Tema 13 HM I
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Tema 13 HM I
La Biblia y la Historia Sagrada eran los únicos textos que los hombres de la Iglesia
cultivan, por lo que, cualquiera que quisiese acercarse al campo de las letras, tenía que
hacerlo a través de estas lecturas, mediatizadas a través del estamento clerical, que
establecía aquello que era digno de lectura y lo que no.
El poder de los obispos fue en aumento a medida que los nuevos señores fueron
afianzándose en los territorios conquistados. Su papel fue creciendo día a día y su favor
fue buscado por la nueva clase gobernante, empezando por los reyes, que los veía
como aliados frente a la pujante clase nobiliaria. La unción sagrada que la Iglesia
confiere a los reyes y el apoyo que éstos buscan en los Concilios, eran manifestaciones
claras del nuevo y creciente peso de la Iglesia, que no cesa de crecer.
Por estos motivos, la elección de los obispos por el clero y el pueblo de sus respectivas
diócesis cayó en desuso y, en la mayoría de los casos, fueron nombrados por el rey
pues la designación era considerada una regalía. Esto ocurrió así tanto en Alemania
como en el norte de Italia pues, en el resto de la Península, era la nobleza quien
controlaba las elecciones. En Francia, a medida que el poder real decaía, los duques y
los grandes señores controlaron las elecciones en sus territorios.
Cuando los obispos entraron en la estructura feudal, siendo nombrados por los
monarcas, se convirtieron en un vasallo más, debiendo ayudar a su señor cuando éste
le solicitaba su auxilium (ayuda militar) y su consilium (interviniendo en el Consejo real
y en la asamblea militar). Las rentas del obispado se consideraban un honor y podían
ser retiradas y, por otro lado, cuando el obispo moría, el obispado no se transmitía en
herencia y volvía a manos del señorío (dominicatum) del príncipe hasta que nombraba
un nuevo obispo – entregándole un báculo y un anillo - pudiendo disfrutar mientras de
sus rentas.
Algo parecido puede decirse sobre muchos monasterios. Debido a su elevado coste y a
la cantidad de tierras necesarias, muchos de ellos fueron levantados por monarcas y
grandes señores. Sus abades se convirtieron en señores feudales cuyo rango y nivel de
influencia alcanzaba el de los obispos, como en el caso de Cluny, por lo que su
nombramiento fue también controlado por los señores laicos. Con el objetivo de
administrar también sus rentas, se nombraron abades laicos e incluso algunos reyes se
reservaron el abadengo en determinados casos. Los abades laicos no se ocupaban de la
vida espiritual de los monjes, tarea que se encomendaba a otra persona, lo cual era
motivo de grandes escándalos. Tanto en Alemania (Fulda, Reichenau, San Gall) como
en Francia, los monarcas dispusieron a su antojo de los monasterios.
Otra muestra de esta peculiar religiosidad era el juicio de Dios (ordalía), basado en la
creencia de que Dios intercedería siempre por un inocente acusado injustamente para
mostrar la verdad. Las pruebas de ordalía más frecuentes, a las que podían someterse
desde el rey hasta un mendigo, eran las del agua caliente, el hierro candente, el agua
fría o el duelo judicial. A pesar de todo, en los siglos IX y X, personajes como San
Agobardo, obispo de Lyon, o Atón, obispo de Vercelli, denunciaron este tipo de
prácticas.
Una última y característica manera de vivir la fe de los religiosos de la Alta Edad Media
fue a través de la interpretación alegórica y exaltada de ciertos textos sagrados, en
especial del Apocalipsis de San Juan. Durante los s. IX y X, la literatura apocalíptica que
se había iniciado en España con Beato de Liébana, gozó de gran difusión en toda
Europa.
1.3. Simonía y nicolaísmo.
Los miembros de la Iglesia difícilmente podían sustraerse del ambiente de violencia y
degradación moral que les rodeaba, aunque siempre hubo mentes lúcidas que
denunciaron este estado de cosas.
