Era de la Apostasía
Era de la Apostasía
Era de la Apostasía
como propiedad del Adeptus Terra. Pulsa sobre él para aprender más sobre los dominios del
Emperador.
El conocimiento es poder. Guárdalo bien.
"La Era más oscura, el más triste de los tiempos. Que nadie nombre a aquel que nos hundió..."
La Era de la Apostasía fue uno de los mayores y más graves conflictos internos de la historia
del Imperio. Tuvo lugar en el M36, cinco milenios después de la Herejía de Horus. Su origen estuvo
en la lucha de poder entre la Eclesiarquía y el Adeptus Administratum.
La Senda de la Condenación
El poder de la Eclesiarquía se propagó por todos los aspectos de la vida imperial. Desde los
humildes mineros y ordenanzas, pasando por los Oficiales de la Guardia Imperial y la Flota, hasta
los Gobernadores Planetarios; y los propios Altos Señores de Terra, todos eran leales al Culto
Imperial, al menos en teoría. Muchas veces, los Altos Señores adoptaban el punto de vista de la
Eclesiarquía, creyendo que representaban la voz del Emperador; una opinión que el Ministorum no
hizo nada por contradecir. En poco tiempo la Eclesiarquía dictaba indirectamente la ley imperial,
organizaba ejércitos, decidía qué amenazas eran prioritarias y hacia dónde debían dirigirse los
recursos imperiales.
En un intento de escaparse de las garras del Alto Señor del Administratum, el Eclesiarca Benedin
IV trasladó el Santo Sínodo y los escalafones superiores del Adeptus Ministorum al planeta Ophelia
VII en el Segmentum Tempestus. Éste había sido la diócesis de Benedin como Cardenal, y
posiblemente el planeta más rico después de Terra y Marte.
A mediados del trigésimo quinto milenio, casi trescientos años después del traslado a Ophelia
VII, Greigor XI fue elegido para la posición de Eclesiarca. Greigor, un hombre profundamente
espiritual, era considerado el paso siguiente en el crecimiento de la Eclesiarquía: aires frescos para
despertar lo que se había convertido en un apático Santo Sínodo. Sin embargo, los Cardenales no
estaban en absoluto preparados para lo que estaba a punto de suceder. Greigor anunció que el
Adeptus Ministorum regresaría a Terra. Aunque esta decisión recibió una fuerte oposición tanto
desde dentro como desde fuera de la Eclesiarquía, Greigor creía que el verdadero centro de la Fe
debía ser Terra, el planeta natal de la humanidad y lugar de reposo del Emperador.
Nadie pudo disuadirle de esta decisión, y aunque llevó doce años organizar el regreso, el tiempo
necesario para reunir los recursos y las necesidades físicas del viaje por el espacio disforme, las
puertas de los Palacios Eclesiarcales de Terra volvieron a abrirse una vez más. El acondicionamiento
de los Palacios supuso una fuerte carga para las ya maltrechas arcas de la Eclesiarquía. Al haberse
agotado sus fondos con el extremadamente costoso traslado a la Tierra, el Adeptus Ministorum
tuvo que incrementar aún más los diezmos para costear la reconstrucción.
La Anarquía
Debido a las cada vez mayores demandas de los Cardenales, los diezmos de la Eclesiarquía se
incrementaron una vez más. Desafortunadamente, la mayoría de la población ya se encontraba al
límite de sus posibilidades, y este nuevo incremento fue considerado por muchos como
innecesariamente desorbitado. En una gran cantidad de mundos Imperiales la población se rebeló
abiertamente contra la Eclesiarquía, negándose a pagar. Incluso algunos Gobernadores
Planetarios se pronunciaron en contra de los excesos del Ministorum, pero nadie les escuchó.
