Chiaramonte (1)
Chiaramonte (1)
Chiaramonte (1)
Emilio Ravignani”
Tercera serie, núm. 15, 1 semestre de 1997
NOTAS Y DEBATES
“La lucha del Estado moderno es una larga y sangrienta lucha por la
unidad del poder, Esta unidad es el resultado de un proceso a la vez de
liberación y unificación: de liberación en su enfrentamiento con una
autoridad de tendencia universal que por ser de orden espiritual se
proclama superior a cualquier poder civil; y de unificación en su en-
frentamiento con instituciones menores, asociaciones, corporaciones,
ciudades, que constituyen en la sociedad medieval un peligro perma-
nente de anarquía. Como consecuencia de estos dos procesos, la for-
mación del Estado moderno viene a coincidir con el reconocimiento y
con la consolidación de la supremacía absoluta del poder político so-
bre cualquier otro poder humano. Esta supremacía absoluta recibe el
nombre de soberanía. Y significa, hacia el exterior, en relación con el
proceso de liberación, independencia; y hacia el interior, en relación
con el proceso de unificación, superioridad del poder estatal sobre
cualquier otro centro de poder existente en un territorio determinado.”
NORBERTO BOBBIO, “Introducción a! De Cive”,
en N. Bobbio, Thomas Hobbes, México, FCE, 1992, p. 71.
* En este trabajo utilizamos materiales tomados de dos capiulos que hemos elaborado para el vol. vi,
La construccion de las naciones latinoamericunas, 1820-1870, de la Historia general de América Lati-
na, Unesco. en curso de edición (cap. 5, "Constitución de las provincias y el poder local, Las bases eco-
nómicas, sociales y políticas del poder regional” y cap. 6, “Las expresiones del poder regional: análisis
de casos”). Una primera versión del mismo fue presentada al Simposio Cultura y Nación en Iberoaméri-
ca, organizado por el Comité Editor del Proyecto Great Books Series, Oxford University Press, con el
apoyo de las Fundaciones Lampadia y Mellon, y realizado en Buenos Aires entre el 21 y el 23 de agosto
143
El propósito de este breve ensayo no es ofrecer una historia de la formación de los Es-
tados iberoamericanos, sino solamente exponer algunos criterios que me parecen im-
prescindibles para la mejor comprensión de esa historia. Claro está, la primera dificultad
para cumplir este propósito es la clásica cuestión del “diccionario”: cómo definiríamos
el concepto de Estado y otros a él asociados, tales, por ejemplo, como nación, pueblo o
soberania. Debo aclarar entonces que no partiré de una definición dada de Estado, sino
sólo de una composición de lugar fundada en los atributos que generalmente le atribu-
yen los historiadores que se ocupan del tema.! Esto obedece en parte a la notoria multi-
plicidad de altemativas que la literatura especializada ofrece sobre la naturaleza del
término Estado.? Podria preguntarse, sin embargo, si la confusión que se observa en las
tentativas de hacer la historia de los Estados iberoamericanos —generalmente, relato de
hechos politicos unidos a explicaciones sociológicas— no obedece a una falta de clara de-
finición del concepto de Estado. La composición de lugar que adoptamos en este traba-
jo es que, aun admitiendo que el ahondamiento en las dificultades que ofrece el concepto
mismo de Estado contribuye a facilitar la tarea, la mayor parte de los escollos que com-
plican las tentativas de realizar una historia de los Estados iberoamericanos provienen
sin embargo de la generalizada confusión respecto del uso de época -de la época de la
Independencia— de las nociones de nación y Estado, confusión en buena medida prove-
niente de otra que atañe al concepto de nacionalidad.
Para expresarlo sintéticamente al comienzo de estas páginas, la confusión es efec-
to del criterio de presuponer que la mayoría de las actuales naciones iberoamericanas
existían ya desde el momento inicial de la Independencia * Si bien este criterio ha co-
menzado a abandonarse en la historiografía de los últimos años, lo cierto es que per-
sisten sus efectos, en la medida en que ha impedido una mejor comprensión de la
naturaleza de las entidades políticas soberanas surgidas en el proceso de las Indepen-
dencias. Esto se observa en la casi total falta de atención que se ha concedido en los
últimos tiempos a cuestiones como la de la emergencia, en el momento inicial de las
Independencias, de entidades soberanas en ámbito de ciudad o de provincias, y sus
de 1996. El autor agradece los comentarios de los participantes en la discusión del trabajo, asf como a
Litiana Roncati por su ayuda en la búsqueda de información y a Marcela Temavasio y Carlos Marichal
por las observaciones efectuadas al texto original.
' Por ejemplo, Oscar Oszlak, La formación del Estado argentino, Buenos Aires, Editorial de Belgra-
no, 1985, p. 1S. En otro trabajo suyo el autor refiere el concepto de estatalidad al trabajo de J. P. Netd,
“The State as a conceptual Variable”, World Politics, núm. 20, julio de 1968, y al de Philippe C. Schmit-
ter, John H. Coastworth y Joanne Fox Przeworski, "Historical Perspectives 0n the State, Civil Society and
the Economy in Latín America: Prolegomenon to a Workshop at the University of Chicago, 1976-1977”,
mimeo. . Oszlak, Formación histórica del estado en América Latina: elementos tedrica-metodoldgicos
para su estudio, 28. ed., Buenos Aires, Estudios CEDES, 1978.
2 Véanse las observaciones de Otto Hintze, Stato e Societd, Bologna, Zanichelli, 1980, p. 138.
3 Esto lo hemos analizado en nuestros trabajos "Formas de identidad política en el Río de la Plata lue-
g0 de 1810", Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani”, 3a. Serie,
núm. 1, Buenos Aires, 1989, y El mito de los origenes en la historiografía latinoamerican, Cuaderao núm.
2, Buenos Aires, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani", 1991.
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peculiares prácticas políticas. Circunstancia que, para un intento comparativo como
el de este trabajo, obliga a recurrir predominantemente a la información contenida en
la historiografia del siglo pasado o de la primera mitad de este siglo.
Se trata, en suma, de las derivaciones aún vigentes del criterio de proyectar sobre
el momento de la Independencia una realidad inexistente, las nacionalidades comres-
pondientes a cada uno de los actuales países iberoamericanos, y en virtud de un con-
cepto, el de nacionalidad, también inexistente entonces, al menos en el uso hoy
habitual.* Un concepto que se impondría más tarde, paraletamente a la difusión del
Romanticismo, y que en adelante ocuparía lugar central en el imaginario de los pue-
blos iberoamericanos y en la voluntad nacionalizadora de los historiadores.
