LA FILOSOFIA DE THOMAS HOBBES
LA FILOSOFIA DE THOMAS HOBBES
LA FILOSOFIA DE THOMAS HOBBES
Pese al hecho de que Hobbes fue uno de los filósofos relevantes del siglo XVII,
habiéndose relacionado con Bacon, Gassendi, Descartes (a quien realiza
serias objecciones a sus Meditaciones) y habiendo conocido personalmente a
Galileo, es decir, a los más significativos filósofos que procuran el paso del
pensamiento a la modernidad, no goza entre nosotros de gran consideración
su filosofía, lo que no es de extrañar, si tenemos en cuenta que nos hallamos
ante un pensador materialista hasta la médula, muy lejos de las concesiones
metafísicas de Descartes, y resuelto a aplicar al análisis del ser humano y de
la sociedad los mismos presupuestos que al estudio de la Naturaleza. No ha
ocurrido así con su pensamiento político, más conocido entre nosotros, del que
ofrecemos un resumen a continuación.
2. La ley natural
¿Tiene algún interés el ser humano por salir de ese estado de naturaleza? Pero
más importante aún ¿Puede salir de él? ¿O es su naturaleza tal que eso no
sea posible?
Es necesario, pues, investigar cuál sea la naturaleza del ser humano a fin de
poder determinar si el estado de naturaleza es susceptible de ser abandonado
o no. Hobbes distingue dos aspectos de la naturaleza humana: las pasiones,
que le inclinan hacia la guerra y la paz; y la razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte;
el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la
esperanza de obtenerlas por su industria. (Leviatán, XIII)
El hecho de que haya pasiones que inclinan, de forma natural, al ser humano
hacia la paz permite pensar que hay algunos aspectos en la naturaleza humana
que posibilitan el acuerdo entre los hombres para la consecución de dicha paz;
Hobbes cree que esas pasiones están reguladas por leyes de la naturaleza que
pueden ser descubiertas por la razón, y proveen al ser humano de un conjunto
de normas de egoísta prudencia (no morales, ni metafísicas), que hacen
posible la propia conservación y seguridad.
Una ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o regla general encontrada
por la razón, por la cual se le prohíbe al hombre hacer aquello que sea
destructivo para su vida, o que le arrebate los medios de preservar la misma,
y omitir aquello con lo que cree puede mejor preservarla, pues aunque los que
hablan de este tema confunden a menudo ius y lex, derecho y ley, éstos
debieran, sin embargo, distinguirse, porque el derecho consiste en la libertad
de hacer o no hacer, mientras que la ley determina y ata a uno de los dos, con
lo que la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que en
una y la misma materia son incompatibles. (Leviatán, XIV)
Tales leyes, por lo demás, son eternas :" Las leyes de naturaleza son
inmutables y eternas, pues la injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo,
la iniquidad, el favoritismo de personas y demás no pueden nunca hacerse
legítimos, porque no puede ser que la guerra preserve la vida y la paz la
destruya" (Leviatán,XV). Estas leyes de naturaleza a las que se refiera Hobbes
son similares a las de la física, y establecen las formas en que, de hecho,
actúan los egoístas, la forma en que su psicología les hace actuar. La lista de
leyes naturales varía en la obra de Hobbes, llegando a enumerar hasta
diecinueve de dichas leyes en el Leviatán; no obstante, considera que las
fundamentales son las siguientes:
a) Primera ley de naturaleza. La búsqueda y el seguimiento de la paz mientras
pueda obtenerse.
Y es por consiguiente un precepto, por regla general de la razón, que todo
hombre debiera esforzarse por la paz, en la medida en que espere obtenerla,
y que cuando no pueda obtenerla, pueda entonces buscar y usar toda la ayuda
y las ventajas de la guerra, de cuya regla la primera rama contiene la primera
y fundamental ley de naturaleza, que es buscar la paz, y seguirla, la segunda,
la suma del derecho natural, que es defendernos por todos los medios que
podamos. (Leviatán, XIV)
b) Segunda ley de naturaleza. La capacidad de renunciar a sus propios
derechos (lo que abre la posibilidad de establecer un contrato con otros seres
humanos).
