02 - Mi Querido Secreto - Eleanor Rigby

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Mi querido secreto

Eleanor Rigby
© 2024, Eleanor Rigby
Título: Mi querido secreto
Primera edición: noviembre de 2024
Sello: Independently published
Diseño de portada: H. Kramer
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones
establecidas en el ordenamiento jurídico, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita del titular
del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra
por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
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Prólogo

Mabry’s Place, propiedad de la escuela de señoritas


Londres, Inglaterra
Primavera de 1843

Primrose no podía estar más de acuerdo en que la envidia


merecía la consideración de pecado capital. Y era curioso,
porque los cuáqueros como ella no mencionaban en su
catecismo sentimientos perjudiciales como el que estaba
experimentando en ese momento.
Pero que la aspasen si lo que sus ojos contemplaban no
justificaría un ataque de celos.
El cartero había llegado esa mañana con la
correspondencia de las alumnas de la escuela. Ahí donde
ella no había recibido una mísera nota convidándola a una
misa de tarde, la señorita Verity Burton había sido
destinataria de tal volumen de cartas que había tenido que
elegir entre depositarlas sobre la cama y tumbarse ella
cómodamente. Los dos juntos no cabían.
Wit[1], como la llamaba quien la conocía, contemplaba con
cara de circunstancia las decenas de sobres de pie frente al
colchón. Su expresión no era la de una muchacha halagada
por el furor que causaba entre el público masculino, sino la
de un condenado a muerte. Se enfrentaba a sus romances
epistolares como un jornalero a la tierra sin labrar: con los
brazos en jarras, la frente salpicada de sudor y un gesto que
clamaba a Dios que por favor se la llevara pronto.
Primrose, mientras tanto, la miraba con atención desde el
otro lado de la estancia, sentada bajo la sombra de su mala
suerte y en el borde de la colcha que ella misma había
confeccionado.
Wit había señalado en alguna que otra ocasión que
admiraba sus labores de costura, a lo que Prim había tenido
que morderse la lengua para no decir que, cuando una
solterona no tenía que dedicar días enteros a responder
cartas de amor, disponía de tiempo sobrado para dedicar a
otros oficios.
Oficios no tan gratos como agradecer lisonjas, por
descontado.
—Veamos... —meditó Wit en voz alta. Se agachó por fin,
arremangada con valentía, y empezó a revisar los
remitentes. Entornó los párpados sobre la caligrafía del
primer elegido—. Tú no. —Y la arrojó a su espalda. Ojeó la
siguiente con una mueca torcida—. Tú tampoco. —Meditó
sobre el nombre de otro de sus enamorados—. Contigo
tendría que pensármelo. ¡Irás al montón de Las
Posibilidades...! —«... lo que quiera que fuera eso». Lo dejó
sobre la mesilla de noche con una palmadita
condescendiente—. En cuanto a vosotros... —Verity arrugó
el ceño, observando de forma alternativa los sobres que
sostenía, uno en cada mano—. ¡Por Dios! ¿Desde cuándo
me escriben dos hermanos? ¿Siquiera saben que pretenden
a la misma mujer?
Primrose estaba acostumbrada a que Wit la deleitara con
un espectáculo similar cada cinco semanas, tres si los
interesados sobornaban a los mensajeros para hacer llegar
su carta urgente antes de lo previsto.
Porque era urgente. Todos sabían que debían correr por
su vida si no querían que otros candidatos los adelantaran
por la izquierda.
Aquel día no pudo tolerar con su habitual estoicismo el
despliegue de superficialidad de su amiga. Guiada por un
impulso superior a la benevolencia que se esforzaba por
cultivar, se levantó y se dirigió airadamente a las cartas que
habían mordido el polvo.
—¿En serio? —jadeó, recogiendo cuatro de los sobres—.
¿No piensas ni siquiera abrirlos para conocer su contenido?
Verity se giró como si le hubiera sugerido que le prendiera
fuego al ruedo de su falda.
—¿Has visto la escandalosa cantidad que he recibido? Si
tuviera que leer todo eso, no solo me moriría de
aburrimiento, sino que acabaría sintiéndome impelida a
contestar y lo más probable es que acabara dirigiéndome a
lord Seyton como si fuera el señor Epstein y a la inversa. ¿Te
imaginas la situación?
—No me la imagino. Le he vivido —replicó con retintín—.
Aún recuerdo la última velada de la escuela, cuando un
hombre amabilísimo y atacado de los nervios se presentó
ante ti como el señor Ralston. Por lo visto, habías estado
manteniendo correspondencia con él durante seis meses.
No lo reconociste por el apellido, sin embargo, y...
—Pero eso es porque soy una pobre desmemoriada —
resolvió sin el menor interés en sonar creíble, exagerando
una afectación que no había sido creada para sentir.
Primrose suspiró con hastío.
Al menos esta vez no había añadido su coletilla
predilecta, la que encapsulaba el sarcasmo que definía su
sentido del humor: «Como la mayoría de las mujeres».
—¿Desmemoriada, dices? Sé que te encanta
aprovecharte del bajo concepto en el que los hombres
tienen el intelecto femenino para que te disculpen
descortesías intolerables, pero yo no soy uno de tus
pretendientes. Me consta que de tonta no tienes un pelo, así
que no te burles de mi inteligencia.
—¡No osaría! —se defendió con las manos en alto—. Aun
así, me irás a negar que sería más fácil estudiarse la Biblia
que acordarse de más de una veintena de pretendientes por
nombre de pila, apellido, título y oficio.
No le quedó otro remedio que darle la razón.
—¿Pero tenías que decirle al señor Ralston que no habías
oído hablar de él jamás? ¡El caballero se marchó a un rincón
a lamerse las heridas durante el resto de la noche!
—No es mi culpa que su estado de ánimo dependa de si
una dama le concede un baile —desestimó con una
condescendencia que habría hecho llorar al aludido.
Casi hizo llorar a Primrose.
—Wit, deberías parar de jugar con tus pretendientes. A lo
mejor ahora te perdonan los desaires por la gracia de tu
encanto, pero eso no será así eternamente.
—¡No quiero que me perdonen por la gracia de mi
encanto! —rezongó con la boca torcida—. Es más; quiero
que me odien. Así dejaría de recibir cartas insulsas de
caballeros que ni recuerdo que me hubieran besado la
mano.
—¿Y por qué no les pides que dejen de escribirte? —
inquirió, perpleja—. ¡Sería mejor que ignorar cartas que se
han tomado la molestia de redactar!
—Descuida, que no hiero sus sentimientos. Más de una
vez se me ha acercado un cualquiera a reprocharme que no
le haya contestado y ni te imaginas la elegancia con la que
he salido del paso acotando que nunca llegué a recibir su
carta. ¡Benditas sean las interferencias del correo! ¡Siempre
están ahí para respaldar mis excusas! ¡Como el mejor
compinche!
Se quedó pasmada al escucharla, todavía con los sobres
en la mano.
Verity había sido presentada en sociedad unos días atrás,
pero antes del debut ya se las había apañado para que, en
eventos a los que su padre la llevaba, como reuniones de
inversión para el ferrocarril o los proyectos de la Royal
Society, la concurrencia masculina se prendara de sus
maneras y le rogara una dirección para escribirle.
Se fijó en su nariz insolente, en la hilera de pestañas
caoba que se rizaban con coquetería sobre sus pómulos
elevados, en el volumen de sus pechos, que la habría
catalogado de vulgar si no hubiera sido por su elegancia
innata; la rebeldía con la que los tirabuzones pelirrojos caían
en cascada sobre sus hombros.
Primrose pensaba a menudo, reprendiéndose por envidiar
a su amiga, que si poseyera al menos una sola de sus
virtudes ya llevaría años casada.
—¿Y qué haces si te vuelve a pedir la dirección?
—Advertirle que posiblemente no recibirá una respuesta
porque soy una persona muy ocupada. A fin de cuentas,
estoy estudiando día y noche para convertirme en una
dignísima señorita. Todos coinciden en que no es asunto
menor. —Verity se encogió de hombros. Sonrió al ver el
nombre de uno de sus pretendientes favoritos y se guardó
la carta en el bolsillo del vestido—. Ya había quien me
tildaba de arrogante antes de haber debutado en Londres,
pero la inmensa mayoría de los hombres adoran el reto de
una mujer solicitada. Créeme cuando te digo que podría
pisarles los pies durante el vals y arrojarles el ponche a la
cara, que de igual modo saldrían en pos de mí
deshaciéndose en disculpas.
Primrose sacudió la cabeza, anonadada.
Aunque Verity era de naturaleza soberbia, un rasgo del
carácter que había heredado de su familia materna y que
sus parientes alimentaron al convertirla en la princesa de la
casa, no eran sus triunfos románticos lo que le causaba
regocijo. Por eso pudo leer en su respuesta una simple y
llana descripción de hechos objetivos y no un alegato en
defensa de su perfección.
Por otro lado, si se hubiera tratado de otra mujer, habría
resultado sonrojante escucharla hablar de sí misma con
semejante vanidad. Pero cuando la beldad en cuestión era,
para colmo, la burguesa más rica de Inglaterra, cualquier
amago de humildad viniendo de ella habría sido una ironía
de pésimo gusto.
—Me creo cada palabra que dices, y estoy convencida de
que la mayoría de los caballeros que te pretenden no
podrían estimular tu intelecto, pero... —Su voz se apagó.
Agachó la mirada hacia las cartas—. Si yo gozara de las
atenciones que a ti tanto te agobian...
No se atrevió a terminar la frase. Temía que Wit se girara
y la acusara de mala cuáquera por anhelar las relaciones
mundanas que toda muchacha de su edad perseguía con
ahínco. Estaría en su justo derecho... salvo por el detalle de
que Primrose no las deseaba para cumplir con su deber
social, sino por una debilidad del alma que no conseguía
perdonarse.
Aquello fue justo lo que Verity hizo, aun así.
El de impredecible no era uno de sus defectos.
—Cuidado, Prim —canturreó con una sonrisita resabida—.
Has estado a punto de admitir en voz alta y donde Dios
todopoderoso y omnipotente puede escucharte que podrías
no hallar la felicidad plena tan solo entregándote a tus rezos
nocturnos.
—«Todopoderoso» y «omnipotente» son sinónimos —se
quejó Primrose con la boca pequeña—, y no veo por qué es
necesario sacar a colación mis creencias.
—No es necesario, no, pero me gusta recordarte que eres
humana y no tienes por qué sentirte culpable porque te
afecten las banalidades del mundo sensible —repuso Wit,
poniéndole una mano cariñosa en el hombro. Ladeó la
cabeza y miró el puñado de cartas que aún sostenía—. Si
tanto te preocupa que las arroje al fuego sin haber abierto
el sobre, ¿por qué no las lees tú? Siéntete libre de contestar
como gustes, pero cuidado con las expresiones
rimbombantes que utilizas, y no te atrevas a citar un
versículo bíblico. No tienes por qué imitarme para que no
quepa la menor duda de que soy yo, pero tampoco me
avergüences.
Primrose puso los ojos en blanco.
No era la primera vez que Wit aireaba su ateísmo. Era una
de tantas convicciones radicales que había heredado de su
padre, un hombre progresista tan comprometido con la
causa científica que pensaba que atribuir lo inexplicable a
un ser superior era un defecto de la psique humana.
En cuanto cayó en la cuenta del ofrecimiento que
acababa de hacer, empezó a boquear.
—¿Cómo has dicho? ¿Quieres que responda las cartas por
ti?
—No lo plantees con ese tono. No quiero que lo hagas
como podría querer que me hicieras un masaje en los pies.
Quiero que lo hagas como podría querer que emprendieras
una nueva afición si te hiciera feliz. Es un ofrecimiento que
te hago porque sabe Dios, nunca mejor dicho, que yo no me
pienso molestar en responder a dos tipos de los que ni me
acuerdo y a otros dos que me disgustan.
Primrose le mostró los remitentes de las cartas que había
rescatado del suelo.
—¿Cuáles te disgustan?
Verity entornó los ojos para leer sus nombres. Dejó al aire
un par de segundos de suspense.
—No tengo ni la menor idea. A saber quiénes son. —Y
regresó a su labor. Primrose se quedó mirando los sobres.
Se mordió el labio, dudosa—. ¡No es tan difícil, Prim! —se
desesperó Wit al ver que vacilaba—. Todo depende de lo
que te parezca más lamentable: que las cartas sean
devoradas por las llamas sin que nadie las haya abierto o
que una persona distinta del destinatario las lea.
—Supongo que dependería del contenido, que en este
caso es de carácter privado.
—Supones demasiado, querida. Hay pretendientes que ya
me tratan como si fuera su esposa y se limitan a contarme
con riguroso detalle qué han almorzado.
Se estremeció, señal de que lo encontraba escalofriante.
—Aun así, sería una descortesía leer halagos que van
dirigidos a ti...
—¡No se van a enterar, Prim! —Suspiró al límite de su
paciencia. Alguien había dicho una vez que Wit era «de
mecha corta y de lengua larga». No se equivocaba—. No
respondas si no quieres, pero ahora te ruego que las leas si
la alternativa es seguir torturándome.
Se desentendió del asunto agitando una mano en el aire y
rodeando la cama hacia el escritorio para leer con
tranquilidad las elegidas: ocho en total, apenas un exiguo
porcentaje del volumen inicial.
Viendo que Wit estaría ocupada, Primrose se dejó caer
sobre el borde de la cama y observó durante un buen rato
las cartas. No supo qué se apoderó de ella, si el mismísimo
diablo o tan solo el inexplicable presentimiento de que el
contenido de los mensajes podría significar el comienzo de
algo nuevo, pero acabó obedeciendo el impulso de rasgar
uno de los sobres lacrados y ojeó el contenido con ansiedad.

Mi querida, queridísima y adorada señorita Burton...

Prim soltó la carta de inmediato, ruborizada por el fervor


del comienzo. Le lanzó una mirada asombrada porque a
alguien se le hubiera ocurrido dirigirse a una muchacha con
tal intensidad, y se concentró en la siguiente.

Estimada señorita Burton,


Ruego disculpe los meses que he pasado sin dirigirme a usted para siquiera
poner al corriente de mis últimos viajes. Mi superior me convocó con tan solo un
par de horas de diferencia con respecto de la fecha de mi partida y podrá
imaginarse que en el navío de nuestra majestad, si bien es incomparable en
comodidades, existe el mismo problema de comunicación que en el resto de los
barcos: están rodeados de agua y eso imposibilita el contacto. Al menos, ahora
que he regresado de mi urgente partida a Sudáfrica puedo dedicarle unas líneas
para ponerla al corriente de las últimas noticias.
Seguramente no sabrá que Gran Bretaña ha incorporado Natal a la colonia de
El Cabo y que hemos sufrido un grave contratiempo en la región vecina. En
torno a quinientos ministros de la Iglesia de Escocia se han escindido para
fundar otra, en teoría libre, guiados por el insensato de Thomas Chalmers...

Primrose dejó de leer con el ceño fruncido y volvió a


guardar la carta en su sobre. Al alzar la mirada hacia Verity,
se topó con que la estaba observando con una ceja
enarcada.
—¿Ya te han espantado? No creas que has roto un récord.
—No me puedo ni imaginar por qué dedicaría una carta a
informarte de la geopolítica africana. Es decir... No voy a
negar que sea interesante, pero... ¿acaso no te conoce? ¿No
sabe que estás al día con lo que sucede en las colonias
sudafricanas y de las crisis religiosas escocesas?
—Oh, ya me acuerdo de por qué ignoré a ese asesor de la
Corona. —Puso los ojos en blanco—. Forma parte del grupo
de caballeros que se conformaron con la amplitud de mi
escote para decidir que querían hacerme la corte. Ni
siquiera sabe que tengo inquietudes intelectuales, y lo más
probable es que le horrorizara descubrirlo. En fin, como ves,
no estoy interesada en leer idioteces que insultan mi
inteligencia.
Primrose estuvo de acuerdo por vez primera con Wit. Dejó
a un lado el sobre ya abierto. Se prometió que terminaría de
leerla por mera educación más adelante, y acto seguido
rasgó la penúltima de las cartas.
Escarmentada por haber querido conocer a sus
pretendientes, ojeó por encima y sin la esperanza de
toparse con algo que mereciese la pena. Su desinterés no
duró mucho tiempo: tan solo la caligrafía desenfadada, mas
no por ello descuidada, de un brevísimo contacto y las
manchas que había dejado en el papel, indicadores de la
despreocupación absoluta y la confianza en sí mismo del
remitente, captaron su atención.

Señorita Burton,
Me hallo en una terrible encrucijada, y en vista de que aquí solo me rodean
insensibles que no podrían comprender jamás la dificultad de esta decisión,
recurro a usted y a su experto consejo con la esperanza de que pueda asistirme.
Tal vez no recuerde mi nombre ni mi rostro. Coincidimos hace un par de
meses y de forma fugaz. Aun así, me disculpo si piensa que me hacía de rogar al
demorar mis escritos. Sepa que el único motivo por el que no me he dirigido
antes a usted es porque no me gusta andar molestando a las jóvenes casaderas
en su empeño de encontrar marido. Solo cuando tengo una buena excusa para
interrumpir tan noble propósito.
La cuestión es, señorita Burton, que no soporto más esta soledad. Que
necesito a alguien a mi lado, a una buena compañera que me reciba cuando
regreso a casa con verdadero entusiasmo, a alguien que pueda seguirme el
ritmo en mis paseos matutinos por la costa, a una criatura dulce que me
despierte por las mañanas con tiernos arrumacos...
Por eso he decidido adoptar un perro.

Primrose soltó una carcajada que la sorprendió incluso a


ella. Se cubrió la boca y no levantó la mirada de la carta a
pesar de que sospechaba que Wit la estaba observando con
curiosidad.
Había estado leyendo el contenido con el corazón en un
puño, queriendo apartar la mirada para no toparse con una
declaración íntima que perteneciera exclusivamente a
Verity, pero por alguna razón no había podido despegar los
ojos de la prosa del desconocido.
Pero ¿qué perro? Esa es la verdadera cuestión, señorita Burton. ¿Un setter
irlandés? ¿Un setter rojo y blanco? ¿Los pequeños y peludos que se han
popularizado en Glen of Imaal? ¿Al que llaman de manera informal «kerry blue»?
¿Un wheaten terrier? ¿O un terrier irlandés? ¿O un perro de aguas irlandés? ¡Ya
sé! ¡Un lobero irlandés! Disculpe mi terrible indecisión, pero esta no es una
cuestión menor: tratándose de una compañera de vida, ha de escogerse con
meticulosidad y mucho tiento. La equivocación podría salirme por el alto precio
de la incompatibilidad y resultar en una convivencia insoportable, y deseo que
mi amiga canina me endulce la vida o por lo menos aligere mis pesares, no que
me traiga pena.
¿Qué dice usted?

No había firmado la carta, como comprobaría al final. Y su


mensaje ni siquiera ocupaba tres párrafos: en apenas una
cara y dejando un amplio vacío al final, había despachado el
mensaje que pretendía transmitir.
Con un éxito rotundo, además.
Primrose era una lectora voraz y pulía obsesivamente su
expresión escrita. Podía decir con conocimiento de causa
que el caballero tenía una labia de temer. Con poco texto y
yendo directo al grano, había insinuado entre líneas su
interés por el matrimonio sin presionar a su destinataria,
sonando a la vez divertido e informal pero sin caer en la
descortesía.
La escritora que había dentro de ella había decidido que
era una carta perfecta.
Y la mujer, que era un hombre perfecto.
—Wit —la llamó en voz alta sin despegar la mirada del
sobre, donde sí había escrito su dirección con la ilusión de
que le hiciese llegar una respuesta—. ¿Cómo te sientes
respecto al señor Connor?
—¿El señor Connor? ¿Cómo se llama?
—Sean. La envía desde Irlanda.
—Ahora mismo no me suena. A lo mejor lo conocí de
pasada en alguno de esos eventos familiares que mi abuelo
organiza anualmente. —Verity le sonrió desde el sillón. Se
acarició la mejilla con la pluma que utilizaba para torturar a
sus enamorados—. Podrías averiguarlo contestando esa
carta tan hilarante.
Primrose fue a abrir la boca para reprocharle que lo
hubiese propuesto siquiera, pero acabó humedeciéndose los
labios y volviendo a leerla.
Le pareció tan fresca y original como la primera vez.
Su corazón bombeaba con intensidad, rogándole que no
dejara pasar la oportunidad, o quizá tratando de transmitir
justo lo contrario: que sería un grave error tomar el lugar de
Verity cuando no se parecían ni en la edad, ni en la clase
social, ni por supuesto en el atractivo físico.
Tenía todas las razones en su contra, y era una muchacha
lúcida la que debía tomar la decisión. Al menos, así la
describían sus conocidos.
Sin embargo, Primrose no escuchó a su lado razonable, y
con la sangre palpitando en los oídos y las manos
temblorosas, se apresuró a encontrar pluma y papel para
redactar su respuesta.
Se percató de que Wit la estaba mirando con una
sonrisita de suficiencia, pero ni siquiera así se sintió
culpable. No era más que una gamberrada sin importancia,
y no pretendía prolongarla en el tiempo.
Porque, cuando hizo su promesa —solo sería esa vez—,
fue con la intención de cumplirla.
Lástima que la tentación se interpusiera en su camino.
Capítulo 1

Escuela de señoritas de lady Mabry


Finca de Arlington Abbey, Canterbury, condado de Kent
Nochebuena de 1844

—Que Dios le bendiga, buen señor —agradeció Sean.


Tuvo que rebuscar un buen rato en el morral descosido
que colgaba precariamente de su hombro para encontrar
unas monedas que enfatizaran sus palabras. Todo hombre
que se preciase debía acompañar con hechos sus
afirmaciones; de lo contrario, estaría cayendo en la
hipocresía o, como decían los cristianos, el falso testimonio.
O eso decía su madre, la mujer más sabia sobre la faz de
la Tierra.
El lugareño al que había importunado con sus dudas se
quedó asombrado con la donación.
—No esperaba una retribución tan generosa viniendo de
un irlandés.
—Ni yo semejante hospitalidad viniendo de un inglés.
Le guiñó un ojo, dando a entender que bromeaba.
El anciano sonrió, cómplice. Las arrugas de su rostro le
dieron un aire entrañable que conmovió a Sean. Debía tener
la misma edad que su madre, y cualquier parecido que un
desconocido pudiera compartir con la señora Connor le
convertía en el acto en alguien digno de su respeto.
—No me extraña la gratitud de mis convecinos, señor;
más bien que les sobre el dinero para pagar por unas
indicaciones. No corren buenos tiempos en el norte. Si no lo
sabré yo bien... Parte de mi familia salió de Belfast, y los
que se quedaron andan un tanto inquietos con los estragos
que empieza a causar la enfermedad de la patata.
Sean asintió, resignado, y aferró las riendas de su
montura. Clavó una mirada pensativa en el horizonte, ahí
donde ahora, gracias a las indicaciones del indígena, sabía
que se encontraba su destino.
—Si puede usted acoger en casa a su familia, le
recomiendo encarecidamente que lo haga. Tienen motivos
para estar nerviosos, señor. Prevemos una crisis como no se
ha conocido otra.
Cabeceó a modo de despedida y picó espuelas. Tuvo que
hacer equilibrismos para no escurrirse hacia los costados
mientras supervisaba, revolviendo el contenido del morral,
que no había perdido de vista o dejado caer al camino
embarrado las cartas que justificaban su presencia en
Inglaterra.
Había memorizado una de ellas: la primera que recibió.

Señor Connor,
¿Qué clase de persona sería si ignorara su terrible encrucijada? No hay nada
más angustioso en este mundo que la indecisión, y, como todo el mundo sabe,
la elección de la compañera de vida no es asunto menor. Pero no he podido
evitar darme cuenta de que siente una marcada preferencia por la nacionalidad
de sus animales: un setter irlandés, un terrier irlandés, un perro de aguas
irlandés, un lobero irlandés... Este detalle no ha hecho sino generarme una
duda: si en tanta estima tiene la pureza de la sangre irlandesa, ¿de qué manera
podría servirle la opinión de una persona cuyo único contacto con la antigua
patria celta ha sido leer a Jonathan Swift?
Estaré encantada de resolverle cualquier duda que pueda tener sobre los
setter ingleses, los bedlington y los cocker spaniel, entre otras razas de gran
calibre que se prefieren en Inglaterra y de las que poseo más información como
orgullosa inglesa que soy.

Sean se quedó maravillado con la respuesta. Podía leerse


como atrevida por su tono sardónico, incluso como un
pronto de indignación domesticada por el ingenio. O como
decidió interpretarla él, y de la manera acertada: como una
invitación a conquistarla.
O, mejor dicho, un reto.
Aquella no era una mujer deseosa de formalizar un
matrimonio, pero tampoco se tomaba demasiado en serio a
sí misma o lo habría mandado a tomar viento fresco por
hacerle llegar más una nota humorística que una carta de
amor desde la lejana Irlanda. En tan solo un puñado de
líneas, menos que las que él había escrito para evitar que se
creciera con las atenciones de un cualquiera más y para
diferenciarse, para bien o para mal, del groso de
pretendientes, le había advertido de que le apasionaba la
buena lectura, por lo que no era inculta y sí lo contrario a
manipulable.
El estilo narrativo constataba que la dama no era fácil de
impresionar.
Él envió su primer mensaje insinuando sus intenciones de
hallar en ella a una novia digna, y Verity le respondió que se
buscara a su pareja en los páramos irlandeses y la dejara
tranquila si no podía igualar el ingenio por el que era
conocida. Sean no era del tipo que se ofendía con facilidad o
desaprovechaba una buena oportunidad cuando la veía, así
que le respondió en términos similares.
El resto era historia.
Pero las cartas de Verity no eran las únicas que le habían
llevado hasta allí. El mismísimo duque de Maybourne había
firmado la misiva que en teoría era más urgente. Su
excelencia precisaba una visita a Henshawe House para
ponerle al corriente de una noticia trascendental. La
deslumbrante mansión solariega de Maybourne se alzaba
entre las llanuras del condado de Kent, mas no en
Canterbury, por donde cabalgaba Sean, sino en Dover, la
zona costera.
Lamentablemente para el duque, las cartas que no
contenían un sello de nobleza pero sí un rastro de
coquetería irresistible tenían bastante más intrigado a Sean.
De ahí que hubiera decidido priorizar una visita sorpresa a
la joven con la que había estado manteniendo
correspondencia durante el último año y medio.
Maybourne le había dado la excusa perfecta para comprar
un billete de barco, alquilar un caballo y reencontrarse por
fin con la señorita Verity Burton, que, a diferencia de su
pomposa excelencia, se había ido ganando sus afectos con
su dulzura y viveza.
Recordó con una sonrisilla traviesa la última carta que
había recibido. En ella, Verity le mencionaba, sin poder
disimular su desconsuelo, que pasaría las festividades
navideñas en la escuela de señoritas donde perfilaba sus
modales. No había querido ahondar sobre la cuestión
familiar que tanto le dolía, pero Sean sospechaba que no se
preocupaban por ella lo suficiente para recibirla en el hogar.
Ni siquiera en fechas señaladas.
Al mismo tiempo llegó a la conclusión de que era
inaceptable que una criatura de su carácter se viera sola
frente al fuego en una de las noches más mágicas del año y
optó por tomar cartas en el asunto.
—¿Siempre tienes que ser tan radical en tus
determinaciones, Sean Connor? —había gimoteado su
madre—. ¡No podías enviarle un regalo, no! ¡Tenías que
presentarte allí en persona, y, para colmo, sin avisar! ¡Estás
loco de atar!
Verity no había mencionado en ningún momento que
estuviera dispuesta a recibir visitas, pero en vista de que,
por asombroso que pareciera —a él se lo pareció en su
momento, cuando ella le desmintió su popularidad—, no era
la mujer más solicitada de Inglaterra, Sean pensó que se
alegraría si se dejaba caer por sorpresa. A fin de cuentas,
¿qué otra finalidad podría tener el romance epistolar que
habían iniciado, sino verse de nuevo? La conclusión más
obvia de su contacto era el matrimonio, y por más que a
Verity le gustara bromear con que él era un auténtico
canalla, Sean no se identificaba con la clase de hombre que
ilusionaba a las mujeres con ningún otro propósito que
satisfacer su vanidad.
Él estaba más que dispuesto a desposar a la señorita
Burton. Su decisión había adquirido una seriedad tal que,
incluso sin haberse citado con ella aún, le costaba concebir
su futuro conyugal con una mujer diferente.
—¡Esa muchacha te tiene sorbido el seso! —se había
estado quejando su madre.
Por lo menos aquel día se atrevió a hacer una acotación al
respecto. El resto del tiempo, cuando pasaba por delante
del escritorio y lo cazaba leyendo o bien redactando una
respuesta para Verity, la señora Connor le lanzaba una
mirada condenatoria y sacudía la cabeza con la clase de
disgusto que llevaba a una mujer a la tumba.
—¿No quería verme enamorado, señora? —se había
mofado él.
—¡Pero no de una inglesa! Por Dios, ¿es que no te he
enseñado nada, niño?
—Me ha enseñado todo lo que podía y más, y ya ve que
me he convertido en un hombre de provecho gracias a
usted —Sean le había robado un beso en la sien con el fin
de apaciguarla—, pero un muchacho tiene derecho a
cometer sus propios errores, aunque sea por gusto, ¿no le
parece?
—¡No! ¡No me lo parece en absoluto! ¿Qué se supone que
tengo que hacer, Sean? ¿Ver cómo te marchas de regreso a
Inglaterra y te conviertes en el modelo de caballerete
arrogante del que precisamente huiste, y no hace mucho
tiempo?
—Si ocho años no es mucho tiempo...
—Voy a perder a mi hijo otra vez, ¡y a manos de una
mujer nacida en Londres! ¡Como si Inglaterra no me hubiera
arrebatado suficiente!
Sean había tenido que consolar a su madre antes de
marcharse; marcha ante la que la señora Connor se mostró
impotente y resignada a la vez. Al fin y al cabo, era ella la
que le había inculcado la testarudez y el orgullo de los
ideales propios. Estaría yendo contra sus principios si
criticara que hiciese lo que él sentía que debía hacer.
—Recuerde que no soy ningún obtuso, madre —le había
dicho antes de dejar el hogar, tomando su rostro entre las
manos—. He elegido a la señorita Burton porque es tierna y
avispada, pero también porque nunca se ha mostrado
desdeñosa ni con Irlanda ni con su gente. De hecho, me he
asegurado de que Belfast le parecería un lugar maravilloso
para vivir.
—¿Y qué te dice que no cambiará de opinión?, ¿o que no
te hará un desaire cuando te vea, con tus humildes camisas
y tu aún más humilde asignación anual? ¡Las mujeres de
clase alta son criaturas de naturaleza caprichosa! ¡Estoy
convencida de que le interesas ahora que la entretienes,
pero en cuanto se cruce con un caballero de postín en la
temporada londinense, te desechará como a un trapo viejo!
—Por el amor de Dios, madre, qué poca confianza le tiene
usted a mi encanto personal.
—Cariño mío... —La señora Connor lo había estrechado
con desesperación entre sus brazos, engrosados tras toda
una vida de trabajo en la granja, primero en Dover y más
tarde en su Irlanda natal—. Si de algo soy creyente, es de tu
habilidad para conquistar corazones. Pero el amor nunca es
suficiente. Ten eso en mente cuando viajes a Canterbury y
la veas. ¿Me aceptarás ese consejo, al menos? ¿Tendrás
presente a tu pobre madre?
Sean le había besado la frente con la promesa de llevar
consigo su recuerdo y su sabiduría allá donde fuera, como
llevaba haciendo desde que se reencontraron en Belfast
ocho años atrás.
Todos en el pueblecito de las afueras de la ciudad donde
vivían sabían que no existía mujer más importante para él
que la señora Connor. En parte por ese motivo, muchas de
las jóvenes que le habían echado el ojo habían desistido en
su empeño de enamorarlo, convencidas de que nunca
lograrían que las pusiera por delante de su madre y de que
jamás gozarían de un nidito de amor propio.
A Sean no le causaba rubor anunciar a sus pretendientas
que la señora Connor viviría con él hasta que pudiera
compensarla por las dificultades que había tenido que
afrontar. Precisamente porque deseaba protegerla, no le
había mencionado ni que iba a casarse con Verity —ella
había entendido que solo pretendía visitarla— ni que había
recibido una carta del duque de Maybourne.
Llevaba toda la vida pensando que algunos secretos
debían permanecer en la oscuridad a fin de evitarle un daño
innecesario a los seres queridos.
Sean avistó por fin la silueta de la mansión solariega
sobre la que se había levantado la escuela de señoritas de
lady Mabry. El corazón se le detuvo al pensar en
reencontrarse con la señorita Burton, a la que le bastó mirar
una sola vez para saber que podría robarle el corazón. Se
regocijaba en que su intuición hubiera resultado ser cierta,
porque no solo era bella, sino que poseía un sinfín de
virtudes ante las que no podía hacer la vista gorda.
Ni siquiera por la felicidad de su madre.
No había ni un alma en aquella zona alejada del pueblo y
de la costa, o eso pensó en un principio. El caballo avanzaba
al trote cuando avistó una figura femenina en el camino.
El pulso se le aceleró.
¿Y si era ella, la mismísima señorita Burton?
No, la señorita Burton era pelirroja, y el cabello de la
joven era de un castaño brillante que se doraba bajo el sol
adecuado. Iba a pasar de largo, limitándose a darle los
buenos días, pero unos segundos antes de llegar a su altura,
observó que la joven tropezaba y caía de bruces.
Sean le dio la orden al animal para que frenase de
inmediato y descendió a toda prisa.
—Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Necesita asistencia?
Se agachó hacia ella y, obviando toda ceremonia, se
arriesgó a tomarla del brazo con suavidad. La pobre
muchacha se había hundido hasta el codo en un charco de
barro que le había salpicado la cara. Esto hizo sus rasgos
indistinguibles cuando se giró, sobresaltada.
—Sí... sí... —musitó, dejando que Sean la incorporase
tirando con gentileza. La joven intentaba sacudir el vestido
de mañanas, una prenda desgastada y poco favorecedora
de un aburrido tono gris—. Estos caminos son muy
traicioneros. A veces voy tan concentrada en mi escritura
que no me doy cuenta de que... ¡Oh, no! ¡Mi cuaderno!
Sean la soltó para que pudiera agacharse de nuevo en
busca de lo que parecía habérsele caído. Lanzó una mirada
de advertencia a su montura, como si así pudiera obligarla a
permanecer en el sitio mientras ayudaba a la muchacha, y
dejó ir las riendas para colaborar en la búsqueda.
Ella dio muy pronto con el pequeño cuaderno y se
apresuró a cerciorarse de que el barro no había arruinado el
contenido.
Solo una de las esquinas estaba enfangada.
—¿Sobrevivirá? —preguntó Sean en tono amistoso.
Suspiró, aliviada, y por fin lo miró a la cara con una
inmensa sonrisa. Tener el rostro salpicado de barro no evitó
que apreciara el fulgor natural de sus ojos, de un verde
fuera de lo común.
Era bonita, pensó, fijándose en su sonrisa dulce. No
poseía la clase de voluptuosidad que avivaba el instinto
lujurioso de los hombres, empezando por él. La suya era
una belleza serena que templaba el corazón, como una
cálida tarde de otoño sentado con una taza frente al fuego.
Internamente dedicó una burla a la intensidad de su
apreciación. Como su madre insistía en señalar, a veces con
orgullo, a veces con comprensible preocupación, Sean era
tan susceptible a la brujería del arte y los atractivos de la
naturaleza que se entregaba sin reparos a todo cuanto
captaba su atención. Si su romance con una nueva idea
para un cuadro o con una jovencita del pueblo duraba
quince minutos, veinte días o treinta años, era indiferente,
si bien lo más probable era que la ilusión se le agotara
pronto: nadie podría decirle nunca que no se hubiese
sometido apasionadamente desde el principio hasta el final.
Eso sí; en reconocimiento de su carácter tan sentimental
como caprichoso, se obligaba a racionalizar su entusiasmo
antes de perder el norte o herir a los demás con un exceso
de candidez que no podría sostener en el tiempo.
«Siente lo que quieras y como quieras, ¡pero no lo
digas!», le regañaba la señora Connor. «Luego pasa lo que
pasa, que les sueltas una lisonja poética a las muchachas
durante los cinco segundos que te fascinan y ya se creen
que las amas con locura cuando tú no estás enamorado de
ellas, sino de la idea que te formas de ellas».
La desconocida lo sacó de su ensimismamiento
llevándose el cuaderno al pecho.
—¡Gracias a Dios! No se puede ni imaginar el desastre
que habría sido perder mis anotaciones.
—Dese las gracias a usted, aquí Dios poco ha tenido que
ver.
—Oh, no, no, señor. Dios tiene que ver con todo.
—¿Qué contiene, si no es indiscreción? —cambió de tema
para no disgustarla con una opinión malintencionada sobre
el cristianismo—. Debe de guardar secretos
gubernamentales entre sus páginas si le preocupa más el
estado del papel que el suyo propio. —La miró de arriba
abajo con el ceño fruncido—. ¿No se ha hecho daño?
—Ahora que lo dice, es probable que me haya doblado un
tobillo —confesó, levantando la falda lo suficiente para
mostrar la punta de sus botas. Una joven de clase no
llegaría tan lejos como para enseñarle sus pantorrillas a un
desconocido, y aunque se encontraban en tierra de nadie
sin carabina a la vista, Sean estaba seguro de que la
muchacha era de buena familia. La delataba el acento
pausado y la elegante genuflexión con la que le agradeció
que hubiera intervenido—. Lamento haberle importunado.
Me imagino que iba a alguna parte antes de tropezarse
conmigo.
—No tengo prisa —mintió. Estaba desesperado por ver a
Verity—, pero si quiere disculparse por interrumpir mi
paseo, podría contarme a cambio qué lleva ahí escrito.
Ella se ruborizó, pero no por la vergüenza, sino por el
placer de mencionar un tema que la entusiasmaba.
—Oh, no, nada, son tonterías... Pensará usted que me
absorbe la pretensión. No existe la manera de hablar de
mis... aficiones sin que me acusen de aspirar a más de lo
que merezco.
Su humildad le provocó una sonrisa.
—Es imposible que aspiremos a más de lo que
merecemos, señorita. Los sueños están hechos a la medida
de cada uno. Si nos superaran en grandeza, nuestra mente
no podría concebirlos. Hemos sido diseñados con unas
limitaciones, ¿comprende?
Ella le devolvió el gesto, satisfecha con su respuesta.
—Algo así decía el filósofo Santo Tomás de Aquino para
justificar la existencia de Dios, de hecho —le confirmó en un
arrebato—: si un ser tan perfecto como Él no nos vigilara
desde el Reino de los Cielos, ¿quién habría puesto en
nuestra cabeza la idea de perfección, que no se puede
experimentar de ninguna otra manera? Usted lo ha dicho:
nuestra mente no puede concebir determinada grandeza. Es
impotente ante ciertos conceptos.
Sean esbozó una sonrisa incrédula pero
sorprendentemente alejada del desdén pese a la burla que
los feligreses convencidos inspiraban en él.
—Si había alguna relación entre mi comentario y su
aporte, desde luego es la que ha señalado. ¿Se lo lleva todo
al plano religioso, señorita?
—Bueno, Dios está en todas partes. Es inevitable tenerlo
presente.
—No será por casualidad una interpretación de la Biblia lo
que lleva ahí.
—Oh, no. Aquí guardo las anotaciones de mi primer libro.
Apenas es un esbozo —se apresuró a añadir—, y ni siquiera
sé si podría ser lo bastante bueno, pero habría sido
frustrante perder la base de la historia. Es que yo... sueño
con ser novelista.
Sean alzó las cejas, sorprendido.
—No me diga.
¿Cuáles eran las probabilidades de que dos muchachas
de Canterbury quisieran ser novelistas? Verity le había
mencionado en algunas de sus cartas que ansiaba
convertirse en la próxima Jane Austen, a la que admiraba
con un fervor obsesivo que siempre había encontrado
adorable.
Estaba a punto de preguntarle si, por casualidad, alguna
amiga suya de la escuela de señoritas también albergaba
esa esperanza cuando la joven palideció al avanzar un paso.
Sean se apresuró a sostenerla por las muñecas.
—¿Qué ocurre?
—Acabo de confirmar lo que me temía. Parece ser que me
he torcido un tobillo.
—¿Me permite echarle un vistazo?
Se agachó antes de esperar una respuesta cautelosa que
no tardó en llegar.
—¿Es usted médico?
Sean alzó la mirada hacia ella y le sonrió en una postura
informal, el codo apoyado sobre la rodilla. Tuvo que guiñar
un ojo para que un sol impropio de diciembre no le cegara.
—Soy muchas cosas.
—El que es muchas cosas, a veces no es ninguna.
—Estoy de acuerdo —cabeceó, divertido con su
repelencia—, pero me refiero a que soy la clase de hombre
que posee conocimientos sobre múltiples materias.
—Seguro que sí, y no pretendo desairarle, pero preferiría
limitar los reconocimientos médicos al doctor del pueblo.
—Por supuesto, lo comprendo. —Alzó las dos manos—. Al
menos deje que la lleve a su destino. No creo que pueda
caminar mucho más si tiene el tobillo inflamado.
—¿Llevarme? ¿Se refiere... a caballo? No sé montar,
señor. —Soltó una risita nerviosa—. Creo que acabaría
saltando por los aires, y no me conviene salir más
perjudicada de lo que ya lo estoy. Mañana tengo una clase
de baile.
—¿Una clase de baile? Entonces sí es usted una alumna
de la escuela. Tuve la ligera sospecha en cuanto la escuché
hablar. —Volvió a sonreír, esta vez con calculada simpatía.
Por lo que sabía, Verity no era la muchacha más popular en
Arlington Abbey, pero contaba con dos buenas amigas. Si la
joven era una de ellas, le convenía que lo viera con buenos
ojos—. No se preocupe por el asunto del caballo. Puedo
montar delante o detrás, o, si lo prefiere, caminar a un lado
con las riendas en la mano. Es un animal muy bueno. No se
deje intimidar.
—No me cabe la menor duda. Adoro a los animales. —
Cabeceó hacia el caballo con tristeza—. Es solo que ese
amor no es correspondido.
Sean levantó las cejas, nuevamente sorprendido por un
comentario que le sonaba familiar. Estaba convencido de
que la señorita Burton le había mencionado en alguna
ocasión que los animales la rehuían a pesar de sus intentos
por relacionarse con ellos.
Se dijo que no era extraño que dos jóvenes coincidieran
en aficiones o defectos cuando pasaban tiempo juntas, ni
siquiera que utilizaran las mismas expresiones, pero no
pudo evitar quedarse mirándola con fijeza, como si a través
de ella pudiera ver a Verity.
—¿Es usted amiga de la señorita Burton?
—Así es, señor —confirmó con orgullo.
—Debe de ser la señorita Insley, entonces —meditó en
voz alta—. Tengo entendido que su otra buena amiga, lady
Haverford, si no recuerdo mal, lleva alrededor de un año y
medio casada y no visita Canterbury con frecuencia.
—Ahora que está embarazada, mucho menos —apostilló
con una calidez entrañable—. Discúlpeme si no le pregunto
yo a usted cuál es su nombre. Aunque estoy segura de que
no corro ningún peligro y me guardaría el secreto, sabrá que
no es apropiado que andemos presentándonos a
escondidas.
—Seré un perfecto desconocido para usted. El buen
samaritano que su tobillo necesita.
La señorita Insley —Primrose, en realidad. Había
memorizado cada detalle de las cartas de Verity— le dirigió
una sonrisa cansada que sirvió de claudicación. Debía
dolerle más de lo imaginable, porque ni siquiera sus
impecables modales y su temeroso respeto hacia las
normas la habían frenado a la hora de aceptar su ayuda.
Sean no se dio cuenta enseguida de que le estaba
pidiendo con una mirada impaciente que se pusiera en
marcha. Le fascinó tanto toparse de frente con una joven de
la que llevaba oyendo hablar durante un año y medio que
no se pudo ni mover. Es más: recordó el tono extrañamente
implacable que Verity empleaba en sus cartas al mencionar
a Primrose. Aunque eran amigas —o eso juraba; Sean tenía
sus dudas—, se había referido a ella en términos de lo más
desafortunados, llegando a alegar que nunca se casaría por
su lamentable aspecto físico.
Le había dejado pasmado la falta de tacto de Verity, que
en general solía ser benevolente con los defectos ajenos y
tenía una actitud piadosa incluso con los seres más crueles.
En una carta llegó a confesar que sentía compasión por
Napoleón, a quien Josefina partió el corazón.
Ahora comprendía por qué Wit había minimizado a
Primrose, por decirlo de un modo suave. Lo más probable
era que se sintiera amenazada por su dulzura.
—Debo confesarle que no es usted como la señorita
Burton la describió en sus cartas.
Sin pararse a meditarlo, avanzó un paso y le cubrió la
mejilla con el pulgar para frotar una mancha de barro que
se deshizo con facilidad.
En el pueblo del que venía, tocar a una mujer con el noble
fin de adecentarla no era un pecado capital, pero en
Inglaterra se entendía que el honor de las señoritas era de
una fragilidad extraordinaria. Se regocijó en el contacto por
su carácter prohibido, por la suavidad de su piel y por el
exquisito nerviosismo que se apoderó de la joven.
Se encontró con su mirada tímida durante un instante, y
ya fuera porque Sean había viajado con el corazón en la
mano o porque la criatura tenía los ojos excepcionalmente
verdes, su pecho se rebeló contra su dueña dando un
inesperado brinco.
—¿Di... di... disculpe? —Pestañeó ella, confundida y
sonrojada—. ¿Wit... me ha m-m-mencionado?
Sean tuvo que morderse la lengua para no soltar una
inoportuna carcajada.
En su tierra, a las mujeres les arrancaban los escrúpulos
nada más nacer para arrojarlas a la vida de campo. No
tenían tiempo para perderlo tartamudeando. Quizá por eso
la novedad de su retraimiento le resultó tan atractiva.
—Muy por encima, y siempre en términos positivos —se
apresuró a aclarar. Se humedeció los labios y añadió—: Pero
si se dedica usted a escribir novelas, ya sabrá lo traicionera
que es la imaginación. A veces nos equivocamos en
nuestras suposiciones. Yo lo hice.
Con la excusa de ayudarla a limpiarse, siguió deslizando
el pulgar por su piel de terciopelo. Pero el resto de las
manchas no desaparecían con la misma facilidad.
No desaparecían a secas, y pronto descubrió por qué.
La expresión de Primrose se había torcido hacia la
incomodidad.
Dio un paso atrás para romper el contacto sin necesidad
de tocarlo.
—Eso no es barro, señor —le explicó con rigidez—. Soy
así.
Sean limitó su reacción a una mueca de moderado
asombro, que no bebió tanto de su insólita condición como
del tono que empleó. Dijo «soy así» como si lo odiara por
tener ojos en la cara; porque su sentido de la vista le
hubiera obligado a ser consciente de lo que ella entendía
como su mayor defecto.
—Qué curioso —comentó él, ladeando la cabeza para
mirarla mejor—. No había conocido a nadie con la piel de
dos colores.
—No tengo la piel de dos colores. —Hizo una pausa para
armarse de paciencia. Reconoció un fondo de rabia en su
expresión, y algo aún más admirable: el autocontrol con el
que impidió que saliera a flote—. Son solo manchas.
Pero no eran «solo» manchas. Saltaba a la vista que era
una condena para ella, y que con un comentario buenista de
la categoría de «a mí me agradan» no la estaría
apaciguando, sino agitando un pañuelo rojo delante de un
toro.
De la mano de la prudencia, Sean se tuvo que conformar
con asentir. La ayudó a acercarse al caballo y le ofreció su
mano. Ella vaciló a la hora de tomarla como impulso al ver
que no llevaba guantes, pero acabó cediendo con un
discreto suspiro.
Unos instantes después, la señorita Insley ya había
encontrado su equilibrio sobre la silla de montar. Estaba tan
avergonzada por tener que cabalgar a horcajadas que se
había ruborizado, una reacción ante la que Sean sonrió sin
darse cuenta.
Agarró las riendas con firmeza y palmeó el lomo del
caballo para retomar la marcha caminando a su lado.
Ella no volvió a hacer ningún comentario. Se sumió en un
silencio fúnebre que le tentó romper en un par de
ocasiones, pero que, sobre todo, deseó penetrar acuciado
por la curiosidad. Tuvo que renunciar al placer de hacer
preguntas impertinentes y centrarse en sus propios
pensamientos, que no tardaron en volver a girar en torno a
Verity.
Era curioso que ni la señorita Insley ni la señorita Burton
supieran montar a caballo.
Sería culpa de la escuela, pensó sin darle mayor
importancia. No tendrían un maestro en condiciones.
Capítulo 2

Primrose tenía el corazón comprometido, pero eso no


quería decir que no pudiera disfrutar de las atenciones de
un hombre atractivo. Durante unos instantes, se había
permitido cerrar los ojos y soñar con que era el corcel de su
adorado Sean Connor el que cabalgaba destino a la escuela,
y que no era otro que su misterioso amante el que la
tomaba de la mano y la ayudaba a desmontar para
conducirla hacia el recibidor.
Había sido una fantasía magnánima, incomparable con
las no tan vívidas que dibujaba en el pensamiento antes de
dormirse, siempre inspirada por el receptor de sus cartas.
Pero al igual que cuando despertaba, en cuanto tocó el
suelo alfombrado de la antesala de la escuela, su ilusión se
resquebrajó tan abruptamente que se quedó sin aliento.
Darse cuenta de que estaba sola era tan doloroso que a
veces se sorprendía encogiéndose sobre sí misma;
tendiéndose sobre el mismo corazón, hecha un ovillo, para
soportarlo.
—Gracias, señor —le dijo con una sonrisa quebrada.
Él la observaba con una atención halagadora, como si
fuera la única mujer en el mundo. Tenía una manera de
mirar que conectaba de forma directa con los procesos
internos que ocasionaban el rubor.
—Gracias las suyas, señorita —respondió con la inflexión
perfecta para, sin perder la coquetería, evitar sonar
invasivo. Lo acompañó de un guiño inocente.
Primrose comprendió que no tenía razones para sentirse
especial en cuanto dos profesoras de la institución
interrumpieron la escena.
El desconocido les puso el mismo interés, si no más.
La señorita Lavinia Vallans comandaba la marcha; Sarah
Reeves la escoltaba al trote.
Eran pocas maestras las que tenían una familia
esperándolas en casa, pero eso no significaba que tendieran
a quedarse en la escuela durante fechas señaladas. Solo la
directora, por cuestión de jerarquía, Sarah, por aprecio
hacia las muchachas, y Lavinia, por razones personales,
habían aceptado la responsabilidad de acompañar a las
rezagadas.
—¡Primrose! —exclamó la señorita Reeves, alternando
una mirada escandalizada entre el apuesto caballero, que
todavía la sostenía por la cintura, y el precario equilibrio de
la joven—. ¿Qué ha ocurrido? ¿De dónde vienes? ¿Por qué
vas descalza?
Primrose bajó la mirada y comprobó que sus dedos,
prudentemente cubiertos por la media, asomaban bajo el
ruedo de la falda. Se apresuró a esconderlos antes de que el
desconocido se percatara del descuido, ruborizada y al
mismo tiempo complacida en secreto.
Se preguntó qué pensaría Sean cuando en su próxima
carta le narrara el incidente. ¿Despertaría sus celos? Desde
luego, el desconocido era la clase de hombre por el que otro
caballero podría sentirse amenazado sin necesidad de que
abriera la boca, tan solo apareciendo bien —o incluso mal—
vestido en un salón. Y, por lo que ella sabía, el señor Connor
era un tipo bastante posesivo. Le había encantado saber de
labios de Prim que no estaba tan solicitada por el público
masculino como se decía en Londres, una de tantas
verdades sobre ella que, en el caso de Verity, eran una
patraña descomunal.
Por lo que ¿era una verdad... o era una mentira?
Esa pregunta la perseguía día y noche. Nunca permitía
que la encontrara porque la respuesta la definiría como ser
humano, y no se perdonaría mirarse al espejo y verse como
una canalla.
Comprobó una vez más que no estaba soñando
lanzándole una discreta mirada de soslayo al recién llegado.
Sean era seguro de sí mismo, pero arrugaría la carta en el
puño si Primrose le admitía haber sentido mariposas en el
estómago con el solo contacto del desconocido.
Jamás se habría dejado seducir por su visión si no hubiera
neutralizado la rudeza de su apariencia, sus dimensiones
épicas, con unos modales exquisitos. Aquel hombre parecía
un titán bajado a la Tierra con el ingenuo propósito de pasar
desapercibido, pero, por más cercano que se mostrara —y
no podía decirse que no lo hubiese intentado—, era
imposible no sentirse intimidado en su presencia. Tenía los
hombros anchos como los costados de un galeón, la
mandíbula prominente y acentuada por una barba integral
de varios días de viaje y unos brazos que podrían arrancar
el Big Ben de cuajo.
—Sé que nadie me ha dado vela en este entierro, y que
mi visita sorpresiva podría suponer un problema —expresó
el recién llegado, soltándola un momento para mostrar sus
palmas inocentes. Solo que no eran inocentes, sino dos
armas en reposo. Se había dirigido a la ceñuda Lavinia,
quien, aun sin haber pronunciado palabra, se presentaba
como la indiscutible autoridad a la que rendir cuentas—,
pero le aseguro que solo pretendía evitar un accidente.
Venía hacia aquí cuando la señorita Insley ha sufrido un
traspié. No podía abandonarla en el barro, como usted
comprenderá.
Sarah dirigió enseguida una mirada preocupada a la
alumna.
—¿Es eso cierto? ¿Estás dolorida, Prim? —Fue a agacharse
para valorar de cerca la hinchazón, impulsada por el instinto
médico heredado de su madre, una valiosa enfermera que
se hizo cargo de los soldados durante las guerras
napoleónicas. Se lo pensó mejor al recordar que tenían
compañía—. Será mejor que te eche una ojeada. Ven al
despacho de la directora.
—Me encuentro bien, señorita Reeves. Solo necesito
asearme antes de la cena.
«Y contarle a Sean lo que acaba de pasar para que sepa
que podría tener competencia, que vivo situaciones
novelescas y que, por primera vez en mi vida, un hombre
joven y bello me ha tratado como si de verdad fuera una
señorita, no un monstruo».
Bueno, probablemente no añadiría aquello último. Sean
no sabía que Primrose tenía el aspecto de un demonio
bíblico, y no se lo confesaría mientras pudiera prolongar la
fantasía.
—De ninguna manera —se impuso la señorita Vallans,
recta como una flecha—. Igual que el caballero ha tenido la
gentileza de traerte a la escuela, podrá llevarte hacia el
despacho para que te revisemos. No os habrá visto nadie,
¿verdad?
—Juraría que no, señora —respondió el aludido.
Lavinia debía de ser la única mujer en edad de merecer
pero bochornosamente soltera que no se tomaba la
molestia de corregir a un hombre cuando la llamaba
«señora». Se comportó como si se reconociera en el
apelativo dirigiéndole un asentimiento brusco y gesticuló
hacia el fondo del pasillo sin esperar el visto bueno de
Sarah.
Esta se resignó a obedecer también.
No cabía otra cosa cuando Lavinia daba una orden.
—¿Te ayudo, querida? —le preguntó a Primrose antes de
echar a andar.
—No se preocupe, señorita —le dijo el desconocido—. Lo
tengo todo controlado por aquí. ¿Me permite? —inquirió en
dirección a la doliente. Esta esbozó una sonrisa nerviosa
que él tuvo que interpretar como una venia, porque se
agachó para tomarla entre sus brazos sin mayor ceremonia
y echó a andar corredor abajo.
Primrose contuvo a tiempo una exclamación de asombro.
Su primer impulso fue echarle los brazos al cuello para
recuperar el equilibrio, pero enseguida se reprendió por su
libertinaje involuntario y agachó la barbilla, avergonzada.
Oyó la risa del caballero y también la sintió cuando su
aliento fresco le hizo cosquillas en el perfil. No fue el único
aroma que percibió al inspirar como si anduviera de
incógnito: el hombre olía a la frondosa humedad del bosque,
a pintura oleosa y a piel limpia.
—No tenga miedo de tocarme, señorita Insley —le dijo en
voz baja—. Eso que iba a hacer es, de hecho, lo que se
suele hacer en estos casos. Agarrarse fuerte.
«¡Agarrarse fuerte!», exclamó para sus adentros, a punto
de desvanecerse.
—¿Qué... qué quiere decir? —balbuceó, ruborizada—.
¿Hace esto tan a menudo que se conoce la postura
correcta?
Él le lanzó una mirada soñadora a través de las pestañas.
Oh, qué hombre tan hermoso, pensó con un nudo en la
garganta. Tan hermoso que daba miedo mirarlo
directamente. Sus ojos azules habían atrapado el fragmento
más puro del mar, e incluso si no sonreía de forma abierta,
su expresión de pícaro sin malas intenciones despertaba en
los demás el deseo de corresponder su simpatía.
—No se puede ni imaginar la cantidad de ovejas que un
hombre llega a levantar en un día cuando toca lavarlas en el
río. O, Dios nos guarde, esquilarlas —apostilló en tono de
ultratumba, exagerando su temor hacia la tarea.
Su respuesta le hizo gracia.
—Así que peso lo mismo que una oveja —comentó,
burlona.
—¡Por supuesto que no, señorita Insley! —exclamó,
indignado con su comentario—. ¡Las damas son ligeras
como una pluma! Y, a decir verdad, a esos engendros de la
naturaleza me los echo a los hombros, no los cojo en
brazos. Lamento no poder hacerle una demostración sin que
me acusen de representar el número de un circo.
—Porque le aseguro que lo acusaría de eso mismo —le
confirmó Lavinia en tono implacable.
Comandaba la marcha con la prisa de quien no quería
prolongar ni un segundo más la escandalosa situación. La
señorita Reeves, en cambio, caminaba a sus espaldas y
asistía a la charla con una vaga sonrisa en los labios, como
si presenciara una escena por largo tiempo soñada.
—¿Trabaja usted en el campo? —le preguntó Primrose en
voz baja para no alterar los nervios de la maestra de
literatura.
—Ajá, es uno de mis oficios. Ya le he dicho que soy
muchas cosas. Me desempeño en los campos de las afueras
de Belfast.
El corazón le dio un vuelco de alegría al escucharlo.
—¡El hombre al que amo...! —Se obligó a moderar su
entusiasmo con un carraspeo—. Quiero decir que... que...
alguien a quien conozco también es irlandés. ¡Me hace
tremendamente feliz ponerle por fin un acento a nuestros
compatriotas del norte! Hasta hoy, no había conocido a
nadie de la zona. El padre de Wit es irlandés, sí, pero lleva
más de veinte años viviendo en Londres y ha ido perdiendo
el habla local. No se enorgullece de ello, claro está; el señor
Burton es un férreo defensor de su oriundez, más por
obstinación y desprecio a lo inglés que por nacionalismo.
Simplemente se ha adaptado al deje londinense. ¡Debería
haber reconocido su origen a primera escucha! He estado
informándome sobre cómo se oye el acento irlandés y tiene
usted una forma muy característica de expresarse. Resulta
más agradable de lo que imaginaba o me habían contado.
Ese toque rudo e informal, las consonantes marcadas, el
énfasis en la erre... Desde luego, inglés no era usted, eso
estaba claro.
Al caer en la cuenta de que estaba hablando por los
codos, apartó la vista con la excusa de arreglarse la manga
del vestido. La señorita Reeves también se había percatado
de su repentina verborrea y la había mirado con una sombra
de diversión.
Se excusó ante sí misma con que era la primera vez que
un hombre le dirigía la palabra y no solo no parecía
incómodo con su proximidad, sino que la atendía con
genuino interés.
—No se vuelva a corregir jamás —le dijo él. El tono
aterciopelado de su voz la atrajo y pronto se vio hipnotizada
por su mirada sincera—. Si tiene el valor de proclamar en
voz alta que ama a alguien, no lo esconda ni lo minimice
con sinónimos que no le hacen justicia. ¿Cómo se llama el
susodicho, por cierto? Tal vez le conozca. Tengo contactos
en todo el país gracias a mi modesta dedicación a la pin...
Lavinia frenó su agitado recorrido hasta el despacho y
abrió la puerta con impaciencia para atraer la atención.
—¿A usted le parece que ese es un tema de conversación
apropiado para mantener con una joven a la que ni siquiera
conoce?
—Me parece un tema apropiado para mantener con una
joven a la que tengo entre mis brazos —respondió con una
espontaneidad que la maravilló, pese a ser la perjudicada
en la historia. Que un desconocido la tuviera entre sus
brazos no hablaba muy bien de ella, ni siquiera
considerando las circunstancias, pero Primrose se quedó
gravitando en torno a aquella construcción.
«Entre sus brazos».
Un hombre la tenía entre sus brazos.
Jamás pensó que algo así sucedería, y que el hombre en
cuestión sería la cosa más bella que había visto en su vida.
«Eso ya lo has pensado», le regañó la voz de la
conciencia. «Creo que es suficiente. Si Dios no consiente la
superficialidad, tú deberías perdonártela aún menos».
—Es más inapropiado si cabe porque la está sosteniendo
en brazos —sentenció Lavinia, y, con un gesto de cabeza, lo
exhortó a pasar una vez abierta la puerta y depositar a la
joven doliente en el butacón junto a la ventana.
Las últimas luces del atardecer ya se habían extinguido.
La señorita Reeves, con esa entrañable prisa con la que lo
hacía todo, tuvo que prender las luces de las lamparillas de
gas antes de arrodillarse ante Primrose.
Con cuidado de que el invitado no atisbara un ápice de
piel, y sin cometer la insensatez de retirar la media, la
maestra manipuló gentilmente el tobillo.
Primrose tuvo que morderse el labio para no lanzar un
alarido.
—Por favor, caballero, tome asiento y acepte la taza de té
que la señorita Vallans le preparará —señaló Sarah con
educación. No fue tan cortés con Lavinia, a la que le enarcó
una ceja para exigirle que se pusiera en movimiento y
tratara de reparar así sus groserías hacia el desconocido—.
A Prim le sentará bien otra. ¡La pobre está helada!
—Solo Dios sabe cómo se le ocurre salir a pasear con
estas temperaturas... —La maestra de literatura sacudió la
cabeza, exasperada—. Si quieres disfrutar de la naturaleza,
Prim, vete a leer al invernadero, como hace todo el mundo.
Así, si te caes, puede asistirte alguien que conozcas.
Primrose estuvo a punto de suspirar.
Al principio se sentía halagada porque las maestras
demostraran una clara debilidad por ella, pero había que ser
un auténtico ingenuo para no ver que dicho aprecio tenía su
razón de ser en sus terribles defectos, que la hacían proclive
a recibir la compasión ajena. Como adepta del cuaquerismo,
no podía despreciar la piedad, que era un rasgo del carácter
del Señor, pero no podía evitar sentir una punzada de
resentimiento.
A nadie le gustaba que, aunque fuese por una buena
causa y por acción pasiva, le recordaran su imperfección.
Desesperada por recuperar el autocontrol obviando la
presencia del desconocido, se concentró de manera
intencionada en Lavinia; en cómo se movió por la estancia
para disponer el tentempié.
Aunque la altura y la delgadez aportaban elegancia al
conjunto de una mujer, en la maestra de literatura el don
era innato. En poco tendrían que haber ayudado a hacerla
ver hermosa la rigidez de la postura y el desprecio hacia la
feminidad que proclamaba con su vestuario desfasado.
Pero, incomprensiblemente, seguía saltando a la vista que
su atractivo no era de ese mundo.
Por más que Primrose se esforzó por fijarse en la señorita
Vallans, su visión periférica había estudiado con una
precisión bochornosa cada paso de la presencia masculina.
No había dudado en aceptar la invitación y se había sentado
donde correspondía para que el cuerpo de la directora
tapara el tobillo desnudo de Primrose, un detalle que
indicaba su respeto.
—¿Cómo es que la llaman a usted por su nombre de pila,
señorita? —inquirió el tipo al ser consciente de que era
escrutinado. Cruzó el tobillo sobre la rodilla contraria y se
repantigó nada más recibir la taza que Lavinia le sirvió a
regañadientes.
—Prim ya no es una alumna, señor, sino parte de nuestra
familia —le explicó Sarah con una sonrisa afectuosa. Se
había levantado para revolver en los cajones en busca de un
vendaje—. Lleva con nosotras en Arlington Abbey desde que
tenía nueve años.
—Nueve años —se sorprendió con las cejas en alto—.
¿Tan jóvenes comienzan a estudiar?
—Lo habitual es que las niñas reciban clases de
institutrices en la comodidad de sus hogares hasta los
catorce —explicó Primrose con calma—. Tres o cuatro años
antes de su presentación en sociedad, el estudio se vuelve
más exhaustivo y se incorporan materias relacionadas con
la vida en los salones, como el baile. Aunque hay alumnas
aventajadas porque toman lecciones antes de tiempo. Todo
depende de quién estemos hablando, de la capacidad
adquisitiva de la familia...
«... y de si se le augura un gran futuro o un destino fatal
en función de sus encantos», debería haber añadido. Pero al
igual que durante el trayecto a caballo, Primrose se negaba
a entrar en terreno pantanoso. Antes muerta que
admitiendo ante un hombre apuesto que llevar toda la
infancia y adolescencia en la escuela no era una buena
señal en su caso, sino todo lo contrario.
—Comprendo —cabeceó, dando el tema por zanjado.
Captaba al vuelo cómo andaban los ánimos y cuándo
correspondía cerrar el pico; eso se lo tenía que conceder. La
señorita Reeves lo había llamado «caballero», una
consideración muy merecida. Había una inclinación en él
por cuidar de los sentimientos de quien le rodeaba. Aun así,
no podía haber nacido en el seno de la aristocracia. Los
nobles inculcaban en sus hijos la frialdad y distancia
necesarias para llevar sus asuntos financieros y personales
desde la más estricta severidad, y Primrose percibía en el
desconocido la conmovedora calidez de quien ha
experimentado el amor en primer grado. Su forma de
habitar cómodamente el espacio, su manera de sonreír sin
complejos, la franqueza al mirar y la seguridad al hablar:
alguien llevaba toda la vida procurando transmitirle que su
existencia era valiosa, que su voz importaba y que nadie
tendría derecho a arrebatarle o cuestionar su lugar en el
mundo jamás.
Primrose no había experimentado nada semejante en el
seno familiar, y esto, unido a lo novedoso de su contacto, su
conversación e incluso su olor, despertó en ella una
poderosa admiración hacia él.
—Tocadas ya todas las banalidades habidas y por haber, y
en vista de que no piensa tener usted la iniciativa, ¿qué se
le ofrece, si no es mucho preguntar? —exigió saber Lavinia.
—¿Por qué el tono de sospecha, si no es mucho
preguntar? —contraatacó, removiendo el té con
tranquilidad.
—Comprenderá que es cuanto menos sospechoso que un
hombre en edad de amar deambulee por las inmediaciones
de una escuela de señoritas y aparezca encantado de haber
estado presente durante el infortunio de una muchacha
soltera —le soltó la maestra sin pestañear—. Así que... ¿Qué
se le ofrece?
Primrose odió inconscientemente a Lavinia por haber
subrayado su soltería. Y no porque la avergonzara su
condición, a la que ya se había resignado, sino porque había
indicado que estaba en el mercado cuando eso solo era
cierto en la teoría.
Los hombres tendían a indignarse cuando se insinuaba
que podían estar interesados en su compañía, y prefería no
ver el disgusto relampaguear en el semblante del
desconocido. No sería la primera vez que uno se levantaba,
demandando reparaciones morales, después de haber
entendido la sugerencia de bailar con ella como un insulto.
Con la esperanza de evitar un exabrupto escandalizado,
se acercó la taza a los labios muy despacio y esperó, con los
ojos cerrados, a que el vapor le calentara la punta de la
nariz helada. Cuando volvió a abrirlos, se percató de que el
caballero la había estado observando sin parpadear,
sosteniendo su propio té muy cerca de la boca como si la
imagen se hubiera congelado durante el movimiento.
—Hasta hace un momento, ser un buen samaritano —
declaró con naturalidad—. Ahora, y viendo que la noche ha
caído sobre nosotros sin piedad..., rogar por un poco de pan
y solicitar asilo.
Había un guiño de ojos en su pregunta, enunciada para
desarmar a Lavinia. Si la señorita Vallans no hubiera estado
hecha de otra pasta, se habría ruborizado; Primrose casi lo
hizo al volver a mirarlo a los ojos, momento en el que un
estremecimiento placentero le tensó el cuerpo de arriba
abajo.
De veras que no había visto un hombre más bello jamás.
Aunque se avergonzaba de albergar pensamientos que
chocaban frontalmente con la promesa de fidelidad que le
había hecho a Sean, se consolaba diciendo que, ante las
cuestiones de la carne, incluso las mujeres más devotas
eran impotentes.
Qué ojos tan azules; qué cabello tan negro. Su cuerpo era
una torre desafiante y tenía la sonrisa de un hombre bueno
que se permitía ser travieso de vez en cuando.
Procuró huir de él centrando la mirada en la dedicación
de Sarah, que le había tenido que bajar la media para
vendarle con paciencia el tobillo.
—Tendrá que presentarse antes —dijo la maestra de
literatura— y comentar el porqué de su visita.
—No oculto mis intenciones, que son de lo más
honorables. He venido a visitar a la señorita Verity Burton,
con la que me he estado carteando estos últimos tiempos.
—Por supuesto que tenía que venir a ver a Wit —se
lamentó Prim por lo bajini, de manera que solo la escuchara
la señorita Reeves. Esta alzó la barbilla y le puso toda su
atención, sorprendida porque se atreviese a airear sus celos
—. Jamás habría perdido el tiempo escribiéndose con un
hombre que no pareciera la prueba de que Dios tiene muy
buena mano.
Sarah contuvo una sonrisa.
—Verity es muy bonita —le confirmó en el mismo tono—,
pero una no rompe corazones solo porque tenga el cabello
del color del fuego.
—También porque su padre posee en propiedad todos los
ferrocarriles de Inglaterra.
La señorita Reeves negó con la cabeza dulcemente.
—Si ha triunfado en los salones, Prim, es porque confía en
sí misma.
No le pasó por alto la cariñosa pulla, la que las maestras
llevaban toda una vida repitiendo con la esperanza de
espabilarla. La frase tenía continuación, pero solían dejarla
a medias para que rellenara los huecos: Verity confiaba en
sí misma... a diferencia de ella, que solo ponía piedras en su
propio camino.
—¿A la señorita Burton, dice? —inquiría Lavinia,
sorprendida. También Primrose miró al desconocido tratando
de disimular su consternación. Cuánto se lamentaba por el
pobre hombre, que habría realizado el trayecto en vano—.
Witty pasa todas las Navidades con su familia materna. ¿No
se lo mencionó en sus últimas misivas? —Había un claro
retintín en su pregunta. La maestra prefería desconfiar de
las explicaciones de los caballeros que de las agendas
ocultas de sus señoritas, incluso si esas señoritas eran la
temible y manipuladora Verity Burton—. No regresará hasta
Año Nuevo.
—¿Está usted segura? Me dijo de forma explícita que
estaría en Arlington Abbey durante el receso. Por eso se me
ocurrió presentarme por sorpresa. Para aplacar su soledad.
—Qué considerado —aplaudió la maestra de literatura
con aburrimiento.
Primrose tragó de golpe el sorbo de té. Estaba ardiendo,
pero ni siquiera lo sintió quemarle la garganta. Un vértigo
desagradable se había apoderado repentinamente de su
cuerpo. Tuvo que depositar la taza sobre el amplio
reposabrazos para que no se notara que le temblaba la
muñeca.
Buscó el rostro del desconocido tratando de disimular que
ya no se sentía ni los labios, tal era la fuerza del shock.
Verity siempre hacía honor a su nombre[2] siendo honesta
incluso en cuestiones en las que le convendría mentir,
como, por ejemplo, acerca de su paradero. A fin de cuentas,
eran muchos los que aprovechaban la información para
presentarse de pronto dondequiera que estuviese,
convencidos de que la deleitarían con su aparición sorpresa.
En palabras de Wit, «los muy moscones acababan
arruinándole la velada».
Sin embargo, ella seguía sin alterar sus principios. Solo
sacrificaba la verdad en aras de su diversión, pero no
acostumbraba a divertirse a costa del tiempo físico de sus
pretendientes. Solo de su prosa colmada de cotilleos y
halagos, más por pasión hacia lo primero que para
regodearse en lo segundo.
La única Verity Burton que había mentido sobre dónde se
hallaría en Navidad era la Verity Burton por la que Primrose
se hacía pasar para flirtear con Sean Connor.
Sean Connor, se repitió.
El ganadero irlandés que se carteaba con ella, una
alumna de la escuela.
Justo como el desconocido.
—Ha debido de haber un error, señor... —empezó la
señorita Reeves en cuanto terminó de ajustar la venda.
Primrose escudriñó el rostro del desconocido con la
compostura pendiendo de un hilo. El miedo a la inminencia
del descubrimiento le emborronó la vista y, aun así, pudo
reconocer en el atractivo del susodicho la única descripción
física que Verity le había proporcionado de Sean después
de, a petición suya, investigar a fondo para discernir quién
era:
«Es uno de los hombres más guapos que he visto en mi
vida. Pero te lo regalo, para que luego no se diga que soy
egoísta o superficial».
—Connor. Sean Connor.
El alma abandonó su cuerpo, y al intentar salir huyendo
de la escena, obró el resultado contrario: en lugar de
apoyarse sobre el pie sano al levantarse de golpe, echó
todo el peso en el tobillo vendado. Durante un delirante
segundo, el dolor sumió la estancia en la oscuridad. El
mareo no ayudó a que encontrara el equilibrio. Habría caído
dramáticamente de bruces si, en su segunda heroicidad del
día, Sean no se hubiese adelantado con tres veloces
zancadas para sujetarla por la cintura.
Lo siguiente que la joven vio al abrir los ojos, aterrorizada
por lo que todo aquello significaba, fue la sonrisa juguetona
del hombre.
Su hombre.
«Dios mío, no puede ser. No puede ser. ¡No puede ser!».
—Parece que hoy el equilibrio no nos acompaña, señorita
Insley —murmuró él.
Tantas emociones se arremolinaron en torno a ella al
mirarlo a la cara que sintió que se desmayaría allí mismo. La
sensación de asociar por fin las bellas palabras que leía a la
mullida boca que las pronunciaba fue incomparable;
reconocer, también, los ojos que recorrían las líneas de sus
cartas, ser sostenida por las manos que acariciaban el borde
del papel y lo doblaban con mimo para que llegara a las
suyas con la mejor presentación, uno de tantos detalles de
cuánto apreciaba su contacto epistolar; de cuánto la
respetaba a ella.
El impulso de envolverlo con los brazos fue enseguida
eclipsado por el miedo y por una furia injustificada hacia la
única parte inocente de la historia. Y es que Sean no sabía
quién era, y se suponía que así debería haber sido para
siempre. Con su atrevimiento, había arruinado un juego que
se había convertido en su única razón de vivir.
Juego del que ahora tendría que retirarse.
Lo apartó de mala manera, como si encontrara
indeseable su contacto, y huyó de su gesto de perplejidad
cojeando hacia la salida. Ignorando el pasmo de las
maestras y el dolor del tobillo, que no podía compararse con
la pesadez del corazón, se arrastró pasillo abajo y, luego,
escaleras arriba.
En otras circunstancias se habría avergonzado de su
comportamiento, pero no estaba en condiciones de otra
cosa que de encerrarse en el dormitorio para asimilar lo
sucedido. Cerró la habitación con llave y se precipitó sobre
su mesilla de noche para batallar con la cerradura que
protegía el cajón de sus secretos. Hiperventilando por el
shock y la desesperación, sacó un papel nuevo y reluciente
y el tintero cuidadosamente sellado.
Temblando como nunca antes y activada por la necesidad
de ponerse a salvo, empezó a garabatear una serie de
ruegos.

Wit,
Tienes que regresar a Arlington Abbey. Sean ha venido a verte por sorpresa.
Mi Sean. Solo que es tu Sean, al final, porque es tu rostro el que recuerda.
Necesito que vuelvas a la mayor brevedad y le pidas que se marche, que le
digas que no estás interesada en sus atenciones, que vuestro contacto epistolar
no fue más que un juego para hacer las delicias de tu entretenimiento y que no
significa nada para ti.
Te lo ruego, Wit.
No puedo permitir que se entere de lo que he hecho.
Capítulo 3

Era una suerte que Sean supiera prestar atención a su


alrededor en cualquiera que fuese su situación emocional.
De lo contrario no habría sabido apreciar el paseo que la
directora le invitó a dar por la escuela para que conociera
las instalaciones.
A falta de su pretendida, Madeline Lacraft había tenido
que improvisar otro modo de entretenerlo. La señorita
Vallans había estimado pertinente arrancar a la máxima
autoridad de sus quehaceres para resolver el problema que
representaba la osadía de un fervoroso galanteador.
Sean había estado seguro de que recibiría una
reprimenda por parte de la institución nada más llegar, pero
también había estado convencido de que sorprender a
Verity compensaría el sermoneo. De esa y de otras muchas
cosas que unas horas atrás habían sido certezas
inamovibles y, sin embargo, ahora se desmoronaban ante
sus ojos.
—Comprenderá, señor Connor, que no puede quedarse
pululando por aquí en tanto que la señorita Burton regresa
de sus vacaciones —le explicaba la directora. Habían
terminado en la otra punta del grandioso edificio,
husmeando entre los volúmenes de una biblioteca con
títulos de filosofía y matemáticas que uno no esperaba
hallar en una escuela de señoritas, pero que justificaban el
conocimiento de Primrose sobre Santo Tomás—. Ahora
mismo, la finca de Arlington Abbey está cerrada a cal y
canto por una cuestión de seguridad. Somos tres alumnas y
tres maestras, las seis solteras; no hay hombres a la vista
por razones obvias. Si fuera usted un padre o un hermano,
aún podría pensármelo, pero tratándose de un
pretendiente...
—Señorita Lacraft, vengo de Irlanda —expresó con tiento.
La directora era una mujer seria, mas no intransigente.
Sospechaba que, si la conmovía, haría una excepción con él
—. El mío no ha sido un viaje corto. Me ha supuesto tomar
un barco y recorrer alrededor de cuatrocientas millas a
lomos de un caballo, y eso por no mencionar el coste
económico de pasar un par de noches en posadas donde la
hospitalidad y la higiene brillaban por su ausencia. Me ha
llovido, me ha nevado y he pasado un frío que solo se sufre
en los páramos rusos. Huelga decir que es un sacrificio que
he realizado gustosamente por la mujer a la que amo, no
me malinterprete; no pretendo venderme como un pobre
diablo..., ni mucho menos que me compense el perjuicio de
marcharme de vacío si no consigo que se apiade de mí —
continuó con una sonrisa amistosa.
Madeline se la devolvió con cansancio.
—¿Entonces? —le invitó a proseguir con un deje irónico—.
¿Solo quiere ponerle voz a las vicisitudes de su periplo para
que quede constancia de su heroicidad?
—Quiero que entienda que mis intenciones con la
señorita son honorables. Un hombre nunca recorrería tales
distancias, y menos en estas fechas, por un simple capricho.
Madeline le lanzó una mirada socarrona.
No había esperado toparse con una mujer expresiva y
abanderada de la llaneza al mando de responsabilidades del
calibre de una academia. Cabía imaginar a una señora
entrada en años que renegaba de su feminidad y creía en el
castigo físico para inculcar la disciplina, pero la señorita
Lacraft no había cumplido aún los cuarenta y sabía reírse
tanto de sí misma como de sus invitados desde la más
sincera cordialidad.
—No me tome por inocente, señor Connor. Llevo una
década dirigiendo una institución que se compromete a
garantizar, si no el amor, al menos la conveniencia
matrimonial. Soy muy consciente de las molestias que un
hombre puede llegar a tomarse por un deseo momentáneo.
—Llevo un año y medio carteándome con la señorita
Burton. Entiendo que el tiempo es muy abstracto y cada uno
lo vive de un modo distinto, pero, si eso le parece
momentáneo, entonces supongo que no tenemos nada más
de lo que hablar.
Madeline le transmitió con su obstinado silencio que no
pensaba dejarse amilanar por su determinación, si bien en
el brillo de sus ojos castaños había cierta curiosidad.
Apostaba por que en todos esos años dirigiendo no había
tenido que lidiar con una situación parecida.
Ni él con una mujer que le mentía, por otro lado.
Ya habían emprendido la marcha hacia el comedor donde
se celebraría la cena cuando la directora retomó la
negociación.
—¿Está la señorita Burton al tanto de sus... sentimientos?
—Si a estas alturas no sabe que la amo, no será porque
no haya sido explícito. Estoy dispuesto a todo con tal de
verla, señorita Lacraft. Si hubiera tenido que enfrentarme a
un monstruo mitológico con mis dos manos desnudas
durante el camino, no habría vacilado. Por favor —le pidió
sin perder la dignidad—, no me cierre las puertas ahora.
—¿Por qué no se queda en una posada del pueblo
mientras llega el día del encuentro? —propuso al cabo de un
rato. Era una mujer resolutiva. Eso le gustó—. Canterbury es
una zona muy frecuentada por turistas. Encontrará todos los
servicios que pueda necesitar.
—Me temo que he viajado con el dinero justo. No puedo
permitirme más hospedajes.
Eso no era cierto, pero dudaba que fuese a cuestionarlo.
Un hombre que se preciara de serlo jamás reconocía en voz
alta, y menos ante una mujer, que no nadaba en la
abundancia. Además de que su humilde aspecto físico lo
confirmaba: a fin de hacer más cómodo el viaje, Sean había
prescindido de prendas ceremoniales decantándose por una
sencilla camisa, un chaleco de piel de borrego y un gabán
que cubría hasta las rodillas.
Madeline enarcó las cejas.
—Con el debido respeto, señor Connor, quien no puede
permitirse un hospedaje, tampoco puede permitirse una
boda. Al menos, no con las damas y señoritas que salen de
esta escuela.
No se tomó a pecho el comentario, que no podía
entenderse ni por asomo como un dardo envenenado. Era
lógico que la directora se preocupara, si no del bienestar de
las alumnas, de cómo afectara a la reputación de la
academia que alguna se casara por debajo de sus
posibilidades.
—Aún no se ha decidido que vayamos a contraer
matrimonio, señorita Lacraft. Yo he de hacer mi propuesta
formal y la señorita Burton tiene que dar el sí, cosa que solo
sucederá si nos encontramos y descubrimos que nuestra
complicidad no depende del papel. Pero no se apure por mis
finanzas —añadió, inclinándose hacia ella con las manos
cruzadas a la espalda—, que dinero tengo para
mantenernos a mí y a mi futura esposa y, además, estoy a
la espera de recibir una cuantiosa herencia.
—¿Puede usted recordarme a qué se dedica, señor
Connor?
—Echo una mano en la granja de mi familia materna y
pinto cuadros.
—Curiosa combinación —meditó en voz alta, divertida.
Entrelazó los dedos sobre el regazo del vestido azul marino,
el que se confirmaba como el uniforme de las maestras, y
alzó la mirada hacia él—. Los padres de las alumnas podrían
quejarse si llegara a saberse que un hombre soltero duerme
bajo el mismo techo que sus hijas.
—Con el debido respeto —la imitó con un cabeceo
risueño, sin detener la marcha hacia el comedor—, si los
padres en cuestión no se han preocupado de llevarse a sus
hijas a casa para celebrar la Navidad en familia, tampoco
les preocupará quién ronque en sus proximidades.
—No insinúe conocer las particularidades de cada caso,
señor Connor. Le puedo asegurar que el padre de Quitterie,
el señor Tandye, y el hermano mayor de la honorable
señorita Rebecca Wargrave están muy volcados en la
educación de sus parientes.
—¿Y qué hay de la señorita Insley?
No había podido resistirse a mencionarla. Le había
costado Dios y ayuda alejarla de su pensamiento desde la
precipitada estampida por la que Sarah Reeves había tenido
que pedir disculpas. Cada vez que le venía a la cabeza su
inocente gesto de cerrar los ojos con la taza pegada a los
labios, la vaga sonrisa al respirar el vapor del té, el pecho se
le encogía en una agonía que rehusaba aceptar como un
síntoma de debilidad.
—La señorita Insley no ha tenido la mayor de las fortunas
en lo que a la familia se refiere —respondió Madeline con
ambigüedad. Un reflejo acerado en sus ojos advertía de que
defendería la dignidad y los secretos de la alumna con su
vida—, pero la escuela se responsabiliza de su reputación y
su bienestar en la medida en que lo haría una madre.
Sean reprimió un inapropiado suspiro de alivio. Se
alegraba de saber que había quien se hacía cargo de la
criatura como era debido, preocupación que le había
asaltado al comprender que no se había movido de
Canterbury porque nadie la recibiría en casa.
No solo su familia dejaba que desear, sin embargo.
Tampoco podía apoyarse en sus amistades. Lady Haverford
ya no la visitaba con frecuencia, como era natural dados el
período de luna de miel del que estaba disfrutando su
matrimonio y su estado de buena esperanza. Además de
que, a raíz de los términos en los que la mencionaba, él
siempre había puesto en tela de juicio el afecto de la
señorita Burton hacia ella.
La claudicación de Madeline lo devolvió al momento
presente.
—Supongo que negándole cobijo en estas fechas estaría
enfadando a Nuestro Señor, que nos quiere unidos en las
fechas de su nacimiento...
—Empiezo a pensar que aquí solo se enseña a creer en
Dios —comentó por lo bajini.
—... además de poniendo en peligro el buen nombre de la
institución. Pretendemos que se nos conozca por garantizar
a las jóvenes un matrimonio provechoso, pero también
porque acogemos a todo el mundo sin importar sus
circunstancias. Si se supiera de su presencia como
pretendiente, todos nos meteríamos en buen lío. Ahora
bien... Si se supiera de su presencia como maestro de
pintura en la semana y media que resta de vacaciones,
nadie pondría el grito en el cielo. ¿Qué le parece, señor
Connor? Le ofrezco una habitación en el ala opuesta a la
alcoba de las alumnas, tres comidas al día y acceso
restringido a determinados espacios a cambio de unas horas
diarias de lecciones... más las particulares en el caso de que
alguna de las muchachas las solicitara.
Sean frenó en seco. Se enderezó con una inspiración
aliviada y le regaló una sonrisa.
—Sabía que encontraría usted un modo de disponerlo
todo honrando a la justicia. Le estoy muy agradecido,
señorita Lacraft.
—No tan rápido —le advirtió con el dedo en alto—, que mi
ofrecimiento viene con letra pequeña. No podrá verse ni
conversar con ninguna alumna si no hay una maestra
delante. Le está terminantemente prohibido acceder a los
salones de descanso de las jóvenes y al ala oeste de la
escuela.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Habla como si pudiera interesarme seducir a alguna
mujer distinta de la que he venido buscando —dijo, más
empecinado en convencerse a sí mismo que a la directora.
—Le sorprendería lo que puede llegar a suceder en este
lugar, señor Connor —comentó con una mirada significativa.
Reanudó la marcha por el pasillo—. Los condes de Haverford
contrajeron nupcias el verano pasado, y tanto lord Nile
Inglefeild como Clarissa tenían distintos intereses
matrimoniales, ambos muy formales, hasta unos segundos
antes de su compromiso.
—Estoy familiarizado con ese escándalo —señaló,
recordando el tono soñador con el que Verity narró en sus
cartas la gran historia de amor de su mejor amiga—, pero
yo tengo muy claro lo que quiero.
—Eso espero. Nada me complacería más que empezar el
año con un grandioso anuncio de boda. Siempre trae buena
fortuna y levanta los ánimos de las alumnas. —Gesticuló
hacia el comedor, al que un par de sirvientes les dieron la
bienvenida—. Mientras tanto, señor Connor, disfrute de la
cena. Feliz Nochebuena.
—Feliz Nochebuena, señorita Lacraft.
Según le había comentado Madeline, con motivo del
limitado aforo habían dispuesto la cena en un saloncito algo
más modesto que el comedor principal. De este modo, pese
a haber tres personas sentadas alrededor de la mesa, cinco
con la llegada de directora e invitado, la escena resultaba
acogedora y no fantasmal. La luz de los candelabros
decorativos, copiosas obras de orfebrería que Sean admiró
con interés, alumbraba los platos típicos de Nochebuena y
Navidad: pasteles de carne picada entre otros entrantes
variados, un pavo entero, una cabeza de jabalí, chipolatas y
una humeante cazuela de sopa que olía a gloria bendita.
Si en algún momento había pensado que Verity
exageraba al definir la escuela de señoritas de lady Mabry
como una de las mejores de Inglaterra, esta duda se disolvió
en el acto. Sin un presupuesto desorbitado no habrían
podido servir viandas de alta categoría, el «modesto»
comedor no tendría las dimensiones y la rica decoración de
un palacio y tampoco habría dos bellezas despampanantes
ocupando los asientos.
—Oh, no sabía que tendríamos compañía masculina esta
noche —oyó que mascullaba una de las jóvenes, atusándose
con impaciencia el grueso tirabuzón rubio que descansaba
sobre el hombro descubierto. Lanzó una mirada de rayos y
centellas a la señorita Reeves, sentada justo enfrente—.
¿Por qué no se me ha avisado?
—Porque no estaba segura de que nos fuera a acompañar
—se defendió con la resignación de quien estaba
acostumbrado a lidiar con caracteres temperamentales—.
Señorita Tandye, honorable señorita Wargrave, permitidme
presentaros al señor Connor. Ha venido a...
—A hacer las delicias de vuestras vacaciones —completó
Lacraft para evitar la revelación de su verdadero objetivo.
Tomó asiento junto a Sarah Reeves—. A partir de mañana,
ocupará parte de vuestro horario diurno con una lección de
pintura al óleo. Así no volveré a oír vuestros bostezos de
aburrimiento ni vuestras quejas por lo restringido que está
el ocio en Navidad —apostilló con sentido del humor. Barrió
la estancia con una mirada pensativa y verbalizó la duda
que llevaba persiguiendo a Sean desde que había entrado
—. ¿Dónde está Prim?
—Ha dicho que no se encuentra bien —respondió
Quitterie Tandye con un hilo de voz y sin levantar la mirada
de la mesa, presa de una timidez paralizante. Hablaba
inglés a la perfección, pero con un ligero rastro de acento
francés—, y que la lesión en el tobillo le ha quitado el
hambre. La señorita Vallans se ha quedado arriba tratando
de convencerla de no encerrarse en una noche tan especial.
—¡Pintura al óleo! —exclamó Rebecca Wargrave,
ignorando de manera deliberada el interés general hacia su
compañera. Apoyó los codos a cada lado del plato y
descansó la barbilla sobre las dos manos entrelazadas—.
¿Es usted pintor, señor Connor? ¿Ha encontrado ya
mecenas, o anda en su busca? ¿Ha vendido algún cuadro o
ha conseguido que lo expongan en un museo?
Sean le sonrió educadamente a la muchacha.
En su afán por hacerse notar, había cometido el error de
hacer preguntas indiscretas que podrían haber ofendido a
un artista menos seguro de sí mismo. Pero lo bueno de
haber estado carteándose con Verity era que contaba con
ventaja a la hora de tratar a sus compañeras.
Aunque Rebecca se consideraba la archienemiga del trío
que alrededor de dos años atrás habían formado Witty,
Clarissa y Primrose, lo cierto era que la primera le había
confesado sentir una fuerte compasión hacia la joven.
Recordaba sus palabras exactas porque había sido una de
las muchas veces que le había deslumbrado con su corazón
de oro.

Por capricho del destino y, por qué no decirlo, debido también a la pésima
gestión de todas las partes involucradas, la honorable señorita Wargrave se ha
visto reducida de joya de la temporada a solterona empedernida. Lo tenía todo
para triunfar en el mercado matrimonial: la belleza, el encanto personal, la
riqueza, la cuna... Incluso el cálculo necesario —o la falta de escrúpulos— para
interpretar el papel de la mujer soñada para quienquiera que fuese el caballero
escogido. Pero el desprecio del marqués de Haverford, el hecho de que prefiriera
a Clarissa, ha levantado suspicacias: ahora todo el mundo se pregunta cuál es el
problema de la dama, qué la hace tan fácilmente sustituible, y le niega el
reconocimiento de su virtud.
A veces pienso que el desprecio con el que Rebecca llevaba años
castigándonos se debía a una habilidad de predicción. Nos estaba adelantando
la penitencia que nos mereceríamos por condenarla al ostracismo. Y antes de
que me digas que yo no tuve nada que ver, como sé que harás para curarme los
remordimientos, has de saber que yo habría intercedido una y mil veces por la
felicidad de mi amiga, llegando a aplastar a Rebecca Wargrave, si esto hubiera
sido necesario. No se requirió mi acción directa para lograrlo, de acuerdo, pero
siempre me consideraré cómplice del delito por el simple hecho de
enorgullecerme del resultado: no la vergüenza de Rebecca, sino la paz de
Clarissa.