La Eclesiarquía respondió con la venganza, enviando ejércitos para aplastar cualquier signo de
revuelta, y ejecutando a altos cargos por herejía. Alexis XXI utilizó el Oficio Asesinorum para
eliminar a varios Gobernadores que utilizaron los diezmos para financiar sus propias Fuerzas de
Defensa Planetaria, y se le atribuye el haber dicho: "Habían abjurado de la protección del
Emperador para su propio beneficio material". Los diezmos se utilizaron para construir templos
todavía más grandes, para erigir estatuas de los Eclesiarcas difuntos junto a las autopistas de los
planetas y para decorar los Palacios Eclesiarcales con los metales y joyas más raras.
La rebelión prosiguió. En todo el Imperio se produjeron revueltas en masa que las Fratrías
Templarias de la Eclesiarquía sofocaban rápidamente. Todos aquellos que desafiaban los derechos
de la Eclesiarquía eran acusados de herejes y castigados en consecuencia. Hubo quien pensó que
los sangrientos métodos de represión de la Eclesiarquía eran excesivos, pero no eran nada en
comparación con lo que estaba por llegar.
Cuando el Imperio todavía tenía problemas para sobrevivir a causa de las guerras y la falta de un
verdadero liderazgo en Terra, nuevos desastres se cernieron sobre la humanidad. A principios del
trigésimo sexto milenio la incidencia de las tormentas de Disformidad empezó a aumentar. Los
viajes entre las estrellas que no estuvieran próximas se volvió arriesgado, y a medida que pasaban
los siglos el espacio disforme fue convirtiéndose en una masa de turbulentas tormentas. La
navegación se hizo difícil por toda la Galaxia, y cientos de sistemas quedaron totalmente aislados.
Con los recursos del Administratum y la Eclesiarquía concentrados en su lucha por el poder, la
mayor parte del Imperio se sumió en la anarquía. En los pocos planetas aún accesibles a las naves
interestelares, el poder de la Eclesiarquía fue brutalmente impuesto por las Fratrías Templarias, y
cualquier ligera desviación de sus santos decretos era considerada herética, colgando o quemando
al responsable de ese crimen.
Viendo las convulsiones que agitaban al Imperio, los incursores del Caos emergieron del Ojo del
Terror para atacar los despojos de sus enemigos. Los Kaudillos Orkos asolaron amplias zonas de la
Galaxia sin que nadie pudiera detenerles. En los planetas aislados de Terra los cultos del
Caos y Genestealers se rebelaron y depusieron a sus gobiernos, condenando a mundos enteros a la
esclavitud y las masacres. Los planetas que no fueron devastados por alienígenas lucharon por
conservar lo que pudieron. Con el paso del tiempo incluso los planetas más avanzados comenzaron
a doblar la rodilla. Como había sucedido anteriormente, sin la firme guía del Adeptus Ministorum,
incluso el Culto al Emperador comenzó a evolucionar hacia una serie de sub-cultos y sectas, y en
los tiempos difíciles de aquellos siglos, quienes alguna vez habían sido hermanos bajo la luz del
Emperador combatían uno contra el otro para imponer sus ideales religiosos.
Una vez bien afianzado en su posición dentro del Administratum, Vandire se puso en marcha para
hacerse con el control de la Eclesiarquía. Mientras otros Altos Señores habían manipulado de
forma encubierta al Adeptus Ministorum, Vandire fue totalmente abierto en sus intenciones. Al
final Vandire en persona dirigió un contingente selecto de oficiales de la Guardia Imperial hasta el
Palacio Eclesiarcal y destronó a Paulis III en lo que sólo puede ser considerado como un golpe
militar. Declarando que Paulis III era un traidor a la Humanidad, hizo que el Eclesiarca fuese
sumariamente fusilado, y ocupó el puesto dual de Alto Señor de Terra y de la Eclesiarquía.
Sorprendido y aterrorizado, el Santo Sínodo no pudo hacer nada para oponerse a Vandire, ya que
éste empezó a eliminar a cualquiera que se le opusiese dentro del Ministorum. Cuando la ira de
Vandire cayó sobre los Cardenales, todos aquellos que aún no habían huido decidieron regresar
a Ophelia VII para escapar de las garras del Alto Señor. Sin embargo, el destino les jugó una mala
pasada y en cuanto su nave entró en el espacio disforme fue engullida por una enorme tormenta y
nadie volvió a saber nunca nada más de ellos. Vandire proclamó que era la voluntad del
Emperador, evidencia de su derecho divino a gobernar el Imperio en Su nombre.
