Tema 13 HM I

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TEMA XIII: EXPANSIÓN Y CISMA: LA IGLESIA EN LOS SIGLOS VIII-XII.

1. La Iglesia, nexo de unión con el mundo antiguo.


Como hemos visto hasta ahora, el asentamiento de los pueblos bárbaros en el seno del
Imperio supuso una ruptura con el mundo antiguo, cuyo espíritu sólo se conservó en
las mentes de los clérigos y de algunas familias senatoriales que, a través de su
vinculación con la Iglesia, lograron mantener la tenue llama de los últimos tiempos del
mundo clásico. Pero la Iglesia también se mostró interesada en romper los lazos con un
mundo en el que el paganismo era imperante y, por ello, veía en el mundo nuevo que
nacía un campo de cultivo en el que poder moldear las mentes y las formas de
pensamiento. Y ello fue posible porque las únicas personas cultivadas eran sus clérigos,
y serán ellos los primeros en poner en entredicho las pasadas glorias romanas y sus
obras literarias impregnadas de paganismo.

La Biblia y la Historia Sagrada eran los únicos textos que los hombres de la Iglesia
cultivan, por lo que, cualquiera que quisiese acercarse al campo de las letras, tenía que
hacerlo a través de estas lecturas, mediatizadas a través del estamento clerical, que
establecía aquello que era digno de lectura y lo que no.

A falta de una administración eficaz, los monarcas bárbaros se apoyaron en el


estamento eclesiástico, principalmente en los obispos, representantes espirituales y
civiles de la sociedad, así como portavoces de la sociedad romana frente a los nuevos
señores, y cuya sede estaba en las antiguas ciudades romanas. En este sentido, las
ciudades fueron convirtiéndose en centros del nuevo poder religioso, y sus edificios
más significativos serán su catedral, su baptisterio y las iglesias anejas.

El poder de los obispos fue en aumento a medida que los nuevos señores fueron
afianzándose en los territorios conquistados. Su papel fue creciendo día a día y su favor
fue buscado por la nueva clase gobernante, empezando por los reyes, que los veía
como aliados frente a la pujante clase nobiliaria. La unción sagrada que la Iglesia
confiere a los reyes y el apoyo que éstos buscan en los Concilios, eran manifestaciones
claras del nuevo y creciente peso de la Iglesia, que no cesa de crecer.

El poder que ejerce la Iglesia se basa en su capacidad exclusiva de acceso a la cultura y


al cultivo de las letras, conocimientos que transmitía apoyada en los saberes clásicos.
La enseñanza de estos saberes fue sistematizada en el siglo VI por Casiodoro, que
estableció un plan de estudio en dos ciclos, empleado a lo largo de toda la Edad Media
en monasterios o escuelas catedralicias: el Trivium y el Quadrivium. El Trivium, primer
ciclo de estudios comprendía la Gramática, la Retórica y la Dialéctica y preparaba al
alumno a elaborar y enunciar un discurso coherente y argumentado. El Quadrivium,
segundo ciclo de la enseñanza, incluía Aritmética, Geometría, Música y Astronomía,
completando la base del conocimiento de cualquier persona culta en la Edad Media.
Los monarcas francos, especialmente Carlomagno, buscaron siempre el apoyo
episcopal pues la Iglesia, con su organización y su extensión, podía llevar el mensaje del
rey hasta el más alejado de sus súbditos. La acción de la Iglesia, ejercida a través de sus
obispos y sacerdotes, actuaba de forma eficaz sobre las conciencias de las personas y
su desobediencia tenía trascendencia más en la otra vida. El sermón del sacerdote rural
calaba hondo en el campesino más rudo y lo convertía en un súbdito fiel y sumiso por
miedo al infierno. Por este motivo, Carlomagno, al contrario que su hijo Ludovico Pío,
controló el nombramiento de todos sus obispos y abades y a toda la jerarquía. A
cambio de su apoyo, les concedió privilegios y participaron del Imperio al mismo nivel
que los condes, de modo que acudían a las Asambleas Generales, iban a la guerra y
constituían una parte esencial del misaticum en labores de inspección y control.

Por estos motivos, la elección de los obispos por el clero y el pueblo de sus respectivas
diócesis cayó en desuso y, en la mayoría de los casos, fueron nombrados por el rey
pues la designación era considerada una regalía. Esto ocurrió así tanto en Alemania
como en el norte de Italia pues, en el resto de la Península, era la nobleza quien
controlaba las elecciones. En Francia, a medida que el poder real decaía, los duques y
los grandes señores controlaron las elecciones en sus territorios.

Cuando los obispos entraron en la estructura feudal, siendo nombrados por los
monarcas, se convirtieron en un vasallo más, debiendo ayudar a su señor cuando éste
le solicitaba su auxilium (ayuda militar) y su consilium (interviniendo en el Consejo real
y en la asamblea militar). Las rentas del obispado se consideraban un honor y podían
ser retiradas y, por otro lado, cuando el obispo moría, el obispado no se transmitía en
herencia y volvía a manos del señorío (dominicatum) del príncipe hasta que nombraba
un nuevo obispo – entregándole un báculo y un anillo - pudiendo disfrutar mientras de
sus rentas.