En general despreciaba las almas cándidas porque en la


mayor parte de los casos no eran más que una puesta en
escena, una treta para recibir cálidos aplausos. Pero la
bondad de Verity no podía ser fingida porque nacía de la
empatía hacia los demás y el sufrimiento ajeno repercutía
directamente en su bienestar emocional.
En su concepción de sí misma, incluso.
Era una mujer que se preocupaba por el mundo, y eso, un
hombre que solo se preocupaba de aquellos a quienes
amaba, que tenía una visión algo más limitada del entorno,
no podía sino admirarlo.
En ello andaba pensando con el ceño arrugado por la
contrariedad cuando las puertas se abrieron de repente.
Capítulo 4

Lavinia cruzó el umbral más ceñuda de la cuenta,


prácticamente tirando de la manga de una lívida Primrose.
Aunque se notaba que no había fingido sus afecciones y era
probable que se hubiera vestido a regañadientes, deslumbró
el comedor con un vestido que distinguía su magnífica
figura y que sin género de dudas estrenaba para la ocasión.
Había sustituido la deslucida prenda gris del paseo por
una confección de un amarillo dorado con estampado floral,
tono que favorecía el brillo de la melena recogida en un
grueso moño con dos mechones sueltos. El corte del vestido
era idéntico al que ya le había visto, aun así: mangas
cerradas hasta la muñeca y escote abotonado un dedo por
debajo de la barbilla.
Aunque en exceso recatado y más propio de una carabina
que de una joven casadera, el estilo la hacía aún más
esbelta; una dignísima reina cristiana.
Sean se levantó de inmediato, tal como estilaba el
protocolo, y rodeó la mesa para retirar la silla que presidía,
la enfrentada a la suya. Primrose avanzó con la cabeza
gacha y evidente disconformidad, y apenas musitó un
agradecimiento con un hilo de voz y sin mirarlo.
—Tienes muy mal aspecto, Prim —señaló Rebecca con
desdén—. Si no te encontrabas bien, deberías haberte
quedado en la habitación. Tenemos un invitado que no se
merece que le agües la fiesta con tu cara de consternación.
—Señorita Wargrave —interrumpió la directora, con el
tono perfecto para reprenderla sin que esto afectase al
ánimo general—, ¿nos haría el honor de bendecir la mesa?
La aludida suspiró ruidosamente.
—¿Por qué no lo hace Prim, mejor? Ella es la especialista
de los credos, y a lo mejor recitando en voz alta lo
privilegiados que somos de estar aquí, algunos más que
otros, consigue animarse.
—¿Te sientes en la disposición, Prim? —inquirió la señorita
Reeves en voz baja, apoyando una mano cariñosa en su
regazo.
La joven asintió, cada vez más pálida, y unió las manos
en un rezo.
Se humedeció los labios en tanto que buscaba la
inspiración, un gesto que Sean advirtió con el estómago
encogido. Le costaba reconocer cuándo una mujer usaba
maquillaje; solo sabía en qué momento estaban más o
menos atractivas, y parecía que la noche le sentaba mejor
que el día a su rostro de luz de luna.
Cuando alzó la barbilla, se percató de que un brillo
antinatural acentuaba el intenso verdor de sus ojos. Tenía
las pestañas pegadas y más oscuras, y los labios parecían
alas de seda, señales de que había estado llorando.
—Bendice, Señor, estos alimentos que vamos a tomar en
la noche de hoy. Agradecemos la dedicación con la que
Louise y Tom han preparado esta magnífica cena, y que con
tanto esmero han dispuesto George y William para nuestro
deleite. —Le dirigió una sonrisa desinflada a los lacayos que,
erguidos en sus puestos, le devolvieron el gesto con afecto
sincero—. Nos acordamos de todos aquellos que durante las
fiestas no pueden disfrutar de manjares tan suculentos,
pero especialmente de los que las pasan en soledad. Te
pedimos que los guardes del sufrimiento y nos reafirmamos
en nuestro agradecimiento inicial porque Tú, Señor, hayas
puesto a los unos en el camino de los otros para que nos
encontremos y podamos celebrar juntos un acontecimiento
tan grande como lo es tu nacimiento. Amén.
—Amén —repitieron los comensales al unísono.
—Bueno —retomó Rebecca tras dar una palmada. Se
retiró lo justo para que el lacayo pudiera empezar a servir—.
¿Y bien, señor Connor? Se nos ha quedado pendiente la
conversación.
—¿Sobre mi trabajo, puede ser? —inquirió él con
cordialidad—. He vendido cuadros, sí.
—¿A algún noble conocido?
—No necesariamente. Intento embellecer mi tierra desde
dentro en todos los sentidos, romper con los privilegios de
clase, y eso exige que le dé prioridad de compra a mis
vecinos.
La respuesta extrañó a Rebecca.
—Pero podría obtener un beneficio económico aún mayor
si los reservara para las grandes fortunas.
—La cuestión es, señorita Wargrave, que no creo que el
arte deba servir a intereses individuales y tan superficiales
como el de enriquecerse... Gracias —le sonrió a uno de los
criados en cuanto terminó de servirle la sopa—. Como le
decía, el arte es un servicio a la comunidad. Evidentemente,
un hombre debe comer y debe vestirse, pero las ambiciones
que van más allá de cubrir las necesidades primarias y de
ser feliz en el desempeño de la vocación no son... mi
prioridad, por expresarlo de algún modo.
—Aún no he conocido caballero que no prefiera unas
botas hessianas a un calzado de baja calidad —bromeó
Rebecca con una expresión algo más benevolente—, pero
encuentro su... espiritualidad de lo más interesante, señor
Connor. Entiendo con esto que no tiene usted un mecenas,
o el susodicho ya le habría sacudido por los hombros para
que siguiera su estrategia empresarial.
Sean estuvo a punto de soltar una carcajada.
Había sido advertido de la habilidad de la señorita
Wargrave para adaptarse al carácter de su interlocutor
masculino, un don sin duda útil a la hora de moverse en el
mercado matrimonial, pero verlo en vivo y en directo era
harina de otro costal. Había cambiado por completo su
semblante del rechazo más tajante a la deliberada
benignidad en cuestión de segundos para que su visión de
ella siguiera siendo favorable, pero sin sacrificar del todo su
opinión personal. Saltaba a la vista que Rebecca no
abanderaba la frugalidad, y no ya por su respuesta imbuida
de sarcasmo amistoso, sino por las sedas celestes que la
cubrían.
—Desmond Burton en persona se interesó por mi trabajo
hasta el punto de ofrecerme su mecenazgo, sí —respondió
Sean—, pero nunca he querido que me financie un rico.
Luego sucede lo inevitable: que he de plegarme a sus
exigencias, y en el momento en que se sacrifica la libertad
de creación, se pierde por completo el propósito del arte.
—¿Que sería...? —le invitó a continuar la señorita Reeves,
que atendía a la conversación con curiosidad.
—Contar una verdad propia o colectiva. Dar voz a una
injusticia. Expresar un sentimiento puro. Por eso las grandes
pinturas evocan la libertad, el amor, el espíritu nacionalista,
la naturaleza...
—Yo que usted reservaría mis mejores soliloquios para las
clases que están por llegar, señor Connor —se rio
amistosamente la directora—. Las mañanas dan para
mucho, y no queremos que se quede sin inspiración en
medio de las lecciones. ¡Oh, Prim! ¡Tú no estabas cuando se
ha dado la noticia! —exclamó al caer en la cuenta—. El
señor Connor se quedará en la escuela la próxima semana y
media para enseñaros técnicas de pintura al óleo. En
principio será una actividad, un mero entretenimiento, pero
si alguna demostrara un talento natural, no me opondría a
cultivarlo añadiendo la asignatura el año que viene.
Sean observó conscientemente la reacción de Primrose,
que no le decepcionó en absoluto. Puso los ojos como platos
y aferró con más fuerza de la indicada el cubierto que hasta
el momento había estado sosteniendo sin intención de darle
uso.
—¿Cómo? ¿Clases de...? ¿Próximas semanas? Pero...
pero... Si el señor Connor ha venido a ver a Wit y Wit no
está aquí, lo lógico es que regrese por donde ha venido o al
menos se aloje en una posada..., ¿no? —balbuceó con los
nervios crispados.
—Vaya, señorita Insley —comentó Sean en tono jocoso—.
El talento que tiene usted para darle las gracias a Dios
parece esfumarse cuando toca ser agradecida con un
simple mortal. Uno que le ha salvado la vida, para más inri.
—Eso de «salvar la vida» alude a gestas mayores —oyó
que mascullaba por lo bajo. El pasmo inicial de Sean solo
fue en aumento—. Señorita Lacraft, no puede ser que no
haya sopesado lo escandaloso que podría ser alojar a un
hombre soltero en la escuela.
—¡Un momento! —Rebecca se hizo oír con la que parecía
ser una tendencia natural a intervenir cuando le venía en
gana—. ¿El señor Connor ha venido a ver a Verity? ¿A Verity
Burton? ¿Qué quiere decir con eso?, ¿que es usted un
familiar lejano? No se me escapa que tiene parientes
irlandeses, y su acento clama al cielo.
—Pretendo formar parte de su familia algún día, sí,
aunque como su marido —respondió Sean con llaneza.
Enseguida se dirigió a la directora para aplacar su justa
irritación—. No me parece de recibo mentirle a las jóvenes
sobre mi presencia aquí. Además; quedando advertidas de
que no estoy soltero, o no del todo, evitaremos esas
situaciones incómodas que la institución no puede
permitirse.
—¿De qué conoce un pintor irlandés a Verity Burton? —
escupió Rebecca, cada vez más perpleja. No se preocupaba
de disimular su desprecio hacia la joven—. Oh, ya caigo. La
conoció a través de su padre.
—Así es. El señor Burton y yo coincidimos por azares del
destino en el Museo Británico durante el invierno del
cuarenta y dos, cuando yo había viajado a Londres para
inspirarme con los clásicos. Llevaba conmigo un par de
lienzos ya terminados, en parte con la esperanza de que me
expusieran en la galería de jóvenes promesas que acababan
de inaugurar en el ala este. Me topé con el señor Burton
ante una obra marina de Charles Brooking que nos dejó
fascinados a ambos. Entablamos conversación al respecto
de nuestras pinturas preferidas, le mencioné mi vocación, él
insistió en que le mostrara mis lienzos, y... Está mal que yo
lo diga, pero le maravilló mi estilo, supongo que porque
retrataba los páramos irlandeses que un expatriado como el
señor Burton ya solo puede ver en sueños. El caso es que su
hija andaba por allí y se unió a nosotros al cabo de un rato.
Pasamos el resto de la visita charlando.
—Y a usted no se le ocurrió nada mejor que prorrogar la
charla vía epistolar —comprendió Rebecca, horrorizada ante
la idea de mantener el contacto con Verity—. Como si no
hubiera tenido suficiente.
Algo que durante el contacto por carta le había
enfurecido —no le parecía justo que nadie le buscara las
cosquillas de manera constante a una persona con las
bondades de Verity— se le antojaba ahora un aspecto
terriblemente divertido de la vida de Wit.
¡Tenía hasta sus propios antagonistas!
¿No era eso indicativo de que su carácter atraía las
aventuras?
—En efecto —confirmó, y dio un sorbo a la copa de vino
para exagerar su informalidad.
—¿Puedo preguntarle qué es lo que le llamó la atención
de la señorita Burton? —insistió Rebecca con una sonrisa
crispada. Empezó a manipular los cubiertos con un
escrúpulo cómico, como si estuvieran contaminados—. Más
allá de lo visible, quiero decir. Apuesto por que un hombre
como usted, y esto es, curado de las obsesiones con lo
material, jamás pretendería a una mujer exclusivamente por
su aspecto.
Sean se divirtió con la astuta ironía de la muchacha. No
había contado con que Verity no estaría presente en la
escuela para su llegada, pero tampoco con que se lo pasaría
de lo lindo con los dardos de sus compañeras.
Rebecca tenía un ingenio afilado de los de temer.
—Está en lo cierto, señorita Wargrave. Su físico es lo de
menos.
—Creo que deberíamos alejar la conversación del terreno
personal —intervino Lavinia con un tono riguroso que por fin
entendía como característico y no como un ataque personal
—. E incluir al resto de los comensales, a ser posible.
—Descuide, señorita Vallans —respondió Sean con una
sonrisa—. Estoy encantado de tener con quien hablar del
objeto de mis afectos, y la veo una pregunta de justicia. A
fin de cuentas —añadió con premeditación—, la honorable
señorita Wargrave solo pretende asegurarse de que mis
intenciones con su buena amiga son sinceros, ¿no es así?
Sarah Reeves escondió una carcajada detrás de la copa
de vino rebajado.
—Por supuesto, por supuesto. —Rebecca aireó la mano—.
¿Y bien, señor Connor? Si su aspecto es lo de menos, ¿qué
es «lo de más»?
Sean inspiró hondo y se reclinó en el asiento como la
buena educación prohibía de manera explícita. Dudaba que
le importara a un solo alma: todos los comensales habían
puesto los cinco sentidos en la respuesta, cada uno por
distintas razones. Rebecca pretendía desmontar la leyenda
del encanto de Verity, Lavinia y la directora querían
cerciorarse de que sus intenciones eran honorables, y Sarah
Reeves y Quitterie, como las cartas habían advertido sobre
ellas, ansiaban embelesarse con el romanticismo que las
sensibilizaba.
En cuanto a Primrose, era difícil adivinar sus
pensamientos. Lo único evidente era que no estaba cómoda
en su presencia y aprovecharía cualquier excusa para huir.
Comía como un pajarillo con la cabeza gacha, pero la
tensión de sus hombros delataba que estaba pendiente del
debate y no le gustaba un pelo.
—Para empezar, Witty es un alma cándida —señaló con
tono aterciopelado—. Me maravilla que no tenga criterios de
ningún tipo a la hora de juzgar a los demás y que se
conduzca con la humanidad por delante cuando debe
reflexionar sobre una situación o aconsejar a alguien al
respecto de la misma.
—Un alma cándida —repitió Rebecca, de una pieza. A
decir verdad, no era la única. Toda la mesa procuraba
moderar su perplejidad. En defensa de la joven, tuvo que
decir que se esforzó por esbozar una sonrisa apaciguadora
—. De todo lo que podría usted haber dicho, señor Connor,
se ha decantado por el único rasgo del carácter que a mí no
se me habría ocurrido. No había entendido a qué se refería
la gente cuando mencionaba el poder de los ojos del
enamorado para embellecer al objeto de su devoción hasta
hoy.
Sean no se inmutó. No le extrañaba que la señorita
Wargrave despreciara las bondades de Wit o directamente
rehusara verlas. Era de dominio público que no se
soportaban.
—Por otro lado, siempre me ha conmovido la naturalidad
con la que acepta sus errores, sus defectos y dificultades. La
falsa modestia me irrita, lo confieso, y hasta hacía poco
pensaba que no existía la humildad genuina. Entonces la
conocí.
La incredulidad le había dejado el ceño fruncido a Sarah
Reeves. Se obligó a borrar la expresión, reveladora de sus
opiniones, y carraspeó.
—Ah, por supuesto —asintió Rebecca—. El nombre de
reina medieval que le pondrían: Verity «La Humilde».
—Señorita Wargrave —masculló Lavinia a modo de
reprimenda.
—¿Qué? Si yo estoy de acuerdo con que es muy natural
aceptando sus errores —continuó la aludida con una
informalidad exagerada, contemplando su copa de vino
rebajado con desdén—. Sobre todo porque dichos errores se
reducen a ninguno en absoluto.
—Especialmente me fascinan sus ambiciones —continuó
Sean, ya no tan seguro de estar recitando las virtudes de
Verity en el lugar adecuado—. No pretendo desmerecer el
objetivo de la mayoría de las mujeres que conozco.
Comprendo que es legítimo y muy honrado aspirar
únicamente al matrimonio. Pero siempre he soñado con una
esposa que tuviera su punto de mira en ámbitos distintos
del sentimental y quisiera ser alguien.
Rebecca fue a abrir la boca, la sonrisa sardónica
asomando ya a los labios, pero no fue su voz la que rompió
el silencio. Para asombro de todos, Primrose soltó la cuchara
sobre el plato, provocando un estruendo de porcelanas, y
alzó la barbilla con el aspecto de alguien que había tenido
suficiente.
—Es cierto que Verity no aspira únicamente al
matrimonio, pero porque no aspira a un solo hombre, sino a
todos cuantos le sea posible coleccionar —señaló de corrido,
con las mejillas rojas de... ¿rabia?
Sean parpadeó varias veces seguidas.
La fuerza del asombro le inclinó hacia delante.
—¿Disculpe?
—Tiene sentido que perciba a Wit como una muchacha
humilde cuando no está al corriente de cuántas cartas
llegan a Arlington Abbey cada mes —continuó ella, alzando
la voz para que no osara interrumpirla—, pero en mi idioma,
señor Connor, una mujer para la que un solo hombre no es
entretenimiento suficiente, así esté enamorado hasta la
médula y le ofrezca cuanto posee, comete el pecado de la
avaricia y no merece apelativo distinto de codiciosa. Por
otro lado, y a mi parecer, un «alma cándida» no puede
convivir con un espíritu egoísta, y una mujer que se
comporta como si su derecho a la diversión profana
estuviese por encima de la paz mental ajena jamás podría
definirse como bondadosa. Estoy dispuesta a concederle,
aun así —cabeceó con una conformidad envenenada que
habría hecho bailar sus pendientes si hubiese llevado—, que
ambición no es algo que le falte dado que se ha propuesto
compilar corazones como quien colecciona sellos. Lo que no
me convence es que lo pronuncie como si fuera algo de lo
que enorgullecerse.
No había esperado una descripción tan descarnada de
Verity viniendo de su archienemiga, pero mucho menos de
parte de Primrose, que además se había presentado hacía
tan solo unas horas como una criatura encantadora.
No supo cómo replicarle, ni tampoco cómo interpretar
que el rubor de sus mejillas y sus ojos encendidos
despertaran en él un anhelo confuso. Era partidario de que
nada favorecía más a las mujeres que defender sus
opiniones con una pasión furibunda.
—Primrose —jadeó Sarah Reeves, anonadada—. ¿Qué
mosca te ha picado?
—Solo invito al señor Connor a replantearse sus afectos o,
por lo menos, a reflexionar acerca de por qué los siente —
replicó, sin pretender en ningún momento sonar inocente.
Era consciente de que había ido a matar, y no se
avergonzaba—. A mí no me gustaría recorrer más de
quinientas millas para descubrir que he estado un año y
medio equivocado.
—Si sabe cuánto tiempo he pasado carteándome con la
señorita Burton —consiguió articular al fin—, debe de ser
porque me ha mencionado en algún momento, lo que yo
interpretaría como que al menos soy uno de sus
pretendientes preferidos.
Primrose desvió la mirada con desdén.
—Supongo que una engañosa sensación de prioridad es
suficiente para consolar a los hombres sin amor propio.
—¿Perdone? ¿Está diciendo que carezco de orgullo?
—Digo que eso que ha respondido es lo que interpretaría
un pretendiente empecinado en creerse la palabra del
epicentro de su obsesión —le confirmó, sosteniéndole la
mirada con frialdad desde la otra punta de la mesa—. Pero
uno inteligente y que se presta a escuchar testimonios
ajenos llegaría a otras conclusiones.
A Sean se le escapó una sonrisa incrédula.
—¿Ahora me está llamando estúpido?
—Le estoy sugiriendo que busque una confirmación de las
virtudes de Verity en el resto de los comensales, que mejor
que usted la conocen, si es que mi aportación no le basta
para cuestionar sus convicciones.
—A mí no me metáis en esto —balbuceó Sarah con la
cabeza casi sumergida en la sopa—. Yo adoro a la señorita
Burton aunque me saque de quicio.
—No puedo decir lo mismo —dijo Rebecca.
—Señorita Wargrave —la regañó Lavinia por segunda vez.
—Desde luego que no me basta con su aportación —ladró
Sean sin apartar su atención de Primrose. Fue incapaz de
ver u oír a nadie más—, pero porque me basto y me sobro
con mis propias sensaciones y me respeto tanto que la
opinión ajena no puede envenenarme. Además, es
imposible que una mujer falsee sus percepciones y
sentimientos durante tanto tiempo.
—Una mujer puede hacer lo que quiera si es lo bastante
bonita —contraatacó sin pestañear siquiera, recta como la
hoja de un puñal y tan bella que resultaba injusto estar
discutiendo con ella y no tocándola a placer. «¿Qué diablos
estás pensando?», se regañó él—, y a la vista está que
quedó tan abducido por su imagen la primera vez que se
encontraron que no necesitó más que el recuerdo de su
belleza para perdonarle los defectos. Para perdonarle,
incluso, que le haya mentido sobre su paradero y, para más
inri, sentarse a esperarla en lugar de coger sus bártulos y
regresar a Irlanda en el acto.
Sean se esforzó por no exteriorizar un enfado que solo iba
en aumento. Consideraba haberse curtido en el arte de la
discusión gracias a su madre, una mujer que no sabía
expresar su cariño si no era llevando la contraria más por
gusto que por convicción y a voz en grito, pero la señorita
Insley estaba desarmándolo con su implacable mordacidad
y a él le estaba fallando la elocuencia.
Se avergonzó de su defensa en cuanto la enunció.
—Es posible que en el último momento su familia
cambiara de opinión sobre recibirla.
—Verity Burton no pasaría una Navidad sola ni si Londres
ardiera hasta los cimientos y su parentela al completo
estuviese en la cárcel —bufó Rebecca, exasperada con la
sola idea de que alguien pudiese pensar lo contrario—. Le
aseguro que lleva los diecinueve años que tiene sabiendo
que estaría en Eaton Square para el veinticuatro de
diciembre.
Sean odiaba que le llamaran la atención, y más todavía si
lo hacían para subrayar su rematada estupidez. No se tenía
por un idiota. Pero precisamente por eso no permitiría que
la mala baba de sus compañeras, arpías sin corazón,
intoxicaran su afecto sincero y con fundamento por Verity.
—Si la señorita Burton tiene otros pretendientes, no me
extraña un ápice. Es más: lo prefiero —le aseguró a
Primrose con una mirada retadora—, porque así, si me
escoge, es porque me considera la mejor opción y no se
resigna con la única. Si me ha mentido sobre su paradero,
sus razones tendrá; razones que respeto como la respeto a
toda ella. Dudo que el embuste se deba a una cuestión
personal, porque no podía ni sospechar que me presentaría
aquí por sorpresa para comprobarlo. Y, como comprenderá
—prosiguió con un falso tono amable. Se inclinó hacia
delante para mirar a Primrose más de cerca—, me importa
una mierda la visión que puedan tener tanto usted como la
señorita Wargrave sobre la que será mi esposa. Lo
prioritario no es si se lleva bien con sus compañeras; lo
prioritario es que se entienda conmigo. Y, por supuesto, me
da igual quién sea con su círculo cercano, sino solo quién es
conmigo.
La señorita Insley se había tensado al oír su elección de
vocabulario, pero no había conseguido intimidarla. La vio
inspirar hondo, mas solo para suavizar la rigidez que se
había apoderado de su cuerpo, pues habló con la serenidad
de quien sabía con exactitud lo que iba a decir.
—Entonces no nos venga con monsergas de que le
conmueven las almas cándidas, señor Connor. Si es capaz
de amar a una mujer que se burla de usted y de quienes le
rodean, está claro que no le atraen ni el virtuosismo moral
como rasgo, ni su corazón, que ha demostrado carecer de
él.
Sean entrecerró los ojos con aire beligerante.
—Lo que me atraiga o no me atraiga no es de su
incumbencia.
—Parecía serlo cuando se sentaba a la mesa a exponer
las virtudes de su «futura esposa» ante todas nosotras,
atribuyéndose un protagonismo tan injusto como sonrojante
en una noche privada que nos pertenecía a maestras y
alumnas —espetó en tono de reproche—. Si no está
preparado para recibir una opinión distinta de la suya, no
mencione los que para usted son temas sensibles. Y ahora,
si me disculpan, me retiraré a mis aposentos. La comida
está deliciosa, pero la compañía deja bastante que desear.
Sean observó, perplejo, que Primrose se levantaba del
asiento y aceptaba la ayuda de un lacayo que se aproximó,
raudo, para ofrecerle su brazo. Con una elegancia
asombrosa viniendo de una mujer con un esguince,
abandonó la estancia, dejándolo con un palmo de narices y
un extraño ardor en el estómago por segunda vez en el
mismo día.
Capítulo 5

Primrose no recordaba haber sido tan desagradable con


alguien jamás. Y debía reconocer, a su pesar, que la
experiencia había sido tremendamente revitalizante. Ahora
se sentía algo más cerca de las personas que nunca había
comprendido, como Rebecca o la propia Witty: mujeres tan
seguras de su virtud, del poder que ostentaban por
abolengo o belleza, que se permitían la descortesía como
quien se concedía un dulce tras un almuerzo copioso.
Sin embargo, aún conservaba los principios que llevaban
guiándola toda la vida, y los remordimientos le habían
impedido dormir. No soportaba la idea de que Sean, Sean
entre todos los hombres, pensara en ella como una
desalmada.
Incluso si era imposible que la asociara con la destinataria
de sus cartas.
Ojerosa y con el corazón en un puño, Primrose se
presentó en el salón donde tendría lugar la primera clase de
pintura al óleo.
Cuando Rebecca no se estaba quejando de lo aburrida
que estaba —algo que se había buscado ella sola al preferir
motu proprio quedarse en la escuela, por otro lado—, la
mansión se sumía en un silencio que Primrose encontraba
de lo más agradable y que, por paradójico que sonara,
sentía que le hacía compañía.
Las fiestas eran un período doloroso porque una vez más
confirmaba que pasaría otro año sin sentir el calor de una
familia; sin ver a su hermano pequeño, la entrañable
criatura que hizo de su vida un regalo impagable durante
cuatro años. Aun y con eso, le gustaba deambular a sus
anchas por una casa que tenía vida propia, que ya era parte
de ella como las maestras o la rutina establecida por las
clases, que hasta sentía de su propiedad; ponerse cómoda
donde más le apeteciera y pedir dos tazas de té, una para
ella y otra para invitar al criado que tuviera la gentileza de
traerlas y de ofrecerle su inestimable compañía.
Una parte de sí odiaba que Sean hubiera destruido esta
tradición apareciendo de repente y poniéndole los vellos de
punta.
—No sé por qué tenía la sensación de que no nos
honrarías con tu presencia —comentó Rebecca en cuanto la
vio entrar en la sala.
El inmenso reloj de pared, una reliquia de maderas
preciosas, marcaba las diez menos cuarto de la mañana. Un
sol perezoso bañaba con su luz invernal, fría pero cegadora,
una de las estancias más luminosas y hermosas de la
escuela. Habían tenido la precaución de retirar las
alfombras para evitar desastres y habían dispuesto cuatro
caballetes, cuatro taburetes y cuatro maletines de pintura
para alumnas y maestro respectivamente.
La actividad habría sido prometedora de no haber sido
por la inminente llegada de Sean.
—Buenos días a ti también, Rebecca —suspiró Primrose
con desgana. Le dirigió a la atenta Quitterie un vago
asentimiento y se dirigió a su puesto fingiendo que no
notaba su mirada curiosa sobre ella.
Habría sido mucho pedir que la hubieran dejado sumirse
en sus pensamientos en tanto que el señor Connor las
honraba con su presencia.
El señor Connor, por el amor de Dios.
Ya había puesto en marcha todo un plan de emergencias
para echarlo de Arlington Abbey y, sin embargo, todavía le
costaba aceptar que estuviese allí.
Como coreografiadas, Rebecca y Quitterie se giraron
hacia ella desde sus respectivos taburetes. Se habían
anudado a la espalda delantales grises para no manchar sus
bonitos vestidos de mañana. La posibilidad de una
catástrofe vestimentaria no preocupaba a Primrose.
Pensaba con cinismo que una mancha bermellón solo daría
vida a sus prendas fúnebres.
—¿Se puede saber qué mosca te picó anoche? —preguntó
la señorita Wargrave sin rodeos—. Solía pensar que no eras
la más afortunada de las casaderas con los caballeros
porque el mundo es un lugar cruel y prejuicioso, pero tras
testimoniar tu infame comportamiento, he llegado a la
conclusión de que es culpa tuya: de que desairas a todo
hombre soltero y atractivo que tiene las bondades de
prestarte atención.
—¿«Porque el mundo es un lugar cruel y prejuicioso»? —
repitió Primrose, demasiado cansada y alerta por la
inminente llegada de Sean como para ofenderse—. ¿Hoy no
vas a decir que se debe a que parezco una jirafa con todas
estas manchas?
Rebecca se encogió de hombros con indiferencia.
—Anoche me sorprendiste gratamente al subrayar los
defectos de Verity, y mi hermano siempre dice que una
excelente manera de conseguir que una determinada
conducta se repita es reforzándola con halagos.
—¿Y dónde están esos halagos? Lo único que has hecho
ha sido no insultarme, pero por más infrecuente que sea tu
benignidad, eso no convierte tu comentario en una
alabanza.
La aludida sacudió la mano en el aire de manera
abstracta.
—Dame tiempo, ¿quieres? Roma no se construyó en un
día.
Primrose cayó en la cuenta de algo.
—Un momento. ¿Por qué querrías que mi conducta se
repitiera, de todos modos? ¿En qué te beneficia que sea
grosera con el señor Connor? No será que en contra de tu
buen juicio me percibes como una amenaza y pretendes
conquistarlo —teorizó con un nudo de angustia en el
estómago.
Conociendo a Sean como lo conocía, le extrañaría que la
señorita Wargrave le despertara el menor interés romántico,
pero había observado durante la cena que la encontraba
divertida.
«Oh, sí, tiene una gracia que no es de este mundo»,
pensó con rencor. «¿Qué hay de todas las veces que te he
dicho en las malditas cartas que no pierde oportunidad de
humillarnos?».
—Si te considerara una digna rival, no estaría yendo en
contra de su buen juicio —replicó Quitterie con ese débil
murmullo que tenía por voz—, sino apelando a lo evidente.
El señor Connor no te quitaba ojo de encima, Prim.
—¡Y no me hagas reír! —se horrorizó Rebecca—. No me
casaría con un artista ni harta de vino. Estaría
condenándome a un matrimonio precario y a los reproches
que más pronto que tarde llegan con él para envenenar la
convivencia. Aunque no negaré que en un primer momento
me tentó coquetear con él por el gusto de fastidiar a Wit.
Los términos en los que se refirió a Sean la pusieron a la
defensiva.
Le lanzó una mirada hostil.
—Desprecias la mano del señor Connor como si en tu
situación pudieras permitirte andar rechazando
pretendientes.
—Oh, Dios, no tuvo suficiente con lo de anoche; se ha
levantado con las mismas ganas de guerra —musitó
Quitterie, perpleja. No menos perpleja se había quedado
Rebecca, que se enderezó con la boca torcida para tratar de
quedar por encima de su comentario.
—Quien tampoco puede permitirse la descortesía eres tú,
querida. La que no pueda ofrecer una cuantiosa dote o una
chispa de encanto personal, que al menos procure
comportarse.
—Es evidente que la cuantiosa dote ya no es suficiente
para tolerar según qué defectos, o tus padres no te habrían
sugerido que te quedaras en Arlington Abbey durante la
Navidad para reflexionar sobre tu lamentable conducta.
—Oh, Dios —balbuceó Quitterie.
El semblante de Rebecca adquirió un aire fúnebre.
—Permanecer en la escuela ha sido mi decisión, y te
puedo asegurar que ha ido en contra de los deseos de mi
familia. Mis padres se encuentran de viaje en Egipto, y mi
hermano solo me ha dejado en paz después de que le
amenazara con envenenar su cena si insistía en pasar las
fiestas conmigo. Y no sé de qué lamentable conducta hablas
—continuó, cada vez más tensa—, cuando mi actitud
pública frente a la adversidad a la que me arrojaron tus
amistades ha sido ejemplar, y no porque me lo pusieran
fácil.
Se le habrían subido los colores, avergonzada, si no
llevara en shock las últimas veinticuatro horas. Las escasas
ocasiones en las que Rebecca tenía razón, no tardaba ni un
segundo en poner en su sitio a quien correspondiera;
cuando no contaba con ella, abochornar a quien
correspondiera le tomaba tan solo un par de inspiraciones
más.
Primrose sintió que la invadían de pronto todos los
remordimientos que había estado esquivando hasta el
momento y por fin volvió en sí misma.
—Lo siento —articuló con la cabeza gacha—. Ya sé que tu
situación no tiene nada que ver con la mía, no sé por qué...
No sé por qué he dicho algo así.
Cuando alzó la barbilla, esperó toparse con la frialdad con
la que Rebecca castigaba a sus enemigos, saco en el que
Primrose entraba o salía en función del pie con el que la hija
del barón se hubiera levantado. Pero tanto ella como
Quitterie, su eterno perro faldero, la estaban observando
con más curiosidad que desdén.
—¿Es que estás enamorada del señor Connor o algo así?
—soltó Rebecca.
—¿Cómo? —balbuceó con voz aguda—. ¿Qué dices? ¡Por
supuesto que no!
La señorita Wargrave se miró las uñas con displicencia.
—Es lo único que se me ha ocurrido que pueda justificar
una pérdida de control como la de anoche. No te concibo
criticando a tu adorada Witty por nada distinto de los celos,
uno de los pocos sentimientos que capto al vuelo y que
reconozco que le giran la cabeza hasta al ser más racional.
Primrose fue a defenderse de lo que a todas luces
entendía como un ataque, pero la llegada de Sean cortó la
conversación. En el fondo lo agradeció, porque no habría
sabido cómo quitarle la idea de la cabeza. Tampoco supo
cómo reaccionar cuando él apenas posó la vista en ella un
instante, lo justo para reconocer que ocupaba un lugar en la
estancia y sin expresar emoción alguna.
Al pasar por su lado, la nube de aire que cargaba su olor
natural la envolvió en un sueño.
Tragó saliva y se atusó el vestido y el apretado moño con
nerviosismo. Aunque había intentado librarse de la lección
alegando que su tobillo seguía hinchado, todavía había
tenido tiempo para aplicarse polvos en la cara, pellizcarse
las mejillas, colorearse los labios para que parecieran más
jugosos; detalles de una superficialidad apabullante que una
cuáquera no podía permitirse y que ella ni mucho menos se
perdonaba.
No quería verlo, pero si él la veía a ella, no soportaría que
pensara que era repulsiva.
—Buenos días, señoritas —saludó Sean, que había ido
directo como una flecha hasta el ventanal para descorrer la
única cortina que filtraba la luz. Se giró hacia ellas con los
brazos en jarras—. ¿Alguna de las presentes tiene nociones
de pintura, por mínimas que sean?
Primrose se tuvo que reservar todo lo que había
aprendido precisamente de él. Solía rogarle en las cartas
que se extendiera explicándole no tanto los aspectos
materiales de su vocación, sino cómo se sentía cuando se
hallaba inmerso en la creación, si se enorgullecía de sus
obras o mirar alguna le torcía el morro.
Al cabo de un año y medio, había acumulado una decente
cantidad de información.
—Va al grano —murmuró Rebecca, no demasiado feliz—.
Yo no tengo la menor idea, señor Connor.
—Yo tampoco.
—¿Y usted, señorita Insley? —inquirió amablemente con
el fin de incluirla en lo que parecía una clase de dos
alumnas.
Primrose no supo cómo sentirse al ser blanco de su
mirada, una mirada desprovista de rencores o juicios e
iluminada tanto por el brillo pálido de la mañana como por
sus propias y abisales emociones. Aquel era un hombre que
solo sabía sentir; ella lo sabía y él se lo había confirmado
con su vehemencia la noche anterior.
—Yo... yo... Sé que lo primero que hace un pintor que se
precie es elaborar sus propias pinturas. Se hace moliendo
pigmentos con aceite de linaza, nuez o amapola.
—Así es —convino con un asentimiento enérgico.
Aspaventó hacia una amplia mesa de comedor que los
sirvientes habían dispuesto para depositar los materiales—.
Acérquense y observen lo que la señorita ha mencionado
con tan buen tino. Aparte de los aceites, base de toda
pintura oleosa, utilizaremos geles y resina con plomo para
acelerar el proceso de pintar. Pretendo que terminen su
primer cuadro antes de que acabe el año, para lo que será
necesario echar mano de las innovaciones de Turner en la
materia. Habrán oído hablar de Turner, ¿no?
Primrose escuchaba prudentemente relegada al punto
más alejado de donde él se alzaba grande y magnífico.
Había sentido su pasión por el arte a través de las cartas,
pero verlo en persona era tan impresionante que tenía que
esforzarse por no sonreír, contagiada de su entusiasmo. Se
había vestido con la misma modestia con la que había
aparecido el día anterior: camisa blanca bajo el chaleco azul
marino y unas gruesas botas aptas para el trabajo en el
campo. El cabello aún húmedo de un baño matutino le
había salpicado de gotas de agua el cuello y el triángulo de
piel que el escote, escandaloso a sus ojos, dejaba a la vista.
Por alguna razón, Primrose lo había imaginado con el pelo
más largo, pero ni en eso la había defraudado. Tenía los
rizos sedosos y brillantes en los que Miguel Ángel tuvo que
inspirarse para pulir la belleza de su David.
—Este año se ha exhibido en la Royal Academy su último
cuadro, Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del
Oeste —señaló Quitterie, contemplando los materiales con
interés científico.
—En efecto, señorita Tandye —le aplaudió él con una
sonrisa—. ¿Ha tenido la oportunidad de ver en persona
alguna de sus obras?
—El último viaje del «Temerario» es una de mis pinturas
preferidas —reconoció con la boca pequeña, sin atreverse a
mirarlo—. Siento debilidad por los paisajes marítimos. Nací y
crecí en la Côte d’Azur; me basta con ver un barco
abandonado en la inmensidad del océano para conmoverme
absurdamente.
—No hay nada absurdo en el hecho de conmoverse —
replicó con suavidad—. Es lo único que tiene sentido en esta
vida de injusticias e inevitable sufrimiento, si me permite la
corrección.
Primrose observó la interacción entre los dos con
disimulo. Contaba con una ventaja respecto de Sean, y es
que como no sabía que ella era la mujer a la que en teoría
debía impresionar con sus encantos, podía verlo
desenvolverse con los demás tal cual era en realidad, sin
deliberadas puestas en escena o versiones edulcoradas de
sí mismo que valieran. Las pocas veces que se había
permitido soñar con que algún día se encontraban, había
temido que Sean se hubiese vendido como alguien que no
era. Ahora no sabía si celebrar o dolerse porque fuese
exactamente como lo imaginaba, un hombre paciente y
cariñoso que no por eso renunciaba al placer de
comportarse a veces como un gamberro entrañable.
—Como usted ya sabrá y sus compañeras quizá ignoren
—prosiguió Sean. Su desenvoltura al utilizar los diferentes
productos y utensilios para lograr un amarillo tirando a ocre
y un rojo escarlata la maravilló—, Turner es un maestro en lo
que a la luz se refiere y ha pintado algunos de los mejores
cuadros marinos de este siglo. Pero aunque sería romántico
escabullirnos a la playa para inspirarnos con las mareas,
estaría siendo un maestro perverso si las obligara a pintar el
mar como primer ejercicio... Además de que las condenaría
a una neumonía. Cuando termine de explicar qué
combinaciones de colores dan como resultado el tono que
buscamos, bocetaremos primero en papel el rostro de la
compañera. Un retrato no es menos complicado que captar
la belleza natural, pero al menos el aspecto de la modelo no
dependerá de si se levanta o no el viento.
—¿No pintaremos directamente en el lienzo, señor
Connor?
—Si tuvieran algo de experiencia, no me importaría,
señorita Tandye, pero me parece arriesgado tratándose de
un primer contacto. No queremos tener que tirar los
soportes y utensilios que la señorita Vallans ha tenido a bien
ofrecernos.
—¿Todo esto es de la maestra de literatura? —se asombró
Rebecca.
—A Lavinia le encanta pintar —respondió Primrose con
una sonrisa benevolente, recordando todas las veces que se
había quedado admirando su habilidad en el porche de la
escuela, donde le gustaba sentarse para plasmar los colores
del atardecer—. Muchos de los cuadros sin firmar que se
observan dispuestos en el salón principal han sido obra
suya. La señorita Lacraft la ha animado a compartir su
talento con nosotras, pero, en sus palabras, no cree tener la
paciencia para ayudar a una joven a encontrar su don
artístico.
—Suena a la señorita Vallans —se resignó Rebecca.
Primrose estuvo a punto de ruborizarse al sentir la mirada
de Sean sobre ella. Incluso si no lo hubiera espantado con
su patética demostración de carácter, estaba segura de que
su opinión al hacer balance del día no habría sido positiva.
Cada palabra que pronunciaba, cada dato que revelaba
saber, conducía a la misma reflexión: Primrose Insley estaba
siempre encerrada en la escuela y sus maestras,
profesionales a las que les pagaban para tal fin, eran las
únicas que toleraban su presencia.
—Yo pintaré a la señorita Wargrave, si es que puedo
elegir.
A Primrose le pilló por sorpresa la iniciativa de Quitterie y
no supo reaccionar.
—En ese caso, la señorita Wargrave pintará a la señorita
Tandye —determinó Sean—. Si cree que puede mirarme a la
cara durante el tiempo suficiente, señorita Insley —continuó
con socarronería—, usted y yo formaremos la segunda
pareja.
La sugerente palabra, «pareja», se quedó flotando a su
alrededor unos delirantes segundos. Optó por agachar la
cabeza y no hacer ninguna acotación al respecto. Se
concentró en la tarea que tuvieron por delante durante la
siguiente hora: preparar las gumtions mezclando el acetato
de plomo en solución acuosa con los pigmentos para lograr
los llamados colores base a partir de los que irían
preparando los que pretendieran utilizar.
La faena no distrajo a Primrose del que llevaba siendo su
objetivo desde que mandara la carta urgente a Londres:
ahuyentar a Sean. El correo tardaba de unos días a unas
semanas en llegar a su destino, pero ella, aprovechando
que uno de los lacayos debía ir a la capital para pasar la
noche navideña con su familia, se había asegurado de que
se montaba en un caballo a última hora de la tarde con su
nota en la mano. Así se aseguraba una respuesta de Verity
antes del almuerzo del día siguiente...
... A no ser que la ignorase.
«No haría eso», se dijo.
«Pues te lo tendrías merecido después de todo lo que
dijiste sobre ella ayer», le recordó la voz de la conciencia.
Comprobó el reloj, nerviosa.
Si Verity no le hacía el favor, tendría que ser ella quien
continuara el plan de echarlo con cajas destempladas.
No sabía cómo demonios lo haría. La halagadora visión
que Sean tenía de la joven de las cartas parecía
incorruptible.
Al cabo de unos minutos, el maestro las estaba invitando
a ocupar sus puestos ante las láminas de papel sobre los
lienzos que, a su vez, soportaban los caballetes. Explicó
grosso modo cómo preparar un primer boceto anatómico
antes de adentrarse en los detalles.
Un rato después, el maestro arrastraba su caballete para
quedar enfrentados.
Primrose estuvo a punto de gemir de angustia.
Tendría que pasar la siguiente hora, y eso como mínimo,
mirando a la cara a un hombre que jamás podría tener.
—Me alegra verla en perfecto estado, señorita Insley —
comentó para romper el silencio una vez realizaron los
primeros trazos. A ella le temblaba la muñeca. Suerte que,
desde su posición, él no podía apreciarlo—. Por un momento
temí que no sobreviviera a la noche.
—Las torceduras de tobillo no suelen cobrarse la vida de
las jóvenes, señor Connor —respondió con su mejor tono
desenfadado.
—Pero tengo entendido que uno se puede atragantar con
su propio veneno con independencia de su edad y de su
sexo, señorita, y anoche usted enseñó unos colmillos
infectados.
Primrose apretó los labios.
La amabilidad de la primera parte de la lección había sido
una puesta en escena, comprendió. ¿Para que se confiara y
luego asestarle la puñalada, tal vez? ¿Para no inmiscuir a
dos inocentes en su odio? Ahora estaban a distancia más
que suficiente de Quitterie y Rebecca para que cada pareja
mantuviese una conversación diferente, y las jóvenes
estaban demasiado entretenidas riéndose y bromeando
sobre sus bocetos como para pegar la oreja.
La señorita Vallans la había sacado de la cama a base de
empellones para exigirle que fuera a clase y, como mínimo,
se disculpara con Sean. Hasta Lavinia, que mil veces antes
se posicionaba de parte de las alumnas que de los
caballeros porque su sentido de la justicia iba en contra de
la tendencia común y no dependía del dinero o el género,
había estimado intolerable su comportamiento.
Primrose coincidía con ella, pero no soportó que él le
llamara la atención.
—Procuré lavarlos con una solución de alcohol antes de
irme a la cama, pero le agradezco la preocupación, señor
Connor —ironizó ella con la mayor naturalidad—. No le voy a
preguntar si usted consiguió descansar. Considerando que
tiene una visión de las cosas y de las personas propia de
quien se pasa la vida soñando despierto, dormido debe de
fantasear el doble. ¡Qué gusto!
Sean captó el mensaje implícito y entrecerró los ojos con
hostilidad, pero tomó un sendero distinto en la discusión.
—La imaginación no es una cualidad que deba ser
subestimada.
—¿Cómo iba yo a subestimarla? ¡Si soy la primera que es
consciente de su poder! Ya ve que hay hombres que solo
creen a las mujeres dignas de su devoción si les atribuyen
sus virtudes preferidas mediante un formidable ejercicio de
imaginación.
Observó que él soltaba una risa exasperada entre
dientes.
No le quedaba otro remedio que percibir cada una de sus
expresiones. La actividad los había condenado a mirarse de
manera deliberada y con una fijeza íntima.
—Me había sorprendido que, después del espectáculo de
Nochebuena, tuviera el valor de presentarse en la lección de
hoy —prosiguió con una despreocupación falsa pero muy
conseguida, concentrado en el dibujo a carboncillo—, pero
empiezo a comprender que viene a por más porque le
divierte discutir conmigo. Me reafirmo en lo que le dije ayer,
señorita Insley: cuesta hallar un parecido entre las
descripciones de Verity y usted.
—Enhorabuena, señor Connor. Está a un paso de
reconocer por fin que su pretendida es una embustera.
—Desde luego que sí. Por lo que la señorita Burton me
contó, era usted una santa. Ahora veo que asumí
erróneamente que su actitud de anoche la habría hecho
enfermar.
—Enfermar ¿de qué?
—De vergüenza, de culpabilidad... Incluso de miedo. A
una cuáquera le horrorizaría que el demonio se le metiera
dentro como le pasó a usted, ¿me equivoco?
Primrose puso los ojos en blanco casi por primera vez en
su vida.
—No caiga en la costumbre medieval de creer que una
mujer que piensa y opina distinto de usted es una mujer
poseída por el diablo. Es más inteligente que eso, señor
Connor.
—Más inteligente que eso, pero no tanto como para
protegerme de la pérfida Verity, ¿no es así? ¿Sabe? —Bajó la
mano que sostenía el utensilio de pintura y la descansó
sobre el regazo en un postura desahogada—. Llevo toda la
noche preguntándome por qué una joven hablaría en
semejantes términos de su mejor amiga. ¿O acaso la
señorita Burton le profesa un amor que no es
correspondido?
Primrose se estremeció, como cada vez que echaba la
vista atrás y se veía a sí misma despotricando de una de las
personas que más quería. Sobre todo porque, por más que
se avergonzara de haber caído tan bajo, sabía que no
estaba haciendo más que verbalizar los menos halagadores
aspectos de la personalidad de la víctima. Mencionarlos era
una vulgaridad, sí, pero no había incurrido en la mentira,
sino solo puesto voz a una opinión que llevaba años
tratando de empujar a lo más hondo de su ser para no
aceptar que Verity era pura virtud.
Inspiró hondo.
—Si es cierto que Wit me ha mencionado en sus cartas —
empezó con tiento—, sabrá que mi compromiso con la
verdad es kantiano. Por más que adore a mi amiga, no
puedo permitir que alguien sufra por capricho suyo. Ni
siquiera si ese alguien es un perfecto desconocido.
—Comprendo —cabeceó con falsa benevolencia—. Usted
solo intentaba ponerme a salvo de una arpía.
—Es una forma de verlo —respondió con aire distraído,
concentrada en trazar las líneas de la mandíbula de Sean.
Se estaba tomando en serio la tarea de construir una
imagen suya, decidida a guardar un recuerdo físico del
mejor año y medio de su vida que no consistiera en la
colección de cartas. Una prueba de que él había sido real,
de que su amor tuvo un rostro. No quería pensarlo
demasiado, o de lo contrario un acceso emocional haría
temblar aún más su mano.
Si no se hubiera convencido de que jamás sería suyo,
habría encontrado intolerable su cercanía. Pero Primrose
había saboteado hábilmente su derecho a luchar por lo que
quería para ahorrarse el sufrimiento del rechazo, el que
vendría tan pronto como se enterase de quién era su Verity.
—Supongo que no le queda otro remedio que dedicarse a
meter las narices en asuntos ajenos considerando que no
está entretenida que se diga por estos lares —comentó
Sean, aislado de su silogismo.
—En Navidad se está muy tranquilo en Arlington Abbey,
eso es cierto.
—Lo que pretendía decirle es que a lo mejor debería
preocuparse de su vida matrimonial y no de la de la señorita
Burton. Es obvio que requiere bastante más atención.
Primrose se enderezó de golpe, como si le hubiera
apretado la hoja de un cuchillo contra la espalda. Buscó su
rostro con la necesidad de confirmar que no había dicho tal
cosa, que había sido producto de su pérfida imaginación,
pero Sean le sostenía la mirada sin un ápice de vergüenza.
«¿Por qué es obvio, si puede saberse?», le habría gustado
ladrarle con tal de oír la respuesta hiriente que destruiría su
absurdo enamoramiento. Si se le caía el mito, podría seguir
adelante sin dedicarle un solo pensamiento, o de eso se
convenció. Pero no tuvo el valor de acabar de un plumazo
con la bella imagen masculina que le había devuelto la
esperanza.
Dejó a un lado el carboncillo y lo enfrentó con las palmas
sobre el regazo.
—A lo mejor me he equivocado tratando de evitarle una
decepción y un matrimonio infeliz, señor Connor. Empiezo a
pensar que la señorita Burton y usted podrían ser tal para
cual: ambos testarudos y maliciosos.
Se levantó con las manos temblándole, aterrada con la
posibilidad de romper a llorar antes de alcanzar su
habitación. Pasó por el lado de sus compañeras como una
exhalación, ignorando el latido doloroso del tobillo. Estaba
subiendo las escaleras que la conducirían a su alcoba
cuando el sonido de unos pasos precipitados y una voz
imperiosa la detuvieron.
—Me ha dejado dos veces con un palmo de narices,
señorita Insley. No voy a permitir que suceda una tercera.
No sin oírme antes.
Primrose ni siquiera se giró antes de reanudar la marcha.
—Créame —masculló entre dientes—, ya ha dicho
suficiente. Puede considerarse el ganador de la discusión.
—Si lo que la ha ofendido es que subraye su soltería —
empezó él, subiendo las escaleras con una mano sobre el
barandal y a un ritmo que pronto igualaría el de Primrose—,
sepa usted que peca de lo mismo que tanto critica. ¿Qué ha
sido de eso de que la incapacidad de tolerar las opiniones
ajenas es una señal de baja inteligencia?
Primrose se agarró las faldas para subir más rápido,
tratando en vano de huir de un hombre que tardaría dos
zancadas en alcanzarla.
—Herir mis sentimientos no es una opinión, señor Connor.
Es una bajeza.
—Oh, ¿es que acaso piensa usted que no me afecta su
actitud nefasta hacia la mujer que amo?, ¿hacia mí mismo?
Pretendía llevarme bien con los seres queridos de la
señorita Burton y usted no ha hecho otra cosa que poner
piedras en el camino desde que supo quién era yo. —Esperó
a haberla adelantado y haberle cerrado el paso con su
altura acentuada ahora por los peldaños de ventaja para
exigir una explicación—: ¿Por qué?
—Porque así soy.
Pero se le quebró la voz, y, de cualquier modo, él ya
contaba con un sabio argumento.
—No, no es así. Cuando la encontré en las inmediaciones
de la escuela fue encantadora conmigo —le reprochó con
una vehemencia que solo le hizo ver más atractivo.
«Encantadora», resonó en su cabeza.
No era un adjetivo que hubieran asociado con ella jamás.
Ni por piedad.
—Por más perdido que se haya dado mi futuro
matrimonial, como ha tenido la audacia de señalar —
balbuceó, nerviosa. Debía cambiar de tema—, sigue siendo
impropio que conversemos a solas.
Lo rodeó con las faldas bien agarradas, más por temor a
que se percatara de su nerviosismo que para evitar el
tropiezo, y siguió subiendo las escaleras.
Estaba a punto de salvar el segundo tramo cuando Sean
la corrigió con retintín.
—Usted y yo no conversamos, señorita Insley; discutimos.
Y no sé por qué demonios la ha afectado tanto que
mencione su soltería. Salta a la vista que es usted la única
responsable de no haber encontrado aún un buen partido.
La audacia de Sean la dejó patidifusa. Tuvo que girar en
redondo, con los ojos como platos y el corazón ardiendo de
dolor, para no olvidar nunca la cara que puso el hombre que
supuestamente la amaba al insinuar su fealdad.
Solo que algo no cuadraba.
—¿Yo? ¿Responsable? ¿Cree que elegí nacer así?
—¿Nacer así? —repitió, anonadado con su descaro—.
Habrá quien sea de su escuela, señorita Insley, pero a mí no
me parece que no tengamos ni voz ni voto sobre el modo en
que nos relacionamos. Si no fuera usted tal y como ha
demostrado que es, una mujer con doble cara y a la que no
le tiembla la voz a la hora de difamar a sus supuestas
amistades, no veo qué problema habría tenido para hallar
marido.
—¿No ve qué otro problema podría haber tenido? —jadeó
de una pieza—. ¿Se está burlando de mí? ¿Es eso?
—Estoy poniéndola en su sitio, pero ¿burlándome? No
osaría. Acostumbro a pronunciarme con absoluta seriedad.
—¿Y le parece serio decir que mis defectos son morales?
—Se le escapó una risotada incrédula.
—¿De qué otra deficiencia la acusaría, si no? Su aspecto
podría ser un defecto si aludiera a su naturaleza engañosa,
porque si nos acogemos a la teoría de que el rostro es un
reflejo del interior, no es de justicia que una mujer tan bella
esconda un corazón podrido. Por supuesto que sus defectos
son morales en exclusiva. —Esperó un instante para asimilar
lo que acababa de suceder, y entonces la miró desde abajo
consumido por la extrañeza y hasta la indignación—.
¿Pensaba que estaba menospreciando su apariencia? ¿Por
qué diablos llegaría a esa conclusión?
«Una mujer tan bella».
El adjetivo más positivo que había recibido en veintidós
años de vida había estado relacionado con ese corazón
podrido que él tanto despreciaba: sus amistades y maestras
decían que Primrose tenía, precisamente, un alma cándida.
Y hasta eso era mentira, porque podía albergar sentimientos
tan complejos como despreciables.
Uno de ellos lo había mencionado Rebecca: los celos.
Lo mejor que había dicho un hombre sobre ella, el único
que se dignó a permanecer a su lado durante diez largos y
tensos minutos mientras se desarrollaba un baile de
temporada, fue que «le había sorprendido de manera
positiva que resultara tolerable porque no olía mal».
«Una mujer tan bella», había dicho.
Los ojos se le anegaron de lágrimas y esta vez no pudo
ocultarlo. No fue el impulso más poderoso que la embargó:
incluso viéndolo borroso por el velo del llanto, percibió que
la irritación de Sean mutaba a un asombro en el que
acechaba el remordimiento, y el deseo de fundirse en un
abrazo con él para pedirle perdón y darle la bienvenida en
condiciones estuvo a punto de matarla.
Se tuvo que disuadir de hacerlo improvisando una barrera
entre ambos cubriéndose los hombros con las manos.
—Señorita Insley... —vaciló, dando un paso al frente—. Yo
no pretendía... Es decir, sí pretendía darle un escarmiento,
pero... Lamento de corazón si...
—¿De verdad piensa que soy bonita? —musitó con un hilo
de voz. Pestañeó deprisa para ahuyentar las lágrimas y ver
así con claridad su expresión. Estaba convencida de que
detectaría la mentira antes de escuchar la confirmación
piadosa, pero él parecía cada vez más confundido, como si
el dios Marte le hubiera preguntado cómo hacer la guerra.
Sean abrió la boca para contestar, pero no fue capaz de
hablar y mirarla de arriba abajo a la misma vez. Supo que
se arrepintió de haberlo hecho por la manera en que
presionó los labios y agachó la mirada, turbado de un modo
extrañamente cautivador. Se pasó una mano por el pelo de
por sí revuelto, obra de unos rizos voluminosos sin apego
por el decoro, y tragó saliva antes de volver a mirarla con
un brillo en los ojos que habría intimidado hasta a la mujer
con más experiencia amorosa.
—No creo que se merezca un halago después de haber
demostrado que no practica la clemencia cuando se
propone ofender —respondió en tono tajante, rígido como
una estaca—, pero sí quiero advertirla aquí y ahora de que
si sus continuados ataques contra la señorita Burton
encontraran su justificación en los celos o la envidia hacia
ella, no se lo perdonaría nunca. Además de ser ambas las
más pobres de las razones, en su caso resultan
directamente inadmisibles e inconcebibles.
Primrose le aguantó la mirada con el corazón y el aliento
suspendidos.
Clarissa había repetido en cientos de ocasiones que era
atractiva, y que el hecho de que los hombres fueran
demasiado obtusos para reconocerlo por presiones sociales
no eliminaba esa verdad universal. Pero no era lo mismo
recibir un halago afectuoso viniendo de una amiga cansada
de oír llantos amargos que de un hombre como aquel; un
hombre que era tal y como uno imaginaría al resultado
carnal de que Zeus se hubiera metido en la cama con el
mismísimo sol, con la luna o con las estrellas, o con todos
los fenómenos y astros de hermosura irreal que existían a la
vez.
Olvidó que habían estado discutiendo hasta el momento e
incluso que la estaba amenazando con su odio eterno. Bajó
tres de los cuatro peldaños que los separaban y, deseosa de
demostrarle su eterno agradecimiento, apoyó las manos en
su torso y lo besó con fervor en la mejilla.
Besar a un hombre era una experiencia curiosa. Tenía la
piel caliente, y, a pesar de haberse afeitado, la insinuación
de la barba le raspó los labios. Y el olor... Si los hombres
olían a tierra, a la pura naturaleza, no le extrañaba que las
mujeres enamoradas llevaran toda su historia queriendo
que las enterraran por ellos; queriendo tenderse sobre ellos,
beber de ellos, rebozarse hasta empaparse de ellos.
Aprovechando que lo había dejado sin palabras, le dirigió
una sonrisa delicada y temblorosa como un nenúfar y se
marchó escalera arriba. Mantuvo el puño apretado contra el
pecho, igual que una mujer su bolso después de que le
hubieran intentado robar.
Allí llevaría las amables palabras de Sean hasta el día del
Juicio Final, en ese cálido rincón entre el corazón y el alma
que de todos modos siempre había tenido su nombre.
Capítulo 6

No se quedaba tan turbado con un beso en la mejilla


desde que tenía diez años, cuando una doncella de
Henshawe House, Polly Gates, le agradeció que la ayudara a
cargar hasta su casa una carreta con heno para alimentar a
los dos burros de su padre. Desde entonces habían
transcurrido dieciséis años y creía haber visto mundo
suficiente para no dejarse impresionar por las inocentes
carantoñas de una virgen.
Había subestimado el poder de las mujeres, eso era
evidente.
Sean había tenido que regresar a la improvisada sala de
pintura para continuar la lección y guiar a las señoritas
Wargrave y Tandye en su torpe pero tenaz ejercicio artístico.
Primrose Insley no se molestó en regresar y tampoco la vio
en lo que restó de día, cosa que muy en el fondo agradeció.
Le permitió realizar un examen introspectivo para tratar de
discernir qué diablos le pasaba con ella.
Sospechaba de qué podía tratarse. Y es que a diferencia
de lo que la jovencita había insistido en recalcar, Sean tenía
lo justo de tonto y se jactaba de captar al vuelo los intentos
de manipulación. Solo que a veces decidía fingir que no se
percataba de los mismos para así tener la fiesta en paz.
Pero parecía que la fiesta no estaría en paz ni de una
manera, ni de la otra, por lo que bien merecía darle un largo
pensado a la situación que se le planteaba.
Al día siguiente notaba todavía la huella del beso de la
señorita Insley en la piel. Se vistió modestamente con una
de las tres mudas que había traído consigo, conjunto de
botas de caña alta y chaleco ajustado color madera, y bajó
las escaleras principales casi de puntillas, como si le debiera
un respeto religioso al sagrado rincón donde el beso había
tenido lugar. Oyó de fondo un coro de risas femeninas y
supuso que Rebecca y Quitterie estaban tomando un
desayuno tardío en su salita de descanso.
Aún contaban con media hora de ocio antes de reunirse
de nuevo con él, como dictaba la nueva rutina, para pasar al
lienzo los trazos del boceto. Se le ocurrió que sería egoísta
privarlas de su mutua compañía y se propuso posponer la
conversación que tenía pendiente con la señorita Wargrave.
Pero ya fuera porque Dios había escuchado sus súplicas
mentales o bien debido al fruto de la casualidad, justo
cuando pasaba por delante del salón, Quitterie lo estaba
abandonado con prisa.
—Buenos días, señor Connor —murmuró con las mejillas
ruborizadas.
Sean había tenido que evitar que se chocaran sujetándola
por el hombro. La soltó enseguida, a sabiendas de que la
criatura era en exceso vergonzosa y el simple contacto
podría hacer que se desmayara de la impresión.
—Buenos días a usted, señorita Tandye. ¿Está preparada
para la siguiente lección?
—A ello iba. Me gustaría pedirle un delantal a la señorita
Vallans para no ensuciarme el vestido. El mandil de ayer
aún no ha pasado por el lavadero y todavía están húmedas
las manchas de la mezcla de las pinturas.
Sean se apartó de la puerta y gesticuló con benevolencia
hacia el pasillo para invitarla a continuar su recorrido.
Quitterie se agachó en una rápida reverencia y le faltó
tiempo para desaparecer.
Si no hubiera tenido asuntos personales en los que
pensar, se habría compadecido de la muchacha por el negro
futuro que le auguraba. Había hombres que se pirraban por
una chispa de timidez inicial porque la asociaban con la
inexperiencia amorosa, con la inocencia que tan atrayente
resultaba en las mujeres, pero la actitud de Quitterie rayaba
en la rareza, y las excentricidades carecían de cabida o
perdón en el mundo del dinero.
Cruzó el umbral del saloncito, pintado de los mismos
tonos cálidos que vestían a la señorita Wargrave, y esperó a
que la susodicha se percatara de su llegada para dirigirse a
ella sin rodeos. Llevaba el cabello recogido en un sencillo
rodete y un vestido de mañanas color melocotón, pero eso
no era lo que saltaba a la vista. Sostenía una taza de café
con una mano; el periódico ocupaba la otra, y no se trataba
de la humilde impresión de un medio local, sino del Times.
Alguien debía de hacérselo llegar todos los días desde la
capital para poder informarse de manera exhaustiva, lo que
delataba un interés personal y cuanto menos impropio del
bello sexo por conocer las últimas novedades.
—Considerando su tendencia a proteger las
singularidades de su carácter del ojo público, me sorprende,
y no para mal, que no se moleste en esconder el periódico
de mi vista —comentó con naturalidad en su camino hasta
la mesa redonda.
En la fuente de porcelana aún quedaban bollitos
espolvoreados de azúcar, y una tetera humeante esperaba
a que decidiera servirse.
Cómodo en compañía de la dama, se preparó el té y dio
un generoso mordisco al pastelito.
—Solo disimulo mis extravagancias en presencia de
potenciales pretendientes —le explicó con un encogimiento
de hombros. Tardó un segundo de más en doblar el
periódico y depositarlo a un lado, como si durante un
instante se hubiese planteado obviar la compañía en
beneficio de continuar la lectura.
«Qué maleducada, señorita Wargrave», pensó Sean con
sorna.
—¿Qué es lo que me hace lo contrario a un potencial
pretendiente? —inquirió con interés y ni una pizca de
indignación, aun sospechando que la respuesta sería
ofensiva para él—, ¿que soy su maestro?, ¿que pretendo a
la señorita Burton?, ¿que no poseo una riqueza voluminosa?
—Una combinación de todo lo mencionado. No le quepa la
menor duda de que el hecho de cartearse con Wit habla de
unas inclinaciones cuestionables cuanto menos —respondió
sin tapujos—. Pero no escondo el periódico por una cuestión
más simple: no parece usted de los que se mezclan con la
alta sociedad y, aun en el caso de hacerlo, no tendría el mal
gusto de revelar ante otros candidatos que la honorable
señorita Wargrave sabe pensar.
Sean se echó a reír con su cinismo. Un defecto que
deleznaba en los hombres se convertía en una delicia
cuando lo aireaba una mujer, por lo general privada de
nacimiento de tener sentido del humor o un ingenio afilado.
—Lamento decirle que uno se percata de que sabe usted
pensar en el preciso momento en que la escucha por
primera vez. Que utilice su inteligencia para minar el amor
propio de sus enemigos no la hace menos ocurrente.
—Si tanto se me nota, tendré que pulir mi expresión oral
—atajó, y se acercó la taza a los labios para dar un sorbo
que zanjara el debate.
En el brillo travieso de sus ojos percibió el inmenso placer
de poder hablar de tú a tú y sin tapujos con un hombre. No
debía de habérsele presentado la ocasión hasta el
momento. Sean apostaba por que todos los caballeros de su
entorno intentaban o habían intentado conquistarla,
obligándola sin darse cuenta a actuar como una debutante
encantada con las atenciones en lugar de como un sujeto
con autonomía y opiniones propias, y los que no, habían
renunciado al cortejo porque la creían una muñeca de
porcelana. Esto también la forzaba a estar a la altura de sus
expectativas y a evitar practicar su humanidad para no
decepcionarlos.
Después de soltar una carcajada sana, guio la
conversación por el camino que le interesaba.
—Confío en que esperará a que le haya planteado mis
dudas para borrar todo atisbo de astucia de su
personalidad. Preferiría que no se contuviera a la hora de
contestar a mis preguntas, aunque pudiera pecar de
mordaz.
Rebecca gesticuló hacia él en señal de invitación,
regocijándose con vanidad en que quien la veía por fin tal
cual era en realidad no manifestara el menor desprecio
hacia su esencia.
—Adelante.
Sean se reacomodó en la silla para adoptar una postura
informal. Cruzó el tobillo sobre la rodilla y se repantigó
contra el respaldo, como si del tema a tratar no dependiera
en gran medida su felicidad.
—¿Cuál diría que es la asignatura preferida de la señorita
Burton, usted, que la conoce tan bien?
La joven enarcó una ceja, no para pedir explicaciones,
sino admitiendo que le había divertido la inesperada salida.
—Imagino que la que mejor se le da —suspiró, echándose
también hacia atrás en el asiento—. Montando a caballo no
tiene rival, y no le menciono esta habilidad por decir una,
sino porque es posible que sea lo único en lo que destaca.
Aunque sea avispada de nacimiento y pueda dar lecciones
de política contemporánea, no es una estudiante modélica
que se diga.
—¿Y la que menos le gusta?
Rebecca dedicó un momento de reflexión a pensarlo, a lo
que Sean estuvo a punto de sonreír. Para odiar a la señorita
Burton como juraba y perjuraba hacerlo, se tomaba muy en
serio todo lo relacionado con ella.
—Me consta que desprecia las lecciones de la señorita
Vallans. Toda lectura obligatoria le resulta soporífera porque
opina que no se debe imponer el gusto por los libros y que
enseñar la preferencia por los clásicos es una imperdonable
muestra de elitismo y un desprecio a la literatura popular...
y porque no le gusta que le digan lo que tiene que hacer,
todo sea dicho. No soporta la poesía, por otro lado. Opina
que el lirismo del lenguaje dificulta la comprensión, lo que
excluye de forma deliberada a quien no posee determinados
conocimientos porque no ha tenido acceso a una educación
exhaustiva, y que las tertulias están plagadas de
seudointelectuales pagados de sí mismos cuya pretensión
entorpece, si no arranca de raíz, el disfrute de los versos. —
A Sean le pareció percibir una sonrisa complacida en su voz.
Incluso si no estaba conforme con la visión de Witty, era
obvio que respetaba la originalidad de sus argumentos—. La
ficción la aburre salvo contadas excepciones, todas
notables; sostiene que la lectura debe enseñar e iluminar
caminos intelectuales, no inventar recorridos para el deleite
de la imaginación. Solo la verá leer densos manuales de
economía y, como mucho, algunos manifiestos filosóficos.
Una manía heredada de su padre, imagino.
Su mueca denotó que su opinión sobre el señor Burton no
era positiva que se dijera.
Ni la suya, ni la de la inmensa mayoría de la sociedad.
—¿La señorita Burton cree en Dios?
Rebecca le dirigió una mirada burlona.
—¡Qué pregunta! Todos creemos en Dios, señor Connor —
replicó con la justa dosis de ironía para no ofender
sentimientos religiosos, de los que en el fondo ella misma se
burlaba. Él se dio por escarmentado levantando las dos
manos—. Pero si lo que cuestiona es si la señorita Burton no
se pierde un servicio, reza antes de acostarse y vive por y
para el cumplimiento de los preceptos del Señor..., le
aseguro que no.
—Ya veo. ¿Y qué me puede decir de sus aspiraciones?
La ceja ya enarcada de la dama no hizo sino escalar.
—Hasta ahora me ha hecho preguntas que he podido
responder porque asisto a las mismas clases que ella y
tengo el infortunio de oír sus opiniones día sí y día también;
opiniones que se da el gusto de berrear incluso ante
quienes no debe gracias a la inmunidad que le concede ser
quien es. Pero ¿qué le hace pensar que conozco los secretos
deseos de su alma?
—Que la detesta con todo su ser —resolvió con sencillez
—, y, por ilógico que pueda sonar, prestamos más atención
a aquellos que odiamos que a quienes amamos.
El gesto incrédulo de Rebecca se torció hacia una sonrisa
vacía que insinuaba una pena antigua.
—Eso tengo entendido, sí —murmuró para sí misma. Se
recuperó de un momento de debilidad con una inspiración
entrecortada y lo encaró con otro tipo de energía—. Si le soy
sincera, señor Connor, no secundé las opiniones de la
señorita Insley durante la cena de Nochebuena porque no
estaba de acuerdo con ella. Es cierto que es una joven de
naturaleza coqueta, pero no me parece que su sueño en la
vida sea acumular cartas de amor o coleccionar corazones
rotos. Me atrevería a decir... —Apoyó el codo en la mesa y
sobre la mano fue a descansar su mejilla, que se acarició
con parsimonia mientras reflexionaba—. Me atrevería a
decir que, si aún no se ha casado pese a haber recibido
múltiples ofertas estas dos temporadas, no es porque le
guste hacerse de rogar, como me consta que se rumorea. Ni
siquiera porque la fortuna de Desmond Burton y la plena
confianza de su familia materna le permita revolotear sin
preocupaciones hasta bien entrados los veinte años. Me
parece que fantasea con enamorarse —determinó, y no
sonó despectiva, como si se le antojase una cursilería
infantil, sino vagamente compasiva, anticipando el
apocalipsis que se le vendría encima si lograba su objetivo
—. Otro pájaro que los Burton debieron de meterle en la
cabeza, este sin pretenderlo. Sus padres estuvieron vetados
de Almack’s, entre otros lugares públicos, porque eran
incapaces de comportarse con la mínima decencia en
presencia del otro. No se sacaban las manos de encima en
los días buenos, y, en los malos, sus peleas dejaban en
paños menores los diálogos de las óperas en intensidad y
volumen... O eso me contó mi padre.
Sean asintió despacio para indicar que necesitaba digerir
la información.
En el fondo no le pillaba con la guardia baja que le
hubiera desmontado el mito de Verity Burton. Sabía que a la
señorita Wargrave le gustaba ejercer el rol de villana en
reuniones de más de dos invitados para cerciorarse de que
nadie la atacaba a ella, pero también sabía que en privado
se mostraba tan moderada como era en realidad y le
ofrecería la visión más objetiva de los hechos.
La visión que, en realidad, él llevaba horas sabiendo que
era la verdadera.
—Entonces no la ha oído hablar sobre la construcción de
una novela, ni ha manifestado interés alguno en convertirse
en una cotizada escritora de la talla de la señorita Austen —
retomó solo para confirmar.
Rebecca esperó a haber posado el café sobre el platillo
para clavar en él una firme mirada que hablaba por mil
palabras.
—Señor Connor —empezó con un tono tan aterciopelado
como implacable—, la única persona que va de acá para allá
con una libreta de anotaciones para su novela es Primrose
Insley. Y tiene talento para la escritura, todo sea dicho —
añadió con impostado desdén, desviando la vista a las uñas.
—No me diga que ha metido las narices en sus
anotaciones —se mofó amistosamente.
—Una se aburre en la escuela durante los recesos —se
justificó con vaguedad.
Sean trató de controlarla, pero se le terminó escapando
una sonrisa de complicidad. Esperó a que hubieran
transcurrido unos minutos de silencio para retomar la
conversación con un nuevo cariz confidencial.
Echó el peso sobre los codos y se inclinó hacia delante
para hablarle en voz baja.
—¿Ve como no tiene usted un pelo de tonta? —inquirió en
referencia a su insinuación.
Rebecca le aguantó la mirada.
—Usted tampoco, señor Connor. A lo mejor debería actuar
en consecuencia.
La dama se ayudó del borde de la mesa para levantarse.
Alisó las arrugas que se le habían formado en la falda de
muselina sin apartar la vista de Sean, incitándolo con su
apremio a hacer algo al respecto de sus recién confirmadas
sospechas.
Ni siquiera la propia señorita Wargrave pensaba que
conversar con ella había sido iluminador. Ambos sabían que
él se había sentado a desayunar con las ideas claras, y que
lo único que buscaba era seguir recabando pruebas para...
¿para qué? ¿Para vengarse con más razón? Primrose se lo
merecería por embustera, pero no podía engañarse a sí
mismo. La telaraña de la mentira había sido débil desde el
principio. Incluso si no hubiera tenido la mosca en la oreja
desde que paseó a Primrose y a su tobillo magullado hasta
Arlington Abbey, habría bastado con tomar el barco a
Inglaterra para desmantelarla más pronto que tarde.
Aun así, ¿cuánto tiempo no habría permanecido la venda
sobre sus ojos si una recóndita parte de sí no hubiera
fantaseado con que la señorita Insley fuese, en realidad, su
destinataria?
El verdadero impulso de pararse a reflexionar a solas
sobre cada palabra que salía de su boca y conectar los
puntos había nacido de la necesidad de comprender esa
absurda fascinación inicial por la amiga de Verity. Sean se
había estado negando a aceptar que la aparición de una
muchacha de apenas metro sesenta y cinco y ojos verdes
hubiese sido suficiente para distraerlo, alejarlo, disuadirlo
de sus planes para con la cada vez más diluida señorita
Burton. Su madre le habría dicho que no le extrañaba un
ápice porque su carácter veleidoso le había llevado a pensar
más de una vez que estaba enamorado cuando lo suyo era
un capricho elevado a la categoría del sentimiento por obra
de su dramática —él prefería «artística»— tendencia a
glorificarlo todo. Pero Sean había aprendido a diferenciar lo
divino de lo mundano gracias a la mujer que le escribía las
cartas. No estaba menos enamorado de ella porque se
hubiera sentido atraído por la señorita Insley, y por
supuesto que no era un contrasentido: en Belfast
abundaban las bellezas y Sean había sentido tentaciones
como todo aquel con boca y pulsiones. Habría sido lógico,
aun así, que su inclinación hacia Primrose incluso a pesar de
su lamentable comportamiento le hubiera pesado.
Pero, más que incomodarle, le había olido a chamusquina.
Todo cobraba sentido si la dueña de su corazón y la
causante de sus desvelos eran la misma mujer.
Dejó de jugar con la cucharilla del juego de porcelana. De
pronto notaba el estómago demasiado revuelto como para
apurar el té. Se levantó despacio. La soledad había
duplicado el eco de la estancia y quería evitar el ruido,
como si haciéndose notar peligrara el descubrimiento de un
secreto que no significaría nada para nadie, pero que lo era
todo para él.
Sumido en un silencio confuso por lo que le tocaría hacer
a partir de entonces, se dirigió a la salida de la escuela.
Pensaba en dedicar el rato previo a la lección a pasear
por los alrededores cuando se topó con un muchacho a las
puertas de la mansión. Llevaba una graciosa gorrilla calada
en la cabeza, un papel arrugado en una mano y las riendas
de su caballo en la otra.
Estaba tan agitado que por poco embistió a Sean en su
objetivo de llamar a las puertas.
—Cuidado, chico —dijo él, sujetándolo por los hombros
para evitar un choque doloroso—. ¿A dónde vas? ¿En qué te
puedo ayudar?
—Señor... —Tuvo que hacer una pausa para tomar aliento
—. Vengo de Londres. Traigo una nota urgente de parte de
la señorita Verity Burton. ¿Sabe usted dónde podría
encontrar a la destinataria, la señorita Insley?
Sean enarcó las cejas. Aquel apuntaba a convertirse en su
día de suerte...
... O en su peor pesadilla.
Todo dependía de si lo tomaba desde una perspectiva
optimista.
—Conque Verity Burton, ¿eh? ¿Por qué no lo dejas en mi
manos? —Alargó la palma hacia arriba con una de sus
mejores sonrisas conciliadoras—. Soy el maestro de pintura
y da la casualidad de que comenzaré la segunda lección de
la semana en unos minutos. Me encargaré de que le llegue,
muchacho. Así no pierdes el tiempo buscándola y puedes
volver a casa antes.
Esperaba que el chico opusiera resistencia. Una de las
normas no escritas sobre los mensajeros era que debían
entregar el sobre en la mano de quien se presentara como
el destinatario, nunca de otra persona.
Pero este le sorprendió con un suspiro de alivio.
—No sabe cuánto se lo agradezco, señor. La última vez
que vine a entregarle una carta a la señorita Burton, me
pasé una hora y media dando vueltas por el edificio hasta
que la hallé. —Levantó la mirada para examinar el recibidor
con recelo—. Este lugar es enorme, ya se lo digo yo. Si
alguien no quiere ser encontrado, será imposible localizarlo.
Le plantó la nota en la mano y se dio la vuelta sin
molestarse en recalcar que debía llegar a su legítima dueña.
Sean alargó el que su cuerpo le decía que sería un
momento trascendental permaneciendo de pie bajo el
umbral. Observó con aire distraído la precipitada marcha del
muchacho, y no fue hasta que su caballo se había perdido
en el horizonte que agachó la mirada hacia el papel
doblado.
Lo giró entre los dedos índice y corazón con una ligera
suspicacia, y por fin ojeó el contenido.
Querida Prim,
Me temo que no planeo regresar a Arlington Abbey antes de lo previsto. Estoy
muy cómoda aquí, con mi familia. Ya sabes que, si te apetece pasar el resto de
las vacaciones en compañía (o en buena compañía... o solo en mejor compañía
de la que supone la señorita Wargrave), no tienes más que decirlo: mi padre
mandará un carruaje para que te recoja y te traiga a la ciudad. No tendrás la
suerte de que mi padre en persona lo conduzca y te ayude a subir y a bajar del
coche, pero al menos podrás disfrutar de su estimulante presencia en casa.
Y dejarás de echarme de menos, lo que no está de más.
Respecto al señor Connor, haz lo que veas conveniente. Procurando, si es
posible, que no regrese a Irlanda con la peor de las opiniones sobre mí. Mi padre
dice que algún día será un pintor famoso y no me gustaría que en sus memorias
echara pestes sobre la señorita Burton.
En fin. Lo dejo en tus manos.
Siempre tuya,
Witty

Sean volvió a doblar el papel sin más ceremonia,


manteniendo el semblante neutro que le había acompañado
durante la lectura.
Estaba de suerte. Si la señorita Burton se hubiera tomado
la molestia de lacrar un sobre, justificar que estuviera
abierto ante Primrose le habría requerido un esfuerzo
intelectual. Por fortuna, era cierta la leyenda de que Verity
rehusaba preocuparse de las sensibilidades ajenas. Le
importaba tan poco que la señorita Insley la hubiera
contactado a los pocos minutos de que Sean se personara
en Canterbury que ni siquiera creyó que debiera blindar un
mensaje delator y a todas luces hiriente.
Porque cualquier hombre que hubiese recorrido
quinientas millas para reunirse con una mujer se habría
sentido ofendido de que aquella hubiera sido su respuesta.
Y, sin duda, Sean estaba ofendido.
Indignado.
Pero no por la reacción de la señorita Burton, que le
parecía apropiada considerando que se le exigía que se
responsabilizara de un caballero que nada tenía que ver con
ella.
A fin de cuentas, esa no era la caligrafía de la mujer a la
que amaba.
Capítulo 7

La carta de Verity había llegado.


Quería matarla por desentenderse de ella en un asunto
tan delicado, pero al mismo tiempo la comprendía. Nada le
gustaba más a la señorita Burton que reunirse en las fiestas
con su amplísima colección de tías y primos. Primrose se
había convencido de dejarla disfrutar sin remordimientos en
lugar de devolverle la nota con una sarta de reproches,
alegando que no habría dudado en tomar un coche de
vuelta si de verdad hubiese tenido un problema grave.
Pero he ahí el quid de la cuestión: Sean no era un
problema grave.
Era un problema que se había buscado ella sola.
Un sirviente le había subido la nota a la habitación.
Sentada en el tocador que acostumbraba a ejercer de
escritorio, lugar donde daba rienda suelta a su imaginación
y contestaba a Sean con el corazón en un puño, Primrose
había obtenido la inspiración que necesitaba para continuar
su plan: pasó a limpio la carta con su letra, palabra por
palabra, para a posteriori mostrársela a Sean y que él
mismo se desencantara con el humillante desinterés de la
joven.
Por una vez tendría en consideración sus sentimientos
aguardando al final de la clase de pintura.
Le arruinaría la tarde, eso seguro, pero no el día entero.
Respiró de forma consciente, llamando a la calma, y se
apoyó en el reflejo de sí misma que le devolvía el ventanal
para configurar una postura natural. Necesitaba exudar
confianza y normalidad.
Sean había mandado sacar los caballetes al porche,
donde estarían refugiados del frío invernal pero gozarían de
las inspiradoras vistas. Llevaba dos días nevando sin
descanso y las tierras de la finca se habían cubierto de
medio metro de blancura fantasmal. Al menos el cielo había
conseguido vencer la niebla nocturna y había amanecido
tan nítido que se podía percibir desde allí la trémula
vibración del sol.
—Bonito vestido, Prim —dijo Quitterie en cuanto ocupó su
lugar frente a Rebecca.
La aludida alzó la mirada de su lienzo en blanco y capturó
el gesto conspirador de la señorita Wargrave. Más que
halagarla de corazón, la francesa había hecho un apunte
objetivo; era un vestido bonito, sobre todo en comparación
con los que acostumbraba a ponerse, pero Rebecca había
captado el porqué de su elección y se aseguró de ventilar
con petulancia que lo sabía tomando asiento con una
sonrisa conocedora.
Primrose se ruborizó y, como si así pudiera cubrirse, mesó
desesperadamente los pliegues de la falda aguamarina.
Era, en efecto, la prenda más bonita que tenía en el
armario, un vestido con el corte recatado y fiel a su
personalidad, pero con un estampado vivaz que la haría
llamar la atención.
La señorita Wargrave no se equivocaba. En el fondo de su
ser, deseaba que Sean la mirase y se reafirmara en que
encontraba muy agradable su aspecto.
No tuvo tiempo de agradecer el cumplido. Como si lo
hubieran invocado, el maestro apareció con la prisa con la
que lo hacía todo y un estuche bajo el brazo.
El corazón le dio tal vuelco en el pecho que por poco se
llevó la mano a la zona para protegerla.
No conseguía acostumbrarse a su presencia física.
Comenzaba el tercer día de convivencia y, aun así, cada vez
que entraba en una habitación era como si alguien le
rodeara el cuello por detrás. Sentía miedo por si la
descubría con tan solo mirarla —ni que eso fuera posible—,
pero también un alivio tan placentero de tenerlo cerca por
fin que a ratos resultaba doloroso.
—No pretenderían ustedes pintar sin pinceles, ¿verdad?
—fue lo primero que preguntó en cuanto estuvo en el centro
del porche. Mostró el estuche, retiró el cordel que lo
mantenía fijo y lo desplegó como si de un pergamino real se
tratara. Escogió uno de los pinceles al azar para mostrarles
la punta—. Me gustaría que no se sintieran limitadas en
ningún sentido y dieran rienda suelta a su arte como mejor
les viniera, para lo que será necesario que no me
entretenga con directrices. Pero algo básico, además de la
mezcla de colores y la medición y encaje de las facciones de
nuestra retratada, es el uso de los pinceles.
»Los de superficie plana como el que estoy sosteniendo
sirve para los trazos anchos y colorear grandes espacios.
Será perfecto para plasmar las primeras manchas generales
de nuestro cuadro: mejillas, cuello, cabello... Áreas que
ocupan un segmento considerable. ¿Alguien recuerda lo que
dije sobre la iluminación en la pintura?
Quitterie levantó la mano.
—Es primordial decidir de dónde viene la luz para
establecer la posición de las sombras.
—Correcto. Muy bien, señorita Tandye. El pincel por
antonomasia, el que todos conocemos, es el pincel redondo.
—Sacó uno que cumplía con la característica y lo aireó como
un director de orquesta su batuta—. ¿Para qué creen
ustedes que se utilizará?
—¿Para líneas más finas?
—Está usted sembrada hoy, señorita Tandye. En efecto.
Líneas finas, detalles, filigranas... Por ejemplo, el sombreado
de la nariz, los labios, el iris y la pupila. Se los entregaré de
todos los tamaños para que no se vean en la tesitura de
colorear pestañas con un pincel por debajo del uno.
—¿Por debajo del uno? —repitió Rebecca.
—Todo objeto que presente una variedad infinita de sí
mismo, como es el caso de los pinceles, al menos en cuanto
al tamaño, recibe un nombre para ayudar a diferenciarlo.
Igual que la gente —le sonrió—. Los hay del cero, del veinte,
del dos cero... Solo los redondos llegan al tamaño más
reducido.
»Acabamos con los denominados pinceles de abanico, los
que yo de niño pensaba que eran un chiquillo partido por un
rayo —A Primrose se le escapó una sonrisa con la breve
anécdota. Le gustaba verlo en su papel más teatral; desde
luego, daba las clases con una pasión contagiosa—. Como
veis, cada uno de sus pelitos apunta en una dirección
contraria, como si hubiese recibido una descarga. No es un
error. Se hacen así para crear texturas, como, por ejemplo,
en la melena de nuestra retratada, y para difuminar.
Sencillo, ¿verdad?
Caminó con seguridad hacia la mesilla central y ahí
depositó el estuche con una delicadeza de la que un hombre
de sus dimensiones parecía incapaz. Cogió cuatro pinceles
de superficie plana y los fue entregando a cada una
empezando por la señorita Wargrave y terminando por Prim,
que aguardó a su llegada con la respiración suspendida.
Sus miradas se encontraron por primera vez desde la
discusión de la mañana anterior. Ella pensó que no lograría
aguantársela, todavía abrumada por su halago, pero el
relampagueo secreto de sus ojos vibrantes atrajo su
atención. No fue impotencia o desprecio lo que vio en su
expresión, sino algo que no era posible entender; una
emoción abismal de la que su cuerpo se intentó poner a
salvo ruborizándola hasta las puntas de las orejas, como un
camaleón que tratara de pasar desapercibido poniéndose
del color del fondo.
—Buenos días, señorita Insley —dijo en voz baja.
Fue como si le hubiera susurrado una zalamería.
Primrose no encontró la forma de responderle
verbalmente, demasiado agitada por su proximidad, y se
limitó a asentir en su dirección. Rabió por no poder regresar
al momento en que se conocieron, a esa presentación
natural en la que ella, al no saber que era Sean, pudo
desenvolverse con la tranquilidad de no pretender
impresionarlo.
Confió en que no se daría cuenta de que le temblaban los
dedos al tomar el pincel.
—G-g-gracias.
Debía de pensar que estaba loca, concluyó. O, como
mínimo, se estaría preguntando quién diablos era en
realidad la mujer que tenía delante: la que la timidez
paralizaba o la que cruzaba límites castigados por Dios para
humillarlo.
Él la sorprendió quedándose en el sitio, de espaldas a las
demás, para decirle:
—Me gustaría que la mañana de hoy tuviéramos la fiesta
en paz. Para que vea que mi compromiso con nuestra
cordialidad es solemne, evitaré mencionar a la señorita
Burton, la que parece la fuente de nuestras disputas. A
cambio le pido que haga lo mismo. ¿Lo cree factible? —
inquirió. A la vez que bajó el tono, se inclinó sutilmente
hacia ella de modo que su rostro le quedó a poco más de un
palmo de distancia.
Con la repentina proximidad, Primrose sintió que algo se
retorcía dentro de sí: un anhelo autodestructivo.
¿Mariposas? ¿Quién había inventado tal cosa? Ella sentía
que un animal enjaulado en sus entrañas trataba de
devorarse a sí mismo y le infligía heridas en el proceso.
Impulsada por el miedo a delatarse, agachó la cabeza
como un subordinado.
—Sí, señor.
Él la obligó a levantar de nuevo la mirada tomándola con
suavidad de la barbilla.
Era la primera vez que la tocaba desde que sabía que era
Sean Connor.
Esperó a hacer contacto visual con ella para asentir.
—Bien.
La soltó con naturalidad, una naturalidad casi ofensiva
para una mujer que había vivido el contacto como una
gracia divina. Acto seguido, se situó frente a su propio
caballete para comenzar a dar las indicaciones.
Inicialmente giró el soporte hacia las demás para que
pudieran observar cómo trazar las primeras manchas.
—El orden de uso en los pinceles es del más grande al
más pequeño. El orden de trabajo en cuanto a la iluminación
es de las zonas más oscuras a las más claras. Por eso
pintamos primero una base general de color. Si la señorita
Insley tuviera el cabello negro, colorearíamos los contornos
del recogido de negro sin miedo... porque no hay que
tenerle miedo al negro, por más que insistan en ello los
artistas clásicos —apostilló. Lanzó una mirada furtiva pero
intencional a Primrose—, pero como lo tiene de un castaño
muy claro, incluso rubio oscuro, diría yo, pondremos una
base de sombra tostada tirando a avellana oscura y más
adelante iremos aplicando los ocres. En el caso de ustedes,
señoritas, la base deberá ser directamente ocre. El rubio
dorado es más fácil de recrear en pintura, y es cierto que
también queda vistoso con menos esfuerzo.
Acompañó la última apreciación de un guiño para que no
pensaran que era un insulto velado. Rebecca lanzó una
mirada inquisitiva a Primrose, invitándola a explicar por qué
el señor Connor alababa la tonalidad de su melena.
Ella no supo cómo actuar ni entonces ni unos segundos
después, cuando el maestro, ajeno al revuelo que iba a
causar, prosiguió.
—Creo que no tengo ni que decir que debemos limpiar el
pincel antes de utilizar otro color, tanto si vamos a emplear
uno más claro como si nos decantamos por uno más oscuro.
Los colores han de ser tan puros en el papel y el lienzo
como lo son en la paleta. Lavamos el castaño con la
solución de aguarrás, que no es bebible por tentadora que
se presente, y nos dirigimos a la piel. —Como si lo
necesitara para inspirarse, lanzó una mirada premeditada a
Primrose, que se puso firme en el acto. Y no tanto porque
fuera a describir su peor defecto, sino por lo halagador que
fue el detenimiento con el que la examinó—. La señorita
Insley tiene una piel cremosa y brillante, más tirando a
marfil que a dorado o aceitunado. Por eso, en mi mezcla de
blanco, amarillo, rojo y una pizca de azul ultramar, el básico
para la mayoría de las pieles, voy a potenciar el blanco.
Diría que la única marca de nacimiento que podemos
apreciar en su rostro —prosiguió, pensativo. Se acercó a ella
con el pincel a la espalda en una postura propia de valet y
la tomó de la barbilla para contemplar de cerca la mancha
de la mejilla— es tan solo dos o, como mucho, tres tonos
más oscura que el resto. Para lograr una tonalidad más
arenosa que marfileña, añadiremos una gota de rojo. —
Cuando Primrose estaba a punto de balbucear que por favor
no siguiera hablando, abochornada porque su mayor
inseguridad fuese mencionada en voz alta, Sean se giró
hacia las alumnas sin soltar su mentón y dijo—: ¿Ha
quedado claro cómo conseguir el color de la piel?
—Sí, señor Connor —respondió Quitterie, la única que
estaba más concentrada en la lección que en el escandaloso
hecho de que un hombre soltero tocara a una alumna.
Para asombro de Primrose, Rebecca no parecía frotarse
las manos para tener con qué chantajearla más adelante:
fingía pésimamente, sí, pero fingía en beneficio de todos,
incluida ella, mirando para otro lado.
—Podéis empezar.
Primrose se convenció de que eran imaginaciones suyas y
Rebecca no acababa de colocar el caballete de manera que
tapara por completo la trayectoria de la visión de Quitterie
hacia Sean y ella.
—Usted también debe ponerse manos a la obra, señorita
Insley —la apremió el maestro.
—Yo... yo... —Carraspeó, esperando apaciguar sus
nervios. Apoyó las manos sobre el regazo—. ¿Siempre se
hace así?
—¿El qué?
—La... base de un cuadro. ¿Nadie empieza a pintar por los
detalles? ¿Nadie dibuja el boceto sobre el lienzo? No sé si
nos está enseñando una técnica universal o solo el modo en
que usted prefiere trabajar.
—No puedo evitar que mi método de enseñanza esté
ligeramente sesgado por mis preferencias —le concedió con
un asentimiento—. Sobre todo porque no soy maestro. Soy
un pintor que las está guiando con la mejor de las
intenciones para que puedan mostrar a sus familias un
resultado de la estancia en la escuela que difiera del
perfeccionamiento de las clásicas reverencias o la
asimilación del vals. Por eso, en parte, he mencionado antes
que no quiero excederme en mis recomendaciones. Porque
solo son recomendaciones. Creo que, si alguna de las
presentes tiene un don para la pintura, se manifestará antes
si no trato de encorsetarlo en un estilo concreto.
Primrose agradeció que se extendiera en la respuesta.
Aunque escucharlo hablar era un placer igual de
envenenado que mirarlo, porque tarde o temprano la hacía
dolorosamente consciente de lo que se perdería por no ser
lo bastante buena, concentrarse en sus argumentos le
permitió recuperar el autocontrol.
Incluso se animó a dedicarle una sonrisa tímida.
—No sé por qué me sorprende tanto su visión de las
cosas, señor Connor. Al fin y al cabo, los artistas se
caracterizan por habitar más allá de los límites intelectuales
y sociales; porque conciben el mundo de manera distinta.
—El mundo es el que es, y así lo vemos; no nos ponemos
una venda en los ojos por artísticos que seamos —replicó—.
Pero sí que elegimos buscar la belleza en todo lo que
contemplamos. No crea que es ahí donde reside el reto, aun
así. Lo difícil es plasmarlo de manera que el resto de los
espectadores perciban esa belleza.
—Pensaba que la belleza dependía de los ojos que la
veían y que por eso no es contagiosa o divulgable, como
usted pretende dar a entender con su opinión sobre el arte,
sino una subjetividad.
—¿A esa conclusión ha llegado con mi comentario?, ¿a
que pretendo convencer a la gente de lo que veo, como un
político de la Cámara?
—Creo que eso es lo que ha dicho, ni más, ni menos. —
Encogió un hombro con naturalidad—. Yo siempre he
pensado que lo que vemos y leemos, lo que es pintado y
escrito por otros, está adulterado por la visión de sus
autores. O no adulterado, sino que directamente es la visión
del autor.
—No comparto su opinión, señorita Insley. Lo que vemos y
leemos, siempre y cuando esté bien hecho y escrito y, esto
es, sea verosímil, es una de las verdades de la vida, y su
verosimilitud no depende de quién lo haya creado. Si lee
una historia sobre, digamos, un hombre que se enamora de
una mujer con la que se comunica vía epistolar, está
leyendo sobre una realidad. A lo mejor al autor no le ha
sucedido, pero ha sucedido en la historia del mundo o
seguramente sucederá, y si no ha sucedido ni lo hará,
podría haberlo hecho porque existen las condiciones
materiales en las que se daría. Las posibilidades también
son una verdad, en definitiva. Si yo pintara bella a una
mujer que no se lo parece a, no sé, la señorita Wargrave,
estoy pintando una realidad y no una opinión. Porque si hay
una persona en el mundo que la ve bella o podría verla bella
(incluso aunque nunca la conozca; solo porque se ajusta a
sus cánones), entonces es invariable e indudablemente
bella.
—Parte usted de la idea un tanto ingenua de que no
existen hechos universales, solo perspectivas, y todas ellas
igual de válidas a la hora de construir la verdad —resumió
ella, pensativa—. Y de que querer es poder.
—Ver es poder. Si yo aprecio su belleza, ¿cómo va a ser
mentira? ¿Acaso estoy loco?
—Algunos lo pensarían —murmuró.
—¿Qué ha dicho?
—Nada. Desconozco la razón, pero me está recordando
aquel proverbio filosófico que decía: «Si un árbol cae en
medio del bosque y nadie lo oye, ¿hace algún sonido?».
—Del Tratado sobre los principios del conocimiento
humano, de George Berkeley —sonrió Sean. Le agració la
conexión con un cabeceo complacido—. Me lo enseñó mi
tutor cuando tenía tan solo ocho años y me obsesionó
durante una larga temporada. Sin duda de ahí he sacado
mis conclusiones conceptuales sobre la finalidad del arte:
las cosas solo están si podemos percibirlas, y, por lo tanto,
si yo he percibido un hermoso atardecer o una bella mujer,
son verdad: el cielo es perfecto y la mujer es perfecta con
independencia de la opinión ajena. Que una sola persona lo
atestigüe es suficiente.
Primrose se echó a reír de buena gana.
—Señor Connor, creo que ha llevado demasiado lejos la
palabra del Berkeley. Apuesto por que si aún caminara entre
los vivos, le diría que no era así como pretendía que se
filosofara sobre su experimento mental.
—Y yo le diría que lo bonito de la filosofía es que cada uno
filosofa como gusta.
No le quedó otro remedio que darle la razón con una vaga
sonrisa, colmada de la dulzura que le inspiraba su espíritu
idealista.
Sean ya había empezado a manchar el lienzo con la
desenvoltura que otorgaba la costumbre. Esto le permitió
observarlo a sus anchas con el corazón en un puño, sin ser
consciente de que el rastro de la sonrisa permanecía en sus
labios.
Era un lujo para ella conversar cara a cara con el hombre
sagaz de sus cartas, ese hombre de cuya existencia había
llegado a dudar en más de una ocasión. Y es que su suma
magnificencia solo podía ser resultado del
perfeccionamiento del concepto de carácter ideal, obra del
sueño febril de una mente creativa como la suya. Se
convencía de que únicamente Dios era perfecto, pero ante
sus ojos tenía la prueba fehaciente de que, a veces, el
Señor, en un gesto de generosidad que jamás podría ser
retribuida, cedía su incomparable virtuosismo a los
mortales. Esto, lejos de invitarla a revisar sus creencias, se
le antojaba un milagro que debía ponerse por escrito; el
fruto de un salto evolutivo de la raza.
Y ese fruto de un salto evolutivo se había apoyado en la
filosofía para volver a decirle que le parecía una mujer
hermosa.
Sean levantó la barbilla y la pilló mirándolo con embeleso.
Primrose se apresuró a apartar la vista y se recolocó un
mechón detrás de la oreja con impaciencia, sintiendo cómo
le ardía la cara.
«Estúpida, estúpida, estúpida».
—No altere su apariencia —le pidió él—, o la composición
del cuadro saldrá perjudicada. Si no va usted a pintar, como
al menos ahora parece, intente permanecer lo más quieta
posible. La voy a retratar con el vestido que lleva puesto
hoy y no ayer —continuó—. Necesitaría que, para futuras
clases, se pusiera el mismo. Podría intentar pintarlo de
memoria, pero si me hiciese el favor me sería más fácil de
cara a los detalles que ahora se me pudieran pasar por alto.
Sin saber muy bien qué hacer con su cuerpo, Primrose
murmuró un débil «de acuerdo» y entrelazó las manos sobre
el regazo. Pero, al cabo de un rato, decidió que sería menos
obvio que estaba pendiente de sus movimientos si se
ocupaba con una tarea y rescató un pincel plano para
comenzar su propio cuadro.
«Un retrato de Sean... Dios santo, ¿qué haré yo con esto
cuando se vaya? ¿Rezarle todas las noches? Incluso si el
resultado no se le parece en nada, tendré que arrojarlo a las
llamas».
—¿Por qué pintor, señor Connor? —inquirió Rebecca en
voz alta cuando el silencio se había puesto cómodo en el
porche—. Con el debido respeto hacia su lugar de origen,
ninguna ciudad irlandesa es famosa por las oportunidades
que ofrece más allá del cultivo de la patata. Me extrañaría
que su familia le hubiese inculcado la pasión artística o
siquiera le hubiese animado a perseguirla.
—En realidad nací en Inglaterra, señorita Wargrave. No
me marché a Irlanda hasta los dieciocho años, cuando ya
había concluido mi educación... que, por supuesto, contó
con las asignaturas artísticas que me trajeron a donde estoy
hoy.
—¿Terminó la universidad a tan temprana edad?
Primrose estuvo tentada de responder en su nombre.
Ella ya sabía todo eso. Eso y mucho más.
—No fui a la universidad. Tampoco a Eton o alguna de las
famosas escuelas privadas. Siempre tuve un tutor privado,
un hombre de una sabiduría apabullante que me enseñó
todo lo que pudiera aprenderse en otras instituciones: el
señor Gregory Egerton.
—¿El famoso arquitecto y restaurador de castillos
escoceses que se casó con la duquesa de Tantridge? —se
asombró Rebecca.
—Así es. Hace ya veinte años dejó su trabajo, que no su
puesto honorífico en la Royal Academy, y le hizo a mi padre
el favor de enseñarme matemáticas, literatura, arte,
historia... Le gusta que se le conozca por su contribución al
mundo de la arquitectura, sí, pero es un erudito que tocó
todos los palos científicos y artísticos.
—¿Entonces? —se animó a musitar Quitterie, hasta el
momento concentrada en su cuadro—. ¿Por qué la pintura?
—Nos hemos desviado de la pregunta inicial, ¿no? —se rio
Sean. Seguía dándole pinceladas a su lienzo y alternando
miradas entre la obra y la modelo, que no terminaba de
acostumbrarse a sus vistazos furtivos—. Quizá les sorprenda
saber que mi vocación no surgió de una admiración infantil
hacia los grandes maestros. Ni siquiera de una tendencia
natural a experimentar con los pinceles como me pidiera la
creatividad. Por razones que no vienen al caso, estuve
separado de mi madre durante quince años. —La inflexión
de su voz y su expresión sufrieron un cambio radical. Ahí
donde su tono se atenuó por el cariño implícito, su
semblante se oscureció—. Lo único que me permitieron
conservar de ella para no olvidar cómo era fue un retrato
suyo. Un retrato de dimensiones modestas y pintado a
brochazos, sin ningún tipo de ambición real por pintarla con
una mínima fidelidad.
»De niño me sentaba delante del cuadro durante horas.
Obligaba a mis recuerdos a aliarse con mi imaginación para
corregir los errores que presentía que estaban ahí. Había
que reorganizar sus facciones, acentuar algún que otro
rasgo, suavizar su mirada, tratar con más mimo las texturas
del cabello... Digamos que empecé a ser pintor por el
cálculo mental de la anatomía, a través de la teoría y no la
práctica, y que habrían de pasar algunos años antes de que
me animara a poner sobre el lienzo cuanto aprendí
observando. Luego existe otra razón base, mucho más
elemental pero igualmente relacionada con el retrato de mi
madre, que me impulsó a pintar —continuó después de
exhalar para liberar la impotencia—. Ese cuadro me enseñó
lo importante que es el arte no solo para adquirir
conocimiento, sino para cuidar de los sentimientos; para
ofrecer consuelo. Hay gente que nunca verá el mar si no es
en una pintura. Hay gente que jamás entenderá la libertad
si no contempla su reflejo en un lienzo. Hay gente que no
podrá volver a mirar a los ojos a la persona que más ha
querido si no es por un retrato. Me conmovía pensar que el
trabajo de algunos artistas pudiera ser captar las cosas y
plasmarlas en el apogeo de su belleza para que jamás sean
olvidadas. Salvar lo que importa en esta vida, en este
mundo, de un extravío que a veces parece inevitable.
Primrose ya conocía la historia. Él mismo se la había
contado por carta en una de las escasas ocasiones en las
que cedió a sus ansias por familiarizarse con su pasado y le
contó una anécdota personal.
Ahí donde se le veía, tan cercano y accesible, en el fondo
era un hombre muy reservado.
No por elección propia, eso era evidente.
Recordaba cómo se había sentido leyendo al respecto. No
fue comparable con lo que le sugirió escucharlo, ver qué
expresiones iban surcando su rostro, en qué puntos se le
quebraba la voz y en qué partes del relato recuperaba su
orgullosa fortaleza.
Nunca le había contado por qué tuvo que separarse de su
madre. Daba por hecho que tenía algo que ver con su
padre, pero Sean no lo había mencionado más que para
ventilar el desprecio que sentía por él. En su momento le
pareció extraño, sobre todo considerando que pretendía
casarse con Verity y lo primero que un pretendiente ponía
sobre la mesa era su árbol genealógico para tentar a la
familia de la novia con sus conexiones sociales y su fortuna
patrimonial.
No le había dado importancia, sin embargo. A ella
tampoco le gustaba hablar de su parentela, y asumiendo
que nunca lo vería y ni mucho menos contraería matrimonio
con él, lo relativo al misterioso progenitor perdía relevancia.
—Entiendo con todo esto que volvió a ver a su madre —
dijo Rebecca—, ¿no?
—Oh, la tengo tan vista que he sentido la necesidad de
huir a Inglaterra para despejarme —bromeó con un claro
fondo de afecto—. Fui a buscarla en cuanto finalicé mis
estudios y allí me quedé. Y, por supuesto —apostilló, ufano
—, le regalé el que me parece el mejor de todos los retratos
de mi autoría.
—Me gustaría verlo —confesó Primrose. No se dio cuenta
de que lo había dicho en voz alta hasta que alzó la vista y
vio que Sean había bajado el brazo del pincel y la observaba
con un brillo provocador en la mirada.
—¿Acaso no se fía de mi palabra? ¿Necesita comprobarlo
con sus propios ojos?
—¡No! No lo decía en ese... con esa... Yo...
—Descuide, señorita Insley —dijo después de apaciguarla
con un guiño pendenciero—, que su retrato no tendrá nada
que envidiarle al de la señora Connor... siempre y cuando
consiga plasmar sus sutilezas. En mi opinión, lo primordial
cuando se pinta a una persona —explicó en tono
informativo, para ella y para el resto de las alumnas. Ya era
hora de que volvieran a la lección que les ocupaba, como se
aseguró de transmitir depositando el pincel sobre el
taburete y acercándose a Primrose con la cabeza ladeada,
perspectiva desde la que la observó con particular fijación—
es captar la mirada. Decía Cicerón que el rostro es el espejo
del alma, y los ojos, sus delatores... —Invadió el espacio de
la joven, que se quedó petrificada en su asiento, y le rodeó
la garganta con unos dedos delicados como una caricia de
seda. Subió hacia la mandíbula y, sosteniéndola, la
manipuló gentilmente para admirar sus rasgos desde
distintos ángulos. Cuando creyó haberla abrumado lo
suficiente, la instó a levantarse para obtener una visión
mejorada, y entonces se zambulló en sus ojos valiéndose de
una mirada penetrante—. ¿Y qué color es este? No es azul,
ni oliva, ni esmeralda... Quizá no lo sepa, señorita Insley; a
mí me lo contó el señor Egerton porque en uno de sus viajes
lo leyó en la lengua original, pero existe un cuento sueco en
el que una sirena con el corazón roto se transforma en
espuma de mar con la llegada del amanecer.[3] —Con la
yema del pulgar acarició la curvatura de la ojera de
Primrose—. Ese es el color de sus ojos. Así es como yo me
imaginaba la espuma de mar.
Parecía que su mano estuviese ejerciendo una fuerza
descomunal para mantenerla anclada al suelo, porque no
pudo rehuir su contacto por más que lo deseó.
¿Lo deseaba, en realidad?
Sabía que lo correcto era dar un paso atrás y restarle
importancia al comentario para que ni Rebecca ni Quitterie
informaran a las maestras sobre el descaro del maestro, que
podría perjudicarlos a ambos empezando por él. Pero, de no
haber sido por el miedo que la asaltó, miedo a que leyera
en su expresión quién era en realidad y la poderosa pasión
que inspiraba en ella, sabía que nada ni nadie podría
haberla alejado.
Primrose se tambaleó al apartarse. Lo hizo en el momento
oportuno, porque justo entonces la señorita Lacraft entró al
porche para anunciar que había llegado la hora del
almuerzo.
Se le torció la boca al comprobar el estado del delantal y
la cara de la señorita Insley. Ella ni siquiera se había dado
cuenta de que se había distraído tanto con Sean que se
había manchado la frente y la mejilla, como observó tras un
rápido vistazo a su reflejo en la ventana.
—Veo que te has tomado la labor artística muy en serio,
Prim. Será mejor que subas a cambiarte. Te esperaremos.
Señoritas —llamó a las demás—, les recuerdo que esta
tarde pasará el señor Maine, como es costumbre. Habrán de
tener listas las cartas que quieran enviar antes de las dos.
Obedientemente, y con el gesto distraído de quien no
había apreciado o escuchado nada fuera de la normalidad,
Rebecca y Quitterie siguieron a la directora al interior.
La mención de las cartas sobresaltó a Primrose.
Debía utilizar la suya como salvoconducto. Ese había sido
el plan desde el principio.
—Señor Connor —dijo en cuanto se quedaron a solas—.
Soy consciente de que esta mañana acordamos no
mencionar a Wit, y a la vista está que es... beneficioso para
nuestra... nuestra... cordialidad, pero creo que le gustaría
conocer su respuesta a mi carta informándola de su llegada
a Arlington Abbey.
Capítulo 8

