Los Primeros Acercamientos Al Libro- Cabal

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Los primeros acercamientos al libro...

Graciela Cabal (1939-2004)


Escritora argentina de literatura infantil y juvenil. También se destacó como periodista, docente
y editora.

Voy a hablar de los encuentros iniciales entre el chico y el libro,


encuentros determinantes en la formación de un futuro lector.

No me referiré a las rimas, nanas, juegos cantados. Tampoco a los


libros de imágenes. Mi propósito, aquí, es hablar del libro como
conjunto de palabras. Y del particular momento en que el chico
intuye, no sé de qué oscura manera, que esa historia que sale de
la boca de un adulto tiene que ver con esas marquitas oscuras que
están dibujadas en el libro.

El chico descubre que el libro habla, que el libro puede contar


cuentos. Y que si el libro se cierra, los cuentos quedan adentro del
libro.

Acerca de esto tengo experiencias muy cercanas y muy lejanas.


Empezaré por las muy lejanas, por esas cosas de la memoria
retrospectiva, típica de las personas de edad provecta y signo
inequívoco, parece, del comienzo de la demencia senil. La
memoria retrospectiva, les explico, es aquella que hace que te
olvides del nombre de tu querido perro, el que duerme a los pies
de tu cama desde hace años y, a la vez, recuerdes con todo
detalle, lo que comiste aquella navidad de1947, cuando eras tan
feliz. (¿Eras tan feliz?).

Sabemos que los primeros recuerdos generalmente aparecen


asociados a olores, a gustos, a sensaciones visuales. En mi caso,
los primeros recuerdos de libros –cuentos de hadas que me leía mi
mamá–, están unidos al rojo brillante y transparente, al gusto entre
ácido y dulzón, y a la especial contextura de la jalea de membrillo
que yo chupaba del pan flauta mientras mi mamá me leía. El libro
del que salían los cuentos no tenía dibujos –era un libro de la
Biblioteca de la Nación, de tapas azules. Pero allí estaba, yo la
veía, aquella nena chiquitita, navegando adentro de una cáscara
de nuez, en un plato lleno de agua.

Tan fuerte, tan vivo está ese recuerdo en mí que, cuando murió mi
mamá y yo entré en uno de esos pozos negros y profundos en los
que una entra –aunque sea grande, aunque sea vieja, aunque
tenga nietos–, cuando se le muere la madre, la primera cosa que
se me ocurrió, fue buscar ese libro de tapas azules manchado con
jalea de membrillo, en el que pude recuperar lo que creía perdido
para siempre: la voz de mi mamá contándome la historia de esa
nena tan chiquitita, que podía navegar adentro de una cáscara de
nuez.
Los cuentos que me leía mi abuelo están unidos, en el recuerdo, al
olor a remedio, a viejo, a papeles amontonados, a cascarita de
naranja y peperina para el mate, que era el olor a mi abuelo (un
olor que a veces creo sentir hoy en ciertos rincones de mi propia
casa). Mi abuelo me subía a su cama alta, de caños de bronce en
los que guardaba los rollitos de dinero para protegerlo de los
posibles ladrones, y me leía.

Pero no me leía El patito coletón, que para desdicha de la niñez


argentina todavía no existía, ni tampoco La familia Conejola, de
Constancio C.Vigil, que sí existía. Mi abuelo me leía Don Quijote de
la Mancha, Las mil y una noches, Poquita cosa, en sus versiones
originales (téngase en cuenta que yo tendría tres, a lo sumo cuatro
años). ¡Cómo disfrutaba mi abuelo! ¡Y cómo disfrutaba yo de verlo
disfrutar a él!

¿Qué me quedó de esas lecturas? Muchísimas cosas. Entre ellas la


sensación de que mi abuelo me quería tanto como para compartir
conmigo esos juguetes maravillosos que eran sus libros. Y el firme
propósito de que yo, cuando fuera grande y supiera hacer hablar a
los libros, buscaría esos mismos, que tan feliz lo hacían a mi
abuelo. (Y fue lo que hice).

Cuando me llegó el turno de ser madre, la ansiedad me perdió.


Debo confesar que yo fui una madre obsesiva en cuanto a los
libros y la lectura. De movida nomás: apenas me enteré de que
estaba embarazada, lo primero que hice fue salir a la calle y
comprarle al futuro bebé... las obras completas de Oscar Wilde. Sí,
señor... Y mis miedos de primeriza no estaban referidos a si el
nene me saldría sanito y con sus cinco dedos (no con seis ni con
cuatro). Lo que yo temía es que me saliera un nene no lector.

