La Voz de Los Libros - Maribel Riaza
La Voz de Los Libros - Maribel Riaza
La Voz de Los Libros - Maribel Riaza
tiene nuestra especie, la escritura existe desde hace solo cinco mil. Leer es
algo muy nuevo. Mucho más aún lo es la lectura individual y en silencio.
Antes de leer como lo estás haciendo ahora mismo, la literatura era un acto
social y se leía para otros, y no solo eso, sino que en el Renacimento llegó a
existir la figura de «Lector de su Majestad». Obras como El Quijote, La
Celestina o El Lazarillo de Tormes llegaron al pueblo gracias a las
declamaciones que se realizaban en las calles y este tipo de lectura sería clave
también en el progreso de las ideas revolucionarias entre los franceses del
siglo XVII. La lectura en voz alta llegó a ser un acto popular en las reuniones
sociales del siglo XIX y, a pesar de haber cambiado nuestro modo de leer, ha
pervivido de un modo u otro hasta nuestros días.
¿Por qué se leía en voz alta? ¿Cuándo y por qué pasamos a hacerlo en
silencio? ¿Tiene sentido leer en alto en el s. XXI? ¿Cómo han aprendido a leer
las máquinas y cómo leeremos en el futuro? Maribel Riaza intenta dar
respuesta a todas estas preguntas en este libro ameno, divulgativo y lleno de
curiosidades que nos lleva a conocer mejor cómo eran los lectores que nos
han precedido y cómo se ha disfrutado de la literatura a través de este noble
arte de leer.
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Maribel Riaza
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Maribel Riaza, 2024
Ilustración de la cubierta: Fernando Vicente
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Índice de contenido
INTRODUCCIÓN. DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE
LEER
PRIMERA PARTE Cuando la mejor manera de disfrutar de la literatura era
hacerlo en voz alta
1. CUANDO LOS LIBROS ERAN LAS PERSONAS
LA HISTORIA DE LA SERPIENTE ARCO IRIS
TABRILLAS QUE HABLAN
LA SÁTIRA DE LOS OFICIOS Y LOS ESCRIBAS
HACE MUCHO TIEMPO, EN UNA GALAXIA MUY MUY LEJANA…
2. VERBA VOLANT
LA ARTIMAÑA QUE UTILIZA ACONCIO PARA QUE CIDIPE SE CASE
CON ÉL
LECTURA EN LA ACADEMIA DE PLATÓN
HERÓDOTO ES UNA ROCKSTAR
LA PARADOJA DE JONES Y ANDRÓPOLIS
SE ESCRIBE TODO JUNTO
APARECE EL PERGAMINO
ZENÓN ESCUCHA UN LIBRO QUE LE CAMBIARÁ LA VIDA
ESCLAVOS PARA LEER
LA LECTURA SILENCIOSA GENERA MALENTENDIDOS
3. LEER ERA UNA FIESTA
CENA EN LA CASA DE PLINIO EL JOVEN
LECTORES PROFESIONALES
APRENDER A LEER Y ESCRIBIR
VIRGILIO LEE LA ENEIDA
LA INVENCIÓN DEL CÓDICE
LA LECTURA SILENCIOSA NO ES DE FIAR
LEER ES UN PLACER
4. LEER A DIOS
ESDRAS LEE LA LEY DE MOISÉS ANTE CIENTOS DE PERSONAS
LA REGLA DE SAN BENITO ESTABLECE CÓMO LEER EN VOZ
ALTA
SAN AGUSTÍN SE ASOMBRA CON LA LECTURA EN SILENCIO
LOS POCOS LIBROS
LA HISTORIA DEL ESPACIO EN BLANCO
LA INVENCIÓN DEL PAPEL
5. EL LECTOR DEL REY
LA INVENCIÓN DE GUTENBERG Y ¿EL FIN DE LA LECTURA EN
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VOZ ALTA?
DE VÍRGENES Y PUTAS
QUIÉN PUEDE LEER EN ALTO LA BIBLIA
LAS PRIMERAS GAFAS
EL LECTOR DEL REY
LAS EMPLEADAS DE HOGAR LEEN A LAS SEÑORAS
LA INTIMIDAD DE LA LECTURA SILENCIOSA
6. LEER EN LA CALLE
EL ESTRADO DONDE LAS MUJERES SE REÚNEN PARA LEER
LA VOZ DE LOS LIBROS LLEGA AL VULGO
ARQUEÓLOGOS DE LAS PALABRAS HABLADAS
UN CRISOL DE LECTORES EN EL QUIJOTE
OÍR CON LOS OJOS
7. LA REVOLUCIÓN DE LA LECTURA
LLORAR AL LEER LAS PENAS DEL JOVEN WERTHER
LEER A LA LUZ DE UNA VELA
LECTURA EN LOS CLUBES FEMENINOS REVOLUCIONARIOS
LOS LIBROS SIGUEN SIENDO UN LUJO
LOS SALONES DE LECTURA
ROUSSEAU VA DE PALACIO EN PALACIO LEYENDO SU LIBRO
A LA REINA MARÍA ANTONIETA LE LEEN EN VOZ ALTA
DIARIOS DE SAMUEL PEPYS
LEER EN CASA
LA LECTURA EN LOS CUADROS DE GOYA
8. LA EXTENSIÓN DE LA VOZ DE LOS LIBROS GRACIAS AL VAPOR
EL IMPACTO DE LA IMPRENTA DE VAPOR
LA LECTURA DE LA EPOPEYA DE GILGAMESH NOS RESULTA
FAMILIAR
OTRA VUELTA DE TUERCA
9. LA VOZ DE LAS ESCRITORAS SE ESCUCHA EN ALTO
EL AÑO SIN VERANO EN EL QUE MARY SHELLEY ESCUCHÓ EL
QUIJOTE
TÉ EN LA CASA DE JANE AUSTEN
MANSFIELD PARK
MUJERCITAS
10. ESCUCHAR LEER A DICKENS
ESCUCHAMOS DAVID COPPERFIELD
LA GIRA DE CHARLES DICKENS
ESCUCHAR LAS NOTICIAS DEL PERIÓDICO
11. LEER EN LA FÁBRICA DE TABACO
EL CONDE DE MONTECRISTO EN UNA FÁBRICA DE TABACO
CÓMO Y DÓNDE EMPEZÓ TODO
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CÓMO ERAN LAS LECTURAS Y QUÉ ESCUCHABAN
CIGARRERAS LIBERTARIAS
12. LEER EN LA GUERRA
ROMANCEROS EN PLENO SIGLO XX
EL CINE: UNA NUEVA FORMA DE CONTAR LAS HISTORIAS
EL PUEBLO A LA CONQUISTA DE LA CULTURA
LECTURAS EN LOS HOSPITALES DE LA GUERRA
LA VOZ COMIENZA A APAGARSE
SEGUNDA PARTE La resistencia de la voz de los libros
13. LEER A CIEGAS
LEER A BORGES
EL PADRE QUE GRABABA CASETES A SU HIJO
LECTORES A DOMICILIO
14. EL CUENTO DE ANTES DE DORMIR
LEEMOS UN CUENTO EN CLASE
CUÉNTAME UN CUENTO
LEER JUNTOS
POR QUÉ LEER A LOS NIÑOS EN VOZ ALTA
15. LEER ES SALUD
LEER EN EL HOSPITAL
LEER PARA SENTIRSE LIBRE
ABRIRSE COMO UN LIBRO
16. EL ESPECTÁCULO DE LA LECTURA
LAS LECTURAS EN VOZ ALTA SALVAN UNA LIBRERÍA
LEER JUNTOS EL QUIJOTE Y EL ULISES
ROBERTO BENIGNI LEE A DANTE
OS LEO A…
17. EMBOTELLAR LA VOZ DE LOS LIBROS
CYRANO DE BERGERAC IMAGINA LOS AUDIOLIBROS
EDISON INVENTA EL FONÓGRAFO
UNAS JÓVENES EMPRENDEDORAS ENLATAN A DYLAN THOMAS
EL ARCHIVO DE LA PALABRA
LA MUTACIÓN DE LAS HISTORIAS
LA VOZ DE BRUCE WILLIS
TODOS LOS CAMINOS LLEGAN AL LIBRO
18. LOS ROBOTS TAMBIÉN LEEN EN VOZ ALTA
UN ROBOT QUE DEVORA LIBROS
LAS DIFICULTADES LECTORAS DE LAS MÁQUINAS
QUÉ DICE LA CIENCIA SOBRE LEER Y ESCUCHAR
CÓMO SERÁ LA VOZ DE LOS LIBROS EN EL FUTURO
EPÍLOGO ¿POR QUÉ SEGUIR LEYENDO EN VOZ ALTA EN EL SIGLO
XXI?
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ANEXO. LA LECTURA EN VOZ ALTA EN LA LITERATURA Y EL
CINE
HISTORIAS DE LA ANTIGÜEDAD
MUJERES Y LECTURA
LEER A ENFERMOS
LEER EN FAMILIA
LEER CON LOS AMIGOS
LECTORES A DOMICILIO
LEER A LA PERSONA AMADA
BIBLIOGRAFÍA
LIBROS DE REFERENCIA Y CONSULTA
PUBLICACIONES ESPECIALIZADAS Y ESTUDIOS CIENTÍFICOS
ARTÍCULOS DE PERIÓDICOS Y REVISTAS DE INFORMACIÓN
GENERAL
PÁGINAS WEB Y OTROS RECURSOS DIGITALES
OBRAS LITERARIAS Y PELÍCULAS
OBRAS LITERARIAS
PELÍCULAS
OTROS RECURSOS
AGRADECIMIENTOS
Sobre la autora
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Para Vicente, Alicia y Olivia,
por las lecturas que hemos tenido juntos
y las que nos quedan por disfrutar
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A word is dead
A word is dead
When it is said,
Some say.
I say it just
Begin to live
That day.
EMILY DICKINSON,
Poem 1212
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INTRODUCCIÓN
DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE LEER
En sus viajes por todo el mundo André Kertész fotografió a gente leyendo en
múltiples situaciones: una mujer en el balcón de su casa, un hombre en un
puesto callejero de libros de segunda mano o un niño con un tebeo sentado
sobre una pila de periódicos. La fotografía tan solo tenía unas décadas de
vida, y André podría haber inmortalizado plantas o animales, pero el hecho de
haber crecido entre los estantes de la librería que regentaba su padre le había
despertado un interés por observar desde la distancia a los lectores. Le
gustaba mirar a través de su objetivo y captar a todas esas personas que, a
través de los libros, se evadían de lo que estaba ocurriendo a su alrededor en
la convulsa Europa de la primera parte del siglo XX. Contemplar a alguien
mientras está leyendo tiene algo de voyeur. Sabemos que el lector, aunque
está físicamente en un tiempo y espacio determinados, se ha transportado a
otras circunstancias, como si mediante ese objeto que es el libro se conectase
a una máquina que lo lleva a otro lugar, tal y como hacían los personajes de la
película Matrix, quienes, al enchufarse, abandonaban su cuerpo y viajaban a
otro mundo que no era el real.
Las instantáneas de Kertész nos transmiten ternura, también nostalgia,
muchas son poéticas y en algunas hasta descubrimos tintes humorísticos, pero
todas capturan ese momento mágico que provoca la lectura. En todas
aparecen personas conectadas a través de un mismo acto, la lectura, y por un
mismo objeto, el libro. Poco importa que se encuentren en distintas ciudades,
ni que sus edades, ocupaciones y, por supuesto, sus historias personales, así
como las que están leyendo, sean diferentes. En algunas de esas imágenes el
lector constituye el tema central, mientras que en otras el foco está en el
entorno que lo rodea, con lo que se da relevancia a la cotidianidad que
envuelve el propio acto de leer o incluso se expone un paréntesis en medio de
un acontecimiento bélico donde, aunque parezca increíble, o precisamente por
ello, también había espacio para la lectura. Kertész, que combatió en la
Primera Guerra Mundial, vivió en ciudades como París y Nueva York, y
recorrió el mundo coleccionando estos momentos de gente leyendo. El
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resultado fueron sesenta y seis fotografías en blanco y negro que se
recogieron en el libro On Reading.
Pero André no fue el único en su afán por inmortalizar la intimidad de los
lectores cuando leían. Conoció en Nueva York al también fotógrafo Steve
McCurry, quien más tarde sería el autor de la icónica La niña afgana, la joven
refugiada de grandes ojos verdes que apareció en National Geographic en
1985 y se convirtió en una de las portadas más célebres de la historia de la
revista. McCurry quedó tan fascinado con la colección de lectores de Kertész,
que se pasó gran parte de su vida viajando por más de treinta países con este
mismo propósito: retratar a gente leyendo. De hecho, terminó publicando otro
libro recopilatorio de fotografías con el mismo título que el de su predecesor.
En todas las instantáneas de Kertész y en la mayoría de las de McCurry se
representa la intimidad y soledad del que lee en silencio y la conexión que
tiene con otras personas y mundos a través del objeto del libro. Como dijo
Paul Auster, «la literatura es esencialmente soledad. Se escribe en soledad, se
lee en soledad y, a pesar de todo, el acto de leer permite una comunicación
entre dos personas».
Sin embargo, esta relación con la lectura no ha sido siempre así; de hecho,
la lectura silenciosa y en solitario fue algo minoritario hasta hace
relativamente poco tiempo. Si nos detenemos a observar una de las
fotografías de McCurry, nos transportamos hasta un templo de Sri Lanka
donde una abuela envuelta en un hábito blanco permanece sentada mientras
parece que lee para su nieto en voz alta. El muchacho está tumbado, con la
cabeza en reposo en las piernas de la anciana, y disfruta de ese momento de
compañía. Personalmente, esta imagen me evoca recuerdos de mi infancia y
de todas las historias que mis abuelos y mis padres me contaban. Una noche
cerrada llamó una bruja a su casa, sabían que lo era porque tenía una verruga
en el cielo de la boca. Entonces no me preguntaba cómo lograron ver la
verruga, solo daba por hecho la constatación de que era una bruja, para la
historia poco importaba cómo se había llegado a esa conclusión, y aquel era
un buen comienzo. La bruja trató de pasar a la casa y con intimidaciones les
pidió dinero. Mis abuelos no sabían qué hacer y ya no podían contenerla más
en la puerta. Entonces mi abuela tuvo una idea, fue a por unas tijeras abiertas
en forma de cruz. La bruja en cuanto vio ese signo comenzó a gritar y salió
corriendo. Mis abuelos habían logrado deshacerse de ella con ingenio y a mí,
que en esos momentos era muy pequeña, me dio miedo, pero a la vez me
pareció algo impresionante. Este tipo de historias, que ellos decían que eran
verdad, cosa que nunca sabré, es más, poco importa, y otras muchas son las
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que alentaron mi imaginación durante mi infancia. Cuando éramos niños,
alguien nos leía un cuento antes de dormir o en una tarde lluviosa en la que no
se podía salir a la calle a jugar nos contaban historias que lograban
sorprendernos y nutrir nuestra fantasía. Podían ser nuestros padres, tíos,
abuelos o profesores, los que nos leían con atención y cariño para que
nosotros, aún demasiado pequeños para poder leer por nuestra cuenta,
pudiéramos viajar a los mundos de Las mil y unas noches, emocionarnos con
los cuentos de los hermanos Grimm o vivir las aventuras de Julio Verne. Este
es un libro que muestra que los libros, incluso antes de que existieran, siempre
han tenido una voz, la voz de alguien que nos los ha leído en alto.
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cerebrales específicas de su cerebro, estimula su imaginación y le hace
experimentar emociones que quizá no haya aún experimentado en su breve
existencia. Para comprobar esto de una manera muy sencilla, aunque más
adelante veremos cómo la ciencia lo ha demostrado, nada como observar a un
grupo de bebés de pocos meses sentados en la alfombra de cualquier
biblioteca en la que se vaya a leer un cuento. En los momentos previos a la
actividad cada uno está a lo suyo: algunos gatean para llegar hasta los libros,
otros pasan sus hojas, están los que los muerden y dan golpes con ellos a la
alfombra, y siempre hay alguno que llora desconsoladamente. Sin embargo,
en cuanto empiezan a reconocer el tono, la cadencia y el ritmo que identifican
como el comienzo de una historia, algo mágico ocurre: el bebé que estaba
llorando deja de hacerlo y el que estaba dando golpes con el libro sobre la
alfombra levanta la cabeza embobado en dirección a la persona que está
leyendo el cuento. Se puede oír el silencio en la sala, solo queda la voz que
parece salir del libro. Los niños quedan fascinados. El libro nos habla a través
de las manos de la persona que lo sostiene, recorre sus brazos, sube hasta el
cerebro, después baja al corazón y desde ahí se escapa la voz por la garganta
hasta que las palabras rozan los labios y llegan a esos pequeños oídos. Los
niños, con los ojos muy abiertos, se enfadan cuando a Cenicienta no la dejan
ir al baile, ríen cuando descubren que el emperador va desnudo y se asustan
cuando el Lobo Feroz se levanta de la cama para comerse a Caperucita Roja.
Por supuesto que llevé a mis hijas a muchas de estas actividades, en
bibliotecas, librerías o parques. Cada noche antes de dormir leíamos uno o
varios cuentos. Cuando fueron más mayores, después de compartir este ratito
juntas, ellas continuaban con los libros entre sus manos, mirando ilustraciones
cuando aún no sabían leer y leyendo ellas sus propias historias una vez que
aprendieron a juntar las letras. La lectura en voz alta se convirtió para ellas en
una actividad de entretenimiento más, por ejemplo, les gustaba leer juntas
cuando hacían «fiesta de pijamas» los fines de semana. Se alternaban para
leer en voz alta mientras cada una sujetaba una parte del libro. Aún lo siguen
haciendo, y cuando las veo así, no puedo evitar pensar en un cuadro del pintor
danés Constantin Hansen, un retrato de sus hermanas mientras leían. Ambas
están muy juntas, la luz les baña los rostros, que se muestran relajados: una de
ellas apoya las manos en el hombro de la otra y ambas disfrutan a la vez del
mismo libro.
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Las hermanas del artista, de Carl Christian Constantin Hansen (1826). Statens Museum for
Kunst, Copenhague. © Album / Heritage Art/Heritage Images
Durante estos últimos años a menudo he fotografiado a mis hijas leyendo. Los
que somos padres y desde que todos tenemos a mano una cámara de fotos en
el móvil sabemos que es muy tentador no tratar de inmortalizar todos los
avances de nuestros pequeños, desde la primera vez que toman la cuchara
para comer solos hasta cuando se sientan en un orinal. A mí siempre me ha
gustado retratar a mis hijas mientras leen, una especie de imitación de la idea
de Kertész. Captar ese momento, tanto cuando lo hacen a solas, en silencio y
en la intimidad, como cuando leen en voz alta entre ellas o comparten lecturas
con alguien de la familia o amigas, siempre me ha parecido especial, como
una forma de guardar la magia que se crea en ese momento.
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Observar esos instantes inmortalizados me lleva a reflexionar sobre en
qué momento de mi vida me convertí en lectora: ¿cuándo aprendí las letras
del alfabeto en la cartilla del colegio y fui capaz de unir las palabras y leer por
mí misma? Recuerdo que fue algo revelador. Me pasé los siguientes meses
leyendo todos los carteles que veía en la calle, tengo imágenes vívidas como
si fueran de ayer. Iba en el coche con mis padres y leía en alto todo lo que era
capaz de descifrar: «Far-ma-ci-a, Ul-tra-ma-ri-nos, Ci-ne». Era mágico, ahora
ya era una lectora, pero ¿no lo había sido ya antes?, ¿en el momento en el que
mis padres o abuelos me leían o contaban una historia? ¿Lo has pensado
alguna vez? Yo diría que es en el instante en que nos cuentan una historia por
primera vez, ya sea de memoria o leída en voz alta, cuando comienza a
consolidarse la formación de un lector. Es así de sencillo.
Muchos padres leen cuentos a sus hijos cuando son pequeños, pero dejan
de hacerlo en cuanto aprenden a juntar algunas letras y a leerlas por sí
mismos, aunque no comprendan bien lo que leen, les cueste mucho y lo hagan
muy lentamente. El argumento esgrimido, mezcla de orgullo y de buena
intención, es que, si ellos continúan leyéndoles cuando ya saben, los críos se
acostumbrarán a la comodidad de que alguien lea por ellos y nunca lo harán
por sí mismos. Quizá es porque consideran que leer solo es leer para uno
mismo y en silencio. Puede que alguno de esos niños logre salvar las
dificultades que implica el acto de la lectura, un proceso mental difícil y
exigente, y se convierta de adulto en un buen lector, sin embargo, otros
muchos se perderán por el camino. En cambio, es muy habitual que los
buenos lectores recuerden que de pequeños les leían y les contaban historias.
Yo misma, el hecho de que me haya convertido en una buena lectora lo
relaciono con eso, con la narración oral y la lectura en voz alta de las que
disfruté de pequeña. Ahora que mis hijas están entrando en la adolescencia, la
rutina de la lectura con ellas ya no es diaria, sino que depende del tiempo que
tengamos o lo cansados que todos estemos, pero, de vez en cuando, antes de
dormir, seguimos leyendo todos juntos como una forma de compartir las
ficciones que tanto nos gustan, igual que cuando vemos en familia una
película, una serie de televisión, o cuando escuchamos música. Así que ¿por
qué no hacer lo mismo con la lectura? Se trata de un hábito familiar muy
sencillo de implantar y que se convertirá en un regalo que les será muy útil
para toda su vida. Un hábito que les permitirá crear un vínculo afectivo no
solo por lo que puedan aprender y comprender, sino por los momentos que
vivirán, sentirán y disfrutarán.
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Ahora intenta imaginarte a alguien leyendo. ¿Cómo lo ves?
Probablemente sentado en una butaca, en una hamaca en la playa o tumbado
en un sofá, con un libro de papel entre las manos, en silencio y ensimismado
en el acto de leer. En nuestro imaginario, leer es leer en silencio y para uno
mismo, y si queremos decir que alguien lee en voz alta y para otros, tenemos
que añadir esa información. Lo curioso no es solo eso, sino que pensamos que
esto ha sido siempre así, que siempre se ha leído en silencio. Pero si tenemos
en cuenta la historia de la humanidad, la lectura silenciosa e individual como
hoy en día la conocemos es una práctica relativamente nueva, además de
minoritaria. Dependiendo de las zonas del mundo, goza tan solo de unas
décadas o a lo sumo un siglo de vida. Lo habitual en los últimos veinticinco
siglos ha sido disfrutar en grupo de la lectura en voz alta. Leer ha sido
siempre leer en voz alta y con otros y, si queríamos decir que alguien leía en
silencio y en solitario, era necesario especificar esa particularidad. Ahora
ocurre todo lo contrario.
El paso de la lectura colectiva en voz alta a una lectura individual y
silenciosa ha sido progresivo a lo largo de la historia. Lo que hasta hace tan
solo un siglo era algo habitual, ver a alguien leyendo en voz alta para otros,
hoy está reservado a las presentaciones de libros, los actos institucionales y la
lectura de cuentos para niños, enfermos o mayores. Mi propósito con este
libro es descubrir una serie de aspectos sobre la lectura y los libros que hasta
ahora quizá no te habías planteado: recorreremos juntos el modo en que
nuestros antepasados leyeron desde que se inventó la escritura y hasta no hace
tanto.
Empecé a pensar en cómo leemos cuando comencé a trabajar en el sector
de los audiolibros, esas grabaciones de lecturas de libros llevadas a cabo por
voces profesionales que nos permiten escuchar historias mientras hacemos
otras tareas, como labores domésticas, ejercicio o que nos acompañan en el
trayecto al trabajo. Javier Celaya, uno de los mayores expertos a nivel
internacional sobre estrategia digital para las editoriales, se puso en contacto
conmigo para ofrecerme participar en un nuevo proyecto relacionado con los
audiolibros. Nada más terminar de hablar con él, me vinieron a la memoria
los casetes de audiocuentos que, en la radio del salón o en el coche, escuchaba
durante mi infancia. Eran cuentos de toda la vida, que antes ya mis padres me
habían leído y contado: Caperucita Roja, Los tres cerditos y otros cuentos
populares, pero dramatizados y con algo de música. En los años ochenta del
siglo pasado no existían televisores portátiles en los coches, por supuesto,
tampoco móviles, consolas o tabletas. Para los niños de aquella época, la
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escucha de cuentos en aquellos casetes hacía mucho más amenos los largos
viajes familiares por carreteras de doble sentido hacia el pueblo o la playa. Mi
experiencia con los audiolibros se había limitado a eso y poco más. Según me
informé después, en otros países los audiolibros se habían mantenido y se
habían seguido comercializando no solo para niños, sino también para
adultos: novela negra, romántica, economía, desarrollo personal, religión… El
formato físico se fue adaptando a cada una de las innovaciones tecnológicas
del momento: de los casetes se pasó a los CD que se vendían (y aún se venden
en la actualidad en Alemania) en librerías, después vino el formato digital a
través de MP3 y por último el móvil gracias a las plataformas de streaming.
Yo, que soy una lectora compulsiva, nunca en mi vida había utilizado
audiolibros, y era porque en España se habían dejado de producir. En los años
noventa se llevaron a cabo algunas iniciativas en este sentido y se publicaron
en formato CD contenidos tan atractivos como Harry Potter u otros de autores
tan reconocidos como Javier Marías, pero, debido al escaso interés y a las
bajas ventas, el sector consideró que había sido un fracaso y dejaron de
producirse.
Ahora yo iba a trabajar en una compañía que se proponía producir
audiolibros en español para impulsar esta nueva forma de disfrutar de los
libros, y así, me di cuenta de que, aunque parecía algo muy nuevo, en realidad
era una práctica muy antigua. Al fin y al cabo, todos sabemos que desde antes
de que se inventara la escritura —e incluso mucho después— se había
desarrollado la literatura oral, el contarnos historias unos a los otros. Pero,
claro, aquello no era lo mismo, una cosa es contar una historia a alguien con
tus palabras y otra muy diferente leer en voz alta un texto tal y como está
escrito, como si fuera uno mismo el que lo está leyendo. También sabía,
porque había leído Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, que en la
Antigüedad se leía en voz alta, aunque no recordaba la explicación de por qué
preferían esta práctica a la de leer en silencio. Solo a partir de la Edad Media,
y de forma muy minoritaria y paulatina, surgió la lectura silenciosa. Aun así,
la lectura en voz alta siguió siendo mayoritaria hasta mediados del siglo XX.
Lo primero que me llamó la atención cuando empecé a documentarme fue la
escasa bibliografía existente sobre el tema. También constaté que, si bien se
han publicado monografías, tesis doctorales, incluso amenos ensayos
divulgativos dirigidos al gran público sobre la historia del libro y otros
muchos aspectos relacionados con él como bibliotecas, librerías, editores,
incluso sobre literatura oral, en muy pocos se hablaba de nosotros, los
lectores. Pocos se han parado a plasmar cómo hemos disfrutado de la lectura a
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lo largo de la historia, por qué se leía en voz alta, en qué ocasiones se
disfrutaba con ella y qué factores provocaron la transición hacia la lectura
silenciosa. De pasada encontraba referencias en textos cuyo foco principal era
otro, más bien información en notas a pie de página, pero no encontré libros
divulgativos que me explicaran este cambio tan importante para la humanidad
y que en realidad no es más que la historia de nosotros mismos, de los
lectores.
¿Por qué comenzamos a leer en voz alta? ¿Por qué no se leía en silencio?
¿Cuáles fueron las causas por las que progresivamente pasamos a una lectura
silenciosa? ¿Hasta cuándo leer en alto fue lo más habitual? ¿Qué cambios
sociales e individuales supone este cambio? ¿Está nuestro cerebro más
preparado para escuchar o para leer? ¿Memorizamos y comprendemos mejor
algo leído o escuchado? ¿Y en qué situación disfrutamos más? ¿Cómo será la
lectura en el futuro dentro del metaverso, la inteligencia artificial y otras
innovaciones tecnológicas? Así, a base de preguntas y respuestas, revisando
estudios de filólogos, antropólogos y expertos en comunicación sobre el libro
y la lectura, he alcanzado una nueva visión sobre cómo se ha transformado el
modo en que los lectores gozamos de los libros, sobre cómo las diferentes
maneras de leer han influido en nuestra forma de disfrutar de las historias o
adquirir conocimiento, pero también sobre cómo nuestra mente, la sociedad,
la forma de pensar y de estar en el mundo han evolucionado al cambiar
nuestra forma de leer.
Pero ¿qué es lo que realmente sabemos de nuestros antepasados y de
cómo se deleitaban con los libros y la lectura? Los vestigios arqueológicos
nos han proporcionado información sobre bibliotecas, libros, imprentas o
librerías, pero ¿qué hay de los lectores? Podemos saber, por ejemplo, qué
libros leían los griegos y cuáles eran sus autores favoritos gracias a catálogos
y listados que han llegado hasta nuestros días. Sabemos, igualmente, dónde se
ubicaba una biblioteca en la antigua Roma porque una excavación ha dejado
al descubierto parte de sus cimientos, pero ¿cómo podemos saber cómo leían
y si lo hacían en voz alta o en silencio? El acto de leer no deja un rastro físico.
Las maneras de leer en cada época se pueden encontrar desperdigadas en
cartas, diarios, regulaciones de órdenes monásticas o noticias de periódicos.
Acostumbrados a una determinada forma de vivir condicionada por nuestra
cultura, tendemos a pensar que nuestras costumbres son eternas y universales.
Nuestra cultura occidental del siglo XXI es principalmente escrita, nos es muy
difícil concebir la literatura sin la letra impresa. Borges dijo en cierta ocasión
que no podía imaginar un mundo sin libros, quizá estaba empleando la
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palabra «libro» con un significado semántico muy amplio, como se va a
utilizar aquí. Acaso quiso expresar más bien que no podía vivir sin historias
porque, cuando pronunció esta frase, ya estaba ciego y no podía leer, pero sí
que seguía disfrutando de ellos gracias a quienes le leían en voz alta. Nuestra
visión escrito-céntrica nos hace pensar que lo normal es disponer de una
escritura y que gran parte de la población sea capaz de leer y escribir, pero
esto podría no ser así, o al menos no ha sido así siempre ni en todos los
lugares. De las más de tres mil lenguas diferentes que se han podido
identificar en el mundo, algo menos de cien disponen de una literatura escrita.
En cambio, todas las culturas han desarrollado una literatura oral. La lectura
silenciosa es algo que hoy en día tenemos tan interiorizado que no cabe en
nuestra cabeza que haya otra forma de leer que no sea esa.
A mediados del siglo XX varios investigadores comenzaron a plantearse
este hecho. Por un lado, al estudiar cómo eran los libros físicos en la
Antigüedad, cómo se escribía, cuál era el grado de alfabetización en cada
época y otras cuestiones, llegaron a la conclusión de que la lectura silenciosa
no era posible o que esta sería muy minoritaria, siendo la lectura en voz alta la
práctica habitual. Por otro lado, en los propios libros de la época aparecieron
numerosas pruebas de esto: textos de carácter histórico, como cartas,
memorias, diarios o documentos oficiales que dan cuenta de sucesos o de las
ideas imperantes en el momento y donde se puede comprobar que la lectura se
disfrutaba en voz alta. También la ficción escrita en cada una de las épocas
nos proporciona abundante información sobre cómo era la vida en cada
periodo histórico. En las obras de teatro, y más tarde en las novelas, se nos
cuenta, por ejemplo, cómo eran las casas, el vestuario, la alimentación o la
religión, elementos que nos sirven para conocer las características, usos y
costumbres de las diferentes culturas. También nos cuentan cómo eran los
lectores y cómo leían.
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y viajaremos a diferentes épocas y lugares para mezclarnos con nuestros
antepasados y disfrutar en primera persona, como ellos hacían, de la lectura y
de los relatos que han formado parte de nuestra cultura. Tiraremos del hilo
hasta el final, pero vayamos paso a paso, ya que para leer una historia primero
hay que escribirla y mucho antes imaginarla, así que comencemos por
descubrir el momento en el que los seres humanos empezamos a contarnos
historias los unos a los otros y de esta manera sabremos de qué hablamos
cuando hablamos de leer.
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PRIMERA PARTE
Cuando la mejor manera de disfrutar
de la literatura era hacerlo
en voz alta
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CUANDO LOS LIBROS ERAN LAS PERSONAS
Había una vez, hace mucho tiempo, en la época llamada Tiempo del Sueño, cuando
nada estaba creado y todo era oscuro, una gran serpiente que surgió del interior de la
tierra, salió por el mar y llegó hasta la superficie deslizándose por el terreno. Tal era
su poder fertilizador que por donde pasaba comenzaban a brotar los ríos, los lagos, se
elevaron las montañas y crearon los valles, surgió la vegetación y grandes árboles
con frutos comenzaron a echar raíces. La serpiente Arco Iris creó todo lo que hoy
tenemos, enseñó a los hombres a vivir en armonía con la naturaleza y, desde
entonces, les protege para que nada malo les ocurra.
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El padre posa la mirada en sus hijos. Esa historia se la había contado su padre
a él tal y como ahora él se la está contando a sus hijos y a los demás. La poca
luz que ya desprende el fuego no le permite ver bien las caras, pero por su
respiración rítmica y acompasada cerca del pecho materno, intuye que están
dormidos. Puede estar tranquilo, la serpiente Arco Iris vela por ellos en el
tiempo del sueño en el que ahora se hallan. El día ha sido duro y los otros
pequeños también duermen o están comenzando a restregarse los ojos, todo el
grupo está agotado, así que interrumpe su narración en ese punto. Toca
descansar, y al día siguiente, cuando la noche caiga de nuevo y se reúnan
alrededor del fuego, continuará con el cuento, o quizá con otro nuevo.
Arranquemos por el principio, o retomando las palabras con las que
comienza el evangelio de san Juan: «En el origen fue el verbo». El lenguaje es
algo inherente al ser humano desde el origen de nuestra especie; la palabra es,
en gran medida, lo que nos hace humanos y nos diferencia de los animales,
una característica biológica que hemos desarrollado para completar la forma
en la que nos veníamos comunicando entre nosotros. La escritura, en cambio,
es posterior al lenguaje oral, y es una invención, algo artificial. Para que
exista la literatura, incluso la oral, primero tienen que existir seres humanos
que sean capaces de articular palabras y que cuenten historias para más tarde
inventar la escritura y dejar constancia de las narraciones en piedra, arcilla,
papiro, pergamino, papel y, ahora, en soporte digital. Nuestra especie, el
Homo sapiens sapiens, surgió hace más de cien mil años y la escritura se
inventó hace tan solo unos miles de años, así que como especie llevamos
mucho más tiempo escuchando que leyendo y nuestro cerebro está más
preparado de una forma natural para entender y comunicar con la palabra
hablada que con la leída.
La invención del fuego supuso un cambio significativo en la alimentación
humana y, por ende, en el desarrollo cerebral y en la evolución del lenguaje y
la aparición de la palabra hablada. El fuego mantenía unido al grupo en torno
a una fuente de luz y calor, lo que facilitó la socialización y comunicación
entre sus integrantes. Este contexto favoreció asimismo la aparición del hábito
de contar historias. Algunas hipótesis afirman que las pinturas rupestres,
como la de la serpiente Arco Iris que pintaba el protagonista de nuestra
historia, se encuentran en ubicaciones específicas que comparten, muchas de
ellas, una característica común: están realizadas en lugares con una buena
acústica. Quizá dichas pinturas pudieran servir de escenario y apoyo visual a
la narración oral llevada a cabo por alguno de los miembros del clan.
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Tratemos de imaginar esos largos y fríos inviernos, cuando ya es noche
cerrada a las tres de la tarde, sin nada que hacer salvo sentarse alrededor de la
hoguera en busca de luz y calor. Estas primeras historias se transmitían de
generación en generación como una herencia del conocimiento humano y
como una herramienta para la supervivencia, pero también como una manera
de llenar las largas noches cuando no existía otro entretenimiento.
La escena con la que hemos comenzado bien podría haber tenido lugar en
la zona norte de Australia, en la tierra de Arnhem. Aún hoy en día entre la
población aborigen existe la creencia de que una serpiente creó el mundo tal y
como lo conocemos e hizo fértil la tierra. El mito de la serpiente Arco Iris
comenzó a narrarse hace más de seis mil años en el interior de las cuevas y se
siguió transmitiendo durante milenios hasta llegar a nuestros días, por lo que
se considera la narración oral más antigua de la historia de la humanidad.
Pero ¿cómo sabemos que esta historia se contaba hace ya tantos años si
ninguno de nosotros estuvo allí para escucharla ni escribirla en ningún lado?
Porque se han encontrado imágenes de la serpiente Arco Iris en cuevas que
datan de esa época. Si ya resulta curioso que una leyenda se mantenga durante
más de seis mil años, lo más sorprendente de todo es que los aborígenes
australianos son una sociedad donde no existe el lenguaje escrito, por lo que
la única forma de transmisión cultural es oral. ¡Son historias que llevan
contándose toda la vida!
La conclusión es que los humanos ya disfrutábamos de la literatura
cuando aún no habíamos inventado los libros. Una literatura que se basaba en
la recreación de experiencias reales, quizá algo modificadas o directamente
inventadas, para rememorar el pasado, pero también para imaginar un futuro
mejor. Desde tiempos inmemoriales los cuentos se han transmitido de
generación en generación mediante la oralidad, como la Epopeya de
Gilgamesh, la que se considera la primera narración escrita que se ha
encontrado y que antes de ser escrita en unas tablillas perteneció a la literatura
oral.
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nombres de las cosas, por ejemplo, ya llamaban «vasija» al recipiente que
utilizaban para ir a por agua al río. Lo más probable es que alguien, para no
olvidar algo, como una ayuda a la memoria, con la ayuda de un palo trazase
en el suelo de tierra un símbolo correspondiente a esa palabra que ya existía
oralmente. Los primeros humanos que transformaron conceptos orales en
signos gráficos tuvieron, forzosamente, que indicar la correspondencia
fonética de aquello que acababan de escribir para que los demás también lo
entendieran y compartieran su significado. Así se inventó la escritura.
Uno de los primeros usos que dimos a este nuevo invento, además de
apuntar cuántas cabezas de ganado teníamos o cómo pasaban los días, parece
que fue para comunicarnos con personas que estaban lejos de nosotros,
porque los primeros escritos de los que se tiene constancia son cartas. Las
tablillas halladas en Mesopotamia muestran la correspondencia entre dos
personas, aunque con toda seguridad necesitarían a alguien que se las leyese
en voz alta, ya que no todos sabían leer y escribir. Veamos algunos datos: se
calcula que en la ciudad más grande de Mesopotamia, Ur, que contaba con
unos doce mil habitantes en el año 2000 a. C., había unos ciento veinte
dubsars, que era como se llamaba a las personas que sabían leer, lo que
supone tan solo un 1 por ciento de la población. También sabemos que en la
ciudad de Babilonia, con diez mil habitantes, vivían ciento ochenta y cinco
escribas registrados, de los cuales conocemos que diez eran mujeres, por lo
que el porcentaje, aunque algo mayor, sigue siendo reducido. Así, cuando
alguien recibía una carta tenía que acudir a uno de estos dubsars o escribas
para que se la leyera en voz alta, y lo mismo cuando eran ellos los que querían
escribir una misiva.
Las cartas comenzaban con fórmulas establecidas que hacían mención
precisamente a la persona que leería el texto en voz alta. Esto demuestra que
se leía así y no en silencio. Se incluía el nombre (si se sabía) de quien iba a
leer la carta, por ejemplo, el escriba del faraón en Egipto o de un dubsar en
Mesopotamia, y, a continuación, la indicación «dile esto», esto es, el mensaje
que tenía que transmitir. También figuraba el nombre de quien enviaba la
carta con la acotación: «habla así». En estas cartas encontradas en tablillas
tenemos otras pruebas de que la lectura era en voz alta: expresiones como «oír
mensajes» en lugar de «leer mensajes» son frecuentes en estos textos.
Asimismo, en textos de carácter jurídico los jueces de Babilonia decían que
habían «oído» a la tablilla, esto es, alguien se la había leído para conocer el
caso e impartir justicia.
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Entre los fragmentos de barro escritos que han llegado hasta nuestros días
está, por ejemplo, un mensaje del entonces rey de Mesopotamia a uno de sus
vasallos, el rey de una ciudad de la región, que se llamaba Kuwari:
Dile a Kuwari: Así dice tu señor. He oído las cartas que me enviaste. Todo lo que me
has escrito, yo lo haré.
Quienquiera que seas, oh escriba, que estás leyendo [esta carta], ¡no escondas nada al
rey, tu señor! Habla por mí ante el rey, para que los dioses Bel [y] Nabû te bendigan.
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Te lo ruego: una vez que hayas oído mi tablilla, ven, regresa a Aššur, a tu dios y a tu
tierra, y deja que pueda volver a ver tus ojos.
Una vez más quien escribe da por hecho que alguien va a leer en voz alta esta
carta a su amada, como indica la expresión «una vez que hayas oído».
La lectura en voz alta ha acompañado a las cartas a lo largo de nuestra
historia. Bien avanzado el siglo pasado aún se leían cartas de esta manera. Me
cuenta un amigo que al entrar en contacto con los compañeros de la mili, es
cuando fue consciente de la situación cultural y del analfabetismo aún
existente en España. Ayudó a muchos de sus compañeros, de baja clase
social, que no sabían leer ni escribir y que necesitaban que alguien redactara
cartas para sus novias en su nombre y que, a su vez, leyera las que recibían de
ellas, seguramente también escritas por otra mano amiga. Él hizo esta labor
para muchos de los chicos que compartieron aquellos meses con él y que
entonces solo podían comunicarse a distancia gracias a la voz de alguien que
les leía y escribía por ellos. Parece mentira que, a pesar de los muchos siglos
transcurridos entre aquellas primeras cartas en Mesopotamia y las cartas de
los jóvenes militares en la España de mediados del siglo XX, se siguiera
haciendo lo mismo, leerlas en voz alta. Nuestra vida ha cambiado tanto en los
últimos cincuenta años que, a veces, se nos olvida cómo se hacían las cosas
antes. Comenzamos contándonos historias oralmente y las sociedades que
desarrollaron la escritura empezaron utilizándola para comunicarse con los
que estaban lejos. A continuación veremos cómo era el oficio de escriba, en
este caso, en el Antiguo Egipto.
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importantes e influyentes, un puesto muy cercano al mismo faraón y de gran
confianza, que suponía convertirse en sus ojos, oídos y boca en todos los
asuntos importantes del Estado. Trató de animar y alegrar al joven, de
convencerlo de que mirase con optimismo su destino, reservado a unos pocos,
y que amara los libros: «¡Aplícate a los libros! He visto a los que fueron
llamados al trabajo. Mira, nada hay mejor que los libros; son como un barco
en el agua».
Pasaban los días y como este amor hacia el aprendizaje que trataba de
transmitir a su hijo no surtía efecto, el padre consideró que la mejor forma de
convencerlo sería hablarle del resto de los oficios y las dificultades que estos
entrañaban. Así pues, comenzó a contarle que el herrero soportaba todo el día
altas temperaturas con los dedos agarrotados, que el barbero vagaba por las
ciudades en busca de clientes desde la salida del sol hasta su puesta para
poder sobrevivir, o que el alfarero se veía obligado a escarbar en el barro más
que los cerdos para conseguir material para sus vasijas. Así fue describiendo
muchos de los trabajos y los sufrimientos que cada uno de ellos conllevaba.
Al mismo tiempo, le contaba que los escribas no padecían estas penalidades y
que tenían muchas ventajas. Que eran la mano derecha de los faraones y que,
gracias a ellos, podían gestionar mejor la administración, enviar cartas
escritas y leer en voz alta las recibidas. Eran pocas las personas que sabían
leer y escribir, incluso entre los faraones, quienes, aunque supieran, dejaban
esta labor en manos de los escribas. Después de varios días donde el padre le
relató estas particularidades sobre los oficios, Pepy llegó a la escuela de
escribas convencido y feliz por saberse un privilegiado: tendría una vida más
cómoda que el resto de sus iguales y cumpliría con una labor muy importante.
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Escultura El escriba sentado. Museo del Louvre, París. © Album / Superstock
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de todo el mundo, lo que demuestra que se trataba de un texto muy popular y
extendido.
En el Antiguo Egipto, los escribas, cuyo puesto solía ser hereditario,
estaban exentos de pagar impuestos y de otras obligaciones, como el servicio
militar, además de evitar los pesados trabajos manuales. Los escribas no solo
llevaban a cabo la labor de escribir, aunque su denominación hace referencia
a esta actividad quizá porque hablar era algo común pero escribir era algo
minoritario que los identificaba, también eran lectores en voz alta, tanto de lo
que ellos mismos habían escrito por indicación de otro como de los textos de
otros escribas. La palabra utilizada en el Antiguo Egipto para leer significaba
también recitar, y es que leer era, como lo sería durante toda la Antigüedad,
leer en voz alta. Leían para sus dueños o superiores, que podían ser príncipes,
reyes, generales militares, sacerdotes, pero también arquitectos o astrónomos.
Una muestra de la importancia que adquirieron los escribas es que la
única vestimenta que llevaban, el shenti, esa especie de falda con la que
estamos acostumbrados a verlos en sus diferentes representaciones, estaba
precisamente reservada a la nobleza y los altos funcionarios. La escultura El
escriba sentado, que se conserva en el Museo del Louvre y que data de hace
unos cuatro mil años, fue hallada en la necrópolis de Saqqara durante las
excavaciones del egiptólogo francés Auguste Mariette, en 1850. Es una pieza
de apenas cincuenta y tres centímetros de alto tallada en piedra caliza,
hierática y con una gran expresividad en los ojos debido a la incrustación de
cristales. Sostiene entre las manos las herramientas propias de su profesión:
un papiro y un cálamo con el que se escribía y del que solo se conserva el
mango. Por desgracia, no se representó con la boca abierta, como si leyera en
voz alta, una de sus tareas, ya que en esa época a las personas no se las
mostraba en movimiento, sino en forma estática.
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Natural, era lo que hacía que las láminas se pegasen. Las tiras se prensaban y
dejaban secar al sol para más tarde ser alisadas con piedra de lija hasta
obtener una superficie lisa y apropiada para la escritura. Las diferentes hojas
se unían entre sí para darles mayor longitud y se enrollaban para su
almacenamiento.
El Cyperus papyrus, que es el nombre científico del junco, crecía en
abundancia a las orillas del delta del río Nilo. Las civilizaciones vecinas del
momento, como Babilonia y Siria, intentaron cultivarlo sin éxito para romper
el monopolio que ejercía Egipto sobre este material. Durante siglos, los
faraones dominaron la producción, circulación y comercialización de papiros.
Al no haberse inventado aún otros materiales sobre los que escribir, disponer
del control sobre este material era, por tanto, fundamental para cualquier
civilización. De hecho, cuando el emperador romano Octavio Augusto venció
a Egipto en la guerra contra Marco Antonio y Cleopatra, una de las
principales medidas que adoptó fue asegurar la producción del papiro para
permitir el abastecimiento a Roma.
Los rollos de papiro, llamados volúmenes, medían varios metros de largo,
estaban escritos por una sola cara y se enrollaban en dos maderas. Este
formato era pesado y difícil de utilizar, ya que si se quería acceder a un punto
concreto del texto había que ir desenrollando todo el papiro hasta llegar a él.
Era, además, un material muy frágil que no soportaba ni la humedad ni el
calor y se desintegraba a los pocos años de su creación. El emperador Tácito
enviaba los textos de su tocayo historiador a las Galias y a Germania, y cada
año tenía que enviar nuevas copias, ya que los primeros se desintegraban.
Esta fragilidad del papiro, especialmente si se doblaba, llevó a sustituirlo más
adelante por otro material y con una técnica proveniente esta vez de Grecia,
pero de eso hablaremos más adelante.
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habremos pronunciado nosotros mismos, al igual que el rapsoda del ánfora,
estas mismas palabras?
Me impresiona esta prueba física, el hecho de que, después de más de dos
mil quinientos años, generación tras generación, los humanos sigamos
comenzando las historias con idéntica fórmula. Esta manera de iniciar los
cuentos, con una fórmula preestablecida, está presente en todas las culturas de
todas las épocas. Puede que no sea el «Érase una vez» literal, sino «Había una
vez…» o «Hace mucho tiempo…», como ocurre en las lenguas romance y
germánicas. La fórmula varía, pero el sentido es el mismo, estas primeras
palabras nos anuncian que alguien nos va a contar algo. En todos los idiomas
existe una palabra o palabras que nos indican que lo que vamos a escuchar es
una historia, un cuento, para identificar claramente que no es algo que ocurrió
de verdad, que se trata de una ficción. Además, el «érase una vez» suele venir
seguido de algo así como «hace mucho tiempo» y «en un lugar muy lejano».
El objetivo de esa fórmula tan antigua y perfecta es el distanciamiento en
tiempo y lugar, esto hace que tomemos perspectiva y que nuestra imaginación
comience a trabajar. Si nos informan de algo que ocurrió ayer en nuestro
pueblo, será otra cosa, será un hecho de la actualidad, pero no hará volar
nuestra imaginación. Lo que pretende esta fórmula al invitarnos a ir a otro
lugar y tiempo es que nos evadamos de nuestra vida cotidiana, nos
distanciemos psicológicamente.
Con la creación de la escritura, además de la literatura de transmisión oral,
donde alguien cuenta con sus palabras una historia que a su vez alguien le
contó, y la lectura en voz alta, donde alguien lee exactamente lo que está
escrito, se incorporó una nueva modalidad de transmisión de lo escrito: la
memorización de los textos. Al ser muy difícil disponer de tablillas y papiros
en el número necesario para que cualquier persona disfrutara de su lectura o
de alguien que le leyera, la memorización de las historias se convirtió en algo
muy útil.
Los escritores de la Antigüedad, conscientes de esta práctica, trataban de
ponérselo fácil a aquellos que hacían el esfuerzo de memorizar las historias
que luego declamarían en público. Lo que buscaban es que se apartaran lo
menos posible de su texto original y, para ello, utilizaban técnicas como las
rimas, el ritmo o los llamados epítetos homéricos. Estos epítetos eran palabras
que añadían información a un sustantivo o nombre, por ejemplo, «Atenea,
divina entre los dioses», y que permitían hacer una pausa para, sin dejar de
hablar, pensar en lo siguiente que se tenía que decir.
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A lo largo de la historia han aparecido diversos personajes famosos por
memorizar largos textos que eran capaces de reproducir con una fidelidad
total a como fueron escritos. La comodidad que supone que alguien lea por
uno llega a su punto álgido cuando el filósofo Séneca nos cuenta lo que hacía
Calvicius Sabinus, un liberto millonario que, como nuevo rico, demostraba
unos gustos y prácticas algo exóticos. Resulta que, en lugar de adquirir rollos
con los textos que le interesaban y que alguien se los leyera, prefirió
directamente comprar once esclavos que se aprendieran de memoria las
diferentes historias. Un esclavo debía saber recitar a Homero, otro, a Hesíodo,
y los nueve restantes debían distribuirse entre ellos a los nueve poetas líricos
que era el canon de autores griegos antiguos. Me imagino a Calvicius en su
casa, recostado en el diván, diciendo: «Que vengan a leerme la genealogía de
los dioses de la mitología griega», y tendría que acudir el que se sabía de
memoria a Hesíodo. O acudiendo a unas termas públicas junto al que sabía de
memoria la obra de Homero para que, mientras le daban un masaje, este le
contara cómo Aquiles ata por los pies el cadáver de Héctor a su carro y lo
arrastra con la cabeza golpeando en el suelo y levantando polvo.
Tenemos más ejemplos. Se cuenta que otro rico romano analfabeto
llamado Itelio tenía a su disposición toda una biblioteca viviente. Para
entretener a sus huéspedes contaba con la friolera de doscientos esclavos
memoristas y cada uno se sabía un libro completo. De esta manera,
dependiendo del libro que quisiera escuchar, llamaba a uno u otro, y lo hacía
por el nombre del libro que tenían memorizado: ellos eran el libro y el título,
su nombre. Cuentan una anécdota que ocurrió un día que estaba conversando
con un invitado y quiso aclarar algo de un pasaje de la Ilíada. «Que venga la
Ilíada», dijo Itelio. «No es posible, señor», respondió uno de los criados.
«¿Cómo puede ser eso?», preguntó Itelio a punto de entrar en cólera, a lo que
el criado le contestó: «Señor, es imposible, la Ilíada no puede presentarse
porque está con dolor de estómago».
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durante la Antigüedad? Esto será lo que descubriremos a continuación,
cuando conozcamos cómo eran la escritura y los libros en Grecia y Roma.
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VERBA VOLANT
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familia rica y poderosa a la vista de las joyas que luce y de la férrea custodia
que el ama profesa. La muchacha es un tesoro, los años pasan, y Aconcio
necesita casarse. Esta vez no se trata de conseguir, con engaños que se
descubren al amanecer, un bocado pasajero. Esta vez necesita obtener un
compromiso en firme.
Su estrategia consistirá en aprovecharse de una regla que debe cumplirse
en el templo: todo lo que se dice en voz alta delante de los dioses se convierte
en una promesa que ha de ser cumplida. Aconcio, para poner en práctica la
treta que ha pergeñado, coge una manzana de un árbol del huerto del templo
y, con un punzón, graba una frase en el fruto. Cuando las mujeres terminan
sus oraciones al pie de la escalinata, se agacha y lanza la roja manzana
rodando hasta los pies de Cidipe, quien dirige una mirada interrogativa a su
ama. La vieja, a pesar de su experiencia en las artimañas de los varones para
acceder a los tesoros de las jóvenes inocentes, en esta ocasión baja la guardia
y se agacha a recoger la manzana. Cuando ve las marcas que ella no es capaz
de descifrar, se la entrega a la joven y le dice: «Lee esto».
Cidipe divisa a lo lejos al joven que le ha hecho llegar la pieza de fruta,
que espera su reacción medio escondido a la sombra de un árbol. Nada
anuncia que la manzana pueda esconder algún peligro, así que Cidipe lee el
mensaje de la única manera que sabe, en voz alta: «Juro que me casaré con
Aconcio». De inmediato deja caer la manzana, que se rompe en pedazos al
chocar con el suelo. Su rostro arde presa de un calor repentino, su mente se
nubla, parece que va a caer al suelo desmayada en cualquier momento. El ama
no puede creer lo que está ocurriendo. Ha cuidado de jóvenes en situaciones
muy difíciles y siempre ha salido airosa, conoce todos los trucos utilizados
desde hace varias generaciones. ¿Cómo ha podido ahora ocurrirle esto a ella?
Las dos mujeres saben que todo lo dicho en alto en un templo sagrado ante los
dioses tiene que ser cumplido, y aquel astuto lobo ha aprovechado este
precepto para engañar a la vieja ama y conseguir que la tierna corderita se
comprometa a casarse con él. Ya no hay escapatoria.
Desde ese momento, Cidipe trata de retrasar por todos los medios su
enlace con Aconcio y cae enferma una y otra vez. Su padre, preocupado por
su hija, acude al oráculo de Delfos, quien le revela que el motivo de aquella
mala salud es el castigo de los dioses por no cumplir la palabra dada en el
templo. Ante esta evidencia, el padre no tiene más remedio que entregarla en
matrimonio al astuto y pérfido Aconcio.
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Cidipe con la manzana de Aconcio, de Paulus Bor (1645-1655). Rijksmuseum, Ámsterdam. ©
Album
Este episodio de Cidipe no es más que uno de los testimonios que nos han
llevado a aceptar la idea de que en la Antigüedad lo habitual y más frecuente
era leer en voz alta. Se disfrutaba de la lectura en eventos sociales, familiares,
entre amigos, pero también en bibliotecas donde se llegaba a leer libros
completos. Compartir lecturas era un acto social, una forma de
entretenimiento como podía ser el teatro, la caza, o asistir a un gimnasio o
sauna, pero también de transmisión de conocimiento. Con este fin se
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empleaba la lectura en la academia de Platón o la practicaba el historiador
Heródoto en sus viajes para dar a conocer la historia más cercana de su país.
En las páginas que siguen asistiremos de primera mano a diversas
situaciones que nos ayudarán a comprender por qué hoy en día los expertos
consideran que la lectura se practicaba mayoritariamente en voz alta.
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Mosaico que muestra a Platón leyendo a sus discípulos. El mosaico adornaba la villa de Titus
Siminius Stephanus en Pompeya (siglo I a. C. - siglo I d. C.). © Album / Science Source
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desconfiaba de las bondades de dicho invento: «Este invento dará origen en
las almas de quienes lo aprendan al olvido, por descuido del cultivo de la
memoria, ya que los hombres, por culpa de su confianza en la escritura, serán
traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde
dentro, por su propio esfuerzo». Es paradójico, cuando menos, que estas ideas
hayan llegado a nosotros precisamente porque su discípulo, Platón, a pesar de
reconocer las limitaciones de la escritura, dejó recogidos estos pensamientos
en sus Diálogos, ya que, de otra forma, no habrían sobrevivido, o se habrían
visto alterados.
Por tanto, la escritura en Grecia, como se desprende de la filosofía de
Sócrates, se concebía como un soporte a las ideas, una ayuda a la oralidad,
una extensión de la memoria y la imaginación, pero la sonorización de la
palabra era lo que terminaba de dar sentido al texto, ya que, por sí solo, no era
capaz de transmitir toda la información y matices necesarios. La voz y su
entonación proporcionan un contexto, un cariz, incluso un sentido diferente a
lo escrito. La oralidad era lo más importante, y la escritura no era más que una
forma práctica de guardar memoria de toda la información, no existía como
algo independiente que primero se creaba y luego se leía, la palabra escrita
resultaba tan necesaria como la oral para que algo se considerase un texto con
sentido completo. Las palabras van lejos, vuelan, viajan, llegan a otros lugares
y personas, en cambio, la escritura permanece quieta, no llega a la gente, está
muerta. Este y no otro es el sentido original de la sentencia latina verba
volant, scripta manent («Las palabras vuelan, lo escrito permanece»). En
contra del significado actual que le damos por el que las palabras se
desvanecen al llevárselas el viento, Alberto Mangel y antes de él Borges, nos
proporcionaron información contextualizada de esta cita. Lo escrito es lo que
permanece estático, son algo muerto, sin vida. En cambio, las palabras
habladas vuelan, un mensaje es capaz de llegar al otro lado del mundo
viajando de boca a oído y mantenerse vivo generación tras generación, como
hemos visto que sucede con la historia de la serpiente Arco Iris que a día de
hoy los aborígenes de Australia siguen contando.
De hecho, había quien iba incluso más lejos y consideraba la escritura
como «un mal truco», una herramienta imperfecta que, además, nos hacía a
todos más torpes, más tontos, ya que iba en contra del cultivo de la memoria y
del flujo de pensamiento. Entre estas personas se encontraba, como hemos
visto, el mismísimo Sócrates. Este es el motivo por el que no disponemos de
textos escritos por él y conocemos su pensamiento y sus enseñanzas gracias a
sus discípulos, quienes, no confiando en sus dotes memorísticas, tomaron nota
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de su saber, y así es como han llegado hasta nuestros días. Esta oposición ante
lo nuevo, en este caso, la invención de la escritura, y su efecto pernicioso en
el desarrollo del pensamiento humano, como vemos, ha estado presente desde
el inicio de la historia y se ha repetido cada vez que aparecía una innovación.
A partir del año 500 a. C. encontramos más de diez verbos en griego con
el significado de leer. Este interesante dato pone de manifiesto la relevancia
de esta práctica para los griegos, así como los diferentes matices semánticos
con que se podían referir a esta actividad. Con los siglos hemos ido separando
estas actividades y las hemos dotado de palabras específicas para clarificar
cada una de ellas y dar más información. Pero en la antigua Grecia, el medio
no importaba, sino el fin, y por tanto que algo fuera oral, leído en voz alta,
escuchado o leído en silencio no era causa de debate.
La lectura de Platón a la que acabamos de asistir ha cumplido la función
de dar a conocer a sus discípulos una obra escrita antes de darla por finalizada
y nos muestra la importancia que se le daba a la oralidad en Grecia. Ahora
viajaremos a unos trescientos kilómetros al noroeste de la península del
Peloponeso, al lugar donde se está empezando a congregar una multitud
procedente de las ciudades cercanas. Tendremos que llegar pronto si
queremos disfrutar de un buen sitio para escuchar nuestra siguiente historia.
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ocupadas, por lo que ha comenzado a congregarse gente de pie, nadie quiere
quedarse demasiado atrás, donde el sonido a veces no llega bien. Aquel
hombre es conocido por relatar lo que ha visto y oído en sus viajes, las
costumbres y tradiciones, y cuál es el estado de las guerras de los pueblos que
visita. Nunca defrauda: un rato escuchándole leer es una forma de ponerse al
día y descubrir qué ha ocurrido en el mundo en los últimos años. A diferencia
de hoy en día, donde estamos expuestos a una información casi en tiempo
real, los asistentes quizá no volverían a tener noticias de lo que sucedía en el
mundo hasta que, pasados unos años, Heródoto volviese para contarles qué
nuevas guerras se habían declarado o qué nuevos pueblos habían sido
conquistados. De modo que la expectación es máxima, la explanada ya está
abarrotada de gente, y los de atrás tratan de acercarse y empujar a los que
están delante para estar más cerca y oír mejor.
En cuanto Heródoto se sitúa en el centro y alza el rollo que sostiene en la
mano, las charlas que hasta ese momento han distraído la espera comienzan a
silenciarse. Cuando por fin se hace el silencio, el historiador empieza la
lectura. Durante la celebración de los juegos se ha declarado la tradicional
tregua a la guerra, sin embargo, Heródoto la revive leyendo la crónica de lo
acontecido en el campo de batalla. En concreto, comienza a narrar la batalla
de Maratón, que tuvo lugar años atrás y en la que unos pocos griegos se
enfrentaron al numeroso ejército persa, llevando todas las de perder. Heródoto
describe la situación de inferioridad de los griegos y crea una atmósfera de
tensión.
Los persas van a acabar ganando la batalla y todo lo que los griegos han
construido durante siglos, la democracia, la filosofía o el teatro, terminará
siendo un viejo recuerdo para dejar su sitio al imperio de los bárbaros. Es
entonces cuando, debido a la superioridad numérica de los persas, los griegos
se ven obligados a pedir ayuda a sus vecinos de Esparta. Para ello, los
comandantes atenienses envían a Filípides, un mensajero profesional, para
que vaya corriendo desde Maratón a la ciudad de Esparta con un mensaje en
el que solicita su ayuda. ¿Dará tiempo a que los espartanos acudan antes de
que los persas ganen la batalla? Las caras de los que están escuchando a
Heródoto lo dicen todo, muestran la tensión del relato. La muchedumbre
permanece de pie, silenciosa, deseosa de saber cómo terminará aquella
batalla. Heródoto es un cronista de su tiempo, sabe cómo narrar los
acontecimientos históricos, sabe cómo mantener el interés de su público en la
proeza de Filípides y su carrera entre Maratón y Esparta. La historia termina
con la respuesta de los espartanos y con que, finalmente, los griegos ganan la
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guerra. Más tarde, cuando aquellas gentes regresen a sus lugares de origen en
cualquier parte del Mediterráneo, contarán a su vez a sus amigos los triunfos
atléticos que habrán presenciado en Olimpia, pero también las noticias de las
últimas batallas, las costumbres de pueblos lejanos o la crónica de su propia
historia, lo que les ayudará a comprender mejor cómo han llegado a ser
quienes son.
Heródoto había vivido en Atenas y viajado por Persia, Siria, Babilonia,
Egipto, y de cada sitio, además de las costumbres de estos pueblos, tomaba
notas de las guerras a las que se habían enfrentado. Iba escribiendo su crónica,
diríamos hoy, como un periodista, y a la vez, allá donde iba leía en voz alta
otros textos escritos de lo que había visto en otros lugares. Existen referencias
por las que sabemos que en el año 456 a. C., Heródoto visitó Olimpia y leyó
en público sus composiciones en prosa en unos juegos. También que en el año
446 a. C. estuvo en Atenas durante las Panateneas. En estas fiestas religiosas,
artísticas y deportivas leyó algunos fragmentos de sus obras en el Odeón, un
gran teatro con gradas al aire libre, y Pericles lo recompensó con la cantidad
de diez talentos, una suma considerable para la época.
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Heródoto leyendo en voz alta ante una multitud. Grabado en madera de finales del siglo XIX ©
Pictorial Press Ltd / Alamy Foto de stock
Las lecturas públicas de Heródoto nos muestran una de las principales causas
de que la lectura se produjera en voz alta en la Antigüedad: la mayoría de la
población era analfabeta y no tenía otra manera de acceder al conocimiento.
Muy pocas personas sabían leer, pero es que, además, aprender fue una tarea
complicada hasta que unas modificaciones en los alfabetos por parte de los
griegos facilitaron su aprendizaje. A partir de entonces cualquier persona
podía aprender a leer y escribir, aunque muchos de ellos no supiesen lo que
decía el texto, como el protagonista de nuestra siguiente historia.
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Jones es un joven que ha aprendido a leer el alfabeto griego, pero que no
conoce el idioma, sino que habla alguno de los innumerables dialectos que
conviven en esta época. Puede leer cada una de las letras y las palabras que se
forman, pero no comprende su significado. Su amigo Andrópolis,
comerciante que hace negocios con gente de muchos lugares, creció hablando
griego, pero nunca aprendió a leerlo, es, podríamos decir, un analfabeto, cosa
que le avergüenza mucho. Un día Andrópolis recibe una carta de otro
comerciante, quizá informando sobre exóticos productos que puede hacerle
llegar desde tierras lejanas o de algún problema que ha tenido con el
transporte de algún pedido. Al no saber leer le pide a su amigo que lo haga y
le cuente qué dice. Lo que ocurre es que Jones, a pesar de que quiere
ayudarle, no puede porque aunque sepa leer las letras no entiende el griego.
¿Cómo harán los dos amigos para descifrar el mensaje? La solución pasa por
la lectura en voz alta. Solo cuando Jones, que conoce el alfabeto griego, lee en
voz alta la carta, aunque no entienda lo que dice, Andrópolis reconoce el
idioma y entonces descifra su significado.
