Los Primeros Acercamientos Al Libro- Cabal
Los Primeros Acercamientos Al Libro- Cabal
Los Primeros Acercamientos Al Libro- Cabal
Tan fuerte, tan vivo está ese recuerdo en mí que, cuando murió mi
mamá y yo entré en uno de esos pozos negros y profundos en los
que una entra –aunque sea grande, aunque sea vieja, aunque
tenga nietos–, cuando se le muere la madre, la primera cosa que
se me ocurrió, fue buscar ese libro de tapas azules manchado con
jalea de membrillo, en el que pude recuperar lo que creía perdido
para siempre: la voz de mi mamá contándome la historia de esa
nena tan chiquitita, que podía navegar adentro de una cáscara de
nuez.
Los cuentos que me leía mi abuelo están unidos, en el recuerdo, al
olor a remedio, a viejo, a papeles amontonados, a cascarita de
naranja y peperina para el mate, que era el olor a mi abuelo (un
olor que a veces creo sentir hoy en ciertos rincones de mi propia
casa). Mi abuelo me subía a su cama alta, de caños de bronce en
los que guardaba los rollitos de dinero para protegerlo de los
posibles ladrones, y me leía.
Con las mellizas, que llegaron poco tiempo después, la cosa fue
mejor. No porque yo hubiera cambiado mi forma de pensar o
atenuado mi ansiedad: resultó que me encontraron exhausta. Y
eran ellas las que venían a traerme libros, para que les leyera en la
cama. Y yo quería leerles, pero era sentarme y quedarme dormida.
¡Hasta parada y leyendo llegué a quedarme dormida! Entonces
ellas, angelitos de Dios, agarraban el libro y me contaban las
figuritas. (Cada tanto se detenían para abrirme los ojos
introduciéndome sus deditos con sus uñitas –nunca me alcanzaba
el tiempo para cortarle bien las uñitas–, tratando de saber si yo
estaba dormida o era nada más que me había muerto).
Creo que sí. Porque no había pasado una semana cuando sucedió
lo siguiente: Camila me trae un libro para que le lea, yo intento
leerlo sin anteojos (los había perdido) y no veo. “No puedo leer sin
anteojos”, le digo. (Mirada de azoramiento de Camila que me toca
los ojos y después toca las palabras con cara de no entender).
Entonces yo me pongo a buscar los anteojos, con ella detrás
prometiéndome que su papá me iba a comprar unos. Al final los
encuentro, agarro el libro, la siento a la nena en mis rodillas y me
pongo a leer; “Había una vez una princesa...”. Y me doy cuenta de
que, en ese momento, a Camila le importa poco la suerte de la
princesa: lo que le importa, lo que mira con avidez, son mis
anteojos. Y, claro, me los saca, intenta calzárselos ella y, con los
anteojos puestos quiere hacer hablar al libro. Después de un rato
me mira desconsolada: “Yo no puedo leer”, dice. Y desde ese día,
por bastante tiempo, y pese a todas mis explicaciones que
sonaban complicadas y ridículas, Camila buscó “los anteojos de
leer”.
Esto me contó: que ella tenía una abuela que siempre estaba
triste, muy triste. ¿Abuelita, por qué estás tan triste?, le
preguntaba mi alumna. Y la abuelita le contestaba que nada, que
cosas de la vida. Hasta que un día, cuando mi alumna ya era una
mujer, la abuela se lo confesó: “¿Sabés que yo nunca aprendí ni a
leer ni a escribir?, sólo firmar sé”, y se lo dijo llorando. Y lloraba mi
alumna mientras me lo contaba. Y, del otro lado del teléfono,
también lloraba yo.
¿Y qué pasó con la abuela? (esta historia tiene final feliz): que
aprendió a leer y a escribir. Y que desde ese día leyó y leyó y leyó.