Alardeando de una parsimonia desquiciante, Sean se


paseó por el porche para rescatar los pinceles usados. Tomó
el tarro de cristal que contenía la solución de aguarrás y
comenzó a limpiarlos uno a uno. Primero los sumergía en el
líquido transparente, los meneaba en pequeños círculos y
luego los dejaba reposando unos segundos. No demasiado,
o correría el riesgo de que la mezcla corrosiva los resecara o
trasquilase.
—¿Me ha oído? —insistió Primrose.
De espaldas a ella, Sean curvó los labios en una sonrisa
por el placer de regodearse en el conocimiento que a la
joven se le escapaba.
Cambió la expresión antes de girarse a mirarla con
aparente incomprensión.
—¿Su carta, dice?
—Como ya le he comentado, le escribí a Wit para hacerle
saber que estaba usted aquí.
—Qué detalle, señorita Insley. —Volvió a su quehacer y se
esforzó por emplear el tono de voz adecuado para no
levantar sospechas—. Supongo que, cuando menciona que
«me gustaría conocer» la respuesta de Verity, no lo dice
literalmente. Conociéndola a usted, seguro que es más bien
lo contrario: no me gustará en absoluto, o de lo contrario la
señorita Burton ya estaría entre nosotros..., ¿me equivoco?
—Me temo que no, señor Connor. No se equivoca. Wit me
ha pedido que me encargue de usted mientras dure su
ausencia, que no abreviará ni un solo día puesto que no
tiene ningún interés en venir a recibirle.
Sean se tomó su tiempo secando las finas cerdas del
pincel con el paño de hilo. Alargó la agonía de Primrose
hasta el infinito siendo riguroso al escoger el espacio del
estuche y el orden en el que los iría disponiendo.
Le había venido de perlas que a las damas de la escuela
no les enseñaran el valor disciplinario de limpiar lo que
ensuciaban. O a lo mejor no se lo enseñaran adrede, para
que comprendieran siendo aún muy jóvenes cuál era su
lugar en el mundo: uno que, por derecho de cuna, nunca
tendrían que fregar sobre las rodillas.
Al fin alzó la vista hacia Primrose con gesto neutro.
No le extrañó que la muchacha hubiese aprovechado el
silencio para imitarlo: había limpiado los pinceles en su tarro
y se había acercado para tendérselos.
—Le ha pedido que se encargue de mí —repitió él—. ¿Y
cómo pretende cumplir su petición? ¿Le ha dado alguna
indicación sobre la clase de entretenimiento que deberá
ofrecerme para hacer las delicias de mi estancia?
Primrose boqueó en busca de una respuesta lógica que
nunca llegó.
—¿Di... disculpe?
—¿La señorita Burton quiere que usted la sustituya
durante estos días... o para siempre?
—No quiere que la sustituya. Quiere que vuelva usted a
Irlanda.
—Eso no me lo creo —sentenció.
La nerviosa expectación de ella se transformó en una
mueca. Intentaba disimular la irritación, pero, para su
inmensa desgracia, era transparente. Esa era la cualidad
definitoria de unos ojos que no eran ni verdes ni azules: que
la verdad los utilizaba para escabullirse del encierro de su
testarudez, una cárcel no tan consistente como ella creía.
—¿Que no se lo...? ¿Por qué iba yo a mentirle sobre un
asunto tan delicado?
—Esa es una muy buena pregunta, señorita Insley —
convino con un enérgico asentimiento. Cerró el estuche y se
lo colocó bajo el brazo antes de enfrentarla con una mirada
penetrante que lo decía todo para quien quisiera escuchar
—. ¿Por qué iba a mentirme sobre un asunto tan delicado?
—Pues... pues... pues... Por ninguna razón en absoluto,
yo...
—Comprenderá que dude de su palabra cuando lleva días
tratando de disuadirme, por activa y por pasiva, de
pretender a su amiga.
—¡Yo no le he dicho más que la verdad! ¡Si no quiere
creerme...!
—Enséñeme la carta. Así acabaremos antes.
Para su sorpresa, Primrose cuadró los hombros como si la
aliviara que hubiese tomado el camino de la prueba física.
Su intención había sido pillarla con las manos en la masa,
pero, por lo visto, había subestimado su talento para el
engaño, porque dijo:
—Sígame.
Echó a andar con una seguridad de pega hacia el interior
de la escuela.
Al ser la hora del almuerzo, la mayoría de los criados
estaban o disponiéndolo todo en el comedor o bien dando
cuenta de su propia comida en las cocinas. No hubo miradas
indiscretas persiguiéndolos con legítimos juicios en su
camino escaleras arriba, camino que la directora de la
institución le había prohibido tomar de manera terminante.
Sean la siguió en completo silencio, aun así. Al principio
ralentizaba el paso, seguro de que más pronto que tarde
Primrose se percataría de que lo estaba conduciendo a su
habitación y frenaría en seco, agitada por su osadía. Pero
estaba tan desesperada por demostrarle que tenía razón,
incluso por convencerlo de que volver a Irlanda sería la
decisión inteligente, que parecía haber perdido de vista por
completo las implicaciones de su atrevimiento.
Sean no sería el único amonestado.
Abrió la puerta de lo que solo podía ser su dormitorio y
cruzó el pasillo decididamente para dirigirse a la que debía
ser su cama. Un impresionado Sean se detuvo bajo el
umbral para echar un vistazo concienzudo a la estancia.
Las alumnas debían dormir juntas. Al menos, todas las
que asistían a una misma clase o compartían año de
nacimiento, porque había diez camas individuales
distribuidas en dos columnas divididas por un pasillo
alfombrado. Averiguar dónde descansaba la mujer que le
tenía sorbido el seso siempre era un placer para un
caballero, pero Sean se quedó más de la cuenta
contemplando la habitación.
Allí no solo dormía Primrose, sino que también allí debía
de haber escrito las cartas.
Llegó a preguntarle en una ocasión dónde leía sus
epístolas y en qué lugar de la casa redactaba sus
respuestas, seducido por la imagen mental que se hacía de
la joven en el proceso de describirle su rutina con riguroso
detalle. Primrose le contó que le gustaba enterarse de lo
que él estaba haciendo tumbada boca arriba en el colchón,
y le confesó que le gustaban las tardes en las que
arrastraba el escritorio hasta el único ventanal y se sentaba
a contemplar las últimas luces del ocaso.
Esperaba a estar inspirada para empezar a escribir, o eso
le dijo.
Allí se hallaba el escritorio que le había sido mencionado,
una antigua obra de carpintería que se conservaba en
perfecto estado gracias a una copiosa capa de barniz y al
gentil cuidado que su propietaria le prodigaba. Una
sobreexcitación de idólatra le embargó al toparse con los
elementos que conocía de palabra, de mención indirecta;
elementos que la habían tocado, como la cama de cuya
almohada Primrose sacó una nota doblada.
—Aquí la tiene.
Le tendió el papel con un movimiento airado que
declaraba lo asegurada que creía su victoria. Estaba casi sin
aliento y los nervios le habían cristalizado la mirada, como
si hubiera subido las escaleras corriendo.
Sean tomó la presunta carta muy despacio, incapaz de
apartar la vista de su rostro. No pasó por alto que contenía
la respiración mientras la desdoblaba, y pronto averiguó por
qué.
Porque no era de la señorita Burton y no se le daba tan
bien mentir como ella creía.
No lograba comprender por qué estaba empecinada en
engañarlo cuando le había dado la excusa perfecta para
confesar. Habría sido tan sencillo como tenderle la nota con
otra caligrafía y disculparse por el embrollo. Entonces, él
podría haberla tomado entre sus brazos de una vez por
todas y haber puesto fin a unos días de confusión e
impotencia. Pero Primrose había reescrito la carta —palabra
por palabra para ser del todo justa con la verdad, eso había
que concedérselo—, un esfuerzo innecesario e
incomprensible que le añadía al engaño el agravante de
ensañamiento.
Alzó la barbilla sin ocultar su perplejidad, una máscara
expresiva que le vino de perlas para hacerle creer que la
carta le había devastado. Primrose le devolvió la mirada con
los hombros tensos. Aunque había culpabilidad en su
semblante, una esperanza desesperada se imponía sobre el
resto de las emociones.
Aquella mujer de veras ansiaba que Sean pronunciara las
palabras mágicas, que debían de ser algo de la familia de
«espero que Verity Burton arda en el infierno» o «se acabó,
me marcho». Lo único que le salvaba de prorrumpir en
maldiciones era, además de su tendencia a resolver los
problemas sin dejarse llevar por la ira, el pasmo.
¿Le estaba poniendo a prueba... o solo lo estaba tomando
por idiota?
«Dios santo», pensó con el corazón en un puño. «¿Ha
estado jugando conmigo todo este tiempo y, en realidad, no
siente nada por mí? ¿De veras quiere que me vaya?».
Tuvo que ser ella quien rompiera el silencio.
—¿No va a decir nada?
Sean bajó la mano que sujetaba la carta y la encaró con
toda la fuerza de su mirada, que no era poca considerando
que todas las emociones habidas y por haber se
arremolinaban dentro de sí.
—Si la señorita Burton quiere que largue —dijo muy
despacio—, que venga en persona y me lo diga a la cara. Es
lo mínimo que merezco después de haber recorrido
quinientas millas.
Comprobar que se aferraría con garras y dientes a la
invitación de permanecer en Arlington Abbey pudo con la
contención de Primrose. Su pose rígida se desmoronó como
un castillo de naipes y una furia exasperada la impulsó
hacia delante.
—¿Es que no ha tenido suficiente aún? —gimoteó entre
dientes—. Ha descubierto que Wit no es lo que dice ser a
través de las versiones de sus compañeras, mujeres que
conviven con ella y, por ende, saben mejor con quién están
tratando que ningún amante postal. Ahora ha recibido una
carta que le desprecia abiertamente y me exige a mí que le
eche con cajas destempladas. ¿Qué más quiere, señor
Connor?
—Consideración.
—¡Que usted sea considerado no quiere decir que el resto
del mundo predique con sus mismos valores! —le gritó—.
¡No va a recibir consideración alguna de la señorita Burton!
¿No ve que le considera un paleto?
Sean levantó las cejas.
—No veo en qué parte de la carta pone eso. ¿Se le ha
olvidado darme la segunda hoja?
Primrose apretó los labios.
—No es posible que un hombre tan inteligente como
usted no se haya dado cuenta de que la señorita Burton ha
estado jugando con su tiempo y sus sentimientos por mero
capricho; que ni en mil años se tomaría en serio sus
intenciones para con ella por más honorables que fueran.
No importa que no lo diga en la carta, ¿entiende? Es
contenido que se sobreentiende. Verity es la hija de los
Burton, la nieta de los Swansea y la mayor fortuna de entre
las casaderas del reino, y usted...
—¿Y yo? —la apremió al ver que callaba. Avanzó un paso
amenazante—. Yo ¿qué soy a su parecer, aparte de
inteligente a veces y estúpido casi siempre?
Primrose enrojeció, por primera vez por impotencia y no
por timidez.
—¡No estoy hablando de lo que usted sea o no sea a mi
parecer, sino de cómo se percibe su romance epistolar con
Wit desde fuera! ¡Verity se cartea con decenas de hombres!
¡Decenas! ¡Todos ellos son más ricos y están mejor
posicionados que usted!
—Como tan gentilmente ha mencionado —replicó él en
tono calmo, serenidad que dejaba en evidencia la agitación
de la muchacha—, Verity es la hija de los Burton, la nieta de
los Swansea y la mayor fortuna de entre las casaderas del
reino. No me parece que sea el dinero lo que más falta le
hace. Cuando una mujer nada en la abundancia, puede
permitirse un matrimonio por amor.
—Amor —repitió, anonadada—. ¡Amor! ¡Por Dios santo!
¡Una mujer que de veras le amara no entretendría a otros
hombres al mismo tiempo!
—Y supongo que usted sabe mejor que nadie de lo que
habla porque también está enamorada de un caballero
irlandés y asimismo mantiene contacto postal con él, ya que
comunicarse por otro medio sería imposible. —Ladeó la
cabeza, regocijándose internamente al ver que su rubor
empeoraba—. ¿Por eso la altera tanto el asunto?, ¿porque
se ve reflejada en la narrativa? A ver si adivino: le quema
tanto que yo, a diferencia de su enamorado, sí haya venido
a ver a Wit en estas fechas, que para consolarse enaltece lo
único que le queda, su furiosa lealtad hacia el fulano... aun
a costa de vilipendiar a su buena amiga Verity.
—Yo no tengo nada que ver en su historia, señor Connor
—siseó entre dientes—, así que le pido que sea un caballero
y no ponga la pelota en mi tejado.
—No puedo ser un caballero y un paleto a la vez, señorita
Insley. Y a lo mejor no tenemos nada que ver, no, pero
desde luego sí tenemos algo en común. A ninguno de los
dos nos aprecian lo suficiente... O a los dos nos han roto el
corazón.
—Oh, ¿se lo han roto? —ironizó ella con los puños
apretados—. Porque he llegado a pensar que con su
deliberada ceguera y su dura mollera estaría a salvo de la
decepción, así se la restregara yo en las narices cada día
hasta Año Nuevo.
—Desde luego, si no asumiera el que usted entiende
como mi destino inevitable, no sería culpa suya: no he visto
nada más encomiable que sus esfuerzos por convencerme
de que me marche.
—¿Y le he convencido? —gimoteó a la desesperada,
dando el último paso al frente para agarrarlo de la camisa
en un arrebato—. ¿Comprende que la señorita Burton jamás
se plantearía el matrimonio con usted, señor Connor?
¿Comprende que Wit se estaría casando por debajo de sus
posibilidades?
—¿Y tú eres consciente de que me has traído a tu
dormitorio y ahora me estás tocando?
Las palabras de Primrose se quedaron suspendidas en el
aire. El comentario intencionado de Sean la pilló con los
labios entreabiertos y el rostro colorado del esfuerzo por
salir airosa de la discusión. La metamorfosis que sufrió su
semblante fue tan espectacular que Sean por poco se echó
a reír, y es que primero palideció y recogió las manos en el
regazo en una postura intimidada, luego tragó saliva y al fin
abrió la boca para balbucear incoherencias que trataban de
justificar su error de cálculo.
No tardaría en aceptar que ya no estaba en condiciones
de seguir presentando batalla y rodearlo con mucha prisa
para escoltarlo a la salida.
Sean la siguió con la calma de quien no tenía que llegar a
ninguna parte, desenfado desmentido por la mirada de
halcón con la que predaba el vuelo de su falda. Esperó a
que ella hubiera alargado la mano hacia el pomo para
adelantarse con un brazo más largo; brazo que mantendría
la puerta cerrada a cal y canto.
Primrose dio un respingo y se giró, atolondrada, para
exigir una explicación que llegó en la forma de un gesto
elocuente: Sean la acorraló entre su pecho y la salida
bloqueada apoyando una mano muy cerca de su rostro
lívido.
—Si la señorita Burton no está a mi nivel, ¿quién lo está?
—inquirió él en voz baja, entrecerrando los ojos—. ¿Qué, o,
mejor dicho, a quién cree que puede permitirse mi humilde
bolsillo, mis aspiraciones de vulgar vecino? Parece que no
puede pagar ni siquiera su amabilidad, señorita Insley. ¿Qué
es lo que vale usted, por ejemplo?
—Señor Connor, yo no... no... Insisto en que tan solo
expongo los hechos tal y como se perciben desde el
exterior, en ningún momento aporto una opinión personal
acerca de su valía. Le aseguro que no es cuestión de lo que
usted merezca o no, sino de lo que el mundo piensa que
merece en función de su cuna y riqueza. Créame —le rogó
con un hilo de voz, inmóvil—. Sé de lo que hablo. No quiero
que sufra el escarnio, ¿entiende?
Inspiró hondo para controlar una réplica mordaz que lo
delatara.
Ella había decidido jugar a quién era quién, y él tenía
claro qué papel de seguro no iba a interpretar: el del tipo
que le arrebataba la fantasía, incluso si parecía que la
fantasía la hacía sufrir. Porque hasta temblorosa y
abochornada después de hacer declaraciones que iban
contra su naturaleza generosa resultaba demasiado
irresistible como para enfurecerse, no se dijera ya renunciar
a ella.
Sean había recorrido quinientas millas y sintió que habría
salvado quinientas más, aun sabiendo lo que le esperaba, si
al final hubiera podido llegar hasta esa habitación, hasta
ese momento.
—Si me ha tomado usted por un pobre hombre, no la
culpo, señorita Insley. Me he presentado enseñando mi cara
más indulgente con el propósito de meterme en el bolsillo a
todas las conocidas de Wit; todas las que me conviniera
tener de mi parte de cara al cortejo oficial. —Su expresión
adquirió un aire pendenciero—. Pero no piense ni por un
instante que soy inofensivo, tan sensible que me amilano
con cuatro vejaciones o que mi obstinación puede
confundirse con la redomada estupidez, cuando en realidad
es lo que me garantiza que siempre conseguiré lo que
quiero. Vaya por delante, pues, que a mí no me da miedo el
rechazo; ni el público, ni el privado, y que si a alguien debe
proteger del escarnio, es a usted misma si me sigue
mirando así.
El rubor de Primrose alcanzó su punto álgido coloreándole
también el cuello.
—Yo... yo... no le estoy mirando de ninguna manera.
—De ninguna manera que sea decente, en eso estoy de
acuerdo. ¿Es que me vio y me quiso para usted?, ¿de ahí
todo este escándalo bochornoso? —Simuló una risotada con
una exhalación. Acalló cualquier intento de Primrose por
quejarse rodeando su cintura con la mano que no le cerraba
el paso y presionó el corsé con los dedos para atraerla hacia
sí—. ¿Por eso me ha arrastrado hasta una habitación
solitaria y saturada de camas?
Primrose puso los ojos como platos.
—¡Yo no...! ¡Yo...!
—¿Cuál es la suya? —siguió insistiendo con un ronroneo.
Agachó la cabeza para buscar con los labios la mejilla
ardiente de Primrose. Había perdido la vista en el suelo,
incapaz de soportar su propio sofoco. Apoyó la boca
entreabierta contra su sien y la dejó resbalar lenta y
sensualmente hacia su oreja también enrojecida—. ¿O
prefiere que me la lleve a la de la señorita Wargrave para
así vengarnos de sus ultrajes? O, mejor aún, a la de la
señorita Burton.
Primrose rodeó la muñeca masculina un instante, como si
se estuviese planteando formas de sacársela de encima,
pero desistió casi de inmediato dejando caer la mano, y no
tanto porque no pudiera doblegar su fuerza. Alzó la mirada
hacia él, demostrando que una mujer podía estar intimidada
y segura en sus pies al mismo tiempo.
—Yo no pretendía... seducirle, si es lo que cree. Ni siquiera
pensaba que pudiera... que yo pudiera... —Tragó saliva
antes de hacer su confesión con un aliento exhausto—. Que
yo pudiera.
Un ramalazo de odio sin destinatario estuvo a punto de
hacerle gemir. ¿Que no pensó que ella pudiera seducirlo? La
observó con la obscena intencionalidad que había estado
reprimiendo por respeto desde el principio, cuando aún le
abrumaba aquella inoportuna atracción por no poder
relacionarla con la autora de las cartas, y sintió que no
habría hombre o dios que pudiese evitar que la poseyera allí
mismo. La garra que sacaba a la luz durante las discusiones
y la femenina vulnerabilidad que luego la instaba a
arrepentirse; esas dos caras de la moneda devolvían a la
vida un rostro precioso de ojos con alma y labios llenos.
Sean se tuvo que disuadir de soltarle que sabía quién era
y que ya había tenido suficiente, y, en su lugar, hacerle
pagar por sus desprecios. Pero, por el camino, dándose
todos los gustos que se le antojaron, como curvar la mano
que había afincado en la cintura para descender a las
nalgas.
—Por si no se le había ocurrido pensarlo, señorita, llevo
un año y medio sin follarme a una mujer —masculló entre
dientes. Apretó su carne con los dedos y la pegó a sus
caderas—. Invitarme a una habitación no ha sido la mejor
de sus ideas, y menos todavía pronunciar la palabrita
«seducción». Ha infectado mi mente de imágenes que la
harían desmayarse.
Transgredida ya toda línea, a Primrose no le quedó otra
que rehuir su mirada. Sin necesidad de entrar en detalles, la
había alterado lo suficiente para que sopesara llamar a
gritos a sus queridas maestras o incluso invocar a Dios
mismo.
—No es necesario emplear ese... ese... vocabulario...
—Es el vocabulario de... ¿cómo me ha definido antes?,
¿un paleto?
La escandalizó mucho más oír de sus labios lo que ella
misma había dicho que el hecho de que estuviera
cubriéndola con su cuerpo, como demostró al buscar su
mirada con una sombra de arrepentimiento.
—No pretendía ofenderle.
Sean chasqueó la lengua.
—Y yo no pretendía besarla.
Primrose estaba a punto de preguntarle a qué se refería
cuando él se inclinó para tomar su boca desprevenida. El
jadeo incrédulo de la joven se perdió en el fragor de un
contacto que desde el principio fue precipitado y torpe por
la ansiedad de tocarse que los bloqueaba a ambos. Sean
estaría mintiendo si dijera que no le habían pesado los casi
dos años de celibato voluntario y que no había fantaseado
durante todo el camino con el momento de conocer
íntimamente a la que sería su mujer. No había
experimentado hasta entonces la sensación de besar a la
persona amada, por tanto tiempo anhelada, y tantas
emociones se juntaron con el objeto de doblarle las rodillas
que estuvo al borde del derrumbamiento. Le costó echar a
un lado la inseguridad de estar equivocándose y el
nerviosismo adolescente para quedarse solo con lo que
necesitaba, entusiasmo febril, hambre, bendita paciencia y
sobre todo observación, porque su cuerpo debía analizar la
respuesta de Primrose para continuar o separarse.
Contando con que ella, mojigata como era, querría
retirarse, había dejado que corriera el aire entre sus
cuerpos. Su agarre no era tan decidido como le exigía la
sangre ardiendo. Pero la joven lo sorprendió una vez más
dejándose arrastrar por el huracán de su deseo inflamado,
entregándole un cuerpo solo relajado en la medida de lo
que era posible calmar las ansias y ensayando hábil e
intuitivamente un modo de encajar sus bocas.
Sean decidió interpretar que no le estaba mintiendo
porque no sintiera nada por él y cerró del todo el brazo a su
espalda, inmovilizándola contra sí. Gruñó, no sabía si más
aliviado o urgido por cubrirla por todas partes. Deslizó la
lengua al interior de su boca para profundizar un beso que
la impaciencia terminaría por hacer estallar en algo más
peligroso. Aún tenía un regusto al té de la mañana, una
dulzura y una calidez que honraba la personalidad de las
cartas. Y lo besaba de vuelta, también, con un ímpetu
alienado con sus demostraciones de carácter. Era inexperta,
pero no tímida, y por más principios que blindaran su
sentido común, la pasión tenía la última palabra.
Se la llevó por delante apretándola contra la pared,
todavía con la mano en las nalgas accesibles gracias a la
sencillez del vestido. Tiró hacia arriba durante un delirante
segundo, pero se disuadió de asustarla con sus necesidades
y en su lugar le acarició todo el talle desde las caderas
hasta la curvatura del busto. Fue a apartarse para enterrar
la cara en el escote, pero se convenció de prolongar los
besos para no echar de menos su calor. La indecisión sobre
qué hacer después, qué zona anatómica descubrir, le habría
impedido disfrutar del contacto de no haber atesorado como
a su vida cada movimiento de la muchacha; si no le hubiese
cautivado el ondular de su cuerpo. Le rodeó el lateral del
cuello con la mano para dirigir los quiebros de su cabeza
durante los besos mientras con la otra cubría uno de sus
senos.
Sintió que ella se sobresaltaba y tuvo que separarse para
mirarla a los ojos.
—¿La estoy asustando? —logró pronunciar con la voz
ronca.
—No exactamente —balbuceó ella.
—¿No exactamente? —repitió, divertido. Pero el hambre
de carne le impedía reírse o tomarse con humor nada de lo
que estaba sucediendo. Se humedeció el labio inferior y
probó a acariciarle superficialmente el pecho con la palma
de la mano—. No parece una respuesta decisiva. ¿Quiere
que la bese otra vez para averiguar si la asusto o no?
Primrose tragó saliva y lo contempló durante unos
segundos. Su tardanza no solo no le irritó, sino que le excitó
comprobar los efectos que el deseo tenía en ella. El rubor de
las mejillas se había cronificado, pero había adquirido un
tinte dulce y aún más comprometedor. Tenía los labios
húmedos y unos ojos por los que entraba la luz del sol. Y lo
miraba de un modo del que no podía ser consciente,
porque, si lo hubiera sido, la recta y honrada señorita Insley
se habría atado a una silla y habría rogado que la
disciplinaran a base de azotes.
Ella le puso las manos sobre el pecho y lo acarició,
muerta de nervios, hasta el ombligo. Volvió a subir, y volvió
a bajar, y volvió a subir, como si necesitaba ese contacto
directo para confirmar que estaba allí, que era él. La visión
debía de haberla embelesado, porque la pregunta pareció
olvidársele.
Cuando hasta Sean había perdido el hilo de la
conversación y estaba al borde de la combustión, Primrose
asintió con la cabeza muy despacio. Él ni siquiera esperó a
que reafirmara su bendición y la besó con un apuro y una
violencia tal que daba la impresión de que la odiara. Si
alguna vez había tenido la menor duda de que las ganas
eran acumulables, la estaba resolviendo: por Dios que se le
habían multiplicado y ahora no sabía ni qué hacer con ellas.
Encerrarlas, por descontado, no era una opción viable.
Se le nubló la razón y ya solo hizo, pero no a su antojo
consciente, porque su voluntad se fugó junto con su buen
juicio: hizo en función de las necesidades que le llegaban,
como un perro comía cuando tenía hambre o dormía cuando
tenía sueño. La paralizó con un abrazo apretado, la cubrió
de besos en la cara y en el cuello, en el pecho y los
hombros; le desbarató el moño para disfrutar la experiencia
de su sedoso pelo, introdujo la mano en su escote y propició
un contacto directo con su piel de marfil y de ébano, una
piel única, metros y metros de lienzo pintado
distraídamente para su exclusivo deleite.
Primrose estaba jadeando, descontrolada entre sus
brazos, y ya empezaban a sudar por la incapacidad de
mantener los besos sin ir un paso más allá. Sean apretaba
sus caderas contra su ingle como se presionaba un paño
contra una herida abierta, pero seguía sangrando y gemía,
igual que un animal moribundo, porque la necesitaba por
encima del sentido común. Fue una suerte y a la vez una
condena que ella lo recuperase por ambos y lo empujara
por los hombros para liberarse.
Sean retrocedió dos pasos, tambaleándose, y la miró a
través de las pestañas como si la odiara por ser un cuerpo
ajeno al suyo, un cuerpo autónomo y no algo adherido a él.
Primrose había perdido todas las agujas que mantenían el
moño en el sitio, la manga del vestido se había descosido
significativamente y tenía marcas de dientes en el cuello, en
la curvatura que lo unía con las clavículas; en la barbilla,
incluso.
No supo cómo recibió la mirada con la que Sean trataba
de hacerle entender que acababa de sellar su locura. No
como algo positivo o siquiera aceptable, eso seguro, porque
la vio huir de su propio dormitorio como alma que lleva el
diablo.
Y quién decía que no fuese el diablo el que había mediado
entre ambos.
Capítulo 9

Los cuáqueros profesaban un culto religioso menos


encorsetado que los católicos. Acostumbraban a reunirse en
casas de particulares y realizar sus oraciones en completo
silencio, el que entendían único medio necesario para
propiciar el contacto con Dios. La Sociedad de los Amigos
entendía que no había o no debía haber intermediarios
entre el creyente y la deidad. La relación entre ambos era
fluida y directa y no requería de sacerdotes para garantizar
la comunicación.
Sin embargo, para aplacar la culpa de Primrose no habría
sido suficiente con enviar una nota a su comunidad
practicante y organizar una plegaria de urgencia. Sabía que
el pecado que había cometido no podía expiarse
intercambiando reflexiones con alguno de sus amigos
cuáqueros. Tampoco necesitaba indagar en su imaginación
para adivinar lo que Dios opinaría al respecto si cerraba los
ojos y ponía en su conocimiento los recuerdos de la mañana
anterior.
No le parecería correcto, mas sí perdonable, porque para
Él todo feligrés arrepentido merecía una segunda
oportunidad.
Pero Primrose no quería que le diera una segunda
oportunidad.
No consideraba merecer su sagrado perdón.
Por eso, pese a que sus creencias distaban de obedecer
los preceptos anglicanos que le fueron inculcados siendo
niña, había ido a la iglesia de San Martín en busca de un
castigo a la altura. Se trataba de la iglesia más antigua de
Inglaterra, una modesta construcción en piedra con tejado a
dos aguas que databa de tiempos previos a Beda el
Venerable. Se ubicaba a menos de dos millas de la catedral
de Canterbury, una obra arquitectónica sin parangón.
Aunque se había planteado visitar en su lugar el indiscutible
centro neurálgico de la diócesis, la había intimidado la sola
idea de cruzar su umbral sin ser practicante y, para colmo,
para hablar con los hombres de Dios más cercanos del
arzobispo sobre su libertinaje.
Por el momento, Primrose se daba por satisfecha con la
soledad de la pequeña parroquia para llamar a la paz
espiritual que Sean le había arrebatado.
Como cuáquera, defendía los principios de sencillez y
conexión directa con Dios, por lo que evitaba las iglesias,
con sus épicas pinturas supervivientes de la modernidad y
sus preciosos mosaicos de cristal. Pero aquella le gustaba
por el reducido tránsito, por lo recogida y oscura que era,
por su hermosa modestia. De vez en cuando, los días que le
urgía sentir al Altísimo envolviéndola física y
espiritualmente, se escabullía de la escuela hacia uno de
sus templos y tomaba asiento en la banqueta más cercana
al altar.
—Señor —musitó con las manos unidas en un rezo—, dice
el credo que no soy digna de entrar en tu casa, y así es.
Sabes que yo no practico el anglicanismo pese a haber sido
bautizada en el seno de su iglesia y puede que interpretes
mi necesidad de citarme aquí contigo como una burla, como
una contradicción..., pero seguro que también sabes que es
por eso por lo que deseo disculparme: por ser la
contradicción encarnada desde hace días. Llevo toda la vida
predicando el valor de la integridad personal, tratando de
vivir conforme a su máxima, y, sin embargo, mírame ahora,
faltándole el respeto a los sacramentos, sacrificando mi
decencia en beneficio de... ¿de qué? ¿De un placer
momentáneo? Todavía no me puedo creer que mis
principios saltaran por los aires a la primera muestra de
afecto o tan solo interés de parte de un hombre; un interés
impuro, para colmo. Aunque no es como si el hecho de que
quisiera casarse conmigo pudiera hacerlo perdonable.
Primrose agachó la mirada hacia sus dedos entrelazados.
Notaba el corazón bombeándole insistentemente en los
oídos, en los laterales del cuello como los bronquios de un
pez. Lo había intentado todo para apaciguar el estado de
nervios: poner el incidente por escrito con la esperanza de
que sacarlo del sistema la ayudase a procesarlo, cuando no
la exorcizase; darse un baño caliente para eliminar la
impureza de la que el pecado la había impregnado;
permanecer horas y horas en silencio para realizar el
discernimiento cuáquero, la práctica que favorecía la
reflexión e inspiraba el florecimiento de la Luz Interior...
Y nada.
Las imágenes escandalosas seguían irrumpiendo en su
cabeza, dejándola arrobada por el efecto que solo el
recuerdo tenía sobre su cuerpo sensible, de nuevo en shock
por la intensidad del anhelo que el demonio había sembrado
en sus entrañas y, sobre todo, cansada de luchar contra la
imposibilidad de olvidarlo.
—Señor, yo... De acuerdo a la fe anglicana, de la que bien
sabes que no he renegado, deseo realizar el Sacramento de
Reconciliación confesando ante Ti que ya no soy pura. No
solo he experimentado la pasión de un hombre, sino que la
he sentido dentro de mí, como los síntomas de una
enfermedad contagiosa. Estoy aterrada por si he quedado
contaminada de por vida, por si esto me arrebata tu amor
incondicional y me priva de encontrarme contigo una vez mi
alma se desprenda de mi cuerpo... Me arrepiento, Señor.
Juro que me arrepiento.
Primrose sintió una punzada en el corazón, el modo
menos sutil que tuvo su ser de rebelarse contra la
afirmación. La protesta no verbal la abochornó más si cabía,
porque era consciente de que Dios se percataría de la
mentira en el acto, y si se había planteado disculparla por
su comportamiento licencioso, ahora tendría sus serias
dudas.
No podría reprochárselo.
El Señor realizó su sentencia desde un punto a su
espalda.
—Estimada feligresa —la llamó una voz grave y
desconocida con contundencia—, al igual que siente el amor
divino en su corazón y corriendo por sus venas y la
necesidad de demostrarlo la ha traído hasta aquí, la sangre
le pidió que se entregara a ese hombre. Despreciando los
afectos que provienen de sus entrañas, por impulsivos que
sean y despreciables que le parezcan, está desobedeciendo
la voluntad de Dios, pues de ahí y solo de ahí, de la glándula
pineal, emerge la verdad de las cosas.
Primrose tragó saliva al oír sus palabras.
—No sea tan benevolente conmigo, padre. Soy consciente
de que merezco una sanción por el atrevimiento. Con él he
degradado la digna finalidad del contacto físico, que no es
otra que engendrar una criatura temerosa de Dios en el
seno del sagrado matrimonio. Contravenir la naturaleza de
un sacramento por placer egoísta no tiene perdón.
—Y si está tan segura de que así es, ¿por qué ha venido
hasta aquí para pedirlo igualmente? ¿Necesitaba usted que
la disculparan... o solo desahogarse con alguien que
pudiese darle un consejo sobre una encrucijada que la
atormenta?
Primrose tomó aire. No sintió la menor tentación de
girarse para mirar a la cara al que solo podía ser el
sacerdote de la iglesia. Sostener la mirada limpia de un
hombre que había consagrado su vida a Dios mientras
contaba su delito le costaría la dignidad y la reputación. Los
curas también hablaban, entre ellos y con la gente del
pueblo, y si la reconocía por nombre y apellidos, al día
siguiente toda la ciudad de Canterbury acusaría su
vergüenza.
—Quizá sí que necesite un consejo —reconoció por lo bajo
—. Por desgracia, ahora mismo no me es posible huir del
hombre que me ha llevado por el mal camino. Estaremos
forzados a coincidir al menos durante una semana más.
—¿Por qué cree que es el mal camino, señorita? ¿Y si es el
camino que Dios ha señalado para usted? Es bien sabido y
predicado desde la iglesia que las mujeres vienen al mundo
para obedecer y complacer al hombre —le recordó con un
sospechoso rastro de sarcasmo, como si no estuviese
conforme—, y basándome solo en su vehemente
descripción, todo apunta a que este caballero suyo no es un
capricho, sino el canal a través del cual alcanzará la vida
eterna. Los seres humanos nos equivocamos, es cierto. El
corazón puede ser traicionero y veleidoso. Pero cuando
caemos apasionadamente en ese error, es porque el anhelo
viene del alma, y es el Señor quien pone los anhelos en el
alma.
—¿Insinúa que mi destino podría ser la mancebía? —jadeó
con la voz ahogada. Su pregunta provocó un eco inquietante
en la iglesia vacía—. Porque si mi vocación fuera el
matrimonio, el señor Connor no habría empezado a
moldearme para él usando las manos, sino con una
declaración de amor.
—Se le nota la inexperiencia en el ámbito amoroso,
señorita —replicó el cura con un fondo de humor en la voz,
como si la encontrara de lo más divertida—. No se puede ni
imaginar cuántos sagrados enlaces comienzan como idilios
al margen del decoro.
—¡Pero yo no deseo sacrificar mi honorabilidad por un
futuro imposible!
—¿Imposible? ¿No concibe que el caballero pueda estar
interesado en desposarla?
—¡Por supuesto que no! Ama a otra mujer, o, mejor dicho,
cree amar a otra mujer. Y, aunque no lo hiciera, yo no sería
una opción factible. Dios me dio buen juicio, elocuencia y
sueños, muchos sueños... Quizá más de los que es justo
sembrar en la mente de una mujer sabiendo que por
cuestiones de sexo se enfrentará a limitaciones que le
impedirán cumplirlos —murmuró para sí—, pero no me
entregó la belleza o el encanto para atraer a un hombre... ¡Y
conste en acta que no estoy resentida por ello! —se
apresuró a aclarar, enderezándose en el acto—. ¡Jamás
cuestionaría su creación!
Hubo un prolongado silencio.
—¿La raíz del cuaquerismo del que es adepta no sostenía
la creencia en la Luz Interior? ¿Y no significa eso que
aseguran que cada persona tiene dentro de sí una chispa
divina?, ¿que Dios mismo habita en todos los seres? ¿Por
qué se menospreciaría usted cuando eso podría significar la
blasfemia en su religión?
Primrose se mordió el labio, escarmentada por la justa
amonestación.
—No cuestiono el valor de mi corazón, padre, ni
desmerezco mis esfuerzos por ser cada día menos
imperfecta. Solo señalo que esa Luz Interior no tiene por
qué ser perceptible para el resto, y es obvio que, en mi
caso, me presento como alguien más bien apagado, alguien
con una luz extinta... ¡Y eso no era de lo que estábamos
hablando! —rezongó, abochornada porque le hiciera
confesar en alto sus inseguridades.
—En mi opinión, es justo de eso de lo que estamos
hablando. Su falta de amor propio está directamente
relacionada con la crueldad con la que castiga sus impulsos.
Si se creyera digna de atención masculina y se tuviese en
estima tanto a sí misma como a sus deseos, podría
legitimarlos y naturalizar una situación amorosa en la que
se suelen ver, al menos una vez en la vida, la inmensa
mayoría de las criaturas.
—No tiene nada de natural desear de esta manera a un
hombre —masculló entre dientes—. Es una venganza del
diablo. La clase de castigo que se ve en el apocalipsis
bíblico.
—¿De veras cree que algo que se siente bien puede ser
demoníaco? —contraatacó con suavidad. Le pareció que le
hablaba con afecto—. Mi consejo es, señorita, que si no se
ve en posición de resistirlo, cometa el pecado de nuevo.
Una deslumbrante Luz Interior como la que usted posee no
podría apagarse ni por obra del viento huracanado del
deseo.
—¿Que peque de nuevo? —repitió, perpleja—. ¿Qué clase
de sugerencia es esa?
—Si experimentó un placer, por mínimo que fuera, en
brazos de ese hombre, no será un pecado; a fin de cuentas,
Dios quiere la felicidad para todos sus hijos.
—¡Basta! ¡La felicidad no está en los placeres efímeros y
ni mucho menos carnales, sino en la satisfacción de
perseguir el virtuosismo espiritual disciplinadamente!
—¿Está usted discutiéndole las bases de la religión a un
hombre de Dios, señorita?
—Yo... eh... No, yo... No pretendía... Lo lamento. Es que...
—Se miró las palmas sudorosas por la tensión del debate—.
Llevo toda la vida sintiendo que nací sin Luz Interior y que,
para aspirar a cultivarla, debía procurar no caer en
conductas inapropiadas; que mi Luz Interior, insegura y
titilante, depende de que me mantenga en el camino de la
rectitud moral para aportarme valía y continuar
proporcionándome un mínimo contento que me permita
vivir en paz. Con este pecado, padre, me he convertido en
una oveja descarriada. No puedo soportarlo. No puedo
soportarme —concluyó con un sollozo.
—Entonces a lo mejor le alivia saber que sigue usted
siendo pura como un recién nacido —respondió una voz
completamente distinta, igual de masculina pero con un
acento irlandés—; que, por un puñado de besos y
tocamientos que a mí me parecían más «a deber» que
indebidos, una mujer no pierde su virtud.
Primrose se sobresaltó. No tardó ni un segundo en girarse
para confirmar que la voz del intermediario entre el Señor y
ella había provenido del jactancioso Sean.
Sentado con las piernas cruzadas y un codo apoyado en
el respaldo de la banqueta, como si acostumbrara a
cometer travesuras de ese calibre a menudo, miraba en su
dirección con un regocijo exasperante.
—¡¿Cómo se atreve?! —jadeó ella en cuanto estuvo sobre
las dos piernas, sacando la energía de su anclaje al suelo
para arremeter contra él—. ¡Mi conversación con Dios es
privada! ¡Usted no es quién para intervenir, y menos
haciéndose pasar por el pastor!
—Si quería conversar en privado con el Señor, a lo mejor
debería haber recitado sus arrepentimientos para sus
adentros, y no a viva voz en este bello templo. —Lo abarcó
con un ademán parsimonioso para acto seguido mirarse el
borde de los dedos con indiferencia.
—¡Se suponía que no había nadie aparte de mí! Y,
además, ¿qué hace usted aquí? —gimoteó, desesperada por
desviar el tema de su confesión antes de que le dijera una
obscenidad—. ¿No se supone que, como irlandés, practica la
religión católica?
—Fui bautizado en la iglesia de Santa María la Virgen, en
Dover, así que en teoría soy anglicano... —Le hizo una
cómica caída de ojos—. Aunque no vaya usted a pensarse
que me lo tomo muy en serio.
—Que no se lo toma muy en serio es obvio —masculló,
indignada—. Pero, en ese caso, ¿qué hacía aquí? ¿Me ha
seguido?
—Era la única manera de hablar con usted considerando
que lleva evitándome desde que me invitó a su dormitorio.
Y si vamos a cuestionar las visitas a esta iglesia, podríamos
empezar por la suya; esto no se parece en nada a una casa
de reuniones de la Sociedad Religiosa de los Amigos.
—Yo también fui bautizada como anglicana, y... y... y... ¡Y
no tengo nada más que hablar con usted!
Primrose se agarró las faldas y echó a andar airadamente
hacia la salida. Tuvo que cruzar el pasillo de la nave central
en la dirección contraria al altar, como una novia
arrepentida de su decisión. Un latido premonitorio le
anticipó que Sean se interpondría en su camino, y así fue:
no le tomó más que salir del patio de banquetas y cerrarle
el paso con su torso de acero, esa mañana apenas
disimulado por un chaleco granate que no le cerraba el
primer botón.
«Es tan grande», pensó, entre acobardada y maravillada.
—Qué curioso —comentó él, sin ser consciente de sus
pensamientos. Si lo hubiera sido, solo Dios sabía lo que
habría ocurrido—, porque yo tengo la opinión contraria. Me
parece que si debe compartir con alguien sus impresiones
sobre, por lo visto, el pecado original, es conmigo, que soy
al que le incumbe por implicación directa. ¿Tiene alguna
crítica constructiva, más allá de que con nuestro
atrevimiento hemos podido engendrar a Satán como María
concibió a Jesús, por obra del milagro y no de la carne?
—No contento con perjudicar severamente mi honor y mi
reputación, se atreve a burlarse de mí y a blasfemar en mi
presencia. No tiene vergüenza alguna —lo acusó con la
barbilla alzada.
—Y usted, no contenta con llamarme demonio y dejarme
en su habitación con un palmo de narices después de
devolverme los besos con una pasión desenfrenada, se
indigna como si la hubiese forzado. Usted lo que no tiene es
corazón, señorita.
—¿Que yo no tengo corazón? —repitió con los ojos como
platos—. ¿Quién es el que anda besuqueando a las amigas
de su futura prometida?
—Posible futura prometida —corrigió—. Aún no le he
pedido la mano porque ni siquiera la he visto todavía desde
aquel primer y lejano encuentro —dio un paso hacia ella y le
cubrió la mejilla con la mano—, que se desdibuja más y más
conforme paso los minutos contigo.
Escandalizada por la facilidad con la que había olvidado a
la dama de las cartas, Primrose rechazó su acercamiento
con un aspaviento y lo acusó con una mirada indignada.
—No vuelva a tutearme, y ¿acaso eso le hace inocente?
¡Es usted quien lleva días llenándose la boca sobre cuánto
ama y respeta a la señorita Burton para desdecirse cada vez
que se queda a solas conmigo!
—Y usted lleva ese mismo tiempo difamándola. ¿Ahora se
va a ofender en su nombre? Súmele a sus pecados una
nada desdeñable pizca de hipocresía, señorita Insley —le
sugirió con ironía, y se inclinó hacia ella para hablarle en
voz baja muy cerca de la nariz—; eso Dios tampoco lo
perdona, ¿a que no?
Primrose giró la cara, ruborizada, para que ni su aliento ni
su proximidad la afectaran.
—Apártese de mi camino.
—¿Es que ya ha acabado de confesarse? ¿No hay nada
más que le gustaría contarle al Señor? Le ha dicho que ha
tolerado pensamientos impuros, ha cometido actos de la
misma índole y ha codiciado, incluso robado, al hombre del
prójimo, pero ¿no ha mentido en todo este tiempo? —la
pinchó con malicia—. Hablo del octavo mandamiento,
señorita.
—¡El único que ha mentido es usted jurando amar a la
mujer que escribía esas cartas para luego sorprenderla con
una puñalada trapera! —se desahogó con las lágrimas
pujando en la garganta.
—El deseo es una criatura caprichosa, señorita Insley. Y a
lo mejor las cartas se me antojan soporíferas en
comparación con nuestros estimulantes intercambios. Ahora
que lo pienso, de hecho —meditó, mesándose la barbilla—,
la señorita Burton me aburría enormemente cuando me
hablaba de sus sueños. El entretenimiento que usted me
ofrece, sumado al festín de sus labios, supone una mejora
significativa. Tenía usted razón al final, querida. He de
replantearme mis afectos.
Primrose gimió en voz alta, no sabía si más indignada
porque la describiera como un mero pasatiempo o herida
porque menospreciara sus cartas. A ella jamás se le
ocurriría referirse a su profundo contacto epistolar en
términos que lo rebajaran de conmovedor y perfecto. Para la
joven lo había significado todo, y a punto estuvo de romper
a llorar por la facilidad con la que había olvidado lo que
entendía por una complicidad irrepetible.
—Y si le aburría, ¿por qué ha venido hasta aquí? —se las
arregló para articular.
—Porque la curiosidad es una poderosa orientadora de
destinos, porque era el siguiente y lógico paso tras un año y
medio en contacto, porque un hombre se tiene que casar...
—Englobó el resto de los supuestos, obvios para él, con un
aspaviento—. Existen un sinfín de razones. Pero ¿sabe? Sea
porque se ha negado a recibirme o sea porque se me ha
cruzado una mujer interesante, he de reconocer que mi
interés por la señorita Burton ha menguado de manera
significativa. Tal vez ya no sienta nada por ella, ahora que
me paro a meditarlo.
Primrose recibió la noticia como un disparo a traición. Se
quedó inmóvil a unos pasos de la salida; la impresionante
planta de Sean le impedía apreciar siquiera el arco que la
enmarcaba. Tuvo que hacer acopio del coraje que había
estado planteándose abandonarla para no arremeter a
golpes contra él, delatando así quién era en realidad su
señorita Burton.
Estaba familiarizada con la naturaleza antojadiza de los
hombres jóvenes. Tantos años en una escuela de señoritas
por la que desfilaban diversos pretendientes le habían
enseñado que cambiar de opinión formaba parte de la
experiencia de ser humano, que el amor eterno e
incondicional era una ilusión solo plausible entre las páginas
de una novela y que los caballeros, aunque se casaran con
damas de bien, era a las meretrices a quienes entregaban
su corazón, es decir: a aquellas a las que no les importaba
rebajarse para satisfacer sus pulsiones.
Como había hecho ella.
—Me alegra haber contribuido a su discernimiento, señor
Connor —le replicó con frialdad, aguantándole la mirada—,
aunque fuese a costa de mi honor. Pero que no sienta nada
por la que proclamaba que sería su esposa y sí por mí no
quiere decir que yo le corresponda, así que le ruego que se
aparte, y...
—¿Está segura de que no siente nada por un tipo sobre el
que acaba de decir, y cito, «no tiene nada de natural desear
de esta manera a un hombre»?
—También he dicho que vivo ese defecto mental como un
castigo divino —atajó sin tapujos—. Si cree que pienso hacer
algo al respecto, como denigrarme poniéndome
voluntariamente a su merced, se equivoca por completo. No
vuelva a acercarse a mí, y, si lo hace, aténgase a las
consecuencias.
Primrose tuvo que empujarlo con violencia por el pecho
para abrir un hueco que le permitiese escabullirse. Chocó
aun así con su brazo firme en el camino hacia la salida, que
hizo sin mirar atrás y con el paso apresurado de quien huía
de un peligro superior.
Agradeció que no la siguiera. Se bastaba y sobraba con la
desagradable compañía de sus palabras sobre la señorita
Burton y sus cartas, que sintió que, como las vejaciones de
un enemigo cruel, le taladraban las sienes como incrustaron
a Cristo los clavos en la cruz.
Solo que ella no era ninguna mártir. Era una pecadora a la
que le estaban cobrando su audacia.
Capítulo 10

Tenía las botas embarradas por los charcos que la nieve


en descomposición había dejado en el camino, un frío
insoportable se le había metido en los huesos y le picaban
los ojos inflamados de no haber podido contener un acceso
de emoción. Cuando entró en su dormitorio arrancándose el
chal de lana y una inesperada presencia se quedó perpleja
al verla en semejante estado, solo se le ocurrió justificarse
con una débil excusa:
—El viento helado se me ha metido en los ojos.
—Y una mierda —atajó Verity en todo su femenino
esplendor. Se levantó de la cama, donde había estado
tendida boca arriba leyendo con un plato a rebosar de
galletitas de canela a su vera, y fue hacia ella para frotarle
los hombros—. Ya veo que he hecho bien en venir antes de
tiempo. Mis primas me convencieron de que sonabas
desesperada en tu carta y acabé tan preocupada que hasta
soñé contigo. Estarás contenta después de haber
perturbado mi descanso, que sabes que es sagrado para mí.
¿Se puede saber qué ha ocurrido?
Primrose se aferró a los rollizos brazos de Verity con la
necesidad de sentir que aún tenía un anclaje a tierra. Cerró
los ojos y se dio el gusto de respirar hondo, esperanzada
ahora que había vuelto la única persona capaz de resolver
el entuerto sin que la ira de Sean Connor cayera sobre
ambas.
Cuando volvió a mirar a su amiga, lo hizo con los ojos
cristalizados.
—Gracias al cielo que estás aquí, Wit. Te ruego que
convenzas al señor Connor de regresar a Irlanda tan pronto
como vuelva de su estúpida excursión a la iglesia de San
Martín. No me importa cómo lo hagas; solo que, para esta
noche, la escuela vuelva a ser el cómodo refugio que
siempre ha significado para mí.
—Querrás decir que la escuela vuelva a ser un soberano
aburrimiento sin encantadores caballeros pululando de acá
para allá —corrigió una ceja alzada—. ¿Acaso ha perdido el
pelo desde que lo vi en el Museo Británico? ¿Ha ganado
cincuenta libras en peso o las ha perdido económicamente
hablando? ¿No es encantador, como parecía serlo en las
cartas que te hacían reír tanto que retumbaban los
cimientos del edificio?
Incluso remitiéndose a la última discusión en el templo,
Primrose no podía negarle el atributo de carismático. Tenía
un modo de desmontar sus argumentos y de emplear la
ironía que le hacía, si no cautivador, al menos tan sagaz
como en su contacto epistolar. O incluso más, porque ahora
no contaba con días y días para meditar la respuesta y pedir
consejo para sonar chispeante, y, aun así, saltaba con la
réplica perfecta en apenas un segundo.
Su elocuencia le daba tan poca tregua como su
extraordinaria belleza, de la que Primrose no podría hablar
en voz alta sin ponerse en evidencia.
—Él... él... él...
—Me estás asustando, Prim. ¿Se ha quedado tullido? Oh,
por supuesto que no —se respondió en tono cansino,
poniendo los ojos en blanco—. Solo lo querrías más si le
faltara una extremidad. Lo habrías convertido en tu
pequeño proyecto caritativo... Vosotros los cuáqueros hacéis
cualquier cosa menos divertiros.
—Me ha conectado con un lado diabólico de mí misma
que mi sentido de la ética no se puede permitir —sentenció
con solemnidad, tan acostumbrada a desoír los desprecios
de Witty hacia su religión que se consideraba oficialmente
inmune a ellos.
Diciendo que Verity se quedó perpleja habría
desaprovechado la magnífica oportunidad de retratar la viva
imagen del pasmo supino. Claro que eso en gran medida se
debía a que la muchacha era la criatura más expresiva
sobre la faz de la Tierra.
—¿Qué demonios estás diciendo? ¿Te quiere unir a una
secta anticristiana? —Soltó un bufido que podría haber
levantado un vendaval—. ¿Es que acaso no te conoce de
nada? ¿No le mencionabas en las cartas que Dios es para ti
lo primero?
—En su día, seguí tu consejo de no mencionar al Señor en
cada párrafo. Ya sabes, para no delatar enseguida que otra
persona estaba detrás de las cartas. Así pues, está al
corriente de que soy religiosa. Es decir, de que tú eres
religiosa —suspiró—, pero no te asocia al cuaquerismo.
—Eso que me llevo. ¿Entonces? ¿Cuál es el problema?
—Wit... —pronunció en tono lóbrego—. Ese hombre me ha
incitado a cometer pecados.
El gesto sombrío de la joven se tornó suspicaz, cayendo
de pronto en la cuenta de que lo que esa palabra
representaba para Primrose no era ni por asomo lo que
significaba para ella.
—¿De qué pecados hablamos?
—¡Innombrables! ¡Imperdonables! ¡Lúgubres y
mefistofélicos!
—¿Qué significa «mefistofélico»? —se desesperó Verity—.
¿Podrías, por favor, hablar claro y no como si estuvieras
escribiendo tu novela?
—¡Me besó!
Un fuerte alivio la invadió al ver que a Verity se le
descomponía la expresión. Entonces sería posible que la
acompañara en el sentimiento de suciedad por la
depravación de sus actos, y no que la juzgara por la clase
de mojigatería que a Wit se le antojaba despreciable...
—¿Tan mal lo hizo? —se lamentó, para la absoluta
decepción de Primrose. «Ya decía yo que no habría tenido
sentido que se echara las manos a la cabeza», pensó—. ¡Si
parecía un semental!
—¡Verity! ¡No hables en esos términos de un hombre!
—Digo yo que será mejor que describir a una pobre
criatura como si fuera Femistófeles.
—Mefistófeles.
—Lo que sea. No estoy interesada en estudiar
terminología bíblica.
—¿Piensas ayudarme? —insistió, a punto de perder los
estribos.
—¿A expulsar a un mal besador del sagrado reino de lady
Mabry? Por descontado.
Primrose se planteó guardar silencio, consciente de que
una mínima decepción romántica bastaría para que la
señorita Burton, recalcitrante abanderada del amor idílico,
ahuyentara a un caballero. Y no de cualquier manera, sino
llevando a cabo los actos más reprobables que nunca se
hubieran registrado en el Antiguo Testamento. Pero justo por
eso, porque ya la veía burlándose de forma abierta de un
hombre que no era ni por asomo aquello de lo que se le
estaba acusando, por eso y porque su conciencia no podría
perdonarse la difamación, aclaró:
—¡No es un mal besador! ¡Solo es... un... un besador
inoportuno! ¡Un besador de conductas desafortunadas!
—«Un besador de conductas desafortunadas» no será el
historiado sinónimo de la palabra abusón, ¿verdad? —
Enarcó una ceja.
—No, claro que no, no pienses en él como... Oh, Señor. —
Se cubrió la cara con las manos—. Es simplemente un buen
besador que se equivoca de mujer.
—¿Cómo se va a equivocar de mujer si tú eres su señorita
Burton? —Verity tardó un segundo en hacer los cálculos y
comprender lo que estaba pasando—. Déjame ver si lo he
entendido bien, Primrose Insley. No me estás pidiendo que
lo eche porque se haya enfurecido al saber que le has
mentido y se haya propuesto vengarse, sino porque no se lo
has dicho ni pretendes hacerlo, ¿verdad? —Se cruzó de
brazos y alzó la barbilla, de pronto indignada—. Quieres
colgarme el muerto porque eres una cobarde.
Primrose le soltó el brazo y retrocedió dos pasos con la
cabeza gacha, escarmentada por el justo reproche.
Nadie se equivocaba al achacarle pecados. Sean había
dado en el clavo al señalar los mandamientos incumplidos,
y ahora Verity desdeñaba el defecto de carácter que a
menudo sentía que le estaba costando la felicidad. Porque
¿dónde estaría ella si fuera más valiente? No en Arlington
Abbey ni refugiada en las páginas de un libro, eso por
descontado.
Se reservó que la idea de cartearse con Sean había sido
tan suya como de ella, comentario que podría desembocar
en una discusión que no la beneficiaría en nada.
A fin de cuentas, seguía dependiendo de que se apiadara
de su situación.
—Witty —empezó con tiento—, las dos sabemos que el
señor Connor empezó a dirigirse a la escuela porque se
quedó prendado de tu belleza en el Museo Británico. Creo
que te puedes figurar el porqué de lo que tú llamas
cobardía, como tampoco te extrañará que me preocupe lo
estafado que se sentiría al descubrir el engaño.
—Si te ha besado aun sabiendo que no eres Verity Burton,
me atrevería a decir que la sorpresa no le desagradaría en
absoluto —replicó ella con retintín, aún cruzada de brazos—.
Es más: cometería la bajeza de humillarme a mí, por la
parte que me toca, dando brincos de alegría.
—¿No crees que estoy en mi derecho de no querer
confirmarlo? Incluso si no le asqueo, incluso si, para colmo,
se siente atraído por mí, sigo siendo la mujer que se ha
falseado su identidad y lleva días ultrajándolo para que se
marche. Es muy probable que lo interprete como que me he
burlado de su inteligencia y no me perdone que haya herido
su orgullo.
Verity se encogió de hombros.
—Si la conversación va de plantear realidades
alternativas, veo igual de plausible que deje correr la
travesura y pida tu mano.
—Por supuesto —ironizó Primrose—, porque pedirle
matrimonio a la hija del señor Burton, nieta del señor
Swansea y mujer más rica y encantadora del reino
anglosajón es lo mismo que pasar por la vicaría con la
señorita Insley, que tiene apellido porque los
administrativos del registro le pusieron un cuchillo en el
cuello a unos padres más que dispuestos a abandonarla en
un orfanato, y solo porque ahogarla en el río habría
constituido un delito. Él no firmó para casarse con una don
nadie. Él quería a una señorita de la cabeza a los pies.
Aunque Primrose nunca se había referido a sí misma en
términos tan feroces, más para evitar que sus amigas
descubrieran con qué clase de monstruo se relacionaban
que porque el pensamiento fuese novedoso, Verity procuró
mantenerse impertérrita. Supo contener el impulso de
sacudirla por los hombros, pero no disimular que lo sintió:
una ráfaga colérica destelló en sus ojos castaños al oírla y
apretó vagamente la mandíbula.
—Yo en todo caso sería señorita del cuello a los pies, y
solo cuando tengo la decencia de vestirme acorde a mi
posición; no menciono mi cabeza porque los revolucionarios
franceses la habrían hecho rodar de haber llegado a conocer
mi ideología. Tú, en cambio, eres señorita desde los cielos a
los que te diriges para construir tus principios y tu fe, hasta
las puntas de los zapatos a los que los demás ni te
llegamos. Tienes una dote muy decente, una figura
elegante y mejores modales y conocimientos prácticos
sobre cómo llevar una casa que nadie que haya pisado esta
escuela.
—Tengo la piel manchada, la reputación de un engendro y
hasta la reina de Inglaterra hizo una mueca en mi puesta de
largo —replicó en tono implacable, aunque las palabras de
Verity la hubiesen conmovido—. No seas obtusa, o, mejor
dicho, no me trates como si no me viera en el espejo todos
los días. No te estoy pidiendo que me consueles, además,
sino que me ayudes a resolver un problema en el que las
dos nos metimos sin imaginar las dimensiones que
alcanzaría.
Verity compuso una expresión que Primrose estaba
acostumbrada a ver. La ponía sin darse cuenta cuando
alguna maestra explicaba una anécdota histórica o un
problema matemático cuya solución no se le ocurría en el
acto, o, en situaciones sociales, cuando no atinaba a
comprender las motivaciones detrás de un comportamiento.
La joven creía andar en la honrada búsqueda de la verdad
de las cosas cuando, en realidad, solo quería adaptar dichas
cosas a su verdad individual, la que ella había elegido
creyéndola superior.
—Pero yo... —Dejó caer los hombros en una postura de
rendición. Buscó la mirada de Primrose con la esperanza de
que se desdijera y expresara lo que quería oír—. Pensaba
que amabas a ese hombre.
El corazón le dio un vuelco, protestando por la
conjugación pretérita del verbo.
Trajo a su mente cada día que se sentó a escribir una
carta besando la estilográfica, besando la base del tintero,
besando el papel que él luego acariciaría con sus dedos; las
noches que se expuso a una regañina e incluso a un
incendio negligente por meterse bajo las sábanas con una
lamparilla y las últimas noticias de Sean, procurando
cubrirse la boca para que nadie oyera su estúpida risita de
enamorada.
A su cabeza acudieron también los recuerdos más
recientes, el momento en que lo vio apearse de su caballo
como un príncipe de cuento y le tendió la mano, todavía sin
alcanzar el esplendor de la gallardía de la que haría gala
durante todo el paseo sin saber aún quién era ella,
simplemente porque era un buen hombre. Se acordó de
cómo se iluminaban sus ojos al hablar de su vocación
artística; de cómo palmeó con entusiasmo la espalda de
Quitterie para felicitarla por su don recién descubierto,
genuinamente conmovido por la ilusión que ahora podía
compartir con la muchacha; de la pasión con la que
defendió el honor de la señorita Burton y proclamó sin
miedo alguno que haría lo correcto en cuanto se dignara a
volver; del modo en que la apretó, enfermo de deseo,
cuando la acorraló contra la puerta de ese mismo
dormitorio.
Primrose se amenazó a sí misma para no descomponerse
de pena e impotencia. Incluso si no habían hecho más que
discutir desde su llegada, gracias al redescubrimiento de
sus virtudes y a la naturalidad con la que había aceptado
sus defectos, hasta el momento solo insinuados, había
comprendido que su amor por él nunca había sido una
ilusión. Sentía por aquel hombre algo tan real que podía
tocarlo, agarrarlo con fuerza, y lo que era peor: ese algo
podía de igual modo ahogarla y someterla a ella.
—Por supuesto que no lo amo —dijo en su lugar,
exagerando su indignación—. Cartearme con él no era más
que un absurdo divertimento. Claro que he esperado sus
respuestas con el alma en vilo y me he empleado a fondo
para ganarme su afecto a la hora de elaborar mis
contestaciones, pero porque estaba mortalmente aburrida y
volcarme en la tarea formaba parte del entretenimiento. Del
juego. Nunca he cometido la insensatez de pensar que
vendría a buscarme, y ni mucho menos que se le ocurriría
casarse conmigo —dijo en voz alta, y no mentía.
Verity tuvo que darse cuenta, porque arrugó el ceño.
—¿Y por qué no? —se quejó su amiga—. Me cuesta creer
que, siendo escritora vocacional, no pudieras soñar con un
novelesco desenlace en el que Sean pedía tu mano.
—Lo creas o no, en según qué historias, mi imaginación
está muy limitada —respondió con una sonrisa vacía. «En la
historia de mi vida, si quieres concreción», estuvo a punto
de añadir—. Lo único que te pido, Wit, es que le pongas fin a
esta travesura. Si lo hiciera yo, si admitiera el engaño, nos
arruinaría a los dos la larga temporada de romance idílico. Él
sentiría que nada fue real, que me burlé de sus
sentimientos, y no podríamos quedarnos con el bonito
recuerdo de nuestra... amistad.
—¿Acaso crees que no le dolerá que lo eche con cajas
destempladas?
—No tanto como destapar una mentira de tamañas
proporciones. Siempre puedes esperar a dar un paseo con él
y fingir que la complicidad ha desaparecido para lamentarte
porque la química epistolar no sea trasladable a la realidad.
Es un hombre con el que se puede razonar, Witty —insistió
al verla dudar—. Lo entenderá rápido y se marchará.
—Entonces eso es lo que quieres —repitió, solo para estar
segura. La miraba sin disimular su incredulidad, aderezada
por una chispa de desconfianza—. Que se marche.
Primrose asintió como un autómata sin antes permitirse
reflexionarlo para sus adentros. Si le concedía espacio a la
duda a una mente que lo cuestionaba todo como la suya,
empezaría a echarlo de menos antes de que se fuera y no
podría soportar comprender todo lo que se perdería. En el
fondo, tendía a fantasear con una felicidad que ya debería
haber aprendido que no estaba disponible para su disfrute.
Si no le cerraba del todo las puertas a la esperanza, podría
cometer un grave error, como creer que Sean podría ser
suyo.
—Eso es —le confirmó—. Cuanto antes, mejor.
Capítulo 11

Sean no estaba emocionado con los tres días de


celebración navideña que la escuela había organizado para
las familias. Había sido informado al respecto por la misma
directora y durante las cenas había oído que cada una de
las muchachas tenía una opinión distinta sobre el
acontecimiento, pero nada le preparó para el despliegue de
gente que aconteció para la caída de la tarde.
Con el fin de darle vida a la mansión después de las
fechas clave y antes del regreso a las clases, la institución
preparaba las numerosas habitaciones de invitados para
acoger a los parientes de las alumnas. Padres o hermanos,
tíos o primos; daba igual mientras significaran algo para la
joven. El vínculo de sangre no era obligatorio para transferir
una invitación, porque no tardó en descubrir que la pareja
que se presentó para visitar a Primrose no fueron los Insley,
sino los condes de Haverford: lady Clarissa y lord Nile
Inglefeild.
Precisamente porque su situación sentimental con la
joven no era la propicia, Sean había tenido que reclinarse a
un rincón y limitarse a observarla de lejos en tanto que los
criados iban de un lado para otro ultimando los
preparativos. Incluso si hubiesen estado en buenos
términos, no se habría atrevido a romper el obstinado
silencio en el que se sumió nada más sentarse a esperar a
los pies de la ventana del salón. Con la barbilla apoyada en
la mano y un gesto que solo podía describirse como
desalentado, oteaba el horizonte como si supiese de
antemano que nadie acudiría a visitarla.
El deseo de flagelarse con sus infortunios era un rasgo del
carácter que no le habría costado atribuirle tras conocerla
en profundidad, pero en ese caso no le pareció que ansiara
regodearse en su miseria, sino tan solo constatarla
objetivamente para poder soltar de una vez por todas una
absurda esperanza.
Y la soltó cuando los invitados dejaron de llegar y los
encargados de los exteriores de la finca cerraron las
cancelas. Primrose se crujió el cuello y se alisó la falda con
la mayor de las dignidades, forzó una sonrisa cordial y se
dispuso a dar la bienvenida a sus conocidos. No hacía falta
prestarle atención para percibir que un ánimo sombrío se
había apoderado de ella... hasta que reconoció a la
embarazada lady Haverford en el meollo del recibidor.
Entonces, su opinión sobre el fin de semana festivo
cambió por completo.
«Niña tonta», pensó Sean para sus adentros, apoyado en
la esquina saliente que unía el salón con el pasillo del ala
este. «Si me hubieras dejado, o, mejor dicho, si te hubieses
confesado, yo habría venido a verte a ti. Yo habría sido tu
visita, ahora y siempre».
Observó de lejos la calurosa bienvenida que la muchacha
le dio a su buena amiga. Le costó controlar una sonrisa
colmada de la misma calidez que parecía a punto de
humedecerle los ojos a Primrose.
Recordó los términos en los que había descrito a lady
Haverford, Clarissa Simms cuando aún era soltera, y tuvo
que reconocer una vez más su talento narrativo para definir
la realidad tal cual era. No había exagerado al deshacerse
en halagos sobre las bondades de la condesa, implícitas en
el modo de apretar a su amiga en un abrazo tembloroso de
emoción, como tampoco su belleza o la extrema timidez
que sin embargo compensaba con un encanto natural.
Incluso sin verla de cerca u oírla hablar, tan solo fijándose
en sus gestos, se le antojó un hada de cuento infantil, una
criatura etérea a cuyos parsimoniosos movimientos se
sumaba la apariencia de una diosa nórdica.
Su marido, en cambio, se presentaba como un hombre de
aspecto severo y el pelo tan negro como el de un semental
árabe. Ambos eran esbeltos, iban magníficamente vestidos
y estaban compenetrados al tomarse de la mano, mirarse,
dirigirse el uno al otro. En definitiva, hacían una pareja
conmovedora que le constaba que Primrose llevaba casi dos
años celebrando.
La muchacha y él podrían haber hecho una pareja igual
de adorable si no fuera terca como una mula. Haberla
espiado mientras trataba de concentrarse en leer en la
salita y lanzaba suspiros de aburrimiento o de anhelos no
correspondidos al pasear por los pasillos había suavizado su
enfado monumental, porque cómo no iba a enternecerse
con su fragilidad, con la hipnotizadora distinción con la que
lo hacía todo. Pero seguía herido por el modo en que le
había confrontado en la iglesia, y no tanto porque acusara
su pasión de ilegítima, cosa comprensible tratándose de una
feligresa recalcitrante, sino porque al no confesar su
mentira insistía en renegar de él.
Le estaba costando comprender por qué.
—¿Quién es esa muchacha? —oyó que inquiría un hombre
de cabello castaño, en exceso arreglado para la ocasión. Se
había apartado de la escena de reencuentros y
presentaciones con un par de amistades de su edad y sexo.
Fumando lo que parecía un puro muy fino, observaba a los
recién llegados con un interés secreto, como aquellos para
los que el chisme era una afición válida y no una
inmoralidad—. La que tiene las manchas en la cara, el cuello
y las manos.
—Mi hermana me dijo su nombre, pero me temo que no lo
recuerdo —contestó uno de sus acompañantes.
—Pues no es como para olvidarlo, Smith —bufó el tercer
tipo, un rubio con la frente prominente. Se cruzó de brazos
—. Primrose Insley, si no me engaña la memoria. El año
pasado fue presentada en sociedad. La apodaron «la leprosa
de Londres» por razones obvias.
Sean se enderezó de pura indignación al oír el
comentario, pero sobre todo prevaleció el asombro. Era la
primera vez que escuchaba a alguien hablar con desprecio
de Primrose.
—¿Dónde están esas razones obvias que mencionas? —
quiso saber el primer interesado, el entrometido
empedernido. El cabello ondulado le caía sobre la frente,
tratando de minimizar en vano el efecto confuso de una
mirada única: incluso de perfil, sus ojos parecían de un
insólito tono rojizo—. No es que la piel se le esté
desprendiendo del cuerpo. Son, más bien, manchas de
nacimiento.
—¿Qué más da lo que sean? —se quejó el rubio—. Todo el
mundo coincide en que es repugnante, y yo no soy la
excepción. Apuesto a que te puede contagiar algo si la
tocas.
—No seas ignorante, Waddingham —le reprochó el de los
misteriosos ojos—. Suenas a un paso de llamarla bruja y
rogarle al gobernador provincial que la prenda.
—No sería una gran pérdida —desestimó el aludido—.
Nunca he entendido para qué sirve una mujer fea además
de para estorbar.
—No es tan fea... —la defendió el tipo de la opinión más o
menos neutra, hasta el momento callado—. Si la miras con
los ojos entrecerrados, claro. Y lo bueno que tienen las
víctimas de deformidades como esa es que no están en
posición de pedir y no pueden negarse a las virguerías que
pretendas hacerles si te las llevas a un rincón apartado.
—Haz el favor de cerrar el pico, Smith —le rugió el
fumador, acompañando la orden de una mirada hostil—, o
te lo cerraré yo de un puñetazo.
—Oh, ¿qué ha sido de tu flamante sentido del humor,
Kinross? Si la muchacha te gusta, no pasa nada; te
conviene, incluso, que a nosotros nos resulte nauseabunda.
Aunque, si soy sincero, no me disgusta su figura. ¿Creéis
que tendrá manchas a lo largo del cuerpo? ¿Incluso en el
coño? —añadió Waddingham en tono de mofa.
Sean no pudo seguir escuchando y, viéndolo todo rojo, se
giró hacia el miserable y procuró que su amplia espalda
bloqueara la visión del resto de la concurrencia al agarrarlo
del cuello.
—¿Y tú crees que esa es la manera de referirte a una
dama? —siseó Sean a un palmo de su cara, presionando los
dedos contra la garganta para entrecortarle la respiración—.
Paradójico cuanto menos que se te olviden los modales
nada más plantar un pie en una escuela que se dedica a
divulgar los beneficios de la buena educación.
—Disculpe al marqués, caballero —intervino Smith con las
dos manos en alto—. Solo estaba bromeando.
—Como tú cuando insinuabas hacerle daño a la señorita,
¿verdad? Si no os rompo el cráneo aquí y ahora es porque
no os daría protagonismo ni como víctimas —le rugió, aún
estrangulando al cada vez más pálido Waddingham. Sean
ladeó la cabeza hacia el implicado que restaba por recibir su
furia, y lo vio todavía recostado contra la pared y
contemplando a Primrose con una sana curiosidad—. ¿Y
usted? ¿No va a defender a sus amigos?
Kinross comprendió que se refería a él. Se quitó el
cigarrillo de los labios y echó a un lado el humo antes de
mirarlo a los ojos con cierta sorna.
—¿Qué amigos? —preguntó, y se dio media vuelta con un
desdén hacia sus acompañantes que habría herido el
orgullo de un rey.
—Señor Connor —se alzó una voz. Lavinia Vallans se
había abierto paso en el cúmulo de invitados. A la par que
llamaba su atención con una mano en alto, con la otra
procuraba disolver el desorden empujando a la mole de
gente hacia el salón principal. Sean tuvo que soltar a
Waddingham y enfrentarla con una mueca de falsa
expectación—. Le complacerá saber que la señorita Burton
está bajando las escaleras ahora mismo.
Sean había sido informado de la llegada de Verity hacía
un par de horas, pero igual que Sarah Reeves había
anunciado la buena noticia, le había hecho comprender que
la joven estaba cansada del viaje y todavía tenía que
asearse y acicalarse para el reencuentro. Él había fingido
hallarse encantado porque la joven hubiese adelantado su
regreso y se había sentado a esperar en un punto que le
permitiera contemplar a Primrose mientras tanto.
Tuvo que hacer un llamado de urgencia a una mínima
estabilidad tras la ira candente que le había subido por el
cuerpo. Inspiró hondo y probó una sonrisa relajada antes de
alzar la barbilla hacia la escalera principal, por donde, en
efecto, la maravillosa Verity Burton pretendía hacer su
inolvidable aparición.
Sean tuvo que controlar una risotada a tiempo, en ningún
caso despectiva, por el gracioso afán de protagonismo de la
muchacha. A la vista estaba que no habría soportado pasar
desapercibida bajando a recibir a los familiares a su hora;
tenía que hacerse de rogar como todo invitado de honor y
cerciorarse de que nadie perdía detalle de su elegancia
descendiendo la escalera con premeditado detenimiento.
Si aquella hubiera sido su mujer, habría merecido la pena
no solo la espera de las dos horas de acicalamiento, sino el
año y medio de agonía. Verity se había arreglado para la
ocasión con una dedicación tal que no se habría visto ni
siquiera en su puesta de largo. Lucía un vestido de rayas
verde aguamarina con escote pronunciado y mangas
ajustadas que favorecía sus voluptuosas curvas, quizá más
de la cuenta. Pero ni eso, ni las joyas de oro, ni la peina que
lucía en el moño, la hacían brillar tanto como la actitud
coqueta con la que se presentó.
Sean se sorprendió sonriéndole como si ya fuera su mejor
amiga, asombrosamente apaciguado por su sola
proximidad. Ella cogió el guante de su amabilidad
correspondiéndola en idéntica medida y estiró la mano para
que él la besara.
Incluso sin girarse para confirmarlo, supo que la totalidad
de los invitados tenía los ojos puestos en ellos. Pero a Sean
no le importó la curiosidad ajena a la hora de presionar los
labios contra sus nudillos enguantados; tan solo los celos
que pudiese despertar en cierta jovencita.
—Sabe usted cómo impresionar a un público difícil,
señorita Burton —dijo en voz alta con el fin de que lo
escucharan.
No tenía ni la menor idea de cómo reaccionaría Verity a
su gallardía. Apostaba por que Primrose ya la había puesto
al corriente de la situación y esta se habría plegado a los
que fueran sus deseos, que con toda seguridad serían
largarlo de Arlington Abbey a la mayor brevedad.
Para su sorpresa, la dama le siguió el juego enarcando
una ceja y respondiendo:
—¿Un público difícil, dice? Pensaba que a usted ya le
tenía en la palma de mi mano.
—Como no podía agarrarme usted muy fuerte desde
Londres, me he resbalado un poco entre sus dedos. Seguro
que una joven tan escurridiza como usted comprende la
situación.
—La comprendo y le pongo remedio, como ya puede ver.
—Abarcó su magnífico vestido con un ademán—. Confío en
que la espera no le haya dolido tanto como es evidente que
le ha entusiasmado la sorpresa.
—Por descontado, señorita Burton. ¿Le gustaría
acompañarme a dar un paseo por el invernadero? —propuso
sin soltarle la mano—. Me han estado picando los dedos de
no poder escribirle una carta en semanas, y ahora lo que
ardo en deseos de usar para ponernos al día es la lengua.
Verity soltó una risita incrédula pero encantada con el
segundo sentido del comentario. Aceptó su invitación con
una sonrisa contagiosa y, ya agarrada a su brazo, se
encargó de conducirlo fuera de la estancia, donde el público
que sí era impresionable se había quedado descolocado.
La señorita Reeves, rauda y consciente del que era su
trabajo, se apresuró a seguirlos a la distancia adecuada
para ejercer de carabina.
—Magnífica entrada —le halagó Sean en cuanto habían
perdido de vista el barullo. Se detuvo a las puertas de cristal
del invernadero para invitarla a pasar primero.
Ella ni siquiera se giró para contestar con displicencia.
—Me suena que le mencioné mi pasión por el teatro
aquella vez que coincidimos en el Museo Británico. Al igual
que un dulce nunca amarga a nadie, una pizca de efectismo
tampoco ensombrece la reunión.
—Recuerdo a la perfección ese rasgo de su personalidad.
Usted no puede ni quiere pasar desapercibida.
Y no lo dijo con retintín. Al fin y al cabo, Sean se decidió a
escribirle esa primera carta a la señorita Burton porque le
fascinó su espíritu vivaz y la manera en que había
reformulado la definición de feminidad para que una pizca
de ferocidad y ambición tuviesen cabida y, aun así,
resultara igualmente delicada y encantadora.
—Entonces no le he decepcionado por ahora.
—Está usted tan bella como la primera vez que la vi.
Sean era tan sensible a la armonía facial y a la belleza
canónica como cualquiera que se preciara de ser hombre o
artista, y la señorita Burton era de todo menos
desagradable a la vista. A nadie le disgustaba una pelirroja,
un ángel travieso controlaba sus expresiones y contaba con
atributos mujeriles que hacían que un hombre le
agradeciera a Dios que le hubiese dado dos manos y no solo
una.
Esa era otra de las razones por las que se inclinó por
escribirle un buen día.
Verity lo miró por encima del hombro cuando ya estaba
encaminada por el amplio pasillo entre las flores silvestres.
—Me he buscado una reacción desproporcionada al
aparecer de esta guisa, pero su invitación a pasear a solas
nada más reencontrarnos ha sido un tanto osada, ¿no le
parece?
—No estaba seguro de cuánto rato podríamos mantener
una conversación en público antes de que fuese evidente
que usted y yo no nos hemos dirigido la palabra en año y
medio —respondió con llaneza, siguiéndola a una distancia
prudencial con las manos a la espalda—, y considerando
que tenemos una charla privada pendiente, no quería
desaprovechar el milagro de su plena atención.
Capítulo 12

La oyó echarse a reír desde su posición adelantada. Frenó


justo cuando el camino doblaba la esquina y se apoyó en la
pared de cristal para, desde allí, mirarlo con un brillo pícaro
en los ojos.
—Ya sabía yo que usted de tonto no tenía un pelo.
Sean suspiró con dramatismo.
—Reconozco que tardé alrededor de cuarenta y cinco
minutos en descubrir el engaño —confesó con una mano
sobre el pecho, avanzando con calma para alcanzarla—. Soy
consciente de que eso no habla muy bien de mí.
—Lo que no habla muy bien de usted es que no haya
puesto su... hallazgo en el conocimiento de quien
corresponde —señaló ella con una ceja alzada—. Si
pretende emprenderla a gritos y reproches con alguien, yo
no soy la mujer indicada.
—Tal vez me equivoque, pero me da la impresión de que
a la señorita Insley jamás se le habría ocurrido la chiquillada
de hacerse pasar por usted si el diablo sobre el hombro no
la hubiese incitado.
—¿Ahora soy el diablo? —se burló.
—Un diablo muy bien vestido. Una cosa no quita la otra.
Verity volvió a reírse y se agarró a su brazo como una
debutante enamorada para proseguir la marcha. Desde su
modesta altura, algo menos de un metro sesenta, lo miró
con la cara iluminada por la diversión pueril de estar
haciendo una trastada.
Por más que le hubiese descolocado con su implicación
en la jugarreta, no pudo sino apiadarse de ella. Había visto
con sus propios ojos cómo vivían las pobres muchachas, qué
rutinas seguían, cuál era el objetivo principal que
perseguían y al que enfocaban sus vidas: ¿cómo no iba a
aprovechar la carta de un pretendiente, el único elemento
alejado de la monotonía que se le ofrecía, para avivar su
imaginación y salir del encorsetamiento escolar? ¿Qué otra
aventura podría vivir y narrar en su vejez una mujer
condenada a pasar por la vicaría, engendrar herederos y
morir sin hacer ruido?
—Oh, señor Connor... —Le apretó el brazo con afecto,
mirándolo con alegría—. ¿No está usted enfadado?
—Si le soy sincero, al principio no quise creérmelo, y no
por desmerecer a la verdadera señorita Burton... es decir, a
la falsa señorita Burton —se corrigió—, sino porque me
costaba entender la finalidad del embrollo.
—¿Costaba? ¿En pasado?
Sean se contuvo para no narrarle el desagradable
incidente de tan solo unos minutos atrás, cuando había
estado a punto de matar a dos hombres del mismo golpe en
el recibidor de la escuela. Lo tuvo muy presente al mirar de
nuevo a la expectante Verity, sin embargo. Le transmitió en
silencio, con apenas un ceño ominoso, que le llenaba de
impotencia que la sociedad le hubiese metido ideas terribles
en la cabeza a una criatura inocente como Primrose.
Le había extrañado descubrir en la iglesia, durante su
confesión, que se odiaba a sí misma, pero más le había
impactado comprender por qué: porque le habían dado
razones con sus prejuicios. A saber desde cuándo...
A saber hasta qué punto.
En la escuela había estado a salvo del desdén con el que
la trataban en el mundo real, pero a la vista estaba que el
amor con el que la arropaban las maestras en Arlington
Abbey no era sino el parche de una herida sin cura.
Sean meneó la cabeza, señal de que prefería no ahondar
en esa cuestión hasta que la hubiese digerido, y en su lugar
zanjó el asunto de su supuesta indignación.
—He tenido diecinueve años y me he divertido con
gansadas de peor calibre que la suya, señorita Burton.
Además de que, sin intención de ofender, no estoy
descontento con el cambio de novia.
—Me lo podía figurar. ¿A qué espera para decírselo a
Prim? —Tiró de él con impaciencia—. ¿Tiene idea de cuánto
le gustaría oír que celebra que se trate de ella?
—Si es solo la mitad de lo que me gustaría a mí que me
dijera la verdad, entonces me puedo imaginar que le
encantaría; que la volvería loca. Pero aunque no esté
enfadado con la mentira inicial, señorita Burton, estoy
furioso con la retahíla de embustes posteriores, así que
mucho me temo que no voy a satisfacer su ilusión... y usted
tampoco —la advirtió con una ceja enarcada.
No tomó a Verity por sorpresa con su afirmación. La
muchacha era igual de avispada que las alumnas que ya
había tratado, y debía de saber mejor que nadie que uno no
podía atentar contra el orgullo y el amor sincero de un
hombre e irse de rositas.
—Como comprenderá —intentó hacerle entrar en razón—,
no puedo fingir ante una de mis mejores amigas, la única
que me queda en la escuela, que no sé que usted lo sabe.
—Si ha podido fingir que se alegraba de ver a su
pretendiente preferido nada más bajar la escalera,
confirmando que no solo se le da de maravilla, sino que le
encanta el arte dramático, ¿por qué no iba a poder
ayudarme en mi empeño?
Verity entrecerró los párpados, temiéndose una
conspiración irresistible.
—¿De qué empeño estamos hablando?
—De darle una lección a la señorita Insley —determinó
con seguridad—. He tenido unos días para barruntar mi
método de acción. Después de ver cómo dejaba pasar las
ocasiones en las que le ponía en bandeja la confesión de
quién es, cómo se burlaba de mi inteligencia y llegaba a
humillarme con tal de que no descubriera su secreto, he
decidido que se merece que le dé un poco de su medicina.
—Si pretende humillar a mi amiga... —empezó en tono
conminatorio.
—Pretendo que se muera de celos —la interrumpió—,
para lo cual necesito su... ¿cómo ha dicho? ¿Su pasión por el
teatro, era?
Verity soltó su brazo para recalcar cuán en desacuerdo
estaba con su propósito, pero no pudo engañarlo una vez lo
miró a la cara con la boca deliberadamente entreabierta.
Trataba de exteriorizar un pasmo que sin duda sentía, mas
fue evidente que la idea de escarmiento se le antojaba
tentadora.
—Señor Connor, está usted loco si piensa que me
prestaría de forma voluntaria a hacer algo que hiriera a mi
amiga.
—¿Cómo sabe que la heriría? ¿Acaso le ha confesado que
está loca de amor por mí?
La joven puso los ojos en blanco, como si acabara de
recordar una escena lamentable.
—Todo lo contrario, de hecho. Alega no amarle en
absoluto.
—A eso me refería. Si no me ama en absoluto, le será
indiferente que flirtee con usted como desde el primer día
estuvo previsto que sucedería, y entonces yo me marcharé
de aquí por mi propio pie y sin armar un escándalo. Será
como si nunca hubiese existido, lo juro. Pero si me quiere de
veras pese a su desquiciante falta de amor propio, sospecho
que solo la idea de perderme a manos de su mejor amiga la
hará reaccionar.
—No sé si es usted perverso o brillante —reconoció Verity
por lo bajini, observándolo con admiración—. ¿En qué
momento ha aprendido a descifrar tan bien a Prim? ¿Tanto
puede llegar a aprenderse sobre una persona únicamente
enviándole cartas?
—La señorita Insley es transparente, un rasgo que no
dudo que ella desprecia porque le juega malas pasadas,
pero que resulta que yo adoro. No es necesario pasar más
de quince minutos en su compañía para saber que se
avergüenza de lo que desea, cuando no le aterra, y que está
desacostumbrada a luchar por lo que quiere porque nunca
se ha planteado que pudiera salir victoriosa.
—Es justo por eso que sería una crueldad arrojarla a las
garras del monstruo de los ojos verdes. Admítalo, señor
Connor. Una parte de usted clama una venganza de las
bíblicas.
—Por supuesto que clamo venganza —sentenció sin
ocultar su enojo—. El barco con el que crucé a Escocia
estuvo a punto de naufragar, casi pierdo la vida por culpa
de la pulmonía que agarré al cabalgar bajo la lluvia durante
varios días y he tenido que invertir todos mis ahorros para
llegar hasta aquí. Cualquiera se llevaría una irritación de
padre y muy señor mío si arribara a su destino con la
efervescente ilusión del primer amor y el corazón en la
mano y el objeto de sus deseos le negara no solo su afecto
correspondido, sino su nombre real, el reconocimiento de la
complicidad compartida y hasta su compañía.
Verity guardó silencio unos segundos para digerir los
hechos. No tenía a la señorita Burton por una persona
especialmente empática —no fue la impresión que se llevó
el único día que se trataron—, pero le pareció que ponerse
en su lugar la ofendía y hasta la instaba a reconsiderar
dónde poner sus lealtades.
—A lo mejor es cierto y no desea estar con usted —
murmuró, pensativa.
Sean se habría reído por el poco tacto de la muchacha si
la enumeración de lo ocurrido no hubiese reavivado su ira,
bloqueando cualquier emoción menor.
—En ese caso, quiero que me lo diga con todas las letras;
que me confiese quién es, lo que ha hecho, por qué lo ha
hecho y, para rematar, exprese a las claras que me
desprecia.
—Por el amor de Dios —bufó ella—. Prim jamás le diría a
nadie que le desprecia.
—Pues hasta ahora es lo único que le ha faltado incluir en
sus retahílas de barbaridades.
—Y, sin embargo, aquí sigue —señaló ella con un brillo
ufano en los ojos.
—Aquí sigo —reafirmó él.
Una sonrisa entre conmovida y orgullosa se fue abriendo
paso en los labios de la joven. No tardó en volver a aferrarse
a su brazo, ahora apretándolo con cariño, para retomar el
paseo.
—¿Tiene idea de cuánto tiempo llevo esperándole, señor
Connor? —le dijo con la voz atravesada por un entusiasmo
infantil—. Mi abuelo dice que para cada roto hay un
descosido, y basta con mirar a mis tías y tíos maternos para
saber que así es; que el amor no hace distinciones de raza,
género o clase social y llama a todas las puertas por
atrancadas que estén. Ansiaba que llegara de una vez por
todas un hombre ajeno a las convenciones populares y lo
bastante seguro de sí mismo para perseguir a Prim sin
tregua y sin vergüenza, tal y como se merece.
—La he perseguido en la medida en que me lo ha
permitido. Reconozco que podría ir ahora mismo a
dondequiera que esté y decirle que lo sé todo, pero soy
consciente de que existe la posibilidad de que no haya
confesado su mentira porque la avergüenza admitir que,
después de todo, no me ama; que ha jugado conmigo. Si no
siente nada por mí, señorita Burton, necesito que sea ella la
que dé un paso adelante y hable con claridad.
—Y le vendrá de perlas sentir esa presión —caviló Verity
con la vista clavada al frente—. Prim no es sincera con sus
sentimientos. Teme todo lo que no sea el amor a Dios, es
decir, todo lo que no consigue controlar y la aleja de la paz
espiritual. Pero así no se puede vivir.
Sean asintió.
Era imposible estar más conforme con su argumento.
—Entonces apoya mi decisión.
—Le concederé tres días de puesta en escena porque es
de justicia que padezca un rechazo similar al que usted ha
sufrido a sus manos, y porque quiero que sepa que me
responsabilizo y me arrepiento de mi colaboración en la
historia de las cartas. Pero solo tres días —recalcó con el
índice alzado—. No pienso torturar a Prim indefinidamente.
—Yo tampoco, señorita Burton, aunque algo me dice que
tres días no son suficientes para doblegar la voluntad de la
señorita Insley. No he conocido a nadie tan testarudo en mis
veintiséis años de vida, y eso ya es decir considerando que
mi madre es de las afueras de Belfast.
Verity comprendió a qué se refería —su padre no dejaba
de ser irlandés— y rompió a reír. Esa fue la adorable imagen
con la que se topó la pareja que accedió al invernadero
justo entonces: la señorita Burton reclinada sobre el hombro
de Sean, aferrada también a su brazo como si nada, ni un
terremoto, pudiera moverla de allí, y riéndose encantada
con el sentido del humor de su pretendiente. Él también
daba el pego, sonriente por lo estimulante que encontraba
la compañía de Wit e ilusionado por los tres días que le
habían sido concedidos para recuperar un amor que no
sabía en qué momento se le había escapado.
Pero Verity se tensó al reparar en que eran Rebecca y su
hermano mayor los que coincidirían en el camino del
invernadero. Percibió la rigidez que se apoderó de ella en el
modo en que se endureció el brazo que descansaba contra
el suyo; por lo demás, su aspecto y su postura, no
denotaban más que una saludable relajación. Sean asumió
que se debía a su enemistad con la señorita Wargrave y,
para cuando iban a chocarse físicamente, se preparó para
intervenir en su defensa en el caso de ser necesario.
—Parece que algunas no han oído que la avaricia rompe
el saco —comentó Rebecca tan pronto como se detuvieron
ante la pareja, parada obligatoria para no faltar el respeto a
la educación protocolaria. Su hermano Harding la
acompañaba del brazo, hastiado de antemano por el que
preveía un rifirrafe inevitable—. No contenta con la veintena
de pretendientes que ha coleccionado en tiempo récord,
ahora la astuta Wit quiere también agenciarse a los que
prefieren a sus amigas. Está claro que todo lo malo se pega;
pasar tanto tiempo con Clarissa Inglefeild te ha convencido
de que es de recibo robarle el candidato a quien se te mete
entre ceja y ceja.
Sean se quedó pasmado con su habilidad para, en tan
solo una introducción y con tono desenfadado, encajar
todos los reproches con los que era notable que se
envenenaba a diario. Se estaba preguntando cuánto tiempo
habría dedicado a elaborar el comentario malintencionado,
esto en el caso de que lo suyo no fuese un don natural para
la improvisación, cuando Verity sonrió de oreja a oreja.
—Que yo recuerde, a diferencia de mí, tú no eras amiga
de Clarissa, sino su insufrible rival. Robándote el
pretendiente no se estaba extralimitando, sino acometiendo
un acto de justicia. Si fue poética o no, eso ya lo decides tú,
pero desde luego la cara que se te quedó fue un poema
digno de enmarcar.
La señorita Wargrave palideció ostensiblemente y luego
enrojeció hasta la raíz del pelo.
—Muy propio de la señorita Burton —espetó, envenenada
—, enmarcar las tragedias ajenas y despreciar los poemas
que de veras son hermosos; los que recibe de los insensatos
a los que se les ocurre prestarle una atención inmerecida.
—Atribuirle a un grupo de cortejadores un adjetivo,
positivo o negativo, es un privilegio de aquellas que
podemos elegir marido entre una variedad. Otras no pueden
decir lo mismo; sus pretendientes no son insensatos porque
directamente no son.
Sean abrió la boca para pedirle a Verity que reanudaran la
marcha, incómodo al ser testigo de la dolorosa reacción de
Rebecca. Pero entonces una voz fría como el hielo se hizo
oír por encima del bien y el mal.
—Satán también era muy popular entre los suyos —dijo
Harding con expresión neutra—. Ya ve que a la desgracia le
gusta la compañía.
Verity se enderezó en reconocimiento del primer insulto
con madera para ofenderla.
Más allá del gesto de ponerse recta, su afectación fue
imperceptible.
—Y, aun así, Satanás era un ángel caído —repuso con
gesto coqueto.
—Prueba de que los ángeles caen como moscas. Sobre
todo en Londres a partir de su segunda temporada, y parece
que usted va camino de la tercera. No descuide esos
poemas ni esas cartas... —Le echó un vistazo de reojo
cargado de desdén al pasar por su lado tirando gentilmente
de una catatónica Rebecca—. Y a ser posible no toque las
de la señorita Insley, no vaya a ser que además de soltera
se quede sin amigas.
Verity se quedó boqueando en busca de una respuesta a
la altura de su malicia. Para cuando consiguió balbucear,
insegura, que «quien no tenía amigas era su hermana», una
réplica pueril y que no hacía honor a su ingenio, los
Wargrave ya habían desaparecido al otro lado de la
arboleda del invernadero.
Sean se percató de que la joven temblaba, aferrada a su
brazo con rabia, y presionaba los labios para contener un
siseo furibundo... ¿o un puchero? No tardaría en comprender
que Wit no se había tensado por la inminente proximidad de
Rebecca, cuyos hirientes reproches sabía corresponder en
medida similar y, cuando no, esquivar sin despeinarse, sino
por la presencia del honorable Harding Wargrave.
Trató de distraerla iniciando una conversación banal sobre
las flores que franqueaban el paseo, todas ellas de una
exuberancia llamativa, pero Wit permaneció con el ceño
fruncido y la mirada perdida al frente, sumida en la clase de
contrariedad que a uno le impedía pegar ojo.
—¿En serio me ha llamado Satán? —balbuceó al cabo de
un rato, cuando Sean se había cansado de luchar contra su
silencio iniciando charlas banales que no iban a ninguna
parte.
—Usted se ha excedido al burlarse sin compasión de su
hermana. Es lógico que saliera en su defensa, ¿no cree? Se
trata de su propia sangre.
—Pero nunca había sido tan cruel conmigo —musitó,
ahora sin poder controlar los pucheros—. Soy consciente de
que le disgusto, y sé que es porque la estúpida Rebecca le
ha envenenado con odiosas calumnias, pero... pero siempre
ha procurado, en la medida en que se lo ha permitido su
recelo hacia mí, ser cordial.
Sean observó que ella se encogía, cada vez más molesta,
y se concentraba en dónde iba poniendo los pies para alejar
cualquier pensamiento que la inclinara al llanto. Pese a la
penosa escena, a Sean se le acabó escapando una sonrisa,
y a punto estuvo de preguntarle cuánto hacía que estaba
enamorada del futuro barón.
Como si lo hubiese sabido y pretendiera evitarlo a toda
costa, Verity se recuperó del enfado con un hondo suspiro y
decidió cambiar de tema empleando un tono brioso.
—¿De qué hablábamos antes de que los Wargrave se
cruzaran con nosotros?
—Sobre Primrose —le recordó—. Se me ocurre que
podemos prolongar un rato más nuestro paseo y así me
cuenta usted datos sobre ella. Es obvio que no es hija del
señor Burton, por lo que... ¿De quién es hija? ¿A qué se
dedican sus padres? ¿Qué es lo que debería saber sobre la
esquiva señorita Insley?
Capítulo 13