Pero entonces ¿quién de los dos está leyendo? ¿Jones, que no sabe lo que
dice, o Andrópolis, que a pesar de no leer es quien puede descifrar el
significado de esos sonidos? La respuesta es que leen los dos juntos, ya que se
requiere de ambos conocimientos para comprender la carta. Cuando un niño
está aprendiendo a leer (al menos en los idiomas fonéticos como el griego),
muchas veces se encuentra con palabras que, aunque es capaz de leer, no
conoce su significado, por eso la habilidad de leer necesita de las dos caras de
una misma moneda: el conocimiento de lo escrito y la comprensión de su
significado.
Antes de existir el alfabeto griego que Jones ha aprendido, se utilizaba el
fenicio. Este fue el primer alfabeto de la historia, pero solo estaba compuesto
de consonantes, esto es, no tenía vocales y el lector las incluía cuando leía el
texto, lo que hacía difícil aprender a leer. Cuando en el siglo VIII a. C., y
debido a los contactos entre fenicios y griegos, estos terminan adoptando el
alfabeto fenicio, lo modifican y adaptan a su idioma, incluyendo ahora sí las
vocales para hacerlo más accesible a todo el mundo y facilitar su aprendizaje.
La manera de denominar a este grupo de letras proviene de las dos primeras
del alfabeto griego, «alfa» y «beta», y de ahí, «alfabeto». La generalización
de este nuevo alfabeto supuso el fin del monopolio de la lectura por parte de
los escribas, ya que aprender a leer fue un proceso más sencillo y permitió la
alfabetización y el acceso a la lectura de gran parte de la población.
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SE ESCRIBE TODO JUNTO
Como aprender a leer con este nuevo alfabeto era más sencillo, el sistema
democrático griego promocionó su enseñanza entre los ciudadanos libres y
proliferaron las escuelas públicas en cualquier isla remota del Egeo. La
lectura comenzó entonces a expandirse por todos los estratos sociales, ya no
estaba reservada a la aristocracia o los militares, sino que el hijo de un pastor
podía conocer las letras y números básicos para llevar la cuenta del número de
reses o del mes del año en que alguna de ellas enfermó. No obstante, aún
persistían circunstancias en los propios textos que la convertían en una labor
tediosa.
Nos referimos al hecho de que el texto estaba ordenado en una serie de
columnas de alrededor de veinte centímetros de alto y no más de siete de
ancho (columnas muy estrechas y separadas unas de otras por apenas dos
centímetros). Leer en estas condiciones ya es difícil para nosotros, pero
entonces lo era mucho más porque no había separación entre las palabras, se
escribía todo seguido, lo que se conoce como scriptio continua. El motivo era,
seguramente, el alto coste y la dificultad para conseguir el soporte sobre el
que se escribía, el papiro. Escribir todo el texto junto era una forma de no
desperdiciar espacio.
Así pues, en cada columna cabían de quince a veinticinco caracteres sin
ninguna separación, o sea, de dos a cinco palabras juntas. Se escribían,
además, en mayúsculas y sin signos de puntuación como comas, puntos,
tampoco acentos. Leer en silencio era algo muy difícil, algunos expertos
afirman que resultaba imposible si no estabas entrenado para ello y tenías
mucha práctica. Incluso teniéndola la tarea de leer resultaba tediosa, por ello
se prefería la escucha de la lectura realizada en voz alta por parte de otros.
Esto de la organización del texto fue precisamente el principal argumento
que utilizó el profesor húngaro József Balogh cuando comenzó a defender, en
1927, que no siempre se había leído en silencio, como hasta ese momento se
creía, sino que en la Antigüedad más bien se había dado todo lo contrario.
Sostenía que es muy difícil leer en silencio cuando el texto está todo seguido,
y que esto tiene que ver con el modo en que utilizamos los ojos para leer. En
la actualidad, con el texto bien organizado en párrafos, con mayúsculas,
espacios en blanco, márgenes y otros elementos, una vez que hemos adquirido
la destreza lectora, nuestros ojos se mueven por la página con rapidez. Pero si
nos encontramos ante un texto que no dispone de estos elementos de ayuda,
donde todo está junto, cuesta mucho más identificar dónde comienzan y
dónde acaban las palabras, para lo que hay que ir con la vista hacia adelante y
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hacia atrás para rectificar y conocer el significado. Todo esto supone que la
primera lectura de cualquier texto sea muy lenta, por lo que resulta difícil
entender su significado, excepto si ya se ha preparado el texto con
anterioridad, como hacían los lectores habituales en esta época para leer con
fluidez.
APARECE EL PERGAMINO
Además de la importancia que en Grecia tenía la oralidad, el analfabetismo
existente, la ausencia de vocales que hacía complicado el aprendizaje de la
lectura, y la disposición de todas las letras juntas, otra razón por la que mucha
gente leía en voz alta era por la escasez de copias de un mismo título.
Recordemos que el papiro era un material costoso, muy difícil de conseguir y
que conllevaba cuidados especiales para protegerlo del paso del tiempo, por
lo que no había muchas copias de un mismo título.
En la antigua Grecia también se utilizaron tablillas de madera encerada
que podían borrarse y que se empleaban para la enseñanza o para apuntar
pequeñas cosas con carácter temporal. Sin embargo, la principal aportación de
los griegos fue la utilización de pieles sobre las que escribir. Se atribuye esta
innovación a la biblioteca de Pérgamo, que, bajo el reinado de Eumenes II,
competía con la biblioteca de Alejandría del rey Ptolomeo por ver cuál era la
mayor y más completa en cuanto a títulos que guardaba. En uno de sus textos
el historiador Heródoto ya recoge que pueblos antiguos como los jonios
escribían sobre pieles de cabra y de oveja, por lo que quizá otros pueblos ya
lo utilizaban antes de que lo hicieran en Pérgamo. Lo que sí que está claro es
que fueron los bibliotecarios de este lugar, tal vez porque mejoraron la
técnica, quienes pusieron el nombre de pergamino a esta superficie de piel
tratada.
Los libros constituían una forma política de superioridad con lo que
Egipto, único productor de papiro, prohibió su exportación para evitar que la
ciudad de Pérgamo continuara ampliando su biblioteca. Ante este bloqueo,
desde Pérgamo se comenzó a trabajar con un material procedente de pieles de
ovejas, cabras o vacas, haciendo de la necesidad virtud, con lo que surgió un
nuevo soporte para la escritura. La piel de animales ya se venía utilizando
para fabricar ropa u otros instrumentos cotidianos como tambores. Se usaba la
capa intermedia de la piel que está entre la carne y el pelo, que es donde se
encuentra el colágeno. El proceso consistía en poner la piel en remojo con
agua y cal durante varios días. Después se sacaba y limpiaba, se colocaba en
un bastidor tensada con cuerdas, y con un cuchillo curvo se eliminaban el
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pelo y los restos de grasa o carne y, finalmente, se dejaba secar. Pasado un
tiempo se volvía a raspar y pulir con piedra pómez, se aplicaba un yeso para
blanquearla y así quedaba lista para la escritura. El nuevo material presentaba
algunas ventajas sobre el anterior, se aprovechaba más el espacio porque se
escribía por ambos lados, se podía borrar lijando la primera capa donde se
encontraba la tinta. Era un material muy flexible que se podía doblar y plegar,
más resistente y fácil de transportar que el papiro. La técnica del pergamino
comenzó en el siglo II a. C. y se continuaría perfeccionando durante los
siguientes siglos, extendiéndose su uso hasta la Edad Media.
La única forma de disponer de un ejemplar propio era encargar una copia
a esclavos, y eso costaba dinero. El proceso era el inverso al que asistimos
hoy en día, cuando se imprimen libros para luego venderse, entonces, debido
al coste y esfuerzo que suponía crear un libro, primero se vendía y luego se
copiaba. Algo similar ha surgido en los últimos años en la industria editorial,
de nuevo envuelta en un halo de innovación y modernidad: la impresión bajo
demanda. Como lector puedes entrar en páginas web donde accedes a un
catálogo, eliges el título y en ese momento te lo imprimen. Algo así, pero
tardando más en su creación, era lo que ocurría en estas primeras librerías o
scriptoria.
El reducido número de copias de cada libro limitaba su difusión, por lo
que si varias personas querían disfrutar de la misma obra, la manera más
práctica sería leerla en voz alta para todos, actividad muy común en las
librerías de la época.
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escuchaba en silencio al librero, quien leía un rollo en voz alta. Zenón se hizo
un hueco entre los presentes. El pequeño habitáculo acumulaba tal multitud
de rollos en sus estanterías como no había visto en su vida, y no cabiendo
todos, se podían ver apilados en una mesa, así como colocados en cestos por
el suelo. Lo que llegaba a sus oídos era la lectura del segundo libro de los
Recuerdos de Sócrates (Memorabilia), de Jenofonte, así que sin tener otra
ocupación más apremiante, se quedó allí de pie escuchando. La voz del
librero daba vida a las conversaciones que el autor tuvo con el que había sido
su tutor, Sócrates. A Zenón le impresionaron tanto las ideas que salían de
aquel libro, los consejos sobre qué actitud había que tener ante la vida, que
preguntó al librero dónde podía encontrar a aquellos excelentes hombres que
se cuestionaban cosas tan vitales para el alma humana. Justo en aquel
momento pasaba por allí el filósofo Crates, y el librero señalándole le
respondió: «Sigue a ese». Desde ese mismo día, y debido a la lectura en voz
alta, Zenón se unió a uno de los muchos grupos de filósofos que en aquella
época comenzaron a surgir en Grecia.
La voz de aquel librero de Atenas sigue resonando hoy en día. Llega a los
pequeños oídos de los niños que sentados en sillitas de colores escuchan un
cuento, también a la sesión del club de lectura que se organiza en la librería,
cuando leen en alto un párrafo que les ha emocionado, o cuando se presenta
un libro y el librero dice que la mejor manera de hacerlo es leyendo el
comienzo. Es la misma voz que llega transmutada a través de las gargantas de
libreros y libreras que tienen el mismo sentir que el ateniense, insuflar vida a
los libros y, a través de la voz, contagiar su amor a los que los escuchan.
En la antigua Grecia las librerías eran principalmente ambulantes, estaban
en los mercados que se montaban en las plazas durante un día, junto a la venta
de cebollas o de aceitunas, y se trasladaban con el resto de los comerciantes a
la siguiente ciudad, transportando los rollos en cestos que metían en carros.
En nuestros días no es habitual encontrar libros en los mercadillos
ambulantes, por eso mismo, cuando alguna vez los he visto, me ha llamado la
atención. Son libros que los feriantes consiguen muchas veces gratis,
procedentes de mudanzas o de editoriales, que, o bien porque han cerrado, o
bien porque el circuito habitual de librerías no considera rentable, terminan en
el mercadillo vendiéndose al peso, como las naranjas o acelgas con las que
comparten espacio. Sabemos muy poco de las librerías de la época. No
existía una industria editorial como la conocemos hoy en día, sino que una
vez que un libro era escrito, era el autor el que encargaba un reducido número
de copias para distribuir entre amigos y conocidos, y ahí terminaba el alcance
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de su obra. Si alguien se interesaba por ese libro, tenía que conseguir uno de
esos ejemplares y pagar de su bolsillo la realización de una copia. No
obstante, sabemos que el incipiente comercio de libros era suficiente como
para que los libreros ya existieran. En algún caso, seguramente solo reservado
a núcleos urbanos importantes como Atenas, donde se disponía de espacios
fijos, de lugares donde además de vender libros también los copiaban, una
mezcla entre lo que hoy es una editorial y una librería.
Recreación de una librería ambulante en Grecia (izquierda) y una librería en Roma (derecha).
Artista desconocido. Siglo XIX. © Lebrecht Music & Arts / Alamy Foto de stock y © Chronicle /
Alamy Foto de stock
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como si Sócrates me la refiriera, sino como si hablase directamente con los
que tomaron parte en ella […]: he dicho, yo decía, conviene, lo negó y otras
semejantes, que no hacen más que interrumpir, y he creído preferible que
Sócrates hable directamente con ellos». Después de esta advertencia
concluye: «Vamos, toma este libro, tú, esclavo, y lee».
Otro ejemplo, ya en la época romana, lo encontramos en El satiricón, de
Petronio. Ahí se habla de un esclavo excelente porque, entre otras cualidades
«… sabe dividir por diez, lee a simple vista…». Terencio en su obra Rerum
rusticarum considera a los esclavos como «instrumentos con voz».
Ya sabemos que el texto se presentaba todo escrito y seguido, siendo muy
difícil de leer si antes no se preparaban las palabras. Esta labor la llevaban
también a cabo los esclavos antes de proceder a la lectura en voz alta. Lo
primero que hacía el esclavo era separar las palabras con un punto (a esto se
le llamaba puntuar) y dividir las diferentes partes del texto. No se puntuaba o
marcaba todo el texto, solo el trozo que fuera a leerse en ese momento, como
una especie de ensayo o prelectura. De hecho, cuando se copiaba un texto, no
se incluían dichos espacios o marcas, ya que sería el futuro lector quien las
aplicaría según su propio criterio. Entre otros estándares de puntuación, un
punto alto indicaba el final de una frase, el punto bajo era nuestra actual coma
y un punto medio señalaba el lugar donde hacer una pausa de respiración.
Recordemos también que los rollos de papiro o pergamino eran muy
pesados debido a su longitud, por lo que también era otro motivo para que
esta labor se relegara a los esclavos. El récord lo ostenta el denominado Gran
Papiro Harris, con cuarenta y dos metros y que en la actualidad se encuentra
custodiado en el Museo Británico. No era un soporte práctico y la lectura no
siempre se hacía de una manera cómoda. A veces se utilizaba un atril de
madera que soportaba el rollo mientras se leía y que se apoyaba en el regazo
del lector, si estaba sentado, o en un pequeño soporte si se encontraba de pie.
Así pues, la lectura en voz alta requería en esta época de un esfuerzo físico
considerable. Al dirigirse al público, el lector tendría que estar de pie, con los
brazos extendidos y soportando durante un tiempo considerable el peso del
rollo. Se desenrollaba con la mano derecha y con la izquierda se iba
enrollando lo ya leído. Además, la lectura se acompañaba a veces de
movimientos de cabeza, tronco y brazos acordes a la interpretación e
intención del texto. El mayor esfuerzo lo soportaban las cuerdas vocales,
había que controlar la respiración para desempeñar la tarea con un
determinado ritmo, mantenido además durante mucho tiempo. Leer suponía
una actividad física intensa que conllevaba un agotamiento considerable.
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Todos estos son motivos más que suficientes para que fuese corriente
encargar la lectura a otra persona, que antes había estudiado y preparado el
texto, o que gozaba de más experiencia en tamaña empresa. A estas personas
se las llamaba anagnosta (anagnōstēs, en griego), palabra que hoy en día
sigue teniendo el mismo significado, una persona que lee para otros.
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personas que necesitaban leer grandes cantidades de documentos debido a su
actividad profesional y que por ello utilizaban la lectura silenciosa. Pero ¿qué
iba a conocer un criado llegado quizá de algún lugar apartado? Este ejemplo
constituye una prueba aceptada entre los expertos de que lo habitual en la
Antigüedad era la lectura en voz alta, pero también de que, aunque
minoritaria y poco utilizada por el común de la población, asimismo existía la
lectura en silencio.
En el libro Las ranas de Aristófanes se dice: «Cuando a bordo de la nave
leía para mis adentros…», expresión que se repite en un fragmento de Platón,
cuando comienza a leer en voz alta un libro y el acompañante comenta: «En
la soledad quiero leer este libro para mis adentros». Está claro que en ambos
casos no leen en alto y para los demás, sino que lo hacen en silencio y para sí
mismos.
Sin embargo, en la antigua Grecia estas lecturas silenciosas son algo
anecdótico, ya que la comunicación es principalmente oral, recae sobre la
palabra hablada y adquiere gran importancia el papel que representa la
persona que lee, el narrador. La lectura en voz alta tiene una parte muy
importante de socialización, de comunidad, con un alto valor emocional al
compartir con otros la lectura. En el próximo capítulo veremos que esta
característica se mantiene en la antigua Roma.
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3
LEER ERA UNA FIESTA
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los pasajes más intrigantes o acelerarlo en aquellos en los que la acción pedía
una mayor rapidez. Por último, han estudiado el efecto que un silencio algo
más prolongado de lo habitual podía significar dentro de la historia. Todo
para que, cuando lean en alto, las palabras fluyan sin obstáculos y la historia
llegue a los oídos de los invitados como si se tratara de un sueño, como si los
rollos fueran los que emitían la voz.
También indican con signos escritos sobre el propio papiro dónde están
las separaciones entre vocablos y dónde se harán las pausas, no solo de
sentido, sino también aquellas que serán utilizadas para tomar aliento.
Practican la entonación que dan a una palabra o si tienen que hacer un mayor
énfasis en alguna frase. Después ensayan el tono y la modulación con las que
deben aderezar aquellas historias. Esta noche leerán la Eneida y la entonación
debe ser diferente a la de, por ejemplo, una comedia, donde optarían por un
tono más jocoso, o de un poema amoroso, que requiere adoptar una
aterciopelada voz como si se susurrase el texto al oído de la amada. La Eneida
precisa una dramatización heroica, la voz grave, firme, conociendo cuándo
hay que dejar una pausa algo más larga de lo habitual después de una
sentencia que se quiere que permanezca en el recuerdo del oyente. La
interpretación de personajes la llevarán a cabo sin forzar la voz aguda en el
caso de las mujeres o sin exagerar el tono vacilante de los ancianos. La
naturalidad de las voces es algo apreciado por el público que asistirá a estas
lecturas, que no busca la dramatización que encuentra cuando asiste al teatro,
sino disfrutar con la narración de un cuento o historia que haga volar su
imaginación para entrar en una especie de sueño.
Una vez que los invitados han degustado los platos que se han tardado
todo el día en cocinar, bebido varias tinajas de vino y disfrutado de la música
y los bailes a su alrededor, todo se desarrolla según lo previsto. La sobremesa
de la cena continúa con la llegada de los libertos, quienes, de pie en el centro
del jardín y con el rollo de papiro en las manos, están listos para comenzar su
trabajo. El murmullo que hasta ahora ha permanecido en mayor o menor
volumen durante toda la velada se acalla por completo; de nuevo se escucha
el canto de las chicharras. Los invitados se disponen a disfrutar de un libro
que, en su mayoría, nunca leerán por sí mismos a lo largo de su vida.
Zózimo, al ser el primero, da unos pasos al frente y eleva ante sí, con
firmeza, el papiro en vertical con ambos brazos. Todo el sentido del texto y
dramatización tiene que hacerlo solo con la voz, porque, al contrario que los
oradores, que utilizan las manos, brazos y diríamos que todo el cuerpo para
expresar lo que quieren transmitir, el lector profesional tiene que sostener con
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firmeza el pesado papiro, lo que no le permite llevar a cabo ningún gesto de
expresión corporal. Su voz es su única herramienta. Además no se trata de un
resumen o de una interpretación o adaptación de la historia, como pueden
hacer los rapsodas o aedos cuando recitan los versos de memoria, sino que la
lectura no debe apartarse del original ni incluir ningún comentario o añadido
de su cosecha.
Recostado en su sillón y mientras degusta una copa de vino con miel,
Plinio se fija en los brazos jóvenes y torneados de sus libertos. Las largas
sesiones de lectura a diario, que pueden durar varias horas con los brazos
extendidos sosteniendo un peso considerable, aporta esa dureza y firmeza. El
rollo de papiro de la Eneida mide unos quince metros de longitud, con lo que
es de los más pesados. Sin lugar a duda, es necesario que el lector presente un
buen estado físico como el de estos jóvenes.
Plinio disfruta escuchando cómo Ulises se esconde dentro del caballo de
madera que entra en Troya o cómo se produce el ataque de los cíclopes, la
noche está resultando muy agradable gracias a la lectura. Está muy orgulloso
de lo bien que lo están haciendo sus lectores y cómo logran transportar a sus
invitados a otros mundos. Y aunque en ocasiones él mismo también lee en
voz alta, como cuando presenta sus libros a sus amigos, reconoce que sus
criados lo hacen mejor que él. En efecto, se cuentan entre sus posesiones más
preciadas y se sabe envidiado por sus amistades al poder disfrutar de esas
lecturas en cualquier momento que le venga en gana.
Al cabo de media hora de lectura ininterrumpida, Zózimo ya ha
acumulado gran parte del contenido del rollo en la mano izquierda. En ese
momento, Escolpio toma el relevo de su compañero y prosigue la lectura. El
cambio de voz y de tonalidad otorgan un mayor dinamismo a la historia, e
incluso ayudan a que se espabile algún invitado demasiado relajado tras la
copiosa cena y el buen vino. La lectura de todo el texto les llevará unas once
horas, pero no terminará aquella noche, ni será leído todo de seguido, sino
que se dividirá en tres partes que serán leídas en otras noches como aquella.
Así que aquí les dejamos disfrutando de la velada leyendo, alternándose
un lector y otro, hasta que la claridad del nuevo día comience a teñir el cielo
por las colinas que circundan Como y se dé por finalizado el encuentro.
Cayo Plinio Cecilio Segundo, abogado y escritor romano, hizo una copia
de toda la correspondencia que fue enviando a lo largo de su vida y,
consciente del interés que muchas de aquellas cartas podrían tener, publicó
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una selección de las más relevantes en diez libros, con lo que inventó el
género epistolar con sus Epístolas de Plinio el Joven. Gracias a esta
publicación y otras similares, hoy podemos conocer cómo era la vida
cotidiana de la Roma del siglo I d. C., incluido cómo se disfrutaba de la
lectura. Plinio nos cuenta que cuando comía con su mujer o amigos le gustaba
que le leyeran en voz alta un libro divertido, algo similar a como hoy en día
hacemos cuando vemos la televisión, escuchamos la radio o incluso algunos
navegan por sus redes sociales. También nos cuenta que el silencio y la
soledad de la caza eran propicias para el estudio y la lectura, por lo que
aconsejaba llevar siempre unas tablillas para leer. Asimismo, en las fiestas era
habitual agasajar a los invitados con este tipo de lecturas, como hemos visto
al principio de este capítulo en la recreación de una cena que bien pudo haber
dado Plinio en su villa de la ciudad de Como.
Textos de la época nos cuentan que estas lecturas podían tener
continuidad durante varios días y durar incluso hasta tres jornadas. Supongo
que alguno de los asistentes a estas lecturas simultanearía varias de ellas. A
veces yo también lo hago dependiendo del formato de las historias, esto es, el
libro en papel, en digital o en audiolibro. Así que si me voy a dar un paseo
para hacer algo de ejercicio, pues seguiré con la historia que tenga en
audiolibro y, en cambio, si dispongo de un ratito para tumbarme en mi diván,
seguiré con el libro de papel o en digital que haya empezado. Me imagino a
un ciudadano romano yendo por la mañana a escuchar a las termas Las
metamorfosis de Ovidio para luego acudir por la tarde a una librería a
escuchar el Satiricón de Petronio y acabar la noche disfrutando con un
capítulo de la Odisea. ¿Mezclaría las historias? Seguro, a mí me ocurre.
Comienzo a leer un libro y me parece que estoy en otra de las tramas, pero
con los personajes de esta, y de pronto algo no cuadra, no es el lugar ni la
época, y entonces me doy cuenta, ¡estoy mezclando los libros! Esto también
le pasaba a mi abuela en la edad de oro que las telenovelas latinoamericanas
vivieron en España alrededor de los años noventa. Mi abuela seguía varias de
ellas, y en muchas, algunos actores repetían, pero interpretaban otros papeles
que, encima, podían ser muy distintos, donde uno era un galán bueno y
sensible en otra telenovela era un pérfido maltratador. En una ocasión la vi
echarse las manos a la cabeza cuando un cura se besaba apasionadamente con
una mujer; en realidad, ese actor no interpretaba a ningún sacerdote, sino que
mi abuela había confundido su personaje con el de otra de las telenovelas que
estaba viendo a la vez.
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LECTORES PROFESIONALES
Sabemos que en la época de la antigua Roma se alcanzaron cotas muy altas de
alfabetización, sobre todo dentro de la aristocracia, y donde también se incluía
la formación de las mujeres. A pesar de ello, el gusto por la escucha de textos
leídos en voz alta hacía que fuera habitual, como hemos visto anteriormente
en Grecia, que políticos, oradores, filósofos, poetas y otras personas cultas,
que sabían leer y escribir sin dificultad, recurrieran a esclavos o lectores
profesionales para que les leyeran en voz alta. Plinio nos cuenta de su tío «…
en verano, si tenía algún tiempo libre, se tumbaba al sol y se hacía leer un
libro, mientras tomaba notas y copiaba algún pasaje». Tenemos también
conocimiento de que el político y escritor Cicerón tenía varios esclavos a su
servicio para este menester, a quienes valoraba y tenía en mucha
consideración. De hecho, cuando uno de ellos falleció, un joven llamado
Sositheus, casi un niño, lamentó mucho su muerte diciendo que «estaba más
afectado de lo que convendría para la muerte de un simple esclavo». Y es que
no se trataba de un esclavo más, era la voz que le había acompañado en tantos
momentos agradables, por eso con su muerte sintió como si la voz de sus
libros se hubiera apagado.
Tal y como hemos visto en la recreación de la cena en casa de Plinio el
Joven, los libertos lectores profesionales o los esclavos, antes de la lectura en
público, tenían que preparar el texto, algo tedioso de hacer incluso por la
gente que sabía leer. Como podemos ver hoy en día en documentos antiguos,
pero también en estatuas, lápidas funerarias y otros monumentos, la escritura
se llevaba a cabo toda ella con letras mayúsculas. Hasta el siglo I d. C., en
Roma se utilizaban los interpuncta, unos puntos que indicaban la separación
entre las palabras, pero a partir de finales de ese mismo siglo se eliminaron,
quizá como una nueva imitación de todo lo que hacía Grecia, lo que supuso
un retroceso en la evolución en este sentido y pone en evidencia que no
siempre lo que hacen los pueblos líderes tiene que ser mejor de lo ya tienen el
resto. Como hemos visto cuando hablábamos de Grecia, no existían espacios
en blanco ni otros signos de puntuación o acentuación, así que, si el lector no
tiene la habilidad y la práctica de separar las palabras mentalmente, la lectura
se produce de una manera muy lenta y confusa, yendo hacia delante y hacia
atrás, pronunciando palabras sin sentido que segundos más tarde se corregirán
cuando se comprende dónde termina la palabra y solo podrá leer bien una vez
que se ha descifrado el sentido de cada una de ellas. Es algo similar a lo que
ocurre cuando un niño está aprendiendo a leer, va letra a letra y sílaba a sílaba
para comprender una palabra y después pasar a la siguiente. A medida que
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aprende es capaz de reconocer palabras, recorrer el texto por grupos de ellas,
parándose en elementos que le ayudan a saber que ha terminado una palabra y
empieza otra, como son los espacios en blanco, o que ha acabado una frase y
comienza la siguiente, como son los puntos y las mayúsculas.
Solo con la lectura en voz alta el significado era más fácil de ser captado.
Existían algunos signos ortográficos, pero no tenían la función de ordenar el
texto y dar una interpretación lógica como en la actualidad, sino que eran
precisamente una ayuda para la oratoria y tenían como función indicar las
pausas de respiración y marcar el ritmo para la lectura en voz alta. Esta
situación siguió así durante toda la Antigüedad y hasta el siglo X, por ese
motivo, la lectura en voz alta por parte de otros, incluso entre gente que
supiera leer, era lo habitual.
Además, leer en voz alta requería de un estado físico determinado porque,
por un lado, las interpretaciones podrían alargarse varias horas, y por otro,
porque a veces para proyectar bien la voz se necesitaba permanecer de pie,
con el peso de los rollos, por no hablar del desgaste de la garganta y la
utilización de sus músculos acompasados por la respiración. Se requería una
fortaleza determinada teniendo en cuenta el peso que podían alcanzar algunos
rollos. Plinio recuerda el incidente que tuvo su amigo Virgilio Rufo en una
ocasión en la que fue él mismo y no un criado quien leía en voz alta. Con sus
ochenta y tres años, durante una lectura en público había perdido el equilibrio
debido al peso del voluminoso rollo y cayó al suelo rompiéndose una cadera,
de la cual no se recuperaría y llegaría en este estado hasta su muerte. Así que
se podría concluir que leer en alto implicaba un ejercicio físico, de hecho, los
médicos de la época recomendaban esta práctica, junto con caminar o correr,
como algo saludable. También Plutarco aconseja, entre otras actividades
saludables, ejercitar la voz por medio del hablar, leer y recitar. El poeta
Virgilio leyó durante cuatro días seguidos sus Geórgicas a Augusto, pero,
debido a que no era un lector profesional y le comenzó a fallar la voz, tuvo
que aceptar que Mecenas lo reemplazara y continuara con la lectura.
Plinio, Cicerón o Augusto, como muchos de los ciudadanos romanos, eran
personas letradas, que sabían leer y escribir, pero preferían que alguien les
leyera en voz alta por su comodidad y porque les resultaba más placentero.
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El poeta favorito, de Lawrence Alma Tadema (1888). Lady Lever Art Gallery, Liverpool. ©
The favourite poet, Lawrence Alma Tadema. 1888
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alfabetización podía ir desde solo reconocer las letras a tener un amplio
dominio de la gramática y la retórica, así que no era uniforme, dentro de los
que tenían ciertos conocimientos existía un nivel muy distinto de lo que
entendemos hoy en día por alfabetización. Antes de leer se aprendía a
escribir. En la actualidad ambas destrezas van juntas, nos enseñan a la vez a
reconocer las letras y a escribirlas. No tiene sentido saber copiar algo sin
conocer su significado, o aprender solo a leer sin poder escribir. Pero en esta
época eran dos conocimientos diferenciados, podía haber gente que supiera
escribir, pero no leer. Esto tiene sentido si tenemos en cuenta que aún no se
había inventado la imprenta y había demanda de copistas. Los alumnos
aprendían las figuras de las letras y cómo se llamaban en orden alfabético, y
de esta manera ya eran capaces de copiar un texto incluso sin saber qué
significaba. La enseñanza de la lectura era posterior y suponía un nivel más
avanzado. Así pues, aquellos que no llegaran a este nivel y abandonasen antes
los estudios serían capaces de escribir o, para ser más precisos, de copiar de
manera automática y sin saber lo que escribían, una habilidad interesante si
querías que alguien hiciera copia de documentos confidenciales o secretos. El
siguiente nivel era aprender a leer, por lo que podemos decir que el grado de
alfabetización de los lectores profesionales era mucho más avanzado que la
media.
La lectura en voz alta era utilizada en Roma también como una forma de
entrenar la oratoria, clave en la vida pública si se quería optar a un puesto de
funcionario público o de relevancia. Quintiliano, reconocido profesor de
retórica, en su Institución oratoria nos dice que el estudiante debe conocer el
momento exacto cuando tiene que contener la respiración, bajar y subir la
voz, hacer una inflexión, así como controlar la velocidad o el ímpetu que debe
imprimir a cada parte. La recitación de un texto en voz alta era el mejor
entrenamiento para alcanzar la excelencia en el manejo de la oratoria.
Cicerón, en su obra Acerca del orador, habla también del «juicio de la oreja»,
esto es, del que escucha. Como político, es consciente de la importancia de la
escucha de los discursos leídos, el medio por el que su mensaje va a llegar a la
mayor parte de la población, incluidos aquellos que tienen que tomar
decisiones.
En general, entre las mujeres el acceso a la formación era muy limitado y,
además, exclusivo de la clase aristocrática. Entre ellas conocemos que
Cornelia, una famosa matrona romana, había recibido una excelente
formación, escribía y leía, llegando a dominar a la perfección el griego y la
retórica latina.
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Así, fuera de este selecto grupo de personas alfabetizadas en mayor o
menor grado, la mayoría de la población era completamente iletrada, sin otra
manera de disfrutar de los libros y las historias que escuchando a alguien leer
en voz alta.
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Virgilio lee la Eneida a Octavia, Livia y Augusto, de Jean-Baptiste Wicar (1790-93). Art
Institute, Chicago. © Album / Alamy Foto de stock
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quienes le daban su opinión y crítica. También Plinio nos da las razones:
«Porque el que lee su obra, por respeto a sus auditores, la cuida con más
atención; luego, porque, si le sobreviene duda sobre algún punto, lo resuelve a
partir de un consejo. Además, porque muchos hacen advertencias, pero, si no
las hicieran, lo que cada uno de los oyentes siente se percibe a través de su
gesto, de sus ojos, de sus movimientos de cabeza, de sus murmullos, de su
silencio, indicaciones suficientemente claras como para distinguir la
verdadera opinión de la cortesía».
Nos detalla asimismo el proceso completo de lecturas y reescrituras: «No
paso por alto ningún procedimiento de corrección. En principio repaso
conmigo lo que escribo; luego se lo leo a otros dos amigos; después paso el
manuscrito a otros para que lo anoten, si las notas me hacen dudar, de nuevo
las sopeso con una o dos personas; por último leo la obra ante varios auditores
y, créeme, es el momento en el que más corrijo, pues el respeto a los
auditores, el amor propio y el temor a un fracaso son excelentes jueces…».
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Recitatio de Horacio, de Adalbert von Rössler (1922). © Vintage Archives / Alamy Foto de
stock
La lectura en voz alta entre amigos era considerada una muestra de auténtica
amistad. El poeta Horacio nos dice: «No leo mis versos a nadie, sino a mis
amigos». Pero cuando existían tiranteces, una de las consecuencias era que no
se recibía la invitación a este tipo de lecturas. En la Carta 5 del Libro I, Plinio
nos cuenta que su hasta entonces amigo Régulo, conocedor de que se siente
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dolido por cómo ha actuado últimamente, no le invita a la lectura de su libro,
mostrando con este ejemplo el distanciamiento entre los otrora amigos.
Otras veces escuchar el libro de un amigo podía resultar algo tedioso o
pesado si la historia duraba horas y no lograba captar el interés de los
asistentes, algo así como un compromiso ineludible. Marcial emplea la ironía
para invitar a cenar a un amigo: «… no leeré nada, incluso aunque tú me leas
de nuevo tus Gigantes o tus Bucólicas…». En otra ocasión escribe en una
tarjeta al acompañar un regalo de un pañuelo para el cuello: «Si, cuando voy a
hacer una lectura pública, te doy por casualidad una invitación escrita, que
este pañuelo proteja tus orejas», riéndose de sí mismo y llevando a cabo una
autocrítica sobre sus propios textos.
Después de estas lecturas entre amigos y, una vez retocado el texto, las
lecturas en voz alta se efectuaban ante un auditorio más amplio. Podían tener
lugar en las termas, en bibliotecas públicas o en las propias casas de los
escritores, y suponían el lanzamiento oficial del libro en cuestión. Hoy en día
utilizamos el término «publicar» cuando un libro se pone a la venta o
comercializa. Este término viene del latín publicare, que significa hacer algo
público. Entonces, en el momento de la recitación en voz alta del texto
completo, se consideraba el libro como publicado.
La elección de la persona que llevaba a cabo la lectura o recitación era de
suma importancia. Por eso se procuraba siempre contar con lectores
profesionales. Marcial, en uno de sus epigramas (breves sentencias poéticas y
satíricas que se centran en un pensamiento o idea ingeniosa) muestra lo
importante que era leer bien en alto: «El libro que lees, Fidencio, es mío, pero
cuando lo lees mal empieza a ser tuyo». Por ejemplo, han llegado hasta
nosotros las recomendaciones que el poeta Persio daba al lector profesional
que leía sus libros, que tenía que ir: «… bien peinado, resplandeciente, con la
toga nueva […] leerás al público desde elevado sitial, después de enjuagarte
la garganta ágil con gargarismo modulador, deshecho, con ojito insinuante».
Debido a la importancia que tenía la lectura en voz alta en el resultado de un
texto, cuando alguien escribía lo hacía pensando en la representación pública
y en su oralidad. Se escribía tal y como se quería que se oyera, y la
recomendación, por tanto, era que se escribiera como fuera a leerse en alto, o
en palabras de Quintiliano: «Se deberá componer siempre del mismo modo en
el que se deberá dar voz al escrito».
A estos encuentros sociales acudían personas que antes habían sido
convocadas mediante una invitación, igual que ahora acudimos invitados a
una boda o celebración. Una vez sentados en los bancos o estrados dispuestos
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para la ocasión, los criados de la casa distribuían entre los asistentes el
programa de la función de lecturas. En realidad, estas lecturas atraían a
personas con diferentes intereses, esto es, estaban los que de verdad querían
conocer y oír el nuevo texto, pero también aquellos a los que les importaba
más el hecho social en sí, el dejarse ver, el saludar a unos y a otros en los
momentos previos a la lectura mostrando indiferencia por el texto, como se
dice en otra de las cartas de Plinio: «La mayoría se sientan en unas salitas y,
mientras se ofrece la lectura, charlan. De vez en cuando preguntan si ya ha
llegado el lector, o si ha pronunciado el prefacio, o si la lectura está ya muy
avanzada. Entonces, solo entonces, entran, sin prisa y vacilantes; ni siquiera
se quedan hasta el final, unos se van con disimulo y procurando no ser vistos;
otros lo hacen abiertamente y sin vergüenza».
Como la lectura en voz alta era un hecho social, se esperaba que el
público reaccionara ante cada uno de los textos. Es Plinio quien de nuevo en
otra de sus cartas menciona un caso donde el público parecía no reaccionar
ante el texto, cosa que le produjo al escritor gran sorpresa: «Se leía un libro
absolutamente perfecto, dos o tres auditores, muy expertos, según les parecía
a ellos mismos y a unos pocos, lo escuchaban como sordomudos, ¡ni un
movimiento de labios, ni un gesto de manos, no se levantaron ni una vez!».
Sirva para hacernos una idea del fenómeno social que supusieron en la
antigua Roma las lecturas en voz alta el hecho de que se corriese la voz de
que durante el mes de abril de un año apenas pasó un día en el que no se
hiciera una lectura en voz alta.
Ante este éxito, los políticos del momento se cuidaron mucho de ofrecer
los espacios adecuados para la lectura del mismo modo que hacían para otros
eventos sociales, como el disfrute de los juegos de gladiadores o el teatro.
Augusto favoreció igualmente su desarrollo, también sus sucesores, Claudio y
Adriano. El primero comenzó a escribir sobre la historia más reciente y
gustaba de leer sus libros en público a medida que acababa de redactar cada
capítulo. Su salón siempre estaba muy concurrido a pesar de que, a causa de
su timidez y sus problemas de tartamudez, sus lecturas no se contasen entre
las mejores que se podían escuchar por aquellos días en Roma. Durante una
de esas reuniones, un banco se rompió debido al peso de uno de los asistentes
y las risas provocaron tal alboroto entre los asistentes que al final se decidió
suspender la lectura. A partir de ese momento, Claudio no volvió a leer nunca
más sus textos y delegó esta tarea en un lector profesional. En todo caso, a
pesar de ser el emperador, puso su palacio a disposición de otros lectores a
cuyas recitaciones acudía cuando se lo permitían sus obligaciones políticas.
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En aquel entonces, la mayor aspiración de todo hombre culto y con bienes era
disponer en su casa de un auditorium, un salón o espacio destinado a estos
eventos sociales de lectura.
Como consecuencia de este éxito, Adriano elevó oficialmente las lecturas
públicas a rango de actividad social al dotarlas de un edificio para su
exclusivo uso, el athenæum, un pequeño teatro que hizo construir para la
ciudad. Y es que la lectura en voz alta se llegó a popularizar tanto que incluso
personas sin aspiraciones literarias o políticas no dudaban en leer en público
cualquier texto, literario o no, como, por ejemplo, la oración fúnebre que se
pronunciaba antes de despedir a un pariente.
Un reflejo de esta práctica en nuestros días nos lo ofreció en 1996 el
escritor italiano Alessandro Baricco con motivo de la presentación de su
novela Seda, un éxito de ventas mundial. Hervé Joncour, un comerciante
francés del siglo XIX realiza varios viajes a Japón para comprar huevos de
gusanos que luego producirán seda. En uno de esos viajes conoce a una mujer
con la que se obsesionará durante el resto de su vida. Esta novela corta tiene
una estructura circular y un ritmo poético interno que hace que el texto leído
en voz alta se transforme en una partitura musical. Así pues, cuando el texto
se hace voz, la prosa poética se muta en música al llegar a los oyentes. Quizá
por ese motivo Baricco decidió que el libro se presentara mediante una lectura
íntegra del mismo en un teatro. Durante no más de dos horas, una actriz leyó
el texto ante un auditorio tal y como se hacía en la antigua Roma, presentando
así la novela y dándola a conocer no por su resumen, intención o por las
palabras del autor, sino que fue el propio libro el que habló, el que a través de
la actriz, como si esta fuera un instrumento, dio vida a esa novela a través de
su voz.
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manejables presentados en tablillas de madera recubiertas de cera que
permitieran la escritura, unidas por anillas en uno de sus lados. Incluso se
podían juntar varias tablas, dando lugar a lo que hoy sería una especie de
libreta sobre la que escribir, borrar y volver a utilizar. De ahí se pasó a las
pequeñas cuartillas de papiro o pergamino, plegadas y cosidas que componían
cuadernillos que después se unían por unas tapas algo más resistentes. Se ha
inventado el libro tal y como lo conocemos hoy en día. Estas prácticas
tablillas se emplearon al menos durante toda la Edad Media, algunas de ellas
incluso permanecieron en uso hasta principios del siglo XIX.
La invención del códice cobra una gran importancia en la cultura escrita y
dentro de la historia del libro como facilitador de la lectura. Permitió una
mayor movilidad y circulación de los libros, lo que incrementó el número de
lectores. La practicidad que el códice aportaba en volumen, así como su
tamaño y el fácil acceso, sin necesidad de utilizar los dos brazos para, como
hemos visto, ir desenrollando pesados rollos de gran tamaño, eliminó uno de
los motivos para recurrir a personas que leyeran en voz alta. También facilitó
la escritura. La disposición del texto en rollos de papiro o pergamino entre
maderas suponía que no se pudiera leer y escribir a la vez, ya que las dos
manos se encontraban ocupadas desenrollando y enrollando el texto. Si se
quería escribir, se tenía que cerrar el rollo para liberar una de las manos, como
aparece en alguno de los frescos de Pompeya. Con el códice, los libros son
mucho más fáciles de sostener para leerlos o consultarlos, también de
transportar y almacenar. A esto tenemos que sumarle que comenzaron a
aparecer ayudas para los lectores, como los índices o la numeración en las
páginas, lo que permitía acceder a un punto determinado, algo que en el rollo
resultaba complicado. Qué sería de nosotros, los lectores, sin la paginación,
por ejemplo, saber dónde nos encontramos con una reflexión o qué escena nos
produjo risa, resultaría difícil de encontrar.
Pero como en toda innovación siempre existen detractores del cambio. Tal
y como hoy en día hay personas que dicen que no les gusta leer en formato
digital o se niegan a escuchar un audiolibro porque en su opinión no es un
libro, en la antigua Roma ocurrió algo similar. Para algunos solo el rollo de
papiro o pergamino podía considerarse un libro, dejando a las tablillas fuera
de esta categoría. Por suerte, el nuevo formato tuvo también sus defensores,
como el poeta Marcial, quien animaba a sus seguidores a comprar libros en
este nuevo formato. En todo caso, los rollos, ya fueran de papiro o pergamino,
siguieron gozando de un mayor prestigio y su uso generalizado se mantuvo
hasta al menos el siglo III d. C., por lo que los códices quedaron para la copia
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de textos sin vocación de perdurar o para copias baratas. Al final, después de
varios siglos, la practicidad terminaría ganando al romanticismo y el libro en
formato de códice terminó imponiéndose al rollo de papiro o pergamino.
LEER ES UN PLACER
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Leyendo en voz alta, de Albert Joseph Moore (1884). Kelvingrove Art Gallery and Museum,
Glasgow. © Painters / Alamy Foto de stock
Albert Joseph Moore, reconocido pintor inglés del siglo XIX, recreó una
escena en la que vemos disfrutar de estos códices a los primeros lectores que
tuvieron acceso a esta nueva innovación, en este caso unas lectoras. El cuadro
titulado Reading aloud (Leyendo en voz alta), considerada una de sus obras
maestras, representa a tres mujeres en actitud sosegada, en un ambiente con
tintes exóticos, quizá mostrando una época pasada algo idealizada, que
disfrutan de la lectura en voz alta por parte de una de ellas. Las tres descansan
alrededor de un sofá cubierto de diversas telas de seda y raso; una de ellas
sostiene en sus manos un códice que lee para las otras dos, quienes, con la
mirada en el infinito, escuchan hipnotizadas la lectura. El ambiente es
relajado, distendido, fuera del control del exterior, sin necesidad de que uno
de los esclavos tenga que ayudarles a sostener el pesado rollo. Se trata de un
momento de intimidad. Me atrevo a pensar que las tres amigas están
disfrutando de alguna historia que les permite sentirse las protagonistas, o
quizá vivir vidas muy diferentes a las suyas o, por el contrario, encontrar
paralelismos con las suyas y comprender mejor el sentido de la vida, es lo que
hemos hecho los lectores a lo largo de toda nuestra existencia.
Personalmente, me gusta esta idea de que durante los primeros siglos de
nuestra historia la lectura tenía el objetivo de entretener y socializar con otros
iguales, de que surgió por el hedonismo que suponía que alguien te leyese una
historia de viva voz, con toda la sensualidad que implica. Me gusta también
saber que se hacía entre familiares y amigos, uno de esos placeres, que, como
la comida o la bebida, se disfrutan más en compañía. Ya fuese para viajar a
otros lugares, reír con los malentendidos que se producen entre los
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protagonistas, revivir emocionantes batallas o empatizar con Penélope cuando
por la noche deshace lo que ha tejido durante el día para no tener que elegir
marido. Mientras la escritura surgió como un medio para llevar la
contabilidad del ganado o como soporte para la memoria, la lectura nació para
hacernos disfrutar, para permitirnos entendernos un poco mejor a nosotros
mismos, para compartir emociones con los demás. Durante los primeros
siglos de nuestra existencia fue una actividad primordialmente social. En
cualquiera de las ciudades de la Antigüedad existía la oportunidad de
escuchar leer en voz alta con motivo de la presentación de un libro, en mitad
de una cacería, en las bibliotecas, las termas, después de una cena o para
llenar cualquier tiempo de ocio.
La lectura en voz alta seguiría siendo la práctica predominante hasta bien
entrada la Edad Media. Sin embargo, el fin hedonista quedaría relegado por
un uso muy diferente: la difusión de las grandes religiones occidentales.
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LEER A DIOS
Todo el pueblo se reunió como un solo hombre en la explanada que hay delante de la
puerta de las Aguas y le dijeron a Esdras, el escriba, que trajera el libro de la Ley de
Moisés, la que el Señor había impuesto a Israel. El día uno del mes séptimo el
sacerdote Esdras trajo la Ley ante toda la asamblea […]. Desde que hubo luz hasta el
mediodía la leyó al frente de la explanada que hay delante de la puerta de las Aguas,
ante los hombres, las mujeres y todos los que tenían uso de razón. Todo el pueblo
prestaba oído al libro de la Ley.
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monte Sinaí. En el musulmán, las palabras son fruto de una revelación divina,
como la del ángel Gabriel a Mahoma para crear los versos que componen el
Corán. Los evangelios cristianos son la palabra de Dios registrada por los
apóstoles, testigos directos de la vida de Jesús. Por otro lado, leer la palabra
divina, poner voz a la palabra del mismísimo Dios, constituye un privilegio en
general reservado, según la religión, a rabinos, imanes o sacerdotes.
Esdras leyendo la ley a los judíos. Grabado. © Classic Image / Alamy Foto de stock
Así, en las tres religiones monoteístas, la lectura pública en voz alta tiene un
objetivo muy diferente al que se le había dado en la Antigüedad, donde estaba
asociada a la cultura, el aprendizaje y el entretenimiento. Ahora tiene como
función única transmitir el mensaje de cada una de las religiones o, si se
quiere, de la palabra divina. Para que este mensaje llegue a cuanta más gente
mejor, las religiones establecen en sus propios preceptos la obligatoriedad de
los fieles de acudir a escuchar la palabra de Dios como parte del culto propio
de cada comunidad. De esta manera los libros religiosos tendrán una voz que
resonará al menos cada viernes en las mezquitas, cada sábado en las
sinagogas y cada domingo en las iglesias. Hoy en día es habitual encontrar
estos libros sagrados en cualquier casa, sin embargo, en esta época, debido a
la escasez de ejemplares, la única manera de acceder a ellos era a través de la
lectura en voz alta.
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LA REGLA DE SAN BENITO ESTABLECE CÓMO LEER EN VOZ ALTA
El joven Pedro es un monaguillo que ha sentido la llamada de Dios. Se
encuentra en Silos, un perdido monasterio entre las montañas de Burgos que
tras sus muros silenciosos atesora una multitud de códices ilustrados. Muchos
de ellos, en la actualidad se estima que unos cuatro mil, son ejemplares
únicos, no existe otra copia en ningún otro lugar del mundo habitado. El
conocimiento durante la Edad Media crece en los monasterios, creado,
difundido, copiado, preservado a través de los libros, y vivo gracias a la voz
que los religiosos les ceden cuando los leen para los demás. Para el resto del
pueblo el acceso a los libros no es posible, son algo muy difícil y costoso de
crear, tratar, copiar, ilustrar, encuadernar y almacenar.
Cuando Pedro acabe su formación, será el instrumento que transmitirá y
difundirá la voz de aquellos libros al resto de la comunidad de fieles, al menos
los que guardan la palabra de Dios. Por este motivo está siendo instruido en la
lectura. Los monjes le enseñan a leer con el libro del coro que recoge los
salmos que se cantan durante la liturgia. El salterio es el libro que será
utilizado a modo de cartilla escolar para los que están aprendiendo a leer y
durante muchos años servirá también para comprobar quién lo sabe hacer. En
los márgenes del libro que Pedro está ahora leyendo, algún monje ha incluido
a modo de anotaciones las formas vulgares de esas palabras escritas en latín.
Él aún no lo sabe, pero esas notas quedarán como las primeras palabras
escritas en castellano, la lengua romance en la que el pueblo ha convertido el
latín en la zona. La profusión de apuntes en aquel libro y la traducción de casi
cuatrocientas palabras lo convierten en el primer diccionario de la lengua
española y que hoy se encuentra custodiado en el Museo Británico de
Londres. Después de muchas horas de estudio, Pedro comienza a reconocer
todos los caracteres y aprende a vocalizar cada uno de los sonidos que hay
que emitir hasta que adquiere la destreza de la lectura de manera fluida. En
muchas de las ocasiones, esta lectura es cantada, porque hay libros que
incluyen melodías, algo alentado por el papa Gregorio Magno, al que se le
debe que este tipo de composiciones sean conocidas para siempre como
cantos gregorianos. Durante los siglos IX y X en muchos monasterios los
monjes copiaban y leían en voz alta las comedias del griego Terencio, que ya
se habían utilizado en la Antigüedad con el mismo propósito. Más tarde,
Roswitha de Gardersheim escribió con este mismo fin unas obras de teatro
dirigidas a las monjas, pero bajo una perspectiva cristiana. El objetivo, como
decimos, era adquirir la fluidez en la lectura en voz alta, cuya práctica se
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conocía como sotto voce para ejercitar los músculos que intervienen en la
recitación.
Escuela monástica del convento de los ermitaños de San Agustín en París. Artista desconocido.
© Album / Coll. JeanVigne/KHARBINE-TAPABOR
Ha llegado el momento, Pedro puede leer en alto para el resto de los monjes
con los que convive. Antes de empezar se aclara la garganta, abre y cierra los
labios con fuerza para darles un mayor rango y relajarlos y, finalmente,
proyecta la voz. Son libros únicos, auténticas joyas que ha costado mucho
esfuerzo producir desde la fabricación del soporte físico hasta las incontables
horas dedicadas al rotulado para copiarlos desde unos originales que ya no
existen. Por no hablar del esfuerzo de iluminarlos con ilustraciones
preciosistas, para después prensarlos, coserlos y encuadernarlos. Y todo ello
para que su lectura solo pudiese ser disfrutada por una persona, hasta que,
gracias a la voz que durante unas horas Pedro pone a disposición de aquellos
libros, estos se transforman en sonido y llegan a los oídos de los que allí se
han congregado para, ahora sí, deleite de la lectura por parte de todos.
Aunque hayan pasado más de diez siglos desde entonces, cuando uno entra en
el monasterio de Santo Domingo de Silos, estas voces de los libros siguen
retumbando en el silencio de su claustro, entre las piedras que pisamos, los
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capiteles adornados y el canto de los pájaros que revolotean entre ese ciprés al
que se llega, como si fuera una metáfora, a través de un jardín en forma de
laberinto.
La voz de los libros estaba muy viva en los monasterios de la cristiandad
porque existía el hábito de leer en voz alta mientras se comía o cenaba, tal y
como ya nos contó Plinio el Joven que también ocurría en la antigua Roma.
Esta práctica la encontramos debidamente regulada en escritos que tenían
como objetivo establecer las rutinas de monasterios o abadías religiosas. A
principios del siglo VI Benito de Nursia, un italiano a quien se le había unido
una congregación de discípulos, escribe un libro con la intención de
establecer un orden en la convivencia de esta comunidad estable que se ha
creado en torno a él. Esta normativa se extenderá con rapidez por todos los
monasterios de la congregación y sus preceptos se habrán de adoptar por los
monjes que conviviesen comunalmente bajo las órdenes de un abad. A este
compendio de normas se las conoce como La regla de san Benito. Además de
establecer cuándo rezar, trabajar o dormir, o cómo vestir y calzar, también se
dedica un capítulo a cómo se debía leer mientras los hermanos estaban en la
hora de la comida.
El hermano con la misión de leer adoptaba el nombre de lector de la
semana, ya que este sería el tiempo que duraría su labor. Recibía la
responsabilidad el domingo después de tomar la comunión y asistir a misa
para ser relevado a la semana siguiente en el mismo evento. En esta primera
misa el lector pedía a sus hermanos que orasen por él para que el Señor le
librase de la vanagloria que puede suponer leer algo y que los demás, atentos,
lo escuchen. Ser objeto de la atención de los demás durante toda una semana
podía provocar sentimientos de engreimiento o vanidad, y por ello, el ritual
comenzaba con el verso: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu
alabanza», que toda la comunidad repetía al unísono tres veces seguidas. De
esta manera, se dejaba claro que el lector era un mero instrumento que
prestaba su boca para que la palabra de Dios surgiera sin mérito alguno por su
parte. Y es que cuando alguien lee en voz alta está asumiendo una autoridad y
un prestigio que los oyentes no poseen. La vanidad que puede aparecer en
nosotros cuando leemos en voz alta es comprensible: captamos por un
momento la atención de los demás, nos sabemos el centro de atención,
ponemos voz a los libros y gracias a ellos tenemos el poder de emocionar. Los
monjes que leían en voz alta todos los días durante una semana lo sabían, y
por eso se obligaban a recordarlo, para evitar este sentimiento poco cristiano.
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La regla establece, además, que antes de la comida se disponga de todo lo
necesario para no interrumpir la lectura por falta de algún utensilio o
alimento. «Guárdese sumo silencio para que allí no se oiga ni la voz ni el
susurro de nadie sino solo al que lee», dice la regla de san Benito. Por
supuesto, si no está permitido susurrar ni que le pasen a uno un trozo de pan o
la jarra del agua, mucho menos lo está comentar o conversar sobre lo que se
está escuchando. Este es un privilegio reservado solo al padre superior, que
será el único que pueda romper dicho silencio para comentar lo que se está
leyendo.
En cuanto al hermano seleccionado como lector de la semana, la regla
establece que comerá cuando el resto finalice y él concluya su lectura, junto
con los sirvientes y los llamados monjes semaneros que atendían las labores
de la cocina. Le está permitido tomar la comunión con agua y vino antes de la
lectura para que le suponga un pequeño sustento y pueda desarrollar su labor
convenientemente.
La lectura en la Edad Media se practicaba en los monasterios y se
realizaba en voz alta. Además de las referencias que tenemos gracias a san
Benito, conocemos que Tomás Moro, el autor de Utopía, también introdujo
en Chelsea el hábito de leer durante las comidas en los monasterios ingleses.
En el siglo VII, san Isidoro, obispo de Sevilla, establece, al igual que san
Benito, las cualidades a cumplir por quienes lleven a cabo el cargo de lector
en la iglesia. Dice que tiene que ser una persona conocedora de la doctrina y
que domine la expresión oral con el fin de que todos los oyentes comprendan
el mensaje: «Quien vaya a ser ascendido a este rango deberá estar versado en
la doctrina y los libros, y conocerá a fondo los significados y las palabras, a
fin de que en el análisis de las sentencias sepa dónde se encuentran los límites
gramaticales: dónde prosigue la lectura, dónde concluye la oración. De este
modo dominará la técnica de la expresión oral sin obstáculos, a fin de que
todos comprendan con la mente y con el sentimiento, distinguiendo entre los
tipos de expresión, y expresando los sentimientos de la sentencia: ora a la
manera del que expone, ora a la manera del que sufre, ora a la manera del que
increpa, ora a la manera del que exhorta, ora adaptándose a los tipos de
expresión adecuada». Parece que san Isidoro ya tenía clara la importancia de
que quien nos lea sepa adaptar su tono al texto que nos está leyendo. Sin lugar
a duda, el placer de la escucha dependerá en gran parte de este aspecto. No
será lo mismo la lectura de un poema amoroso, en la que el tono puede
transmitir ternura, que la de una historia de misterio, en la que tiene que ir
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generando, gracias a la entonación, el ambiente adecuado de intriga y
suspense.
Para terminar con esta recopilación de recomendaciones sobre cómo se
debía leer en alto durante la Edad Media, encontramos las que san Leandro,
obispo de Sevilla y considerado santo, hizo a las monjas de la época. La
recomendación consistía en que alternasen la oración propiamente dicha con
la lectura y que, cuando se ocupasen de algún trabajo manual, como coser o
amasar pan, hicieran que alguien les leyera la palabra de Dios en voz alta para
evitar que el corazón «se deslizara por la pendiente de los vicios».
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haciendo desde la Antigüedad. Más bien que la lectura en silencio fuera lo
habitual y no una excepción y es más, que estando él presente, continuara con
la lectura silenciosa. Su comentario «Yo estaba largo rato sentado en silencio
—porque ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan atento?—, y me
largaba» muestra que sería de mala educación leer en silencio estando ambos
juntos en la misma sala. Algo así como el equivalente a esas personas que
consultan su móvil cuando están con alguien. Estamos viendo que la lectura
en esta época era una actividad que se disfrutaba en sociedad, en compañía, se
compartía, y la lectura silenciosa resultaba extraña y propia de personas
introvertidas. Esta idea perviviría aún durante muchos siglos. Más adelante
veremos lo que se decía de don Quijote, que estaba loco debido a lo mucho
que leía, y aquí por leer se refieren a leer en silencio y en solitario. Tuvieron
que pasar muchos años para que la lectura silenciosa no fuera vista con
recelo.
Eran pocos los que leían en silencio, y, entre estos, muchos reconocían
que lo que les pedía el cuerpo era hacerlo en voz alta. Sabemos que a
comienzos del siglo XIII Ricalmo, abate del monasterio de Schönthal, en
Alemania, y autor de un manual de demonología, confesaba lo siguiente:
«Cuando estoy leyendo directamente del libro y solo con el pensamiento,
como suelo hacerlo, ellos [los diablos] me hacen leer en voz alta palabra por
palabra, privándome de la comprensión interior de lo que leo y para que
pueda penetrar tanto menos en la fuerza interior de la lectura cuanto más me
vierto en el lenguaje externo».
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leche y, después de lijarlo con piedra pómez, blanquearlo con tiza para dejar
la superficie preparada para escribir de nuevo.
El siguiente paso era rayar los márgenes y los renglones con un punzón o
mina de plomo. El rayado dependía del tipo de texto, esto es, de si se iba a
escribir verso o si llevaba ilustraciones, con lo que había que dejar los huecos
pertinentes. Los copistas escribían entonces el texto para terminar con la
rotulación y las ilustraciones. Por último, se juntaban todas las hojas de piel a
través de la encuadernación. Como vemos, el proceso era muy manual,
dificultoso y llevaba mucho tiempo, lo que convertía el libro en un bien muy
valioso, un producto de lujo.
Así que, durante la Edad Media, aunque estuviéramos en un monasterio,
donde todos los monjes sabían leer, no existía el mismo número de ejemplares
para que todos o al menos un grupo pudiera estar leyendo de forma
simultánea el mismo título. Si otras personas habían empezado a leerlo antes
que nosotros, esto suponía tener que esperar mucho tiempo, así que la forma
más eficaz y útil de leer un libro era que alguien lo hiciera en voz alta para
que también lo disfrutara el resto. Por ejemplo, veamos el caso de la abadía de
Cluny en Francia, que llegó a tener unos cuatrocientos sesenta monjes en su
momento de mayor esplendor, en el siglo XII. En el caso de que cada uno
quisiera leer de manera individual la Divina comedia de Dante y tardase de
media un mes, el último de ellos podría acceder al libro al cabo de cinco años
y medio. Todo esto se evitaba gracias a la lectura en voz alta, pero un
pequeño invento revolucionará la manera en la que comenzamos desde
entonces a escribir y a leer, y será el principio de un cambio.
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Paul Saenger ha dedicado veinte años de su vida a investigar cuándo y
dónde se comenzó a aplicar el espacio en blanco entre las palabras y lo que
ello supuso para los lectores. Podemos imaginar a Paul Saenger como un
Indiana Jones de los libros que se salían de lo común, únicos, singulares por
algún motivo. Así fue como después de peregrinar de biblioteca en biblioteca,
visitando archivos en recónditos monasterios medievales de toda Europa,
llegó hasta el que se considera el primer documento donde aparece nuestro
protagonista, el espacio en blanco. Se trata del conocido como Irish Book of
Mulling, una copia traducida del latín al celta de los evangelios que data de
alrededor del año 690 d. C., si bien habrá que esperar hasta el siglo XI para
que esta práctica se extienda completamente por toda Europa. Sin lugar a
dudas, su descubrimiento era clave para explicar el comienzo del tránsito
entre la lectura en voz alta y la silenciosa. Curiosa es la explicación de que
este elemento aparezca por primera vez en Irlanda y no en otro lugar de
Europa. El motivo es que los monjes irlandeses, a diferencia del resto de los
europeos, no utilizaban el latín como lengua corriente, sino su propio idioma
celta. Por tanto, les era mucho más difícil leer un texto en latín sin
separaciones, así que, cuando iban identificando palabra a palabra, las
señalaban. Cuando después llevaron a cabo la traducción del latín al celta,
establecieron un espacio en blanco para trasponer esta separación en la nueva
versión.
Para entender bien el efecto de los espacios en blanco, vamos a apartarnos
durante un rato de la evolución histórica de la lectura para intentar
comprender el modo en que el ser humano capta las palabras. Cuando leemos,
cada palabra posee una entidad propia que nuestro cerebro reconoce
principalmente por las letras inicial y final de esta, no influyendo tanto las
letras centrales. Puede ser que se haya escrito mal alguna de las letras de una
palabra o que se haya obviado, y podremos reconocer esa palabra, eso no
dificultará mucho nuestra lectura. A todos nos ha ocurrido alguna vez lo
siguiente. Leemos varias veces nuestros propios escritos antes de entregar un
informe en la oficina o un trabajo en la universidad y, solo después de que
alguien nos lo indique, nos damos cuenta de que hemos escrito mal alguna
palabra. ¿Cómo puede ser si lo hemos repasado varias veces? Porque nuestra
mente suple esa desviación completando o corrigiendo los errores que existen,
dando por buena la palabra correcta, que es la que permanece en nuestra
mente. Otro ejemplo que constata esta afirmación y que seguramente hayas
comprobado por ti mismo. ¿No te han enviado alguna vez al móvil o has visto
en las redes sociales un párrafo donde se han sustituido todas las vocales por
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un equivalente numérico y te invitan a tratar de leerlo? Incluso en algún caso
te hacen creer que si lo consigues eres más inteligente que la media. Lamento
decirte que esto no es así, sino que la mayor parte de nosotros estamos
preparados para descifrar ese enigma. Al principio pasamos nuestra vista por
las primeras palabras y no sabemos su significado, pero, como por arte de
magia, alguno de estos signos comienza a cobrar sentido, y enseguida nuestra
mente encuentra la equivalencia del resto, y comienza a leer a una velocidad
nada despreciable y con normalidad. Nuestra mente identifica la palabra
aunque no esté completa.
Pero para que existan palabras independientes tiene que escribirse
incluyendo un espacio en blanco que separe cada una de ellas, y eso, hasta la
ocurrencia de los monjes irlandeses, no había sucedido en la historia de la
humanidad. El motivo es que nuestra sociedad era sobre todo oral, sonora, y
ahí no existen los espacios en blanco entre vocablos, sino que cuando
hablamos todo es un continuo, un flujo de palabras. El espacio en blanco es
una convención gráfica que alguien inventó. Aún en nuestros días, cuando un
niño aprende a escribir no deja separación entre las palabras porque trata de
reproducir por escrito lo que dicen oralmente. Ahora está comprobado que la
existencia o no de espacios en blanco determina la velocidad de lectura
mucho más que, por ejemplo, la tipología de la letra o el tamaño. Te propongo
un experimento. Si ahora estás leyendo en silencio este libro, te voy a pedir
que lo hagas en voz alta hasta el final del siguiente párrafo:
sinoincluimosespaciosenblancotend
remosseriasdificultadesparaentend
erloquediceunafraseproduciendos
epausasyteniendoqueirhaciadelant
eyhaciaatrasloqueevitaunalectura
fluidayagradablesolopersonasqueh
ayanleidoanteseltextooestenmuya
costumbradasaleerenvozaltallevar
anacabolalecturadeunamaneraque
permitaconcentrarnosenlahistoriay
dejarvolarnuestraimaginacionenlug
ardepensarenlaspalabras.