En este período, de la misma manera que había laicos que estaban dispuestos a pagar
por obtener un beneficio, hubo clérigos dispuestos a pagar con el fin de obtener una
dignidad eclesiástica que les reportara poder y dinero de modo que, en algunas zonas,
existió una intensa compraventa de cargos eclesiásticos que produjo un gran escándalo
entre algunos fieles. A esta práctica de compraventa de cargos eclesiásticos se la
denominó simonía - en recuerdo a Simón el Mago que, según el Evangelio, pretendió
comprar a San Pedro el derecho a hacer milagros -, fue algo habitual durante los siglos
X y XI y pocos escaparon a su práctica, desde el arzobispo que cobraba para nombrar
obispos hasta los sacerdotes que lo hacían por administrar sacramentos e incluso el
Papa, siendo numerosos los testimonios de la compra de la elección pontificia.
También se extendió la práctica de nombrar obispos, cardenales y Papas menores de
edad pues, de este modo, obtenían suculentas rentas.
En este ambiente, también era habitual la ruptura del celibato por parte de
eclesiásticos de cualquier nivel y los más atrevidos incluso mostraban en público a sus
concubinas. Esta práctica, llamada nicolaísmo, fue denunciada contundentemente por
el Papa Nicolás II en el Sínodo de Letrán de 1059, bajo pena de excomunión.
Consecuencia de esta costumbre fue la existencia de descendencia entre los clérigos,
que en ocasiones dejaban en herencia sus diócesis a uno o varios hijos, llegando a
establecer verdaderas dinastías clericales. Ni el Papado escapó a esta práctica. Estas
prácticas fueron condenadas en todos los concilios y sínodos de la Edad Media, en los
que se establecieron diversas penas para quienes las practicaban, aunque con escaso
resultado. Estas prácticas fueron muy mal vistas por el pueblo, que ya desde el s. XI
empezó a cuestionarse la validez de los sacramentos administrados o por estos
clérigos, al tiempo que pedían la vuelta a la pobreza evangélica. El primer movimiento
de este tipo fue la pataría, que se produjo en Milán en la segunda mitad del s. XI, y que
fue el precursor de otros movimientos de protesta como fueron los valdenses y
cátaros, del s. XIII, que, por su mejor organización y corpus doctrinal, fueron
condenados como herejes.
Varios fueron los factores que influyeron para alejar una Iglesia de otra: (1) Las sutilezas
dialécticas y metafísicas de los orientales. (2) El gusto innato por la discusión de éstos,
que había promovido el nacimiento de numerosas herejías, que trascendieron no sólo
a la Iglesia sino al pueblo llano. (3) El culto extremo por las reliquias y las imágenes,
que produjo la reacción de los iconoclastas.
3. La reforma de la Iglesia.
De todo lo anteriormente expuesto es fácil deducir que, a finales del siglo X, la Iglesia
estaba en uno de los peores momentos de su historia por lo que, poco a poco, fueron
alzándose voces que clamaban por una reforma que debía afectar a todos los
estamentos eclesiásticos.
a) Los cluniacenses
A pesar de la crisis general que afectaba a las costumbres y a la moral del clero, los
monjes se vieron, de algún modo, más libres de las injerencias laicas, a pesar de que la
acción de los abades laicos y la obligatoriedad de albergar a los señores durante sus
desplazamientos perturbaban la paz de los monasterios.
La reforma no podía partir del Papado, en sus horas más bajas, ni del emperador, que
no quería prescindir de su facultad de nombrar y controlar los obispos. El paso
definitivo para la reforma de las costumbres eclesiásticas y para la progresiva liberación
de la tutela de las fuerzas laicas se produjo en varias fases. La primera, que afectó a los
monasterios, fue paradójicamente impulsada por laicos como Gerardo de Rosellón,
fundador del monasterio de Vezelay y, sobre todo, Guillermo I el Piadoso de Aquitania,
fundador de Cluny.
