
sabiendo también la mole del Archivo a la derecha, aunque desde la ven¬
tana no la veía, me pareció vigilar todo el peso de lo muerto sobre la tie¬
rra tan visible, presente y primaveral como pocas veces puede sentirse.
Veía la tierra del cementerio como tapadera, literalmente como costra de
lo que veía también de puro saberlo casi a flor de tierra, igual que las to¬
rres del Archivo, guardadero de letras y papeles, no las imaginaba como
edificación. «Está todo ahí al descubierto, toda la muerte, ¡qué peso!» Qué
insoportable almacén de vida y muerte eran mis ojos en aquel momento.

# * •*<

Cuando se le dice a la gente: «Se está muriendo Fulano», automática¬


mente lo refieren a su relación sentimental con el moribundo, no al per¬
sonaje que en parte sostenía e integraba ese mismo mundo que les bu¬
lle en torno. Te dicen: «Me alegro, era un cabrón», o bien «Pues, ya ves
tú, personas como ésas deberían vivir eternamente», pero rara vez se les
viene la evidencia fulminante de lo que es «el corte o porción de tiem¬
po que esa persona acotó y se lleva con ella». Cada muerto zanja lo
suyo, y comoquiera que de los múltiples cruces de estos haberes parti¬
culares está compuesta la historia que hemos vivido, la que nos han na¬
rrado, la que no hemos alcanzado ni aun a considerar con un metro
conscientemente abierto, resulta que cada una de estas muertes es un ji¬
rón que a la vida total se arranca.

La memoria

¿Dónde queda la memoria de los solitarios (sea por imposibilidad de


acercarse a los demás, sea por circunstancias casuales), dónde queda?
Aquella luz con que tus ojos vieron a la criatura -subida en un manza¬
no con su otra hermana adolescente- que hoy te asiste por deber y
cuyo nombre propio al ser pronunciado por los compañeros de mi ge-

151
neración, que viven y alientan ahora, que morirán más o menos cuan¬
do yo, evoca también injustamente, como siempre, dureza. Aquella luz
(digo) mezclada ahora al espantoso miedo que sufres como pago a tu
insolidaridad, a tu torpeza, a tu falta absoluta de planes y control, a ese
egoísmo que es en el fondo desconocimiento de unas formas de vida
más elaboradas y defensivas y sin duda de una forma o de otra habili¬
dosas para ensartar las cuentas del mundo en forma coherente de co¬
llar; esa luz, unida al miedo, ¿qué te hacen ver ahora, dime, cuando to¬
cas el hondón de verdad? Daría cualquier cosa por saberlo. No es
aquel personaje retórico de la guadaña que convertiste en dama de tus
sueños cuando la primavera de los gentileshombres apuntaba reciente
apenas allá por los calveros que se divisaban desde esa ventana que to¬
dos te acapararon después, que dócilmente -por pura acidia, displi¬
cencia, insolidaridad o lo que sea- te dejaste arrebatar por los amigos
de tus hijos a quienes despreciabas, por aquellos calveros asomando.
No es aquella dulce mujer que llegaría; es la falta de aire, la falta de so¬
corro, la falta de respuesta a ese timbre apretado sin piedad con in¬
solente urgencia tantas veces, llevado hasta el insulto, con aquella
urgencia que el niño recién muerto remedaba con su voz inolvidable,
«di cómo llama el abuelo a las criadas, dilo, bonito tú». Pues no vienen
al timbre, ya no vienen. Y una cosa tan obvia como el aire se niega a
obedecer, pulmón evanescente, el rubio te lo dijo, el rubito mil veces des¬
preciado de quien tu hija dijo que era guapo. Dios mío, cuántas cosas,
Carmiña qué familia, di, qué me dices tú de esta familia. De esta familia.

(Alrededor del 18 de julio fue el ataque de D. Rafael. Rafael y yo re¬


cibimos la noticia en Cuenca sobre el 20 poco más o menos. Un rato an¬
tes mientras esperaba en el hall del hotel me había asaltado la tentación
de escribir las impresiones del verano, tan lleno me parecía entonces.)

* * *

Hacer una especie de resumen donde se diga detalladamente lo que hace


a cada momento Macanaz con relación a la situación política y general de
su tiempo: una ampliación del calendario macanaciano. Lo relativo a él, en
rojo, por ejemplo; las circunstancias que le condicionan y rodean en otro
color.

Las letras cursis

Hablarán de su diferente actitud ante la lectura. No ante lo leído, sino


ante la forma de leerlo, de enfrentarse con lo que dice allí. La forma de
enfrentamiento con las cosas es la que condiciona su modalidad. Tam¬
bién en la amistad. Es la raíz de la creación.

152
Dos conversaciones tuve con ella sobre amor

... ella también lo pensaba así, también, con mi madre no me hubiera


atrevido a hablar yo de esas cosas, con ella sí, le digo abuela, alcohólica y
vital como era, en esta misma habitación, abuela, qué rabia debe dar. Hay
que saber retirarse a tiempo. Qué burradas, me dijo, tú estás enamorada,
neniña, y era verdad. El desprecio del sexo, se reía, teorías, neniña, ya me
lo dirás. El primer síntoma de envejecimiento es que empecé a transferir
intenciones a miradas de niños que me veían tomar el sol en hoteles, yo
tenía el cuerpo bien todavía, sólo aquel gusanillo de hastío, pero aquellos
niños eran Juan de pequeño mirando a María madura, imaginaba el pa¬
radero actual de esa madura y de nada me servían las cosas para paliar
aquel cuchillo de miedo insinuándose, para anclarme en el momento pre¬
sente, y si venía él me encontraba rara y esto metió la primera incom¬
prensión en nuestras relaciones. No es que no quisiera, es que no hubiera
podido contárselo, por cosas así comienza el deterioro. Empecé a ver que
tenía razón la abuela, culta ella y de familia culta, pero escéptica, vital, lo¬
quísima. Una cosa es lo que dice y otra lo que pasa. ¿Cuándo se escriben
los libros, di? Cuando zozobras, cuando declinas, cuando andas ayunas
de todo, ¿sí o no? Y se reía, en esta misma habitación.

Para Germán

Eterno conflicto entre la autoridad y la libertad. Hay una voluntad iner¬


te de vivir en común, de no ser oveja negra, de aceptar algo que valga
para siempre, de obedecer una autoridad. Marga es incómoda, yo no la
querría para mujer. El dime qué hago, dímelo tú es siempre más apasio¬
nante, primitivo y directo que el pararse a pensar en lo que se quiere ha¬
cer y sufrir por ello y romperse dos cuernos a solas para roturar el ca¬
mino. Porque además Marga es mimética también, se enfrenta a los de
casa, pero no sola. Sin esa gente que la rodea y la camufla, no sabe es¬
tar. Actúan sin ideal, sobre ideales desgastados, se aprovechan de ellos.

Ver el tiempo
(Cuadernos florecitas sección «Mis secretos»)

Tiene libertad y se aburre. Tienen que convencerse a sí mismos de que


rompen continuamente cosas. Desear la libertad siempre ha sido más
apasionante que tenerla.

153
,
-

*
CUADERNO 6

Confluyen aquí dos cuadernos coetáneos (1970-1972).


El primero, un cuaderno azul con el dibujo de un guerrero
en la portada y unos papelitos sobre los cancioneros gallego-portugueses
en la parte de atrás, alberga el comentario de la novela
De Villahermosa a la China de Pastor Díaz; de estos copiosos apuntes,
que la autora reelaboraría para el artículo de Agua pasada
«Un novelista romántico sin eco», se ha elegido una breve muestra.
En el otro cuaderno, verde, con un zorro dibujado en la portada, ,
se desgranan varias reflexiones, ya en el clima de El cuento de nunca acabar,
recuerdos personales y notas para Retahilas.
N. Pastor Díaz, De Villahermosa a la China

E n 1848 el periódico La Patria insertó en sus folletines la primera de


las cuatro partes en que se divide la obra.
Novela rabiosamente romántica. El encuentro de dos desconocidos
en una noche de carnaval, habiéndose sentido previamente unidos por
la unanimidad de la frase pronunciada uno desde lo alto y otro desde el
arranque de la escalera «ésta es la última noche del mundo» es ya un co¬
mienzo romántico que puede parangonarse con El tren expreso, trozos
de El escándalo, etc. Es cuando se inicia la exaltación de los comporta¬
mientos originales, llamados hoy de ruptura de trabas, de evasión, cuan¬
do empieza a catarse la personalidad, la «famosada» y es en estos mo¬
mentos válido y tiene su fuerza.
Esto puede ponerse en relación con Stazione Termini, Carta a una
desconocida y otra serie de relatos y canciones donde lo casual del en¬
cuentro es lo que le hace agudo y duradero en la memoria. La forma de
enfrentarse hoy en día con esta clase de aventuras ha cambiado (ironía,
lucidez, novela rosa, etc.), pero esto no quiere decir que puedan dejar de
considerarse como materia literaria de primer orden.
11.a Parte. Habla el escritor: espejo paseado a lo largo de un camino,
pero habla en plural, como llevando consigo al lector, a modo de diablo
cojuelo. Dice que estamos en el campo, lo describe y añade: «A los pri¬
meros personajes de nuestra relación no podemos encontrarlos todavía.
Huyeron, el uno con extranjero rumbo», etc. Confusión algo benetiana
de toda la novela. Barroquismo.
Conocer a una persona de la que han hablado otras, le parece tan
nueva y excitante la técnica (luego depuradísima en Faulkner) que nos
la descubre con una ingenuidad apasionada: «Este era el único rumor
que llegaba a los oídos de aquella Blanca, cuyo nombre han hecho so¬
nar en los nuestros )avier y Sofía...».
Modernidad. Novela psicológica. Rebeldía del individuo contra la

157
sociedad. Exaltación de la voluntad personal. Exacerbación de los ins¬
tintos eróticos. Soberbia, inconformidad. La fuerza emotiva del senti¬
miento imponiéndose sobre la razón, la paz y el orden.
No se esmeró Pastor Díaz en la trama interna del argumento, arma¬
zón inverosímil. No le preocupa la verosimilitud. Villahermosa presenta
héroes románticos. Se complace en su pintura, desmelenándola, aun
cuando el autor sea un carca pacato solterón. Por eso es más verdad.
Por eso quería tanto a este libro. Por eso no gustó ni a tirios ni a troya-
nos. Fue su «oveja negra». A él mismo le daba miedo su libro (cf. el pró¬
logo que le puso), era su evasión.
Curiosidad por las relaciones que pueda mantener una persona que
significa algo para uno con otras desconocidas y a cuyo existir se aso¬
ma uno de repente: esto es gran levadura literaria, de la mejor clase
como levadura más o menos acertadamente manejada y echada a tiem¬
po o a destiempo en la masa general de la novela, pero alegra constatar
tan limpia y repetidamente su aparición.
Falta de preparación ante la realidad, ante el ¡fuera caretas! Reac¬
ción de romanticismo desaforado, entretenimiento consciente de la
mentira: «quedábame la esperanza de la alucinación de un ensueño y de
una exaltación de delirio, como los que en otras ocasiones fueron mi do¬
lencia... Pero no, ya no hay alucinaciones ni ensueños. Ahora es verdad
todo en torno de mis ojos y todo realidad cuanto es objeto de mis de¬
seos... Y ese hombre no es una creación de mi fantasía. Ese hombre es
verdaderamente el hombre que yo amo con mi alma y con mi vida, con
los sentimientos de mi corazón y con la sangre más ardiente de mis ve¬
nas, con mi memoria y con mi desesperación, y a veces con mi odio».
Suicidio. Se queda corto. A pesar de acabarle de hacer decir a la suici¬
da frenética e implacable cuya situación tan agudamente nos ha analizado
y hecho llegar: «Pero ¡ay! No tener otro destino ni otro sacrificio que el de
ocultar esta pasión culpable y de sobrellevar la vergüenza de un amor inex¬
tinguible bajo las apariencias de una virtud hipócrita, no sostener otra lu¬
cha que entre el martirio incesante de mis locos deseos y la virtud de dis¬
frazarlos con la más aleve de las imposturas», desvía el camino hacia la
total destrucción la propia impostura del autor que se asusta de haber lle¬
gado tan lejos y hace surgir, cortándole el camino, la cruz salvadora.
Otra narración dentro de la narración: la de Pablo el triste que aca¬
ba cerrando las confusas incógnitas planteadas desde el principio.
Y más tarde hace exclamar reaccionariamente indignado a Pablo el tris¬
te: «La cruz de la muerte... es la señal de haberla sabido llevar en vida.
A los que se arrojan a la muerte desesperados no se les ponen cruces...»,
contradiciéndose con la comprensión de la angustia a que ha sabido
asomarse antes.
Quien se deje obnubilar en esta novela por la hojarasca de su deco¬
ración a la moda, por la muy a menudo risible entrega a los tópicos del

158
tiempo, quien sólo vea un argumento trasnochado, se perderá los ex¬
quisitos atisbos psicológicos, las innovaciones subterráneas, el amor a la
palabra literaria transmitida de unos labios a otros, ese desprecio por el
realismo y la verosimilitud, la trascendencia de todo lo que se dice y se
busca. Ese tesón de quien juega y se complace como teórico con lo único
que le gusta y le excita: el análisis de las situaciones y sentimientos tu¬
multuosos que le cercan y rebasan y que trata de entender y presentar
mientras los describe.

Ambiente

Haré un paréntesis antes de continuar para puntualizar algo que me pa¬


rece venir bastante a cuento. Estas líneas las estoy pergeñando a media
mañana en la biblioteca del Ateneo, local que desde hace muchos años
me acoge y arropa varias horas al día y al cual se me han dirigido tan¬
tas cartas y llamadas telefónicas como a mi propia casa. Suelo ponerme
aquí, en el pupitre 22.
Cuando se trata de describir algo que es muy de uno, siempre se
duda entre detallar demasiado lo que a uno le parece obvio o dejarlo os¬
curo: es el problema de toda narración. Lo miro con asombro, es algo
tan familiar que no lo puedo sentir amenazado: tengo confianza. Es
como cuando se piensa en la enfermedad de alguien cuya mirada nos
asegura y conforta.
Los que hablan de la ruina del «viejo caserón» como se le viene lla¬
mando desde hace un mes en la prensa, los que lo comparan con «un
asilo de ancianitos», los que hablan de adaptarlo a las necesidades ur¬
gentes de la cultura moderna, no tienen otra disculpa para tan hueca pa¬
labrería que la de no haberse metido a trabajar aquí. El Ateneo está vivo.
Tiene esa vida de las casas habitadas, la vida que nunca puede tener lo
nuevo.
Desde mi ignorancia de las leyes, pido a los que puedan arreglarlo
que no me quiten ni me trasladen el Ateneo. Pienso que puede ser éste
el clamor del vecino ignorante que oye rumores de desahucio y que se
apoya en la seguridad que le da sentir aquella casa tan suya, no sólo de
sus antepasados. No clamo en nombre de antepasado alguno, aunque
estén presentes todos aquí, sino en mi nombre y en el de muchos com¬
pañeros de hoy que sentimos el Ateneo totalmente vivo y habitado y útil
y nuestro y no podemos tolerar la idea de que nadie nos lo arrebate.
Es de los pocos lugares que no tienen discriminación. A sus socios
les une el amor al sosiego, el horror al bullicio, a lo trepidante -se ve a
un viejo junto a un extranjero y a una chica- y no se le puede colgar eti¬
queta a una ateneísta, es un lugar que no se esfuerza por imprimir ca¬
rácter. Es un oasis en el centro de la ciudad.

159
Del chisme

Las opiniones sobre los demás no cuajan si se ventilan prematuramen¬


te; deben ser producto de una lenta elaboración que a veces dura como
la vida y que se perfila trabajosamente. De poco sirven las caras parciales.
Es igual que leer un libro, contrapuesto a que te lo cuenten. Lectu¬
ras personales; qué poca gente sabe leer. No se trata de que no te influ¬
yan los demás, a través de una relación directa, sino de que no te influyan
indirectamente sobre tu posible relación con otro.
Explorar las opiniones ajenas sobre los demás es un vicio muy co¬
mún. «¿A ti qué tal te cae?» Hay que atreverse a ir sin falsilla. Atreverse
a inventar interpretaciones, incluso a riesgo de equivocarse. Pero a ve¬
ces, en cambio, como contrapartida, se crea lo que se ve. Ir hacia los de¬
más como si fueran así, por esa línea favorable que uno les ha inmido,
forzar y fomentar ese deseo de bien del otro.
(Nadie descubre a nadie, y es una pena, porque estamos esperando
siempre todos que nos descubran, aun cuando nos escondamos, desea¬
mos ser bien descubiertos, con pelea, con intención particular de hacer
ese descubrimiento.)

Lo payo y lo gitano

Las interpretaciones convencionales anquilosan, detienen y rebajan el


fluir de posibilidades del espíritu. Normifican, amurallan, impiden la in¬
vención.
Este fenómeno se ha comentado mucho con relación con los textos
(Biblia); pero es un bloqueo más grave el que se comete cuando se tra¬
ta de personas. Bloquear un texto es un fenómeno que en todo caso no
afecta más que a los lectores de él. Pero cada vez se lee menos, se pien¬
sa menos y en cambio, como contrapartida, se relaciona uno más, bus¬
ca guías en los otros a través del bosque de los otros. Pero sin querer ha¬
cer el esfuerzo de desenmarañarlo.

Las relaciones

Ahora hay muchas relaciones que se creen íntimas (antes sólo cerrazón)
pero ninguna es cuidadosa. Cantidad y ningún esmero.
No se mira a los demás, sino que se busca en ellos, en su reflejo,
algo predeterminado. Nombre. Letreros. No cuestiones abiertas. A esto
contribuye el no ir a cuerpo limpio con la gente sino a que te la den
masticada. Se sabe en seguida quién te mira por lo que le han hablado
de ti y quién, en cambio, atiende a lo que le estás diciendo. Este segun-

160
do grupo —escaso— se puede engrosar, con afición, dedicación y pasión.
Dándole al otro la confianza de que no le quieres tú encasillar, de que
atiendes al caudal que la propia relación va creando, le haces olvidarse
de tal relación y dejas de pensar en los perfiles que toma, que eso es lo
que menos importa, no importa nada.
Toros. Ir no perdiendo la cara al bicho. Sólo sale algo sin predeter¬
minación.

Don Nicanor

Nadie te quita nada de otro amigo, porque la relación que tuvo conmi¬
go -si era de darse algo, no mimética- jamás podrá repetirse con al¬
guien. Así enfocadas las cosas no cabría nunca la envidia.

Falsilla

Encontrar una forma nueva de hablar y de escribir equivaldría también


a inventar un oyente para esas palabras y a inventar, por ahí, una rela¬
ción distinta de las habitualmente admitidas. Y al alterarse, aunque sólo
fuera utópicamente, nuestras posibilidades de relación, ya se habría mo¬
vido y alterado también (con las circunstancias en que otro suele escu¬
chamos) todo lo que hay que decirle a ese otro.
Nos es dable imaginar personas en zozobra y descontento, deseosas
de salirse del personaje que la vida les impele a encarnar, ávidas de oír
voces distintas, de emitirlas. Pues ¿por qué vamos a dirigirnos a quienes
nos demuestran a cada instante ser? Si lo hacemos, desde luego, con¬
formaremos nuestras palabras al entorno, iremos por esa falsilla que en¬
tre todos vamos haciendo fatal e irreversible, nuestras palabras se petri¬
ficarán en torno a ese oyente sin ser capaces de promover un solo
pestañeo en él, añadiendo un grado más de silicosis a su postura. Rea¬
firmaremos piedra sobre piedra.
Hay que criar los oyentes, dirigirse a lo flexible que les pueda que¬
dar, a esa zona, cada vez más amenazada y precaria, donde aún cabe la
fantasía. Eso es dar salida a una posible conversación. Caso de que al¬
guno pueda despertarse de verdad al saberse llamado por un nombre
nuevo que, sin embargo, reconozca por suyo.
Hay personas incapacitadas para mirar en torno de sí; se apropian
de los fenómenos que las rodean con el único fin de protegerse: los ane¬
xionan a una concepción que han elaborado o que otros han elaborado
por ellos, y toda la gratuidad, el latido, la efímera variación del fenóme¬
no en sí mismo quedan radicalmente desatendidas en nombre de la cla¬
sificación. Miran para archivar, para tranquilizarse lo más pronto posi¬
ble pensando que aquello -cosa o persona- ya lo han entendido y

161
colocado en un sitio fijo. Y nada tiene un sitio fijo, esto es lo importan¬
te. Buscan, y el que busca no mira ya que el verdadero mirar comporta
una situación de ánimo especial para permitir a lo mirado que se des¬
envuelva como quiera, para no interferirlo, para que exista verdadera y
libremente, sin osar acordar lo acontecido con ninguna batuta empeña¬
da en armonizarlo.
Y solamente así se nos abrirá a veces su real y misterioso acontecer,
sólo así desafinará como tiene que desafinar cada cosa y cada persona
-en sus manifestaciones particulares y en su casual engarce con las de los
otros-, sólo así observaremos, aceptándolas, las contradicciones de
lo acontecido y ellas mantendrán abierta esa herida que es el deseo de se¬
guir mirando y de seguirse preguntando siempre ¿por qué?
Asomarse a las vidas de los otros, a lo que ellos te enseñan de sus
vidas es, evidentemente, difícil y peligroso y se precisa una mezcla de
avidez y pasividad. Sin la pasividad necesaria se quiere intervenir o se
exige que te enseñen más, sin una cierta dosis de avidez el interés por el
espectáculo decae, y lo mirado se hace aburrido, ajeno.
Pero para los buenos espectadores -que hay pocos de ley- la fron¬
tera entre lo ajeno y lo propio es bastante lábil. Quien llega a no nece¬
sitar estar destacando siempre lo que contribuye a su propio argumen¬
to contra ese otro vivero de argumentos que bullen alrededor y que no
pocas veces inciden en el propio, ése sabrá y podrá tener amigos.
El hablar ocurre, acontece, vale en sí. «Yo con ése no hablo», es un
racismo. El hablar se produce. No juzga ni condena ni ensalza a nadie.
No hay por qué tener fidelidad ni prejuicios. Ni despreciar la boca que
dice las palabras que sean, si ellas valen.

* * *

Y estaba tan libre para pensar, que no pensaba nada. Recuerdo los im¬
pedimentos de otras veces, la pared de los horarios impuestos, ¿cómo
se pasaba entonces el día?, ¿dónde están aquellas maldecidas paredes?

1 de julio de 1972. Coche línea

También a través de su confusión los seres perdidos, en zozobra, pue¬


den haber añorado el bien en el seno del mayor vacío, del mayor mal,
de la más turbia enfermedad.

* * *

162
No sé lo que hay en tu alma. Decido no intentar saberlo nunca. Es el
don más escueto de impureza que te puedo otorgar. Quiero saber sólo
lo que me vayas desvelando: y decido creerlo siempre porque será en sí.
Porque todo lo que se enseña a otro libremente, lo que se elige enseñar
a otro, aun cuando esté dictado por tergiversaciones interiores, es ver¬
dad, es por el mero hecho de darse, de aparecer, y debemos creerlo en
su misma tergiversación, como resultado de esos surcos, de esas doble¬
ces inexplorables e incomprensibles del alma de aquel que con sus pa¬
labras nos pide ser creído: un auxilio que no cabe negarle.
En justicia, en abstracta equidad, eres la persona que mejor me ha tra¬
tado nunca. La que me ha dado lo más adecuado a mi ser. Y sí, al decir
de juicios basados en lo argumental, te «has portado mal», yo niego esos
juicios, porque atañen a cuentas que eran tuyas, de tus surcos, de aquellos
surcos que «por mucho que se rellenen de asfalto nunca podrán desapa¬
recer». No era yo, en esos casos, el objeto de tu daño, sino tú mismo.
Ojalá tu silencio fuera, como quiero esperar, una prueba de que no
me quieres convencer de nada hasta haberte convencido tú. Porque
no es a mí a quien tienes que hacer ya ningún bien nuevo, sino a ti mismo.
El pretendido «mal» que tú haces no deteriora ni viola el bien (¡di¬
chosa falacia de las dicotomías!), porque el bien es inalterable. Ataca, en
todo caso, a ese simulacro de bien social, al de los predicadores, y a ése
tienes razón en atacarlo: en este sentido eres ejemplar.
La ausencia hay que transformarla en bien. No sustituirla por un falso
bien, atolondradamente, por la primera apariencia de bien que surja a
nuestro paso. Eso sería negar la posibilidad de fuerza que nos ofrece la
transformación del dolor, no atreverse a lidiar el toro más difícil de la vida:
el del dolor puro. Negar la ausencia, cambiarla por falaces presencias su¬
cesivas e intercambiables es la mayor traición, la más vil cobardía, la más
baja deslealtad contra el ser que nos la provoca al faltar del alcance de
nuestros ojos y nuestras manos: es querer desterrarlo también del corazón.
Maldecirlo, proscribirlo en lo que es y está por haber sido y estado.
A través de tu sufrimiento -porque ahora sé de verdad lo que sufres-
conozco tu grandeza. Eres más verdad que casi nadie, mucho más ver¬
dad que todos los componedores de orden y concierto. Antes te ideali¬
zaba atribuyéndote una fuerza y una coherencia que no tienes; ahora te
amo en la grandeza de tu dolor, de tus añicos, de tu miseria. Crees ir tú
de mi mano, pero soy yo desde ahora, la que va de la mano de tu dolor.

De pequeña me decían: vamos a comer, y me parecía que me lo estaban


siempre diciendo. Comer una pera cogida de un árbol era jugar, era mirar¬
la primero, luego limpiarla y el mero meterle el diente era una aventura.
Odiaba comer de otra manera, siempre que veo ahora a un burgués

163
en smoking o en bañador mirando una carta a las órdenes de un maitre
me remonto a entonces, a las niñas, a la fruta de este huerto, donde
comer era desear y mirar antes que nada.
Se pasaba luego entre los dientes, ¡tan pronto! ¿Cómo una función
se puede desmesurar? El alimento -decían- daba fuerzas. Tu padre os lo
ha seguido diciendo. Pero no, las fuerzas las daba saber mirar, mirar,
mirar, estarse las horas mirando.

Si solamente contemplo puedo llegar a ver estos pájaros que se van a


acostar como los veía en Salamanca en época de exámenes. Cambiar
aquella angustia por ésta. Compararlas. Operación difícilísima pero
posible. Desaparece el tiempo y solamente brilla la esencia de la liber¬
tad, la idea pura de su distancia y dificultad, de su falacia, de su inal-
canzabilidad.

6 de julio

Había ratos en que las fuerzas me abandonaban completamente. Y ocu¬


rría sin transición, de un instante al siguiente, era una catástrofe, como
la retirada de un andamio. Era el tiempo con sus sueños pegando muy
fuerte contra la nuca, con toda su resaca de sueños, se los sentía así, allí
en el mismo lugar que se habían concebido, mirando aquellos mismos
ángulos y curvaturas, la marejada de los sueños alimentados allí, revol¬
tijo de algas, de pétalos secos, de escoria. Y había que cerrar los ojos y
seguir aguantando a pie quieto. Todo tiraba de todo, hasta de lo que no
venía a cuento, pero luego se sabía que sí, que venía de sobra a cuento,
que era un proceso, un camino.

# v.

Aquellos grabados de la luna rielando sobre el mar donde un barquito se


balanceaba y a la derecha, escapándose del círculo de esta imagen dos
amantes, ella con túnica blanca y alas de mariposa mientras él la sujeta¬
ba con barba recortada, frac y flor en el ojal fueron la apoyatura primera
para mis sueños. La luna. Las nubes. La noche. Dios. Lo reconocía en
aquello, me angustiaba su grandeza, los amantes separados, las cancio¬
nes de amigo, no había estado aún enamorada -no se puede estar al prin¬
cipio más que a través de los libros- pero lo estaba de la naturaleza que
sabía que en aquel momento -como escenario- nadie acechaba como yo.
«Tú rozas con tu luz la otra ladera.» Nadie había manoseado más que su
reflejo, su traje de tul. Llegará un día en que encontraré a alguien cuyo co¬
nocimiento gradualmente vaya creciendo y trabándose y multiplicándose

164
y contándose por lunas. Si el mundo fuese niño, me sentiría diosa y sa¬
cerdotisa a la vez y cronista de todos los amores de los libros: empecé a
abominar todo lo que no requiriese atención, concentración; el amor la
requería por entero. Esperaría lo que hiciese falta hasta encontrar ese
amor. A mi marido que era un sabio nunca le dije estas cosas, porque
pensé que habían desaparecido, pero luego he visto su amordazamiento,
estaban latentes: en sueños me pasaban la cuenta de mi traición.

Eulalia

Destiempo: me he liberado miméticamente, Germán. A ver si te crees


que no lo sé. La postguerra. Burgos. Cementerio de coches. Tacañerías
de papá. Son reacciones adolescentes de libertad las que tengo ahora.
Pertenecemos a la burguesía de postguerra, hemos crecido en ella, in¬
mersas en ella hasta las cejas. A tu madre le pasaba igual. Hablábamos
a veces. A ella decía que le daba miedo de mí, de mi libertad, era yo más
mentira que ella, producto más a contrapelo, que intenta romper las ca¬
denas sin poder. Lo que me costó a mí tener el primer amante (que pue¬
de haber sido Andrés), era un ponerme á la page y no ponerme, un dar
y no dar. Estaba metida en toda la tradición del amor en occidente y sólo
cuando surgió el obstáculo lo supe. Y a vosotros, en el fondo, os pasa
igual- ¿Por qué se llora en el cine todavía con los finales infelices? ¿Te lo
has preguntado? Tu madre era coherente, resignada. Tú y yo somos li¬
mítrofes. Me has dicho que nada te satisface, love, all you need is love.
Pero del que no te ofrece la sociedad ahora, del que habéis intentado
asesinar y desmitificar. Una suma de pequeños y frustrados happy ends
da una infelicidad mucho mayor que la de la obediencia a la fidelidad en
que se empeñó tu madre o el reconocimiento valiente de que existe la
pasión (en el sentido de padecer) inherente al alma humana desde el por
y hora en que existe la muerte y que se attache al primer argumento obs-
taculizador que, cual muro o valladar, se presenta para que la yedra se
abrace a él. Es donde agarra la yedra del amor, en los muros, en las cer¬
cas y tapias. «O paredes o campos no cercados, ved la contradicción.» Y
vuelvo a lo de mi liberación mimética, a muchas de mis charlas con jó¬
venes que, recordadas, me avergüenzan. Ponerse al pairo de ellos es per¬
derse. Tampoco están tan imbuidos de esa seguridad que afectan, pero
les sale más natural, o al menos es una ola de su tiempo en la que no
sienten estar nadando contracorriente. Es mejor saberse estar quieto en
el tiempo de uno, aunque sin dejar de mirar en torno; pero los pies quie¬
tos en el tiempo de uno, siéndole fiel, sin bailar, aunque la cabeza gire y
dé vueltas, en puro mareo. Escribir como si no fuera a venir la muerte.
Eso sí, de mirar no dejaré nunca, el día que quiera dejar de mirar para
no sufrir, me habré muerto. Pero los pies en el tiempo de uno, Germán.

165
15 de julio camino de Manzanares el Real
En el castillo de noche

Lo eterno frente a lo perecedero: origen de la angustia amorosa.


(Et c’était lui le soleil) cf. igualmente las «apariciones» de que habla
Ramón, los fantasmas del pasado como elemento de contraste para vol¬
ver los ojos a las variaciones que (desde aquel hito a que remite la apa¬
rición del amigo olvidado) se registran en la propia alma.
Relacionar con las ropas. (Testigos aún más bouleversants por haber
estado pegadas al cuerpo, en contacto directo con lo que era el cuerpo,
su fluir efímero y el mismo de hoy, con todo en un attimo ya muerto.)
Canciones. Constante de la referencia a estrellas, sol, etc., paisajes
que no han cambiado. Otras veces, en cambio (en el Romanticismo
p. ej.), se pretenden humanizar los elementos de la naturaleza (y tam¬
bién en las cantigas), pero siempre apelando a su divinización -apoya¬
da en su inalterabilidad (los dioses no sufren, no cambian, son arcaduz,
vehículo de, puente), «Olas gigantes que os rompéis bramando»...

* ■*<

Romanticismo: anhelo de fe, la que sea (V. Llorens, Liberales y románti¬


cos). Contrastarlo con el anhelo de fe que vuelve a haber ahora, compa¬
rarlo asimismo con la sed de raíces en comportamientos particulares.
Esta sed de fe se transfiere a lo que sea, o a veces, al renegar de ella, al
vomitarla, se busca la nada, la destrucción, que es, en definitiva, otra for¬
ma de tener fe en algo: en la nada, en lo limítrofe llevado a sus últimas
consecuencias.

La verdad y la mentira

Hay quien le da mucha importancia a eso, ¿y qué más da? Es verdad lo que
aparece como tal y en el momento que aparece así. Y vale el talento de quien
te lo hace creer, «aunque no lo sientas, aunque sea mentira, pero dímelo».
Analizar la palabra desengaño, sus alternativas en el alma humana
coexistiendo con «esperanza», enfrentándose a ella otras veces.
Al filo de un vegetar sin esperanzas, insoportable, al margen de cual¬
quier acción confortadora del fluir de la sangre, surge la capacidad de
narración. Cuento chino pero bien contado.
La contemplación placentera, gratificadora, también se opone a la
narración, la excluye, la echa de sí. Tiene que pasar por la criba de
la noria. Tendencia a almacenar indiscriminadamente, de cualquier ma¬
nera (cuando se es feliz), a pensar que ya se ordenará ello solo dentro.
* * *

166
Comprendí que me estaba empezando a dar el siroco de los torbellinos,
iguales a aquellos que habíamos visto -tan individuales y concretos-
por la carretera de Marrakech a Fez. Comprendí que era demasiado in¬
justo estar siempre sujetando paredes. Y pedí: Que algún día la Torcí, al
mirarme, mientras yo la trato de embaucar por a o por b, no me en¬
cuentre tácitamente parecido con la yeya sin atreverse a decírmelo.
Por otra parte el hombre no quiere que aquello que ha deseado para
siempre sea tocado por el siempre. Lo que quiere es creer que va a du-

167
rar, sabiendo que no. Instantaneidad de las fotografías. Cuando él me
dijo: «Estás para hacerte una foto», lo más posible es que si me la hu¬
biera hecho, esa foto se habría perdido.
El hombre es ajeno totalmente al siempre por su misma instanta¬
neidad. Y sin embargo, necesita una continua referencia a él. Los mo¬
mentos aislados quiere cogerlos, vivirlos como tales, pero sin estar refe¬
ridos al siempre -en definitiva a la frontera en que el siempre incide con
el tánatos- le parecen oropel. Y hay un continuo prurito de bordear esa
frontera, de merodearla, es una llamada a lo que bordea el infinito, a lo
que lo limita, a lo que dicta el aire que ha de beberse cada uno, a lo que
marca y adjudica cantidades y pertenencias a cada cual. El hombre an¬
hela que le digan «ese aire es el tuyo», «esa casa es la tuya», «esa fronte¬
ra es la tuya», pero de la misma manera escupe de sí esos límites y se
mete de hoz y coz en el otro mar que pretende anegarlo, donde no hay
escapatoria ni salida, sino el tánatos en una zambullida suicida en él.
Traición a la inmanencia; dispararse hacia el exterior, fragmentar en
mil disparos el propio yo; estallido. Para no volver a desear en ese viaje
loco (que dura tanto cuanto toda la vida) otra cosa sino volver a ampa¬
rarse en la inmanencia traicionada. Se le dan al viajero las llaves de la
puerta que no debe abrir. Saber que se puede y no actuar («dinamita pura
y no me meto con nadie», placer de dioses), equivocados esquemas de
vida y antivida, totalmente cambiables y discutibles, según desde dónde
se mire y adonde.

La noche y el alba

A veces en lo oscuro, en lo complicado, se toca la verdad. «Al mar bajó


la silenciosa luna.»
Sumirse en el sueño o en el amor, la noche. O en el carrusel de las
indecisiones; pero al alba se perfilaba la realidad, se ponía en fuga el pe¬
cado y la angustia, las posibilidades diabólicas insinuadas en los sueños
que todo lo agrandaban y confundían. Y era una mezcla de bálsamo y
decepción. Me acordaba de Julieta, de las canciones de amigo, «cuando
eu con meu amigo dormía...», «Y siempre queda más agua en mi
pozo...». Albas. Despedidas al alba.

Cuentos chinos

Si las palabras de amor, como ocurre, sirven para crear la exaltación del
estado amoroso -fugaz, como se sabe, lábil y pasajero-, solamente se¬
rán mentira cuando no sean adecuadas a este fin, es decir, cuando no
se digan bien.
Si el estado que colaboraron a crear alcanzó la perfección eran ver-

168
dad, aunque luego éste se mude. Por eso hay que cotejarlas a la luz de
esta mudanza, o mejor dicho a su sombra, a la sombra de la carencia
de la felicidad que crearon. Y si eran verdad, siguen estando en pie,
y en la ausencia duelen como espadas, pero no se desmoronan, no dan
risa, no se puede decir «esto es mentira». ¿Pues por qué se va a decir:
es mentira ahora? El amor es fugaz; las palabras que sirvieron bien a
hacer más aguda y luminosa aquella fugacidad no pueden estar so¬
metidas al estrago del tiempo, son eternas, no se les va a exigir -¡sólo
faltaba!— que sirvan para conservar, que eso ya no es lo suyo, son va¬
nidad en la adecuación a su fin, en la perfección con que fueron di¬
chas. Nadie, al leer un soneto de Garcilaso, dice «sí, pero Garcilaso se
ha muerto, esto ya es mentira», ni mucho menos investiga a ver si al
decir aquello tenía proyectos firmes e irreversibles de querer a su ama¬
da durante el resto de sus días. Ni siquiera se pregunta si existía tal
amada.
«Dime que me quieres / dímelo por Dios, / aunque no lo sientas /
aunque sea mentira / pero dímelo.» «Hablarse», «dar palabra».
En literatura lo que está bien contado es lo que vale, lo que es ver¬
dad -temas nuevos pocos hay-, en amores igual. Las palabras que saben
crear ese campo mágico de relación, entretejerse con propiedad, crean
el amor mismo.
«Cogiendo la aceituna él me decía / con palabritas dulces que me
quería / se acabó la faena / y no lo he vuelto a ver / madre yo tenía un
novio / que me decía / que se moría / por mi querer.» Pues bueno, eran
palabras para mientras durara la faena del vareo. Para entretenerla, para
transfigurar en luz sus fatigas. Y valieron por «dulces», por bien dichas.
A esa chica de la copla no se le ocurre llamarle a su novio traidor. Todo
son historias, cuentos, claro. Lo que hay que agradecer es que nos los se¬
pan contar bien.
Cuando las cosas soñadas empiezan a ser «reales» ya no hay que
contarlas.

Ausencia

Basta, para hacerse uno incomparable, no sentir el prurito de la compa¬


ración. Operar en otro campo. Esto en el amor es esencial. Nunca se tie¬
ne nada cuando se está pendiente de los demás (don Nicanor). Lo más
depurado que se puede tener en amor es la ausencia. Pero la ausencia
no es una realidad digna de atención cuando alguien nos deja de im¬
portar. Eso es la superación del amor, su muerte. La ausencia que tiene
que ver con el amor es la que se da cuando alguien nos importa, cuan¬
do deseamos su presencia, aun a sabiendas de que con su consecución
el amor cesaría.

169
La verdad y la mentira

Cuando me puse a investigar, contaba con la verdad, con encontrar la


verdad. Me iba, pues, muy mal a lo primero. Igual pasa, ahora lo veo,
con las personas. En la historia y en las historias hay que contar con la
mentira, la mentira que dicen los personajes, la mentira social, de moda
del tiempo, etc. Sólo así se entiende algo. ¿Cómo pueden existir perso¬
nas sin doblez? Es imposible.

23 de enero de 1973
Retiro con Eduardo

Las noticias pasadas de uno a otro como se las pasa la gente, sin inter¬
pretación personal, son cuerpos muertos, exactamente eso, cadáveres,
piedras.
* * *

La insensatez y la valentía. No es valiente el insensato, sino el que tiene


miedo, y aun a pesar de tenerlo, consciente del peligro, lo afronta.

Cuentos bien contados

En el fondo sólo existe una cosa: la arquitectura (que cada cual busca¬
mos por un camino) para apuntalar sobre ella una conversación que
nos satisfaga. Piensa lo que importa y significa la conversación en el
amor. En mi tiempo, y aún en los pueblos se dice «a Fulana la habla Fu¬
lano» para decir que es su novia. Todo esto remite a la búsqueda de in¬
terlocutor. Cuando no hay con quién hablar, se inventa. De ahí la leva¬
dura de todo lo literario: el coloquio. Deriva en amor porque sólo a
alguien que te escuche con pasión le puedes hablar bien. Hablar de
amores es, en el fondo, la única conversación digna.

Verdad,
ven a mis ojos y mira
que sólo vendo verdad,
largo de mi vera ya.
Si quieres comprar mentira
otra te despachará.

170
CUADERNO 7

Este cuaderno azul, de marca Velsant,


lleva escrito en la portada Cuaderno de todo n. ° 4,
pero sus notas son posteriores a las de otros cuadernos sin número;
es de suponer que Carmen Martín Gaite lo estrenara, para luego
dejarlo bastante tiempo sin tocar (las fechas apuntadas abarcan desde
octubre de 1972 hasta abril de 1974). Incluye varias reflexiones personales,
notas para Retahilas y otros proyectos literarios, como El cuarto de atrás
y Pesquisa personal (novela que luego se convertiría
en La Reina de las Nieves). Es de destacar también la práctica
de copiar apuntes viejos en el cuaderno en uso.
T odo me llama a lo culminante, a lo fugaz, me siento cresta de ola,
milagro.
Siempre lo que se echa de menos en definitiva es una sensación que
se viste de ropajes mágicos por el mero hecho de ser pasada, sin com¬
prender que precisamente las sensaciones actuales también se volverán
objeto de añoranza. Cuando se está en casa una tarde, por ejemplo, a la
entrada del otoño y se miran las nubes plomizas que anuncian las pri¬
meras lluvias, cuando asciende ese vago olor que -a despecho de la ci¬
vilización- consigue aún exhalar la tierra gritando su sed, el módulo de
nuestra tristeza suele estar en que evocamos el brillante hormigueo
de la hora de la merienda, las labores de aguja junto a una ventana a la
entrada de un cambio de estación sobre el cual se agolpaban los pro¬
yectos, y sin embargo esta tarde que podríamos convertir en dulce y
sosegada actividad semejante (pero ampliada en el sentido de que nues¬
tros proyectos -caso de que los fomentásemos y acariciásemos- respon¬
derían a exigencias más profundas) la estamos desatendiendo en sí, no
vivimos, en suma, dentro de ella. Y además es más rica porque contiene
la otra y la otra no contenía ésta.

Cuentos chinos. Verdad y mentira

La mentira en el amor sería, en cierta manera, mantener verdad esforza¬


damente, casar a contrapelo con la versión del principio lo que no tiene
más remedio que ir cambiando porque, fuera del terreno del logos, y
con la adición argumental de la convivencia, aquello simplemente ya no
existe, se acabó el cuento en el momento en que se deja de contar y sólo
cabe el recuerdo de lo bien contado que estaba. Y cuando estaba bien
contado es, sigue existiendo. Lo que no se le puede pedir es que incida
en la peripecia real.

173
Retahilas

Y aún hace unas noches, queriendo rescatar la esencia de mi primera


idea del amor, me he visto precisada a contrastar esa idea lejana, arrin¬
conada, con la que me sugieren los ligues de ahora, la letra de las can¬
ciones, los sábados que se sale a buscar esa aventura institucionalizada
que nunca viene. Y era un calvario el esfuerzo de andar el camino al re¬
vés, teniendo que derribar tantos escollos para alcanzar aquella visita
de la sensación antigua de mis atardeceres.
Bailes de provincia: el aliento varonil era un simple aire cálido, no
respondía en nuestra imaginación a glándulas, timideces, estrecheces
del frac; estábamos a mil millas de distancia de las necesidades de aque¬
llos hombres. De ahí venía la idealización del amor al escuchar el «re^
cuérdame» o similares, andábamos soñando cada uno por libre. No es
sólo que hubiera incomunicación sino que ni siquiera se sentía. Era una
ignorancia total, una plataforma de ilusión que nos acunaba suspendi¬
dos de un vacío.

31 de octubre de 1972

El velo pintado. La cazadora de Anita. Sucesivas frustraciones. El cuarto


de atrás coincidiendo con el cuarto donde durmió tantos años la Torcí.

8 de diciembre

Hoy he comprobado la tiranía del tiempo, si la dejas operar sobre ti, si


no opones resistencia: te puede llevar a la calle contra tu voluntad a
aburrirte por bares, a engrosar la muchedumbre de mozalbetes que tra¬
tan de sacarle un sabor de aventura a sus primeros pitillos, de la gente
solitaria -¡cuánta hay!- que trata de ligar frente a un escaparate, que
abarrota los bares, que se mete histéricamente en taxis discutidos a otro
peatón, te puede llevar a ese hastío que rechazas y que solamente desde
tu soledad seriamente asumida puedes combatir.
El tiempo que tengo ahora frente a mí (ésa ha sido la milagrosa
transformación) es material que yo moldeo, no vértigo que me aplasta
y lleva a mí. Es un tiempo redimido de su muerte por mí, habitado, tan
válido como ese otro que petrifico al añorarlo, tan fresco y de primera
mano como el de mis bordados con bastidor y mis poemas de adoles¬
cente. Mío, yo lo habito, yo bebo la soledad, la siento, pero se me da un
ardite de mis cuarenta y siete años recién cumplidos, esa amenaza es en-
telequia convencional, el tiempo vale por lo que haces con él. Si te es¬
capas de él, es mayor la herida, la terrible herida de los Dorian Gray.

174
Y es enfermedad con recaída.

* * #

La aparente variedad nada en contra de los esfuerzos de imaginación


para construir con lo limitado, en lo cerrado, a tientas y a oscuras, con
lo poco que de verdad se tiene, v.g. el tiempo, de raro dominio y tan
fácil por otra parte, basta decir: me quedo en ti, yo mando, rechazar la
relación neurótica de espantarlo a cada instante, todos esos instantes
empleados en espantarlo no los vives, deja de existir si lo usas para tu
servicio, no existe como ente sino como plataforma para tu vida: es esa
vida la que paga del deterioro que luego descubres.

La apología de la destrucción (conversación sobre Cioran con Gus¬


tavo). Hay creatividad en esa apología. He tenido que poner en fila las
palabras. Ésa es su contradicción. Y a pesar de ello invade, puede más
que las murallas de este reparo, lo vence.

Conservar, salvar de la quema. Quiero tejer de nuevo mis palabras,


mi paciencia, olvidar mi yo. El «yo» deja su marca en el mundo destru¬
yendo. No quiero invadir el mundo con el pus de mi yo, quiero ser luz
para los otros, olvidarme de mí como antes, ser arcaduz, puente, estar,
podar mi yo.

La palabra atento ha sufrido una curiosa desviación semántica, aten¬


to > fino, educado. Pero, a pesar de la convencionalidad con que puede
llegar a aplicarse, tiene un sentido. No perder detalle.

Los veranos son trágicos y aislados, no tienen continuación. En el


invierno recobras el hilo hacia atrás. Por eso atraen y fascinan, porque
no los apresas. El Escorial y tía Pura. LaTorci dijo: hay riesgo, son aven¬
tura, los niños se pueden morir en verano.

Parar mientes en lo milagroso-cotidiano: tirar de la palabra sin esfuer¬


zo, no siendo tartamudo.

Casa de Jubi, lunes 29 de enero de 1973, tarde

Tenías razón tú, era verdad aquello que decías que me enfadaba tanto,
me pasa lo que a ti, que entiendo los boleros y los fados y los libros de
amor de cuando era pequeña y te entiendo, «por fin también a ti, igual
que a ti me pasa».

175
2 de febrero

El amor hace vivir cosas de otro de una forma que jamás las ha vivido
él. Escenas interpretadas, superpuestas.

8 de marzo

Forma nueva de concebir una novela. Situación: Faro de Mera. «Hija, no


te eches a la mar que la mar está en fortuna, ay, mira que te va a llevar.
Que me lleve y me traiga / siete puntos de hondor.»
Es una situación literaria (cancioneros) traída nuevamente a mi con¬
sideración. Ahondar en el momento poético que me viene ahora al re¬
cuerdo y que abrió la posibilidad de toda la historia de amor, su prelu¬
dio. A la madre no hay que describirla pero sentirla de vez en cuando
resurgir con su propia infancia. Intemporal, es la madre gallega de los
cancioneros.

Para Retahilas

Es horrible eso que pasa en el cine cómico cuando se te empiezan a ir


de la mano todos los tarros y a caer todas la cosas y a resbalar. En esa
risa que dejamos allí en el patio de butacas están los clarines, la siem¬
bra de nuestras desazones posteriores.
Decíamos: «Hasta que muera la abuela no hace falta tomar nin¬
guna decisión». La abuela respaldaba, daba tranquilidad, quitaba res¬
ponsabilidades, acallaba la conciencia, «quién escribe a la abuela»,
aunque no fuera nadie, aunque sabíamos que era quitarse el mochue¬
lo y que ella ya no iba a dar —«hasta el día en que yo falte», cuántas ve¬
ces lo ha dicho, qué asegurada sentía su vida- una orden coherente.

2 de abril

El tiempo disecó aquello, lo puso fuera de celos. No sé por qué no me


produjo celos algunos ni sombra de ellos ese amor suyo por otra chica,
trascendido y ofrecido a mí como narración. «Esto no me lo puede con¬
tar, tropieza con mi simultaneidad.» Lo daba como tiempo pasado. Pero
era tiempo, tiempo suyo, la había amado hasta el punto de ofrecerme
ese amor, añadirlo al caudal del que creía sentir por mí, fijándolo para
configurar bajo su modelo la vereda.

176
Para Retahilas

Se dispara al futuro. Se va poniendo progresivamente nerviosa. «Es que


no sé lo que haré cuando se muera la abuela, tu padre dirá que...»
«Déjalo ahora. Esta casa es esta noche, la estamos habitando tú y yo
esta noche.»

El cuarto de atrás

Barcelona vista a través de mis intentos fallidos de asumirla.

* * *

No importa lo que te ha ido pasando sino lo que has ido pensando de


lo que te pasó, cómo lo has ido enfrentando, lo que te ha dejado, lo que
has aprendido con ello. Las cosas no son nada. Sólo cuenta su elabora¬
ción. De contar una cosa bien a contarla mal hay un abismo.

* * *

El comercio favorece la libertad de conciencia dado que no hay negocio


posible (y esto lo supo bien la Holanda del xvm) si se le pide a la gen¬
te su partida de bautismo.
El eterno conflicto entre la autoridad y la libertad está aún en pie en
lo que le dice Iturrioz a María Aracil. Hay una voluntad inerte de vivir
en común, de no ser oveja negra, de aceptar algo que valga para siem¬
pre, de obedecer a una autoridad. El «dime qué hago, dímelo tú, mán¬
dame» es siempre más apasionante, primitivo y directo que el pararse a
pensar en lo que se quiere hacer y sufrir por ello y romperse los cuernos
a solas para roturar el camino. Esto parece monótono, porque se ve vin¬
culado a disciplina, a paciencia, a rutina; en la otra actitud (mucho más
desembocadora a la postre en rutina) se ve como un fundirse cósmica¬
mente a una voluntad ajena, «depongo mi voluntad, haz de mí lo que
quieras, me anego en ti», obnubilados del amor, seres débiles y sateli-
tarios.

Sección «Mis secretos»

Meter distancia y tiempo entre un acontecimiento y el que podría con¬


siderarse como consecuencia suya y que generalmente no obedece sino
a una deliberación que solemos forzar imbuidos por la inercia que nos
obliga a buscarle continuación a los argumentos. Mirar sin extrañeza
que no la tengan y aceptar cada uno en su espontaneidad. Fomentar ese
tiempo que esteriliza y contradice la continuidad.

177
El tiempo puede matar o curar, según que se le quiera exprimir
o que no se le hostigue. Para llegar a no sentirle como un enemigo
hay que partir de un supuesto indispensable: habitarlo, estar de hoz y
coz en él y su daño se vuelve un daño amigo, una vacuna contra la men¬
tira, contra la traicionera saña con que hiere de improviso al que se ha
escapado de él, al que ha pretendido negarlo, renegar de su existencia.

¥ ¥ ¥

«No deseaba tanto la conversación como la meditación y la lectura soli¬


tarias; pero si iniciaba una conversación, la continuaba con placer. Le
gustaba trabajar de noche. Se preocupaba poco de la acción pasada; el
menor pensamiento presente lo retenía más que las grandes cosas leja¬
nas. De este modo escribía sin cesar cosas nuevas que dejaba inacaba¬
das; al día siguiente las olvidaba o no se esforzaba por volver a encon¬
trarlas» (Leibniz por Jean Baruzi, La pensée chrétienne).

17 de octubre

(Vino Marisa y le regaló a Marta el amuleto que llevaba al cuello Jardiel.)


Cuando estoy escribiendo, ordenando material, cuando me con¬
gracio con mi cubil, con mi piel, con mi luz sobre la mesa, con mi hora
del día y mi pulso; qué pérdida de tiempo tan horrible me parece la de¬
dicación de otros días a esta misma hora -la hora tonta de empezar a
beber un trago de whisky, como decía Jesús- a buscar una compañía
cualquiera o a acoger con alborozo la primera llamada telefónica que
suene, ¡qué inútil, qué fuera de sentido! Volver a estar en mí. Las con¬
versaciones con Eduardo me animan mucho. Es el único escritor de
verdad que me alienta y me acompaña.

Pasear por el parque

Digo: «Saldría a dar un paseo a ver si me entran ganas de escribir», pero


debo considerar que este simple copiar a mano notas viejas de otros
cuadernos con una letra clarita es como dar un paseo por una especie
de Quinta del Berro interior, volver a ver esos pavos reales vistos mil ve¬
ces en estados de ánimo distintos, que por eso apaciguan. Me creo muy
conocidos mis pensamientos pero los consumo en fogonazos momen¬
táneos, no los aprovecho para pasear por sus senderos, por las avenidas
que los estructuraron pacientemente. Con pequeñas alteraciones, repe¬
ticiones, acarreos de un material que se sacaba de la instantaneidad, del
dolor de aquel día, de un color especial que tenía el cielo, y apacigua pa-

178
sear por lo que ha quedado como residuo de aquellos días consumidos
si no se toma con morbo sino como cobijo valedero y aleccionador.

V •!< 4c

Malas pasadas del exhibicionismo. Por una parte les interesa estar mo¬
viéndose entre los demás para mostrarse. Pero por otra parte, de esos
otros ante los que se monta el propio espectáculo emana algo muy mo¬
lesto: indicios de vida y afanes de afirmación que interfieren los nues¬
tros. Sin ellos no se puede estar porque se vive para mostrarse y ser vis¬
to, pero se les odia porque no son ojo sin criterio, porque tienen la
osadía de hormiguear y pretender lo mismo que uno, porque desorien¬
tan. Cuando se les ve. No antes. Y a veces es tarde para saber ver. Y deso¬
rientan sólo en nombre del poco interés que se tiene por considerarlos
como seres humanos y el afán por forzarlos a ser espejo. Si no se les
buscara como espejo tal vez lo serían, se les conocería en su ser, y ese
conocimiento de su ser nos daría la medida y el contraste del nuestro.

Dorian Gray

El papel de la apariencia. Al fin Dorian Gray comprende que hay que


asumir el tiempo y aceptar su limitaciones. Raíces. El tema de la in¬
fluencia. El contraste de la influencia. El contraste de la huida de la pro¬
pia conciencia con la sensación de tenerla uno en ramillete encerrado y
de poder asomarse a ella cuando sea, es la que da la «maitresse de soi»
al protagonista. (Tiene que venir a ver el cuadro de vez en cuando o
pierde pie.) El terror de que descubran su secreto. Doble vida. Pero el
placer está en lo secreto, en lo solitario, en lo abisal. Un hombre «in¬
ventándose», moldeando y acariciando a espaldas de los otros sus sufri¬
mientos, sus ideas y sus placeres. El placer de lo secreto, de lo hurtado,
de lo disimulado, el placer de la mentira. Incluso cuando se quiere mu¬
cho a otro, pero siempre surge el «tengo un amigo que soy yo, a nadie
quiero tanto, nada me gusta más que estar solo». La fuerza en sí misma,
para los últimos auxilios el alma tiene que descender a su propia bode¬
ga, hacer un esfuerzo, levantar el candil y bajar a revisar el estado de esa
bodega, mal que le pese, por más que le tiemblen las piernas, otra fuer¬
za no encontrará. Y el engaño estremece de placer porque es lo que más
celado se tiene a los demás, lo primero que da un tufo conocido apenas
se traspone el umbral de esa bodega, el alma solitaria se autocomplace
en el engaño porque es lo más suyo, lo que menos comparte con na¬
die, en ese momento no piensa en que ha hecho víctimas con esa acti¬
tud, sino que le estimula engañar, que le da aliciente a su vida y fuerzas.
Narcisismo. Enseña el alma un modo de funcionar por sí misma, el que
manda, el que es dueño de sí mismo, aun cuando sea a través del mal.

179
La voluntad

Disociación entre los propósitos y el ello. La voluntad ¿en qué resi¬


de? Dice Olga que lo grave no es perder las neuronas sino las conexio¬
nes neuronales. Es como decidir estudiar física, seguirlo diciendo una
vez y otra vez, reconocerlo empeñadamente y sumirse en la consterna¬
ción de comprobar que una fuerza extraña a ti, maléfica, te empuja a la
repostería, a algo que te es indiferente, y todo el día allí con el meren¬
gue y las guinditas. Porque lo malo es que esto ni siquiera responde al
ello, sino a una pérdida de la coherencia, pasa como en lo sueños. ¿Y
por qué angustia tanto en los sueños, que lo rechazamos, que nos des¬
pertamos de la pesadilla chillando y lo aceptamos, en cambio, en la vida
real?

Retahilas
G. Cinco

(Armaduras de las familias. Puede acabar con consideraciones sobre lo


pseudo hippie que enlazan con G. Seis. Ruina.)
«Qué guapa estás cuando hablas, cómo embelleces, es que tú has na¬
cido para hablar, es tu luz.»
«Tú hablas de las cosas pasadas y no sé, no es como si hablaras de
la guerra de las Galias. No las petrificas.» (P. a su hija oT. a los suyos les
hablan de sus experiencias desde una orilla que las hace inalcanzables,
que separa lo que les ha pasado a otro contexto. Los malos escritores de
historia hacen igual: no te la traen a los ojos.)
«Me parecen los dedos de Ester. Tiende uno a lo maternal. Yo me tan-
gaba. Nos hacen machotes. No quería más que dar, acoger.»
Ester víctima de su familia. Pero la familia ¿por qué sustituirla? Las
separaciones y divorcios.

E. Seis

(Envejecer... al salir de la peluquería. Futuro de la casa. Enlazar el tema


de la ruina con el de la ruina de unos determinados supuestos que de¬
jan de valer como «chepita en alto»*.)
«... empecé a notar mi aburrimiento al salir de la peluquería, cami¬
no de algún sitio, subiendo en los ascensores, éstos eran los tramos más
en blanco, más fatales.»

Referencia a un juego infantil en el que la frase «chepita en alto» funcionaba como elemen¬
to de salvación. La autora y su entorno familiar trasladaron la frase a las circunstancias gene¬
rales de la vida. (Nota de Ana Martín Caite.)

180
(Cf. objetos. Muerte. Películas de risa cuando se te caen los tarros,
dejar de llevar las riendas.)
Dijo mi amigo que todos nos queremos apuntar a todo y que Sartre
era ya como Pemán. Me gustaba ver a aquellas chicas en lo alto de sus
«portores» enarbolando las pancartas de «prohibido prohibir» (mirar los
recortes del mayo francés porque los tengo) y al mismo tiempo, en el
malestar último que me producían, en mi urgente deseo de mimetizar-
me, de ir hacia ellos, reconocía mi vieja inseguridad personal. Se han
roto los barrotes que me separaban del espectáculo.
«Me da miedo poner una fecha», pensé aquella mañana. Son tantas las
veces que últimamente he dicho «de hoy no pasa» y me he sentado a escri¬
bir. La fecha es algo horrible, quién le va a decir a uno en lo que se con¬
vierte una lecha escrita, venga a volar tiempo encima y a hacerla de piedra.
Ni en cartas ni en nada se debiera poner. Y sin embargo ya había escrito la
fecha 22 de agosto de 1968 y me parecía pueril tacharla, así que me que¬
dé mirándola estúpidamente, mucho rato, pero todas las cosas que me ha¬
bían asaltado durante el sueño se me fueron congelando, esfumando.

Futuro de la casa

Comuna. Pereza de poner el agua caliente. Discusión entre la anarquía


y la comodidad. Para ser hippie de vida entre flores lo más importante
es no tener mala leche y las cuestiones prácticas te amargan mucho
(Juan Soto y su pensión).
Familia corta. Cuando uno se vaya a morir dirá: tantas horas gasta¬
das ¿en qué? Si la abuela ahora tuviera su lucidez y mirara estos muros
y pasara revista a lo que han albergado comprendería la serie de horas
muertas, gastar el día, matar el tiempo, decían «ya hemos comido gra¬
cias a Dios» y a recoger, paz podre, aparente compostura.

(Apuntes de El Boalo, 16 de julio de 1970) (Cf. la última línea de la pá¬


gina siguiente)

Esta habitación ha albergado sobre todo discusiones prolijas y sin cuento


ni sentido. Están inscritas en las paredes como cicatrices, integran su co¬
lor y su espesor, forman parte de su erosión. Tu padre a veces me miraba
implorante, desesperado, o yo a él. Con aquellas miradas a través de la
mesa queríamos ayudamos mutuamente a contrarrestar la injusticia de
que se gastaran tantas energías en cuestiones incomprensibles. Pero sobre
todo inútiles porque trascendía del tono exasperado, repetitivo que las ca¬
racterizaba la evidencia de que a nadie estaban enseñando nada. Eso lo
veíamos muy claro, no era como las clases de matemáticas, que a ningu¬
no de los dos nos gustaban las matemáticas pero aunque en los ojos del

181
profesor pudiera verse desgana algunos días ante nuestra distracción, no
por eso aquello se sentía como un discurso vicioso, condenado a su puro
producirse, no era un anillo circular, si nosotros hubiéramos querido bus¬
carle salida, la tenía. Y cualquier discusión, por tonta que fuera, de las que
teníamos nosotros no se parecía nada a aquellas de las comidas; solíamos
discutir en el pajar con Juana o con el hijo del francés y nos costaba tra¬
bajo enfrentar nuestras opiniones con las suyas; pero había una intención
de explicar algo, de convencer de algo, y cuando nos dábamos por venci¬
dos, cuando alguno decía, porque el otro se ponía pesado, «déjame en
paz», era que de verdad no se quería hablar ya más de aquello, de lo que
fuera, que se quería uno ir a la huerta o a su cuarto o a donde fuera y des¬
hacer el grupo y enfadarse era enfadarse, o sea quitarse de delante, irse. El
que decía «déjame en paz» era de verdad, pedía libertad y descanso para
ocupar su mente en otra cosa. Pero las personas mayores que no dejaban
de decir déjame en paz, sobre todo la abuela y la tía Aguedita, lo decían
con voz de quererse quedar en guerra encastilladas y amargadas para
toda la tarde o hasta que surgiera otro pretexto de monserga. Bastaba ver¬
les la cara durante aquellas pausas cargadas de desafío y que resultaban
aún más intolerables que las voces. Yo a las voces me llegué a habituar
porque como ya sabía de sobra que no tenían más sentido que el de un
mido de viento fuerte en los árboles, pues nada, como si hiciera viento o
ladraran perros, pero cuando se callaban se sabía que iban a volver a em¬
pezar y ya quien descansaba, se estaba sobre ascuas mirando aquellos ros¬
tros como martirizados, no podías pensar en otra cosa más que en cuán¬
do iban a volver a empezar, y cuando hablaban sí se podía pensar en otra
cosa o hasta hablar Germán y yo en el seno de la algarabía misma. Me
preguntarás que de qué discutían tanto y no te lo sabría decir, el motivo
podía ser un comentario sobre la guerra, sobre el carácter de cualquier co¬
nocido, una alteración del horario, una disidencia de criterio sobre si la
comida sabía bien o mal, sobre si hacía demasiado calor o no, una opi¬
nión sobre una noticia del periódico local que subía el recadero por las
tardes y para acaparar cuya lectura se turnaban ávidamente la abuela, la
tía Agueda y papá. Entre los tres andaba siempre la cosa. Tener dos sue¬
gras. A mamá la metían de rechazo. A veces entraba por aburrimiento o
tal vez porque entendería algo de aquella trama absurda y se creería con
arrestos para deshacer los nudos que continuamente se formaban. A na¬
die más que a ella se le adivinaba esa buena voluntad. También nosotros
la empezamos a tener de mayores pero mezclada de agresividad y de de¬
masiada carga crítica. Yo ya intervenía más con rencor. Es lo malo, siem¬
pre pasa así. Desde dentro no puedes arreglar las cosas porque estás me¬
tido en su veneno y lo padeces y te ciega y desde friera la serenidad con
que se opina irrita a los que te ven distante de su infierno porque ellos no
quieren gente liberada sino arrastrar a los demás al propio lío. Mamá de¬
cía «no les hagáis caso», si soplaba muy fuerte la racha.

182
(Continúa en hojas sueltas del cuaderno grande rayado.)

# * y

El viaje a Palencia me sirvió para contarlo: imagen de madre progre que


se va con sus dos niñas a donde ellas quieren. Era continuar todavía la
estela de mi personaje protector —imaginativo— abierto que había raya¬
do a las más altas cumbres de calidad en Valdelagrana. Me acuerdo de
la noche en que se lo conté a Raúl. Si él decía entonces eres estupenda,
yo me sabía protagonista y destinataria total de ese piropo a través de
una serie de realizaciones inteligentes, era una coquetería como otra
cualquiera. Pero no contaba mi enfado en Palencia, aquel conato de
grieta al verme excluida de las conversaciones de ellas y ahora ya no es
tan simple ni mucho menos.

9 de noviembre
En el microbús a Ventas

Egoísmo que me afecten estos problemas del envejecimiento de mis padres.


Pensar que no voy a arreglar nada de los demás pero que soy libre
como lo es poca gente de la que conozco. No puedo tolerar que la rui¬
na ajena eche sus escombros sobre mí y me destruya y afecte como a
Anita. No porque sea ni me sienta joven sino porque soy y me siento li¬
bre y esa libertad la he pagado muy cara. Es la única contribución que
puedo ofrecer al mundo.
Debo aprovechar cuando dejo a los demás, cuando dejan de zum¬
barme sus palabras y conflictos, la posición personal privilegiada de li¬
bertad en que me muevo, sin dejar de tener ataduras. Y ponerme a es¬
cribir desde eso, como si nada. II n’y a pas d’autre.

Para Retahilas

La palabra frente a la muerte, contrapeso de la muerte. (Cf. Anita esta


mañana, 28 de noviembre de 1973, hablándome del Sr. Pedroso cómo
embellecía, y lo envejecida que está -y yo lo mismo- cuando ya no en¬
cuentra en torno temas que le hagan vibrar la palabra.)
GERMÁN: «Dejaremos de hablar y morirá la abuela».
Hablar como un libro, es una expresión popular donde está inclui¬
do precisamente el asombro de constatar que se puede llegar a hablar
como se escribe, lo cual parece mucho más difícil y meritorio. Los jóve¬
nes dicen que hablar es insincero, que no sirve y se apasionan con pa¬
labras, explicándolo. Se les calienta la boca cargándose de palabras.
La muerte, al reaparecer, no solamente interrumpe ese conato de

183
erotismo que empezaba a producirse sino que vuelve a poner sobre el
tapete el logos-práctico, los problemas, apartados mediante esa realidad
que se ha producido y ha resplandecido como tal: el logos-gratuidad.
La casa empieza a ser problema tras esa despedida de su ser no-
práctico.
GERMÁN: tiene que hacer hincapié en que, al día siguiente, todo
será distinto. «No hablemos ahora», le dice, «del porvenir de esta casa.»
Hay implícitas tres posibilidades: 1) Juana, 2) venderla, 3) comuna.
Ninguna tiene que ver con el homenaje que le dedicamos ahora, con el
adiós a la abuela. Es una ceremonia, no te distraigas. Una misa... «lue¬
go compraré pasteles». ¡No!
Hay que estar en lo que se celebra, en las celebraciones. Por eso las
ceremonias se están volviendo vacías, se ha perdido el gusto por ellas.
(Contar la misa cantada de Oca.)
A partir de la catástrofe se empieza a registrar, no a revivir. Se lleva
ya espíritu de pesquisa, y querrías, a esa luz (llegas a querer), encena¬
gado todo, no salvar ni siquiera lo que es obvio que resplandece y res¬
plandecerá siempre con luz propia.

Viejo retal:

...y mientras que nos dure esa certeza que sólo da el amor, por muy
gran desarraigo que azote a esa persona, por mucho que la sientan los
demás perdida en laberintos, nuestro velar por ella la mantiene en iden¬
tidad, en vida, aun cuando ella misma llegase a ignorarlo; ése es el ta¬
lismán contra su total descomposición. Solamente nos perdemos del
todo cuando ya nadie queda que guarde nuestra imagen; por eso duele
volver a encontrar a un amigo que se ha desentendido de ti, porque no¬
tas que al amputarse la relación te quitan un puntal más, una serie de
referencias que te conciernen y que él ha tirado por inservibles a la ba¬
sura; células muertas de un tejido cada día más difícil de revitalizar. Til
padre tiene a Harry todavía; tiene a Harry y a Juana que yo sepa, un sa¬
bio y una bruja de función tan dispar y tan complementaria no son ma¬
los guardianes de memoria, otros andamos peor apuntalados.

23 de marzo de 1974, domingo

Hay a veces como un rechazo de todo el cuerpo ante la medicina de los


libros. A lo largo de toda la tarde de ayer sábado lo sentí. Me empeñaba
en buscar una y otra vez en el listín nombres cuya historia, recuerdo y ca¬
lidad, en alguna medida, defantómes añadían mayor desasosiego a mi si¬
tuación neurótica de encierro, nada de lo que me figuraba que podía ha-

184
cer o buscar en la calle me atraía y, aun así, me emperraba en darle vuel¬
tas e imaginar ese sucedáneo de dicha fuera de las paredes de mi cuarto.
Pasé cuatro o cinco horas aguantando a pie quieto como un endemonia¬
do, sola, porque Marta no estaba. Las mañanas de domingo si te des¬
piertas pronto y te pones al hilo -estoy con lo del Ateneo- son en cambio
hospitalarias, esperanzadoras. Yo de chica en Salamanca le encontraba
este mismo incentivo a la noche; era decir «es de noche, la gente duerme
y yo velo». Ahora pienso que la gente duerme en esta mañana silenciosa
y nublada, mientras yo trabajo, que a cualquier teléfono que llamara me
contestarían voces soñolientas y eso me anima y me levanta.

28 de abril
Palazuelo empalme

Veo un guardia civil, montado en el tren que va a Salamanca, a través de


la lluvia, a través de las vidrieras de este bar adonde Anita me ha traído,
después de recoger yo la segunda tanda de flores moradas y de brindar
por los ochenta y ocho años de papá con Victoriano. ¡Ya se va el tren!
V. V. me llamó la atención, antes de proponer lo del brindis por su mujer
-peinada de peluquería- porque esta visión me había hecho pensar en la
posible incorporación a Pesquisa personal de este tramo de vida cotidia¬
na que supone el menester de ir las mujeres a peluquerías. He pensado
que el personaje de P. P. podría en un momento determinado, al estar es¬
perando la vuelta de la peluquería de su mujer, revivir de pronto este vis¬
lumbre que había tenido -a través de sueños o como sea- de esta mara¬
villa de un pelo «lleno de hebras y de hierba» despeinado al viento.
La mujer, al volver de la peluquería, pone cara y sonrisa de pelu¬
quería, de mujer objeto condicionada por este adorno. Realzar su de¬
cepción, su aburrimiento al verse condenado, como única opción, a es¬
perar la noche dado que ni siquiera para empujarla a un sembrado tiene
ya arrestos, cosa que, aunque falaz, habría sido excitante. Describir la
trayectoria amañada de su conato, de enderezar toda una conversación
interesante -para no darse por vencido- pero con interlocutor inexis¬
tente, hasta la llegada de la noche.
Por otra parte el protagonista de P. P. se va dando cuenta -a través
de las falaces evidencias- que él es feminista, y protege a la mujer, lo
cual es aún más despistante, porque padece la tiranía a que esta misma
mujer le somete y piensa: «¿Aquella otra de los sueños qué me decía, en
qué consistía la diferencia?». Efectivamente, ha contribuido a que el
niño se duerma, a que sea feliz la mujer, pero ambos están empobre¬
ciendo sus respectivas neuronas pagando tributo a una sociedad que los
va anestesiando, englutiendo. Droga = anestesia. Quien la toma es por¬
que no se atreve a soñar con posturas extremas ni a inventar nada.

185
Leyendo Alicia a través del espejo pienso que puedo meter en Pes¬
quisa personal algo de El libro de la fiebre, por ejemplo cuando me en¬
contré a la abuela en el jardín botánico, algo de aquello en que según
escribía, caminaba o cambiaba de casilla (el papel era la representación
y me metía en el circo donde yo lo era todo). Anita me ha dicho que la
noche pasada en Jarandilla he estado hablando en alto sin parar. Soña¬
ba que Marta se me perdía en una estación donde estaban también los
niños de Moreno Galván, y yo por un laberinto de escolares y excur¬
sionistas sin encontrarla. Luego, ya con los ojos abiertos, veía los cuer¬
vos metiéndose y saliendo por la ranura de una almena y yo pensaba
que aquellos cuervos eran -son- las obsesiones que tan pronto se pose¬
sionan de nuestras visceras y nos obnubilan desde dentro la visión del
mundo.

Notas sobre el ambiente

No soportan los practicantes de esta nueva religión de nuestros días -la


búsqueda de ambiente- descubrir en los demás un frenesí parecido. El
frenesí personal no tiene más sentido que el ser exponente de una acti¬
tud que se considera límite. La afirmación de este estado mediante una
especie de consenso admirativo venido del exterior sería lo único que
gratificaría al individuo y no en manera ninguna el ver repetida su mue¬
ca en espejos que instantáneamente se le hacen hostiles. Sitio era yo
quien lo buscaba; ojos que me mirasen tenían que ser los tuyos. Nadie
mira y todos esperan ser mirados.

186
No J*c¿i (o/ ¿y\ ¿L¿h'¿¿¿Ai
úLt ¿y) ht /'¡\UJLU¿L MlU¿2a¿>'U_ ¿U ruxJ4,
yfyrtr¿ qU¿L¿í -/¿i k¿íJíju-^da. ¿fe 1
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u^v-tX fe'3 ~~i~^A^~iP>, ^ /^¿t^LL¿. fjAíAtg^
I 'ftvctos espese a*. Sen. to*\a.doS. i-
CUADERNO 8

Este capítulo recoge las notas encontradas en dos libretas


de la misma época (1973-1974), en las que
se van enhebrando destellos de «geografía narrativa»,
notas de lecturas, fragmentos para Retahilas
y los primeros apuntes para El cuarto de atrás.
4 de abril de 1973

S e fue E. y me regaló este cuademito. Luego estuve con Jubi en Dic-


kens (after manger) y era la presentación en EPESA de Groovy (an¬
tes Galerías Preciados). Cenamos en Virgo con Marta y Pablo.

5 de abril

Esperando a Marta en un banco del barrio de su academia. Ha pasado


una señora fina con adorno doradito en el tacón. Los objetos pasan la
factura. Al llegar a casa sentía agobio y el primer sofoco inútil de la pri¬
mavera. Me he metido en ella, en su cuerpo. ¿Transferencia? Bueno. El
año pasado probablemente vería a todo el mundo con cara de feliz.
Importan mis frutos, mi resultado como persona, no mi alma que es
estática, que caso de trascenderse hacia los demás se devora a sí mis¬
ma: es in-trascendente. Dar a los demás es reflejar, dejar pasar a través
de uno, fluido, beneficioso. No siempre cabe ni es posible elegir los
destinatarios de esos beneficios. Resultan ser otros de los que se cal¬
culaban. Interferencias. Cabeza clara. No vamos a hacer como papá
cuando le pusieron aquella conferencia de Salamanca. Estar siempre
prontos a lo inesperado es el mayor síntoma de juventud. No calcular
ni prever de antemano sino al salto. Esta técnica de al salto no se va a
aplicar sólo a las escapadas, a un aprontamiento defensivo con respec¬
to al propio cuerpo. Tiene que ser otra cosa.

6-7 de abril

Insomnio. Releyendo El balneario. Cuando ve a la gente paseando por


la galería del manantial y no puede entrar en su juego.
Revivir para El cuarto de atrás el momento de ebullición de mis ver¬
sos, aquel invierno en Valladolid, mis luchas a solas y a ciegas, recha-

191
zando la burguesía y a la par dándome pereza salir al raso. Repasar mis
versos «¿Era por aquí? / ¿O he perdido el camino?», etc.
«Quizá sólo consistía en girar y girar, en dejarse ir sobre las baldo¬
sas... con los mismos pasos que ellos daban, sin perder el compás, el rit¬
mo de todos. Tal vez cuando se acabasen las vueltas habría pasado mu¬
cho tiempo y ya todos me conocerían»... (Es muy curioso: ahora siento
ese tipo de fascinación en Virgo y locales así.)
El cuarto de atrás debe ir muy ceñido con muy poca adjetivación ni
artificio. Argumento y simplicidad.
Campana por gaita. Meter frases como ésta en el relato.

8 de abril

De algún tiempo a esta parte ya no es pecado hablar de los propios sen¬


timientos. Menos politización. Más sinceridad. En 1965 si alguien leía
a Lord Byron y a tiempo se estaba quemando un bonzo, se sentía el lec¬
tor en la obligación de pedir perdón. Ahora hay una ola de problemas
personales y nadie se avergüenza.

* * *

La expresión va vinculada al rostro, como una emanación del mismo.


Rosalía de Castro: «Teño medo d’unha cousa qu’existe e non se ve».
Meterse en la boca del lobo pero con la luz encendida: el amor está
por reinventar.
¿De qué ser reina? Mística del superhombre. Difícil humanidad.
Atenerse a los límites, a las raíces. No crecer, no hacerse adultos. Coger
el cielo con las manos.

Para El cuarto de atrás

Y el aire que me entraba allí en la plaza dando vueltas en la bicicleta.

Retahilas

Fíjate si no en esos momentos en que se dicen palabras dos amantes en el


cine cuando ronda una guerra, un peligro cualquiera, que les parece que no
existe el miedo, el tiempo ni el tedio jamás ni nada, la forma de mirarse tan
eterna, ni el sexo por supuesto, si a ésos les dijeran «pongamos una casa
con nuestras comodidades, salvémonos de todo lo que oprime», dirían que
sí pero todo lo harían partiendo de ese momento, para sublimarlo.

192
A veces la primavera se atraganta, produce bascas. Por tratarse de un
fenómeno meteorológico -surgido de los dedos de Dios- le buscamos
más pies al gato que si se tratara de efectos de whisky.

Dibujo de la montaña de El Boalo: ¿por qué lo que ves en ella no te


libera de esa referencia continua al tiempo?

Hacer solitarios con trampa en las conclusiones de los pensamien¬


tos a solas.

Objetos que te devuelven lo que pusiste en ellos al mirarlos.

Ratones infantiles. Primeros embates contra la realidad. Decepcio¬


nes y fallos de organización.

29 de julio (noche)
En el Gijón esperando a Yahni

Estos días en El Boalo han sido como un purgatorio necesario para va¬
lorar Madrid y el verano. También al verano se le puede sacar jugo, ¿por
qué no? Esté donde esté yo puedo ser «hacedora de paz» como dijo
J. esta mañana. No dejarse alcanzar por el infierno de los otros. Pie quie¬
to. Soy necesaria. Llevo el cencerrito de plata en el cuello. Pablo y la Tor¬
cí me quieren y les sirvo. F. Arrojo me ha escrito que yo le quito los hlues
a cualquiera. Es todo quedarse quieta, no agitarse, estar en-sí, si me es-

193
toy quieta sirvo, si me agito no sirvo a nadie. Esto siempre lo he visto
claro. Lo malo es que ahora a pesar de verlo claro, a veces no lo puedo
cumplir. El origen de las neurosis es pensar en qué harán los demás, en
si se divertirán o no: ahí se inicia el infierno. Eso es lo que desquicia. Yo
antes sabía dejar raíces en cada momento, hacerlos todos esenciales. ¿Y
por qué no volver a eso? ¿No he visto cómo mi conversación con
F. Arrojo fue eterna, no irrelevante para él? ¿Y por qué me va a impor¬
tar la continuidad de una historia de amor más que ese dejar huella a
cada instante? Este verano me ha parecido (tan ofuscada estaba) que lo
que antes había sido mi riqueza -esa capacidad para dejar sin ánimo de
recompensa algo mío en los demás- no era bastante, no era incluso
nada. Es mentira. Debo pensar en quien no puede dar o no sabe, debo
volver a agradecer mi suerte, le estaba empezando a hacer ascos al des¬
tino, soy una desagradecida, por ese camino sólo muecas feas me pue¬
den devolver.

20 de julio
El Exágono en attendant Jubi. Morning

En verano se intensifica el deseo de apoyarse en otros; es tiempo que


dispara hacia los proyectos, es una ola de dispersión, una enfermedad
que se pasa mal a solas y por otra parte la compañía de los otros no es
firme, porque nadie hay estable, todos han hecho lo que han hecho por
decisión casual.

El Boato, 23 de julio

Pensar en que a mí me ha divertido ser «excepción» y he dado pábulo a


cierto tipo de relaciones difíciles (con R. p. ej.) para brillar, yo como ser
que hace lo que otro no haría.

26 de jidio

Para Retahilas

El primer amor en el matrimonio ¡qué miedo a ser vista como esposa!


y lo hablábamos, pero ésa era la anestesia contra la ruina que se infil¬
traba, yo no las tenía todas conmigo. La primera riña. Un miedo com¬
pulsivo a comparar. No me dejaba vivir. Componía la figura.

194
6 de agosto. En el tren

Un poco más allá de S. Pedro de las Henurias vi salir un ciervo y per¬


derse en la espesura. Iba yo pensando en los lugares madre en Galicia,
en mi vuelta a Salamanca, en la recuperación de los lugares perdidos.
Han estado en la estación Eduardo, Pablo y Rafael. Voy pensando en las
cartas que voy a escribirles a todos.
Lo sagrado y lo profano. ¿Por qué lo cósmico puede también dar
miedo, rechazar? Cf. mi cuarto azul. Las raíces son, por otra parte, la
muerte. Pero debo recordar mi sueño del Boalo. «Entre mi silla y mi
mesa no tiene por qué instalarse el infierno.»
«Se sale de la educación profana para enlazar con un tiempo inmó¬
vil, con la Eternidad.» (Eso justamente —según leo esto— me acaba de pa¬
sar a mí a las orillas del Miño, desde Piñor a Guilarrey.)

20 de agosto. Vigo

Hacer creer que es verdadera una novela depende del talento del nove¬
lista. «Te lo crees», pasa igual que con las palabras de amor. Pretensión
de verdad, exigencia de credibilidad.
¿Cuál es la virtud de la literatura de ficción para que pueda intere¬
sar de forma apasionante? Interés por el destino. Curiosidad. ¿Qué le
pasó a Fulano? ¿Qué fue de él? Yo creo que es porque te asomas, por¬
que a la gente que conoces no te puedes asomar. Compensa las lagu¬
nas que tenemos en el terreno de la realidad. Hay abierto un interés
siempre hacia los demás pero no sabemos nada o nos mienten o están
los trozos sueltos. Se ve desde varios ángulos. Destino ya cumplido: la
historia. La novela: va pasando. La operación configurativa es la fijación
de las imágenes mediante la palabra.

23 de agosto

Pazo de Aldán. Búsqueda de sensaciones. Viajar para tener instantáneas.


Hay ciertos viajes que exigen participación porque entras en las casas, en
las vidas de las gentes y eso sustituye con creces a la vivencia emocio¬
nal, te convierte en espectador-participante, te vincula con el tiempo,
con la historia, con la tradición. Los periplos hippies buscan el de¬
sarraigo.

25 de agosto

De niña me dieron de regalo un cuaderno verde (terciopelo). Haz un


diario. Lo tenía todo en la cabeza y lo decidía continuamente pero no

195
me atrevía. Era demasiado bonito. Esto coincidía con el verano. Los lap¬
sos del verano. Lo que ha sido éste para mí: recobrar la memoria, sa¬
nearla.
La Torcí lo dijo al principio del verano, aquella tarde en la terraza de
Doctor Esquerdo, que los veranos tienen algo en su misma inestable fu¬
gacidad que no tienen los inviernos: ese deseo de apresar todo lo que
ves y que te queme como una llama. Y yo ayer lo pensé mirando la pues¬
ta de sol desde el puerto de La Guardia. Que no se acabe nunca el mes
de agosto, me daba miedo, sentí vértigo.
En el fondo, la lucha más trágica, como de personajes de auto sa¬
cramental, es la del recuerdo contra el olvido (cf. tumbas: «Tus padres
no te olvidan», canciones donde se pide «no me enseñes a olvidar» o
aquel miedo a perder, con la tierra, la memoria, «ojos que no ven cora¬
zón que no siente» y lo que contó B. «está aún caliente la tumba» como
excusa para no vender la tierra de los mayores).

26 de agosto

(Acompañando a J. G. para su inyección.) La Estrada. Peón de brega y


sobre todo maestro de lidia. Lo importante en la vida es saber el sitio
del ruedo donde debes estar a cada instante -yo cada vez lo voy sa¬
biendo mejor en vista de la indecisión de los demás- y adherirse apa¬
sionadamente al menester de ocupar ese sitio ya que es el tuyo de ese
momento, así se teje sin grandes entorpecimientos (al menos por tu par¬
te) la urdimbre de la convivencia. (Pero yo tal vez tendría que hablar me¬
nos, que descubrir menos mi juego, llevar secretas estas anotaciones,
dar, irradiar pero sin que se vea la trastienda. Eso me haría escribir más.
Lo necesito.)
Ayer tumbados en el prado, aquello era tiempo estático, curativo,
muy rayano con la eternidad, no necesitaba explicarle a nadie aquel
beneficio, si remansaba en mí y me volvía superior. Algún día escribi¬
ré sobre esto: la falsa seguridad que da la posición social, brillo, dine¬
ro, y más aún en los que mariposean en torno de ese brillo envidián¬
dolo, es un mundo absurdo, vacío. Reenganchan aparentemente con
una tradición pero es en forma inerte. Manejan mucho la palabra hor¬
tera y tienden a crear apasionadamente otra élite, a pelear por unas
apariencias cuyo contenido ya superado no huele ni les intriga.

27 de agosto

Si al acabar una novela tuviéramos que exigirle colofón «en nosotros»


sería absurdo. Lloramos si termina mal pero punto final. No esperamos
otra cosa. Tomar los episodios de la vida como novelescos es la gran sa-

196
biduría, creérselos pero darlos por cancelados en su duración, sin exi¬
girles eternidad.

En el tren. 29 noche

Para Retahilas

Fíjate la cantidad de encuentros falsamente románticos adecuados so¬


bre modelos de evasión barata que se empeñan en ser amor eterno. Y tú
y yo estamos «ligando» de verdad, si esto no es ligar ya me dirás lo que
es, arrastrados por el logos que nos une. Y esas otras relaciones sólo asu¬
men sus resultados conflictivos pero sin contenido que los sustente. Dos
personas se encuentran en un tren, pongo por caso, y como quien más
quien menos ha leído desde El tren expreso de Campoamor, hasta La
modificación de Butor pasando por Stazione Termini porque es una re¬
tórica que trae cola, pues piensa sin darse cuenta, además, ¿y por qué
no aprovechar este viaje tan largo para ponerle ojos de seductor a esta
señora? Pero la cuestión está en lo que se hable, en que se críe ambien¬
te o no. Lo malo es seguir la inercia esa en encuentros sucesivos.

31 de agosto

(Yendo hacia la cita con M. d’Ors para corregir las pruebas de La bús¬
queda de interlocutor.)
Las esfinges sin secreto. Lo fían todo al gesto, el vestido. Pero hay
una serie de connotaciones estándar que contradicen esa pretendida ex-
cepcionalidad o misterio del gesto. No hay secreto, no hay nada escon¬
dido ni lejano, todo es accesible. Religión barata, adquirible mediante
compra, sin esfuerzo.

1 de septiembre

Me parece una victoria no haber ido a casa de Marisa, me convocaba la


imagen de una piscina, pero la rechacé. Era inercia. Tengo que trabajar,
leer, centrarme, recobrar el equilibrio de mis pasos. Ayer pude dar un
paseo solitario por la tarde a la Quinta del Berro y gozar de él, comer¬
me unas uvas en soledad y en paz, siempre puedo hacer cosas como
ésta. Pensar que siempre puedo y siempre me darán fruto.
Cuando venga Marta esta noche la miraré a los ojos, veré si ha acre¬
centado aquel nodulo de fortaleza que anidaba en ella. Hablaré con
ella, nadie tiene tanta pasión por hablar como ella. Quiero estar bien
yo, darle alientos con mi equilibrio.

197
Viernes, septiembre

Oyendo a los Beatles. Punta extrema. Es como ir viendo cómo se va el


andén de lo puramente intrascendente. Notar que todo está cargado de
dolor. Ya nunca puedo ver los rostros de los niños inocentes, felices,
confiados. Comprendo que se dirigen hacia el dolor y que todos hemos
contribuido a ello. Estamos todos ya en el mismo saco de dolor.

6 de octubre

La gente que explica tanto su vida -con aspavientos y alharacas- nece¬


sita de ese armazón. Es como las malas novelas exhaustivamente des¬
criptivas pero que no ves la habitación.

El cuarto de atrás

Cuando hablas con pasión o amor siempre echas mano de materiales


olvidados, almacenados en el cuarto de atrás. No llega a ser el amor ni
siquiera un proyecto en común sino un acicate para volver a ese terreno
encantado de la infancia (entorno del amor pasado). Esto lo apunto el
6 de octubre viniendo con Chani en el 2 por O’Donnell.

8 de octubre (en Salvat)

A propósito de H. James: la pasión de la curiosidad se sacia mucho más


en las novelas que en la vida. Siguiendo el proceso psicológico de un
personaje de ficción nos asomamos a mucho más de lo que las perso¬
nas conocidas nos permiten.
Luis Martín Santos fue el primer ser humano que me despertó la pa¬
sión novelesca. Recuerdo con qué ardor ingresé en los pocos resquicios
de su vida a que me pude asomar.
Casi todos los cuentos buenos que pudieran escribirse en el mundo
deberían llevar implícita esta transferencia mágica de un personaje no
presente, encomendado o presentado a la atención o a la curiosidad de
otro para que su vacante y ávida parcela de capacidad narrativa reviva
mediante ese cebo.

198
Abril de 1974
En lisant Pío Baroja

Solamente desde la nada se puede amar con amor intenso y entregarse


a ese sentimiento, quemarse disparatadamente en él; en cuanto se espe¬
ra algo, hay alguna ilusión o proyecto previo, el amor no nace ni invade
así ni transfigura.

4 de julio

En el Ateneo en tiempos (aquellas mañanas de verano, de lectura ago¬


biante, de ventiladores) no tenía más estímulos que ahora, tenía sólo un
mayor acorde interior. Pensar que aquel tiempo -imaginario- forma
parte del bagaje que añoro y que volver a ponerse en él es simplemente
quererlo.
Lo importante del amor es reflexionar sobre él. Como estado en sí
(que no se trasciende) es irrelevante. Material de pensamiento que pro¬
porciona el amor y sus relaciones. Se toca la contradicción. Pero si sólo
se padece y no se analiza (a solas o con el otro: esto ya es pura virgue¬
ría pocas veces alcanzada) es agua de borrajas, no da placer.
Uno se resiste a admitir que haya otras muertes tan evidentes y de
tanta vigencia como la física. Y sin embargo es así. Se instalan con igual
realidad, no hay diferencia. Y sin embargo de un muerto nadie se pre¬
gunta ¿pero vivió? No se plantea el problema de la verdad o la mentira
de su vida. Vivió, «lo que pasa es que ahora ha muerto», nos hemos acos¬
tumbrado a considerarlo así. No nos preguntamos si era mentira cuan¬
do nos decía tal o cual por el hecho de que ahora ya no hable. Aceptar¬
lo igual en los otros casos es un gran paso con relación al análisis de las
situaciones. No se instala la neurosis. Se ha roto el hilo de mis días
¿quién podrá recomponer los fragmentos?
Considerar que el hecho de estar escribiendo yo esto y meditándolo
«en mí» aquí junto a la vidriera del café Gijón, domando la impaciencia
de esperar a Olga que tarda (4 de julio tarde), es más positivo que el ha¬
ber elegido una de las múltiples posibilidades ofrecidas por el verano a
sus pacientes y haberme hundido de hoz y coz en su apariencia agresi¬
va, haberme fijado en su azar tomándolo por eje necesario. Los nervios
del verano se derivan de las múltiples solicitaciones del movimiento de
los demás, te arrastran los proyectos ajenos: todo toma cariz de irrever¬
sible y urgente, te desasosiega el ir y venir de los que solamente aplaca¬
rían su gusanillo desoyéndolo.

199
'

'

*
CUADERNO 9

Dada la escasa extensión de ambos, se han reunido aquí


un Cuaderno diario de tipo escolar y otro de anillas,
los dos pertenecientes a 1974. Junto con las reflexiones personales,
se encuentran apuntes para el artículo «Consideraciones del socio
número 8.580 acerca del Ateneo de Madrid», publicado
en Informaciones (22-23/5/1974) y posteriormente
recogido en Agua pasada.
27 de enero de 1974
Leyendo H. Hesse, El juego de abalorios

E n Valladolid, en el comedor de casa deTali sentí acaso por primera


vez la sensación de estar marginada y lo anoté en poemas de en¬
tonces. Por una parte conciencia de excepcionalidad asumida como des¬
tino, por otra regret de la vida dulce, amable, burguesa a la que irreme¬
diablemente se renunciaba.
Luego lo he sentido también en Formentor con respecto al lujo y
viendo pasar a jóvenes en descapotables rojos cuando venía del Ateneo,
en la época de E.
Ahora vengo de ver a M., me dice que van a bautizar a B. a bombo
y platillos, ellos que eran el desarraigo mismo. Todos los desarraigados
que me influyeron en épocas distintas se arraigan. Dejaron su inquietud
en mí y ellos se dedicaron a lo más cómodo.
Investigación personal acerca de la verdad que pudo haber en una
determinada historia cuyos acentos hoy parecen apagados (paseo en el
transbordador del puerto de Barcelona). Volver a estar en sí después de
una época de ascesis.
En lo primero que vi al abrir los ojos se aglutinan todas las impre¬
siones primeras de la mañana, le dije a Marta mirando el póster. Por en¬
tonces empezaba a tomar conciencia ella de su escisión entre superfi¬
cialidad y profundidad.

12 de febrero

Todas tenemos nuestra narración extraordinaria que nos apuntala y em¬


bellece ante los demás pero en la que un día dejamos de creer, que no
podemos seguir adecuando ante los otros (los padres maravillosos y
comprensivos, los matrimonios felices, los hijos brillantes y afectuosos).
Componer esas imágenes y esas historias nos ha costado demasiado

203
tiempo, son nuestra muralla, el esmalte de nuestra imagen, cómo los va¬
mos a desmentir. Llevar adelante las historias, serles fiel es nuestra cruz.
De sobra saben todos los seres aprovecharse de la continuidad de esas
historias que los demás han montado sobre ellos.

En los lapsos de amor se congela el tiempo; por eso es tan despeñada


la precipitación con que se redobla su furia y su acoso después, aquel
«chepita en alto», aquel no sentirse dañado por nada se paga caro.

9 de marzo
Viniendo hacia casa de Marisé, luna llena

La vejez se instala en formas acomodaticias, se puede deslizar desde los


veinticinco años o antes. Yo no soy vieja porque soy independiente y re¬
tadora, porque proyecto, acompaño, doy. Soy lo que doy, «pero voy a sa¬
car juventud de mi pasado».

10 de marzo
Embassy. En attendant Liliana

(Y esta mañana me he dado cuenta de lo que le había gustado a Marta


encontrarme en casa cuando volvió del cine: «Eres la mamá más guapa»,
me ha dicho, y en ella decir esto no es convencional, no me lo dice casi
nunca.)
Tengo que volver a descubrir el placer de escribir en mis cuadernitos
junto a la vidriera de un café luminoso, el goce de dejar a los pensa¬
mientos que se produzcan y lubrifiquen con libertad, dar puerta abierta
a la curación del logos, menos hablar, menos ver a la gente y más con¬
centrarme, escribir, criar ámbitos intemporales, sosegados, cosa previa
a cualquier discurrir. La importancia del local: del «qué bien se está
aquí», de la instalación deriva todo. (Cf. Ateneo.)
Uno de los secretos para no caer en lo lacrimógeno es hacer pasado
de lo que no está tan lejos en el tiempo, tomar objetivamente, con mi¬
rada de historiador lo que es materia de novela y en cambio la historia
verla como novela, de modo más cálido. El tiempo de Macanaz cuando
bajaba por la calle de Atocha es material de labor tanto como el de Gus¬
tavo Fabra.

204
■* mm
Por el artículo sobre el Ateneo

Meterse en una época histórica, como a mí me viene pasando desde lo


de la «tradición» progresivamente es algo paulatino y cuyos empujones
al nodulo vienen por diversos flancos. Ahora el hecho de investigar los
avatares del Ateneo es la guinda encima de la copa del helado. Y de
pronto nombres como Hugo, Walter Scott los veo en toda su irrele¬
vancia del momento, es decir despojados del sentido que posterior¬
mente ha venido en atribuírseles. Escribirían de esta o la otra manera
inmersos en un clímax que ellos mismos, sin saberlo, contribuirían a
crear, no se sabrían grupo de tal o cual cariz tanto como la crítica pos¬
terior los ve. Y eso me baja a los ojos pensando en Víctor Llardent, Ra¬
fael Abásolo, Jesús, Carlos Núñez, Jubi de La estafeta, Valle-Inclán,
Mauricio. Qué distinto del ponerse de moda comercial de un pub, ir
por el pub en un mero frotarse como si ir por allí ya significara algo,
invenciones en el vacío.
Si hablamos sólo del Ateneo histórico, la gente que no haya pisado
la casa lo verá como una antigualla y no sabrá que ha seguido viviendo,
no sabrá lo que ha sido para un puñado de nosotros.
Tiempo lento. La fiebre de hablar y del café puede ser revaloriza¬
da ahora que se busca la comunicación en el aturdimiento. Y puede
ser un «renacimiento» esta vuelta a las fuentes del romanticismo, su
casa matriz.
Amistades, no alianzas: no se busca algo concreto en los grupos,
surgen espontáneamente. De mis mejores amigos de hoy la gente me
pregunta «¿de qué los conoces?». Y yo: «del Ateneo». No se sabe que día
empezamos a hablar, primero nos conocíamos de vista, del bar, de una
risa, de pasarse un bolígrafo, de encender un pitillo, luego bajábamos
por Echegaray al bar Granada. Las cosas de hace diez añoá han forma¬
do ya un humus, cimiento. Gentes de distinta edad y oficio. Esto es fun¬
damental. No racismos. Unidas por su afán de leer y hablar. En este sen¬
tido es una familia auténtica.
Fuera de la moda. Envejecer antes de tiempo tiene la ventaja de que
no te despeñas por los precipicios de la actualidad quemada a cada ins¬
tante. (A esto me ha ayudado la intemporalidad del Ateneo.)
Tradición. Me he topado en el fichero con nombres de gente que de
otra manera nunca habría conocido, o sea el hecho de ser socio del Ate¬
neo me ha traído a enterarme de avatares del Ateneo, he tenido en la
mano y en el mismo lugar en que se pronunciaron conferencias, enco¬
mios, panegíricos. Y un nombre y un libro casuales dejan un perfume
parecido al de esos otros rostros atisbados al azar en viajes. Y se agol¬
paba todo el xix en mis costados, venía a embates, se emparejaba con

206
los retratos de la galería, era mi vida lenta, mi premenopausia de esos
años.
Todos en estos años han insistido en la tradición cultural del Ate¬
neo, yo no quiero que lo abran para rememorar a Azaña, etc., que para
eso están las monografías, lo echo de menos yo. Otra cosa distinta es
que en ese «yo» que ha ido al Ateneo haya reminiscencias.
He descubierto que no me gustaba ese modo de vida por cultural
sino porque satisface un anhelo inherente al alma de todo ser pacífico y
estudioso. Y el que haya otros ilustres que te refrenden en ese modo de
vida es posterior. Yo no entiendo a lo cultural como culto, pero, claro,
me gusta coincidir con ellos con esa forma de convivencia. Y a todos mis
compañeros les pasaba igual. El ambiente nos acogía más que el de las
cafeterías, pero no sabíamos por qué o era subconsciente.
Nada me parece más necio que «poner al día» el Ateneo. No es nin¬
gún museo ni ningún asilo de ancianos, no hay por qué ampararse sólo
en la galería de retratos sino en los múltiples profesores, abogados, mé¬
dicos, opositores que han estudiado allí y que están diseminados por el
país. La riqueza de la mezcla de edades y condiciones, asamblea viva.
Lugar de reunión. Hay locales que no te confieren identidad sino
que te revelan la que tú ya tengas, que no sirven para el encuentro sino para
la alteración y el desencuentro. Cuando leemos que Moratín y sus ami¬
gos se reunían nos parece mítico, irreal, pero esos días y sus fríos y sus
ocios y tedios eran los mismos que un estudioso del futuro querrá venir
a desvelar revolviendo nombres mediocres y apagados a través de car¬
tas particulares o de actas para reunir un haz de apellidos correspon¬
dientes a la gente que frecuentaba el Ateneo entre 1950 y 1970, meros
nombres, pero yo he conocido a esa gente, sé a lo que se dedicaban, sé
cómo era el ritmo de esos días.
Por el Ateneo se deja caer uno para ver qué se dice, se va como se pasa
por tal o cual sitio por si ha habido algo. Y esta expresión de «ir por el Ate¬
neo» nos parece encerrar toda la complejidad del hogar ateneísta. Es par¬
te del quehacer cotidiano. El Ateneo ha formado a varias generaciones his¬
pánicas. El ritmo diario de esas tertulias es lo que se nos escapa.

29 de abril

El protagonista de p||quisa personal ha rendido excesivos honores al


sexo, lo ha des-sacráíizado, por otra parte la libertad la ha institucio¬
nalizado, vulgariza las experiencias inefables el saber que todos los de¬
más las consumen y se evaden por la misma papanatez. Sólo lo per¬
sonal, lo trabajosamente inquirido en soledad y esfuerzo le podría
devolver la magia del amor y de la vida, por eso se afana en esa secre¬
ta pesquisa. En los ojos claros de su compañera no hay abismo ni con-

207
traste, es buena de puro no ser mala, de puro yacer no hay empresa ni
misterio alguno.
Museo del Prado. Recorre los lugares donde cree haber estado con
otra.
Novela, en cierta manera, de ciencia ficción. Onírica. Melibea. Ca¬
mino de perfección. Alicia a través del espejo. Un P. Klein para quien Sa¬
lamanca es una familia «agitanada» a lo payo.
Sueños pegados a la almohada, empantanados, sórdidos, pedestres,
moscardones de vuelo bajo que no logran elevarse ni llegar a las regio¬
nes de la paz, de la luz.

208
CUADERNO 10

Un cuaderno color limón, de marca Velsant,


con la portada llena de apuntes y números de teléfono, destinado
a registrar una breve etapa (30 de julio-30 de agosto de 1974)
de soledad y desaliento, con algunas meditaciones sugeridas por lecturas
de Umbral, Villalonga, Blanchot, Ayala, Francis A. Yates
y la novela Women in love de D. H. Laivrence (citada por
la traducción francesa Love: femmes amoureuses).
El Reloj, 30 de julio de 1974

L os libros te devuelven a lo intemporal. Se apacigua el material vivo,


se remansa. Me acuerdo de un día sentada aquí mismo con Chicho,
otro con P. Y sin embargo los afanes de aquellos momentos se evapora¬
ron por no haberlos convertido en palabra. Queda sólo una suerte de in¬
quietud difusa: al dar por apagada e irrecuperable la de aquel día nos
empeñamos en motejarla de necia.
Las cosas que aquel día mientras los esperaba pensaba urgentemen¬
te que tenía que decirles a Chicho o a P., ¿dónde están? Sólo quedan las
imágenes, una determinada manera de llevarse la mano al pelo, un tra¬
je de terciopelo negro, un objeto musical y en torno de esas imágenes se
aglutina la nostalgia. Lo demás evaporado, creo. Es muy importante, ya
lo creo, concentrar en una imagen determinada el aroma de todo un
momento. Por eso cuando estamos con las personas sus gestos signifi¬
can tanto que llegan a crear el amor encima de ellas. Encima, quiere de¬
cirse, de esas imágenes que por eso cobran tanto sentido.

* *

Con el verano tengo una relación neurótica, excitada, de amante. Puede


hacerme exaltar o desesperarme, poder conmigo. Con el invierno tengo
una relación cómoda, amistosa.

4 de agosto. Las diez. En attendant Ed.

De pronto Manuel Becerra (Tuxpan con riña de novios al lado) es un


lugar ruidoso, alegre, aséptico en su tráfico, veraniego, me arropa por lo
impersonal. Remito a Nacho, él me ha curado de todo lo viejo. Dice
Ed. que Carmen parece que se había fumado un petardo. Crecen ella y
la Torcí pero hoy lo veo alegre gracias a una especie de excitación, de
disponibilidad agosteña, esta capacidad de darle quiebros a J., de ama-

211
sar mi día a lo gitano, por unas líneas quebradas que no son precisa¬
mente gratuitas, donde hay invención, variación, selección y siempre
logos.
De hoy no sólo recordaré que he tomado agua de cebada con Lo¬
zano y su amigo Julio Segura sino de que me he topado con inespera¬
das incomprensiones con respecto a retahilas que remueven mi trabajo
en cuestión, sus aspectos problemáticos y que significan levadura; todo
regado y aderezado por las posibilidades que descubro en el alud ra-
moniano de Umbral, escritor al que ignoraba y que es fresco y listo y su-
gerente, da la mano para caer en un escepticismo que tiene algo el tono
de Diego Lara.
Podría contar mi visita al cementerio de Cambados y por qué co¬
nozco y quiero yo a Valle-Inclán, yo a través de mis amigos, mi no per¬
tenencia a escuelas ni banderías, mi ser francotirador se lo debo a mis
amigos, a que me dejo contar historias como la del viejo amigo de
Gramsci, lo literario de las cuales está en que a Lozano le interesan e in¬
cide a ellas por el flanco de la teoría económica, incubado desde que
leía un viejo tomo del Capital en Doctor Esquerdo -podría ahondar
aquí, en este amasijo, en estos años, en las frustraciones y dolores que
se empeña en encubrir- y a mí por lo literario. Pero lo literario surge
precisamente de la incisión de las dos versiones y de nuestra comida de
hoy en La Toja, de ese balbuciente y mal dibujado reencuentro. Y es
agosto. Pasan coches con «Rodríguez» que no saben dónde ir y yo estoy
aquí cara a la noche de Manuel Becerra, con mi boli, con mi acervo del
idioma que me lleva y que he sacado de su naftalina para Nacho y con
él y por él. Y tengo que hacer cosas con este regalo, con este privilegio
de saber y poder hablar a chorros.
Pero no de lo que sea -hablar por hablar- sino de lo que sé, y sé mu¬
chas cosas, se me añaden muchas versiones, no me debe abrumar ni can¬
sar ni aburrir ser pararrayos de versiones tan contrarias y que vienen en¬
carnizadamente a mí en agosto por parte de todos los que quedan, Dios
le da pañuelo a quien no tiene narices, no te debe abrumar, Calila.

Terraza, 4-5 de agosto. Luna llena

Entonces, comprendí, a través de P. y de aquellos sus días de lluvia y


nada en Barcelona, que la imagen de uno mismo puede perderse y zo¬
zobrar de modo irremisible, y eso tal vez condicionó que empezara yo
a perder la mía, apuntalada de un modo sabio y malicioso entre las imá¬
genes chiquitas de mí que dejaba certera y dosificadamente en los otros.
El entusiasmo de P. se había evaporado, era una máscara suicida, deli¬
berada y ávida para su vacío, de pronto no podía responder por él ni
quería que se lo mencionaran. Me asomé, por medio de él, a los vacíos

212
y los fallos cardíacos de los demás, simas que no me había sido dable
mesurar por una simple operación mental y que ahora, a través de esa
evidencia más cercana (pues al estrellarse el barco de la identidad de P.
saltaba en pedazos mi propia identidad) se me revelaba neto y hasta vul¬
gar, como un fenómeno cotidiano, como una gripe.

* * *

Problemas del escritor. ¿Para qué se escribe? Umbral. Escepticismo.


Muy amargo y lúcido.
Mi posible zibaldone: «para ponerse a escribir se requiere una acti¬
tud alerta...», etc. Mi mentalidad de los años 60. Lo que he tratado de
contarle fragmentariamente y sin ganas a Emy, etc. Comprendí que lo
que iban a publicar ellas mal lo podía yo publicar bien. No se podía evi¬
tar que lo hicieran. Hubiera preferido no hablar de mí, me parecía pron¬
to. Pero de perdidos, al río. Y les interesaba mucho Aldecoa, Benet, uno
tiene una riqueza que no sospecha. Vaya gracia, si yo hubiera podido
preguntarle a Macanaz. Pues ¿y lo que uno sabe?
Rectificación de la imagen de los amigos después de muertos.
¿Cómo empecé a escribir? Echarle humor. Contar de la postguerra.
Mi hija me decía «cuéntame de cuando eras pequeña». Cuentos, Lu-
pito, historias, siempre historias, historias de Dolores que se vinieron a
añadir a las mías, largas horas de brega en la cocina, el señorito del cor¬
tijo, historias posteriormente añadidas de los amigos mayores de la Tor¬
cí que ya tenían historias, nuestras sobras y nuestras faltas, todo mez-

213
ciado, ya no me pedía cuentos de mi infancia, ya no le pedía cuentos a
R. de aquellos del molino ni del perro que se pilló la pata. Zamora, Va-
lle-Inclán, los niños de Agustín, historias de veraneos, Reus, cuaderno
llamado «Viajes de la Torcí», ¿y ahora que está en Londres, dónde se
apunta ese viaje? Ella, lo contará ella.
Valle-Inclán aguantaba implacable y a pie quieto el asedio de una ma¬
rea de gentes mediocres, las lidiaba, las sufría, les sacaba con paciencia
una punta de polémica en un yermo y acomodaticio caminar. Quieto él,
aguantando el toro de la mediocridad con los pies juntos. Fue un maes¬
tro para mí. Yo he sido un aprendiz humilde y agradecido, sí, pero es que
he tenido maestros colosales y dispares y sin título. Los más gitanos.
Aquellos tiempos en que venía Víctor y Rafael dormía de día y yo
me echaba a veces en la cama que fue de tío Joaquín, me sentía imbui¬
da de excepcionalidad y en nombre de eso lo aguantaba todo. Y ahora
que es todo mucho más excepcional y que soy más libre y que de ver¬
dad sé dar y dosificar y habitar -como ésta- mis noches de luna, ¿por
qué me desanimo? ¿La edad qué importa?
Lanzar la piedra a los cielos eran mis poemas aquellos: ¿era por
aquí? ¿O he perdido el camino? Poemas coreados por mis amigos sal¬
mantinos, se encogían de asombro, me jaleaban la vocación. Velintonia,
venir a ver a Vicente Aleixandre.
No me quiero decidir. Este verano tengo miedo de decidirme a
nada.

6 de agosto noche. Soledad

Aunque N. o cualquier otro amigo me diga: «Escribes maravillosamen¬


te», eso no quita para que yo mi identidad y mi seguridad las pierda a
veces y a lo largo de toda una tarde como la de hoy deambule por par¬
ques y calles como un paria que nunca tendrá nada que hacer, que no
conoce las llaves contra la negrura. Esto ¿es bueno o malo? Tal vez sea
desagradecimiento para con ciertas dotes que otros no tienen, quizá
simplemente antiacademicismo, humanidad, que de pronto todo eso no
me importa ni me da sustancia y el gusto por los libros, por las lecturas,
vuelve a instalarse muy lentamente. Giovanna dice que sólo los solita¬
rios puros pueden ser sociables.
He pensado antes en la Quinta del Berro que podía hacer una na¬
rración en la dirección de ahondar en los antiguos «cuéntame» de la Tor¬
cí, no comprendía que no me acordara de qué libros leí primero que
otros, de qué pensaba, de cómo me vestía, de cómo empleaba cotidia¬
namente mi tiempo. Yo le entregaba masas, imperfectos, Tere Gil, Lupi-
to, los soldados italianos, poner una pega, «¿pero ibas ya o no ibas al
Instituto?», y la simultaneidad es lo que se me escapaba. Luego, estu¬
diando historias, ordenando el tiempo de otros, me he dado cuenta de

214
que eso es lo difícil, y que el cómo de las narraciones, cuándo una cosa
y cuándo otra, constituye su esencia. Pero es gracioso que eso lo pensa¬
ba precisamente en el parque donde tantas veces surgieron por parte de
ella preguntas así, y tal vez por pensar que su curiosidad a ese respecto
se ha apagado, vive de sus cuentos, no de los míos. He pensado que se¬
ría bonita una narración con mi rectificación de puntos de vista con res¬
pecto al relato condicionados por los distintos requeridores de relatos.
Con Víctor solía hablar de tal, con Agustín de cual, buceando en de qué
manera eso remite a mis primeras lecturas, a mis primeros intentos de
comunicación oral, a las primeras búsquedas estructuradas, las confe¬
siones (¿cómo se lo cuento? Eran ejercicios preparatorios. Recuerdo
que yo le hubiera querido contar todas las circunstancias. Era, en suma,
totalmente insatisfactorio), las chusmetas psicológicas, luego vienen los
interviuvadores y quieren que todo se lo cuentes deprisa y corriendo. El
libro de Henry Miller y el de Paco Umbral pueden parecerse.
Yo soy graciosa y eso no lo he explotado en narración. Hablo con
manzanas, no con ideas. Meter en este rollo lo de don Nicanor y el mito
de Peter Pan y los cuentos chinos. Más conversación del tipo La cajita y
Ti ho sposato per allegria.

* * *

Mi vivencia de que me contaran Entre visillos en la T.V. Cuando entra el


Tachi en el Casino y Rosa cantaba «yo sé que soy» se me encendió en la
sangre un antiguo anhelo. Pensar en la irrupción, lo que más valoro y
me entusiasma, la irrupción de gente en mi vida (cf. malos espejos: los
encuentros primeros). Tachi entraba, yo estaba allí, le mirábamos todas.
Contar unos a otros. Depende del lugar y del interlocutor. Las na¬
rraciones están siempre larvadas. Contar bien. Los que cuentan mal no
saben dar la noción del tiempo, si la guerra estaba antes o después, lo
que significa en todo eso el eje de la guerra. De un paisaje se puede de¬
cir, había un árbol con sombra redonda, es más o menos simple, de una
persona es inaceptable, en cambio, decir era altiva, fría y orgullosa, no
se ve, se tiene que ir viendo, rectificando cómo era a través de la narra¬
ción bien hecha. Tiene que haber proceso, tiempo. Las personas no son
estáticas.

El Boalo, 12 de agosto

Me doy cuenta hoy de la desesperación que me causa la idea de dejar al¬


gún día de ser espectadora del curso de la historia. Tal vez eso tenga que
ver con mi apasionamiento por asomarme al pasado. Tengo que apro¬
vechar el tiempo, contar todo lo que he visto, he oído, he conocido y sé
(leyendo Bearn).

215
14 de agosto

La acción invisible del presente. Estoy en el Banco Español de Crédito.


Y hay una señora con su niña de seis años en brazos. Le explica cosas
como yo a la Torcí antaño, y entonces protestaba. No sé apreciar lo que
tengo.
■}< * *

Noche. Leyendo Love. Cuando quise escapar de Salamanca ¡cómo iba a


sospechar que Madrid se convirtiese también en ratonera! Esta mañana,
hablando con la Torcí, antes de su viaje a Galicia. Hablábamos de mi
desaliento, de que no tengo ganas ya ni de hablar. «Hablar siempre sir¬
ve, aunque sea sólo para pasar el rato y no estar triste», dijo ella. «Ha¬
brás dejado de tener ganas de hablar como algún día no se tiene ham¬
bre. Es pasajero.»

16 de agosto

Me he repartido en miles de espejos que no comprometían (salir a bus¬


car cada noche interlocutores nuevos y asépticos como hacía J.). ¿Por
qué ese deporte se habrá vuelto contra mí y significará ahora fuente de
amargura? Ha dejado de satisfacerme y servirme. Quizá porque tengo
menos vanidad: impresionar no me interesa.
Anoche after fai-Alai tenía «la lengua áspera como de ceniza».

* * *

Qué mal se va aguantando la soledad con el tiempo, el papel qué in¬


grato se vuelve, cómo llaman los ojos de un amigo reflejados en un vaso
de vino; se darían por esa mirada todos los imperios.
Escribir de un tirón paga más, complace más. Así escribió Kafka la
noche del 22 de septiembre de 1912, cuando yo no había pensado si¬
quiera en nacer. ¡Qué valentía de élan hacer eso! Así se escriben las car¬
tas buenas, como las que yo escribía en estado de trance, cuando todo
el silencio de la casa me arropaba y se volvía música. En otro tiempo los
conflictos a que lleva la vocación de escritor «hasta dar en un callejón
sin salida» me parecían fascinantes. Hoy, que crece la Torcí, me parecen
insoportables. Todo está ligado con el crecer de la Torcí, con el daño que
puede haberla hecho a ella, y por otra parte su existencia es la que da
entidad y contraste y riesgo a mi pensar.
A Carmen Cruz no consigo darle arraigo, es mi cruz, mi castigo, la
veo mudar las flores del tiesto como un mero gesto vacío heredado de
su madre, «Usted siempre aquí sola», me dice. Sí, a pie quieto, pero

216
¿para quién ni para qué se cosen camisas o se embellece esa terraza?
No consigo ya mentirme, darle a esta casa apariencias de hogar. Sólo
persistiendo en ella. Y sigo, malgré tout.

En lisant Blanchot, 19 de agosto

Se coucher sur Nikita. Sacar a colación la historia de Brekunov y Nikita


y filosofar sobre ella es lo que yo podría hacer sacando a colación la es¬
cenificación de refranes y leyendas «peras al olmo», lo de buscar la mo¬
neda donde hay luz, la leyenda del marido que tenía la cara de la felici¬
dad y que al arrancarle la máscara tenía debajo otro rostro igual,
etcétera. Los franceses son demasiado pedantes, de una nada se suben
al pulpito y echan unos discursos desmesurados, así hablo yo todos los
días y no me doy tanta pompa, y lo mismo el ejemplar Umbral en Un
niño de derechas que sólo quiere que el árbol sea un árbol y hablar con
manzanas. Claro. Sacan la moraleja los franceses de un modo macha¬
cón y pretencioso y, si se mira bien, no pasan de ser comentaristas.
Llueve, y según empezaba a llover he tenido el telegrama de Lecum-
berri que me dice que ya es otoño en el Duero, en Almazán, qué entu¬
siasmo.
* * *

Leyendo el Galdós de Ayala. Amigos que te hablan de amigos; volver


a mis primeras reflexiones y necesidad de pasar revista a amigos mo¬
tivado por la desaparición de otro nuevo (presunto interlocutor) a raíz
de la muerte de Martín Santos. Chicharro y la casa de D. y R., mis re¬
latos entonces no llevaban el peso del riesgo del tiempo ni su sombra.
Allí conté por primera vez lo del caballo errante que luego había de
salir en Retahilas. Pues bien, amigos de amigos es lo mismo que en
Galdós: «Un día me hablaron de él dos profesores amigos míos», et¬
cétera, la curiosidad surgida por otros, la formación de grupos agluti¬
nantes con sus afluentes y subafluentes. Contar esto a otros es reve¬
larlo eficaz sugerencia de ambientes. En eso consiste precisamente, en
el reconocimiento o coincidencia de imágenes aparentemente no iden¬
tificadas.
* * *

Ahora en la lectura encuentro siempre traídas de lo general-racional-par¬


ticular-disperso a mi preocupación, que viene gestándose hace años o al
menos hace meses, sobre la esencia y particularidades de la narración y
me sirve igual Kafka que Unamuno, que Galdós que Walter Benjamín.
Porque todos se alimentan del afán de bracear, de sobrenadar mediante
la narración o sus reflexiones acerca de ello.

217
Leyendo Francis Amelia Yates, El arte de la memoria

Memoria y reminiscencia. El segundo término alude a memorias agaza¬


padas, larvadas, a influencias subterráneas (las lecturas infantiles, todo
lo que sale a flote alguna vez). «Y la recordación de las cosas se produ¬
ce por las imágenes como si fueran letras.»
El ocultismo tiene clara vinculación con el mundo de los drogatas,
cuando quieren explicar de forma clara su alucinación sin lograrlo, lo
cual indica que no quieren comunicar nada, que es una falacia su pre¬
tendido élan comunicativo que, en el fondo, lo que están diciendo es
«je m’en fous».
Estudiar a lo largo de la literatura las tendencias de claridad y oscu¬
ridad.

28 de agosto
Con Jubi en el Gijón y con Abásolo remando en el Retiro

La guerra para él fue horrible, no tenía a qué agarrarse. Excepcionali-


dad, privilegio, no me debo quejar. Le dije: «Tú eres más moderno que
yo, menos conservador, porque lo que pierdes de tu infancia no te
duele».
Decido no hablar tanto de la gente. A Nacho no le gusta y tiene ra¬
zón. La gente está, en general, más callada que yo, se desperdicia me¬
nos. Y estar callado es bueno. Arropa también, concentra. Ya hallaré.
Tengo que hablar a mis papeles.

29 de agosto

Marta está durmiendo después de llegar cansada de Galicia. Leyendo


Love que me regaló R. el día de mi santo. Hay un momento (de conver¬
sación en el tren entre Birkin y Gerald) que me recuerda nuestra con¬
versación de ayer tarde en el aguaducho del Retiro (J. Abásolo y yo).
Dijo: «Me estaría horas oyéndote». Pero, de pronto, parecía ocioso -en
baches repentinos y aislados- todo aquel bla bla bla sobre las nuevas
generaciones, sobre el crecimiento de los hijos. Habríamos querido ten¬
dernos en la hierba, no merodear más en torno de un fundamental en¬
tendimiento de nuestros cuerpos y de su ritmo.
«Elle était tres calme, presque inexistante dans sa maniére réservée
et attentive.» ¡Qué maravilla! Cómo me gusta Lawrence, cómo sabe
contagiar el gusto físico por el otro personaje, el fluido de deseo que
empieza a instalarse entre los que acaban de conocerse.
A todas estas, C. Cruz ha venido con una cucharada de salsa de po¬
llo a la cerveza, maravillosa. Para cualquier otra mujer esto habría sido
toda su mañana. Pero yo sólo pienso vagamente que este invierno tene-

218
mos que «almorzar» más en plan casa como cuando venía Marisa, po¬
ner la mesa aquí en este cuarto.
Yo podría perfectamente escribir una novela clásica, cosa que no he
hecho nunca (excepto tal vez intentado en Entre visillos) del estilo de
Contrapunto, Dostoievski y Love, donde los conocimientos se van gra¬
duando a través de las conversaciones correspondientes. El momento en
que Minette pide ostras es estupendo y toda la introducción de Gerald
en el rollo que le es ajeno (personaje que, a su vez, venía siendo cono¬
cido del lector por el interés que hacia él sentía otro personaje, Gu-
drum). El interés hacia la gente que aún no ha hecho capolino catali¬
zando su personalidad, atribuyéndole unas características que luego el
lector es muy dueño de rectificar o de adherir a ellas.
Calme et réservée: así tengo que estar siempre en adelante. No dar
cuartos al pregonero de nada. Tangarme, desorientar. Como hacen
todos. Teatro. Pero yo tengo muchas más bazas para hacerlo y lo puedo
hacer mejor. Resistir en un reducto nuevo, del que no hay por qué ha¬
blar a nadie. Se acabaron las declaraciones. Y ese quiebro, dado ahora,
puede serme totalmente fructífero y gratificador. A mi ostra me vuelvo
calme et réservée.
No querer mucho a una persona, o más bien nada, pero aceptar su
invitación (como Gudrum y Ursula con Hermione). Esto, bien explota¬
do en sus motivaciones, resulta muy literario.

219
.

_

/
CUADERNO 11

Este cuaderno azul, de la marca Gladiador, abarca


del 31 de agosto al 24 de octubre de 1974; es la continuación
del anterior, pero anuncia una etapa más esperanzada y positiva.
Se alternan reflexiones personales y notas de lecturas,
empiezan las investigaciones sobre el arte
de narrar (Pérez Gallego, Todorov) y se va perfilando
El cuento de nunca acabar.
31 de agosto de 1974

L eyendo Love, pienso, no sé por qué, en-aquella piscina, cerca de


Tánger -¿o era Casablanca?-, donde estuve una vez con Liliana,
Máximo y Chicho.
Este Lawrence tiene un fuerte poder de evocación de los espacios,
las luces y el ambiente. Gudrum y Ursula van remando, huyendo de la
fiesta, hacia una arboleda lejana y a mí se me representa aquella orilla
donde estuve con Chicho en la siesta: «¿No ves un caballo?», le dije.
Y era algo totalmente evidente y directo aquella corriente que nos
unía.
Le he dado en mi vida demasiada importancia literaria a los senti¬
mientos. Y es falso; no la tienen tanta, son invenciones. Nadie se acuer¬
da luego de nada, son acordes del momento. Todo está mucho más roto
y disperso de lo que yo lo he venido considerando, son retazos, fogo¬
nazos; se acerca el mundo mucho más a la estética hostil, aguda e ins¬
tantánea de las imágenes visuales que componen la retórica de esquinas
desoladas, negros, chicas llorando sobre una cama turca y pornografía
que exhalan esas imágenes del libro regalado por la Torcí a Diego y
cuya visión anoche entusiasmaba a Nacho.

Final de verano

La despedida de la infancia en Sanlúcar de Barrameda. Calila se ha he¬


cho amiga de un ciervo. Canciones de amigo. Preludio de mi canto del
cisne. La siguiente etapa sería Mera.

31 de agosto

En la cafetería de enfrente del Francisco Franco, desangelada, desnuda.


Tengo que empezar a sacarle gusto a las cosas en su falta de significa¬
ción y trascendencia. Cambiar de retórica. Si no, no podré ir a América

223
nunca. Al fin he vencido los démones y me largo con María al Ateneo.
Esforzarse por abrir nuevas etapas.
La gente va por la vida mucho más al desnudo que yo. Basta de ges¬
tos y de exigencias. No hay que buscarle tres pies al gato. Abrir el saco
y vender lo que hay. Resignación. Poda. Humildad. Ascesis.

Ateneo, 31 de agosto

Leyendo Blanchot, Le livre á venir

Las sirenas hacían nacer en quien escuchaba su canto la sospecha de lo


inhumano de todo canto humano. «Canto imaginario, canto del abismo
que, una vez escuchado, abría un abismo en cada palabra e invitaba in¬
sistentemente a desaparecer.»
Acaba de aparecer Ramón con Santiago Garma. La vida del Ateneo
se reengancha a sus raíces, vuelve -malgré mis interpretaciones pasio¬
nales y posiblemente erróneas- a sus fuentes originales, a su devenir y
significación anteriores. Aquí estaba Carlos Piera y el muchacho miste¬
rioso de la barba que resultó ser un tolondretas y que excitó en mí la lla¬
mada a lo onírico, a ese reino misterioso del canto de sirena de donde
viene toda oscuridad. Posiblemente desde este mismo pupitre, allá por
los años 68 yo esperaba en secreto su aparición, la imagen, puro nene,
sus ojos en los míos, sueños en los que salía elTormes, Salamanca y que
traté torpe y vanamente de transmitirle. Yo era muy mía, guardaba mi
secreto (aunque él era la esfinge sin secreto, me remitió a la fascinación
del canto de sirenas) y los otros, estos otros de siempre, Ramón, San¬
tiago, Gustavo pululaban eternamente por aquí. Ahora también vendrá
N. V. dentro de poco y la chica que está a mi lado tal vez añora como
gratificador e incógnito y tocando los violines este paraíso que yo ten¬
go tan rastreado, colmado, sufrido, e incluso aborrecido. Pero R. puede
llegar a no ser un fantóme du passé, puede llegar a percibir la suavidad
de seda de mi falda, a mirarme con una mezcla de contención y deseo,
está siempre ahí, disponible, formando parte esencial de mi memoria y
de mis posibilidades aún abiertas de resucitar. Dios, qué buen trago,
qué lúcido trago, qué vehículo maravilloso de logos la ginebra con na¬
ranja, todo es química a la postre, qué me diste, Moriana, qué me diste
en este vino que por las bridas lo tengo y no veo a mi rocino.
«Espace imaginaire: l’espace propre aux images.»

224
de septiembre

Ayer en El Boalo con Marta. Hoy por la mañana desayuno con Nacho
en Vips. Luego ha venido Eduardo a comer. Hemos hablado de los asun¬
tos de la narración que ahora tanto me preocupan, de por qué se narra.
E. dice que siempre es mejor la creación que la crítica sobre ella, que a
él, al menos, le interesa más.
Le ando dando vueltas a lo de volver con Vidal y Villalba. A Nacho
le entusiasma el relato. Creo que volveré al archivo, tal vez esto me re¬
mita nuevamente a Simancas. En el libro de Batllori vienen muchos da¬
tos, pero está mal contado. Vidal es el tipo completo del trapacero em¬
brollón, cuando se dan estos tipos en el xvm. Había ya como una
conciencia para detectar su servilismo por parte de los gobiernos. No sé
cómo engañaban a nadie. Es un Macanaz desintegrado y con peor
leche, con el mismo afán de mechar pero sin haber conseguido llegar
nunca a nada, y tosco, sin categoría mental ninguna.

Domingo 8 de septiembre
Retiro, morning

La gente está ávida de relatos y no lo sabe. No son capaces de encarnar


su propio relato, ese relato, ese desencuentro «lo está usted pisando».
Todo consiste, en el fondo, en que andamos llorando por pedreas y en
cuestión de relato siempre tenemos el gordo.

* * *

Ha vuelto a mí tu identidad, como el cadáver de una ballena arrastrado


de nuevo hasta mis playas. Y ni tengo ánimos ni ademanes para saberlo
ya albergar ni recibir.

Ateneo, 10 de septiembre

Copia de un papelito del verano encontrado dentro del libro El arte de


la memoria ahora que me dispongo a hacer una reseña de ese libro para
Triunfo y me lo he traído para revisarlo.

En todos los escritores del 98 y anteriores ¡qué importancia tiene la


volición! Un estudio de la abulia de entonces nos llevaría a los desarrai¬
gados de hoy («un muchachito a quien adornaron con demasiados auto¬
res sus anaqueles» ¡qué riqueza en aquella correspondencia!).
Mi relación con el verano es de amante; con el invierno de amigo.

225
Dejar de tenerle miedo a la noche: usarla. A cierta edad, empieza uno
a tenerle miedo; la fascinación de nuestra intrépida juventud se ha con¬
vertido en terror.