—¿Te encuentras bien? —preguntó Wit en cuanto terminó


de aplicar polvos a sus mejillas.
Ningún tipo de mancha en la piel femenina estaba bien
considerada, pero Verity Burton se podía permitir cuantos
defectos le placiera tanto física como moralmente, y a la
vista estaba: no se esforzaba demasiado por disimular las
pecas que le salpicaban sobre todo la nariz. Y por qué
hacerlo, si era la clase de figura influyente que ponía de
moda tendencias mundialmente estigmatizadas.
Primrose siempre había admirado su belleza, primero con
envidia sana, feliz porque su amiga disfrutara de beneficios
a los que ella jamás podría aspirar, luego con cierta
impotencia al comprobar que la utilizaba como arma
arrojadiza y como subterfugio para librarse de pagar por los
platos rotos, y, al fin, con resignación. Pero desde la tarde
anterior había empezado a fijarse con particular fijación,
decidida a herirse a sí misma, en todo aquello que Verity
tenía y de lo que ella carecía.
No había necesitado esforzarse para adivinar qué habría
visto Sean en su deslumbrante aspecto y la originalidad de
su personalidad que le había fascinado hasta el punto de
olvidar la pasión compartida en el dormitorio.
No sabía por qué diantres le sorprendía que hubiese
escogido a Verity por encima de ella nada más
reencontrarse. Cierto era que no se había visto antes en
situación semejante, pero porque los hombres no la tenían
por una rival a la altura de la señorita Burton como para que
existiese una elección ecuánime. Aparte, el desenlace
casaba con lo que Sean llevaba días recalcando: que amaba
a la señorita Burton, quien no dejaba de ser el rostro y el
apellido de la destinataria de sus cartas.
Aun así, contra todo principio, contra toda obviedad,
Primrose había tenido la audacia de asombrarse e incluso
sentirse traicionada.
—Sí, solo sigo algo adormilada por la siesta —respondió
con una débil sonrisa. Desde su cama, de donde se había
incorporado para abrazarse las rodillas cubiertas por el
camisón, observaba las hipnóticas abluciones de Verity—.
Pareces entusiasmada con el baile de esta noche. Vas a
ponerte uno de tus vestidos preferidos —señaló con
lentitud, como si aún no hubiera decidido si quería o no
saber el porqué de su vanidad.
—¿Es que no has visto la cantidad de hermanos mayores
y tíos jóvenes que han venido para acompañar a sus
hermanas y sobrinas durante las fiestas? —inquirió con el
tono entre incrédulo y burlón de quien no podía creerse que
le preguntasen una obviedad. Primrose estuvo a punto de
responder que eran los mismos hermanos mayores y tíos
jóvenes que llevaban los últimos tres años celebrando las
Navidades en Arlington Abbey, pero prefirió engañarse un
rato más con que su acicalamiento no se debía a la
presencia de Sean—. Es casi como si estuviéramos en
Londres, Prim. ¡Un mundo de posibilidades infinitas se abre
ante nosotras! No podemos desaprovechar la oportunidad
de hacernos ver. Lo que hace que me cuestione... ¿Por qué
no te arreglas?
—Supongo que a mí no me ilusiona eso de ser vista tanto
como a ti.
No pudo evitar que se le escapara una nota de
resentimiento.
Se odió por ello.
—Pues deberías —atajó Verity, concentrada en recogerse
la melena. Mirarse al espejo era para ella una ceremonia
privada de carácter casi religioso que le concedía la misma
paz espiritual que a Primrose entregarse a un rezo. De niña,
la señorita Burton estableció la costumbre de ahuyentar a
sus criadas cuando debía prepararse para un evento. Exigía
que le dieran horquillas y agujas, un cepillo de cerdas de
jabalí y veinticinco minutos, que ya se encargaría ella de
obrar un resultado milagroso con tan escasa materia prima
—. No sé por qué has renunciado al matrimonio, Prim.
Muchas solteras se han casado antes de su tercera
temporada. Gracias, precisamente, a veladas familiares
como esta.
Ladeó la cabeza para desviar la mirada hacia el borde del
camisón, que se estaba volviendo a descoser. ¿Cuántas
veces no habría remendado la misma ropa interior?
—No he visto a nadie que llame mi atención —mintió con
la boca pequeña.
—Pues no será porque no abunden los caballeros
atractivos. Fíjate en el señor Connor, sin ir más lejos —dejó
caer con brío—. Por más que me esforcé anoche, no logré
verle un solo defecto que justificara tu deseo de espantarlo.
Estuvimos más de dos horas paseando. ¡Hacía años que no
me sentía tan revitalizada con una conversación!
—Dos horas hablando, ¿y no se dio cuenta de que no eres
la mujer que le respondía las cartas? —soltó antes de
pararse a pensarlo. Se obligó a sonar más o menos
indiferente al continuar—. El defecto de estúpido no lo tiene,
o esa impresión me ha dado a lo largo de los últimos días, y
asumo que, en algún momento de la charla, mencionaría
algo relativo a lo que se debatió durante el contacto
epistolar.
Sin apartar la vista de su glorioso reflejo, Wit contestó con
desahogo.
—Fui precavida y le dije de antemano que me gustaría
que nos conociéramos de nuevo cara a cara tocando
cuestiones que nunca llegaron a tratarse por escrito.
«Me gustaría saber qué cuestiones son esas», pensó
Primrose con inevitable retintín. «Los temas sobre los que
no hayamos discutido largo y tendido en este último año y
medio no existen, no son importantes, o no nos interesan a
ninguno de los dos».
—Es una lástima que tengas que decirle que no quieres
saber nada más de él, entonces —repuso en su lugar,
enderezándose con una vaga sonrisa de alivio—. Se notó
nada más veros que complicidad no es algo que os falte.
Verity se recogió la densa melena pelirroja en un moño
alto y realizó las pertinentes sujeciones con la destreza de
quien llevaba desde los nueve años peinándose sola.
—¡Oh, eso! —exclamó con aire distraído—. Verás...
Anoche decidí que no voy a pedirle que se marche. Me ha
resultado incluso más atractivo que la primera vez, habría
que estar ciego para no percatarse de que se siente atraído
por mí y, como has dicho que tú no estás interesada en él,
no veo por qué no ocupar tu lugar.
Primrose había estado temiéndose un giro argumental
parecido desde el preciso instante en que Sean miró hacia
las escaleras y localizó a Verity. Todo el mundo había
contenido el aliento, las maestras incluidas, mientras la
joven descendía con una mano en la baranda y alcanzaba al
más apuesto de sus pretendientes con el brazo extendido
en una muestra de coquetería irresistible que ella nunca
habría podido replicar. Primrose había sentido que se le
retorcían las entrañas, víctimas de una rabia candente, al
atestiguar el suave contacto de sus labios sobre los guantes
blancos.
No había podido agradecer que se apartaran de su vista,
sin embargo. Su mente imaginativa le había jugado una
mala pasada pintando a su amiga entre los brazos de su
señor Connor. Conociendo su fogosidad, no le habría
extrañado que se abalanzara sobre Verity y le repitiera la
sarta de obscenidades con las que sonrojó a Primrose.
«Un momento. ¿Has dicho “tu señor Connor”? Hay que
tener valor», se burló de sí misma.
Al ver que no obtenía una respuesta inmediata, Verity se
giró desde el tocador con las manos sobre la cabeza y la
miró con esa inocencia impostada que a veces la hacía reír
y que, en otras ocasiones, despreciaba desde lo más
profundo del alma.
¿A quién pretendía engañar cuando se fingía inofensiva?
—¿Supone un problema para ti, Prim? Tú solo di la
palabra, querida, y yo me retiraré de la partida a la mayor
brevedad y procurando no perder la dignidad.
Todo su sistema se rebeló para instarla a protestar en voz
alta. La sangre le quemó en las venas, el estómago se le
encogió agónicamente, el pulso se le aceleró a un ritmo de
infarto. Pero Primrose tenía por costumbre desatender sus
propias emociones, minimizar sus deseos como si no
valieran nada, y no le costó ignorarlas. Sin embargo, sí
necesitó convencerse de que el cortejo no iría a ninguna
parte para no ahogarse en su amargura.
«Witty se aburrirá de él», se repitió. «Seguro que sí... Ya lo
verás».
—Para mí no supone problema alguno, pero quizá para ti
sí —se oyó decir. Había dejado de sentirse la cara y las
manos. Solo notaba las orejas ardiendo—. Te recuerdo que
el señor Connor me robó un beso hace menos de cuarenta y
ocho horas, cuando en teoría seguía esperándote, y ha
tenido la audacia de recibirte con toda pompa y boato,
alardeando de una hipocresía apabullante. ¿De veras
quieres que un canalla de tamaño calibre te haga la corte?
—Te invito a señalarme a un solo sujeto en esta sociedad
podrida hasta los cimientos que no adolezca de ese defecto
—desestimó con un encogimiento de hombros—. Tal vez me
ofendería su libertinaje si le hubiera escrito cartas durante
año y medio, pero como en realidad no le conozco de nada
y él tampoco a mí, no hiere mis sentimientos. Además; en
su lugar, yo también habría besado a una bella señorita si
se me hubiese presentado la ocasión en bandeja —añadió
con un guiño encantador.
Primrose se sintió miserable por haber pensado en los
peores términos de su amiga. Era imposible que estuviese
improvisando aquella puesta en escena con el fin de hacerle
daño. La conocía desde hacía años, y entre la estricta
proximidad de la convivencia y el intercambio de
confidencias que propiciaba la cercanía, habían terminado
por estar al tanto de todos los secretos de la otra. Sabía que
Verity la quería sinceramente y no mentía cuando decía que
bastaría con que dijera que amaba a Sean para que se
batiera en retirada.
Pero Primrose no podía decir algo así. En el peor de los
casos, Sean la despreciaría por mentirosa, por no estar a la
altura de sus expectativas, y, en el mejor de entre los
mejores, pediría su mano y ella le arruinaría la vida con el
simple hecho de pasear de su brazo. Todo el mundo
señalaría al señor Connor como un pobre hombre por haber
cometido la insensatez de tomarse en serio a una mujer con
su aspecto, y eso cuando no le tildaran de contrariar las
normas no escritas del sistema sacando a la luz a la clase
de amante que debía permanecer entre las sombras.
—Creo que hacéis una bonita pareja —se resignó a decir,
e hizo de tripas corazón para ofrecerle una cálida sonrisa.
Desde los nueve años con los que Primrose llegó a
Arlington Abbey hasta los diecisiete, ninguna alumna se le
acercó ni por piedad. Verity Burton fue la primera en
demostrar unas agallas fuera de lo común abordándola por
voluntad propia y sin el objetivo ya popularizado de mofarse
de ella. Con tan solo los catorce años que una muchacha
debía de haber cumplido para entrar en la escuela, exhibió
la personalidad ajena a convencionalismos sociales que le
había permitido hacer buenas migas con ella sin pensar en
cómo repercutiría esto en su reputación. A raíz de su acto
de generosidad, otras jovencitas se habían dignado a
dirigirle la palabra por exigencia de un debate en clase o un
proyecto grupal. Pero ninguna arrastró una silla para
sentarse a su lado, silla que hasta el momento había
formado parte del corro de las damas a las que se les
auguraban matrimonios provechosos, y preguntarle quién
era, de dónde había salido y si era cierto que escribía
novelas.
Y si, de ser así, tendría la amabilidad de dejarle leer
alguna.
Era cierto que la mayoría de las alumnas nunca se atrevió
a despreciar a Witty por su elección de amistades. Casi
todas respetaban la jerarquía y una joven con la dote de
Verity Burton formaba parte del groso de la cúspide social,
por lo que sus excentricidades entraban en la categoría de
entrañables. Pero en la pirámide estamental, las damas
seguían estando medio escalón por encima.
La honorable señorita Wargrave, hija de un barón, era el
principal ejemplo.
Aunque Rebecca no le hubiera dado tregua un solo día
desde que se negó a juntarse con las jovencitas del rango
que le correspondía, Verity atendía a las continuas críticas
como quien oía llover. Primrose la admiraba por ello y por
cuantos rasgos la hacían única, y la quería porque no solo la
había elegido una vez, sino que la escogía a diario pese a
saber ahora a lo que se enfrentaría.
No podría odiarla así aceptara la propuesta matrimonial
de Sean Connor.
Pero debía reconocer que esto la sumiría en la amargura
y que su amistad sufriría un revés.
—¿Necesitas ayuda para vestirte? —preguntó Verity al
cabo de una hora exacta, ya lista para bajar a iluminar el
salón con su presencia. Presentaba un aspecto saludable y
atractivo a más no poder: se había decantado por un
vestido con las mangas de seda color crema y un
semirrecogido que insinuaba la longitud de su melena
rizada.
—No, gracias. Estás preciosa, Wit.
Alargó la mano para estrechar la de su amiga. Verity
aceptó el gesto ligeramente descolocada, detalle que captó
en la vacilación de su media sonrisa. La despidió
devolviéndole el gesto cuando casi todas las alumnas que
habían estado preparándose a su alrededor ya se habían
marchado.
Solo la señorita Wargrave seguía en su tocador, ubicado
en el lado derecho de su cama.
Primrose esperó a que Wit hubiese desaparecido para
abrazarse con fuerza las piernas y apoyar la mejilla sobre
las rodillas. Aún llevaba el camisón y tenía el pelo suelto y
recién cepillado arropándole la espalda. Le ardía el corazón
al pensar en volver a atestiguar un momento de
complicidad como el de la tarde anterior.
—¿En serio la vas a dejar ganar? —oyó que le preguntaba
Rebecca—. ¿Así de fácil?
Levantó la cabeza para mirar de reojo a la señorita
Wargrave, que había dejado el cepillo sobre el tocador en un
violento gesto de disconformidad.
—No sé de qué me hablas —murmuró Primrose.
—Oh, por favor. —Puso los ojos en blanco—. Tengo
suficiente con que los hombres me traten como si fuera
estúpida como para que también lo hagan mis compañeras.
He visto cómo miras al señor Connor, y supe que la que
escribía las cartas eras tú en el preciso instante en el que
pusiste a Verity a caer de un burro en la cena de
Nochebuena.
Primrose se quedó de una pieza.
Por lo general, Rebecca era más sutil a la hora de
expresar su opinión. Hasta la boda de Nile y Clarissa, a
nadie se le habría ocurrido que la muchacha tendría no ya
criterio para valorar lo que sucedía a su alrededor, sino una
capacidad de observación que hilaba finísimo y, para su
inmensa desgracia, incluso sentimientos.
—Pensaba que... —se le fue apagando la voz—. No se me
ocurrió que habría podido ser tan obvia.
—¿Qué explicaría una deslealtad por tu parte, si no?
Tendrás numerosos defectos, Insley, pero el de judas no es
uno de ellos. Tus adoradas Clarissa y Verity siempre lo han
significado todo para ti... aunque solo sea porque rehúsas
aspirar a algo más que a la amistad femenina.
Dejó claro, poniendo los ojos en blanco de nuevo, la
opinión que le merecía su falta de ambición.
—¿Qué tendría eso de malo? —replicó, rompiendo la
postura autocompasiva.
—Si fuera lo único que le pides a esta vida, no lo juzgaría,
pero estar enamorada de un hombre y arrojarlo a los brazos
de otra mujer es de no tenerse respeto alguno. Sobre todo
si esa otra mujer es la dichosa Verity Burton.
—¿Por qué? Wit me supera en todos los aspectos
imaginables.
—En los imaginables, puede ser, porque en la
imaginación todo es posible. En los reales, en los
observables, ya te digo yo que no tanto. Es obvio que
careces de amor propio e instinto de supervivencia —
continuó reprochándole—, pero ¿dónde se han metido las
bondades cristianas que te suelen inclinar a apiadarte del
prójimo? ¿Es que no te da pena el señor Connor? ¿Quieres
condenarlo al matrimonio con una arpía venenosa que lo
enfermará de celos y le hará miserable con sus descarados
flirteos durante el resto de su existencia?
Primrose no lo habría expresado de un modo tan
despectivo, pero cierto era que no se imaginaba a Verity
moderando su carácter chispeante para no faltarle el
respeto a su marido. Era una criatura libre que rehusaba
someterse a los dictámenes del decoro. Por eso la quería... y
por eso mismo no la querría jamás para Sean.
—Eh —la regañó, aun sin tenerlas todas consigo—. Es mi
amiga de quien estás hablando.
—¿Y por cuánto tiempo lo será si se casa con el hombre al
que amas? ¡Por los clavos de Cristo, Primrose! —se
desesperó—. ¡Ni siquiera tú tienes un corazón tan generoso
como para asistir a esa boda sin vomitar sobre tus propios
zapatos! Levántate, vístete y recuérdale al señor Connor por
qué te miraba durante las clases de pintura como si no
hubiese visto antes a una mujer.
Odió tener que reconocer que no le faltaba razón.
Primrose era interpretada como un alma cándida porque
se aferraba decididamente al virtuosismo religioso,
convencida de que no podría ofrecer ninguna otra cosa a
sus conocidos y amistades aparte de buenos consejos y una
generosidad ilimitada. Pero su Luz Interior era el reflejo de la
luna en el agua, apenas una ilusión creada por el ojo
humano, porque, como todo hijo de vecino, sentía celos,
rabia, a veces pensaba lo peor de Verity y, en el fondo, le
encantaría aparecer en el salón con sus mejores galas para
deslumbrar a un hombre que había osado despreciarla.
Sin embargo, debía poner los pies en la tierra y admitir
sus carencias.
—No tengo un vestido lo bastante bonito para siquiera
aspirar a estar al nivel de Wit —se lamentó con un hilo de
voz—. Y, aunque lo tuviese, nada me garantiza que me
mirará dos veces.
—Mejor intentarlo que rendirte antes de tiempo, ¿no? Y
por el vestido que no sea —atajó Rebecca, poniéndose en
pie—. Mi armario está repleto de diseños que aún no he
estrenado y que de seguro te sentarán de maravilla. Creo
que tú y yo tenemos unas medidas similares, si acaso tú
eres más alta, pero dudo que alguien eche de menos dos o
tres centímetros en el bajo.
Primrose tardó en asimilar el ofrecimiento.
—¿Me estás...? ¿Me quieres prestar un vestido?
Rebecca le restó importancia con un ademán impaciente.
—No me lo iba a poner de todos modos, así que no veo
por qué no —le espetó de mala gana—. Como no lo he
estrenado aún, nadie sabrá que es mío.
Primrose seguía sin caber en su asombro.
—¿Me darías uno que ni siquiera te has puesto todavía?
—Estreno un guardarropa de vestidos nuevos todas las
temporadas, Insley —suspiró, hastiada—. No me supone
ningún esfuerzo.
—Sigue siendo un... un... un acto de generosidad que yo...
Nunca podría agradecértelo.
—Si consigues que el señor Connor se olvide de Verity y
se centre en ti, me daré por satisfecha. Pero tienes que
empezar a vestirte ya. Y dejar que me encargue de tu pelo
—agregó tras echarle un vistazo valorativo.
Primrose fue a preguntar por qué diantres haría algo así,
convencida de que había una razón oculta por la que de
pronto era el culmen del altruismo. Pero la misma Rebecca
se lo había dicho, y con un brillo retador en los ojos que
conocía demasiado bien: quería ayudarla porque odiaba a la
señorita Burton con cada fibra de su ser y no soportaba
verla ganar.
Aceptando la dadivosidad de la mayor enemiga de Wit y
de Clarissa, también la suya en algunas ocasiones, estaría
incurriendo en una debilidad moral por la que sus amigas
pedirían explicaciones. Pero llevaba días soñando, aun en
contra de sus principios, con que Sean volvía a mirarla
como lo hizo al acorralarla en el dormitorio, y no estaría
flirteando con descaro ni exponiendo la mentira haciendo
algo tan inocente como ponerse un vestido.
Así pues, se levantó de la cama en completo silencio y
extendió los brazos en señal de claudicación. Ni corta ni
perezosa, Rebecca se dirigió flamantemente vestida hacia
su armario y sacó el traje que había mencionado, una
confección de seda y satén en tonos plateados y dorados
que hizo que el corazón le diese un vuelco.
Dio por hecho que Primrose le había dado el visto bueno
al apreciar su rubor placentero y le indicó con aspavientos
impacientes que empezara a ponerse la ropa interior.
En completo silencio, Rebecca la ayudó a ajustar el lazo
trasero de la falda y los nudos del corsé mientras Primrose
se miraba al espejo con la ilusión burbujeando en el pecho.
«¿Será hoy un día especial?», se preguntó. «Crucemos los
dedos».
Capítulo 14

—Mandé hacer este vestido a imagen y semejanza del


que llevaba mi madre cuando la retrataron por última vez —
le contó la señorita Wargrave en voz baja, concentrada en
cerrar los broches de la prenda. Le estaba algo más
ajustado de la cuenta porque Rebecca tenía la cintura muy
estrecha, pero eso solo remarcaría unas curvas por lo
demás modestas—. Me pareció una bonita manera de
homenajearla. Pero cuando me lo probé ante la modista, la
semejanza nos afectó profundamente a Harding y a mí.
Aunque, como puedes ver, lo pagamos y me lo llevé, nunca
he sido capaz de estrenarlo y sé que no volveré a atreverme
a ponérmelo. En el fondo es un alivio que me hayas hecho el
favor de... —Carraspeó, avergonzada por su confesión—.
Bueno, de darle uso y vida a la prenda.
Primrose buscó el rostro de Rebecca en el espejo, pero
esta se había escondido a su espalda, sospechaba que
adrede, y se negaba a apartar la vista de su labor para no
fomentar una complicidad para la que en el fondo no estaba
preparada.
—Sé lo que es no poder ni ver algo que llevaba un ser
querido —reconoció ella con una sonrisa temblorosa—.
Todavía conservo en el cajón de mi escritorio uno de los
gorritos de lana que le hice a mi hermano pequeño.
—No sabía que tenías un hermano pequeño.
—Porque lo tenía —murmuró, agachando la cabeza—.
Murió de escarlatina con cuatro años, cuando yo ya estaba
internada en la escuela. ¿Qué edad tenías tú cuando falleció
la baronesa? —preguntó antes de que la conversación sobre
el pequeño Silas pudiera alargarse.
Rebecca comprendió que prefería no ahondar en el tema
y aceptó que lo guiara a su terreno.
—Acababa de cumplir once. Harding todavía no tenía ni
diecisiete.
—Lo siento muchísimo. Seguro que era una mujer
encantadora.
—Es algo que se dice sobre los padres por mera cortesía
o para contentar a los huérfanos que deja atrás, pero sí que
lo era. Lo era de verdad. Si supiera que tengo enemigas en
la escuela, me echaría una buena reprimenda y me
obligaría a extender puentes de unión.
—Entonces ¿por qué las tienes? —se animó a preguntar
Primrose, y no sin amargura—. A la vista está que puedes
ser generosa, Rebecca. No entiendo tu fijación por
humillarme a mí y a mis amigas.
La señorita Wargrave alzó la cabeza cuando había
terminado de ajustar el vestido. Ni siquiera el ceño de
incredulidad afeaba su rostro perfecto. A Primrose siempre
le había parecido natural, cuando no inevitable, la rivalidad
entre Wit y ella. A fin de cuentas, y lo quisieran o no,
competían por el puesto de la más bella de la escuela. El
cabello de rojo de Verity entraba en la definición de exótico,
el suyo era el único cuerpo voluptuoso que no se tildaba de
vulgar y el hecho de que no requiriese de la menor
aproximación al arquetipo de belleza inglesa para ser
considerada una hermosura ya lo decía todo sobre la
magnitud de sus encantos. Pero Rebecca cumplía uno por
uno los puntos del canon estético europeo, lo que la hacía
parecer la modelo huida de un retrato, un ángel caído del
cielo y hasta una aparición. Primrose había visto cómo la
miraban los hombres, como si aún no pudieran creerse que
sus fantasías se hubieran encarnado no ya con precisión,
sino rebasando con creces sus modestas concepciones.
—¿Mi fijación por defenderme, quieres decir? —replicó
ella—. Yo no fui la que empezó la guerra.
Primrose pestañeó, perpleja con su audacia. Fue a replicar
que aquella afirmación estaba fuera de lugar cuando la
puerta del dormitorio se abrió y la señorita Reeves, ataviada
con su uniforme azul marino, asomó la cabeza de bucles
castaños bajo el umbral.
—¡Señoritas! ¿A qué esperáis para hacer acto de
presencia? Todo el mundo se está preguntando, en concreto
el honorable Harding Wargrave... —Puso los ojos como
platos al fijarse en el vestido prestado de Rebecca—. ¡Dios
santo, Prim! ¡Estás deslumbrante!
Primrose se ruborizó de gusto y se cogió la falda para
girar sobre sí misma.
—¿Usted cree, señorita Reeves?
—¡Lo creo y lo confirmo! ¡Qué maravilla! Querida señorita
Wargrave, usted también está preciosa —añadió enseguida,
aunque con la falta de entusiasmo de estar recalcando una
vez más una verdad sostenida en el tiempo—. En fin,
estimadas, por bellas que estén, no se les perdonará la
tardanza si extienden mucho más su acicalamiento.
—Descuide, señorita Reeves, que estamos listas —se
apresuró a decir Primrose.
Se miró una última vez en el espejo, admirando el
resultado del semirrecogido ondulado, el brillo en los labios,
el rubor en las mejillas y el favorecedor escote, que
mostraba unos hombros redondeados y unas clavículas
marcadas. Enseñaba también una de las manchas que más
despreciaba, oscura y demasiado grande para soñar con
taparla con polvos, que de todos modos eran inútiles. Se
trataba de un vestido que jamás habría diseñado para sí
misma y que nunca se habría puesto en una velada de
temporada, pero a caballo regalado no se le miraba el
diente y, además, en la escuela se sentía algo más segura
para arriesgarse.
—Gracias, Rebecca —le dijo en cuanto se giró con los ojos
anegados en lágrimas de ilusión—. Creo que nunca estaré ni
me sentiré tan bonita como esta noche.
La señorita Wargrave ocultó un rubor de placer por el
agradecimiento y sacudió la mano para instarla a dejarse de
memeces. Se dio la vuelta para adelantarla con las faldas
bien agarradas, y desde la puerta le espetó que sería mejor
que no las vieran aparecer a la vez. Primrose pensó con
vaguedad que no la dejaba sola para evitar que Clarissa y
Wit le hiciesen preguntas indiscretas, cosa que apostaba por
que le encantaría para sembrar la discordia, sino para que
su entrada fuese el doble de impactante.
«La señorita Wargrave no es un alma cándida porque te
haya prestado un vestido. Lo hace para que, para variar,
Verity no sea la estrella de la noche, no para hacerte feliz»,
se dijo.
Pero esta vez le costó ponerse en contra Rebecca.
¿Sería posible que bastara con un buen gesto para borrar
los desprecios de años enteros?
«¡No, claro que no!».
Primrose inspiró hondo y cruzó el pasillo con las manos
entrelazadas sobre el regazo. No perdía de vista que seguía
siendo la joven apodada «jirafa» y «leprosa» por las
manchas de la piel, la solterona empedernida, la única
alumna de la historia de la escuela de señoritas que había
sido admitida por lástima y a la que no se le auguraba un
futuro prometedor. Aunque la vistieran las mejores sedas, la
baronesa en persona, una de las mujeres más apreciadas de
la historia del beau monde, hubiese lucido un diseño similar
y la confección hubiera sido obra de la mejor modista de la
ciudad, lo lucía una muchacha que no destacaba por nada
de valor.
De pronto se sintió una impostora resguardada tras el
anonimato de un disfraz legendario que le venía grande. Se
detuvo al comienzo de bajar las escaleras, antes de que la
viera nadie. La voz interior la convenció de refugiarse en la
habitación, el rincón que le correspondía, o cambiar el
vestido por una prenda más apropiada, y esto era una
confección de algodón raído y con el cuello cerrado. Y ya
bajaría por las escaleras del servicio para no irrumpir en el
baile creyéndose una dama solicitada.
«Ni siquiera tú tienes un corazón tan generoso como para
asistir a esa boda sin vomitar sobre tus propios zapatos»,
oyó que le susurraba el diablo del hombro.
«Eso habría que verlo, Rebecca», le respondió.
«¿En serio vas a dar lugar a que suceda solo para poner a
prueba tu ilimitada generosidad?», se siguió burlando su
demonio particular, que tenía el cabello dorado y un don
para despreciar o bendecir a su interlocutor tan solo
arqueando las cejas. Volvió a robarle las palabras a
Rebecca: «Levántate, vístete y recuérdale al señor Connor
por qué te miraba durante las clases de pintura como si
nunca hubiese visto una mujer».
Primrose se aferró a la barandilla como si le fuese la vida
en ello y probó distintas expresiones neutras para bajar las
escaleras. Procuró no hacer ruido por si tenía la magnífica
suerte de que la música de la orquesta y el barullo de las
conversaciones disimulaba su entrada. Por fortuna, la
escalinata desembocaba en el recibidor y eran pocos los
invitados que bebían y charlaban fuera del salón. Solo el
honorable Harding Wargrave y el conde de Haverford, Nile
Inglefeild, se habían alejado del foco para conversar en
privado.
Olvidó su bochorno para sorprenderse de que los viejos
amigos se estuviesen riendo con la cabeza inclinada hacia
la del otro, como si acabaran de compartir una confidencia.
Por lo que sabía, los caballeros se habían visto en la
obligación de distanciarse después de que Nile cancelara su
compromiso con Rebecca para casarse con Clarissa, con
todo lo que esto supuso: la caída en picado de la reputación
de la joven Wargrave y su odio inmortal hacia los condes de
Haverford, que por razones de lealtad debía ser replicado en
idéntica medida por el futuro barón.
Los dos se percataron de su llegada a la vez,
sincronizados como lo habían estado desde la tierna
infancia. Pese a que Harding Wargrave llevaba visitando la
escuela alrededor de cinco años, Primrose apenas había
intercambiado un par de frases de cortesía con él. A
menudo, dicha cortesía había disimulado un rencor
comprensible hacia una de las detractoras —aunque fuese
en defensa propia— de su hermana. Pero el caballero tuvo
que reconocer el vestido de su difunta madre, porque su
expresión se suavizó nada más verla como si fuesen viejos
amigos. La primera sonrisa que le veía esbozar en público
asomó a sus labios, iluminando un rostro de perfectas
proporciones que ahora contaba con un extra de encanto
personal.
Nile Inglefeild, por otro lado, siempre le había profesado
el mayor de los respetos. Ambos se aproximaron a la vez, el
conde con la expresión orgullosa de quien veía triunfar a un
ser querido, y el hijo del barón mucho más que enternecido.
Los dos le tendieron la mano al mismo tiempo para
ayudarla a bajar los últimos escalones.
—Tiene usted un aspecto magnífico, señorita Insley —la
halagó el conde—. Va a causar sensación.
—¿Necesita escolta? —inquirió Harding con amabilidad.
La solicitud de dos de los caballeros más atractivos de la
fiesta inspiró en Primrose una actitud coqueta.
—¿Qué habrán cenado esta noche los hermanos
Wargrave, que se muestran tan gentiles conmigo?
Harding se enderezó, en lo absoluto indignado porque
hubiese sacado a colación que la mayor parte del tiempo no
era el mejor ejemplo de cordialidad. Se giró hacia el pasillo
que conducía al salón con el brazo doblado, invitándola a
agarrarse.
—No existe cosa en el mundo que pueda yo negarle a la
mujer que luzca ese vestido.
—Entonces su urbanidad depende de lo que una dama
lleve puesto —bromeó Primrose, complacida por la atención
de Wargrave. Estaba de veras conmovido; un brillo jovial
había humedecido sus ojos verdes, avivando la imaginación
de la muchacha. Se preguntó con el corazón en la mano
cómo habría sido de niño aquel hombre que por lo general
se mostraba tan serio—. Rebecca me ha contado la historia
de la prenda. Lamento lo de su madre, señor.
Él sacudió la cabeza, dando a entender que no era lugar o
momento para debatir lutos dolorosos, y esperó a que ella
aceptara la galantería para conducirla hacia el salón. Nile le
ofreció el suyo por el otro lado, y así fue la entrada triunfal
de la señorita Insley en plena cuadrilla: con un caballero, a
cada cuál más deseado, franqueándola a cada lado.
Desde luego que llamó la atención, y no solo de la
concurrencia masculina, sino de todas las damas presentes.
Pensó que Rebecca se indignaría al ver a Nile tan cerca
de su hermano mayor, pero captó su sonrisa satisfecha con
lo que a todas luces había sido obra suya nada más
testimoniar su llegada. Los primeros acordes de un vals
acallaron los murmullos sorprendidos de los invitados, que
solo fueron a más cuando el conde se separó de la dama,
concediéndole a Harding la intimidad necesaria para
preguntar:
—¿Me concedería este baile?
—¿El vals? —se asombró Primrose—. ¿Está... seguro?
Su vacilación extrañó al caballero.
—¿No le gusta el estilo de la pieza, señorita?
—No, no, claro que sí, es solo que yo nunca he...
Se calló a tiempo para no pregonar su desconocimiento,
su inexperiencia y, lo que era peor, su inseguridad. No sirvió
de nada, porque Harding, tan perspicaz como su hermana,
comprendió sus reservas.
Ni una pizca de compasión o desdén enturbió la calidez
de su expresión.
—Está usted de suerte, entonces, porque suele ser el
hombre quien guía la danza y yo soy un déspota por
naturaleza.
Le volvió a tender la mano, que Primrose aceptó sin
reservas, y, tan encantada con las atenciones que no se
sentía la cara, se dejó guiar hacia el centro del salón.
Parecía que los Wargrave se hubiesen propuesto convertir
aquella noche en una velada para el recuerdo. Bailaría su
primer vals con un vestido de ensueño y en brazos del que
era, objetivamente, el hombre más bello, si no del mundo
entero, al menos de Inglaterra. Olía tan bien que Primrose
se sintió tentada de acercarse un paso de más, y aunque la
fiesta hubiese empezado hacía horas, ni una arruga osaba
perturbar la caída impecable del frac o el cabello del color
del oro viejo que se le ondulaba sobre las orejas.
Se ruborizó cuando le puso una mano en la cintura y le
cubrió la palma contraria con la de él. La diferencia de
tamaño la hizo sentir extrañamente femenina, una especie
de princesa de cuento.
—Imagino que ha sido idea de Rebecca vestirla a imagen
y semejanza de la difunta baronesa —comentó Harding en
cuanto empezaron a bailar—. Eso solo puede significar que
mi hermana la respeta.
—Y usted extiende su respeto a aquellos que su hermana
respete... con excepción del conde de Haverford, ¿me
equivoco? —inquirió ella con una ceja enarcada.
Harding copió su gesto.
—Confío en que no me está amenazando con contarle a
Becks que aún atesoro mi amistad con Nile.
—¡Por Dios! Jamás me atrevería. Solo expresaba en voz
alta que aún no sé cómo interpretar su... modo de
relacionarse, señor Wargrave. ¿Qué hago? ¿Aplaudo su
halagadora lealtad hacia su familia? ¿Le admiro por
formarse sus propias opiniones?
—Diría que lo segundo. Tengo mis propias opiniones,
señorita Insley; por eso usted siempre me ha parecido una
mujer inteligente y una compañía agradable al margen de lo
que Rebecca pudiera dar a entender con sus cuestionables
conductas —reconoció sin inmutarse, moviéndose con una
elegancia contagiosa a su alrededor. Resultaba tan fácil
bailar con un hombre que sabía imponer su voluntad que
por un momento pensó que le había hechizado los pies—.
Pero es cierto que mi opiniones sobre los demás dependen
en gran medida de cómo traten a mi hermana pequeña.
Usted nunca ha sido cruel con ella, por eso me tomé la
molestia de valorar su virtuosismo por separado.
—No será porque ella no haya sido cruel conmigo, eso se
lo aseguro.
Harding suspiró a la par que ejecutaba una vuelta
sujetándola con firmeza.
—Estoy al tanto de los que son los defectos de Becks.
Convivo con ellos. Pero me gustaría que alguien los pasara
por alto y le ofreciera su sincera amistad. No hay nada que
mi hermana desee más que forjar un vínculo real con un
corazón sensible.
Primrose se sorprendió con la elección de tópico, que
dudaba que se hubiese preparado para la ocasión. Más le
extrañó, y no para mal, que Harding se presentara como un
hombre con preocupaciones del tipo sentimental.
—Su hermana tiene muchas amigas, señor Wargrave. La
señorita Tandye, por ejemplo.
—Tal y como yo entiendo la amistad, o se tiene un amigo,
o se tiene un palmero, y la señorita Tandye entra más bien
en la segunda categoría. —Hizo una pausa deliberada para
diferenciar un tema de otro—. No suelo coincidir con las
ocurrencias del conde de Haverford, que acostumbran a
encuadrarse en la categoría de idioteces, pero hoy estoy de
acuerdo con él en que es usted la estrella de la noche.
Primrose se ruborizó furiosamente.
—Gra... gra... gracias... Usted también destaca cuando se
digna a sonreír.
Él se rio, conforme con su respuesta.
—Sé divertirme, se lo juro. Solo necesito estar inspirado.
O, en su defecto, que me inspiren —añadió con un aire
pícaro que le contrajo el estómago.
¿El honorable Harding Wargrave estaba flirteando con
ella, Primrose Insley?
Los nervios le jugaron una mala pasada y le pisó la
puntera del zapato sin querer. Agachó la mirada para
confirmarlo, helada en el sitio, y luego buscó su rostro,
horrorizada por el error. Se percató de que a Harding no solo
no le había importado en absoluto, sino que soltó otra
carcajada que el resto del salón pudo apreciar.
—Puede usted respirar tranquila, mujer de Dios. No va a
haber que amputar.
Primrose se echó a reír también, más divertida con su
sentido del humor que aliviada, y se relajó tanto entre sus
brazos que no volvió a perder el equilibrio en lo que restó de
vals; una experiencia breve pero maravillosa que albergaría
en el corazón para siempre.
Capítulo 15

—Parece que Prim nos ha adelantado por la izquierda —


comentó Wit en uno de los arriesgados giros de la polca,
poniendo voz a los turbulentos pensamientos de Sean.
Por imprudente que fuera apartar la vista del otro o
centrarla en un punto distinto de los pies, tanto ella como él
habían estado lanzando miradas indiscretas a la formidable
pareja que componían Primrose y el honorable Harding
Wargrave, quien muy pronto se convertiría en el
trágicamente asesinado Harding Wargrave si no le quitaba
las manos de encima.
Sean no se consideraba un hombre celoso. No envidiaba
aquello que él podía tener si se esforzaba lo suficiente ni
codiciaba lo que le faltaba por el simple hecho de que otro
lo poseyera. Pero el futuro barón la había hecho reír más
veces de las que Sean podía atribuirse con orgullo, y ahora
que estaba más familiarizado con las inseguridades de la
joven gracias a los relatos que Verity le había proporcionado
durante su paseo, era consciente de lo mucho que estaría
significando para ella que un caballero la hubiese sacado a
bailar.
Si el señor Wargrave tenía la menor intención honorable
con su criatura, estaría enfrentándose a un digno rival.
En un principio se había entusiasmado como el que más
con la reacción general a la entrada de Primrose. Nada le
ilusionaría tanto como que la señorita Insley se sintiera
querida en la medida en que lo merecía. Pero ese profundo
agradecimiento hacia el aristócrata porque la hubiera
invitado a acompañarle en uno de los bailes más románticos
del repertorio se había torcido hacia la alarma.
—Habréis charlado desde nuestra conversación de ayer —
señaló Sean, alternando miradas suspicaces entre Verity y
la pareja—. ¿Le has mencionado algo que pudiese bastarle
para deducir lo que nos proponemos?
—¿Qué insinúas? ¿Que Prim se está vengando de
nosotros por la jugarreta? No es esa clase de persona. Solo
se está divirtiendo, y sin saber que lo hace a costa de...
Apretó los labios para no expresar en voz alta lo que
saltaba a la vista, que el monstruo de los ojos verdes
también tenía sus garras sobre ella. Debía de estar
desacostumbrada a ver al caballero abducido por una
presencia femenina, porque le estaba costando Dios y
ayuda rebajar el rubor rabioso que le había coloreado las
pecas y contenerse para no intervenir.
—¿Primrose desconoce su fijación por el honorable
Harding Wargrave?
Verity puso los ojos como platos al escucharlo.
—Se supone que debía desconocerla todo el mundo, pero
usted parece haber salido del reino de los espabilados —
masculló por lo bajini, irritada. No perdió el ritmo en ningún
momento pese a poner toda su atención en disimular sus
vistazos a los aludidos—. Es imposible que Prim sepa que
esto podría sacarnos de nuestras casillas. ¡Ni siquiera
entiendo por qué está bailando con ella! —añadió por lo
bajini, furibunda.
Sean enarcó una ceja sin ocultar su hostilidad.
—Ya se lo digo yo. Porque es la mujer más bella del salón.
Wit lo fulminó con la mirada.
—¡No pretendía dar a entender lo que usted me reprocha!
¡Me consta que Prim es una compañía encantadora y tiene
una cara por la que se escriben poemas! —le acusó con el
ceño fruncido—. Lo que quiero decir es que Harding nunca
ha manifestado interés alguno en Prim, ni romántico, ni solo
cordial. ¡Ni siquiera nos mira a la cara cuando pasamos por
su lado! ¡Se toca el ala del sombrero procurando reconocer
nuestra presencia lo justo y necesario!
—Conque Harding, ¿eh? ¿Ya se refiere a él en términos
informales?
—Harding es su nombre, ¿no? —le ladró de mal humor—.
El título se queda un poco largo para mi gusto, y ya estoy lo
suficientemente agitada por la danza como para agregarle
dificultad con trabalenguas.
—Yo haría el esfuerzo, aunque solo sea porque un hombre
que «se limita a tocarse el ala del sombrero reconociendo su
presencia lo justo y necesario» no se merece que lo trate
con cercanía. Ya que estamos, Wit, ¿por qué diantres
amarías a una persona que no da muestras de registrar
siquiera tu valía?
—Tú no lo conoces.
—¿Y tú sí? —contraatacó, pero ya la había perdido a
manos del interés en la pareja, a donde había devuelto su
mirada atravesada.
—¿No saben esos dos que bailar dos veces seguidas con
la misma dama es un peligro para su reputación? —
farfullaba, cada vez más fastidiada—. Como se animen con
la próxima mazurca, no les quedará otro remedio que
anunciar la boda antes de que acabe la noche.
Sean se tensó de la cabeza a los pies de solo imaginarlo.
—Ustedes los ingleses y sus incomprensibles costumbres
—rezongó.
—No crea que yo estoy conforme con el modo en que se
construye el mundo, y más londinense que una servidora,
no la va a encontrar.
Se calló al oír la exclamación ahogada de Primrose.
Harding detuvo el trote de la alegre melodía un instante
para mirar en la dirección de los pies de la muchacha. Se
agachó para recoger el pedazo de tela que se había
desprendido de la falda en el fragor de la polca.
Uno a uno, los participantes en la danza se fueron
deteniendo para comprobar que no era una trágica lesión lo
que había aguado la fiesta. Y, gracias al buen humor del que
Harding se había levantado de la siesta, absolutamente
nada se pasó por agua: mostró la fila de volantes que Prim o
él habrían pisado durante el baile e hizo un comentario
inocente que levantó risas aliviadas.
—Siempre hay alguien que sale perjudicado en el fragor
de la polca.
—Qué graciosito anda esta noche, el tipo —masculló
Verity—. Yo también quiero tomar lo que sea que haya
bebido.
—Iré a solucionarlo en un momento —decidió la afectada,
ajena al círculo de fuego que el odio había prendido
alrededor de su amiga. Rescató el rectángulo de tela y le
dirigió una luminosa sonrisa al futuro barón antes de
dirigirse a la salida.
Incluso sin girarse, Sean sintió el suspiro de alivio con el
que Wit relajó la tensión.
—Gracias a Dios.
Aunque él no dijo nada en respuesta, la acompañó en el
sentimiento.
Se irguió con una profunda inspiración que le llenó los
pulmones, y, tras esperar un tiempo prudencial, aprovechó
que la orquesta reanudaba la velada tocando una pieza
distinta y mucho más popular para escabullirse entre el
gentío.
La señorita Burton no le preguntó a dónde iba. Salió por
la misma puerta que Primrose, una de las tres de las que
disponía el salón y que conectaban con diferentes salas. La
señorita Insley había ido a parar al pasillo principal, por lo
que Sean tuvo que desperdiciar cinco preciados minutos
para averiguar dónde se había escondido y para qué.
Al empujar una puerta entornada situada a cien metros
respecto del salón, a donde llegaba la alegre melodía de la
mazurca, la encontró sentada en un sillón que le venía
grande con un costurero a los pies. Luchaba por enhebrar la
aguja cuando él le preguntó desde el umbral:
—¿No debería quitarse el vestido para hacer eso?
Le perdonó que se sobresaltara. El eco en la estrecha
habitación resultó incluso tétrico.
—O ponerme otro directamente —le concedió, cordial.
Devolvió enseguida la vista a su labor. No tardó en lograr su
cometido y agacharse para estirar el volante rebelde sobre
el ruedo de la falda—, pero me gustaría regresar al salón lo
antes posible.
—Comprensible. Ya he visto que se está divirtiendo de lo
lindo.
Trató de sonar desenfadado.
Solo Dios sabía si lo consiguió.
—Usted tampoco parecía pasar un mal rato, señor Connor
—contestó en aquella postura tan poco elegante e
incómoda para arreglar un descosido aunque fuese. Le
habría dado por reír si el miedo a que de veras estuviese
deseosa de volver con Harding a la mayor brevedad no lo
hubiese paralizado—. Está claro que debería retirar todo lo
que he estado diciendo sobre Wit estos últimos días. Hacen
ustedes una pareja entrañable. Son perfectos el uno para el
otro.
Primrose tenía suerte de que a Sean todavía le
entusiasmara quedarse a solas con ella, o de lo contrario se
habría enfurecido con su reiterada determinación a
mantenerlo en las sombras.
Si su terquedad no le produjera un sufrimiento evitable,
tendría que haberla admirado.
—¿Esa impresión se ha llevado? —Cerró la puerta tras él y
se acercó con sigilo. A fin de cuentas, estaba tratando con
una criatura escurridiza—. ¿Me ve enamorado de su amiga?
Primrose se incorporó para lanzar una mirada
desorientada a la única salida, como si no comprendiera
qué fuerza humana o divina pudiese haberla bloqueado.
—Debería regresar al salón, señor Connor. Es cierto que,
en la escuela, vivimos de forma algo más holgada que en
Londres las normas que remiten al decoro, pero eso no
significa que no nos pudiéramos meter en un problema si
nos encontraran a solas.
—¿Qué es lo que le preocupa con exactitud? ¿Eso que
tilda de problema en sí mismo, que asumo que sería un
matrimonio apresurado para reparar una reputación
afectada, o que pueda verse envuelta en él conmigo?
Porque, según tengo entendido, también es escandaloso
bailar tres veces con el mismo caballero y no parecía
inquietarla que el «problema» se le pudiera venir encima si
este la hubiese unido a Wargrave de por vida.
La incomprensión descompuso el semblante de Primrose.
Durante un instante, no supo muy bien cómo tomarse su
comentario, si como un reproche o como el manifiesto de
una preocupación por su futuro, nunca como lo evidente:
una señal inequívoca de que estaba miserablemente celoso.
Le irritó que su ingenuidad le impidiera ver que solo tenía
ojos para ella, ingenuidad que, aun sabiendo que manaba
de una flagrante falta de amor propio, le costaba entender.
—Estamos celebrando una velada navideña a puerta
cerrada en un entorno familiar, señor Connor. La directora
no perdonaría que me encerrara con un soltero en una
habitación, pero ni tres ni cuatro bailes inocentes me
pondrían en una situación complicada. A mí menos que a
nadie —resolvió con una resignación exasperante.
—¿A usted menos que nadie? —repitió sin ocultar su
irritación—. Hasta donde sé, está tan soltera y, por tanto, es
tan susceptible a una boda de improviso como el resto de
sus compañeras. Y, por lo que se ha visto, también está más
hermosa que todas ellas juntas, una opinión que por lo
pronto el señor Wargrave comparte conmigo.
Primrose se quedó un momento con la mano que sujetaba
la aguja suspendida en el aire. La dejó sobre el costurero y
se levantó sin haber terminado de coser el bajo. Lo enfrentó
con la barbilla alzada y un ceño fruncido con el que trataba
de ocultar una confusión adorable.
—¿Se puede saber qué pretende al halagarme de
continuo, señor Connor?
—Llevarle la contraria al bochornoso doble rasero del que
hace alarde tratando a sus compañeras como deidades a la
par que se refiere a usted como si no valiera nada. ¿No dice
Dios, acaso, que todos somos la misma sustancia?
—No empecemos de nuevo con el debate ontológico —
suspiró, cansada. Renunció a dar las últimas punzadas y se
puso de pie—. Mire, si su amabilidad hacia mí se debe a la
intención que confesó tener de ganarse el afecto de las
amigas de Wit para allanarse el camino a su corazón,
conmigo no ha de preocuparse. Olvide mis ultrajes de estos
días pasados. Ahora que he visto a Verity ilusionada con su
cortejo, no seré la que se oponga.
Sean avanzó un paso con la plena convicción de que la
proximidad la desarmaría y al menos dejaría de decir
auténticas memeces sobre sus propósitos ocultos. El precio
era que también lo desarmara a él, pero estaba dispuesto a
pagarlo.
—¿Ha dejado que su amiga se ilusione sin contarle que
siento una pasión arrolladora por usted?, ¿sin decirle que
sueño despierto y dormido con la ocasión en la que la beso
de nuevo? ¿Se ha callado información delicada como esta y
aún tiene la audacia de jurar estar de parte de los intereses
de la joven?
Primrose parpadeó repetidas veces.
—Yo no... —Acabó agachando la cabeza, no supo si
abochornada o solo sobrepasada por su arrebato
vehemente—. No podía contarle algo que no sabía.
Sean arqueó la ceja.
—¿No lo sabía? ¿Le parece que he sido contradictorio
expresando mis deseos? ¿Cree, acaso, que voy por ahí
besando a las mujeres por aburrimiento?
—Conociendo su recién descubierta falta de escrúpulos,
señor Connor —replicó en cuanto se recuperó del trance—,
no me extrañaría que solo hubiese pretendido ensayar con
la actriz suplente para cuando su querida Wit saliera a
escena.
—¿De qué falta de escrúpulos está usted hablando?
—De la que demostró burlándose de las cartas de Verity
cuando unos días antes estaba defendiendo su virtuosismo
con fervor enamorado.
—Me tendrá que perdonar si he descubierto en cuestión
de días que su amiga Primrose es bastante más apasionante
—respondió tras suspirar con dramatismo—. Yo también
habría preferido que desencantarme con la señorita Burton
me demorara algo más de tiempo; así no me reprocharía
usted ni la frivolidad de mis sentimientos, ni mi veleidad. Y
así, por descontado, la animaría a confiar en mis palabras
cuando le digo que no dejo de pensar en usted ni un solo
minuto.
No le pasó desapercibido el sentimiento de traición que
apagó el brillo de Primrose. No podía evitar aludirse con sus
desprecios a las cartas, y bien que se alegraba Sean de
darle de su propia medicina. Esperaba que la ofensa la
hiciese reaccionar, pero ella solo cuadró los hombros y
replicó sin perder la dignidad.
—No se equivoca al asumir que no confío en sus palabras.
Por más preocupante que sea mi soltería y el límite que ha
alcanzado mi edad, señor Connor, jamás me enredaría con
un hombre que se despierta enamorado y se acuesta
desilusionado.
—Le aseguro que la noche que empezó mi delirio por
usted yo no me acosté desilusionado, señorita Insley —
contraatacó en voz baja, avanzando el último paso para que
sus pechos se rozaran. Enrolló el dedo índice en el bucle
rubio oscuro que le enmarcaba la cara y tiró con sutileza
para acercar su rostro al de él. En tono sugerente, aclaró—:
Me acosté más acalorado que nunca.
A ella le costó tragar saliva.
—Si cree que encuentro halagadora su... lujuria, entonces
está... está muy equivocado.
—A lo mejor no la encuentra halagadora —le concedió él,
sin alejarse un ápice ni bajar las armas. Deslizó los dos
nudillos por su tersa mejilla—, pero ¿y tentadora?
Primrose cerró los ojos durante un instante revelador que
le instó a sonreír, victorioso, y le convenció de tomar su
rostro entre las manos. Cuando se miraron, reconoció en su
semblante una emoción pasional tan intensa que se
tergiversaba hacia el miedo más acérrimo.
La joven le cubrió los dorsos con las palmas con la
intención de retirarlo.
—Piense en la señorita Burton y en la opinión que le
merecerá esta situación.
Sean apretó la mandíbula para no perder los estribos,
pero que volviera a sacar a Verity a colación pudo al fin con
sus nervios. Se decidió a llevarla al límite, a forzar una
confesión, aunque fuese a costa de asestarle una puñalada.
—La señorita Burton no significa nada para mí. Nunca lo
ha hecho —sentenció con frialdad, y no le costó un ápice
sonar creíble porque era verdad—. Tal vez me case con ella
porque, como usted bien mencionó, es la mujer casadera
más rica de Inglaterra, y tener los bolsillos llenos nunca
arruinó a nadie..., pero eso no significa que no pueda
divertirme antes de pasar por la vicaría. Ni que no pueda
seguir haciéndolo después —insinuó con la esperanza de
que entonces revelara su identidad, aunque fuera para
ponerlo en su sitio por descarado—. No finja que no me
desea, señorita Insley, ni que mi pasión la escandaliza —
prosiguió, rodeando el lateral de su cuello con una mano
cariñosa y pulsando con el pulgar el centro de la garganta.
Deslizó la yema hacia la oquedad con forma de triángulo
entre las clavículas y ahí la dejó enterrada; hallado ya su eje
de sujeción, se inclinó y la besó con suavidad en los labios
entreabiertos, en la comisura de la boca, en el borde de la
barbilla—. Dios no solo no la perdona, sino que la felicita
porque por fin haya hallado su misión en la vida. Ha sido
usted creada para recibir y corresponder mi amor.
Demuestre ser consecuente con su deber.
La besó convencido de que lo empujaría airadamente, le
acusaría de nuevo de no tener escrúpulos y confesaría por
fin su delito, pero ella no solo no se opuso a la manera en
que definió su vocación, sino que no dudó en aceptarla con
orgullo abrazándolo por los hombros. Más que enojarse por
lo lejos que estaba dispuesta a llegar con tal de ocultar la
verdad, Sean se conmovió. Había comprendido a raíz de su
apremiante respuesta que la muchacha lo deseaba de veras
y ni el sentido común podía hacer nada en contra de eso
para alejarla de él. Aunque le confundía que pudiera
estrecharlo como si no pudiese vivir sin su proximidad y
fingir que le era indiferente su idilio con Wit, no pudo
resistirse a la calurosa acogida de sus labios, y se abandonó
a la clase de beso apasionado que se merecía.
Sintió sus dedos presionarle los hombros y sus pechos
apretados contra el torso. Le molestaba la pesada
estructura de la falda, pero no habría soportado privarse de
su deliciosa boca para desajustar la crinolina. Lo dejó estar
por el momento y la apresó entre sus brazos tanto como le
era posible pese a la molestia del armador. Ella se daba
cuenta de que la ropa estorbaba y parecía igual de molesta,
pero no le concedía una tregua entre besos para averiguar
el modo de ponerse cómodos.
El jadeo anhelante de la muchacha le hizo olvidarse de la
dificultad que se planteaba y la aturdió con una miríada de
besos por toda la piel que el escote dejaba a la vista.
—Por fin un vestido en condiciones —gruñó Sean con la
boca pegada a su cuello—. Toda la maldita clase de pintura
haciendo cálculos matemáticos sobre cómo podría
desabotonar todos los corchetes de tus trajes de comadrona
antes de que me salieran canas.
—No me gusta... mostrar mis... defectos.
—Ya se nota que no te gusta mostrar tu piel... —Tardó en
caer en la cuenta de que no era eso lo que había dicho. Con
todo el dolor de su corazón, se separó lo justo para
escarmentarla con un ceño contrariado—. ¿Defectos?
Ella agachó la cabeza.
—Tengo manchas en la espalda y el escote.
—¿De veras? —exageró su curiosidad, y no dudó en darle
la vuelta con brusquedad sujetándola por los hombros. Le
retiró los rizos y contempló la marca a la que había hecho
mención con deliberado detenimiento—. Esta no la había
visto. La mayoría tienen forma de nubes, pero la de la
espalda parece un caballo alzado sobre las patas traseras.
—Señor Connor... —balbuceó, culebreando con palpable
incomodidad para cubrirse la piel. Dejó de revolverse en
cuanto Sean presionó los labios en la hendidura entre las
escápulas, justo en el centro de la espalda y, por ende, en el
corazón de la mancha. Observó que se le ponía toda la piel
de gallina y no hacía sino estremecerse conforme repartía
más besos, mordiscos y lametones por el escote trasero del
vestido—. Señor... Connor...
—Señorita Insley... —la imitó con un rugido. Una de las
manos que la mantenía anclada al suelo por la cintura se
adelantó hacia la entrepierna femenina. Perdió la paciencia
al toparse con la estructura de la crinolina—. Ya está bien,
maldita sea.
Sean desarmó el vestido que había causado tanta
agitación presionando hacia dentro para separar todos los
corchetes a la vez y luego tirando hacia fuera. Primrose
hiperventilaba y trataba de ver qué sucedía mirando por
encima del hombro, pero no se oponía: dejó los brazos en la
posición ideal para que él le sacara el vestido, le
desanudara el corsé y comenzara a batallar con el cierre de
la crinolina.
—Quienquiera que inventase esto no se acostaba con
mujeres —mascullaba por lo bajo.
Ella soltó una risita trastocada por la vergüenza.
—Aunque haya pasado un año y medio sin... sin amarse
con una joven, no se le han olvidado las cuestiones
técnicas, señor Connor.
—A nadie se le olvida lo importante —susurró en su oído,
y aprovechó que tenía el rostro ladeado hacia él para
robarle un beso rápido en la mejilla y otro en el puente de la
nariz. A Primrose se le escapó otra risa nerviosa que se
convirtió en un jadeo ahogado cuando Sean consiguió
desarticular la crinolina. Esta se derrumbó a sus pies
formando un círculo—. Sal de ahí y vuelve a mis brazos.
Su lentitud al apartar la base del vestido y girarse hacia
él, su gesto entre desamparado y ansioso por oír algo que
calentara su corazón, no hizo sino convertir su deseo inicial
en un dolor insoportable.
—¿Qué quiere de mí, señor Connor? —musitó con aire
desvalido.
—Todo —respondió sin vacilar. Acompañó su confesión de
una mirada ardiente—. Lo quiero todo.
Primrose pareció renacer al oír lo que a todas luces era
una declaración de intenciones. Se hizo cargo de los deseos
carnales que comprendía y de los que todavía no le habían
enseñado caminando hacia él sin vacilación, tan solo con
esa deliciosa timidez que le incitaba a ser más cruel y
también más delicado.
Sean la acogió entre sus brazos y se dobló para convertir
el beso en una violenta invasión a su intimidad que ella
toleró y agradeció con un gemido placentero. No dudó ahora
en cubrir sus nalgas con las manos, cubiertas tan solo por
los pololos de algodón, y apretarlas como si deseara dejar
su marca. Quería exprimirla. No solo sacarle la verdad
mediante tortura sexual, sino extraer su encantadora
dulzura y atesorarla él en secreto, protegerla en un cofre de
la codiciosa mirada de quien pudiera arrebatársela.
Rodeó sus caderas sin disimular en ningún momento su
siguiente paso y deslizó los dedos entre sus piernas.
Primrose giró la cabeza para que no viera sus mejillas
ardiendo, pero él se negó a no participar en su gracioso
bochorno y presionó la nariz contra su pómulo, deseoso de
que lo infectara con su calor, de que la temperatura le
dejara una marca parecida al carmín... como si eso fuese
posible. Mientras, su mano buscaba por encima de la fina
ropa interior la hendidura de su sexo y el punto carnoso que
la haría doblarse de gusto.
Primrose se tuvo que aferrar a sus brazos, sorprendida
por la sensación, cuando empezó a masturbarla.
—No me digas que es la primera vez que alguien pasa
una mano por aquí —susurró él contra la comisura de su
boca. «¿Ni siquiera te acariciabas cuando leías mis cartas?»,
estuvo a punto de preguntar. Se corrigió lo justo para no
quedarse con la duda—: Se supone que tiene usted un
amante vía postal. ¿No la incita a darse placer con una
mano mientras con la otra sostiene sus letras?
—Yo... no... Claro que... ¿Usted sí hace eso con las... con
las cartas de... Wit?
Sean se separó para dirigirle una mirada que quemaba.
Los ojos de Primrose se habían humedecido en los bordes
como resultado del placer tan intenso.
—Mientras leía, nunca. Pero me metía en la cama... —
continuó, besando el borde de su mentón y la punta de su
nariz— y me la imaginaba mordiéndose las uñas a la espera
del cartero, o releyendo mis cartas con tan solo el camisón
bajo las sábanas, y no podía resistirme.
Primrose había perdido el control de sí misma. Ya no era
capaz de recordar que, en su mentira, ella no era Verity y le
correspondía indignarse por la detallada descripción de otra
mujer.
—Resistirse ¿a qué?
Se mordió el labio, imaginando algo que en realidad no
podía entender todavía. El seductor gesto le estremeció y
tuvo que inclinarse para atraparlo entre sus dientes también
y succionar hasta que ella se quejó con un gemido.
Continuaba ejerciendo la presión justa con los dedos sobre
su ropa interior, esforzándose por imaginar lo que había
debajo, cuán húmeda estaría.
—Quiero verte desnuda —confesó en tono exigente y a la
vez vulnerable—, y quiero que sea mi boca y no mi mano la
que te catapulta al orgasmo.
—¿Su... boca? —Se ruborizó—. ¿Como en las novelas de...
de... del marqués de Sade?
Sean se quedó perplejo.
—¿Ha leído usted las novelas del marqués?
—Todo... el erotismo del siglo... anterior... Teresa filósofa,
Fanny Hill, Dos noches de pasión... Yo sé... Yo puedo...
Podría darle lo que usted quisiera, señor Connor —le
confesó con una mirada ambiciosa y rebosante de anhelos
prohibidos—. Y quiero dárselo. Sería su amante, sería...
Sería lo que me pidiera que fuese.
—¿Perdón?
—Nunca volveré a sentir esto —admitió con humildad—.
Nunca volveré a experimentar nada semejante en otros
brazos, lo sé; algo dentro de mí me lo dice. Así pues, no
sería descabellado que usted y que yo... Le deseo de un
modo que es imposible que se repita; un cuerpo humano no
puede sobrevivir dos veces a la tempestad. Estoy a su
completa merced. Haga conmigo lo que quiera.
La vehemencia de su declaración le sacudió en todos los
sentidos. Fue una suerte que la muchacha llegara al clímax
durante su respuesta, porque el pasmo frenó los
movimientos de Sean y le condenó a mirarla a la búsqueda
de algo en sus palabras que tuviese el menor sentido. Su
fervor le había conmovido y excitado más allá de los límites
tolerables, al igual que su entrega y su abnegación, pero el
horror le había dejado rígido en el sitio.
¿Su amante? ¿Solo su amante?
¿Había perdido el juicio, acaso?
—¿Es que no cree merecer nada mejor que la lujuria de
un hombre? —musitó él.
Había subestimado el alcance de su odio hacia sí misma.
De pronto le costaba soportarlo.
Trajo a su mente cómo le agradeció entre lágrimas que la
llamara bella; su soberano asombro al comprender que
alguien podía desearla y la confusión que la había
embargado hasta ese momento al ser testigo de atenciones
de las que nunca creyó que sería beneficiaria.
Se acordó, también, de la crueldad de Waddingham y su
cómplice.
—¿No prefiere esperar a alguien que pida su mano en
matrimonio? —insistió Sean.
Primrose le dirigió una mirada tan desvalida como furiosa,
un extraño contrasentido que solo tenía razón de ser en un
carácter como el suyo. Le estaba reprochando que no fuese
consciente de la gravedad de su patética posición en
sociedad, en el mundo, y a la vez se dolía porque le
recordase su inferioridad; por tener que hacerle cómplice de
la misma cuando en realidad deseaba que él fuese
eternamente ajeno a sus defectos.
Sean la soltó como si hubiese descubierto que estaba
hecha de un material corrosivo, tan avergonzado por su
actuación que no sabía por dónde empezar a arreglarlo.
No se atrevió a decir palabra, y tampoco habría podido
aunque hubiese querido.
Tras comprender que el furor de unos segundos atrás era
irrecuperable, Primrose regresó al punto donde la crinolina
había caído y la levantó para ajustarla en la cintura con
dificultad. Sean la ayudó a vestirse empezando por los aros
de metal y terminando por el vestido, que en el fragor del
encuentro había vuelto a perder la fila de volantes. Una vez
estuvo presentable, Primrose se pasó una mano por los rizos
afectados, tragó saliva y se encaminó con el eje torcido a la
salida.
Desde allí vaciló, dudando entre girarse a mirar a Sean o
no.
Al final, la vergüenza la venció y tuvo que desaparecer
refugiando su rostro sombrío de lo que una vez más debió
de pensar que era desprecio. Pero si se hubiese dado la
vuelta hacia él, habría descubierto por fin que no solo había
juicio para Primrose Insley. También había amor.
Capítulo 16

Primrose había perdido por completo la cabeza. No cabía


otra explicación que justificara las palabras que la noche
anterior habían salido de su boca. Miraba atrás y, por más
que se esforzaba por comprender su escandaloso arrebato,
solo llegaba a una conclusión.
El deseo era el arma más peligrosa del mundo entero.
Era aterrador que un puñado de besos bastaran para
doblegar la voluntad y el sentido de la moralidad que una
mujer llevaba cultivando desde que era una niña.
Pero no era tan estúpida como para pensar que la pasión
era una emoción aislada cuando en su caso la reforzaba un
sentimiento elevado. Primrose estaba perdidamente
enamorada de Sean, y se trataba de la primera vez en la
vida que no solo deseaba algo con auténtico fervor, sino
que no podía soportar la idea de renunciar a ello. Claro que
ansiaba que algún día se publicaran sus novelas, aunque no
le quedase otro remedio que hacerlo bajo un nombre
masculino. Claro que ansiaba la felicidad plena de sus
amistades; a fin de cuentas, solo había experimentado el
amor correspondido gracias a ellas después de la pérdida de
su hermano, quien la puso en contacto con la pureza del
afecto. Pero la huella del romance no invitaba a la
tranquilidad, como el consuelo de los sueños o la amistad,
sino que sembraba el caos absoluto y hacía sentir a quien lo
padecía que no estaría completo hasta que tuviera entre
sus brazos al objeto de sus deseos.
Por eso no había podido negarse a sus besos, quizá.
Por eso no le había importado ni siquiera mientras él
mencionaba a Verity o proclamaba sus intenciones de
convertirla en su mujer oficial, con lo que eso significaría
para ella.
Ahora lo pensaba en frío y se estremecía tanto de pena
como de resignación. Había sido consciente de lo
lamentable de su entrega sin reservas antes incluso de que
él la mirase como si hubiese perdido el juicio. Pero entonces
no había existido otro modo de proceder. Primrose quería y
necesitaba a ese hombre, y en ese momento debía
hacérselo saber.
—¿Prim? —oyó una voz femenina desde el pasillo. El
tenue chirrido de la puerta advirtió que Clarissa estaba a
punto de entrar—. Estás ahí, ¿verdad? ¿Por qué no bajas?
Primrose se enderezó y compuso la mejor sonrisa de su
repertorio para recibir a su amiga. Rompió la postura de
rodillas abrazadas y se bajó de la cama alisando las arrugas
del vestido de mañanas; un vestido que Sean habría
despreciado por su sobriedad y su nula cabida a la
insinuación.
Si pensaba en todo lo que él le había dicho la noche
anterior, la agitación la dejaba boqueando.
—Discúlpame —le rogó, yendo a recibirla. La besó en la
mejilla con cariño—. Me dolía la cabeza y necesitaba un rato
a solas.
Clarissa asintió prudentemente sin avanzar un paso más
hacia el interior. Estaba concienciada de que hacía tiempo
desde que no pertenecía a ese escenario, de que no tenía
cabida en la narrativa de jovencita casadera en la que sí
debían encajar sus compañeras. Había pasado tres años en
la escuela hasta que, en su primera temporada, un
escándalo memorable la unió en matrimonio con el conde
de Haverford. Desde entonces había visitado a sus amigas
cuanto se lo habían estado permitiendo sus
responsabilidades maritales.
Ahora, solo las honraba con su presencia cuando el
embarazo no le daba guerra.
—Sabes que estar a punto de alumbrar una criatura es
motivo suficiente para que los médicos manden a las damas
y señoritas a sus casas, ¿verdad? —señaló Primrose,
colocando una mano afectuosa sobre el vientre abultado—.
Viajar está prohibido de manera terminante.
—Yo no tengo un médico al uso —replicó con orgullo—. Ya
conociste a Mikaere, el trabajador maorí de Bloom’s Park.
Sostiene que, siempre y cuando no lleve a cabo esfuerzos
físicos a los que no estuviera acostumbrada de antemano,
sobreviviré. Puso de ejemplo a su propia esposa, que estuvo
labrando las tierras hasta el momento del alumbramiento.
—Se supone que el niño de una labriega y el niño de una
condesa no son la misma cosa —señaló Primrose en tono
burlón, radicalmente en desacuerdo con el doble rasero
popular.
Clarissa captó su sarcasmo y se rio.
—¡Cierto es! Las mujeres nobles somos criaturas
delicadas que han de guardar reposo, mientras que las
esposas de los labriegos no solo están hechas a prueba de
balas, ¡sino que deben demostrarlo!
Primrose soltó una carcajada entristecida por aquella
realidad. Su amiga tenía que ser testigo de las insoportables
cotas que la desigualdad alcanzaba en las zonas rurales. Ni
a Nile ni a ella les tentaba la vida en la capital y, a riesgo de
ser tildados de ermitaños, permanecían el año entero en la
finca que colindaba con la costa.
—Bueno, he de reconocer que yo también soy hipócrita
en ese aspecto, solo que no en un sentido clasista —retomó
Primrose con una sonrisa dulce—. A mi parecer, mis seres
queridos tendrán siempre derecho al doble de tiempo de
cama que el resto del mundo.
—¿Seguro? Yo siempre he pensado que, en tu opinión, tus
seres queridos tienen derecho a hacer siempre lo que les
venga en gana si es lo que les hará felices.
Primrose le guiñó un ojo.
—De acuerdo, me has pillado.
—¿Sabes? Aunque sepa de primera mano la presión que
sufren las mujeres en el ámbito matrimonial y lo dolorosa
que puede llegar a ser la feminidad, estoy rezando para que
sea una niña —le confesó Clarissa con una sonrisa
juguetona—. Así me aseguro de que mi marido me sigue
tocando para engendrar al heredero, aunque sea una sola
vez más.
—¡Por favor, no seas ridícula! No puedes decir eso en
serio. Milord está enamorado de ti de un modo absurdo y
sonrojante. Apuesto a que te sigue tocando incluso estando
embarazada. —Observó que Clarissa se ruborizaba y no
pudo sino escandalizarse. Frenó antes de empezar a bajar
las escaleras para abrumarla con su preocupación—. ¡Clary!
¡Lo había dicho de broma! ¡Intimar durante la gestación es
peligroso para la criatura! ¡Lo sabe todo el mundo!
—Mikaere dijo que no, que eso no es más que un bulo
malintencionado para privar a las embarazadas de sus
caprichos carnales. Aunque Nile suele cuestionar la palabra
de su empleado, cuya visión conlleva a menudo el choque
cultural, esto en concreto se lo tomó al pie de la letra. —
Sacudió la cabeza, ruborizada, para dar el tema por
zanjado. Pero antes se percató de una curiosidad que no
pudo resistirse a señalar mirando a su amiga con grato
asombro—. ¿No me vas a regañar por mencionar según qué
intimidades en voz alta? ¿Wit te ha corrompido ya del todo y
nada te sorprende?
Primrose recordó la noche anterior, cuando le confesó a
Sean que, gracias a la inmensa colección de lecturas
escandalosas de la señorita Reeves, convenientemente
escondida entre los manuales de la biblioteca, llevaba unos
cuantos años leyendo sobre las intimidades conyugales.
Aun sabiendo que Clarissa jamás la juzgaría, prefirió no
revelar sus gustos literarios.
—Ahora eres una mujer casada, ¿no? Se sobreentiende
que al menos una vez a la semana duermes con tu marido.
—¿Una vez a la semana? —bufó—. Ese hombre no sabe lo
que es el espacio personal, Prim. Si pudiera encadenarme y
atarme a su tobillo para llevarme a todas partes como una
herropea, apuesto el alma a que lo haría.
El buen ánimo de Clarissa era contagioso. No dejaba de
maravillar a Primrose. Sabía lo que el poder del amor de
Dios podía obrar en los feligreses, pero hasta ese momento
no había atestiguado en primera persona que la devoción
de un hombre bueno podía producir resultados similares.
Detuvo la bajada para tomar de las manos a su amiga. No
tenía que buscar sus ojos para encontrarlos: brillaban como
el reflejo del sol sobre la nieve, y si ya había sido bella a los
dieciocho años recién cumplidos, ahora, con el mágico
toque del enamoramiento y el contento existencial,
deslumbraba con una belleza que no era de ese mundo.
—No te imaginas lo feliz que me hace verte así —
reconoció con la voz trémula por la emoción—. Sé que te lo
digo siempre que nos vemos, pero es porque hasta hace
poco temía nuestros reencuentros. Ya sabes, por si algo
había salido mal o los afectos del conde habían cambiado.
En fin, es natural tener reservas y sopesar la posibilidad de
un desenlace negativo, pero no hago sino reafirmarme al
verte cada vez más resplandeciente.
—Es el efecto que tiene la libertad sobre un ser humano
—respondió Clarissa con una sonrisa serena—. Parece un
contrasentido, porque se entiende que el matrimonio
enclaustra, cierra puertas, pero cuando te casas con el
hombre adecuado, solo ganas oportunidades. Lo
comprenderás tan pronto como conozcas al caballero que te
merezca. Debe de estar cerca; ya ves que hasta Wit parece
tener ahora un favorito, y eso que pensé que el infierno se
congelaría antes de que se decantase por uno.
La mención velada a Sean le apagó el ánimo.
—Yo no estaría tan segura de que el señor Connor vaya a
pedir su mano. Aunque parezca muy formal, es un
impresentable —soltó sin pensar.
Clarissa no se mostró sorprendida por su arranque. Es
más; a Primrose le dio la impresión de que había
mencionado adrede al irlandés para llevar la conversación a
su terreno.
—Si no recuerdo mal, Sean Connor es el hombre con el
que empezaste a cartearte cuando me marché de Arlington
Abbey. Haciéndote pasar por Wit —concretó sin ocultar la
opinión que le merecía. Ninguna positiva—, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y te parece correcto que el caballero vea pasar los
días, lejos de su tierra natal y perdiendo jornadas de trabajo
que menguarán significativamente su capacidad
adquisitiva, sin saber quién es en realidad la mujer que ha
venido buscando?
Ahora que Clarissa se preocupaba en persona de algunas
tareas relativas a la finca en la que vivía y estaba en
contacto con los labradores, podía recriminarle a Primrose
cuestiones materiales que ella ni siquiera se había
planteado.
Pensar que Sean pudiera empobrecerse por culpa la puso
firme en el acto.
—Por favor, Clary, no empieces con eso —replicó, aun así.
«Ni que lo estuvieran forzando a quedarse», pensó con
rencor. «Está encantado disfrutando de dos mujeres en
tanto que se decide a formalizar sus intenciones»—.
Conozco tu sentir y lo respeto, ¿de acuerdo? Pero he
decidido manejar esto de la manera que considero menos
dañina para todos. Confía en mí, te lo ruego.
—No hay nada que yo valore más que tu habilidad
resolutiva. De no haber sido por tu sabiduría y tu capacidad
de observación, solo Dios sabe dónde estaría ahora..., pero
creo que, cuando se trata de abordar tus propios asuntos,
Prim, te saboteas de lo lindo.
Con tal de no tener que escuchar una verdad dolorosa,
reanudó la marcha escaleras abajo. Pero era consciente de
que estaba cometiendo un acto reprobable y anticristiano al
mentirle a Sean y de que, para más inri, al revolcarse con él
a espaldas de Verity, estaba sumando a la lista de pecados
una conducta indecorosa e imperdonable.
No quería escucharlo, aun así. Le gustaba pensar que
Sean era sincero cuando aludía a cuánto le aburría la
señorita Burton y se marcharía antes de que acabase el año
para no volver jamás.
No saber de él le rompería el corazón, pero era un riesgo
que en su día aceptó correr. Nada duraba para siempre; las
cosas buenas, lo que menos.
Y no se arrepentía de nada de lo que había hecho.
Quizá ese fuera el problema.
En eso andaba pensando, oyendo los pasos de Clarissa a
sus espaldas, cuando al llegar al recibidor se topó con una
escena romántica. El señor Connor y Wit se entretenían
desmontando el árbol de Navidad que, por inspiración de las
estampas de la Casa Real, habían decorado al comienzo de
las vacaciones con pan de jengibre, adornos de colores y
velas que por supuesto ya se habían apagado. Las maestras
solían esperar a Año Nuevo para retirarlo del recibidor, pero,
por alguna razón, la encantadora pareja se había
adelantado.
Sean se había arrodillado para desarticular una de las
filas inferiores del pino, mientras que Verity se estiraba
cuanto podía, desafiando su modesta estatura, para
rescatar las manualidades de las ramas más altas. Al
observar la dificultad que le suponía, el caballero se
incorporó y cogió una de ellas en su nombre para tendérsela
con una sonrisa cómplice.
Primrose se quedó lívida al presenciar el gesto, que
delataba la mutua confianza de quienes habían
intercambiado secretos a espaldas del mundo. Se fijó en
que, para colmo, Sean llevaba en torno al cuello la bufanda
de lana azul que ella le había enviado junto con la carta de
rigor un par de meses atrás.
Habían estado comentando la diferencia de temperaturas
entre el sur de Inglaterra y el norte de Irlanda. A Primrose le
había preocupado tanto imaginarlo trabajando a deshoras y
a la intemperie con la cara helada que había echado mano
de sus talentos manuales para confeccionar la prenda.
Como muy sagazmente había señalado el propio Sean
nada más agradecer su regalo, una de las motivaciones de
Primrose había sido asegurarse de que, además de sus
textos, el caballero conservaba algo suyo. Algo con lo que
pudiera recordarla si algún día cortaban el contacto postal.
Verity, al principio sin reparar en ella, se puso de puntillas
para arreglarle los extremos de la bufanda en un gesto
íntimo, propio de una esposa que no soportaría que su
marido se marchara a trabajar en un estado descuidado.
Intercambiaron un par de palabras que la distancia le
impidió oír, y de las que en el fondo de su corazón
agradeció no ser testigo.
Antes de pararse a pensarlo mejor, Primrose bajó los
escalones restantes a toda prisa para hacerse notar.
—¿Quién ha decidido quitar el árbol? —inquirió en voz
alta.
Sean fue el primero en girarse. Esperaba recibir una
mirada de arriba abajo que indicase que sus intenciones con
ella seguían siendo deshonrosas; que el hecho de flirtear
con Wit no anulaba el deseo que ya le había manifestado
por activa y por pasiva. Pero él ni siquiera pareció
consciente de que se trataba de la mujer que había tocado
íntimamente la noche anterior.
Esto debería haberla ofendido, pero el azul de la bufanda
destacaba el brillo de sus ojos marinos y su tez pálida de
una manera sobrecogedora.
No se había equivocado al escoger el tono del hilo.
—La señorita Lacraft ha dicho que, como han pasado ya
las fiestas religiosas y verdaderamente importantes, no
tiene sentido que las decoraciones sigan ahí. El señor
Connor y yo nos hemos ofrecido a desmontarlo, en gran
medida porque me encantan los panecillos de jengibre y
todavía están comestibles —apostilló Wit con una sonrisa
adorable.
Sean la complació retirando uno de los dulces envueltos
de la rama más próxima, abriéndolo y dándoselo de comer.
Verity separó los labios con premeditada lentitud y,
sosteniéndole la mirada a su pretendiente, le dio un
generoso mordisco.
—Se deshace en la boca —señaló con un gemido de
placer.
—¿De veras? —Sean se colocó sobre la lengua la otra
mitad del panecillo y esperó un segundo para masticar—.
Tenía usted razón. Sigue estando delicioso. —Y, como si
quisiera dejar al aire la interpretación de a qué o a quién se
referiría, alargó una mano atrevida hacia la comisura de la
boca de Verity para retirarle una migaja con la yema del
pulgar.
Un acceso de celos rabiosos estuvo a punto de impulsar a
Primrose hacia delante, no sabía si más hacia Verity o hacia
Sean, pero, en cualquier caso, con las garras por delante.
Una parte de ella le decía que no tenía derecho a ofenderse,
pero la otra, a la que no se le caían los anillos por desoír los
mandatos cristianos, la persuadía de exigir que le dieran su
lugar, emprendiéndola a gritos si fuese necesario.
Creyó estar complaciendo a ambas partes al decir:
—Bonita bufanda, señor Connor. ¿Se la ha tejido su
madre?
—Oh, ¿esto? —Sean tiró del borde que le rozaba la
barbilla. Una sonrisa colmada de ternura suavizó su
expresión—. Fue obra de la encantadora señorita Burton.
Tiene unas manos que son un regalo.
Verity le restó importancia con un gesto.
—No es para tanto. La hice en apenas unos días, entre
mis ratos libres..., pero sí es cierto que le puse todo mi
cariño. La distancia no me parecía excusa suficiente para
que no se sintiese arropado.
Primrose notó que el rubor de la indignación le quemaba
en el pecho.
Por suerte, esa noche lo llevaba cubierto gracias al cuello
vuelto.
—Fue todo un detalle. Lo más bonito que una mujer ha
hecho por mí —señaló Sean con una sonrisa conmovida.
Atrapó la mano de Wit entre las suyas y, sin considerar que
no llevaba guantes, se la llevó a los labios—. Todavía estoy
pensando en el modo de corresponder su generosidad.
—Verle con la bufanda puesta es más que suficiente para
satisfacer a la ambiciosa costurera que hay dentro de mí —
le apaciguó Verity, devolviéndole el gesto—. Pero si insiste
en obsequiarme algo de su cosecha, no seré la que se
oponga. Solo tenga presente que no aprecio tanto un regalo
material como un gesto romántico.
Le pareció percibir entre los dos un destello del deseo que
ingenuamente había creído que solo sentía por ella. Aunque
la confusión fue la emoción predominante, el asco que le
revolvió el estómago lo acaparó todo. Por un delirante
momento, pensó que devolvería el almuerzo allí mismo,
pero encontró la manera de aplastar el dolor al fondo de las
entrañas. Suponiendo que no verían siquiera si se
marchaba, abducidos como estaban el uno con el otro, echó
a andar en la dirección contraria al salón sin decir ni media
palabra.
Solo Dios sabía lo que podría haber pasado si hubiese
seguido insistiendo en participar en la conversación.
Un intenso zumbido le había taponado los oídos. Aun así,
escuchó el eco de sus pasos por el corredor que conducía a
la sala de música, a la salita de estar de las alumnas, a la
que se reservaba para las visitas; el ala que permanecía
vacía y cerrada al público cuando se celebraban fiestas
multitudinarias.
Repitió para sus adentros los preceptos de la Sociedad de
los Amigos, como cada vez que creía estar al borde de un
ataque nervioso.
—Tienes dentro la luz de Dios —balbuceó por lo bajo, sin
apartar la vista de un punto concreto al fondo del pasillo
para rebajar la ansiedad—. Wit también tiene dentro la luz
de Dios. Sean tiene dentro la luz de Dios. Ninguno de los
mencionados es buena persona... ¡No! Quiero decir que
todos ellos son buenas personas. La chispa divina no
discrimina. Ilumina nuestro camino y nos ilumina a
nosotros...
—¡Prim! ¡Espera! ¡Yo no puedo caminar tan rápido! —oyó
que exclamaba Clarissa, apretando el paso a su espalda—.
¿Por qué te has escabullido así...? ¡Prim! ¡Un momento!
¿Desde cuándo este pasillo es tan largo? Por Cristo, ¡no se
acaba nunca...!
—Nuestro camino es el pacifismo. La simplicidad. La
igualdad. Todos somos iguales ante los ojos de Dios —
seguía Primrose, tan concentrada en atraer la paz interior
que no se percataba de que se estaba clavando las uñas en
las palmas y se estaba abriendo heridas—. Wit no es mejor
que tú. Wit es una de tantas ovejas del rebaño. Una oveja
descarriada, en realidad, pero Dios no guarda rencores. Dios
nos ama tal y como somos, únicos y especiales. Nadie es
mejor que tú. Nadie es mejor que tú, aunque lo parezca...
—¡Prim! —gimoteó Clarissa nada más llegar a su altura.
Le puso una mano en el hombro, y, con el simple toque,
devolvió a la joven a la realidad. Se giró hacia su amiga en
estado catatónico, incapaz de hacerse una idea del aspecto
enfermizo que presentaba—. ¿Qué sucede? Estás... estás...
amarilla. ¿Te encuentras bien?
La imagen de Sean dándole de comer a Verity
relampagueó en su cabeza. Tuvo que llevarse una mano a la
sien y propinarse toquecitos impacientes, casi violentos,
para alejarla, pero solo consiguió avivar la memoria
reciente. Otra escena de complicidad en la que se reían
juntos mientras le reacomodaba la bufanda, su bufanda, la
apuñaló por la espalda.
¿Se habrían besado? Se comportaban como una pareja de
recién casados.
—Creo que voy a vomitar —murmuró, temblorosa.
—¿Cómo? ¡Ni se te ocurra! Prim, soy una embarazada
cuyas náuseas no discriminan; no las tengo solo por la
mañana, sino a lo largo de todo el día. Si te descompones
delante de mí, yo lo haré también, y entonces armaremos
un espectáculo... —Se calló cuando Primrose apoyó las
manos sobre sus hombros para mantenerse en pie. Clarissa
olvidó sus escrúpulos y la miró con preocupación—. Prim,
¿qué tienes?
—¡Prim! —la llamó una voz cantarina. La aludida se
sobresaltó como un antiguo soldado ante un estallido
sorpresivo. Miró por encima del hombro de la condesa y
enfocó la vista en Verity, que se aproximaba al trote con las
faldas agarradas—. ¡Prim, querida! ¡Necesito que hagas
algo por mí!
—¿Qué quieres? —articuló con un hilo de voz y un fondo
de mordacidad indisimulable.
La señorita Burton se alisó las arrugas de la falda y tomó
aire para componer la sonrisa de las peticiones imposibles,
un gesto que parecía heredado de la legendaria magia
celta. Eso era lo único que podía explicar que hechizara a
quien se lo propusiese de manera que siempre se cumpliera
su voluntad.
—¿Podrías tejer una chaqueta de lana o algo parecido?
También en azul, ¿sí? Para que combine con la bufanda.
Como has sacado el tema del punto, Sean ha empezado a
preguntarme cómo lo hago y solo se me ha ocurrido
prometerle que le tendré otro regalo listo antes de que se
vaya. ¿Te encargarías del diseño tú? —Juntó las manos en
un rezo—. ¡Por favor! ¡Ya sabes que a mí se me dan fatal las
actividades manuales!
Primrose nadaba en la incredulidad cuando alzó la mirada
hacia Verity. Por un instante, un efímero pero revelador
instante, tuvo la impresión de que no reconocía ese rostro;
de que no sabía quién era la mujer cínica que se abalanzaba
sobre ella con una desfachatez sonrojante para realizar
pedidos que, cuando no eran impertinentes, le faltaban el
respeto. No vio a la mejor amiga que tanto quería, a la
muchacha que le tendió una mano cuando todo el mundo se
puso de acuerdo para negarle el saludo, a la criatura
chispeante y en contra de la norma que admiraba por más
que se divirtiese regañándola.
A través del velo de la rabia, se topó de frente con una
persona que carecía de vergüenza y decencia. Una persona
que había nacido en el seno de una familia amorosa, con el
regalo de la belleza y la suerte de tener las estrellas de su
parte, y que, para colmo, quería también el único sol que
había alumbrado su vida.
Una persona a la que odiaba.
La imaginación hizo el resto al situarse a sí misma
condenada al fondo borroso de una romántica escena entre
Verity y Sean; siendo la persona que desaparecía bajo la
sombra de la joven que se atribuía sus méritos.
—No es lo único que se te resiste —se oyó responder con
el alma fuera del cuerpo—. Tampoco eres conocida por tu
recato, tu modestia o tu discreción al conversar, y eso te
resultará bastante más difícil de disimular al hacerte pasar
por mí que tu inutilidad manual.
La respuesta impactó a Verity, que solo pudo fruncir el
ceño.
—¿Y eso a qué viene? Te recuerdo que la que se hacía
pasar por mí eras tú.
—Yo solo te cogí el nombre, pero, según estoy
entendiendo, tú pretendes presumir de tus virtudes y
también de las mías, como si no tuvieras suficiente con lo
que te corresponde. ¿No has oído que la avaricia rompe el
saco?
El rostro de Verity se ensombreció.
—¿A qué se debe todo esto, Prim? Puedes simplemente
decirme que no.
—Eso mismo me pregunto, Wit. ¿A qué viene esto? Podías
simplemente decirme que no ibas a molestarte en
ahuyentar al señor Connor en lugar de regalarme los oídos
para luego invitarme a seguir representando mi papel. Solo
que en la sombra —recalcó entre dientes—, donde los
demás hemos de quedarnos para que nadie eclipse tu brillo.
—¿Disculpa? ¿Todo esto es por Sean? ¡Si me dijiste que
no te importaba!
—¿Que no me importa? ¡¿Que no me importa?! —repitió,
alzando la voz—. Incluso si no me importase un rábano, hay
una diferencia entre sobrevivir a la ruptura de un contacto
postal y tener que ser testigo de cómo asumes mi identidad
para coquetear con el hombre en el que me he acostado
pensando durante un año y medio. ¿Tan absorbida estás por
ti misma que no puedes ver más allá de tus caprichos?,
¿que no puedes diferenciar entre lo que está bien y lo que
está mal?
Verity se enderezó con un semblante ominoso.
—Desde luego que puedo. No me parece que esté bien o
sea justo nada de lo que estás diciendo.
—¡¿Que no es justo?! ¡¿En qué mundo es correcto que
nos pasemos un pretendiente de unas manos a otras como
si de un juguete se tratara?!
—Prim, cálmate —rogó Clarissa con las manos en alto.
—¡No me voy a calmar! —gritó Primrose. Clavó en Verity
una mirada de ojos inyectados en sangre—. ¿Cómo te has
atrevido? ¿No tienes suficiente con todo Londres y media
Escocia? ¿Tienes que conquistar también los páramos de
Belfast? ¡Que él sea lo bastante estúpido para no percatarse
en una primera conversación de que tú y yo no tenemos
nada que ver no significa que debas aprovecharte! Además,
¿para qué demonios lo quieres? ¡No puede ofrecerte el amor
que andas buscando porque me ama a mí!
La impavidez había borrado del rostro de Verity todo
amago de emoción.
—Pero tú no debes de amarlo a él —señaló con voz queda
—, o, de lo contrario, no permitirías que la egoísta y pérfida
Wit te lo arrebatase. O cualquier otra mujer, dicho sea de
paso. ¿Crees que puedes dejar un caramelo a las puertas de
un orfanato y esperar que siga ahí cuando vuelvas?
—¡Me importa un rábano que «cualquier otra mujer» me
arrebate a un hombre, me haga cuestionarme mi valía o me
utilice de canal para ejecutar sus ambiciosas conquistas! ¡Lo
que me importa es que tú tengas semejante
desconsideración! ¡Tú, entre todas las mujeres! Aunque,
conociéndote, no me sorprendería un ápice que me
hubieses animado a contestar esas cartas en tu nombre
solo para hacerte el trabajo sucio. Ya te encargarías tú de
embaucarlo a tu manera cuando yo te hubiera hecho dulce
e inteligente a sus ojos.
—Oh, porque no soy dulce ni inteligente, ¿verdad? Yo soy
una estúpida y una arpía.
—Prim, Wit —las llamó Clarissa con una nota de
preocupación—. Basta. Vayámonos cada una por su lado y
volvamos a conversar sobre el tema cuando estemos más
tranquilas...
—¿Qué otra cosa mereces que te llame con todo lo que
estás demostrando? —rugió Primrose, sin embargo—. Quizá
no tengas un pelo de tonta, pero te encanta fingirlo para no
responsabilizarte nunca de ninguna de tus canalladas, que
no son pocas ni son inofensivas. Sé que viste que me ponía
verde de celos cuando te marchabas con Sean, y sé que me
viste aguantarme las lágrimas cuando anunciaste que
aceptarías su cortejo, y no hiciste nada más que meter el
dedo en la herida. Y te atreves a venir aquí a pedirme que
teja para embellecer tu romance inventado con cara de no
romper un plato... —Exageró una carcajada histérica—. Si no
has perdido el juicio por completo, entonces eres la persona
más cruel que he conocido. Y óyeme bien, Verity, porque a
mí permito que me decepciones y me rompas el corazón,
pero ¿a él? A él no le vas a hacer lo que le has hecho al
resto de tus perros falderos. A él no lo vas a seducir para
luego condenarlo al cajón olvidado de las cartas de los no
tan afortunados.
—¿En serio crees que he sido yo la que le ha roto el
corazón y la que ha jugado con el poder que ostenta sobre
cada uno de los involucrados en esta historia? —contraatacó
Verity, tan tensa que parecía que se iba a romper, pero por
lo demás impertérrita—. Tendrías que reconsiderar a quién
otorgas los títulos de arpía y de estúpida de las dos; de las
dos y no de los tres, porque el que te aseguro que no es ni
por asomo un imbécil redomado es Sean Connor, el hombre
al que nunca le ha cabido la menor duda de con qué dama
está hablando independientemente de cómo se haga llamar.
Primrose sintió que todo el calor y el color del rostro se le
bajaban a los pies.
—¿Cómo?
Verity bufó una risotada.
—Me maravilla que haya bastado con quitarme el disfraz
de contendiente por el amor del señor Connor para
serenarte —ironizó con frialdad—. En esta escuela de
mujeres inevitablemente condenadas a competir en un
mercado donde se agotan las opciones, tú eras la última a
la que imaginaba poniéndome el pie en el cuello por un
hombre. Te tenías muy guardadas esas adorables opiniones
sobre mí y sobre cómo elijo conducirme por el mundo.
Espero que disfrutes de las dos victorias de esta noche: la
de saberte indiscutible propietaria del corazón del caballero
y la de haber desahogado por fin una malicia disimulada de
un modo brillante hasta el momento...
—Wit... —balbuceó Clarissa—. Por favor, no digáis nada
de lo que os podáis arrepentir.
—... Solo espero que mañana sigas actuando en
consecuencia y no vuelvas ni a renunciar al señor Connor ni,
por supuesto, a acercarte a mí con esas sucias pieles de
cordero.
Capítulo 17

—¿Se puede saber a qué ha venido eso? —jadeó Clarissa.