Vandire nombró Cardenales de su entero gusto para cubrir los bancos de caoba de las cámaras del
Santo Sínodo. Seleccionó una calculada mezcla de dementes sin fuerza de voluntad y genios
brillantes con la suficiente cantidad de crueldad para asegurarse de que apoyarían sus deseos sin
réplica alguna. El Alto Señor poseía al fin el control total y sin oposiciones sobre la Eclesiarquía y el
Administratum. El Imperio afrontaba los momentos más terribles desde la Herejía de Horus.
Vandire caía a menudo en un estado de semitrance, durante el cual discutía consigo mismo con voz
susurrante y en otras ocasiones gritaba sin razón aparente. Afirmaba que estaba recibiendo
mensajes del Emperador. Estos períodos meditativos siempre eran seguidos por accesos de
violencia excesiva. Había instalado un descomunal mapa tridimensional del Imperio en su Cámara
de Audiencias, que era constantemente actualizado con la actividad de las tormentas de
Disformidad. Tan pronto como era posible llegar a un mundo, enviaba una flota de guerra para
establecer su control en él.
El Reinado del Terror afectó a todo el Imperio. Muchos oficiales psicópatas de la Guardia y
la Armada estaban demasiado dispuestos a ejecutar las órdenes de Vandire: el bombardeo vírico
del Mundo Colmena de Calana VII sin razón aparente; la invasión de las tierras agrícolas de Boras
Minos y la posterior esclavización de todas las niñas menores de doce años de edad; la utilización
de las baterías orbitales de Jhanna para fundir los casquetes polares del planeta, donde murieron
ahogadas casi cuatro mil millones de personas en las inundaciones resultantes. La lista es
interminable, meticulosamente registrada por los escribas de Vandire. Éste dictaba largos discursos
lamentándose del maltrecho estado del Imperio, exigiendo justicia contra el sector de la
humanidad que en ese momento fuera el objetivo de su odio.
Con un séquito de casi cien mil sirvientes y soldados, Vandire llegó a San Leor. Mientras la
procesión de kilómetros de longitud se dirigía hacia el templo de las Hijas del Emperador, los
agentes de Vandire precedieron a la caravana del Eclesiarca, obligando a la escasa población de
granjas y pueblos a alinearse a lo largo de las calles de sus poblaciones y mostrar el debido
respeto. Aquellos que no lo hacían eran ejecutados en el acto, sin tener en cuenta sus razones.
Incluso los ancianos y los recién nacidos fueron sacados de sus casas para presenciar la llegada del
Eclesiarca. Las multitudes, a punta de pistola, eran provistas de laureles y regalos con los que
obsequiar al Señor Vandire, tirándole flores perfumadas y alabándole. Los holovídeos de las
diversas ceremonias realizadas por el Señor Vandire se difundieron por todos los planetas
accesibles por el Imperio, aprovechando esta propaganda para reforzar más aún el poder del
Eclesiarca.
Al llegar al templo, Vandire encontró las puertas cerradas a cal y canto, y fue informado por una
joven Hija del Emperador de que la Orden no reconocía su autoridad. Esperando la acostumbrada
explosión de rabia y destrucción, los aterrorizados funcionarios de Vandire temieron por sus vidas.
Sin embargo, Vandire había tenido en cuenta la posibilidad de una respuesta tan insolente y ya
había pensado una solución. Ordenó a las Hijas del Emperador que presenciaran un hecho que
demostraría que tenía el favor del Emperador.