...Y vuelvo al 10 de septiembre, cumplido este requisito de amanuense,


de miedo a que se me pierdan estos papeles volanderos, aunque no sé
si servirá de algo la recolección. Por lo menos hago dedos.
En el Ateneo se está bien. Tengo que volver a habitarlo. Antes he es¬
tado con Jubi en el Gijón: estaba Clemente. Se reanudan las cosas. Se
reanuda mi correspondencia con N., qué bonito es reanudar.
Pobre L., poco sabe de eso, aunque tanto lo añora. Hace unos días, el
sábado 6, cuando estábamos de sota de bastos y me hablaba de Guido da
Verana y de Fiorella (lo apunté ahí atrás en lápiz) me di cuenta de lo que
le gustan las repeticiones de gestos habituales con personas a las que quie¬
re. Y luego me di cuenta de que ya sólo tenía el reducto de su cuerpo.
Cuando dijo: «Poca gente sabe lo importante que es respirar», y hablába¬
mos de la luz de la tarde, que tenía, en verdad, toda ella una transparen¬
cia insólita y veníamos a gusto juntas, entonando yo mis canciones.
Este verano he leído libros como he visto personas, jugando con el
conjunto, pasando de unos a otros, dejándolos incompletos y comple¬
tándolos luego, buscándoles conexiones y relaciones mediante una
rumia espontánea y no deliberada que era un arte perfecto en sí, mitad
azaroso el encuentro, mitad lleno de designio, y han acabado por en¬
troncarse todos (Umbral, Ayala, Yates, Walter Benjamín, Lawrence), a pe¬
sar de su aparente diversidad, guiados por el azar de mi caprichosa elec¬
ción, de la misma manera que se han ido colocando en mi mente de
modo armónico y significativo y relacionándose entre sí personajes tan
dispares como Giovanna, Sofía, Eduardo Lozano, Jesús y Nacho, aunque
este último sobrenade y haya venido a ocupar el centro del sistema solar.

* #

Arte de la memoria abierto delante (ya en casa de N.)


Me he dado cuenta, viniendo hacia aquí -después de comprar esos
vasitos para mamá en la tienda antigua y vacía- de que hay días en que
todo se enhebra y funciona bien y que depende de una especie de fa¬
cultad de ordenación o acorde, cuando la inteligencia puede más que
las sensaciones, se erige en jefe de ellas y las capitanea no a golpe de fus¬
ta sino con pasos ingrávidos de ballet. Son días y momentos privilegia¬
dos, los únicos en nombre de cuya memoria o búsqueda -según- vale
la pena de vivir.
Precisamente al pensar en esto de la ordenación de las jerarquías -la
inteligencia sobre la sensación- vuelvo a las pirámides, al método, a
la escala de valores, al arte de la memoria, en suma, que es lo que me

226
hizo salir de casa hoy y echarme el libro a la cartera, recuperarlo, tras la
llamada de Jesús Aguirre pidiéndome la crítica -llamada en la cual me
dio también esa noticia de la cual me zafé y me vengo zafando, sin an¬
gustia, con alegría, «he pagado, tengo derecho», derecho a la armonía
por la que llevo dando tantas patadas y que el mundo me interrumpe, por
la que tanto sudo y me molesto y me esperanzo, derecho a estos mo¬
mentos en que lo de fuera (propicio) coincide con el ritmo de mi cuer¬
po y forma y cría susurro grato, la música a su tiempo, el vino a su tiempo,
las demoras y pasos a su tiempo, todo a su tiempo. La memoria, sobre
todo, a su tiempo.
Acabo de ver los ejemplos que pone N. a sus alumnos, me ha pasa¬
do la página y le he dicho -porque es verdad- que lo hace muy bien,
«pero muy» y he visto en su espejo que he sido su espejo.

Prendido con alfileres

15 de septiembre

Atravesando la Plaza Mayor, domingo, con N., la vulgaridad de las can¬


ciones, de las gentes, de los niños jugando. Pasábamos por allí cons¬
cientes de nuestra excepcionalidad. «No me cambiaría por nadie», le
dije, y pensaba también en los ejecutivos y políticos. Hoy leo en Love la
protesta final de Gudrum contra la repetición de actos, gestos y palabras
vulgares. Y lo que dice de que alcanzada la cumbre de la reacción sen¬
sual ya no se puede ir más lejos, todo es repetición o sumisión de uno a
otro. A este respecto mi tarde de ayer primero con Ed., luego con N. y
él, luego con N. es absolutamente perfecta. Lo debo saber y recordar
y no desear otra cosa.

16 de septiembre

Literatura y vida. Si queda fijado, no es vida. Micrófonos, apuntes desper¬


digados. Los cuadernos de todo son útiles pero me parecen un arsenal de
vida disecada. Y sin embargo, el día que no escribo estoy mal, me parece
que he perdido el tiempo. ¿Por qué? Todo es cuestión de ordenación.
La narración es una exigencia. Si no cuentas las cosas, forman mon¬
toneras. Es como entrar en un cuarto donde todo está patas arriba y
empezar a doblar historias y meterlas en sus estantes correspondientes,
luego ya se puede respirar y el ocio de tomar el sol en una butaca es ar¬
monioso, nó ácido.
«Como el navegante que, abanderado por el azar en una playa ex¬
tranjera, perdiera la memoria pero conservara sin embargo la nostalgia.»

227
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21 de septiembre

Gabriela estaba rodeada de moras. Lo recuerdo ahora en la disponibili¬


dad de los espacios, de los humores cambiantes. Las posibilidades de
una misma estancia. Es fascinante.
Pienso en las memorias incubadas al calor de lo que la Torcí esta tarde
ha motejado de La grande boujfe. Anoche me dijo Eduardo que yo no cai¬
go en eso, que no envejezco en eso. Y lo veo ¡qué renuevo de amistades!

22 de septiembre
En attendant Eduardo. La Mallorquína

Los esfuerzos a lo largo del tiempo por librarme de la náusea, por habi¬
tar sosegadamente los ratos libres, siempre este zig-zag, esta brega.
La palabra es de distinta etiología, opera sobre terrenos que no son
el de la sangre, tratamiento más lento.
La capacidad de absorción de la palabra. Aunque es de carácter di¬
ferente, la palabra inyecta algo en la vida, la rectifica.
Las personas que no tienen memoria están condenadas a vivir de re¬
cuerdos, sobando los recuerdos.
Forma parte del relato un recuerdo, engarzarlo es lo que forma par¬
te de la salvación del tiempo.
Yo soy un intento de sucesión de mí misma, el recuerdo no es un far¬
do, se incorpora.
Los recuerdos son como caramelos chupados.

El cuarto de atrás

La continuación, a veces le importaba sobre todo la continuación, vio


una castañera, qué bonito el presente, pero ella quería contarle aquello
de las castañeras de la plaza de los Bandos a esas personas que quería,
qué feliz si hubiera podido, no habría pedido otra cosa, ni irse en yates
a playas misteriosas ni nada, ni tampoco que estos niños fueran como
Lupito, no, que fueran como eran ahora quería, pero enlazar con un bra¬
zo con ellos y con otro con Lupito. Que ellas siguieran en sus Beatles
que también le gustaban, cómo no, Let it be, claro, si no decían eso se
anclaban como los abuelos.
Eso sí, ponerle espuma al chocolate del anuncio era picardía y se ale¬
gró con eso, con el sol y pensó pues soy lista, y esto lo pienso igual que
un joven, me dice él que ando atontada, pues no, y vio el busto de doña
Emilia Pardo Bazán y los nombres de las calles los relacionaba, consis¬
tía en relacionar, los días que relacionaba estaba a gusto.

229
23 de septiembre

Por la noche en la T.V. en casa de Diego Lara nos hemos enterado de


la captura de E. Se me han venido todos sus aspectos humanos a la
memoria. Ha sido como una piedra arrojada a un mar tranquilo bajo
cuyas aguas pretendía aquietarse mi conciencia. Toda la idea de mi
novela incubada ayer me ha parecido floja.

25 de septiembre. With Giovanna

No se podrán recordar los colores de las nubes. Pensar en que los colo¬
res, en el fondo, son como las ideas.

27 de septiembre
Terraza Gijón con G. F.

La vida es una narración que se va haciendo aunque no la escribas.

Ateneo, 2 de octubre

Inercia de ponerse

Relato. Torán quería que yo le contara lo que él vio en China. Repugna


el trabajo, pero gusta, apasiona, verlo hecho. A mí también me pasa un
poco. Leo incansablemente tres folios que terminé, pero hay una inercia
contra el orden de volverse uno a contar lo que ya sabe o cree que ya
sabe, lo cual es falso, porque muchas veces sólo poniéndose a contarlo
lo sabe. Y se querría ordenar.
Pereza de emprender el camino, de irlo viviendo (se quiere un blo¬
que ya contado, resúmenes, Reader’s Digest, papá).

Joseph Pieper, Entusiasmo y delirio divino

«La enfermedad que consiste en no poder estar enfermo.»


La capacidad del hombre dormido es más poderosa que la del des¬
pierto.
«En rigor no es amado quien es deseado sino aquel para quien se de¬
sea algo.»
«... ni a la sabiduría ni a nada digno de amor, sino solamente a la be¬
lleza ha correspondido ser al mismo tiempo lo más visible y lo más
amable.» Si la sabiduría fuese tan visible como la belleza, «entonces se
desataría», dice Platón, «en amor tremendo, un amor que haría saltar y

230
destruiría las estructuras de nuestra vida, que nos arrebataría totalmen¬
te de la existencia terrestre».
Cuando recibimos la belleza no experimentamos tanta saciedad
como la provocación de una espera; nos encontramos inducidos a algo
todavía no presente. «... no es aclimatarse en el aquí sino apertura de la
región interior de la existencia a una saciedad infinita que no se puede
tener aquí o no ser en la forma de la nostalgia y el recuerdo.»
Tanto al amar como al filosofar se pone algo en movimiento que ya
no puede pararse en lo finito. El filósofo y el verdadero amante son in¬
saciables. El amor es capaz de remontar la carga más pesada por el re¬
cuerdo de lo sagrado que contempló una vez.
«Otórgame la belleza interior y haz que mi exterior trabe amistad
con ella» (Oración final del tedio).

Para El cuarto de atrás

La luz, el gas, el agua, eran como los humores del cuerpo. En la infancia
y la juventud corren sin que los advirtamos, nos servimos de ellos a ma¬
nos llenas pero no nos molestan ni nos duelen. En la edad madura hay
que pagar por ellos, atenderlos, pagar la luz o el gas eran atenciones,
contribuciones imprescindibles que escindían la luz del día, ensuciaban
el día de facturas y fontaneros y médicos.

7 de octubre.
En attendant N. en el Café Nacional

Tienen los rizofitas1 una manera especial de amagar con charlas bri¬
llantes y fragmentarias que acaban siempre con el «era increíble», es muy
curioso esto de la perpetua incredulidad por parte de los rizofitas. Pare¬
ce como si precisamente a causa de su imposibilidad para adherir, para
concentrarse a bucear profundamente en el creer y entender dejaran
quebrados todos los discursos, enhebrados, mera apariencia o sucedá¬
neo de comprensión.
También es muy sintomática esa seguridad que tiene, por ejemplo,
M. de reírse ella misma de lo que dice sin exigir un interlocutor deter¬
minado, mirando a todas partes desde su reducto, porque no se salen
del reducto habitual, no practican la exogamia. (Aprovechar esto para
un relato donde los gestos sean significativos para desvelar las relacio¬
nes: como en el café londinense de Love. Los que no practicaban la
exogamia.) Pueden llegar a ser tan limitados y paletos como E., tan es-

1. Término inventado por Ignacio Álvarez Vara y Carmen Martín Gaite. (Nota de la editora.)

231
cudados están en el arropo que se dan unos a otros con sus conven¬
ciones. Yo me he sentido fuera de esas rondas de compadreo muchas
veces, muchísimas, he sentido el aire frío de la segregación, pero nun¬
ca he consentido que nadie, a mi lado, se quedara con la mano col¬
gando, desarropado de mí. La inseguridad hace a las gentes elitistas y
crueles.
«II y avait un jardín qu’on appellait la terre.» Vuelvo a pensar en la
reactualización de nostalgias básicas y miltonianas redivivas en cancio¬
nes de hoy. «Después del fin del mundo -mito diluviano- hará apari¬
ción una nueva humanidad que gozará de una condición paradisíaca,
no habrá ya ni enfermedades ni vejez ni muerte.» Hace falta creer en
esto. Si el mundo fuera niño...
Un día, al despertar, don Jaime, nos veremos. Cuando la ciudad sea
murmullo de cenizas cociéndose allá abajo, y vengan limpios todos los
arroyos...
Nostalgia de la pureza primigenia, siempre es lo mismo. Pero es una
nostalgia estática. No se trata de retorno a orígenes verdaderos y genui-
nos, se trata, en suma, de una pura actitud mimética. Es un afán epilép¬
tico por no perder la apariencia de juventud y no se atiende, en cambio,
como sería debido, al desmoronamiento interior (cf. cuando S. ya había
perdido toda aguja de marear y no vivía más que en la mentira y la ig¬
norancia, de espaldas frenéticamente a toda luz renovadora, decía en sa¬
cudidas convulsivas y frecuentes «no quiero envejecer», me lo decía a mí
que recogía con paciente sufrimiento sus estertores, asumiendo su
daño, tratando de sumarlo al de mis propias cicatrices, echándolo a cir¬
cular por la corriente de mi sangre, tratando de que fluyera sin formar
demasiados trombos, y de esas arrugas que añadió su ignorancia a mi
conocimiento me sigo alimentando y nutriendo hoy, cuando este rostro
mío espera ser espejo aún de incertidumbres nuevas, remanso de mira¬
das disconformes y amigas, pasajeras, viajeras en el tiempo hacia la eter¬
nidad, apacentadas unos minutos aquí en mi charquito de mentira, azo¬
gue de belén con palitos de caucho, lavanderas de barro, musgo de la
plaza y sus gallinas).

8 de octubre

En Retirada he descubierto un expediente nuevo y muy sugerente: el jue¬


go de palabras. Lo importante que es (también como fuente de narración,
cf. la Ginzburg) el juego de palabras. Las palabras tiran del tema, condi¬
cionan el tema. Asociaciones como las de «las valvaneras» para las cuales
N. y yo tenemos oído lingüístico pueden ser explotadas ad infinitum.
Las cosas (proyectos) que surgen al calor y acorde de las palabras
mismas, según se va diciendo. Un proyecto que no es insólito, «ir al par¬
que», se vuelve expedición guerrera, algo a conquistar, en nombre de los

232
relatos que va a promover a la vuelta, reharía la vida al calor de
los cuentos, derrotaría a los seres aburridos e inexpertos que no sabían
inventar ni arrancar a la vida nada, mero hacer punto.
Luego los significados se van volviendo ambiguos y discutibles. Los
acontecimientos vividos no tienen la entidad suficiente para que su re¬
lato alcance a encender lucecita de entusiasmo en los ojos del oyente.
Humor esforzado y fulgurante.

Las adherencias y la hipocresía

Había comprendido que cada reducto había que gozarlo aislado, que en
eso estaba todo, no dejarse avasallar a cada momento por los otros ar¬
gumentos, aun sin ignorar que estaban ahí, saber «voy circulando por el
hilo de todo pero ahora estoy en esto», vengo de ver a Lolín, ahora es¬
pero a Eduardo, luego estaré con N., le ayudaré a acarrear los ladrillos,
son historias autosuficientes si les presto atención a cada instante, aten¬
ción exenta de otras adherencias, lo cual no quiere decir que sean mi
vida como tampoco es toda la vida el bazo solo y sabemos bien lo de¬
licadamente que depende de los otros órganos, pero hay que evitar
choques con los otros organismos, con las otras dependencias, hay gen¬
te que vive o a puro choque de dependencias o aislada de su bazo y ni
lo uno ni lo otro. Ni tampoco es hipocresía, por qué lo va a ser. La ma¬
yor hipocresía es la de las gentes sinceras porque de tanto decirse a ul¬
tranza sinceras traicionan su designio que es siempre el de servir a cada
instante, niegan querer ser felices a cada instante, la mayor traición.

9 de octubre

De repente estallan en la cabeza los argumentos, se amontonan, forman


grumos. No puedo más. Lo más grave es que tiran vivamente de mí per¬
sonas que siento enraizadas a mí, que me quitan la libertad. Todos mis
amigos me quieren para ellos solos, de un modo posesivo. Hoy G. F. me
dijo «claro, como tienes por ahí tantos amigos». Y a mí lo que me pasa
ahora es que no me puedo repartir y me rebasan, porque pertenezco
sólo aquí, y tengo que seguir haciendo como que hablo con los demás
y me interesan sus historias cuando es mentira.

233
Juegos
(Ahondar en su significado)

De La Habana ha venido un barco cargado de... Los estrechos. Juego


mudo. Chepita en alto. De La Habana, los galeones del Perú, lo que
viene sin saber de dónde, llover del cielo.

Yo ahora estoy en un momento como de reencarnar, de mudar de piel,


por eso esos extraños cataclismos en que se me olvidan cosas, en que
dejo de tener capacidad de atención para las historias de los amigos, en
que todo me rebasa, estoy como a punto de montarme en otro barco,
no sé cuál. Y por otra parte los negocios del olvido y la memoria en es¬
tado puro, cada día los lidio y los entiendo mejor.

12-13 de octubre

Dice N., y tiene razón, que yo en Macanaz no necesitaba tangarme y por


eso contaba de una forma tan pura y sin artificio. Otra cosa es que eligie¬
ra los detalles más significativos y silenciara otros, pero contaba una his¬
toria de verdad, me encontraba á mon aise, hice de Macanaz un ser her¬
mano, me trasladé a él. Esto me lo dijo N. en Schotiss, cenando, y yo
estaba muy alterada porque N. empieza a hacérseme insustituible y no
quiero, me empieza a chupar la vida y la atención. Estar sola también es
curativo y necesario. Eduardo es como un puente de logos, no me altera.
Hemos estado (13 de octubre) en el Retiro, vimos el surtidor del Pa¬
lacio de Cristal, las ratas asomando el hocico en el regato, pasamos por
dos puentes de madera.
Necesito hablar continuamente de la narración, de por qué se narra.
Ayer Marta me decía que cuándo había estudiado yo las Jarchas. Pre¬
guntarle a uno «¿cuándo conociste a Romeo y Julieta, a Hamlet?» es
como preguntarle «¿cuándo conociste a Lupito?» o a Delibes. Origen de
la relación, asomarse a cómo son las relaciones humanas de unos con
otros, cómo han ido arraigándose y variando: lo que se pide es que el
que te lo cuenta te lo cuente bien.
Tengo que escribir una autobiografía de mi relación con los temas y
mi oscilación a la caza de ellos al tiempo que hablo de los temas mis¬
mos (la tabernera de Simancas me habló de la señora inglesa1... la rana

1. Se refiere a una investigadora inglesa que llegó a Simancas por unos meses, se quedó vi¬
viendo allí y un día, al entrar en el archivo, se desplomó muerta. (Nota de la editora.)

234
que estaba cantando debajo del agua). Todo acaba en las raíces esencia¬
les del conocer.
Mircea Eliade. La victoria del libro sobre la tradición oral. Cf. La
búsqueda de interlocutor. Si se hablara siempre bien no se escribiría, son
mis dudas ahora que empiezo a hablar bien. N. dice que son mucho
más ricas mis retahilas verdaderas que las del libro, el libro ha dejado de
interesarle. El tiempo de la obra literaria sobre la creencia religiosa se
empieza -me parece- a oscurecer, se quiere nuevamente religión, «libros
y papeles»... En los libros se queda todo frío.

13 de octubre

Qué otoño magnífico, qué bonita estaba la mañana sobre las casas de
Madrid desde las traseras de San Francisco el Grande esta mañana
cuando dejé el circular para ir a dejarle la lettre a N. en su buzón.
Los amigos como fuente de historias. Pero para que te la cuenten
bien los tienes que saber oír, tañer adecuadamente al amigo, sacarle su
acorde verdadero. Participación. Estamos en una era de inercia, de mo¬
dorra, de acidia, sentarse a ver laT.V., no rumiar, no participar, dormir
(«¡Despiértate, calicles!»). Pero se quiere que te llueva del cielo sin par¬
ticipación lo que sólo mediante la participación surge. C. busca destri¬
par la muñeca maravillosa que cree que hay en E. y en mí, pero es para
tener, para una mera posesión inerte de la que no partirá hacia nada.
Quiere ir sola a los sitios, descubrir zurcidoras, calles provincianas. Mi¬
metismo de estas actitudes cuando, por otra parte, se necesita que otro
ponga el contenido del discurso.
En el fondo una autobiografía es una vuelta a los orígenes. N. les pide
a sus alumnos que se la escriban más que para conocer sus vidas para co¬
nocer su capacidad de narrarlas.

15 de octubre

Para R. Si, queriendo que te amen e instando a ello, te presentas de la


forma menos amable tanto corporal como psíquicamente, en cierta ma¬
nera estás forzando al otro a que te ame a pesar de ello o sea con es¬
fuerzo y sacrificio y no en gracia de esa tendencia o atracción natural
que inclina a un ser hacia otro del que recibe placer y consuelo. La ge¬
nerosidad consiste en dar entrada fácilmente a aquellos de quienes se
pretende amor y alegría.

17 de octubre

No vivir para contarlo. Vivir y luego contarlo. Hay que aspirar a desa¬
costumbrarse de todo.

235
Historias que desembocan en mí, cada una es aparte, las une y con¬
cita el lugar, son el narrador-receptor de todas ellas. Mientras no me
muera atraeré historias.

18 de octubre. Morning. En el metro

Una señora enrollándose con otra, hablaban de un cóctel: «Y Rafael ha¬


blaba igual con los operarios de la SEAT que con los jefes, pero claro,
como ellos eso no lo entienden...». Y acompañaba con todo un desplie¬
gue de gestos y ojos el relato que llevaba un ritmo de mucha lentitud.
De repente llegan a la estación de la otra, su rostro toma la expresión
de la realidad, de la noticia: «Bueno, ya te lo contaré» (es la despedida
del recinto narrativo), «¡no te olvides de lo mío!».
Comunicación mecánica. Hablar por teléfono. (Sucedáneo. Exten¬
sión de este fenómeno. Deterioro del lenguaje por teléfono. Pobreza.) El
lenguaje en el seno de la presencia se enriquece, prolifera como en un
medio propicio. Al contar en un lenguaje escrito te falta algo esencial: la
mímica. La mímica debe ser acompasada, es como la música. Es como
bailar sin música.

Domingo 20 de octubre

He soñado con Zamora Vicente y me he despertado pensando una fra¬


se: «juegos de palabras' antiacadémicos», como si fuera mi línea en con¬
tra de la suya.
A veces, R., se hace fluida la penetración en un texto, da gozo y ale¬
gría entender, recibir algo de un libro. Estamos, lo queramos o no, en los
mismos pagos hace muchos años, enfrentándonos al lenguaje desde dife¬
rentes flancos. Es nuestra dedicación esencial, la que nos une, aunque nos
haga sufrir de diferente manera. ¡Qué poca sustancia le sacamos a esta po¬
sible unión, que pocos en el mundo han compartido! Podía ser tan alegre.
Me siento bendita de los cielos habiéndote podido cantar la semana.
Pensar lo que pueden haber tenido que ver la cartas con la historia;
la novela de las cartas, dice Barthes, es como la historia por análisis, ahí
se mezclan los géneros. Meditar bien esto.
La queimada anoche diez Olga fue bastante catártica. Me siento el
cuerpo bien, un cansancio relajado y gozoso, pero la mente muy en forma.
He ido con mamá al Ateneo. Luego he estado hora y pico paseando con
Gustavo por el corredor de arriba. Me ha dicho que yo capeo los tempo¬
rales a base de la vela de foque, que nada de ir por la vida a todo trapo con
la mayor y la cangreja, me he especializado en manejar hábil y callada¬
mente el foque.

236
El cuento de nunca acabar

(Asunto cuya solución se retarda indefinidamente.) Venir a cuento. Dé¬


jate de cuentos. Chisme. Noticia. Correveidile. Enredo, maraña, intriga,
historia, hablilla. Dar palabra.
¿Por qué la pereza de ponerse a escribir, aun cuando estés lleno de
ideas bulléndote? Es como un rechazo ante ese ademán inicial de pene¬
tración en el magma o caos.

Narración simultánea

Cuando todos aportan material al tema, como aquel día en casa de


N. Cuando se da bien es magnífico.
Es asomarse a un vacío pavoroso, a una oquedad mortal cuando
consideras que el «¿y tú qué hacías en ese tiempo?» dirigido a ciertos
amigos es igual que mirar las cuencas de una calavera porque ellos no
existían. La guerra española tiene una fascinación especial para N. por¬
que es historia entregada de boca de quien ahora, en cambio, está vi¬
viendo con el tiempo común, experiencias comunes. Pero mi ir al Insti¬
tuto entra en un tiempo en que él no respiraba, que podía no haber sido
concebido como ser.
Acoplamiento de las narraciones simultáneas. ¿Qué hacía yo mien¬
tras tanto? El mientras, el significativo mientras, símbolo del conjunto
de las interferencias múltiples, de lo que vive en torno y a la par de uno.
Espero demostrar, hacer bajar a los ojos de la gente, que todo es na¬
rración, que la gente es narración lograda o larvada o atropellada o
condenada o concluida o añorada.

Biblioteca Nacional, 21 de octubre

Las narraciones gratas y válidas son aquellas donde la carga de «yo» del
narrador no te sepulta y abruma, no te impide el desahogo preciso para
seguir asistiendo desde tu sitio a la narración (rollo filipino de R. esta
mañana).
Mi propio cuento de nunca acabar empezó cuando me bajó a los
ojos (ampliar) que la historia y la narración tienen mucho que ver, que
todo tiene que ver.
«... por calles que eran gentes de apellido compuesto», es decir que
el propio caminar y estar con los amigos y hablar e incorporar sus his¬
torias a las de los muertos (Martín Santos) y a las tuyas propias, era ma¬
terial de labor, que los libros (M. Santos me lo enseñó) están escritos

237
por gentes que vivieron. Y que de vivir a no vivir hay un paso, un azar.
Tal vez esto me lanzó a la historia a calentarla y habitarla. (¿Para dis¬
traer el calor excesivo que me concitaban mis narraciones reales, para
distanciarme? Tal vez.)

21 de octubre
Han cerrado Don Generoso

Nos entristece perder un objeto, una «prenda» (cf. «no le duelen pren¬
das») y no nos parece, en cambio, una catástrofe perder el relato de los
hechos que podrían contar la historia de ese objeto y de la presunta vin¬
culación afectiva a las personas que nos los dieron.

* * *

La descripción cuidadosa de una relación con el trabajo que se hace ya


es materia de cuento. El típico «vamos al grano» es absurdo porque el
grano no es nada. Al peso. Cantidad y Calidad.
De una buena novela no importa el color de los ojos del protago¬
nista o saber cuántas veces se acostó con su novia porque eso es noti¬
cia, argumento. Nadie se satisface con los «¿Qué es de tu vida?». Cabría
responder: «¿Me lo dices formalmente o como siempre? Porque si quie¬
res saber de verdad, prepárate a oír». Se prefiere que les digas cómo te
relacionas con la gente que conoces que no que les hables de esa gente
a base de descripción física. Con el trabajo igual: estoy escribiendo so¬
bre las dificultades de escribir, de contar, no es decir casi nada. A la gen¬
te le suele interesar más saber el paralelo del «¿de qué lo conoces?» o
sea «¿cómo se te ha ocurrido eso?». Y decir cómo se me ha ocurrido este
cuento de nunca acabar es lo que puede constituir el cuento mismo.
Cuántas veces me han preguntado los periodistas en estos años por los
móviles que me hacen elegir un tema (reunir las entrevistas que me han
hecho y pensar en eso), en este afán de tirar del hilo y volver al origen,
acercarse al taller del escritor.

La geografía narrativa

La ciudad es una geografía de narraciones, la esquina de Narváez con


Sainz de Baranda es un estrato sobre el que posteriormente se coloca Sainz
de Baranda esquina a Antonio Arias.
Siguiendo la geografía de la ciudad como hilo conductor, se estruc¬
turan nuestras nairaciones fragmentarias, desatendidas e internas, ger¬
men de enfermedad, humus de sueño. Si esto ocurre para mí, que náu¬
sea no significará para Ch., p. ej., volver ahora a Madrid, pisar lugares

238
que le evoquen cosas y desatender estos relatos que le ofrece esa geo¬
grafía, abortarlos, asesinarlos. Nos pasamos el día asesinando relatos
(cf. material desatendido del Cuaderno de todo n.° 3), rechazando la co¬
rona de orden que nos ofrecen, revolviéndolos con la mano en movi¬
miento histérico (un gurrubiño y al cubo*). Río revuelto.
Se trata como de una postura correcta del cuerpo frente a ellos, para
empezar, una actitud de buena voluntad, de empezar por ponerse bien
uno mismo (cf. con paletadas de material tiradas al orificio, montone¬
ras, no usar el machete), una postura realmente alerta y diligente. «Niño,
ponte bien» se le decía al escolar perezoso, y nuestro cuerpo es el esco¬
lar más perezoso que se conoce.
Todo esto lo escribo en un autobús rojo n.° 15 la tarde del 21 de oc¬
tubre, puesta de sol malva y gris, pasamos por la vera del Retiro, voy al
Ateneo, vengo de Nostramo.
Ya estamos en la Puerta de Alcalá, hay una luz rosa que me ilumina
este cuaderno, donde en vano vendré a buscar posteriormente la huella
de semejantes resplandores.
La Puerta de Alcalá me remite al estudio de Mampaso, porque lo veo
allí arriba. Mampaso estaba ayer en el Gijón a la hora del aperitivo del do¬
mingo. Yo conozco su juventud y él la mía. Geografía de Madrid, mi geo¬
grafía particular, sigo tus huellas.

21 de octubre. Ateneo

Leyendo Morfonovelística de Pérez Gallego

Dice: «En la vida cotidiana los sucesos se agolpan reiterados, contradic¬


torios, etc., pero es imposible transcribir ese método simultáneo de co¬
nocer la realidad que tiene el hombre». Sí, y es lo que desespera, es lo
que me venía desesperando antes en el autobús. Las relaciones de las
cosas unas con otras en la tarde de hoy están hechas de tantos relatos
desembocando en mí simultáneamente que no puedo transmitirlos.
«Toda novela es su íntima articulación.»
Empiezo por no estar de acuerdo con el tono doctoral con que ha¬
blan todos estos señores de los ensayos que llevo leídos sobre la narra¬
ción. Se tiene que contar de otra manera cómo se cuentan las cosas, no
usar clichés, no poner gráficos, no aguanto esta forma profesoral de es¬
cribir y reflexionar sobre un tema tan vivo. Lo disecan y congelan.
¿Quién puede leer con placer estos libros?

* Un gurrubiño y al cubo: expresión familiar referida al momento de desprenderse, mandar


a la basura, un objeto o a una acción que, al generalizar, pasó a designar los momentos de har¬
tazgo. (Nota de Ana Martín Caite.)

239
Hay narraciones que te fuerzan a entrar en ellas por el afán y el as¬
paviento y la exaltación con que son propuestas, te amedrentan y coac¬
cionan a escuchar. Otras te cautivan poco a poco por su contenido, sin
agresión alguna, desde un terreno apacible y sereno, seguro. Son mater¬
nales, se llegan a hacer querer esas voces, pero en la voz es en lo último
que te fijas, cuando la tienes ya grabada en el alma te fijas.
Cuentos infantiles. No hay tanto estímulo para contarle un cuento a
un niño como a un mayor. Lo que un adulto te devuelve es el aprecio,
la admiración, el refrendo de tu propia persona. Espejo. Por eso, a veces, se
puede tender a mentir, para ser apreciado por medio de las narraciones,
la construcción más personal que se tiene, por eso resulta intolerable
que te den un corte, que no te las admitan, que te encuentren pesado o
te pillen en mentira. Pero para el interlocutor verdaderamente entendi¬
do y vocacional eso debe ser una minucia indiferente. Cuentos chinos.
Hay dos terrenos, el de la vida práctica y el de la narración. En el
primero puede ser incómodo que nos metan mentiras. Pero los pagos
de la fantasía rigen ellos sus propias prescripciones y se erigen en ver¬
dad por autonomía y derechos propios, desde el momento en que con¬
siguen hacerse creíbles.
Los niños creen todo lo que les dicen sus padres, se romperían la
cara con quien se lo discutiera. Aquello de los reyes, por ejemplo, era
verdad, ellos lo habían visto. Junto a esto, en cambio, son muy capaces
de desvelar la mentira colectiva: ¡El rey va desnudo! Porque era una
mentira embaucadora, de tipo social y el niño no la admitía, era una com¬
ponenda, una coacción, no se la habían contado bien a él.
Engaño. Uno mismo es el más difícil de engañar por los propios
cuentos: neurosis cuando has engañado a los otros y no consigues creer¬
te tú tu propio personaje. Dorian Gray. Tanto adoban los cuentos para
otros que ellos se quedan al desnudo.
Cuestión de metodología. Nadar: llevar las manos por delante
para no tropezar. El que no se arriesga, no pasa la mar. Meterse. Es
inútil hacer ensayos de una corrida; hasta que no suenan los clarines
del paseíllo no se sabe nada. El toro es el papel o el amigo que escu¬
cha. Cuántas veces me ha pasado en la vida aquello de preparar una
entrevista: «le diré tal o cual». Es muy fructífero para reflexionar sobre
la narración comparar luego lo que se iba a decir con lo que en reali¬
dad se dijo, con lo que la circunstancia marcó: no se parecen en nada.

22 de octubre

Llevo varios años escribiendo este libro desde los autobuses, como esta
mañana, según voy a ver a Lozano después de poner las huellas para el
nuevo carnet de identidad, y el libro viene conmigo, al pasar por las es-

240
quinas de las calles ellas me cuentan su historia, «ahí estuvimos Olga y yo
tomando copas exóticas after R.» y en seguida cabría hablar de ellos, de
quién es cada uno. Este acordarse de los amigos por la calle puebla los via¬
jes y la calle, es muy fructífero, si alguien en ese momento te preguntara
«¿en qué vas pensando?» sería hacer un corte transversal y sociológico en
tu vida. Se debía siempre escribir así, al salto. Yo, por ejemplo, no podría
decir exactamente cuándo empecé a escribir este libro. Poner la pluma en
el papel es casi lo de menos. ¿Qué te traes entre manos ahora? Y no se pue¬
de, claro, explicar bien así de buenas a primeras. La narración ¿desde qué
punto de vista? Eso querría saber yo. Buscar, hurgar, estoy trabajando por
la calle. Pero a los que llevan programa previo se los toman más en serio.
Mejor no etiquetar tanto; la gente quiere que se le cuenten cosas sin
sacar tantas consecuencias. Las consecuencias ya las saca ella, las pre¬
fiere sacar ella. Se achucha demasiado al personal, hay que dejarle ca¬
pacidad de interpretación y de magia, de pensamiento ad libitum. Un
buen narrador no tiene que ser moralista.
Esos libros como el de Morfonovela no tienen fisuras, te cierran la
puerta en las narices para la participación, son libros de texto, en blo¬
que, no te tienden mano ninguna. Agobian, aunque a veces te hagan su¬
gerencias útiles, porque no te dan desahogo para que insertes tú las tu¬
yas. Hay que tender a escribir de otra manera menos definitiva, más
rota. Pero no decidirlo desde fuera, «voy a escribir así o asá» sino enten¬
der de otra manera la narración, usar lo que se piensa, ponerlo al uso.

Traducción

Ir traduciendo el pensamiento a otra armadura es incómodo. No se ex¬


plora al andar, el lenguaje no te brinda sus posibilidades. Se dicen irre¬
mediablemente cosas más convencionales, no saltan las trufas del hu¬
mor, de los trabalenguas, de los juegos de palabras. Un libro como la
Morfonovela daría igual que fuera una traducción. Hay que tender a ha¬
blar en otro tono, brindar pausas, oscurecer el hilo de seguridad, los se¬
guros aparentes son los más inseguros.

* #

La música como interrupción. Hay gente a quien le molesta oír música


cuando está hablando porque se ve forzado a atender a esa historia que
le cuenta la canción. Es como las conversaciones múltiples. Embrollan.
No se entienden. Hay que atender a uno por uno.

Con L.: la narración vacía. Aspavientos de los ejecutivos. Cuando él


era pequeño en el Instituto de Zamora envidiaba la relación de los mayo-

241
res por sus gestos ponderativos: «¿qué se estarán contando?». Pero luego
al crecer reconoció -porque no era papanatas- que no se estaban contan¬
do nada.

Mundos de los que me he quedado fuera. El primer comunismo. La


Real Academia. Los rizofítas. El Dickens. Y lo que menos te perdonan
es que te quedes fuera sin atacarlos, sin hacer tampoco profesión de
quedarte fuera ni levantar bandera de outsider sino por verdadera voca¬
ción, por atención a las narraciones que se producen en la calle, al aire,
a lo Aldecoa, por terror a lo monocorde, a lo embalsamado, no por odio a
la sociabilidad sino por amor a ella, por investigar de dónde cojean las
narraciones.

Ateneo, 22 de octubre

Leyendo Literatura y significación de Todorov

Hay una mezquina pijotería en desmontar, cosa por cosa, pieza por pie¬
za una novela y más diré: no sirve para nada. Es mejor ir a donde nos
lleve el vago olor de alguna de sus emanaciones mezcladas y conjuntas.
Es como pretender romper una muñeca para sacarle las tripas.
Yo en las cartas encontré un artificio de distanciamiento muy litera¬
rio y provechoso con aquello de la invención e introducción de perso¬
najes-soporte, el amigo a quien -mediante el desdoblamiento- se hacen
las confidencias relativas al otro, la madrina, etc. No hay que ser lineal:
puede lograrse esta diversión y la relación se enriquece. Se hace menos
agobiante y rígida la credibilidad. (Recuerdo que en momentos de mi
amistad con Nuria yo soñaba con poderle dar mi alma sin que su parte
física variara. Disfraz. Identidad. Literatura de gemelos tan antigua
como Plauto. Mr. Jeckill. La mujer de las dos caras. «Lo horrible es que
la voz no cambie.» Carmen de Icaza.) El desdoblamiento da un aire de
renuevo y de posibilidades a la relación.
«El texto escrito y sobre todo impreso no nos informa sobre su au¬
tor que, en principio, está ausente en el momento de la percepción.» Sí,
es un todo, no nos habla del proceso de esa enunciación. De ahí la in¬
triga que produce a algunos lectores, críticos o periodistas este proceso.

El cuento de nunca acabar


(Reflexiones sobre la narración)

Canciones donde se da este problema de contarle algo a alguien: «Dé¬


jame que te cuente, limeña». El odio contra otro que ha escuchado de¬
masiadas historias de uno provoca y desata el deseo de destrucción

242
de ese espejo que ya aburre porque se ha pretendido que no refleje más
versión que la nuestra, por avasallar neuróticamente con la exclusividad
de nuestra versión, por inseguridad, zozobra y miedo a los cuentos
ajenos.
En el ir con el cuento a otro tenemos una manga ancha tolerantísi¬
ma, siempre hay excusa. Ésa es la piedra de toque de lo sagrada que es
la narración egocéntrica. Te olvidas de que la casa tiene varios pisos y
gente que circula por ella y va con el cuento (nuestro) de un piso a otro,
poniéndole su granito de interpretación. Nosotros lo hacemos y nos pa¬
rece inconcebible que lo haga otro, ¿por qué?
Hay que saber oír en soledad y en secreto las historias antes de pre¬
tender contarlas o difundirlas.

Don Nicanor

El «a mí ese amigo o esa música no me dice nada» propio puede no ser


así para otra persona. Pero si a uno le dice algo verdaderamente, un ami¬
go no tiene por qué imponer esa versión a los demás. Se hace sólo en el
caso de que lo que te dice no lo oigas concentradamente ni tome arrai¬
go, sólo cuando el relato lo trasmutas tú en noticia por oírlo mal. Pue¬
des luego hablar —si lo has oído bien— de las cosas que te enseñó, pero
el amigo en caliente es intransferible, incapaz de cesión.
Predicadores: oídos sordos. Por un oído me entra y por otro me
sale. Yo ni caso. Hay una tendencia a no retener nada de lo que lleva un
tono persuasivo o admonitorio, se quieren -como se tiende al agua cla¬
ra, al amor verdadero- las narraciones gratuitas, intemporales, indesi-
nentes. No se pueden aguantar las monsergas, la carga intencional. El
caso límite era el del Sr. Chatelain cuando cerraba el aparato, el de la
gente que se va del teléfono.
Ofrezco esqueleto de cuento. En mi cuento se insertan los demás
cuentos: es lo que pasa. Percha de cuentos soy; me dejo colgar cuentos
como sombreros. Ya voy por la calle como si la calle fueran los archivos.
Unos amigos te mandan a otros, unos libros a otros, todo se engancha
y tiene relación, es realmente el cuento de nunca acabar, pero excitante,
estar metido en él, maravilloso.
En los últimos años no necesito ir al cine más que para que me eche
discursos sobre la narración, quiero gente que sepa arar y trastornar y
dar la vuelta a la redonda, esta manita que se esconda. Pun pin zarra-
macatín, la pega la mega pasó por aquí. «Se non é vero, é ben trovato.»
El cuadro de Lafuente, el cuento fue tan bien traído que ya no se nos
ocurre comprobarlo. Es el cuadro del padrino de Rafael. (Ésta es la
transposición que se suele hacer con elementos que tienen una base de
verdad. En todas las narraciones de los mentirosos se puede rastrear el

243
elemento de verdad del cual parten como punto de apoyo. Cuanto más
sola está una persona y más la huyen por rollista, más miente, necesita
esos rosetones o excrecencias barrocas, mitificar amigos, magnificar ac¬
titudes, brazos que tiende en busca de atención, lo fabuloso.)

23 de octubre

En Elkes con Eduardo. Hay ambientes que propician la conversación, el


relato y otros que no. Y no son muchas veces los más lujosos, los más
refinados, los que más cálidamente acogen y tiran de la lengua. A veces
una taberna de estación o un sitio como Casa Alberto o las antiguas ta¬
bernas de la calle de la Libertad obligan a suplir esa modestia del deco¬
rado con un lujo verbal que lo caliente. Lujo por fuera y miseria por
dentro. A la gente que lleva palabras que decir y ojos con que mirar le
importa menos escoger los ambientes, pocas veces tiende a decir esa
persona: «yo ahí no entro». Actualmente se hacen locales para arrebujar
a unas personas contra otras (el frío de Carrusel, vamos a Carrusel) y
ese nombre dicho en ronda, con familiaridad es un sucedáneo del calor
que uno querría poner en las cosas y no puede. La neurosis de buscar
locales a ciertas horas de la madrugada, de decir nombres de locales
con voz experta y enterada, los locales han llegado a hacerse como un
salvoconducto que vale para todo, ¿y qué vamos a pintar en Carrusel?
La gente que va está toda triste, gastada de no hablar y rebota de un lo¬
cal en otro con una sed a cada momento mayor de palabras, de relatos.
Todo lo más se consigue que alguien haga de estrella: «Lo pasamos fe¬
nómeno, Lulano cantó o contó tal cosa o estuvo estupendo». Afán com¬
pulsivo por decir que se ha pasado bien, pero ni siquiera ese que estuvo
estupendo lo pasó bien porque su palabra se estrellaba contra una masa
anónima de espectadores que rumiaban su soledad, que a lo sumo hu¬
bieran querido -si lo amaban- que Lulano hablase sólo para ellos o es¬
tar ellos en el lugar de la estrella.
La familiaridad colectiva. Fulano que a su vez conoce a Mengano,
que lo has podido ver en casa de B. y luego lo ves en casa de una seño¬
ra deV. y luego te enteras de que se acuesta con una actriz, y son rostros
circulantes, signos exteriores de una depresión, a los que sólo sabes que
has estrechado sucesivas veces la mano.
Y todos los amigos y todos del mismo caldo indiscriminado y con¬
fuso. En caldos así nace el «ligue». (Analizar el término y su desintegra¬
ción actual. Las postrimerías de la aventura. La falta de secreto, de men¬
saje cifrado. La endogamia caníbal y opresora. Nadie goza de verdad de
nada, todo se quiere notificar, no hay relato.)

244
Los cuentos desde fuera

Cuando uno te cuenta el desenlace de la historia que te dispones a vivir


le abofetearías. Quieres llegar tú a saber lo que te va a pasar, no que te
lo diga otro. En el fondo es siempre el mismo cuento, el del amor, pero
tú lo ves como cuento cuando lo analizas fríamente en otro. No se tole¬
ra que otros tengan cuentos o versiones del que, mediante el amor, ha
nacido para ti y sólo está escribiendo la historia que comparte contigo.
Ceguera y unilateralidad de estas versiones embriagadoras. Malas
pasadas de estos estados de embriaguez bajo cuyas consecuencias se ve
uno forzado a mantener narraciones insostenibles. Del sostenimiento
a ultranza (ante uno mismo y ante los demás), del fragmento de esta
versión que más te embellece y a cuya implicación no escapas, nacen
todas las contradicciones, mala fe y malos acomodos del alma, sus di¬
ficultades y escollos para producirse en libertad. El alma víctima y pri¬
sionera de sus narraciones. ¿Pues no decías que este tío era encan¬
tador? Lo inventas y luego tienes que desinventarlo. Frente a tus
versiones embriagadoras levanta el mundo el rigor despiadado de las
suyas.
Poner de acuerdo versiones. Nos pasamos la vida en este careo. «Yo
le había dicho que tal, no le voy a decir ahora que cual.» Defenderse o
defender a alguien. Guardar la cara. Eso no casa. Y surge la mentira. Pi¬
llarle a uno en un renuncio. Literatura de juicios: infinita gama policía¬
ca. ¿Quién estará engañando? ¿Quién tendrá la mona? El disimulo.
Aprendimos esta expresión de falsa inocencia en los engaños de los jue¬
gos de naipes. En toda narración hay siempre algo de engaño. Quien
cuenta bien, forzosamente exagera algo.
Las situaciones novelescas más ricas son aquellas en que los diver¬
sos círculos se van uniendo. Yo soy testigo de excepción de muchos de
esos momentos en que el relato de un grupo da un quiebro y el grupo
se empieza a disgregar en vertientes diversas.
Si le preguntas a una persona que si conoce a otra y te dice «sí», pue¬
des estar seguro de que las imágenes que guarda de ella componen un
relato que va a empezar a socavar los cimientos del tuyo. Y hay que ad¬
mitirlo. No decir: es mi teoría. Es mi amigo. ¿Puede seguir siendo tu
amigo con otros datos? Eso es lo que hay que ver. Y no rechazar los da¬
tos nuevos pero tampoco admitirlos ciegamente. Simplemente descubrir
la complejidad de ese ser que en un primer relato tendías a ver dema¬
siado lineal, para catalogarlo. ¡No! Relatos en perpetua rectificación. Lo
que se conoce a la primera y para siempre, eso no se conoce bien.

* * *

245
Ha cerrado Don Generoso y abre El Res frente a la casquería de la co¬
dorniz en jaula que la Torcí miraba con fascinación de niña. Ver desde
un recinto nuevo -local que podría uno haberse encontrado en una ca¬
lle londinense, en el seno de esa soledad y distanciamiento que pro¬
mueven la decoración, las voces amortiguadas y la música- una facha¬
da como la de la casquería es un raro choque entre lo objetivo y lo
subjetivo, entre lo intelectual y lo carnal.

■fc *

Cuando una cosa que viviste despreocupadamente, al recordarla te hace


llorar, es porque no te la contaste con atención, porque desperdiciaste
parte de su mensaje. Otras veces en la evocación, aun dentro del dolor,
hay la constancia de haber cogido al máximo la fugacidad y el tiempo
de aquel instante único. Los poetas suelen reflexionar sobre esto, «cuan¬
do me acuerde de esto...», dan una salida al tiempo.

24 de octubre

Dice Lawrence: «... la verdadera voluptuosidad radica en volver a re¬


presentar las viejas relaciones y en el mejor de los casos en obtener de
ella una suerte de alcohólico placer, ligeramente depravador». (Él se
refiere a representar gestos y ademanes sabidos con la misma perso¬
na, pero yo me refiero al volver a empezar, al intentar de nuevo, más
o menos, la misma historia con otras personas, el mismo cuento de
nunca acabar.)
Deformaciones temporales en el relato. Despistes. En la vida, para
conocer bien a una persona hay que dar muchas vueltas mentales, to¬
mar datos directos y de segunda mano que no siempre coinciden. «Es
que es muy difícil conocer a la gente», «Me ha dejado de piedra», «No
me esperaba eso de ella», etc., son frases que responden al afán por dar¬
le a las personas una interpretación unilateral, es decir por tomarlas al
pie de la letra. Sin comprender que su letra para nosotros la ha impro¬
visado al calor de la música de aquel día, al calor de unas miradas, de
un bullir determinado de su sangre que era verdad en aquel momento,
pero no la absoluta verdad, porque sólo hay la verdad fragmentaria de
las actitudes a que los humores del cuerpo nos someten.
). Valle-Inclán me dijo hace mucho tiempo de no sé quién: «Eso es lo
que dice él de sí mismo, y hasta puede que de tanto decirlo se lo crea,
pero no tengo por qué creérmelo yo. Yo creeré en lo que me vayan des¬
velando sus actitudes». También las buenas novelas no deben definir al
personaje sino llevar al lector por los intrincados y contradictorios veri¬
cuetos en que se ve metido, asomarle a las cosas distintas que hace para

246
que trate de conocer, sin juzgarla, su alma fragmentaria donde se espe¬
jan a cada momento estímulos diferentes.
Cada una de nuestras conversaciones en la vida puede invalidar y
contradecir en alguna medida a las demás. Pero no tenemos que fati¬
garnos por ofrecer una armonía del todo, divide y vencerás, debemos
pensar que todo es verdad a cada instante y en su contexto específico.
Desfase entre el orden cronológico de los acontecimientos escritos y
el orden de su sucesión en la novela. Contar cómo para enterarme real¬
mente de lo importante que era este artificio me tuve que topar con el
desorden verdadero de los papeles de Macanaz, con el tiempo llovido
sobre ellos que había condicionado esa dispersión y desorden para en¬
tender que nunca necesitaría ya en adelante, si volvía a la novela, envi¬
diar a los que hacían pinitos formales y novedosos, porque yo había pa¬
decido en mi sangre y en mi paciencia el proceso de papeles atados, esa
novela de la novela, que tanto se pugna luego por imitar con mejor o
peor fortuna. Porque de verdad no entendía nada, no me aclaraba,
como tantas veces pasa en la vida con la gente que te despista o se in¬
terfiere.
Las historias crían historia, llaman a engancharla. Las personas con
historia despiertan amor, curiosidad. La gente sin historia resulta sosa;
los que llevan historia marcada en la cara resultan interesantes. Esto es
una constante en toda la literatura, lo mismo en la mala, Rumbo al
Cairo va la dama, que en la buena, Hiroshima mon amour. La falta de
historia (Vavventura) es un tema literario que se basa en el hueco o va¬
ciado de lo otro, y de ahí el drama. Los seres ardidos son los que se
encuentran y se vacían uno en otro con más fuerza. La fuerza del tipo
batido y endurecido a base de historias que aún puede llegar a encan¬
dilarse al escuchar una nueva y querer soltar él las suyas: amor. Los du¬
ros del cine.

247
_


CUADERNO 12

Este Cuaderno de todo, con una llamativa portada de colores,


corresponde a una época de intenso trabajo
para El cuento de nunca acabar
(24 de octubre de 1974-1 de enero de 1975);
acopia fragmentos personales, reflexiones, apuntes de lecturas críticas
(Todorov, Félix Schwartzmann, Roland Barthes, Nicolás Leskov,
Alian Janik, Marthe Robert) y comentarios de novelas,
como El unicornio de Iris Murdoch.
24 de octubre de 1974

Para El cuento de nunca acabar

E l momento en que el narrador empieza a estar involucrado en la


historia que narra es el momento más delicado y clave de las bue¬
nas narraciones. Tiene que estar dando a entender con su mera existen¬
cia, con su latido para quien le escucha y de pronto se lo imagina im¬
plicado en la intriga aquella de alguna manera, que la versión aquella
no es objetiva y repetible sino única, versión exclusiva también de ese
momento en que se cuenta, de esa circunstancia que promueve el con¬
tarlo. El hablante está dando así la mano de una parte a la historia y de
otra al interlocutor a quien vincula de modo único e intransferible con
esa historia que también quizá sepan otros pero no de la misma mane¬
ra. «¿Tú cómo lo supiste?», «Pues verás, yo estaba en casa y me llamó
Fulano...», «Al enterarme en el coche de que se había estrellado N. con¬
tra las losas, no tomando pastillas», etc. La historia del momento del co¬
nocimiento, del acceso a la narración, lo eleva a uno al rango de cuasi
protagonista de ella. El momento en que las historias inciden en uno.
Uno es como un tronco al que inciden perennemente historias. El hom¬
bre, receptor de historias.

CHISME. Requiere una sucesión de escenas, un cambio de tiempos,


personas moviéndose (a modo de Frégoli) por ámbitos dispares. «La in¬
triga», diceTodorov, «sólo existe en el interior de una gran unidad de re¬
lato. El rasgo requerido es la existencia de relaciones con otros aconte¬
cimientos narrados».

PRURITO DE NARRACIÓN. Sin la necesidad de contarlo los tai¬


mados no podrían ser desenmascarados nunca. La imperfección de estos
personajes fuertes consiste en haber hecho posible la creación de la no¬
vela. El personaje heroico o embaucador que crean de sí mismos no les
glorifica como no tenga un cariz exhibitorio. Por la boca muere el pez.
«Un Valmont que no hubiera escrito cartas no habría podido ser desen¬
mascarado.»

251
La historia subyacente en toda novela es precisamente la de su crea¬
ción. (Todorov lo aplica sólo a Les liaisons pero es muy general.) El sen¬
tido último de Les liaisons es un discurso sobre la literatura. «La novela
tiende a atraemos a ella misma; y podemos decir que de hecho empieza
donde termina; pues la existencia misma de la novela es el último eslabón
de su intriga y allí donde termina la historia narrada, la historia de la vida,
allí exactamente comienza la historia narradora, la historia literaria.»
Un personaje se caracteriza exhaustivamente por sus relaciones con
los demás personajes. Se pueden reducir a tres estas relaciones: desear
(amor/odio), comunicar (confidencia/publicar un secreto), participar
(ayuda/oposición). Transformación, por ejemplo, de una relación de
confidencia en otra de amor. (Tengo un texto romántico muy importan¬
te en uno de mis viejos cuadernos sobre la gradación subrepticia del
amor, sobre el modo de como se infiltra.)
La insensibilidad con que se pasa de la amistad al amor es un tema
importantísimo en la literatura de todos los tiempos, y más emocionan¬
te cuanto más delatado e insensible el proceso. 7b fall in love. De pron¬
to, zas, darse cuenta y contárselo a uno mismo puede venir seguido o
no de dar cuenta, o sea de declarárselo al otro. Según que se siga el pri¬
mero o el segundo de los procedimientos el rumbo de la narración (y de
la vida) varía radicalmente. Del «yo sé esperar» al «ven, vamos ahora».
Son dos actitudes diametralmente opuestas, condicionan la mentalidad
de épocas diferentes.
La participación indica meterse, trasponer el círculo de espectador,
intervenir. Por ejemplo en los chismes: «Tú no te metas». El que no se
mete, pero mira, es el perfecto narrador, posee la clave de todo. Al na¬
rrador puro se le odia, se trata de meterlo a la liza.

NARRACIÓN VACÍA. La mayor parte de la gente, por voluntad de


dominio, se mete espontáneamente en cuantos más asuntos puede, me¬
jor. Pero no se mete bien ni de verdad, es decir se mete en plan noticia,
no en plan narración, rara vez se entera bien de las historias que le han
contado, carente del sentido de la narración no puede participar de su
elixir, se queda (y sólo constata la insatisfacción sin saber de dónde le
viene) su mero correveidile que imita a los enterados y hace gestos de
interés, en mero emisor de rumores.

VISIONES DE LA NARRACIÓN. El lector, al tiempo que percibe


los acontecimientos, percibe la percepción que tiene de ellos el que los
relata. «El artificio de presentar la historia a través de sus proyecciones
en la conciencia de un personaje es lo más moderno» (H. James).
El siglo de las luces exige que se diga la verdad. La novela posterior
se contentará con varias versiones del «parecer» sin pretender dar una
versión que sea la única verdadera.

252
LA VERDAD Y LA MENTIRA. Terminamos por experimentar los
sentimientos que fingimos (B. Constant). No hay ni pura mentira ni
pura verdad. Las palabras son mero trasunto alternativo de diferentes
estados de ánimo. Germaine no pide el amor, sino el lenguaje del amor,
lo cual, aunque parece que es pedir menos, es pedir mucho más. «Es
cuestión de palabras y no obstante.» (Revisar Bécquer.)

EL PESO DE LA PALABRA. No sé cómo se menosprecia el valor de


la palabra: «son palabras, qué más da». Todos los sentimientos están
configurados sobre palabras, y los sentimientos configuran, a su vez, los
comportamientos. Las palabras crían las cosas. Entre pensar una cosa y
decirla hay un abismo.

LA OPINIÓN PÚBLICA. Que otros sepan, interpreten, aireen el


propio yo, verlo reflejado en los otros. Si algo se sale de nosotros, nues¬
tra imagen se convierte en otra cosa. Escribir es hablar para la galería.
El diario excluye a la vida, es más opaco que ella.
El ser amado tras la consecución sólo es el mismo materialmente,
pero no simbólicamente. «Las palabras son a las cosas lo que el deseo
es al objeto del deseo.»

NOVELA, dice Lawrence, es mezcla de lo justo y de lo injusto, del


bien y del mal. Es un conjunto, da juego y vía libre a todas las cosas, a
la vida en sí y no a la inerte seguridad, al riesgo de cambiar, de sor¬
prender.
Las lecciones y reglas que se reciben en la infancia y sobre las cuales
se elabora la conducta son narraciones morales y su esquema puede se¬
guir actuando de fondo en nuestras propias narraciones, aun cuando sea
inconscientemente de modo perdurable. (Cf. Anita, sus cuentos de bue¬
nos y malos, por mucho que pretenda eximirlos de esa clasificación so
capa de humor. Fábulas morales, libros aquellos de florilegio de lecturas
que encerraban todas una moraleja, Corazón de De Amicis, el Juanito,
Heidi.)
Los cuentos repetidos pueden, como el amor habitual, causar placer,
no encanto. ¡Qué encanto, en cambio, una narración que nace para uno
solo, que la promueve uno, los galimatías tejidos al calor de una amistad!
Esos primeros descubrimientos lingüísticos en común.
Cuando tienes interés en ser creído, el lenguaje lo depuras y haces
convincente, todo depende del estímulo; esto se comprueba sobre todo
en el amor. Las frases de amor son, principalmente, el calor con que se
dicen, el empeño que se tiene en que sirvan para persuadir al otro de
nuestros sentimientos (cuya verdad está justamente en el deseo de ha¬
cerla pasar por tal y se engrandece a base de sucesivas formulaciones sin
eco ni respuesta definitiva). Cuando se alcanza el eco definitivo, la sal-

253
modia ha perdido su principal designio, el de vencer la resistencia ajena
a ser recibida. Ya, de entonces en adelante, sólo cabe la repetición de la
misma melodía que el otro y uno mismo se sabe de memoria. Poste¬
riormente este calor se repite al retratar esos sentimientos.
La palabra «protesta», arriesgada de pronunciar. «¿Cómo te atreves
a decirle eso a tu padre?» Atreverse a decir algo, atreverse a contradecir.
Hay, pues, un decir a contrapelo del habla inerte y habitual con la que
nos hacen asentir, vivir en babia, dar por buenas las palabras aprendi¬
das. Los contestatarios. Tener miedo a hablar. Para hablar, muchas ve¬
ces, hay que romper un freno social. Las verdades del barquero. «No le
hables así a tu padre.» Es el tono, la seguridad lo que implica el creci¬
miento.
Los aedas utilizan, en cambio, la palabra-narración, no la palabra-
acción; no amenazan con nada porque saben decir bien. Las sirenas son
como un aeda que no se interrumpe. Lleva a la muerte a los hombres
que lo escuchan, tal es la fuerza de su atractivo. El canto de las sirenas
ha de detenerse para que pueda aparecer un canto sobre las sirenas. Si
Ulises no hubiera escuchado a las sirenas o si hubiera perecido junto a
su roca, nosotros no habríamos conocido su canto, no nos habría sido
transmitido.

LA PALABRA FINGIDA. Los personajes se mienten unos a otros.


El narrador no nos miente. La palabra fingida se anuncia porque invo¬
ca la verdad: «me gusta hablar francamente», «yo en esto soy muy claro»,
etcétera, para espantar desconfianzas. Macanaz invocaba la verdad,
como los buenos abogados tramposos.
«La narración que trata de su propia creación no puede interrum¬
pirse nunca, si no es arbitrariamente, pues siempre queda una narración
por hacer: queda siempre por referir cómo ha podido surgir esta narra¬
ción que estamos leyendo y escribiendo.»
Lo contrario o una variante de Rashomon, la misma historia contada
por varios, sería la misma historia contada de diferentes modos a distin¬
tos interlocutores —Macanaz— que es lo que hacemos realmente todos a
lo largo de nuestra vida, sin tener que ser hipócritas por eso, selecciona¬
mos para el interlocutor, nos autocensuramos.

INERCIA. Cada paso hacia delante en la narración es internarse en


lo desconocido (como ocurre con las vidas auténticas donde se echa car¬
ne en el asador), es cuestionarse, a cada nuevo despertar, la dirección a
seguir, reemprender el movimiento, luchar por no caer en el magma de
la inercia, en el caos, cuesta siempre el mismo trabajo, reempezar, rein¬
ventar, desatender los raíles.

254
DOS PLANOS. La palabra no sirve para salvaguardar cosas sino para
destruirlas: al pronunciar una palabra revelamos la ausencia de las cosas.
No es una victoria de la literatura si lo que percibimos es una descripción
y no lo que está descrito.

REINTERPRETAR. Creerse, adherir a una historia o un comporta¬


miento (incluso propio) en una sola versión es hacerlo inmanente, fuen¬
te de recuerdo estático, no fuente de memoria feroz indagadora, pierde
su levadura. Yo no me aburro porque me paso la vida no manoseando
historias viejas sino contándomelas otra vez a la luz de una interpreta¬
ción diferente, relacionando una con otra, jugando con todas las posibi¬
lidades que siempre me siguen ofreciendo. El amor, la amistad es contár¬
telo, contarte la historia que promueve, cuando te aburre el relato, deja
de existir el vínculo vivo. Y se convierte en materia de reflexión, de rumia.

25 de octubre

Hoy empiezo a reflexionar sobre mis relaciones con N., por las cuales ya
no piso firme, que han dado un quiebro de lo estable o lo inestable, y em¬
piezan a no estar nada claras. Su juego no lo entiendo, empiezan a tener
algo que contarme, a convertirse ellas mismas en materia de investiga¬
ción. Pero para mejor investigar tengo que quedarme quieta, cazador há¬
bil, quieta, yo sé esperar, esperar siempre aun cuando haya dejado de ha¬
ber cosas que esperar, esperar siempre, no hay otro lema posible.

* * *

Cuando Adolphe retrasa la vuelta a casa para tener una explicación de¬
finitiva con Leonora, se siente liberado en ese tramo de tiempo que dura
su paseo solitario, es capaz de abrirse, por fin, a la contemplación de la
inmensidad, a pensamientos menos personales: «Mi alma», dice, «pare¬
cía alzarse sobre una degradación larga y vergonzosa.»

Las VERSIONES DE LOS DEMÁS sobre un caso para conocimien¬


to del cual nosotros creemos tener más datos nos irritan e intranquili¬
zan, es el rechazo a admitir versiones múltiples, «vinieron con cuentos a
Carmen de él», «Cuando me lo contaron sentí frío», pero sanean y com¬
pletan el cañamazo.

EGOCENTRISMO. Cuidamos de los relatos en que salimos no¬


sotros, queremos mejor revelar ésos, como las fotos en las cuales se nos
alcanza a ver en una esquina; poner nuestra rúbrica en los relatos: se mi¬
nimiza uno o se engrandece pero está allí, su rúbrica, participó en aquello.

255
Las HISTORIAS de familia intercambiadas como cromos entre las
gentes que se aman. ¡Qué importantes son las historias de familia! Es la
primera prenda de amor que se da al amigo íntimo, tema literario cien
por cien. Si me quieres entender, echa una mirada sobre mis orígenes:
Coria, Italia, Bilbao y la geografía viene en ayuda de la narración; algún
día iremos juntos a esos sitios que te describo. Te van echando un fardo
de imágenes, de lugares, tú, a tu vez, echas Ciudad Rodrigo, Piñor, una
puesta del sol entrevista entre visillos (cuento del niño que mira pasar a
la gente por la calle Mayor) y no sabes qué raíces echa en el otro; algún
día le habrás de reprochar «¿Pero ya no te acuerdas de aquello que te
conté?». Y cuando nacen hijos de carne y hueso revivirán estas historias
que habían empezado a marchitarse, quieren historias de más atrás, de
Cáceres, del baúl de las novelas de Marieta, cuéntame cosas de cuando
eras pequeña, ordénamelas.

La TRANSFORMACIÓN o conversión de Aurore Dupin me hace


pensar en la influencia de las lecturas. Unas veces les opones una espe¬
cie de muro, otras te bajan a los ojos y a la carne, deponen la resisten¬
cia y te penetran. Sólo las que te han penetrado se te encarnan no sabes
desde cuándo y forman el humus de tus opiniones, son tu segunda na¬
turaleza, carne de futuras narraciones. Cuando los periodistas te dicen
«¿qué lecturas le han influido a usted?» nunca te atreves a hablarle de
estos libros viejos que te han hecho llorar de niño y que te han hecho
amar lo irracional, la magia.

La PIEDAD infantil cuando no ha sido impuesta a la fuerza, cuando


surge por contraste con la apatía de las misas y es turbulenta y romántica
y se alimenta de textos directos, nos hace sentimos personajes de excep¬
ción: nos contamos esa historia de nuestra excepcionalidad a todas horas
(yo, para ayudarme a recordar mi rostro embellecido de piedad, me mira¬
ba en aquel espejito semicircular que se guardaba dentro de la carterita
roja de piel con su peine. A las horas de la ira lo abría. Ya había entendi¬
do oscuramente que sobre un gesto se puede configurar y rectificar todo
un humor). «Misticismo, comunicación directa con una voluntad divina
que ella encuentra en sí misma, tal será siempre su religión.»
¡Qué puesta de sol estoy viendo desde el circular (26 de octubre) por la
calle de Segovia abajo!

* *

El NARRADOR no debe tapar con su yo la narración ni tirar del lector,


el lector debe sentirse cómodo en la narración, dar libertad al compor¬
tamiento del lector es como dar libertad al amante (no me mires, no te
vayas, ¿qué estás pensando?)- Hay que lograr que no piense más que en

256
uno pero sin chantajes ni tiranías, dándole libertad de irse, se quedará,
volverá al murmullo discreto y acogedor de ese río sin rostro que es la
narración concentrada, que predica como para sí misma (cf. mi distrac¬
ción aparente en el parque pintando dibujitos en el suelo con un palo
paia atraer a los niños). Narrar como para sí, sin chillarle a la gente, sin
aganarle de las solapas, podrás quedarte sin oyentes, pero los que ven¬
gan, vendrán motu piopio. Se corre el peligro de que algunos se vayan
si no se les ata con las lianas de lo excesivo, lo rocambolesco y morbo¬
so, pero ¿para qué se quieren oyentes crucificados, cuya única idea fija
mientras te escuchan es la de escapar? El reino de la narración es el rei¬
no de la libertad. Si nadie escuchara por obligación, se escucharía me¬
jor, se sanearían las relaciones y las gentes cuidarían de sus narraciones
con más ahínco, no habría falsas satisfacciones de las que crían pus por
debajo, a nadie se escucharía por lástima.
Se le podría decir a la gente sin que fuera una ofensa: «cuéntalo me¬
jor», que es una de las frases más impensables, más difíciles de articular,
casi tanto como la de decirle a alguien «¡qué feo es usted!». Y sin em¬
bargo, qué gran favor nos hacen los oyentes apasionados -niños casi
siempre- que nos dan la prueba máxima de interés imaginable por
nuestras palabras cuando no las entienden bien y se enfadan y nos ur¬
gen a que se las expliquemos mejor. Desaparecería el falso interés, el po¬
ner cara de entendidos, de que se entiende siempre. Esto empieza ya en
clase: a los profesores siempre hay que hacer como que se les entiende,
se expliquen como se expliquen, cuenten el cuento como lo cuenten. Y
la coacción llega a ser tan grande que las clases se convierten en desin¬
terés, en aburrimiento y tormento. Deberían enseñarnos, desde niños, a
abominar de todo lo que aburre. Lo cual no quiere decir abominar de lo
trágico o de lo difícil o de lo profundo o de lo triste, sino de lo mal tra¬
ído, de lo mal contado.

Narración Tánatos

• narración de reproches
• narración de enfermedades (salmodia)
• narración de problemas por el mero hecho de enunciarlos, sin
quererlos trascender (no hay drenaje)
• narración de soberbia y enaltecimiento
• narración de fulminar juicios
• la narración-alud neurótica no admite controversia, te es arrojada
encima como un pedrisco que tienes que aceptar, es la mayor
ofensa para el interlocutor que se ve abrumado sin capacidad
para tender una mano.

257
Narración Eros

• narración que da alegría.

La gente languidece sin narraciones que exhibir. Pero lo malo es que


los seres extrovertidos solamente pueden acudir a la cantera de lo anec¬
dótico y sólo se satisfacen con el oyente polémico. En cuanto dejan de
pasar cosas alrededor por las cuales tomar partido, de dentro de ellos
mismos, de adornos de la realidad, de evasiones, de fantasías sin apo¬
yo, de asociaciones que enriquezcan y abran el campo del oyente, de
eso no pueden echar mano porque no lo tienen. Su arsenal es pura heme¬
roteca, no es archivo de memoria; van a lo inmediato y lo consumen
en cuanto lo tocan.

Renovación de espejos

Hacerse interesante para un nuevo ser amado mediante narraciones que


al otro le han empezado a aburrir. Éste es el primer síntoma de desliz.
Cuando George Sand casada se enamora de Aurélien de Léze empieza
a llevar para él un diario donde «relataba su infancia con una pizca de
esnobismo».
Un hombre con una narración apasionada de mujer pocas veces
sabe qué hacer, finge atenderla, pero se siente incómodo, son mares,
piélagos que no sabe dónde le pueden llevar, percibe -y con razón- el
precio que puede llegar a pagar por su atención a esas lágrimas y trata
de ponerse a salvo. La mujer es muy proclive a entregar su amor a quien
la escucha. Narración, prenda de amor que hay que agradecer (narra¬
ciones encomiásticas de la propia conducta desleal con otro: «lo he de¬
jado todo por ti», Anna Karenina, etc., narraciones de revisión, de reca¬
pitulación del propio sacrificio).
A veces una novela no «te entra». Sólo si estás en blanco, en com¬
pleta paz. Si tienes prurito de ebullición, se querrían narraciones prota¬
gonizadas por uno, aun cuando fueran menos convincentes y peor con¬
tadas que la que nos ofrece, por ejemplo, George Sand al contarnos su
vida. ¿Cuándo se aplacará en nosotros este afán de protagonizar? Lo te¬
nía tan atenuado ya en los tiempos del archivo, me alimentaba con tan¬
ta satisfacción de las historias de otros. Lograba hacerlas mías, ahora no.
Lograr hacer uno suya una historia ajena no sólo depende, en efecto, de
cómo esté contada, sino de disponibilidad de adherir a ese plano de lo
no inmediato, sustituir la vida propia por la narración, entrar en otra ór¬
bita. Siempre hay que dar un salto, se requiere un entrenamiento, aske-
sis, claro, el cuerpo tiende más bien a la inercia de dejarse llevar, a las
historias de pacotilla que te puede contar una noche de «hoja al viento»

258
Poi locales casuales, con gente casual, ¡no he perdido yo tiempo ni nada
buscando cualquier brizna de historieta folletinesca para echar a esa fie¬
ra sin paladar agazapada en mi carne! La historia que me contaban los
libros o mi propia memoria resultaba pálida, esforzada, frente al irse a
bailar a Carrusel. Y ahora mismo con qué gusto saldría (28 de octubre.
Lunes noche) a perderme por ahí buscando el sucedáneo de una com¬
pañía que ahora N. lepentina y cruelmente me niega. Pero de pronto me
doy cuenta de que están los libros, mis cuadernos de todo y de la canti¬
dad de cosas que estos nobles amigos me pueden contar, en contraste
con las vaciedades que podría depararme la compañía de cierta gente.
La última historia de amor que nos contamos a nosotros mismos es
siempre convincente. Las de los demás no lo son, nos parecen ridiculas,
de pacotilla. Les aplicamos el calificativo de inauténticas. Sólo el gra¬
do de entusiasmo con que nos asimos a esa tabla de esperanza les da
primacía sobre las historias ajenas o sobre las mismas muestras ante¬
riores. Desengaño; claro, porque el amor es engaño. Sacar la cabeza fue¬
ra de este engaño es respirar.

Félix Schwartzmann, Teoría de la expresión

«La unidad... entre mirar dentro de sí y contemplar el mundo, visiones en


las que se desdobla y conciba todo mirar profundo.» Enlace de lo mirado
con quien mira. En la experiencia zen silencio y elocuencia se identifican.
«Sagitario. El virtuosismo ético del arquero reside en acertar en el
blanco distante, apuntando a sí mismo... un hacer que implica un parti¬
cipar... Ausencia de esfuerzo = inmersión en el todo. Una tensión sin es¬
fuerzo da por resultado el disparo correcto. La unión del arco, el yo y el
blanco consumada por el adiestramiento mítico.»
«El lenguaje limita y empobrece las vivencias al expresarlas, pero si¬
multáneamente las perfilas, les presta fisonomía.» La interpretación ha¬
blada roza el campo de la falsedad.
«Cuando sentimientos desprovistos de referencias definidas ensom¬
brecen por entero la experiencia de la intimidad, se convierten en esta¬
dos angustiosos.» (Si no te has contado a ti mismo las cosas, luego se
las cuentas mal a los demás, sin orden. Es diferente cuando decides en¬
gañar que cuando engañas, malgré toi, compulsivamente, enredado tú
mismo en ese magma de ceguera y engaño.)
Pluralidad de irradiaciones significativas. La imagen del mundo es
urdida con los mil modos en que las cosas vistas remiten a significacio¬
nes que las trascienden. Es inseparable de la experiencia de lo real per¬
cibir significaciones que lo desbordan. Lo dado siempre refleja otras co¬
sas. ¿Qué querrá decir con eso? La gente te suele forzar, mediante sus
relatos amañados al efecto, a que interpretes como ellos.
Toda buena narración debe dar cabida a la espontaneidad de inter-

259
pretación. Los relatos son otras versiones de esas mil posibilidades de
trasver. Nunca un relato de una persona podrá ser igual al de otra. Por¬
que la articulación objeto-palabra admite infinitas formas, son innume¬
rables los tipos posibles de relación entre el signo y las cosas a que re¬
mite (juegos de palabras).
El otro («El semblante»). Acechamos, escrutamos la fisonomía de los
demás, percibimos sus alteraciones, pero no siempre sus motivos de
cambio. Nos tenemos que apoyar en sus relatos, tratando de descartar
la ganga que hay en ellos (p. ej. en el que ya sabemos que es mentiroso
o que se autoengaña, cribamos, etc.).
El lenguaje del rostro dándose de cachetes con lo que dice. «¿Qué te
pasa?», «A mí nada», «Sí, te lo noto en la cara», «¡No me mires la cara!».
Se taparía uno la cara, cabrea que te acechen. «Doble carácter de evi¬
dencia e indeterminación con que se perciben los signos de las disposi¬
ciones ajenas.» Perplejidad ante la pérdida de la identidad ajena: «me
está engañando». Búsqueda de la disposición interior del prójimo. Cre¬
dulidad y adhesión liberal a sus narraciones. «Pues me dijo...» (dice la
gente que no desconfía, que se toma al pie de la letra las palabras).
«A todo lo que un hombre deja ver», dice Nietzsche, «le debemos
preguntar qué es lo que quiere ocultar, de qué quiere desviar nuestra mi¬
rada.» Relaciones fantasmales penetradas del temor de ser conocidos.
Relatos distanciadores, de despiste, para desorientar al otro, po¬
nerlo lejos, sobre pistas falsas, quitárselo de encima. Se pueden acen¬
tuar las tristezas (cuando no quieres ser envidiado) o las alegrías (cuan¬
do no quieres ser compadecido), cuando no quieres, en suma, que el
otro interfiera en tu vida ni se mezcle en ella.

31 de octubre, mediodía, en el Gijón

Las charlas de grupo

¿De qué hablábamos entonces, a lo largo de nuestros paseos, de nues¬


tro (quedar) para luego, de tantas horas y horas como pasábamos jun¬
tos, como nos acompañábamos a recados? Comentarios de lo que se
ve, canciones, notas prácticas sobre el porvenir que no llega... Y hay
como una niebla. Sólo se destaca luego, en el recuerdo, un relato: «Y Al-
decoa contó...». Y con la narración, casi siempre, si la hizo bien, el sitio
donde la hizo. Rafael en las escalerillas de la Encarnación hablándome
de que su madre había tirado una cafetera, de Coria. Así se estructuran
los recuerdos, sobre las narraciones, a Marta le pasará igual.
Tener relaciones con una persona depende de darle o no credibili¬
dad y asentimiento a la historia que se monta con respecto a ella, es in¬
vención; con unas personas se cortan las historias, a otras, en cambio,

260
se les da pie a que surjan, se fomentan. Esto, en última instancia, de¬
pende de los gustos, preferencias y humores, pero el resultado es que
unas historias quedan y otras se abortan, las que se abortan no vale la
pena de contarlas, da rabia haberlas iniciado, se olvidan, la lupa se en¬
carniza sobre aquellas a las que se quiere dar relieve, todos los adornos
y cuidados son para ellas. Pero valen la pena igual unas historias que
otras (cuando parece que existe un vacío, aplícate a hacer bonitas otras
historias posibles que has despreciado).
El único problema está en dejar de creer en una historia que te pa¬
recía bonita o en creértela demasiado y que te empiece a hacer sufrir.
Ahí está el ten con ten. Se puede lograr el término medio, aunque es
difícil. Vale la pena que las historias no te despedacen. Hacerlas, man¬
dar y templar sobre ese material informe (mi baza de ahora -no lo pue¬
do olvidar- es el silencio).

En la narración buena se propicia una entrega al presente, a ese mo¬


mento infinito en que la narración se está produciendo (¡Cuántas veces,
en momentos de lucidez, aún dentro del goce de oír, se piensa: «¡que
dure mucho!», «¡cómo me voy a acordar luego!») y que a la vez es infi¬
nito porque arrastra recuerdos, estratos de tiempo remansado. Pero la
entrega al presente no es la entrega a la actualidad (a ese P. del que me
hablaba ayer fubi que estuvo en el proceso de Vigo del fraude del aceite
no le interesaba la actualidad del caso, la crónica que va a impactar, sino
el presente de esa crónica, su tiempo verdadero, lo que queda oculto
bajo sus repliegues). El verdadero presente del relato es intemporal, está
fuera de la prisa, fuera de la contraposición con el futuro, con la caduci¬
dad; a nadie que sea un narrador de verdad se le ocurre pensar ¿y esto
para qué lo cuento? No me oirán, será papel mojado, el propio veneno
de contarlo bien le embriaga y justifica, es un ámbito que no necesita
contraste alguno, le da placer y basta.
En puntas agudas, en muelles no puede descansar ninguna buena na¬
rración. Narración es sosiego, aunque discurra sobre temas turbulentos,
narración es intemporalidad, refugio, remanso, claustro. La actualidad
está hecha de muelles, en ella no se ve nada, no hay discriminación po¬
sible, los acontecimientos se salen de la narración y te saltan al cuello, te
lo oprimen, no se puede ver nada con tranquilidad cuando la curiosidad
que debe surgir insensible y gradualmente en el lector es sustituida por el
sobresalto, por la amenaza a ser disparado a otra postura que impide
toda inmanencia, todo congratularse con lo que se está viendo ahora. El
cine de violencia o de sexo te mete sin miramientos en el atolladero de
un argumento que no reflexiona sobre sí mismo, te neurotiza e intran¬
quiliza, se quiere que pase pronto lo que está pasando porque daña. Sus-

261
pense se confunde así con sobresalto. El buen suspense es el de «cuénta-
melo despacio, no me ahorres nada», en el buen suspense nada resulta
paja.

La paja de los textos

En los textos literarios hay que tender a que nada sea paja, a que no te
den ganas de saltarte páginas para ver cómo acaba, cada palabra debe
estar sabiamente y necesariamente colocada. Si yo veo que una persona
se está aburriendo de lo que cuento, corto, pero no por soberbia, sino
para tratar de rectificar y pensar en qué habrá consistido mi fallo. De
que otro no escuche siempre tiene la culpa el que habla.

•íí

Las versiones ajenas desencadenan el deseo de renuevo, «yo también


podía espejarme en esa historia» (don Nicanor) y suele pesarles a los
que no saben sacar historias de lo que tienen, eternos turistas de flor en
flor, no habitan sus historias ni las crían, huéspedes traicioneros de las
historias ajenas que no se asoman como espectador sino en las que se
montan como polizones.
La doble interpretación: el cuento que les estás contando a los demás
(«No, no me has ofendido», etc.), sobre todo si se basa en sentimientos,
contrasta muchas veces con el que, dolorosamente, estás elaborando para
ti, y que el otro puede adivinar si acecha tu expresión. No siempre las ver¬
siones son fieles a las expresiones, cuando se adecúan de verdad son los
momentos de éxtasis perfecto, basados en la elaboración de la perfecta
forma del relato, de donde dimana su credibilidad para ti y para el otro.

Los malentendidos

Por resentimiento o por orgullo la palabra se empaña, se niega a salir


con pureza; el que se ha sentido mal comprendido o interpretado re¬
nuncia a explicarse, a revisar su narración. En este caso se trataría de
adecuarla a la de los otros, a ver en qué coinciden y en qué no. Suele
ser, en todo caso, un pretexto que en el tondo se agradece para cambiar
de cuento, tomar distancia y retirarse a Irkutsk. Con el mismo interlo¬
cutor siempre al lado no se puede pensar en libertad ni inventar nue¬
vas historias. Te cohíbe. «Tengo un amigo que soy yo...» Sin poder ha¬
blar se está muy mal. Pero hablar es gastar lo almacenado; hay que
retirarse a reponer material.

262
Fe. Narración de ebriedad

El narrador entusiasta y lanzado al calor de sus invenciones y amaños


(en los que cree) cree también que el mundo real se deja modelar tan fá¬
cilmente como los mundos imaginarios. Narración-sueño. Don Quijote.
Los despertares son bruscos y crueles. Las transformaciones. Vado di la e
divento lupo (cf. la comunión y el hecho de prestar adhesión o esas trans¬
formaciones). En lo literario pasa igual, es cuestión de fe a lo inverosímil
tanto como a lo verosímil, depende del talento del embaucador, todo es
embauque.

Dar un corte

Cortar el rollo. Cortar equivale a recordarle al narrador cruelmente que se


está pasando el plazo, dar un aviso. Tiempo limitado. ¡Qué angustia en
los exámenes escritos mirar la hora, desarrollarlo en tanto tiempo, la hora
aprieta! Distribuir el tiempo (ver L’emploi du temps de Butor). Una hora es
mucho cuando no la acechas. Si la acechas, se te gasta enseguida.

4 de noviembre

Conversaciones de fardar. Enalteciendo el propio prestigio (por ejem¬


plo, mediante la ropa que se lleva, significativa de status. Este jersey,
aunque parece portugués, vo lo compré en Canarias hace mucho). La
ropa es material de logos, se tiende a contar la historia de las propias ro¬
pas («quiero mucho este jersey», etc.). Personalizar las ropas, conferirles
rostro es arroparse algo en su terminología, ampararse en sus significa¬
ciones. La ropa arropa no sólo materialmente, protege. Los disfraces,
los uniformes. El hábito sí hace al monje.

Atención y concentración

El monito se lamentaba anoche de que sus narraciones son imper¬


fectas. Da, en efecto, una sucesión de datos sin las aclaraciones cir¬
cunstanciales pertinentes para hacer visibles a los ojos del oyente los
nuevos elementos que va introduciendo, así que se queda atrás el
momento de su aparición enneblinado y cuando reaparece ese elemen¬
to se pregunta: «¿pero bueno, ése quién era?» y la desatención no está
por parte de quien escucha sino de quien habla. En las malas novelas
pasa igual, los personajes que se quedan grises y que dan ganas de sal¬
tar páginas a todo barullo no es porque sean grises a lo mejor en sí

263
mismos, sino porque están mal introducidos. La narración presidiaría
del monito constaba de elementos que en sí mismos podían ser apa¬
sionantes pero no contestaban al «¿y eso cuándo pasó?» ni al «¿y a ése
cuándo le conociste?» o «¿de qué le conocías?». No se le veía la cara a
nadie, no se aclaraban las relaciones entre nadie. Me aburrí como un
chino.

Me parece cada día más urgente hablar poniendo ejemplos, la jerga


científica no la soporto.

Crítica de libros

Mis cuadernos de todo surgieron cuando me vi en la necesidad de tras¬


ladar al papel los diálogos internos que mantenía con los autores de los
libros que leía, o sea convertir aquella conversación en sordina en algo
que realmente se produjera. Los libros te disparan a pensar. Debían
tener hojas en blanco entre medias para que el diálogo se hiciera
más vivo.
Este verano lo he visto bien claro y lo tengo apuntado por ahí, todas
las horas de El Boalo, de la enfermedad de papá, estaban jalonadas por
mis lecturas, Villalonga, Ayala, Galdós, la Yates, Lawrence, Umbral, unos
libros me llevaban a otros, y todos venían a mí, a hablarme en aquellas
horas de angustia y depresión. Pienso que también con los amigos de
este verano, Fabra, Giovanna, Nacho, Eduardo, he hablado sobre todo
de libros, o al menos ha sido partiendo de ideas que se debaten en los li¬
bros leídos como se ha llegado a una apasionada conversación o debate.

7 de noviembre. Ateneo

Cuando Gustavo dice a un interlocutor del que se quiere inhibir: «¿Es


posible?» está haciendo una jugada en falso porque aquél se enardece
más en los explicoteos, al calor de la sospecha de que pueda no haber¬
le entendido lo suficientemente bien.
Joaquín P. ha hablado de los odios verbales compulsivos contra de¬
terminado autor, que solamente aspiran a propagarse: proselitismo ver¬
bal. Mientras no se contagie a los demás la propia antipatía de opinio¬
nes, el hablante pensará que no ha logrado nada, pretende, por los
medios que sea, ver encenderse idéntico odio en la mirada de su inter¬
locutor.
R. escribe de una manera etimológicamente «antipática». La misma
dificultad que tiene para «padecer con» la tiene para imaginar el ansia con
que el interlocutor alarga la mano desesperadamente hacia sus escritos.

264
Y es muy significativo el hecho de que le moleste que le hablen de sus es¬
critos, en contraste con la importancia que les da —con respecto a su pro¬
pio criterio- y lo que los cuida y el brillo que les quiere sacar. Arroja sus
escritos desde una especie de olimpo, pero se niega a ver el rostro de nin¬
gún interlocutor ni a tenerlo cerca ni a enterarse de sus dificultades.

Vivir de cuentos ajenos. Que te cuenten los libros, las películas y tu pro¬
pia vida, que te cuenten, bueno, todo lo que quieran pero siempre y
cuando tengas tú un mosaico donde encajar el puzzle.
Ver en el diccionario: hablar y sus derivados. Ver cómo se desarrolla
este vocablo y todo el espectro que tiene.
Las novelas policíacas son interfungibles como ciertos amigos, que da
igual un amigo que otro. Las «indesinentes» son amigos insustituibles.

14 de noviembre

C. Cruz dice que se pasa las semanas imaginando lo que le va a decir a


Ángel cuando le vea y que le sale muy bien, pero que luego a su lado no
se le ocurre nada. Es como el ensayo de torear sin toro. Esto pasa, sobre
todo cuando el interlocutor no relaja, cuando despierta pasiones y su¬
pone un riesgo de algún tipo estar a su lado.

Lo que llama Barthes «los correlatos» es lo que yo llamo (partiendo del


resultado hacia atrás) «tirar del hilo». Tú estáte atento a este detalle na¬
rrativo que luego verás por qué se mete. Mejor dicho: no hace falta ad¬
vertir «tú estáte atento», sino que el propio texto te clave a atender, a sos¬
pechar que ese detalle no sale en vano. De esto, claro, puede abusarse.
Quién me iba a mí a decir cuando entré en aquella casa, etc. Son cosas
que cobran sentido a la luz de una revisión ulterior.
Las funciones (cuento popular-funcional) remiten a una operación;
los indicios a un significado (novela psicológica-indicial). Las funciones
cardinales son los momentos de riesgo del relato. Entre ellos hay zonas
de seguridad, descansos, lujos. Lo anotado aparece siempre al lector
como notable, por eso se despista cuando le cuentan algo mal, como
elemento inútil. «Pero bueno, ¿y ése por qué no vuelve a aparecer?» Tú
olvídate del del bigote. Estos seres de bigote son válidos (puestos a pro¬
pósito) en las novelas policíacas. En las otras sobran.
El problema para Barthes no consiste en analizar introspectivamen¬
te los motivos del narrador ni los efectos que la narración produce so-

265
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bre el lector (para mí, sí), sino en describir el código a través del cual se
otorga significado al narrador y al lector a lo largo del relato mismo.
Los signos del narrador («yo») y los signos del lector (al lector no se
le informa directamente sino subrepticiamente, sin decir propiamente
«tú», a través de informaciones irrelevantes para el narrador, que él ya te¬
nía que conocer y que si no se tratara de dar pistas al lector no las da¬
ría). Desde este punto de vista el lector es fundamental para estructurar
la narración y ordenarla, pues sin este motivo de estímulo, todo sería
magma. Recuerdo lo que me dijo Alfonso Guilarte: «Como si se lo con¬
taras a tu hija». Muchas veces, contándole una cosa a otro, cosa que ya
creíamos saber, nos sorprendemos al comprobar cuántas cosas -sabidas
pero inertes, mal ordenadas- se han aclarado para nosotros. Es también
la base del psicoanálisis. Espolear la pereza que en principio nos acon¬
seja dejar yacer revueltas las historias, confundirlas unas con otras en
ese cuarto de atrás oscuro y polvoriento donde las relegamos apenas.
Hoy escribir no es «contar», es «decir» que se cuenta. «Realizar en la
palabra un presente tan puro que todo el discurso se identifica con el
acto que lo crea» (p. 36). El autor no es el que inventa las más hermosas
historias sino el que maneja mejor el código cuyo uso comparte con los
oyentes.

15 de noviembre
Lo inefable

En frases como «no sé cómo decirte» puede quedar de manifiesto un he¬


cho: que lo poemático no se puede contar o se cuenta mal, que es lo que
necesita más participación por parte del lector (u oyente). Si se descon¬
fía de su atención o de sus disponibilidades de tiempo o similares, la
lengua se bloquea para acometer las dificultades que la expresión de lo
poemático comporta. Las cosas se deforman para contarla:? más depri-
sa, y esa deformación, al principio sólo expresiva, se propaga a su esen¬
cia misma destruyendo los matices poéticos que dan la especialidad y el
valor a la historia de que se trate. Una cosa mal contada, a otros o a uno
mismo, se acaba entendiendo peor y, lo que es más grave, no deja ras¬
tro, es como si no pasara, como si no se produjera.
«Resumir un poema», dice Barthes, «es dar su significado y la opera¬
ción es tan drástica que desvanece la identidad del poema» (resumidos,
los poemas líricos se reducen a los significativos amor y muerte).

Lo que te ha hecho sufrir tanto que ha llegado a destruir tu capacidad


de esperanza y de defensa, cae en una especie de pozo de donde ya nun-

268
ca lo querrás volver a sacar para contarlo. Hay experiencias que de puro
fuertes no enriquecen sino que empobrecen. La novela de la cárcel es di¬
fícil que la pueda contar un preso.
¿A quién se le habla de cosas que se han perdido, que han cambia¬
do tanto? ¿Para quién la nostalgia? El arte es nostalgia, pero ¿para
quién? A quien la comparte, le envenena. A las nuevas generaciones les
ilusiona lo antiguo pero de una manera falsa y superficial, estética. La
raíz de esa nostalgia que a uno le aguza a hablar es totalmente intrans¬
ferible.
El narrador es aquel a quien otros dejan sus fardos porque le ven
dispuesto a recogerlos: «Déjamelo a mí, yo guardaré tu memoria». Y el
nómada deja sus historias de preferencia en ese cuenco caliente (a veces
con un lazo de amor para él pasajero) y se vuelve a largar.

16 de noviembre

Hoy me ha enseñado mamá la casa de la calle de Churruca donde fue


vecina de la madre de Jardiel (ya muerta) y donde ésta a su vez cuidaba
a su madre enferma en las noches de verano mientras ella y mamá mi¬
raban el circo y ella descansaba de sus oposiciones de Magisterio. Mu¬
chas veces en la vida me había contado esta historia, pero nunca tan
«aquí y ahora» como esta tarde, ante el verdadero escenario. (Contar
cómo tardamos en encontrarlo, el tesón de ella para buscar la calle, lo
que había venido aportándome el paseo de melancolía, de tiempo futu¬
ro desplomándose sobre mí cuando algún día mamá -mi sostén princi¬
pal en la vida- se haya apagado, la preocupación de todos los seres dé¬
biles que redoblarán sus tentáculos de neurosis sobre mi equilibrio ya
tan amenazado, sobre mi soledad.) Fue una ceremonia encontrar la casa
y narrar delante de ella, como oficiando una misa, aquella historia ya sa¬
bida que cobraba otro significado frente a los miradores intactos. Luego
mi madre y yo nos separamos allí, absolutamente unidas y muy conso¬
ladas.

Nicolás Leskov, Le vagabond ensorcelé

«Reteñir Ehistoire qu’on nous raconte.» Cuando yo era niña y me leían


un libro para que hiciera un resumen estaba incómoda porque el desig¬
nio de aquella lectura me quitaba atención. Pero de ninguna historia de
las que oía contar en la cocina perdía detalle.
«On s’aperyoit que le travail scientifique ne peut pas étre reduit á son
résultat final: la fecondité véritable réside dans Eactivité par laquelle ce
travail s’actualise, dans ses contradictions inhérentes, ses impasses mé-
ritoires, ses degrés successifs d’élaboration.» Lo que caracteriza al «mé-

269
todo formal» es el deseo de crear una ciencia literaria autónoma a par¬
tir de las cualidades intrínsecas de los materiales literarios.

EL CHISME. Los chismosos son malos narradores. No se debe nun¬


ca contar más que lo que se ha oído bien. El chismoso no escucha, no
coge los matices ni las situaciones. Va al grano de la noticia, no quiere
contar sino informar y nunca se entera de nada, para repetir a modo de
papagayo algo cuya sustancia perseguida y añorada compulsivamente
nunca le alimentará. Los más encendidos noticiosos nada saben, nada
conservan para sí, vomitan sin digerir, ni un minuto son capaces de ru¬
miar un alimento.

«Tout le travail des écoles poétiques n’est plus que l’accumulation et


la révélation de nouveaux procédés pour disposer et élaborer le matériel
verbal, et il consiste beaucoup plus en la disposition des images qu’en
leur création.» Las imágenes se manejan, se tienen a mano, pero no se uti¬
lizan para pensar. Son lo de menos para el que escribe o habla, material
de trabajo, ornato. A mí me sale natural meter, por ejemplo, en una car¬
ta imágenes poéticas sin darme cuenta porque voy esencialmente tras la
pista de lo que quiero decir, pero luego me sorprendo al leerlo. Igual en
la conversación. Hoy, hablando con mamá, en el Casino, de El cuento de
nunca acaban, le he hablado de por qué tal vez le gustaba a E. P. oírme
hablar a mí y para aclarárselo, he montado sobre la marcha un paralelo
—que ahora recuerdo como eficaz y bonito— entre el buen conversador y
el torero. El conferenciante sabihondo te echa encima lo que sabe, se dice
de él «habla muy bien», pero no tiene en cuenta e ignora por completo el
toro que torea, es decir no juega con otro, le daría igual tener en frente
una pared. Al oyente, como al toro, hay que dejarlo venir, traerlo al pro¬
pio terreno, confiado, darle pausa, embarcarlo, saberlo hacer interesarse,
participar. Y de ese paralelo surgido sobre la marcha para que mamá me
entendiera en medio del mido del casino y para que depusiera su propia
distracción de mirar el ir y venir del camarero saqué, sin que ése fuera mi
propósito, cierta calidad literaria a la narración (17 de noviembre).

18 de noviembre

No he salido de casa porque la Torcí está enferma (gripe). Debo buscar


siempre dentro de mí. No atender a las ideas que sobre mi propia ima¬
gen o situación tengan los otros. Últimamente oscilo, tiendo peligrosa¬
mente a este vaivén de tener en cuenta lo que dirán los demás. Tengo
que volver a recobrar mi soberanía en mi autonomía. Sólo así puedo ser
dulce y elemente con los otros, no necesitando más que de mis propias
energías, acostumbrándome a no contar con otra cosa, a no lamentar-

270
me de la falta de otros apoyos ni de mi soledad ni de nada. Siguiendo
adelante con las fuerzas que tengo, esas fuerzas se acrecentarán. En la li¬
bertad pura no se puede crear pus, porque nada se juzga ni se pide ni se
espera; sólo se quiere emitir para quien sea. No quiero hacer recuentos,
no quiero pasar la vista sobre lo que me deben, no, ríen de ríen, je ne
regrette ríen, adelante. «Y fue compasivo para el ciervo y el cazador...»
Tengo que volver a tratar a R. lo mejor que pueda y sepa. Hay muchas
cosas que todavía puedo hacer por R., aún podemos ir en el mismo tren
a veces. Esta casa ha sido de los dos durante diecisiete años, y la Torcí
está ahí como prueba irrefutable, como vigía. No me dejes nunca del
todo, memoria de lo que me trajo hasta aquí, pero sin abrumarme, se¬
renamente. Aprender de mamá cuando miraba ayer los balcones de la
calle de Churruca.
Pensar en lo que soy, por ejemplo, para Alicia y Marta cuando les re¬
meto la cama. Quedarme más en casa. Las vidas de los demás no son
las mías. Pero ésta sí. Anoche estaba sola. Hoy duermen mis niñas ahí
al lado, las he acostado a las dos. Y les gusta.
No se puede dejar de tener tratos con el propio cuerpo. Ahí radica
la inextirpable turbación. Que no cabe decirle: «anda, olvídate de mí de
una vez para siempre».

20 de noviembre. En el cuarto de Marta,


haciéndole compañía poi'que está mala. After eating

De pronto, en esta luz lluviosa y nublada de la sobremesa, me he dado


cuenta de que el empleo del tiempo depende exclusivamente de la fe,
del entusiasmo que ponemos en las labores con que llenarlo, y del re¬
lato que nos hagamos de ese tiempo. Y también cosa de luz. La luz y el
tiempo. He pensado en cómo habría podido idealizar yo desde Sala¬
manca la tarde pasada por aquella niña de Cabreiroá en su casa de Ma¬
drid, en cómo me contaba yo esas tardes (influencia de Celia madreci-
ta también), en cómo se imagina y se cuenta uno desde fuera la vida
trepidante de los interiores (mirar desde fuera bailar en el casino, o
«cuando yo sea mayor y vaya a tal sitio», las esperanzas para el futuro
desde los umbrales de la adolescencia) y ahora que estoy instalada en
esta tarde de hoy, en aquel futuro (cf. mi cuento «Variaciones sobre un
tema»: «soy aquella que soñé» y lo que decía Eulalia: «sin imaginar la
envidia que la gente que entraba en el drugstore no era capaz de pa¬
sarlo bien», etc.), ¿qué hago de él? ¿Por qué no encender esta tarde,
amueblarla, llenarla de orden y concierto, como en aquellas tardes de
hace tres inviernos cuando estaban poniendo la Ferroli y Marta, Alicia
y yo nos refugiábamos al calor del cuarto de delante, cada una con su
brasero a los pies y yo era feliz porque se lo podía contar a P, y eso ha-

271
cía vivos mis propósitos, los ponía en ebullición? Se necesita, sí, al¬
guien que te haga creer en tus propios propósitos, que te los apuntale,
«toma mi brazo y que suba la yedra por aquí», lo que yo hice con P. fue
el brazo para su yedra, «eres mi estructura, mi geometría, me convier¬
tes en proyecto», tengo que buscarme un brazo para mi yedra.

23 de noviembre

Leyendo La Viena de Wittgenstein de Alian Janik. Lo que ha matado a to¬


dos los pensadores, Kant incluido, es el prurito o pretensión de analizar
si lo que hacen o piensan está incluido en la antropología, en la lin¬
güística, en la epistemología o en qué. Se autoclasifican, según piensan,
siempre en la misma cuestión de las etiquetas. Yo estudio esta tempora¬
da consciente de ir por un bosque, pero no me asusta ese bosque, me
produce curiosidad y a veces cierta risa. Digamos cada cual lo nuestro
y a nuestra manera, no sé por qué esa manía o preocupación previa de
sentirnos embarazados por el casillero que nos tocará en suerte, es
como no poder respirar acordándonos de imaginar el nicho donde van
a enterrarnos.
La búsqueda de la verdad está en contra de su posesión. La verdad
especulativa se opone al estado de devenir que es la persona existente.
El cristianismo tiene sus raíces en la verdad subjetiva, lo mató la pre¬
tensión de ser expresado en términos especulativos, lo congeló la apo¬
logética. (Recordar mis náuseas ante esa disciplina de la que nada en¬
tendía contra la riqueza narrativa de las parábolas: «Bajaba un hombre
de Jerusalén a Jericó...» y lo escenificaba don Luis porque allí cabía in¬
terpretación, talento visual y a la palabra de Cristo se adhería la creen¬
cia, se calentaba y revivía la adhesión, el cuarto a espadas propio, y el
mío a través del cuadro que don Luis pintaba, vi un camino con su po¬
llino y sus ladrones más plásticamente que en el cine.)
Los libros que dicen en el prólogo lo que pretenden son como per¬
sonas que te destripan una película. Aparte de que para mí meterme en
un libro (a escribirlo) es ir sabiendo poco a poco lo que voy a decir y
cómo lo voy a decir. Espero que los lectores participen de este viaje.
(Pienso lo absurdo que sería hacer un resumen previo de un relato oral.)

26 de noviembre. En el tren al Escorial


Leyendo Novela de los orígenes y orígenes de la novela

Una señora, a mi lado, hablando de un santo de la hija de un primo y no


habla ni un momento de si lo pasaron bien o mal, sólo de los safaris de los
transportes, de cómo les mandaron recado, etc., de la conmemoración mis-

272
ma, nada, se da por supuesto que fue aburridísima, de las consecuencias,
de cómo los pantalones se les habían empapado, etc.: «a las doce o así sal¬
dríamos, desde las Rozas una niebla, digo vete despacio, que no veíamos
pero nada, le digo a Andrés, yo voy a echar mi paraguas y él, no, que va¬
mos en coche, pasaban los coches, digo nos van a poner».
«Para el idioma corriente», dice Marthe Robert, «arte de narrar y
mentira están tan estrechamente unidos que parecen confundirse en la
misma reprobación.» «Es un cuentista», dice, en efecto, el pueblo llano
de un tío que se explica bien y hace colar sus narraciones como verídi¬
cas. O también «tiene mucho cuento».
Las primeras fantasías del niño actualizan siempre deseos. Bergai1
(«Luego venían dos náufragos.Tú y yo los cuidábamos...»). Ella no sólo
lo inventaba sino que me daba permiso para cuidar a su hermano. En
aquella primera expresión literaria, la isla de Bergai, se cocieron muchas
de las características del amor-secreto, del viaje imaginario, que luego se
me ordenaban en «el cuarto de atrás».
En el sentido que da Marthe Robert al término «urdidor de novelas»,
hay personajes absolutamente novelescos, pero no tanto por la vida que
hacen sino por la que imaginan que hacen y por sus capacidades para
hacerla creer.

29 de noviembre

Meditar en la fórmula de resumen con que suele uno darle a los amigos
el trasunto de lo que está escribiendo. Tal vez en estos resúmenes orales
esté implícito el «érase una vez» que tanto luchamos por camuflar y que,
según Marthe Robert «la novela deja siempre sobreentendido cuando
cree derrochar más artificio en reinventarlo».
La ejemplaridad de los sufrimientos vencidos es uno de los leitmotiv
de todo relato oral esmaltado de ejemplificaciones de conducta. «...Y
que vale mejor una dicha pagada con llanto.» Yo o cualquiera solemos
contar cosas de nuestras vidas a medida que vienen a cuento para ilus¬
trar (con una vanidad más o menos subrepticia, índice por otra parte del
arte este tangarse) cualquier teoría o filosofía de interpretación de la
vida o rectora de la conducta. «A mí me da pena de Fulano»; el narrador
moralista finge tener corazón muy tierno siempre proclive a ver al pró¬
jimo en un abatimiento del que será incapaz de levantarse. En los rela¬
tos sobre las penas de los demás y sus conflictos nos gusta sentirnos
águilas, dioses compasivos e incontaminados. Es un ámbito de refugio,
de éxtasis, el de la narración. Cuántas veces, recién apagada nuestra a
veces penetrante y lúcida tanto como fría, acerada y cruel disección so-

1. Bergai, isla inventada por Carmen Martín Gaite y una amiga en sus juegos infantiles. El nom¬
bre de la isla es un apócope de dos apellidos, el de su amiga y el suyo. (Nota de la editora.)

273
brevolando la miseria ajena caemos encenagados y obtusos en nuestro
sempiterno revolcadero de opacidad. Ver la paja en el ojo ajeno y no ver
la viga en el propio quiere decir, sobre todo, que la paja del ojo ajeno
está analizada, penetrada y elaborada a partir de la exasperación que
produce la ceguera a que nos condena esa viga propia.
«El cuento», dice M. R., «sólo se interesa por los seres inacabados.»
Esto me parece muy interesante. Lo tocaba yo en mis reflexiones sobre
los cuentos de Aldecoa y ahora lucho con Angelino y Luis Sanz para me¬
terles en la cabeza que Parada y fonda debe tener una estructura de
cuento. «¿Ah, pero se ha acabado ya?» Pues sí, mis libros siempre se
concluyen sin acabar. El happy end anula el cuento. Lo otro, «retahilas»,
da ilusión de continuidad. Dureza frente a la adversidad.
El héroe del cuento es un superdotado pero aspira «como meta de su
trabajo a convertirse en uno de tantos». Cuando el cuento se amplía y se
convierte en novela la contradicción le viene al héroe de que su lucidez
y reflexión le impiden creerse que sería feliz convirtiéndose en uno de
tantos pues aspira a la excepcionalidad, a los reinos a que le hace acce¬
der esa reflexión a la que no puede ni quiere renunciar y que tantas ve¬
ces -cf. Pavese- le llevará al suicidio.
Lo lejos que están los anhelos, ensoñaciones y juegos infantiles de
un cumplimiento social. Recuerdo aquello de médico, sastre, soldado,
príncipe, en la lista de oficios que atribuíamos a nuestro prometido, qué
poco tenía que ver con su cometido real. Luego, en cambio, después de
la guerra vinieron juegos de dinero y de bancos.
La función de conjuro de la narración. Nunca acabar. Que dure mu¬
cho. No acabes nunca. «Yo nunca quiero llegar pronto...» Anular el tiem¬
po. Conjurar sus fronteras, su prisión («Pero les queda mucho por con¬
tar», decía Marta de Retahilas, «¿verdad que sí?»). Habitarlo. Narrar es,
pues, conjurar el tiempo, abrigarse de él, de su intemperie, encender la
hoguera de la palabra intemporal, sosegada, indesinente, cuidadosa.
M. R. hablando de Cervantes: «... en medio de la falsificación de su
vida, tenía o podía tener la triste ventaja de la imparcialidad». «Son los
relatos intercalados en el texto los que, en la epopeya del niño expósito,
representan el paso furtivo de lo novelesco prohibido.» Pienso en lo de
ser espectador y vivir, en lo que han sido para mí en la vida las historias
de los otros, en cómo me las he sabido anexionar, incorporar a la mía,
condicionando, cercando y hasta incluso creando la mía, que sin ellas
no habría tenido ni sangre ni color.). Benet me dijo hace pocos días que
de repente me meto yo en Eulalia y J. Marías, en tiempos, que estaba yo
diseminada por todos mis personajes, tangada, repartida. Lo que para
Juan era más bien reprobable, para Marías era símbolo de un depurado
arte. Nacho, en cambio, me decía que contara ya de una vez sin miedo
y definitivamente lo mío, la historia de mi terraza, pero lo mío ni es pu¬
ramente mío ni existe como tal.

274
Lo inefable: «¿Cómo transmitir mediante la palabra los pensamien¬
tos de gigante que hacen encorvarse a las frases cual poderosa mano ha¬
ciendo estallar el guante que la cubre?» (Flaubert, Mémoires d’un fou).

Novela originaria

Mariana Sánchez vivía libre en una buhardilla cerca del río (influencia
de Carmen Laforet). Me acuerdo (como si lo hubiera visto) del color de
las tardes que ella veía. Río de premonición, amor y renuncia.

1 de diciembre. Ateneo

M. McLuhan, La Galaxia Gutenberg

La palabra es «deidad momentánea», revelación (Cassirer). Siempre


muestra la marca de su prístina fugacidad y libertad.
Dar palabra. Las actitudes de lealtad y similares se corresponden, en
esencia, a ese atenerse a la palabra, con la palabra se da promesa de co¬
herencia. Del dicho al hecho va mucho trecho, dice el refrán. Porque real¬
mente hay una escisión, acabó por no ser causativa por sí misma de la
conducta. «Por el mismo proceso mediante el cual segrega el hombre de
su ser el hilo del lenguaje, queda aprisionado en su tela; y cada lenguaje
traza un círculo mágico en torno a las gentes que lo hablan, un círculo del
que no es posible escapar sino penetrando en otro» (W. von Humboldt).
«Si se está contando una historia acerca de dos hombres a un públi¬
co africano y uno de ellos ha terminado su papel y desaparece... el pú¬
blico necesita saber qué es lo que ocurre con él; no acepta el hecho sim¬
ple de que el personaje ha terminado su misión y ha dejado de ser
interesante en la narración.» Olvídate del del bigote. Tenía que desapa¬
recer de un modo natural. «¿Qué fue de Fulano?», «¿Y ése no va a vol¬
ver a salir?», se pregunta de un personaje que te ha sido simpático.

Ateneo, 2 de diciembre

El episodio. Irrelevante por otra parte -del chisme de C.- me hace lan¬
zar un rotundo «ya está bien» y volverme tajantemente al mundo de la
concentración, a la caverna del «niño expósito». Hoy he estado con Lo¬
zano. Dice que ningún español se está tres horas sentado leyendo con
atención un libro y que al que lo hace se le puede dar por asegurado un
recinto y un punto de vista diferentes de los habituales. Yo eso ya lo sa¬
bía, pero en los últimos años, muchos avatares arguméntales me han he-

275
cho infravalorar este refugio tan largo tiempo habitado y tan trabajosa¬
mente elaborado y defendido. Hoy me siento bien, instalada en una ol¬
vidada serenidad, en una certeza muy grata de que ésta es la más aco¬
gedora morada de cuantas puedo escoger. Me he perdido persiguiendo
lo que desprecio. Desde ella recupero a amigos como Lozano. ¡Qué bien
sienta el Fernet Branca! Y me puedo sentir hermana, aun cuando nunca
llegara a cambiar la palabra con ellos, de seres apacibles y reflexivos,
como este chico pálido de las gafas que se sienta enfrente de mí (otras
veces al lado), autosufíciente, distante, romántico, distraído. Atardecer
encima de las chimeneas y yo lo veo desde mi pupitre 128, y estoy sere¬
na y hasta puedo decir que alegre. Vuelvo a mi Galaxia Gutenberg.
Me doy cuenta de que estoy en una posición privilegiada: puedo
cada día con mayor facilidad acceder a la letra escrita (basta con poner¬
se a ello) pero ni me asusta ni me fascina demasiado. La gente que es¬
cribe libros de ensayo está demasiado inmersa en el caldo Gutenberg,
con respecto al cual yo adopto una postura de ingenuidad aristocrática
y maliciosa. Me ha ayudado la Torcí; por una parte me he alimentado
de ello pero siempre he tenido a mano gasolina de vida que me ha dado
marcha sin atraparme ni esclavizarme del todo, simplemente la porción
suficiente para lubrificar la otra visión, para sanearla de una bobalico-
nería mágica, para inyectar vida a lo muerto e inalterable, para romper¬
lo y fragmentarlo y rectificarlo y maltratarlo indefinidamente, de donde se¬
guirle confiriendo vigencia. Entre esos fragmentos (que tampoco —¡ojo!—
son basura ni cascote) me instalo ahora nuevamente, complacida y des¬
tilando una sabiduría escéptica de que antes (vivencialmente) carecía y
que cuesta años de lágrimas, de zozobra y de agonía.
Hoy, hablándole a Lozano de El cuento..., me he dado cuenta de que no
pretendo elucubrar ni hacer teoría de nada, sólo contar lo que hay que con¬
tar, en el mío y en el de los otros. Si quisiera elaborar una teoría coherente
y correcta como la de Marthe Robert, material tendría ya más que de sobra.
Pero no quiero poseer la verdad ni quedar encima de nadie ni agotar hasta
lo exhaustivo unas metáforas que amurallen el libre fluir de la realidad na¬
rrativa viva circundante. El logos de la narración no es mío ni de nadie, es
un río -se lo dije a P. Sorozábal- donde cualquiera puede inclinarse a beber.

La perennidad de los juegos y de los relatos entre los niños. Es cu¬


riosa su tendencia innata a la repetición, a la costumbre. Tradición oral.
Cf. mi recuerdo de los estrechos, fue como poder esmaltar en una tela
nueva un trozo de terciopelo sacado de un arca familiar. Perpetuar histo¬
rias que significaron mucho en tiempos de hambre o de inquisición es lo
que hacemos, inadvertidamente, cuando usamos refranes.

276
14 de diciembre

Empezando El unicornio (después de leer Luis Sanz el segundo trata¬


miento laborioso de mi guión). Cama temprano, ¡qué gozo! Ayer bingo
y zapatos verdes. Es volver a respirar, salir de un trabajo ajustado y me¬
ticuloso. Me parece que vuelven, ya libremente, a cercarme las mareas
de El cuento de nunca acabar. Antes, after visita frustrada a Nostramo,
venía por el paseo de Doctor Esquerdo pensando en Aldecoa, en Alfon¬
so y en Rafael y, en nombre de sus tres transmutaciones, cantaba yo sola
noche adelante aquello de «alcohol tiene una hache y la hache es una sil-
bita», y se me caían las lágrimas.
¡Qué bonito principio tiene El unicornio! Y en su mismo principio
trae engastada la clave de por qué empieza así, de por qué muchas no¬
velas empiezan con una llegada. Le dice el señor Scottow, cuando van
en el coche, a Marian Taylor, hablando del paisaje que ella acaba de mi¬
rar y por eso existe para Scottow y para el lector: «Claro que es hermo¬
so. Me temo que yo ya estoy demasiado acostumbrado y recibimos muy
pocas visitas para verlo con ojos nuevos» (cf. lo que le decía yo a J. Be-
net cuando venía a nuestra cocina).

Papel viejo de primeros de octubre:


... A veces me puede volver a pasar, por otras entradas secretas, lo
mismo que me pasaba en tiempo de T. Guilarte (adonde, por cierto, vuel¬
vo tal vez mañana) que me fascina sesgadamente y casi diría como mi¬
rando un abismo, la paz de que puede llegarse a gozar entre cuatro pare¬
des, oyendo música al anochecer, mientras otra persona lee y de vez en
cuando levanta la cabeza para hacer comentarios amistosos, la paz se
convierte en el mayor peligro, en el mayor atractivo, un incentivo del que
mejor será olvidarse (en aquellos tiempos porque la vida y el oficio me
llamaban a otras cosas, hoy porque soy escéptica y porque es tarde) pero
en todo caso sé que la paz sólo puede gozarse desde un ponerla en cues¬
tión, desde un «la miro y la habito pero no me quedo para siempre en
ella, sus falaces argumentos no me han de enredar». Y sin embargo ¡qué
reposo, qué dulzura compartirla así con alguien que acaricia iguales me¬
tas, que duda de lo elemental, que conoce los atolladeros!

Novela de informes contradictorios a través de los cuales el viajero se


va enterando de algo del lugar. Nada. El perro de Baskerville. El balneario.
En Un aventurero del xvm y su criado el viajero es el lector de esos pape¬
les, de esos informes contradictorios. Adecuación a la realidad: «una vez
en su presencia tenía que pasar por la angustia de convertir este cariño en
un hecho».

277
1 de enero de 1975

«Te llamo para comentar.» Narración empantanada de comentarios sobre


hechos recién ocurridos. Suele ser telefónica y de señoras (cf. Ritmo lento).
El humor de abogado está hecho de esa mezcla de seguridad perso¬
nal (triunfalismo) y clemencia por el caso del oprimido, de un querer
que no se note demasiado la trampa de la propia postura. La palabra ha
de creerse panacea infalible y, en conciencia, no se puede ver así, ve¬
hículo puro de justicia. (¿Quién se toma al pie de la letra las cosas?)
Y entra la dosis precisa de cinismo, el bienquedismo, has estado muy
brillante. Recuerdo cuánto irritó a Rogelio mi cuento «La conciencia
tranquila». Si te pones así, no puedes vivir. Macanaces y Gramscis hay
pocos, claro, y estorban sus figuras extremadas, límite, que nos impiden
sentirnos a gusto en la convención.
«El rapsoda», dice Ortega, «a diferencia del poeta moderno, no vive
aquejado por el ansia de originalidad.» Su papel queda reducido a la es¬
crupulosidad de un artífice. «En la novela actual no nos interesa tanto lo
descrito como su descripción.» En la obra de imaginación o poética es
lo narrado lo que interesa.
Cuento: la reviviscencia de algo que reclama su derecho a no ser ol¬
vidado. El que siente esta llamada acuciante que le hace a revivir la his¬
toria (como acontecimiento) la reconstruye como historia narrada,
como narración, se erige en narrador. ¿Por qué? Tal vez porque piensa
en su final como voz, como ser vivo y en el legado de sus ojos, nota que
ha sido testigo y lo asume, le empiezan a dar voces las historias que
sólo él recuerda de una determinada manera y de la misma única ma¬
nera las puede guisar.
La cotidianidad y la historia. «Cuando lo tenía no me daba cuenta»,
«Quién me iba a mí a decir...», etc. El tiempo pasa de forma leve.
«¿Quién ha vivido, amor, dentro de mí, mientras se deslizaban estos
días azules y redondos?» Falta de concentración y de atención. Hay que
tender a que el presente sea más agudamente percibido.

Dice Roberto que cuando no entiendes el idioma en un viaje descansas


más porque el demonio de las asociaciones duerme. Ves. No interpretas.
Esa segunda vía interpretativa libresca y habitual se queda en sordina.

Voy apagando unas historias con otras, como puntas de cigarros sucesivas.

278
CUADERNO 13

Tanto por su aspecto exterior como por su contenido,


este cuaderno rojo, de tapas duras, escrito con buena letra,
ocupa un lugar eminente en la serie: es un cuaderno «de limpio»,
que abarca un amplio intervalo de tiempo (1974-1982) y atesora
varios proyectos literarios. El manuscrito se abre con un fragmento
para Pesquisa personal y nos permite seguir el proceso que hace derivar
esta novela hacia lo prodigioso de La Reina de las Nieves, como se ve
en una nota del 21/9/1974. En este Cuaderno de todo muy especial,
rico de dibujos, Carmen Martín Gaite practica, además, un grato ejercicio
de amanuense, es decir la copia «amplificada» de apuntes viejos,
y ensarta reflexiones sobre la narración, comentarios de lecturas
(Torrente Ballester, Oscar Tacca, Bataille), notas para El cuarto de atrás
(o Entrevista imaginaria,), Bajo el mismo techo (Fragmentos de interior)
y capítulos de El cuento de nunca acabar (o Neverending tale),
de los que se ha seleccionado una muestra. En las últimas páginas,
se afirma un prepotente deseo de ver la vida como espectáculo,
sin dejarse atrapar por «los demonios».
*
Lina pesquisa personal

Para Lewis Carroll

H e dado muchas vueltas al bolígrafo entre los dedos antes de deci¬


dir qué palabra pondría la primera para iniciar este relato, o lo
que vaya a ser. Ya me he visto otras veces en una situación semejante, se¬
gún miraba al bolígrafo lo pensaba, es un respeto por la letra escrita que
debe venir de aquella manía escolar de los cuadernos de limpio. No se
atreve uno a hollar el papel como si lo que queda escrito fuera más de¬
finitivo que lo que se habla o comprometiera más. Cuando se habla, se
pueden decir las mayores tonterías y quedarse uno contento, hasta creer
que le ha comunicado algo a los demás, sobre todo si sus rostros refle¬
jan aquiescencia. La gente le envalentona a uno con su falta de crítica.
Pero ¿por qué un pedazo de papel que después puede romperse ha
de intimidar más que el rostro de otra persona? No lo he entendido
nunca.
Han debido transcurrir quizá dos horas desde que me metí aquí y
cerré la puerta con cerrojo; de hoy no pasa, hoy es distinto de otras ve¬
ces, y aunque no estoy seguro de qué veces eran ésas, no me hace falta
recordarlas con nitidez para saber que el móvil era diferente, se debía
tratar de un propósito más o menos literario; hoy no, hoy el romper a
decir lo que sea me parece cosa de vida o muerte, casi solamente se des¬
taca la sensación de urgencia. Pero esa sensación, aunque acuciante, re¬
sulta insuficiente y más bien casi estorba con vistas a ordenar y aclarar
mis ideas, caso de que las tenga, acerca de algo, que es lo que está por
dilucidar precisamente. En este lapso de tiempo en que he estado mi¬
rando el papel sin poner nada, aparte de las interferencias que me ha
acarreado la digresión esa sobre los cuadernos en limpio (escenas cuya
acción fragmentaria y confusa se desarrollaba en un aula encristalada
donde probablemente habré asistido a clase alguna vez y en una habi¬
tación con camilla de tapete rojo y tragaluz a unos tejados, sabe Dios en
qué ciudad sería), el resto ha estado presidido por una sola imagen a
la que deliberadamente me he aferrado, como único dato originario y
posible clave de mi necesidad de ponerme a escribir esta tarde, es una

281
imagen nítida y de una pureza extrema, aunque también desvinculada
de cualquier otro argumento y al parecer exenta de contenido: flores
moradas.
Estas dos palabras, «flores moradas», las tengo apuntadas en el pa¬
quete de pitillos ya vacío que venía fumando esta tarde en el tren con
bolígrafo rojo, propiedad de un viajero gordo que estaba haciendo un
crucigrama y no las quería volver a mencionar hasta no haber sido ca¬
paz de desentrañar su importancia. Antes las escribí en rojo y ahora en
negro, porque este bolígrafo escribe negro.
Es un bolígrafo barato; se lo he pedido prestado en el piso de abajo
a una de las muchas personas que pululan por esta casa grande donde
al parecer vivo o tengo que vivir por no sé cuánto tiempo, un muchacho
rubio de pelo rizado, creo que familiar mío, primo o cuñado según he
podido oír, a pesar de mi escaso interés por enterarme de nada que me
distraiga y aleje de la pista de las flores moradas.
Es lo único que me importa y me obsesiona, lo que me ha traído a
este cuchitril deshabitado, nadando, como un náufrago al que sólo
orienta y da fuerzas su instinto de conservación, contra la corriente ad¬
versa de una serie de rostros ora alborozados ora perplejos que trataban
de ofrecerme diversos objetos o bebidas y de retenerme con un rosa¬
rio de frases que no tenían en su banalidad nada que ver con el misterio
de las flores moradas; o incluso querían llamar mi atención por medio de
la música porque algunos tocaban instrumentos musicales; y en mi
desesperado afán por ganar esta orilla, he llegado a tener que emplear
una dialéctica violenta y al final incluso hasta grosera con quien más
empeñadamente entorpecía mis brazadas, la chica pecosa que estaba a
esperarme en la estación cuya cara me suena mucho y que debe ser mi
mujer o algo por el estilo.
Ella estaba empeñada en que le hablara de unos papeles de tipo no¬
tarial que posiblemente traeré por algún lado, pero no le ha molestado
tanto mi mutismo o mis evasivas como mi insistencia en preguntarle, en
cuanto entramos aquí, por algún cuarto aislado, silencioso y con cerro¬
jo; se ha lamentado de que le pida eso como a la camarera de un hotel,
como si esto fuera un hotel, de donde deduzco que no lo debe ser, y lo
del cerrojo ha sido ya el inri para ella, dice que lo bueno de aquí es que
todas las puertas estén abiertas y que no haya asuntos privados, que ése
ts el mayor encanto de una comuna y que yo mismo lo he dicho así mu¬
chas veces. Luego, ante mi terquedad, hemos salido a un patio y me ha
acompañado por una escalera hasta este cuartito donde estoy, pero más
bien me acompañaba para seguir discutiendo diversas cuestiones que
no he sido capaz de concentrarme para abarcar, no producía la impre¬
sión de irme sirviendo de lazarillo y lo he achacado a que seguramente
da por supuesto que yo conozco bien los recovecos de esta casa, como
posiblemente ocurra en realidad.

282
Lo cierto es que hemos llegado aquí y que ella se ha quedado apo¬
yada en el quicio de la puerta, sin cejar en sus monsergas desplegadas
en un abanico de tonos que abarcaban desde el sonrosado del arrullo al
gris acerado del insulto, hasta que le he pedido con la mayor frialdad
posible que abandonara aquella postura que si bien contribuía a realzar
el encanto de su escote, me estaba impidiendo cerrar la puerta, manio¬
bra indispensable para poder quedarme solo. Lo cual ha provocado por
su parte una serie de reproches lacrimosos encomiando la ilusión con
que esperaba mi regreso y tratando de hacer llegar a mi ánimo la consi¬
deración de que, si me encierro, soy capaz de no abrirle luego la puerta
aunque ella luego me lo pida y de quedarme a dormir aquí; yo le he re¬
plicado que no podré dormir aquí porque no hay cama, pero ese ra¬
zonamiento no ha parecido convencerla, incluso se ha reído con una
evidente, aunque desmañada, intención de sarcasmo y a través de la
sonrisa se me ha hecho patente por vez primera la expresión estólida
y convencional de su rostro de labios carnosos y ojos redondos y muy
claros.
-Sí, sí, como si a ti te detuviera eso, como si fuera la primera vez en
tu vida que duermes en el suelo; vamos, si serás cínico.
Si ella dice que he dormido en el suelo ya más veces, será verdad, yo
no lo sé, no me acuerdo de nada, que me deje en paz, se lo digo al final
ya chillando y empujándola sin contemplaciones: «¡Vete, déjame en paz,
Carola!». Se llama Carola, pero es un nombre que nada me dice, que
nada tiene que ver con lo que pretendo elucidar.
Cuando, por fin, se ha ido y me ha dejado solo, he sacado del bol¬
sillo un bloc que cogí antes de encima de una mesita: tiene apuntados
en la primera hoja iniciales y números, rastros sin duda de haber lleva¬
do el tanteo de algún juego. He arrancado esa hoja y he visto que lo de¬
más está en blanco; es un bloc pequeño, cuadriculado, mañana com¬
praré un cuaderno mejor porque éste lo voy a llenar enseguida y además
me obliga a escribir con una letra demasiado menuda, yo la debo tener
mayor habitualmente porque noto que me tengo que esforzar para apro¬
vechar el espacio; además al principio, en ese lapso de tiempo que estu¬
ve sin decidirme a arrancar, probé el bolígrafo para ver si escribía y, des¬
de luego, me salió una letra más grande. Puse Diego Alvar, ése es mi
nombre; me gusta, y la firma también.

Ha pasado cerca de un mes, qué raro me parece. A lo largo de todo este


tiempo, mi única contribución a la pesquisa, que con tanta urgencia ini¬
cié la noche de mi viaje, ha sido pasar a limpio aquellas notas que tomé
en el cuadernito cuadriculado. Ahora están copiadas con muy buena le¬
tra en otro grande de tapas rojas que compré al día siguiente, creo que

283
al copiarlo añadí ciertas correcciones; pero volvemos a lo mismo, a lo
de los cuadernos de limpio, es una tarea que entorpece el pensamiento
y lo despoja; hay una complacencia por ver las palabras arregladitas y
claras, pero es como si imponiéndoles ese orden ficticio, se las hiciera
pasar a un museo de cera, pierden la sangre. Yo este cuaderno rojo lo he
tenido escondido celosamente en un cajón todo este tiempo y muchas
veces lo cogía y lo miraba, pero hasta hoy no me he determinado a rea¬
nudarlo, y de sobra veo que se quedó truncado y empantanado en lo
fundamental. El hecho de haber puesto en limpio aquellas notas me jus¬
tifica de momento pero me hizo perder la sensación de urgencia y,
como consecuencia, el hilo de la pesquisa.
Ahora sólo soy capaz de recordar que aquello de las flores moradas
tiene relación con un sueño que tuve en el tren, viniendo. Era un sueño
cargado y tortuoso del que no me ha quedado absolutamente ninguna
imagen; pero sé que al despertarme de él había perdido cualquier tipo
de referencia y ni siquiera reconocía aquel recinto como vagón de un
tren, así que mucho menos podía saber por qué viajaba en él ni adon¬
de me dirigía; y en medio de aquella sensación tan intensa de extrañe-
za que ningún objeto de los que abarcaba mi vista era capaz de quebrar
miré por la ventanilla y vi una ladera primaveral cuajada de flores mo¬
radas, supongo que serían matas de cantueso. Y aquello de repente era
lo único que significaba algo muy importante, todo mi ser se encabritó
de esperanza como abriéndose de forma intuitiva pero segura a un
mensaje adecuado al propio grupo sanguíneo dirigido al cerebro, al
tacto, al olfato, a las papilas gustativas y a los deseos y recuerdos más
escondidos, era como tomar tierra en las flores moradas, resucitar, oír
una música que me iba y me consolaba, era lo mío, me quedé con los
ojos ávidamente prendidos de aquella ladera ondulada a la que suce¬
dió otra, y otia, interrumpidas a veces y vueltas a surgir durante un
buen rato generosamente, demorándose al cabo en tramos de arbole¬
das oscuras de arroyos, de cercas, de caseríos, escaseando luego poco a
poco, hasta que por fin todo mi organismo se quedó definitivamente
a oscuras en aquel vagón sin aire, avizorando ya en vano la ventanilla,
reducido a la angustia de evocar aquellas oleadas de color malva y de
intentar desentrañar su significado. En aquella situación de orfandad
llegué aquí y bajo los efectos de la alteración padecida escribí las notas
que anteceden.
Sí, sí, lo nuevo lo he sabido muy bien, me lo he aprendido perfecta¬
mente: ya están aquí las coordenadas. Pero de eso no voy a hablar.
Forma detallada de hacer el amor con C. En lo otro que añoro ha¬
bía una zozobra, unos amaneceres con zozobra.