Hacia 1810, el utillaje conceptual de las elites iberoamericanas ignoraba la cuestión
de la nacionalidad y, más aún, utilizaba sinonfmicamente los vocablos de nación y Es-
tado. Esto se suele desconocer por la habitual confusión de lectura consistente en que
ante una ocurrencia del término nación lo asociemos inconscientemente al de naciona-
lidad, cuando en realidad los que lo empleaban lo hacían en otro sentido. Al respecto,
la literatura política de los pueblos iberoamericanos no testimonia otra cosa que lo ya
observado respecto de la curopea y norteamericana: sin perjuicio de la existencia en to-
do tiempo de grupos humanos culturalmente homogéneos, y con conciencia de esa
cualidad, la irrupción en la Historia del fenómeno político de las naciones contempo-
ráneas asoció el vocablo nación a la circunstancia de compartir un mismo conjunto de
leyes, un mismo territorio y un mismo gobierno* Y, por lo tanto, confería al vocablo
un valor de sinónimo del de Estado, tal como se comprueba en la tratadística del De-
recho de Gentes. “Las naciones o Estados —escribía a mediados del siglo XVill una de
las autoridades más leidas en Iberoamérica, Emmer de Vattel—, son cuerpos políticos,
de sociedades de hombres reunidos para procurar su salud y su adelantamiento™ 6
* En su primera edición, de Ja primera mitad del siglo XVIII, el diccionario de la Real Academia
Es-
pañola registraba el término nacionalidad, pero le asignaba otro significado: “Afección particular de al-
guna nación, o propiedad de clla.” Real Academia Española, Diccionario de la lengua casiellana en que
se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidud, con la phrases y mados de hablar,
los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua, vomo IV que contiene las letras
GHIJK.L.M.N., Madrid, Imprenta de la Real Academia Española, 1734.
$ Véase Eric Hobsbawm, Nations and Nationalism since 1780, Programme, Mith, Reality, Cambrid-
ge, Cambridge University Press, 1990, cap. 1, "The nation as novelty: from revolution to liberalism” (Hay
edición española, Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Programa, mito, realidad, Bar-
celona, Crítica, 1991).
5 Vattel, Le Droit de Gens ou Principes de la Loi Natureile apliqués a la conduite e aux affuires des
Nations et des Souverains, Nouvelle Edition, tomo 1, París, 1863. p. 71. Esta obra, cuya prímera edición,
aparecida en Leyden, es de 1758, se vendía en Buenos Aires todavía cerca de 1830 y era citada en Rio
Grande do Sul años después por los líderes de ta revolución farroupilha. Tomamos el dato relativo a Bue-
nos Aires de Alejandro E. Parada, “Introducción al mundo del libro a través de los avisos de La Gaceta
Mercantil (1823-1828)", tesis de Licenciatura inédita. 1991. Y la referencia riograndense la debemos a la
Prof. Maria Medianeira Padoin, de su tesis en curso sobre el federalismo riograndense del siglo XIX. Res-
pecto de Vattel y otros exponentes del iusnaturalismo del siglo XVII1, véase Robert Derathé, Jean-Jacques
Rousseau et la science politique de son temps, París, Librairic Philosophique J. Vrin, 1979, pp. 47 y ss.
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Este criterio, con diversas variantes, era el predominante también en Iberoaméri-
ca. El famoso venezolano residente en Chile, Andrés Bello, hacía explicita en 1832
la misma sinonimia en su tratado de Derecho de Gentes:
Nación o Estado es una sociedad de hombres que tiene por objeto la conservación y
felicidad de los asociados; que se gobierna por las leyes positivas emanadas de ella
misma y es dueña de una porción de territorio.”
Asimismo, y con mayor nitidez, puede encontrarse este típico enfoque de época en
el texto, de 1823, del profesor de Derecho Natural y de Gentes en la Universidad de
Buenos Aires, Antonio Sáenz, quien amplía la sinonimia hasta comprender el con-
cepto de sociedad: “La Sociedad llamada así por antonomasia se suele también de-
nominar Nación y Estado.” Y define este concepto de sociedad-Estado-nación de la
siguiente manera, prosiguiendo el párrafo anterior sin solución de continuidad:
146
“soberanía” de la siguiente manera: “Una sociedad de hombres reunidos bajo unas
mismas leyes, costumbres y Gobierno forma una soberanía” [subrayado nuestro].!!
La sorpresa estriba en el uso del término soberanía como sinónimo de entidad polí-
tica independiente, esto es, de nación o Estado, uso posiblemente intencional para
poder evitar la resonancia más fuerte del término nación, con cuya definición de épo-
ca, sin embargo, como se puede advertir, coincide.
Se me perdonará esta insistencia en cuestiones de vocabulario politico; más aún,
Tuego de haber manifestado tal distanciamiento respecto de la necesidad de definicio-
nes como punto de partida. Pero con esta discusión terminológica, lo que buscamos
no es arribar a una nueva definición de ciertos conceptos, sino aclararnos con qué
sentido lo usaban los protagonistas de esta historia y, asimismo, gracias a ello, evitar
el clásico riesgo de anacronismo por proyectar el uso actual de esos términos —espe-
cialmente en cuanto a la neta distinción de Estado y nación, y al nexo de este último
concepto con el de racionalidad— sobre el de aquella época. Porque si bien es cierto
que el no detenerse sobre una pretensión de exacta definición de ciertos conceptos
claves ayuda a no obstaculizar la investigación con vallas insalvables -dada la dispa-
ridad de criterios de los especialistas sobre esos términos-, o con la peor solución de
adoptar alguna definición por razones convencionales, estamos ante un tema cuyo
concepto central, el de Estado, ha sido una de las muletillas más frecuentadas por los
historiadores para designar realidades muy distintas: gobiernos provisorios, alianzas
transitorias, y otros expedientes políticos circunstanciales. Como lo hemos observa-
do en otro trabajo respecto del Río de la Plata, entre 1810 y 1820, lejos de encontrar-
nos ante un Estado rioplatense estamos ante gobiernos transitorios que se suceden en
virtud de una proyectada organización constitucional de un nuevo Estado que, o se
posterga incesantemente, o fracasa al concretar su definición constitucional. Una si-
tuación, por lo tanto, de provisionalidad permanente, que une débilmente a los pue-
blos soberanos, y no siempre a todos ellos.'?
En la perspectiva de la época, entonces, la preocupación por la nacionalidad es-
taba ausente. La formación de una nación o Estado era concebida en términos racio-
nalistas y contractualistas, propios de la tradición ilustrada, cuando no de una más
antigua tradición contractualista del iusnaturalismo europeo. No entonces, como un
proceso de traducción política de un mandato de entidades más cercanas al senti-
miento que a la razón, tales como las que se invocarían, luego, a partir de la difusión
del principio de nacionalidad, mediante el uso romántico de vocablos como historia,
1 Art. 143 de la “Constitución federal para los estados de Venezuela" (Caracas, 21 de diciembre de
1811), en [Academia Nacional de la Historial, El pensamiento constitucional hispanoamericano hasta
1830, Compilación de constituciones sancionadas y proyectos constitucionales, v, Venezuela — Constitu-
ción de Cádiz (1812), Caracas, 1961, p. 80.
12 Véase José Carlos Chiaramonte, “El federalismo argentino en la primera mitad del siglo »1X”, en
Marcello Carmagnani (comp.). Federalismos larinoamericanos: México/Brasil/Argentina, México, El Co-
legio de México/Fondo de Cultura Económica, 1993.