1.1. Parroquias, iglesias privadas y monasterios en los siglos altomedievales.


La mayor parte de las iglesias rurales fueron levantadas por los señores para atender
las necesidades espirituales propias y de sus siervos. Las dotaban económicamente
para sostener a los sacerdotes adscritos y para atender a los gastos del culto, por lo
que las consideraban de su propiedad, percibían en su beneficio rentas y limosnas y las
cedían en herencia o como premio por servicios prestados. En muchas ocasiones, el
nivel moral e intelectual de estos sacerdotes rurales dejaba mucho que desear. El nivel
intelectual que se exigía para la clase episcopal brillaba por su ausencia en el ambiente
rural. La fundación de iglesias privadas representaba una manifestación de poder para
la nobleza, que se reforzaba ante otros nobles, y les permitía ejercer un sutil control
sobre sus colonos y siervos, a través de los sacerdotes nombrados por ellos.

Algo parecido puede decirse sobre muchos monasterios. Debido a su elevado coste y a
la cantidad de tierras necesarias, muchos de ellos fueron levantados por monarcas y
grandes señores. Sus abades se convirtieron en señores feudales cuyo rango y nivel de
influencia alcanzaba el de los obispos, como en el caso de Cluny, por lo que su
nombramiento fue también controlado por los señores laicos. Con el objetivo de
administrar también sus rentas, se nombraron abades laicos e incluso algunos reyes se
reservaron el abadengo en determinados casos. Los abades laicos no se ocupaban de la
vida espiritual de los monjes, tarea que se encomendaba a otra persona, lo cual era
motivo de grandes escándalos. Tanto en Alemania (Fulda, Reichenau, San Gall) como
en Francia, los monarcas dispusieron a su antojo de los monasterios.

1.2. La práctica religiosa.


La sociedad cristiana alto medieval vivía mayoritariamente inmersa en prácticas
supersticiosas. veneraba a Dios porque le temía y buscaba la intercesión de los santos
para aplacar su ira. La imagen del demonio y del infierno era recurrente en sermones,
imágenes y documentos. Otros modos de aplacar la ira divina eran las donaciones a las
iglesias, el culto a los santos y sus reliquias y las peregrinaciones a los lugares donde se
guardaban. Hasta tal punto fueron importantes las reliquias en ese universo religioso
que se organizaron expediciones para arrebatar a otros sus reliquias y se firmaron
acuerdos para su cesión.

La posesión de reliquias empujaba a muchos a viajar para venerarlas, lo que


aumentaba el prestigio y la economía de los templos que las guardaban. Además de las
peregrinaciones a Roma o a los Santos Lugares, en Francia se veneraba especialmente
a San Martín de Tous y a la Santa Fe de Conques, en Italia, a San Miguel en el Monte
Gargano y, en España, a Santiago de Compostela, cuyo culto fue de gran trascendencia
para los reyes castellanoleoneses pues enarbolando su estandarte libraron sus
principales batallas contra los infieles.

Otra muestra de esta peculiar religiosidad era el juicio de Dios (ordalía), basado en la
creencia de que Dios intercedería siempre por un inocente acusado injustamente para
mostrar la verdad. Las pruebas de ordalía más frecuentes, a las que podían someterse
desde el rey hasta un mendigo, eran las del agua caliente, el hierro candente, el agua
fría o el duelo judicial. A pesar de todo, en los siglos IX y X, personajes como San
Agobardo, obispo de Lyon, o Atón, obispo de Vercelli, denunciaron este tipo de
prácticas.

Una última y característica manera de vivir la fe de los religiosos de la Alta Edad Media
fue a través de la interpretación alegórica y exaltada de ciertos textos sagrados, en
especial del Apocalipsis de San Juan. Durante los s. IX y X, la literatura apocalíptica que
se había iniciado en España con Beato de Liébana, gozó de gran difusión en toda
Europa.
1.3. Simonía y nicolaísmo.
Los miembros de la Iglesia difícilmente podían sustraerse del ambiente de violencia y
degradación moral que les rodeaba, aunque siempre hubo mentes lúcidas que
denunciaron este estado de cosas.

En este período, de la misma manera que había laicos que estaban dispuestos a pagar
por obtener un beneficio, hubo clérigos dispuestos a pagar con el fin de obtener una
dignidad eclesiástica que les reportara poder y dinero de modo que, en algunas zonas,
existió una intensa compraventa de cargos eclesiásticos que produjo un gran escándalo
entre algunos fieles. A esta práctica de compraventa de cargos eclesiásticos se la
denominó simonía - en recuerdo a Simón el Mago que, según el Evangelio, pretendió
comprar a San Pedro el derecho a hacer milagros -, fue algo habitual durante los siglos
X y XI y pocos escaparon a su práctica, desde el arzobispo que cobraba para nombrar
obispos hasta los sacerdotes que lo hacían por administrar sacramentos e incluso el
Papa, siendo numerosos los testimonios de la compra de la elección pontificia.
También se extendió la práctica de nombrar obispos, cardenales y Papas menores de
edad pues, de este modo, obtenían suculentas rentas.

En este ambiente, también era habitual la ruptura del celibato por parte de
eclesiásticos de cualquier nivel y los más atrevidos incluso mostraban en público a sus
concubinas. Esta práctica, llamada nicolaísmo, fue denunciada contundentemente por
el Papa Nicolás II en el Sínodo de Letrán de 1059, bajo pena de excomunión.
Consecuencia de esta costumbre fue la existencia de descendencia entre los clérigos,
que en ocasiones dejaban en herencia sus diócesis a uno o varios hijos, llegando a
establecer verdaderas dinastías clericales. Ni el Papado escapó a esta práctica. Estas
prácticas fueron condenadas en todos los concilios y sínodos de la Edad Media, en los
que se establecieron diversas penas para quienes las practicaban, aunque con escaso
resultado. Estas prácticas fueron muy mal vistas por el pueblo, que ya desde el s. XI
empezó a cuestionarse la validez de los sacramentos administrados o por estos
clérigos, al tiempo que pedían la vuelta a la pobreza evangélica. El primer movimiento
de este tipo fue la pataría, que se produjo en Milán en la segunda mitad del s. XI, y que
fue el precursor de otros movimientos de protesta como fueron los valdenses y
cátaros, del s. XIII, que, por su mejor organización y corpus doctrinal, fueron
condenados como herejes.