Como suele ocurrir, la peor parte se la llevó mi hijo. Ni un solo día


de su infancia se libró del cuento. “Hoy, no, mamá, te lo pido por lo
que más quieras”, imploraba con los ojos llenos de lágrimas la
infeliz criatura. Y yo, dale, que “mirá qué lindo cuento que te
compré, uno que a mí me encantaba cuando era chica”.

¿Saben qué cosa llegué a decirle? “Ya me lo vas a agradecer


cuando seas grande”. Y no le dije: “Alguna vez no voy a estar para
contarte cuentos y va a ser tarde y te vas a arrepentir”, porque ya
había cursado Sicología de la Niñez I y II, pero lo que es ganas no
me faltaron.

Con las mellizas, que llegaron poco tiempo después, la cosa fue
mejor. No porque yo hubiera cambiado mi forma de pensar o
atenuado mi ansiedad: resultó que me encontraron exhausta. Y
eran ellas las que venían a traerme libros, para que les leyera en la
cama. Y yo quería leerles, pero era sentarme y quedarme dormida.
¡Hasta parada y leyendo llegué a quedarme dormida! Entonces
ellas, angelitos de Dios, agarraban el libro y me contaban las
figuritas. (Cada tanto se detenían para abrirme los ojos
introduciéndome sus deditos con sus uñitas –nunca me alcanzaba
el tiempo para cortarle bien las uñitas–, tratando de saber si yo
estaba dormida o era nada más que me había muerto).

Pese a todo, y quién sabe por qué mecanismos, después de una


turbulenta adolescencia de pocos libros, los tres me salieron
lectores. No lectores adictos como yo. Pero eso quizá se deba a
que ellos fueron tres, tuvieron perro, gato, televisión, vacaciones,
lindas navidades y cosas así. Y yo fui hija única, no tuve perro, ni
gato, ni televisión y usé los libros, muchas veces, como tablas de
salvación.

Y ahora pasaré a un tema que me apasiona, y, espero, los


apasionará a ustedes: mis nietos.

Nahuel, por ejemplo, y no porque sea nieto mío, es una criatura


asombrosa, que se devora los libros. Li-te-ral-men-te se los devora.

Cierto es que no sólo se devora los libros: él se devora –o por lo


menos lo intenta: aunque es tan adelantado para su edad, tiene un
solo diente, abajo, en el medio, rarísimo, que no acaba de salirle–,
digo que él se devora todo objeto que logra atrapar: los broches de
la ropa, los ruleros y hasta la cola de nuestro gato –que es un gato
muy sufrido–, si bien tiene una marcada predilección por las tetas
de la mamá. En cuanto a libros propiamente dichos, Nahuel ya se
devoró media tapa de Tomasito (bien ablandada por el agua, ya
que su lugar preferido de lectura es el catre del baño), y todos los
lomos de Los morochitos. (Cuando la otra abuela sugirió si no sería
más higiénico un pedazo de bola de lomo envuelto en un trapito
limpio, a la usanza antigua, que de paso cañazo lo alimenta, o tan
siquiera un buen mordillo, de esos que se compran en la farmacia,
mi hija y yo la miramos con lástima: “¡Mire si va a comparar,
señora! ¿O no ve que la criatura está leyendo?”).

Pasando a Camila–la nieta cocorita y camorrera protagonista de


varios de mis relatos– ya es, a los cuatro, una avezada lectora,
capaz de aconsejarle a Graciela Montes que había una vez una
casa debería titularse Había una vez un pollito; que aprendió a
decir malas palabras con las pulguitas boca sucias de Roldán
(porque lo que es en casa no aprendió): que jamás se va a dormir
sin por lo menos cinco libros(entre los cuales nunca falta Babar ni
El ratón feroz ni Lucas en el jardín); y que, siguiendo las expresas y
muy precisas instrucciones de Ema Wolf, diariamente se aplica con
esmero a enseñarle a tejer al gato.