Seguro que has notado la dificultad, que no se podrá decir que ha sido una
lectura brillante, seguro que en algún caso has tenido que pararte, volver la
vista atrás y reconstruir alguna palabra que dé significado al texto. Si ha sido
así, no te preocupes, es lo normal, seguro que si ahora lo vuelves a leer te
saldrá mejor.
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Volvamos a los siglos VII y VIII, cuando los escribas irlandeses comienzan
a incorporar, más allá de los espacios en blanco entre palabras, una serie de
modificaciones en la forma en la que se escribe y que facilitará la lectura. Por
ejemplo, una letra destacada al principio, que más tarde daría lugar a las
mayúsculas, para indicar visualmente el inicio de una frase o texto, la división
del texto en párrafos, o del signo de interrogación. De igual manera se inventó
la minúscula carolina, la que usamos aún hoy en día frente a las mayúsculas,
que eran las únicas utilizadas hasta entonces. Como vemos, los textos
comenzaban a adoptar un formato más comprensible.
El uso del espacio en blanco pudo ser una de las causas de que la práctica
de la lectura silenciosa empezase a extenderse por los monasterios irlandeses.
Después llegó a Francia, Alemania, Italia y España, donde había pervivido la
lectura comunitaria en voz alta casi en exclusividad hasta el siglo X. A partir
del siglo XII se puede decir que el uso del espacio en blanco se encuentra
completamente incorporado en la escritura, al menos en los ámbitos
académicos y eclesiásticos. Este es un momento de inflexión en la lectura en
voz alta dará paso a la lectura silenciosa, poco a poco. No está mal tanto
cambio causado por un elemento en apariencia tan insignificante.
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habían escrito la mayor parte de los libros, idioma desconocido por el pueblo
llano. Sin embargo, en esta época, el siglo XII, se comienza a escribir en las
lenguas romances, que eran las utilizadas por la gente de la calle. Esto hará
que aprender a leer y disponer de textos en el idioma que las gentes se
comunican en su día a día sea cada vez más frecuente, por lo que la lectura se
extenderá poco a poco.
En la actualidad se piensa que el paso de la lectura en voz alta a la
silenciosa pudo deberse a motivos prácticos. Personas que tenían que manejar
grandes cantidades de información pudieron ir adoptando la lectura
silenciosa, mucho más rápida y versátil. Durante la Edad Media coexistieron,
por tanto, tres tipos de lectura: la silenciosa (in silentio), que era muy poco
frecuente, la lectura en voz baja (murmullo o ruminatio), cercana a la
subvocalización y que se utilizaba para la meditación o el rezo, y la lectura en
voz alta, restringida casi por completo al ámbito religioso, según la particular
técnica de la recitación litúrgica de canto. La lectura en silencio, por tanto, no
era el medio con el que el pueblo llano podía disfrutar de buenas historias,
que se veía limitado a escuchar a juglares o trovadores narrar sus romances.
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5
EL LECTOR DEL REY
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reprimir sus ansias de lectura, se empujan entre ellos, asaltan los carros,
toman el primer libro que pueden y buscan un sitio en el suelo para sentarse
en el camino a leerlo vorazmente. Bueno, esto hubiera sido muy bonito, pero
no fue lo que realmente ocurrió. De hecho, inmediatamente después de la
invención de la imprenta no pasó gran cosa. El aumento del número de libros
es bastante moderado y la gente llana seguía sin saber leer; así pues, la
mayoría de las personas continuaron escuchando las historias que alguien les
leía en alto.
Así, aunque tomemos el año 1450 como referencia para la invención de la
imprenta, el impacto que la nueva tecnología tuvo en la sociedad y en los
lectores tendría que esperar algunos años más. Si eras un lector en el siglo XV,
aún tenías a tu disposición muy pocos libros. Hasta el siglo XVI el libro se
seguiría concibiendo como un objeto que a pesar de sustituir letras
manuscritas por impresas tenía que pasar por varias manos antes de llegar al
lector. Primero por las de un iluminador, que añadía a mano las miniaturas,
las iniciales ornadas, las marcas de puntuación, la rúbrica o los títulos.
Después otras manos tenían que doblar cada uno de los folios que componían
varias hojas, unirlas en cuadernillos que eran cosidos y reunidos bajo una
misma cubierta. La utilización de los caracteres móviles que inventa
Gutenberg facilitó la impresión del texto de una manera mucho más rápida,
pero la mayoría del proceso de fabricación del libro continuaba realizándose
en gran medida de manera artesanal. Para hacernos una idea, se estima que en
la segunda mitad del siglo XV se imprimieron en todo el mundo unos
veintisiete mil títulos con una tirada media de quinientos ejemplares. Esto en
cincuenta años y en toda Europa. Solo en España se publican cada año cuatro
veces esa cantidad de títulos con tiradas medias de tres mil ejemplares. Como
es lógico, esta escasez provocaba que, además, los pocos libros que existían
tuviesen un precio muy elevado. Veamos un par de ejemplos.
En el siglo X, antes de la invención de la imprenta, la condesa de Anjou
tuvo que entregar doscientas ovejas, tres toneles de trigo y varias pieles de
marta en pago por un solo libro, un sermonario. Pero es que a finales del
siglo XIV, cuatro siglos después, la situación no había cambiado demasiado: el
príncipe de Orleans adquirió un devocionario por doscientos francos de oro,
lo que seguía siendo toda una fortuna. Sin quitar importancia a la invención
de la imprenta y visto con perspectiva, conviene tener en cuenta que, para
muchos expertos del mundo del libro, el paso del papiro enrollado al códice
que se produjo en la Antigüedad pudo ser una invención más importante y
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determinante, desde el punto de vista de los lectores, que la imprenta de
Gutenberg.
En todo caso, en Europa, la copia manuscrita, aunque no desapareció por
completo, dejó de ser el único método para reproducir libros. Donde sí tuvo
un efecto más palpable fue en el aumento del uso de documentos escritos en
la gestión pública como la impartición de justicia o la recolección de
impuestos, que hasta ese momento se realizaba oralmente. Esto es una
muestra de lo que se ha dado en llamar mentalidad letrada, que supuso un
fuerte impulso en el paso de la lectura en voz alta a la lectura silenciosa al
facilitar el acceso a los textos, además de su uso individual.
Pero no solo había un problema de oferta de libros, tampoco había
muchos lectores, al menos lectores que pudieran leer por sí mismos. Las
estimaciones sobre los índices históricos de alfabetización en Europa indican
que hacia el año 1500 solo un 4 por ciento de la población alemana sabía leer,
cifra que podría llegar al 30 por ciento en las ciudades. En Inglaterra los
índices serían de un 10 por ciento de hombres frente a tan solo un 1 por ciento
de mujeres. Y, por último, en la Venecia de 1587 el 14 por ciento de los
jóvenes iba a la escuela. Estos datos señalan diferencias entre pueblos y
ciudades, entre hombres y mujeres, y entre las distintas clases sociales. En
todo caso, aunque desde el siglo XII la lectura silenciosa había llegado a
escuelas y universidades, incluso cuando alrededor del siglo XVI, en pleno
Renacimiento, esta práctica llega a las clases aristocráticas lo hace de manera
limitada, con lo que la protagonista, de momento, seguía siendo la lectura en
voz alta.
Esta preponderancia de la lectura en voz alta tiene un reflejo en la
definición de los signos de puntuación, correspondientes con cuatro
duraciones distintas de las pausas en la lectura: los dos puntos, la coma, el
punto y coma y el punto final. De esta forma, tipógrafos y correctores
buscaban maneras de marcar los énfasis de voz en el texto. En algunas
ediciones francesas de la época encontramos ciertas letras escritas en
mayúscula en lugares donde, al no ser ni principio de oración, ni nombre
propio, ni estar seguida de punto, no serían pertinentes salvo que tuviesen la
función de indicar los puntos donde debía enfatizarse la lectura cuando se
llevara a cabo en voz alta. Resulta curioso que justo en este momento de
nuestra historia, cuando lo escrito comenzaba a ganar terreno a lo oral, los
tipógrafos se preocuparan por que los textos contuvieran las pautas de lectura
en voz alta que daban un sentido completo al texto. Las páginas, mudas de
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por sí, intentaban capturar y retener algo de la palabra viva, y lo hacían a
través de los signos de puntuación.
DE VÍRGENES Y PUTAS
«La pluma es virgen, pero la imprenta es una puta». Así de contundente se
expresa el monje benedictino Filippo de Strata a finales del siglo XV en un
opúsculo de unas veinte páginas titulado Polémica contra la imprenta.
Ciudadano de la República de Venecia, monje en la iglesia de la isla de
Murano, Strata exhorta, casi exige al Dux, la máxima autoridad política de la
región, que restrinja la proliferación de imprentas y prohíba el comercio de
libros impresos. Strata afirma que los impresores son perezosos, que no tienen
ningún interés ni amor por su trabajo y que solo piensan en el dinero que
ganarán con los libros.
Por otro lado, con la aparición de la imprenta, los miembros de las
órdenes religiosas, de la monarquía o de la alta aristocracia comienzan a
perder la exclusividad en el acceso a los libros. Gracias al nuevo invento, el
grupo de privilegiados se amplía: cualquier zapatero, verdulero o jornalero
puede ahora disponer de libros. Y, según la visión de Strata, los impresores
son los únicos responsables de que esto ocurra, por vender los libros a
cualquiera, rebajando el concepto de libro y cultura, es decir, prostituyéndolo,
entregándolo a cambio de unas monedas, cosa que antes no ocurría. Los
monasterios abastecían su biblioteca gracias al trabajo de sus propios monjes,
quienes de manera desinteresada llevaban a cabo todo el proceso de
fabricación y copia de los ejemplares. Sumado a esto, el contenido de los
libros comienza a diversificarse. Hasta la imprenta, debido al trabajo, esfuerzo
y tiempo que suponía escribir un libro, se pensaba muy bien qué merecía la
pena dejar plasmado para la posteridad. Ahora cualquier texto podrá ser
reproducido y difundido con relativa facilidad, apareciendo lo que los
detractores consideraban basura. Como curiosidad, comenzaron a proliferar
breves compendios del saber en áreas como la historia, la ciencia o la
medicina, algo así como versiones de época de Historia para Dummies,
Las 50 cosas sobre ciencia que tienes que saber o El médico en casa. El
conocimiento había dejado de ser privilegio de unos pocos, había salido de los
eruditos y silenciosos scriptoriums para expandirse por las ruidosas y sucias
calles llenas de orines.
La principal oposición a la imprenta vino de las instituciones religiosas,
que vieron peligrar el monopolio que ostentaban sobre la producción de
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libros. Líderes religiosos, como el abad benedictino alemán Johannes
Trithemius, insistían también en la idea de la pereza que ya había utilizado
Strata. No solo en el cristianismo, en el año 1485 el sultán Bayezid II llegó a
prohibir los libros impresos dentro del Imperio otomano, prohibición que
duraría unos tres siglos. Entre las motivaciones están la obvia, que la imprenta
era una herramienta muy útil para propagar nuevas ideas, lo que hacía más
difícil controlar a la población.
Recordemos que hasta este momento los libros solo se copiaban cuando
existía un interés en firme por parte de alguien, esto es, alguien pagaba porque
se hiciera la copia de un libro ya existente. Con la imprenta asistimos por
primera vez en la historia al proceso inverso y que es el que ha llegado hasta
nuestros días: primero se imprime y luego se vende. Por este motivo las
primeras imprentas fueron negocios con mucho riesgo. De las cien imprentas
que existían en Venecia en 1490, una década después solo resistían veintitrés,
y el número se redujo a diez en los primeros años del siglo siguiente. Como
dato curioso, Zacharias Callierges, antiguo escriba, dejó su oficio de años
para montar su propia imprenta, aunque tuvo que volver a tomar la pluma
cuando esta quebró.
Santa o prostituta, la imprenta permitió que en el Renacimiento se pudiese
comenzar a leer individualmente porque la escritura se había transformado en
algo más ordenado y claro. Además, varias personas podían disfrutar de la
misma obra al mismo tiempo, ya que por primera vez se podían fabricar
cientos de ejemplares con facilidad. Dicho esto, los libros manuscritos
siguieron gozando de un mayor prestigio entre la élite.
La aparición de detractores, como ocurrió con la invención del códice,
puede deberse a diversas razones. Una muy importante, por repetida a lo largo
de la historia de las innovaciones, es psicológica: se trata de la resistencia al
cambio que caracteriza al ser humano. Se puede contraargumentar que
aludiendo, por ejemplo, a criterios éticos, pensando en esos profesionales que
dejarán de tener trabajo, en este caso, los copistas; o a criterios artísticos, que
la caligrafía es mucho más creativa y artística que la letra impresa.
Finalmente, como ya ocurrió en la controversia papiro versus códice, en la
disyuntiva entre caligrafía y letra impresa triunfará también la practicidad
frente al romanticismo.
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coyuntura para establecer a partir de este momento cuál era la versión oficial
para difundirla. Sin embargo, paradójicamente, también fue la imprenta la que
proporcionó un impulso fundamental al movimiento de la Reforma
protestante.
Por supuesto que no era la primera vez que habían surgido dentro de la
Iglesia ideas que pretendían matizar, modificar o directamente cambiar
alguno de los dogmas fundamentales, pero siempre habían terminado cayendo
en el olvido debido a la escasa capacidad de difusión. En esta ocasión, los
mensajes de Martín Lutero se expandieron como la pólvora gracias a la
imprenta. En Alemania, un tercio de todos los ejemplares impresos
anualmente, que se estima llegaban al millón, eran obras de Lutero.
Los nuevos modelos de lectura generados por la imprenta, que facilitaban
el uso individual frente al colectivo, así como el acceso directo del lector al
texto sin necesidad de intermediarios, dieron lugar a una corriente de
cuestionamiento de preceptos hasta ese momento considerados inamovibles.
La lectura silenciosa permitía aprender y reflexionar por uno mismo, sin la
guía ni el control de autoridad alguna, y esto provocó la reacción de quienes
hasta entonces habían ejercido ese control. Precisamente el debate entre
lectura en voz alta, en público y guiada, frente a la lectura silenciosa e
individual constituyó una de las grandes controversias que desató la Reforma.
Mientras la Iglesia católica insistía en que las lecturas públicas de los
textos sagrados y su interpretación estaban reservadas al sacerdote en la misa,
Lutero, a la cabeza de los protestantes, promovía una comunicación directa de
los creyentes con Dios y su palabra. Sin embargo, consciente de los altos
niveles de analfabetismo, Lutero recuerda en sus escritos que la lectura de la
Biblia en voz alta es una obligación, en concreto, del jefe de familia: «A la
noche, terminado el trabajo […] lean (a los niños y a los empleados
domésticos) un pasaje o dos de la Biblia y recomiéndenles que los
recuerden».
Las lecturas religiosas en voz alta se promovían como eran, una forma de
rezo conjunto, y servían también para amenizar encuentros en torno a labores
domésticas como la costura. Me pregunto si el hecho de que hoy en día el
hábito de la lectura esté más extendido entre las mujeres que entre los
hombres no tendrá que ver con estas situaciones tan repetidas a lo largo de la
historia. También la influencia que este hábito, leer la Biblia en alto cada
noche en familia en los países protestantes, ha tenido en la actual utilización
del audiolibro en estas regiones, ya que han conservado a lo largo de su
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historia la costumbre de leer en alto y escuchar, frente a los católicos, quienes
no han mantenido ese hábito fuera de las iglesias.
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de un monarca hoy en día dista mucho de los protocolos y cohorte de
personas que tenían a su alrededor, y la reina avanza sonriente, saludando a
los editores y libreros, preguntando por las novedades y hablando de
literatura. En nuestro stand hace algunas preguntas sobre los audiolibros, se
interesa por la nueva manera de leer, pregunta en qué situaciones suele
utilizarlo la gente. Mientras se aleja, pienso que las monarquías han cambiado
mucho, pero, dándole vueltas a las preguntas que me ha hecho sobre los
audiolibros, me viene a la cabeza la figura del lector del rey.
Siglos atrás la vida de un monarca europeo estaba rodeada de multitud de
personas que le ayudaban en sus labores cotidianas. Desde las abluciones de
mañana y su vestido pasando por acompañarlo en las salidas a cazar, así como
servir los alimentos o el agua. Para ello había muchas personas que realizaban
estos oficios: mayordomos, pajes, mozos de caballerizas, un barbero, pero
también un copero, un cerero, un aguador, entre otros. Cada pequeña
actividad tenía un responsable que cuidaba que todo fuera del gusto del
monarca. Todo, hasta lo más íntimo. Existía, por ejemplo, la figura del mozo
del bacín, responsable de retirar el orinal con los excrementos del monarca.
Es sabido que Felipe II solía tener un gran número de libros en su retrete.
Sabemos también que era un gran lector debido a la cantidad de velas que se
tenían que comprar por ese motivo, como atestiguan los registros de gastos de
palacio. Pero no todos los monarcas de la época eran tan cultos como el
Prudente, de hecho, la mayoría de ellos no sabían leer, así que en la corte
existía una persona cuyo cometido era exclusivamente leer: el lector del rey.
Alguien que leía en voz alta al rey casi en cualquier circunstancia: le leía
mientras comía, cuando lo vestían, durante la siesta, en el retrete o en su
dormitorio para ayudarlo a conciliar el sueño.
De nuevo recurriremos a textos contemporáneos de la época para ilustrar
el modo en que se leía. Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas es una
novela que narra las intrigas palaciegas entre el rey Luis XIII y el cardenal
Richelieu en una época de conflictos nacionales y religiosos. En un momento
de la obra, la reina, la española Ana de Austria, debido a un lance amoroso
extramatrimonial con el duque de Buckingham, a quien ha entregado las joyas
que le regaló el rey, se ve envuelta en un problema cuando este le pide que
luzca dichas joyas en un baile que se celebrará en los próximos días. Si no lo
hace, su relación con el duque quedará al descubierto. Preocupada por cómo
se las ingeniará para conseguir de vuelta las joyas con tan poco margen de
tiempo, la reina organiza una de las habituales lecturas en voz alta junto con
sus damas de confianza para poder centrarse en sus pensamientos.
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Luis XIII abrió la puerta de comunicación, y se internó en el pasillo que conducía de
sus habitaciones a las de Ana de Austria. Esta estaba rodeada de sus damas, madame
de Guitaut, madame de Sablé, madame de Montbazon y madame de Guéménée. En
un rincón había la camarista española, doña Estefanía, que siguió a su soberana desde
Madrid. Madame de Guéménée estaba leyendo, y todas las presentes escuchaban con
atención a la lectora, excepto la reina, que justamente había provocado aquella
lectura con el fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos; pensamientos
que, por mucho que estuviesen dorados por un último rayo de amor, no dejaban de
ser tristes.
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leyendo para no alterar su descanso, como quien hoy en día se pone la
televisión para dormir, porque necesita ese murmullo uniforme para conciliar
el sueño. Sabemos también que a Felipe II le leía su hija la infanta Isabel
Clara Eugenia cuando este estaba enfermo con el objeto de que «su majestad
se aliviaría y recrearía mucho», por lo que «su hija se los leyó» y «tornase a
leer otra vez».
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En otro pasaje hace referencia a todo lo que aprendió ejerciendo su trabajo
y el provecho que ella misma obtuvo de la labor de leer en voz alta: «Pero lo
que más incrementó mi conocimiento, fue mi lectura diaria a mi Señora,
poemas de toda clase, y obras de teatro, enseñándome al estar leyendo yo,
dónde poner el acento, cómo aumentar o bajar mi voz, dónde recae el énfasis
de la expresión».
Incluso parece que en algún momento podría ser alguien de la familia
quien leyese en voz alta. Advierte en estos casos a la sirvienta que sea
cautelosa y sepa comportarse ante esta situación: «Ten cuidado al oírlos leer a
ellos si alguna vez te lo permiten, y no te apresures, teniendo especial cuidado
en cómo te comportas delante de ellos, no hablando o actuando de forma
impropia, no sea que el mal ejemplo llegue a ser objeto de imitación».
En resumen, hasta el siglo XIV no era habitual que reyes y nobles supieran
leer. Sin embargo, como hemos visto, no dejaban de disfrutar de la literatura y
de las historias. Escuchaban crónicas, canciones de gesta, poesía, romances o
textos litúrgicos preparados especialmente para ello. Muchas de estas
creaciones estaban en verso, sin duda para mejorar la musicalidad en el
momento de leerlas en voz alta. Así, quienes podían seguían haciéndose leer
los textos en voz alta por sus sirvientes, como habían hecho ya los esclavos en
Grecia y Roma, como hacían los criados a la nobleza de la Edad Media o se
leía en los monasterios.
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Con la lectura individual y silenciosa se desarrolla, además, el espíritu
crítico. Hasta este momento de la historia, dejando a un lado los centros
religiosos, la gran mayoría de los lectores solo habían podido acceder a los
textos gracias a rapsodas, aedos y juglares que habían transmitido con su voz
las historias plasmadas en los libros o que provenían de la tradición oral.
Cuando alguien nos está contando una historia, y menos si lo hace ante un
auditorio numeroso, es imposible retroceder en la historia para reflexionar
sobre ella. Si tenemos la oportunidad de leer a nuestro ritmo, parar donde
consideremos oportuno para reflexionar o volver atrás para reconsiderar algo,
podremos reflexionar, opinar y enjuiciar. Dependiendo de cómo estés ahora
accediendo a este libro, ya sea en formato papel entre tus manos, en digital a
través de una tableta, eReader o móvil, o si lo estás escuchando en audiolibro,
tu disposición ante el texto es diferente.
Huelga decir que no todos somos iguales y que dependiendo de nuestra
experiencia y práctica en cada uno de estos formatos puede que prefiramos
una forma de lectura u otra. También dependerá del contenido del libro: no es
lo mismo una historia que plantee la investigación de un crimen por parte de
una amable viejecita en un pueblo de la campiña inglesa, con la que
pretendemos divertirnos, que un ensayo científico o social que nos presente
una serie de hipótesis sobre las que podamos reflexionar. En todo caso,
siempre he defendido que el formato en el que leemos depende más de
nuestra condición como sujetos, qué práctica y experiencia tenemos
adquiriendo conocimiento a través de ese formato, que del propio contenido
en sí. Una persona ciega de nacimiento que ha tenido un contacto con la
lectura oral muy intenso, a través de la lectura en voz alta de otros o a través
de sistemas automáticos de voz o audiolibros, estará más preparada
intelectualmente para comprender, memorizar, opinar sobre el conocimiento
que le está llegando, que quienes no tengamos esta experiencia.
Autonomía, autoestima, espíritu crítico, y ahora tenemos que añadir que la
lectura silenciosa también aporta intimidad. Tal y como sabemos que otras
prácticas de la época eran también llevadas a cabo en público, desde
relaciones sexuales a necesidades fisiológicas, y que con la evolución de la
sociedad estas pasarán al ámbito privado, lo mismo ocurrirá con la lectura.
Este cambio permitirá satisfacer nuestras necesidades particulares de
conocimiento y entretenimiento sin que sean sabidas por el resto de la
sociedad, no tenemos que dar explicaciones a nadie, por lo que el lector
comenzará a tener un sentimiento de libertad y elección de los que hasta
entonces no había disfrutado.
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No es casualidad que la generalización de la lectura silenciosa impulsara
también un nuevo género literario, el erótico. Por supuesto que era un género
que ya existía desde los inicios de la literatura, tanto oral como escrita, pero a
nadie se le escapa que el hecho de realizar lecturas en voz alta supusiera un
freno para el género. En la Francia del siglo XV la literatura erótica estaba
prohibida, pero gracias precisamente a la extensión de la lectura en silencio
las obras eróticas fueron toleradas debido a que su uso comenzó a ser
individual y privado. Recuerdo leer Trópico de Cáncer de Henry Miller en mi
adolescencia. Las detalladas descripciones autobiográficas del protagonista
quedaban a salvo del control de mis padres. Antes de que llegaran los
dispositivos electrónicos que aportaron intimidad a la lectura en el transporte
público, mucha gente, aún hay quien lo hace, forraba sus libros con papel
marrón de estraza, algunos utilizaban el papel en el que antes habían envuelto
un regalo o incluso papel de revista o periódico para que los viajeros curiosos
no pudieran ver qué libro tenían entre las manos. El hecho de ocultarlo no
quiere decir necesariamente que se trate de un libro erótico o del que nos
avergonzamos. Pienso que es más bien como una prolongación de la
privacidad e intimidad que nos proporciona la lectura silenciosa, algo que no
queremos compartir.
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LEER EN LA CALLE
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estrado, excepto Manuela, que se sienta en el escalón cerca de la ventana para
aprovechar la luz que se refleja en la cornucopia.
Y así transcurre la tarde. Amadís ha batallado con Lisuarte, ha salido
victorioso y ahora se enfrentará a Esplandián. En eso es cuando, llegada la
hora de que la visita deje la casa de sus anfitriones, los hombres se acercan al
estrado para llamar a las mujeres. Se las encuentran a todas llorando. Soledad
y una de sus hermanas están sentadas en el estrado abrazadas, con los ojos
cerrados, como desmayadas; Manuela ha acudido junto a su madre y llora en
su hombro con un pañuelo en la mano; la señora de Montalvo consuela a la
más pequeña, que mueve la cabeza y los brazos en un ataque de ira. «Pero ¿se
puede saber qué ha ocurrido?», dice el dueño de la casa. «¿Ha llegado alguna
trágica noticia?», pregunta el señor Montalvo. «¿Alguien se encuentra mal?»,
quieren saber los hijos. Los caballeros acuden a abrazar a sus mujeres, hijas y
hermanas, llaman a gritos al servicio de la casa, les toman el pulso y las
abanican sin comprender muy bien qué sucede. Ellos preguntan, pero nadie
responde, solo se oyen hipos y sollozos. Al final, Manuela, la única capaz de
hablar, dice: «Ha muerto, padre, ha muerto». «¿Quién ha muerto, hija? No
hemos escuchado que nadie haya llamado a la puerta con tan triste noticia.
¡Habla!». «Amadís, padre, Amadís ha muerto, ¿puede usted pensar en algo
más terrible?».
Esta recreación está inspirada en una anécdota real ocurrida en Portugal.
La he situado dentro del espacio femenino llamado estrado y que durante
muchos siglos fue el lugar destinado a la intimidad de las mujeres, donde,
entre otras actividades, leían en voz alta. Se trataba de una habitación con una
pequeña tarima elevada sobre el suelo y cubierta con alfombras y cojines,
paredes con cortinajes y tapices que decoraban, pero que también protegían la
estancia del frío en invierno y la hacían más acogedora en cualquier
momento. Allí las mujeres se reunían para coser, rezar y para escuchar las
novelas, relatos o leyendas que una de ellas leía en voz alta. Lo hacían
tumbadas o sentadas con las piernas cruzadas, costumbre que habían
introducido hacía varios siglos los musulmanes en España y que sorprendía a
los extranjeros. Las reuniones de mujeres siempre estuvieron envueltas con la
voz de los libros. En aquellos corros, a la vez que el hilo entraba y salía, se
contaban los rumores oídos por la mañana lavando en el río, también cuentos
que no se acertaba a saber qué parte era cierta y cuál leyenda, se leían cartas,
se rezaba o se escuchaba leer novelas del gusto de las asistentes. Con el pasar
de los siglos, esa voz que leía en voz alta fue sustituida por un aparato, la
radio, que a través de las ondas acercaría la voz desde lugares muy lejanos.
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Voz que se alternaba con música, cante y partes de guerra y que continuó
entreteniendo a las muchas mujeres que se juntaban a tejer, coser o hacer
cualquier tarea doméstica, desde la plancha a limpiar legumbres. En la
historia de las mujeres siempre ha habido una habitación como aquella, podía
ser un patio, un porche o una cocina al lado de una chimenea, donde, ya fuera
el Amadís de Gaula o la radionovela Lucecita, la voz de las historias siempre
nos ha acompañado.
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semana anterior: un clérigo que ha robado a sus fieles, un hijo que mata a sus
padres o una mujer poseída por el diablo. También podemos ver a varias
personas que con papel en mano han subido a un altillo y leen La Celestina.
Uno hace de Calixto, otra de Melibea, no tiene por qué ser el principio ni
leerse en orden, la historia ya es conocida, se lee por el simple placer de
revivir alguna de sus escenas, reír con alguno de sus chistes, sonrojarse con
alguno de sus atrevimientos. Solo basta encontrar a alguien que sepa leer y
que quiera divertirse un rato, poco a poco se añadirá más gente que, camino
del herrero o con el cesto de la ropa para lavar en el río, se para un rato a
descansar y escucharlos. Su autor, Fernando de Rojas, y su editor se
preocupaban mucho de «sus lectores», pero también de «sus oyentes», eran
conocedores que tenían más de los segundos que de los primeros y de que
estas representaciones espontáneas estaban a la orden del día. Las lecturas se
podían adaptar a la situación: si había dos lectores, leían un fragmento con
dos personajes; si estaban cuatro, otro, y así se acomodaban a lo que mejor les
convenía y leían lo que más les contentase. Así pues, la literatura del Siglo de
Oro encarnada en sus voces compite con el reclamo de las tabernas y las
mancebías que circundan las plazas aledañas, para todo hay un momento y un
lugar.
Las lecturas en las calles y casas no eran solo propiedad de la corte: si
viajamos a Sevilla, nos encontraremos con oficiales que, en su tiempo de
asueto, suelen llevar un libro para leerlo en las gradas dispuestas por la ciudad
para que otros escuchen. El hábito lo adquirieron en las campañas militares:
junto a las armas acostumbraban a guardar un libro de caballerías con el que
mataban el tiempo. En ocasiones algún militar llegaba a confundir lo que
escuchaba con la realidad, mezclaba derrotas reales con batallas ganadas solo
en las lecturas que escuchaba. Con el tiempo las contaría con el recuerdo de lo
leído como si fuera real, que por algo somos un país de quijotes, donde nos
gusta mezclar ficción y realidad como si fueran la misma cosa. Y es que
¿acaso no lo son?, ¿acaso ese soldado no luchó con ahínco al lado del
protagonista?, ¿no tuvo su sed?, ¿no sufrió su desesperación cuando parecía
que la batalla no tenía fin y no suspiró junto a él cuando alcanzó la victoria?
Esa diversión con la que muchos hombres de toda condición pasan el rato
en las villas del Siglo de Oro no está del todo bien vista cuando son las
mujeres quienes la practican. Por ejemplo, sabemos que a santa Teresa de
Jesús, la escritora mística del siglo XVI, su madre le leía libros de caballerías a
escondidas de su padre. Algunas voces de la época (hombres, claro está),
como el humanista Luis Vives, dice que mejor hubiera sido que las mujeres
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hubieran perdido los ojos para no leer y los oídos para no oír los libros de
caballerías. También el escritor Mateo Alemán, escandalizado, cuenta que
hay mujeres que prefieren privarse de la compra de vestidos para gastar sus
dineros alquilando libros. Estos libros de caballería serían seguramente leídos
más tarde entre ellas en el estrado durante las labores de costura, así que no es
de extrañar, entonces, que repitieran vestido en el siguiente evento social.
¡Cómo las comprendo! Yo hubiera sido una de ellas.
Siempre, por muy diferenciados que estuviesen los estamentos sociales,
por muy estancos que fuesen ya de por sí, ha habido un interés por resaltar esa
diferencia también con la forma en la que los lectores disfrutaban de la
literatura. De un lado, los que saben leer y son cultos, aunque se permitan
disfrutar con la escucha de las obras leídas en voz alta por parte de otros; por
otro, los que, por no tener formación, solo acceden a los textos a través de sus
oídos. Y claro, estos últimos, aunque los escritores comenzaron a adaptar
muchas de sus obras para que fueran entendidas por el vulgo, podían tener
dificultades para comprender obras que contenían un vocabulario, una
estructura gramatical o unos pensamientos que precisaban de una formación
previa. Quevedo lo ilustra irónicamente en su libro La hora de todos: «Estaba
un poeta en un corrillo leyendo una canción cultísima, tan atestada de latines
y tapida de jerigonzas, tan zabucada de cláusulas y cortada de paréntesis, que
el auditorio pudiera comulgar de puro en ayunas que estaba». Quevedo
compara las palabras con el alimento, como ninguno de los oyentes ha
entendido nada, estaban como en ayunas, pueden comulgar sin problema.
Entre aquellos que escuchan sigue muy presente aún ese peso que la palabra
hablada tenía en la Antigüedad. Lo dice uno de los personajes de Lope de
Vega: «… entre leer y escuchar, hay notable diferencia, que, aunque son
voces entrambas, una es vida y otra es muerta». Porque Lope parece ser un
autor muy apegado a la lectura en voz alta, de hecho, escribía teatro y este se
piensa para ser declamado. No le gustaba ver sus obras impresas, ya que no
«las escribí con ese ánimo ni para que de los oídos del teatro se trasladaran a
los aposentos». Lope sigue la estela de Sócrates: las palabras tienen vida,
alma, corazón, recorren el mundo, en cambio la letra escrita está muerta.
Pienso mucho en esto mientras escribo este libro. Llevo años recopilando
ejemplos donde aparece la lectura en voz alta, situaciones que me
sorprendieron, que llamaron mi atención y que ilustraban muy bien cómo
hemos leído los lectores a lo largo de la historia, pero… ¿y si después de
publicar este libro descubro algún ejemplo lo suficientemente significativo y
relevante como para que hubiera estado aquí recogido? Me atormenta la idea
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de que esto suceda, por eso la búsqueda está siendo un poco obsesiva en estos
últimos meses antes de la publicación, revisando libros que en su día ya leí y
de los que extraje la información pertinente y volviendo a poner una y otra
vez palabras en diferentes idiomas en el buscador web, en los catálogos de
bibliotecas, rastreando de nuevo todo. Entonces pienso que es algo contra lo
que no puedo luchar, que ya otros encontraron este mismo problema entre las
palabras escritas, que este libro solo es una manera de apuntar algunas cosas,
de guardarlas en la memoria, y que después podré seguir contando estas
historias y otras que vayan surgiendo a través de mi voz. Voz que hoy en día
también llega a través de la radio, las redes sociales, pódcast, blogs y
cualquier otro medio de los muchos con los que se pueden contar las historias.
Los escritores del Siglo de Oro sabían que la forma en la que sus historias
llegarían a más gente sería así, a través de la voz de otros. Como cuentan con
más oyentes que lectores, escriben para ser escuchados más que para ser
leídos. Siempre que alguien me dice que le cuesta leer el Quijote, le aconsejo
que pruebe a leerlo en voz alta. Las obras de Shakespeare y el Ulises de Joyce
fueron también escritas pensando en ser leídas en voz alta. Estos autores,
además, se dirigen a sus oyentes a través de sus textos de una manera directa.
Así lo hizo Francisco de Quevedo, que necesitaba de la complicidad del
oyente para que el disfrute de El buscón fuera mayor. Esa obra circuló
clandestinamente, pasada de mano en mano en tabernas y lupanares, copiada
a mano a la luz de las velas, fue uno de esos libros perseguidos por la
Inquisición. La pluma de Quevedo no se quedó corta al describir situaciones
por las que se ganó estar entre esos libros prohibidos: el padre del
protagonista es ladrón, la madre hace brujería y el hermano está en la cárcel.
Y eso es solo el comienzo. Pablos se busca la vida como puede, en el camino
soborna a cargos públicos, suplanta identidades para tratar de casarse con una
dama rica, se hace galán de monjas, va con unos dados trucados engañando a
quien se le pone por medio y se encuentra con un viejo clérigo que escribe
poemas a las piernas de su amada. Este mundo de curas de dudosa vocación,
maleantes, tramposos, pícaros y apostadores es dibujado como una caricatura,
personajes grotescos a quienes Quevedo lleva al límite con ironía y sarcasmo,
todo ello para que reconozcamos en esos comportamientos a ese hijo de
vecino que quiere medrar en la sociedad utilizando para ello mil y una tretas,
pero que al final no puede. Al narrar todas estas situaciones, verdaderamente
divertidas, la pretensión del autor es hacer reír a quien lo escucha, no
aleccionar o juzgar a los personajes. Para ello utiliza chistes, juegos de
palabras y dobles intenciones, y reclama sin ambages de la participación del
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oyente para que todo cobre sentido: «Oyente, si tú me ayudas, con tu malicia
y tu risa, verdades diré en camisa, poco menos que desnudas». De tanto
pensar en ello, me parece estar presente en uno de estos grupos de oyentes,
los veo abrir desmesuradamente ojos y boca con algún episodio escandaloso,
oír sus gritos, sus risas, verlos doblarse y agarrarse la barriga. Incluso caerse
de la risa, como nos cuenta Vélez de Guevara en el Diablo cojuelo:
«Hubiéronse de caer de risa los oyones».
Del mismo modo que el público al que llegaba la voz de los libros no era
en muchas ocasiones tan culto y refinado, tampoco lo eran los personajes que
poblaban las obras de ficción. Es en esa época cuando los autores comienzan
a imitar el habla y las expresiones populares en los diálogos de sus
personajes, pero también la estructura en la que cuentan las historias porque el
pueblo, cuando las ha contado de manera oral, lo ha hecho de una forma
determinada: primero se revela por quién se conoce la historia o dónde se
encontró escrita y luego por qué ahora la está contando, añadiendo
repeticiones para que nadie se pierda o previendo cortes en los momentos más
álgidos para mantener el interés de la escucha si esta se interrumpe. Incluyen
personajes del pueblo, adaptan sus expresiones, su vocabulario…, es la
primera vez que se escribe como se habla, los escritores emplean técnicas
narrativas para conseguir el mismo efecto que los narradores callejeros, esto
es, encandilar a su público. En el Quijote, Sancho le cuenta un cuento a su
caballero y lo hace con todas las marcas de la oralidad: repeticiones,
paréntesis, digresiones, alusiones a la situación en la cual se encuentra con su
amo. Esta manera de narrar, tan diferente de la palabra escrita, exaspera a su
señor: «Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, repitiendo dos veces lo que
vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como
hombre de entendimiento; y si no, no digas nada».
Pero la España del Siglo de Oro no se limitaba a las calles y plazas de la
península, en el Imperio donde no se ponía el Sol, sino que había muchos
mares por los que surcaban naves tripuladas por hombres hambrientos de
historias. En las largas travesías de los barcos de la corona la lectura tenía
menos competencia, lejos de mancebías y con el vino de la bodega
escaseando en viajes que duraban meses. La línea del horizonte dejaba pronto
de ser evocadora y se convertía en un espacio cerrado, monótono, aburrido;
dejar volar la imaginación con historias era seguramente lo mejor del día. Y a
eso se dedicaban los marineros del barco que llevó en 1605 el best seller de la
época a las Américas, a leer la carga que llevaban. El barco, de nombre
Espíritu Santo, había salido de Sevilla con ejemplares recién impresos de la
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primera edición del Quijote. Hasta aquí, es la historia de un producto más
siendo transportado para venderlo en un lugar distinto del que ha sido
producido, pero tenía la peculiaridad de que se trataba de contrabando, ya que
la lectura de obras de ficción estaba prohibida. El caso es que el trayecto
podía durar unos dos meses, los días eran todos iguales y los cajones con los
libros estaban allí, así que parece lógico que un marinero que supiese leer lo
hiciese en voz alta durante largas horas para entretener así al resto de sus
compañeros con las historias del caballero manchego. Me imagino a esos
rudos marineros, con las ropas sucias y sudadas después del trabajo hecho,
sentados en la cubierta, apoyados quizá espalda con espalda, riendo cuando
don Quijote lucha contra unos cueros de vino, o cuando se queda en calzones
en Sierra Morena, pero también me los imagino esforzándose por evitar que
asomara alguna lagrimilla cuando el protagonista acaba postrado en su cama.
Al llegar al puerto de San Juan de Ulúa, lo que hoy en día sería Veracruz, ya
estaría el ejemplar de nuevo guardado en su caja. No fue un caso aislado, lo
más probable es que se convirtiera en un pasatiempo habitual en esos viajes,
según los registros de otros desembarcos de mercancía que arribaron a
diferentes puertos de la costa americana. En alguno se declaraba que los
volúmenes del Quijote se transportaban «para leer» y otros «para
entretenerse» durante la travesía. Después de afirmar que no llevaban libros
prohibidos, descargaron la mercancía en el puerto. Mentiras piadosas en aras
de la lectura, perdonadas con el ánimo de que esos libros se difundieran por
todo América y fuesen leídos en voz alta en los parajes más recónditos, desde
Puebla a Tierra de Fuego, para que llegase a la gente y disfrutaran como ellos
lo habían hecho. Así fue como la voz de don Quijote se escuchó en todo el
continente americano.
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de que han pasado muchos años desde que Gutenberg inventó la imprenta,
casi dos siglos, que supuso un incremento de la copia de volúmenes y una
mayor circulación de libros en el mundo, aun así, los libros siguen siendo
escasos, caros y difíciles de conseguir. Por ejemplo, se estima que durante los
diez primeros años desde la publicación de la edición princeps del Quijote se
imprimieron 13 500 ejemplares en todo el mundo, una media de 1350 tomos
en todo un año, un número significativo para aquella época, pero que, estaréis
de acuerdo, no era una cantidad lo suficientemente grande como para que
cualquiera que quisiera leerlo por sí mismo y en silencio pudiera hacerlo. Si
había pocos libros y no eran muchos los que sabían leer, algo extraño sucedía
con las obras escritas durante el Siglo de Oro: ¿cómo es que los autores de la
época se dirigen al pueblo a través de sus textos si son analfabetos? En sus
obras les hablan, les recomiendan, les interpelan. Algo no cuadra.
Hemos visto que Quevedo incluye alocuciones directas como: «Oyente, si
tú me ayudas». ¿Para qué, si no van a poder leer lo que ellos han escrito? Los
expertos han encontrado en los libros de la época muchas de estas menciones
y coinciden en la misma conclusión: no podían leerlos, pero sí escucharlos.
También en La Celestina, otra de las obras cumbre del Siglo de Oro,
encontramos muchas pistas acerca de cómo se leía en los tiempos en que se
escribió. Su estructura es la de una pieza teatral, está escrita íntegramente en
forma de diálogo entre los diferentes personajes que aparecen en escena. Sin
embargo, nos llama la atención su extensión, no solo de alguna de las
intervenciones de los personajes, que parecen monólogos, sino de la obra
completa, que para ser representada necesitaría alrededor de unas siete horas.
Con sus veintiún capítulos, algo no habitual en las obras de teatro con sus
tradicionales tres actos, estaríamos más cerca de una novela, pero aquí no
tenemos un narrador que nos cuenta la historia, sino que todo lo sabemos de
la boca de los personajes, que, por cierto, son muchísimos, otro elemento
poco habitual en una obra de teatro pensada para facilitar su representación.
No pudiéndose llamar ni obra de teatro ni novela, lo que sí que podemos
afirmar, porque así se dice en varios añadidos posteriores al texto, es que fue
un texto pensado para ser leído en voz alta. Ya en el prólogo su autor,
Fernando de Rojas, nos dice que esta obra es para los oyentes: «… diez
personas se juntaren a oír esta comedia…». Además, uno de los editores,
Alonso de Proaza, en el anexo titulado «Dice el modo que se ha de tener
leyendo esta tragicomedia», da indicaciones sobre cómo se ha de leer esta
obra. Entre otras cuestiones pide que te asegures de saber «hablar entre
dientes». Se refiere aquí a las muchas acotaciones que aparecen en el texto
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donde los personajes se dirigen al público o hablan en un aparte de los otros
personajes, que no deberían oír lo que aquellos dicen.
El XVI y el XVII fueron los siglos dorados para la lectura en voz alta en
España. Cuando leemos textos de esta época, conviene prestar atención a
algunos verbos que hoy en día utilizamos con un sentido muy concreto, pero
que tenían otro significado en esa época. Verbos como ver, leer, escuchar,
oír, recitar, decir o hablar eran utilizados en un sentido más amplio y en
muchos casos como sinónimos entre sí. Se podía decir que alguien había leído
algo cuando en realidad (en lenguaje de hoy en día) lo había escuchado, o que
alguien había dicho algo cuando en realidad lo había recitado. De hecho, esto
ha sobrevivido y llegado a nuestros tiempos de una manera muy sutil. Por
ejemplo, cuando decimos: «He recibido un correo de mi amiga», nos suelen
preguntar: «¿Y qué dice?», y no: «¿Y qué escribe?». Es un sentido arcaico del
verbo decir, de cuando los textos hablaban.
En el Siglo de Oro la lectura se sigue concibiendo como algo oral, un
evento social, una forma de compartir una diversión. Aunque alguien supiera
leer y tuviese una biblioteca bien dotada, consideraba que hacerlo en silencio
y en solitario en su casa era aburrido, y que disfrutaba más del placer de
compartir historias y escucharlas. La lectura en grupo en voz alta es un
espectáculo que involucra la palabra hablada, la entonación, la interpretación,
la escucha activa, la reacción compartida ante lo escuchado, ya sean risas,
sorpresa o un silencio que muestre la gravedad de lo narrado. Si leemos el
Quijote bajo esta perspectiva, esto es, fijándonos en cómo Cervantes nos
cuenta quién lee en la propia ficción y cómo lo hace, podemos tener una
imagen muy aproximada sobre cómo se producía la lectura en el Siglo de
Oro. El Quijote es la fuente a la que han acudido a menudo los estudiosos de
todas las épocas para conocer cómo se vivía en el Siglo de Oro, qué se comía,
cómo se vestía, cuáles eran las prácticas sociales y, por supuesto, cómo se
leía.
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clase y antes de comenzar con la materia propia de la asignatura, uno de
nosotros leía un capítulo para los demás. A lo largo del curso fuimos
escuchando la obra poco a poco, deseando que llegase la clase siguiente para
conocer cómo discurrirían las aventuras del idealista manchego.
El Quijote es un espejo de todos los tipos de lectores que existen en el
Siglo de Oro y donde podemos ver representados a personajes de diferentes
clases sociales: desde los que leen en voz alta para otros, a los que cuentan
narraciones orales e incluso los que leen en silencio. Si nos acercamos a él
desde esta perspectiva, veremos que todas las lecturas que se narran se hacen
en compañía, desde la lectura de la Canción desesperada de Grisóstomo hasta
la lectura en voz alta de don Jerónimo a su compañero de habitación en una
venta, todas, salvo las lecturas en solitario y en silencio que realiza el propio
don Quijote.
Cervantes nos presenta en su historia a un hombre «seco de carnes»,
ocioso, que leía libros de caballerías cuando estos ya no estaban de moda, y a
tanto llegó su obsesión con ellos que incluso vendió parte de sus tierras para
comprar más, como hacían esas mujeres que preferían alquilar libros antes
que comprarse vestidos. Pasaba las noches sin dormir, leyendo libros él solo,
juntando la noche con el día hasta llegar a perder por ello el juicio. Además,
nuestro protagonista leía en silencio. Esto podría ser una prueba de que leer
en silencio para uno mismo era una forma de involucrarse demasiado en la
historia e incluso, como le ocurre a don Quijote, de confundir ficción con
realidad y acabar majareta. Han llegado hasta nosotros textos de médicos de
la época que hacen referencia a los males que provocaba la lectura silenciosa
en sus pacientes. Estos profesionales desaconsejan dicha práctica, individual y
que se hacía en solitario, y esta forma de apartarse del resto cuando el hombre
es un ser social por naturaleza genera desórdenes como los que nos cuenta
Cervantes en su obra. Esto prueba hasta qué punto lo habitual era la lectura en
voz alta; quien leía en silencio era tachado de asocial e incluso podía
sospecharse que sufriese algún tipo de padecimiento o enfermedad. Si las
autoridades sanitarias de la época hubieran podido poner un mensaje en los
libros, tal y como ahora se hace con las cajetillas de tabaco, hubiera sido algo
así como: «Leer en silencio perjudica gravemente la salud» o «Leer en
silencio mata». Evidentemente, si existía la creencia de que leer en silencio
era algo pernicioso y malo, me imagino a esos que a pesar de la prescripción
médica lo hacían, leyendo solos a espaldas de los demás, escondidos, quizá en
una cuadra o desván, disfrutando de ese placer prohibido, sabiendo que eran
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unas personas egoístas por no compartir con otros ese disfrute y, además,
poniendo en riesgo su salud mental.
Pero dejando a un lado a don Quijote, que es un nuevo lector silencioso, el
resto de los personajes son reflejo de la mayor parte de los lectores de la
época: leen en voz alta o escuchan lo que otros leen. Veamos cómo Cervantes
se dirige a ellos desde el propio texto. Por ejemplo, en el título de uno de los
capítulos, «Que trata de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo
escuchare leer», o de la boca del propio narrador «… comenzó a decir lo que
oirá y verá el que le oyere o viere el capítulo siguiente». De hecho, en la
propia pareja protagonista encontramos ya esa línea que diferenciaba en esta
época a los que sabían leer, a los que representa don Quijote, y a los que son
analfabetos y no saben, como Sancho Panza. En uno de los pasajes, hidalgo y
escudero se encuentran con una maleta en Sierra Morena. Entre otras cosas,
dentro de la maleta hallan lo que llaman un «cuaderno de memoria», una
especie de libreta donde se anotaba algo que no debía olvidarse, que además
podía borrarse para escribir otra anotación posteriormente. Es don Quijote
quien lo abre: «Abriole, y lo primero que halló en él, escrito como en
borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que, leyéndole alto,
porque Sancho también lo oyese, vio que decía desta manera…». Nosotros,
lectores, conocemos lo que decía esa nota, no porque nos lo diga el narrador o
nos resuma su contenido, sino porque asistimos a la lectura en voz alta que
don Quijote le hace a su escudero. No es la única escena en la que esto ocurre.
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Don Quijote lee en voz alta a Sancho. Ilustración de El ingenioso hidalgo don Quixote de la
Mancha, edición de Gabriel de Sancha, 1797. © Biblioteca Histórica de la Universidad
Complutense de Madrid. BH FLL 28974
En otro pasaje, don Quijote y Sancho llegan a una venta acompañados del
barbero, el cura, Cardenio y Dorotea. Mientras don Quijote echa la siesta, el
cura les cuenta al ventero, a su mujer, a su hija y, de paso, a la sirvienta
Maritornes, que el hidalgo está trastornado debido a la lectura de las novelas
de caballería hasta el punto de perder el juicio. Entonces el ventero dice no
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entender esta circunstancia porque: «Cuando es tiempo de la siega, se recogen
aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe leer, el cual
coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos del más de treinta y
estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas […] y que
querría estar oyéndolos noches y días». La mujer del ventero añade que a ella
también le gusta que su marido esté entretenido con la escucha de las lecturas
porque de esa manera no se acuerda de reñir. La sirvienta Maritornes también
opina: «… yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas,
y más cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos
abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda,
muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto es cosa de
mieles».
La hija del ventero, por su parte, dice que le gusta escuchar leer, pero que,
a diferencia de su padre, quien disfruta con las luchas y enfrentamientos entre
caballeros, ella prefiere otro tipo de escenas: «… también yo lo escucho, y en
verdad que aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo; pero no gusto yo
de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los
caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad que
algunas veces me hacen llorar, de compasión que les tengo».
En la escena siguen hablando de libros de caballerías, de cuál era bueno y
cuál no, cuando Sancho pide que le acerquen unos libros. Allí ve unos papeles
de ocho pliegos escritos a mano con el título de Novela del Curioso
impertinente. Después de leer el cura para sí tres o cuatro renglones anuncia
que le apetece leerla, y lo que los presentes le ruegan que «la leyese de modo
que todos la oyesen». Cervantes nos muestra en vivo una escena de lectura en
voz alta, no solo sabemos que esto ocurre, sino que como lectores nos deja
asistir a una de ellas y comenzamos a oír la voz del cura leyendo el texto
íntegro de la novela. Cervantes nos traslada a la venta, junto al ventero, su
mujer e hija, la sirvienta Maritornes, el barbero, Sancho Panza y el cura, que
es quien lee. Nos parece estar allí entre ellos, en esa estancia encalada, el
poyo, la chimenea, algunos posones para sentarnos a escuchar. Al día
siguiente unos decían «que habían leído» la novela, cuando en realidad
nosotros hemos visto que la han escuchado. Como ya hemos comentado,
utilizan el verbo leer como sinónimo de escuchar.
De esta forma se convierte en lectores a aquellas personas analfabetas,
que lo son un poco menos gracias a la lectura en voz alta. No solo eso, sino
que, como nos dicen, se propicia un gusto y entretenimiento que los
rejuvenece, un acto social que comparten y disfrutan de manera conjunta.
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Hasta aquí algunas de las pruebas sobre el modo de leer que encontramos
dentro de la historia de don Quijote, así como en la de otros escritores de la
época, como Quevedo o Lope de Vega, para llegar a la conclusión de que en
el Siglo de Oro lo más habitual era escuchar un libro más que leerlo. Pero hay
más, y para ello hay que recurrir a la edición príncipe del libro, esto es, a la
primera impresión. Si nos fijamos en sus páginas, algo llamará
inmediatamente nuestra atención: no hay ni un solo punto y aparte. Así es, el
Quijote se escribió todo de seguido. La razón: el libro no estaba pensado para
un lector silencioso, a quien hay que proporcionarle un texto dispuesto de una
determinada manera para facilitar su lectura con espacios entre párrafos, sino
que, como lo habitual es que alguien leyera para otros, esa persona ya tendría
la destreza para leer así y no sería necesario desperdiciar papel.
A lo largo de las aventuras del hidalgo manchego, también vemos escenas
donde se dan los dos tipos de lectura, en silencio y en voz alta: «No se le
cocía el pan, como suele decirse, a la duquesa hasta leer su carta; y abriéndola
y [habiéndola] leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para que el
duque y los circunstantes la oyesen, leyó de esa manera…».
Se utiliza asimismo la segunda persona del plural del verbo leer,
«leamos», para indicar que alguien leerá en voz alta y el resto escuchará, pero
el resultado es que todos leen. Como cuando el cura lee unas cartas a Sansón
Carrasco: «Y dioles las cartas. Leyólas el cura de modo que las oyó Sansón
Carrasco, y Sansón y el cura se miraron el uno al otro como admirados de lo
que habían leído».
Otro ejemplo en el Quijote:
—Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traen la cena
leamos otro capítulo de la segunda parte de don Quijote de la Mancha.
—¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el
que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es
posible que pueda tener gusto de leer esta segunda?
—Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla.
Aunque los personajes nos dicen a través de los diálogos que leen cuando en
realidad nosotros diríamos que escuchan, Cervantes, como narrador, utiliza el
verbo leer con el significado moderno de leer en silencio, es decir, marca una
diferencia entre él, que es una persona culta, y dentro del grupo de los que
leen en silencio, y los personajes, que pertenecen en su mayor parte a grupos
iletrados. Comenzamos, por tanto, a detectar una inflexión en el significado
del verbo leer, ya que en la Antigüedad y a lo largo de la Edad Media hemos
visto que leer aludía a la lectura en voz alta, ya que no se concebía de otra
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forma. A partir de este momento comienza a asumir el matiz semántico de
leer en silencio, que es como lo hace el protagonista, don Quijote, y solo si se
hace mención explícita a ello, se trata de una lectura en voz alta, limitándose
al resto de los personajes el uso del verbo leer como sinónimo de escuchar.
No obstante, el diccionario de Covarrubias, fechado en 1611, recoge aún la
acepción mayoritaria de leer como la de «pronunciar con palabras lo que por
letras está escrito», y antes, en 1582, se había publicado una obra dedicada a
la ortografía y su pronunciación, texto dirigido a quien leía en alto, para
enseñarle a pronunciar correctamente y que el oyente pudiera entender el
texto.
Hay más muestras de que Cervantes sabía que su obra sería, en la mayor
parte de las ocasiones, más escuchada que leída en silencio. Por ejemplo, los
capítulos no coinciden con unidades narrativas donde algo comienza, se
desarrolla y finaliza, sino que en muchos casos vemos cómo se queda la
historia inconclusa a modo de un moderno cliffhanger o gancho final de serie
televisiva con la intención de mantener el interés entre los oyentes. Según
algunos estudiosos de la obra, la estructura de la novela imita las técnicas
narrativas utilizadas por los juglares en la plaza pública.
Este contexto, una sociedad habituada todavía a la oralidad y a la lectura
en voz alta, enfatiza aún más las peculiaridades del personaje del hidalgo de
la Mancha. Además de idealista, era un avanzado a su tiempo, un lector
diferente, un lector que leía en silencio, lo que le hacía tener una forma
distinta de pensar.
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los mueve sin darse cuenta, todos lo hemos hecho alguna vez. Es un sonido
que no es físico, no tiene sus características, ya que se produce en nuestra
cabeza y no en nuestra garganta. De hecho, las personas sordas de nacimiento,
que nunca han escuchado, no tienen esa forma de pensamiento ni de voz
interior, sino que piensan a través de imágenes, como el lenguaje de signos, o
incluso a través de sentimientos. Nosotros tenemos nuestra voz interior
porque la hemos escuchado y hemos aprendido un idioma. Porque el oído es
el primer órgano del feto que se conecta a los sistemas neuronales del cerebro
en desarrollo.
Así, como expresaba Quevedo, cuando leemos en silencio las palabras
cobran vida, escuchamos con los ojos, las palabras se reproducen en nuestro
cerebro con esa voz interior, los libros nos hablan. Nuestro cerebro entiende
mejor los sonidos que las palabras escritas, evolutivamente estamos más
preparados para escuchar que para leer. Llevamos mucho más tiempo
haciéndolo. Cuando el hombre aún no articulaba palabras ya escuchábamos y
sabíamos identificar el miedo o el amor por el sonido que salía de la garganta
del otro. Y cuando alguien nos lee en voz alta, lo que está haciendo es
transformar esa palabra escrita en hablada, tal y como lo haríamos nosotros.
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LA REVOLUCIÓN DE LA LECTURA
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Tal es la pasión y las emociones que esta novela despertó en este momento.
Sentimientos seguramente acentuados por la lectura en voz alta.
Estas lecturas entre amigos donde afloraban sentimientos de tristeza
envueltos en un ambiente de romanticismo fueron muy comunes, y podemos
ver cómo pintores como el alemán Wilhelm Amberg reprodujo en sus lienzos
uno de estos encuentros. Eran las mujeres, las lectoras, quienes más preferían
disfrutar de este libro en compañía, hacer una reunión y comentar juntas qué
ocurría. En el cuadro aparecen cinco chicas muy jóvenes. Una de ellas
sostiene el libro en una mano, es la que está leyendo la historia. Alrededor, las
otras cuatro escuchan con atención, aunque una de ellas no puede aguantar la
emoción y tiene que posar su cara en el hombro de otra para llorar
desconsoladamente. Una de las que está enfrente se inclina hacia la que lee
para no perderse nada de la historia, y por el pañuelo que sostiene en la mano
también parece que ha llorado o está preparada para hacerlo. Otra apoya la
espalda en un árbol, por su expresión parece que está medio en trance,
también lleva un pañuelo en la mano. Todas se muestran conmocionadas por
la lectura, extasiadas, como absorbidas por un influjo ajeno a ellas,
hipnotizadas.
Lectura del Werther de Goethe, de Wilhelm Amberg (1870). Alte Nationalgalerie, Berlin. ©
Album / Fine Art Images
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El éxito desmesurado del libro de Goethe también tuvo efectos adversos. El
éxtasis colectivo desembocó en una ola de suicidios. Dos mil jóvenes
acabaron con su vida en los meses siguientes. Los jóvenes, obnubilados, quizá
no distinguiendo entre ficción y realidad, como le había ocurrido a don
Quijote, quisieron seguir la misma suerte que el protagonista de la novela.
Más tarde se pasó a denominar efecto Werther al aumento del número de
suicidios que siguió tras las muertes de, por ejemplo, la actriz Marilyn
Monroe o del cantante Kurt Corbain. Este primer caso de una ficción
convertida en fenómeno de masas inaugura la llamada revolución de la
lectura. Los libros ya no son solo de carácter religioso, sino que proliferan
otros textos, como este que nos ocupa, que generan una necesidad de vivir en
la ficción para huir del mundo cotidiano y aburrido.
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que tampoco existía un desarrollo de las lentes ópticas o gafas, por ello hay
quien aconseja: «Nunca leáis más de dos horas juntos y descansad
entremedias, elegid buenas impresiones para la luz de las velas; y solo
hacedlo tres días a la semana». Leer con una vela tiene sus complicaciones, ya
que el halo de luz no se dirige hacia el libro, que queda menos iluminado, sino
hacia arriba, y si está muy cerca puede dañar la vista, pero si se aleja produce
sombras que no permiten ver bien la página.
Al leer en alto para todos, bastaba con un punto de luz y no eran
necesarias tantas velas. Además, los oyentes podían hacer a la vez labores
manuales, como pelar legumbres o coser, y era posible controlar el contenido,
ya que la lectura individual y solitaria podía dar pie a lecturas de temas no
deseados. Por último, al terminar, se solía comentar lo leído, algo que los
lectores silenciosos e individualistas de nuestro tiempo a veces echamos en
falta. Con la lectura individual es más difícil, ya que cada uno leemos libros
en momentos diferentes e incluso, aunque leamos el mismo, lo hacemos a
distinto ritmo. Es mucho más placentero leer juntos e inmediatamente
comentarlo, como hacemos ahora cuando vemos en familia o con nuestra
pareja el capítulo de una serie y al final compartimos qué nos ha gustado o
qué nos ha defraudado.
Así que leer cada uno de manera solitaria en su habitación era caro,
cansaba la vista y no permitía comentar con nadie lo que acababas de leer,
¿no te parece más práctico y entretenido que alguien lea en voz alta para
todos?
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la prensa, lo que las convertiría en personas más formadas y con una opinión
propia. Desde 1789 y hasta su prohibición en 1793 quedan censados en
Francia unos cincuenta y seis clubes femeninos.
Etta Palm fue una mujer neerlandesa que tuvo la suerte de nacer en una
familia burguesa cuyos padres le dieron una educación similar a la de un
hombre. Después de ser abandonada por su marido tras perder a su hija de
pocos meses, se trasladó a Francia, donde frecuentó los círculos aristocráticos
e intelectuales. Con el comienzo de la Revolución francesa se implicó en las
sociedades patrióticas mixtas, como la de los Amigos de la Verdad, pero
enseguida se dio cuenta de que su voz no se escuchaba tanto como la de un
hombre. En 1790 pronunció su «Discurso sobre la injusticia de las leyes a
favor de los hombres, a expensas de las mujeres ante la Asamblea Nacional»,
y al año siguiente creó una organización exclusivamente femenina que puede
considerarse la primera en la historia de Francia, desde donde se reivindicaron
derechos básicos para las mujeres, como la educación o la libertad política.
Nos encontramos en la Francia revolucionaria donde solo algunos saben
leer y tienen acceso a los escasos libros disponibles. Sin la lectura en voz alta
no se habrían transmitido las ideas de la Revolución francesa al resto de los
estratos sociales y, desde luego, no habrían llegado a las mujeres, quienes
incluso en las clases privilegiadas eran tratadas como ciudadanas de segunda
categoría.
Las ideas que condujeron a la Revolución francesa se dieron a conocer
gracias a la existencia de lectores profesionales que aglutinaban gente a su
alrededor en las calles o iban de casa en casa para leer las noticias de los
periódicos. De hecho, la prensa del momento, sabedora de esta práctica y de
que la mayoría de sus receptores serían gente que, más que leerlas,
escucharían las noticias, escribía con esto en mente, por lo que podemos ver
un tipo de escritura muy cercana al lenguaje oral.
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Reunión del club de mujeres patriotas, de los hermanos Lesueur, siglo XVIII. Museo
Carnavalet, París. © Album / akg-images
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muchas limitaciones en cuanto a ejemplares disponibles y horarios de
apertura.
Para la mayor parte de la población de la Europa moderna, durante todo el
siglo XVIII la lectura siguió siendo una actividad en voz alta y social. Se
llevaba a cabo en talleres, graneros y tabernas. Hasta 1750 los pocos libros
que existían en las casas estaban limitados a la Biblia y otros libros religiosos,
almanaques que se leían y releían una y otra vez y algún periódico de los que
comienzan a surgir.
Cuadros de esta época, como la Lectura de la Biblia de Jean-Baptiste
Greuze, nos muestran escenas de familias muy humildes alrededor de la
lectura de un libro. ¿Fue este un momento en el que aunque fuera con un solo
libro las gentes humildes del campo se reunían todas las noches para leer?
Hay poca información sobre este aspecto. El entorno parece que no era muy
propicio: imperaba el analfabetismo, había pocos libros, eran caros y no se
promovía la lectura, ni siquiera la de la Biblia, ya que la Iglesia católica
estimaba que la única persona que podía leerla era el sacerdote. Entonces ¿por
qué esos cuadros con escenas campesinas con la lectura como centro? La
respuesta que algunos expertos dan es que quizá esta representación bucólica
de familias leyendo la Biblia cada noche después de cenar fuera más un deseo
que una realidad. Con la llegada de las ideas de la revolución surgió la
esperanza de que las desigualdades terminasen, de que el pueblo fuera
instruido y pudieran romper sus cadenas, que lograsen ser libres gracias a la
lectura, y la creación de este tipo de cuadros fue una manera de expresar ese
anhelo.
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movimiento de la Ilustración y la Revolución francesa. A las reuniones
asistían las élites intelectuales y aristócratas, pero también artistas y literatos.
Arte, historia, filosofía, política y pensamiento se entremezclaban con la
música y la literatura. Según se cuenta, esta dama decidió celebrar este tipo de
eventos en su casa debido a que su débil estado de salud le dificultaba salir
fuera para relacionarse y disfrutar del arte. La organización de salones
literarios por parte de mujeres se convirtió en una moda en Francia. Se
encargaban de elegir muy bien a los invitados, que fueran personas relevantes
e interesantes. Todos los asistentes eran muy educados con las ideas que allí
se expresaban, y reinaba un ambiente intelectual constructivo y de respeto.