2. La ruptura con la iglesia bizantina.


Es preciso retroceder a la época misma de la fundación de Constantinopla, para poder
entender el cisma entre las iglesias de Roma y Constantinopla, ya que, con ello,
Constantino dio un paso que de hecho suponía la ruptura en dos entre Oriente y
Occidente, tanto en lo político como en lo religioso, por la diferente forma de entender
el cristianismo. El Imperio Bizantino, ya había comenzado un proceso de
orientalización, muy marcado a partir de Justiniano.

Varios fueron los factores que influyeron para alejar una Iglesia de otra: (1) Las sutilezas
dialécticas y metafísicas de los orientales. (2) El gusto innato por la discusión de éstos,
que había promovido el nacimiento de numerosas herejías, que trascendieron no sólo
a la Iglesia sino al pueblo llano. (3) El culto extremo por las reliquias y las imágenes,
que produjo la reacción de los iconoclastas.

Los papas de Roma, alejados de la tutela de Bizancio, buscaron la hegemonía y su


expansión en Occidente, aunque acabarían siendo víctimas, primero de las familias
romanas más poderosas y después de la influencia de los emperadores francos y
germánicos. El apoyo de León III a Carlomagno para restaurar el Imperio de Occidente,
fue considerado como una traición por los orientales.

2.1. Focio y el primer cisma.


La primera parte del cisma se produjo en tiempos de Focio, patriarca de
Constantinopla. Focio, un hombre culto y de alto linaje, pero laico, fue promovido por
el regente Bardas a patriarca de Constantinopla, ante el enfrentamiento que Ignacio,
en ese momento el patriarca, mantenía con éste. Al ser laico, recibió las órdenes
sagradas en tan solo cinco días, siendo nombrado Patriarca en la navidad de 858.
Nicolas I, Papa de Roma, no reconoció tal nombramiento, exigiendo la restitución de
Ignacio, por lo que Focio acusó al Papa por el tema del filioque ("El Espiritu Santo
procede del Padre y del Hijo"), asegurando que la dicha cláusula del Credo era una
blasfemia. Focio convocó un Concilio en Constantinopla en 867, que se atrevió a
excomulgar y deponer al papa romano. En 877, el papa Juan VIII, intentó mediar
buscando una solución, pero acabó excomulgando a Focio, al igual que sus sucesores
Martín I y Esteban V. Sólo la muerte de Focio trajo una tregua entre las dos iglesias, que
se irá debilitando por el reparto de influencia sobre la adscripción de los búlgaros a una
u otra iglesia, y la presencia bizantina y su culto en el sur de Italia.

2.2. Miguel Cerulario y el cisma definitivo.


En tiempos del patriarca Miguel I Cerulario, elegido en 1042, se produjo el definitivo
cisma. Si bien defendía la equiparación de las sedes de Roma y Constantinopla,
denunció las prácticas romanas sobre el ayuno los sábados, el uso del pan ácimo en la
misma, el celibato de los eclesiásticos latinos y, cómo no, volvió sobre el tema del
filioque, además de cerrar las iglesias latinas de Constantinopla. El Papa León IX puso
sobre la mesa el tema central de la divergencia: la primacía de la Sede de San Pedro.

A continuación, despachó una embajada a Constantinopla compuesta por Humberto


da Silva Cándida, intransigente defensor de la primacía de Roma, el cardenal Federico
de Lorena (futuro Esteban IX) y Pedro, arzobispo de Amalfi, que, al igual que los
orientales, se obstinaron en sus argumentos, por lo que el 19 de abril de 1054,
depositaron en el altar de Santa Sofia una Bula de excomunión del Patriarca de
Constantinopla. Al domingo siguiente Miguel Cerulario, tras quemar la bula papal,
publicó un Edicto Sinodial en el que reiteró sus anatemas sobre Roma y comunicó a
todos los obispos y clero de Oriente lo sucedido. A pesar de la mediación del Patriarca
de Antioquía, el cisma se había consumado, perdurando sus efectos hasta la
actualidad.

3. La reforma de la Iglesia.
De todo lo anteriormente expuesto es fácil deducir que, a finales del siglo X, la Iglesia
estaba en uno de los peores momentos de su historia por lo que, poco a poco, fueron
alzándose voces que clamaban por una reforma que debía afectar a todos los
estamentos eclesiásticos.

3.1. La reforma monástica.

a) Los cluniacenses
A pesar de la crisis general que afectaba a las costumbres y a la moral del clero, los
monjes se vieron, de algún modo, más libres de las injerencias laicas, a pesar de que la
acción de los abades laicos y la obligatoriedad de albergar a los señores durante sus
desplazamientos perturbaban la paz de los monasterios.

La reforma no podía partir del Papado, en sus horas más bajas, ni del emperador, que
no quería prescindir de su facultad de nombrar y controlar los obispos. El paso
definitivo para la reforma de las costumbres eclesiásticas y para la progresiva liberación
de la tutela de las fuerzas laicas se produjo en varias fases. La primera, que afectó a los
monasterios, fue paradójicamente impulsada por laicos como Gerardo de Rosellón,
fundador del monasterio de Vezelay y, sobre todo, Guillermo I el Piadoso de Aquitania,
fundador de Cluny.