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pueblo, raza u otros. En síntesis, constituir una nación era organizar un Estado me-
diante un proceso de negociaciones políticas tendientes a conciliar las conveniencias
de cada parte, y en los que cada grupo participante era firmemente consciente de los
atributos que le amparaban según el Derecho de Gentes: su calidad de persona sobe-
rana, su derecho a no ser obligado a entrar en asociación alguna sin su consentimien-
10 —lásica figura ésta, la del consentimiento, sustancial a los conflictos políticos del
período— y su derecho a buscar su conveniencia, sin perjuicio de la necesidad de con-
ciliaria, en un proceso de negociaciones con concesiones recíprocas, con la conve-
niencia de las demás partes.'
Antes de examinar algunos ejemplos que nos ayudan a comprender estos rasgos
que sustentaban las prácticas políticas de la época, agreguemos una observación más:
que aun cuando parte de los actores políticos de la primera mitad del siglo pasado
leían con simpatía y solian citar a los autores de las modemas teorías del Estado, por
lo general en su acción política no partían, pues no tenían realidad desde dónde ha-
cerlo, de una composición de lugar individualista, atomística, del sujeto de la sobe-
ranía, sino de la realidad de cuerpos políticos, con todo lo que de valor corporativo
tiene la expresión que utilizamos. Un elocuente testimonio de esto, pese a lo paradó-
jicamente heterogéneo que resulta, es el intento del guatemalteco José Cecilio del Va-
lle de definir lo que entendía por nación. Para fundar los “títulos de Guatemala a su
justa independencia”, escribía en 1825 en su proyecto de Ley fundamental que
quería que subiendo al origen de las sociedades se pusiese la base primera de que to-
das son reuniones de individuos que libremente quieren formarlas; que pasando des-
pués a las naciones se manifestase que éstas son sociedades de provincias que por
voluntad espontánea han decidido componer un todo polftico™ [subrayado nuestro)
Las sociedades formadas por individuos; las naciones, por provincias... Estamos en-
tonces en un mundo en el que si bien circulan desde hace tiempo las concepciones
individualistas y atomísticas de lo social, la realidad sigue transcurriendo general-
mente por otros carriles y los proyectos de organizar ciudadanías modernas en ámbi-
tos nacionales, o se estrellan ante el fuerte marco local de la vida política, o tienden
a conciliar muy dispares nociones politicas, tal como se refleja en el texto de Del Va-
lle. Nuestro propósito es, entonces, comprender mejor la naturaleza de esos cuerpos
políticos a los que Bobbio alude en la cita del epígrafe como fuente de esa temible
anarquía, tema central de la teoría moderna del Estado, que consiguientemente fue-
ron distorsionados por una percepción histórica construida a partir del postulado de
la indivisibilidad de la soberanía y generalmente rotulados con los conceptos de “lo-
'3 Respecto del principio del consentimiento, fundamental en el Derecho de Gentes, véase también la
citada obra de Locke, esp. cap. 8, “Del origen de las sociedades políticas”, pp. 111 y ss.
1 José Cecilio del Valle, “Manifiesto a la nación guatemalteca, 20 de mayo de 1825”, en idem, Obra
Escogida, Caracas, Ayacucho, 1982, p. 29.
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calismos”, “regionalismos” u otros similares, que expresaban la anacrónica interpre-
tación derivada del triunfo del Estado nacional moderno.
15 Véase una rica visión de ese período en Frangois Xavier Guerra, Modernidad e independencias. En-
sayos sobre las revoluciones hispánicas, 2a. ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1993. Sc tratade
un renovado enfoque, pese a la tendencia a ceñirse al esquema clasificatorio de modemidad/tradición, an-
1e una realidad frecuentemente reacia al mismo.
18 Véase, al respecto, nuestro libro sobre el caso rioplatense, José Carlos Chiaramonte, Ciudades, pro-
vincias, Estados: Orígenes de la nación argentina (1800-1846), Buenos Aires, Aricl, 1997.
17 Licenciado Francisco Verdad, “Memoria póstuma (1808)”, en José Luis Romero y Luis Alberto Ro-
mero, Pensamiento político de la emancipación, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, p. 89.
18 José Miranda, Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, Primera Parte, 1521-1820, Méxi-
co, Universidad Nacional Autónoma de México, segunda edición, 1978, p. 239.
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ción de las demás ciudades novohispanas. Pues lo que proponía, según el Acta del
Cabildo, era
la última voluntad y resolución del reino que exptica por medio de su metrópoli [...]
Ínterin las demás ciudades y villas y los estados eclesiástico y noble puedan ejecutar-
lo de por si inmediatamente o por medio de sus procuradores unidos con la capital.9
Pero era la unilateralidad de su decisión la que serviría, como en otras comarcas his-
panoamericanas, para impugnarla.
Sustentadas entonces por una antigua tradición hispánica, pero sobre todo alenta-
dos por el ejemplo de la insurgencia de las ciudades españolas ante la invasión fran-
cesa, las respuestas americanas a la crisis de la monarquía castellana, al amparo de
esa doctrina, se expresan en las iniciales pretensiones autonómicas de las ciudades,
pretensiones que van del simple autonomismo de unas en el seno de la monarquía,
hasta la independencia absoluta de otras. En estas primeras escaramuzas, que se re-
petirán en el Río de la Plata, Chile, Venezuela y Nueva Granada, están ya esbozados
algunos de los factores, y escoilos, del proceso de construcción de los posibles nue-
vos Estados, El primero, conviene insistir, el problema de la legitimidad del nuevo
poder que reemplazaría al del monarca, marcaría el cauce principal en que se desa-
rrollarían las tentativas de construcción de los nuevos Estados y los conflictos en tor-
no a ellas. Ya fuera durante el tiempo, de variada magnitud según los casos, en que
el supuesto formal fue el de actuar en lugar, o en representación, del monarca cauti-
vo, ya cuando se asuma plenamente el propósito independentista, la doctrina de la
reasunción del poder por los pueblos, complementaria de la del pacto de sujeción,
fundamentaría la acción de la mayor parte de los participantes de este proceso.
Frente a ella, las ciudades principales del territorio —Santa Fe de Bogotá, Caracas,
Buenos Aires, Santiago de Chile, México...—, sin perjuicio de haberse apoyado ini-
cialmente en esa doctrina, darían luego prioridad al concepto de la primacía que les
correspondía como antigua “capital del reino” —según lenguaje empleado en Buenos
Aires y en México-2 Y, consiguientemente, los conflictos desatados por esta autoad-
judicación del papel hegemónico en el proyectado proceso de construcción de los
nuevos Estados, frente a la pretensión igualitaria de las demás ciudades fundada en
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las normas del Derecho de Gentes —cimiento de lo actuado en esta primera mitad del
siglo—, cubrirían gran parte de las primeras décadas de vida independiente.
Este conflicto se prolongó en otro, más doctrinario, que se conformó como una
pugna entre las denominadas tendencias centralistas y federalistas. Conviene dete-
nerse en el trasfondo del mismo por cuanto fundamentará gran parte del debate polí-
tico del perfodo y nos proporciona la definición más sustancial de la naturaleza de las
fuerzas en pugna, por más que la prolongación de ese conflicto en enfrentamientos
meramente facciosos haya podido ocultar su sustancia.