Acompañado por una pequeña escolta, Vandire entró en el templo y fue conducido al salón
principal. Ante toda la Orden reunida, Vandire se arrodilló en súplica al Emperador, solicitando su
protección mientras aferraba el Rosario del Eclesiarca con ambas manos. Levantándose
nuevamente, ordenó a un miembro de su escolta disparar sobre él con su pistola láser. Al principio
el oficial se negó, pidiendo a Vandire que no se pusiera en peligro. La respuesta de Vandire que ha
quedado registrada fue: "No hay peligro, tengo la protección del Emperador. ¿Dudas de ello?". El
oficial no tuvo respuesta para esta pregunta, llena como estaba de doble sentido y porque
ocultaba una amenaza de castigo. Fríamente, alzó su pistola, apuntó al pecho del Eclesiarca y
disparó.
Cuando el fogonazo de energía impactó a Vandire, se produjo una explosión de luz, cegando a
todos los que se encontraban en la sala. Cuando recuperaron sus sentidos, vieron a Vandire en pie,
totalmente ileso en el centro de la sala apoyado en su cetro de hueso. Casi al unísono, los Guardias
y las Hijas del Emperador cayeron de rodillas en adoración. Según explicó posteriormente a sus
escribas, Vandire había supuesto que las aisladas Hijas del Emperador jamás habrían oído hablar
del Rosario, o del generador de una pantalla de conversión que contenía.
Recibiendo el juramento de fidelidad de las Hijas del Emperador, Vandire elevó la secta a la
posición de guardia personal del Eclesiarca y se las llevó consigo de regreso a Terra. Desde
entonces, las mujeres guerreras se convirtieron en su escolta personal de soldados y asistentes y
Vandire las rebautizó como Consortes del Emperador. Fueron entrenadas por los mejores
instructores de la Guardia Imperial para combinar sus propias habilidades con las armas modernas.
La noticia de su dedicación a la protección de Vandire se propagó por todo el Imperio. Eran sus
fieles guardianas y sus silenciosas ejecutoras, que matarían con una sola palabra de su Señor.
Las Consortes del Emperador no sólo servían a Vandire como escolta personal, sino que también
eran sus criadas y asistentes. Probaban la comida del Alto Señor, lo alimentaban cuando se
encontraba débil por la enfermedad, cuidaban su frágil cuerpo y lo entretenían con canciones,
bailes y otras habilidades más exóticas. Pese a toda su dulzura, cuando era necesario las Consortes
del Emperador seguían siendo duras combatientes, y cuando el Santo Sínodo intentó asesinar a
Vandire unos años más tarde, las Consortes entraron en la sala de reuniones, cerraron las puertas y
salieron una hora más tarde llevando las cabezas cortadas de todos los Cardenales.
Sebastian Thor
La violenta represión y las carnicerías infundadas prosiguieron durante siete décadas tras la
ascensión de Vandire al Palacio Eclesiarcal. Los recursos del Adeptus Ministorum se destinaban a
los sangrientos pogromos y a la construcción de nuevos e inmensos monumentos del Emperador y
Vandire. Sin embargo, la locura de Vandire se dirigía siempre hacia el exterior, y aunque los
planetas más remotos disponían de torres y catedrales kilométricas, el Palacio Eclesiarcal de Terra
cayó de nuevo en el abandono. Se desmoronaron alas enteras del edificio a causa del peso de los
siglos, y los inmensos candelabros e incensarios de la Cámara de Audiencias se dejaron extinguir.
Mientras el resto del Imperio refulgía con el brillo del oro y el platino, y resplandecía con la luz de
millones de gemas raras, el dominio personal de Vandire se convirtió en un oscuro cubil de
sombras y vientos gélidos y húmedos. En algunos lugares el polvo se acumulaba hasta los tobillos;
las antiguas reliquias estaban manchadas y deslustradas; los tapices se desgastaban y enmohecían;
las ratas y otras alimañas dejaban su huella en las valiosísimas alfombras. Muchas veces, la gran
sala estaba iluminada tan sólo por un único candelabro, y tan sólo algunas pisadas dispersas
delataban la presencia en la oscuridad de las Consortes del Emperador.