En el cuadro Lectura de la tragedia de Voltaire podemos observar el
salón de otra mujer, madame Geoffrin, y algunas de las numerosas
personalidades del arte, la filosofía, las letras, la política o la ciencia que
lograba convocar en su casa para disfrutar de las lecturas en alto. El artista
elige el momento de la lectura para reconstruir esta escena, que lo más seguro
es que no se diera de esta manera, aunque lo que trata de hacer el pintor es
rememorar de una forma idílica estas reuniones. Entre los invitados posibles a
esta lectura, a cargo de un conocido actor francés de la época, encontramos a
los que se consideran los padres de la Ilustración, Rousseau y Montesquieu.
En el centro de la habitación, el busto de Voltaire, de quien se lee uno de sus
libros.
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Album / akg-images
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cambia la perspectiva existente hasta entonces sobre la educación para
trasladar el foco a la evolución natural del niño. Muchas de sus obras fueron
prohibidas, lo que le llevó a escribir, a partir de 1765, una serie de textos para
defenderse. Sus detractores le acusaban de contradictorio con sus enseñanzas,
ya que, por ejemplo, él nunca se ocupó de la educación de sus hijos, a los que
internaba en un hospicio al poco de nacer. Escribió entonces sus Confesiones,
donde plasmó su vida y motivaciones. También serían prohibidas, siendo solo
publicadas después de su muerte.
Incapaz de ver su obra publicada, Rousseau se dedicó a ir de palacio en
palacio de amigos y conocidos aristócratas en el París de 1768 para leer
personalmente su libro. Estamos de nuevo ante una obra pensada para ser
leída en voz alta, y así lo dice al principio: «Reúne en torno mío la
innumerable multitud de mis semejantes para que escuchen mis confesiones».
Rousseau estaba acostumbrado a leer en voz alta, práctica que ejercitó en la
infancia gracias a su niñera: «A veces hablaba de mis lecturas con ella, o leía
a su lado, lo que hacía con gran placer, y así me ejercitaba en leer bien, y
también me fue de utilidad».
Cuentan que, durante una de estas lecturas en los salones más prestigiosos
de París, los asistentes derramaron lágrimas cuando leyó los pasajes en los
que trataba el abandono de sus hijos. Estas lecturas duraban muchas horas,
una de ellas comenzó a las nueve de la mañana de un día y se extendió hasta
las tres de la tarde del día siguiente.
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Lectura en voz alta en un salón de la época ilustrada. © POL/BT / Alamy Foto de stock
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La lectura de Molière, de François de Troy (1731). Colección privada. © Album
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DIARIOS DE SAMUEL PEPYS
En Inglaterra, el siglo XVIII también fue una época de esplendor para la lectura
en voz alta practicada en grupo debido al aumento en las ratios de
alfabetización entre la población, el nacimiento de las primeras editoriales con
visión comercial y de la figura profesional del escritor. Los libros continúan
siendo caros y difíciles de conseguir, por lo que la lectura en voz alta es la
mejor manera de acceder a las historias, al entretenimiento y a la formación.
Encontramos referencias a la práctica de la lectura compartida en los Diarios
de Samuel Pepys, funcionario y político, que nos cuenta: «Disfruté mucho
hablando con ella y conseguí que leyera en voz alta un libro que estaba
leyendo en el carruaje, Las meditaciones del rey».
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En este cuadro, titulado Lady Jane Mathew y sus hijas (de artista
desconocido), presenciamos una escena doméstica habitual en el siglo XVIII
inglés. Una mujer aparece sentada al lado de sus tres hijas que se preparan
para llevar a cabo tareas como la costura y la pintura, mientras otra de ellas
permanece en pie con un libro en la mano para leer en voz alta y, juntas,
compartir lecturas.
LEER EN CASA
Leer en voz alta en familia en el hogar podría significar leer textos impresos
baratos, versiones de cuentos populares, o reunirse para un sermón el
domingo por la tarde. Aún se valora mucho lo que podríamos llamar el
espectáculo de la lectura o performance, es decir, la pronunciación, el tono, el
estilo, la postura, los gestos, en resumen, la teatralidad de la lectura en voz
alta. Se pretendía evocar en la audiencia sensaciones, que la voz de los libros
les envolviera y llegaran las ideas y sentimientos que emanaban de ellos. Fue
tan importante que proliferaron impresos sobre cómo leer en voz alta, casi
como si de un nuevo género se tratase. De hecho, existían lectores
profesionales que hacían giras en las que, acompañados de música, alternaban
actuación, lectura en voz alta y discurso. Es el caso del actor irlandés Thomas
Sheridan, que llamó a su espectáculo Noches en el Ateneo, evocando las
lecturas de la antigua Grecia.
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Retrato de una familia leyendo en alto en su casa. Se piensa que es la familia de Roubel. Artista
desconocido, 1750. Museum of the Home, Londres. © Geffrye Museum, London, UK/Bridgeman
Standard / ACI
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adecuar esas complicadas y altas pelucas que lucían entonces. En estos
salones, lo que hoy en día podríamos llamar peluquerías, la labor de peinar,
rizar y empolvar las pelucas era un largo y tedioso proceso que duraba horas y
que se amenizaba con las lecturas en voz alta.
Como conclusión, la revolución de la lectura se dio en este momento
gracias a la facilidad que había de poder leer en diversas formas y ocasiones.
Leer era sentarse en silencio con un libro, pero también, y con mucha mayor
frecuencia, era disfrutar de la lectura en voz alta para socializar en eventos,
como entretenimiento dentro de las rutinas familiares o como lectura
pedagógica, de pensamiento o como arma política. La lectura estaba en todas
partes, como ahora lo está la tecnología. En este estado de cosas, leer, en
todas sus modalidades, contribuía a formar una masa de ciudadanos críticos,
que cuestionaban el poder establecido, distanciando a los súbditos de las
monarquías y a los cristianos de las iglesias.
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lector que no puede dejar de hacerlo, aunque tenga que vestirse, esté
comiendo o vaya andando por la calle, y en el que muchos nos podríamos
reconocer. Pero, lejos de transmitirnos una sensación agradable, hay algo en
la escena que nos revela que el mensaje del pintor es otro. Quizá sea la
imagen grotesca del viejo, despeinado, en camisa, con uno de los pies sobre el
soporte de una mesa camilla donde quizá se esté calentando. También los
ayudantes tienen un aspecto burlón: vemos la gruesa nariz de uno, y el otro,
que parece peinarlo, sujeta el pelo hacia arriba provocando una imagen poco
favorecedora del lector, como cuando nos teñimos en la peluquería y
pensamos lo ridículas que estamos. Así que quizá con esta estampa Goya se
estaba burlando de alguien. Según la interpretación que el Museo del Prado
hace en su web, se trata de una sátira de algún noble madrileño del que se
decía que solo leía mientras lo vestía su criado, como una parte más de los
preparativos frívolos a los que se enfrentaba a diario, peinarse, vestirse,
calzarse, y leer para mostrar que era una persona culta, siendo una actividad
con un fin social, para que se viera de puertas hacia fuera, no algo con lo que
disfrutara en su interior.
Aparece la lectura en voz alta en su cuadro La lectura dentro de su serie
de Pinturas Negras, donde se muestran seis hombres muy juntos en torno a un
solo libro. La crítica lo relaciona con los encuentros políticos clandestinos que
se produjeron en el convulso periodo del Trienio Liberal que se vivió en
España. De nuevo, el libro como objeto transformador, como fórmula de
transmisión de ideas; de nuevo un único ejemplar para seis hombres y,
seguramente por otros factores que hemos visto, como el analfabetismo, de
nuevo la única forma de acceder a su contenido y extender sus ideas es a
partir de la lectura en voz alta.
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La lectura, de Francisco de Goya (1820-1823). Museo del Prado, Madrid. © Album
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La lectura, de Francisco de Goya (1819-1822). Biblioteca Nacional de España. © Album
En La lectura vemos a una joven y bella mujer sentada en una silla leyendo
con un libro entre las manos mientras dos jóvenes, apoyados en ella, la
contemplan embelesados. Se ha identificado a los personajes con Leocadia
Weiss, ama de llaves del pintor, y a los hijos de este, Guillermo y Rosario.
Acaso Goya pretendiera reproducir escenas cotidianas y familiares en su
hogar.
Para terminar, llega a mí un mural cerámico de 1789 donde se nos
muestra una escena cotidiana en una cocina valenciana. En el centro vemos
una inscripción que nos dice lo que cada uno de ellos está haciendo:
«D. Joseph está leyendo, su mujer está cosiendo…». De hecho, podemos
conocer qué es lo que se estaba leyendo porque vemos en el libro el título
Meditaciones de fray Luis de Granada. Este mural sobre una escena de su
época nos enseña la importancia de la lectura en voz alta en esta época.
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Museo Nacional de Cerámica y Artes Suntuarias González Martí de Valencia. © Album /
Oronoz
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LA EXTENSIÓN DE LA VOZ DE LOS LIBROS
GRACIAS AL VAPOR
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eligiéndose las obras que el ayo de su majestad indica, procurando fijar su
atención, lo que es de esperar se consiga».
Vemos que lo importante es que se contagien del virus de la lectura, que
lo conozcan y generen el hábito, y da igual si lo hacen por sí mismas o
escuchan a alguien que les lee. Nos cuenta también la condesa en sus
memorias que les leía en voz alta a las infantas cuando paseaba con ellas por
el parque del Retiro de Madrid. Me las imagino sentadas en el césped a la
sombra, o por qué no, caminando y escuchando mientras detrás de ellas va la
condensa, despacio, leyendo en un entorno agradable, relajado, donde solo se
oye el canto de los pájaros y el agua que brota de las fuentes.
Dentro de la burguesía letrada, Mesonero Romanos, periodista, político, y
a quien debemos la fundación del Ateneo de Madrid, recuerda la invasión
napoleónica y cómo sus padres, para pasar el tiempo y olvidarse de las tropas
francesas, llevaban a cabo lecturas familiares: «La animación y la alegría
huyeron de la casa, y mis excelentes padres, que no podían abandonarla con
su dilatada familia de cinco hijos menores, no tuvieron más remedio que
agruparlos en su derredor, prodigándoles las muestras de su ternura, y
confiando a la divina Providencia el amparo y auxilio en su desgracia,
entretenían sus obligados ocios con lecturas piadosas y morales, tales como el
Año Cristiano y las Dominicas, del padre Croiset; el Evangelio en triunfo, de
Olavide, o las Sociedades [sic] de la vida y desengaños del mundo, del doctor
Cristóbal Lozano; alternadas de vez en cuando con alguna historia, como la
de Mariana o la de Ortiz, y la Monarquía hebrea, del marqués de San
Felices».
En Zaragoza se leían en la calle periódicos el mismo día en el que
llegaban por el correo postal y en el Ateneo de Gijón celebraban lo que
llamaban «lecturas comentadas». Tenemos referencias de que en un pueblo
cerca de Santander tenían lugar veladas en las que el profesor o sus mejores
discípulos leían y dejaban la sesión en un punto álgido de la trama para que
así la gente volviese al día siguiente. También sabemos de lecturas en talleres
zaragozanos donde trabajaban mujeres, o de lo contrario, de la prohibición de
leer en voz alta, lo que nos indica que esta se producía, por ejemplo, en los
talleres de Barcelona.
Esta práctica no solo era propia de las ciudades o de la burguesía, el
doctor Federico Rubio nos cuenta que durante la vendimia la lectura en voz
alta formaba parte del descanso y entretenimiento: «Concluida la faena, los
pisadores y estrujadores van a la gañanía, desarrollan su lecho de anea y se
acuestan, roncando apenas echados; mientras que los restantes viñadores,
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sentados sobre un cantero tendido o sobre un taburete de pitaco, cuentan
historias, o recitan, o leen un romance a la luz indecisa del humoso candil».
Vemos, pues, cómo la literatura llegaba a las clases más humildes a través
de la escucha. Prueba de ello la tenemos en la novela coetánea Fortunata y
Jacinta donde Pérez Galdós dice por la boca de una de sus protagonistas, la
humilde y analfabeta Fortunata, que conoce la historia de La dama de las
camelias por «haberla oído leer».
Se lee la Biblia, novelas y cuentos, pero también la prensa, como única
manera de conocer las noticias y acontecimientos del momento, y en voz alta
para que todos los miembros de la familia conocieran qué estaba ocurriendo.
Muchas veces estas lecturas vienen de la mano de los miembros más jóvenes
de la casa, los que quizá sí que han tenido la posibilidad de aprender a leer o
como una manera de que afiancen el gusto por la lectura. Así lo vemos en el
cuadro del alemán Hans Borchardt llamado La sesión de lectura, donde
vemos una escena familiar: el abuelo, el padre, la madre con un bebé y la hija
sentada a la mesa con el libro abierto leyendo para los demás.
A finales del siglo XIX la lectura silenciosa es un acto reservado a una
clase social acomodada, culta, que puede permitirse comprar libros y que
dispone de tiempo para el ocio, leer y reflexionar, sin necesidad de
preocuparse de qué va a llevarse a la boca para comer. Como nos cuenta
Marcel Proust, cuando su narrador espera tener tiempo para leer y pensar solo
en su cama.
Esta nueva práctica silente comenzó a ser tan común entre esta clase
social que llegó a tener sus efectos adversos. El periódico The Spectator
publicó en 1831 una noticia sobre un lord que murió calcinado junto a su
mujer. Los motivos del incendio se atribuyeron a la creciente moda de leer en
la cama. En esta época las velas eran la única iluminación, y haberse quedado
dormidos mientras leían sin apagarlas podría ser la causa del incendio que
acabó con sus vidas. De hecho, llegó a considerarse como un castigo divino
por haber hecho algo que no debían. Y es que ¿a quién se le ocurre meterse
con un libro en la cama? Bueno, quizá a muchos de nosotros.
La lectura en silencio a finales del siglo XIX comenzó a ser tan popular
que hubo quien comenzó a preocuparse de que, en particular, las mujeres que
leían solas por la noche en la cama pudieran albergar pensamientos
peligrosos. Las mujeres que leen son peligrosas, puede que comenzaran a
decir muchos que no querían que las bellas durmientes despertaran. Y si por
peligrosas entendemos que tengan juicio propio, que se cuestionen las
estructuras sociales limitantes que han estado restringiendo derechos a más de
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la mitad de la población, y que, debido a ello, quieran actuar para cambiar el
mundo, sí, la lectura y su extensión al ámbito femenino puso en peligro el
estable y conservador orden social que permitía y favorecía que solo los
hombres pudieran disponer de privilegios y poder. Veremos más adelante
cómo en este siglo la lectura en voz alta, al estar reservada sobre todo al
ámbito doméstico, cuando las mujeres estaban solas con la excusa de hacer
labores domésticas como coser, contribuirá a este despertar feminista.
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mundo académico, los miembros de la Sociedad Arqueológica Bíblica e
incluso el primer ministro del país. Ante tan distinguida audiencia, cabría
esperar que fuera un arqueólogo el encargado de anunciar un importante
hallazgo en las muchas excavaciones que el Reino Unido tenía abiertas en
Egipto y Oriente Próximo en aquellos años. Pero no sucedió así: el
convocante fue un simple trabajador llamado George Smith, encargado de
limpiar y ordenar, entre otros objetos, unas tablillas originarias de
Mesopotamia y que se almacenaban en el sótano del museo. Él iba a leer para
los allí presentes el texto encontrado en uno de esos trozos de arcilla.
Todo había empezado unos veinte años antes, cuando un equipo de
excavadores dirigido por el arqueólogo Hormuzd Rassam halló en Oriente
Próximo los restos de un palacio perteneciente al rey asirio Asurbanipal. Las
piezas más admiradas en ese momento fueron obras de arte talladas en piedra
que tenían más de dos milenios de antigüedad. Pero, como suele ocurrir en
toda excavación, además de las piezas más grandes y llamativas, se
recogieron miles de fragmentos rotos de tablas de arcilla a los cuales no se les
dio ningún valor. En los sótanos del Museo Británico fueron acumulando
polvo sin que nadie les prestara atención hasta que, una década después,
contrataron a George Smith para que los limpiara y mantuviera algo de orden.
Se descubrió que estas tablillas eran, en realidad, parte de los restos de la
biblioteca real y estaban escritas en cuneiforme, lengua que, junto con el
acadio, los arqueólogos llevaban tiempo tratando de descifrar. Smith, que
llevaba años estudiando la escritura cuneiforme en su tiempo libre, se topó
con la que más tarde se denominaría la tablilla número 11. No podía creer lo
que estaba leyendo. Creyó enloquecer a medida que descifraba el texto, hasta
el punto de que comenzó a quitarse la ropa e ir de un lado a otro como si le
faltara el sentido, según contaron los que le acompañaban en ese momento. Se
trataba de la Epopeya de Gilgamesh, que ha pasado a la historia de la
literatura por ser la primera obra de ficción escrita encontrada hasta el
momento. Si ya de por sí este descubrimiento era digno de mención, lo fue
más por lo que la obra narraba y por la que George Smith conseguiría fama
mundial al dedicarle el New York Times todo un artículo en su edición del día
siguiente.
George Smith sube al estrado ante tan distinguida concurrencia y
comienza su lectura: «Fue en la ciudad de Shurupak, que bien conoces, la que
está a la orilla del Éufrates, ciudad antigua donde los dioses, los grandes
dioses, tomaron la decisión de desatar el diluvio». La tablilla narra cómo un
hombre fabrica un barco con el que navegar y así salvar a su familia y a una
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pareja de animales de cada especie. Al escuchar esta parte, algunos presentes
comienzan a removerse en sus sillas. Smith continúa con la lectura: «Seis días
y siete noches continuó el viento, el diluvio, la tempestad. Llegado el séptimo
día, se aplacó la tempestad. El mar se apaciguó, el viento se silenció, el
diluvio se acabó». Estamos ante una tablilla que contiene cuentos populares
de la antigua Mesopotamia, y varios de los oyentes comienzan a mirarse
extrañados, se preguntan qué está ocurriendo, y al poco terminan de constatar
sus peores temores. Smith lee que el protagonista envía varias aves para
confirmar dónde había suelo firme: «Saqué y solté una paloma. Se fue la
paloma y regresó, pues no alcanzó tierra en qué posarse. Saqué y solté una
golondrina. Se fue la golondrina y regresó, pues no alcanzó tierra en que
posarse. Saqué y solté un cuervo. Se fue el cuervo y vio retirarse el agua,
picoteó, rascó la tierra, alzó la cola y no volvió». En este momento,
seguramente, algunos asistentes se levantaron y abandonaron la sala. ¿A que
nos es familiar? Un diluvio, un arca, una pareja de cada especie, un ave que se
envía para conocer dónde hay tierra firme… ¿Cómo puede sonarnos si quizá
esta es la primera vez que leemos el poema de Gilgamesh? Sí, es la historia de
Noé y el arca que muchos años más tarde se incluiría en el Antiguo
Testamento.
Esta pequeña tablilla hizo tambalear el sistema de creencias religioso al
revelar que el libro divino, la Biblia, no era una obra original dictada palabra
por palabra por Dios, como se había creído hasta entonces, sino que replicaba
mitos e historias inventadas anteriormente por otras civilizaciones. En
resumen, que el Antiguo Testamento era poco más que un cuento. La historia
de la Epopeya de Gilgamesh había sido escrita en arcilla alrededor del año
1800 a. C. y unos mil años antes de que se escribiera el Antiguo Testamento.
Además, este descubrimiento venía a confirmar, tan solo quince años después
de la publicación de El origen de las especies de Darwin, que las creencias
anteriores basadas en las explicaciones bíblicas sobre cómo se había
originado el mundo, en realidad, no eran más que historias inventadas por la
propia humanidad.
La revelación de George Smith podría haberse divulgado de otra manera.
Se podría haber mandado imprimir el texto y haberse enviado a cada uno de
los interesados o repartirlo en ese momento entre los convocados, incluso se
podría haber publicado en los periódicos de la época. Sin embargo, Smith
eligió su lectura pública. ¿Cuál pudo ser el motivo de leerlo en alto cuando
estábamos en el Londres de 1872 y existían muchas imprentas en la ciudad?
Sin lugar a dudas, el empleado del Museo Británico, consciente de lo que
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aquel descubrimiento suponía, quiso generar una gran expectación entre las
relevantes personalidades invitadas. Yo quiero pensar que, además, George
Smith quería presenciar en directo la reacción de los miembros de la Sociedad
Arqueológica Bíblica cuando escucharan la prueba de que su libro divino no
era tal. La audición de una lectura en voz alta da lugar a un espectáculo, un
sentimiento de unidad en el tiempo y en el espacio de los asistentes, que
descubren a la vez el contenido del texto, toda una revelación en este caso.
Con la presentación en voz alta, la lectura puede llevarse a cabo con un ritmo
y melodía determinados, acelerando, pausando o arrastrando las palabras
según la intención del lector y lo que el texto demande, generando en el
oyente sensaciones distintas de las que provocaría su lectura en silencio.
George Smith debió regodearse al leer en directo aquella obra. Me imagino
sus ojos alternando la vista del papel con la transcripción de las tablillas a las
caras de los presentes, sin querer perderlas de vista ni un segundo. Podemos
decir, por tanto, que aquella lectura pública de la Epopeya de Gilgamesh que
tanto impacto supuso en la Inglaterra victoriana fue un acto deliberado de
George Smith, quien intencionadamente o no, estaba actuando tal y como lo
hacían los habitantes del Oriente Próximo de hace más de dos mil años: en
voz alta.
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unas breves palabras. Sin lugar a dudas, Douglas sabe cómo mantener el
interés y el suspense de sus amigos ante aquello que quiere leerles.
Cuenta que la historia que van a escuchar fue escrita por una joven
institutriz contratada para tutorizar y cuidar a dos pequeños que habían
quedado huérfanos y vivían en un caserón apartado en mitad del campo. Allí
comienzan las apariciones. Más tarde descubrirán que se trataba de las almas
de antiguos sirvientes de la casa, y parece ser que los niños también los
percibían y se comunicaban con ellos. Con esta introducción, y después de la
espera, la expectación de los asistentes es grande y todos quieren que
comience ya la lectura. Douglas se sienta en el mejor sillón junto a la
chimenea, abre el delgado álbum de tapas rojas, marchitas, y cantos dorados a
la moda antigua y empieza a leer. El resto de los jóvenes están alrededor, la
mayoría sentados en sillas y divanes, algunos de pie, todos mirando aquel
libro en el que se reflejan las llamas del fuego. Las sombras de la noche ya
han invadido toda la estancia del salón. Un gran número de candelabros y
velas de diferentes tamaños tratan de dar algo de luz a la estancia y, aunque
cumplen su función, también generan inquietantes sombras. El entorno y la
situación no pueden ser mejores para crear la ambientación adecuada que la
historia requiere. La lectura se prolonga hasta altas horas de la madrugada y
continúa durante las siguientes noches. A ratos, Douglas lee en el centro, de
pie, quitando los ojos del libro para observar las caras asustadas de sus
amigos, y de estas de nuevo al libro, luego, vuelve a sentarse. Su voz siempre
tiene un tono misterioso, una articulación nítida y pura, sensible al oído,
elegante y, por supuesto, misteriosa.
Y así nos lo cuenta Henry James en esta obra de ficción. Primero
reproduce este ambiente para justo después comenzar a contarnos el mismo
relato de fantasmas que escucharon los aterrorizados jóvenes que pudieron
llegar al final. De esta manera es como si nos tomara de la mano y nos dejara
estar en ese salón, donde la cara nos arde debido al fuego, pero un halo de frío
queda a nuestra espalda, entre las sombras, algo desconocido nos acecha. Esta
es una obra de ficción, pero refleja cómo se producían estas lecturas entre
amigos. A continuación asistiremos a una escena que se produjo en la realidad
de otros amigos que estuvieron encerrados durante semanas y las pasaron
leyendo historias de fantasmas. Es la historia del año que no tuvo verano y la
conoceremos en el siguiente capítulo.
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9
LA VOZ DE LAS ESCRITORAS SE ESCUCHA EN
ALTO
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luz eléctrica. Durante estos días sin poder salir mantuvieron largas
conversaciones literarias y científicas que se mezclaban con el alcohol y las
drogas que no faltaban en la casa. También hicieron algo que los lectores
hicimos durante el confinamiento por la pandemia en 2020: leer y leer mucho,
de hecho, cada día leían en voz alta.
Por la tarde, cuando caía la noche, se reunían en el salón junto al calor del
fuego de la chimenea, y gracias a la luz de diversas velas y lámparas de
aceite, leían a Voltaire, Plinio, Rousseau, pero también cuentos folclóricos
alemanes góticos y de terror. Uno de los días lord Byron propuso que cada
uno de ellos escribiera un cuento de fantasmas para después leerlos en voz
alta y ver cuál era más terrorífico. Mary quería crear una historia que «hablase
de los miedos de nuestra naturaleza y despertase un horror estremecedor; una
historia que hiciera mirar en torno suyo al lector amedrentado, le helase la
sangre y le acelerase los latidos del corazón. Si no lograba estas cosas, mi
historia de fantasmas sería indigna de tal nombre». Mary consiguió su
propósito: uno de estos relatos sería el germen de Frankenstein.
Esto lo conocemos porque era práctica habitual en esta época escribir un
diario, cada uno llevaba el suyo, y gracias a esto sabemos cómo ocupaban sus
días e incluso qué pensaban. La entrada del diario de Mary Shelley del 7 de
octubre nos cuenta que Percy lee en voz alta el Quijote por la noche. Al caer
la noche el salón quedaría iluminado por el fuego de la chimenea y las
muchas velas que colocarían estratégicamente a lo largo de toda la estancia.
Percy, en el centro, de pie y con el libro abierto, proyectaría su voz para
arrancar con: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme», relatando la historia de los molinos de viento convertidos en
gigantes, el manteo de Sancho Panza, la batalla con el rebaño de ovejas, la
liberación de los galeotes, la lucha con los pellejos de vino, lo que aconteció
en la cueva de Montesinos, la derrota de Barcelona y la vuelta a tierras
manchegas.
El impacto que esta lectura tuvo en Mary fue tan grande que se reflejó en
la historia que estaba escribiendo y que terminaría siendo Frankenstein. Mary
se fija en las técnicas narrativas que utiliza Cervantes para aprender de él y
llevarlas a cabo en su escritura, por ejemplo, la presentación de su historia a
partir de diferentes narradores o en la utilización de Historia del cautivo. No
quedó ahí la cosa. La lectura despertó en Mary tal interés por Cervantes y
otros literatos españoles que estudió en profundidad nuestra literatura,
escribió un ensayo biográfico titulado Cervantes y Lope e, incluso, aprendió
español para leer el Quijote en su idioma original.
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Así siguieron leyendo durante todo un mes, tarde tras tarde, noche tras
noche, evitando la oscuridad, la lluvia y el viento de fuera, y disfrutando con
las aventuras del loco manchego. Hasta el 7 de noviembre, cuando finalizaron
y así lo dejó también registrado en su diario. Invirtieron justo un mes en leer
las aproximadamente cuarenta horas que se tarda en leer la obra, así que
tuvieron que llevar un ritmo de lectura medio de algo más de una hora al día.
Pero la relación de la lectura en voz alta con Mary Shelley no termina
aquí. En su novela Frankenstein, Mary narra el momento en que la criatura, el
monstruo que ha sido creado, aprende a hablar. Huye de su creador y se
refugia en una casa donde se esconde de los dueños, quienes, ajenos a que un
ser monstruoso está compartiendo el techo con ellos, continúan con su vida
cotidiana. Todas las noches la madre lee a su familia un libro, El paraíso
perdido, un clásico de John Milton sobre la creación del mundo. La criatura
escucha estas lecturas en voz alta cada noche y de esta manera es como
aprende a hablar.
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terminan con champán, se juega al cróquet y toman el té de las cinco. Cuando
cae la tarde no pueden faltar los coordinados y vistosos bailes de salón donde
sonará la música, se reirá y donde seguro que la mirada de algunos jóvenes se
encontrará aunque sea un milisegundo. Por supuesto, también disfrutan de sus
novelas y asisten a representaciones teatrales o de lecturas dramatizadas de las
historias que han inspirado todo ese mundo.
A este grupo de fans se les conoce como janeites (o austenitas, término
adoptado en español) y aparecen por primera vez en la introducción de la
edición de Orgullo y prejuicio de George Saintsbury de 1894. Idolatran a la
escritora, conocen todos los detalles de su vida y obra, son expertos en la
Inglaterra decimonónica y sus tradiciones. Se puede decir que Jane Austen
fue una de las primeras escritoras que gozó del fenómeno fan en torno a su
obra y su persona; de hecho, ya se acuñó este término para identificar a sus
seguidores solo ocho décadas después de su muerte y se ha mantenido hasta la
actualidad. Uno de los primeros austenitas fue el primer ganador británico del
Premio Nobel de Literatura, Rudyard Kipling. El autor de El libro de la selva
escribió un cuento corto llamado «The Janeites»: un grupo de soldados de la
Primera Guerra Mundial, admiradores secretos de la escritora, se dedicaban a
leer sus obras. Asimismo, Kipling tenía la costumbre de leer en voz alta a su
mujer los libros de Jane Austen para amenizar las noches. Los austenitas de
hoy en día siguen leyendo una y otra vez las seis novelas que la autora
publicó e incluso escriben obras de teatro donde las recrean. De esta manera,
cuando leen en voz alta, por ejemplo, Sentido y sensibilidad, sienten que las
ondas que emiten sus voces proyectadas viajan rebotando entre las piedras
romanas de la ciudad de Bath y se mezclan con las que la propia Jane Austen
lanzó cuando ella también leía en alto.
Ahora volvamos de nuevo al Bath de principios del siglo XIX. Jane vivió
allí algunos años, leyendo y escribiendo. En esa ciudad con vestigios romanos
ambientó dos de sus obras, La abadía de Northanger y Persuasión. Creció en
un hogar donde, aunque las mujeres tenían una educación formal escasa, se
les dio acceso sin restricciones a la biblioteca familiar. Sus padres inculcaron
el amor por los libros, la lectura y la escritura a Jane y sus hermanos. La
lectura en voz alta era un hábito extendido entre las clases medias instruidas
de la época, y su familia, encabezada por su padre, George, que ejercía de
reverendo, sin lugar a dudas se contaba entre ellas. Jane pudo apreciar de
primera mano, con ocasión de los sermones que leía su padre en la iglesia, el
impacto que podía tener hacerlo en voz alta de una manera persuasiva.
Sabemos que el padre solía leer por las mañanas a William Cowper, un poeta
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británico que después influiría en la obra de Jane. Ella contaba que escuchaba
y se unía a esas lecturas familiares siempre que podía. Su hermano James leía
todas las noches al escritor romántico Walter Scott. En especial, les gustaba
escuchar su poesía «en las veladas cortas empieza alrededor de las diez y lo
deja para cenar».
En algunas ocasiones es ella misma quien lee para los demás. Decían que
tenía una bonita voz, muy agradable para la lectura en voz alta. Por ejemplo,
cuando recibe el libro Letter from England (Cartas desde Inglaterra) del
poeta romántico Robert Southey, escribe en una de las misivas que envía a su
hermana: «Lo leo en voz alta a la luz de las velas».
La de la familia Austen era una casa siempre bulliciosa y llena de gente.
Solo ellos ya constituían una familia numerosa con ocho hijos, todos varones,
excepto Jane y su hermana Cassandra. Además, por allí pasaban con
frecuencia no solo primas y amigas, sino también los alumnos del padre, a
quienes animaba a que ejercieran el arte de la lectura en voz alta. Me los
imagino reunidos en el pequeño salón de la casa, la chimenea encendida,
sentados en sillas de caoba torneadas, algunos de pie, otros apoyados en el
mueble de la librería y comentando los chismes de sociedad. Hasta que uno
de ellos se ponía de pie y cogía un libro. Los murmullos y las risas dejaban
paso a un silencio solo roto por la lectura y todos disfrutaban de la historia.
Comenzaban las miradas furtivas entre los jóvenes cuando aparecía alguna
escena amorosa, o lecturas con dobles sentidos, una forma de dirigir
reproches hacia alguien que estaba presente en el salón.
Los Austen leían principalmente novelas de la época, pero también los
clásicos. Era muy habitual releer aquellos textos que les gustaban.
Recordemos, además, que en esta época el número de novelas no es muy
elevado, con lo que es más habitual que unos pocos títulos se leyeran muchas
veces. Quizá esta repetición pudo ayudar a la joven Jane en su formación
como escritora. Sabedora de la trama, en las siguientes lecturas, podría
centrarse en la estructura, los personajes, los diálogos, conocer qué
funcionaba bien y qué no, y estudiar si una historia resistía una segunda o
tercera lectura, o por el contrario dejaba de interesar una vez conocida.
También leían obras de teatro y novelas. Esos ratos eran el principal
entretenimiento. Una de sus sobrinas recuerda lo bien que lo pasaron con la
lectura de Evelina, de la escritora de novelas británica Frances Burney. Me
imagino a las hijas de la familia Austen escuchando la historia de una joven
dama que entra en el frívolo mundo social, con sus bailes, su etiqueta, sus
falsas apariencias, engaños y malentendidos. Sin lugar a dudas se verían
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reflejadas en muchas de las circunstancias, y otras, les servirían como una
especie de manual para estar alerta ante los peligros a los que podrían
enfrentarse. El caso es que esta lectura les gustó tanto a todas que la sobrina
de Jane llega a decir que es casi como estar en una obra de teatro.
Jane sabe que la autora de esta obra había leído en voz alta su novela antes
de darla por concluida, y ella hará después lo mismo con Orgullo y prejuicio,
que leyó en su casa ante un reducido grupo de mujeres de su confianza. Tal
vez dando por hecho que su novela sería leída principalmente en voz alta,
como en su casa hacían con los libros que caían en sus manos, quería
comprobar qué efecto iba a provocar su texto en la gente que lo escuchara.
Leer sus propias novelas en voz alta, con una adecuada dramatización,
también le permitía convertirse en su propia crítica, ver la reacción de los
demás y mejorar lo que había escrito. Su hermano Henry dice de ella y de su
lectura: «Leyó en voz alta con muy buen gusto y efecto. Sus propias obras
probablemente nunca se escucharon con tanta ventaja como de su propia
boca, ya que participó en gran medida de todos los mejores dones de la musa
cómica». Leyéndolas en voz alta primero a su hermana Cassandra y luego al
resto de la familia conseguía un doble objetivo: revisar el texto y entretener a
los demás. Sabemos por una de sus sobrinas, Marianne, la hija de su hermano
Edward, que cuando su tía los visitaba llevaba bajo el brazo el manuscrito de
la novela que estuviera escribiendo en ese momento. Se encerraba con las
mujeres mayores de la familia en uno de los dormitorios para leerles lo
escrito. Su sobrina, de once años, recuerda que a ellos no les dejaban: «Los
más pequeños y yo oíamos las risotadas al otro lado de la puerta y nos parecía
cruel que se nos excluyera de algo tan emocionante». Veo a esos niños muy
juntos tratando de escuchar con la oreja pegada a la puerta lo que se estaba
leyendo al otro lado. Seguramente su tía y hermanas mayores considerarían
que los enredos amorosos que aparecían en aquellas páginas no eran
adecuados para los oídos de los más pequeños.
También se leían en voz alta las cartas que se recibían en casa o los
periódicos. Cuando las cartas se dirigían a las dos hermanas, Jane y Cassandra
se alternaban para leérselas la una a la otra, era todo un acontecimiento
enterarse juntas de las últimas noticias de sociedad: el compromiso de la hija
de los Baltimore, el fallecimiento del duque y los problemas de la herencia, o
el anuncio de que unos parientes lejanos pasarían a visitarlos.
En Forbidden Book (Libros prohibidos), quizá el cuadro más famoso del
pintor británico Alexander Mark Rossi, se nos muestra una escena de lectura
en voz alta entre mujeres, tal vez muy semejante a las protagonizadas por las
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hermanas Austen. En una luminosa y espaciosa habitación, que parece hacer
las funciones de salón, biblioteca, sala de estar o incluso lugar para pintar,
unas jóvenes pasan la tarde. Parece que están en un espacio propio, relajadas,
fuera de las miradas de los más adultos. Al fondo, dos de ellas parecen
conversar, y en primer plano otra ha tomado un libro entre sus manos y lo
hojea o lo lee en silencio. En el centro, dos de las chicas también sostienen
uno de los libros entre sus manos y están leyendo en voz alta, y una de ellas,
la que se halla sentada en el centro sobre una alfombra, las escucha con
interés. Tanto por el título como por esa figura que aparece en la parte
derecha de la pintura, toda ella vestida de negro, entreabriendo la puerta para
averiguar lo que ocurre en la sala sin que las que están dentro se percaten,
podemos pensar que existe un interés en controlar las lecturas de las jóvenes.
Mujeres y libros prohibidos. Siempre ha habido una preocupación a lo largo
de la historia en controlar las lecturas que han llegado a manos de las mujeres.
La lectura en voz alta era una forma de permitirles el acceso a la literatura,
pero conociendo siempre qué lecturas y temas llegaban a sus oídos. Conforme
aumentó el número de libros y de mujeres capaces de leer, este control fue
cada vez más difícil de ejercer. Puede que algunos libros estuviesen
escondidos tras estanterías cerradas con llave, o peor aún, sin ninguna
restricción, a la vista, pero terminantemente prohibidos leer porque no eran
lecturas adecuadas. Así, este grupo de jóvenes, acaso sabedoras de que sus
mayores han salido de la casa para asistir a algún evento social ineludible,
aprovechan el momento para rebuscar en la biblioteca y leer en alto y de
manera aleatoria en busca de alguno de esos párrafos prohibidos.
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Libros prohibidos, de Alexander Mark Rossi (1897). © Album / © Sotheby’s / akg-images
MANSFIELD PARK
La lectura en familia era una práctica tan habitual en la vida social que Jane
Austen la incluyó en varias escenas de sus novelas, tal y como hizo con otros
usos y costumbres. Esos momentos leyendo con su hermana la
correspondencia aparecen recreados en la ficción, por ejemplo, entre las
protagonistas de Emma, pero sin lugar a dudas donde plasmó con mayor
sentido narrativo la lectura en voz alta fue en Mansfield Park.
Esta novela cuenta la vida de Fanny, una muchacha pobre que es acogida
por unos tíos pudientes. Crecerá junto con sus cuatro primos, caprichosos y
malcriados, quienes nunca la verán como una más de la familia. Tan solo uno
de ellos, Edmund, que tiene mejores cualidades que el resto de sus hermanos,
es bondadoso y cariñoso con Fanny. Cuando la protagonista y sus primos
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crecen, se relacionan con otros jóvenes de su clase social y asistiremos a
diferentes enredos románticos a los que nos tiene acostumbrados la autora en
sus novelas. Henry Crawford es uno de los jóvenes que ha llegado a la ciudad
junto con su hermana. Mientras esta coquetea con el primo de Fanny, él lo
hará con dos de sus primas y con ella misma. Fanny, aunque siente algo de
interés hacia él, trata de no demostrarlo y en ocasiones se muestra indiferente.
En una escena en la que Fanny y su tía se encuentran cosiendo, entran en
el salón Henry Crawford y Edmund, quien hace notar el silencio y la
concentración en la que se encuentran ambas mujeres con su labor. «No
llevamos calladas todo el tiempo, replicó su madre, Fanny me ha estado
leyendo, y ha dejado el libro al oírlos entrar. […] Me lee a menudo de esos
libros». Henry Crawford coge el libro y busca el lugar donde se quedó la
lectura. Pero Fanny, que no quiere prestarle atención para mostrar su
indiferencia, sigue con la mirada fija en su labor: «Fanny no le dirigió una
sola mirada, ni se ofreció a ayudarle; ni dijo tampoco una palabra en favor ni
en contra; toda su atención estaba puesta en la labor». Pero la lectura de
Henry era magnífica, y «no fue capaz de mantenerse cinco minutos abstraída;
no pudo por menos de prestar atención: la lectura del señor Crawford era
excelente, y Fanny disfrutaba muchísimo escuchando una buena lectura.
Aunque estaba acostumbrada a las buenas lecturas: su tío leía bien, y todos
sus primos. Edmund, sobre todo. Pero la lectura del señor Crawford tenía una
calidad que superaba cuanto había oído. […] Edmund observó la creciente
atención de Fanny, y le divirtió y agradó ver cómo iba dejando poco a poco la
labor que, al principio, parecía absorberla por entero; cómo se le caía de las
manos y se quedaba inmóvil sobre ella…, y finalmente, cómo los ojos que le
habían evitado con tanto cuidado a lo largo del día se volvieron hacía
Crawford, se quedaron fijos unos minutos en él, y se demoraron hasta que la
atracción hizo que los de Crawford se volvieran hacia ella, cerró el libro, y se
rompió el encanto. Entonces Fanny se replegó otra vez hacia adentro de sí
misma, se ruborizó y se puso a trabajar más afanosamente que nunca».
A través de este fragmento Jane nos muestra que la lectura en voz alta era
la práctica habitual dentro de la clase social representada en la novela («A
menudo me lee pasajes de esos libros»), que se podía llevar a cabo mientras
se realizaba otra actividad, en este caso una labor de costura («Concentraba
toda su atención en la labor»), y que era una actividad placentera («a ella le
gustaba en extremo escuchar a un buen lector»). Pero Jane todo esto nos lo
cuenta dentro del dramatismo romántico del triángulo amoroso que
conforman Fanny, Henry y Edmund. Ella no quiere prestar atención a la
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lectura de Henry para que vea que no se interesa por él, pero la historia es tan
interesante y él lee tan bien que poco a poco se le va cayendo la labor y se
queda ensimismada en lo que Henry está leyendo.
Me enternece reproducir esta escena de ficción que bien pudo ser vivida
por la propia Jane Austen o alguna de sus amigas en las lecturas en voz alta
que tenían lugar en su casa. Revivir esos momentos de la juventud, donde el
encuentro con los amigos es lo más esperado e importante del día. Averiguar
quién asistirá, pensar en cómo vestirse, peinarse, actuar, qué decir o comentar.
Seguramente estos encuentros eran una excusa más que propiciaban los
jóvenes para verse en unas edades en que las pasiones se despiertan, una
mirada o un gesto de la persona que nos atrae tiene un sentido transcendental,
pero donde la cercanía entre chicos y chicas está siempre limitada. Un salón,
alguien leyendo un libro, sillas alrededor ocupadas por jóvenes, cerca unos de
otros para que quien lee no fuerce la voz; algún mayor, sin duda la madre o
una tía soltera, apartada del círculo mientras cose en su sillón, es quien
garantiza la decencia de la velada. Se escucha una historia romántica que
quizá ya se ha leído en más de una ocasión, el argumento es conocido, se sabe
cuáles son las escenas más comprometidas, y nos consideramos protagonistas
de la misma, y una mirada furtiva en ese capítulo que estamos esperando
puede tener todo el significado del mundo si esta es correspondida.
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Ilustración de la escena en la que leen en alto en la novela Mansfield Park. © ACI
MUJERCITAS
Hemos visto que la producción literaria del siglo XIX muestra las costumbres
de la época, desde cómo vestían o se divertían hasta cuáles eran las relaciones
familiares, entre otras muchas cosas, y no podemos dejar de mencionar otro
ejemplo donde se muestra la forma en la que se disfruta de la lectura. Hablo
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de una novela que hoy sigue contando con muchos lectores, Mujercitas, de
Louisa May Alcott. La novela, publicada en 1868, se desarrolla durante la
guerra de Secesión estadounidense. El padre de las cuatro jóvenes
protagonistas está en el frente luchando mientras ellas permanecen en casa
con la madre. A lo largo de la novela hay muchas escenas donde la lectura en
voz alta es la protagonista y llena de entretenimiento muchos momentos del
día. En uno de los encuentros de Jo, una de las hijas, con su vecino Laurie, se
interesa por un constipado que arrastra. Este le responde que está mejor pero
que lleva una semana encerrado en casa aburrido.
—¿No lee? —le pregunta Jo.
—Poco; no me dejan
—¿No puede leerle alguien?
—No tengo a nadie apropiado. Los chicos arman mucho barullo y como aún tengo la
cabeza algo débil…
—Pues alguna chica podría leerle y distraerle. Las chicas son tranquilas y aficionadas
a hacer de enfermeras.
—No conozco a ninguna.
—Nos conoce a nosotras… —comenzó Jo, interrumpiéndose y echándose a reír.
—¡Tiene razón! ¿Quiere usted venir? —repuso Laurie.
—Yo no soy nada tranquila, pero iré, si mamá me deja. Voy a preguntárselo. Cierre
la ventana como un buen chico y espéreme.
También vemos que se lee a alguien cuando está enfermo o para animar a otra
persona, como hace Kate, quien, en otro pasaje de la novela, dice: «Leeré un
poco para animarla […] y leyó uno de los más bellos pasajes, de un modo
perfectamente correcto y perfectamente inexpresivo». También leen en alto
las cuatro hermanas en sus ratos libres, como otra forma de entretenimiento.
Meg abre un libro y empieza a leer:
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en silencio, comenta un cuento que han publicado sin revelar que ella es la
autora. Amy le dice: «Mejor será que lo leas en alto; así nos entretienes y no
haces ninguna travesura». En otra ocasión, y debido a un constipado de Jo,
esta decide no ir a casa de su tía porque «a tía March no le gustaba oír leer a
personas acatarradas».
Escena de la película Mujercitas dirigida por Mervyn LeRoy en 1949 y basada en la novela
homónima de Louisa May Alcott. © M. G.M./Album
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No solo en Mujercitas Louisa May Alcott dejó plasmado el hábito de leer en
voz alta, sino que lo vemos también en mayor o menor medida en otras obras
suyas como un signo de que sus protagonistas son personas con una buena
educación. En Eight cousins (Ocho primos), Rose lee para el tío Alec cuando
está cansado y para Mac cuando está enfermo. En An Old Fashioned Girl
(Una muchacha anticuada), Polly lee para Tom cuando este enferma. En
ambos casos, tanto Mac como Tom describirán a las que serán sus esposas
como «little Scheherazade».
En esa misma época, pero en la Rusia de los zares, Anton Chéjov nos
muestra también cómo la lectura estaba presente en una familia humilde en el
relato Los campesinos de 1897. Aquí el autor ruso nos describe lo paupérrima
que es la población rural alejada de la opulencia de los zares que viven en
Moscú. Sin embargo, la lectura compartida en la intimidad del hogar no es
exclusiva de las clases acomodadas, sino que es común a todos los estratos de
la sociedad. En este caso, un camarero que trabaja en un hotel de lujo enferma
de gravedad y, al no poder continuar trabajando, vuelve a su pueblo, donde lo
único que encuentra es miseria, atraso, suciedad, violencia y hambre, todo
ello mezclado con alcohol y religiosidad. Sin más libros que las Sagradas
Escrituras, Olga, su mujer, lee en voz alta: «Leía todos los días el Evangelio
en alta voz, y, aunque casi no las comprendía, las palabras santas
conmovíanla hasta hacerla llorar».
También lee la hija del camarero enfermo, Sacha, cuando se lo piden
durante una celebración:
Y todos acariciaban a Sacha. Aunque había cumplido diez años, era tan bajita y tan
delgada que apenas representaba siete. Entre las otras niñas, curtidas por la
intemperie, con los cabellos mal cortados, vestidas con blusones descoloridos, ella,
rubia, de ojos grandes, negros y profundos, adornada la cabeza con una cinta roja,
como una bestezuela cogida en el campo, era una figura un poco extraña.
—Sabe leer —dijo Olga, contemplándola con ternura—. Léenos algo, hijita…
Buscó el Evangelio, se lo dio, y continuó rogándole:
—Léenos un poco y los buenos cristianos escucharán.
El libro era viejo, pesado; sus tapas, de piel, estaban sucias por los bordes, y olía a
convento.
Sacha arqueó las cejas y empezó a leer, arrastrando las palabras:
—El ángel del Señor se apareció a José, que dormía. Levántate, le dijo, y huye a
Egipto con el Niño y su Santa Madre…
—Con el Niño y su Santa Madre —repitió Olga, emocionadísima.
—Huye a Egipto y permanece allí…, conforme te digo.
El «conforme te digo» hizo subir de punto la emoción de Olga, que no pudo ya
contenerse y prorrumpió en llanto. María, viéndola llorar, estalló en sollozos, y la
hermana de Iván Makarich no tardó en imitarla. El viejo comenzó a toser y buscó una
golosina para su nieta; pero como no la encontrase, expresó su contrariedad con un
ademán desesperado.
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Cuando terminó la lectura los vecinos se fueron, haciéndose lenguas de las buenas
prendas de Olga y Sacha.
Vemos, así pues, que no todo el mundo sabe leer. Este cuento destaca que la
niña es diferente al resto, ya que «sabe leer», de ahí que los que sabían serían
los que pondrían voz a los libros para hacerlos llegar a los iletrados. Además,
su entonación, que incluso emociona a la madre, pone en evidencia el poder
de la voz a la hora de transmitir emociones y sentimientos, poder que el texto
leído en silencio no tiene.
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ESCUCHAR LEER A DICKENS
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que allí estaba, en un teatro de Nueva York, tratando de conseguir algo de
dinero por su creación.
Dickens comienza la narración del pequeño Copperfield. Así sabemos de
los primeros años de su infancia, cómo su padre muere antes de que él nazca
y, cuando su madre vuelve a casarse, de lo severo que es su padrastro con él,
cómo le daba de palos y lo encerraba en una habitación. El público del teatro
escucha en silencio, sus caras compungidas, pobre pequeño, al poco tiempo
será enviado a un internado. Dickens había destacado por recitar bien desde
niño, tenía talento para la interpretación e incluso de mayor llegó a actuar
como amateur en varias obras de teatro durante más de una década. Participó
incluso en una representación privada para la reina Victoria, quien siempre
guardaría un buen recuerdo del excelente desempeño del escritor. Sin lugar a
dudas esta afición al teatro no permaneció independiente de su manera de
escribir, ya que sus novelas están impregnadas de escenas muy visuales que
podrían calificarse de teatrales; de hecho, más adelante, cuando llegue el cine,
será muy sencillo adaptar sus novelas al celuloide.
La lectura continúa. Hemos dejado a nuestro protagonista en el internado,
pero su madre fallece, y se verá obligado a buscar a una tía de su padre, con la
que vivirá unos meses, pero de donde saldrá también huyendo. David no
encuentra un lugar donde haya amor y seguridad. Aquí ya hay quien entre el
público ha comenzado a sacar los pañuelos para secarse las lágrimas, no
puede haber una infancia más triste que la de este pequeño huérfano.
David Copperfield consta de más de mil páginas, por tanto, uno de los
principales problemas de la lectura en público de sus obras era la extensión de
las mismas. Lo primero que hará Dickens antes de comenzar su gira de
lecturas será adaptarlas a un formato más pequeño que pueda leerse en una
sola sesión. Así que David Copperfield ha quedado reducido a unas cuarenta
páginas. En las adaptaciones no solo se tuvo en cuenta la cuestión de la
extensión y el tiempo que una persona puede permanecer atenta a una lectura
pública sin más apoyo que la propia voz del lector. No estamos ante una
dramatización con varios actores o en un teatro, sobre un escenario, con
atrezo, incluso una música, los personajes hablan entre sí y se mueven por el
escenario. Aquí hablamos de una sola voz, la del autor, y un libro, por tanto,
es la voz del libro la que tiene que sostener todo el espectáculo. Por ello,
además de adaptar la extensión de la novela al tiempo, también adaptó el
contenido, evitando, por ejemplo, los pasajes donde hubiera una exposición
de ideas o crítica social, que no consideraba adecuados para un evento social
cuyo principal objetivo es el entretenimiento. En cambio, lo que sí que trató
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de incluir fue la mayor cantidad de humor posible, llevando al extremo las
escenas más propicias para ello. Estas adaptaciones que Dickens realizó de
sus novelas pueden ser leídas hoy en día porque se publicaron en el libro El
pequeño Dombey y otras adaptaciones de novelas para leer en público.
Pero no perdamos de vista la historia que nos está leyendo Dickens. David
Copperfield, tratando de buscar su lugar en el mundo, se traslada a Londres
para juntarse con alguno de los amigos que hizo durante su estancia en el
internado, ciudad en la que conoce la noche, la bebida y los excesos. Pobre
muchacho, está desamparado ante la vida, sin nadie que le aconseje y que le
guíe. Pero siempre hay un hilo de luz para la esperanza, volverá a encontrarse
con su tía, quien le propondrá que vuelva a estudiar y entre de ayudante de un
abogado, así podrá labrarse un futuro. Asistimos a los primeros romances del
joven, sus desengaños amorosos y, finalmente, su compromiso con una joven.
Ahora la gente del público sonríe, ha guardado los pañuelos. El protagonista
ha superado todos los obstáculos y tendrá la vida feliz que se merece. Dickens
para la narración, toma el vaso de agua y bebe para aclararse la garganta. Deja
un tiempo más para que el público se alborote, disfrute de la felicidad del
protagonista, ya que sabe que la alegría en la casa del pobre dura poco.
Estas lecturas dramatizadas se anunciaban a bombo y platillo en cada
ciudad con carteles en las calles y con anuncios en los periódicos. Y es que
todo estaba pensado para que la lectura fuera un espectáculo: el lugar, la
disposición de las sillas para los asistentes e incluso el atril en el que leía, que
fue diseñado por el mismo Dickens acorde a su estatura y que llevaba junto
con sus libros a cada una de las etapas de su gira. Un atril que nos recuerda a
esos primeros lectores en voz alta de las antiguas civilizaciones que lo
utilizaban para soportar los pesados rollos de papiro.
Ahora Dickens ya no se detiene hasta el final de la historia de
Copperfield. Cuenta que el próspero negocio de abogacía no es tal debido a
las malas prácticas del socio y que, al final, además de arruinado, se queda
viudo. La mujer de David morirá debido a una enfermedad, y los pañuelos
vuelven a salir. Dickens sabía que convenía dejar al público con un buen
sabor de boca para que, después de haber sufrido, llorado y estado en vilo
para ver qué le ocurre al protagonista, los asistentes volvieran a su casa
tranquilos y contentos. Por ello, después de haberlos llevado al límite, la
historia da un nuevo giro y David terminará encontrando a la mujer que, en
realidad, es su verdadero amor y con quien vivirá el resto de su existencia.
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A esta lectura que Dickens dio en 1868, en Nueva York, asistió un joven
Mark Twain de treinta y dos años antes de convertirse en el escritor de
novelas como Las aventuras de Tom Sawyer. La exhibición obtuvo buenas
críticas en los periódicos del día siguiente, aunque Mark Twain no las
compartía. Cuando contó su experiencia, tildó la lectura de monótona, sin
sentimiento ni corazón. No sabemos si esta impresión fue debido a que se
trataba de una de las primeras lecturas de Dickens y el autor aún no contaba ni
con la experiencia ni con el conocimiento del público que adquiriría con los
años. Quizá fue sencillamente una apreciación muy particular, puede que
incluso motivada por algo de celos, ya que se alejaba de la del resto de los
asistentes, incluidos los cronistas de la época.
Por lo general, los asistentes a estas representaciones las consideraban,
más que una lectura, una auténtica actuación: alababan los cambios de voz,
los gestos utilizados, la expresión vocal, daba la impresión de que por el
escenario desfilaban multitud de personajes. Algún amigo llegó a decirle:
«Charley, llevas toda una compañía bajo tu propio sombrero». El autor llegó a
realizar ochenta y siete lecturas en Gran Bretaña y, después, setenta y seis
representaciones más en Estados Unidos, y todo ello en poco más de dos
años, entre 1867 y 1868. Se estima que solo en Nueva York asistieron
cuarenta mil personas, entre las que se encontraba el presidente en aquel
entonces del país, Andrew Johnson. Nadie quería perderse lo que se podía
considerar la sensación de la temporada, el disfrute de estas lecturas de la
boca de su propio autor. Desde el primer momento los beneficios que
consiguió fueron superiores a los ingresos que percibía por las novelas que
escribía. También hay que recordar que esto no era extraño, puesto que en
esta época no existía la protección de los derechos de autor con la que se
cuenta hoy en día. En Estados Unidos no existía el concepto de copyright y
cualquiera podía utilizar el texto de otro autor para imprimirlo y beneficiarse
del mismo. Dickens siempre luchó para cambiar esta situación. Un detalle
más, a pesar del éxito y el dinero, el autor de Oliver Twist no olvidaba sus
orígenes y siempre se aseguró de que hubiera butacas a precios asequibles
para la clase trabajadora.
Durante la gira, Dickens contrató a un fotógrafo profesional para que lo
fotografiase posando tal y como actuaba en el escenario. También se
realizaron postales ilustradas. Y ahí le podemos ver con su atril, el libro, una
especie de batuta, un vaso, una jarra de agua y un pañuelo para secarse el
sudor de la frente. Estas postales fueron vendidas por miles en tiendas y
quioscos como parte del merchandising que acompañaba este espectáculo.
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Dickens no viajaba ligero de equipaje: además del atril, llevaba consigo
alfombras, biombos o pantallas que colocaba detrás para proyectar la voz, así
como lámparas de luz que cambiaban del rojo al marrón dependiendo del
momento de la historia. Todo pensado para que el público pudiera ver y oír
bien. Acudía mucho público a los grandes teatros donde realizaba sus lecturas
y por entonces no existían micrófonos ni otros aparatos para amplificar la voz,
así que, para que hasta el espectador de la última fila escuchara, era necesario
todo esto, además de una buena proyección de la voz. Para toda esta
organización contaba con la ayuda de un equipo: un director, un gasista, un
ayuda de cámara, un oficinista y un hombre que hacía recados y trabajos
ocasionales, entre los que se encontraba, por ejemplo, la publicidad y pegado
de cartelería. Antes de cada representación visitaban el lugar, revisaban los
elementos técnicos y hacían un pequeño ensayo.
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Dickens posando en una lectura pública (1859), de George Herbert Watkins. Fotografía ©
Charles Dickens Museum. © The Print Collector / Alamy Foto de stock
Podemos atribuir el éxito de estas lecturas a que Dickens ya era una persona
reconocida y valorada en esta época, y que sus obras ya gozaban de una
popularidad que atraían a un público que sabía que su tiempo y dinero en
asistir a aquellas representaciones merecerían la pena. Pero es que, además,
Dickens se preparaba y ensayaba estas lecturas con antelación. Igual que los
esclavos romanos leían el texto antes de una representación y separaban las
palabras o incluían marcas allí donde fuera necesaria una entonación o una
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pausa, hemos podido encontrar anotaciones sobre cómo leer una escena en los
márgenes de los documentos utilizados por Dickens para estas lecturas. A
pesar de que conocía muy bien el texto, ensayaba la entonación que emplearía
para cada historia, dónde haría las pausas y qué gestos corporales
acompañarían la lectura. En los márgenes de estos libros hemos podido ver
anotaciones como «Acción» o «Misterio» como recordatorio del tono a
utilizar. También otras indicaciones como «golpeando el atril» para acordarse
de añadir este efecto. Sabía que la puesta en escena y la entonación eran
aspectos muy importantes para que la lectura fuera un espectáculo agradable.
El resultado: el público se quedaba embelesado. Hacía que la gente gritara,
riera, llorase. Se dio el caso, durante la lectura de la muerte de Nancy en
Oliver Twist, de que los presentes quedaron aterrorizados y asustados, incluso
hubo quien se desmayó. Tras el punto y final, el público, puesto en pie,
aplaudía fervorosamente durante muchos minutos.
Al correrse la voz de lo buenas que eran aquellas lecturas, lo vívidas, lo
que se experimentaba en ellas, provocó que en las siguientes ciudades de la
gira Dickens fuese recibido como una estrella de rock. Mucho antes que los
Beatles o Elvis Presley, Dickens ya había creado la locura de los fans, en este
caso, por la lectura. Las entradas se agotaban como ahora ocurre con los
conciertos, se cuenta que las de Filadelfia se vendieron todas en cuatro horas
y que se quedó mucha gente fuera. La gente mataba por conseguir una
entrada, y en un caso eso fue literal. Estas lecturas públicas le proporcionarían
sin lugar a dudas muchas alegrías al autor al poder comprobar de primera
mano la reacción de la audiencia. Por ejemplo, sabemos que después de leer
en público su cuento Las campanas escribió una carta a su mujer en la que le
decía que uno de los asistentes lloró desconsoladamente mientras le
escuchaba, y reflexiona: «Si hubieras visto anoche a nuestro amigo llorando
sin disimulo, sollozando en el sofá, mientras yo leía, habrías sentido qué cosa
es el poder para conmover, el poder de la escritura, el poder de la voz». En
otra carta a una señora afirma: «Tengo grandes esperanzas de hacer que usted
llore amargamente». Dickens siente que la voz que presta a sus propios
escritos hace que lleguen con mayor intensidad a los lectores y que estos
experimenten sensaciones mucho más extremas, y esto, como autor, le
satisface hasta el punto de sentirse poderoso. Podríamos decir incluso que se
sentía una especie de dios. Hoy en día, gracias a la ciencia, sabemos que las
emociones son más intensas si escuchamos un texto que si lo leemos, y será
algo de lo que hablemos más adelante en este libro, pero en aquellas lecturas,
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sin que existiesen aún pruebas científicas, los asistentes pudieron
comprobarlo en primera persona.
Cada lectura pública lo acercaba mucho más a sus lectores, se sentía más
unido a ellos, y su público respondía de la misma manera. Cuando una escribe
lo hace en soledad. Mientras estoy escribiendo este libro pienso que en el
futuro alguien leerá estas palabras que estoy escribiendo ahora mismo, pero
eso ocurrirá en un espacio y tiempo diferentes, en diferido. No puedo saber,
lector, qué partes te están gustando más, cuáles has leído en diagonal y podría
eliminar, ni saber qué echas de menos y te gustaría ampliar. En cambio,
Dickens pudo comprobar en directo la reacción que los textos provocaban en
su público. Podía cambiar aquellas partes que no funcionaran para la siguiente
representación, generando así un texto perfecto, testado en diferentes ciudades
y ante distintas personas.
Entradas utilizadas durante la gira de lecturas públicas de Dickens. © Courtesy of the Charles
Dickens Museum, London
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donde Sykes golpea a Nancy una y otra vez hasta la muerte, Dickens se quedó
sin respiración, agotado, incapaz de seguir hablando. Hay quien cree que el
esfuerzo y la emoción que puso en esa última lectura fueron los que,
literalmente, mataron a Dickens poco después.
Vemos que la pervivencia de la lectura en voz alta continúa muchos siglos
después de la invención de la imprenta y de la difusión masiva del libro, y
solo a partir de muy avanzado el siglo XIX comenzará un débil y continuo
declive, acentuado por la llegada de inventos como el fonógrafo primero y el
gramófono después, que sustituirán a la palabra hablada en vivo.
Fue cuestión de apenas una década que la voz de Dickens no haya podido
llegar hasta nuestros días. El fonógrafo no será inventado hasta siete años
después de su muerte, pero no puedo evitar imaginarme cómo hubiera sido
escuchar alguno de estos relatos en su propia voz, con su entonación, con esa
dramatización que tantas emociones provocaba en quienes tuvieron ocasión
de escucharlo.
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conocemos en la actualidad, una de las maneras de mantenerse al tanto de las
noticias era a través de personas que habían viajado a otros lugares y
transmitían la información. Pero a los problemas de comunicación en un país
que en esta época estaba en plena construcción, se les sumaba el
analfabetismo y la falta de ejemplares, ya que muchas de las cabeceras
estaban desapareciendo. Se calcula que más del 70 por ciento de los
periódicos del sur dejaron de publicarse durante la guerra civil; a finales de
los años sesenta tan solo unos veinte diarios quedaban en activo. No se han
encontrado registros de que existieran otras personas que se dedicaran a leer
las noticias en voz alta, pero es muy probable que por estos motivos que
apuntamos Kydd no fuera el único.
La historia de este lector de periódicos fue escrita en forma de novela bajo
el nombre de Noticias del gran mundo y llevada al cine con la interpretación
de Tom Hanks. Su autora, Paulette Jiles, se inspiró en el tatarabuelo del
esposo de una de sus amigas para crear al personaje del capitán Kidd y, si
bien el resto de la novela no está basado en hechos reales, ir de pueblo en
pueblo leyendo los periódicos en voz alta sí fue una actividad que ocurrió en
la realidad.
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LEER EN LA FÁBRICA DE TABACO
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un sueldo completo y el lector pueda dejar de torcer tabaco y dedicarse a leer
para ellos, para poder ser lo que terminaría convirtiéndose en una profesión,
ser lector de tabaquería. De esa forma se amenizan las largas y tediosas horas
de trabajo que se desarrollaban en silencio. La creación manual de cigarros no
requiere de maquinaria que haga ruido, el silencio de la sala de trabajo
permite la conversación entre los artesanos. Además, la labor de liar tabaco es
manual y monótona, pero deja libre la mente. Antes de que comenzaran las
lecturas, el silencio daba lugar a comentarios y debates que generaban
discusiones entre los trabajadores, por lo que era mejor estar entretenidos con
una historia que les supusiera una evasión y entretenimiento, y evitara las
disputas. Las lecturas aseguran la paz en la sala de trabajo, aumentan la
productividad al encontrarse los trabajadores más motivados y hacen más
llevaderas las horas en la fábrica.
La costumbre es alternar la lectura de novelas con la de la prensa diaria,
pero desde que se empezó con El conde de Montecristo, el interés por la obra
es tal que el cambio provoca quejas entre los torcedores y es difícil
interrumpir la lectura. La primera lectura duró unos cuarenta y cinco minutos
y acabó justo con la treta del protagonista, Edmundo Dantés, para escapar de
la cárcel castillo con éxito. Roberto cierra el libro y toca la campanilla para
indicar que ha terminado. Todos lo lamentan porque la historia se ha quedado
en un lugar intrigante de la trama: ¿conseguirá escapar el protagonista de
aquella cárcel? Pero inmediatamente surge un gran estrépito de chavetas, las
cuchillas planas de metal con las que cortan la hoja de tabaco chocan contra
las mesas a modo de aplauso. Tendrán que esperar a la siguiente jornada
laboral para continuar emocionándose con la ajetreada vida de Edmundo
Dantés.
