Pesadilla en Navidad - Tessa Bailey
Pesadilla en Navidad - Tessa Bailey
Pesadilla en Navidad - Tessa Bailey
ISBN: 978-84-10365-63-6
2009
En cuanto Beat Dawkins entró en el estudio de televisión, dejó de llover.
El sol entraba a raudales por la puerta abierta, envolviéndolo en un halo
místico, mientras los transeúntes cerraban sus paraguas e inclinaban sus
gorras en señal de agradecimiento.
Al otro lado de la habitación, Melody presenció la llegada de Beat de la
misma manera que un astrónomo observaría un asteroide que cruzara el
cielo una vez cada mil años. Sus hormonas se activaron, poniendo a prueba
la eficacia de su desodorante Lady Speed Stick. Hacía solo dos días que le
habían puesto la ortodoncia y los dichosos alambres parecían vías de tren en
su boca. Mucho más cuando vio que Beat entraba con gran elegancia en el
estudio del centro de la ciudad donde grabarían las entrevistas para el
documental.
A sus dieciséis años, Melody atravesaba una fase incómoda, por decirlo
suavemente. El sudor era una entidad incontrolable. Ya no sabía cómo
sonreír sin parecer una gárgola estreñida. Esa tarde se había peinado con
mucho esmero la melena rubia oscura, pero su pelo era incapaz de olvidarse
de la humedad reinante en Nueva York y se le había encrespado para
resaltar todavía más las gomas elásticas que le unían los incisivos.
Todo lo contrario que Beat.
Que era guapísimo de forma totalmente natural, sin artificios.
Su pelo castaño estaba húmedo por la lluvia y sus ojos de color azul claro
brillaban de alegría. Alguien le tendió una toalla nada más cruzar el umbral
y él la cogió sin mirar para secarse el pelo, que se dejó alborotado, todo de
punta, provocando la risa de los presentes. Una mujer con auriculares le
pasó un cepillo por la manga del traje azul índigo para quitarle las pelusas,
y él se lo agradeció con una sonrisa impactante que la dejó absolutamente
descolocada.
¿Cómo era posible que ese chico y ella tuvieran la misma edad?
Y no solo eso, sino que sus madres les habían puesto nombres que se
complementaban a la perfección. Beat y Melody, o «Ritmo» y «Melodía».
Sus madres fueron el dúo femenino de rock más legendario de Estados
Unidos, las Steel Birds, y como el grupo ya se había disuelto cuando ellos
nacieron, les pusieron los nombres sin hablarlo siquiera, en plan casualidad.
Una casualidad que a Melody no le hacía ni pizca de gracia. Además, los
hijos de los personajes famosos con nombres emblemáticos debían ser
interesantes. Extraordinarios.
Saltaba a la vista que Beat era el único que cumplía las expectativas.
A menos que se tuvieran en cuenta las gomas de color verde agua que ella
había elegido para la ortodoncia.
Algo que le había parecido mucho más atrevido en la esterilidad de la
consulta del ortodoncista.
—¡Melody! —dijo alguien a su derecha. El simple hecho de que gritaran
su nombre en la concurrida estancia hizo que sintiera un calor abrasador,
pero en fin… A esas alturas le sudaban las rodillas y, ¡ay, madre, que Beat
la estaba mirando!
El tiempo se congeló.
Nunca se habían visto.
Todos los artículos sobre sus madres y la sonada ruptura del grupo en
1993 siempre mencionaban a sus hijos, pero era la primera vez que se veían
en persona. Tenía que pensar en algo interesante que decir.
«Se me ocurrió usar gomas transparentes, pero el verde agua me pareció
más punk rock».
Y a lo mejor podía rematar el comentario haciendo una par de pistolas
con las manos, dejando claro que él había heredado todos los genes de la
realeza del rock. ¡Ay, Dios, que le estaban sudando hasta los pies! Seguro
que cuando echase a andar, le chirriarían las sandalias.
—¡Melody! —la llamó la voz de nuevo.
Dejó de prestar atención a la visión divina que era Beat Dawkins y miró a
la productora, que le estaba haciendo señas para que entrara en una de las
salas acordonadas donde le harían la entrevista. Justo detrás de la puerta
había una cámara, un micrófono gigantesco y una silla de director. La
entrevista sobre la carrera de su madre todavía no había empezado, y ella ya
sabía qué preguntas tendría que responder. ¿Qué tal si se sentaba lo más
rápido posible, recitaba sus respuestas habituales y le ahorraba tiempo a
todo el mundo?
«No, no canto como mi madre».
«No hablamos de la ruptura del grupo».
«Sí, mi madre es nudista y sí, la he visto desnuda un sorprendente número
de veces».
«Por supuesto, para los fans sería increíble que las Steel Birds volvieran a
reunirse».
«No, no sucederá. Ni en un millón de trillones de años. Lo siento».
—Estamos listos —canturreó la productora, dándose golpecitos en la
muñeca.
Melody asintió, sonrojándose todavía más por la indirecta de que estaba
retrasando las cosas.
—Voy.
Miró por última vez a Beat y echó a andar hacia la sala donde iban a
entrevistarla. Eso era todo, supuso. Seguramente no volvería a verlo en
persona…
—¡Espera!
Beat solo dijo esa palabra, y el silencio se hizo de repente en el estudio.
El príncipe había hablado.
Melody se detuvo con un pie en el aire y volvió la cabeza despacio. «Por
favor, que me esté hablando a mí», pensó. Porque, de lo contrario, sería un
lamentable error que se hubiera parado al oír su orden. Y al mismo tiempo
también pensó: «Por favor, que esté hablando con otra persona». Las vías
del tren que llevaba en la boca pesaban unos doscientos kilos por
centímetro, y el vestido verde agua que se había puesto (¡a juego con las
gomas, madre mía!) no le quedaba bien en la zona de las tetas. Otras chicas
de su edad conseguían parecer normales. Parecían monas incluso.
¿Qué era lo que habían dicho de ella en la página de cotilleos TMZ?
«Melody Gallard: siempre una foto del antes, nunca del después».
Sin embargo, Beat le estaba hablando a ella.
Y no solo eso, además se acercaba con paso vivo, sin que le costase el
menor esfuerzo, como un famoso se acercaría a la zona de saque en un
partido de béisbol para hacer el primer lanzamiento ceremonial mientras la
multitud lo aclamaba. Llevaba el pelo peinado a la perfección, sin rastro de
la lluvia, y sus labios esbozaban una sonrisa torcida.
Se detuvo frente a ella, se frotó la nuca y miró a su público, como si
hubiera actuado sin pensar y en ese momento se avergonzara de haberlo
hecho. Que fuese capaz de mostrarse tímido o cohibido con ese carisma que
le salía por los ojos era asombroso. ¿Quién era esa criatura? ¿Cómo era
posible que compartieran un vínculo?
—Hola —susurró él, acercándose más de lo que Melody esperaba, y ese
movimiento los convirtió en cómplices. No era muy alto, tal vez no llegara
al metro ochenta, y ella descubrió que así de cerca sus ojos le quedan justo
a la altura de su barbilla. Una barbilla que parecía esculpida y que llevaba
bien afeitada. ¡Uf, qué bien olía! Como una manta recién lavada a la que se
le hubiera pegado un poco del olor del humo de la chimenea. Tal vez
debería cambiar el olor fresco de su desodorante por algo un poco más
maduro. Algo que oliera como las olas del mar—. Hola, Mel. ¿Puedo
llamarte así?
Nadie había usado nunca un diminutivo de su nombre. Ni su madre, ni
sus compañeros de clase, ni ninguna de las niñeras que había tenido a lo
largo de los años. Un diminutivo era algo que debía adquirirse con el
tiempo, después de conocer a una persona durante una larga temporada,
pero Beat la había llamado «Mel» y le parecía lo más normal del mundo. Al
fin y al cabo, sus nombres eran homólogos. Los convertían en una pareja,
hubiese sido intencionado o no.
—Claro —susurró ella, que intentaba no mirarle la garganta. Ni olerlo—,
llámame Mel. —¿Sería ese su primer flechazo? ¿Se suponía que ocurrían
así de rápido? Por lo general, los miembros del otro sexo… la atraían poco.
No le aceleraban el pulso como le sucedía con él. «Di algo más antes de que
lo mates del aburrimiento»—. Has parado la lluvia —soltó.
Él levantó las cejas.
—¿Cómo?
«Me estoy derritiendo y el suelo va a absorberme».
—Cuando entraste, dejó de llover. —Chasqueó los dedos—. Como si la
hubieras apagado con un interruptor.
Estaba segura de que Beat iba a encogerse de hombros y a buscar una
excusa para irse cuando lo vio sonreír. Esa sonrisa torcida que le provocaba
unas sensaciones tan raras.
—Debería haber caído en apagarla antes de andar dos manzanas bajo un
aguacero. —Se rio y soltó el aire al mismo tiempo, sin dejar de observarla
—. Es una locura, ¿verdad? Lo de conocernos por fin, me refiero.
—Sí. —La palabra le brotó directamente del pecho y, de forma bastante
inesperada, sintió que empezaba a hinchársele—. Una locura total.
Él asintió despacio, sin apartarle los ojos de la cara.
Había oído hablar de gente como Beat.
Gente capaz de hacerte sentir como si fueras la única persona en una
habitación. En el mundo. Siempre había creído en la existencia de esos
seres míticos, pero ni en sus sueños más desquiciados había esperado
recibir algún día toda la atención de uno. Era como bañarse en la luz del sol
más brillante.
—Si las cosas hubieran sido diferentes con nuestras madres, seguramente
habríamos crecido juntos —dijo él, con un brillo reluciente en sus ojos
azules—. Incluso podríamos ser grandes amigos.
—¡Uf! —exclamó ella con una mirada segura—. No lo creo.
Eso hizo que la sonrisa de Beat se ensanchara.
—¿Ah, no?
—A ver, sin ánimo de ofender —se apresuró a decir ella—. Es que…
tiendo a ser reservada, y tú pareces más…
—Extrovertido. —Se encogió de hombros—. Sí, lo soy. —Hizo un gesto
con la mano para señalar el estudio y al equipo que seguía cautivado por el
primer (y quizá único) encuentro entre Beat Dawkins y Melody Gallard—.
Podría pensarse que me gusta esto. Hablar, estar delante de la cámara. —
Bajó la voz y susurró—: Pero siempre son las mismas preguntas. «¿Tú
también cantas?», «¿Tu madre habla alguna vez de la separación del
grupo?».
—«¿Volverán a reunirse alguna vez?» —añadió Melody.
—No —dijeron al mismo tiempo y se echaron a reír.
Beat se puso serio.
—A ver, espero no meter la pata, pero me he dado cuenta de cómo te trata
la prensa rosa. En la red y fuera de ella. Es… diferente de cómo me tratan a
mí. —Melody sintió que el fuego le subía por el cuello hasta quemarle las
orejas. Por supuesto que Beat había visto las críticas vergonzosas que le
hacían. Solían incluirlas en los artículos que escribían sobre él. El más
reciente había reducido toda su existencia a la siguiente frase: «En el caso
de Trina Gallard, su hija y ella son como un huevo y una castaña»—.
Siempre me pregunto si te molesta. O si consigues pasar de esas chorradas.
—A ver, en fin… —Ella se rio, demasiado fuerte, y agitó una mano sin
llegar a cerrar el puño—. No pasa nada. La gente espera que esos sitios de
cotilleos sean sarcásticos. Solo hacen su trabajo.
Beat no dijo nada y se limitó a mirarla con el ceño un poco fruncido.
—Estoy mintiendo —susurró ella—. Sí que me molesta.
Esa cabeza perfecta se ladeó un poco.
—Vale. —Y asintió en silencio, como si hubiera tomado una decisión
importante sobre algo—. Vale.
—Vale, ¿qué?
—Nada. —Esos ojos azules le recorrieron la cara—. Por cierto, no eres
una castaña. Ni de lejos. —Entrecerró los ojos, pero no lo suficiente como
para ocultar el brillo—. Más bien eres un melocotón.
Melody logró tragarse el suspiro emocionado que intentó escapársele.
—Es posible. Los melocotones tienen la piel muy fina.
—Sí, pero tienen un centro duro.
Algo crecía y crecía en su interior. Algo que no había sentido nunca. Una
unión, un vínculo, una conexión. No encontraba una palabra para
describirlo. Solo sabía que parecía casi cósmico o predestinado. Y en ese
momento, por primera vez en su vida, se enfadó con su madre por su parte
de la culpa en la disolución del grupo. ¿Podría haber conocido a ese chico
antes? ¿Haberse sentido… comprendida antes?
Alguien con auriculares se acercó a Beat y le tocó un hombro.
—Nos gustaría empezar la entrevista si estás preparado.
Por increíble que pareciera, él seguía mirándola.
—Sí, claro.
¿Parecía decepcionado?
—Será mejor que yo también me vaya —dijo Melody al tiempo que le
tendía la mano para que se la estrechara.
Beat le miró la mano unos segundos y luego la miró a la cara con los ojos
entrecerrados (como diciendo, «no seas tonta») y tiró de ella para darle un
gran abrazo. El Abrazo con mayúscula. El abrazo de su vida. De repente,
sintió un calor muy agradable, sin sudor, que le llegó hasta la planta de los
pies. Se mareó. No solo se le había concedido el honor de oler el cuello
perfecto de ese chico, además él la estaba animando a que lo hiciera
poniéndole la palma de la mano en la nuca. Le dio un apretón antes de
acariciársela. Solo una vez. Pero fue la muestra de afecto más hermosa que
había recibido en la vida y se le quedó grabada en el corazón.
—Oye —dijo mientras se apartaba con expresión seria y la agarraba por
los hombros—, escúchame, Mel. Tú vives aquí en Nueva York, yo vivo en
Los Ángeles. No sé cuándo volveré a verte, pero… Supongo que me parece
importante, como si estuviera obligado a decírtelo… —Frunció el ceño por
la incomodidad y ella supuso que era algo tan excepcional como un eclipse
solar—. Lo que pasó entre nuestras madres no tiene nada que ver con
nosotros. ¿Vale? Nada. Si alguna vez necesitas algo, o te hacen la misma
pregunta cuarenta millones de veces y ya no puedes más, recuerda que lo
entiendo. —Meneó la cabeza—. Tú y yo tenemos algo importante en
común. Tenemos un…
—¿Vínculo? —sugirió ella sin aliento.
—¡Sí!
Le entraron ganas de echarse a llorar sobre él.
—Tenemos un vínculo —siguió Beat, que la besó en la frente con fuerza
y tiró de ella para darle el segundo mejor abrazo de su vida—. Ya
encontraré la manera de pasarte mi número, Melocotón. Si alguna vez
necesitas algo, llámame, ¿vale?
—Vale —susurró ella, con el corazón y las hormonas enloquecidos. ¡Le
había puesto un apodo! Lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza,
dándose cinco segundos antes de obligarse a soltarlo y a retroceder—. Lo
mismo digo. —Se esforzó por seguir respirando con normalidad—.
Llámame si alguna vez necesitas a alguien que te entienda. —Y lo siguiente
que dijo se le escapó—: Podemos fingir que siempre hemos sido grandes
amigos.
Para su alivio, la sonrisa torcida volvió a aparecer.
—No sería tan difícil, Mel.
En algún lugar del plató sonó un timbre que rompió el hechizo. Todo el
mundo se puso en movimiento a su alrededor. A Beat lo arrastraron en una
dirección y a ella en otra. Pero su pulso siguió acelerado durante horas
después del encuentro.
Fiel a su palabra, Beat encontró la manera de proporcionarle su número, a
través de un asistente al final de la entrevista. Sin embargo, ella nunca tuvo
el valor de usarlo. Ni siquiera en sus días más difíciles. Y él tampoco la
llamó.
Ese fue el principio y el final de su relación de cuento de hadas con Beat
Dawkins.
O eso pensaba ella.
1
1 de diciembre
En la actualidad
Beat estaba tiritando en la acera, delante del lugar donde iba a celebrarse su
treinta cumpleaños.
O por lo menos suponía que le habían preparado una fiesta en el interior
del restaurante. Sus amigos llevaban semanas haciéndose los misteriosos. Si
pudiera mover las piernas, entraría y se haría el sorprendido. Abrazaría a
cada uno de ellos por turno, como se merecían. Los invitaría a que le
explicaran cada paso del proceso de planificación y los elogiaría por ser tan
astutos. Sería el mejor amigo.
Y un falso de lo peor.
El teléfono le vibró de nuevo en la mano, y el estómago le dio tal vuelco
que se vio obligado a hacer un gran esfuerzo para respirar. Una pareja se
cruzó con él en la acera y lo miró con curiosidad. Él sonrió para
tranquilizarlos, pero la sonrisa le pareció débil y la pareja apretó el paso
para alejarse. Bajó la mirada hacia el móvil, consciente de que en la pantalla
aparecería un número desconocido. Igual que la última vez. Y que la vez
anterior.
Había pasado más de un año y medio desde la última vez que su
chantajista se puso en contacto con él. Le dio a ese hombre la mayor suma
de dinero hasta el momento para que se marchara y supuso que el acoso
había llegado a su fin. Ya empezaba a sentirse normal de nuevo cuando esa
misma tarde recibió el mensaje, de camino a su fiesta de cumpleaños.
«Beat, siento que tengo mucho que decir. Como si necesitara sacar
algunas cosas que llevo dentro».
Era el mismo patrón que la última vez. El chantajista se ponía en contacto
con él de repente, sin previo aviso, y enseguida se mostraba insistente. Sus
exigencias eran como un bombardeo, como una sinfonía que empezara en
mitad del crescendo. No dejaban espacio para negociar. Ni para razonar.
Todo se resumía en darle a ese hombre lo que quería o en dejar que saliera a
la luz un secreto que podría sacudir los cimientos en los que se sustentaba el
mundo de su familia.
Casi nada.
Respiró hondo y caminó un trecho en dirección contraria al restaurante.
Luego pulsó «Llamar» y se acercó el teléfono a la oreja.
Su chantajista contestó al primer tono.
—Hola de nuevo, Beat.
Sintió que le caía un hierro al rojo vivo en el estómago.
¿El hombre parecía más nervioso que en años anteriores?
¿Casi frenético?
—Quedamos en que esto se había acabado —dijo Beat, aferrando el
móvil con fuerza—. Se suponía que no volvería a saber de ti.
Se oyó un suspiro áspero al otro lado de la línea.
—Lo malo de la verdad es que nunca desaparece.
Una especie de calma surrealista se apoderó de Beat al oír esas
abominables palabras. Era uno de esos momentos en los que miraba a su
alrededor y se preguntaba cómo era posible que la vida lo hubiera llevado a
ese punto concreto. ¿Estaba siquiera ahí? ¿O en realidad se encontraba
atrapado en un sueño sin fin? De repente, las familiares vistas de Greenwich
Street, a solo unas manzanas de su oficina, parecían el decorado de una
película. De las farolas colgaban luces navideñas en forma de cascabeles,
cabezas de Papá Noel y hojas de acebo, y la ola de frío de principios de
diciembre convertía su aliento en vaho helado frente a su cara.
Estaba en Tribeca, lo bastante cerca del distrito financiero como para ver
a la gente compartiendo un cigarro a escondidas en la acera después de
haber bebido demasiado, todavía con el traje de la oficina a las ocho de la
tarde. Por la calzada pasaba un taxi muy despacio, moviéndose sobre el
barro húmedo que había dejado la breve nevada de esa tarde, mientras por
la ventanilla se escuchaba Have a Holly Jolly Christmas.
—Beat —la voz en su oído lo devolvió a la realidad—, voy a necesitar el
doble que la última vez.
Las náuseas le subieron hasta la garganta, haciendo que todo le diera
vueltas.
—No puedo. No tengo tanto dinero en efectivo y no pienso tocar el
dinero de la fundación. Esto se tiene que acabar.
—Ya te he dicho…
—Que la verdad nunca desaparece. Te he oído.
Se hizo un silencio pesado.
—Beat, creo que no me gusta que me hables así. Tengo una historia que
contar. Si no me pagas para que mantenga la boca cerrada, conseguiré lo
que necesito en 20/20 o en la revista People. Una historia tan salaz les
encantaría.
Y destruiría a sus padres.
La verdad destrozaría a su padre.
La excelente reputación de su madre saltaría por los aires.
La imagen pública de Octavia Dawkins caería en picado, y los treinta
años de trabajo benéfico que llevaba a sus espaldas se irían al garete. La
gente solo recordaría la historia.
La reprobable verdad.
—Ni se te ocurra. —Beat se masajeó el entrecejo, donde empezaba a
sentir un dolor palpitante—. Mis padres no se lo merecen.
—¿Ah, sí? Bueno, yo tampoco merecía que me echaran del grupo. —El
hombre resopló—. No hables de lo que no conoces, chico. Tú no estabas
allí. ¿Vas a ayudarme o empiezo a hacer llamadas? ¿Sabes? La productora
de un reality show se ha puesto en contacto conmigo dos veces. A lo mejor
sería un buen lugar para empezar.
El aire de la noche se volvió más cortante en sus pulmones.
—¿Qué productora? ¿Cómo se llama?
¿Era la misma mujer que había estado llamándolo y mandándole
mensajes de correo electrónico durante los últimos seis meses? ¿La que le
ofrecía una obscena suma de dinero por participar en un reality show sobre
la reunión de las Steel Birds? Ni siquiera se había molestado en responder,
porque había recibido muchas ofertas similares a lo largo de los años. El
deseo de los fans de que el grupo se reuniera no había disminuido en
absoluto desde los años noventa y a esas alturas, después de que uno de sus
éxitos se hubiera hecho viral décadas después de su lanzamiento, la petición
había cobrado más fuerza que nunca.
—Danielle no sé qué —contestó su chantajista—. Da igual. Solo es una
de mis opciones.
—Vale. —¿Cuánto le había ofrecido esa mujer? No recordaba la cantidad
exacta. Solo que le había ofrecido mucho dinero. Una cantidad con seis
ceros, creía recordar—. ¿Qué tengo que hacer para que esto termine de una
vez por todas? —preguntó, sintiéndose como un disco rayado y
pareciéndolo—. ¿Qué garantía tengo de que esta va a ser la última vez?
—Tendrás que confiar en mi palabra.
Beat meneó la cabeza.
—Necesito algo por escrito.
—Ni hablar. Mi palabra o nada. ¿Cuánto tiempo necesitas para reunir el
dinero?
¡Joder! Aquello era real. Estaba pasando. ¡Otra vez!
El último año y medio solo había sido un respiro. Aunque en el fondo ya
lo sabía, ¿verdad?
—Necesito un poco de tiempo. Hasta febrero, por lo menos.
—Tienes hasta Navidad.
Sintió la afilada caricia del pánico en el pecho.
—Falta menos de un mes.
Oyó una carcajada carente de humor al otro lado de la línea.
—Si eres capaz de hacer que la gente vea como una santa a esa egoísta
que tienes por madre, puedes conseguirme ochocientos mil dólares para el
veinticinco de diciembre.
—No, no puedo —lo contradijo Beat entre dientes—. Es imposible…
—Hazlo o hablo.
La llamada se cortó.
Beat miró el móvil en silencio durante varios segundos, intentando
recuperar la compostura. Los mensajes de texto de sus amigos se
amontonaban en la pantalla, preguntándole dónde estaba. Por qué llegaba
tarde a cenar. Ya debería estar acostumbrado a fingir que todo era normal.
Llevaba cinco años haciéndolo, desde la primera vez que el chantajista se
puso en contacto con él. Sonreír. Escuchar atentamente. Mostrarse
agradecido. Demostrar en todo momento lo agradecido que estaba por todo
lo que tenía.
¿Cuánto tiempo más podría seguir haciéndolo?
Un par de minutos después entraba en una sala de fiestas completamente
a oscuras.
Se encendieron las luces y vio un mar de caras sonrientes que gritaban:
—¡Sorpresa!
Y aunque tenía la piel tan fría como el hielo debajo del traje, se tambaleó
hacia atrás con una sonrisa aturdida, riendo como todo el mundo esperaba
que hiciese. Aceptó abrazos, palmadas en la espalda, apretones de manos y
besos en las mejillas.
«No pasa nada».
«Lo tengo todo controlado».
Luchó contra el estrés que amenazaba con tragárselo e intentó apreciar
todo lo bueno que lo rodeaba. La sala llena de gente que se había reunido en
su honor. ¡Qué menos!, después de todo el esfuerzo que habían hecho. Una
de las ventajas de haber nacido en diciembre eran los cumpleaños
navideños, y sus amigos habían abusado de la temática a tope. De las vigas
del techo colgaban centelleantes tiras de lucecitas blancas, envueltas en
guirnaldas verdes naturales. Había multitud de jarrones con flores de
Pascua. El aire olía a canela y pino, y en la chimenea del rincón más alejado
rugía un chisporroteante fuego. Sus amigos, sus colegas y unos cuantos
primos llevaban gorros de Papá Noel.
Era evidente que la Navidad no tenía rival a la hora de elegir temática
para una fiesta, así que no podía quejarse. Era su festividad preferida desde
que tenía uso de razón. La época del año en la que podía relajarse y pasarse
todo el día en pijama sin más. En su casa, la Navidad era en exclusiva para
ellos tres, sin gente de fuera, así que no tenía que fingir. Podía limitarse a
ser él mismo.
Uno de sus compañeros de la Universidad de Nueva York le hizo una
llave de cabeza juguetona y él la soportó, a sabiendas de que lo hacía con
buena intención. ¡Como todos los que estaban allí! Sus amigos no eran
conscientes de la tensión a la que estaba sometido. Si lo supieran,
seguramente intentarían ayudarlo. Pero no podía permitirlo. No podía
permitir que ni una sola persona supiera la delicada razón por la que lo
estaban chantajeando.
Ni quién estaba detrás.
Se dio cuenta de que a su alrededor todos se reían y se unió a ellos,
fingiendo que había oído el chiste, aunque su cerebro no paraba de hacer
cuentas a toda velocidad. Presentando y descartando soluciones.
Ochocientos mil dólares. El doble de lo que le había pagado la última vez.
¿De dónde iba a sacarlo? ¿Y la próxima vez? ¿Se atrevería a pedirle un
millón?
—No pensarías que íbamos a dejar pasar tu treinta cumpleaños sin hacer
una dichosa celebración, ¿verdad? —dijo Vance, que le dio un codazo en
las costillas—. Ya nos conoces.
—Pues claro. —De repente, se dio cuenta de que tenía una copa de
champán en la mano—. ¿A qué hora llega el payaso para hacer animales
con globos?
El grupo soltó un rugido incrédulo.
—Pero ¿cómo…?
—¡Ya te has cargado la sorpresa!
—Lo has dicho tú mismo —replicó al tiempo que levantaba la copa y
sonreía hasta que se les pasó la indignación y volvieron a sonreír—: Os
conozco.
«Aunque en el fondo no te conocen, ¿verdad?».
Su sonrisa flaqueó un poco, aunque disimuló bebiendo un sorbo de
champán y luego dejó la copa vacía sobre la mesa más cercana y se fijó en
los caramelos de menta esparcidos entre el confeti. Los trocitos de papel
tenían forma de «B», la inicial de su nombre. La mesa de los refrescos
estaba salpicada de fotos suyas en marcos de plástico. Una saltando desde
un acantilado en Costa Rica. Otra era de la graduación en la escuela de
negocios, con toga y birrete. Había una que le hicieron en un escenario
presentando a su madre, la mundialmente famosa Octavia Dawkins, en una
cena benéfica que organizó hacía poco tiempo para la fundación. En todas
las fotos estaba sonriendo.
Era como mirar a un extraño. Ni siquiera conocía a ese tío.
Mientras saltaba del acantilado en Costa Rica estaba a punto de conseguir
el dinero para pagarle por primera vez al chantajista. En aquel entonces eran
sumas manejables. Cincuenta mil se reunían sin mucho esfuerzo. Sí, tenía
que reorganizar sus inversiones y tal, pero nada que no pudiera manejar
para evitar que el buen nombre de sus padres acabara enfangado.
Sin embargo, la cantidad que acaban de pedirle era demasiado alta para
reunirla sin ayuda. En las cuentas de la fundación había dinero más que
suficiente, pero los cerdos empezarían a volar antes de robarle a la
organización benéfica que había fundado con su madre. Ni hablar. Ese
dinero iba a causas nobles. Merecidas becas para estudiantes de artes
escénicas que no podían permitirse los costes asociados a la formación, la
educación y los gastos de manutención. Ese dinero no acabaría en manos de
un chantajista.
¿De dónde iba a sacarlo?
Quizá una llamada rápida a su contable lo ayudaría a calmar los nervios.
El año anterior invirtió en algunas empresas de nueva creación. ¿Y si
retiraba esas inversiones? Seguro que había algo.
«No lo hay», le susurró una voz desde el fondo de la mente.
Se obligó a poner cara despreocupada, aunque sentía más frío que antes.
—Disculpadme un momento, tengo que hacer una llamada.
—¿A quién? —le preguntó Vance—. Todos tus conocidos están aquí.
Eso no era cierto.
Sus padres no estaban allí.
Sin embargo, su mente no pensó de inmediato en ellos. Y, la verdad, era
ridículo que siguiera pensando en Melody Gallard catorce años después de
haberla visto en una única ocasión. No obstante, seguía recordando aquella
tarde con gran claridad. Su sonrisa, su forma de susurrar, como si no
estuviera acostumbrada a hablar. La sensación de que era incapaz de
mirarlo a los ojos y, de repente, de que no podía dejar de mirarlo. Como le
pasó a él.
Había abrazado a miles de personas en su vida, pero ella era la única a la
que todavía sentía entre sus brazos. Estaban destinados a ser amigos. Por
desgracia, nunca llegó a llamarla y ella tampoco lo había hecho. Ya era
demasiado tarde. De todas formas, en cuanto Vance dijo: «Todos tus
conocidos están aquí», pensó en ella de inmediato.
Tenía la sensación de que conocía a Melody de verdad. Y ella no estaba
allí.
Tal vez podría haber sido la persona que mejor lo conociera a esas alturas
si hubiera mantenido el contacto con ella.
—A lo mejor necesita llamar a una mujer —canturreó alguien desde el
otro extremo de la estancia—. Ya sabéis que a Beat le gusta mantener sus
relaciones en privado.
—Cuando encuentre una mujer que pueda sobrevivir a mis amigos, os la
presentaré.
—¡Venga ya!
—Nos comportaríamos a la perfección.
Beat levantó una ceja con escepticismo.
—No sabéis lo que es eso.
Alguien cogió un puñado de confeti y se lo arrojó a la cabeza. Se sacudió
un trozo del hombro como si tal cosa, satisfecho por haber logrado desviar
una vez más el interés por su vida amorosa. La mantenía en privado por una
buena razón.
—Una llamada y vuelvo. No empecéis con los globos de animales sin mí.
A ver si el artista es capaz de hacerme sentir que estoy solo. —Los miró
con una sonrisa para que supieran que estaba bromeando—. Os agradezco
en el alma que hayáis organizado esta fiesta para mí. De verdad. Es… lo
mejor que un tío puede esperar de sus amigos.
El momento ñoño le valió un coro de abucheos y varios lanzamientos más
de confeti, de manera que tuvo que agacharse y cubrirse para salir de la
sala. Sin embargo, se le borró la sonrisa en cuanto estuvo fuera. Una vez en
la acera, como antes, se quedó un minuto mirando el teléfono que tenía en
la mano. Podría llamar a su contable, pero estaría malgastando el tiempo.
Después de cinco años con ese chantajista chupándole la sangre como una
sanguijuela, se había quedado seco. No le sobraban ochocientos mil dólares.
«¿Sabes? La productora de un reality show se ha puesto en contacto
conmigo dos veces. A lo mejor sería un buen lugar para empezar». Recordó
las palabras del chantajista. «Danielle no sé qué». También se había puesto
en contacto con él. Si mal no recordaba, trabajaba para un medio bastante
popular. Normalmente era su asistente quien se ocupaba de cualquier
consulta relacionada con las Steel Birds, pero le pasó ese mensaje de correo
electrónico al ver la abultada oferta y la influencia de la mujer.
En vez de llamar a su contable, buscó en la bandeja de entrada el nombre
de Danielle, y encontró el mensaje de correo electrónico después de
desplazarse un poco.
Estimado señor Dawkins:
Permítame presentarme. Soy su billete para convertirse en un
nombre reconocido.
Desde que las Steel Birds se separaron en el 93, el público ha
estado desesperado por ver una reunión de esas dos mujeres
que, además de componer algunas de las baladas más queridas
de la historia de la música, inspiraron un movimiento. Animaron
a las chicas a salir a la calle, a buscar un micrófono y a expresar
su descontento, sin importar a quién molestaran. Yo era una de
esas niñas.
Sé que es un hombre ocupado, así que seré breve. Quiero
darle al público la reunión con la que llevamos soñando desde el
93. Y qué mejor catalizador que los hijos de estas mujeres
legendarias para hacerlo realidad. Mi mayor deseo es que usted,
señor Dawkins, y Melody Gallard unan sus fuerzas para reunir
de nuevo a sus madres.
Applause Network está dispuesta a ofrecerles un millón de
dólares a cada uno.
Atentamente,
Danielle Doolin
Beat dejó caer el teléfono sobre un muslo. ¿En serio solo había ojeado por
encima un mensaje tan apasionado? Ni siquiera llegó a la mitad la primera
vez que lo vio. Eso era obvio, porque de lo contrario habría recordado la
parte sobre Melody. Cada vez que alguien la mencionaba, era como si le
dieran un fuerte puñetazo en el estómago.
Como acababa de pasarle en ese momento.
No le apetecía nada convertirse en un nombre reconocido. Nunca le había
gustado y nunca le gustaría. Prefería trabajar entre bastidores en la
fundación de su madre. A veces daba algún que otro discurso o entrevista
en las redes sociales. Desde que Sacude la jaula se hizo viral, recibía
montones de peticiones, pero prefería mantenerse alejado de los focos.
Sin embargo…
Un millón de dólares resolvería su problema.
Necesitaba resolverlo. ¡Rápido!
Y si aceptaba participar en el reality show (algo que todavía no tenía nada
claro), antes tendría que hablar con Melody. Aunque hubieran crecido
recibiendo la misma atención por ser hijos de famosos, el trato que les había
dispensado la prensa era muy distinto. A él lo habían alabado como si fuera
una especie de chico perfecto, mientras que en el caso de Melody habían
criticado todos los detalles de sus atributos físicos a través de las cámaras
de los paparazzi, a pesar de ser menor de edad. Él lo había visto desde la
distancia, horrorizado.