La fuerza del asombro la había retenido junto a la no menos
perpleja Primrose cuando era obvio que, de haber podido,
habría salido en pos de Verity, la que creía más perjudicada.
Cuando pudo recuperarse del pasmo inicial, enderezó los
hombros y le dirigió una mirada de reproche—. ¿Por qué has
sido tan dura con ella?
Primrose solo necesitaba un ligero toque de atención para
avergonzarse de sus arrebatos. La habían educado para
disimular sus accesos emocionales; demonizarlos, incluso, e
iba camino de rogarle a Verity un perdón que en el fondo no
quería ni pedir, ni recibir, cuando asimiló la recriminación
implícita en la pose y el tono de Clarissa.
—¿No has oído nada de lo que he dicho? —se defendió,
perpleja—. Si no le hubiese parado los pies, habría tenido
que ver cómo el señor Connor y Verity pasan por la vicaría;
él, miserablemente engañado por la complicidad de Wit, y
ella lista para entregarle su vida a un hombre que en
realidad ama a otra persona. Aunque quién sabe si todo
esto habrá servido de algo. Con lo orgullosa y tozuda que
es, seguro que ahora con más ganas se dejará conquistar
por Sean.
Clarissa no daba crédito a lo que oía.
—Prim, si no he entendido mal, tú lo rechazaste primero.
—¿Eso le da derecho a romperme el corazón? ¿Siquiera se
ha parado a preguntarme por qué no me veo en posición de
aceptar que lo amo? ¿En algún momento se ha molestado
en indagar?
—Una amiga no debería tener que indagar. Más bien tú
deberías sentirte en la confianza de decir lo que piensas sin
que nadie deba aplicarte un violento interrogatorio. Además
—continuó, cada vez más convencida de quién merecía
misericordia y quién no—, conociendo a Wit, dudo bastante
que haya hecho esto para infligir el más mínimo daño; ni a
ti, ni a él. Tiene que haber una explicación, una que no le
has permitido darte centrada como estabas en herir sus
sentimientos. No esperaba esto de ti, Prim —concluyó,
meneando la cabeza con desaprobación—. De ti, entre
todas las personas.
Algo que no mucho tiempo atrás se le habría presentado
como el fin del mundo pasó a ser percibido como una
traición de primer nivel. Primrose no solo no se dio por
escarmentada con la decepción de sus mejores amigas, sino
que se rebeló contra su visión dirigiéndole una mirada
hostil.
—¿Qué es lo que no esperabas? ¿Que tuviese una opinión
sobre las actitudes egoístas o injustas que observo en los
demás?, ¿que me mantuviese callada y reclinada a una
esquina mientras esos demás hacen y deshacen con plena
libertad, en este caso a costa de mi paz mental? ¿Que me
resignara a ver cómo mi primera y gran amiga se casa con
el hombre del que ella y nadie más que ella me incitó a
enamorarme? ¿O lo que no esperabas es que algún día
demostrara no ser un ángel caído del cielo que está de
acuerdo con todo y con todos y que, en efecto, si me
pinchan, sangro como tú o como cualquiera? —espetó de
carrerilla, aferrada a sus dos puños apretados como si estos
fueran los que le transmitían la fuerza para expresarse—.
¿Sabes? Llevo toda mi vida tolerando atropellos, vejaciones
morales y desdenes, y vosotras no habéis sido testigo ni de
la mitad porque he procurado ocultarlos para no molestar a
nadie, priorizando el alto o solo decente concepto que
teníais sobre mí por encima de mi deseo de desahogarme.
Pero lo que no voy a pasar por alto es que mi amiga, mi
amiga entre todas las personas —la citó con retintín—, sea
la que me aseste la puñalada definitiva. En ningún mundo o
realidad sería correcto o estaría bien visto que una mujer se
dejara cortejar por el hombre con el que su amiga ha estado
manteniendo contacto íntimo durante un año y medio, y si
eres incapaz de ver eso y encima te atreves a coartar mi
derecho a quejarme, entonces vete por donde has venido.
No volveré a mantener la boca cerrada para tener a todo el
mundo satisfecho. Se acabó.
Pero fue Primrose la que le dio la espalda y se marchó en
dirección al salón, a donde debería haberse dirigido en
primer lugar para evitar la polémica. Le hervía la sangre y
un lado arrogante que no sabía que tenía había decidido, sin
consultar a nadie más, que su comportamiento estaba
justificado.
Y, sin embargo, conforme se alejaba de Clarissa como
Verity se había alejado de ella, las punzadas de culpabilidad
iban escalando en intensidad. Se preguntó si no podría
haberse expresado de otro modo. Era lo bastante
concienzuda y racional para concederle a la condesa uno
solo de sus argumentos, y es que debería haber hablado
desde el corazón antes de dar lugar a una situación límite.
Tuvo que esperar a calmar las pulsaciones en un pasillo
adyacente al salón principal. Allí, refugiada en la oscuridad,
se regaló cinco minutos para inspirar y expulsar el aire
cuantas veces necesitó para volver a sentirse dueña de sí
misma. Repasó las palabras pronunciadas, repasó las
expresiones de Verity y Clarissa, y aunque una profunda
tristeza estuvo cerca de convencerla de acudir a ellas para
suplicar su perdón, algo muy distinto de la cabezonería o el
orgullo se lo impidió: el amor propio, que tan distinto era del
pecado capital de la soberbia. Le dolía haber sido capaz de
sermonear a Wit con ferocidad, pero también que sus
amigas se hubieran tomado como un ataque su indignación
y su pena, como si por el simple hecho de haber sido una
santa toda la vida tuviera que privarse para siempre de
expresar sus sentimientos.
La embargó el miedo a descubrir que Clarissa y Verity la
querían porque nunca las había importunado con numeritos
lacrimógenos o temperamentales; porque era una compañía
llevadera gracias a su obstinado silencio, a sus
posicionamientos neutrales; una fuente de consejos sabios
que había renunciado a apropiarse del centro de la
conversación.
Más por costumbre que por convicción, la sobrevino la
tentación de tomar el camino fácil, que pasaba por
disculparse y comprometerse a recuperar el rol pasivo que
le correspondía en aquel triángulo. A fin de cuentas, ¿qué
otro papel iba a desempeñar cuando las otras dos eran la
gran condesa de Haverford, que con toda probabilidad
albergaba ya al heredero en sus entrañas, y la casadera
más rica del reino? ¿Qué era ella en comparación?
La voz de Sean se hizo oír en sus pensamientos para
atraer el sentido común.
«¿La raíz del cuaquerismo del que es adepta no sostenía
la creencia en la Luz Interior? ¿Y no significa eso que
aseguran que cada persona tiene dentro de sí una chispa
divina?, ¿que Dios mismo habita en todos los seres? ¿Por
qué se menospreciaría usted cuando eso podría significar la
blasfemia en su religión? (...) ¿No dice Dios, acaso, que
todos somos la misma sustancia?».
Sacudió la cabeza con la esperanza de que el aire corriera
en el asfixiante rincón de sus dudas y se adentró en el salón
con la espalda erguida. Los invitados se habían esparcido
hacía rato en canapés, sofás y sillones, como advirtió al ser
testigo de conversaciones reposadas. Ya en un primer
barrido panorámico observó que Clarissa y Verity se habían
sentado juntas, y que la condesa había tomado de la mano
a la joven para apaciguarla. Ese gesto de hermandad le
rompió el corazón.
Se había puesto de su parte sin pensar ni por un segundo
en cómo se había sentido ella.
Curiosamente, fue la señorita Wargrave la que esperó a
que se fijara en que estaba sola en un canapé para hacerle
un gesto de invitación. La señorita Tandye estaba
entretenida charlando con una alumna, también amiga —o
palmera— de Rebecca, en la otra punta de la estancia.
Sin dudarlo, Primrose se acercó a la señorita Wargrave, y
no solo porque la viera con otros ojos desde que le prestó
un vestido con valor sentimental ni para darles a sus amigas
algo de lo que hablar, sino porque era innegable que sentía
curiosidad por ella.
Rebecca la entendería, o eso le dijo una corazonada.
—¿A qué están jugando? —preguntó nada más acomodar
la falda de manera que no molestase a la hija del barón.
Señaló a la señorita Reeves. Hacía frenéticos aspavientos
hacia el público desde el corazón de la sala, donde se erguía
para dirigir el entretenimiento.
—A las adivinanzas. Mediante gestos o aportando una
descripción parca en palabras, presenta un personaje
histórico, literario o presente en la sala; no hay límites para
la imaginación. Los demás tenemos que averiguar de quién
se trata con la información de la que se dispone. El que lo
acierta, se levanta y ocupa su lugar. Solo llevamos un par
de adivinanzas. Hasta ahora, el señor Ritter y la señorita
Vallans han representado a Napoleón y a la reina Elizabeth...
—Rebecca comprendió que Primrose no la estaba
escuchando. Fue a ponerle una mano en el hombro, pero se
lo pensó mejor y solo la miró con fijeza—. ¿Ocurre algo?
—He discutido con Wit.
—Muy poco lo haces considerando lo impertinente que es.
—Es que no podía seguir así. Tenía que decir cómo me
sentía —se justificó con un murmullo, agarrándose la falda a
la altura del regazo. Ahí había prendido la vista para resistir
el deseo de buscar a Sean entre los participantes del juego.
Le aterraba descubrir que se había acercado a consolar a
Verity si ese era el caso. Claro que, si atendía a lo que Wit le
había confesado sobre él... «No es el momento de pensar en
eso»—. Sé que me he excedido, pero no logro arrepentirme
por más que me esfuerzo.
—¿Por qué te ibas a arrepentir de expresar lo que
piensas? En todo caso, podrías lamentar haber usado unas
palabras duras y no otras más gentiles, pero no creo que
exista la manera ideal de plantear una molestia sin levantar
ampollas en el proceso. Si una persona es lo bastante
inteligente, comprenderá el prejuicio, la crítica o la opinión
cruel que haya detrás de todos los paños calientes que
pongas, así que más vale decirlo rápido y sin rodeos.
Primrose se giró para contemplar la determinación en su
semblante. No le cabía la menor duda de que era una
perspectiva a la que la muchacha había ido haciéndose con
los años a base de acierto y error, y que había podido
perfilar dicha estrategia porque precisamente Wit la ponía
en situaciones que la ayudaban tanto a practicarla como a
reafirmar que era la única manera de proceder.
—Eres una mala influencia, Rebecca —se rio a su pesar—.
Si sigo tu consejo, ya ni siquiera se podrá decir de mí que
soy una compañía tolerable, como señaló el señor Hopkins.
Entre mi aspecto y mis turbios resquemores, me apodarán
«la bruja de Canterbury».
—A mí me gusta como suena. Tiene gancho —se encogió
de hombros. Primrose se rio de nuevo, esta vez de buena
gana—, y al menos te permitirá decir lo que quieras, cuando
y como quieras, sin que nadie espere de ti las gestas
filantrópicas de un mártir. Creo que subestimas la
independencia y las agallas que concede ser temido y
odiado, y que no le has dado a la libertad de expresión el
valor que merece —añadió, mirándola de reojo—. Si lo que
te granjea el amor de los demás es fingir una benevolencia
que no sientes de corazón o que, por razones de simple
humanidad, no puedes sostener en todo momento porque
eres víctima de pasiones volubles (como todo hijo de
vecino, por otro lado), entonces ten por seguro que ese
amor está viciado y no sirve para nada distinto de impedirte
ser quien eres. No deberíamos guardar silencio en presencia
de quienes juran conocernos y amarnos con condiciones
inasumibles solo para disfrutar de una convivencia pacífica.
¡Al cuerno con la conciliación! No me iría a la guerra con
alguien que no conoce mis sombras o no las acepta. Esos
me dispararían por la espalda.
Primrose enmudeció al escucharla.
Nunca había dudado de la sagacidad de la señorita
Wargrave. Demostraba una agilidad mental a la hora de
inventar crueles sobrenombres y arrojar los peores
reproches que solo Wit podía igualar, pero no se le habría
ocurrido jamás que podría utilizar esa misma inteligencia
para reflexionar sobre las cuestiones del ser.
Estaba lamentándose por haberla juzgado como un mero
genio del mal —al final, era un genio a secas— cuando una
voz masculina como la miel intervino.
—Quién habría dicho que cabría tanta pasión en un
cuerpo tan pequeño.
Primrose se fijó en el caballero que se había puesto
cómodo en el sillón individual más próximo a Rebecca.
Estaba lo bastante lejos para que resultara grosero unirse a
la conversación, pero habría apostado por que habría
recibido la acusación de chismoso con una reverencia de
reconocimiento. Además, algo en su postura reclinada hacia
la señorita Wargrave advertía de que ese y no otro había
sido el objetivo detrás de escoger aquel asiento.
Quizá el tratamiento de caballero fuera fiel a sus prendas
de calidad exquisita, propias de un dandy apasionado de las
últimas tendencias, pero no a la picardía a todas luces
indecente de su mirada tornasolada. El cabello castaño
oscuro, como la leña quemada, le caía sobre unos ojos que
chisporroteaban como el hogar, y aquella no era una burda
metáfora. Tenía los iris de un extraordinario tono rojizo que,
en contraste con la piel morena y alentados por la vida
interior que se intuía en su amago de sonrisa pendenciera,
parecían más mágicos si cabía.
Por eso le sorprendió que Rebecca pusiera los ojos en
blanco, en lo absoluto impresionada, y dijera con toda
confianza:
—Oh, cállese, Kinross.
—Pero solo porque me lo dice usted, ¿eh?
La señorita Kinross giró el cuerpo hacia Primrose para
darle la espalda de forma deliberada a quien supuso que
sería Emerson Kinross, conocido como Sonny por la mayoría
de quienes le trataban; incluida su hermana, que había
entrado en la escuela ese año a una edad sospechosamente
tardía.
—¿En qué estábamos? —inquirió para bloquear cualquier
intento de Kinross por intervenir.
Primrose se apiadó de que lo ignorasen con semejante
frialdad y le lanzó una mirada de disculpa. Pero los
desdenes de Rebecca debían de ser una costumbre que ya
había aprendido a interpretar como un juego la mar de
divertido, porque el aludido se encogió de hombros con las
palmas apuntando hacia el techo —«otra vez será», parecía
decir— y devolvió su atención a la adivinanza.
—No te imaginaba haciéndole un desaire a un hombre
soltero.
—Eso no es un hombre soltero, ni un hombre a secas. Es
Sonny Kinross —bufó, y fue como si su nombre lo resumiera
todo. Primrose pensó con aire soñador, un aire necesario
para oxigenar un cuerpo tenso por la culpa, que ese era el
primer paso necesario para constituir una leyenda: que su
denominación bastase para identificar no ya a la persona,
sino al novedoso concepto que había inventado—. ¿Y bien?
Primrose tardó en recordar la insinuación que le había
venido a la cabeza antes de que Kinross interrumpiera.
—Iba a decir que ayer, mientras nos arreglábamos,
mencionaste que tú no habías empezado la guerra entre
mis amigas y yo. ¿A qué te referías? Que recuerde, nunca
hasta ahora habías sido amable conmigo.
—Tampoco era desagradable hasta que Verity lo arruinó
todo —replicó entre dientes. No podía decirse que Rebecca
le tuviera resentimiento a Wit; el ardor de su odio no se
había extinguido aún, y el rencor era las cenizas de un viejo
desprecio, no un corazón latente—. Tú tal vez no te
acuerdes o quizá no lo sepas, pero yo... yo... —Se ruborizó
de vergüenza—. Hace años, intenté acercarme a ella con la
intención de entablar una amistad. Fue antes de llegar a la
escuela, pero pese a su rechazo inicial en Londres, insistí.
Obtuve resultados que creí gratificantes y que no eran más
que un espejismo. Salí escaldada de la peor manera. Verity
me ha odiado desde que puedo recordar.
Primrose se quedó perpleja.
Una parte de ella le dijo que la señorita Wargrave estaba
mintiendo. Pero cuando alzó la mirada para buscar a Verity
entre la gente y le chocó, una vez más, reconocer la historia
de pequeñas maldades que escondía aquel rostro angelical,
supo que no podía tratarse de una exageración. Sabía que
Wit era de sentimientos profundos, tanto si hablaban de
odio como si hablaban de amor, y prueba de ello era la
devoción con la que se entregaba a su familia. Además, los
Burton la habían criado de modo que no experimentara
nunca el menor bochorno o culpabilidad tras soltar las
palabras más crueles jamás pronunciadas.
—¿Cómo muere su personaje, señorita Reeves? —inquiría
Harding en ese momento, absorto, como los demás, en el
juego. Se había alejado de la inmensa mayoría de la
concurrencia para fumar sin importunar a las damas:
sostenía un puro entre los dedos y con el hombro contrario
se dejaba caer contra una gruesa columna de mármol.
—Ahogado —contestó ella.
—Entonces solo puede ser Ofelia, de Hamlet —resolvió
Verity.
—¡En efecto! —aplaudió Sarah Reeves.
—Muy bien, señorita Burton —la halagó la maestra de
literatura—. Se nota que ha hecho sus deberes.
Wit se levantó para deleitar a los presentes con una
graciosa reverencia. Nadie se burló de una coquetería
innecesaria y hasta infantil que, si Primrose se hubiese
atrevido a ejecutar, habría provocado miradas incómodas y
risas burlonas entre los presentes.
Hizo la comparación de forma inconsciente, pero trajo
consigo una dosis de veneno del que sí se avergonzó
profundamente.
Por más que lo intentara, no podía seguir fingiendo que
no envidiaba a Verity; que no envidiaba que sus padres la
amaran de manera incondicional y perseveraran en sus
deseos de retenerla en la casa familiar a toda costa, cuando
a ella la habían echado con cajas destempladas y no le
habían escrito una carta en trece años ni por piedad. Y es
que en realidad envidiaba que nadie quisiera o supiera
cómo refutar su belleza, cuando ella no podía arreglar sus
defectos de cuna. Envidiaba su carácter, aplastante de tan
seguro de sí mismo. Envidiaba el modo en que la sociedad
se inclinaba ante ella, como si más que una muchacha de
diecinueve años, fuese una deidad olímpica. Envidiaba que
nadie la reprendiera duramente porque, en ella, todo
defecto era perdonable. Envidiaba hasta que Clarissa se
hubiera puesto de su lado.
Podría seguir mintiéndose a sí misma alegando que la
intoxicación vitriólica se debía a la llegada de Sean, pero él
solo había sido la gota que colmaba el vaso. Esos terribles
sentimientos ya estaban ahí antes.
¿Se podía amar a alguien hacia quien se sentían unos
celos insoportables? ¿Alguien a quien se admiraba por los
aspectos más superficiales, pero a quien se deploraba a
veces por razones morales?
Capítulo 18

Habiendo ocupado ya el lugar de la señorita Reeves,


como le correspondía como ganadora, Verity dio una
palmada para atraer la atención de un público que estaba
orgullosa de dirigir.
—¿Alguien quiere empezar preguntándole algo a mi
personaje?
—¿Es usted un hombre o una mujer? —preguntó el conde
de Haverford, también de pie y reclinado al fondo del salón.
Se hallaba a una distancia de dos metros del futuro barón,
pero sus cuerpos estaban orientados el uno hacia el otro.
Aun en silencio, parecían mantener una conversación
secreta.
—Una mujer.
—¿Cuántos años tiene?
—Soy joven.
—¿Su nacionalidad es inglesa?
—Ajá.
—¿Ha hecho algo de relevancia política o social? —
preguntó Harding con la vista clavada en el extremo
húmedo del puro. Se lo acercó a los labios mientras
esperaba una respuesta de Verity, a la que no se molestó en
mirar.
Primrose se regocijó de manera pueril en que al menos
alguien, nada menos que el honorable Harding Wargrave, no
pareciese hipnotizado por ella.
—Quizá no política o social, pero sí contribuyo a la
difusión de las creencias religiosas minoritarias —explicó
Verity con una sonrisa beatífica. Entrelazó las manos sobre
el regazo—. Claro que solo practico sus honorables
preceptos de cara a la galería; cuando llega la hora de tratar
a mis amigos más cercanos con tacto y respeto los días que
se me levanto con el pie izquierdo, se me olvidan todas esas
pamplinas de la Luz Interior.
—Lo que faltaba —bufó Rebecca por lo bajini. Había
captado a la par que una catatónica Primrose a quién había
escogido para el juego, pero, a diferencia de la afectada,
aún podía hacer acotaciones verbales al respecto. A ella se
le había bajado la sangre a los pies—. No tiene vergüenza ni
la conoce.
—No puede ser Enrique VIII porque es un hombre —meditó
Nile, más para sí mismo. Primrose intentó provocar el
contacto visual para compartir con él su perplejidad. ¿Acaso
no había deducido en el acto de quién se trataba?—,
aunque encaja con la última descripción.
—El anglicanismo no es una religión minoritaria, milord —
le corrigió Harding, para lo que procuró no mirarlo de forma
directa.
—Pero lo era en el siglo XVI —replicó el conde.
—¿La Luz Interior no es un término de la Sociedad
Religiosa de los Amigos? —preguntó Clarissa en dirección a
su marido, confusa.
—Está claro que la estupidez es contagiosa —comentó
Rebecca en voz baja.
—¿Es usted una traidora a la patria? —inquirió Kinross.
—Si con «patria» entendemos «comunidad», y con
«comunidad» entendemos a quienes tenemos cerca,
entonces sí, soy una traidora. Sobre todo me traiciono a mí
misma constantemente al no decir nunca lo que pienso y
necesito y esperar que sean los demás quienes lo deduzcan.
Aunque esa es más bien una conducta perezosa e incluso
cobarde, ¿no?
Primrose se enderezó con el rostro tenso.
La experiencia la había advertido desde el principio de
que habría de andarse con cuidado con esa Verity furiosa,
sobre todo ahora que tenía la palabra, pero confirmarlo no
fue menos devastador. Le costó creer que la hubiese elegido
como personaje cuando eso significaría airear los trapos
sucios y devolverle la humillación ante gente que la
apreciaba y gente que la había vejado, como si Primrose no
hubiera tenido suficiente a lo largo de su vida.
—Si nos diera algún que otro dato más... —sugirió Sean.
Rebecca ladeó la cabeza para mirar a Primrose como si
estuviese rodeada de débiles mentales.
—Espero que a ese idiota también le digas cuatro cosas.
—Por supuesto, señor Connor —continuó Verity—. Diría
que una de las cosas más llamativas o interesantes de mi
historia personal es que me he estado carteando con un
pintor irlandés en el último año y medio. Pero cuando ha
venido de visita, me he escondido tras las faldas de una
amiga. Porque si algo se ha de saber de mi carácter, es que
nunca doy la cara.
—Creo que estás malinterpretándote, Verity —se hizo oír
Rebecca con la intención de defender a la inmóvil Primrose
—. En efecto, te has carteado con un pintor, pero también
con un aristócrata, y con un corredor de Bow Street, y con
un miembro de la realeza, y con... —Dejó la enumeración al
aire cuando ya había quedado claro que pretendía subrayar
su libertinaje—. En fin, no voy a entorpecer la dinámica
listando a todos los caballeros empadronados en la capital.
El problema es que has dicho que no das la cara, cuando
deberías haber señalado que tienes mucha cara.
—Es cierto que mi personaje tiene muchas caras, Rebecca
—le concedió con una sonrisa gélida—. Una de ellas es la
amiga perfecta, ideal..., pero a la otra le gusta sentarse con
la enemiga de sus presuntos seres queridos.
—Eso solo significa que al menos una de sus caras tiene
sentido común —contraatacó Rebecca.
—Basta —musitó Primrose con un hilo de voz, de manera
que solo la escuchase la señorita Wargrave—. No es
necesario que me defiendas. Déjala que se desahogue.
—Antes muerta. Me parece a mí que a la señorita Burton
se le ha dado carta blanca para decir lo que le venga en
gana sin atenerse a las consecuencias o considerar
sentimientos ajenos durante mucho tiempo —espetó
Rebecca en voz alta—. He tenido suficiente.
—Si quieres que me calle, siempre puedes decir el
nombre de mi personaje y regresaré a mi asiento —
respondió con aparente naturalidad.
—Lamento decepcionarte, Verity, pero no soy la clase de
persona que ataca por la espalda a sus amigas cuando le
dicen algo que no le gusta... Incluso si es la pura verdad.
—¿Qué sabrás tú? —le soltó con aire displicente.
—Sé que Primrose no ha dicho jamás nada que no sea
cierto.
—Lo que demuestra que no la conoces tan bien como yo.
—Tú solo conoces lo que quieres conocer. Lo que no te
conviene, lo ignoras —masculló Primrose.
—Dios santo —suspiró Clarissa, llevándose una mano a la
cara.
Un gesto similar compartieron Harding y Nile, que,
acodados cada uno en su columna, aprovecharon la
distracción del público para intercambiar una mirada
cómplice.
«Aquí uno nunca se aburre», parecía decir el futuro barón.
«Ni que lo digas», confirmaba el conde.
Verity se giró en redondo hacia Primrose para volcar en
ella una mirada furibunda.
—Eso solo significa que soy mejor que otras, porque tú
ignoras incluso lo que te conviene, algo que tiene bastante
más delito y además demuestra que careces del instinto de
preservación necesario para la supervivencia humana: el de
buscar la felicidad propia en lugar de sabotearla de manera
sistemática.
—¡Hay que tener valor! ¡Tú eres la que me ha ayudado a
sabotearla! —le espetó Primrose.
—¡Yo solo te estaba empujando al borde del asiento para
que te levantaras e hicieras algo! ¿De verdad piensas que
tengo el menor interés en el señor Connor? ¿En qué mundo
y en qué mente cabría que yo me fijara en él?
El señor Kinross soltó una carcajada nada discreta a su
lado que todos los presentes se ocuparon de censurar. A él
no le importó demasiado ser la comidilla.
—Gracias, por la parte que me toca —ironizó Sean.
—Oh, no tengo nada en su contra, querido —se apresuró
a alegar Verity—. Es solo que jamás se me ocurriría dejarme
cortejar por un hombre que, primero, es el objeto de deseo
de mi mejor amiga, y, segundo, no siente una devoción por
mí que podría dar la vuelta al mundo.
Harding dio una calada al puro para que el humo
camuflara su expresión facial: puso los ojos en blanco, y hay
quien hasta le vio mover los labios para emular algo
parecido a «la criatura no tiene abuela».
Como si los Wargrave compartieran opiniones además de
sangre, Rebecca soltó:
—Me extrañaría que alguien pudiera siquiera soñar con
sentir la mitad de esa devoción por ti, es decir; la devoción
que solo tú sientes por ti misma.
—¡Se acabó! —exclamó Clarissa, levantándose del sillón
con el brazo rodeándose el vientre abultado—. ¡No he
venido en carruaje desde Bloom’s Park, arriesgándome a
romper aguas en medio de la nada, para ver cómo os
insultáis unos a otros! ¡Prim y Wit, más os vale hacer las
paces ahora mismo o...!
—Éramos pocos y parió la abuela —se rio Rebecca,
envenenada—. Desde luego, es un alivio ver que algunas
cosas nunca cambian: el egocentrismo de la condesa de
Haverford siempre tiene que intervenir para resolver la
situación, y más nos vale a todos que sea de un modo
conforme a sus deseos. Pero ¿es que no le ha dicho nadie
que es de mal gusto dejarse ver en público con una prueba
fehaciente de su repugnante libertinaje?
—Por favor, Rebecca, sé algo más elegante, ¿quieres? —le
rogó Verity con las manos juntas en un rezo y un puchero
burlón—. A nadie le cabe la menor duda de que lloras hasta
que te quedas dormida cada vez que piensas en el heredero
de Haverford, pero en este salón hay unos cuantos hombres
solteros, y, si quieres casarte algún día, tendrás que
hacerles creer que no te importa que tu desafortunada
pasión por un hombre casado no fuera ni sea jamás
correspondida.
—¡Verity! —exclamó Primrose, a la que la indignación
había impulsado también de su asiento—. ¡Basta! ¡No tienes
derecho a tratarla así! ¿Es que no te escuchas? ¿Dices algo
semejante y luego pones el grito en el cielo porque acuso tu
crueldad?
—¡Pongo el grito en el cielo porque no entiendo cómo
puedes defender a la estúpida Rebecca Wargrave! ¿Ya se te
han olvidado las incontables ocasiones en las que te ha
empequeñecido con burlas injustificadas para
engrandecerse a sí misma?
—Si tuviera que odiar a toda persona que alguna vez me
ha hecho sentir insignificante, tendría que odiar a todas las
personas de esta sala —sentenció—. A ti entre ellas.
Verity retrocedió un paso, como si su comentario hubiese
venido acompañado de una onda expansiva. En su
perplejidad sobreentendió que le costaba reconocer a la
Primrose que decía lo que pensaba sin miedo a la crítica o a
la posible humillación de un contraataque aún peor.
Una tensión que se podía cortar con un cuchillo se asentó
en el salón.
—Quiero a todas las involucradas fuera de aquí ahora
mismo —declaró Lavinia Vallans en tono gélido, hasta el
momento al margen por Dios sabía qué razón. El shock, tal
vez—. Señorita Burton, usted diríjase a su dormitorio;
señorita Wargrave, márchese a la sala de visitas del ala
oeste, y señorita Insley... Usted quédese en el despacho de
la directora hasta que se haya calmado. Más tarde las iré a
ver una a una acompañada de la señorita Lacraft.
Verity fue la primera en abandonar la estancia, aunque
antes hizo una venia cargada de sarcasmo. La lívida
Rebecca fue escoltada por su hermano, que no había
tardado en precipitarse hacia ella como si pudiera bloquear
los ultrajes con su propio cuerpo. Primrose esperó a que los
pasos de ambas se hubieran extinguido para irse, y aunque
sintió la mirada de Clarissa siguiéndola como una sombra,
no se giró.
No tenía nada más que decir, ningún mensaje que
trasladar. Se había quedado vacía y exhausta. Incluso triste
ahora que asimilaba que sí, se podía querer y odiar a
alguien del mismo modo que se le podía envidiar y admirar;
y que, aunque había errado al creer a Verity capaz de
encapricharse con el hombre que ella amaba,
lamentablemente estaba en lo cierto al definirla como un
alma despiadada.
Se encaminó al despacho con una postura alicaída,
pensando en lo inteligente que había sido la medida de la
señorita Vallans. Si las hubieran mandado al despacho para
resolver la discusión, solo habría prolongado los gritos y los
reproches hasta el infinito.
Por el momento, cada una descansaría en un punto
cardinal opuesto de la escuela.
—Prim —oyó que la llamaban.
El eco de la voz masculina la advirtió de que estaban
solos en el pasillo. Se tensó de arriba abajo con una mezcla
de rabia y deseo. Su cuerpo era muy consciente de lo que
sucedía cuando nadie los estaba mirando, y ella se hallaba
ahora en un estado de locura transitoria.
—Déjeme en paz —musitó sin darse la vuelta—. Nada de
esto habría pasado si no se hubiese presentado en
Canterbury sin avisar.
—Creo que ya ha habido suficientes recriminaciones
malintencionadas en el salón como para que las
traslademos al corredor, ¿no le parece?
Primrose giró en redondo para lanzarle una mirada
conminatoria.
—¿No cree merecer que le salpique la pelea en la que nos
hemos embarrado todas? Entiendo con las confesiones de
Verity y con su silencio cómplice que se le ocurrió a usted y
solo a usted la magnífica idea de darme una lección de
celos. Seguro que le habrá parecido muy divertido. Wit y yo
no nos estamos riendo tanto ahora que nuestra amistad ha
quedado severa e irreversiblemente dañada. Ya que está
aquí, podría contarme el aspecto chistoso de su plan
maestro para que al menos deje de sentirme el mismísimo
diablo.
Sean inspiró hondo.
—Dudo que sea imposible que la señorita Burton y usted
arreglen las cosas —replicó con afán conciliador—. A mi
parecer, no están acostumbradas a discutir, de ahí la
intensidad del rifirrafe, y se quieren demasiado como para
que no las hiera una mínima desavenencia.
—¿Mínima desavenencia? ¿Es que no es usted consciente
de lo que ha hecho?
—Soy consciente del que es su carácter, señorita Insley, y
no es usted de las que ponen la pelota en tejado ajeno
cuando la situación se torna sombría. Yo no tengo problema
en aceptar la responsabilidad de mis actos; acepte usted la
suya, que ha sido mentirme a mí y envenenarse aun
sabiendo que eso podría afectar a su relación con la
persona que más quiere.
Primrose soltó una carcajada incrédula.
—No me diga que pretende que me disculpe cuando es
usted quien ha intentado manipularme, y, para colmo,
utilizando a Verity como arma.
—No. Quiero que me diga qué espera de mí ahora que ha
quedado claro que le importa, y más de la cuenta, que me
pueda interesar una mujer distinta de usted.
—¡Espero que se pierda de mi vista! ¡Eso es lo que
espero! —rugió para su inmensa sorpresa; la de Sean, que
no controló a tiempo su asombro, y la de ella misma—. No le
voy a culpar de mi irascibilidad hacia Wit porque ya ve que
existen otras muchas razones para estar en desacuerdo con
su visión; como, por ejemplo, el modo en que trata a los que
no le bailan el agua. Pero usted ha sido un motivo de peso
para enemistarme con ella, y algo que me aleja
emocionalmente de mis amistades o me hace cuestionarme
mis principios hasta llevarme a menospreciar a mis seres
amados, es algo con lo que debo poner distancia. Habría
sido muy justo que hubiese señalado los defectos de Wit si
no lo hubiera hecho guiada por los celos que me ha
inspirado su causa. Y es que así sea egoísta, narcisista y
cruel, Verity Burton es mi amiga, y eso va por delante de
usted. No le culpo porque mis sentimientos me hayan hecho
olvidarlo, pero si su proximidad me hará volver a perder de
vista mis prioridades, entonces no le queda otra que
marcharse.
—Cuando usted y yo nos encontramos en el camino a
Arlington Abbey y cenamos en Nochebuena, Verity aún no
estaba entre nosotros y la vi igualmente convencida de
renunciar al hombre de las cartas —señaló en tono
informativo. Su mirada se endureció, como también su voz,
al añadir—: Honre su bonito discurso sobre el amor que le
profesa a su amiga llevándolo a la práctica, y empiece a
respetarla no utilizándola como burdo pretexto para
apartarme de su camino. Sigue sin decirme la condenada
verdad.
Primrose lo odió por no rendirse, por ser más valiente que
ella, por desmontar sus argumentos, por no permitirle que
se escondiera para llorar por haberse delatado como una
terrible cuáquera, por haber decepcionado a sus amistades,
por haberse traicionado a sí misma. Lo odió de corazón;
durante un delirante segundo, sí, porque el agradecimiento
porque la siguiera creyendo digna de insistir seguía allí,
pujando para hacerla romper en llanto. Pero igual que la
invadió el inflamable deseo de estrangularlo y hacerlo
desaparecer, se marchó, dejándola fría y exhausta, y lo que
era peor, a solas con su amor incondicional.
—No puedo lidiar con esto ahora mismo —acabó
murmurando, y se dio la vuelta para continuar su camino
hacia el despacho. Apenas avanzó unos pasos antes de que
Sean la alcanzara y la agarrase por la muñeca para
detenerla. El mero contacto le aceleró el pulso y terminó por
colmar su paciencia, y más le habría valido al caballero
estar a cubierto cuando Primrose lo encaró con los ojos
enrojecidos y un dolor insoportable en el pecho—. ¡¿Por qué
no me deja tranquila?! ¡¿Es que no ve que no deseo nada de
usted?!
—Eso no es lo que dices cuando nos quedamos a solas.
Basta ya de juegos —le rugió a un palmo de la cara,
presionando su brazo con los dedos—. Tu tozudez casi
provoca un cataclismo en la escuela y aquí sigues,
negándote a decir lo que quieres y lo que sientes. Dime por
qué diablos te escondes de mí.
—¡Porque no te quiero! —le gritó a pleno pulmón. La
potencia de su declaración instó a Sean a soltarla y a dar un
paso atrás—. Me cuesta creer que un hombre tan inteligente
como usted no haya podido llegar solo a la conclusión.
Tengo veintidós años, ningún pretendiente, mi familia no me
dirige la palabra y mi amistad con Verity tiene los días
contados, porque se casará y me dejará atrás como
determina el curso de la vida. Ya he aceptado mi destino:
acabaré enseñando literatura en esta misma escuela
cuando la señorita Vallans se canse de hacerlo, viviré en
alguna de las casas de la parroquia de Canterbury, si no en
el mismo dormitorio que llevo ocupando aquí desde los
nueve años, y me moriré de puro aburrimiento cuando mi
alma no lo soporte más.
»Usted me vino caído del cielo. Era justo lo que una
persona como yo necesitaba para recordar que estaba viva.
Que está viva. Pero nunca ha dejado de ser un espejismo
para mí, un juego, un entretenimiento, algo que se acabará.
Hice ese luto durante nuestro contacto epistolar; por eso
nunca quise ni esperé nada de usted, y por eso me estorba
ahora.
Sean la había escuchado sin caber en su asombro. Se le
veía francamente horrorizado, como Clarissa o Verity
cuando hacía proclamas semejantes desde la resignación o
con una falsa sonrisa ilusionada por la vida contemplativa
que la esperaba.
Vida que en el fondo no quería e incluso despreciaba.
—¿Y no puede convencerse de amarme algún día?, ¿de
ver esto como algo que continúa?, ¿algo que puede salir
bien? ¿Es porque teme que yo no pueda darle las
comodidades de las que ya disfruta en Arlington Abbey? No
está en mis manos ofrecerle una mansión como esta, pero
sería la señora de la casa que mi bolsillo me permita
habitar. Y si es porque vivo en Irlanda, se prevén tiempos
oscuros debido a las malas cosechas. Pretendía marcharme
al sur con mi madre de igual modo, y...
Primrose lo interrumpió levantando una mano.
Sentía que llevaba el corazón arrastrando, roto por zonas
cuyo nombre no sabría indicar. ¿Cómo podía insistir aun así?
¿Cómo podía querer tanto a la mujer de las cartas y seguir
asociándola al monstruo que tenía delante después de
todo?
—No tiene nada que ver con eso, señor Connor.
Simplemente en ningún momento se me ocurrió la
descabellada idea de que pudiera llegar a presentarse, de
que pudiese llegar a quererme, y se debe, en gran medida,
a que yo jamás tuve la aspiración de buscarle o amarle. No
desprecio lo que pueda ofrecerme; es más bien que no
consigo verlo. No consigo verme ahí. Lo que usted propone
va contra lo que Dios ha decidido para mí.
—¿Y cómo puede creer en un Dios que le amarga la vida?
—murmuró con voz queda.
—Mi vida no será amarga solo porque no disfrute del
matrimonio.
—Lo será si se niega el amor. Eso lo necesita todo el
mundo, Prim.
—Disfruto de cuanto amor pueda necesitar a través de
Dios.
—Pues si es Dios quien la está convenciendo de que no se
merece mi afecto, yo no volveré a rezarle jamás.
Primrose alargó el cuello para mirarlo bien desde su falsa
posición orgullosa. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no
le importó que él las viera; podría asociarlas a la impotencia
y no al dolor que estaba a punto de doblarla.
—Respetaré sus creencias o su falta de ellas si a cambio
usted respeta mi decisión.
—No la respeto —sentenció él, mirándola desde su altura
con los ojos entrecerrados—. No la acepto, no la quiero y no
la comprendo. Pero no lucharé más contra ella y me perderé
de tu vista. Justo como me has pedido.
Empezó a cumplir su palabra dándose la vuelta con la
energía que otorgaba la seguridad en uno mismo y
marchándose pasillo abajo. El corazón se le rompió una vez
más, y aunque sintió la poderosa tentación de detenerlo
alegando que solo tenía miedo, que no contaba con el
derecho de arruinarle la vida caminando de su brazo, que
en realidad lo estaba haciendo por él porque por supuesto
que había soñado con un futuro juntos, no abrió la boca.
Se apoyó contra la pared del pasillo y se dejó caer hasta
quedar sentada. Se abrazó las rodillas para tratar de unir los
pedazos rotos y descansó la mejilla húmeda entre las
piernas.
—Es lo mejor —musitó para sí misma—. Así deben ser las
cosas. Todos tenemos Luz Interior. Él tiene Luz Interior. Tú
tienes Luz Interior. Pero has de proteger su Luz aun si es a
costa de la tuya. Has de proteger su Luz.
Capítulo 19

El amanecer descubrió a Sean ordenando la que había


sido la sala de pintura. A modo de agradecimiento por la
amable invitación y la disposición de la escuela a permitirle
enseñar sus conocimientos, se había propuesto evitarles a
los sirvientes el esfuerzo de sacar las manchas de óleo de
las maderas y dejar la salita como una patena por su
cuenta.
El cegador sol de invierno parecía orgulloso de iluminar
los retratos que, gracias a las técnicas materiales de Turner
y para deleite de sus familiares, las jóvenes habían podido
finiquitar la mañana anterior. La señorita Wargrave había
defendido los errores de su cuadro alegando que tenía otros
muchos talentos y no necesitaba acaparar todo virtuosismo
demostrando, además, aptitudes con el pincel. La señorita
Insley, por otro lado, no se había esforzado en lo absoluto
para que su cuadro evocara el menor rastro de habilidad, y
el resultado así lo testimoniaba.
Pero Quitterie habría sido un agradable descubrimiento.
En apenas veinte o veinticinco horas totales ante el lienzo,
había hecho gala de una maestría sorprendente para
tratarse de un primer contacto con los óleos. Ni siquiera
Sean, que se consideraba bendecido por el don artístico,
había aireado un talento de tamañas proporciones en sus
acercamientos iniciales con la pintura.
La Rebecca Wargrave del cuadro de la francesa había
dejado perplejos a los invitados que se habían pasado por la
sala para contemplar —y, por qué no decirlo, juzgar— la
modesta exhibición. El hermano de la retratada hasta le
había preguntado a Quitterie por cuánto lo vendería,
jurando estar muy interesado en colgarlo en la finca
familiar. La muchacha se había sentido tan abrumada por la
atención que no había podido separar los labios. Sean había
tenido que interceder en su nombre y rogar que le dieran
tiempo para meditarlo.
Apostaba por que no querría deshacerse de su primera
obra. Ningún pintor que apreciara de corazón su desempeño
era capaz, en buena parte porque siempre era un placer ir
comparando la técnica perfeccionada de pinturas
posteriores con la original.
Pensaba con una amarga sonrisa en los labios que, al
menos en ese sentido, su viaje no había sido un auténtico
fracaso. Sean no era de los que se rendían, ni con facilidad,
ni sin ella. No se rendían y punto. Pero para no rendirse
debía presentir en su objetivo una mínima inclinación a
dejarle ganar, la posibilidad de la victoria, y no había visto
en Primrose la actitud remolona de una mujer que quería
que lucharan por ella, sino la desesperación de quien
ansiaba que la dejasen en paz para siempre.
Meneó la cabeza, decepcionado consigo mismo y con
todo lo que había desencadenado el inocente intercambio
de cartas. Quería odiar a Primrose por su cabezonería, por el
modo en que se había burlado de él tanto si había sido
adrede como si no le había quedado otro remedio..., pero
recordaba a la joven de los interminables textos y se
conmovía irremediablemente.
Había una mujer sensible, dulce y brillante detrás de la
máscara que se había sentido en la obligación de ponerse.
Había una muchacha con sueños, ambiciones y una
inteligencia que a menudo le jugaba en contra, porque no le
cabía la menor duda de que, si no hubiera pensado
demasiado en los desenlaces fatales de su unión, la visita se
habría desarrollado de otro modo.
Uno con un final feliz para ambos.
La mujer que amaba no había desaparecido. Seguía allí.
Pero tal vez se hubiese equivocado y no estuviera hecha
para él.
—Señor Connor —oyó que lo llamaban desde el umbral.
Se giró con el paño húmedo en la mano, a tiempo para
captar la sonrisa tímida de Quitterie. Tenía las manos unidas
sobre el regazo y el cabello recogido en un elaborado
trenzado que le dejaba los hombros al aire.
—¡Señorita Tandye! ¡Apenas son las seis de la mañana!
¿Qué hace despierta?
—No podía dormir. —Se miró los dedos entrelazados—. A
decir verdad, me cuesta conciliar el sueño desde que soy
niña. Ya se marcha, ¿verdad, señor Connor?
—Lamentablemente, así es.
La francesa agachó la cabeza con las mejillas ardiendo.
—He de reconocer que me entristece —musitó—. Tenía la
esperanza de que se quedara unos meses más, o incluso
para siempre; así podría seguir aprendiendo de usted. Le
he... —Tragó saliva—. Le he sugerido a la señorita Lacraft
que le ofrezca un contrato de... de... de maestro de pintura
para los meses que restan hasta el inicio de la temporada.
Me ha dicho que habría sido una propuesta excelente de no
ser por... por... Bueno, por lo sucedido ayer. La directora
opina que sería escandaloso mantenerlo bajo este mismo
techo mientras la señorita Burton y la señorita Insley formen
parte de la escuela.
—Y no se equivoca. Madeline Lacraft es una mujer muy
prudente y profesional. Sabe qué es lo mejor —concordó
con suavidad. La decepción de la muchacha era visible.
Seguía con la vista clavada en el suelo para disimular una
contrariedad que creía ilegítima, pero que en el fondo era
halagadora. Sean se apiadó de ella soltando el paño sobre
la mesa e invitándola a pasar con un gesto—. Acérquese,
señorita.
Quitterie no obedeció enseguida, y, cuando lo hizo, fue
vacilante. Incluso las que no habían estado involucradas en
la historia del engaño y las cartas se habían dado por
escarmentadas con el altercado de la tarde anterior.
Sean le puso una mano amable en el hombro para
conducirla hacia el caballete que exhibía su retrato de la
señorita Wargrave. Rebecca miraba hacia el observador con
la barbilla levemente alzada, insinuación de su carácter
soberbio, pero la expresión de sus ojos no era retadora en lo
más remoto. Encerraba el orgullo de la joven, como también
su vulnerabilidad: se ajustaba a la verdad de un modo
milagroso.
—¿Ve usted lo que ha hecho? —le preguntó Sean sin
moderar su satisfacción—. No he asistido a una escuela de
arte propiamente dicha, pero me he movido en ambientes
donde proliferaban los pintores y aún no he conocido a
nadie que haya logrado este resultado con un primer
cuadro. Le aseguro que, aunque yo me vaya, este talento
suyo no va a desaparecer. Este magnífico retrato lo ha
creado usted y, por tanto, suyo es el talento. Yo solo le he
dado los pinceles y unas vagas indicaciones.
—Pero sin un buen maestro no se puede progresar, señor
Connor.
—Estoy de acuerdo en que puede ser más difícil, pero yo
no soy un buen maestro. Cierto es que tengo las virtudes
que se aprecian en uno: muestro paciencia y cuido los
ánimos de mis alumnos. Eso no significa, sin embargo, que
me hayan preparado para alumbrar el camino de un artista.
Si quiere seguir la senda del arte, señorita Tandye, le
recomiendo que contacte a algún viejo pintor que se preste
a la enseñanza a cambio de una generosa suma. Podría
darle una lista de nombres.
Quitterie sonrió apenada, como si hubiera dicho una
rematada estupidez.
—Mi padre jamás pagaría un extra para que yo
aprendiese a pintar. Lo cierto es que siempre me ha gustado
el dibujo, y el carboncillo, y la asombrosa técnica de la
acuarela... Por eso sé la opinión que el arte le merece a mi
familia. No invertirán en nada que no me ayude a encontrar
marido.
Se fijó en la postura derrotista de la muchacha, en cómo
le tembló la voz al confesar su temor de tener que renunciar
a la recién descubierta vocación.
—Es comprensible que prioricen el casamiento, pero una
cosa no es incompatible con la otra. ¿Qué hombre no
querría a una joven virtuosa a su lado? —trató de animarla.
—Me parece que no es esa clase de virtuosismo el que los
solteros andan buscando, señor.
Sean retiró la mano de su hombro muy despacio, sin
apartar la vista de su rostro apagado.
—Tiene razón —dijo con voz queda. Pero puso la mente a
pensar al límite de su capacidad en busca de una solución
definitiva—. No se preocupe, señorita Tandye. Si usted de
verdad quiere aprender a pintar como una profesional,
como el Turner que tanto admiramos ambos, le prometo que
lo hará.
Quitterie levantó la cabeza sin ocultar su incredulidad.
—¿Qué quiere decir?
—Usted solo confíe en mí, ¿de acuerdo? —Le guiñó un ojo
—. Aquí donde me ve, soy un tipo con recursos.
La muchacha se ruborizó, pero también se concedió una
sonrisa aliviada porque no tenía que hacer el esfuerzo de
confiar en él; ya lo hacía. Sean pensó, sin saber cómo
sentirse, que había conseguido ganarse el respeto y el
cariño de todas las alumnas excepto los de la mujer que le
interesaba.
—Buen viaje, señor Connor —le dijo a modo de
despedida, cuando ya se había encaminado a la salida—.
Ojalá vuelva a saber de usted muy pronto.
—Seguro que sí. Sigue practicando, Quitterie —añadió
con el dedo en alto—. Recuerda que, aunque hayamos
nacido con un don sin parangón, si no lo cultivamos, nos
moriremos sin saber a dónde podría habernos llevado. Ten
presente la fábula de Esopo, aquella de la liebre y la
tortuga, y no te duermas en los laureles.
Ella asintió frenéticamente con una solemnidad cómica y
se marchó después de dirigirle la última sonrisa. Sean
todavía se quedó un rato mirando hacia la puerta con una
cálida sensación.
No, su viaje no había sido en vano. El despertar
vocacional de una muchacha no era asunto menor y, por
tanto, no debía ser menospreciado. Sobre todo cuando la
muchacha en cuestión necesitaba de manera desesperada
encontrar una vía de escape, una forma de expresión, para
desahogar todo lo que era incapaz de decir por culpa de su
terrible timidez.
Retomó su labor recogiendo los pinceles aún húmedos
uno a uno para acomodarlos en el estuche de la señorita
Vallans. Se le había olvidado mencionarle a Quitterie que la
maestra de literatura podría supervisar su desempeño
creativo en tanto que él localizaba a un artista profesional y
lo sobornaba o bien chantajeaba para enseñarle: se había
fijado en los cuadros de la salita, cuya autoría Primrose
había atribuido a la susodicha, y tenía un estilo muy
particular.
—¿Necesita ayuda? —inquirió una voz femenina.
Sean se enderezó como si Dios mismo le hubiese soplado
un secreto al oído. Solo para cerciorarse de que era ella, de
que había tenido la gentileza de pasar a despedirse, miró
por encima del hombro.
Allí estaba.
Lo primero que había hecho nada más despertarse, y a
una hora a la que las demás debían seguir dormidas, había
sido echarse una bata por encima del camisón y quitarse la
trenza con la que era habitual que las mujeres se fuesen a
la cama. Su cabello, ni rubio ni castaño, caía en una
cascada de ondas brillantes hasta la cintura.
Tuvo que girarse en redondo con las manos aún apoyadas
en el borde de la mesa, solo que ahora a su espalda, para
contemplarla con la intencionalidad que una visión
semejante merecía. Alargó el momento de la respuesta,
priorizando la captura de detalles que le ayudaran a
sobrellevar su ausencia durante el resto de su vida.
—Estoy bien —resolvió con la garganta atascada.
Carraspeó para aflojar el nudo—, pero le agradezco que
haya venido a ofrecerse. Supongo que no tenía en su
agenda cometer la descortesía de no venir a despedirse.
—La verdad es que algo me decía que se iría antes de
darme la oportunidad. He pasado gran parte de la noche
despierta, tratando de anticiparme a ese momento.
—Me alegro. No quería irme sin decirle... —se le apagó la
voz— sin decirle adiós.
Ella asintió muy despacio, todavía bajo el umbral. No
había ni rastro de la rigidez de los primeros días. Debía de
haber comprendido que Sean se había rendido, que no iba
ni a torturarla, ni a rogarle que correspondiera sus
sentimientos; ni siquiera a mencionar lo ocurrido, porque
parecía cómoda en su piel por primera vez desde su
tropiezo a las afueras de la finca.
Tenían que haber transcurrido milenios desde entonces.
De lo contrario, no entendería las medidas del tiempo.
—No he podido evitar oír la conversación con Quitterie —
comentó ella en un desesperado gesto por mantener una
charla casual. Sean podía entender su necesidad. A él
también le gustaría marcharse con la tranquilidad de no
haber arruinado su complicidad—. Me alegra que al menos
compartir con ella su afición le haya hecho más leve la
estancia.
—Es una joven encantadora y le auguro un futuro
prometedor en el ámbito del arte.
—¿Sabe? Creo que se ha enamorado de usted —señaló
Primrose con una sonrisa.
—Lo dudo —desestimó sin tapujos—. Solo está
agradecida porque alguien la ha escuchado por primera vez
en mucho tiempo y le ha dado el lugar y el valor que le
corresponde. Pero si lo estuviera, me temo que mi corazón
está comprometido... y que, aunque fuera yo libre como el
viento, ella es demasiado joven para mí.
—¿Joven? Solo le saca nueve años, señor Connor. Todos
los días se ve a muchachas de diecisiete casarse con
hombres que les triplican la edad.
—Y seguro que esos hombres se quedan muy satisfechos
con su compra —ironizó él—, pero yo busco otra clase de
estímulos de parte de mi futura esposa más allá de su tierna
juventud. La señorita Tandye es magnífica, no me
malinterprete. Sin embargo, no deja de ser una niña, o así la
percibo yo.
—Verity solo tiene dos años más. Cumplirá veinte dentro
de tres meses, en marzo. Y ahí estaba usted antes de los
diecinueve, incluso; carteándose con ella —lo pinchó,
cruzándose de brazos. Su postura informal le hizo saber que
no pretendía iniciar una discusión, y él le dio el gusto de
contestar en tono conversacional.
—Verity no se expresaba en sus cartas como una
adolescente, señorita Insley. Parecía un alma vieja. En
cuanto a cómo la concibo ahora que la he tratado en
persona, confirmo que ni a la verdadera Wit ni a la falsa les
ha temblado nunca la voz, que ambas tienen muy claro lo
que quieren y que, en definitiva, su madurez, lo que yo le
pido a una mujer, es sorprendente.
Primrose se consideró aplacada y asintió con serenidad.
—¿Buscará esposa en Irlanda, señor Connor? —se
arriesgó a preguntar con las manos entrelazadas en el
regazo. Recalcaba con su duda que allí no tenía nada más
que hacer, y, aunque Sean ya lo sabía, de todos modos
sintió una punzada de dolor.
—No, por ahora no. Ni en Irlanda, ni en Inglaterra. ¿Qué
hay de usted, señorita Insley? —Le lanzó una mirada veloz y
significativa—. ¿Con qué espera ocupar sus días en el futuro
cercano?
—Ya sabe que sueño con ver publicada una novela mía.
Estoy terminando mi primer proyecto; luego será cuestión
de que alguien lo estime apto. Y supongo que iré a Londres
esta primavera, una vez más, para disfrutar de la que será
mi tercera y última temporada.
—Confío en que se dará una oportunidad para ser feliz.
—Si le soy sincera, señor Connor —confesó después de
suspirar—, nunca, en toda mi vida, me he planteado que mi
felicidad pudiera estar vinculada al matrimonio. Ni siquiera
a la familia que ya tenía.
—¿Lo dice por su hermano pequeño? —inquirió con el
mayor tiento—. La señorita Burton me habló de su pérdida
cuando quise indagar en su historia personal. Lo siento si
me extralimité preguntando al respecto.
Una tristeza antigua suavizó la expresión de Primrose.
—No se preocupe. Entiendo que es necesario conocer a
mi hermano para conocerme a mí, y me alegra que Silas sea
mencionado incluso años después. Es una forma de
mantenerlo vivo. Pero sí, él era lo único que me vinculaba a
los Insley; el único miembro que me amaba. Su muerte me
obligó a crecer antes de lo previsto, pero me tiene en paz
saber que está con el Señor. Un niño de cuatro años no ha
cometido pecados significativos en tan poco tiempo como
para haber ido a parar a cualquier otra parte. Y él en
concreto era perfecto. Un bebé perfecto —concluyó sin
apenas voz. Tuvo que inspirar hondo para recomponerse
antes de continuar—. Si le soy sincera, la pérdida fue tan
insoportable que me alivia quedarme soltera de por vida.
Así no tendré que exponerme al luto de un marido o un
niño, padecimientos que esposas y madres de todas las
clases sociales acaban viéndose obligadas a sobrellevar.
Sean la escuchaba con atención.
—¿Qué hay de sus padres? —inquirió con una ceja alzada
—. Siguen vivos, supongo, pero su pérdida representa un
luto futuro que habrá de sobrellevar. No se librará de ese
dolor por no casarse.
Primrose esbozó una sonrisa distante.
—Ya ve que nadie ha venido a visitarme esta Navidad,
dinámica que ha estado manteniéndose los últimos trece
años. Los vi por última vez en el salón de casa; no salieron a
despedirme pese a saber que recorrería cientos de millas
hasta Arlington Abbey, y ni mucho menos me acompañaron
en persona hasta la escuela. No se lo reprocho a ninguno de
los dos —añadió con un encogimiento de hombros—. Soy
consciente de que no son un ejemplo de compasión o
amabilidad, pero yo tampoco he sido un ejemplo de
virtuosismo ni he hecho nunca nada que les invitara a
sentirse orgullosos de mí, por lo que estamos en paz. Dicho
eso, y respondiendo a su pregunta, el luto de una familia
que en realidad no lo es y no lo ha sido, no podría
equipararse con la pérdida de un hijo o un marido amados.
Dándole su más sentido pésame por los padres que le
habían tocado podría estar cayendo en el mal gusto; incluso
podría interpretarse como una ironía. Corrigiéndola para
subrayar que los Insley no solo no eran amables, sino que
merecían ir al infierno, estaría metiendo el dedo en la
herida. Quedándose en silencio la haría avergonzarse de su
arrebato de sinceridad, y él quería que supiera que
apreciaba que al menos ahora le permitiese ver quién era la
gente que había moldeado el carácter de la mujer de las
cartas.
—Creo que, con sus planteamientos, no solo se priva de
vivir, sino que además renuncia a la oportunidad de
construir algo bello sobre los cimientos podridos —fue lo
único que se le ocurrió decir—. Cuando la familia que nos
viene dada no es aquella con la que soñamos, siempre
tenemos la posibilidad de formar por nuestra cuenta una
que se adapte más a nuestras expectativas. Yo podría haber
sido esa familia para usted —añadió sin resentimiento o
pretensión más allá de recalcar que sus intenciones con ella
siempre habían sido honorables.
La vio esforzarse por no traslucir que su respuesta le
había afectado.
—Le agradezco que haya sacado el tema. He venido
porque quería darle la oportunidad de decirme todo lo que
piensa sobre mí —dijo ella cuando Sean ya se disponía a
guardar los utensilios de limpieza—. Ha tenido que estar
guardándose más de un reproche, si no desde que puso un
pie aquí, al menos de la tarde de ayer hasta hoy. Si es su
deseo, le invito a desahogarse en voz alta. Lo escucharé con
atención, y le prometo que no osaré contradecirle.
Sean meneó la cabeza.
—No creo en eso de hacer leña del árbol caído, y la
redundancia nunca me ha parecido un recurso lingüístico
que embellezca los textos. A estas alturas, usted tiene que
saber lo que pienso mejor que yo mismo; a fin de cuentas,
si ha prestado atención a mis cartas, habrá llegado a
conocerme en profundidad. Lo único que me gustaría es que
me prometiese que será feliz —resolvió con humildad,
encogiendo un hombro—. El resto es secundario.
—No lo entiendo —murmuró Primrose—. ¿No está furioso
conmigo?
—Odiar a alguien porque no corresponde tus sentimientos
es un vicio propio de narcisistas, ¿no le parece? He estado
enfadado, eso sí. Muy enfadado. Confuso, sobre todo. Triste.
—Se fijó en que Primrose apretaba los labios al oír aquello
último—. Pero eso es porque tendemos a buscar
explicaciones retorcidas, cuando no absurdas, para justificar
actitudes que claman al cielo; le ponemos cualquier nombre
a las conductas del ser querido menos el que tiene, que es
que no nos aman lo suficiente.
—¿Tampoco espera que me disculpe por haberle...
mentido?
—¿Se refiere al asuntillo de firmar las cartas como la
señorita Burton? —Enarcó una ceja, divertido—. Eso está
olvidado. A mí en ningún momento me ha supuesto un
problema que no fuera usted Wit, y no soy de los que
exageran las afrentas o hasta se las inventan por el placer
de armar un alboroto. No hay orgullo que reparar en ese
aspecto porque no lo ha herido. Pero si se refiere a los actos
de los últimos días, a la mentira sobre la mentira... —
cabeceó, indicando que aquello era harina de otro costal—.
Bueno, una disculpa de corazón no estará de más.
Primrose rompió la postura formal y apretó los puños
contra su regazo.
—Siento haberle hecho perder el tiempo este último año
y medio, señor Connor.
—El tiempo que hemos sido felices no es tiempo perdido
—replicó, mirándola de reojo—. Esa es la conclusión a la que
he llegado, y a mi carácter doy gracias porque me haya
llevado por el camino de la apreciación y el perdón en lugar
de haberme envenenado. Sus cartas han sido, durante un
año y siete meses, una de mis fuentes de alegría, esperanza
y motivación. Nunca podré desprenderme de la ilusión que
me embargaba al saber de usted; es una sensación que aún
hoy, ahora, sigue llenándome de calidez. Saber que la
experiencia toca a su fin y que tenerla es y será un sueño
frustrado no empaña el orgullo de haberla conocido. Nada
podrá borrar eso, Primrose.
—¿Es y será? —repitió, extrañada—. ¿Por qué...? ¿Por qué
da a entender que querría...? ¿Por qué insinúa que aún
ahora le gustaría pasar el resto de su vida conmigo? Ya ha
visto que no soy lo que esperaba. No solo en el aspecto
físico, que ya he comprendido que no es importante para
usted pese a apreciar la belleza como artista desde todas
las ópticas, sino en todos los demás. Subrayó el alma
cándida de la supuesta señorita Burton su primera noche
aquí como una de las razones por las que la adoraba. Habrá
comprobado que yo carezco de esa bondad. En todo este
tiempo he demostrado ser envidiosa y embustera, sentir
celos y dejarme dominar por el miedo, y se supone que el
candor protege el corazón de dichos defectos.
—Creo recordar que dije que me gustaba que fuese capaz
de ponerse en el lugar de todo el mundo —replicó él—.
Conservo todas y cada una de sus cartas, señorita Insley, y
muchas de ellas demuestran que tiene usted un sentido del
humor malicioso cuando quiere y que no es ajena a las
imperfecciones del resto. Puede señalarlas y criticarlas
debidamente, pero luego siempre sabe apiadarse de quien
las sufre. Si no fuera así, sería cándida como sinónimo de
ingenua. Por el contrario, es cándida en el sentido de que no
alberga rencores, y muestra de ello es su reciente amistad
con la señorita Wargrave.
—Parece usted muy seguro de saber de quién está
hablando —murmuró ella, abrazándose los hombros con aire
desvalido.
No se atrevía a mirarlo a la cara. Había perdido la vista en
la moqueta.
—Porque estoy seguro de saber de quién estoy hablando.
—Usted no se imagina lo imperfecta que puedo llegar a
ser más allá de mi... aspecto...
—¿Que no me lo imagino? ¿Quién cree que es el hombre
que ha estado padeciendo su tozudez y su inseguridad
estos últimos días? ¿Y cree que eso es algo que pueda
disimularse en las cartas cuando uno escribe con el corazón
en la mano? Ya estaba advertido de lo que me encontraría.
—No, no estaba advertido, porque se ha encontrado algo
muy diferente.
Sean se cansó de su terquedad y fue hacia ella. La instó a
mirarlo levantándole la barbilla.
—Supe que eras tú en el preciso instante en el que te
acercaste a los labios la taza de té. Estaba en el despacho
de la señorita Lacraft, siendo interrogado por tu maestra de
literatura, y entonces cerraste los ojos sujetando la taza
para que el vapor te calentara la cara. Tú misma me habías
contado en una carta que te gustaba hacer eso.
»Me dije que no tendrías razones para mentirme y me
convencí a mí mismo de que me equivocaba, de que la
intuición me estaba fallando, pero no hacías más que
cometer errores que te delataban. Y lo que es más
importante, Prim —añadió en voz baja. Tomó su rostro entre
las manos—: Lo descubrí enseguida porque yo quería que
fueras tú. A mí ni me sumó ni me restó el rostro de la
señorita Burton durante el intercambio de cartas porque no
podía verlo, porque no lo estaba mirando. Pero cuando te
miré a ti la primera vez, me molestó la corporeidad de tu
amiga Verity; me molestó que no pudieras ser tú. Y, sin
embargo, lo fuiste. —Se le escapó una sonrisa incrédula—.
Bendita la suerte de los humildes como yo. Lástima que no
pudiera durar demasiado porque la dueña de la cara de
ángel es terca como una mula.
Primrose se humedeció los labios y bajó la cabeza en
señal de arrepentimiento, pero su bochorno llegaba
demasiado tarde y no bastaba para persuadirla de rendirse
a su amor. Sean tampoco querría que se dignara a tenderle
la mano solo porque se avergonzaba de lo que había hecho
y sentía que debía compensarlo.
—He sido una estúpida —musitó con un hilo de voz—. Lo
siento tanto, Sean.
—Más lo siento yo —le respondió en el mismo tono,
todavía acariciándole la cara con el pulgar—. No entiendo
por qué me rechazas ni entiendo por qué me has mentido,
pero lo único que me queda por hacer aquí es aceptar tus
negativas. Te pido que al menos consientas mis
sentimientos por ti, Prim; te valgan o no, hagas algo con
ellos o no, no importa. Tan solo comprende que te quiero, y
que si pudiera obrar milagros, seguiría intentando hacerte
entrar en razón hasta que me llevara la muerte.
La besó en la frente para sellar la despedida y se quedó
un rato disfrutando del suave y cálido contacto con su piel.
Luego se separó con cuidado de no mirarla a los ojos por
si flaqueaba de nuevo.
Echó un vistazo a la habitación para cerciorarse de que lo
dejaba todo en perfecto estado. A partir de ahí, ya solo le
quedó esquivar la estatua de sal en la que ella se había
convertido, agacharse a coger el fardo con el que había
viajado y emprender la marcha hacia la salida.
Todavía le quedaban unos días más en Inglaterra. El
duque de Maybourne lo estaba esperando desde hacía una
semana en Henshawe House, la grandiosa finca ducal de la
costa de Dover.
Llegaría al atardecer si se daba la prisa suficiente.
Como ya se había despedido de las maestras y
agradecido su hospitalidad la tarde anterior, se dirigió
directamente a los establos. El servicio de la finca no solo
había alimentado a su caballo, sino que lo había lavado,
cepillado y ensillado para que estuviese listo el veintinueve
de diciembre, como estaba previsto.
Acarició la sedosa crin de la bestia con una sonrisa
atravesada por la resignación, puso un pie en el estribo y al
cabo de cinco minutos ya estaban trotando lejos de la
escuela de señoritas.
Sean resistió el impulso nostálgico de echar un vistazo
hacia atrás y cruzó las puertas de la cancela que abrieron
para él con la dolorosa certeza de que no volvería a poner
un pie allí.
Pretendía concentrarse en estudiarse un nuevo personaje
para enfrentarse al duque de Maybourne, pero el sonido de
los cascos de otro caballo galopando en pos de él lo distrajo.
Ceñudo, miró por encima del hombro, y no habría podido
ser mayor su sorpresa al ver a una desabrigada y
aterrorizada Primrose luchando por mantenerse erguida en
la silla de montar.
Se acordó de cómo había tenido que guiar al caballo unos
días atrás para que no se resbalara, de la resignación con la
que había asumido que era una pésima jinete, y ralentizó la
marcha para quedar a su altura con miedo a verla matarse
ante sus ojos.
Estaba dispuesto a desmontar y ayudarla a salvar su vida
cuando ella aferró con fuerza las riendas, manteniéndose
recta más por testarudez que por maña, y exclamó:
—¡No podía dejar que se marchara sin que le hiciera una
advertencia, señor Connor! ¡Será inevitable que me odie
usted cuando empiece a pasar el tiempo, que deje de verme
con... con buenos ojos, y que el resentimiento que garantiza
el olvido irrumpa en sus recuerdos! ¡Por eso quería pedirle
que, cuando empiece a detestarme, no se le ocurra hacerlo
porque yo no hubiera correspondido sus afectos o no me
hubiese concienciado para amarlo de por vida!, ¡en todo
caso, habrá de hacerlo porque estuve a punto de permitir
que se fuera sin saberlo! Oh, Dios... —balbuceó cuando el
caballo amenazó con alzarse sobre las patas traseras.
Primrose se abrazó al cuello de la bestia y ladeó la cabeza
hacia el perplejo Sean—. Señor Connor, yo... yo... No tengo
derecho a pedirle que se quede o pase por alto mi actitud,
impresentable bajo todas las consideraciones. Pero si
hallara en su corazón el modo de perdonarme y tuviese a
bien darme una segunda oportunidad, yo podría... yo me
comprometería a resarcirle. A hacer lo que me pidiera, que
no sería poco puesto que he demostrado ya que soy capaz
de todo menos de curar mi pasión por usted.
—Mujer de Dios —protestó él, extendiendo una mano
hacia ella—, haga el favor de guiar el caballo hacia mí antes
de que se caiga. De poco me servirá su tentadora promesa
si se rompe la crisma. Desde el cementerio no podría
cumplirla.
Tuvo que ser Sean quien convenciera a su montura de
acercarse al alterado animal. Hizo alarde de su fuerza para
ayudarla a descabalgar agarrándola por la cintura con un
solo brazo. En un abrir y cerrar de ojos, Primrose estaba
sentada sobre el regazo de Sean de espaldas a la dirección
de la marcha. El frío le había helado el rostro y las manos,
pero la fervorosa declaración le había teñido las mejillas. Le
castañeteaban los dientes cuando él la abrazó, acoplándola
por completo a su torso, y la besó en los labios sin mayor
ceremonia.
—¿Ya... está? —balbuceó ella—. ¿Así de fácil?
—¿Fácil? Casi me mandas de vuelta a Irlanda —se
carcajeó—. Eras tú la única que lo estaba complicando,
cariño. Si te pones en mis manos como acabas de hacer, ya
está, sí. Se acaba la agonía.
—¿De... de veras? ¿No me vas a hacer sufrir para
vengarte? —murmuró con la garganta atorada.
—Creo que después de haber utilizado a la señorita
Burton para volverte loca de celos estamos en términos
similares. Pero si quieres cumplir tu promesa de esclavitud
voluntaria y empezar a plegarte a mis deseos ahora mismo,
podrías jurarme aquí, en este momento, que te casarás
conmigo.
Capítulo 20

Sean se apeó del caballo primero. Ya con los pies en


tierra, le tendió una mano llena de posibilidades y
significados a la turulata Primrose, que se la aceptó sin
dudar pero temblando de arriba abajo. Él se aseguró de que
no perdía el equilibrio al desmontar y de no desaprovechar
la oportunidad de tocarla envolviéndole la cintura con el
brazo.
Se miraron un instante a las puertas de la escuela, donde
todavía dormían a pierna suelta los invitados y alumnas. No
tuvieron que advertir de su regreso a los criados para
refugiarse del frío. Primrose había dejado la puerta abierta
por si Sean la rechazaba y debía volver con la cabeza
gacha.
—¿Y ahora qué? —balbuceó ella, agarrándose a los
propios hombros. Estaba helada por fuera y ardiendo por
dentro, no se sentía las manos y los pies descalzos y apenas
llevaba el camisón y la bata.
—Ahora te beso —sentenció Sean. Se inclinó sobre la
trémula Primrose y la abrigó con el calor de su boca, con el
firme refugio de su abrazo. Avanzó muy despacio,
llevándosela a ella por delante, hasta que estuvieron a los
pies de la escalera. La apoyó gentilmente contra la gruesa
columna junto al barandal; sus manos vagaron con ansiedad
por los brazos femeninos, los hombros, la cintura; la pierna
que le levantó por el muslo para pegarse su rodilla a la
cadera. Sean gimió contra sus labios antes de separarse
para regalarle una mirada ardiente—. No sabes lo que
tenerte significa para mí, Prim... —musitó con la voz
atravesada por el deseo—. No te figuras cuánto te he
querido todo este tiempo, estos casi dos años...
—Llévame contigo —le respondió en el mismo tono—.
Aquí nos van a ver, y...
Sean alzó la cabeza de repente, como si le hubiera
sorprendido su comentario. Solo al echar un vistazo
alrededor pareció caer en la cuenta de dónde estaban: en el
amplio recibidor de la escuela, donde cualquiera podría
cazarlos en una situación comprometida.
No tardaría en decidir que le era indiferente.
—¿Y qué? ¿Llevarte a dónde? No seguirás con esa
estúpida idea de convertirte en mi amante, ¿verdad? No
mentía al decir que pretendo hacerte mi esposa, y seguiré
los pasos adecuados adaptándome a la tradición. No porque
le tenga el menor respeto, sino porque sé que para ti es
importante.
—A mí no me importa nada ya —reconoció ella. Alargó
una mano hacia su rostro y lo acunó con el pecho henchido
de emoción—. Llévame a la que haya sido tu habitación y
quedémonos allí, y... y... y hablemos de lo que no hemos
hablado aún, y abrázame, y... y tócame como tú quieras.
Ahora mismo no puedo soportar todo el tiempo que hemos
perdido.
Sean atrapó la mano de Primrose y la besó
fervorosamente en el centro de la palma. Sus ojos azules
brillaban como un reflejo del cielo en la nieve al replicar:
—Yo no he perdido el tiempo. Conocer tu lado terco, junto
con todos los demás, ha sido un verdadero placer... Pero si
eso es lo que quieres, pasaremos ahora mismo por la iglesia
para que nos casen, y con pleno derecho y sin que nadie se
atreva a perturbarnos, podremos encerrarnos en la
habitación que sea de tu gusto.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Casarnos? ¿Ya? Pero yo soy cuáquera, y tú...
—Los dos fuimos bautizados anglicanos. En la iglesia de
San Martín nos podrán hacer el apaño. Luego nos
casaremos como cuáqueros, si lo deseas, y como católicos
para terminar.
Primrose se echó a reír, risa que se le entrecortó cuando
él volvió a besarla.
—Usted no sabe lo caro que es un vestido de novia, señor
Connor —articuló sin voz.
—Sé lo caro que me puede salir no amarrarte a mí con
cuantos votos sagrados existen —murmuró contra sus
labios, y la apretó más contra su costado—. Mía a ojos de
todos los dioses, los reales y los falsos, por si acaso el mío y
el tuyo no fueran el verdadero.
—No... blasfemes... Sean... —sollozó con el pecho a punto
de explotar. Se abandonó a la fiereza de su abrazo, con el
que la sostuvo mientras recorría su rostro aún aterido con
besos a cada cuál más dulce.
Nunca había experimentado una sensación tan poderosa;
jamás en ella se habían combinado el miedo a que el
sentimiento escalara en intensidad y a que se pudriera de
pronto. No sabía si podría seguir soportando por mucho
tiempo todo lo que el cuerpo le rogaba, las exigencias de un
alma que acababa de descubrir que era insaciable y que, a
la vez, no podía creerse la suerte de que sus afectos fuesen
correspondidos.
No había nada que temer, se dijo. Él la quería, ella lo
quería a él. No le importaría marcharse a Irlanda y arrimar
el hombro en una granja, y lo que era más: esa era la única
vida que se imaginaba teniendo para no someterse a
absurdos dictados sociales y poder acabar de una vez por
todas con la sucesión de veladas londinenses que solo
minaban su autoestima.
La humildad de los Connor iba a salvarla de la constante
humillación. Ya se veía felizmente aislada en el campo,
celebrando su utilidad a través del compromiso con los
trabajos manuales en lugar de creyéndose un estorbo en la
escuela y estando entretenida con su escritura durante las
tardes libres.
Y lo que era lo mejor de todo: sintiéndose amada a todas
horas.
—Vamos —le confirmó Primrose en un arrebato—.
Casémonos hoy.
Sean se separó y la cogió de la mano.
—Tenemos que encontrar a un testigo —anunció, y echó a
andar hacia el comedor donde habían estado desayunando
los invitados los últimos días.
Primrose estaba segura de que acabarían teniendo que
pedirle ayuda a un criado. Lo prefería a despertar a la
señorita Vallans o a la señorita Lacraft, que insistirían en
que contuvieran sus ansias y esperaran tanto al día
adecuado como el beneplácito de los Insley. Un sirviente o
incluso Sarah Reeves, en cambio, y ya fuese por cariño
hacia ella o porque no verían inconveniente en celebrar una
boda por amor a espaldas de la escuela que había hecho
posible el enlace, llegarían hasta a ofrecerse voluntarios.
Para su inmenso asombro, pues no eran ni las siete de la
mañana y a todo el mundo se le permitía que se le pegaran
las sábanas durante las festividades, había dos hombres
conversando en voz baja en torno a la mesa principal. Uno
de ellos, con un cabello rubio como el resplandor del sol y el
frac más pulcro de la historia de las vestiduras masculinas,
escuchaba con atención a su interlocutor. Tenía la taza
pegada a la sonrisa incrédula, una sonrisa al borde de la
carcajada que se había estado gestando durante el relato de
su acompañante. El otro, de pelo negro como el de un
gitano y la bata de recién levantado, lucía un brillo animado
en el rostro de donde aún no se había despegado del todo el
sueño.
Primrose comprendió que habían pasado toda la noche
despiertos, como indicaban sus caras cansadas pero sin
intenciones de marcharse pronto a la cama y la colección de
vasos de brandy ya vacíos que les precedía. Se habían
servido el desayuno ellos solos, a espaldas del resto del
mundo, como a espaldas del resto del mundo —o,
concretamente, de Rebecca— habían aprendido a
encontrarse para disfrutar de la mutua compañía.
—Caballeros —saludó Sean. Harding Wargrave y Nile
Inglefeild miraron hacia la puerta con la irritación de haber
sido interrumpidos—. Lamento la irrupción, pero les prometo
que es por una buena causa. Estoy buscando testigo para
casarme con la señorita antes de que el sol brille en el cielo,
y me he comprometido a proponérselo a quien viera
primero.
Harding y Nile intercambiaron una mirada cómplice.
El primero reaccionó primero suspirando y descansando
la taza sobre la mesa.
—Si así es como se hacen las cosas en Irlanda —comentó
con sorna—, no me extraña que Desmond Burton haya
criado a su hija pequeña de aquella manera.
—No son horas para andar vilipendiando a nadie, señor
Wargrave —señaló Primrose, más por la costumbre de
defender a su amiga que para sacarle los colores—. Apenas
amanece.
—Eso depende de cómo lo mire. —Fingió consultar su
reloj de bolsillo—. En la India ya estarán almorzando, hora
perfecta para el vilipendio.
—Al revés. Insultar durante la comida aumenta las
posibilidades de que se atragante.
—Ahí tiene razón. —Harding se echó hacia delante para
estirar la espalda con una mueca de dolor. Lanzó una
mirada expectante a Sean—. Estaría encantado de
participar en la aventura, señor Connor, pero me parece
que, para empezar, necesita usted el permiso de los padres.
O, en su ausencia, el beneplácito de Madeline Lacraft.
—Voy a cumplir veintitrés años. Soy lo bastante mayor
para decidir por mí misma, y apuesto a que no se le escapa
el tipo de relación que mantengo con mis padres. No soy
jurisdicción de los Insley y tampoco de la escuela, que es
bien sabido que termina de educar, como muy tarde, a los
veinte años. Por favor —le pidió Primrose, agarrando más
fuerte la mano de Sean—. Incluso si nos metiéramos en un
problema, usted no saldría escaldado, se lo prometo. Y si
no... —Desvió la mirada hacia el silencioso Nile—. Usted lo
hará por Clarissa, ¿verdad?
—Lo haría por usted —corrigió el conde—, pero no puedo
abandonar la escuela por quién sabe cuántas horas cuando
mi esposa aún duerme. Está a punto de salir de cuentas y
no puedo separarme de ella hasta que suceda. Con la
suerte que tengo, regreso cuando ya tiene a la criatura en
brazos y soy castigado por mi incompetencia con una
semana de indiferencia femenina.
—No se me ocurre nada peor que eso —confesó Sean,
exagerando un estremecimiento.
Harding resolvió la cuestión poniéndose en pie con una
mano sobre la mesa.
—En fin, todo sea por la familia —suspiró con una nota de
sarcasmo amistoso—. Espero que tengan preparado el
carruaje, señores. Con este frío que hace no me digno a
cabalgar a la intemperie; ni por su amor ni por el de Dios.

Primrose procuró esconderse detrás de Sean mientras


aporreaba la puerta de la rectoría, donde constaba que
descansaba el vicario. La avergonzaba tener que molestar a
un hombre de Dios a horas intempestivas, pero, al mismo
tiempo, no podía evitar ser egoísta. Pensaba, con tal de
apaciguar la culpabilidad, que se había privado de muchos
placeres a lo largo de su vida y tenía derecho a importunar
a alguien por esta vez, y no por un capricho momentáneo,
sino por una necesidad de vida o muerte.
Ansiaba estar con él, y de manera legal y justa para que
nadie se atreviera a separarlos.
Ni siquiera ella misma.
—¿Qué sucede? —balbuceó el cura nada más asomarse a
la puerta, un hombre de aspecto bonachón y barriga
redonda. Llevaba el camisón cerrado al cuello y un gracioso
gorrito con volantes. Se estaba frotando un ojo con las gafas
aún en la mano que no sujetaba el pomo.
Sean no esperó a que se las pusiera para hablar.
—Vengo a que me una en matrimonio con mi prometida.
He traído al testigo y ya es de día. No existe inconveniente
si nadie se opone durante la ceremonia, ¿verdad?
—Hombre, eso de que no existe inconveniente más allá
de las oposiciones... —respondió tras ponerse los anteojos y
recuperarse de la sorpresa—, lo habitual es avisar con
antelación, publicar unas amonestaciones... Ya conocerá el
procedimiento. Además, este templo no es conocido por
oficiar ceremonias.
—Pero sabe hacerlo, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. —Entrecerró los ojos para fijarse
mejor en sus visitantes. Las suyas eran preguntas un tanto
sospechosas, propias de ignorantes o ateos, y de ahí que
añadiera—: Asumo que han sido ustedes bautizados en la fe
cristiana y su iglesia es la anglicana...
—Así es —confirmó Primrose con la boca pequeña.
—En ese caso, no me importará casarlos pasado mañana:
que las amonestaciones estén en la puerta al menos
cuarenta y ocho horas...
Sean lo cortó intimidándolo con un paso al frente.
—No me ha entendido, padre. Tiene que casarnos ahora.
El vicario no se atrevió a cuestionar sus razones, quizá
porque las entendía. Él también había sido joven. Pero a
Primrose no se le escapó su extrañeza al echarle un vistazo
a la novia y decidir ipso facto que no era una Helena de
Troya como para armar semejante escándalo.
Acabó dando su brazo a torcer, aun así.
—Por un generoso donativo, Dios obra milagros —insinuó
con un encogimiento de hombros.
—Muy bien. —Sean empezó a rebuscar en el pantalón, la
chaqueta y el gabán que le había pasado por encima de los
hombros a Primrose para cubrirla del frío y tapar el
escandaloso batín translúcido—. Maldita sea. No llevo
monedas encima.
—Si no va usted preparado ni a su propia boda... —
suspiró Harding, buscando la billetera en el bolsillo interior
de su chaqueta.
Sacó la cantidad que estimó apropiada, una muy superior
a la que habría ofrecido Primrose o cualquiera que
discrepara con el derroche. Aunque lo miró a la espera de
atisbar una mueca de hastío o contrariedad en él, Harding
no se mostró en lo absoluto irritado por la inconveniencia.
No tardó en recordar que era famoso en Londres tanto por
su riqueza como por su generosidad.
—Se lo devolveré —le prometió Sean.
—Ni se moleste. Tómeselo como el regalo de bodas. Así,
además, será más interesante el relato de su casamiento —
añadió con sorna—: el honorable Harding Wargrave le pagó
el soborno al cura.
Primrose no pudo resistirse a intervenir.
—Sé que nunca ha tenido nada en mi contra, o no
particularmente, pero mis amigas no son santas de su
devoción y no sé hasta qué punto las simpatías de su
hermana están condicionadas a que yo siga enemistada con
Verity. ¿Por qué hace esto por nosotros, pues?
—¿Y por qué no? —contraatacó con una ceja alzada—. A
lo mejor me mueve el amor al arte. O el amor a secas, qué
sé yo.
—¿Cree usted en el amor? —se extrañó ella—. No lo
habría dicho a primera vista.
—Siempre he creído —encogió un hombro con
indiferencia—, lo que pasa es que me parece ingenuo
confiar en que todo el mundo ha venido a este mundo para
experimentarlo en cada una de sus formas. Claro que
sostenía este argumento para describirnos a Nile y a mí, los
solteros reacios —prosiguió con un cabeceo resignado—, y
resulta que al final Nile podía experimentarlo.
A Primrose se le escapó una sonrisa fruto de los nervios
por el inminente casamiento, pero también suavizada por la
extraña simpatía que le despertaba el hermano de Rebecca.
—La vida siempre nos sorprende.
—Dígamelo a mí, que mire a dónde me he dejado
arrastrar antes de las siete de la mañana —comentó con
fingida exasperación. Le lanzó una mirada que insinuaba un
carácter risueño y la invitó a pasar con un gesto de cabeza
—. Adelante, por-tiempo-limitado-señorita-Insley; no somos
mi estimulante conversación y yo quienes la vamos a casar.
Primrose nunca se había parado a pensar cómo le
gustaría que fuera su boda. Siendo aún niña, descartó sin
miramientos la posibilidad de que pidieran su mano y se
dedicó a imaginar otra clase de supuestos; casi se diría que
fue al apuntar más alto que a su paseo hasta el altar cuando
comenzó a concebir novelas enteras. Pero su cultivada
creatividad no impidió que la situación superara sus
expectativas. Casarse en la minúscula iglesia de San Martín
estando la catedral de Canterbury a un paseo a pie, con un
camisón y un gabán de hombre existiendo confecciones de
satén que harían llorar a los ángeles, no la habría podido
decepcionar en ningún universo. El lado aventurero que
caracterizaba sus historias y que nunca había sacado a la
luz en su vida personal debido a sus circunstancias se
doblaba de admiración ante aquel giro argumental. Pensaba
como Harding: haría una muy buena anécdota.
Pero, sobre todo, la boda iba a ser perfecta porque Sean
Connor, alzándose a su lado regio y absurdamente
enamorado, era el novio.
Ella, que por lo general dudaba de todo, estuvo por
primera vez segura de estar haciendo lo correcto.
Se tomaron las manos e intercambiaron los votos ante un
vicario que disimulaba los bostezos, tenía legañas en los
ojos y llevaba la estola blanca y dorada sobre el camisón.
Primrose solo apartó la vista de Sean cuando el padre
mencionó al testigo, momento en el que pensó que al
menos le debía una mirada de reconocimiento. Su sorpresa
no pudo ser mayor al ver al inconmovible Harding Wargrave
con una vaga sonrisa de ternura.
Este se encogió de hombros con las manos juntas sobre el
regazo y musitó con los labios: «¿Qué puedo decir? Siempre
me han encantado las bodas».
Unos minutos más tarde, Primrose Insley era oficialmente
una mujer casada. No, no era Primrose Insley, en realidad;
ya no pertenecía a una familia que nunca la amó. Se trataba
de la esposa libre y querida del señor Sean Connor.
Primrose Connor.
—Enhorabuena —la felicitó Harding a las puertas de la
iglesia. La besó en los nudillos desnudos y le dio una
palmada de ánimo en la espalda a Sean—. Contaré las
buenas nuevas en la escuela tan pronto como sea una hora
razonable. Porque imagino que, como recién casados,
preferirán pasar la noche en una posada o un lugar más
privado.
—¿Alguna recomendación? —inquirió Sean.
Harding ya estaba subiéndose al carruaje cuando le lanzó
una mirada cómplice.
—En lo personal, encuentro muy cómodas las camas de
La mula coja.
Y cerró la puerta antes de que pudieran hacerle otra
pregunta indiscreta.
Capítulo 21