El primer abad de Cluny, Bernón (910 – 926), no estableció una nueva regla monástica,
sino que restauró en toda su pureza la Regla benedictina de San Benito de Aniano, que
insistía en la pobreza, la obediencia, la castidad y la penitencia. La liturgia pasó al
primer plano, con especial relevancia en el caso de la misa y el oficio divino. Los
primeros abades de Cluny, Odón (926 - 942) y Mayolo (954 - 994) fueron dos
preeminencias de su época y su fama hizo que muchos señores deseasen el
establecimiento de dichos monjes en sus dominios, aunque siempre sin capacidad de
intervención. Desde la época del abad Odilón (994 – 1049), todos los monasterios bajo
la norma de Cluny quedaron sujetos a la abadía madre en cuestiones de observancia y
disciplina, en la que el abad tenía plenos poderes. La organización cluniacense llegó a
su máxima expansión en la segunda mitad del siglo XI y sus abadías y prioratos se
extendían por las grandes vías de comunicación y por las principales llanuras agrícolas
de toda Europa. En Cluny, se levantaba la mayor iglesia de la cristiandad.
Varias son las razones del éxito de Cluny: (1) Una cuidada elaboración de la liturgia. (2)
Especialización en la celebración de ceremonias litúrgicas destinadas al rezo por el
alma de los donantes y benefactores del monasterio (todos, ricos o pobres, sabían que
toda la congregación rogaba por su salvación gracias a sus limosnas). (3) La longevidad
de y prestigio de sus primeros abades, que estuvieron presentes en todos los
acontecimientos políticos de la época. Dos importantes papas habían salido de sus
filas: Urbano II y Pascual II. Hacia mediados del siglo XII, los desacuerdos de los abades
de Cluny con el papado y ciertos problemas económicos, pese a los esfuerzos de Pedro
el Venerable (1122 - 1157), marcaron el declive de una Orden que llegó a tener miles
de monjes y enormes dominios agrícolas trabajados por siervos, colonos y hermanos
conversos, que permitían a los religiosos evitar el trabajo manual y dedicarse al oficio
coral y a la confección de bellas copias manuscritas en sus scriptoria.
Aunque gozaron de la protección de Otón I y Otón II, los abades lorenenses se elegían
libremente y cada centro permanecía bajo el patrocinio de sus fundadores, ya fuesen
obispos o señores laicos, lo que permitió que su reforma tuviese más influencia sobre
su entorno social y, en especial, sobre el clero secular. A pesar de ello, pronto surgieron
los problemas derivados de la sumisión del poder espiritual al poder temporal. Cuando
Esteban IX (1057 – 1058), un monje lorenense, llegó al Papado, se inició el camino
contra las investiduras y el poder de los laicos en la Iglesia.
b) Otras órdenes monásticas
El devenir de Cluny hizo que sus detractores le criticasen por sus riquezas, tan alejadas
de la vida eremítica y su ideal de pobreza y entrega a Cristo. De este modo, a finales del
siglo X surgieron diversos movimientos anacoretas, encabezados en Calabria por Nilo
de Rossano, abad fundador del monasterio de rito bizantino de Grottaferrata, que
predicó constantemente contra los excesos de su época. Otros combinaron la vida
eremítica con la cenobítica, creándose nuevas Órdenes como la de los Camaldulenses,
fundada por San Romualdo en 1012 o la de los Cartujos, fundada por San Bruno en el
corazón de los Alpes, con la intención de recuperar las esencias del benedictismo y
añadirles estrictas exigencias de aislamiento y silencio.
Otros reformadores adoptaron la Regla de San Agustín, que permitía a sus miembros
vivir en comunidades canonicales dedicadas a la enseñanza y la predicación, como la
colegial de San Victor en París (1110) y la Orden de los Premostratenses, fundada en
1120.
Cuando las asambleas de Paz y Tregua de Dios no contaron con el apoyo de la nobleza
tuvieron un efecto muy limitado, sin embargo, hubo casos como el del conde Ramón
Berenguer I de Barcelona que, durante la segunda mitad del siglo XI, no sólo ratificó las
decisiones de Paz y Tregua, sino que incluso convocó concilios de paz como el de
Barcelona de 1064 o el de Gerona del 1068. Las disposiciones de estos concilios fueron
incorporadas en los Usatges de Barcelona, nuevo código legal que sustituía al viejo
Liber Iudiciorum que se había convertido en obsoleto después de la feudalización.
Papas como León IX o Nicolás II fueron entusiastas defensores de la Paz y Tregua de
Dios.