Tanto era así que la primera y única vez que se vieron se descubrió
invadido por un afán protector tan intenso que a esas alturas todavía no lo
había abandonado.
¿Había alguna forma de evitar que Melody se convirtiera de nuevo en el
centro de atención si intentaba reunir a las Steel Birds o se vería arrastrada
por el mero hecho del vínculo que tenía con el grupo?
No lo sabía, la verdad. Pero no llegaría a ningún acuerdo a menos que
Melody respaldara la idea de que agitara el avispero. Tendría que reunirse
con ella. En persona. Ver su cara y estar seguro de que no tenía dudas.
Se le aceleró el pulso.
Habían pasado catorce años y había pensado en ella… demasiadas veces,
algo extraño. Se preguntaba qué estaría haciendo, si habría visto el último
especial de televisión sobre sus madres, si sería feliz. Eso último era lo que
más lo atormentaba. ¿Melody era feliz? ¿Lo era él?
¿Sería todo diferente si la hubiera llamado sin más?
Buscó el número de su contable en los contactos, pero no llegó a
llamarlo. En cambio, abrió de nuevo el mensaje de correo electrónico de
Danielle Doolin y pulsó el número de móvil que aparecía en su firma, sin
imaginar la magia que estaba poniendo en marcha.
2
8 de diciembre
Melody estaba en un extremo de la pista de petanca, con la bola roja de
madera en la mano.
Ese lanzamiento decidiría si su equipo ganaba o perdía.
¿Cómo? ¿Cómo era posible que hubiera recaído sobre sus endebles
hombros la responsabilidad de la muerte o la victoria? ¿Quién había
supervisado la alineación esa noche? Ella era la jugadora más débil.
Normalmente la enterraban en algún lugar del medio. Le latía tan fuerte el
corazón que casi ni oía la banda sonora de Elf por los altavoces del bar y la
voz angelical de Zooey Deschanel le parecía más bien la voz cascada de
una bruja.
Su equipo se había colocado a ambos lados de la pista, con las manos
juntas como si fuera el punto final para ganar Wimbledon o algo así, en vez
de la liga de petanca. Había poco en juego, ¿no? Su jefa y mejor amiga,
Savelina, le había asegurado que no se jugaban mucho. De lo contrario, ella
no se habría unido al equipo para arriesgarse a una derrota. Estaría en casa,
donde debería estar, viendo por la tele alguna competición de repostería
navideña en Food Network con un pelele para adultos.
—¡Tú puedes, Mel! —gritó Savelina, y la acompañaron varios vítores y
silbidos procedentes de sus compañeros de la librería.
Al principio de la temporada no los conocía muy bien, ya que trabajaba
en el sótano restaurando libros juveniles y casi nunca levantaba la mirada
de su labor. Pero gracias a esa casi insoportable liga de petanca, había
llegado a conocerlos mucho mejor. ¡Le caían bien!
«¡Por favor, Señor, concédeme la habilidad suficiente para no
defraudarlos!».
¡Ja! Si no arruinaba el momento, sería un milagro.
—¿Necesitas un tiempo muerto? —le preguntó su jefa.
—¿Por qué piensas eso? —gritó Melody—. ¿Me ves congelada por el
miedo o algo?
Las risas aumentaron un poco su confianza, pero no mucho. Y en ese
momento cometió el error de mirar hacia atrás por encima del hombro y
descubrió que todos los presentes en el bar de Park Slope observaban el
lanzamiento final conteniendo la respiración. Era el equivalente a mirar al
suelo mientras se caminaba por la cuerda floja. Claro que ella nunca lo
había probado. Lo más arriesgado que había hecho de un tiempo a esa parte
era comprarse unos pendientes de aro. ¡Unos aros!
En ese momento, respiraba tan fuerte que se le estaban empañando las
gafas.
¿Estarían mirándole el culo?
Seguro. Ella le miraba el culo a todo el mundo, aunque intentara
contenerse. ¿Por qué no iban a hacerlo los demás? ¿Pensarían que su falda
plisada hasta el suelo era una elección extraña para jugar a la petanca?
Porque lo era.
—¡Mel! —Savelina señaló la pista con la jarra de cerveza—. Nos vamos
a quedar sin tiempo. Solo tienes que acercar la bola lo más posible al
boliche. Pan comido.
Para Savelina era fácil decirlo. Tenía una librería y vestía como una
artista bohemia drogada. Usaba sandalias de gladiador y tenía una marca
favorita de té oolong. Por supuesto, pensaba que jugar a la petanca era
sencillo.
El público empezó a animarla, algo que le resultó muy agradable. Los
habitantes de Brooklyn tenían mala fama, pero en realidad eran bastante
amables siempre y cuando se les ofrecieran descuentos en las bebidas y los
desconocidos piropearan a sus perros.
—¡Vale! Vale, ya voy.
Melody respiró hondo y lanzó la bola roja de madera por la pista de arena
compactada. Se detuvo en la posición más alejada posible del boliche. No
se acercó ni por asomo.
Sus rivales aplaudieron y chocaron sus jarras de cerveza, mientras los
clientes del bar, que era la sede del equipo local, suspiraban decepcionados.
Seguramente habían pensado que tenían delante la típica historia de la
desgraciada que de repente se convertía en heroína, pero no. Con ella como
protagonista, eso era imposible.
Savelina se acercó mirándola con compasión y le dio un apretón en un
hombro con una de sus elegantes manos.
—Ya ganaremos la próxima vez.
—No hemos ganado una sola partida en toda la temporada.
—La victoria no siempre es lo importante —replicó su jefa—. Lo
importante es intentarlo.
—Gracias, mamá.
Los prietos rizos castaños de Savelina se agitaron con sus carcajadas.
—Dentro de dos semanas jugaremos la última partida de la temporada, y
tengo un buen presentimiento. Llegaremos a Navidad frescos gracias a la
victoria y tú formarás parte de ella.
Mel no ocultó su escepticismo.
—A ver si te lo aclaro —siguió Savelina—. Tienes que participar sí o sí.
Te necesitamos en el equipo para poder jugar. No tendrás pensado irte antes
de tiempo para visitar a la familia o algo así, ¿verdad?
Como experta en restauración de libros raros, su horario de trabajo era
flexible. Podía llevarse un proyecto a casa si era necesario, y su presencia
en la tienda dependía en gran medida de si había o no un libro que
requiriera un cuidado especial.
—¡Uf, no! —Se obligó a sonreír, aunque sintió una heridita en el corazón
—. No, no tengo ningún plan. Mi madre es… En fin. Está ocupada con sus
cosas. Y yo con las mías. Pero la veré en febrero, el día de mi cumpleaños
—se apresuró a añadir.
—Exacto. Siempre viene a Nueva York para tu cumpleaños.
—Sí.
Mel esbozó una sonrisa tensa y asintió con la cabeza, algo que siempre
hacía cuando la conversación giraba en torno a su madre. Ni las personas
mejor intencionadas podían evitar sentir una abierta curiosidad por Trina
Gallard. Al fin y al cabo, era un icono internacional. Savelina se esforzaba
más que los demás a la hora de no invadir su intimidad, pero no podía
disimular del todo la curiosidad que despertaba en ella la antigua estrella
del rock. Y Mel lo entendía. De verdad que sí.
Sin embargo, no conocía a su madre tan bien como para poder ofrecerle
información a la gente.
Esa era la triste verdad. Trina bombardeaba de amor a su hija una vez al
año y solo una vez al año. Como, por ejemplo, la noche que la llevó a un
concierto en el Garden aunque todas las entradas estaban agotadas y acabó
con resaca, y le compró aquella ropa carísima que nunca volvió a ponerse.
Era evidente que Savelina estaba perdiendo la batalla contra la necesidad
de hacerle preguntas más profundas sobre Trina, seguramente porque era el
final de la noche y se había tomado seis cervezas. Así que Mel cogió su
abrigo verde del taburete más cercano donde lo había dejado, se lo puso
sobre los hombros y buscó una excusa para irse.
—Voy a pagar mi cuenta en la barra. —Se inclinó y se despidió de su jefa
con un rápido beso en una mejilla morena, que brillaba gracias a la experta
aplicación del iluminador—. ¿Nos vemos entre semana?
—¡Sí! —exclamó Savelina demasiado rápido, ocultando su evidente
decepción—. Nos vemos.
Mel se debatió un momento con la posibilidad de ofrecerle a su amiga
algo, cualquier cosa. Aunque fuese la marca de cereales favorita de Trina
(Lucky Charms), pero fue incapaz de darle la información. Siempre le
pasaba lo mismo. Cualquier tipo de detalle sobre su madre que pudiera
ofrecer le parecía falso, porque siempre tenía la sensación de que era una
desconocida para ella.
—Vale. —Asintió con la cabeza, se dio media vuelta y echó a andar hacia
la barra sorteando a los juerguistas del viernes por la noche y disculpándose
con algunos clientes que habían presenciado su anticlimática historia de
perdedora. Antes de llegar a la barra, se aseguró de que Savelina no la
estuviera mirando y puso rumbo a la salida, porque en realidad no tenía que
pagar nada. Los clientes que la reconocieron como la hija de Trina Gallard
se habían pasado toda la noche pagándole las copas. Había bebido tantos
Shirley Temple que iba a estar orinando granadina una semana entera.
El aire frío del invierno le heló las mejillas en cuanto salió a la acera.
La alegre música navideña y las enérgicas conversaciones quedaron
amortiguadas en cuanto se cerró la puerta. ¿Por qué siempre le sentaba tan
bien irse de un sitio?
La culpa le roía las entrañas. ¿No quería tener amigos? ¿Qué persona no
quería tenerlos?
¿Por qué se sentía sola tanto si estaba con gente como si no?
Se dio media vuelta y miró hacia el interior a través del cristal helado de
la ventana, observando a los clientes, a los alegres juerguistas, a los
parroquianos silenciosos que se sentaban en los rincones oscuros. Había
muchos tipos de personas, y todos parecían tener algo en común.
Disfrutaban de la compañía. No parecían estar aguantando la respiración
hasta que llegara el momento de poder marcharse. No parecían fingir que
estaban cómodos cuando, en realidad, se sentían estresados por cada
palabra que salía de su boca y por su aspecto, por si le gustaban o no a la
gente. Y si lo hacían, ¿se debía a su condición de tener una madre famosa y
no a su personalidad real? ¿Se debía a quién era ella?
Se alejó de la animada escena con un nudo en la garganta y empezó a
subir la cuesta de Union Street en dirección a su piso. Sin embargo, antes de
dar dos pasos, apareció una mujer varios metros por delante de ella, y eso la
detuvo en seco. La desconocida era tan llamativa y tenía una sonrisa tan
segura que era imposible avanzar sin mirarla. Su melena rubia oscura le
caía en ondas perfectas hasta los hombros, cubiertos por un abrigo que
parecía carísimo y que estaba adornado por una serie de cadenitas doradas
que daba la impresión de que no tenían otro propósito que no fuera
meramente decorativo. En pocas palabras, estaba radiante y era raro que
estuviera allí plantada, delante de un bar de barrio.
—¿Señorita Gallard?
¿La mujer sabía su nombre? ¿La había estado acechando? No era del todo
sorprendente, pero hacía mucho tiempo que no se topaba con semejante
descaro por parte de una periodista.
—Lo siento —dijo Melody, que apretó el paso para dejarla atrás—. No
voy a responder a ninguna pregunta sobre mi madre…
—Soy Danielle Doolin. ¿Recuerda que le envié algunos mensajes de
correo electrónico a principios de año? Soy productora de Applause
Network.
Melody siguió caminando.
—Recibo muchos mensajes.
—Sí, no lo dudo —dijo Danielle, que se colocó a su lado. Le seguía el
paso, y eso que llevaba tacones de diez centímetros, un calzado que
contrastaba con sus botines planos—. El público está muy interesado en
usted y en su familia.
—Si se fija, se dará cuenta de que eso no ha sido elección mía.
—Efectivamente. Beat Dawkins dijo lo mismo durante la breve llamada
telefónica que hemos mantenido.
Los pies de Melody dejaron de funcionar. El aire de sus pulmones se
evaporó y no tuvo más remedio que aminorar el paso hasta detenerse en
medio de la acera. Beat Dawkins. Oía ese nombre en sueños, lo cual era una
absoluta ridiculez. Que siguiera fascinada por ese hombre cuando hacía
catorce años que no coincidían en la misma habitación le ponía los pelos
como escarpias…, claro que eso era lo único de Beat que no le gustaba. El
resto de sus reacciones se describían mejor como pérdida de aliento,
ensoñaciones, imaginaciones caprichosas y… sexuales.
A lo largo de sus treinta años de vida nunca había experimentado una
atracción como la que sintió por Beat Dawkins a los dieciséis, cuando
estuvo apenas cinco minutos en su presencia. Desde entonces, sus
hormonas solo podían definirse como perezosas. Flotaban en una
colchoneta de piscina con un mai tai en la mano en vez de competir en un
triatlón. Sus hormonas eran como unas mallas deportivas. No estaban mal,
y desde luego que eran hormonas y funcionaban, pero no como para
pasearse con ellas por una pasarela. Su falta de aspiraciones románticas era
otra de las razones por la que se sentía desmotivada para salir y mantener
contacto humano. Para sumergirse en grandes multitudes sociales donde
alguien podría demostrar interés en ella.
Haría falta algo especial para soltar la copa de mai tai y bajarse de la
colchoneta, y hasta ese momento nadie le había parecido… excitante. Pero
¿un recuerdo de catorce años? ¡Ay, madre! Tenía el poder de subirle la
temperatura. O por lo menos lo había hecho alguna vez. El recuerdo de su
único encuentro con Beat se estaba volviendo borroso. Estaba
desapareciendo, y eso la angustiaba.
—Bueno —dijo Danielle, que la miraba con evidente interés—. Está
claro que su nombre le ha llamado la atención, ¿no?
Melody intentó no balbucear, pero fracasó, porque sentía la lengua tan
inútil como los pies.
—Lo siento, tendrá que refrescarme la memoria. Los mensajes de correo
electrónico que me envió… ¿sobre qué eran?
—Sobre una reunión de las Steel Birds.
Se le escapó una carcajada y su aliento flotó en el aire, condensado en una
nubecilla blanca.
—Un momento. ¿Ha llamado a Beat para hablar de esto? —
Desconcertada, meneó la cabeza—. Que yo sepa, ambos hemos sido
siempre de la opinión de que es algo imposible. Vamos, tanto como una
nueva gira de Elvis.
Danielle encogió un elegante hombro y lo dejó caer.
—Cosas más raras se han visto. Hasta los Pink Floyd dejaron de lado sus
diferencias en 2005 para el Live 8, y nadie creía que fuera factible. Ha
pasado mucho tiempo desde que las Steel Birds se separaron. Los corazones
se ablandan. La edad le da una nueva perspectiva a las cosas. Es posible que
Beat no vea tan imposible una reunión después de todo.
Que el corazón le latiera con tanta fuerza en el pecho era humillante.
—¿Eso… eso ha dicho?
Danielle hizo una mueca, inflando un carrillo.
—No es que lo haya dicho. Pero el hecho de que se pusiera en contacto
conmigo por lo de la reunión es bastante elocuente, ¿no?
Era extraño sentirse un poco traicionada porque él hubiera cambiado de
opinión sin consultarle. Claro que ¿por qué iba a hacerlo? No le debía nada.
Ni una llamada ni nada.
—¡Vaya! —exclamó y luego carraspeó—. Me ha pillado desprevenida.
—Lo siento. Es muy difícil ponerse en contacto con usted. Tuve que
indagar bastante para saber dónde trabajaba. Luego vi una foto de su equipo
de petanca en el Instagram de la librería. Menos mal que existen las
etiquetas de ubicación. —Danielle levantó una mano enguantada y señaló
con un gesto enérgico la zona general—. Le aseguro que no me habría
aventurado en Brooklyn con seis grados bajo cero sin tener sobre la mesa
un proyecto viable. Un proyecto que, si se hace como es debido, podría ser
un fenómeno cultural. Y se haría como es debido, porque yo supervisaría en
persona la producción.
¿Qué se sentiría tener semejante confianza en una misma?
—Me da miedo preguntar lo que implica este proyecto.
—Por eso no voy a decírselo hasta que estemos en mi agradable y cálido
despacho, con un café expreso y un surtido de beignets delante.
Su estómago gruñó de mala gana.
—Beignets, ¿no?
—También despertaron el interés de Beat.
—¿Ah, sí? —Melody fue consciente de su tono jadeante, y eso le dio una
pista de lo que estaba pasando. De la táctica que estaba empleando esa
mujer—. Sigue mencionándolo a propósito.
Danielle la miró a la cara fijamente.
—Parece ser mi mejor argumento para vender la idea. Supongo que
incluso más que el dinero que la cadena está dispuesta a pagar —murmuró
—. Si no hubiera mencionado su nombre, ni siquiera habría dejado de
andar. Algo sorprendente, ya que no han mantenido ningún tipo de
contacto. Según él.
—Es cierto, sí —se apresuró a soltar Melody, con la cara y el cuello
ardiendo—. No puede decirse que nos conozcamos.
Y esa era la pura verdad.
Habían pasado catorce años.
Sin embargo…, Beat era una buena persona. Se lo había demostrado, y
era imposible que hubiera cambiado de forma tan drástica. El tipo de
carácter que se requería para hacer lo que él había hecho…
Más o menos un mes después de conocerse en aquel húmedo estudio de
televisión, ella cruzó las puertas de su colegio privado de Manhattan,
esperando ir sola a clase, como de costumbre. Sin embargo, aquella mañana
se encontró rodeada de chicas que no paraban de hablar y de preguntarle si
había visto a Beat Dawkins en TMZ.
Dado que evitaba ese programa como la peste, negó con la cabeza. Ellas
le dijeron que Beat la había mencionado durante la emboscada que le
habían tendido unos paparazzi y que a lo mejor quería ver las imágenes. No
supo cómo consiguió superar la primera hora de clase sin explotar, pero lo
logró. Luego corrió al baño y abrió el vídeo en su móvil. Allí estaba Beat,
con una bolsa de la compra en la mano y la visera de una gorra de los
Dodgers ocultándole la cara mientras lo perseguía un cámara.
Por regla general, era de los que se detenían y aguantaban sus ridículas
preguntas con una sonrisa deslumbrante. Pero esa vez no lo hizo. Se detuvo
de repente en la acera y, pese a todos los años transcurridos, ella todavía
recordaba lo que dijo, palabra por palabra.
«A partir de ahora no hablaré más. No conseguiréis más declaraciones
mías. No hasta que tú y todos los medios similares dejéis de usar a las
chicas para conseguir visitas. Sobre todo a mi amiga Melody Gallard. A mí
me halagáis por cualquier cosa y a ella la criticáis sin piedad. Os podéis ir
todos a la mierda. No pienso hablar más».
Aquel día, no salió del baño hasta la tercera hora. El asombro y la gratitud
la dejaron congelada. Porque alguien se había puesto de su parte. La había
defendido. El vídeo se compartió en todas las redes sociales. Durante
semanas. Puso sobre la mesa el trato que la prensa rosa les daba a las
adolescentes.
Por supuesto, no dejaron de portarse mal con ella de la noche a la
mañana. Pero hubo un cambio lento. Gradual. Los titulares crueles
empezaron a recibir críticas. Empezaron a censurarse.
Y, por asombroso que pareciera, su experiencia con la prensa mejoró.
Estaba tan perdida en el recuerdo que tardó un momento en darse cuenta
de la sonrisa que aleteaba en las comisuras de los brillantes labios de
Danielle.
—He quedado con él en mi despacho el lunes por la mañana para una
reunión. He venido hasta aquí para invitarla a usted también. —Hizo una
pausa, como si estuviera eligiendo con cuidado sus siguientes palabras—.
Beat no aceptará el proyecto de la reunión a menos que usted esté de
acuerdo. Su condición es que usted lo apruebe.
Que las palabras de Danielle la dejaran extasiada era horrible, la verdad.
Patético en muchos sentidos.
Beat Dawkins estaba a millones de años luz de ella. No solo era guapo a
rabiar, sino que irradiaba personalidad. Se hacía con la atención de salas
enteras llenas de gente cuando daba discursos para la fundación de su
madre. Había visto sus fotos en Instagram de vez en cuando. Su vida
parecía una aventura continua, rodeado de amigos tan estilosos como él. Era
querido, deseado y… perfecto.
Beat Dawkins era la personificación de la perfección.
Y la había tenido en cuenta.
Había pensado en ella.
La idea del reencuentro de las Steel Birds era irrealizable (los
sentimientos de traición entre sus madres eran más profundos que el océano
Atlántico), pero que Beat le hubiera dicho su nombre a esa mujer
básicamente le garantizaba otros catorce años de enamoramiento. «Das
muchísima pena, en serio».
—Ha mencionado el dinero —dijo Melody con indiferencia, más que
nada para que no pareciera que todo su interés estaba relacionado con Beat
—. ¿Cuánto? Solo por curiosidad.
—Se lo diré en la reunión —contestó la mujer con una sonrisa socarrona
—. Es mucho, Melody. Hasta para la hija de una famosa estrella de rock.
Mucho dinero. Incluso para ella.
Pese al nerviosismo que la invadía, no pudo evitar preguntarse… ¿sería
suficiente para conseguir la independencia económica? Había nacido en la
comodidad. Una bonita casa adosada, niñeras maravillosas, cualquier
capricho que se le antojara, que principalmente habían sido libros y
productos para combatir el acné. Sin embargo, el amor y la atención de su
madre seguían estando fuera de su alcance. Siempre había sido así, y
empezaba a parecer que siempre lo sería.
Su piso estaba pagado en su totalidad. Contaba con una asignación anual.
Sin embargo, de un tiempo a esa parte no le parecía bien aceptar la
generosidad de su madre. No le parecía correcto. No cuando carecían de la
sana relación madre-hija que ella aceptaría con gusto en su lugar.
¿Podría ser esa la oportunidad de valerse por sí misma?
No. ¿Facilitar una reunión del grupo? Tenía que haber una manera más
fácil.
—Al menos, asista a la reunión —insistió Danielle, sonriendo como el
gato que acababa de comerse al canario.
Había caído en la trampa que le había tendido y lo sabía.
Estar de nuevo en la misma habitación que Beat Dawkins…
No era lo bastante fuerte como para dejar pasar esa oportunidad.
Movió un poco los pies e intentó no parecer demasiado ansiosa.
—¿A qué hora?
3
11 de diciembre
Cuando Melody Gallard entró en el despacho, Beat recordó por qué nunca
había llamado. La sensación que lo invadió fue tan abrumadora que se
levantó al verla sin pensarlo y se abrochó a toda prisa la chaqueta del traje.
¡Guau! Siempre se había preguntado si la memoria le estaba jugando malas
pasadas, pero no. A los treinta seguía albergando en su interior el mismo
impulso de protegerla que sintió con dieciséis.
Tragó saliva y se ordenó centrarse, aunque consiguió mirar unos
segundos a esa chica que había crecido más o menos en las mismas
condiciones que él. La habían acosado, la habían cosido a preguntas, había
vivido con el peso sobre los hombros de unas expectativas imposibles. A
diferencia de él, la habían despreciado por no ser lo que la prensa
consideraba perfecta. ¡Durante la adolescencia! Todavía recordaba aquella
vez que compartieron como seis mil veces en Twitter una foto de Melody
lidiando con un brote de acné. Una injusticia brutal.
Si la prensa se enterase de lo que él hacía por las noches… Debería
agradecerle a su buena suerte que el chantajista tampoco lo supiera, porque
de lo contrario nunca se lo quitaría de encima.
Qué curioso que el peso que suponía para él la amenaza que pendía sobre
su familia pareciera tan liviano en ese momento. Al igual que pasó catorce
años antes, algo hizo clic en cuanto Melody y él empezaron a respirar el
mismo aire. Esa red invisible que los envolvía daba casi miedo, porque los
arrastraba a su propio mundo, uno que nadie más entendería.
Era guapísima. Lo era catorce años atrás y seguía siéndolo, aunque con
un toque más sutil y elegante. Pero ocultaba bien su belleza. Bajo una falda
de lana, un jersey enorme y unas gafas de montura gruesa. Si la desnudaba,
si le soltaba el moño en el que llevaba recogida la larga melena rubia
oscura, estaría tan buena que los hombres la verían a cien metros de
distancia.
Se dio cuenta de que agradecía la ropa holgada. ¿Por qué?
Ni que él fuera a quitársela, o pudiera hacerlo. No, tenía ciertos… gustos
que hacían que mantuviera su vida sexual en el plano más íntimo. Los
satisfacía a puerta cerrada con personas que consentían plenamente y luego
volvía a la realidad. Las dos caras de su vida nunca se mezclaban. Por
deferencia a la fama de su madre, lo habían educado para ser reservadísimo,
y sus experiencias vitales habían reforzado aún más lo importante que era
confiar en sí mismo… y en nadie más.
En resumen, que la ropa de Melody y cómo le sentaba no eran asunto
suyo. La había hecho ir a ese lugar para preguntarle formalmente si podía
abrir la caja de Pandora. Aunque todavía no tenía todos los detalles, la
posibilidad de que un reality pudiera afectarle de forma negativa lo
inquietaba lo bastante como para que no hubiera pegado ojo la noche
anterior. A eso de las tres, se dio por vencido y se fue al gimnasio.
En ese momento, hasta sentía el impulso de llevarla al ascensor,
disculparse profusamente y despacharla. Mandarla de vuelta a Brooklyn,
donde llevaba una vida normal, lo más alejada posible de los focos teniendo
en cuenta sus apellidos.
Sin embargo y de todos modos, podría arrastrarla de forma indirecta a
algo que desde luego ella quería evitar. Ser el centro de atención. Porque
por más vueltas que le diera a la situación y pese a todos los enfoques que
usara, no se le ocurría de qué manera podía mantener la reunión con
Applause Network y Danielle sin que surgiera el nombre de Melody en
algún momento.
Era imposible, punto.
—Mel —dijo con voz grave y con una sonrisa que le parecía falsa.
—Hola —replicó ella, casi susurrando.
No había planeado abrazarla, pero en cuanto esa única y ronca palabra
salió de su boca, tuvo que cruzar el despacho y rodearla con los brazos.
Entornó los párpados sin querer porque encajaba contra su cuerpo tan bien
como recordaba. Como si siempre hubiera estado ahí. Una desafortunada
mejor amiga.
Melody soltó su enorme bolso en el suelo y le devolvió el abrazo, y eso
hizo que se sintiera más importante que cualquier nota de prensa o fiesta de
cumpleaños en su honor. Fue instantáneo. De verdad. ¿Cómo podía echarla
tanto de menos cuando su relación había sido inexistente? No tenía sentido,
pero así era. Su reacción hacia ella a los dieciséis tampoco tuvo mucho
sentido. Sucedió sin más.
—Gracias por venir —le dijo contra el pelo. Olía a galletas de jengibre y
a viento.
—De nada. —Su guasona respuesta quedo amortiguada contra su hombro
—. Alguien tenía que intentar convencerte de que no lo hagas.
Él esbozó una sonrisa más auténtica. Le dio un apretón. Solo un poquito
más.
—Señorita Gallard… Melody —dijo Danielle en voz baja desde detrás de
la mesa, que había decidido tutearla—, me alegro mucho de que hayas
podido venir. Espero que el trayecto en metro hasta aquí no te haya
supuesto muchas molestias siendo lunes por la mañana.
—Bueno…, no ha estado mal, teniendo en cuenta todas las sustancias
misteriosas. —Se separó despacio de Beat y pareció darse cuenta de que
había soltado el bolso, porque se ruborizó un poco mientras se agachaba
para recogerlo—. No sería un trayecto neoyorquino sin al menos una
sustancia sin identificar congelándose en el asiento de al lado.
Danielle se echó a reír y señaló las sillas contiguas que había frente a su
mesa.
—Toda la razón del mundo. Por favor, sentaos.
Beat apartó la silla para que Melody se sentara e intentó por todos los
medios no aspirar su aroma mientras lo hacía. También se obligó a plantarse
a medio metro de ella. Para darse un poco de tiempo y recuperarse del
abrazo al tiempo que contenía el extraño impulso de tocarla de alguna
manera.
Cuando se sentaron, siguieron mirándose unos segundos, como si fueran
las dos únicas personas de la estancia, y empezó a preguntarse si volver a
verla era una idea incluso peor de lo que había pensado en un principio.
¿Por qué le gustaba tanto? ¿Qué tenía ella que lo hacía sentirse normal casi
de inmediato?
Se obligó a apartar los ojos de ella. Le costó mucho centrarse en Danielle,
pero en cuanto lo hizo, no se le escapó la mirada perspicaz de la productora.
Que estaba encantada con lo que había presenciado. ¿Por qué? ¿Pensaba
que su relación distante, pero potente con Melody sería un enfoque
entretenido para el programa? Porque Melody no se iba a involucrar. No
directamente. No pensaba permitir que eso pasara, sobre todo porque tenía
un motivo oculto.
Ganar dinero suficiente para pagarle a su chantajista.
—En fin, en primer lugar, ¡guau! Lo he conseguido. Os tengo a los dos
juntos en una habitación y eso es una victoria en sí misma —empezó
Danielle, dando una palmada—. Pero me voy por las ramas. Ambos sois
personas muy ocupadas y no voy a haceros perder el tiempo. De hecho, no
tenemos tiempo. Applause Network quiere reunir a las Steel Birds y que el
público lo vea en directo. Si vamos a hacerlo, tenemos que hacerlo ya. —
Señaló a Beat—. Cuando hablamos por teléfono, Beat dejó claro que se
ofrece voluntariamente como tributo. Será el único que participe en el
proyecto. —Centró toda su atención en Melody—. Sin embargo, debido a tu
proximidad con el grupo, no lo hará sin tu consentimiento, Melody. —Juntó
las manos sobre la mesa—. Por desgracia, como vamos tan cortos de
tiempo, si vas a dar tu aprobación, tiene que ser hoy.
A Beat se le aceleró el pulso.
—Primero necesitamos más detalles.
Danielle asintió con la cabeza.
—Básicamente, tenemos que salir a la palestra mientras la patata siga
caliente —siguió la productora, mirándolos a ambos en ese momento—.
Sacude la jaula vuelve a ser número uno en la lista Billboard. ¡Treinta años
después de su lanzamiento! El hashtag #QueVuelvanLasSteelBirds lleva
entre las tendencias varias semanas en diferentes plataformas de redes
sociales. La nueva generación exige la vuelta de un grupo que ya ni existía
cuando nacieron. Nunca he visto nada igual. Si alguna vez hubo un
momento para plantearse reunir de nuevo a Octavia y a Trina es ahora, con
un montón de dinero sobre la mesa y suficiente demanda para una posible
gira.
Se hizo un profundo silencio en el despacho. Beat sentía que el corazón le
atronaba los oídos.
—Me prometieron beignets —dijo Melody.
Beat soltó una carcajada. Se le escapó como un cañonazo, fue inesperada
y… real. ¿Cuándo fue la última vez que se rio de verdad y no porque eso
era lo que se esperaba de él?
Melody le sonrió.
—A ver, es verdad.
—Cierto —replicó Danielle, con evidente sorna. Cogió el teléfono y
pulsó un botón para hablar un momento con el asistente al otro lado y
después colgar—. Perdóname.
—Me lo pensaré —bromeó Melody mientras cruzaba las piernas a la
altura de los tobillos, y Beat se esforzaba al máximo para no fijarse en cómo
se le tensaron las pantorrillas. Y en el hecho de que le cabían en la palma de
la mano. «Deja de mirar, tío»—. En fin…, ¿lo que le estás pidiendo a Beat
es que se reúna con nuestras madres con una cámara delante para intentar
convencerlas de que el grupo se reúna de nuevo? ¿Quieres grabar el proceso
solo por la remota posibilidad de que salga bien? ¿Nada más?
Danielle ladeó la cabeza.
—Si la cosa fuera tan sencilla, no quedaría bien en la tele.
—¡Uf! —exclamó Melody.
Beat se sintió dividido por las ganas de reírse de nuevo y por la necesidad
de ponerle fin a la reunión, porque cuanta más información revelaba
Danielle, más intrusiva parecía toda esa idea.
Sin embargo, ¿podía dejar pasar la oportunidad de embolsarse un millón
de dólares? Si no conseguía el dinero para pagar el chantaje, sus padres se
convertirían en pasto de internet. En el hazmerreír del mundo entero. Si se
le presentaba la forma de evitarlo, debía hacer todo lo que estuviera en su
mano. ¿Verdad? Le habían dado una vida de privilegios, no había tenido
que mover un dedo. Era lo menos que podía hacer.
—Mel —se volvió en la silla para mirarla, conteniendo otra vez las ganas
de cogerla de la mano—, ¿leíste el mensaje de correo electrónico de
Danielle?
Ella negó con la cabeza, mirándolo a él y luego a la productora.
—Estoy bastante segura de que lo borré.
Beat murmuró:
—Applause Network nos ha pasado una oferta de seis ceros para hacerlo.
—¿Seis? —dijo ella con un hilo de voz—. ¿Los que tiene un millón?
—Sí. Justo un millón.
—No quiero interrumpir —terció Danielle con una tosecilla—, pero el
millón depende de que las Steel Birds se reúnan.
Beat ya se lo imaginaba. De hecho, le había dado instrucciones a su
contable para que empezara a formular un plan B en el caso muy probable
de que el proyecto de la productora fuera inviable. Parecía que un préstamo
era su única opción además de ganar el millón de dólares, pero, ¡uf!, pedirle
prestado tanto dinero al banco no le hacía gracia. Le revolvía el estómago.
Sin embargo, mirar a Melody lo ayudaba a calmar esa sensación, así que
mantuvo la mirada clavada en ella.
—Nunca te metería en esto a propósito. Les pediría que hicieran todo lo
posible por mantener tu privacidad, pero si el programa tiene éxito, es muy
probable que acabes recibiendo atención.
—El plan es reunirlas en Nochebuena. —Danielle señaló con el pulgar
por encima del hombro—. Aquí mismo, en el Rockefeller Center, durante el
espectáculo navideño anual.
Melody estaba muy quieta.
—¿Mel? —Presa del pánico por su repentino y gélido silencio, Beat le
puso una mano en un hombro y le dio un apretón—. ¿Estás bien?