Primrose y Sean intercambiaron una mirada silenciosa


con la que acordaron aceptar la sugerencia del futuro barón.
Él le ofreció su brazo en una galantería apropiada
considerando su nuevo estatus y ella se mostró encantada
de pasear a su lado hasta que localizaron calle abajo la
señal de la posada: un edificio con muy buen aspecto que
prometía comida caliente, un hogar en cada habitación,
sábanas limpias y, sobre todo, intimidad.
Primrose no vio venir su siguiente movimiento. Un
momento estaba de pie leyendo en qué consistía el menú
del almuerzo y, al siguiente, se hallaba atrapada a unos
palmos del suelo entre los brazos de Sean.
Lo perdonó por el susto en cuanto vio el brillo feliz de sus
ojos.
—Da buena suerte cruzar el umbral con la esposa en
brazos, ¿no es así?
—¡De la que sea nuestra futura casa, no de una posada
cualquiera! —se quejó ella entre risas.
—No es una posada cualquiera —replicó él con una
mirada ardiente—. Te acordarás de este sitio toda la vida, te
lo aseguro.
Primrose comprendió a qué podría referirse y se quedó
inmóvil, atrapada en su propio deseo, ahí donde Sean la
dejó para cerrar con el posadero un precio que le pagaría al
día siguiente, cuando abandonaran la habitación; juró que
para entonces contaría con el dinero. Luego regresó,
triunfal, a donde aguardaba su esposa, y la alzó en brazos
de nuevo para subir las escaleras hasta la habitación que
les correspondía: un rincón cálido con una cama doble con
dosel, una mesilla con una palangana provista de agua
limpia y fresca y una jarra, una cómoda recién barnizada y
un par de mecedoras con cojines bordados.
Sean la soltó sobre la cama y, como si ambos se hubieran
puesto de acuerdo, nada más oír el sonido de los muelles
olvidaron por qué estaban sonriendo como si aquello no
fuese a marcar un antes y un después. Un calor que
anticipaba lo que estaba por suceder la invadió y no se
atrevió a cambiar de postura.
Permaneció como estaba, incorporada pero con las
piernas dobladas bajo el vestido.
No lo miró directamente, pero le oyó respirar con
dificultad.
—Ya estamos aquí —dijo él.
—Ya estamos aquí —confirmó ella con un hilo de voz.
Se colocó un mechón de pelo tras la oreja, de pronto
víctima de la timidez de las vírgenes, y alzó la barbilla en su
dirección. Sean se había quedado inmóvil junto a la cama, y
doblaba y estiraba los dedos como si no supiera qué hacer o
por dónde empezar.
—Eres mi mujer. Mi esposa —se ayudó a comprenderlo
pronunciándolo en voz alta. No sonó posesivo o
demandante, solo tratando de hacerse a la idea—. Mía.
Primrose se humedeció los labios y, muy despacio, se
puso de rodillas sobre la cama para alcanzarlo con los
brazos. El simple gesto de alzar las manos lo atrajo hacia
ella como las polillas a la luz; pudo así rodearle el cuello y
hundir los dedos en la mata de rizos negros que el aire
helado había enfriado.
Cuando se acercó a él para esconder la nariz en su
hombro, se le escapó una sonrisa.
—Hueles como tus cartas, ¿sabes? —musitó ella,
acariciándolo despacio—. Dudo que las perfumaras, pero
siempre llegaban algo húmedas, oliendo a madera, a
romero... Y me dejaban en un estado de irrealidad tal que
pensaba que esos eran los ingredientes del opio —se rio—.
¡O de una pócima secreta!
—¿Pensabas que te hacía brujería? —preguntó en el
mismo tono, al borde de la carcajada. Le pasó las manos por
la cintura y las caderas y la apretó contra sí. Emitió un
ronroneo placentero al sentirla tibia pese a la ropa ligera—.
¿Y qué es esto que te estoy haciendo ahora? Porque te
aseguro que no tengo romero.
—Ahora tienes labios. Hacen el mismo efecto —replicó,
cruzando el dedo índice sobre su boca entreabierta. Lo besó
superficialmente y se quedó a una distancia crítica,
calentándose con su aliento—. Nunca pensé que sería
posible querer a alguien que no has visto. Y menos aún que
a ti también podría sucederte. Crees que has llegado a mi
vida para hacer que me cuestione mis creencias, pero eres
la prueba de que Dios obra milagros.
Sean se conmovió con su declaración y la besó a modo de
agradecimiento en la sien, el cuello y el hombro que dejó a
la vista al retirarle la bata y dejarla con tan solo el camisón
con el escote y la manga dados de sí. Le quedaba tan corto
y pequeño que saltaba a la vista que formaba parte de la
colección de prendas interiores que usaba desde la niñez.
—Te compraré ropa nueva —le prometió él con la boca
pegada a su clavícula.
—No es necesario —gimoteó ella.
—No, no lo es. De hecho, preferiría que durmieras
desnuda. Pero seguro que te gusta estrenar algo nuevo.
—Estoy estrenando marido, ¿te parece poco?
—Sí. Todo me parece poco si es para ti. —Sean se separó
para mirarla a los ojos, y así la mantuvo firme e hipnotizada
mientras le quitaba el camisón, dejándola como vino al
mundo—. Quiero que tengas cuanto puedas desear. Más,
incluso. Todo lo que puedas pedir solo porque tienes boca.
Pero no habría podido pedir más que aquello de lo que
disfrutaba en ese momento, la atención plena del hombre al
que amaba desesperadamente y que con idéntico
desespero la admiraba a ella. Debía de haber visto a cientos
de mujeres desnudas y, sin embargo, tuvo la impresión de
que era la primera. No le importaba que estuviera
manchada, que fuera imperfecta. Solo le importaba que le
estaba concediendo el gran honor de contemplarla a sus
anchas.
Pensó que el escrutinio de un hombre la violentaría como
la habían violentado siempre las miradas desde la otra
punta del salón. Nada más lejos de la realidad. Se sintió tan
segura que se animó a desvestirlo a él quitándole la ropa
capa por capa, hasta que llegó a su favorita, a la mejor de
todas: la gruesa capa de piel que parecía de cuero salvo por
el vello de terciopelo negro que le salpicaba la zona del
pecho como si quisiera proteger su corazón.
Primrose deslizó la mano por sus hombros anchos, por el
relieve de un torso fortalecido por el trabajo manual. Era el
doble de grande que ella, y, por alguna razón, eso la excitó.
No tanto como que él terminara el trabajo en su lugar
quitándose las botas y el pantalón para mostrarse en todo
su esplendor masculino.
Le costó tragar saliva después de mirarlo una sola vez.
—Es curioso, porque no siento que la desnudez te haga
vulnerable. Por el contrario, me... me intimidas más.
—¿Intimidarte? —se rio—. Estoy a tu merced, Prim. Soy
tan tuyo como tú eres mía.
—Pero sigo nerviosa. Será porque efectivamente soy más
tuya que mía —musitó. Dejó que su mano vagara con
libertad hacia su ombligo y se guiase por la ruta de vello
vertical que desembocaba en su miembro—. Es... como
decían los libros. Duro.
—No es su posición natural, aunque eso lo dirán los
manuales de biología y no las novelas escandalosas que has
leído tú —la provocó con una sonrisa malévola.
Primrose lo castigó por mencionarlo con una mirada
severa que no tardó en convertirse en un vistazo anhelante.
La belleza del cuerpo masculino lo transformaba todo: el
recelo en ansias, la admiración en hambre. Sean la rodeó
por las nalgas con una mano y, antes de pegarse a su
vientre, se agarró la erección y la introdujo entre los muslos
femeninos para que notara la presión contra su sexo. Se
empujó con suavidad dos, tres, cuatro y hasta diez veces,
imitando el coito de un modo dolorosamente efectivo para
hacerla temblar.
Sean apoyó los labios contra su sien y le habló en tono
íntimo.
—Esto es lo que haré dentro de ti cuando estés tan
mojada que te sientas sucia y te mueras de vergüenza de
pensar en que te vea.
Primrose se ruborizó, pero se agarró a sus hombros y
acercó la caderas con timidez para sentir con mayor
intensidad la fricción de su miembro.
—Dicen que duele.
—Te dolerá solo si no te gusta. Pero yo a ti te gusto,
¿verdad? —la tanteó, masajeando rítmica y seductoramente
una de sus nalgas. Ella solo pudo asentir con un
entrecortado «hm», más hipnotizada que cohibida—. ¿Y
confías en mí? —Volvió a repetir su afirmativo—. Entonces
no será un problema, cariño.
—¿Así me vas a llamar ahora? ¿Cariño?
Sean la miró con los párpados entrecerrados. Una lenta
sonrisa se formó en sus labios.
—¿Cómo prefieres que te llame? —Le apartó el pelo de la
cara—. ¿Eh?
Primrose sacudió la cabeza, dando a entender que poco
importaba eso, y escuchó lo que el cuerpo le pedía a gritos
inclinándose sobre su boca.
Los besos desesperados que habían compartido en la
escuela palidecieron en comparación con el lento y sensual
roce de lenguas que les ocupó durante quién supo cuánto
tiempo: pudieron ser minutos, pudieron ser horas, pero,
para cuando ella se separó, algo primitivo, exigente y
peligroso había tomado posesión de su ser. Ansiaba no ya
tocarlo, sino aplastarlo, morderlo, hacerle daño, y él parecía
víctima de la misma falta de control, de los mismos deseos
atávicos.
La fue tendiendo boca arriba empujándola despacio,
compensando cualquier orden que la hiciera dudar con una
mirada fija y segura. Estaba ya tumbada con las rodillas
flexionadas cuando él la agarró por los tobillos y tiró hacia el
borde de la cama.
Prim dio un respingo y se incorporó a tiempo para verle
arrodillarse entre sus piernas y dar el primer beso al muslo
con los párpados cerrados.
Puso los ojos como platos.
—¿Vas a hacer...? ¿... eso que yo...?
—Si has leído sobre el tema, mejor; así no tendré que
perder el tiempo explicándotelo.
—¿Lo haces porque... me quieres? ¿O porque te gusta?
¿Cómo te va a gustar eso? —añadió por lo bajini, espantada.
Él enarcó una ceja desde su escandalosa posición.
—¿Tú qué crees? —Meneó la cabeza, divertido—. Pobre
señora Connor... Aún no sabe con qué clase de cerdo se ha
casado.
Primrose lanzó un gritito cuando le hundió los dientes
muy cerca de la ingle. Ya se había percatado de que sentía
debilidad por las demostraciones de afecto que rayaban en
la violencia, pero seguía sorprendiéndola que a ella le
gustaran tanto.
Se cubrió la cara para ocultar un rubor que de todos
modos él no habría visto, concentrado como estuvo con sus
intimidades después de un primer y delirante beso.
—¿No estoy todavía... húmeda como quieres? —gimoteó,
avergonzada—. Sí lo estoy. Puedo notarlo.
—Puedes estar mucho mejor —respondió, y tuvo la
impresión de que la voz llegaba a sus oídos viajando por
todo su cuerpo como un escalofrío—. O peor, como prefieras
verlo.
Primrose respingó al notar el tanteo de los dedos
masculinos ahí donde antes habían estado sus labios.
Desconocía la anatomía femenina y las malas artes de los
hombres seductores, pero él fue un espléndido profesor en
la materia antes de que le diera tiempo a hacerse a la idea.
Sean demostró haber estado trabajando al mínimo
rendimiento hasta ese momento besándola entre las piernas
con un hambre desmedida. Ella se retorció sobre las
sábanas, entre perpleja y muerta de placer, pensando que
lo había subestimado de nuevo. Se sintió cada vez más
resbaladiza que al principio, como él había pronosticado,
cada vez más débil, cada vez más cerca de una enajenación
inexplicable, y si osaba alzar la cabeza para ver qué estaba
haciendo, el calor se multiplicaba y debía pensar en
auténticas catástrofes para no morirse.
No había estado preparada para la visión de un Sean
abandonado con los ojos cerrados al propósito de lamerla
entera. Creyó que no podría seguir soportándolo, y que eso
era tan mala señal como que le dieran pequeños calambres
en los pies y no pudiese parar de moverse. Pero había
estado equivocada. Un furioso estremecimiento la pilló
mordiéndose la mano para no aullar, dejándola laxa y
relajada como nunca y, a la vez, con toda una guerra
desatada en su interior.
—¿Qué me has hecho? —balbuceó en cuanto lo vio
incorporarse pasándose la lengua por las comisuras de los
labios.
Se inclinó sobre ella, apoyado sobre las dos manos, y la
besó en la frente.
—Quererte mucho.
—Qué... tonterías dices.
Sean se abrió hueco entre sus piernas sin que Primrose
pusiera resistencia alguna y se encajó de tal modo que
volvió a sentir la dulce presión del miembro contra ella. Él
tuvo que apoyarse un instante sobre el codo para guiar la
erección al orificio de entrada, que había dejado tal y como
había advertido: tan empapado que estaba segura de haber
mojado las sábanas de fluidos y saliva.
—¿Te parezco tonto? ¿Cómo de tonto? ¿Mucho o poco? —
le preguntó en tono persuasivo mientras la iba penetrando.
Le robó un beso en el borde de la mandíbula y otro en la
clavícula—. ¿Te lo parezco ahora?
Primrose perdió la mirada en el techo. Estaba tan
convencida de que le dolería que no comprendió que se le
llenaran los ojos de lágrimas de incredulidad. Notaba una
presión gentil, y, por lo demás, sensaciones para las que no
existía comparación posible, todas ellas de una intensidad a
duras penas tolerable pero terriblemente adictivas.
Sintió de pronto la necesidad de agarrarse a él y lo aferró
con fuerza por los hombros.
—Dios.
—¿Dios? —repitió—. Un tanto excesivo, ¿no crees?
Ni siquiera pudo regañarlo por su apego a la blasfemia.
Entró en una suerte de trance donde todo lo ajeno al
movimiento de sus caderas dejaba de ser importante. Su
mente, su cuerpo; no había nada que no estuviese sometido
a la férrea dominación del hombre que se adentraba en ella.
La besó en la comisura de la boca entreabierta y se
incorporó, quedando de rodillas, para aumentar el ritmo de
las estocadas. Usó sus dos manos, que le parecieron más
grandes que nunca, para sujetarla por los huesos de las
caderas.
—¿Ves como no duele, cariño? —Se mordió el labio,
reprimiendo un gemido, y levantó aún más las caderas
femeninas hasta separarla del colchón para penetrarla
profundamente—. Mira... Te cabe entera.
—¿Eso... es bueno?
Él se rio, encantado con la pregunta, y se empujó más
hondo como si se hubiese propuesto robarle la respiración.
—Dímelo tú. ¿Se siente bien?
—Se siente... Oh... Se siente... —Cerró los ojos y se
abandonó a los adictivos estremecimientos que, como un
oleaje, iban recorriéndola de arriba abajo—. Perfecto. ¿Esto
es lo que has... echado de menos durante... un año y
medio?
—Sí.
—Eres muy valiente —señaló con admiración.
Sean se carcajeó de lo lindo. Pero la pasión lo cazaba con
la guardia baja, como a ella, y, al igual que un sargento
inflexible, le ordenaba callar y centrarse en lo que exigía la
sangre.
Y lo que le exigió fue retirarse y ayudarla a darse la
vuelta.
—Eso es... Apóyate en las manos y en las rodillas... Muy
bien, cariño. —Primrose se estremeció cuando le acarició la
curvatura de la baja espalda y se inclinó para besarla entre
los omoplatos.
—¿Me pones así porque... no quieres verme?
—Te pongo así porque quiero vértelo todo. Tienes un
cuerpo de ensueño —replicó con vehemencia. Se agarró a
sus nalgas con las dos manos y las separó de un modo
indecente para volver a penetrarla. Primrose cerró los
párpados para que no se le volcaran los ojos y echó la
cabeza hacia delante—. Mira... —susurró—. Mira qué culo
tienes.
—¿Qué palabra es esa? No la he oído nunca.
Primrose gimió al sentir la presión de sus dedos en la
nuca, masajeándola para relajarla.
—Luego te lo cuento —le prometió—. Es propia de zafios y
vulgares como yo..., no de encantadoras señoritas como tú.
—No eres zafio... ni vulgar... eres...
Perdió el hilo de lo que estaba diciendo cuando Sean
retomó el movimiento con una insistencia especial, o quizá
era la postura lo que le hacía sentirlo en lo más hondo. Se
agarró a los almohadones y se concentró en el ritmo de las
embestidas, ruborizada por lo que él le iba diciendo y por el
sonido de la colisión de sus cuerpos, de sus testículos
chocando contra el sexo. Un escalofrío de una intensidad
turbadora la poseyó, haciendo temblar sus rodillas y las
manos que la sostenían, e iba a decirle a Sean que algo
terrible estaba sucediendo de nuevo cuando comprendió
que era la misma potencia de unos minutos atrás.
Entonces, el miedo fue sustituido por un placer
incomparable.
Él le cubrió la espalda con su pecho para poder besarla en
la nuca y la penetró dos veces más, la última acompañada
de un gemido gutural que le puso todo el vello de punta,
casi como si el sonido hubiese venido de ella.
—Estabas diciendo que no soy zafio ni vulgar, que soy...
—lo dejó al aire para que ella lo completara.
Sean le apartó el pelo de la espalda y ladeó la cabeza
para morderle la carne tierna del cuello. Pasó la lengua por
encima para calmar el mordisco irritado y enterró la nariz
justo en ese punto. Ahí se quedó unos segundos más hasta
que Primrose amenazó con derrumbarse, incapaz de
sostener su peso. La volvió a manipular como si fuera su
juguete preferido para tenderla de costado frente a él, y en
un cómodo abrazo que no apuntaba a deshacerse pronto
cobijó todas las palabras de afecto que pudiera haberle
dicho.
Aun así, Primrose rellenó ese silencio con su verdad.
—Eres perfecto. Eso eres.
Capítulo 22

—No me puedo creer que tengas que irte justo ahora —le
había dicho Primrose con la voz entrecortada. No solo por la
emoción de las últimas horas enredados en la cama, en la
que seguían abrazados, sino porque se había negado a
poner distancia: llevaba toda la conversación hablando con
los labios pegados a su cuello—. ¿Y si me llevas contigo?
—No te expondría ni loco a un primer contacto con mi
padre sin allanarte primero el camino... Además de que
debo tratar con él a solas un asunto privado. Una vez
hayamos puesto en regla lo que quiera que se traiga entre
manos, que, conociéndolo, no será nada bueno, le
anunciaré que nos hemos casado y te llevaré como invitada
de honor. —La besó en la raíz del pelo—. ¿Estás conforme?
—¿Y cuándo será eso? ¿Cuándo piensas volver?
—Dame tres días máximo y seré todo tuyo, te lo prometo.
Mientras, quizá podrías aprovechar que no te acaparo para
aplacar la furia de tus maestras, que pensarán que te he
secuestrado... y para hablar con Verity —había añadido con
pies de plomo, temiendo contrariarla. No sabía cuál era su
posición respecto a la disputa ocurrida dos días atrás.
—Tienes razón —convino ella. Lo estrechó con más
fuerza, como si la necesitara para reunir el coraje que
requería enfrentarse a la señorita Burton—. Si te soy
sincera, no me quito de la cabeza la discusión. Es solo que...
me da miedo que sea demasiado tarde para disculparme, o
haberme excedido en mis reproches, o... o que la condición
de solucionar nuestras desavenencias sea hacer la vista
gorda al modo en que me humilló durante las adivinanzas o
volver a ser la joven que no se manifiesta ni pone en valor
sus sentimientos.
Sean se separó para mirarla a los ojos con cuidado de no
romper el contacto.
—Prim... —le dijo con cariño, prodigando una caricia con
los nudillos a su tierna mejilla. Con la otra mano le acunaba
la nuca—. Conste que no pretendo restarle importancia a
tus sensaciones; apuesto por que, si lo has sentido así, a
algo se debe, pero también estoy seguro de que Verity
jamás ha pretendido silenciarte. Se preocupa por ti igual
que puedo hacerlo yo, y como por supuesto también lo hará
la señorita Simms... Quiero decir; lady Haverford.
—A mí también se me olvida que ahora es condesa, y eso
que en unos meses cumplirá su segundo aniversario de
boda —se rio Primrose. Las últimas veinticuatro horas juntos
le habían pintado un rubor muy saludable en las mejillas
que la hacía resplandecer—. Debo hablar con ella. Y con las
maestras, como bien has mencionado. No sé si estarán
furiosas, pero seguro que se preocuparon.
—Les mandé una nota mientras tú te bañabas
advirtiéndolas de que estabas conmigo, y de que no sería
un escándalo puesto que ya nos habíamos casado... Y
apuesto por que el honorable Harding Wargrave cumplió su
promesa y nos hizo el favor de confirmarlo tan pronto como
regresó a Arlington Abbey.
Primrose asintió, mucho más tranquila.
Sean aprovechó el silencio que se asentó entre los dos
para admirarla a sus anchas. La vida de casada le sentaba
de maravilla y no había hecho más que comenzar. ¿O no era
tanto el título oficial como la alegría de saberse por fin
amada de manera incondicional? Su cabello parecía más
dorado, sus labios, más llenos, y en sus ojos había
amanecido igual que lo hacía ahora al otro lado de las
puertas, señal de que se había cumplido un día entero
desde su encierro voluntario en la posada.
Se inclinó para besarla, y ella correspondió enseguida su
iniciativa echándole los brazos al cuello.
—Algo que no me esperaba es que fueras tan apasionada
—le había confesado al oído.
—Ni yo, pero porque no te imaginaba tan atractivo —le
dijo ella en el mismo tono.
Sean se echó a reír.
—¿Y cómo me imaginabas? La señorita Burton debió
describirme para ti. Ella me había visto.
—Oh, lo hizo, ya te digo que lo hizo. No escatimó en
adjetivos. Te atribuyó características de adonis y te situó a
la altura del dios Apolo. Aun así, no estaba preparada para
verlo con mis propios ojos... —Le lanzó una mirada
juguetona a la par que recorría con el índice el borde de su
oreja, caricia que lo sensibilizó más si cabía—. Vuelve
cuanto antes y te demostraré que lo que viste anoche es
solo el principio.
—Cogeré ese guante que tan amablemente me has
tendido —le prometió él con una sonrisa prometedora—.
Hasta entonces... Pórtate bien, ¿de acuerdo? Y no me
apartes de tu pensamiento ni un solo instante.
Unas horas después de la dulce despedida, Sean avistaba
la finca de Henshawe House en la desembocadura del
camino. Dudó si ralentizar o no la marcha. No tenía la
menor urgencia por reencontrarse con su padre; es más, lo
habría pospuesto de manera indefinida si esto no hubiese
conllevado retrasar a su vez el regreso junto a Primrose.
En las cartas, Sean había sido escueto respecto a la
relación de parentesco que le unía con su excelencia. Para
empezar, no había mencionado que su padre era el duque
de Maybourne. Había hablado de su progenitor como una
figura ausente durante su infancia e invisible en la edad
adulta, más por el desprecio de Sean que porque él se
hubiese desentendido. No solo no pretendía impresionar a
su destinataria revelando que era el hijo de uno de los
hombres más relevantes social y económicamente
hablando, además del posible heredero de su título y
patrimonio, sino que esperaba que se enamorase de él
creyéndolo un humilde granjero con aspiraciones artísticas.
A lo largo de la noche, en momentos de vulnerabilidad
que le hicieron temer estar ocultándole un secreto de gran
calibre, había estado a punto de especificarle a Primrose a
qué se dedicaba lord Lucien Henshawe, pero se había
convencido de que sería más razonable esperar a oír lo que
el susodicho tenía que decirle. Si pretendía desheredarlo,
renegar de él, arrebatarle el apellido como él mismo se
había adelantado haciendo al adoptar el de su madre en
Irlanda, sería contraproducente alentar a Primrose con la
promesa de una fortuna que no llegaría.
Pero como siempre habían hecho por vía postal, habían
dedicado parte de la noche a diseccionar el aspecto
emocional del reencuentro con el duque. Eso era lo que
siempre había preocupado a la ahora señora Connor por
encima de todas las cosas: sus sentimientos.
—¿No te ilusiona lo más mínimo verlo de nuevo? —le
había preguntado. A Sean le había costado concentrarse
teniéndola desnuda y pegada a su costado—. Si no recuerdo
mal, hace ocho años que no sabes nada de él.
—Y no me habría importado que fueran diez, o quince, o
incluso veinte más —resolvió él con una frialdad que hizo
dudar a Primrose—. Mi padre nunca estuvo presente
durante mi infancia. Los niños le han molestado siempre; los
cree unos memos con los que no se puede mantener una
conversación elevada, la única clase de conversación que su
intelecto tolera. Aun así, entendía que tenía una obligación
para con su hijo, aunque fuese un bastardo, y se esforzaba
por aguantarme. Le agradezco, eso sí, que me diera una
buena educación. Era algo que mi madre jamás podría
haberse permitido... Claro que no le habría costado un
penique garantizarme los mismos saberes si mi padre se
hubiese hecho cargo de ella antes de darme a luz pidiéndole
matrimonio.
Primrose le dio un beso en el hombro antes de apoyar ahí
la barbilla para mirarlo con aire pensativo.
—¿Por qué crees que eso sucede, Sean? ¿Por qué los
hombres toman amantes?
Él desvió la vista al techo con una mano sobre el vientre.
—He tenido mucho tiempo para pensarlo, y he llegado a
la conclusión de que hay una sola respuesta correcta: las
toman porque pueden. Claro que hay quienes se enamoran
de ellas, quienes solo tratan de matar el aburrimiento con
un idilio prohibido que les tenga en el borde del asiento,
quienes se sienten apremiados por sus amistades, puesto
que la infidelidad está en boga; quienes pretenden vengarse
de la frigidez de su esposa; quienes son meros
coleccionistas de mujeres..., pero todos esos hombres
tienen en común que pueden. Y muchos confunden
posibilidad con obligación, o esa impresión me he llevado
después de observar a la fauna. Piensan que están
desairando a algún dios o convicción espiritual (tal vez sí
desafíen una convención social, por otro lado)
desaprovechando dicha posibilidad, así que lo hacen solo
por si acaso. Para que nadie les reclame, incluso.
—Es una reflexión muy interesante. Recuerdo que en una
de tus cartas insinuaste que tu padre era un hombre
sentimental, algo que le había jugado en contra a lo largo
de su vida... ¿Lo dijiste porque crees que entra en el grupo
de hombre infiel que se enamora de su amante?
—Si alguna vez he sentido que mi padre amaba a mi
madre, no es porque ella me lo haya dicho, eso por
descontado —se había reído Sean, aunque con amargura—.
Y ni mucho menos porque él lo diese a entender.
—¿Entonces?
—Es la conclusión lógica a la que llegué después de
observar los hechos. Mi padre se estaba poniendo en riesgo
al criar a un hijo bastardo y, sin embargo, lo hizo. No fue por
amor a mí, así que tuvo que ser por amor a ella.
—No tiene por qué ser amor —había meditado Primrose,
apoyando la palma sobre el pecho masculino—. A lo mejor
fue por culpabilidad.
Sean le lanzó una mirada socarrona.
—¿Te imaginas? Créeme, mi padre no es la clase de tipo
que se siente culpable por haber herido a alguien si esto no
le hace perder dinero. También me baso en un criterio de
temporalidad. Mi madre fue su amante durante años; no se
trató de una relación ocasional o de una sola noche. Si no
estaba enamorado, como mínimo se había enganchado... Y
creo que ya hemos hablado suficiente —había agregado
para zanjar la conversación. Se giró hacia ella y la envolvió
entre sus brazos—. Ahora toca besarse.
Primrose se había echado a reír, más que conforme.
Sean sacudió la cabeza para alejar el recuerdo reciente.
Sentía que nada más cruzar las puertas de Henshawe House
entraría en un trance de irrealidad y todos los buenos
momentos que estuviese rememorando se pudrirían junto
con su buen ánimo.
Una de las razones por las que no había querido traer a
Primrose consigo era esa: no deseaba que viera cómo se
desarrollaba el reencuentro con su padre cuando estaba
casi seguro de que lloverían las acusaciones, la que había
sido su dinámica los últimos años de convivencia. La otra
era algo menos negativa, y es que pretendía prestarle una
visita a los Insley para anunciarles que su hija era ahora una
mujer casada. Los amenazaría si fuera necesario para que
se acicalaran y viajasen a Arlington Abbey en persona para
presentarle sus respetos.
La noche había dado de sí lo suficiente para tocar todos
los temas personales que les habían ido viniendo a la
cabeza: entre ellos, lo mucho que entristecía a Primrose que
sus padres no quisieran formar parte de su vida. A Sean le
costaba creer que alguien pudiera desairar a una joven con
sus bondades y no pasar el resto de su existencia
maldiciéndose por injusto. Si la razón por la que un buen día
decidieron abandonar a la niña en Arlington Abbey y cortar
toda comunicación entre ambas partes era que temían que
nunca encontrara marido, debían enterarse de que la
situación había cambiado y empezar a plantearse un nuevo
modo de relacionarse con ella.
A los Insley sí les informaría muy educadamente de que el
esposo en cuestión era hijo de lord Lucien Henshawe.
Si de él dependiera, no se acercaría a los Insley más que
para escupirles a los pies y decirles lo que opinaba de su
lamentable sentido de la responsabilidad. No obstante,
Primrose no dejaba de ser una muchacha que, como él
mismo hacía no mucho tiempo, soñaba con la validación de
sus padres. Además; debía concederle el beneficio de la
duda a una pareja que había perdido a su pequeño de
cuatro años a manos de una fulminante enfermedad.
Contándole largo y tendido lo poco que sabía al respecto,
Primrose le había hecho entender que tuvo que ser una
experiencia devastadora. En opinión de Sean, no justificaba
el maltrato a la hija mayor, pero, al final, lo único que
importaba era lo que la hiciese feliz. Y sospechaba que nada
la ilusionaría más que saber de sus padres; que
reencontrarse con ellos y verlos entusiasmados con la
brillante culminación de sus estudios, sus nada modestas
ambiciones y su nuevo marido...
... aunque para mostrarse sonrientes él tuviera que
ponerles un cuchillo en la espalda.
—¡Señorito! —lo llamó el ama de llaves nada más
abrieron las puertas de la mansión. Aunque habían pasado
ocho años sin verse, la señora Tomlinson presentaba el
mismo y saludable aspecto con la excepción de una
colección de canas que, de algún modo, solo favorecían el
conjunto de su chispeante personalidad—. ¡No me lo puedo
creer! ¡Está usted aquí! ¡Qué maravillosa sorpresa! ¡Oh!
¡Dichosos los ojos!
—Qué escandalosa es usted, señora Tomlinson —se rio
Sean, apeándose del caballo con agilidad. Abrió los brazos
para acoger en un gesto amoroso a la criada que durante
quince años había sido como su madre—. ¡Y qué exagerada!
¡Si le dije que venía hace un par de meses, mujer!
—¡Pero no me lo creí! ¡Y no está usted en posición de
juzgar mi incredulidad, considerando que siempre que
anuncia los viajes termina cambiando de opinión y
dejándome con la miel en los labios! Qué maravilla... Qué
alto, señorito. Qué grande. Qué... ¡qué guapo, por Dios! —
seguía exclamando con una sonrisa reluciente. Se había
aferrado a sus brazos, y lo estrujaba como cuando era niño
y quería supervisar tras una caída aparatosa que no había
salido herido—. ¡Debe de ser usted el hombre más deseado
de Belfast!
—He tenido admiradoras, eso no se lo voy a negar. Pero
estamos ignorando a la verdadera estrella de la casa, a la
belleza de la nación... —La tomó de la mano para hacerla
girar sobre sí misma. La señora Tomlinson se dejó con las
mejillas encendidas de puro gusto, coqueta como siempre
había sido—. Mírese... ¡Si parece que tiene diez años
menos!
—¡Anda ya, canalla! —Le soltó un amistoso manotazo en
el dorso de la mano—. ¡Menudo adulador está hecho!
¿Cómo ha ido el viaje, señorito? Viene de Arlington Abbey,
¿no es así? De reencontrarse con la señorita con la que se
estaba carteando... ¡Una de tantas! ¡A ver si se cree que no
sé que, aparte de a la dama y a mí, también le escribe a la
señorita Evans y a Fanny!
—La señorita Evans era mi institutriz, señora, y sabe que
siempre he sentido debilidad por la dulce Fanny. —Moderó la
expresión por una más resignada—. Ya me informó de que
tuvo que abandonar Henshawe House para cuidar de su
familia. Me contó que su suegra ha enfermado y ahora ha
de cargar con sus responsabilidades, además de las propias.
—Lo sé, lo sé, la estoy ayudando en la medida de lo
posible. Se ha mudado a una casita muy cerca de aquí, ya lo
sabrás. Aunque le tengo dicho que, si quiere ahorrar,
debería dejar de comprar estilográficas y papel.
—¿Y cómo diablos pretende que me escriba, vieja celosa?
¡Será bruja, diciéndole a Fanny que renuncie al contacto
conmigo...!
—¡A mí no me hable en ese tono! —rugió el ama de llaves
—. ¡Le dije que yo le facilitaría el papel y la estilográfica,
igual que le facilité la dirección del profesor que le enseñó a
leer y escribir, para que pudiese ahorrarse el gasto! ¿Por
quién me toma?
—Por lo que es, una arpía sin corazón —se burló Sean, al
borde del ataque de risa al verla enrojecer.
—¡Usted no tiene vergüenza ni la conoce!
—Bueno, bueno, bueno... ¿Acaba de llegar y ya están
ustedes discutiendo? —se quejó el viejo mayordomo. Los
párpados caídos le impedían ver con claridad: tuvo que
echar la cabeza hacia atrás en un ángulo cómico de tan
exagerado para reconocer a Sean—. Mire que es difícil sacar
de sus casillas a la señora Tomlinson, pero usted siempre ha
tenido un don.
Sean se adelantó a estrecharle la mano con una sonrisa
sincera.
—Me alegro de verle sobre las dos piernas, señor Orson.
Me contaron que había estado enfermo y que el pronóstico
de recuperación no auguraba nada bueno.
—Mala hierba nunca muere, milord. ¿Le gustaría tomar un
baño o asearse antes de reunirse con su excelencia? ¿Quizá
comer algo caliente? Linda ha preparado estofado para el
almuerzo y todavía debe de estar caliente.
—Cuando haya resuelto mis asuntos con el duque bajaré
a cenar con ustedes..., si me concedieran el honor de
sentarme a su mesa, por supuesto —añadió con sorna,
inclinándose dramáticamente sobre la menuda ama de
llaves.
La señora Tomlinson respingó y lo acusó con una mirada
indignada.
—¡Como si se le hubieran cerrado a usted las puertas
alguna vez! Mire que no lleva aquí ni diez minutos y ya me
tiene con los nervios crispados —refunfuñó.
Sean se echó a reír y le pasó un brazo cariñoso por los
hombros, que le quedaban a la altura del costado, para
estrecharla contra sí.
—No te enfades conmigo, Petula, que todavía estoy
paladeando la gloria de la noche de bodas y no me gustaría
que nadie me bajara de las nubes antes de tiempo.
El ama de llaves estaba forcejeando con el grueso brazo
que le había caído como el tronco de un árbol cuando
asimiló lo que acababa de decir. Alzó la cabeza como una
gacela al percibir la vigilancia del depredador y lo miró con
los ojos fuera de las órbitas.
—¿La noche de bodas? —Miró al callado mayordomo, que
lanzó una mirada de auxilio al techo temiéndose otro
exabrupto—. ¿Ha dicho eso? ¿Noche de bodas?
El señor Orson se encogió de hombros, que ya tenía de
por sí hundidos hacia delante.
—Creo que sí, pero cuesta saberlo. Con la ceguera uno se
vuelve más sordo, si es que eso tiene algún sentido.
—¡Noche de bodas! —aulló el ama de llaves. Orson se
llevó las manos a las orejas—. ¡¿Se ha casado usted?!
¡¿Cuándo?! ¡Y me lo dice como si nada, el muy
sinvergüenza!
—¿Cómo quería que se lo dijera? ¿Cantándoselo en latín,
como en las misas?
—¡Casado! ¡¿Con la señorita Burton?! ¡Oh, mi buen Dios!
¡Me va a dar un patatús!
—No, con la señorita Burton no. Es una larga historia que
estaré encantado de contarle con las ínfulas de un trovador
en cuanto caiga la noche. Haré las delicias de su cena, se lo
prometo. —Acompañó el juramento de un guiño.
—¿Qué escándalo es este? —rugió una voz masculina; la
que más experiencia tenía haciéndose oír por encima de los
demás pese a tener a Petula Tomlinson como digna
competidora, y la única que conseguía extinguir la
diversión.
El mayordomo se puso firme, el ama de llaves se encogió
y el irlandés tuvo la gentileza de contener sus instintos
destructivos para no replicarle una ruindad. Daba igual que
ya no tuviese dieciocho años y su episodio de rebeldía
adolescente hubiese tocado a su fin.
En presencia del duque, Sean siempre sería un jovencito
respondón.
Capítulo 23

Esperaron con el aliento contenido a que el duque cruzara


el pasillo y se personara en el recibidor. Todos observaron
cómo su sombra, al principio alargada y amenazante, iba
empequeñeciéndose conforme avanzaba hasta que fue su
silueta en carne y hueso la que robó la atención.
Él sí que era la mala hierba que nunca moría, porque más
que ocho años parecía que hubiesen transcurrido ocho días
desde su despedida. El duque se había quedado congelado
en el tiempo. Su cabello se resistía a contabilizar las
décadas conservando la insondable negrura que Sean había
heredado, y lo mismo sucedía con la barba. Era el único
aristócrata que se permitía llevarla crecida, aunque tan bien
cuidada que ni siquiera el más escrupuloso de los lores
podría haberle reprochado su falta de higiene. Tampoco su
carácter se dejaba vencer por la edad, ni sus principios
titubeaban conforme acumulaba experiencias que a un
hombre menos tozudo habrían convencido de cambiar de
opinión: se erguía con un orgullo terco que infundía tanto
respeto como causaba rechazo. El único síntoma de
debilidad visible podría haber sido el bastón con el mango
de oro con el que se abría paso casi a machetazos en la
jungla de un mundo que antes o después se ponía a sus
pies, pero no lo llevaba por cojera, sino como un rey su
cetro. No era más que uno de tantos falsos defectos de los
que se valía para que sus víctimas le creyeran inofensivo y
así fuera más divertido asestar la puñalada definitiva.
Sus ojos eran la razón por la que se creía que el azul era
un color frío e inexpresivo, la condena de los cielos y la cara
oculta y peligrosa del océano.
—A buenas horas —fue cuanto señaló al ver a su hijo, y
se dio la vuelta para rehacer el camino sin necesidad de dar
su orden. Sabía que Sean lo seguiría porque todo el mundo
lo seguiría siempre, indiscutible privilegio de quienes habían
nacido con una estrella sobre la cabeza.
—Imbécil —masculló el ama de llaves—. Mira que ver a su
hijo por primera vez en una década y no tener siquiera el
detalle de acercarse a darle un abrazo, un beso... ¡Nada! ¡La
cara de palo de siempre, como si viniesen a verle a
menudo, como si estuviese por encima de todo
sentimentalismo! ¡Qué hombre tan insufrible!
Sean se mordió la lengua para no carcajearse con la
expresividad del ama de llaves.
Era un milagro y también un misterio que siguiera
conservando su puesto. Le parecía imposible que su padre
no la hubiese escuchado aunque fuese una de las veces que
había prorrumpido en escandalosas protestas.
—Me temo que ha absorbido usted toda la vida de este
sitio y no ha dejado ni una chispa de corazón para nadie
más —señaló Sean con una sonrisa afectuosa. Le dio un
apretón en el hombro a modo de despedida y emprendió la
marcha tras el duque.
Cuando era niño, lo odiaba por una razón muy específica.
Una vez esa razón dejó de distanciarlos emocionalmente
porque él mismo se encargó de ponerle remedio, el odio
desapareció, pero no fue reemplazado por el amor o la
simple tolerancia. Lo contrario del desprecio no era el
afecto, sino la ausencia de desprecio: la nada.
Eso era lo que ocupaba sus entrañas al cruzar el umbral
de la estancia.
El vacío.
Maybourne esperó a que Sean entrara en el despacho
ducal para cerrar la puerta tras él. Con la naturalidad de ser
el primogénito e hijo único del dueño de cuanto alcanzaba a
la vista, se arrojó cómodamente sobre el sillón que en
realidad debía ocupar su padre y apoyó las manos sobre el
reposabrazos en una pose retadora.
Si el duque tuvo alguna opinión sobre su descaro, no la
exteriorizó. Descansó el bastón contra el escritorio y, una
vez sentado enfrente, como si fuese él quien iba a rogarle
clemencia, cruzó las piernas.
—No nos voy a hacer perder el tiempo. Sabrás por qué te
he ordenado venir.
«Ordenado venir», repitió para sus adentros, más
escarmentado por la risa que por el desprecio. Estuvo
tentado de sacudir la cabeza con exasperación. No serviría
de nada señalar su engreimiento. A esas alturas ocupaba en
sus entrañas un lugar de la misma importancia que un
órgano vital; tendrían que matarlo para que dejara de ser
un auténtico cretino.
—Sospecho que no era para preguntarme cómo me va —
respondió en su lugar.
—Suponía que mal no te iba a ir. La gente como tú suele
caer de pie. Gracias a mí tienes unos estudios y sabes
moverte por el mundo, y gracias a tu madre puedes utilizar
tu encanto personal contra quien quieras que lo padezca.
—Solo usted se referiría al encanto personal como una
maldición.
—¿Estás preparado para que te presente en sociedad
como mi hijo? —inquirió sin rodeos.
No era la primera vez que Sean intentaba hablar con su
padre, provocarlo, incluso, y no recibía más que una cruda
indiferencia.
El duque era inalterable. Nada de lo que le dijera le haría
alzar el tono o fruncir el ceño.
—¿Acaso me había estado escondiendo? Alguien tuvo que
comentar en los grandes salones que su excelencia estaba
criando en Henshawe House a un muchacho con su mismo
aspecto físico.
—Todo el mundo sabe quién es lord Sean Henshawe,
pero, como podrás figurarte, ningún miembro de la alta
sociedad lo ha tratado en persona.
—Está mal visto llevar a los niños a las fiestas de la
temporada —completó con la teoría ya estudiada en tono
monótono—, y, aunque hubieses podido, lo habrías evitado
para que no te abochornara con una pataleta de las mías.
—Efectivamente —le confirmó sin un ápice de vergüenza
—. Hasta ahora he podido calmar la curiosidad exigente de
las masas alegando que eres un trotamundos empedernido
y estás completando tus estudios artísticos viajando por
Europa, pero ya ha pasado casi una década desde que
cumpliste la mayoría de edad. Ocho años dando vueltas por
Italia para conocer la pintura renacentista son demasiados
incluso para el desahogado hijo de un duque. Va siendo
hora de que te hagas cargo de las responsabilidades que te
inculqué de niño y des la cara en público. Y, a poder ser,
encuentres una esposa con la que empezar a procrear. La
línea no va a acabar contigo.
Su osadía le hizo arquear las cejas. Lucien Henshawe
había nacido enemistado con todo lo que no podía controlar.
Le declaraba la guerra o le planteaba un reto hasta a la
fecundidad de una mujer que ni siquiera conocía. Se iba a
hacer su voluntad en todos los casos.
—Eso no es algo que usted pueda decidir o en lo que
pueda inmiscuirse —le recordó por el placer de subrayar su
inutilidad en según qué cuestiones—. Y lo sabe mejor que
nadie puesto que no hubo manera de que tuviese un hijo
legítimo pese a casarse tres veces.
—Poco tiene que ver eso con el asunto que nos ocupa. Ni
falta que me hace decidir o inmiscuirme, dicho sea de paso.
Ya se dispuso todo cuando aún estabas en el vientre de tu
madre.
—Ah, sí... Me acuerdo de la historia. Obligó a mi madre a
prometerle que cuando cumpliera tres años me traería a
Henshawe House para enseñarme la historia de Inglaterra y
modales a la mesa, entre otras cosas, y le aseguró que me
devolvería en cuanto cumpliese dieciocho. Solo que usted
contaba con que para entonces me habría olvidado de ella y
desearía disfrutar de los privilegios de los que solo se goza
a su lado, ¿me equivoco?
—Me alegra que te marcharas con tu madre...
—Deje de decir «tu madre» como si no hubiese convivido
con ella durante años. Es la tercera vez y no voy a tolerar
una cuarta —lo interrumpió en un arrebato—. Tiene un
nombre. Lo mínimo que se merece después de todo a lo que
la sometió es que se lo reconozca.
—... Ha pulido y completado tu educación de un modo
sublime al que ni los grandes señores pueden aspirar —
prosiguió, sin prestar atención a su reproche—. Yo no podría
haberte mandado a labrar campos de cultivo ni a cuidar de
un ganado de ovejas. Cuando heredes mis tierras, no solo
sabrás economizar y multiplicar la producción, sino que
entenderás lo que veas los días que te pasees por los
cultivos para supervisar que tus aradores y labriegos
trabajan según lo previsto.
—Le aseguro que mi madre no tenía la menor intención
de colaborar en su empeño de hacerme duque.
—Tampoco creo que se haya esforzado por sabotear mi
digno propósito. Me consta que nunca le ha importado la
riqueza porque se guía por otras consideraciones morales.
Algo encomiable, sin duda —subrayó con indiferencia—.
Pero ninguna madre en su sano juicio se opondría a que su
hijo heredara una fortuna sin parangón. —Se apoyó en los
reposabrazos para incorporarse, dando por zanjada la
conversación con un tono imperativo—: Te quiero ver
asentado en Londres para la temporada que viene. Procura
pasarte con un mes de antelación por alguna de las
sastrerías de moda; debes presentar un aspecto decente, y
salta a la vista que hay mucho trabajo por delante. Te
mandaré una lista de las veladas a las que quiero que
asistas y de los caballeros con los que habrás de hacer
buenas migas por el bien de la finca y de tus conexiones
sociales. Estarás comprometido con una mujer de buena
familia, fortuna y modales impecables antes de que
empiece el otoño.
—¿Algo más? —ironizó Sean—. ¿Le friego el suelo
también?
El duque sabía que estaba siendo sarcástico, pero no le
costaba ponerse por encima de lo que estimaba meras
niñerías volviendo a imponer la seriedad con su tono
adusto. Tras coger de nuevo el bastón y echarle un vistazo
valorativo a su físico, determinó:
—Córtate el pelo y aféitate para entonces. Lucir barba es
una excentricidad que solo puede permitirse un ciudadano
con cierta edad y un mínimo abolengo. Puedes quedarte a
cenar, si lo deseas —añadió en su camino hacia la puerta—,
aunque me temo que no podré acompañarte.
«Qué sorpresa».
—Es una lástima. Podría haber aprovechado la agradable
velada para describirle a mi esposa y cómo intercambiamos
votos en la iglesia de San Martín hace tan solo veinticuatro
horas.
Sean se regocijó para sus adentros en la reacción de su
padre. No recordaba haber conseguido sacarlo de sus
casillas ni una sola vez; ni con rabietas, ni con alusiones a
su pasado atravesado por la lujuria y empeorado por las
malas decisiones de la juventud, ni dedicando un almuerzo
entero a lanzarle pullas, ni levantándole la mano en una
agitada discusión.
Unilateral, claro estaba, porque quien quisiera batirse en
duelo con su excelencia debía saber de antemano que
tendría que hacerlo solo. Lucien Henshawe se presentaría al
amanecer porque se enorgullecía de su educación y su
sentido del honor, pero humillaría al contrincante dejándole
apretar el gatillo hasta desahogarse antes de darse media
vuelta, impertérrito, y preguntar a los padrinos por el mejor
sitio para desayunar de la comarca.
Esta vez, no obstante, el duque se detuvo antes de abrir
la puerta. Le traicionó la crispación de la línea de los
hombros, pero se recuperó tan pronto como priorizó la
urgencia por solucionar el problema.
—¿De quién se trata? —exigió saber.
—De la señorita Primrose Insley.
Casi le pareció escuchar el pensamiento de Maybourne.
«Conque señorita. No es una dama, entonces».
—¿Te has acostado ya con ella?
—Varias veces. Supongo que no lo pregunta porque le
urja el asunto del heredero.
—Lo preguntaba para averiguar si estaría a tiempo de
pedir la nulidad.
Sean soltó una carcajada gélida.
—Como si yo fuera a firmar algún papel semejante.
El duque se giró lo justo para echarle una mirada
elocuente a través de las pestañas.
—¿De veras crees que necesitaría tu beneplácito para
anular el matrimonio? El arzobispo de Canterbury estuvo
aquí cenando hace dos semanas. Destruiría los papeles sin
hacerme una sola pregunta y luego me preguntaría si deseo
que me sirvan más vino.
—¿Y en qué le beneficiaría eso? Solo lograría cabrearme,
y ya no tengo catorce años, excelencia —recalcó en tono
burlón—. No puede mangonearme como se le antoje.
—Eso es cierto. Ya no eres manipulable —le concedió sin
el menor rastro de resentimiento. Su cerebro era un
engranaje perfecto. Localizaba el problema, consideraba las
complicaciones y actuaba sobre él sin sentimentalismos que
valieran. Si Sean no hubiese apreciado la empatía como el
más preciado rasgo en la toma de decisiones, lo habría
admirado—. No me entusiasma que no sea una dama, y,
conociéndote, la habrás elegido así para molestarme.
—No se dé tanta importancia, Maybourne.
—Me doy exactamente la que tengo; la que de todos
modos tú mismo has reiterado sin darte cuenta. No debes
de haberte casado por amor si has sido capaz de
abandonarla al día siguiente para venir a intentar ponerme
nervioso. Por lo general, si a uno le gusta un poco su mujer,
le cuesta salir de la cama los primeros días. Y si a uno le
quiere su mujer solo lo suficiente —apostilló—, no le permite
que se vaya así como así.
—Oiga, excelencia, no todos somos unos obsesos del sexo
como usted —se burló, en el fondo molesto porque tuviese
la réplica perfecta para cualquier reproche—, que seguro
que se casó tres veces para poder acostarse con hijas de
marqueses sin perder la cabeza a manos de sus familiares
indignados.
—Lo que denota que hago las cosas como han de
hacerse. ¿Cómo es la muchacha?
—Compasiva, generosa, bella... —Escogió los adjetivos
con el pueril objetivo de molestar a su padre, quien, por
supuesto, ni se inmutó.
—Dame alguna virtud que pueda interesarme —lo cortó
con más impaciencia que irritación—. ¿Ha recibido una
buena educación que me garantice que sabrá comportarse
en público? ¿Fue presentada en sociedad ante Su Majestad?
¿Es temerosa de Dios?
—Fue presentada hace dos temporadas y predica con los
valores del cuaquerismo además de ser anglicana; así de
temerosa es, padre. La he conocido en la escuela de
señoritas de lady Mabry, donde destaca como una alumna
ejemplar.
—Si sus padres han podido permitirse que estudie en la
reputada academia, debe de ser porque no son unos don
nadie. ¿A qué se dedican los Insley? Su apellido no me
suena.
—¿No ha oído hablar de la empresa de alimentación
Insley & Dahl? Uno de sus productos más destacados son
las galletas.
Maybourne torció el gesto.
—Qué elección de negocio tan poco elegante.
—No tienen un ducado, no, pero parece que llegan a fin
de mes.
—Supongo que mientras la familia tenga beneficios y esté
bien conectada a nivel social, no puedo quejarme. Distinto
sería si fueras una mujer y te quisieras casar con un
galletero.
—No creo que esa palabra exista, excelencia —se mofó
Sean, en el fondo divertido con su bochornoso clasismo.
—Tampoco debería existir una empresa de galletas. El
nivel de patetismo es mortal. Tráela la semana que viene —
le ordenó—. Quiero conocerla en persona.
—¿Qué le hace pensar que ella tiene el menor interés en
conocerle a usted?
—Imagino que a no todo el mundo le ilusiona hallarse en
presencia de un aristócrata de altura —volvió a concederle
sin pestañear—, pero estoy seguro de que no te has casado
con una arribista que fantasea con el día en que la llamen
milady. Conociendo tu falta de gusto y tu desprecio hacia las
tradiciones que sobreviven a costa de demonizar el
romanticismo, y aun en contra de lo que demuestra su
visita, la habrás elegido porque la amas y ella te ama. Eso
significa que estará ansiosa por tratar con los individuos que
te trajeron al mundo, ya sea por curiosidad, por
agradecimiento o para sentirse parte de la familia.
Sean esbozó una sonrisa incrédula.
—Ha perdido usted el juicio si piensa que voy a someterla
a su escrutinio.
—Parece mentira que tenga que decirte que sé
comportarme. Incluso si la escrutinase, la muchacha no se
daría cuenta. Se sentirá como en casa, eso te lo puedo
prometer. A fin de cuentas, yo también estoy vagamente
agradecido con ella. Me ha quitado de encima la
preocupación de buscarte novia, que intuía que me iba a
privar del sueño.
—No le habría resultado tan difícil como imposible era
que usted dejara de casarse.
—Os recibiré el lunes que viene antes de las cinco —atajó.
De niño, Sean solía pensar que su padre estaba sordo:
llevaba toda la vida fingiendo que no oía lo que no le
interesaba contestar—. Si la joven trae a sus padres, mejor.
Me interesa poner a prueba el intelecto y las maneras de un
par de galleteros. En cuanto a ti, si deseas quedarte en
Henshawe House toda la semana, me encargaré de enviar
un coche de cuatro caballos a Arlington Abbey para que ella
viaje con comodidad mientras tú te relajas en la finca. Hay
pudín de cereza —añadió cuando ya tenía el pomo de la
puerta en la mano, detalle que sorprendió a Sean; debía
haberlo mencionado porque sabía que era su preferido. El
duque le lanzó una mirada hostil—. Procura no comértelo
entero o pediré la nulidad de tu matrimonio solo para
vengarme.
Capítulo 24

Primrose llevaba toda la mañana mentalizándose para la


conversación con Verity.
Sospechaba que no se lo pondría fácil.
Una de las principales razones de la polémica había sido
lo radicalmente distintas que eran tanto en carácter como
en formas de ver la vida, la inevitable conclusión de haber
nacido en el seno de familias diferentes y del modo tan
opuesto en que la sociedad las trataba. Primrose había
tenido tiempo para pensar en la mejor manera de
enfrentarla sin dejarse amilanar, pero esta vez sin recurrir a
los golpes bajos de una discusión de la que ahora se
avergonzaba.
Dudaba que su amiga, eso sí, fuera a mostrarse igual de
abierta y dispuesta a aceptar sus errores.
Después de dar cinco o seis vueltas por los espacios más
frecuentados por Wit, la señorita Vallans le indicó que,
después de desayunar, Verity se había encerrado en la
biblioteca. También le había indicado con retintín que se
alegraba del enlace, que todas lo hacían, pero que podría
haber tenido la gentileza de ponerlas sobre aviso para que
no pensaran que el señor Connor la había arrastrado hacia
el altar.
—La única que no se llevó las manos a la cabeza fue la
señorita Reeves —le había confesado Lavinia—, que nos
aseguró que nada salvo el amor os había llevado a casaros
de repente. Suelo cuestionar todas sus ocurrencias porque
el romanticismo le empaña el sentido común, pero ha
resultado ser la más avispada.
—Lo siento, señorita Vallans.
—Las disculpas pídeselas mejor a Verity. Y procura que
sean correspondidas, que todavía estamos todos
escandalizados con su despliegue de sentido del humor
durante el juego de las adivinanzas —apostilló con
sarcasmo.
La ubicación de la señorita Burton había sorprendido a
Primrose, que no había tardado en llegar a la conclusión de
que no quería ser encontrada. Era bien sabido que Witty
despreciaba la incomodidad de los sillones de la sala de
lectura y que, para disfrutar de un buen libro, prefería
adueñarse temporalmente del volumen de su preferencia y
tenerlo cautivo en sus aposentos.
No recordaba un solo día en los últimos años que Verity
hubiese pasado su tiempo libre allí.
Pero allí estaba, como comprobó nada más abrir la puerta
con el sigilo que ameritaba la situación. No pretendía
espantarla, y una Wit furiosa era, en el mejor de los casos,
escurridiza. En el peor...
No quería ni imaginarlo.
Nunca antes se habían peleado, y no tener una referencia
a la que remitirse la hacía temer el desenlace.
Verity estaba sentada de cualquier manera en un sillón
orejero del mismo terciopelo que su vestido, un vestido a
todas luces inapropiado para ver morir la mañana en un
espacio privado. Es decir: perfecto para brillar en una fiesta.
Tenía la espalda apoyada en un reposabrazos, mientras que
las corvas de las rodillas descansaban sobre el reposabrazos
paralelo. Las letras grabadas del tomo que sujetaba
precariamente rezaban Decoro femenino, lo que le robó una
sonrisa a Primrose.
—Conque leyendo Tratado teológico-político de Spinoza —
comentó en voz alta. Procuró romper el silencio con un tono
afable—. Creo recordar que siempre escondes tu filosofía
preferida en los libros sobre modales.
—Una lectura ligera para el último viernes de vacaciones
—respondió Verity con aire indiferente, sin molestarse en
mirarla. Giró la cara hacia la página que ocupaba ahora su
atención, que muy convenientemente era la que le haría dar
la espalda a Primrose—. No era lo que estaba buscando, aun
así, pero me temo que el manual sobre cómo superar la
ruptura de una amistad ya estaba cogido para cuando
llegué a la biblioteca.
—No tienes por qué leer nada semejante si aceptas
escucharme —repuso, empujando el malestar al fondo de su
estómago.
Solo estaba siendo dramática, se consoló.
Verity en estado puro.
—Preferiría no volver a oír según qué barbaridades.
—Es cierto que me excedí en un momento dado —admitió
con paciencia—, pero no todo lo que dije merece ser
descartado sin miramientos. Tú tampoco eres perfecta, Wit.
—Precisamente por eso deberías marcharte y procurar,
en el futuro, no acercarte demasiado a mí... algo que no te
costará, pues, según he oído, ya estás casada y es cuestión
de tiempo que abandones la escuela. En fin, todo acaba en
esta vida, ¿no? —Pasó a la siguiente página—. Y ponerle un
cierre a nuestra amistad es lo que procede tras los últimos
acontecimientos. A la vista está que tú y yo no somos
compatibles.
Primrose apretó los puños, molesta con su actitud.
—¿Sabes? —alzó el tono, y, qué casualidad, Verity pareció
interesada en la conversación justo entonces—. Odio las
posiciones terminantes que adoptas cuando estás furiosa o
decepcionada. Es como si no cupiera en ti un cambio de
opinión; como si, al mínimo desmán, lo único que
correspondiera fuese arrojarlo todo por la borda. A lo mejor
deberías sopesar que no estarás enfadada de por vida y que
te convendría escuchar y tomar decisiones que te
beneficien cuando este estado transitorio se te pase y
vuelvas en ti misma.
Verity cerró el libro para lanzarle una mirada penetrante.
—¿Qué te hace pensar que algún día olvidaré lo que
dijiste sobre mí, Prim?
Le costó tragar saliva después de observar su semblante
estoico. La prefería cuando la emprendía a gritos, porque
entonces al menos sabía que le importaba.
No; de hecho, la prefería cuando era risueña y divertida.
Como siempre.
—¿No puedes perdonarme un arrebato motivado por los
celos?
«Celos que, además, provocaste tú», estuvo a punto de
añadir.
Pero todo fuera por la paz.
Casi en el acto, a modo de protesta, se hizo oír la voz de
Rebecca: «No deberíamos guardar silencio en presencia de
quienes juran conocernos y amarnos con condiciones
inasumibles solo para disfrutar de una convivencia pacífica.
(...) No me iría a la guerra con alguien que no conoce mis
sombras o no las acepta. Esos me dispararían por la
espalda».
—Puedo perdonarte un arrebato motivado por los celos —
cabeceó Verity en señal de conformidad, devolviéndola a la
realidad—, pero no que lleves toda la vida pensando que
soy una arpía sin escrúpulos. La tuya es una opinión
legítima, no me malinterpretes; como la inmensa mayoría
de las perspectivas. Algo que aprendí siendo muy pequeña
es que es imposible agradar a todo el mundo. Pero, como
bien me han enseñado mis padres, no es mi obligación
permanecer junto a personas que no me aman como deseo
ni me perciben como yo soy. Supongo que este es uno de
los rasgos egoístas o soberbios de mi personalidad que
tanto deploras... Pues bien: yo me aprecio y me admiro por
esa entre otras muchas razones, y ni tú ni nadie vais a
volver a hacerme dudar de mis bondades.
—No pretendía hacerte dudar de tus bondades. Yo solo...
yo... —Se calló al ver que iba a disculparse una vez más. Le
bastó con hacer un breve recorrido por lo sucedido en los
últimos días para llenarse de valor con una inspiración—.
Esto no empezó porque me parezcas o no egoísta, Verity, y
estoy cansada de que te erijas protagonista de cada
disputa. Esto comenzó porque me hiciste pensar durante las
peores cuarenta y ocho horas de mi vida que eras lo
bastante cruel como para conquistar a Sean
aprovechándote de mi historia con él; la única historia bella
y genuina, encabezada por una de las pocas personas que
no me han despreciado por mi aspecto, que he tenido en
toda mi vida. No justifica el modo en que te traté, pero que
quisieras ayudarme tampoco justifica que me engañaras
miserablemente.
Verity entrecerró los ojos.
—Si Clarissa hubiera hecho lo mismo que yo, habrías
desconfiado de sus razones y no te habrías creído que
existe complicidad entre Sean y ella. Pero no te extrañó un
ápice que yo fuese capaz de tamaña crueldad, lo que
prueba que sí, esto empezó porque te parezco egoísta, o el
engaño no habría sido verosímil en primer lugar.
—¿Y es mi culpa percibirte como una persona que sobre
todo piensa en sí misma? ¿No crees tener tú ahí algo de
responsabilidad? —contraatacó, cansada—. Lo has dicho
hace un segundo: yo me aprecio y me admiro por ser
egoísta, entre otras muchas razones. Y yo te aprecio y te
admiro por eso, entre otras muchas razones, porque sabe
Dios que yo nunca he sabido ni pensar en mí ni protegerme
del juicio ajeno. Pero ese defecto tuyo se volvió contra mí y,
por una vez, no pude pronunciarlo como si me
enorgulleciera de ser tu amiga. ¿Tan malo es?
—Sí, lo es —atajó Verity. Se bajó del sillón y fue a colocar
el libro en su sitio—. Es terrible.
Primrose la observó perpleja.
—¿Y ya está? ¿No quieres saber nada más de mí? ¿Vas a
odiarme de por vida por no decirte ni la mitad de lo que
Rebecca te puede llegar a insultar en un día?
Verity la miró por encima del hombro.
—Lo que Rebecca y yo nos insultemos o no entra en la
consideración de juego, o de fechoría, si lo prefieres, y no
me afecta en lo absoluto porque no es una persona a la que
le profese el menor aprecio... a diferencia de ti, que parece
que le has tomado cariño a costa de sacrificar nuestra
amistad.
Primrose se vio impelida a defender a la joven.
—Rebecca no es tan pérfida como piensas, Witty. Solo hay
que darle una oportunidad.
Se giró para mirarla a la cara una vez había encajado el
tratado filosófico en el hueco del estante.
—¿Por qué iba a darle una oportunidad? ¿Acaso ansío su
amistad en lo más remoto? —Sacudió la cabeza, como si ya
hubiera llegado al límite—. No me interesa que la estúpida
señorita Wargrave se adueñe de nuestra conversación.
Resumiré mi respuesta alegando que lo que me duele no
son solo tus acusaciones, Prim, ni que te tuvieras reservada
una opinión dañina sobre mí. Te has acercado a la maldita
Rebecca Wargrave, llegando a establecer una alianza con
ella para atacarme en público durante las adivinanzas, y lo
que es aún peor: el motivo de que te hayas vuelto contra mí
no es nada menos que un hombre. ¡Un hombre! —repitió
entre dientes—. Hace no mucho tiempo, Clarissa, tú y yo
nos habíamos puesto de acuerdo para vivir juntas y
mantenernos sin ayuda de un marido, y ahora me arrojas a
los lobos en cuanto crees que te estoy arrebatando un
pretendiente. ¡Como si fuera capaz de hacer algo así! ¡No
ya a ti, sino a cualquier otra mujer!
Primrose se ablandó al ver la incredulidad en su
expresión.
—No pensé que quisieras arrebatarme a Sean, que de
todas maneras no es «un pretendiente», sino el amor de mi
vida —reconoció ella al cabo de unos segundos—. Solo
pensé que podías, y que era inevitable que sucediera
incluso si no movías un dedo. Ahora entiendo que eso es
injusto con Sean, porque menospreciaba sus sentimientos, y
también contigo. Pero solo te he tenido celos porque partía
de la idea de que eras mejor que yo.
—¿Incluso siendo una narcisista sin corazón?
—Incluso siendo una narcisista sin corazón —convino con
una pequeña sonrisa avergonzada—. No quiero ganarme tu
perdón infravalorándome para engrandecerte, Wit. A lo
mejor empleé términos desmesurados para describirte, pero
es cierto que no siempre te importan los sentimientos de los
demás, que eres ciertamente insensible y cruel cuando te lo
propones y que a veces tu amor propio te impide detectar, y
ya no se diga aceptar, los errores que cometes tanto sin
querer como adrede. Es justo que no desees a tu lado a
alguien que te menosprecia. Pero yo no te menosprecio,
porque te quiero por tus virtudes y por tus defectos, no a
pesar de ellos. Yo te conozco y te quiero todo el tiempo
aunque a menudo me enfurezca tu actitud. ¿Qué dicen tus
padres respecto a la gente que te ve tal cual eres, te para
los pies cuando es necesario y, aun sabiendo de lo que eres
capaz, para bien y para mal, elige defenderte,
comprenderte, cuidarte? Porque no creas que no te he
defendido delante de Rebecca, delante de Harding
Wargrave y delante de quien ha sido necesario. Yo no aireo
nuestros trapos sucios en público, Witty.
Verity cruzó los brazos sobre el pecho. Si no hubiera
bajado la guardia en ese preciso momento, vencida por la
verdad de los hechos, Primrose habría tenido que dar media
vuelta y aceptar que su amiga no era la persona coherente
por la que en el fondo la tomaba. Pero ella tuvo que
comenzar a asumir las culpas, y empezó suspirando con
hartazgo hacia sí misma.
—Yo sí los aireo, por lo visto. Qué poco elegante fue eso
—se lamentó, meneando la cabeza—. Lo siento mucho.
—Gracias —respondió, exhalando el aire contenido con
alivio—. Te perdono.
—Ya que los has mencionado, mis padres son los que me
han enseñado que los que se pelean, se desean —retomó
con un tono de voz radicalmente distinto; uno que la hizo
parecer otra persona. La Wit de siempre—. Hace rato que se
me pasó el enfado, Prim, y he de decir que en ningún
momento he estado furiosa porque me insultaras. Soy muy
consciente de que hay malicia en mi corazón.
Su salida la dejó perpleja.
—¿Y por qué has estado manteniendo una actitud altiva
durante toda la conversación?
—Quería ver a qué conclusiones llegabas y si habías
aprendido algo o, por el contrario, te marchabas con el rabo
entre las piernas. Me alegra descubrir que es cierto eso que
dicen de que el matrimonio sienta bien. —Esbozó una
sonrisa juguetona—. Ya nada te hace agachar la cabeza,
¿eh?
Primrose soltó un jadeo indignado.
—¡Y sigues intentando manipularme!
—Y no pienso pedir perdón por eso. No te quepa la menor
duda de que estoy orgullosa de haber contribuido a tu
primer estallido colérico. A la vista está que era lo que
necesitabas para despertar de un letargo en exceso
prolongado y coger al toro por los cuernos. En fin... No hay
nada que perdonar. Salvo una cosa —se corrigió con el dedo
en alto—. Que no me invitaras a tu boda. Esa ha sido una
venganza que excede todo límite.
A Primrose no le quedó otro remedio que echarse a reír
de pura exasperación. Sacudiendo la cabeza, no se negó a
que Verity se acercara con ese caminar suyo, imbuido de
coquetería, y le robara un sonoro beso en la mejilla.
—No fue adrede.
—Más te vale, porque llevo veinticuatro horas tratando de
entender por qué diablos le concederías a Harding el honor
de ser tu testigo y a mí me tendrías durmiendo a pierna
suelta en mis aposentos sin la menor idea de lo que estaba
sucediendo.
—Sean y yo planeamos organizar una ceremonia en
condiciones muy pronto. Lo del otro día... —Se ruborizó al
recordar las ansias desesperadas de ambos—. Simplemente
no podíamos esperar.
—Comprensible —cabeceó ella, como si estuviese
acostumbrada a padecer en sus carnes los ardores sexuales
—. Apuesto a que el tipo llevaba más de un año sin tocar a
una mujer. Entre el celibato voluntario y lo difícil que se lo
has puesto, la criatura ha debido de estar al borde de la
locura.
—Pues imagíname a mí —musitó con la cabeza gacha—.
Estaba convencida de que tu encanto personal y tu
curiosidad hacia el amor, sumados a su desesperación,
habrían resultado en un apasionado abrazo y en su
consecuencia natural: que la señorita Vallans os obligara a
reuniros en el altar.
—Habría tenido que ser una boda de cuatro, porque a ti
por poco te perdemos también a manos del matrimonio con
el honorable Harding Wargrave. Un vals más en la fiesta de
Navidad y os llevan al despacho de dirección para
preguntaros si acaso estáis enamorados. Dios sabe que yo
estuve a punto de hacerlo —apostilló con las cejas
enarcadas.
—No iba a negarme a bailar con uno de los hombres más
atractivos de la fiesta —se burló Primrose, pero enseguida
cambió de expresión—. El señor Wargrave solo estaba
agradecido porque me hubiese acercado a Rebecca. Quiere
mucho a su hermana, Wit.
—Pues mi más sentido pésame para él. —Hizo una pausa
para encontrar las palabras que no habría sabido pronunciar
sin previa preparación—. Y mis más sinceras disculpas para
ti.
Primrose sonrió, agradecida porque por fin se hubiese
dignado a responsabilizarse de la parte que le correspondía.
La muchacha no tardó en abandonar la pose y arrojarse a
sus brazos para sellar la paz. Le devolvió el abrazo con
entusiasmo y descansó la barbilla en su hombro, para lo que
tuvo que inclinarse.
Pretendía cerrar los ojos y disfrutar del contacto, pero se
percató entonces de que Rebecca había pretendido entrar
en el salón con buen ánimo y presenciar la reconciliación de
las jóvenes le había apagado la expresión. Primrose y ella
intercambiaron una mirada antes de que la honorable
señorita Wargrave sacudiera la cabeza con una sonrisa
despectiva, más en su contra que en la de las amigas, y se
diera media vuelta para volver por donde había venido.
Verity también se percató de que alguien las había estado
observando. Se giró hacia la puerta y, al no toparse con
nadie, buscó una explicación lanzándole un vistazo
interrogante a Primrose.
—Dame un minuto —le pidió ella, poniéndole una mano
cariñosa en el hombro. La apretó al pasar por su lado para
salir en pos de la hija del barón, a la que alcanzó al final del
pasillo. Había apretado el paso para desaparecer lo antes
posible—. Rebecca... ¡Rebecca! ¿Querías algo?
La joven comprendió que no podría fingir sordera sin caer
en una flagrante descortesía y se rindió con un suspiro
hastiado.
—Iba a proponerte... Qué importa —masculló por lo bajo.
Se pasó una mano por la cara, frustrada—. No sé por qué he
pensado que... En fin, clamaba al cielo que terminarías
solucionando tus diferencias con Verity, y es poco lo que yo
tengo que hacer ahí, así que...
—Eso no es así —protestó Primrose, afectada por la
actitud derrotista a la que la orgullosa señorita Wargrave
trataba de sobreponerse en vano—. Rebecca, yo te estoy
profundamente agradecida por tu amable gesto durante la
fiesta de Navidad. También me conmovió que me
defendieras cuando jugamos a las adivinanzas y Wit me
atacó por venganza. Sean me dijo anoche que abogaste por
mí desde el principio, cuando aún no estaba claro quién era
la destinataria de sus cartas, y le instaste a decirme la
verdad...
—No tiene la menor importancia —la interrumpió con
impaciencia, irritada porque pudieran achacarle buenas
acciones—. Todo eso lo hice porque sabía que sacaría de
quicio a Verity, no porque me preocupara por ti.
—No me cabe duda de que en gran parte te motivaba la
venganza, pero también hay partes de ti genuinamente
buenas que...
—Por favor, no seas ingenua. Tú y yo no somos amigas.
Primrose se armó de paciencia con una profunda
inspiración.
—A lo mejor te habría creído hace unos meses, pero
ahora entiendo que tu deseo de sabotearte ahora mismo,
llegando a presentarte como una desalmada, viene del
orgullo y del miedo a haber fracasado en el empeño de
hacer buenas migas conmigo. Y no lo niegues —la advirtió
dando un paso al frente al ver que abría la boca—. Wit es
muy parecida a ti en el aspecto de la soberbia. Estoy
familiarizada con este tipo de conductas.
—En ese caso, agradecerás que me quite de en medio. Si
me disculpas, voy a...
—No seas tozuda, Rebecca —suspiró Primrose,
deteniéndola con una mano en el hombro—. Que sea amiga
de Clary y de Wit no significa que tú y yo no podamos
compartir buenos ratos. Es más; el odio hacia Verity no
debió ser lo que nos uniera, pero ya no puedo cambiar eso,
solo tratar de reconducirlo para que nuestra amistad no
dependa de que esté enemistada con ella. ¿Por qué no
haces las paces con las dos? Estoy segura de que
conseguiría convencer a lady Haverford de que eres una
estupenda compañía; te perdonaría y...
Debería haberse callado en el momento en que Rebecca
oyó el título de Clarissa y se tensó como si la hubiesen
apuñalado.
—¿Disculpa? —alzó la voz, a caballo entre la indignación y
el pasmo—. ¿Perdonarme, has dicho? ¿Ella a mí? Soy
consciente de que no he sido la más encantadora de las
criaturas en su presencia, pero el tiempo no ha hecho sino
demostrarme que hacía lo correcto al ir preparando el
terreno de la venganza con mis humillaciones..., por las que,
dicho sea de paso, se resarcía ella misma dirigiéndome
palabras que hacían palidecer las mías.
—Rebecca, no puedes guardarle rencor eternamente por
haberse casado con el conde —le soltó sin miramientos—, y
menos debido a un malentendido, como fue el caso.
—¿Que no? —contraatacó con una mirada furiosa. Se
adelantó un paso para intimidarla—. Nunca, jamás, y dure lo
que dure mi existencia, perdonaré que Clarissa Simms me
arrebatara al amor de mi vida.
Primrose sacudió la cabeza, entristecida porque fuese
imposible aliviar su tormento. No pudo decirse que no lo
intentara hablándole con tiento.
—Si pudo quitártelo, quizá es porque no era el amor de tu
vida. Un hombre que te ama de veras no cede a la tentación
que representan otras mujeres; a un hombre que te ama de
veras no le importa enfrentarse al ostracismo social con tal
de darte lo que quieres. En definitiva, un hombre que te
ama no se marcha, no se rinde, no te abandona.
—A lo mejor no me amaba entonces —balbuceó con la
voz trémula, mas todavía erguida—, pero podría haberlo
convencido de hacerlo con el paso del tiempo.
—Rebecca —insistió, sujetándola por los hombros—, él
estaba y está enamorado de Clarissa. Desde siempre,
¿entiendes? ¿Por qué te envenenas con alternativas que de
todos modos no son viables ya? ¿Cómo puedes ser tan
orgullosa y al mismo tiempo valorarte tan poco? ¿No ves
que mereces a un hombre que te ame solo a ti?
Esperaba que Rebecca prorrumpiera en acusaciones a
voz en grito; que pasara a la acción abofeteándola por
meter el dedo en la herida, pero no que su argumento
terminara de destruirla. No pudo soportarlo más y, al soltar
el labio que se estaba mordiendo con fuerza, rompió a llorar
como Primrose nunca había visto llorar a nadie.
—Rebecca... —musitó sin saber qué hacer. Fue a
abrazarla, y aunque al principio no opuso resistencia, no
tardó en reaccionar desproporcionadamente empujándola
por el pecho.
Se intentó limpiar las lágrimas con el antebrazo, pero
seguían empapándole el rostro.
Primrose solía pensar, basándose en lo que conocía de
Rebecca y lo que había observado entre Nile y ella, que no
estaba enamorada de él, sino tan solo encandilada y, a
posteriori, obsesionada con la historia de amor que se le
había escapado. Ahora veía que la había subestimado,
incluso menospreciado, igual que todos los demás, y se
sintió culpable por haber pensado que lo único que salió
perjudicado de todo el asunto había sido su orgullo.
—Supongo que no tendré que preocuparme de si me
ignoras o finges no conocerme cuando aparezcan Clarissa o
Verity —dijo Rebecca en tono envenenado. Los hipidos no le
restaron fuerza a su mensaje, sin embargo—. Al final, estás
casada. Estas son tus últimas horas viviendo en Arlington
Abbey. Te marcharás a empezar una nueva etapa con tu
reluciente marido y solo mantendrás relación con quienes te
visiten a partir de las dos de la tarde. No me sirves si no vas
a estar a mi lado en las próximas temporadas, así que por
mí puedes retirarme el saludo —sentenció.
—Rebecca...
Lo intentó una vez más, pero la muchacha ya se había
cerrado en su concha. Mientras la veía marchar con prisa
por esconder sus debilidades y miedos de quien pudiese
juzgarla, Primrose se acordó del gesto esperanzado con el
que Harding le confesó que esperaba que se convirtieran en
buenas amigas.
Le acababa de ser revelado el punto débil de la única
alumna a la que nunca le habría achacado un fondo
vulnerable. Si bien ese saber le habría concedido un poder
magnánimo unas semanas antes, cuando tal vez habría
intentado defenderse de sus ataques, no solo no quería
usarlo en su contra, sino que ansiaba protegerlo para que
nadie le hiciera más daño.
Nunca habría tenido la audacia de compararse con
Rebecca, pero ahora se veía reflejada en sus miedos. Al
final, todas eran lo mismo. Eran la misma. Quitterie, Becks,
Clarissa, ella... Incluso Wit: seres que sacrificaban su vida,
su juventud, aguardando con una ilusión impuesta por
terceros el día que un hombre les diera un propósito vital
poniéndoles un anillo en el dedo. Mujeres cuyo valor
dependía del deseo de su público masculino, de cuán
amplio fuese este, y que en algún momento, con
independencia de su carácter o su amor propio, habían
temido la posibilidad de quedarse solas; de que nadie las
eligiera.
Suspiró, entristecida, y rehízo sus pasos para volver con
Verity, quien de seguro la animaría tras la acalorada
discusión. Decidió confiar en que todo saldría bien para
Rebecca, aceptara tenerla a su lado o no, y terminó de
reconciliarse con la única verdad del mundo: que era poco
lo que ella podía hacer para salvar a los demás de su
destino.
Capítulo 25

Los Insley eran una de las pocas familias burguesas que,


además de disfrutar de una vivienda habitual en Londres,
contaban con una mansión en la campiña inglesa. A Sean
no le había resultado difícil averiguar dónde encontrarlos.
Eran conocidos en el municipio de Waverley, Surrey, como
la familia de empresarios más próspera...
... Como también la más avara.
A juzgar por el ceño contrariado que se les había dibujado
en la cara a los lugareños cuando pidió indicaciones de su
dirección, no eran especialmente apreciados. Sean podía
figurarse por qué y celebraba encontrar la confirmación de
sus simpatías —o, mejor dicho, su falta de ellas— en las
gentes de la zona. Y es que clamaba al cielo. Un matrimonio
que era incapaz de cuidar de su propia sangre se dignaría
menos aún a llevar a cabo obras de caridad.
Sean desmontó a las puertas de la casa, un exuberante
edificio con un pórtico de inspiración griega. El duque podía
burlarse cuanto quisiera e insistir en que la venta de
galletas, entre otros productos alimentarios, no era seria o
respetable, pero gracias a sus beneficios, los Insley habían
levantado una obra de arquitectura neoclásica que no tenía
nada que envidiarle a las mansiones de Mayfair. Se alzaba
orgullosa e impoluta, casi como si acabara de emerger de la
tierra, en el corazón de una finca de quinientas hectáreas
dedicadas al cultivo del trigo y la cebada, la remolacha,
toda suerte de hortalizas y hasta lúpulo para la elaboración
de la cerveza. Esta variedad favorecía la elaboración y
posterior oferta de múltiples productos, el que era principio
esencial de la empresa.
Ató el caballo a la verja sin tomar demasiadas
precauciones, convencido de que nadie se acercaría tanto a
la vivienda de los Insley como para aspirar a robarlo.
Arrebujado en el gabán, echó a andar hacia la casa
frotándose las manos heladas. Tenía la esperanza de que al
menos fueran buenos anfitriones y le ofreciesen un té
caliente junto al hogar. Pero a lo mejor eran tan ajenos a la
temperatura como el muchacho que había decidido motu
proprio sentarse en el porche a leer.
Al principio frunció el ceño, extrañado, pero había algo en
el joven que le convenció de perdonarle la excentricidad.
Tenía el cabello rizado y dorado, tal y como se pintaban a
los ángeles en los frescos de las grandes basílicas, y su
nariz era un gracioso botón rojo en el centro de un rostro
porcelánico.
Lucía una bufanda de lana roja enroscada al cuello, a
juego con el saludable rubor del tabique y los guantes sin
dedos.
—Muchacho —lo llamó nada más llegar a los pies de la
escalera. Él alzó la vista. Ya de lejos se apreciaba que tenía
los ojos del color del ámbar, tan relucientes como su melena
—. ¿Están los Insley en casa?
—Eso creo, señor. —Dejó el libro a un lado y se puso en
pie para bajar a recibirlo. A Sean se le escapó una sonrisa al
verlo trotar alegremente escalera abajo para tenderle la
mano en un gesto solemne—. ¿Qué se le ofrece, caballero?
Sean se la estrechó, divertido con su confusión del orden
de cortesía. Habría correspondido que antes de darse las
manos se presentaran por nombre e intenciones, pero
prefirió no indicárselo para no pecar de arrogante y porque
admiraba a quienes tenían su propia forma de hacer las
cosas.
—He venido desde muy lejos a visitarlos, como seguro
que delata mi acento. Quería informarles de algo relativo
a... —«A su hija», estuvo a punto de decir, pero decidió
callar por si acaso se negaban a recibirlo al saber que se
trataba de ella—. A los negocios familiares.
—Muy bien. Acompáñeme.
Sean enarcó una ceja.
—¿No deberías preguntar antes si quieren recibirme?
El joven lo miró a través de las pestañas con una media
sonrisa socarrona.
—Señor, con este frío que hace, sería inhumano
abandonarle a la intemperie.
—Pues tú parecías muy ajeno a esa intemperie.
—Es que cuando leo, señor, se me olvida todo lo que hay
a mi alrededor. A lo mejor no me siento las manos, pero le
aseguro que no lo sufro —se rio con una dulzura natural que
le conquistó. Sean adoraba a los niños, y aunque aquel
estaba más cerca de la edad adulta que del comienzo de la
adolescencia, había en él la clase de llaneza que solo se
perdonaba a los menores de edad.
El joven se quitó los zapatos húmedos en el recibidor y se
adentró con seguridad en el pasillo. Le hizo un gesto de
invitación con la mano a Sean para que lo siguiera, y luego
otro para que se detuviera a unos pasos de distancia de la
puerta que abrió.
—¿Están visibles? —preguntó en voz alta—. Un caballero
irlandés solicita una entrevista para departir sobre negocios.
¿Le dejo pasar?
—Bug, ¿se puede saber qué haces descalzo? —exigió
saber una voz femenina—. ¿Por qué le has abierto la puerta
tú?
El muchacho se encogió de hombros con naturalidad.
—Estaba en el porche y no he visto la necesidad de
molestar a Betty cuando podía encargarme yo.
—¡Betty ha sido contratada para eso...! Oh, qué importa
—suspiró con la resignación de la costumbre—. Hazle pasar,
anda.
Bug se retiró del umbral e hizo un gracioso aspaviento
propio de mayordomo para invitarlo a adentrarse en la boca
del lobo.
Incluso si eran personas despreciables, seguían siendo
sus suegros, y más le valía a Sean dar una buena impresión.
Por suerte para él, el mozo no se marchó, sino que cerró la
puerta a su espalda y trotó hasta uno de los asientos más
apartados de la zona común principal.
Junto a la cálida chimenea, y con una taza de té cada
uno, los Insley se alzaban como la viva imagen del sueño
burgués. La señora estrenaba un rico vestido de cuello
vuelto y unas pieles de aspecto caro descansaban sobre su
regazo. El señor fumaba un habano que Sean reconoció por
el olor como uno de los más solicitados del mercado; los
únicos que su padre se dignaba a importar de Cuba con el
desorbitado desembolso que eso suponía.
—Buenas tardes —saludó, de pie a las puertas del salón.
Habría sido imposible que no se hubiera sentido escrutinado
—. Ustedes no me conocen porque no he tenido la ocasión
de escribirles. Me disculpo de antemano por eso, por mi
visita intempestiva y por interrumpir lo que parece una
cálida velada. Mi nombre es Sean Connor.
—¿En qué podemos ayudarle, señor Connor? —inquirió el
señor Insley, un hombre entrado en carnes con un lanoso
bigote cobrizo—. Imagino que si viene desde Irlanda a
hablar de negocios es porque está interesado en exportar
nuestros productos. Es la única zona del reino a la que
todavía no llegan Insley & Dahl.
—Me temo que no vengo con propuestas laborales —
fingió lamentarse—, pero el matrimonio no deja de ser un
negocio, ¿verdad?
—¿Matrimonio? —se extrañó la señora.
Semejante contrariedad no podía ser fingida, y, por un
momento, Sean temió que hubieran olvidado a Primrose
hasta el punto de no establecer la relación evidente entre su
visita y el casamiento.
—Así es. Quería disculparme con ustedes por no haber
pedido su aprobación antes de desposar a su hija Primrose,
y enmendar el error invitándolos a visitarnos en Londres
cuando nos hayamos establecido para el inicio de la
temporada. Estoy convencido de que a Prim le haría ilusión
verlos y saber que están encantados con este matrimonio.
La señora Insley, que ya se sentaba erguida de por sí, se
tensó de tal manera que le embargó un mal presentimiento.
La vio lanzar una mirada nerviosa a su marido.
No fueron ni ella ni él quienes se hicieron oír, aun así.
—¿Disculpe? —inquirió Bug desde su rincón,
incorporándose muy despacio. No había ni rastro de la
candidez del principio—. ¿Ha dicho «desposar»? ¿A... a
Prim? —pronunció su nombre como si hubiera olvidado qué
sonido hacían las letras juntas.
—Por supuesto que no lo ha dicho, porque eso es
imposible —interrumpió la señora Insley, levantando la voz
para recalcar su indignación—. Ha debido de equivocarse,
señor Connor. Nosotros no tenemos ninguna hija llamada
así. No tenemos ninguna hija, a secas.
Sean pestañeó hasta tres veces.
—Es una forma un tanto radical de expresarlo, pero sí,
supongo que puedo coincidir con ustedes en que no la
tienen puesto que no la cuidan, no la visitan y por lo visto
hasta reniegan de ella —respondió sin ocultar su desprecio
—. Eso no significa que no exista, por otro lado.
—Pero ¿qué está usted diciendo? —balbuceó Bug. Se
había levantado ya del sillón y, con el rostro lívido, vacilaba
entre acercarse al foco de su confusión o permanecer en el
sitio—. ¿Qué... qué dice de Prim?
—Ella y yo nos conocimos mediante carta gracias a la
intervención de una buena amiga suya. Esta Navidad me
pareció oportuno prestarle una primera visita para
conocernos. Fue allí donde y cuando confirmé que se
trataba y se trata de la mujer de mis sueños. Ya he hecho
partícipe de mi dicha a mi padre y a mi madre mediante
audiencia y carta respectivamente, y como Prim está algo
desanimada por las... interferencias que parece haber en el
correo entre Canterbury y Waverley, se me había ocurrido la
idea de llevarle a sus padres como parte del regalo de
bodas.
—¿Viene de verla? —insistía Bug, al borde del desmayo—.
¿La ha visto de verdad?
—Guarda silencio, Bug —masculló el señor Insley.
Pero él hizo caso omiso y se acercó con los ojos como
platos y el eje afectado.
—Señor Connor, ¿usted me juraría aquí y ahora que
Prim...?
—¡Cállate de una vez, Silas! —interrumpió la señora
Insley con un grito—. ¡Y usted lárguese de aquí ahora
mismo! ¡Habrase visto! ¡Presentarse en una casa decente
para soltar mentira tras mentira, y todo ¿para qué?! ¿Para
hacer daño a una familia honrada e inocente que perdió a
su hija hace años? ¡Váyase al diablo!
Sean se quedó mirando el rostro ruborizado de la mujer.
Durante un instante pensó que los Insley habían llegado a la
rocambolesca conclusión de que Primrose había
desaparecido de la faz de la Tierra. Pero al oír el nombre real
del muchacho y girarse para contemplar su rostro con
mayor detenimiento, se le cayó el alma a los pies.
Silas Insley no tenía los ojos verdes ni el cabello de un
tono indefinido y por eso mismo único; Silas Insley era lo
que sus padres nunca habían visto que Prim era también,
una belleza indiscutible y arrebatadora. Y eran lo mismo
porque compartían sangre. Compartían rasgos. La forma
redondeada de la barbilla, las líneas marcadas de la
mandíbula y los pómulos, las orejas pequeñas, las ondas de
la melena.
—¿Mi hermana no está muerta? —logró articular el
muchacho con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo es eso
posible? ¿Sobrevivió a la enfermedad y nadie nos dijo nada?
—Oh, entonces Primrose estaba enferma —fingió
comprender Sean—. ¿Y qué enfermedad se supone que te la
arrebató, Silas? ¿La misma que, según veo, tú también
superaste? —inquirió, forzándose por mirar a la única
persona que no le inspiraba un impulso homicida. Silas
nadaba en la perplejidad—. Tu hermana está perfectamente
sana y feliz pese a las circunstancias en Arlington Abbey, de
donde no se ha movido en los últimos trece años.
La situación superó a Silas, que, paralizado en un primer
momento, solo atinó a alternar miradas de incomprensión a
sus padres. Si Sean no se hubiera posicionado de parte de
los intereses y los sentimientos de Primrose, se habría
compadecido de él. Era imposible que el muchacho se
hubiese levantado esa mañana sospechando la mentira que
se destaparía.
—¡No es verdad! —ladró la señora Insley, que se puso en
pie para subrayar que tenía la palabra y la razón—. Silas,
ignora a este petimetre. No tiene la menor idea de lo que
habla, y, si es por no saber, desconoce cuánto ha sufrido
esta familia por la pérdida de nuestra Primrose. Le pido que
se marche por las buenas, o...
—No —murmuró Silas. Apretó los puños y, más
convencido, repitió—: No. El señor Connor no se va a
marchar. —Se giró hacia él con determinación—. ¿Cómo es
la que dice ser mi hermana? Descríbamela.
—Cabello castaño claro o rubio oscuro, según incida el
sol. Ojos verdes como la espuma del mar. Alta, más o
menos como tú, aunque eso no te cuadrará porque la última
vez que os visteis era pequeña. Fiel creyente del Dios que
proclama la Luz Interior. Inteligente y apasionada de las
letras; sobre todo de las novelas, la ficción en general. Te
quiere y te recuerda todos los días —añadió sin titubear,
sosteniéndole la mirada—, incluso a pesar de creer que te
mató la escarlatina a los cuatro años.
Un tembloroso Silas se enderezó cómo si el demonio lo
hubiera poseído. Tal fue el espanto que le desfiguró la
expresión que dejó de parecer un niño. A Sean no le cupo la
menor duda de que ese fue el día en el que se convirtió en
un hombre: el día que descubrió que hasta los seres que
más lo amaban o juraban hacerlo podían engañarlo
miserablemente.
Lo vio girarse hacia sus padres con la cara descompuesta.
Si la señora Insley pretendía seguir defendiendo su infame
causa, lo descartó en cuanto intercambió miradas con su
hijo.
—¿Le dijisteis a Prim que estaba muerto? ¿Por qué? ¿Y por
qué me dijisteis a mí que era ella la que ya no volvería? ¿Por
qué? —insistió, levantando cada vez más el tono. Apretó los
puños—. No lo entiendo... ¡No lo entiendo! Yo me acuerdo
de ella. Me acuerdo como si fuera ayer. Ella era buena
conmigo. Ella me quería, me... me cuidaba. Ella me... —Se
cubrió la bufanda con cuidado, como si fuera de un material
sensible—. Aprendió a coser y a hacer punto para
abrigarme. Me leía. Me arropaba. Jugaba conmigo al
escondite y con los muñequitos de madera. No lo entiendo...
—La voz se le quebró y no pudo contener a tiempo una
lágrima rebelde—. ¡No lo entiendo! ¿Por qué?
—Porque te habría arruinado la vida —resolvió el señor
Insley sin el menor atisbo de culpabilidad. Hasta el
momento había estado escuchando como si la situación le
aburriera inmensamente—. Si incluso los paletos del
condado se atrevían a apuntarla con el dedo y arrojarle
piedras pese a saber que era hija mía, ¿cómo no la iban a
tratar en Londres? Quedó confirmado que no existiría un
lugar seguro para ella en nuestro mundo en cuanto fue
presentada en sociedad y la reina hizo una mueca al verla.
Si la hubieran señalado como tu hermana, su mala suerte te
habría salpicado en los negocios, a la hora de casarte y
relacionarte con la aristocracia. Y lo último que necesitas es
mala suerte, Silas. Vas a heredar mi fortuna y la mitad de la
empresa, y no habría conseguido prometerte en matrimonio
con la hija del marqués si Primrose hubiese estado en la
ecuación.
—¡Sigue estando en la ecuación porque sigue estando en
el mundo! ¡Ella sigue siendo una Insley pese a todo! —rugió
Silas, rojo de rabia—. ¿Cómo ibais a evitar que nos
asociaran una vez yo llegara a la capital?
—Habrían dejado de invitarla a las fiestas para cuando tú
hubieras arribado a Londres. Solo las mujeres muy ricas
pueden disfrutar de más de tres temporadas, y, llegado ese
momento, la habríamos mandado a trabajar al orfanato de
Brighton. La habrían olvidado unos meses después por
nombre y apellido. Como si nunca hubiese existido.
—Lástima que no se pueda borrar a alguien del mundo
también «como si nunca hubiese existido» —dijo Sean con
frialdad—. Tarde o temprano, algo iba a delatar que
Primrose seguía vivita y coleando, y han tenido ustedes el
infortunio de que sea precisamente yo el que la haya vuelto
a poner en el mapa. Soy el hijo de lord Lucien Henshawe,
duque de Maybourne, lo que significa que, algún día,
tendrán que referirse a su hija como su excelencia... y que,
algún día, yo tendré el poder, el dinero y la influencia para
arruinarles la vida. Solo espero, por su bien, que para
entonces estén ustedes muertos. Muertos de verdad —
recalcó— o pasarán el resto de sus días penando en las
cloacas, rogando por estarlo.
Sean se dio media vuelta y abandonó el salón con la
esperanza de que su amenaza flotara en el aire para
siempre. Lo último que atinó a ver fue la palidez de la
señora Insley y la primera reacción de su marido: apretar la
mandíbula con impotencia. En cuanto a Silas, Sean sentía
en el alma la situación, pero no había nada ni nadie que
pudiese importarle tanto como Primrose y el modo en que
podría reaccionar si se lo contaba.
¿Debía hacerlo?
Claro que sí. Era su hermano de lo que estaban hablando.
Estaba a punto de subirse al caballo cuando unos gritos
provenientes de la casa llamaron su atención. Observó que
el muchacho bajaba las escaleras a trompicones y corría
sendero abajo para alcanzarlo. Silas se detuvo ante él con la
respiración agitada, ruborizado y con la marca de un golpe
en la mejilla.
Su padre debía haberlo atizado para acallar sus
reproches.
—Señor Connor... —gimoteó con las manos apoyadas
sobre las rodillas, luchando por recuperar el aliento. Alzó la
mirada vidriosa hacia él—. Por favor..., lléveme con usted.
Quiero verla. Necesito verla.
Capítulo 26

Sean apartó el pie del estribo y lo miró, vacilante.