La carta fundacional de Cluny, del 11 de septiembre de 909/910, establecía que el


monasterio y sus dominios pertenecían y dependían, exclusivamente, de la Santa Sede,
que estaba exento de toda injerencia laica y que sus abades serían escogidos por los
monjes. En 931, el Papa Juan XI aprobó estos privilegios y años después, el abad Hugo
de Cluny (1049 - 1109) pudo poner bajo su gobierno a todos los monasterios fundados
por él mismo o que quisieran acogerse a la norma reformista de Cluny.

El primer abad de Cluny, Bernón (910 – 926), no estableció una nueva regla monástica,
sino que restauró en toda su pureza la Regla benedictina de San Benito de Aniano, que
insistía en la pobreza, la obediencia, la castidad y la penitencia. La liturgia pasó al
primer plano, con especial relevancia en el caso de la misa y el oficio divino. Los
primeros abades de Cluny, Odón (926 - 942) y Mayolo (954 - 994) fueron dos
preeminencias de su época y su fama hizo que muchos señores deseasen el
establecimiento de dichos monjes en sus dominios, aunque siempre sin capacidad de
intervención. Desde la época del abad Odilón (994 – 1049), todos los monasterios bajo
la norma de Cluny quedaron sujetos a la abadía madre en cuestiones de observancia y
disciplina, en la que el abad tenía plenos poderes. La organización cluniacense llegó a
su máxima expansión en la segunda mitad del siglo XI y sus abadías y prioratos se
extendían por las grandes vías de comunicación y por las principales llanuras agrícolas
de toda Europa. En Cluny, se levantaba la mayor iglesia de la cristiandad.

Varias son las razones del éxito de Cluny: (1) Una cuidada elaboración de la liturgia. (2)
Especialización en la celebración de ceremonias litúrgicas destinadas al rezo por el
alma de los donantes y benefactores del monasterio (todos, ricos o pobres, sabían que
toda la congregación rogaba por su salvación gracias a sus limosnas). (3) La longevidad
de y prestigio de sus primeros abades, que estuvieron presentes en todos los
acontecimientos políticos de la época. Dos importantes papas habían salido de sus
filas: Urbano II y Pascual II. Hacia mediados del siglo XII, los desacuerdos de los abades
de Cluny con el papado y ciertos problemas económicos, pese a los esfuerzos de Pedro
el Venerable (1122 - 1157), marcaron el declive de una Orden que llegó a tener miles
de monjes y enormes dominios agrícolas trabajados por siervos, colonos y hermanos
conversos, que permitían a los religiosos evitar el trabajo manual y dedicarse al oficio
coral y a la confección de bellas copias manuscritas en sus scriptoria.

Los cluniacenses - conocidos por su hábito como monjes negros - contribuyeron a


mitigar la violencia de la sociedad feudal mediante su participación en las asambleas
de Paz y Tregua de Dios, a reformar el clero y sus costumbres morales y a difundir el
Románico por toda Europa, aunque también pusieron en duda la doctrina gregoriana
de la absoluta superioridad del Papado. Este esfuerzo por estar presentes en todos los
ámbitos de la vida hizo que, lentamente, ignorasen las nuevas exigencias de mayor
retiro del mundo, de mayor pobreza y de mayores dosis de misticismo, virtudes que no
existían ya en Cluny. Al margen de Cluny, surgió otro centro de renovación del
benedictismo en Lorena, de manos del abad de Gorze (933), Juan de Vandières, que
dedicó especial atención al ascetismo y al trabajo manual. La reforma de Gorze fue más
austera que la de Cluny y no estableció relación alguna de dependencia entre
monasterios bajo la misma norma.

Aunque gozaron de la protección de Otón I y Otón II, los abades lorenenses se elegían
libremente y cada centro permanecía bajo el patrocinio de sus fundadores, ya fuesen
obispos o señores laicos, lo que permitió que su reforma tuviese más influencia sobre
su entorno social y, en especial, sobre el clero secular. A pesar de ello, pronto surgieron
los problemas derivados de la sumisión del poder espiritual al poder temporal. Cuando
Esteban IX (1057 – 1058), un monje lorenense, llegó al Papado, se inició el camino
contra las investiduras y el poder de los laicos en la Iglesia.
b) Otras órdenes monásticas
El devenir de Cluny hizo que sus detractores le criticasen por sus riquezas, tan alejadas
de la vida eremítica y su ideal de pobreza y entrega a Cristo. De este modo, a finales del
siglo X surgieron diversos movimientos anacoretas, encabezados en Calabria por Nilo
de Rossano, abad fundador del monasterio de rito bizantino de Grottaferrata, que
predicó constantemente contra los excesos de su época. Otros combinaron la vida
eremítica con la cenobítica, creándose nuevas Órdenes como la de los Camaldulenses,
fundada por San Romualdo en 1012 o la de los Cartujos, fundada por San Bruno en el
corazón de los Alpes, con la intención de recuperar las esencias del benedictismo y
añadirles estrictas exigencias de aislamiento y silencio.

Otros reformadores adoptaron la Regla de San Agustín, que permitía a sus miembros
vivir en comunidades canonicales dedicadas a la enseñanza y la predicación, como la
colegial de San Victor en París (1110) y la Orden de los Premostratenses, fundada en
1120.