284
Novela

Todo lo que sé de ti a través del amor: de tu expulsión de todos los pa¬


raísos durante tu infancia. Explicar, de paso, por qué el amor-nada es el
único que puede dar esta percepción. Meter el antirrelato.

LA?0 Ol bcdb^Cui _
Toy íÁjCL ÜL olJa dii
C-UVl C _ ~b\sy (^J (Áo
(aAA-Áj) 0^ ^t5^- o ¿7\
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/Jo 0 trO/) ; 'J-'fydLo le ? Q/U-l cütJt/


Cl Jtty'OLü^ ctoJL Oua^s^t: dJJ>„ ~Z¿l ¿d-u. JJoJúí^
'<$< JtbcLú^ //ó hCíA &ÁToS' QÍla^cua.J¿: tu
/ uJ~t¿AA. Cl ¿L . ~v )CpJLt CúLi f ajj-ktcoo, Lúr
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La. tuja*, k (3¿>wa\

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285
Estoy trasvasando a este cuaderno esta tarde (26 de julio de 1974) vie¬
jos apuntes que me pueden servir para El cuarto de atrás o Pesquisa per¬
sonal, a ver si me vuelve, con el proceso embrionario que llevaba cada
una de estas ideas en mi mente, el deseo de continuarlas fundidas. Es¬
toy en el cuarto del banco de madera, con la ventana abierta. Hace mu¬
cho calor. Me he cortado el pelo con las tijeras grandes. Nacho me dice
que le tengo que terminar una novela para diciembre. Estoy alegre, ha¬
ciendo cara al verano con ánimos, después de la interrupción «tánatos»
de El Boalo y de haber acabado el Ega de Queiroz para los Nostramo.
Cuando salgan en mis apuntes viejos dibujitos graciosos, los pienso
pegar. Mira qué silla:

yjf fUoiaZsz
p ' '[yOtsO fp. - £ -yt/ú.

y ¿"Le? ¿2- ¿l /¿i ¿yLt^' X


'

Vy y^iciújncCL ,, süu alo

286
La madre puede reaparecer como leitmotiv. (Filia mía muy querida,
aman, aman, aman, no te vayas a la mar...) y siempre de forma intempo¬
ral y mágica, sugiriendo las raíces de manera aparentemente intempestiva
y anacrónica con el conjunto -en instantes eróticos, por ejemplo- no
como reproche sino como algo que a la vez te ha traído a > (meiga).
(Aunque es un poco otra cosa me complace compararlo con el acier¬
to de Le voci della sera, cuando piensa Elsa: «Si mi madre se hubiera po¬
dido imaginar que yo aquella misma tarde había estado en via Gorizia,
con ese Tomasino del que ella hablaba».)
Madre, posible pasmo. Espectadora. Prolongar su vida en aquello,
desde mi equilibrio por el que ha pagado y sacrificado el derecho al pla¬
cer. (Es curioso, pienso más en mi relación con Marieta que en la de la
Torci conmigo. Pero tal vez sería literariamente rico ahondar en la se¬
gunda vía.)

Posibilidades a partir de ahora:


• novela rosa
• periódicos de posguerra
• Romanticismo
• Vidal y Villalba y otros cuentos de archivo
• Cuadernos de todo

El cuarto de atrás
Clave de sombra • ¿Pesquisa?
Antirrelato

Peter Pan
Cuentos chinos
Don Nicanor

Mis relaciones con diferente gente y lo que me enseñó cada uno. Los
problemas de la narración.

Para Pesquisa personal

La tengo que levantar, dirigir, estructurar y dibujar a ella, y yo necesito


a alguien que me lleve a mí, aunque me molesta decirlo. Eso se ve.
(Me toman por un pequeño genio. Plasta ahora se ve que había go¬
zado con esa figura de espantajo. El hijo riccioluto de mi hermana.)
Tal vez alguna vez he tenido a ese ser. Todas mis indagaciones deben
ir por ese lado. Ella no, en sus palabras remite a la imagen divina que
otras veces debo haberle presentado de mí, se queja de que no la man¬
tenga, esa imagen la fascina. Y a mí me halaga una parte de mi ser que

287
está desmayada y muerta, pero aletea medio embalsamada, como si la
vistieran para sacarla a saludar al balcón.
(En Le voci della sera, Tomasino le dice a Elsa: «Ya he empezado a
enterrar mis ideas». «¿Desde que me has conocido?» «Sí.»)
Película en común. Dinero. Se habla de dinero. A lo largo y a tra¬
vés de las cosas que digo y hago en el día nada se asienta ni roza el te¬
rreno de la verdad. Luego, cuando me quedo solo, tengo miedo de
bajar con mi candil al sótano y deseo dormir. Pero los sueños me pa¬
san la factura de mi cobardía y en ellos todo me acucia e incita a
la pesquisa. (Sueño de las excavaciones egipcias. ¿De quién era aquel
rostro?)
* 4* *

En el fondo, todo es cuestión de luz. Hoy he corrido la cortina, recién


despertado de un sueño, y había en el cielo una luna rígida, ya de reti¬
rada en la luz blanca que invitaba a ser habitada, sin que nadie se ente¬
rara de esa invitación silenciosa. Me he levantado como sonámbulo,
buscando no sabía qué. Carlota duerme, está junto a su cuerpo el hue¬
co que yo acabo de dejar. Busco el cuadernito. Hoy las flores malva son
como un ramo seco entre las hojas de un libro; no expliqué nada allí,
pero en mi momento de apuntarlas en la caja de pitillos ¡había una in¬
tención tan seria e importante! (Libro de la fiebre).
Pájaros circulando por leche, por ácido sulfúrico, van a caer muer¬
tos. Angustia de la madrugada. ¿Cuánto tiempo llevo sin intentar decir
algo que sea verdad? Bajo el punto de vista material he mejorado.
O empeorado, según se mire. Herencia.
Con ellos (los de la comuna) veo cosas en reunión, somos como un
solo rostro que mira por ojos masivos. Las cosas son nombradas con insis¬
tencia, dicen es fabuloso vivir, ser tan libres, o se callan, nombran el maris¬
co que ensartan en barbacoas. ¿Pero y el mensaje de esas cosas naturales?

21 de septiembre de 1974

Pesquisa personal tiene que tener algo el tono de cuento prodigioso, de


niño de Andersen a quien se le clava el cristalito en el ojo mientras Ger-
da lo llora sin que él se sepa llorado, no importa que, a lomos de un ave,
llegue a un sitio que es el paraíso (revisar Andersen) ni meter más ma¬
ravillas -ingenuas y directas pero creíbles- de las que corresponderían a
una narración realista. Si yo me las creo, el lector se las creerá. Y todo
contado con el mismo realismo, aunque sea prodigioso, tendré que ha¬
cer esfuerzos porque tiendo a lo razonable.
«Vos reves raisonnables.» Pero la música, por ejemplo, me echa en¬
cima historias vividas a su compás y despliega planos variados.

288
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¿Por qué mis cambios de humor? Estaba en casa de N. oyendo alboro¬


tar a aquellos niños a través de la ventana, estaba en mí, y de pronto se
desencadenan los demonios, dejo de poder habitar aquel momento y
me irrito contra el sueño de N., le pido cuentas de su confianza en nom¬
bre de una escala de valores absurda. Pero fue una cosa de la piel, de las
pocas caricias que me hacen y de las muchas que necesito. Quizá lo más
importante del día es cuando Carmen Cruz me da el masaje.
Pero es verdad que el dormirse corresponde a otro ramo de cosas. Tie¬
ne relación con el cuerpo. Y es.

Lunes, 23 de septiembre

Pienso una historia que empezaré: «No sabía atender a los invitados
con soltura... Lidiaba con el chorizo, con la forma de sacarlo en bande-
jitas y sonreír a la vez y decir una frase a cada uno, un ballet inútil».
Hablar de la inutilidad de esos esfuerzos por seguir vanas conversa¬
ciones a través de la buena voluntad de una mujer que quiere amar y
plegarse a la música que le toquen. Pero la narración tendría que ir en
un tono monocorde y algo grotesco. «Y le decían... Y ella decía...» todo
muy seguido como una salmodia, detalles de las compras que hace, de
la calidad de los alimentos, del color de las telas, de la retórica de los
fontaneros, todo seguido y compacto y monotonísimo, al marido se le
ve como a un mero nombre, como a un ejecutivo flatus vocis y meter
canciones del tocadiscos y lo que dicen los chicos ya mayores y los ami¬
gos de los chicos y otras amigas que han ido al psiquiatra.
Explorar el tiempo, cómo ha pasado tanto tiempo y en qué lo he gastado.

„ 6 de octubre

Sobre la esencia de la narración

Gonzalo Torrente Ballester dice que la diferencia que hay entre historia
y novela radica en la materia, no en la forma, que una cuenta lo verda¬
dero y otra lo inventado. Pero yo creo que las bolas que ayer Moli con¬
tó en casa de Diego de los comandos comunistas en Valladolid por bien
que la contara no es tan novelesca como la relación gato-zorro de Cor¬
nejo y Lora, que tan agudamente cazó y nos contó a Mauricio y a mí a
la altura de Olmedo. Y eso sí parece ser verdad. Consiste en el talento
para narrar e interpretar la verdad, para añadirle sus gotas de ficción. Yo
en mis buenos relatos siempre añado algo (el de Jardiel, por ejemplo y
otros tantos ya claves para mí por haberlos contado más de una vez

290
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y haberles atribuido un sentido de mojón o referencia en mi devenir) y
no se sabe si son literarios o reales.
El destino de un personaje. «¿Cómo acabó Fulano, qué fue de Men¬
gano?», se suele preguntar a los amigos cuando hace tiempo que no se
sabe nada de los amigos comunes. Pero existe también una forma no¬
velesca a la inversa, un destino retroactivo, a saber, el de preguntar, a
partir de un suceso aglutinante de la atención hacia ese personaje (sis¬
tema de novelas policíacas donde se celebra un juicio): «¿Y tú de qué le
conocías?», interés mucho mayor y más acuciante porque alude al mo¬
mento de intersección del personaje en la vida del narrador, a la revi¬
viscencia de los orígenes, al momento primigenio y esencial del conoci¬
miento que puede aclarar el destino o trayectoria o proceso hasta aquí,
hasta el punto desde el cual estoy contemplando aquello y lo estoy na¬
rrando. Y es mucho más apasionante. Hay siempre una sonrisa enigmá¬
tica e incitante en el narrador que sabe muchas cosas acerca de aquella
persona sobre la cual le han interrogado: «¿Pero tú la conocías?».
«Hombre, ya lo creo.» Puede hacer una pausa, encender su pipa. Pero ya
tiene automáticamente encandilado al lector o al oyente (cf. mi narra¬
ción a Jubi anteayer acerca de mi conocimiento con Eva).
Es más fascinante contar retrocediendo (y en eso hay una copia de
las técnicas de la narración oral porque la escrita podría prescindir
de esto), y erigiéndose el narrador en Dios, contar el destino de ese ser
humano desde que nació, como hacía Galdós, y si copia lo otro, lo del
encandile retrospectivo, es porque se sabe que apasiona más. Lo frag¬
mentario, lo que se va recomponiendo, que lo fue ya nos avisa el narra¬
dor que va a llevar una línea de trazo seguro sin lagunas ni riesgos en
su fluir ni en su cronología.
Entre el día que se leyó El pan de todos y el día 12 de octubre del 54
en que acompañé a Eva a buscar pensión, pasaron varios que no sé cómo
sucedieron, están borrosos y yo a Jubi le he dado la impresión de borroso,
porque la padecía, le he silenciado las señas de la calle donde vivían Mar-
sillach y Amparo porque no me acordaba, era por allí por el Calderón,
pero la actitud de Eva sentada en el sofá cuando me habló de Alfonso, sur¬
giendo del borrón de una semana o días, lo que fuera, ese momento en
que mi conciencia se enteró de que ella había acariciado el designio de
Alfonso, eso no lo silencié porque era la trufa principal. Cuando me ente¬
ré de lo que me traía hablar de esta pareja, yo estuve presente en el naci¬
miento de sus relaciones, por eso puedo hablar de ese momento, por eso
me decía Jubi «cuentas las cosas como nadie» y me escuchaba y esperaba
mis vueltas hacia atrás, hacia la búsqueda suya a otras pensiones, padecía
mis incursiones en el tiempo de ahora (y pasamos por A. Arias y yo le dije
a R.: «¿Te acuerdas? Ahí vivía Eva»), Siempre para tranquilizarla luego,
para saciar su curiosidad y decirle: «Vuelvo a aquel día».
La configuración es ponerse a escribir materialmente. A veces con la

292
prefiguración te tranquilizas la conciencia y te parece que ya está, que ya
basta, pero las imágenes, incluso las más atrevidas y lúcidas sin fijar, sin
hilvanar aunque sea con alfileres, se van y no dejan rastro de figura.
Eso que digo yo: si no te pones, es como si nada, pues eso. La pala¬
bra es la que fija. Hablar es por eso, un sucedáneo tranquilizador, por¬
que algo fija, unos momentos, es un estadio hacia la figura, por eso a ve¬
ces conviene tomar apuntes de lo que se ha hablado con un amigo tanto
como de lo que se oye en clase o más, es más eficaz, desde luego, desde
un punto de vista novelístico, que todas las conferencias o estudios cir¬
cunspectos sobre la novela sacados del análisis de libros. Interesa mu¬
cho más lo que le decía el abuelo de Eduardo a su padre: ■«Ahí hay duen¬
des» en el hueco del árbol y los llegaron a ver.
Proceso configurativo: «El taller del escritor». Los documentos que
deja el escritor no son de fiar porque, ya maleado por su oficio, tiende a
hacer del proceso configurativo personal una narración también nove¬
lesca donde escoge y transforma los episodios y las situaciones. «Tiene
tendencia», dice G. T. B., «a mentir, a mitificar su oficio.»
Es muy interesante el perenne grito de «¡créeme!» que nos lanzamos
con mayor o menor inteligencia, vehemencia y astucia unos humanos a
otros, el ser creído, leído de una determinada manera, literal a lo que se
dice encierra la esencia de nuestras vidas.
La palabra es constituyente, constituye una realidad que tiene valor
por sí misma y cuyo cotejo con otra realidad es innecesario: «Créeme
bajo palabra, claro por, mediante, en virtud de la palabra, ¿de qué otra
forma si no?». Cuando alguien dice una cosa con pasión e intención de
ser creído esa cosa automáticamente se convierte en verdad y puede ser¬
lo no en ese momento sino para siempre. El rostro de la perfecta san¬
tidad.
La intuición. Bergson. Lo poético es más intuitivo que lo elabora¬
do, intelectual o artístico, pero sobre todo es intuitivo, improvisación
acertada, el momento de meterlo. Y hay que atreverse. Yo, al llegar
aquel punto del marinero en Retahilas largué cuerda y dije: «Aquí». Por
eso hasta que no se pone físicamente a la configuración es como si
nada, en la prefiguración estos quiebros no se pueden predecir, se tra¬
ta del momento de la incisión, de saber cuándo hay que entrar, el mo¬
mento de engarce, de coyuntura, el embroque lo es todo en la vida.
Como en el amor. No puede uno ponerse en trance cuando no ha lle¬
gado el momento oportuno. El puro ponerse es lo de menos. La gran
sabiduría de una aventura amorosa en común reside en tantear, en es¬
tar siempre alerta, en estar al tanto por si acaso aparece el momento
oportuno, en saber renunciar a forzarlo si no se concita y configura por
sí mismo.
En las novelas bizantinas, el personaje no es nada: sólo está allí, el
argumento lo arrastra. Parece que tiene atributos pero son convencio-

293
nales, no esenciales. Conocer a un personaje de novela bizantina a tra¬
vés de lo que hace de su no reacción frente a lo argumental también se
puede y es novelesco. Su no ser es su ser, pero esto é un altro discorso.
Hay muchos más personajes de novela bizantina de lo que parece. Yo,
la verdad, no estoy con lo bizantino sino con la aventura interior, con
EQa y con Simone Weil.
Personajes definidos por lo que les pasa. Da igual Buffalo Bill que
DickTurpin, sólo se les reconoce exteriormente por sus vestidos. Son hi¬
jos de sus aventuras. Aladino está definido sólo por la posesión de la
lámpara. Cervantes inaugura el «padre de sus aventuras y de sus obras».
«Entiendo por conducta», dice muy lúcidamente G. T. B., «todo: el uso
de la palabra, el pensamiento, el proyecto, el sueño.»
Principio de coherencia. Cuando una cosa no va, se suele decir -Jubi
lo dice mucho- «pero eso es de otra película», claro, como meter a Ma-
dame Bovary en el Quijote, igual. El tema puede ser la incongruencia,
uno de los más grandes de la novelística, inaugurado por Cervantes, pero
al servicio incluso de ese tema hay que poner el principio de congruen¬
cia. Un mundo que le haga posible como personaje, no como hombre.

16 de octubre. El Ateneo

Sobre la esencia de la narración

Hay personas que tratan desesperadamente de ponerte una realidad


ante los ojos, sin conseguirlo más que a medias. Es demasiado vehe¬
mente y evidente su interés primordial por despertar interés y esto de¬
sinteresa, cansa. La persona se te pone delante de lo que cuenta. Las per¬
sonas p. ej. que a ella le han interesado no consigue que las logres ver y
por tanto no te interesan, sólo dice «es encantador», lo repite muchas ve¬
ces, insiste más en el gesto avasallador con que lo sienta como dogma
de fe que en los datos que tú podrías elaborar para ver si tu opinión
coincide con la suya. Trabajan al por mayor, como los grandes almace¬
nes, quieren marchamar mercancía, lanzarla, ponerla de moda y ven¬
derla, sin atender a la calidad, personas puestas en circulación, anexio¬
nadas («como me gusta a mí, ya tiene garantía de calidad», «pues mira,
¡o no!»), amalgamadas con otras cuya valoración se hace también en tér¬
minos apasionados e irreversibles. Estas personas te cierran la posibili¬
dad de opinión y disensión pacífica. Quieren guerra o adherencia a ban¬
derías. No pasa de ahí su discurrir y esa zona de «chepita en alto» donde
te mantienes tú, desde la que te has retirado a mirar, es la que querrían
derrumbar ya que no son capaces de subirse a ella para habitarla.
Y cuando te dicen de una persona, por ejemplo, «yo me reí muchísi¬
mo con ella», son como los malos novelistas, incapaces de hacerte visi-

294
ble esa situación, de llevarte con ellos a esa escena para que al final, sin
tener que exhibir sus conclusiones, tú las compartas premiándoles la na¬
rración con una carcajada. Te sientes forzado a una opinión que no te
han dejado desahogo para tener. Los malos narradores avasallan. Se
nota el mal narrador oral en que le temes, escapas con los ojos a otra
parte, como al mal enamorado, no le imploras con los ojos encendidos
de curiosidad o de deseo: «más, por favor, más»; y esa curiosidad que
ellos querrían despertar se la mata la prisa por conseguir el aplauso,
porque la senda de la narración misma no la viven en sí ni la recorren
ni les intriga ni les importa, es un viaje que desprecian y un paisaje que
desconocen, van atropellando a toda mecha hacia un objetivo de adhe¬
sión a su opinión, que no tiene peso, a su persona, a su mero poseer sin
valorar: «Mira cuánto me he reído, mira qué rico soy, mira cuántos ami¬
gos tengo», resultados al peso.
La narración es evolución, proceso sosegado y diferido. Uno es lo
que narra y cómo lo narra. Por esas narraciones conquista y da calor y
acompaña, pero son improvisadas, lentas, surgen por entrega, un día se
le cuenta a uno, otro a otro, y el cuento va agarrando, ordenándose a lo
largo del tiempo, también para uno mismo, hecho de versiones orales
parciales. Yo no sabría casi nada de mis amigos si no le hubiera habla¬
do de ellos a otros en ocasiones propicias, sosegada y nunca delibera¬
damente, en flash back, y esas versiones pueden surgir en los tiempos
más dispares e inesperados, si anoche R. no hubiera estado en casa con
Marta yo no les hubiera hablado de Pilarín y Valverde. Reviví la escena
como nunca (de la llegada de Valverde a Salamanca), se la representé.
Dijo R. R que parecía una secuencia de cine.
La buena novela debe dar al lector la posibilidad de participar. Dice
Ortega: «El argumento de una novela se cuenta en muy pocas palabras
y entonces no nos interesa». La película que ha visto ayer tía Cándida:
«Iba la Shirley Temple chas chas tan contentita». Gusta que se cuente
con ruidos, levantándose, dando saltos atrás, «cuéntamelo bien», y el
oyente se arrellana, «desde buenas buenas». Mis cartas desde Coimbra,
yo sabía que a mamá le interesaba todo. Todo lo que contaba yo, por¬
que ya me conocía. El caso de Elena Fortún es muy típico. Consigue
hacer simpáticos e interesantes a aquellos niños de quienes nos va a ha¬
blar. Luego ya, como ha conseguido que los conozcamos, todo lo que
va a contarnos de ellos nos hace reír, le vemos el gesto a Cuchifritín, nos
emociona el crecimiento de Celia madrecita.
Dice Ortega que es el cazador de afición el que suele conocer mejor
una comarca. La afición a un asunto es importante, sí. Afición y profesio-
nalidad. Aquí puedo sacar todo mi rollo de Macanaz, de cómo vi París
desde el islote de Macanaz, desde mi pasión por seguirle la pista. Toda no¬
vela debe tener un nudo así, un viajero que llega a determinada cosa, y lo
que eso acarrea de adherencias adyacentes en la visión, también de lo que

295
no iba a buscar porque si estás despierto, lo estás para todo. Así también
mi viaje a Temel. Ir a algo. Para narrar se parte de un tema, de una llega¬
da, igual que para viajar se elige un centro, un hotel al que se vuelve por
las noches: centro. Sólo existe lo que ves sin buscarlo, sin designio previo.
Mondoñedo. Son absurdos los viajes a desintoxicarse, a «tocar la provin¬
cia», a buscar una aventura, hay que querer también lo árido de los viajes,
vivirlo, no sólo la pulpa. Lo árido lleva a la pulpa, las zarzas y jaras y arro¬
yos vadeados llevan a la pieza. Nada es paja, en la literatura buena pasa
igual. Cf. La Regenta, la procesión. En el amor, lo mismo, nada es paja en
el amor bien llevado y nada interesa tanto como el proceso.
Lo que todo el mundo querría y busca es ver las cosas como se las
cuentan el narrador o el enamorado. Estos relatos abren el apetito de vi¬
vir otros iguales. Por eso se dice que la literatura hace daño y que las
mujeres se pierden en novelerías. Sí, pero pocas lo saben soñar. Copian
lo externo de estos relatos. Don Nicanor.
El que tiene confianza en sí mismo no monopoliza la conversación
ni se pone delante de lo que dice. En la narración, igual. Debe haber
como pausas para que el lector mire el paisaje por una ventana, vaya en¬
trando, rumiando, metiéndose en ese cuenco con engaño y souplesse.
Falta de atención. Las personas quieren los resultados infusos de mi¬
rar, pero sin mirar, de atender pero sin atender, de querer al prójimo
pero sin recordar su cara ni su nombre, sin oírle ni molestarse por él, sin
interesarse por sus historias. Desarrollo de la observación.
Los chistes. Cada vez entiendo menos que la gente se vea impelida
a contar chistes desnudos para sustituir una conversación. Hay quien
llega a apuntarlos. Así sin proceso no son nada. En cambio esmaltados
pueden servir, yo los he llegado a despojar de balumba, a usarlos como
refranes, «se puede pero no se debe», primero los enuncio, luego los ex¬
plico. Los uso. Los adapto. El humor es lo que más tiene que ver con la
colaboración y deformación y procesos del lenguaje.
Hablar dos personas de una tercera que ambos conoyen (N. y yo
esta noche de don Alonso y de Pilarín) es lo más novelesco que hay,
sacar un perfil entre dos, perfil inédito que al otro le completa cosas.
N. y yo hacemos particularmente bien por la introducción adecuada
de personajes secundarios, algunos de los cuales también coinciden
con escenas mías. Lo tengo (aparece en algún sitio, como en juego de
baraja o cromo repe), es un placer parecido. Yo de ése sé cosas, ése
con éste, un placer pueril: «mamá, el pirulero». Intervenir, poder ha¬
blar. Es perfecto, maravilloso porque somos a vicenda lector y nove¬
lista cada uno.
Chisme. Psicología del chisme. En cuanto hay un coto cerrado,
sean las Naciones Unidas, sea la academia, surgen chismes. Y los chis¬
mes son deformación de las historias, las historias contadas con un de¬
signio heroico y protagonizador de hacerse apreciar y de desprestigiar

296
ante otro a la persona que el otro aprecia; es un placer inmediato por¬
que se ven los resultados, los avances en los ojos del otro. Es un placer
malsano que todos conocemos. Pero lo importante es la sorpresa de
ver que el otro también conoce aspectos parciales de la persona cuyo
perfil incompleto poseías (J. Benet con Martín Santos, caso clarísimo
de traición, yo también los he cometido). «¿Y tú, cómo lo conociste?»
Todo sigue remitiendo a los orígenes. Las dos personas que chismean
en ese momento se sienten aliadas y perfectas frente a la imperfección
de los demás, se vive una participación que no suele dar el tema inte¬
lectual.
Repetición de un tema, anécdota fijada para siempre. «Hombres de
poca fe, ¿por qué dudáis?», es como contar el cuento de Blancanieves
«espejito, espejito», el momento clave en que el protagonista dijo tal
cosa, al llegar allí es lo álgido, ya se sabe que se llega allí. El «ya me lo
sé» tiene su emoción ritual, de iniciados. Cuando en casa de Guilarte se
ponían la servilleta encima de la cabeza efectuaban un rito de partici¬
pación.

17 de octubre

Leyendo Las voces de la novela de Óscar Tacca

Derrida: «Parler me fait peur parce que ne disant jamais assez, je dis tou-
jours trop».
Quién me iba a decir a mí en aquella primera visión siempre pre¬
sente en mi memoria -por Ginzo de Limia sería, yendo en coche a Pi-
ñor antes de la guerra seguramente, quién sabe- que de allí, de la súbi¬
ta e intempestiva sensación de perplejidad y pavor que me produjo la
idea de la casualidad de las letras uniéndose y formando palabras, iban
a salir todos los problemas de mi destino.
Profundizar en los problemas que la lectura y la literatura me pro¬
ducían en la infancia. Recordarlos y sacarles morosamente toda la pun¬
ta posible.
La importancia de saber si el que cuenta es testigo: «¿Estabas tú
allí?», «¿lo conocías?». Son preguntas que encienden la atención, que
dan, caso de ser contestadas afirmativamente, un mayor índice de credi¬
bilidad. El oyente quiere saber datos de ti como narrador, desde dónde
le cuentas las cosas, interrumpe con preguntas, sobre todo si es un niño.
El buen narrador deja cubiertas todas estas lagunas dando, por respeto
al oyente, noticia de su postura con relación a las cosas que narra tanto
como de las cosas mismas. «Eso no lo vi yo, me lo dijo Fulano, el cual a
su vez me conocía de tal o de cual...» y ahí vienen las derivaciones. Ha¬
blar de cuándo y cómo se había oído hablar de un personaje antes de
conocerlo, es expediente de inmensa riqueza literaria.

297
Lo más importante del artificio del autor-transcriptor está en que in¬
troduce una curiosidad en el lector por la génesis del relato mismo. Si
yo cuento, por ejemplo, cómo me encontré con Macanaz, estaré escri¬
biendo una novela de la novela. Y eso he visto que interesa tanto como
la vida del mismo Macanaz. Los periodistas en su afán de hacer en¬
cuestas sobre la génesis de los relatos, aunque las hagan mal, están dan¬
do pasto a la curiosidad de muchas gentes que se sienten fascinadas por
ese proceso, cuando lo piensan y se plantean su dificultad, les parece un
camino mágico: «¿Tú cómo haces para escribir?». O sea que, en el fon¬
do, ese recurso de cómo se ha ido uno encontrando a los personajes y
enhebrando y oyendo sus historias da tanta cara, entidad y presencia a
la narración como se la habrían dado sus aventuras reales. (Cf. mi teo¬
ría: «mirar apasionadamente es protagonizar».)
Hipocresía. El autor se oculta, se tanga, porque da vergüenza contar
lo propio. De lo que te há pasado de verdad sacas material de elabora¬
ción, ambivalencia, destilas, ya sabes un mismo elemento lo que ha sido
de verdad para ti y en lo que se convierte cuando pasas a contarlo a un
amigo.
Informar es la misión del narrador. Sólo se cuenta lo que se sabe
bien. Si se sabe bien, se cuenta bien. «De eso no me acuerdo», «Te digo
lo que sé» o «En fin, eso fue, por lo menos lo que me dijo» son recursos
válidos y estas dudas y puntualizaciones no quitan fuerza, sino al revés,
a la narración.
Omnisciencia del narrador. Deficiencia del narrador. «Sombras y
agujeros impuestos por la natural limitación del narrador.» Ahí está la
riqueza de los buenos relatos.
«La part du lecteur, ou ce qui deviendra, une fois Eoeuvre faite, pou-
voir ou possibilité de lire, est déjá présente, sous des formes changean-
tes, dans la genése de Eoeuvre» (Blanchot).
«No sé hablar si no veo unos ojos que me miran y no siento tras
ellos un espíritu que me atiende» (Unamuno, De esto y aquello).
«Cuando comenzamos una novela, avanzamos lentamente con va¬
cilaciones, inseguridades y vueltas atrás. Luego, ya dentro de ella, progre¬
samos a gran velocidad, vertiginosamente. Sólo al final hay un aminora-
miento de la marcha, se presiente la despedida, una demora implicando
un deseo de intensificación del goce.»

20 de octubre

He pensado el título de El cuetito de nunca acabar para mis reflexiones


sobre la narración, ensayo o lo que vaya a ser. Vengo ya desde hace
meses dándole vueltas al intríngulis de la narración y con el prurito de
escribir algo sobre esto. He empezado a hablarle algo de este vago
proyecto a los amigos que me preguntan que qué estoy haciendo, con

298
la esperanza (abrigando la esperanza, cf. Ortega) de que saldría de la
confusión mi proyecto al tratarlo de ordenar y hacer palabra de ellos.
Pero ahora, esta tarde de domingo en casa, después de una fiesta de
nubes malva en la ventana, me he puesto a mirar en el diccionario,
como buscando otro tipo de apoyo textual, diferente del que pueda
aportarme un interlocutor paciente o un libro, buscaba en el mero
muestrario de expresiones ya ordenadas por una cabeza geométrica,
busqué en la langue, como a tientas, y ella vino en mi auxilio al ofre¬
cerme, dentro de la voz «cuento», la frase hecha con que me he deter¬
minado a titular este texto: «El cuento de nunca acabar». De hecho con
mucha frecuencia, cuando he querido contar con pausa y cuidado una
historia de la que sospechaba que podría tener muchas ramificaciones,
he avisado a la persona que me estaba escuchando, aun en el caso de
que hubiera sido ella misma la que me solicitara aquella historia e in¬
cluso pudiera leer en su rostro una expectativa que denotaba interés:
«Mira, si te lo cuento bien vamos a tardar mucho», que era como de¬
cirle a esa persona «va a ser el cuento de nunca acabar» porque yo
conozco mi pasión por las narraciones bien hechas, tanto por las que
escucho como por las que elaboro, y soy consciente de que uno de los
primeros síntomas de esa magia del contar es el de la pérdida del sen¬
tido del tiempo: es como instalarse en un círculo que te aleja de las ori¬
llas de lo real y ya dejas de enterarte de si estás comiendo o paseando
o de si te esperan para una cita; así que, consciente de que luego, si me
metía al menester de contar aquello, ya no me iba a ser posible cortar
para hacer ese aviso, lo hacía previamente: «mira que va a ser el cuen¬
to de nunca acabar, no sea que no quieras embarcarte en este viaje, tú
verás si tienes tiempo», a la manera en que un enfermo, antes de entrar
en el quirófano hiciera a sus amigos ciertas recomendaciones y encar¬
gos, que una vez anestesiado olvidaría y dejarían de tener relieve para
él. Y solía añadir: «Porque es un cuento que no quiero descabellarlo,
no me hagas contarte esto de cualquier manera» y o bien se dejaba
para otro día, si el amigo no tenía tiempo, o bien si lo tenía y había lo¬
grado encenderse su interés -cosa frecuente porque soy bastante afor¬
tunada con respecto al manejo del suspense y de ciertos trucos narra¬
tivos empleados de forma espontánea e intuitiva, la elaboración de los
cuales precisamente se trataría, entre otras cosas, de analizar aquí- ve¬
nía a animarme él mismo en la decisión de olvidar mis posibles apre¬
suramientos, y, hechas las preparaciones pertinentes, café, tabaco, lla¬
madas previas por teléfono, lo que fuera, dábamos comienzo a la
narración, de la misma manera que se adorna la estancia donde hace
falta una luz especial para propiciar un posible encuentro amoroso,
conscientes del progresivo internamiento en ese recinto cuya naturale¬
za tanto me preocupa.
Y más tarde o más temprano el cuento tenía que acabar, pero era ge-

299
neralmente debido a interrupciones arguméntales exteriores, porque
cualquier cuento bien contado puede llegar a convertirse, si no mediara
el sueño, la sed, la fatiga, en un perenne e inacabable estado placentero,
actividad fluyente, discurrir, hasta la hora de la muerte, única hora de la
verdad capaz de quebrar las posibilidades del relato, de rematar y darle
la puntilla, en suma, a este cuento de nunca acabar que hemos venido
al mundo a contarle a nuestros amigos.
Porque contar es el único y primigenio afán compartido por todos
los humanos, se lo confiesen o no, lo satisfagan o no, como puede ates¬
tiguar con miles de ejemplos personales todo el que mira las catástrofes
que en torno su carencia acarrea.
Y el cuento es -dentro de las imperfecciones a que se ve sometido el
ser humano- por esencia siempre fragmentario, simple vestigio de un
mineral del que soñamos raudales de abundancia en algún otro reino
que andamos siempre buscando a tientas, tanto cuando decimos que
queremos irnos de esta ciudad a otra como cuando decidimos echarnos
un amante o adulterar esa carga de logos riñendo a la gente que nos ro¬
dea, escupiéndole a la cara a gritos en vez de palabras, veneno y cegue¬
ra en vez de luz, cuando nos exasperamos por la pérdida de algo que
podemos llegar al grado de no añorar ya tan siquiera, el cuento es a ve¬
ces una prueba de lo que podría ser vivir así en un paraíso de charlata¬
nes, sin final, en una grata república donde sólo cupiera el conversar. Es
una orientación para seguir andando, una parada de refresco. (Cf. lo
que tengo escrito sobre los cuentos de Aldecoa.)
Y esto del acabar (los cuentos de Aldecoa eran todos inacabados,
«parte de una historia», reflexionar sobre este título) me remite lo pri¬
mero a la ordenación. El primer gran cuento, el de la creación, fue de
acotar un material de tiempo, parcelarlo, dividirlo en semanas: «... y al
séptimo día descansó». Precisamente estoy escribiendo esto hoy que es
domingo, que empieza, pues, una semana nueva, una cualquiera de mi
vida, pero el caso es que la he elegido para empezar mi cuqnto de nun¬
ca acabar, porque puedo, porque el azar lo ha dispuesto así y sobre todo
-razón determinante y poderosa- porque no me he muerto todavía, y
Aldecoa sí y Martín Santos y Chicho ya no canta y «otros son tierra
y cal, yo soy pino, la mañana y la música». Pues bien, el acabar o no una
cosa tiene que ver con acotar un espacio, y remite, antes que nada, a un
hecho simétrico: el de empezarla.
Y empezarla, sacarla del magma, de la oscuridad, del no ser, romper
esa mampara o costra de inercia cada día más fuerte que nos desalienta
de tirar del hilo de asunto ninguno, dormir en el olvido de los eternos
muertos sonrientes y mudos, echarnos a su fosa, ese primer e inexcusa¬
ble movimiento inicial para poner un principio, para levantarse a poner¬
lo, eso es lo más duro de pelar. No que el cuento tenga o no final, lleve
o no lleve a ninguna parte, que a la postre, como espero demostrar a lo

300
largo de estas reflexiones -o lo que vayan a ser- no tiene tanta impor¬
tancia tampoco, sino ponerse en marcha, salir a la luz desde las tinieblas
de la caverna donde se hacina el verbo sin orden ni concierto, salir del
caos: empezar, en suma. Aun cuando esté uno lleno de ideas que le bu¬
llen, se las condena a ese estéril y apremiante abejeo, hay un rechazo a
ordenar los cajones de ese cuarto alborotado. «La derniére chose qu’on
trouve en faisant un ouvrage est de savoir celle qu’il faut mettre la pre¬
mieres decía Pascal, que sabía mucho, creo, de atolladeros del alma. No,
nunca lo sabemos. Pero hay que empezar por cualquier lado.

* * *

Hoy, en la tarde del 27 de octubre de 1974, voy a tratar de pasar a lim¬


pio, en este cuaderno tan agradable que me regaló Torán, algunas de las
notas que salgan a relucir en mis cuadernos viejos y que tengan que ver
con el asunto de la narración.
Procuraré no limitarme a copiarlas sino ampliarlas a la luz de ese
nuevo propósito, de ese hilo que se va poco a poco configurando, y que
espero que las ordenará de alguna manera que todavía no sospecho.
Esto se llama coger el toro por los cuernos: revisar cuadernos viejos,
llevo mucho tiempo sabiendo que es esto lo primero que tengo que ha¬
cer, volver al origen, partir de mis primeros cuadernos de todo, pero no
me atrevía. Es como bajar a la bodega a explorar los cimientos de la
casa y es duro de pelar; yo últimamente soy más cobarde que antes para
hurgar en las cuestiones, tengo el ánimo muy quebrantado. Pero no voy
a empezar un llanto inútil de jeremías. Veamos qué nos dicen los viejos
cuadernos.

CUADERNO DE TODO N.° 1

El habla prostituida

La gente, mediante las palabras, busca -digan ellas lo que quieran, su


literalidad y cuidado se desatiende- un medio para acercarse a ese pró¬
jimo fugitivo al que no se ve el rostro. Los métodos, como iremos vien¬
do, son de lo más variado (avasallamiento, inercia mutua, falsos entu¬
siasmos y coincidencias motivados por la bebida, convencionalismos,
trampas verbales, flatus vocis) y como resultado de estos métodos espú¬
reos el eco que se encuentra es desdibujado y falaz, insatisfactorio.
Un primer error está en la raíz de las narraciones emprendidas. Las
buenas narraciones aun cuando motivadas siempre por un sujeto que
escucha, deben ir progresivamente desligándose de él para atender al
objeto. El sujeto, claro está, opera siempre de fondo pero la atención ha-

301
cía él debe ser más la de clarificarle lo que se dice y hacérselo accesible
que la de acercarse a él en el sentido de cuerpo con cuerpo, carne con
carne, «préstame aquiescencia al precio que sea»; más que acercarse el
narrador y el oyente uno a otro deben acercarse juntos a colaborar en
el entendimiento de aquello que la narración designa, entregarse juntos
a ese material de labor que a su consideración se ha ofrecido.

La retórica de los lazos de sangre


(Sara Montiel)

«Se ha hecho siempre así», «a un padre no se le contesta mal», etc. Cuen¬


tos de obediencia. A los niños eso no les cuaja de verdad en la concien¬
cia. Andrés obedecía a Chicho en tiempos o Carmen Cruz a Dolores
simplemente porque se lo contaban bien, de un modo convincente, por¬
que uno en el plan de libertad y otro en el plan de obediencia daban en¬
trada a la autonomía y ahora ni el que lo permite todo pero sin intere¬
sarse por el interés de pesquisa de ellos ni el que lo prohíbe todo son
referencia prestigiosa ni narrador convincente para adherir a sus cuen¬
tos. El padre, más que nadie, tiene que jugar la baza de buen narrador.
(«Ay Dios mío, que no puede escapar, que no puede escapar.» Hacía
causa común con ella, me echaban a mí, no eran lazos de sangre, blo¬
que familiar, era comunicación directa de persona a persona, pesquisa
en común el lenguaje, aventura. Benditos porqués de la infancia, ina¬
preciable levadura la de aquellos porqués.)

Juego de espejos. Precio de la conversación

Las personas quieren, sobre todo, que les agradezcamos con alguna
muestra de afecto o de adhesión su conversación. En esto Valle-Inclán
era de un desinterés perfecto. No he visto a nadie más aficionado a la
conversación pura. Buscaba simplemente contraste, que le dieran pie.
Abominaba de la adhesión, le parecía un estrangulamiento del discurso.
No hay que pretender nada definitivo. Son tramos. Echa tu pan a las
aguas que después de mucho tiempo lo hallarás. Generosidad. No hay
que tratar de hacer rentable la conversación. Es gratuita, como la buena
literatura. Luego, a través de ella, se recibe o no un pago, pero no se
debe sustituir por esa pretensión la de buscar bien, la de entregarse al
tono adecuado que la narración requiere.

302
Colgar letreros al narrador

Lo que se oye debe ir desvinculado del narrador y de su presunta ideolo¬


gía. Hay que dar un margen de confianza a la narración pura, aficionarse
al logos impersonal. Estamos deteriorados y viciados por un oído polé¬
mico. La España de los abogados, de las defensas, de las banderías. «¿Pero
tú de qué bando eres?» Cuando se dice: «De ése», «Ah, bueno, entonces
ya sé lo que me vas a decir, paso a preparar mi defensa o mi adhesión».
«Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al
maniqueo, sin haberse antes preocupado de averiguar lo que piensa
el maniqueo.»

Déjame en paz

Significa zanjar quedándose en guerra con una narración envenenada,


frustrada, cerrar la puerta en las narices.

Narraciones diferidas

(Pereza de ponerse a contar o a escribir de verdad. Pretextos para aco¬


meter la tarea. Matar el tiempo.) Sustituidas por la NARRACIÓN
VACÍA. (A ver si nos juntamos para charlar. Mala fe. Se sabe de ante¬
mano que no va a poner uno nada de su parte por contar las cosas me¬
jor, por remover nada que saque de la inercia. Se lleva uno siempre a
cuestas la gran narración diferida, la que el tiempo que hemos malver¬
sado nos invitaba a ofrecerle.)

Cuentos de mentira

(A los niños.) No en el sentido de que sean mentira, sino de que no lle¬


van narración dentro. (T.V.) A los niños les aburre y aplaca laT.V. y toda
imagen porque no pueden intervenir en el relato, no pueden interrum¬
pir. Se les dice «cállate, te lo explico luego». Ellos llevan su ritmo innato,
de interferencia de diálogo, y la intervención no puede ser diferida. ¿Qué
te iba a decir yo? Se me ha ido, dice uno a veces en las conversaciones
de adultos. El niño no tolera que le aplasten la pregunta. Sucedáneo de
cuento el cuento que te enchufan y no puedes pararte a preguntarle al
texto, a reposar, a habitarlo, a enriquecer el cuento con tu propia leva¬
dura, paseo sin sombra, obligatorio, como una clase. No cabe más que
distraerse en lo que no entiendes y rellenar los huecos con otro texto
que crías tú al margen de aquél.

303
(El cuarto de atrás: las lecturas de El Quijote. Sancho y Don Quijo¬
te hablando ellos ya no me dejaban entrar a mí, pero era por culpa de
doña Ángeles que me los mitificaba, me los volvía de piedra. Posterior¬
mente, en el campo de San Francisco empecé a participar de su conver¬
sación, tomé notas.)

La serenidad, el tiempo y el juego

La narración es lúdica, pero no por eso deja de ser seria. Se puede du¬
dar de ella, romperla, escindirla, no guardarle respeto, sacar la cabeza
fuera de ella para ponerla en tela de juicio. No es un informe fiscal (pre¬
sididos muchas veces por la inmoralidad y la mala fe). Juegos de pa¬
labras.
Una de las funciones de contar es creerse uno las cosas, fijarlas. Otra
es fingir (amor y logos, citas de Lope de Vega, de B. Constant, Adolphe).

CUADERNO DE TODO N.° 2

Las primeras preguntas de un niño acerca del mundo suprasensible son


siempre concretas y lógicas, pero admiten el cuento, la pura fantasía
como adecuada contestación.
Reflexionar sobre las preguntas de los niños: son siempre formula¬
das con inmediatez y tratan de precisar y esclarecer, de ordenar un ma¬
terial que les fascina y para cuyo manipuleo no tienen prisa; es un jue¬
go infinito, un niño nunca se cansaría de oír cuentos, la prisa viene con
la intención, con el afán de sacar alguna moraleja o algún provecho. La
urgencia de los niños por oír cuentos no se parece a ninguna de las ur¬
gencias de los adultos, es pura, se entregan a ese tiempo de la narra¬
ción sin reservas, las tiene uno, las pone el que cuenta a quien condi¬
ciona la mirada al reloj, los quehaceres que le acechan; si un adulto se
mete con un niño en el recinto del cuento, incondicionalmente, nunca
le aburrirá, si se conforma con la idea de que puede ser el cuento de
nunca acabar, que lo dejarán, claro (como yo dejaré en algún momen¬
to de escribir este libro) pero que la hora de dejarlo vendrá marcada
por algún aviso desde fuera, en el que ahora, cuando se cuenta, no hay
que estar pensando para nada, hay que hacer como si no existiera,
como si no conociera uno el peligro de ese aviso. «¿Me lo cuentas con
gana?», me preguntaba siempre la Torcí, mirando con miedo alrededor,
a ver de dónde le podía venir la interrupción aquella traicionera. Y yo
acabé comprendiendo (¡cuánto enseñan los niños!) que tenía razón so¬
brada para abominar de las interrupciones y de ese continuo disparo al

304
futuro en que vivimos los adultos, comprendí que habitando la narra¬
ción sin miedo ni proyectos ni prisa, no sólo se enriquecía la narración,
y a través de ella se saneaba mi relación con laTorci, sino que me enri¬
quecía también yo, que me volvía más paciente y atenta; más serena,
también a la hora de atender a mis otras labores. Aprendí así a hacer
mejor lo doméstico por real desatención a ello, por vía de logos, de una
forma narrativa, y vi que hacer la comida era, en el fondo, jugar a las
cocinitas y que hablar por teléfono con mi suegro era como contarle
cuentos a la Torcí e ir a pagar un recibo podía convertirse en un paseo,
que a todas las cosas quitándoles formalidad y obligatoriedad las po¬
días convertir en un placer, sin dejar, por eso, de seguirlas haciendo.
Que era cuestión de darles otra versión. De contármelas de otra mane¬
ra, mi vida no era la de la madre abnegada y sacrificada cuya imagen
podían ver los que se entregaban a patrones de actualidad, de sexo y li¬
beración, mi vida era la de una persona que experimenta con las pala¬
bras y con los guisos, que está en lo que celebra, no en la imagen que
compone al celebrarlo.

No puede ser comunicada la ILUMINACIÓN misma, sino solamen¬


te el camino hacia la iluminación.

LOS HERALDOS. Tendencia a ver un acompañante mágico en todo


nuevo interlocutor, por lo agradable que es empezar siempre de nuevo.
(Esto se hace muy patente en la conmovedora vida de George Sand.) Fas¬
cinación en la figura que aparece repentinamente (se te aparece) como un
guía o heraldo para marcar un nuevo período. Pero a la postre, claro, de
esos amigos quedan sus relatos, el que te tenía algo que contar, te dejó
esas historias, el que no, no te dejó nada. (R. me dijo: «Escríbelo y lo co¬
bras», era, dentro de su mentalidad, el mejor consejo que me podía dar,
ésa fue su principal herencia. J. del Valle-Inclán me dejó muchas más, es
tal vez el amigo que más herencia de logos me ha dejado.)

LO OSCURO Y MÁGICO en el relato. La sociedad occidental pre¬


tende entender todo, reducir las cosas a fórmulas generales, prescinde
-como si se pudiera- de la diversidad de los seres, de las oscuridades,
contradicciones y miedos que se albergan en las almas. «Oh Inanna, no
investigues los ritos del mundo inferior» (El héroe de las mil caras). En el
relato puede darse el atisbo de que existe ese mundo inferior, ese reino
de démones, a través de alusiones o menciones que nunca son exhaus¬
tivas ni lo pretenden dominar o clarificar. Un respeto para los démones,
por favor, una distancia. A quien los quiere castigar o extirpar le ataca¬
rán más ferozmente, aunque sea de forma subrepticia, sin dignarse dar
la cara. El buen narrador le entrevé fugazmente la cara a sus démones,
se dejan vislumbrar, hay un guiño mutuo.

305
Personajes VULGARES Y EXTRAORDINARIOS. Se puede hacer
una narración buena de un personaje vulgar, pero sólo «entusiasmará»
la del ser extraordinario, que ha amasado su destino al margen de la ca¬
sualidad, luchando contra la inercia de los avatares que tienden a arras¬
trarlo. La fuerza del personaje vulgar es una fuerza de medro, de adap¬
tación a lo que otros han conquistado para él, no enseña nada su
biografía. «La acción del héroe, en cambio, es un continuo quebrar las
cristalizaciones del momento, es el campeón no de las cosas hechas
sino de las cosas por hacer.»

LENGUAJE AMOROSO. El amor siempre en llamas y en movimien¬


to, por esencia, siempre trata de escapar, cuando es fuerte, a los conven¬
cionalismos y clasificaciones (Melibea, Julieta). Se quiere un cuento úni¬
co, irrepetible, pero no con collar de eterno. Se deplora que las palabras
traicionen el sentimiento inefable y por otra parte se quiere estar ha¬
blando siempre de ese sentimiento; por eso se explica que las mujeres
que mejor hablan sean las más dotadas para endurar el amor (aquí vie¬
nen al pelo citas del teatro del siglo de oro) y para darle coba a su tira y
afloja. Todavía ahora hay un residuo de eso en que los chicos no quieren
decirse novios, se cuentan a sí mismos el cuento del romanticismo de esa
manera y vistiéndose de orientales, anhelando lo extraordinario igual
que la princesa de Rubén Darío (revisar la poesía de Bécquer).

EL CUENTO viene del mismo contarlo. No es contar por contar


sino contar, contar con sentido. Y el sentido viene de dentro, de seguir
las incidencias que te vaya sugiriendo al paso, cuando ya estás dentro de
él, no en planearlas desde fuera. Cuántas veces se dice, lo voy a contar
así o asá y luego lo cuentas de otra manera totalmente diferente del pro¬
yecto. Igual que no se pueden inventar desde fuera desenlaces para «Un
alto en el camino».

LA CONFIDENCIA. LA AMISTAD ÍNTIMA (cf. La presse fémini-


ne). Se hace noticia de vulgaridades, el rostro del famoso tiene que emi¬
tir excepcionalidad hasta cuando come o bebe, el gesto sustituye a la
narración, lo vulgar pasa por extraordinario.

HISTORIAS DE AMOR sucesivas. Unas desaguan en las otras por¬


que son la misma historia, alimentada, a su vez, de lecturas y espec¬
táculos. La embriaguez de deseos y sensaciones anteriores se va alma¬
cenando en lo oculto y contribuye a agrandar y magnificar la historia
presente, heredera incluso (y sobre todo) del lenguaje que sustentó a las
anteriores, cambia el interlocutor amoroso o partener simplemente; el
último amor parece así, y en cierta manera es verdad, la historia más
cierta que se haya uno creído, porque va estando mejor elaborada, se le

306
quitan y ponen detalles que a la otra estorbaban o faltaron, el final siem¬
pre es el mismo, pero, mientras dura, comoquiera que el afán de hacer¬
la verosímil sea mayor, nos esmeramos más en su credibilidad. En cada
amor están las experiencias viejas recogidas y presentes, todo presente
y aguijoneando el deseo de revivirlo, de contarlo para el nuevo rostro
que espeja el tuyo.
AMOR: intercambio de historias. Aman mal las personas que ol¬
vidan, que reniegan del río de historias anteriores en vez de darles al¬
bergue y desembocadura en esta historia nueva que pasan a engro¬
sar, la misma, la de siempre, el cuento -mejor contado- de nunca
acabar.
El deseo de LLAMAR LA ATENCIÓN hacia uno mismo es el mayor
secreto de la incomunicación. Esto se ve también en la incapacidad de
contarse uno a sí mismo esas bellas historias que le parecen tan fasci¬
nantes en los otros, no saber protagonizar nada precisamente a causa de
ese exagerado afán de protagonismo, la historia queda prendida con al¬
fileres, sin incorporarse de verdad al sujeto que lo único que pretende es
llamar la atención con ella, embellecerse, arropar su desnudez.

CUADERNO DE TODO N.° 3

Fondo y forma

(Búsqueda de interlocutor. Martín Santos. Juan Benet.) Sobre los su¬


puestos de unos ojos y una voz uno inventa el oyente a quien ideal¬
mente querría dirigirse. Se necesitan esos apoyos materiales mínimos
para elaborar sobre ellos la esencia de ese interlocutor que dé pie a
nuestra sustancia de logos. Influir en otro, interesarle.

Irreversibilidad de lo dicho, de lo ya impreso

(In memoriam.) La interpretación de los hechos a posteriori congela los


hechos mismos (así se escribe la historia). Ayer decía José M.a Alfaro en
casa de Liliana (10 de enero de 1975) que se sorprendió de conocer a
anarquistas de carne y hueso cuando estaba en la cárcel, tan distintos de
los que a través de su ideología dada en bloque por los textos le cabía
suponer y que pensaba con sorpresa «Estos juntos son lo que hacen
aquello; son españoles». Y entiendo su sorpresa acordándome de la co¬
rrespondencia desde el frente de aquellos guerrilleros apasionados y
autónomos que encontré en los legajos antaño buscando cosas de la
guerra de secesión. Tan diferente su actuación en sí de la que luego com-

307
ponía los vectores de la guerra tal como viene a ser estudiada por noso¬
tros. El hecho aislado y sus consecuencias. (Cf. la tradición amañada.
Unamuno y su interpretación por la izquierda y por la derecha frente al
hombre -hoy retratado- que se tumbaba a leer y a tener miedo de que
su memoria se apagara un día. Algo del terror que tiene Ferlosio a ser
interpretado por unos o por otros aunque no logra escabullirse de ello.
Nuevamente los letreros. «Yo cuanto hice en la vida lo hice por amor de
la noche y el día, que otra cosa no había».)

Lo nuevo frente a lo que tiene historia

Lo que tiene historia abruma, compromete. Pazo de Aldán frente a ho¬


tel Meliá don Pepe. Hay casas que no pretenden estarse blanqueando a
cada momento, que llevan escrita su historia y eso no produce el menor
desdoro aunque a veces también neurotice. Pero arropa.
Hoy he estado hablando con Marta de C. Cruz, que es el resulta¬
do del gitanismo y el desorden en que R. y yo siempre hemos vivido,
con algún ingrediente, empero, de tradición, de una tradición especial
que rechaza el renuevo. «Yo no podría ver una cara nueva en casa», dijo
la Torcí, saltando a la defensa de esa persona cuyos defectos como sir¬
viente son irrelevantes a la hora de decidir o no acerca de su posible
supresión.
¿De qué me quejo? De una falta de organización de la cual no
sólo yo misma soy culpable sino que además, de haberse cumplido en
plan asistenta ideal y otros aledaños, habría matado los gérmenes de
vida que ha habido en nuestra casa, habría variado totalmente el rum¬
bo de esa vida por la que Marta y yo somos lo que somos y en nom¬
bre de la cual nuestra casa se conserva como siempre, sin caerse del
todo a cachos, pero acogedora aún para quien pone los pies en ella,
de la misma manera que yo entreveía al hablar de su decrepitud hace
doce años, en los apuntes con bolígrafo verde que han dado pie a es¬
tos que surgen ahora. (Estoy en el Ateneo, por la tarde, 11 de enero
de 1975.)

Narración de recuerdos

La comunicación posterior en nombre de los recuerdos es imposible.


Porque la circunstancia va por un lado y el texto por otro. Fifí. Lupito.
Antiguos alumnos. Correspondencia conTali.
La Torcí de pequeña no lo entendía. (¿Dejaré yo de ser amiga de las
gemelas? ¿Y de Isabel?) Precisamente los amigos que he podido seguir
teniendo a lo largo de los años es porque no los he conservado en nom¬
bre de unos recuerdos inoperantes sino porque había algo nuevo que

308
me volvía a unir a ellos al verlos. La gente suele conservar, embalsamar.
Las historias de F. con sus amigos son embalsamadas. Aburren a
quien no es él. Yo de pequeña sentía horror por las visitas, por las amis¬
tades de balneario, por los chistes. Veníamos a Madrid y era una obli¬
gación visitar siempre a las mismas personas. La férula del «hay que...».
Hay que conservar los amigos, hay que ser sociable. Y no se trata de eso.
Se trata de hablar de algo siempre, de convertir a quien sea en un inter¬
locutor. Se trata de contenidos y ellos mismos crían las formas de rela¬
ción, dar rostro a la gente.
Re-anudar no es decir ¿te acuerdas?, sino pedir a ese rostro al que
se acude que cobre vida nueva. Las relaciones, como las creencias, se an¬
quilosan porque no se renuevan; ahí está el error. Las circunstancias vie¬
jas claro que no pueden repetirse, pero las nuevas pueden y deben siem¬
pre promoverse. Decir «no vuelvo a ver a Fulano porque me hizo tal
o cual» es tan erróneo como decir «lo sigo viendo porque ha sido muy
amable siempre conmigo y se porta muy bien, aunque el pobre es tan
pesado». En el primer caso como en el segundo de lo que se trataría es
de vivificar la relación, de sanearla.

Papeles

La inexperiencia de las experiencias a narrar. Tal vez se cuenta mal


porque se vive mal, se cuentan historias ya contadas por otro (la presión
que ejerce la vida social para obligar a llenar papeles es mayor de lo que
sospechamos). La gente quiere que le cuenten lo que ya sabe. Los pun¬
tos de unión es lo que molesta.

23 de enero de 1976

Para la novela nueva El cuarto de atrás

Siete cincuenta, da hasta risa. Ni para el microbús, ni para una lechuga,


ni para el periódico, dinero que se tira, que se desprecia, siete cincuenta.
Siete cincuenta costaba la pequeña vajilla, es una cifra inolvidable para
quien ha aprendido a preguntarse por la esencia tan fútil del dinero al
retortero de aquellos tres guarismos, el siete, el cinco y el cero, separa¬
dos por una coma gruesa en la parte de arriba, marcados torpemente
con lapicero rojo en un cartoncito que a veces se ladeaba o desaparecía
porque se había caído entre los otros bultos de aquel escaparate ronda¬
do con codicia. Entraba a preguntar:
-¿La han rebajado ustedes?
-¿Que si hemos rebajado qué?
-La vajilla esa de china.

309
Le parecía imposible que alguien pudiera dejar de entender a qué se
estaba refiriendo, miraba con avidez e impaciencia a los ojos de aquel
chico joven de alpargatas, con las orejas enrojecidas por los sabañones,
que tras una vacilación se desplazaba con desgana hacia el interior del
recinto, oscuro y alargado, mientras ella, junto a la puerta y sin dejar de
espiar el escaparate, esperaba en ascuas su veredicto. Desde allí la podía
contemplar mejor e incluso de haber tenido el arrojo suficiente, hubiera
podido meter el brazo por la ranura abierta del cristal para tocar las pie¬
zas primorosas. Tenían los platitos y la salsera un dibujo de niños mon¬
tando en bicicleta y también la sopera, que era panzuda igual que las de
casa de la abuela; seis platos grandes y seis de postre, ¿se habría roto al¬
guno desde ayer? Los volvía a contar, miraba a ver si estaban desporti¬
llados por los bordes, apresurada revisión llevada a cabo mientras el
chico llegaba al mostrador a preguntar, con una mezcla de miedo y es¬
peranza ante la idea de que se hubiera descabalado aquel conjunto que
salía siempre indemne del examen exhibiendo su deslumbradora inte¬
gridad sin tacha.
-Doña Fuencisla, que preguntan por la vajillita del escaparate.
-¿La de siete cincuenta? -pronunciaba implacable desde el fondo la
voz recia y sin matices de la dueña, voz de juez, de verdugo, inasequible
a la súplica.
-Sí, señora.
-Pues nada, envuélvesela. El papel lo tienes ahí.
El corazón le latía más deprisa y se atrevía a avanzar unos pasos ha¬
cia aquella figura borrosa de señora, que otras veces había atisbado des¬
de la calle asomando por detrás del dependiente, cuyas manos planea¬
ban indecisas por encima de los objetos de la vitrina, aglomerados,
confusos, plateados, de barro, de celuloide y goma, de trapo, de cartón,
señalándole airada y dominante aquello que tenía que coger, instándo¬
le a movimientos más expertos y eficaces.

Bajo el mismo techo

Y de repente, al levantar los ojos y encontrarse con los de Pura, la sem¬


piterna criada cuya silueta se le aparecía por todos los rincones desde ha¬
cía tres años y cuyos servicios se le habían llegado a hacer tan impres¬
cindibles como insoportables sus reticencias, experimentó una mezcla
de irritación y alivio al acordarse de que ya no la iba a tener que aguan¬
tar por mucho tiempo, un par de días a lo sumo; se la imaginó reco¬
giendo sus enseres con gesto digno y pulcro, aleccionando a la chica
nueva, ordenando por última vez libros, anaqueles y ropas, despidién¬
dose de todos, cogiendo la maleta, tal vez incluso Isabel quisiera acom¬
pañarla a la estación, se imaginó los posibles comentarios de las dos allí

310
en el andén pero le daba igual, había quedado más que sobreentendido
que lo de la enfermedad de la madre era un pretexto, pero que se subie¬
ra al tren de una vez y que se largara ya a Benavente a cuidar a su madre
o a retozar con los mozos o a reventar, a Gloria qué más le daba, y por
una súbita asociación de ideas, el nombre de aquel pueblo resucitó la es¬
cena de por la mañana que poco antes se diluía con el fluir de los ochos
luminosos, y reconstruyó las palabras con que ella misma le había pues¬
to remate. «Pareces un marido de comedia de Benavente», le dijo a Die¬
go desde la cama cuando, tras sorprenderle hurgando en los papeles de
su cajoncito, las miradas de ambos se habían encontrado en incómoda
y tensa expectativa. Fue una frase formulada con el suficiente desgarro y
dominio como para que se sintiera satisfecha de haberla pronunciado,
pero tenía que confesarse ahora que le amargaba haber estrangulado de
modo irreparable, al decirla, las palabras que sin duda estaba a punto
de dirigirle y que fueron sustituidas por aquel abatir de párpados que
precedió a su desaparición silenciosa. Y sintió como un capricho tardío
el deseo por aquellas palabras perdidas, las echó de menos dolorosa¬
mente, con la vehemencia que presidía todos sus remordimientos porque
ahora comprendía que malas o buenas, habrían tenido un suero balsá¬
mico al menos terapéutico, de alcohol puro sobre una herida que está ce¬
rrando en falso, de revulsivo para aquellas lánguidas relaciones suyas
con Diego que se deslizaban ya sin rebozo por la pendiente del conven¬
cionalismo.
Pura seguía mirándola sin moverse, detallaba con descaro su cuerpo
semidesnudo. No había la menor mezcla de asombro ni de servilismo
en su actitud, simplemente daba la impresión de estar a la espera, asis¬
tiendo al proceso de aquellos pensamientos que parecía penetrar y cuyo
final aguardaba.
Gloria se incorporó con gesto airado y ligeramente inseguro mien¬
tras lamentaba no haber sido más rápida en su reacción.
-¿Pero se puede saber qué hace usted ahí?
-Nada -dijo ella-. Estaba esperando.
-¿Esperando a qué?
-A ver si me daba usted permiso para pasar.
Desarmaba siempre el tono de su voz limpia y segura. «Una voz in¬
sobornable», había dicho en cierta ocasión Diego con clara admiración,
frase que dio pie a una de aquellas tediosas disputas primeras donde ya
se insinuaban los vicios conyugales que ellos mismos tanto alardeaban
de abominar. Gloria notó que se estaba poniendo nerviosa.
-No sé cuándo ha necesitado usted permiso para colarse en las ha¬
bitaciones. Podía haber preguntado por lo menos «¿se puede?».
-Como estaba la puerta abierta. Además creí que había salido usted.
Nunca sabe una en qué cama hay gente y en qué cama no.

311
18 de marzo de 1977

Trataremos de reanudar el Neverending tale.

12 de mayo

Entrevista imaginaria

Tal vez era esta misma la postura, los ojos abiertos de la misma mane¬
ra, el brazo bajo la almohada y aquella lava de insomnio poblada de fu¬
turo. Carmen de Icaza me había suministrado los modelos. Soñaba con
mujeres independientes, maduras, en un cuarto, con recuerdos de amor.
Levantarse de noche, salir a la calle. Pasearse sin rumbo en una ciudad
con teléfonos, con luces, donde los hombres te miran y no te miran, con
taconeo audaz y mirada recoleta. Si hubiera podido verme entonces en
este cuarto, leer mis carpetas de cartas, descubrir en cada objeto de los
que me rodean el hilo de una historia, tal vez soñada, sin saberlo, sí, con
una imagen parecida a la que debo componer en este mismo instante.
Aunque componer una imagen es componerla para alguien, para que
alguien te recuerde y te piense, si no se deshilvana y queda sólo el ma¬
lestar oscuro. Cómo iba a entender yo entonces lo que suponía este ma¬
lestar, idealizaba el malestar de aquellas heroínas heridas, solitarias,
pensaba en sus labios amargos, en sus ropas desceñidas. Sólo puedo re¬
querir albergue para que mi imagen actual se recomponga en mis ojos
adolescentes abiertos a la noche en el cuarto azul provinciano, elevo
una instancia de hospitalidad a aquel corazón joven e impaciente, vo¬
razmente quemado en ansias de crecer, de liberarse. Y de pronto me
asombra reparar en que es el mismo, en que está en el mismo sitio,
me palpo el pecho, ahí dentro está latiendo todavía, la viscera con sus
aortas, sus ventrículos, descrita en libros de bachillerato, la mía, que un
día dejará de latir pero todavía no, no ha parado en carrera incesante
desde entonces, la misma, tictac, tictac, qué poco pienso en ella, cómo
la desconozco.
Tener un teléfono cerca de la mesilla de noche, marcar un número,
bajar a tomar un café. Pero entonces sólo me cabía soñarlo, estaba en¬
cerrada, la ciudad dormía y sonaba tan sólo, a través del balcón abier¬
to, el surtidor de la fuente, lo oía caer con mi oído tan alerta de enton¬
ces, tan fino, era tiempo de exámenes, primavera.
(Han llamado a la puerta.)
Mi libertad ha existido cuando he dado libertad, cuando he enseña¬
do libertad. Ahora me vuelven las espaldas aquellos a quienes querría
hacerles amar el momento presente, no saben compartirlo conmigo
-sea ese momento de dolor o de placer-, me temen, se alejan en su im-

312
penetrabilidad. Y sin mí envejecen, no existen para mí, no me dan lugar
a que me sienta libre a través de ellos. No me dejan inventar relaciones.
Tiendo la mano (¿me llevas?) y no me la coge nadie.

Olvido

En el fondo la lucha más trágica, como de personajes de auto sacra¬


mental, es la de la memoria contra el olvido («Tus padres no te olvidan»,
«No me enseñes a olvidar», etc.). ¿Apuntar por la memoria o por el ol¬
vido en literatura?
«Y la recordación de las cosas se produce por imágenes, como si fue¬
ran letras.»
Estudiar, a lo largo de la literatura, las tendencias de claridad y os¬
curidad, de memoria y olvido.
Se viven experiencias herméticas. ¿Cómo pasar luego a la fase inte¬
lectiva, sin dejar de aprovecharse de aquel material oscuro?

9 de mayo de 1978

(Posibles sugerencias para una novela erótica.)

Los objetos del deseo

Si lográramos convencernos de la irrelevancia de los objetos de nuestro


deseo estaríamos salvados, porque así salvaríamos el deseo mismo. Pero
una vez aplicado nuestro deseo a un objeto nos empeñamos en idealizar¬
lo, en conservarlo. En vez de renovar el deseo, aplicarlo a otra cosa.

Leí esto en la agenda y me quedé dudando. No sabía cuándo lo ha¬


bía escrito. El tren corría. La chica me miró. No sé dónde la había en¬
contrado ni desde cuándo la traía conmigo, recuerdo vagamente que era
morena y que nos habíamos apareado en una fonda de Teruel y que
me resultó feminista. Yo la interrumpía para hacerle escuchar el pitido
de los trenes, pero no parecía importarle nada.
-Eres raro -me dijo.
-¿Por qué?
Me explicó que hacía el amor muy bien y que no le parecía machis-
ta, yo me empecé a evadir, sólo sentía el olor a hollín de la estación cer¬
cana. Y miraba la cenefa de la pared. No sé cuánto tiempo habría pasa¬
do cuando:
-Escuchas bien -me dijo.

313
Yo no había escuchado nada, ni pensaba atraérmela ni disimular ni
nada. Estaba, simplemente, pensando en mi madre.
Volví a leer el texto. El tren corría.
-¿En qué piensas?
-En que a veces escribo cosas inteligentes. Me anima pensar que al¬
guna vez he sido inteligente. Lo malo es que no sé cuándo. Son flash.
No pongo la fecha.
-¿Eres escritor? -me dijo ella. Pasábamos por una llanura plagada
de flores malva.
-No sé -dije.
El cuaderno era negro, con tapas duras. La tinta corría bien por él,
pero aquella chica enfrente de mí, intrigada, me estorbaba.
Escribí, debajo del texto que acababa de leer, «Flores malva».
-Qué bien anoche, ¿verdad? -dijo ella.
-¿Anoche? Ah, sí...
-Pero eres raro. Haber dejado el coche allí.
-Da igual.
Siguió hablando. Yo no la oía.
-Dirás que qué rara soy.
-Lo decías tú más bien de mí.
-Dirás que cuánto me contradigo.
-¿Que te contradices?
-Sí, anoche te decía que todo me daba igual, que lo bueno era vivir el
momento y ahora, ya ves, que por qué has dejado el coche allí y esas cosas.
Llevaba unas ropas anchas, algo así como un caftán verde, creo. Era
un tren raro, como de mercancías, estábamos solos, iba muy despacio.
-¿Me quieres, tal vez, decir algo complicado? -pregunté.
-¿Por qué?
-No sé, es que te conozco poco, y cada vez tardo más en entender
las cosas. Prefiero que si tienes que decirme algo, me lo digas claro, es¬
toy muy cansado yo.
Seguía pensando en las flores malva, pero, al mismo tiempo, tratan¬
do de ser amable con ella. Pensaba en mi madre, en cuando lloraba por
ser mujer. Tenía lilas en su cuarto. Era primavera y siempre llenaba de li¬
las los jarrones. Juré no hacer nunca daño a una mujer.
El rostro de la chica se acercó al mío. Por la ventanilla estallaba el
enigma de las flores malva.
-Te deseo -dijo.
-¿Quieres que lo hagamos ahora? -pregunté.
Corrió las cortinillas, se quitó la blusa.
-Sí. -Y al cabo de un rato me decía-: No hay nadie como tú, pero
eres tan raro.

314
(Piensa como en sueños que va en aquel tren para viajar a algún si¬
tio concreto. Puede aparecer luego en su grupo habitual madrileño con
esa chica y es cuando se habla del erotismo. Y, de fondo, la búsqueda de
aquellas confidencias veladas de la madre.)

Al despertarme y verla allí a mi lado bajé los ojos a su pie. (Recor¬


dar el examen de ingreso en el Instituto de Ciudad Rodrigo «falange, fa-
langín y falangeta».) Esto contrastaba con la narración que mi padre
hizo en la mesa del pie de la Regenta y de una mirada de mi madre a la
que él reaccionó bajando la cabeza.
-¡Qué absurdos son los pies! -dijo la chica.
Y comprendí que el sexo si no es literatura es pura mecánica. Re¬
cordé que de niño me engordaban como a un ave de corral y que aque¬
llo ya lo había sentido. La primera vez que me enamoré (ya llevaba años
haciendo «porquerías») fue por un libro. En él bebí la sed, no la bebida
misma. Luego la niña en el hotel de Zumaya. Nos íbamos en el coche y
me miró, vi, con tristeza.
Todo se absorbe, después de leer un libro sale uno distinto, pero no
lo sabe, cada cosa que se dice o se hace tiene poso de todo lo oído an¬
tes y sobre todo de lo leído, se funciona por absorción.
Había aceptado la distancia con mis padres, había aspirado sólo a
que no se inmiscuyeran en mis asuntos. Pero ahora me desesperaba no
haber reparado mejor en los datos de su relación, cuando estaba a tiem¬
po de interpretarlos correctamente. «Mi distanciamiento era ignorancia,
incapacidad.»
Rutina, hacían los mismos movimientos y gestos, me amparaba en
su dualidad, pero cuando alguno de ellos desaparecía era doblemente
difícil escapar a la carga de la neurosis (atención solitaria) dirigida ya
sin apoyaturas ni paliativos hacia mí.
En una de esas ausencias (papá había ido por última vez a ver a
Inés) es cuando decidí marcharme de casa. Supe por primera vez que no
amaba a mi madre tampoco.
-Problema económico no tenemos -dije-, y no pintamos nada los tres
juntos. Mi padre me había querido colocar en su Editorial, sin resultado.
-¿No ves que es lo único que tenemos en común? -me dijo.
-Sí, pero me machacáis.
Mi madre se enfadaba por abstracciones, pretendiendo echarle la
culpa a alguien, agarrarse a incomodidades de la relación familiar.

(Pesquisa: visita a la criada vieja de los abuelos que vive sola, deli¬
rante. «Inés tenía los pies muy bonitos», le dice. A esta criada la madre
nunca la tragó ni la criada a ella. Segunda parte en el pueblo, en busca
de Inés Iriarte. Que está enferma y acaba por morir.)

315
Madrid, 15 de mayo de 1978

Pesquisa personal

Hacía tres años que no ponía los pies en aquella casa, y los primeros
días fue horrible. Habilité, de cualquier manera, el cuartito de abajo,
que daba al jardín y donde, a mi llegada, se amontonaban los trastos
más diversos, ficheros de mi padre, baúles de ropa, muebles desarma¬
dos, herrajes, cajones rebosantes de clavos, enchufes, escarpias, bombi¬
llas y alicates, alfombras enrolladas contra la pared, cuadros de firma,
candelabros, jarrones y me negué a subir a los pisos de arriba; el único
residuo de algo parecido a la voluntad que era capaz de descubrir en mí
se concentraba tenazmente en esa resistencia: lo primero que hice, con
gestos torpes y urgentes, hiriéndome, de paso, la palma de la mano
con un formón, fue poner un candado en la puerta que comunicaba con
la escalera, mientras el negro aquel me miraba en silencio con unos ojos
húmedos donde se leía el desconcierto.
-Es que iban a hacer una reforma -me dijo, como si se disculpara.
-Ya. ¿Cuándo no?
Decliné sus ofrecimientos de despejarme y dejarme totalmente limpia
la estancia y sólo consentí que me ayudara a desplazar los objetos que es¬
torbaban para armar en el centro la gran cama de hierro de la abuela Inés
rematada por cuatro bolas doradas, y con el angelito desnudo enmarca¬
do en un círculo en medio de la cabecera. Me di cuenta de que no sólo
era mucho más hábil que yo, lo cual no significa decir mucho, sino fran¬
camente hábil, pero, sobre todo, exacto y tranquilo en el desempeño de
su cometido, no hacía mido alguno al trasladar los objetos, manejaba
con destreza y parsimonia los destornilladores, era musculoso y ligero y
conseguía no imprimir a uno solo de sus ademanes ese afanoso y com¬
pulsivo clima de nerviosismo que yo siempre había odiado y que presi¬
día, como una amenazadora nube de tormenta, todas las mudanzas y
traslados a los que desde mi más tierna infancia recuerdo entregada in¬
saciablemente a mi madre; se lo propagaba a todos, sus ayudantes, a mí
mismo, parecía simplemente atender a la eficacia de cada uno de sus ges¬
tos sin preocuparse de su finalidad, y así, poco a poco, vine a sentirme
arropado por aquella presencia extraña que, en un primer momento,
me había producido rechazo e irritación y a la que empezaba a acos¬
tumbrarme. Me senté sobre el colchón y me puse a liar un pitillo de ma¬
rihuana. Él se había quedado de pie junto a la puerta del jardín.
-Le sangra la mano -me dijo-, ¿quiere que vaya a por un poco de
alcohol?
Me encogí de hombros.
-Bueno.

316
(Cuentos de hadas. Las nuevas experiencias suponen un reto tan di¬
fícil y es tan escasa la capacidad de resolver solo el camino hacia la in¬
dependencia, que el niño necesita la ayuda de la fantasía, para no caer
en la desesperación.)

(Viajes de los padres.) Iba con ellos o me dejaban con la abuela. Ella
me contaba cuentos. ¿Por qué no me dijeron hasta más tarde que se ha¬
bía muerto la abuela?

(El que comprenda el secreto que representa el sexo opuesto, ha lle¬


gado a la madurez. El desafío de vivir lejos del hogar paterno, se nece¬
sitan ayudas exteriores. Conceder dignidad extraordinaria a los hechos
más insignificantes, insinuando que de ellos se pueden extraer conse¬
cuencias maravillosas.)

Mi madre a veces se desentendía, se distraía, ¿qué pensaba en reali¬


dad? «Le quieres más que a mí», decía a veces a mi padre. Yo vi que me
interponía entre ellos. «Pero él te quiere más a ti, ya ves el sarcasmo»,
dijo mi padre.

(Los cuentos de hadas empezaban en el momento en que el niño es¬


taba en una situación problemática. Lucha por escapar a la existencia
triangular, búsqueda solitaria de sí mismo.)

Mi padre sintió celos de mí cuando empezó a notar que yo gustaba


a las mujeres. La competencia sólo podía superarse con la huida. Pero ¿a
quién ofrecer mis triunfos? Por una parte él seguía manteniéndome eco¬
nómicamente, por otra parte yo, aunque no me lo confesara, seguía envi¬
diando sus esquemas literarios de conquistador antiguo. Ahora, que ya no
estaba, podía dar rienda suelta a mi pesquisa. En casa, tenía que recono¬
cerlo, me encontraba bien, solo pero bien. Isabel era una intrusa. El sexo
no lo era todo. Me aburría hablar con ella de estos complejos problemas.
(Puede ser entonces cuando decide ir a ver a la criada de la abuela.)

Que venga la abuela a la cama ya que no viene nadie. Oh, sí, por lo
menos la abuela. Que resurja del jardín huertecillo entre musgos donde
duerme, donde la descendieron a su pesar. Volved señora abuela, volved
a instalaros con vuestro chal azul en este mundo naranja. Y como ella ya
no habla, sólo es un amasijo frío contra mi cuerpo insomne, un bulto
de pavesas, yo he de contarle un cuento donde los dos padres mueren
al mismo tiempo, dejan al niño huérfano frente a la recuperación impo¬
sible y urgente de todos los enigmas. Todos los caminos esperan al hé¬
roe que por fin se ha quedado en el umbral del crecimiento y le instan
a recorrerlos sin talismanes.

317
Si mi madre hubiera sabido cómo empezó mi vicio, cómo la miraba
desde aquel día cuando volvía a casa, cuando esa mirada nueva -sin sa¬
ber ella por qué- la hacía desviar los ojos, la raya de sombra que había
empezado a marcarse entre los dos.
El mal y el bien tan separados en los cuentos infantiles se podían
mezclar, arrebujar y luego salir a la superficie de las aguas con estos
ojos desafiantes y ambiguos desde cuya seguridad, por primera vez, era
capaz de poner en fuga los suyos. No hacía falta más talismán que el de
la transgresión. Pero, de todas maneras, la aventura, aunque inconfesa¬
da, había sido para ofrecérsela a ella, para tentarla a ella y hacerla vaci¬
lar, para tenderle este trofeo de sangre y lodo que no veía, hijo de la fu¬
ria que ella había venido encendiendo en mí.
A partir de entonces disgregado, espectador de historias en las que
nunca me podré implicar.
En mis sueños había siempre una estancia, la estancia que te han
prohibido abrir, y al despertar trataba de recordarla, pero se desvanecía.
He estado en -«aquel sitio». Podía ser también una gruta o un jardín, y
en él estaba -porque vivía allí- el personaje clave del misterio y yo ha¬
bía ido a verle y a hablarle -a verla y hablarla, porque era una mujer-,
pero la conversación, existente o no, era la que se había barrido con el
despertar y en medio de los otros argumentos recordables (de pérdida,
de búsqueda, de fiesta) yo sabía que había estado en aquel sitio, y esos
días deambulaba como ebrio, como extraviado, pero alterado también
por una especie de éxtasis y esperanza de que aquello se repetiría y
apresaría sus contornos alguna vez. Cuando tardaba en volver aquel
sueño, empezaba a adaptarme a otros proyectos, pero era como si me
hubiera marchitado.
Lo que yo pudiera añadir a la historia, al margen de ella, era un con¬
suelo precario y pálido, una mera nota erudita a pie de página, pero la
quería poner, vivía sólo para ponerla.
A veces buscaba el cuarto. «¿Hay algún cuarto que yo no conozco?»,
le preguntaba a la abuela, lo buscaba por aquel caserón gallego, adorme¬
cido por el rumor de la lluvia, que se mojen, que se empapen todos, amaba
la lluvia, era mi venganza, la lluvia los ponía en aprietos, me aislaba, me
hacía rey. Yo aquí guarecido, conspirando contra ellos, contra su baldía
actividad.

Posible new novel

¿Dónde han ido aquellos esfuerzos por ser uno mismo el que manda¬
ra, el que rigiera, el que tuviera las llaves o el control de lo que sucedía?
¿Dónde aquella terquedad que era aún ley de existencia, de permanen¬
cia, índice de su mero estar, ya que no lógica ni estricto deseo alguno de
mejoría para los demás?

318
El que quiere vivir numéricamente (ir a ver a Carrillo, hacer orgías en
un hotel, etc.) es porque no sabe ser espectador apasionado de las aven¬
turas de un héroe literario, anexionarlas, vivirlas por simple delegación,
soñar, inventar.

Penagos (Santander), agosto de 1979

George Bataille, El erotismo

Bataille quiere investigar, en la diversidad de los hechos descritos, la co¬


hesión. Dar un cuadro coherente a riavés de un conjunto de conductas.
Esta búsqueda de un conjunto coherente opone su esfuerzo a los de
la ciencia. La ciencia estudia una cuestión separada. Acumula los traba¬
jos especializados. Pero el erotismo tiene para los hombres un sentido
que la manera de proceder científica no puede alcanzar.
Los capítulos del libro se alejan con frecuencia de la realidad sexual.
Va dejándose llevar por cuestiones que aparentemente le desvían de la
materia, a la búsqueda de un punto de vista. Y todo lo convierte en ma¬
teria.
«En cierto sentido», dice en el prólogo, «este libro se reduce a la vi¬
sión de conjunto de la vida humana, recogida sin cesar a partir de un
punto de vista diferente.»
En general, el yerro de la filosofía es alejarse de la vida. Cada ser es
distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte, y los aconteci¬
mientos de su vida pueden tener para los demás un interés, pero sólo él
está interesado directamente. Sólo él nace, sólo él muere. Entre un ser y
otro hay un abismo, hay una discontinuidad.
En el acto sexual, cada ser contribuye a la negación que el otro hace
de sí mismo, pero esa negación no desemboca en el reconocimiento del
compañero. La violencia de uno se propone a la violencia del otro: se
trata, por cada lado, de un movimiento interno que obliga a estar «fue¬
ra de sí». El encuentro se produce, pues (si de encuentro puede hablar¬
se), a partir de dos seres que la plétora sexual proyecta fuera de sí. No
son dos seres discontinuos que se unen por una corriente de continui¬
dad momentánea: no hay, propiamente hablando, unión. Dos indivi¬
duos, asociados por los reflejos ordenados de la conexión (descarga) se¬
xual, comparten un estado de crisis en el que tanto el uno como el otro
están fuera de sí. Después, la discontinuidad de cada uno continúa in¬
tacta. «Es la crisis al mismo tiempo más intensa y más insignificante»,
concluye Bataille.
Discontinuidad. Somos seres discontinuos, individuos que morimos
aisladamente en una aventura ininteligible, pero tenemos nostalgia de la
continuidad perdida. Llevamos mal la situación que nos clava en la in¬
dividualidad de azar, en la individualidad caduca que somos.

319
En la entraña del erotismo, bajo cualquiera de sus formas (el de los
cuerpos, el de los corazones y el erotismo sagrado) lo que está en cues¬
tión es sustituir el aislamiento del ser, su discontinuidad, por un senti¬
miento de continuidad profunda (aunque falaz).
(Yo dije, en alguno de mis apuntes atrasados -creo que fechados en
Tánger-, que había un afán imposible de sustituir la caducidad del mo¬
mento intenso por el siempre, aun a sabiendas dentro de la aguda vis¬
lumbre proporcionada por ese éxtasis de que era afán imposible.)

18 de septiembre de 1979

El cuento de nunca acabar

Escollo del orden y el desorden, que está siempre debajo de todo.


¿Cómo escoger un comienzo? ¿En qué se funda que un criterio de or¬
denación nos parezca más de fiar que otro? O se habla de las cosas o
se calla uno, pero el orden lo van marcando ellas mismas, según salen.

26 de abril de 1980

Tienen que encontrarse el pasado remoto y el próximo, como en juego


fortuito, toparse también (en vislumbres igualmente deshilvanadas y
azarosas) con la preocupación del futuro, del «tener que hacer para».
Los objetos arrastran y aglutinan proyectos y pesquisas con las sen¬
saciones que despiertan.
La abuela pitonisa (pensar en mamá) que desde lo de antes prevé lo
de después.
* * *

Qué rara cosa es la costumbre. ¿Cómo se acostumbrarían poco a poco


a que les dejara de escribir? Porque, ahora que me acuerdo, al principio
les escribía. Lo más violento era poner «Queridos padres», eso siempre,
desde niño, me resultó violento, chocar con aquel bloque. Porque ellos
entre sí no tenían nada que ver.
Luego ya, después del encabezamiento, contar cosas, como por
mala conciencia o por rutina, descripciones sin hilo argumental, sin cla¬
ve alguna, lugares, personas, desarraigo, amañando, paliando mi falta
de proyectos. Cuando dejaba algunas señas fijas -lista de correos o si¬
milar- ellos me contestaban, sobre todo él, ella se limitaba a poner aba¬
jo con letra picuda «Muchos besos, mamá», y esa incursión de su firma
hacía menos íntima y personal la carta de mi padre, la convencionali-
zaba. Y eso que mi padre, por carta, se acercaba mucho a mí, le veía yo

320
el intento de darme algo de calor y me acordaba de la abuela, de todas
las historias que se fue sin contarme. A los padres de mamá no los co¬
nocía apenas, vivían en Bruselas, una vez fuimos a verlos siendo yo niño
y recuerdo aquel lujo frío de la casa con parque, todos eran gente liga¬
da al mundo diplomático, mi padre también.
Pero papá en sus cartas me hablaba de las mías, me decía que yo es¬
cribía muy bien, que le recordaba a Camus, te estás volviendo como L’é-
tranger, mi literatura ya sabes que es otra, la Sonata de otoño, La Regen¬
ta y 0 primo Basillio, a papá le apasionaban las novelas de erotismo
antiguo, y él mismo había querido ser escritor, tal vez lo era a escondi¬
das. Le gustaba mucho -decía- recibir mis cartas, pero lo decía como
desde lejos, aunque sonaba muy a verdad, como si estuviera hecho a la
idea de que dejaría de escribirles y no se atreviera a pedirme nada, su
discreción la consideraba a veces excesiva. Pero tus padres qué pasa, te
mandan dinero y no te piden más cuentas, lo tuyo es increíble. Y yo
siempre que sí, procuraba no sacar el tema, a veces puntualizaba que el
dinero era mío, que lo había heredado de mi abuela y otras metía men¬
tiras, total era gente con la que me iba relacionando a salto de mata, por
casualidad, pero éstos precisamente son los que más preguntan.
Mi padre había empezado a relajarse cuando pasó el tiempo sufi¬
ciente para que la escena de mi ruptura con ellos se olvidara.
(Una vez se ven en casa de los abuelos de Bruselas. Sabía yo lo que
sentía papá, de mamá nunca supe nada.)

Notas a La Reina de las Nieves


(Según voy copiando lo que tengo el 3 de julio de 1980)

Los tentáculos de la escena primera se refieren sobre todo a que «aque¬


llo» que está viendo le compromete, más que al desarraigo.
Trataba de recordar... (aquí queda pendiente por vez primera el mo¬
mento en que recibe la noticia de la muerte de los padres).
Ficheros del padre (están abajo).
Encuentro con la escritura (Ginzo de Limia).
(Incapaz de llevar a cabo sin su concurso.) Indecisión, distracción,
falta de tenacidad.
Relación de don Elias con los operarios que están arreglando la parte
de abajo.

321
Capítulo IV

¿Y qué había sido de Gerda desde que se me esfumó sin saber cómo en
aquella plaza invernal surcada por el ir y venir de los trineos?
Había estado tan cerca de mí que sentía el temblor de sus hom¬
bros, y adivinaba sus lágrimas a punto de caer, pero hubo un rato en
que me distraje mirando, como ella, a lo lejos, un rato posiblemente
largo en que arrullado por el tumulto de los otros niños, la desatendí
para sumirme en mis propias conjeturas, y cuando volví a acordarme
de ella y quise rodearla con mis brazos, me di cuenta por primera vez
en la vida de que jamás podremos medir el tiempo que duran nuestras
meditaciones solitarias, porque de noche, la plaza se había quedado
desierta y ella no estaba junto a mí, no conseguí abrazar más que una
racha de copos de nieve despeinándose en cascada sobre un fondo
negro.
La había perdido irreversiblemente, había desaprovechado la po¬
sibilidad de fundir la distancia que nos separaba y fue entonces cuan¬
do intuí también por vez primera cómo la distancia puede unir a dos
seres desgraciados aún más que la cercanía, porque Gerda era ya para
siempre mi hermana, aunque la hubiera dejado de ver, estábamos uni¬
dos por el ardor de nuestras respectivas pesquisas divergentes y sin es¬
peranza. Mientras yo bajaba algunas noches al parque, desoyendo la
voz de la abuela que me llamaba para cenar, y le preguntaba a las es¬
tatuas inmóviles: «¿Sabéis dónde está Gerda?», ella suspiraba sin sue¬
ño ni alegría, negándose a aceptar la evidencia de que había perdido
a Kay, sorda a las palabras de su abuela que le aconsejaban olvidarle,
resistiendo como una larva tenaz las horas de aquel invierno más lar¬
go y cruel que ninguno, hasta que los primeros rayos tímidos del nue¬
vo sol primaveral volvieron por fin a infundirle ánimo y una tibia es¬
peranza.
Una mañana muy temprano se levantó, se calzó sus zapatitos rojos,
le dio un beso a su abuela que estaba durmiendo todavía y salió sin
rumbo fijo: los rayos del sol la calentaron con sus destellos y supo que
mientras luciera el sol no podía haber muerto Kay, miró al cielo y vio la
primera bandada de golondrinas, «¿Ha muerto Kay?», les preguntó y
ellas chillaban, al pasar, «No lo creemos», atravesó las estrechas calles de
la ciudad y traspuso las puertas de la muralla en dirección al río, se sen¬
tó en la orilla a mirar la corriente. «Dime, ¿te has llevado a Kay? ¿Dón¬
de está?»
Esta segunda parte del cuento me aburría que la contara la abuela,
prefería contármela yo solo, introducir en el texto mi propio personaje
invisible, enriquecerlo con mis afanes paralelos; me descolgaba desde el
jardín a los acantilados y de éstos a la playa pequeña y solitaria y me

322
quedaba mirando el mar, donde desembocaba aquel río del cuento,
aunque nadie me supo nunca decir su nombre, venía a dar en el mar,
porque todos los ríos desembocan en el mismo mar.

8 de febrero de 1981

Tímidos intentos, a mi vuelta de New York, de reemprender El cuento de


nunca acabar, que, después de muchas dudas y reflexiones, me parece que
es el camino que debo seguir entre los otros tres que se me ofrecen (Cuen¬
ta pendiente, La Reina de las Nieves y el Poema de Manhattan).
Veamos, tengo aquí el cuaderno azul grande de pegotitos, el índice
provisional elaborado en junio de 1975, las fichas que hice en otoño de
1979 y multitud de comienzos.
También el paper a máquina que escribí en la calle 119 y leí en
Houston, que se titula «El interlocutor soñado». De la aparición del in¬
terlocutor real y de los peligros que acarrea contar a otro un cuento que
uno se ha contado a solas con excesiva delectación.

Lo cotidiano y lo excepcional

El pulso de lo cotidiano. Despreciamos el material ingente de informa¬


ción que nos suministra el haber vivido unos determinados aconteci¬
mientos. (Otro lo contará peor, si no lo ha vivido, buscará papeles nues¬
tros donde nunca se dirá si en los bares de los años 50 había o no
futbolín. Y eso ya es historia.) Cómo lo vivido se convierte en historia.
(«Cuando vivía no me daba cuenta de...» Esa es la base del narrar. La re¬
visión ulterior.)
Hacer excepcional lo cotidiano. Mejor dicho, estar atentos a todas
las conexiones significativas de excepcionalidad que conlleva. Siempre
es más sano y aleccionador que hacer cotidiano lo excepcional (llaman¬
do «excepcional» a lo que la gente se empeña en prefabricar como tal:
cuentos o actitudes o ropas deliberadamente llamativas). Lo excepcio¬
nal, lo que le da a lo acontecido o contemplado carisma de tal, no es
tanto lo que pasa como la forma de hacerlo nuestro, de atar los cabos o
andar el camino que lo llega a hacer nuestro.
Vivificar los recuerdos es enhebrarlos en el hoy, no despreciar la pla¬
taforma desde la que se cuenta.

El interlocutor de la narración egocéntrica

La forma en que uno se va contando a solas desde la infancia tanto lo


que le pasa como lo que ve o intuye que les pasa a otros nunca es obje-

323
tiva ni uniforme, sino que está plagada de comentarios e interpretacio¬
nes, condicionados, a su vez, por el humor y las circunstancias en que
esa narración se elabora.
Cuando digo «elaborar una narración» no me refiero aún al mo¬
mento en que ésta se plasma en una versión determinada -ya sea para
oídos ajenos, o acudiendo al primer recurso literario del diario íntimo-,
sino que estoy pensando en los orígenes más oscuros y problemáticos
de esa versión, a su peculiar proceso de ir tomando forma y arraigando
en el subconsciente. Se trata de una etapa difícil de explorar y en la que
todo es nebuloso, pero, con todo, no debe despreciarse al considerar lo
que he bautizado en mis apuntes con el nombre de «narración egocén¬
trica», porque creo firmemente que a su sombra se agazapan las ame¬
nazas de todos los vicios solitarios.
No me refiero tanto, al decir vicios, a la distorsión de la realidad ob¬
jetiva (si es que tal deidad existe, que no lo creo) que toda interpretación
personal de los hechos lleva consigo, sino más bien al tipo de adhesión
que le preste uno a lo que se cuenta. Es difícil que en la primera edad
esos cuentos solitarios (basados en el comentario subjetivo, apoyado a
su vez en modelos literarios) no se tomen como artículo de fe. Tendrán
que pasar muchos años (si es que llega esa saludable evolución) para que
lleguen a tomarse en cuenta también las versiones ajenas sobre un tema
al que nosotros habíamos aplicado un tratamiento que lo ha convertido
en la versión correcta.
Lo que más ama el hombre es su ego, y en este ego (cosa que no sé
si se ha considerado con suficiente penetración) está incluida la narra¬
ción que uno se hace de sí mismo, y en la cual los otros representan casi
siempre el papel de meros satélites, de máquinas para oírla. Se ve con
poco agrado que se conviertan en otra cosa.
(En mi última novela El cuarto de atrás, la situación enconada de so¬
ledad y de insomnio que me llevó a escribirla, me hizo imaginar en
principio a un visitante pasivo e inocuo que se limitara a escuchar lo
que aquella noche yo tenía necesidad de contarle a alguien. Si hubiera
rechazado la autonomía que este personaje tomó casi inmediatamente,
rebelándose e imponiéndose a mi imaginación -no sé en nombre de
qué resortes- como algo más que un oyente sumiso y abstracto, creo
que el libro no hubiera tomado esos rumbos que lo caracterizan y que
quebraron el molde mucho más pobre y menos imaginativo del proyec¬
to inicial. Es el libro que más se me ha ido de las manos y, por eso mis¬
mo, del que he aprendido más cosas, el que más me ha hecho rectificar
y poner en cuestión mi narración egocéntrica.)
Cuando Sartre dijo que «el infierno son los demás» se refería, sin
duda, al trastorno que plantea aceptarlos en sus versiones (contrarias a
la nuestra) de ciertos hechos que, en alguna manera, nos implican (o
por lo menos contar con ellos, aunque no se acepten). En el fondo a los

324
demás los ignoramos mucho más de lo que nuestro presunto altruismo
y deseo de tenderles la mano (que también forma parte -y de las más
principales- de la narración egocéntrica) nos está haciendo creer.
Porque la narración egocéntrica del solitario (aun antes de que se
haya convertido en carta, en diario o en conversación) está plagada de
esos satélites que son los demás, arenillas de oro que aún no se han
confirmado como barrera. No está dicho que uno se cuente un cuen¬
to en el que se imagina solo en una isla desierta. No. Generalmente es
al contrario. Pero se cuenta un cuento en que los demás le están mi¬
rando a uno con amor o con desdén, pero el vector de su existencia
apunta hacia la presencia física, la idiosincrasia y las necesidades de
uno. Muy pocas veces -por no decir ninguna- ocurre al revés. Se con¬
templa uno tratando de convencer o deslumbrar a seres sin rostro ni
opinión ni resistencia. Se les dota de un atuendo y se les atribuye un
comportamiento que está adulterado por nuestra ignorancia de su
existir real y en función de las necesidades y exigencias que el propio
«yo» segrega.
Desde este punto de vista, considero mucho más capciosa la narra¬
ción egocéntrica en lo que se refiere a la distorsión operada sobre la
«realidad» de los demás que sobre la nuestra. Porque, más tarde, cuan¬
do aparezcan como verdaderos interlocutores o parteners de nuestra tra¬
ma argumental, no se les consentirá disentir del papel de comparsas que
en nuestros esbozos narrativos primeros les habíamos atribuido. Eso
significa, ni más ni menos, amordazar a los demás. Prescindir de sus
motivos, lo cual mutila el entendimiento y alcance de los nuestros.
Exigir y predeterminar una actitud determinada por parte de otro ya
indica meterlo a empujones, no sólo en la órbita del cuento que le vas a
enchufar (sea de agobios, injusticias y agravios padecidos o excelencias
y sacrificios de tu ser), sino en la órbita del cuento que uno se ha con¬
tado de ellos y del papel de acólitos que van a representar en el cuento
que tú les cuentas. La narración egocéntrica es retórica, embellecedora
por esencia. Incluso aunque esté plagada de calamidades.
(Hay quien cree que le basta reconocer retóricamente su calamitosi-
dad y su mal olor para que los demás -abrumados por tanta sinceridad
y afanes expiatorios- acepten ese mal olor como si fuera almizcle y lo
aspiren embriagados.) Tal vez la narración egocéntrica del calamitoso
sea la más tiranizadora porque su insidia es tan sutil que le hace sentir¬
se a uno con mala conciencia si no la acepta (cf. novela de Sánchez Es¬
peso y mis comentarios sobre la misma en Diario 16).
El «me persiguen», «no me comprenden», «me huyen» o «estoy más
solo que la una» pocas veces se detiene a contemplar el impacto tiráni¬
co y distorsionador que esa narración opera en la posible función de in¬
terlocutor bienintencionado y balsámico que el oyente pudiera aportar,
sino que tiende a incapacitarlo como tal por medio de esas lianas retó-

325
ricas que presuponen la automática exculpación de quien ya se está
declarando, falazmente, reo de culpa. Y digo falazmente porque lo que
menos tolera este tipo de narradores es que el oyente, al asentir, amplíe
esa versión aportándole desde su punto de vista elementos que la ha¬
gan rectificable y menos fatal. El narrador plañidero, aunque se haya
puesto verde a sí mismo, no tolera que el otro la tome como hipótesis
de trabajo, aportando datos de contraste que archivaba acerca de ella y
que por temor nunca se había atrevido a esgrimir. El plañidero dirá «bas¬
ta», «no barrenes», «ya te lo estoy diciendo yo». Le basta con decirlo él y
exige ser compadecido y aceptado por el mero hecho de su martirizada
perorata confesional -te la eche encima en las circunstancias que sea, te
la cuente como te la cuente-, basta con lo que él dice. No tiene el otro
derecho (porque no existe) de intervenir para nada, ni le importa tam¬
poco nada a ese tipo de narrador investigar el daño que está infiriendo a
las almas o entendimientos ajenos con esta coacción narrativa. Se trata de
un desahogo inútil, que no cuenta con servir para nada ni lo pretende.
Todo esto tiene sus raíces, como he empezado diciendo, en ese os¬
curo y nebuloso período previo a la narración, propiamente entendida
como tal, cuando el ser humano se esfuerza, de espaldas al mundo, en
sentirse recubierto por la coraza de un «yo» insuficiente para defenderse
de los miedos que la mera presencia de los otros le acarrea.
La narración egocéntrica puede tardar en encontrar un interlocutor
real. Cuanto más tiempo lleve elaborándose a solas y más tarde en apa¬
recer el idóneo receptor de ella, más se idealizará a ese interlocutor
cuando aparezca y con mayor desconsideración y empeño se tratará de
hacerle automáticamente partícipe de la delectación o los sinsabores
que el hecho de elaborarla ha acarreado en el sujeto.
Para poner un ejemplo concreto y que a todos puede recordarnos
narcisismos de infancia, pensemos en el caso de los diarios íntimos.
Frente a un cuaderno en blanco, regalado por algún pariente en ocasión
de una fiesta de cumpleaños y sin sospechar el daño que hacía, el niño
se siente cohibido pero incitado, como ante una aventura emocionante.
Se le está invitando a plasmar, por fin, mediante la letra escrita, esos bo¬
rradores fragmentarios de narración egocéntrica que le zarandean y aco¬
meten. No sabe cómo hacerlo, pero hay que pasar el rubicón, y un buen
día se pone a inventar ante el cuaderno abierto.

(Creo que esto que incluyo a continuación tiene más sentido inser¬
tarlo en el apartado de la narración amorosa.)

El hecho de haberse contemplado uno a sí mismo como protagonis¬


ta de excepción (por el hecho de haber elaborado esa versión concreta de
los hechos) no tiene de malo la distorsión momentánea de los mismos,
sino su congelación como tal. Y la incapacidad para que el ser elegido

326
-más tarde- como lector del diario rechace la versión o trate de comple¬
mentarla. O bien en nombre de criterios literarios o bien en nombre de
criterios de veracidad (lo que me pasó a mí con el Libro de la fiebre).
Se siente uno víctima, defraudado. «Le estoy dando lo mejor de mi
alma, lo atesorado»; se siente uno en realidad -tanto magnifica sus orí¬
genes de narrador- como si estuviera entregando un tesoro. «Le estoy
contando lo que jamás había contado a nadie.» Esta actitud -sobre todo
en épocas de comienzo amoroso, si el otro se pliega a ese código y al
aceptarlo lo sacraliza- neutraliza al interlocutor y entorpece la relación
real entre los seres, maniatados por ese acuerdo tácito de sumisión.
Imagínese que uno ha compadecido al amado porque contaba en
sus diarios juveniles que le pegaba su padre. Si luego descubre, al tener
datos para ello, que el padre era buena persona, el narrador nunca le
perdonará esa versión autónoma sobre un tema que pertenecía a su ex¬
clusivo gobierno. Y el disidente narrativo o tendrá que callarse (si tiene
en mucho el amor anudado con el otro o -lo que es más frecuente- ya
ha empezado a insinuarse el miedo) o bien entablará una lucha verbal
que dará al traste con una relación endeble (de la cual surgirá el encono
del «incomprendido» y un nuevo reforzamiento de su versión «egocén¬
trica» que, más tarde o más temprano, tratará por todos los medios de
imponerle a una nueva víctima sumisa).
La narración egocéntrica comporta, pues, como principal peligro, el
de la coacción del «lo tomas o lo dejas», esa propuesta a ser aceptada y
comprendida incondicionalmente. Con lo que, ya digo, pocas veces se
cuenta con que el interlocutor, para serlo, pone sus propias condiciones,
o corre el albur de convertirse en ese pelele que la versión del ególatra
requiere e impone (y que, además, a la larga, tampoco satisface y sólo
incuba desprecio).
Estas condiciones mínimas exigidas por el oyente se derivan de su
natural y lógico deseo de ser considerado, a su vez, como narrador y co¬
mentarista (no sólo de las propias vicisitudes sino de las que escucha).
Incluso aun en el caso de que le saque gusto al menester de escuchar,
necesita que le agradezcan y fomenten ese gusto. Precisamente cuanto
más le guste escuchar y más en serio se lo tome, menos tolera que no
haya matices ni alternativa de participación en las cosas que le cuentan.
El buen interlocutor, como el buen lector, como el buen amigo, no
tiene por qué aceptar lo mal contado. Tiene el deber de rechazarlo, de
ponerlo en cuestión. Puede y debe decir «el rey va desnudo» cuando lo
ve desnudo. Si, aunque vaya desnudo, la narración es tan sabia que le
convence de que va vestido, lo aceptará, dirá «amén» y quedará sancio¬
nada la mentira como verdad. Así pasa de hecho en muchas narraciones
que embriagan, las amorosas, de preferencia. Se pide, en definitiva, que
le cuenten a uno las cosas bien. Y para contar bien hay que mirar fuera
de sí, madurar, insertar lo propio en lo ajeno.

327
Sentirse personaje de excepción y empezarnos a contar nuestra ex-
cepcionalidad es cosa de la juventud.
Hay gente que sólo concibe o contar mal (avasalladoramente) o re¬
plegarse en la reserva («es muy suyo, no cuenta nada»). Son dos caras de
la misma actitud egocéntrica y despectiva hacia los que también, escu¬
chándote, pueden enseñarte algo.
Leer a otro un diario da lugar a una situación poco armoniosa («lo
escribo para mí», se dice, y bajo ese pretexto no se elabora ni se cuida).
El que, tras vacilaciones (hijas, en el fondo, de la inseguridad), deja leer
a otro este tipo de manuscritos se ofende de que le hagan cualquier crí¬
tica. Pero es porque atribuye una prenda desmesurada de mérito y de
galardón a un gesto que el que lo recibe no tiene por qué interpretar a
esa luz magnifícadora. Atribuye uno una importancia desmedida (y no¬
civa) al hecho de «enseñar su alma» cuando su alma no es -en este caso-
sino el acierto o el fracaso narrativo de sus avatares, la feliz o desventu¬
rada invención. Comunicar algo -por muy subjetivo que sea- es posible
si media una elaboración acertada. Pero si con el diario te limitas a ex¬
hibir -sin aderezos- un gesto de onanismo, el amigo se siente olvidado,
excluido, pared.

Junio de 1982

La vida es espectáculo. Solamente soy feliz cuando logro verla como


puro espectáculo. Ya la logro ver así cada vez menos veces. Por eso mis¬
mo soy menos capaz de disfrutar de ella, incluso como protagonista.
Pero protagonista de ese espectáculo inesperado, renovado todos los
días en el que entras tú a pelo, sin caretas previas, a ver cómo improvi¬
sas el papel. Ahora voy demasiado marcada por mi narración egocén¬
trica negativa, la de la edad que tengo, la de lo mal que haya podido
portarse la vida conmigo, la narración de víctima, en una palabra. Y se
hace verdad porque yo lo vivo así, hasta lo más placentero lo vivo así:
en función de mí, no de lo que me dan, sino de lo que me quitan. Unas
cuentas mal echadas porque, en definitiva, deterioran mi verdadero te¬
soro: la inteligencia. Me vuelvo menos inteligente porque me atrinchero
y más vieja porque no juego con el espectáculo de la vida. Y sólo lo di¬
rigiré jugando con él, arriesgándome a que mi papel dentro de su esce¬
nario me arranque lágrimas de verdad, no de cocodrilo. Nunca, en cam¬
bio, me arriesgaré a nada, pero tampoco me divertiré, si en vez de
contemplar apasionadamente el espectáculo, lo miro con reproche des¬
de lo alto creyendo dirigirlo, bajo las riendas de mi narración egocén¬
trica, mancillándolo hipócritamente.
Estuve en un cóctel donde se celebraba el cumpleaños de Rosa Cha-
cel, en la Feria del Libro, en los toros sola en andanada de sol encima
del Rey, y en la tienta con gente recobrada, Julio el titiritero, etc. Y creo

328
que miro a la gente defendiéndome un poco de ella porque parto de ese
bloque de mí, no entregándome al espectáculo, sino releyendo uno que
ya tengo escrito de antiguo.
Y otros días hice otras cosas, todas placenteras si yo las hubiera sa¬
bido vivir como placenteras, en vez de pensar siempre «la gente es un la¬
tazo». ¿Por qué tengo esa ingratitud? Y me siento relegada, afuera, pre¬
cisamente porque estoy dentro, pero mal, dentro de mi propio pozo me
he metido mal. Dentro del espectáculo estaría precisamente si lo con¬
templara desde afuera pero con pasión.
Estuve con Eduardo Subirats en casa de Paco Nieva, con Marian,
Olga, Ginés y Anita cenando en un sitio muy grato al aire libre, con
Nacho y Amancio y Anita por la calle de Echegaray, con Nacho leyen¬
do Arniches en Alcalá 35, en casa de Marisé y Julito, recuperando
esa casa donde tanto refugio encontré a veces, con Juanito Llaneras en
su estudio y luego al sol en un bar de Reyes Magos, en casa de Jubi con
los Salinas, Abásolo y los niños de Jubi tan monos por allí, y Jubi
con su bondad, con su peso, viendo Las bicicletas son para el verano con
Anita, con Juan Antonio y su hija en los toros y juego a pasarlo bien
Y pongo cara de pasarlo bien para luego quejarme y decir que me aburro,
porque así es, porque he elegido la narración de víctima, en vez de
ver el espectáculo de todas esas cosas arremolinadas que la vida me
ofrece. Y todos me quieren, pero yo no les doy nada, sólo un gesto
momentáneo de que me importan, que parece un espectáculo ingrato
y agobiante el de los demás pero asisto a él para que ellos me vean y
crean que estoy con ellos, sin estar. Y esto es el principio de la arte¬
riesclerosis.
Pretendo ser compasiva y clemente si hablo bien de alguien, pero tal
vez no me alegro lo suficiente de su bien, les doy buenos consejos, pero
desde un sitial muy alto de perfección, y luego no sufro demasiado si no
los siguen, tal vez sólo por el tiempo que perdí, no por ellos o por lo
mal que sigan estando. Y es que el espectáculo -real- de sus vidas no me
divierte mirarlo. Sólo en cuanto me da pie a que yo sufra desdén o náu¬
sea. Tánatos.
¿Pero qué más quiero? ¿Pero por qué no vivo todo eso -¡que es
tanto!- como fuente de bien, como una afortunada red de circunstancias
favorables? Parece que estoy empeñada en convertirme en una vieja gru¬
ñona.
Tengo que escribir más de lo que veo y menos de lo que me pasa.
No volver a poner gesto de atención, sino tenerla de verdad, por lo que
me dicen y por lo que veo, darle entrada. Me estoy bloqueando. Y no
debe de ser.
Si llama alguien, a quien no quiero ver, decirle amablemente «estoy
trabajando» (caso de que sea verdad que lo estoy o quiero ponerme),
pero sin compulsión, agradeciéndole, en todo caso, el que haya llama-

329
do, que se haya acordado de ti, sea quien sea. Que doy demasiado por
supuesto y por merecido que es natural que la gente se acuerde de mí y
me quiera. Cuando hay tanta gente a quien nadie quiere. No debo ver¬
lo como un mérito mío, sino como un don de Dios. Que es lo que es en
realidad. Y darle gracias a Dios y a la vida de que me traten así, porque
de verdad que no me tratan nada mal.
Si la única espina verdadera es que me vuelvo vieja, debo pensar
que mucho más me estoy volviendo siendo así. Y eso de volverse vieja
no es que la vida me trate mal ni bien, porque eso de cumplir años le
pasa a todo el mundo, no soy una excepción.
No me meto en nada. Ese «no me meto en nada» es ya no ser buen
espectador.
■*< ■*« *

En los libros buscamos una identificación. Los que más nos gustan son
aquellos que nos favorecen mejor esta identificación.

27 de julio de 1982

Para Anita
(Los retratos ovales)

Las historias de la gente coetánea con la que no se ha perdido del todo


el vínculo -hermanos, amigos o primos de toda la vida- tienen el nexo
del «mientras», puedo contarte algo de mí que no sabes, pero lo situarás
imaginando el ambiente, las costumbres, las cosas familiares de aquel
tiempo, lo que hacías tú, lo que sabías de mí ese día. Los padres tienen
historias de antes de nacer nosotros, las que pasan en vidas coetáneas
pasan entre todos, pasan porque están los otros allí contando de algu¬
na manera, todas tienen la huella de su existencia, y se reconocen por
una serie de connotaciones de paisaje.
¿Por qué, si no, me gustan tanto, tan terriblemente, los cuentos de
Aldecoa? Porque sale él y mi larga relación con él, y las cosas tan pare¬
cidas a esa que contaba, y sale la calle de la Libertad y el estallido en¬
tero de mi primera juventud salmantina, de mi segunda juventud ma¬
drileña.
Los cuentos de familia los tienen los hermanos, hasta en versiones
diferentes, te puede dar rabia oír esa versión deformada del cuento que
tú recuerdas de otra manera, pero sabes que ese narrador vivió contigo
y oyó contar las mismas cosas que tú, y crea una sordera especial. Yo a
ése no le oigo ya más veces un rollo que me lo sé de memoria, pero sa¬
bes que las cuentas de ese collar son las que se enhebran también en el
tuyo, aunque haya entremedias otro tipo de piedrecitas, te angustian

330
esos cuentos del otro, te dan la medida de lo estático, de la muerte, pero
son también tu vida, tu esqueleto.
Y eso adornó luego mi casa y estaba de fondo en la conversación
que tuve con la Torcí (usage des jeunes générations) sobre la frescura de
las relaciones con gente de otra clase social, ese don que tienen Raúl,
Aldecoa, Nacho, don Jaime y Anita en El Boalo montada en el camión
del Paco.
(Y esta tarde estuvo con Michel en casa, por la rotura del cerrojo, que
arregló Pedro, ese de mi historia, pero con el que Anita conectó inme¬
diatamente por el comentario que hizo de lo de la bandera a media asta,
y porque ha leído a Arniches, como yo, y ha sido hija del mismo padre.)

* * *

Es el miedo a acoger relajadamente, placenteramente, el milagro de las


cosas que nos ocurren lo que nos lleva a rechazarlas y a no darles cabi¬
da, a bautizarlas como excesivas. Pero además es que ese rechazo que
las impide entrar vacía (o mejor dicho llena de huecos inútiles, inquie¬
tantes y tanáticos) el tiempo por cuya correcta y armoniosa «habitación»
clamamos. Perdemos el tiempo precisamente al no dejarlo llenarse de
las cosas que pugnan por entrar en él, buscando en su interior un aco¬
modo grato. Hay evidente mala voluntad cuando lloramos por el ago¬
bio que nos produce la profusión de asuntos. El agobio lo ponemos
nosotros.

331

CUADERNO 14

Un cuaderno con la portada de colores vivos


-rojo, azul, turquesa- que ocupa el primer trimestre de 1975,
una intensa etapa de trabajo para El cuento de nunca acabar, con
escapadas a Algeciras. Las reflexiones sobre el arte de narrar, las referencias
a la personal geografía narrativa, los apuntes de viajes y el diálogo
con otros textos (de Ferlosio, Iris Murdoch, Aguiar e Silva,
Roland Barthes, Propp, etc.) forman ese conjunto
inextricable que caracteriza los Cuadernos de todo.
2 de enero de 1975

E l que otra persona tenga narraciones tuyas puede ser algo determi¬
nante para que no la dejes o para lo contrario. Haber vertido en un
interlocutor ocasional «confidencias, extenuaciones, frustraciones, desi¬
derátums» (Verdú-Ferrándiz) opera a posteriori como un lazo que te ata
no sólo a esa persona sino al que eras tú cuando la escogiste por espe¬
jo, al que se configuró y tomó entidad en aquella circunstancia. No pue¬
des resistir al prurito de cierta fidelidad, de cierta coherencia con las
imágenes dejadas en otros. Es un potente enclave (cf. Cuaderno de todo
n.° 3: acuerdo tácito, intereses creados). N., p. ej., vuelve ahora tras su
espantada -como quien vuelve al lugar del crimen- a merodear en tor¬
no a temas que proscribió, porque le asustaban, y cuyo hilo cree adivi¬
nar que yo guardo.

La INAUGURACIÓN, la primera vez (cf. Ferlosio, Las semanas del


jardín). Cf. ritos de iniciación. Apartado 41 de la segunda semana del
jardín: el efecto.
Hay una frase: «ponte en mi lugar» o «no se ponen nunca en el lugar
de los demás». Esto tiene mucho que ver con mi tema de la interlocu¬
ción. El pintor casual avasalla, ignora y desprecia al espectador: creo
que ni siquiera intenta educarlo sino l’épater. Su público son los que
«conmigo van», esa otra tropa de avasalladores que (sin comunicarse,
por otra parte, tampoco con él) andan en cumbres experimentales se¬
mejantes, cegando todas las salidas, quedándose solos y exasperados,
rompiendo por deporte todos los puentes hacia los demás, envidiando,
en el fondo, a la gente que sabe sonreír, mirar, confiar e introducirse en
la psique ajena (cf. la actitud empedernida y envenenada de gentes
como M.).

335
Algeciras. Reina Cristina. 5 de enero

Lo inédito es lo que difícilmente se puede contar, lo que solamente pue¬


den contar (previa condición: y descubrir) los elegidos, los que no se
atienen a baedekers. Gal o papá (por caminos opuestos) necesitan que
les señales los lugares y las personas previamente con el dedo para ser
capaces de entusiasmarse. Anita y yo no.
El que descubre la primera vez es el nómada, el aventurero (también
en la narración, cf. Walter Benjamín), el otro, el que recibe la informa¬
ción y la repite es el sedentario, que a veces envidia al nómada, al que
ha visto por primera vez, sin ser, con todo, capaz nunca de acceder a su
rango -ojos vicarios-, ojos infantiles necesitados de guía, de maestro, de
un Virgilio conductor, jamás se arriesgan. De ahí las narraciones repeti¬
das, sobadas, sin brillo, consuetudinarias, tradicionales. Son las que los
niños prefieren y las que rechaza el adulto que es propiamente tal. ¿Qué
tengo que opinar acerca de esto?
Conexiones personales, de ellas salta la chispa de lo general, de lo
literario autóctono. A mí este mar oscuro, alterado e insólito que descu¬
bro en la sobremesa del 5 de enero del 75 entre palmeras en el parque
del Reina Cristina de Algeciras, por el hecho de recordarme el del faro
de Mera de julio de 1971, aunque ya sé que geográficamente no tienen
nada que ver, me cierra, en la víspera de Reyes, un ciclo vital (nudo de
todas mis excursiones a lo general) que nadie podrá mimetizar en sus
propias experiencias y de ahí la sensación de excepcionalidad y prota¬
gonismo que experimento, de ser dueña del momento. Todo lo nuevo,
automáticamente, lo puedo hacer propio sin pretender poseerlo sino
simplemente habitarlo al cien por cien, y de ahí dispararme otra vez a la
conquista de lo nuevo, a la generalidad, pues esto que ahora experi¬
mento no tiene por qué ser sino el humus, nunca el contenido textual,
de mis ulteriores piruetas o excursiones literarias.

El confer (Segunda semana) es lo que el propio Ferlosio hace inte¬


rrumpiendo a veces con su torpeza para escuchar las narraciones orales
más sabrosas que he pretendido hacerle a lo largo de nuestra vida en co¬
mún, siempre truncadas narraciones en que el escollo de su incapacidad
para escuchar embotaba mi vena narrativa, «¿Quién era ése? ¿Tús pa¬
dres están ahora en El Boalo? ¿Y estos apuntes que tomas para qué li¬
bro son?», frente a la espabilada, rápida, ávida e insomne atención de la
Torcí, por ejemplo, para las narraciones orales donde, de la mano de su
curiosidad, vamos desbrozando la vía por donde la propia narración
procede a discurrir.
Las interrupciones de los torpes, «Yo es que si me interrumpes no
puedo», hay que frenarse del impulso de hacerlas aun a sabiendas de

336
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que algo se pierde. Pero es preferible perder algún detalle y seguir el
ritmo (como en los apuntes, como en el aprendizaje de una danza) que
no salvar aislados los detalles a expensas de cargarse y cepar el hilo, el
contexto en que habían de engarzarse e ir resonando, emitido por la
boca y el aliento de quien requiere, sobre todo, de nosotros que nos
acompasemos y entreguemos a su emisión de ese día, a esa versión irre¬
petible, que tiene de irrepetible precisamente el ritmo, el salir de un tirón,
no los detalles, fácilmente recuperables otro día, material estable, seden¬
tario que incluso sin inspiración se puede bajar a recoger en cualquier
momento. Cuestión de almacén, de codos, de fichas (cf. la paciencia de
los coleccionistas), de datos frente al élan del creador de la historia des¬
de el momento (en estado de manía, de éxtasis, de individuo poseído por
las musas) en que siente llegada la coyuntura de ponerse a contarla.
«En rigor, el momento de la relación comunicativa juega en todas
-absolutamente en todas- las formas del significar.» Que seres como R.
o J. Benet sólo lo vean a través de la crítica literaria hecha a base de su¬
dores sobre textos, les aboca a su esencial soledad, tan faulkneriana, por
otra parte.

8 de enero de 1975
Tren de Málaga a Madrid

Leyendo Una derrota bastante honrosa de Iris Murdoch. No conozco nin¬


guna novela de amor donde los tiempos estén marcados conveniente¬
mente. Es para mí un error el inadecuado proceso. Contar -Morgan- re¬
trospectivamente cosas de su pasado, tras el rechazo de Julius, cuando le
recorta el vestido en tiritas, podría ser magnífico pero está mal hecho. La
situación de transformación de que hablaba yo en mis cuadernos anterio¬
res no está nunca explotada de un modo suficientemente sabio en ningu¬
na de las novelas de amor que conozco. Me parece muy importante, p. ej.,
ahondar en el momento en que se le cae la venda de los ojos de verdad a
la amante despreciada, en que ese cuchillo de «cuando me lo contaron
sentí el frío» se materializa, operando la famosa transformación, el paso
a la sospecha. Y ese momento está hecho de otros muchos. Nunca es
cuando te lo dicen sino cuando lo ves tú y empiezas a atar cabos. Por
ejemplo, no conozco una situación tan patética como la de la amada
que ve de puño y letra de otro, de ese otro que por tal vehículo la man¬
tenía en vida, en esperanza y en cordura, firmada su sentencia. Hurgan¬
do, casualmente, en su equipaje, ve que iba a convertir en novela donde
una mujer mayor se suicida, el brillo momentáneo de unos ojos por los
cuales ya no le venía la vida a él. Y en esa señora hay un revulsivo que
la lleva a la resurrección, que le hace poner el hito del «se acabó», e ini¬
ciar una pendiente muy pina pero real, sin espejismos.
Es un esquema perfectamente válido de novela el que sigue I. Mur-

338
doch tanto aquí como en El unicornio. Seleccionar una serie de perso¬
najes de los que al principio no se sabe apenas nada (lo del hermetismo
inicial está mejor logrado en El unicornio) y luego irnos prendiendo y
llevando a la sorpresa a través de las relaciones de cada uno con cada
uno. Naturalmente, según con quien se enfrenten y vayan hablando se
desvelan distintos. El final es como el mosaico en cada uno de ese con¬
junto de conversaciones y actitudes. Las influencias interpersonales y
mutuas. Los hay que cambian menos (Rupert) y más (Simón), según
con quien se relacionen. También se daba esto en Contrapunto y en Dos-
toievski. Novelas como fragmentos de vida.

* *

Hay cosas a las que es lícito e incluso divertido dedicarles atención in


situ pero nunca será digno ni adecuado dedicarles narración: una de
ellas es la comida (son para hacerlas, no para decirlas). ¿Por qué?
Nada se trasciende, se aclara ni se penetra hablando de comida. Hay
enfrente de mí en el tren TALGO unos señores que llevan una hora ha¬
blando de sopas de ajo, etc., con un mimo y detalle impropio, con el
simple designio de revivir su imagen ante los otros. Sólo concibo o la
concisa mención utilitaria en plan receta o bien del guiso o bien del lu¬
gar en que se toma, pero este elevar el tema al noble rango de cuida¬
dosa narración me encocora.
En la literatura el tema comida sólo puede ser usado en plan «can¬
tante calva» o «la boda de los pequeños burgueses». Desde que los niños
son pequeños: «pues le doy tal, pues le doy cual», la posesión del opo¬
nente por el espúreo procedimiento de lo gastronómico.
Meditar en la incompatibilidad comida-narración. Rafael en este as¬
pecto es de una grosería oponente comiéndoselo todo en seguida, sin ce¬
remonia, negándose, canibálicamente, al placer de la mesa.

9 de enero

La literatura epistolar por una parte remite a lo que sólo se puede decir
a otra persona, por otra plantea el problema de si es lícito o no aprove¬
char esa frescura genuina al darla para todos en forma de producto cul¬
tural y la prueba es que cualquier aviso de publicación postuma de este
tipo despierta en cualquier lector delicado una mezcla de avidez y mala
conciencia (como estarse asomando por la puerta trasera a participar de
la intimidad de otros). El libro como producto cultural a veces no pue¬
de aceptarse (cf. mi rechazo excitado y pirado del Libro de la fiebre).

* * *

339
Conversaciones de partos. De repente una amiga de Anita casada dijo:
es como si le sacaran a uno una mesilla de noche por la nariz. El deta¬
lle significativo, vivo, de la narración. La manzana.

11 de enero

Las conversaciones amenazadas por el reloj. Una chica en el bar Perú a


la hora del aperitivo le decía a su novio: «Me van a reñir», «No dejes que
te riñan», decía él (Pablo Klein con Tali). El mayor encanto de las con¬
versaciones (las mías con P. S. también) es cuando están en plan de isli-
ta mágica (nadie nos va a encontrar aquí), cercadas por la marea turbu¬
lenta de la realidad que te vas a encontrar fuera en cuanto salgas de
aquel reducto (M. Santos y mi famoso «trauma» de la hora). Ya, en la li¬
teratura, la amenaza del reloj, del plazo para la conversación, está muy
clara en La cenicienta.
No se puede contar nada bien cuando te dan un plazo. Exámenes es¬
critos. «Tienen ustedes una hora» y al salir se preguntaba: «¿Qué has
puesto tú?». Iba todo a contrapelo, no armonizado con el tiempo.
Vivir la armonía con el tiempo, sin esquinas. Y narrar igual. ¿Qué
has estado haciendo tantas horas con Fulano? Nada, hablar, y como no
se ha puesto el espantajo del reloj delante -como te lo ponen a poste-
riori no entiendes nada- ha sido un éxtasis. ¡Cómo se nos ha pasado el
tiempo! Pasar el tiempo, sentir en él algo maternal, una segunda piel, no
temerlo ni acecharlo. Pero no te dejan.

La segregación

Cuando varios niños están jugando a juegos aburridos y otro se pone a


dibujar, parece que el segregado es el que se ha puesto a dibujar, pero
pronto se descubre (si él persiste en su atención) que eran los otros por¬
que acaban viniendo a mirar (cf. mi actitud en el parque cuando me po¬
nía a pintar con un palito en el suelo para atraer a los niños). Contar es¬
tas cosas morosamente, por menor.

El tiempo

Pasarlo bien. Matar el tiempo. No tener tiempo de nada. Y al lado de


esto «el tiempo es oro». ¡Qué absurdo! (Cf. en el diccionario las expre¬
siones y frases hechas sobre el tiempo.)

340
Narración amorosa y sus orígenes literarios

Si cada vez que una mujer dice «te quiero» incluso con convicción
pensase en lo que dice Ward del nacimiento de la caballería que con¬
dicionó l’amour romanesque, se pondría muy en cuestión la emoción
que siente (cf. Semana segunda. El haiku y el llanto son siempre lite¬
rarios).
Modelos literarios de las historias orales, de las vividas. Lo más te¬
rrible y «auténtico» se puede desmontar como literario. Maruchi Marcos
dijo aquello de la mesilla como para sí misma, como absorta en revivir
el acontecimiento en todo lo que éste tuvo de brutal y desgarrador. No
se molestó en hacer literatura de segunda mano sobre lo que significa¬
ba el niño como «hijo» ni en su función ni nada y esto es verdad porque
en los primeros días aquel manojo llorón casi exclusivamente produce
molestia como no echemos mano de generalizaciones ajenas al texto
nuestro, genuino, de ese trauma vital, de esa enfermedad que acabamos
de padecer y que, de paso, ha traído como consecuencia el que ese ser
se agite ahí llorando; fue una observación la suya de puro presente, algo
en vivo, sobre la marcha, imagen creada ad hoc (la única cosa no con¬
vencional que oí sobre partos).

Las narraciones exóticas

El atractivo por lo exótico data del romanticismo (cf. Teoría de la litera¬


tura de Aguiar e Silva, p. 57).
Narración de situaciones que se literaturizan. Sin la referencia litera¬
ria que el hombre confiere a las situaciones, sin un retentissement li¬
bresco, éstas no serían bellas (Faro de Mera, cantigas de amigo y mis
tentativas de insertarme en el mundo hostil del Madrid años cuarenta;
literatura todo ya también).
Para gozar de un paisaje, por hermoso que sea (y esto lo he pensa¬
do mucho estos días en Marbella) hay que conferirle referencias de tipo
literario que te lo plasmen como grandioso (Ojén me recordaba a los
nacimientos hechos con corcho. A boca do infierno el poema de Béc-
quer «olas gigantes que os rompéis bramando» y sólo entonces se mate¬
rializaba su presencia en aquel momento como bella).
Escapar de El Boalo al asfalto. Escapar «de Penélope para vivir con
Circe».

341
Viajes

Hablar de viajes (y las narraciones de Carandell en Reus lo que me fas¬


cinaban). Pero ¿viaje o ancla? Ahora me fascina más ver el pazo de Al-
dán... «Heureux qui comme Ulyse...» Se ha abusado de los periplos. La
aventura (igual en el amor. Pero le decía yo anteayer a P. S.: «Te crees
más una narración de quien te describe bien un trozo de calle y el esta¬
do de ánimo con que la atravesó que una historia rellena de bofetadas,
abortos, lágrimas y otras peripecias abultadas, pura noticia aglomerada,
puro escaparate de saldo atiborrado ex profeso de prendas contrasta¬
das, grotescas, baratas y dispares, muestrario de horrores que a nadie
hacen pestañear», las retahilas indiscriminadas de su francesa frente a
mi apacible logos. Luz).
El desarraigo. Tema literario de primera mano. La transformación
que todo viaje acarrea en el verdadero narrador. La narración rotura,
abre brecha hacia lo desconocido, se asombra de sus propios resulta¬
dos pues partió sin designio ni utilidad (experiencia mágica cuya posi¬
bilidad sólo concedida a los desarras puros, no a los que fardan de ta¬
les poniéndose previamente la etiqueta de tales).
«Sólo procede de nosotros lo que arrancamos de la oscuridad que
hay en nosotros y que los otros no conocen» (M. Proust).