Ahora Roberto dejará descansar la voz hasta la próxima lectura,
disfrutando mientras tanto del reconocimiento que sus compañeros le dan por
la labor realizada. Le satisface contribuir a hacer la jornada laboral más
llevadera.
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sala donde los esclavos seleccionaban los granos de café; es entonces cuando
la idea toma forma: «Cuando nosotros entramos en silencio sepulcral reinaba
allí un silencio que jamás es interrumpido […]. Y entonces se me ocurrió a mí
que nada más fácil habría que emplear aquellas horas en ventaja de la
educación moral de aquellos infelices seres. El mismo que sin cesar los vigila
podrá leer en voz alta algún libro […] y al mismo tiempo que templase el
fastidio de aquellos». Y así comenzó la lectura en voz alta en los cafetales.
Pero, además, en Cuba también se leía en las cárceles. Estas son unos
lugares donde lo que sobra es el tiempo. Hay tiempo para escribir, tal y como
hicieron Cervantes, con la primera parte del Quijote durante su reclusión en
Argamasilla de Alba, Óscar Wilde con sus poemas en la cárcel de Reading, o
Miguel Hernández con sus Nanas de la cebolla, y también hay mucho tiempo
para leer. Eso es lo que debió de pensar en 1861 Nicolás Azcárate, director
del Liceo de Guanabacoa, donde se impartían interesantes conferencias sobre
temas variados. En una ocasión Azcárate, no sabemos si también después de
conocer la propuesta de Quiroga de que se leyera en los cafetales, haciendo
referencia en una conferencia a la costumbre que tenían las órdenes religiosas
durante la Edad Media de leer en voz alta al resto de la comunidad durante el
almuerzo o la cena, insinuó que algo así se podría hacer en las cárceles.
A principios del siglo XX el negocio del tabaco en Cuba estaba en auge y
cada vez se precisaban más torcedores que convirtieran las hojas en puros.
Aunque estos obreros estaban muy bien pagados, el éxito de los habanos era
tal que se precisaba más mano de obra, así que se tuvo que recurrir a
presidiarios. Las lecturas tenían lugar cuando los presos terminaban su
jornada, ya que la fabricación de puros se realizaba en la propia prisión. Por
ejemplo, sabemos que en la cárcel que existía en el Arsenal del Apostadero de
La Habana se leía a los presos todos los días durante media hora. En todo
caso, en las prisiones el objetivo principal no era el entretenimiento, sino que
los libros, como las lecturas, ejercían una función aleccionadora, con el objeto
de corregir los malos comportamientos de los presos para que de allí salieran
convertidos en mejores personas.
Muchos de estos reclusos trabajaban, una vez que dejaban la cárcel, en las
tabaquerías, puestos para los que no hacía falta una formación específica. Fue
Saturnino Martínez, líder obrero asturiano llegado a Cuba de muy joven,
quien propuso llevar la voz de los libros a las fábricas. Era un hombre hecho a
sí mismo, autodidacta, durante el día trabajaba en la fábrica de tabaco y por la
noche leía, estudiaba y acudía a las conferencias que se daban en el liceo. Se
le atribuye a él, seguramente tras escuchar la conferencia de Azcárate y
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conocer por sus compañeros las lecturas de las cárceles, la implantación de
leer en alto en las fábricas de tabaco. Consciente de lo que la formación había
hecho por él y lo que podía hacer también por sus compañeros incultos,
propuso implantar la lectura en la fábrica de Partagás, en la que él trabajaba.
Así comenzó a ser común que en todas las fábricas existiera una mesa y silla
reservadas a los que leían en voz alta o incluso una tarima alta desde donde
poder proyectar la voz de forma adecuada. Más tarde, Saturnino Martínez,
asociado a un grupo de tabaqueros, creó un periódico semanal dedicado a
formar y concienciar a la clase obrera. Se llamaba La Aurora y era una
publicación de ocho páginas de pequeñas dimensiones, pensada para ser leída
en las fábricas.
El primer lugar donde se produjo la lectura en voz alta para mantener
entretenidos a los torcedores de tabaco fue el taller llamado El Fígaro, en
1865. Al principio algunos empresarios se mostraron recelosos con esta
práctica; otros, en cambio, como el catalán Partagás, apoyaron la iniciativa e
incluso colocaron un estrado de madera en el centro para que el lector se
subiera y la voz llegara mejor a todos los trabajadores de la fábrica.
Finalmente, la actividad de leer en voz alta se extendió al resto de las
tabaquerías de Cuba, aunque solo durante unos años. A finales del siglo XIX,
la lectura en alto fue percibida como una amenaza al orden social y fue
suprimida. Lo podemos leer en un bando que señalaba esa prohibición: «Con
la tolerancia de las lecturas públicas vienen a convertirse en círculos políticos
las reuniones de los artesanos, y esta clase de la sociedad sencilla y laboriosa,
que carece de instrucción preparatoria para poder distinguir y apreciar las
falsas teorías de lo que es útil, lícito y justo, se deslumbra y alucina
fácilmente con la exagerada interpretación de las doctrinas que escucha».
Como sucedáneo de estas lecturas, el bando oficial proponía textos
«aprobados por las autoridades competentes» en donde los temas estaban bajo
control: «La lectura de la doctrina cristiana, de los bandos de buen gobierno y
disposiciones de las autoridades, las lecciones que enseñan la manera de
conducirse con moderación y urbanidad, y los tratados escritos sobre las artes
y oficios, son los libros que educan y enseñan a las clases menos
privilegiadas, formando honrados padres de familia y ciudadanos laboriosos o
útiles a la patria».
No debían entretener lo mismo los libros de religión, de leyes o sobre
buenas maneras que las aventuras de El conde de Montecristo, con lo que las
largas sesiones de torcer tabaco se hacían aún más largas y tediosas. Como no
todas las lecturas podían estar controladas, en 1866 se llegó a promulgar el
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siguiente edicto que directamente, y para acabar con el problema, prohíbe la
lectura en voz alta: «Se prohíbe distraer a los obreros de las fábricas de
tabaco, talleres y tiendas de todas clases con la lectura de libros y
periódicos…».
A los pocos años, en 1878, se volvió a reanudar el permiso para leer en
voz alta, pero en 1896, en plena agitación de la Cuba revolucionaria a favor
de su independencia de España, aparece un bando gubernativo que lo vuelve a
prohibir. Lo que ocurre es que a esas alturas, la lectura ya había generado una
clase trabajadora muy formada que sería el germen de un despertar intelectual
que desembocará en el nacimiento del sentimiento independentista de España.
Se había consolidado la conciencia de clase obrera y de promoción de la
cultura nacional cubana. De hecho, no es tampoco casual que José Martí,
poeta y organizador de la guerra de la Independencia, se desempeñara como
lector de tabaquería.
Debido al éxito que las lecturas tuvieron en las cárceles y fábricas de
tabaco, se intentó imitar el modelo en otras industrias, como la textil y el
comercio, pero no tuvo éxito. En los años cincuenta del siglo XX se probó
suerte en un taller de costura, para lo que el administrador contrató a un lector
que entretuviera a las trabajadoras. Aunque las obras seleccionadas fueron
atractivas y eran del gusto de las oyentes, resultaba imposible seguir bien la
narración a causa del ruido de las máquinas de coser, por lo que abandonó la
práctica. También se intentó en una tienda: se leía a los empleados durante
una hora, justo en su tiempo para el almuerzo y descanso, pero no prosperó
debido a que era el único momento donde los trabajadores podían descansar y
hablar entre ellos.
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Maeztu, político y escritor de la generación del 98 de ascendencia cubana,
pasó unos años ejerciendo esta profesión.
La función que tuvo la lectura en voz alta en las fábricas de tabaco fue
diversa. La primera y en la que estamos pensando todos a quienes nos gusta
leer es que hacía la tarea más agradable, pero no era el único objetivo. Al ser
el torcido de tabaco una actividad que no requería maquinaria ni precisaba de
una actividad intelectual, ya que una vez aprendido el oficio todo era muy
rutinario, era habitual que los trabajadores sacasen cualquier tema de
conversación, desde las noticias políticas más recientes a cotilleos o eventos
sociales. Y, claro, en muchas de las ocasiones esto podía provocar discusiones
e incluso peleas que paralizaban la producción. Los empresarios pronto se
dieron cuenta de que con la lectura los obreros se mantenían en silencio para
escuchar, lo que generaba paz en la sala y que la producción no se viera
alterada por los altercados que podrían generar las conversaciones. La lectura
evitaba conflictos y los trabajadores se centraban en el trabajo.
Por otra parte, la lectura en voz alta sirvió asimismo para el
adoctrinamiento de los trabajadores, ya que los textos que se leían podían ser
elegidos por el patrón. Si no adoctrinamiento, al menos censura o control de
qué información e ideas recibían sus obreros.
Las lecturas podían ser periódicos, libros científicos o de ensayo y
novelas, y las solían comprar entre los trabajadores. Después de la lectura el
ejemplar se subastada entre ellos. Sabemos que las lecturas preferidas fueron
las de Cervantes, Zola, Dumas o Shakespeare, hasta el punto de que se puso el
nombre de famosas obras o de sus personajes a las vitolas de los puros
habanos. Así pues, podemos encontrar los Sancho Panza, Montecristo o
Romeo y Julieta. También conocemos que les gustó mucho Ibsen. Cuentan
que desde que comenzó la lectura de su obra de teatro Hedda Gabler, un
retrato de la alta sociedad noruega, los trabajadores se quedaron anonadados.
A las pocas páginas, algunos dejaron de torcer tabaco quedándose embobados
con lo que allí se estaba contando. En un momento, ya no se oían ni el
chasquido de las chavetas al recortar las puntas del tabaco y ningún trajín de
hojas, ningún crujido, ni siquiera una tos. Durante las dos horas que duró la
lectura, los cuatrocientos hombres que estaban en la sala estuvieron como
paralizados y con el aliento reprimido. Aquel público analfabeto, donde
muchos no sabían leer, y formado en su mayoría por negros, mulatos y
criollos permaneció extasiado con la vida de la protagonista, una mujer
enérgica que no estaba dispuesta a sobrellevar el aburrimiento, pero
consciente de que tampoco podía aventurarse a la bohemia e incertidumbre.
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Parece que puedo ver a esos trabajadores volviendo a su casa aún con la
emoción de lo vivido, compartiendo por la noche con su familia lo escuchado:
«¡Qué interesante es la última obra de teatro de Ibsen! Sin lugar a dudas el
perfil psicológico que presenta de los personajes es definitorio de la sociedad
actual». Algo así como lo que ocurría en la película Amanece que no es poco,
en la que los habitantes de un pequeño pueblo admiraban a Faulkner,
conocían todas las ediciones de sus libros e incluso recitaban fragmentos de
memoria. Los tabaqueros, que eran en su mayor parte analfabetos,
terminaron, con el tiempo y gracias a la lectura en voz alta, por ser
considerados los más cultos de la clase obrera.
Como anécdota final valga esta ocurrida en una de las tabaquerías de la
fábrica H. Upmann en La Habana, donde se fundó la marca en 1935. Los
torcedores de esa empresa llegaron a ser tan admiradores de El conde de
Montecristo de Alejandro Dumas que solicitaron que su fábrica llevara el
título de esa obra con la que tantas buenas horas habían pasado. Hoy en día es
una de las marcas más prestigiosas de habanos y uno de sus puros lleva el
nombre del protagonista. Si pides fumar un Edmundo te encontrarás con un
puro habano de 135 mm, con sabor agridulce y algo picante. Otro de los
guiños a la obra lo encontramos en la caja, donde se muestran unas espadas
que se cruzan formando un triángulo y en cuyo interior aparece una flor de lis,
símbolo que está en la obra. En algún caso, como consecuencia de los
acalorados debates que se generaban debido a la lectura de libros políticos,
como las obras de Maquiavelo o de filósofos políticos, se llegaron a producir
altercados que incluso provocaron que se prohibieran ese tipo de lecturas.
A partir de la década de los cincuenta del siglo XX se comienza a utilizar
el micrófono por parte del lector de tabaquería. No olvidemos que a esas
alturas ya existía la radio, que podría haber acabado con la práctica de la
lectura en voz alta. No fue así, pervivió y continúa hasta hoy en día.
El triunfo de la Revolución cubana en 1958 hizo que los lectores de
tabaquería dejasen de ser pagados por los compañeros y pasaron a formar
parte de la plantilla de la fábrica como un trabajador más. En los años ochenta
esta posición se reafirmó estableciendo una categoría profesional para ellos,
denominada técnico de lectura. Si en sus orígenes en algún caso las lecturas
eran elegidas por los propios trabajadores, después del triunfo de la
revolución, se instauró una comisión de lectura, que es la encargada de
seleccionar los libros, periódicos y, en general, de aprobar las lecturas que se
autorizan al técnico.
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Las obras de Ibsen, Shakespeare, Dumas, Cervantes y de pensadores
políticos como Maquiavelo o Kropotkin dieron lugar, sin la menor duda, a la
clase obrera más cualificada de la época y me atrevo a decir que de la historia,
y todo ello gracias a la voz de los libros que resonaron en las fábricas de
tabaco.
CIGARRERAS LIBERTARIAS
Esta práctica nacida en Cuba también llegó hasta las fábricas españolas, como
en las fábricas de tabaco y cerillas de lugares como Sevilla, La Coruña o las
islas Canarias, donde está documentado que existieron lectores hasta tiempos
recientes.
A finales del siglo XIX se dio en España un episodio relacionado con la
lectura en voz alta en una fábrica de tabacos. En la plaza de Palloza de La
Coruña se ubicaba A Fábrica, que acogía diariamente a unas cuatro mil
mujeres que trabajaban de sol a sol liando tabaco. Hartas de su situación
laboral, lucharon por sus derechos llegando a protagonizar unas de las
primeras huelgas reconocidas a nivel mundial. Dentro de sus reivindicaciones
laborales estaba la conquista del libro, ya que en aquellos momentos el acceso
al conocimiento y a los bienes culturales aún era exclusivo de las élites
económicas. Una de las medidas que consiguieron fue poder escuchar cómo
se leía en voz alta mientras trabajaban. Y así pudieron conocer la obra de
Balzac, Zola, Dickens o Galdós. Estas trabajadoras recibieron durante varios
meses la visita de la escritora y defensora de los derechos de la mujer Emilia
Pardo Bazán, quien plasmó en su libro La tribuna, que se puede considerar
una de las primeras novelas sociales españolas, la vida y la situación en la que
se encuentran las mujeres cigarreras coruñesas. La protagonista, Amparo, es
una líder obrera con gran conciencia política que se dedica a leer en voz alta
al resto de sus compañeras mientras ellas elaboran los cigarros. Así nos lo
cuenta Pardo Bazán: «Hubo en cada taller una o dos lectoras; les abonaban
sus compañeras el tiempo perdido, y adelante. Amparo fue de las más
apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido hábito de
leer, habiéndolo practicado en la barbería tantas veces. Su lengua era suelta,
incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, más bien que leía, con
fuego y expresión, subrayando los pasajes que merecían subrayarse, realzando
las palabras de letra bastardilla, añadiendo la mímica necesaria cuando lo
requería el caso, y comenzando con lentitud y misterio, y en voz contenida,
los párrafos importantes, para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar
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involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba
entonación más rápida y vibrante a cada paso».
De hecho, la protagonista comienza a conocerse con el sobrenombre de la
Tribuna por su afición a encaramarse a la tribuna a leer el periódico.
Hoy en día, en Cuba, continúan los lectores de tabaquería o, mejor dicho,
lectoras, porque es un oficio que, como el de torcedores de tabaco, se lleva a
cabo de manera mayoritaria por mujeres. Continúan leyendo novelas, noticias
de la prensa del día, además de instrucciones o normativa laboral y otros
textos de formación o incluso temáticas sociales, como la sexología. Para las
lecturas se sirven de micrófonos y se alternan estas lecturas con descansos en
los que se pone música o noticias de la radio. Desde un principio este puesto
de lector fue ejercido principalmente por hombres, pero, con la incorporación
progresiva de la mujer a las fábricas, comenzaron también a ocupar dicho
cargo. Poco a poco las mujeres se convirtieron en mayoría, cambio que fue
bien recibido por gran parte de los tabaqueros. El resto de los compañeros
reconocían en las mujeres la paciencia y disciplina que requiere la labor de
leer en alto. Es curioso cómo en la actualidad los asistentes de voz utilizan un
timbre femenino: Google Maps, Google Assistant, Siri, Alexa nos hablan con
voz de mujer. Expertos en comunicación dicen que esto se debe a que
tenemos preferencia por escuchar la voz femenina por diversos motivos. Uno
de ellos es, como hemos visto aquí, que la voz de nuestra madre es el primer
sonido que llega a nosotros cuando aún somos un feto, por lo que las
sensaciones de calma, seguridad y tranquilidad que transmite una voz
femenina podrían tener su origen en esto. Otra razón es que las mujeres
suelen vocalizar mejor, por lo que el mensaje, sin darnos cuenta, es más
entendible, pero no hay estudios concluyentes sobre esto. Por último, otros
tan solo ven un sesgo sexista, ya que estos sistemas han sido programados de
forma mayoritaria por hombres, quienes asocian la labor de asistir a una
mujer y que esta ha sido la razón de que los más importantes asistentes tengan
voz de mujer. En el caso de Cuba, indudablemente influye el bajo salario
percibido por la persona que leía en voz alta, que llevó a los hombres que
ejercían de lectores a buscar puestos de mayor remuneración dejando estos
otros a las mujeres.
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invertía en el trayecto de mi casa al trabajo era una hora de ida y otra de
vuelta. Siempre he llevado un libro conmigo, incluso cuando aparecieron los
móviles. Como buena lectora, y seguro que aquí también puedes identificarte
conmigo, he ido leyendo por los pasillos mientras hacía el trasbordo de una
línea de metro a otra, me he equivocado de sentido del trayecto y me he
pasado de parada. Al llegar a la oficina había que cerrar sin más remedio el
libro. Ahora con los audiolibros podría seguir escuchando mis historias
mientras hago alguna tarea rutinaria como otros escuchan música, pero en
aquella época tocaba cerrar el libro y mirar el reloj hasta que llegara la hora
de salida y pudiera volver a cogerlo de camino a casa. Hace poco una vecina
me contaba que trabajaba en la línea de montaje de una fábrica de coches.
Con un trabajo rutinario, casi sin moverse del sitio, realizando siempre los
mismos movimientos y con el ruido horrible de las máquinas, me contaba que
ella se ponía los auriculares y escuchaba audiolibros y pódcast mientras
estaba trabajando. ¿Puedes pensar en algo mejor? Me pasé un verano
limpiando en una residencia de ancianos mientras me sacaba la carrera. Una
vez acabadas las principales tareas rutinarias que se hacían a primera hora, y
la mayor parte de las veces en compañía, el resto del día se me asignaba
alguna labor para hacer por mi cuenta. Recuerdo el edificio, antiguo e
histórico en el centro de Madrid, grande, con pasillos por los que perderse,
varias plantas, y una configuración no homogénea. En uno de aquellos días
entré a una pequeña sala donde no había nadie y que hacía las veces de salita
de reunión. Había sillones, un televisor y, en un apartado, como escondida,
una estantería llena de libros. Pasé con mi trapo y mopa por allí pensando que
donde hay libros hay polvo, y me dispuse a echar un vistazo. Al rato estaba
sentada en un taburete con un libro en la mano leyendo. A partir de ese
descubrimiento, trataba de realizar mis tareas lo antes posible para acudir a
aquella salita, que al menos a aquellas horas estaba siempre vacía, para
escaparme y leer. Era solo un ratito, unos minutos, como el empleado que sale
fuera a tomar un café, fumar un cigarro o hacer alguna compra, yo iba ahí y
durante unos minutos miraba los libros y leía algún párrafo. Años más tardes,
me entero de que Eva, una de mis compañeras en otro de los trabajos que
tuve, amante de la literatura y de los libros, ahora es responsable de recursos
humanos de una gran superficie de bricolaje, y ha creado una biblioteca para
los empleados. ¿No te parece una fantástica iniciativa? Tal y como ocurre en
las fábricas de tabaco de Cuba, puede que mucha gente descubra el interés por
la lectura y el placer que proporciona a través del lugar en el que trabaja,
porque la voz de los libros también llega a las fábricas.
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LEER EN LA GUERRA
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siendo personas ciegas acompañadas por sus perros lazarillos, pero en otras,
estos romances eran declamados, contados y cantados por personas videntes.
En estos espectáculos se tratan noticias y hechos de la actualidad, fenómenos
paranormales y, sobre todo, se da cuenta de gran cantidad de crímenes que
ocurrían en la España rural, una especie de true crime de la época. Cuando
finalizaban su exposición se dedicaban a vender unas postales impresas con
las imágenes que les habían servido de soporte. Seguro que muchos de los
oyentes, al llegar a casa, al encontrarse en el despacho de vinos con los
amigos, al ir a visitar a algunos parientes, llevarían consigo estas historias,
quizá también ellos las acompañarían de dichas postales, que enseñarían a los
demás, y contarían la historia que habían conocido de primera mano,
convirtiéndose así en protagonistas de la narración, quizá alterando alguna
parte, añadiendo de su propia cosecha más detalles.
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Explicación de la guerra de Marruecos en la plaza de Leganés, 1920. © Fondo de la Biblioteca
Nacional de España
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arremolinándose en las plazas de los pueblos para escuchar a alguien que,
igual que hacían los ciegos y sus lazarillos en la Edad Media, les informara,
contara y entretuviera con los sucesos y noticias de la época. Sí que se habían
comenzado a dar las primeras proyecciones cinematográficas desde 1896, y
aunque hablamos de algo aún muy minoritario porque el número de
proyecciones era escaso y no llegaba a todos los lugares, la lectura en voz alta
tuvo un papel importante.
Las primeras películas daban cuenta de la vida cotidiana de la época,
desde un simple paseo por un jardín o la llegada de un tren a una estación. He
encontrado una en la que también se muestra la actividad rutinaria de la
lectura en voz alta. Se trata de La chica de la turbera, en la que una madre
soltera consigue un trabajo de doméstica y lee libros en voz alta a la señora de
la casa.
Aunque el cine nació mudo, siempre quiso tener sonido. Desde sus inicios
las proyecciones eran acompañadas por pianistas que tocaban música en
directo y se incluían intertítulos, imágenes con textos que aportaban
información adicional o algún que otro diálogo. Como no todo el mundo sabía
leer con suficiente fluidez, al mismo tiempo que lo hizo el cine nacerá la
figura del explicador, que se colocaba de pie al lado de la pantalla y leía estos
textos en voz alta según iba apareciendo en la pantalla. También podía
intervenir en el resto de la proyección relatando qué estaba ocurriendo.
Dotaba a la película de sonido, ya que imitaba los ruidos con su propia voz o
con instrumentos, como bocinas o cáscaras de coco para emular el sonido de
los caballos. Aunque lo habitual es que los actores dijeran exactamente el
diálogo acorde a la escena que estaban interpretando, y pensando que al final
esto no iba a llegar al público, se relajaran modificando un poco el texto o
incluso añadiendo algo que estaba fuera de lugar. Con el tiempo, hubo
amantes del cine mudo que aprendieron a leer los labios de los actores y
entendían algunas palabras o frases. De hecho, protestaban cuando no
coincidía lo dicho por el personaje y la frase escrita en la pantalla, o parte del
guion se cambiaba y había que modificar el texto que aparecía en la pantalla.
También pasaba lo contrario, que cuando se suavizaban diálogos que se
consideraban muy fuertes u ofensivos y se matizaban gracias a los textos,
quien sabía leer los labios alcanzaba a conocer el matiz.
Los lectores profesionales en voz alta de estos textos que aparecían en las
primeras películas mudas vivieron su máximo esplendor en la primera década
del siglo XX y gozaron de una gran consideración dentro del cine, incluso se
hacía referencia a ellos en la publicidad de las películas. Un buen explicador
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le daba valor artístico y comercial a la película, que podía pasar de divertida y
entretenida a monótona y aburrida en función de la persona encargada de la
explicación.
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los pueblos de Madrid y Segovia, por lo que no llegaron igual a todo el
territorio. Además, la estancia de dichas misiones era también muy limitada,
puesto que solo permanecerían en los pueblos o ciudades unos días.
En una fotografía vemos al escritor de la generación del 27 Antonio
Oliver, quien fuera marido de la poeta Carmen Conde y primera mujer en
pertenecer a la Real Academia Española. Está rodeado de multitud de niños
mientras él lee en alto. Se trata de una de las misiones en las que participó, en
una pedanía de la provincia de Murcia. Junto a él se arremolinan sobre todo
niños, también algunos adultos, muchos de pie, otros apoyados en algún
saliente de la pared o escalones. Así era la forma en la que los libros se
disfrutaban, aunque fuera solo por unos días.
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hasta junio de 1936 más de cinco mil bibliotecas, muchas de ellas en
pequeños pueblos. María Moliner, miembro del cuerpo de Archivos y
Bibliotecas y delegada del patronato de las Misiones Pedagógicas de
Valencia, en 1935 idea un sistema de bibliotecas en red. De esta manera se
comienza a coordinar el préstamo de servicios bibliotecarios comunes y
conectados, y que es el germen de nuestras actuales bibliotecas. El
funcionamiento de este sistema lo detalló en su publicación Instrucciones
para el servicio de pequeñas bibliotecas. Será la encargada, muchas veces
junto con su hermana Matilde, de la inspección de las bibliotecas de la
provincia de Valencia, viendo sobre el terreno cómo actúan y poniendo en
práctica diferentes medidas para mejorar sus resultados. Se crearon lotes de
cien libros, divididos en dos grupos, libros para adultos y para niños, y se
instalaron en las escuelas bajo la supervisión del maestro, pero estaban
abiertas a todo el pueblo y los libros se podían adquirir en préstamo para que
se los llevaran por unos días a sus casas. De esta forma, la disponibilidad de
libros en lugares fuera de las grandes ciudades fue un gran logro, otro reto
diferente sería quién los iba a leer.
En muchos de los casos la única forma de que la voz de los libros llegase
a esta población rural que no sabía leer ni escribir era a través de alguien que
les leía en voz alta, muchas veces bibliotecarios, maestros o voluntarios de
cada uno de estos pueblos. Conocedores de la realidad social y educativa a la
que se enfrentaban, los creadores de estas bibliotecas organizaron asimismo
lecturas públicas, esto es, en voz alta como parte importante de la actividad.
Las estadísticas recogidas durante estos años muestran que los niños eran los
que más leían debido a su asistencia a clase, pero hay un aspecto que no viene
reflejado en las estadísticas, y es el impacto que tendría el hecho de que estos
jóvenes llevaran los libros a su casa. Allí leían en voz alta para el resto de la
familia, de modo que la cultura y la literatura se hacía extensible a todos
gracias a la lectura en voz alta.
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Lectura al aire libre del Servicio de Bibliotecas de Misiones Pedagógicas en Caspe (Zaragoza)
1932. © Residencia de Estudiantes, Madrid
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recuerda una de las lecturas a las que asistió él mismo en España. Se trataba
de la lectura La conquista del pan, libro del anarquista ruso Kropotkin y que
él mismo había leído en alto durante su estancia en La Habana a un grupo de
inmigrantes obreros, principalmente gallegos y asturianos que no sabían leer.
Más tarde ve que ocurre lo mismo en España: «He presenciado la lectura de
La conquista del pan en una casa obrera. En un cuarto que alumbraba
quedamente una vela se reunían en las noches de invierno hasta catorce
obreros. Leía uno de ellos trabajosamente; escuchaban los otros: cuando el
lector hacía punto, solo el chisporroteo de la vela interrumpía el silencio».
García Lorca nos cuenta que a él le gusta leer en alto, y lo hace en el
famoso discurso que pronuncia con motivo de la inauguración de la biblioteca
de su pueblo natal. Comenta: «Antes que nada yo debo deciros que no hablo,
sino que leo. Y no hablo, porque lo mismo que le pasaba a Galdós y en
general, a todos los poetas y escritores nos pasa, estamos acostumbrados a
decir las cosas pronto y de una manera exacta, y parece que la oratoria es un
género en el cual las ideas se diluyen tanto que solo queda una música
agradable, pero lo demás se lo lleva el viento. Siempre todas mis conferencias
son leídas, lo cual indica mucho más trabajo que hablar, pero, al fin y al cabo,
la expresión es mucho más duradera porque queda escrita y mucho más firme,
puesto que puede servir de enseñanza a las gentes que no oyen o no están
presentes aquí».
Como escribía sus conferencias para leerlas en voz alta, han llegado hasta
nosotros todos sus discursos, como el que dio cuando se refirió a los poemas
surrealistas que había incluido en la antología Poeta en Nueva York, donde
nos explicaba lo que había que hacer antes de leer en voz alta: «Así pues,
antes de leer en voz alta y delante de muchas criaturas unos poemas, lo
primero que hay que hacer es pedir ayuda al duende, que es la única manera
de que todos se enteren sin ayuda de inteligencia ni aparato crítico, salvando
de modo instantáneo la difícil comprensión de la metáfora y cazando, con la
misma velocidad que la voz, el diseño rítmico del poema».
Y además de las lecturas en voz alta de sus conferencias y poemas, lo que
Federico García Lorca hizo hasta las semanas previas a su asesinato fueron
lecturas públicas de la que sería su última obra de teatro y que no llegaría a
representarse como tal, La casa de Bernarda Alba. Estas lecturas se
celebraron en casas de amigos, la última de ellas, en el mes de junio de 1936,
con la presencia de otros poetas como Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Pedro
Salinas o Miguel Hernández.
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Cuando se produce el golpe de Estado que daría inicio a la Guerra Civil
española, el poeta Miguel Hernández se consagra a recitar en voz alta en la
calle para levantar la moral. Lo hará en municipios de Madrid como
Valdemoro, Pozuelo de Alarcón, Alcalá de Henares, Majadahonda y otros
muchos lugares. La lectura pública era una práctica que ya venía haciendo
desde antes, ya que sabía que era la forma más práctica de que su poesía
llegase a quien él quería, el pueblo. Existe una fotografía que muestra cómo
leyó su poema «Elegía a». Su amigo, el pensador Ramón Sijé, paisano suyo y
con quien compartía inquietudes literarias y políticas, había fallecido debido a
una enfermedad. En la plaza de Orihuela que lleva el nombre de su amigo,
Miguel Hernández se sube a una escalera y lee por primera vez este poema.
Así que cuando estalla la guerra, se dedica a ir de pueblo en pueblo y de plaza
en plaza, leyendo sus poemas en voz alta, y aprovechará también la difusión
que ya entonces tiene la radio, para llegar a mucha más gente.
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grupo de chicas jóvenes. Cada una de ellas se dirige a una de las camas
separadas por cortinas que en filas llenan la gran habitación. La que se acerca
a Antonio lleva un jersey rosa, falda gris por debajo de la rodilla, bolso algo
desgastado y unos zapatos con un poco de tacón recién lustrados. Le llama la
atención su pelo ondulado de color castaño oscuro. La chica lo sujeta con una
horquilla que evita que los mechones le oculten la cara, una cara angelical y
muy bonita. Antonio piensa en su novia, en qué habrá sido de ella durante
todos esos años, en si paseará los domingos después de misa por la calle
Mayor o si visitará a sus tías. La joven que se acerca a su cama se interesa por
él: de dónde es, cómo cayó herido, cómo se encuentra ahora, y aunque él
contesta de forma educada no entiende muy bien todo aquello ni qué sentido
tiene. Entonces llegan dos enfermeras del hospital con un carro lleno de libros
y la joven, que se llama Clara, toma una silla, se sienta al lado de su cama y
comienza a leer el libro que le acaban de entregar.
Se trata de Las aventuras de Búfalo Bill. Ella lee en voz alta las peripecias
del famoso explorador americano. Entonces el pensamiento de Antonio
vuelve a su pueblo, donde intercambiaba las historietas en cómic de este
aventurero entre sus amigos y por un momento regresa a su infancia y sus
primeros años de juventud, esa que le han robado. El libro que sostiene en sus
manos Clara es una edición ilustrada y cuando aparece un dibujo vuelve el
libro hacia Antonio sosteniéndolo un rato para que pueda disfrutar de las
bonitas pinturas.
Clara acude todos los días a leer al hospital, también los domingos. Han
empezado a tutearse y a tener una breve charla antes de comenzar la lectura.
A veces la interrumpen para comentar lo que acaban de escuchar. Ahora
Antonio sabe que el novio de Clara también está en el frente, hace más de un
año que no lo ve ni recibe cartas de él. Ya está más recuperado, pero aún no
puede sostener el libro por sí mismo, por esa razón Clara sigue acudiendo
todos los días a leerle historias de aventuras. Cada vez que la mira y escucha
su voz piensa en su novia, en las ganas que tiene de que aquello acabe, y en
este rato se olvida de la guerra y de los dolores, y viaja al lejano Oeste.
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Una enfermera lee un libro en alto a un herido. Revista Estampa (29 de agosto de 1936). ©
Fondo de la Biblioteca Nacional de España
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heridos, con enfermedades graves o infecciones contagiosas, no se les
repartían libros físicos. Tampoco podemos olvidar que en la España de los
años cuarenta una tercera parte de la población seguía siendo analfabeta y no
tenía incorporado el hábito de la lectura. Así que estas lecturas en voz alta se
organizaron tanto para aquellos que no podían leer, por tener problemas
visuales o encontrarse muy enfermos, como para los que no sabían.
Las lecturas eran llevadas a cabo por los bibliotecarios o las señoritas
visitadoras, como se denominaba a las jóvenes que de manera voluntaria se
acercaban a los hospitales para prestar esta labor. Dentro del listado de libros
a disposición de los heridos los preferidos eran los de aventuras, quizá como
una forma de revivir las historias escuchadas o leídas en la niñez. Entonces
las aventuras de Buffalo Bill, Sandokán o el capitán Nemo eran las que
gozaban de mayor popularidad. Los títulos que se podían leer eran
supervisados y seleccionados por la organización, ya que parte del ejército
sublevado consideraba que la falta de control en la edición de libros era una
de las causas de la situación política y social existente en España y, por tanto,
del conflicto. Así pues, emulando al cura y al barbero en el Quijote, que
decidieron qué libros eran adecuados y cuáles no para el hidalgo manchego,
aquí también se comenzaron a establecer listados de títulos que pudieran
atentar contra los principios nacionalcatólicos y que había que eliminar.
Siguiendo el mismo método que los personajes cervantinos, los libros fueron
amontonados y quemados en grandes hogueras o, en el mejor de los casos,
relegados a zonas de las bibliotecas a las que no se tendría acceso y que
recibieron el nombre de infiernos. Los libros prohibidos han sido una
constante en la historia de la humanidad: ya sea en la ficción, con la hoguera
que prenden el cura y el barbero en el Quijote o en Fahrenheit, o en la
realidad, en la Guerra Civil española y durante la Alemania nazi. Y por
desgracia no es algo del pasado, sino que en los últimos años estamos viendo
cómo se prohíben títulos en países tan desarrollados como Estados Unidos.
Ya durante las guerras que se produjeron en el siglo XIX la lectura de
libros, revistas y periódicos en los campos de batalla había comenzado a ser
algo habitual debido al aumento de la alfabetización de las tropas y a la
existencia de largos periodos de tiempo sin mucho que hacer y sin disponer de
otras formas de entretenimiento. Comienzan ahí las primeras bibliotecas en
los ejércitos promovidas por grupos filantrópicos y religiosos, y gracias a esos
libros se llenarían las largas noches de los soldados, en solitario o amenizadas
por la lectura en voz alta de alguno de ellos, ya que no había tantos
ejemplares como personas para aquellos títulos más populares. La lectura en
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voz alta no solo sirvió para hacer más llevaderas las horas en las trincheras o
aliviar la estancia en hospitales de soldados enfermos, sino como medio de
transmisión de las ideas políticas y las formas de actuar. Representaba
asimismo una actividad saludable que evitaba peleas u otro tipo de
comportamientos propios de muchas horas sin nada que hacer. Pero será
durante la Primera Guerra Mundial cuando este fenómeno llegue a su máximo
esplendor. Cuando los países beligerantes piden a las poblaciones que
colaboren apoyando a los ejércitos, no solo se refieren a latas de conservas y
mantas, sino a libros. La población civil donará muchos como una forma de
proporcionar un alimento para el alma del soldado. De hecho, en algunos
casos, se encontraron mensajes o notas dirigidas al desconocido receptor que
se reconfortaría con su lectura.
Siguiendo el ejemplo de la Primera Guerra Mundial, durante la Guerra
Civil española se crearon servicios de lectura en ambos bandos de la
contienda: en el franquista, el Servicio de Lectura para el Soldado y el
Servicio de Bibliotecas Circulantes para Hospitales, y en el republicado, el
Servei de Biblioteques del Front en Cataluña o el Servicio de Cultura Popular
en el frente de Madrid. Estos últimos destacaron en eficacia en parte gracias a
la involucración de Teresa Andrés, en un importante cargo y que ya había
trabajado en la gestión bibliotecaria durante la Segunda República. Teresa
extendió los servicios de las bibliotecas a lo largo de todo el territorio y llevó
el fomento de la lectura en frentes y hospitales.
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Un grupo de soldados escuchan las noticias de la guerra gracias a la lectura en voz alta de un
periódico. Revista Estampa (29 de agosto de 1936). © Fondo de la Biblioteca Nacional de España
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afanado en apretar fuerte para que no se escape ni un mechón o grandes lazos
que evitan que el pelo caiga sobre la cara. Los niños visten con camisas de
manga corta, pantalones cortos, aún son pequeños. ¿Qué hacen allí? Doy la
vuelta a la fotografía y leo: «Barcelona, 20-8-38». Aún no ha terminado la
guerra. Miro en qué día de la semana cayó el 20, en sábado. Casi acierto. Esa
semana, la de la Virgen de agosto, eran, y todavía lo son, tradición las ferias
en los pueblos. En aquella época, incluso en guerra, eran ferias de ganado, la
vida tenía que seguir su curso.
Me fijo en la cara de los niños y muchos de ellos sonríen, algunos hasta con
una amplia sonrisa; una de las niñas se está tapando la boca con la mano en
ese gesto automático que hacemos cuando una carcajada sale sin control.
Están escuchando leer en voz alta el libro que uno de los hombres tiene entre
sus manos. Allí están todos, muy cerca de él, para no perderse nada de la
historia. Trato de ampliar la fotografía para ver de qué libro se trata, esa
curiosidad que se nos despierta a los lectores cuando vemos a alguien leer.
Nada, no se ve, pero sin lugar a dudas tendría que ser algo divertido. Si
ampliamos la foto y observamos los ojos de los niños, alguno mira al lector;
otros, directamente al libro como si de ahí saliera la voz. Es probable que
fuera el único rato que tendrían en todo el día, y quién sabe si de la semana,
de disfrutar con las historias. Un momento único que ninguno se quería
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perder. Sin televisión ni móviles ni videojuegos, solo un libro y una voz, y a
partir de ahí eran capaces de imaginar, de reírse, de disfrutar y de olvidar por
un rato las bombas que caían o el hambre que pasaban.
Terminará la guerra y estos niños de la foto crecerán, se casarán, tendrán
hijos, pero seguirán viviendo entre aquellas mismas paredes encaladas,
pobres, olvidados de las grandes ciudades, sin bibliotecas ni libros. Llevarán a
sus hijos durante sus primeros años a escuelas del pueblo o de los cortijos, allí
aprenderán a leer y escribir, y luego emigrarán a los extrarradios de las
ciudades para labrarse una vida mejor que la que han llevado sus padres. Los
cinturones industriales de Madrid y Barcelona crecerán con grandes bloques
de ladrillo que surgirán de un día para otro. El dictador Franco morirá en su
cama y comenzará la transición a la democracia. Los hijos de esos obreros
irán al colegio y escucharán la radio puesta todo el día en su casa. Ahí no se
leen libros, pero se cuentan historias a través del radioteatro y las
radionovelas que escuchan sus madres mientras hacen lo que llamaban «sus
labores». Más tarde verán la televisión, primero en blanco y negro, después en
color, les comprarán una enciclopedia a plazos, irán al cine los domingos por
la mañana después de comprar el periódico, tendrán en su barrio una
biblioteca pública llena de libros y, por último, estudiarán en la universidad y
conocerán internet.
Estamos ante la primera generación de españoles con educación que
verdaderamente tienen acceso a los libros y la lectura. La lectura en voz alta
va poco a poco apagándose, solo sigue presente por la noche cuando un niño
tiene que dormirse, cuando se lee a una persona que no lo puede hacer por sí
misma porque está enferma o es ciega, y también cuando se hace de la lectura
un espectáculo, en una librería, en la presentación de un libro o en un acto
institucional. Pero a la vez, mientras la voz de los libros agoniza, la tecnología
surge para recuperar esta práctica olvidada, las historias se graban primero en
vinilos, casetes, CD, luego irrumpen los teléfonos móviles que nos permiten
escuchar audiolibros, pero aunque limitada a algunos espacios concretos y
situaciones, la voz de los libros aún sigue resonando con fuerza, casi como
una especie de resistencia ante el olvido.
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SEGUNDA PARTE
La resistencia de la voz de los libros
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En los capítulos anteriores hemos compartido cómo a lo largo de la
historia la forma más extendida de disfrutar de la lectura fue hacerlo en voz
alta, hasta mediados del siglo XX, cuando la lectura silenciosa se abrió paso, si
bien con diferencias, como siempre, según los países o las clases sociales a las
que nos refiramos. Esto se debió, entre otros factores, a la cada vez mayor
alfabetización en la sociedad, la comercialización del libro a gran escala y el
uso doméstico de medios de comunicación como la radio, el cine, la
televisión e internet, que han ido quitando tiempo a esos encuentros en torno a
la lectura. Así pues, se evolucionó desde una sociedad oral a otra textual, más
tarde visual y hoy en día virtual, lo que ha cambiado nuestra manera de vivir,
de pensar, de estar en el mundo y, cómo no, de disfrutar de la lectura.
La voz de los libros se ha debilitado en favor de una lectura silenciosa y
solitaria, sin embargo, se sigue disfrutando en voz alta: al contar cuentos a los
niños, leer a nuestros mayores, a enfermos en hospitales, a personas que se
encuentran en las cárceles y, por supuesto, cuando se celebra la literatura en
actos públicos. Pero la voz de los libros no se rinde, resurge cual resistencia
ante un mundo apocalíptico y paradójicamente lo hace a través de la
tecnología, esa misma que ha ido arrinconando la lectura para mostrarnos
otras formas de entretenimiento. Gracias a la grabación de los audiolibros y a
la inteligencia artificial, que ahora también lee en alto imitando el habla
humana, parece que la voz de los libros resurge aún con más fuerza.
Entonces, si esto ya está ocurriendo, si nuestros hijos escuchan un audiolibro
antes de dormir o una máquina lee en residencias, ¿tiene algún sentido que
volvamos a leer en voz alta? Vamos a descubrirlo.
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LEER A CIEGAS
LEER A BORGES
Alberto, un joven estudiante de dieciséis años y amante de los libros,
comienza a trabajar en una librería después de sus clases diarias para sacarse
un dinerillo. Se trata de Pigmalión, en la ciudad de Buenos Aires, la librería
de una alemana que había huido de los horrores del nazismo y hace llegar las
últimas publicaciones europeas y norteamericanas al cono sur. Son finales de
los años sesenta del siglo pasado. Este joven se pasa el primer año quitando el
polvo de los libros con un plumero. Esta librería no es como aquella en la que
Zenón entró en Atenas después de su naufragio y escuchó leer un libro
completo. Alberto siempre había tenido muy idealizada la labor de librero,
pero ahora solo mueve cajas con libros de un lado a otro. Al menos, la dueña
le dice que lea, que conozca todas las novedades para que pueda hablar con
los clientes. Poco a poco le encarga otras funciones y atiende a clientes entre
los que se encuentra el director de la Biblioteca Nacional de Argentina. El
joven se gana la confianza del director gracias a las conversaciones que
comparten sobre libros día tras día. Un día el director le hace una petición,
que si puede ir a su casa a leerle en voz alta, que él ya está casi ciego, y su
madre, que es quien hasta entonces le ha leído, ya ha cumplido los noventa y
se cansa con facilidad. El joven acepta tan interesante propuesta, al menos,
mucho mejor que quitar el polvo de las estanterías.
Así que ahora Alberto llega a un pequeño y oscuro apartamento donde
hace calor y huele a un perfume peculiar que no sabe reconocer. Pronto se da
cuenta de que el olor sale de las puntas del pañuelo que el director guarda en
el bolsillo de su chaleco y que la empleada doméstica se ocupa de tener
siempre perfumado. Se sienta y comienza a leer uno de los cuentos de
Kipling. Aquella tarde no sería la última y se repetirá tres veces a la semana
durante los siguientes cuatro años.
El joven librero era Alberto Manguel y el director ciego, el escritor Jorge
Luis Borges. Sufría una ceguera que se había ido manifestando poco a poco a
lo largo de su vida hasta que ya le era imposible leer por sí mismo. Sin otras
formas masivas de reproducción como los audiolibros o la suficiente
existencia de títulos en formato braille, la única manera de leer era esa, que
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alguien lo hiciera en alto. Mientras Alberto pone voz a Kipling, Borges
escucha en silencio. Sentado en un sillón, las manos en el bastón, los labios
ligeramente entreabiertos, la mirada fija hacia arriba.
Alberto, sin embargo, no era el único que leía para Borges: el escritor
pedía casi a cualquiera que le leyera, a estudiantes, periodistas que iban a
entrevistarlo, a otros escritores, cualquier momento era bueno y había que
aprovechar la ocasión de disfrutar de lo que más quería, la lectura. Me
recuerda a esos aristócratas romanos que tenían a su disposición multitud de
esclavos para leer. Me lo imagino en cada uno de sus encuentros cotidianos
escuchando con atención a quien tenía enfrente. Podría ser el vendedor de
ultramarinos, ¿cómo sería su voz leyendo La isla del tesoro?, el cartero que le
llevaba un paquete a su domicilio, ¿qué tal sería si leyese el Quijote? o la
enfermera que le revisaba la tensión, ¿cómo sería El libro de la selva con su
voz? Cuando alguna voz le gustaba, entonces tenía que frecuentar con
cualquier excusa a esa persona, ganarse su confianza hasta que un día pudiera
hacerle la propuesta de que leyera para él en casa. Me lo imagino como una
especie de asesino en serie que elige a sus presas y las va convenciendo hasta
hacerlas caer en sus redes, pero, en este caso, con un final inocuo y agradable.
Los libros que Borges y Alberto más leyeron durante tardes como aquella
primera que hemos descrito fueron los cuentos de Kipling, Chesterton y
Stevenson, que al escritor le parecían casi perfectos. Y no solo se contentaba
con que los leyeran, también le gustaba comentarlos. Quizá el joven Mangel
de aquella época no fuera consciente de la oportunidad a la que estaba
asistiendo: escuchar los comentarios de Borges sobre cada uno de esos
escritores universales y sus temas. No sabemos si Borges comentaba sin más
o esperaba que sus lectores también tuvieran la suficiente capacidad
intelectual para poder entablar conversación y aportar su propia visión, como
aquel aristócrata del Renacimiento que al buscar un lector puso como
condición que tuviera la formación necesaria para poder comentar las lecturas
que juntos disfrutaran. En algunas ocasiones también iban juntos al cine, y
Mangel le narraba lo que ocurría en la pantalla, una especie de lector de
imágenes en movimiento, algo similar a los inicios del cine, cuando se leían e
interpretaban las imágenes en las películas mudas.
En aquel piso no había una gran biblioteca como cabría suponerse del que
había sido director de la Biblioteca Nacional. En una ocasión en que el
escritor Mario Vargas Llosa lo visitó menciono, sorprendido, este hecho, a lo
que Borges lo contestó que quizá era así como ostentaban en Perú, pero que
allí eso no se hacía. Tampoco disponía en su casa de ejemplares de sus
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propios libros. Borges es famoso por decir «que otros se enorgullezcan por lo
que han escrito, yo me enorgullezco por lo que he leído». Creo que estas dos
muestras, una biblioteca modesta y reconocer que somos más lo que leemos
que lo que escribimos, definía muy bien a Borges. Tenía pocos, pero, como
diría Quevedo, doctos libros. A Borges le gustaba volver a los clásicos para
aprender de los grandes escritores. Paraba la lectura del joven Alberto y le
pedía que repitiera una frase o un párrafo varias veces hasta que captaba lo
que quería: qué palabras se habían utilizado, qué formas verbales, qué
adjetivos y todas esas cosas en las que se fijan los escritores y que tan
necesarias son para escribir bien.
Ahora Borges se levanta y se acerca a su biblioteca. Quiere elegir él
mismo el libro que desea escuchar. Pasa la yema de los dedos por cada uno de
los lomos. Conoce esos libros muy bien, son parte de él, sabe con exactitud
dónde se encuentra cada uno, su título, autor, editorial, si incluyen
ilustraciones y hasta de qué color son. De cada uno de aquellos libros, al
tocarlos, también podía decir de qué trataban sus historias, en qué lugar se
desarrollaba, quiénes eran los protagonistas; parecería que podía leer los
libros solo con tocarlos. Alguien que no supiera que estaba ciego acaso
pensaría que era una persona que podía ver. Y en cierto sentido era así.
Alberto, sentado en su silla espera en silencio a que termine de elegir la
próxima lectura, asombrado de que se mueva a sus anchas por aquella
biblioteca. No en vano, Umberto Eco quiso emular la figura de este ciego que
parece ver los libros y conoce su contenido a pesar de no poder ver a través
del personaje del bibliotecario ciego de El nombre de la rosa. Borges toma
entre sus manos el tomo de El gaucho Martín Fierro y lo abraza. Piensa que
la felicidad está en los libros, que es un pequeño milagro que ocurre todos los
días y está a nuestro alcance. De hecho, aquella tarde aún no lo sabía, pero los
libros estuvieron junto a él hasta el final de su vida. Siempre tuvo a alguien
que le leyó, incluso en sus últimos días, hasta que murió un 14 de junio de
1986 en Ginebra. Allí, en la cama de un hospital, la enfermera, como antes
otras lo habían hecho para los soldados enfermos durante las dos guerras
mundiales que asolaron el siglo XX, le leía todos los días. Como si su vida
fuera una novela con una trama perfecta, el último libro que escuchó leer fue
Heinrich von Ofterdingen, de Novalis, que narra el viaje de un joven junto a
su madre a la patria de ella. Por el camino, el viaje interior que hará será más
profundo, llegando a descubrir y construir su identidad como poeta. Este libro
Borges lo leyó por primera vez durante su adolescencia precisamente allí, en
Ginebra. El círculo se había cerrado.
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Pero aún quedan muchos años para que esto ocurra. Aquella tarde Alberto
ha continuado leyendo hasta la hora fijada. Borges ha comentado el talento
que tenía Kipling y la ausencia de descripciones de la pampa que muestra
Martín Fierro. Se pone de pie y le ofrece su mano a Alberto para llegar a la
puerta. Oye que la madre y el gato continúan en la habitación de al lado.
Cuando Alberto sale le dice: «Buenas noches. Hasta mañana, ¿no?», y sin
esperar respuesta cierra lentamente la puerta.
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respuesta a algo de una manera tan contundente y sencilla? ¿Puede haber una
mejor metáfora? Cuando dos personas que les gusta correr se preguntan por
sus marcas, y uno dice: «Me hago los quince kilómetros a la hora», el otro no
responde: «Pero ¿corres por el parque o en la cinta del gimnasio? Porque si lo
haces en la cinta del gimnasio es hacer trampa». Entonces me pregunto por
qué esto sí que pasa entre algunos lectores de libros en papel. Por qué cuando
en esta misma conversación se enteran de que tú has escuchado en formato
audiolibro ese mismo texto que ellos han disfrutado en papel suelen decir,
quitándole importancia, algo así como «bueno, eso no es leer». Creo que,
además de desconocimiento del formato, porque la mayor parte que dice esto
habitualmente no ha escuchado un audiolibro, subyace un sesgo psicológico
de creer que son superiores intelectualmente, cosa que, por mi parte como
lectora, nunca he tenido que demostrar.
Para Manuel y otras personas con discapacidad visual, la escucha del
texto convertido a audio no es una alternativa, es una necesidad. No hacerlo
es privarse del placer de la lectura, o al menos, en una cantidad y frecuencia
de lo que los muy lectores consideramos que es ser lector. Si el texto no está
en braille, que puede ser algo habitual, no hay otra forma de acceder al
conocimiento. Además, la producción es muy cara, se precisan unos diez
libros en braille por cada libro que se quiera traducir. Además, este formato es
pesado, lo que dificulta el traslado y la lectura.
Cuando Manuel contaba todo esto, volví a recordar los brazos firmes y
fuertes de los esclavos de Plinio el Joven sosteniendo los pesados rollos de
papiro, y pienso que, por mucho amor que tengamos a la cultura clásica, ir
con estos rollos en el metro no sería buena idea, como tampoco lo sería viajar
con todos los libros en braille necesarios para leer el Quijote, ocuparían una
maleta. Además, no existen en este formato todos los títulos que la ingente
producción editorial de hoy en día lanza al mercado. El 80 por ciento del
presupuesto de la producción en braille que tiene la ONCE se destina a la
transcripción de libros de texto dentro del ámbito educativo, que, por cierto, y
debido a que cada comunidad autónoma tiene su propio plan de estudios,
requiere un libro diferente. Así que queda poco presupuesto para los libros
para el ocio y el entretenimiento.
Como decimos, la escucha es para Manuel algo muy natural, aunque
reconoce que para escuchar y hacerlo sin distraerse hay que entrenar la
atención de la escucha. Una vez solventado esto, llega un momento en que no
importa cómo sea la voz que lee el libro, ya que las personas que están
acostumbradas a escuchar, una vez que la voz llega a su cerebro se transforma
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en esa voz interior que todos tenemos cuando leemos en silencio. Están tan
acostumbrados a escuchar que en la mayor parte de los casos son capaces de
hacerlo a una velocidad mayor. Ahora en la sesión puso algún ejemplo a los
que asistimos. Escuchamos un fragmento a una velocidad revolucionada, no
entendimos nada, como los que estábamos allí teníamos ya una edad,
bromeamos con que se parece al señor de los coches Micromachines, un
anuncio de la televisión de los años ochenta que hablaba a toda velocidad.
Manuel nos confesó que cuando escucha un texto con el que no va a disfrutar
de la prosa, las descripciones ni los diálogos, quizá un libro técnico o de no
ficción, pero también novela, los escucha a una velocidad que una persona
que no esté entrenada puede que no entienda nada. No echa de menos la voz
humana, para él la voz sintética no supone ningún problema.
Manuel hizo un repaso por la historia de la tecnología y cómo esta ha
ayudado a las personas ciegas. Un hito fue cuando llegó el libro electrónico y
la ONCE comenzó a producir audiolibros con voz sintética, voz de robot en
aquella época para entendernos. Esto supuso acceder a los mismos títulos de
las novedades editoriales, mientras que con el anterior procedimiento de
solicitar la grabación de dicho título, con voz humana, podía tardar varios
meses. Además, los costes eran mucho menores, la disyuntiva estaba en
preferir un solo título con voz humana o diez con voz sintética. A partir de
2006 comienza la biblioteca digital de la ONCE. Hasta entonces solo había
sido posible a través del envío en el formato CD, pero la digitalización y
puesta a disposición online de estos audios fue también otro avance. Pero sin
lugar a dudas el mayor de todos los avances fue cuando Kindle sacó la
funcionalidad de reproducir los libros electrónicos con voz sintética. Eso
significó que, cuando un libro salía, no había que dejar un tiempo para enviar
la petición a la ONCE y esperar a que se grabara, sino que se podía disfrutar
del libro como cualquier persona vidente, en ese mismo momento. Al
principio, cuando tuvo la posibilidad de adquirir tantos libros como quisiera,
Manuel comenzó a comprar todos, no se lo podía creer, era el paraíso a su
alcance. Claro, tuvo que parar, una cosa es preferir, como hacían esas mujeres
del Siglo de Oro español, los libros a los vestidos, y otra endeudarte por ellos.
Pero, en todo caso, a partir de ese momento pudo disfrutar del ansia del lector,
de que el espacio de tiempo desde que sabemos que un libro existe y tenerlo a
nuestra disposición sea muy corto, la impaciencia de un niño pequeño que
quiere algo y lo quiere ya, eso a Manuel, se le había negado hasta entonces.
Hoy en día le sigue ocurriendo lo mismo. Por ejemplo, él sabe que la ONCE
graba las novelas de Luis Landero, pero no puede esperar a que lo hagan.
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Acaba de salir Lluvia fina, que dice que es una maravilla, y él ya se lo ha
comprado y lo ha escuchado, o como le ocurre con Javier Marías, no puede
esperar.
Bueno, pues resulta que, cuando Manuel estudió su carrera de Filología,
ni existían tantos audiolibros como ahora, ni herramientas que pasaran el
texto a formato audio, aunque fuera con la voz del C-3PO de La guerra de las
galaxias. Así que ¿cómo hizo para poder estudiar? Manuel nos contó, con el
característico humor que le caracteriza y que ya observamos en la
conferencia, que su padre para colmo «era oculista, y que le salieron dos hijos
ciegos». Por tanto, era su padre el que le leía los libros en alto para solventar
esta situación y que pudiera acceder a todos los textos que necesitaba.
Comenzó a leerle cuando Manuel, a los quince años, se rompió una pierna y
tuvo que estar dos meses en cama. El padre le leía para hacerle más llevadera
esta situación, como hemos visto que leían a los soldados en los hospitales de
guerra o a otros muchos enfermos. Ya sabemos que la lectura cura, y en estos
momentos es cuando más lo podemos comprobar. En varias ocasiones el
padre se dio cuenta de que Manuel se quedaba dormido en la cama, somos
conscientes de lo que relaja un buen libro, y él debía de llevar leyendo más de
media hora, así que se le ocurrió una idea. Grabaría esos libros para que él
pudiera escucharlos cuando quisiera. Algo que fue muy útil cuando el hijo
comenzó la universidad, ya que todos podemos imaginar que para sacar una
carrera no es suficiente con una sola lectura, sino que hay que leer y repasar
varias veces los libros. Su padre le grabó en cintas de casete todos esos libros,
tanto los de texto propiamente dichos como novelas. Quitaba el precinto de
una cinta de casete, la introducía en la cajetilla, pulsaba el botón del Play y de
Record a la vez y se ponía a leer. Entonces, siempre comenzaba diciendo el
nombre del libro que estaba leyendo y el orden que tenía esa cinta, si era la
primera, o la cuarta, y cuánto faltaba para terminar. ¿Os parece que puede
haber una manifestación de amor más bonita? Con estas cintas, Manuel podía
escuchar una y otra vez, parar la grabación, rebobinar hacia atrás y volver a
repetir algo para comprender o memorizar algún pasaje. Así pudo Manuel
hacer la carrera de Filología, a pesar de contar con una barrera muy grande, la
falta de visión. Al final resultó que al padre le gustaba leer en alto. De hecho,
decía que si no grababa para él, pues no leía, así que era una excusa para
pasar tiempo leyendo: grabar las cintas a su hijo. Luego, ya que ambos leían
las mismas novelas, también comentaban si les habían gustado o no. Manuel
recordaba que «fue una época muy bonita, esto nos unió mucho». Una vez
Manuel le pidió a la ONCE que le grabaran En busca del tiempo perdido de
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Proust. Es una obra muy larga, y se podía pedir a la ONCE que narradores
profesionales grabaran algunos textos. «¡Bah! Eso te lo grabo yo», le dijo el
padre. «Pero, mira, que esto son palabras mayores», le contestó Manuel.
«Bueno, déjame el primero, y ya vemos». Finalmente se lo grabó en dos
veranos. El único libro con el que su padre le dijo: «Oye, mírate esto, a ver si
lo vas a seguir o no, porque si no lo sigues no te lo grabo» fue Ulises de
James Joyce. Risas entre el público. Recuerda, por ejemplo, que Guerra y paz
ocupaba sesenta y dos cintas, así que necesitaban muchas cintas.
El padre llegó a saber tanto de Filología que decía que si no fuera por el
latín se podría haber presentado a la licenciatura y aprobar sin problema. Otra
vez risas. Además, que también tenían un reserva. Se trataba de su tío, que
era fiscal y no tenía hijos, así que tenía tiempo para esto. A él le mandaban
grabar todo aquello a lo que el padre no le daba tiempo. «Bueno, y aquello
que era más aburrido, como el Manual elemental de gramática histórica del
español de Menéndez Pidal y cosas así». El padre de Manuel a veces también
hacía comentarios durante las lecturas grabadas, sobre todo con el tema de la
ortografía, algo difícil de fijar para una persona ciega, así que a veces le
decía: «Vegetal con uve, o hambre con hache».
Pienso en todas estas personas que han dedicado su tiempo, su atención,
su amor para que otros puedan aprender, formarse y, por supuesto, disfrutar
de la lectura y me emociono. En este caso, además, cuando el padre de
Manuel hace estas grabaciones tiene alrededor de ochenta años, sin lugar a
dudas leer es un placer, pero también un esfuerzo cuando se hace en voz alta.
No somos conscientes de la suerte que tenemos con poder acceder al mundo
que nos brindan los libros hasta que nos ponemos en la situación de quien no
puede disfrutarlo. Las personas con capacidad para hacerlo a través de
diferentes formas, visual y auditiva, somos unos privilegiados porque
podemos adaptar nuestras lecturas a cada momento o lugar: libro en papel,
libro digital, audiolibro. ¿Por qué entonces rechazar por sistema una de ellas?
Manuel recuerda los títulos de los primeros libros que pudo escuchar en cada
uno de los formatos que la tecnología puso a su alcance. Por ejemplo, El
guzmán de Alfarache fue el primero que escuchó en el formato de cuatro
pistas. Es algo tan importante para él como lector que esa experiencia quedó
marcada en su memoria. También contó que utilizaba los libros leídos por su
padre en la cama antes de dormir, relajado, y cómo se quedaba dormido
mientras los escuchaba, y luego al día siguiente ya no sabía por dónde iba la
historia.
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Pasados unos años desde esta mesa redonda, vuelvo a contactar con
Manuel. Quiero saber si conserva estas cintas y dónde las guarda. Me cuenta
que no las tiene, entre otras cosas, porque muchas las regrabaron. Las
compraban por miles y guardarlas hubiera supuesto mucho espacio. Además,
muchas terminaron rompiéndose, ya que las escuchaba repetidas veces y tenía
que ir hacia adelante y atrás, con lo que se dañaba el soporte en el que estaba
grabado el sonido. A partir de 1984 surgen los casetes de cuatro pistas y
media velocidad, que multiplicaban la capacidad de grabación de las cintas
por cuatro: en una cinta de noventa minutos podían caber seis horas. Manuel
y su padre utilizaban este aparato, que ya no existe. Otro motivo por el que no
tiene las cintas: cuando el reproductor comenzó a fallar ya no fabricaban
piezas de repuesto. Hoy Manuel solo guarda una de ellas. Se la envió a la
ONCE para que, como un favor personal, se la pasaran a formato digital. La
conserva en la nube y es el recuerdo que atesora de su padre. La cinta recoge
el libro Yo maldigo el río del tiempo, de Per Petterson, una historia de la
relación entre una madre y su hijo en la Dinamarca contemporánea y la
incapacidad que a veces tenemos las personas para comunicarnos. Manuel me
envía por wasap el comienzo de esta grabación: «Yo maldigo río del tiempo,
cinta segunda y última, faltan solamente seis páginas para terminar…». Entre
Manuel y su padre la comunicación fluía como un río, y ese audio es como
ese libro que el hijo hereda del padre cuando muere y al volverlo a leer se
para en los lugares donde el padre dejó una marca, un subrayado, un
comentario a lápiz, y se produce la magia de comunicarnos con los que ya no
están con nosotros, «hablar con los muertos», como diría Quevedo. Cuando
Manuel vuelve a escuchar este audio, vive en cada parte de la historia la
ternura, el desasosiego, la incomprensión, el cariño…, las mismas sensaciones
que su padre sintió cuando lo iba leyendo, y eso ha creado unos lazos que ni
la muerte puede romper.
Me despido de Manuel. Me informa de que la semana siguiente saldrá la
nueva novela de Antonio Muñoz Molina, No te veré morir, que en cuanto la
publiquen piensa comprarla en formato electrónico y ponerse a escucharla a
través de una voz sintética. Sonrío, no ha cambiado su ansia bulímica respecto
a los libros. Las vivencias de Manuel, su padre y el recuerdo que de él guarda
materializado en la cinta de casete me evocan el magnífico final de El lector,
donde la grabación de las lecturas hechas en voz alta tiene una importancia
crucial en la historia. Al fin y al cabo, la voz de los libros es inmaterial, se
desvanece, vive el momento en el que está siendo dicha para ser poco a poco
ahogada por el silencio. Gracias a los inventos que la humanidad ha creado
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hemos sido capaces de guardar la voz de los libros, dejarla congelada para
disfrutar de ella cuándo y cómo queramos. De eso, hablaremos algo más
adelante.
LECTORES A DOMICILIO
La lectura en voz alta a domicilio, tal y como hacía Alberto Mangel con
Borges, pervive a día de hoy como una actividad anecdótica y difícil de
encontrar fuera de instituciones como hospitales, cárceles, bibliotecas o
residencias de mayores, sobre las que hablaremos más adelante. Contratar a
alguien para que entre en tu casa, se siente junto a ti y comience a leer parece
propio de otro tiempo y lugar.