—Sí. Es que… ¿tan pronto? ¿Esta Nochebuena? Es decir, ¿dentro de dos
semanas? Y si la reunión tiene lugar, Beat gana un millón de dólares.
—Así es —confirmó Danielle en voz baja, mirándola con los ojos
entrecerrados y una expresión que hizo que a Beat le entraran ganas de
sentarse a Mel en el regazo—. Para que quede claro, si el grupo se reúne,
Applause Network será la dueña de los derechos de las imágenes de la
reunión y recuperará sin problemas el dinero que se lleva Beat. De lo
contrario, no. Participar en el proyecto hará que Beat gane un buen sueldo,
pero sin que ellas aparezcan en el programa de Nochebuena no se acercará
ni mucho menos a los seis ceros. Más bien a los cuatro.
—Ahí, sin meter presión —murmuró Mel.
Beat esbozó una sonrisilla torcida sin querer.
Tras un largo silencio, Danielle se inclinó hacia delante.
—Como he dicho, tenemos que hacerlo mientras estén en el candelero.
Podríamos esperar hasta el año que viene, cuando ya no tengan un éxito
viral y la fascinación del público haya disminuido. —Pasó a clavar la
mirada en Beat, que tuvo la repentina sensación de que Danielle se había
callado lo más jugoso—. O podemos lanzarnos a la piscina con una nueva
forma de entretenimiento que me tiene loca. Un reality show en directo. Sin
editar, sin filtrar. Retransmitido en streaming desde las cuentas de las redes
sociales de la cadena, de doce a quince horas al día. También dedicaríamos
varios espacios de una hora a lo largo de nuestra programación televisiva
convencional a Encerrona a las madres. Ese es el título provisional. —Hizo
una pausa para sonreír—. Mi objetivo sería retransmitir este viaje a todos
los hogares del mundo. En directo.
Beat sentía el estómago más o menos a la altura de los zapatos. Se lo
tendría que haber olido. ¿Cuántas veces había aceptado participar en un
especial musical sobre su madre para que los productores se metieran de
lleno en temas prohibidos, como el matrimonio de sus padres o los detalles
sobre el incidente del concierto de 1993? Todo se hacía en nombre del
entretenimiento, costara lo que costase. ¿De verdad creía que iba a ser fácil?
¿Y había metido a Melody en eso?
—Es la primera vez que mencionas que el programa se retransmitirá en
directo —dijo, consiguiendo mantener la voz firme—. Supuse que las
grabaciones estarían varios meses en la sala de edición y que el producto
final lo aprobaría un ejército de dieciséis abogados o algo así.
Danielle ni se inmutó.
—Quería teneros en mi despacho antes de explicar todos los detalles del
proyecto.
—¿Por qué? —Beat se puso en pie sin esperar la respuesta y se apresuró a
abrocharse la chaqueta—. Lo siento, Mel. Vámonos. Nunca te obligaría a
hacer algo así.
—Ya lo sé —replicó Mel de forma automática antes de titubear—. A ver,
que… es muy fuerte.
—Demasiado —convino Beat.
Danielle no perdió la calma.
—Si pudiera…
—Beat —dijo Melody al tiempo que se ponía en pie y lo miraba como si
lo viera por primera vez—, ¿podemos hablar en privado?
«Estar a solas contigo no es buena idea». ¿Por qué fue ese su primer
pensamiento?
Esa mujer tenía algo que lo hipnotizaba y lo fascinaba, pero seguro que
podía contenerse el tiempo necesario para mantener una conversación.
—Sí. Claro.
—Hay una cafetería en la cuarta planta. Tienen café. Le diré a mi
asistente que se encargue de que preparen una mesa. —Danielle sonrió—.
Esperaré aquí hasta que estéis preparados para seguir hablando.
Beat le hizo un gesto a Melody para que saliera delante de él.
—Si es que decidimos hacerlo.
La recepcionista de cara alegre eligió ese momento para entrar en el
despacho con una bandeja de beignets, que Melody interceptó antes de que
la chica pudiera dejarla sobre la mesa. Se la ofreció a una desconcertada
Danielle para que la productora pudiera coger unos cuantos y después se
llevó el resto consigo fuera del despacho mientras Beat la seguía. No tenía
ningún sentido, pero mientras bajaban en el ascensor comiéndose los
beignets sin dejar de mirarse fijamente, Beat se preguntó si no llevaba toda
la vida echando de menos a Melody.
4
13 de diciembre
Melody llegó a Manhattan demasiado temprano el miércoles por la mañana.
Se detuvo un momento en la salida de la boca del metro para debatir sus
opciones. Hasta que llegara la hora en la que podía entrar en Duane Reade
para comprar unas cuantas paletas de sombras de ojos que nunca usaría,
sentarse en una cafetería y observar a la gente… o enviarle un mensaje de
texto a Beat. Vivía en Midtown, ¿verdad? A lo mejor le apetecía tomarse un
café…
«¿¡Otra vez!?».
¡Qué aburrido!
De repente, se vio con él corriendo por la ciudad y haciendo travesuras
espontáneas, al estilo de Paul y Holly en Desayuno con diamantes, pero ella
era menos Holly Golightly, esa mujer atrevida, y más Holly
Prefieroquedarmeencasa.
Claro que quizá eso ya no fuera del todo cierto. Al fin y al cabo, se había
apuntado a un reality show sin tener ni idea de lo que le esperaba. Había
dado los pasos necesarios para dejar de depender económicamente de Trina,
aunque el millón de dólares que estaba en el aire todavía era una quimera.
Haber tomado la decisión ya era importante, y mejor que nada, la verdad.
En plena explosión de positivismo, sacó el móvil y le mandó un mensaje
a Beat.
Melody: Llego temprano. Dime dónde hacen el mejor café.
Vaya. Acababa de impresionarse a sí misma con el mensaje. Le informaba
a Beat de que estaba en la ciudad y al mismo tiempo le decía que estaba
buscando algo que hacer, sin obligarlo a apuntarse.
«No está mal, Gallard», se dijo.
Beat: Estoy en el gimnasio. ¿Por qué no vienes? Tienen café.
Melody: Me huele a encerrona.
Beat: ¿Me ves capaz?
Melody: Alguien podría haberte robado el móvil. Podría estar
mensajeándome con un tío llamado Lance que quiere venderme
una suscripción al gimnasio.
Beat: JAJA. Soy yo, Melocotón. Te mando la ubicación.
Melody: Vale. Voy, pero tengo mis dudas.
Le llegó una notificación, lo que añadió una capa de agradables
escalofríos a los que él ya le había provocado al llamarla «Melocotón». Ya
lo tenía en su teléfono para siempre. Podía mirarlo siempre que quisiera.
Pulsó sobre el mapa y se sintió aliviada al comprobar que solo estaba a una
avenida y una manzana al sur del gimnasio de Beat. Siete minutos más
tarde, cruzaba con recelo la puerta giratoria con una expresión que
desafiaba a cualquier Lance que intentara venderle la clase de pilates.
«Atrás, Satanás».
Sin embargo, tal y como había supuesto, un chico sonriente vestido con
un polo morado se acercó a ella, como si acabara de cruzar la línea de meta
de un triatlón Ironman. Ni siquiera tenía pantorrillas de verdad. Eran rocas
venosas que llevaba embutidas en unas medias de nailon de color piel.
—Bienvenida a Core. ¿Eres miembro?
«¡Corre mientras puedas!».
—Lo siento, me he equivocado de dirección…
—¡Mel! —oyó que la llamaba Beat, entre los golpes metálicos de fondo y
el insistente ritmo de una remezcla de All I Want for Christmas y se volvió.
Allí estaba.
Atravesando la recepción a la carrera para acercarse a ella. En pantalones
cortos deportivos negros y sin camiseta.
Sudando. Sudando por todas partes.
¡Ay, madre, que le estaba mirando los pezones! «¡Para y no mires hacia
abajo!». Tuvo que contenerse para no mirar los músculos que se le
marcaban por encima de las caderas. O la gota de sudor que le caía desde la
parte más carnosa del pectoral izquierdo. O la línea de vello que le bajaba
desde el ombligo. «Demasiado tarde». Ya lo había mirado todo. Lo había
examinado como si fuera el menú del día.
Por suerte, Beat no pareció darse cuenta. ¿O estaba fingiendo?
—¡Hola, colega! —dijo mientras chocaba los cinco con Pantorrillas
Rocosas y la agarraba de la muñeca—. Está conmigo. ¿Puede acompañarme
mientras termino?
—Claro. —El tío del gimnasio retrocedió de forma respetuosa y se alejó
de ellos—. Sin problemas, Beat.
—Gracias.
Tras guiñarle un ojo, la guio a través de la recepción hasta una pequeña
cafetería que parecía más bien un club nocturno. Estaba oscuro, salvo por
las luces rojas navideñas que rodeaban la ventanilla de pedidos.
—Hola —dijo la chica que atendía el mostrador, regalándole a Beat una
cálida sonrisa justo cuando se le caía el móvil de las manos. La torpeza hizo
que balbuceara una disculpa y la sonrisa de Beat se ensanchó.
—¿Lo he soñado o hacéis café? No todo son batidos, polen de abeja y
barritas de proteínas, ¿verdad?
—Tenemos café —contestó ella con voz ronca—. Nadie lo pide nunca,
pero sí que lo hacemos.
—¡Pues genial! —exclamó, y todo su cuerpo pareció moverse con el
poder del suspiro aliviado que soltó. Las arruguitas que tenía alrededor de
los ojos se le marcaron más por la sonrisa—. ¿Cómo te llamas?
—Jessica —murmuró la chica.
—Jessica. —Asintió con la cabeza—. ¿Podrías ponerme uno grande para
mi chica, Melody?
—Cla-claro. —Jessica intentó pulsar los botones correctos de la caja
registradora, pero tuvo que intentarlo unas cuantas veces porque no paraba
de meter la pata y el rubor de sus mejillas iba aumentando con cada intento
fallido—. ¿Cómo te gusta? —Hizo una mueca—. El café, me refiero.
—Con leche —contestó Melody, que la miró con gesto comprensivo,
porque sabía lo que estaba sintiendo—. Sin polen de abeja, por favor. No le
pongas nada que sea saludable.
Beat se rio, se llevó la mano de Melody a la boca y le dio un beso en el
dorso. Y fue como una patada accidental en el avispero que era su libido, al
menos en lo que a él se refería. Allí estaba, con dos mujeres completamente
descompuestas por su simple existencia. Porque era simpático, halagador,
atractivo y, lo más importante, sincero.
Alguien debería grabar aquello. Danielle era un portento.
Jessica deslizó el vaso desechable de café por el mostrador.
—¿Tienes cuenta?
—Sí. —Le brillaron los ojos—. Dawkins.
—Ya lo sabía. No sé por qué te lo he preguntado.
Beat cogió el café riendo y se lo dio a Mel, tras lo cual le pasó el brazo
por los hombros.
—Gracias por salvarme el día, Jessica.
—De nada.
Salieron de la cafetería, recorrieron un pasillo en dirección al lugar del
que procedía la música y entraron en una zona llena de máquinas. Había
algunos guiños a la Navidad (ramas de pino y acebo estratégicamente
colocadas en los rincones), pero el ambiente en su mayor parte era sobrio. Y
allí vestida con su abrigo de color verde irlandés y sus botas, ella se sentía
fuera de lugar.
—¿Qué te parece? —le preguntó Beat.
—Intimidante. Un poco maloliente.
—Me refería al café, Melocotón.
—¡Ah! —Destapó la lengüeta, bebió un sorbo y tragó—. ¡Está bueno!
Hecho con deseo.
Él ladeó la cabeza.
—¿El qué?
Lo miró fijamente.
—Has hecho que la pobre Jessica vuelva de repente a la pubertad. ¿No te
has fijado?
—¿En serio? Pues no. —Miró hacia atrás con escepticismo—. Solo
estaba siendo amable. Soy así con todo el mundo.
—Lo sé. Fuiste así conmigo cuando tenía dieciséis años.
Lo vio fruncir el ceño.
—No. Eso fue distinto. No es normal que recuerde durante años un
encuentro. Como me ha pasado con el nuestro. —Pareció darse cuenta de
que se había ido de la lengua y, un poco cohibido, se pasó una mano por el
pelo húmedo mientras abría y cerraba la boca.
—Bueno —dijo ella, que ni siquiera sentía el vaso de café que llevaba en
la mano. Podría haberle quemado la piel de la palma y ni lo habría notado
—. Descanse en paz, Jessica.
Beat se rio entre dientes, volvió a cogerla de la muñeca y la llevó hacia la
parte trasera del gigantesco gimnasio.
—Ven. Me estoy obligando a hacer veinte saltos de cajón antes de dejarlo
por hoy.
—Parece un horror.
—Es que lo es.
—¿Y por qué lo haces?
Le rozó la cara interna de la muñeca con el pulgar.
—A veces, es divertido torturarse un poco.
Melody deseó poder verle la cara cuando dijo esas palabras, porque su
tono de voz era un poco… ¿socarrón? ¿O se lo estaba imaginando?
—¿No puedes agobiarte viendo las noticias como hace todo el mundo? —
Su risa le aceleró el pulso—. La única tortura que soporto de vez en cuando
son los vaqueros.
—Hasta hoy. —Beat aplaudió y se frotó las manos con energía—. Vas a
hacer saltos de cajón conmigo, ¿verdad?
—¡Ay, madre, que me han engañado! Eres tú. ¡Eres Lance!
—Es broma. —Se dio media vuelta mirando a su alrededor como si
buscara algo. Melody no supo lo que era hasta que lo vio tirar de un banco
de cuero que acercó a ella—. Para que te sientes. No tardo nada. —Agachó
la cabeza un segundo—. Acabo de darme cuenta de lo raro que es que te
haya arrastrado hasta aquí para verme hacer saltos de cajón. Te juro que no
era mi intención convertirte en mi público, solo pensé que sería una buena
oportunidad para hablar de la estrategia que vamos a seguir en los
confesionarios.
Melody se sentó en el banco, cruzó las piernas y sintió que le ardía la piel
al ver que él seguía el movimiento con atención, flexionando los dedos de
la mano derecha.
—Estrategia. Sí. —Ya hablaba como Jessica.
—Obviamente, no nos interesa avergonzar a Octavia y a Trina —dijo
Beat al cabo de un momento—. Podemos darles a sus fans cierta
información, pero sin hacer grandes revelaciones.
—Mostrarnos cercanos, pero evasivos. Hacer como que les contamos
algo, sin darles mucha información en realidad.
—Exactamente. —Beat puso cara de sorpresa—. ¿Has hecho esto antes?
—Solo como un millón de veces.
—Menuda tortura —bromeó.
—A lo mejor sigo tu ejemplo e intento pasármelo bien.
La sonrisa de Beat se mantuvo firme, pero sus ojos cambiaron. Se
oscurecieron. Si hubiera llevado camiseta, no se habría dado cuenta de que
se le hundía un poco el abdomen, pero, claro…, no llevaba camiseta. Y ella
estaba sentada justo a la altura de esa zona, que se contrajo despacio
mientras tomaba aire. De repente, se le crisparon los nervios. Fue como si
alguien la enchufara a una toma de corriente y sus terminaciones nerviosas
se pusieran a bailar. Si el calor que sentía en las mejillas era un indicativo,
su cara debía de estar reflejando lo que le pasaba. «Distráelo. Distráete», se
dijo.
—¿Y si pruebo lo de hacer saltos de cajón?
La pregunta hizo que Beat alzara las cejas.
—¿En serio?
Se levantó del banco, soltó el café y empezó a desabrocharse el abrigo.
—¿Hay alguno más bajo?
—No.
—¡Uf!
—Pero puedes hacerlo —le aseguró, dándole ánimos—. Yo me encargo.
—¿De qué? ¡Si la que tiene que saltar soy yo!
¡Ay, Dios, esa sonrisa era para morirse!
—Me refiero a que te ayudaré si te pasa algo, Melocotón.
—No dudes de que me pasará.
—Qué va —le aseguró él, que meneó la cabeza con firmeza—. Lo tienes
controlado. Lo harás fenomenal, Mel, pero mejor te quitas los botines.
—¿Es mejor que lo haga descalza?
—Mejor que con los botines.
Refunfuñando un poco, se agachó para bajarse la cremallera lateral de los
botines de cuero, intentando no mirarle la línea de vello que le bajaba desde
el ombligo y fracasando de forma estrepitosa. El problema era que le
encantaba y no podía evitar hacerle caso. Tampoco tenía mucho vello. Ni
poco. Pero era provocador. Una especie de aperitivo.
—¿Estás bien ahí abajo?
—No tan bien como tú.
—¿Cómo dices?
—Creo que mejor empiezo a saltar.
—Vale. —Se colocó detrás de ella, le puso las manos en las caderas y la
guio hasta el cajón.
De cerca, parecía mucho más grande que a metro y medio de distancia.
De hecho, parecía insuperable.
—Creo que me he pasado de atrevida.
—Es el miedo el que habla.
Melody gimió.
—¿Estás seguro de que no eres Lance disfrazado de Beat?
Él le apretó más las caderas con las manos, haciendo que viera estrellitas
delante de los ojos y que encogiera los dedos de los pies sobre el suelo
acolchado del gimnasio. ¿Eran los pulgares de Beat los que le estaban
presionando con delicadeza la parte baja de la espalda o eran las manos de
Dios?
—Todo está en tus piernas —dijo Beat, y sintió el roce cálido de su
aliento en la oreja y en el lado derecho del cuello.
Sus palabras no la tranquilizaron mucho, ya que tenía las piernas hechas
un flan.
—Vale.
Otro firme apretón en las caderas y luego subió las manos para hacerle lo
mismo en la cintura. Y, ¡ay, madre!, ojalá se hubiera puesto una de esas
camisetas cortas que dejaban la cintura al aire para poder sentir sus manos
directamente sobre la piel.
—Si no lo consigues, yo te cojo. Pero ¡lo vas a conseguir!
—¿Y si me caigo de bruces en vez de caerme de culo?
—No lo harás, pero de cualquier manera, yo te cojo.
—¿De verdad supones que confío hasta ese punto en una persona a la que
no he visto en catorce años?
Se produjo un silencio que duró varios segundos.
—Pero confías en mí, aunque sea un poco, ¿no? Por eso estaba casi
seguro de que vendrías a la reunión. Por… mí.
Melody cerró los ojos, agradecida de que él no pudiera verle la cara.
—Sí. —Tragó saliva—. Vale, Lance. Confío en ti.
—Tres, dos…
Sacó todo el poder y la fuerza de su cuerpo, y descubrió que andaba
bastante escasa de ambas cosas. Al menos, en el aspecto físico. Saltó tan
alto como pudo, pero ni siquiera rozó el borde del cajón con los dedos de
los pies, le faltaron varios centímetros, y salió despedida hacia atrás, de
manera que quedó con la espalda pegada al torso de Beat y los pies
colgando sobre el suelo.
—Yo tampoco lo conseguí en mi primer intento —la consoló él.
—Mentira, sí que lo hiciste —lo contradijo con un trémulo suspiro.
—Vale, sí que lo conseguí. Pero de chiripa.
—No me lo creo. Te salió perfecto.
Beat la dejó en el suelo, y ella sintió de inmediato el ataque de sus dedos
en los costados… Y fue un ataque tan inesperado que se volvió dando un
chillido por las cosquillas.
—¡Madre mía, Mel! —exclamó él entre dientes—. ¿Por qué no aceptas
mi consuelo y ya está?
—Vale. ¡Vale! —Se estaba riendo. ¡En un gimnasio!—. Lo conseguiré la
próxima vez. Te toca.
Beat le dio un último apretón en los costados y siguió saltando para
completar la serie mientras ella se dejaba caer en el banco y lo miraba
moverse como un animal elegante sin esfuerzo, todo piel suave, músculos
en acción y destellos de esa sonrisa tranquilizadora. Siempre había creído
que estar cerca de Beat la haría sentirse normal. Más cómoda en su propia
piel, como le sucedió aquel día a los dieciséis años.
Sin embargo, cuando salió del gimnasio en dirección a las oficinas de
Applause Network con Beat a su lado, la realidad le pareció demasiado
buena para ser verdad.
7
15 de diciembre
¿Se había metido en un programa de cambio de imagen o qué?, se preguntó
Melody.
Desde que llegó a las oficinas de Applause Network el viernes por la
mañana temprano, se había descubierto atrapada en un torbellino de
utensilios de peluquería, productos capilares, parafernalia autobronceadora
y lentejuelas. Muchísimas lentejuelas. Al principio, las maquilladoras y
peluqueras le preguntaron por sus rutinas habituales, pero como no les
ofreció ninguna respuesta satisfactoria, dejaron de preguntarle y empezaron
a depilarla por todo el cuerpo, a darle forma al flequillo, a limarle las uñas
y, todo eso, sin ofrecerle ni un solo beignet más.
Por supuesto, Beat no estaba por ninguna parte. No necesitaba
transformarse para estar listo ante las cámaras; había nacido así. Lo único
que tenía que hacer para la gala de esa noche era ponerse un traje y
perfumarse un poco, y tendría a todas las asistentes con las bragas en los
tobillos. Las suyas incluidas, seguramente.
Sí. Pero nada más verlo.
De repente, se sintió muy agradecida con la mujer que la estaba
sermoneando sobre la importancia de llevar la talla correcta de sujetador.
Por lo menos la estaba distrayendo de las mariposas que le revoloteaban en
el estómago desde la grabación del confesionario del miércoles.
«No hay nada que pueda hacerte quedar mal».
Beat le había dicho esas palabras. Y las había dicho en serio.
Y luego estaba lo de la encerrona a su madre. ¿Tenía una vena sádica por
descubrir? Porque solo con imaginarse la cara de sorpresa de Trina se
quedaba sin respiración. En la vida había conseguido dejar a su madre sin
habla. De hecho, jamás la había sorprendido de ninguna manera.
Durante la visita de febrero, ella se pasaba casi todo el rato asintiendo con
la cabeza mientras su madre le contaba sus historias y sus desvaríos. ¿Y si
el hecho de participar en el reencuentro y de exponerse delante de todo el
mundo cambiaba la percepción que Trina tenía de ella? ¿Y si reconocía algo
de sí misma en ella y de repente le apetecía explorar sus puntos en común?
Tal vez fuera esperar mucho, incluso demasiado. Pero su relación no podía
permanecer como estaba.
Sin importar lo que pasara durante los próximos nueve días…, estaría
haciendo algo. O bien le daría una patada al avispero que era su relación
materno-filial con la esperanza de cambiarla, o bien estaría cortando
definitivamente las transferencias de dinero.
En ese momento, cualquier cosa que sucediera le parecía suficiente.
Había bateado en vez de esperar pasar a primera base gracias a los demás.
Estaba participando de forma activa en su propia vida, en vez de intentar
fundirse con el papel pintado de la pared.
—Amiga mía, solo rellenas la mitad de las copas de este sujetador —le
estaba diciendo una mujer llamada Lola, con cejas afiladas y perfilador de
labios negro, mientras le plantaba delante de la cara su sujetador beis que
no podía ser más básico—. Normalmente, las mujeres llevan sujetadores
demasiado pequeños y las tetas se les acaban saliendo por todos lados, pero
tú no. Esto te llega hasta la clavícula. Parece un jersey de cuello vuelto.
—Es cómodo.
—¡Cómodo! —La mujer resopló por la nariz, indignada—. ¿Quién ha
dicho que llevar sujetador tiene que ser cómodo?
—¿Alguien debería haberlo hecho?
Lola la obligó a levantarse de la silla y tiró de ella hasta colocarla delante
de un espejo de cuerpo entero. Luego le desabrochó la bata de seda que le
habían puesto y se la bajó por los brazos para que acabara en el suelo.
—¡Oye! —chilló Melody al tiempo que se cubría los pechos con los
brazos.
Lola se los apartó de un manotazo.
—¡Mira! Mira qué tetitas tan monas tienes. Vamos a darles un hogar
apropiado.
—¡Por Dios, que son pechos! No animalitos abandonados.
—¿Tú crees?
—Veo que has conocido a Lola —dijo Danielle desde la puerta—. Ella te
preparará el vestuario apropiado para los próximos nueve días y se
asegurará de que estés lo mejor posible. —Levantó una mano y le dijo a
alguien que estaba en el pasillo detrás de ella—: No grabes. Se está
vistiendo. —Acto seguido, le hizo un gesto a Lola para que se apresurase—.
¿Puedes…?
—Estoy en ello, jefa. No es la clienta más fácil. —Melody balbuceó algo
a modo de protesta mientras veía a Lola rebuscar en una caja de plástico
llena de ropa interior hasta que por fin seleccionó un sujetador, que levantó
como si fuera Simba—. Esto funcionará con el vestido que tengo en mente.
Antes de que Melody pudiera articular palabra, Lola la rodeó por detrás,
le abrochó el sujetador en la cintura y se lo subió para colocárselo en su
sitio y taparle las tetas. A continuación, se miró en el espejo y se vio tapada
solo con el sujetador sin tirantes y un tanga.
El instinto le gritó que se cubriera. Hacía tiempo que nadie la veía en ese
estado de desnudez. Incluso las veces que había intimado con un hombre se
había resistido a desnudarse por completo, aunque era cierto que luchaba
contra los restos de la inseguridad corporal que había desarrollado en la
adolescencia. Era difícil no acabar sintiéndose insegura cuando la prensa
rosa se fijaba en la celulitis de los muslos y la resaltaba rodeándola con
círculos amarillos fosforitos, ¿verdad?
Sin embargo, en vez de abalanzarse sobre la bata de seda, se obligó a
quedarse quieta y a esperar que Lola le llevara el vestido de color sepia. Las
otras dos mujeres presentes en la estancia no parecían sorprendidas por la
situación. Tal vez fuera algo normal. Melody había visto imágenes entre
bastidores de su madre haciendo cambios de vestuario durante los
conciertos mientras cuarenta miembros del equipo la esperaban. ¿Era la
suya una versión reducida de lo que Trina sentía en aquellos momentos?
¿Se sentía expuesta y avergonzada?
No. Desde luego que no.
Trina pediría llevar menos ropa. Levantaría los brazos por encima de la
cabeza y se pondría a bailar.
—No olvides el micrófono —le dijo Danielle con brusquedad.
—¿Olvidarme del cable y de la petaca que arruinan el efecto de este
vestido tan perfecto? Jamás. —Lola pasó del resoplido de Danielle y le
colocó una cajita negra en el elástico trasero del tanga, tras lo cual extendió
el cable del micrófono, que enganchó a una de las copas del sujetador sin
tirantes—. No quieren que te lo diga —susurró la estilista—, pero si
necesitas apagar el micrófono, por ejemplo, para ir al baño con tranquilidad,
hay un botoncito en la parte de arriba de la petaca. Solo tienes que tocarla y
lo notarás por encima del vestido.
—Gracias —dijo Melody, pero la mujer ya se había alejado de ella.
—Vamos allá —canturreó Lola al cabo de un momento mientras le
pasaba el vestido por la cabeza y lo dejaba caer por su cuerpo, sobre el que
resbaló como si fuera agua—. ¡Este color te sienta fenomenal!
—Es la primera cosa agradable que me has dicho en todo el día.
—Señal de que lo digo en serio.
Melody rio entre dientes y se movió un poco.
—Es bastante cómodo, la verdad.
—Deja de usar ese adjetivo en mi presencia.
—Lola odia ese adjetivo en concreto —terció Danielle, que estaba
mirando su teléfono.
—Pero es que lo es…
Lola unió ambos lados de la cremallera que estaba en la espalda y se la
subió. El corpiño dejó de ser holgado para ceñírsele al torso.
—¡Uf, no!
—¡Uf, sí! —La contradijo la estilista, agarrándola por los hombros—.
Mírate. ¡Mírate!
Danielle, que había dejado de mirar el teléfono, se acercó a ella.
—¡Guau! —La examinó de pies a cabeza—. Melody, ya eras guapa antes,
no necesitabas un cambio de imagen. Nadie lo necesita, pero…
Lola resopló.
—Pero ¡joder! —siguió Danielle, guiñándole un ojo a través del espejo
—. Un poco de esfuerzo extra te sienta fenomenal.
—Gracias —murmuró Melody, porque fue incapaz de añadir otra cosa.
No era la primera vez que se ponía un vestido. Mientras crecía había
asistido a innumerables ceremonias, entregas de premios y fiestas en los
áticos de los productores musicales. De hecho, esos eventos eran la
principal razón por la que Trina visitaba brevemente Nueva York, antes de
marcharse de nuevo, dejándola a ella con las niñeras que se iban rotando.
Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba de la separación de las Steel Birds,
más se fueron reduciendo dichos eventos. Desde que cumplió los dieciocho
años y empezó a vivir sola, nunca se le había ocurrido esforzarse para
presentar mejor aspecto, porque cuando lo hizo en el pasado, la prensa la
criticó. O se veía en la revista People con los ojos de par en par y la cara
brillante al entrar o salir de un restaurante. ¿Alguien se extrañaba de que
eligiera la ropa que la tapaba más?
La mujer del espejo, sin embargo…, distaba mucho de ser la adolescente
que parecía incapaz de encontrar una sola prenda de ropa que la favoreciera.
El vestido se le ajustaba en el pecho y en las caderas, acentuando su cintura.
Ya no había rastro del acné que la había asolado durante la adolescencia. La
peluquera le había cortado un poco el pelo y se lo había dejado caer
alrededor del cuello, sin que se viera un solo mechón encrespado. ¿Quién
era esa persona?
—¡Ah! —exclamó Lola con gesto ufano—. Se ha quedado sin palabras.
Me siento satisfecha.
Danielle chocó los cinco con ella.
—Has triunfado.
Lola sorbió por la nariz.
—Pues sí.
El móvil vibró en la mano de la productora, que miró la pantalla.
—Beat viene de camino. —Retrocedió unos pasos y se asomó al pasillo
para decirle a alguien—: ¿Ya tiene micrófono?
—Sí, se lo han puesto abajo —respondió una voz grave a lo lejos—. Todo
está preparado, Dani.
—Genial. —Danielle pareció desconcertada un instante por el
diminutivo, pero le sonrió a Lola—. ¿Te importaría dejarnos un momento a
solas?
—¡Mi trabajo está hecho! —canturreó la estilista mientras salía por la
puerta—. Voy a tomarme una copa.
—Gracias —le dijo Melody, que seguía mirándose en el espejo, un poco
aturdida. Por primera vez en su vida, podía ver cierto parecido con Trina—.
¿Vamos directamente a la gala cuando llegue Beat? —le preguntó a
Danielle.
—Sí. Ya estamos retransmitiendo en directo, ¿te lo puedes creer? Beat ha
hecho un confesionario durante el camino. Esta es una buena oportunidad
para que tú hagas también uno.
—Confesionario. Vale. —Melody se apartó del espejo para mirar a
Danielle—. ¿Vas a hacerme las preguntas tú?
—Sí. ¿Te parece bien que entre Joseph?
Melody asintió con la cabeza.
—Claro.
—Genial. —Danielle se asomó al pasillo y le hizo señas al cámara para
que se acercara—. Vamos a hacerlo de pie para que no se te arrugue el
vestido.
Melody vio que la luz roja de la cámara estaba parpadeando mientras
miraba fijamente al objetivo.
En directo. ¡Estaba haciendo un directo!
—¿Cuánta gente está viendo esto?
—¿Ahora mismo? Unos cuantos miles, pero acabamos de empezar.
Seguro que aumenta.
Melody lo asimiló. Unos cuantos miles de personas. En fin, podía lidiar
con eso. Lo más seguro era que en la vida real no conociese nunca a esos
espectadores sin rostro. Ella solo era tráfico en Internet que acabaría
enterrada entre otras cosas. La verían durante unos minutos desde sus mesas
en Milwaukee o Bakersfield, y luego cambiarían y verían algo más
interesante, como el nacimiento de una jirafa en el zoo del Bronx. Nada del
otro mundo.
No era para tanto.
Miró a Danielle e hizo todo lo posible para fingir que la cámara era
invisible.
—Estoy lista cuando tú lo estés.
Danielle cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y levantó la barbilla,
y ella tuvo la impresión de que estaba dándose ánimos en silencio.
—Llevamos cuarenta y ocho horas emitiendo tu entrevista conjunta con
Beat y el interés ha ido creciendo. La gente nos pide más información sobre
ti en las redes sociales.
—¿Sobre… mí? Normalmente las preguntas son sobre las Steel Birds o
sobre Trina —murmuró mientras se alisaba sin necesidad la parte delantera
del vestido—. Bueno… yo… Vivo en Brooklyn y trabajo restaurando
libros. No os muráis por la emoción. Básicamente me paso el día encerrada,
pero una vez a la semana juego a la petanca. Y digo «jugar» por decir algo.
Más bien lanzo la bola con los ojos cerrados y rezo para no dejar a alguien
inconsciente. Salgo conmigo misma. ¿Puedo hablar de eso?
Danielle asintió de forma enfática con la cabeza.
—Vale. Pues salgo sola una vez a la semana. A veces, voy de compras, si
no hay buenas películas en cartelera y me siento con ganas de aventura.
Pero siempre voy a algún restaurante nuevo. Es una especie de juego con
una regla que me impide repetir sitio. ¿Hemos bajado ya de los miles a los
cientos de espectadores?
La productora consultó el móvil, pero no respondió la pregunta.
—Tienes un compañero en esta misión de reunir a las Steel Birds. ¿Beat y
tú tenéis alguna estrategia?
Fue como si le cayera arena caliente desde la coronilla hasta las plantas
de los pies. El pulso se le aceleró en las muñecas. Y solo con oír su nombre.
Patético.
—Sí. —«Habla más alto. Parece que te has quedado sin aliento», se dijo
—. Vamos a plantearles a nuestras madres con sutileza la posibilidad de una
reunión y seguramente nos deshereden.
El cámara soltó una carcajada ronca que pareció retumbar en su pecho.
—¿Conoces bien a Beat? —le preguntó Danielle, después de mirar un
segundito a Joseph.
—Qué va. Nada de nada. —Danielle no hizo ninguna pregunta de
seguimiento y el silencio se alargó tanto que Melody se sintió obligada a
llenarlo—. A ver, en el fondo sí que parece que lo conozco. Pero eso no
significa nada, ¿verdad? Seguro que hay mucha gente que siente que lo
conoce, porque es muy buena persona. Cuando te mira, todo se desvanece
y…
Danielle le hizo una señal para que continuara.