Vulgarización de lo excepcional

El narrador de conflictos presenta en la actualidad unas peculiaridades


específicas: se da cuenta de que por mucho que abulte la peripecia de su
inadaptación, de la incomprensión de los suyos, de la hostilidad del me¬
dio, etc., nunca resulta excepcional, porque la literatura, el psicoanálisis,
los ensayos y la prensa han concienciado a la masa para desvelar en sí
estas pupas. Y si bien es cierto que cuando cada cual se dijo en los co¬
mienzos con ilusión «eso me pasa a mí también», la hora de la verdad
está en el momento de ir a contárselo a otro y despertar ese interés aje¬
no hacia el propio caso. Y comoquiera que el caso ya no es único ni ex¬
clusivo, sólo se convierte en llamativo si está contado bien, vivido bien,
representado y asumido de un modo convincente.
Pasa como con las novelas. Hay muchas «de complejos», pero pocas
buenas, que no resulten repe. El individuo que ha buscado llamar la
atención mediante su conflicto se estrella con pasmo y decepción con¬
tra la uniformidad de ese conflicto —que a todos les pasa lo mismo— y
sólo se le ocurre cargar las tintas, acudir a la desmesura argumental.

342
El poeta es fingidor
Finge tan completamente
Que llega a fingir dolor
Cuando de veras lo siente
F. Pessoa

Formulación del amor

Mientras los amantes no se cuenten uno a otro o cada cual a sí mismo lo


que les está pasando, es como si no les estuviera pasando nada. Hoy en
día se tiende a retrasar ese cuento, conscientes los individuos de la conge¬
lación que puede traer el contarlo, pero si bien por una parte se evita esa
congelación -lealtad a lo formulado- también se vacía de contenido una
relación a la que no se adscribe historia ninguna (cf. «Vivió una historia de
amor» o «tuvo un romance» frente al epidérmico «están de ligue»).
Y, más a la larga o a la corta, todo el mundo echa de menos esta for¬
mulación o algún sucedáneo de ella. Cuando un chico, antes, hacía una
declaración de amor, de acuerdo que podía ser una ceremonia vacía,
pero tenía el sentido de marcar un ingreso, un comienzo de una historia
a partir de cuyo hito habría que empezar a atenerse a la letra. Los co¬
mienzos deben ser fijados, saludados o inscritos de alguna manera, es
una tendencia tan antigua como la vida. ¿Cómo empezó? ¿Cuándo le
conociste? ¿Por dónde hemos empezado a hablar? ¿Cuándo noté que
le quería? Yo antes de eso no sé si le quería o no, etc. Y todas estas cues¬
tiones, en general, remiten a una fundamental: «¿Cuándo me empecé a
contar aquello, a verlo como historia?». Un libro mismo, por ejemplo,
¿cuándo empieza a serlo?

Antes he estado hablando con Brigitte en el Lyon y por el Paseo del


Prado (llovía, 14 de enero de 1975) camino del Ateneo y me ha pre¬
guntado que qué estoy haciendo. Me he dado cuenta de que en vez de
hablarle del contenido de este libro -o lo que sea- le he venido ha¬
blando durante una hora o dos -porque sus ojos me lo reclamaban- de
los jalones que me han traído a configurarlo como posibilidad, ha sa¬
lido a relucir la Torcí cuando de niña me pedía a cada momento pun-
tualizaciones de por dónde habíamos empezado la conversación que
en un determinado momento teníamos, se paraba, ¡ojo, dónde esta¬
mos!, como en esos viajes que de niños nos lleva otro amigo a dar por
una plazuela con los ojos cerrados, el deseo de la mente de rasgar esa
tiniebla del viajar cotidiano subconsciente, del hablar a vanvera sin sa¬
ber por qué, el malestar de no dejar nada anotado. En cuántos papeles

343
míos desde mis poemas y el Libro de la fiebre hasta nuestros días, has¬
ta mis sueños metalingüísticos, ese asalto del tiempo que s’écoule sin
ser supervisado por mí, que se va de entre las manos de puro vivirlo inad¬
vertidamente, conversaciones desparramadas, dejadas por los cafés,
por las oficinas. Y en cambio cuando no he pretendido anotar nada,
¡qué joyas de tiempo recuperado!
Se trataría precisamente de pescar sin poner la caña de modo orto¬
doxo, tenerla siempre echada en lo revuelto, en lo inestable, en el ápice,
en todo lo mezclado, lo roto, lo incomprensible, echada siempre la
caña, letras sin pretensión de lapidarias, letras fugaces, válidas por su
misma instantaneidad. Se trataría de un dejar constancia sin pretender
que se está fijando nada eterno.

Las jergas al uso

(Cf. Noviazgo y matrimonio en la burguesía española de Ferrándiz/Ver-


dú: hace mucho más intocable todo lo que se dice, más estructurado y
como «formal» lo que se dice que el relato de mis Usos amorosos.)
La creatividad tiene que ver con lo inestable, con lo hamletiano, con
el «no sé si es así». Esto, ya lo sé, es muy difícil aplicarlo a un ensayo o
lo que se entiende por tal, pero es justamente lo que yo pretendo. El en¬
sayo comporta ya una jerga al uso, yo no la tengo ni la quiero tener, doy
todos los rodeos que haga falta para vencer la pereza que me puede ins¬
tar o abocar a decir «frustración» u otro término análogo que sólo remi¬
te a una interpretación libresca a la moda, pero cuya validez o convic¬
ción uno mismo no ha revisado. Mantener fresca la impronta del
lenguaje es esencial, rigor y juego, hablar es una empresa lúdica en la
que se lleva todas las de ganar si no se institucionaliza.

Roland Barthes

PAJA. Un buen autor no puede querer escribir lo que no va a leerse. Tie¬


ne que obligarnos a que no saltemos nada. Como en el amor. ¿Por qué
van a ser paja los preámbulos?

Narraciones INDESINENTES: «Vous voulez qu’il arrive quelque cho-


se et il n’arrive ríen; car ce qui arrive au langage n’arrive pas au discours».

Las LECTURAS. Recuerdo circular: los libros de caballerías implan¬


tados en la raíz misma de Don Quijote. Libros traen libros. Logos trae
logos. Las canciones de amigo y odio siciliano para mí y por ende para
Eulalia. Es imposible vivir fuera del tejido, del texto infinito. En suma,

344
del cuento de nunca acabar. Sea la prensa, laT.V., todo es texto: el libro
marca el sentido, el sentido marca la vida (R. Barthes).

HISTORIAS DE ENFERMEDADES. (Se adscribe a la fatalidad lo


que uno no es capaz de inventar. Sólo se ama y se admite la catástrofe
cuando es forzosa y dentro de la catástrofe superarla, olvidarla -no ha
pasado nada, baila fenomenal, ya tendréis más hijos, etc. Y en cambio
cualquier catástrofe por pequeña que sea sí entraña rebeldía, un hijo
que no viene a dormir, etc., no se acepta, no se admite el más mínimo
cambio. Hablar de enfermedades es lo más reaccionario que hay. Es en
lo único que ciertas personas se sienten protagonistas y heroicas.)

Cuando las palabras, dentro del texto, se materializan en aparición


inesperada como objetos con brillo y señas propias, como piedrecitas
que lo esmaltan, entonces sirve. Lo estereotipado es lo que se repite sin
magia ni entusiasmo. Pretenden la consistencia (dice R. B.) ignorando
su insistencia.

Diferencias de posibilidad entre la historia y la novela. Un historiador


se muere por encontrar -a base de una investigación llena de escollos y
dificultades- elementos que un novelista tiene a mano. Daría lo indecible
un historiador de dentro de cien años por tener los datos acerca de la gen¬
te de ahora que tenemos Jubi y yo, y no los usaremos, sin embargo, con¬
venientemente. Nos parecen desprovistos de valor porque están implíci¬
tos en nuestra vida. Se valora más lo que no se sabe, lo que no se tiene.

En cualquier narración emocionante es muy importante el don, el


regalo, al que se atribuyen poderes mágicos (cf. mi tendencia a atribuir¬
le historia a los objetos que regalo). Todo esto pierde valor con la vul¬
garización del regalo.

La mujer novelera

Casi todo se ha hecho -errores, fantasmadas, adulterios sin fuste- en


nombre de tener cosas que contar. Luisa, Ana Ozores, Emma Bovary y
posteriormente sus secuaces, pues ellas alimentadas de literatura, fueron
luego la literatura de que tantas vidas habían de venirse a nutrir. Pero ve¬
nimos a lo de siempre, a lo bien contado, a lo que se haga creíble para
el interlocutor.
Una mujer no puede pretender interesar con pobres historias mimé-
ticas, quiere y no puede que le ocurra algo de verdad, pero sólo olvi¬
dándose de su figura atraería argumentos e historias verdaderas en su
relación con los demás.

345
Contar es un resultado, algo posterior, no un propósito previo, es
como hacer un viaje a la India para escribir una novela, nunca se verá
nada realmente original bajo esos supuestos.
Si Marcela y Pedro en A pie quieto no logran encandilarse mutua¬
mente con sus relatos (fantasía resulta transmitir cabalmente los recuer¬
dos de amor), tal vez a ella, por lo menos, al venirle la convicción de que
esto era imposible, se le pudo encender el prurito de la reflexión solita¬
ria, rumia poética sobre estos recuerdos.
Yo creo que en una mujer esta dificultad de entregar a otro re¬
cuerdos líricos o amorosos la pone en vías de escribir, tal vez primero
poesía. Le puede sobrevenir una eficaz etapa de ensimismamiento, de
elaboración solitaria. A las mujeres las hace escritoras el amor difícil
o fallido, aun cuando luego -pasada la etapa lírica- hablen de otra
cosa.
En Esplendor en la hierba la madre de la chica sufre sólo cuando se
dice, al verla, «mi hija está loca», no porque le oiga decir nada que se la
presente como tal. ¡Qué tendencia a no rectificar las versiones de los de¬
más con las nuestras propias! A creemos los relatos ajenos ¡qué ciega ad¬
hesión!

Narración cerrada

Todo relato remite al Padre, a los orígenes. Contar es siempre «chercher


son origine, dire ses démélés avec la Loi, entrer dans la dialectique de l’at-
tendrissement et de la haine. Aujourd’hui on balance d’un méme coup
l’Édipe et le récit: on n’aime plus, on ne craint plus, on ne raconte plus»
(R. Barthes).
La frase es jerárquica, acabada, no existe gramática de un idioma ha¬
blado. Una jerarquía no puede mantenerse abierta. El profesor es alguien
que acaba sus frases (cf. circulares de Agustín. Yo, angustiada, me puse a
hablar con mis amigos del entorno, los saqué de debajo de las piedras).
Los placeres intelectuales de hoy son ávidos, precoces, todo se con¬
sume al primer golpe de vista, esto ya está, a otra cosa.
El tiempo que hace hoy, si lo sé explicar bien, es lo que no enveje¬
cería de mis cuadernos. Mi filosofía acerca de él envejecerá. Si supiera
decir el color que tiene el cielo en este cuadradito del ventanal alto del
Ateneo, primero nubes, luego color.

21 de enero morning
En un autobús que me lleva a Chueca

Vivir una historia es sobre todo buscarle los orígenes y atribuirles un


significado (cuando te vi por primera vez, etc.). Sin estos expedientes no
se tranquiliza la conciencia narrativa. Cargar los orígenes de carácter

346
mágico aun a trueque de inventar. La invención de los orígenes, como
quien se inventa una genealogía que preste credibilidad a su esencia.

* * ■í<

PUNTO DE VISTA. «¿Cómo lo has sabido?», pregunta que hacen con


frecuencia los niños (Teoría de la literatura, p. 228).

Descubrir la TRAMPA DEL JUEGO DE MANOS (aunque sea ha¬


ciendo o iniciando una nueva trampa. Porque todos los accesos de sin¬
ceridad hacia ti nunca se los concedes al lector. Elaboración propia. Pro¬
blema de la generosidad o el egoísmo. ¿Qué es más egoísta, dar unos
productos en bruto -el propio cuerpo- de los que ya no cabe pedir más
que ellos mismos, o productos elaborados -la palabra- que son contro¬
vertibles, acusan el yo del otro -de ahí es posible llamarle egoísta- y
siempre dejan con sed? Cf. mi conversación con G. Fabra).

LA NOVELA DE PAPELES ATADOS. Mixtificación para aplacar la


mala conciencia de estar omnipresente. El novelista tiene algo de dios y
se avergüenza de tenerlo, se cree obligado a dar explicaciones de su ex-
cepcionalidad, de su ubicuidad e incluso a negar que existan: «Yo soy
como los demás». ¿Adaptado o excepcional?

LITERATURA EPISTOLAR. El destinatario de una carta es uno


solo e intransferible, pero la sed que hay por el mundo de recibir cartas
íntimas es tan descomunal, es tan dulce el momento de leer una carta
(woman reading a letter) que el lector daría la vida por meter sus nari¬
ces en correspondencias ajenas. Los que hemos tenido alguna vez la
enorme suerte de recibir cartas intensas y seguidas y hemos conocido
la emoción de esperarlas y contestarlas podemos afirmar que es esa
emoción (que resulta, por otra parte, intransferible) la que nunca puede
venir implícita en el texto mismo, que se seca y deja de valer pocos me¬
ses después. Y en cuanto al contenido válido por sí mismo, más valdría
entresacarlo y darlo como materia de ensayo por los editores bien in¬
tencionados, ya que ese interés espúreo que pueda conferir al género el
deseo de adivinar a través del texto lo que sentirían personalmente Sali¬
nas o Unamuno, más bien se parece al interés por las vidas ajenas fas¬
tuosas, fingidas por los semanarios de actualidad para conseguir mayor
tirada (cf. El defensor de Salinas).

347
22 de enero

Que hoy, a las seis de la tarde en el Ateneo, haga capolino Fidelino de


Figueiredo entre las páginas de un libro que he comprado al azar este
otoño (Teoría de la literatura), en parte para hacerle gasto a Eduardo y
en parte para irle asestando bocados negativos a la masa opresora y «ya
repe» que puede rodear a mi discutible y evanescente Cuento de nunca
acabar, es algo inserto automáticamente en la entraña del cuento mis¬
mo, algo que sólo podría comentar, por ejemplo, con Tali Guilarte,
nombre, el de F. de F., que a las dos nos daría risa. F. de F., personaje
irrelevante, tira de Tali, de Polo, de Pilarín, de Ernesto, de Coimbra. Y si
estuviera alguien a mi lado se lo contaría.
La narración evocación ocasional. Y es que estaba ahora mismo pen¬
sando (a retazos, mientras leía) en lo ocasional de las mejores divaga¬
ciones, en lo de «la barquilla en el torrente del logos» que le calentó a N.
ayer la caligrafía en la carta a su amiga americana que me narraba a mí
(yo lector de esa novela epistolar, me prefería a mí que a ella como lec¬
tor, era, claro, lector doble; dos grados de reflejo), en el azar de las na¬
rraciones poderosas; las mejores que verbalmente he hecho en estos úl¬
timos tiempos para P. (lo de que hay un momento al leer -cf. Alfieri y
atarse a la silla- en que «me empieza a entrar lo que leo»; cf. el «no me
entra» de los niños y la ceremonia silenciosa con que lo celebro baján¬
dome a tomar un café) o para Ed. (lo de la literatura epistolar real y mis
cavilaciones al respecto) o a Jubi (la gente que tú y yo vemos en el café
es historia), etc. Han venido motivadas por el azar de fugaces aparicio¬
nes de alguien o algo que nos ha aglutinado o catalizado ese fluir de re¬
flexiones, como es el caso ahora de Figueiredo, que saca a colación
todas mis recherches juveniles en el Consejo de Investigaciones Científi¬
cas, y Aldecoa perturbador del orden, etc. La aparición casual de ele¬
mentos que provocan o desencadenan narración, da igual que sean Al¬
fieri o Figueiredo o Paulino G. Posada o piel de zorro.
Ahora, por ejemplo, me acaba de aparecer Vasari, de quien yo le oí
hablar por primera vez a Valle-Inclán (resonancias literarias de su padre
para mí) y que saqué a colación en Ritmo lento. Itinerarios, periplos li¬
terarios interiores a lo largo y a lo ancho de todo mi ser, coincidentes
con el fluir del día y de los itinerarios de tarde, de metro y autobús, de
paseos solitarios o acompañando a amigos. Parece que Vasari designó el
estilo individual de un artista con el término maniera, de donde manie¬
rismo. Pero Vasari es para mí otro rostro que me evoca el de David Fuen¬
te y sus incertidumbres pictóricas y la secuela hamletiana (literaria tam¬
bién) que P. recientemente me descubrió y que enlaza con el Hamlet de
Londres, o sea todo un recorrido que ahora, a modo de Joyce, no podría
detener si dejara correr mi pluma. Vasari es otro rostro más confuso

348
pero más real como lo era el del botones, Santi, en la primera parte del
Balitea? io, con relación al rostro (mejor descrito) que adoptaba en la se¬
gunda parte, en el despertar. Adherencias oníricas insospechadas, qué
carga oculta llevan los nombres cuando los oímos pronunciar por pri¬
mera vez. Un nombre imprevisto te dispara a las narraciones más in¬
sospechadas y genuinas y sin preparar, las de algunas cartas y diarios al
salto y relatos orales si el amigo aparece: las mejores y más frescas
narraciones sin estructura previa ni planificación.
Y dos páginas más adelante, el propio libro (Teoría de la literatura),
que ha suscitado estas consideraciones, me viene a hablar él mismo de
Hamlet, de épocas conturbadas e inseguras, de la inestabilidad, de la vi¬
sión angustiosa del hombre como ser patéticamente transitorio, «defi¬
niéndose la obra manierista -frente a la clásica- por su equilibrio ines¬
table» (otro título mío sale aquí, pero qué cosas, podría hacer una
autobiografía literaria a base de estos títulos que me van saliendo esta
tarde a relucir).
Dice que los poemas de John Donne, a quien P. querría parecerse
para poder hablarme a mí, «debemos mirarlos desde muchos ángulos
como si diéramos la vuelta a su alrededor», justamente como yo sueño
que pase con El cuento de nunca acabar.

(Ha venido M. Cruz. Está aquí a mi lado -aún 22-1-75- y volvemos


a acariciar la idea de la tradición, recurrente artajerjes*.)

Para la NARRACIÓN-TÁNATOS: ver sin falta la muerte y el barro¬


co en Teoría de la literatura.
Es muy posible que todo ese gusto por las narraciones de enferme¬
dad y muerte donde se depone la posible participación y resistencia, se
cede al caos, se relajan los deseos de orden, de optimismo, de directriz,
en aras de Gran Acontecimiento Irremediable que llega, puedan ser ex¬
plicados por esta potente corriente de la literatura barroca, este gusto
por la entrega desenfrenada y excesiva, apasionada a algo contra lo cual
-y nos gusta- no podemos luchar, ya deponemos la voluntad, el juicio
y las armas, el gusto por la nada, y ante lo insólito (siendo sólito: «nos
puede pasar a cualquiera») se subroga y sublimiza en ese gozo de las vi¬
sitas por hablar de enfermedades, donde resuenan guerras y estragos y
catástrofes ajenos a uno, que Dios manda y es una retórica reaccionaria
enraizada en el alma popular, en el humor negro, presente en toda cla¬
se de canciones y films. Cf. la letra de El legionario, que probablemente

* Artajerjes: expresión familiar con que designan aquellos papeles inútiles, pasados u obso¬
letos que se conservan y guardan (en una carpeta con ese rótulo, por ejemplo) aunque nor¬
malmente no se vuelven a mirar. (Nota de Ana Martín Caite.)

349
haría vibrar a tantas mujeres. El caos frente al orden (El Balneario otra
vez). Eros yTánatos.
Retahilas es, en cuanto a los temas de la muerte y la ruina, total¬
mente barroca y en cambio ha sido más adscrita a la literatura clásica.
El equilibrio y el caos ya luchan en el seno de la propia Eulalia.
El barroco transformó la búsqueda de la expresión en gozosa aven¬
tura por el mundo del lenguaje.
Si quieres enseñar algo a ultranza o sacar conclusiones coherentes, va¬
lederas para cualquier ocasión, deformas la realidad, no viajas, ves sólo el
fin. «Es al interior adonde se dirige el camino misterioso. Dentro de no¬
sotros -o en ninguna parte- están la eternidad y sus mundos, el futuro
y el pasado. El mundo exterior es el universo de las sombras» (Novalis).

Versiones

Los cuentos que nos contamos a nosotros mismos subterráneamente


sobre nuestra vida, sobre lo que nos gustaría que fuera, están condicio¬
nados por la literatura. «¿Qué lecturas le influyeron a usted de pequeño?»
Los bandidos, los piratas, los fuera de la ley influyen a los niños des¬
de Schiller para acá. ídem Cristina Guzmán. Uno, sin saberlo, adapta
sus comportamientos posteriores a la literatura exaltada que le ha hecho
en la infancia soñar mundos libres, esforzados o puros, donde ha cris¬
talizado sus ansias de sacrificio, de entrega o de infinito y posterior¬
mente hasta en contextos cotidianos y mezquinos se puede rastrear esa
idealización imputable a las lecturas, a la literatura en definitiva. Las his¬
torias que uno se cuenta a sí mismo de sí mismo «es que yo soy así y no
lo puedo remediar», atrincherándose en ese perfil que se adopta, deter¬
minan la propia estolidez y la tergiversación de los datos reales que
serían capaces de hacernos rectificar la realidad, que en vez de operar
beneficiosamente sobre nosotros se pliega pasivamente -pero con me¬
noscabo y deterioro para un todo armonioso y clasificador- a ser ope¬
rada y manipulada por nosotros, cegándose así la posible eficacia de
una mutua interpenetración para la narrativa amplia, justa y liberadora.

23 de enero

La narración susurrada, subterránea, adecuada a la necesidad intrínseca


de su propio fluir (Cordelia) frente al discurso. Hay quien no subraya ni
jalea sus historias.
(Hoy al salir del recinto mágico de las hogueras B. y yo no habíamos
sido capaces de decir nada. Sólo oír y mirar, casi con miedo de que se
rompiera el encanto. Y sin embargo la historia de aquel momento, de

350
aquel lugar, nuestra historia iniciada allí, quedaba plasmada y contada
para siempre, al saltar por la tapia rota ya todo lo que habláramos era,
irremediablemente, una reflexión torpe y grotesca sobre aquello.)
Cuando a una persona la pillas con el estómago vacío de narraciones
y le das narración elaborada le sienta mal y te la puede vomitar encima.

Cultura oral española

En nuestro país resulta inconcebible tomar un tren sin preguntar «oiga,


me hace el favor, la calle tal», o «vamos bien por aquí para Atienza» y el
gozo del informador, del que da los sellos bajo cuerda, del que te indi¬
ca una ventanilla que están a punto de cerrar, del que, en definitiva, bur¬
la la ley, es casi una constante. Saber más que otro, yo te enseño, nadie
quiere aprender y todos enseñar, enseñar trucos, caminos, contar cuen¬
tos, la propia experiencia, nadie toma a mal que le preguntes, produce
satisfacción entrar en contacto con otro y meterle el propio cuento (¿re¬
miniscencia de la picaresca?). Pocos te dejarán de decir, si pueden, «Sí,
precisamente vengo yo de allí» y si pueden «de ver a una tía» o «Tenga
usted cuidado que hay un perro».
Los cuentos jalonan todo menester y se tiene por habitual, cuentos
en la carnicería (explicar por qué se quiere redondo mejor que mor¬
cillo, etc.), cuentos en la cola del autobús, cuentos en el tren, etc. La pre¬
gunta informativa desencadena una masa de cuentos ajenos y propios.
La española no es una cultura de letreros ni de burocracia (cf. Ma-
canaz). «Son cosas que se dicen mejor hablando que por teléfono.» Re¬
chazo a los ibeemes, «a mí esos líos no me los metas», «me lo dijo el tipo
de la ventanilla, que era muy simpático», etc.

La interpretación

Lo objetivo y lo subjetivo en la lectura de un texto literario o en la es¬


pecial captación de lo que alguien te dice. Hay muchas circunstancias
(también del lector y del oyente, por supuesto) que te llevan a entender¬
lo de una determinada manera intransferible y que no tiene por qué im¬
ponerse como dogmática e inconcusa para los demás. La obra literaria
es abertura, plurivalencia significativa. El «yo lo entiendo así» es válido
y correcto, no creo que nadie pueda protestar de que otro haya entendi¬
do sus palabras de la manera que sea, por mucho que se distancien de
lo que uno quiso decir, cabe rectificarlas, pero se cuenta, al decirlas, con
la posibilidad de que sean interpretadas de otra manera.
Toda lectura es refracción. El escritor (o narrador) elabora siempre
en contacto con otros escritores pasados o contemporáneos, se alimen-

351
ta en todo caso de una tradición literaria, incluso cuando provoca rotu¬
ras en ella. No hay, empero, una yuxtaposición de elementos fácil o po¬
sible de desmontar, en los grandes autores propiamente no hay nunca
plagio sino fértil e inevitable collage.

* # •*<

Los buenos narradores orales dan -al igual que los literarios- «una sen¬
sación de objeto como visión y no como reconocimiento». La recupera¬
ción o resurrección del objeto. Para hablar de una hoguera de forma que
el oyente la vea, el hablante la tiene que haber visto y haberla compren¬
dido. A quien los objetos no le echen discursos jamás podrá transmitir
nada por el mero hecho de nombrarlos o describirlos mediante atribu¬
tos académicos o vacuos. (La mayor sencillez narrativa con que yo pu¬
diera intentar transmitir la escena del recinto mágico de las hogueras lle¬
varía, de todas maneras, dinamita pura. Son relatos que sé que están
ahí, como el del ciervo, no me tienta sentarme a hacer literatura sobre
ellos, son literatura ellos mismos, son mi sangre y vivificarán -panteís¬
mo- todas mis narraciones, los mencione o no. Y siempre que diga «ho¬
guera» o «ciervo» lo diré desde esos ejemplos, acordándome de esas vi¬
siones, y cuando lea «hoguera» o «ciervo», entenderé la emoción del
autor, al compararlas con las imágenes que yo vi en esas dos ocasiones.)
Se recobra sólo lo que alguna vez se tuvo, se da o enseña sólo lo que
alguna vez se vio. En la escapatoria de David está Orejudos y eso
que no me he cuidado de hacer ninguna descripción ni me acordaba
de que tenía tan entrañablemente guardado ese paisaje, pero lo tenía y
no me preocupaba de él, por eso cuando llega su momento sale Oreju¬
dos, cuantas más cosas haya uno visto sin saber para qué y descubierto
y dejado que le penetren, más saldrán algún día, cuando se suelte la oca¬
sión de hablar, se echará mano de ese almacén, de qué otro, no sacará
del diccionario las palabras hoguera, mar, ciervo o encina sino de ahí,
de ese almacén donde esas palabras se adecúan a ciertas imágenes que
provocaron su jubilosa enunciación original.
Rescatar los objetos por el procedimiento que sea. Yo, caso de que
me fuera posible, no daría reglas para narrar sino para ver, tendería más
bien al infantil «¡pero mira, por favor, mira qué bonito!» de los niños,
siempre que algún milagro de belleza pase a nuestro lado, se esté ha¬
blando de las entelequias que se esté hablando hay que bajar los ojos y
posarlos en ese mundo real que nos llama y nos asalta. ¡Nenúfares!
Hay que tender a anular el automatismo de la percepción. Hablan¬
do con Marta, por ejemplo, he descubierto que mis habituales explico-
teos exhaustivos le son menos aprehensibles que las metáforas rápidas
y enhebradas al salto, me ha estimulado el humor dilantomasiano me¬
diante el cual ella recupera y entiende más pronto los objetos (anoche,

352
24 enero 75, le dije, «mandalín oliental se va apletándose los ojos», y
eso, como colofón a mis pinceladas sobre la casa de A. V. y a las suyas
sobre el Arcipreste de Hita, era una rúbrica no sólo muy eficaz sino que
nos volvía amiguísimas).
¿Qué pasa en esa película? La película que ha visto ayer tía Casilda.
El argumento puede resumirse en breves palabras. Pero la trama no pue¬
de sintetizarse. «Y apareció ella y, te lo digo, en la forma de salir, y el que
él la hubiera visto antes y se hubieran despedido, el gesto, el vestido, no
sé, me eché a llorar», etc., o sea influyen los recursos del autor para des¬
pertar esa emoción, a la manera de presentación, «salía la Piquer con
aquel abanico», etc., al modo de describir los acontecimientos, al trata¬
miento del espacio y del tiempo, a la disposición de los materiales. (Yo,
por ejemplo, anoche, hablando de Usos amorosos en casa de Viñas dije
-y es verdad- que había tenido mucha suerte con el hallazgo de textos,
pero que cuando lo pasé fenomenal fue colocándolos y seleccionándo¬
los porque a mí lo que me gusta es contarlo, o sea escribir, y me dijo
aquella señora «sí, eso ya se te nota».)
«Si me preguntasen de qué trata Anna Karenina -dijo una vez Tolstoi-
tendría que escribir otra vez todo mi libro.»

26 de enero

El buen narrador te hace revisar visiones tuyas apresuradas e incorrectas


y lo que le agradeces es que te devuelva esos fragmentos que no cuajaron.
Leo Spitzer: «A cualquier emoción o apartamiento de nuestro esta¬
do psíquico normal corresponde un apartamiento del uso lingüístico
normal y, al revés, un desvío del lenguaje usual es indicio de un estado
psíquico inhabitual. Toda expresión lingüística peculiar es, en suma, re¬
flejo y espejo de una condición de espíritu peculiar».
Estoy diciendo en este papel lo que estoy pensando ahora mismo.
Y lo piensas más complejo. Las palabras te resultan pobres. Escribir no
es mejor que pensar, es como un trasunto, un resumen. Pero pasa el
tiempo y sirve, lo importante es que la urgencia de lo por decir sea gran¬
de. La urgencia arrastra la forma. Olvidarse de la literatura es vehículo
para escribir la mejor literatura.

28 de enero

Dice Propp: algunos cuentos acaban cuando finaliza la persecución


(.happy end o no, muchas narraciones también terminan cuando se da
cuenta de cómo se concluyó aquella desdicha). En otros cuentos -sigue
Propp- el maleficio se reanuda, a veces en las mismas formas que al
principio. Empieza entonces -dice él- un cuento nuevo.
Efectivamente, en la narración lineal, cronológica, no es válido en-

353
hebrar diferentes desdichas porque este rosario puede cansar al oyente,
hay siempre un límite de aguante en cuanto a la cantidad de argumen¬
tos (puede decir: «es que es horrible, ¡uf!, es el rigor de las desdichas, me
rebasa», etc.).
En cambio, en la narración no lineal, si está bien hecha, los argumen¬
tos desdichados a que se recurre para explicar los que constituyen el no¬
dulo principal (generalmente posteriores en el tiempo) se dosifican como
secundarios y si se ha conseguido que el oyente se centre con avidez en la
descripción de esa circunstancia y sus colores y características, será él mis¬
mo quien pida datos que le hagan indagar y entender la vinculación, el
porqué, el proceso, y verá las vicisitudes secundarias como igualmente re¬
levantes que las primarias. Narración lineal frente a la circular.
El nuevo maleficio -dice Propp- inaugura un segundo «movimien¬
to», de donde serie de diversos cuentos, ya no se puede considerar el
mismo. Es un pegote, es otra parte, está alargado a propósito.
Táche difficile: es uno de los elementos predilectos del cuento. Pro¬
poner un enigma insoluble («ni de noche ni de día...», etc.). Interpretar
o contar un sueño. Pruebas de paciencia. En todo caso el premio del re¬
conocimiento está en que el héroe no se autoexplicó, no hizo ruido.

30 de enero

La conversación selvática

Si apartas los ojos, se corta el circuito y se acabó. Se quedan enzarzados


sin apoyo del interlocutor.
Javier dice que cuando cuenta una cosa que ya ha contado varias ve¬
ces la varía un poco según los oyentes que le escuchen. El juego, la li¬
bertad y la mentira. Yo esto lo veo como un adorno, una prueba de arte,
de delicadeza, de dar algo específico a ese oyente, como no hacer un
guiso siempre igual. «Hoy te ha salido estupendo.» Le echa uno alguna
cosa nueva que había a mano. Es dar algo personal, evadirse de la ruti¬
na, ya la libertad se puede ejercer en pocas esferas y el hombre la nece¬
sita ejercer aunque sea planeando a vuelo bajo. Pero M. se enfada y le
rectifica esas versiones si se le desmandan un poco. La fantasía. Adornos
de fantasía (por ejemplo en la ropa).

* * *

Variaciones sobre un tema. El paso del tiempo. El escondite inglés, tra¬


mos irrelevantes. Descubrir estos temas a través de mi propia literatura.
Lo subjetivo. Andrea: «lo que había podido contarse en cualquier
narración ordenada no es lo que ella percibía o sentía».

354
Borrachera de mis cuarenta años, ahora toco la verdad, le dije a C.
Cf. El libro de la fiebre. Era distinto lo que veía que aquello en lo que se
convirtió. Ahí empezó mi incomunicación con R., quería que él al me¬
nos intuyera lo que había sentido y visto. Y dijo: «La culpa es tuya por¬
que lo has contado mal».
Tal vez es que lo subjetivo en puro alud de tal no puede contarse, se
deshace, se necesitan puntales, ardides, artificios, y mucha disciplina,
haberlo uno visto con distancia. A mí ahora El libro de la fiebre, como
material de trabajo para estas elucubraciones me vale mucho, para todo
lo que no me valió entonces. ¿Empezar por El libro de la fiebre y contar
su evolución y su historia? Tal vez fuera un posible elemento inicial del
que se desgajarían todos los posteriores.

7 de febrero

Hitos de lugar

Vers Vicente Aleixandre, pasando por delante de la casa de Aldecoa en


el 2. Cuando un lugar ha sido otro, esas escenas superpuestas te van te¬
jiendo el tiempo de la narración actual.

Hitos de tiempo

En mi carta de anteayer a E. los recorridos muertos de la ciudad que


revivía para regalarle a ella se tejían así, como hoy mi melancólico re¬
cuento en el papel, en este zigzagueo que me traigo estos días de casa
en casa. Todos son seres vivos. Cuánto me fatiga y me abruma este re¬
cuento. ¿Dónde acababa el 2 antaño con sus dos pisos?

7 de marzo

Petate de la memoria

Un niño puede oír a su madre una historia (no en el «cuéntame» sino en


el «cuenta») y devolverle posteriormente una narración elaborada de tal
manera que ella no la reconozca, que le haga exclamar: ¿quién te ha
contado eso?
Los objetos en la narración bien hecha por la madre -un abanico,
un adorno del vestido- pueden cobrar a veces tal entidad que en otro
momento en que vuelve a aparecer esa misma persona, el niño puede
preguntar, por ejemplo, «¿y llevaba entonces el abanico?», y esto son

355
puntualizaciones históricas frente al «había, decía, solía» poético, mag-
mático e intemporal con que la madre cuenta las cosas; ¿qué abanico?
El espejo de la narración oída con fruición te devuelve tesoros inéditos,
piedras preciosas que habías ido dejando en ella. El otro te dice cosas de ti
que le has dejado tú. Te sientes heredero de memorias ajenas. Las narra¬
ciones que entran por ese oído alerta, anárquico y revolucionario, no reac¬
cionario, no dirigido, libertario, lúdico de la infancia implacable y atrevida.
Oído que persigue, que fija, que almacena, que no perdona detalle alguno.

* *

Fugacidad, perennidad. Cresta de la ola. En definitiva todo se reduce a la


dificultad que se experimenta en predicar nada válido de momento pre¬
sente, cuando por otra parte es el presente el que nos sugiere con mayor
frecuencia la urgencia de ser apresado. Esto se nota más que nada cuando
interviene el sentimiento amoroso porque propicia visiones y vivencias de
una intensidad irrepetible cuyo ingrediente principal es que uno querría
poder contarlas de modo eficaz, fijarlas, pasarlas al siempre. Esas veces en
que se siente como un trallazo. Si el tiempo se detuviera ahora o ¿qué pen¬
sará él ahora? «Cuando eu con meu amigo dormía...»

Ya te contaré. Pausa de recapitulación, de preparación (cf. confesión


sacramental). El «ya te contaré» lleva aparejado un apalancar las versio¬
nes anteriores que puedan invalidar el embellecimiento de la versión
egocéntrica. Es decir: «no escuches el cuento de los otros, no admitas
que te vayan con cuentos, escucha el mío». Es requerir en exclusiva la
atención a la versión propia.

Avestruz. «No me lo cuente, vecina, ¿no ve que lo sé de más?» Se está


en el momento del trago, del cáliz, de la elaboración en relato egocéntrico,
el placer del encajarlo a solas, los demás no entienden, dan noticias, se
siente que no te puede narrar nada quien no tiene las raíces, los cabos de
esa historia. En esos momentos de dolor álgido amoroso lo que más se
abomina son los datos informativos que desde una orilla gélida e inacep¬
table se entretengan en aplicar esquemas externos a esa traición irrepetible.

Museo de Cera. La congelación que supone para un escritor coger


un estilo irrepetible, seguro, apersonado. La Academia. Fija. Han deja¬
do de hablar con los demás, ya sólo hablan con su texto, olvidan que es
vehículo, comunicación.

Una historia se va haciendo con historias afluentes y laterales que


reviven el venir a ese cauce y al propio tiempo lo crían y le dan fluido,
vida (p. ej. ayer tarde 11 marzo hablando de don Rafael con B.).

356
Pensando en el posible final para este libro: «... lo termino aquí, pero
sigue mientras viva yo, porque esto es el cuento de nunca acabar», me
doy cuenta de que el lector aceptaría ese quiebro como gracioso, natural
e inherente al libro, de la misma manera que en las conversaciones, lue¬
go, al ser recordadas fragmentariamente, se ven como un todo armonio¬
so del que destacan columnas ¡qué gracioso cuando dijo tal o dijo cual!

Ninguna conversación se puede repetir del todo y cuanto más im¬


provisadas y necesarias y llenas son, menos se pueden repetir ni resu¬
mir, pero se recuerdan con placer, sus trozos más significativos brillan,
parece que no habían podido producirse de otra manera, no se pueden
contar pero siguen vigentes, alimentando. Y se dice «ese libro era bueno»
o «aquel día qué bien hablamos», se refiere al placer, a lo bien hecho, a
lo bien traído, a lo propio, a lo no arameico.

La propiedad intelectual

«Copiar» a otro escritor puede también ser como participar, hablar con
él o «haced esto en memoria de mí», vivificar las frases de un amigo, su
lenguaje, hacerlo tuyo, meterlas en tu contexto, traducirlas a tu lengua¬
je, entender a través de otro.
Los libros que «te dicen algo», son los que descubren a la luz y me¬
diante el logos algo que tú ya habías pensado. Van contigo, dentro de ti,
y a veces hablan por ti. Uno es un tejido de los diversos libros que ha leí¬
do, de los amigos que ha tenido. Hacer clasificación de lo que es tuyo y
ajeno resulta afectado. Si lo has asimilado bien y tejido con lo tuyo, ya
es tuyo. Nada se posee en estos pagos. Sólo se apodera de algo aquel
que no lo ama, que se deslumbra por un brillo que ni le calienta ni en¬
tiende pero que le parece prestigioso (don Nicanor). Sólo copia ése. Yo
no puedo, aunque quiera, copiar a Henry James, coincidimos, somos
amigos, eso sí, el logos es de todos. Veo, pues, que no necesito citar y de¬
limitar lo que he tomado de otros para el cuento de N. A. Son préstamos
que me rozan, que me alegran, calientan y agradezco, pero no me sien¬
to en la obligación de declararlos porque el guiso es mío. Tampoco ne¬
cesito decir a cada instante -porque sería interrumpir mi discurso y fati¬
gar inútilmente al oyente- esto lo decía mi madre, esto una criada, esto
Emilio Montón. El oído lingüístico te aconseja espontáneamente cuán¬
do procede hablar de los autores, no tanto por la paternidad de ese lo¬
gos cuanto por contar la historia del origen de la entrada de ese logos
en tu acervo, lo cual sirve de introducción a una historia lateral. Cada
palabra en puridad, tendría que acarrear una historia y la acarrea en
chispazos de a segundo, aunque no la contemos.
Introducción insensible y progresiva de la literatura en nuestra vida.

357
Para bien ser esto tiene que estar ocurriendo siempre pero no de forma
deliberada sino implícita.
Cuentos de verdad y gente de mentira. Hay personas que son sim¬
ples referencias, hitos de crecimiento, convocan citas serodias*, otras in¬
tervienen en el fluir del pensamiento (Melibea, Hamlet), convocan his¬
torias vivas, te aconsejan y hablan por ti en determinadas ocasiones.
«¿Qué literatura le ha influido a usted?» Es una pregunta que si se con¬
testara bien se estaría uno toda la vida, porque el primer gran enigma a di¬
lucidar es el de dónde está la frontera entre la literatura y la vida, entre los
comportamientos literarios y los reales, habría que analizar, por ejemplo,
la influencia social de El Quijote, de Madame de Merteuil, de Madame Bo-
vary (proliferando incluso en otras heroínas de novela que la leían).

14 de marzo

El guiso. En los buenos restaurantes te enseñan el taller del escritor (Ba-


viera). Chicho y la Torcí me enseñaron trucos válidos. Al seguro no le
importa enseñar. No quiere imponer nada. La cocina puede ser compa¬
rable a la literatura. Los pedantes no enseñan sus secretos.

19 de marzo. Noche
Hacia Algeciras en el tren, leyendo a Thomas Hardy

La aparición de los nuevos personajes. La apariencia. Es importante que


haya primero una descripción de la aparición -de repente, jadeante, et¬
cétera- es decir de lo circunstancial o argumental que le lleva allí, esto
incluso acompañado de algo que dice. Pero ya en seguida se habrá en¬
cendido en el lector la curiosidad por su aspecto. Cuanto más tarde en
saciarse esta curiosidad y más largo sea este lapso, más eficaz será y más
nos quedaremos con el personaje.

Los pretextos y rodeos (versiones exculpatorias complicadas) prece¬


den a las definiciones. Decir de repente: «Aquello era un negocio sucio»
es una definición que hace luz -mediante patrones legales, morales, et¬
cétera- sobre la versión personal y anula el cuento anterior.

TREGUA. Suspense. Las novelas y cuentos buenos son los que dan
largas a la consecución o ejecución de algo (cf. el entretenimiento del
prisionero en el patíbulo antes de que llegue el indulto, recurso conoci-

Serodia: Término del léxico familiar referido a asuntos o cuestiones que por repetitivos o lio¬
sos se daban por terminados. (Nota de Ana Martín Gaite.)

358
dísimo). Si lo que se espera conseguir es huir de algo, es cosa distinta a
cuando la tregua misma significa la huida de algo (miedo al amor).

El índice de credibilidad para el otro decae si le estás recordando


tus deficiencias para jugar o tus hándicaps. Dentro del recinto narrati¬
vo nadie debe -porque es ineficaz- estar recordando cosas que objeti¬
vamente o en otra narración tendrían significado. Hay que conseguir
hacer acceder al éxtasis de continuidad en esa historia (soy bajo, soy
vieja, soy ladrón son cosas que importan antes de que se produzca la
admiración por quien olvida eso. Luego ya no importan si no le im¬
portan a otro. Nadie puede ir con quien le repugna. Basta con verlo).

BAUTIZAR. Inventar nombres nuevos para situaciones objetiva¬


mente habituales tiene un sentido eminentemente narrativo. Ese cuento
no es el que han contado otros con esas palabras usuales: es otro. Si no,
no se escribiría nunca de los celos, etc. Es el cuarto a espadas personal.
Lo secreto, es, pues, fundamental. No se dice lo secreto, se cuenta.

Algeciras, 20 de marzo

El legado narrativo. Pienso que el narrador nómada que había en J. ha


sido destruido y me encuentro con su legado en las manos. T. Hardy na¬
rra con aplomo y eficacia el paso del predicador a protagonista de las
aventuras de contrabando que empezó por condenar. Yo debo meterme
con audacia en un relato del que puedo tener datos suficientes; pero ten¬
go muchas historias que inventar. Y puedo, tengo el legado narrativo de
J.; a pocas personas tan poco nómadas les han dejado tan rico y arrai¬
gado petate de nomadismo. Conocer un mundo nuevo; estar dispuesta
a que te desplacen del tuyo. Cuando las razones morales o los juicios de
papel se deslíen ante una pasión más fuerte.
La narración literaria no es más que un reflejo o recopilación de si¬
tuaciones narrativas orales. Por tanto explorar los campos de la na¬
rración oral supone rastrear los cimientos de la otra. Pero sin olvidar
de cuánto influye ésta (la literaria) a su vez en los esquemas de la otra.
Cuando se es feliz no hay historia. Yo ahora -1975- estoy mejor que
si hubiera sido feliz. Y tengo que pensar que a esta edad habría llegado de
todas maneras.

23 de marzo. Domingo de Ramos


El Rinconcillo

El juego mudo era importante, te concentrabas. Para hacer sentir a otro


que estabas desnudo, sin poder decírselo, te tenías que imbuir de la con-

359
dición expresiva de la desnudez. Transmitir la experiencia interior. Se lan¬
zaban brazos de ¿comprendes? Era un juego donde uno clamaba por ser
descifrado, no se pretendía engañar, como en otros, sino colaborar.

* *

En el comedor del hotel. La pareja de rubia y bajito que estaban be¬


biendo sin parar. Ni se les ocurre que se puedan contar otro cuento.
Cuando surge la insidiosa posibilidad (porque hayan ido al cine o simi¬
lar) se romperá -creo que más en ella- ese mundo directo de traficar y
manipular familiarmente esa historia como la única posible. El sueño de
evasión será una espina (narración adyacente) que sólo conseguirá des¬
pertar un sordo malestar, un envenenamiento. Para huir de esto, si se
hace muy agudo, se reafirmará en su narración de felicidad.
NOVEDAD frente a TEDIO. Es la espoleta de toda la literatura de
evasión. «Ni ríen de déjá vu ou déjá entendu.» Pero la novedad partien¬
do de comportamientos habituales -que es lo más revolucionario-, eso
no lo trabajan. Estar en las nubes les parece más cómodo.

Ceuta, 27 de marzo

LA CONJETURA. Trances de conjetura. Herencia de las adivinanzas.


Hay muchas canciones populares que se inician bajo el signo de una si¬
tuación de ambigüedad, que da lugar a toda clase de conjeturas por par¬
te del narrador que se hace eco, a su vez, de la curiosidad del pueblo so¬
bre el caso. ¿Quién es esa buena moza?, ¿Adonde irá ese barquito? La
Parrala, dicen. ¿Dónde va la Mariana?, etc. Es importante que haya
algo que adivinar. Mantener el interés.
Causa y efecto: origen y resultado. ¿Qué fue antes: el huevo o la ga¬
llina? Círculo vicioso. «La derniére chose qu’on trouve en faisant un
ouvrage est de savoir celle qu’il faut mettre la premiére.»
Lo que se va a vivir considerado de antemano como materia de na¬
rración divertida. (El Maree en el Mesón de la tortilla.)

11 de abril
En la Vaquería de Libertad

Escena de amor vacía de contenido. Los rostros lo desmentían a pesar


de la perfección formal de la postura. El rostro de una narración es su
contenido.

360
CUADERNO 15

Un cuaderno con una gran mariposa sobre fondo blanco


dibujada en la portada, que se abre con el comienzo
de una carta de llanto por la muerte de Gustavo Fabra,
fechada 30/12/1975, y se extiende hasta el verano de 1976.
Reúne, entre otros materiales, trozos para Fragmentos de interior,
El cuento de nunca acabar y Usos amorosos de la postguerra,
y apuntes preparatorios para el ensayo sobre el conde de Guadalhorce,
de los que se ha transcrito una pequeña muestra.
En la última página, se encuentra la primera versión
del poema titidado «Mi ración de alegría»,
que será publicado en A rachas.
••
Carta urgente
a Informaciones de llanto por Gustavo Fabra

San Sebastián, 30 de diciembre de 1975

Q uerido Pablo Corbalán: recibo la cruel y desgarradora noticia de


la muerte de Gustavo a pocas horas de su entierro, al que no po¬
dré llegar a tiempo, en las postrimerías de un viaje por Navarra que em¬
prendí con dos amigos el día de Navidad y que Gustavo no sólo pro¬
movió sino que estuvo a punto de efectuar con nosotros. Recordarás
que hace poco le nombraron jurado de un concurso de cuentos que se
fallaba en Tíldela.
* * *

La novela de Pierre Drieu la Rochelle, recién traducida al castellano y


que algunos conocimos hace unos años a través de la versión cinemato¬
gráfica de Louis Malle, llama la atención, antes que nada, por su oportu¬
na y sorprendente actualidad. No tengo los datos suficientes para saber
con certeza si en el año 1931, cuando esta obra se publicó por primera
vez en Francia, los problemas que plantea habrían sido tan acuciantes y
próximos para el lector español como pueden llegar a serlo ahora, pero
me atrevo a aventurar que no; y a este respecto la versión tardía del tex¬
to francés no debe lamentarse como un descuido sino saludarse, por el
contrario, como una circunstancia favorable y afortunada.
Alain, el protagonista, treinta años, joven aún, varado en una clíni¬
ca donde por segunda vez y sin convicción alguna se somete a una des¬
intoxicación de drogas, inteligente y sarcástico pero carente de todo ali¬
ciente y recurso para enfrentarse con la vida que le asquea, encarna la
tragedia del hombre moderno a quien se le han quebrado todos los
puentes significativos de comunicación con el mundo.
Su única línea de voluntad duradera es la de no buscar nunca nada
por medio del tesón ni del trabajo, su única diosa, la incongruencia.
Su único recurso: la juventud. Peter Pan.
Aparte del análisis de círculo cerrado de los azares que llevan a un
hombre a la droga y las inercias que le mantienen en ella, la novela
apunta a algo más significativo: a la soledad esencial del hombre que es

363
incapaz de hacer nada suyo ni de dejar huella en nadie. Del hombre sin
mitos. A este respecto la droga es más una consecuencia casi irrelevante
que un fenómeno aislado y de significación propia. Callejón sin salida:
la monotonía diaria de la que tanto se ha quejado le sale nuevamente al
paso en aquellos hábitos. El hombre sólo puede encontrar la libertad en
querer, en elegir, dentro de sí mismo.

¿Qué sentido tiene no envejecer para quien está irreversiblemente


imbuido de todos los atributos de la vejez?

Los drogadictos aman el triunfo indiscutible de todo lo artificial, bri¬


llo de luces, exasperación, lo que -de momento- les exime de pensar.

Seducir y engañar. Obtener unos céntimos de atención. Se han


apuntado al sucedáneo y no les satisface pero se empecinan en él por
cobardía, por miedo a la profundidad.

Duborg levanta entre él y la muerte una barrera de palabras que


desaparecía como desaparecen decorado y prestidigitador tras un nú¬
mero de music-hall.

Busca a sus antiguos amigos en un último simulacro de conversa¬


ción, de epatarse unos a otros. Todo está gastado y tiene la lucidez de
comprobarlo. Se necesitan unos a otros de forma inerte y cerril, por el
calor de la masa solidaria. El mundo estaba poblado por seres a los que
definitivamente no conocería nunca. Se refugia en el desprecio. El suici¬
dio es el recurso de los hombres cuyos resortes ha corroído la herrum¬
bre de lo cotidiano.

Ateneo, 3 de febrero de 1976

Capítulo IV

«Agustina querida: querría tener la certeza de que en estos momentos, las


cuatro de la tarde, mientras te escribo estas palabras desde un café del
paseo de Recoletos, estás bien, tranquila, sin tristeza ni preocupaciones.
»Llevo cinco días sin carta tuya y casi no lo puedo soportar. Pienso
constantemente en ti y lo que más me turba y me inquieta es que puedas
andar triste y desalentada, pegando mandobles al tiempo y al espacio sin
sacarles provecho ni alegría. Si supiera a cada momento que estás bien,
yo también lo estaría y tendría fuerzas para todo. Piensa esto, Agustina,
mi amor, que necesito tus ánimos adelante, para tratar de acortar con efi¬
cacia este tiempo inevitable de la espera. Ya se que la separación impide

364
que nos acoplemos y comprendamos como cuando estamos juntos que
basta con una simple mirada, pero ten por favor un poco de paciencia.
Un día tendremos horas y horas para estar juntos, para hablar, para ca¬
llar, para mi música, para mirar el mar y las nubes y la luna, para ten¬
dernos bajo los árboles, para andar juntos todos los caminos y afrontar
todos los trabajos, pero este tiempo en que tenemos que vivir separados,
también se puede rescatar y quiero que no lo desperdicies. Me acuerdo de
nuestra última despedida, de cómo mirabas a lo lejos con esa expresión
tuya herida y ausente, como si el corazón se te fuera a partir, pero a pe¬
sar de la increíble belleza de ese gesto tuyo, prefiero recordarte risueña y
divertida como el primer día que Luis nos presentó en el Penedo da Sau¬
dade, esas veces en que tus ojos parecen ventanas de donde van a salir
volando bandadas de pájaros. Escribe, lee, sal con tus amigas y con tus
padres, canta, mira el río, y sobre todo, Agustina, no te dejes agobiar por
la ausencia y ten confianza en mí, que no te defraudaré nunca, que jamás
he querido a nadie como a ti te quiero.

»Mi trabajo va por buen camino.


»Escríbeme, por favor, y mándame la foto que decías.
»Adiós, amor mío. Tu.
D.»

Se quitó las gafas y las limpió. Las letras le bailaban a través de las lá¬
grimas, sobre todo aquella D. mayúscula del final, que hubiera podido re¬
conocer entre miles de des mayúsculas extendidas ante sus ojos en abani¬
co, estampadas por gentes diversas de cualquier país y cualquier época,
cuyo nombre empezara también por de, casi hubiera podido distinguirla
al tacto, era como una mano amiga, como un rostro, la garantía de aque¬
lla existencia turbadora y fascinante que había interferido la suya y cuyos
últimos resortes se le escapaban, la buscaba siempre antes de leer el texto
y apaciguaba como por ensalmo los latidos dislocados de su corazón, «ya
está aquí la de hoy», pensaba, «vive, respira, me quiere» y por las noches,
mientras su hermana Clara le contaba cosas desde la otra cama, ella la es¬
cuchaba distraída y ausente como ebria, palpando debajo de la almohada
el trozo de papel que ocupaba aquella última de reciente suya estampada
tal vez a toda prisa, con el alivio de terminar ya, pan cotidiano que ama¬
saba para ella desde lugares desconocidos, rodeado de gente hostil que le
oían reírse y le llamaban por su nombre, de gentes cuyos rostros temía e
ignoraba. Se saltaba siempre aquellas menciones anecdóticas «No me pre¬
guntas nunca por mis amigos, querría que los quisieras como yo los quie¬
ro -se quejaba él a veces-, tienes que pensar, mujer, que el mundo no sólo
lo componemos tú y yo», y ella se rebelaba, si el mundo sólo lo compo¬
nían ella y él y en tomo solamente el mar y las gaviotas, le mandó una vez
un poema titulado «Os teus olhos», recordaba vagamente las estrofas, se-

365
guramente Diego lo habría tirado, pero por aquí tenía que andar la con¬
testación de él. Volvió a ponerse las gafas.
Estaba sentada en una chaise longue cerca de la ventana, a la luz de
la lámpara verde y tenía esparcidos por el suelo y en dos mesas cercanas
una serie de fotos y papeles. Alcanzó una carpeta de tela roja con flore-
citas azules, con un rótulo fuera que ponía «Cartas do primer janeiro»,
guardó la carta que acababa de leer y se puso a buscar otra, la sacó, es¬
taba escrita en papel fino ligeramente azulado, se sabía casi de memoria
aquellas frases lógicas, serenas e implacables.

«... No, Agustina, no es justo que faltándote yo te falte la vida, tu poe¬


ma es muy hermoso, pero te equivocas, y me veo en la obligación de criti¬
carlo, porque esa armonía aparentemente inocua destila veneno para ti. La
poesía, tal como tú la concibes, supone la conversión en dogma de estados
de ánimo pasajeros (a cuya perennidad te aferras ciegamente y que ame¬
naza con esclavizarte). No te digo que no conviertas en poesía tus emocio¬
nes, sólo te pido que no les des salvoconducto de perennidad si no quieres
estarte mirando siempre en espejos gastados que acabarán por esclavizar¬
te. ¿ Cómo te atreves a decir que no entiendo la grandeza de tu amor y que
por eso me parece excesivo? No, Agustina, si lo he considerado excesivo
es por el miedo que tengo a que algún día te dañen sus excesos, mucho más
que por lo que puedan dañarme a mí. Yo también “te respiro, te asimilo y te
canto”, aunque tal vez a otro ritmo, no me puedes pedir que tengamos el
mismo y jamás lo tendremos. Créeme, sólo quiero tu bien y tu alegría; tó¬
mame como soy, con naturalidad, yo no puedo cambiar ni tampoco te pido
a ti que cambies, te pido mucho menos: que no sufras. Si supiera que no su¬
fres no te pediría nunca que me quisieras menos. Aparta, pues, esos rece¬
los que te ensombrecen: es lo único que me estorba de ti y me cohíbe, lo úni¬
co. Todo lo demás me gusta y me atrae: tu fuego y tu dulzura, tus ojos, tu
pelo, tu cuerpo, tu palabra, me gustas toda tú, tal como eres, más que na¬
die. Ahora tengo delante la foto que me mandas en el parque. ¡Cómo miran
tus ojos, Agustina! Quisiera mirarlos siempre, hundirme en ellos pero no
para “hundirme en sus aguas hondas y turbulentas y entregarles mi volun¬
tad y mi memoria” -como deseas tú hacer ante los míos- sino para crear
entre tú y yo a través de esa mirada un fluido luminoso y limpio que jamás
se empañe y que no dé cabida a la mentira ni al temor.
» Déjame presentar siempre ante tus bellos ojos, Agustina, la imagen
del que soy en realidad y del que vaya siendo a lo largo del tiempo cuan¬
do viva a tu lado, sólo eso quiero pedirte...»

Habían llamado con los nudillos a la puerta pero no lo oyó. Jaime


empuñó el picaporte y abrió despacito, sin hacer ruido. Siempre se le
ponía un nudo en el corazón cuando volvía a casa de su madre. Siem¬
pre aquel temor de que le hubiera pasado algo. La vio de espaldas, hun-

366
dida en la lectura de aquellos papeles sempiternos, miró la botella de gi¬
nebra mediada, el cenicero lleno de colillas, las carpetas por el suelo, el
tocadiscos abierto, la cama revuelta, los objetos y cuadros conocidos,
respiró con una mezcla conocida de consuelo, resignación y agobio
aquel olor a tabaco y colonia de limón, y se quedó unos instantes en el
quicio sin atreverse a avanzar.
-Buenas noches, mamá -articuló por fin con la voz más natural que
pudo.
Ella tuvo un movimiento de sobresalto que se tradujo en quitarse rá¬
pidamente las gafas, alisarse el pelo y tratar de ocultar la carta que leía.
—¡Finalmente! —dijo luego, cuando lo reconoció. Se echó hacia atrás
en la chaise longue, cerró los ojos y por debajo de las largas pestañas
abatidas fluyeron las lágrimas sin rebozo por su cara formando surcos
en el maquillaje.
-Finalmente -repetía-, finalmente.
Jaime se acercó. Ya sabía que no iba a poder escapar de allí en toda
la noche. Pero se alegraba de haber venido. Se arrodilló junto a la chai¬
se longue y se puso a acariciarle las manos sin decir nada. Luego le qui¬
tó dulcemente de entre los dedos la carta arrugada. La dobló con
cuidado y la puso sobre la mesa. Procuraba que sus gestos fueran ar¬
moniosos y sedantes. Ella se dejaba hacer lánguidamente.

8 de abril

Tengo que volver al Archivo Histórico Nacional. Recuerdo que desde


allí, sentada junto a una de las vidrieras luminosas de la derecha, escri¬
bí hace muchos años una carta a J. B. diciéndole que acababa de en¬
contrar la firma de Macanaz por vez primera. Era un placer muy gran¬
de. Le describía -recuerdo- los adornos de la rúbrica. Posteriormente
encontré, revolviendo lejagos, otros muchos asuntos, ajenos al de mi
pesquisa, que me llevaron el interés por los usos amorosos del siglo
xviii. Por ahí surgieron los contactos con Giovanna, con Gonzalo Anes,
con Elorza, todo ello cimentado en el impulso inicial que Llardent me
había dado para iniciarme en la investigación. Tengo dispersos por cua¬
dernos diferentes papeles que se refieren a sucesos perdidos de esta épo¬
ca, aquel extraño anarquista, un aventurero del xvm y su criado, adulte¬
rios, señoras que empiezan a ir al café, papeles referentes al clero
dieciochesco, todo un mundo en el que debería ahondar. Recuerdo que
ofrecí a Pradera para Siglo XXI un libro que sería al Macanaz lo que Las
ataduras es a Entre visillos, es decir, de cuentos del siglo xvm.
Por otra parte, tengo pendientes asimismo los Usos amorosos de la
postguerra de los que fui fiel testigo y parte -modistas, tiendas, costum¬
bres de «ligue» del tiempo-, cuyo interés, por contraste, puede estar re-

367
velado por la curiosidad que despiertan en los chicos de ahora las cos¬
tumbres -ya históricas (pienso en Chicharro)- que imperaban en pro¬
vincias entre chicos y chicas en los años cuarenta.
Añadir además la experiencia que me ha suministrado la lectura de
los torpes libros de F. V. que, sin dejar de proporcionar sugerencias (no
ajenas del todo a mi elaboración del neverending tale) me hace sentirme
mucho más dotada que él para la narración.

Primera interrupción

Desde que dejé ordenado lo que antecede han pasado seis meses, he
perdido el estímulo de mi trabajo que ya parecía surcar las aguas con un
ritmo seguro -lo cual no significaba ninguna garantía- y me vuelve a
asediar la zozobra. Hoy, al fin, 30 de abril de 1976, pienso que tal vez
confesarlo aquí y recapitular las causas de este quiebro, aunque por una
parte ponga de nuevo en cuestión la seguridad aparente de aquel ritmo,
también podrá servirme de punto de partida para arrancar a decir algo
nuevamente.

368
Una de las cosas que han pasado en este tiempo es que en diciem¬
bre del año pasado murió repentinamente el amigo con quien yo más
había hablado de los avatares de este libro y a cuya memoria se lo que¬
rría dedicar, si soy capaz de seguirlo. Es aquel que me decía —como he
contado en uno de los prólogos- que a mí siempre me ha gustado más
navegar manejando la vela de foque que desplegar la mayor o la can¬
greja. Esta tarde he vuelto al Ateneo y he paseado un rato largo en so¬
ledad por el pasillo donde una vez me dijo eso y donde tantas conver¬
saciones tuve con él al respecto de mi trabajo y de las indecisiones y
problemas que me lo paralizaban. Ningún bache, con todo, tan yermo
como el de estos meses, a raíz de su desaparición definitiva como espe¬
jo y como interlocutor. Todo lo que antecede lo había leído él y, a partir
de ahora ya se lo estoy dedicando a unos oídos ausentes, a un rostro
cuya expresión sólo muy a duras penas consigo evocar y reconstruir. Le
apasionaba la idea de este libro y el calor de sus ánimos fue cobrando
existencia, y saliendo trabajosamente del no ser, sorteando los escollos
que surgían para anegarlo y convertirlo en niebla. Esos escollos son hoy
más poderosos que nunca, porque surgen del mismo material que antes
constituía el norte y alimento de mi navegación: una serie de notas a
máquina que se me han quedado frías.

Rafael Benjumea Burín


(Sevilla 1876 - Málaga 1952)

Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, se especializó en la construc¬


ción de obras hidráulicas. Dirigió la construcción del Pantano del Cho¬
rro (Málaga) y la regulación y aprovechamiento del río G., lo que le va¬
lió el título de conde. De 1925 a 1930 fue ministro de Fomento en el
directorio civil que presidía Primo de Rivera. Trabajó en la ampliación y
mejora de la red de carreteras. En 1930, cuando se creó la Unión Mo¬
nárquica, fue su presidente. Al advenimiento de la república emigró a
Francia y más tarde a Argentina.
Fue a América no como «aventurero que fía todo a cambio sino con
la fe en sí misma del que siente que ha nacido para dirigir, orientar, es¬
timular y ordenar, y con la misma seguridad en que dominó a las rocas
y las aguas en el desfiladero de los Gaytanes en las serranías malague¬
ñas, atravesaría las entrañas de la gran ciudad de Buenos Aires».
Creador genial, gobernante constructivo. Animador de empresas,
soñador y erudito a un tiempo de sus poéticas concepciones de engran¬
decimiento patrio.
En la primavera de 1931 se sustituyen las anunciadas elecciones ge¬
nerales de diputados a Cortes por otras de concejales. Vallellano se pre¬
senta como concejal monárquico para responder a su gestión de cerca de

369
cuatro años como alcalde de Madrid. Se negaba a Guadalhorce, jefe en¬
tonces de la Unión Monárquica, el derecho a ocupar ni un solo puesto
en Madrid. Dijo G.: «... con Vallellano... no necesita la U. M. Nacional de
nadie, porque la obra de la Dictadura en el Ayuntamiento de Madrid,
que es la suya propia, estará insuperablemente amparada y defendida
por él solo». Hasta la revolución de Asturias, alentado por estas palabras,
Vallellano no cesó en su cargo de concejal del Ayuntamiento madrileño.
Según Vallellano, estuvo poco tiempo en Fomento y es increíble lo
que hizo en ese tiempo. Imagina lo que habría podido hacer sin zanca¬
dillas, sin crisis ministeriales ni caciques de turno, con todo su tiempo
libre para concebir, orientar, dirigir y realizar, sin que el silencio de su
despacho se viera turbado por la entrada de un audaz con el anuncio de
una interpelación, la amenaza de una campaña de prensa o el vaticinio
seguro de una crisis.

E. Aunós, Itinerario histórico

El nuevo régimen, como todos los de excepción, necesitaba apoyarse en


un programa de trabajos públicos que, aumentando la riqueza nacional
y estimulando las iniciativas privadas, compensase con un bienestar
efectivo la pérdida de las quiméricas libertades políticas por las que se
habían sacrificado los ciudadanos.
España se hallaba retrasada en muchos órdenes de la vida moderna,
a causa de su desbarajuste político. Uno de los mayores adelantos de
nuestro tiempo, el establecimiento de redes de carreteras, no había po¬
dido nunca realizarse en España, país rico en bellezas arquitectónicas,
naturales y artísticas como pocos de Europa (citar testimonio de viajeros
dieciochescos). Resultaba prácticamente intransitable en coche. G., que
unía a sus vastas concepciones un maravilloso poder de realización, cru¬
zó España entera de caminos espléndidos, completando este servicio
con nuevas líneas ferroviarias y la construcción de amplios, limpios y
confortables hoteles y paradores.
Este esfuerzo de modernización culminó en las Exposiciones, re¬
sultado del bienestar y trabajo de tres años. El capital de las socieda¬
des y empresas privadas debía ser aumentado continuamente y las
mismas municipalidades, sacudiendo la rutina en que yacían tras que¬
rellas de vieja política, emprendieron vastos trabajos de reforma y ur¬
banización que embellecieron las ciudades (se desentumeció el amor,
propondría yo).
Entre las más viejas y nunca realizadas aspiraciones nacionales
(gran obsesión de Costa) destaca la implantación de una política hi¬
dráulica y aprovechamiento de aguas.
Secularmente abandonadas a su irregularidad natural, las lluvias
eran estériles y los pequeños arroyuelos de regadío se convertían en rá-

370
pidos y devastadores torrentes. Las confederaciones hidráulicas fueron
transformadas en entidades administrativas y económicas, que en cada
cuenca agrupaban al conjunto de las corporaciones públicas y privadas.
Se les atribuyeron créditos para desecar pantanos, abrir canales, em¬
prender obras de irrigación permanente y proceder a la explotación de
los terrenos así ganados para el cultivo. Únicamente —tales eran las pre¬
visiones de este plan- con un poco de espíritu de continuidad.

2 de junio

«Para estar en alguna parte hay que amar algo, y el amor no está en la
total posesión del objeto, sino en la conservación de una distancia que
nos lo haga siempre necesario y nunca poseído» (Ricardo Güiraldes).

R. Macías Picavea, El problema nacional

Dice Fermín Solana en el prólogo: «Los intelectuales enemigos del or¬


den reinante que no figuran en el juego constitucional nacido en 1876
se adhieren al regeneracionismo con una fe inusitada apuntando al va¬
cío político de la Restauración y a la miseria de la vida social y material
española» (que culminó en el 98).
No parece -en orden al pensamiento sobre la realidad española-
que existan diferencias sustanciales entre ese grupo literario y el resto de
los pensadores costistas. Diferencia: la mayor preparación técnica de los
costistas.
Final de los Episodios nacionales. Vaticinio del Galdós: España es un
país de leguleyos, no de ingenieros.
La novela complementa la historia. Santiago Alba y César Silió eran
amigos. ¿De qué lo serían? ¿Cómo se verían la primera vez? ¿En qué
circunstancia y decorado? Eso la historia no nos lo dice y lo echamos
de menos.

18 de junio, en attendant Ruiz Marcos

Juego mudo: te daban los componentes (como en el tema de las redac¬


ciones) y tú los tenías que disponer, jugar con ideas ajenas, postizas,
apresuradas. Se configuraba la necesidad del puro «dar forma» y orden
a un material confuso y revuelto que te echaban encima. La «invención»
frente a la «redacción» era más fluida (contar sueños a otro niño) y ella
dictaba y acarreaba su propia forma.

371
Tengo que hacer muchas cosas este verano, de diferentes etiologías: his¬
toria de la literatura; Torán; asuntos del cine. Si tuviera tiempo, tendría
que ir combinándolos con los usos amorosos de los años cuarenta. He
visto que a Milagros ese tema le interesaba. (Salió al revivir hace tres no¬
ches para ella los nombres de Sánchez Villares, Valverde y Tovar.) Vuelve
a rondarme el proyecto, me acaricia benévolamente, sin oprimirme,
pero como si me avisara: ojo, ahora es el momento oportuno, no lo de¬
jes pasar. Al neverending no le tengo que tener miedo. Está. Tengo que
recordar que puedo contarlo por donde quiera, darme cuenta de cómo
interesa a Carlos, a Arcadio, a oyentes nuevos, y eso que está sin elabo¬
rar. «En ningún tiempo pudo deducir el hombre una sola forma que an¬
tes no estuviera en sus ojos.»
Y Cristina, la periodista con niña de Informaciones, vio todo claro a
través de esos folios que me parecían mediocres cuando los escribí. Es
claro. Pensar en el follón y agobio de los periodistas cuando te instan
contra reloj a que les regales estas claras y tan navegadas aguas interio¬
res del neverending tale. Acordarme siempre, cuando escribo, de la ven¬
taja que supone no tenerlos delante. Son un estímulo pobre, meramente
mecánico. Me pone en marcha -con urgencia extrínseca-, me excita, pero
lo debo rechazar en nombre de la ventajosa lucidez que consigo a solas.
Estructurar en plan borrador algo de todo esto antes de finales de julio,
pensando en Soria. Sería matar dos pájaros de un tiro. Me ayudaría mu¬
cho a ese desbroce que difiero, me sacaría del empananamiento.

24 de junio

Cambó: «Conservad vuestra historia, lo que os reste de vuestras tradi¬


ciones. No queráis resucitar lo muerto, pero tampoco queráis dar muer¬
te a nada que viva, aunque su vida sea muy escasa, que en España no se
puede desechar nada».
Guadalhorce: poseído por «la mística del esfuerzo y de la aventura»
de que había hablado Cambó, tan poco inclinado como él a los cómo¬
dos términos medios propios del pecado, del mediocre.
Cambó dijo: «Al calor fundente de un ideal, la solución de los más
difíciles problemas se consigue».
Mamá decía que el problema estaba en el divorcio real entre el Es¬
tado y la sociedad. El partido gobernante de izquierda aburguesado y
abachillerado había perdido contacto con el pueblo tanto como el con¬
servador.

* * *

372
Narración egocéntrica: mecanismo de defensa contra la disgregación, y
atomización de las versiones múltiples e imprevisibles, alevosas. Como
apariencia estás a merced de los otros. Necesitas una credibilidad de tu
figura. Es versión irrebatible porque sus normas las inventas tú.
Lo que decía Giovanna anoche (6 de julio) remite a que la visión
que de ti tienen los demás te altera, aunque a veces neuróticamente la
busques (buscas una versión que te guste, adecuada con la tuya) y por
rechazo, al sentir el desagrado y el contraste de la mirada ajena, no tie¬
nes más salida que la altivez y el desdén, atrincherarte en tu versión ego¬
céntrica, blindarla más. Por eso es grave cuando, porque fallen las fuer¬
zas físicas o por lo que sea, ese esfuerzo solitario —y cuanto más tenaz y
constante haya sido, peor— encuentra estímulo en tu propia credibili¬
dad, no encuentra eco ni calor en el espectador en que antes te desdo¬
blabas, segregación de tu propio ser. Desde el triunfal «yo era el circo, el
público, el artista» del Libro de la fiebre hasta mis neurosis actuales, qué
camino tan amargo y esforzado, ¿para qué?, ¿para quién? Resistir a pie
quieto. Sigue siendo la única terapéutica. Complacerte en excepcionali-
dad. ¿Pero cómo?
El acorde interior que probé en el pazo de Oca, en aquel prado, y
que me hace sentirme siempre en mi sitio, es lo que se me va quebran¬
do. Soberbia útil, no de más, más centrada (blindada y defendida por
mi propio ser) que los otros con sus alharacas y bengalas. Escribí en¬
tonces algo como «dar menos datos acerca de mí». Interiorizarme para
ser buscada y querida. Progresos hacia la indiferencia.
Tentación de diario. Los diarios son intentos de apuntalar a solas la
identidad que se va a pique.

7 de julio, madrugada

Vino un telegrama de la Gaya Ciencia diciendo que Montejurra 76 no


lo presentan en la Machado sino en París. Luego me dormí y soñé que
venían a casa -no sé si a instalarse o meramente de visita «literaria»-
unos «intelectuales» y era la mía una casa más bien tipo antiguo como
la de la calle Mayor 14, toda revuelta, mal tenida y llena de escombros
y cucarachas que yo pugnaba por ocultar y disimular, así como la mala
situación de los servicios sanitarios. Era como de película de Buster
Keaton. Pero lo más angustioso resultaba mi contradicción interna y mi
hipocresía. Porque, en el fondo, despreciaba a aquellas gentes y no me
importaban nada.

373
7-8 de julio

Soñé que iba conduciendo yo sola el coche de Anita por un camino pa¬
recido al que sale de Santiago de Compostela hacia Bastábales. En un
determinado momento se cruzó un niño negrito y, mirando hacia
atrás, vi que lo había atropellado. Pero seguí adelante, tratando de
ocultarme el hecho a mí misma, aunque presa de una leve inquietud.
Luego volvía a mi casa de Madrid y era casi de noche. Y en la habita¬
ción de delante que da a la terraza estaba debajo de la mesa hinchado,
sangriento y febril el niño atropellado, quejándose apenas. Era encan¬
tador y de una extremada dulzura, pero yo no me quería dejar invadir
por sentimiento alguno de humanidad, sólo me invadía el pensamien¬
to del disimulo, de declararme al margen de aquel hecho. Otro niño
más pequeño, de unos cuatro años, que estaba también jugando por
allí me dijo que su amigo estaba malito, que le había hecho pupa un
coche, pero de los interrogatorios a que le sometí saqué en consecuen¬
cia que no me consideraba implicada. No sé cómo habían llegado allí.
Me dijo que el negrito no tenía padres, que vivía en un asilo de negri¬
tos que estaba por aquella carretera. A mí sólo me preocupaba el hecho
de devolverlo allí sin despertar sospechas. Otra persona que apare¬
ció de repente (no sé si era Olga) me ayudó a vestirlo con ropa limpia
y a lavarlo y parecía haber mejorado. Me tranquilicé. Ni por un mo¬
mento se me ocurrió albergarlo en mi casa.
En otro tramo del sueño íbamos en un coche a despedir a Gustavo
Fabra, Guillermo Delgado y yo, porque le hospitalizaban. Iba con mie¬
do y melancólico, como si supiera que se iba a morir. Yo trataba de ani¬
marle. Tenía el pelo muy suave y era más joven. Me despedí de él en una
galería oculta como de claustro de algún monasterio. Me consolaba
pensar que al salir podría comentar aquella escena tan triste con Gui¬
llermo y que él me consolaría, pero vi que él iba delante de mí sin ha¬
cerme caso llevando por la cintura a una amiga que se llamaba Ana. Me
dijeron adiós distraídamente con la mano. Luego estaba yo sola en un
edificio público, una especie de Ayuntamiento, y unas señoras caritati¬
vas como del Opus, porque me vieron salir sola y pensativa por unas es¬
caleras, me dijeron que podía pasar a una sala donde daban café gratis,
pero les dije que no, que a mí el café me gustaba muy caliente. Un poco
después volvía a aparecer Guillermo Delgado. íbamos de paseo por un
campo y me contaba que él los primeros diez años de su vida había vi¬
vido en una finca del conde de Guadalhorce y que podía dar muchos
datos. Era una historia complicada que no recuerdo bien, pero creo que
desvelaba aspectos muy inéditos y un poco siniestros del conde. A tra¬
vés de la historia quedaba también en claro que Guillermo, de niño, ha¬
bía sufrido mucho. Atardecía, era como por los alrededores de Segovia
y yo me sentía muy acompañada por Guillermo.

374
Por la mañana del día 8 he puesto la radio y he oído la noticia de que
ha ardido el sanatorio psiquiátrico de Conxo, me he quedado muy sor¬
prendida. Por esa carretera iba yo cuando atropellé al negrito. Aparte de
que Conxo tiene mucho que ver con conversaciones que he tenido con
Gustavo Fabra. Me ha parecido tener todo una extraña relación. Por eso
lo escribo.

9 de julio. Ocho y media,


En attendant C.S. Café Gijón

Usos amorosos de la postguerra

Justo quince días antes de cumplir yo cincuenta años enterraron a Fran¬


cisco Franco, jefe del Estado español durante casi cuarenta años, o sea
que tenía yo diez y pico cuando empecé a oír hablar de él y a conocer su
rostro retratado en los periódicos. Yo no tengo televisión, pero ese día del
entierro bajé a verla con mi hija de veinte años y una amiga suya a un bar
que hay debajo de mi casa. Se llama el bar Perú, y es un bar de barrio, de
tránsito, descuidado y abigarrado, con mucho olor a calamares fritos. Ese
día estaba particularmente lleno y, mientras miraba las imágenes del cor¬
tejo fúnebre que se dirigía hacia el Valle de los Caídos, me daba cuenta
de que se incrementaba en torno nuestro el rumor de las conversaciones
y el afluir de gente. Había gente conocida, el frutero de abajo, dos o tres
porteros de la acera, una señora vieja que vende tabaco, unos médicos
del Seguro de Enfermedad, novios, señoras, chavalines. Discutían mucho
si había sido o no chaladura el hecho de haber estado el público de Ma¬
drid incesantemente a la cola durante tres días para ver el cadáver y la
mayoría era de opinión que por una persona que había regido tantos
años los destinos de España era lo menos que se podía hacer. También
estaban recientes algunos detalles de la penosa enfermedad que le había
llevado a esa tumba sólida y maciza cuya losa estaba a punto de cerrar¬
se allí en el televisor. Pero ese proceso tan largo, casi abyecto, que nos ha¬
bía tenido a todos pendientes de la radio semanas atrás tendía a pasar a
la trastienda de los comentarios, ya que el público madrileño tiende gran¬
demente a poner el presente muy por encima del pasado.

12 de julio. Ateneo

Melchor Fernández Almagro, En torno al 98. Política y literatura, Ma¬


drid, 1948. (Aquí podría apoyarse, partiendo de Melchor, mi vincula¬
ción con el siglo XVIII, ya que él se ve que también lo ama.) Dice de Sil-
vela: «más inclinado al estudio que a la acción, a la crítica de todas las
ideas que a la imposición por vía conspiratoria [...] probablemente hu-

375
biese respirado mejor el ambiente en calma del xviii». Lo compara con
Valera: «tan ajeno al contagio romántico pese a la cronología cumplida
en ellos».
Buscó el equilibrio por el análisis de las cosas, la comprensión, la
medida, la cautela. La insuficiencia de tal actitud es notoria en materia
política. Pero ¿hasta qué punto de descomposición no habría llegado la
España del xix tan violenta, banderiza y contradictoria si el país no hu¬
biera producido la templada y ondulante línea que va de Jovellanos a
Silvela? Freno al energumenismo.
No se complace estéticamente en un paisaje sombrío, escribe a ma¬
nera de un médico que quería aplicar, después del diagnóstico, el trata¬
miento.
* * *

Mientras me sirven la otra remesa de libros -la una menos cuarto- pien¬
so en las oscilaciones y altibajos de mi historia literaria, la historia de
mis aficiones, quiero decir, sería bonito escribir esta historia al salto, se¬
gún va surgiendo. Guadalhorce (que ya sé a lo que remite por mi vin¬
culación personal con Torán) me lleva a Silvela y Maura; y Maura, de
improviso, cobra sangre actual por la irrupción (en mis retahilas y en mi
vida) de C. y ahora todo esto enhebra, de pronto, con mis primeros y,
al parecer, casuales y espontáneos deseos de asomarme al xviii, que,
por cierto, podría aprovechar este hilo para fabricar un bonito y faulk-
neriano discurso para leerlo en Soria este verano.
¡Qué bien estoy esta mañana! ¡Qué bien se recupera, entiende y en¬
hebra todo! Los Usos amorosos tienen que ver con todo.

* * *

He ojeado (sería interesante volver a mirar) De la revolución a la Restau¬


ración de Salvador Bermúdez de Castro, Marqués de Lema. Este señor a
quien me ha remitido En torno al 98 de Fernández Almagro, habla, al pa¬
recer, en otro trabajo suyo, de que Romero Robledo y Silvela llegaron a
un acuerdo y se hicieron amigos al final de sus vidas en las tertulias de
Casa Loring.

6 de agosto. Morning

En el coche de línea que me trae de El Boalo a Madrid, donde los «agri¬


mensores» y el señor Cayetano arreglan el cuarto de la Torcí.
Tengo que escribir a Mauricio Serrahíma.
Dormir. ¿Qué tal has dormido? Ahora los padres no le pregunta¬
mos a los hijos con esa compulsiva e inerte insistencia si han dormido
bien o mal. Muerte. La posguerra. Dormir, descansar, olvidar, que el día

376
se deslice por cauces irreversibles y consabidos, sin desviaciones, todo
predeterminado. Anita aún lo padece. Nunca se preguntaba «¿Eres fe¬
liz?», «¿lo has pasado bien?», «¿de qué tienes ganas?». Se preguntaba
por los requerimientos puramente materiales, satisfacciones pobres que
se querían abrir de modo proteccionista para arrogarse el mando y el
ala de la clueca: el frío, el hambre, el sueño, la fiebre. Conjurar los acci¬
dentes, los imprevistos, conjurar la vida, temerla, amurallarla, limitarla,
tenerla a buen recaudo: «el buen paño...».

Versiones múltiples

Dibujo inesperado de los personajes. Aceptarlo es la sabiduría literaria:


Aldecoa, Semprún, Eduardo, M. Laín. Dejar variar la idea inicial de las
personas, transformarse, descomponerse. Sin despreciarlas por eso, en
proa al asombro. Asoma el abismo, lo maléfico y demoníaco, con los
datos alevosos y súbitos que irrumpen por canales inesperados.
Es la esencia de la novela. Los personajes no son: van siendo. Pro¬
ceso. Los quiebros. La sorpresa. Tampoco ante el nuevo dato hay que
decir maniqueamente: «Yo estaba equivocada, quién se lo iba a esperar».
Mantener las propias experiencias directas sobre esa persona. Juntar lo
discorde, todo sirve, sirve, precisamente, en su discordancia.

* # *

Defiendo la alegría,
la precaria, amenazada,
difícil alegría,
mi ración de alegría.
No me arrastréis al pozo.
No os lanzo mi alegría
a modo de ofensivo privilegio
os la tiendo simplemente,
como una mano.
Sólo desde esa parcela
titubeante,
cuestionable, de alegría
que riego y rastrillo
que levanto y defiendo a duras penas
contra viento y marea
como única bandera
a que quiero alistarme
os consigo mirar,
entender, ayudar

377
dirigir mi palabra
poner tal vez, alguna cosa en claro.
No me la reprochéis
como un pecado inmundo,
ni adobéis de negrura
sus colores ya un poco desteñidos
de tanto restregarlos noche y día.
No me arrastréis al pozo.

378
CUADERNO 16

( CZ^ie^/o a. jbz, A¿c¿¿Zcuo'Us


¿tu ¿a. tulayrujr'cc d¿JL¿
Ccmdbi d¿

Un cuaderno con las tapas de plástico rojo,


concebido como anejo a la redacción de la biografía
del conde de Guadalhorce, en el que la escritora explica
cómo va entrando en el trabajo. Al cabo de un mes, el diario como
tal se interrumpe y el cuaderno empieza a contener «de todo».
Preámbulo

S iempre he echado de menos, al cabo de mis diferentes invenciones


narrativas que culminaron en el resultado de un libro nuevo, no ha¬
ber llevado, paralelamente al trabajo que iba configurando y creando el
libro, un diario donde se diera cuenta de los avatares, intermpciones y
altibajos de esa elaboración. Es decir, haber ido escribiendo, a compás
de la historia que se contaba dentro del libro en cuestión, otra historia
escrita desde fuera: la historia de ese libro concreto y de lo que signifi¬
có para mí.
Con frecuencia me ha tentado semejante proyecto, y creo que si hu¬
biera sido capaz de vencer la pereza que indefectiblemente abortaba mi
propósito, cuando surgía, ahora me resultaría de bastante utilidad pasar
la vista de vez en cuando por esos diez cuadernos de épocas diferentes
y revisar, a través de ellos, el proceso de mi estilo y de mis sucesivas pre¬
ferencias y aficiones. Claro que, más que por la utilidad, los echo de me¬
nos por el placer que me producirían, por la sensación de guardar y con¬
servar algo mío, algo para mí, ya que un libro, una vez entregado al
editor y exhibido en los escaparates, no sólo deja de pertenecerme sino
que jamás lo releo.
Y es muy curioso que esta vieja idea, jamás llevada a cabo por mi
cuenta, hoy, en cambio, tome cuerpo por encargo ajeno. JoséTorán, por
cuyo encargo voy a tratar de escribir una biografía sobre el conde de
Guadalhorce, me ha sugerido ayer -9 de mayo de 1976- la convenien¬
cia de ir anotando, al mismo tiempo, en un cuaderno los detalles de ela¬
boración del libro en ciernes.
Obedeciendo su sugerencia, estreno este cuaderno de notas. Y a él
se lo dedico.

381
Cuaderno de bitácora
(Anejo a la redacción de la biografía del conde de Guadalhorce)

Martes, 27 de abril

Almuerzo con don Jaime y Torán en un restaurante italiano cercano a


Pedro de Valdivia. Le digo a Torán que no ando muy bien de dinero y
que si me puede dar algún trabajo que no sea demasiado aburrido. Me
dice que el Ministerio de Obras Públicas quiere conmemorar este año el
primer centenario del nacimiento del conde de Guadalhorce mediante
una biografía de este insigne ingeniero y ministro de la Dictadura. Que
si la quiero hacer yo.
Quedo en pensarlo y en darle la contestación el domingo que viene.
Para mí el conde de Guadalhorce es apenas un nombre que me suena
de haberlo oído pronunciar en la época, ya lejana, en que trabajábamos
Rafael y yo para Torán, cuando éste tenía su despacho en la calle de Ce¬
daceros número 5, en los primeros años del sesenta. Precisamente hace
poco he vuelto por esa casa para dar el pésame a la madre de mi amigo
Gustavo Fabra, que vivía en el piso de arriba y ha muerto recientemen¬
te. Al subir y bajar las escaleras, miré la puerta del antiguo despacho de
Torán y Cía. y tenía el corazón lleno de pesadumbre.
Pienso, mientras como mozzarella hoy en este restaurante italiano,
con mis viejos amigos de hace doce años y le doy vueltas a la posibili¬
dad de aceptar o no el trabajo que Torán me brinda, que cuántas cosas
han pasado desde entonces y me acuerdo de otras comidas similares a
ésta en Gambrinus, en Alkalde, en el restaurante de los camioneros de
la Puerta de Toledo. (El libro sobre las riadas del Segura, Teruel, Setefi-
11a.) Don Jaime, que me nota indecisa, me anima y me dice que es un
trabajo que yo podría hacer bien y con relativa facilidad. Hablan de
Cambó y de otros políticos de la Dictadura y de la República. Lo pri¬
mero que tengo que hacer es ponerme un poco al tanto de la época, que
para mí está un poco desdibujada. Nos despedimos hasta el domingo.
Lo que más me hace vacilar es el plazo, porque a mí me gusta trabajar
despacio y metiéndome muy de lleno en la búsqueda de detalles.

Del 28 de abril al 1 de mayo

Compro el libro de Ramón Garriga Juan March y su tiempo, que acaba


de aparecer, y me lo leo de cabo a rabo. Del conde de Guadalhorce hace
menciones bastante someras, pero, en cambio, da una pintura de la épo¬
ca suficientemente amplia y eficaz como para servirme de un primer ca¬
ñamazo y no sentirme náufraga.

382
Domingo, 2 de mayo

En Pedro de Valdivia desde las seis de la tarde con Torán, don Jaime y
Guillermo Delgado. He decidido aceptar el trabajo. Hablamos de Dalí,
de Buñuel, de la Generación del 27, de las exposiciones de Sevilla y
Barcelona. Don Jaime aporta comentarios y recuerdos de su padre.
Guadalhorce nació un año después que Machado y en Sevilla, como él.
Pertenece a la Generación del 98 y hay que estudiarlo en tal contexto,
como exponente de la rama fecunda y laboriosa de esa generación. Si¬
tuarlo como descendiente del pensamiento de Joaquín Costa, entre los
hombres que se esforzaban por la regeneración y el bienestar material
de la patria exhausta por la pérdida de las colonias. Torán me regala una
cajita con hebras de azafrán puro, me enseña unos zapatos bordados,
tomamos té; y desde una mesa nos mira un retrato al óleo que hizo hace
años Guillermo sobre una fotografía del conde y que siempre había vis¬
to en casa de Torán. Seguimos siendo los mismos. Me voy a cenar con
Guillermo y me despido de don Jaime, que regresa a Barcelona.

Del 3 de mayo al 8 de mayo

Me he pasado la semana yendo a trabajar por las tardes al Ateneo. He


encontrado abundante bibliografía y he empezado a consultarla.
En un documento, que he fotocopiado, dice que la primera orden
que dio el conde de Guadalhorce como ministro de Fomento es del 3 de
diciembre de 1925. Cinco días después nacía yo. La orden es relativa a
asuntos de tranvías. Estaban preparando el progreso de la España en
que yo iba a crecer.
Me han interesado particularmente dos libros: el de Velarde, Política
económica de la Dictadura, y el de Gabriel Maura, Bosquejo histórico de
la Dictadura. Sobre los dos tengo que volver despacio.

Domingo, 9 de mayo

Torán me ha presentado en su despacho a Francisco Benjumea, hijo


del conde de Guadalhorce e ingeniero, como él. Se entabló una ani¬
mada y fructífera conversación entre él y Torán a la cual asistía yo con
avidez, llena de esa apasionada curiosidad -mezcla de paciencia e im¬
paciencia- que presidió también mi pesquisa sobre don Melchor de
Macanaz.
Pienso lo estimulante que habría sido para mí, en aquella ocasión, po¬
der tener la suerte que tengo ahora de hablar con un hijo del biografiado.

383
Procuraba frenar mis preguntas, pero recogía cuanto escuchaba embe¬
biéndome de ello. Mi actitud y mi interés debieron ser alentadores para
Benjumea, porque contó espontáneamente muchas cosas. A este tenaz,
intrépido e imaginativo conde de Guadalhorce ya le tengo cierta queren¬
cia: le empiezo a considerar «mi muerto». He visto una fotografía suya en
una revista de ingeniería que tiene Torán. Era bajito, como Macanaz. Me
falta ver su letra. Iré a casa de Benjumea dentro de unos días. Ha puesto
a mi disposición todos los documentos y papeles de que dispone.

Del 10 al 15 de mayo

He mirado detenidamente los trece primeros números de la revista edi¬


tada desde 1927 por la Confederación Hidrográfica del Ebro. Existe
aquí un material riquísimo para mi trabajo. He acudido también al libro
de Salvador de Madariaga, España, y he vuelto, tomando notas, sobre el
Bosquejo histórico de Gabriel Maura. Me parece lo más urgente empe¬
zar a hacer una cronología del personaje y de los hechos más destaca¬
dos de su tiempo. La he iniciado en cuaderno aparte. (La exploración
del trabajo de Cabezas sobre Bravo Murillo, en la misma colección don¬
de habrá de publicarse el mío, me orienta y me anima. Por supuesto, yo
lo pienso hacer de modo más profundo y exhaustivo.)
Escribo, por indicación de Torán, a Mauricio Serrahíma. He com¬
prado también el libro deVelarde, que es de consulta fundamental.
He leído en el Ateneo la obra de Calvo Sotelo, Mis servicios al Es¬
tado. Muy útil. Puesta al día del Cuaderno de bitácora.

16 de mayo

Con Torán en Pedro de Valdivia.

Del 17 al 23

Consulto el Itinerario histórico de Aunós, el Alfonso XIII de Cortés Ca-


vanillas, el Pensamiento de Joaquín Costa de Rafael Pérez de la Dehesa,
el Costa y el regeneracionismo de Tierno Galván, la Historia social de Es¬
paña y América de Vicens Vives, el Alfonso XII y sus cómplices de Repa-
raz, las Notas de mi vida de La Cierva y Peñafíel.
La época de la Dictadura ya va siendo para mí lo bastante clara y la
significación de Guadalhorce en ella también.

384
Lunes 24

Con Torán en Pedro de Valdivia y luego tomando una copa con Diego
Salón.

Del 25 al 30

Visita a Paco Benjumea, el hijo del conde de Guadalhorce. Me ha dado


una serie de papeles con los que he estado trabajando toda la semana.

Tren a Segovia, 29 de julio de 1979


Leyendo a Handke

El sentido que se atribuye a las cosas al mirarlas es lo que incita oscu¬


ramente a la memoria a seleccionarlas para luego. Si se insiste en decir
que todo lo que se ve carece de sentido, la novela carece de dardo al fu¬
turo, de mensaje y resonancia.
La intensidad con que uno delega en los objetos y se los graba «por¬
que ahora que miraba esa cafetería estaba pensando tal» es lo que los
revive luego en miradas sucesivas, porque nos entregan a crédito algo
nuestro, ellos buitres implacables, imperturbables, destinados a sobrevi¬
vimos.

385
.

'
CUADERNO 17

Cuaderno con las tapas de plástico azul y una pegatina en la portada,


estrenado en diciembre de 1976 y utilizado hasta febrero de 1977.
Sobresale, entre otras lecturas (de Savater, Buzzati,
Maturin, Vargas Llosa, etc.) el apasionado encuentro
con la Introducción a la literatura fantástica de Todorov,
tan decisivo para la redacción de El cuarto de atrás; en una nota
del 31 de. diciembre, se vislumbra el motivo central de la novela,
la aparición del misterioso entrevistador. Es también de destacar una
larga muestra de escritura-tren, es decir meditaciones personales
y rápidas pinceladas sobre el ambiente que escalonan un viaje en tren.
Aparecen, por último, dos fragmentos para El cuento de nunca acabar
(«El interlocutor» y «El confesor»), el relato de un sueño
y notas para el cuento «La conciencia tranquila».

'
Diciembre de 1976

M e contó Eduardo: «Si es del cuento, cántame la canción, si no, ya


la sé. ¿Se la cantas a la niña del cuento o a mí?».

Las encuestas

El mediador. Nosotros teníamos el deber de escribir, ellos el de obligar¬


nos. El amor frente a la coacción social. ¿Por qué quiere leer lo que yo
digo? ¿Qué le interesa? Ni al confesor. Ni al psiquiatra. Ni al periodis¬
ta. Prostitución del relato atisbada. Es impresionante la cantidad de gen¬
te que hace preguntas sin esperar respuesta.

* * *

En temas que pertenecen a nuestro más o menos reciente pasado históri¬


co, dentro de cuyo marco ya está instalada, sin duda, desde hace bastante
tiempo, la guerra civil española, no siempre supone una ventaja haber sido
testigo presencial de los acontecimientos que se reseñan. Los diversos li¬
bros de memorias elaborados en torno al período de tres años en que se
desenvolvió esta contienda, a pesar de suponer aportaciones siempre olvi¬
dadas y en muchos casos definitivas, adolecen de la incapacidad de síntesis
propia de quien no se resigna a ahorramos ninguno de sus recuerdos, en¬
tusiasmos o rencores, por mucho que pretenda vestirlos de objetividad.
En el polo opuesto se sitúan los trabajos de los historiadores ex¬
tranjeros que han manejado datos de archivo y que no aventuran un
solo comentario, tal vez porque el tema, al no darles ni frío ni calor, no
se lo suscita. Estas obras, de consulta indispensable para el estudioso,
no pueden satisfacer, sin embargo, las exigencias de curiosidad del lec¬
tor español a quien esa época dolorosa, mítica y confusa hirió en su pri¬
mera edad y en el seno de cuyas consecuencias irreversibles ha crecido
y vivido durante cuarenta años.

389
Los que éramos niños durante la guerra, aquellos a los que cuando
bajábamos a jugar a la calle nos encarecían nuestros padres que no ha¬
bláramos de esto o de lo otro, los nombres de Brúñete, Guadalajara, Bel-
chite o el Alcázar de Toledo, se quedaron agazapados en los repliegues
de nuestra memoria junto a imágenes, canciones y comentarios frag¬
mentarios e incomprensibles, orlados del fuego y misterio que rodean a
todos los tabús.

Para un cuento fantástico

Le volví a ver, pero ya no me miraba. ¿Era él? ¿Le veía o no le veía? Me


había dado, en muchas de sus frases anteriores, que yo, al oírlas despre¬
cié o pasé, al menos, ligeramente por alto, pendiente sólo de aprehen¬
der la mirada que ahora echaba de menos y buscaba afanosamente, el
texto del acertijo que, a lo largo del yermo de su ausencia, me veía abo¬
cada, ya para siempre, a intentar descifrar. La novela, pues, empezaba
con su ausencia, con la exégesis de aquel texto. Pero descifrarlo estaba
dificultado por la incertidumbre y el sobresalto que suponía tratar de re¬
vivir la luz ya inapresable. Y sólo dentro del deslumbramiento que ha¬
bía producido aquella luz se había incubado dentro de mí la fidelidad
apasionada e irreversible hacia aquella historia. Era como buscar a la
sombra algo que sólo podía tenerse y producirse al sol, aun cuando
la luz cegadora de éste nublara su entendimiento.

* *

Hoy en día gusta mucho decir: «es increíble», quizá es una de las expre¬
siones más usadas por la juventud, como si buscara en ella un reducto
acogedor. Se trata, creo, de un rechazo a todo lo que la vida se empeña
en manifestarnos con tantas explicaciones claras y juiciosas. Una año¬
ranza del mundo de los mitos, que esos mismos jóvenes se encarnizan
en derribar. Profanan lo mágico mezclándolo —acríticamente e inadver¬
tidamente- a lo más vulgar y cotidiano, rebajándolo.

T. Todorov, Introduction á la littérature fantastique

El afán de explicar lo inexplicable produce la tensión narrativa. Dudas


entre lo visto y lo imaginado. En esa cuerda floja es en la que hay que
avapzar, aun a riesgo de perderlo todo. Interpretación de los sueños.
«“Je vins presque á croire”: voilá la formule qui résume Eesprit du
fantastique. La íoi absolue comune Eincredulité totale nous méneraient
hors du fantastique. C’est Ehésitation qui lui donne vie.»
La literatura es un desafío a la lógica: un acoso a ella desde regiones
oscuras y subterráneas. Mis historias con J. y C. entran en valor al cesar.

390
No sólo para mi consideración, sino -hoy estoy segura- también para la
de ellos. No podrán desentenderse nunca de su estela zozobrante, resi¬
duo, a su vez, de la zozobra que en mí dejaron. No sé lo que piensan,
no hay ya hilo, sino hilo roto. Y eso les confiere grandeza literaria a es¬
tas historias: lo quebrado, lo que admite pluralidad de interpretación. El
enigma que nunca cesa ni se disuelve, alimento perenne de neverending
tale, surtidor inagotable.
Esto puede enlazar con el tema de Pesquisa personal, pero debo na¬
rrarlo en forma más simple y escalofriante a la vez. Menos introspec¬
ción, menos claves para el lector de que estoy escribiendo una novela
fantástica.
El discernimiento trabajoso, el reflexionar como a través de lianas
enfangadas. La mente por mi lado y los actos por otro, escapando al
propio control. Y la pesquisa eterna, inapagada, luz de la mente, única
referencia para no matarse porque aun a despecho de las agobiantes evi¬
dencias se intuye que hay otra cosa, emanada de esa oscuridad, de esos
mensajes de los sueños. Resistir en ese universo vislumbrado, a su am¬
biguo amparo.
Dictaminan los psiquiatras: «ese hombre está loco, hay que curarlo»,
es lo que pretende arrancar y conjurar la raíz del misterio. Pero no les
sirve de nada. Su propio barco, avanzando al lado de los de esos «lo¬
cos», hace, a la postre, agua por miles de agujeros que definen pero no
controlan.
Releyendo las cartas, al cabo del tiempo, lo primero que me pre¬
gunto es ¿pasó esto de verdad?; y en la ambigüedad que me despierta
esta pregunta ahora, cobran una fuerza de piedra rara que entonces sólo
tenían como acontecimiento maravilloso, sí, y apasionante, pero del que
no me cabía dudar.
Locura y sueño no son más que modalidades de una razón superior.
«La ciencia no nos ha enseñado todavía si la locura es o no lo sublime
de la inteligencia» (Edgar Poe).

(Mira, Juan, lo de «naturaleza muerta» no vas a verlo escrito como te


esperabas. Te brindo y prometo una sorpresa que va a romper todos los
moldes, palabra dada el 22 de diciembre del 76 en el Ateneo a las seis
de la tarde.)

La llamada de lo fantástico la sentí por primera vez en 1949, en mis


intentos fallidos del Libro de la fiebre. Pero está incorrupta, aunque me
haya alejado por los caminos de un realismo acomodaticio. Ahondar en
el estilo del Balneario, sería ahora que sé muchas más cosas y tengo me¬
jor gusto y pulso más seguro, mi salida de los infiernos. Aquello me ha
dado una identidad, dormida en mí, que estaba empezando a olvidar, a
enterrar. Ahora desafiaré genialmente. Me tengo, al fin, que atrever. Con

391
aparente ingenuidad y prudencia. Despistando. Se van a quedar fríos.
Dinamita pura y -hasta ahora- no la había disparado. Ya es hora.
En los cuentos de la infancia -en el terror y perplejidad que despier¬
tan- está sembrada para siempre la semilla -que combatimos o no, que
germina o no- de nuestro gusto por lo fantástico. Mi tendencia a abomi¬
nar de las soluciones, de las explicaciones, de los finales felices (tanto en
las historias reales como en las literarias) me garantiza esa pervivencia de
la semilla. (En «La mujer de cera», tal vez escribí mi mejor cuento.) En El
balneario no debía haber terminado diciendo que era un sueño. La se¬
gunda parte se lo carga todo. Es un pegote cobarde, acomodaticio.
Releer los cuentos de Thomas Hardy. El afán de perennidad (vencer
a la muerte) mezclado con el de fugacidad. Si se resucita a la amada la
vida volverá a ser plana, vulgar, tendrá un final previsible y consabido.
Se juega -en literatura- con esa ambigüedad que el autor conoce. Y en
el amor también. Volver a tener lo que se tenía impide vivirlo en la evo¬
cación, que supone su perennidad, el triunfo sobre su muerte.
La reaparición de personajes a los que el tiempo ha transformado en
otra cosa. El reencuentro. Esquema perfectamente intuido y elaborado
en el Pinocchio de Collodi.
(Emociones retrospectivas evocadas, inesperadamente, en común.
Esto es el polo opuesto de la transformación: la recuperación esencial
del tiempo que se creía perdido. Huellas en otro.)
El oyente -o lector- ante una historia inverosímil piensa, o bien «me
está mintiendo» (el narrador) o bien «se está engañando él a sí mismo,
equivocando». En este segundo caso, si sospecha que el narrador en su
engaño es sincero, es decir toma mentira por verdad, la forma en que lo
cuente dará fe de que esa mentira se haya convertido o no en verdad. Es
decir, si el calor y calibre del autoengaño del narrador es tal que puede
contagiarlo al oyente, vale, es verdad.

Día 23

Voy a ver a Liliana, le llevo las fotos. El sueño eterno de Bogart. Viene
Jesús.
Con Nacho en Fuentesila, Casino mercantil y Club de Bridge. Larga
tertulia en casa hasta las cuatro y media. Han cogido a Carrillo. Me ha¬
bla del mundo de Cambio 16, de sus defensas frente al chisme.

Pandeterminismo. En literatura es fundamental esa especie de tur¬


bación frente a los elementos casuales. «Son demasiadas casualidades.»
Lo que sólo puede ser interpretado posteriormente = literatura. Rotura
de la goma, pañuelo de la madrina. Dos ejemplos de aviso mágico (pre¬
monición) y de aviso deliberado pero que, en todo caso, sólo pueden ser
interpretados posteriormente.

392
Coincidencias de sucesos en el tiempo que luego se descubren como
tales y provocan la emoción literaria. Los «quién me iba a decir a mí que
en aquel momento se estaba muriendo mi madre» y similares rompen la
armonía del relato y al tiempo la refuerzan por su contraste inabarcable
y brutal. Fundamental en literatura (relatos paralelos, laterales). Las des¬
pedidas inadvertidas (muertes de Ignacio y Gustavo). ¿Qué hacía yo en
aquel momento? Es lo primero que me pregunté. ¿Cómo no estaba a
su lado?
Parar mientes de forma profunda en el pandeterminismo significa
transformarse. Se derriban las convenciones y el tiempo acude a nuestro
redil de otra manera. Ahora, mientras escribo esto en la cama, la maña¬
na de Nochebuena de 1976, ya he desterrado, al calor de mi transfor¬
mación en ser pensante y apasionado por la lectura de Todorov, el pri¬
mitivo proyecto de salir a cobrar el cheque de la nómina o a otros
recados, me he opuesto al devenir de acontecimientos cotidianos que
congelarían este fluir de pensamiento puro, todo aquí en mi cuarto co¬
bra repentinamente un sentido profundo y enlazado, desaparece la obli¬
gatoriedad de atender a los argumentos de la Navidad de consumo, se
ha operado en mí la transformación esencial.
Yo me he ido transformando progresivamente en disponibilidad per¬
ceptiva pura a lo largo de estos últimos diez años, antena, diapasón, mé¬
dium que concita y atrae las significaciones a fuerza de acecharlas. An¬
tes juzgaba con arreglo a esquemas exteriores elaborados por otros, por
los que legislaban. Ahora sólo atiendo a lo que se produce, tal como lo
padezco y lo interpreto por mí misma, lo abarco todo, me sorprende
igual lo más inesperado que lo más aparentemente inocuo, pero a nada
me opongo por principio, mi puerta está abierta de par en par. Épa-
nouissement.
La metamorfosis: tema constante de los sueños. Yo era yo pero no
era yo, etc. Desdoblamientos. Te transformas, se te cambia la voz. Ten¬
tación de provocar esa situación en que el otro va a transformarse o de¬
jar caer su disfraz.
Yo he llegado a identificarme tanto con los demás, a entrar con tal
grado de intensidad y certidumbre en su alma (siempre en momentos
íntimos, fugaces y aislados) que luego puedo seguir sabiendo lo que les
pasa, viviéndolos desde lejos, soy protagonista, en sueños, de aventuras
que tal vez ellos, ajenos a mí, están viviendo, y a mi vez estoy segura de
aparecer en sus sueños.
La enajenación del amor se contrapone al mundo del «yo», de la mi¬
rada. Cegué y no vi. «Le trouble de mes sens alia jusqu’á Femportement:
je sentáis le feu circuler dans mes veines, je voyais á peine les objets envi-
ronnants, une nuage couvrait ma vue» (Manuscrito hallado en Zaragoza).
La vista, el «yo», vuelve cuando cesa esta turbación. Sólo entonces es cuan¬
do la historia de amor se hace de uno, puede ser descifrada y escrita.

393
El parentesco literario, bien conocido de todos, entre el amor y la
muerte, puede simbolizar el exceso de enajenación, la muerte del pen¬
samiento, de la lucidez. «Es a par de muerte» (Cancioneros galaico-por-
tugueses).
Transformación-metamorfosis. O bien el amor carnal, intenso y ex¬
cesivo, con todas las transformaciones y alteraciones que acarrea, es
condenado o bien es exaltado. Pero en cualquiera de los dos casos exis¬
te oposición entre ese estado y el de la claridad, la lucidez, el bien, etc.
Lo fantástico estriba en la transformación de la mirada. No sólo la
nuestra sobre el mundo, sino la de otros ojos dando vida a los nuestros.
Thémes du régard.
Las coincidencias y avisos de la mirada inadvertida solamente pue¬
den ser interpretadados posteriormente. En el momento de producirse
son fogonazos que se almacenan en algún recodo de nuestra morada in¬
terior y su hilo significativo aparece luego -a traición, puñalada- en los
sueños o abruptos vislumbres que nos sobresaltan de improviso. Se acu¬
ña lo esencial, lo que ya en sí llevaba materia significante porque aludía
a lo fundamental. Nada se trenza entonces sino luego, nunca al produ¬
cirse. Pero el germen de la trama estaba, se incuba ya al acontecer argu-
mentalmente, eso es indudable. Lo que pasa es que el caldo de la vida
todo lo enmascara y confunde, no deja ver la lógica de su escondida ur¬
dimbre. Pero lo que era, lo que estaba, reaparece, no puede por menos
que reaparecer. Es cuestión de atención, de concentración, de actitud.
Lo que decía Amando: «A los demás no les pasan las cosas que a no¬
sotros». Es cuestión de una extraña disponibilidad para acoger lo mági¬
co, se guarda todo, aunque de momento no entendamos su texto.
Estoy escribiendo estas cosas la noche del 26 de diciembre apoya¬
da sobre una de las mesas de Diario 16, entre Miguel Logroño, Nacho
y Angel F. Santos, que teclean embebidos en su tarea, ajenos a mí.

27 de diciembre

Cena en La Taberna con Jubi y Miguel L. «La madrina nos pervierte.»


«¿Y a quién no?»
Había estado comiendo R. en casa. Melancolía, incomunicación total.
Luego subimos a Diario 16 y en una extraña caravana a la que se unió
el gallego de Allariz, acabamos en Mayte.

28 de diciembre

Tengo que pararme, aunque cueste, volver a lo interior, al neverending,


me está haciendo daño la falta de concentración. Tengo que atreverme a
bajar al sótano con el candil encendido, aunque me tiemble la mano.

394
29 de diciembre

Escribo estas cosas en el Reíais del Eurobuilding esperando a Luis S. La


gente que circula por este local, mientras espero a Luis, me debía centrar,
dar ánimos para volver a mi escondite. Caminan sin libertad, arrastrando
sus proyectos de lujo y su tiempo vacío. Seguro que en todo el día no han
tenido un pensamiento sereno e independiente. ¡Oh!, madre soledad, te
estoy siendo infiel, vendiendo de barato tu amparo, te vas a cansar de ofre¬
cerme inalterablemente ese recinto sagrado que traiciono y malbarato.
«No te atendí, ¡qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío secó
las huellas de tus plantas puras!» Esta tarde me refugiaré en el Ateneo.
Debo pensar que todo es espectáculo. Volver al privilegio del especta¬
dor apasionado. Vivirlo así, sin ramalazos de neurosis. Desarticular esos
acosos que se agregan de forma inerte. ¿Cómo voy a consentir que se al¬
cen con las riendas del mando los esclavos? Calila, por favor, un poco de
tranquilidad y de cabeza, de dignidad, no dejes que te coma la moral ese
ejército de eunucos impotentes almacenados, hacinados en la bodega.

Día 30

Copio una frase de Cavafis: «Si no puedes hacer de tu vida lo que qui¬
sieras, trata al menos de no envilecerla con demasiados contactos con el
mundo, con demasiadas gesticulaciones y palabras. No la despilfarres
arrastrándola de derecha a izquierda, exponiéndola a la estupidez coti¬
diana de las relaciones humanas y de la multitud, no sea que vaya a con¬
vertirse de este modo en una extranjera inoportuna».

31 de diciembre

He llegado a un punto en el que veo ya con claridad que nuestros hijos


nunca continuarán nuestros afanes y proyectos. ¿Tal vez de ahí la me¬
lancolía perpetua que me ha acosado estas Navidades? ¿Y por qué no
elevarme yo a cuerpo limpio en mi nihilismo puro, despreciando esa
utópica continuación?
Estoy en casa esta tarde lluviosa del 31 de diciembre leyendo el li¬
bro de Savater La filosofía como anhelo de revolución. Alude a cosas que
ya sabía, sólo que ahora las oigo sin entusiasmo. Recuerdo mi primer
conocimiento de Adorno, a través de las charlas que, al margen parale¬
lo de mi fluir doméstico, elaboraban en la cocina, en Zamora, o en casa
de Víctor, Rafael y sus amigos. Entonces me parecía excepcional jugar
con los brillos de aquel escepticismo lujoso. Hoy sólo recuerdo imáge-

395
nes y anécdotas apagadas. Todo eso ya lo sé, me digo, ya lo sé. Pero lo
único que yo deseo es estímulos para continuar, para no querer morir¬
se, para darle verónicas al toro de la muerte. Porque morirme no quie¬
ro, ni someterme a las leyes de la necesidad. De ninguna manera.
Quisiera estar siempre en la vertiente amenazada pero sin angustia,
sin miedo. Me parece no haber roto con mis padres, pero es una apa¬
riencia. He roto con ellos más, mucho más, que Marta conmigo. Por eso
me apesadumbra verlos, continuar la farsa. Con mi madre no, con ella
enlazo por la mirada, por la vida, aunque no hablemos. Sólo a ella per¬
tenezco, sólo ella sería capaz de entender lo que soy, aunque lo supiera
a fondo. Porque ella es eterna, va desparejada de sus argumentos.
«En el fondo, es siempre la seriedad de la ley lo que priva al hombre
de toda alegría de vivir» (Schopenhauer).
«Hasta una vida tan miserable como la nuestra puede consentir que
en un relámpago lleguemos a ser héroes de nuestra propia pasión», dice
Savater.
Había pensado aprovechar esta última tarde del año 1976 para em¬
pezar a escribir algo sobre los usos amorosos de posguerra: me ha revi¬
vido el propósito la novela de Manuel Puig, pero luego lo he ido dejan¬
do por pereza y porque ha venido Marta y hemos estado hablando. Pero
mi proyecto era haber empezado hablando de cómo me encontraba en
el cuarto esta tarde, mientras cae la lluvia y yo aguanto aquí, añorando
ligeramente la llamada que no se ha producido. Y luego imaginar que
un entrevistador venía y me preguntaba que cómo había pasado el año
y lo que había pensado a lo largo de él y cómo era mi infancia y cuáles
mis lecturas y yo le hablaba de Franco y de su muerte y luego de mis re¬
cuerdos de películas infantiles, del Instituto, de los bailes, etc. Y también
de mis años de madre abnegada en esta casa, prisionera de un tiempo
que se escurría y ahora no sé pormenorizar, de mis proyectos de libros,
de mi afición por lo fantástico e inacabado y ese gesto siempre ambiguo
e inteligente frente a las cuestiones del sexo que, por otra parte, según
se lee en mi mano, me preocupan tanto, la sublimación que dice Freud.
Y seguir por ahí hurgando en lo de los usos amorosos de la posguerra.
Que a veces no sé a quien contar mis historias más verdaderas.
Va a venir a buscarme Olga para ir a cenar a casa de Pepe Álvarez
Junco.

2 de enero de 1977, domingo

En casa terminando de retocar la copia del Guadalhorce.

Para que el espíritu rinda y se libere no tendría que estar perpetua e


íntegramente ocupado en hacerse violencia.
Si ese encanto, fascinación y curiosidad que te producen los seres

396
irracionales logras disiparlo mediante el análisis y la inteligencia, estás a
salvo del morbo de su influjo. Pero te resistes a disiparlo; ellos quedarían
en ese caso desintegrados y a tu merced. Y de la otra manera estás tú a
merced de ellos. Pero es absurdo estar a merced de un ser menos inteli¬
gente que uno, que domina por medio de la huida y las trampas. Ani¬
quila nuestro ser, y nuestra lucidez. Es el imperio del mal. No quiere uno.

Ateneo, morning, 7 de enero

Ayer, con motivo de la pérdida de la pulsera, Marta me estuvo conso¬


lando con su lucidez acostumbrada en estos casos. La frialdad aparente
de su lógica está mezclada con el entusiasmo de ser útil, de convencer.
Luego tuvo una pesadilla y volvió a mi cama, en plan «koala». No le im¬
portaba ya nada de la pulsera.
«Tienes que ser un poco más impenetrable», me dijo, «pensar que
eres tú lo que más importa.» La tengo siempre tan a mano que a veces
me puedo permitir el lujo de decir que me encuentro sola.
Luimos a casa de Jubi y jugó con el niño, a quien no conocía. Me¬
rendamos. Estaba M. Ángel en la cama. Se estaba a gusto en aquella
casa.
Hoy me he venido al Ateneo. Me he despertado recordando aquella
frase de Juan de Mena «Desplega las velas, pues ¿ya qué tardamos? / e
los de los bancos levanten los remos, / a bueltas del viento mejor que
perdemos, / non los agüeros, los fechos sigamos»...
Me voy a meter de lleno en el neverending. Es la única salida verda¬
dera.

El interlocutor

Tardamos bastante más de lo que calculan los maestros en entender la


escritura como una búsqueda personal de expresión. El primer aliciente
para expresarse por escrito de una manera espontánea surge precisa¬
mente como reacción frente al mandato de los maestros. Es la ruptura
con ellos, la rebeldía, lo que hace nacer la voluntad real de escribir.
Tanto el profesor, como el confesor, como años más tarde el psi¬
quiatra o el periodista nos presionan a contarles historias porque su
profesión les obliga a hacerlo. Son interlocutores pagados, mediadores
de oficio. Hay que pasar por el desencanto de comprobar su falacia e in¬
autenticidad, su falta de interés real por el cuento que nos instan a con¬
tarles, para que sintamos en nuestro interior, como un aldabonazo al
margen de la ley, la necesidad de contarlo de una forma libre donde no
imperen ciertos criterios de escolaridad. Esa necesidad de expresión
aunque pudiera existir ya antes inadvertidamente, no nos fatigaba ni su-

397
ponía un problema. Son ellos, a fuerza de intentar explotarla y dirigirla,
los que hacen nacer, con el regodeo de hurtarles ese producto que nos
reclamaban, el deseo de elaborarlo buscando una fórmula personal e
inédita.
Este estallido, surja a la edad que surja, tiene siempre algo de clan¬
destino y suele coincidir con la necesidad de evocar o inventar un inter¬
locutor valedero a quien dedicar nuestra cuita, impresiones o fantasías.

El confesor

En la infancia y primera juventud, el recuento de nuestros pecados tiene


siempre algo de excitante aventura, de selección literaria, porque la no¬
ción de pecado va unida a la idea de transgresión de la norma. Por lo
menos para mí, la confesión sacramental fue el primer pretexto de pro¬
tagonismo. Si había pecado o si tenía que rebuscar en mi memoria -hu¬
biese pecado o no- un mínimum de argumentos turbadores que justifi¬
caran el hecho de ir a arrodillarme frente a las rejillas de aquella garita
de madera en cuyo interior rebullía una silueta oscura, quería decir que
en mis relaciones con el mundo se habían producido ciertas anomalías,
o sea que mi comportamiento, al haberse salido de los cauces espera-
bles y prescritos, tenía algo de peculiar. Aquellas ocasiones en que me
había desviado de la norma aportaban materia de narración excepcio¬
nal. Se trataba de algo que había que contar en secreto, que no se podía
contar a los padres ni a los maestros, precisamente porque la desobe¬
diencia, la mentira o el desacato en que habíamos incurrido los vulne¬
raban de preferencia a ellos, y más que a ellos mismos a la narración li¬
neal que de nuestras vidas se habían hecho y nos insuflaban. El pecado
ponía en cuestión su autoridad de narradores -más que la de legislado¬
res-, era el primer conato de ruptura con aquella narración rectora que
nos protegía y amurallaba. Pecando abríamos brecha en ese muro y
veíamos el paisaje de otra manera, aunque también nos entrara frío por
la rendija abierta. Pecando traicionábamos el principio de literalidad de
nuestros mayores, descubríamos la levadura de lo que llamaré desde
ahora «la narración egocéntrica» por oposición a la narración familiar.
Cuando mis padres contaban, por ejemplo, con orgullo que yo no
faltaba jamás a ninguna clase del Instituto (lo cual solía ser verdad), si
yo aquella tarde, por excepción, había hecho novillos (o «me había fu¬
mado una clase», como se decía entonces), el recuerdo del paseo que hu¬
biera dado sola o con una amiga en aquella hora libre se cargaba de un
significado extraordinariamente novelesco, lo revivía con una mezcla de
remordimiento y placer. El remordimiento tenía relación con mi perte¬
nencia al ámbito de la narración cerrada, consabida, familiar; el placer
pertenecía al campo abierto de la «narración egocéntrica», la que yo iba

398
amasando para autoafirmarme, una narración hecha de tanteos, de in¬
genuas rebeldías, de deslumbramientos solitarios. Era un placer pura¬
mente literario el de aquella narración que se incrustaba a contrapelo de
la otra que temblaba y oscilaba al raso como una hoguera alimentada
de palitos, de pecados acarreados con audacia y delectación, historia se¬
creta que se podía contar en secreto.
Pero la confesión sacramental, a pesar de proporcionar una oca¬
sión para este deseo de contar algo nuestro en secreto, se convertía en
una ceremonia rutinaria y totalmente insatisfactoria. El confesor, aque¬
lla sombra oculta y anónima, tenía de bueno que no nos juzgaba con
demasiado encono, acostumbrado como estaba a escuchar pecados
mucho más terribles y ofrecía la garantía de que no le iba a contar a na¬
die nuestro secreto. Pero aquella discreción y benevolencia a que esta¬
ba obligado por su oficio se las cobraba también por otro en indife¬
rencia por nuestra historia, en la impaciencia a duras penas disimulada
con que solía escucharla y que cualquier niño un poco sensible perci¬
bía de inmediato.
Si pienso ahora, al cabo de los años, en los ejercicios preparatorios
que yo hacía en la infancia antes de irme a confesar, recuerdo que esta¬
ban presididos, sobre todo, por el deseo de reclamar una punta de aten¬
ción para mis historias secretas. Nunca he sido mitómana ni me ha gus¬
tado inventar pecados excitantes que no he cometido, así que la única
novedad que me cabía introducir para que aquella ceremonia tuviera al¬
gún aliciente y no cayera en el aburrimiento mortal residía en la elabo¬
ración previa del cuento de mis pecados, en el «cómo se lo voy a contar
para que le interese y se sonría un poco». Y esto no sólo por salvarme
como protagonista de la narración misma, a la que ya me iba apegando
según la preparaba, sino por compasión hacia aquel pobre hombre que
tanto se debía aburrir allí sentado en la penumbra. Si había faltado a
clase, lo que me hubiera gustado saber contarle al confesor era la tarde
tan buena que hacía, el color que tenían las nubes encima del río, o las
cosas tan graciosas que decía el charlatán de la culebra que vendía un¬
güentos en la plaza del mercado, no sólo para justificar mi falta y em¬
bellecer mi figura sino para aliviar la monotonía de aquel menester;
traer, con el relato, un poco de luz y de vida a la imaginación de quien
estaba condenado a alimentarse de historias ajenas. Pero una vez arro¬
dillada allí, todo, empezando por la postura tan forzada, se confabula¬
ba para apagar mis propósitos narrativos y me incitaba a un apresurado
resumen en espera del no menos rutinario consejo seguido de la abso¬
lución y la penitencia. No había manera.
Sin embargo, la confesión sacramental no revela de forma definitiva
su insuficiencia hasta que el tema de nuestra narración egocéntrica no
incorpora los elementos de pecado que le dan el espaldarazo rotundo
de autonomía: los de amor. Esa es la piedra de toque de su endeblez.

399
Cuando la historia que vamos a contar es una historia de amor, ahí ya
no se soporta que se oiga como otra cualquiera porque es única, ni que
la configuración solitaria del relato, aquella apasionada combinación
verbal de los términos narrativos elegidos cuidadosamente, vaya a topar
con el muro del consejo o de la condenación.
Ese día se nos hace añicos contra el suelo la confesión sacramental,
no tanto por lo que nos prohíbe cuanto por lo que nos decepciona
como vehículo de comunicación y participación narrativa. A quien va a
contar una historia de amor le parece lo más injusto del mundo no ver
brillar los ojos y alzarse en olas de emoción solidaria el hecho de su in¬
terlocutor, notarle distraído en la preparación de una receta de reperto¬
rio para nuestros excesos. Hasta ese momento podíamos haber perdo¬
nado que el confesor no nos escuchara, que estuviera más atento al
cuánto que al cómo, que no se hubiera fijado en si el cuento se lo con¬
tábamos bien o mal, pero en el terreno de la narración amorosa -cuan¬
do por primera vez ponemos en el asador carne realmente nuestra- no
cabe admitir la atención fingida o embotada. Una historia de amor
no se puede escuchar como otra cualquiera. Porque es única. Ahí es
donde la confesión sacramental nos deja de valer; ha puesto los cimien¬
tos para nuestra narración egocéntrica, para nuestras primeras intros¬
pecciones literarias, de acuerdo. Pero ya se acabó. Nos levantamos.
Rezamos sin convicción los padrenuestros. Hay que buscar el interlo¬
cutor por otros pagos. O simplemente soñarlo.

* * *

Debería vivir como escribo en lugar de escribir como viviría.

7 de enero

Estuve en el Ateneo todo el día, previo comer en Alcalá 35. (Llevé unos
langostinos.)
En las páginas anteriores quedan muestras de mi trabajo.
Cené con Mauro Armiño en Pereira, y estaba por allí también Gar-
ma. Mauro me estuvo enseñando las pruebas del libro de Gustavo.
Luego vino a casa Millás y estuvimos hablando del neverending. Es
muy lúcido y me puede ayudar, en adelante, hablar con él. Tanto a él
como a Ricardo les parece sugerente conservar dos letreros laterales del
borrador. Esto facilitaría las cosas, esa ligereza de factura (aun cuando
amplíe algo) que también Nacho me insta a conservar. Tal vez revise lo
ya hecho y lo despiece un poco en este sentido para que, en este caso, el
libro tuviera una mayor unidad. No chupar la pluma antes de ponerse a
escribir.

400
Pienso ahora que estas notas que a veces tomo en los trenes (voy ca¬
mino de Segovia el día 8, hace un sol hermoso) son como piedrecitas en
el camino, para regresar al equilibrio luego. Si dejo miguitas, se las co¬
men los pájaros. Es piedrecitas lo que hay que poner.
He visto unos corderos. Y vengo en paz después de hablar con Be¬
lén Tejerina, una maravilla de persona, en El Gijón. En este viaje la he
conocido y se me ha acercado verdaderamente. «Si lloras porque has
perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas.» Ahora mis¬
mo, al calor de lo que acabo de hablar con ella, y mirando esos corde¬
ros que pacían un poco más allá de Mirasierra, he recuperado en su
verdadero sentido una frase lejana de aquel cuento que le gustaba tan¬
to a la Torcí, era algo que convertimos en una canción: «Abuelita, abue-
lita, que ya me han vuelto los ojos». Sí, me han vuelto los ojos, siempre
me pueden volver.
Anoche la Torcí, después de irse Millás, estuvo hablando conmigo
de sus sospechas detectivescas y del signo Géminis hasta las siete de la
mañana. Fue una noche en blanco, totalmente aprovechada y feliz. Me
gusta mucho oírla traducir para mí aquel texto con tanta viveza y en¬
tusiasmo. «No te aburrirás.» Y yo ¿cómo me iba a aburrir? Allí con mi
niñina.
Esta mañana, a pesar de que había dormido muy poco (me despertó
Belén temprano) he visto el sol y he sentido el pronto entusiasmado. Exis¬
te A., me espera, me espera la buhardilla alta donde podré poner orden a
mi caos. Hoy hace medio año del ocho de julio. Romper. Cambiar de pos¬
tura. Lo de la pulsera me ha ayudado al desafío, a la reacción. Ya está
bien de dejarse llevar por la inercia y por las «resonancias». Todo es nue¬
vo, todo se despliega para que yo lo mire en este sábado glorioso de sol.
Sí. Me han vuelto los ojos. Acabamos de pasar Galapagar, antes de
llegar a Villalba. De repente he revivido la escena del piquete que Flori-
dablanca mandó a esperar al extraño prisionero Luis Vidal y Villalba,
que venía de Londres. La exploración de su equipaje. Tengo la suerte de
recordar esta historia como si fuera verdadera y actual, como si me hu¬
biera pasado a mí. Historia abierta, enigmática. ¿Por qué no la escribo
así, en plan de historia fantástica, enigmática y abierta, explicando el
proceso que me ha traído a recordarla? No necesitaría casi ni tener que
volver a los archivos. Sería un ejercicio literario divertido y apasionante
para mis ratos de desaliento. Inventar el montaje original que le podía
dar. Explicar mis reflexiones posteriores a Macanaz, las diferencias y
concomitancias entre la historia y la novela. A pegotitos sueltos. Sin pre¬
tender cerrar ni redondear. Tal como se conserva en mi memoria. Releer,
a este respecto, como ayuda, el Todorov.
Puedo hacer muchas más cosas de las que pienso si cambio de ses¬
go, si no me empeño en concluir (vicio arranadísimo en mi ser, tal vez
por lo de la «resonancia»). Recordar lo que hablé anoche con Millás.