La antigua tradición que explicaba el origen del poder como una facultad sobera-
na emanada de la divinidad, recaída en el “pueblo” y trasladada al príncipe median-
te el pacto de sujeción, al dar lugar a la figura de la retroversión del poder al pueblo
—en casos de vacancia del trono o de anulación del pacto por causa de la tiranía del
príncipe—, devino inevitablemente en Iberoamérica en una variante por demás signi-
ficativa, expresada por el plural pueblos. La literatura politica del tiempo de la Inde-
pendencia aludía, justamente, a la retroversión del poder a “los pueblos”, en
significativo plural que reflejaba la naturaleza de la vida económica y social de las
Indias, conformada en los límites de las ciudades y su entorno rural —sin perjuicio de
los flujos comerciales que las conectaban—. Esos pueblos que habían reasumido el
poder soberano se habfan también dispuesto de inmediato a unirse con otros pueblos
americanos en alguna forma de Estado o asociación política de otra naturaleza, pero
que no implicara la pérdida de esa calidad soberana.
Esta tendencia a preservar la soberanía de los “pueblos” dentro de los posibles
Estados a erigir, si bien se apoyaba naturalmente en una antigua tradición doctrina-
ria y una no menos antigua realidad de la monarquía castellana —cuyo poder sobera-
no se ejercía sobre un conjunto de “reinos” o “provincias”, muchos de los cuales
conservaban su ordenamiento jurídico político en el seno de la monarquía— era sin
embargo impugnable por doctrinas propias de corrientes más recientes del iusnatura-
lismo, que forman parte de la teoría moderna del Estado, las que postulaban la indi-
visibilidad de la soberanía y juzgaban su escisión, territorial o estamental, como una
fuente de anarquía?'
El dogma de la indivisibilidad de la soberanía se encarnaba en elites políticas de
las ciudades capitales —a veces con apoyo en parte de las elites de otras ciudades—
21 Vénse el criterio en Rousseau. Juan Jacobo Roussean, “El contrato social o principios del derecho
político”, Obras selectas, Buenos Aires, El Ateneo, 2* ed., 1959, libro 11, cap. 11, “La soberanía es indivi-
sible”, p. 864 y ss. En la concepción rousseauniana como también en la de Hobbes y Kant, la soberaníaes
única e indivisible. Sobre la cuestión de la soberanfa en la época, R, Carré de Malberg, 7eoría general del
Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 1948, cap. 11, § 2. Asimismo, Joaquín Varela Suanzes-Car-
pegna, La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (Las Cortes de Cádiz), Ma-
drid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 68 y ss. Véase una síntesis de las diversas variantes
del iusnaturalismo en Norberto Bobbio, Estudios de historia de la filosofía, De Hobbes a Gramsci, Ma-
drid, Debate, 1985, esp. caps. 1 y Il
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que proyectaban la organización de un Estado centralizado bajo su dirección; aunque
para las fuerzas rivales del resto de las ciudades, la posible modemidad de aquella
postura no se distinguía muy bien de lo que algunas denunciaban como un “despo-
tismo” heredero del de la monarquía. De tal manera, frente a la emergencia de las
tendencias centralizadoras en las ciudades capitales, las propuestas iniciales de las
otras ciudades apelaron a la figura de la confederación. Tal se dio en prácticamente
casi toda Hispanoamérica, como lo muestran los casos de México, la Nueva Grana-
da, Venezuela, el Río de la Plata o Chile.
Asunción del Paraguay fue una de las primeras en recurrir a la idea de una con-
federación para defender su autonomía, en este caso frente a Buenos Aires. El Pro-
grama del gobierno provisorio, publicado en un Bando del 17 de mayo de 1811,
prevé el futuro inmediato...
uniendo y confederándose con la misma ciudad de Buenos Aires para la defensa co-
mún y para procurar la felicidad de ambas Provincias y las demás del continente ba-
jo un sistema de mutua unión, amistad y conformidad, cuya base sea la igualdad de
Derechos.??
Poco después, en un Oficio a Buenos Aires, la Junta Provisional del Paraguay se pro-
nunciaba por “la confederación de esta provincia con las demás de nuestra América,
y principalmente con las que comprendía la demarcación del antiguo virreynato”.?*
En el otro extremo de Hispanoamérica, la postura de Gómez Farías y otros libe-
rales mexicanos en el Congreso de 1823 es claramente confederal. En junio de ese
año, seis diputados, entre ellos Gómez Farías, presentaron una propuesta de urgente
adopción de medidas acordes con la tendencia a la “confederación” que domina, afir-
maban, a la nación mexicana: al Congreso resta “terminar de una vez la retolución
mexicana y dejando afianzado el gran pacto de confederación.”?* En otra oportuni-
dad dentro del mismo congreso exponen el fundamento contractualista de su criterio:
Que es un equívoco decir, que la soberanía de los estados no les viene de ellos mis-
mos, sino de la constitución general, pues, que ésta no será más que el pacto en
que todos los estados soberanos expresen por medio de sus representantes los de-
rechos que ceden a la confederación para el bien general de ella, y los que cada
uno se reserva*
22 Cit. en Julio César Chaves, Historia de las relaciones entre Buenos Aires y el Paraguay, 1810-1813,
Buenos Aires, Niza, 1959, 2° ed.. p. 120.
2 “Oficio de la Junta Provisional del Paraguay, en que da parte a la de la capital de su instalación, y
unión con los vinculos más estrechos, e indisolubles, que exige el interés general en defensa de la causa
común de la libertad civil de la América, que tan dignamente sostiene”, Gazeta de Buenos Ayres, jueves
$ de setiembre de 1811, tomo 1, p. 717.
? Cit. en Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, 1. Los orígenes, México, Fondo de Cultura
Económica, 1982, p. 382.
* Ibídem, p. 417.