¿Qué quería que añadiera? No tenía intención de decir nada de eso en voz
alta.
Ni de coña.
Sin embargo, la luz roja seguía parpadeando. La gente estaba mirando,
esperando a que siguiera.
—Sí, todo se desvanece cuando él está cerca, supongo. Es amable y
atento, ya lo has visto. Es… guapo. —Empezaban a sudarle las palmas de
las manos y sentía que la cabeza le daba vueltas—. ¿Es posible hacer un
descansito para ir al baño…?
Beat apareció por la puerta.
La cámara de Joseph seguía apuntándola, y deseó que no fuera así,
porque captó el momento exacto en el que vio a Beat con un esmoquin por
primera vez. De alguna manera, estaba mucho mejor que con los pantalones
cortos sudados y el torso desnudo. Su cerebro chilló durante unos segundos
y luego se le salió por las orejas, licuado. ¿Le habían hecho el esmoquin a
medida para que se ciñera a cada uno de sus músculos?
«Pues sí, imbécil. Se llama sastrería».
Recordó un instante aquella primera tarde que se conocieron, cuando él
apareció mojado por la lluvia y el ambiente se cargó de electricidad. Seguía
provocando el mismo efecto, más si cabía con ese esmoquin hecho a
medida, pero en ese momento era más sutil. Como si su espectacular
energía se hubiera visto mermada por el entorno. Tal vez por el motivo que
lo había impulsado a participar en el reality show.
Necesitaba participar en el reality show.
Ese día era aún más evidente, según delataban las oscuras ojeras que
tenía.
Muy bien. Estaba dispuesta a bailar claqué delante de la cámara si fuera
necesario.
—Mel. —Beat articuló su nombre con los labios. Al ver que no
reaccionaba, lo repitió en voz alta—. ¿Mel?
—Lo siento. ¿Ves este vestido? —Hizo una mueca—. Ahora solo
respondo a mi nombre si se pronuncia con acento francés.
Esos ojos azules se le clavaron en los dedos de sus pies y subieron
despacio. Y de nuevo tuvo la sensación de que Beat reaccionaba de forma
intensa y de que le resultaba imposible disimular. «¡Vaya!». ¿Era posible
que la encontrara atractiva? Ese día estaba dispuesta a creérselo, por lo del
cambio de imagen, pero eso no explicaba las otras veces que lo había
sorprendido mirándola.
Pensando en la audiencia, extendió los brazos e hizo una floritura con
ellos en plan «¡Tachán!», pero Beat debió de malinterpretar el gesto como
una petición de abrazo, porque dio dos pasos hacia ella y la abrazó con
fuerza.
—¡Oh! —exclamó ella mientras dejaba caer los brazos como si le pesaran
varias toneladas y el corazón se le subía a la boca—. ¡Hola!
—Hola, Melocotón. —Él bajó la cabeza, le rozó el cuello con la nariz y,
¡madre del amor hermoso!, Melody sintió que se le dilataban las pupilas.
Una oleada de sangre viajó hacia el sur, calentándose por el camino, y el
pulso se le disparó hasta batir todos los récords—. Sigues oliendo a galletas
de jengibre. Por lo menos no se han cargado eso.
—Me encantan los aromas de temporada —replicó con dulzura, mientras
se le cerraban los ojos de forma involuntaria.
Beat soltó una carcajada un tanto forzada mientras se alejaba de ella y sus
ojos se clavaban un poco más de la cuenta en sus pechos, tras lo cual se
pasó una mano por la cara y se dio media vuelta.
—Mmm… —Melody se colocó un mechón de su reluciente pelo detrás
de una oreja—. ¿Cómo ha reaccionado tu madre a todo el asunto de la
retransmisión en directo?
Beat suspiró.
—Ya estaba al tanto de lo de Pesadilla en Navidad porque se lo dijo su
representante, y le ha sorprendido mucho que yo haya aceptado participar.
Tendemos a ser muy reservados, así que formar parte de un programa en
streaming no es exactamente mi estilo. Pero si algo le gusta a mi madre es
ser el centro de atención. Ha aceptado firmar el consentimiento y que la
graben esta noche. —Se ajustó la pajarita con gesto distraído—. Las
peticiones de una reunión con Trina han ido aumentando desde hace unos
meses y quiere aprovechar la oportunidad para zanjar el tema y descartar la
idea de una vez por todas.
Danielle se quedó hecha polvo.
—Genial.
—No puedes decir que no te avisamos —dijo Beat—. Le he pedido al
encargado del local que los invitados firmen el consentimiento nada más
llegar, así que tenemos vía libre para grabar dentro de la fiesta, pero
tendremos que buscar un momento oportuno para que Melody, mi madre y
yo nos reunamos con tranquilidad.
—Durante el cual intentaremos convencerla de lo imposible —añadió
Melody.
—Exacto. —Beat frunció el ceño—. ¿No hay alguna manera de que el
encuentro entre mi madre y Melody sea en privado? ¿Sin cámara? Mi
madre es una persona muy paciente y generosa, pero tiende a cortar a la
gente por lo sano cuando se ve acorralada. No quiero que sienta que le
hemos preparado una encerrona y que Mel pague las consecuencias con
alguna bordería.
Danielle soltó una especie de gemido.
—Esos son los momentos que queremos ver.
Beat cerró los ojos y asintió una vez con la cabeza, tras lo cual extendió la
mano para que Melody se la cogiera.
—Ha llegado la hora de la verdad, supongo.
Mel rodeó los dedos de Beat y tuvo la impresión de que se le aceleraba la
respiración.
—¿Hemos acabado con el confesionario? —le preguntó a Danielle con
una voz que le avergonzó por lo ronca que parecía—. ¿O queda alguna
pregunta?
—De momento, hemos acabado. Vámonos.
Beat y ella salieron cogidos de la mano y enfilaron el luminoso pasillo
caminando el uno al lado del otro, aunque le costaba un poco andar por
culpa de los tacones. Beat preguntó:
—¿Qué has confesado?
«Nada».
«Aunque estoy bastante segura de haberle dejado claro al mundo que
llevo toda la vida enamorada de ti».
Con suerte, en ese momento nadie estaba viendo la retransmisión.
—En fin, ya sabes… —«Te he puesto por las nubes», pensó—. Cosas
básicas. Mi nombre, mi edad. Si canto como mi madre… Lo de siempre. —
Miró su perfil y vio que tenía el ceño fruncido—. ¿Y tú? ¿Les has contado
tus secretos más íntimos y oscuros?
Algo parecido a la alarma apareció en sus facciones.
—No. He conseguido morderme la lengua. —Abrió la boca y la cerró—.
Se están centrando en nuestra vida personal más de lo que esperaba.
Pensaba que nos harían muchas preguntas sobre Octavia y Trina, pero me
han preguntado cómo es un día habitual en mi vida. Cómo me sentí al
cumplir treinta años. Qué les parece a mis amigos que sea famoso gracias a
mi madre. —Levantó un hombro—. No me lo esperaba.
—Intentaré no ofenderme porque no me han preguntado si tengo amigos.
Estaban más interesados en mis salidas conmigo misma.
—¿En tus qué?
—En mis salidas sola. Una vez a la semana, salgo a cenar y me lo paso
muy bien. Menos cuando la jefa de sala me sienta a cinco centímetros de
una pareja en plena cena romántica y se sienten incómodos, porque parece
que estoy pegando la oreja. Cosa que es verdad, claro.
Beat pulsó el botón del ascensor y las puertas se abrieron de inmediato,
como si estuviera esperando a que el príncipe requiriera su uso. Entraron
con Joseph y guardaron silencio diez segundos completos, antes de que
Beat le preguntara de repente:
—¿Alguna vez quedas con alguien para salir?
—Mmm. A veces. —Sintió que los dedos que rodeaban los suyos
temblaban. ¿Tenía Beat miedo a los ascensores? Ya se lo preguntaría—. En
una ocasión, estuve saliendo cuatro meses con un chico, pero faltaba poco
para que mi madre viniera por mi cumpleaños y empecé a verlo a través de
sus ojos, preguntándome qué pensaría ella cuando llegara. Y así fue como
me di cuenta de que no funcionaba. No éramos compatibles y lo único que
necesitaba era dar un paso atrás y mirar para verlo. O para admitirlo,
supongo. —Beat aún parecía tenso, así que tomó una honda bocanada de
aire y le preguntó—. ¿Tú has salido con muchas chicas?
—No. —Esbozó una sonrisa tensa que no le llegó a los ojos—. Con
ninguna.
—¿¡Con ninguna!? —Captó hasta la sorpresa de Joseph, que estaba en la
otra punta del ascensor. Si Beat fuera un soltero adicto al trabajo con un
defecto de personalidad, suponía que le resultaría difícil mantener
relaciones sentimentales y que se limitaría a ligar cuando le apeteciera. Pero
era un hombre sensible, atento y guapísimo. Si se cruzaba con una mujer
que valiera la pena, algo que debería haber sucedido cientos de veces, lo
normal era que la tuviese en cuenta, no que la descartase. ¿Cómo era
posible?—. ¡Pero si eres el novio ideal!
Él soltó una breve carcajada.
—Me gusta estar soltero y sin pareja, Mel.
Las puertas del ascensor se abrieron y ella devolvió rápidamente la
mirada al frente. ¿Le gustaba saber que Beat nunca había tenido una
relación seria?
Tal vez. Solo un poco. Pero no lo suficiente como para evitar preguntarse
(con preocupación) cuál sería el motivo.
9
—¡Reunión! ¡Reunión!
Melody, que seguía escondida detrás de Beat, se quedó boquiabierta.
Parecía que la multitud les estaba haciendo el trabajo. El interés del público
por una reunión del grupo iba en aumento desde hacía meses. ¿Era posible
que el reality show en directo hubiera acicateado todavía más dicho interés?
¿¡Tan pronto!?
Se asomó por encima del hombro de Beat para ver la reacción de Octavia
ante los cánticos de los invitados y volvió a sorprenderse por lo diferentes
que eran la madre de Beat y la suya. Trina ya estaría dándoles patadas a las
mesas o saltando al escenario, mientras que la expresión de Octavia era una
máscara de absoluta calma y tenía las manos en la cintura, con una pose
elegante.
En una ocasión, vio una vez un documental en un canal de la tele por
cable sobre las Steel Birds, titulado Delirios de grandeza. En una de las
entrevistas, el antiguo mánager del grupo aseguraba que era imposible
alterar a Octavia Dawkins. Absolutamente nada pillaba desprevenida a la
vocalista. Una vez le lanzaron un pollo asado al escenario y ella le arrancó
un muslo al vuelo y se lo empezó a comer sin perder el compás de la
canción, algo que sin duda era lo más cañero que Melody había oído en la
vida. A ella el pollo volador la habría dejado inconsciente. Pero vamos, lo
tenía clarísimo.
Por favor, cómo envidiaba esa clase de calma.
La que estaba presenciando en ese momento.
Octavia era una diosa griega ataviada con un vestido al estilo de la
antigua Grecia, adornado con un encaje púrpura y con el pelo oscuro
recogido en la coronilla. Su presencia vibraba, rodeada por una audiencia
absorta y sumida en un extraño silencio, y ni pestañeaba siquiera.
—Beat, cariño, por favor, lee el deseo correcto —dijo Octavia al cabo de
un rato.
Los cánticos empezaron de nuevo, aumentando de volumen, de modo que
acabaron ahogando lo que Beat dijo al micro. Octavia soltó una carcajada
indulgente en dirección a la entusiasta multitud, una carcajada que decía a
las claras: «Ja, ja, ja, muy graciosos, pero ni de coña». Y después empezó a
subir la escalinata como una reina que se estuviera preparando para dirigirse
a sus súbditos. Beat dejó caer a un costado la mano con la que sujetaba el
micro y suspiró, claramente esperando a que su madre le pusiera fin a su
misión incluso antes de que empezara.
Verlo tan resignado hizo que algo cobrara vida en su interior.
No podía quedarse allí escondida. Octavia iba a coger el micro y a
rechazar de plano la idea de una reunión, y su primer (y tal vez único)
intento de lograrlo se iría al traste. Quizá Beat no estaba preparado para
confiarle el motivo exacto de que necesitara con tanta desesperación el
millón de dólares, pero lo necesitaba, y no había vuelta de hoja. Hacía
accedido a hacer el programa para ayudarlo… y también para ayudarse a sí
misma. ¿No quería independencia? Pues esconderse no era una opción.
Antes de que Octavia pudiera llegar hasta ellos en mitad de la escalinata,
salió de detrás de Beat y se quitó la máscara. A juzgar por las reacciones de
los espectadores, la mitad ya conocía su identidad (gracias a Pesadilla en
Navidad) y la otra mitad se quedó más desconcertada que antes.
Octavia dejó un pie suspendido en el aire y después se quitó la máscara
despacio.
—Tiene sentido que la primera vez que te vea te hayas colado en mi
fiesta. De tal palo tal astilla, supongo.
Y así fue cómo se puso al día la otra mitad del salón de baile, en mitad de
una oleada de jadeos.
—Hola, señora Dawkins. No me imaginaba conocerla de esta manera. A
ver, que tampoco esperaba que nos conociéramos, pero que nunca me
imaginé que lo hiciéramos en una fiesta en la que entrara llevada por una
bandada de cisnes. Así se llaman cuando van en grupo, una bandada.
Aunque es más normal verlos en pareja, porque se emparejan de por vida.
—Empezaron a arderle las mejillas y levantó la mirada, momento en el que
vio que Beat la observaba con una sonrisa guasona.
—Y aquí está nuestra experta en cisnes, Melody Gallard —dijo él.
Sintió que algo se le aflojaba en el pecho al oírlo. No lo suficiente como
para echarse a reír, no con todos los ojos clavados en ella, pero sí se relajó
algo en su interior.
—Esto… —Con mucho esfuerzo, apartó la mirada de los relucientes ojos
azules de Beat y se concentró en Octavia de nuevo—. Como he dicho, es un
placer conocerla. Soy una gran fan, como todos los demás. ¿Podríamos…?
«Hablar en privado». Eso era lo que iba a decir. Pero… «Ay, no».
Se le ocurrió una idea terrible. O a lo mejor era una genialidad.
Decirla en voz alta seguramente fuera un error tremendo.
Sin embargo, era uno de esos momentos en los que lo imposible parecía
posible. Esa idea era la única oportunidad de salvar a la humanidad en Los
Vengadores: End Game, como predijo el doctor Strange. Podía ser su única
esperanza de hacer realidad la reunión del grupo y, por algún motivo, tal
vez porque en ese momento estaba mirando a los ojos a una legendaria
estrella del rock, de repente se moría por conseguir la reunión de las Steel
Birds. Quería marcarse ese tanto con Beat. Lo quería para todos los
habitantes del planeta. Quizá llevaba tanto tiempo riéndose de la idea que
nunca se había parado a pensar en lo felices que harían a miles de millones
de personas.
Y, ¡guau!, el hecho de tener la responsabilidad en sus manos fue un
subidón de poder.
¿Desde cuándo disfrutaba con los subidones de poder?
«Tú dilo». Antes de que esa fracción de tiempo se les escapara.
—He venido porque mi madre, Trina Gallard, quiere reunir al grupo.
Se dio cuenta de que Beat se quedaba pasmado.
Octavia dio un respingo.
¿Había conseguido sacudir a la impasible vocalista?
—Los pollos asados son una tontería a mi lado —susurró.
Beat soltó un sonido estrangulado.
—Nunca sé lo que vas a soltar por la boca.
—Ya somos dos.
—Perdona —dijo Octavia al tiempo que se acercaba—. ¿Has dicho que
Trina quiere reunir al grupo?
Los flashes de los móviles se disparaban a la velocidad de la luz. Melody
pensó en su madre, encerrada en su comuna hippie de Nuevo Hampshire,
rehuyendo el mundo exterior, incluida la televisión e internet. Ya no tenía
representante ni agente que le comunicara las noticias. Era muy probable
que Trina no supiera nada de Pesadilla en Navidad y que no viera lo que
estaba pasando en ese preciso momento. Menos mal.
—Sí, eso es lo que he dicho.
—¿Qué has hecho? —le susurró Beat sin apenas mover los labios.
—Estoy improvisando —replicó también susurrando—. Al menos, creo
que eso es lo que estoy haciendo. Me daba demasiado miedo ir a las clases.
O pedir que me devolvieran el dinero.
Se dio cuenta de que a Beat empezaban a temblarle los costados.
Octavia observó su intercambio como si fuera una científica
observándolos a través del microscopio.
—A ver, ¿cuánto tiempo estáis pasando juntos? —Parecía fascinada,
como si hablara más consigo misma—. Admito que siempre me he
preguntado si vosotros dos… conectaríais.
Beat carraspeó.
—A lo mejor deberíamos continuar con la conversación en privado.
—No hace falta. —La risa de Octavia recorrió el silencioso salón de baile
—. No hay suficiente bótox en Nueva York para borrar la clase de arrugas
que me provocaría la presencia de Trina. —Agitó una mano elegante hacia
Melody—. No te ofendas, querida.
—No me ofendo, mi madre sería capaz de provocarle arrugas a un shar
pei.
Octavia soltó una carcajada.
—Por Dios, tenías que ser un encanto, ¿verdad? Me va a doler tener que
decirte que no.
—Pues no lo hagas —terció Beat—. Escúchanos.
Se oyeron aplausos y silbidos en el salón de baile. Cuando aumentaron de
volumen, Beat la pegó a su cuerpo y la medio ocultó, pasando de la señal
que le hizo el cámara para que volviera a dejarla en plano. A Melody le
sorprendió tanto el gesto protector que casi no se dio cuenta de que Octavia
ladeaba la cabeza con mucho interés.
—Madre mía… —masculló la que fuera princesa del rock al tiempo que
bajaba de nuevo la escalinata y señalaba una puerta lateral que daba al
guardarropa adyacente—. Vale. Supongo que puedo escuchar lo que tenéis
que decir antes de negarme. Pero solo porque es Navidad.
—Bien dicho —replicó Melody, que hizo ademán de seguirla. Pero Beat
la detuvo rodeándole los hombros con un brazo para que se quedase pegada
a él.
Se inclinó hacia delante y le rozó la frente con los labios en lo que parecía
un gesto inconsciente.
—Espera al equipo de seguridad, ¿vale?
—Acabamos de estar ahí abajo. No pasa nada.
—Antes tenías la máscara puesta. Además, Melody, no creo que te des
cuenta de que estás engatusándolos a todos.
—¿¡Yo!?
—Sí —dijo él, exasperado, mientras escudriñaba la multitud con los ojos
—. Llevas mucho tiempo sin recibir la atención pública, así que a lo mejor
no recuerdas cómo es. A veces, la gente cree que ya te conoce, así que se…
toma mucha confianza. Tú quédate a mi lado, ¿te importa?
Le pareció que Beat estaba siendo un poco paranoico, pero acceder a
quedarse cerca de él no le costaba nada. De hecho, quedarse cerca de él era
una gran fuente de seguridad en esa situación tan extraña, de modo que
asintió con la cabeza.
—Vale.
El equipo de seguridad se colocó al pie de la escalinata, formando una
especie de pasillo para Beat y para ella que les permitió salir del atestado
salón detrás de Octavia y llegar a un guardarropa tan amplio que en
Manhattan podría considerarse un estudio. La asistente de chaqueta roja
puso los ojos como platos ante la repentina aparición de la invitada de
honor…, y a Melody no se le escapó que la chica del guardarropa estaba
viendo la retransmisión en directo en el móvil. De hecho, se vio en la
pantalla, de modo que cerró la boca de golpe.
La asistente salió disparada de la estancia, dejando solos a Octavia, Beat,
Mel, Joseph y Danielle, que consiguió colarse justo antes de que el equipo
de seguridad cerrase la puerta.
—En fin —comenzó Octavia al tiempo que se daba media vuelta y los
miraba a todos con una sonrisa que Melody solo definiría como
«educadamente asesina»—. Mi fiesta anual, mi famosa gala benéfica
navideña, acaba de ser secuestrada. Espero que estéis contentos.
Beat hizo ademán de hablar, pero Danielle se le adelantó al tiempo que
levantaba un dedo, con el portapapeles en la mano.
—No me importa llevar la voz cantante en esto.
—¿Y quién coño eres tú? —preguntó Octavia sin perder la sonrisa.
—¡Hala! —exclamó Melody.
Beat le dio un apretón en una mano.
—La productora ejecutiva de Pesadilla en Navidad, además de otros
programas de Applause Network. Danielle Doolin. —Pareció sopesar los
pros y los contras de intentar estrecharle la mano a Octavia y acabó
decidiendo que mejor no se arriesgaba—. Es un auténtico placer conocerla.
Octavia parpadeó.
—Lamento no poder decir lo mismo.
—Lo entiendo perfectamente.
—Las mujeres de esta sala son la caña —le susurró Melody a Beat—. Te
apuesto lo que quieras a que ninguna de las dos se ha caído de culo por un
haz de luz.
—Eso no es verdad, cariño —le dijo Octavia, que apartó la mirada de
Danielle para clavarla en ella—. En el primer concierto en un estadio de las
Steel Birds (creo que en Dallas), me sorprendió tanto el foco que tropecé y
me caí hacia atrás y casi me dejé la cabeza contra la batería. Esos cabrones
pegan bien. —Ladeó la cabeza y recorrió con la mirada el brazo de Beat,
que le rodeaba la cintura a Melody como el arnés de una montaña rusa—.
Hijo, ¿por qué estás estrujando a esa chica tanto que parece que vas a
matarla?
Pasaron dos segundos.
—No lo sé.
—Entiendo. —Octavia soltó el aire—. Ay, por Dios. Venga, acabemos
con esto.
Beat carraspeó.
—Como ya hemos dicho antes, el objetivo del programa es…
La puerta del guardarropa se abrió y entró un hombre fumando un puro,
vestido con un jersey espantoso con un muñeco de nieve con brillantes ojos
de luces led y pantuflas de Louis Vuitton. Rudy, el padre de Beat.
—Ah, ya veo que la fiesta está aquí. —Se acercó a Octavia, mirándolos a
todos con expresión guasona en sus ojos azules—. ¿Por qué todo el mundo
tiene cara de que Papá Noel ha pasado a mejor vida?
—Deja que te ponga al día, amor mío. —Octavia suspiró y se dio unos
golpecitos en la mejilla a la espera de que el hombre se inclinara hacia ella
y le diera un ruidoso beso en ese punto—. Nuestro hijo está participando en
un reality show con la hija de Trina (saluda a la cámara)… —Él le hizo un
saludo militar, de modo que la ceniza del puro cayó al suelo—. Su cruzada
es conseguir que las Steel Birds se reúnan.
—En Nochebuena —añadió Danielle—. En el escenario del Rockefeller
Center.
En vez de sorprenderse por la explicación, Rudy se limitó a mostrarse
impresionado.
—De verdad, hijo, pero qué diligente eres. ¿De dónde sacas el tiempo?
Melody vio que el afecto suavizaba el rictus de la boca de Beat.
—Hola, papá.
—Estoy deseando que llegue la primavera para volver al green. ¿Un
reality show? ¿En serio? —Le dio una calada al puro—. Lástima que tu
madre prefiera zambullirse en un mar infestado de tiburones antes que
volver al escenario con Trina. —Le dirigió su siguiente pregunta a Melody
—. ¿Cómo le va a la señora del caos estos días?
—Ahí sigue, sembrando el caos y señoreando, o eso creo —contestó ella
—. Solo la veo en febrero, así que ha pasado ya un tiempo desde la última
vez.
Octavia se agarró a eso.
—Pero has dicho que ella ha pedido la reunión.
—Por teléfono. En realidad, por Zoom. Nos hacemos videollamadas de
Zoom —soltó Melody. Sabía que estaba haciendo lo que se hacía al mentir
(añadir demasiados detalles), pero era incapaz de contenerse—. Llevaba
unos rabillos preciosos en los ojos la última vez que hablamos. Sí. Fue hace
dos días y medio cuando dijo: «Tienes razón, Mel. Ha llegado la hora, ha
llegado la hora de reunir al grupo de nuevo. Ha llegado la hora de darle
caña a la guitarra una vez más». Y luego se echó a llorar. En mitad de la
videollamada de Zoom.
Nadie dijo nada.
Melody le dio un sutil codazo a Beat en las costillas.
—En mitad de la videollamada de Zoom —confirmó él—. Lloró. Sin
esconderse.
Octavia entrecerró los ojos.
—No me parece muy típico de Trina.
—Ha cambiado mucho a lo largo de los años. Ha madurado como el buen
vino. —Esa era la trola más grande que había soltado esa noche. En todo
caso, lo cierto era que Trina había tenido una regresión desde sus días de
gloria—. Señora Dawkins…
—¡Uf! Será mejor que me llames Octavia, cariño. —Cruzó los brazos por
delante del pecho con delicadeza—. Es lo justo, dado que mi hijo está
haciendo todo lo posible por pegarte a su costado.
Melody sintió que le ardían las mejillas. Beat no estaba intentando
pegársela a ningún sitio. Eso era una exageración. Aunque era cierto que la
sujetaba con tanta fuerza que solo tenía un pie bien apoyado en el suelo.
¿Estaba nervioso por toda esa situación sin más?
—¿Están saliendo? —preguntó el padre de Beat, a lo que añadió una
carcajada estentórea que resonó por todo el guardarropa—. Eso sí que
tendría su guasa.
—No —dijo Melody tan deprisa como pudo. Sobre todo porque no quería
oír una negativa tajante de boca de Beat. Se removió y se agachó hasta
conseguir soltarse de su brazo, y se dio cuenta de que Beat solo parecía
pasmado por cómo la había agarrado—. No estamos saliendo, pero
compartimos misión. —Hablar delante de un grupo tan intimidante hacía
que se sintiera como si estuviese a punto de sufrir una erupción de miles de
ronchas en la piel, pero siguió adelante. Al fin y al cabo, ella había soltado
la trola de que Trina había pedido la reunión. Había dirigido la empresa en
una dirección totalmente nueva, así que no podía soltar el timón en ese
momento, ¿verdad?—. Hay miles de personas viéndonos, Octavia —dijo.
—Millones —la corrigió Danielle en voz baja.
—Millones. —Melody inspiró hondo mientras la cabeza empezaba a
darle vueltas—. Han esperado (hemos esperado) treinta años para una
reunión de las Steel Birds. Que sí, que hay grabaciones y canciones que se
pueden descargar. Pero nada se puede comparar con la posibilidad de
escuchar tus canciones preferidas en directo. Trina y tú tenéis el poder de
que se haga realidad. De darles a los fans el momento con el que llevan
soñando desde 1993.
Beat le puso una mano en la base de la espalda.
—A veces lo echas de menos. ¿A que sí, mamá? La multitud cantando
Sacude la jaula a pleno pulmón. Sintiéndola. Echas de menos esa larga
pausa antes del cambio. El subidón del solo final.
—Los pollos asados —murmuró Melody mientras se llevaba una mano al
corazón.
—No nos olvidemos del pollo —dijo Beat sin inmutarse.
Octavia soltó una risilla desconcertada.
—Que sepáis que cuando Trina y yo estábamos embarazadas de vosotros,
Stevie Nicks nos bendijo las barrigas entre bastidores en una ceremonia de
ingreso en el Salón de la Fama del Rock and Roll. Creo que iban a incluir a
Sly and the Family Stone. Sí, eso era. Y Stevie recitó un viejo proverbio y
agitó un puñado de salvia prendida, que literalmente llevaba en el bolsillo
del vestido, y dijo que vosotros dos siempre estaríais… ¿Dijo protegidos o
conectados? No me acuerdo. —Encogió un hombro y lo dejó caer—. Las
Steel Birds se disolvieron seis días después. Siempre me he preguntado si
nos maldijo.
—Podríamos llamarla y averiguarlo —sugirió Danielle al tiempo que
movía con discreción el codo de Joseph—. Delante de la cámara.
Octavia resopló.
—Stevie Nicks no tiene teléfono.
—¡Hala! —dijo Melody.
—Vamos a hacer una cosa. —Octavia agitó las manos—. Es casi la hora
de mi brindis con champán y esta noche voy a cantar Santa Baby, joder, lo
haya deseado alguien o no… —Miró a Beat sorbiendo por la nariz—. Para
zanjar el tema: si conseguís traer a Trina a Nueva York, cantaré una sola
canción con ella en el escenario. Pero no habrá comunicación entre ambas,
ni antes ni después. No va a ser una gran reunión emotiva durante la cual
nos lamentemos por los treinta años que hemos desperdiciado siendo
enemigas y planeemos una gira mundial. Si ese es el objetivo final, vais a
llevaros un buen chasco.
—Queda claro, mamá —le aseguró Beat, asintiendo con la cabeza—. Una
noche. Una canción. Nada de cháchara.
—Mándaselo a mi agente por escrito, por favor —añadió Octavia al
tiempo que salía por la puerta, seguida de Rudy con su puro—. Hijo, te
quiero con locura pese a esta ridiculez. —Se detuvo antes de salir al salón
de baile, donde los invitados ya empezaban a vitorear su regreso a la gala
—. Y Melody…
—¿Sí?
—La próxima vez que te pongan un foco encima, devuélvele el golpe.
13
16 de diciembre
Beat se paseaba de un lado para otro por delante de la puerta de su piso.
Eran las 5:50 y Melody todavía no había salido de la habitación de
invitados. La oía moverse. ¿Cuál era su plan? ¿Salir a las seis en punto para
aparecer delante de la cámara y así no tener que hablar de lo que pasó la
noche anterior?
Ya se había acercado una vez a la puerta con la intención de llamar, para
poder mantener una conversación cara a cara sin la luz roja parpadeante a
medio metro de distancia y el bolígrafo de Danielle escribiendo sobre el
portapapeles. Pero ¿qué podía decirle para mejorar la situación? Debía
averiguarlo, porque les quedaban ocho días más de encierro, y la idea no
debería alegrarlo ni excitarlo tanto. Les quedaban un montón de horas
juntos en el oscuro interior de un SUV. Y esa noche, más oportunidades de
estar solos.
Más oportunidades de joder esa amistad que valoraba más a cada minuto
que pasaba.
Un carraspeo al otro lado de la puerta de Melody le aceleró el pulso,
seguido del sonido de un pintalabios al destaparse, si no se equivocaba. Y
su mente fue incapaz de pensar en otra cosa que no fuera su boca. Besarla
había sido como una fiesta de bienvenida a un sitio que nunca tendría la
suerte de llamar su hogar. Era una intrusión. No tenía derecho a separar
tanto esos labios ni a meterle tanto la lengua. Ni a colocar las caderas entre
sus muslos para que ella se restregara y lo pusiera tan cachondo que había
estado a punto de perder el control.
Era la primera vez que le pasaba algo así. La primera.
Porque siempre terminaba solo. El placer era medido y prolongado para
obtener el máximo sufrimiento, pero nunca acababa acompañado. Eso lo
hacía cuando estaba solo. ¿Mostrarse así de vulnerable con alguien? No. No
confiaba en nadie lo suficiente. Pero… nunca se había enfrentado a nadie
como Melody. El rubor de sus mejillas y su respiración agitada, ese temblor
incontrolable. La confianza que parecía tener en él. Su vínculo era tan
tangible que casi no tenía sentido. Había experimentado su orgasmo a través
de los pantalones y casi se había corrido con ella, allí mismo y en aquel
momento.
Sin embargo, al retroceder y contenerse había herido sus sentimientos,
que era lo último que haría de forma intencionada. ¿Por qué tenía que
sentirse tan atraído por alguien a quien podía hacerle daño?
Tenían que hablar ya.
Mantenerse en ese punto muerto empeoraría las cosas.
Como se pasara todo el día sin saber a qué atenerse, haría algo poco
aconsejable, como ceder a la frustración y hablar del tema con ella delante
de una audiencia mundial.
Cuadró los hombros y echó a andar por el piso en dirección a la
habitación de invitados. Sin embargo, acababa de dar un paso cuando
llamaron a la puerta.
Se pasó una mano por el pelo.
—Llegáis temprano, cómo no… —Dejó la frase en el aire al abrir la
puerta. Porque en vez de encontrarse a Danielle y Joseph, era su chantajista
quien estaba apoyado en el marco. Se le formó una capa de hielo sobre la
piel y el corazón se le subió a la garganta. Además de la sorpresa, en su
mente solo había un único pensamiento: «Mantenlo alejado de Melody»—.
¿Qué haces aquí? —preguntó al tiempo que lo empujaba hacia el pasillo y
cerraba la puerta—. ¿Cómo has subido?
—¿Cómo crees? Con chocolatinas. Gracias a la retransmisión en directo,
se ha desvelado el secreto.
—Quedamos en que nunca vendrías a mi casa.
Su sonrisa chulesca se ensanchó.
—No has contestado al teléfono —contestó—. ¿De qué otra forma
quieres que hablemos?
—He estado ocupado.
—¡Ah, me he enterado! Como el resto del mundo. Solo se habla de tu
pequeño proyecto.
—¿Has venido a felicitarme? —le preguntó él—. Al fin y al cabo, no
estaría haciendo el programa si no fuera por ti.
—Eso es mentira, Beat. Sé la cantidad de dinero que recauda todos los
años Ovaciones de Octavia con las donaciones. Es de dominio público. No
necesitabas participar en un reality show para pagarme.
—Nunca he usado el dinero de la fundación para asegurarme tu silencio.
Uso el mío. —Se inclinó y acercó la cara a la del batería—. El dinero de
Ovaciones de Octavia se destina a becas para personas con talento. No a
oportunistas que se disfrazan de artistas.
La sonrisa perdió brillo.
—Yo que tú iría con cuidado.
—Haré lo que me parezca mejor. Menos mal que no nos parecemos en
nada.
—En cuanto a personalidad, tal vez. —Se acarició la barbilla—.
¿Genéticamente? Eso es otra historia.
De repente, se sintió como si hubiera estado saltando durante una hora
seguida.
Melody estaba en el piso y él quería a ese cerdo a un millón de kilómetros
de ella. Lejos de su familia. Por desgracia, todavía no había terminado con
Fletcher Carr. Tal vez nunca se librara de él si quería mantener el secreto de
su paternidad entre ellos dos. Donde no pudiera hacerle daño a nadie ni
arrastrar el nombre de su madre por el fango.