En los últimos años me he topado con algún blog, como el de Teresa, en
el que anuncia este tipo de servicios; he tratado de ponerme en contacto con
ella, pero no lo he conseguido. Seguramente sea una información que lleva
tiempo sin actualizarse, obsoleta, que haya dejado de prestar este servicio. Por
la prensa he conocido el caso de Mariano Pérez Ruiz, un uruguayo con
ascendientes españoles que vive en Barcelona y que antes de la pandemia
regentaba una librería de compra y venta de libros usados en el Mercat de
Sant Antoni. Obligado a cerrar su local, comenzó a anunciarse como lector a
domicilio en un papel pegado a una farola de la calle. Cuenta que le contactan
más periodistas que clientes; está claro que su anuncio llama la atención y
despierta la curiosidad.
Por último, llega a mí el caso de Ángeles, que en un portal de
multiservicios se define como «Lectura a domicilio». Acompaña su anuncio
con la imagen de una mujer sentada en medio de la naturaleza leyendo un
libro bajo el evocador nombre de «La palabra prometida», y dice así:
«Ofrezco mi voz para la lectura de todo tipo de textos. Novela, ensayo,
poesía, filosofía, prensa. Voz cálida, buena oratoria». Entre fontaneros, venta
de coches, echadoras de cartas o venta de juguetes, Ángeles ofrece su voz
para que los libros lleguen a otras personas. Le escribo un correo electrónico,
y enseguida fijamos una cita para charlar por teléfono. Me cuenta que se
ofreció voluntaria para leer para los demás durante la pandemia. Lo hacía de
manera muy habitual con su hija y también disfrutaba de la lectura con sus
parejas sentimentales, por lo que pensó que podría proporcionar bienestar a
otras personas a través de la lectura. Durante un tiempo leyó para tres
personas mayores a través del teléfono. Eso les hacía sentir compañía, se
relajaban, se quedaban tranquilas. Ángeles conocía el estado de ánimo de
cada una de ellas por su voz y su respiración; casi no se producían
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conversaciones personales fuera del objetivo de la llamada, sino que la charla
y lo que vivían juntos durante ese rato era en torno al texto que compartían.
Después de esta experiencia, Ángeles pensó en anunciarse y de ahí surgió el
anuncio a través del cual la conocí, pero no ha recibido hasta ahora llamadas
por este motivo. Cree que es debido a que hoy en día somos una sociedad
cada vez más individualista, nos da incluso miedo el contacto humano y nos
estamos alejando más unos de otros. De todas formas, no pierde la ilusión y el
interés, sigue buscando quien quiera compartir con ella la energía y la magia
que se producen a través de la lectura en voz alta.
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EL CUENTO DE ANTES DE DORMIR
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Es el 11 de septiembre de 2001, y esa mañana el presidente George
W. Bush está de visita en una escuela para leer en voz alta junto a un grupo de
niños y niñas. Antes de entrar al aula, ya le han comunicado que un avión ha
impactado accidentalmente contra una de las torres del World Trade Center.
A mitad de la lectura, el jefe de gabinete de la Casa Blanca, Andrew Card, le
informa al oído del impacto de un segundo avión, ahora contra la otra torre,
pero que no se trata de un accidente, sino que Estados Unidos se está
enfrentando al mayor ataque terrorista de su historia. Media hora después de
finalizar el encuentro, el presidente dirige un mensaje televisado al país y al
mundo entero. Acabamos de traspasar la barrera del siglo XXI y la historia se
repite: un mandatario tiene que disimular en público el miedo que siente ante
el ataque de los otros, puede ser el fin de nuestra civilización, mientras
alguien lee en voz alta. Ha cambiado el material del que están hechos los
edificios y la ropa que llevamos, pero la voz de los libros sigue presente ante
las vicisitudes de nuestro devenir: guerra, amor, soledad o miedo.
CUÉNTAME UN CUENTO
«Cuéntame un cuento, y verás que contento, me voy a la cama y tengo lindos
sueños. Pues resulta que era un rey que tenía tres hijas…». Esta canción,
popularizada por el grupo español Celtas Cortos, manifiesta el deseo de que
nos cuenten un cuento antes de dormir para entrar en un mundo imaginario,
una historia que haga de transición entre el mundo real y el del inconsciente,
que es lo que ocurre cuando escuchamos un cuento.
La lectura de cuentos a mis hijas antes de dormir son momentos que
pervivirán en mi memoria entre los mejores que hemos vivido juntas. Como
ya he dicho, empecé a contarles cuentos cuando aún estaba embarazada de la
primera y seguí haciéndolo como parte de la rutina diaria desde sus primeros
días de vida. Todas las noches mi marido y yo leíamos cuentos con ellas, les
mostrábamos las ilustraciones del libro, poníamos voces diferentes para cada
personaje, nos alegrábamos con ellas cuando de la tripa del lobo salían los
siete cabritillos sanos y salvos y nos asustábamos cuando el lobo de los tres
cerditos bajaba por la chimenea. Con pocos meses, antes incluso de que
supieran hablar, ellas querían también imitarnos y leer como lo hacíamos
nosotros, querían ser protagonistas de la magia de dar voz a los libros.
Entonces tomaban cualquier libro, lo abrían, lo hojeaban y comenzaban a
balbucear como si estuvieran leyendo. Debe de ser algo común porque vi un
vídeo que se hizo viral en redes sociales: unos padres grabaron a su bebé
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mientras leía un libro y, tal y como lo hacían mis hijas, el niño chapurreaba
sonidos sin sentido mientras pasaba las páginas. Seguramente dentro de su
cabeza estaría contando una gran historia.
Los libros han sido uno de los regalos más frecuentes que he hecho a los
recién nacidos. Entre biberones, pijamas y platos para comer, un libro destaca
como regalo original y el rato que dediquen a leerlo será una experiencia
única que recordarán toda su vida, tanto los recién nacidos como los padres.
Por eso lo hago. Hace unos años, cuando trabajaba en la Red de Bibliotecas
de Obra Social Caja Madrid, tuve la oportunidad de impulsar la iniciativa
«Con un libro bajo el brazo»: a todos los recién nacidos del Hospital Clínico
de Madrid se les regaló una caja con un cuento y un CD con canciones para
dormir. La iniciativa pretendía que los padres comprendieran que, como todo
lo que recibían del hospital, pañales, cremas para el culete o aceite para
masajes, los libros también tendrían que formar parte de los cuidados durante
esos primeros años de vida de sus hijos. Al igual que se recomendaba un baño
por la noche y aplicarles crema en la delicada piel, las rutinas deberían incluir
asimismo leer un cuento antes de dormir.
La ilustración Bedtime Story, de la estadounidense Jay Daly, refleja ese
momento mágico que se produce con la lectura del cuento antes de dormir.
Una joven madre, con delantal, sentada en una mecedora, descalza pero con
unos confortables calcetines, lee un libro a su hija, que permanece recostada
en la cama junto con todos sus muñecos de peluche, quienes también parecen
escuchar atentos la historia. Los colores ocres de la pared y el suelo, la
iluminación, el blanco crudo de las almohadas y del delantal de la madre, la
mullida y cálida manta de la cama, todo hace de la escena un lugar en el que
queremos quedarnos. La escena muestra cómo la madre va a pasar una de las
páginas y se detiene en el momento en el que ha levantado la vista del libro, y
madre e hija se miran a los ojos. Ahí es cuando se produce la magia, ese
momento de conexión entre dos personas que están compartiendo y
disfrutando con una misma historia. He vivido muchas noches esta misma
sensación. Pero aunque esta imagen u otras que podamos tener en la cabeza
sean idílicas, no quiero dar solo esta visión.
He comenzado el día como si fuera una yincana. He llevado a mis hijas al
cole a contrarreloj para después meterme en un atasco de camino a la oficina,
bregar con mil problemas en el trabajo, cuando me llaman del cole porque
una de ellas ha comenzado con algo de fiebre, y pienso que tendría que haber
llamado al seguro porque la calefacción no funciona. Por la tarde sigo
corriendo para llegar a las actividades extraescolares o a uno de los
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cumpleaños al que han invitado a una de mis hijas. Aprovecho ese rato para
hacer la compra en cualquier súper. Volvemos a casa para hacer la cena, la
comida del día siguiente, poner la lavadora, bañar a las niñas, convencerlas
para que se coman el pescado, y cuando por fin parece que todo se acaba y
que las vas a llevar a su habitación a dormir, resulta que además de todo eso
hay que leerles un cuento, cuando lo que yo quiero es que se duerman lo antes
posible y tener algo de tiempo para mí. Tengo la batería al mínimo, pero hago
un esfuerzo y les leo un libro de aventuras. Entonces se vienen arriba, porque
ellas tienen el triple de energía que yo y lo que desean es continuar despiertas
escuchando un cuento tras otro y disfrutando de las historias que les estoy
leyendo.
Esta situación me ha recordado muchas veces al cuento ¡A la cama,
monstruito!, de Mario Ramos: un niño esgrime todas las excusas posibles
para que sus padres le dejen estar un ratito más despierto y solo está tranquilo
el momento en el que el padre le lee un cuento. Eso nos pasaba a nosotros. Y
luego nos ocurría que no había forma de poner fin a aquel rato de lectura. «Un
capítulo más, mamá», decía mi hija pequeña. «Venga, sigue leyendo una
página más, hasta ver qué pasa», suplicaba la mayor. Aquí comenzaba la
negociación. «Bueno, estas dos páginas, y terminamos», decía yo. «Solo
quedará una página para terminar el capítulo, ya lo acabamos, ¿no?», trataba
de convencerme la mayor, y así hacíamos mientras los párpados de la
pequeña se cerraban.
La lectura, sea silenciosa o en voz alta, ha estado siempre relacionada con
el sueño. Primero, porque cuando leemos entramos en una especie de
ensoñación, conseguimos llegar a un estado que nos aleja de la realidad.
Segundo, porque nos tranquiliza y predispone nuestro cuerpo, la respiración,
la relajación de nuestros músculos, para pasar del estadio de vigilia al del
sueño. Esto es lo que nos cuenta Cervantes que le ocurría a Dorotea en el
Quijote, que cuando escuchaba leer en voz alta, conciliaba mejor el sueño.
Habían tomado una novela para leerla «de modo que todos la oyesen», y
Dorotea dice: «Harto reposo será para mí, entretener el tiempo oyendo algún
cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado que me conceda dormir
cuando fuera de razón». Esto nos pasa a los mayores y también a los niños,
que con las historias nos calmamos y el sueño se apodera de nosotros. Cuando
son bebés, más que la historia en sí, en realidad es la voz de los padres lo que
les calma, que su respiración sea más pausada, les da seguridad y les relaja
hasta que el sueño los vence. ¡Cuántas veces he descubierto que llevaba rato
leyendo y que mis hijas ya se habían dormido! Con el tiempo me di cuenta de
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que, si la historia no era muy emocionante, también se producía ese estado en
ellas y que tenía que dejar las historias con más acción y ritmo para otro
momento. Quizá por eso algunos escritores, que también son padres y han
experimentado esta misma situación, han escrito cuentos específicos como El
conejito que quiere dormirse, que está pensado para que los niños se queden
dormidos y que se convirtió en todo un superventas.
LEER JUNTOS
Hay muchas maneras de leer juntos. La primera es que esto puede ocurrir
aunque no tengamos ganas, estemos cansados o no nos apetezca. Ya os he
contado que algunas veces he llegado agotada a este momento tan importante
y que no todas las noches me ha apetecido leer con el mismo entusiasmo. Sin
embargo, al igual que preparo la cena aunque esté cansada y no me apetezca,
pero lo hago porque es parte de mis responsabilidades como madre, al menos
hasta que puedan valerse por sí mismas, he incluido la lectura como una de
las tareas que llevo a cabo sin cuestionarme si estoy cansada o me apetece
más o menos. He de confesar que en alguno de estos momentos de lecturas
con mis hijas incluso he desconectado de la historia. He leído de manera
automática sin saber lo que estaba diciendo mientras pensaba en mis cosas.
Lo confieso, me ha ocurrido. Es posible estar leyendo una cosa y tener la
cabeza en otra. Creo que mis hijas lo han notado alguna vez, pero opino que
siempre será mejor eso que no hacerlo. En todo caso, la verdad es que la
mayor parte de las veces he disfrutado de la lectura, incluso en aquellas
ocasiones en que me daba pereza al principio, luego yo también me he metido
en la historia y me lo he pasado fenomenal.
Muchos días he tenido poco tiempo para estar con ellas, para dedicarles
toda mi atención, y ese ratito de estar juntas antes de dormir se ha convertido
en un hábito que nos ha proporcionado esa ocasión que el día a día a veces
nos niega. Además, la infancia cada vez dura menos, el tiempo vuela y sé que
llegará un momento en el que mis hijas no quieran compartir este ratito
conmigo, que lo vean raro o prefieran leer solas, excepto si tu madre es una
chiflada de la lectura en voz alta y está escribiendo un libro sobre eso, y las ya
adolescentes han asumido que somos una familia algo diferente al resto,
siguen aceptándolo y, creo, disfrutándolo, y espero que mantengamos esta
costumbre durante toda nuestra vida.
También me ha ocurrido lo contrario, que sean mis hijas a las que una
noche parece que no les interesa la lectura. Lo recuerdo sobre todo con la
pequeña. Metida en la cama y yo sentada a su lado leyendo un libro, ella toma
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cualquiera de las muñecas que están por su cama y le coloca el vestido, coge
de la mesilla un cubo de Rubik y le da vueltas, o incluso comienza a hojear
otro libro. Todo ello mientras leo. No me está escuchando, pienso. En alguna
ocasión se lo he recriminado y le he pedido que dejara lo que tuviera entre
manos y prestara atención a lo que yo estaba leyendo. «Sí te estoy
escuchando», me decía. «¿Quieres que dejemos de leer o que leamos otro
cuento?», preguntaba yo, a lo que me respondía: «No, de verdad que me gusta
el cuento, solo que me apetece hacer esto mientras lo escucho». Entonces
conocí la experiencia del autor teatral Juan Mayorga y cómo su padre les leía
a él y a sus hermanos mientras ellos estaban a otras cosas: «Uno de mis
recuerdos infantiles más vivos es el de su voz [de su padre] extendiéndose por
la casa desde el lugar en el que él estuviera leyendo. Mientras mi hermano
Alfredo y yo jugábamos a las chapas, la voz de nuestro padre se nos colaba
por los oídos transportando el libro que él tuviese entre manos. […] Lo cierto
es que por medio de la voz de mi padre, sus hijos nos acercamos a libros que
entonces apenas entendíamos, pero que sin duda se convirtieron en parte de
nuestro paisaje interior. Recuerdo haber oído los debates en el hospital de La
montaña mágica, recuerdo haber visto arder la mansión de Rebecca […]. A
través de la voz de mi padre nuestras cabezas se llenaban de personajes, de
imágenes, de ideas. Sin que dejásemos de jugar a las chapas». Después de
conocer esta anécdota de Mayorga, comencé a pensar que quizá no tenía que
decirle nada y dejar que siguiera con sus actividades, quizá era una forma de
relajarse, estar con una muñeca u otro juguete mientras me escuchaba. Cada
lector somos diferente.
Cuando mis hijas aprendieron a leer, les gustaba participar y alternar
nuestra lectura con la suya propia, aunque ya no con ese balbuceo sin sentido
que hacían de bebés. Quisieron leer desde que fueron capaces de reconocer
las letras o palabras sueltas, pero tuvo que pasar tiempo hasta alcanzar un
ritmo de lectura fluido para poder hacerlo, así que les propuse que cada una
de nosotras leyéramos una página, aunque incluso eso era un reto muy grande
para ellas y se terminaban cansando. Aun así lo intentábamos. Más tarde
descubrí que en el mundo anglosajón existen libros que están diseñados para
esto mismo, para leer padres e hijos juntos alternándose en voz alta sin que el
nivel de lectura del pequeño sea un obstáculo. Se trata de la colección «We
both read», algo así como «Los dos leemos»: mientras que en la página de la
izquierda el texto es mucho más largo y con un vocabulario más elaborado, la
de la derecha está pensada para que la lean los niños y está adaptada a su
nivel, así que padres e hijos comparten la lectura incluso si estos últimos solo
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son capaces de leer palabras sueltas. La complejidad en el vocabulario y la
extensión del texto va aumentando según la edad para la que vaya dirigido
cada libro y de esta forma ellos pueden participar en la lectura.
Ejemplo de libro adaptado para leer juntos. © Ilustración extraída del libro Too Many Cats de
Sindy McKay. Ilustrado por Meredith Johnson. Treasure Bay
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¿por qué no hacerlo igual que les ayudamos a vestirse o comer hasta que están
totalmente preparados para hacerlo de forma independiente? Dejar de leer a
los niños cuando aún no lo hacen con la fluidez necesaria puede, en mi
opinión, hacerles desistir en la difícil actividad intelectual que implica la
lectura.
El especialista en lectura José Antonio Millán siguió leyendo a sus hijos
incluso cuando estos se hicieron mayores. Lo recuerda como momentos muy
emotivos. Cuenta que cuando con trece y catorce años leyó con ellos La
metamorfosis de Kafka se dio cuenta de sutilezas del texto que solo percibió
cuando lo leyó en aquella ocasión en voz en alta, así que fue una forma de
volver a descubrir con sus hijos las historias con las que antes disfrutó en
soledad. Además relata una graciosa anécdota sobre lo que le ocurrió en una
de aquellas lecturas: «Tuve una divertida experiencia con Álvaro Mutis,
cuyos libros de Maqroll el Gaviero había leído hacía muchos años. Empecé
con uno de ellos, que les fue cautivando poco a poco. La lectura había
avanzado mucho cuando desemboqué en un pasaje francamente erótico. Por
supuesto, no iba a saltármelo, de modo que opté por meter algún “Piiiiiiii”
censor en determinados términos que me resultaba violento leerles».
Así que ya sabemos que, si no queremos que nos ocurra como a José
Antonio, tendremos que preparar algo las lecturas que leeremos junto a
nuestros hijos. Sí, ya sé lo que estáis pensando, que ya es suficiente esfuerzo
leer por la noche, que estamos cansados, como para también buscar un hueco
a lo largo del día para, como hacían los esclavos de Plinio el Joven en la
antigua Roma, preparar el texto. No obstante, hay libros que ya hacen una
recopilación de qué obras son adecuadas según la edad, la madurez del niño,
el momento, o por cómo está escrita la propia obra y qué la hace más idónea
para su escucha. No solo hay riesgos eróticos, como el que compartía Millán,
sino que les contemos una historia de piratas luchando ferozmente por un
suculento tesoro que los soliviante y hace que luego no seamos capaces de
que concilien el sueño.
A mi hija pequeña se le cayó su primer diente cuando yo estaba en
Estocolmo por trabajo. Sabemos que conciliar nuestra vida profesional con la
personal puede dar lugar a este tipo de situaciones, perdernos cosas
importantes en el crecimiento de nuestros hijos. Hay cosas, como esta, que no
podemos controlar y que simplemente tenemos que aceptar. Por eso mismo,
trato de disfrutar con ellas el resto de las noches con estas lecturas
compartidas. En mi caso, las ocasiones en las que he estado fuera de casa por
trabajo, ha sido mi marido, quien también lee habitualmente con ellas, el que
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ha podido seguir con nuestra rutina familiar. Pero cuando la cercanía entre
padres e hijos no es posible, la tecnología lo permite, como nos contaba Giani
Rodari en su libro Cuentos por teléfono, que es la historia de un padre que
tiene que viajar seis días a la semana recorriendo toda Italia para vender
productos medicinales. Cuando el domingo partía para comenzar su semana,
la hija le recuerda: «Ya sabes, papá: un cuento cada noche», porque ella no
podía dormir si no era con un cuento y su madre ya le había contado todos los
que sabía. Así que el señor Bianchi, que era así como se llamaba el padre,
todos los días a las nueve de la noche telefoneaba a su hija desde la ciudad en
la que estuviese y le contaba un cuento. Al tener que llamar por conferencia,
como no había ni tarifas planas ni móviles en aquellos años, los cuentos
tenían que ser cortitos, a no ser que aquel día el señor Bianchi hubiera hecho
un buen negocio, y entonces el cuento se alargaba algo más. Y estos relatos
eran tan encantadores que las telefonistas que estaban al otro lado (sí, al
principio de la historia de las comunicaciones una persona llevaba a cabo la
conexión telefónica y podía permanecer conectada en la conversación hasta
que esta finalizara) se quedaban tan encandiladas con las historias que el
padre contaba a su hija que descuidaban su trabajo. Con esta premisa Rodari
nos ofrece una colección de cuentos cortos para disfrutar con nuestros hijos,
sea cual sea nuestra situación.
Aunque lo que en realidad hacía el señor Bianchi no era leerle a su hija un
cuento, o al menos, no lo explicita así, sino que se lo contaba, lo narraba, y es
que hay diferencias entre ambas prácticas. Cuando alguien cuenta un cuento
que conoce, pero no lo lee sino que lo refiere con sus propias palabras, se
establece una relación en la que el narrador está contando algo a su manera a
otra persona, con sus palabras, expresiones, alargando más las partes que más
le gustan. En cambio, con la lectura en voz alta el libro es el protagonista de
esa experiencia, está entre las dos personas que comparten esa misma
actividad, sirve de unión. Cuando contamos un cuento es uno el que cuenta y
otro el que escucha, pero cuando lo leemos en voz alta quien nos cuenta la
historia es el autor a través del libro, uno lo lee y el otro escucha, pero el que
lee también está recibiendo esa historia, esto es, participa de esa actividad
mágica. El que lee está prestando su voz al libro, pero todos, tanto el que lee
como el que escucha, están recibiendo directamente la historia del narrador.
Como vemos, hay muchas formas y momentos de leer cuentos a los niños,
casi tantas como padres y situaciones, pero hay una que todos hemos llevado
a la práctica en algún momento: inventarnos las cosas. Ocurre cuando los
niños son muy pequeños, están algo revoltosos y no hay forma de calmarlos,
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no tenemos libros a mano y no queremos recurrir a darles el móvil. Aquí los
padres nos convertimos en una especie de Sherezade que, para sobrevivir,
tiene que alentar el ingenio, imaginar historias que entretengan, que
tranquilicen al niño un rato. Entonces empezamos a inventarnos cosas, hasta
los padres con menos imaginación pueden hacerlo, utilizamos cualquier
objeto, animal o persona a nuestro alrededor y montamos una historia sobre
ello. Son cuentos inventados sobre la marcha. En algún caso nuestro relato
termina pareciéndose mucho a alguno de los cuentos tradicionales, en otros
casos no sabemos ni cómo terminar. Yo misma me he quedado muchas veces
sorprendida de mi imaginación y la que pueden tener las madres cuando las
he escuchado en los parques o por la calle, contando algo a sus hijos con la
intención de que parasen de llorar o se calmen debido a una rabieta. Creo que,
como otras habilidades, nuestras dotes de cuentacuentos están ahí, pero no las
desarrollamos hasta que nos convertimos en madre o padre, son algo
biológico, contar cuentos es una cuestión de supervivencia.
Muchos escritores recuerdan que la lectura de cuentos fue muy importante
durante su infancia. Alguien les inculcó el amor por la literatura y los libros a
través de la lectura en voz alta, siendo este un ejercicio muy interesante para
captar la esencia de las historias, su musicalidad, para luego más tarde
continuar leyendo por su cuenta y aplicar lo aprendido a su escritura.
Nabokov, el autor de la célebre Lolita, cuenta cómo su padre, experto en
Dickens, le leía cuando era pequeño cada noche en voz alta. Entre otros
libros, recuerda Grandes esperanzas. También le leía su institutriz francesa, y
guardaría para siempre en su memoria cómo lo hacía: «Su fina voz corría y
corría sin flaquear, sin la menor dificultad o vacilación». Aunque se lamenta
de que Madame Bovary nunca llegó a ser objeto de esas lecturas a pesar de
estar en la biblioteca de su casa, seguramente porque no consideraban la
historia apropiada para un niño.
Luis García Montero recuerda cómo su padre tenía la costumbre de leerle
en alto a sus hijos Los mil mejores poemas de la lengua castellana, sin lugar a
dudas una buena base para luego convertirse en el poeta que ha llegado a ser.
También el autor superventas Juan Gómez-Jurado da cuenta de estas lecturas.
Su padre le leía en voz alta cuando era niño antes de dormir. Cada noche
tomaba un libro de la estantería, lo abría y comenzaba a contarle las más
increíbles historias que alentaban su imaginación. Más tarde, de adulto,
descubrió que el libro que su padre le leía podía ser uno cualquiera, por
ejemplo, un tomo de derecho o de finanzas, que tomaba al azar de la
estantería. Esas historias que él pensaba que eran leídas en realidad eran
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inventadas y contadas noche a noche por el padre para agradar a su hijo.
Después, él también leería a sus hijos, llegando a decir que en lugar de
inducirles el sueño les producía el efecto contrario y no había manera de
terminar esas sesiones. De igual manera, Irene Vallejo cuenta cómo su padre,
siendo ella muy pequeña, le comenzó a contar la Odisea por las noches, de
hecho, ella pensaba que esas historias, el episodio de las sirenas, el de Circe,
el de Calipso…, su padre las inventaba solo para ella. Estos relatos dejaron
una huella increíble en la joven Irene y ahí comenzó su interés por la
mitología, de hecho afirma que es filóloga clásica por aquella noche en que su
padre le narró la historia de Ulises. Así que cuidado con lo que leéis a
vuestros hijos, ya que puede determinar ni más ni menos que su futuro
laboral.
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muchos párrafos que nos los conocemos de memoria y los aplicamos en
nuestro día a día dentro de nuestras situaciones cotidianas, creando un
ambiente divertido y distendido, provocando nuestra risa y complicidad, y el
resto de los presentes no comprende nada. De esta manera hemos establecido,
gracias a los cuentos compartidos, un código de entendimiento dentro de
nuestro núcleo, que nos une y estrecha los lazos de nuestra familia.
Gracias a muchas de las lecturas hemos tenido la oportunidad de hablar de
temas o situaciones que quizá no se hubieran dado en nuestro día a día.
Hemos hablado del acoso escolar leyendo Juul, de la mentira con La cosa que
más duele del mundo, de cómo viendo lo mismo cada uno podemos tener una
forma de pensar diferente con ¡Pato! ¡Conejo!, o hacerles comprender que en
alguna ocasión los padres necesitamos estar solos y descansar aunque sea solo
con Cinco minutos de paz.
La lectura en voz alta también prepara a nuestros hijos para que dispongan
de las adecuadas destrezas lingüísticas que les acompañarán en su trayectoria
académica y en su vida tanto profesional como personal. La falta de
vocabulario y una torpe comprensión lectora se relacionan con el fracaso
escolar, y una de las mejores formas que existen para su adquisición es a
través de la lectura en voz alta. Podríamos pensar que si el bebé está inmerso
en un entorno donde se utilice de manera habitual su lengua materna, ya sea
en la guardería o el colegio, las actividades extraescolares, el contacto con
padres, hermanos y familiares, con otros niños en el parque, etcétera, no
debería tener problemas. O que si está en contacto, por ejemplo, con la
televisión, la radio, o si le ponemos un audiolibro o escucha con frecuencia
conversaciones entre adultos, adquirirá estas destrezas lingüísticas y tendrá un
amplio vocabulario. Resulta que no es tan sencillo. El lenguaje y la riqueza
del vocabulario se adquieren cuando alguien nos habla directamente a
nosotros, esto es, algo que ocurre con alguno de los ejemplos que hemos
puesto, pero no con todos, y, además, ¿cómo solemos dirigirnos los adultos a
los niños? Con un lenguaje sencillo e infantilizado. Igualmente, cuando un
bebé escucha una conversación que no se dirige a él, sino que se está
produciendo entre los adultos, desconecta. La mejor manera para propiciar la
adquisición del lenguaje es hablarle a él personalmente, y una forma
estupenda de hacerlo es contarle o leerle un cuento en voz alta. Un estudio ha
demostrado, asimismo, que al leerles a los niños, estos adquieren un
vocabulario que tal vez no salga en una conversación cotidiana, todos
sabemos que hay palabras o expresiones que no utilizamos cuando nos
dirigimos a un niño. A todo ello le tenemos que sumar que no solemos
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quedarnos solo en la mera lectura, sino que también comentamos lo que
leemos. Por tanto, nuestros hijos no solo aprenderán muchas más palabras,
también ideas, conceptos, sentimientos, toma de decisiones, ponerse en el
lugar del otro y otras muchas cosas más. En cierta ocasión, paseando entre
frondosos árboles, las personas que nos acompañaban se sorprendieron
cuando mi hija pequeña comentó que estábamos en «un bosque cerrado». La
expresión no parecía propia de una niña de cuatro años. Pero lo que no sabían
es que El Grúfalo comienza con estas palabras y que se repiten en alguna otra
ocasión: «Un ratón salió de paseo por un bosque cerrado». Ese libro está
recomendado para lectores de más de seis años, y evidentemente mi hija con
cuatro no sabía leer, pero ya lo había escuchado muchas veces para entonces.
Es precisamente a la luz de los estudios que han demostrado la influencia
de la lectura en voz alta en los resultados académicos que se está
incorporando de nuevo esta práctica dentro de los sistemas educativos. El
escritor y docente francés Daniel Pennac le da tanta importancia a la lectura
en alto que le dedica un capítulo de su libro Como una novela, titulado «El
derecho a leer en voz alta». Ahí cuenta la conversación que tiene con una
alumna a la que pregunta de dónde viene su gusto por la lectura, que si le
leían de pequeña o si había tenido buenos profesores en el colegio. Ella
responde con un «no» a ambas cuestiones: su padre disponía de poco tiempo
y en la escuela solo estaba permitida la lectura silenciosa y rápida con el fin
de evaluar la comprensión. Entonces ¿de dónde viene esa afición? Ella
contesta que cuando volvía a casa de la escuela acostaba a todas las muñecas
en su cama y, como un acto de amor, les leía en voz alta. Ahí las historias
eran reales y desinteresadas, sin necesidad de tener que hacer una sinopsis o
resumen, y eran los propios autores los que cobraban vida y relataban esas
fantásticas historias. Así se despertó su interés por la lectura, como un acto de
amor hacia sus muñecas. De igual manera, he visto a mis hijas leer a sus
muñecas, volver el libro hacia ellas y enseñarles los dibujos, porque cuando
un lector disfruta con la lectura quiere transmitir ese entusiasmo a los demás,
y en los momentos de la infancia, nuestros muñecos se encuentran entre
nuestras posesiones más apreciadas y queridas.
Leer en voz alta tiene un impacto también en la memoria, la gente
recuerda mejor los textos cuando se han leído de esta manera que si se ha
hecho en silencio. Colin MacLeod, psicólogo de la Universidad de Waterloo,
en Canadá, ha investigado la relación entre la lectura en voz alta y la
memoria. Los resultados de sus estudios nos muestran que el beneficio se da
en todos los rangos de edad, aunque mucho más en niños. Durante más de una
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década se llevaron a cabo diferentes experimentos que confirmaron lo que
más tarde se llamaría el «efecto de producción» y por el que las palabras
leídas en voz alta se retienen más que las que solo son leídas en silencio. Una
de las explicaciones es que cuando decimos las palabras en voz alta nuestra
participación es mayor, es más activa, y de esta manera le estamos enviando
mensajes a nuestro cerebro para que sepa que eso es importante, que lo
recuerde. Es algo distinto, no habitual, destaca entre otras palabras y
pensamientos que se desarrollan dentro de nuestro cerebro. ¿No recordáis
cuando en nuestra etapa escolar decíamos la lección en alto porque así se
recordaba mejor? ¿O que con escuchar al profesor en clase ya nos sabíamos la
mitad de la lección? Esta es la explicación.
Dentro de esta misma línea de investigación se han desarrollado otros
estudios, como el de la Universidad de Perugia, en Italia, donde un grupo de
jóvenes leyó novelas en voz alta a personas mayores con demencia durante
sesenta sesiones. Los que participaron en estas sesiones de escucha mostraron
después una mayor destreza en las pruebas de memoria que aquellos que no
habían participado, ya que escuchar activamente una historia es una forma
más intensa y activa de adquirir y procesar esa información que hacerlo con la
lectura silenciosa.
Podría seguir incluyendo multitud de estudios científicos que demuestran
los beneficios de leer en voz alta, pero como digo, ya existen libros
especializados en esto y ese no es el objeto de este libro. Por ello, terminaré
con razones más hedonistas: los padres también podemos disfrutar con el
cuento antes de dormir. Es, por supuesto, una manera de regalarnos tiempo
para estar con nuestros hijos, pero también la ocasión de releer los cuentos
que a nosotros nos gustaban de pequeños y que teníamos olvidados. Con mis
hijas he releído toda la saga de Torres de Malory de Enid Blyton, los libros de
la colección «Elige tu propia aventura», los cuentos de los hermanos Grimm,
o Las mil y unas noches, por mencionar solo algunos títulos. Mi marido ha
tenido la oportunidad de volver a sus cómics de Astérix y Obélix, todos los de
la colección Superhumor, releer La historia interminable o Tom Sawyer.
También hemos disfrutado descubierto nuevos libros dirigidos a este público
que han salido en las últimas décadas. La literatura infantil actual es muy
diferente a la de nuestra infancia, hoy en día se están publicando libros de
gran calidad y con los que disfrutar los lectores de todas las edades. Nos lo
hemos pasado pipa con ¿A qué sabe la luna?, Elmer, Adivina cuánto te
quiero, La pequeña oruga glotona o El monstruo de los colores, por hablar de
los más conocidos.
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Conscientes de lo importante que es la lectura en voz alta y todo lo que
aporta, en las últimas décadas han surgido iniciativas para promover y dar a
conocer sus beneficios. La «Read Aloud Revival» es una iniciativa de Estados
Unidos que anima a que padres e hijos lean juntos. Se proporcionan consejos,
listados de los libros más adecuados para la lectura compartida y guías para
ayudar a los padres a comentar los textos y sacar más partido de dicha
experiencia. Incluso tienen un pódcast, celebran encuentros virtuales con
autores y prestan otros servicios vinculados con la lectura y la educación. Otra
iniciativa similar es la de las «Abuelas cuentacuentos» en Argentina: un grupo
de abuelas leen cuentos a niños en escuelas, hospitales o comedores infantiles,
con lo que fomentan la lectura, pero también surgen relaciones de amistad
entre personas de diferentes generaciones. La asociación sin ánimo de lucro
«Read Aloud 15 Minutes» anima a los padres a la lectura en voz alta con sus
hijos desde el nacimiento. Aseguran que, con solo quince minutos al día, los
pequeños adquirirán información, vocabulario, aprendizaje, diversión,
empatía, humor y todas las cosas que transmite la lectura, de modo que
estarán mucho más preparados para cuando lleguen a la escuela. ¿Solo quince
minutos al día? Piénsalo bien, si sumamos todo el tiempo, esto supondría más
de cuatrocientas cincuenta horas de escucha activa para cuando alcancen los
cinco años de edad. Dicen que si quieres comerte un elefante de una vez es
algo imposible, pero que, si lo fileteamos y cada día nos comemos un poquito,
entonces sí que es posible. En España son varias las iniciativas e instituciones
que, sabedoras de los efectos beneficiosos que la lectura en voz alta ejerce
sobre los niños, alientan esta actividad. También desde las bibliotecas, donde
se rompe el sagrado silencio que reina en estos espacios para efectuar
encuentros de lectura en voz alta, sobre todo dirigidos a los más pequeños.
Actividades como «La hora del cuento», «De viva voz» o «Leamos juntos» o
títulos parecidos llenan los programas de fomento de la lectura de estos
espacios haciendo que los libros que esperan en las estanterías recuperen, en
ese momento, su voz. Para finalizar, la propuesta de leer a nuestros hijos no
solo viene del ámbito asociativo, también desde el médico, como impulsan las
asociaciones de pediatras «Reach Out and Read» de Estados Unidos o «Nati
per Leggere» en Italia. Porque leer es algo saludable, y eso lo veremos en el
próximo capítulo.
Pero antes de finalizar, no quiero terminar sin mostrar que esto de leer un
cuento antes de dormir no solo es para los niños, sino que puede ponerse en
práctica entre adultos. Leer en voz alta a nuestra pareja es sin lugar a dudas
una actividad placentera. Así nos lo cuenta la periodista Chloe Angyal, que
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leyó junto con su pareja Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, un libro que él
no había leído, pero que fue clave para ella y cuya historia quería compartir
con él:
Así que decidimos leerlo juntos, en voz alta. No siempre era en la cama. A veces
leíamos tomando un café o sentados en un parque. Los capítulos de Austen son
cortos y cada uno leía un capítulo antes de pasarle el libro al otro. Una vez que
terminamos Orgullo y prejuicio, comenzamos a leer uno de sus libros favoritos que
yo nunca había leído. Además de disfrutar de los libros, estaba el placer de
escucharlos en la voz del hombre que amaba. Resulta una experiencia profundamente
íntima. Tumbada en la cama, con los ojos cerrados y enamorándome cada vez más
cuando él ponía voz a personajes con los que yo estaba familiarizada desde hace
muchos años atrás.
Leer en voz alta juntos sirve para estrechar lazos afectivos, adquirir un mayor
vocabulario, preservar la memoria, recordar los cuentos que nos hacen volver
a nuestra infancia o simplemente porque es una actividad placentera para
compartir nuestros libros e historias preferidos con quienes queremos. Pero,
además, la lectura es saludable. Veámoslo a continuación.
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LEER ES SALUD
LEER EN EL HOSPITAL
Sé que estoy mal si no puedo leer. Si me duele algo o me encuentro molesta
pero puedo leer, no es nada grave. Cuando me siento tan mal que ni siquiera
me apetece leer y quizá prefiera ver la televisión o escuchar la radio, significa
que estoy enferma. Entonces lo mejor es que lean para ti.
En eso, precisamente, lleva trabajando Carmen Guzmán desde hace más
de quince años en el Hospital Clínico en Madrid. Enfermera de profesión,
comenzó como bibliotecaria en una pequeña habitación que, más que una
biblioteca, podría considerarse un pequeño almacén con libros. Con los libros
que prestaba a los pacientes y a los familiares que los acompañaban, y
compartir un rato con ellos de lectura, descubrió que las horas de hospital se
les hacían más llevaderas y que esta era otra forma de cuidar y curar a los
enfermos. Desde entonces, ella y su equipo recorren cada día los pasillos y las
plantas del complejo hospitalario, de habitación en habitación, con su «carrito
de las letras» repartiendo libros. Hablan con los pacientes sobre sus títulos,
autores y géneros preferidos, comentan novedades y clásicos, hacen
resúmenes de las tramas y recomiendan la lectura más adecuada según los
gustos. Estas visitas son una de las pocas ocasiones que tiene el convaleciente
de hablar con el personal del hospital sin que la conversación gire en torno a
su enfermedad. La persona que empuja el carro no lleva una bata blanca, así
que en esas charlas encuentran un descanso de sus preocupaciones, una forma
de olvidar lo que están viviendo, y se evaden a través de los libros y de lo que
estos despiertan en ellos. Lo normal es que la estancia hospitalaria sea breve,
quizá no llegue a una semana, así que adaptan sus propuestas de lectura con
recomendaciones de novelas cortas o relatos. También ofrecen la posibilidad
de que se lleven el libro a su domicilio si, cuando reciben el alta hospitalaria,
no lo han terminado y pueden devolverlo más tarde.
Esta actividad se enmarca dentro del programa «Salud y lectura» y se
puso en marcha en el Hospital Clínico San Carlos de Madrid en 2004 con el
impulso de la Fundación de Educación para la Salud (FUNDADEPS) y el
apoyo del Ministerio de Cultura y Deporte. Después de muchas
reivindicaciones e investigaciones que han demostrado el impacto que tiene la
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lectura en la salud en general y en el proceso de recuperación en particular, el
servicio bibliotecario se presta desde una red de más de cincuenta y seis
hospitales públicos de España. Ahora Carmen tiene muchos más compañeros
que hacen lo mismo en los espacios que los hospitales han destinado para sus
bibliotecas para pacientes. Los libros proceden en su mayor parte de
donaciones de editoriales o de pacientes, que una vez recuperados y después
de constatar lo beneficiosos que resultaron durante su estancia, regalan sus
propios libros para que ayuden a otras personas.
La voz de los libros no solo llega a través del carrito y la atención que dan
estos profesionales de las bibliotecas a las personas enfermas, sus familiares o
acompañantes, y al personal del mismo centro. También leen cuentos a los
niños ingresados en la planta de pediatría, leen poesía en la sala de espera
para celebrar algún día especial e intentar que esos momentos de tedio en un
hospital sean algo más llevaderos, y siempre están dispuestos a leer a quien
por determinadas dolencias, o porque lo prefiere así, quieren que les lean.
Igual que las personas voluntarias leían a pie de cama a los heridos durante
las dos guerras mundiales, ahora estos bibliotecarios hacen lo mismo para
aliviar la guerra individual que los pacientes libran con su propia enfermedad.
En la pandemia, por ejemplo, advirtieron la presión a la que estaban
sometidos los profesionales de la salud y pensaron cómo podían colaborar con
la lectura. Surgió entonces el proyecto «Entre Mentes», una formación sobre
literatura en el ámbito terapéutico de la salud mental. Durante una hora y
media, a través de una conexión online, una narradora leía para los sanitarios.
Médicas, enfermeros, celadores reconocieron que hacía mucho tiempo que
alguien no les leía en voz alta y que la posibilidad de conocer un texto y
compartir sus pensamientos y sentimientos con los compañeros generaba un
espacio que les permitía olvidarse de las situaciones traumáticas que estaban
viviendo, bajar sus niveles de ansiedad y recuperar la calma.
Pero Carmen y sus compañeros no están solos: la resistencia de la lectura
en voz alta se ejerce desde otros lugares. Llega a mi conocimiento la
existencia de varias iniciativas impulsadas por la asociación Entrelibros, en
Granada, desde donde Juan y Andrea llevan casi quince años haciendo de la
lectura en voz alta una forma de intervención social y cultural, una manera de
cambiar el mundo mediante el encuentro con los libros. Realizan lecturas
compartidas en cárceles y hospitales, colegios o residencias de personas
mayores, labor por la que en 2019 fueron reconocidos con el Premio Nacional
de Fomento de la Lectura. Además de las actividades lectoras, proporcionan
formación a sus voluntarios, elaboran materiales con consejos para la lectura
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en voz alta y recopilan casos de estudio donde la lectura está presente con sus
conclusiones. Ellos hablan de «conleer», leer con otros, compartir historias,
emociones, afectos entre los que leen y escuchan, crear un acercamiento entre
las personas a través de la voz de los libros.
Cuando los voluntarios de Entrelibros recorren la planta de oncología del
hospital, ven que llega un momento en que algunos niños, conscientes de la
situación, no quieren que entre nadie de fuera, ni siquiera payasos o magos,
pero la lectura compartida siempre es bienvenida. Y es una visita que
disfrutan tanto los niños como sus padres y acompañantes, también sus
hermanos, y donde se dan conversaciones que nunca antes habían tenido. En
muchos casos el final es traumático, cuesta reponerse de una pérdida para la
que los profesionales sanitarios están preparados, pero no así para un
voluntario que se acerca a estos entornos con un libro bajo el brazo. Una
madre recuerda los momentos que pasó con una de las voluntarias que iba a
leerle cuentos a su hijo, enfermo de cáncer. Ella le había leído cuentos en
casa, pero, quizá porque no era consciente de la importancia y el efecto que
las historias pueden tener en nosotros en momentos difíciles, no se le ocurrió
hacerlo cuando creía que la mejoría de su hijo solo podía llegar desde el
ámbito médico. Cuando Andrea comenzó a visitar y leer cuentos al pequeño,
la madre vio con sus propios ojos cómo cambiaba su hijo, cómo dentro de la
enfermedad y el dolor, cuando la voz de los libros invadía aquel espacio,
durante ese rato, había un tiempo para olvidarse de la situación que estaba
viviendo y dejar entrar la felicidad en su vida. Su hijo, de ocho años, se sentía
especialmente reconfortado con un libro llamado Yo, la historia de un oso que
se mira a sí mismo y se reconoce como un ser luminoso, confiado, positivo.
El niño se aferró a ese relato y a la voz de Andrea, a quien le pedía una y otra
vez que lo leyera, para tener esperanza ante la enfermedad que padecía. El
pequeño murió y la madre grabó en la lápida una de sus páginas favoritas del
libro, la que dice: «En ocasiones, noto que soy algo muy especial». La madre
mantiene en el recuerdo estos momentos que pasó junto a su hijo y las
lecturas en voz alta que Andrea compartió con ellos, y afirma: «Yo no sabía
que los cuentos tenían tanta vida».
En otras ocasiones ocurre que no presentamos ninguna dolencia que
pueda ser curada por la medicina, pero necesitamos que alguien nos recete un
libro, igual que se recetan unas pastillas o un tratamiento, porque los lectores
sabemos que los libros, si no curan, al menos mitigan el dolor. Eso es lo que
llevan unos años haciendo desde la Escuela de Escritores. Con la iniciativa
«Te receto un libro», un grupo de escritores nos prescriben los libros que
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creen que pueden sanar nuestra alma. Puedes reservar una consulta con Rosa
Montero o Ignacio Martínez de Pisón, entre otros, y contarles los síntomas
que tienes o qué te gustaría leer, y ellos, como buenos «librólogos de
guardia», te recetarán los libros más adecuados.
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Por todo ello, como decíamos al principio, no se trata solo de entretener,
con lo relevante que esto también puede ser. El tiempo que los voluntarios les
dedican y la implicación que ellas tienen al leer y compartir la escucha con
otros les permite olvidar un rato su realidad y que ese tiempo vivido entre
libros sea de calidad dentro de sus rutinas carcelarias. Como dice una de las
asistentes: «Esto me quita mucha cárcel», y no lo dice en el sentido real de
reducción de la pena, porque no era así, sino por el inmenso bien que esos
encuentros le proporcionan.
Los que somos lectores sabemos que la lectura es una herramienta de
transformación social, los libros nos cambian, pasan por nosotros y cuando
los terminamos sentimos que ya no somos los mismos. Somos, como decía
Borges, los libros que leemos. Muchas de estas personas que están en una
cárcel quizá no han tenido el entorno social adecuado como para descubrir e
interiorizar el hábito de la lectura y es al entrar en prisión cuando la
descubren. Las instituciones penitenciarias también conocen el poder de la
lectura, y por eso se crean bibliotecas en las cárceles y se propician clubes de
lectura y otras actividades que fomentan la lectura.
Esto lo cuenta una de las moderadoras de un club de lectura en una cárcel
de mujeres en Uruguay: «Por último, en el club tenemos un rato de lectura en
voz alta: cada participante que lo desee lee una parte del texto. Esto puso de
relieve la capacidad de los textos de afectarnos, de actuar sobre nuestros
estados de ánimo y de producir una variedad de respuestas fisiológicas que
movilizan el cuerpo en la expresión de sensaciones y emociones». Cuenta que
con la lectura en voz alta de Chicas lindas de Selva Almada han reído juntas,
cómo se han roto por dentro al escuchar Cometierra de Dolores Reyes,
incluso algunas han sentido vergüenza ante las escenas de sexo de los cuentos
«Amor fuera de lugar» de Ursula K. Leguin y «El punto de más» de Carmen
María Machado, que pusieron color en sus mejillas y les hicieron temblar e
impostar la voz. Al leer un texto en voz alta, juntas, en un mismo espacio,
experimentaron la acción de la lectura sobre el cuerpo manifestada a través de
sensaciones y emociones compartidas.
Por último, llega a mí otra experiencia relacionada con la lectura en
cárceles, en este caso en forma de donación de libros con dedicatoria que
promueve la asociación Teta&Teta, llamada «A las olvidadas». Aprovechan
las visitas que hacen a las cárceles para llevar libros a las reclusas y leer en
alto algunos textos o poemas.
El encuentro con otros para leer en alto es encontrarnos con alguien con
quien hablar y conversar de libros, pero también de cualquier tema, antes y
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después de la lectura. Así se consigue una comunicación y sintonía que no
hallamos en otros momentos de nuestra vida y se propicia una sociabilidad
que es cada vez más difícil de descubrir en un mundo que tiende al
individualismo.
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que seguramente de otro modo no podrían hacer, y, por supuesto, mejoran sus
niveles de estrés y ansiedad, ya que es una práctica relajante y gratificante
junto con otras personas.
No obstante, los beneficios son muchos más. Gracias a la voz de los libros
nos comunicamos y nos abrimos unos a otros, comentamos qué sentimos y
compartimos opiniones, creamos con el otro una vivencia de calidad, no es un
estar por estar, sino un momento de verdadera relación. Es tanto lo que la
lectura en voz alta puede hacer que, incluso en casos donde un trauma nos
bloquea, expresar lo que nos ha ocurrido puede fluir en la conversación que se
genera. Esto se muestra muy bien en la novela autobiográfica Sé por qué
canta el pájaro enjaulado, de la cantante, escritora y poeta Maya Angelou,
activista y referente de la comunidad afroamericana por la lucha de los
derechos civiles. En este libro, publicado en 1969 y convertido ya en un
clásico contemporáneo, Maya nos cuenta su infancia y juventud en varias
ciudades estadounidenses. Debido a las violaciones a manos de la pareja de su
madre, sufrió un profundo trauma que la llevó a permanecer cinco años en
silencio, sin articular palabra. Entonces Maya entró en contacto con la señora
Flowers, quien un día la invitó a su casa a tomar pastas de té y limonada.
Abrió Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, y comenzó a leerle en
voz alta. Cuando terminó de leer le preguntó: «¿Te gusta?», y Maya, a la que
la lectura le había parecido un prodigio, por primera vez desde hace años
articuló su voz para decir: «Sí, mucho». «Una cosa más», le dijo la señora
Flowers, «llévate este libro de poemas y apréndete de memoria uno para mí.
Quiero que lo recites la próxima vez que vengas a visitarme». Así comenzó a
reconciliarse con aquellas personas que sabía que eran buenas y la querían, a
través de la voz de los libros.
Años después, algo similar a esta escena se reproducirá de nuevo en un
colegio de Granada. Están leyendo el álbum ¿Cómo te sientes? Y, de pronto,
sin que nadie pregunte, una de las niñas, llamada curiosamente también
Maya, comienza a contar su historia. Una historia de gritos, insultos,
vejaciones, de cómo el padre golpeaba a su madre hasta que caía al suelo, la
ayuda de la abuela, y ella en medio de semejante guerra. Aquello, que no
había compartido con profesores ni psicólogos ni nadie, surgió en aquella
inocente lectura en voz alta en mitad de una clase. Quizá nadie antes le había
preguntado cómo estaba, cómo se sentía, y si lo habían hecho, la forma habría
sido fría, directa, pautada, como ese saludo protocolario de «¿Cómo estás?»
que nos decimos unos a otros y se queda en el aire. Después de escuchar la
voz de un libro que verdaderamente se interesaba por sus sentimientos, Maya,
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al igual que esa otra Maya que estuvo años sin hablar, se abrió como un libro.
Ese es el poder de la literatura en voz alta.
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EL ESPECTÁCULO DE LA LECTURA
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tuvo que darle una copa de coñac para que recobrase el valor y se decidiese a
salir y sentarse junto a la mesita…». A pesar de que Larbaud colaboraba de
manera regular en las sesiones de lectura que se desarrollaban en la librería,
en aquella ocasión, y seguramente debido a la expectación que un libro como
este estaba provocando, se saltó un par de párrafos. Salvando esos primeros
momentos, la lectura resultó un éxito y fue largamente aplaudida por los
asistentes cuando finalizó. En ese momento Larbaud buscó a Joyce entre la
multitud de caras que inundaban la librería hasta que dio con él, detrás de la
cortina de la trastienda, y le hizo salir ruborizado al tiempo que le daba un par
de besos en las mejillas.
Y es que el Ulises es un libro en el que la lectura en voz alta cobra
especial importancia, sobre todo al final, durante las últimas cincuenta
páginas, porque se trata de un texto compuesto por ocho únicas largas frases
con las que uno de los personajes, Molly, da rienda suelta a su monólogo
interior sin incluir ningún tipo de puntuación. Años más tarde, en 1955, Eve
Arnold, la que fuera la primera mujer en pertenecer a la agencia Magnum,
inmortalizó a Marilyn Monroe leyendo la obra de Joyce. Contaba la fotógrafa
que, durante un reportaje a la actriz en la playa de Long Island, en un
descanso le preguntó qué estaba leyendo, a lo que ella le contestó que el
Ulises, que lo llevaba desde hacía tiempo en su coche y que lo leía siempre
que tenía un rato. Así que la fotógrafa le propuso fotografiarla mientras leía.
La imagen de la actriz con el libro se convirtió en icónica. Marilyn le contó
que le encantaba cómo sonaba el Ulises y que se lo leía en voz alta a sí misma
para encontrarle sentido. No estaba muy alejada Marilyn del que pudo ser el
objetivo de Joyce al escribir estas últimas páginas de manera continua: hacer
que el lector tuviera que decir en voz alta el texto para comprenderlo,
reproducir la voz del monólogo interior que surgió en la cabeza de Molly
como única manera de acercarse a él. Así que, si alguno de vosotros ha
sentido alguna vez la frustración de perderse con este libro, quizá lo estaba
leyendo en silencio, y lo que hay que hacer es leerlo en voz alta para captar su
esencia.
Pero volvamos a la librería Shakespeare and Company. Durante los
siguientes años Sylvia siguió recibiendo a autores y lectores con los que
hablaban de libros y literatura y con quienes hacían lecturas en voz alta. Pero
después de llevar la librería abierta más de veinte años, el comienzo de la
Segunda Guerra Mundial en 1939, la ausencia de ciudadanos
estadounidenses, que habían vuelto a su país huyendo de la contienda, y la
situación económica del momento con alquileres que triplicaron el precio,
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hacía que el proyecto fuera inviable desde el punto de vista económico. Sylvia
comenzó a pensar en el cierre de la librería. Ante esta situación contempló
varias opciones, como la propuesta de emitir acciones para que hubiera otros
propietarios, cosa que rechazó desde un principio. Tras muchas vueltas
encontró una fórmula: crearía una «Asociación de Amigos de la Librería». La
idea consistía en lograr reunir a unos doscientos amigos de la librería para que
cada uno de ellos pagara una cuota anual de doscientos francos. El número
elegido fue ese sin posibilidad de aumentarse porque era el aforo que de
manera muy ajustada cabía en la librería. De esta forma, se podrían salvar los
siguientes dos años hasta que la situación económica cambiase o se buscara
otra solución. La librería pudo seguir abierta. ¿Pero por qué alguien iba a
pagar una cuota por mantener abierta una librería? ¿Qué recibían a cambio?
Los amigos de la librería escucharían en primicia textos inéditos de los
escritores amigos de Sylvia, quienes se habían comprometido a efectuar por
turnos una lectura de sus trabajos inéditos.
Durante los siguientes meses Shakespeare and Company se convirtió en
una sala donde se apretujaba la gente en pequeñas sillas para oír leer, por
ejemplo, a André Gide, que escogió una obra de teatro, o Paul Valéry, que
leyó alguno de sus versos más bellos, hasta Ernest Hemingway, que tenía
como norma no leer en público, hizo una excepción y consintió en participar.
Todo ello le granjeó una gran publicidad a la librería y aparecieron noticias de
estos eventos en la prensa. Con esta iniciativa, el negocio comenzó a
remontar: la idea de salvar a la librería a través de la lectura en voz alta surtió
su efecto. Me hubiera encantado sentarme en una de las pequeñas sillas de
madera estratégicamente colocadas en la librería para escuchar a estos
escritores y conocer en primicia sus obras acompañando la velada con
aperitivos y copas. Sin lugar a dudas, un espectáculo de la lectura por el que
merecería la pena pagar.
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Sylvia Beach con James Joyce en su librería. © Album / Lebrecht Authors / Bridgeman Images
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importancia de la voz en alto, y que podía conservarla con la tecnología de su
época.
Hoy en día, muchos años después, otros libreros siguen utilizando la voz
de los libros para llegar a los lectores. Algunos de ellos lo hicieron obligados
por la pandemia de 2020, cuando tuvieron que cerrar sus librerías y la única
forma de comunicarse con sus lectores fue a través de internet y las redes
sociales, como Xavier Vidal, librero de la barcelonesa Nogelliu, que nos
cuenta lo que descubrió: «… a través de la palabra, dicha en voz alta, creo, y
ahora lo digo en términos comerciales, se venden más libros, se venden
muchos más libros. Si te leo un fragmento de un poema de Rimbaud o de la
última novedad que haya sacado un best seller cualquiera. ¿Por qué?, porque
hay música, y a la gente le gusta la música».
Pero no solo se lee en voz alta en las librerías, también en las bibliotecas,
esos lugares donde en la Antigüedad resonaba la voz de los libros, pero que
en la actualidad se han convertido en templos del silencio, se lee en voz alta.
Lo hacen en las propias salas, cuando programan actividades, muchas
dirigidas a niños, pero también las hay para adultos. Asisto a una de ellas, se
trata de un taller de declamación de poesía. El profesor es un actor profesional
que conoce muy bien el funcionamiento de la voz, cómo proyectarla, las
pausas necesarias para generar la justa emoción que se quiere conseguir, e
incluso, cómo manejar silencios más prolongados. Nos anima a cambiar el
ritmo dentro de un mismo poema, rápido o lento, a dejar el final de las frases
arriba o abajo, y ver qué es lo que ocurre, incluso a cambiar la intensidad de
lo que leemos y cómo así el significado es otro. Nos dice que cuando alguien
lee un poema de Lorca en voz alta ya no es Lorca el que nos habla, sino quien
está leyendo el texto de Lorca. Porque quien lee pone el alma en su voz,
expresa una determinada intención, que es la que quiere compartir en ese
momento y lugar con nosotros. El narrador tiene el poder de emocionar a
través de su voz, llega al que escucha, le envuelve, puede controlar lo que
siente, mantener o alargar un sentimiento o precipitar el siguiente. Y como
lectora quiero aprender a leer en voz alta para conseguir todo eso, quiero ser
un instrumento para que la voz de los libros llegue a los demás.
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prestigioso en lengua española, se subirá a un estrado, activará el micrófono y
comenzará a leer la famosa frase con la que comienza el Quijote: «En un
lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…». Desde el año
1996 y con motivo de la celebración del Día Internacional del Libro se
produce en Madrid una lectura en voz alta de la obra cervantina. La lectura
tiene lugar en el Círculo de Bellas Artes y tiene una duración aproximada de
cuarenta horas. El evento público suele comenzar el día 21 de abril, sobre las
seis de la tarde, para terminar el día 23. A continuación de la intervención del
escritor o escritora galardonados con el Premio Cervantes, le siguen
reconocidas personalidades de la vida pública, así como personas anónimas,
usuarios de bibliotecas, integrantes de clubes de lectura, colegios y otras
entidades educativas y culturales. Desde 2018 esta lectura se lleva a cabo
también a través de conexiones telemáticas, lo que permite participar a otras
personas o instituciones que no están presentes en la sala, y la lectura se
retransmite a través de internet y se interpreta en lengua de signos. De modo
que durante esas horas esta lectura llega a cualquier rincón del mundo.
Una actividad digna de ser considerada récord del mundo, aunque lejos de
la iniciativa que realmente lo tiene, el del mayor número de personas
participando en un relevo de lectura. Lo logró la Fundación Educativa de la
Biblioteca Marwadi en India, que el 22 de septiembre de 2015 consiguió
reunir a tres mil setenta y una personas que se turnaron para leer An
Autobiography y The Story of my Experiments with Truth, de M. K. Gandhi.
Y el récord de lectura pública llevada a cabo por una sola persona la tiene un
nigeriano, con ciento veintidós horas de lectura en voz alta con apenas dos
descansos en esos más de cinco días. Sin necesidad de llegar a estos extremos,
nosotros tenemos la suerte de escuchar cada 23 de abril la lectura continuada
del Quijote y revivir las andanzas del manchego universal.
También tiene su día especial la lectura en voz alta del Ulises. La obra
cuenta la vida del dublinés Leopold Bloom a lo largo de un 16 de junio desde
las ocho de la mañana a la madrugada de ese día. La elección de ese día para
el desarrollo de su historia se debió a una efeméride romántica, ya que fue el
día en el que Joyce paseó por primera vez con la que más tarde sería su mujer.
Años después Joyce, postrado en una cama de hospital tras una de sus muchas
operaciones de vista, apuntó en su cuaderno: «Dieciséis de junio de 1924,
veinte años después. ¿Alguien recordará esta fecha?». Y pasados más de cien
años de su publicación podemos afirmar que sí, que mucha gente rememora
esta fecha, no solo la poeta Sylvia Plath, que insistió en casarse ese día porque
admiraba la obra del irlandés, sino que se conmemora cada año con la
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celebración en Dublín del Bloomsday, esto es, el día de Bloom, su
protagonista.
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escenografía es sobria, las luces tenues, casi a oscuras, donde se perciben dos
camas y dos actores que llevan cada uno en sus manos una tablet. Leen
fragmentos seleccionados de la novela y el espectador puede seguir el
argumento aunque haga tiempo que ha leído el libro o incluso si no lo ha
hecho. Durante la hora que aproximadamente dura la lectura casi no hay
interpretación escénica, solo la lectura de la obra llena el escenario y se
expande por todo el teatro.
Iniciativas como esta, aunque escasas, y muy vinculadas a eventos
conmemorativos como este que hemos relatado se siguen haciendo hoy en día
en diferentes partes del mundo. Alemania tiene un día nacional dedicado a la
lectura en voz alta, el llamado Vorlese Tag. Se celebra anualmente en
noviembre y ese día se invita a participar a personalidades reconocidas a leer
en voz alta. También encontramos algo similar en el Reino Unido, donde
varios periódicos desarrollan la iniciativa «The Reading Weekend»: una
estancia de fin de semana libresco en una casa sin televisión ni internet, solo
chimenea, sofá y libros para leer uno mismo, pero también para leer en voz
alta junto con los otros agraciados. Así pues, a pesar de vivir en unos años
donde predomina la lectura silenciosa, la misma en voz alta está teniendo un
florecimiento como espectáculo que nos permite encontrarnos con otros y
disfrutar en compañía de la lectura.
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que transmite la voz que lee en alto, y eso es lo que Benigni hace con la
Divina comedia.
Existen otras iniciativas similares de lecturas en el mundo. En Estados
Unidos cuentan desde 2010 con un programa de lecturas públicas llamada
«The Global Read Aloud», que sería algo así como «La lectura global en voz
alta», dirigidas principalmente a los niños. Esta actividad pretende conectar a
las personas a través de un libro que se lee al mismo tiempo en diferentes
ciudades y pueblos. Suele tener lugar en octubre y durante seis semanas en las
escuelas se leen en voz alta los mismos libros elegidos.
En los colegios o bibliotecas públicas sigue perviviendo la lectura en voz
alta sobre todo con cuentacuentos infantiles. Fuera de estas instituciones, en la
isla de Lanzarote se celebran desde el año 2003 lecturas públicas en un local.
Se trata del proyecto dirigido a adultos denominado «Literatura Viva». Se
reúnen cada lunes por la tarde para leer en voz alta y escuchar leer. Otra
iniciativa similar es la «Lectura en Veu Alta», que fomenta la lectura en
catalán.
Hoy en día también podemos asistir a otras manifestaciones de creación
literaria en voz alta y en comunidad, pero que no son como tales lecturas,
aunque tienen también su interés y atraen a un determinado público. Me estoy
refiriendo, por ejemplo, a las llamadas «Controversias» de los decimistas
cubanos, que improvisan poemas en forma de décima, o a las «Peleas de
gallos», que llenan salas de gente. También el «Maratón de cuentos» de
Guadalajara, que lleva desde 1992 con esta iniciativa y que se desarrolla el
Día del Libro. Se trata de un fin de semana, durante cuarenta y seis horas, en
las cuales se cuentan cuentos, pero la principal norma es que no se pueden
leer. Quienes sí que leen sus poemas en público son los poetas, y como hacían
Dickens o Dylan Thomas, llenan teatros de personas que quieren escuchar en
directo, en su voz, sus poemas acompañados de música y luces que hacen que
la literatura pueda ser vivida, sentida y compartida.
OS LEO A…
Volvamos a un entorno íntimo. Una mujer joven con pijama de satén negro
entra en una pequeña sala del centro cultural Conde Duque, un antiguo
edificio histórico de Madrid remodelado pero que mantiene la esencia de
pertenecer a otro tiempo, lo moderno y lo clásico parecen fundirse en el
espacio y el tiempo. En el centro han puesto una alfombra negra y cojines
también oscuros, con varios libros esparcidos alrededor, en el borde, creando
un círculo imaginario que me recuerda a los rituales satánicos, delimitando lo
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que está dentro y lo que permanece fuera, como queriendo establecer un
límite entre la realidad y la ensoñación que crea la lectura. La joven entra en
el círculo y se sienta en el suelo, al lado tiene una pequeña bandeja con patas
sobre la que hay una copa de cristal con vino tinto y rodajas de pan. La escena
es mística, sagrada, esotérica, como ella considera la lectura. Fuera del círculo
algunas personas que han acudido a ver qué es aquello están sentadas y
esperan en silencio.
No es la primera vez que la mujer lee en público. Os leo a Marguerite
Duras, Os leo a Elena Garro, Os leo a Annie Ernaux… así se titulan muchos
de los vídeos de Luna Miguel en YouTube. La producción es sencilla, pone su
móvil a grabar, hace una pequeña introducción sobre la autora y por qué ha
elegido esa lectura, toma su libro en las manos y comienza a leer en voz alta.
Habitualmente está en su casa, puede ser al lado de una estantería con libros,
en su pequeño balcón o incluso en su cama. Su voz se mezcla con el ruido
ambiente que haya en cada momento, lo que le da una sensación de realidad,
de verdad, de estar ahí con ella escuchando cómo lee en un día cualquiera. La
lectura puede durar unos minutos o llegar a la hora. Un poema, un fragmento,
un relato o una novela corta. Pero en todos los casos, los vídeos acumulan
miles de visualizaciones. En los comentarios los usuarios mencionan la
calidez de su voz, cuánto les gustan sus lecturas y, también, cómo gracias a
ella han descubierto obras o autoras que no conocían antes. Luna es escritora
y editora, es una trabajadora de la lectura como le gusta denominarse, porque
la literatura tiene un halo de clasismo del que ella trata de huir. En su ensayo
Leer mata hace una especie de repaso de los diferentes lectores que existen y
considera que el cuerpo no puede permanecer impune al efecto que la lectura
tiene en nosotros, leer deja huella. Luna conecta con esos médicos del Siglo
de Oro español que decían que leer en silencio era peligroso para la salud.
