Primera Sesión, Textos

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1.

Dios se ha revelado mediante «hechos y palabras» (Dei Verbum 2;Verbum Domini 92)

Dei Verbum 2 (Naturaleza y objeto de la revelación )

Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad,


mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación,
Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para
invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. Este plan de la revelación se
realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas
por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados
por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido
en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por
la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación.

Verbum Domini 92 (De la Palabra de Dios surge la misión de la Iglesia)

El Sínodo de los Obispos ha reiterado con insistencia la necesidad de fortalecer en la Iglesia la


conciencia misionera que el Pueblo de Dios ha tenido desde su origen. Los primeros cristianos han
considerado el anuncio misionero como una necesidad proveniente de la naturaleza misma de la fe:
el Dios en que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había manifestado en la
historia de Israel y, de manera definitiva, en su Hijo, dando así la respuesta que todos los hombres
esperan en lo más íntimo de su corazón. Las primeras comunidades cristianas sentían que su fe no
pertenecía a una costumbre cultural particular, que es diferente en cada pueblo, sino al ámbito de la
verdad que concierne por igual a todos los hombres.

Es de nuevo san Pablo quien, con su vida, nos aclara el sentido de la misión cristiana y su genuina
universalidad. Pensemos en el episodio del Areópago de Atenas narrado por los Hechos de los
Apóstoles (cf. 17,16-34). En efecto, el Apóstol de las gentes entra en diálogo con hombres de
culturas diferentes, consciente de que el misterio de Dios, conocido o desconocido, que todo
hombre percibe aunque sea de manera confusa, se ha revelado realmente en la historia: «Eso que
adoráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (Hch 17,23). En efecto, la novedad del anuncio cristiano es
la posibilidad de decir a todos los pueblos: «Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está
abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en
un hecho: Él se ha revelado».
2. El Antiguo Testamento (Dei Verbum 14-16; Verbum Domini 11-12)

Dei Verbum 14-16

La historia de la salvación consignada en los libros del Antiguo Testamento

14. Dios amantísimo, buscando y preparando solícitamente la salvación de todo el género humano,
con singular favor se eligió un pueblo, a quien confió sus promesas. Hecho, pues, el pacto con
Abraham y con el pueblo de Israel por medio de Moisés, de tal forma se reveló con palabras y con
obras a su pueblo elegido como el único Dios verdadero y vivo, que Israel experimentó cuáles eran
los caminos de Dios con los hombres, y, hablando el mismo Dios por los Profetas, los entendió más
hondamente y con más claridad de día en día, y los difundió ampliamente entre las gentes.

La economía, pues, de la salvación preanunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, se
conserva como verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento; por lo cual estos
libros inspirados por Dios conservan un valor perenne: "Pues todo cuanto está escrito, para nuestra
enseñanza, fue escrito, a fin de que por la paciencia y por la consolación de las Escrituras estemos
firmes en la esperanza" (Rom. 15,4).

Importancia del Antiguo Testamento para los cristianos

15. La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo, para preparar, anunciar
proféticamente y significar con diversas figuras la venida de Cristo redentor universal y la del Reino
Mesiánico. mas los libros del Antiguo Testamento manifiestan a todos el conocimiento de Dios y
del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y misericordioso con los hombres, según la
condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación establecida por Cristo.
Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos,
demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina. Por tanto, los cristianos han de recibir
devotamente estos libros, que expresan el sentimiento vivo de Dios, y en los que se encierran
sublimes doctrinas acerca de Dios y una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, y tesoros
admirables de oración, y en los que, por fin, está latente el misterio de nuestra salvación.

Unidad de ambos Testamentos

16. Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el
Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo. Porque, aunque
Cristo fundó el Nuevo Testamento en su sangre, no obstante los libros del Antiguo Testamento
recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena
significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo.
Verbum Domini 11-12

Cristología de la Palabra

11. La consideración de la realidad como obra de la santísima Trinidad a través del Verbo divino,
nos permite comprender las palabras del autor de la Carta a los Hebreos: «En distintas ocasiones y
de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta
etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual
ha ido realizando las edades del mundo» (1,1-2). Es muy hermoso ver cómo todo el Antiguo
Testamento se nos presenta ya como historia en la que Dios comunica su Palabra. En efecto, «hizo
primero una alianza con Abrahán (cf. Gn 15,18); después, por medio de Moisés (cf. Ex 24,8), la
hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como Dios
vivo y verdadero. De este modo, Israel fue experimentando la manera de obrar de Dios con los
hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por medio de los profetas, y fue
difundiendo este conocimiento entre las naciones (cf. Sal 21,28-29; 95,1-3; Is 2,1-4; Jr 3,17)».