El sentimiento de traición y el dolor del muchacho
parecían tan reales que sintió que podría tocarlos. Era un
milagro que la ternura de su corazón, la que saltaba a la
vista nada más conocerlo, hubiera sobrevivido en aquella
casa de desalmados.
Aun así, tenía sus reticencias. Reticencias que Silas,
siendo tan inteligente como su hermana, captó al vuelo.
—Me puedo figurar lo que está pensando. No hay ninguna
necesidad de alterar la paz de Prim. A estas alturas se habrá
acostumbrado a la ausencia de su familia y ya habrá
terminado de penar por mi... presunta... —No consiguió
expresarlo en voz alta. Hacía falta un tipo de sangre fría de
la que las personas bondadosas carecían—. Lo que pretendo
decir es que comprendo la profundidad del problema. Pero
yo también he recibido una noticia demoledora hoy, y
aunque me ha sido revelada la naturaleza cruel de mis
padres, no renunciaría a este nuevo saber a cambio de la
dulce ignorancia. No cuando significa que por fin puedo
reencontrarme con mi hermana. Aun así, me... me pongo en
sus manos, señor Connor. Usted la conocerá mejor que yo.
Sabrá qué preferiría ella —se resignó a aceptar, dolido
porque así fuera; porque su hermana fuera una
desconocida. Se armó de valor con una inspiración y volvió
a mirarlo con decisión—. Pero incluso si decide que es mejor
marcharse sin mí, quiero que sepa aquí y ahora que nada
impedirá que tarde o temprano la busque por mi cuenta. Al
final, sé dónde está.
Sean apreció en el muchacho la clase de determinación
que movía montañas.
Con su edad, él había sido un caballerete mimado que se
aferraba a la relación prohibida y obligadamente distante
que mantenía con su madre, a la imposibilidad de estar con
ella, para sentirse desgraciado. Su carácter sensible y
nostálgico le había impedido tomar medidas antes de que
los dieciocho le liberaran de sus obligaciones para con el
estudio. A los dieciséis, en cambio, Silas era capaz de
distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal, lo que
debía hacerse, lo que no debía tolerarse bajo ningún
concepto, y sintió hacia él la forma de admiración más pura:
la que inspiraba a un hombre a modificar su modo de ser,
pensar y actuar para parecerse al objeto de su
deslumbramiento.
Se había enamorado de aquel chiquillo como de la misma
Primrose.
Algo tenían que tener en la sangre.
«La terquedad, sin duda», comprendió.
—Si me dices que el reencuentro es inevitable, entonces
más me vale atribuirme los méritos de tu resurrección
mientras pueda. Como marido, he de seguir ganando
puntos —comentó con toda la simpatía que pudo reunir
dadas las circunstancias.
Fue suficiente con su esfuerzo para aliviar a Silas, que
esbozó una especie de sonrisa, aún trastocado por el shock,
y le hizo un gesto para que le esperase mientras iba por su
caballo.
Unos momentos más tarde, esposo y hermano iniciaban
la marcha camino a Arlington Abbey con nada encima salvo
lo puesto. Pensó con vaguedad que debería haber advertido
al muchacho de que les esperaba una ruta de alrededor de
ocho horas hasta Canterbury, y que no disponía de efectivo
para pagar una noche en una posada; si acaso lo justo para
realizar una parada en un abrevadero para que el animal
repostara. Pero una mirada de reojo bastó para comprender
que al joven le habría importado un ardite que hubiera
tenido que cruzar los infiernos para llegar hasta su
hermana. Había en su rostro una sombra de resentimiento
que mucho se temía que empeoraría con el correr de los
años, y una osadía más propia de un aventurero
empedernido que del heredero de una empresa de
alimentación.
—Me asombra que conserves los recuerdos de Primrose
—comentó Sean en voz alta—. La mayoría de la gente no
consigue hacer memoria más allá de los cinco años. Yo sí,
todo hay que decirlo, pero porque a los tres recién
cumplidos me tuve que despedir de la vida que había
conocido hasta el momento y eso me supuso una
conmoción.
—Lo mismo se podría decir en mi caso —respondió Silas
sin apartar la vista del frente. Cabalgaba como un jinete
experto. Los Insley debían de haber pensado que un hombre
tan importante como él lo sería debía saber montar—. Mis
padres siempre han sido afectuosos conmigo, ¿sabe? Sobre
todo mi madre. Pero no era comparable con el modo en que
Prim me trataba. Cuando se marchó a Arlington Abbey, y
recuerdo ese día con una nitidez que me asombra incluso a
mí, algo cambió para siempre. Cierto es que no sabría
describirle escenas completas o días enteros a su lado, solo
imágenes aisladas y lo que estas despiertan dentro de mí.
—Se le escapó una sonrisa dulce—. Sí que me acuerdo de
cuando me regaló la bufanda. Me la hizo más grande de la
cuenta para que me acompañara hasta la edad adulta. Ya
con nueve años era la mejor tejiendo, ¿sabe? Supongo que
se debe a que no pasaba mucho tiempo fuera... —Apretó los
labios, sobrevenido por la rabia hacia los menosprecios que
sufrió. El muchacho tenía que ser tan empático como su
hermana, porque pese a no haber vivido de primera mano
esos atropellos, producían en él la misma impotencia que en
Sean—. En fin. También recuerdo que me mecía entre sus
brazos hasta que me dormía, y entonces yo ya era lo
bastante grande para que le resultara incómodo alzarme en
vilo. Me ha sorprendido que me diga que somos igual de
altos, lo confieso. De niña era muy menuda y en extremo
delgada. Mi padre solía decir que parecía que se la fuera a
llevar el aire, y así es como yo la he estado imaginando.
—Incluso si hubiera conservado la complexión frágil, la
vida la ha endurecido —respondió con una sonrisa
abandonada, admirando el horizonte—. No se la llevaría el
aire porque no se la llevaría ni siquiera un huracán. Es más
terca que una mula y ha soportado más violencia de la que
nos correspondería a ti y a mí en esta y en todas nuestras
vidas.
Hubo un silencio en el que solo se escuchó el sonido de
los cascos de los caballos y sus respiraciones.
Fue Silas quien se animó a retomar la conversación.
—¿Es feliz ahora? —se atrevió a preguntar con una
seguridad de pega, decidido a no demostrar que le rompería
el corazón que afirmara lo contrario—. Ha mencionado en
casa que se encuentra bien, pero no sé si solo pretendía dar
una lección a mis padres.
—Quiero pensar que sí, Silas. Lo es. Lo que sí te puedo
jurar con pleno convencimiento es que garantizarlo se ha
convertido en la misión de mi vida.
—Usted la quiere —comprendió el muchacho tras unos
instantes de reflexión.
—Antes de haberla visto siquiera —confirmó con
humildad—. Ahora, más aún si cabe. Mi amor podría abrir un
agujero en la Tierra y salir por el otro extremo.
—Nunca he experimentado un sentimiento semejante —
confesó en voz baja al cabo de un rato, como si fuera una
vergüenza.
Sean se conmovió con ese síntoma de sensibilidad tan
impropio de los hombres y se comprometió a protegerlo de
la frialdad imperante en la sociedad, que esperaría su
presentación en Londres frotándose las manos.
—Ya te llegará. Aún eres muy joven, Silas... Puedo
llamarte así, ¿verdad? —inquirió para cambiar de tema,
convencido de que el joven agradecería una tregua tras el
traumático impacto—. Jamás he tratado de señor a alguien
más joven que yo, y tú debes de tener... ¿dieciséis años?
—Cumplí diecisiete la semana pasada. Y sí, prefiero Silas
a Bug, que es como me ha llamado cariñosamente mi
familia toda la vida... —Sacudió la cabeza, impotente—. Aún
no me lo puedo creer. He crecido sabiendo que mis padres
no... no apreciaban a Prim. Recuerdo cómo la trataban en
comparación con el modo en que se dirigían a mí, y lo
aliviados que parecían cuando pudieron dejar de
mencionarla en casa; fingir que nunca existió. Sin embargo,
yo... No los veía capaces de hacerle algo así a ella o de
atentar contra mis recuerdos. A fin de cuentas, de mí
depende que la empresa siga prosperando a su muerte.
¿Nunca pensaron que podría rebelarme a raíz de esto y
hundir el negocio por venganza? Deberían haber tenido algo
más de visión... Sobre todo porque mi padre habla de las
dichosas galletas como si de un ducado se tratara.
Sean soltó una carcajada, divertido con su desdén.
—Hay quien se toma su legado muy en serio, Silas.
—Prim también era su legado —replicó con resentimiento.
No le quedó otro remedio que darle la razón con un triste
cabeceo, pero se negó a permitir que el chico dedicara el
viaje a envenenarse y moderó el tono para sonar más
cercano.
—¿Cuál quieres que sea tu legado? Poniendo que
rechazaras la herencia o vendieras la empresa por piezas en
cuanto la recibieses, claro. ¿Tienes algún sueño?
Estuvo a punto de suspirar, más tranquilo, al ver que la
expresión sombría de Silas era sustituida por una mueca
dubitativa. No le importaría dedicar las siguientes horas a
distraerlo de sus pensamientos.
—Nunca lo he pensado, señor Connor.
—Sean.
—Sean —aceptó sin resistencia—. ¿Debería tener sueños?
—Eres un hombre y, además, no te falta el dinero. Como
mínimo, deberías aprovechar que puedes permitírtelos
económica, social y moralmente.
El muchacho asintió, prometiendo darle una pensada, y le
devolvió la pregunta sobre sus aspiraciones. Así fue como se
enzarzaron en una conversación que los distrajo del miedo a
romperle el corazón a Primrose en el proceso de devolverle
lo que más había amado.
De sus fantasías personales pasaron al árbol genealógico
de Sean, que le contó su historia de principio a fin para que
al menos comprendiera que todas las familias tenían
esqueletos en el armario; unas más, otras menos. Le
mencionó por encima lo que enseñaban en la escuela de
señoritas, solo lo justo para que llegase con una idea
general y se presentara con la actitud adecuada; suponía
que tanto a él como a Primrose les haría más ilusión que
fuese ella la que ahondara en las cuestiones relativas a su
educación.
Habían hablado de pintura, literatura, política
contemporánea; se habían contado chistes y habían
decidido que se gustaban el uno al otro para cuando el
atardecer tiñó de rojo la tierra y el edificio de la escuela
asomó en el horizonte.
—Estoy nervioso —reconoció Silas, aferrando las riendas
con fuerza—. Nadie me ha enseñado a comportarme en la
situación en la que descubres que tu hermana no está
muerta.
Sean se rio a su pesar. A lo largo del día había
descubierto que el muchacho había conocido los placeres
del sarcasmo a una edad muy temprana.
—Las situaciones para las que nadie te enseña cómo
comportarte son las mejores; te permiten dejarte llevar. Sé
tú mismo, Silas —le sugirió con un guiño—, y recuerda que
Prim te quiere incondicionalmente. No hay nada que puedas
hacer o decir para decepcionarla.
Mucho se temía que así era, y que si el apodado Bug
hubiese sido solo la mitad de despreciable que sus padres,
la joven habría celebrado su regreso de entre los muertos
de igual modo. Se habría llegado a someter a su tiraría,
incluso.
Gracias al cielo, Silas era la clase de persona que uno
siempre se alegraba de tener al lado.
El joven hinchó el pecho con una honda inspiración.
Contuvo el aliento un momento, pese a que el aire helado
debía de estar quemándole los pulmones, y así aguantó
hasta que los caballos llegaron al punto de bajada.
Sean alzó la mirada hacia el edificio y observó que las
luces del comedor estaban encendidas: ya andaban
preparándose para la cena. Nadie había informado a
Quitterie, sin embargo, porque estaba muy concentrada
dándole toquecitos a un nuevo cuadro con el pincel redondo
que Sean había puesto en sus manos.
La muchacha había escogido el porche para dar rienda
suelta a su imaginación. Al perderse en su propio mundo
creativo sin nadie que pudiese perturbarla con regaños
sobre su deplorable aspecto, había olvidado las buenas
maneras: tenía el vestido, las manos y la cara manchados
de pintura.
Quitterie se percató de que dos nuevos visitantes habían
desmontado y alzó la cabeza. Tuvo que pestañear varias
veces para enfocar la vista en algo distinto de su arte, señal
de que llevaba horas absorta en la tarea. Cuando por fin
despertó del trance, una sonrisa de oreja a oreja iluminó su
rostro. Sosteniendo el pincel, se agarró la falda con la otra
mano para ayudarse a bajar las escaleras a toda prisa e ir a
recibirle.
—¡Señor Connor! —exclamó, entusiasmada—. ¡Cuánto
me alegro de verle! ¡Qué ilusión que al final no se haya
marchado...!
—Hombre, sin mi mujer no me iba a ir a ningún lado —
bromeó con una sonrisa—. Señorita Tandye, permítame que
le presente a...
Fue a abarcar a Silas con el educado ademán de rigor,
pero se olvidó de lo que iba a decir al toparse con la
expresión del chico. La suya fue una mueca a caballo entre
el deslumbramiento inocente y la perplejidad porque el
tamaño milagro que era a veces la existencia de una mujer
bella estuviese teniendo lugar ante sus ojos, ojos indignos
del espectáculo.
En un primer momento se burló amistosamente para sus
adentros; y es que estaba claro que Primrose no era la única
Insley que no había visto mucho mundo si Silas reaccionaba
así ante la mera proximidad de una jovencita. Pero luego
echó un nuevo vistazo a Quitterie, esta vez a través de los
ojos de Silas, y comprendió el razonable origen de su
embeleso.
No era una niña bonita con un reluciente vestido nuevo,
perfumada para un baile y preparada para complacer a su
público. Era algo mucho mejor. Era una mujer desnuda de
pretensiones y artificios, tan solo enardecida hasta el delirio
por la gloriosa libertad que concedía practicar la vocación.
Una criatura salvaje, en definitiva. Tenía las mejillas
ruborizadas, el cabello electrizado por la humedad y suelto
sobre la espalda y sonreía curada de toda timidez, como
todo aquel que había encontrado su sitio.
—Por favor —murmuró Silas, prendado de ella—, dígame
que esa no es mi hermana.
Sean soltó una potente carcajada que desconcertó a la
francesa.
—Por supuesto que no. Esta es Quitterie Tandye, alumna
de la escuela y joven promesa de la pintura al óleo. Señorita
Tandye, él es Silas Insley, el hermano de Primrose.
—Encantada de conocerle —dijo ella, con prisa por
terminar con presentaciones absurdas. Enseguida volvió a
Sean, al que se atrevió a coger de la manga y tirar con
impaciencia—. Tiene que venir a ver el cuadro que comencé
hace dos días. Esta vez quería probar un paisaje y me he
decantado por lo que se aprecia desde el porche. Por favor,
señor Connor, si es un espanto, dígalo sin tapujos. Le juro
que lo soportaré. ¡Estoy preparada para cualquier cosa!
Sean prolongó su agonía por el placer de verla nerviosa y
se asomó al cuadro con su mejor expresión de crítico sin
escrúpulos... o la que él pensaba que sería la expresión de
un crítico sin escrúpulos. Por ninguna razón distinta de que
la hubiera halagado y animado a perseguir sus sueños,
Quitterie lo había nombrado su referente artístico. Y aunque
él no estaba de acuerdo con esa elevada consideración, no
iba a decepcionarla ahora.
Como ella no lo decepcionó a él con su cuadro.
—¿Es horrible? —musitó Quitterie al ver que tardaba en
dar su valoración.
—Señorita Tandye... —Hizo una pausa para respirar hondo
—. Este es el mejor primer paisaje al óleo que he visto en mi
vida. Podría pasar perfectamente por el tercer o cuarto
paisaje de un estudiante avanzado. Mi más sincera
enhorabuena.
—¿De verdad? ¿No exagera? ¿No lo dice para
contentarme...?
Se calló, confundida. No se le había dado el caso de que
alguien la adulara por el placer de hacerla feliz; pese a
haberlo puesto sobre la mesa, no entendería por qué Sean
haría algo semejante.
—Es muy bonito, señorita Tandye —consiguió articular, y
no sin dificultad, el joven Insley.
Se había quitado la bufanda y ahora la retorcía en el
regazo con un nerviosismo que le habría convenido ocultar
si se hubiese tratado de cualquier otra mujer; Sean era de la
opinión de que el bello sexo percibía la vacilación en los
hombres y, como los animales más sabios, desestimaban a
las presas débiles. Pero Quitterie superaría a cualquiera en
timidez y prudencia, y prueba de ello fue que apenas se
atreviera a mirarlo de reojo con el rostro enrojecido de gusto
y también de vergüenza.
—Gracias —musitó.
—Quitterie, ¿todavía sigues aquí? —oyeron que decía una
voz femenina. La puerta se abrió y Primrose se asomó con
una mano sobre la cintura—. Ya estamos todos listos para
cenar. No nos hagas esperarte, anda, que Rebecca tiene una
migraña de padre y muy señor mío y le gustaría irse a
dormir cuanto... ¡Sean! —exclamó nada más verlo. Lo
deslumbró con la sonrisa de bienvenida más bella de la
historia de las sonrisas de bienvenida, presa de una ilusión
halagadora.
En cuanto él extendió los brazos para recibirla en
condiciones, Primrose se agarró las faldas para alcanzarlo
en tres zancadas. Sean giró con ella en brazos, cubriéndole
la cara de besos. No la habría bajado nunca de no haber
sido por Silas, cuya presencia recordó en cuanto atisbó su
perfil por encima del hombro de la joven.
—¿Por qué me sueltas? —se quejó en cuanto tocó tierra.
—Porque te he traído un regalo y quiero que lo veas.
Le puso las manos sobre los hombros y la giró en
dirección al paralizado Silas.
Casi se compadeció del chico por los dos impactos que se
había llevado en la misma tarde: el flechazo de Cupido y el
reencuentro con quien una vez fuera su ser más querido.
Se movió rápido para no perderse la expresión de
Primrose, que, sin fijarse muy bien en el muchacho, ya iba a
abrir la boca para preguntar de qué se trataba.
La última vez que lo había visto, el chico aún era muy
pequeño. Habría sido comprensible que no lo reconociese,
pero Silas seguía retorciendo la bufanda con las manos,
cada vez más angustiado, y el hecho de que tuviese que
parpadear rápido para contener las lágrimas en presencia
de Quitterie habló por mil palabras.
La incomprensión, la extrañeza, el shock. Todo eso y
mucho más fue conquistando la expresión de Primrose
hasta que se le escapó una especie de gimoteo
entrecortado y tuvo que llevarse la mano a la garganta.
—¿Bug? —consiguió musitar—. ¿Eres tú?
Capítulo 27

Nada podría haberla preparado jamás para el shock de


reencontrarse con su hermano. Porque era su hermano.
Algo, llámese instinto, llámese vínculo sanguíneo, había
hecho latir su corazón nada más verlo. De niño era rubio
como un danés y aún no se le notaban ni los hoyuelos de las
mejillas ni la graciosa línea que dividía su barbilla, pero la
dulzura de sus ojos almendrados era inconfundible, y había
olores familiares, asociados a la persona más querida, que
no se olvidaban así pasaran mil años. Silas ya no olía a talco
y a bebé, y, aun así, su aroma natural, la esencia personal,
guardaba similitudes con el del pasado.
Primrose transitó todas las emociones en el curso de la
calurosa bienvenida, la invitación al interior de la escuela y
las horas posteriores, que pasó sin despegarse de él un solo
minuto. No se le ocurrió preguntar cómo era posible aquel
milagro por si acaso la imagen se deshacía ante sus ojos.
Tuvo que apretarle los hombros, los brazos y las mejillas una
y otra vez para cerciorarse de que era real y sus más locos
sueños no le estaban jugando una mala pasada. Silas se
dejaba hacer, risueño como siempre había sido, y
correspondía sus apretones, sus besos y sus lágrimas de
incredulidad con gestos de afecto de la misma índole.
Su hermano aún era muy pequeño cuando vivían juntos y
no era insólito que entonces se mostrara cariñoso, la que
era la naturaleza de la mayoría de los niños, pero ahora que
iba camino de convertirse en un hombre, sorprendía que no
le avergonzara gritar a los cuatro vientos su amor hacia ella.
Un amor que había sobrevivido a lo inimaginable y que
Primrose sintió físicamente incluso antes de fundirse en el
primer abrazo de muchos.
Aunque Silas confesó llevar más de ocho horas montando
al trote y debía de estar muerto de hambre, insistió en que
no le importaba perderse la cena con tal de encerrarse con
su hermana en la sala de visitas. Mientras se hacían
constantes reconocimientos físicos y se hablaban entre
balbuceos y sollozos, los silenciosos criados fueron entrando
de puntillas, con cuidado de no interrumpir, para servirles
una versión menos copiosa del menú. Ninguno de los dos
reparó en la presencia de dos platos de sopa humeante en
la mesilla porque, para empezar, no fueron siquiera
conscientes de que tenían hambre.
No quisieron ni sentarse enfrentados; situados el uno al
lado del otro, rehusaron soltarse las manos hasta que la
emotividad del principio se disolvió lo justo para permitirles
comenzar una conversación coherente más allá de «qué
mayor estás», «eres tan guapo como papá debió serlo
cuando era joven», «te veo tal y como imaginé siempre que
serías con esta edad», «que Dios te bendiga mil veces».
Tuvieron que pasar unas horas hasta que Primrose cayó
en la cuenta de que aquello no podía ser un milagro, sino
obra de un malentendido.
—¿Cómo es que estás aquí?
La pregunta mermó la ilusión de Silas.
—El señor Connor vino a visitar a papá y a mamá para
anunciarles que te habías casado, y... y no dudé en pedirle
que me trajera hasta aquí. Al principio tuvo sus dudas
porque quería protegerte, pero no me costó hacerle entrar
en razón. Soy consciente de que mi presencia conlleva
revelaciones insoportables —añadió en voz baja con la
cabeza gacha. Se había comprometido a asumir toda la
culpa del dolor que Primrose pudiera sentir—. Aun así,
pensé que si te alegrabas de verme solo la mitad de lo que
lo he hecho yo al saber que estabas bien, habría merecido
la pena.
—Pero ¿dónde creías que estaba? —se rio ella, nerviosa.
—¡El viaje ha sido increíble, por cierto! —continuó Silas,
ignorando abiertamente su duda. Perdió la mirada en la
habitación, posándola primero en la lámpara de araña,
luego en las figuras geométricas de la moqueta, después en
sus manos unidas a las de Primrose—. He tenido la
oportunidad de conocer al señor Connor en profundidad.
Hacía siglos que no trataba con un hombre tan honrado. ¡E
interesante! Ha estado contándome largo y tendido cómo es
la vida en Irlanda, me ha iluminado sobre cuestiones
políticas a las que era ajeno... Estoy orgulloso de que hayas
elegido tan sabiamente a tu marido, Prim.
—Me alegra que hayáis hecho buenas migas —aplaudió
con una sonrisa inquieta—, pero no has contestado mi
pregunta.
—¿Vas a irte a vivir con él a Belfast? —prosiguió con su
conversación paralela, forzando un tono amigable—. ¿Os
quedaréis en Inglaterra, mejor? Imagino que lo segundo, ya
que su herencia le vincula al territorio inglés...
—Silas —insistió, esta vez en tono admonitorio—. ¿Qué
está pasando? ¿Cómo es posible que estés vivo? Madre me
mandó una carta hace años contándome que habías
enfermado de escarlatina, y unos pocos meses después me
informó que ya no estabas en este mundo. Quise asistir al
funeral, ver tu tumba, pero me dijeron que sería mejor que
no; que estaban intentando protegerme del impacto de ver
un féretro tan pequeño, y... —Tragó saliva.
Silas se puso más rígido aún si cabía.
Tras hacer acopio de todo su valor con una inspiración,
dejó de rehuirle la mirada.
—Ojalá hubieras venido de todos modos —confesó en voz
baja—. Habrías descubierto la mentira mucho antes y
ninguno de los dos habría tenido que acostumbrarse a la
ausencia del otro. Habríamos podido crecer juntos,
habríamos... —Se disculpó con una mirada herida por
haberse atrevido a plantear vidas que ya se les habían
escapado de las manos—. Nunca he enfermado de
escarlatina, Prim. Siempre he estado sano como un roble.
El shock le impidió llegar a la conclusión obvia, quizá
porque además de evidente era de una crueldad gratuita y
despreciable.
—¿Y por qué...? ¿Por qué madre...?
Silas se humedeció los labios, nervioso, y tuvo que
apartar las manos para secarse el sudor de las palmas en el
pantalón.
—Prim, no quiero hacerte daño, y tampoco sé si me faltan
los escrúpulos para pronunciar algo así en voz alta —
murmuró con el alma en vilo—. ¿No podemos fingir que
simplemente no nos veíamos en años porque no nos era
posible coincidir y... disfrutar de nuestra mutua compañía
ahora? ¿Por qué no me cuentas cómo ha sido tu vida en la
escuela? Parece un lugar acogedor. —Y probó a sonreírle
esperanzado.
Primrose no pudo reaccionar enseguida, cada vez más
conmocionada.
En el fondo, carecía de sentido insistir en conocer un
porqué que llevaba toda la vida siéndole revelado en
pequeñas y dolorosas dosis. Con grandes o medianos gestos
que clamaban al cielo, sus padres le habían demostrado una
y otra vez que no solo no la querían, sino que, de haberles
sido posible, la habrían enviado al mundo de los niños que
nunca nacían. No quería pensar que pudieran haber tenido
la sangre fría de, además de escamotearle su propio afecto
y hasta su simple tolerancia, arrebatarle el inmenso
consuelo de tener un hermano que la adoraba y en el que
se volcaba con dedicación maternal.
Pero no había ninguna otra explicación. Se habían
asegurado de que no volvía a pisar la casa familiar y no se
vinculaba de nuevo con los Insley cortando el único hilo que
seguiría propiciando visitas regulares a un lugar donde no
era bienvenida.
Miró a su hermano con un nudo en la garganta. Vio en su
semblante un rastro del sentimiento de traición que ella
podía entender ahora que le era revelada la verdad, mas no
experimentar en sus carnes. Primrose no podía sentirse
decepcionada con sus padres por más que se hubiesen
excedido en su castigo. Llegó a acostumbrarse al odio que
sus padres le profesaban; haberla privado de testimoniar el
crecimiento de su hermano casaba con el modo en que
siempre la habían tratado. Y lo que era más, no dejaba de
ser una conclusión natural de dicho odio.
No era así en el caso de Silas, sin embargo. Debía de
haberse llevado un golpe fatal, entre otras cosas porque él
no contaba con la armadura de la cruda experiencia para
encajar el shock.
Aunque nada quería más que satisfacer sus dudas, así la
llevaran a los infiernos conociendo los detalles, Primrose se
apiadó de Silas e hizo lo que le había pedido: devolverle la
sonrisa afectuosa y guiar la conversación por derroteros
mucho menos peliagudos.
—Dime —lo animó, volviendo a cogerlo de las manos—.
¿Has estado tú en alguna escuela? ¿Has asistido a Eton?
¿Acudirás a la universidad el año que viene?
El alivio de Silas fue palpable.
—¡Así es! Aunque estar rodeado de aristócratas me hace
flaco favor a la hora de destacar, soy tan disciplinado que
todos los maestros me felicitan constantemente. Dicen que
no tendré problema en convertirme en uno de los mejores
estudiantes que han pisado Cambridge.
—¡Cambridge! —exclamó, de veras orgullosa—. Qué
maravilla, Silas. Pero apuesto a que no todo es aprender
matemáticas, ¿a que no? ¿Te has divertido siendo interno en
el colegio? ¿Has conocido a muchachos afines a ti?
—¡Desde luego! ¡Me muero de ganas de presentártelos!
¡Estoy seguro de que los adorarás! Aunque no te mentiré,
Prim. Me ha costado hacerme un sitio en una escuela tan
elitista como Eton, y sé que la universidad no será más fácil.
Al principio nadie quería dirigirme la palabra por los
orígenes humildes de nuestra familia: un padre que se fue a
las Américas a hacer fortuna, un negocio levantado a
medias con la colaboración de un empresario danés, una
familia que apenas entra en la consideración de burguesa...
Suerte que acabé haciendo buenas amigas con Hugh y
Stirling, el hijo de otro nuevo rico y el heredero de nada
menos que un ducado respectivamente. No te lo vas a
creer, pero justo el que será duque es el que menos en serio
se toma las clases y se pasa el día entero haciendo
canalladas... ¡Es el tipo más divertido que he conocido
jamás!
—Bueno, no está de más pasar un buen rato de vez en
cuando, pero no te vayas a dejar influir por su
comportamiento libertino, ¿eh? Es importante que te
centres en estudiar.
—Claro, claro...
El hecho de que fuera su hermano, el regresado de entre
los muertos, el que se había llevado el peor golpe, quien
hacía las delicias de la noche con sus relatos de travesuras,
sus muecas expresivas y sus grandes aspavientos, la ayudó
a condenar a un rincón las duras confesiones que tenían por
delante. A cada tanto se le saltaban las lágrimas de
incredulidad, todavía incapaz de comprender cómo era
posible y por qué alguien cometería una crueldad semejante
contra ella, pero Silas se apresuraba a contarle una historia
desternillante y conseguía ahuyentar la inevitable tristeza
durante un rato más.
Tal fue su compromiso con salvarla de la autocompasión
que las manecillas del reloj dieron vueltas y vueltas y se
cumplieron las nueve, las diez y las once. Para cuando cayó
la medianoche, le había tocado a Primrose el turno de
contar cómo habían sido los últimos años.
En lugar de horrorizarlo con el acoso que había sufrido
cada vez que había salido de la escuela, se ofreció a llevarlo
de paseo por la biblioteca, el salón principal, el invernadero
y el resto de las dependencias que creyó que merecían la
pena.
En el paseo se encontraron con una desvelada Lavinia.
Todavía no se había quitado el uniforme: la descubrieron en
el pasillo que daba a las salitas de uso personal de las
alumnas con una lámpara de gas en la mano y los ojos
iluminados de quien había superado las necesidades del
sueño.
—Señorita Vallans —se apresuró a explicarle Primrose—.
Espero no haberla despertado con el ruido; estamos
procurando moderar el tono para no molestar con nuestra
conversación. Sé que no son horas, pero quería enseñarle la
escuela a mi hermano aprovechando que no
interrumpiríamos clases, sesiones de limpieza o visitas.
Lavinia lucía un gesto más tenebroso de lo habitual, y el
juego de luces y sombras que la lamparilla proyectaba en su
rostro no ayudaba a suavizar el impacto. Posó una mirada
en Silas, que le sonrió con un encanto que no era de ese
mundo para persuadirla de no mandarlos directos a la
cama, y luego volvió a Primrose.
—Podéis dar las vueltas que gustéis. Eres una mujer
casada; ya no tienes que ceñirte a las normas de la escuela
—determinó, y volvió a echarle un vistazo rápido a Silas.
Abrió la boca para decir algo que parecía estar matándola,
pero al final se limitó a transmitírselo de forma no verbal a
Primrose con una mirada resignada—. Tu hermano puede
quedarse el tiempo que desee, al igual que el señor Connor
y, por supuesto, tú misma.
La exalumna asintió con un nudo en la garganta,
comprendiendo que la señorita Vallans estaba tanto o más
impactada por la noticia de la resurrección que ella y que
ardía de rabia en el nombre de Primrose.
Aunque su sobriedad a la hora de mostrar afecto y la
inflexibilidad al impartir las clases o mencionarse las normas
del decoro la hacían parecer insensible, la verdad era que la
maestra de literatura tenía un corazón de oro y se dolía por
sus muchachas como la que más.
—Gracias, señorita Vallans.
Lavinia se limitó a asentir con sequedad y retomó su
camino hacia tal vez la biblioteca, donde se rumoreaba que
pasaba las noches que le costaba conciliar el sueño... que
eran las de más. Silas y Primrose pudieron seguir su camino
en la dirección contraria, armados cada uno con una
lámpara y con el mutuo deseo de alargar el reencuentro lo
máximo posible.
Pero no podría durar para siempre, porque, aunque
sobreexcitado por el viaje y la proximidad de su hermana, el
joven seguía estando cansado.
—La señorita Vallans es muy bella —señaló Silas.
Primrose le lanzó un vistazo burlón.
—¡Tiene el doble de años que tú!
—Eso no la hace menos atractiva. Y, si te digo la verdad
—añadió en tono pedante con una mueca cómica. Primrose
se había dado cuenta de que era tremendamente expresivo,
pero, además, exageraba sus aspavientos para arrancarle
una carcajada a su interlocutor—, siempre que me he
enamorado, lo he hecho de mujeres mayores que yo. Como,
por ejemplo, mi primera institutriz, la señorita Fay. Lástima
que renunciara al puesto nada más recibir la fervorosa carta
de amor que le escribí.
—¿Fervorosa, dices?
—Dijo que no había leído nada tan escandaloso en sus
cuarenta años de vida.
—¡Por el amor de Dios...! —Pestañeó al reparar en un
detalle, que le hizo girarse hacia él con una mueca burlona
—. Espera, ¿cómo que «siempre que me he enamorado»?
¿Es que te has enamorado varias veces a tu edad?
—Bastante. Nuestra vecina, Rita Turner; la institutriz,
Marlene Fay; la esposa del socio de mi padre, la señora
Therese Dahl; oh, y la madre de mi buen amigo Polly, lady
Olivia Lovelace. —Lanzó una mirada soñadora al techo—.
¡Qué mujer! Y creo que yo también le intereso, solo que es
demasiado recta para permitirse un idilio apasionado.
Además de que su hijo me retiraría el saludo —agregó,
pensativo—. Es muy protector con la dama.
—¿Te has vuelto loco? —se mofó Primrose, no sabía si
más divertida u horrorizada—. Que yo recuerde, la señora
Turner y la señora Dahl podrían ser tu madre, e imagino que
lady Olivia Lovelace también. ¿Se puede saber cuál es tu
problema, jovencito?
Silas se encogió de hombros.
—Supongo que me gustan las mujeres con las que se
puede conversar sobre cualquier materia. Las muchachas
jóvenes suelen ruborizarse en mi presencia y comportarse
de un modo muy extraño. Esas criaturas escapan a mi
entendimiento. Las señoras, en cambio... —Se mordió el
labio.
—Bueno, mientras te cases con una mujer que aún pueda
engendrar hijos, no creo que se planteen desheredarte —
bromeó Primrose.
—Oh, en ese aspecto ya estoy cubierto. ¿No te acuerdas
de que siendo niño me prometieron a la hija del marqués de
Fellowes, lady Sage Dinklage?
—¿Cómo? —jadeó, anonadada—. Pero... pero... ¿la
conoces?
—Sí, claro. Milord nos visita cada tres meses, procurando
que coincida con el fin de semana que regreso de la
escuela, y tiene la bondad de traerla consigo. Es una joven
muy bonita e interesante. Somos buenos amigos. Dicen que
eso es lo mejor a la hora de formalizar un matrimonio, que
las partes se conozcan, se respeten y se lleven bien.
—Sin duda es importante —le concedió ella a
regañadientes—, pero... Eres un soñador, Silas. Y muy
enamoradizo, por lo que veo. ¿Cómo vas a casarte con
alguien que no amas?, ¿alguien con quien te prometieron
cuando no tenías ni voz ni voto? Y que, para colmo, está
muy por debajo del rango de edad que te interesa —añadió
con un codazo amistoso.
Silas se encogió de hombros con aire huraño.
—Todo está por verse. No me has hablado de tus
compañeras, por cierto —cambió de tema. Primrose no
había tardado en percatarse de que era algo que tendía a
hacer, y sin ninguna clase de sutileza, cuando no le apetecía
hablar de algo—. Sean las ha mencionado en el trayecto.
Una tal señorita Burton y nada menos que la condesa de
Haverford. ¿Eso es todo? ¿No has entablado amistad con
nadie más? —añadió, esforzándose tanto por disimular que
el asunto era de su interés que Primrose enarcó una ceja.
—Me temo que no, eso es todo. Aunque es verdad que,
aparte, tenía enemigas, pero creo que esas rivalidades
absurdas ya han tocado a su fin. ¿Por qué lo preguntas?
Volvió a encogerse de hombros.
—Por nada. Mera curiosidad... —Fue a decir algo más,
pero un cómico bostezo se interpuso en su camino. Hizo un
sonido gracioso a la par que se estiraba con los brazos en
alto, arrancándole una risotada a su hermana en el proceso.
—Vete a dormir, anda —le recomendó Primrose—. Debes
de estar cansado del viaje.
—¿Y qué? Prefiero seguir hablando contigo —atajó, y se
aferró a su brazo como si temiera que se la fuese a llevar el
viento.
Ella se rio y le robó un beso en la coronilla.
—Mañana seguiré aquí, niño tonto. Retomaremos la
charla donde la hemos dejado, te lo prometo.
—Bueno —refunfuñó sin tenerlas todas consigo—. Pero
tendrás que hablarme de esas rivalidades. Ha sonado muy
interesante.
Se dejó acompañar a la habitación que las maestras
habían dispuesto para él en el ala opuesta a la alcoba donde
descansaban las alumnas —por la que Silas preguntó como
quien no quería la cosa—, y se despidió de ella con un
abrazo tan apretado que mandó de cabeza a Primrose al
estado de sensibilidad inaudita que había estado cerca de
romperla nada más reconocerlo.
—Te quiero mucho, ¿sabes? —murmuró Silas con la
barbilla pegada al hombro de su hermana—. He pasado
todo el viaje haciendo pausas cada media hora para orinar
porque no podía aguantarme de los nervios que tenía.
Aunque el señor Connor no cesaba de insistir en lo
contrario, me daba miedo que te hubieras olvidado de mí...
o que no congeniáramos después de tanto tiempo, o... o
verte y no reconocerte. No sentir nada, en el peor de los
casos. Pero ha sido... ha sido... —La apretó más fuerte—. Ha
sido perfecto, Prim.
Ella cerró los ojos y se dejó embargar por la emoción.
—Eres tal y como siempre pensé que serías con diecisiete
años, Bug.
—¿No soy un poquito mejor?
—Pues ¿sabes qué? Tienes razón. Eres mucho mejor.
Lo sintió sonreír pese a no verle la cara, y agradeció que
así fuera, porque, si se hubiesen mirado, él habría visto que
sus lágrimas de alegría se mezclaban con las de una tristeza
desconsolada. O, lo que era peor, inconsolable.
—Buenas noches, Prim. Mañana te veré —le dijo, y no
sonó como una fórmula de cortesía carente de
intencionalidad, sino como una promesa con todas las de la
ley; un juramento amenazador hacia quienquiera que osara
interponerse en su camino.
—Buenas noches, Bug.
Pero no lo abandonó en la puerta, sino que se quedó bajo
el umbral, de espaldas, mientras él cambiaba la ropa de
viaje por el camisón que le habían proporcionado en la
escuela. Cuando estuvo listo y ya tendido en la cama,
Primrose se giró y lo vio tan pequeño y vulnerable como
cuando era un bebé; al menos, la sensación que la embargó
al toparse con su mirada sentida y aniñada fue tan similar
que no pudo resistirse y, a riesgo de ganarse una
reprimenda de su parte por tratarlo como a un crío, se
acercó y lo arropó igual que antaño.
Silas no solo no se opuso, sino que sonrió, conmovido, y
cerró los ojos como si tuviese la certeza de que por fin
dormiría en paz.
Primrose le besó la frente y le lanzó un último vistazo
antes de cerrar la puerta.
Se dirigió a la habitación que le correspondía ahora que
era una mujer casada sumida en un estado de irrealidad.
Conforme más se alejaba del dormitorio de invitados, más
fuerte era el deseo de rehacer sus pasos y montar guardia
allí, negándose a pegar ojo, para asegurarse de que nadie,
ni un ser humano ni un espíritu inmortal, se atrevía a
arrebatárselo de nuevo.
Las emociones contenidas por el bien del reencuentro la
persiguieron como una horda de fantasmas, y para cuando
abrió la puerta de la alcoba que compartiría con Sean,
estaba tan tensa por fuera y blanda por dentro que no se
sentía ni ella misma.
Su marido estaba despierto. Se había sentado a esperarla
repantigado en un sillón orejero y con los pies sobre la
mesilla. La luz de un par de lámparas lo iluminaba por
ambos costados, haciendo perceptible su tarea y la
parsimonia con la que la desempeñaba. Le ocupaba el
sombreado con carboncillo de un boceto, del que apenas
percibió la sombra.
—Hombre, señora... Dichosos los ojos —comentó de buen
humor—. Por fin se acuerda de que tiene usted un marido
que precisa atención constante.
La voz de Sean conectaba con la más sensible de sus
fibras ocultas. No le sorprendió que, nada más escucharlo,
la presa que contenía sus sentimientos se viniera abajo y
rompiera a llorar sin consuelo. Él, en lo absoluto sorprendido
—es más; por la seguridad que guio sus movimientos,
parecía haber permanecido despierto para consolarla—,
dejó a un lado del dibujo y se levantó para abrazarla.
Capítulo 28

Primrose se aferró a su camisa desesperadamente,


esperando desahogar solo un ápice de la impotencia que le
costaría toda la vida superar.
—¿Por qué me harían algo así? —sollozó con la voz
entrecortada—. ¿Qué les he hecho yo, Sean? ¿Nacer? ¿No
era suficiente con abandonarme en la escuela a una edad
en la que las niñas no tienen siquiera el periodo? ¿También
tenían que matar a mi hermano, que era la razón de mi
existir hasta que por suerte encontré a Dios y Él me salvó
de la amargura?
Sean le cubrió la nuca con una mano protectora y, con la
otra, le acarició la espalda de arriba abajo. Sabía con
exactitud lo que estaba haciendo, porque los movimientos
rítmicos la ayudaron a ir poco a poco dejando de temblar.
—No busques una justificación porque no existe, cariño.
Lo único que has de saber es que hay buenas y malas
personas en este mundo, y son dos tipos de caracteres que
jamás se van a entender.
—Pero... pero... —hipó—. No es justo. Todo este tiempo...
Yo... yo... yo me aferré a Dios por eso, ¿entiendes? Elegí el
cuaquerismo entre las corrientes variadas del cristianismo
porque recalcaba con especial hincapié que, como hija del
Señor, poseo un valor especial, único e irrepetible. Pero el
motivo por el que me dediqué en cuerpo y alma a la religión
antes de eso fue mi hermano. Porque la existencia de Dios
me prometía... me prometía que él habría hallado el
descanso, la paz y la vida eterna. Era lo único que me
consolaba, y ahora... ahora... ahora no entiendo cómo Dios
ha podido permitir que alguien nos haga tanto daño.
—En lo que respecta a tus padres, no hay deidad que
valga. Más bien lo contrario. Son la prueba de que es el
diablo el que trabaja sin descanso. Esa gentuza arderá en el
infierno, y si esta certeza no basta para aliviar tu dolor,
dímelo y me encargaré de que sufran lo inimaginable
también en la vida que les queda.
Primrose sorbió por la nariz y se separó para mirarlo a la
cara. La determinación que vislumbró en él la impresionó.
—No quiero venganza —musitó, preocupada por si
cumplía la promesa implícita en su rabia—. Solo quiero estar
en paz. Y aunque eligiera perpetuar ese círculo vicioso de
violencia, ¿qué podrías hacer tú para hundir a un hombre
con tanto dinero? —Cayó en la cuenta de algo que Silas
había mencionado y le había pasado por alto hasta ese
momento—. Ahora que lo pienso, mi hermano me ha
comentado que vas a recibir una herencia. ¿Lo has dicho por
eso? ¿Pretendes usar dicha herencia para tomar represalias?
Como había observado que era costumbre siempre que
se pretendía introducir un asunto crucial, Sean se separó lo
suficiente para permitirle respirar y pensar con claridad. Se
mostró irritado porque Silas hubiese mencionado el tema
antes que él, pero controló sus emociones y se dirigió al
borde de la cama, a donde la invitó a sentarse tendiéndole
una mano amable.
Ya cómodos en el borde del colchón, Sean dijo:
—Te he hablado de mi padre.
—Sí... Aunque nunca has llegado a decirme su nombre ni
a qué se dedica.
—Eso es porque no se dedica a gran cosa. Al menos, no
me parece que los aristócratas hagan nada venerable, ni
por el pueblo ni para sí mismos. Soy de la opinión de que no
solo no dan trabajo a la gente humilde, sino que se
aprovechan de su situación para explotarlos..., pero
supongo que esa es otra conversación.
—¿Aristócratas? —repitió, perpleja—. ¿Tu padre es... un
noble?
—No creo que posea ninguna nobleza moral, pero sí
pertenece a ella como grupo social. A lo mejor has oído
hablar de lord Lucien Henshawe, duque de Maybourne —
dijo, casi molesto con su participación en el árbol
genealógico—. Soy su legítimo heredero.
La noticia le cayó como un jarro de agua fría. Soltó la
mano que Sean le había estado sosteniendo y se echó hacia
atrás sin darse cuenta de hasta qué punto rechazaba la
noticia.
—¡Y lo dices como si tal cosa! —exclamó—. ¡Incluso yo,
que apenas he salido de Arlington Abbey, sé quién es el
duque de Maybourne! Pensaba que estarías hablando de
un... de un... barón, o un vizconde, o... ¡El duque de
Maybourne! ¿Quieres decir que...?
—Que, cuando fallezca, heredaré su título, su fortuna y
sus propiedades; que, en su debido momento, tú y yo nos
mudaremos a la finca ducal, a Henshawe House. Podrás
imaginarte por lo que te he contado relativo a su carácter
que está muy interesado en conocerte en persona —
prosiguió, tratando de convencerla de calmarse con su tono
más conciliador.
Pero el contenido de su mensaje no hacía sino
escandalizarla.
—Un momento... ¡Un momento! —lo cortó, agobiada. Alzó
las dos manos—. ¿Cómo diantres vas a ser...? ¿Qué...? ¡Se
supone que tienes una granja en Belfast y sueñas con
dedicarte a la pintura! ¡Mejor dicho, se supone que trabajas
en una granja a las afueras de Belfast, de la que en realidad
no eres propietario! ¡Se supone que eres un hombre
humilde!
—Soy de la opinión de que la vida es muy larga y siempre
se pueden combinar vocaciones.
—¿Te estás riendo de mí? —jadeó, al borde del desmayo.
Sean empezó a preocuparse al ver que no conseguía
volver en sí misma y trató de cogerle la mano.
—Por supuesto que no, Prim.
—¿Acaso te parece que se puede combinar ser pintor, ser
granjero y ser duque?
—Muchos artistas a lo largo de la historia, por no decir la
mayoría, han tenido dinero e influencia. Me atrevería a
decir, de hecho, que tener dinero e influencia es lo que te
permite dedicarte a pintar sin preocupaciones de ningún
tipo, puesto que las necesidades básicas las tienes
cubiertas. Si no, has de sacrificar todo tu tiempo para solo
ganarte el pan, lo que, por supuesto, viene con el alto precio
de olvidarte de tus aspiraciones. No negaré que me alegro
de heredar esa fortuna y de disponer de buena parte de ella
mientras mi padre viva gracias a sus generosas donaciones.
Me ayudará a seguir dándome a conocer en el mundo del
arte, y, además, me permitirá mantener a mi madre. Estoy
harto de que se destroce las manos y la espalda trabajando
de sol a sol por cuatro sucias perras —añadió entre dientes
—. Eso se acabará en cuanto el duque me garantice el
acceso a sus cuentas.
Primrose se obligó a ser razonable al oírle hablar de sus
legítimos propósitos. Era una buena noticia para él; la mejor
de las noticias, en realidad. La clase de noticia que
garantizaba una vida cómoda y estable, todo el ocio que se
le pudiera ocurrir a un ser humano, y eso por no mencionar
que granjeaba el respeto de las clases medias y bajas, traía
honor a la casa y le prometía un futuro brillante a la
descendencia.
Aun así...
—¿Por qué no me lo dijiste desde el principio, Sean?
—Porque no quería que la señorita Burton se enamorara
de mí por mi futuro ducado —respondió con sorna. Le guiñó
un ojo al pronunciar el nombre de su amiga, pero Primrose
no pudo reírse. Ni siquiera sonreír. Era demasiada
información la que le estaba soltando en muy poco tiempo,
y ya estaba saturada antes de entrar al dormitorio.
Ahora no podía ni respirar con normalidad.
—¿Cómo es... posible? No eres hijo de lady Maybourne.
Ninguna de las tres —expresó con el mayor tiento posible—.
¿Pretenden ponerte en la difícil posición de pasar el resto de
tu vida defendiendo tu legitimidad en las altas esferas? Se
te condenará al ostracismo social, y eso como poco, si llega
a descubrirse tu verdadera condición.
—Nací cuando su segunda primera esposa ya se había
encerrado en el campo para rebelarse contra sus escarceos.
Nunca hubo sospechas de que no fuera hijo suyo. Para más
inri, mi padre me presentó como su heredero desde el
primer día. Nadie pensaría que he salido de la nada.
Recuerda que me educó y me mantuvo en Henshawe House
desde los tres hasta los dieciocho años. Se sabe de mi
existencia.
—Pero te fuiste a Irlanda y te cambiaste el apellido. Sean
Connor.
—Me lo he cambiado por gusto y para el trato de tú a tú.
Eso no quiere decir que existan papeles que puedan
ponerme en un compromiso. A ojos de la sociedad y en
tierra inglesa, soy lord Sean Henshawe, hijo del duque y la
duquesa de Maybourne. —Hizo una pausa para escudriñar la
expresión de Primrose. Tuvo que tomarla de la barbilla para
que enfocase la vista y volviera al momento presente—.
¿Por qué estás disgustada? No se me ocurrió que pudieras
tomarte a mal que tu marido se convirtiera en un hombre
rico e influyente.
—Ni me suma ni me resta que recibas una fortuna en
herencia u ostentes un título nobiliario —reconoció.
Pretendía reservarse lo que opinaba para evitar arruinarle la
ilusión, pero la mirada fija de Sean sobre ella la disuadió de
contar una mentira piadosa—. Es solo que... Esa fortuna y
ese título conllevan responsabilidades de las que creí que, al
casarme contigo, me habría librado para siempre. No más
bailes, no más apariciones públicas, no más contacto con el
mundo exterior. Siendo la duquesa de Maybourne, en
cambio... —Tragó saliva. Se estremecía solo de pensarlo—.
No podré recluirme en mi casa de campo y negarme a
relacionarme con la flor y nata.
—Siendo la duquesa de Maybourne podrás hacer lo que te
venga en gana —replicó él.
—No, Sean... Sabes que no —replicó con un hilo de voz,
sacudiendo la cabeza con resignación—. Si de verdad has
sido educado para heredar el ducado, has de estar al tanto
de las obligaciones que te esperan. Muchas de ellas (la
inmensa mayoría, me atrevería a decir) implican
relacionarte con la aristocracia. Y a mí la aristocracia nunca
me ha tratado bien, Sean. No has visto con tus propios ojos
el alcance que su crueldad puede tener porque no hemos
salido de la escuela, pero te aseguro que es...
insoportablemente doloroso. La gente me humillará, sea a la
cara o sea a las espaldas, tú te avergonzarás de llevarme
del brazo tan pronto como escuches las murmuraciones, y
nuestra vida será un infierno. —Un sudor frío la dejó
paralizada al comprender la magnitud de los hechos. Buscó
la mirada de Sean sin poder disimular la rabia que
empezaba a emerger del shock—. No deberías haberme
mentido.
—Escucha —le pidió con suavidad, tomando su rostro
entre las manos—. Nada en este mundo haría que me
avergonzara de llevarte de mi brazo, y ni mucho menos las
caras que pusieran cuatro o cinco borregos sin criterio
propio. Y no, Prim, creo que no eres consciente de lo que
significa ser la duquesa de Maybourne. A lo mejor si fueras
una humilde baronesa o la esposa de un arribista con dinero
manchado de sangre de los mineros de Yorkshire se
atreverían a mirarte por encima del hombro, pero ser su
excelencia, lady Primrose Henshawe, es el único escalón
que está inmediatamente por debajo de la nobleza de la
corte. Mi padre toma el té con la reina, ¿entiendes? Es
amigo íntimo del príncipe Alberto, ha besado la mano de la
zarina rusa y el arzobispo de Canterbury le visita con
frecuencia. Si a él han podido perdonarle excentricidades
como que viva recluido en el campo, se haya casado más de
tres veces y las tres haya enviudado en circunstancias
cuanto menos sospechosas y haya cometido tantos desaires
públicos a quienes no eran de su agrado como se le ha
antojado, ¿por qué no iban a respetarte a ti, que eres mil
veces mejor que eso? ¿Y es que acaso no has sido educada
para casarte con un aristócrata y dar la talla?
Primrose agachó la cabeza y se miró las manos, que
había estado tocándose, nerviosa, desde el principio de la
conversación. Sabía que Sean no decía ninguna locura, y no
dejaba de ser cierto que tenía unos modales impecables, los
conocimientos esperados en una dama de clase y hasta
tocaba el piano moderadamente bien; lo suficiente para
salvar una velada musical. Podría llevar una gran casa sin la
menor dificultad, mantener una conversación elevada y
preocuparse por las tierras ducales.
Y, sin embargo, un mal presentimiento había teñido de
negro los aspectos racionales del asunto.
—Quiero creerte —murmuró ella con un hilo de voz—,
pero son veintidós años viviendo en este cuerpo, Sean.
Veintidós años relacionándome con el medio con pésimos
resultados. No creo que un título de duquesa vaya a obrar
un milagro. Por lo pronto puedo asegurarte que a mí no me
hará sentir más segura de lo que me siento a salvo aquí y
ahora, y teniendo mucho menos de lo que me prometes.
—Incluso si te mirasen por encima del hombro, ¿no te
gustaría poder devolverles los desaires? —le planteó con el
brillo de la venganza en los ojos—. ¿No te gustaría verte en
una velada en Mayfair cubierta de joyas de incalculable
valor que ellos jamás podrían costearse?
Primrose meneó la cabeza, decepcionada.
—Yo no soy ese tipo de persona, Sean. Ni de las que se
vanaglorian, ni de las que represalian. Y además de
sacrificar mi paz, no voy a sacrificar lo que soy.
—No tendrías por qué castigarlos a través de los celos
que sin duda sentirían al saberte por encima de ellos, sino...
Piénsalo como una venganza moral.
—¿Moral? ¿Acaso eso abunda en las altas esferas? Se
nota que has pasado mucho tiempo alejado de los salones,
Sean —sonrió sin más remedio, entre apenada e irritada con
su ignorancia—. Nunca podría ser un escarmiento ético
porque no se arrepentirían de haberme maltratado todos
estos años al darse cuenta de que soy una persona decente
(y, aunque no lo hubiese sido, no me lo habría merecido aun
así); en el mejor de los casos se avergonzarían de sus actos
porque entonces yo sería duquesa y no podrían alzar la voz
contra mí.
—¿Y no te concedería eso ningún tipo de placer? ¿Verlos
obligados a callar?
Primrose esbozó una sonrisa incrédula.
—¿Qué sentido tiene no escucharlo si sé a ciencia cierta
que lo están pensando?
—Tendrías la ocasión perfecta de demostrarles...
—¡No quiero demostrar nada! —gritó, al límite de la
paciencia—. ¿Es que no lo entiendes? ¿No me conoces,
acaso? ¡No todo el mundo sueña con ver a sus enemigos
morder el polvo tras maquinar una venganza bíblica! ¡Yo
solo deseo vivir en paz, Sean! ¡Es lo único que he querido
desde que recuerdo! ¡Y tú me lo has arrebatado para
siempre al haberme mentido!
Él la escuchó completamente inmóvil en el borde de la
cama, el gesto sombrío de quien empezaba a comprender
que había cometido un error para el que no existía arreglo.
—Lo siento —le dijo con el corazón en la mano—. Por
supuesto que te conozco y sé lo que eres y lo que quieres,
porque lo que eres y lo que quieres es la principal razón por
la que te elegí para pasar contigo el resto de mi vida. Soy
consciente de que has sufrido y eres tan sabia que puedes
anticipar una de las realidades más plausibles de todas a las
que podríamos enfrentarnos llegado el momento. Pero ¿no
crees que es posible, aunque esa posibilidad sea exigua,
que al final salga bien? Si no me equivoco, hasta hace
apenas unos días no tenías la menor esperanza no ya de
casarte conmigo, sino de conocerme alguna vez. Y aquí
estamos.
Primrose se obligó a respirar hondo y a convencerse con
argumentos lógicos y benignos de que volver a arremeter
contra él no sería una buena idea. Le estaba hablando
desde el amor que le profesaba y que siempre le había
demostrado, y no podía subestimar lo que las personas que
la querían percibían como lo mejor para ella. La opinión de
Sean no era la definitiva, Primrose tenía la última palabra,
pero valía la pena detenerse con otras perspectivas.
Llegó a vacilar al escucharlo. Se había dejado arrastrar
por el miedo y la desesperación, mientras que él trataba de
arrojar luz al asunto.
—Mi padre apenas tiene cuarenta y cinco años, está sano
como un roble y es de dominio público que los aristócratas
son criaturas longevas. Puede que hasta dentro de dos
décadas no pongamos un pie en Henshawe House. Tres
décadas, siendo muy afortunados. Aún tenemos tiempo
para disfrutar de esa tranquilidad que deseas. Vamos a
intentarlo, Prim, por favor.
—¿Acaso estoy en posición de negarme? —Esbozó una
sonrisa desinflada—. Un ducado no es algo que se pueda
rechazar a la ligera, y ya estoy casada contigo... Dios santo
—balbuceó con voz trémula. Se pellizcó el puente de la nariz
y trató de contener otra oleada de lágrimas, estas de
impotencia—. ¿Cómo has podido ocultarme algo así, Sean?
¡Antes de casarnos! Si no te estuviera agradecida por traer
a mi hermano al mundo de los vivos, estaría tan furiosa
contigo que tendrías que irte a dormir al pueblo para huir de
mi ira.
—Vamos... —Tiró de sus manos, aún esperanzado—. Todo
el mundo es vanidoso, aunque sea una pizca, y desea
disfrutar de cierta holgura económica. No me digas que en
el fondo no sueñas con que te vistan las mejores sedas; con
vivir con comodidad en una gran casa y ser la que mande.
—¿Es con lo que sueñas tú? —contraatacó, a sabiendas
de que la respuesta era negativa.
Sean se beneficiaría del título de duque por los que eran
sus objetivos, algo tan noble como adentrarse en el mundo
artístico sin tener que lamer botas o exponerse al rechazo. Y
por otra razón aún más elemental que él pasaba por alto, y
es que nadie osaría menospreciar a un legítimo heredero
con más de metro ochenta de altura, dueño de una
arrebatadora belleza y un carisma imperecedero.
Eso no significaba, sin embargo, que no pudiese vivir sin
el mencionado honor.
Sean había disfrutado de las dos experiencias, la del
hombre humilde y la del hombre privilegiado. Él mismo
aseguraba haber sido más feliz en la granja con su madre
que bajo el yugo de su padre.
Al final, se había cambiado el apellido.
Una acción valía más que mil palabras.
—Dale una oportunidad a esto —insistió Sean una vez
más, ahora preocupado al ver que ella no daba su brazo a
torcer—. Por favor, Prim.
¿Qué otro remedio tenía?, pensó, conteniendo un aullido
desesperado.
Podría insistir en la que era su verdad alegando que no
solo no le importaba la riqueza, sino que sus valores
cuáqueros predicaban la modestia y la simplicidad tanto
interiores como exteriores. Se había acostumbrado a vivir
con lo justo y sabía que tener más que eso la abrumaría, la
haría sentir culpable, una impostora. Y lo que era más:
llevaba años suspirando de alivio porque nadie tuviera el
menor interés en su mano, convencida de que la soltería la
protegería del rechazo.
La vida cómoda con la que había soñado se
resquebrajaba ante sus ojos, y no podía hacer nada. No
podía levantarse e irse, no podía sentarse a pensar si quería
o no quería aceptar la responsabilidad. Solo le quedaba
quedarse allí sentada, viendo cómo sus sueños se hacían
añicos.
Pero miró a Sean a la cara, los ojos suplicantes, la boca
que la besaba como si Dios se la hubiera pintado ahí para
ella, para su único placer; en definitiva, miró al hombre que
le había demostrado que la quería con palabras, con actos,
con su insistencia y con el gesto invaluable de devolverle a
Silas, y sintió que no tenía derecho a enfurecerse.
A fin de cuentas, ¿cómo iba a menospreciar el ducado de
Maybourne? ¿Acaso estaba loca?
—Está bien —aceptó, pero soltó las manos con las que él
aún la estaba sosteniendo y rodeó la cama para indicar que
se iría a dormir directamente—. Vayamos a conocer a tu
padre.
Capítulo 29

Sean se había propuesto acabar con todos los miedos de


Primrose. Estaba convencido de que era el más honrado de
cuantos objetivos se había fijado a lo largo de su vida; solo
lamentaba que para llevar a cabo tal obra tuviese que
exponerla a situaciones que la aterrorizaban de entrada.
Suerte que él se fiaba de su instinto, que le prometía que
todo saldría bien.
Por si su optimismo no fuese suficiente para levantar los
ánimos, contaría con la presencia del optimista Silas
durante la visita a Henshawe House. No había tenido que
sentarse a hablar con él para convencerlo de acompañarlos.
Nada más mencionó durante el desayuno que el próximo
destino de los Connor —o de los Henshawe, como prefiriera
verse— sería la mansión solariega de Maybourne, Silas
protestó porque no tenía ropa apropiada para conocer a su
excelencia: se había montado en el caballo para
reencontrarse con su hermana sin preparar un fardo con
una mísera muda limpia, algo que él sospechaba que haría
sentir insultado al duque y que Sean, quien lo conocía,
podía afirmarlo sin género de duda.
Afortunadamente, nada le gustaba más al irlandés que
sacar de sus casillas a su padre, por lo que más allá de que
Silas fuera una compañía magnífica, también se regocijaba
en lo problemática que sería su presencia en Dover.
La que tenía sus serias dudas y las manifestaba en contra
de su desesperación por aparentar normalidad era Primrose.
Se había despertado menos cariñosa que de costumbre,
pero había procurado repartir sonrisas a lo largo de la
mañana para disimularlo. No había probado bocado durante
el desayuno, sin embargo, y cuando Sean no la estaba
interpelando de forma directa, se le perdía la mirada en los
pies y un ceño ominoso apagaba su energía.
La presencia de su hermano y la mínima esperanza de
que al final no hubiese nada que temer era lo único que la
rescataba de la autocompasión.
—Si hubiera sabido que era usted heredero de su
excelencia, le habría abordado de un modo muy distinto
durante la cena de Nochebuena —había comentado
Rebecca durante la primera comida del día. Parecía
tradición que alumnas y profesoras desayunaran juntas en
el comedor los fines de semana—. Al final va a resultar que
estaba curándose en salud al reservarse según qué
información; no habría tenido piedad con usted, señor
Connor.
—Curándose en salud a sí mismo, porque no es la clase
de dato que uno deba ocultarle a su esposa —replicó Verity,
tan concentrada en su desayuno que daba la impresión de
que estuviese armando un rompecabezas. El complejo ritual
que había llevado a cabo para llenarse el plato de viandas
que de ningún modo habían sido seleccionadas o dispuestas
al azar había llamado la atención de Sean. La señorita
Burton se tomaba muy en serio sus comidas—. Si me entero
estando casada de que mi marido ha fingido su identidad
durante todo el cortejo, armo el revuelo que haga falta en la
comunidad religiosa para conseguir la nulidad. Aunque, si lo
piensas, es justicia poética —meditó en voz alta—. A fin de
cuentas, Prim también ocultó su nombre.
—¿Cómo? —balbuceó Silas con la boca llena. Tragó con
dificultad el bollito que había estado masticando y miró a su
hermana—. ¿Ocultaste tu nombre?
—¿No conoces esa divertida anécdota? —se extrañó
Verity. Estaba de un excelente buen humor pese a tener que
despedir a la única amiga que le quedaba en la escuela—.
¡Pasará a los anales de la historia! Dudo que las maestras
vayan a contarla a las generaciones venideras; así se evitan
que alguna que otra tarada se inspire en según qué malas
artes de conquista para conseguir pretendiente, pero...
La puerta del comedor se abrió y una rezagada Quitterie
cruzó el umbral arreglándose los bucles sueltos con aire
distraído. Sean esperó a que la muchacha se percatara de
su presencia y le devolviese la sonrisa con la que él le dio
los buenos días, pero no pudo apartar la vista ni aun
después cuando observó que, tras barrer la estancia con la
mirada, frenaba su paseo agitado y se ruborizaba
furiosamente. Siguió la dirección a la que apuntaban sus
ojos y vio que Silas fingía no haberse dado cuenta de que
estaba allí sorbiendo con inocencia de su taza. Quitterie
todavía tardó un segundo más en recuperarse de lo que a
todas luces era un reencuentro impactante y tomar la
precaución de sentarse lo más lejos del señor Insley posible.
Sean miró a Silas con fijeza hasta que este se dignó a
alzar la barbilla con cara de no haber roto un plato. Por
paradójico que pudiera sonar, forzar la expresión inofensiva
le hizo ver mayor, como el diablo que sabía más por viejo
que por diablo.
Enarcó una ceja hacia él, exigiendo una explicación que
no llegó. El muchacho le devolvió el gesto arqueando la ceja
contraria, como si no comprendiera su actitud, y luego se
giró hacia su hermana con naturalidad.
—Cuando vayamos a Londres después de visitar a su
excelencia, me gustaría que pasáramos por la tienda
principal de Insley & Dahl. Diciendo nuestro nombre nos
permitirán comprar tantas galletas como gustemos. ¿Las
has probado desde que padre mejoró la receta? Las de
canela son un manjar incomparable... —Se mordió el labio,
como si se acabara de acordar de algo muy distinto de los
dulces, pero igual de apetitoso. Su tono varió sutil pero
perceptiblemente hacia el ronroneo al decir—: Se me hace
la boca agua de pensarlo.
Ni Primrose ni el resto de las muchachas de su clase se
percataron de la insinuación. Resultaba imposible, cuando
no antinatural, ver a un muchacho de dieciséis años bajo
determinada lente. Pero Quitterie se envaró desde su lugar
en la mesa y enterró aún más la barbilla en el escote,
ansiando esconder la cara en vista de que mitigar el rubor
mediante remedios naturales era imposible.
—Pues claro que sí —le complació Primrose—. Te has
manchado la comisura de crema. Deja que te...
Silas protestó cuando su hermana, en un gesto maternal,
le acercó el pañuelo de tela a la boca. Se lo arrebató en lo
que él debió de entender como un ademán varonil y se
encargó él solo, aunque abochornado, de limpiar el exceso.
Sean aguantó una carcajada.
«Juventud... Divino tesoro», pensó antes de burlarse de sí
mismo por concebirse a los veintiséis como un auténtico
carcamal. Pero, en comparación, a Silas le quedaban tantas
aventuras por delante que sintió deseos de acompañarlo en
cada una de ellas. Y parecía que se le presentaría la
ocasión, porque el muchacho no había expresado la
intención de regresar pronto a Waverley. Con toda
probabilidad, el muchacho consideraría su actual estatus
más próximo al de huérfano voluntario o de fugado que al
del jovencito que disfrutaba de unas simples vacaciones con
su hermana.
Una hora más tarde, Primrose se estaba despidiendo con
un abrazo de Verity, prometiéndole regresar al cabo de unos
días para recoger sus pertenencias. Silas deleitó a las
damas con sendos besos en los nudillos, atrevimiento que
Sarah Reeves permitió —pese a que ninguna llevaba
guantes— solo porque se trataba de un adolescente. Pero
eso no significaba que fuese un ingenuo o desaprovechase
las oportunidades, porque se preocupó de prolongar el
contacto unos segundos de más cuando le tocó a la tímida e
impresionable Quitterie.
Esta recuperó su mano casi de un tirón a todas luces
descortés; Silas no percibió su rechazo o no quiso
interpretarlo como tal, porque se dio media vuelta igual de
campante que si le hubiese obsequiado un pañuelo con sus
iniciales como símbolo de amor eterno.
—¿Qué has hecho, diablillo? —le preguntó Sean en voz
baja en cuanto Primrose estuvo subida en el carruaje, lejos
del alcance de la conversación.
Él lo miró por encima del hombro con gesto inocente.
—¿A qué te refieres, cuñado?
—Al rubor de la señorita Tandye, cuñado —recalcó con
retintín—. A eso me refiero.
—Oh, ¿eso? Eso es una maravilla de la naturaleza,
cuñado.
Sean aguantó una carcajada.
Adoraba a ese muchacho y no hacía ni un día que lo
trataba.
—¿Y no tienes nada que ver con dicha maravilla...,
cuñado?
—No osaría atribuirme la gloria de la existencia o la
aparición de semejante milagro.
—Ya veo, ya... —Sacudió la cabeza y lo instó a subir con
un empujoncito en el hombro.
Luego fue él.
No le gustó tanto que Silas se hubiese unido al viaje
cuando comprendió que pretendía viajar en el asiento
colindante a Primrose, lo que le obligaría a él a mantener
una insoportable distancia con ella hasta la finca de
Henshawe House. Tuvo que dar gracias porque el crío
tuviese una personalidad chispeante, o lo habría odiado por
acaparar la conversación durante el trayecto y quedarse
con todo el mérito de tranquilizar y hacer reír a su mujer.
Aun sin ser responsable directo de su hilaridad, la
contemplación de la alegría de Primrose le produjo una
dicha inexplicable. No estaba acostumbrado a celebrar con
entusiasmo la felicidad ajena si no participaba en ella de
forma directa, pero verla repleta de energía le llenó de
energía a él.
Algo le decía, no obstante, que si estaba viajando a
Henshawe House no era por sí misma. Ni siquiera porque
tuviese la esperanza de que todo fuera bien. La motivaban
la insistencia de Sean y la inestimable compañía de su
hermano pequeño.
Ser testigo de la complicidad de los hermanos le
conmovió y a la vez le generó una envidia sana. Él habría
crecido solo de no haber sido por el ama de llaves, por el
mayordomo, por su institutriz y las doncellas que se
tomaban la molestia de sacarlo de su habitación y
proponerle juegos en la medida en que se lo permitían sus
largas jornadas de trabajo. Pero por mucho que amara al
servicio de la casa y le estuviese agradecido por haberlo
salvado de la soledad y el aburrimiento, no era comparable
con un hermano.
Había lamentado más de una vez ser hijo único.
—No me creo que la señorita Tandye se posicionara de
lado de esa víbora —decía un indignado Silas, cruzado de
brazos.
—¿Habláis de Rebecca? —intervino Sean con una sonrisa
burlona.
—Bug ha estado insistiendo en que le cuente la historia
de mis enemistades —suspiró Primrose—. Cierto es que
Quitterie nunca me ha atacado abiertamente. De hecho, no
puedo recordar una sola vez que haya secundado las
vejaciones de Rebecca. Sí que intervenía durante las
discusiones, pero siempre desde la objetividad, como si
meditara al respecto de lo que estuviéramos tratando, no
con la intención de herir mis sentimientos. Por ejemplo, en
una ocasión, la señorita Wargrave se burló de Clarissa
porque pensaba que había cedido a las... caricias de su
prometido, Bellingrath; un aristócrata de cierta edad. No
puede decirse que Quitterie la corease por el simple hecho
de comentar en voz alta que algunas mujeres prefieren a los
pretendientes mayores.
Silas bufó.
—Eso es lo mismo que yo te confesé anoche. No puedes
tildar de ultraje una acotación meramente apreciativa. A lo
mejor es inoportuna, pero también se puede considerar un
intento por llevar la conversación a un terreno menos
pantanoso.
—No la juzgo, ¿eh? Ni la odio. Creo que Quitterie es una
pobre criatura, como yo misma hasta hace poco —meditó
Primrose en voz alta tras encogerse de hombros—. Ha
pasado todas las Navidades conmigo porque sus padres
tampoco vienen a verla, y mejor, porque, por lo visto, su
padre es un tirano. Y siento compasión por las personas
influenciables. Es un encanto cuando Rebecca no está
presente o no la fuerza a corearla. El resto del tiempo es lo
que le digan que sea, como si se sintiese en deuda con
quienquiera que le haya prestado atención lo suficiente
como para darle una orden.
—¿Tú qué opinas sobre todo esto, Sean? —inquirió Silas,
dirigiéndole una mirada expectante. Primrose también lo
observó, mas con la cabeza ladeada y una sonrisa sabedora
en los labios; casi divertida por la curiosa amistad que había
forjado con la francesa.
Se alegró de que lo incluyeran en su pequeña burbuja de
amor fraternal y se disculpó por no haber estado
escuchando desde el principio, lo que le impedía ofrecer un
punto de vista específico. Al cabo de un rato, formaba parte
de la conversación como uno más, y entre risas y chanzas
que habrían hecho pensar a un miembro externo que
llevaban décadas conviviendo como una familia, llegaron a
su destino.
Había empezado a nevar cuando Sean ayudó a Primrose a
bajar tendiéndole una mano. La aferró con más energía de
la cuenta para transmitirle que permanecería a su lado en
todo momento, pero la joven no lo interpretó así. En cuanto
se había arrebujado en el chal de lana, rodeó a Sean por la
cintura con un brazo cariñoso y apoyó la cabeza en su
hombro.
—No tienes por qué estar nervioso —lo apaciguó ella—. Si
tu padre es tan terrible como siempre has contado, seguro
que sigue sin ser ni la mitad de insufrible que el mío. Te
prometo que sabré defenderme.
—Seguro que sí. Eres una guerrera. —Le besó la coronilla
—. Gracias por venir.
Primrose sonrió con modestia y echó a andar cogida de su
brazo hasta la entrada. Silas ya había emprendido la marcha
por su cuenta observando los alrededores como si nunca
hubiera salido de la vivienda familiar, y ¿quién podría jurar
que no había sido así?, ¿que no lo habían mantenido
recluido durante toda su infancia y adolescencia?
Por más que Sean quisiera apiadarse del muchacho,
había algo en Silas, una voluntad de vivir y de hacer justicia,
una vivacidad contagiosa y un brío propio de un niño de tres
años que en todo caso le sugería que aprendiera de él.
Como era costumbre, el ama de llaves les abrió las
puertas. Los había estado esperando, porque se había
peinado con especial ahínco para la ocasión y había
arrastrado al mayordomo consigo para darle un recibimiento
adecuado; uno propio de un monarca.
—¡Señorito! —exclamó la señora Tomlinson con los brazos
extendidos—. ¡No viene solo! ¡Qué alegría! ¿Quién es este
muchacho tan encantador?
—¿Y quién es esta dama tan adorable? —contraatacó
Silas, tomándola de la mano y besándola con intención en
los nudillos.
El ama de llaves, más escandalizada que halagada, se
puso del color de la grana.
—Ni cinco minutos aquí y ya estás alborotando al
personal —se mofó Sean—. Mi querida señora Tomlinson,
ese aprendiz de canalla que ve ahí es Silas Insley, el
hermano de mi esposa, Primrose.
Se apartó para que pudiera ver a la muchacha, tan
consciente de que aun siendo una buena mujer podría
extrañarse de su apariencia que lo hizo conteniendo el
aliento.
Pero el ama de llaves no le decepcionó.
Sí es cierto que tanto sus ojos como los del mayordomo
recorrieron las manchas visibles en el rostro de Primrose,
pero la gente humilde y temerosa de Dios poseía un rasgo
del que carecía la alta sociedad, y es que creía firmemente
que, por el simple hecho de haber nacido, toda criatura era
merecedora de amor. Y esa criatura en cuestión era, para
colmo, la esposa de Sean, el eterno niño de sus ojos. No fue
de extrañar que la señora Tomlinson, arrobada por la
emoción, se apresurara a tomar de las manos a Primrose y a
hacerle reverencias torpes.
—Oh, es usted perfecta, ¡perfecta! Qué ojos tan verdes,
milady; qué aspecto tan saludable. Y su cabello... ¡Y qué
buen gusto al vestir! ¡Es un placer para mí conocerla al fin!
—Milady —la saludó el señor Orson, doblándose lo justo
para presentar sus respetos, pero procurando no poner a
prueba la fragilidad de sus huesos—. Bienvenida a
Henshawe House.
Reclinado a un prudente segundo plano, Sean asistió a la
escena sin poder reprimir una sonrisa de alivio. Las mismas
sensaciones se arremolinaban en el semblante de Primrose,
aderezadas por una irritante incredulidad que ya se
encargaría él de erradicar rodeándola una y otra vez de
personas que le demostraran que era digna de afecto.
«Te hartarás de que te quieran», se juró desde allí,
cruzado de brazos junto al portón. «Te lo puedo asegurar,
Primrose Connor».
—¡Pasen, pasen! ¡Que hace un frío que pela...! ¿No has
avisado a la dama de que aquí Dios se ensaña con nosotros
mandándonos los vientos más gélidos? ¡Deberías haberle
puesto algo más grueso y calentito sobre los hombros!
—Iba a hacerlo, pero entonces no habrías podido
regañarme por absolutamente ninguna razón y no te iba a
privar de la mayor de tus pasiones: ponerme en mi lugar —
se burló Sean, accediendo al interior en compañía del
curioso Silas.
—¡No me des mala fama delante de tu esposa,
sinvergüenza! ¡Yo soy una mujer muy serena y bienhablada!
—Por supuesto que lo es, señora Tomlinson —la apaciguó
Primrose, lanzándole una mirada divertida a Sean que
parecía decir «no me habías puesto al tanto de lo fantástico
que era el servicio de la casa».
Y era verdad. Siempre había estado más ocupado
describiendo las maldades por omisión del duque de
Maybourne.
—¿Quieren que mande preparar algo de comer? ¿Un
baño, quizá? Oh, tiene las manos heladas, milady...
—¿Cómo es eso de que a ella la llames milady y a mí me
trates de «señorito»?
—Bueno, es la futura duquesa de Maybourne, ¿no? ¿Qué
otro tratamiento le corresponde?
—Les conduciré hasta el salón principal antes de que se
desate una guerra en el recibidor —intervino el mayordomo,
que, más que hastiado, estaba tan acostumbrado a las
graciosas rencillas que ni se inmutaba.
Nada más cruzar el umbral del salón, Sean buscó como
un depredador hambriento la figura familiar de su padre.
Quería ser el primero en vislumbrar su reacción a la futura
duquesa de Maybourne, y en el caso de que resultara
intolerable, ordenar la media vuelta, el regreso a la ciudad y
el contacto de un mercenario que no le temiera al
ensañamiento.
Capítulo 30

Halló al duque de pie junto al ventanal, surtido de una


generosa taza de té y ataviado con uno de sus mejores
trajes. Hasta el momento había estado admirando la
hermosa caída de la nieve con aire pensativo. Al oír las
pisadas de sus invitados, se giró, y como si hubiera nacido
para vivir ese momento, su mirada cayó directa e
indefectiblemente sobre Primrose.
Sean se sorprendió conteniendo la respiración. Había
pasado un viaje de perros, nervioso como un miserable, y
todo para nada: para que su padre se limitara a echarle un
vistazo de arriba abajo, como podría habérselo echado a él
mismo para confirmar que no llevaba los pantalones
arrugados, y dejara la taza para ir a saludarla con
propiedad.
Primrose demostró estar a la altura de las circunstancias
tendiéndole la mano con una sonrisa cordial. El duque la
tomó con delicadeza y depositó el beso de rigor sobre el
guante.
Ni más, ni menos.
—La señora Connor, entiendo —dijo en voz alta. Se animó
a dirigirle una sonrisa burlona—. Esperaba que la herencia
secreta de mi hijo y su imperdonable obstinación por
ocultársela le hubiesen dejado cara de tonta, pero tiene
usted una expresión de lo más agradable.
Primrose agradeció que se posicionara de su parte con un
simpático ademán.
—A lo largo del viaje desde Canterbury he tenido la
oportunidad de lavármela tantas veces como ha sido
necesario hasta disolver el disgusto.
—Disgusto, ¿eh? —La cabellera retirada hacia atrás
permitió a Sean observar la subida sardónica de la ceja que
tan histérico le ponía—. Hay que tener valor para referirse
de ese modo al orgullo de un duque, que no es otra cosa
que sus posesiones.
—Permítame acostumbrarme a la cara oculta de su
privilegio antes de aceptarlo como tal, excelencia.
—Una muchacha prudente, por lo que veo. Por favor,
tome asiento... —Entonces reparó en la presencia del
curioso Silas, que, con las manos escondidas a la espalda y
la bufanda colgando de los hombros de manera caótica,
husmeaba por el salón con la boca abierta. El duque le pidió
una explicación con la mirada a su hijo—. ¿Y esta criatura?
¿Se ha perdido?
—Me disculpo por no haber podido avisarle con antelación
de que mi hermano pequeño nos acompañaría, excelencia
—se adelantó Primrose, entrelazando las manos sobre el
regazo—. Su aparición en Arlington Abbey fue tan sorpresiva
para mí como su presencia aquí lo es para usted.
—No se apure —respondió él, vigilando al joven con los
ojos entrecerrados y sana curiosidad—. Será bienvenido
siempre y cuando se presente por nombre y apellido;
conviene saberlo por si acaso rompiera algo durante su
paseíto y hubiera que mandar llamar al alguacil.
Silas le echó un vistazo por encima del hombro.
—Dicen que es sabio hacer un reconocimiento territorial
del lugar donde uno se encuentra.
—Por supuesto, soldado, no vaya usted a toparse con un
fusilero escondido en la alacena.
El muchacho le lanzó una sonrisita divertida y acto
seguido dio un ágil giro sobre sí mismo para dirigirse a su
excelencia con la misma naturalidad con la que se habría
acercado a una joven de buen ver en una taberna.
Le tendió la mano sin rodeos, manteniendo la otra a la
espalda.
—Soy Silas Insley, excelencia. Heredero de la empresa
Insley & Dahl.
—Ah —asintió Maybourne sin preocuparse de ocultar su
opinión al respecto, aunque con una expresión bastante
más benevolente de lo que Sean había esperado—, el futuro
galletero.
—¿Ha probado usted nuestras galletas, acaso? —
contraatacó el muchacho.
—No.
—Lo explica todo —atajó—. Me ocuparé en persona de
que reciba una caja entera. Será un regalo navideño tardío.
Algo con lo que darle la bienvenida a nuestra familia.
El duque enarcó las cejas de nuevo y buscó en Sean una
reacción a la altura del atrevimiento del chico. Y es que, en
todo caso, Primrose y él se habían acoplado a la familia
Henshawe y no a la inversa, tanto porque Sean era la parte
masculina y, por ende, la proveedora, como porque era
quien ostentaba un mayor rango político y social.
No se ofendió por la osadía, aun así, y lo invitó a
acompañar a su hermana en el chaise longue que dominaba
la estancia. Gesticuló hacia la silenciosa criada que había
esperado órdenes en un rincón. Al cabo de unos silenciosos
pero cómodos segundos, los invitados estuvieron servidos
de té y una generosa fuente de pastas.
Silas fue el primero en introducir la mano en la bandeja.
—¿No ha oído hablar de la famosa luna de miel, joven? —
inquirió el duque—. ¿No le parece inoportuno acompañar a
la recién nombrada pareja en sus viajes por el sur de
Inglaterra? A lo mejor desean intimidad.
Silas se encogió de hombros.
—Aparecí un par de días después de la ceremonia,
cuando ya deberían de haber apaciguado sus pulsiones —
soltó como si tal cosa, arrancándole una sonrisa incrédula a
Maybourne—, y me enorgullezco de decir que no estoy
acaparando a mi hermana tanto como me gustaría. En
cualquier caso, Sean me presentó en Arlington Abbey como
un regalo de bodas; seré inoportuno, mas no inapropiado.
—¿Un regalo de bodas? ¿Quiere decir que serán una
familia de tres y no de dos a partir de ahora? ¿No tiene una
escuela a la que acudir una vez termine el receso?, ¿unos
padres con los que vivir?
No llevaban ni diez minutos en Henshawe House y el
duque, como el animal que olía la sangre fresca, ya había
reconocido y abordado sin miramientos una de las
preguntas que flotaban sobre las cabezas de sus invitados.
Una que habían estado evitando tocar: cuándo pensaba
Silas regresar a casa y enfrentarse a la crueldad de los
Insley.
Si los perdonaría. Si sería capaz de volver a mirarlos a la
cara.
Habría sido imposible que no se percatara de la tensión
que se apoderó de los tres presentes. Silas incluso perdió el
interés por seguir mordisqueando los bordes de una pasta
rellena de mermelada.
—No lo hemos hablado por el momento, excelencia —
explicó Primrose con tiento—. Hacía mucho tiempo que no
veía a mi hermano y, por lo pronto, estamos disfrutando del
regalo de nuestra mutua compañía.
—Pero no, no tengo unos padres con los que vivir —
sentenció Silas en voz alta, dejándolos a todos de una pieza
—. No quiero decir con esto que los haya perdido a manos
de una enfermedad; solo que no pretendo volver a la casa
de Waverley. Si mi hermana y su marido me aceptan —
añadió con la boca pequeña, lanzando una mirada vacilante
a Sean—, me quedaré con ellos cuando no esté en la
universidad.
—Me alivia confirmar que no están muertos ni los retiene
una fuerte nevada, como me he temido al ver que aparecían
ustedes sin referencias más adultas. Sin desmerecer la
compañía o la agradable sorpresa —aclaró el duque,
abarcando con un gesto el espacio que ocupaba Silas—,
esperaba reunirme con los Insley además de con la dama.
Tengo la tonta manía de querer conocer a mi nueva
parentela.
—Como ya sabe —improvisó Sean—, el padre de Prim es
un empresario de éxito, y la demanda de dulces suele
duplicarse, incluso triplicarse, por estas fechas. No podía
desatender su negocio para viajar hasta aquí.
—Vaya, no sabía que el señor Insley horneara las galletas
él mismo —comentó con naturalidad—. Siendo así, por
supuesto que le puedo disculpar la grosería.
Más allá del sarcasmo de su padre, Sean estaba orgulloso
de haber esquivado el tema familiar. No le duró mucho la
sensación, porque Primrose no dudó en intervenir.
—En realidad, excelencia, mis padres y yo no
mantenemos una relación fluida desde que me mandaran a
la escuela de señoritas de lady Mabry. No los veo desde los
nueve años, y le puedo asegurar que no pretendo alterar el
recuerdo que me dejaron prestándoles una visita.
Maybourne volvió a exteriorizar una moderada sorpresa,
pero tuvo la cortesía de evitar preguntas indiscretas.
—Desde los nueve años —repitió, admirativo. Hizo una
pausa para beber—. ¿Qué le han enseñado que se hayan
perdido las señoritas que entraron más tarde? Tengo
entendido que hasta los quince, catorce como muy pronto,
no se manda a las niñas a la escuela de modales.
—Y no se equivoca. Digamos que comenzaron a
enseñarme con varios años de ventaja lo mismo que
impartirían a las alumnas mayores unos cursos más tarde.
Por eso se dice que coso mejor que las demás, por ponerle
un ejemplo. Y, humildad aparte, sé historia, literatura y
matemáticas al nivel avanzado del que gozan los
universitarios.
—¿Ha tenido el placer de comprobarlo de primera mano
charlando con un graduado?
—No, pero he leído algunos de los manuales en los que
sus maestros se apoyan para dar las lecciones y nada en el
temario me ha sonado a arameo.
El duque asintió en señal de aprobación.
Sean estuvo a punto de liberar toda la tensión acumulada
con un suspiro de alivio.
—Aunque igual que le digo que se me da bien la costura
—prosiguió Primrose—, soy una pésima bailarina y no
termino de congeniar con la equitación.
—Suerte que no sea obligatorio bailar o montar a caballo
para aprobar el examen de duquesa —apostilló Sean con
buen humor.
Primrose le sonrió desde la otra punta del sofá. Se había
sentado con las manos sobre el regazo y la espalda muy
recta, como siempre lo hacía, y nada en su expresión daba a
entender que estuviese nerviosa o preocupada.
—Mi hermana me hizo esta bufanda cuando tenía ocho
años —aportó Silas, tirándose del extremo con orgullo. Sean
pensó que su padre deploraría semejante niñería, pero lo
dejó de una pieza cabeceando con admiración hacia la
prenda de lana—. Es muy hábil con las manos y, además,
increíblemente inteligente. ¿Sabe que está escribiendo una
novela?
—No me diga. —El duque cruzó las piernas muy despacio
—. Me fascinan las mujeres de letras. Su escasez en este
mundo es proporcional a su brillantez intelectual. Sabes
que, si una autora ha sido publicada, es porque vale por
diez de sus hombres coetáneos; veinte, en algunos casos.
La señorita Barbauld, la señorita More, la señorita Porter...
He tenido el honor de conocer a la última en persona y
comprender por qué la apodaron La Penserosa.[4]
El rostro de Primrose se iluminó.
—¿De veras? Siempre es un placer compartir con alguien
la pasión por las escritoras.
—Aún no he leído nada tan fascinante como la obra de
Mary Wollstonecraft. No haber podido conversar con ella es
uno de los pesares de mi vida. Podría ponerla en contacto
con un editor al que conozco, si lo desea. Considerando sus
preferencias y su ética de negocio, apuesto por que estaría
encantado de leer la obra de una voz joven.
Sean frunció el ceño para sus adentros. El duque jamás se
había caracterizado por la tacañería, pero semejante
despliegue de benignidad bien merecía una leve
desconfianza.
—¿Haría eso de verdad? —se conmovió Primrose con la
voz temblorosa.
—No me supondría ningún esfuerzo. —Si el gesto hubiera
sido educado, habría encogido un hombro—. Claro que algo
que tenían en común todas las autoras que he mencionado
es que, a excepción de la señorita Wollstonecraft, no
llegaron a casarse. Esto me lleva a preguntarme si su pasión
por las letras será compatible con sus obligaciones para con
el ducado.
—Sería capaz de sacarlo todo adelante, excelencia.
—¿«Sería»? ¿Por qué un condicional y no un prometedor
futuro, señora mía? Una escritora como usted sabrá de la
importancia del uso correcto de los tiempos verbales y la
implicación que tiene cada uno de ellos. ¿No le convencen
las responsabilidades ducales?
Hubo un silencio.
Sean sintió que una gota de sudor le corría espalda abajo.
—Me intimidan —reconoció Primrose muy despacio.
El duque meneó la cabeza como si lo hubiera sabido nada
más verla entrar.
—Entonces no me acusará de injusto o despreciable por
señalar lo evidente, y es que no es usted la mujer adecuada
para ostentar el título de lady Maybourne —sentenció con el
mismo tono cordial que había empleado para dirigir la
conversación a su conveniencia.
—Pero le acusaré yo —intervino Sean, notando el
principio de ardor que auguraba un estallido colérico.
—Permítame exponer mis razones antes de indignarse,
señora Connor —prosiguió el duque, ignorando a Sean. Para
su excelencia, la entrevista era entre Primrose y él; el resto
de los invitados no eran más que un gracioso decorado—.
Tiene usted una cara bonita y una figura bien
proporcionada, y apuesto a que no exagera cuando
reconoce sus aptitudes; no parece una persona pagada de
sí misma, por lo que debe estar diciendo la verdad. No hay
nada más atractivo y respetable que una mujer con
ambición, por otro lado; por eso me consta que se aburriría
mortalmente, cuando no le pudriría el corazón la amargura,
si tuviese que renunciar a sus intereses intelectuales en
aras de las labores domésticas que se esperan de lady
Maybourne. Una duquesa no ha nacido para codiciar éxitos,
sino para entregarse a la vida contemplativa.
—Una duquesa ha nacido para lo que se le antoje —
replicó Sean—, porque para eso tiene dinero para gastar en
lo que se le cante. Si es en encontrar un editor, así sea; el
tiempo que dedique a escribir no se lo escatimará a
preparar menús o recibir visitas. Primrose es una mujer
responsable.
—Las visitas... —coincidió el duque con un asentimiento
—. Quería llegar a eso. La opinión benévola que yo tenga
sobre su aspecto poca influencia ejercerá sobre la
perspectiva general, señora Connor. Si no me informaron
mal mis investigadores, sus padres la enviaron a Arlington
Abbey a tan temprana edad para protegerla de que la
mataran de una pedrada mientras paseaba por el pueblo, o,
en el peor caso, para que su reputación no salpicara al
brillante futuro de su hermano. —Lo abarcó con un ademán
elegante—. Ser duquesa evitaría que la despreciasen
abiertamente, al menos, mientras yo viviera; me he
preocupado que nadie juzgue a quien protejo bajo mi ala.
Pero no le recomiendo subestimar la crueldad de la
aristocracia. Fíese de la experiencia de este viejo cuando le
digo que tanto tiempo libre les sirve para idear novedosas
maneras de desairar a quienes no consideran dignos de
frecuentar sus espacios: no le retirarán la palabra, pero la
ignorarán y la rehuirán con elegancia, hablarán pestes a sus
espaldas y sufrirá la mala baba de los segundos sentidos
durante cada conversación que trate de tener.
—¡Basta! —lo interrumpió Sean—. No quiero oír ni una
palabra más.
El duque parecía no reconocer su presencia en la sala.
Había clavado en Primrose una mirada consciente, y la
joven se la devolvía sin cambiar de postura, sin pestañear,
ni lívida ni sonrojada; en el mismo y perfecto estado que si
fuera ajena al movimiento de la Tierra, que seguía girando
con ella dentro.
—No sería usted la única que padecería la hipocresía y la
malicia del beau monde —continuó, descruzando las piernas
—. Como ya sabrá, la mala reputación de la esposa
repercute en la de su marido. A priori, lo peor que podría
pasarles es que dejaran de recibir invitaciones a las veladas
en las que se construyen relaciones sociales y hasta
negocios fructíferos. Pero al cabo de un tiempo, Sean no
podría entrar en clubes de caballeros, usted no podría
vestirse a la moda porque las mejores modistas le cerrarían
sus puertas; sus hijos serían tratados con la misma doble
moral en la escuela, en la universidad, y eso si no le dieran
largas cuando quisiera efectuar la matrícula. Usted sería
siempre la mujer de las manchas, la mujer desheredada por
un simple burgués y abandonada por su propia sangre; la
huérfana de los galleteros.
—¡He dicho que se calle! —saltó Sean, de pie—. ¡Ahora!
—Basta, Sean —replicó Primrose en un tono neutro que
dejó en vergüenza su arrebato nervioso. Se hizo oír mirando
al duque—. Su excelencia está hablando conmigo con calma
y respeto. Es a mí a quien corresponde dar una contestación
a la altura.
Sean la miró sin caber en su asombro. Esperaba atisbar
una mínima indignación en su semblante, el odio en sus
ojos o, Dios no lo quisiera, la profunda tristeza del rechazo
total.
Pero Primrose estaba serena como las aguas del lago.
—Tiene usted razón en todo lo que ha dicho. No es nada
que yo no hubiera pensado antes. Solo quiero que sepa que
no se me habría ocurrido cometer la locura de casarme con
Sean si hubiese sabido que heredaría un título de duque.
Él se quedó de una pieza al escucharla.
—Una muestra más de su inteligencia y de la mujer
tremendamente prudente que es —la halagó Maybourne
con un cabeceo respetuoso.
—Por desgracia, excelencia, ya estamos casados a ojos
de Dios y de la ley. Esto no se puede deshacer.
—Es posible. Solo necesitaría que me permitierais
contactar con el arzobispo de Canterbury.
—¡Y un cuerno! —espetó Sean—. Jamás daré mi
aprobación para que disuelva nuestro matrimonio, ¿me oye?
Antes muerto.
—No estoy imponiendo mi voluntad. Ni siquiera trato de
imponer el sentido común. Te doy a elegir, hijo. Os doy a
elegir a los dos. Si quieres permanecer a su lado el resto de
tu vida, te desheredaré. Si das tu beneplácito para que
anule el enlace, entonces algún día serás el duque de
Maybourne.
Sean soltó una carcajada incrédula, pero el shock le
impidió hablar durante unos largos y tensos segundos. Tuvo
que pasarse la mano por la mandíbula desencajada para
volver a darle movilidad.
—¿Sería tan amable de decirme cuándo demonios he
dado yo la menor muestra de querer sus posesiones, su
riqueza o su nombre? Con el debido respeto, excelencia,
puede meterse todo eso por el culo.
—En ese caso, creo que está todo dicho y hecho —atajó el
duque, poniéndose en pie como si hubiesen estado
debatiendo la temperatura ambiente—. Un placer hablar
con usted, señora Connor —se acercó con el brazo
extendido hacia Prim—, y un placer aún mayor haber tenido
la oportunidad de conocerla.
—Por Dios —se burló Sean, de brazos cruzados—. ¿A
quién quiere engañar? No actúe como si la perpetuación de
la estirpe no dependiera de mí; de que yo herede su
condenado título. Me dio su apellido y una buena educación
porque no le quedó más remedio después de casarse hasta
tres veces con mujeres estériles —empezó a enumerar
sacando el pulgar, el índice y el corazón—, débiles de salud
o tan hartas de usted que no lo recibirían en el dormitorio ni
bajo los efectos de la bebida. Todas ellas fallecidas en
extrañas circunstancias, cabe decir. Me hace alegrarme de
que no le ofreciera a mi madre la protección y el lugar que
se merecía.
—A tu madre le di exactamente la protección y el lugar
que se merecía negándome a hacerla mi esposa —
respondió sin cambiar de expresión.
Su descaro enardeció a Sean, que no temió encararlo
dando un paso al frente.
—¿Qué demonios insinúa? ¿Que mi madre no es digna de
usted?
—Tu madre es analfabeta —señaló como quien subrayaba
una obviedad— y, lo que es peor, más terca que una mula.
Para solo aspirar a convencerla de educarse, que no
persuadirla del todo, habría necesitado Dios y ayuda, y ni
aun habiendo sido una gloria intelectual habría podido
borrar el hecho de que nació en un lupanar.
Sean apretó los puños.
—Eso no parecía importarle cuando se acostaba con ella.
—Hay un menor de edad presente —apuntó el duque con
indiferencia—. Haz gala de la educación que te di y mantén
la compostura.
Silas levantó las manos.
—Por mí no se apuren. Ya me imagino que los niños no los
trae la cigüeña, como se rumorea que dijo Hans Christian
Andersen.
—Maldito el día que te dieron esa educación de la que
tanto te enorgulleces, porque solo la sacas a colación
cuando no sabes cómo replicar a un reproche —masculló
Sean.
—Sé de sobra qué replicar a tus reproches, muchacho;
distinto es que desee perder el tiempo haciendo entrar en
razón a un niño encerrado en el cuerpo de un hombre. Si no
entiendes los sacrificios que implica ser duque, dilo con
plena libertad y no te delates como estúpido con tus
absurdas proclamas. En ninguna realidad podría haberme
casado con tu madre, y si te tengo que explicar por qué, es
porque no has transitado el mundo durante tiempo
suficiente para comprender que es injusto y sanguinario.
—No he transitado su mundo, no, y tampoco tengo
interés. Espero que no insinúe ser víctima de un sistema
que sobre todo le beneficia, excelencia. Acaba usted de
admitir en voz alta que me arrebataría mi legítima herencia
debido a mi elección de esposa, es decir; por tomar una
decisión sin consultarle.
El duque le sostuvo la mirada mientras sacudía la cabeza
lentamente, primero como si tratara de comprender el
punto de vista de su hijo, y luego aireando una perplejidad
que intentó en vano ocultar su profunda decepción.
—Eres un necio, Sean —sentenció en un tono gélido que
le hizo estremecerse—. Las enemistades que te has
inventado para sentirte especial y tu absurdo idealismo te
mandarán de cabeza a la ruina. Créeme, no sobrevivirás a la
adversidad sin el blindaje de un ducado. ¿O qué pretendes?
No tienes mecenas que te permita desarrollar tu don para la
pintura. No podrás alimentar a tu familia con las ventas de
tus obras. Careces de granja propia; labras una tierra y te
encargas de un ganado que ni siquiera te pertenece. Pero
incluso si te pertenecieran, dentro de un año, dentro de dos,
estarías pasando estrecheces: la enfermedad de la patata
está arrasando Europa y es bien sabido que en Irlanda se
depende casi por entero del cultivo de la misma. Es cuestión
de tiempo que una hambruna mortal azote el pueblo de tu
madre. Entonces ¿qué harás?
—Lo que seguro que no haré es venir a rogarle,
excelencia —espetó con desprecio—. Eso téngalo muy claro.
—Por favor —intervino Primrose, poniéndose en pie—. No
peleen por mi causa. Es innecesario y no soporto presenciar
disputas familiares. Me traen muy malos recuerdos. Le
agradezco que nos haya recibido —añadió en dirección al
duque, que cabeceó en su dirección—. Ahora será mejor
que nos marchemos y pensemos con calma qué es lo que
vamos a hacer.
No esperó a la conformidad de Sean o a la respuesta de
Maybourne para coger de la mano a su marido, igual que a
un niño rebelde tras una pataleta bochornosa, y arrastrarlo
fuera del salón.
Silas no los siguió. Se quedó donde estaba, sentado en su
sillón individual, con la vista clavada en el duque. Todo en
su postura corporal indicaba que planeaba tener con él una
conversación del mismo cariz que la que acababa de
terminar. Y aunque a Sean le habría encantado presenciarla,
una aún más importante entre Primrose y él se atisbaba en
el horizonte.
Capítulo 31