—La de anoche fue una escena muy conmovedora con toda la familia
reunida para el viaje anual del ego de tu madre. Tu padre todavía sigue con
una venda en los ojos en lo referente a ella. Si él supiera…
—Lárgate —le soltó Beat—. Sal del edificio y no vuelvas. Conseguiré el
dinero para Navidad tal como acordamos, ya tenga que pedir un préstamo o
haciendo realidad el concierto. No es necesario que sigas poniéndote en
contacto conmigo.
—¿Ah, no? —El chantajista invadió su espacio personal y se le tensó
toda la piel alrededor de los músculos—. Un día de estos, te plantearás lo de
ser valiente y tal vez dejes que la verdad salga a la luz. Creo que estas
visitas mías te recuerdan lo poco que quieres que la gente sepa que soy tu
verdadero padre en vez del hombre que todos creen que lo es. Ese hombre
que cree que tu madre le fue fiel desde el día en que se conocieron.
Sintió que se le hinchaba la vena del cuello.
—He dicho que te largues.
El chantajista retrocedió con una carcajada que le puso los pelos de punta.
—Diviértete con Trina, esa puta loca. —Dio media vuelta hacia la
escalera y abrió la puerta de par en par—. Lo veré con un cuenco de
palomitas.
El silencio que se hizo cuando se cerró la puerta de la escalera fue
ensordecedor. El instinto le suplicó que entrara de nuevo en el piso, llamara
a la puerta de la habitación de invitados y se lo contara todo a Melody. El
alivio de tenerla a su lado sería increíble. Casi sentía lo maravilloso que
sería quitarse ese peso de encima. Pero, en realidad, estaría echándoselo a
ella encima, y eso no era justo. No después de prácticamente haberla
obligado a participar en Pesadilla en Navidad. No después de lo de la noche
anterior, cuando le hizo daño al echarse atrás en el último segundo. Melody
era un haz de luz, raro y perfecto en su vida, y si le echaba demasiada
mierda encima, apagaría su luminoso brillo.
No, mantendría la boca cerrada y se ocuparía de Fletcher por su cuenta,
punto. Ese era su problema y estaba relacionado con su familia. Ella no
necesitaba cargar con eso.
Acababa de tomar una honda bocanada de aire cuando se abrieron las
puertas del ascensor. Danielle y Joseph salieron en medio de una discusión.
Joseph llevaba la cámara en una mano mientras la productora se apartaba de
él, retrocediendo con los brazos en jarras. Y siguió retrocediendo hasta que
su espalda se topó con la pared del pasillo y el cámara se cernió sobre ella,
con cara de estar pensando en besarla.
Al menos, hasta que se dieron cuenta a la vez de su presencia.
—¡Beat! —Danielle se alisó el pelo con gesto nervioso y se zafó de la
trampa que Joseph estaba creando con su cuerpo—. Buenos días. ¿Qué
haces aquí?
—Estaba hablando con uno de mis vecinos —contestó con energía
mientras giraba el pomo de la puerta para entrar de nuevo en el piso—. Le
diré a Mel que habéis llegado. —Se detuvo cuando vio a Melody de pie en
el vestíbulo, con la bolsa de viaje en la mano.
—Ya me he enterado —murmuró ella, mirándole la barbilla. No a los
ojos.
Joder, qué buena estaba. Llevaba una camiseta blanca metida por dentro
de unos vaqueros de cintura alta, y las curvas de esas caderas necesitaban
las manos de un hombre. Sus manos. Se las había agarrado en el gimnasio y
la noche anterior otra vez. A esas alturas, sus palmas ya recordaban sus
curvas mientras apretaba los puños. ¿Qué sentiría si la agarraba desde atrás?
¿Si clavaba los pulgares en ellas mientras se lo comía? Porque se arrepentía
de muchas cosas de la noche anterior, pero sobre todo de no haberse puesto
de rodillas en el pasillo. Si la noche anterior era la única oportunidad que
tendría de tocar a Melody, al menos podría haber vivido sabiendo que había
saboreado uno de sus orgasmos.
—¿Estáis listos para empezar a grabar? —preguntó Danielle con cierto
titubeo.
—No —contestó él.
—Sí —respondió Melody al mismo tiempo.
—Deberíamos hablar —le dijo, meneando la cabeza.
—Podemos hablar en el avión, ¿no?
Danielle soltó una risa nerviosa.
—¿Va todo bien entre vosotros?
—No —gruñó Beat.
Melody lo miró con los ojos muy abiertos.
—Sí.
—Melody…
Ella dejó la bolsa de viaje en el suelo y pasó a su lado para coger el abrigo
del perchero y ponérselo. Al ver que le costaba trabajo meter uno de los
brazos, Beat se puso detrás de ella sin pensárselo y la ayudó. Su olor a
galleta de jengibre se le subió a la cabeza.
—Gracias —murmuró ella, que se alejó para recoger la bolsa.
Todos guardaban silencio. Saltaba a la vista que Joseph no estaba seguro
de si debía empezar a grabar, porque miró a Danielle con disimulo.
—Todos me estáis mirando —dijo Melody, que se rio.
¿Quién querría mirar a otro sitio cuando ella estaba presente?, se preguntó
Beat.
—Pareces nerviosa —adujo Danielle, en cambio.
Melody soltó un suspiro.
—Pues claro. Voy a ver a mi madre. En su comuna. Que yo sepa, no tiene
ni idea de que vamos. Y no tengo ni idea de lo que me voy a encontrar
cuando lleguemos. «Comuna» podría ser un eufemismo de «secta». A lo
mejor hasta los encontramos rezándole a una estatua de Chester Cheetos, el
guepardo de los cereales, cuando lleguemos. —Hizo una pausa—. Ni
siquiera es febrero.
En ese momento, sonó el móvil de Danielle. Como no contestó de
inmediato, sonó tres veces en el silencioso pasillo antes de que se disculpara
y tocase la pantalla.
—¿Diga? —guardó silencio mientras escuchaba—. Vale, gracias.
Enseguida vamos. —Colgó y los miró a Melody y a él—. El jet privado ya
está listo. No me ha parecido prudente viajar en un vuelo comercial después
de lo de anoche, pero me ha costado bastante convencer a la cadena de que
lo aprobara. —Se guardó el móvil en el bolsillo—. Por desgracia, tenemos
que irnos ya. Muchos ricos viajan en esta época del año y nuestro piloto
tiene la agenda apretada.
Beat registró vagamente lo que Danielle estaba diciendo, pero lo que
repitió fueron las palabras de Melody. Su forma de decirlas, la ansiedad que
las teñía, su evidente aprensión. Sí, estaban lejos de terminar con la
conversación de Trina. Sin embargo, ese día ya iba a ser bastante duro para
ella como para encima obligarla a hablar del encuentro de la noche anterior.
Ya llegarían a ese punto. En ese momento, solo quería que se relajara y se
olvidara de los nervios.
Se moría de ganas de acercarse a ella para estrecharla entre sus brazos,
pero abrazarla sin resolver primero lo de la noche anterior sería pasarse un
poco, ¿no? De todas formas, tenía que hacer algo para aliviar su
preocupación. Después de echarse el macuto al hombro, acortó la distancia
que los separaba y cogió su bolsa del suelo. Acto seguido, la tomó de la
mano y entrelazó los dedos con los suyos, dándoles un apretón.
Repasó rápidamente su conversación de la noche anterior mientras la
miraba a los ojos.
—¿Quieres ver mi imitación de Springsteen, Melocotón?
Al menos, la había distraído.
—Eeeh, ¿qué?
Él levantó una ceja.
Ella parpadeó y dijo:
—A ver, ¿quién podría rechazar una oferta como esa?
Beat carraspeó, manteniendo una expresión seria. Cantaba fatal, pero
tenía la voz ronca como su madre, y eso era lo único que necesitaba para
imitar a Bruce. Bajó la frente hasta dejarla a un palmo de la suya y cantó los
primeros versos de Born to Run.
La cara de Melody se iluminó poco a poco.
Se quedó boquiabierta y volvieron a brillarle los ojos al mismo tiempo
que aparecía el hoyuelo de su mejilla derecha. Pese a sus tropiezos con la
letra, se sintió como un héroe, algo que no le había pasado en la vida. Al
final, su alegría lo afectó más de la cuenta y se vio obligado a dejar de
cantar. Tosiendo para aliviar la presión de la garganta, añadió:
—Tu madre no está en una secta adoradora de Chester Cheetos.
A Melody le temblaron los labios por la risa.
—Eso no lo sabes.
—Bueno, estoy bastante seguro de que no existe ninguna.
Ella soltó un suspiro.
—Cuando estoy cerca de ella, vuelvo a tener dieciséis años, ¿sabes?
Vuelvo a ser la chica torpe que conociste hace un millón de años, que
pensaba que elegir gomas de color verde agua para la ortodoncia era vivir al
límite.
—Esa chica torpe era la mejor.
Agradecida, Melody esbozó una sonrisa torcida.
—Es fácil decirlo cuando no eras ella.
—Yo también era torpe. Pero a esas alturas se me daba genial disimularlo.
Lo miró con el ceño un poco fruncido, como si estuviera tratando de
descifrar la reveladora afirmación.
—Para que conste en acta, mi ortodoncista insinuó que las gomas
transparentes eran una opción aburrida. Estoy bastante segura de que era un
sádico.
«Es tan maravillosa que me voy a derretir entero».
—En serio, Mel, el verde agua te quedaba fenomenal.
—Mi yo de dieciséis años nos sonríe. Con cera entre los dientes. —Se
mordió el labio—. Ha sido una interpretación de Springsteen estupenda. Un
Boss en toda regla, sí señor.
—Gracias. —Le costó la misma vida no prometerle la luna en ese
momento—. Ya sabes que puedes contar con él cuando lo necesites.
—Micrófonos encendidos. Tenemos que irnos, chicos —dijo Danielle,
que contestó otra llamada y empezó a hablar con quien estuviera al otro
lado mientras echaba a andar.
La productora les sujetó la puerta y esperó mientras ellos se colocaban las
petacas en la espalda, se pasaban el cable del micrófono por el cuerpo para
enganchárselo por debajo de la ropa y pulsaban el todopoderoso botón que
recogería sus voces con mayor claridad para el público. Al darse media
vuelta, Beat vio que Joseph había estado grabando y se preguntó cuánto
habrían oído él y todos los espectadores. ¿Importaba a esas alturas?
Ocultarle cosas a la cámara solo servía para recordarle la privacidad de la
que disfrutaba normalmente. Dejaba que todo el mundo se acercara, pero
nunca lo suficiente. No revelaba nada demasiado profundo o importante.
Con la mano de Melody entre las suyas, se preguntó por primera vez si tal
vez podría aprender a ser un poco más confiado. Y qué podría estar
esperándolo al otro lado.
16
Una hora más tarde, cuando llegaron a la comuna, no encontraron una secta
adorando una estatua de Chester Cheetos. Podría decirse que el espectáculo
que descubrieron fue peor.
El vehículo que los estaba esperando en el pequeño aeródromo se detuvo
delante de una casa de tres plantas situada entre una arboleda al borde de un
extenso prado helado y de aspecto yermo bajo un cielo gris. Nadie hizo
ademán de abandonar el calor del coche en marcha. En cambio, todos se
inclinaron al unísono hacia la izquierda para contemplar la espeluznante
casa de estilo victoriano, en busca de indicios de vida en su interior.
No había ninguno. Sin embargo, sí vieron un cartel de madera sobre la
puerta que rezaba: «Club del Amor Libre y la Aventura».
Nada más verlo, Beat quiso llevarse a Melody de vuelta a Nueva York.
Esa mañana, cuando Melody expresó sus temores de encontrarse con una
secta, en vez de algo más inocente como sugería el nombre, pensó que
estaba exagerando. A esas alturas, ya no estaba tan seguro. Se imaginaba
perfectamente a la familia Manson arrojando ácido en el porche de esa casa.
Melody se dejó caer contra el asiento a su lado, mordiéndose el labio. Ese
labio tan suave y bonito. Tuvo que apretar los dedos contra la palma de la
mano para no acercarse y acabar marcándoselo con los dientes. ¡Joder! Casi
ni la había besado en el avión. Seguro que por eso deseaba tanto saborearla.
Por eso y por el puto dolor de huevos que le había dejado.
Muchos hombres estarían hechos polvos en su actual estado de
sufrimiento. Pero él no. El deseo le corría por las venas, espesándole la
sangre. Sentía cada aliento que entraba y salía de sus pulmones. Se le
habían agudizado todos los sentidos. Oía mejor, sus dedos encontraban más
interesantes todas las texturas, más sensuales. Los pasó por las ligeras
marcas del asiento y se le contrajeron los músculos porque le recordaron a
los pezones de Melody. A su piel de gallina.
Joder, estaba enamorado de ella hasta las cejas. Hasta el infinito y más
allá.
«Que no se te baje».
Cada vez que la recordaba susurrándole esa orden, se le ponía dura otra
vez. Lo único que podía aplacar su deseo era el evidente nerviosismo de
Melody por ver a su madre, y a esas alturas, llegado el momento, estaba
prácticamente fundida contra el respaldo del asiento. Respiró hondo y dejó
que el deseo desapareciera de su cuerpo, concentrándose en ella por otras
razones.
—Todo saldrá bien. —Levantó una mano para apartarle el pelo de la cara,
pero se dio cuenta de que la cámara los estaba enfocando y la retiró.
Según Danielle, el público ya estaba presionando para que fueran pareja.
Sin embargo, algo le impedía tocarla delante de la cámara. Tal vez porque
quería mantener la fachada más íntima de Melody solo para él. O tal vez
porque sabía que debía luchar contra la atracción física que existía entre
ellos. Porque si lastimaba a esa persona perfecta, nunca se lo perdonaría.
Jamás.
—¿Salimos y llamamos a la puerta? —preguntó Danielle.
Nadie se movió.
—No parece haber nadie en casa. No hay coches en los alrededores —
señaló Beat—. A menos que… ¿Conducen?
—Van en bici a todas partes. Recuerdo que mi madre me lo dijo.
—Vale. —Beat le apretó la mano en el asiento—. Voy a salir y a
comprobar si hay bicis.
—¡No! —Ella lo agarró de la muñeca para evitar que abriera la puerta—.
¿Puedes pedirle al chófer que por favor toque el claxon o algo?
¡Piii, piii!
Silencio.
El chófer, un sesentón con una gorra de béisbol de visera baja, se tomó su
tiempo para darse la vuelta en el asiento.
—No es mi intención alarmar a la gente de la ciudad, pero creo que
deberían saberlo. Aquí hay mucha actividad policial.
Melody enderezó la espalda.
—¿Qué tipo de actividad policial?
—Del tipo de coches patrulla con sirena y luces —contestó el hombre.
—Sí, pero ¿por qué avisan a la policía?
El conductor inclinó la cabeza.
—¿Sabes a quién estás visitando, muchacha?
—A mi madre.
—¡Ah! —El hombre torció el gesto—. ¿La vieja roquera que va por el
pueblo con alas de ángel y botas militares?
Melody se cubrió la cara con las manos.
—Seguramente. A menos que haya dos personas que encajen en esa
descripción.
—Los lugareños no le tienen mucho cariño. Ni a sus amigos. —Miró a
Beat con expresión elocuente—. No les gusta mucho la higiene.
Beat abrió la boca para pedirle al chófer que por favor dejara de molestar
a Melody, pero no tuvo ocasión de decir nada. Porque, de repente, el sonido
de una sirena de policía rasgó el aire.
—Creo que son ellos —dijo el chófer con un resoplido al tiempo que se
volvía de nuevo hacia el frente.
Joseph se echó a reír.
—Cállate —le susurró Danielle, que luego le dijo a Melody—: Seguro
que es una coincidencia. Salgamos a echar un vistazo, ¿vale?
En cuanto la productora abrió la puerta trasera, se oyó a lo lejos un
redoble de tambores. Danielle se volvió, mirándolos a todos con una ceja
levantada, y bajó, seguida de cerca por el cámara.
—¡Eh! —exclamó Joseph—. Quédate cerca.
—¡Cállate ya!
—Oye, que lo digo en serio.
Danielle parecía dispuesta a echarle la bronca. Por desgracia, otra sirena
se unió a la primera y la distrajo. Beat resistió el impulso de cerrar la puerta
de golpe y pedirle al chófer que los devolviera al aeródromo, pero en
cambio salió del vehículo y se volvió para ayudar a Melody. Ella le puso las
manos sobre los hombros y él la levantó en brazos, permitiéndose un
segundo más para abrazarla antes de dejar que sus pies tocaran el suelo. La
cogió de la mano, echaron a andar por el lateral de la casa y al llegar a la
esquina vieron la hoguera.
Las llamas se elevaban hasta una altura de un piso, azotando y lamiendo
el apagado cielo invernal, a unos cuatrocientos metros de la casa. Varias
figuras parecían moverse despacio alrededor del fuego, algunas de ellas
tocando tambores. Sin embargo, los coches patrulla que iban llegando
empezaban a ponerle fin a la escena.
—Dejen ya los tambores —dijo una voz severa a través de un altavoz—.
Suéltenlos en el suelo y mantengan las manos donde podamos verlas.
La orden tuvo el efecto contrario y los tambores se oyeron con más
fuerza. Se oyó un grito familiar y desafiante.
—¡Ay, madre! —exclamó Melody, tragando saliva—. Esa es Trina.
—¿Lo estás grabando? —le preguntó Danielle a Joseph—. ¿Cuánto
puedes acercarte?
—Es como si estuviera allí —respondió el cámara—. Hay siete tocando
los tambores. Son bongos. Trina entre ellos. Estamos a un grado centígrado
y no veo que lleven ni una puta chaqueta.
—Claro, descríbenos lo importante —replicó Danielle.
Joseph carraspeó.
—¿Quieres que te hable de los tres hombres vestidos de Papá Noel que
acaban de llegar?
—¿¡Qué!? —gritaron al unísono Melody, Danielle y Beat.
—Lo que habéis oído.
—Tenemos que acercarnos —dijo Danielle, que ya corría hacia el coche
—. Vamos.
Al ver que Melody seguía a la productora, Beat la agarró por la cintura
con un brazo y la detuvo.
—Prefiero que Melody se mantenga lejos de la actividad policial.
—Para bien o para mal, es mi madre —le recordó ella, retorciéndose
contra él—. ¿Y si puedo ayudar?
—Si ella quisiera ayuda, dejaría de tocar el tambor.
—¡Beat!
En contra de su voluntad, la soltó y la siguió hacia el vehículo. Una vez
que estuvieron todos dentro y el conductor atravesó el prado, Beat le
levantó la barbilla a Melody para que lo mirara a los ojos.
—No te separes de mí, ¿sí? Por favor.
—Vale.
—Fíjate que se lo pide por favor —dijo Danielle mientras le pellizcaba un
hombro a Joseph.
Él soltó un resoplido como respuesta.
En cualquier otro momento, Beat se habría planteado qué relación existía
entre la productora y el cámara, pero era incapaz de concentrarse en otra
cosa que no fuera la escena que se desarrollaba en torno a la hoguera con
los tambores.
Porque era un espectáculo en toda regla.
Trina Gallard estaba junto al fuego con unas alas de ángel en la espalda,
pero no eran del tipo rosa con purpurina típicas de los disfraces infantiles de
Halloween, como él se había imaginado erróneamente. No, eran negras y
moradas, y medían por lo menos dos metros. Las Doc Martens le llegaban
hasta las rodillas. Llevaba pantalones cortos ceñidos y algo que le pareció
un corpiño. ¿O se llamaba corsé?
—Señorita Gallard… —dijo el policía con voz exasperada a través del
altavoz—. No voy a pedirle dos veces que suelte el tambor.
—¡Estamos en plena naturaleza, agente! El ser humano no tiene
jurisdicción en este lugar.
—¡Pero estás otra vez en mi propiedad, Trina! —gritó uno de los
hombres vestidos de Papá Noel, agitando un dedo en el aire—. Tengo
derecho a celebrar una reunión pacífica en mi casa sin que los hippies os
pongáis a adorar el cielo o cualquier chorrada que se os haya ocurrido esta
semana.
—Ya lo ha oído, señorita Gallard —dijo el policía—. Está invadiendo
propiedad privada. Otra vez.
La antigua estrella del rock hizo una pedorreta.
—No molestamos a nadie.
—¡Me estáis molestando a mí! Esta vez han ido demasiado lejos al hacer
una hoguera dentro de mi propiedad. Agente, quiero que los arresten.
—¡Ay, no! —gimió Melody—. Tenemos que encontrar la manera de
mediar en el asunto.
—Melody, quédate en el coche, por favor —dijo Beat—. Yo me
encargo…
Sin embargo, Melody acababa de salir del vehículo y ya iba corriendo
detrás de Danielle por el prado.
—Si lo pides todo por favor, al final pasan de ti. —Joseph suspiró y
siguió a las mujeres.
Beat salió al aire helado justo detrás de él, corriendo para alcanzar a
Melody.
Nivel de estrés: alto.
La escena ya se inclinaba hacia el caos y la aparición de Melody,
Danielle, un cámara grabando y él la empeoró todavía más.
—¿Se puede saber quiénes son todos estos? —preguntó un segundo Papá
Noel, visiblemente cabreado por su llegada—. Encendéis fuego en nuestras
tierras sin pedir permiso y con el riesgo de provocar un incendio y ¿¡encima
lo grabáis!?
—¡No tienen nada que ver con nosotros! —protestó un hombre que
llevaba un pañuelo morado atado a la cabeza.
Trina apartó las manos de los bongos y puso cara de sorpresa. Se alejó un
paso de la hoguera y se detuvo, protegiéndose los ojos del resplandor del
fuego.
—En realidad, esa es… mi hija. Es mi hija.
El del pañuelo morado se dio media vuelta.
—¿¡Tienes una hija!?
Melody se detuvo en seco, como si se hubiera topado con una barrera
invisible. Beat no podía verle la cara, pero sabía cómo sería. Toda blanca,
menos los ojos. Que tendrían una expresión turbulenta. Consciente de eso,
lo inundó una ira tan potente que fue un milagro que pudiera seguir
andando, aunque lo logró de alguna manera, y se colocó detrás de ella para
que sintiese su calor contra la espalda. Le aferró una mano y entrelazó sus
dedos con fuerza.
Trina entrecerró los ojos y dejó de mirar a Melody para mirarlo a él, y en
ese momento parte del color abandonó su rostro.
—Más vale que no sea quien creo que es —dijo, visiblemente
descompuesta.
Los hombres vestidos de Papá Noel empezaban a impacientarse.
—Agente, ¿cuánto tenemos que esperar para que estos hippies se vayan
de nuestra propiedad? Estamos celebrando nuestra fiesta anual de Navidad
y sé que han organizado esta dichosa hoguera con tambores para dar por
culo. ¡Está claro!
Papá Noel número dos se adelantó y preguntó:
—¿Lo hacéis porque no os hemos invitado?
—¡Os odiamos! Precisamente por esto —dijo Papá Noel número tres.
Trina pasó de ellos.
—Contéstame, Melody. ¿Ese es su hijo?
—Sí, mamá. Es Beat Dawkins.
De la garganta de Trina brotó un gemido indignado que fue aumentando
de volumen poco a poco hasta convertirse en un chillido.
—¿Lo has traído aquí? ¿¡A mi casa!?
—Técnicamente, estás en nuestra casa —masculló Papá Noel número
uno.
Trina se echó hacia atrás y le tiró el bongo a Papá Noel número uno,
haciendo diana. El tambor le dio en el centro de la frente y el hombre se
tambaleó hacia atrás, mientras se colocaba las manos en el punto de
impacto, con la barbilla temblorosa por el golpe.
En ese momento, sus compañeros cargaron contra los participantes de la
hoguera.
Los agentes de policía, que no esperaban un altercado físico, tardaron en
actuar mientras soltaban las radios y se chocaban con las puertas abiertas de
sus coches patrulla en su afán por salir corriendo hacia la hoguera para
ponerle fin a la pelea. Beat observó con incredulidad que los compañeros de
Trina arrojaban sus tambores en solidaridad con la que parecía la líder del
grupo y se enfrentaban de lleno a los hombres vestidos de Papá Noel. No
sabía lo que había esperado encontrarse, pero desde luego que no era eso.
Mucho menos, que Melody corriera derecha para participar en la refriega.
—¡Mamá!
Tenía las piernas tan entumecidas que tardó un segundo en salir corriendo
detrás de ella.
—¡Mel! —gritó.
Con el pulso martilleándole en las sienes, vio que Papá Noel número tres
cogía un palo del suelo mientras se acercaba a Trina. Un palo largo y
nudoso que tal vez habían estado usando para atizar el fuego. Vio que lo
levantaba por encima de la cabeza como una lanza mientras abría la boca
para soltar un grito. Todavía estaba a unos diez metros de Melody cuando,
para su horror, la vio interponerse entre Trina y Papá Noel número tres, con
los puños apretados, preparada para defender a su madre.
Nunca se había sentido tan asombrado por nadie ni había sentido tanto
pánico en su vida.
Acababan de descubrir que Trina era una mujer que no hablaba de
Melody. Ni siquiera con las personas con las que convivía. ¿Tenía una hija
increíble y no se molestaba en reclamarla? No merecía su lealtad, pero allí
estaba ella, ofreciéndosela de todos modos. Sin embargo, no iba a permitir
que corriera daño alguno mientras le quedara un soplo de vida en el cuerpo.
Se puso a su lado justo cuando el palo bajaba y lo atrapó con una mano en
el aire. A dos palmos de la cabeza de Melody.
Con los dientes tan apretados que hasta le dolió la mandíbula, miró a
Papá Noel número tres a los ojos y partió en dos el palo contra su rodilla.
—Aléjate de ella o te juro por Dios que la próxima sirena que oigas será
la de tu ambulancia.
—Beat —susurró Melody detrás de él, con voz angustiada, y enseguida
vio por qué.
Papá Noel número uno había alcanzado a Trina y estaban forcejeando.
Melody se interpuso entre ellos de nuevo, pese a los esfuerzos de Beat
por llegar a tiempo para detener la pelea, y apartó al hombre de un
empujón. Papá Noel número uno extendió un brazo por encima de la cabeza
de Melody y golpeó a Trina en la frente con el dedo índice, lo que provocó
que Melody le diera un fuerte rodillazo entre las piernas.
Papá Noel se dobló por la cintura y soltó un alarido.
Y en ese momento fue cuando llegó la policía, demasiado tarde,
obviamente.
—Muy bien, están todos arrestados. —Uno de los agentes tiró a Trina al
suelo. Beat supuso que el segundo se encargaría de Papá Noel número uno,
pero, para su horror, el agente le colocó a Melody las muñecas a la espalda
y la esposó.
—Pero ¿qué hace? —soltó de repente al tiempo que le daba un tirón a
Melody para acercarla a él, con esposas y todo—. ¿Por qué la arresta?
—Acaba de agredir al hombre en su propiedad.
—¡Estaba atacando a su madre!
—El hombre está en su derecho de defender su propiedad y su madre ha
sido la instigadora del problema al golpearlo con el dichoso tambor, por si
no se ha fijado.
—¡Estoy sangrando! —exclamó Papá Noel número uno.
Aquello no estaba pasando. De ninguna de las maneras. No podían
arrestar a Melody.
De repente, recordó vagamente que estaban retransmitiendo toda la
escena en directo; aunque, la verdad, era lo último que le importaba.
—¿Puedes arrestarme a mí en vez de a ella?
—Qué tierno —canturreó el agente, que apretó los labios—. No.
Beat soltó el palo roto que tenía en la mano y se pasó los dedos por el
pelo. La idea de que Melody pasara sola la noche en el calabozo le estaba
provocando una tormenta ácida en las tripas.
—¿No deberían arrestarme a mí también?
El policía miró a Beat por encima de sus gafas de aviador.
—Yo que tú no haría ninguna estupidez, hijo.
—Beat, no te dejes arrestar. —Melody se puso de puntillas, unió sus
mejillas y de repente él tuvo la impresión de que se había tragado una
estrella de mar—. Te necesitamos para que nos saques.
Con esas palabras resonando en su cabeza, observó impotente mientras
los agentes metían a su Melody (y a su madre, que no paraba de gritar como
una energúmena y de escupir) en la parte trasera de uno de los coches
patrulla.
—Por favor —suplicó con voz ronca, sin dirigirse a nadie—. Por favor.
Danielle y Joseph estaban a su lado. Joseph, grabando. Danielle
toqueteando a toda velocidad la pantalla del móvil.
—Estoy localizando al agente de fianzas más cercano —le dijo la
productora, que le dio un apretón en el hombro—. La sacaremos. En cuanto
firme los formularios para que la dejen en libertad.
El hippie del pañuelo morado impidió que pudiera seguir mirando a
Melody, porque se puso delante de él sonriendo de oreja a oreja, de manera
que todos sus dientes quedaron a la vista.
—Bienvenido a la típica tarde del Club del Amor Libre y la Aventura.
18
17 de diciembre
Melody quería su cama.
Quería su pijama de franela, su esponja natural y su cajón secreto lleno de
gominolas.
Quería irse a casa.
Cuando aceptó participar en Pesadilla en Navidad, decidió afrontar la
aventura tal y como viniera. No preocuparse por el resultado ni rumiar cada
pequeña decisión hasta que se le pusiera la cara azul. Su intención era
romper los muros de su zona de confort. Sacudirlo todo para cambiarlo de
forma. Quería un nuevo «estar bien».
Y en ese momento estaba sufriendo las consecuencias de haber sido
imprudente.
«Latigazo cervical emocional» era su diagnóstico oficioso y los síntomas
la acompañaban de camino al aeropuerto, sentada con la mirada perdida en
el asiento trasero del SUV. Demasiado aturdida por las últimas veinticuatro
horas como para hacer otra cosa que no fuera repasar una y otra vez las
decisiones tan inusuales y precipitadas que había tomado.
Entre las cuales estaba la de hacer el amor con Beat.
Claro que ¿podría realmente referirse a lo que había pasado como «hacer
el amor»?
¿No había sido más bien… una cópula animal?
No había habido manoseos incómodos, ni establecimiento de límites y
tampoco se habían preocupado por mantener el ritmo adecuado. La había
invadido una especie de mentalidad animal. Dar, recibir, no pensar, obtener
placer, devolverlo. Dar, recibir, dar hasta que el cielo se derrumbara. Había
esperado que el sexo con Beat fuera increíble, inolvidable, orgásmico. Y lo
había subestimado muchísimo.
¿No debería estar radiante, ruborizada y de subidón esa mañana?
Se había despertado rodeada por los brazos de Beat y había descubierto
que algo en su interior se había apagado. ¿Sentirse apagada con Beat cerca?
Eso era nuevo. Lo normal era que le sucediera todo lo contrario.
Danielle se volvió en el asiento delantero y la miró de reojo.
—¿Seguro que estás bien?
—Sí.
Pasaron varios segundos.
Danielle le echó un vistazo a su reloj.
—El avión debería estar listo y esperando. ¿Has dicho que Beat sigue
durmiendo arriba?
—Sí. —Melody salió de su estupor. Un poco—. Sí, anoche volvimos a la
fiesta un rato después de que tú te fueras al motel. —Mentira—. Demasiado
tequila.
—¿Quieres decir, después de que arrasaras cantando Sacude la jaula?
Melody soltó una carcajada forzada.
—Sí. Después de eso.
Danielle la miró fijamente.
—¿Seguro que no pasó nada más?
Antes de que Melody pudiera responder, la puerta de la casa se abrió y
Beat salió en tromba con el pelo alborotado y la camisa sin abrochar. Su
mirada turbulenta se movió en todas direcciones a la tenue luz del amanecer
y se clavó en ella, que estaba en el asiento trasero del vehículo. Se miraron
fijamente a través del cristal durante unos cuantos segundos que parecieron
durar horas hasta que ella tragó saliva y apartó la mirada, con el pecho
retorcido como un pretzel.
¿Debería haberse quedado en la cama? ¿Estar allí cuando él se
despertara?
Podrían haber hecho el amor otra vez. Bien sabía Dios que lo habría
disfrutado.
¿Qué le pasaba?
«Por favor, quiero irme a casa».
Al cabo de un momento, la puerta trasera del SUV se abrió y el corazón
se le subió a la garganta. Beat se sentó a su lado, y su reconfortante olor
amaderado llenó el interior del vehículo. Si lo miraba, lo descubriría
observándola con esa intensidad tan peculiar. Así se lo decían el calor que
sentía en la mejilla y una intuición desconocida.
Joseph se sentó en el asiento central y se colocó la cámara en el hombro.
—Comenzando la transmisión en directo en tres…
—Espera —dijo Beat, al tiempo que le levantaba a ella la barbilla—. Oye.
Mírame.
Se armó de valor e hizo lo que él le pedía.
Lo que sea que Beat vio hizo que su cara perdiese parte del color.
—¿Qué pasa, Melocotón?
—No lo sé —contestó ella con sinceridad.
—Vale —dijo en voz baja, y la bajó todavía más para que solo la oyera
ella mientras le preguntaba con el miedo reflejado en la mirada—: ¿Te hice
daño anoche?
—¡No! Por Dios, no. Qué va.
Beat soltó una bocanada de aire.
Muy bien, lo estaba preocupando. Al mostrarse vaga y evasiva, algo
injusto cuando era evidente que estaba preocupado. ¿Qué le pasaba?
Necesitaba encontrar una manera de decirlo en voz alta, de ponerlo sobre la
mesa.
—Supongo que… Lo que hicimos anoche me encantó. Cada segundo.
Fue perfecto. Pero… —Muy consciente de la presencia de las demás
personas en el interior del coche, se inclinó hacia él para susurrarle—: En el
avión me dijiste que no podías compartir ese momento final con nadie. Y
estás en tu derecho. No pasa nada, pero no esperaba sentirme tan… sola.
Sus palabras lo dejaron tan hecho polvo que casi quiso retractarse.
—¿Te has sentido sola por mi culpa? —le preguntó él con voz hueca.
—A lo mejor es cosa mía.
—No, ni hablar.
—Quiero decir que a lo mejor necesito estar ahí, contigo. Esa confianza.
Por tu parte. Contigo. O… nada en absoluto. —Fue como si se tragara una
piedra—. No tenemos que lamentar nada. Ni tampoco hay reproches.
Decidimos intentarlo y lo hemos hecho.
Beat guardó silencio con la mirada clavada en el paisaje que se veía por la
ventanilla. El silencio se prolongó durante un minuto entero antes de que
Danielle lo rompiera preguntando en voz baja:
—¿Quieres despedirte de tu madre, Mel?