Esta condescendencia de Dios se cumple de manera insuperable con la encarnación del Verbo. La
Palabra eterna, que se expresa en la creación y se comunica en la historia de la salvación, en Cristo
se ha convertido en un hombre «nacido de una mujer» (Ga 4,4). La Palabra aquí no se expresa
principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la
persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la
humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte
a la vida y, con ello, una orientación decisiva». La renovación de este encuentro y de su
comprensión produce en el corazón de los creyentes una reacción de asombro ante una iniciativa
divina que el hombre, con su propia capacidad racional y su imaginación, nunca habría podido
inventar. Se trata de una novedad inaudita y humanamente inconcebible: «Y la Palabra se hizo
carne, y acampó entre nosotros» (Jn1,14a). Esta expresión no se refiere a una figura retórica sino a
una experiencia viva. La narra san Juan, testigo ocular: «Y hemos contemplado su gloria; gloria
propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn1,14b). La fe apostólica testifica
que la Palabra eterna se hizo Uno de nosotros. La Palabra divina se expresa verdaderamente con
palabras humanas.

12. La tradición patrística y medieval, al contemplar esta «Cristología de la Palabra», ha utilizado


una expresión sugestiva: el Verbo se ha abreviado: «Los Padres de la Iglesia, en su traducción
griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para
mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí
se leía: “Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado” (Is 10,23; Rm 9,28)... El Hijo mismo es la
Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un
pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance».[35] Ahora, la Palabra no sólo
se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret.[36]

Siguiendo la narración de los Evangelios, vemos cómo la misma humanidad de Jesús se manifiesta
con toda su singularidad precisamente en relación con la Palabra de Dios. Él, en efecto, en su
perfecta humanidad, realiza la voluntad del Padre en cada momento; Jesús escucha su voz y la
obedece con todo su ser; él conoce al Padre y cumple su palabra (cf. Jn 8,55); nos cuenta las cosas
del Padre (cf. Jn 12,50); «les he comunicado las palabras que tú me diste» (Jn17,8). Por tanto, Jesús
se manifiesta como el Logos divino que se da a nosotros, pero también como el nuevo Adán, el
hombre verdadero, que cumple en cada momento no su propia voluntad sino la del Padre. Él «iba
creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52). De modo
perfecto escucha, cumple en sí mismo y nos comunica la Palabra divina (cf. Lc 5,1).

La misión de Jesús se cumple finalmente en el misterio pascual: aquí nos encontramos ante el
«Mensaje de la cruz» (1 Co 1,18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha
«dicho» hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse
nada para sí. Los Padres de la Iglesia, contemplando este misterio, ponen de modo sugestivo en
labios de la Madre de Dios estas palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado todas las criaturas
que hablan, se ha quedado sin palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra
y con un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida». Aquí se nos ha comunicado el amor «más
grande», el que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13).

En este gran misterio, Jesús se manifiesta como la Palabra de la Nueva y Eterna Alianza: la libertad
de Dios y la libertad del hombre se encuentran definitivamente en su carne crucificada, en un pacto
indisoluble, válido para siempre. Jesús mismo, en la última cena, en la institución de la Eucaristía,
había hablado de «Nueva y Eterna Alianza», establecida con el derramamiento de su sangre
(cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc22,20), mostrándose como el verdadero Cordero inmolado, en el que se
cumple la definitiva liberación de la esclavitud.