4. Las herejías.
A raíz de la situación que vivía Europa, durante los siglos XI y XII se desarrollaron una
serie de herejías basadas, no en cuestiones teológicas, sino en principios de fuerte
reivindicación social y que afectaron a os estamentos más bajos de la sociedad, sin que
faltaran nobles, clérigos y artesanos que se sumaron a ellos. Su motivación fue también
el anhelo de reforma que se pedía para el clero, al que se solicitaba un retorno a los
ideales de la primitiva vida evangélica, por lo que la regeneración y purificación de la
Iglesia eran prioritarios. La realidad fue que ni valdenses ni cátaros – o albigenses –
desearon subvertir el orden social imperante sino vivir un cristianismo cercano al de la
primitiva Iglesia apostólica. Todos denunciaron la riqueza del episcopado y su
incapacidad para ejercer sus funciones religiosas, la ignorancia del clero y la riqueza,
tanto de cluniacenses como de cistercienses.
Desde principios del s. XI, las crónicas informan de predicadores que defienden
doctrinas contrarias al dogma católico en Arras, Orleáns, Aquitania, Alemania o
Lombardía. Sus adictos profesan un espiritualismo exacerbado y practican la pobreza
comunitaria. Cuentan con numerosos adeptos, pero no suponen ningún peligro para la
iglesia local.
4.1. Valdenses.
Fueron fundados en 1170 por un rico mercader de Lyon, Pedro Valdo, que repartió sus
bienes entre los pobres de la ciudad (Pobres de Lyon), predicó la pobreza y la
penitencia y la traducción de los Evangelios a la lengua vulgar para evitar la
intermediación de los eclesiásticos en su lectura.
Los cátaros disfrutaron del apoyo de la nobleza del sur de Francia, especialmente del
conde de Tolosa, Raimundo IV, y lograron crear una estructura eclesiástica que incluía
seis obispados, convirtiéndose en un peligro para la jerarquía cristiana. Inicialmente, la
Iglesia envió a predicar entre los cátaros a monjes cistercienses, pero tras el asesinato
del delegado papal en 1208, se desató una feroz cruzada dirigida por Simón de
Montfort y apoyada por los nobles del norte de Francia, que acabó con la masacre de
Beziers (1209) y la derrota de los albigenses en Muret (1213), donde murió el rey Pedro
II de Aragón, que acudió en ayuda de su vasallo el Conde de Tolosa. Con la cruzada
contra los albigenses, se pervirtió el concepto de cruzada que había justificado la licitud
y justicia de la misma, es decir, la lucha contra el infiel para la recuperación de la Tierra
Santa. Inocencio III levantó el estandarte de la cruz, no sólo contra los infieles, sino
ahora contra los herejes y a quien se oponga al Papado, equiparando la herejía al delito
de lesa majestad.
4.3. La Inquisición.
Con el objetivo de combatir la herejía albigense, durante el Concilio de Verona de 1184
el Papa Lucio III estableció los principios y objetivos de la Inquisición, institución que
fue mejor definida y estructurada en el IV Concilio de Letrán (1215), por orden de
Inocencio III. En el Concilio de Tolosa de 1229, se encargó a los obispos la tarea de
instruir los procesos y dictar sentencias, aunque para ejecutarlas el reo era entregado a
la autoridad civil, quedando la Iglesia al margen. La Inquisición episcopal fue poco
eficiente por lo que, en el año 1231, Gregorio IX creó la Inquisición propiamente dicha
y encargó a las órdenes mendicantes y, en especial, a los Dominicos, su desarrollo.
Durante el siglo X, las escuelas monásticas instruían a los monjes de acuerdo con el
Trivium, aunque centrándose en la gramática – aprendizaje de la lectura y la escritura -
y dejando de lado la retórica y la dialéctica, que sólo empieza a recuperarse a partir del
siglo IX. Del Quadrivium, abandonado hasta el siglo VIII, sólo se había mantenido la
enseñanza de la música para la correcta interpretación de los himnos litúrgicos. A partir
de mediados del siglo X, tras la descomposición del Imperio carolingio y la llegada de
sucesivos invasores, el período de los Otones otorgó una cierta tranquilidad al
escenario europeo que facilitó la copia de manuscritos, el intercambio entre diferentes
centros de producción y el desarrollo de una cierta actividad cultural.