Las Órdenes Militares se fundaron en Tierra Santa como resultado de un espíritu


reformista, de la necesidad de proteger a los peregrinos y de acuerdo con el ideal
caballeresco y espiritual de Cruzada. Así surgieron los Hospitalarios de San Juan, los
Caballeros del Templo o Templarios, fundados por Hugo de Payns en 1119, y los
Caballeros Teutónicos (1198).
c) Los cistercienses
A principios del siglo XII, Cluny llevaba dos décadas pasando sus peores momentos:
tenía conflictos con el papado, era objeto de ataques por parte del Obispo de Mácon,
el abad había sido excomulgado y muerto en una cárcel romana y, por último, había
estallado un cisma monástico en 1125 que produjo incluso enfrentamientos armados
dentro del monasterio. La antorcha dejada por Cluny la recogieron, en el siglo XII, los
monjes del Císter. En el año 1098, un grupo de monjes cluniacenses, dirigidos por
Roberto de Molesmes fundó en Citeaux (Borgoña) un monasterio en el que vivir en
toda su pureza la Regla de San Benito. Los estatutos de la nueva Orden no se
concretaron hasta 1120, cuando su tercer abad, Esteban Hárding, redactó la Carta
caritatis, cuyos preceptos eran la pobreza, el silencio, el trabajo manual en los campos,
el aislamiento del mundo, la austeridad extrema y la sencillez de sus casas y templos. El
gran impulsor del Císter fue San Bernardo, que ingresó en la Obra en 1112, fundó el
monasterio de Clairvaux (Claraval) en el año 1115 y facilitó extensión por toda Europa.
San Bernardo fue un hombre de gran cultura, un profundo conocedor de las artes
liberales que influyó enormemente en la Orden, actuó también como consejero de
papas y reyes y predicó la segunda cruzada. Cuando murió en 1153, los cistercienses
constituían la primera línea de apoyo del Papado, participaban en la elevación moral
del episcopado y luchaban contra los herejes en el Languedoc. En 1145 fue elegido
Eugenio III, primer papa cisterciense, y a partir de ahí la orden se extiende por toda la
cristiandad, siendo su hegemonía indiscutible.

La organización cisterciense difería radicalmente del monaquismo de Cluny, era mucho


más participativa y sus abadías tenían más autonomía, dependiendo de las 5 grandes
abadías-madre. El abad general, del que emanaban todas las directrices, residía en
Citeaux y estaba asistido por un Capítulo General. Por su parte, el monje cisterciense,
caracterizado por su hábito blanco, era fiel al espíritu de pobreza, cultivaba los campos,
conocía bien las últimas técnicas agrícolas y gestionaba y administraba las propiedades
del monasterio.

3.2. La Iglesia y las instituciones de paz: la “Paz y Tregua de Dios”.


El desorden existente en el sur de Francia, donde la autoridad real era muy débil y las
familias nobles luchaban despiadadamente entre sí, provocó la aparición de una
corriente sobre el respeto debido al Derecho, a los juramentos prestados y a la
protección de los más débiles. Los primeros acuerdos sobre la Paz de Dios (Pax Dei) –
pues era el propio Dios quien la garantizaba– se tomaron en el Concilio de Charroux
(cerca de Poitiers), en junio de 989, para proteger, bajo pena de excomunión, a
campesinos y clérigos. Un año después, estos acuerdos se extendieron para la
protección de los mercaderes. A partir de entonces, constantes sínodos y concilios
confirmaron dichos acuerdos hasta que, en 1010, el rey Roberto proclamó en Orleans
la extensión de la Paz de Dios a toda Francia, aunque su aplicación tuvo resultados
limitados.

Complementariamente a este movimiento, surgió la Tregua de Dios (Tregua Dei)


impulsada por el obispo Oliva de Vic, por la que se prohibían los combates en
determinados días y épocas del año. La primera asamblea de Paz y Tregua de Dios se
celebró en 1027, durante el Sínodo de Elna (Rosellón), encabezada por el entonces
abad Oliva en respuesta a una ola de violencia desatada entre los poderes del condado,
que afectó también a campesinos y clérigos de la zona. Con el objetivo de garantizar la
asistencia a misa y el descanso dominical, se prohibió la guerra desde la tarde del
sábado hasta las primeras horas del lunes. Oliva siguió impulsando este movimiento
pacifista en los siguientes años, extendiéndolo a Occitania. En 1041, el abad Odilón de
Cluny y los obispos de Provenza consiguieron extender la prohibición desde el
miércoles por la noche hasta el lunes por la mañana. También los obispos de Borgoña
extendieron la prohibición a fechas como el Adviento y la Semana Santa.

Cuando las asambleas de Paz y Tregua de Dios no contaron con el apoyo de la nobleza
tuvieron un efecto muy limitado, sin embargo, hubo casos como el del conde Ramón
Berenguer I de Barcelona que, durante la segunda mitad del siglo XI, no sólo ratificó las
decisiones de Paz y Tregua, sino que incluso convocó concilios de paz como el de
Barcelona de 1064 o el de Gerona del 1068. Las disposiciones de estos concilios fueron
incorporadas en los Usatges de Barcelona, nuevo código legal que sustituía al viejo
Liber Iudiciorum que se había convertido en obsoleto después de la feudalización.
Papas como León IX o Nicolás II fueron entusiastas defensores de la Paz y Tregua de
Dios.