Este silencio de la Palabra se manifiesta en su sentido auténtico y definitivo en el misterio luminoso


de la resurrección. Cristo, Palabra de Dios encarnada, crucificada y resucitada, es Señor de todas las
cosas; él es el Vencedor, el Pantocrátor, y ha recapitulado en sí para siempre todas las cosas
(cf. Ef 1,10). Cristo, por tanto, es «la luz del mundo» (Jn8,12), la luz que «brilla en la tiniebla»
(Jn1,54) y que la tiniebla no ha derrotado (cf. Jn 1,5). Aquí se comprende plenamente el sentido
del Salmo 119: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (v. 105); la Palabra que
resucita es esta luz definitiva en nuestro camino. Los cristianos han sido conscientes desde el
comienzo de que, en Cristo, la Palabra de Dios está presente como Persona. La Palabra de Dios es
la luz verdadera que necesita el hombre. Sí, en la resurrección, el Hijo de Dios surge como luz del
mundo. Ahora, viviendo con él y por él, podemos vivir en la luz.

3. Cristo y el Nuevo Testamente (Dei Verbum 17-20; Verbum Domini 13; 37)

Dei Verbum 17-20

Excelencia del Nuevo Testamento

17. La palabra divina que es poder de Dios para la salvación de todo el que cree, se presenta y
manifiesta su vigor de manera especial en los escritos del Nuevo Testamento. Pues al llegar la
plenitud de los tiempos el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad.
Cristo instauró el Reino de Dios en la tierra, manifestó a su Padre y a Sí mismo con obras y palabras
y completó su obra con la muerte, resurrección y gloriosa ascensión, y con la misión del Espíritu
Santo. Levantado de la tierra, atrae a todos a Sí mismo, El, el único que tiene palabras de vida
eterna. pero este misterio no fue descubierto a otras generaciones, como es revelado ahora a sus
santos Apóstoles y Profetas en el Espíritu Santo, para que predicaran el Evangelio, suscitaran la fe
en Jesús, Cristo y Señor, y congregaran la Iglesia. De todo lo cual los escritos del Nuevo
Testamento son un testimonio perenne y divino.

Origen apostólico de los Evangelios

18. Nadie ignora que entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios
ocupan, con razón, el lugar preeminente, puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina
del Verbo Encarnado, nuestro Salvador.

La Iglesia siempre ha defendido y defiende que los cuatro Evangelios tienen origen apostólico. Pues
lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo,
ellos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, fundamento de la fe, es decir, el
Evangelio en cuatro redacciones, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

Carácter histórico de los Evangelios

19. La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos
Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios,
viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue
levantado al cielo. Los Apóstoles, ciertamente, después de la ascensión del Señor, predicaron a sus
oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban,
amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad. Los
autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya
se trasmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición
de las Iglesias, reteniendo por fin la forma de proclamación de manera que siempre nos
comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús. Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o
recuerdos, ya del testimonio de quienes "desde el principio fueron testigos oculares y ministros de
la palabra" para que conozcamos "la verdad" de las palabras que nos enseñan (cf. Lc., 1,2-4).

Verbum Domini 13; 37)

13. Llegados, por decirlo así, al corazón de la «Cristología de la Palabra», es importante subrayar la
unidad del designio divino en el Verbo encarnado. Por eso, el Nuevo Testamento, de acuerdo con las
Sagradas Escrituras, nos presenta el misterio pascual como su más íntimo cumplimiento. San Pablo,
en la Primera carta a los Corintios, afirma que Jesucristo murió por nuestros pecados «según las
Escrituras» (15,3), y que resucitó al tercer día «según las Escrituras» (1 Co 15,4). Con esto, el
Apóstol pone el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor en relación con la historia de
la Antigua Alianza de Dios con su pueblo. Es más, nos permite entender que esta historia recibe de
ello su lógica y su verdadero sentido. En el misterio pascual se cumplen «las palabras de la
Escritura, o sea, esta muerte realizada “según las Escrituras” es un acontecimiento que contiene en
sí un logos, una lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios se hizo “carne”,
“historia” humana».[39] También la resurrección de Jesús tiene lugar «al tercer día según las
Escrituras»: ya que, según la interpretación judía, la corrupción comenzaba después del tercer día,
la palabra de la Escritura se cumple en Jesús que resucita antes de que comience la corrupción. En
este sentido, san Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza de los Apóstoles (cf. 1 Co 15,3),
subraya que la victoria de Cristo sobre la muerte tiene lugar por el poder creador de la Palabra de
Dios. Esta fuerza divina da esperanza y gozo: es éste en definitiva el contenido liberador de la
revelación pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo y la potencia del amor trinitario que
aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la muerte.