Ella lo ha comprobado muchas veces. Como aquella vez en la que leyó el
Ulises de James Joyce en tres días consecutivos sin descuidar el resto de sus
ocupaciones diarias. El estado físico en el que acabó fue la manifestación
empírica de que la lectura nos transforma. Ahondando en esta idea de cómo la
literatura deja una huella física en nosotros los lectores, en nuestros cuerpos,
realizó una performance llamada «La muerte de la lectora», en la que estuvo
leyendo en público ininterrumpidamente durante cuarenta y ocho horas. Es
donde ahora estamos, Luna Miguel es la joven con el pijama de satén negro.
Sin dormir ni comer, sin ir al baño, solo leer durante cuarenta y ocho
horas seguidas. Luna toma el libro de Jane Eyre y comienza a leer en silencio.
Pasan las horas, ella cambia de posición, se tumba, se pone de pie, le duelen
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los ojos y el cuello, su cuerpo cambia conforme la lectura pasa por ella.
Algunos asistentes se marchan después de unas horas observando aquella
escena, otros sacan sus propios libros y se ponen a leer en silencio
participando de esta manera también en la performance. Ella lee, subraya,
hojea libros, los amontona. Cuando pasa el primer día vemos que ya está
cansada, sus ojeras lucen oscuras, el rojo de sus labios ha desaparecido, sus
ojos se cierran. La gente entra y sale de la sala, permanece unos minutos,
quizá algunas horas, pero durante largos ratos se queda sola. ¿Qué sentido
tiene la lectura en soledad? Queda poco para llegar al segundo día, y Luna se
pone de pie. Lee en voz alta un poema de Valente que sabe de memoria desde
que es una niña: «Cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre».
Cuando termina deja el libro y abandona en silencio la sala. Se cambia de
ropa y sale en dirección a la estación de Atocha, desde donde irá en tren hasta
su casa. Podría haber tomado un taxi o alguien podría haberla acercado en
coche después de llevar dos días despierta y sin parar de leer, pero ella
concibe la lectura no como un privilegio, sino como parte cotidiana de su
vida, y la suya es la de una trabajadora de los libros. Como esas trabajadoras
de las fábricas cubanas, Luna moldea la lectura mientras trabaja; en lugar de
torcer tabaco lo hace con las palabras, frases, párrafos, y después de una dura
jornada descansa lo justo para volver de nuevo a la fábrica de la lectura.
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EMBOTELLAR LA VOZ DE LOS LIBROS
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Resulta curioso que, como ávido lector, Cyrano idease, en un ejercicio de
ciencia ficción, los audiolibros como una situación maravillosa e idílica.
Nadie mejor que él supo apreciar el valor de la voz para persuadir y llegar al
corazón.
Es joven, culto e ingenioso, en cambio no tenía un buen físico. Su gran y
deforme nariz que por un lado era signo de distinción y lo hacía único, por
otro le dejaba fuera de los estándares de belleza y en desventaja en cuanto a
las labores de seducción. Su mito fue tal que su historia se llevó años después
a la ficción. La obra teatral de Edmond Rostand nos habla de un militar
valiente pero deformado debido a su nariz y enamorado de Roxanne, una
bella joven con multitud de apuestos pretendientes. Uno de ellos tiene grandes
espaldas, un sedoso pelo y un rostro atractivo, pero le falta ingenio, no sabe
cómo conquistar a Roxanne, qué decirle, de qué hablarle. Cyrano ama en
secreto a Roxanne, pero no puede expresarle su amor porque sabe que será
rechazado, apartado, como lo ha sido siempre desde que tiene uso de razón,
desde que era pequeño, fruto de las risas de otros niños, de las burlas también
de los adultos; es algo que ya conoce de sobra y que no quiere volver a vivir.
Las circunstancias darán la oportunidad a Cyrano de que pueda expresar su
amor a Roxanne cuando el joven atractivo le pide ayuda, ya que sabe que él
es una persona sensible, culta, que debido a su físico se ha refugiado en los
libros y la poesía, y le pide que le diga cómo tiene que dirigirse a su amada.
Cyrano accede y comienza a escribir cartas en nombre del apuesto joven. Las
cartas dan su fruto y Roxanne consiente que Christian, el galán, acuda una
noche a su balcón para hablar. Cuando piensa que entonces todo se
descubrirá, Cyrano, como hombre de recursos, le dice que no se preocupe,
que aprovecharán la oscuridad, él estará a su lado para susurrarle al oído las
palabras que su amada quiere escuchar. Es más, como el joven pretendiente
no sabe declamar, será Cyrano quien hable en su nombre. Este juego permite
a Cyrano dar salida a sus sentimientos más íntimos, expresar su amor a la
mujer que ama, pero esto tiene una cara tenebrosa. En realidad ese objeto de
deseo está cada vez más lejos de él y más cerca del joven inepto. Al cabo de
un tiempo Roxanne ha quedado prendada de su pretendiente, y este no solo
despierta sus instintos, sino que es capaz de transportarla a mundos
imaginarios, hacerla sentir con las palabras cosas que nunca ha vivido, hasta
el punto de que llega a afirmar que ama a Christian no tanto por su físico, sino
por el hombre que hay detrás de él, ese hombre sensible con el que puede
compartir un atractivo intelectual. El engaño ha llegado demasiado lejos,
Christian no sabe cómo va a mantener el tipo en el hogar conyugal, en la
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intimidad de la alcoba. ¿Qué ocurrirá cuando su mujer descubra que él no es
ese hombre tan ingenioso, romántico, tierno que creía que era? Christian y
Cyrano deciden contar la verdad a Roxanne, pero con el fallecimiento del
primero la confesión no llega y su secreto se va con él a la tumba. Roxanne se
retira a un convento, y Cyrano, como amigo, la continúa visitando durante
quince años, llueva o truene, nieve o haga calor, no cesa en su visita. Incluso
un día, para cumplir con su compromiso, acude con una grave herida. Ese día
Roxanne tiene entre sus manos la última carta de su difunto enamorado. La
luz de la tarde ya ha caído y Cyrano trata de leerla en alto sabiendo que las
palabras le recordarán a su amor y calmarán su pena. Pero la oscuridad ya es
tal que no es posible ver bien el texto. Cuando Cyrano prosigue la lectura de
la carta de memoria, unas palabras que habían salido de su ser más profundo,
que había recordado una y otra vez y que había escrito y recitado varias veces
poniéndolas en boca de Christian, es en ese momento, al escuchar aquellas
palabras con esa voz, una voz que no era real porque de serlo vendría de
ultratumba, la voz de su amante que había oído noche tras noche en la
oscuridad de su balcón, de esa persona culta e ingeniosa de la que se enamoró
gracias a la voz, cuando se da cuenta de la situación. Pero la herida que lleva
Cyrano es mortal, la historia no podrá terminar bien y Roxanne verá por
segunda vez cómo su amado se le escapa de entre sus manos.
La obra de Rostand, aunque inventa esta relación a tres y la importancia
que tuvo la voz del protagonista en el desenlace de la historia, se basa en la
verdadera personalidad de Bergerac, así como en su falta de atractivo físico,
que solventaba gracias al ingenio de sus palabras y al refugio que encontró en
los libros. Libros leídos en alto con los que Cyrano seguramente fantaseó al
inventar sus propias historias, como esa en la que existía un libro que era todo
voz.
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después que si les gustaba el fonógrafo, para terminar diciéndoles que él se
encontraba muy bien y despedirse con un cordial «buenas noches». Los
periodistas congregados allí, acostumbrados a conocer los últimos inventos y
descubrimientos científicos, se quedaron estupefactos ante lo que acababan de
presenciar: la primera vez que una máquina había reproducido la voz humana.
Edison tuvo que llevar a cabo esta escenificación porque la noticia de su
invención no había sido recibida tal y como se merecía. Cuando lo anunció
meses antes resultó que por sí misma era un hecho difícil de creer y ninguna
revista se interesó por ella. Así que no tuvo más remedio que presentarse en
una de las revistas científicas más prestigiosas de la época y, sin mediar
palabra, dejar que la máquina hablase por sí misma y se pudiera conocer en
directo y a través de una prueba empírica su nuevo artilugio.
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la duración del texto, ya que la tecnología recién inventada solo podía
registrar unos cuatro minutos. Así que se contentó con la grabación de una
popular canción infantil, Mary Had a Little Lamb, que se convirtió en la
primera grabación y reproducción de la voz humana de la historia. Otra de las
limitaciones del fonógrafo era que no podía hacer copias en producción
masiva, esto es, se podía grabar la voz, pero después no se podía copiar en
otro archivo. Esto impedía su expansión y, por tanto, limitaba su uso
comercial. Unos años más tarde Emilie Bernier inventó el gramófono, que sí
permitía esta duplicidad, es decir, de un mismo archivo podían hacerse
cientos de copias. Eso sí, para que funcionara había que darle cuerda con una
manivela de manera manual, pero fue el primer paso para disponer de varias
versiones de una misma grabación.
Poco a poco se comenzó a comprender la importancia que este invento
tendría en nuestra vida. La prensa de la época, para explicar lo que conseguía
la nueva máquina, en concreto el New York Times, hablaba de que a partir de
este momento era posible «embotellar» el sonido. Esta metáfora me pareció
muy hermosa desde que la escuché por primera vez. Me recuerda a esos
músicos callejeros que colocan una mesa, un mantel blanco y varias copas
rellenas con diferentes cantidades de agua. Van pasando sus manos por el filo
de las copas y se produce el sonido, crean música. Algo así pensaron que
podrían llegar a ser estos aparatos, pero en lugar de utilizar copas, meter las
letras, palabras, las comas, puntos y signos en unos botes que luego serían
cuidadosamente cerrados y almacenados. Me recuerda a las conservas que
siguen haciendo mis padres hoy en día: conserva de tomate natural, frito, de
pisto, todos ellos productos que antes han sido criados de manera orgánica,
directamente por sus manos, para luego recolectarlos y embotellarlos hasta
que se cierra la tapa, y permanecerán en la despensa hasta que alguien los
abra para disfrutar de ellos. Sería lo mismo con los libros, cuando quisiéramos
abrirlos conservarían su olor, su sabor y su sonido. Aunque me temo que el
artículo del New York Times no mira el invento desde mi misma perspectiva y
rezuma cierta burla, puesto que, por ejemplo, se imaginan las librerías como
tiendas de ultramarinos donde se almacenan botellas con los nombres de los
autores y dicen que «podremos comprar Dickens y Thackeray por botella o
por docenas», haciendo un claro símil con comprar otro tipo de productos no
culturales.
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Caricatura satírica acerca de cómo sería tener libros y música embotellados. Del Punch’s
Almanack de 1878, 14 de diciembre de 1877. © ilbusca / ISTOCK
Es curioso cómo desde los primeros momentos de esta invención, los medios
de comunicación se preguntan qué sentido tendrá a partir de ahora publicar
algo, escribirlo, si resulta que hay una forma mucho más sencilla, práctica y
con menos esfuerzo de comunicarnos. Es más, se llegan a cuestionar para qué
aprender a leer si existirá un aparato que lo hará por nosotros. De igual
manera, comienzan a asustarse de lo que podría suponer también tener
discursos y «música enlatada», y a nivel más personal, el problema de que
este aparato capte nuestra voz y no podamos desdecirnos. La verdad es que
veían problemas en todos lados. Por este motivo, meses después el mismo
Edison escribió un largo artículo en el que explicaba con detalle su invento y
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las aplicaciones que podría tener en el día a día, desde escribir cartas al
dictado, a juguetes que hablan, pasando por los relojes y la lectura de libros.
Entre las aplicaciones hay una que me ha llegado al corazón: guardar la voz
de nuestros seres queridos.
Caigo en la cuenta de que grabar la voz de nuestros abuelos, padres, tíos,
es una utilidad en la que no había pensado hasta ahora y que hoy, que
tenemos esta posibilidad a nuestro alcance, no hacemos. El recuerdo de la voz
de una persona que ya no está entre nosotros se va desvaneciendo con el
tiempo. Tenemos fotos de nuestra familia y amigos, hacemos vídeos, ahí sí
que se puede escuchar algo la voz, pero no es el objeto del vídeo. No
guardamos la voz, y ahora que lo pienso es algo que estamos
desaprovechando. Siempre recordamos la cara de una persona que ya no está
entre nosotros. En cambio, nuestro recuerdo de su voz no es tan preciso, se va
difuminando, se pierde y nos cuesta recordarla. Me gustaría escuchar la voz
de mis abuelos, oírlos de nuevo cuando contaban cualquier historia, hubiera
sido fácil, pero no lo hice. Estoy a tiempo de hacerlo con mis padres, incluso
dejar grabado algo yo misma para que mis hijas me puedan escuchar cuando
ya no esté.
Pero entonces pienso que no me gusta escuchar mi voz, a la mayor parte
de la gente nos pasa esto cuando oímos nuestra voz grabada. No nos
reconocemos. Esto es algo que tiene una explicación, y dice que la imagen
que tenemos de nuestra propia voz está en realidad distorsionada debido a que
cuando nos escuchamos el sonido nos llega por dos sitios, el externo y el
interno, y cuando nos oímos en una grabación solo nos llega por uno, el
externo.
Hoy en día, algunos de los audiolibros están leídos por sus propios
autores. Como profesional que se dedica a este sector me he enfrentado en
muchas ocasiones a estas situaciones en las que el autor quiere leer su propio
texto y he tenido que gestionarlas adecuadamente. ¿Qué valor le da a un
audiolibro que lo lea su propio autor? La verdad, muy poco. Y en cambio, las
cosas en contra son muchas: falta de tiempo del autor para destinarlo a esta
labor y desconocimiento de la técnica adecuada de colocación de la voz y
vocalización, entre las más importantes. Otra cosa es que el texto sea
autobiográfico y que por eso sea importante que la lectura la haga el autor
para que dote a las palabras hechas voz de una sensibilidad y un sentido
especiales. Pero quitando esto, siempre será mejor un profesional que lea el
audiolibro, tal y como lo hacían los esclavos en la Antigüedad, personas
preparadas para esta labor, dando como resultado una lectura mejor que si la
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hiciera su autor. El caso de Dickens cuando iba de ciudad en ciudad leyendo
sus libros, creo, era algo diferente y especial. Como hemos visto, había
participado con anterioridad en obras de teatro y tenía cierta experiencia y
talento teatral, y, tal y como reconocieron sus coetáneos que tuvieron la
oportunidad de escucharlo en directo, su lectura e interpretación eran
excelentes. Colaboré junto con el escritor Fernando Marías en la grabación de
un audiolibro. Se trataba de historia autobiográfica que él mismo grabó. Ya
había hecho lo mismo con La isla del padre, que también hablaba de su
familia. A los pocos meses, murió. Hoy en día se me siguen poniendo los
pelos de punta cada vez que lo escucho, y pienso qué bien que podamos
seguir teniendo a Fernando enlatado para el futuro.
Pero hasta llegar a aquí, el miedo ante la posibilidad de grabar los libros
estuvo muy presente en estos primeros años que siguieron a la invención del
gramófono. Una noche de principios de la década de 1890, un grupo de
hombres se dirigía paseando hacia su casa. Todos estaban consternados.
Acababan de asistir a una conferencia impartida por el físico y matemático
William Thomson en el Royal Institute de Londres. Lo que había asegurado
en aquella charla es que el fin del mundo es matemáticamente seguro y que
ocurrirá justo en diez millones de años debido al enfriamiento gradual del Sol.
Ellos ya no estarán allí, ni siquiera sus más cercanas generaciones, pero es
algo desolador pensar que nuestro mundo va a desaparecer. Así que de
camino a casa pensaban cómo sería el futuro próximo, ese que seguro
experimentaría muchos cambios y que ellos sí que vivirían. Entre ellos se
encontraba el bibliófilo francés Octave Uzanne. Cuando le preguntaron cuál
era su visión sobre el futuro de los libros, Uzanne dijo que las nuevas
innovaciones con el embotellamiento del audio provocarían el fin de los libros
tal y como se habían conocido hasta aquel momento. Entre sus argumentos
para hacer tal afirmación, estaban que la humanidad quiere cada vez más
disfrutar de un ocio que no le fatigue, no le canse, y leer, aunque sea en
silencio, es un esfuerzo. Recordemos cómo una de las principales razones de
que se leyera en alto durante la Antigüedad era esa: leer cansaba y se prefería
que otros lo hicieran para el disfrute. Ahora esto se ha sustituido por la
invención del gramófono y el resto de las evoluciones tecnológicas, por lo que
no hay ningún motivo por el que queramos seguir haciendo un esfuerzo en
leer cuando es posible disfrutar de lo mismo a través de la escucha. Así que
Uzanne predijo el fin de los libros, ya que «todos los materiales impresos
pronto serán reemplazados por material sonoro. Los autores se convertirán en
“narradores” o “cuentistas”. Los periodistas se convertirán en locutores; las
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entrevistas y los discursos se grabarán en fonógrafos para ser reproducidos
por el público más tarde». Uzanne creía que en los años venideros se podría
disfrutar de la literatura en cualquier lugar y momento gracias al audio, en
«los vagones públicos, las salas de espera, los camarotes de los barcos de
vapor, los pasillos y las cámaras de los hoteles contendrán fonografías para
uso de los viajeros».
Estas predicciones, bastante acertadas en cuanto a lo que el audiolibro
puede hacer por nuestros tiempos muertos y el disfrute de la literatura, pero
equivocadas en cuanto al fin de los libros, se incluyeron precisamente en el
formato en el que él mismo dijo que iba a morir, un libro en papel. Se llamó
El fin de los libros e incluyó una serie de ilustraciones sobre situaciones
cotidianas y cómo él se imaginaba que la gente disfrutaría de los audiolibros.
Así que al igual que la imprenta tuvo sus detractores, como el veneciano
Strata, también los primeros desarrollos que permitieron la grabación de la
voz tuvieron a sus apocalípticos, que decían que la reproducción sonora de las
historias sería el fin de los libros y de la lectura. Me llama la atención la
cantidad de veces que se ha tratado de matar a los libros en papel, y me
congratula saber que siempre han salido airosos e incluso más reforzados.
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noche leerá sus poemas en el teatro The Cherry Lane. Barbara y Marianne
acuden al recital y cuando salen tienen una idea: unir el conocimiento y
contactos que tiene Barbara en la editorial con los de Marianne en la
discográfica, y crear una empresa de audiolibros.
Dylan es un galés de dieciséis años que ha abandonado los estudios para
trabajar como periodista en el South Wales Evening Post. Cuando termina su
jornada acude a algunas de las tabernas del pueblo donde escucha embelesado
los relatos de los marineros que han vivido mil y una aventuras en sus
travesías. Quizá ahí aprende que lo importante no es si estos hombres
exageraban alguna de las anécdotas que contaban o si en realidad no habían
sucedido, sino el valor que las historias tienen en sí y lo que nos hacen sentir.
Termina dejando el periodismo para apartarse de la realidad y comenzar a
crear sus propios mundos, principalmente a través de relatos cortos, guiones
para la radio y, en lo que más destacó y por lo que es hoy en día recordado,
con la poesía. Ese joven se llamaba Dylan Thomas, y su vida y obra
impactaron tanto en el músico Robert Allen Zimmerman que acabó por
utilizar el nombre del escritor como parte de su nombre artístico, Bob Dylan.
Además de escribir de una manera muy lírica y musical, Dylan tenía una
voz que cautivaba a la gente, y enseguida comprendió que él también podría
emular a esos marineros que lograban captar durante toda una tarde hasta bien
entrada la noche la atención de los parroquianos de la taberna utilizando sus
mismos recursos narrativos. En aquellos tiempos la radio era muy popular y la
manera de meterse en las casas de la gente. Comenzó a leer en voz alta los
cuentos y poemas que él mismo escribía, pero también las obras de otros,
como la clásica obra teatral Doctor Fausto, de Christopher Marlowe. Y no
contento con esto, creó sus propias ficciones sonoras para la radio. Una de las
más famosas, Under Milk Wood, describe la vida de una pequeña aldea al
borde del mar donde el capitán Cat revive su época de marino. Debido a que
fue escrito pensando en ser escuchado, el texto está compuesto únicamente
por diálogo con algunas anotaciones sobre los efectos de sonido o el modo en
el que debe leerse.
Las lecturas poéticas eran en estos momentos muy importantes y atraían a
un amplio público, sobre todo en Estados Unidos. Así que en 1950, Dylan
Thomas fue invitado por primera vez a asistir a una lectura en Nueva York.
Obtuvo tal éxito que esta marcó el comienzo de cuatro giras que se
produjeron en los siguientes tres años y hasta su fallecimiento. Así que imitó
a Dickens en esto de la lectura en voz alta, descubriendo una nueva forma de
ganarse la vida y de llegar a su público. En estas giras alternaba los poemas
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de Thomas Hardy y Yeats con creaciones propias ante audiencias entusiastas
que llenaban teatros. Estuvo en lugares como el teatro literario Cherry Lane o
el auditorio 92 NY, y pudo socializar y beber, esto último le reportaría
asimismo mucha fama, en lugares como Minetta Tavern y alojarse en el
mítico hotel Chelsea. Hoy en día hay rutas turísticas que nos permiten seguir
los pasos del galés durante estas giras.
El 3 de noviembre de 1953, al terminar una de esas lecturas, acudió a
beber al White Horse. Este pub fue el último que visitó en su vida, elevando
el bar a lugar de culto. Al volver al hotel, dijo que había tomado dieciocho
whiskies que le provocaron un coma y que acabarían con su vida a los treinta
y nueve años. Después de su fallecimiento, la BBC emitió su ficción sonora
Under Milk Wood con actores galeses como Richard Burton. Años más tarde,
en 1972, se realizó la versión cinematográfica de la obra que contó, además
de con Burton, con Elizabeth Taylor y Peter O’Toole. En 2014, por la
conmemoración del centenario de su nacimiento, la BBC emitió uno de sus
guiones radiofónicos inéditos, The beach of Falesa, que nos transporta a una
historia de intriga, asesinatos y misterio en los mares del Pacífico Sur y está
basado en un cuento de finales del siglo XIX de Robert Louis Stevenson. Sin
lugar a dudas, un bonito reconocimiento a esas primeras historias que oyó de
boca de los marineros con los que compartió trago en su adolescencia en las
tabernas de su Gales natal y que le impregnaron el gusto por las buenas
historias.
La editorial Columbia Records ya había comenzado a comercializar
discos con la lectura en voz alta de libros. Desde 1920 la tecnología permitía
la grabación de textos más largos de lo que Edison consiguió con su
fonógrafo. Es en ese momento cuando el Real Instituto Nacional para Ciegos
de Estados Unidos comenzó a grabar lo que dieron en llamar los «talkings
books», o libros parlantes, que podrían considerarse los orígenes de los
audiolibros. El objetivo era posibilitar la lectura a los soldados que volvieron
ciegos de la Primera Guerra Mundial o con problemas de visión. En 1931 la
Biblioteca del Congreso de Estados Unidos también apoyó esta iniciativa y
creó lo que se dio a conocer como el «Book for the Adult Blind Project». En
este momento lo máximo que se podían grabar y reproducir eran veinte
minutos, así que los primeros textos elegidos para grabar fueron
seleccionados por su longitud. Con todo, para escuchar un libro había que
poner varios discos de vinilo. Estas grabaciones requerían para cada libro una
media de diez discos que se ponían en un aparato especialmente diseñado
para este soporte y que por lo general se colocaba en el salón o en las zonas
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compartidas de las casas. Pero no fue hasta 1935 cuando comenzó la
comercialización de los primeros audiolibros dirigidos al público en general
para disfrutar de la literatura de otra manera, sentados en el sofá de nuestro
salón. Uno de los primeros títulos fue El cuervo, de Edgar Allan Poe, aunque
también se grabaron fragmentos de la Biblia, obras y sonetos de Shakespeare,
la Declaración de Independencia y otros textos patrióticos. Para poder
disfrutar de la lectura de estas novelas era necesario disponer de un
gramófono: se estima que cerca de mil hogares contaban ya con un
gramófono.
Pero volvamos a la idea que Barbara Cohen y Marianne Roney tenían de
los audiolibros. Para empezar pensaron que «enlatar» la voz de los libros
podría interesar no solo a las personas ciegas o que tuvieran alguna dificultad
para leer, sino que era algo que, como había ocurrido a lo largo de toda la
historia de la humanidad, podría interesar a cualquier persona. Además, ellas
aportaron algo diferente, pensaron que fueran los propios autores quienes
leyeran sus textos. Ambas habían crecido en los años treinta y cuarenta, y
conocían de primera mano la importancia que la radio y las radionovelas
habían tenido, cómo habían disfrutado de las lecturas de poemas y otros
textos literarios, y se habían enamorado del protagonista de algunas historias
románticas seriadas. La hija de Marianne cuenta que «era una época de
escuchar. Está en sintonía con el sonido y el lenguaje y con una vida
imaginativa que podía conjurarse a través del sonido». Pero esta idea supera
lo que habían estado haciendo, es decir, trabajar con un horario de oficina
establecido y llevar a cabo labores administrativas. Aquí estamos hablando de
un proyecto empresarial novedoso, que requiere una inversión económica y
para el que hay que organizar a mucha gente: conseguir un estudio de
grabación, técnicos, transportar los vinilos y hacer publicidad para venderlos.
Nadie a su alrededor pensó que eso sería factible. «No vais a poder hacerlo,
vais a fracasar», les dijeron. De hecho, ni siquiera les alquilaron una oficina
porque decían que eran mujeres y jóvenes, tan solo tenían veintidós años. Al
final consiguieron la financiación de un conocido, Harry A. Cohan, que les
ayudó a conseguir el crédito bancario de mil ochocientos dólares que
necesitaban para fundar la empresa y quien les enseñó nociones básicas de
contabilidad. Se estaba creando la editorial de audiolibros Caedmon, que sus
fundadoras llamaron así en honor a un poema del siglo VII y considerado el
primer poema en lengua inglesa, «Himno de Caedmon».
Pero aún quedaba camino por recorrer para comenzar a ver su sueño
hecho realidad. Estaba el reto de tratar de convencer a los autores, sobre todo
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a Dylan Thomas, que en aquellos momentos era poco menos que una estrella
de rock. Tenía treinta y siete años y estaba en su tercera gira por Estados
Unidos para hacer lecturas en voz alta de sus poemas. Marianne y Barbara le
dejaron una nota en la recepción del hotel Chelsea, donde se alojaba,
pidiéndole un encuentro y firmando con sus iniciales para que el hecho de que
fueran dos mujeres no influyera en su decisión. Pero no tuvieron respuesta.
Thomas pasaba las noches de bar en bar y no llegaba en muy buenas
condiciones para recibir visitas, así que un día decidieron llamarle a las cinco
de la mañana y tuvieron suerte, acababa de llegar, y le citaron para invitarle a
almorzar. Thomas, que ya había trabajado en la radio, entendió enseguida el
proyecto y aceptó participar. Pocos días después se encontraban en el estudio
que habían alquilado en la Calle 57 con la Sexta Avenida para comenzar la
grabación de las lecturas. Incluyeron cuatro de sus poemas por una cara del
disco de vinilo y un quinto poema y el cuento «La Navidad para un niño de
Gales» en la otra. Vendieron doscientas cincuenta mil copias.
Marianne y Barbara produjeron más de quinientos títulos grabados en
formato audiolibro. Miro las fotografías que se hicieron sabiendo que aquel
momento era digno de inmortalizar y veo a dos jóvenes con cara de niñas
buenas, abrigos de paño, falda por debajo de la rodilla y zapatos cómodos.
Empujan una carretilla de obra donde transportan grandes cajas con los discos
de sus primeros audiolibros por las calles de Nueva York atestadas de coches,
autobuses y transeúntes. Por si esto no fuera poco sostienen grandes carpetas
en sus manos y un bolso, con una sonrisa a medio camino entre la ilusión y la
pasión al ver los primeros pasos de su proyecto, pero a la vez con cierto temor
e inseguridad al saber que están invirtiendo más de lo que tienen en algo
nuevo y que alberga un riesgo. Como la propia Marianne dijo: «Fue una
mezcla perfecta de audacia, estupidez, buena suerte, coincidencia y
sincronización». La historia acabó bien, fueron dos pioneras de lo que hoy en
día es el sector de la industria editorial con mayor crecimiento y potencial de
desarrollo. El vinilo con los poemas y el cuento de Thomas Dylan consiguió
en poco más de un año pagar las deudas y hacer de Caedmon una empresa
rentable. A esta iniciativa siguieron otras similares con los mejores autores
del momento y gracias a las cuales hoy podemos escuchar los textos de
Faulkner o Hemingway e incluso las voces de Albert Camus y Pablo Neruda
leyendo en sus idiomas nativos, y a J. R. R. Tolkien con partes en élfico para
El Señor de los Anillos. Grabaron audiolibros en otros idiomas, incluso obras
del repertorio español: La vida es sueño de Calderón de la Barca o Don Juan
Tenorio de José Zorrilla fueron dramatizadas por la compañía española de
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teatro universal, que se desplazó para ello a Nueva York. Ponían mucho
interés en que cada una de las fases de producción del audiolibro resultara
perfecta. No solo convencían al autor para que leyera sus textos, sino que
acudían a la grabación, a modo de público al que dirigirse, y lo escuchaban
para que el tono no fuera frío. También cuidaron mucho las imágenes de las
fundas de los vinilos y, como curiosidad, Andy Warhol, por entonces un
desconocido, diseñó la de un audiolibro de Tennessee Williams. A principios
de los años setenta Caedmon Records fue vendida a Raytheon, que en la
actualidad es propiedad de Harper Collins.
En estos momentos las compañías de radio empezaban a preocuparse por
el éxito de la televisión entre las familias, que cada vez pasaban más tiempo
ante este nuevo invento que se populariza rápidamente gracias a las compras a
plazo. Marianne cuenta que el objetivo no era grabar de cualquier manera un
texto para luego escucharlo, sino «intentar captar la voz que ese autor
escuchaba en su cabeza. Cuando uno escribe se oye algo, y eso es lo que
intentábamos captar, o estar cerca de eso […] El sentido de la poesía era el
sonido. La gente ha olvidado eso. El alma de la poesía es el sonido».
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Barbara Cohen y Marianne Roney transportan los primeros audiolibros. © Phillip Harrington /
Alamy Foto de stock
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siente que ser madre da sentido a su vida, la que sufre por no poder serlo y la
que lo es a su pesar. A partir de este momento cambió la manera en la que
afrontaba su escritura y, en 1962, un año antes de su muerte, leería el
poemario en la BBC.
Me encanta esta idea de que los poetas y sus poesías cobran vida cuando
las leemos en alto. Si lo hacemos en silencio parece que es algo inerte, que
queda dentro de nosotros, pero una vez que lo verbalizamos ocurre algo
mágico: aparecen ante nosotros como seres de carne y hueso. Esto mismo me
han dicho muchos autores sobre los audiolibros de sus novelas. Cuando les he
preguntado acerca de sus impresiones después de escuchar la grabación, uno
de los comentarios más habituales ha sido: «me he emocionado» o «ha sido
como si mi personaje tuviera vida». En la mayor parte de los casos hemos
pedido al autor que colabore en la elección del casting para encontrar al
narrador o narradora adecuado para esa lectura y para marcar las
características que esa voz debe poseer, si aguda o grave, cómo ha de ser la
interpretación, si emotiva o lacónica, o incluso el ritmo de lectura, si nervioso,
atropellado o calmado. Cuando la historia se narra en primera persona esto es
muy importante, porque a través de nuestra voz estamos transmitiendo mucha
información sobre quiénes somos y nuestra personalidad. Por poner solo una
muestra que ejemplifique esto que estoy diciendo: una lectura no puede
hacerse con un tono tierno, meloso, pausado, cuando quien nos está hablando
es un asesino en serie al que el narrador define como prepotente, narcisista y
que habla atropellado.
EL ARCHIVO DE LA PALABRA
Mientras escribo este libro leo lo escrito en voz alta muchas veces. Me canso.
Leer en alto ya sabemos que cansa, que es un ejercicio físico. Pero tengo que
hacerlo porque sé que solo al escuchar el texto es cuando descubro qué voz
tendrá mi libro. En todos los talleres de escritura te dicen que tienes que
«buscar tu voz», también se habla de la voz de tal o cual autor. La voz de un
autor es única y le distingue del resto. Por ello precisamente se utiliza esa
expresión, «la voz», porque, como nuestro timbre, es algo que nos hace
únicos, nos identifica, incluso se han comenzado a desarrollar algunos
experimentos al respecto, sin pruebas concluyentes aún, que teorizan sobre
cómo puede influir la voz en nuestra concepción sobre la personalidad del
otro. Podríamos decir que es algo similar al «estilo», cómo escribe tal o cual
escritor; por ejemplo, sabríamos reconocer un fragmento escrito por
Hemingway, Fitzgerald o García Márquez sin que nos digan quién es el autor.
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Me gusta constatar que en esto de leer en alto los textos que una escribe
no estoy sola. «Desde luego, cuando tengo la mala idea de escuchar estas
cintas que, a veces grabo en mi casa para oír cómo suena lo que escribo, me
doy cuenta de que mi pronunciación del español consternaría a cualquier
foniatra». El que así habla y hace mofa de su voz es el escritor argentino Julio
Cortázar, quien cuenta que en algunas ocasiones se grababa a sí mismo
leyendo sus textos para conocer cómo suena y cuál es el ritmo. Este es uno de
los consejos que se comparten con los aprendices de escritura en los talleres
literarios: leer en voz alta nuestros propios textos para darles vida a través de
la voz y poder trabajarlos hasta que suenen como nosotros queremos.
También Primo Levi nos cuenta que leía en alto los trabajos de otras
escritoras a las que admiraba y comparaba ese sonido con el de su propia
escritura para ver cuán lejos estaba y cómo podía acercarse al estilo deseado.
«Leía en voz alta una página de Mercè Rodoreda, de su novela La plaza del
Diamante. Después, también en voz alta, leía una página de mi manuscrito y
entraba en conflicto y me servía del conflicto; y así Rodoreda me ayudó a
elevar mi relato, tan distinto en tema y forma. Era su estética la que me
obligaba a apretar. Lo mismo hice con la húngara Agota Kristof. Esa trilogía
suya sobre la guerra me estremece. El gran cuaderno, ese libro del que alguna
vez te hablé y te leí fragmentos».
Muchos son los escritores y escritoras que leen en alto para conocer la
musicalidad de sus textos y así lo cuentan en sus diarios o biografías, pero
terminaré con otro ejemplo. El caso de Gustave Flaubert y el proceso de
escritura de Madame Bovary, que fue leyendo en voz alta mientras la escribía
para conocer cómo sonaba. El autor trabajó la melodía, sabedor de que la
mayor parte de las personas la escucharían más que leerla en silencio, cosa
que hoy en día, debido a que lo habitual es que se lea en silencio, no se
aprecia ni disfruta.
En el capítulo «El derecho a leer en voz alta», uno de los capítulos del
libro Como una novela, Daniel Pennac reivindica para el lector de finales del
siglo XX, que ya se ha ido convirtiendo en lector silencioso, el derecho a leer
en voz alta. Dice que cuando lee así a Dylan Thomas, Charles Dickens, Franz
Kafka, Mary Shelley o Fiódor Dostoievski en realidad está escuchando sus
voces, esos momentos en los que estos autores leyeron su obra a otros:
Thomas con su voz de borracho, el Dickens mayor y cansado en su última
gira y a punto de morir, o la joven Mary Shelley leyendo el germen de su
Frankenstein ante lord Byron y Percy Shelley. Es una forma de que los textos,
sus historias y sus protagonistas cobren vida, salgan de las letras, las líneas,
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los párrafos y las páginas para estar a nuestro lado, como si fueran de carne y
hueso.
No solo los escritores leen en voz alta, es muy importante en otras
actividades donde precisamente se puede escuchar mientras se hace otra cosa,
como, por ejemplo, en la pintura. En 1965 Salvador Dalí recibió el encargo de
pintar quinientas acuarelas inspiradas en Las mil y unas noches en un plazo de
tres años a cambio de un millón de dólares. El pintor ya había ilustrado el
Quijote, la Odisea, Romeo y Julieta e incluso la Biblia, pero para
documentarse para ese trabajo se sirvió de la voluntad de su mujer Gala,
quien le leía en voz alta el texto de Sherezade mientras él pintaba. También le
gustaba que le leyera en idiomas que él no conocía, como las lecturas en
alemán de la revista Der Spiegel, porque amaba escuchar la poesía y la
melodía del tono de la voz de su esposa en este idioma. La suavidad de su voz
le reconfortaba y amortiguaba sus arrebatos de ira. Dalí no lo conocía
entonces, pero más tarde esto lo corroboraría la ciencia, que la lectura en voz
alta le proporcionaba a su cerebro la calma y paz que necesitaba para hallar el
estado mental adecuado que le permitiera al artista expresarse con su pintura.
Esta práctica no debió de quedar circunscrita a este encargo ni ser algo
anecdótico: al parecer Gala leía en alto de forma habitual. De hecho, uno de
los sobrenombres con el que el pintor llamaba a su mujer era «campana de
piel», porque, según él, su voz era como el sonido de una campana. Así lo
cuenta el propio Dalí: «… [Gala] lee para mí en voz alta durante las largas
sesiones de mi pintura, produciendo un murmullo como de campana de piel,
gracias al cual aprendo todas las cosas que, sin ella, no llegaría a saber
nunca».
Sabemos que Albert Einstein leía a su hermana Maja, dos años más joven
que él, lecturas de Sófocles, y que Katherine Mansfield, como nos cuenta en
su Diario, leía en voz alta a las chicas en la clase de costura y que era tan
buena que las hacía llorar cuando leía a Dickens. Virginia Woolf también leía
a su hermana mientras la otra pintaba, algo que esta recordaría toda su vida:
Las tardes más felices las pasaban en una pequeña habitación vidriada que
daba al jardín y brindaba un lugar de intimidad para las hermanas. Allí,
mientras ella pintaba, Virginia leía en voz alta a los novelistas victorianos. En
1949, ocho años después de la muerte de Virginia, Vanesa confesaría
recordando estos momentos: «Todavía hoy puedo escuchar mucho de George
Eliot y Thackeray con su voz». Carrington, pintora amiga de Virginia Woolf,
escribe una carta a su amado que acaba de morir: «Echo un vistazo a nuestros
libros preferidos e intento leerlos, pero sin ti no me dan ningún placer. Me
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acuerdo solo de las noches en las que tú me los leías en voz alta, y entonces
lloro. Me siento como si hubiéramos almacenado todo nuestro trigo en un
granero para hacer pan y cerveza el resto de nuestras vidas, y el granero
hubiese ardido hasta los cimientos, y nosotros contemplábamos las ruinas
carbonizadas, de pie, una mañana de invierno. Pues en esta habitación estaba
la cosecha de nuestra vida juntos. Toda nuestra felicidad estaba sobre ese
fuego y con esos libros… Es imposible concebir que nunca más me sentaré
contigo y escucharé tu risa. Que cada día del resto de mi vida tú no estarás».
Días después ella se suicidó.
Pero la lectura en voz alta no solo sirve para escribir bien o amenizar los
ratos en los que hacemos cualquier actividad no intelectual, sino para
entender mejor algunos textos, para acercarnos más a la obra de algunos
autores. Ya vimos cómo Cervantes escribía sabiendo que iba a ser escuchado
más que leído, pero también Juan Goytisolo nos dice que, como nos cuenta
Pennac, la mejor manera de acercarnos a la obra de algunos autores es esa, y
que él, en un determinado momento, siguió esa práctica: «Si lees a Joyce o a
Céline te das cuenta de que la mejor lectura es la lectura en voz alta.
Prácticamente, la mayor parte de las cosas que he hecho a partir de Don
Julián han sido escritas para ser leídas en voz alta. Recuerdo que cuando
publiqué Makbara, en lugar de firmar ejemplares en El Corte Inglés, propuse
al editor hacer una gira por doce universidades españolas y leer fragmentos
del texto en voz alta para que la gente viera que mi sistema de dos puntos no
es en modo alguno arbitrario. El texto impone una música, un ritmo, una
prosodia y esta lectura en voz alta es la lectura mejor. Obviamente, no pido
que todos los lectores se paseen leyendo el libro en Xemaá-el-Fná en voz alta.
Mi intención era que captaran el ritmo y la prosodia. Existe una relación entre
lo que podemos considerar la literatura más creativa e innovadora del siglo XX
con la tradición medieval. Para mí, es algo enriquecedor y de ahí mi interés
por las tradiciones orales y la defensa de la tradición oral». Asimismo Pennac
nos habla de Dostoievski que escribía en voz alta, y es que dictaba sus
novelas a su mujer, Anna Grigorievna. De esta forma comprobaba cómo
sonaba su texto, cómo sería escuchado por la mayor parte de sus lectores, y
esto le permitía crear una historia con el ritmo que deseaba. Hoy en día,
muchos escritores han vuelto a escribir pensando que van a ser escuchados en
lugar de leídos. El auge de los audiolibros hace que nuevos lectores disfruten
de sus historias de otra forma. Esto lo saben los escritores. Son conscientes,
como lo eran Cervantes o Quevedo en su tiempo, de que serán más las
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personas que disfruten de sus novelas a través de la lectura en voz alta gracias
a un audiolibro que aquellos que las lean en silencio.
El autor que quiera escribir para ser escuchado, además de, por supuesto,
leer su texto en alto para comprobar, como hacía Cortázar, cómo suena, ha de
tener una escritura clara y sencilla. El oyente no puede controlar el ritmo de la
lectura, la comprensión, ni volver atrás cuando algo no se ha entendido bien,
ya que interrumpe la ensoñación en la que estamos cuando escuchamos una
historia. La linealidad y reiteración de los mensajes sin que resulten
repetitivos son cualidades de la literatura oral que tienen que utilizarse en la
escritura que se sepa que va a ser escuchada. El cuento de la pastora Torralba
en el Quijote es un buen ejemplo: es una narración reiterativa con el objetivo
de que nadie se pierda en la historia. Por último, otra de las técnicas que
utilizó Cervantes fue la escritura de capítulos cortos, breves, que hacían su
escucha más fácil de seguir que capítulos largos y tediosos que pudieran
suponer perder el hilo de la historia.
Escuchar las voces de estos autores que nos han dejado sus palabras
escritas sería otra forma de inmortalidad más, y esto en algunos casos es
posible gracias al «Archivo de la palabra». Con este nombre tan poético se
preservan en la Biblioteca Nacional de España los documentos sonoros que
existen desde la creación del fonógrafo a finales del siglo XIX. Habitualmente
cuando pensamos en la Biblioteca Nacional lo hacemos refiriéndonos a los
libros en papel que custodia, pero también es la garante de la palabra hablada,
la encargada de conservar los archivos sonoros. En este lugar tienen
guardados los documentos sonoros producidos desde 1890 hasta hoy y que se
reciben a través de depósito legal, esto es, aquí existe una copia de todos los
archivos sonoros que se producen en nuestro país. Se trata de una colección
compuesta por unos seiscientos mil documentos sonoros, lo que la convierte
en la fonoteca española más importante después de la de Radio Nacional de
España.
Este archivo existe desde los años cincuenta del siglo pasado, cuando
llegan a la biblioteca unos discos de pizarra con un contenido muy particular,
la voz de representantes de la conocida generación del 98 como Clarín, Baroja
o Valle-Inclán. Estos discos fueron grabados en los años treinta, a iniciativa
de Ramón Menéndez Pidal, para preservar sus ideas y pensamiento en su
propia voz. Se piensa que en la Guerra Civil la Junta de Incautación y
Protección del Patrimonio los protegió y, una vez finalizada la contienda, en
los años cincuenta se devolvieron para preservarse en la Biblioteca Nacional.
Estas voces de escritores pero también de pensadores y cualquier otro archivo
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sonoro son documentos únicos. Están grabados en cilindros de cera, que son
los discos que se reproducen en el fonógrafo inventado por Edison y que
incluyen materias vivas que han de mantenerse a una temperatura y una
humedad adecuadas. Algunos de estos documentos se han digitalizado y se
pueden disfrutar en la web de la institución, así que podemos escuchar las
voces de autores como Pío Baroja o Miguel de Unamuno en lo que se llama
Biblioteca Digital Hispánica.
Otro proyecto que tiene también como objetivo difundir la poesía leída en
voz alta es la Fonoteca Española de Poesía, una entidad cultural no lucrativa
que desde 2014 está construyendo el Fondo Sonoro de Poesía Contemporánea
en Lengua Española para promover su difusión.
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dolían los brazos por sostener el pesado libro, pero también los ojos al no
apartar su vista de las letras y la garganta al no cesar de leer en alto. Entonces
se atrevió a pedir un tiempo de descanso que le permitiera reponerse de tan
exigente labor entre lectura y lectura, pero la princesa, egoísta y caprichosa,
no se lo permitió, porque decía que el tiempo que no escuchaba historias era
tiempo perdido en su vida. Pasaron los meses y las dolencias del enano fueron
a peor, veía las letras con dificultad y tenía la garganta roja, dolorida e
inflamada, hasta que un día se le paró el corazón y murió. La princesa
lamentó mucho no poder seguir escuchando las siempre nuevas y
sorprendentes historias que le leía el enano y volvió a tener melancolía, sintió
como si la voz que salía del libro hubiera muerto, como si ese mundo mágico
e inabarcable se hubiera esfumado. Pero tuvo una idea: mandó llamar al
relojero del pueblo, que era uno de los pocos que sabían leer, y le pusieron
delante el gran libro mágico del enano. Si sabía leer, todo sería tan sencillo
como eso, el enano no era imprescindible, solo era la voz de aquel libro
mágico, las historias estaban allí esperando a que alguien las leyera. El
relojero tenía miedo, era la primera vez que estaba en palacio y había oído
decir que la princesa era una joven mimada y caprichosa. Así que, nervioso,
abrió la pesada tapa de piel del libro y después de carraspear para aclararse la
voz pronunció el título en alto: Manual técnico de los engranajes del reloj de
la torre para que no atrase y dé la hora exacta.
Al igual que ocurre en este cuento, cada vez que los lectores comenzamos
a leer un libro deja de pertenecer al autor para ser algo nuestro. Nosotros le
damos sentido, lo vinculamos con nuestras experiencias, pensamos cosas
sobre los personajes y las situaciones, incluso en aquella en las que quizá el
autor no había pensado. Un mismo libro leído por cada uno de nosotros es
diferente, es más, el mismo libro leído por una misma persona en diferentes
momentos de su vida es también distinto. ¿No os ha pasado que ese libro que
leísteis en vuestra juventud cuando lo leéis años más tarde en la madurez ya
no es tan bueno como recordáis? A mí me ha ocurrido, de hecho, tengo miedo
de releer alguno de ellos por si esto vuelve a pasar, por si descubro que la
prosa no es tan poética, que los personajes no son tan reales, que la historia ya
no llega al corazón. También me ha ocurrido lo contrario, que una lectura que
en su día me había pasado inadvertida, al volver a ella años más tarde abría
ante mí unos significados que no había sido capaz de captar en ese momento.
En este grupo están El gran Gatsby y El viejo y el mar. Pues algo así también
ocurre cuando leemos en voz alta. Igual que un texto traducido a otro idioma
es una interpretación lo más fiel posible de quien traduce, que trata de
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respetar forma, estilo y tono del original, cuando alguien lee en voz alta
estamos escuchando su interpretación del texto. Un mismo libro leído en alto
por dos personas distintas da como resultado dos realidades distintas. Las
diferencias no son tan drásticas como en el cuento de la princesa y el enano
con el que hemos comenzado, pero puede servir de metáfora para expresar la
particularidad que tiene la voz de los libros.
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recibimos del exterior gracias a nuestro sistema límbico. Todo esto pasa
cuando alguien lee un libro.
Por todo ello, una misma lectura en voz alta llevada a cabo por dos
personas son dos versiones que pueden transmitir distintas sensaciones
porque, como en el cuento de la princesa a la que leían el mismo libro, el
resultado puede ser muy diferente. Comparo esta circunstancia con las
traducciones literarias: al igual que, cuando leemos un texto traducido,
conocemos la historia original adaptada a nuestro idioma y pasada por el filtro
del traductor, del mismo modo, la voz de quien lee un libro va acompañada
por la interpretación que el lector hace de ese texto.
Hace unos meses el actor Bruce Willis anunció que padecía afasia, una
enfermedad que provoca la pérdida progresiva de la capacidad de expresar o
comprender el lenguaje hablado o escrito. Se produce debido a un daño en las
áreas del cerebro que controlan el lenguaje, y a día de hoy no hay cura. Esto
significa, entre otras muchas consecuencias, que poco a poco perderá su voz,
que no volverá a hablar. En cambio, aunque muchas de las voces que hoy en
día escuchamos a nuestro alrededor acaben silenciadas, siempre existirán
otras personas, como Ramón, que seguirán dando voz a las historias.
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pienso que me vendría bien hacer algo de ejercicio y salir una hora a caminar.
Así que llevo mi teléfono, selecciono la historia y una voz continúa leyendo
para mí donde yo lo dejé. Cuando llego de mi paseo, enganchada a la historia,
quiero continuar leyendo tumbada en el sofá, tomo la tablet y el libro se abre
en el párrafo donde la voz dejó la lectura. Entonces prosigo mi lectura en
silencio, en este caso la voz del libro es la voz interior que resuena en mi
cabeza. Cuando termino la novela no recuerdo qué partes he leído y cuáles
alguien ha leído por mí. En ambos momentos he estado divirtiéndome en el
parque de atracciones sin importar por qué carretera he llegado. Es más,
cuando pasa el tiempo, tampoco recuerdo qué libros he leído por mí misma,
cuáles completamente en audiolibros y en cuáles he alternado la lectura con la
escucha. Solo me acuerdo de la historia, de si me gustó o no, de si disfruté.
Escucho la voz de los libros, da igual de la forma en la que llegan a mí.
Las personas que escuchaban a otros porque eran analfabetas y no tenían
otra manera de disfrutar de la lectura dependían de que alguien quisiera leer
para ellos, que encontrara el momento, el tiempo, el lugar. Pensad por un
instante que cada vez que te apetece leer y abres un libro, no pudieras hacerlo
y tuvieras que esperar a que alguien te lo leyera. Eso es lo que les ocurría a
estos lectores de oído. Así que aun antes de que la tecnología permitiera ni de
lejos la grabación de las voces humanas, ya hubo lectores que fantasearon con
que esto ocurriera, que la voz de los libros saliera directamente de ellos y
llegara a nuestros oídos para nuestro deleite. Uno de ellos fue Cyrano de
Bergerac, como ya sabéis.
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LOS ROBOTS TAMBIÉN LEEN EN VOZ ALTA
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entonces que hoy en día cada uno de nosotros, con independencia de nuestra
edad y condiciones sociales y culturales, llevaríamos, al menos, una de esas
máquinas en nuestro bolsillo, conectadas todas ellas a una cosa que, entonces,
aún no conocíamos, internet. Lo que sé es que Número 5 y todos sus
descendientes, todos esos ordenadores que han ido surgiendo, no han parado
de leer, han escuchado la voz de los libros y, después de muchas horas, ahora
están preparados para leer en alto.
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puede hacer por la humanidad, por nuestra calidad de vida, lo que significa
una tecnología desarrollada bajo una perspectiva ética.
Gracias al avance de esta tecnología, hoy es posible la grabación de
muchos libros que por cuestiones económicas y de mercado no serían
producidos como audiolibros para ser leídos por voces humanas debido al
reducido público al que se dirigen, ampliando de esta manera la
bibliodiversidad.
Las primeras voces sintéticas que utilizó Hawkings tenían un timbre
metálico, lo que cualquiera de nosotros, incluso si has nacido mucho después
de que se estrenara Cortocircuito o escucharas las voces de R2-D2 y C-3PO
en La guerra de las galaxias, diríamos que son voces propias de robots. La
tecnología fue evolucionando con los años y las voces sintéticas cada vez eran
más humanas, pero Hawkings no quiso cambiar nunca ese tono de voz
robótico con el que se identificaba y que era la voz que el resto del mundo
conocía como suya; de hecho, la llegó a registrar como copyright para
proteger su uso. Desde entonces, la inteligencia artificial basada en la
tecnología TTS (Text to Speech, es decir, texto a voz) ha evolucionado y las
voces sintéticas han alcanzado un grado de desarrollo tal que incluso resulta
difícil diferenciarlas de la voz humana. Para crear la lectura con voz artificial
similar a la humana basta con grabar fragmentos con voz humana que se
almacenan en una base de datos para después ser unidos en diferentes
posiciones dando lugar a palabras y frases. Se necesitan tan solo cinco
minutos de cualquier texto para que a partir de ahí una máquina pueda captar
tus inflexiones de voz y ser capaz de reproducir cualquier otro texto. Es más,
puede reproducir tu voz hablando en otros idiomas e incluso utilizando
distintos acentos dentro de un mismo idioma. Ya lo sé, sé lo que estáis
pensando, da un poco de miedo.
Mucho más miedo da cuando además te enteras de que las máquinas no
solo pueden clonar las voces de las personas que están vivas, sino también de
las muertas. Gracias a los registros fonográficos previos de la voz del dictador
Francisco Franco, los creadores del pódcast XRey pudieron reproducir su voz
pronunciando un discurso. Pero no es lo mismo la voz que cualquiera de
nosotros utilizamos cuando hablamos con un amigo que cuando lo hacemos
con una jefa o cuando damos una conferencia. En este caso, querían conseguir
la voz del dictador leyendo un discurso, para lo que procesaron más de diez
horas de discursos del caudillo que se conservaban grabados. Pudieron captar
todas las características de su habla, fonética, entonación y cadencia, ya que
lo que se iba a replicar también iba a ser un discurso, que existe escrito, pero
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del que no hay registro fonográfico. Sin lugar a dudas, son herramientas
sonoras que hoy en día los periodistas documentales tienen a su disposición,
pero también plantean muchas dudas sobre la utilización de estos recursos,
por ejemplo, si se hace obligatorio indicar que dicha grabación no es real sino
una simulación, y porque de aquí a la creación de fake new en las que no
vamos a poder distinguir la realidad de la ficción hay un paso. Los creadores
de la voz de Franco quisieron ir más allá y, en una mezcla de humor e
investigación, hicieron que el dictador cantase la Macarena y contase un
chiste como si fuera Chiquito de la Calzada.
También da miedo que nos podamos enamorar de una voz. Alguna vez hemos
oído a alguien decir que la voz de tal o cual locutor de radio le gusta, o que
alguien se enamoró de su pareja por la voz. Pero lo que nos cuenta Her, la
película de Spike Jonze de 2013, es la consternación de su protagonista en un
mundo del futuro donde la tecnología ha avanzado hasta el punto de poder
mantener de manera autónoma una conversación con nosotros, un personaje
que se enamorará de su asistente de voz. No es la primera vez que nos
planteamos esta cuestión. En 1817 el escritor E. T. A. Hoffmann publicó su
cuento «El hombre de arena» basado en antiguas historias sajonas y celtas. En
él nos relata la vida del joven Nathanaël que se enamora de Olimpia, una
autómata. Para él, su relación es real, pero cuando descubre que ella no es
real, no puede afrontar esa situación y acaba con su vida. Sin lugar a dudas,
este hecho, enamorarse de alguien o algo irreal, estuvo muy presente en el
imaginario del escritor inglés porque más tarde escribió su famoso «El
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cascanueces y el rey ratón», donde ocurre de nuevo algo parecido. Este temor
viene de lejos, los miedos que despertaban antiguas leyendas está en nuestro
inconsciente y llega hasta hoy en diversas manifestaciones artísticas, y
mientras escribo este libro se está representando el ballet de esta misma
historia. En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, llevada al cine bajo
el nombre de Blade runner, el escritor Philip K. Dick nos transporta a un
mundo donde los humanos conviven con androides que no se diferencian de
ellos, es más, pueden ser mucho más inteligentes, el sistema es tan perfecto
que incluso los androides no saben que lo son. Nuestro protagonista se
enamorará de uno de ellos y, cuando lo descubre, se cuestiona cuál es
realmente la esencia de un ser humano y si esa esencia la tiene un androide,
¿no será este incluso más humano que los otros?
Pienso en todas estas cuestiones que nos ha venido planteando la literatura
de ciencia ficción desde hace muchos años, desde el Frankenstein de Mary
Shelley, y si algo hace este tipo de literatura es reflexionar sobre nosotros
como especie animal, cuál ha sido nuestra evolución y cuál será nuestro
desarrollo futuro. Muchos pensadores ya hablan de lo que han dado en llamar
transhumanismo, esto es, la evolución de nuestra especie debido a la
tecnología hacia otra especie diferente, otro estadio superior donde cada vez
seremos más máquinas y menos sapiens. Y esto no tiene que asustarnos.
Reconozco que a veces siento que vuelvo a mediados de los años ochenta,
donde en lugar de Chernóbil se habla de Ucrania y donde, en lo que parecía
una ya más que consolidada democracia, aparece de nuevo la sombra de la
censura y la privación de libertades. Veo el avance de la tecnología, el
metaverso, el Chat-GPT y las voces artificiales que no soy capaz de
diferenciar de las humanas. Entonces pienso en Número 5, en Cortocircuito, y
tengo la esperanza de que, en un mundo donde la voz de los libros cada vez se
escucha menos, las máquinas nos ayuden a expandir su voz para que las
historias continúen estando con nosotros.
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Hasta ahora las máquinas han aprendido a hablar a partir de los textos que
han leído. Igual que la Criatura del Frankenstein de Mary Shelley aprendió a
hablar escuchando a la madre de familia que leía por la noche un libro, las
máquinas han aprendido por imitación. La inteligencia artificial lleva tiempo
siendo entrenada, y para ello le han dado para leer libros, sí, las máquinas
llevan años leyendo toda la producción literaria que ha creado el ser humano.
Hay máquinas que han leído a Cervantes, a Dumas, a Balzac.
Tal y como en su día a la imprenta se la consideró una «prostituta» por
reproducir sin amor y en cadena los libros, ahora algunos dicen que las voces
creadas por las máquinas son algo parecido. La historia de los apocalípticos se
repite. El caso es que las voces artificiales han alcanzado tal calidad que
nuestro oído humano no es capaz de distinguir la diferencia. Hay empresas
que se dedican a la grabación de audiolibros que de manera muy inteligente,
como hicieron los copistas en su momento, también están apostando por la
creación de voces a través de la inteligencia artificial. De esta manera, sea
como sea el futuro, estarán bien posicionados.
Pero el texto escrito, esas palabras muertas según Sócrates, aunque no lo
parezca a simple vista, no reflejan cómo hablamos, aunque el autor haya
querido imitar lo máximo posible el habla popular, constituyen tan solo una
forma de guardar en un frasco de cristal la esencia de lo dicho. Un ejemplo:
cuando hablamos hacemos unas pausas diferentes a cuando escribimos ese
mismo texto. Quizá no te habías fijado antes. Las pausas pueden representarse
en un texto a través de una coma, un punto y coma y el punto final y aparte, y
existe un listado de normas ortográficas sobre cómo utilizar estos signos en el
lenguaje escrito. Por ejemplo, la coma puede aparecer cuando enunciamos
una serie de sustantivos: «En la librería había libros de todo tipo: novela
negra, romántica, de ciencia ficción, e incluso, de negocios», y estas pausas
pueden coincidir con las que hacemos cuando hablamos enumerando algo. En
cambio, cuando contamos algo en alto, además de realizar pequeñas pausas de
milisegundos que se corresponden con el lugar donde al escribir incluiríamos
una coma, se producen otras pausas que no son recogidas a través de ningún
signo de puntuación o marca. Pausas como las que llevamos a cabo para
diferenciar distintas unidades o segmentos de palabras. Por ejemplo, en
español, establecemos una pequeña pausa entre el sujeto y el predicado, es
una forma de decirle al oyente, «te he dicho quién es el sujeto de mi mensaje,
y ahora, tras esta pequeña pausa, te digo qué hace ese sujeto», esto es, con esa
pausa tu cerebro estará preparado y atento porque a continuación vendrán el
verbo y el resto de los complementos. Estas pausas no escritas, debido a que
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la disposición de los verbos en los diferentes idiomas es distinta, varían según
las lenguas y son parte de lo que llamamos «sonoridad» o «ritmo de cada uno
de los idiomas». Pero son pausas que no se reflejan en el lenguaje escrito, es
más, son un error de puntuación, y colocar una coma entre en el sujeto y el
predicado es uno de los más comunes.
¿Y qué le ocurre a la pobre máquina? Que ha aprendido que si ve el signo
de una coma ahí tiene que hacer una pausa, y si no aparece este signo no tiene
que hacerla, por lo que la lectura pierde la frescura, espontaneidad y
naturalidad que percibimos en el lenguaje hablado. Parte del aprendizaje de la
lectura en voz alta que llevan a cabo narradores profesionales como Ramón
Langa es conocer este tipo de cuestiones, que las pausas habladas y escritas
no coinciden en el cien por cien de los casos. Pero ya somos todos conscientes
de que una cosa buena que tienen las máquinas es que son trabajadoras,
persistentes y que pueden estar estudiando día y noche porque no se cansan.
¿Y cómo lo consiguen? Pues entrenando. Sí, tal y como nosotros vamos a un
gimnasio y entrenamos haciendo ejercicios repetitivos para modelar nuestros
músculos, las máquinas escuchan cómo los humanos leen los libros para
aprender de nosotros. Debido a esto, en el desarrollo actual de la inteligencia
artificial, los propietarios de archivos donde se han grabado audiolibros
narrados por humanos, principalmente las editoriales, están limitando su uso
por parte de otras compañías para que entrenen a la máquina, ya que ahí
dentro se almacena un conocimiento que pueden explotar ellos directamente y
no dejar que otros lleven la delantera.
Relacionado con esto llega a mí un pequeño cuento-chiste llamado «La
carta asesina»:
Hace tiempo en un pueblo se recibió una carta, acontecimiento extraño y poco
frecuente. Enseguida fue entregada a su destinatario, quien empezó a leerla para sí,
rodeado en círculo por sus paisanos. De pronto, el lector cayó al suelo, como
fulminado por un rayo.
—¡Está muerto! —dijo uno.
¿Qué horrible mensaje contendría la carta? Inmediatamente un pariente se acercó,
recogió la carta del suelo y comenzó a mover los labios en la lectura. ¡Al cabo de
pocos minutos caía también muerto al suelo! Igual suerte corrió un tercero que
intentó el arriesgado experimento…
—¡Un momento, un momento! —exclamó el alguacil—. Tenemos que aclarar este
misterio: yo empezaré a leer la carta y en cuanto lleve un minuto tú —dijo señalando
a su ayudante— me la quitas de las manos.
En efecto: comenzó el alguacil la lectura, y su semblante se fue demudando a medida
que avanzaba, hasta que le arrebataron el papel de las manos.
—¿Qué pasaba?, ¿qué pasaba? —preguntaron todos.
—Horrible, espantoso —jadeó el alguacil, y siguió con voz entrecortada—: ¡La carta
no tenía puntos ni comas!
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Esto es lo que nos pasaría si leyéramos libros como Señas de identidad de
Juan Goytisolo, que está escrito de esta manera, sin comas ni puntos. Hubo
una época en la que muchos escritores experimentaron con el lenguaje de esta
forma, tratando de salir del encorsetamiento que en algún momento puede dar
la letra escrita para hacer una narración más oral.
Y es que si en la historia de la lectura en voz alta hemos visto la
importancia de separar las palabras y dejar un espacio en blanco entre ellas,
no podemos obviar otra cuestión fundamental: el silencio. O mejor dicho, los
silencios con su diferente duración. Para disfrutar con una lectura en voz alta
es imprescindible gestionar adecuadamente estas pausas, los diferentes
silencios que podemos hacer, y me estoy refiriendo a otras pausas más allá de
las que marca la ortografía. El buen lector en voz alta es capaz de gestionar
estas pausas para generar expectación, misterio, sorpresa y muchos otros
sentimientos.
Hasta ahora las máquinas han logrado clonar las voces humanas, esto es,
imitar la voz en diferentes idiomas y acentos, con sus dificultades a la hora de
establecer las pausas o silencios, pero logran transmitir alegría, tristeza, risa o
enfado. Pero lo que aún no son capaces de hacer es darles una intención o
sentido personal y único a los estímulos que vienen del exterior, esto es, a la
comprensión de la historia, y transmitirnos cómo su voz reacciona ante la
alegría, la tristeza, la risa o el enfado de una manera espontánea.
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respiración, ritmo cardiaco, e incluso medirán la sudoración de su piel.
También le dice que se ponga los auriculares, repose su cabeza en el sillón y
esté tranquila mientras escucha. Una cámara situada en el monitor que está
enfrente de ella, sobre la mesa, registrará los gestos de su cara. Ya tenemos
todo listo para comenzar el experimento. Tal y como está ahora Gloria,
recostada en el sillón, los pies en alto, los antebrazos apoyados, la cabeza en
reposo algo elevada, los ojos cerrados, y toda ella llena de cables, me
recuerda a Trinity, la protagonista de la película Matrix que enchufada viajaba
de la realidad a la ficción.
De los auriculares comienza a surgir una voz masculina, grave, parece que
alguien le está susurrando al oído. No es la voz de una persona muy conocida
para que no influya en los resultados, pero sí que se trata de un lector
profesional. El texto tampoco se ha publicado antes, se le ha encargado a la
escritora Emma Mussol especialmente para este experimento. Si se utilizase
el texto de algún libro publicado, podemos correr el riesgo de que quien se
somete al experimento lo haya leído previamente, y lo que queremos conocer
es qué ocurre cuando la voz de los libros llega por primera vez a su cerebro.