4. Las herejías.
A raíz de la situación que vivía Europa, durante los siglos XI y XII se desarrollaron una
serie de herejías basadas, no en cuestiones teológicas, sino en principios de fuerte
reivindicación social y que afectaron a os estamentos más bajos de la sociedad, sin que
faltaran nobles, clérigos y artesanos que se sumaron a ellos. Su motivación fue también
el anhelo de reforma que se pedía para el clero, al que se solicitaba un retorno a los
ideales de la primitiva vida evangélica, por lo que la regeneración y purificación de la
Iglesia eran prioritarios. La realidad fue que ni valdenses ni cátaros – o albigenses –
desearon subvertir el orden social imperante sino vivir un cristianismo cercano al de la
primitiva Iglesia apostólica. Todos denunciaron la riqueza del episcopado y su
incapacidad para ejercer sus funciones religiosas, la ignorancia del clero y la riqueza,
tanto de cluniacenses como de cistercienses.

Desde principios del s. XI, las crónicas informan de predicadores que defienden
doctrinas contrarias al dogma católico en Arras, Orleáns, Aquitania, Alemania o
Lombardía. Sus adictos profesan un espiritualismo exacerbado y practican la pobreza
comunitaria. Cuentan con numerosos adeptos, pero no suponen ningún peligro para la
iglesia local.

4.1. Valdenses.
Fueron fundados en 1170 por un rico mercader de Lyon, Pedro Valdo, que repartió sus
bienes entre los pobres de la ciudad (Pobres de Lyon), predicó la pobreza y la
penitencia y la traducción de los Evangelios a la lengua vulgar para evitar la
intermediación de los eclesiásticos en su lectura.

Valdo no dejó su estado laico y se enfrentó a la jerarquía eclesiástica, lo que provocó su


excomunión en 1184 en el Concilio de Verona. Su posterior expulsión de Lyon provocó
que su doctrina se extendiera por toda Europa, especialmente por el Norte de Italia,
donde se radicalizaron cada vez más y fueron perseguidos por la jerarquía. Se
consideran precursores de la reforma protestante y han llegado hasta nuestros días.

4.2. Los cátaros o albigenses.


Más trascendente, por sus implicaciones teológicas, fue la herejía de los cátaros o
puros, que hundía sus raíces en el gnosticismo y en el maniqueísmo, además de
espíritu dualista. Fue introducida por los caballeros que, hacia 1150, retornaron a
Europa de la segunda cruzada. Sea como fuere, se difundió por Alemania, Italia,
Cataluña y Francia, especialmente en el Languedoc y particularmente en la región de
Albi, de ahí su nombre de albigenses. Denunciaban la organización eclesiástica y los
sacramentos, de los que sólo admitían el consolamentum, un acto litúrgico que se
administraba en el momento de su muerte y sería un equivalente a la extremaunción.
Su doctrina establecía la lucha eterna entre el Bien y el Mal, entre el espíritu y la
materia. Sólo los dirigentes o perfectos debían llevar una vida austera.

Los cátaros disfrutaron del apoyo de la nobleza del sur de Francia, especialmente del
conde de Tolosa, Raimundo IV, y lograron crear una estructura eclesiástica que incluía
seis obispados, convirtiéndose en un peligro para la jerarquía cristiana. Inicialmente, la
Iglesia envió a predicar entre los cátaros a monjes cistercienses, pero tras el asesinato
del delegado papal en 1208, se desató una feroz cruzada dirigida por Simón de
Montfort y apoyada por los nobles del norte de Francia, que acabó con la masacre de
Beziers (1209) y la derrota de los albigenses en Muret (1213), donde murió el rey Pedro
II de Aragón, que acudió en ayuda de su vasallo el Conde de Tolosa. Con la cruzada
contra los albigenses, se pervirtió el concepto de cruzada que había justificado la licitud
y justicia de la misma, es decir, la lucha contra el infiel para la recuperación de la Tierra
Santa. Inocencio III levantó el estandarte de la cruz, no sólo contra los infieles, sino
ahora contra los herejes y a quien se oponga al Papado, equiparando la herejía al delito
de lesa majestad.

El último reducto cátaro, el castillo de Montsegur, fue rendido en 1244, en un auténtico


genocidio que no distinguió entre herejes o no, ya que de eso ya se encargaba Dios en
la otra vida. Los bienes del conde de Tolosa pasaron a manos de Simón de Montfort y,
más tarde, a la Corona francesa, por el Tratado de Paris de 1229. De este modo terminó
la guerra que, bajo pretextos religiosos, sació los apetitos territoriales de los nobles del
norte de Francia y permitió al rey dominar el sur del país.

4.3. La Inquisición.
Con el objetivo de combatir la herejía albigense, durante el Concilio de Verona de 1184
el Papa Lucio III estableció los principios y objetivos de la Inquisición, institución que
fue mejor definida y estructurada en el IV Concilio de Letrán (1215), por orden de
Inocencio III. En el Concilio de Tolosa de 1229, se encargó a los obispos la tarea de
instruir los procesos y dictar sentencias, aunque para ejecutarlas el reo era entregado a
la autoridad civil, quedando la Iglesia al margen. La Inquisición episcopal fue poco
eficiente por lo que, en el año 1231, Gregorio IX creó la Inquisición propiamente dicha
y encargó a las órdenes mendicantes y, en especial, a los Dominicos, su desarrollo.

5. Vida intelectual y artística.


5.1. Las escuelas monásticas.
Desde la Alta edad Media, el escaso interés por la cultura, vigente en tiempos de
Carlomagno, se reduce todavía más, si cabe, ante la oleada de segundas invasiones. En
estas circunstancias, la cultura se refugió en algunos monasterios donde, a lo largo del
siglo X, la única producción se dirige al comentario de textos, composiciones de himnos
o tratados de moral o dialéctica, escasamente originales.