401
Embarcar al lector en el proceso mismo de la historia. Lo haría con mu¬
cho más talento que el argentino de la novela de Alfaguara (mano entre
el pasado y el presente). De forma mucho menos pedante. Agua clara.
De estos negocios del hilo entre el pasado y el presente lo sé todo. Se¬
ría, partiendo de reflexiones sobre lo -a pesar de todo- inconcluso del
Macanaz, como aventurarme, en plan «desarra», por los vericuetos ines¬
perados de un género nuevo, que se iría creando al escribirse. No creo
yo que nadie haya vivido estas transformaciones mágicas del hilo del
tiempo con menos academicismo. Podría meter muchos retales sobran¬
tes del neverending que tal vez a ese libro no le conciernen propiamen¬
te. Lo aliviaría del material que me agobia.
Parches sor Virginia. Cuadernos de todo. Coherencia poética. Para
mí no es un problema esto que me propongo. Es un placer paralelo y
enhebrado (intrincado estrechamente) con el de mirar ahora mismo el
sol sobre la nieve, según nos acercamos -precisamente- a Cercedilla. Es
un pire ir escribiendo así, enhebrándolo todo en mi memoria, como un
ballet lleno de significaciones, según escribo. En el último viaje a Sego-
via, venía con Alina. Le hablé de Cercedilla.
Y hoy Cercedilla me recuerda también mi ascensión por la nieve a
ver a P. aquella otra mañana de invierno. El es la luz, el bien, se engran¬
dece su lealtad en este momento. Le tengo que escribir. Declaración de
amistad.
Es que cuando me pongo a escribir creo que al posible lector le im¬
porta más el producto cultural cerrado que le ofrezco que mi propio dis¬
curso. Y no sé por qué lo sigo creyendo rutinariamente, por qué me aga¬
rro a esa trabajosa creencia (¿por qué?) si últimamente tengo noticias
más que suficientes de todos mis amigos-lectores para saber que no es
así. Tanta elaboración no hace falta, es dañina, vuelve de piedra hacia
los demás mi mano viva, mi fleco desflecado de memoria.
Acabamos de llegar a Navacerrada. Las cuatro menos cuarto.
La literatura es sugerencia, plena sugerencia. Al lector le interesa
más lo que le sugieren que el oficio, lo que dan terminado desde un es¬
tadio alto, donde no cabe participar. Sólo la admiración boquiabierta
(¡qué bien escribe esa tía pero qué lejos la veo!). No se trata de desba¬
ratar a propósito (Goytisolo) sino dar desbaratado lo que nace en vivo
desbaratado, no reconstruirlo mediante ejercicios forzados. Acabo de
verlo. Ayer, hablando con Mauro en el Ateneo, no se lo podía explicar.
La literatura es su propio fluir, cuando éste es verdadero. Un pequeño
artificio siempre se requiere, sí.
Pero volver ahora sobre historias frías como Pesquisa me haría tener
una fidelidad de oficio y forzada a algo que tal vez se haya muerto. Yo,
la historia que servía de base a ese cuento, ya no la veo así, se me ha
roto por otros despeñaderos que es en los que estoy ahora. Dar más
bien noticia (artificiosa pero no tanto) de los despeñaderos será siempre

402
mejor que empecinarme en volver a poner mi mente en lo que sentía en
Portugal cuando trataba de disfrazar mi realidad herida y maltrecha es¬
cudándome detrás de aquella historia puramente hueca, falaz, de cartón
piedra.
Acordarme de lo que me dijo B. de Retahilas. Me avisó de que por
algunos puntos sonaba a hueco. Y tenía razón.
Cercedilla. Las cuatro.
El paisaje, con el sol sobre el musgo, con los arroyos saltando entre
las piedras, parece enteramente de nacimiento. ¡Qué tarde tan espléndi¬
da! Humo a lo lejos, por San Rafael. Las nubes bajas ponen una bu¬
fanda de perla en torno de la montaña. Bellísimo.
No tengo tanto que hacer ejercicios literarios sobre sentimientos
cuanto decir la verdad, adecuar las relaciones visuales, engarzarlas con
las conexiones de la memoria y aprovechar la invención formal que vaya
surgiendo a la par de este ejercicio. Montarse en marcha, encabalgar las
impresiones verdaderas, indiscutibles porque la mirada y la inteligencia
de ese momento las constatan y refrendan.
Tablada. Las cuatro y cinco. Llevo una hora seguida escribiendo.
Y si me pongo a escribir en Dr. Esquerdo, allí, en plan de escritora fren¬
te al papel, en una hora no saco nada. Ventaja de escribir en los trenes.
Ya cuando fui a Soria y a Barcelona lo comprobé. Pero hoy más que nin¬
gún día. Estoy absolutamente pirada. No sé por qué no va a ser suge-
rente este ejercicio. Cuando las cosas son verdad, siempre golpean con¬
tra algún muro.
La nieve pura. Se ha nublado el sol. Estamos en Gudillos. Ha sido
salir de un túnel y ha cambiado de pleno el paisaje. Ya. Otra cosa. Qué
alegría. No quedarse demasiado tiempo abrigado en visiones o convic¬
ciones definitivas. San Rafael. La Torcí. Niña de humo.
No va a hacer sol en Segovia.

9 de enero

Ayer tarde paseo de niebla y frío con Amancio. Belleza de los contornos
desdibujados en la noche. Le dije de broma que éramos Salicio y Ne¬
moroso.
¿Qué hace cambiar la ausencia? La credibilidad. Hace falta saber
que el otro te recuerda. Y si te instalas en esa creencia, ya da igual que
sea comprobable o no, basta con que el otro te la haya inculcado.
Noticia cronológica de la elaboración de este libro. Al cabo del jue¬
go es como un prestidigitador que quiere enseñar la trampa. No me in¬
teresa guardarla. Clave para descifrar el rompecabezas. A los interviuva-
dores no les quiero oír. Para ellos.

403
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Por eso Eneas no puede


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voluntariamente del camino del
héroe para dejarle ir. |

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9 de enero

Al imaginar ahora, aquí desde Segovia, en la mañana de sol, su posible


viaje a la casa fantástica aquella, cobraría mucha más realidad y sentido
mi estancia en este lugar y el sonido del piano que toca Amancio si su¬
piera que él me está recordando, más que tenerlo a él querría ardiente¬
mente tener la seguridad que tenía de que me estaba recordando desde
la ausencia.

10 de enero

Me gustó encontrarme, de repente, con la efigie de Agustín paseando


por los bulevares parisinos. Te salta un amigo, en el momento más
oportuno, desde las páginas de un periódico. Para ningún lector de El
País habrá significado ló mismo que para mí encontrarme, de improvi¬
so esta mañana, con la fotografía de A. mientras Amancio tocaba la
guitarra en su cuarto de Segovia. Me levanté a coger las tijeras y el pe-
gamín, lo puse aquí pegado en mi cuaderno. No dejar nunca de llevar
un ritual. Nunca.

Notas al libro de Paul K. Feyerabend, Contra el método

«El proceso mismo no está guiado por un programa claramente defini¬


do... porque es el proceso el que contiene las condiciones de realización
del programa.»
«Las facultades no se ejercitan haciendo una cosa meramente por¬
que otros la hagan ni tampoco creyendo algo porque otros lo crean.»
«Las creencias que consideramos de más garantía no tienen otra sal¬
vaguardia que una permanente invitación a que se demuestre que son
infundadas», Stuart Mili, On liberty.
«El ser de una cosa finita consiste en tener en sí misma las semillas
de su desaparición... la hora de su nacimiento es la hora de su muerte.»
Lógica. Hegel.
Una teoría puede ser correcta, pero los hechos están contaminados.

Orígenes. Prólogo II

Si pienso en cómo se me ocurrió este libro -como tal libro-, que es lo


que empiezan a preguntarme ya (aún sin terminar) los interlocutores de
oficio, saldría todo, si lo contara bien.
A lo largo de estos años les he hablado mucho a los amigos de la
historia de este libro, que se vincula con mi propia historia (Brigitte,
Eduardo, Ricardo, Nacho, Gustavo, Pablo, Aguirre...). Les hablo de algo

406
que no está, les hablo de unos orígenes y de un proceso doloroso. Aho¬
ra, en vivo.
Al hablarles de los problemas de su elaboración sólo me salen anéc¬
dotas concretas. (Los pegotitos de La Toja, les enseño el cuaderno, lo
ven, se sonríen, pero el libro ¿dónde está? Cuando lo vea en los esca¬
parates y se haya configurado no será esto oscuro que me duele ahora
en su desorden, en su magma tan valedero. Y tengo miedo de acabarlo.)
Pero los problemas son fríos, abstractos. Me debo guiar sólo por lo con¬
creto. Lo concreto frente a lo abstracto.
Paréntesis de elaboración.

Sed de interlocutor

El amor se da casi siempre después de un presentimiento. Se hace coin¬


cidir con el primero que aparece -después de ese estado intenso— al
compañero ideal. Te equivocas siempre o casi siempre. Pero te aferras a
tu equivocación. Tiene que aparecer alguien. Reconocimiento forzado.
La disponibilidad amorosa tiende a hacemos luego vivir de las rentas
de ese engañoso resultado que hemos creído alcanzar. Lo hacemos durar
-sin preguntamos por su autenticidad- contra viento y marea. Vivimos de
su muerte.

Mentira amorosa

Cuando la mentira se convierte en verdad. «Siempre hay un ascua de ve¬


ras en su incendio del teatro.» El momento en que empieza a ser de
veras es el que marca la raya de lo irreversible. Se ha hablado de la ver¬
dad del amor o de su mentira. Pero pocas veces de la transformación de
mentira en verdad. Que es lo que importa.

Hazme creer. Créeme

Credibilidad no asentada, a la que te obligan. Ruedas de molino. ¿Por


qué creer lo mal contado? Era genial. Dictámenes. Házmelo ver, com¬
partir, de alguna manera, que era genial. Cuéntame lo que provocó en
ti, si provocó algo, y entonces tal vez me lo contagies. Si no, no me lo
contagiarás. No se contagia ni presta a nadie el virus que no se tiene. No
se trata de «hazme creer» con argumentos apologéticos sino de transmi¬
tir una emoción. Pero para eso hay que tenerla. Ahí no cabe engaño.
Es diferente contar bien lo que has oído a otro que intentar prota¬
gonizarlo, adornarse con plumas ajenas. Mimetismo. El narrador se¬
dentario debe deponer su afán de protagonismo sobre todo si no ha sa-

407
bido protagonizar nada. Protagonismo vacío. Preferible es siempre un
modesto artífice, un mero cronista.

•fc *

Tendría que ir al médico. Pierdo progresivamente la memoria, el oído y


la ilusión. Es alarmante.
* * *

Aferrarse a la continuación de una historia de amor es igual al dolor de


una incapacidad literaria por no saber cómo seguir inventando una nove¬
la, no da más de sí. No es tanto buscar el happy end como ese punto críti¬
co entre el pasado (revivir lugares viejos, dolor por ellos) y algo que la sa¬
que de ese mero marasmo rememorativo, un vislumbre de argumento
nuevo que le aporte vida que le haga revivir, que la permita seguir tenien¬
do interés. Si una enamorada inventa un ardid eficaz, si es buena narrado¬
ra, aunque haga la respiración artificial a esa historia moribunda, es váli¬
do, no tanto para la garantía del fortalecimiento de ese amor en sí cuanto
de esa historia.

24 de enero, lunes. Ateneo

Vuelvo a estar en blanco. Lo que me falta es el empuje para dejarme a la


invención. ¿De dónde viene -cuando baja- ese entusiasmo, ese estímu¬
lo? Es lo que me pregunto repentinamente. Yo sé escribir e incluso he
llegado a seleccionar ciertos principios para hacerlo que pueden servir¬
le de norma a otro que no sabe. Pues ¿por qué me he aburrido de po¬
nerme a hacerlo, si tengo temas y me saldría bien?

Dino Buzzati, El desierto de los tártaros

Todo en la vida —nos dice esta novela— son enredos para ir pasando el
tiempo. Lo malo es cuando la pretendida «realidad» nos fuerza a tomar
cartas en los asuntos.
Ambigüedad. No moverse en esos sueños de gloria imbuidos en la
primera edad en las academias militares, a cuya imagen y semejanza
-modelos heroicos ambiguos- se forjan y anquilosan los hombres.
«Vencer la tentación de creer.» Cosa distinta es creer a solas en los
sueños, en los fantasmas. No hay cosa más dura que eso llegue, que te
digan: «Ya. Ahora actúa».
Revisar lo que dice R. Carr sobre los sueños militares de gloria (mu¬
chos son los llamados y pocos los elegidos). Las guerras se hacen para
aprovechar un oficio. Para saciar esas ambiciones inculcadas en los que
no se resignan luego a pudrirse en una oficina. Tragicomedia.

408
Kafka, como es sabido, es el padre de la literatura de la ambigüedad.
Pero unos han sabido aprovechar el legado, incorporarlo a sus propios
temas. Y otros no, otros son puramente miméticos. Ahí está la diferen¬
cia. También Hólderlin se alimenta de Platón.
«No lanzados al exterminio sino a una especie de operación catas¬
tral.» El tedio frente a la gloria. Es contar una expedición militar «como
si lo estuviera siendo». En el lector la sensación extraña de angustia se
deriva de esa meticulosa descripción, cuando conoce su intimidad. El
«como si».

Para El cuarto de atrás. La mujer que se prepara, habla y actúa como


si el marido y los hijos la quisieran.

Epopeya de las maniobras inútiles, de las inútiles y vacías empresas,


residuo y herencia tenaz de una ideología enquistada en las vidas para
aniquilarlas, para congelar su actividad, su gratificación en potencia.
La muerte de Agustina se convierte en narración, como se convier¬
ten en narración las muertes heroicas y gloriosas.
Agarrarse a una fe vacilante cuando no la hay ni quedan arrestos
para reinventarla. «Es difícil creer en algo cuando uno está ido y no se
puede hablar de ello con nadie.»

Para el día 7 de febrero

Últimamente he podido ver que al lector tanto como el producto cultu¬


ral cerrado que le ofrecen (esa mano que no alcanza) le interesa el dis¬
curso interno de elaboración del escritor.

Para Buzzati

Nos gusta la literatura fantástica, la queTodorov llama «de ambigüedad»


porque en ella se espejan nuestras propias perplejidades. Cuando se está
perplejo arropan más las perplejidades de otro que las respuestas con¬
cretas. A los libros de ensayo y de filosofía acudimos con la pretensión
de buscar alguna respuesta. A la literatura de ficción con una especie de
complicidad morbosa, a hundirnos en las preguntas de otro.

* * *

Al contar (narrar, interesar, el niño lo ve) siempre se inventa algo, se


adorna, se redondea, se embellece, se deforma, en suma, la realidad. ¿Le
habrán pasado de verdad esas cosas a don Jaime? Y de ahí la aparición

409
de la mentira enlazada con esto. Un deseo de narración como portavoz de
la propia personalidad, excelsitud, salvoconducto prestigioso.
Me invento mis aventuras, me invento mis amores, me los saco de la
cabeza (y de otras narraciones, claro) compuestos a piececitas. Pero pri¬
mero dentro de la cabeza, sin prisa por soltarlo. Se inventa uno una his¬
toria y luego se la cree. En secreto. Eso ya gratifica. Elaboramos mimé-
ticamente sobre otras narraciones. Luego ya viene el ¿a quién se lo
cuento? Apliquemos este esquema al amor. Se ha inventado a solas y
luego ya es preciso proyectarlo en alguien.
Hay quien vive primero recónditamente, intensamente y no tiene
prisa por contar. Hay quien se echa a contar compulsivamente sin haber
vivido. No se alimenta de. Expele (copias foráneas). Envidia de inventar.
Una cosa hay clara: el buen narrador produce envidia. Es lo más envi¬
diado.
El envidioso compulsivo de narración no sabe mentir, no le ha dado
tiempo a inventar las propias mentiras, a habitarlas, a mandarlas, a
creérselas. Expande mentiras de otros. Ese es el plagio (kafkianos ma¬
los). Lo otro es el antiplagio (han aprendido de Kafka o de don Jaime o
de quien sea a contar, se han formado a su sombra, escuchándole, han
debido de). Quieren poseer, exhibir, ser dueños de una riqueza ajena y
no les sale. Tampoco se enamoran. Quisiera estar enamorada -decía la
Bovary- y no consiguió estarlo nunca. No supo esperar. Modelos no di¬
geridos. Narración vacía.
No es que otros amores sean más «verdaderos» que el de Emma Bo¬
vary. Es que su tragedia estaba en que no se los consiguió creer nunca
del todo, por más que se empeñaba. Por eso se mató. No se mató como
Julieta o como Melibea que se habían creído lo que se contaron. Y el
amor de éstas era igualmente «literario» si se quiere, porque todo amor
grande lo es un poco (o un mucho). Se mató por aburrimiento, no por
amor (por frustración de narradora).
Ni a sí misma se lo había sabido contar bien. Nuria sí, Nuria fue una
gran narradora de amor, se lo creyó a pies juntillas, para ella no existía
otra cosa más que ese amor desgraciado. Pero la narración —egocéntri¬
ca— no era frustrada ni le sonaba hueca, jamás le presentó dudas ni al¬
ternativas. Bastaba con mirarla, con oírla, llevó a las últimas conse¬
cuencias su historia de amor. No es el proyecto amoroso sino el estado
amoroso lo que se pretende conservar.

30 de enero de 1977

Soñé que iba con C. en un coche que conducía él, cuesta arriba por una
carretera peligrosa de curvas. Era un paisaje que me daba miedo. Se lo
dije y me apoyé contra él, me abrazó con el brazo derecho. Yo le empe¬
cé a besar y un coche que se nos cruzó tocó la bocina muy alterado,

410
como avisándonos de algo. «Vamos a llegar arriba», dijo C. despren¬
diéndose de mí.
Arriba había un puentecillo muy peligroso y frágil colgado sobre el
vacío y nos asomamos allí. El coche ya no estaba. De pronto la belleza
del paisaje se convirtió en miedo. Unos golpes de mar espeluznantes
surgían de las profundidades a nuestras espaldas y nos zarandeaban,
nos alborotaban el pelo. «Los del coche ya nos dijeron que no subiéra¬
mos», pensé yo. Y en ese momento una ola barrió el puentecillo y me
arrastró. Quedé colgada, enganchada de una especie de red de malla y
a mis pies el mar rugía. C. con mucha serenidad se arrodilló junto a la
estrecha barandilla, tiró con todas las fuerzas de la red y me izó. Nos
sentamos en un rincón, como debajo de una gruta abrazados. Cuénta¬
me cosas, no tengas miedo, me decía C., no tiembles.

4 de febrero
Intriga

«Me logró intrigar.» Si una persona piensa en ti pero no te lo dice surge


la pluralidad de interpretaciones. Sus miradas (o su no mirarte) dicen
una cosa y sus palabras otras. Surge el afán de pesquisa, de querer casar
las piezas, de reconstruir la historia. Sobre esta curiosidad apasionada,
fomentada -a sabiendas o no- por un proceder incomprensible, se
asienta el módulo del sufrir amoroso.
Reconstruir una historia (narración), reconstruir un puzzle (juego).
Se te pasan las horas en eso. El tiempo pasa de otra manera. Y luego...
«ahora por desventura todo está claro».
Misterio. Se dice «esa persona no tiene misterio».

9 de febrero

Charles Robert Maturin, Melmoth, el errabundo

Melmoth unas veces es aludido y otras está presente. La narración acer¬


ca de él lo hace presencia en ciernes, hace desear su aparición verda¬
dera y su relato directo como narrador con tal ardor que devoramos
páginas y andamos leguas de vericuetos -que nunca nos defraudan-
movidos por este anhelo de ver su figura. Pero lo curioso es que los ro¬
deos pagan de sobra nuestra sed. Se hace camino al andar. Aplaca,
hace olvidar.
Crítica feroz del «bien». La historia fantaseada responde a una reali¬
dad. Los desfiles de la Inquisición -truculentizados- como los pasadi¬
zos de escapatoria encubren la angustia y mezquindad de la religión. El
mal siembra la crisis. Ataca de preferencia a los que se llevan, por su pa-

411
sión -y no por su rigidez- el virus de la crisis. Discordia contra concor¬
dia. Amañada, obligatoria y violenta.
Pocas veces al acabar un libro de seiscientas páginas piensa uno «lo
tengo que leer otra vez». Quijote.
Melmoth cambia de papeles, aparece inesperadamente, como con¬
trapunto de narración o bien aludido o bien contando él personalmen¬
te. Es un hilo quebradizo y variante.
A veces se para el lector como en medio de un torbellino, despierta
extraviado y fascinado y se pregunta ¿por dónde he llegado hasta aquí,
quién me está hablando de tantos narradores como incansablemente se
pasan la antorcha? Pero luego se vuelve a sumir en el relato, en la bo¬
rrachera, en la ficción, qué más da, le lleve donde le lleve.
Estupenda novela de pasión. Iromalee y Elmior serán para mí desde
hoy la quintaesencia de las hermanas románticas.
Después de la ruptura del amor pasan cosas que es como si ya no
pasaran. El punto álgido se ha cristalizado en la última sonrisa o mira¬
da no empañada antes de la transformación del amador en ser hostil o
indiferente. Esta transformación alcanza a la transformación del ser
abandonado.con relación a los otros acontecimientos, a la naturaleza, a
las fases de la luna. Es una trama de argumentos irrelevantes, a los que
se atiende desde el nudo de la propia angustia sin pulsarlos ni ser ya in¬
terlocutor real de su narración. Son como comparsas supervivientes de
la otra historia. Su crecimiento se ha detenido. El amor propicia la aten¬
ción, la ruptura de la desatención. Convierte uno en receptor -real o so¬
ñado- de la historia congelada a todo el entorno.
El tiempo que media hasta el reencuentro (en este tipo de novelas,
como también Cumbres borrascosas) es el elemento literario más im¬
portante y de hacerlo transcurrir acorde con los sentimientos de la pro¬
tagonista (suele ser mujer) o no saberlo hacer pasar así depende el éxi¬
to narrativo.
Arrebato y lucidez. Peripecia y reflexión. Sólo el amor que trastorna,
que pone en cuestión algo merece el nombre de tal. Conmueve los ci¬
mientos de la seguridad.

Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor

Para mí: Está bien esto de una historia repartida entre dos argumentos
que van enredando al protagonista y la forma de pasar de uno a otro. Y
supongo que luego confluirán (Navidad lateral. Historias laterales que
toman cuerpo, que se «incorporan». Alguien en quien todavía no se ha
fijado ni sabe las consecuencias que va a traer su amistad).
Es bonito que mientras piensa en sus cuentos le vayan ocurriendo
otras cosas: la realidad superpuesta. La forma de hilvanar relatos puede
recordar al Beso de la mujer araña.

412
Ambigüedad final de todos los folletines. Elogio de la subliteratura:
anécdotas más divertidas que el cuento.

La conciencia tranquila

Mariano Valle, joven auxiliar de operador famoso, sale con otros com¬
pañeros de asistir a una operación del sanatorio de Puerta de Hierro. Se
quitan las caretas, los guantes, se lavan. Mariano con otro médico de su
edad, Santiago, se echa a andar en silencio hacia el bar. Se ofrecen ta¬
baco. Se sientan y piden algo. Mariano mira el reloj. Está atardeciendo.
Tiene cara cansada. El otro se lo nota y se lo dice. Hay una conversación
a través de la cual nos enteramos de que Mariano está bastante agobia¬
do por su vida doméstica. Su mujer es muy gastadora y muy ociosa.
Nunca se sacia de diversiones, de cenas, le encanta salir por la noche.
Y él cuando llega a casa se encuentra siempre muy cansado, no hay con¬
versación posible ni consuelo para sus problemas, la mujer le considera
como una máquina de ganar dinero y de divertirla, le echa en cara que
es soso, que ya no la hace caso. Le parece un fardo volver a casa ahora,
le estará esperando con algún plan, fresca, pimpante. Todo le ha salido
fácil.
«¿Cómo se va a enfadar ningún marido de ver a su mujer guapa?
No hay más remedio que cambiar, encandilarlo», dice la peluquera.
Continúa la conversación de Santiago y Mariano, generación perdi¬
da. A Mariano le llaman por teléfono. «Será ella», dice. Va al teléfono.
Isabel sale de la peluquería. Llega a casa. Los niños no se han acos¬
tado, quieren hablar con ella. Ella está nerviosa. Se queja de que la des¬
peinan. La criada le dice que ha llamado el señor, que tardará en venir.
Isabel habla por teléfono con una amiga que los esperaba en su
casa, tiene un desahogo telefónico. La otra mira el reloj, aburrida. Ho¬
jea luego diversas revistas, no cena, se pone una redecilla para no estro¬
pearse el peinado.
Escena con su marido cuando vuelve. Riña. «Vete tú sola si quieres,
yo no tengo ganas de nada.» Le cuenta lo de Mila. «La culpa la tienes tú
por meterte en asuntos que no te dan una perra. Te tienes que endure¬
cer.» Mariano estalla, «Mila es un ser humano, ha luchado». «Será una
puta», dice Isabel. Mariano la defiende con calor. Acaba dando un por¬
tazo, Isabel lo ha tenido todo en la vida, es dura, dogmática, amuralla¬
da por su bienestar y sus facilidades.
La criada coge a los niños, que lloriquean y se los lleva a dormir.

413
2.a Parte

En esta segunda parte tiene que entrar, como soporte de la añoranza


que Mariano empieza a sentir por Mila, la pareja que forman Santiago
y su novia, Cecilia, estudiante joven de medicina, una pareja moderna,
con un apartamento alegre y sencillo. Mariano, para huir del tedio de su
casa, los empieza a frecuentar. Le habla de ellos a Isabel, pero a ella no
le gustan las parejas que no estén casadas «como Dios manda». Una tar¬
de, pueden ir a verlos e Isabel está antipática. Se echan en cara sus mu¬
tuas antipatías, al regreso. Cecilia le dice a Mariano (un día que le habla
de su intranquilidad) que busque a Mila por debajo de las piedras y que
ella le dará albergue en su casa. M. ve el cielo abierto. Comienza la bús¬
queda de Mila, entreverada por los sosos episodios familiares, por la
progresiva frialdad entre los esposos.
Noches en blanco fumando, tratando en vano de estudiar, mirando
por la ventana la ciudad anochecida.

414
CUADERNO 18

Cuaderno con las cubiertas de tejido rojo, rayado,


en cuyas hojas Carmen Martín Gaite ha pegado el texto mecanografiado
del primer capítulo de El cuarto de atrás (no incluido en la presente edición);
la presentación de la novela lleva, además de la dedicatoria a Lewis Carroll,
el epígrafe de «Entrevista imaginaria (Memorias al quiebro)».
El cuaderno se estrena el lunes de Pascua de 1977, en la Biblioteca Nacional,
y está en uso hasta febrero del 78; acoge en sus páginas,
entre otros apuntes, un recuerdo de Gustavo Fabra
(la misma anécdota relatada en la «Nota a la segunda edición»
de El cuento de nunca acabar), el esbozo de un artículo sobre La sinrazón
de Rosa Chacel (publicado en Diario 16 el 20/6/77 y posteriormente
recogido en Agua pasada), impresiones de lecturas (Zugazagoitia,
Pombo, Kafka), el relato de un sueño, los primeros apuntes para
Cuenta pendiente y una versión de la escena final de El cuarto de atrás
(escrita, sin fecha, en la parte de atrás del cuaderno) en la que el objeto mágico
no es la cajita dorada sino...

11 de abril de 1977

H e venido esta tarde a la Biblioteca Nacional. He renovado la tarje¬


ta, que tenía caducada desde julio. Es el número 5.973.
Es lunes de Pascua. Hacía sol, venía de comer en California 21 con
Miguel Logroño y, de paso para el Ateneo, me ha dado pereza seguir an¬
dando y he preferido quedarme aquí. Hace un sol frío de primavera re¬
zagada.
Estoy de buen ánimo, dispuesta a darle un buen empujón al guión
de la Warner. ¡Qué bien me ha sentado resucitar en el domingo de Re¬
surrección! Es imprescindible y maravillosa la capacidad de resurrec¬
ción que tiene el ser humano. Siempre me asombra.
He dejado la casa asolada por la labor de fontanería que lleva a
cabo el implacable Lorenzo y tengo, de fondo, una sorda preocupación
por los tormentos de B., que me ha pedido asilo esta noche por dos ve¬
ces y ha acabado, finalmente, por no venir.
Me muevo con ligereza y al mismo tiempo con peso, centrada.

Copla escuchada por la radio el 12 de abril: «Por Dios y su santa ma¬


dre, lo que pasa entre nosotros no se lo cuentes a nadie».

Madrid, 27 de abril de 1977

A Gustavo Fabra, a quien conocí a principios de la década de los sesen¬


ta en este mismo local tan frecuentado y querido por ambos, y que lle¬
gó a ser uno de mis mejores amigos, le extrañaba mucho mi tenaz re¬
chazo a subirme en una tarima para dar conferencias ni charlas de
ningún tipo, por informales que éstas fueran.
Conversador impenitente, como yo, aunque menos anárquico por
su condición de profesor, en muchas ocasiones, paseando conmigo

417
por los pasillos de esta casa en pausas de nuestros respectivos trabajos,
combatía con afable y terca elocuencia esa repugnancia mía, que nun¬
ca consiguió hacerme abandonar. ¿Pero ni para leer un texto? Ni para leer.
Le hubiera complacido particularmente -según me dijo- que leyera
o dijera alguna cosa en este salón de actos del Ateneo tan cargado de
historia como vinculado a nuestra propia historia, aquella que tejíamos
con nuestras palabras hora tras hora, camino de la muerte, sin saberlo.
Entre los muchos recuerdos que vienen a mi mente, al evocar aque¬
llas conversaciones con Gustavo Fabra, uno de los interlocutores más
estimulantes que he tenido jamás, está una frase que me dijo al salir de
cierto coloquio, poco antes de que se produjera el estúpido accidente
que puso fin a su vida: «Pues a mí no me gustaría morirme sin verte su¬
bida ahí, ya ves. Vestida de morado». Se sonreía con una mezcla de bro¬
ma e incertidumbre, y recuerdo que le miré con una seguridad que le
hizo encogerse de hombros: «Te apuesto lo que quieras a que no me ve¬
rás nunca».
Hoy, que con la excepcional ocasión de rendir homenaje a su me¬
moria, gana él la apuesta que perdió en vida, quiero ofrecerle, con mi
pesadumbre, la vacilante esperanza de que pueda estarnos contemplan¬
do, escuchando desde algún sitio. Ver incluso el color de su traje. Porque
la muerte de Gustavo Fabra, que tantas cosas me hizo poner en cues¬
tión, me ha hecho dudar también de si será real o tan sólo imaginario
el vacío de su presencia. No estoy tan segura.
Voy a leer a continuación dos artículos de Gustavo donde habla del
Ateneo de Madrid.
*

El amor es exégesis, comentario. Cada uno de los participantes inter¬


preta desde su visión.
A la expectativa. Épocas de yermo en que la inestabilidad emocional
viene a fundirse con el deseo de analizar la incapacidad que se siente
para escribir: porque ambas inestabilidades se complementan y aúnan:
son una misma.
Sólo cabría escribir acerca de lo fragmentario: para completarlo. Los
textos truncados clavan su aguijón en zonas de parecido fermento: el de
lo roto, lo incierto, lo mezclado. Por eso más profundo. Lo que nunca
tomará una forma que tengamos con la más mínima garantía por defi¬
nitiva. Es el terreno mismo de la ebullición del proceso: sólo hacer vivir
la verdad, lo que no está concluido no lo estará nunca. Reflexión sobre
esa irremediable impotencia.

418
J. Zugazagoitia, Madrid, Carranza, 20

La moderación admirable de su narración es la de quien ha sacado con¬


clusiones en caliente y no en frío.
El libro gira sobre el proceso de cómo se iban recibiendo las noticias
de prensa. Antepone los gajes del oficio a su protagonismo personal.
A través de la selección de conversaciones oídas aquellos días teje el
crescendo de la historia y el interés por ella más que con una descripción
física o moral de los personajes.
Credibilidad despertada por el ser sereno, la seguridad con que afir¬
ma, sin alharacas, que su dato es inexacto no lo hace creer más que a
cualquier energúmeno.

Librería Fuentetaja. 16 de marzo

Esperando a Munárriz. Lo más importante es saber habitar el tiempo de


la espera. Qué progresos he hecho, en otras temporadas de mi vida, en
este difícil e impreciso menester de esperar, de mirar entorno mientras
esperaba. Había conseguido salirme de mí.
Me estoy hundiendo en un ensimismamiento que me lleva a cena¬
gales, que no es apertura ni disponibilidad.

18 de mayo

Recordar la visita de ayer de Agustín.

R. Chacel, La sinrazón

Novela descarnada. Las elucubraciones son brillantes, frías e intacha¬


bles. Pero no están encarnadas en los seres del relato. A Guitina no se la
ve. Son entes de razón y sinrazón. Prosa implacable, trasunto del pen¬
samiento más exigente.
Narración diamantina. Novelistas coherentes y fríos. Hesse es ca¬
liente. Rosa es gélida. Lo cual no se trata de que no haya sufrido o que
no analice situaciones tortuosas. Pero no se rompen los barrotes que la
separan del espectáculo. Nunca irrumpe el caos. Y si habla del caos sin
que la salpique sólo nos transmite la radiografía del caos. No vemos las
cosas porque nos las explica demasiado. El libro afecta a la esencia de
las decisiones.
El drama de la cultura viviente. Afán exhaustivo de coherencia.
Aséptico. No tiene lo concreto de una carta aunque diga: he sacado es¬
tos cuadernos a las diez. Explicación intelectual. No hay marea de vida
ni cuando más habla de la vida (entonces aún menos). Está todo pasa¬
do por el alambique.

419
Cine. ¿En qué soñábamos cuando íbamos al cine? ¿Qué proyección
de futuro tenía? Porque con el presente no tenía conexión. No había un
pensamiento «sociológico», de instalar aquello en el seno de los datos
que suministraba la «realidad» (aunque fuera para buscarlos) como le
puede pasar ahora a Marta. Conocíamos los problemas de los adultos
en sordina. ¿Evasión aquello? ¿Pero evasión de qué? Heroísmo, guerra
amañada, raza, escuadrilla. ¿Ah, entonces era eso lo que había pasado
en el frente? ¿Por eso se había suicidado Julián Herrero?
Laboratorio: emociones en liberación. Que no emocionan, no están
contados con temblor alguno. La frialdad de la perfección: novela geo¬
métrica.
El proceso de lo rememorado a diario es muy interesante. Esfuerzos
por aplicarle lupa a lo ingobernable.
Esfuerzo por atisbar el enigma dentro de la normalidad: ambición
titánica. Porque la novela trata de acontecimientos y vidas planas, vul¬
gares. Y resulta una acrobacia académica. La sangre y el fuego tienen su
alcohol, la mediocridad no lo tiene (ni esta novela).
Cuando dice: «me hundí en la emoción», nos la entrega en seguida
disecada, analizada, en una fórmula perfecta y la emoción -creo que de¬
liberadamente- se ha estrangulado y perdido (... si la hubo).
Me faltan aptitudes para la síntesis tanto como me sobran para el aná¬
lisis. Lo dice y hace patente demasiadas veces como si el mismo narrador,
a veces, se descorazonara de la falta de calor de su narrar. En eso es sin¬
cera Rosa Chacel, en la monotonía y verdad de esta añoranza.
«El lenguaje escrito no logra dar idea de la presión» (pero sí del tor¬
mento por obtenerla. Esta cangao qu’aprendí por te nao poder amar).

En el Paseo del Prado, 26 de mayo

Mi derrota, en el fondo, es intelectual porque con mis conexiones signi¬


ficativas (amañadas, tal vez por eso fracasaron) no logré encadenarle lo
suficientemente a mis sentidos, que son los únicos que sufren y recla¬
man ahora. Una victoria efímera que no les pertenecía porque no la hi¬
cieron a carta abierta. Fui yo la que engañé. Una mujer no se resigna a
no historiar lo que le ha bullido en la sangre y no vestirlo con ropajes
inventados de historia.

La sinrazón

«Lo imposible que es ejecutar un acto natural cuando se está atraganta¬


do por el silencio insano, venenoso.»
«... Sin embargo, el olvido, es productor de belleza. Recordar cosas
sin miedo porque el olvido les ha devuelto su primitivo color. El olvido

420
es reconstituyente del recuerdo. El alma se desentumece recorriendo su
morada limpia.»
Deja al lector solo, lo desprecia desde su torre de marfil. Da dema¬
siada importancia a las elucubraciones sobre el impacto que han dejado
los acontecimientos en el alma de los personajes pero al lector le deja,
generalmente, en ayunas del producirse de esos acontecimientos.
Libro de preguntas, esencialmente: «¿Qué es la famosa unión? ¿Es
una farsa, una fantasía, una pretensión desorbitada, una leyenda con¬
vencional o un fenómeno real y autónomo que prevalece hasta cuando
lo creemos imposible?».
Las decisiones van por un lado y la coherencia de la trama que pro¬
mueven -tanto si se llevan a cabo como si se omiten- por otro. Lo que
dejan escrito es lo imprevisible y misterioso. Rosa Chacel ha querido
ahondar en este misterio. Y lo ha hecho bien. Pero demasiado en frío.

Alvaro Pombo, Relatos sobre la falta de sustancia

La narración no es actualidad, no es noticia, no tiene por qué serlo.


Alvaro Pombo lo sabe. Aunque es moderno. Se agradece un libro que
trate los problemas actuales tenuemente, aludiéndolos, pero atenién¬
dose a lo que debe ser la narración -esté llamada a morir o no- lenta,
intemporal.
Eíumor leve y surrealista. «Viendo volvérsele la vida, al hablar de
ella, un caso.» La irrealidad, lo casual de la realidad, da todo lo mismo.
Lo del viento de izquierdas es Alfanhui puro.
Lo recuerda todo como en una narración tradicional. «Regreso.» Con
los mismos esquemas emotivos. El énfasis (de donde emerge la originali¬
dad) está puesto precisamente en la deliberada carencia de emotividad en
las evocaciones. Quedan, a despecho de la moda del vacío y del vacío real
que acarrea, los esquemas del edificio, los adornos heredados.

El cuarto de atrás

-¿Por qué el cuarto de atrás?


-Bueno, me refiero a que todas las cosas que recordamos están para
mí como situadas en un recinto trasero de la memoria, llego a materia¬
lizar ese recinto con una forma y disposición particulares y lo he hecho
a veces coincidir, al imaginarlo, con una habitación donde jugábamos
mi hermana y yo cuando éramos niñas y a la que se daba precisamente
ese nombre, el cuarto de atrás, de ahí emanan mis primeros recuerdos,
anteriores a la guerra. Tenía un sofá tapizado de verde, desfondado y es¬
taba todo muy revuelto, leíamos tebeos, recortábamos mariquitas, jugá¬
bamos a la rifa, a las tinieblas, era el cuarto de atrás, adonde nos man-

421
daban con los primos para que desde las habitaciones de delante, que
era el dominio de los adultos, no se oyera demasiado nuestro alboroto.

Tengo que sacarle partido a mis fugas, a esos ratos muertos en que
deambulo por la casa buscando no sé qué, algo que realmente he per¬
dido o que me da la impresión de haber perdido, tal vez el tiempo, mi
propia novela en ciernes tendría que estar presidida por esta desazón,
recuperar mis olvidos, mis ratos vacíos deambulando como una sombra
a la caza del monedero, un cuaderno perdido o de recuerdos y proyec¬
tos inconcretos, esa sensación indefinible es la que tendría que explotar.
«¿Dónde lo he dejado?», «¿pero qué buscas?». No saber bien lo que se
busca. Todorov. Sobre todo, «¿qué venía yo a buscar aquí?».

-¿En qué piensa?


-En que con Ud. me desvío.
-Es la única forma de hablar que concibo. Sólo así se improvisa, ¿no?
-Claro, precisamente yo llevo varios años dándole vueltas a un en¬
sayo sobre la narración oral y eso es lo que vengo a decir, que si no se
improvisa no hay narración posible. -Se ríe-. Ya, los programas previos,
es un mal de nuestro tiempo.
-Y ese libro sobre la narración, también lo escribe ahora.
-Bueno, se me ha encabalgado con éste.
-Hábleme del cuarto de atrás.
-Explicarle el porqué de un título es ya como empezar.
-Pues mejor, así empieza usted. Si es que no ha empezado ya.

Alvaro Pombo

Desconcierto frente a la realidad. Incertidumbre analizada a través de


cómo se hurtan los acontecimientos cuando se producen realmente.
Lo configurado rompiendo lo prefigurado.
La sensación de tirantez, de irrealidad de lo sucedido está perfecta¬
mente lograda. Irreal, no porque lo sea, sino en comparación a lo prefi¬
gurado.
«Tuve que inventar el amor precipitadamente» (perfecta historia de
un amor en cuatro líneas).
Décalage con la realidad. Gente idealista, soñadora: «había imagina¬
do sólo la instantánea de ese encuentro, la foto y no el encuentro».
Las motivaciones oscuras de los actos. No es agresivo, es ligero: «un
tener razón de poca monta», «fruto de una mezcla algo tarumba». Iro¬
nía, destranscendentalizar ayudándose del lenguaje coloquial.
Estos relatos son todo menos insustanciales. Pero Pombo no es frío
sino cálido. Parece estar echando siempre -levemente- de menos la con-

422
clusión y el perfil del dibujo que se le desvanece como una tentativa inú¬
til en el agua. Siente perder el hilo, aunque sepa que se pierde irremisi¬
blemente.
Soledad, miedo a los otros. A «otros ojos injustos y vivaces que tras¬
plantan su malestar al mío y me confunden». «Entre mi vida y las vidas
ajenas hay un desnivel que impide que coincidan las perspectivas.»
Brechas en la costumbre, pero brechas por las que nunca asoma lo
excepcional intuido.
En estas vidas planas hay una continua y latente referencia a la ilu¬
sión, no una esperanza de conseguirla. Los encuentros que se dan son
azarosos, necios, insatisfactorios. Los hechos ocurren de forma desvaí¬
da (tal vez ni siquiera llegan a ocurrir), es ambiguo, pero se insiste mu¬
cho en su preparación.
Que suceda una cosa «realmente» o no es indiferente desde el mo¬
mento en que se nos presenta a la mente como posibilidad, como ten¬
tación.

Sueño en la noche del 25 al 26 de agosto

Había estado primero cenando con Rafael, que vino de Coria, en la


tasquita de General Mola (pescadilla rabiosa) y luego estuvimos senta¬
dos en un banco junto a mi antiguo despacho de Salvat. Me habló de
la mesta y del puerto deTornavacas. Dijo: «Ese puerto lo vi yo por pri¬
mera vez con Aldecoa». Y el nombre de Aldecoa, tras un silencio, se ha¬
bía quedado flotando entre nosotros, tan juntos y tan distantes, tan
diferentes a lo que éramos antes, allí sentados en aquel banco sin ro¬
zarnos, tan irreales.
Luego fui a Diario 16 a entregar el artículo de Alvaro Pombo y es¬
tando sentada en la terraza del bar San Francisco con Moncho Goicoe-
chea, se produjo otra extraña aparición cuyas figuras perdían consisten¬
cia y realidad, a medida que se acercaban, incomprensiblemente unidas:
Nacho y Amaya.
Yo tenía una extraña paz, y afronté el encuentro con naturalidad, como
en sueños. Se sentaron. Estuvimos hablando del deterioro del lenguaje,
del absurdo uso de «a nivel de». Vino luego también Lourdes Fernández
Ventura y nos contó lo de un conato de violación en el ascensor. Nacho
nos miraba por tumo, sin parar demasiado la mirada en ninguna, a
Lourdes, a Amaya y a mí. En un determinado momento yo dije: «Olví¬
date del del bigote» y me pareció ver dulzura y simpatía en sus ojos.
Luego, Lourdes me trajo en coche y él se quedó con Amaya. No sé
cómo se habrán conocido. Parecían estar de ligue. Amaya estaba dulce
Y guapa.
Me acosté y soñé que, estando en Diario 16, habían aparecido allí
Josefina e Ignacio. Todo era muy real, mucho más que lo que acababa

423
de ver. Ignacio era joven y estaba pálido, como convaleciente. Me ha¬
blaba dulcemente, en tono algo confidencial. Me propuso que me fuera
con ellos a Zamora. Le dije que sí, pero era todo tan real que pensé:
«Tendré que llamar a El Boalo para decírselo a mamá, que me voy a Za¬
mora en vez de irme a Coria».
Salimos, eran las riberas del Manzanares y Josefina iba delante, muy
segura y algo desligada. Creo que había, además, más gente. Nos meti¬
mos en un coche alargado que tenía camas y sofás.
Ignacio conversaba, con gesto apagado, de cosas que no recuerdo,
tal vez porque no las oía bien. El coche se puso en marcha y de repente
era un barco que iba por el río.

Me desperté y durante unos minutos estuve pensando en el vacío:


Aldecoa Isasi, esforzándome, con dolor, por recordar dónde estaba o
qué había sido de él. Tardé un poco en darme cuenta de que ha muer¬
to, en relacionar todo esto con la historia verdadera.

Octubre de 1977

Considero absolutamente justificada la indignación de los vecinos de


hotelitos amenazados de derribo, a la cual, como ciudadano de Madrid,
uno la mía.
Es inaudito que la campaña de prensa desatada a este respecto no le
haya servido al señor Arespacochaga para rectificar sus proyectos. Ello
desvela bien a las claras, no sólo el desprecio que siente por el pueblo
de Madrid, sino el cariz meramente crematístico de su alcaldada. No de¬
bemos consentirlo ni cejar en nuestra propuesta.

F. Kafka, Cartas a Felice

Es importante la idea (avalada por Kafka) de que ningún intelectual


puede ser buen amante si no tiene resueltos dos problemas frente a sus
manuscritos. Y éstos no los resuelve nunca si es un intelectual hamletia-
no ni si el éxito se le ha negado y es lo que perseguiría.
La correspondencia habla de su propio proceso (certificadas, etc.),
cría sus propias necesidades. El hombre desea crearse urgencias gratui¬
tas, elegidas por él.
Escribir a un desconocido es pesquisa del desconocido y llamada
para que él se interese por el proceso vital que ante él se desea exhibir.
El desconocido cría ese deseo, resucita el narcisismo. Que lleguen las
propias cartas (e imagina la correspondiente reacción) gusta tanto o
más que recibir las ajenas.
No hablar de lo que el otro dice (de lo que dice Felice no nos entera¬
mos). En el fondo, no es contestar. Es un pretexto para estar embriagada.

424
Retórica epistolar. Remordimiento por la carta recién escrita que se
achaca a «uno de los enemigos que llevo dentro». Perder una carta re¬
sulta horrible. Puñalada a la historia.
No hace alusión a las virtudes concretas de Felice ni a lo que le dice
en sus cartas (novela rosa, Lope de Vega): da la impresión de que ama en
ella el ideal.

20 de diciembre

He venido a Alcalá 35. Anita tiene mucha fiebre. He corrido la camilla


hacia la ventana y estoy viendo la tarde gris al calor del brasero. Hay
que volver a habitar los lugares, no a pasar por ellos con agobio y con
prisa: ir hasta el fondo.
Anoche, en casa de Olga, que se había quemado la cara, sentí el be¬
neficio del tiempo habitado. Lo único importante es atender a las trans¬
formaciones internas: literatura de transformaciones internas. Estoy le¬
yendo Demian, que ella me dio. (Yo antes me consideraba excepcional
y por eso me bastaba a mí misma y podía atender a otros. Me he de-
sacralizado.) Pero Olga me devolvió la antorcha de mi poder.
Lo más importante de las situaciones mágicas pueden ser los para¬
lelos de personajes (Beatrice, Demian) que en el fondo se apoyan en en¬
carnaciones del ideal. Personajes que en los sueños se confunden. La ca¬
lle de Alcalá ¿qué tenía para Anita cuando era niña?
Antes, en casa, he sentido un estallido irracional contra Carmen
Cruz, ¿por qué? Por algo interno mío. Porque no influyo. Porque no do¬
mino las situaciones.
Amor. Fuerza. Al mal tiempo buena cara. Madrugar. Pretexto: lo que
los encuentros nuevos propician es el pretexto para ahondar en uno
mismo, para amarse más.
Desde el punto de vista «vital» nunca he estado demasiado contenta
conmigo misma, he tendido a fijar mi admiración en seres inferiores a
mí, a considerar que eran más atractivos, a dejarme fascinar por ellos.
Tengo que comportarme (también con la Torci) como si yo fuera supe¬
rior. No humillando sino guardando más silencio sobre mí misma. La
introspección debe valerme para llevarla al papel, no para darla de barato.
(Bloque de tiempo de mis años 50 y 60, incapacidad de desglosar¬
lo. Tal vez consista en recordar en torno a nociones que se transforman:
dinero, seguridad, excepcionalidad, etc., y en tomo a cómo veía a los demás
y en si los criticaba, admiraba o qué. Siempre esperaba, secretamente,
algún acontecimiento que cambiara mi vida.) Luego comprendí el va¬
lor de la soledad, de lo profundo y lo secreto, que sólo desde esa acep¬
tación de mis límites podía cambiar mi visión del mundo, amplificarla.
Por negarme la vida, tal como la veían los otros, me consideraba excep¬
cional. Ahora vienen los regrets.

425
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¿£j2 &/\'i O ¿¿-dC4=> wP _ C&jj. JU- ¿xz~ f~tn<‘£t2«4~*jz-
Personaje místico. Sólo concibo el furor de pasión con raíz un tanto
mística, las que he emprendido sin esta resonancia literaria es como si
no hubieran tenido lugar.
He sido como he querido ser. Digo echar de menos o regretter algo
que despreciaba: raíz moralista. No me hubiera querido parecer a la
gente que ha dedicado su vida al sexo. Gentes que no se conocen entre
sí y que te dicen lo mismo: se van completando a lo largo del tiempo.
Alejandro es varias personas. Debo reconocerle como varias perso¬
nas vinculadas entre sí, aquellas que me han permitido proyectar una
emanación de mi ser: que lo han acogido de alguna manera. R. nunca
ha acogido nada de mi ser. «Lo que no está dentro de nosotros mismos
nos inquieta.»
Todos vivimos de sueños: la diferencia está en que unos vivimos de
los propios y otros de los ajenos.
Estoy en el bingo de Bellas Artes. Conozco la soledad, el gusto por
mi independencia, sensaciones de acorde antiguas, de ser capaz de an¬
dar sola por la calle y gozar, de tomarme una copa sola. Bendito seas,
Hermann Hesse. Siguiendo a Hesse debo acentuar las frases enigmáti¬
cas y sentenciosas de Alejandro. No debo buscar a nadie. No debo es¬
perar a nadie ni nada de nadie. Lo que buenamente coincida de los de¬
más, con nosotros, bien está. Serenidad. Imperturbabilidad.

14 de febrero de 1978

Sugerencias, surgidas a tenor de la copia definitiva a máquina de El


cuarto de atrás.
Las actitudes se modelan sobre los sueños de juventud.
Empecé a querer dejar de leer libros para escribirlos; ya no me en¬
traba (o entraba a verter sus aguas a otra zona).
Papel. Mirarme al espejo del camerino. Sueño que he olvidado el pa¬
pel «Oh Roy, ¿cómo has podido pensar que he dejado de quererte?».
La guerra estudiada allí en los libros era una cosa abstracta. Yo siem¬
pre he tendido a lo concreto. ¿Qué hacían en la guerra? Julián Herrero.
A Lupito se lo podía preguntar porque tenía un padre comandante. Ide¬
ología contradictoria (se atrevió a decirme que él no quería ser militar).

Para el final de El cuarto de atrás

Le voy pasando folios al hombre de negro que me dice que lee muy des¬
pacio y, sentado a mis espaldas, sobre el suelo, mientras yo avanzo, pi¬
rada durante un tiempo que no sé calcular, se abstrae en la lectura.
Al final ya le paso los folios con un ademán de la mano, sin mirarle,

427
y el silencio de mis noches de trabajo, que hace años que no probaba, en¬
vuelve el cuarto, haciéndomelo acogedor. Se puebla de soledad, de mí
misma. Él ha dejado de hacer comentarios. No se le oye ni respirar.
Me sobresalta una presencia inesperada en el marco de la puerta.
Casi ahogo un grito.
-¿Te he asustado? No sé cómo entrar, cada día estás más sorda. No
sabía que estuvieras levantada.
Es mi hija. La miro como si no la reconociera. Viene de vaqueros y
blusa de hombre. Así visten ahora todas las chicas jóvenes. También las
hijas de los ministros, las hijas de Carmencita Franco.
-No habrás tenido frío.
-Qué manía con el frío. Me han traído en coche.
-¿En coche? ¿Quién?
-Te dije que iba a esa fiesta en Becerril, te lo dije por teléfono, que
llegaría tarde, ¿no te acuerdas?
-Sí, sí, ya me acuerdo.
-No habrás estado asustada.
-No, aunque, bueno, ya sabes que los coches me dan siempre un
poco de miedo. Y como ha llovido tanto.
-Sí, hubo una tormenta, pero ya hace mucho. Ahora la carretera es¬
taba seca.
Nos estamos mirando como dos desconocidas. Me debe notar algo
extraño en la cara.
-Te veo rara. No estarás enfadada conmigo.
-No, no... ¿Qué tal lo has pasado?
-Muy bien.
-A ver si a partir de mañana te pones a estudiar un poco más, tienes
los exámenes encima.
(Evocación de mis exámenes. En eso también han cambiado los es¬
tilos.)
Mi hija hace un gesto de contrariedad.
-Sí, ya te he dicho que desde mañana me pongo todas las noches.
Pero, al volver de una fiesta, no me hables de estudios.
-¿Qué hora es?
-Las cinco.
(Dios mío, si yo hubiera vuelto a esas horas en Salamanca. Hasta
después de casarme no salí de noche. Miro los folios, querría hablar de
eso, de los horarios, pero he perdido el hilo.)
Mi hija se sienta en el banco enfrente de mí, enciende un pitillo.
-¿Ha venido alguien?
Miro bruscamente hacia atrás, como si despertara. Sobre el suelo hay
solamente esparcidos unos folios que antes se debió llevar el viento. Miro
alrededor. Luego me acerco al hueco del dormitorio, doy la luz, miro den¬
tro, el desorden que reina me parece grato. Me vuelvo desde allí, avanzo.

428
-No, no ha venido nadie.
-Parece como si tuvieras al fantasma escondido debajo de la cama.
-¡Qué tonterías dices!
Me agacho a recoger los folios caídos, los coloco sobre la mesa con
los otros. Cuántos son, qué gusto, debo sonreír placenteramente y como
quien recuenta un tesoro. A mi hija, siempre que no la hago mucho
caso, es cuando más me hace ella.
-¿Has salido? -me pregunta con intriga.
-No, he estado escribiendo.
-¿Toda la noche?
-Sí.
-¡Qué bien! Cuánto me alegro. Decías que estabas deprimida, que
no eras capaz de arrancar con nada...
-Pues ya ves, hay noches que cunden.
Sigo sin mirarla, sin preguntarle nada.
-Te veo muy enrollada.
-Sí... bastante.
-Y te brillan mucho los ojos, estás guapa... ¿Has tomado dexe-
drina?
Tal vez, quizá cuando fui al radiador a buscar algo en la cesta de la
abuela Rosario llegara a coger una pastilla de dexedrina y me la toma¬
ra con el vaso de agua que después se derramó, me quedo mirando al
vacío, trato de reconstruir lo ocurrido desde entonces...
-¿En qué piensas? -dice.
-En que no sé si he tomado dex o no.
-Bueno, pero no pongas esa cara de apuro. ¡Qué más da!, la cues¬
tión es que hayas trabajado, te lo preguntaba por preguntar.
-No, es que me preocupa, últimamente estoy perdiendo mucho la
memoria.
-No es verdad, tienes una memoria de elefante.
-Sí, pero para las cosas pasadas. En cambio se me olvida lo que aca¬
bo de hacer hace un rato. Es cosa de la edad.
-Bueno, no empieces con lo de la edad, me gusta verte con la cara
que tenías cuando entré.
Apaga el pitillo y se acerca, me pasa los dedos por la frente, como si
me la estirara.
-Así, sin el ceño fruncido.
-Bueno, procuraré.
-Oye -dice de repente-, ¿y este sombrero?
Me sobresalto sin atreverme a contestar, como antes cuando iba a
aparecer la cucaracha. Los dedos delgados de mi hija sobre la copa ne¬
gra hacen aún más evidente e incomprensible esa presencia terrible que
no soy capaz de justificar. Tal vez he oído mal o visto mal. Me levanto,
como huyendo me acerco a la terraza, fingiendo interés por el clima.

429
-Cada día estás más sorda. Te pregunto -dice a mis espaldas- que
de dónde has sacado este sombrero.
Me vuelvo. Ahora se lo ha puesto.
-Ah, ¿ese sombrero? Del Rastro, lo compré en el Rastro.
-¿Me está bien?
-Un poco grande.
(Se acerca a la alcoba. Se debe mirar. Sale.)
-Parece un sombrero de clochard. Llévalo al tinte. Sabe Dios de
quién sería.
-Es mágico.
-¿Mágico?
-Sí. De prestidigitador.
-¡Qué bobada! A ver cómo te está.
Me lo pone.
-Ah, pues te está bien, pero luego no te atreves a ponértelo, ¿a que
no te atreves a salir con él?
-A lo mejor.
-¿Todo eso has escrito?
Se para a mis espaldas. Tapo instintivamente los folios.
-Bueno, mujer, si no te fisgo. ¿Por qué no escribes una novela que
se titule El sombrero negro?
-Porque ya tengo otro título.
-¿Para la novela que escribes ahora?
-Sí, El cuarto de atrás.
-Es bonito. Oye, estoy cansada. ¿Te quedas todavía?
-Un poquito.
-Me voy a acostar. Luego, ven cuando acabes y te cuento cosas.

* ■** *

Todos soñamos con la aventura excepcional. Con el «caso». Unos con


droga y otros con helados de a perra chica, buscan el «caso excepcional».
Lecturas de mi hija, cuando entro a darle un beso. ¿Qué sueños de
futuro tendrá ella? Miro el cuarto que le arreglé el verano pasado. Es
muy bonito, ¿qué estilo será éste cuando pasen cuarenta años?
La generación de los vaqueros, de los Beatles, del Bimbo. Yo las no¬
velas desgraciadas, la educación sentimental.

* * *

Que otros ojos te descubran tu propia familia: mamá asomada a la ven¬


tana de la cocina de El Boalo revive gracias a Marisa. Los objetos, de-
tentores del tiempo.

430
* * *

Me he asomado a mi cuarto de dormir de Madrid. Marta me espera fue¬


ra. Yo miro, el hombre de negro ya ha desaparecido.
Si te hubiera besado podría decirte «vuelve», algo tan azaroso como
haberte besado, no recuerdo tus ojos, te has ido, te vas descalzo, es mi
última historia de amor y coincide con la primera. Esmeralda se iba de
su casa, estaba harta de sus padres, encontraba al hombre de negro.
Es mi última historia de amor y la primera. Mi hija me mira. Es el
tiempo de un pitillo. Freud dice que los sueños se producen en un mi¬
nuto. Nunca más te veré. ¿Cómo eran tus ojos? No sé nadar. «Me gus¬
taría contarte mi historia» (No sé a quién se lo digo). Las historias de
amor se cuentan al partener y al interlocutor (Cancioneros).
Mi hija me mira.
-Parece que buscas al fantasma.
-Sí.
Ausencia. (Antes me había dicho el hombre-periodista: «Usted, en el
fondo, lo que desea es escribir una gran historia de amor romántica. O
vivirla».) Ahora lo recuerdo, estaba tan cerca, no lo veré más. La carta
azul ha desaparecido, el costurero está en su sitio.

Mudanza de Salamanca

A la mudanza no asistí, ahora lo siento, como siento haber quemado


tantos papeles en la calefacción, pero me lo contó mi madre, se lo con¬
tó hace poco a unos amigos, me lo contó también a mí entonces, pero
entonces qué me importaba, desafiaba. No creía tener nada que resca¬
tar, la lava de mis sueños estaba plagada de futuro. Ahora rescato la na¬
rración -reciente- de mi madre.
«Esta casa no es la que era.» En esa frase está mi adiós retrospectivo
a la Plaza de los Bandos. Y la noticia de César. Tiran la casa.
Estuve por llamar al Adelanto. Pero lo dejé.

Para el final

Veo desprenderse, entre las estrellitas, el sombrero negro y los zapatos


que llevaba en la mano el hombre de la playa.

431
Literatura erótica del siglo xvm

No es posible valorar la literatura erótica del siglo xvm español -bas¬


tante escasa, por otra parte- sin tener en cuenta los condicionamientos
históricos y sociales (no pocas veces contradictorios) que le confieren su
carácter más peculiar: el de la clandestinidad. Clandestina, a decir ver¬
dad, había sido, si no siempre, casi siempre la literatura erótica en Es¬
paña, pero veamos a qué me refiero.

Cuenta pendiente

Mis padres estaban, de fondo, en todo lo que hacía, aunque no los viera.
¿Cuándo se empiezan a deteriorar las defensas, a asaltarte los fantas¬
mas que has logrado mantener a raya?

* * *

El negro cumplía ya las funciones de administrador, unas funciones


que no estaban muy claras, me describió el barranco y los cultivos exis¬
tentes en ciernes, la piedra de la montaña que había comprado para
que no la horadaran los barrenos.

* *

El pasado es un país extraño porque todo pasa allí de una manera


diferente.

432
CUADERNO 19

Cuaderno rayado, de tapas azules, dedicado principalmente


a recoger apuntes de lecturas (H. Bianciotti, M. Frisch, V. Mora),
bastante desordenadas, con muchas notas al margen.
No lleva ninguna fecha completa, pero segiín la época de aparición
de las obras comentadas, se puede situar en 1978.
'


H. Bianciotti, La busca del jardín

E l jardín dejó de ser lo absoluto para convertirse en realidad pro¬


visoria, mientras la imagen del jardín se desprendía de él e iba a
situarse en comarcas ignoradas. Itinerario desde el perdido jardín
al jardín improbable, ese que, de tan lejos, estará siempre a sus es¬
paldas.
El niño vive al margen de los incesantes y puntuales quehaceres que
constituyen la vida de los adultos. (Es curioso el paso de lo general a lo
particular, un poco como en el neverending; cuando habla del niño no
se sabe bien si es de un niño concreto: paso del ensayo al relato y vice¬
versa; género limítrofe.)
Los objetos denotados por las palabras siempre recuerdan cosas.
Procedimiento literario eficaz y muy primario. «Cada vez que digo lám¬
para...» y se arranca a divagar. Lo que el recuerdo rectifica o suprime.
«Cada vez que vea una vigilante lámpara en otra estancia...»
Añoranza del amor: en vez de la luz azul -veneno de los televisores-,
alguna ventana disidente transparenta círculos de luz cálida con siluetas
que parecen escucharse mutuamente o estar ocupadas en repetir gestos
antiguos.
Brechas en la costumbre, vislumbres de algo diferente. «La realidad
es lenta, monótona y un largo viento la corroe, la va gastando. Pero a
veces un fragmento se desprende de ella y se refugia en la memoria,
como en un profundo teatro en penumbra donde se asoman rostros, ob¬
jetos y se deslizan decorados.»
Los objetos representan en el subconsciente lo que fueron la prime¬
ra vez que se los vio y desde ahí sugieren su mensaje original. Palabras:
signos provisorios del mensaje entrevisto.
La fascinación de la foto que le habla de otros países (lecturas).
Magnificencia de la memoria: «Le pareció, o así le parecía al cabo de la
vida al recuperar ese instante». El mundo de las fotografías, de las re-

435
presentaciones. Enriquecer la memoria con aquellas cosas que repre¬
sentaban sorpresas abruptas, brechas de claridad por las que penetraba
la promesa de otro mundo.
La revelación brusca de otros ámbitos haría fraguar su vocación de
huida, esa efusión secreta que precede los descubrimientos o reconoci¬
mientos íntimos, los cuales colman la necesidad de fenómenos u obje¬
tos en apariencia inútiles a la historia e intereses de nuestra persona,
pero, sin embargo, primordiales.
Tema de la reconstrucción torpe de la memoria: «la imaginación, es
sabido, cose sin escrúpulo las imágenes dispersas de los sueños».
El niño sospecha grandioso y múltiple el pasado de los otros al com¬
pararlo con la lenta, repetida vida que lleva él.
Toda la literatura procede de la infancia porque se atisba lo que ya
para siempre va a quedar configurado así, en esa primera manera de
atisbarlo. La realidad añade luego poco. «La pobre leyenda, la oscura
epopeya que brotaba de la boca sumida de la abuela.»
«La historia y su cómplice, el poeta, no reseñan ni exaltan sino los
hechos y los casos capaces de ilustrar las crédulas vanidades verbales
del hombre, ...distribuyendo epítetos que elevan a rango de coraje, y
de heroísmo el matonismo pendenciero..., elaborando así un anecdo-
tario bravucón y fúnebre -fundamento oral de las patrias- que el tiem¬
po cincela.»
Todo se acuña desde la ignorancia de la edad infantil. «Y al fin la
vida no habrá servido sino para forjar un laborioso y vano palimpsesto
de memoria, cubrir de signos y tergiversaciones el manuscrito de las
cosas.»
Cada vez que le llegaba un indicio de las ciudades, comprendía que
el mundo escapaba a su control.
Reconstrucción torpe. «La memoria que -de las cosas- se tiene se
habrá ido fatalmente transformando cada vez que las ha recordado; ha¬
brá agregado variantes y modificado los encadenamientos, secreteando
de este modo una síntesis sin falla en las imágenes, como cuando se aco¬
mete la presuntuosa empresa de transcribir un sueño.»
«Escribir -descubriría luego- consiste en dotar de palabras... la ne¬
bulosa de evocaciones personales que a veces te aglutinan, en los mo¬
mentos de vacío, cuando la vida vivida parece borrarse y el porvenir se
torna inexistente. Quien plasma esa confusa urgencia juega a reempla¬
zar con un objeto duradero su improbable inmortalidad.»
Atisbos del niño. Todo lo demás no es sino una repetición corroída
por la creciente lucidez. «La memoria disidente de aquella poblada de
contundentes cosas que fue la de cada día», «y la convicción de que
sólo la infancia -feliz o funesta- es real». Sólo la infancia y, en el trans¬
curso de una vida, los momentos que nos restituyen sus fragmentos,
sus paisajes y sus fantasmas: «no hay otro país, no se es de otro país».

436
Atisbos, vislumbres, brechas a través de las que se ve. Hay momen¬
tos —por ejemplo cuando el cielo nublado se abre de golpe y la luz pe¬
netra en un cuarto como si una masa opaca se hubiera apartado de la
ventana- en que las cosas recobran sus atributos, emergen del olvido,
cesan, en suma, de ser un hábito para los ojos.
La vida se olvida viviendo, y es tal la sensación de haberse dejado en
uno y otro sitio que los momentos aislados que perduran en su recuer¬
do no le parecen componer nada.

* # *

A veces sólo aporta algo verdaderamente fundamental a un género


aquel que nunca lo ha cultivado.

Andreas. Arranca con un decorado sonámbulo. El elemento de sorpresa


y transformación continua. Venecia, la ruina.
Lo de la lotería: absurdo, algo de Alicia de L. Carroll (¿qué lotería era
ésa? Pero el recién llegado al extremo de lo absurdo nunca se atreve a pre¬
guntar). La perplejidad y el asombro se instalan desde la llegada como en
todas las buenas novelas (premiére en El Fogonero), gente que se entremez¬
cla, que te entretiene de la pesquisa anterior. Toma algo de la ambigüedad
y simbolismo del cuento tradicional: «a los hombres de Friuli los encon¬
trará en el puente de Rialto y los conocerá (señas) por su traje campesino».
En el encuentro con Romana y la forma de tomarla de la mano hay mu¬
cho de la pureza de los cuentos infantiles. Las palabras castillo, ladera,
almena, valle toman toda la concreción y al mismo tiempo simbolismo y
universalidad de los cuentos infantiles. El autor no se demora demasiado
en una descripción concreta, como seguro de la parcela imaginativa que
van a encender y herir en el lector: aquella en que estos ámbitos están an¬
clados desde la niñez, inmóviles. Evocan lo que evocaron siempre esas
primeras lecturas. Hay algo del mundo de las películas de Bergman. Los
personajes son apariciones que tienen algo de solemne y espectral. Se las
ha ingeniado para que con una gran economía de medios nos dejen un
rastro de zozobra parecido al que nos dejan los sueños donde todo -den¬
tro de su sencillez- parece significar o aludir a otra cosa, a una realidad
más amplia, de dimensiones y resonancias distintas.

Versiones múltiples

¿Quién me dijo que a Faraldo lo había visto muy cambiado? Alguien


a quien he visto hace poco. ¿A quién he visto estos días? He visto o ha¬
blado por teléfono con tanta gente con motivo de la enfermedad de
mamá. No fue Rauta, no, Rauta no conocía a Faraldo. ¿Quién pudo

437
ser? Alguien así, ... sin duda un fantóme du passé, como el propio Fa-
raldo.

Max Frisch, Montauk

Un nombre de origen indio designa la punta septentrional de Long Is-


Iand, a unas 110 millas de Manhattan.
El escritor prefiere no manifestar aquellos sentimientos que no le pa¬
rece adecuado publicar, y para ello pone en práctica toda su capacidad
de ironía. Sus percepciones son sometidas a la cuestión de si pueden o
no ser descritas. Y se contraría ante todo aquello que no puede expresar
a través de la palabra escrita.
Este libro ha surgido del vislumbre de lo que podría pasar si se le¬
vantara esa autocensura.
«Para reconocerse uno a sí mismo, necesita de un público imaginario.
Yo publico por eso. Ahora bien, en el fondo, escribo para mí mismo.»
«Desearía poder describir este fin de semana, sin inventarme cosa al¬
guna, este sutil presente... no imaginar cosa alguna y saber de veras qué
es lo que percibo y pienso cuando no tengo delante la imagen de unos
posibles lectores.»
Vejez. «El mundo progresa hacia su futuro sin contar conmigo y de
ahí que me atrinchere en mi propio yo, sabiéndome marginado de la fu¬
tura comunicación humana.» Permanece viva su loca necesidad de sen¬
tir el presente a través de una mujer pero ya no se autoengaña con fá¬
bulas. «Cuantos más años tengo más difícil me es aguantarme a mí
mismo cuando no estoy trabajando.» Temor a perder la memoria.
Quisiera poder narrar sin inventar cosa alguna. Una ingenua posi¬
ción de narrador.
«Lo que hasta ahora he tenido por nuestros mejores años se me apa¬
recen, de pronto, como años desperdiciados.» Los recuerdos, ya se sabe,
no tienen un orden preciso para aparecer. Pero en copiar ese deshilva¬
nado fluir puede haber también artificio. De esto trata Montauk. Escrito
presidido por la idea del desperdicio de los años que se empeñó uno en
tener por felices. Y, en el fondo, todo estriba en otra cosa, en el miedo a
perder facultades: el miedo a la carencia de futuro.
Lo que se deja ir por no apuntarlo (desván neverending).
Momento presente (vacío). «Está contento cuando no sabe en qué
está pensando y cuando la tenue espuma del agua y la arena no le evo¬
can el recuerdo de nadie.» Potenciar movimientos marginales como el
de rellenar la pipa. Tramos en blanco. Su suma es un importante ingre¬
diente a la hora de sacar sobre la propia vida esas cuentas que nunca sa¬
len. «Cae en la cuenta de que no está pensando en nada: ni en el ayer ni
en el mañana ni siquiera en el presente. Y sin embargo no está dormido,
percibe con toda justeza la fachada del edificio de enfrente.»

438
V. Mora, Los plátanos de Barcelona

«... y a veces alcanzaba momentos de rara felicidad: tenía la impresión


de que ya no existía.» (Frente a la infelicidad impuesta por el opresivo
entorno, encontrar todavía, como un regalo relajante, esos «momentos
de rara felicidad». Pero por otra parte, la felicidad está vinculada a la de¬
jación de la existencia. Como si, obligatoriamente, existir coincidiera
con la maldición de sufrir.)
Tal vez demasiados personajes. Novela de éxodo, un poco abruma¬
dora, como el relato de esas personas que han pasado enfermedades, es¬
tragos y catástrofes y no te ahorran el contártelas cé por bé.
Bajo la sombra del tilo del patio, el señor Goldmann comentaba
con Artur el pacto germano-soviético... (Historia, para mí un tanto su-
perflua -desde un punto de vista novelístico- del señor Goldmann y
sus calamidades. Supongamos que yo tuviera que meter en una novela
-donde salieran a relucir mis recuerdos de niña- la historia de Mada-
me Reymann y Brons, chérie, ferme la porte. Jamás -creo yo- lo haría
de esa manera tan lineal: «Goldmann era médico. Él y su familia pasa¬
ban muchos apuros porque, en Francia, no podían ejercer, etc.». Esto
recuerda al peor Baroja, tiene unos resabios decimonónicos inadmi¬
sibles.)
Si se piensa en que esta novela, en definitiva, alude a las impresio¬
nes que la guerra ha dejado en un niño, resulta doblemente inadmisible
meter estos datos así en crudo y seguidos («era altiva y de impulsos ge¬
nerosos»), en lugar de permitir al lector un grado de colaboración (de
participación) para irlos interpretando (tal vez no tan correctamente,
pero aliándose con las incertidumbres y desfases del niño que lo cuenta
desdibujado, porque des-dibujado lo vio. Sólo a través de ese des-dibu-
jado, respetándolo, se haría válido -literariamente hablando- el dibujo,
aunque se entendiera peor, aunque no resultara de una coherencia tan
diamantina, porque la vida (y menos la intuida por un niño que vive la
guerra) refleja todo menos una coherencia diamantina. Son más bien
añicos, fragmentos, lo que esa mirada te puede proporcionar.

Juan Marsé, La muchacha de las bragas de oro

El tema de la propia justificación. Los mentirosos siempre apoyan su


mentira sobre algo, rectifican narrativamente lo ocurrido, lo embalsa¬
man, lo embellecen. Se lleva a cabo, en definitiva, según frase de J. Mar-
sé, una especie de «maquillaje retrospectivo» de los gestos de que se dis¬
pone.
Tres procedimientos. 1) Marsé habla del estilo de Forest escribien¬
do; 2) Marsé escribe por pluma de Forest; 3) Marsé se desdobla en Ma¬
riana que habla y discute con Forest de lo que escribe.

439
En ese terreno, llamémosle teórico del escritor (Luys Forest o Juan
Marsé ¡qué más da!) hurgando en las falacias de su memoria, la novela
alcanza niveles de gran calidad.
Está muy bien constatar el alejamiento real de los dos seres que, uni¬
dos por el rastreo de la ficción, tanto hablan en la novela (cuando ella
está en L’Espineta con sus amigos, él pasa solo y no la saluda). Soledad
esencial de Lluys: «Como si caminara entre estatuas derribadas y sím¬
bolos rotos». Defectos: a veces, a lo Benavente, explicar cosas que no se
dirían en una conversación así; título; relación del tío con la sobrina
(exagerada la tolerancia de él no existiendo pasión sexual por ella).
Grandeza del final. El espectro destructor de sí mismo. La exalta¬
ción recobrada de la soledad. El goce divino del creador. Descubrió
que las mentiras sufren también un desgaste de la memoria. (Lo otro
del libro es accesorio.)
# # *

Insistir, en el neverending, en «el encuentro con la literatura». Ejercicios


-y el frío crudo fuera- con D. Salvador Fernández y Lapesa.

* * #

Perdemos, tiramos más fácilmente los objetos amados que los indiferen¬
tes. No soportamos la mutación (transformación de los primeros). Los se¬
gundos no tienen mutación, no nos recuerdan nada, pasa igual con las
personas.
* * #

Vengo a la Biblioteca Nacional y el tiempo se remansa, no me agobia,


se distiende esa culebra de las relaciones personales, es huir hacia la
fuente del estudio, de donde emana toda calma y verdad. 12 de junio.

440
CUADERNO 20

Un bloc azul de la marca Centauro, con el nombre


y la dirección de su dueña apuntados en la portada,
destinado a contener escrupulosas anotaciones sobre el vicio
de fumar y el intento de dejarlo, según sugerencia
de la hispanista y amiga norteamericana Joan Liprnan Brown.
El diario abarca del 11 de agosto al 8 de septiembre de 1978.
L as fuerzas del bien contra las del mal. Ser persona a despecho del
vector que te insta desde que te despiertas a ser animal. Contra la
inercia. El más leve peldaño cuesta un esfuerzo enorme. Apostar a esa
carta de ser hombre. ¿En nombre de qué? De su esfuerzo.

Madrid, 11 de agosto de 1978

Acabo de despedirme de Joan en el hotel Wellington. Nuestra última


conversación ha versado sobre el tabaco. Ella era una gran viciosa y no
fuma hace tres años. Me ha aconsejado que lleve un cuadernito donde
apunte los pitillos que fumo cada día y las distintas horas y circunstan¬
cias en que los fumo, así como el grado de urgencia y de r.p.f.1 que me
parece sentir. Eso me ayudará luego, repasando esas notas, a saber en
qué tipo de situaciones (trabajo, comida, relaciones sociales, tristeza o
soledad, etc.) me es más posible prescindir de fumar y librarme de la
adicción (o disminuirla) en las menos precisas.
Al llegar a casa he buscado en seguida un cuaderno para empezar
esta labor, y no lo tenía. Por fin he encontrado este que tenía algunas
notas de hemeroteca del año 1973. Supongo que tomadas cuando aún
trabajaba con Mari Cruz en los «artajerjes». He arrancado esas hojas y
las he juntado con una grapa para meterlas en la carpeta que debo tener
por ahí sobre temas similares. He recortado, en cambio, una cita en bo¬
lígrafo rojo que existía en la última página y la he pasado a la primera.
Creo que viene a cuento.
Me parece, de momento, bastante eficaz la idea de sustituir el vicio de
fumar por el vicio (¡ojalá se convierta en tal!) de escribir acerca de las mo¬
tivaciones que me llevan a fumar o a dejar de hacerlo. Sobre todo si fuera
capaz de ahondar en ellas y no sentir la pereza de describir exhaustiva-

1. R.p.f.: «rabiando por fumar» (lo inventó Rafael). (Nota del texto original.)

443
mente mi estado de fuerza de voluntad o de tentación. Sería como llevar
un diario de mis alteraciones anímicas y, a través de él, poder entender en
qué consisten. Claro que, precisamente, fumar tiene mucho que ver con la
inercia -al menos para mí- y será difícil sustituir ese estado de inercia por
otro en que -al tratar de describirla o analizarla- se accede a una activi¬
dad mental. Pero sería muy provechoso. Y me propongo intentarlo.
Ahora mismo, las doce de mañana, compruebo, con placer, que,
mientras escribo esto, no tengo ganas de fumar, y sí, en cambio, de es¬
cribir, de ponerme a ordenar carpetas viejas.
Gracias Joan, y buen viaje, bonita.

# * *

Compruebo, poco más tarde, que, al dejar de escribir sobre este tema,
me vuelven las ganas de fumar. He cogido otra vez la pluma y veo que
disminuyen. Debe suponer una satisfacción para mi subconsciente estar
poniendo a prueba mi lucidez. Y también abrigar, secretamente, la idea
de que Joan se alegraría si supiera lo pronto que he acogido su suge¬
rencia. Escribo pensando en ella, en ese ingrediente infantil que ha sa¬
bido contagiarme su compañía ayer cuando «jugamos a los hoteles» y le
puse los chifles. Escribo sin ninguna pretensión literaria, como si Joan
fuera una amiga del Instituto y le fuera a enseñar este diario. Incluso
pienso -y esa idea me estimula a escribir- que puedo mandarle alguna
vez a América fotocopia de estas notas, creo que le gustaría.
Pienso en levantarme de la butaca a ponerme con el artículo sobre
Nabokov o con el Don Duardos y -¡qué cosa más rara!- me vuelven las
ganas de fumar. Pero hay que hacerlo. No me puedo pasar el día anali¬
zando esto del fumar.

Las doce y veinte

Me entran enormes ganas de fumar en situación de desorden o pérdida


de objetos, en situaciones de caos mental. Por ejemplo ahora he pasado
un cuarto de hora haciendo lo siguiente: buscando un papel que no apa¬
recía (una carta de Sonsoles que quería contestar) y esta búsqueda -in¬
fructuosa— ha acarreado la aparición de otros papeles cuya presencia
me revela la urgencia de lo práctico, y eso me altera: asuntos de la con¬
tribución, recibos que tengo que ir a pagar, papelitos amarillos de ropa
que está en el tinte, notas de prensa sobre libros que debería leer para
las críticas futuras de Diario 16, y me he sentido agobiada por la diver¬
sidad de esos quehaceres, por su insoslayable aviso y por la imposibili¬
dad de ponerlos de acuerdo ordenadamente dentro de mi mente.
Y me han entrado unas ganas horribles de fumar (aunque, de momen¬
to, no lo he hecho, sino que he vuelto al cuadernito este). Lo cual me in

444
2Cvhtíi, (aj.
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dica, ya para empezar, que una de mis situaciones álgidas de r.p.f. coin¬
cide con esos momentos del nerviosismo motivados por el caos, por la
imposible o difícil avenencia de asuntos pendientes, por la diferente
etiología de los distintos quehaceres, por el bloqueo que lo práctico
tiende a operar en mi mente, ávida siempre de libertad, de luz. Cuando
se me amontonan los problemas, se me ofusca esa libertad. Pero tam¬
bién descubro, según escribo, que hablar de ello es liberarse. Mientras
que un pitillo significaría, a lo sumo, un consuelo pasajero. De momen¬
to, además, ya tengo definido este estado: lo llamaré compulsivo por
desorden interior.
Gracias Joan.

La una menos diez

Carlos y Marta se han ido a la calle y ella me ha dicho que no volverá a


comer. Le he pedido a Carlos que me deje tres pitillos, porque no he
comprado tabaco.

Las dos menos veinte

Todavía no he fumado. He bajado a comprar pan, yogures y seis carpe¬


tas transparentes tamaño cuartilla para tratar de ordenar ese material
disperso, cuyo amasijo me produce tanto desequilibrio. También he
comprado etiquetas adherentes y el periódico.
Llevo diez minutos leyendo el periódico. Leer el periódico no me

445
suele producir ganas de fumar. Y, meditando sobre el caso, me doy cuen¬
ta de que es, de por sí, una evasión, un entretenimiento que no me im¬
plica demasiado, que me aleja la angustia. En ese sentido puede cumplir
una función cercana a la del tabaco.
Ahora, en cambio, que ya me voy a poner a trabajar -lo he venido
demorando durante toda la mañana-, veremos qué pasa.
(Joan se reiría mucho si supiera ahora -por las nubes, como está, y tal
vez acordándose de mí- que me estoy tomando tan en profundidad su
consejo de escribir sobre los pitillos que fumo. Ella me hablaba de cuan¬
do fumo, no de cuando no fumo. Pero es que, precisamente, no fumo gra¬
cias a que escribo sobre el fumar. ¿Qué pasaría si este vicio llegara a ha¬
cerse tan predominante como el otro? ¡Menudo lío! No volvería a poder
ocuparme de otro tema y adiós Pesquisa personal y Don Duardos y las re¬
señas de libros y todo. Quién iba a figurarse que me iba a dar tan fuerte.
Por eso me da risa. En buen lío me ha metido este remedio.)

Las dos

Estaba a punto de dejarme tentar por la idea de encender lo que estaba


bautizando en mi interior como «el cigarrillo premio» (premio, en este
caso, a mi riguroso análisis) cuando ha sonado el teléfono y Amancio
me ha dicho que ha venido a despedir a Josefina y que, dentro de un
rato, se pasa a verme y a comer conmigo. Llamada providencial que ha
desplegado en mí una actividad mediante la cual la sombra del pitillo
ha quedado borrada. He fregado los cacharros de la cocina, amontona¬
dos porque hoy no ha venido Carmen Cruz, he hecho la cama, me he
planchado el pantalón rosa que compré en Cadaqués. El estímulo de co¬
mer con Amancio, en lugar de hacerlo sola como pensaba, me ha susti¬
tuido con creces al premio del pitillo. Y, mientras le espero, he vuelto al
cuadernito este que, vaya por Dios, se está convirtiendo en vicio, según
veo. Claro que Joan también me advirtió que en esta época debe uno to¬
marse la tarea de dejar de fumar como tarea central y atender a ella an¬
tes que a ninguna. Así que, como hoy todo lo hago en función de no fu¬
mar, que esperen Don Duardos y Nabokov.
(Sigo notando —cuando estaba en la cocina lo noté— que mientras
emprendo tareas prácticas —de ordenación— las ganas de fumar son me¬
nores, casi desaparecen. Esto ya lo había advertido en otras épocas en
que intenté quitarme del vicio.)

Las cuatro

Primer pitillo, estando de sobremesa con Amancio. Acabamos de hablar


de Morera y de la faena de no representar él el Don Duardos. La charla
era viva, entusiasta y animada. De pronto tuve muchas ganas de fumar

446
y encendí uno de los tres pitillos que dejó Carlos. No puse siquiera en
duda el encenderlo. Pitillo placentero, para acentuar, sin duda, la sensa¬
ción de placer que ya, de por mí, sentía. Me ha sabido muy bien.

Las seis y diez

Pitillo previo al trabajo. Acaba de irse Amancio y me pongo con el ar¬


tículo de Nabokov. Estoy algo nerviosa, porque pienso que no me va a
dar tiempo y acudo al pitillo como relajo previo.
He dudado si saborearlo o ir trabajando al mismo tiempo. Al fin he
optado por la primera alternativa. Pitillo «funcional».

Las siete

Llevo medio folio del Nabokov. Tercer pitillo funcional y muy urgente.
Lo he fumado paseando por el pasillo. Creo que habría bajado a com¬
prarlo, si no lo tuviera. Pero al final me sabía mal y no lo he apurado.
Hace calor. Me prometo -sin demasiada convicción- no fumar ninguno
más en todo el día.

Las ocho

Otras dos chupadas a un Habanos. Nervios porque el tiempo se me


echa encima.
En Diario 16, con Sol Fuertes, y luego cenando en el Suecia con Mo¬
rera, no volví a fumar.

12 de agosto

Comí con Carmen de los Cobos, le compré tabaco y no sentí la tenta¬


ción de fumar. Luego volví a casa y estuve hablando con Marta de su re¬
lación con Carlos. Esto me ponía algo violenta, pero sentía, por otra
parte, que era una conversación que debíamos tener.
A las siete menos cuarto fumé medio Habanos. Y a las siete otro me¬
dio. Los necesitaba. Los describiría como pitillos para contrapesar una
situación de cierta violencia.
Ahora (las ocho) estoy esperando a C. para ir al cine y no siento ga¬
nas de fumar.
A ver Julia con C. Dos pitillos ofrecidos por ella que llamaré «de
compañía».

447
13 de agosto

A El Boalo con Marta y Elizabeth, en coche de línea. En Moralzarzal me


compré en la farmacia una pipa con pitillo de mentol.
El baño y el aire libre alejan las ganas de fumar. Por la tarde se
fueron ellas y yo me quedé. No he fumado en todo el día.

14 de agosto

El Boalo. No he fumado en todo el día ni lo he echado de menos. He leí¬


do a Jane Austen sentada en la hamaca, me he bañado. El recuerdo del pi¬
tillo no me ha venido en todo el día. También influye que Anita está de
buen humor y yo traigo equilibrio de Cadaqués y no se han producido en
todo el día situaciones de tensión.

15 de agosto. El Boalo

Viene a pasar el día Amancio. Vienen los Sorozábal. «No fumo, gracias»,
le dije a Pablo.
A la vuelta a la ciudad (tren desde Villalba) tuve improvisadamente
la tentación del pitillo por dos veces. Y luego, cuando al llegar a casa, vi¬
nieron Mauricio y Carlos con tabaco rubio. Pero me quedé mirando las
estrellas un rato, desde la terraza, y estaba contenta de no fumar.

16 de agosto

Durante la visita de Blas Matamoro, un escritor argentino, sentí la pri¬


mera tentación seria de fumar. Gracias a que él no traía tabaco. (Se fue
a las tres.)
A las cinco se me ha ocurrido llamar a El Boalo y me han contado
que papá ha vuelto a caerse. Eso me ha puesto en un estado de gran ner¬
viosismo. Necesito estar aquí -porque allí trabajo menos o nada en ab¬
soluto-, y porque Marta se marcha a Coria mañana, y sin embargo soy
consciente de lo necesaria que es mi presencia allí. Este dilema de «cora¬
zón repartido», de «conflicto» de «intereses irreconciliables» me desgarra
y me invita a fumar furiosamente. Me consolaré leyendo a Simone Weil.
(Antes he dado paseos por el pasillo y he buscado a ver si Carmen Cruz
o Marta se habían dejado algún pitillo por ahí. Pero nada, no había tal.)
Con la mala suerte de que he perdido -o creído perder- el libro de
Simone Weil y la tarea de buscarlo afanosa e infructuosamente por to¬
dos los cuartos de la casa, me he descentrado. Tengo que ordenar.
Larga conversación telefónica con Joaquín Puig que ha suplido al
prurito del tabaco.

448
Viene Carmen de los Cobos. Tres pitillos «miméticos» o de compa
ñía con ella en la terraza y uno con Carlos en la cocina.

17 de agosto

Se va la Torcí a Coria. Me quedo casi todo el día con C. Cobos. Trato, en


vano, de enjaretar el comentario sobre Emma. Lo peor es la falta de con¬
centración (¡aquella paciencia que yo tenía cuando estaba en archivos,
cómo la echo de menos!), sentirse perpetuamente como sobresaltado
por las vanas solicitaciones del mundo. Por eso el tiempo se empantana
y se fragmenta (los pitillos pueden ser jalones de esta continua interrup¬
ción). Hay un vicio de interrupción que yo antes no tenía, tal vez también
porque me veía menos cerca de la boca del embudo y era capaz de des¬
atender el futuro, habitar el tiempo presente con mayor entrega.
La peor hora para la tentación de fumar, lo he comprobado, son las
siete de la tarde (a partir de esa hora empieza lo irresistible). Carmen
Cobos me había estado enseñando a relajarme (y yo me acordaba de
aquel empeño de su padre en conseguir, mediante los ejercicios físicos,
la paz interior y la olímpica ironía con que yo le miraba -pobre Alfre¬
do- desde mi equilibrio de entonces) y entre eso y escuchar el cántico
espiritual se fueron pasando las tentaciones, a pesar de que estaba muy
nerviosa porque Carmen Cruz no había venido y porque me han dicho
que el abuelo se ha vuelto a caer. Pero, cuando me quedé sola, y lo de
Emma no me salía ni a tiros, fumé dos colillas de tabaco negro que ha¬
bía en un cenicero. Confieso que me supieron muy mal, pero era algo
superior a mi voluntad.
Luego telefoneó Joaquín Puig y me preguntó si podía venir a visi¬
tarme. Le dije que sí y que trajera tabaco. (Yo no había bajado a com¬
prar en parte por resistir y en parte por la pereza que me da acordarme
de que todos los bares del contorno están cerrados por vacaciones.)
Vino y estuvimos en la terraza. Luego vino Carmen Cobos también.
Mi gran triunfo ha sido el de hoy y lo anoto con orgullo. Ellos fumaron.
Y yo no.

18 de agosto

Se fue Carmen Cobos a las doce. Todo el rato, desde que ella se fue, es¬
tuve lidiando con el artículo de Jane Austen y con el calor. Resistí a la
tentación de pedirle que me dejara pitillos. Pero a las tres menos cuar¬
to, ya desesperada, bajé al bar Los Cubanos a comprar. Cuando ya es¬
taba delante de la máquina y me disponía a echar las monedas, me di
cuenta, con gran lucidez, de lo peligroso que sería para mí tener en
casa un paquete de Fortuna (total esta tarde me voy al Boalo y sé que

449
allí nunca fumo), así que cambié de idea, crucé a comprar el periódico
y chicle y luego le pedí a un transeúnte que por favor me diera un Ha¬
banos. Acabo de subir, le he dado dos chupadas y lo he apagado. Los
Habanos me gustan mucho menos que el rubio, pero esas dos chupa¬
das me han sentado muy bien. Me dispongo a seguir con el artículo.

Día 21

Después de tres días en El Boalo sin fumar ni echarlo de menos, anoche


me puse de prueba ir un rato al bingo de la Casa de Guadalajara. Todos
los que estaban en mi mesa fumaban y no sentí tentación. Perdí mil pe¬
setas o tal vez algo más.
Ahora estoy contestando la correspondencia atrasada junto a la terra¬
za que acabo de regar. Me sabe la boca a yogur y chicle. Tengo mucha me¬
jor respiración y aliento que cuando fumaba.

Día 30

Ayer volvió la Torcí de Coria. A las cinco, cuando estaba contándome las
cosas de allí y de la ruina de R., me fumé un Habanos. Pitillo de nervios.
Luego vino Laura, que fuma como una chimenea. Me había quedado
yo sola y estaba dando vueltas por el pasillo. (Fumé medio Habanos.)
Con Laura, al principio nada. Luego un pitillo a las diez, de inquietud.
Como era negro, no fumé más.

1 de septiembre

Las cinco de la tarde. Escribiendo el comentario a Memorias del subsue¬


lo en el cuartito azul. Medio Habanos. Está visto que el pitillo «Jane Fon¬
da» o de trabajo se está revelando como el más difícil de descastar.
A las siete otro medio.
(Por otra parte hoy he terminado la tanda de inyecciones de vitami¬
na B que me ha estado poniendo Sofía y entre eso y la diclamina, que
he empezado a tomar, me encuentro muy en forma y con buena salud.
Además, en contra de mis previsiones y de la opinión general, no como
más que antes de fumar, sino menos y, sobre todo, de un modo más ra¬
cional. Ensaladas, yogures, fiambre, fruta, poco pan. Y muchos vasos de
agua entre horas, que siempre me ha sentado bien para el riñón y adel¬
gaza. Creo que como esta vez mi «dejar de fumar» está siendo racional
y metódico -es decir de mucho análisis-, las convicciones y beneficios
se extienden al campo de la alimentación. Se trata de aplicar a dos cam¬
pos distintos el mismo esfuerzo de voluntad.)
(Hoy ha sido para mí un triunfo terminar el comentario sobre las

450
Memorias del subsuelo y ahora, después de entregarlo en Diario 16 -las
once de la noche— y hacer una breve visita al niño de Jubi, tengo muchas
ganas de enrollarme a escribir en este cuadernito que tengo al uso, sea
para hablar del tabaco o no.)
Estoy en el cuarto azul, cuya disposición de muebles varié un poco
ayer con ayuda de Amando y presenta un aspecto mucho más despeja¬
do y acogedor. Hay clavellinas en un florero y he puesto una colcha de
piqué blanca. Ha refrescado y considero con aliento y buena disposi¬
ción los trabajos que emprenderé este otoño. Tal vez me haya ayudado
también el deseo de huir del caos y la acidia que se reflejaban en la na¬
rración que la Torcí me hizo anteayer de su estancia en Coria y mi re¬
chazo por los «calatoraos»'' estériles, ese nuevo estar juntas las personas
para no pensar, para no vertebrarse en soledad, incapaces también, por
otra parte, de organizar y resolver los problemas que les plantea esa
convivencia sin demasiado sentido.
Y claro todo es lo mismo: cuestión de voluntad. Volvemos a lo mis¬
mo: a incidir en el vicio de hacer algo que sabemos que no nos aprove¬
cha, por la mera inercia, decidir una cosa y hacer otra (éste es, en parte,
el tema de Memorias del subsuelo). Y tiene que ver mucho, claro, con el
vicio de fumar.
Antes he hablado por teléfono con José María Gutiérrez. Quiere que
haga con él algo de cine, pero no sabe qué. Leyendo El cuarto de atrás
se le ha ocurrido que podría salir algo sobre la Sección Femenina. Yo
ayer estuve revisando números de la revista Y. Pensé en Celia madrecita
y en Cuchifritín, se podría mezclar algo de las dos cosas. Para eso de
Gutiérrez o para lo que fuera.
Me dice Gutiérrez que en esto de los argumentos pasa un poco lo
que yo digo de mezclar las miguitas con las piedrecitas blancas. Claro.
Pero en la elaboración de una historia que tú no has vivido (yo no he es¬
tado en el castillo de la Mota ni sé como funcionaba) hay que sentir más
respeto por la recreación histórica de ese ambiente y tener más rigor en
las fechas que cuando hablo de algo que he vivido y en que me encuen¬
tro cómoda. Hay que estudiar mucho una época determinada para llegar
a encontrarse cómodo en ella y ser capaz de mezclar las miguitas y las
piedrecitas blancas con el desparpajo con que yo he mezclado la guerra
y la posguerra, descolocando sin miedo ni miramientos, en El cuarto de
atrás. Es un lujo que sólo se puede uno permitir cuando los cimientos
son firmes y seguros. Burlar la seguridad sólo es posible si se tiene.

* Calatorao: término perteneciente al léxico familiar que se utiliza para referirse a las reunio¬
nes con carácter intrascendente de personas bulliciosas, en plan más informal que fundamen¬
tado. (Nota de Ana Martín Caite.)

451
3 de septiembre, noche

Al volver de El Boalo, con la tristeza del envejecimiento progresivo de


papá y también tras una conferencia de P. S. desde Miradores, en que
(de forma inoportuna porque a mí en ese momento no me cabía ni un
problema más) pretendió extenderse en «recapitulación psicológica» de
viejos reproches que no venían a cuento, me fumé medio Ducados, ya
en la cama. Me supo muy mal y lo apagué en seguida.
Son pitillos de nervios, pero también de transición, de adecuación a
una situación nueva y acuciante, recién abandonada otra que en verano
se trata de olvidar. Mañana tengo que hacer muchas cosas, la reincor¬
poración es para mí lo más difícil. Cada día doy menos abasto a aque¬
llo del «chino de los palillos», me rebasa la multiplicidad de los asuntos,
de los requerimientos.
En El Boalo de esta multiplicidad no saben nada. Se han centrado en
un tema obsesivo: el de que papá se muere, han tapado todas las demás
rendijas y no se permite el menor desahogo. Mis visitas les proporcionan
algún desahogo, pero para mí es una labor cada día más trabajosa. Y sin
embargo es mi única contribución posible: esas dosis de equilibrio, de
serenidad, de «yo estoy aquí, no puedo hacer otra cosa» que ellos chupan
y consumen ávidamente sin que les dure el beneficio mucho más allá de
mi desaparición. Tendría que dejarme devorar por su necesidad de mí, y
no puedo ni quiero. Su incapacidad para razonar y analizar lo que les
pasa es ya patente, raya en la arterieesclerosis.

Día 5 de septiembre

A las once de la mañana, después del madrugón que me di para volver de


El Boalo y de toda la tarde de nervios que pasé ayer por culpa del susto
que nos dio papá, le pedí a Carmen Cruz un Fortuna. Es el primer pitillo
peligroso, voluptuoso, que he fumado en mucho tiempo. Llamé a Aman¬
do a Segovia en plan S.O.S. Por la tarde a las cuatro y cuarto, empanta¬
nada con el Don Duardos, medio Habanos. Éste no me gustó de sabor.

Jueves 7 de septiembre

A las 11 de la noche con Laura en el Espejo. Un pitillo de compañía (an¬


tes le había dado dos chupadas a uno suyo en casa). Luego, durante la
noche, tres pitillos ofrecidos por R. del Pozo en Boccacio.

Viernes 8

Por la mañana a las doce un Fortuna robado a Carmen Cruz.

452
CUADERNO 21
VAV ^1
á i í Huí! í í í1 ¿ i ^ v

Un cuaderno azul desteñido, de la marca Blasón,


que ofrece, entre otros comentarios de lecturas, el vibrante
encuentro con los Diarios de Katherine Mansfield.
Incluye además la primera versión del capítulo
«Las mujeres noveleras» de El cuento de nunca acabar,
y varias páginas de apuntes sobre la literatura femenina
(Eulalia Galvarriato, Rosalía de Castro, Concepción Arenal, etc.),
luego utilizados para el ensayo Desde la ventana: el lector
encontrará aquí, como muestra, sólo una breve referencia
al libro de Margarita Nelken Las escritoras españolas.
Katherine Mansfield, Diario

Q uién le manda a un escritor escribir? Fusta. Problema de la abulia.


Leer a Katherine Mansfield revuelve todos mis problemas.
Es maravillosa esa creencia en la transferencia, en el halo o espíritu
del hermano que la manda escribir.
Los diarios tienen a veces una frescura que jamás podrá tener la
obra deliberadamente hecha para publicar.
La literatura, sucedáneo de compañía del hermano muerto. La no¬
ción de «recoger para el verano». Sola conmigo misma.
El diario de Katherine M. es un argumento de pensamientos que se
esfuman. Como ella es tan «visual», los ve uno volar en torno como ma¬
riposas blancas.
Aguantar la soledad. Obsesiones por miedo a perder el tiempo. Exa¬
men de conciencia. Métodos de disciplina. No llego a ponerme en con¬
tacto con mi inteligencia. A veces se da cuenta de la futilidad del inten¬
to de «dejar huella» a través de un diario. A pesar de eso es su propio
domador para escribir.
Hay que tener cuidado de tantas cosas, conservar, supervivir, para
que no mueran, limpiar trajes, guardar papeles, coser sábanas, esa dis¬
ciplina necesita un ánimo en que cimentarse.
El deleite máximo de no tener que explicar: libertad suprema.
El contraste entre el aliciente que las mismas cosas (paisajes) provo¬
can en la juventud y la situación actual.
La lucha contra el tiempo. Tiempo desperdiciado. Tener tiempo para
escribir. Obsesión, como la deThomas Mann (ver).

16 de julio de 1979

Es más acogedor y abierto esto (el cementerio de El Boalo) que aquella


casa encerrada donde en vano he estado intentando leer.

455
Mamá cuando cosía en el gabinete, en el último año de su vida, mi¬
rando los dos grabados, ¿se acordaba de Muchachos, de aquella vuelta
corriendo por la calle de Toro a ver si tenía carta? Sí. Pero no lo dijo,
«nunca he abierto a nadie mi corazón sino a ti».

Para Pesquisa personal tengo que poner trozos de las cartas de cuando
el padre conoció a Adelaida Sarmiento.
Casilda Triarte.

21 de julio

Al pasar por San Rafael, (percepción retrospectiva aguda). Nadie me


ayudaba a resolver nada pero yo no me endurecí ni me hice eficiente.
Lo resolvía todo con ineficacia, con un perpetuo titubeo. Tú, mamá,
tal vez te dabas cuenta, lo sorprendí a veces en tus ojos que velaban
sin abarcar el abismo que yo rondaba, sólo te daba alientos confiar en
mi fortaleza.

Ferrater duda entre la lógica y el atractivo de lo irracional, como los


grandes, ¿eso es su misma prosa? La zozobra está engastada en ella.
La poesía es retener el instante en que las cosas parecen decirnos
algo, tres limones, un paso en falso, lo que sea. Leed a Gustavo Fabra.
Hablar otro lenguaje, esas intuiciones furtivas que nos incitan -escon¬
diendo su verdadera intención- a ser captadas, coquetean, se burlan y
no nos dejan más que incertidumbre. Esa perplejidad es lo que capta el
buen poema. Sobresalto de la memoria. Leer «si puedo».

Segovia, 23 de julio. Buhardilla

Quiero apoyar mis días


sobre algo y se caen como
naipes sin soporte
me salen en los sueños,
proliferando
ahogándome
sin el sujetalibros
desgobernados
desde el 18 de octubre
se ordenaban conforme a ellos.

456
La muerte de la madre
es la primera muerte creíble
en la carne de
uno deja la marca,
el hierro,
de ahí para adelante
a esperar la tuya.

Las cosas refluyen a mí en un embate imprevisto: «¡Sujétanos!». Que¬


rría no tener patria.
¿Cómo puede sentirse uno tan cerca de alguien a quien no ha
conocido? Por el tratamiento de la memoria y la actitud frente a la
edad.
La memoria produce cortas hogueras. El olvido rescoldo de inquietud.

K. Mansfield

Caleidoscopio de humores: tan pronto siente una gran gloria en fijarlos


como se enorgullece de dejarlos ir.
A lo largo del diario conoce como nadie la comedia de la falsa vo¬
luntad, las tretas del «hacer como que escribo». Se despliega en dos
K. M. («ven mi invisible, mi desconocido, hablemos los dos»), una de las
cuales desenmascara a la otra. Sin embargo, de desenmascararla y aun
convencerla de que es otro el método hasta inclinar realmente su vo¬
luntad a abrazar ese método hay un abismo: el que separa el caos del
orden.
«Reina una especie de confusión en mis estados de conciencia.» «Soy
pródiga, me disperso en lo vago, no soy positiva... pierdo el tiempo.»
(Lo pierde porque está empeñada en ganarlo, como lo perdemos todos
cuando nos acosa la rigidez.)
Análisis de la inercia. «Ahí está el trabajo, ahí me esperan las nove¬
las, se cansan, se marchitan, se ajan porque no quiero venir.» Es casi una
traición religiosa («¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras pues no te
abrí!»). Y sin embargo no se mueve del balcón, se pone a jugar con el
ovillo... y sabe que hace mal.
«Empecé dos novelas, pero las conté a alguien y fue como si las hu¬
biera traicionado.»
Le atormenta que nada sea ilimitado, se rebela, sensación acrecen¬
tada con la proximidad de la muerte. Inquietud inexpresable con la que
sin embargo siente que tiene que hacer algo, como si su único material
fuera esa arcilla candente y movediza. «Me quedé sentada pensando en
la muerte y sentía mi cuerpo como una cárcel.»
«La extraña barrera que hay que cruzar entre pasar esto y escri-

457
birlo.» Sensación de trabajar por cumplir, de hacer las cosas poco a
fondo.
No sé hasta qué punto es o no lícito escribir un diario, pero recono¬
cerse en él tanto como yo lo he hecho en el de K. M. atenúa la posibili¬
dad de opinión.
Estoy segura de que la meditación es el mejor remedio para la en¬
fermedad de mi espíritu, para su falta de dominio sobre sí mismo. «Para
hacer algo, para ser algo, uno tiene que recogerse enteramente y fortale¬
cer su fe.»
A veces siente que con registrar como un notario lo que sus ojos ven
lo va a arreglar todo y a acometer ataques de cronista (el vuelo de las
golondrinas, sus colas aterciopeladas y hendidas) pero de repente sien¬
te que se le caen los palos del sombrajo y lo registra (no hago más que
una guerra de pequeños engaños), también aplicando a dar fe de esos
«inútiles afanes» la misma apasionada veracidad que aplica a todo. Sus
depresiones quedan así también brillando porque las capta en el mo¬
mento de producirse. Pasa de la crónica esperanzada de los hechos al
testimonio despiadado y escéptico de los sentimientos. De Scilla a Ca-
ribdis.
La condena de los cuadernitos, el compromiso de verlos sin empe¬
zar. De repente ve que han pasado los días sin una huella y que ha es¬
crito escasamente una página, «me parece que he estado durmiendo
todo el tiempo».
La angustia de papá ante la muerte no por intransferible era menos
seria, ver que ya el tiempo se le acababa, que no podía leer ni decir nada
que asombrara a nadie, «me paso el día durmiendo» decía, como repro¬
chándoselo, le salían borbotones de su antigua voluntad, pero ¿en qué
emplearla?
¿Y yo? ¿Cómo voy a caer en la misma enfermedad de la abulia? No
hay derecho. Lo que habría dado él por tener mis años. Y tengo que pen¬
sar que algún día —en cambio— tal vez tendré yo los suyos y leeré esto
con los ojos temblorosos de impotencia.
Pero el diario de K. M. es también la historia de una ascesis espiri¬
tual, de un arduo viaje siguiendo un camino de perfección.

Cabrera Infante, Arcadia todas las noches

El deseo y predisposición a contar surge con particular intensidad fren¬


te a lo nuevo, es por ejemplo compañía previa a un viaje. Tal vez porque
en el proyecto de un viaje hay implícita una sed de aventura digna de ser
contada. No en vano en la literatura tienen un lugar tan preponderante
los viajes e infinidad de novelas comienzan con una partida o una lle¬
gada. Borrón y cuenta nueva, el narrador se da cuenta de que no hay es¬
pacio más idóneo -más aislado del resto- que el acotado por las cosas

458
que se van a ver en un viaje, vehículo a su vez casi siempre de reminis¬
cencias, vivencias y adherencias que vienen de otro sitio. ¿Por dónde
empezar?
El testigo; lo que ve enciende su curiosidad. Se toman concienzuda¬
mente los datos de los seres casuales tratando de interpretarlos, soñando
en que tal vez nos dejen asomarnos más a sus vidas (finalidad de la lite¬
ratura), que se conviertan en no-desconocidos. (No hay avidez parecida
a la de iniciación, a la de las cosas que tienen un futuro cuestionable.)
«... X se permitía concentrar sobre la mujer una atención ávida,
puesto que nunca más la vería, puesto que debía separarse de ella como
si fuera a morir con la certidumbre de que toda posibilidad de algo en¬
tre ella y él terminaría al arrancar el tren.» Despedidas de alguien que
luego va a reaparecer y tal vez a hacerse vulgar mirado ya bajo la luz de
las pertenencias adquiridas y sin secreto.
El testigo-intérprete que fuerza a los seres mirados a responder a su
interpretación: «Pero el tostado del cuello era demasiado fuerte, no era
el que se adquiere en unos días al borde del mar. Y además X no nece¬
sitaba indicios: sabía que vivía en el campo... así lo había decidido». (El
escritor debe dejar, si puede, desenvolverse a sus criaturas, no agobiar¬
las con su designio, darles libertad.)
La tentación de los demás. «Y tampoco era un azar si él se cruzaba
por la historia de ellos, si estaba mezclado... Los desconocidos lo ab¬
sorbían.» Nadie salvo él habría reparado en aquella pareja (hacer de
dioses). La curiosidad por los demás no se aprende, nace con uno o no.
Sólo cuando es muy profunda nos lleva a conjeturar bien. Sentir cómo
te transfieres y te inmiscuyes en los problemas de otro, en la piel de otro
y la vuelves tuya.
Los seres de los que se ignora todo salvo lo que se presiente, lo que
se husmea. «Ni su padre ni su madre ni su hermano se beneficiaban de
ese amor que lo inundaba ante el primer rostro entrevisto.» El lujo de es¬
tar aparte, al abrigo de lo que se explora, sin caer en la promiscuidad,
espectador. Todo lo que es delectación nace de uno mismo. Sentimiento
de Robinson en su isla delante de quien se yergue de pronto como un
hombre.
Se agradece mucho a los novelistas que no metan la pata, que nos
presenten a los personajes como a desconocidos para que los podamos
interpretar nosotros, que nos brinden participación en el juego, que nos
dejen asomarnos a esas vidas, cuyo mero estar en la novela nos asegu¬
ra, por otra parte, una «continuidad» que lo fugaz de los encuentros rea¬
les también promete pero cumple pocas veces.
El mayor sacrificio es renunciar a la curiosidad, lo que más tratan
de descastar los votos religiosos, sin lograrlo, lo que más descasta la
vida. Lograr encender en los demás la curiosidad que ellos despiertan
en uno.

459
El narrador testigo
(Las mujeres noveleras)

La literatura se introduce en nuestras vidas de una forma insensible


y progresiva y no sólo nos va conformando el pensamiento, sino pres¬
tándonos sus propios ojos, es decir, proporcionándonos patrones con
arreglo a los cuales mirar lo que pasa, escuchar lo que nos dicen,
adornar nuestros sueños e interpretar los hechos de la propia novela
vivida.
La tendencia a vivir la propia vida como si fuera una novela se per¬
fila, casi siempre, de forma inconsciente, desde muy temprano y creo
que surge y crece paralelamente con la sed por oír o leer historias que
nos asomen a universos extraños a aquel que sirve de decorado a nues¬
tra vida cotidiana.
Ese gusto por compartir las aventuras, problemas y esperanzas de
unos personajes que no tienen, en principio, nada que ver con nosotros
nos indemniza de un deseo casi siempre insatisfecho, sobre todo en la
primera edad: el de averiguar los móviles misteriosos que condicionan
la conducta de aquellos otros seres, sólo aparentemente más familiares,
que nos rodean y a quienes tantas veces no comprendemos porque no
nos suministran datos suficientes para ello.
A un padre, a un maestro o a un amigo mayor podemos admirarlos
fervientemente y querer parecemos a ellos, copiar lo que dicen y lo que
hacen, pero notamos que, aunque lo hagan y lo digan para nosotros,
nos están impidiendo, atrincherados tras la máscara de su sonrisa o su
ceño indescifrable, el acceso a esa identificación anhelada; es como si
nos tendieran desde un plano demasiado elevado una mano que no
alcanzamos a asir realmente y cuyo tacto sólo hemos conocido cuan¬
do descendía de su mundo al nuestro para acariciarnos protectora y
mantenernos en la dulce inopia del sueño, a buen recaudo del miedo, de
las preguntas y del excitante peligro que supone todo verdadero des¬
pertar.
Y si, rebelándonos contra esa condición larvaria, hemos intentado
franquear por nuestra cuenta el umbral del cuarto de los juegos, imitan¬
do a quienes representaban su función de adultos en ese otro recinto
más alto donde a veces fingían dejarnos entrar, pronto pudimos com¬
probar que se trataba de una imitación bastante precaria, reducida a la
copia más o menos torpe pero siempre externa de sus gestos, voces o ac¬
titudes. Podíamos poner la cara y el tono de don Elias cuando se ríe, de
papá cuando se indigna, o de mamá cuando se calla y suspira desvian¬
do sus ojos hacia la ventana, pero lo que seguía sin saciar era la sed por
los motivos básicos de unas risas, enfados, silencios y suspiros que se
convertían así, al ser ensayados por nosotros, en un burdo e inútil re-

460
medo que nos dejaba fuera de la representación, condenados a gesticu¬
lar en el vacío como seres sin drama.
La literatura, como contrapartida, nos permitió participar, desde
una especie de escondite privilegiado, en aquello que desplegaba gene¬
rosamente ante nuestros ojos asombrados y ansiosos, nos desentumeció
y espabiló, agarró con fuerza la mano implorante que siempre tendía¬
mos en el vacío, nos asomó al proceso que transforma las conductas, al
que urde y motiva las historias, nos enseñó, por primera vez en la vida,
por qué las personas son como son, sufren como sufren, hacen lo que
hacen y mienten como mienten. Viajábamos en barcos amenazados por
la tormenta, entrábamos en habitaciones donde la gente se contaba sus
conflictos, acechábamos la inminente aparición de un personaje del que
ya esa gente había hablado antes y cuya presencia proporcionaría nue¬
vas claves para esclarecer el misterio, nos perdíamos por jardines mara¬
villosos y por callejuelas sórdidas en pos de una pesquisa, asistíamos
a reencuentros de padres con hijos y de amantes separados, a peleas, a
muertes, a bailes, a la transformación de la verdad en mentira, del des¬
vío en amor y del amor en odio, al crecimiento de un niño que se hace
hombre, nadie nos daba un manotazo para bajarnos de la ventana so¬
bre cuyo alféizar nos acodábamos para no perder detalle de la histo¬
ria, nadie nos gritaba ¿qué haces encaramado fisgando ahí?, nadie
nos decía «es tarde», «tienes sueño» o «te vas a caer», no nos veían
aquellos seres pero nosotros a ellos sí, y ése era el placer incompara¬
ble que nos ofrecía la literatura: el de permitirnos ser testigos desde la
sombra. Las personas de verdad siempre nos pillaban escuchando detrás
de las puertas o nos descubrían si nos habíamos escondido o hurgá¬
bamos en un cajón; ahora el caso era distinto, estábamos allí, en el ajo
de todo lo que pasaba, pero no nos veía nadie, éramos nosotros los que
veíamos.
La literatura ofrece así una revancha a nuestra sed insatisfecha por
conocer lo que nos enseñen y ésa es la razón por la que no dejará de en¬
candilarnos jamás mientras siga encendida la curiosidad por asomarnos
a las vidas ajenas. Pero la fascinación radica además en que el tiempo
que se vive al leer una novela nos saca de nuestro tiempo histórico y
nos sumerge en otro que nos relaja y transforma, precisamente por¬
que nos hace olvidarnos de las molestias de llevar a cuestas nuestras
obligaciones, nos consuela. Pero, además, al permitirnos ser testigos de
unos comportamientos que, por una parte inventa y por otra refleja, la
literatura nos ofrece no sólo el bebedizo de la evasión, sino una especie
de antídoto o lenitivo para hacer frente a la realidad para cuando salga¬
mos de ese «tiempo» de la ficción.
Porque, al acabar de leer, salimos un poco transformados, miramos
lo de fuera de otra manera, tal como nos han enseñado a mirarlo esos
hombres del relato provistos de una doble realidad: ellos, por una par-

461
te, reflejan la realidad (ya que fueron inventados por seres reales) pero
por otra son seres significativos, excepcionales, y lo son en la medida en
que saben analizar y contar lo que les está pasando.
En este último atributo reside la levadura que provoca nuestra iden¬
tificación. También nosotros, pensamos, al compararnos con ellos y no
sentirlos tan lejos, podemos contar lo que nos pasa, contárselo a otro o,
por lo menos, contárnoslo a nosotros mismos. La literatura, pues, nos
depara un segundo alivio y placer, el de que nos permite decir: -«Yo soy

462
como ése», en que nos ayuda por una parte a contarnos como excep¬
cional lo cotidiano (diarios) y por otra a posibilitar el acceso de lo ex¬
cepcional, dar entrada a la aventura en nuestras vidas.
Porque la primera cosa que constatamos es que el verdadero héroe
siempre está solo y acomete la lucha contra el entorno a contrapelo de
los obstáculos, sacando fuerzas de su inventiva o de su fortaleza, y, a
despecho de que el final que tengan las aventuras en que se ve enreda¬
do sea feliz o infeliz, lo que nos descubre es que podemos sacar partido
de nuestras propias desventuras para convertirlas también en materia de
narración, seamos niños o grandes, ya que también existe el héroe in¬
fantil desvalido y ése nos acompaña más que nadie. Si a uno le pega su
padre, puede decirse «más le pegaban a Oliver Twist», si hay un malen¬
tendido amoroso «también lo hubo entre Romeo y Julieta», si llevas la
vida más sórdida de oficinista, «como Kafka», si te desprecian, pensar en
Dostoievski, etc.
(Los modelos literarios de comportamiento varían, ya me ocuparé
de esto cuando hable de la narración egocéntrica.)
Puede uno -depende- haberse sentido fascinado por el modelo lite¬
rario del triunfador o del antihéroe (el antihéroe quiebra la ejemplari-
dad, lo amamos por sus fallos).

Margarita Nelken, Las escritoras españolas

En España es quizá donde la sensibilidad de la mujer se presenta menos


mutable a través de los siglos.
La forma sigue las modificaciones del lenguaje, el fondo permanece
invariable: fondo religioso, tan esencial a la sensibilidad femenina que lle¬
ga a constituir el eje en torno al cual gira ésta. Impulsada o contenida por
ese fondo inicial, la capacidad intelectual femenina es tributaria de él.
La necesidad de elegir entre los contrarios, el «todo o nada», de don¬
de procede el romanticismo de la sumisión está implícito en el «Solilo¬
quio» de sor Jerónima de la Asunción («Vuestra soy, por vos nací / ¿qué
mandáis hacer de mí? / Veis aquí mi corazón, / yo le pongo en vuestra
palma, / mi cuerpo, mi vida y mi alma, / mis entrañas, mi afición, / luz,
esposo y redención / pues por vuestra me ofrecí / ¿qué mandáis hacer
de mí?», etc.).
El misticismo era la válvula de escape de la pasión. En los excesos
del romanticismo, la inspiración femenina hallará su derrotero natural,
aquel del que carecía desde que los arrebatos místicos le estaban veda¬
dos por el incremento de la indiferencia. A falta de delirios religiosos, el
romanticismo brindará delirios humanos. El único clima inhabitable
para la sensibilidad femenina es el clima templado. Freno de la religión.

463
Mercé Rodoreda, La plaza del Diamante

El egocentrismo, las pequeñas conversaciones, latazos y minucias fami¬


liares.
La dulzura del feminismo es mucho más eficaz. Sin insultos ni rei¬
vindicaciones -a lo Doris Lessing- esta novela levanta ampollas.
La incapacidad del varón por sentirse desplazado en su protagonis¬
mo (se queja de la pierna para que esté pendiente de él). La madre pa¬
rece como si no fuera nadie y su sufrimiento se desprecia: se convierte
tan sólo en un reflejo de las órdenes y las neurosis del marido que se ve
instada a asumir y paliar. Y aguantar a sus amigos machos. La mujer es
como un cuenco que recoge los estertores varoniles.
Las complicaciones ornamentales de una casa burguesa de la Repú¬
blica vistas -con todo realismo y llaneza- por la asistenta que las tiene
que limpiar.
Debajo del argumento surrealista y magistral -algo payasesco- se ve
el despiste de la mujer aplastada ferozmente por un mundo varonil y una
estructura capitalista, disgregada, a la deriva, sus sueños machacados.

* * *

En el tren camino de Segovia, 23 de diciembre de 1979, una madre a un


niño: «¿A mamá le pegas?». El peso de la palabra: formulándolo así, se
deja abierta la posibilidad de que el niño -por si había obrado sin saber
lo que hacía- tope con la ley y se arrepienta de su ignominia.

464
CUADERNO 22

CALILA
5
I

Cuaderno importante, con tapas de tela blanca, el nombre


de Calila y una ilustración en la portada (Triunfo de San Miguel),
estrenado en Pamplona el 1 de julio de 1979 y retomado
el 10 de noviembre del mismo ario para a lbergar fragmentos
de Cuenta pendiente (que continúan en papeles sueltos encontrados
en el mismo cuaderno). Entre sus páginas, muchas de ellas blancas,
Carmen Martín Gaite ha conservado unas hojas secas.
Cuenta pendiente

10 de noviembre de 1979

H oy he tenido un sueño muy raro. Tenía que ver, como casi todos
los de este año, con la muerte de mis padres, pero ellos no sa¬
lían. Era yo la que andaba haciendo diligencias por distintas casas y
oficinas, en busca de papeles -radiografías, resguardos de banco, car¬
tas-, muy angustiada porque me faltaba tiempo y sentía que aquellos
esfuerzos, encaminados tal vez a detener el desenlace que se avecina¬
ba, eran baldíos. Lo más terrible es que yo ya me había muerto tam¬
bién y, sin embargo, tenía que reunir aquellos datos para que alguien
pudiera contar las cosas tal como habían sucedido. «Porque ahora es¬
tamos en el desorden, las cosas pasaron de otra manera que ya no re¬
cuerdo bien», le dije en un tramo del sueño a alguien que venía con¬
migo.
Era un muchacho joven, me había ayudado a saltar las tapias de un
huerto. Llevaba yo una especie de túnica negra y se me enganchaban los
pies, tenía miedo y estaba anocheciendo. El chico aquel no sé desde
cuándo venía conmigo ni era nadie que yo conociera, me sonreía muy
guapo, con sus ojos claros. Luego el huerto, según empezábamos a an¬
dar, él delante de mí, resultó que era el cementerio de Salamanca, aun¬
que mis padres no están enterrados allí, pero he ido tantas veces de pe¬
queña con ellos a dejar flores por Todos los Santos que hasta en sueños
lo reconozco. Anduvimos bastante rato por entre las cruces y nos senta¬
mos sobre una tumba blanca con letras doradas. «Dame los papeles a
mí, y no te preocupes, que yo te los guardaré siempre», me dijo él. Y alar¬
gó la mano, no sé si para coger aquellos papeles o para hacerme una ca¬
ricia. Entonces vi que mi mano se desvanecía encima de la suya, en¬
vuelta en un vaho fosforescente y es cuando supe que estaba muerta,
aunque le seguía viendo y podía hablar con él. Hice el gesto de darle
algo y él hizo el de desatar un paquete, que no existía, y luego el de po¬
nerse a hurgar pausadamente en los papeles que debía contener, como
si buscara alguno en particular. Estaba intranquila y él lo notó. «Con¬
fía», me dijo muy serio. «Tú no me conoces a mí. No tengas miedo.» Su

467
17 de octubre de 1978. Es elegido
papa Karol Wojtyla. arzobispo
de Cracovia, quien adopta el
nombre de Juan Pablo II. La
elección de un Papa polaco con¬
mociona al mundo, por suponer
un cambio radical en los hábitos
de la Iglesia católica.

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C°¿jlA t2^3 _ (Oy^ec^ Qsu ¿^Lo i CL cí¿L.
actitud serena y la concentración con que atendía a lo que estaba ha¬
ciendo me producían mucho alivio, no es tan grave morirse si queda
gente como él, pensé.
Un ángel de mármol blanco del tamaño de una persona presidía, de
pie, la tumba sobre la que nos habíamos sentado, se cubría el rostro con
las manos y estaba tan bien tallado que parecía de verdad. Sobre la lá¬
pida las letras doradas decían: «RAMONITA. Se vio en sus ojos, des¬
pués de su muerte, un dulce reflejo de la serenidad de su alma». Y deba¬
jo una fecha. «¿Habla aquí de ella?», preguntó el chico. «Puede que haya
alguna carta que mi padre le escribiera, pero nosotros no la encontra¬
mos, se habrá perdido, eran tantos papeles, déjalo, salían papeles de to¬
dos los cajones, era horrible, por cada uno que buscabas salían cien, y
la gente llegando y llegando y llenando la casa, y preguntando por
mamá, y nosotras sin saber qué hacer con los papeles, todos con su le¬
tra menudita, habrá escrito tanto...» «¿Tu padre?»
Asentí con la cabeza y me tapé la cara con las manos, pero igual que
no tenía manos tal vez no tenía cara tampoco y aquello eran simples
amagos de gestos muy antiguos ya para nadie... Oí que el chico me de¬
cía, con una voz muy dulce: «Hay tiempo. Algún día me lo tienes que
contar bien».
Me desperté, me dolía la cabeza, aunque anoche no tomé pastillas
para dormir ni me he levantado entre la noche. Hacía una mañana lu¬
minosa de noviembre y el sol entraba por las rayas de la persiana. Traté
de reconstruir el sueño con todos sus detalles, pero sólo me pude acor¬
dar con claridad de este trozo del cementerio, aunque antes y después
también habían pasado cosas.
Me he pasado la mañana viendo el rostro de aquel chico, era muy
pálido, miraba con una mezcla de timidez, audacia y decisión y el pelo
le encuadraba la cara, parecía un paje medieval. Algún día, cuando le
encuentre, se lo tengo que contar bien. Porque sé que existe en alguna
parte. Pero también puedo empezar a contárselo antes de que aparez¬
ca. No me vaya a morir antes.