—No. Ya me despedí anoche —contestó, con los labios rígidos—. Estoy
lista.
—¿Empiezo la retransmisión en directo ya? —preguntó Joseph.
Beat y ella respiraron hondo a la vez y asintieron con la cabeza en
silencio.
Vio que la luz roja cobraba vida en el espejo retrovisor y también captó
que los números iban aumentando en el teléfono de Danielle, aunque estaba
demasiado lejos como para verlos con claridad. ¿Cuántas personas habían
presenciado su improvisado espectáculo de la noche anterior? ¿Cuánta
gente se preguntaba qué había pasado después de que salieran del salón,
obviamente en dirección a la escalera?
Estuvo a punto de soltar una carcajada. Hasta las mejores suposiciones
serían erróneas.
—A ver —dijo Melody de repente—, voy a arriesgarme al decir que John
Cena tiene más posibilidades de cantar en Nochebuena que las que hay de
que lo haga Trina Gallard. A menos que la haya malinterpretado, no va a
hacerlo ni de coña.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Beat a Danielle, sin dejar de mirar
a Melody.
—No te preocupes, tengo un as en la manga —contestó la productora,
moviendo los hombros—. Algo para no zanjar todavía el tema.
—¡Oooh! —Melody esbozó una sonrisa—. ¿Implica que me arresten de
nuevo?
—Mejor no —dijo Beat.
—No, nada de eso. Pero necesito un par de días para reorganizarme. —
Danielle unió las puntas de los dedos mientras hablaba—. Después de la
negativa de Trina, anoche me pasé un buen rato diseñando un nuevo
enfoque. De momento, durante los dos próximos días vamos a dividirnos.
Con toda la atención que estamos recibiendo, la cadena ha aprobado un
segundo cámara.
—No será tan bueno como yo —protestó Joseph.
Danielle hizo una mueca.
—¿Quieres que te sujete la cámara para que puedas acariciarte el ego con
las dos manos?
Joseph miró a la productora.
—Bastantes caricias he hecho ya desde que acepté este trabajo.
Si las miradas mataran, él estaría muerto.
—Sabes mejor que nadie que estamos en directo.
—Tú has sacado el tema.
Danielle levantó la mirada al techo.
—Me encanta mi nuevo plan. Estoy deseando irme con el otro equipo.
—Nena, si crees que voy a dejar que grabes con otro cámara, estás muy
equivocada.
La productora estaba a punto de discutir, pero al final decidió morderse la
lengua.
—Como iba diciendo —dijo, mirando a la cámara—. Vamos a dividirnos
durante los dos próximos días. Beat estará con uno de los cámaras y un
productor asociado. Yo me quedaré con Mel. Si todo va según lo previsto,
nos reuniremos el martes por la mañana… —Hizo un mini redoble de
tambor en el respaldo del asiento—. En el programa Today. Bien temprano.
—¿¡El programa Today!? —exclamó Melody—. ¿Nos han invitado?
Danielle resopló.
—Melody, nos está invitando todo el mundo. ¡Todo el mundo,
literalmente! —Dejó la exclamación flotando en el aire—. Durante estos
dos próximos días, mientras yo pongo en marcha mi plan, intentad seguir
con vuestra vida normal. Mientras os graban, por supuesto.
—Por supuesto —replicó Beat con un deje seco en la voz, indiferente,
aunque saltaba a la vista que tenía todo el cuerpo tenso—. ¿Cómo vamos a
separarnos si Melody está durmiendo en mi casa?
—Ya no. Necesito irme a la mía.
Eso lo tensó aún más.
—¿No habíamos quedado en que no era seguro?
—En ese caso, recogeré algunas cosas y me iré a un hotel. Es que… —El
agotamiento emocional empezaba a apoderarse de ella, y ya sentía el ardor
de las lágrimas en los ojos—. Creo que es una buena idea que nos tomemos
un par de días para reorganizarnos. —Pese a lo torcidas que estaban las
cosas entre Beat y ella en ese momento, no quería aumentar su sentimiento
de culpa, así que añadió—: De todos modos, mañana por la noche tengo
una partida de petanca. Debería… prepararme mentalmente.
—¡Oooh! —Danielle sacó su portapapeles como por arte de magia—. Me
pondré en contacto con ellos hoy sobre la grabación y para que firmen los
formularios de consentimiento.
—¿Vas a grabar mi partida de petanca? —balbuceó ella.
—Sí, claro —respondió Danielle, mientras anotaba algo con el bolígrafo
—. A los espectadores les encantará.
Beat se inclinó hacia delante.
—¿Será seguro para ella?
La frustración se agolpó en el pecho de Melody.
—Puedo cuidarme sola. Deja de preocuparte por mí.
—¿Crees que puedo controlarlo? —le soltó él, alzando la voz—. ¿Crees
que puedo sacarte de aquí dentro? No puedo.
Ni siquiera se movió después de oír semejante declaración, pero se le
aceleró el pulso como si fuera un caballo de carreras al tomar una curva.
Danielle miró a Joseph y luego hacia otro lado, porque, ¡ay, madre!, estaban
en directo. El silencio que siguió fue ensordecedor. Melody no sabía cómo
sentirse. Estaba encantada de ser alguien tan importante para Beat. Y sentía
la suficiente curiosidad como para analizar lo que él había dicho. Y también
estaba triste, porque no podía disfrutar de un sexo alucinante sin ansiar más.
Lo más frustrante de todo era el insoportable dolor que sentía en su interior,
que le exigía que se desabrochara el cinturón de seguridad, se sentara en el
regazo de Beat y se quedara allí para siempre.
Al final, fue Beat quien rompió el incómodo silencio que había creado.
—Por favor, asegúrate de que la acompaña el equipo de seguridad, ¿vale?
—dijo, con brusquedad.
—Por supuesto —murmuró Danielle.
Nadie habló durante el resto del trayecto hasta el aeródromo.
Tras un vuelo tan silencioso que resultó inquietante, ninguno de los cuatro
estaba preparado para el caos que los esperaba en Nueva York. Bajaron del
avión y subieron a otro SUV, y todo parecía normal. Sin embargo, en cuanto
llegaron a la salida de la pista, descubrieron que había miles de personas
para recibirlos.
Cuando aparecieron, la multitud soltó un rugido como si fuera una bestia
y empezó a aclamarlos a voz en grito. Melody hundió la espalda en el
asiento trasero y Beat se acercó para rodearle los hombros con un brazo y
pegarla a su costado con afán protector.
—¿Cómo sabían dónde íbamos a aterrizar?
—O ha sido un golpe de suerte o la tripulación del vuelo ha filtrado la
información —respondió Danielle, mirando por el parabrisas delantero el
mar de cuerpos, con los carteles sobre las cabezas, las manos protegidas por
los guantes y el vaho de sus alientos elevándose en el aire. Empezaron a
golpear las ventanillas del SUV con los puños y a mirar por los cristales con
las manos ahuecadas en un intento por ver el interior, mientras gritaban su
nombre y el de Beat.
Totalmente anonadada por el espectáculo, Melody se esforzó por respirar.
—Esto es una locura. No lo entiendo.
Danielle soltó una especie de gemido.
—Me pediste que no te dijera el número de espectadores que tenemos,
pero anoche reventaste internet mientras cantabas Sacude la jaula delante
de la mujer que la escribió y que ahora se niega a interpretarla. Y delante de
su novio, mucho más joven que ella. Básicamente, lo que intento decirte es
que…
—Generó audiencia —murmuró Melody.
La productora suspiró.
—No sabes cuánta.
Pasaron junto a un cartel que decía: «¡Melody Gallard, quiero ser como
tú!».
Otro: «¡Están coladitos!».
Y un tercero: «¡El tema de “Solo hay una cama” en la vida real! Mi
vida está completa».
¿Eh?
Las sirenas de la policía resonaron en el aire de media mañana, y los
agentes se abrieron paso entre la multitud para empujar la masa de cuerpos
a un lado y a otro, de modo que el coche pudiera salir. Varias personas los
siguieron a la carrera, uno de ellos fue un chico con un anillo en un estuche,
aunque Melody no sabía si quería declararle su amor a ella o a Beat.
Danielle le dio una palmada.
—Ahora que hemos escapado de la Belodymanía…
—¿Cómo has dicho? —la interrumpió Beat.
—Es vuestro nombre de pareja. Os llaman «Belody».
Beat se dejó caer contra el respaldo del asiento, llevándosela con él.
Todavía los estaban grabando.
¿En qué se había convertido su vida?, se preguntó ella.
—Beat, ¿tienes algún plan para los próximos días? Solo quiero
asegurarme de que tenemos claro el itinerario antes de comunicárselo al
productor asociado.
—Planes. —Beat se pasó una mano por el pelo sin dejar de mirarla, como
si estuviera comprobando si había escapado sin un rasguño, aunque
estuviesen dentro del vehículo—. Yo…, pues sí. Por la cantidad de llamadas
perdidas que tengo, supongo que mi madre vio algo de la retransmisión en
directo de anoche o se ha enterado. Debería hacer control de daños. Aparte
de eso, tengo una fiesta de Navidad mañana por la tarde, a las siete. Algo
íntimo en casa de mi amigo Vance.
—¡Aaah, vale! —Dos eventos a la vez. Danielle se mordió el labio e hizo
otra anotación—. Tal vez podamos dividir la pantalla. Mel jugando a la
petanca. Beat en la fiesta…
—Señora, ya hemos llegado —anunció el conductor.
—Gracias. —Danielle empezó a recoger sus cosas y le hizo un gesto a
ella para que hiciera lo mismo. La multitud la había pillado tan
desprevenida que había tardado en reconocer su entorno, pero en ese
momento se percató de que se habían detenido en la zona de coches de
alquiler del aeropuerto—. Melody, aquí es donde hemos quedado con
nuestro chófer y el nuevo cámara.
Beat se incorporó en el asiento.
—¿¡Ya se va!? —exclamó.
—¿Ya me voy? —dijo ella al mismo tiempo y se detuvo justo antes de
cogerle la mano a Beat. Algo ridículo. Necesitaba tiempo y espacio para
controlar su enamoramiento. Y para asimilar todo lo que había pasado la
noche anterior con su madre, como, por ejemplo, que Trina ni siquiera
hablaba de ella. Seguramente la quería a su manera, pero se sentía como
una obligación de la que Trina tenía que ocuparse mientras jugaba a formar
parte del Club del Amor Libre y la Aventura, y eso no era lo que ella
deseaba. Ni lo que necesitaba. Sin importar si conseguía o no el millón de
dólares de Pesadilla en Navidad, ya no quería que su madre la mantuviera,
pero eso no significaba que no se sintiera dolida. Y necesitaba tiempo para
procesar ese dolor.
Mantenerse un par de días lejos de Beat sería bueno. Sería saludable.
Se volvió hacia él y lo besó en la mejilla.
—Hasta dentro de dos días —le dijo.
—Vale —replicó Beat con voz ronca, mientras su pecho subía y bajaba
con fuerza.
Si dejaba las cosas entre ellos sin resolver, lo lamentaría durante las
próximas cuarenta y ocho horas, pensó. Así que se volvió para mirar a la
cámara y luego lo miró de nuevo mientras se acercaba para susurrarle al
oído:
—Creo que te reprimes porque te enseñaron (nos enseñaron) que la
verdad es fea y siempre debemos mantenerla oculta. Suprimirla. Creo que te
reprimes porque esos chicos te marginaron después de que te sinceraras con
ellos. —Se humedeció los labios—. Para disfrutar de algo, tienes que
hacerlo por los motivos correctos. Si se hace por algo retorcido…, en ese
caso, no sé si podré repetir lo de anoche. Pero, pase lo que pase, seguiremos
siendo los mejores amigos. Creo que quizás lo hemos sido todo este tiempo
aunque ni siquiera nos hayamos visto. Si después de una noche loca somos
capaces de seguir siendo grandes amigos, creo que eso significa que
seguiremos siéndolo a largo plazo. —Hizo una pausa mientras buscaba las
palabras adecuadas—. ¿Y si solo lo hemos hecho para olvidarnos del tema?
Él soltó un resoplido.
—No voy a olvidarlo nunca, Mel. Te llevo dentro de mí.
Tuvo que hacer otro gran esfuerzo para no sentarse en su regazo y
envolverlo como si fuera un lazo, pero recordaba demasiado bien la
estremecedora soledad de la noche anterior. No haber conseguido que
confiara por completo en ella era peor que no tener nada, ¿verdad? Eso era
lo que sentía. Más aún cuando, en su caso, estaba deseando dárselo todo.
Entregarse por completo.
—Yo tampoco voy a olvidarlo. Pero a lo mejor si fingimos lo suficiente,
empezaremos a creer que podemos hacerlo. —Sintió el maravilloso roce de
sus labios en la mejilla. ¿Por accidente?—. No quiero que nos separemos y
no volvamos a vernos.
Joseph carraspeó.
Ambos se apartaron un poco, Beat visiblemente cabreado por la
interrupción.
Melody bajó del SUV y sintió su mirada clavada en la espalda mientras
se reunían con el nuevo chófer y se alejaban, consciente de que no apartaba
los ojos de ella hasta que desapareció.
Sin embargo, no se permitió mirar atrás ni una sola vez.
22
Tardaron una hora en salir del bar, y lo lograron gracias a que Vance creó
una distracción (haciendo malabares con vasos de chupito) mientras Beat y
Melody se escabullían por la puerta trasera. Para entonces, tanto los
compañeros de trabajo de ella como los amigos de él ya estaban tan
borrachos como para intercambiar números y planear vacaciones conjuntas.
Iban como cubas. Tanto que la nevada exterior y el resplandor de las luces
en los escalones y en el interior de los escaparates lo teñía todo con un halo
surrealista y mágico.
Beat caminaba junto a Melody por la acera, con las manos metidas en los
bolsillos del abrigo para no cogerle la mano, mientras las voces de sus
amigos flotaban en el viento invernal como un recuerdo en ciernes.
Park Slope ya estaba menos concurrido dada la hora, pero los juerguistas
seguían pasándoselo bien en los gastrobares y los pubs por los que pasaban
de camino al parque. Los taxis esperaban impacientes a que sus pasajeros
salieran de los establecimientos. Una máquina quitanieves pasó escupiendo
sal por la calle para evitar que se formara una capa de hielo que dejara el
asfalto resbaladizo. La voz de Josh Groban salía por la ventana de un piso,
dando una serenata…, y Melody…
Las mejillas y la punta de la nariz coloradas por el frío; el flequillo
asomando por debajo del gorro multicolor mientras sonreía por las
travesuras de sus amigos… En fin, que ella era el momento más hermoso de
su vida. La perfección estaba fuera de su alcance por innumerables razones,
pero saborearía ese instante, la saborearía a ella, porque esa noche era lo
más cerca que había estado nunca de alcanzarla. Mientras acompañaba a su
mejor amiga a una batalla de bolas de nieve, mientras se enamoraba más de
ella con cada paso que daban hacia el parque.
—Si son tus amigos contra los míos —dijo Melody en voz alta—,
supongo que eso nos deja en equipos opuestos. Esta noche somos rivales,
Dawkins. Ni siquiera deberíamos estar hablando ahora mismo.
Se echó a reír.
—Ya he tenido bastante de eso en los últimos dos días.
El color de sus mejillas se acentuó, y no por el frío. Debería dejar de
expresar con la cara cada dichoso sentimiento que experimentaba, pero
verla pasmada le provocaba un extraño placer. «Sí. Eso es lo que siento por
ti». Controlarse para no tener contacto físico con ella ya era bastante difícil,
pero no ser sincero le resultaba imposible.
—¿Qué has hecho durante estos días que nos hemos tomado de descanso?
—le preguntó ella en voz baja al cabo de un momento.
—Trabajar. Mucho. Ir al gimnasio. Visitar a mi madre. Te está
construyendo un santuario, debería estar terminado para San Valentín.
Melody dejó de andar.
—¿Qué?
Él también se detuvo. La miró de frente.
—Mi madre. Te adora.
La vio levantar una ceja con gesto elocuente.
—¿Porque le dije a Trina que se fuera a tomar viento?
—Estoy seguro de que eso también le gustó, pero es… por ti. Eres tú. Los
has conquistado a todos. —«¡Por Dios, contrólate!», se dijo—. No sabe si
contratar a un chef italiano o a uno francés cuando vengas a cenar.
¿Prefieres espaguetis o beignets?
—Eso es como pedirme que elija a mi hijo preferido. No puedo hacerlo,
punto.
—Eres una buena madre.
—Gracias —replicó y soltó el aire mientras se llevaba una mano al pecho
con gesto exagerado.
Empezaron a caminar de nuevo, ambos conteniendo una sonrisa.
—Hablando de maternidad, ¿quieres tener hijos algún día? —le preguntó
Beat, aunque se dijo que no debería hacerlo. La respuesta podría torturarlo
durante el resto de su vida. Por desgracia, quería saberlo de verdad. Quería
saberlo todo sobre ella. Quería conocerla mejor que nadie. Ser quien mejor
llegara a conocerla en la vida.
—Sería egoísta no tener al menos uno —contestó ella con una sonrisa
torcida y burlona en los labios—. ¿Y si el talento musical de mi madre se ha
saltado una generación, como pasa con el gen del pelo rojo, y mi destino es
criar a la próxima Adele? —Le dio un codazo en el costado—. Te digo lo
mismo.
—¿Crees que podría tener un mini Mick Jagger algún día?
—Esa es la cuestión. Es una lotería. —Se estremeció—. Podrías terminar
sin querer con un científico o algo así.
—Qué horror.
—Antes estaba convencida de que no quería tener hijos. Estaba
totalmente en contra. ¿Y si solo quería tener un hijo para ser mejor madre
que Trina? No parece una razón suficiente para traer un ser humano al
mundo. —Soltó el aire, haciendo que el vaho blanco se extendiera delante
de su boca—. Pero creo que es bueno estar abierta a todas las posibilidades,
por desalentadoras que sean. Más o menos como lo de este reality show en
directo. —Ambos miraron un buen rato por encima del hombro a la cámara
que los seguía—. A lo mejor nunca tengo hijos y no pasa nada. En Park
Slope hay suficientes como para que la raza humana siga adelante. Pero no
quiero cerrarme a la idea. Lo que un día me parece mal al siguiente puede
parecerme bien.
Beat absorbió sus palabas y no pudo evitar aplicárselas a sí mismo. El
patrón de conducta que había adoptado a los dieciséis años ya no era
adecuado, ¿verdad? No. Negarse a dejar entrar en su vida a otras personas
estaba perjudicando a esas alturas sus relaciones, incluida la más
importante. Su relación con Melody. ¿Podría dejar de sentirse culpable por
tener tantas ventajas? Le parecía un cambio enorme e imposible, pero por
primera vez se permitió imaginar cómo sería si dejara de castigarse, si se
permitiera abrirse y confiar en sus seres más queridos (sobre todo en
Melody), y se sorprendió al ver que, de repente, parecían haberle quitado un
peso de encima.
¿Se encontraba en un punto de inflexión?
La llegada de Melody a su vida estaba haciendo que lo cuestionara todo.
Tal y como le pasaría a cualquier hombre de verdad que la tuviera cerca.
Pero ella merecía mucho más que «cualquier hombre». Se merecía al mejor.
Y él no era ni de lejos el mejor. ¿Podría llegar a serlo?
—¿Y tú? —le preguntó Melody, que extendió un brazo para cogerlo de la
mano y pasar por encima de un trozo de hielo. Él se la aferró, la ayudó a
superar el charco helado y la mantuvo firmemente entre las suyas, porque
cogerle la mano le facilitaba la respiración—. Creo que serías un buen
padre.
—¿Tú crees?
Melody asintió con la cabeza.
—Los niños solo quieren sentirse seguros y… —Se encogió de hombros
—. Cuando estás cerca, parece que nada puede salir mal. O que si algo sale
mal, serás tú quien lo arregle —añadió, y Beat deseó con desesperación que
lo mirara después de hacerle ese increíble cumplido, pero no lo hizo—.
Tienes madera de padre.
—¡Buah! Y yo pensando que tenía madera de padrazo.
—Ah, no te preocupes, lo serás. —Se detuvieron en el borde del parque y
vieron que sus amigos corrían hacia los montones de nieve más blancos
para empezar a formar bolas—. La pregunta es: ¿evitará eso que acabes
perdiendo esta batalla de bolas de nieve? —resopló—. Lo dudo.
Eso hizo que Beat tosiera, sorprendido.
—¿Me estás retando, Gallard?
—Tú tienes la culpa por el sermón que me has echado para ganar por
primera vez en la petanca —replicó ella, dándole un apretón en la mano—.
Ahora tengo una fea vena competitiva.
—¿Te ha entrado el gusanillo de la competición en serio?
Su carcajada fue increíble, un sonido cálido que la nieve de alrededor no
tardó en absorber.
—En cuanto llegue la primavera, retaré a los niños a hacer carreras en
este parque. Les pondré la zancadilla antes de llegar a la línea de meta. Voy
a convertirme en un monstruo —contestó ella.
—Organizaré una intervención para que afrontes el problema.
—¿Ves? —Se apartó de sus dedos despacio mientras se alejaba
caminando hacia atrás, adentrándose en el parque—. Ya eres un padrazo. —
E hizo el gesto de que disparaba un par de pistolas con los dedos—. Pero
hoy te voy a aplastar, nene.
Beat la siguió mientras intentaba disimular lo mucho que le gustaba que
lo llamara «nene».
—¿Qué nos jugamos en esta batalla de bolas de nieve? ¿Hay premio?
—Sí. Si ganas, me haré una camiseta que diga «Me ha entrado el
gusanillo de la competición» y me la pondré para ir a cenar a casa de tu
madre. Y si gano yo…
—A ver si lo adivino. ¿Me pongo para la cena una camiseta que diga
«Voy a ser un padrazo»?
La vio esbozar una sonrisa a modo de respuesta, tras lo cual se arrodilló y
empezó a hacer bolas de nieve.
Estaba seguro de que él también sonreía como un adolescente enamorado.
Sin embargo, no podía hacer nada para borrar esa expresión de la cara.
Estaba disfrutando demasiado. ¿Una batalla de bolas de nieve con Melody?
Le daba igual quién ganara. El hecho de estar juntos ya era suficiente.
Juntos y con planes de volver a verse en el futuro en casa de su madre para
comer algo italiano. O francés. ¿Qué más podía pedir?
Podía pedirla a ella. Claro.
Aunque eso significaba ser honesto. Eso significaba entregarle su
confianza por completo.
—¡Vale! —exclamó Vance caminando con los pies enterrados en la nieve
hasta detenerse en medio de los dos grupos—. Necesitamos un árbitro
imparcial que declare al ganador. Y dado que estuve en el equipo de debate
del instituto, creo que eso me cualifica para sentarme y decidir quién es el
campeón.
—¿En serio? —protestó Beat a voz en grito—. ¿Organizas una batalla de
bolas de nieve y luego te quedas fuera? No puede ser. Ni hablar. Melody
debería hacer de árbitro.
—Lo dices porque no quieres que la golpeen con las bolas —lo acusó
Vance.
—Exacto.
Todas las mujeres presentes suspiraron a la vez.
De repente, una bola golpeó a Beat en un lateral de la cabeza.
La había lanzado Melody, y eso lo dejó pasmado.
—¿Qué pasa, Dawkins? —le preguntó ella, haciendo un mohín con los
labios—. ¿Me tienes miedo?
Era una imagen que recordaría con claridad veinte años después. Melody
con la nieve derritiéndose en su pelo, las mejillas coloradas por el frío, la
luz de la farola iluminándole los ojos y una expresión burlona, achispada y
juguetona en la cara. Odiaba gastar dinero en lujos frívolos, pero iba a
encargar que pintaran un cuadro suyo tal como estaba en ese momento.
Mientras tanto, necesitaba capturarlo de alguna manera, así que sacó el
móvil y se apresuró a hacer una foto.
—¡Yo hago de árbitro! —se ofreció una chica que estaba detrás de él y
oyó cómo crujía la nieve a su paso mientras se alejaba para ponerse a salvo.
—Genial. —Vance aplaudió e hizo contacto visual con todos—. Hoy
celebramos la primera Batalla de Bolas de Nieve en Prospect Park:
Empollones contra Pijos. Algunas reglas antes de empezar…
Beat lo sorprendió lanzándole una bola de nieve al cuello.
—Sin reglas —dijo mientras le guiñaba un ojo a Melody—. Sin piedad.
Melody levantó los puños.
—¡A muerte!
Y entonces estalló el caos.
Todos se lanzaron a la vez, algunos demasiado borrachos como para
recordar dónde habían dejado sus bolas. Hubo quien se cayó sin que lo
golpearan siquiera, solo al meter el pie allí donde se había acumulado más
nieve. Otros se lo tomaron como una guerra, sobre todo los compañeros de
Melody. Formaron una V, encabezada por Savelina, que se agachó para
recoger la nieve en las palmas de las manos y lanzaba las bolas como si
estuviera jugando en las grandes ligas de béisbol.
—Esto es injusto —chilló Vance, después de recibir un golpe en la
garganta que lo hizo trastabillar hacia atrás—. Tienen la ventaja de jugar en
casa.
Detrás de Vance, otro de los amigos de Beat recibió un golpe en una
rodilla y acabó de culo en el suelo.
Beat meneó la cabeza.
—Me estáis avergonzando.
—¡Desplegaos en abanico! —gritó Savelina—. Sus defensas se están
debilitando. Ha llegado el momento de presionar.
Melody salió corriendo de detrás de Savelina con un montón (sin
exagerar) de bolas de nieve en los brazos que fue lanzándole una a una a
Beat, golpeándolo repetidamente en el pecho. Él solo tenía una bola en la
mano. Hasta ese momento Melody se había mantenido en la retaguardia de
su grupo, por los que sus objetivos habían sido sus compañeros de trabajo.
Sin embargo, una vez al descubierto (y con intenciones de matarlo según
parecía) era incapaz de lanzarle nada. Aunque fuera una bola de nieve
blanda y húmeda.
—¡Deja de protegerme! —gritó ella, riendo y golpeándolo con más fuerza
que antes.
—¡No te estoy protegiendo! —mintió como si tal cosa—. Es que no
acabo de ver un tiro claro.
—¡Qué mentiroso! —exclamó Melody.
Dado que se había quedado sin alternativa, Beat le lanzó la bola. En plan
suave. La vio trazar un arco hacia arriba antes de descender para aterrizar
en su hombro.
Ella lo miró disgustada.
—¿En serio?
Carraspeó con fuerza.
—Ha sido un lanzamiento válido.
Melody señaló a la chica que estaba a veinte metros.
—¿¡Árbitro!?
La chica extendió un brazo con un pulgar hacia abajo, un gesto dramático
y definitivo.
—No toleraré este insulto —dijo Melody, que se tambaleó hacia atrás
porque Vance la golpeó en el estómago con un lanzamiento brutal.
—¡Oye! —protestó Beat en dirección a su amigo—. Ten cuidado.
Vance tragó saliva.
Beat se pensó mucho la posibilidad de atacarlo, pero Melody reclamó su
atención al gritar:
—¡Voy a por ti, Dawkins! —Y de nuevo sacó una artillería de bolas de
nieve como por arte de magia, sosteniéndolas con un brazo mientras corría
hacia él y disparando a medida que se acercaba.
Los demás ya se habían dado cuenta de que no se atrevía a atacarla, por lo
que no tuvo más remedio que retroceder a la carrera, desviando las bolas
que le lanzaba. Una a una, las bolas de nieve estallaban en el aire al chocar
con las palmas de sus manos. Cuando por fin se produjo un alto el fuego y
se dio cuenta de que se había quedado sin munición, vio con incredulidad
que Melody se abalanzaba hacia él dando un buen salto y lo derribaba de
espaldas contra un montón de nieve.
Melody, que apenas le llegaba al hombro, lo había derribado. Y un
torrente de pura alegría estuvo a punto de romperle todos los músculos del
pecho. Los tendones se estiraron para permitir que la sensación se
expandiera y no solo se extendió, sino que se desbocó y acabó soltando una
carcajada que le salió de lo más profundo del estómago y derribó una
barrera altísima (que lo protegía de la posibilidad de sentir tanta felicidad a
la vez) que él mismo había levantado de forma inconsciente. Sin embargo,
era imposible mantener lejos a Melody. Ella la derribó de una patada y se
lanzó sobre los escombros, y él apenas pudo respirar por el asalto de…
Todo a la vez.
Alivio. Conmoción. Gratitud.
Amor.
La avalancha de emociones fue tan abrumadora que tardó un momento en
darse cuenta de que Melody había levantado la cabeza para mirarlo con
asombro.
—Oooh… —suspiró.
—¿Qué?
—Me estás dejando verlo, Beat —susurró.
Empezó a respirar con dificultad y sintió que los tendones del cuello
también se le rompían.
—Así estás muy guapo. Sin ocultarme nada. Sin ocultártelo a ti mismo.
Aunque estaba prácticamente enterrado en un banco de nieve, tenía calor.
Por todas partes. Sentía un insistente hormigueo en la piel, que se le iba
calentando poco a poco. ¿Qué le estaba pasando por dentro? No lo sabía.
Pero no podía apartar la mirada de esos ojos que lo miraban sin parpadear.
Melody era el ancla que lo sujetaba. Esconderse no era una opción. No con
ella.
—Mel, quiero contártelo todo esta noche —dijo de repente—. Por qué
necesito el dinero de la cadena de televisión. Por qué me vi obligado a
participar en este horrible reality show. Todo. ¿Vale? —Se humedeció los
labios, desesperado por sacar el resto—. A lo mejor necesitaba pasar dos
días lejos de ti para darme cuenta de… de que eres un regalo que me han
concedido y que estoy desperdiciando si te oculto cosas. Porque eres la
única persona que lo entenderá. Que me entenderá. Siempre.
—Beat —murmuró ella con una mirada reluciente en los ojos mientras
acercaba la boca a la suya.
—Hola, chicos. Siento interrumpir. —Beat se sobresaltó y rodeó a
Melody con sus brazos de forma instintiva, haciendo que enterrara la cara
en su cuello. ¡Por Dios! Allí estaba la cámara, apuntándolos directamente a
diez metros de distancia. Vance se metió en el plano, seguro que a
propósito, acompañado por Savelina—. Viene gente. Mucha gente.
Savelina miró hacia la linde del parque.
—Deben de haber averiguado vuestra ubicación bastante rápido, por
culpa de la retransmisión en directo.
—Pero no os preocupéis. —Vance meneó las cejas—. Tenemos una idea.
Beat observó que ambos grupos de amigos, empollones y pijos por igual,
se movían al unísono y bloqueaban la cámara. Mientras tanto, Vance y
Savelina empezaron a quitarse la ropa de abrigo a toda prisa.
—Rápido —dijo la jefa de Melody—. Cambiaos los abrigos y los gorros
con nosotros. Los llevaremos en una dirección mientras vosotros corréis en
otra.
Melody se incorporó, pero siguió en el regazo de Beat.
—¿En serio?
—Rápido —dijo Vance—. Me estoy meando.
Savelina soltó una risilla, le lanzó su gorro naranja a Melody y se quitó la
parka negra.
—Tenemos que volver a quedar —le dijo a Vance.
—¿Qué vas a hacer mañana?
—¿Tú qué crees? Ver a estos dos fingir que no darían su vida el uno por
el otro.
—¡Oooh! ¿Quedada para ver Pesadilla en Navidad?
—Yo pongo la sangría.
—Que os estamos oyendo —murmuró Melody, que miró a Beat de reojo.
Él le cogió la barbilla antes de que pudiera apartar la mirada, la mantuvo
fija y le pasó el pulgar por el labio inferior.
—No estoy fingiendo —dijo con firmeza—. Lo sabes, ¿verdad?
Melody se estremeció y asintió con la cabeza.
—Vale —dijo Beat al tiempo que le soltaba la barbilla para bajarse la
cremallera del abrigo.
El intercambio de ropa duró menos de un minuto. Beat se puso la
chaqueta de Vance, aunque le quedaba estrecha y, luego, su gorra de franela.
Melody se bajó el gorro naranja de Savelina hasta cubrirse las orejas y se
abrochó la parka negra. Iba a ser difícil que los confundieran con Vance y
Savelina, pero a lo mejor la distancia…
Daba igual. Habría aceptado cualquier opción con la esperanza de estar a
solas con Melody en ese momento. Esa noche. Algo en su interior había
cambiado y no sabía lo que significaba para él. Para ellos. Solo sabía que
Melody estaría a su lado mientras él lo averiguaba, y eso hacía que todo
fuera perfecto.
25
19 de diciembre
Se despertaron al oír el timbre del telefonillo.
El cerebro de Melody le ordenó que abriera los ojos, pero solo uno
cooperó, revelando un mundo borroso y desequilibrado. Mejor saltarse la
vida ese día y reanudarla al siguiente. Dormir más era la única opción.
Aunque eso no era dormir como siempre. No solía despertarse pegada a
otro cuerpo humano, sin nada de ropa entre ambos.
Estaba acurrucada contra otra persona. Contra Beat. En su dormitorio.
Tenía el trasero en su regazo, los pies entre sus pantorrillas y la cabeza
cerca de su hombro. A Beat le latía el corazón con fuerza contra su columna
y respiraba de forma uniforme y acompasada. Su cuerpo era cálido y
acogedor, y sus duros ángulos encajaban a la perfección con sus curvas.
Tenían las manos izquierdas entrelazadas delante de ella en el colchón, esos
dedos gruesos y bronceados pegados a los suyos, más cortos y blancos.
Una increíble sensación de bienestar le recorrió la caja torácica hasta que
se le llenaron los ojos de lágrimas. «Estoy enamorada. Estoy enamorada, no
hay duda».
Lo de la noche anterior fue como un sueño.
Después de hacerlo en el sofá, se hidrataron, se ducharon juntos (riéndose
cuando la pintura rosa empezó a irse por el desagüe) y acabaron yendo a
trompicones del baño a la cama, todavía mojados, donde se enzarzaron en
un segundo asalto muy resbaladizo y jabonoso. ¡A cuatro patas! Nunca se
había tenido por una chica capaz de hacerlo así, pero ¡milagro, había visto
la luz! Se puso como un tomate en ese momento al recordar los envites de
su cuerpo contra el trasero mientras le clavaba los dedos en las caderas y le
acariciaba los pechos, respirando entre jadeos contra su oreja.