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La ciudades principales mexicanas formaron Estados cuya mayoría proclamó su inde-
pendencia, entendiéndola unos como compatible con la integración en una federación,
y otros como “independencia absoluta”, concepto eventualmente congruente con el de
confederación* Por ejemplo, leemos en la constitución del Estado de Zacatecas, de
1825: “El Estado de Zacatecas es libre e independiente de los demás estados unidos
de la nación Mexicana, con los cuales conservará las relaciones que establece la con-
federación general de todos ellos.”?7 Por otra parte, es de advertir que la más tempra-
na reunión de las ciudades en Estados fue facilitada en México por la existencia, desde
tiempos de la Constitución de Cádiz, de las diputaciones provinciales, las que tendie-
ron a conformarse como gobiernos de sus jurisdicciones, hasta su desaparición, reem-
plazadas por las legislaturas provinciales electas, entre 1823 y 182428
Concordando con su postura adversa a esa tendencia, el líder centralista mexica-
no Fray Servando Teresa de Mier escribía en abril de 1823 que la república a que to-
dos aspiraban, unos
153
un Estado centralizado, habría sido el federalismo de la Constitución de 1811 la fuen-
te de la anarquía que impidió enfrentar la reacción española y terminó con la Patria
Boba, la primera república venezolana. Bolívar sostuvo este criterio en varias opor-
tunidades*! Sin embargo, la historia parece haber sido otra. Inmediatamente de da-
do el primer paso hacia la independencia, la iniciativa tomada por el Ayuntamiento
de Caracas suscitó las clásicas desconfianzas de las otras ciudades recelosas de las
pretensiones de hegemonía de aquélla.?? Varias de ellas se apresuraron a darse un tex-
to constitucional en el que proclamaron su autonomía soberana —algún artículo de la
Constitución del Estado de Barcelona llega a calificarse de “nacional”*3- y entabla-
ron un agudo pleito con Caracas, al punto que algunas adhirieron al Consejo de Re-
gencia, prefiriendo una formal pleitesfa a la distante autoridad peninsular que
sujetarse a la más cercana y riesgosa de la ciudad rival.> Cuando finalmente se pro-
mulga la Constitución, que delinea algo más cercano a un Estado federal que a una
confederación, el resultado no podía menos que disgustar a las ciudades celosas de
su soberanía. Los conflictos, por lo tanto, parecen más bien haber sido producto de
una reacción ante el grado de centralización entrañado en la Constitución de 1811 y
no por influencia de la misma.35
Tenemos entonces delineadas las distintas posiciones que se enfrentan en el pro-
ceso de construcción de los futuros Estados nacionales. Y hemos señalado que en
buena medida remiten a las distintas concepciones de la soberanfa: centralismo,
confederacionismo, federalismo. Tres tendencias que definirán gran parte de los con-
flictos desatados por las tentativas de organizar los nuevos Estados que debían reem-
plazar al dominio hispano.
Sin embargo, hay todavía otros matices, como la conciliación de posturas auto-
nomistas con el apoyo a los proyectos centralizadores, en la medida en que en reali-
?' El criterio de Bolívar está ya expuesto en el “Manifiesto de Cartagena”, de diciembre de 1812: Si-
món Bolivar, Doctrina del Libertador, Caracas, Biblioteca Ayacucho, segunda edición, 1979, pp. 8 y ss.
Asimismo, véase lo que escribe en la “Carta de Jamaica, de setiembre de 1815” (Íd., p. 67), y en el “Dis-
curso de Angostura”, de febrero de 1819 (Íd., pp. 109 y 113).
3? Véase Carraciolo Parra-Pérez, Historia de la primera República de Venezuela, dos vols., Caracas,
1959, tomo 1, 2a. parte, cap , “La revolución en las provincias”.
3 "La nación barcelonesa, de quien solamente emanan todos los Poderes Soberanos no los ejerce si-
no por delegación.”, Constitución de la Provincia de Barcelona (1812), Tít. Cuarto, art. 3, en Las consti-
tuciones provinciales, Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1959, p. 164.
** Por ejemplo, Barcelona. Véase C. Parra Pérez, ob. cit., p. 410.
35 No es de sorprender que mucho más tarde, un conflicto similar se registrara en Argentina, cuando
el Estado de Buenos Aires se escindió en 1853 de la recién creada Confederación Argentina. Ésta, pese a
su nombre —como ocurre con el de la Confederación Helvética de 1848-. era en realidad un Estado fede-
ral. ante el cual Buenos Aires reaccionó imponiendo reformas, en 1860, que apuntaban a lo confederal, sin
llegar a ello. Véase Jorge R, Vanossi, “La influencia de la constitución de los Estados Unidos de Nortea-
mérica en la Constitución de la República Argentina”, Revista Jurídica de San Isidro, diciembre 1976, p.
110 Ricardo Zorraquín Becú, “La formación constitucional del federalismo”, Revista de la Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales, Año viti, núm. 33, Buenos Aires, mayo-junio de 1953, p. 478.
154
dad, asumida la necesidad de abandonar una existencia independiente definitiva por
parte de las “soberanías” que se consideraban muy débiles para perseverar en tal ob-
jetivo, autonomía de administración local y Estado centralizado no resultaban incom-
patibles. En primer lugar, cabe advertir que tanto en Buenos Aires, como en la Nueva
Granada o en México, parte de las ciudades y provincias, asf como de los lideres po-
líticos considerados federales, solían afirmar su autonomía soberana sin perjuicio de
someter la regulación de los alcances de esa calidad a la posterior decisión del con-
junto de los pueblos soberanos reunidos en congreso. Pero, asimismo, existieron ca-
sos en que un celoso autonomismo iba unido a posturas favorables a un Estado
unitario. Tal como sucedió en el caso de la pequeña ciudad de Jujuy, en el noroeste
rioplatense, que ya en un comienzo, en 1811, reclamaba su autonomía sin perjuicio
de admitir, respecto del gobicrno general del Río de la Plata, una organización cen-
tralizada y el papel rector de Buenos Aires. Jujuy defendía su autonomía frente a la
ciudad principal de la Intendencia de Salta de Tucumán, la ciudad de Salta, y parece
haber evaluado que la adhesión a la política de Buenos Aires era una defensa contra
la ciudad rival -de cuya tutela recién logrará emanciparse recién en 1834 al formar
su propio Estado—.
155
Es ya lugar común advertir que la transición al Brasil independiente fue menos
turbulenta que la de las ex colonias hispanas en virtud de la perduración de un po-
der legítimo, el de un miembro de la casa de Braganza. Pero si la continuidad pare-
ce haber sido la característica del caso brasileño, en comparación con el de
Hispanoamérica, es de tener en cuenta sin embargo que esa continuidad no implicó
un proceso de unidad política. Advertía Sergio Buarque de Holanda que en Brasil,
“as duas aspiragóes —a da independéncia e a da unidade~ náo nascem juntas e, por
longo tempo ainda, ndo caminham de máos dadas.”® Entre otras razones, porque el
Brasil colonial no difería de las colonias hispanas en cuanto a los rasgos de disper-
sión económica y social.39
Si bien el resultado final de la transición a la Independencia sería el de un solo
Estado soberano, surgieron también fuertes tendencias autonómicas en varias regio-
nes brasileñas, y algunas de ellas con aspiraciones de independencia soberana. Tal
ocurrió en el caso de la insurrección de Pernambuco en 1824 —cuyo lider, el sacerdo-
te radical Frei Caneca criticó el centralismo de la Constitución de Pedro I porque en-
tre otras cosas “despojaba a las provincias de su autonomía”- que desembocó en la
proclamación de una república independiente denominada “Confederación del Ecua-
dor.”* Al regreso de Juan VI a Portugal, en muchas provincias que habían formado
Juntas Gubernativas fieles a la corona predominaba el “espíritu local”, que tendría re-
flejo en la actuación de los diputados a las Cortes reunidas en Lisboa en enero de
1821. Por ejemplo, el Padre Feijó, importante líder liberal, sostuvo allí que los dipu-
tados no representaban a Brasil sino a sus provincias, las que eran independientes en-
tre sf: “N3o somos deputados do Brasil [...] porque cada provincia se governa hoje
independente.”!