Tengo una anécdota. Hace un tiempo –Camila tenía por ese


entonces dos años y medio– un día en que yo estaba contándole
Hansel y Gretel sin cambiar una sola palabra (ni siquiera una
entonación) porque si no se enoja y yo tengo que volver a contarlo
desde e l principio, algo sucedió en su cabeza, porque mi nieta,
que siempre me miraba la cara cuando yo le leía, empezó a
meterse los dedos en la boca y después a pasarlos dedos por las
letras de la página. A mí se me estrujó el corazón: Camila, acababa
de descubrir que el libro hablaba, y que hablaba por mi boca.
¿Acaso en ese momento Camila también intuyó que si el libro
hablaba por mi boca podría hablar por boca de ella?

Creo que sí. Porque no había pasado una semana cuando sucedió
lo siguiente: Camila me trae un libro para que le lea, yo intento
leerlo sin anteojos (los había perdido) y no veo. “No puedo leer sin
anteojos”, le digo. (Mirada de azoramiento de Camila que me toca
los ojos y después toca las palabras con cara de no entender).
Entonces yo me pongo a buscar los anteojos, con ella detrás
prometiéndome que su papá me iba a comprar unos. Al final los
encuentro, agarro el libro, la siento a la nena en mis rodillas y me
pongo a leer; “Había una vez una princesa...”. Y me doy cuenta de
que, en ese momento, a Camila le importa poco la suerte de la
princesa: lo que le importa, lo que mira con avidez, son mis
anteojos. Y, claro, me los saca, intenta calzárselos ella y, con los
anteojos puestos quiere hacer hablar al libro. Después de un rato
me mira desconsolada: “Yo no puedo leer”, dice. Y desde ese día,
por bastante tiempo, y pese a todas mis explicaciones que
sonaban complicadas y ridículas, Camila buscó “los anteojos de
leer”.

Y voy a terminar con una historia que comenzó hace 37 años. Yo


tenía 17 y me iniciaba como maestra en un Primero Inferior de más
de cuarenta chicos. Recién salida del Normal, mis ideas acerca de
cómo enseñar a leer y a escribir eran vagas. Sin embargo, para las
vacaciones de julio, cada chico se llevó a su casa un libro de
cuentos de nuestra biblioteca: todos sabían ya leer. Y, lo más
importante: todos querían leer.

Durante 16 años fui maestra de grado. Y así como equivoqué el


camino con mis hijos, logré grandes éxitos con mis alumnos, que
salieron excelentes lectores. Cada tanto encuentro a alguno, que
me lo recuerda. (Cuando alguien me dice por la calle: “Señorita
Graciela”, ya sé por dónde viene la cosa).

Y ahora el final de la historia...

Hace un tiempo me llaman a mi casa por teléfono: “Señorita


Graciela –me dice una voz de mujer–, soy Alicia Gutiérrez ¿se
acuerda de mí?"

¿Acordarme así de zopetón, de uno de los mil alumnos que


pasaron por mis manos y por mi corazón? Pues sí me acordé. De su
carita de seis años, del color de su pelo, de dónde se sentaba y
hasta de su letra redonda me acordé.

¿Y saben qué me contó mi alumna?

Esto me contó: que ella tenía una abuela que siempre estaba
triste, muy triste. ¿Abuelita, por qué estás tan triste?, le
preguntaba mi alumna. Y la abuelita le contestaba que nada, que
cosas de la vida. Hasta que un día, cuando mi alumna ya era una
mujer, la abuela se lo confesó: “¿Sabés que yo nunca aprendí ni a
leer ni a escribir?, sólo firmar sé”, y se lo dijo llorando. Y lloraba mi
alumna mientras me lo contaba. Y, del otro lado del teléfono,
también lloraba yo.

Y sigue la historia: entonces mi alumna le dijo a su abuela que no


llorara más, que, sin que nadie se enterara, ella le iba a enseñar a
leer y a escribir. Y le enseñó.

¿Y saben de qué se valió para enseñarle?

De los cuadernos de primero inferior, de lo que yo le había


enseñado en esos cuadernos, hacía ya 37 años. Por eso me
llamaba, para darme las gracias, decía.

¿Y qué pasó con la abuela? (esta historia tiene final feliz): que
aprendió a leer y a escribir. Y que desde ese día leyó y leyó y leyó.

Pero no los diarios o las revistas para señoras o las recetas de


cocina... No señor: cuentos infantiles leyó, cuentos de hadas y de
brujas y de enanitos: “Los que nunca nadie me contó, los que
nunca pude leer cuando era una nena”.

Tan conmovida me sentí, tan hermoso me pareció ese relato de


vida...

Por eso pensé en compartirlo con ustedes, maestros.

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