En cuanto estuvieron a salvo del escrutinio del anfitrión,


Primrose lanzó un suspiro al aire y soltó a Sean para
abrazarse los codos con aire desvalido. Tal y como
sospechaba, no había sido inmune a las duras palabras del
duque. Solo había esperado a perderlo de vista para
echarse a temblar de pura angustia.
Sean la cobijó entre sus brazos.
—Siento muchísimo lo que acaba de suceder —murmuró,
descansando el mentón sobre su coronilla—. No debería
haberte traído hasta aquí, y menos aún haberte sometido a
los prejuicios de ese miserable. Me avergüenza que mi
padre no te haya dejado otra alternativa más que odiar a la
mitad de mi sangre.
Primrose lo calmó separándose por un paso y poniéndole
una mano en el pecho. Tenía el rostro salpicado de lágrimas
y, aun así, no le pareció vulnerable. Se erguía mucho más
entera y firme que él.
Más que el duque, incluso.
—Yo no odio a tu padre, Sean —replicó con paciencia—. Al
contrario.
Solo atinó a pestañear varias veces.
—¿Cómo?
—Aunque haya podido cometer errores durante tu crianza
y salte a la vista que carece de apegos emocionales, creo
que no deberías tomarte esto segundo como un ataque
personal. Tengo la impresión de que, más que refocilarse en
una frialdad elegida, adolece de ella como si de una
enfermedad se tratase. Además, se preocupa genuinamente
por ti.
La fuerza del pasmo le desencajó la mandíbula.
—Oh, sí, le preocupo muchísimo. ¿Qué demonios dices,
Prim? ¡Acaba de demostrar que solo le importa la reputación
del ducado!
—¿Has oído lo mismo que yo, Sean? —suspiró, cansada—.
El ducado es un ducado, algo inerte que ni se crea, ni se
destruye; una realidad material inamovible a no ser que la
Corona interfiera..., cosa que no va a suceder por
escandalosa que sea la elección de duquesa. Ni los bienes
ni la riqueza van a sufrir ningún revés si yo permanezco en
el mapa. El que va a padecer en sus carnes las
consecuencias de mi presencia, sin embargo, eres tú. Serás
tan denostado como yo misma, y es lógico que eso inquiete
a tu padre.
—Que se atrevan, maldita sea —se desesperó al verla tan
serena. La agarró de los hombros para hacerla entrar en
razón—. Prim, no permitiré que nadie alce la voz en tu
contra.
—Lo sé —murmuró con una sonrisa trémula. Le cubrió la
mejilla con la mano—. No estoy cuestionando tus bondades.
Tan solo recalco que no tienes la obligación de verte en
situaciones de ese calibre.
—¿A dónde quieres llegar, Prim? No permitas que la
maldad de mi padre te cale; no creas sus embustes. Todo lo
que ha dicho tenía la única intención de ahuyentarte porque
pretende casarme con la hija de un... conde, o un marqués.
—Bien que hace, Sean. No le faltan razones.
—Me enfurece que te denostes una y otra vez. ¿Cuántas
veces debo decirte que eres la mujer a la que amo?, ¿que
no estás por debajo de nadie?
—No me menosprecio, Sean; ocupo mi lugar en el mundo.
Tu padre ha dicho que soy bonita, pero que muchos no
compartirán su opinión y eso nos traerá sinsabores. Del
mismo modo, en el fondo creo que soy tan digna de ser
duquesa como cualquier otra, pero los demás no lo
considerarán así. Que no seas capaz de entender por qué
nadie comparte la admiración que sientes por mí es tan
halagador como francamente exasperante.
—¡Por supuesto que no la entiendo! Estoy convencido de
que cualquiera que se digne a hablar contigo cinco minutos
entenderá por qué te hice mi esposa y se arrepentirá de no
haber sido más rápido. Pero no, tú prefieres rendirte de
antemano. ¿Por qué debes dejarles ganar?
—Te estás equivocando. La que gana retirándose de la
partida soy yo —le sorprendió diciendo. El corazón se le
rompió por segunda vez en la tarde—. Cartearme contigo,
sentir tu afecto sincero y tu pasión; la travesura de ponerme
celosa con Verity... Todo eso ha contribuido a que me dé
cuenta de que merezco ser estimada, de que también yo he
de hacer el esfuerzo de valorarme a mí misma. Es justo
porque me quiero y me niego a hacerme daño que no
pienso ponerme en una posición que sé a ciencia cierta que
me hará infeliz.
»No es mi deseo que pases el resto de tu vida sufriendo
vejaciones por mi culpa, con el riesgo que existe de que me
desprecies a raíz de ello. Pero sobre todo, Sean —recalcó—,
sobre todo no quiero seguir padeciendo de por vida el
rechazo de los demás. Será inevitable que me miren con
desconfianza en cualquiera que sea el lugar al que vaya,
pero si llevo una vida humilde, al menos no estaré sometida
al escrutinio de la alta sociedad. Y es esa paz la que
necesito.
—¿Y la necesitas más que a mí? —musitó con la garganta
apretada por las lágrimas que se esforzaba por ahogar.
Primrose contuvo el aliento para tratar de reprimir el
llanto un poco más, solo un poco más, lo suficiente para que
Sean no dudara de su determinación o creyese que aún
podía convencerla. Pero por admirable que fuera su
moderación, sus ojos cristalizados confirmaban lo que no
podría expresar en voz alta si esperaba que él la dejase ir.
Tomó su rostro entre las manos e intentó transmitirle
esperanza con su sonrisa.
—Te quiero más allá del sentido común, Sean —confesó
con vehemencia—. Si no existieras, habría tenido que
inventarte para sobrevivir. No me avergüenza ni me
entristece decir que solo he sido feliz este tiempo que has
estado a mi alrededor, porque no todo el mundo disfruta de
esta suerte. Tu amor me ha hecho sentir que Dios me
compensaba con creces la miseria que ha estado truncando
mi paso por el mundo. Es justo por eso, porque te quiero,
que no puedo condenarte a esto: ni a que renuncies a tu
legítima herencia, la que te permitirá financiar tu vocación
sin preocuparte de nada más, ni a que la recibas y un día te
sorprendas casado con una mujer tan superada por el odio
que recibe que no puede soportar ni que tú la mires.
Sean la agarró de las muñecas.
—¿No entiendes que te protegeré? ¿No me crees cuando
lo digo?
Primrose sacudió la cabeza.
—El que no entiende y no cree eres tú, Sean. Tu padre
tiene razón en que eres necio, pero eso se debe a que no
has visto ni vivido lo que nosotros hemos tenido la mala
suerte de testimoniar. Me tiraban piedras, ¿comprendes? —
deletreó muy despacio, sosteniéndole la mirada—. Podrían
haberme matado, y solo eran niños. Niños. Me perseguían
para pegarme hasta que no me sentía las piernas. Me
intentaron estrangular y me cortaron la trenza a los ocho
años para humillarme. En la escuela nadie me dirigió la
palabra hasta que Verity dio el primer paso; sin ella, habría
tenido que hablar con las paredes para recordar que tenía
voz. Me prohibieron entrar en una iglesia de Londres por mi
aspecto. Me pusieron la zancadilla en mi puesta de largo, el
día más importante en la vida de una mujer de cierta
relevancia social. He oído a la gente decir que yo era hija
del demonio; que tengo quemaduras y no manchas y que
eso demuestra que nací de los fuegos del infierno; que así
es como mi diabólico padre me marcó. Los he oído decir que
soy nauseabunda, repulsiva, que hay que ser valiente y
tener estómago para mirarme. Ahora sé... sé, porque tú te
deleitas en mi contemplación como si fuese un placer
exquisito, porque siempre parece que no tienes ojos para
nada más, que no soy nauseabunda ni repulsiva y que
merezco respeto. Pero no podré seguir pensándolo si vuelvo
a frecuentar determinados espacios. Me destruirán,
¿entiendes? Y te destruirán a ti. No puedo permitir ninguna
de las dos cosas. Ni que arruinen lo que más quiero, ni que
arruinen lo que más debería querer.
Primrose nunca le había descrito con pelos y señales las
vejaciones a las que había estado sometida. Con toda
seguridad no se las habría transmitido ni a sus propias
amigas; la sombra de vergüenza en su semblante delataba
hasta qué punto la habría humillado admitir su papel de
víctima. Para él no resultaba bochornoso en lo absoluto, y,
lejos de compadecerla, se llenó de un odio sobrehumano
hacia los demás; un odio capaz de matar a un hombre si,
como un veneno, no se drenaba a tiempo.
—Pues yo no pienso permitir que me abandones —
determinó él, mirándola desde su altura con los puños
crispados—, así que tenemos un conflicto de intereses. Pero
no cuento con que lo resolvamos ni hoy, ni aquí.
Se agachó para cogerla en brazos y se la echó al hombro
como un antiguo highlander a la novia de su elección.
Primrose lanzó un grito ahogado.
—¿Qué haces, Sean? ¡Bájame ahora mismo...!
Él la ignoró y arrancó a andar escaleras arriba para
encerrarla en el dormitorio si llegara a ser necesario.
Aquellas primeras súplicas no fueron las únicas denuncias
que la joven enunció en el camino hasta la habitación de su
infancia, alcoba ahora vacía pero acondicionada para la
ocasión de alojar a los recién casados. Sean cerró la puerta
de una patada y se dirigió a la cama sin entretenerse.
La arrojó encima al tiempo que ella exclamaba:
—¡No seas tozudo y escúchame!
—No, me vas a escuchar tú a mí, mujer desesperante —le
espetó en cuanto la tuvo tendida boca arriba sobre el
colchón. Al ver que intentaba incorporarse, la frenó
acorralándola entre los brazos y tendiéndose
amenazadoramente sobre ella. Primrose lo miró con los ojos
muy abiertos—. No puedes decirme que me amas y acto
seguido que lo mejor es dejarme, porque lo único que me
convencería de renunciar a ti es oír de tus labios que me
desprecias. Y ni siquiera eso bastaría. En todo caso me
convencería de dedicar mi vida entera a conquistarte.
—Sean... —musitó a punto de rendirse, inmóvil bajo su
cuerpo.
Él la interrumpió besando la lágrima que había escapado
de la comisura de su ojo. La atrapó antes de que se perdiera
en la sien, ahí donde empezaba la melena recogida en un
moño ahora desbaratado, y desde ese punto descendió al
lóbulo de la oreja y a la línea natural de la mandíbula, que
recorrió con los labios entreabiertos.
Primrose ya había empezado a respirar agitada cuando
Sean terminó su seductora expedición en la punta de la
nariz.
—Estábamos... discutiendo —protestó ella.
—Estábamos. Ahora estamos a punto de hacer el amor.
Me parece que necesitas que alguien te recuerde una de las
razones por las que pedir la nulidad sería una locura.
—Si me fuera, esto sería lo último que echaría de menos
—se defendió en un arrebato de mojigatería.
—¿Ah, sí?
—Sí. No soy tan... superficial.
—¿Crees que hacer el amor es una cuestión superficial?
No puede ser que estés pensando en abandonarme cuando
ni siquiera has aprendido aún lo que significan o conllevan
de verdad la pasión y el sexo.
—No digas esas palabras tan... vulgares.
—¿Por qué? —Entrecerró los ojos—. Una escritora debería
familiarizarse con todos los términos y registros posibles. ¿Y
si quisieras crear un personaje que no tiene respeto por
nada?, ¿un desvergonzado?
—Pues lo llamaría Sean Connor —replicó con la voz
entrecortada—, porque a la vista está que no respetas ni mi
visión de futuro ni el modo en que deseo abordar el
problema.
—¿De veras es así como deseas abordar el problema?
¿Me estás diciendo que, si no existiera otra salida, no
tomarías ese camino diferente para no tener que renunciar
a mí?
Primrose giró la cara, ofreciéndole una bonita perspectiva
de su perfil y de su insufrible testarudez, en la que sin
embargo se atisbaba una vulnerabilidad de la que podía
valerse para convencerla. Obnubilado por su belleza,
acentuada más si cabía por la melancolía que exudaban sus
cartas —ahora encarnada en su mirada perdida—, recorrió
con el dedo el relieve de la nariz y de los labios
entreabiertos.
—Claro que tomaría un camino diferente —musitó—, pero
no hay otra solución. El amor no lo puede todo, Sean...,
¿entiendes? El amor no es suficiente en todos los casos.
—Sí que lo es —rugió—. Y te lo voy a demostrar.
Se apoderó de sus labios en un descuido de Primrose,
cuando abría la boca para seguir refunfuñando. No podía
negarse que le gustara ese lado suyo que presentaba pelea
cuando no estaba conforme; a diferencia de lo que todos a
su alrededor habían pensado alguna vez, malinterpretando
su moderación y su entrega a Dios, su mujer no era ni
sumisa, ni desistía en sus empeños con facilidad. Pero sí
estaba tan acostumbrada a que le pasaran por encima que
ni se planteaba una realidad en la que podía ser feliz.
Ahí entraba la labor de Sean: demostrarle que se
equivocaba al ceder a las presiones.
Tuvo que romper el beso y darle la vuelta con impaciencia
para, sentado a horcajadas sobre ella, empezar a quitarle
los corchetes del vestido, los lazos del corsé y la camisa;
todo ese complejo de ropa interior que no hacía sino
molestar. Pero incluso una tarea tan rutinaria y tediosa en
apariencia como lo era desvestirla se convertía en un placer
cuando se trataba de ella. Primrose era tan apasionada que
con los quiebros de su cuerpo, con sus gemidos y con el
modo en que se aferraba a las sábanas para reprimir
escalofríos de puro gusto, hacía las delicias del hombre que
insistía en dominarla.
Aun cuando el único dominado, sometido y muerto de
amor era él.
Arrojó las prendas lo más lejos posible, como si temiera
que al estar al alcance de su mano ella pudiera volver a
ponérselas. Pero Primrose no había tardado en rendirse a la
persuasión de sus labios, que le recorrieron la línea de la
espalda y de los hombros con besos cuya huella acabó
evocando, curiosamente, el símbolo de la cruz.
Sean se detuvo en la mancha que le cubría un omoplato.
Recorrió con el dedo el borde que la delimitaba.
—Esta tiene forma de nube —susurró. Su aliento chocó
con la suave piel de la muchacha, erizándola en el acto—,
pero la de más abajo... —Deslizó la mano en dirección a sus
nalgas. Cubrió el cachete izquierdo con una mano posesiva
—. Esta de aquí... Esta de aquí parece un reloj de arena.
—Qué... qué... imaginación t-tienes.
—Chis... —la mandó callar apretando su carne tierna con
los dedos. Sin quitarse aún los pantalones, presionó las
ingles contra la hendidura entre sus nalgas para que notara
la dureza de su entrepierna—. Hay otra en tu cintura que se
va degradando para fundirse con el color marfil de tu piel,
¿lo sabías? Justo aquí —la rodeó a la altura en la que
acababan las costillas y comenzaba la curvatura de la
cadera—, donde me gusta poner la mano cuando te follo
por detrás.
Primrose solo atinó a suspirar cuando él se bajó el
pantalón para frotarse piel con piel. Si en algún momento se
había mostrado remotamente en contra de hacer el amor
allí y entonces, ella terminó de ceder elevando las nalgas en
su dirección para sentirlo más pegado. Sean la complació
colocando su miembro entre sus dos orificios y haciéndolo
resbalar con suavidad hacia su sexo como preludio de lo
que estaba a punto de suceder.
Pero esa noche no podría soportar no verle la cara cuando
le hacía saber que hasta la peor de las catástrofes estaría
justificada si a cambio se tenían el uno al otro. La giró
cuando ya estaba temblando y jadeando descontrolada y se
colocó a las puertas de sus piernas flexionadas.
—Alguien volcó una paleta de acuarelas sobre tu cuerpo,
y ahora es un mapa que me indica dónde tengo que poner
las manos —murmuró Sean, seducido por la visión de sus
marcas. Posó la palma con los dedos estirados sobre la que
se extendía sobre su vientre y la agarró por el muslo a la
altura en la que aparecía una mancha más pequeña, una
del tamaño de su mano—. Te crearon con instrucciones de
uso para que yo, solo alguien que aprecia el arte, supiera
orientarme. Yo y nadie más...
—Sean...
Pero no fue capaz de decir nada con sentido, solo de
mirarlo con un ruego implícito. Obedeció el anhelo que hizo
brillar sus ojos de un modo sobrenatural y cubrió el acceso a
su interior con los dedos. Introdujo anular y corazón para
tantear si estaba preparada, y se le escapó un gemido de
placer y una media sonrisa orgullosa al confirmar que así
era.
No la penetró enseguida. Se regaló el gusto de
empaparse con sus fluidos masturbándola al ritmo que
Primrose iba pidiendo con sacudidas de cadera. Se inclinó
sobre ella y, apoyado sobre un codo de manera que sus
rostros quedaran a la misma altura, aumentó la presión de
los dedos en su interior.
—¿Sabes que es posible que ya estés embarazada de mí?
—susurró contra su mejilla, húmeda por el sudor que
empezaba a envolverlos—. ¿Cómo me vas a dejar con un
niño mío en tus entrañas? ¿Un niño nuestro? ¿Le harías a él
lo mismo que me hicieron a mí durante un tiempo?
¿Condenarlo a que lo llamen bastardo?
—No... Claro que no, yo... Oh, Sean.
Primrose giró la cabeza para besarlo con ansia animal,
llevando por delante el movimiento frenético de una lengua
que en muy poco tiempo había aprendido a volverlo loco. La
indecencia criminal del beso, la clase de beso que solo
podía darse cuando un hombre estaba dentro de una mujer,
le distrajo de tal modo que se le olvidó seguir moviendo la
mano y ella tuvo que apretarlo entre sus muslos para darle
un toque de atención.
Sean sonrió, divertido con su lenguaje no verbal, y retomó
las caricias doblando los dedos en su interior. No soltó sus
labios, aun así, de manera que Primrose pudo probar una
vez más que también ella sabía ocuparse con dos tareas a
la vez: la de extasiarlo con su boca y su saliva, y la de
cubrirle el miembro.
—Quiero un niño tuyo —le confesó entre gimoteos. Fue
así, porque Sean no podía separarse para mirarla a la cara,
como se dio cuenta de que se le habían saltado las lágrimas
—. Quiero todo lo que puedas darme, Sean. Un embarazo
nunca sería un problema para mí.
—¿Y por qué lo dices con tanta pena, eh? —la riñó—. ¿Es
que todavía no te he convencido? ¿Todavía no te he sacado
esas ideas estúpidas de la cabeza...? Dime que sí, por Dios;
no sé si ahora mismo puedo pensar con la claridad
necesaria para arrojar mis argumentos contra tu dura
mollera.
Primrose respondió rodeándole el cuello con la mano para
acercarlo de nuevo a sus labios. El beso fue lento y cálido,
como lento y cálido sería el movimiento de los dedos con los
que le rodeaba la erección. Sean se dejó llevar por su
atractivo ritmo, que no se detuvo ni siquiera cuando el
orgasmo de la masturbación la sacudió de arriba abajo.
Pertinaz y apasionada como era, siguió concentrada,
aunque temblorosa, en aproximarlo a la misma culminación.
Pero él no lo permitió y, en un arrebato impaciente y
temeroso por si el deseo lo cazaba antes de tiempo, se
incorporó, le sujetó los muslos doblados a la altura de las
rodillas y la penetró hasta la empuñadura.
Primrose estiró los brazos por encima de la cabeza, como
si acabara de despertarse y necesitara recuperar la
flexibilidad de los músculos, y emitió un suspiro
entremezclado con un gemido tan gutural que Sean pensó
que aquello había bastado para que el clímax la alcanzase
de nuevo.
Empezó a moverse, primero incrédulo porque una mujer
tan cristiana pudiera disfrutar de semejante manera de una
actividad tildada de diabólica en algunas esferas, y después
inspirado por su calor, por la visión de su figura envuelta en
un sudor brillante que parecía una capa de seda
transparente; por los labios entreabiertos, refulgentes por la
saliva de los dos.
Un inesperado ramalazo de amor, la clase de amor
impetuoso que venía acompañado por el miedo a perder, le
instó a sujetarla con firmeza por la cintura y a rogarle.
—Dime que me quieres, Prim —le pidió él con la voz débil
—, y que nada cambiará.
Primrose dejó que Sean arramplara con ella aumentando
la intensidad de las embestidas manteniendo los brazos
laxos sobre la cabeza. De este modo renunciaba a su fuerza,
a su resistencia. Sean sintió que su cuerpo aguantaría para
siempre la conclusión inevitable del clímax, que lo
sostendría en un limbo eterno y doloroso, si no oía de sus
labios las palabras detonadoras.
Le costó abrir los ojos tan solo una rendija para mirarlo, y
más aún encontrar la voz en una garganta arrasada por los
gemidos y la emoción.
—Te quiero. —Y sonó a juramento, el que tanto Sean
como ella necesitaron para alcanzar el orgasmo con
segundos de diferencia. Los segundos que tardó en hacer su
promesa—: Te quiero y eso no cambiará jamás.
Capítulo 32

Sean resurgió del mundo de los sueños acuciado por las


luces del amanecer, que entraron en su alcoba como si el
cielo hubiera olvidado que seguía siendo invierno. Se
incorporó con los ojos entrecerrados, molesto por la
intensidad del resplandor. Con un antebrazo se cubrió la
cara y con la mano contraria buscó a su lado el cuerpo
cálido de Primrose.
Las sábanas frías fueron la primera advertencia de que
algo no iba bien.
Siendo un hombre que se demoraba su tiempo en
espabilar por las mañanas, fue asombroso que le tomara un
segundo tomar conciencia con la realidad. Su mujer podía
haberse levantado para lavarse la cara, para desayunar
antes que los demás, para dar un paseo por la mansión;
para reunirse con su padre, incluso, que tan en gracia le
había caído. Pero Sean supo en lo más profundo de su
corazón que no era ninguno de los casos evidentes, y se
debía a una sencilla razón.
Si algo había aprendido, era que no resultaba tan fácil
quitarle una idea de la cabeza a Primrose Insley.
Se incorporó a toda prisa, se vistió en tiempo récord y
bajó las escaleras tropezándose con los propios pies y la
chaqueta echada al hombro. No se había molestado en
peinarse o lavarse la cara, un detalle del que su padre se
percató nada más levantar la cabeza de la taza de té que a
esas alturas parecía formar parte de su attrezzo.
Estaba solo.
—¿Silas sigue durmiendo? —fue lo primero que preguntó.
El duque torció el gesto, asqueado con su imperdonable
falta de educación.
—Buenos días a ti también, Sean. Y no, no sigue
durmiendo, como ya habrás comprobado tras pasar por su
habitación. Dejó Henshawe House hace unas horas. Una
lástima. Ese muchacho era una compañía estupenda —
comentó antes de darle un sorbo a la taza—. Imagino que
andas buscando a tu esposa y sospechabas que, mientras
su hermano siguiera pululando por aquí, su ausencia se
debería a una razón justificada.
No le quedó otro remedio que callar cuando Sean salvó el
espacio que los separaba, lo agarró por la pechera del batín
con escote en forma de uve y amenazó con levantarlo del
suelo.
El duque no era un hombre menudo, pero su hijo no tenía
nada que envidiarle en altura o corpulencia.
—¿Qué diablos le ha dicho para que huya en
desbandada? —siseó entre dientes—. ¿Ha estado toda la
noche susurrándoles al uno y al otro por qué abandonarme
sería la opción lógica?
La antesala del primer enfado del que Sean habría sido
testigo, esto en el caso de que se hubiese dignado a dejarlo
fluir, hizo brillar los ojos azules de Maybourne.
—No me trates como si fuera estúpido —le advirtió—.
Sabes muy bien por qué se ha ido; tan bien como que yo no
he tenido nada que ver. Esa criatura vino aquí con las ideas
muy claras.
—¡Pero tú no has sido de ninguna ayuda! ¡Si nos hubieras
dado tus malditas bendiciones y hubieses cerrado el pico,
no se habría marchado en mitad de la noche como una
ladrona!
—Según el mozo de cuadras, se marcharon nada más
empezó a clarear. —Se libró del zarandeo de Sean apenas
empujándolo por el hombro y se arregló las arrugas de la
bata con paciencia—. La muchacha tampoco es tonta. No
iba a poner en peligro a su hermano viajando en plena
nevada.
Sean retrocedió un paso, mareado, y, en busca de una
respuesta que le sirviera para apaciguar el dolor de la
traición, perdió la mirada al otro lado del ventanal.
Recostado sobre las montañas que colindaban con el este
se alzaba el sol, una bola de fuego ahora blanca que
indicaba que al menos le sacaban tres horas de ventaja.
—No se te ocurrirá salir en pos de ella, ¿verdad? Ha
reafirmado su postura con claridad y concisión, y todo
caballero que se precie de serlo ha de respetar las
decisiones de una dama.
—No es una dama. Es mi dama —corrigió con un ladrido.
Apuntó a su padre con el dedo—. Escúcheme bien,
Maybourne. Usted me separó de mi madre siendo yo aún
muy niño, cuando no podía defenderme; ahora es distinto.
Ahora puedo y voy a hacer algo al respecto para que nada
ni nadie me separe también de mi mujer. Ni siquiera sus
condenados prejuicios.
—Quiérete un poco, Sean —bufó en tono despectivo.
Volvió a sentarse ante su modesto desayuno y no lo miró
mientras desmigaba un bollito espolvoreado de azúcar—.
¿Cuántas veces se ha burlado de ti esa mujer, eh? Silas tuvo
las bondades de contarme la historia desde el principio en
tanto que vosotros arreglabais vuestras diferencias, y,
aunque sea interesante para una novelita de las que
extasian al público femenino, no deja de ser humillante para
el que la sufre. Fingió ser quien no era, te intentó ahuyentar
en lugar de reconocer su error, y ahora se marcha sin decir
nada. Acepta que esa muchacha, por interesante o única en
su especie que sea, no es digna de ti porque no es digna de
ningún hombre, y no estoy entrando en consideraciones
físicas para señalarlo. Es un ataque contra el orgullo de
quien la tenga cerca.
—Pasa usted por alto que el orgullo no significa nada para
mí; no tanto como el amor o la tranquilidad de permanecer
al lado de quien adoro —replicó sin ceder un ápice—. Y todo
eso que ha dicho usted demuestra por qué no hay ni ha
habido hombre adecuado para ella, puesto que requiere
valor y paciencia ver más allá de un comportamiento
errático y descubrir que proviene del miedo. No espero que
un hombre que se ha casado tres veces por conveniencia lo
comprenda.
Sean giró sobre los talones y se dirigió a la salida con una
nueva determinación. Oyó que su padre lo llamaba con una
mezcla de hastío y exasperación, pero no movió un solo
dedo para detenerlo. El duque creía en el poder de la
palabra; nadie le vería jamás cayendo en conductas
vulgares que le exigieran emplear la violencia. Esto jugó en
el favor de Sean en su propósito de escoger al caballo más
rápido del establo y arrancar a cabalgar hacia el único lugar
de Inglaterra donde podrían ayudarle a resolver de una vez
por todas aquel entuerto.
No le importaba si lo recibían nada más llegar o si tenía
que montar guardia a las puertas hasta que la máxima
autoridad se dignara a escucharlo. Lo único que le
importaba —que le quemaba, incluso—, era haber tardado
tanto en concluir la forma más rápida y tajante de
demostrarle a Primrose que su prioridad era ella.
En el viaje relámpago a Londres estuvo repitiendo para
sus adentros la discusión de la noche anterior; la discusión
que mantuvieron, también, la madrugada que supo por
primera vez de su herencia. Recordó asimismo cuántas
veces había expresado, ya fuera directa o indirectamente y
mucho antes de conocerle en carne y hueso, que buscaba
una vida tranquila y cómoda; no porque un espíritu
antisocial la instara a permanecer alejada de la gente por el
bien general, sino porque la clave de la paz mental para una
persona con sus circunstancias era, por desgracia, el
aislamiento.
Sean podría haberse enfurecido con ella por haberlo
abandonado aun después de haberle prometido que lo
quería y por todos y cada uno de sus intentos por alejarlo,
pero ¿cómo iba a despreciarla por elegir por sí misma un
futuro menos amargo y con mayor libertad?, ¿cómo iba a
despreciarla por negarse a aceptar un destino que él le
había impuesto hablándole del ducado después de la boda,
cuando ya no tenía escapatoria?, ¿cómo iba a despreciarla
por haber aprendido por fin, después de veintidós años, que
ella debía ser lo primero en su propia vida?
Seis horas y media alternando galopadas y cabalgadas
bastaron para que Sean se hiciese cargo de su egoísmo. La
había puesto contra la espada y la pared, y, para colmo
había tenido el descaro de utilizar su amor como arma
arrojadiza para exigirle que aceptara las nuevas condiciones
que venían con estar casada con él.
«Si tanto me quieres, sé duquesa», le había dicho en
realidad. «Si me amas de verdad, no te importará que el
mundo entero te siga torturando con constantes vejaciones.
Te darás por satisfecha con mi sola compañía».
Sean tendría que haber sido más inteligente y sensible
que eso. Sobre todo porque, aunque él no lo comprendiese,
aunque no quisiera verlo en algunos casos, había
atestiguado tan solo la cima de la infame manera en la que
la sociedad trataba a Primrose. Solo eso había resultado
insoportable. Lo había presenciado incluso en la escuela, un
entorno reducido y en teoría familiar en el que era
apreciada. Había sido cómplice de ello a través de sus
cartas, en las que contaba, escueta, a lo que la sometían
sus compañeras. Se hablaba de muchachas con diecisiete,
dieciocho y nunca más de veinte años que, por juventud y
falta de experiencia, aún no deberían haber desarrollado las
herramientas verbales que canalizarían su maldad.
Y, sin embargo, habían afilado sus colmillos a costa de
Primrose.
Al final, comprendió, Primrose se estaba eligiendo a sí
misma. Más allá de que creyera estar haciendo lo correcto
por él y por su futuro, también estaba priorizando su
bienestar propio.
Eso era una buena señal.
Era la señal que Sean había estado todo ese tiempo
queriendo ver.
Por eso, si quería conservarla, debía ofrecerle algo más.
Algo mejor.
Sean desmontó a las puertas del palacio de Buckingham.
Le constaba que la reina no se había retirado a ninguna de
sus propiedades a las afueras de Londres, rareza que se
permitió interpretar como un favor otorgado por Dios
mismo, quien estaba conforme con su decisión.
El portón estaba franqueado por una serie de soldados
reales, todos ellos debidamente armados por si algún loco
enamorado de su talla se planteaba escalar la verja con sus
dos manos desnudas. Por loco y enamorado que fuera, sin
embargo, tuvo que renunciar a su idea inicial y se limitó a
persuadir a los guardias hasta que uno de ellos, aun
receloso, accediera a conducirlo hasta el interior de palacio
para pelear allí por una audiencia.
—La reina no lo recibirá —le advirtió por el camino,
mirándolo de reojo—. Hoy no es día de visitas. De hecho, lo
más probable es que esté disfrutando de su familia.
—Tengo que intentarlo.
El soldado sacudió la cabeza, convencido de que el
invitado había perdido el juicio, y lo dejó a cargo del servicio
de palacio. Si alguna vez le había cabido la menor duda
sobre si la influencia de su padre era o no una exageración
con la que gustaba de vanagloriarse, la resolvió esa misma
tarde: lo único que le garantizó el acceso fue identificarse
como hijo de Henshawe.
Por desgracia, esto no fue suficiente para que Su
Majestad dejara lo que estaba haciendo, se agarrara las
faldas y bajara a toda prisa para atender sus demandas.
Sean tomó asiento en uno de los bancos aterciopelados
del pasillo principal, hecho a la idea de que esperaría, como
mínimo, dos o tres horas. Pero fueron más de dos y más de
tres, y lo supo porque ante él se alzaba un inmenso reloj de
madera noble cuyo tictac estuvo a punto de volverle la
cabeza del revés.
Se estaban cumpliendo las nueve de la noche, una hora
muy tardía a la que la reina no habría recibido ni a su
mismísimo asesor ante una situación de urgencia, cuando
un elegante lacayo se acercó para pedirle amablemente que
abandonara las dependencias reales.
—Si no le molesta mi presencia, y creo que no debería
porque no estoy haciendo ruido ni ocupo un espacio
significativo para obstaculizar el trasiego del servicio, me
quedaré un rato más.
El sirviente pestañeó cuatro veces seguidas.
—¿Un rato más, milord? ¿De cuánto estamos hablando?
—De lo que sea necesario hasta que Su Majestad tenga a
bien hablar conmigo.
—Hace rato que la reina se ha retirado a sus aposentos.
—Entonces pasaré aquí la noche y esperaré a tener la
suerte de que me reciba mañana.
—Milord, eso no va a ser posible. Por favor, abandone
palacio por su propio pie o habré de tomar medidas
drásticas que no nos gustarán a ninguno de los dos.
—Llevo aquí casi siete horas. Puedo esperar otras siete, y
otras siete, y otras siete, y así hasta el infinito, señor. Y le
recuerdo que no soy un molesto ciudadano de los bajos
fondos. Soy el hijo del duque de Maybourne y el asunto que
me ocupa es de relevancia gubernamental. Confío en que
esto se lo habrá trasladado a Su Majestad.
—No con esas palabras, o me habría tomado la molestia
de levantar la cabeza de la lectura que me entretenía para
por lo menos arquear una ceja —intervino una voz
femenina, mas no por ello dulce o delicada. Era la voz de
una mujer que había tenido que obligarse a desprenderse
de sus escrúpulos para asegurarse de que la escucharían a
ella y solo a ella, ya estuviese en una habitación solitaria o
en un salón lleno de gente—. Lord Sean Henshawe, si no me
equivoco.
El aludido se levantó, como dictaba el decoro, y avanzó
un paso para orientar su reverencia al extremo del pasillo
por donde la reina había aparecido escoltada.
Llevaba un vestido sencillo pero de confección exquisita,
la clase de prenda que una mujer de su importancia luciría
solo durante las tardes de ocio que compartiera con sus
hijos. Se había echado un chal sobre los hombros, que
abrazaba contra el pecho en un gesto que en cualquier otra
dama habría parecido un colmo de santurronería. No así en
ella, que, pese a su reducida estatura y la lozanía de los
veinticinco años, infundía tal respeto que, durante un
efímero pero significativo instante, Sean se avergonzó de
haber osado insistir.
—Su Majestad.
—Acompáñeme —le ordenó, y se dio media vuelta.
Caminaron un total de diez, quince pasos, hasta que su
escolta se adelantó para abrir la puerta de un modesto
saloncito. La reina entró primero y se puso cómoda en un
sillón que perfectamente podría haber sustraído de
Arlington Abbey, sencillo pero de buena calidad, y Sean,
tras interpretar como una sugerencia su gesto hacia el
butacón de enfrente, la encaró con el cuerpo tenso y las
manos rígidas sobre los reposabrazos.
Victoria lo atravesó con una mirada que habría dejado en
paños menores la fiera frialdad de su padre, esa que tanto
solía temer de niño. Tenía los ojos grandes y saltones, una
cualidad despreciada en rostros mediocres y que podía ser
objeto de burla de los niños más creativos: «ojos de
pescado», «mirada panorámica», «la persona eternamente
sorprendida». Pero irradiaban la tonalidad de azul que Dios
debió concebir en su origen, un azul sin paliativos; un azul
aterrador. La sabiduría heredada de los grandes reyes,
incluso venida del futuro, los había dotado de una fortaleza
intimidante. No solo parecía saber qué estaba a punto de
ocurrir, sino que poseía el poder y la ambición de tornar
glorioso todo aquello que tocase.
—El príncipe Alberto me ha comentado esta tarde que un
hombre que promete esperar días y días sentado en un
pasillo es un hombre con una determinación que merece
reconocimiento. A mi parecer, sin embargo —continuó con
aire indiferente—, un hombre así descrito es un auténtico
necio; un hombre que no conoce su lugar. Si me he dignado
a venir hasta aquí, es porque no puedo permitir que el
heredero del ducado de Maybourne se humille a sí mismo
ante la corte. Aquí la gente habla, y lo último que necesita
un duque es que se le tilde de insolente u obtuso.
—Me disculpo por mi vergonzosa actitud, majestad, pero
no mentía cuando decía que un asunto que la atañe me ha
traído hasta aquí —respondió con tiento.
Pese a mantener con ella una amistad, el duque nunca se
había dignado a hablarle a su hijo del carácter de la reina.
No tenía idea de cuál era el modo correcto de proceder.
Ante la duda, lo mejor era mostrarse solícito y humilde.
—¿Y no podía peinarse antes de venir a contarme de qué
se trata? —le reprochó con una mueca desdeñosa.
Sean esbozó una sonrisa cansada.
Ahora entendía por qué Maybourne y ella habían hecho
buenas migas.
—Supongo que no puedo evitar ser un maleducado y un
desaseado; a fin de cuentas, y con independencia de quién
sea mi padre, sangre vulgar de granjera irlandesa corre por
mis venas.
Había esperado una reacción desproporcionada viniendo
de la reina, pero nada más lejos de la realidad.
Victoria solo arqueó las cejas negras.
—No me diga que ha recorrido todo el camino de
Henshawe House hasta el palacio de Buckingham para
confesarme que nació fruto de una relación ilícita. Estoy al
tanto de su bastardía desde mucho antes de que usted
conociera el significado del término, caballero.
—¿Cómo? —fue lo único que atinó a preguntar.
Victoria suspiró con hastiada incredulidad, incapaz de
creerse que la hubiesen arrancado de sus planes ociosos
por una cuestión de tamaña insignificancia.
—A diferencia de lo que está demostrando con su
comportamiento, su padre es un hombre prudente y que
conoce sus limitaciones. Habría abusado de su poder, y lo
que es peor, habría cometido un grave error tomando a la
monarquía por necia, si le hubiera hecho pasar por su hijo
legítimo sin previo consentimiento de la Corona.
—¿Usted dio su consentimiento en persona para... para...
que yo sea duque?
—No sea estúpido —le espetó—. Yo apenas estaba
naciendo cuando se tomó semejante decisión. Fue el
príncipe regente y posterior rey de Inglaterra, George IV, el
que acordó con su padre que, a falta de heredero legítimo,
usted sería heredero del ducado. Por lo que sé, pues me
informé al respecto nada más ascender al trono, les tomó
largas horas de negociación; horas que me pesan incluso a
mí hoy día.
»Sabrá que Maybourne fue incapaz de engendrar hijos
legítimos con sus múltiples esposas —recalcó. A punto
estuvo Sean de reírse; la reina era de la misma opinión que
él sobre la idea de casarse más de una vez—, pero con
Eileen Connor tuvo suerte a la primera. Por eso, cuando
usted tenía tres años y su padre estaba camino de enviudar
por segunda vez, se le invitó a educarse en Henshawe
House por si acaso la tercera y última duquesa no lograba
concebir... el que mucho me temo que fue el caso.
—¿No fue mi padre quien decidió nombrarme heredero?
—Su padre se presentó bajo este mismo techo un buen
día, aunque con previa solicitud —no perdió la ocasión de
apostillar—, y, en un acceso de locura vesánica que todavía
me trastorna imaginar, sugirió el disparate de desposar a
Eileen Connor para que su hijo, usted, fuera oficialmente
legítimo. El rey no tardó en ponerlo en su sitio, como era
menester, pero cedió a la idea de darle a usted un futuro. El
título habría caído en manos de un Henshawe lejano, alguno
de sus primos segundos, lo desconozco; alguien que desde
luego no hemos tratado en la corte y que habríamos de
seguir de cerca y estudiar con detalle para determinar si
sería digno del honor ducal. La cuestión es que, conductas
lascivas aparte, su padre posee unos dones naturales
irrepetibles. Nació para ostentar el título, y aquí creemos
que lo que hace un buen aristócrata es su instrucción. El rey
decidió que, mientras le inculcase a su criatura los mismos
valores de los que él hacía alarde, no habría inconveniente.
«Sugirió el disparate de desposar a Eileen Connor»,
repitió para sus adentros.
Sean necesitó unos minutos para asimilar lo que acababa
de oír. Trajo a su mente la discusión más reciente con el
duque, cuando acusó a Sean de necio por plantear que
pudiera haberse casado con su madre.
Si él mismo lo había propuesto un par de décadas atrás,
¿por qué lo había tratado de loco? ¿Le habían lavado la
cabeza a su padre? ¿Se estaba engañando a sí mismo...?
Se obligó a centrarse en lo que había ido a hacer allí.
Inspiró hondo y cuadró los hombros para transmitir al
menos una imagen de decencia y virtuosismo que no
echara por tierra los esfuerzos del duque.
—Intuyo con lo que me dice que no está satisfecha con el
modo en que se solucionó el problema de fertilidad o bien
compatibilidad de las tres duquesas.
—No lo estoy en absoluto —sentenció—. Que un bastardo
entre a formar parte de la nobleza es una vergüenza
nacional, y, si llegara a saberse, afectaría a mi reinado de
forma directa. Pero es la decisión que tomó uno de mis
predecesores y, por más que respete la institución
matrimonial y los principios cristianos, he de respetar aún
más el legado de la monarquía.
—Comprensible —respondió sin ofenderse. La indignación
de la reina en lo que al asunto respectaba era el perfecto
vehículo hacia su liberación—. ¿Qué me diría, entonces, si le
confieso estar dispuesto a renunciar a tal honor?
—Le diría que un ducado no es algo que un hombre
pueda rechazar como quien se niega a probar un pastelito, y
que lo hecho, hecho está.
—Majestad —replicó enseguida, mirándola a los ojos.
Arrastró las caderas hacia el borde del asiento y apoyó los
codos sobre los muslos para hablarle de un modo más
cercano—. Mi padre aún tiene cuarenta y dos años. No es un
hombre joven, pero aún queda mucho tiempo para que la
senectud le esterilice, y gracias a su estatus podría
encontrar fácilmente una esposa que le diera un heredero.
Cierto es que, si nos atenemos a la estadística, parece que
dejándolo en sus manos estaríamos tentando a la suerte
más de la cuenta. Aun así, debe de haber alguna viuda con
un hijo, prueba de su fertilidad, que reconozca el valor de
contar con la protección de un duque y esté dispuesta a
volver a pasar por la maternidad... o bien alguna dama lo
bastante joven para alumbrar a su hijo legítimo. No estaría
pisoteando el legado del rey George IV si compeliera a mi
padre a casarse de nuevo, Su Majestad, y a mí no me
perdería como alternativa. Estaría, digamos, convirtiéndome
en un plan secundario por si el más conveniente fracasara
de nuevo.
La reina lo había estado escuchando sin pestañear, tan
inmóvil en su trono improvisado que daba la impresión de
que hubiera pronunciado las palabras de un hechizo de
petrificación. Aún necesitó unos segundos de silencio
después de oír la propuesta para meditar, reflexión tras la
cual la sobrevino una duda comprensible.
—¿Por qué el hijo de una humilde granjera tendría tanta
prisa por librarse de una herencia por la que cualquier
hombre en su situación llegaría a matar?
—Como usted bien ha señalado, majestad, soy el hijo de
una humilde granjera. Me crie en una mansión y me
llevaron entre algodones mientras completé mi educación,
eso es cierto. Soy consciente de que lo lógico habría sido
que me acostumbrara a lo bueno y no a lo precario. Pero mi
decisión a los dieciocho fue regresar a la vida de campo, a
la vida modesta, y fue ahí donde me sentí verdaderamente
realizado. Sé que mis sentimientos no importan a la hora de
tomar una determinación tan trascendental como lo es el
nombramiento de un futuro duque; por eso la he eximido de
atender a un alegato emocional. Pero si quiere contemplar
también mis razones personales, he de confesar que lo
hago, sobre todo, por mi esposa.
—¿Esposa? —Abrió los ojos—. ¿Con quién se ha casado?
—Con la señorita Primrose Insley.
La reina se enderezó como si le hubiese nombrado un
monstruo de mitología.
—La señorita Primrose Insley, para colmo —jadeó,
anonadada—. Asumo que su padre no fue tan estúpido
como para dar sus bendiciones.
—Nos casamos una madrugada en la iglesia de San
Martín, con el honorable Harding Wargrave como testigo,
después de pagarle una generosa suma al vicario.
—No se publicaron amonestaciones ni hubo invitados,
entonces —dijo para sí misma—. Podrá anularse sin
problemas.
—Podría, sí —cabeceó, tratando de contener el deseo de
arrojar un puñetazo—, pero apuesto a que una reina
conocida por ser temerosa de Dios y por cumplir a rajatabla
los mandatos divinos y eclesiásticos preferiría no incurrir en
actividades tramposas que burlaran un sacramento tan
sagrado como lo es el del matrimonio.
Se había arriesgado a recibir una amonestación, y eso
como mínimo, al atreverse a insinuarle una orden a la
mismísima reina. Pero ella debía de estar muy conforme con
sus palabras, muy conforme con las razones que lo habían
traído hasta allí y, sobre todo, debía de estar frotándose las
manos con la oportunidad que se le había presentado para
enmendar el daño de uno de sus predecesores, porque solo
tomó aire.
—¿Su esposa no quiere ser duquesa? —inquirió con voz
queda—. Puedo figurarme por qué. Llevo años viendo
desfilar ante mis ojos a toda suerte de jovencitas vestidas
de blanco, y su esposa es una de las pocas caras que se
quedaron grabadas en mi pensamiento. Una mujer elegante
y virtuosa como pocas, pero lamentablemente atravesada
por la mala suerte.
—He sido nombrado marido antes que duque —le dijo
Sean—. Por eso priorizo mis deberes conyugales, entre ellos
el de proteger y garantizar la felicidad de mi esposa, mucho
antes que ningún privilegio ducal. Sé que usted me
comprende a un nivel visceral: no es un secreto que ama al
príncipe Alberto, y que si tuviera que elegir entre su reino y
él...
—Elegiría a mi reino —le interrumpió con frialdad—, y no
ose volver a insinuar lo contrario o no solo no satisfaré su
deseo, sino que lo mandaré encerrar por injurias a la
Corona.
Había sonado sincera al replicarle, pero Sean supo que
mentía porque reconocería las mínimas expresiones de una
mujer enamorada en cualquier parte. La reina debía
mantener el tipo y no permitir que se cuestionara su entera
devoción a sus súbditos. Sin embargo, seguía siendo una
persona de carne y hueso que sentía y padecía. Y ella sentía
y padecía por su marido como muchos de los miembros de
la casa Hannover lo habían hecho, a menudo con
consecuencias devastadoras, por sus familiares: no en vano
se había dicho siempre, fuera cierto o fuese falso, que
George III enloqueció tras perder a su hija, la princesa
Amelia.
—Perdóneme, majestad —dijo Sean, y agachó la cabeza
en señal de abnegación.
La reina se puso en pie. Creyendo que su intención era
marcharse sin decir palabra, desestimando de la forma más
sencilla su petición, Sean se quedó sin aire y a punto estuvo
de retenerla como habría retenido a una niña rebelde. Pero
Victoria se alisó las arrugas de la falda antes de buscar su
mirada, iluminada por la decisión definitiva.
—El duque de Maybourne se casará una última vez y
engendrará un heredero sano y legítimo. Si esto no
sucediera en el transcurso de lo que le reste de vida,
volverá usted a presentarse en este mismo palacio, en esta
ocasión acompañado de su padre, para que volvamos a
debatir un modo de abordar el asunto de la sucesión. Hasta
entonces, evitará confundir a la alta sociedad con su
presencia en soirées y eventos públicos: se retirará al
campo, a una casa modesta pero con todas las
comodidades que yo misma le facilitaré, donde vivirá con su
esposa y se presentará a sus vecinos con el apellido de su
madre. —Hizo una pausa para paladear sus palabras. La
expresión solemne de la monarca fue sustituida por una
chispa de curiosidad, como si, de pronto, hubiera regresado
a su cuerpo el alma de la mujer, cuerpo en el que no podía
habitar la reina al mismo tiempo—. Si no quiere ser duque,
será un bastardo de por vida. Es usted consciente, ¿verdad?
Es consciente de las implicaciones que eso tiene, del modo
en que algunos estratos sociales le tratarán.
—Además de proteger y hacer feliz a mi mujer, creo que
mi obligación es esforzarme por comprenderla —respondió
con sencillez—. Si sufrir únicamente la mitad de lo que ella
ha padecido todo este tiempo me acercará más a su
corazón, será para mí no solo un intercambio justo, sino un
honor.
Capítulo 33

—¿Por qué no hemos esperado a Sean?


Eso fue lo primero que Silas había preguntado en cuanto
el carruaje se puso en marcha. Lo había mencionado antes
de prepararse siquiera para un trayecto cuyo destino
desconocía. Estaba demasiado adormilado por la noche que
había pasado en vela departiendo con el duque como para
teorizar sobre el propósito detrás del viaje relámpago.
—Porque considerando el modo en que le habló ayer a su
propio padre —contestó Primrose con la mirada perdida al
otro lado de la ventanilla—, me puedo hacer una idea de
cómo trató a los Insley cuando los visitó. No me gustaría
que los amenazara o violentase de nuevo, y, para colmo, el
día que por fin me decido a dar la cara.
Silas había dado un respingo en el asiento.
Huelga decir que el sueño se le pasó en un instante.
—¿Cómo? ¿Vamos a ir a ca... a Waverley? —se corrigió
enseguida, furioso porque su cerebro aún asociara a los
Insley con su hogar—. ¿Por qué?
—Porque ayer dijiste muy convencido que no pretendías
volver a verlos en tu vida y eso me alarmó. Veo que no
estaba equivocada al poner el grito en el cielo; el odio te
tiene prisionero, tanto así que no puedes ni referirte a la
que es tu casa como tal —le explicó con calma, calma
necesaria para convencer a Silas de no abrir la portezuela y
arrojarse del coche en marcha—. Tienes que volver, Bug —
añadió en un tono más afectuoso, y lo acompañó de una
mirada benévola—. Y yo también he de pasar por allí para
que al menos oigan lo que pienso sobre lo que nos han
hecho.
—¡Eso mismo, Prim! —había exclamado él, alterado.
Todavía tenía el cabello revuelto y los ojos vidriosos, un
aspecto de pilluelo con el que costaba tomarlo en serio—.
¡Lo que nos han hecho! ¡A los dos! ¡A ti y a mí! ¡Lo has
expresado a las mil maravillas! ¿Qué te ha hecho pensar
que querría acompañarte?
—¿Que me aprecias y tienes el mismo interés en
recuperar el tiempo perdido que yo? —probó de buen
humor. Al ver que su hermano no cedía, suspiró—. Nada.
Nada me ha hecho pensar que querrías acompañarme. Me
consta que pretendes cortar relación con ellos para siempre.
Ya de niño eras testarudo a rabiar, tu hermana mayor
también lo es por herencia paterna y, por lo que he
observado estos días, tu yo adulto no se ha librado de
adolecer de ese defecto: no me ha costado concluir que, si
no medio entre vosotros, tendrás la audacia de retirarles el
saludo.
—¡Y que se den con un canto en los dientes si además no
rechazo su herencia o la acepto para hundirles el negocio!
—rugió, furioso—. ¡Nuestros padres son gentuza, Prim! ¡De
la peor calaña!
La aludida se quedó helada en el sitio, sobrecogida por el
odio apasionado que arrasó a su hermano. Llegó a trastocar
la dulzura de sus rasgos hasta tal punto que fue como si el
tiempo, aliado con el furor de su sentimiento, le hubiera
permitido ver cómo sería de mayor: un hombre carcomido
por la amargura del rencor. Silas podía ser un muchacho
jovial y bromista, como había demostrado desde su
reencuentro, pero no olvidaba una afrenta.
—Sería justo que yo dijera eso —replicó Primrose,
tratando de mantener la compostura—. Tú no, Silas. Lo que
te han ocultado, la mentira que te contaron, no tiene perdón
de Dios —agregó antes de que le hiciera un justo reproche
—, pero has de ver la situación desde su punto de vista y
entender que te alejaron de mí por tu bien. Entonces aún
tenías cuatro años; dieron por hecho que me olvidarías, que
no sufrirías al saberme muerta.
—Se equivocaron terriblemente —masculló entre dientes.
—Sí, se equivocaron —le concedió con benevolencia—,
pero no podían saber que lo harían. Los niños de cuatro
años no suelen tener la magnífica memoria de la que tú
fardas, Silas, y se volcaron tanto en tu educación y en
garantizar tu felicidad que, aun a pesar de mi ausencia, has
disfrutado de una vida apacible..., ¿me equivoco? Eso ha
sido obra de los Insley, que se ocuparon en persona de que
tenías cuanto necesitabas para no echarme de menos.
—A ver si lo he entendido bien, Primrose —respondió tras
unos tensos segundos, empleando un tono severo que no le
había oído. Era la primera vez que la llamaba por su nombre
y no por su diminutivo—. Lo que vienes a decirme es que no
son despreciables porque se ocuparon de distraerme para
que no viera lo que habían hecho; porque trataron de
arreglar un daño del que no habrían tenido que preocuparse
si no me lo hubiesen infligido en primer lugar.
—Eso no es...
—No me puedo creer que estés justificando sus
deplorables actos. —Meneó la cabeza, reprobador—.
Precisamente tú, que has sufrido en tus carnes lo
miserables que pueden llegar a ser.
—Silas —insistió en tono cansino—, no voy a negar que
como seres humanos dejen mucho que desear. Aunque
haya querido predicar con los valores cuáqueros
atribuyéndole unas bondades únicas y especiales a cada ser
humano, la vida me ha demostrado que hay personas
desalmadas, capaces de actos despiadados; que no todo es
perdonable, y que el hecho de no perdonarlo no nos hace ni
peores cristianos ni más esclavos de nuestros rencores.
—¿Entonces? —se desesperó Silas—. ¿Por qué me llevas
con ellos? ¿Es que ya te has cansado de mí? ¿O acaso me
deseas lo peor?
«Tan dramático como cuando era niño», pensó Primrose,
manteniendo a raya una sonrisa inadecuada. «Antes rompía
a llorar a la menor oportunidad para llamar la atención;
ahora hace lo mismo a través de las palabras».
—¿Cansarme de ti? —Se inclinó hacia delante para
cogerlo de las manos. El inminente reencuentro y el shock
se las habían helado—. Nada me haría más feliz que
recuperar el tiempo perdido teniéndote a mi lado para
siempre; que vivieras conmigo y con Sean, que vieras nacer
a mis hijos, que fueras su tío querido con pleno derecho
acompañándolos desde la infancia. Pero no puedo ni voy a
permitir que mis rencores envenenen el afecto que debes
sentir por tus padres. Porque sé que los quieres todavía,
Silas, y sé que será inevitable que los quieras para siempre.
Él apartó las manos con gesto contrariado, molesto
porque su hermana hubiese dado en el clavo y sobre todo
avergonzado consigo mismo porque la traición no hubiera
matado sus sentimientos de un solo y certero golpe.
—Eso no significa que deba regresar con ellos,
perdonarlos o actuar como si nada hubiera sucedido,
cuando es todo lo que ha sucedido. Ha sucedido que estás
viva, que me han mentido, que han sido infames contigo,
que han tratado de negarte incluso cuando el engaño ya
había sido revelado. ¿O eso es lo que esperas de mí?, ¿que
vuelva como el hijo pródigo y los abrace?
—Quiero para ti lo mismo que para mí: que tengas la
oportunidad de expresarles lo que piensas y sientes, y que
los escuches a ellos antes de tomar una decisión tan
determinante como lo es proclamarse huérfano.
Silas apretó los labios y desvió la mirada hacia el paisaje.
Se había abrazado los codos para recalcar físicamente que
se había cerrado al perdón.
—¿Tú los disculparías? —preguntó al cabo de un rato.
—No. De todas las cosas que podrían haberme hecho...
Bueno, siendo justos, de todas las cosas que me han hecho,
porque no se dejaron ni una por hacer —se corrigió a
regañadientes, todavía desacostumbrada a dar mala fama a
sus padres—, negarme el placer de atestiguar tu
crecimiento es lo único que jamás les perdonaré. Puedo
entender que tu sentir respecto a la mentira sea similar.
Pero merecen saber a dónde vas, qué quieres y si pueden
esperar de ti una mínima cortesía.
Silas abrió la boca para replicar, pero acabó negando con
la cabeza y sumiéndose en un terco silencio propio de los
niños berrinchudos. Se hizo un ovillo contra la pared del
carruaje recogiendo las piernas y cruzando del todo los
brazos, y se perdió en sus pensamientos mirando al
horizonte.
—Sean debería haber venido —masculló al cabo de unos
minutos—. Ahora que he asimilado lo que ha sucedido, me
habría encantado verle poner de nuevo en su sitio a los
Insley, solo que esta vez gozándome la escena.
—No permitas que el rencor amargue tu corazón, Bug.
—No lo permitiré —le concedió con una mirada hastiada
—, pero puedo regocijarme un poco en la venganza, ¿no? Y
antes de que digas nada, ya sé que eso tampoco es
cristiano. Por eso a lo mejor debería convertirme al Islam —
sentenció con seriedad.
—No digas tonterías.
—O al catolicismo —meditó en voz alta—. Los franceses
son católicos, ¿no?
—Habrá de todo, imagino..., pero sí, mayoritariamente sí.
—Arrugó el ceño, extrañada—. ¿Por qué lo dices?
—Por si alguna vez me enamoro de una francesa.
—¿Por qué te ibas a enamorar de una francesa?
¿Pretendes viajar al continente pronto?
—Los jóvenes con un futuro prometedor lo hacen cuando
terminan la universidad, y no creo que nuestros padres
tengan el descaro de desheredarme después de lo que nos
han hecho. En todo caso deberían permitirme disponer ya
de mi fortuna para dilapidarla si quisiera, como forma de
compensación por daños y perjuicios.
—Daños y perjuicios —repitió, divertida—. No me digas
que esperas ser abogado.
—Yo no sé qué espero ser. Solo sé que me voy a hacer
católico por si acaso.
—Silas...
—¿Qué? Tú te hiciste cuáquera. Cada uno que le rece al
dios que más le guste.
Del tema de conversación delicado pasaron a charlar de
naderías, a cada cuál más interesante gracias a las
desternillantes apreciaciones de Silas y a su curiosa manera
de ver la vida.
Primrose no habría podido odiar a sus padres ni aunque
hubiese querido, ni aunque lo hubiese intentado con todas
sus fuerzas. Habían educado a un adolescente risueño, feliz
y al que no le daba ningún miedo ser quien era. Solo por eso
les estaría agradecida de por vida.
Un rato después, la verja de la vivienda de los Insley se
alzaba ante ellos.
Algo que antaño se le habían antojado las puertas del
infierno no le parecía más que la historiada valla de una
familia con dinero para pintar y barnizar cada primavera.
Los años en Arlington Abbey le habían servido para
desvincularse de una familia que nunca dejó de hacerle
sentir que no debería haber nacido. Primrose excomulgó a
los Insley de su corazón y recuperó todo ese amor no
correspondido para sanarlo y dárselo a quienes sí lo
merecían: sus maestras y amigas.
Y, ahora, a Sean.
—Vamos —invitó a Silas a pasar. Su hermano la cogió de
la mano en un arrebato, y fue entonces cuando se giró y vio
que había palidecido.
Comprendió que había hecho lo correcto al exponerlo a
un reencuentro. Cuanto antes se enfrentara al daño que le
habían procurado y hallara el desahogo, antes podría
superarlo.
No fue necesario que llamaran a la puerta. La señora
Insley había estado asomada al ventanal del salón principal
y había reconocido la figura de su hijo menor; su único hijo,
de acuerdo a su concepción de la familia. No había tardado
en levantarse como un resorte y echar a correr hacia el
exterior para recibirlo.
Fue la primera vez que Primrose presenció un arrebato
emocional viniendo de su madre, que siempre le pareció
una criatura de sangre fría.
—¡Bug! —exclamó en la carrera hacia la verja. Se tropezó
con sus propios pies y estuvo a punto de caer de bruces, y
el chal de lana se le voló por obra de una ráfaga
malintencionada. No perdió tiempo recogiéndolo y se arrojó
sobre su hijo pequeño, al que atrapó en un abrazo apretado
—. Bug... Oh, mi niño... —balbuceaba entre sollozos—. Sabía
que volverías.
—Ah, ¿lo sabía? Pues yo no he tenido idea hasta esta
mañana, cuando mi hermana —recalcó con clara
intencionalidad— me ha engañado para subirme a un
carruaje y solo ha confesado que pretendía traerme hasta
aquí cuando llevábamos media hora de trayecto. Entonces
no iba a arrojarme del coche en marcha; perder la vida por
usted o alguna de sus infames causas no es algo que tenga
previsto.
La señora Insley dio un paso atrás y, como si en lugar de
mencionar a Primrose hubiese señalado que le acompañaba
un monstruo de tres cabezas, fue girando la cabeza muy
despacio.
Pensó que volver a hallarse en presencia de su madre la
haría romper a llorar, pero no sintió nada, como nada sintió
la propia señora Insley, al intercambiar miradas después de
más de una década.
—Te lo agradezco —fue lo primero que le dijo, como si
hablara con una amable desconocida ante la que no le
quedaba más remedio que agachar la cabeza—. Te
agradezco que me lo hayas devuelto.
—No pretendo «devolvérselo» porque Silas no es un
vestido que me haya prestado —respondió Primrose en tono
neutro—. Tiene voluntad propia y la ejercerá para tomar la
decisión que mejor le convenga. Si desea volver conmigo,
vivir conmigo, no se lo impediré, y es más: será más que
bienvenido.
La señora Insley se enderezó como si acabara de caer en
la cuenta de que se hallaba frente a un enemigo al que no
convenía subestimar.
Miró a Primrose de arriba abajo, mas no con el propósito
de cerciorarse de que los últimos trece años le habían
sentado bien.
—Un hombre se presentó en esta casa hace unos días y
proclamó que, además de tu marido, era el futuro duque de
Maybourne. ¿Es eso cierto?
—Sí.
—En ese caso, supongo que no será un problema que
Silas te visite —se resignó a decir—. Que se codee con un
noble de alto rango beneficiará su reputación y sus
relaciones sociales.
—No voy a visitarla —replicó Silas entre dientes, al borde
de un estallido colérico. Lo anticipaba el rubor en las orejas,
el mismo que a Primrose solía delatar—. Voy a vivir con ella
cuando no esté en la universidad. ¿Entiendes lo que te digo,
Rosalie? —recalcó. La mujer palideció al oír su nombre
propio en los labios de su adorado benjamín—. Me seguiré
educando para heredar Insley & Dahl, como es mi deber y
mi derecho, pero no quiero saber nada de vosotros. Creo
que Prim ha propuesto esta desafortunada excursión porque
pretende decirles un par de cosas, por lo que no seré yo
quien le quite el gusto poniéndose sus palabras en la boca.
Aun así, algo sí deseo decir en mi nombre, y es que espero
que no pensarais ni por un instante que vuestros actos
quedarían impunes. Si mi hermana no les importa lo
suficiente como para que su opinión sobre la imperdonable
fechoría les afecte, permitid que sean mi silencio, mi
ausencia y mi frialdad el castigo bíblico por vuestra vileza.
»Ahora entraré a recoger mis pertenencias y a
despedirme del servicio de la casa. Espero que no se te
ocurra volver a dirigirme la palabra cuando salga —concluyó
sin alterarse un ápice. Se deshizo del amarre de su madre
con un aspaviento desdeñoso y la rodeó como si fuera una
molesta piedra en el camino.
Primrose no supo quién de las dos reaccionó peor, si la
señora Insley o ella.
Lo siguió con la mirada sin poder ocultar su admiración.
Aunque podía iluminar un pabellón con su sonrisa con
hoyuelos por chispeante y por coqueta, Dios le había
otorgado también un lado flemático y crudo como el
invierno. El que le correspondía a él para defenderse de las
injusticias, sí, pero también el que le correspondía a ella,
porque Primrose jamás podría soñar con exteriorizar un
desapego tan verosímil en presencia de quienes la habían
herido.
La señora Insley se quedó tan devastada que no osó
moverse pese a que lo lógico habría sido perseguirlo para
rogar su perdón. Primrose aprovechó su oportunidad para
respirar hondo, mas no llegó a pronunciar palabra.
Su madre se adelantó con el rostro sombrío por la clase
de emoción que solo podía provocar un desprecio heredado
de una antigua vida.
—Le has envenenado. Lo has puesto en nuestra contra —
siseó—. A mi hijo... A mi pequeño... Esa es tu venganza, ¿no
es así? De este modo nos pagas que te hayamos costeado
los estudios, la ropa que te pones y hasta la puesta de largo
que nunca te mereciste; una puesta de largo que de todos
modos fue un fracaso estrepitoso. Hija del demonio... —
siguió mascullando—. Solo me consuela saber que algún día
Dios ajustará cuentas contigo y te dará lo que mereces.
Le habría gustado sorprenderse con el arrebato
vehemente de su madre, pero si Primrose ya había estado
curada de espanto a los nueve años, transitando la segunda
década de su existencia se alzaba ya inmune a cualquier
insulto.
—Si con que «me dará lo que merezco» se refiere a un
sufrimiento intolerable, no se preocupe, señora Insley; Dios
ya me ha permitido disfrutarlo en su máximo esplendor en
vida. Tanto así que creo que, para cuando me muera, no
quedará dolor que experimentar.
—¡Estúpida victimista! —ladró ella con los ojos
enrojecidos de rabia y dolor—. ¡Qué vas a saber tú de
sufrimientos intolerables, si no has perdido a tu propio hijo!
Primrose le sostuvo la mirada sin pestañear, sin
amilanarse, sin tartamudear.
—Si lo hubiese perdido debido a mis propias acciones,
como mínimo tendría la decencia de asumir mi culpa y no
apuntar a terceros con el dedo. Silas está aquí porque se me
ocurrió que le gustaría solucionar sus diferencias con su
familia, pero ahora veo que me equivocaba y él ha sido más
inteligente que yo previendo que esto carece de arreglo.
Comprendiendo que no le serviría de nada expresarse y
que en realidad no necesitaba desahogar ningún
sentimiento de traición o injusticia ante seres ajenos a su
dolor, seres a los que no se podía hacer entrar en razón,
decidió regresar al carruaje. Pero la señora Insley la detuvo
agarrándola del brazo, ejerciendo una fuerza sorprendente
viniendo de una mujer tan pequeña.
—¡No te atrevas a darme la espalda! ¿Quién te has creído
que eres? ¿Quién eres tú para robarme a mi pequeño?,
¿para destruir los cimientos de mi casa? ¡Si hubiera sabido
lo que harías, si hubiera sabido lo que serías, te habría
abortado aunque en el proceso hubiese tenido que matarme
a mí!
Primrose la miró por encima del hombro con gesto
indolente, aunque sintió que algo dentro de ella terminaba
de desprenderse definitivamente.
El último vestigio de esperanza, ahora envenenado por el
odio de la madre.
—Sí, algo así tengo entendido, señora Insley. No es la
primera vez que tiene usted la bondad de señalarlo. —
Inspiró hondo y se aseguró de que la miraba a los ojos al
decirle—: Lástima que me trajo al mundo y, gracias a eso,
todas las buenas personas de mi entorno son y serán un
poco más felices. Es por eso que estoy convencida de que
Dios me recibirá en su reino, algo de lo que me enorgullezco
ahora más que nunca porque significa que no volveré a
encontrarme con usted. Le diría que se fuera al infierno,
señora, pero a los escritores no nos gustan las
redundancias. En su lugar permítame decirle esto: disfrute
de su estancia allí mismo.
Se deshizo del agarre de su madre con un zarandeo
asombrosamente elegante y se encaminó al carruaje. El
cochero del duque de Maybourne, un hombre con el que
apenas había intercambiado unas palabras de cortesía,
había tenido la mala suerte de asistir al intercambio.
Primrose aprovechó que la estaba mirando para decir:
—Esperaremos a que el señor Insley termine de armar
sus baúles, señor Biles.
—Por supuesto, milady —cabeceó en señal de respeto. No
levantó la cabeza para añadir, sin ocultar el tono admirativo
—: Ojalá no me tome por un insolente, estimada dama, pero
es usted lo que yo siempre he entendido por una verdadera
señora. Me complace más de lo que podría expresar que no
haya permitido que la rebajen.
Primrose le dirigió una sonrisa.
—A mí también me enorgullece, señor Biles. Ya iba siendo
hora.
Capítulo 34

Primrose había esperado que, después del encontronazo


con su sangre, Silas rompiera a llorar en el camino de
regreso a Arlington Abbey. Sospechaba que en el fondo
había sido más doloroso para él de lo que los dos hubiesen
podido predecir. Apenas habían pasado unos veinte minutos
totales en la finca de los Insley, pero habían sido
terriblemente intensos y de una emocionalidad compleja.
Se dedicó a vigilar a su hermano durante el trayecto de
vuelta a la escuela, temiendo que se quebrara de un
momento a otro, pero nada de eso sucedió, y lo que era
más: se le veía incluso entusiasmado por regresar a
Canterbury.
—Es solo que tengo ganas de ver a Sean y contarle todo
lo que hablé con su padre —le explicó cuando se atrevió a
cuestionar las razones detrás de su excitación—. Porque
estará allí, ¿no?
—No puedo saberlo con certeza. A lo mejor no ha llegado
todavía. —Lanzó una mirada por la ventanilla. Ardía en
deseos de contarle con detalle cómo se había enfrentado a
la señora Insley—. Si nada le ha entretenido, debería llevar
un rato en la escuela, sí... Pero, oye, ya que estamos, ¿por
qué no me adelantas a mí lo de tu curiosa devoción por el
duque?
Silas cambió de postura en el asiento, como si hubiera
pasado todo el viaje rogando por que le preguntaran al
respecto.
—¿No lo admiras tú también, acaso? ¿No te pareció un
hombre íntegro, mas no puritano?, ¿realista, pero no cruel al
exponer nada salvo la verdad?, ¿un padre preocupado que
procura no excederse con demostraciones de afecto, sino
cumplir con su deber mediante los actos y la palabra?
—Pensaba que serías de la opinión de Sean en lo tocante
a su excelencia. Opina que cruzó límites intolerables
referenciando el menosprecio que sufriré a manos de la
aristocracia.
—Yo solo oí que admiraba tu ambición, que era testigo de
tu inteligencia y que le pareces atractiva. No se puede
matar al mensajero solo porque no gusta el recado.
—Estoy completamente de acuerdo —cabeceó, orgullosa
del criterio propio del joven—. A mí también me gustó el
duque, aunque seguro que tengo menos razones que
justifiquen mis simpatías que tú mismo. La señora Tomlinson
me ha chivado que pasaste la noche despierto alternando
con el caballero. Me pregunto de qué hablan un noble de
primer nivel y... ¿cómo te llamó? ¿El hijo de un galletero? —
bromeó.
—Hablamos de todo de lo que pueden hablar dos
personas, Prim —le contó con un brillo ilusionado en los ojos
—. Me invitó a probar los coñacs que colecciona al pillarme
mirándolos con curiosidad y me contó qué los hacía
especiales. Me llevó de paseo por la galería de cuadros de la
dinastía Henshawe y me señaló a las tres damas que habían
ostentado el título de esposa. Me explicó un teorema
matemático sobre el que albergaba algunas dudas... Ese
hombre es cuanto siempre quise que fuera nuestro padre.
Cercano, pero no empalagoso; una persona inteligente que
sabe prestar la oreja cuando corresponde y atiende a las
opiniones ajenas; más ingenioso que divertido, por lo que te
ríes menos, pero lo que dice prende la chispa del interés en
tu interior y te acuerdas de por vida de la cita textual.
—Al final va a resultar que no es que te atraigan las
mujeres que te doblan la edad, sino que en general
encuentras revitalizante la sabiduría de los adultos —señaló
Primrose con una sonrisa satisfecha. Era un alivio, cuando
no una victoria, que la familia de su marido y la suya
hubieran hecho buenas migas—. Ojalá logres transmitirle a
Sean tu sentir por el duque, Bug. Me haría inmensamente
feliz que me ayudaras a curar los rencores que le guarda.
El carruaje arribó a su destino largas horas después. La
distancia entre la vivienda de los Insley y Arlington Abbey
comprendía alrededor de cien millas, en torno a nueve
horas de recorrido. Durante los primeros años, Primrose se
había convencido de que sus padres no iban a visitarla
porque el viaje era agotador. Ahora echaba la vista atrás y
podía decir con orgullo que no le pesaba haber pasado días
asomada a la ventana con la absurda esperanza de volver a
verlos. Su pasado no conseguiría arruinarle ni el día ni la
vida.
A veces, romper las cadenas del sufrimiento tomaba
tiempo. Otras, bastaba un solo segundo.
Lo que se tardaba en abrir los ojos.
En su caso, había sido una mezcla de ambos.
Todo había ocurrido muy despacio... y, de pronto, a la
velocidad del rayo.
Bajó del carruaje y se tomó un instante para contemplar
la magnífica mansión que se extendía ante ella, que muy a
menudo había dado por sentada y que en otras ocasiones,
injustas con quienes le habían ofrecido un hogar amoroso
durante más tiempo del que le correspondía, se le había
antojado una prisión: la prueba material de que nunca
cumpliría sus sueños y jamás sería amada. Ahora que se
hallaba en otro momento vital, podía reconocer el valor de
la escuela sin que la amargaran los años que en realidad no
había perdido, sino invertido en placeres distintos del amor,
el matrimonio y el éxito, todos ellos igual de valiosos. Los
había dedicado a cultivar amistades, a aprender a ser
paciente y a dejarse querer; a descubrir que la vida era o
podía ser, si se rompía con los convencionalismos, algo más
que lo que la sociedad marcaba para las mujeres.
Ahora se preguntaba si habría encontrado la paz de Dios,
la vocación de la escritura y la importancia de la compañía
femenina si se hubiese casado nada más cumplir dieciocho
años.
No le gustaba la respuesta.
Inspiró hondo y echó a andar hacia el interior, inspirada.
Pretendía poner fin a una etapa con un agradecimiento
general, y empezaría por buscar a sus queridas maestras.
Sin embargo, nada más cruzar el recibidor e intercambiar
miradas con el mayordomo, comprendió que había
problemas: problemas que reafirmó Lavinia Vallans, quien
se arrojó hacia ella tan pronto como la reconoció desde el
fondo del pasillo.
En su gesto severo se apreciaba una tendencia a la
solemnidad de las decisiones irreversibles.
—Acompáñame, Primrose —le ordenó, y acto seguido giró
en redondo para dirigirse al despacho de la directora. Ella
intercambió una mirada rápida con Silas, quien aludió a su
propio desconocimiento encogiéndose de hombros.
Un mal presentimiento la embargó, pero no se negó a su
imperativo —¿cómo hacerlo, tratándose de Lavinia?—.
Momentos más tarde, Primrose estaba de pie frente al
escritorio de dirección con la señorita Vallans, Sarah Reeves
y Madeline Lacraft. Las tres parecían a punto de realizar una
intervención desde una postura de ataque, las tres erguidas
al otro lado de la mesa.
—¿Qué sucede? —inquirió, confusa—. ¿Aún estáis
molestas por no haber avisado de que me iba a casar con el
señor Connor? No creáis que no soy consciente de que
abusé de vuestra confianza haciendo lo que me vino en
gana y que merezco un rapapolvo más contundente que la
advertencia que me hizo la señorita Lacraft o las
felicitaciones de la señorita Reeves... Juro que aprendí la
lección; de ahí que notificara con antelación que me
ausentaría para visitar al duque de Maybourne, el padre de
mi marido... —Al ver que no reaccionaban, relajó los
hombros—. Esto no tiene nada que ver con que haya podido
desaparecer sin avisar, ¿no?
—De hecho, tiene mucho que ver con eso, Primrose —
replicó la directora.
—Y es magnífico que hayas recordado que Connor es tu
marido —apostilló Lavinia con la barbilla muy erguida—. No
me habría gustado verme en la posición de insistir en que
has de ser consecuente con tus nuevas responsabilidades.
—¿Cómo?
—Te hemos reunido aquí, Prim —retomó Madeline antes
de que Lavinia se hiciera con la conversación, que con ella
al mando habría mutado enseguida a regañina—, para
decirte que, sintiéndolo en el alma, ya no eres bienvenida a
la escuela.
Algo se desprendió de su estómago.
Buscó la mirada por lo general afectuosa de Sarah
Reeves, mirada que esta le sostuvo con un rastro de
tristeza.
Tenía los ojos vidriosos.
—¿Qué? —logró articular, conmocionada—. ¿Por qué?
—Has agotado tu tiempo aquí —le explicó Lavinia,
inflexible—. Queremos que recojas tus pertenencias y te
marches con tu marido, quien a partir de ahora será tu
hogar... y por elección propia, cabe decir. Como bien has
señalado, todas aquí tenemos muy presente que no nos
consultaste nuestra opinión antes de fugarte con él a una
iglesia del tres al cuarto.
—El templo de San Martín data del siglo VII, Lavinia —le
susurró la señorita Lacraft, en desacuerdo con su definición
—. Es una obra arquitectónica de alto valor histórico.
Cualquier apasionado del arte estaría orgulloso de casarse
allí.
—Lo peor es que luego ni siquiera nos contaste las
buenas nuevas en persona —se lamentaba Sarah,
ignorando el intercambio entre las otras dos. Sonó más
dolida que con tono de reproche—. Nos tuvimos que enterar
por el honorable Harding Wargrave.
—Pero eso es porque... porque no se me dio la
oportunidad de...
—Tu precipitado matrimonio no es el asunto que nos
ocupa hoy, Primrose —intervino la señorita Lacraft.
Entrelazó las manos sobre el escritorio y la miró con
intención—. Yo te habría dado mi aprobación en el acto si
tan solo me hubieras dicho que lo amabas, y eso mucho
antes de saber que el señor Connor heredaría un ducado
pese a estar en contra de los matrimonios poco
provechosos. Creo que hablo por todas cuando digo que
siempre hemos querido que seas feliz; verte volar en
libertad.
—Por desgracia, la libertad de las mujeres pasa por el
matrimonio —completó Lavinia.
—Por eso no vamos a permitir que retomes tus viejas
costumbres, algunas autodestructivas, y rehagas tus pasos
regresando a los lugares que te han tenido alejada de tu
verdadero potencial —continuó Madeline—. Si para impedir
que abandones al señor Connor y conseguir que aceptes de
una vez por todas que estás en el derecho, cuando no en la
obligación, de perseguir tu felicidad, tenemos que vetarte la
entrada a Arlington Abbey, así será.
Solo entonces, Primrose empezó a comprender a qué se
debía la intervención.
—Prim, cariño —sollozó Sarah Reeves. Rodeó el escritorio
sin poder soportarlo más y se arrodilló a su lado para
cogerla de las manos—. Te ruego que consientas y creas en
el afecto del señor Connor. Comprendo que te asustara
verte de repente con responsabilidades de las que no se te
habían advertido...
—Eso fue una bajeza —sentenció Lavinia—. Debería haber
exigido la nulidad en el acto. —Madeline le lanzó una mirada
de advertencia a la maestra de literatura, a lo que esta puso
los ojos en blanco—. Si una no puede dar su opinión ni
siquiera rodeada de mujeres, ¿qué le queda?
—... ¡pero es que mereces eso y mucho más!
¿Comprendes? —continuó Sarah, embargada por la emoción
—. Oh, ¡no soporto pensar que has estado rehuyendo a un
hombre al que amas porque no te creías digna de él, y que
ahora vas a renunciar a lo que te da porque tienes miedo!
Será duro ostentar el título de duquesa. Será muy difícil,
Prim. Pero ¿no es mejor eso que permanecer escondida de
por vida en este lugar? Dios sabe que te quiero con locura,
cielo mío, y que amo la escuela más que a mí misma. Aun
así...
Primrose sacudió la cabeza, en un principio demasiado
emocionada para hablar. El amor que sentía por aquel grupo
de mujeres, cada una con un carácter más distinto que el de
la anterior, le apretaba en la garganta y le enmarañaba los
pensamientos.
Tuvo que besar a la señorita Reeves en la frente antes de
lograr reunir las palabras.
—Creo que ha habido un malentendido. Es cierto que tuve
mis dudas sobre si abandonarle después de comprender a lo
que nos enfrentaríamos una vez herede el ducado —confesó
—. Y sigue siendo algo que me tiene en un sinvivir; que me
impide dormir tranquila. Pero también es verdad que amo a
ese hombre y no puedo dejarlo sin perder la razón en el
proceso, así que le daré una oportunidad a ese futuro
inevitable en lugar de huir antes de tiempo, por si acaso...
por si acaso se diera el remoto caso de que el mundo me
sorprendiera para bien. De que algo cambiara en los
próximos años.
—¿Entonces? —Madeline pestañeó sin comprender—.
¿Por qué estás aquí?
—Porque tengo que recoger mis pertenencias. —Se
encogió de hombros con normalidad—. Todavía no he
armado mis baúles para mudarme a dondequiera que sea
donde Sean desea establecer nuestro nuevo hogar.
—¿Y tu marido está al corriente de esto? —Lavinia enarcó
una ceja—. Porque se presentó aquí cargando a cuestas un
cuadro de histeria que habría hecho dudar a los expertos de
que sea una dolencia exclusivamente femenina. Esta vez ni
siquiera tuvo la prudencia de pedir permiso para quedarse:
nos dijo que se iba a sentar a esperarte, cruzado de brazos
como un niño en pleno berrinche, porque sospechaba que te
habías fugado de Henshawe House para regresar con Verity.
—¿Qué? —jadeó—. ¿Dónde está?
—¿Verity o Sean? —se burló la directora.
—¡Sean!
—En el invernadero —contestó Sarah, secándose las
lágrimas con el dorso—. Lo mejor sería que fueras a hablar
con él. No ha llegado hace mucho rato.
—Por supuesto. —Primrose se levantó de inmediato y
ayudó a la llorosa señorita Reeves a incorporarse antes de
dirigirse hacia la puerta. Las maestras no se habían movido,
todavía asimilando que la alumna más antigua de la escuela
no pretendía echar su vida por la borda. Se giró a mirarlas
una a una desde el umbral: la resolutiva y divertida
Madeline, la severa pero maternal Lavinia, la romántica y
soñadora Sarah. Una sonrisa llorosa irrumpió en la paz de su
semblante—. Señoritas... —Esperó a que todas le
devolvieran la mirada—. Ha sido un auténtico placer haber
llegado hasta aquí, hasta Arlington Abbey, por haberme
dado la oportunidad de conocerlas. Por amargos que hayan
sido a veces, no cambiaría ni uno de estos trece años.
Ustedes me han hecho la persona que soy, y únicamente
por eso abrazaré mi pasado como un tesoro y reconoceré
siempre que mi valor es infinito. Gracias.
Sarah por fin desbloqueó el llanto que había estado
conteniendo sin grandes resultados. Lavinia le lanzó una
mirada exasperada a la maestra de costura, como hacía
cada vez que arruinaba un momento con uno de sus ya
característicos arranques sensibles, pero tenía los ojos
vidriosos y se le escapó también una lágrima. La directora le
devolvió una sonrisa trémula pero inmensa en la que cabía
el orgullo de una madre y asintió en su dirección antes de
hacerle una serena reverencia.
—El placer ha sido mío, Prim. Deslumbra al mundo con tu
ternura. Lo necesita.
Primrose se marchó después de asegurarse de que todas
habían contemplado e interpretado de la manera correcta
su expresión cálida: era feliz. Por fin era feliz.
Cruzó la planta baja de la escuela mirando a los lados en
busca de Silas. No lo halló por ninguna parte. Asumió que
estaría deambulando por los rincones ocultos que no le
había enseñado para no contravenir las normas, o que
habría ido en busca de Sean. Tuvo que salir a la intemperie
para dirigirse al invernadero con las emociones a flor de
piel, la mirada cristalizada y un temblor generalizado que no
sabía cómo interpretar.
Nunca pensó que ser tan querida pudiera multiplicar los
nervios e incluso causar dolor físico.
Localizó a Sean antes de que él se percatase de su
presencia. Estaba de perfil a ella con los brazos recogidos a
la espalda. A primera vista, parecía prendado de un
ejemplar de flor exótica, pero Primrose, que lo conocía bien,
sabía que en realidad estaba sumido en sus pensamientos.
Unos que no auguraban nada buen.
Caminó hacia él con cuidado de no revelar su posición,
esperando sorprenderlo. Sean se dio cuenta de que alguien
lo estaba rondando cuando quedaban dos pasos por salvar.
Tenía los hombros hundidos hacia delante. Estaba pálido y
más que cansado: estaba vencido por el agotamiento. No
obstante, el baño caliente que debía de haberse dado le
había sentado de maravilla a un cabello que había cobrado
vida propia; a la barba que le habían recortado.
Primrose perdió el aliento.
No era posible que un hombre fuera más y más bello con
el paso de los días.
En cuanto la vio, Sean recobró la postura orgullosa.
Fue casi como si floreciera.
—Prim —murmuró con la voz ronca.
—Eres un idiota —declaró ella con una sonrisa vulnerable.
Se dirigió hacia él y lo abrazó igual que si se tratara de un
niño que se había perdido en la ciudad—. ¿Cómo has podido
llegar a la conclusión de que te había abandonado?
Sean no desaprovechó la oportunidad y la estrechó contra
su pecho.
—Me desperté y no estabas —se quejó débilmente,
empleando adrede una voz infantil.
—¡Te dejé una nota sobre las sábanas! ¡Decía que iba a ir
a enfrentarme a mis padres y a intentar que Silas se
reconciliara con ellos, y que luego pasaría por Arlington
Abbey para recoger mis pertenencias!
—¿Y no podías esperar a que me levantara para
decírmelo? —refunfuñó. Pero no quería apartarse de ella.
Sería la primera vez que discutían sin mirarse a la cara—.
¿Tenías que irte de madrugada, como una amante de pago
a la que no le importa nada ni nadie?
—Me habrías impedido ir sin ti, y era algo que necesitaba
hacer sola para no sentir el peso de tus expectativas. Lo
siento... —Se puso de puntillas y besó su sien. Le acarició la
cabellera negra con lentitud—. No volverá a ocurrir, ¿de
acuerdo?
—Más te vale, arpía. Pensaba... —Hizo una pausa para
tragar saliva, aún con la barbilla apoyada sobre el hombro
de Primrose. Para abrazarla así, dejándose proteger en lugar
de protegiendo, debía encorvarse, como si el propósito
fuera esconderla del mundo—. Pensaba que no había
logrado convencerte y seguías en tus trece en lo que al
ducado respecta.
—No has logrado convencerme, no —reconoció con un
suspiro—, pero ¿qué voy a hacer? ¿Castigarme viviendo sin
ti? Prefiero castigarme asistiendo a soirées donde me
desprecian que vedarme el amor para siempre. Además...
Quién sabe. A lo mejor consigo hacerme querer —añadió,
sin tenerlas todas consigo.
Sean se separó y la miró largamente para averiguar si
decía la verdad.
—¿Ahora quieres ser duquesa?
—No, no quiero. No quiero un carajo —se rio con
resignación—. Pero no es algo que podamos elegir, ¿verdad?
—De hecho, sí lo es.
—¿Perdona?
—He estado todo el día esperando a que la reina de
Inglaterra tuviera a bien recibirme para charlar sobre el
asunto de la herencia. Ha coincidido conmigo en que
nombrar duque a un bastardo sería una vergüenza nacional.
Así pues —prosiguió, tan felizmente indiferente a la terrible
opinión de Su Majestad que Primrose se quedó boquiabierta.
¿Tan fácil era ignorar o superar el rechazo externo?—, ha
determinado que si mi padre se casa y engendra un hijo
varón antes de su muerte, como ella en persona se
encargará de plantearle, yo seré apartado de la línea
sucesoria.
Primrose tardó en asimilar lo que acababa de oír.
—Discúlpame un momento... ¿Has dicho que vienes de
hablar con Su Majestad?
Él se lo confirmó como si fuese un honor al que estaba
acostumbrado.
—Ajá. Me ha hecho esperar unas siete u ocho horas
afincado en un pasillo, lo cual ha sido bastante humillante y
también doloroso, porque me mata la espalda —se lamentó
con una mano sobre la zona lumbar—, pero ha merecido la
pena. Ahora puedo decir que he negociado con la
mismísima reina de Inglaterra.
—Pero ¿se puede saber qué le has dicho para convencerla
de que no quieres...? ¡Por el amor de Dios! —exclamó al
comprender por fin la magnitud de lo maquinado a sus
espaldas—. ¡¿Le has dicho a Victoria de Hannover que
rechazas el ducado de Maybourne?! ¡¿Has perdido el juicio?!
¡Podría haberte mandado matar por atrevido!
Sean esbozó una sonrisa pilluela.
—De hecho, le he mencionado que mi esposa rechaza el
ducado —corrigió—, así que lamento decirte que Victoria de
Hannover te tiene ahora una ojeriza significativa y que en
todo caso te mandará matar a ti por insolente.
—¡Sean! —jadeó, y le asestó un manotazo en el hombro.
Entre risas, la detuvo cogiéndola por las muñecas. Tiró
con suavidad para pegarla a su torso. Cuando la miró de
nuevo a la cara, había recuperado su alegría natural.
—Todo lo que quieras, Primrose Connor, te será
concedido. Si quieres riqueza, tendrás riqueza; si quieres
miseria, tendrás miseria. Solo pídemelo —le rogó en un tono
dulcificado—. Pídemelo siempre. Con la boca, a poder ser.
Con la voz. Nada de notas. He tenido suficientes cartas este
último año y medio, y, aunque me encanten y las guarde en
mi corazón como mi mayor tesoro, no se pueden comparar
con el placer de tenerte delante. Sobre todo cuando
reclamas tus legítimos derechos.
Primrose se mordió el labio inferior para contener un
puchero. Se aferró a su cintura y apoyó la mejilla en el
centro de un pecho que ya le era familiar. Tomó una
profunda inhalación, llenándose los pulmones de su olor
corporal.
Aquel era un hombre que haría cualquier cosa por su
felicidad. Se le antojaba tan milagroso como injusto que ella
fuese la única con la suerte de tenerlo; que no todo el
mundo pudiera gozar de semejante regalo. Era una dicha
que debía experimentarse al menos una vez en la vida.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —musitó, apretándolo con
fuerza—. Yo no quería que perdieras los privilegios que te
corresponden por razones de sangre, Sean. Ese dinero te
habría permitido pintar y vivir en paz. Tú mismo lo dijiste.
—Bueno, lo primero de todo es que tengo unos ahorros
nada desdeñables gracias al dinero que mi padre ha estado
mandándonos a mi madre y a mí al pueblo durante todo
este tiempo. Lo segundo es que, si no recuerdo mal, las
mujeres ofrecen una dote a sus maridos, y aunque tus
padres sean unos hijos de puta de primer nivel, sí que
reservaron una inestimable cantidad de su fortuna para uso
y disfrute de tu futuro esposo. Lo tercero es que el duque te
ha prometido ponerte en contacto con un editor de Londres;
créeme, nunca habla por hablar y si te lo dijo fue porque
pretende hacerlo realidad, por lo que es posible que tus
libros nos hagan ricos. Y si no lo hicieran, la reina sigue
habiéndome prometido una casa en la costa de Essex. Por si
no te bastara, Maybourne se comprometerá por orden real a
pasarnos una asignación anual. Seguro que la pagará con
mucho gusto, más porque tu hermano le cayó de maravilla
y puede imaginarse que vivirá con nosotros que porque se
lo haya pedido Su Majestad o porque a mí me adore. Y, para
acabar... —continuó después de coger aire—, ten por seguro
que trabajaré en todo lo que se me ofrezca para darte el
nivel de vida que mereces.
—Últimamente solo se habla de lo que merezco —
comentó Primrose en voz baja.
—Porque hace no mucho tiempo no se hablaba nada de
ello. Ha llegado el momento de implantar nuevas
costumbres —replicó él con un guiño—. A partir de hoy,
cariño mío, todos los días serán el día de Prim.
—¿Significa eso que puedo pedir lo que quiera?
—Eso mismo.
—¿Como que Silas viva con nosotros?
—Está hecho.
—Y tu madre, por supuesto. Quiero conocerla.
—Garantizado.
—Entonces seremos tú, yo, mi hermano, tu madre... ¿Y un
perro, quizá?
Sean sonrió de oreja a oreja.
—¿Un setter irlandés? —sugirió, mesándose la barbilla.
—O uno de esos de Glen of Imaal, que alguien de por ahí
me contó que era buena raza.
—O un perro de aguas. Irlandés, claro está...
El epílogo que en realidad es
una carta

Querida Verity,
¡Me fascina que vayas a conocer las últimas noticias
gracias a una carta! Siento que, en cierto modo, mi vida
empezó gracias a una epístola; una dirigida a tu nombre,
para más señas.
Dos años después de nuestra trastada, aquí estamos las
dos, tú a punto de empezar tu tercera temporada —
¡crucemos los dedos!— y yo esperando mi primer hijo, la
feliz razón por la que no voy a poder acompañarte este año
pese a contar con residencia propia en la capital. No creas
que no me pesa, ¿eh? Siento que todavía no te he dado las
gracias lo suficiente ni te he devuelto del todo el favor por
haber sostenido mi mano durante esa terrible puesta de
largo... y por todo lo que vino antes; por todo lo que hubo
después.
Desde entonces parece que haya transcurrido una vida
entera. ¿No tienes esa impresión?
La semana pasada celebramos el cumpleaños de Silas y
preparamos una pequeña velada con aperitivos en el jardín
trasero. Tuve la oportunidad de conocer a sus amigos de la
escuela y al resto de amistades que ha cosechado en los
últimos años, que no son pocas, porque el muchacho no
pierde el tiempo. Ya lo conoces.
No hemos tenido noticias de mis padres, como era deseo
de Silas, pero sí de los involucrados en sus negocios: por
ejemplo, el hijo del señor Dahl, el heredero de la mitad de la
empresa de alimentación de los Insley. Se trata de un
jovencito medio sueco medio inglés con unos modales
exquisitos y aspecto de príncipe de leyenda nórdica.
También he tenido la oportunidad de conocer a lady Sage
Dinklage, la prometida de mi hermano desde que vino al
mundo. Es una muchacha bellísima y con la cabeza bien
amueblada. Me recuerda a ti, ¿sabes? Y, en su defecto,
también a la señorita Wargrave. Detesta las injusticias y
posee un espíritu intrépido, mas no pierde la compostura ni
un instante.
Es la clase de mujer sobre la que se escriben novelas, no
irás a decirme que no.
Y, hablando de novelas, hace dos semanas puse punto y
final a la mía aprovechando lo que Sean cree que es una
convalecencia (por el amor de Dios, ¡todas las mujeres de
este mundo, o al menos las madres, se han quedado
embarazadas! ¡No soy especial!). El duque cumplió su
promesa y vino a Londres para presentarme al editor del
que me habló. Y antes de que digas nada sobre lord Lucien
Henshawe, porque sé que lo harás debido a la ojeriza que le
profesas y que Sean te ha contagiado, no le guardo el
menor rencor y de hecho le encuentro un hombre de lo más
interesante. No ya por su nivel de cultura y su
intelectualidad, que hacen las delicias de nuestras
conversaciones sobre literatura, sino porque es la única
criatura en este mundo que me ve tal cual soy y ni me
endulza los defectos ni me los remarca.
Es un alivio contar con una persona así en esta familia de
locos en la que todos me ven como si fuera Cristo
resucitado. ¡Incluida la señora Connor, que por fin ha
superado sus reticencias iniciales hacia mi origen inglés!
¡Por cierto! Te sorprenderá saber que el editor que te he
mencionado alabó mi aspecto. Le parecí tan única como
inusuales suelen ser las mujeres escritoras, y, por lo visto,
eso le gustó. Lo malo es que no sabré si le interesa el libro
hasta que lo haya leído, y hasta entonces pueden
transcurrir largos meses.
Cuando tenga una respuesta en firme, te escribiré.
Mientras tanto, recémosle a Dios por un milagro.
Comparar a lady Sage contigo y con Rebecca me ha
recordado que me gustaría que le mostraras esta carta
también a ella para que sepa que la tengo presente, que
aún sigo agradecida por su generosidad y que nada me
gustaría más que veros limando asperezas y apoyándoos
mutuamente en la temporada que comienza. Creo de
corazón que, si consiguierais sentaros a hablar como los
diplomáticos en vez de tratando de poneros por encima de
la otra, entablaríais una amistad que sería el terror de
Londres... y la envidia de todas las mujeres.
A mi parecer, estáis hechas la una para la otra, y lo digo
en el mejor de los sentidos.
(Por favor, no te lo tomes como un ataque, que te
conozco).
Espero que puedas aprovechar alguna ristra de días libres
durante esta temporada para venir con Clarissa, Nile y el
recién nacido Frederick a visitarnos en la costa. Hace una
temperatura estupenda; yo te estoy escribiendo sentada en
el porche. Una brisa muy agradable me acaricia la cara y
tengo unas vistas privilegiadas de mi marido, que está de
espaldas a mí plasmando el paisaje marino en un lienzo. Es
la obra que le has encargado para regalarle a tu padre.
No te inquietes, que estará lista para su cumpleaños.
Y si no llega, porque cierto es que está siempre muy
ocupado entre las tierras, la señora Connor y el dichoso
perro, no dudes en proponerle el mismo proyecto a
Quitterie. Sean me lee las cartas que le han enviado tanto
ella como el señor Gornick, el maestro particular de pintura
que le costea él mismo, y parece ser que cada día pinta
mejor. ¿Es cierto? A ver si un día te asomas a sus lienzos y
puedes darme una opinión imparcial. Sabe Dios que Sean
olvida el significado de esa palabra cuando se trata de la
señorita Tandye.
¿Hablas con Quitterie, Wit? Esa chiquilla siempre me ha
dado ternura. Creo que nunca tuvo la intención de ser
nuestra enemiga. Creo que nadie quiere ser enemigo de
nadie, en realidad. Creo que solo queremos ser felices y
hacemos lo que pensamos que nos hará sentir bien. Es así
de sencillo.
Confío en que esta carta pasará tu concienzuda criba y no
acabará siendo devorada por las llamas del hogar... u
olvidada debajo de tu cama, aunque no me cabe la menor
duda de que habrá quien se sentiría halagado de saber que
sus fervientes palabras de amor descansan bajo tu cuerpo.
Me conmueve ser una de las dos personas a las que
siempre respondes, pero que sepas que te querría incluso si
un día lo olvidaras. No puedo evitar pensar que, de no haber
sido por ti, porque me animaste a responder esa carta en tu
nombre, jamás habría experimentado una dicha tan pura
como la que ahora endulza mis días.
Espero que, muy pronto, la suerte se ponga de tu parte.
Podrás llamarte afortunada si vives en tus carnes solo la
mitad de la ilusión constante que a mí me acompaña allá
donde voy.
Eres la siguiente, Wit. Algo me lo dice.
Ya me dirás tú a mí si me equivoco o no cuando te pase.
Siempre tuya,
Primrose
Nota de autora

It’s been 84 years desde que no escribo una de estas. ¿La


verdad? Pocas aclaraciones que hacer. Algunas habréis
llegado hasta aquí sin saber que es la segunda entrega de
una saga que gustaré de llamar en el futuro Las joyas de la
temporada (esto ya era popular antes de los Bridgerton, os
lo aseguro, aquí nadie está copiando a guionistas
millonarias que le tienen ojeriza a Katherine Heigl[5]). No lo
he especificado en ninguna parte por una razón muy simple,
y es que se pueden leer de forma independiente porque, a
diferencia de como sucede en otras sagas mías, estas
amigas no van a estar haciendo cameos de manera
constante. Sí, la saga está cohesionada por El Poder de la
Amistad™, pero serán distintas amistades y facetas de la
misma lo que iremos viendo conforme avancemos en esta
particular década de los 40.
La primera entrega, no obstante, se titula Mi amado
enemigo y sigue el romance entre Clarissa Simms y Nile
Inglefeild, conde de Haverford, ambos mencionados en esta
historia.
También sale mucho R.E.B.E.C.C.A (her name stands for
Ravishing, Extremely Beautiful, Eventually Chaotic,
Canonically Alwaysright[6]). :D
Entre otras curiosidades o detalles chocantes que
merecen mención (?):
- En el siglo XIX ya existía el verbo «to fuck», entre otros
términos vulgares que hemos visto pronunciar a Sean,
pero no se ven a menudo en novela histórica porque
los protagonistas acostumbran a ser de muy abolengo
y mucho abolengo (BORING!, gritó alguien desde el fondo
de la sala. Ese alguien soy yo). Como Sean ha pasado
parte de su adultez con gente de a pie en zonas no tan
elitistas, es verosímil que hable así, y además quiero
que hable así, que es mucho más importante que
ninguna contextualización.
- Confirmar que la «enfermedad» de la que Prim
adolece es vitíligo, como se habrá podido deducir por la
descripción que se hace y por la portada que creó de
cero el magnífico Kramer hace mil años luz. Ustedes
piensan que yo escribo rápido, pero no tan rápido como
encargo portadas. Mis diseñadores se tienen el cielo
ganado por esperar meses y meses a ver su trabajo
publicado. (Huelga decir que a mí el vitíligo no me
parece ni una enfermedad ni nada por el estilo (mi
padre la sufre, de hecho, y mi padre es mi hombre de
los años cincuenta preferido del mundo mundial), pero
en aquella época bastaba con que tuvieras un lunar
especialmente grande o de un color misterioso para
que te creyeran el diablo encarnado.) Tener vitíligo y
tener rabo era lo mismo, vaya. Tener rabo en el sentido
animal, entendedme.
- No llamo a Harding y a Rebecca «la/el honorable
señorita/señor Wargrave» todo. el. maldito. rato.
porque los quiera más que a mi vida y desee recalcar
su magnificencia, que también, faltaría más, hombre,
sino porque, para quien no lo sepa, es el tratamiento
de los hijos de un barón, el último de los títulos
nobiliarios y único cuya descendencia no recibe trato
de lord o lady.
- Llamé a la posada en la que Sean y Prim tienen su
noche de bodas como un bar de mi barrio al que me
gusta mucho ir. Si visitáis Granada alguna vez,
altamente recomendado: La mula coja. Tiene un
nombre de taberna decimonónica que es para mearse.
- Que Silas mencione a Hans Christian Andersen para
referirse al mito de la cigüeña es un poco una fumada,
porque el cuento que menciona esto por primera vez —
sí, se le atribuye a Hans la leyenda de los bebés y las
cigüeñas— no se tradujo al inglés hasta mucho más
adelante. Peeeeeero espero que hayáis hecho la
cabriola mental asociando su sabiduría al hijo del socio
de su padre, ese tal Dahl, el otro «galletero», que es
danés y puede habérselo contado.
- A lo mejor os ha sonado actual que Becks diga
«Éramos pocos y parió la abuela», pero lo he buscado y
por lo visto empezó a decirse en el siglo XIX.
- Cuando se insinúa a lo largo de la historia que Irlanda
está a punto de valer verga como aquel que dice, es
porque la Gran Hambruna estaba al caer. Vamos, que
data de 1845 y el año anterior se estaba fraguando.
- En algunos casos me refiero a Sean en la narración
como «el irlandés», cuando en realidad nació en
Inglaterra, estudió en Inglaterra y blablablá. Es una
licencia subjetivísima que me he tomado porque Sean
se define irlandés, no inglés, y el narrador omnisciente
está PARA SERVIR (concha). Lo mismo sucede con llamar
«señora» a su madre, la señora Connor, y no señorita,
lo que le correspondería quizá por no haber llegado a
casarse. Bueno, yo la llamo señora porque se me
canta.
- Respeto profundamente las creencias religiosas, y si
algún personaje se burla de Primrose (ejem, Wit, ejem)
no me hago responsable en lo absoluto. Prohibido
atribuir opiniones expresadas en los libros a su autor.
Supongo que os habréis percatado de que para mí
Rebecca Wargrave es lo más grande de España y de que a
Wit le profeso cierto afecto, así que confirmo aquí y ahora
que serán las protagonistas de los otros dos libros que
componen la saga (se me han ocurrido al menos
veintinueve más. Bueno, veintinueve no, pero
canónicamente con ocho... o nueve). Por favor, NO me
persigan por la calle para preguntarme cuándo los
publicaré, entre otras cosas porque siempre llevo cascos y
no oiré los gritos. Los publicaré cuando los publicaré, algo
que no puedo adelantar porque el único hecho futuro que
veo con claridad es que Rihanna nunca volverá a sacar un
álbum de R&B.

Espero que os haya molado el rollo. Que dejéis unas


bellas estrellitas por piedad para valorar la novela me
vendrá de lujo. También me muevo bastante en Instagram,
@tontosinolees, por si a algún alma cándida le apetece
decirme algo o solo leer la sarta de estupideces que
componen mi huella digital, de la que algún día me
avergonzaré, pero ese día no es hoy.
Saluditos.
Tercera entrega de la saga
Mi bella seductora

Una perversa rompecorazones víctima de una


conspiración.
Un inteligente conspirador víctima de una
rompecorazones.

Si una joven casadera puede permitirse llegar a su


tercera temporada con los mismos pretendientes con los
que empezó su periplo matrimonial, esa es Verity Burton.
Conocida como «Wit» por su soberano ingenio, tiene al
mundo entero comiendo de su mano, pero todo apunta a
que este año se acabará decantando por la mano de Sonny
Kinross... a no ser que alguien se interponga en su
camino.
Solo existe una razón por la que el honorable Harding
Wargrave se tomaría la molestia de acercarse a la
insufrible señorita Burton: para evitar que su gran amigo
cometa el grave error de casarse con ella. Si para demostrar
con hechos fehacientes que su amada no alberga
sentimientos por él tiene que seducir a la muchacha, eso
mismo hará.
Por desgracia, incluso el mejor jugador corre el
riesgo de caer en su propia trampa cuando no sopesa
los riesgos concienzudamente: y es que quizá, si hubiera
contemplado el legendario encanto de la dama como
una complicación, podría haberse ahorrado una sucesión
de problemas...

***

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Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
El epílogo que en realidad es una carta
Nota de autora
Mi bella seductora

[1]
En inglés, Wit significa «ingenio». Su otro apodo (Witty), por tanto, significa
«ingeniosa».
[2]
En inglés, «verity» significa «verdad».
[3]
Den lille Havfrue (1837) de Hans Christian Andersen, La sirenita en español.
No se tradujo al inglés hasta febrero de 1846 gracias a Charles Boner, y
entonces se publicó como A Danish Story-book.
[4]
Por orden de mención, Anna Laetitia Barbauld (1743 - 1825), Hannah More
(1745 - 1833), Jane Porter (1776 - 1850).
[5]
A lo mejor esto solo lo he entendido yo.
[6]
«Su nombre significa encantadora, extremadamente bella, a veces caótica,
canónicamente siempre tiene la razón.»

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