Emma Mussol ha escrito pequeños textos que tardarán en leerse unos siete
minutos, y lo ha hecho según las indicaciones de Emma Rodero en cuanto a
vocabulario, expresiones y emociones que tienen que mostrar. Mientras
escucha, aunque desde fuera parece que Gloria está inmóvil, muchas cosas
están pasando. Emma la observa con atención. Sus ojos miran a Gloria y
después al monitor desde donde puede seguir las reacciones que está teniendo
en su interior, allí todo es transparente. Puede saber cuándo Gloria siente
tristeza, enfado, felicidad, sorpresa, miedo o disgusto, cómo varía su
respiración, la sudoración de la piel y el ritmo cardiaco. Cada día se sienta a
observar cómo la gente escucha una voz que lee un libro y capta esos
momentos. Emma es una especie de André Kertész del siglo XXI. Pero en
lugar de fotografías, saca unos informes con muchos gráficos, con números,
líneas que ascienden, descienden, a veces permanecen planas, datos algo
incomprensibles para nosotros, pero ella lo sabe interpretar.
«Este fragmento le está llegando al corazón», dice Emma, «está
disfrutando porque recuerda algún momento agradable de su vida personal,
mira, los sensores de la felicidad están subiendo. La voz del libro se ha
conectado con ella. Los parámetros de la tristeza están comenzando a subir,
no mucho, pero hay algo de tristeza dentro de esa alegría, está teniendo una
sensación agridulce, quizá de nostalgia de un pasado mejor». Esta situación
me recuerda a las emociones que sintió Octavia cuando en una biblioteca
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escuchó leer la Ilíada y la escena en la que su hijo estaba implicado terminó
con ella desmayada en el suelo. Hoy en día, gracias a experimentos como los
que está desarrollando Emma, está demostrado científicamente que la escucha
genera emociones más intensas que la lectura silenciosa, hasta el punto de que
la creación de imágenes mentales y lo que vivimos gracias a las historias que
escuchamos es tal que el grado de transportación e inmersión de la vivencia
pueden provocar en nosotros sensaciones que supongan la aceleración de
nuestro ritmo cardiaco.
Emma seguirá durante un rato cambiando los textos y las voces que
Gloria escucha: de hombre a mujer, de grave a aguda, de una a dos voces o
más, del silencio de una narración a efectos sonoros o música. Emma quiere
conocer qué diferencia hay cuando escuchamos a alguien leer un libro, sin
música, sin efectos, solo con su voz, y qué ocurre dentro de nosotros cuando
esto se dramatiza y se le incluye una ambientación. También quiere saber qué
sensaciones nos provoca que nos lea una máquina, ¿cuál será el resultado? ¿Y
si resulta que la voz de una máquina, como ocurría con los androides de la
obra de Philip K. Dick, nos despierta sentimientos más intensos y profundos
que la voz humana?
Una vez que han terminado, Emma quita a Gloria los electrodos y
auriculares, y le pide que cumplimente un pequeño cuestionario con preguntas
como si le ha divertido, qué imágenes visuales ha tenido, qué ha sentido y, en
general, cuál ha sido su experiencia. También preguntas sobre la información
que ha retenido de estas historias para comprobar el grado de comprensión.
La investigadora quiere tener la respuesta a cuestiones como si escuchar es lo
mismo que leer, o si memorizamos y comprendemos mejor cuando leemos
que cuando escuchamos, largos debates entre profesionales han encontrado
aquí la respuesta en tan solo unos minutos. Después de muchas otras pruebas
como esta, Emma tendrá todos los datos para analizarlos junto a su equipo.
De aquí saldrán informes científicos que se publicarán en revistas y se
mostrarán y difundirán en congresos.
Estos informes dirán que, cuando escuchamos un libro, nuestra conexión
emocional es mucho mayor, podemos decir que sentimos con más
profundidad: el amor, el dolor, el miedo, la soledad, todos esos sentimientos
se magnifican cuando escuchamos una historia. Si además esta historia va a
acompañada de una ambientación sonora y musical, el realismo y las
vivencias son aún mayores. En cambio, si estamos ante un texto complejo, la
comprensión será mucho mayor si lo leemos que si lo escuchamos. Parece
algo lógico, cuando leemos tenemos nosotros el control sobre el ritmo de la
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narración, podemos ir deprisa, despacio, parar a reflexionar o volver al
párrafo anterior. Aunque si esta prueba la hiciera nuestro amigo Manuel
Espejo, los resultados serían diferentes, ya que él tiene muy desarrollado el
sentido de la escucha y las zonas cerebrales y sus conexiones mucho más que
vosotros, que yo o que Gloria. Pero si el texto no presenta mucha dificultad o
la dificultad es media, entre leer y escuchar tampoco se han encontrado
diferencias significativas en la comprensión de la información. Pero para que
estos informes se publiquen y difundan aún hay mucho trabajo de campo que
hacer.
Emma despide a Gloria y le entrega los diez euros agradeciendo su
participación. Gloria mira su teléfono móvil, ya tiene varios mensajes de sus
amigos que la están esperando en el bar. «Oye, si necesitas que me quede algo
de tiempo más escuchando, no me importa, no tengo nada que hacer y me he
quedado con la intriga de conocer cómo termina la historia». Emma sonríe y
le da una tarjeta con un código de descarga de una plataforma de audiolibros
para que pueda escuchar gratis durante un mes. Sabe que la voz de los libros
le ha llegado al corazón y que ya nada volverá a ser igual.
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Para que vivamos en estos mundos virtuales, no necesitamos una nueva
ciencia ni que nadie descubra ni invente nada, con nuestras actuales
herramientas podemos desarrollarlo, tan solo necesitamos actualizaciones y
desarrollos. Las herramientas físicas que la humanidad ha creado, desde el
sílex hasta el móvil, han transformado nuestro entorno. Las tecnologías
culturales de las que disponemos, las historias, los mitos y los rituales, esto es,
algo no físico como es nuestra imaginación, se han utilizado para explorar
nuevos mundos y ampliar el que ya conocemos. Los humanos siempre hemos
imaginado otros futuros posibles que sean mejor que el presente. Capacidad
de imaginar y creer en esos futuros. Representaciones artísticas del más allá
creadas desde las cuevas prehistóricas, que es una forma de visualizar el
futuro, esto es, trascender los límites de la biología. Se trata de los mundos
virtuales y el metaverso, así como de otras tecnologías que se llaman
posthumanas. Los seres humanos crean otras realidades para huir de la
realidad, para imaginar otros mundos mejores, pero ¿qué es sino leer? En un
determinado momento no diferenciaremos la realidad virtual de la física, pero
eso no significa que no será algo real, será nuestra nueva realidad. ¿Cómo
será el lector del siglo XXII? Este lector posthumano pertenecerá a otra
especie, como ya han existido otras anteriores al Homo sapiens, pero seguirá
siendo humano porque, bajo mi punto de vista, lo que nos diferencia de otros
animales no es la creatividad, aspecto imitado hoy en día por la inteligencia
artificial, sino la necesidad de contar y escuchar historias. Desde los
aborígenes australianos que se reunían alrededor del fuego, pasando por la
invención de la escritura y la lectura en voz alta o el enlatado de las voces en
los audiolibros, hay una cosa que sigue y seguirá entre nosotros, la voz de los
libros.
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EPÍLOGO
¿POR QUÉ SEGUIR LEYENDO EN VOZ ALTA EN EL SIGLO XXI?
Hoy tengo previsto pasar la mañana del sábado limpiando la estantería del
salón donde está mi pequeña biblioteca. Voy a pasar un trapo para quitar el
polvo. Después de unas rápidas pasadas, no puedo evitar deslizar el dedo por
los libros, toco sus lomos, siento una sensación de tranquilidad al hacerlo. De
pronto, oigo un murmullo confuso. Miles de voces se interponen unas a otras
queriendo sobresalir. Voces de piratas que se juntan en una taberna y cuentan
aventuras que nunca creerías o madres que hacen soñar a sus hijos con
mundos lejanos mientras cosen el dobladillo de unos pantalones. Niñas que
ríen, hombres que lloran y mujeres que sueñan…, todo eso y más cuentan las
voces que se pisan unas a otras provocando un tumulto difícil de comprender.
Si mi dedo va rápido la confusión de voces aún es mayor, así que me tomo
tiempo y los recorro acariciándolos, dejando que la yema disfrute de su tacto
suave. En ese instante, las voces comienzan a ser más nítidas y entendibles
según paso de un libro a otro, hasta que finalmente me detengo en uno de
ellos y el murmullo cesa. Ha sido el elegido. Lo abro, y entonces los otros,
sabedores de que no es su momento, permanecen callados y esperan
pacientes. Una voz clara y alta surge en el silencio. Miro a mi alrededor para
buscar de dónde viene, pero no logro saberlo, ¿solo la oigo yo? Los libros
tienen voz. Voy a buscar a mis hijas a sus habitaciones. Se están levantando,
haciendo la cama, ordenando su habitación. «Escuchad esto», digo: «“Tom
echó una mirada por encima del hombro y vio que el individuo salía del
Green Cage y se dirigía hacia donde él estaba. Tom apretó el paso. No había
ninguna duda de que el hombre le estaba siguiendo”. ¿No os parece que este
principio te atrapa y ya no puedes dejar la lectura? Es El talento de Mr. Ripley
de Patricia Highsmith». «Podríamos comenzar a leerlo esta noche», sugiere la
mayor. «Pero antes tenemos que terminar El diario de Ana Frank», recuerda
la pequeña. «Bueno, estaré un rato con cada una», decido para organizar las
lecturas mientras cierro el libro y lo dejo de nuevo en la estantería.
Cuando los libros están cerrados duermen, pero sus ecos siguen resonando
en mi cabeza. Es la descripción de un paisaje seco y quebrado, un diálogo
ingenioso entre dos chicas adolescentes que se acaban de conocer o un
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pensamiento que ha captado mi atención y que ahora se repite una y otra vez
en el silencio de mi cabeza. Pienso en los libros que esperan en las estanterías
de todo el mundo, quizá alguno haciendo de soporte sobre la pantalla de un
ordenador en muchas oficinas, otros cumpliendo una función decorativa, pero
todos aguardan pacientes a que llegue su momento. Han estado esperando a lo
largo de siglos y saben que no deben tener prisa. Esperan pacientes a que
alguien los abra y comiencen a tener vida. Que alguien les dé una voz. Es una
voz que resuena en nuestra cabeza, que a veces solo oímos nosotros, pero
otras compartimos con los que nos rodean, una voz que es capaz de aislarnos
del mundo, de aparcar nuestras preocupaciones, de anular nuestras dudas y
miedos, de insuflar nuestros deseos y sueños. Es una voz que nos reconforta.
Sin ser conscientes, nuestra presión sanguínea comienza a ser más pausada, y
la respiración, lenta y rítmica. Entramos en un estado de levedad que podría
ser considerado algo místico y mágico. Los músculos se relajan, los párpados
pesan y entramos en un ensueño. Como cuando dormimos, cuando no
sabemos diferenciar si ese sueño es real o no aunque lo vivimos como si lo
fuera, lo mismo ocurre cuando escuchamos la voz que surge de los libros,
para nosotros es muy real, es estar viviendo.
Abrir un libro y leerlo en voz alta también es resucitar a los muertos.
Escritores que ya no están con nosotros se hacen presentes junto con sus
personajes durante un instante gracias a la unión de su obra y nuestra voz.
Abro El gran Gatsby y comienzo su lectura en voz alta. Como si se tratara de
un holograma aparece en mi habitación Scott Fitzgerald transmutado en Nick
Carraway, ese vecino de Jay Gatsby que es quien nos habla desde el libro, y
me cuenta la historia de un joven apuesto y rico que tiene de todo, excepto lo
que más necesita, amor. Una voz que deja de ser mía en el mismo momento
en el que inhalo aire, llega a mis pulmones, el diafragma los mueve con
fuerza y hace que el tórax se expanda. Aire que sale de vuelta por mi garganta
y llega al paladar, donde las palabras son formadas e impulsadas hacia fuera
por mi lengua, que como si se tratase de un baile coordinado gira acompasada
con los músculos interiores de las mejillas. Una lengua que necesita a veces
del paladar o los dientes para apoyarse o presionar; otras, ha de mantener las
distancias con el fin de pronunciar adecuadamente cada letra; un baile que
cambia según el idioma que se hable, el tono que le demos, la fuerza o la
mesura, la velocidad utilizada. La lengua se extiende, se enrolla, se eleva, se
aplana, juega húmeda, y así va escribiendo las palabras cuya caligrafía cambia
según el tono, el color, la fuerza, la intensidad del texto. Todo ello mientras
de manera suave y coordinada abrimos los labios. Mi voz ya no es mía, es la
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de Scott Fitzgerald, que a su vez es la de Nick y que durante el tiempo en el
que leo en voz alta cobran vida y desafían a la muerte. Es gracias a esos
sonidos, que se adaptan a las diferentes voces de los diálogos, a la entonación
de una pregunta o una exclamación, con un ritmo que determinan las comas,
los puntos o un ambiente en suspenso después de los tres puntos. Dar voz a
los libros es hacer vivir a los personajes, hacerlos corpóreos, que disfruten de
una forma definida gracias a mi entonación y ritmo.
La voz de los libros lleva expandiendo sus ondas desde el origen de la
humanidad. Suena desde antes de la invención de los propios libros, antes de
que las historias se escribieran en piedras, rollos de papiros o pieles. Hicieron
las delicias de reyes, emperadores y faraones, resonaron en teatros o
explanadas en las que se congregaban multitudes, o en baños públicos, patios
o salones donde se disfrutaba entre íntimos amigos. También su voz se oyó en
lo que fueron las primeras bibliotecas y librerías. Por eso nuestros
antepasados, aunque la mayoría no supiera leer, escucharon la voz de los
libros. La voz de los libros se oyó durante mucho tiempo en los monasterios,
en las calles y plazas de nuestro Siglo de Oro, en los descansos de agricultores
y pastores. Fue el entretenimiento de reyes y príncipes, y también lo que
permitió expandir las ideas revolucionarias que terminaron con algunos de
ellos. Los libros prestaron su voz para entretener a mucha gente ya fuera en la
intimidad de su salón familiar o en los abarrotados teatros donde acudían a
escuchar leer. Después llegó a las fábricas, a los cortijos, a los campos, y
sirvió de consuelo en las guerras, así como en los peores momentos que ha
vivido la humanidad, cuando fue alivio y salvación para muchos de nosotros
durante la pandemia.
La historia de la humanidad ha transcurrido acompañada por la voz de los
libros, pero también nuestra historia particular e individual. Todos hemos
escuchado la voz que tienen los libros incluso antes de saber leer. Era la voz
de nuestros padres, abuelos o algún maestro. Se sentaban en una silla o en el
borde de nuestra cama, abrían un libro y les prestaban por unos minutos su
voz. A veces sonaba cansada, otras veces preocupada o distraída, pero no se
notaba porque casi siempre se escuchaba alegre, cantarina, incluso simulando
distintas voces para cada uno de los personajes. Con el tiempo fuimos
nosotros los que pusimos voz a los libros para otros. Primero en la escuela,
cuando nos decían que compartiéramos la lectura con el resto, después
cuando fuimos padres o tíos y cedimos nuestra voz para que los libros
hablasen a los más pequeños. Algunos hemos leído a la gente que queremos
cuando han sido mayores, también lo hemos hecho con desconocidos, en un
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acto íntimo o multitudinario. También disfrutamos cuando otros leen para
nosotros, ahora, incluso ya lo hacen los robots. Sí, las máquinas quieren ser
humanas y saben que una forma de conseguirlo es hacer aquello que nos
diferencia del resto de los animales, y una de esas actividades es leer y dar
voz a los libros.
He dedicado muchas palabras en este libro para hablar de la lectura, los
lectores y la forma en la que estos han leído a lo largo de los siglos, pero no
hemos hablado del silencio. El silencio que, excepto por alguna interrupción o
comentario de la obra, mantiene el que escucha, y me atrevo a decir que el
silencio prima durante la lectura, aunque una vez acabada dé paso a la
conversación. Por educación, por expectación, por estar en una ensoñación,
por concentración, el que escucha permanece en silencio. Dicen que por algo
tenemos dos ojos y dos orejas y solo una boca: para ver y escuchar más y
hablar menos. En nuestro mundo actual donde ocurre casi todo lo contrario,
donde proliferan los blogs, comentarios en redes sociales, pódcast, hablamos
con las máquinas para encender la televisión o con nuestro móvil para que nos
haga una búsqueda, somos una sociedad que habla más que escucha. El hábito
de escuchar es una práctica que nos hace dejar nuestro ego aparcado a un
lado, dejar de mirarnos el ombligo, pensar en el otro, lo que nos está diciendo,
lo que nos cuenta, lo que nos está leyendo. Para ser mejores personas quizá
tendríamos que escuchar más y hablar menos, acaso practicar la escucha
activa, depositar nuestra confianza en el otro, en que lo que nos está leyendo
tiene un valor, un sentido, que no es una pérdida de tiempo. El que escucha es
paciente, sabe que no es su turno, mantiene una quietud, y todo eso también lo
proporciona la lectura en voz alta.
Se ha recurrido a la lectura en voz alta por diversos motivos, pero hoy en
día no hace falta. Ya no están las letras todas juntas, ni tenemos que cargar
con pesados rollos de papiro o pergamino, se puede decir que casi la totalidad
de la población sabe leer, y el acceso a los libros es posible gracias a los
sistemas públicos bibliotecarios, y la cuestión económica tampoco parece una
razón, al menos en los países desarrollados. Además, existen los audiolibros y
las voces creadas artificialmente a partir de la clonación de voces humanas
que leen un libro imitando la entonación y el sentimiento que puede darle un
ser humano. Entonces ¿para qué leer en voz alta? Si hoy en día se están
creando voces artificiales que no podremos diferenciar de las humanas, ¿cuál
va a ser la diferencia entre una y otra? Si ya existen este tipo de grabaciones,
¿qué sentido tiene seguir leyendo a los niños el cuento de antes de dormir si lo
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puede hacer una máquina, incluso con una vocalización, entonación y unas
dotes artísticas mejores que las nuestras?
Hemos olvidado la lectura en voz alta. Hemos pasado de leer en voz alta y
para otros a hacerlo en silencio y solo para nosotros, del grupo al individuo,
del afuera al adentro, y todo ello termina produciendo un desapego en nuestra
familia, en nuestra sociedad. Estamos inmersos en una sociedad tecnológica
donde nos hablamos por mensajes de texto, nos relacionamos en redes
sociales, tenemos reuniones por videoconferencia e incluso en los eventos
físicos hacemos preguntas al ponente a través de una aplicación. Hemos
normalizado que para realizar cualquier actividad tiene que mediar la
tecnología, olvidando por el camino que podemos seguir disfrutando de las
cosas que se han hecho siempre sin ella. Pensamos que ahora, como todo el
mundo sabe leer, no es necesario hacerlo para otros y que leer es un acto
solitario y en silencio. Hemos olvidado que existe la posibilidad de leer en
voz alta y con otros, y que se trata de una actividad saludable, gratificante y
divertida.
Además, en nuestras sociedades disponemos de poco tiempo. Para leer se
necesita tiempo, y la lectura en general se ha visto beneficiada cuando lo
hemos tenido, como cuando se redujo la jornada laboral a ocho horas y se
estableció el descanso del fin de semana, y subieron los índices de lectura, y
más recientemente cuando estuvimos encerrados en casa debido a la
pandemia. Si tenemos tiempo, leemos más. También se pueden utilizar los
audiolibros, escucharlos mientras se hace otra cosa, y aunque es algo que
practico mucho mientras paseo o hago algunas labores domésticas o
manualidades, como todo, llevado al extremo me parece fomentar demasiado
la productividad, la necesidad que nos han inculcado de aprovechar el tiempo
hasta límites enfermizos. Para leer, para uno mismo y para otros, hay que
tener tiempo, tranquilidad, sin interrupciones, y todo ello nos ha sido robado
por distractores como los dispositivos electrónicos, como el móvil, que
consultamos de media unas cien veces al día. Esa misma tecnología que nos
permite acceder a un libro que está en la biblioteca de Nueva York a golpe de
clic también nos distrae y nos quita tiempo para poder leer ese mismo libro
que hemos conseguido. Así que además de tiempo se necesita la decisión
personal sobre cómo utilizarlo. ¿No podemos parar ni media hora al día para
leer o escuchar leer? Por ello, decidir que vamos a leer en alto juntos una
pequeña historia de veinte minutos es tomar las riendas de tu tiempo, de tu
vida, decidir cómo quieres disfrutar de tu ocio. Leer en voz alta requiere
decisión, tiempo, esfuerzo, dedicación, paciencia, concentración…, vaya,
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justo lo que hoy en día no tenemos. Como contraprestación, la lectura
compartida en voz alta ofrece calidez, conexión, calma, placer…, vaya, justo
lo que en la actualidad estamos buscando.
Pero esto no ha sido así siempre ni lo sigue siendo en todos los lugares del
mundo. El premio Nobel J. M. Coetzee dice: «En Sudáfrica se lee en voz alta
porque hacerlo en silencio es similar a comer solo». Preguntarnos hoy por qué
seguir leyendo en voz alta y con otros cuando se puede hacer en silencio y por
uno mismo sería algo similar a preguntarnos por qué seguimos cocinando
cuando existe la comida precocinada o incluso por qué tomar alimentos
cuando podríamos sustituirlos por unas píldoras con los nutrientes necesarios.
Lo hacemos porque es una actividad placentera, disfrutamos con ella y la
ciencia ha demostrado sus ventajas. Compartir una lectura en voz alta con otra
persona es una experiencia insustituible. Se puede interrumpir, opinar,
objetar, reír, sentir algo junto a otra persona que está en el mismo lugar y
momento que nosotros y con la que se establecen lazos afectivos. La voz es el
instrumento de comunicación más importante del ser humano. Estamos
preparados por naturaleza para hablar, y lo hacemos por imitación. Escuchar a
alguien contándonos una historia es la forma más antigua de disfrutar de la
literatura y la más natural, la que no precisa de elementos exteriores, ni una
radio, una televisión, una sala de cine, un móvil o internet para que se
produzca. Escuchar una voz nos hace sentir que no estamos solos, sino que
estamos unidos en conexión emocional a los otros. Leer en voz alta y
escuchar lo que otros leen nos conecta con nuestro yo más primigenio, ese
que aún estaba esperando a nacer en el útero de nuestras madres. La voz nos
une a los otros con los que estamos compartiendo ese instante y a los que a lo
largo de la historia lo han hecho antes de nosotros.
La lectura en voz alta compartida es un hábito para potenciar, una
actividad saludable para encontrarnos mejor tanto a nivel físico como mental.
Somos seres eminentemente sociales y narrativos. Nos gusta estar juntos y
contarnos cosas. Ya sea en la barra de un bar, en un grupo de apoyo, incluso
en una iglesia o en una sala de reuniones. Los creadores de las redes sociales
ya se dieron cuenta hace tiempo, por eso nos dieron gratis un espacio donde
estar juntos, aunque fuera de forma virtual y que pudiéramos contar historias;
después nos comenzaron a vender cosas y ahora nos roban nuestros datos.
Narrarnos a nosotros mismos y reconocernos en las narraciones de los demás,
sea algo real o ficticio, es lo que nos diferencia de otros animales. Hacerlo en
conexión con los demás es un acto de rebeldía y libertad de elección que está
en nuestras manos practicar.
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Promover la lectura en voz alta puede parecer un alegato algo
insustancial, insignificante, poco práctico, incluso algo raruno. Parecemos
miembros de una resistencia que se oculta tras las sombras del sistema. Pero
si fuéramos conscientes de todo lo que la lectura compartida en voz alta puede
aportarnos, la recetarían, tal y como los médicos hacían hace muchos años,
como algo saludable. Para empezar es un tiempo que permanecemos
apartados de la hiperactividad que nos genera la tecnología, es un instante en
el que decidimos estar desconectados de las máquinas y en conexión con otras
personas a través de la literatura. Cuando elegimos leer en alto somos dueños
de nuestro tiempo y optamos por un ocio saludable no dirigido por algoritmos
que deciden por nosotros. Optamos por que el mundo se pare, dejamos las
prisas a un lado, la ansiedad de las redes sociales, la infoxicación, y nos
regalamos un momento de tranquilidad y disfrute junto a otras personas con
nuestros mismos intereses.
La lectura en voz alta es un acto rebelde. Un acto que nos desconecta de la
máquina que gira sin parar, que nos transporta a nuevos mundos y nos
permite acceder a ideas desde una posición sosegada y con el control en
nuestras manos. Nos da la posibilidad estar en conexión con otras personas a
las que dedicamos nuestro tiempo y atención y que comparten con nosotros
los sentimientos que la lectura les suscita. La lectura en voz alta une a la
gente, así que podemos decir que leer en voz alta y compartir la lectura con
los hijos, familia, amigos o ante un grupo de desconocidos que se congrega
para disfrutar de esa misma experiencia es a la vez un acto de rebeldía y de
sabiduría. De rebeldía como crítica a la sociedad individualista que prefiere
mantener a todos sus miembros aislados unos de otros, aunque tengan la
sensación de estar conectados a través de unas pantallas negras con las se
ejerce el control del poder y que están programadas para que pasemos cada
vez más tiempo en ellas y menos con las personas. De sabiduría, por los
beneficios que conlleva esta práctica, para la socialización, el establecimiento
de vínculos personales y la salud física y mental. Leer en voz alta con otros es
una forma de cuidarte y mostrar tu cariño y amor a los demás. Y encima es
muy divertido y placentero, ¡pruébalo!
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ANEXO
LA LECTURA EN VOZ ALTA EN LA LITERATURA Y EL CINE
A lo largo de este recorrido histórico sobre la lectura os he mostrado libros
que fueron creados en cada una de las épocas históricas por las que hemos
viajado y de los que se han valido los expertos, junto con otras evidencias,
para ilustrar cómo se ha leído a lo largo de la historia. En las páginas que
siguen voy a hablar de otros libros o películas que, si bien no pueden
utilizarse como evidencias sobre cómo se ha leído, ya que se concibieron años
después de la época que retratan, muestran la lectura en voz alta de manera
precisa y fiel. Algunos de los títulos que comentaremos son muy conocidos,
aunque es posible que un pasaje o una escena donde se lee en voz alta se os
haya pasado desapercibido hasta ahora. Sobra decir que soy consciente de que
no están todos. Los que menciono aquí apenas son una pequeña muestra de
todos los que he encontrado durante estos años que le he dedicado a este libro.
Seguro que, después de haber llegado hasta aquí, tu idea de la lectura y
cómo se ha practicado desde tiempos inmemoriales ya ha cambiado. Quizá a
partir de ahora te ocurra como a mí, y que cada vez que estés leyendo, viendo
una película o un cuadro, y aparecen personas leyendo junto a otras, te
acuerdes de este libro y comprendas mejor qué es lo que muestran y si esa
escena puede ser o no verídica dependiendo de la época histórica en la que se
desarrolle. En algunos casos, la lectura en voz alta ocupa toda una escena, en
otras, simplemente es un comentario de pasada, al igual que se nos dice que el
personaje utiliza tal complemento, o la habitación está decorada con tales
muebles.
HISTORIAS DE LA ANTIGÜEDAD
Las obras de ficción que nos hablan de la Antigüedad suelen recrearse en el
esplendor de Roma, Egipto o Grecia a través de sus espectáculos de
gladiadores, suntuosos ágapes con bailarines o faraónicos palacios, pero pocas
veces nos cuentan, quizá por ser menos vistoso y poco interesante desde un
punto de vista narrativo, cómo se leía. Uno de los principales retos de quien
escribe es no caer en anacronismos. Así que, en un libro o una película
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ambientados en Grecia, por ejemplo, ver a uno de los personajes leyendo un
libro en silencio y en solitario sería casi lo mismo que si tuviera un móvil en
la mano. Pero un buen guionista o escritor de novela histórica tiene que
documentarse sobre los elementos y costumbres de una época, y eso es lo que
hace Edward Bulwer-Lytton cuando en 1834 publica Los últimos días de
Pompeya. Este libro relata cómo era la vida en las jornadas previas a la
erupción del Vesubio que asoló la ciudad. En estos últimos días conocemos a
Glauco, un joven y adinerado aristócrata, que le cuenta a su amigo Clodio que
él prefiere los placeres sencillos que le ofrece Pompeya antes que los
estirados comportamientos de los ciudadanos de Roma, quienes, preocupados
por imitar en todo a los griegos, practican la lectura en voz alta a todas horas,
llegando a considerarlo un poco excesivo e incluso enfermizo:
Cuando van a cazar hacen que sus esclavos les lleven obras de Platón, y si pierden la
vista del jabalí toman sus libros y su papiro para no perder el tiempo ni aun entonces.
Mientras las bailarinas triscan ante sus ojos desplegando cuánto hay de más seductor
en el baile persa, algún liberto les lee un capítulo de los Oficios de Cicerón. […] El
otro día mismo hice una visita a Plinio. Estaba sentado en su pabellón de verano,
donde escribía mientras un infeliz esclavo tocaba la flauta. […] Su sobrino leía la
descripción de la peste en Thucydides, y con la cabeza llevaba maquinalmente el
compás, en tanto que recorrían sus ojos los repugnantes pormenores de aquella
historia horrible. Para aquel evaporado joven era muy sencillo oír una canción de
amor y leer al mismo tiempo la descripción de una peste.
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de papiro y le pide que lo lea en voz alta. En caso de una mala documentación
histórica, sería Espartaco quien lo leyera.
Pero si hay una referencia cultural que, he comprobado, nos ha ayudado a
muchos a conformarnos una idea sobre cómo se leía en la Edad Media es El
nombre de la rosa, el libro de Umberto Eco. Quizá por la fiel adaptación al
cine que hizo Jean-Jacques Annaud, cuando compartía con amigos y
conocidos que estaba escribiendo este libro sobre la lectura en voz alta, casi
todos pensaban en la misma escena.
La novela de Eco, escrita en 1980, nos muestra cómo era el día a día en un
monasterio de la Edad Media, y entre otras cosas, cómo amenizaban las
comidas en el monasterio: «Grandes antorchas iluminaban el refectorio. Los
monjes ocupaban una fila de mesas, dominada por la del Abad, que estaba
dispuesta perpendicularmente sobre un amplio estrado. En el lado opuesto
había un púlpito, donde ya estaba instalado el monje que haría la lectura
durante la cena». En este fragmento vemos cómo durante la cena los monjes
guardan silencio mientras uno de ellos lee en voz alta, conforme a la regla de
san Benito. Eco fue un prestigioso semiólogo, filósofo y escritor que en sus
novelas ponía un especial cuidado a la hora de documentar cada una de las
escenas y entornos que creaba, tal y como hemos visto en este ejemplo.
MUJERES Y LECTURA
Leer en alto mientras se hace otra cosa aparece en numerosas escenas de
libros y películas. Lo podemos ver en el musical Siete novias para siete
hermanos, estrenado en 1954, pero ambientada en el estado de Oregón en
1850. Un granjero que vive aislado con sus seis hermanos en la montaña
acude a la población más cercana para buscar esposa. El flechazo con una
joven cocinera es instantáneo, y ese mismo día se casa con ella, partiendo
ambos hacia su casa en la montaña. Milly tan solo llevará con ella unas
semillas y dos libros, la Biblia y Vidas paralelas, de Plutarco. En este último,
Milly leerá el capítulo dedicado al rapto de las sabinas: los romanos, faltos de
mujeres, recurrieron a secuestrar a las jóvenes de un pueblo vecino. Los seis
hermanos, que no se caracterizan por sus refinados modales ni por asistir a
eventos sociales, se toman este mito al pie de la palabra y bajan al pueblo a
hacer lo mismo, esto es, secuestrar a aquellas muchachas de las que se han
enamorado. Una vez en la montaña, incomunicados a causa de la nevada
caída en el desfiladero, Milly les hace ver que las mujeres no son como el
ganado y que no pueden andar tomando lo que quieran sin contar con su
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consentimiento. Así, como castigo a su comportamiento, los hermanos se
trasladan al establo con los animales y dejan la casa principal para las
mujeres. Sin poder salir por la nieve que no deja de caer, las chicas pasan
largos días aburridas. Gracias a la lectura en voz alta, y pese a disponer de
solo dos libros, llenarán ese vacío que sienten, por un lado por el aislamiento,
y por otro, porque se han enamorado de los hermanos y no pueden estar con
ellos. Para solventar los largos días del invierno, Milly les lee en alto a las
muchachas mientras estas hacen labores domésticas.
La misma situación se repite más adelante. Llevan dos meses encerradas
en casa por la ventisca de nieve, y una de las muchachas está leyendo en
silencio y otra le pide que lo haga en alto para las demás:
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Fotograma de la película Lo que el viento se llevó. © Bettmann / Colaborador
LEER A ENFERMOS
En capítulos anteriores hemos visto la importancia de la voz de los libros para
las personas enfermas o los heridos de guerra. Con la lectura en alto estos
largos periodos sin nada que hacer son más llevaderos. En el libro La
biblioteca de París, de Janet Skeslien Charles, nos cuentan que, durante la
ocupación nazi de Francia en la Segunda Guerra Mundial, una bibliotecaria
acude a un hospital para leer a los heridos en el frente, y sabemos que
realmente esto fue así:
—¿Le importaría leerme en voz alta, mademoiselle?
—¿Tiene preferencia por algún autor?
—Sí, Zane Grey. Me gustan las historias de vaqueros.
Cogí el ejemplar manoseado de Nevada de la estantería del rincón, me senté junto a
su cama y empecé. Cuando terminé el primer capítulo, le pregunté:
—¿Qué le parece?
Me sonrió.
—Me parece que habría podido leerlo yo solo. Tengo la pierna destrozada, pero el
cerebro intacto. Aun así, tiene usted una voz tan bonita, y es usted tan guapa…
—¡Menudo gamberro!
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En La ladrona de libros, ambientada también durante la Segunda Guerra
Mundial, se nos cuenta la historia de una niña, Liesel. Sus padres ocultan en
el sótano de la casa a un hombre judío. Ella baja con frecuencia para hacerle
compañía y leerle en voz alta para entretener esos días de confinamiento y
falta de libertad. La lectura se convierte en otra forma de cuidar y proteger al
perseguido, no solo dándole techo y comida, sino haciéndole compañía y
disfrutando juntos de un rato que permita evadirse de la realidad. También se
refugiará en la lectura en voz alta el enfermo protagonista de El paciente
inglés. Una enfermera encuentra a un desconocido con la cara desfigurada
debido a graves quemaduras y que pasa los días librando su propia batalla
contra el dolor. La relación entre ambos se establecerá a través de los libros
que la enfermera toma de la biblioteca de la villa deshabitada en la que se
esconden de la guerra. Para pasar las horas y aliviar los dolores del paciente
inglés, la enfermera lee en voz alta. Además, como única pertenencia lleva
consigo Historias, de Heródoto. Los libros y la lectura constituyen la única
forma que tienen ambos personajes de evadirse de un horrible mundo en
guerra y de sus consecuencias, no solo la enfermedad, el dolor y la muerte,
sino también la pérdida por parte de ambos de los amores de su vida. Vemos
que en muchas de estas historias, los protagonistas no disponen de muchos
libros, solo uno o dos. Estamos hablando de épocas y situaciones donde no es
fácil acceder a los libros, pero es una muestra de cómo nos aferramos a los
que tenemos a nuestro alcance, aunque sean pocos, para sobrellevar la
realidad.
También Ernestina Laburnum se dedicará en El secuestro de la
bibliotecaria a leer a personas enfermas, pero en este caso estamos ante una
enternecedora historia infantil que nos hace ver la importancia que tienen los
libros no solo para curar, sino también para cambiar y transformar a las
personas. Ernestina es una joven y bella bibliotecaria de un pequeño pueblo
que ha salido a dar un paseo por el bosque. Unos bandidos que la siguen
deciden raptarla para pedir un rescate al ayuntamiento, ya que todo el mundo
sabe que una biblioteca no puede funcionar sin la bibliotecaria. Al poco rato,
los bandidos se descubren erupciones por todo el cuerpo, ¡han pillado el
sarampión!, así que dejan que la señorita Laburnum vaya a la biblioteca a por
un libro sobre medicina para que les ayude a cómo curarse. Así que tendrán
que permanecer en cuarentena y ella los cuidará, paralizando de momento el
secuestro. Cuando la bibliotecaria vuelve no solo trae el libro de medicina,
sino que ha aprovechado para llevar con ella una selección de libros para leer
a los bandidos, ya que todo el mundo sabe que cuando uno está enfermo y
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tiene que permanecer confinado el tiempo pasa lento y es muy aburrido. Así
que la señorita Laburnum se sentará y leerá a los bandidos libros como Alí
Babá y los cuarenta ladrones o Robín de los bosques, pasando así el rato de
una muy buena manera. Los bandidos, podría decirse, eran analfabetos y
nunca habían tenido la oportunidad de disfrutar de la literatura, ni tampoco de
conocer la selección de libros que ha hecho la bibliotecaria especialmente
para ellos, pensando en sus gustos e intereses. Así arranca una estrecha
amistad entre los bandidos y la bibliotecaria que se prolongará en el tiempo,
porque ya sabemos que los libros unen personas y mucho más cuando se
comparten con la lectura en voz alta.
Leer a los niños cuando pasan una temporada en la cama porque están
enfermos quizá ha sido una de las situaciones donde la lectura en voz alta se
ha mostrado más en la ficción. La encontramos en ¡Qué bello era mi valle!, el
filme de John Ford de 1941. La película nos describe la apacible rutina de una
familia de mineros en la tranquila Irlanda a través de los recuerdos del joven
protagonista, Huw Morgan. Pero los tiempos cambian y debido a un exceso
de mano de obra, los mineros verán mermados sus salarios y comenzarán una
huelga, y ya nada será como antes. La nostalgia de un mundo que ya no
volverá y unas experiencias vitales que se recuerdan con cariño y melancolía,
como cuando Huw tuvo que guardar cama convaleciente tras un accidente en
un arroyo helado. El pastor del pueblo lee al chico La isla del tesoro sentado
al lado de su cama y volverá a revivir los sentimientos que tuvo cuando
descubrió esta historia, de hecho dice: «Casi desearía estar tumbado en tu
lugar con tal de leer este libro por primera vez».
Para finalizar con otra escena de lecturas a niños que se recuperan en la
cama de una enfermedad, hablaré de La princesa prometida. En este caso es
el abuelo quien le leerá en alto para llenar con una fantástica historia ese
tiempo de convalecencia. Por supuesto, el nieto, un niño de los años ochenta,
se muestra reacio y preferiría pasar ese tiempo jugando con sus videojuegos.
Pero el abuelo le promete que con ese libro vivirá la mayor aventura de su
vida, ya que habrá persecuciones, secuestros, peleas, pero también valor,
honor, amistad y amor. El autor de este libro, el guionista y escritor William
Goldman, recuerda cómo eso fue lo que le ocurrió a él cuando en una
situación similar su padre le contó esa misma historia, que es la que ahora él
nos va a narrar. De hecho, cuenta que se trata de uno de sus libros favoritos a
pesar de no haberlo leído nunca: «Este es el libro que más me gusta de todo el
mundo, aunque nunca lo he leído». Sí, tu libro preferido puede ser uno que tú
no hayas leído.
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Cada noche mi padre me leía un capítulo tras otro, luchando siempre para que las
palabras sonaran correctamente, para atrapar el sentido. Y yo yacía allí tumbado, con
los ojos entrecerrados, mientras mi cuerpo recorría lentamente el largo camino que le
devolvería las fuerzas. Como ya he dicho, la convalecencia duró aproximadamente
un mes, y en ese tiempo, mi padre me leyó dos veces La princesa prometida. Aunque
podía leer yo solo, este libro era suyo. Jamás se me habría ocurrido abrirlo. Quería la
voz de mi padre, sus sonidos. Más tarde, incluso muchos años más tarde, en
ocasiones solía decir: «¿Qué tal si me lees el duelo que Íñigo y el hombre de negro
sostienen en el acantilado?». Y mi padre solía gruñir y mascullar, se iba a buscar el
libro, se humedecía el pulgar con la lengua, y pasaba las páginas hasta que empezaba
la fantástica batalla.
En la película se cambia la figura del padre por la del abuelo, que día tras día,
después de la lectura en voz alta, hará que su nieto, al principio escéptico ante
la diversión que un libro le podía proporcionar, se ilusione y espere con
ansiedad la llegada de su abuelo para reemprender la lectura y viajar a un
mundo diferente lleno de aventuras.
LEER EN FAMILIA
La lectura en familia ha sido una de las mejores maneras de disfrutar juntos.
Aunque en este caso no se trata de ficción, nos lo muestra Ana Frank en su
Diario cuando nos cuenta «Papá nos leyó unas líneas del libro de Dickens y
yo estaba en la gloria…». También vemos que la lectura era algo habitual en
la familia de Gregor Samsa, cuando en La metamorfosis Frank Kafka nos
cuenta por medio del narrador: «Por lo que veía Gregor a través de la rendija
de la puerta, en el cuarto de estar estaba encendido el gas, pero mientras que,
como era habitual a esas horas del día, el padre, y también de vez en cuando
la hermana, solía leerle a la madre el periódico vespertino, no se oía ahora
ruido alguno. A lo mejor esa costumbre de leer en voz alta, de la que la
hermana tanto le hablaba y escribía, se había perdido en los últimos tiempos».
Pero sin lugar a dudas una novela donde se muestra la importancia que la
lectura tiene dentro de la familia es en Matar a un ruiseñor. Son varias las
ocasiones en las que a lo largo de la novela se lee a otros, como cuando los
protagonistas acuden cada semana a leer a una señora enferma del pueblo,
pero quizá las más entrañables son las ocasiones en las que Atticus Finch, el
padre, lee a sus hijos Scout y Jem, consiguiendo de esta forma tener la
oportunidad de comentar con ellos importantes cuestiones que les servirán a
lo largo de toda su vida.
También encontramos casos en los que se lee entre hermanos, como nos
cuenta Fernando Aranburu en el capítulo 8 de Patria: «Arantxa, siendo Gorka
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pequeño y ella apenas una niña de nueve o diez años, gustaba de leer en voz
alta a su hermano, los dos sentados en el suelo, o él en la cama y ella a su
lado, cuentos tradicionales; también historias de la Biblia en un libro con
ilustraciones adaptado al entendimiento infantil. Por los días en que el niño se
recuperaba del atropello de la furgoneta, Arantxa tomó la costumbre de ir a la
biblioteca municipal en busca de lectura para él. Gorka ya leía entonces por
su cuenta, bisbiseando las palabras, y empezaba a tener gustos definidos: Julio
Verne, Salgari, pronto las novelas bélicas de Sven Hassel, así como otras de
espías y detectives, todas ellas en ediciones económicas de bolsillo».
El cuento antes de dormir es una de las manifestaciones de la lectura en
voz alta que perviven en la actualidad y que también se describen en escenas
de la vida cotidiana en libros, pinturas y películas. En 1925 el escritor Arthur
Schnitzler narra en Relato soñado una escena familiar ambientada en su
propia época. Unos padres escuchan a su hija leer un cuento antes de dormir:
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también analfabetos, emigraron y no pudo ir a la escuela. Su hija, que pensaba
que solo con crecer ya se aprendía a leer, lo habla con su profesora y buscan
un instructor que enseñe a su madre. Ahora, madre e hija aprenderán las letras
y compartirán juntas en voz alta muchas historias cada noche antes de dormir.
La voz de otra niña es la que utiliza el escritor Manuel Rivas para leer en
alto en La niña lectora. El cuento nos traslada a principios del siglo XX. Unas
trabajadoras de la fábrica de tabacos de A Coruña, al conocer gracias a la
novela La tribuna de Pardo Bazán, de la que hemos hablado, la posibilidad de
que alguien les lea en alto durante el tiempo de trabajo, incluyen esta
reivindicación laboral en sus huelgas. Finalmente, cuando lo consiguen, será
la niña del título, que a diferencia del resto de las mujeres ha aprendido a leer
y escribir, quien leerá para las cigarreras.
En otro libro juvenil, Corazón de tinta, de Cornelia Funke, la lectura en
voz alta es protagonista de la trama, ya que cuando los protagonistas leen en
voz alta un libro traen a la realidad a los personajes que aparecen en él, los
materializan. ¿Y no es eso lo que hemos visto que consigue la lectura cuando
se produce en alto? Bueno, quizá en el caso de Corazón de tinta de una
manera más literal.
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Fotograma de la película El club de los poetas muertos. © TOUCHSTONE PICTURES /
Album
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fragmento que la profesora hace leer a Deanie delante de toda la clase, en el
que se establece un paralelismo entre lo que dice y lo que ella ha vivido,
pertenece a William Wordsworth, poeta romántico inglés que compuso en
1807 la «Oda a la inmortalidad». El poema habla de los momentos de
felicidad que vivimos cuando somos jóvenes, del rápido y fugaz paso del
tiempo, y de la alteración de esas circunstancias que en su día nos hicieron
felices, pero que hoy en día ya son agua pasada. La joven lee el poema en alto
a duras penas, con dificultad, ya que se ve reflejada, y sus compañeros son
conocedores de la situación que está viviendo: Bud la ha abandonado y ella ya
no volverá a vivir esa felicidad, quizá en el futuro le aguarden otras, ahora no
es capaz ni de pensar en eso, pero lo que sí sabe es que no volverá a vivir ese
mismo amor. Esta situación es mucho más estresante porque entre los que
escuchan con mucha atención la lectura se encuentra la compañera que ahora
ocupa su lugar en el corazón de Bud. La profesora le pide a Deanie que
interprete lo que el poeta ha querido plasmar en las estrofas que acaba de leer.
La chica, después de la lectura, con los sentimientos a flor de piel al haber
verbalizado mediante esos versos lo que le está ocurriendo, no puede soportar
más la situación y abandona la clase presa de un ataque de nervios. La lectura
en voz alta de ese poema en el que se siente tan reconocida despierta en ella
unos sentimientos que estaban ocultos, pero que al compartirlos afloran y
crean una situación que, en este caso, desembocará en una crisis nerviosa que
finalmente solo puede resolver con ayuda profesional.
Otro ejemplo de lectura entre jóvenes lo encontramos en la novela
Rebeldes, de Susan E. Hinton, adaptada al cine por Francis Ford Coppola.
Dos jóvenes que viven en un barrio marginal se ven envueltos en la muerte de
otro tras una pelea y huyen para no ser capturados por la policía. Pasan varios
días escondidos en una vieja casona abandonada en el campo y tan solo
acuden al pueblo a comprar víveres y un libro, Lo que el viento se llevó, que
uno leerá al otro para evadirse y pasar mejor esa circunstancia en la que se
han visto implicados.
Para finalizar, la lectura entre amigos también aparece en Harry Potter.
Hacia el final de la saga, en Harry Potter y las reliquias de la muerte,
Hermione lee el cuento de Babbitty Rabbitty a Harry y Ron, y de esta manera
obtendrán información relevante en la conclusión de la historia:
—Yo tengo un ejemplar, señor Lovegood —dijo Hermione, y sacó los Cuentos de
Beedle el Bardo del bolsillo de cuentas.
—¿Es el original? —preguntó Xenophilius, asombrado, y, al ver que Hermione
asentía, sugirió—: Bueno, pues ¿por qué no nos lees esa historia en voz alta? Así nos
aseguramos de que todos la entendemos.
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—De acuerdo —aceptó Hermione, nerviosa. Abrió el libro y Harry vio que el
símbolo que estaban investigando aparecía al principio de la página. Hermione tosió
un poco y comenzó a leer.
LECTORES A DOMICILIO
Leer a una persona ciega, como el joven Alberto Mangel hizo con Jorge Luis
Borges, también ha sido utilizado por la literatura para crear historias en las
que los personajes interactúen al compartir lecturas. En uno de los relatos de
Raymond Carver, «Catedral», se muestra a una mujer que entra en contacto
con una persona ciega a través de un anuncio de periódico:
También es una mujer la que decide buscar una ocupación como lectora en el
libro La lectora. En este caso es la historia de una mujer que pone un anuncio
en un periódico ofreciendo sus servicios como lectora. Enseguida comienza a
tener los primeros clientes, que irán desde un joven discapacitado a una rica
aristócrata, pasando por un ejecutivo y una niña pequeña. Casada y sin hijos,
a pesar de tener estudios universitarios no desarrolla ninguna actividad laboral
retribuida, aunque la cuestión económica no es lo que la lleva a la búsqueda
de clientes a quienes leer. Cuando comienza las lecturas, poco a poco se da
cuenta de que, por un lado, esto le sirve para sentirse útil hacia los demás,
pero también para ganar confianza. Afirma: «Y estoy bastante contenta de
que me tomen en serio». Aunque parece una actividad sencilla, leer en alto
para otros nos sitúa en un lugar especial, hacia los demás y hacia nosotros
mismos. Pero también vemos cómo la protagonista, Marie-Constance, tiene
muchas dudas, por ejemplo, si la elección de los textos es la más adecuada.
Nada más empezar, en uno de los primeros encuentros, al leer los textos de
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Maupassant a un joven discapacitado en silla de ruedas, Eric, a quien su
madre tiene sobreprotegido, le provoca una crisis que acaba con el joven
hospitalizado. Comprende desde pronto que la forma en que los textos llegan
a los demás gracias a la vida que ella les da con su voz tienen un mayor
impacto en quien los escucha que si los leyeran en silencio, por lo que se
siente responsable de esta situación y dice: «Lo importante no es la forma en
que están escritas, sino la manera en que salen de mi boca y mi cuerpo». La
protagonista también detecta que no se trata solo de la literatura, sino que el
impacto lo produce la magia de la lectura en voz alta: «Eric está muy atento.
Escucha con una especie de pasión contenida. Yo misma, curiosamente
arrebatada por mi propia voz, tengo la impresión, mientras leo, de que este
poema es como un extraordinario mecanismo». Más adelante, ella se refiere a
sí misma como lectora-enfermera porque sabe que su voz está cuidando de
Eric, y lo expresa así: «Vamos hasta el final del poema. Digo vamos porque
aunque yo soy la que lee, siento que los dos compartimos algo». Siente que
mientras lee, no es solo una herramienta, sino que está acompañando en ese
viaje a la persona que está escuchando.
Pero no todos los libros que lee le gustan de igual manera, y eso se
termina notando. Cuando Marie-Constance lee a la mujer aristócrata a quien
prefiere escuchar los libros de Marx y Lenin, esta nota que la lectora se aburre
con ellos. Lo sabe porque sus palabras le parecen lejanas, que no tienen el
mismo sentido para la lectora que lo que suponen para ella. Con esta clienta,
la lectora se siente una más de las criadas de la aristócrata, igual a la que le
trae el té cada tarde o a la que abre la puerta cuando alguien llama, de hecho,
ella misma se denomina en este caso «lectora a sueldo».
Marie-Constance no actúa de la misma manera con cada una de las
personas a las que lee, incluso se viste de diferente forma cuando acude a sus
citas. Más adelante, por ejemplo, un cliente, que es un alto ejecutivo, tiene
como objetivo ampliar su cultura como una habilidad social más con la que
respaldar su estrategia empresarial. Quiere estar a la altura de su posición
social y poder mantener una conversación culta en las cenas de negocios, así
que lo que busca es que la lectora le hable, le enseñe y le lea los libros y
autores que están en boca de todos. En este caso es un uso instrumental,
interesado podríamos decir, de la lectura.
La literatura nos ha mostrado más ejemplos de lectores a domicilio,
también con voz de hombre, como el protagonista de la obra de teatro de José
Sanchis Sinisterra El lector por horas. Estamos dentro de un amplio salón de
una casa que podríamos llamar acomodada por la calidad y elegancia de los
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muebles, las alfombras, los techos altos, pero también por las recias
estanterías repletas de libros. Ismael se encuentra de pie en medio de este
salón y lee en alto un párrafo de Justine, la primera de las cuatro obras que
componen El cuarteto de Alejandría. Celso, el padre de Lorena, escucha
atento sentado en su sillón orejero. Está buscando un lector por horas para su
hija ciega. Después de un rato le interrumpe y le dice que está muy bien, que
eso es justo lo que tenía en mente. No solo le gusta la voz de Ismael, su
timbre, el tono, el ritmo que utiliza, eso es importante, por supuesto, pero él se
refiere a otra cosa más difícil. Se refiere a que Ismael logra que la palabra
escrita se convierta en hablada sin añadir demasiada intención, demasiado
sentido, que no imponga su personal punto de vista en la lectura e
interpretación. Celso es el empleador, pagará a Ismael por las horas que acuda
a esa habitación para leer a su hija Lorena, así que define muy bien el servicio
que quiere que se preste. Ha encontrado lo que buscaba, alguien que sea solo
una herramienta, que convierta las letras en sonidos, pero que no aporte su
personalidad. Es más, no quiere saber nada de la vida personal del joven que
está optando a conseguir ese trabajo de lector por horas, y se lo deja claro en
esa primera entrevista: no le contrata a él como persona, sino a su capacidad
de dar voz a los libros. Una de las normas será no contar nada sobre uno
mismo, se quiere una relación muy práctica e instrumental, casi como si se
tratase de una máquina o de un criado para conseguir su fin: dotar a los libros
de esa voz a la que la receptora, Lorena, no puede acceder al estar ciega.
Celso está buscando un lector por horas, y esto último, «por horas»,
denota que hay una relación mercantil muy marcada. A lo largo de la obra
veremos cómo Ismael cumple con su labor acudiendo puntual a la hora
establecida, y una y otra vez preguntará si ya es hora de finalizar la lectura. La
presencia de unas normas establecidas, como no hablar de cuestiones
personales, sino solo leer el texto, o ajustarse al tiempo definido para prestar
el servicio, indica una relación contractual muy estricta que arrebata al acto de
leer para otros esa interconexión mágica especial de la lectura en alto. Pero
Ismael necesita el dinero y comprende que se trata de un trabajo, así que
comenzará a acudir a esa casa puntual para leer a Lorena.
Vemos a Ismael sentado al lado del gran ventanal leyendo El gatopardo
mientras Lorena, sentada en el sillón orejero, escucha la historia, y nosotros
también oímos la misma voz sentados en el patio de butacas. A lo largo de la
representación veremos cómo se produce una comunicación muy especial
entre Ismael y Lorena a través de las lecturas en voz alta de los libros. A pesar
de que Ismael se ciñe a la lectura de los textos sin añadir ningún comentario
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de su cosecha, ni durante las lecturas ni siquiera antes o después de las
mismas, y de que lee de una manera neutra y sin poner énfasis en la lectura
que pudiera denotar intencionalidad en la misma, la conexión entre ambos es
inevitable. Porque solo con la elección de los textos y lo que los libros nos
dicen se puede mantener una conversación cuando dos personas los
comparten, y se hace extensible, en este caso, a muchas personas, todas las
que están en el teatro en el que nos encontramos.
El escritor mexicano Fabio Morabito nos ofrece en su novela Lector a
domicilio otra visión lectora, en este caso por obligación. Aquí se cuenta
cómo Eduardo, el protagonista de la historia, ha cometido un delito menor y
se ve condenado a un año de trabajo comunitario: ha de leer novelas a
domicilio a personas mayores, enfermas o dependientes. Tendrá que visitar a
personas muy diferentes. Una atractiva joven paralítica, a dos hermanos
siniestros, pasando por una familia de sordos que le leen los labios y hasta un
matrimonio que busca en las lecturas adquirir un cierto nivel cultural para
desenvolverse socialmente. Eduardo lee por obligación, sin propósito, sin
involucrarse con el texto, sin comprender bien lo que lee. De hecho, esto lo
detectan los escuchantes y se lo echan en cara, porque el acto de leer debe
tener una implicación, un sentido con la historia y no solo la reproducción
sonora de las palabras, eso se nota. A lo largo de la novela asistimos a
diferentes formas que tienen los oyentes de acercarse a la literatura y a los
libros, y somos testigos asimismo de la evolución en relación con esta
práctica del propio protagonista.
También en el libro de relatos de Ana María Moix Las virtudes peligrosas
se nos muestra la lectura en voz alta. En el cuento que da título al libro, que
gira en torno a la relación de dos mujeres, Alice lee a una mujer de avanzada
edad. En el último de los relatos, «Los muertos», que nos lleva a una fiesta a
la que acuden personas del ámbito cultural y en la que recuerdan con
nostalgia cómo uno de los amigos ya fallecidos les leía en voz alta: «Miguel
ha encontrado el libro. ¿Se lo dará a Mónica, como hace casi veinte años a
ella, pidiéndole que lea Los muertos de Joyce esta misma noche? No te
molestaré más. Es lo último que te pido».
Para terminar con este tipo de personajes, los lectores que leen para otros,
mencionaré uno de los cuentos cortos de Stephen King, «El teléfono del señor
Harrigan». En este cuento King nos trae la historia de un chico joven algo
solitario que es contratado por un millonario para que acuda tres veces por
semana a leerle en voz alta y gracias a lo cual acabarán cultivando una
entrañable amistad.
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LEER A LA PERSONA AMADA
Hemos visto que en la ficción se ha representado la lectura en voz alta cuando
un personaje era analfabeto, como en Espartaco, para amenizar las comidas,
como en El nombre de la rosa, para hacer las tareas domésticas más
llevaderas, como en Lo que el viento se llevó, o leer a niños, como en La
princesa prometida. Para terminar, vamos a hacerlo con aquellas obras que
muestran la lectura como un acto más de amor. En El amor en los tiempos del
cólera, Gabriel García Márquez sitúa su historia en la Colombia de los años
treinta del siglo XX. Florentino Ariza se dedica a escribir cartas de amor en la
plaza del pueblo para otros jóvenes como él que son analfabetos y no pueden
comunicar lo que sienten hacia sus amadas. Es evidente que si tiene que
escribir también tendrá que leer las respuestas. Esta labor de escritor y lector
que hemos visto desde la Antigüedad tuvo un papel muy importante en las
relaciones amorosas.
En el cuento Primer amor de Emilia Pardo Bazán un chico de trece años
que está experimentando su despertar amoroso imagina cómo serían esos
encuentros con su amada. Sueña que está sentado a sus pies en un cojín y ella
le acaricia el pelo mientras él le lee:
Por la tarde permanecía largo rato, bajo el pórtico de su casa, sentado junto a su
esposa Hélène. Ella leía un libro en voz alta y eso le hacía feliz porque pensaba que
no había otra voz tan bella como aquella en el mundo.
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ocupar y convivir en las casas junto con los propietarios. Será a raíz de esa
convivencia que surja el amor entre Lucile y un oficial alemán. Cuando la
suegra de Lucile la descubre leyendo en voz alta al oficial, tal y como ella
hacía con su marido antes de que él se marchara a la guerra, comprendemos
qué está ocurriendo entre ambos:
Y así adoptarán la costumbre de que el joven le lea en voz alta antes de cada
encuentro sexual:
Mantuvimos nuestro ritual de lectura, ducha, amor y reposo. Le leí Guerra y paz, con
todas las digresiones de Tolstói sobre la historia, los grandes hombres, Rusia, el amor
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y el matrimonio; debieron de ser entre cuarenta y cincuenta horas. Y, como siempre,
Hanna siguió atentamente el desarrollo de la narración.
Para Hanna, esos momentos cuando el joven le lee son especiales y cuando
este se detiene se pone impaciente: «“¡Sigue leyendo, chiquillo!”, dijo
apretándose contra mí».
Estas lecturas serán clave en su relación y en el desarrollo de la historia.
Años después vuelven a encontrarse y él le pregunta: «¿Lees mucho?», y ella
responde: «Me gusta más que me lean». La historia finaliza con la original
manera que tiene el joven de hacerle llegar sus lecturas como una nueva
forma de amor y consideración hacia aquel amor de juventud.
Por último, en el mundo distópico del 1984 de George Orwell vemos
cómo el protagonista, Winston Smith, que se rebela ante el control del
gobierno totalitario, lee en voz alta el libro prohibido por el régimen cuando
está junto a su amante, Julia.
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Películas:
Badham, John. Cortocircuito. 1986. TriStar Pictures.
Donen, Stanley. Siete novias para siete hermanos. Metro-Goldwyn-Mayer.
Jonze, Spike. Her. 2013. Annapurna Pictures.
Sjöström, Victor. Tösen från Stormyrtorpet. 1917.
Wachowski, Lana y Wachowski Lilly. Matrix. 1999. Village Roadshow Pictures, Silver Pictures.
Otros recursos:
Ánfora con el número de registro 1843,1103.34. Museo Británico.
Escultura El escriba sentado. Museo del Louvre.
Canción Cuéntame un cuento, interpretada por Celtas Cortos. Letra © BMG Rights Management,
Universal Music Publishing Group, Warner Chappell Music, Inc.
Vídeo TikTok: https://www.tiktok.com/@goodnewscorrespondent/video/7225053211348978987
Performance La muerte de la lectora. 25 de abril de 2023. Centro Cultural Conde Duque. Equipo
artístico: Dirección y cuerpo: Luna Miguel; Curaduría: Alicia Valdés; Escenografía: Paola de Diego.
Lectura Ensayo sobre la ceguera. 2023. Actores, Víctor Clavijo y Eva Martín. Dirección Juliana Reyés.
Opsis Producciones.
Radionovela Lucecita (1967).
Página 318
AGRADECIMIENTOS
Contaba el escritor inglés Anthony Trollope que su criado le despertaba cada
día a las cinco y media de la mañana llevando un café a la cama. Gracias a
eso, él era capaz de levantarse, ponerse a escribir y dejar hecho gran parte de
su trabajo literario antes de vestirse para desayunar. Durante el tiempo que
dicho criado tuvo esta tarea, no se retrasó ni falló ni un solo día, gracias a lo
cual, el escritor se sentía muy agradecido e incluso reconocía que parte del
éxito que obtuvo a lo largo de su vida literaria era, entre otras, por esta
contribución. Así que tengo que recordar todos los cafés que Vicente, mi
marido, me preparó en especial durante el verano del 2022 cuando saltaba de
la cama antes de que saliera el sol para aprovechar las primeras horas del día.
A mi amiga Patricia Ibáñez, con la que también he tenido la oportunidad
de coincidir en varios trabajos, por las primeras revisiones, pero sobre todo
por el apoyo, el ánimo, el consejo y el saber escuchar cuando he tenido
muchas dudas e inseguridades. Es la persona con la que más he hablado de
este libro en estos últimos años.
Camila Enrich, scout literaria, fue también una de las primeras que leyó el
primer manuscrito y me supo orientar en los siguientes pasos para hacer este
libro realidad.
A Pau Centellas, porque en cuanto le conté la idea y le hice llegar el
primer borrador enseguida se manifestó interesado por el proyecto, creyó en
él y accedió a representarme como agente.
A Antonio Martínez Asensio, por su entusiasmo cuando le comenté el
libro en el que estaba trabajando y por ofrecer su generosidad para abrirme
algunas puertas.
A Javier Celaya, por creer en mí siempre mucho más de lo que yo misma
lo hago y darme la oportunidad de descubrir el fantástico mundo de los
audiolibros, nunca le estaré lo suficientemente agradecida por ello.
En algunos trabajos artísticos, y estoy pensando principalmente en el cine,
tanto al principio y en especial en los créditos finales, se incluye la
participación de todas las personas que han tenido algo que ver con el
resultado de esa creación, incluyendo cuestiones que en principio podrían
estar algo alejadas de la creatividad, pero tan importantes para que todo fluya
bien como el catering o la limpieza. En cambio, en el mundo editorial
Página 319
históricamente hemos sido muy escuetos con el reconocimiento a todos
aquellos que trabajan para que un libro pase de una idea a algo palpable que
llegue al lector. Me gustaría hacer desde aquí una mención a todas las
personas que hay detrás de proyectos como este y agradecer el trabajo del
equipo de Penguin Random House: mis editores, David Trías y Mónica Adán,
Elsa, Manuel, Laura, Paca, Idoia y a otros muchos que han colaborado en la
revisión, corrección, documentación, maquetación, imprenta y distribución
hasta las librerías. Ellos saben que han participado y pueden sentirse también
parte del resultado final.
A Fernando Vicente por crear una ilustración que representa tan bien el
espíritu de este libro y que será la primera puerta de entrada para muchas de
las personas que lo vean expuesto en las librerías.
A todas las personas que me han dedicado su tiempo para contarme
algunas de las experiencias sobre la lectura que han formado parte de estas
páginas, Manuel Espejo, Carmen Guzmán, Ramón Langa, Emma Rodero,
Juan Mata y Andrea Villarrubia.
A las primeras librerías que han mostrado interés en este libro incluso
antes de que se publicara y a las que lo van a recomendar a sus lectores, ellas
son las ramificaciones por las que fluye la cultura.
Al trabajo de todos los bibliotecarios y documentalistas que han
catalogado, indexado, y escaneado los documentos a los que he accedido para
poder escribir esta obra y que sin ellos no hubiera sido posible.
Por último, agradecer a los lectores que han elegido este libro, porque sin
conocernos sé que tenemos mucho en común, me siento como parte de una
tribu secreta en la que compartimos el amor hacia los libros y las buenas
historias. Este libro existe gracias a vosotros.
Madrid, enero 2022 - marzo 2024
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Maribel Riaza es experta en innovación cultural. Comenzó su carrera
participando en proyectos tecnológicos relacionados con recursos humanos.
Después pasó a dirigir durante siete años la mayor red privada de bibliotecas,
perteneciente a la Obra Social de Caja Madrid, fue directora de relaciones
institucionales de la editorial Everest y colaboró como free lance con la
consultora Dosdoce.com. En los últimos años ha participado de manera activa
en la creación del mercado del audiolibro en español gracias a su desempeño
profesional dentro de Storytel. Siempre vinculada a proyectos culturales, ha
tratado de innovar para hacer llegar los libros y la literatura a más gente a
través de la tecnología.
Es miembro de la orden literaria Francisco de Quevedo y participa con
asiduidad en congresos y jornadas relativas al libro y la lectura. Ha escrito
varios artículos en revistas y blogs del sector y ha publicado la novela Polvo y
el ensayo Innovación en bibliotecas.
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[1] Traducción de la autora. <<
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