3 Sergio Buarque de Holanda, História Geralda Civilizacúo Brasileira, tomo 1, O Brasil Monárqui-
€0, vol. 1, 0 Processo de Emancipagdo, S5 Paulo, Difusño Européia do Livro, 1962, p. 9.
3 “En 1822, en Brasil no existía unidad económica y tampoco ningún sentimiento profundo de iden-
tidad nacional. La unidad mantenida durante la transición de colonia portuguesa a imperio independiente
fue política —y precaria-.” Leslie Bethell y José Murilo de Carvalho, "Brasil (1822-1850)", Leslic Bethell
(ed), Historia de América Latina, vol. 5. La Independencia, Barcelona, Critica, 1985, p. 323. Véasc tam-
bién al respecto J. Murilo de Carvatho, ob. cit., p. 54.
“ L. Bethell y J. Murilo de Carvalho, ob. cit., p. 325.
41 5. Buarque de Holanda, ob. cit, lug. cit.; Octávio Tarquínio de Sousa, Diogo António Feijó, Sio
Paulo, ltatiaia, 1988, p. 61. Estc trabajo es también una muestra de cómo la proyección anacrónica del
principio de nacionalidad sobre una época anterior a su vigencia oscurece la comprensión de los mó-
vites de los lideres independentistas iberoamericanos: “A indicagao de Feijó tinha o terrível inconve-
niene de nño resguardar a unidade do Brasil: o Congresso reconhecería a independéncia de cada una
das provincias, que decidiriam soberanamente acerca de seus destinos, aprovando ou nño a Constitui-
o, continuando ou ndo a fazer uma so nagdo com Portugal ¢ aqui o ponto trágico- continuando ou
náo na comunhdo brasileira. Ficava inteiramente ao arbitrio das provincias constituírem-se em países
independentes ou se manterem unidas. [...] Uma nagdo nño cra a comunidade de origens, de tradigdes,
de lingua, de religido, de formacño social, de cultura: era apenas a fórmula política, o famigerado 'pac-
10 social"!” fd., lug. cit
156
Es así que el mismo espíritu que había aflorado en la revuelta de Pernambuco se
difundiría luego de la abdicación de Pedro I en 1831 cuando “con la autoridad decli-
nante del gobierno central la lealtad de la mayoría de los brasileños se canalizó ha-
cia la localidad". Esto conduciría a la monarquía federal de 1834, cuya Constitución,
si bien moderaba el federalismo de un anterior proyecto de 1831, traducía el autono-
mismo que ardía en las regiones.*2 Por otra parte, las tendencias autonómicas, expre-
sadas por los políticos liberales, se reflejaron en las rebeliones urbanas que estallaron
entre 1831 y 1835 y en la declaración de su independencia por tres provincias: Pará
(1836-1840), Bahía (1837-1841) y Río Grande (1835-1845). Asimismo, ellas tendie-
ron a fortalecer instituciones de gobierno local.**
En la detallada consideración realizada por Sergio Buarque de Holanda de las
reformas liberales, se puede observar un reflejo de la importancia del llamado ám-
bito “municipal” como fundamento de las tendencias anticentralistas, así como el
desarrollo de un proceso dirigido a su aniquilacién. Se trata de un proceso en par-
te similar al que conduciría a la supresión de los cabildos rioplatenses, entre 1820
y 1834, como imprescindible requisito para la afirmación de unidades soberanas
más amplias, dado que las cámaras habían tenido ya en tiempos coloniales amplios
poderes, con jurisdicción no limitada al 4mbito urbano, tal como en las provincias
sudamericanas de la monarquía española.* Es así que ya hacia 1828 las cámaras
brasileñas habían sido privadas de funciones políticas y judiciales, y limitadas a las
solamente administrativas. Con un lenguaje muy similar al usado en Buenos Aires,
aparentemente por una también común influencia de Benjamin Constant, se afirmó
que “o poder chamado municipal náo é poder entre nós” y se lo subsumió en el de
las Asambieas provinciales.*>
Parece inegável -comenta Buarque de Holanda— que para realgar a posigño das uni-
dades territoriais mais amplas, sucessoras das primitivas capitanias, tendera-se a un
amesquinhamento e até a uma nulificacño dos corpos municipais, como se apenas
nas primeiras se aninhase o princípio da autonomia regional.
Y agrega que se atribuye “aos homens de 1834 o aniquilamento dos corpos munici-
pais, que tamanha latitude de podéres tiveram nos séculos da colonizacño.
"*
*2 Richard Graham, “Formando un gobierno central: las elecciones y el orden monárquico en el Bra-
sil del siglo 1™, en Antonio Annino (comp.), Historia de las elecciones y de la formación del espacio
político nacional en iberoamérica, siglo XX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 348.
43 J. Munilo de Carvalho, “Federalismo...”, p. 61; Íd., Teatro de sombras: A Politica Imperial, Río de
Janeiro, 1UPERI, 1988, pp. 12 y ss. Véase también Roderick 1. Barman, Brazil, The Forging of a Nation,
Stanford University Press, 1988, esp. cap. 6, “The liberal experiment”, y L. Bethell y I. Murilo de Carval-
ho, ob.cit pp. 333 y ss Boris Fausto, Historia do Brasil, 4a. ed., Sao Paulo, 1996, p. 164 y ss.
p 353.
ob. cit,, p. 61. $. Buarque de Holanda, ob. cit., p. 25 y 26.
4 5, Buarquede Holanda, ob. cit, p. 24.
157
Las reformas liberales, que culminaron en 1834, serfan en realidad intermedias
entre el centralismo y el autonomismo, dado que alejaron definitivamente el riesgo
de emergencia de soberanías independientes. El federalismo brasileño había termi-
nado por asumir ese carácter, federal, alejándose del confederacionismo, en apoyo
al nuevo Estado nacional y con explícitas declaraciones de su intención de no repe-
tir el proceso hispanoamericano. De manera que las cxpresiones soberanas del au-
tonomismo local tuvicron corta vida y en vísperas de promediar el siglo parecian ya
superadas, con alguna transitoria excepción, como la de la riograndense República
Farroupilha entre 1835 y 1845.
Por paradójico que parezca, los mismos factores que en muchas de las ex colo-
nias hispanas llevaron a la autonomía o a una unión confederal, en Brasil se orienta-
ron hacia la organización de un Estado centralizado. Aunque las elites locales
conservaron en su seno, eso sí, la potestad real que emanaba de su poder económico
y de la reciprocidad de servicios políticos con el gobierno central.47
EL DERECHO DE GENTES
EN EL IMAGINARIO POLÍTICO DE LA ÉPOCA
47 “Luego de experimentar con una virtual república federal durante la minoría del rey (hasta 1840)
las elites provinciales y municipales legaron a aceptar la idea de que un orden centralizado era neccsario
para asignarse legitimidad propia.” R. Graham, ob. cit., p. 349.