Durante el siglo X, las escuelas monásticas instruían a los monjes de acuerdo con el
Trivium, aunque centrándose en la gramática – aprendizaje de la lectura y la escritura -
y dejando de lado la retórica y la dialéctica, que sólo empieza a recuperarse a partir del
siglo IX. Del Quadrivium, abandonado hasta el siglo VIII, sólo se había mantenido la
enseñanza de la música para la correcta interpretación de los himnos litúrgicos. A partir
de mediados del siglo X, tras la descomposición del Imperio carolingio y la llegada de
sucesivos invasores, el período de los Otones otorgó una cierta tranquilidad al
escenario europeo que facilitó la copia de manuscritos, el intercambio entre diferentes
centros de producción y el desarrollo de una cierta actividad cultural.

En las escuelas monásticas surgen los primeros ejemplos del pensamiento filosófico
medieval, destacando la escuela fundada por el monje Lanfranco, en el monasterio de
Bec (Normandía), escenario en el que desarrolló su actividad San Anselmo (1033 –
1109) quien, a través de varios tratados sobre la existencia y la esencia de Dios, dio
lugar al pensamiento escolástico. El monasterio de Montecassino se constituyó en un
centro de estudio de los clásicos y de contacto con obras de origen árabe, donde se
tradujeron obras de Hipócrates y Galeno-.

En la España cristiana del siglo X se constituyó otro foco cultural asturleonés cuyos
centros producían bellos ejemplos de obras miniadas como los Beatos. El scriptorio de
Ripoll, junto a otros monasterios castellanos, jugó un importante papel en la
transmisión de los saberes de la España musulmana, traduciendo al latín obras de
matemáticas, astronomía y geometría. Las copias de manuscritos de Ripoll se
difundieron por el sur de Francia e Italia a mediados del siglo XI, dando a conocer la
nueva matemática en Europa. Destacó en Ripoll Gerberto de Aurillac, futuro Silvestre II,
que estudió el quadrivium con el obispo Oton de Vich.

En el s. XII destacan las escuelas monásticas parisinas de Santa Genoveva y San Victor,
donde enseñarían Guillermo de Champeaux y Abelardo. A partir de aquí fueron
declinando las escuelas monásticas, ya que surjen nuevas cuestiones filosóficas y
teológicas que estaban muy lejos de los intereses intelectuales de los monjes.

5.2. Las escuelas catedralicias.


Tuvieron mayor libertad y amplitud de miras que las monásticas, y al frente de cada
una de ellas se situaba un magister scholarum, representante del obispo. Fue el Obispo
Nótger de Lieja quien marcaría el patrón de estas escuelas, en el que el plan de
estudios era más amplio.

Las más famosas fueron las de Tours, Chartres, Paris, Le Mans, York, Canterbury y
Palencia, destacando también Toledo y Palermo en la traducción de libros árabes.
Siempre había en ellas un maestro famoso que les hacía destacar sobre las demás, al
que seguían todos los alumnos allá donde fueran. Berengario de Tours y Fulberto de
Chartres son ejemplos de ello.

El siglo XII fue la mejor época de las escuelas catedralicias. Tras el Concilio de Letrán
(1179), cada diócesis dispuso de una escuela y ante el éxito que cosecharon, tuvieron
que abrir sus puertas a los hombres de la ciudad, creándose escuelas internas para
religiosos y externas para los laicos. Terminados los estudios, los alumnos recibían la
licentia docendi, que dio origen a los maestros seculares que abrían escuelas a petición
de los municipios.

5.3. Los estudios «generales».


En una segunda fase, junto a las escuelas catedralicias, aparecieron escuelas urbanas
laicas patrocinadas por ciudades especialmente prósperas. Desde finales del siglo XII y
en el siglo XIII, algunas escuelas donde se impartían estudios tanto a clérigos como a
laicos y que habían alcanzado un alto nivel de enseñanza, se ganaron el título de
Estudios Generales y, más tarde, de Universidades. Los Estudios Generales podían ser
episcopales o urbanos, aunque en ambos casos provocaron una profunda
transformación tanto de los métodos de estudio como en las materias impartidas,
ampliando considerablemente los horizontes de la cultura medieval.

Una de las ciencias que primero se desarrolló, junto al estudio de Artes Liberales, fue la
Medicina, destacando escuelas como la de Salerno, en el siglo X, y tratadistas como
Constantino Africano o Rogerius, autor de la Practica Chirurgiae.

El estudio del Derecho fue muy importante para la organización de la sociedad y la


afirmación del poder real. El derecho Romano, a través de la codificación de Justiniano,
se convierte en modelo de reglamentación jurídica de sociedades más perfectas, al ser
descubierto posiblemente traído de Bizancio a Bolonia. A partir del siglo XI se van
descubriendo paulatinamente las diversas partes del Corpus iuris civilis de Justiniano,
primero el Código, luego los Instituta y la primera parte del Digesto y, por último, las
Novellae y el resto del Digesto. Destacarán en esta época el maestro Irnerio de Bolonia
(Sumas y glosas) y el jurista Pedro de Valence, en Francia (Exceptiones Petri legum
romanorum).

En cuanto al Derecho Canónico, Graciano intentó armonizarlo con las disposiciones de


Justiniano, mediante el Decreto, aparecido hacia 1140, y tras él aparecieron
decretalistas, que realizaban comentarios en base a esta obra, siendo el más
importante Huguccio.