Segovia, domingo de Resurrección, 6 de abril

Ya hace más de un año que murieron mis padres, los dos en otoño de
1978 con mes y pico de diferencia, y desde entonces no sólo se me
aparecen muchas veces en sueños y me dicen cosas que no entiendo o
se me olvidan al despertar, sino que he empezado a padecer durante el
día un fenómeno que se va agudizando y que interpreto como una es¬
pecie de respuesta o complemento a esas pláticas suyas nocturnas: la
tendencia a hablar sola. Yo creía que ésa era una manía de viejos, pero
es que, claro, aunque no me sienta todavía demasiado vieja, lo que no

470
tiene vuelta de hoja es que, habiendo desaparecido con mis padres
aquella frontera indiscutible que separaba su tiempo del mío y aban¬
donado el arsenal de historias que su memoria guardaba y que, en
cualquier momento, me podían aún contar, ya avanzo yo en cabeza de
la edad, al raso, sin la confianza que me daba saberme respaldada por
ese muro de contención y me adentro en el tiempo como capitana ma¬
yor heredera de todas las tramas más mezcladas y distantes, sintiendo
que se ha añadido al petate de la mía el de la memoria ajena, un fardo
dentro del cual pesan como piedras las historias que los muertos con¬
taron a medias o dejaron por contar y que cada día resulta más urgen¬
te legar a alguien. Pero ese alguien para quien semejante recuento pu¬
diera aún significar algo acaba siendo cada día más fatalmente uno
mismo, porque se trata al mismo tiempo de librarse de algo y de que¬
rerlo conservar. Por eso se encuentra uno, de repente, hablando solo,
como en borrador.
Lo que más me ha hecho reflexionar sobre lo sintomático de esta
nueva costumbre ha sido que mi hermana Anita, sin saber lo que me
viene pasando a mí, me confesó hace popo que notaba que se estaba ha¬
ciendo vieja porque hablaba sola. Ella realmente se ha quedado más
sola que yo y además sigue viviendo, por ahora, en la misma casa que
compartía con mis padres desde 1950 y donde yo también viví tres años
hasta que me casé, Alcalá 35 cuarto derecha, en la acera del sol, entre
Peligros y Gran Vía; desde el mirador del cuarto de mi hermana se ve a
la izquierda la Puerta de Alcalá con el fondo oscuro de los árboles del
Retiro, enfrente la antigua sede del Ministerio de Educación Nacional y
a la derecha la Puerta del Sol, los relojes de la casa se pusieron siempre
por el de Gobernación, era mi madre quien solía asomarse a comprobar
si la hora de casa coincidía con la de la Puerta del Sol, y eso parecía
aventar en su alma la sospecha de que alguna cosa amenazase con mar¬
char mal o salirse de sus cauces, «tenemos buena hora», decía al entrar,
o también «el que va bien es el del comedor, el mío atrasa», era una in¬
formación rigurosa y ritual dirigida, sobre todo en los últimos años, a
aplacar las angustias en que sumía a mi padre la consideración de su ve¬
jez, como una referencia indispensable para dar esqueleto a la nebulosa
de su tiempo inútil, barco fantasma a la deriva, desde cuya proa ya no
cabe acechar más aparición que la de las costas sombrías de la muerte,
«estáte tranquilo, aún es esta hora y aún vivimos en ella» parecía mi ma¬
dre decirle cuando entraba sonriente con sus pasitos ligeros desde la
atalaya del mirador a rectificar la marcha de los relojes domésticos y él
la seguía como un niño y asistía a aquel rito amorosamente, con la mis¬
ma mezcla de envidia y de admiración reconfortable que se leía en sus
ojos cuando la miraba coser, agitar el termómetro, preparar un guiso,
ponerle alpiste al canario, hacer crucigramas o disponer claveles en un
florero, recibía la luz de sus movimientos sosegados y armoniosos, gira-

471
ba como un satélite en torno a sus tareas sincronizadas con el tictac de
los relojes, «qué bien lo hace todo tu madre», decía.
Siempre fue mi padre muy puntual, pero aquella esclavitud al minu¬
tero, que desde un punto de vista lógico debiera haber ido aflojando sus
rigores a partir de la fecha de su jubilación, se le intensificó progresiva y
notoriamente con los años y al final, a medida que se le vaciaba el saco
de los quehaceres y no iba teniendo ya nada que acarrear al de las ho¬
ras, aquel perpetuo mirar al reloj se le había convertido en un residuo
compulsivo y maquinal de la actividad perdida, redoblaba el prurito de
invocar al dios del tiempo cuanto más pétreo sentía volverse su rostro y
más grises e inconsistentes sus promesas, invocación sin fe ni corres¬
pondencia, abocada ya sólo al bostezo. ¿Qué hora es?, ¿no ha venido
todavía tu hermana?, ya sería hora de que tu madre volviera de la com¬
pra, dentro de media hora me tienes que poner la inyección, ¿son sólo
las seis?, es la hora de las noticias, falta una hora para cenar, voy a mi¬
rarlo en el reloj del comedor.
Cuando mi padre cayó muerto un sábado soleado de octubre en
una butaca de ese mismo comedor, esperando que pusieran la mesa
para comer, ocupada en aquel momento por la máquina de coser de
manivela donde mi madre remataba una labor de pespunte, el reloj que
preside la estancia sobre el mármol de uno de los aparadores hacía diez
minutos que había dado la una y media, «¿no ponéis ya la mesa?» ha¬
bía preguntado al oír la campanada, dirigiendo por última vez su rostro
al de la esfera mirada tantas veces con inquietud o con aburrimiento, fue
como si en ese momento el dios del tiempo respondiese a mi padre y
quebrase la rutina de su expectativa estéril ofreciéndole al fin un acon¬
tecimiento sorprendente que desmentía la cotidianidad mediante el
brusco y fatal asalto de lo inesperado. Y el mensajero concreto de ese
dios, el reloj del comedor, solemnemente le había devuelto la mirada a
mi padre: «no, no es la hora de poner la mesa, es la hora de morirse, se
terminó lo accesorio y ha llegado lo fundamental», pero nadie se enteró
de que le había dicho eso porque los amigos nunca avisan de lo malo
con arrogancia sino con dulzura, se lo diría entre dientes para no asus¬
tarlo, y siguió reflejándose en el espejo ovalado en el que se apoya y
marcando uno a uno los diez minutos que aureolan eternamente en mi
recuerdo la escena de aquella despedida soleada, pacífica y despreocu¬
pada en que esperábamos la comida y mi madre cosía por última vez a
la máquina Singer que mi abuelo le regaló cuando tenía quince años,
«termino este pañito y en seguida ponemos la mesa», y nadie tenía mie¬
do y el reloj era el único que sabía lo que iba a pasar.
Es un reloj de caoba flanqueado por dos columnas, la esfera está
protegida por un cristal abombado con filo de oro que se abre hacia fue¬
ra para que se pueda dar cuerda una vez por semana, la cuerda la tienen
siempre debajo de las patas y se mete en un agujero que hay cerca del

472
tres, debajo de la esfera, a través de un rectángulo de cristal biselado, se
ve oscilar acompasadamente el péndulo de metal brillante cuyo tictac
siempre fue para mí tan sedante como la melodía de las campanadas, sé
que entró en la casa como regalo de boda y además alguna vez dijeron
quién se lo había hecho, me parece que fue uno de aquellos amigos sol-
teios de la tertulia del tío Vicente, tal vez aquel Luis Monje a quien nun¬
ca conocí y del que mis padres hablaban mucho porque había sido algo
cómplice de su noviazgo, y a mí me dio por pensar que podía haber es¬
tado enamorado de mi madre, sí, creo que fue Luis Monje quien les re¬
galó este reloj que desde niña me gustaba tanto y que ya en la casa de
Salamanca estaba colocado en el mismo sitio, contra el espejo ovalado
de uno de los dos aparadores del comedor, el más bajo, que se llama
también el trinchero.
En estos últimos años, cuando iba de visita a Alcalá 35, casi siempre
por la tai de, cuando volvía de leer un rato en el Ateneo que pilla cerca,
miraba mucho este reloj que ha presidido tantos aniversarios y celebra¬
ciones en el comedor familiar donde nunca faltaban ni el buen vino ni
la buena conversación, fiestas rematadas casi siempre a los postres, an¬
tes del taponazo de champán, con la lectura de unos versos que mi pa¬
dre había escrito el día antes para dar más solemnidad a la fecha con¬
memorada, «¡qué buena memoria tienes, hija!» me decía mi padre
cuando yo le recitaba el fragmento de algunos de estos múltiples poe¬
mas de ocasión escritos por él cuando yo acabé la carrera o cuando se
firmaba el documento número mil en la notaría, o para el cumpleaños
de mi madre: «Vio la luz en la calle de Corona / el día de los Santos Ino¬
centes, / allí mamó pacífica y glotona, / y, aunque torcidos, allí echó los
dientes. / Su llegada causó gran alegría, / al ver que, aunque pequeña,
era mujer / “¡Una nena!”, exclamó doña Sofía, / “¡una rapaza!”, dijo don
Javier. / Y al mirar a la niña se reía / añadiendo, con tono petulante: / “Se
llamará María” / y no habrá quien le ponga el pie delante». En estos úl¬
timos años, como ya se daban menos fiestas porque la mayor parte de
los amigos de ellos se habían muerto, a mi padre le producía mucho pla¬
cer que yo sacase a colación aquellas palabras suyas antiguas y, con
ellas, rescatase del olvido los tramos gozosos de su vida, ahora en de¬
clive, miraba a mi madre con un brillo de alegría en los ojos: «Pero, ¿te
das cuenta, Marieta? ¿Cómo se podrá acordar?». «Sí, no me extraña que
escriba», decía mi madre, «porque es una carta velha, cómo no va a es¬
cribir con esa memoria.» En gallego se llama carta velha a la gente que
saca a relucir, con todo detalle, recuerdos inesperados, tal vez por com¬
paración con el asalto a nuestro pasado que supone el encuentro fortui¬
to de una carta vieja aparecida de repente en el fondo de un cajón, y pre¬
cisamente en este año y pico transcurrido desde la muerte de mis
padres, me he dado cuenta con desgarradora evidencia del acierto de la
comparación subyacente en aquel epíteto que mi madre me aplicaba

473
desde niña, porque es tal el alud de cartas viejas que salen de los cajo¬
nes de Alcalá 35 a remover las aguas de mi presente, que ya no sé qué
hacer con el peso de tantos papeles como mi hermana me va entregan¬
do para que los mire cuando quiera y que entonces, cuando ellos aún vi¬
vían y les iba a hacer un rato de compañía por las tardes, me habría pro¬
ducido una delectación secreta leer porque allí estaban en su sitio y
tenían vida mientras la tuvieran sus celadores, porque no significaban
aún un peso muerto sobre mis espaldas como ahora que ya no puedo
volver a escuchar la voz de mi madre llamándome carta velha, aunque
tal vez sea esa expresión alguna de las que formule cuando se dirige a
mí en sueños y no la puedo oír, pero caso de que fuera así y pudiera oír¬
la, de qué manera tan distinta me sonaría ahora aquel epíteto cariñoso
al que nunca atribuí una connotación real de vejez, ahora sí que me he
convertido irremisiblemente en una carta velha, y por eso hablo sola.
Yo en la muerte de mi padre pensaba algunas veces, lo primero por¬
que era más viejo y estaba enfermo del corazón, y luego porque tenía
mucho miedo a morirse, pero la idea de que mi madre se muriera me re¬
sultaba casi inconcebible; alguna de aquellas tardes en que los iba a ver
y los miraba a la luz de la lámpara roja sentados allí con el periódico, la
baraja y el cesto de la labor, trataba de imaginarme lo que sería oír el tic¬
tac y las campanadas del reloj cuando ya no estuvieran ellos en el mun¬
do y notaba como un pinchazo raro en el costado, pero recuerdo que
una vez que estaba mirando la esfera del reloj y pensando esto, desvié
los ojos hacia la camilla porque noté que ella, que siempre parecía que
adivinaba los malos pensamientos y era maestra en disiparlos, me esta¬
ba mirando y me sonreía con aquella sonrisa incomparable y sabia:
«¿Qué piensas, vidiña?», y yo le sonreí también y le contesté que nada,
porque de verdad sentí que no era nada, que era absurdo pensar que
ella iba a dejar algún día de estar donde estaba ni de proteger mis pen¬
samientos como un dique que les impidiera desbocarse hacia la negrura.
Y precisamente el otro día, cuando mi hermana estaba contando en
ese mismo comedor que ahora habla muchas veces sola, sonaron las
campanadas del reloj y de pronto miré hacia el sitio donde ella se ponía
a coser y desde donde me había mirado y sonreído una tarde para que
no pensara en su muerte y entendí que sigue sin gustarle que piense
que se ha muerto ni que me lo crea y que por eso me visita en sueños y
trata de disuadirme de tan insoportable certeza. Seguramente es eso lo
que me dice y habrá convencido a mi padre, que siempre estuvo de
acuerdo con lo que ella creía, para que me diga también él lo mismo,
que todavía están conmigo y que no me aflija; él casi siempre sale des¬
pués o la llama desde otra habitación y además cuando aparece le veo
la cara más confusa, tal vez porque está enterrado debajo, pero los dos me
miran y me hablan y casi nunca me da la impresión de que estén tristes.

474
CUADERNO 23
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Retales de vida y meditaciones de finales de 1979,


escritas desde el tren a Segovia,
y otras pinceladas de la primavera de 1981,
en un cuaderno que conserva muchas de sus páginas en blanco.
12 de noviembre de 1979

E streno este cuaderno, que he comprado en Sanfers, en el tren que


me lleva a Segovia, con el plan de salir mañana de allí para Opor¬
to. Hace mucho que no escribía en el tren, aunque este año he hecho
bastantes viajes.
Volví de América a finales de mayo. En junio fui a Pamplona. En ju¬
lio entre El Boalo y Segovia, festivales de verano, transportes, Estella
Buitrago, casa de María y Juan en Huertas y río Pironcillo.
En agosto estuve en Santander, en casa de Beli, y en Penagos con
Miguel Ángel y Jubi. En septiembre en Almagro, estreno del Don Duar-
dos. En octubre en Barcelona y Sitges. Y ahora a Portugal.
Pero no he escrito diario, a todo me pregunto: «¿para qué?», hay
ahora en mí como una parálisis de voluntad, una incapacidad de parti¬
cipar. Sobre todo desde el 10 de septiembre, fecha en que volví al taba¬
co. (Dos meses hace. ¿Y si lo dejara?)
Traigo el abrigo de piel porque ha empezado a hacer frío, aunque en
este tren no se nota porque lleva mucha calefacción. Ya oscurece muy
pronto, es de noche total al pasar por Las Matas a las siete y veinte.
Llevo debajo del cuaderno un libro de Onetti que presentan el vier¬
nes 15, estaba invitada a esa fiesta, pero estaré en Oporto, de fados a lo
mejor. La lectura de Onetti, por lo que llevo, se pasa de ambigua, no ten¬
go tarde para esto.
He comido en Vihara, antes había ido a Diario 16 o llevar el artícu¬
lo sobre Subirats. En el autobús que me llevaba vi el arco iris y noté que
se operaba un amago de restablecimiento en el contencioso que me trai¬
go conmigo. También me inyectó cierto calor hablar anoche con Fer¬
nando Quiñones, «no te pega estar triste», y dormí muy bien en la cama
grande con ropa limpia.
Llevo sin fumar desde las doce de la mañana y me molestan un poco
los gestos de los fumadores. Estamos en Torrelodones.
Pablo, en Vihara, me dio unas fotografías grandes, bellísimas, donde
se ve en crudo mi deterioro, pero con buen gesto. Ayer por la tarde, en

477
el colegio de Mari Cruz, después de la representación del Don Duardos,
Morera dijo que me encontraba guapa, y la Torcí, luego, que con ojo ne¬
grito.
Cierto restablecimiento puede estarse operando, era demasiada an¬
gustia, demasiado verme en mi imagen de sin pared ni pareja, a la deri¬
va. Debo pensar, cuando me acose esta retórica, que yo pareja no la ten¬
go porque nunca me he encontrado a gusto emparejada por largo
tiempo, y que a los que piden eternidad en las relaciones les ha fallado,
como a los que piden asentimiento o sujeción, que yo doy hoy una cosa
y mañana otra pero que, en el fondo, no me gusta cargar con la vida de
nadie. Y siendo así, ¿cómo no me voy a ver sola?
Claro que antes me resultaba más fácil emborracharme yo sola con-
migo y ahora más difícil. Tengo que encontrarme a gente como Ernesto
y Beli, por ejemplo, para que se reencienda mi gusto por la indepen¬
dencia y la libertad.
También debería pensar más en papá, no tanto en plan de llorar su
pérdida como en el de recordar la fuerza de voluntad y el optimismo
que conservó casi hasta sus últimos años, recordar, por ejemplo, cuánto
me envidiaba cuando, al final, no era ya capaz de leer y decía, como con
desprecio hacia sí mismo, hacia su cuerpo, que le había traicionado:
«¡Todo el día durmiendo como un cerdo!». Y aquel enconado bostezar.
Lo que él daría por sentirse ahora transmigrado en mi cuerpo, prolon¬
gada su alma en la mía y comprobar con placer que había recuperado la
destreza de poner unas letras detrás de otras y entender lo que decían,
la satisfacción elemental, casi infantil, de mirar lo escrito y pensar: ¡qué
fácil, qué bien lo hago!, la misma que me invadió a mí cuando volví a
aprender a andar en 1949, después de aquella fiebre; entonces, cuando
hay una impotencia física, real, es cuando todo está perdido, hasta en¬
tonces no.
Tal vez es que esta temporada Madrid me sienta mal, la casa con su
continuo telefonear, generalmente asuntos para Marta y Garlos o reca¬
dos aburridísimos para mí; tal vez para recobrar el gusto por la libertad
necesitaría estar completamente sola, sí, pero entre otras paredes, no sé.
Siempre nos ponemos pretextos a nosotros mismos cuando agobia la
neura, cuando hay un yermo largo sin amor. Pero ¿cómo están otras
peisonas? ¿Por qué no miro a mi alrededor? Juanjo, por ejemplo, envi¬
dia mi tiempo libre y me tiene por un ser privilegiado que puede hacer
lo que quiere, como y cuando quiere, sin apuros graves económicos, con
una imagen grata a los demás, un prestigio. ¿Por qué no me empeño en
verlo como él lo ve, por qué no cultivar un poco la vena del endiosa¬
miento que antes, a rachas, me servía de alimento? «Te lo diré», me can¬
ta una voz oculta, «porque te haces vieja, simplemente, y eso no te lo
arregla nadie, eso es duro de pelar, guapa. Antes decías que daba igual
una edad que otra, pero es porque tenías menos.» Bueno, ¿y por qué no

478
pienso en mamá cuando tenía ochenta años? Claro que ella tenía una
vida más fácil, menos problemas encima, menos contradicciones y des¬
garraduras en torno que hacen ya difícil el escondite, el mero saciarse
con hacer las cosas bien tú y tener un rinconcito apacible, eso a mí ya
me está vedado, por eso me es más difícil conservarme animosa, no pue¬
do soñar con el futuro de mi hija, ni siquiera a solas consigo fantasear
nada a ese respecto, y tal vez he llegado a una edad en que ese respaldo
me podría sustituir al que he perdido, una vez muertos mis padres.
Debajo de la caja de alfileres de corbata, en el doble fondo, estaban
las dos cartas que yo escribí a mamá, una un poema: «Y que serás eter¬
na en mi memoria». No suponía aquel día, cuando lo leí en el come¬
dor de Salamanca, en qué circunstancias iba a reencontrarlo. Estaban
Amando y Juan Arias, nunca olvidaré ese día ni la mirada de mamá
eterna, «eterna en mi memoria».
Todas estas cosas debía contarlas.
Llueve, hemos pasado Collado Mediano, no tengo ganas de fumar,
voy casi sola en el vagón, un soldado dormitando, y fuera está muy os¬
curo, no llevo reloj, se lo regalé a D., debemos estar llegando a Cerce-
dilla. ¿Se estará operando un restablecimiento?
Cercedilla. Son las ocho en el reloj iluminado. Volvemos a arrancar.
El soldado se espabila de su modorra y enciende un pitillo. Tengo que
sacudirme la modorra, dejarla para los que no pueden hacer otra cosa,
no seguir tirando mi vida a la basura, reaccionar. Una novela como la
de Onetti o mejor, en cuanto me ponga. Di, Calila, ¿no te tienta esta no¬
che, en este tren, empezar una novela?
De todas maneras, es curioso lo que me estimulan los viajes inver¬
nales a Segovia. «Mettez-vous á génoux et la priére viendra.» Si Amando
me ve entera, serena y algo enigmática, reviviré. Debo tender a revivir
en los amigos, seguir siendo su espejo. No vuelvo a Segovia desde julio,
la última noche me tiró Lola desde su balcón de la plaza la falda mora¬
da que cayó planeando como un paracaídas. Se la llevo para devolvér¬
sela. ¡Es verdad, no me había dado cuenta! ¡Veré a Lola!
O sea que un ciclo de tres meses y medio desde que Lola me tiró la
falda en la Plaza Mayor de Segovia y yo despeluchándome por dentro
como una tonta, de manera enfermiza, dándole coba al morbo de sen¬
tirme sola o marginada, cuando todo eso lo puedo convertir en bajas fa¬
vorables y comerme al mundo desde mi soledad, convertir la soledad en
faro, «sólo desde nuestros sueños elaborados de soledad», viene a decir
Eduardo Subirats en sus Figuras de la conciencia desdichada, la crítica
del cual he entregado hoy, cuando vi el arco iris. Y ya ves, ahora pienso
que ese libro, que me hundió, puede ser el principio de mi restableci¬
miento (que constato que continúa igual que continúa lloviendo) por¬
que tal vez el muchacho de mi sueño de anteayer (posible iniciación de
Cuenta pendiente) sea una transformación de la foto de Subirats que vie-

479
ne en la contraportada del libro, medio angélico medio diabólico, un
tanto joven.
Y hemos pasado San Rafael, ya noche cerrada y yo dándole sin pa¬
rar a mis palabras, qué ejercicio tan sano de drenaje, no leer, no pensar
lo que se pone, es una forma de escribir que no tiene parangón y sólo
se me da en los trenes, escritura-tren.
Y además, ¿por qué forzar tampoco el ritmo de mi trabajo? La tra¬
ducción de Perrault viene bien para rellenar este bache de desgana. Pues
bueno, la voy haciendo poquito a poco, y si se introducen otras tenta¬
ciones más inspiradas, acogerlas con benevolencia y escepticismo, no
arrojarse tampoco ávidamente a su captura, como si se tratara de expri¬
mir un limón. «Hay tiempo», me dijo el joven desconocido, «otro día me
lo tienes que contar bien.»
Sí, eso, otro día, ni designio ni azar, ni en uno mismo inmerso ni ex-
troverso, ni pasión ni desdén, ni a cualquier viento hoja ni el paso alti¬
vo y fuerte. ¿Por qué desoigo mis consejos antiguos? Debo pensar que
si a los demás les sirve, a rachas, lo que yo les digo, es injusto que no me
valga a mí misma. Contando con que además yo no necesito alimentar¬
me sólo de lo rancio, pues menudo rollo recientito me traigo desde Ma¬
drid, y qué curativo, diga lo que diga, que aún no me he releído nada y
creo que tenemos que estar llegando a Segovia.
Madre mía, dos horas, y lo que solía hacer yo en Madrid estos días
de atrás con el tramo de seis a ocho, tirarlo a la basura, o mejor dicho,
al cenicero. Y darle miles de vueltas para sacar tres líneas de una holan¬
desa. No hay como montarse en un tren. Aunque tal vez el estilo no sir¬
va, pero ¿quién dicta esos criterios de validez?
Estamos en Ortigosa del Monte, había aquí un resto de mosaicos re¬
presentando una bañera y otros asuntos de fontanería en la pared de
una vieja fábrica, no sé si habrán tirado esa pared, es de noche cerrada
y no veo.
Navas de Riofrío. las nueve menos veinticinco. Aquí vinimos de ex¬
cursión en junio del 76. Comimos en un campo y había allí una casa
abandonada, de donde luego vinimos a robar otro día la cama de ma¬
dera que ahora está en casa de Lola.
Estamos llegando, qué viaje tan grato, no cantaré victoria pero pa¬
rece evidente que se está operando un claro restablecimiento. Los cami¬
nos del humor son insondables, mamama... ¿Verdad que todavía no
soy mujer acabada? Menos mal que te ocupas un poco de mí, me tenías
muy dejada, ea, pues, señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos
tus ojos misericordiosos.

... Y Amancio estaba a esperarme en la estación. Y estando arriba en


la buhardilla al amor de la Chubeski llamó Anita, y contó que, mientras
yo venía de viaje, se pusieron Finuca y ella a tratar de coser en la má-

480
quina de mamá y que no había manera, no quería. La última vez que co¬
sió ella en esa máquina es cuando papá cayo muerto en el comedor el
18 de octubre, estaba cosiendo unos pañitos, uno de los cuales le metí yo
a papá en el bolsillo del traje negro, cuando lo amortajamos Sofía y yo.
Y esta tarde, nada, que la máquina no cosía y a .base de tesón de Finuca,
y sin que nadie sepa cómo, de repente, al cabo de una hora o dos se ope¬
ró el restablecimiento, es increíble, no se explica por razones naturales, tal
vez pasó cuando yo venía rezando, ea, pues señora abogada nuestra.
Ya estoy metida en la cama, mañana será otro día.

2 de diciembre, domingo

No me doy cuenta de lo que tengo, lo pensaba hoy, viendo de repente


la luna llena desde el taxi que me llevaba a las seis a Diario 16 para en¬
tregar con el tiempo justo el artículo «Fume, compadre» que he hecho a
toda prisa y a última hora, salvando milagrosamente los obstáculos.
Hay mucha gente que va al cine o al teatro (anteayer vi Los veraneantes
de Gorki con Anita en el Bellas Artes y también lo pensaba) y se hunde
en un libro en busca de una historia menos apasionante que las que a
mí me rodean casi a diario. Hoy por ejemplo ha sido el remate de la que
se desencadenaba en torno desde la primera llamada de M. Luisa el jue¬
ves y que se podría llamar, a toro pasado, «La rendición de M.», en la
cual he tenido tanta parte.
Qué cosa ni mínimamente parecida a ésta (con personajes en torno
tan de Jardiel Poncela) podrían vivir esos componentes del dulce en¬
canto de la burguesía que malamente disfrutaban su hastío el mismo
jueves por la noche en casa de D.
Y el día anterior me había llamado el sevillano Justo Ruiz Frutos y
habíamos estado en el estreno de La dama boba en Espronceda 34 y yo
con mi sombrero de velo, entre la tira de gente conocida, y yo siempre
como náufraga, sin emparejar con nadie detectable o que dé pistas, es
mi estilo completamente peculiar, que nadie lleva adelante, por mucho
que me cueste no voy a renegar de él.
También de sombrero con velo fui el 21 a la presentación de Fernan¬
do Quiñones y antes habíamos estado la Torcí y yo comiendo con Ma¬
nolo Marinero y luego yo sola en mi casa con él tomando copas y se me
fue la noción del tiempo y llegué a la presentación con el tiempo justo.
Y el domingo pasado una mañana hermosa de este otoño soleado e
incomparable con Olga y Pablito viendo el titiritero en el Retiro, junto
al Palacio de Cristal, también de sombrero.
Y trasnochando en El Sol, una noche con J. A. Arias y otra con Jose¬
fina Pascual y Adolfo Arrieta y es cuando encontré a Joaquín Hinojosa
y me dejó entradas para Los veraneantes.

481
Y esta noche, al volver de entregar en Diario, oyendo boleros del
disco que Manolo Marinero me dejó («Pérdida, ésa sí que fue pérdida»)
mientras la Torci terminaba, con eficacia admirable, su redacción en in¬
glés sobre un accidente.
Y no sé por qué me quejo ni de qué ni con qué fundamento.

14 de abril de 1981

Nuevamente en el Ateneo, con Juanjo, que necesitaba ver unos libros so¬
bre literatura policíaca. Y le he pasado, y he sacado esos libros para él.
Y el Ateneo es como mi casa, sobre todo cuando hay un amigo cer¬
ca. Me trae tanta paz. Y además que no me distraigo con nada.
Agarré este cuaderno para ver si apuntaba algo sobre la traducción
del William Carlos Williams y me he entretenido mirando lo que ponía
antes, retazos inesperados de vida de finales de 1979. Y siempre ese dar¬
me ánimos solitario que tan bien me sienta cuando lo vuelvo a encon¬
trar.

15 de abril

Voy en un coche negro del PMM que me ha venido a buscar a las tres
menos cuarto para llevarme a Prado del Rey donde voy a actuar en un
programa de radio. Voy sentada delante con el conductor que es algo
gordito y con el pelo muy peinado.
Estamos llegando a Alonso Martínez y hace un día estupendo de
sol, miércoles santo. Se nota menos tráfico que el habitual en Madrid a
estas horas porque ya se ha largado mucha gente. Me gusta aislarme es¬
cribiendo estas cosas porque no sé de qué hablar con mi acompañante.
Hemos pasado ahora por el café Viena y por Ferraz 14 y por el sitio
donde vine a elegir los ataúdes para papá y mamá. Y el conductor me
habla un poco de los accidentes que hay en Semana Santa.

27 de mayo

Pocos días después de eso que dejé apuntado en las páginas anteriores
terminé El castillo de las tres murallas.
Ahora estoy en un avión (puente aéreo de las doce de mediodía) que
me lleva a Barcelona, donde veré el libro ya editado. Por cierto, que el
Cambio 16 que he venido leyendo trae retratado a Juan Carlos Eguillor.
Voy a dar una conferencia invitada por Paco Rico.
Éste será mi último paréntesis antes de que vuelva Anita de Ginebra

482
(el sábado, hoy es miércoles), lo cual indica ya la implantación total del
verano, declaración sobre la renta, etc.
Ayer estuve cenando con Philip Silver en el Pescador y antes oyendo
a Sobejano. Y el día anterior en la Residencia del Consejo evocando a
Juan Ramón Jiménez (Rosa Chacel, Juan Diego).
Pero ahora pienso, sobre todo, que tengo que acabar lo de Williams.
Aterrizamos. (La una menos cuarto.)

483

CUADERNO 24

Este cuadernito contiene notas de lectura (en torno


a Félix Muriel de Rafael Dieste) entremezcladas con reflexiones
y recuerdos personales. Abarca un breve período,
del 24 de febrero de 1980 al 23 de marzo del mismo año.
24 de febrero de 1980
(Ayer asistí en Puigcerdá al entierro de Giulia Adenolfi.)

Rafael Dieste

M aestro de no agotar. De dejar abierta la sugerencia, la sospecha.


La historia dentro de la historia. Pues él era el hombre de la his¬
toria que sigue. Tomado desde distintos planos el misterio de don Fron-
tán. Los que llevan secreto, melancolías durante muchos años esquivadas-
y aplazadas.
Escribe de una manera ambigua y altanera, sin dejar de ofrecer pistas
pero no dejándolas demasiado claras, como un señor. La influencia de
Valle-Inclán está asumida, vivida desde dentro, es participación con él.
«Su temprana vocación por las letras y la filosofía origina en él una
especie de diálogo entre ambas disciplinas, vivo y espontáneo que en
nada turba lo específicamente peculiar de cada una, al contrario se in¬
terpretan e influyen —cosa poco frecuente— y así lo literario se vuelve
menos banal, se profundiza y lo filosófico menos rígido y más narra¬
tivo. A ambas disciplinas las vivifica y desdibuja con un halo de mis¬
terio y de incredulidad que dignifica, desmoronándolo, su altivo pres¬
tigio.»
Gallego universal. En 1936 ya había estado en Méjico, París, Bélgi¬
ca y Londres, volviendo siempre a su tierra natal a la casa de los bisa¬
buelos.
Gil-Albert: «En Félix Muriel he hallado un estado de alma inédito
entre nosotros. No de inocencia o bondad originaria en alguien que lle¬
ga a un planeta maravilloso (ha traducido -mío- el Petit prince), no el
de un hombre elemental que nos ofrece el azar de un encuentro, una
sensación refrescante para nuestro cansancio. No, es algo más difícil y
precioso, más incalculable: una fuerza feliz que sobrevive, minúscula
centella de vivos sueños vencedora de la pesadez de la tierra, un espíri¬
tu enternecedoramente libre, como no sospechábamos pudiera alentar
en nuestra enconada existencia, situarlo entre esos dos extremos es¬
trambóticos: Don Quijote y Chaplin. ¿La acción y la moral? Son al fin
y al cabo cosas externas que ni limpian ni apagan la angustia. Aturden y
refrenan. Disipan y podan».

487
Historias basadas sobre todo en el diálogo del hombre consigo mis¬
mo (como toda buena literatura). La lucha entre los pasos del hábito y
algo más imperioso y entrañable: «Aquellas cosas que dan temor por la
gran soledad de su hermosura y porque no parecen cuidarse del juicio
del hombre».
Relatos iniciáticos, de cuento mágico, de caminantes, de aparecidos,
de espectros, de hombres cuya historia (seres con narración) está mar¬
cada por el signo de lo hermético y ritual, de lo lleno de relaciones inex¬
tricables.
(Ayer cuando Víctor hablaba, viniendo de Puigcerdá en el coche, de
la infancia de Marta me di cuenta de nuestra excepcionalidad, la recu¬
peré, me di cuenta de que el hilo de la rareza de R. lo engarza todo. «Nos
fascinaba a todos», dijo Víctor. Y me devolvió una gran parte de mi vida,
cuando comprendí que él la guardaba.)
Son historias de pesquisa, de preguntarse por una identidad borra¬
da, olvidada, tergiversada, confundida. La búsqueda del padre en La
peña y el pájaro. Y es la propia sombra la que encuentra alguien con tu
mismo rostro y toda tu fuerza pero cuajado en sombra. Premonición:
los datos anteriores son heraldos del acontecimiento.
Aguantar el silencio. «Habla tú, aunque él no responda, y no te de¬
jes matar por su silencio.» Hermeneuta, adivinanza. No mires para
atrás. No llores. Pruebas iniciáticas. Un luminoso mar de dudas. El em¬
peño de herir a una sombra.
Como si lo que predicara Dieste es no llevar nada preparado, que
todo cuanto diga o advierta puede y debe ser puesto en entredicho,
que no sabe en qué consiste el encargo que le ha dado la vida (aunque
es muy ingente) ni, por lo tanto, el que transcribe él, como si escribiera
para aclararlo, si debo tomar a la derecha o a la izquierda y si la vuelta
es corta o larga y si debo trepar o descender.
Jeroglífico. Misión de la escritura, proponerlo e irlo aclarando (a ve¬
ces el autor sabe la solución antes de empezar a escribir, otras no).
Como si siempre pudiera aplazarse el entender (recuerda un poco el Jue¬
go de abalorios de Hermann Hesse). Como si en el placer de mantener
abierta la esperanza consistiese el placer de la lectura. (El placer del tex¬
to que falla cuando -como dice hoy Suñén en la crítica al libro de Ra¬
món Hernández— te lo dan todo masticado, en bloque, imponiéndote
las propias conclusiones.)
Aligerar al lector de impaciencias inútiles y, al mismo tiempo, man¬
tenerle tenso, atento, sin que deje de resonar como música de fondo esa
curiosidad por saber en qué va a parar todo lo que mantiene la tensión
del hilo. Desasirse del olvido (mirar el libro de Mircea Eliade que leí la
noche de la muerte de Giulia -anteanoche- en Diagonal 527, 4.° 2.°).
Este abejeo de ideas en mi mente y la posibilidad de pasarlas al pa¬
pel (he vuelto al Ateneo, las siete menos cuarto, domingo) viene de que

488
estoy viva. Todo el día he tratado de mantener en mí vigente la impre¬
sión (también cuando le hablaba a Anita después de comer en Alcalá 35
del entierro de Giulia) de que Giulia por un extraño milagro revive y ha¬
bita en mis ojos y en mi pasos, y al pensar esto le saco a todo lo que
hago un redoblado placer y sobre todo está presidido por la eternidad,
la paz, la certeza de que es regalo, don divino. Y que sólo cabe agrade¬
cérselo -a quien sea- haciendo buen uso de él, del tiempo. Sin tabaco,
con una paciencia y concentración distintas, que proceden del recono¬
cimiento como único del tiempo que habito y de que dispongo.
Giulia y Manolo han tenido pocos placeres y poco sufrimiento,- crear
es un placer incomparable, tanto como reírse o bailar, y tener tan am¬
plio espectro de amigos, de posibilidades, qué privilegio, todo o casi
todo es improvisado para mí, nada obligatorio y esa armonía que me
permite adaptarme a vivencias tan distintas.
Todo lo de esta tarde es antesala, lubrificante para engrasar la má¬
quina de mi Cuento de nunca acabar. Las historias e invenciones de Fé¬
lix Muriel me ayudan a roturar el magma, no en vano le gustaban a
G. F., tal vez las leyó aquí. Él, como Giulia, ya no puede aprovechar las
sugerencias infinitas de esta tarde ni sentirse arropado por la reflexión
de los demás. Aún hay gente que gasta un domingo en venirse a estu¬
diar al Ateneo.
«Mueven la fantasía a colmar edades que no se conocieron.» El des¬
pliegue de planos de lectura. «... como quien dice palabras que no en¬
tiende y es ya como un eco. Serían imitaciones, mas no de las lozanas a
que nos mueven la admiración o el amor o el deseo de perfección y en
las cuales, haciendo con reverencia lo que aún no se entiende, se va ca¬
mino de entender. No serían, pues, en verdad imitaciones, sino aparien¬
cias y sería ya demasiado espantoso aparentar que imito. Esto, hecho
por gente vaga y sin congojas, es nadería muy en uso.»
Anselmo es el anticipo o borrador literario de D. Frontán. «Después
desapareció por algún tiempo y se supo que a muchas leguas de allí, un
hombre que por todas las señas era él andaba por los caminos dando
onzas de oro a quien le parecía que estuviese agobiado por deudas, hi¬
potecas, pleitos perdidos o simplemente por el hambre.» Expiación, ca¬
ridad anónima, residuos religiosos.
(Ha aparecido Cuqui y le he estado contando, en un resumen apre¬
surado -requerido por su curiosidad siempre «a la caza de noticias»-,
cosas de estos años. A su madre le cortan una pierna mañana. San José,
danos buena suerte.)

«No vino a los hombres el hábito y potestad de hablar por estar jun¬
tos. No, sino que un hombre se encontró hablando solo. Y viendo llegar
a otro que también hablaba solo, se maravilló y los dos procuraron en¬
tenderse. Y así volvería a nacer un idioma si, por alguna catástrofe, de-

489
sapareciese. Juntando soledades. En la edad de oro de ese concierto, to¬
davía se puede hablar solo, que es lo natural. Pero después da vergüen¬
za, y llega a dar también vergüenza pensar solo.»
Desmemoriado laberinto. «Le parecía que sus palabras hubiesen
quedado en el aire y le angustiaba la idea de esa perennidad de un eco
ya desprendido de su alma. (No quería que)... todo aquello se quedase
en tan extraña orfandad o como letra muerta.» Es una reflexión sobre el
olvido y sus raíces, una pesquisa sobre la memoria.
Hace bien Munárriz en publicar a Dieste como narrativa porque tie¬
ne demasiadas sugerencias para pillarlas todas con el fluir de la repre¬
sentación.
Los demás, aunque se les hable, están lejísimos, en un mundo inac¬
cesible, cada cual habla como para sí. Criaturas ajenas a toda posibili¬
dad de auxilio. «Ya nadie se acuerda de ese olvido y entrar en él ha ve¬
nido a ser como entrar en mayoría de edad.»
Con Víctor por los aires. Y le he reencontrado (era amigo camal
frente a la banal Barcelona). Todo puede ser otra vez disfmtado, prodi¬
gioso. Me lo devuelve Giulia.

Viaje, duelo y perdición

Ya cuando en 1974 Alianza tres publicó Historia e invenciones de Félix


Muriel, me di cuenta de que estaba ante un auténtico descubrimiento.
La magia de aquellos relatos acertaba a hurgar en alguna zona secreta y
adormecida de mi sensibilidad, provocando esa mezcla de sorpresa e in¬
quietud con que lo prodigioso nos espabila y arrebata. Era un texto re¬
vulsivo, que traía ecos antiguos y que se podía leer de cualquier manera
menos con esa actitud de «guardar las distancias» que acostumbramos a
desplegar cautelosamente frente a un libro nuevo, predispuestos, de for¬
ma más o menos encubierta, a que el encuentro no nos saque de nuestras
casillas y discurra por los raíles de lo consabido. Me enteré entonces de
que el autor de aquellos relatos, Rafael Dieste, nacido en 1899, era galle¬
go y pertenecía a ese grupo de escritores para quienes el exilio posterior a
nuestra guerra civil significa una ruptura obligada con la patria oscure¬
ciendo su rastro, que había cultivado también el teatro, que en 1938 ha¬
bía fundado con Gil-Albert Hora de España, que había andado luego dan¬
do tumbos por Buenos Aires, Méjico y Norteamérica y que, al fin, había
vuelto a aposentarse en la casa de sus bisabuelos en su villa natal, Rianxo.
Ahora la editorial Hyperión ha tenido el acierto de publicar tres pie¬
zas teatrales de Rafael Dieste con el título general de Viaje, duelo y per¬
dición, libro que incomprensiblemente no me parece haber hallado eco
en la critica, tal vez porque es un toro insólito para la lidia habitual.
En primer lugar, puede que no sean representables, no soy un ente

490
de teatro para juzgar, pero son ante todo literatura y llevan engastada en
la entraña misma de su factura esa fórmula irrepetible que sólo podría
definirse por el efecto que produce: el de sacarnos del tiempo profano,
cronológico en que se desenvuelven nuestras existencias entumecidas
para desembocar en un tiempo cualitativamente diferente: el tiempo sa¬
grado y primordial que retorna a sus orígenes y consigue operar la re¬
cuperación de lo mítico. «El conocimiento del origen y la historia ejem¬
plar de las cosas confiere una especie de dominio mágico sobre ellas, el
que sea capaz de re-cordarse, de investigar tozudamente el origen de lo
que parece habitual y buscarle sus conexiones significativas con el pre¬
sente, ése es el auténtico rapsoda, enviado de los dioses.»
No hacía aspavientos sino que interiorizaba lo que decía, hablaba
en voz baja, y así era como si nos lo dijera al oído a cada uno: eso me
lo dice a mí, nos permitía pensar eso, aplicarlo, arrimarlo a nuestra sar¬
dina, no nos empujaba a hacerlo, era una leve sugerencia, un guiño. Así
nos tratan los buenos narradores, sin avasallar. No creo que le hubiera
gustado que nadie monopolizara su palabra, la dejaba abierta para que
fuera rememorada, reinterpretada, reescenificada, haced esto en memo¬
ria de mí. Y uno le veía como un coplero de feria con su puntero seña¬
lando los cuadritos de la historia explicada.

Reingresar en Entre visillos desde Claremont avenue (donde vivió Scott


Fitzgerald), en el día de San José del año 1980.
En la cabaña arandina salió el sol y le hice a san José solemne pro¬
mesa de no volver a fumar (after bingo).
Pensar que lo que más me corroe es la idea tánatos y que san José la
puede conjurar mediante una alianza que se inició cuando metí su efigie
dentro de la chaqueta de mamá muerta.

Domingo 23 de marzo. Ateneo

Acabo de estar en la tertulia del Lyon con Josefina. Eugenio me desani¬


ma para el neverending, me viene -como Rafael antaño- con letreros,
con clasificaciones de lo que es o no es sustancialmente la narración,
habla de la búsqueda de la verdad, de la filosofía. Y yo, la verdad, creo
que mi libro, por este camino, no va a gustarle nada.

491

'
CUADERNO 25

En un pequeño Memo book de tapas rojas, se relatan,


con bolígrafos de diferentes colores, impresiones y acontecimientos
de una larga estancia en Nueva York (otoño de 1980);
en la parte de atrás del cuadernito, que se transcribe a continuación,
se detalla un itinerario realizado desde Mount Desert, Maine,
hasta New Haven, Connecticut. En medio, se encuentra una página escrita
en Los Ángeles durante otro viaje.
N ew York es una mezcla de agobio y libertad. Pensar en la noria que
había en la feria de Little Italy, donde monté con los amigos de
Lucy (Ron y Udey, el persa). Estaba colocada oblicuamente en un calle¬
jón entre las fachadas grises de dos casas, al girar casi rozaba las venta¬
nas de los baños y las cocinas, se veían mezclados los interiores, era un
premio llegar al cielo abierto.
Luego, ya en el Village (Ron llevaba en la mano el yo-yo luminoso
que yo le había regalado, iba jugando con él como un niño libre porque
Udey se había ido), vimos otra noria entre casas, también agobiante por
su ubicación. Le pregunté si era la misma. «No, it’s a different one», dijo.
Pero, ¿dónde estaba la diferencia?
Sí, New York (Hopper lo supo ver mejor que nadie) es una mezcla
de agobio y libertad. Se refleja en la actitud de la gente, en la presencia
que imponen los objetos, en cómo se relacionan objetos y personas, en
la luz y los espacios. (También la visión maravillosa desde las torres del
World Trade Center, de amplitud, de vuelo, contrastada de repente con
la idea del grosor de los cristales a través de los cuales se ve todo aque¬
llo y de su hermetismo; la idea de que si hubiera una avería y fallara el
aire acondicionado la ficción de libertad -cuyo símbolo es la estatua
que se ve allá abajo portando la antorcha encendida— se convertiría en
estrangulamiento, en asfixia.)

Consejos

He cogido paz, gasolina en New Haven, con la entrada maravillosa del


otoño, la visión del bosque, el encuentro con Manuel U., pero no quie¬
ro inercia, perderme en amistades, sino seguir yo sola, sin andadores.
Otros no pueden salir solos adelante porque lo que están haciendo no
les convence ni les alimenta. A mí me gusta lo que hago y tengo la suer¬
te de que gusta a los demás. Organizarme. No perderme.

495
Es un tiempo precioso este de América. Acordarme de las condicio¬
nes tan adversas en que escribí Entre visillos, de las ganas que tenía de
que dieran las ocho para subirme a aquella buhardilla. Pensar en la Wolf
(A Room of one’s own, p. 70). Es mi amiga ahora, desde el verano, me
tiende la mano y yo se la recojo.
Acordarme del desorden enconado de M., de su cuarto de atrás, de
su zozobra, de su agobio. La entiendo y comparto esa lucha por volar
de lo concreto y cotidiano a lo abstracto, pero a ella se le ha enconado
la condición femenina por falta de autonomía verdadera, de amor a lo
que hace, no es una verdadera aventura ni una evasión, no es un viaje
de placer sino una salida organizada en autobús a horas fijas.
La soledad -aunque acose, aunque sea mala consejera- no debe ser
sustituida por una rutina organizada y por una serie de quehaceres obli¬
gatorios, compulsivos. Yo lo puedo lograr, conozco la situación aboca¬
da a la neurosis en que se debate M., pero tengo el recuerdo de las oca¬
siones en que he salido, en que lo he superado. Acordarme de esas
victorias silenciosas contra mis demonios.
Me merece la pena organizarme un poco, hacerlo con esperanza y
alegría, porque, en mi caso, el orden puede ser una muleta, una plata¬
forma. Porque me vale la pena. Organizar el caos. Ánimo, Calila.
La vida es, al fin y al cabo, tan breve. Pero eso no debe llevarme a
llorar pensando en ese final que se avecina. Debo vencer la tentación de
hacerlo y aprovechar, en cambio, la riqueza que tengo.
Pensar en el romance del enamorado y la muerte, en que alguien pu¬
diera llegar a decirme ahora: «Una hora tienes de vida». Decimos que qué
emoción cuando lo vemos representado allí en el Olimpia, pero no nos
alecciona realmente. No nos habita ni gobierna la idea de que todas las ho¬
ras que han consumido los Libélula y Amancio para representar de forma
tan convincente ese romance apuntan a esa otra hora que podría quedar¬
nos de vida, a su aprovechamiento. «Hoy empieza todo, es mi primer día
de vida, no lo puedo desperdiciar» es lo que tendríamos que pensar nada
más abrir los ojos.

* *

Indirectas (p. 83 de Expensive people de la Oates) A ti te lo digo, hijue¬


la. Cuando no se atreve uno a ir al bulto del interlocutor, da un rodeo.
Presión social, hipocresía, origen de los circunloquios literarios. (Apren¬
de uno a huir, a soñar, a inventar, desde el encierro, sólo partiendo de él
se aguza el ingenio, en lucha contra la dificultad.)
No hay que pensar nunca que estarás mejor en otro sitio que en el
que estás. Eso es el origen de toda zozobra. (Todo consiste en mejorar
aquel en que estás.)
(Tras domar la gana de salir de una hora tonta -2 de octubre- cuan-

496
do ya estaba embebida en la Oates y habitando mi tarde, me ha llama¬
do el amigo de Ana Gurruchaga que conocí en El Sol. Para él, que no co¬
noce N.Y., yo soy su ancla.)
Ahora (3 de octubre), vengo por Madison Av. de la librería Hispáni¬
ca, donde he dejado una de las fotos grandes de Pablo Sorozábal, ven¬
go en uno de los autobuses nuevos, sentada junto a una mujer muy ele¬
gante con pinta de millonaria neoyorkina. Tiene el pelo blanco, falda de
pied-de-poule gris, blusa blanca y una chaqueta negra de punto. También
joyas y un paraguas precioso. Mira con sus ojos claros segura de que to¬
dos se sienten atraídos por ella, por su resplandor. Debe tener unos se¬
senta.

Y ahora ya estoy en el tren de Filadelfia, acabo de pasar New Bruns¬


wick. Hace una tarde lluviosa, voy leyendo el Guilt Stop Smoking (que
compre ayer en el Village con el sobrino de Oliart) y The New York Review.
Pensar no sustituye a otro vicio. No se convierte en vicio porque no
es maquinal (S.Weil).
Acordarme mucho del tiempo mucho más sincopado que voy a te¬
ner en Madrid para escribir. Se me ha empezado a producir un malestar
raro: me parece que ya se me está acabando el tiempo porque está a
punto de cumplirse un mes de mi llegada a New York y todavía no me
he metido a fondo a trabajar. Pero sé, por otra parte, muy bien que esa
forma de ver las cosas, esa ansiedad, esa inquietud nerviosa que espía
las horas en vez de dejarse tranquilamente a ellas, no es buena para
nada.
Además he hecho y visto y aprendido muchas cosas. No tengo por
qué sentir la idea de trabajar como una obligación inesquivable. Estoy
trabajando, en las clases que doy, en las que tomo, en los libros que leo,
en dejar de fumar. Lo importante es sacarle placer y tranquilidad a cada
hora. Y así, sólo así, de repente un día me pondré con entusiasmo a la
máquina, espontáneamente, cuando menos lo decida.
Pensar que quiero hablarle a las chicas de Barnard de los diferentes
temas que ellas no conocen. Eso me ayudará a ordenarlos. Las versiones
múltiples.

6 de octubre

Soñé algo así como que mi padre, ya viejo, quería hacer un último es¬
fuerzo por representar un papel en cierta fúnción teatral. Yo le animaba
y le ayudaba a vestirse de no sé qué y le iba repasando su papel -por¬
que estaba algo nervioso- por unos pasillos muy raros. (Un poco como
el día que le acompañé a que le miraran por rayos X antes de que le ope¬
raran de la hernia en el Francisco Franco.)
Todo aquello de animarle y apoyar su violento y un tanto anacróni-

497
co propósito lo hacía aún a sabiendas de que en ese esfuerzo se jugaba
la vida. Me miraba como a su ancla, buscando anhelante mi aprobación,
y yo: «que sí papá, que sí, verás qué bien sale». Se sobreentendía que lo
hacíamos a escondidas de mamá -tal vez para darle una sorpresa- aun¬
que por otra parte existía también muy clara la noción de que ella no es¬
taba de acuerdo y tenía poder suficiente para hacemos desistir.
Iba con él por camerinos, pasillos y recovecos, en un escenario que
tenía algo que ver con el Campus de la Universidad de Columbia. Lo
más trabajoso era ayudarle a bajar las escaleras, sonaban timbres avi¬
sando, «no te tropieces con los cables, por favor», le decía yo, y el ma¬
quillaje de la cara se le despintaba con el sudor. Yo creo que era el papel
del Rey Lear o algo así, pero era también un rey de la baraja.
(Era la noche antes de su muerte, aquella antesala de palabras de
viajes no realizados, de ambiciones literarias frustradas, de historias sin
contar, aquel deseo apresurado de informarme de que su abuela pater¬
na se llamaba Lucía y la materna Francisca.)
Había muchas vicisitudes de dificultad que no recuerdo bien. Sólo
sé que al final el telón se había levantado y le tuve que dejar allí solo y
tembloroso ante un público que se reía de él. Pero yo no experimentaba
sensación de culpabilidad por haber contribuido a su fallo, me sentí,
por el contrario, orgullosa de haberle ayudado a cumplir su voluntad.
Visualmente no me acuerdo de los detalles, recién despierta me acor¬
daba de todo, pero me dio pereza apuntarlo. La sensación del sueño me
ha acompañado todo el día, sobre todo cuando, por la tarde, cmzaba el
Campus de Columbia del brazo de Antonio Tubisco, el viejo profesor de
español que se jubiló este año y me iba hablando de Federico de Onís y
de Unamuno.

9 de octubre

Es como empezar el curso. De verdad que es como empezar el curso,


qué alegría de sol, de alumnos moviéndose por el Campus, cuántos re¬
cuerdos de cuando me levantaba temprano en Salamanca para ir a cla¬
se. ¡Cuánto tiempo hacía que no revivía impresiones así! Y luego es
como mi sueño, volver, tener una casa donde nadie te moleste, dedicar¬
se a leer en paz.
Hoy me localizó una compañera de English class y me ayudó a oír
bien los récords del laboratorio. El profesor es irlandés (O’Driscol), son¬
ríe y cada día me cae mejor. Luego me lo encontré hurgando en los li¬
bros de viejo —«What a wonderful day!»— y viniendo por el Campus con
Liban y Rafael (otro chico tal vez hispanoamericano) nos encontramos
con Malefakis, que me dio un beso y me separé de los otros. Le acom¬
pañé a su clase. Me enseñó por dentro la capilla de St. Paul de Colum¬
bia. Había un concierto de órgano y me quedé a oírlo.

498
Estaba muy contenta con el artículo que me dio ayer Linda Levine
sobre El cuarto de atrás. Estábamos citadas en la National Library Tam¬
bién vinieron Liz y Gloria Waldman. Había gente tocando rock y pati¬
nando en la Avenida de las Américas. Fuimos a cenar a un sitio donde
la mesa es de chapa y el cocinero guisa allí mismo, a la vista de los co¬
mensales, como en una representación teatral. No paran de ocurrírseme
cosas, ideas, todo es para mí un puro estímulo. El restaurante se llama¬
ba Benihama of Tokio.
(A mediodía había comido con Luis Jessen en la Goulne, cerca del
Fnck Museum, Calle 70 con Madison, y él me había llevado un ramo de
flores amarillas. Es el primo de Oliart.) Con Gloria, Liz y Linda anduve
luego callejeando y hablando en inglés. Pasamos por el Cameggie, da¬
ban la nueva película de Woody Alien Stardust memories. Me quedé a
verla con Gloria. Hacía ayer un mes que llegué a New York.
Cada vez que sale una palabra inglesa en un libro de los que leo y
la reconozco es como cuando reconozco una calle (aquí compré tal cosa
o estuve con Fulano); «la primera vez que pasan las cosas pasan o se
oyen sin referencias, como dentro de una habitación oscura».

* *

«You must remember that everything runs together in an autobiography.


It is only in fiction that there are clear transitions between events» (Ex-
pensive people, Joyce Carol Oates).
¡Qué lejos me parece aquel leer libros casi sin placer, con prisa para
la crítica de Diario 16, aquel llenarme la semana, embutírmela con la
obligación de sacarme algo de la mollera para llevárselo a Jubi. Esta
tarde (9 de octubre, luminoso atardecer), enteramente consumida en mi
apartamento sin que me haya dado cuenta, con la sola interrupción de
la visita de Felipe, se me ha ido en un vuelo de orden, de estar-en-mí,
de paz. La he vivido a solas hasta la última gota y Felipe vio que encendía
la luz, que me hacía cena, lo vio desde su ventana, luego me vio aso¬
marme a la mía para mirar al atardecer sobre Morningside y me saludó
con la mano, luego le vi que se levantaba y pasaba a la cocina, «me va a
telefonear» pensé y sonó, claro, el teléfono. «Como en el teatro», le dije,
en vez de saludarle.
Y ahora estoy pensando en lo que dice Linda Levine en su trabajo so¬
bre El cuarto de atrás, me hace reflexionar (tan lejos me parece) sobre
aquella enajenada angustia que me tenía prisionera, y que fue lo que me
llevó a escribir El cuarto de atras. «Nos ha permitido», dice Linda, «ver los
pormenores de un momento histórico y una experiencia vivida, que no
conducen ni a la desesperación ni al suicidio ni a un matrimonio vulgar,
como en tantos otros casos, sino al proceso mismo de escribir.» Sí, al pro¬
ceso de escribir. Dios, qué libre me siento ahora, más que la gente de

499
veinticuatro años, más, porque los tengo, porque los recobro, no me que¬
rría ir nunca de New York. Estoy descubriendo la vida, de verdad.
El tema (también para La Reina...) de los padres bien educados
que quieren evitar ante sus hijos cualquier contacto con la realidad
-en teoría- pero luego estallan y les lanzan su propia basura, en con¬
tradicción con esas consignas y convenciones asépticas de la sonrisi¬
ta (todo ese esfuerzo incuba tics y gestos). Para la juventud actual, la
suplantación del yo: «It occurred to me then that music was like ea-
ting (y como fumar, añado yo), and both of them were like sleep: so-
mething to do that drew you into it, hadn’t anything to do with you
as a person».
Inercia. «There was something mysterious going on. I felt strange
and inert, like a sleep walker, and even when I did want to wake up I
couldn’t... I doubted the reality of Florence, our good maid, and had to
run to see her. Or I tried to reconstruct the room I had spent eighteen
months of my life in back in Charlotte Pointe, imagining each wall, win-
dow, the furniture, the ugly tile, the apple tree outside. It took such enor-
mous mental efforts to raise me out of my lethargy.» (Habría que hacer
siempre estos esfuerzos para no acostumbrarse pasivamente a las cosas:
a la muerte de Gustavo, por ejemplo.)
«She wanted only to live but she didn’t know how, that was why she
made a mess. Messes are made by people who want but don’t know
what they want, let alone how to get it.»

2 2 October

Cambio los muebles de sitio. Llueve. Me parece que ha llegado el in¬


vierno, el tiempo de recogerse.
Luego voy al cine con Bárbara, fui andando hasta su casa por todo
Amsterdam Avenue abajo. Luego en autobús hasta Madison con ella.
B. dice que cuando empieza el frío ya no te sientes turista en los sitios
porque todo lo que pasa empieza a parecer de verdad. Hacía una tarde
entre triste y estimulante, de nubes arremolinadas sobre Central Park. Es¬
tuvimos tomando un té y un pastel de queso enfrente de Bolton’s y me
sentía totalmente integrada. Luego vimos Somewhere in time que es un
poco tacky con mucha vuelta atrás y Priestley metido en un hotel mara¬
villoso de Chicago. Estuvimos cenando en Moby Dick, enfrente del cine
Tax-fix, y B. (entre devorar langosta y ponerse la servilleta a lo Macanaz)
pasó revista a todos sus amigos españoles, pidiéndome informes. Y le
gusta que seamos del mismo signo del zodíaco. Hemos quedado algo
amigas, pagando a escote.

500
fS*bbblblllbbbb bWv>'/ ObbtblbbbbblitbbbllbliiS*

The Spanish Department of Barnard Collage


invites you to a lecture by


I __
CARMEN MARTÍN CAITE

"El cuento de nunca acabé

■ Dates October 20th, 1980


Time: 5 p.m,
Place: Sulxberger Parlor (3rd floor)
¿
f
BARNARD HALL
Barnard College
{Entrarte» at 116th Street & Broadwny) 4' $ ■ > •.
15 night

Pescador déjame tu red, que un pensamiento se me fue flotando. In¬


somnio horrible, me leí todos los Abecés que me mandó Carrascal, for¬
tificaba mi inercia, sintiendo los insomnios de mi madre sobre los míos,
su muerte sobre la mía. Tentaciones de fumar. ¡Qué solos se quedan los
muertos!, dijo ella el dos de noviembre.
Recordaba también las veces que he sentido súbitamente la vivencia
de la muerte como un anticipo por culpa de algún dolor, por el hormigueo
en los brazos. Y me acordaba de la noche en que me desperté sobresalta¬
da, gritando, allí en Puerta de Hierro con el brazo dormido. Y mi madre es
siempre el hilo de estas premoniciones, no puedo dejar de unirla a ellas.
Pero si fumo, más acerco ese momento del deterioro. Debo resistir.
Lo peor es la inercia y no trabajar, no meterme a fondo. ¿En qué
consistirá la voluntad, la firmeza de un proyecto? ¿Qué digo cuando de
verdad me creo que puedo y quiero, que lo voy a hacer? Meditar esto.
¿Qué digo? ¿Qué decía cuando me ponía con el Macanaz?
Caigo en lo mismo que critico. Me gustan los resultados (los gera¬
nios en el tiesto) pero no los incentivos del proceso (la botánica). Leer¬
le como un papagayo cosas serodias a Linda Levine, el narcisismo, pero
no crear algo nuevo, ordenar. Caigo en la rutina.
Pensar en Eduardo R., en lo que daría por tener el tiempo libre y las
oportunidades que tengo yo. Debo pensar mucho en él, en Juanjo. De¬
dicarles lo que hago, pedirles ayuda. No sobar más los resultados pro¬
visionales.
Y dejar los pegotitos, que me están matando. Pensar en El cuento...
como un ejercicio de redacción, de paciencia, conmigo sola, paso a
paso, paciencia, tesón. Y no distraerse con inventos. Si quiero en una se¬
mana puedo hacer dos capítulos o tres. Really. Y no pensar en el tiem¬
po que ha pasado sino en el que me queda, en el de hoy, en el de ahora
mismo, ya. (Me han quitado esta tarde el canfornio del aire acondicio¬
nado. Veo de refilón Harlem desde la ventana. Amanece.)
Capacidad de asombro. Mantenerla siempre alerta. No decir nunca
de nada «ya lo sé» o de alguien «ya lo conozco» o de un objeto «ya me
ha dicho todo lo que me tenía que decir» porque es mentira. Nos pasa¬
mos la vida entre cosas y fenómenos que no nos penetran porque no
abrimos al cien por cien nuestros poros para absorberlos.
Ojalá este insomnio tan malo de la noche del 15 al 16 que, afortu¬
nadamente, resistí sin fumar, me sirva para no abandonarme a la inercia.
Me voy a encontrar muy a disgusto cuando vuelva a España, con to¬
dos los pequeños latazos de readaptación, interrupciones, etc. Como no
lleve el respaldo secreto de mi texto acabado o muy adelantado al me¬
nos. Paz. Imbuirme. No entrar en calatoraos.

502
Siempre van más deprisa los días que su recuento. A papá le pasaba
igual con los diarios, la preocupación por registrar, por dejar todo orde¬
nado por fechas, en papelitos y luego ¿de qué le valió? ¿Para quién dejó
todos aquellos cuademitos? Yo debo procurar que el mío de collages sea
visualmente divertido.

Día 21 de octubre

Los jalones hacia la enfermedad y hacia la muerte. Allí en el hospital


sentada junto a Philip sentí en racimo todas las veces que he estado en¬
ferma después de casarme sin tener a mi madre al lado. Y ella, el día que
le entró la enfermedad rara que la iba a llevar a la tumba, dijo llorando
por qué yo venía del dentista sola y me había hecho daño y lloré un
poco para enmascarar mi dolor verdadero, mi premonición de que
aquella compasión de mi madre por mi orfandad era también una des¬
pedida del alivio que ella podía darme, era como decirme «he adivinado
siempre el miedo que se ocultaba detrás de tu valentía, de tu hacer de
tripas corazón, lo sé todo, déjame que te lo diga al final cuando ya da
igual que juntemos nuestras lágrimas».
21 de octubre, sentí a Philip como a un hermano, allí comiendo fren¬
te a mí en un restaurante casual, medio cubano o italiano por la parte
baja de Broadway, al salir del hospital. Había enfrente una fachada que
ya no guarda nada, pero sí un bajorrelieve maravilloso en policromado,
que le habría encantado a Rafael (¿tal vez un viejo mercado?).
Por este barrio ya había pasado el día 17. Ese día comí con Flora en
Broadway después de estar en su clase. Luego la acompañé a su casa.
Hacía buen sol. Vive en New Jersey. En el autobús n.° 4 hasta la 176 St.
Luego trasbordo y cruzar Washington Bridge. Recortando en el jardín
de su casa, mientras ella lidiaba con el desorden. Vino el marido. Fuimos
a la biblioteca de Englewood.

22 de octubre

Los diarios se escriben siempre para alguien. Se da importancia a lo co¬


tidiano. Pero hay que seleccionar, lo importante son las conexiones sig¬
nificativas. Hay cosas eternas, aunque no las apuntes y otras que aun
apuntadas no son nada.
El tiempo corre más que el pensamiento. Se queda atrasado, se quie¬
re una elaboración más completa (papelitos de papá, cuadernos de lim¬
pio) y no se atrapa la vida, no. K. Mansfield y Eliade lo supieron bien.
Con los diarios empiezan los problemas del cuento de nunca aca¬
bar. Poner las fechas en fila ¿no será una falacia? No se posará y se or¬
denará a su modo lo que se vaya a convertir en literatura. Pero lo que
más cuesta al principio es renunciar, podar, dejar de ser notario de

503
cuanto los ojos ven. Y éstos, obligados a mirar y a no perder ripio, se
abotargan. A los captadores de famosos (cf. Diario de Mircea Eliade) les
interesa sobre todo un inédito de puño y letra de Unamuno, aunque sea
malo, a los que conocen la verdadera fugacidad del tiempo: «¡Mira el
vuelo de la falda de esa señora del sombrero negro!». Ya sea en una foto
o por la 5.a Avenida por donde yo circulaba esta tarde en que yo no era
nada para nadie más que para la retina de quien me haya visto con mi
cara de frío y el sombrero negro de Bolton’s, porque el tiempo se ha al¬
borotado y yo miraba la luz helada de los rascacielos. Luego me vine a
coser a casa, oyendo la radio, preparando el espacio vital de pasado ma¬
ñana, en sueños.
■fc # *

«La literatura es invención. La ficción es ficción. Decir de una historia


que es una historia verdadera supone un insulto tanto para el arte como
para la verdad. En todo gran escritor hay un gran embustero, pero es
que la naturaleza misma es la estafadora por excelencia» (Vladimir Na¬
fa okov).

25 de octubre

Estoy en mi apartamento neoyorkino, hay una tormenta de lluvia-nieve, es¬


perando a mi amiga filadelfiana que, al final, aparece mojada con sus equi¬
pajes y su cara de rosa. ¡Qué gusto poder albergar conmigo aquí a Joan!
Hemos comido cosas ricas. Hemos hablado sin parar, se ha echado
la siesta, nos hemos arreglado como para la fiesta de la Cenicienta. El
momento mejor, aquel en que, ya preparadas, pedimos un taxi y el por¬
tero negro nos sostuvo abierto el paraguas de colores. Fiesta en casa de
Marcia.

Día 26. Domingo

Dormimos hasta tarde. Comiendo en el restorán vienés y leyendo el ma¬


ravilloso prólogo inglés al libro de Joan, estuvieron a punto de mangar¬
me el bolso dos negros (uno de ellos travestí). Antes habíamos ido a de¬
jarle unas flores a Marcia a su portal. A las ocho me llamó Regalado
(cuando Joan ya se había ido) y me invitó al local de jazz para que co¬
nociera a su actual chairman de New York University, Coleman.

Día 27

Clase en Barnard. Desayuno con Philip. Vuelo a Boston. Madeleine y su


apartamento de Roseland St. repetido del de Clairemont Av. Hablar,

504
hablar, hablar. Vamos a por la llave a su casa de antes y conozco a su
marido y a su niño, rubios. Hablar de trapos, de gente de literatura,
como el año pasado. Y reírnos, reírnos tanto. Nos acostamos tarde. (Me
llama Thompson desde N.Y. ofreciéndome otra conferencia para Long
Island.)

27 de octubre de 1980
Antes de salir para Boston

Lo de New York es, creo, una cuestión de luz. Madrugar para ir a clase
y ver como un negro rastrilla en el Campus las hojas caídas, sentir el
viento que viene frío y racheado de 113 Street, divisar al otro lado, al
fondo, el río Hudson, es algo relacionado con la limpieza del aire. En
Madrid esto nunca pasaría. Se siente el mar cerca, los dos ríos. Madrid
es que es muy feo, no espabila.

Día 28

Amanece lloviendo. Como en casa de Sólita Salinas y de compras con


ella (gangas baratas). Vuelvo a Roseland. Viene Mad. con Gustavo Alfa-
ro y vamos a la MIT. Cena allí con Elena Gascón Vera, Margerit y otros.
Luego conferencia sobre el punto de vista femenino en literatura, llevo
puestas las prendas compradas con Sólita, falda marengo, blusa rosa y
suéter seda negra debajo. Gorrita malva. Mucha gente. Muy bien. Lue¬
go nos fuimos a casa de Margerit a ver porT.V. el debate Reagan-Carter.

Día 29

Sol. Paseo mañanero en el coche con Mad. Al colegio de su niño Ed-


ward, a arreglar una guitarra, a casa. Viene a recogerme Elena Gascón
Vera. Paseo con ella por el Boston viejo; compras en el sótano barato
(una combinación rosa Valladolid y un jersey de rayas malva, gris y ma¬
rrón). (De Salamanca-barrio chino a los sótanos de Filene’s que al pa¬
recer menciona en no sé qué poema Ezra Pound.)
Luego vamos a casa de Elena Gascón en Wellesley, una mansión
entre hojas secas. Leve reposo. Homenaje y cena privada en Wellesley
College. Luego conferencia sobre la aparición de la mentira. Llevaba
la falda de pied-de-poule larga y el jersey de esta tarde. Luego, ya ano¬
checido, algunos alumnos se vinieron a la casa de Elena y una señora
de pelo blanco, que se llama Justina. Les leí el prólogo de Cervantes
al Persiles.

505
Día 30

Ahora estoy en el avión que me lleva a Cleveland. Dormí en casa de Ele¬


na y esta mañana vino a verme Karen Taylor, la pelirroja a quien cono¬
cí el año pasado en Harvard (paseo por el río con otras dos) y esta pri¬
mavera-verano volví a ver en Madrid cuando la Torcí andaba con su
traducción de Durrell. Forofísima mía.
Con ella y Elena comimos en el comedor universitario de Wellesley,
hacía una tarde de otoño maravillosa. Nos encontramos a Justina y nos
hicieron a las cuatro una sesión de video-tape en el despacho de Elena.
Luego, al salir, había un revolear de hojas amarillas, removidas por la
máquina barredora, llama de fuego desmenuzado y movedizo de este
otoño, que asocié con la señora de pelo blanco, a la que abracé con
emoción, porque quién sabe si volveré a verla, todo es tan casual y pa¬
sajero, tan fugaz.
En el barrio del puerto de Boston con Elena, atardecía -malva gris
rosa- sobre los veleros. Y una naranjada. Me ha acompañado a Low Air-
port, con el tiempo justo. Y ahora ya es de noche, luces azules sobre la
pista. El avión va a arrancar. Veo a lo lejos, ya sin brizna de luminarias
en tomo, los rascacielos iluminados de Boston.

* # *

Estaba Arrojo en el aeropuerto de Cleveland, precioso, con moquetas de


dibujos años veinte. Me acompañó al chalet de Viky, una profesora litua¬
na de francés. Le alquila la vivienda a los profesores en año sabático. El
dormitorio mío tenía una extraña y enorme escultura en plástico contra la
pared, como de visceras rosa. Rodeado todo de árboles otoñales. Fui lue¬
go con Femando a su casa, especie de cabaña. Bebimos champán y ha¬
blamos de Aldecoa y de su tesis sobre él.

Día 31

En la Universidad de Oberlin. Clase sobre «La conciencia tranquila».


Comida con Femando Harriet y Bárbara (de Philadelphia) en un come¬
dor universitario. Clase sobre Pepita Jiménez. Conferencia: «La mentira
narrativa», aula llena. Recepción con vinitos.
Cena con los profesores. Era un restorán caro. Se celebraba la vís¬
pera de Halloween. Entraron dos chicas elegantes, una con antifaz de
pirata tuerto. Alborotaban mucho. Caí en la cama cual leño.

506
1 de noviembre

Ingredientes para la paella con Illia y Fernando. Incidente en el super¬


mercado. Excursión a Vermilión junto al lago Eire. Día gris y medio llu¬
vioso.
El flea market. Vuelta al refugio de Fernando. Illia y yo en el sofá,
contándonos cosas mientras él preparaba la paella. Paella divina. Baile
con gente disfrazada en la casa española, chimenea encendida.

2 de noviembre

De Cleveland a Boston (dos horas en el aeropuerto). De Boston a Ban-


gor. Me esperaban Philip y Ana. Llegamos de noche a casa de sus padres
en Mount Desert. Antes de cenar los comensales se cogen las manos. La
madre de Philip se parece a la abuela Ida. Orgullo y prejuicio en la tele¬
visión.

Día 3 de noviembre

Salimos muy de mañana con todos los aparejos. Primero en coche has¬
ta el pueblo de Bass Harbor. Luego el embarcadero. Vamos en la mo¬
tora con el padre de Philip, Arthur, y sus hijas Ana y Pamela. Muy abri¬
gados. Cruzamos hasta la isla de Gottan. Allí tienen una casa de
verano que olía a Piñor. Sol, frío, manzanos, gaviotas, cementerio ma¬
rino. Focas sobre un islote. Benjamín, un chico que empezó a estudiar
filosofía y ahora vive allí solo y pesca langostas en plan Robinson. Vi¬
mos su cabaña. Luego vino a despedirnos, se perdió remando entre los
escollos.
Por la tarde recorrimos Mount Desert en coche. Puesta de sol maravi¬
llosa. Cena con langosta y champán. La madre de Philip es emocionante.
Me recuerda a mamá. Noticias en T.V. sobre las elecciones inminentes.

* # *

Amor, gran abstracción que vive en infinito, hechos menudos. Cielo sos¬
tenido en hilos que hay que tejer uno por uno (P. Salinas).

Viaje de vuelta de Mount Desert

Penobscot river cruzado en Bucksport por un alto puente metálico, pin¬


tado de verde y seguido por su margen derecha hasta Belfast pasando
por Searsport. Luego desde Camden se descubre Penobscot Bay, a las

507
diez, con el sol queriendo salir entre nubes, ¡Dios, qué abanico de be¬
lleza, con toda la hondura de panorama marino y las rachas de luz so¬
bre el agua alborotada y gris, entre árboles amarillos de la costa, islas
con pinos a lo lejos!
Camden tiene casas enormes cuyos dueños -me dice Philip- son ge¬
neralmente capitanes de barco. Salen de aquí barcos en verano que te
admiten como tripulante. Nos bajamos a comprar postales y a ver jer-
séis, gorros y guantes hechos a mano. (Vamos con Pamela y Ana, las hi¬
jas de Philip en un Buick Skylark forrado en madera.)
Y más abajo Thomaston, ciudad de grandes mansiones, posible¬
mente venida a menos, con la única prisión del estado de Maine in it,
edificio gris, enorme, junto a la carretera. Se llega a Wiscasset por otro
puente verde sobre el river Sheepscot que es como un mar gris y hay un
barco hundido en el puerto, casas de 1790. Por otro puente metálico so¬
bre el ancho y alborotado river hasta Bath, ciudad de astilleros. Desde
Portland se coge la autopista hasta salir del estado de Maine.
De vez en cuando la radio da noticia de las elecciones. Llevamos si¬
dra en botella y café en un termo, tomamos paninos y bollos de bruños,
tipo donut, tipo churro. Al llegar a la altura de Kennebunk, bajamos a
una estación y a los rest-rooms y Felipe le ha cedido el volante a Ana.
Cambio de estado. De Maine se pasa a New Hampshire por el Pis-
catagua River Bridge, impresionante. Breve paso por autopista. Ahora a
Massachusetts. Salimos por Mass Turnpike, a las dos y media, ya Philip
nuevamente al volante. Vamos oyendo noticias de las elecciones por la
radio. (Anécdotas: que si Cárter, con los nervios, le dio la mano a un pe¬
rro; Ford a un maniquí.) Llueve furiosamente.
A las tres veinticinco salimos del estado de Mass, para entrar en
Connecticut por Union, los letreros (verdes antes) son ahora azules.
Llueve torrencialmente.
A las cuatro, desde un puente azul, entre la lluvia, vemos Hartford.
Yo voy comiéndome una manzana agria.
Cinco menos veinte. Ver New Haven desde la autopista lluviosa ya
anocheciendo es una visión de la ciudad tan diferente de la que tenía
ahora hace dos años, cuando mamá aún vivía y acariciaba como algo
irreal la idea de venir al congreso de Yale. Las manos de mamaíña aca¬
riciando las mías, bendiciendo mi porvenir. •«¿Has contestado a ese se¬
ñor?» Sí, tal vez hoy mismo, hace dos años, y ya llevaba ella la muerte
dentro. Y yo no sabía lo que era América, ni su tamaño, ni dónde esta¬
ba Yale, ni a qué distancia de New York, ni a qué estado pertenecía, flo¬
taba Manhattan entre aguas portuarias peligrosas, con negros con cu¬
chillos por las esquinas, nombres pronunciados por Aldecoa, surgidos
del cine años cuarenta, una niebla, jamás soñé que vendría en coche con
un amigo rubio, que se ha puesto su gabardina para bajar y echar gaso¬
lina y traerme un sándwich.

508
Hacer familiar lo maravilloso es creérselo (habitarlo), lograr que
Ph. se encame en mi vida, no sea el abstracto «extranjero rubio». (Como lo
sería para el que mira novelescamente desde fuera. ¿Quién irá en ese co¬
che? El cuadro de Hopper de la mujer en el hotel. ¿De dónde vendrá?)
Hacer maravilloso lo familiar es procurar, en cambio, verlo más desde
fuera, con distancia, como a través de una ventana, no tan metido en su
caldo, verle lo que tiene de sorpresa, de inesperado. Mondoñedo.

* ■*< *

Estar en California al sol y no saber qué día es ni tener idea de cómo


pasa el tiempo sola en el jardín de la casa de Borau en Sherman Oaks,
y de repente salir a recoger Los Angeles Daily News que alguien deja
todos los días a la puerta, y caer en la cuenta de que estamos a 13 de
enero y de que, en New York, hay trozos del río Hudson que se han he¬
lado, y mirar el Valley que la poda del jardín de al lado ha dejado esta
mañana al descubierto, mientras el sol me acaricia los pies que asoman
desnudos por el borde de los pantalones vaqueros, mientras espero la
vuelta de )osé Luis para comer y repaso notas viejas que tomé en New
York en este cuadernito que he cogido al azar... eso es... la felicidad, lo
más parecido a la felicidad que he probado hace muchos años.

509
CUADERNO 26

NAME-

MfSl- .&MUk
‘y\>v'.'v" u >«- >- /'Jí $
Camp Manufacturlng
; Baltimore, Maryland 21
Sheaffer Eaton Díviáion oí Textron Jhc-

Bloc de tapas color garbanzo, americano,


con apuntes heterogéneos y muchas hojas en blanco.
Se transcriben a continuación unas páginas, encontradas en una
carpeta de «Papeles sueltos», que pertenecían a otro cuaderno,
inaugurado el 16/2/1981, a la vuelta del viaje a Estados Unidos;
llevan el título de «Clave de sombra», que remite al capítulo homónimo
de Nubosidad variable, en el que reviven los viejos apuntes:
«Clave de sombra, Sofía, ahí la tienes, escondida bajo ese tropel
discontinuo de imágenes que la doctora León aconseja controlar.
Imágenes que cabalgan por pasadizos abovedados en cuanto
cerramos los ojos y quitamos el dique que la voluntad o el reloj
suponen para su vocación de desbordamiento».
10 de noviembre de 1980

A nita me manda recortes de El País y ya no veo tan lejos la firma de


Miguel Ángel, las palabras de Felipe González, una entrevista al
Dragó.
Estuve esta mañana, al salir de clase, a ver el escaparate que me han
hecho en 5.a Avenida con la calle 19. Luego me vine caminando por
Madison, era una mañana ventosa, hasta el Instituto de audiología.
Volví a Bamard, a ver si me arregla Marcia lo del vuelo de regreso.
Todo va a una mecha precipitada, no me da tiempo a recapacitar.
Volví a casa cansadísima, después de hacer compra. (Me he andado
todo Madison.) Tenía en el desk las fotos de Maine. Comí un poco. Vino
Marie-Lise Gazarian, quiere promocionarme. Se estuvo tres horas. Lla¬
ma Philip. Llama Linda. Llama Flora. Llama Marcia. Llama Roberto. Le
remedio una corbata de papá. No puedo más. Y los pegotitos pendientes.

12 de noviembre (las tres y media)

Acaba de ponerse en movimiento el tren que me lleva a New Haven; es


cómodo, no va nadie sentado a mi lado, hace sol. Es el tren que va a
Boston.
Acabo de tomarme un vaso de caldo con tropezones que compré en
el hall de la estación, mientras esperaba que se encendiera en el tablón
central el número del andén que tenía que coger: el once.
En el asiento de delante del mío, asomándose de rodillas por una
rendija, me espía una niña negra con trencitas, a la que debo llamar la
atención no sé por qué. Le sonrío y me hace muecas. El caldo estaba
bueno, un poco picante. Voy con la falda larga de cuadritos, la gorra gris
y la zamarra gris con cuello de piel.
Ayer estuve en Bronxville, en el colegio Sarah Lawrence, con Rober¬
to y con intérprete simultánea. Show por todo lo alto. Y luego charla

513
con los alumnos, con vino y queso. Me trajeron en coche y he dormido
diez horas.
Esta mañana le he mandado a Marta vía Malefakis el vestido amari¬
llo que compré ayer. Y Flora me ha regalado una chaqueta de terciope¬
lo divina. Y me ha escrito Amancio, que me manda la cinta del Lelia
Doura. ¿Qué más?
Hace un tiempo despejado y ventoso, con las hojas secas se arre¬
molinan periódicos y cajas de cerillas con el rostro desteñido de Cárter
que empieza a despegarse de la historia (qué lío de puentes bajo el sol
de la tarde, de rascacielos, a la izquierda brilla Manhattan). El tren lle¬
va bar.
A Anita le prorrogan el contrato; mamaíña, gracias.

Thanksgiving. 27 de noviembre
En el coche de Marc y Joan. Camino de Baltimore

Me he dormido en el asiento trasero, he abierto los ojos y era como


aquel día que venía en la ambulancia de la Cruz Roja que me traía de
Madrid a Salamanca, abrir los ojos entre una especie de fiebre y ver sólo
árboles. Y saber que te llevan. Pero entonces era el alma que quería sa¬
lir del cuerpo y ahora es el cuerpo que quiere salir del alma, imponerse
sobre ella. Estaba exhausted.
Cómo venía de lleno y de alborotado el tren que me trajo de New
York a Philadelphia. Ya el subway no llegaba a la calle 116, eran las 10.
Y luego una chica en Pen Station me acompañó por el camino más cor¬
to a sacar los billetes. «See you later.» Pero no la volví a ver.
En la plataforma del tren, donde me metí a codazos, iba una pareja
de amigos, rubio y moreno entre fachas y gays, el moreno afeitado, el
otro con bigote, fumando. Fue a mí a la última que dejaron entrar. Lue¬
go, en el otro vagón pidieron un doctor porque alguien se había puesto
enfermo.
Vi a Marc, en la estación, después de diez minutos, como al ser más
amigo y amable del mundo.
Ahora, con el cuadrante debajo de la cabeza, contemplo, como en¬
tre un extraño delirio, los árboles desnudos. No se adonde me llevan.
Me han dado vino y pasas. Thanksgiving.

Al día siguiente
(El mismo coche, con Browny, que me lleva hacia Darlington)
(Después de comprar en Lehmann’s con Joan)

De vez en cuando veo cementerios entre la niebla al pasar, aquí que


todo el mundo se preocupa de lo material, de sacarle brillo (con esfuer-

514
zo que los agota) a los adminículos que trituran la basura y se tragan el
excremento.

* * *

El miedo a perder las cosas, a olvidarlas (en un autobús, olvidar el aba¬


nico). A perder lo que uno es (desde niños, lo tenemos, nos riñen si nos
hemos dejado la cartera).

20 de diciembre
Hacia casa de Flora (Englewood en el M. 5)

Un día gélido pero de sol brillante. Vengo de oír la voz de Amancio en


el hotel Alcott, junto al Dakota, en un magnetófono barato de periodis¬
ta con resonancias insoportables.
Estoy a la altura de la calle 103 con Riverside, el sol brilla rabiosa¬
mente sobre la superficie bruñida del río Hudson, por el cristal del au¬
tobús entra frío y por el fondo del asiento de plástico azul un calor de
quirófano. Me siento alegre, la cabeza se me asienta, voy poco a poco
orquestando los proyectos de mi despegue de New York, mezclando la
nostalgia con el buen sentido, para que no se me olvide ningún recado
fundamental. Esta mañana le he devuelto a Ana Silver la radio que tan¬
ta compañía me ha hecho en estos meses. Pero hay que tirar p’alante.
Todavía queda fiesta por delante, una fiesta inesperada y distinta. Llevo
el gorro de lana con las plumas.
Felices Pascuas, Calila. Sé tú. Puedes escribir tanto todavía. Claro
que eso pensaba John Lennon, que tenía cuarenta años de vida por de¬
lante y ya ves. Pero tú vive. I don’t care about future. There’s only pre-
sent. Y el presente —ahora— es tan pleno. Lo puedo hacer mío. Escribir el
poema de New York. Esta mañana estuve dándole ánimos a Ana Silver
para sus escritos. Claro que ella tiene diecinueve años. Pero eso, ¿qué
significa? Añora, en cambio, la madurez y la sabiduría, se debate en ti¬
mideces. Hay que aprovechar el tiempo. Llenarlo al máximo de uno
mismo. ¡Que ancho el Hudson! Ya se ve el C.W. Bridge con la desem¬
bocadura. Dentro de unos minutos lo cruzaré en autobús. Pero ahora lo
veo mejor, antes de llegar.

Clave de sombra

Este cuaderno me lo regaló Marisé el lunes 16 de febrero de 1981, a mi


vuelta de América.
•i< ■»,< #

515
Hiuuuiitititiiiítitiííííííiíiuuuuni
La vida es este tropel discontinuo de imágenes que cabalgan por pasa¬
dizos abovedados en cuanto cierro los ojos y depongo el dique que mis
proyectos o mi voluntad o mi estar alerta al reloj suponen para su vo¬
cación de desbordamiento. No hay otra cosa más que su sucederse cie¬
go, exuberante y también las arengas que dirijo y por el orden que se las
dirijo a los personajes variables que en el caleidoscopio de ese desbor¬
damiento van cambiando de rostro y condición. Es como entrar en el tea¬
tro y al salir recordar la función sólo a medias, no tener ocasión de co¬
mentarla con nadie, hasta que se borra.
Noto que cada día, cada mañana cuando abro los ojos, toda esa ri¬
queza camina en espiral y haciendo remolinos a sumideros de muerte
irreversibles, mezclada con el agua sucia que derrama la luz desde la
ventana, implacable, rígida luz que en seguida viene a recordarme citas
pendientes, facturas pendientes, cartas pendientes, que me insta a le¬
vantarme demorándose en iluminar, como un recordatorio, el reloj, el
teléfono o alguna nota con consejos y advertencias para mejor aprove¬
chamiento del tiempo, que yo misma he dejado escrita la noche ante¬
rior para contrarrestar el opio de estas imágenes nocturnas, que son,
sin embargo, la vida que en vano pugno por apresar en mis escritos
diurnos organizados, ese pulso del tiempo que se me va, su verdadero
rostro.
Pero la función del día es su lucha, su papel de guardián, de asesino.
Aún agarrada a la almohada como a una tabla de salvación, procuro re¬
conocer en ese mal sabor de boca postrero que dejan las resacas en el
paladar rastros de lo que dije o me decían los demás en esa excursión
de la que poco a poco empiezo a no recordar nada. Y cierro los ojos to¬
davía y sé que no me quiero levantar pero que me voy a levantar y que
empezarán las dudas de si primero esto o aquello, de si autobús o taxi,
de si a máquina o a mano, de si ducharme o dejarlo para luego, de si
quedar para cenar o poner un pretexto, de por dónde empezar y para qué.
Y se han hecho las once.
Ya estoy equivocada -pero aún lo sospecho un poco-, mirando pa¬
labras en el diccionario, sentada con la espalda recta contra el respaldo
de la silla, creyendo que habito o aprovecho el día, pero mis ojos me
traicionan cuando vuelan como pájaros errabundos de las teclas de la
máquina a ese atolladero de nubes grises y pastosas que forman techo
al día de este cuatro de marzo, cuatro ya, que no rijo ni llevo, como pre¬
tendo, que sabe Dios el material que me está deparando para los sueños
de esta noche, lo único misterioso y verdadero.
Por ejemplo ha aparecido de repente R. F. y me ha dicho que vive de
vender cosas en el Rastro, pero es que no, es que es todo mentira, creía
que eran las once y son las dos y ya tengo la tarde encima, pero es que no,
no sé por qué me rijo por esto, por estas apariciones, agobios y tictacs y
desapariciones y cambios de color en las nubes, simplemente es que no,

517
es que es todo mentira, también puede ser mentira que este mismo chico
se fuera hace mucho de viaje a Londres, todo mentira.
Los argumentos están desordenados y si me pongo a revolverlos
son cristales rotos que se me clavan en la yema de los dedos y me hacen
sangre, una sangre vertida no sé para quién, que se ensucia en seguida
como nieve pisada.

27 de marzo

Algunos despertares son como ácido sulfúrico. La vida sigue y la pri¬


mavera está otra vez aquí y sin embargo, sé que está en mi mano cam¬
biarlo todo, emitir nuevamente amor, abrirme. ¿Por qué no quiero?
¿De dónde me sube esta oleada de hastío por todo y por todos?
Hasta anoche me lo decía yo: «no sirve de nada hablar contigo, tra¬
tar de animarte, nota uno que es como desperdiciar las palabras» y ni si¬
quiera su expresión franca, su puente de indudable buena voluntad, me
conmovían.
Y tengo sueños de cerrazón, opacos. Sueños de dinero. Empiezo a
darle una importancia desmesurada al dinero. A falta de amor. Pero el
amor se cría. Si yo no lo emito, no lo recibiré. Si me cierro como una os¬
tra y me voy volviendo una persona agriada y quejumbrosa, envejeceré
más deprisa.
Por favor, Calila, un poco más de ligereza. Los fantasmas que te preo¬
cupan son enemigos tuyos, servidumbres de la apariencia. La riqueza
está dentro de ti, espoléala, sacude la inercia que te ha vuelto tan pru¬
dente, juiciosa y razonable, esa tendencia a lo seguro que te alicorta y
acobarda. Por favor, aún tienes tiempo de resucitar. Lo tienes siempre.
Acuérdate cuando decías: «No sucumbiré nunca a la amenaza de los
problemas prácticos. Los atenderé pero sin dejar que invadan ni un ápi¬
ce del otro territorio, del jardín sagrado». Y no llores al recordarlo, pen¬
sando «sí, ¡qué joven era!». Porque esto es morboso. Mucho más joven
puedes volverte ahora (y vale más la pena) si logras que siga sin impor¬
tarte eso que esclaviza a la mayoría de las mujeres de tu edad.

518
CUADERNO 27

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OL'j2JL¿U^ Lgj ¿Jhr1 ¿rJUr , uurzcnr^ Ck^w. cLo iri*_^ ¡ o cu

En la primera parte del cuaderno se narran,


con letra clara y ordenada, dos largos sueños del año 1981.
Siguen varias páginas dedicadas a la preparación del guión
de la serie de televisión sobre Santa Teresa de Jesús (1983),
de las que sólo se ha transcrito un breve fragmento,
y otras notas sueltas, con cierto desorden cronológico.
El Ateneo, 14 de julio de 1981
Las 4 de la tarde

E sta noche pasada he tenido un sueño muy especial que hace un rato
le he estado contando a Anita, mientras tomábamos un aperitivo en
un chiringuito de la plaza de Neptuno. (Ella anoche me había traído de
El Boalo, como regalo de mi santo, un escrito-collage donde se hablaba
de mi historia y mis trabajos, y yo le dije -anoche en Alcalá 35- «cuán¬
to le gustaría a mamá ver lo bien que nos llevamos ahora y cómo has re¬
sucitado tú».)
El sueño, tal como lo recuerdo, era así:
Estaba yo comiendo con Anita -y creo que alguna otra persona- en
un sitio donde hacía bastante calor, y yo estaba triste. Anita se enfadó
conmigo mucho porque, al comer, se me cayeron gotas de salsa de to¬
mate en la blusa. Fue un enfado desproporcionado e injusto, pero yo no
dije nada. Sólo que me puse más triste todavía.
En otro tramo del sueño, papá y mamá, muy impacientes, como
eran ellos en los últimos tiempos cuando alguien tardaba en llegar, es¬
taban esperándonos para comer y paseando muy nerviosos en el vestí¬
bulo de un hotel lujoso, como de balneario. Yo les dije que Anita tarda¬
ría un poco en llegar y pasamos los tres juntos al comedor. Papá no
hacía más que preguntar por Anita. Yo comía sin ganas y entristecida,
aunque procuraba disimularlo. No me atrevía a decirles que había co¬
mido ya, para que no se disgustaran.
De pronto llegó Anita muy alegre y simpática con unos amigos que
no recuerdo quiénes eran y se puso a darnos conversación a todos. Y yo
me sentí muy aliviada de que se le hubiera pasado el cabreo conmigo,
sobre todo para que mamá no se disgustara.
Papá se levantó y dijo que se iba a echar la siesta. Y le acompañamos
a una especie de almacén muy desnudo. La cama estaba en un nivel más
alto y se subía a ella por una rampa de cemento. Todo esto tenía algo de
nicho de cementerio. Papá llevaba unos zapatos algo raros, como con
un alza en forma de cuña y empezó a subir la rampa con dificultad. Yo
le quise ayudar, pero no me dejó. «Tengo que hacer el esfuerzo yo solo»,

521
dijo. «Hay que esforzarse.» Pero me daba miedo, porque según iba su¬
biendo se tambaleaba un poco, como a punto de perder el equilibrio.
Y yo pensé: si le sigo mirando, en vez de taparme los ojos, le ayudaré,
porque tendré fe en él. Y llegó arriba y se tumbó en la cama con una
sonrisa de placidez, cayó como una piedra, pero satisfecho de su es¬
fuerzo. Era viejecito como Cambof Petapel.
Antes, durante la comida, mamá me había estado hablando de este
libro El castillo de las tres murallas, y me decía que no lo conseguía leer,
por más que quería. No sé si se refería a que no lo entendía o a que sus
ojos ya no eran capaces de leer libro ninguno. Y yo le dije: «Haz un es¬
fuerzo porque lo mejor está al final, todo se entiende al final. Es una
especie de jeroglífico». Y ella me acarició la mano y me dijo: «¡Cuánto
sabes tú de jeroglíficos!». Y fue cuando apareció Anita, creo.
Luego, después de acostarse papá, en otro tramo del sueño, íbamos
cuesta abajo en un coche-furgoneta que mamá guiaba, muy alegres,
como de excursión. Ella y yo delante y Anita detrás con aquellos ami¬
gos. Y era como en los tiempos antiguos en que íbamos de excursión a
Orejudos; quiero decir que esa de entonces es la edad que mamá ten¬
dría, unos treinta y tantos años. Se la veía muy alegre de guiar el coche
(yo creo que fue una ilusión que siempre tuvo, esa de haber aprendido
a conducir) y canturreaba entre dientes. Iba vestida con falda pantalón.
Guapísima.
Llegamos al borde de aquel río y nos bajamos del coche. Anita, por
broma, le dijo que la iba a empujar para que perdiera miedo al agua y
que bañarse era muy agradable. Y mitad en plan gamberro, mitad como
para someterla a aquella prueba, la empujó, aunque ella decía que el
agua iba a estar muy fría. Cayó al río y volví a sentir miedo pero ella
asomó la cabeza chapoteando y se reía, llena de vida y sin gesto de sus¬
to ni enfado contra nadie. «Está fría», dijo, «pero muy buena.»
Creo que en este punto es cuando me desperté.
Luego, a mediodía, he recibido carta de Ruth el Saffar. Me dice:
«Para cuidarte, para llevarte donde tienes que ir, hay tus ángeles que no
te van a faltar. Tu madre lo sabe. Y tú también».

Balneario de Archena, 28 de agosto de 1981

Estoy aquí con Anita hace dos semanas. Nos vamos mañana a Madrid.
Esta noche pasada he tenido el siguiente sueño:
Había entrado con Rafael y Chicho en una casa que les quería yo
enseñar y que resultó ser la de los abuelos de la calle Mayor. íbamos un
poco en plan furtivo y como de exploración o aventura. Yo delante de
ellos, avanzando un poco a oscuras. Así llegamos desde el despacho del
abuelo hasta aquel ensanche que había donde estaban los armarios ro-

522
peros grandes que luego se trasladaron a Alcalá 35. Había una puerta
cerrada antes de entrar allí y nos paramos. Entonces salió un personaje
alto, silencioso y espectral que era un poco como la Marcelina, pero
algo diferente, corrió tirando de un cordón unas cortinas que cubrían
unas ventanas altas y se iluminó el recinto. Luego desapareció.
Seguimos andando, ya con menos sensación de miedo y lo empecé
a ver todo con un realismo impresionante, la alcoba donde dormían
papá y mamá con el gabinete aquel que tenía delante lleno de bibelots,
«mira esta palangana», le dije a Chicho. Estaba colocada encima de un
sillón, la porcelana era muy delicada, con ornamentación de flores co¬
loreadas, y tenía un sistema sorprendente de desagüe, pues toda el agua
que se echaba en ella desaparecía al levantar el tapón por vías misterio¬
sas que, al parecer, eran tubos horadados por dentro de las patas de la
sillería, que iban a dar al patio.
Seguimos luego por el largo pasillo que llevaba a la cocina y les fui
mostrando las habitaciones de dormir que quedaban a la izquierda y
que daban la impresión de haber sido recientemente habitadas pues ha¬
bía vestidos en los respaldos de las sillas y flores en los jarrones. Lo veía
todo con gran detalle y realismo e iba haciendo la descripción de los
muebles y cuadros, llamando la atención sobre el primor de las colchas
y el bordado de las sábanas, con voz de cicerone de museo.
A la derecha, antes de llegar al corredor, estaba la alcoba de Paula y
Marcelina, con sus camas altas. Era más grande de lo que recuerdo y
estaba muy sombrío. «Allí no entramos», dije, «porque me da un poco
de miedo.»
Enfrente estaba el comedor, con las cortinas rojas de la entrada re¬
cogidas, muy iluminado con candelabros. Estaba puesta la mesa con
mucha ceremonia y el gramófono sonando. Varias personas tomaban el
aperitivo en la mesita de delante de la chimenea y creo que distinguí en¬
tre ellas a papá y mamá, tía Carmen y Gonzalo Lavín, charlando y rién¬
dose. Pero pasamos de largo porque antes de entrar allí les quería ense¬
ñar la cocina para que vieran las estampas de santos que tenía la Paula
puestas en la pared encima de las tapaderas de las cazuelas. Pero la co¬
cina era muy distinta. Habían blanqueado y había huellas de obra re¬
ciente, como si estuvieran tratando de modernizarla y de ampliarla. No
había nadie allí.
Por un boquete que había al fondo, después de atravesar una mam¬
para de cristales, que daba a una especie de proyecto de office, nos des¬
colgamos a una terraza y saltamos luego a unos tejados. Avanzábamos
por un alero estrecho y peligroso. Estaba muy alto y daba un poco de
vértigo, pero se divisaba desde allí un panorama maravilloso. Era un
paisaje de mar y estaba atardeciendo. Se oía el fragor de las olas rom¬
piendo allá abajo contra los cimientos del edificio. Chicho me pasó la
mano por encima del hombro. Rafael ya no estaba.

523
De pronto miré hacia la derecha y la fachada se abombaba como la
proa de un barco. Adherida a ella, como una estatua, estaba mamá. Me
quedé inmovilizada ante su cercanía y su belleza. Llevaba por delante de
la cara un velo color malva que le bajaba de una especie de turbante, mi¬
raba hacia lo lejos y sonreía. Parecía una diosa. A pesar de su inmovili¬
dad me pude dar cuenta de que estaba viva. Llevaba una falda amplia,
una especie de túnica que le caía hasta los pies y todo su ser trascendía
audacia, vida y serenidad. Tendría unos veinticinco años. No pude llegar
a tocarla.
Me despertó Anita de tomar su baño de lodo.

* * •*<

Aman la enfermedad desde la infancia, el vómito. No la luz, no las flores,


no la salud. ¿Pero qué es la salud para ellos? Contraste entre el aumento
de preocupación por la salud física del bebé (Pelargón, vitaminas) y lo
poco que se les arropa para que tengan salud moral, amor a la luz.

Santa Teresa de Jesús

1559. Pánico del peligro protestante. Primeros autos de fe de Vallado-


lid. índice de Valdés. La soledad de alma se hace espantosa pues ni los
libros la podían consolar. 29 de junio de 1559: «Primera visión intelectual»
(«con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada...»). Pero la angustia era
que tenía que contárselo al confesor y temía ser incomprendida.
La tachan de obstinada y vanidosa. Por una parte se considera ex¬
cepcional, pero por otra, su religión la impide gustar a solas de su excep-
cionalidad. Tiene que confesar lo que ha visto y no encuentra a quien
hacerlo (búsqueda de interlocutor).
Es como un amor imposible con Dios, que más la acucian cuando
más la quitan de amarle «a su manera». «... no sabía qué hacer sino al¬
zar los ojos al Señor.» Le dicen que es diablo y ella ha visto que es Dios,
la vuelven loca y orgullosa. ¡Ellos qué saben! Contra todas las eviden¬
cias. No la creen.
Transmutación de la «honra» (cf. su condición judía), «dar palabra»
al plano de lo divino, convencer por su tesón: lo he dicho y lo hago.

Opiniones sobre el Tercer Abecedario


(Para poner quizá en la boca del tío Pedro)

Aquella sentencia del T. A. que dice: «Referir y sacar debes de toda cosa
el amor». Es perfecta oración referir todas las cosas a su hacedor y aun

524
las divinas, sacando de ellas amor y amando por ellas, como por medio,
al que las crió. Pues su negocio no es sino tratar desde lo más alto has¬
ta lo más bajo y buscar en todo el amor de nuestro señor Dios que
como luz resplandece en todas las cosas. Y tornarlo con amor a la fuen¬
te de donde salió.
Agitado su corazón por un entusiasmo divino, se desborda a mane¬
ra de torrente que todo lo invade, llena y arrastra. Es revuelto de ideas y
aún tumultuoso, pero en este desate de ideas qué riqueza, no es fuente,
ni río, sino catarata de arrebatos del alma que pugnan por brotar de su
pluma, atropellándose mutuamente. «Es una forma, o don, o hábito, o
influencia divina que sólo Dios cría en el ánima de sus amigos... Esta
gracia es así como divisa o señal con que se conocen los que son del
bando del príncipe de la gloria» (Tercer Abecedario).
Se conoce amando y se ama conociendo. Puede decir santa Teresa:
¿Pero cómo se camina por ese camino único de verdad inequívoca y de
vida divina? Éste es el caso. Porque se puede caminar de muchas ma¬
neras: con mesura, con lentitud, erguido, de rodillas, arrastrando, rien¬
do, llorando, cara al sol y con los ojos hundidos en el suelo, es como
aprender a andar, es la manera lo que busco. «Ve a descansar, anda,
hija.»
(Para santa Teresa todo es una ciencia de observación que descubre
o inventa y lee en sí misma, en el seno más hondo de su espíritu.)
Tío Pedro: No te arrojes a lo alto solo. Siempre en una misma per¬
sona Marta es necesaria con María y María con Marta, debes tener el
medio en todas las cosas. Te salvará el amor a la acción. No te anegues
en lo infinito.
España es nación caballeresca, nación que da, no nación que recibe.
Su condición hidalga es así. De ahí la inquietud del genio español por
derramarse.
Poner el acento (en el episodio con Gracián) sobre los celos que en
una mujer mayor -aunque admirada- pueden provocar las rivales jóve¬
nes aunque más tontas. Lucha entre la soberbia del ¡qué más me da! y
el reconocer que andas todo el día a palos con ese sentimiento innoble
que te trae al alma enajenada y todo lo oscurece y defiere. No te entra
la luz de tu propio discurso egocéntrico.

Madrid, sábado 26 de septiembre de 1981


(after G. Liébana)

No me acostumbro a nada, de ahí me viene todo lo bueno y lo malo.


Busco un tenedor y me parece un regalo encontrarlo. Todo se va ade¬
cuando a la necesidad del momento.
(Meditar esto: no «recibo» como esa gente que he conocido, pero me

525
parece maravilloso reencontrar objetos en su sitio. Maravillas del desorden
—»pasando a orden.)

22 de septiembre
Frente a la virgen de la Vera Cruz.
Madre, cuántas veces decías «voy a echar una salve a la Vera Cruz»,
y no sé si llovía o hacía sol, no sé qué hora era, querría rescatarlo aho¬
ra demoradamente, el traje que te pusiste, la luz que había, la sonrisa
evanescente, perdida, de tus labios al salir, de tus pasitos solitarios y rít¬
micos, de lo que la calle de las Úrsulas te evocaba. Ay, esos puñales de
la virgen son los mismos que se clavaban en tu despedida, en tu esfuer¬
zo por sonreír aun cuando ya para siempre nos estabas dejando aquel
invierno.
«Qué solos se quedan los muertos», dijiste. Era Bécquer el que se te
vino a la cabeza, tus primeras lecturas tan lejanas, Bécquer que había ali¬
mentado tus amores con papá, él era vuestra musa, ¿a que sí? «Hasta
que la muerte nos separe», diríais tal vez en alguna ocasión con las ma¬
nos cogidas en aquel sofá panzudo, de espalda redonda, que ahora tiene
Rafael, creo. «Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de
perdón», fingían dejaros solos, la abuela Sofía se iba a la cocina. Y las car¬
tas que no llegan, la tarde ansiosa esperando, disimulando, tus cartas.
Pepiño.

Miércoles 23. Tormes

Si no fuera por mí todo esto no existiría. Lo estoy creando yo. Cada nue¬
ve años se opera una mutación.
Perro muerto desaparecido ya para siempre. Sólo han quedado el
gozo, el tiempo y la mirada.
Con añicos de una carta rota.
Dicen «ella» a cada instante, soy yo, no pueden pasarse sin el jefe.
El sol empieza a picar, llevo el sombrero de la Quinta Avenida, estoy
apoyada contra un árbol. «El sol de otoño que se despide en las tardes
luminosas.»
Madame Bovary qué lejos, qué más quisiera ella que el gobierno de
la mente, todo esto que yo manejo, mientras espero tener un rato esta
tarde (en casa de Charo) para hacerla tomar el arsénico.
Ha pasado un señor gordo y se para junto a mis pies, alzo los ojos.
«¿Por favor, es que están haciendo cine o algo?» Algo, sí. Pero algo muy
difícil de explicar.

* * *

526
Leyendo El hombre delgado. El desorden de las habitaciones es impor¬
tantísimo para la narración (quitar montoneras para sentarse da am¬
biente). Aplicar eso a mi propia experiencia. En cuántas casas desorde¬
nadas entro y hasta qué punto lo es la mía. (Explotar y rastrear las líneas
que me traen a este desorden, la naturalidad con que lo acepto, la in¬
tempestiva agresividad con que se me encona, cómo desde mi desorden
conecto con el de P. N. y me remueve y nos balanceamos en un desor¬
den común lleno de proyectos como pompas de jabón, de deslumbra¬
miento gratuito y compartido para lanzarse al vacío desde él.)

Para el cuento (nota intermedia)

Hay cosas que dicen una cosa y otras la contraria. Si siguiera como has¬
ta aquí las querría adobar y contemporizar de algún modo con algunos
sin embargo, y limando estilo, quitando repeticiones, etc. Es un alud y
como tal lo he de dejar, trunco, mezclado, no acabado.
Tengo libros esperando, me paseo por unas avenidas que sólo tienen
sentido estando así. Es como maquillar una cara vieja.

527
.
CUADERNO 28

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El cuaderno, un mini Memo Book rojo,


contiene una larga «retahila» neoyorkina.
Aparecen dos fechas de enero de 1982.
M a derniére compagne. Mi suegro, tratando de escribir y no le salía
la firma. Me asomé a mirar el cielo gris gélido, lasT.V. encendidas
de gente sola, me acordé de los locos de la guerra que seguían viviendo
en la calle, al raso, bajo cero, cayéndose borrachos por el Bowery y la
gente los pisaba, N.Y. no es una ciudad para viejos, dijo Margarita U.,
que se escapa a ver la sierra de Madrid después de casi cuarenta años, a
morirse mirando la sierra de Madrid, me acordé del cuarto de atrás, de
^ Torcí, me dije, «viene Ruth», y sólo ella me daba calor en tan vasto
desierto, vi a R. cayéndose drogado por el Bowery con un abrigo gran¬
de y lleno de rotos, aquel jovencito apoyado en un árbol de quien mi
madre dijo «se casa con ése», escribí a Anita (que me lo contó), saqué la
basura, la basura se tira por una especie de paleta silenciosa, como en
los sueños, así se descarga uno silenciosamente de lo que estorba (me¬
ter filosofemas, cuento de nunca acabar, en este apunte impresionista de
New York).
Una mujer con abrigo de visón «do you want company?» y otra ha¬
ciendo gestos obscenos, gente chillando, de la tele saltan dos chicos
haciendo yudo en un college, no entiendo bien pero uno de ellos tiene pro¬
blemas, mira con ojos extraviados y se le aparece en la silla de enfrente
alguien con una pistola, por la mirada tranquila del otro en esa direc¬
ción comprendo que es alucinación, que no hay nadie, algo de su pasa¬
do, me levanto a la nevera, en las cejas me he descubierto una cana, bajo
cero, mañana estará nevando cuando llegue a Philadelphia, somníferos
no, me da miedo en este piso tan solo, no querría tener que pedir auxi¬
lio a la crespuda, ciudad de jubilados que se esconden para serlo, de jó¬
venes agresivos o destruidos o las dos cosas, me como un yogur de fre¬
sa, mamaíña mía querida, buenas noches, ruega por nos, tu niña tiene
miedo, lloraste por mí, porque había tenido que ir sola al dentista, atis¬
bos de vejez.
Raíces, conversación con Echevarren, con su madre de viaje a Pun¬
ta del Este, aquí soy las historias fragmentadas de mis amigos, recojo el

531
hilo de la genealogía americana de E. Subirats, percha de cuentos soy,
agarradero de solitarios, pero los ojos dulces de Felipe se vuelven de
miel sólo para mí, para darme calor.
Cuadros de E. Hopper y yo viviéndolo. (En literatura nos emociona
más la soledad, la vejez, el desarraigo, lo feo, ésa es la estética de Hop¬
per y somos capaces de ir a un museo y pasarnos horas ante un cuadro
suyo, bar de noche, gasolineras, mujer desconcertada en un hotel que
nada le dice.) Pero es que lo tengo, soy ésa, lo tengo en las manos, a qué
espero para pintar ese cuadro desolador de water towers y ladrillos y
rascacielos al atardecer -cielo plano de hojalata cándida- si eso me ro¬
dea y me pincha como una mariposa disecada, contra las demás seño¬
ras de gorro y bufanda en la parada de autobús a la salida del Metro¬
politan, hablan francés, me monto en la trasera porque la calefacción
consuela, Quinta Avenida, esa que va a meterse a un piso prestado y a
sacarle calor a esos objetos, a esa llave, a esa cama donde no dormirá,
soy yo la desarra, una mujer de Hopper.
Nos creemos más lo ficticio, hemos ido al Witney o al Metropolitan
a verlo y lo tenemos aquí, estábamos llorando por pedreas y teníamos
el gordo (cita de la soledad del artículo de Linda), cuéntenos cómo es el
argumento de El cuarto de atrás, un señor canoso, desde el ventanal se
veía Broadway y allí me tienes, allí en inglés, I’m in my bed, I can’t sleep,
my daughter is out in a party, there is a storm, y por la noche se repite,
pero si esto ya lo he escrito ¿voy a estar escribiendo siempre El cuarto
de atrás? Pero es que tengo miedo, ahora es verdad, ahora no es litera¬
tura, cuando escribí El cuarto de atrás y Retahilas tenía pared, no se ha¬
bía muerto mi madre ni había venido a América, intuía esas cosas y tam¬
bién la locura en Ritmo lento, pero no su parte descarnada e irreversible,
no sabía lo que eran los papeles de los muertos lloviendo sobre tu vida
ni que el cuerpo realmente adquiera pliegues de inequívoca vejez.
Contar ce por be lo que me ha pasado en plan diario mezclado de
reflexión. Buscarla por la calle de gris y de amarillo que no la encontra¬
réis, se escurre del local al express, de las imágenes a las ideas, va a
comprar en la calle unos guantes forrados, a comerse un danish en la calle
116, no coma usted cosas que tengan calorías, coma usted para ser
como esas chicas del pelo bruñido que no llevan aparato de sorda. Que
se lea como un sueño. Todorov, Carlos Semprún, mi sordera, una can-
9S0 que aprendí por te nao poder amar.

Había amasijos de ropa. See it! Poemático. Apagar el fuego, negrita,


cantando bajo la lluvia, la bombilla se la di a un ángel rubio que vivía
en el Soho y para quien mis retahilas fueron una hoguera fugaz y ar¬
diente entre las sonrisas de plástico de las mujeres crueles que tiran del
rabo del teléfono para llamar a sus abogados, nace en la calle 40 la niña
Priscila Brown y en seguida llama a [nombre ilegible] por medio del te¬
léfono, lo leía con Peque, con Tere Gil, casualidades que se aparecen un

532
ciervo de hielo. Los estímulos (sacados de una misma) ¿por qué apare¬
cen y desaparecen como el Guadiana? Contar siempre importa. No des¬
piezarse. Ruth. Coimbra, Campus, libro de viajes, libro de casas, mamá
iba con su marido a París, il fait froid madame, siempre con su marido,
estable, mirando a lo lejos, la misma historia, pero soñando otras con
aquellos ojos de luz, la novela rosa, horas y horas sin apagar la luz, di¬
simulando, con la angustia de la vejez que se le acercaba, de la vida que
se le consumía sin dejar nada atado, ¿intuía este mundo terrible de rui¬
nas del Bowery, de Polonia, de la droga?
Anotar en mogollón, los diarios no valen. Cuando yo me muera,
¿entenderá mi hija lo que dice aquí?, ¿lo sabrá poner en orden? No. Lo
tengo que poner en orden yo. Orden frente al caos (historias del sub¬
mundo contadas por E. Subirats en La Lanterna). «¿Qué pensó aquella
noche que garrapateaba?», dirá la Torcí pero no entenderá mi miedo. Si
no lo explico yo. Me llamó por teléfono y dijo que estaba en el baño,
aquí el calentador se había estropeado y había malas noticias deT.V., le
dije «no te dejes avasallar por la moluña»* y también «quédate lo que
quieras». Ella ayuda a Rafael a sacar penosamente conatos de la senda
de elefantes, a mí no me ayudará nadie, tengo que andar ligera, no me
pillan los cerezos del Bowery.
«Lo estoy viendo desde otro sitio», pensé en el sueño del primer día
de chez Marcia y «he venido aquí a abrir una sucursal», a dejar mis hara¬
pos de vida por aquí. En New York, ¿dónde están los médicos como tío
Vicente? Tiene muy buen ojo clínico, decían. Son espacios, estructuras
cristalinas, ese mundo está en almoneda, E. S. anda por la ciudad como
un astronauta y ladea la cabeza dulcemente. Escaparates. Las tarjetas de
Navidad con exhaustivos temas, las brujitas de Tiffany’s, las pajaritas
de papel. Es todo un show, que no haya arrugas por la Quinta Avenida,
pero salen las burbujas en la superficie bruñida, grietas que dan miedo.
No puedes salir sin los diez cents preparados, no puedes hacer pis,
ni mirar fijamente veas lo que veas porque la puñalada acecha, miedo, no
salgas sola, echa el cerrojo, la gente se encierra, no te contestan, adelan¬
ta a los demás dando un rodeo, qué bien funciona todo, las ambulan¬
cias, los bomberos, la calefacción. Pero es excesiva, surge inmediata¬
mente, pero es mucho el contraste con fuera, olvidan la verdad como
Reagan, creen que todo es Hollywood, la he apagado y tal vez respiro
mejor. Era eso.
Y por unos instantes nada ocurría. Yo no sabía cómo romper a ha¬
blar en aquellos pasillos de las editoriales americanas, I am so glad,
¿qué se contesta? La infancia recuperada con mi crítica dentro, me sil¬
baba el oído. Fitzgerald habla de la Costa Azul, la novia de la Costa
Azul, la pastéque, Teñera e la notte, un libro traducido por Einaudi, me

* Moluña: expresión familiar para referirse a la desidia o dejadez. (Nota de Ana Martín Gaite.)

533
lo da ahora G. Waldman, en su apartamento está el nombre de Eva en
un póster, esta Eva era... ¿a quién le importa?
El hombre moderno -dice E. S.- tiene que descargarse de su memo¬
ria, seleccionar, yo no puedo con tanto ojo de mosca. Ventanas que cie¬
rran. Armarios cuya luz es con hilito. Epidemia de gaviotas en tomo a los
vertederos.

Philadelphia

Trataba de sacar luz de la nieve, sabía que la luz estaba allí, en nuestras
pisadas, y lo hacía como a ciegas, sin fe, pero tercamente, hasta que es¬
cribí happiness y escrito quedó, san Manuel Bueno, y le dije luego be
happy a una persona enferma del corazón, una negra que nos vendió
unas flores y nevaba sin parar.

* *

¿Adonde van las cosas cuando salen de nuestros ojos si no las sujeta¬
mos aquí? Me amparo en las palabras, forman como un castillito, qué
grato, todo se trata en el fondo de resguardarse. Los locos de New York
no se pueden resguardar, ningún loco se resguarda, porque sus palabras
rebotan, vomitan cuanto ven.
Verás, es un juego, se trata simplemente de que entiendas las reglas,
ven aquí, mi hermanito pequeño, calentar la palabra un ratito (receta de
cocina), no decirla sólo para brillar ante otro, saborearla como un cara¬
melo y ella te arropa, la palabra digo, sí, la palabra.
Cuando iba al Ateneo estaba en mí, me abría, dejaba que las pala¬
bras de los otros libros fueran creando en mí el moho del yogur. No es
sólo ver, sino entregarse a la felicidad de ver, dejar que entre y nos ha¬
bite esa felicidad, que rompa la costra de recelo, de miedo y de angustia
con que la recibimos, no te puedo hacer sitio, no room there porque es¬
toy pensando en... pero nunca estamos pensando en nada más impor¬
tante de lo que puede ser ese lento menester: que lo que vemos críe pa¬
labra. Inventamos pierdetiempos como pescar (que es poder aplicar la
paciencia a tener un pez que luego ni guisaremos, todo por decir lo pes¬
qué yo). O a ir al cine para ver una historia que -triste o alegre- también
nosotros estamos viviendo si la contamos, o en llamar por teléfono a al¬
guien para contarle lo que dicho a uno mismo se fija mejor, «yo estoy
borracho», dijo R. del R y lo olvidaré.
Te voy a enseñar el juego fundamental, hermano, es dejar venir la pa¬
labra, todo consiste en eso. Escupir, no digerir, vomitar lo que se ve. Pero
es que lo que se ve es presente. Y eso se odia, hay que correr a mañana,
a las angustias de la cercana vejez, traer sus sombras cuanto antes, cuan¬
to más se quieren conjurar, esta casa es luz, poner una fecha, hoy'19 de

534
enero de 1982. Me voy a volver a Madrid, pero ahora estoy aquí, de no¬
che viendo el East River, cuántos cuadernos perdidos en mi vida.
Si hablo de mi doctorado y su historia y soy sincera, tendría que ha¬
blar de la gorra de Cotarelo -me dio frío, era todo como de mesa cami¬
lla, sórdido- y del caballo del Espartero, no encontraba la puerta de en¬
trada al mundo de la cultura y la quería buscar ¿cómo se hacían las
fichas? Escribía en papelinas sin orden, como ahora. No me tomaba en
serio por eso, yo no iba a ser nunca profesora, eso estaba claro.Y ahora
hago en dos tardes un paper para Yahni. «Had my credentials been in or-
der I would never have become a writer.» El gato tiene cuatro almoha¬
dillas en las patas, etc.
Dejarlo para mañana. ¿Por qué? ¿No hay tiempo ahora? ¿No ten¬
go el manto desplegado de una noche de armiño a mis pies para que
yo la gaste entera en dejar una huella sobre él?

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535
24 de enero de 1982

En el avión que me trae de New York.


Idea: podría hacer un diario inventado de mi vida doméstica (fiján¬
dome en cuadernitos y datos de archivo). Tendría mucha más gracia que
el real.
Acuérdate: No decir nunca a nadie lo que estás haciendo. Llevar
vida más secreta. No te abarates.
Hace falta un propósito: lecturas del verano pasado. La novela rosa,
la doncella que trae el desayuno a la cama (la gran torpeza de mi vida
ha sido no asumir de verdad el vivir sin criada). Hacías que cosías sin
hilo y sin aguja, yo escribía sin máquina, y quedaba en los sueños gra¬
bado para siempre. No nos tuvimos que disfrazar de nada. Fue nuestra
mejor función.

536
CUADERNO 29

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Cuadernito de tapas color garbanzo, titulado


«Cuaderno de América», que recoge notas de otoño de 1982,
con cierto desorden cronológico. Entre muchas páginas de esquemas,
apuntes y ejercicios de inglés, se encuentra la crónica de un viaje a Storrs,
New Haven y Providence, realizado desde Charlottesuille.
También se han incluido dos fragmentos de la misma época,
encontrados entre papeles sueltos. Durante esta larga estancia en Virginia,
Carmen Martín Caite concluyó la redacción de El cuento de nunca acabar:
«Después de nueve años de trabajar en él, terminé de ordenar
los apuntes que componen su última parte la madrugada del primer día
de octubre de 1982 en Charlottesville, Virginia»
(nota a la segunda edición de El cuento de nunca acabar, 1983).
Charlottesville, 9 de noviembre de 1982

L a mente necesita un mínimo de reposo para recapitular sobre el


paso de una situación a otra. Estos momentos de transición son los
que nos pasan inadvertidos y por eso perdemos cosas -nos olvidamos
las llaves, las gafas, un cuaderno—, porque el cuerpo se dispara a la si¬
tuación siguiente mediante la mera inercia física, de una forma com¬
pulsiva y animal, que le ciega los ojos del alma, a ese espectador que
re-anuda, que re-flexiona, que re-capitula; porque entramos a empello¬
nes -sin prólogo- en la situación siguiente.
Yo creo que ésa es la base del malestar que luego se convierte en
nuestros sueños en mezcla y en sinrazón. Vivimos ofuscados. Y tomar
nota del paso de una situación a otra no requiere demasiado tiempo.
Es algo así como una disposición mental, cosa de atención. Cuando
no lo hacemos, todo sale mal.

De Storrs a New Haven en Greyhound, el galgo gris

Pájaros que se llevan mi alma hacia atrás entre nubes grises y cuartea¬
das, a Galicia, a Roma, a beber en las fuentes [palabra ilegible]. Ríos, no
se sabe cómo se llaman (río Adaja), no hacen caso a los ríos, ¡tienen tan¬
tos! ¿Será aún el Connecticut?

Viniendo de New Haven a Providence

En New London, Connecticut, había una estatua de mujer, algo así


como alegoría de la libertad, con una paloma en la cabeza. Grey¬
hound tenía la oficina de parada junto a la estación. Un tren de Am-
coach estaba saliendo, esperando primero la gente para el transbordo.
El cielo se había despejado un poco antes. Hacía un sol espléndido.
Era el 19 de noviembre, viernes, 1982. Había un puerto precioso a la
derecha.

539
■*< * *

En Bradley Airport (de Hartford) me estaba esperando el rubito David


que estudia la literatura de Juan Benet. Me llevó a Storrs. Era el miérco¬
les 17 de noviembre de 1982.
En Storrs conocí a un profesor italiano y luego a un amigo de Patino
y a una sevillanita apareada con un barbas calvo. También a los Orrin-
ger y a un profesor, de unos setenta, pelo blanco, escéptico, que había vi¬
vido mucho en Méjico. La conferencia fue a las tres, sobre Aldecoa, etc.
Luego estuve en casa de los Orringer, Nelson y Stefanie, tienen tres
hijos aficionados a la música, Liza, David y Nelson. Forofos totales de
Salamanca.

18 de noviembre

Madrugué, Nelson O. me llevó en coche hasta Hartford. Estuve com¬


prando sobres y stickers. Luego me acompañó a Greyhound, la estación
de autobuses. Hice el camino de Hartford a New Haven en una hora.
En New Haven, estaba a esperarme Manolo Durán. Conferencia sobre
el siglo xvm (previa preparación en las oficinas de Manolo y comida
con Gloria en un college). Cena en casa de Manolo con Dionisio Cañas.

19 de noviembre

Temprano Manolo me vuelve a acompañar a Greyhound. Llego a las 12


a Providence. Estaba a esperarme Héctor Medina, cubano entusiasta. Me
acompaña a una casa -residencia para profesores ilustres-, como una casa
antigua inglesa. Coloquio (con exposición de libros). Tarde: conferencia
exitosa. Conocí a un hermano de Eduardo Rodríguez, a Pepe Amor,
reencuentro con Bob Manteiga (visto en Wake Forest) y su novia Teresa,
salmantina, y Jeffrey Ribbans. Cena en un sitio fino, con los Koof, los
Ribbans y los Medina.

20 de noviembre

Providence. Tras dormir en ese extraño y refinado albergue (Mark


Twain creo que escribió un cuento de miedo una noche que durmió
aquí) desayuno en casa de Bob y Teresa y viaje con ellos a New Port.
A media tarde una copa en casa de los Ribbans. Cena en casa de Héc¬
tor. Se ponen los cimientos de una posible traducción de El castillo de
las tres murallas, y me hace una entrevista. Canciones.

540
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21 de noviembre

Por la mañana Héctor me acompaña en coche de Providence a New Ha-


ven. Comemos allí.
Arreglando una falda toda la tarde junto al fuego, mientras Manolo
leía el periódico y Gloria dormía. Necesitaba descansar. Luego fuimos,
entre la niebla, a casa de una tal Silvia.
Ahora es el día 22. He dormido muy bien. Manolo me ha llevado
hasta New Haven en una limousine y ésta me ha traído a Bradley Air-
port con una hora de tiempo. (Estatua en madera de «Liberty».) Estoy en
la gate twenty one leyendo about Breznev death. Está muy hazy. Me es¬
perará Merche y mucho, mucho correo.

# *

De escribir una carta a no escribirla hay una gran diferencia, crean con¬
secuencias, ligaduras. Y son cosa de momento.

Para Cuenta pendiente

Partir del entorno (de la soledad que destila) para que cada objeto de
los que ves o paso de los que das provoque una asociación de ideas no
sólo hacia el pasado sino hacia el futuro.

541
The sea da muchas puntualizaciones del entorno, del presente «mien¬
tras escribo estoy sentado así o asá». Técnica de carta, situacionismo. Y el
presente desde el que se narra se enlaza con lo que se narra. (Ya lo inicié
en The back room. Pero hay que llevarlo a sus últimas consecuencias. Co-
llage. Acarreo de papeles de hechos anteriores, recuento de sueños.)

Charlottesville, 12 de diciembre de 1982

He cambiado la cama de sitio para ponerla más cerca de la ventana y


poder ver la nieve.
La nevada empezó anoche, cuando Chip, Virginia, Steve, Roña y yo
salimos de cenar de casa de los Herrero. Me acosté, pero sabía que no
me iba a dormir. A las dos y media de la mañana seguía con la luz en¬
cendida, releyendo papeles viejos, fumando.
De repente oí golpes en la ventana y me levanté con algo de susto.
Afuera, en el bosquecillo, estaban Virginia y Chip muy abrigados, tiran¬
do bolas de nieve a mi ventana. Agitaban los brazos llamándome. Les
abrí la puerta. Luego me vestí y salí con ellos de paseo al parque. Pare¬
cía un sueño la manta de nieve todavía no hollada, íbamos los tres aga¬
rrados del brazo para no resbalar, cantando. Chip se tiró en la nieve y
dejó como una huella con alas de ángel.
Esta mañana la nevada era mucho más espesa y nos ha aislado a unos
de otros. Chris me ha llamado que no me puede venir a buscar porque
en Atlanta nunca nieva y no se atreve a conducir el coche en estas con¬
diciones.
Noto, de repente, la despedida inminente desplomándose sobre
mí. Dentro de cuatro días dejo este apartamento para siempre. Toda¬
vía está lleno de globos y serpentinas de la fiesta de mi cumpleaños,
tendría que ponerme a pensar en cómo ordeno mis papeles, en cómo
organizo las cosas para mi viaje de vuelta. Pero lo único que soy ca¬
paz de hacer es seguir en la cama mirando un tronco dej árbol con las
ramas nevadas, saboreando este tiempo fugaz e infinito. Hay un pája¬
ro muy simpático que sube por el árbol y lo picotea y levanta la cabe-
cita para mirarme. Ha venido también una ardilla que cruza por los
hilos del telégrafo, y ha salido el niño negrito de la casa de abajo a ha¬
cer bolas de nieve.
Ahora, de repente, está intensificándose el resplandor. Probable¬
mente va a salir el sol. Pero las mariposas ya no volverán.

542
CUADERNO 30

Cuaderno de tapas duras, rojas, con ilustraciones y dibujos.


Se abre con el relato de un viaje a Irlanda, seguido por la primera versión
del capítulo I de La Reina de las Nieves, ya definitiva
en su estructura, pero diferente en muchos aspectos de la redacción final.
El cuaderno, del que quedan muchas páginas en blanco,
se cierra con breves apuntes para Nubosidad variable, y contiene
también las notas -que no se han transcrito- para un artículo
sobre Cumbres borrascosas, cuya lectura había comenzado
durante el trayecto en tren de Dublín a Cork.
20 de febrero de 1983. Domingo

H e visto amanecer un día sonrosado, silencioso. Mirando las nubes


levemente teñidas de aurora, me pregunté con los ojos perezosos
de sueño, por qué he dejado de vibrar con los amaneceres, y, en general,
ante cualquier manifestación de hermosura de la Naturaleza. Es como si
pusiera un dique entre ella y yo, como si no me entrara.
Estoy rodeada de ropas desordenadas, la maleta gris abierta. Me ha
llamado Philip, que viene en Diario 26 la entrevista donde hablo por
primera vez de El cuento de nunca acabar. A la una sale mi avión para
Dublín.

23 de febrero, miércoles

Las tres de la tarde. Estoy montada en un tren que me lleva de Dublín a


Cork. El alivio y la felicidad que siento ante la perspectiva de tres horas
de soledad después de estos días en que apenas he estado sola más que
a la hora de dormir y no he parado de conocer a gente, es algo que me
hace rejuvenecer. La tarde está nublada, el tren lleva buena calefacción,
el paisaje es un tanto galaico.
La estación de Dublín tenía un armazón de columnas metálicas pin¬
tadas de gris y grandes baldosas blancas y negras. Fuera, el alféizar de
las ventanas estaba recubierto de gruesas y brillantes placas de cinc
dorado.
Este es un primera enmoquetado de amarillo sucio y con sillones co¬
lor mostaza uno frente a otro, separados por mesita. Efa venido un
camarero a preguntarme si quiero tomar algo. Me siento desligada
de todo, libre y perdida al mismo tiempo. Me pongo a leer Cumbres
borrascosas. De repente tengo veinte años.
(Anoche cena en casa del embajador de Dublín, la misma casa don¬
de vivió Máximo dos veranos. Luis Jordana de Pozas es una persona de
atractivo antiguo, rezuma ese «saber estar», ese aplomo varonil que tan¬
to me gustaba en los hombres cuando era joven. A él también le he gus-

545
tado yo, tal vez por lo mismo. Ha aludido a mi condición de bruja. Tie¬
ne un sentido del humor fuera de lo corriente, es dulce, educado, y to¬
talmente anticonvencional. Quisiera volver a verle antes de irme.)
Portarlinghton. (Ni un alma: lugares fríos, con vallas grises cubiertas
de musgo y árboles desnudos, humo, desolación, lugares como para
que tenga lugar en ellos un crimen rural.) El tren me despabila, derriba
esas fronteras entre yo y lo de fuera de las que me quejaba precisamen¬
te al comienzo de este cuaderno. Nieve a rachas en los campos verdes,
como remiendos separados unos de otros por setos y ligeros cambios de
nivel.
La nieve se ha intensificado. Cuervos negros y orondos campando
por sus respetos sobre la manta de nieve en Templemore, son las cuatro,
mis ojos se llenan de descanso, de blancura, de libertad. Nadie de la
gente que me conoce en España sabe que estoy en este tren. El placer in¬
fantil de esconderse, de pasar desapercibida, «que no me encuentren»,
como la Tali de Entre visillos (historia, by the way, de la que estaba ha¬
blando ayer en clase y que les gusta a las irlandesitas, que he leído fren¬
te a la grabadora esta mañana y que en la televisión española pasarán
dentro de un par de horas).
Aunque E. Bronté pueda decir de Heathcliff «su repugnante conduc¬
ta» o cosas por el estilo, lo sigue presentando como aureolado por la
grandeza de su maldad, lo señala como la excepción de la rutina, como
el personaje capaz de pasión extraordinaria, es el protagonista, ya que
Catherine le ha amado más que a su marido, por salvaje, montaraz, re¬
sistente, pisoteado en la infancia, esclavo de su oscuro nacimiento. Y to¬
das estas características le convierten en el rey de las tinieblas, del «non
serviam», heraldo del abismo al que se regodea en asomar a los demás.
Hasta la narradora es incapaz de resistir la obediencia a su maligna fas¬
cinación. (Y en cierta manera lo justifica. Pero más lo justifica la propia
E. B. permitiendo que pueda más que ninguno, que brille sobre todos
con su sombrío pero fulgurante poder de influencia.)
No hay introspección psicológica, pero se adivina que E. B. com¬
prende a Heathcliff por sus sufrimientos infantiles. Los orígenes ambi¬
guos, ¿quién soy yo?, ¿por qué me desprecian? Y eso le ha envenena¬
do. A la luz posterior de tantas malas novelas «de complejos» esta de
E. B. resplandece por su audacia. Directa. Inmoral. Así era Heathcliff.
Porque sí. Aceptad su reino de indiscutible tiranía. Os arrancará los pre¬
juicios contra el pecado y el mal, de la misma manera que arrancó sus
fincas a los Earnshaw y los Linton, arrollando devastador por encima de
las nociones convencionales de orden y justicia, desalmado, implacable
y voraz como un torrente, como un incendio.
El niño débil que quiere forzar la atención de los demás mediante
la compasión. Rabieta de Linton para impresionar a Cathy. Narración
tánatos. El placer de la escapatoria. Cambiar de cárcel. El paraíso ya ha

546
dejado de servir. Se ha convertido en cárcel y nos dispara hacia otra.
«No sabía a ciencia cierta qué convenía ocultar y qué revelar.»
Nelly Dean, la confidente testigo que se despedaza de impotencia.
Mala conciencia de N. D. por haber sido clemente. Contradicción entre
los sentimientos de felicidad y desgracia experimentados en idéntico
acorde. La luz, de pronto, se descubre que no está separada de las som¬
bras. El atractivo de los seres diametralmente diferentes. ¿Por qué vas
con él? No me puedo explicar cómo te gusta.
Los seres que dependen de Heathcliff (su hijo, Hareton) tratan de re¬
medar su maldad, pero sin éxito. Rebotan sus intentos, se les clava en la
propia carne el veneno que tratan de inocular a otros, son seres débiles,
impotentes, rotos. A Heathcliff la maldad lo ha hecho de una pieza, ha
fraguado en ella. Y no le salpica.
Estamos en Mallow, un pueblo que parece mayor, porque la estación
es mejor. Paquetes, fardos, carretillas. Parece zona industrial. La tarde
está cayendo, son las cinco y media. La nieve se ha fundido. Y la susti¬
tuye una intensa niebla. Las copas de los árboles, con el dibujo fino y
entretejido de sus ramas huérfanas, se difuminan contra un cielo vacío,
sin profundidad, algodonoso. Charcos en las losas. ¡Qué idéntico es Ir¬
landa a como me lo imaginaba!

* *

En Cork me esperaba Terence Folley, el jefe de departamento de español


de University College, un hombre como de mi edad o algo más joven,
un calvo que ha debido ser pelirrojo, inglés afincado desde hace años en
Irlanda. Cené con él y otro profesor joven de veintiocho años, que apa¬
reció luego en un restaurant franco-italiano en la calle principal de la
ciudad. El joven se llamaba Stephen Boyd, se dedicaba a estudiar a Cer¬
vantes y era gran admirador de Ruth El Saffar.
Dormí en una especie de albergue de carretera, cama individual, pa¬
redes empapeladas de amarillo, lavabo en la misma habitación, empo¬
trado en madera. A la mañana siguiente visité Cork con Terence y a ori¬
llas del río Lee en una librería de viejo compré una edición muy bonita
de Alicia en el país de las maravillas para la Torci. Visitamos también el
mercado y anduvimos por las calles en cuesta. A las doce comimos en
la Universidad y a la una fue la conferencia.
Terence me ha contado miles de historias y de sucedidos que me van
familiarizando con la anarquía y el carácter de los irlandeses (la muerte de
tío Charles, mientras el loquero hablaba con su familia, la aparición en el
teatro de un condenado a muerte que sobrevivió al patíbulo, qué sé yo).
En autobús de Cork a Gallway. Llegué a las ocho. Me estaba espe¬
rando un «barbitas grises», el chairman del departamento de español.
Me acompañó a casa de Maribel.