Incluso durante el día, la pátina de mugre y suciedad que cubría las vidrieras apenas dejaba pasar
un rayo de luz solar. Cuando las lluvias persistentes limpiaban el exterior de los ventanales, un haz
de luz más clara podía llegar hasta el suelo de la gran sala, pero en esos casos Vandire se retiraba a
sus habitaciones y se sentaba durante días en completo silencio. El Alto Señor caía en largos
sueños en los que, atormentado por las pesadillas, lanzaba aullidos histéricos. Su anciano cuerpo
fue saturado de drogas y elixires para evitar las inevitables enfermedades y achaques de la edad.
Sin embargo, con las armas de las Consortes del Emperador siempre dispuestas a obedecer su
voluntad, el inválido Alto Señor seguía mandando con puño de hierro. En sus momentos de mayor
lucidez, podía oírse al achacoso Vandire murmurando contra la luz. Las notas de sus escribas
indican que su temor hacia la luz solar crecía día a día.
Nadie en Terra sabía de dónde procedía este hombre o cuáles podían ser sus objetivos. Los Altos
Señores iniciaron un debate de más de un mes sobre las acciones que debían llevarse a cabo.
Después de su estallido inicial, Vandire se encerró en sí mismo más que nunca, y en la mayoría de
las reuniones del consejo aparecía acurrucado en el trono de ébano y terciopelo del Eclesiarca,
rodeado por las siempre vigilantes Consortes del Emperador, con sus ojos fijos en el vacío. Cuando
llegaron nuevas noticias de la revuelta, fue evidente que la rebelión tenía que abortarse
rápidamente. En tres meses otros ochenta sistemas habían declarado su lealtad a la Confederación
de la Luz y sólo la presencia de los ejércitos y flotas del Ministorum evitaba que sucediera lo mismo
en otros sectores de los límites septentrionales de la Galaxia. Para neutralizar esta amenaza se
envió a las Fratrías Templarias más leales, con la orden de arrasar Dimmamar y aniquilar a toda
criatura viviente del planeta.
La flota de guerra partió rápidamente, pero poco después de entrar en el espacio disforme cerca
del sistema Clax, fue destruida por una tormenta de Disformidad de proporciones colosales. La
última transmisión astropática hablaba de arcos de energía blancos que partían los cascos de las
naves, la potencia de la tormenta retorcía literalmente a hombres y máquinas, haciendo
implosionar a los soldados y desintegrándolo todo. El Sistema Clax ha quedado aislado desde
entonces por la tempestad, y se dice que aquellos que pasan por sus proximidades todavía pueden
oír los gritos de los muertos y el eco de los últimos pensamientos de los Astrópatas. Es un área de
malos augurios conocida actualmente como la Tormenta de la Ira del Emperador.
Con este severo revés para el poderío militar de la Eclesiarquía, la totalidad de la población
del Segmentum Obscurus se alzó en rebelión. Los Palacios Cardenalicios fueron asaltados por
fanáticos conversos, que rasgaron los tapices, quemaron los iconos y rompieron las vidrieras. En
medio de toda esta locura, el nombre de Sebastian Thor seguía repitiéndose. ¿Quién era esta
misteriosa figura que parecía buscar la destrucción de la Eclesiarquía y con ella la del propio
Imperio? Quizás se trataba de algún instrumento de los Dioses del Caos, otro Horus intentando
esclavizar de nuevo a la humanidad. También era posible que alguna otra fuerza alienígena lo
controlara: una de las numerosas criaturas del espacio disforme, o alguna raza inmensamente
poderosa no detectada hasta entonces. A medida que los agentes del Ministorum fueron
reuniendo más información, los Altos Señores quedaron sorprendidos por las noticias.