En las escuelas monásticas surgen los primeros ejemplos del pensamiento filosófico
medieval, destacando la escuela fundada por el monje Lanfranco, en el monasterio de
Bec (Normandía), escenario en el que desarrolló su actividad San Anselmo (1033 –
1109) quien, a través de varios tratados sobre la existencia y la esencia de Dios, dio
lugar al pensamiento escolástico. El monasterio de Montecassino se constituyó en un
centro de estudio de los clásicos y de contacto con obras de origen árabe, donde se
tradujeron obras de Hipócrates y Galeno-.
En la España cristiana del siglo X se constituyó otro foco cultural asturleonés cuyos
centros producían bellos ejemplos de obras miniadas como los Beatos. El scriptorio de
Ripoll, junto a otros monasterios castellanos, jugó un importante papel en la
transmisión de los saberes de la España musulmana, traduciendo al latín obras de
matemáticas, astronomía y geometría. Las copias de manuscritos de Ripoll se
difundieron por el sur de Francia e Italia a mediados del siglo XI, dando a conocer la
nueva matemática en Europa. Destacó en Ripoll Gerberto de Aurillac, futuro Silvestre II,
que estudió el quadrivium con el obispo Oton de Vich.
En el s. XII destacan las escuelas monásticas parisinas de Santa Genoveva y San Victor,
donde enseñarían Guillermo de Champeaux y Abelardo. A partir de aquí fueron
declinando las escuelas monásticas, ya que surjen nuevas cuestiones filosóficas y
teológicas que estaban muy lejos de los intereses intelectuales de los monjes.
Las más famosas fueron las de Tours, Chartres, Paris, Le Mans, York, Canterbury y
Palencia, destacando también Toledo y Palermo en la traducción de libros árabes.
Siempre había en ellas un maestro famoso que les hacía destacar sobre las demás, al
que seguían todos los alumnos allá donde fueran. Berengario de Tours y Fulberto de
Chartres son ejemplos de ello.
El siglo XII fue la mejor época de las escuelas catedralicias. Tras el Concilio de Letrán
(1179), cada diócesis dispuso de una escuela y ante el éxito que cosecharon, tuvieron
que abrir sus puertas a los hombres de la ciudad, creándose escuelas internas para
religiosos y externas para los laicos. Terminados los estudios, los alumnos recibían la
licentia docendi, que dio origen a los maestros seculares que abrían escuelas a petición
de los municipios.
Una de las ciencias que primero se desarrolló, junto al estudio de Artes Liberales, fue la
Medicina, destacando escuelas como la de Salerno, en el siglo X, y tratadistas como
Constantino Africano o Rogerius, autor de la Practica Chirurgiae.
Otra vertiente del resurgimiento cultural de Occidente, durante esta época, fue el auge
del estudio de la filosofía y la teología. Gracias al redescubrimiento de la Lógica de
Aristóteles, el pensamiento del momento adoptó el “método dialéctico” como forma
de demostración frente al “argumento de autoridad”.
Esta época, que se puede denominar románica, en el ámbito cultural, es el vivo reflejo
de la tendencia expansiva que había acusado Europa en otros niveles, como el
demográfico, el económico y el político. Incluso se puede decir que es la interpretación
de una realidad nueva a través de las formas artísticas, de las construcciones filosóficas
y teológicas y del pensamiento político, apareciendo nuevas corrientes espirituales,
nuevas instituciones religiosas, formulaciones jurídicas y nuevos centros de actividad
intelectual.
6. El románico.
Esta nueva vitalidad de los s. XI y XII se manifiesta a través de sus manifestaciones
artísticas. En la poesía aparecen el juglar y los trovadores, mientras que en las artes
plásticas el románico expresaba claramente el mundo nuevo que aparece y se difunde
por toda Europa. Es un arte eminentemente religioso, que se extendió en el ámbito
civil a partir del s. XIII, si bien, en el ámbito militar, ya apareció en el s. X.