547
La Reina de las Nieves

San Fiz de Vijoy. 13 de agosto de 1983


(ayer estuve en el Faro de Mera)

Casi todas las tardes a la misma hora, la señora de la Quinta Blanca sa¬
lía a dar un paseo hasta el faro. Cuando las excepciones a esta costum¬
bre no coincidían con un notorio empeoramiento de las condiciones cli¬
matológicas de la zona, los habitantes del pequeño pueblo que queda a
mitad de camino entre la Quinta y el faro quedaban sumidos en una rara
inquietud, y aquella sensación, mezcla de desamparo y estupor, se pro¬
longaba hasta la noche. La ausencia de la señora, se mencionara o no,
había sido detectada por todos y proyectaba como una nube oscura so¬
bre el final de las tareas agrícolas, las cenas frugales, el regreso de las
bestias al establo y las partidas de dominó en la taberna emplazada jun¬
to al primer repecho de la cuesta que lleva al faro abandonado.
Desde que, diez años atrás, compró y reformó la Quinta, cerrada a
cal y canto a raíz de la muerte de su anterior propietaria, eran muy po¬
cos los que se atrevían, so pena de ser tildados de fantasiosos, a ampliar
con fundamento las escasas noticias que se tenían sobre su vida priva¬
da: que venía del Brasil donde quedó viuda de un rico hacendado sin
vínculo alguno con aquella región y que su marido o ella o ambos ha¬
bían mantenido durante años una relación bastante estrecha con el hijo
único de doña Inés Vázquez, que estaba enterrada en el cementerio del
pueblo, da señora de antes», como empezaron a llamarla algunos poco
después de llegar esta otra a tomar posesión de la vieja Quinta cerrada,
cuyas gruesas murallas cubiertas de musgo escalaban los niños para
deambular, con una mezcla de encogimiento, reverencia y fascinación, por
entre las estatuas y laberintos de boj del inmenso jardín abandonado, don¬
de los pájaros cantaban de otra manera y producía un raro sobresalto ver
brincar a una rana, corretear a una lagartija, o serpentear a una culebra.
El hijo de doña Inés vivía en Madrid y desde aquella tarde ya lejana
de otoño en que vino para asistir al entierro de su madre y dejar la
Quinta Blanca cerrada a piedra y lodo, no había vuelto a ella hasta al¬
gún tiempo después de que la actual dueña la reformara y tomara por
vivienda, al parecer definitiva.
Fue precisamente a partir de esta primera visita cuando empezaron
a desatarse en el pueblo, aunque siempre en sordina, las conjeturas es¬
poleadas por la fantasía de unas gentes proclives al relato sensual, ma¬
cabro o prodigioso. Bien es verdad que la actitud del señor de Madrid
daba pie más que sobrado a tales conjeturas, teniendo en cuenta sobre

548
todo que aquella visita inicial no fue ni mucho menos la única que ha¬
bría de hacer a lo largo de los años a la señora de la Quinta Blanca y que
en esos viajes -ni tan frecuentes como para que dejaran de sorprender ni
tan esporádicos como para constituir una excepción aislada- no se le vio
por el pueblo más que en dos ocasiones en que, casi al rayar el día, se di¬
rigió a paso ligero al cementerio con un ramo de dalias recién cortadas
del jardín. Una aldeana vieja, que había prestado en la casa servicios de
recadera y de hortelana en vida de la difunta doña Inés, contaba luego
en el pueblo que al verle trasponer la verja de la Quinta flanqueada por
los dos gruesos pilares de piedra coronados con flores de bronce, le ha¬
bía reconocido y había hecho ademán de echarse en sus brazos lloran¬
do. Aún le volvía a los ojos el llanto cuando lo contaba.
-Pero no me dejó, mujer, no me dejó. De eso que notas que el abra¬
zo se te hiela, ¿no sabes?, que no viene a cuento.
-¿Pero le dijiste que eras la Rosa?
-Si no hizo falta, mujer, si él me dijo «hola, Rosa» y me preguntó por
el Ramón y yo le dije que muriera hace dos inviernos y él «vaya, mujer,
lo siento...».
-¿Pues entonces?
-Pero serio, mirando para el suelo, una cosa incómoda, ¿no sabes?,
talmente como si no me conociera, y allí los dos de pie, yo tan trastor¬
nada que a poco se me cae el haz de leña de la cabeza, acordándome de
la santa de su madre, y preguntándole que por dónde andaba el chico,
que cómo era tan ingrato que no había vuelto nunca con tanto como lo
tuve en el regazo y tantos cuentos como le conté, que nunca se cansaba
la criatura aquella de oír cuentos.
-¿Y del chico qué te dijo?
-Nada entre dos piedras, si casi no me habló, ya te digo, hizo un ges¬
to raro, que ya no vivía con ellos, que estaba bien, nada...
-Bueno, mujer, bueno, bien va a estar; yo oí que anda en malos pa¬
sos desde que heredó a la abuela.
-A mí me da igual en los pasos que ande, y luego serán mentiras, era
un alma de Dios el niño aquel, si no que la madre nunca lo quiso ni qui¬
so a la suegra ni nos quiso a ninguno de aquí, que era un pedazo de hie¬
lo esa señora, que yo me aparté de la casa por el feo que me hizo aquel ve¬
rano, que te lo tengo contado mil veces, y luego ya nunca volvieron a ser
las cosas como antes, que tampoco doña Inés soltaba prenda, ¿no sabes?,
ni le gustaba que habláramos mal de la nuera, aunque yo bien sé que no
se podían ni ver, pero la defendía siempre delante del niño y tenía miedo
porque sabía que él no dejaba de preguntamos cosas a todos, nos marea¬
ba a preguntas, nunca vi chico más curioso ni más listo, con aquellos ojos
talmente de uva madura y qué salidas tenía, la dejaba a una helada...
La vieja Rosa remataba su relato puntualizando que el señor no había
estado propiamente antipático, que era más bien como si le atormentara

550
acordarse de aquellas cosas, como si estuviera triste y le diera vergüenza
demostrarlo, contaba que al verla llorar tanto sacó del bolsillo alto de la
chaqueta un pañuelo muy limpio y bien doblado y que se lo alargó y que
a ella le daba no sé qué limpiarse los mocos con él por lo bien que olía y
que cuando se despidió, porque no consintió que ella le acompañara al
cementerio, se lo quiso devolver y él le dijo que no, que se lo quedara
como recuerdo y al rechazarle el pañuelo ya tenía la voz más dulce.
—«Como recuerdo de las cosas que no vuelven, Rosa», me dijo. Y me
miró un momento, y luego se escapó ya casi sin decirme adiós, como
alma que lleva el diablo.
Siempre que volvía a hacer la narración de aquel encuentro, enri¬
quecida cada vez con nuevos detalles y ramificada por las diversas diva¬
gaciones que el tema convocaba en su memoria, volvía a sacar Rosa de
la faltriquera aquel pañuelo de batista con las iniciales E. V. G. bordadas
en una esquina, para secarse con él las lágrimas que van a engrosar la
corriente de los ríos cuyas aguas ya no vuelven, y cuando bajaba al la¬
vadero del pueblo a hacer la colada lo frotaba contra la piedra ondula¬
da y oblicua con un mimo especial, lo ponía aparte de las otras prendas
de ropa, hasta el punto de que algunas veces era solamente aquel pa¬
ñuelo lo que llevaba para lavar, y por eso lo sacaba siempre tan limpio
y planchado que ya era fama en el pueblo el pañuelo de la Rosa. Y dejó
dicho que cuando muriera, le taparan la cara con él, última voluntad
que cuando a los pocos meses abandonó este mundo para siempre, fue
cumplida con toda solemnidad y reverencia por sus convecinos, sin que
nadie esbozara jamás una sonrisa al contarlo más tarde, al contrario,
muy serios lo referían, pues era aquél un pueblo que tenía a gala rendir
culto ancestral a todo lo inmaterial, enigmático e invisible. Por la misma
razón a nadie extrañó tampoco que algunos días después de darle tierra
a Rosa, se recibiera desde Madrid un importante giro de dinero de re¬
mitente desconocido para atender a los gastos que pudiera suponer in¬
ternar en un asilo de subnormales a su única nieta, una chica que había
nacido con falta y sus padres dejaron al cuidado de la abuela cuando
marcharon para América, hasta desentenderse de ella por completo. To¬
dos vieron en aquella gestión la mano del hijo de doña Inés, certeza in¬
crementada la semana que apareció por el camino una ambulancia pro¬
cedente de la ciudad cercana de la que bajaron dos hombres con el
encargo de llevarse a la Tola, que al principio se acurrucaba con ojos
asustados, abrazada al cuello de la vaca, pero que luego, estimulada por
la persuasiva y dulce actitud de aquellos enfermeros, cambió diametral¬
mente de talante, salió entre risas y palmoteos del cuchitril donde se ha¬
bían consumido sus veintiocho años, y una vez introducida en el coche,
agarrada a su mísero hatillo, saludaba gozosa con la mano a la gente
congregada para verla marchar.
-¡De viaje! -chillaba-. ¡De viaje!

551
A más de una mujer se le saltaron las lágrimas cuando la ambulan¬
cia se perdió de vista en la primera revuelta del camino y las personas
de más edad comentaron en los días siguientes que la Tola cuando era
niña solía ir a jugar por los veranos a la Quinta Blanca con el nieto de
doña Inés, aquel del que se rumoreaba sin mucho fundamento que an¬
daba en malos pasos, y que, según los cálculos de los expertos, estaría
ya también más cerca de los treinta que de los veinte.
También se especuló, como era natural, con la única posibilidad vero¬
símil: la de que fuera por conducto de la señora de la Quinta Blanca por
donde le hubiera llegado la noticia de la muerte de Rosa a su generoso
benefactor, que, por cierto, tardó mucho en volver a la Quinta, o al me¬
nos, si es que vino, no se supo.

Madrid, domingo 4 de septiembre


(En el cuarto de la Torcí, que está en Coria)

Ayer sábado 3, estuve en casa de Ángel, arreglando la traducción de


Ésta es mi tierra con él y su amigo Juan. Vimos un atardecer desde la te¬
rraza de Islas Filipinas que me devolvía la paz y las ganas de vivir.
Estos dos chicos fueron para mí como un bálsamo. (También balsá¬
mica la aparición anteayer de Antonio Baciero, trayéndome su disco de
órgano de la catedral de Salamanca a cambio de mi Cuarto de atrás
-breve irrupción la suya pero significativa, que me bajó a los ojos- y la
llegada de Eduardo Subirats, que mientras ahora pergeño estas líneas en
la mañana luminosa de postrimerías de verano está escribiendo sus co¬
sitas en el cuarto donde recibí al hombre de negro, con la máquina eléc¬
trica amarilla que los vaivenes ordenadores de este verano habían arras¬
trado inerte y baldíamente a la entrada, encima del soporte del antiguo
tocadiscos de Marta, hoy desaparecido.)
Necesito escribir que estoy más tranquila, decirlo aquí antes de po¬
nerme a copiar la traducción y a escribir a Carlos Gortari. Se ha operado
un restablecimiento. Gracias a Islas Filipinas. La noche del jueves al vier¬
nes, cuando me alertaron telefónicamente con el plazo y me trajo Carlos
de Coria la traducción y me largué con ella a casa de Paco Nieva, era
pura tensión, no podía más. (Había comido Anita en casa, que se iba a
Salamanca, luego había venido M. con su hijo, insoportablemente lento,
indeciso, capaz de deprimir y hacer perder el entusiasmo a un cohete.)
Pero ahora no. Sobre todo porque después de Islas Filipinas, nos fui¬
mos a Malasaña con Javier y con sus vecinos Gloria y Carlos, cuya per¬
sonalidad se me fue desvelando a lo largo de la noche, y entre todos me
hicieron revivir el paso Santa Clara. Y resucité porque Carlos me habló
de los saquitos donde se guardan en la infancia cosas fundamentales y
porque de pronto cuanto estábamos apoyados en el mostrador de un
bar de «movida» el camarero rubito desvaído me había dicho a través de

552
la barra que le dejara ver la pulsera de marfil que me trajo Brigitte de
Malabo (¿conjuro?).
Me pongo con mi trabajo de copia. Anita está en Salamanca miran¬
do las cosas que yo ahora evoco.
Carlos E. Vasco de Motrico, nieto de un cocinero del rey —parece de
cuento de hadas— me ha mirado directamente a los ojos, como hace tiem¬
po que nadie me miraba. Fui sabiendo poco a poco a lo largo de la no¬
che que él sabía quién yo era, pero no me sentía juzgada o interpretada
más que por mi comportamiento de esa noche, y sin más quintaesencias.
Por eso reviví y no me angustió siquiera la pérdida de la carpeta, que
luego reapareció en el bar aquel. Me acosté como con alas nuevas en el
corazón.
Hace un año acababa de llegar a Virginia y trataba de adaptarme a
aquel nirvana excesivo, exento de connotaciones para acabar El cuen¬
to... Tengo que pensar que este otoño es mucho más crucial y que me su¬
pone un reto más tenso y arriesgado. Paz en la guerra. Calila, no pier¬
das el son. ¡Tú vive!
El viernes 2 vino a comer Anita (desde aquí llamó a Ángeles) y me
llegó una carta maravillosa de Ruth El Saffar. (Se iniciaba el restableci¬
miento.)

Para Nubosidad variable

-Sólo lo que recuerdo de esas impresiones de entonces me parece que


me pone en un humor que me puede acercar a donde estáis vosotros
ahora. Anacrónico, claro, pero es una intuición.
-¿Y para qué te quieres acercar? ¿Para fisgar?
-No, para tener un hueco en un mundo más divertido, para sentir¬
me admitida.
-¿Pero en esas fiestas de qué habláis?
-No sé, no me acuerdo.
-Por eso, me gusta hablaros de cosas de las que me acuerdo y me di¬
virtieron. Por ejemplo...
Se queda mirando al techo, se pone a revivir una excursión a la
Flecha.
-No era divertido, había que volver pronto, siempre cuando se esta¬
ba empezando a pasar bien.
Guiños. Explora. Los ve distraídos.
A las amigas no les habla de los hijos. Ve que ellas repiten escenas
sin calor y se quejan.
-Pero lo que sí veo es que no paráis, que no estáis quietos.
-La que no te estás quieta eres tú. ¿Quién excluye a quién?
El mayor síntoma de incomunicación es que los mitos no son los
mismos.

553

CUADERNO 31

Tal como se especifica con una nota en la contraportada


(Hay: apuntes para La Reina de las Nieves),
este cuaderno contiene «retahilas en plan chalado»
para la futura novela: fragmentos aislados y sin organizar,
en los que se reconocen, sin embargo, varias escenas y personajes.
Entre otros apuntes sueltos, aparece también un fragmento del poema
«Donde acaba el amor», que sería incluido en Después de todo.
H ablar con un amigo de algo perdido para siempre es como visitar
las ruinas de Itálica, ver ya sin ganas trozos de columnas que se
rescatan, contrastadas contra las hierbas y lagartijas en la tarde de sol
(visita con los amigos de Amancio, en Sevilla, a las ruinas).

Historias ocurridas

Llardent me decía, cuenta cuentos de los tuyos. Hoy 3 de agosto del 83,
leyendo «Divagación en torno a los nenúfares», me doy cuenta de que lo
mejor de El cuento de nunca acabar está en cuando cuento «cuentos de
los míos», y que cuando yo me muera, nadie los va a contar como yo.

N eorromanticismo

La gente ahora no se atreve a atacar abiertamente la industrialización por¬


que eso les haría sentirse «poco europeos» y progres, pero en el fondo de
su alma siguen (como en la época romántica) sintiéndose «portadores
de valores eternos». La dignidad, la falta de cinismo, el aguante frente a la
calamidad, un cierto código del honor, son valores que solamente pueden
ser ensalzados (sin caretas) poniéndolos en épocas pasadas.
Que la televisión y las discotecas y las motos y las drogas hayan lle¬
gado a los pueblos descabala la noción de que al menos en la juventud
rural perduran cierto tipo de valores. Y no casa (cf. Iris Zavala). Vuelta fic¬
ticia a las artesanías, a las cerámicas, a las cocinas de carbón, a las má¬
quinas de coser de manivela. Pero la gente se va al campo y no está en
el campo que añora, vive artificiosamente. Artistas. Buhardillas. Pérdida
del paraíso.
Aniquilar los valores que solamente se pueden revalorizar hipócrita¬
mente trasplantándolos al terreno de la literatura. Los marginados de

557
ahora es un tema tratado a fondo, muy comprometido. Es mejor volver
atrás. A la gente le da miedo parecer de derechas. A los escritores siem¬
pre les ha dado miedo eso. Y luego el costumbrismo está desprestigiado.
Y además no sabe uno con quién meterse para explicar esta falta de ilu¬
sión, de garra y de espíritu aventurero, esta apatía, este entierro de Don
Quijote. El espectáculo de su propio entorno -noticia sobre noticia- se
les ha hecho opaco e irrespirable y no lo pueden penetrar, les rebasa, le
dan la espalda. No deja desahogo a la meditación sobre él. Lo retratan,
eso sí, imágenes de muerte y de ceguera, estáticas, que no hacen pesta¬
ñear a nadie. Se desentienden. Desinterés. Impotencia para trascender el
presente.

«No tenemos nada nuestro, salvo el tiempo, del que gozan hasta
quienes no tienen morada» (Baltasar Gracián).

Quinta de S. Victorio, 6 de agosto de 1983

E. Sábato, Informe sobre ciegos

Lleva bastante rato elucubrando sobre algo que le interesa objetiva¬


mente, el mundo de los ciegos, exponiendo sus teorías. Sazona la ex¬
posición intercalando sus puntos de vista, el proceso que le ha llevado
a interesarse por ello, y de vez en cuando irrumpe -y se agradece- su
perfil de narrador. («Yo mismo no veo claro aquel episodio porque pa¬
saba uno de esos períodos en que vivir me costaba un gran esfuerzo...
tratando de mantenerme en lucidez para que todo se mantuviera en su
lugar, toda mi voluntad y mi tensión aplicadas a mantener la ruta en
medio de los bandazos y de la tinieblas) Antes ha teorizado sobre la
voluntad y esta noticia personal intriga y es también porque enlaza
con aquello. Y porque empezamos a sospechar que el que habla es el
padre de Alejandra.
¿Por qué los seres y episodios de mi vida aparecían desmantelados
y grises? Colorearlos, era cosa de colorearlos despacito, calcando el lá¬
piz, como de niña. Era cuestión de voluntad.
Si todo el dinero que me dieran lo fuera quemando, ¡qué horror!
Y en cambio voy quemando sistemáticamente toda clase de conexiones,
llaves, vislumbres, talismanes para entender, mantenerse, salvarse y se¬
guir.
Continuidad. «A períodos de radiante lucidez, se suceden en mí pe¬
ríodos en que mis actos parecen ordenados y hechos por otra persona,
y de pronto me encuentro con desbarajustes peligrosísimos, como po¬
dría pasarle a un navegante solitario que en medio de regiones riesgo¬
sas, dominado por el sueño, cabeceara por momentos.»

558
* A Posterior ¡ 'f&fTGtfflaoAC-
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CMíCÍMD TE SUG-EEENoD.
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/¿¿m ¿E>. EREEJVrA&v -
OCULTAR TE U/RtuosE/Ho. „ - CíCETiBiÜDAb- /we/jtíRA-
MAJ S1F/UL ISLAM.

«Cuando nuestra voluntad se mueve en el turbio dominio de la san¬


gre y los instintos.»
«... manía organizativa que me acomete no a pesar de mi tendencia
al caos sino precisamente por eso.»
Describir una anécdota donde entran personajes meramente men¬
cionados y luego: llegué a casa y me puse a recordar mi relación con Nor¬
ma...
¿Qué le ves a Aldecoa, qué te dice en este momento, qué te sugiere
el: «de mayor seremos escritores»?

La Reina...
(Retahilas en plan chalado)

«Somos hermanos, me gustaría verte en tu edad de ahora y yo cuando


me fui, abandonados, corriendo por la pendiente rocosa entre tajos y
flores malva, hacia el islote de las gaviotas salvajes, nos vamos a des¬
peñar, volamos, mira, pero no escribo a nadie, estoy rompiendo la ba¬
rrera de lo posible porque la que te quiere escribir ya no está por más
que la convoco, a veces sale, me mira desde allí, y es el olor del mar
lo que la trae...» Y abandonado -digo- por alguien que aún no te ha
concebido en su vientre ni sabe lo que es tener a un hijo en los brazos,
pero mi hermano además, mi hermano de sino, qué mareo, mejor
reírse...
Para la cárcel. Cuando le dan la noticia piensa que es como el ex-

559
tranjero de Camus. Viene a verle Carola y no le dice nada de lo de sus pa¬
dres, pasa el rosario de sus incomprensiones (libre pero con deseo de un
marido, como todas, «yo casado no, yo quiero ser libre»). Está otra vez
con Vicente, han sacado pasta. (Se lo escribe en clave o manda a decir
por alguien, que están preparando el dinero de la fianza.) Ellos se han co¬
mido todo lo de la abuela, como antes Julio y Dick, empezaron como ju¬
gando, como jugando a malos, me acuerdo del cuento de Pinocho. Y me
ha empezado, por la noche, a rondar la idea principal: yo ¿cuándo em¬
pecé a ser malo?

Cuando no se tiene madre se la encuentra uno por la naturaleza, es


una compensación, el alma se ensancha, se vuelve uno gaviota, ola de
espuma, nube, campánula, estorban todos los que quieren poner di¬
ques.

Eloy cambió mucho después de su viaje a Inglaterra. Vino con una


novia rubia y seria, de muy buena familia, eso sí. Se había muerto el fa-
rero. Ella se escapa. La encuentra de puta en el puerto de El Ferrol. Pin¬
taba el faro y se lo vendía a los turistas.

Llegábamos hasta las estrellas y juntábamos todo el poder de la tie¬


rra. Eres rara -decía-, me das como miedo.

El loco sólo se volvía cuerdo cuando contaba la historia del faro, el


tiempo se detenía y se remansaba en sus palabras, ya todo son técnicas
y luces, no hay naufragios ni historia.

-Historias sí, hombre, siempre hay historias; faltará nada más quien
las sepa contar.
-Y oír, ¿sabe?, y oír.
—Eso también. Y oír. Y uno se las cuenta a gente que no oye porque
no está.
-Porque no está, claro que sí, en eso tiene razón, porque no está. Se
van... andan por ahí.
Había sido amigo del antiguo farero y era inventor.

Empecé a ser cuerpo para ti que aún no tenías ojos, para cuando los
tuvieras... y eso era cuenta cabal, el tiempo que tardara en pasar eso de¬
jaba de importarme, pasaría al tú, «yo sé esperar», me decía. Esperaba
este día sin saberlo, será mi amante.

Comprendí muchas cosas y mucho más te dije al amamantarte: que


aquel éxtasis, de querer continuarlo, se convertiría en rutina, todas esas
angustias de las madres que cobran sus desvelos por el hijo, ¡no!, que-

560
ría que fueras libre de mí. Aún no sabías tú que los cuerpos se dividían
en feos y bonitos, el mío te parecía maravilloso.

El loco escribía las cosas que la niña decía. El loco del pueblo esta¬
ba contra el progreso.

El amor materno marca en la frente del niño una señal que ahuyen¬
ta la simpatía de sus compañeros.

Se mandaban papeles y libros de casa de doña Inés Guitián, una se¬


ñora que siempre vivió aquí, se los traía su hijo y la enseñó a dibujar.

Me reflejo en lo que no veo, «lo que no se ve, creer lo que no vemos».

Que por qué unos países eran secos y otros no, unas gentes ricas y otras
pobres. Si no supiéramos qué es la pobreza, no definiríamos la riqueza.
-Eloy quiere tener dinero- dijo ella muy triste.
-Sabe quién es.
-Sí.
-Es muy bonito compartir secretos. Lo más bonito -dijo ella.

Tenía sueños raros y los contaba: en los sueños puede pasar de todo.

No quiero que me des más que tu libertad, pero no la tienes, el de¬


seo del dinero te pudre.

Pensé: que se parezca al mar. Y te pareces al mar.

Saqué una fotografía de mi madre y me puse a hacer un marco de


madera. Aníbal se extrañó pero no dijo nada, la colgué encima de mi
cama. Acababa de salir de la enfermería.

Me miré al espejo, la frente con el índice de Lombroso. Pero sigo pa¬


reciendo un niño. Dorian Gray. Es lo que me había ayudado en mis fe¬
chorías.

En la inconsciencia de lo que se resistía al análisis estaba su verda¬


dero ser, otro dentro de él hacía eso. Robar.

La juventud es plenitud. ¿De dónde lo sacan? Enamorarse, ¿qué


era? Sólo esa especie de estar en otra parte, de recordar a una niña que
no conocí, la niña del faro.

561
El canto de lo lejano. «... entonces atendía embriagado a las aventu¬
ras silenciosas de su propio mundo interior. Ahora, en cambio, ha va¬
ciado su alma como un salón (han salido de ella todos los muebles de
casa de la abuela para que entren todas las charangas); ha cambiado la
belleza de la extravagancia que sólo él entendía, por la belleza de lo ge¬
neral que sólo él puede comprender» (la aventura institucionalizada y
común ¡qué manida! Ser ladrón de niño le electrizaba, raptar, arrebatar
lo prohibido).

Le atraía el futuro por ignoto -donde cabía todo- y ya no. Ahora el


futuro ya no era un enigma, de tanto aceptar todo, se profanaba, perdía
irrealidad y, por tanto, consistencia. ¡Qué raro, lo irreal era más consis¬
tente!

«... en la búsqueda de la madre perdida quien más le estorbaba era


precisamente la madre.»

En la misma habitación no dormían... pero aquellos corredores, es¬


taba todo igual, cuarto cerrado del chico, porque los muebles ninguno
sacaron más que sólo la cama de la vieja, que era para el chico, que llo¬
ró mucho (entierro). Claro que prácticamente se había criado con la
abuela (cosa que decían con comprensión y naturalidad en aquel país
de parentescos laxos). Sobraban los hijos, por eso les parecía tan raro
que alguien armara tanto lío secreto y escollo y dinero y dificultad para
procurarse uno y cubrir que no era suyo y eso.

Peluquería. Parece de esas caras como de biscuí, ¿no sabes? Traba¬


lenguas seguido. Hablaban como en los cuentos. Revista del corazón.
Paralelo con cuento de hadas (a esto le puedo sacar mucho fruto). Era
una vez una mujer muy guapa y rubia del norte que no podía tener hi¬
jos. Y al que adoptan parece que viene por el río en una cuna de mim¬
bre. Pero luego no, porque era igual a la abuela. Y ya se callaron.

Turistas. Niños corriendo por el acantilado. Comprendió que aquel


hombre no la iba a sonsacar nada, andaba a lo suyo, como ella, habla¬
ba solo, estaba ausente con la naturaleza, como ella, y con ése sí habló.
Le dijo él que a los faros y sitios así había que venir a sentarse como
en las novela y la llamó Kati, y dijo que él a sus niñas del colegio les
daba novelas como Cumbres borrascosas para que se hicieran bravas,
que la mujer sólo vale brava y la señora se sonreía mirando las gaviotas
y le preguntó que cuántos años llevaba el faro vacío.
Ella unas veces parecía más joven que otras y hasta hubiera podido
pasar también por Kati niña vista de lejos, porque tenía el paso rápido
(pero de lejos y vestida de otra manera), casi saltando de peña en peña

562
por el acantilado, pero le gustó oírselo al viejo y se sacudió el pelo hacia
atrás y tenía un gesto soñador. Como cuando rompía papeles que había
estado escribiendo y luego de rasgarlos se acercaba a echarlos al mar.

«Las lágrimas eran para él el líquido en que el hombre se desinte¬


graba cuando no se conformaba con ser sólo hombre.»

«El hombre perdía su determinación natural, su frontera, se conver¬


tía en distancia.»

La gloria del deber crece en el sitio donde crece la cabeza truncada


del amor.

La parodia es el eterno destino del hombre.

De mantener el hilo yo sola tanto tiempo, contra viento y marea, me


viene el premio de la comprensión, de entender las profecías, las pro¬
mesas que (de haber sido aparentemente colmada por carne a su tiem¬
po) no habrían dejado sino el rastro de podredumbre que deja todo.
Pero estas iluminaciones fugaces y tardías que enlazan con el remoto en¬
tendimiento de aquello (la pieza perdida del puzzle) me hacen hermana
de la que soñaba enajenada su consecución, son impresiones pasadas
(ah, ¡claro!), hermanas del ¿qué será?, del suspense, del anhelo por ver
un futuro cumplido, y una estrella titilante en la noche de insomnio es
el brillante que me ibas a regalar. (Brillante que Lorenzo le roba a su
madre, porque los brillantes se roban, no tienen historia.) Y el radical
L. V. aparece de pronto en el embozo en el momento adecuado, en el
punto justo, cuando tus deseos de que fuera feliz me trajeron a la playa
de esta cama grande (habla Cassandra) tanto tiempo añorada, a des¬
tiempo creía, pero no, olvido, salvar, a este jardín donde he entendido
cómo salvar del olvido la novela rara donde pueda entrar todo o casi
todo.

Pero ¿cómo es posible depender de este tipo de cosas, «estar en» esta
situación siendo uno algo tan desmesuradamente distinto de todo esto?
Yo tengo un lugar cordial (castillo, relojería) que niega la realidad de
todo cuanto impide su construcción, su levantamiento a costa de lo que
sea. Y es como si todo lo de aquí no existiera.

Se tiró de la cama al suelo y estuvo un par de minutos contemplan¬


do su lecho hollado con una expresión de total incomprensión, de au¬
sencia, sumido en ese vacío que a veces enlaza los sueños extraños con
el despertar al concepto de la preparación diurna.

563
En cuanto le coges el morbo a los grupos, pierden la gracia. Es algo
indefinible, pero muy rotundo: como si los ojos reflejados en el espejo
me trajeran noticia inmediata de un vacío.

Cuando todo está a punto de encontrar desembocadura y ya se ve la


mar, resulta que unos afluentes discurren pacíficos pero otros van bron¬
cos y de remolino. Se me arremolinan marejadas por barlovento.

-Oye, ¿en qué resulto raro? Se me escapa. Acaso tú puedas conse¬


guir definirlo.

Jugaban al mus a la luz de una vela y le llegaban sus monosílabos,


pero en vez de fichas marcan con guijarros que a veces entrechocan y se
percibían intermitentes sus chasquidos.

La gente me sienta mal. En grupos o individualmente. Aunque las


calles están bonitas, con el sol llenando las aceras... Recuerdo (sueño).

Tengo una cita con el sueño de anoche. Me bulle debajo de lo que


te digo, bajo toda la lectura y escritura de este día, una escritura que me
sale en líneas seguidas, como segregándose por dentro de mi cabeza. Lo
tengo que solventar, el sueño.

Lo que vivo es un terreno plantado de árboles inútiles, de otro inqui¬


lino, cerrar los ojos es saber que se tienen contratados a los taladores.

No tenía prisa. No tenía sueño. No se acordaba de nada desagrada¬


ble. Ahora está cogiendo la vela. Tal vez se vuelva a vestir. Ahora está
despegando el baldosín con cuidado. Lo vuelve a poner. Qué bien lo
hace todo, qué despacio. Ahora ya ha salido. Busca un libro y lo pone
en la mesa. Lo pone igual que si lo fuera a leer, con la misma atención.
Pero no lo va a leer. Le desmenuza encima un pitillo que deshizo. Aho¬
ra enciende una cerilla y prende el hasch, lo desmenuza sobre el tabaco.
Ahora coge el papel, lo lía. Eso es lo que mejor hace, con esos dedos lar¬
gos de pianista. Una vez me dijo que de pequeño tocaba el piano en
casa de su abuela. Qué gente. Cómo sería su abuela, y la casa que tenía
en el pueblo, otro cuento suyo seguro, porque pone el jardín como de
cuento, y él tocando el piano encima, algo maricón ya era ese niño, va¬
mos que si lo era, tiene razón Artigas, pero no, qué se mete aquí Artigas
a joder, vamos que no, que este cuento es otro y nada de Artigas ni del
Chungo, no, el Chungo no, el Chungo no... Debe estar acabando. Que
me traiga el canuto.
* ■*< *

564
Escribir es sacar los grumos del alma. Pero no queremos. Ya ni la pluma
me traigo a la cama. Y por eso, me entra la descomposición. El azar que
ha traído a los objetos a yacer juntos en una caja, en un estante, a las
personas a conocerse, a yacer juntas en camas o tumbas.

18 de agosto

Los recuerdos (al pasar por Orense) ... De puro que lo sé (la vida pa¬
sada de esa señora de pelo gris y gafas sin montura) es como si no lo
supiera, me gusta inventar historias, imitar la actitud de la niña que
entonces las inventaba. No hay ninguna satisfacción en los logros
reales.

Al llegar a Puebla de Sanabria he resuelto mentalmente algunos


problemas de La Reina de las Nieves y pienso de pronto que por este
paisaje intuí una vez hace más de cincuenta años la gratuidad de la
obra literaria. Y eso ha sido como mi visita al faro de Mera y el descu¬
brimiento del radical L. V. en el embozo de la almohada en la quinta
de S.Victorio. Tantas cosas mezcladas y significativas (rematadas por la
visita de Rosalía [¿Carola?]) solamente merecen transformación, sólo
eso, ya el apunte se queda para lo más ligero.

Casandra
(prólogo)

... No debo ocultar que he tomado cariño a este subgénero, producto


del cruzamiento de la novela y el teatro, dos hermanos que han recorri¬
do el campo literario y social buscando y acometiendo sus respectivas
aventuras y que ahora, fatigados de andar solos en esquiva indepen¬
dencia, parece que quieren entrar en relaciones más íntimas y fecundas
que las fraternales.
Los tiempos piden al teatro que no abomine absolutamente del pro¬
cedimiento analítico y a la novela que sea menos perezosa en sus de¬
sarrollos y se deje llevar a la concisión activa con que presenta los he¬
chos humanos.
... Sin duda será menester atajar el torrente dialogal, reduciéndolo a
lo preciso y ligándolo con arte nuevo y sutil a las más bellas formas na¬
rrativas. Pero no faltarán ingenios que hagan esto y mucho más. Los
obreros jóvenes que tengan aliento, entusiasmo y larga vida por delan¬
te levantarán la casa matrimonial de la novela y el teatro.

565
La martingala. Capacidad de melodrama. Es novela aquello que po¬
dría dar materia de tango. Como toda metáfora es más ilustradora que
un estudio exhaustivo sobre el tema.

Canarias (en el hotel de Paco, 13 de octubre)


(Leyendo a Fitzgerald)

En sexto, curso feliz, y por serlo fugaz como un relámpago, todo era
para mí ilusiones y cariño.
Contábamos el tiempo por cursos, se notaba que se crecía de uno a
otro. Y ese tiempo corría de una manera diferente a como corre ahora
(«¡Cuánto tiempo ha pasado desde sexto!», se decía en séptimo. Se co¬
queteaba con la nostalgia).

V- * *

Cuando llegas al muro


donde acaba el amor
ya no hay escapatoria.
La buscas, sin embargo,
con tan tenaz y denodado afán
que llegas a creerte estar a salvo.
¿Pero a salvo de qué?

566
CUADERNO 32

Un «cuaderno de todo», con una ilustración en la portada,


que recoge el diario de una estancia en New York,
con excursiones a Vassar, Charlottesville y Philadelphia (1983)
6 de noviembre de 1983

L as palabras de todos los desheredados del mundo, con cedilla, con


tilde, comas y capirucho, disgregándose, convirtiéndose en rápidos
amagos de compañía, barridas como hojas instantáneas por las calles
de New York dan lugar a mi sueño.
Un sueño de hotel. Estaba en uno, y algo enferma. Pero tenía, por
otra parte, cosas que esconder -no sé cuáles- y ganas de jugar (con
Marcia y Flora en el coche amarillo que me trajo a este Empire, donde
escribo de madrugada). Y esas amigas -u otras, tal vez Jubi, Ruth, la
prima Angeles, no sé; siempre hoteles, el hotel de Burgos- habían veni¬
do a verme. No me acuerdo bien, era complicado. (Me he levantado a co¬
ger otra manta, de la cama de al lado, me he acordado de la tertulia de
anoche en la cama grande con la Torcí, cuya foto tengo enfrente sobre el
televisor, no te preocupes que yo te llamo, que yo te llevo al aeropuerto.)
Lo cierto es que cambiaba los muebles de cuarto, y luego me cam¬
biaba también de cuarto, llevándome la televisión a otro, y trascendió,
porque de repente descubrí (y se lo conté con risas a esas amigas que no
visualizo) que cuando ya estaba hecho casi el traslado, en una camita
que había rebullía algo, y apareció un rorro. El cuarto tenía también
unas escaleras que bajaban a otra especie de sótano (describir el de Phi¬
lip Silver en Maryland) y entró una señora vieja como de novela inglesa
a darle el biberón al niño y le pedí perdón, y me vine al otro a parar el
traslado. Pero trascendió la cosa, y vino a pedir explicaciones y yo llo¬
raba, y la conmoví. Me miraban las amigas asombradas de mi comedia.
Y luego una escena con el dueño, que también se quejaba, abajo
cuando bajamos a desayunar a las tres de la mañana, y nos miraban raro.
Nos escurrimos a otro cuarto con cortinas y resulta que allí dormía el
dueño, camuflado en el sofá como un niño chico bajo una manta. Y se
destapó y se puso las gafas y me empezó a hacer reproches. Y yo nada, a
besarle las manos, las mejillas, como si fuera papá. Porque era papá.
Y aquí estoy, han sido flashes, fragmentos de las seis menos cuarto
de la madrugada, hora de New York. Pequeña traducción de lo que se

569
1
df / / ///////////if if / ^ / íf <f if ifíf dT ¡f íf J \í £ £ $ J J $ if
ha pasado a mi alma provocado por la llegada a hoteles nuevos, a lo
que significa despertar en hoteles nuevos.
Pero lo de antes de llegar este año a presentar The back room, tam¬
bién era como un sueño. (By the way, en este hotel ya estuve una vez,
enero de 1982, y antes lo medio husmeé con los Titinos, y esa geogra¬
fía narrativa es la que había puesto en marcha mi sueño. Juan llega ma¬
ñana.) Porque estuve desayunando con Rafael y Pollán en el Comercial
y Rafael llevaba puesto el jersey que yo le compré en Virginia y estaba
libre de ceño, y me fue a comprar el somnífero que me he tomado ano¬
che y le enseñé la cajita dorada que compró en El Señor Generoso. Y
aquello era como una recuperación de muchas cosas. Y el día anterior
P. N. había venido a Alcalá 35 a dar el visto bueno al traje de noche de
la yeya que Anita había planchado y que llevaré al baile de la Golden
Gala. Y le acabé de leer el segundo capítulo de La Reina. YP.N., tam¬
bién el miércoles día 1 de noviembre (le dije al final «más que día de los
muertos parecía de resurrección») me esperaba en el teatro para que le
diera la chinita de Pepe el rizos. Y tardé porque me había entretenido
con Carlos tomando un cóctel de champán en Chicote (me traía de casa
de Milagros Lain de dejarle arreglada la conferencia de la Complutense)
y ya estaba nervioso, en el Bellas Artes, revoloteando con su gabardina
amarilla. Y de esas cosas y del viaje al Boalo en autobús el fin de sema¬
na anterior (justo hoy hace una semana) me acuerdo en este hotel de
Broadway, a las seis de la madrugada.
Y me he levantado a ver amanecer. He dormido diez horas de un ti¬
rón gracias al somnífero de Rafael, la cajita dorada. Y se ven en rojo las
letras G. W. del rascacielos ese, de Columbus Circle. Este hotel está fren¬
te al Lincoln Center. Las ceremonias de la presentación de The back
room no sé aún cuáles serán ni me importa mucho. Lo que más me abu¬
rre es la transición entre el despertar y el nuevo sueño.
Y ayer se cumplió ese pasar de un trance a otro sin esquinas. Volé en
cabina alta, sola junto al capitán que me salió a saludar. De verdad, oye,
Calila, que no es un sueño megalómano. Yo estaba abajo, hablando con
un gallego de la puebla de Caramiñal que vive en el Puerto de Newark,
New Jersey, desde 1956 y venía de ver a sus padres viejos, y de repente
apareció Inmaculada de Habsburgo y me situó arriba con el presidente
de New York University y luego ellos se bajaron y me dejaron entregada
a los cuidados de la azafata Conchita M., que me contó su historia de
mujer separada, me dijo que cuánto le gustaría saber escribir y me re¬
galó un neceser de los que les dan a los clientes de primera. Y luego ya
nada, fue un vuelo. Y estaban Marcia y Plora con el coche amarillo.
Y ahora tendré que planear mi día. A las cinco viene Philip de New
México, y mañana Joan. Y tendré que contactar con los de Columbia Uni¬
versity Press y con Manolo Arroyo. Pero antes voy a dormir un rato más.

571
The back room

«This way, with my eyes closed, I can imagine that he is a friend I’ve
known all my life...» (cf. con la sensación totalmente opuesta que expe¬
rimentaba Elvira frente a Emilio en Entre visillos). Toda mi literatura os¬
cila entre lo excepcional soñado desde lo cotidiano y al revés. Porque lo
excepcional cuando se tiene da miedo y se quiere convertir en rutina, no
se aguanta.
(Con Joan en The Theatre Coffee Shop antes de la presentación en
The Hispanic Institute.)
Sensación de primera vez, de renovación, de volver a los orígenes.
«The room in fact does strike me as a very pretty one, as though I were
seeing it for the fírst time in my life.» I’m haunted.

9 de noviembre de 1983
Camino de Vassar by train

Tarrytown. Se ha visto el mar a la izquierda. Los cristales van muy su¬


cios. Son las nueve y media. Acabo de leer el Newyorker.
Ossiming. (Me he cambiado al único asiento con cristal limpio. Venía
ocupado por una negra con dos niñitos que venían fascinados mirando el
mar, casi sin alborotar nada, soñando desde su miseria viajes maravillo¬
sos.) ¡Qué alivio ver el paisaje! Abuelita, abuelita, que ya me han vuelto
los ojos. ¡Dios! ¡Poder mirar! Como ayer tarde por Madison, después de
firmar libros junto al Witney, con la uñita-luna sobre los rascacielos, fla¬
neando sola entre la multitud, comprándome un bolsito gris en la calle,
tomándome una naranjada en la calle, que me despachó un griego char¬
latán e hispanoparlante, esperando un autobús en la calle para llegar al
Empire antes de las seis, siempre en la calle. (Y luego ir a cenar a Fiorello’s
con Germano y su mujer Diane, una gafitas flaca y dulce.)
Croton-Harmon nueva estación. Aquí se ha bajado mucha gente.
Hace una mañana de sol maravillosa y los árboles amarillean. Llevo
puesto el traje que me hice para la presentación de El cuento de nunca
acabar, pantalón y chaqueta malva, jersey de cachemir verde. Y a la no¬
che, ¡a la Golden Gala!
Ayer y anteayer con Joan, dos amigas de Instituto preparando sus
deberes en New York, ... «You miss the train!», ¡Había que hacer trans¬
bordo! ... Acaba de venir uno con un walkie-talkie y me ha dicho que he
perdido el tren. Un negro, compadecido, me ha acompañado a la com¬
pañía de taxis y en uno de ellos voy ahora.

* * *

572
Estoy sentada en la biblioteca de Vassar, mientras Randolph busca bi¬
bliografía sobre Dashiell Hammett para la Torcí. R. me ha recordado
que una alusión a El hombre delgado aparece al final de El cuarto de
atiás. Yo no me acordaba. ¡Cómo se enhebra todo, parece mentira!
El taxista que me llevó a la estación desde Croton Harmon, Ran¬
dolph que no aparecía, la rubita de flequillo que llamó a la Universidad
de Vassar desde allí... y por fin este final de paz y de otoño.
(En la comida, en el restaurante universitario, estaba también María,
una chica de Madrid, cuya madre es fan mía, al parecer. Y la mujer de
R. embarazada. Y Anita. Y otros dos profesores, uno colombiano y otro
nativo of the States.)
Me trae Anita Lasry en su cochazo, una profesora reciente en Vassar
con gorra, amiga de Inmaculada, casada con un agente de bolsa. Me ha
ofrecido su casa en Central Park West.

Día 10 de noviembre

Por Riverside Drive en autobús, muy temprano, desayunando el café


que había pedido en el The Theatre Coffee Shop para tener cambio.
Otoño, hojas caídas, el Hudson, y un chico con las rodillas en pico con¬
tra el asiento delantero. íbamos solos, le imité, el café se bambaleaba.
Me bajé en la 116 y le dejé a Philip en la Casa Hispánica los libros que
le manda Eugenio Granell, uno de ellos Los niños de la guerra.
(Ya ves tú, ayer iba hablando de Aldecoa con el maravilloso Ran¬
dolph de Poughkeepsie a Vanderbilt, y hablamos también de ajedrez y de
santa Teresa, ante aquel paisaje infinito que es como puerta a la eterni¬
dad, «éste es el parque que Dios habría construido si hubiera tenido di¬
nero», con el anchísimo Hudson fluyendo, separado de nuestros ojos por
unas praderas onduladas, que daban ganas de acostarse y bajar rodando
por ellas hasta la orilla del río, y a la otra orilla monasterios diseminados,
y árboles de colores, todo con muchísimo sitio, con una generosa pérdi¬
da de sitio, qué derroche, y un humo suave de atardecer nimbando ya al
oro del día, estábamos sentados en un banco, y yo dije «parece mentira
que, mirando esto, que es como el paraíso, pueda haber guerras y estarse
resquebrajando el mundo, y la bomba atómica, y los ibeemes y tanta mi¬
seria y tanta irracionalidad», y fue cuando hablamos de santa Teresa.)
... Bueno, pues cuando salía de la Casa Hispánica, me encontré con
Philip que venía de devolver su traje de etiqueta, en la esquina de Broad-
way con la 116 y caminamos un rato juntos hasta la editorial, y me
daba risa que fuéramos del brazo vestidos de normales y anoche disfra¬
zados de príncipes, y se lo dije, está guapísimo Philip ahora, mucho más
delgado. Y en la editorial me dijeron que el 21 da un cóctel para mí Eli-
sabeth Hardwich. Y les conté mi aventura de pérdida del tren en Croton
Harmon, y estuve escribiendo una carta para Helen Lañe.

573
Y salí un rato, al banco y a la librería de Columbia. Y allí me en¬
contré a Juan Benet, con su bufanda larga, compramos dos postales de
Poe, y luego al salir le dijo a la cajera: «Es usted muy amable. Pero el lá¬
piz es muy malo». Y yo le dije que llevaba muchos días sin reírme. Por¬
que aquí la gente se ríe poco. «Sí se ríen», dijo él, «pero de nada. Y todo
se organiza muy mal.»
Comí en el griego de la 113 con Moore, Ken (portadista barbitas)
y el corrector de pruebas, que ha puesto red light para «el escondite in¬
glés», rubio, un poco grandote, que está embrujado con El cuarto de
atrás. Al salir dijeron «It’s about to rain», y yo me fui al cine a ver The
rear window, de Hitchcock, con Grace Kelly y James Stewart. Y al sa¬
lir, ¡Dios mío!, qué temporal, yo tenía que llegar en tres cuartos de
hora a la fiesta de la Columbia, llegué empapada al hotel a cambiar¬
me, me puse botas, pantalón negro y blusa de encaje bajo el abrigo de
piel, y luego ya en la calle imposible encontrar un taxi, un paraguas
rojo, vuelto del revés se le había ido de las manos a una señora y fluía
por Broadway como un barco a la deriva, lagos de agua que los auto¬
buses desplazaban, me metí en un 104 que se averió a la altura de la
96, y de nuevo esperando con un transfer en la mano, pero ni miraba
la hora, era raro, estaba tranquila, me sentía perdida pero a gusto, me
daba todo igual, ¿esperan por mí?, ¡pues que esperen! Y llegué al
Alma Mater (por donde tantas veces pasé hace tres años) empapada,
tranquila, buscando el International Studies Institute, había que cru¬
zar Amsterdam, por fin apareció, llegué como una sopa, estaban to¬
mando vino y queso: y allí apareció una amiga de Javier Lacruz (Ma¬
ría José) y un chileno ya mayor pero elegante y guapo, pelo blanco,
párpado caído, que estaba cuando Allende y lo encarcelaron, Enrique
B. Kirberg, y escucharle me calmaba, ¡con qué gusto me había senta¬
do y bebía vino blanco! Me emborraché un poco y luego vine en me¬
tro con los Germano, que me regalaron un paraguas rojo, y Juan Be¬
net hasta el hotel. Juan me compró el Village News y lo estoy leyendo
ahora, la mañana del 11, en la cama. ¡I love N.Y.!

22 november

Me compré un vestido de seda gris y negro en Broadway. Comí con Phi¬


lip en Sushisei (me habla de amenazas de guerra). Luego fuimos a com¬
prar el magnetófono para Olga a la 42 y a Macy’s. Me dejó en un trans-
íer en Madison, ya anocheciendo.
Tardó mucho en cruzar Central Park South, iba a paso titubeante en¬
tre el follón del tráfico, un negro tocaba el saxofón apoyado en la tapia
del parque y la música llenaba el autobús, el conductor en la parada pri¬
mera había estado haciendo footing, un ciego iba hablando solo, com-

574
puso un bastón con tres varitas que llevaba y se bajó a tentaruja en Co-
lumbus Circle, el conductor le ayudó.
Luego llamé a Roberto Yahni y vino a verme al hotel. Estuvimos fla¬
neando por Columbus y viendo unas tiendas fascinantes. Yo estaba can¬
sada y tenía hambre. Me compré un sándwich de noticiario y me lo iba
comiendo por la calle. Llamé a Anita Lasry. Philip me ha dicho que la
casa de Barbara Salomón al lado de la suya es un chiringuito.

Y hoy (12 de noviembre) lo he comprobado. Al menos por fuera es


un palacio, 135 Central Park West, all visitors must be announced, por¬
tero de librea y qué sé yo. Me senté en unas escaleras que había en la ca¬
lle 73 y allí le puse una nota que le di al portero.
(Antes había estado en Orloff desayunando con Juan Benet, que está
conmigo como a la defensiva, no me mira nunca, elusivo, aislándose
tras el muro de su ironía serodia. No conectamos. Y yo sin embargo, le
quiero. Pero, bueno, qué le vamos a hacer, se prohíbe la cordialidad y la
ternura, no le parecen cosa de hombres, podría decir con su pan se lo
coma, pero no puedo. Teme mi memoria, no la puede soportar...)
Luego de dejarle la carta a Anita Lasry, anduve por Columbus y Broad-
way, probándome ropa. Me he comprado una blusa blanca de cuello
cisne, unos guantes gris topo y un bolso de noche para Merche Herre¬
ro. Ahora estoy escribiendo estas notas en Sushisei, donde he vuelto,
para degustar los rollitos de pescado crudo. Son las tres.
Luego vino al hotel Liliana Soto, una cubana que vive en Brooklyn
con su marido Vicente y estuvieron en mi cuarto, el n.° 253, que da a un
patio, hablando del Back room, y me invitaron también a un café en The
Theatre Coffee Shop, al que se entra desde el hotel por una puerta ad¬
yacente.
Después hablé por teléfono con la Torcí de trapos y fashions. Y me
llamaron Marcia, Flora, Philip y José Luis Borau. Borau vino a verme a
las nueve, al mismo Theatre Coffee Shop de antes. Estaba muy nervio¬
so. Tenía que hablar con Pilar Miró; se está celebrando aquí la semana
del cine español.
Me dormí pronto. Pero antes le escribí.

13 de noviembre

Hice mis maletas, una para dejar en casa de Anita y otra para llevar.
Desayuné en Orloff y luego me di un paseo por la 5.a Avenida. Entré en
St. Patrick a rezar. Había mucha gente en filas para comulgar. Tomé
agua bendita y pensé en Borau, en cómo ha cambiado su vida de ocho
años a esta parte. Luego bajé por Madison hasta la 86 y fui a mirar las
chaquetas de Orva (86 con la 1.a) para llevarle a la Torcí. Estaba cerra¬
do, porque es domingo.

575
Ahora escribo en el tren. Me ha traído Marcia en el coche amarillo,
un maletero negro me ha acarreado la maleta hasta el andén. Es un
compartimento muy limpio y confortable de Amtrak. Se ha sentado a
mi lado una rubita muy simpática de pelo rizado, natural de Indiana,
que también va a Charlottesville y viene de New York de ver a su novio.
Me ha preguntado en seguida por mi vida, cómo se hace en los viajes en
España, y le he enseñado The back room porque lo llevaba en la mano.
Ha dicho «Oh, how exciting!» y me miraba maravillada.
Esto no soñaba yo que me pudiera ocurrir nunca en un viaje de New
York a Virginia; es la guinda encima de la copa de helado. Ahora tiene
el libro entre las manos y se va a poner a leerlo, según parece. Yo no le
voy a decir ni que sí ni que no, pero lo cierto es que ya lo estaba hojean¬
do, y esto me produce una excitación que rebasa los límites de lo ima¬
ginable. A la derecha se ve un field amarillo seco con palos de teléfono,
el tren se ha parado no sé por qué, como pasó en Entre visillos cuando
se pararon a comprar sandías, ¡qué lejos estamos de aquello! Pero, al
mismo tiempo, ¡cómo se enhebra todo!
Ayer por la tarde la cubanita traía un gráfico en la cartera donde se
estudiaban todas las conexiones de El cuarto de atrás, era una papela es¬
trecha y larga como la de los «estrechos» y me hizo gracia que hubiera
sacado ella tantas cosas en consecuencia.
He ido al bar a buscar un perrito caliente, una cerveza y un «assor-
ted cheese», lo dan todo en bandejitas y platitos de plástico que hubie¬
ran entusiasmado a la niña de El cuarto de atrás. Hemos pasado Phila-
delphia y empieza a caer la tarde.
Se me ocurre para la conferencia de Charlottesville: «Las conexiones
significativas». La vida es un tejido de conexiones significativas. Se trata de
verlas o no. Cuando se ven se origina la literatura. ¡Cuánta gente se fasci¬
na y cae de rodillas ante una historia de ficción y es incapaz de apreciar
lo que de novelesco tiene su propia vida! ¿Por qué? Porque no saben crear
una novela, y es una capacidad que nadie propicia ni estimula, se obliga
al alumno a encontrar con lupa significaciones en el Quijote, pero no a
mirar una calle desde el autobús, a poner la antena versus radio vida.
Nos acercamos a Charlottesville.

En la estación estaban Chip, Chris, Virginia, Paulina y los Herrero.


Traía el «comité de recepción» árboles y globos. Cena en casa de Mer¬
che. Chris se ha dejado barbita. De repente me parece otro.

14 de noviembre

Todo el día con Merche. Shopping. Hablando, cosiendo, preparando tor¬


tilla para la noche. Vuelvo a la universidad (¡cuántas veces había soñado

576
volver aquí!). Y a la noche la conferencia informal en la Casa Española.
Estrené mi traje gris con un collar de Merche. Habían llegado Carmenza,
Candelas y Gregorio. Estaban también Thomas y Femando con la guita¬
rra. Hablé media hora y luego hubo coloquio. Hubo canciones y cham¬
pán hasta muy tarde. Desde la terraza de la habitación se veían las esca¬
lentas que bajaban a mi antigua casa.

15 de noviembre

Virginia-Charlottesville. El año pasado di aquí mi mejor clase para con¬


memorar el aniversario de la muerte de Aldecoa. Hoy también le he de¬
dicado un recuerdo desde el principio del día. Así, protegidos por el re¬
cuerdo de nuestros muertos, rindiéndoles este culto mudo y entrañable,
ellos velan por nosotros.
Amaneció lloviendo. Había dormido poco y me levanté con clavo.
Comí con Chip y Glenn (el profesor de italiano) en un restaurante del
córner. Luego fui con Chip a la biblioteca a buscar bibliografía para la
Torcí sobre Dashiell Hammett. A las cinco me vino a buscar Merche allí
y me llevó con Paulina nuevamente a Once Again With Style donde com¬
pleté el conjunto de smoking y me compré una chaquetita negra de len¬
tejuelas. Luego volvimos a casa de Merche. Vinieron David Gies y un
matrimonio de Edimburgo y yo, vestida de señora, fui con ellos y los
Herrero a cenar a un restaurante de pescado.
Volvimos a casa. A Javier se le había estropeado el coche y estaba
un poco de mal humor. Merche y yo nos quedamos en el salón senta¬
das en el suelo subiéndole el jaretón a los pantalones negros. Eran las
doce menos cuarto. En esto se oyó la puerta de casa y entraron cuatro
encapuchados con papeles de periódico, me echaron un abrigo por la
cara, dejaron una nota a Merche y me raptaron. Decía: «E. T. quiere
volver a casa». ¿Cómo lo habían adivinado que quería volver con
ellos?
Había una tal Ramona, que no hablaba más que inglés. Era la que
me llevaba cogida por las muñecas dentro del auto donde me habían me¬
tido. Nadie decía una palabra y casi tenía miedo de verdad, vivía aquel
teatro, y amaba a mis raptores. Sabía que la idea era de Chris. Estuvimos
tomando vino y ellos una pizza en el córner (Chip, Virginia, Ramona y
Chris). Yo les conté La Reina de las Nieves pero ¿qué más cuento que el
que estaba viviendo?

17 de noviembre

Todo esto lo voy escribiendo en el tren que me lleva de Washington a


Philadelphia, donde me esperará Marc, el marido de Joan. A Washing¬
ton me llevaron ayer en coche Paulina y Merche y después de comer en

577
la calle M. (Market House) me llevaron a casa de Moraima Semprún,
donde he dormido.
Tuve: 1) una conferencia en James Masón University; 2) un cóctel en
casa de Moraima, donde antes subí a cambiarme y a vestirme con el
chaleco de lentejuelas; y 3) una cena en mi honor en casa de Carlos
Abella, el agregado de asuntos culturales. Tienen una casa de cine y la
cena era ídem. Carlos es de La Coruña, un canoso guapísimo y char-
ming, habló de una posible beca para mí. Era todo como un sueño. Les
dejé el neverending tale.
Esta mañana John, el marido de Moraima, me ha acompañado a
este tren en el que escribo, previo un paseo por Constitución Ave. y me
ha dejado entregada a los cuidados de un maletero. «We have time to
spare!» Antes he desayunado con Moraima y ella me ha hecho una en¬
trevista. Es una mujer con buenos contactos y que se organiza de mara¬
villa, la conocí en el 79 en Yale, se parece a Jeanne Moreau, es prima de
Carlos Semprún, habla de la casa de Alfonso XII, dice «mi tío Pepe» (era
hermano de su madre)... y a mí me da risa y hasta un poco de miedo
que terminen this way las celebraciones about The back room. Todo se
coordina por la magia, eso es evidente.
Me voy a poner a leer un poco el National Examiner donde dice en
la portada: «Use your birth sign to get rich». A ver si cuela.
De repente, pasado Baltimore, veo un letrero rojo encima de una
especie de fábrica, donde se lee Martín Marietta, me he quedado de
piedra.
¿Qué nos dijo el hombre del tren? Stop and go. Disaster narrowly
averted.
It’s the first trip I do in the States without suitcase and without glasses.

18 de noviembre

Lorenzo vuelve con Casilda, parecería regresión pero es que ha des¬


cubierto el amor. Volver por amor al huevo de madera.

21 de noviembre

En un café de Broadway con la 85 desayunando y viendo en el New York


Post los comentarios sobre The day after que vi ayer en la T.V. en casa
de Phillip, tan crazy, con sus hijas Edith y Pamela. Lo comparan con Sin
novedad en el frente de esta generación. Más cuarto de atrás, Sin nove¬
dad en el frente, hablaban de aquel libro con tío Vicente.
Anoche llovió muchísimo. Quiero apuntar lo primero un sueño que
he tenido. Había logrado conectar a Ruth con Chris y Chip y veníamos
por Doctor Esquerdo arriba muy alegres, porque les iba a enseñar mi

578
casa por fuera. Era la calle más ancha, creo que con bulevar en medio,
y un poco como Amsterdam Av. por el tramo de la catedral. Veníamos
haciendo muchas fiestas y yo empecé a entonar a grito pelado salmos
de gracias a Dios entre cabriolas y Chris y Chip reptaban a mis pies
como los ayudantes de Kafka y esos negritos que ahora han sacado el
juego de revolcarse como culebras. Y al decir yo algo así como «bendita
sea la vida» a voz en cuello, desde la otra acera una especie de obispo
con tiara me mandó una bendición mirándome. Pero un poco más allá,
cuando ya estábamos llegando enfrente del n.° 45, ese mismo obispo o
lo que fuera me fulminó con una mirada como la de la señora del ladies
room de Washington y es porque me estaba probando en la calle una
combinación negra. (Esto es reminiscencia de las compras de ayer por el
Village y de la sospecha de si era mío o no el traje de rayas de Pepe
el rizos.)
Lo cierto es que no me había quedado desnuda sino que me pro¬
baba la combinación encima de otra de punto más cortita, pero se armó
el follón y se congregaron todos los vecinos de D. Esquerdo. Se formó
una especie de juicio de acera a acera y yo estaba violenta. Trataba de
explicar que en verano está permitido ir así de corto y escotado y que por
qué no en invierno, pero el cura aquel no atendía a razones. Era como Jo-
seph Lasry, muy serio y de negro. Notaba que no podía escapar. Pero de
pronto Chris y Chip empezaron a hacerle burla y a traer una mesa con
sillas a la calzada y a formar una fiesta como de Alicia en el país de las
maravillas y me besaban y jugaban al corro a mi alrededor con Ruth y
más gente y todo se disipó. Me volví niña.

22 de noviembre

Son las dos y media. Estoy sentada en O’Neals, el primer café de New
York que pisé con los Titinos en el año 79, esperando a Gloria y Linda
(también aquí me encontré con Borau el otro día, y una vez en el 80,
que se retrasó, junto al Hotel Empire). Otra etapa que se consume. Me
voy mañana. Hace una tarde espléndida. Acabo de encontrarme con Isa¬
bel Maier y un novio suyo polaco grandote. I’m happy. Me he compra¬
do una blusa de seda gris esta mañana ahí enfrente (la llevo puesta), y
otra fresa para Torcí en la Avenida de las Américas.
Luego he ido a mi antiguo barrio de la calle 119 y en la librería de
viejo de Amsterdam he comprado una edición del año 34 del Halcón
Maltes. Luego he estado comiendo con Mirella y Marcia en un restau¬
rante nuevo muy elegante Amsterdam con la 119.
Ya tengo otra casa aquí, la de Elizabeth Hardwick. Anoche fue ma¬
ravilloso en aquel apartamento lujoso lleno de libros hasta el techo y ce¬
nando juntas en la cocina como viejas amigas, hablándome entusias¬
mada about The back room, y luego las dos paseando por Central Park

579
West con la luna llena, ofreciéndome su casa para cuando quiera venir
laTorci. Parecía un sueño. Desde aquí, ahora, puedo ver la entrada de la
calle 67 donde ella vive. Éste es mi barrio neoyorkino preferido, ya lo
conozco como la Plaza de los Bandos. It’s wonderful, isn’t?
Estoy leyendo TJie odd woman, un libro de George Gissing que me
ha regalado Philip. ¡Me gusta tanto estar aquí, veo el porvenir como
algo tan alegre!
Con Gloria y Linda. He hablado con Linda dos horas en O’Neals.
Luego he ido a buscar a Philip a las siete para despedirme. Hemos be¬
bido champán en un restaurante de Broadway y luego he comprado con
él la biografía de Robert Lowell, el marido de Elizabeth. Veníamos por
Broadway. Estaba anunciada en el cine Metro la película Harold and
Maude de que me habló tanto Chris y quise entrar, pero no la ponen
hasta pasado mañana. Ya estaré en Madrid.
He perdido eso y (lo compruebo ahora con penosa evidencia) la he¬
billa de plata que me regaló Philip el otro día traída desde New México.
Algo hay que perder, no todo va a ser ganar. Lo interpreto como una
contribución a la felicidad. Un sacrificio a los dioses.
Ahora, las once, estoy esperando en el despacho de J. Lasry a que
vengan para despedirme de ellos. Han venido las dos peruanitas a po¬
ner una mesa y he estado de retahilas con ellas. Gladys me ha regalado
una caja de jabones con forma de Conchita en el cuarto de atrás.

580
CUADERNO 33

Cuaderno de tapas negras, con el lomo y los ángulos rojos:


regalo de un amigo, como muchos otros.
Se distinguen claramente dos etapas: la primera (junio de 1983)
encierra comentarios al Diario de Kafka (sólo en parte transcritos),
un intenso fragmento dirigido a la madre, donde se habla de
Cuenta pendiente, y una breve nota para Nubosidad variable.
En la segunda, a un año de distancia, se reanuda el hilo con los
apuntes anteriores, como si el hallazgo casual del cuaderno
en un estante tuviera explicaciones mágicas y profundas.
Va tomando cuerpo el proyecto de Nubosidad variable,
hasta que ve la luz el primer capítulo.
Cuaderno que me trajo Máximo de París en la Semana Santa de 1983.

16 de junio
Sobre Kafka

C arta a su padre: «en ella [la literatura] yo estaba efectivamente ale¬


jado de ti, absolutamente solo al otro extremo del camino... En cier¬
to modo me encontraba fuera de tu alcance... Por supuesto, era una ilu¬
sión, yo no era libre o no lo era todavía. En mis libros se trataba de ti, no
hacía otra cosa que llorar aquello que no podía llorar sobre tu pecho».
Su sueño solitario no tiene más base ni objetivo que el mundo que
le es ajeno y no logra anexionar. Desea captar desde su soledad el
aprendizaje de la vida, obstinadamente vuelto hacia ella, mirándola re¬
bullir desde su ventana como un paisaje abstruso e inabarcable que le
fascina y atemoriza. El mundo le proporciona una serie de datos en¬
contrados que no domina; no puede tampoco hacer desaparecer su
amenaza de un plumazo ni siquiera a través de la más desenfrenada es¬
piral de evasión interior. Y sin embargo esa espiral le lleva a afirmarse
en su soledad. Sus metamorfosis del mundo le alejan de él, pero sigue
soñando siempre en dominarlo.
«No es necesario que salgas de tu casa. Permanece a la mesa y escu¬
cha. Ni siquiera escuches, espera. Ni siquiera esperes, permanece abso¬
lutamente silencioso y solo. El mundo vendrá a ofrecérsete para que lo
desenmascares: no puede evitarlo; extasiado se retorcerá ante ti.»
Su heroicidad en aceptar su abandono. Se siente héroe porque no le
debe su ser a nadie, y ese esfuerzo con que lo endereza a diario, trabajosa¬
mente ante sus propios ojos es por una parte su cmz, por otra su bandera.
Va de tumbo en tumbo, de miedo en miedo, hasta lograr su condición de
adulto: que es la de mirarle a la cara a ese miedo, no la de perderlo.

Sobre las proezas solitarias

K. de colegial cuenta que había tratado muchas veces de encaramarse a


las tapias del cementerio, trepando por su superficie lisa. No podía.
Y una tarde en que la plaza tenía una luz que jamás volvió a ver ni antes

583
ni después, consiguió con rara facilidad su propósito por un punto por
donde muchas veces había ensayado la ascensión sin éxito. Y esta vez lo
logró a la primera. Llevaba una bandera entre los dientes. «Había clava¬
do la bandera, el viento había tensado el lienzo y había contemplado a
sus pies las cruces que se hundían en el suelo. En aquel momento nadie
era más grande que él.»
El proceso de autocrítica le es desconocido al héroe romántico: no
desciende hasta el fondo de sí mismo para conocerse mejor sino para
embriagarse en la satisfacción de saberse elegido. No conoce el ridículo,
aunque lo haga muchas veces. Kafka, que tantas veces se siente en ri¬
dículo, no lo hace nunca. Por eso mismo: por su implacable lucidez.
No es la soledad de Robinson. No. El mundo está ahí afuera, bu¬
llendo de manera inesquivable.
El agrimensor de El Castillo es uno de los héroes menos descritos
(por su aspecto, vestimenta u otros atributos similares) de la literatura.
Fantasía abstracta.

Vida. Literatura. Aislamiento

Dice un compañero suyo de clase: «Si me piden que cuente algo carac¬
terístico de Kafka, será que en él nada llamaba la atención... Nunca pu¬
dimos llegar a intimar con él; parecía estar siempre rodeado por una
mampara de cristal. Su imagen... resultaba de algún modo lejana y ex¬
traña».
No le admitían, nunca pudo sacar de sus inclinaciones «el verdade¬
ro provecho que a fin de cuentas se exterioriza en una confianza dura¬
dera en sí mismo».

26 de junio

Mirando desde la cama de Marta el atardecer, a través de la puertecita


abierta de la terraza.
A mamá: a ti te lo tengo que dedicar lo de Cuenta pendiente, a ti te
lo digo, lo he pensado muchas veces pero esta noche lo veo claro. El far¬
do, el fardo aquel que le daba al chico del sueño en el cementerio.
Buscar por ahí, hablarte de mis apuntes. Necesito que estés tú oyen¬
do, que sea para ti, si no, no se engrasa el engranaje. Ya lo decía yo -esa
señora de la película Salamanca que no has visto- en La búsqueda de in¬
terlocutor. Es mi rollo, lo de siempre, pero se ha quedado frío de tanto
decirlo, de tanto gastármelo los de las tesis doctorales. Lo que tengo que
revivir, reinventar cada día, descubrirlo de nuevo como ahora. Es otra
cosa ahora y por ahí saldrá tirando Cuenta pendiente.

584
Para Nubosidad variable

Ir a casa de la abuela Dolores el día de su santo equivalía a tener que re¬


conocer: «¡Ya está aquí la semana santa!». Y los esfuerzos para convocar
a mis hijos a aquella casa ¿en qué iban a redundar? (Frente a mi vis¬
lumbre angustioso de tener que convidar a El Boalo.) La llegada forza¬
da de todos, yo me encargo de llevar el vino, me imaginaba a Sofía en
la Cruz Blanca, «tengo que ir a casa de la abuela», no venían. Se enfa¬
daba Gerardo, este Gerardo, no el que yo conocí (y aquel vino en bote¬
lla con pajita, y mi cabeza sobre tus piernas en el pinarcillo de la Ciu¬
dad Universitaria, vamos, no te preocupes de la familia, no vuelvas a la
hora, fuera inhibiciones, y ahora cada vez que los chicos no volvían, y
la inseguridad ciudadana, claro que las cosas habían cambiado mucho,
pero ¿en qué y por qué y desde cuándo?, me estaba emborrachando,
pasando de una verborrea compulsiva al pozo de verme reflejada en los
demás y que dijeran: «Ésa lo hace todo mal»). '

Hoy 3 de abril de 1984 he cogido de mis estantes, recién ordenados por


Ana B., este cuaderno. Lo he cogido al azar, fijándome tan sólo en que
tuviera algunas hojas blancas al final. Andaba con mucha prisa porque
tenía miedo de perder el tren para Segovia, que salía de Recoletos a las
dos y diez, y de pronto me he acordado de mi vieja y placentera cos¬
tumbre de apuntar cosas en los viajes.

585
Este año he hecho muchos, por cosa de las conferencias y homena¬
jes y entrevistas de T. V. A Ávila, a Murcia y Orihuela, a Logroño, a Bar¬
celona, a Salamanca... pero en ninguno he apuntado nada.
No me acordaba de los fragmentos del Diario de Kafka que espi¬
gué el año pasado y que he venido leyendo. Daban en la diana, en esa
zona donde se incuban ahora mis conflictos frente a la escritura, por
culpa de la dispersión a que mis nuevos compromisos me someten. Es
pura algarabía del mundo, una actitud que me vacía y me deja inerme.
Una celda, como diría santa Teresa en versión M.G., que limpio sólo
para las visitas. Se trata sobre todo de una cuestión de fe, de acorde
interior. Antes, en cuanto tomaba un tren o un coche de línea, es como
si me salieran alas, y todos los pensamientos y recuerdos que surgían
dentro de mí al ritmo del tren se enhebraran armoniosamente. Es cu¬
rioso, porque ahora, si bien se mira, tengo mucho más que enhebrar.
Se ha ampliado la tarea infinitamente, desborda mis cestos de costu¬
ra. Y acabo no tocando nada, dejándolo todo revuelto, aplazado y
descosido.
En estas páginas redescubiertas que anteceden, hay también una
promesa a mamá. Un amargo deseo ardiente: escribir Cuenta pendiente
para ella, para contárselo a ella. Precisamente hace dos noches, estando
en la cama, volvió a rondarme esta idea de meterme con Cuenta pen¬
diente, tal vez en plan diario, donde se fueran comentando y fechando
los estratos de cuaderno donde aparecen notas y apuntes sobre este
tema. Por ejemplo, pensaba que después del sueño aquel de New York
que escribí en casa de Gloria Waldman, podría decir cómo a poco no es¬
toy a tiempo para bajar al coche que me llevó a dormir al hotel Empire
donde estaba Ruth (adonde he vuelto el último noviembre para presen¬
tar The back room), contar un poco en plan onírico lo de casa de Bárba¬
ra, la amiga de Ruth, lo de la alfombra que llevaba el hermano de Ruth
y aquella sesión medio de magia, y yo de repente saco allí a relucir el
sueño que acababa de soñar y fue como un homenaje a la meiga oren-
sana en New York, ya ves tú qué propio. Y por ahí enlazaría lo de que
ese día vi claro el libro, y meter los decorados neoyorkinos, y mi situa¬
ción posterior (Virginia en 1982, presentación de The back en 1983, la
Golden Gala) y yo siempre ¿me llevas?, como un espectador de esos
homenajes que no acabo de creerme que tengan que ver conmigo, el es¬
pectador apasionado, miss Mady, ¡y todo esto qué tiene que ver con el
premio de hace pocos días entregado a El cuento de nunca acabar por
Cambio 16? Nada. Sólo la aparición de N. allí en la pantalla. Pero nadie
lo sabía.
Y anoche: «Pues nos das vestido nuevo / rey celestial / libra de la
mala peste / este sayal». Las monjitas cantando, trabajando el huerto,
leyendo libros de devoción. Y dijo Marta: «¡Pero lo pasaban muv
bien!».

586
Y voy a ver a Lola y a su niña. Me acuerdo de aquel viaje a Portugal
en la furgoneta con ellos (Julio, Amancio, Josefina). Nunca creí que eso
se pudiera convertir en pasado. Me apetece mucho, muchísimo, volver a
ver a Lola.

6 de abril

Ayer, la presentación de Guadalhorce. Y hoy ya primavera descarada. Me


pongo de espaldas a ella.
La disciplina de empezar, de arrancar nuevamente con algo que me
ilusione y me concentre, huyendo de ese dardo flamígero de la primave¬
ra. La Reina de las Nieves me aburre un poco. La continúo por lealtad a
la idea antigua, por disciplina. Pero me hace guiños Nubosidad variable.
Me he puesto a leer a L. Durrell. Dice en Justine: «Nuestros actos co¬
tidianos son arpillera que oculta la tela laminada de oro, el significado
del diseño. Por medio de arte logramos una feliz transacción con todo
lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar al desti¬
no, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias».

Nubosidad variable

Tenemos que atender siempre al cuerpo, dedicarle muchas pequeñas


atenciones y complicados trabajos que interrumpen el día y nos han ab¬
sorbido, al final de él, más de lo que normalmente solemos confesarnos.
Peinarse por ejemplo, cambiarse para salir, buscar un objeto de adorno, en
esos tramos de afán inútil dedicados a empaquetar el cuerpo para poder
sacarlo embalsamado a pasear bajo las miradas de los demás se incuba
la muerte, se embota el hilo del pensamiento.
¿Dónde está la alegría? ¿En qué consiste? Inicié este rastreo una
primavera, una tarde en que me negué a salir y me quedé mirando la luz
a través de la ventana. ¿Qué sentía al pasar por la tienda del herbola¬
rio? Y el asalto de esta pregunta me volvió a rondar sordamente muchas
veces. También mirando la T.V. ¿Entro en esa historia que me cuentan
en imágenes o no? Y si no, ¿por qué no?, ¿qué tipo de barrera levanto
para no sentirme dentro de ese paisaje o de esa habitación?, ¿qué he
perdido para no poder identificarme ya en alma y cuerpo con nada?

587
16 de abril

Nubosidad variable

Después de casi dos meses de tiempo inseguro y de chaparrones intem¬


pestivos, que según todos los comentarios significaban oro para el cam¬
po, estalló finalmente la primavera y la sentí bullendo provocativa y
triunfal a través de los cristales de la ventana en cuanto abrí los ojos
aquel día. Fue la sombra fugaz de una paloma la que reveló súbitamen¬
te, al desaparecer, aquel raudal de luz irresistible que todo lo invadía,
con el asalto de su llamada, un tirón anacrónico hacia aventuras ya im¬
posibles, que solamente consiguió hallar eco en la inmediata arritmia de
mi respiración, como un aleteo de mariposas agonizantes.
Gerardo ya se había levantado. Sin apartar los ojos de la ventana, es¬
tuve un rato oyendo como en sueños el ruido de la ducha, que venía a
incrementar mi desazón, colándose por la puerta entreabierta del cuar¬
to de baño.
A principios de invierno nos habíamos gastado un millón de pese¬
tas en reformarlo por todo lo alto, aprovechando el pretexto de que, al
fin y al cabo, había que decidirse a levantar todas las cañerías y susti¬
tuirlas por otras de cobre para que se acabaran de una vez los conflic¬
tos con los vecinos del quinto, que durante años estuvieron subiendo a
protestar de las manchas de humedad que brotaban esporádicamente
en el techo de su vivienda y a exigirnos diagnóstico y remedio para lo
que acabó revelándose como incurable epidemia. Los síntomas del mal,
aquellas marcas fantasmales e imprevisibles en el piso de abajo, iban
pautando, sin que yo me diera cuenta al principio, el proceso correlativo
de mi propia erosión, el deterioro del entusiasmo, de la fuerza de volun¬
tad y de mis capacidades, más que discutibles, como madre y esposa.
A los vecinos del quinto mis hijos los llamaban «la familia del bu¬
rro flautista», porque el chico mayor se pasaba las horas muertas to¬
cando el clarinete en su cuarto con gesto ceñudo y protervo sin que pu¬
diera decirse que escucharle fuera un transporte para los sentidos.
Tampoco daba la impresión de que sus padres hubieran descubierto la
pólvora, eran bastante antipáticos y aparte de aquellas enojosas cues¬
tiones de fontanería que nos obligaban a relacionarnos con ellos, nun¬
ca había existido entre nosotros el menor asomo de cordialidad. Para
mí su existencia era un tormento. Cada vez que llamaban a la puerta y
se presentaba la señora del pelo teñido y los labios finos y amargos,
que a duras penas encubrían bajo una sonrisa cortés el reproche enco¬
nado, me veía asaltada por esa sensación inconfundible que desde niña

588
se me infiltra de cuando en cuando como una sombra alevosa sobre mi
alegría: la necesidad de justificarme ante otro de culpas que no creo ha¬
ber cometido.
—¿Pero otra vez? No puede ser, señora Acosta, si hace cinco meses
vino el fontanero, acuérdese, y se les pagó a ustedes la cuenta de los pin¬
tores. Si precisamente...
-¿Entonces, qué me quiere decir? ¿Que lo estoy inventando? Baje
conmigo y se convencerá.
Bajaba, precedida por ella, los veintiún peldaños de mármol que se¬
paraban nuestras viviendas, con las mismas ganas que si me llevaran al
quirófano. En el hall tenían paneles dorados con relieves de inspiración
marinera, y todo lo que se veía a través de las puertas, conforme avan¬
zábamos por el pasillo, denotaba la misma ostentación fría y de mal
gusto, que llegaba ya al colmo en la alcoba matrimonial, toda rasos y
muebles pompeyanos, por la que había que cruzar sin remedio para lle¬
gar a la meta de la discordia.
Aquellas visitas de exploración a la casa de abajo, rematadas por la
consiguiente decisión de volver a llamar a un fontanero, me dejaban un
rastro de inquietud que tardaba en cicatrizar, porque se sabía que la he¬
rida volvería a abrirse por otra parte el día menos pensado.
Las manchas de humedad, de cuya irrupción me veía obligada a res¬
ponsabilizarme, no aparecían nunca en el mismo sitio y el esfuerzo pre¬
ciso para hacerlas coincidir desde el piso de abajo con el punto culpa¬
ble que las originaba requería una concentración que no me estaba
permitido esquivar, pero que todo mi organismo rechazaba. Y lo peor
era que la señora del quinto se había dado cuenta, con la refinada mali¬
cia de un torturador, del dominio que, a través de aquella investigación
doméstica, ejercía sobre mis vacilantes humores y se regodeaba en aco¬
rralarme con su interrogatorio.
-Debe ser del lavabo esta vez. ¿No tienen ustedes el lavabo en aque¬
lla esquina?
-Pues no sé. No me oriento.
Fiscalizada por los ojos azules y fríos de mi vecina, miraba el techo
como quien contempla un mapa desconocido sobre el que hay que to¬
mar posiciones para decidir una batalla inútil.
«Es una pesadilla», pensaba a veces, «tengo que estar soñando. Se¬
guro que me despierto y las dos nos reímos sentadas en el suelo que se
convierte en hierba, y el retrete en un manzano frondoso, y las manchas
del techo en nubes movedizas de cuyo cambiante dibujo a nadie se le va
a ocurrir pedirme cuentas, nubes deshilachadas rondando sobre nues¬
tras cabezas, sugiriendo sueños de libertad y aventura, segura que de¬
saparecen la casa de arriba y Gerardo y el marido de esta señora con sus
patillas canosas, y esta señora se convierte en Mariana León y nos des¬
pertamos a salvo del futuro, dos amigas del instituto riéndose a carcaja-

589
das sobre una alfombra de hierba primaveral, saboreando la complici¬
dad de haber faltado a clase, mientras se comen un bocadillo y hablan
de lo tontos que son los chicos.»
Pero aquello, claro, nunca ocurrió, ni llegó a aliviarse tampoco pos¬
teriormente la relación tensa que, por culpa de las sucesivas obras de
fontanería, manteníamos con la familia del burro flautista. La reciente
reforma megalómana de nuestro cuarto de baño, proyectada por un ar¬
quitecto amigo de Gerardo, aparte del martirio que supuso para mí,
obligada a interesarme por la marcha de las obras y a decidir sobre el
color de los azulejos y la forma y tamaño de la nueva bañera, intensifi¬
có la hostilidad de la señora Acosta que, al parecer, sufría de los nervios
y no podía soportar aquellos golpes sobre su cabeza que duraron al me¬
nos tres semanas. «Ni que estuvieran ustedes construyendo el monaste¬
rio de El Escorial», le dijo su marido al mío xm día que se lo encontró en
la escalera.
Y aunque, al comentármelo, estaba indignado de la grosería, a mí
me hizo gracia y pensé que en aquello tenían razón los vecinos del quin¬
to, porque yo era la primera en estar harta de tanto trasiego de opera¬
rios y de tanto cascote y desorden, pero no me atreví a reírme delante
de Gerardo porque tolera mal que le dé la razón a alguien con quien él
se mete, y además nunca ha entendido mi aversión a las reformas de
tipo doméstico, que siempre parten de iniciativa suya, ni mi escepticis¬
mo ante el aserto de que todo puede arreglarse a base de dinero, con
que pretende zanjar los problemas con sus hijos y mis inconcretas de¬
sazones.
Salió ya vestido del cuarto de baño y al rodear la cama para abrir mi
cajón de la cómoda, su figura se interpuso entre mis ojos y la luz de la
ventana. Me pareció un extraño y, al cruzarse nuestras miradas, la mía
debía acusar aquella impresión, porque noté que se quedaba intimida¬
do, como siempre que no encuentra el reflejo incondicional que precisa
para refrendar su imagen. Yo le conozco y sé a cada momento lo que re¬
quiere. Había chocado una vez más contra la barrera invisible.
—Creí que estabas dormida —dijo—. ¿Te pasa algo?
-No, nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía.

590
CUADERNO 34

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J

Hay notas para Cuenta pendiente, apunta Carmen Martín Caite


en la contraportada de este cuaderno verde de anillas, que nos entrega
otro fragmento de este inacabado proyecto literario.
En el manuscrito se van sucediendo otros materiales, como el borrador
del artículo «Tenía razón el golfo», publicado en Diario 16 (14/5/1984),
los apuntes para la presentación de El hijo adoptivo de Alvaro Pombo,
unas breves notas para La Reina de las Nieves y un poema,
además de numerosas reflexiones y comentarios de lecturas sobre
el oficio de narrar, la literatura infantil y la literatura femenina
(sólo en parte transcritos), un tema al que la autora ha dedicado
conferencias y ensayos, como Desde la ventana.
A

Ultima instancia. Pleitos

E spaña es un país de pleitos. La profusión de papeles necesarios para


avalar, informar, solicitar, consultar, conceder, dirimir, instar, de¬
nunciar o salir al retracto constituye la condena del ciudadano no ini¬
ciado en temas jurídicos. Rodeado de tan abstrusa nomenclatura desde
muy temprana edad y consciente tanto de su servidumbre a esa marea
creciente de los papeles como de su incapacidad para esquivar con efi¬
cacia y limpieza sus asaltos, envidia al abogado de cuyos servicios más
tarde o más temprano no puede prescindir y su figura adquiere un tinte
de peculiar prestigio. Lo dijeron los jueces. Eso lo dirá el abogado. Ten¬
go el asunto en manos de mi abogado. Pero junto a esta supeditación,
el hombre de la calle vislumbra que todo es marrullería, palabrería.
Sabe que el abogado puede hacer trampa. Hay una crítica tácita a los
abogados, a su situación privilegiada que les permite opinar, decir la úl¬
tima palabra, establecer quién tiene razón y quién no la tiene, quedar
encima, en definitiva. El hombre de la calle sueña con ser abogado de lo
que sea, y a lo que aspira es a tomarse la justicia por su mano, a emitir
un dictamen que no tenga vuelta de hoja.
Y de la misma manera que los niños, cuando juegan, imitan las pala¬
bras y actitudes de sus padres y maestros para vengarse de su tiranía, para
establecer un tribunal que burle y conteste su ley, así también el pueblo
llano, atosigado por todos los flancos por esos legisladores olímpicos a
los que nunca ve rostro y que con voracidad insaciable se alimentan de su
desvalimiento, establece bajo cuerda, para desahogar su sed de influencia,
un tribunal particular cuyas leyes no toleran que nadie le discuta.
El español medio se erige así a diario en abogado acusador o de¬
fensor de cualquier minucia de las que contempla. Ya que no le han
dado nunca vela en ese entierro de los papeles que van a dar en la mar,
que es el morir, ya que le condenan a navegar a ciegas entre las pólizas,
tasas, aranceles, cupones, presupuestos y estadísticas que cimentan las
grandes decisiones nacionales, se consuelan opinando encarnizada y
acaloradamente sobre cualquier espectáculo, mudanza o accidente de

593
los que sus ojos contemplan. Y con eso neutraliza el agobio. «Tenía ra¬
zón el golfo.» Pero hasta estos pleitos pequeñitos se los ha ido acapa¬
rando subrepticiamente un portavoz que sustituye su mirada por un cri¬
terio uniforme: el de la prensa.
Hablar de lo que se discute en El País. Cartas de los lectores. Tomar
partido por los chismes que uno no ha contemplado ni presenciado.

* # *

Tendencia viciosa a pasar revisión a los fenómenos literarios y a encasi¬


llarlos apenas se producen. «¿Qué opina usted de la literatura actual?»
Hay demasiada cercanía. Y hay evidentemente algo de grupo al que
afectan factores especiales de concomitancia. Pero hay, sobre todo, indi¬
vidualidades que solamente el tiempo dirá lo que tenían en común con
otras, desvelará sus préstamos, su servidumbre al entorno, su afinidad
con otras cosas.
Tendencia a estudiar la novela en sus técnicas y no en sus conteni¬
dos (las de romanos, las de suspense).
Los debates que origina la literatura son síntoma de su salud. Hace
más de medio siglo se viene hablando de extinción del género (Ortega)
y ahí estaban mientras tanto Faulkner, Kafka, Thomas Mann, Fitzge-
rald, y habían de venir Pavese y tantos más.

Pérdida de ingenuidad. Desde que la desorientación se erigió en tema


de novela, esta misma desorientación alcanza no sólo al que se pone
a escribirla, sino a quien la lee. Pero esto, aunque tiene un sustrato au¬
téntico, puede degenerar en mero virtuosismo. Sobre todo porque los
problemas, al nombrarlos y sobarlos, degeneran y se transmiten ya
como meras denominaciones.
No es el problema desde dentro sino desde fuera (desde su divulga¬
ción y moda) cómo incide y afecta en el deseo de escribir una novela,
prostituyendo ese deseo, sustituyéndolo. Puede llegar a no haber deseo,
acicate para escribir una novela, sino para tenerla escrita.
Me explicaré. Hay cuestiones -la mayoría- que surgen por el cami¬
no de la elaboración. No cabe decir: «quiero escribir una novela distin¬
ta». Pero sí puede surgir la sorpresa: «¡Coño, me está saliendo una no¬
vela distinta!». Contar lo que nadie contaría así (convicción íntima).

LA PREFIGURACIÓN. En este terreno cabe el orden, el proyecto, la


estructura. El futuro escritor es también un lector en quien resuenan to¬
das las modas, las influencias, los informes posibles como sustrato. Bus¬
ca algo (siempre algo pretencioso y pedante).

594
LA CONFIGURACIÓN. Riesgo de desafinar. El escritor no busca,
encuentra. Invenio. Descubre. Y descubre con asombro improvisando.
Esto, así, no lo ha dicho nadie. (Las influencias, aunque siguen operan¬
do de fondo, se vuelven inconscientes al bordarse en la propia trama.)
Originalidad y tradición en la novela española (movimiento pendu¬
lar). Papanatería. Tendencia a no ver lo que se tiene en casa y admitir
ciegamente lo de fuera. Puede querer volverse a ensayar algo que tene¬
mos en casa.
Plazo de la novela. El tiempo que pasa en el papel y el de nuestra
vida haciéndolo no coinciden.
Cómo ven los críticos el producto y cómo lo consagran o lo orillan.
Los comisarios de la cultura.
Problemas de escribir. Problemas de publicar. Problemas de saberse
o no leído. Buscar la propia voz.
¿Sobrevivirá el personaje y el interés por el personaje en la sociedad
de masas donde el individuo apenas cuenta?

Ateneo de Madrid, 13 de mayo de 1984

Esta mañana me he despertado consciente una vez más (de modo ful¬
minante, doloroso e inexpresable) del desgarrón que supone pasar del
sueño a la vigilia. Las sensaciones, recuerdos, jeroglíficos que piden in¬
terpretación, se trituran en seguida ante la cruel máquina de los proyec¬
tos inmediatos, la rueda del teléfono, fauces que amenazan allí junto a
la cama. (Puerto Real, el gatito que ayer trajo Marta abandonado y que
dejamos en un portal de Jorge Juan, la irreversible oscuridad de Rafael.)
Me pongo a encauzar la Ilustración (para El País) y los cuentos in¬
fantiles. Los cuentos sin moraleja. No aconsejan nada. Personifican con¬
flictos internos pero de modo oscuro, sutil.
Si explicamos un cuento, destruimos su encanto. Se trata de prolon¬
gar esa edad absorta, de preguntas en ebullición formuladas por prime¬
ra vez. Se trata de volver a la primera vez, revivir aquella sensación que
hacía agradable el cuento.
Temor a la madurez. Vuelta a los orígenes irracionales del mito. Los
buenos cuentos deben dar meras indicaciones solapadas que acrecien¬
tan la sed de entender por cuenta propia, que meten en el torbellino de
la vida.
El suelo que uno pisa gira bajo los pies. «¿Dónde vamos?», pregun¬
ta el niño al conejo de Alicia, a Pinocho, al hombre que perdió su som¬
bra, a Peter Pan, a la Reina de las Nieves...

595
Paul Hazard, Los libros, los niños y los hombres

«Las historias estrictamente realistas van contra las experiencias inter¬


nas del niño.» «Los cuentos (de hadas) tienen algunos rasgos pareci¬
dos a los de los sueños. Pero no los sueños de los niños sino los de los
adultos.» «Los adultos juegan para distraerse, para olvidar, para no
pensar en el escaso tiempo que les queda. Nunca por el puro deleite
del juego.»
Libros que brindan a los niños un conocimiento intuitivo, no pe¬
dante, no razonado. Libertad y alegría antes de que los aprisione la rea¬
lidad con sus exigencias. No los libros que enseñan a despreciar el len¬
guaje misterioso de la creación, que tiende a entablar diálogo directo
con el alma aún no contaminada por catecismos, que respetan el valor
de la eminente dignidad del juego. El saber no puede sustituirlo todo.
Profunda moraleja: no la que consiste en creerse uno héroe por dar
limosna a un mendigo, sino el esfuerzo del débil e ignorante por llegar
a ser fuerte y sabio por sus propios medios.
Literatura infantil: viático de camino. No opresión de su esponta¬
neidad con normas rígidas. El niño no se deja oprimir sin resistencia.
No hay fuerza en el mundo que pueda constreñirles a las lecturas indi¬
gestas. Igual que rechazan los vestidos incómodos, de visita. Simulan
ceder, pero no ceden.
La levadura de la buena literatura infantil radica, ni más ni menos,
en su refrendo por parte de los niños. Esto pasa también con la litera¬
tura para adultos, pero en el criterio para aceptarla o rechazarla hay me¬
nos espontaneidad. No a los libros que enseñan lo que se puede apren¬
der en la escuela.
Robinson: novela de la ingeniosidad constructiva y de la energía del
hombre ante el obstáculo. Triunfo de la voluntad sobre el destino. No
les gustan los libros ñoños o dulzones sino aquellos que tienen una
punta de amargura.
«Disponeos no a mandar, sino a obedecer. Los niños serán nuestros
dueños.» «Deben quedarse con sed, no cerréis su horizonte. Después de
la narración que habéis imaginado empezará la que imaginen ellos.»
Y en ésa nadie manda.
También, por otra parte, la «literatura para niños» puede carecer de
interés para ellos si no está dotada del veneno pasado por la criba del
adulto por lo confuso y lo incierto; el adjetivo «infantil» mengua y reba¬
ja como entregar una muñeca. Prefieren seres vivos.
Escritores: flexibilizad vuestro talento, conducidlo hacia el manan¬
tial rejuvenecedor. Deplorad la tendencia a la uniformidad, la desapari¬
ción de las fuerzas individuales. Animación de los objetos, voz de los
animales. Andersen ha seguido siendo niño. Como Antoniorrobles. Real¬
ce de las incertidumbres y de las vaguedades. Estado transitorio del que

596
&u-ou&¿c/r¿>Lj
-&4A. ¿CU •ra¬

ohra~ spézc^cZui^ )

sóla mente podemos salir mediante la voluntad, la fe y el amor. Por


amor cesan los hechizos.
Los niños sienten en tomo suyo confusamente el mal y también den¬
tro de sí mismos: frente a él, para luchar, se Ies ofrece el laberinto de la
fe, de la confianza no razonada, se enaltece el afán trabajoso de no su¬
cumbir.
Candidatos al oficio de hombre. No les toleramos ser ellos mismos.
La llegada importa para los niños menos que el viaje. No han empren¬
dido aún su precipitada carrera hacia un término, ignoran cómo el por¬
venir ataca y disuelve el presente.
La infancia entendida como isla venturosa, no como una crisis,
como un estado desdeñable hacia la madurez. Hay que dejar que se pro¬
longue placenteramente la estación de las flores. Los niños para algunos
son sólo futuros hombres. La literatura que fomenta esta convicción es
mala. La otra es buena. Los hombres son ex niños. No hay más que
principios y nunca fines hasta que se llega a la última página, como dice
Pinocho. (¡Se equivocaba Sila!)
No pidamos a los personajes que sigan un camino recto, sin desvia¬
ciones, se eclipsan, pueden quedarse enredados en un rincón incognos¬
cible, pero no han muerto. Vivir la extravagancia. El miedo a crecer: Pe-
ter Pan.
Los niños nos hacen retornar a las fuerzas originales, nos desvían
del festín de las ideas, emprendido con tanta gula, y en el que -hay que

597
reconocerlo al postre- no hemos hallado verdadero placer. No aprecian
las abstracciones de que nos hemos valido para nuestros solemnes y te¬
diosos juegos.

Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea

Se había visto como peligrosa la curiosidad. «La infelicidad de los hom¬


bres proviene de una sola cosa: no saber permanecer quietos en una ha¬
bitación» (Pascal). Pero el hombre moderno sale a buscar dudas, con¬
trastes. El espejismo de lo lejano, de lo exótico. «De haber sido moderno
tímidamente se pasó a serlo jactanciosamente, provocativamente.» De¬
senvoltura y ligereza de lo francés. La agresividad de la razón deificada.
«El milagro era el enemigo, con su modo brutal de violar las leyes y
su insolente prestigio» (cf. Feijoo). «Nuestra misión en este mundo no es
conocer todas las cosas, sino las que conciernen a la conducta de nues¬
tra vida» (Locke). No cultivar más que un jardín. Administración pruden¬
te de nuestros bienes. No correr hacia alegrías discutibles e imaginarias.
Establecimiento de la felicidad en la tierra. (Pocos países menos dis¬
puestos que España a abandonar el sentimiento trágico de la vida que
ponía trabas a esto.) Sacar el mejor partido posible al presente. (El es¬
pañol no estaba preparado para esto y lo vivió miméticamente, entre
dudas y tensiones, sin dar mucho fruto.) El caballero se esfuma para dar
paso al burgués. Se predica la cortesía y el refinamiento de las costum¬
bres. Un camino apacible hacia una certeza modesta.
«Cuando, tras largo y austero trabajo, el siglo xvm hubo abolido o
creído abolir la figura de Dios con barba blanca que contempla afano¬
samente con su mirada a cada humano y lo protege con su diestra, no
suprimió al mismo tiempo al problema religioso. Pues la aspiración mís¬
tica es una cosa y el emblema que se ofrece a esa aspiración para satis¬
facerse es otra... El hombre tiene sed de hallar por encima de él un re¬
ceptáculo hacia donde empujar los afanes informulados que persisten
en brotar de lo más profundo de su alma» (Pierre Abraham).

Para Cuenta pendiente

¿Cuándo empezará a tener papá mala cara? Pero digo esa mala cara re¬
pentina que será como un aviso de que todo se le ha podrido irremisi¬
blemente dentro, que nada ni nadie será capaz ya de recomponer con la¬
ñas la maquinaría. Me lo había preguntado miles de veces en esos
últimos años, sobre todo a raíz de que señaló mi retrato. Y él me veía la
luz fiscalizadora, me lo notaba y se sobrecogía, «¿qué me miras?».
Cuando le llevé a radiografía por lo de la hernia y salió, «hay espe¬
ranza», quería pensar en otra cosa, porque yo era optimista a ultranza,

598
como él, sabía como él que la voluntad de luz disipa las tinieblas, que
querer es poder, lo sabía, desde mis años aún vinculados milagrosa¬
mente a la juventud, no percibía en los disaster narrowly averted más
que escollos que se superan, como el día que se me paró y se quedó pá¬
lido junto al Suecia, yendo al dentista, «se me va a morir aquí», pero lue¬
go continuó andando, como los muñecos que vuelven a tener cuerda,
«nada, no es nada, se arregla», ya entramos sonriendo a Pepe Calvo en
el despacho de los Madrazo, con aquella escultura modernista, y me
acordé con risa del cosquilleo del torno, una experiencia casi erótica en
la infancia. Pero la muerte no avisa, cae de repente, y eso también lo sa¬
bía yo, lo sabía por la vía del cerebro, no como lo supe luego, por la vía
del corazón, cuando el reloj del comedor estaba a punto de marcar las
dos el 18 de octubre.
Y por eso ahora me gusta acordarme de los detalles, ya por la vía del
cerebro otra vez, de los detalles que precedieron a la «gran traca final», pa¬
labras que él decía con risa, porque le gustaban los chistes siniestros cuan¬
do la muerte aún estaba lejos. Si hay una experiencia que puede abrigar
el dicho de «eso hay que pasarlo para saberlo», ésa es la muerte de los se¬
res queridos. Se sabe, pues qué duda coge, que nos vamos a morir todos
¿pero cómo se sabe? ¿Es saber ese que permite incluso la broma de ima¬
ginar «igual yo me libro, como el ninot perdonado de las fallas»?
Me imaginaba, digo, muchas veces su geografía interior como el país
más impreciso y sin embargo más real de cuantos puedan transferirse a
un mapa. Una vez soñé que estaba hecho de islas, un sueño muy curio¬
so, y que si una de ellas se sumergía se sumergirían todas, pues se trata¬
ba de unos lazos o cables tendidos para darles vida conjunta por deba¬
jo del mar, que era todo lo líquido (líquidos ardientes que corroerían, al
subir un grado más de temperatura, el festón de la isla clave y la hundi¬
rían como una oblea. Pero nada se detectaba desde fuera) que tenga el
cuerpo humano, todo lo que segrega, humores de color indefinible que
sostienen a flote la maquinaria y que también la pueden corroer sin me¬
diar ósculo ni palabra, muerte repentina, «yo firmaría para tenerla», de¬
cía él, «ahora mismo firmaría» (decía mucho eso de «yo firmaría ahora
mismo para...» porque era notario), «ahora firmaría yo para tener la chi¬
ripa que usted tiene, firmaría para tener la muerte de López Palop», el
pobre Pepe, que murió al salir de una farmacia, y mamá decía, «sí, ésa
es una muerte muy buena para el que la tiene, pero ¿y para sus familia¬
res?», pues para ellos también, porque se les ahorran tubos y conflictos,
y discutían un rato y mamá siempre «Bueno, hablemos de otra cosa», y
es que él era más teórico y ella más realista, él ya se enrollaba a hablar
en abstracto, no veía la escena que mamá tenía todas las noches. Y lue¬
go se disipaba la nube. «Tienes buena cara», «¿Tengo sucia la lengua?».
¡Qué afán desde la infancia de auscultarnos a todos la salud! Y de estar
atentos a las ganas o no ganas de comer, «come con mucho apetito».

599
En la cara, desde luego no se le notaba nada, sólo cuando la fruncía
pensando en que se le pudiera torcer la estrella, cuando se salía de su
quijotismo y ponía los pies en el suelo, ¡era tan fácil volver a inflarle el
globo y darle ánimos, sacar un mapa, un libro! Al final ya no, fue cuan¬
do empezó a morirse, cuando interrumpía mi quehacer dando vueltas
en torno de mi escritura, en vez de meterse él en otro hueco paralelo a
ésta (estoy en Alcalá 35, en el cuarto de huéspedes, hoy mío, bajo «La
barca nevada», Dios, convaleciendo de mi operación de oído) cuando
ya tenía envidia de mi quehacer porque no tenía ganas de emprender el
suyo, ni vista, ni oído, ni buena circulación y ya era más difícil entrete¬
nerle.
«Bueno, no sabes cómo está papá esta tarde», me dijo mamá el 17,
«menos mal que has venido.» Pero le logré entretener. Fue nuestra últi¬
ma conversación larga. Muchas veces pensaba «tengo que aprovechar
estar con él para preguntarle cosas», pero me gustaba hacerlo cuando
no estaba teñida la intención de apremio ni de sacrificio, sino de placer
y en ese caso, claro, se bajaba la alerta del «esto es irrepetible, lo que es¬
toy viviendo», el tiempo volvía a ser el del escondite inglés, sin huellas,
y pasaba más rápido, lo que nos hemos entretenido, lo bien que lo he¬
mos pasado. Se decía luego, desde el recuerdo, es siempre igual con el
amor o tempo quando passava, passava de vagariño.
Era como un niño. Vamos por la Cibeles (el pasillo donde la made¬
ra crujía). Se le olvidaba lo de Don Duardos. Fue la última de mis em¬
presas que compartió a medias.

* * *

(Leyendo V. Molina Foix, Los padres viudos.) Pero, a pesar de América, el


tánatos sobrante, rezumante, volvía a aflorar en mis sueños, eran manos
que me oprimían la garganta, como raíces que venían de atrás, del 76,
de cuando a mamá la operaron de hernia de disco.
América era la tierra prometida y conquistada a destiempo, unido su
fulgoi a la maldición de alguna gitana o bruja alevosa que ensombrece
con su contrapeso la luz de las bienandanzas prometidas, la idea de la
muerte no cerebral sino rayo que se evidencia, que baja a tambalearlo
todo, la América real se unía a la muerte real, la América soñada a la
muerte de los chistes de mi padre, a la guerra, a las muertes del tío Joa¬
quín y Julián Heirero que no se vivían como verdad mientras siguieran
apuntalándote las manos protectoras de los padres, por eso, ya en Man¬
hattan salían mezcladas en mis sueños las imágenes ideales de América
urdidas en la posguerra a través del cine, lanzadas por caminos inex¬
plorados a una niña que no sabe de responsabilidades ni peligros, soñé
que era una artista singular, y ahora era de veras esa artista singular pero
ya amenazada de muerte, sentenciada a envejecer.

600
«No habléis de esos detalles», decía mamá cuando el entierro. Se in¬
hibió, todo le parecía bien o igual, o indiferente, ya había decidido mo¬
rirse ella, «que tenga dos huecos», dijo tan sólo, y lo que no pudo aguan¬
tar es que le hablaran de la escultura del ángel.
Otras visitas hablaban también de su experiencia de la muerte, les
repercutía aquella de don José desde fuera, les confortaba que fuera un
mal universal, «cuando el pobre papá», decía Fínuca. «Pero Pepe no ha
sufrido.» Mamá escuchaba ajena, bellísima, «empezó a aflojar los di¬
ques», dijo Andrés luego cuando la vio en el catafalco.

Llanto 1. El 20 de noviembre lloraba, vuelve el 36.


Llanto 2. ¿Y tú sólita al dentista?

Sonrisa última. Salí de Puerta de Hierro, con mis botas, al altito.


Cogí el autobús, entre recados, para relevo de Anita. Hubiera querido
tenerla para mí, peinarla como a una muñeca.

El dolor era intransferible, yo no sentía el mismo dolor de Anita, ella


lo había agotado en la rutina del vivir; por eso también sigue teniéndo¬
los a cada momento en la charla, en sus alusiones, lo mío era más raro,
necesitaba de mayor soledad para irrumpir.

En este trabajo hay dos vías: la de la emoción y la del cerebro (aho¬


ra que ya está todo distante y que no duele, que solamente es oquedad,
la puedo llenar con mi angustia de entonces).

Camino de Albacete. 5 de junio

Notas a A. Pombo, El hijo adoptivo

Libro aperitivo. El tiempo. «Durante todo aquel verano.» (El verano ha


estado ya caracterizado porque insultó a su madre -no se sabe a qué
edad- pero está muy bien incluido este escalón de tiempo después de
decir: «Nos estamos quedando sin un céntimo».)
La ambigüedad. «[Aquel cuento escrito por mí] todavía se conserva»:
aquí el impersonal introduce un elemento importante: la falta de dueño,
de rector, de motor de todo lo que va a contarse, ¿quién lo conserva?
Presente, pasado y futuro: los tres tiempos enhebrados por la misma
sensación de ambigüedad.
«Es casi una anciana. Nos estamos llenando de cucarachas.» Este
expediente de dar datos desde un enfoque puramente visual -tanto si
se refieren a la constatación de un proceso de envejecimiento como a
la otra clase de ruina- lo encuentro alucinante. Desde las primeras pá-

601
ginas se produce la sensación de alucinación que ya no nos abando¬
nará.
Genoveva es el tesdgo que pasa la cuenta de la propia edad y de la
propiedad de la casa.
«Al morir mi madre me quedé sin lector.» Hay la historia de un pro¬
ceso escritural. Viene al presente: «hace mucho frío». Situación desde la
que se escribe. Cuando cambia de primera a tercera persona uno piensa
que incluye los fragmentos de esa especie de novela que está escribiendo.
Siente que los recuerdos (niño de la bicicleta) proceden del presen¬
te. Exploración del tiempo. El peso del presente captado (muy difícil en
literatura) en su falta de significado, en su rutina, de la que a pesar de
todo se sospecha que emana otra cosa.
El miedo a la vida, a cualquier índice de vida que se meta por las ra¬
nuras de su refugio. Matías: mediador entre dos mundos herméticos.
Sospecha de no ser su hijo.
La ambigüedad del recuerdo. Incapaz de: pensar, decidir, entender.
La novela es el trasunto de esta incapacidad. Carrera al tiempo. Figurar¬
se, de modo fulminante, lo que va a pasar después.
La incapacidad del héroe para hacer examen de conciencia. La irres¬
ponsabilidad (falta de sustancia) de los comportamientos. «La mitad lo
hablamos por entretenernos unos a otros.» El argumento me interesa
muchos menos que el estilo. Quedan por aclarar Matías y Charo.
Pero lo más raro es que no resulta aburrido, no marea. Ni ha aplicado
a la confusión la claridad ni ha oscurecido las cosas por oscurecer. ¿Qué
ha hecho entonces? Escribir en trance, transmitir una experiencia interior
casi mística. Se trata de la fuerza de esa experiencia. No se puede trans¬
formar en literatura algo que no se ha vivido, ni dar lo que no hay.

Estas notas son para la presentación del libro de Alvaro Pombo, en


la que intervendré mañana 8 de junio de 1984. Las he venido tomando
en bolígrafo y las remato con una pluma negra y amarilla -de cartu¬
chos- que compré esta mañana en Albacete.
Ahora vengo en un 1500 de servicio oficial, negro, que ha puesto a
mi disposición el alcalde de dicha ciudad, José Jerez. El chófer viene afó¬
nico. Nos acabamos de parar en Corral de Almaguer (a 98 km ya de Ma¬
drid) para comprar queso manchego. Son las dos del 7 de junio de 1984.

Para La Reina de las Nieves

El negro, ahora me acuerdo, me dijo que se iba a otra casa que ya co¬
nocía, lejos, de la que había llegado a ésta y sonreía: ¿qué quiso decir?

Que yo recuerde, la abuela Inés nunca estuvo aquí.

602
Yo no tengo nada mío: lo más urgente es luchar contra la presión de
que algo de esto es mío.

Echar de menos a mi madre (cf. A. Pombo, p. 50). Cf. la dolorosa


evocación de R. Lo difícil que se me hace a veces revivir cómo pasaba el
tiempo a su lado.

Oye una conversación entre sus padres:


-Yo hice todo para pegarle a mí.
-Lo hiciste mal. Era interesarte por él lo que habría necesitado. De¬
cirle que era guapo.
-Lo sabe de sobra. Y además, díselo tú.
-Eso lo tiene que decir una mujer.

Para la vuelta de Leonardo a la Quinta. «De pronto pensé en que


aquel hotel se convirtiera en parador -por un sueño que tuve esa no¬
che- y me acordé de la chica pelirroja.»

* * *

Dejabas bajar el momento extraordinario


así eras entonces
y no le tenías miedo
ni atravesabas entre tú y él
alambradas de pinchos
y advenía el momento
como lengua de fuego
abriéndose camino entre la niebla
descendiendo
a paso dulce y quedo
sobre nuestras cabezas,
convirtiéndolas de cabeza en alma
penetrándolas
copulándolas en un mismo asombro
y ya todo era mirarse
sin hablar mucho
como con miedo
a que se espantara la libélula
del momento extraordinario
espiando frenéticos cada
cual en el fondo de las otras
pupilas chicas y charoladas como
botón de bota,
a ver si allí veía confirmada

603
la verdad de eso que
de tan grande parecía mentira:
el momento extraordinario.

Noche 8 de junio

Y ahí empezábamos a hacer el equilibrio de la duración de la eternidad,


como el diávolo, que no se caiga al principio y se instaura el perpetuo
mecer, un juego parecido era, ya no se rompe, ya dura, y empezábamos
a nadar más cómodos dentro del momento extraordinario. Sonriendo
como niños, como hermanos hormiga que se cogen de la mano, y el aire
se plagaba de fuego y de historias, un juego mejor que el del sexo, me¬
nos violento, más largo, compañeros de viaje del momento extraordi¬
nario.
Y vino varias veces, porque le tratamos bien, porque yo te lo predi¬
qué y te predispuse a abrir puertas y alzar puertas para que pueda en¬
trar el momento extraordinario y le perdiste miedo, uno nunca le ponía
alambradas de pinchos. Así eras entonces.

* # *

Se me ha gastado la memoria en los demás, he regalado memoria, nun¬


ca he tenido nadie que me recuerde las cosas, no, que no se me olvide,
prohibirme olvidar que tengo que recordarle a... Rafael... la Torcí, «yo te
lo recuerdo», guardar alerta de esa época construida por los recados ha
resultado imposible.
Lo que pierdo por lo que uso y lo que pierdo por lo que doy.

29 de junio

Han cambiado la moqueta. Mis recuerdos van marcados por hitos do¬
mésticos.

El Boato, 30 de julio

A veces consigo salirme y mirar las cosas desde fuera (lo de dentro es la
sopa de la cotidianidad) y entonces surgen rincones nítidos, como este
de mi cuarto de arriba de El Boalo con el póster de Albacete y el retra¬
to de Amando y la cajita de madera que cogí del estudio de Jardiel, y los
viejos dibujos de Rafael y el dibujo de Zachrison y el cuadro de don Ful
y aquellas dos jarras-lorito que estuvieron siempre en la Plaza de la Ban¬
dos, y lo veo en su hilo y al mismo tiempo en su belleza escueta, acoge¬
dora. Y la terraza de atrás, la Torcí jugando con los cacharritos y el di-

604
bujo de la montaña de tantos veranos, de tantos afanes abortados. Y veo
el futuro también, aunque ante esa visión retroceda, el futuro de este
cuarto sin mí, y tal vez sólo con este cuaderno con mi desgarrón de aho¬
ra perdido por algún cajón que otros exploren.

El punto de vista femenino en la literatura

Más de la mitad de las novelas del mundo están basadas en problemas


de mujeres. La mujer enigma. Pero ese enigma (cf. Ferrándiz / Verdú) el
hombre lo explora conscientemente, denodadamente, pero a tientas,
como un problema. La mujer da pistas para él desde dentro, lo desvela
sin querer, sin saber cómo, con su misma manera de describir lo que
siente bajo la presión del hombre que la convierte en enigma, que la cla¬
sifica y corta sus alas. La mujer ventanera.
Cuidadosa de presentar la imagen que exigen de ella, presa del mie¬
do a desmandarse, la mujer sólo sueña y respira cuando sueña y sufre a
solas. «Que me dejaran llorar sin que me vieran.» Esconderse a llorar.
Las mujeres buscan en la literatura escrita por hombres «saber cómo
las ven ellos», saber cómo son. Es una literatura que les proporciona
modelos de comportamiento que en general deben rechazar (la buena y
la mala), pero también abastecedora de sueños.
La novela del xix se basa en el adulterio, lo aureola a su pesar. Y hay
una contradicción en el espejuelo del mal que esgrimen esas novelas.
No parece haber más cauce de libertad-perdición que el adulterio, pero
se declara frustrante, porque los sueños de las mujeres no encuentran sa¬
tisfacción en él.
¿Cuáles eran otros sueños reales de libertad? Difícil decirlo, porque,
si bien por una parte están apoyados en las novelas, por otra no ofrecen
solución. La novela rosa trató de venir a paliar esa contradicción y por
eso tuvo tanto éxito. Pero para la vida real no servía, porque esas ca¬
sualidades que convertían en privilegio y excepción el destino de la pro¬
tagonista no se daban en la vida real.
Las mujeres quieren que alguien haga caso de su problema personal
(confidentes, confesores, consultorios grafológicos), pero la respuesta es
siempre de repertorio, entre otras cosas porque la pregunta ya va de por
sí envuelta en ambigüedades. Estas ambigüedades emanan sobre todo
del hecho incontestable de que una mujer angustiada trata en vano de
poner de acuerdo «lo que está mandado» con ese vago aleteo de sus sue¬
ños inconcretos pero acuciantes (citas de mis fichas).
La mujer escribe para liberar su alma, hace un camino solitario y
partiendo de cero (a tientas) hacia el autoanálisis. Y de ahí emana su
aprehensión no deliberada de cuanto ve en pugna con lo que anhela.
(No sé muy bien lo que estoy haciendo. Es romper. Es salir. Y a veces se

605
consiguen acentos de temblor real que reflejan mejor que cualquier ex¬
plicación racional la temperatura de esa alma enigmática, cuyo enigma,
by the way, consiste en el desconocimiento del hombre que la embute
en una norma moralista.) Los balbuceos del prisionero. «¿Qué piensas?
No te entiendo» y la mujer mira salir la luna sentada n’unha pedriña.
A rootn of one ’s own.
Lo permitido y lo prohibido. La novela masculina refuerza y mitifi¬
ca esta dicotomía opresora de la libertad. La mujer valoriza los objetos
de su entorno, se dirige a ellos. (En los cancioneros galaicoportugueses
habla con la naturaleza. Canciones puestas en boca de mujeres. La mu¬
jer -se reconoce allí- es el vehículo, el portavoz de la poesía.) Pero de su
angustia real, ¿quién se ocupa? Solamente se les predica resignación. La
libertad soñada desde la cárcel. ¡Y luego se les reprocha ser «fantasio¬
sas» o «noveleras»!
Las novelas rosa, como los cuentos de hadas, a pesar de su presun¬
to toque «realista», eran una especie de nada existencia! almibarada y
ñoña, donde todo se da como posible, sobreexcita en vano el sabor de
la aventura, pero no analiza nada ni da remedios al indefinible malaise.
Las cualidades morales que las mujeres deben poseer para llegar
como las protagonistas de esos embelecos a un final feliz sólo desem¬
bocan en el aburrimiento. En la adolescencia se exige, como guía, una
dosis mayor de realismo.
La mujer de la novela rosa no refleja ninguna de las íntimas perple¬
jidades de la mujer de carne y hueso, ni sus anhelos indefinibles. Son de
cartón piedra y sobre todo contribuyen a reafirmar la falacia de que lo
reflejado (bien, mal) es la realidad, que tiene un pago solamente conce¬
bido en la boda gloriosa, detrás de la cual cae el telón.
Todas las protagonistas esas han esperado pacientemente (e identi¬
ficadas con ellas sus lectoras) a que llegase el Príncipe Azul. Sin tomar
la iniciativa jamás, sumisas, decentes, resignadas. Se las obliga a soñar
como final feliz con niños rubios y trajes de seda. La boda como mere¬
cimiento. Porvenir: confirmación del éxito material y social. La virtud se
convierte, así, en un arma para conseguir marido.
Hay milagro, pero no cambio y la mujer lectora se hace cada vez
más vicaria, se debate en su inmanencia. «Lo que Dios quiera.» La no¬
vela rosa inyecta el nocivo veneno de los paraísos ficticios.
La mujer se refugia en sus recuerdos. Atesora celosamente lo que al¬
guna vez ha entrevisto como felicidad fugitiva. Y sueña. Cuando ese sue¬
ño rompe la frontera de lo tangible (a causa de su fuerza) se pone a es¬
cribir y crea un universo propio. Se escapa «por dentro».
Proceso enmascarador: no se ponen de relieve las verdaderas dife¬
rencias entre hombres y mujeres -de temperamento, de educación-
espejean una perfección social, algo inalcanzable. Encuentra en las he¬
roínas de ficción un elemento que contribuye a producir y mantener

606
por una parte su ilusión -no anclada en nada real- y por otra su des¬
contento.
•fc * *

Hay que saber ver lo que se tiene para poderlo transformar. No le puedes
dar amor a todos los que te lo piden porque el mundo está lleno de gen¬
te que pide amor y es muy grande. (Abarcar o encerrarse.) Notarás que
eres mayor en que ya no tienes ilusión ni impaciencia, en que todo te pa¬
rece normal.
# * #

Para escribir hay que partir de la soledad. Por eso las mujeres, cuando
se enfrentan con ella sin paliativos, están más dotadas que nadie para
explorar esa condición que -de ingrata como padecida- puede pasar a
ser riqueza como explorada.
Teresa salió a escondidas al amanecer el 2 de noviembre de 1535,
pocos días después de la partida de Rodrigo para las Indias, y fue a lla¬
mar a las puertas del convento de la Encarnación. Ella sola.
El espacio narrativo de la Vida (¿Qué hacer con su vida?) es el de¬
senvolvimiento de su conflicto lacerante entre la oración y el correlato
progresivo del miedo. Logra crear un suspense que no se origina tanto
en la duda de si Teresa estará o no poseída por el demonio como por la
curiosidad encendida en los lectores por saber cómo resolverá Teresa su
problema.
Teresa no tenía modelos directos. Osuna constituyó sin duda una
gran contribución a la elaboración de su lenguaje metafórico (necesa¬
rio para el análisis psicológico), pero ella escribe de lo que sabe y co¬
noce, no se aventura a elucubraciones demasiado abstractas. Parte de
la experiencia. Y abre así una puerta a la narrativa de diálogo interior
donde se superponen en el tiempo diferentes estados de conciencia que
abocan a un proceso, a una transformación, de la situación inicial.
Momentos de un proceso temporal. Acontecimientos de una vicenda
personal.
La oscilante historia de la mujer ante la letra escrita tiene su mejor
biógrafo-crítico-novelista en Teresa de Jesús. Y es una historia con final
feliz. Porque demuestra que se podía cruzar a nado el atolladero. La am¬
bigüedad de los consejos a la mujer (Luis Vives) Teresa la vive como un
conflicto personal del que sale triunfante (ni de noche ni de día...).
Fenómenos visuales que acompañan a la fuerte concentración del
pensamiento. Las imágenes místicas las entrelaza en el cuento de su pro¬
pia peripecia personal. Descubre ella sola, a tientas, sin andadores, la
historia de aquel amor.
Explorarse o mirar (las dos cosas las hacen las mujeres desde su cár¬
cel). A quien busque el absoluto de la contemplación pura (san Juan), la

607
experiencia mística de Teresa puede aparecérsele como limitada, pero en
cambio consigue parecerse a la serie de esperanzas y desilusiones, éxtasis
y penas que es propia de cualquier historia de amor vivida por una mujer.
El lector encontrará descritas experiencias que reconocerá como
propias: la incapacidad de concentración, la melancolía, la náusea (Dia¬
rio de la Mansfield), ese terreno tocado por los males de la psique. Y al
mismo tiempo encontrará una excelente pero balbuceante operación li¬
teraria (el pulso de cuyo autor vibra y tiembla).

Apuntes a M. Nelken, The Spanish Women Writers

En torno a la religiosidad de las Women Writers. Impulsada o contenida


casi sin excepciones por ese núcleo inicial, la capacidad creadora de la
mujer española presenta características muy peculiares.
Estaba a la orden del día el fenómeno de las monjas impostoras
(que querían contar lo que habían visto y como querían que las hicieran
caso lo tenían que exagerar -que es lo que Teresa no hizo, demasiado ín¬
tima su conversación. La desmesura se la guardó para sus afanes vitales,
no para su obra). (Cf. «La aparición de la mentira».)
Lucrecia de León, Luisa de Ascensión, sor Estefanía de la Encar¬
nación.
Excitadas por un ambiente en que lo extraordinario era lo único que
parecía natural, las monjas impostoras crecían como la mala hierba.
Y ellas mismas se engañaban, presas del afán de vivir aquello, de llamar
la atención. Quieren que les pase algo extraordinario, dispuestas a creer¬
lo, a inventarlo (mujeres noveleras). Más adelante será más difícil de no¬
tar la raya entre el arrobo realmente inspirado y la fingida exaltación.
No hay escritor de la época que no se pierda de cuando en cuando
en los laberintos del conceptismo: ellas se fían de sus ojos. Así cuando
Quevedo hace la Cultalatiniparla hace un esperpento, no por lo que sa¬
tiriza, un esperpento de él mismo como intérprete del alma femenina.
Mesura. Desenfreno. Se manifestaban en la ingenua obligación de
exhibir al mundo los excesos emocionales de su terror religioso (Teresa
les amonesta y se templa en su espejo, porque ella también tendía a eso).
Escritoras pasionales, líricas: invención de metáforas, agudas para el
ascenso de su propio balbuceo. Deseo de aislarse de un mundo que he¬
ría por su crudeza. Cuanto mayor es el obstáculo-encierro mayor es la
llama-liberación. Una producción literaria cuya propia razón de existir
es el desenfreno, es siempre campo peligroso. Y se teme que pueda ser
pasto especialmente femenino.
Lo más opuesto al concepto estoico que purga al hombre de sus pa¬
siones será el místico que las atiza. Brota del sentimiento y puede nu¬
trirse sólo de éste. Por eso da el misticismo la primera verdadera contri¬
bución original a la literatura.

608
CUADERNO 35

Es emocionante tener entre las manos este cuaderno, minuciosamente descrito


en el mismo texto que encierra: «Es rayado, tamaño holandesa,
con tapas de cartulina negra de muy buena calidad. Lo de atrás tiene
una especie de sobre para meter papeles, lo cual resulta bastante útil,
porque además el triángulo de ese sobre puede también
enganchar en una ranura que tiene la tapa de delante, y así queda cerrado
el cuaderno como una carpeta». Lleva dentro una cubierta amarilla,
«con una etiqueta donde dice con mayúsculas CUADERNO DE TODO»,
y en la primera página un título: «El otoño de Poughkeepsie». Está sin terminar,
poco menos de la mitad de sus páginas están cubiertas con letra «de limpio».
Es, entre los Cuadernos de todo, el más unitario en cuanto al contenido y el
más cercano a la narrativa de la autora: a partir de un punto de observación
inicial (el 28 de agosto de 1985, desde la universidad
norteamericana de Vassar), se va recomponiendo la memoria de
un tiempo cercano y de otro más remoto; la retrospección se combina
con un imperceptible movimiento hacia adelante, como de «escondite inglés»,
con andadura de diario en libertad (hasta el 21 de septiembre del mismo año),
en el que van desfilando muchos de los temas caros a la autora:
la reflexión sobre el tiempo, la presencia de los objetos, el placer de la escritura
y muchos otros, que el lector sabrá reconocer. Aflora en el relato el dolor
acuciante por una pérdida irremediable, vivida con extraordinaria fuerza y compostura.
.

'
El otoño de Poughkeepsie

A la habitación encristalada, que tiene dos camas con colcha roja, se


accede por otra mucho más grande y totalmente vacía, con el suelo
cubierto de trapos sobre los que reposan botes de pintura y una escale¬
ra apoyada contra la pared. La he recorrido varias veces para ir llevan¬
do ropa a los dos armarios como casitas con estantes que se iluminan
tirando de un cordón a modo de cadena de retrete. El baño también está
a medio pintar y con trapos por el suelo. Se ve que no les ha dado tiem¬
po a rematar las obras en el apartamento antes de mi llegada. El pintor
ya se ha ido hace un buen rato, pero volverá mañana y pasado, según
he entendido. Son las seis de la tarde, veintiocho de agosto y estoy sola,
más sola que lo que he estado nunca en mi vida, rodeada de silencio, de
muebles desconocidos, que se apilan en este cuarto encristalado del fon¬
do donde voy a dormir durante varios meses.
He sacado del equipaje mis libros y cuadernos y los he colocado de
forma provisional, sin creerme mucho que me vayan a servir para algo,
sin creerme mucho nada de lo que me pasa ni de lo que veo. Tal vez por
eso mismo necesite apuntarlo. Veo un bosque, estoy perdida en medio
de un bosque. Tal como suena, no es una metáfora. Me he quedado un
rato tumbada sobre una de las camas de colcha roja, después de desha¬
cer las maletas, y la visión de los árboles tupidos y corpulentos que ro¬
dean esta casa se me imponía como una evidencia falaz e incomprensi¬
ble. He encendido una lámpara, porque empieza a oscurecer. En la
habitación contigua, que es la que está vacía, no hay luz. Lo que más me
fascina es la habitación vacía. Es lo que siento más verdad de todo.
Leo en Simone Weil: «Si nos consideramos en un momento deter¬
minado -el instante presente, desligado del pasado y del futuro- somos
inocentes. En ese instante no podemos ser más que lo que somos. Ais¬
lar así un instante implica el perdón». Siempre que abro al azar este li¬
bro tan gastado, tan subrayado, La pesanteur et la gráce, que desde hace
años viaja conmigo a todas partes, me encuentro exactamente con la
frase que más a cuento viene, que más estaba necesitando. Es un mila-

611
gro al que nunca me acabo de habituar. Por eso precisamente es un mi¬
lagro. Que siempre cría otros, además. Por ejemplo, doblados dentro de
una de las solapas de la funda de tela negra con que preservo este libro
tan deteriorado, encuentro unos papeles que escribí en Madrid hace po¬
cos días. Creí que los había dejado allí, perdidos entre tantos otros.