158
cias políticas, el fundamento de lo que podría considerarse la politología y, por lo
tanto, de las prácticas políticas, de la época. Sin perjuicio de distinguir las varian-
tes, a veces antagónicas, de algunas concepciones de ese derecho, variantes que no
dejaron de reflejarse en los antagonismos políticos desatados por las independencias
iberoamericanas, es preciso advertir la existencia de un campo compartido de su-
puestos políticos. Es de notar así que mientras buscamos en las páginas de los pe-
riódicos de ese entonces las menciones de aquellos más conocidos autores cuya
influencia nos interesa verificar, o los párrafos que la testimonian aun sin nombrar-
los, se nos escapa una frase, casi una muletilla, frecuentemente repetida: “lo que co-
rresponde por derecho natural”, o “en virtud del derecho natural”, u otras variantes
de lo mismo, así como la recurrencia a autores hoy poco recordados, de lugar secun-
dario en los manuales de historia de las doctrinas políticas si se atiende al tugar con-
cedido a Hobbes, Locke o Rousseau, pero entonces autoridades indiscutidas, como
el citado Vattel. ¿Qué era el Derecho Natural en la época? ¿Cómo podemos conocer
mejor la concepción de aquello que, por constituir el fundamento de la comunidad
y de su relaciones con otras, pocas veces se lo hacía objeto de algo más que una sim-
ple mención?
Para tal propósito, los manuales de Derecho Natural y de Gentes utilizados en las
universidades, tales como los ya citados más arriba, son una excelente vía de acceso
a las concepciones que fundamentaron gran parte del proceso de formación de los Es-
tados del período. Ante todo, porque si atendemos a lo ya apuntado respecto de la
inexistencia de una “cuestión de nacionalidad” en el proceso de formación de los
nuevos Estados, se explicará mejor esta proliferación de “repúblicas”, “pueblos so-
beranos”, “ciudades soberanas”, “provincias/Estados soberanos”, empeñadas en de-
fender su autonomía y amparar su integridad, sin perjuicio de su voluntad de unión
con otras similares entidades soberanas.
En primer lugar, recordemos que según el Derecho de Gentes, todas las naciones
o Estados eran “personas morales”, tal como lo vimos más arriba en la cita de Mac-
48“La ciencia que hace conocer los derechos y deberes de los hombres y de los Estados -decía un pu-
blicista británico de fines del siglo xviu— se ha llamado en los tiempos modernos derecho natural y de
gentes. Bajo ese título están comprendidos todos los principios de la moral, en tanto que arreglan la con-
ducta de los individuos entre sí en las diferentes relaciones de la vida; en tanto que determinan la sumi-
sión de los ciudadanos a las leyes, y la autoridad de los magistrados, ora en la legislación, ora en el
gobierno; en tanto que fijan las relaciones de las naciones independientes en la paz, y ponen límites a las
hostilidades en la guerra.” Y añadía: “Una parte de esta ciencia es considerada el derecho natural de los
individuos, y la otra, el derecho natural de los Estados. Y es en virtud de sus principios que se ha consi.
derado a los Estados como personas morales.” Cit. en Enrique Wheaton, Historia de los progresos del De-
recho de Gentes en Europa y en América, desde la Paz de Westfalia hasta nuestros días. con una
Introducción sobre los progresos del Derechos de Gentes en Europa antes de la Paz de Wesifalia, 3ra. edi-
ción, traducida y aumentada con un Apéndice por Carlos Calvo, París, 1861 (la primera edición es de
1841). Incluyc un Discurso sobre el estudio del derecho natural y de Gentes, de Mackintosh, que data de
1797. Las citas en pp. 376 y 377.
159
kintosh. Asimismo, escribía el ya citado catedrático de Derecho Natural y de Gen-
tes de la Universidad de Buenos Aires, que
Las Naciones o los Estados soberanos, siendo personas notoriamente morales son
de una naturaleza y organización, aunque análoga pero distinta de cada Individuo
particular.
La cualidad especial que hace a la nación un verdadero cuerpo político, una perso-
na que se entiende directamente con otras de la misma especie bajo la autoridad del
derecho de gentes, es la facultad de gobernarse a sí misma, que la constituye inde-
pendiente y soberana9
Congruentemente con este criterio, se entendía que todas las naciones eran iguales
entre ellas, independientemente de su tamaño y poder. En virtud del Derecho Natu-
ral, escribía el ya citado Vattel, “una pequeña república no es menos un Estado so-
berano que el reino más potente.” y Sáenz afirmaba que el derecho mayestático
“tanto le corresponde a una pequeña República cual la de San Martín [San Marino?]
como al imperio de Alemania”. Y lo mismo apuntaba Bello:
Siendo los hombres naturalmente iguales, lo son también los agregados de hombres
que componen la sociedad universal. La república más débil goza de los mismos de-
rechos y está sujeta a las mismas obligaciones que el imperio más poderoso50
Esta conciencia de la igualdad de derechos en su relación con las demás entida-
des soberanas, independientemente de las diferencias de tamaño, riquezas y po-
der, es uno de los puntales de las prácticas políticas del perfodo y alienta la
sorprendente emergencia de esas ciudades que, como la citada Jujuy de 1811, que-
ría ser “una pequeña república que se gobierna a sí misma.” Dado que, como ar-
giifa Bello,
Toda nación, pues, que se gobierna a sf misma, bajo cualquiera forma que sea y tie-
ne la facultad de comunicar directamente con las otras, es a los ojos de éstas un es-
tado independiente y soberano.5!
El concepto es el de una antigua tradición del Derecho de Gentes, que Bodino expli-
caba de una manera que puede sorprendernos: mientras haya un poder soberano, fue-
re individual o colectivo, existe una república, la cual debe contar, al menos, con
* A. Sáenz, Instituciones..., ob. cit., p. 61; A. Bello, Derecho Internacional..., ob. cit., p. 35.
3 Vamel, ob. cit., t. 1, D. 100; A. Sáenz, ob. cit, p. 78; A. Bello, ob. cit., p. 31.
*UA. Bello, ob. cit., p. 35.
160
un mínimo de tres familias, compuestas éstas con un mínimo de cinco personas.5?
Es decir, una república soberana podía existir con un mínimo de quince personas. ..
Se trataba de una independencia que no impedía la inserción en una entidad po-
lítica mayor. Así Bello enumeraba, luego de lo recién citado, una variedad de formas
que podía adquirir esa calidad soberana, inventario que nos ayuda a comprender lo
limitado de la tradicional restricción de alternativas a la dicotomía de colonia o país
independiente:
De tal manera, tenemos algunos de los hilos fundamentales para entender mejor el
proceso de organización de los nuevos Estados iberoamericanos. La definición de
una legitimidad politica a partir de la doctrina de la reasunción del poder por los pue-
blos, la adopción de un estatuto de autonomía fundado en la calidad soberana que
aquella doctrina suponía y, a partir de allí, la búsqueda de una mayor fortaleza y de-
fensa ante el mundo exterior a Iberoamérica, o ante los propios pueblos vecinos, me-
diante una variedad de soluciones políticas que iban del extremo de las simples
alianzas transitorias al del Estado unitario. Una visión tradicional de este proceso
atribuía al sentimiento de la nacionalidad la formación de esas diversas entidades Es-
tatales que reunirían a las “soberanías” menores. Pero una interpretación más verosf-
mil muestra un conjunto de pueblos soberanos que en la medida en que perciben los
riesgos de una subsistencia independiente, dada la debilidad de sus recursos econó-
micos y culturales, tienden a alejarse de la aspiración a la “independencia absoluta”
para asociarse a aquellos con quienes tienen mayores vínculos, sin resignar su con-
dición de personas morales y el amparo del principio del consentimiento para su li
bre ingreso a alguna nueva forma de asociación política.