«Ahora que me he corrido dentro de ti, estoy enganchado —jadeó—. No
puedo parar».
Por ella estupendo.
Se quedarían en ese dormitorio para siempre. Verían clásicos del cine y
pedirían comida a domicilio y lo harían hasta el final de los tiempos. Nadie
podría impedírselo.
Llamaron de nuevo al timbre, con más fuerza e insistencia en esa ocasión.
Con un creciente nerviosismo, se zafó de los dedos de Beat e hizo
ademán de coger el móvil que tenía en la mesita de noche…
—No —le gruñó él contra el cuello al tiempo que le agarraba la mano y
se la inmovilizaba contra el colchón.
Se echó a reír sin aliento, mientras la felicidad estallaba en su pecho
como el tapón de una botella de champán. Beat estaba despierto. Estaban
despiertos juntos.
—Hay alguien en la puerta.
—Me da igual. Que espere.
—Seguramente sea Danielle. —Se le entornaron los párpados sin querer
cuando Beat le lamió el lateral del cuello, al tiempo que el paisaje de su
regazo cambiaba de repente—. No sé qué hora es, pero estoy segurísima de
que ya deberíamos estar en el aire.
—Eso es problema suyo, Melody. Tengo que follarte de nuevo. —La hizo
rodar hasta dejarla tumbada de espaldas, y ella se mojó en cuestión de
segundos, porque, que Dios se apiadara de ella, ese hombre era guapísimo a
cualquier hora del día, pero ¿por la mañana? Lo habían sacado de un libro
de mitología griega. Si se hubiera despertado con una corona de hojas de
olivo, no le habría parecido raro. Tenía el torso desnudo y el pelo
alborotado, con una expresión más dulce en los labios y en los ojos por el
sueño. Un Dios despertado de su letargo. Con necesidades físicas.
Sin embargo, decidió satisfacer las de ella.
Melody retorció la sábana con los dedos mientras él la acariciaba con la
lengua entre las piernas, masajeándole la cara interna de los muslos con los
pulgares, atormentándola con su cálido aliento, con la succión de sus labios,
con esa lengua desvergonzada. Le acarició el clítoris con la punta de la
lengua mientras levantaba la mano derecha para acariciarle los pechos,
primero el derecho y luego el izquierdo, y durante todo el proceso ella
experimentó una sensación cada vez más vertiginosa por debajo del
ombligo. Beat no iba a parar. Por Dios, no iba a parar.
—¡Beat!
Siguió acariciándola con la lengua. Más deprisa. ¡Más deprisa!
La miró a los ojos y la penetró con dos dedos, haciéndolos girar,
frotándole un punto desconocido hasta el momento de tal modo que todos
los colores se convirtieron en uno solo delante de sus ojos, y después
empezó a sacarlos y a meterlos. Con frenesí. Imitando lo que le había hecho
con otra parte de su cuerpo la noche anterior. Y ella arqueó la espalda y se
le escapó de la garganta un grito con su nombre.
No había terminado de experimentar el orgasmo cuando Beat ya se estaba
colocando entre sus piernas y la penetró con una sola embestida, soltando
un taco estrangulado. Se tomó un segundo para mirarla a los ojos, para
deleitarse con ella por el milagro que era su perfecta unión. Y con la misma
rapidez, sintió que su espalda abandonaba el colchón y que Beat la
incorporaba con las piernas alrededor de su cintura. A continuación, él
anduvo de rodillas por la cama hasta pegarla al cabecero de madera… y
procedió a follársela contra él de un modo que solo podría describirse como
maravillosamente brutal.
—Antes de que haya millones de ojos clavados en ti hoy. —La penetró
hasta el fondo y se quedó allí un buen rato, hasta que ella empezó a
gimotear y a retorcerse entre su fuerte cuerpo y la barrera inamovible que
era el cabecero—. Solo quiero que recuerdes que yo soy el único que puede
verte así.
—Sí, sí, sí, ¡por favor! ¡Por favor! No pares.
—No hay ritmo sin melodía.
Melody sintió que se le encogía el corazón de un modo casi insoportable.
—Soñaba contigo —le susurró él al oído mientras la penetraba despacio y
se frotaba contra ella de una manera que hizo que se le aflojase el cuello y
echara la cabeza hacia atrás—. Te tenía justo al lado, pero seguía
buscándote. —Tragó saliva con fuerza—. Ojalá que no sea un problema que
esté obsesionado contigo, Melocotón.
Fue como si el tiempo se detuviera.
—¿Va a ser un problema que yo también esté obsesionada contigo?
Esos intensos ojos azules se clavaron en los suyos y Beat apretó los
dientes mientras empezaba a penetrarla con fuerza de nuevo, sin darle
tregua, haciendo que el cabecero golpease la pared. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!
—Mírame. Soy incapaz de sacártela. Dos días sin ti y ya me estaba
subiendo por las paredes. ¿Crees que va a ser un problema?
—No —jadeó ella.
—Exacto —gruñó él, justo sobre sus labios—. Vamos, nena. Dame de
comer.
Su cuerpo debía de haberle jurado lealtad a Beat sin consultárselo, porque
se descubrió sin voz ni voto. Todo en su interior obedeció sin más y empezó
a sentir una ligera punzada en el abdomen y un hormigueo en la cara interna
de los muslos, el efecto de la sobreestimulación al llegar a su cima y
recorrerla como una corriente de agua caliente, aflojándole las rodillas y
dejándola ciega.
—¡Beat! —chilló, inmovilizada contra el cabecero con fuerza mientras él
alcanzaba el orgasmo a la par, gimiendo de satisfacción contra su oído y
perdiendo el ritmo de sus embestidas, pegándose a ella sin moverse
mientras el placer iba desapareciendo poco a poco.
Sin soltarla, él se dejó caer de espaldas en la cama, y las carcajadas de
Melody sonaron raras en un dormitorio donde nunca se había reído con
nadie. Beat le apartó el pelo de la cara y ella miró su precioso rostro, con el
corazón en algún punto entre las nubes.
—Me muero porque termine la Navidad y las cámaras se vayan. —Beat
se incorporó para besarla con ternura—. Me encantaría llevarte a algún sitio
durante un mes hasta que se pase toda esta fiebre.
—Pesadilla en Navidad se emite en cuarenta países —le recordó ella.
—Pues nos vamos a la Luna.
—Cuenta conmigo.
El timbre estuvo sonando sus buenos treinta segundos en esa ocasión. Ya
no se podía esquivar más la realidad (o el reality show, para ser más
exactos) y cedieron con sendos gemidos de frustración tras lo cual salieron
de la cama a regañadientes. Ella se puso la bata mientras Beat salió al salón
en busca de sus pantalones. Se encontraron, medio vestidos, delante de la
puerta poco después.
—Prepárate para la ira de Danielle —dijo ella con un bostezo y abrió la
puerta.
Y recibió los flashes de unas nueve mil cámaras.
Que la fotografiaron en bata, con el pelo alborotado después de tres
encuentros sexuales, con Beat a su lado sin camisa y la marca de sus dientes
en el hombro.
Danielle se quedó de piedra y los miró de arriba abajo con los ojos como
platos.
Joseph estaba detrás de ella, con la cámara al hombro y la luz roja
parpadeando. Grabando.
Los vítores debieron de oírse en Berlín.
—Os lo tenéis merecido —dijo la productora, sorbiendo por la nariz,
antes de entrar en el piso—. Llevo una hora llamándoos para intentar
avisaros.
Beat por fin salió de su estopor, rodeó a Melody con un brazo y la pegó a
su torso, ocultándola con el cuerpo mientras cerraba la puerta de golpe. Se
quedó inmóvil, abrazándola, durante cinco segundos, hasta que le brotó una
carcajada del pecho que acabó reverberando por todo el piso.
Melody lo miró.
—¿De qué te ríes?
Él la besó en la frente con expresión pensativa.
—A ver, que he empezado a cabrearme… y todavía estoy cabreado en
cierto sentido. No quiero que esta gente esté en la puerta de tu casa. Quiero
que estés a salvo, y vamos a esforzarnos más para que así sea.Pero… —dijo
y bajó la voz hasta susurrar, de modo que solo ella lo oyera— como que me
alegro de que vayamos a salir en internet con cara de haber pasado la noche
juntos en la cama. ¿Por qué no voy a querer que todos sepan que me estoy
acostando contigo? Joder, es que me encanta.
Melody sintió que la alegría le hacía cosquillas en la garganta.
—Yo tampoco puedo quejarme.
—Bien. —Beat asintió una vez con la cabeza. Y ella solo atinó a mirarlo
boquiabierta cuando abrió la puerta de par en par—. Eso es. ¡He pasado la
noche aquí! —gritó—. Y es justo lo que estáis pensando. —Guapo y sexi de
morirse con los pantalones sin abrochar del todo, apoyó una mano en la
parte superior del marco de la puerta, y sus músculos se tensaron a la luz de
la mañana—. Disculpas a los vecinos. —Cerró la puerta de nuevo con el
rugido de los vítores y los silbidos de la multitud antes de echar la llave con
cara de estar muy complacido consigo mismo—. Bueno, ¿quién quiere
desayunar?
—¡No tenemos tiempo para desayunar! —chilló Danielle—. Son las diez.
Por si se os ha olvidado, os he conseguido una aparición en el último
segmento del magazine Today. Aunque nos vayamos ya, ¡no sé si
llegaremos a tiempo! Y los dos tenéis pinta de haber cruzado la línea de
meta de un maratón sexual.
—Yo la crucé —replicó ella con voz cantarina, mirando a la cámara—.
Varias veces.
La sonora carcajada de Beat inundó el piso.
Danielle meneó la cabeza, desconcertada.
—Justo cuando creía que no podíamos superar una batalla de bolas de
nieve, vais y me dejáis por embustera. —Agitó las manos con gesto
frenético—. Solo… poneos algo de ropa. Lo que sea. No pienso
decepcionar a Hoda Kotb.
Melody tampoco quería hacerlo, porque ¿a quién no le gustaba Hoda?
Volvió corriendo al dormitorio, abrió el armario, y sus ojos se clavaron en el
vestido más llamativo y atrevido que tenía, porque en ese momento se
sentía atrevida y a punto de estallar. Sacó del armario esa nube de chifón
rojo con mangas abullonadas que le llegaba por encima de medio muslo, se
quitó la bata y se puso el vestido, que acompañó con unos brillantes zapatos
de tacón vintage. A continuación, entró en el cuarto de baño, donde se lavó
los dientes, se echó agua fría en la cara, se puso desodorante, cogió el
neceser con el maquillaje (que pensaba usar de camino a Manhattan) y
volvió al salón.
Danielle parecía impresionada.
—¡Toma ya!
Beat se dio media vuelta para observar su entrada y retrocedió un paso
mientras silbaba entre dientes.
—¡Joder!
—Esperaba que dijeras eso.
Sin apartar los ojos de ella, cogió su parka prestada del perchero y acortó
la distancia que los separaba mientras la mantenía abierta para que ella
pudiera meter los brazos. Luego solo tardó un momento en abrocharse la
camisa y metérsela adentro de los pantalones antes de ponerse la chaqueta y
echarle un brazo por encima de los hombros. Se relajó cuando vio que el
equipo de seguridad los esperaba al otro lado de la puerta para
acompañarlos al SUV.
Aun así, se inclinó hacia ella y la besó en la sien mientras le decía:
—No te separes de mí.
Ella se pegó a su calidez.
—Nunca.
28
22 de diciembre
Melody no esperaba sentirse agradecida por la cámara que la seguía a metro
y medio de distancia por la acera, pero así era. Sin su presencia, era muy
probable que se hubiera quedado en la cama durante los tres días
posteriores a que Beat la dejara. Claro que técnicamente no la había dejado,
porque en realidad nunca habían estado juntos, ¿verdad? Reconciliar ese
hecho con las secuelas de la destrucción que le reinaba en el pecho no era
fácil (tuvo la sensación de que eran novios), pero no le quedaba alternativa,
¿no?
Un fuerte viento soplaba en la manzana flanqueada por los edificios de
ladrillo rojo, agitándole las puntas de la bufanda de lana blanca y también el
flamante flequillo más corto que llevaba. Se lo había cortado ella misma la
noche anterior después de ver dos tristes vídeos en TikTok sobre el tema.
No le había salido muy mal, pero tampoco iba a ganar un premio a la
precisión. Solo le llegaba a media frente en vez de justo por encima de las
cejas, que era lo que quería. Allí estaba, un topicazo con patas. Le habían
partido el corazón y ella buscando con desesperación una forma de
empeorar las cosas.
En fin.
Ya le volvería a crecer. Cosa que seguramente su corazón no haría. O si lo
hacía, sería una versión a lo Frankenstein cosida con torpeza.
—Señorita Gallard, se está empezando a congregar una multitud muy
deprisa —le dijo un miembro del equipo de seguridad, uno de los seis
guardaespaldas que la flanqueaban por la acera mientras volvía de pasarse
por la librería para recoger su último proyecto. Un antiguo ejemplar de El
dador que necesitaba que lo restaurasen para recuperar su antigua gloria
con desesperación—. ¿Le importaría andar un poco más rápido?
—Claro —contestó ella, que se miró los pies y les ordenó que
obedecieran. Apenas conseguían andar despacio, como para hacerlo a paso
ligero, pero le puso todo su empeño, aunque todo le dolía. ¡Todo! Le
palpitaban las cuencas de los ojos y sentía las costillas magulladas, los
dedos entumecidos y la piel fría. El mundo a su alrededor parecía un
decorado falso de plástico. ¿Qué había pasado?
¿¡Qué había pasado!?
Se dio cuenta de que se había detenido por completo cuando Danielle se
apartó de Joseph y le puso una mano en el centro de la espalda.
—Mel, ¿estás bien?
«No. Ni siquiera siento el paquete que tengo en la mano».
Por delante había un grupo de personas haciéndole fotos con los móviles.
De camino a la librería, se había visto en televisión a través del cristal de un
pub, debajo de unas letras que decían: «¿Cuál es la causa de la ruptura?».
Durante los últimos tres días, cada vez que salía a la calle la gente le
preguntaba: «¿Dónde está Beat? ¿Por qué lo habéis dejado?». Era una
constante. En internet, había mil y una teorías. Desde que Beat había dejado
embarazada a otra, a que habían discutido por los ingredientes de la pizza.
—Mel —insistió Danielle en voz baja—, ¿quieres que pida un Uber?
Antes de que pudiera contestar, llamaron por teléfono a la productora. De
nuevo. Llevaba recibiendo llamadas sin parar los últimos tres días,
seguramente de la cadena para preguntarle por qué no hacía nada para subir
la audiencia. Al parecer, cortarse el flequillo no contaba.
Danielle suspiró y contestó, mirándola de reojo, aunque luego le dio la
espalda.
—Está rodeada de seguridad —creyó oír Melody. Seguido de—:
Conéctate a la retransmisión y así lo verás con tus propios ojos… En fin, si
siempre estás conectado, ¿por qué no dejas de llamar para comprobar cómo
está? Puedes ver lo que pasa. Puedes ver que está a salvo…
El equipo de seguridad empezó a arrastrarla, ya que saltaba a la vista que
sus pies no respondían. Por favor, podía hacerlo. Solo era andar. Su piso
estaba a dos manzanas de distancia, por más largas que fueran. Enderezó la
espalda y rebuscó en lo más hondo de su interior para sacar toda la fuerza
que pudo y echar a andar a paso vivo, colocando un pie tras otro. El equipo
de seguridad se movió con ella, con Joseph en la retaguardia del grupo. La
gente corría junto a ellos por la acera o paraba el coche en mitad de la calle
para verla pasar, todos con la curiosidad por saber de la ruptura, aunque no
le preguntaban nada.
«Bienvenidos al club».
No tenía ni idea de lo que había pasado.
Estaba en el séptimo cielo, enamorada del ser humano más mágico jamás
creado y con la suerte de que correspondiera sus sentimientos y, de repente,
las luces se habían apagado y la había envuelto una oscuridad impenetrable.
Una vez que pasaron por el jardín comunitario a su derecha, supo que ya
solo le faltaba media manzana para llegar a su destino y levantó la mirada
con la esperanza de que ver su puerta le infundiera las fuerzas necesarias
para entrar y alejarse de la abrumadora curiosidad. Sin embargo, en vez de
ver su puerta, vio a una persona. A una mujer.
Sintió que algo le apretaba la garganta y se quedó sin respiración al darse
cuenta de que era Trina.
Trina estaba delante de su puerta.
Su madre estaba allí.
Con la funda de la guitarra apoyada en la verja metálica… y a juzgar por
el penetrante olor que flotaba en el aire, se había fumado el porrito de media
tarde.
—¿Mamá? —dijo mientras se acercaba.
—Por el amor de Dios —susurró a su espalda Danielle, que parecía que
ya había terminado de hablar por teléfono.
Las personas que la habían seguido jadearon al unísono… y se desató el
infierno. Los móviles cambiaron de objetivo, se dispararon los flashes y las
voces empezaron a aumentar de volumen. Trina ni parpadeó. De hecho, no
les prestó la más mínima atención. Estaba concentrada en su hija.
—Lo sé. Me dijiste que no viniera. De todas formas, mi visita no habría
sido hasta dentro de cinco o seis semanas, pero… —contestó su madre al
tiempo que señalaba con el pulgar por encima del hombro—, ¿te importa si
me quedo aquí unas cuantas noches?
La inesperada aparición de Trina fue la gota que colmó el vaso para ella.
Durante los últimos tres días había estado demasiado entumecida,
demasiado conmocionada, como para llorar. Que Trina apareciera en su
puerta en mitad de su angustia resultó ser el golpe que necesitaba para
romper la presa. Unas lágrimas ardientes le quemaron los párpados y
brotaron al tiempo que se le escapaba un sollozo. Lloró como una niña
pequeña, allí delante de todo el mundo en mitad de la acera. Se dio cuenta
de que el teléfono de Danielle sonaba de nuevo, pero dejó de prestarle
atención mientras atravesaba la verja corriendo para lanzarse a los brazos de
su madre. Casi había llegado a ella cuando se le pasó por la cabeza que era
muy posible que Trina no le devolviera el abrazo después del numerito que
montó en Nuevo Hampshire, pero era imposible que el corazón se le
rompiera más, ¿no?
Bien podría lanzarse de cabeza sin pensar.
Por suerte, después de dar un respingo por la sorpresa, Trina sí la rodeó
con los brazos.
El caos empezaba a imperar en la calle, porque cada vez llegaba más
gente, seguramente al haber visto la aparición de la estrella del rock en la
retransmisión en directo.
—Deberíamos entrar —susurró Melody con voz pastosa mientras
rebuscaba las llaves en el bolsito de bandolera que llevaba.
—Me parece bien. —Trina tosió, con un brillo sospechoso en los ojos
mientras observaba la calle, atraída por los gritos que coreaban su nombre
—. Joder. ¿Cuánto tiempo lleva la cosa así?
—Básicamente, desde que empezó el reality show. Ha decaído un poco
los últimos tres días porque me he limitado a trabajar y a ver reposiciones
de Bob Ross. —Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar pasar a Trina,
a Danielle y a Joseph—. Hubo un pico de audiencia cuando me corté el
flequillo yo misma. Creo que reventamos el récord de emojis llorando que
se han mandado a la vez en internet. Así que por esa parte bien.
Trina le rozó el flequillo con el índice.
—Muy punk rock.
—Bueno, una mala maqueta en todo caso. —Se desabrochó la chaqueta,
la colgó en el perchero, y su mente recordó de inmediato cuando Beat colgó
la suya el lunes por la noche, con su olor, su tamaño y su seguridad
convirtiendo su apartamento en una burbujita de cielo—. ¿Qué haces aquí?
Trina miró la cámara.
—¿Ese chisme va a seguir grabando todo el tiempo?
—Va a quedarse hasta Nochebuena. Parte del contrato que firmé con el
diablo. —Hizo una mueca—. Sin ánimo de ofender, Danielle.
—Tranquila, no me ofendo. —La productora estaba medio oculta detrás
de Joseph—. No estoy aquí.
Melody murmuró algo.
—¿Quieres beber algo, mamá?
—Algo fuerte si no te importa. —Trina rodeó el sofá y se sentó como
solo podría hacerlo una estrella del rock. Se repantingó, extendiendo los
brazos y las piernas para abarcar todo el espacio posible—. Me has
preguntado por qué estoy aquí. En fin, supongo que sigo averiguándolo. —
Le dirigió una última miradita suspicaz a la cámara antes de suspirar—. No
me gustó un pelo cómo dejamos las cosas, Melody Anne. No me parecía un
tema que se pudiera solucionar con una llamada telefónica.
Melody asimiló sus palabras mientras le preparaba un vaso de whisky a su
madre y lo llevaba al salón tras lo cual se sentó en el poco espacio libre que
quedaba en el sofá.
—¿No has venido porque has cambiado de idea sobre la reunión de las
Steel Birds?
—Antes muerta.
—Buaaa, buaaa, buaaa —dijo Melody mirando a la cámara de frente.
A Trina le temblaron un poco los labios por la risa, pero se puso seria de
inmediato.
—No sueles llorar cuando me ves. ¿Pasa algo?
—No usas internet para nada, ¿eh?
—Joder, no. Es una plaga creada por el hombre. —Trina cambió de
postura y cruzó los brazos por delante de la cintura en una posición casi…
¿incómoda?—. Pero si odiara mi cordura lo suficiente como para meterme
en internet, ¿encontraría allí lo que te pasa?
—Encontrarías un montón de teorías.
—¿Cuál es la verdad?
Sintió que la garganta empezaba a dolerle cada vez más hasta que casi se
quedó sin aliento.
—No podía fallar, la primera vez que tenemos una conversación sentida y
nos están viendo millones de personas.
Trina resopló.
—Hemos tenido conversaciones sentidas antes. —Su confianza en esa
afirmación desapareció casi de inmediato—. ¿Verdad?
Melody intentó sonreír, pero ese día su boca se negaba a cooperar.
—Es por ese hombre, ¿a que sí? —preguntó Trina en voz baja—. Te lo
advertí. Viene de una familia rencorosa.
Esas palabras la golpearon como si fueran piedras. Incluso en ese
momento, su corazón las rechazaba. Beat no era rencoroso. Era
maravilloso. Así que se le escapaba algo. No estaba viendo la imagen
completa. Eso era lo que pasaba. ¿O era patética por pensar de esa manera?
—Mamá, deberías saber que parece que Octavia Dawkins ve el programa.
—¿En serio? —Trina se volvió despacio hacia la cámara, sonrió y levantó
el dedo corazón—. Súbete y pedalea, bruja pretenciosa.
—Qué bonito —susurró Melody.
—Huy, huy —dijo Danielle desde el otro lado del salón—. Seguid así. El
servidor ha petado. Los espectadores empezaron a subir cuando Trina
apareció y no han dejado de aumentar…
—Parece que sigo teniendo lo que hay que tener —comentó Trina, muy
ufana.
—Sí —convino Danielle—. En fin, tengo que atender una cosa. No digáis
nada importante hasta que podamos volver a retransmitir en directo.
La productora y el cámara salieron por la puerta principal, momento en el
que una cacofonía de chillidos emocionados llenó el piso antes de que se
perdieran de nuevo. Parte de la tensión abandonó los hombros de Melody
por la realidad de dejar de estar en directo, aunque fuera de forma temporal.
Por Dios, quería que se acabara ya. Antes era soportable porque tenía un
compañero, pero el peso de las expectativas y la presión eran demasiado
para llevarlo sola.
Para asegurarse, se llevó la mano a la espalda y apagó el micro.
Después de unos diez segundos de un silencio abrumador, Trina
carraspeó.
—Melody Anne… —Soltó el vaso—. No sé por dónde empezar.
—Empezar ¿con qué?
Su madre soltó una carcajada carente de humor.
—Con todo. —Hizo una pausa—. En primer lugar, tu versión de Sacude
la jaula hizo que bailara hasta el diablo. Hiciste que me sintiera muy
orgullosa, aunque me cabreé como una mona. —Frunció el ceño—.
¿Cuándo aprendiste a tocar la guitarra?
Recibir un halago de su madre hizo que le costase hablar.
—Hace años. Con veintipocos.
—¿Tanto tiempo? —Trina parpadeó—. ¿Y no pensaste que me gustaría
saberlo? Soy música.
—Acabas de contestarte tú solita. No habría estado… —Se encogió de
hombros con gesto incómodo—. Es que tú has tenido un montón de éxito y
me cuesta no compararme y comparar todo lo que hago con eso. Me cuesta
no suponer que lo comparas todo con eso.
—¡Joder! —Trina pareció asimilarlo—. Perdona, no sabía que lo veías
así.
Melody asintió con la cabeza.
—En fin, siento haberte echado un sermón delante de tus amigos.
Su madre levantó las cejas.
—¿Lo sientes? Porque me dio la impresión de que lo estabas disfrutando.
—No he dicho que no lo disfrutara. Solo he dicho que lo siento.
Trina soltó una carcajada sonora.
—Me parece justo. Supongo que me lo tenía merecido. —Y entonces se
puso seria—. Es un poco irónico que no me dijeras que aprendiste a tocar la
guitarra porque pensabas que no estarías a la altura. Porque… yo no les
hablo de ti a mis compañeros de casa porque sé que no he sido buena
madre. Seguramente me harían preguntas sobre ti y no sabría las respuestas.
—Podrías saberlas. —Melody se quedó muy quieta, temerosa de
interrumpir el momento—. Podrías preguntarme.
—Pues voy a empezar si te parece bien. —Tosió para disimular que se le
quebraba la voz—. Cada vez que salgo de mi zona de confort y vengo a
Nueva York, tengo la sensación de que estoy reviviendo el pasado y me
siento tan expuesta y arrepentida que no puedo pensar en otra cosa. Debería
haberme centrado en ti. Debería haberlo hecho desde hace mucho tiempo.
Reconocer los errores. Al parecer, eso era lo único necesario para querer
perdonar a alguien. Que reconocieran que te habían herido, en voz alta.
—Podemos empezar ahora, mamá.
—Gracias. —Trina se dio unas palmaditas por debajo de los ojos para
secarse la humedad en un intento por recuperar la compostura—. Parece un
buen momento para contarme qué ha pasado —siguió, queriendo parecer
despreocupada, aunque tenía la voz cascada por la emoción—. Con el
vástago del enemigo, digo.
Se le escapó una carcajada al oírla, pero acabó transformada en un
trémulo suspiro.
—Pues esa es la cosa. Que no sé lo que sucedió en realidad. Pasamos la
noche juntos, las cosas eran… Creía que la cosa iba genial. Mamá, Beat y
yo… Cuando estamos juntos, tengo la sensación de que lo conozco desde
siempre. Casi puedo leerle el pensamiento. Y juraría que a él le pasaba
igual. No. —Meneó la cabeza con vehemencia—. Sé que para él es lo
mismo. Por eso estoy tan confundida. Nunca me haría daño…, pero me lo
ha hecho. No lo entiendo.
—¿Qué te dijo?
—Fuimos al plató de Today y se puede decir que confirmé que estábamos
juntos. Pero no habíamos decidido oficialmente que lo estábamos. Lo di por
sentado, vaya.
Trina apoyó la espalda en el respaldo del sofá con los labios apretados
mientras sopesaba lo que le había dicho.
—Tienes razón. No tiene ningún sentido.
Que su madre validara lo que pensaba fue como respirar hondo por
primera vez en días.
—¿De verdad?
—De verdad. —Trina frunció el ceño—. Puede que se formara en el seno
de una bruja del demonio, pero… —Puso los ojos en blanco—. A ver, que
estuviste en el calabozo como una hora y se comportó como si hubieras
estado diez años haciendo trabajos forzados. Saltaba a la vista que vivía por
verte feliz, Melody Anne. Cuando os pusisteis a cantar Sacude la jaula, te
miraba como si su corazón pendiera de tu meñique.
Le dolió escuchar eso. Todo.
—A lo mejor ha cambiado de idea. —Melody se secó las lágrimas que le
habían brotado de los ojos—. Intento recordar todo lo que dijimos mientras
estábamos en el programa, pero lo tengo todo muy borroso. Creo que a los
dos nos sorprendió que llevaran a Fletcher como invitado sorpresa…
—¿A quién? —Trina se incorporó de golpe y se sentó muy derecha—. ¿A
quién dices que llevaron?
—A Fletcher Carr —contestó ella—. Seguro que te acuerdas, el batería
original de las Steel Birds.
—¿Que si me acuerdo de él? Fue el motivo de que el grupo se disolviera.
La confesión dejó a Melody sin aliento.
—¿En serio?
—Por el amor de Dios. —Su madre se había quedado completamente
blanca. ¿Qué estaba pasando?—. ¿Se puede saber qué quiere después de
tanto tiempo?
—Por eso necesitas tener internet, mamá. O al menos una dirección de
correo electrónico. —Melody se humedeció los labios, temerosa de cómo
iba a reaccionar su madre a lo que iba a decirle si se había alterado tanto
solo con comentarle que había aparecido—. Se ha ofrecido a participar en la
reunión. En directo.
Trina se puso en pie de un salto y empezó a pasearse de un lado para otro
en la otra punta del salón.
—¡Qué cara más dura tiene ese cabrón! —¿A su madre le temblaban las
manos?—. ¿Lo sabe Octavia?
—Supongo que sí.
—¿Y…?
—Y… pues no sé. Llevo tres días sin hablar con Beat. —Se le quebró la
voz al pronunciar la última palabra, lo que llamó la atención de su madre.
—Perdona si parece que estoy pasando de tu dolor. Es que… no me
puedo creer que Fletcher apareciera así de la nada. Si te digo la verdad,
esperaba que la hubiera palmado en un accidente o algo así. Pero, ¡vamos!,
típico de él estar acechando en las sombras para aterrorizarnos de nuevo.
La verdad la golpeó como un mazazo en el estómago.
«Acechando en las sombras».
«Aterrorizarnos».
La extraña reacción de Fletcher al salir al plató. Que Beat casi no abriera
la boca después de que apareciera el batería. Y luego, ya después de que
acabara la entrevista, ese comportamiento tan extraño. No parecía el
hombre a quien quería. No parecía Beat.
—¡Mierda! —exclamó y casi se dobló por la cintura—. ¡Qué fuerte,
mamá!
Trina dejó de pasearse de un lado para otro.
—¿Qué pasa?
Contar el secreto de Beat estaba mal, pero lo hizo de todas formas, porque
la verdad iba a partirla por la mitad si no la soltaba.
—Llevan cinco años chantajeando a Beat. Su padre biológico. Se negó a
decirme la identidad del hombre, pero es él. Es Fletcher Carr. —Empezó a
temblarle todo el cuerpo…, por muchos motivos. Sobre todo porque no
terminaba de creerse que Beat se había visto obligado a encontrarse con su
carcelero emocional en directo y estaba sufriendo ese mazazo solo. Sin ella.
Era una ridiculez que se preocupase por él sumida como estaba en su propio
tormento, pero al parecer, así era el amor. Priorizar el bienestar de otra
persona por encima del propio. Él lo habría hecho por ella…
Él lo habría hecho por ella.
Se levantó de un salto, pero tuvo que apoyarse en el brazo del sofá para
no caerse por lo mucho que le temblaban las piernas.
—Ese hombre. Seguro que le dijo algo a Beat. Seguro que le dijo… algo
relacionado conmigo, ¿verdad? No lo sé.
Estaba tan conmocionada por esa revelación que no se dio cuenta de que
su madre se había puesto más blanca todavía.
—Melody Anne… —Trina cerró los ojos y se pasó una muñeca por la
frente—. No puedo creer que vaya a decir esto, pero llévame a casa de
Octavia, por favor.
30
Como no saliera del piso, acabaría echando las paredes abajo con sus
propias manos, pensaba Beat. El reality show había dejado de emitir en
directo hacía media hora y Danielle ya no contestaba al teléfono. Llevaba
tres días llamando sin parar a la productora para asegurarse de que Melody
no corría peligro, viviendo paralizado por el miedo a que Fletcher Carr
apareciera en su puerta en busca de dinero pese a sus esfuerzos por
despistar al batería…, aunque mantenerse alejado de Melody lo estaba
matando, minuto a minuto.
En ese momento, la última imagen que tenía de ella era sentada en el sofá
con Trina, y con unas ojeras impresionantes. Tan delicada, tan fuerte y tan
Melody, negándose a hablar de él delante de la cámara.
Seguir el programa en directo era una lenta tortura que iba a acabar con
él, pero no podía evitar escabullirse al cuarto de baño para verla, porque era
el único sitio donde Ernie no podía grabarlo. A esas alturas, el cámara debía
de pensar que sufría de fobia a los gérmenes o algo, pero le resultaba
imposible cortar la última conexión que le quedaba con Melody. Así que
hacía un descanso del trabajo, se acurrucaba en el suelo embaldosado del
cuarto de baño y la veía pasear por Brooklyn rodeada de multitudes, al
parecer ajena a su fervor, y eso hacía que se le disparara la tensión arterial.
¿Y si alguien había burlado a los guardaespaldas, había entrado en su piso
y por eso habían dejado de emitir en directo? Con la llegada de Trina, no
era algo tan descabellado. Sin embargo, no podía coger el metro ni subirse a
un Uber para plantarse en su casa, ¿verdad? No. No, porque se arrodillaría a
sus pies y le suplicaría perdón. Fletcher lo vería en directo y sus actos la
pondrían de nuevo en peligro. Esos últimos tres días y todos los
interminables días que le quedaban por delante serían en vano.
¡Le habría hecho daño en vano!
Se calzó unos mocasines, se puso el abrigo y salió volando por la puerta
de su piso. En cuanto entró en el ascensor, llamó de nuevo a Danielle. Sin
embargo, justo antes de que las puertas metálicas pudieran cerrarse de
golpe, un pie se introdujo entre ellas y volvieron a abrirse, permitiendo que
Ernie lo siguiera con la cámara. Si a un hombre se le olvidaba que estaba
grabando un reality show, significaba que las cosas estaban muy chungas.
—Lo siento —murmuró, cerrando los ojos, que sentía llenos de arenilla
—. Hazle caso al teléfono, Danielle. Contesta…
—Melody está bien —le dijo Danielle cuando aceptó la llamada—. La
conexión se ha cortado de repente. Pero ahora mismo no puedo hablar,
estamos andando.
El alivio le inundó el pecho.
—¿Adónde vais?
—Luego hablamos, Beat.