El verano ya va de retirada, aunque se empeñe en asustarnos con sus


últimos coletazos, y la luz de las siete de la tarde se encarniza en la teja,
el ladrillo y el cemento, en los bloques lejanos de Moratalaz, en la silueta
más cercana del pirulí de televisión, cuya aparición me sobresalta siem¬
pre, en los jardines inútiles de las terrazas que de mala gana sube a re¬
gar un portero o una vecina porque los dueños están de veraneo. Y este
paisaje urbano, estremecido de vez en cuando por el pitido de una ambu¬
lancia que cruza Doctor Esquerdo es como un ancla rara a la que se aga¬
rra mi corazón. Me he instalado en su cuarto, en su mesa. No puedo ha¬
cer otra cosa que estar aquí, donde me pilló la cornada, aguantando a pie
quieto, mientras ordeno el caos poquito a poco, qué verano tan largo, qué
avanzar tan penoso el de las horas arrastrándose por las habitaciones de
esta casa donde nunca volverá a oírse la llavecita en la puerta ni su voz
llamándome por el pasillo.
«Es la casa más bonita del mundo -decía- en ningún sitio se está más
a gusto que en esta casa, todos mis amigos lo dicen»; entraban y salían,
se quedaban a dormir, preguntaban unas señas por teléfono, dejaban
equipajes y recados, yo apuntaba recados en papeles dispersos que a ve¬
ces se perdían, un tal Tito, el del perro, Pepe desde Valencia, Antonio dos
veces, no sé a qué hora vendrá, sí, sí, yo soy su madre, no, Carlos tam¬
poco está, pues no tengo ni idea, en casa de su padre no creo porque aca¬
ba de llamar preguntando, y qué quieres que te diga, también yo tengo
que verla; todos querían verla, lo necesitaban urgentemente, a cada mo¬
mento, le hacían reproches. ¿Cómo has tardado tanto? Se repartía entre
todos, desaparecía, reaparecía, era el centro de todos. Pero el suyo era
éste, su cuartel general y yo protestaba a veces de tantos recados ajenos
que se mezclaban con los míos, de tanta ropa desordenada, de tantos ob¬
jetos y papeles por el medio, de aquella invasión de vida, protestaba, ya
ves tú.
Aparecen planos de ciudades, tarjetas postales, multas del coche, fac¬
turas extrañas, papeles con recados, fotos de carnet, pósters enrollados y
polvorientos, tubos vacíos de medicinas, billetes de metro y de lotería, li¬
brillos de papel de fumar, cajitas que contienen objetos descabalados, ca¬
rretes de hilo con aguja pinchada, collares y pulseras, cartas arrugadas,
frasquitos de esmalte ya seco de uñas, lapiceros, dibujos, collages, barras
de labios, sacapuntas, borradores de traducción, agendas y cuadernos,
papeles y cuadernos, apuntes y cuadernos, muchos sin empezar o con
una hoja escrita, se los traía yo de mis viajes para incitarla al orden,

612
amaba los cuadernos bonitos como nada en el mundo, pero luego escribía
casi siempre en folios volanderos. Nunca ordenaba nada, nunca tiraba
nada, nunca acababa nada.
Se confunden en un abrazo convulso sus papeles con los míos, los bus¬
co, los huyo, me derriban de bruces, ya no sé lo que busco ni lo que quie¬
ro, pero sigue implacable la masa de papeles, llovidos desde el ocho de
abril, cartas de pésame, facturas del hospital, liquidaciones de Lumen y
Destino, recibos del teléfono, una tesina sobre Entre visillos, fichas de la
hemeroteca, notas sobre los cuentos de Aldecoa. En este montón de la de¬
recha creo que dejé las cosas que tengo que llevar a América. Ya no las
veo. ¿Dónde he puesto ahora las gafas?
No sé para qué escribo, si odio los papeles, si lo que más querría es
prenderles fuego a todos, caos proliferando sobre caos, pretensión de es¬
capar de los escombros de la letra muerta por un puente precario de pa¬
labras igualmente abocadas a morir, a clamar en desierto. Es como resistir
en el remolino de una tempestad, condenada a velar por mi superviven¬
cia y por la de cientos de papeles que vuelan sin designio en torno mío a
impulsos del ventilador, se esconden y transforman, se desvanecen traga¬
dos en cajones imaginarios, me impiden las brazadas que tal vez podría
dar para avanzar. ¿ Y crees, pobre de ti, que avanzar es seguir con la plu¬
ma en la mano?
Dentro de una semana me marcho a Nueva York. Y de allí a Vassar, a
dar un curso de cuatro meses sobre el cuento español contemporáneo. Ce¬
rraré esta casa y no quedará nadie en ella. Por primera vez en mi vida no
podré llamar a través del océano al 2745644 porque nadie cogerá el te¬
léfono para decirme, ¡qué alegría oírte, qué voz tan bonita tienes! En Vas¬
sar me han buscado un apartamento, me lo ha dicho por teléfono una se¬
ñora que se llama Patricia Kenworthy, voz eficaz, serena, mesurada, que
no me preocupe, que ellos lo arreglan todo, que irá a buscarme a Nueva
York Andy Bush, usted ya lo conoce, es el que leyó hace dos años en Vas¬
sar la traducción de El cuarto de atrás, recuerdo vagamente que tenía
barbita y que era rubio. No me entra en la cabeza que me vaya a ir de
aquí, cierro los ojos y trato de creérmelo. Veo un bosque y una habitación
en medio de él limpia de papeles y de recuerdos, vacía, completamente
vacía.
* ■}< *

Los maleteros de Kennedy Airport son gente mala. Yo no digo que no


tengan sus razones, pero son más malos que un dolor; ya me había fi¬
jado en mis otros viajes a Nueva York, que ésta es la séptima vez que
vengo, pero tal vez nunca había probado de forma tan intensa la sen¬
sación de despiste y de agotamiento, la necesidad de que alguien te
haga caso y te eche una mano. Ya le parece a uno un milagro pasar el
control de pasaportes, después de hacer aquella cola tan larga y que

613
el tipo de la ventanilla no levante sus ojos impasibles para ponerte al¬
guna pega o decirte algo que no entiendes muy bien pero que siempre
se relaciona con que te falta un papel. Luego viene el safari de bajar es¬
caleras y recorrer pasillos interminables con los dos bultos de mano a
cuestas, entre los empujones de la gente, pillar un carrito libre y espe¬
rar, siempre con la misma desconfianza, a que aparezcan los perfiles
amigos de tus maletas entre todas las que corren serpenteando por la
cinta metálica, más larga que un día sin pan, seguro que se han perdi¬
do, cómo van a aparecer. Pero lo peor viene cuando, después de pasar
la aduana, tienes que descargar todos los bultos, porque fuera de aquel
recinto ya no dejan sacar el carrito. Total de ese recinto al de fuera, don¬
de está la gente esperando a los viajeros, no hay un trecho muy largo,
pero me olvidé de traer el portaequipajes con las ruedecitas y no tengo
cinco manos para cinco bultos. Ahí es, lógicamente, cuando tendrían
que dar facilidades los maleteros, pero nada, que te crees tú eso, pasan
de largo o todo lo más farfullan que vayas a buscar a otro, fuera, que te
quites de allí, que estás entorpeciendo la salida, hablan al vacío, según
pasan, como si protestaran entre dientes de haber tropezado con una
bolsa de basura y tú «sorry», y les sigues un trecho a trote de gallina, y
ellos impasibles y altivos, sin mirarte, de largo, y si acaso te miran se
nota que se alegran de tu gesto alterado y suplicante. Supongo que en
eso consistirá su venganza por las muchas humillaciones que habrán te¬
nido que sufrir en la vida, y también comprendo que si se apiadaran de
todo el mundo que se dirige a ellos preguntándoles algo no darían
abasto; la imperturbabilidad es su única coraza, generalmente gente de
color y ya muchos con canas.
Por fin logré que uno me cargara el equipaje con el de una señora
portuguesa, que llevaba no sé cuánto rato en mi misma situación, y en¬
cima con una niña de la mano, pero antes de llegar a la puerta de dos
hojas al otro lado de la cual se congrega el ingente rebaño de los que es¬
peran a alguien, salió corriendo detrás de mí un empleado muy antipá¬
tico al que había que enseñarle un papel, que por lo visto no me habían
sellado, y yo sin dejar de correr detrás del maletero y de la señora por¬
tuguesa, porque los perdía, y llevo en esas maletas todas mis fichas de
los Usos amorosos de la postguerra y mis libros y alguna foto adorada,
y el otro coniendo detrás de mí, agarrándome por un brazo, y yo ya me
puse histérica y me eché a llorar y nadie se apiadaba de lo mal que lo
estaba pasando porque había perdido de vista al maletero, y encima no
veía a Juan Carlos Eguillor entre aquel follón de personal, y yo gritando
Juan Carlos, Juan Carlos, sin saber a quién me dirigía, y sin volverse na¬
die, buscando a ciegas a alguien que se le pudiera parecer en medio del
tumulto, porque aquello era un mar de caras a la expectativa y de bra¬
zos esgrimiendo pancartas o agitándose. Y no tuve más remedio que
volver a entrar con el empleado para arreglar lo del papel porque me

614
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agarró por un brazo como a un delincuente y me daba vergüenza deba¬
tirme; lo del papel fue cosa fácil, nada, poner un sello, y luego de pron¬
to cuando ya estaba desesperada, mis maletas y mis bultos volvieron a
aparecer misteriosamente en el mismo sitio donde los tenía al principio,
cuando me encontré con la portuguesa, no sé por qué los habían traído
allí. Pero, bueno, las había recuperado y además tenía aquel papel ya se¬
llado en la mano, era como volver a empezar igual que antes, sentir el
mismo calor, la misma sensación de vértigo, los mismos empujones,
pero comprendiendo que no estaba sola, que me hacían compañía mis
maletas, cosa que antes no sabía.
Siempre puede haber algo peor, y lo peor de todo es perder la cabe¬
za, no vivir cada tramo de la vida, hasta los más espantosos, con la men¬
te serena y la mirada alerta, procurando apreciar lo que se tiene, lo poco
o mucho que nos queda. Una viajera con chaqueta a rayas, que aterriza
sana y salva en Kennedy Airport y que tiene la suerte de no haber per¬
dido su equipaje, solamente puede quitarle importancia a sus proble¬
mas, incluido el miedo de no encontrar al amigo que ha prometido ve¬
nir a esperarla, si mira con atención alrededor y se considera formando
parte del movedizo espectáculo que tantas veces ha contemplado fasci¬
nada, pero sin intervenir, desde una butaca del cine, eso es lo único que
calma, considerarse una viajera más entre los miles de viajeros que lle¬
gan esa tarde a Nueva York y se dispersan con el rostro apurado en di¬
recciones contrarias, rozándose sin conocerse, cada uno atento a su
equipaje y concentrado en sus problemas, que no tienen por qué ser más
llevaderos que los de la mujer de la chaqueta a rayas. Y ahora la cáma¬
ra la enfoca a ella. Se ha apoyado en la pared, abre el bolso beige y re¬
cuenta sus papeles, no ha perdido ninguno. Se pone a leer una carta es¬
crita en papel amarillo. «Te iré a buscar al aeropuerto -dice-, nada me
puede producir más alegría que, no sólo recibirte, sino verte llegar. En
el apartamento en que ahora estoy hay sitio de sobra. A pesar de que es
muy pequeño, es muy acogedor y sorprende la cantidad de gente que
puede dormir en él. Si tienes que ir el 28 a Vassar, puedes quedarte unos
días aquí, hasta esa fecha. Eres una de las personas de las que siempre
me acuerdo, la compañera ideal para descubrir una ciudad, y me en¬
cantará pasear contigo por Nueva York.»
Al levantar los ojos de la carta, el empleado antipático, que no re¬
sulto serlo tanto, me estaba haciendo señas desde lejos indicándome
que me mandaba un maletero. Cuando, nada más salir, descubrí a Juan
Carlos que se abría camino entre la gente agitando los brazos, y corría
a mi encuentro, me pareció que el cielo me mandaba a un ángel. Nunca
me ha sabido mejor una Coca cola.

* * *

616
Vivir sola completamente en una casa en medio del bosque, donde sólo
tres veces en tres días ha sonado el teléfono, es algo muy balsámico,
aunque la misma extrañeza que me produce le dé a todo lo que hago
y lo que veo un tinte irreal. Lo más raro de todo es lo de los psiquiatras,
pero ya me he acostumbrado también. Resulta que este edificio, señala¬
do con el número 17 en el plano del campus de Vassar y que se llama
Metcalf Hall, tiene algo de clandestino, de casa de citas diurna, y yo
debo guardar celosamente el secreto de todo lo que vea o lo que oiga de
mi puerta para allá, olvidar los rostros que atisbe al cruzar por el por¬
che o subir las escaleras. Me lo han encarecido mucho.
Aquí en Norteamérica es bien sabido que todos los disturbios del
alma transcurren en sordina, son un tema tabú, excepto para tratarlos
en los libros o confesárselos al psiquiatra, y resultaría muy violento, por
ejemplo, para un alumno mío, que yo le dijera en clase: «Yo creo que a
ti te conozco de vista, ¿no entrabas tú el otro día en Metcalf Hall cuan¬
do yo salía?», sería una metedura de pata horrible, por favor no se te
ocurra. Yo le he jurado a Patricia Kenworthy, la jefa de mi departamen¬
to, que es la que más me ha insistido en el asunto, que no se preocupe,
que no diré nada, que a mí me da igual y que paso completamente de
locos, pues a buena parte vienen. Pero es que además ni me encuentro
con nadie ni se oye nada. Debe ser que hasta el lunes no empieza ofi¬
cialmente el curso y no hay pacientes. Lo cual no impide que me sienta
ligeramente intrusa en el piso primero izquierda de este edificio que, por
ahora, me parece deshabitado. En el apartamento que yo ocupo no de¬
bía vivir nadie hace tiempo, o lo tendrían para algún evento, por eso lo
estaban pintando cuando vine, pero ahora me doy cuenta de que a los
psiquiatras no les debe hacer mucha gracia que me hayan metido aquí.
Son dos, por ahora son dos, los conocí nada más llegar, la misma tarde
que conocí al pintor, y me miraron raro, como algo incómodos, pero yo
entonces estaba tan aturdida del viaje que no entendí nada. Voy atando
cabos despacio, como a cámara lenta.

* * *

En el apartamento de Juan Carlos se estaba muy a gusto, se respiraba


una mezcla muy grata de orden y desorden, de calor humano, de cobi¬
jo y provisionalidad, lo más neoyorkino que pueda imaginarse. Está en
la calle 51, East Side, entre la 2.a y la 3.a Avenida, un barrio que yo co¬
nocía poco.
Aquella tarde, sábado, hoy hace exactamente una semana, después
de dejar el equipaje en su casa, nos fuimos caminando hasta East River
cruzando un puentecillo metálico sobre la autopista. Estaba atardecien¬
do y corría un viento húmedo. Nos acodamos en una barandilla que
hay allí a mirar el río, y Juan Carlos dijo que él viene mucho porque le

617
recuerda la ría de Bilbao. Yo no podía ni hablar, hacía tantos meses que
no respiraba así, sin pensar en nada, sin angustia, dejándome invadir
por el presente. Reconocí, enfrente, Roosevelt Island, y a la izquierda
Malborough Bridge con su transbordador donde sospecho haber mon¬
tado en uno de mis primeros viajes a Manhattan, tal vez con Philip Sil-
ver, pero lo recordaba vagamente y sin prestar crédito a aquella imagen
descabalada, como si lo viera todo desde la otra orilla del río Leteo, un
anuncio gigante de Coca cola en letras rojas y aquel vago olor a mar y
los coches pasando debajo de nosotros. Descansa un rato al fin, cierra
los ojos, anda, suelta el fardo, estás en Nueva York, alguien te ha recogi¬
do. Vive la tregua.
De esta estancia mía en Manhattan recuerdo sobre todo ese paisaje
y un paseo a la mañana siguiente por las calles desiertas, encajonadas y
sombrías de Wall Street. Era domingo y estaban todas las oficinas ce¬
rradas, montones gigantescos de bolsas de basura, ni un alma por las
calles. Se puso a lloviznar y cogimos el ferry que lleva a Long Island,
bordeando la Estatua de la Libertad. Ahora la están arreglando y la tie¬
nen recubierta por unas mallas de alambre con andamios. La libertad en
jaula. Vaya por Dios.
Pero Manhattan era, más que ninguna cosa, volver al apartamento
de Juan Carlos y comprobar que mis maletas seguían en el pasillo, en¬
trar, tumbarse en la cama, sacar una naranjada de la nevera, darse una
ducha, mirar la televisión, cambiando de canal con el mando a distan¬
cia, bajar a comprar una ensalada de espinacas, tomate y remolacha,
sentir que se puede estar sin pensar en nada, dormir. La habitación te¬
nía tres espejos y daba a una especie de callejón con árboles. Era bas¬
tante oscura y calurosa, porque no refrescó nada en aquellos tres días, a
pesar de la lluvia; a veces poníamos el aire acondicionado, pero hacía
mucho ruido.
Juan Carlos se ponía a dibujar, de espaldas, en el pupitre inclinado,
y hablaba conmigo. Ha inventado una historia de una niña de Brooklyn
con impermeable rojo, que los viernes va con su madre a llevarle una
tarta de fresa a su abuelita que vive en Manhattan. Una noche se atreve
a ir ella sola y desde ese momento se convierte en una especie de Cape-
rucita Roja perdida en Nueva York y se encuentra al rey de las tartas que
es el lobo. Me enseñó algunos de los dibujos que tiene, que son precio¬
sos, pero la historia no la sabe escribir. Yo empecé a dictársela de otra
manera, nos pusimos a escribirla juntos y se nos ocurrían muchas cosas
nuevas entre los dos, nos reíamos mucho, ¡qué majo y qué divertido es
Juan Carlos! Me ha dado los papeles para que yo siga escribiendo por
donde quiero, pero es que, desde que he llegado aquí, la historia se ha
transformado en otra. Anoche salí al bosque, que estaba desierto, y lo
pensaba, mirando los edificios que se ven encendidos entre la espesu¬
ra. Ahora soy yo la que tengo que orientarme en este bosque, la niña

618
de Brooklyn pertenece a otro texto, Caperacita Roja soy más bien yo
y ando atenta a la aparición fugaz de los lobos, disfrazados de psi¬
quiatras.
De noche nunca vienen. De noche estoy yo sola. Pero las habitacio¬
nes de abajo y del otro lado de mi puerta las dejan todas abiertas, y si
tengo insomnio puedo salir de mi apartamento y recorrerlas con total li¬
bertad. Es una tentación que me da algo de miedo, pero me excita y no
soy capaz de resistir a ella. La puerta de abajo está cerrada siempre con
llave, sólo yo la puedo abrir desde dentro, pero la escalera queda ilumi¬
nada con un letrero rojo que dice EXIT.
Atravieso el pasillo donde está mi cocina y un cuarto de trastos y sal¬
go con cierto recelo al reino de los psiquiatras, entro y salgo en los des¬
pachos, en las salas de espera, en los baños, en la cocina, en la recepción.
Nada. Todo vacío. Yo creo que lo dejan abierto con el fin de tentarme, a
modo de añagaza, para ver si les robo algo, o detectar mi comporta¬
miento. Miro alrededor, levanto con cautela los cojines, tal vez tienen
puestos en algún rincón oculto micrófonos o aparatos sofisticados de te¬
levisión, para registrar, a través de este deambular mío nocturno por las
estancias vacías, la curva de mis humores, con el fin de poder dictaminar
luego si su vecina, la profesora española, se está volviendo loca o no. Me
gustaría poder contarle esto a Juan Carlos, saldría un cuento bonito.
Me acostumbré mucho a hablar con él y ahora lo echo de menos. Yo creo
que me he puesto a escribir sólo para contar lo de los psiquiatras.

* # ■*<

El bosque ha dejado de ser un bosque misterioso para convertirse en un


campus universitario por el que ya me oriento bastante bien y que re¬
corro en todas direcciones, unas veces a pie y otras en una bici muy ele¬
gante y ligera con faro rojo atrás que me ha prestado Olga, la mujer de
Andy Bush. La bicicleta, por ahora, la guardo en mi despacho de Chi¬
cago Hall, el edificio donde doy las clases. Lo he reconocido al verlo.
Hace dos años vine desde Nueva York a dar una conferencia aquí, con
motivo de la reciente publicación de El cuarto de atrás en versión ingle¬
sa. Me había invitado Randolph Pope, el jefe del departamento de es¬
pañol que había entonces, a quien yo conocía de otro congreso en
Houston, y habíamos quedado por teléfono en que estaría esperándo¬
me en la estación de Poughkeepsie; eran dos horas de viaje.
Yo cogí el tren en Nueva York, me senté junto a una ventanilla, sa¬
qué un cuadernito del bolso y me puse a escribir, ya no recuerdo lo que
escribiría, posiblemente impresiones de aquellos días en Nueva York,
son notas que luego no sirven para nada, pero en el momento parece
muy urgente tomarlas, no sé cuántos cuadernos tendré metidos en ca¬
jones por Doctor Esquerdo con apuntes garabateados a toda prisa en

619
trenes y autobuses o durante mis viajes por Estados Unidos. De lo que
sí me acuerdo es de que iba tan ensimismada escribiendo que no me en¬
teré de que el tren se había parado en una estación desconocida, y de¬
cían algo por un altavoz. Cuando levanté los ojos, estaba sola en el va¬
gón, miré extrañada por la ventanilla «Croton-Harmon» y vi que en
aquel momento estaba arrancando otro tren. Para llegar a Poughkeepsie,
tenía que haberme bajado allí como todo el mundo, y hacer transbordo
en aquel tren; hasta dentro de dos horas no pasaba otro con el mismo
destino. Me lo explicó desganadamente un empleado gordo que recorría
los vagones vacíos, y al que al principio no le entendía nada. Ni él a mí.
Yo le explicaba mi caso, le contaba que me estaba esperando un profe¬
sor en la estación de Poughkeepsie y él se encogía de hombros: «Lo han
dicho por los altavoces», se limitaba a afirmar. Tenía los ojos saltones y
me miraba con cierta sorpresa. Cuando llegó a un superficial entendi¬
miento de mi problema, me sugirió que tomara un taxi y yo le ofrecí una
propina si me acompañaba a buscarlo. No me acuerdo nada de aquel
pueblo, ni siquiera de cómo se llamaba, sólo de que la parada de taxis
no estaba tan cerca y de que el hombre gordo me precedía por caminos
en cuesta sin decir una palabra, mientras yo miraba apurada el reloj.
Por fin me encomendó a un taxista negro, el primero de una fila de
coches oscuros que estaban parados en la calle bordeada de setos. «This
lady is going to Poughkeepsie, she is in a hurry»; el taxista me dijo que
me cobraría cincuenta dólares, tenía cincuenta y dos, los dos se los di al
empleado que se quedó allí inmóvil, mirándolos. Supongo que le pare¬
cería poco, a lo mejor no, aquí es que no sabe uno cómo acertar con las
propinas. Así llegué aquella mañana de noviembre, pronto hará dos
años, conducida por un taxista corpulento malencarado y totalmente si¬
lencioso, a la estación de ferrocarril de Poughkeepsie, un cuarto de hora
después del tren que había perdido. Naturalmente, Randolph Pope ya
no estaba y yo no tenía ni idea de si la universidad de Vassar quedaba
lejos o cerca de aquella estación. El taxista me dijo que no quedaba de¬
masiado cerca y que además Vassar es un espacio enorme donde no re¬
sulta tan fácil orientarse porque hay muchos árboles, caminos y edifi¬
cios; me vino a decir, en fin, y en eso tenía razón, que era un bosque por
el que puede uno perderse, y que si me iba a servir de guía por el bos¬
que, me tendría que cobrar algo más.
El bosque está rodeado de una tapia baja y la entrada principal tie¬
ne un arco custodiado a derecha e izquierda por dos garitas donde mon¬
tan guardia unos porteros sentados. No tenían ni idea de dónde estaba
el departamento de español, necesitaban saber el nombre del edificio,
porque aquí todos los edificios llevan nombre, como las personas, re¬
sulta tan escandaloso y absurdo preguntar, así sin más, por una clase
donde se enseña literatura española como preguntar por un alumno que
estudia ruso sin saber su nombre, piensan que estás loco. Así que, claro,

620
tuvimos que dar muchas vueltas y preguntar muchas veces, casi todas
sin fruto, hasta dar con Chicago Hall, donde ahora tengo mi despacho
y guardo mi bicicleta. Randolph Pope ya no está ahora de chairman, lo
han trasladado a la universidad de St. Louis, pero entre algunos com¬
pañeros del departamento queda memoria aún de aquella llegada mía
preguntando por Randolph y pidiéndole cinco dólares a una secretaria,
seguida a pocos pasos por un negro de gran estatura que nos miraba
con desconfianza. Ya había cundido la noticia de mi desaparición y es¬
taban telefoneando a Nueva York para saber qué me había pasado.
El que mejor se acuerda de esta historia y a quien más le divierte es
Andy Bush, el profesor de la barbita rubia, y vinimos evocándola hace
unos días cuando me trajo en coche desde Nueva York. «¡Qué viaje tan
distinto éste!», pensaba yo reclinada cómodamente en mi asiento junto
al suyo, mientras miraba desfilar a la derecha e izquierda un paisaje apa¬
cible de praderas y árboles, protegida por el cinturón de seguridad, con
todos mis papeles en regla y el equipaje indemne.
Había ido a buscarme al East Side, había subido a casa de Juan Car¬
los, habían cargado el equipaje entre los dos, y yo le vine hablando
de Juan Carlos, de la compañía tan maravillosa que me había hecho, de
cuando trabajábamos juntos hace años en Diario 16, poco después
de morir Franco, y nos íbamos de copas con Jubi, Nacho, Miguel Ángel
y Carlos Semprún, de las transformaciones que se han operado de en¬
tonces acá en la vida de Madrid, de política, de tertulias, los americanos
siempre preguntan por las tertulias, es una palabra que les fascina por¬
que la leen mucho en los libros sobre la generación del 98 y la del 27,
les cuesta entender que ahora Madrid se ha vuelto una ciudad más hí¬
brida y revuelta donde ya no abundan las tertulias sosegadas y que hay
mucho paro y mucho atraco y mucho travestí y mucho local nuevo con
decoración extravagante, y que la gente de letras se disfraza de posmo¬
derna y corre la heroína y los jóvenes pasan de todo y que ya casi nadie
se apunta más que al dólar. Pero como ellos van a cursos de extranjeros
y oyen cantar a los de la tuna el «Clavelitos» por las calles de Santiago
de Compostela y toman tapas de pulpo y pinchos de tortilla, te miran
con incredulidad cuando Ies hablas algo de estas cosas, Spain is diffe-
rent, anyway, Spain is wonderful, no les sacas de ahí. Y además es verdad,
yo no digo que no sea wonderful, qué más da, está ya uno un poco ma¬
reado para opinar tajantemente sobre nada, demasiada saliva se ha gas¬
tado en tertulias desde el 98 para acá discutiendo si hay que europeizar
España o españolizar Europa, tinta y saliva sin tasa, y total para qué.
Andy Bush acaba de dirigir un curso para extranjeros en Miguel Án¬
gel 8 y algo ha percibido, por comentarios leídos o escuchados, de los últi¬
mos traspiés del gobierno socialista. Quería saber mi opinión al respecto
y yo le contestaba con vaguedades, porque ahora de repente lo veo todo
con mucha distancia y creo que una de las cosas que pueden contribuir a

621
apaciguar mi ánimo maltrecho es no comprar El País durante algunos me¬
ses, olvidarme de Boyer y la Preysler, no tener noticia alguna de cómo se
reincorporan los ministros del nuevo gabinete socialista a sus respectivos
despachos, después de la tregua del verano, uno que viene de la Costa
Brava, otro de Ibiza, otro de Marbella, todas las revistas ilustradas de este
verano los traían retratados en fiestas o en barcos de lujo o pescando sar¬
dinas, y a sus hijos, y a sus mujeres, modernos, deportivos, en short, pero
la procesión irá por dentro, a ver cómo se las arreglan ahora al volver al
despacho, pues que no queda tela ni nada, lo tienen crudo. Mucha retóri¬
ca parlamentaria le tendrán que echar al asunto, pero ya no convencen a
nadie, basta verle la cara a Felipe González, no se lo cree ni él.
De todas formas, despotricar del propio gobierno es algo que sólo
podemos hacer los españoles con otros españoles para que resulte un
poco divertido, llevamos siglos haciéndolo, es el deporte nacional por
excelencia. Aquí eso no se estila. A Reagan ni lo nombran siquiera, na¬
die le saca nunca a relucir ni para bien ni para mal. Se lo comenté a
Andy Bush. Le conté que el año pasado, durante mi estancia en Chica¬
go, había asistido, todo a lo largo de Michigan Avenue, a un desfile muy
espectacular y nutrido a favor de Móndale con motivo de las elecciones
de noviembre, y que luego en días posteriores había seguido muy inte¬
resada por televisión todos los debates de aquella campaña, pero que
me había extrañado mucho que a la mañana siguiente de la victoria de
Reagan nadie, ni en clase, ni en la calle, ni en el autobús, ni en los ca¬
fés, comentara absolutamente nada, pero nada de nada, yo no me lo po¬
día creer, es que nadie decía ni pío, como si no hubiera pasado nada.
Madre mía, si una cosa así llega a pasar en España, qué semana la si¬
guiente, y él me dijo, claro, que por eso le gusta tanto España, porque
allí todo el mundo te da conversación.
«Debe ser por eso por lo que no arreglamos el país, por tanto ha¬
blar», le dije yo. Y él se rió mucho. Total, que llegamos a Vassar sin dar¬
nos cuenta, y con tanta tertulia y retahila, no le había preguntado dón¬
de me iba a alojar yo, ni me importaba mucho.

* ■*« *

Los pasos que nos llevan de la extrañeza a la costumbre son tan leves y
furtivos que no solo no dejan huella alguna sino que incluso apagan ¡a
curiosidad por mirar hacia atrás para buscarla. ¡Qué raro me parece de
repente esta tarde, cinco ya de septiembre, levantar la cabeza del pupi¬
tre, recorrer con la vista la habitación donde paso encerrada tantas ho¬
ras, escuchando música, leyendo, preparando mis clases, o simplemente
mu ando cómo trepan las ardillas por los árboles al otro lado de la ven¬
tana, y caer en la cuenta de que esta misma era la habitación vacía! No
hay mas huella que el texto. Me pongo a volver hojas hacia atrás en el

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cuaderno, y de paso las cuento. Veindocho, ¿es posible?, mira que es vi¬
cio el tuyo, mujer, no hay quien te lo descaste, pero bueno, más duro ha¬
bría sido aguantar a palo seco a base de pitillos y de naranjada, no sir¬
ve para nada escribir, ya lo sé, ¿y es que algún vicio sirve para algo
como no sea para matar el tiempo? Con éste, por lo menos, no se mata
del todo, tiene uno la impresión, por el contrario, de que ha rescatado
peligrosamente de las fauces de la muerte misma que el tiempo lleva
abiertas alguna visión fugaz destinada al naufragio general. Aquí está,
por ejemplo, en la primera página, escrito con mi letra: «A la habitación
encristalada, que tiene dos camas con colcha roja, se accede por otra
mucho más grande y totalmente vacía».
Es un cabo del hilo para tirar del tiempo que llevo aquí metida en
esta habitación, una forma de medirlo bien extravagante, si bien se
mira. Pero siempre pasa lo mismo con la literatura, caso de que esto sea
literatura.
¡Pues anda que no le han dado vueltas los estructuralistas a eso del
tiempo del relato y el tiempo de la escritura y el tiempo de la lectura!
Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Total, para sacar en
consecuencia que nada, que no coinciden, verdad de Perogrullo como
pocas. Yo ahora mismo, por pura curiosidad, he estado releyendo lo que
llevo escrito después de que puse esa frase primera de la habitación va¬
cía, veintiocho páginas, ya digo, aunque no las tengo numeradas, y ha¬
bré tardado en leerlas un cuarto de hora a lo sumo, tiempo que no coin¬
cide, claro, con los días transcurridos, que son nueve, ni por supuesto
con las horas gastadas en escribir lo escrito, que no sé cuántas habrán
sido pero desde luego bastantes; y ojalá hubieran sido más, bendito gas¬
to, porque esa peculiar transformación del tiempo de inerte en tiempo
de escritura me ha ayudado a lidiar la soledad y a convertir esta habi¬
tación vacía en un refugio al que siempre estoy deseando volver, en
mi casa.
Ahora al cuarto encristalado de las dos camas con colcha roja le lla¬
mo el cuarto de atrás, porque efectivamente está en la parte de atrás del
edificio, como he podido comprobar rodeándolo fuera desde el bosque.
A la habitación vacía la sigo llamando así, por fidelidad a sus orígenes,
pero ya está amueblada, tiene veinticuatro pasos de largo por veintiséis
de ancho. Al principio olía un poco a pintura, pero sólo fueron dos días.
El mobiliario está compuesto por un sofá, una butaca de cuero negro
tipo mecedora con brazos de madera, cuatro sillas de diferente etiolo¬
gía, una lámpara de pie, una librería pequeña y tres mesas, una chiqui¬
ta, otra mediana y el escritorio, que tiene siete cajones y lo he puesto
arrimado a la ventana, de manera que me entre la luz por la derecha.
También hay un espejo. Sobre la mesa mediana reposa una televisión
pequeña en blanco y negro que me trajo Patricia Kenworthy a los tres
días de estar yo aquí, pero no la abro casi nunca.

623
Son las seis menos veinte, hoy no he tenido clase ni he salido más
que a desayunar. Por un sendero del bosque veo venir a uno de los psi¬
quiatras, al delgadito y calvo con perilla que se parece algo a Víctor Sán¬
chez de Zavala. El otro es más alto, quizá un poco más joven y lleva bi¬
gote negro poblado. Deben estar a punto de cerrar la consulta.
Pero no son lobos ni nada, son unos buenos chicos, cuando me los
encuentro, les sonrío. Yo creo que ellos ya han debido convencerse tam¬
bién de que yo soy inofensiva. El otro día los vi en el party de los pro¬
fesores, de acá para allá, como los demás, con su copa en la mano. Todo
va entrando en la normalidad.
Me duelen un poco los ojos. Voy a darme un paseo y a merendar algo.

# * *

El tiempo que nunca se registra ni podrá registrarse en ningún escrito es


el que se pasa uno mirándose una uña de un pie, dando vueltas sin de¬
signio alguno, cambiando de asiento, decidiendo vagamente cosas que
no se hacen porque no tienen fuerza para tirar de la voluntad, buscan¬
do un papel que no aparece o la tapadera de un bolígrafo que se acaba
de caer rodando al suelo y no aparece o el mechero que lo tenía ahora
mismo en la mano y no aparece.
Mi padre le llamaba a esto «la perversidad de las cosas inanimadas».
Parece, efectivamente, como si esos objetos se escondieran a propósito
para lanzarnos un reto desde su condición inanimada; nos desafían, nos
quieren arrastrar a su campo mediante el engaño; el objeto contra la
persona. Y como entremos en el juego nos agotan de todas todas, nos
vencen, porque ni siquiera su reaparición, cuando se produce, es tanto
de victoria, ni alumbra en nosotros un entusiasmo nuevo que pudiera
redimirnos del tiempo perdido en la búsqueda. Ah, bueno, ya ha apare¬
cido lo que buscaba, ¿y ahora qué? ¿Estoy más animada que antes?
¿Soy más persona? Pues no, generalmente no, más bien guiñapo.
Así se pierde el tiempo, que es lo que más se pierde, revuelto con las
llaves y los papeles y los bolígrafos momentáneamente perdidos, arras¬
trado por ellos y dejándonos a nosotros, de paso, para el arrastre.
De todas maneras, yo creo que esta casa está algo embrujada, y no
lo digo de broma. Si algún día me tentara el género y me diera por es¬
cribir una historia de fantasmas, la tendría que situar aquí. La puerta de
uno de los armarios, por ejemplo, solamente se abre cuando le da la
gana, otras veces no hay manera de abrirla por más que tires Al princi¬
pio me desesperaba, pero ahora he optado por ir pasando poco a poco
al otro armario las cosas fundamentales, aprovechando los ratos en que
a éste le da por abrirse, hasta que acabe por dejarlo vacío, que se ve
que es lo que está pidiendo, allá él con las razones que tenga para pedir
eso, no me quiero meter.

624
El teléfono también hace unos ruidos muy raros; tengo que pedir lí¬
nea para llamar a cualquier sitio que no sea Vassar mismo y me contes¬
ta una voz de mujer, no siempre la misma, que tampoco me dice siem¬
pre lo mismo, generalmente me pide el nombre o el número de algo y
luego que espere. En esta espera es cuando el teléfono mismo decide si
concederme o no sus favores, unas veces me da línea y otras empiezan
los ruidos raros, como de estallido de cohetes. Cuelgo y vuelvo a llamar
a la señorita para contárselo, pero no se lo sé contar o no me entiende,
y según el humor que tenga, insisto o desisto. Suelo desistir, porque la
conversación con esa voz de mujer complica la historia, o mejor dicho
la empantana.
De todas maneras, he logrado algunos triunfos, mucho más gozosos
por la misma arbitrariedad de su consecución, como por ejemplo hablar
con Córdoba y con El Boalo. La verdad es qüe si me pusiera a conside¬
rar la cantidad de agua que me separa de esos lugares, sería como para
caer postrada de rodillas; el ser humano de nuestros días ha perdido
completamente su capacidad de sorpresa; hemos profanado todo lo sa¬
grado, y así nos va el pelo.
Otra cosa a la que ya no hago ni caso es el reloj automático que
hay encima del radiocasete. Son unos números rojos encendidos don¬
de se van marcando la hora y los minutos. Pues nada, marcha tan nor-
mal, y de pronto sin venir a cuento ni a pelo se ve que se dispara y
cuando lo miro ha corrido cinco horas; al principio me producía una
cierta curiosidad y trataba de controlarlo mediante unos botones que
hay en la parte de arriba, ahora ya me da igual y lo dejo. Es más, me
parece totalmente adecuado; es como un símbolo de la propia absur¬
didad del tiempo, de su arritmia.

* * *

Poughkeepsie era un pueblo próspero y rico en el siglo xix, todo lo con¬


trario que ahora. Por la calle que lleva a la estación del ferrocarril, que
parece la más importante, no se ve ni un alma. Tiendas tampoco. Yo iba
en coche con Karen Stolen, una profesora joven de mi departamento
de español, y miraba extrañada por la ventanilla. Habíamos estado de
compras en un supermercado grande, de esos que hay aquí en Nortea¬
mérica, que son todos iguales, hacía un calor húmedo espantoso, eran
las cinco, y al salir de aquel follón de paquetes y carritos, le dije: «Oye,
¿por qué no vamos a Poughkeepsie? Porque es que no acabo de ver
nunca Poughkeepsie, ¿cae muy lejos?», y ella me dijo, «no, vamos, está
muy cerca, lo que pasa es que tiene poco interés». Conducía el coche
despacio, para que yo mirara bien las casas, con escaleras y porche, los
almacenes viejos, todo como desteñido, de postal antigua. Reconocí, en
el hondón de la calle, la estación de ferrocarril donde llegué con el ta-

625
xista negro hace dos años. Bajando un poco más, hay una plazoleta, al
borde mismo del río Hudson. Cuando estaba en Madrid, me enteré por
la Enciclopedia Británica (una tarde de aquellas en que no sabía qué ha¬
cer y se me caía el mundo encima) de que Poughkeepsie es nombre de
origen indio y quiere decir la casa de techo de paja junto al río que corre.
Karen paró el coche allí y yo le propuse sacar de los paquetes algo de
lo que habíamos comprado y hacer una merienda improvisada en una
alameda que se veía a la derecha. Le pareció una idea muy buena. La ala¬
meda tenía varias mesas de madera con bancos y barbacoas. En una de
ellas había dos negras con sus niños preparando un asado que echaba
mucho humo. Nosotras nos sentamos a la orilla misma del río, que es
una pura hermosura, y parece que allí se respiraba un poquito mejor, des¬
pués de la sudorina de todo el día. Sacamos vino y queso y, de pronto,
Karen estaba muy a gusto, le pareció una aventura haber venido allí, no
teníamos prisa. Es una chica rubia y muy mona, de carácter alegre; su ma¬
rido, también joven y guapo, se llama David y es abogado. Están enamo¬
rados de esa forma arcangélica que ya no se ve más que en algunas pe¬
lículas, aquí lo he visto a veces en parejas jóvenes, en España se estila
menos. Lo pensaba, mirando como entre sueños el río y una especie de
monasterio que había a la otra orilla, se trata, en el fondo, de una actitud
frente a la vida, de no buscarle tres pies al gato, una conformidad con lo
que se tiene que ahuyenta la tentación y descarta la tragedia, «Comeréis
las frutas del árbol del bien y del mal y seréis como dioses», ¿para qué?,
ellos no quieren ser como dioses. De pronto me levanté, sin dar crédito a
la maravilla que estaba viendo. Un barco de dos pisos con ruedas trase¬
ras avanzaba lentamente por el Hudson, rumbo a Nueva York. No se veía
más que al hombre que lo guiaba. Iba vacío. Karen me dijo que debía ve¬
nir de West Point.
No sabíamos si se iba a parar en Poughkeepsie o no, yo me subí al
banco de madera para verlo mejor y lo mirábamos venir expectantes, ella
tampoco sabía nada. Le vimos hacer un esguince, como un pequeño ama¬
go de acercarse a nuestra orilla, pero luego, por fin, pasó de largo y des¬
apareció tan fantasmalmente como había aparecido. «¿Pero parece un bar¬
co de excursión, no?, pregunté yo. Supongo que se podrá coger, ¿no te
gustaría que lo cogiéramos un día?» Ha quedado en enterarse, por lo vis¬
to habrá que ir hasta West Point, pero yo no le encuentro inconveniente.
Al volver a cruzar Poughkeepsie por una calle distinta de la de antes
me llamó la atención un edificio enorme de ladrillo de dos pisos con
aire de mansión abandonada, museo, institución benéfica o similar. Te¬
nía una placa en la puerta. «Ahí vivió Matthew Vassar», dijo Karen. Y me
contó la historia. Una historia que ahora, al cabo de los días, relaciono
con la aparición del barco, porque su imagen seguía presente en mi re¬
tina cuando la escuché. Una historia que vino en barco, que me la trajo
el barco fantasma.

626
Don Matthew era un cervecero muy rico en el Poughkeepsie del si¬
glo xix y vivía con un hermano suyo en la gran casa de ladrillo, la me¬
jor de todo el pueblo. Solterones los dos y con dinero a espuertas, un
buen día don Matthew decidió que su nombre pasara a los anales de la
historia y fundó Vassar College, una institución educativa para señori¬
tas. Todo en plan megalómano, de acuerdo con sus sueños de self-made-
man. Por ejemplo, para construir la residencia principal, la primera que
se encuentra uno al fondo nada mas entrar por el arco que da acceso a
este parque, mandó llamar al mismo arquitecto que había hecho la ca¬
tedral de St. Patrick en Nueva York. Es como un pastiche de Versalles.
Luego vinieron la Biblioteca y poco a poco los demás edificios, muchos,
supongo, él ya no los vería.
Desde los primeros tiempos, el college tenía también -por la parte
nordeste— una gran huerta con edificaciones anejas, donde las primeras
promociones de educandas, siempre vigiladas por sus mentores, esta¬
ban en contacto con la naturaleza y jugaban a hortelanas. Fui con Ka-
ren a ver lo que queda de aquel sueño roussoniano de don Matthew.
Está todo descuidado y hecho una pena. Ahora a algunos profesores
les regalan terreno para que cultiven berzas y tomates, a ver si entre to¬
dos revocan artificialmente las fachadas de aquellas incipientes fantasías
feministas. La propia Karen tiene una parcelita y me llevó a verla. Se¬
guía haciendo calor y había en la pradera un grupo de estudiantes que
parecían estar descansando de alguna competición deportiva, sus voces
resonaban en el aire estancado de la tarde. Al fondo, recortándose con¬
tra el cielo rosa, los edificios, ahora cerrados, ruinosos y con los crista¬
les rotos, que don Matthew mandó erigir para adornar aquella arcadia,
eran un contrapunto surrealista. Karen me regaló dos tomates de su
huerta. Por la noche me los comí con aceite y sal.
Tengo que buscar en algún libro la efigie de don Matthew. Me lo fi¬
guro con grandes bigotes y mirada triste, acodado en un barco de rue¬
das que se lo lleva Hudson abajo.

* ■*«

Gracias a que no me he propuesto escribir un diario, puedo volver a este


cuaderno de forma gratuita y placentera, sin el agobio de no haber ano¬
tado a su tiempo tal cosa o la otra. Ya hace años que me barrunté la fa¬
lacia de los diarios concebidos como un reflejo más o menos fiel del en¬
cadenamiento temporal con que se sucedieron los hechos que registran.
Ni siquiera mi padre, persona meticulosa y tenaz como pocas, creo que
dejó de percibir alguna vez lo problemático del empeño. Recuerdo los
diarios de papá, aquellas libretitas de piel marca Luxindex, compra obli¬
gada en cuanto pasaban las Navidades, «me tengo que comprar el Lu¬
xindex para el año que viene», los de los años cuarenta me los dio Ani-

627
ta, los tengo en Doctor Esquerdo y los he estado mirando con motivo
de mi trabajo de ahora, para recordar cosas de la postguerra, también
los consulté cuando estaba escribiendo El cuarto de atrás, en el año 77,
pero entonces se los pedí a él que vivía aún y se los devolví, si mal no
recuerdo. Puede que lo esté inventando, pero me parece ver su gesto
cuando los recoge nuevamente de mis manos. Da la luz del pasillo, «ven,
hija, vamos a guardarlos», yo le sigo y vuelve a meterlos ordenadamen¬
te en uno de los cajones de aquel mueble que todavía está en Alcalá 35.
No los volvió a mirar nunca más, ahora los he heredado, Dios mío,
cuántos papeles he heredado. Pero a lo que iba, para mi padre, escribir
algo todos los días en el Luxindex se había convertido en una obliga¬
ción y a medida que fueron pasando los años yo creo que se dio cuenta
de que suponía una tarea no sólo algo enojosa sino también inútil.
Se desesperaba mucho cuando se quedaba atrasado en la tarea, sa¬
caba papelitos que también a él a veces se le perdían, le preguntaba a mi
madre si hacía tres días o cuatro que habían ido a tal sitio o habían vis¬
to tal película, ella no se acordaba nunca y decía que daba igual, que
por qué se lo preguntaba, «es que tengo que poner al día el diario», pa¬
recía un niño aplicado que necesitaba pasar a limpio sus apuntes para
presentárselos a un temible profesor, cuya existencia debió írsele ha¬
ciendo con el tiempo cada vez más borrosa y cuestionable. Su nieta le
salió por la otra punta, si han encontrado o no ese profesor que les pida
las cuentas del tiempo aprovechado o dejado escurrir es lo que nadie
sabe. Pero reposan en el mismo sitio.
Y ahora los siento juntos, pero también conmigo, presentes en las le¬
tras de este texto que evoca su memoria, no sólo porque sus caligrafías
se parecieran algo entre sí y a la mía, sino por algo mucho más concre¬
to. Estoy escribiendo con la pluma de él en un cuaderno de ella. La plu¬
ma es una Parker negra de antes de la guerra, mi padre la usó muchísi¬
mo, pero marcha como el primer día, nunca le conocí otra.
El cuaderno de ella, en cambio, estaba sin estrenar. Recuerdo que le
entusiasmó cuando se lo traje el año pasado de Chicago y que me dijo:
«¿Cómo no me has traído alguno más como éste?». Es rayado, tamaño
holandesa, con tapas de cartulina negra de muy buena calidad. Lo de
atrás tiene una especie de sobre para meter papeles, lo cual resulta bas¬
tante útil, porque además el triángulo de ese sobre puede también en¬
ganchar en una ranura que tiene la tapa de delante, y así queda cerrado
el cuaderno como una carpeta.
A ella desde luego le fascinó, lo miró como si fuera un juguete. Pero
no llegó a jugar con él. Se había limitado a pegarle dentro una etiqueta
donde dice con mayúsculas CUADERNO DE TODO, ni una hoja escri¬
bió, nada de nada, se debió poner enferma poco después. Hace un mes
lo encontré entre sus papeles y decidí meterlo en mi equipaje.
¿Hace un mes? ¿Por qué dices: hace un mes? ¿No ves que si pre-

628
tendes legitimar tu aserto, aunque sólo sea a ojo de buen cubero, ten¬
drás que sacar cuentas, mirar el calendario a ver a qué día estamos, caer
una vez más en el atolladero de las fechas? Sólo puedes amar este cua¬
derno, volver con gusto a él y lograr que te envicie si reviven en ti los
ojos de codicia y alegría con que ella lo miró, mirada eterna que no en¬
turbia el tiempo, móvil oculto de todo cuanto queda dicho en sus páginas.
Ya lo llevo casi mediado y la verdad es que me da un poco de pena.
Me he vuelto codiciosa de este cuaderno negro y creo que en el fondo
muchas veces si no sigo escribiendo es por el miedo de terminarlo. Lo
amo por su presencia y su figura, necesito venir a verlo y a tocarlo, aun¬
que no escriba en él.
Anoche soñé que se convertía en el jardín de Vassar, un sueño muy
raro. Debió ser influencia de los Beatles, que ahora los oigo mucho y
además atendiendo a la letra; todo lo que soñé tenía un ambiente su¬
rrealista como el que se evoca en el submarino amarillo, A day in the
Ufe o Lucy in the sky with dicimonds, y es que había cerrado los ojos
con los auriculares puestos y la misma alucinación de esas canciones es
la que me relajó y me llevó a dormirme sin pastilla. Se entraba al cua¬
derno por la solapa trasera, agachándose uno, pero luego ya se salía a
la luz, como en esos trayectos de metro que unas veces va el vagón por
un túnel y otras por fuera; total, que entrar en el cuaderno de todo era
propiamente salir, y a donde se salía era al parque de Vassar, cada línea
un caminito que ya conocía o que iba explorando y todos los persona¬
jes en que iba pensando o que veía de verdad andaban al mismo tiem¬
po por allí juntos e ingrávidos, a ratos se escondían y otros trepaban a
los árboles, los muertos con los vivos, lo pasado con lo presente, la rea¬
lidad con la ficción, todo confundido, todo permitido, todo un puro
juego orquestado por las voces de los Beatles. O sea que el jardín de
Vassar es el texto mismo y también el escenario de sus transformacio¬
nes, me desperté pensando que no me tengo que asustar de nada, que
no tengo que andar con respetos ni miramientos si quiero disfrutar de
los milagros que a mi alrededor están pasando y también dentro de mí;
me parecía haber entendido una cosa muy importante, que meterse a
escribir equivale exactamente a salir a dar un paseo, así cuando esté
tumbada en la hierba mirando las nubes y notando que respiro con re¬
gularidad y acordándome de los que ya no respiran, sintiéndolos con¬
migo dentro de mi corazón, estoy escribiendo también, más que nun¬
ca, y las nubes recogen lo que escribo.

# * *

Me parece que hace siglos que vino Elizabeth. A veces cuando voy a la
Biblioteca a estudiar y paso por el banco del parque donde estuve sen¬
tada esperándola, me doy cuenta de que este jardín encantado empezó

629
a tener puntos cardinales desde aquel día. Me había llamado desde
Nueva York y me había dicho «iré a verte el fin de semana» y que ven¬
dría en un tren que llegaba el sábado a las tres, que la esperara delante
de la Biblioteca. Me senté en aquel banco y miraba fijamente el arco de
la entrada, esperando. Hacía mucho calor. La vi bajar del taxi y avanzar
hacia mí, tan rubia, tan joven, tan guapa, envuelta en luz. Era como un
milagro verla andar.
Ahora ya no sé por dónde empezamos a hablar, pero no podíamos
parar de hablar ninguna de las dos, horas, horas y horas, metidas en
este cuarto. Dieciocho años de Doctor Esquerdo trasplantados a este
cuarto. No se puede explicar. Eso no se puede poner en ningún cuader¬
no, por muy «de todo» que sea.

•*< *

«Cuando no hay alegría, el alma se retira a un rincón de nuestro cuerpo


y hace de él su cubil. De cuando en cuando da un aullido lastimero o
enseña los dientes a las cosas que pasan. Y todas las cosas nos parece
que hacen camino rendidas bajo el fardo de su destino y que ninguna
tiene vigor bastante para danzar con él sobre los hombros. La vida nos
ofrece un panorama de universal esclavitud... Nadie manifiesta mayor
vitalidad que la estrictamente necesaria para alimentar su dolor y soste¬
ner en pie su desesperación. Y además, cuando no hay alegría, creemos
hacer un atroz descubrimiento... Éste es el descubrimiento que hacemos
por medio de un microscopio: la soledad de cada cosa. Y como la gra¬
cia y la alegría y el lujo de las cosas consisten en los reflejos innumera¬
bles que las unas lanzan sobre las otras y de ellas reciben..., la sospecha
de su soledad radical parece rebajar el pulso del mundo.»
Esto lo leo en El Espectador de Ortega y Gasset la tarde del 21 de
septiembre de 1985; de vez en cuando, si viene a cuento, tampoco es
ningún desdoro poner una fecha. Y es que esta mañana, muy temprano,
me desperté y estaba surgiendo enfrente de mí, a través de los cristales,
la bola roja del sol. Yo salía de unos sueños muy confusos, en los que
aparecía Enrique Lozano, y se me vino inmediatamente a la cabeza un
dibujo laberíntico que hizo él una vez cuando vivía con nosotros en
Doctor Esquerdo y que se titulaba «Así es como nace el sol». Me lo re¬
galó y lo pegué en uno de mis cuadernos de entonces, ella tendría cin¬
co años, debía ser por el 61. Y esta mañana estaba tan perdida, tan ne¬
cesitada de una referencia, que acudí al calendario, uno que me compré
al llegar aquí, y es cuando me di cuenta de que con ese sol rojo que ha¬
bía visto se estaba inaugurando el otoño del año 1985, o sea el otoño
de I oughkeepsie, y que lo que había querido decir Lozano es que el sol
nace de la confusión.

630
CUADERNO 36

El último Cuaderno de todo de cierta extensión -un cuaderno de anillas,


que había pertenecido a la hija de la autora- que se ha incluido en la presente edición,
recoge principalmente los comentarios sobre la lectura de un libro
de Emilio Lledó, La memoria del logos: estudios sobre el diálogo platónico
(citado en el texto con la sigla L.m.d.l.). Estas reflexiones ofrecen un
espléndido ejemplo de diálogo con los libros, basado en el ejercicio placentero
de la copia de fragmentos, entretejidos con la voz del lector, como si de
un collage se tratara. El diálogo se desarrolla en el año 1 992,
en la biblioteca del Círculo de Bellas Artes, que sustituye para
Carmen Martín Gaite la del antiguo Ateneo, demasiado cargada de recuerdos.
En la parte de atrás del cuaderno, se encuentra un fragmento sobre
la vida del padre (para el artículo «Don José Martín López»,
publicado en la Gaceta de los notarios y recogido en Agua pasada)
y breves notas personales.
El teatro de la filosofía

E milio Lledó como escritor (visualizar lo abstracto) es un reflejo con¬


secuente de su afán por explicarse bien. El profesor ilustrado, hu¬
mano, que no quiere lucirse sino llegar a la diana con el dardo de su en¬
tendimiento afilado a solas (ensimismado) en busca de interlocución.
Dia-logos a través del logos, la palabra bien dicha.
Lledó inspirado por Platón noveliza, escribe desde distintas postu¬
ras y voces como si se desdoblara teatralmente. No son personajes acar¬
tonados los de Platón y E. Ll. ha entendido que tiene que inventar un
modo para vivificarlos ausente de la crítica acartonada. También el lec¬
tor de Lledó trasciende el acto de leer.
Acercarnos a lo que hablaron con reverencia, a ver qué se filtra de
aquella familiaridad. Tenemos que hacer méritos para que nos admitan
a ese convite. «Toda palabra resuena, no en el inmenso espacio perdido
de una historia expectante, sino en la cerrada familiar de un espacio teó¬
rico compartido y asimilado por todos sus moradores.»
Justificación de la permanencia en el fluir. Al lado de la mutabilidad
hay que establecer un horizonte de reposo. La idea de quietud, de esta¬
bilidad frente (o ante) la incesante fluctuación de las cosas es el entra¬
mado de la existencia.
Al poner sobre el tiempo histórico, sobre el mar de los acontecimien¬
tos, la pulida superficie de la lengua, los gestos de esa historia quedan pa¬
ralizados, eternos, indicando cada uno la auténtica dirección a la que apun¬
taban.

20 de diciembre de 1992

Me acabo de dar cuenta de que el hecho de encontrarse demasiado a


gusto en casa te aburguesa. Hace mucho tiempo que no venía a estudiar
o escribir a bibliotecas, y hoy E. W. me ha descubierto y regalado una
biblioteca nueva, y tan antigua, por otra parte: el Círculo de Bellas Ar¬
tes. La gente de que una se ve rodeada son mis amigos de antes, en mis

633
tiempos presididos por la necesidad de la escapatoria de lo doméstico.
Forman aquí su casa, como yo antes, cuando me escapaba a escribir al
Ateneo. Pero el Ateneo tiene ahora demasiadas «resonancias» de un
tiempo que ya no vuelve. Hoy, aquí, inauguro otra etapa.

«Conocer es recordar, reconstruir el mundo lejano de lo inmutable.


Pero este mundo lejano es reflejo de la realidad, de la contradicción y
del cambio. Sólo porque vivimos en el mundo tiene sentido aspirar a
justificarlo, interpretarlo, amarlo fuera de sí.»
La resignación consiste en traspasar la puerta que nos abre el desti¬
no, cuando la vida personal se ha vaciado de sentido y no existe el ho¬
rizonte ni el impulso de la voluntad para alcanzarlo.
Un mensaje que sólo lo será cuando unos ojos se posen sobre los
signos que lo sostienen. Signos, pues, que, engendrados en un presente,
comienzan verdaderamente a ser, en un futuro, una sucesión de reso¬
nancias múltiples. Los jardines de letras hay que plantarlos para la edad
del olvido (Fedro).
El habla incesante, como las buenas melodías, devuelve a las orillas
el leitmotiv principal, y se espera; lo estaría uno oyendo siempre, lo año¬
ra, porque viene envuelto en otros acordes. «El pensar no es otra cosa
que un logos que el alma hace discurrir a través de sí misma.»
Pensamiento-mariposa. Sólo con el movimiento del dado hacia su
captura se aguza la percepción, se aproxima uno a la claridad, pero no
se posee. «Yo no sé ya en verdad, oh Sócrates, cómo decirte lo que pien¬
so, porque toda definición que proponemos parece como si girase sin
cesar en torno nuestro y no quisiese permanecer donde la colocamos»
(Eutifron). Inestabilidad del pensamiento. No le importa (como tampo¬
co a Platón, su maestro) perderse por el logos como por una tormenta.
El dominio de la escritura, que empezó siendo una señal o «artificio»
para recordar lo hablado o acontecido, acabará siendo un signo de sí
misma, olvidando su inicial mandato, superando su condición de fár¬
maco o sucedáneo, independizándose. Este grado de autonomía de la
escritura con respecto a la «realidad» es el proceso que analiza E. LE en
su espléndido discurso que también lo envuelve a él mismo como tau¬
maturgo, creador y emisor de esa teoría emanada de otras letras, muer¬
tas sin él y las cuales vivifica y rescata. Resucita, en suma.
Porque ese mundo escrito no sólo sirve para sostener, resonando, la
voz de los hombres que se fueron, sino que alienta en su resonancia vo¬
ces nuevas, provoca preguntas, incuba vida. Así el escrito adquiere una
peculiar forma de pervivencia, pues sobrevive a su autor. Las letras, que
sólo adquieren sentido cuando unos ojos atentos se posan en ellas y li¬
ban su mensaje, son así transmisoras de un tiempo que habría aventado
la polvareda de los siglos, a no ser por el rasgo dibujado en el papiro
que inyecta elixir de futuro en aquellas voces efímeras y destinadas a la

634
muerte, que la literatura convierte en otra cosa. Una cosa inexpresable,
inquietante, que no en vano resultó sospechosa para Thamus. Como
todo lo que tiene que ver con la religión, el misterio y la magia. Con la
transposición de lo mental a otro «espacio» se está operando, en efecto,
una alquimia inquietante: la mutación en otra índole de «visibilidad».
Thamus pregunta a Thenth por la «utilidad» de esas artes, esa utilidad
habitual y no concibe otras.

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¡Pero qué bien cuenta el cuento deT. yT. Emilio Lledó, y cuánto par¬
tido «literario», de dioses, le saca!
El diálogo entre el árbitro de las letras y el creador de ellas no toma
en el Fedro más de seis páginas (es decir el argumento del mito). Thenth
muestra su mercancía y encomia su utilidad, quiere que su invento lle¬
gue a todos lo egipcios. («Una cantidad razonable de material de lectu¬
ra».) El rey (Thomas) es el árbitro de la utilidad.
Palabra escrita: alivio de la memoria, porque la estructura y susten¬
ta. Puente (ese carácter de puente entre dos temporalidades permite que
podamos circular hacia el pasado). Río: en el río de la memoria la es¬
critura se sumerge en cada presente del lector.
Las figuras de temporalidad que se sintetizan en el presente del lector
constituyen en su dinamismo la plenitud y al mismo tiempo la caducidad
del existir. Tener conocimiento y tener memoria son dos formas de supe¬
rar el estrecho círculo de vida-muerte con que el tiempo cerca la existen¬
cia. Nos permite ensanchar con la reflexión su estrecho y clausurado do¬
minio.

Carne de la memoria

Toda lectura reproduce un diálogo real o insinúa otro posible, lateral al


texto. Son ramificaciones del camino principal, vías de emergencia que
se van abriendo para darle acceso desde otros puntos.
Mientras el lenguaje hablado requiere presencia del otro, el lenguaje
escrito es, por el contrario, un quehacer de la soledad. Escrito: requiere
otra temporalidad y crea forma de comunicación. El tiempo de la escri¬
tura, sin la urgencia de la presencia del otro, se ralentiza y adquiere una
nueva consistencia. El acto de la escritura piensa el tiempo, al pensar las
palabras crea distancia.
El hombre que escribe deja fluir su pensamiento al ritmo que marca
el tiempo de su soledad. El lenguaje que marcha por las líneas de la escri¬
tura se interrumpe, retrocede, recobra otro tiempo en la palabra ya es¬
crita, cambiada, corregida, tachada. (Hasta tal punto es cierto que para
hacer esta crítica me veo obligada a ver escritas con mi letra en un cua¬
derno las frases del libro, cosa que sólo se parece al placer preparatorio de
los co 11 ages. Lo hago verdad, lo hago mío, con sus añadidos y tacha¬
duras.)
La temporalidad puede volver sobre lo escrito, volver sobre sí mis¬
ma. Igual que sin la voz no habría significados, tampoco sin esos ras¬
gos. La voz y las letras aluden a otra cosa que ellas mismas. Carácter
mediador. Droga y misterio.
Pero la voz procede de la naturaleza, precisa del hombre que la ar¬
ticula para existir. En cambio, la escritura logra tal grado de indepen¬
dencia que puede existir desde sí misma, conquista su espacio propio,

636
libre de su creador. Vence en su lucha contra el tiempo por resistir a la
desaparición que condena a la palabra apenas pronunciada. Cae dentro
del tiempo de la naturaleza humana y perece con ella. Se atiene con ella
a la misma regla por la que se rigen los latidos del corazón.
La escritura, como signo, no tiene nada que ver con quien la escri¬
be, es absolutamente distinta del impulso que la articula. El creador no
puede discernir la utilidad de su obra, queda sometida al criterio del rey
que sanciona su posibilidad de uso. La escritura irrumpe con una forma
nueva en el proceso de la comunicación. No es la simple presencia de
alguien que no habla y al que pudiéramos preguntar.
Sócrates compara el alma con un tonel de agujeros y del que sale in¬
cesantemente toda el agua que en él entra. Las personas que carecen del
dique de su inteligencia son como esos toneles, incapaces de retener
nada. Y por eso su ser es puro olvido.
Recordar es hacer presente. Las letras que llegan al lector como vic¬
toria sobre el tiempo efímero de la vida son instrumento para edificar en
cada instante una forma inteligible de presencia. No hay pasado como
memoria, si no es iluminado por el presente. El encuentro consigo mis¬
mo, por medio de la memoria, recupera nuestro propio ser desde la pers¬
pectiva de cada presente. Memoria es posibilidad de pervivir. Una vida
que se recobra ya sin latido, pero que es animada de nuevo en el acto
mismo del recuerdo, de la recapitulación.
Leer es contemplar la letra para mentalmente convertirla en voz.
Y en el oyente-lector se despierta la añoranza.
El hombre pintado sí tiene que ver con el hombre real. Pero las pa¬
labras escritas hacen ver otra forma más sutil de engaño. Establecer su
imitación en un dominio distinto del color y de la línea que los ojos per¬
ciben. Es otra clase de alquimia. Las figuras pintadas son esencialmente
mudas y sordas. La forma de «presencia» del lenguaje escrito es algo dis¬
tinta. No son las letras representación imitativa de lo real y sin embargo
habla, a través de ella, habla sin voz una realidad ausente. Dice, aunque
no habla. La pintura imita la vida. La escritura imita el pensamiento. Lo
que dicen las letras van como pensándolo, rumiándolo. Y a través del
lector inician el nunca acabado diálogo de la interpretación.
El texto no ofrece más variantes esenciales que aquellas que intro¬
duzca quien lo lee. El logos discurre por un tiempo distinto de aquel en
que fue pronunciado. Las palabras escritas sólo crecen en aquel que las
incorpora en su propio tiempo y las siembra en otros. Se trata de un
proceso de maduración. Las letras «trasplantadas» desde el papel se con¬
vierten en semilla y permiten cultivar una inesperada siembra. Un libro
necesita tiempo para ser, para fructificar. Los textos escritos gozan de
una existencia germinal.
El aspecto esencial de la vida humana no coincide con el chorro de
temporalidad que nos consume y en el que nos consumimos. El pensa-

637
miento también está sujeto a esa fluencia, pero cabe la posibilidad de
pararla, de imprimirle un ritmo más lento. Se trata, en definitiva, de una
nueva forma de «recibir» el tiempo, removiendo el pasado para que la se¬
milla del lenguaje agarre y fructifique.
El libro de Lledó es un canto al hilo, a la sucesión de hechos, a la me¬
moria.

Diálogo

Presenta para Lledó una estructura en que se da la semejanza con el


germinar de las semillas. La pregunta es ruptura de la palabra, de esa
otra palabra, que se abre a ella y que al ser acogida en otro terreno
puede injertarse y nutrirse con él. Preguntas que requieren tiempo y
que, por el hecho de hacerse, liberan al lenguaje de esa inmediatez
acrítica con que la inercia tendería a depositarlas cual peso muerto en
la mente. El diálogo con la escritura es siempre un diálogo con no¬
sotros mismos.
Cuando la vida se debilita y la memoria se extingue, los «jardines de
las letras» (en los que el presente de la escritura se convirtió en pasado
para la propia memoria) llegan hasta esos otros presentes amenazados
de olvido. Recordatorios. Porque a pesar de la abundancia de memoria
que la vejez comporta, el recipiente puede quedar bloqueado por su
misma plenitud. Esa memoria requiere el soplo de la vida que en la ve¬
jez se adormila. Las letras entonces se meten a vivir en nuestra casa, vie¬
nen a avivar la propia existencia desde la ajena.
Pero lo grave no es el olvido que llega en la vejez, sino el olvido que
alcanza a la semilla de la vida en aquel tiempo en que debiera madurar
y germinar. No es pérdida de memoria sino imposibilidad de adquirir¬
la y de que el presente se consuma por entero en el instante mismo en
que es percibido.
Diálogo: constatación de que el lenguaje no existe sino como posi¬
bilidad de compartirlo. El arte dialéctico mueve y hace circular el len¬
guaje. Mover el lenguaje significa no aceptar pasivamente lo que no se
desarticula antes en los múltiples prismas de la subjetividad que inte¬
rroga. Preguntas que iluminan y fecundan, que ponen lejos las palabras
para no aceptarlas en la inmediatez de su instantánea presencia. Se tra¬
ta de «ver con los ojos de nuestras palabras los conceptos de las ajenas».
La palabra que no es semilla resbala en la mente y no deja otra se¬
ñal que la de su ciega inmersión en ella. Esto pasa porque la mente no
está preparada para recibirla, maleada por el sistemático cultivo de la
trivialidad.
Dique. Sin el paso del tiempo, no habría ocasión de construir, con
su misma fluyente sustancia, esos pequeños diques que, aunque desti¬
nados a la definitiva e insanable inundación, van sosteniendo en sus

638
remansos el eco del tiempo real como historia colectiva y del tiempo ide¬
al como escritura.
Vasija. El logos recoge los ecos de una consistencia interior donde se
cobija lo que somos desde los vericuetos de lo que hemos sido.
El lenguaje escrito no se comunica en el instante en que surge (prin¬
cipal diferencia con la oralidad), se proyecta hacia otro. Y las letras ad¬
quieren, así, su misteriosa cualidad.
La memoria es sucesión. Nunca puede darnos «todo» ni conservar¬
lo «todo». No podríamos vivir con la carga presente de todo nuestro
pasado. La fusión de presentes marca la trayectoria individual. Ser es
«ser memoria», hilo que enhebra las cuentas de los sucesos que deter¬
minan una vida. Querencia a superar el carácter efímero del propio
tiempo.
Dar pie. Pensar no es leer letras y atarse a lo que nos dicen, sino pro¬
vocar un discurso interior en el que se plasma la continuidad de la con¬
ciencia como memoria. Coherencia interior (memoria) que engarza a la
discontinuidad de los instantes.

Mi padre fue notario

Cuando yo nací en Salamanca, a finales de 1925, mi padre ya hacía al¬


gunos años que era notario de la ciudad, la primera plaza a que había
accedido por oposición. Poco a poco me fui enterando, porque era tema
que se deslizaba en conversaciones con las visitas, de que sacar a la pri¬
mera una notaría de capital de provincia, sin andar rodando antes por
pueblos, era bastante infrecuente y cosa de mucho mérito. Pero este pa¬
voneo de lo meritorio jamás se reflejó en los comentarios o gestos de mi
padre, a quien, por el contrario, era un tema que le violentaba. Honra¬
do a carta cabal, modesto, flexible, rebosante de vitalidad y enamorado,
más que de la obra bien hecha, de las complicaciones y vericuetos que
plantea el hacerla, nunca pretendió dar ejemplo a nadie con su infatiga¬
ble laboriosidad ni perdió el tiempo envaneciéndose de lo ya consegui¬
do. Valoraba el esfuerzo más que los resultados y jamás miró con des¬
dén a los fracasados ni a los vencidos.
Procedente por la rama paterna de una familia modesta de Medina
de Rioseco y por la materna de gente «bien» de Santander, vivió desde
muy niño e hizo la carrera en Madrid, donde su padre, representante de
comercio, había alquilado un piso en la calle Mayor 14. Tanto él como
su hermano César, ingeniero de caminos que intervino en el proyecto de
la estación de Atocha, fueron estudiantes destacados, y vivieron la «mo¬
vida madrileña» de principios de siglo. Mi padre especialmente, cuya afi¬
ción por las letras fue una constante a lo largo de toda su vida y que se
murió a los noventa y un años rodeado de libros, frecuentó tertulias de

639
Madrid de la época y conoció a escritores, artistas y pintores, cuyo tra¬
to significaba una vía alternativa, de paliativo, contra los rigores del Có¬
digo Civil.
* * *

El alma velando por el cuerpo como una madre vigilante, distanciándo¬


se, enterándose de lo que necesita. Sin reproches las noticias corren tan
aprisa que apisonan el alma y ésta se encoge.

Cosa por cosa1

La memoria bien doblada. Salud mental. La mayor parte de las neuro¬


sis (reflejadas en sensación, todo me da vueltas, hay días que todo se
pone de través, me he olvidado de tal cosa, no puedo atender, he perdi¬
do las llaves) deriva de no haber visado la pausa perceptiva, el recreo, la
vacación entre una cosa y otra. No lo relaciono. Re-capitular mientras se
espera el autobús, mientras se hace fila para cobrar en un banco o para
que te atiendan en un comercio, ir doblando la ropa (inmediatamente
sucia y alborotada) de los incidentes del día en su paso a recuerdos, so¬
meterlos a un proceso de embalsamamiento. Se nos olvida preguntarle
al cuerpo lo que quiere. Vaso de leche.

1. Título de un artículo de Carmen Martín Caite publicado en La Vanguardia, 13/2/94.


(Nota de la editora.)

640
FRAGMENTOS INÉDITOS
Y NOTAS FUGACES
lln viejo cuaderno, con la portada y muchas páginas arrancadas, guarda esta comedia
en un acto, del año 1953, que plantea el motivo del interlocutor soñado, y que la autora
cita en un Cuaderno de todo del año 1975 (n.° 14).

A pie quieto

Personajes: Pedro, 33 años


Marcela, 26 años

Pequeña habitación. Ventana al fondo. En medio de la habitación, cami¬


lla con faldas de cretona. Cuatro sillas. Armarito. Repisa. Cama turca.
Al levantarse el telón, Pedro está sentado de perfil, trabajando sobre
unos papeles esparcidos en la camilla. Hay una lámpara encendida. La
ventana del fondo está entreabierta y viene bastante alta por el patio la
música de una radio. Marcela, sentada de cara al público, cruza las ma¬
nos en su regazo sobre una labor de punto abandonada. Se contempla las
manos. Golpea los dedos de una contra los de otra.
Pausa. Cesa la música. Se oye otra más confusa y lejana.

voz del speaker: Radio Continental. Han oído ustedes, «Rosita de


Oro fino» por Antonia Reyes. A continuación, escucharán...
MARCELA: (Se levanta bruscamente, se acerca a la ventana. La cierra con
ruido. Encarándose con Pedro:) No comprendo cómo lo puedes so¬
portar, no me lo explico. Toda la tarde así. Acaba con los nervios de
cualquiera. (Pausa. Pedro no se ha movido.) Además ya entra frío...
A mí me entraba frío. (Pausa.) ¿Qué dices tú?
PEDRO: (Distraído, sin levantar la cabeza.) Sí, sí...
MARCELA: ¿Por qué dices que sí? No sabes de lo que te hablo. ¿A que
no lo sabes? (Habla con voz cortante, irritada.)
PEDRO: (Alza los ojos, la mira sin verla, se sonríe.) Voy,... espera un po¬
quito. Quiero terminar de corregir estos ejercicios.
MARCELA: Sí, termina, termina. Podrías terminar de corregirlos aunque
estallara un obús a tu lado. La ventana abierta, todos los ruidos de la
vecindad funcionando, y tú como si nada. Dale, dale, a lo tuyo, Dios

643
mío, sin ver, sin oír... Llega a ser insultante. No sé, no tienes sangre
en las venas, tienes agua en vez de sangre...
PEDRO: Mujer, ya sabes que a mí no me molestan los ruidos. Y prefiero,
si se puede, que entre el aire. Pero si te molestan a ti, cierra la venta¬
na. De verdad, no me importa. Ciérrala. Yo acabo en seguida. (Vuel¬
ve al trabajo.)
MARCELA: (Le mira. Va a decir algo. Luego se queda en pie junto a la ven¬
tana, apoya la frente en el cristal.) Me duele la cabeza. (Largo suspi¬
ro.) Qué pronto anochece ya. Serán las siete y media. (Pausa.) Debe
haber nacido el niño de los de abajo. Toda la tarde se ha oído mucho
barullo... (Pausa.)
PEDRO: Oye, por favor. Dame aquel libro verde que está encima de la
repisa. (Ella lo busca.) No, ése no. El otro de abajo, el más pequeño.
(Ella lo coge y se lo alarga.) Ése. Gracias.
Marcela: (Se pasea por la habitación. Se sienta en la cama turca. Apo¬
ya la cara en las manos. Nuevo suspiro.) Pedro. (El no contesta. En
voz más alta, suplicante.) Pedro...
PEDRO: Dime. (Con voz natural.)
Marcela: (Con irritación.) Así no, no es posible. Así no te puedo decir
nada. (Se echa en la cama turca. Se vuelve de cara a la pared.)
PEDRO: (Levanta la cabeza, se quita las gafas, da vuelta a la silla. Mi¬
rándola con extrañeza.) ¿Qué pasa, Marcela? (Marcela no contesta
nada. Se tapa la cara con las manos y se echa a llorar.) Marcela... (Se
levanta, se sienta en la cama turca a su lado.) Pero, mujer, Marcela,
¿qué tienes? Mírame.
MARCELA: (Levanta los ojos, le mira en silencio entre las lágrimas. Luego se
apoya contra su pecho.) Déjame estar así, sin ver nada, en lo oscuro...
PEDRO: (La separa otra vez, le alza la cara hacia la suya. Serio.) Dime
qué te pasaba. Algo era. Por favor, no te pongas misteriosa. No me
hagas estarte sonsacando.
Marcela: (Se ha quedado mirando fijamente a la pared. Después de una
pausa.) Pedro, qué poco hablamos. Todo el día juntos y casi nunca
hablamos o hablamos de cosas que no importan nada. Es una cosa
muy triste.
PEDRO: No te comprendo. ¿De qué vamos a hablar? Para mí es sufi¬
ciente estar contigo. Nada de lo que digamos puede ser demasiado
importante. (La mira.) ¿No te parece?
MARCELA: No sé. Ya pronto hará cuatro años que vivimos juntos. Minu¬
to por minuto cuatro años. Tenemos por nuestro todo el día, con lo
largo que es. Pero nosotros, nada. Dejamos que se gaste como un
cabo de vela. Nos vamos a morir sin habernos llegado a decir tantas
cosas. ¿Te has dado cuenta, Pedro? Podemos pasarnos largas horas
en la misma habitación, sin saber cada uno lo que está pensando el
otro. Sin saberlo ni remotamente.

644
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PEDRO: ¿Piensas tú algo especial?


MARCELA: Siempre se piensan cosas. De noche sobre todo. Yo ahora
duermo muy mal, me despierto de pronto, asustada, como si me estu¬
viera esperando un asunto pendiente. Y me acuerdo que vivo, que res¬
piro. Me palpo el cuerpo, lo siento más presente que nunca, solo con¬
migo en esa hora. Pero la vida me cuelga, sobrando. No sé dónde
ponerla que se llene, que no me pese así. Quiero rezar y no puedo. A
veces me levanto, me acerco a la ventana a ver las pocas luces esparci¬
das de la ciudad. Forman como el rescoldo de un brasero apagado. To¬
dos están durmiendo. Puede pasar un borracho, o venir el pitido de al¬
gún tren escapado que sabe Dios dónde irá. Por la noche estas cosas
traen una extraña compañía. Horas muertas me paso en la ventana, o
en la cama, despierta, a tu lado, con los ojos abiertos empapados de
oscuro y tengo mucha pena, y no puedo rezar. Me parece la vida una
rueda angustiosa, inútil. Siempre haciendo los mismos gestos, las mis¬
mas cuentas y labores. Siempre las mismas risas... (Pausa. Desalenta¬
da.) No sé. No te lo puedo explicar. Si alguna vez, cuando me ves ca¬
llada, me preguntaras por qué, tal vez te lo podría decir mejor.
PEDRO: Vamos, vamos, Marcela. No nos castigue Dios. ¿Qué puedo ha¬
cer por ti, si te aburre la vida que llevamos, si me sales con ésas aho¬
ra? No tenemos lujos ni diversiones, pero tú nunca los has querido.
Hago por ti lo que sé y lo que puedo. Me mato a trabajar. A veces yo
también estoy cansado. Sólo quiero dormir. Debías comprenderlo.
¿De qué te voy a hablar? No por eso te dejo de dar mi compañía,
toda la que es posible dar a otro. Yo creo que lo hago. (Pausa.) Un
pobre profesor de matemáticas. ¿Qué voy a hacer? Apechugando
con todas las clases que me salen. Debías comprenderlo. Es muy ago¬
tador. (Pausa. Ella inclina la cabeza.) Pero tú, Marcela, llámame por
la noche cuando tengas miedo. No alimentes a solas esas penas.
(Pausa.) No tienes motivo para estar triste. Yo te quiero, Marcela,
acuérdate de eso, te soy fiel. Absolutamente fiel. Lo sabes. (Mirándo¬
la.) Lo sabes, ¿verdad?

645
Marcela: (Distraída.) Sí...
PEDRO: (Con calor.) Somos buenos. Ser buenos es lo más importante.
MARCELA: No tenemos ocasión de ser malos. Somos buenos porque es
lo más fácil, porque romper a ser malos sin ocasión nos costaría vio¬
lencia. No se sabe cómo seríamos en circunstancias distintas.
PEDRO: (Desorientado.) ¿Por qué me dices eso? (Con dulzura.) Marcela...
MARCELA: (Como si no lo oyese.) Tú nunca me preguntas lo que sueño...
PEDRO: ¿Lo que sueñas? No, claro. ¿Por qué te lo iba a preguntar?
MARCELA: (Se tumba boca arriba en la cama con las manos detrás de la
nuca.) Yo empecé a ser tu novia a los diecisiete años. Fuimos novios
cinco años y medio...
PEDRO: (Impaciente.) Sí, claro. Ya me acuerdo. ¿A qué viene eso ahora?
MARCELA: (Se incorpora.) ¿Vas a escucharme del todo por una vez, sí
o no...?
pedro: Ya te escucho. Perdona.
Marcela: (Vuelve despacio a la anterior postura. Pausa.) Antes de co¬
nocerte a ti vivía con la tía Matilde en las afueras, ya sabes, en aque¬
lla casita del huerto. Regaba las flores y los pimientos. Todos los días
veía irse el sol. Algunas veces te lo he contado. Un día alquilaron el
chalet de al lado unos italianos, tenían un jardín hermoso, con altos
árboles como de cuento. Yo tenía doce años. El niño pequeño de los
italianos tendría once. Se enamoró de mí.
PEDRO: (Jovial.) Vaya, vaya, qué calladito te lo tenías...
Marcela: (Seria.) No te rías. Ahora será un hombre.
PEDRO: Claro, si no se ha muerto... (Cambiando de tono.) ¿Es que le has
vuelto a ver?
Marcela: (Con nostalgia.) No, nunca más le he visto.
pedro: ¿Entonces?
MARCELA: Se llamaba Massimo. Escribía cuentos para mí. Trepaba por
la tapia, por los árboles, para verme. Más adelante venía por la parte
de atrás del jardín y se colaba entre los alambres como un ladrón de
fruta. Me hacía tener secreto que nos conocíamos y eso que a la tía
no le hubiera importado una cosa tan natural. Nunca he visto a na¬
die con aquella imaginación. Inventó una especie de isla que se lla¬
maba Faluque, y siempre que estaba triste se iba allí. Era suya pero
me la explicó para que también pudiera irme yo si quería. Me dijo
que me la daba para siempre. Ya casi no me acuerdo. Tenía puentes,
y un río, y creo que una especie de aduana...
PEDRO: (Como abarrido.) ¿Es aquel que construía las cometas?
MARCELA: (Contrariada.) No, ¡qué tiene que ver! Ése era el primo Er¬
nesto. (Pausa.) Se fueron al año siguiente, cuando la guerra, una tarde
de febreio, huían de no sé qué. A la tía le dejaron algunos muebles.
Massimo, al irse, me besó y lloraba. Me dijo: «Sea cuando sea, yo vol¬
veré». (Pausa larga.)

646
pedro:Marcela, cosas de esas nos han pasado a todos cuando niños.
Marcela: (Vivamente.) Pero yo, Pedro, hace una temporada que le veo
en mis sueños casi siempre. Le veo ya de hombre, ¿entiendes? Y des¬
pués que despierto, no lo puedo olvidar.
pedro: Tú no tienes la culpa. Qué le vas a hacer tú. Sólo son sueños.
Marcela: (En voz baja.) Pero deseo que llegue la noche para poder ver¬
le otra vez. Perdóname, tengo que decirte estas cosas, si no, ya no
puedo vivir. (Se tapa la cara con las manos.)
PEDRO: Vamos, no te atormentes. Cuéntame lo que quieras. ¿Cuándo
has soñado con él la última vez?
MARCELA: Anoche. Anoche mismo.
pedro: Cuéntame el sueño, si eso te descarga. (Pausa.) ¿Te acuerdas?
MARCELA: Sí.
PEDRO: ¿Me lo quieres contar?
Marcela: (Después de un silencio, como recordando.) Yo iba a otra
cosa, tal vez a mis asuntos, y le vi pasar entre unas gentes oscuras. Se
separó de ellas y quedamos uno enfrente de otro, solos, con la calle
en medio. Era de noche y estaban encendidos los faroles. (Casi siem¬
pre le encuentro por la noche.) Me estuvo un rato mirando, quieto,
desde su lado. Parecía una estatua con los ojos de cristal. Luego cru¬
zó la acera, todo estaba solitario. Acababa de pasar una gran guerra,
una gran destrucción. Había cascos rotos y trozos de alambradas y
metralla. Llegó a mi lado y dijo: «Por fin te vuelvo a ver», pero yo te¬
nía miedo de que todo aquello fuese mentira. Le dije: «Ayer te vi tam¬
bién, y antes de ayer y sólo eras un sueño. Hoy pasará lo mismo». Me
dijo que no podía ser, que los días anteriores había estado muy lejos
de allí, que había estado lejos de todas partes hasta volver a encon¬
trarme. Y yo mitad dudaba, mitad me lo creía. Entonces pasó un
poco de niebla de esas que se ven en los sueños, llena de lucecitas de
colores que se mueven, y se llevó su rostro y su figura. Creí que se
había acabado todo y me di cuenta de que estaba soñando. Cuando
se apartó la niebla y le volví a mirar, ya lo sabía, pero no dije nada.
Me quería olvidar de que todo aquello era engaño. «Vamos a donde
quieras, llévame contigo», le pedí. Y él me cogió del brazo e íbamos
calle abajo en la noche tan negra, yo apretada con susto a su costa¬
do, pisando despacito las baldosas porque sabía que iba a despertar¬
me. Trataba de cantar, pero tenía un nudo en la garganta. «Vámonos
a la fiesta, vámonos a la fiesta», le pedía. La calle era muy larga. Al fi¬
nal de la calle había una fiesta, creo; fiesta de serpentinas con baru¬
llo y canciones. Pero antes de llegar a la luz me desperté. (Lo ha con¬
tado apasionadamente, recreándose en sus palabras. Pausa.)
pedro: (Se acerca a la camilla. Se pone a liar con calma un cigarro. Lo
enciende. Marcela ha levantado los ojos, y le mira, como esperando.)
¿Qué? ¿Estás ya más tranquila?

647
[Falta una página en el manuscrito.]

... desesperas cuando no tira la cocina. De la noche de Navidad que so¬


lemos pasar sin fiesta y sin amigos, de cómo nos miramos esa noche
por encima de la mesa, sin saber qué decir, de cómo te levantas a re¬
coger los platos, de cuando hemos pasado apuros de dinero. De tu
llanto y tu esperanza, de tu vacilación... (Pausa. Levantándose.) De
todas estas cosas me acordaba porque me están acompañando siem¬
pre, aunque no me dé cuenta, y alguna vez me saltan confundidas
por acá o por allá. Sin fecha ni ceremonia, revueltas, como andan¬
do por casa. Así vienen estas imágenes de nuestra vida juntos. Imá¬
genes inadvertidas, pasadas entre los dedos como avemarias de rosa¬
rio. (Pausa. Marcela se ha apoyado contra la ventana y mira por los
cristales tercamente.) Te dueles porque no tengo celos de ese tipo,
pretendes que me quite algo tuyo. Pero si sólo es un puñado de humo.
¿Cómo me va a quitar él a mí? ¿Qué es lo que puede quitarme?... Fí¬
jate, aunque viviera, aunque volviera de pronto a nuestra ciudad. Supon
incluso que no te hubiera olvidado en tantos años, que indagara
tus señas y quisiera venir a visitarte. Y bien, ¿qué pasaría? Vendría a
nuestra casa. Qué rasgo tan simpático, tan cordial, diríamos cuando
se hubiera ido. Sin duda será un hombre ameno, brillante, de buena
conversación. Hablaría de guerras, viajes y países. Tú estarías preocu¬
pada, pensando que los grifos habían quedado abiertos, o que te había
pillado con el traje más sucio o cualquier otra cosa. Te diría: «¿Te acuer¬
das de cuando iba a tu huerto?...». Os reiríais los dos. Y yo, a lo mejor,
también. «Es que a mi marido le he hablado mucho de ti. Mi marido es
profesor.» Él me preguntaría qué tal está la enseñanza en España, tú te
levantarías para preparar un poco de café. Durante unos días nos acor¬
daríamos con afecto de su visita. (Pausa. Acercándose a ella; rotunda¬
mente:) Sería sólo eso, Marcela; una visita, incluso para ti. Notarías al
verle en nuestra casa, a mi lado, rodeado de objetos cotidianos, senta¬
do en nuestras sillas, que era absolutamente inconsistente, un extraño
para nosotros. Y hasta seguramente un extraño a tu infancia, a tu re¬
cuerdo, al niño que trepaba por la tapia para verte. (Pausa.)
MARCELA: (Se vuelve lentamente. Pensativa.) Pero entonces, ¿por qué
soñaré siempre con él?
pedro: Porque tu vida te parece vulgar, trabajosa de levantar y llevar a
cuestas, sin duda. Qué fácil quererse en la infancia cuando todo es
maravilloso y nuevo. Los árboles, las fábulas, los juegos, las tiernas
despedidas. Ya lo sé, esas cosas se recuerdan siempre, se llevan con
uno como una luz, alimentan nuestros sueños cuando estamos can¬
sados. Pero el amor, la fidelidad, la difícil compañía de dos personas
que a veces a duras penas pueden alentarse, eso es algo distinto, Mar¬
cela, mucho más importante y verdadero.

648
Marcela: (Interrumpiéndole.) Pero, Pedro, si él no me aparta de ti, en¬
tonces, ¿qué me aparta? Di, ¿quién? ¿Por qué me siento sola tantas
veces?
Pedro: (Se ha sentado y apoya la cabeza en las manos. Pausa larga.)
Marcela, una parte de uno siempre se tiene que quedar sola, desta¬
pada. Hay como una rendija para que entre la noche, como una he¬
rida abierta. La llevamos todos sin remedio esta última soledad. Por¬
que estamos tocados de muerte. Solamente después de morir tal vez
se cierre la herida... O sabe Dios. (Ha hablado lentamente, con amar¬
gura.)
Marcela: (Con ternura.) Pedro, te he puesto triste. (Se acerca y se que¬
da en pie detrás de su silla. Le pone las manos en los hombros.) Te
quiero. ¿Me perdonas? (Breve silencio.) Por favor, no tengas nada
contra mí.
Pedro: (Con voz cansada.) Qué cosas dices, mujer...
Marcela: Me perdonas, ¿verdad? Me crees que te quiero. (Pedro calla.
Sube una de sus manos y la pone en el hombro sobre la de Marcela.)
¿Te arrepientes de que hayamos hablado?... Dime algo. Te quiero.
Dime algo.
PEDRO: ¿Qué te voy a decir? Ahora no estamos lejos, me parece...
Marcela: No, Pedro. No lo estamos. No hay nadie como tú.
PEDRO: Hay muchos como yo. Y otros mejores. Pero yo soy el tuyo.
Para aguantar contigo por lo más árido, por lo más oscuro, por lo
más difícil de aguantar. Tú y yo, Marcela, estamos empezando. Se¬
guramente nos quedan muchos años todavía, muchas penas y has¬
tíos. Tendremos que pasar por el aro de todos los días. Sufrirlos uno
por uno a pie quieto. A pie quieto, Marcela. Tú sabes lo que es eso
igual que yo.
Marcela: A pie quieto... Los dos. (Se arrodilla a su lado.) ¿Estás llo¬
rando, Pedro? ¿Llorando? ¿Qué te pasa?... Por mi culpa. (Se abraza
a su cintura. Solloza.) Pedro, Pedro...
pedro: (Reaccionando.) Ea, mujer, no es nada. Levanta. Sécate esas lá¬
grimas. (Se inclina. Le besa los ojos.) ¡Qué saladas están!
Marcela: (Junta su cara a la de Pedro.) También las tuyas...
pedro: Vamos, vamos, levanta. Anda a bajar la persiana. Nos están mi¬
rando de la casa de enfrente. (Marcela se levanta despacio y va hacia
la persiana. Empieza a bajarla. Pedro se ha quedado inmóvil con los
codos apoyados en la mesa y los ojos fijos en la pared. Lentamente va
cayendo el
TELÓN

Madrid. Septiembre de 1953

649
Acto primero de una comedia inacabada, recogido en un cuaderno de 1958, que reúne
otros ensayos de escritura. La escena y los personajes están en la línea de La hermana
pequeña, obra de teatro que en 1999 la autora rescató de unos papeles viejos.

Fin de año
(Drama)

Acto primero

La escena representa el vestíbulo de una pensión. Al fondo, puerta de en¬


trada. A la derecha dos puertas que dan a habitaciones. A la izquierda
ventana y arranque de un pasillo. Toda la escena es también como un pa¬
sillo y se debe acentuar en el decorado su aire modesto e inhóspito. Hay
dos butacas, una mesita, sillas desiguales arrimadas a la pared y un per¬
chero. Teléfono de pared. En este día está todo un poco adornado. Hay
unos farolillos colgados del techo y en primer término, junto a la entra¬
da del pasillo, un árbol de Navidad pequeño con cintas plateadas y chu¬
cherías.
Al levantarse el telón, está durante unos instantes la escena vacía. Lue¬
go sale LEONOR por el pasillo y llama con los nudillos en la primera puer¬
ta de la derecha:

LEONOR: Toni, Toni, soy yo... Ábreme, Toni. Toni,... ¿estás ahí?

(Se abre la puerta y aparece Toni, de veintidós años, en za¬


patillas y despeinado.)

TONI: (En voz urgente, mirando a los lados.) Déjame, no empieces a en¬
redarme como el otro día. Sabes cómo se puso mí tía. ¿Lo sabes, no?
Pues, déjame en paz. (La empuja y va a cerrar la puerta.)
LEONOR: Pero, Toni, si no entro un momento, no te lo puedo explicar.
Ya sé que estás enfadado porque le negué a tu tía lo de que somos no¬
vios, pero es que ya sabes que a mí no me conviene tener novio aho¬
ra mientras no me den un papel mejor en el teatro. ¿Qué adelanta¬
mos con ser novios?... Es más cómodo verse así, de vez en cuando, y
ya está. Yo tengo mucho que hacer. Estas noches he venido tarde y no
he entrado por eso, pero me acuerdo siempre de ti, de lo bien que se
está contigo. Anda, déjame pasar un ratito, no pongas esa cara. ¿Tie¬
nes algo que hacer esta noche?

650
toni: No, nada, pero vete, te digo, de verdad, que va a pasar alguien y
luego... Anda. Adiós.
LEONOR: Pues si no tienes que hacer nada, yo tampoco. Podemos des¬
pedir el año juntos. ¿Te gustaría?
TONI: Sí, claro, qué preguntas.
Leonor: ¿Qué haces ahora?
TONI: Estoy acabando el artículo. Ahora a las diez voy a salir para lle¬
varlo al periódico.
LEONOR: Yo contigo...
TONI: Sí, claro, conmigo, conmigo cuando te conviene. Pero es que crees
que nos vamos a pasar así toda la vida. ¿Por qué me has tenido así
estos días, di? (Ella se acerca.) ¡Qué guapa estás!
LEONOR:.¿Guapa? Pues tengo unas pintas.
TONI: Guapa, guapísima, me vuelves loco...

(La va a besar, pero se separan al sentir abrirse la puerta del


cuarto de al lado. Aparece en ella VICENTE, de cuarenta y cin¬
co años, atractivo, pero vestido con descuido.)

VICENTE: (Vacila en la salida. Luego, al verlos, echa a andar hacia la


puerta de la calle.) Buenas tardes, Antonio.
TONI: Buenas tardes, don Vicente.
VICENTE: (Se acerca al perchero, descuelga una gabardina y se la pone.
Se vuelve.) ¿Saben ustedes qué hora es?
TONI: Yo no. Serán las nueve.
LEONOR: (Mira su relojito.) Menos cinco son.
VICENTE: Gracias. ¿Y día?
toni: Treinta y uno, don Vicente, ¡qué despiste! El año se acaba dentro
de un rato.
VICENTE: ¡Ah!... Bueno, pero eso es lo mismo, no tiene mucho sentido
medir el tiempo por años, sólo sirve para orientarse, como las horas.
Es absurdo hacer de eso una religión. (Va a salir.)
TONI: ¿Ha dormido algo?
VICENTE: Sí, gracias. Esta tarde he dormido, he dormido mucho, mu¬
cho. Ha sido magnífico. Hasta luego. (Sale.)
LEONOR: (Cuando se ha ido.) ¿Se chivará a tu tía? ¿Quién es?
toni: (No contesta. Mira la puerta por donde se ha ido y no se mueve.)
Leonor: ¿Qué te pasa, tú? ¿Qué estás pensando?
TONI: Nada. No, mujer, no le conoces, qué va a chivarse. Ni te habrá
visto.
LEONOR: (Picada.) Claro que me ha visto. Cuando he dicho la hora me
miraba muchísimo.
TONI: Te digo que no te ha visto. Ya estás con que te mira la gente. Yo te
digo que éste te ha mirado sin verte, pensando en otra cosa.

651
Leonor: ¿En qué cosa?
TONI: Eso querría saber yo. No lo sé. En cosas suyas. Es un hombre
genial.
LEONOR: ¿Y tú de qué le conoces? ¿Quién es?
TONI: Está en esta habitación hace tres días. No sé quién es. Yo le abrí
la puerta cuando vino pidiendo cuarto y luego hemos hablado algo.
Se asoma mucho a la ventana del patio, como yo.
LEONOR: Parece algo trastornado. ¿No tiene familia?
toni: No lo sé, nunca habla de él. Sabe Dios. ¿Adonde iría a estas
horas?
LEONOR: Hijo, a dar un paseo, o a ver a un amigo, es lo más natural. Y
no te quedes así, que igual pasa otro de los que están en Babia. Anda,
mi vida, entro un poquito, mientras terminas el artículo, ¿quieres?
Luego pensamos lo que vamos a hacer.
TONI: (Vuelve a mirarla. La coge por los hombros.) Bueno, entra.

(Entran y cierran la puerta. La escena está unos instantes


vacía. Luego sale por el pasillo JULIA, de cincuenta años, vis¬
tosa todavía, acompañando a la vecina. Julia lleva mandil
blanco de cocina y está sofocada. La vecina lleva zapatillas
y un bonito chal. Se paran mientras hablan.)

VECINA: Pues le queda estupendo, Julia, estupendo. Ahora ya, cuando


termine de subir, no tiene más que espolvorearle el azúcar y luego de¬
jarlo enfriar diez minutos. Así con el ron queda muy bueno.
JULIA: Sí, yo ya le veía buena cara pero dije, «mejor llamarla a ella que
lo ha hecho más veces». Si le parece lo que hago, cuando baje, si no
se ha enfriado todavía, es bajarlo sin sacarlo del molde.
VECINA: Eso, yo abajo preparo la fuente y lo adornamos. Así baja usted
en seguida, se va arreglando ya, no se entretenga, mujer, que oigamos
un poco de música. Si lo que no sé es para qué se ha tenido que an¬
dar molestando en hacer el pastel, con todas las cosas que hay ya.
JULIA: Eso. Iba a bajar con las manos vacías. Y esas botellas (enseña unos
paquetes que hay en una mesita a la entrada), a ver qué se ha creído.
vecina: ¡Pero mujer! Pues vaya un convite. Usted siempre igual. Se va
a enfadar Nicolás cuando se lo diga. Pero, qué horror. (Se acerca a la
mesita.) Pues no ha comprado usted poco. No, de verdad, es un dis¬
parate, se las queda usted aquí. Si tenemos muchas cosas.
Julia. Nada, nada, tengo yo el gusto. Un día es un día, no faltaba más.
Todo el año me lo paso aquí bregando con unos o con otros. Hoy que
se van todos a la calle y si no se van, me da igual, no quiero saber nada.
Hoy me cojo yo una media trompa. A ver si no voy a tener derecho.
vecina: (Riendo.) Así me gusta, mujer. A ver si es verdad. Bueno, pero
que no tarde, vaya, vaya a arreglarse.

652
JULIA: Si estoy arreglada. Quitarme el mandil y peinarme un poco.
vecina: Pues abajo también ya estarán al venir los amigos y yo estoy to¬
davía medio de trapillo. (Hace ademán de irse pero se vuelve en la
puerta.) Ah, bueno, y que hay cena de sobra, que se baje usted a
quien quiera, ya se lo dije. ¿No decía usted que tenía un huésped nue¬
vo muy bueno, que estaba solo?
JULIA: Sí, le encargué a mi sobrino que se lo dijera, pero seguramente no
querrá, es algo raro. Bueno, se lo diré yo ahora. Es que entre unas co¬
sas y otras se me ha pasado la tarde volando. Y me voy, que se me va
a quemar aquello, ya habrán pasado los cinco minutos, ¿no?...
vecina: Por ahí. (Abre la puerta.) ... Pero su sobrino sí bajará.
JULIA: Dijo que a lo mejor no podía. (Ya está metiéndose.)
VECINA: (Ya fuera.) Mujer, anímele, que vienen esas chicas de mis ami¬
gos y traen un picú. Y luego viene más gente.
JULIA: Sí, hija, si yo qué más querría. Pero ya sabe usted la gente joven,
en estas fechas cada cual hace su plan. (Se vuelve a acercar.) Ah, es¬
pere, bájese un par de botellas, ande (se las da), que así no tengo yo
que ir luego tan cargada.
VECINA: Bueno, pero, Nicolás se enfada seguro.
JULIA: No, mujer. No le decimos nada. Ya verá qué bien lo pasamos.
Ande, le cierro, que entra frío. Hasta luego.
VECINA: AdiÓS.

(julia se mete de nuevo por el pasillo. Pequeña pausa. Se


oye una música de radio muy fuerte por el patio. Bailables.
Suena el teléfono bastante rato, sin que nadie lo coja. Luego
sale porfi, metiéndose unos guantes, de veinte años, muy
endomingada y lo descuelga, mientras se arregla el pelo.)

PORFI: Diga... Sí, no sé si estará, espere un momento... (A voces, en la


boca del pasillo.) ¡Señorita Leonor!... ¡Señorita Leonor!

(Vuelve a salir julia, quitándose el mandil y dándose crema


en las manos.)

JULIA: ¿Te vas ya?


porfi: Sí, señora, si no manda nada.
JULIA: Nada, que te diviertas. Si te vieras lo bueno que ha quedado el
pastel.
PORFI: Sí que se huele, sí. Ahí llaman a la señorita Leonor. ¿Digo que
no está?
JULIA: (De mala gana.) Acércate, si no, a su cuarto, mujer, no vaya a es¬
tar durmiendo. ¿Quién la llama?
PORFI: Uno. No sé. (Desaparece y vuelve en seguida. Mientras, Jidia deja

653
el delantal en una silla y se sigue frotando las manos. Se acerca a la
mesa de las botellas.) No, en su cuarto no está.
JULIA: Pues díselo, pero coge el recado, no nos arme los tiberios de
siempre.
PORFi: (Al teléfono.) No está. ¿De parte de quién le digo? Ah, bueno,
bueno. Buenas noches. (Cuelga.) Dice que es un amigo, que ya la lla¬
mará mañana.
JULIA: Un amigo, un amigo, me gustaría a mí contar los amigos que tie¬
ne ésa, incluido el imbécil de Antonio.
PORFI: Bueno, pues yo ya me voy. Feliz año. Usted, ¿no sale?
JULIA: Sí, ahora mismo. Oye, por cierto. Toma estos paquetes y déjalos
en el segundo al pasar, donde don Nicolás.
PORFI: (Los coge.) Bueno. Pues buenas noches. Y hasta mañana.
JULIA: Adiós, hija, Porfí. Que tengas buena entrada.
porfi: Lo mismo, doña Julia.
JULIA: (Se queda sola. Se acerca a la puerta de don Vicente y da con los
nudillos.) Don Vicente, don Vicente... (Espera con el oído pegado, y
repite.) Don Vicente.
TONI: (Abre la puerta de su cuarto y la deja entornada detrás de sí.) Tía,
don Vicente no está, ha salido antes.
JULIA: Ah, estás en casa. Qué bien. Creí que por fin no podías venir a ce¬
nar abajo. Anda, que ya son las nueve.
TONI: No, si no puedo. Es que me he quedado por terminar el artículo,
pero tengo un compromiso para esta noche. (Avanza hacia el te¬
léfono.)
JULIA:Eíombre, qué pena. Dice que vienen chicas. Lo van a sentir.
TONI: Yo también lo siento. A lo mejor luego me doy una vuelta a bus¬
carte (sonríe) no vaya a ser que te tenga que subir casi a cuestas como
el año pasado.
JULIA: Esas intenciones llevo, hijo, no creas que no. Así que harías muy
bien en pasar. ¿Y don Vicente?
TONI: ¿Don Vicente qué?
JULIA: Que si se lo dijiste.
toni: Ah no, me he olvidado. Pero además, tía, si es una cosa inopor¬
tuna invitarle a una casa que no conoce. Una persona tan reservada
y tan seria. A lo mejor te diría que sí por educación, pero sería vio¬
lento para todos.
JULIA:Violento ¿por qué? Si no puede, ya dirá que no. Pero por lo me¬
nos decírselo. A una persona que está en mi casa en estos días y que
se ha portado bien, yo no la dejo así tirada sin ofrecerle compañía.
Claro que si dices que ha salido, será que tiene amigos para esta no¬
che. (Pensativa.) Los tiene que tener, además. Madrid, por lo que dice,
se ve que lo conoce bien, de años, así que tú dirás... (Toni calla.) ¿A
ti no te ha dicho nada?

654
toni: ¿De qué?
JULIA:De si conoce gente aquí o tiene familia. Algo...
TONI: ¿Pero a ti qué más te da?
JULIA: A mí igual. Sólo que me extraña. Como veo que os habéis hecho
amigos, y es un señor que me gusta, por lo bueno que es y lo educa¬
do, me da pena...
toni: ¿Pero pena de qué? A ti si no te da pena de alguien, no puedes
vivir. ¿No lo ves que a él no le gusta hablar de su vida? Pues por eso
yo no le pregunto. Pero igual está ahora tan contento bebiendo vino
con sus amigos o con su familia o él solo porque le guste estar solo.
Dejarle en paz.
JULIA: No, hijo, si yo, más dejado. Bueno, me meto a coger unas cosas
en la cocina y ya me bajo por la otra escalera, así que adiós. Te que¬
das solo, me parece. Porfi se ha ido...
TONI: Bueno. (Descuelga el teléfono.)
JULIA: (Se acerca.) Y ésa también. (Señala hacia el pasillo.) ¿Oyes?
TONI: Sí, tía, ya oigo. (Se vuelve y le da un beso.) Feliz año. Yo tampoco
tardaré ya mucho en salir.
JULIA: Adiós. Que te diviertas. Y que no dejes de entrar luego donde don
Nico. Les darás una alegría. Y a mí.
TONI: (Ya marcando el número.) De acuerdo.

(]UL1A se mete.)

TONI: (Espera un ratito con el auricular en la mano.) Oiga,... ah, oye Ri¬
bas ¿eres tú?... Sí, soy Antonio, mira, que iré más tarde, después de
las doce seguramente. ¿Hasta qué hora estarás tú ahí? ... Ah, bueno,
vuelves luego, sí, sí, entonces te veo seguro ¿Cómo?... No, no lo he
rematado todavía pero ya casi está. Claro, tienes razón, después de
las campanadas a lo mejor pasa algo nuevo, ... sí, eso, o yo me sien¬
to nuevo, que es lo mismo, y entonces le echo la rúbrica... (Sonríe.)
Bueno, sí... Sí, gracias, lo mismo digo. Hasta luego, Ribas.

(Se oye el ruido de las llaves en la cerradura y se abre la


puerta de entrada. Aparece VICENTE en el umbral, la cierra
detrás de sí y se queda unos instantes apoyado en ella con
gesto extraviado. Luego se quita la gabardina y la cuelga en
el perchero. Saca una botella del bolsillo interior. Toni le ob¬
serva en silencio.)

655
Unas pocas páginas de un cuaderno azul, sin fechas, contienen un fragmento de una
comedia en un acto cuyo título original, tachado y sustituido por La cajita, era Cosas del
diablo. Presenta una mujer que vive del recuerdo de un amor perdido y su criada.

La cajita
Comedia en un acto para ser representada en plan doméstico

* * *

Salón con chimenea

Escena I

Al levantarse el telón, aparece sentada de cara al público Teresa, viuda


madura, vestida de negro con decencia pero sin lujo. Tiene sobre una
mesa o secreter varias fotografías y papeles en desorden que está exami¬
nando.
Detrás de ella, de pie, Águeda, criada joven y pizpireta con una taza
de tila en la mano.

ÁGUEDA: Bueno... ¿Se la toma o no se la toma?


TERESA: (Sin hacerle caso.) Míralo aquí, Águeda. ¡Qué ojos, qué saludo!
Si daba gozo verlo. Es de cuando fuimos a la Virgen de la Fuenfría
con mi cuñada, era otoño, me acuerdo, un día más hermoso, ya esta¬
ba yo embarazada de Joaquinito, pero él no lo sabía, le pedí a la Vir¬
gen: «Madre mía que nos dure muchos años esta felicidad». Y ella me
miraba.
Águeda: Sí pero le hizo a usted el mismo caso que a un perro en misa.
No sé cómo sigue teniéndole tanta devoción.
TERESA: Mira, otra del mismo día, aquí conmigo en la pradera, me da el
brazo, qué dulce sensación, parece que fue ayer.
Águeda: Pues ya ha llovido y se ha secado el barro.
TERESA: Para mí no ha pasado el tiempo. Y sigo sin comprender cómo
aquel hombre fuerte como un castillo... (Llora.) Mírale aquí, por
Dios, mira en ésta...
ÁGUEDA: Las he visto mil veces, señora. Se le enfría la tila.
Teresa: Déjala ahí. (Se seca los ojos.)
ÁGUEDA: No, señora, no la dejo ahí, que ya es triste gracia no haber me¬
tido en el cuerpo, a las seis de la tarde que son, más que agua sucia

656
como aquel que dice, conque por lo menos si son brebajes que ca¬
lienten las paredes del alma, porque cuerpo no debe usted ya ni te¬
ner. A quien no tiene hambre, Dios le llena de graneros. Ya está sólo
templada (la revuelve).
Teresa: Bueno, trae, mujer. (La bebe.) ¿Le pusiste el agua de azahar?
ÁGUEDA: Pues si le digo la verdad, no señora. Unas gotitas de aguar¬
diente de yerbas fue lo que le eché. Se queda usted como tonta lue¬
go todo el día con tanto azahar y tanta mandanga; una cosa es no
tener nervios y otra perder el calor natural de los humanos. Le
temo a estos aniversarios, de verdad se lo digo, más que a un nu¬
blado.
Teresa: Gracias, Águeda, estaba buena. (Le devuelve la taza.)
ÁGUEDA: (La coge y la va a depositar sobre un aparador que habrá a la
derecha.) Claro, el aguardiente. Y ahora unas buenas magras de ja¬
món era lo que precisaba su cuerpo.
TERESA: No me hables de mi cuerpo. Sabrás tú lo que son tristezas.
ÁGUEDA: Pues, no señora, no lo sé, gracias a Dios. Porque como. ¿Le
traigo las magras?
TERESA: Que no, por favor. No me hables de comer.
ÁGUEDA: Pues peor para usted. Venga, recoja ya esos papeles y esos re¬
tratos que se los va usted a aprender de memoria. (Pausa.) ¿Sabe
quién vino antes? (Teresa no dice nada ni levanta los ojos.) (Nueva
pausa.) Don Eugenio, el de la casa verde.
TERESA: Calla... no me hables de ese hombre.
ÁGUEDA: Hija, no le puedo hablar de nada. (Pausa.) Pues es bien edu¬
cado y bien fino. (Pausa.) ¿A usted no le parece fino?
TERESA: (Impaciente.) ¡A mí no me parece nada! ¿Lo oyes?
ÁGUEDA: El que se pica ajos come. No sé qué bicho la pica en cuanto la
mientan a ese señor. (Pausa.) Traía una cajita. (Pausa.)
TERESA: Y a mí qué me importa. ¿Qué le dijiste?
Águeda: Qué le iba a decir, que no estaba usted para nadie; bien que lo
sentí el tener que decírselo, pero a ver, donde hay patrón no manda
marinero. Se quedó como triste.
TERESA: (Más dulce.) Lo siento, no tengo nada contra él. Pero toda pru¬
dencia es poca. Ya sabes los chismes de este pueblo.
ÁGUEDA: Y a usted qué. Más vale que nos tengan envidia, que no lásti¬
ma. Y además, qué dicen en el pueblo, nada, que la pretende a usted,
vaya noticia fresca.
TERESA (Santiguándose.) ¡A mí! Jesús, José y María. (Mirando alrede¬
dor.) Además, mujer, no hables tan alto, ¿no ves que está en casa el
niño? Capaz de morirse si oyese una cosa así.
Águeda: La tiene que haber oído cien veces. Y no sé por qué se iba a
morir, ni que fuera tonto. Usted también algunas veces parece que se
cae de un guindo.

657
Teresa: Calla, por Dios. Una criatura que es la inocencia misma, que
no ve más que por mis ojos, siempre a mi lado, que no conoce la exis¬
tencia del mal...
ÁGUEDA: Es que no sé qué mal va a haber en que le guste usted a don
Eugenio más que el pan frito, el único mal está en que usted le traiga
hace cuatro años por la calle de la amargura siempre hablándole de
su difunto, que no hay paciencia que aguante eso.
TERESA: Por eso no quiero hablar con él ni verle.
Águeda: Pues, ya digo, traía una cajita.

Escena II

Dichos y Joaquinito.
NOTAS FUGACES

[De un bloc de 1973-1974]

Para el final de Retahilas

El final tiene que ser cuando ya se callen y entonces se vuelven a oír los
cascos del caballo.
Para la última escena tengo que encontrar algún artificio que me
permita indicar -sin decirlo- que se han callado. Y que ese callarse
—aparte de significar el fluido erótico que empieza a correr entre ellos—
sea heraldo agorero de lo que se avecina.
La muerte, al reaparecer, no solamente interrumpe esa comunica¬
ción erótica que empezaba a producirse sino que vuelve a poner sobre
el tapete el logos-práctico, los problemas apartados mediante la realidad
que se ha producido y ha resplandecido como tal: el logos-gratuidad. La
casa empieza a ser problema tras esta despedida de su ser no práctico.

* * *

Empezar Pesquisa personal donde termina sus novelas Pío Baroja, es de¬
cir, a partir de las preguntas que ese bienestar —al que se ha llegado tras
zozobras- acarrea a fuerza de ser tiempo colmado, cegado. Afloración
subterránea de esas zozobras.

[De un pequeño bloc de 1974]

21 de junio

De una conversación con Gustavo:


Las frustraciones de los escritores son mayores y más peculiares que
las que se puedan dar en otra profesión porque, dado que la compro¬
bación no existe, ellos se ven impelidos a seguir manteniendo una apa-

659
rienda de proyectos brillantes y exitosos y siempre les cabe la coartada
de «en este país...».

[De un Cuaderno de todo verde estrenado en el ano 1977]

Sábado 12 de febrero de 1977, noche


En attendant Nacho en el Lyon

Siempre en los cafés, sola, esperando a amigos. Es una dulce y estable


situación, la que más me devuelve la identidad de mi ser, mis verdade¬
ras raíces.Tal vez cuando me muera, esto es lo que más quede... ¿dónde?

En el momento mismo en que perdemos una cosa la apreciamos des¬


mesuradamente (unas tijeras, etc.), pero es curioso que en cuanto apa¬
rece, el gozo de su uso no se nos revela mayor, no nos regocija, lo de¬
sestimamos en seguida otra vez. ¡Qué agradable es recortar papel con
unas tijeras grandes, qué a gusto se está haciéndolo en una casa, al atar¬
decer, en soledad! Tiempo de «mariquitas», ¡cuánta concentración en
aquellos lejanos pasatiempos recortables!

■i*

La ilusión. También si vemos en el cine a un hombre mirando una puer¬


ta o una ventana, embebido en su contemplación, en los dibujos de luz
que se pintan en los cristales desde la calle, podemos decir «¡qué her¬
moso!» y envidiar a ese protagonista pensativo, alimentado por sus re¬
cuerdos, encontrar una grandeza romántica en su figura y su actitud.
Y nosotros, en situaciones semejantes, que se dan profusamente a lo lar¬
go del día, ¿por qué no somos capaces de encarnarlas, de convertirlas
en «eso» para nosotros mismos? En eso consiste el endiosamiento. (Yo
antes podía.)

Día 15
Notas al Gil-Albert
Es un libro que te embarca, que te acuna. Paseo grato. Intemporal,
limpio. Buen libro para no fumadores. Y el día que hace corresponde
con esta sensación: brillante, neto.

660
20 de enero

Una historia que trata de entender uno solo, que le intriga a uno solo,
presenta un aliciente tan incomparable que mueve las montañas. (Ma-
canaz, la pulsera perdida, la identidad del otro señor Klein.) Por saber.
Averiguar. Es labor de policías la narración y los atolladeros en que
mete, no de filósofos. Pero insisto, el mayor picante —y el más desespe¬
rante también, lindante con la locura- es la curiosidad solitaria. Que los
otros vean normal y vulgar lo que a uno le enciende la sangre, ese con¬
traste es el que desencadena el deseo de contarlo, de explorarlo, de re¬
cuperar su hilo. En el amor también. ¿Cómo me puede hablar ahora de
esa manera como si no hubiera pasado nada? ¿Estoy loca? ¿Es que es
otro? ¿Quién es, por qué es el que es ahora? Más puede la curiosidad
de investigar la transformación que el deseo real de sumirse en la placi¬
dez de antes donde todo parecía estar claro. Es otra cosa. Y en esa pla¬
taforma no se añora tanto el estado antiguo como abrirle las tripas a esa
muñeca maldita y diabólica. Aunque nunca volvamos a jugar con ella.

(Ver Valentín de J. G. A.)

Lo peor que me puede pasar es no llegar al fondo del pensamiento: que¬


rerme mover de donde estoy, el espejuelo de la impaciencia. No seguir
insistiendo en la vía abierta por las vislumbres que el pensamiento de¬
para. Al poner «vislumbres que el pensamiento depara» he tenido con¬
ciencia de estar escribiendo una frase rutinaria, que me eximía -porque
no es incorrecta- de ir más allá, de adentrarme en la búsqueda, me alen¬
taba a zanjarla. Es lo que no hay que hacer.

[De un cuaderno rojo dedicado al documental sobre Salamanca]

Santander, 8 de julio de 1981

(Estoy en el pabellón de la playa, un apartamento con cuatro habitacio¬


nes para mí sola. En Barajas me crucé con R. No me vio.)

El narrador que se mete a estudiar el pasado tiene una ventaja, que él sí


«ve» la historia que cuenta y ha seleccionado los datos significativos
para hacérsela ver a los demás.
El orden y el desorden.

El siglo xvin, cenicienta de los libros españoles de la postguerra española.

661
[De un cuaderno del año 1982]

Happiness. Todo el día sin salir, era estar en Bergai, realmente (17/1/82).

[De la sección «Notas fugaces» de un cuadernito de florecillas,


regalo de cumpleaños del año 1982]

Poemas del tedio en la terraza. Los quería escribir y no podía. Me vienen


esta tarde rotos, superpuestos, colgando de las nubes deshilachadas, y
todo aquel agrio olor de aquel Madrid de los desmontes, y mis brazos
colgando mientras recogía la ropa de las cuerdas ¿qué será de mi vida?

* * *

Las voces de Ignacio y M. B. y Emilio súbitas, llamándome desde una


barca al borde del lago donde le hablaba de mi juventud a Chris.

# * •*<

Con la exigencia de los años, se va desvelando, por otra parte, la fuga¬


cidad de todo: lo fragmentario. Y hay que asumirlo así para llegar a la
sabiduría (a la única que podemos aspirar).

[De un papelito amarillo encontrado en el cuaderno negro de Poughkeepsie]

Decir: nunca me olvidaré de este día, prefigurarlo de antemano como


inmortal, poner una piedrecita blanca sobre él no siempre coincide con
el real recuerdo. El recuerdo libre surge de otra manera, nos da otra cla¬
se de sustos.

[De un cuadernito del año 1985]

23 de octubre de 1985

Vuelvo de N.Y. a Kansas. Me pongo en plan de «el tiempo es oro, y los pon¬
go a todos contra las cuerdas» (sin perder mi antiguo aspecto «cenicienta»,
pero pegando duro).

662
4 de diciembre

Aparecía Manolo Sacristán en una fiesta, con más gente. La fiesta se daba
en una casa mía, creo, y yo estaba muy apurada tratando de arreglar una
mesa que se había estropeado. La tenía con las cuatro patas para arriba y
estaba aquello lleno de trastos. Había mucho barullo en la habitación y me
inquietó que empezara a entrar tanta gente. Era un surprising party, me pa¬
rece, y todos empezaron a circular por allí. Manolo estaba muy rejuveneci¬
do y muy guapo, delgado pero no desmejorado, bastante atractivo, con el
pelo negro. Se acercó y se puso conmigo a arreglar la mesa. Yo le pregunté
a C. en un aparte que cómo venía Manolo, si se había muerto. Ella me dijo
que eso era lo que él había hecho creer, por cuestiones de política, pero que
simplemente se había escondido. Todo el mundo quería estar con Manolo,
se lo disputaban, sobre todo, las mujeres y él se reía. Cuando pusimos la
mesa en posición normal, me di cuenta de que no me dejaban arrimarla a
la ventana y colocar encima mis libros y mis cuadernos para ponerme a
trabajar, que era de lo que tenía ganas y una terrible urgencia, porque en
seguida vinieron manos de todas partes que le colocaban encima un man¬
tel, adornos de Navidad y muchas viandas. Manolo me miraba mucho y
evidentemente quería hablar conmigo a solas, pero no podíamos.
Yo no sé si aquella casa era la de Doctor Esquerdo o la de Salaman¬
ca, pero yo daba vueltas por ella entre la gente, con sensación de pér¬
dida y de cierta culpabilidad, porque no le sabía decir a nadie dónde es¬
taban las cosas que necesitaban para la fiesta y no aparecían los
cubiertos ni los cacharros de cocina por ninguna parte. Todos estaban
muy excitados y cada cual me preguntaba una cosa. Yo estaba muy tris¬
te y muy agobiada, deseando escapar.

[De un cuaderno amarillo del Vassar College, 1985-1986]

Es un privilegio saber con precisión lo que ella me diría en cada situa¬


ción de desfallecimiento. Si recurro siempre, de corazón, a esta posibili¬
dad de tenerla conmigo, la tengo conmigo, viene.

* * *

La mentira está a veces condicionada por el amor, autoembellecerse


para otro. ¿Para quién voy a mentir ya ni para qué?

663
[De un cuaderno color naranja, que se abre con la fecha del 30 de diciembre de 1989,
rematada por una estrellita y la frase «un movimiento de ola, cementerio de minutos»,
y que contiene apuntes para Nubosidad variable; el fragmento recogido, es una
reelaboración de apuntes viejos, de un cuaderno azul, el que aquí lleva el n° 17]

Cuaderno azul

Mi historia con Raimundo y con M. Reina entran en valor al cesar. No


sólo para mi consideración, sinó -estoy segura- también para la de
ellos. No podrán desentenderse nunca de su estela zozobrante, residuo,
a su vez, de la zozobra que en mí dejaron. ¿Pasó esto de verdad? Y en
la ambigüedad que me despierta esta pregunta ahora cobran (las cartas)
un fulgor de piedra rara que entonces sólo tenían como argumento ma¬
ravilloso, sí, pero del que no me cabía dudar.

Este desahogo de Mariana -supongo que más bien breve- será un «bo¬
cadillo», antes de que Sofía empiece a contestar a su primera carta.

[De una libreta con un cuadro de Renoir en la portada]

En el momento en que el gusto por reseñar morosamente el viaje se su¬


perpone al placer del viaje mismo surge la literatura y lo subjetivo, bo¬
rrándose en parte el designio primero de dejar constancia aséptica de lo
explorado.

[De un cuaderno con las letras ABC en la portada]

Ir a firmar a la Feria del Libro se ha convertido, al cabo de los años, en


un acontecimiento que tiene algo de ritual. Recuerdo cuando la ponían
en Recoletos que entonces yo iba sólo de paseante. Y haber compartido
caseta con Alvaro Cunqueiro, con Dionisio Ridruejo, con Gonzalo To¬
rrente Ballester, que firmaban, claro, muchos más libros que yo. Seguir
acudiendo ahí, al Retiro, en plenas corridas de San Isidro, es dar fe de
una continuidad en el vicio de escribir, fe de vida, de permanencia y
de memoria, oteando el panorama de la fiesta, desde nuestra caseta. Un
resquicio de esperanza, que a pesar de tantos pronósticos agoreros, la
letra impresa aún conserva cierto poder de convocatoria. Mientras no
nos quite el toro, seguiremos a pie quieto como D. Tancredo.

664
Mary Francés K. Fisher, No ahora sino ahora, Anaya

Las historias de amor, pobres. La deliberada falta de coordinación (el por


qué se encuentran los personajes, de dónde vienen, los pasos, general¬
mente abruptos, de un capítulo a otro, etc.) unas veces está lograda y otras
no (falta el sentido). Desaprovechada la forma de irse reuniendo la pan¬
dilla.
* * *

Aumenté el volumen de mi radio secreta. Me llegaban frases sin daño.


Pero estaba a gusto.
Problema del perro. Yo si no viene tu primo a buscarlo, ya sabes
que aquí no lo tengo.

[De un cuaderno azul del British Institute]

¡Cuida bien de este día! Este día es la vida, la esencia misma de la vida.

[Del fondo de una libreta, con las páginas numeradas, de los años 1987-1991]

Cuando fui a los toros con M. A. Aguilar el día 31 de mayo de 1988, com¬
prendí que por primera vez en mi vida estaba de espectador puro. (Por la
mañana había pagado mis impuestos, me había comprado unos zapatos
rojos y me sentía desligada, en paz. Sin interferencia alguna. Venía, ade¬
más, de casa de Alberto, donde A. Bueno me había devuelto la cajita de
cuando fuimos a oír cantar a Chicho a La Taberna Encantada. Chicho se
quedó allí con ellos y yo me vine a los toros.) Y ya en el viaje en el taxi ca¬
mino de la estatua de Fleming, intuí lo que sé ahora mejor. Siempre he es¬
tado en el ruedo y a punto de cornadas graves. Bien está -y Dios bendiga
a los vencejos que sobrevuelan esta tarde, la primera con atisbos de vera¬
no- que mire los toros desde la barrera. ¿Tú crees, Torcí, que no me lo te¬
nía merecido? Y me dijiste que sí, vivo en la estela de tu bendito y rotun¬
do «Sí, Calila, sí». Y se oía también la voz de Carlos -la prueba es que ha
retoñado el níspero-, su voz incomparable: «¡Para ti, Carmen, para ti!».

665
[De un bloc rojo del año 1990]

27 de marzo de 1990

Stresa. Después de pasada Domodossola. Tiene dos islas en medio de


un lago llenas de edificios versallescos. Parece un lugar de veraneo,
con villas antiguas y lujosas. (Vengo de Ginebra y estoy acercándome
a Milán.)
* * *

Quizá todos disfrutamos haciendo de detectives, incluso con aquellos a


quienes amamos, sobre todo con ellos.

2 de mayo

Estoy en la Universidad de Berlín, en un bar de estudiantes de espaldas


a la puerta, preparando mi conferencia «El taller del escritor». Hace sol,
una chica alta, Inga, ha ido a ver si arregla las cosas con la administra¬
ción. Berlín es maravilloso.

[De un cuadernito azul de 1997]

Chicago, 13 de abril de 1997

Tal vez fuera domingo, ¿quién sabe?, los relojes no los había cambia¬
do, y la música invisible de una tristeza que no venía de esta hora, mi¬
rar quietamente la luz, volver a cerrar los ojos, y los miembros reco¬
brando su peso sobre las sábanas, no tensándose los nervios para
disponerse a acometer algo que viene detrás de lo de ahora, no, sim¬
plemente el ojo mirando, la luz alumbrando, los dedos tocando, cada
uno en su función, puro gerundio, las nubes pasando. Se miró los pies
calzados por una firma italiana de la que se asombraba haber olvidado
el nombre, y eso la alegró, no tenía nombre, pertenecía a lo añorado,
no a lo rutinario, como cuando se dice «se da un aire a Gucci o a Veri-
no», era lo exótico. He venido —se dijo— para eso, para recuperar mis
pies desde la añoranza antigua de lujo.

666
Origen del chisme

La libre interpretación de las riñas. Ahora el PP y el PSOE no riñen por


política, sino por negocios y eso ayuda mucho al no enterado a echar su
cuarto a espadas. Al español le gusta que la gente riña. (Sobrevolando
Manchester.)

667
Día 28

Madrugón tonto. Retrasos en el vuelo, con escala en Barcelona, y a la


llegada a Manchester, niebla densa, tardamos en aterrizar, alarmas de¬
sesperantes, perro policía.
Antonio Gil Carrasco me lleva a ver las obras del Instituto Cervan¬
tes. Luego al Palace Hotel, un edificio antiguo reconstruido. Manchester
-maravilloso- conserva aire de la primera eclosión industrial en los edi¬
ficios (antiguos almacenes convertidos en hoteles o sedes de alguna ins¬
titución). Es una ciudad triste.

* * *

Parte 1.a
El desvivir de Amparo a medida que va perdiendo las nociones de
tiempo y geografía. Se encuentra (extrañada) hablando con la gente de ba¬
rrios marginales, preguntándoles por el paro, por precios de alquiler, por
la demolición de lo viejo, cuestión okupas, se creen que es una socióloga.
La necesidad continua de disimular se convierte en su segunda piel.
El «te lo cuento sólo a ti» en provincias, emborrachado quien lo dice
con una verdad a medias donde se anestesia la otra: la de saber que esa
historia va a correr en seguida, y que nos vamos a escandalizar al sa¬
berlo, pero sobre todo se va a saber que era secreto a voces.

Abel-Amparo
(Una Historia de la Filosofía)

Sobre el estado y consistencia de la filosofía. La inteligencia es algo in¬


seguro para vivir con ella a cuestas. Tengo que contemporizar, claudicar
en algo. Vienen los años, aquellos entusiasmos por consagrarse a la ver¬
dad y a la justicia zozobran.

Amparo-Abel

Durante un tiempo consideró que vivir la vida de los ricos era una trai¬
ción. Luego encontró ridicula e hipócrita su protesta porque )eremy se
lo hizo ver así. (Pero era la señora Ramona la más envenenada en sus
contradicciones de clase.)
Tan importante es concentrar la atención como distribuirla (las mu¬
jeres la distribuyen mejor). Atención disponible. Recetas contra la obse¬
sión (1996-1997).

668
Posible conversación de Olimpia con Abel sobre sus fichas. «Parece
mentira», dice Abel, «hay una novela dentro de una ciudad (tranche de
vie), la cuestión es enlazarla, ponerla en orden, ¿no crees? Lo pasado y
lo de hoy mismo.» «Es lo que me pasa a mí cuando leo a Shakespeare»,
dice ella (1997).

[De un cuadernito utilizado en el ultimo viuje a Italia (1999), con ocasión del estreno
de la versión teatral de Caperucita en Manhattan/

Durante mi primera visita a New York hace veinte años, no puedo olvi¬
dar cómo me miró la Estatua de la Libertad, desde el barco que hace el
giro de Manhattan. Nunca había mirado tan de cerca de la Libertad y
ella se convirtió en algo distinto de una estatua. Fue un sentimiento tan
fuerte que se escondió. Tuvieron que pasar varios años antes de que re¬
sucitara para dar vida a este libro.

* *

Anita se va a Mantua. Yo al estadio de San Siró a ver el Milán-Parma con


Raquel.

[De un papelito suelto]

Escribo desde el más allá. Imagina que te levantas y te dan un día para
contar cosas: para decir qué has sido, qué recuerdas (todo junto y apri¬
sa porque no hay tiempo) desde tu vida regalada por Dios en ese día,
muebles e historias, paisajes y Ui paso por ellos, tus encuentros (¿cuán¬
do conocí a Fulano?), todo desde esa amplitud que te da ser ya testigo
quemado irrepetible. ¡Te he resucitado para que cuentes!
No sé dónde estaré enterrada, pero estaré en un sitio desde el que
no pueda hablar, y los que vienen a llorarme no pueden hablar por mí.
Hablo ahora pensando que si hay algo seguro es que eso va a pasarme.

669
A

Indice
Introducción de María Vittoria Calvi 9
Prólogo de Rafael Chirbes 19

Cuaderno 1 25
Cuaderno 2 69
Cuaderno 3 91
Cuaderno 4 137
Cuaderno 5 145
Cuaderno 6 155
Cuaderno 7 171
Cuaderno 8 189
Cuaderno 9 201
Cuaderno 10 209
Cuaderno 11 221
Cuaderno 12 249
Cuaderno 13 279
Cuaderno 14 333
Cuaderno 15 361
Cuaderno 16 379
Cuaderno 17 387
Cuaderno 18 415
Cuaderno 19 433
Cuaderno 20 441
Cuaderno 21 453
Cuaderno 22 465
Cuaderno 23 475
Cuaderno 24 485
Cuaderno 25 493
Cuaderno 26 511
Cuaderno 27 519
Cuaderno 28 529
Cuaderno 29 537
Cuaderno 30 543
Cuaderno 31 555
Cuaderno 32 567
Cuaderno 33 581
Cuaderno 34 591
Cuaderno 35 609
Cuaderno 36 631

Fragmentos inéditos y notas fugaces 641

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