Pero aproximadamente luego de 1830 se registra ya el influjo del principio de
las nacionalidades y comienzan a formularse proyectos de organización o de re-
forma estatal en términos de nacionalidad. Congruentemente, los intelectuales
52 Jean Bodin, Los seis libros de la República, Madrid, Tecnos, 1985, pp. 16 y 17.
53 A. Bello, ob. cit., p. 35.
161
instalarían esa cuestión en la cultura de sus respectivos países, y la preocupación
por la existencia y las modalidades de una nacionalidad sería de allí en más pre-
dominante en el debate cultural. Sin embargo, a excepción de Brasil, el resto de
los pueblos iberoamericanos poseía un serio obstáculo para reunir las condiciones
exigidas por aquel principio. Y testimoniarían, pero en esto también como Brasil,
que en realidad sus respectivas nacionalidades, y su figura en el respectivo imagi-
nario, es un producto, ro un fundamento, de la historia del surgimiento de los Es-
tados nacionales. El obstáculo, paradójicamente, no era el de no poseer rasgos
definidos de homogeneidad cultural sino el de compartirlos de un extremo al otro
del continente% Si cl principio de las nacionalidades hubiera debido aplicarse no
podía ser de otra forma que en una sola nación hispanoamericana. Esto, aclaro, no sig-
nifica que considere factible tal proyecto y lamente su no concreción.5* Pues tal
como lo veían ya los primeros líderes de la Independencia, una nación hispanoa-
mericana era imposible por razones prácticas, concernientes principalmente a la
enorme extensión del territorio, la irregularidad de la demografía y al estado de
las comunicaciones.
* Véase una clara percepción de esto en un discurso del canónigo Juan Ignacio Gorriti, en el seno del
congreso constituyente de 1824-1827, que comentamos en nuestro libro Ciudades, provincias, Estados...,
ob. cit., p. 218. Fragmento del discurso en p. 519.
53 Esta postura puede verificarse en los trabajos de Ricaurte Soler, especialmente en Idea y cuestión
nacional latinoamericanas, México, Siglo Veintiuno, 1980.
162
Y otro artículo hacía más explícita la voluntad de considerar a los constituyentes co-
mo “diputados de la nación” y no apoderados de sus provincias:
Aunque en ciertos casos los acuerdos necesarios fueron fruto del condicionamiento
de las negociaciones por la imposición de una ciudad o provincia más fuerte, la emer-
gencia del Estado nacional, si ajustada a Derecho, sería entonces fruto de un acuer-
do contractual. Esa sustancia contractual, paradójicamente, consístiría en renunciar a
la antigua naturaleza de los representantes, y a la correspondiente calidad de perso-
nas morales soberanas de sus comitentes, mediante la comentada ficción jurídica de
suponer una nación previa para imputarie la soberanía.??
De tal manera, la relación Estado y nación cobra otra fisonomía. No se trata ya,
entiendo, de examinar qué es primero, y por lo tanto determinante, de lo otro. Si es
la nación la que da origen al Estado o, como se ha solido alegar desde hace cierto
tiempo atribuyendo a esta perspectiva el valor de hecho de una anomalfa, si es el Es-
tado el que conformó la nación. Se trata, si bien miramos, de un falso dilema, ori-
ginado por la ya comentada confusión introducida por el enfoque anacrónico del
principio de las nacionalidades. Pues, de hecho, lo que se intenta al afirmar que es el
Estado el que habría creado la nación, no es otra cosa que subrayar la conformación
de una determinada nacionalidad por parte del Estado. Y, en tal caso, la composición
de lugar que actualmente parece más razonable es la de advertir que no hay mucho
de qué sorprenderse pues tal parece haber sido el caso de la generalidad de las nacio-
3 Resoluciones 6a. y Ta. del “[Acuerdo celebrado entre los gobernadores de las provincias o sus re-
presentantes, en San Nicolás de los Arroyos...]”, “[31 de mayo de 1852]", en E. Ravignani, [comp.],
Asambleas Constituyentes Argentinas, Instituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Le-
tras, Universidad de Bucnos Aires, t. VI, 2a. parte, p. 460.
5 Sin embargo, la tradición autonomista de las provincias no desaparecería fácilmente. Vénse al respec-
to Natalio Botana, “El federalismo liberal en Argentina, 1852-1930”, en M. Carmagnani (comp.), ob. cit.
% Mario Góngora, Ensayo Histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX,
Santiago. de Chile, Ed. Universitaria, 1986, pp. 25 y 37. El criterio de considerar que la nación es produc-
to de una deliberada acción del Estado ha logrado cierta difusión quizás por parecer una alternativa al ca-
so inverso, considerado como el natural, del origen del Estado a partir de la nación. Por ejemplo: “la
nación como expresión consciente de las castas coloniales no creó el Estado, sino que es éste el que sur-
ge como fundador de la nación.” Hermes Tovar Pinzón, “Problemas de la transición del Estado colonial
al Estado nacional (1810-1850)”, en J. P. Deler/Y. Saint-Geours (comps.), Estados y naciones en los An-
des, Hacia una historia comparativa: Bolivia-Colombia-Ecuador-Perú, dos vols., Lima, IFP/IFEA, 1986,
vol. n, pp. 371-372.
164
nes modernas, no sólo de las iberoamericanas*! Si, como es evidente, podemos re-
conocer la existencia de fuertes sentimientos de nacionalidad en las poblaciones de
los diversos Estados iberoamericanos, esto no indica, en manera alguna, una supues-
ta identidad étnica originaria que habrfa sido el sustento de estos Estados. Ni la his-
toria del Brasil, ni la de los pueblos hispanoamericanos, avalan tal presunción. En
cambio esa historia proporciona valiosos elementos de juicio para verificar cuáles
fueron los acuerdos políticos que dieron lugar a la aparición de diversas nacionalida-
des y, por otra parte, cuáles fueron los procedimientos utilizados por el Estado y los
intelectuales -los historiadores en primer lugar— para contribuir a reforzar la cohe-
sión nacional mediante el desarrollo del sentimiento de nacionalidad siguiendo, por
lo común, criterios difundidos a partir del Romanticismo.
61 Véase E. Hobsbawm, ob. cit., p. 19. Asimismo, Charles Tilly, “States and nationalism in Europe
since 1600”, ponencia en la reunión anual de la Social Science History Association, Nueva Orledns, 1991.
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