Otra vertiente del resurgimiento cultural de Occidente, durante esta época, fue el auge
del estudio de la filosofía y la teología. Gracias al redescubrimiento de la Lógica de
Aristóteles, el pensamiento del momento adoptó el “método dialéctico” como forma
de demostración frente al “argumento de autoridad”.

Después de varios siglos de cultura repetitiva de los modelos clásicos y cristianos, el


hombre medieval volvía a plantearse, por sí mismo los problemas, siguiendo el
"método aristotélico". En escuelas catedralicias francesas como la de Bec, donde
predominaba el elemento eclesiástico, se inició la aplicación del método dialéctico al
conocimiento teológico, siguiendo los pasos de Berengario de Tours. Dentro de la
especulación filosófica del siglo XII, la obra de san Anselmo, arzobispo de Canterbury y
antes abad de Bec, es de extraordinaria relevancia a causa de su argumento ontológico
sobre la necesaria existencia de Dios. En la escuela de Chartres, los estudiosos se
inclinaron por el platonismo o por el humanismo cristiano, representado por Juan de
Salisbury, que también cultivó la filosofía política, con la célebre Policraticus.

En el siglo XII, el gran reto de la armonización de la razón y la fe giró en torno a la


validez de los conceptos universales, que dividió las escuelas entre realistas y
nominalistas. El maestro Pedro Abelardo (1079 – 1142), adoptó una vía media en esta
cuestión. Impulsó el desarrollo de la dialéctica y su aplicación a la teología. En su obra
más famosa Sic et Non (Sí y no), hizo listas de los pasajes de las Escrituras y de los
Padres de la Iglesia que se contradecían de manera flagrante entre sí y puso énfasis en
la necesidad de utilizar la lógica o el razonamiento dialéctico para reconciliar de un
modo sistemático las aparentes diferencias. Por otro lado, personajes como el obispo
de París, Pedro Lombardo, desarrollaron métodos como las Sentencias, conjunto de
citas de autoridades bíblicas y patrísticas que pretendían probar ciertas tesis.

En un intento magistral por reconciliar la fe y la razón, Santo Tomás de Aquino (1225-


1274) redactó su famosa Summa Theologica, compendio de conocimiento que
intentaba reunir el aprendizaje recibido de los siglos anteriores acerca de los más
diversos temas. La obra maestra de Aquino fue organizada de acuerdo con el método
dialéctico de los escolásticos, según el cual, primero planteaba una cuestión, citaba las
fuentes y ofrecía opiniones contrarias a ese asunto, para finalmente resolverlas
alcanzando sus propias conclusiones. San Bernardo de Claraval fustigó a escolásticos
como Pedro Abelardo y otros, lo que abrió el camino de la vía mística para la
especulación teológica, impulsada por Hugo de San Víctor.

Esta época, que se puede denominar románica, en el ámbito cultural, es el vivo reflejo
de la tendencia expansiva que había acusado Europa en otros niveles, como el
demográfico, el económico y el político. Incluso se puede decir que es la interpretación
de una realidad nueva a través de las formas artísticas, de las construcciones filosóficas
y teológicas y del pensamiento político, apareciendo nuevas corrientes espirituales,
nuevas instituciones religiosas, formulaciones jurídicas y nuevos centros de actividad
intelectual.

A pesar de las discrepancias y de las nuevas corrientes de espiritualidad, el mundo


intelectual de los siglos XI y XII tiene a la Cristiandad como denominador común. Existe,
además, una unidad de idioma, el latín culto, que facilita los intercambios culturales,
una unidad geográfica, que permite la libre circulación de maestros, alumnos
manuscritos y una unidad de conocimientos, aunque los problemas se abordasen
desde distintos puntos de vista.

6. El románico.
Esta nueva vitalidad de los s. XI y XII se manifiesta a través de sus manifestaciones
artísticas. En la poesía aparecen el juglar y los trovadores, mientras que en las artes
plásticas el románico expresaba claramente el mundo nuevo que aparece y se difunde
por toda Europa. Es un arte eminentemente religioso, que se extendió en el ámbito
civil a partir del s. XIII, si bien, en el ámbito militar, ya apareció en el s. X.

En los siglos IX y X asistimos a un Primer Románico, caracterizado por templos de una


sola nave, de piedra tosca, fuertes pilares para sostener pesadas bóvedas, escasa
iluminación y poca decoración escultórica. Es el arte típico de las abadías cluniacenses,
de la que Santa María de Ripoll es un buen ejemplo. Desde finales del siglo XI y durante
el XII se desarrolla un Segundo Románico, caracterizado por emplear naves más anchas
y elevadas, esculturas en las fachadas, contrafuertes más ligeros y abundantes puertas
y ventanas que dan mayor iluminación interior. La planta típica es la de cruz latina, con
varias capillas o ábsides en la cabecera. Por su parte, las iglesias de peregrinación
incluyen un deambulatorio o girola para facilitar el movimiento de los fieles alrededor
de las reliquias, como en Santiago de Compostela.

En términos generales, en los pórticos y los tímpanos de las iglesias se esculpen


escenas del Juicio Final y del apocalipsis. Los capiteles de columnas, ricamente
decorados, incluyen motivos geométricos, florales, figuras humanas y animales reales e
imaginarios. La pintura románica, realizada al fresco, se emplea para decorar el interior
de los templos y los frontales del altar con figuras hieráticas y sin perspectiva, con los
pliegues del vestuario simétricos y de colores intensos. El empleo de vidrieras pintadas
también fue habitual a partir del siglo XI. Paralelamente con esta fase del románico,
surgieron los primeros ejemplos del gótico en la basílica de Saint Denis y en la catedral
de Durham.

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