Thor no era ninguna entidad daemónica con intención de corromper el Imperio; era sólo un
hombre educado en una Schola Progenium de Dimmamar. Los interrogatorios a antiguos
compañeros revelaron que había sido un devoto, aunque introvertido, seguidor del Culto Imperial
desde muy temprana edad. Sin embargo, Thor había afirmado recientemente tener visiones del
Emperador, y había avisado del desastre que estaba a punto de caer sobre la humanidad. Se decía
que Thor había echado a un viejo Predicador de su púlpito en medio de una oración y había
denunciado los procedimientos de la Eclesiarquía. Con una elocuencia y un carisma que los
informantes no podían explicar, Thor se dirigió a los presentes, penetrando con sus palabras en sus
mentes y corazones.
Las nuevas del incidente se propagaron rápidamente, y pronto millares de personas acudieron a oír
sus sermones y marchaban junto a él con un nuevo celo religioso que ardían en sus almas,
propagando aún más el mensaje. Algunos miembros de la herética Confederación de la Luz se
aproximaron al joven en secreto, y en su siguiente sermón declaró abiertamente su lealtad a la
secta. Thor fue conducido ante el Comandante Imperial, Gaius Welkonnen, y le habló de sus
sueños y visiones, y de su ambición por liberar al Imperio de la tiranía de Vandire. Nadie podía
explicar qué extraño poder contenía la voz de Thor, pero el Gobernador inmediatamente juró
lealtad a Sebastian Thor y puso el ejército de Dimmamar a su disposición, como el adepto había
solicitado.
Las noticias sobre Sebastian Thor se extendieron desde el Segmentum Obscurus hacia otras partes
del Imperio. La distancia exageró el mensaje, y pronto Thor estaba siendo aclamado como un Dios.
Al haber sido destruido la mayor parte de su ejército en Clax, el Adeptus Ministorum no podía
hacer nada para evitar que un sistema tras otro, una diócesis tras otra cambiasen su lealtad hacia
la nueva creencia religiosa predicada por Thor. A pesar de la abierta oposición de muchos
Cardenales y Confesores que veían cómo su poder, sus tradiciones y su forma de vida estaban
siendo destruidos, el credo de Thor convirtió a millones de seguidores. La cooperación y el
sacrificio pasó a ser la doctrina de aquellos que oían los apasionados discursos de Thor,
pronunciados en todos los planetas por los que pasaba a lo largo de la ruta hacia Terra. Aunque
muchos se opusieron a Thor, en todo el Imperio la situación general estaba en contra de Vandire.
Las masas habían sido presionadas hasta el límite, pero esta vez tenían un líder que les guiaba.
Aunque la mayor parte del Palacio Eclesiarcal había quedado en ruinas, el complejo central que
albergaba el salón del trono de Vandire continuaba siendo una fortificación casi inexpugnable.
Durante meses, las fuerzas combinadas de la Tecnoguardia y los Marines Espaciales intentaron
abrir una brecha en los muros, pero fueron rechazados una y otra vez por las Consortes del
Emperador, que en esa época contaban con diez mil guerreras. Mientras los gigantescos cañones
del Adeptus Mechanicus bombardeaban una y otra vez los muros del Palacio, y las escuadras de
asalto de los Marines luchaban por corredores de kilómetros de longitud plagados de muertos, la
atención de Vandire y los Altos Señores se dirigía hacia el exterior. Pero era desde el interior de
donde iba a llegar el mayor peligro.
Las defensas del Palacio Eclesiarcal no constituían obstáculo alguno para los Adeptus Custodes, con
sus conocimientos milenarios del Palacio Imperial y de sus miles de kilómetros de corredores
ocultos y pasadizos secretos. Un pequeño contingente de Custodios, al mando de un Centurión de
los Comilitones, se abrió paso hasta el centro del dominio de Vandire. Saliendo de los túneles
secretos, no tardaron en ser detenidos por las Consortes del Emperador. Solicitando una tregua
para parlamentar, el Centurión dejó en el suelo sus armas y caminó al encuentro de las guardianas
de Vandire. Durante una hora desarrolló una apasionada petición para que las Consortes del
Emperador renunciasen a sus juramentos, intentando convencerlas de que estaban combatiendo
en nombre del mal, no del Emperador. Sin embargo, las Consortes del Emperador no se dejaron
convencer por sus argumentos, y al anónimo Centurión no le quedó más que una opción. Dejando
a sus hombres como rehenes, el Centurión guió a la oficial de las Consortes del Emperador y a una
escolta de cinco guerreras a través de los túneles.