La llamada se cortó.
Se guardó el móvil en el bolsillo y se dejó caer contra la pared del
ascensor. Bien. Melody estaba bien. Melody estaba bien. Y él… pues no lo
estaba, la verdad. Necesitaba controlarse. Para bien o para mal, faltaban dos
días para Nochebuena. Sin una reunión… En fin, sin el millón de dólares a
la vista, le había dado instrucciones a su contable para que pidiera un
préstamo. Fuera como fuese, toda la tensión habría desaparecido la mañana
de Navidad y eso ya debería proporcionarle una pequeña sensación de
consuelo.
Sin embargo, no era así.
De hecho, solo se sentía peor.
Mantener intacta la reputación de su madre y evitar que su padre acabara
con el corazón destrozado siempre había bastado para mantenerlo motivado
a la hora de apaciguar al chantajista. No obstante, en ese momento ambas
cosas seguían siendo más que dignas de proteger, pero debía empezar a
reconocer la verdad.
Aquello no iba a parar nunca. Continuaría para siempre.
Guardaba un secreto que se fraguó incluso antes de que él naciera. Hacía
más de treinta años, cuando sus padres eran veinteañeros. Octavia era una
estrella del rock, siempre de gira. ¿Quién sabía si acostarse con el batería
mientras mantenía una relación con su padre fue el único error que
cometió? Tal vez había más y Rudy lo sabía. ¿La quería pese a todo?
No lo sabía, porque nunca se lo había preguntado.
A saber cómo reaccionarían sus padres, porque les había ocultado todo el
asunto y había decidido gestionar el chantaje solo, cuando podría haber
acabado hacía años. Si hubiera confiado en las personas a las que quería
tanto como para ser honesto con ellas…
Confianza.
A eso se reducía todo, ¿no? Eso era lo que Melody le había enseñado.
Necesitaba sincerarse con Octavia. Ya. Ese mismo día. Su silencio era el
culpable de que hubiera perdido a Melody, y estaba a un paso de perder la
salud mental. Octavia no desearía nada de eso, mucho menos si el
responsable era un secreto que la involucraba. Y él ya no podía cargar con
todo aquello solo. Otra gotita de agua más añadida al peso acabaría
rompiéndole la espalda.
O quizá ya lo había hecho.
Iba andando por la calle en dirección a casa de sus padres en camiseta de
manga corta y zapatillas de estar por casa a cinco grados bajo cero sin sentir
nada de frío. Pero nada en absoluto. Lo único que sentía era la boca del
cañón en medio del pecho. Los coches tocaban el claxon al pasar y la gente
cambiaba de dirección para seguirlo por la acera. Llegó al rascacielos donde
vivía Octavia rodeado por un montón de personas deseosas de información.
¿Dónde estaba Melody?
¿Por qué no estaban juntos?
¿Por qué estaba haciendo eso?
Cada vez que alguien le hacía una de esas preguntas sentía una bota con
punta de acero aplastándole el corazón. ¿Que por qué no estaban juntos?
Porque en el poco tiempo que llevaba con la mujer más increíble del
mundo, no había aprendido nada de ella. Había llegado la hora de
arreglarlo.
Miró fijamente su reflejo en el espejo del ascensor durante el trayecto
hasta el ático de su madre y apenas si se reconoció. Tendría suerte si
Octavia no llamaba a seguridad.
Las puertas se abrieron y entró en el vestíbulo, deteniéndose en seco por
el absoluto silencio que reinaba en el lugar, de manera que Ernie casi se dio
de bruces con él.
—¿Mamá? —No había nadie en el opulento salón ni en el gimnasio, así
que subió por la escalera hasta su despacho.
En cuanto atravesó la entrada, supo que algo andaba mal.
Su madre estaba sentada a su mesa con la mirada fija al frente y la cara
blanca como el papel.
Por instinto, Beat tanteó la petaca para apagar su micrófono,
disculpándose con Ernie mientras lo dejaba fuera del despacho.
—Mamá —dijo y se acercó a ella con el ceño fruncido y le puso una
mano en el hombro, retrocediendo cuando ella se sobresaltó—, ¿qué pasa?
Ella se estremeció, intentó hablar, pero no le salió nada. No de inmediato.
Luego suspiró y señaló la pantalla de su portátil.
—El programa Today… —Se humedeció los labios y volvió a empezar
—. Obviamente me cabreé cuando Fletcher Carr os hizo una encerrona a ti
y a Melody en directo. No quiero a ese hombre cerca de vosotros, y
tampoco es que los del programa tengan que consultarme. De todas formas,
llamé a una amiga productora porque tenía ganas de quejarme. Y me ha
mandado… Me acaba de mandar… esta grabación.
Beat sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿Qué grabación?
Octavia lo miró por fin.
—Después de la entrevista con la presentadora, mantuviste una
conversación con Fletcher. —Su madre lo estaba mirando como si no lo
hubiera visto en la vida—. Tu micrófono seguía encendido.
Las sienes le latían con fuerza y su mente parecía procesar esa
información muy despacio. No recordaba la conversación con el batería
palabra por palabra. Solo las partes sobre Melody. Y las cosas horribles que
le había dicho a ella después.
—Mamá…
—¿Desde cuándo sabes que es tu padre biológico?
Se le vaciaron los pulmones como si le hubieran dado un puñetazo en el
estómago. ¡Por Dios! Llevaba tanto tiempo temiendo ese momento que no
podía creerse que estuviera sucediendo. Encontrar la voz le resultaba casi
imposible, pero lo consiguió al final.
—Cinco años.
Octavia cerró los ojos.
—¡Por Dios!
El primer instinto de Beat fue consolarla. Hizo ademán de arrodillarse
junto a su silla para que pudieran hablar de la situación y, ¡joder!, odiaba
disgustar a su madre, pero el alivio de haber sacado a la luz ese secreto era
como salir de una habitación después de haber estado encerrado en ella
cinco años. La sangre empezó a correrle por las venas con alegría y sintió
las piernas ligeras.
Sin embargo, antes de que pudiera decir una palabra, entró el ama de
llaves.
—Señora Dawkins, lo… —Vio a Beat de pie junto a la mesa y sorbió por
la nariz—. Lo siento, he tenido que ir al baño por necesidad, de otro modo
la habría informado de la llegada de su hijo.
—No pasa nada —replicó Octavia con tristeza, que dejó caer la cabeza
entre las manos.
—Me temo que acaban de llegar más invitados, señora Dawkins.
Su madre levantó las cejas.
—¿Quién?
—Soy yo, pedorra —dijo Trina Gallard, entrando en el despacho—.
Antes de que preguntes, no, no estás soñando. Sigo teniendo el cuerpo de
una veinteañera.
—¿Trina? —Octavia se puso en pie despacio con los ojos como platos
por la sorpresa y plantó las manos temblorosas en la mesa—. Tú…, ¿qué
haces aquí?
—Animando el cotarro. —Se paseó por el despacho, ensuciando la
alfombra blanca con las huellas de sus botas—. Por Dios, Octavia, tu casa
es el Museo Oficial del Aburrimiento.
Octavia levantó una ceja.
—No reconocerías el buen gusto aunque te mordiera en el culo.
—El que me mordió en el culo una vez fue el bajista de los Infinite
Jesters, ¿te acuerdas?
—¡Dios mío, no has cambiado nada!
—¡Dios mío! —se burló Trina, fingiendo que se agarraba un collar de
perlas invisibles—. ¿La señora de la casa necesita las sales aromáticas?
—Aquí la que necesita algo eres tú, ¡y son modales! Has invadido mi
casa. ¡Sin invitación!
—¡Me habría muerto esperando que me invitaras!
—¿Y por qué no te mueres sin más, hippie de pacotilla, traidora?
—¡Oh, esa es buena, viniendo de…!
Melody entró en el despacho detrás de Trina.
El aire que rodeaba la cabeza de Beat se convirtió en cristal y se hizo
añicos, mientras se le aceleraba el corazón. ¡Por Dios! Era lo más bonito
que había visto en la vida.
—Mel —dijo con voz ronca, y sus pies cruzaron la estancia antes de que
pudiera pensar lo que estaba haciendo. O sopesar las consecuencias. Lo
hizo porque estaba obligado. Porque no tenía más remedio que tenerla en
sus brazos, fuera como fuese.
Ella soltó un gemido trémulo cuando él la levantó del suelo estrechándola
con todas sus fuerzas, con la cara enterrada en su pelo para aspirar su aroma
como si fuera a reanimarlo, a devolverlo a la vida…, y lo hizo. Sus
extremidades cobraron vida, las yemas de los dedos, el pecho… Y el efecto
conjunto lo postró de rodillas.
—Beat —le susurró ella en el cuello.
—Mel —volvió a decir, con más firmeza.
Ella sabría lo que significaba. Ella lo entendería.
Estaba convencido de que seguirían abrazados el resto de sus vidas,
porque sentía que sus órganos se desprenderían si se separaban, pero
Melody interpuso una mano entre ellos y rompió el contacto. Lo empujó
hasta apartarlo un poco. Pero era demasiado. Los centímetros parecían
kilómetros y apretó los puños para no pegarla a su cuerpo de nuevo, con
más fuerza, de forma permanente. Melody quería que la abrazara (esa
mirada desesperada y clavada en su garganta se lo dejaba bien claro), pero
estaba luchando contra esa necesidad.
—¡Madre del amor hermoso! —murmuró Trina, exasperada—. Si me
pongo a componer una canción sobre ellos es que se escribe sola. Solo
tendría que sostener el lápiz.
—La cámara no les hace justicia, ¿verdad? —dijo Octavia en voz baja,
tras lo cual chasqueó los dedos para llamar la atención de Joseph y Ernie,
que estaban justo al otro lado de la puerta, junto a una embelesada Danielle
—. Vale. Ya tenéis vuestra reunión, ahora necesitamos un poco de
intimidad.
Danielle dejó caer los hombros.
—Vale. La retransmisión ha vuelto a fallar. —En ese momento, la
llamaron por teléfono y les hizo un gesto a los dos cámaras para que
saliesen del despacho—. Tened en cuenta que deberíamos estar de nuevo en
directo a las diez.
—Creo que no voy a aguantar más de diez minutos —replicó Trina, que
rodeó una de las sillas situadas frente a la mesa de Octavia y se dejó caer en
ella sin más—. Oc, están chantajeando a tu hijo.
Beat estaba mirando fijamente a Melody a los ojos cuando oyó esas
palabras y vio que el anhelo que había en ellos se transformaba en cautela y
luego en… arrepentimiento.
—Lo siento. No pensaba decírselo, ni a ella ni a nadie, pero estaba allí
cuando descubrí quién era. Tu padre.
Levantó las manos para agarrarla por los hombros, pero ella se alejó, y el
estómago se le cayó en picado al suelo.
—No te preocupes —logró decir—. He venido con la intención de
contárselo todo a mi madre.
—¿En serio? —replicó Melody con un deje esperanzado en la voz—. Eso
está bien, Beat. ¡Me parece genial!
—Pero yo ya lo había averiguado por mi cuenta —terció la aludida, tras
lo cual se sentó de nuevo a su mesa.
Beat cerró los ojos cuando la oyó teclear, consciente de lo que iba a
suceder. No sabía si sentirse agradecido o asustarse por la inminencia de
que todos oyeran sus palabras.
«¡Felicidades! La tienes en el bote, colega. Seguro que está dispuesta a
hacer cualquier cosa por ti. Por ejemplo, pagarme para que no suelte tu gran
secreto. Sí, te estaba mirando embobadísima. Estoy seguro de que te
protegería a toda costa. Podría significar el doble de pasta para mí».
«Como no la dejes tranquila —era su propia voz—, te mato».
Vio que a Melody le brillaban los ojos allí mismo, delante de él.
«¿A tu propio padre?».
«Es todo de cara a la galería. ¿No sabes lo que son los realities
guionizados? En cuanto termine, seguramente no vuelva a verla».
—Estaba mintiendo, Mel —dijo entre dientes.
—Lo sé —susurró ella, que asentía con la cabeza—. Lo sé.
Menos mal. Menos mal que confiaba en él. ¿Por qué no estaba en sus
brazos todavía?
«Lo siento si creías que era una historia de amor de cuento de hadas, pero
no lo es. Puedes intentar sacarle la pasta, pero te mandará a la mierda. Y
luego ella podrá aprovechar el secreto. Perderá todo el poder que tiene y se
convertirá en su moneda de cambio si quiere vender la historia. Y sabes que
le lloverán ofertas para contarlo. Esto es un bombazo».
—Tal y como lo dice es que te lo crees —comentó Trina—. De tal palo
tal astilla, supongo.
—Cállate, momia apestosa —replicó Octavia.
—Así es, tengo glándulas sudoríparas, como cualquier ser humano. ¿A ti
te las quitaron, junto con el sentido del humor, cuando te pusieron el bótox?
«Sé lo que he visto. Lo vuestro es real», las interrumpió la voz de
Fletcher y luego se oyeron unos pasos de fondo. Los de Melody. Beat sintió
que se le revolvían las tripas. No soportaba mirarla durante esa parte, así
que se acercó a la ventana y apoyó las manos en los laterales del marco, con
la mirada clavada en la avenida sin ver nada.
«¡También quiere que le enseñe a jugar a la petanca! Vamos a hacer una
quedada solo de chicas después de las fiestas».
En ese momento fue cuando rechazó la mano que ella le había tendido. El
recuerdo fue como un torpedo en el centro de su estómago.
«Lo siento. ¿He interrumpido algo?».
«¡Qué va, guapa! Solo estamos de palique. Seguro que os espera otro
gran día de grabación. ¿Adónde os vais ahora?».
«La verdad es que no tenemos planes».
—Apágalo —dijo Beat con una nota exigente en la voz mientras se
apartaba de la ventana—. Ya has oído la parte que necesitabas oír.
¡Apágalo, por Dios!
Octavia pulsó una tecla y el despacho quedó en silencio, salvo por la
respiración acelerada y superficial de Melody. Sin embargo, no lo estaba
mirando. ¿En qué estaría pensando?
Trina fue quien le puso fin al silencio.
—No soy matemática; pero, amiga mía, me da la impresión de que
cometiste un desliz entre gira y gira.
En la cara de Octavia no se movió ni un solo músculo.
—¿Te hiciste alguna prueba de paternidad, Beat?
—Sí —contestó con voz ronca—. No estaba dispuesto a darle ni un
centavo sin una confirmación. Es mi padre. Mi padre biológico.
Octavia dejó caer la cabeza hacia delante.
—A ver, recapitulemos —terció Trina, que fue extendiendo dedos según
repasaba los hechos—. Estuvisteis saliendo. Luego me mintió diciendo que
habías cortado con él. Empecé a salir con él, y eso fue, admitámoslo, el
principio del fin. El fin de las Steel Birds. Nuestra creación. Y, al final,
después de que lo echáramos y buscáramos a otro batería, se las arregló
para volver y acostarse contigo otra vez. Después de todo lo que había
pasado.
—Es que… Bueno, fueron los celos y la vanidad. ¡Y que solo tenía
veintitrés años, joder! Quería hacerte daño. En aquel entonces discutíamos
por cualquier cosa, pasábamos de ir al estudio a grabar y no aparecíamos ni
en las reuniones con la discográfica. ¿Qué importaba que jodiera las cosas
un poco más? Y, sí, vale, quería demostrar que él me deseaba más que a ti.
Fue una gilipollez que no arregló nada. Si quieres odiarme por eso, vale,
pero estoy bastante segura de que ya estoy pagando un precio bastante alto
como para que encima vengas tú a ridiculizarme. —Golpeó el escritorio con
el puño apretado. La única que no se inmutó fue Trina—. ¡Lleva cinco años
chantajeando a mi hijo!
Trina alargó la mano y volcó un portalápices de porcelana lleno de
bolígrafos blancos.
—¡Ahí estás! Ya pensaba que la tía que cantaba Zorra sobre ruedas a
pleno pulmón estaba muerta y enterrada.
—Quiero arrancarle las pelotas de cuajo a ese hijo de puta, asarlas hasta
que estén bien hechas y comérmelas para cenar con una botella de vino —
masculló Octavia.
Beat se quedó boquiabierto.
Había visto incontables horas de conciertos de las Steel Birds. Había visto
a su madre desatar el infierno con un micrófono. Pero en la vida real,
Octavia era elegante y predecible. Aunque eso formara parte de su
personalidad, saltaba a la vista que la roquera que no se andaba con
remilgos había estado acechando en su interior todo ese tiempo.
Intercambió una mirada desconcertada e incrédula con Melody, que
estuvo a punto de sonreírle hasta que se dio cuenta y rompió de repente el
contacto visual.
Trina golpeó la mesa de Octavia con el dedo índice.
—Escúchame bien, porque voy a decirte lo que he venido a decir. Si no
estás de acuerdo conmigo, me iré, y puede que pasen otros treinta años
hasta que volvamos a cruzarnos. —Hizo una pausa y cambió de postura en
la silla—. Tal y como lo veo, Fletcher ya ha intervenido de más en mi vida.
Para ser un pedazo de mierda con patas tan grande he permitido que me
afecte demasiado y no voy a seguir permitiéndoselo.
—Ha atacado a nuestros hijos —susurró Octavia.
Trina asintió.
—Se ha interpuesto entre ellos.
—Se cargó a las Steel Birds, y está intentando cargárselas otra vez.
—Solo si se lo permitimos.
Los ojos de Octavia se clavaron en los de Trina, ambas sostuvieron las
miradas y fue algo increíble de presenciar. Beat podría contar la historia mil
veces a lo largo de su vida y jamás podría hacerle justicia a la magia que
volvió a unir a esas dos mujeres allí mismo, delante de sus propios ojos.
Fue casi como si el aire se cosiera de forma visible entre ellas, como si una
fuerza magnética las levantara de sus sillas al mismo tiempo, como dos
monolitos surgiendo de la tierra.
Trina levantó una ceja.
—¿Hacemos el concierto ese o qué?
—¡Claro que lo hacemos! Justo después de que le digamos a Fletcher
Carr que mantenga su veneno lejos de nuestras familias.
—Tengo una idea mejor. —Trina sonrió, cogió el móvil de Octavia del
sitio donde descansaba en su mesa y se lo ofreció a su antigua (¿o actual?)
compañera de grupo—. Acepta su oferta de participar en la reunión de las
Steel Birds.
31
24 de diciembre
Beat observó el abrazo de sus padres desde el otro lado de la limusina y
sintió que se le deshacían muchos nudos en el pecho. No podía oír lo que se
decían, pero su lenguaje corporal durante el trayecto hasta el Rockefeller
Center le dejaba bien claro el tema de la conversación. Octavia se estaba
confesando. Su madre temblaba mientras hablaba, y su padre extendió los
brazos hacia ella, preocupado. Ofreciéndole perdón y consuelo.
Así, sin más.
Un secreto de treinta años, la vergüenza y el arrepentimiento aniquilados
por el amor.
Aunque el alivio lo inundó, no fue capaz de disfrutarlo del todo. No sin su
corazón. Esa cosa que antes le latía dentro de la caja torácica se estaba
paseando fuera de su cuerpo, seguramente con el abrigo verde irlandés de
Melody. Quizá ya había llegado al Rockefeller Center con Trina, donde se
reunirían con el equipo de producción y las Steel Birds subirían al
escenario.
Al otro lado de la ventanilla, la ciudad era un borrón mientras la nieve
caía, perezosa, del cielo. Los neoyorquinos hacían compras de última hora,
los turistas posaban para hacerse fotos delante del Radio City Music Hall,
Papá Noel hacía sonar una campana del Ejército de Salvación en la esquina,
se oían sirenas de vez en cuando y salía vapor por los bordes de una tapa de
alcantarilla. ¿Estaría Melody viendo todo eso? ¿Qué le parecería la ciudad a
esas horas? ¿Estaría sonriendo en ese momento?
Se clavó los dedos en las rodillas e intentó controlar su pulso. No era
nada fácil, consciente de que la vería en unos minutos. Aunque, la verdad,
llevaba cuarenta y ocho horas viéndola en todas partes, mirara donde
mirase. Daba igual que hubieran suspendido la retransmisión en directo por
falta de capacidad de los servidores para darles servicio a todos los
espectadores y ya no pudiera ver a Melody en su móvil. La llevaba tatuada
en los párpados por dentro.
El gesto decidido de sus labios al cantar Sacude la jaula en la comuna.
La risilla que se le escapaba a veces cuando no estaba preparada para
reírse a carcajadas.
Esos preciosos ojos llenos de lágrimas, ya fuera de felicidad, de tristeza o
de cabreo.
Su cara ruborizada mientras se la follaba dos días antes.
En todas partes. Melody estaba en todas partes. Y allí era donde la quería.
No quería que ni un solo gramo de ella se le escapara, de modo que
soportaba el picahielo que se le clavaba en el pecho cada vez que un
recuerdo aparecía y hacía que la echase todavía mucho más de menos.
Más y más y más.
Lo quería todo.
La limusina se detuvo delante del edificio de Applause Network en la
calle Cuarenta y Nueve, situado a media manzana del escenario del
Rockefeller Center, donde tendría lugar el concierto. Beat oía a la multitud
desde allí…, y era evidente que Octavia también. Su madre se llevó una
mano al pecho e inspiró hondo por la nariz.
—¡Guau! —exclamó con una carcajada—. Se me había olvidado lo que
se siente.
—Vas a dejarlos sentado de culo, cariño —dijo Rudy, con la voz más
cargada de emoción que de costumbre—. Como hacías siempre.
—Gracias —susurró ella antes de besar a su marido—. Beat, ¿de verdad
sigues con la idea de presentarnos?
Tuvo que carraspear para hablar.
—¿Estás de coña? Es un honor.
La puerta de la limusina se abrió y apareció la mano del chófer para
ayudar a Octavia a bajarse, pero ella no la aceptó de inmediato. En cambio,
miró a Beat con la cabeza ladeada y una expresión compasiva.
—Tengo un buen presentimiento con esta noche —dijo—. Nadie puede
seguir enfadado mucho tiempo durante una Nochebuena nevada.
—No está enfadada conmigo —replicó con voz ronca, sin aliento por el
simple hecho de hablar de ella.
Melody no podía estar con él, nada más.
Había sido muy descuidado con el mayor tesoro del planeta: el corazón
de Melody. Y ella ya no era capaz de confiárselo.
Le ardían los ojos como si se los acabaran de marcar a fuego en la cara.
Se los apretó con los pulgares para contrarrestar el escozor, pero eso solo lo
empeoró. La imagen reflejada en la ventanilla era la de un hombre
demacrado y ojeroso. Ojos hundidos y sin vida, y barba de un par de días en
el mentón. Rudy lo llamó por su nombre, y se dio cuenta de que le tocaba
salir de la limusina. Una multitud se había congregado en la acera y gritaba,
y el equipo de seguridad tuvo que contener físicamente a algunas personas
mientras Octavia atravesaba el mar de gente y desaparecía en el interior del
edificio.
—Beat —repitió su padre.
—¿Qué?
Rudy se dio unos golpecitos en el muslo con un puro apagado mientras lo
hacía girar de un lado a otro.
—Solo quería decirte que… eres mi hijo, en serio. Yo estaba allí el día
que naciste. —Dejó de moverse con nerviosismo—. Sigues siendo mi hijo.
¿Verdad?
Beat era incapaz de aguantar ese momento físicamente, pero lo intentó.
Buscó en lo más hondo de su ser y echó mano de toda la fuerza que
encontró porque se daba cuenta de lo importante que era la respuesta para
su padre.
—Soy tu hijo —contestó con firmeza—. Eres el único padre que necesito
o que quiero. En este caso, el vínculo es más fuerte que la sangre.
Rudy agachó la cabeza a toda prisa.
—Gracias.
—Debería ser yo quien te dé las gracias por aceptar todo esto tan bien.
Siento haberte ocultado la verdad. Y habérsela ocultado a mi madre. No
confié lo suficiente en vosotros.
—Estabas protegiendo a tu madre. Eso nunca me parecerá mal.
Beat tomó una honda bocanada de aire para recuperar la compostura y la
soltó deprisa, y su padre hizo lo mismo en el mismo momento. Y se
echaron a reír.
—Vamos a la batalla de nuevo, muchacho —dijo su padre al tiempo que
encendía el puro y se bajaba de la limusina. Beat oyó que gritaban el
nombre de su padre y también que coreaban su nombre con insistencia para
que apareciera. A través de la ventanilla, leyó los carteles que sostenían en
alto, y el estómago le dio un vuelco.
«Beat + Melody = Pareja perfecta».
«Ponle un anillo en el dedo, Beat».
Ojalá supieran que la necesidad de pedirle que se casara con él lo estaba
matando. Por Dios, a esas alturas se conformaría con que le mandase un
mensaje de texto. Una sonrisa. Lo que fuera.
Uno de los guardaespaldas asomó la cabeza por la puerta abierta de la
limusina.
—Señor Dawkins, no podemos controlar a la multitud indefinidamente.
Lo necesitan dentro.
—Claro. Lo siento. —Se dirigió encorvado hacia la otra parte del coche y
se obligó a salir al frío exterior, abrochándose la chaqueta del traje mientras
se enderezaba. La explosión de vítores casi lo obligó a retroceder un paso.
Las vallas metálicas que mantenían a raya a la multitud se deslizaron sobre
el hormigón y aparecieron más carteles con fotos suyas y de Melody
pegadas con cinta adhesiva. En una de ellas, Melody estaba tumbada
encima de él en el montón de nieve, y aflojó el paso para mirarla, con los
pulmones ardiéndole porque le costaba respirar. Volver a aquella noche. Por
Dios, daría lo que fuera por conseguirlo.
—Señor Dawkins —dijo el guardaespaldas, con más impaciencia en esa
ocasión, y se movieron a la par para entrar por la puerta lateral del edificio.
Atravesaron un recargado vestíbulo hasta llegar a un ascensor que los llevó
al segundo piso—. Vamos a usar el patio interior como zona de bastidores.
Tiene salida a la plaza donde tocará el grupo.
—Vale.
Las puertas del ascensor de abrieron y el guardaespaldas le hizo una señal
para que saliera él primero y enfilara el pasillo, hasta que por fin lo llevaron
al patio interior, una enorme cúpula cerrada de cristal que estaba iluminada
como un domo de nieve. Muy cerca podía ver las banderas internacionales
que ondeaban en el Rockefeller Center. Estaban a pocos pasos. Mientras
uno de los teloneros terminaba, la multitud ya pedía a gritos que aparecieran
las Steel Birds a continuación, pero él casi no era capaz de saber dónde
estaba, porque estaba buscando a Melody…
Y allí estaba.
Mirándolo desde el otro extremo del patio interior con el corazón en los
ojos, joder.
Por Dios, que alguien lo matase ya.
Los hombres no estaban hechos para soportar esa clase de dolor. Melody
lo necesitaba, él la quería con locura, pero ella no corrió a sus brazos. No
podía, por la brecha que él había abierto entre los dos. Pese al dolor
punzante que sentía en el pecho, siguió andando para unirse al grupo y
saludó con la cabeza a Danielle y a Joseph, que por una vez no llevaba
cámara. Después miró con expresión inquisitiva a Trina, que lo observaba
de la misma manera. Tras eso, volvió a mirar fijamente al amor de su vida
mientras ella le devolvía la mirada, guapísima con un vestido blanco de
cuello alto y su abrigo verde irlandés. Y unas botas negras que se le ceñían
a los tobillos, justo lo que él se moría por hacer con las manos.
—Muy bien, gente. Estamos esperando a una persona más y después me
acercaré a…
—Estoy aquí —dijo una voz familiar.
Todos se volvieron a la vez para ver al batería original de las Steel Birds
entrar en el patio interior con unos vaqueros rotos y una camiseta de la gira
de 1991. La respiración entrecortada de Trina fue la única reacción del
grupo ante su aparición. Octavia sonreía con expresión neutra. Melody, en
cambio, sonreía de oreja a oreja con expresión amable, aunque él la conocía
lo suficiente para saber que le estaba costando mucho sonreír. Rudy fingió
atender una llamada y se alejó hacia el otro extremo.
—Dicen que la ropa de un hombre se detiene en los mejores años de su
vida y nunca cambia —dijo Trina al tiempo que cruzaba los brazos por
delante del pecho—. Supongo que sabemos cuándo llegaste a la cima, ¿eh,
Fletcher?
Octavia murmuró algo antes de decir:
—Montado en la ola de nuestro éxito.
—Yo también me alegro de verlas de nuevo, señoras. Me encantaría hacer
una broma sobre que monté mucho más que vuestro éxito, pero tengo
demasiada clase para eso.
Beat lo vio todo rojo de repente y empezó a echar espuma por la boca,
preparado para estamparle un puñetazo al batería en toda la cara, pero
Melody meneó la cabeza con un gesto sutil, anclándolo con sus ojos. Casi
podía leerle la mente, y le estaba diciendo: «Ya has luchado de sobra, ahora
les toca a ellas». Y tenía razón. Esa noche era por el grupo.
—¿Lo has oído, Oc? —dijo Trina—. El tío que una vez dejó un rastro de
vómito desde el autocar de la gira hasta el escenario de repente ha decidido
que tiene demasiada clase.
—Para que veas. La gente cambia de verdad.
—Vale —dijo Danielle, que agitó las manos para llamar su atención—.
Aunque me encantaría prolongar esta parte de la reunión, tenemos a una
multitud enorme y muy exigente esperando para ver al mejor dúo femenino
de rock de la historia.
—Fíjate que ha dicho dúo —le dijo Trina a Fletcher, guiñándole un ojo.
—Beat —siguió Danielle, decidida—, tú irás primero y presentarás al
grupo…
—¿No debería acompañarme Mel? —la interrumpió, aunque no lo había
planeado.
Eso hizo que la productora se quedase de piedra. Cinco pares de ojos se
clavaron en él antes de mirar a Melody.
Mientras tanto, el corazón de Melody volvía a asomar por esos perfectos
ojos, con el afecto que sentía por él tan puro y evidente que lo estaba
abriendo en canal. ¿Quién podía sobrevivir a eso?
Danielle tosió.
—Es que… había supuesto que, dado que Melody no está muy cómoda
con los focos, querría quedarse entre bastidores, pero si me equivoco,
Melody, puedes acompañar a Beat para la presentación.
A Beat empezó a dolerle la mandíbula de tanto apretar los dientes.
—Eres demasiado guapa como para esconderte entre bastidores.
—Beat —susurró ella, que se colocó una mano en el vientre—, por favor.
—Pues a mí me parece una relación real —le canturreó su padre
biológico al oído.
—Eso es porque lo es. —Miró al otro hombre a los ojos—. Siempre lo ha
sido.
Danielle soltó una especie de carraspeo incómodo.
—Lo siento, chicos. Habrá más tiempo para esta conversación después
del espectáculo, pero ahora mismo necesito que Beat empiece con la
presentación. Y Melody también si le apetece.
Melody asintió con la cabeza, sin apartar la mirada de él. ¿Qué estaría
pensando? Se arrastraría por veinte kilómetros de cristales rotos con tal de
averiguarlo.
—Beat y Melody, salid por la izquierda del escenario. Trina, Octavia y
Fletcher, vosotros entraréis por la derecha y saludaréis al público mientras
la multitud os da el recibimiento que os merecéis. Supongo que habéis
hablado de las canciones que vais a tocar…
—Pues sí —confirmó Octavia, que intercambió una sonrisilla con Trina.
—Nadie ha hablado conmigo —protestó el batería.
—Tú intenta seguirnos el ritmo, imbécil —replicó Trina sin pestañear.
—Hora de salir —dijo alguien desde el túnel al final del patio interior.
Beat le tendió una mano a Melody, que ella aceptó, y lo inundó la gratitud
de tal manera que casi se postró de rodillas. Disfrutó del roce natural de
esos delgados dedos entre los suyos, más grandes, y contuvo a duras penas
el impulso de llevárselos a la boca para besarlos. Recorrieron el túnel el uno
junto al otro, flanqueados por el equipo de seguridad, mientras las brillantes
luces los llamaban desde el otro lado. Los vítores, los cánticos, los golpes
con los pies y los silbidos fueron aumentando de volumen hasta que les
resultó imposible hablar de haber querido hacerlo. De modo que se
quedaron al pie de la escalera que conducía al escenario, respirando el
mismo aire. Melody le permitió que le rozara la frente con los labios, con
los dedos entrelazados.
—Volvemos de publicidad —dijo una chica con unos auriculares— en
diez, nueve…
—¿Vamos a improvisar? —gritó Melody para hacerse oír mientras le
entregaba su abrigo a otra persona, también con auriculares—. ¿O tienes
algo preparado?
—Vamos a improvisar.
A Melody le refulgieron los ojos.
—¿Más o menos como hemos estado haciendo todo el tiempo?
Se echó a reír al oírla, y le dolió.
«Será mejor que salgamos», articuló ella con los labios, como si lo
supiera.
A regañadientes, asintió con la cabeza y juntos salieron al escenario ante
el clamor de una multitud que parecía infinita. Se extendía más allá de las
barreras del Rockefeller Center, desbordándose por la avenida y las calles
aledañas. La gente se asomaba a las ventanas de los edificios de oficinas, se
agolpaba en las azoteas y se subía a los techos de los coches.
Alguien delante del escenario le hizo una señal, haciendo girar un dedo
con rapidez.
En resumen: «Date prisa, joder».
—Damas y caballeros… —comenzó Beat.
Inclinó el micrófono para que Melody pudiera llegar a él.
—Es un orgullo para nosotros presentar de nuevo…
—A las gemelas satánicas.
—Al dúo indecente.
—A nuestras madres.
—¡Las Steel Birds! —gritaron a la vez al mismo micrófono y sus labios
se rozaron al estar tan cerca. El cuerpo de Beat se hizo con el control sin
más, exigiendo besar esa boca que lo atormentaría el resto de la vida. La
besó, sin importarle la multitud…, al menos hasta que su aprobación se
volvió ensordecedora. Hasta el punto de que el equipo de seguridad los
rodeó y los sacó del escenario por la izquierda.
Le palpitaba todo el cuerpo por las ansias de continuar con el beso, pero
no podía tocarla físicamente ni un segundo más sin tenerlo todo. Estar con
ella. Saber que se despertarían juntos todas las mañanas y se acostarían
juntos todas las noches. Cualquier otra cosa era dolorosa, así que en cuanto
bajaron del escenario y ella se soltó de su mano, él siguió caminando.
Y no se detuvo.
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