Teniendo presente estos elementos esenciales de nuestra fe, podemos contemplar así la profunda
unidad en Cristo entre creación y nueva creación, y de toda la historia de la salvación. Por recurrir a
una imagen, podemos comparar el cosmos a un «libro» –así decía Galileo Galilei– y considerarlo
«como la obra de un Autor que se expresa mediante la “sinfonía” de la creación. Dentro de esta
sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en lenguaje musical se llamaría un “solo”, un tema
encomendado a un solo instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el
significado de toda la ópera. Este “solo” es Jesús... El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el
cielo, la creación y el Creador, la carne y el Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque
en él se unen sin confundirse el Autor y su obra»

37. Como se ha afirmado en la Asamblea sinodal, una aportación significativa para la recuperación
de una adecuada hermenéutica de la Escritura proviene también de una escucha renovada de los
Padres de la Iglesia y de su enfoque exegético. En efecto, los Padres de la Iglesia nos muestran
todavía hoy una teología de gran valor, porque en su centro está el estudio de la Sagrada Escritura
en su integridad. Efectivamente, los Padres son en primer lugar y esencialmente unos
«comentadores de la Sagrada Escritura». Su ejemplo puede «enseñar a los exegetas modernos un
acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura, así como una interpretación que se
ajusta constantemente al criterio de comunión con la experiencia de la Iglesia, que camina a través
de la historia bajo la guía del Espíritu Santo».

Aunque obviamente no conocían los recursos de carácter filológico e histórico de que dispone la
exegesis moderna, la tradición patrística y medieval sabía reconocer los diversos sentidos de la
Escritura, comenzando por el literal, es decir, «el significado por la palabras de la Escritura y
descubierto por la exegesis que sigue las reglas de la justa interpretación». Santo Tomás de Aquino,
por ejemplo, afirma: «Todos los sentidos de la sagrada Escritura se basan en el sentido literal».
[121] Pero se ha de recordar que en la época patrística y medieval cualquier forma de exegesis,
también la literal, se hacía basándose en la fe y no había necesariamente distinción entre sentido
literal y sentido espiritual. Se tenga en cuenta a este propósito el dístico clásico que representa la
relación entre los diversos sentidos de la Escritura:

«Littera gesta docet, quid credas allegoria,


Moralis quid agas, quo tendas anagogia.
La letra enseña los hechos, la alegoría lo que se ha de creer, el sentido moral lo que hay que
hacer y la anagogía hacia dónde se tiende».

Aquí observamos la unidad y la articulación entre sentido literal y sentido espiritual, el cual se
subdivide a su vez en tres sentidos, que describen los contenidos de la fe, la moral y la tensión
escatológica.
En definitiva, reconociendo el valor y la necesidad del método histórico-crítico aun con sus
limitaciones, la exegesis patrística nos enseña que «no se es fiel a la intención de los textos bíblicos,
sino cuando se procura encontrar, en el corazón de su formulación, la realidad de fe que expresan, y
se enlaza ésta a la experiencia creyente de nuestro mundo». Sólo en esta perspectiva se puede
reconocer que la Palabra de Dios está viva y se dirige a cada uno en el momento presente de nuestra
vida. En este sentido, sigue siendo plenamente válido lo que afirma la Pontificia Comisión Bíblica,
cuando define el sentido espiritual según la fe cristiana, como «el sentido expresado por los textos
bíblicos, cuando se los lee bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual
de Cristo y de la vida nueva que proviene de él. Este contexto existe efectivamente. El Nuevo
Testamento reconoce en él el cumplimiento de las Escrituras. Es, pues, normal releer las Escrituras
a la luz de este nuevo contexto, que es el de la vida en el Espíritu»

4. La respuesta al Dios que nos habla (Dei Verbum 5)

Dei Verbum 5 (La revelación hay que recibirla con fe )

5. Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía
libre y totalmente a Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la
voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El. Para profesar esta fe es
necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual
mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el
aceptar y creer la verdad". Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo
Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones.

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