Las Consortes del Emperador pronto se encontraron perdidas en el interior del oscuro y retorcido
laberinto, pero el silencioso Centurión las condujo sin titubeos hasta el interior del Palacio
Imperial. Finalmente aparecieron ante una luz mortecina, frente a los Comilitones que custodiaban
La Puerta; la entrada secreta a la Sala del Trono Dorado. El Centurión les explicó lo que estaba
sucediendo, que las mujeres guerreras estaban a punto de entrar en el lugar más sagrado de
la Galaxia, y que él las conduciría ante el propio Emperador. Iban a ver lo que nadie, salvo
los Primarcas y los Comilitones, había visto durante seis milenios. El Centurión les avisó de que si
hablaban morirían, y las guió hacia la luz dorada que escapaba del portal entreabierto.
Lo que vieron no ha quedado registrado, y los Comilitones hicieron jurar a las Consortes del
Emperador que guardarían el secreto. Se rumorea que vieron al Emperador, inmovilizado por las
energías del Trono Dorado. Lo que sucedió entre ellas y los Comilitones también es causa de
muchas especulaciones, pero cuando volvieron a cruzar La Puerta, sus ojos ardían con un odio y
una furia incontrolables. Sin pronunciar una palabra, el Centurión las guió de nuevo a través de los
lúgubres túneles, esta vez directamente hasta la Cámara de Audiencias. Su oficial, Alicia Dominica,
habló de la traición de Vandire y su depravada corrupción de la Eclesiarquía, pero sobre todo habló
de la retorcida perversión de la orden. Furiosas y avergonzadas, renunciaron al nombre de
Consortes y se convirtieron una vez más en las Hijas del Emperador.
Durante todo este tiempo, Vandire había permanecido ignorante de la revuelta que se cernía sobre
él, estudiando el mapa tridimensional del Imperio. Saliendo de su introspección, parpadeó
sorprendido cuando se percató de las guerreras congregadas a su alrededor. El distante sonido del
tiroteo había enmudecido en cuanto el mensaje se había extendido por el Palacio Eclesiarcal. Las
cuatro mil combatientes que habían sobrevivido al asalto de los Marines Espaciales y la
Tecnoguardia fueron reuniéndose lentamente en el gran salón.
Vandire pronunció un apasionado discurso, explicando qué sistemas tenían que ser aplastados,
dictando órdenes para que se enviaran flotas para aniquilar a Thor y a sus seguidores. Sin
embargo, incluso sus escribas lo habían abandonado, y se había quedado solo en la Cámara de
Audiencias con las vengativas Hijas del Emperador. Alicia Dominica se enfrentó a Vandire. Sus
palabras están grabadas sobre el negro sarcófago de marfil que contiene su cuerpo:
"Habéis cometido la mayor herejía. No sólo habéis dado la espalda al Emperador y abandonado su
luz, sino que además habéis profanado su nombre y casi destruido todo aquello por lo que él ha
luchado. Habéis pervertido y retorcido la senda que había establecido para que siguiera la
Humanidad. Como vuestros propios decretos han establecido, no puede haber gracia para tal
crimen, no puede sentirse piedad para un criminal como este. Renuncio a vuestra autoridad,
camináis en la oscuridad y no podéis seguir viviendo. Vuestra sentencia ha sido aplazada durante
demasiado tiempo. Ha llegado el momento de que muráis."
Dominica desenfundó su Espada de Energía y la sostuvo en alto para que todas la vieran. Vandire
miró hacia las guerreras congregadas, confuso, con el entrecejo fruncido. Negando ligeramente
con la cabeza, el Alto Señor susurró sus últimas palabras:
La espada de energía cayó, decapitando al Alto Señor traidor de un solo tajo y partiendo su Rosario
por la mitad. El Reinado del Terror había terminado.