De esta ley fundamental de naturaleza, por la que se ordena a los hombres
que se esfuerce por la paz, se deriva esta segunda ley: que un hombre esté
dispuesto, cuando otros también lo están tanto como él, a renunciar a su
derecho a toda cosa en pro de la paz y defensa propia que considere necesaria,
y se contente con tanta libertad contra otros hombres como consentiría a otros
hombres contra el mismo. (Leviatán, XV)
c) Tercera ley de naturaleza. Cumplimiento de los pactos y acepten las
consecuencias que de ellos se siguen (lo que se hace efectivo sólo una vez
constituida la sociedad civil).
De aquella ley de naturaleza por la que estamos obligados a transferir a otro
aquellos derechos que si son retenidos obstaculizan la paz de la humanidad,
se sigue una tercera, que es ésta: que los hombres cumplan los pactos que
han celebrado, sin lo cual, los pactos son en vano, y nada sino palabras
huecas. Y subsistiendo entonces el derecho de todo hombre a toda cosa,
estamos todavía en la condición de guerra. (Leviatán, XV)
La razón muestra que es favorable para la conservación de los seres humanos
que estas leyes se cumplan: es racional que el ser humano las observe. Este
es el sentido de su obligación (en el fuero interno). Pero de hecho tales leyes
en estado natural no se cumplen, por lo que se necesita un poder coercitivo
para obligar su cumplimiento.
Fragmentos y textos
LEVIATÁN
Capítulo XIII
De la condición natural del género humano, en lo que concierne a su
felicidad y miseria
La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades
corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre
manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún
así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre
y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda
reclamar para sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como
él. Porque en lo que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza
suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por
federación con otros que se encuentran en el mismo peligro que él.
Y en lo que toca las facultades mentales, (dejando aparte las artes fundadas
sobre palabras, y especialmente aquella capacidad de procedimiento por
normas generales e infalibles llamada ciencia, que muy pocos tienen, y para
muy pocas cosas, no siendo una facultad natural, nacida con nosotros, ni
adquirida (como la prudencia) cuando buscamos alguna otra cosa) encuentro
mayor igualdad aún entre los hombres, que en el caso de la fuerza. Pues la
prudencia no es sino experiencia, que a igual tiempo se acuerda igualmente
a todos los hombres en aquellas cosas a que se aplican igualmente. Lo que
quizá haga de una tal igualdad algo increíble no es más que una vanidosa fe
en la propia sabiduría, que casi todo hombre cree poseer en mayor grado que
el vulgo; esto es, que todo otro hombre salvo él mismo, y unos pocos otros,
a quienes, por causa de la fama, o por estar de acuerdo con ellos, aprueba.
Pues la naturaleza de los hombres es tal que, aunque pueden reconocer que
muchos otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos,
difícilmente creerán, sin embargo, que haya muchos más sabios que ellos
mismos: pues ven su propia inteligencia a mano, y la de los otros hombres a
distancia. Pero esto prueba que los hombres son en ese punto iguales más
bien que desiguales. Pues generalmente no hay mejor signo de la igual
distribución de alguna cosa que el que cada hombre se contente con lo que
le ha tocado.
De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de
alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean
la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen
enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia
conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en
destruirse o subyugarse. Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no
tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien
planta, siembra, construye, o posee asiento adecuado, puede esperarse de
otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para
desposeerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su
vida, o libertad. Y el invasor a su vez se encuentra en el mismo peligro frente
a un tercero.
No hay para el hombre más forma razonable de guardarse de esta
inseguridad mutua que la anticipación; y esto es, dominar, por fuerza o
astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo
bastante grande como para ponerla en peligro. Y no es esto más que lo que
su propia conservación requiere, y lo generalmente admitido. También
porque habiendo algunos, que complaciéndose en contemplar su propio
poder en los actos de conquista, los que van más lejos de lo que su seguridad
requeriría, si otros, que de otra manera se contentarían con permanecer
tranquilos dentro de límites modestos, no incrementasen su poder por medio
de la invasión, no serían capaces de subsistir largo tiempo permaneciendo
sólo a la defensiva. Y, en consecuencia, siendo tal aumento del dominio
sobre hombres necesario para la conservación de un hombre, debiera serle
permitido.
Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (sino antes bien,
considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer
respeto a todos ellos. Pues cada hombre se cuida de que su compañero le
valore a la altura que se coloca el mismo. Y ante toda señal de desprecio o
subvaloración es natural que se esfuerce hasta donde se atreva (que, entre
aquellos que no tienen un poder común que los mantengan tranquilos, es lo
suficiente para hacerles destruirse mutuamente), en obtener de sus rivales,
por daño, una más alta valoración; y de los otros, por el ejemplo.
Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del
hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria.
El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por
seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia
para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros
hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como
una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de
subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo en su prole,
sus amigos, su nación, su profesión o su nombre.
Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin
un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella
condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra
todo hombre. Pues la guerra no consiste sólo en batallas, o en el acto de
luchar; sino en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla
es suficientemente conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe
considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la naturaleza del
tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no está en
un chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos días
en conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha,
sino en la disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no
hay seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es paz.
Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiempo de guerra, en el que todo
hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo
en que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les
suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay
lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por
consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los
bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni
instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza;
ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni
letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro
de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable,
brutal y corta.
Puede resultar extraño para un hombre que no haya sopesado bien estas
cosas que la naturaleza disocie de tal manera los hombres y les haga capaces
de invadirse y destruirse mutuamente. Y es posible que, en consecuencia,
desee, no confiando en esta inducción derivada de las pasiones, confirmar la
misma por experiencia. Medite entonces él, que se arma y trata de ir bien
acompañado cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir,
que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sabiendo que hay
leyes y empleados públicos armados para vengar todo daño que se le haya
hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus
conciudadanos cuando atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores
cuando echa el cerrojo a sus arcones. ¿No acusa así a la humanidad sus
acciones como lo hago yo con mis palabras? Pero ninguno de nosotros acusa
por ello a la naturaleza del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre,
no son en sí mismos pecado. No lo son tampoco las acciones que proceden
de estas pasiones, hasta que conocen una ley que las prohíbe. Lo que no
pueden saber hasta que haya leyes. Ni puede hacerse ley alguna hasta que
hayan acordado la persona que lo hará.
Puede quizás pensarse que jamás hubo tal tiempo ni tal situación de guerra;
y yo creo que nunca fue generalmente así, en todo el mundo. Pero hay
muchos lugares donde viven así hoy. Pues las gentes salvajes de muchos
lugares de América, con la excepción del gobierno de pequeñas familias,
cuya concordia depende de la natural lujuria, no tienen gobierno alguno; y
viven hoy en día de la brutal manera que antes he dicho. De todas formas,
qué forma de vida habría allí donde no hubiera un poder común al que temer
puede ser percibido por la forma de vida en la que suelen degenerar, en una
guerra civil, hombres que anteriormente han vivido bajo un gobierno
pacífico.
Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en el que los hombres
particulares estuvieran en estado de guerra de unos contra otros, sin
embargo, en todo tiempo, los reyes y personas de autoridad soberana están,
a causa de su independencia, en continuo celo, y en el estado y postura de
gladiadores; con las armas apuntando, y los ojos fijos en los demás; esto es,
sus fuertes, guarniciones y cañones sobre las fronteras de sus reinos e
ininterrumpidos espías sobre sus vecinos; lo que es una postura de guerra.
Pero, pues, sostienen así la industria de sus súbditos, no se sigue de ello
aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia
que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e justicia,
no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay
ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes
cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni
de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuvieras solo en
el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres
en sociedad, no en soledad. Es consecuente también con la misma condición
que no haya propiedad, ni dominio, ni distinción entre mío y tuyo; sino sólo
aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto tiempo como pueda
conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que
el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una
posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en
su razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la
muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida
confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere
adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al
acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman leyes de
la naturaleza, de las que hablaré más en concreto en los dos siguientes
capítulos.
(Según la versión de Antonio Escohotado, "Leviatán o la invención moderna
de la razón", Editora Nacional, Madrid, 1980)