CAPITULO PRIMERO
Ben Keeping penetró en el saloon, el único en el pueblo, de Río
Grande City, una localidad enclavada a orillas del río Grande, que
separaba Méjico de Estados Unidos, en Tejas precisamente.
Río Grande City no era grande por aquella época, 1893. Pero era
importante. Había ganadería, ranchos, granjas, zonas de cultivos
diversos. Y sobre todo, el negocio preponderante, reservado a unos
pocos, era el contrabando. La marihuana era el oro que circulaba de
mano en mano. Un tráfico sigiloso, callado, que se extendía más y
más conforme pasaba por numerosas manos de distribuidores,
internándose lejos.
El local del saloon era grande, con numerosas mesas y un
mostrador amplio. Al fondo, un pequeño escenario donde actuaban
los «artistas».
Ben Keeping se sentó ante una mesa, no lejos del mostrador o
barra, observando el ambiente, las personas. Detrás del mostrador
estaba una mujer, joven, extremadamente bonita, vestida de luto
con sencillez.
En otros establecimientos, cuando eran dirigidos por mujeres,
éstas solían ser «duras», es decir, mujeres con un carácter que no
tenía nada de femenino. La experiencia, el conocimiento de los
hombres y sus asechanzas las convertían en desagradables y
dominantes. Por otra parte, no era su fuerte la moralidad.
Keeping observaba a aquella muchacha, que no contaría
seguramente más de veintidós o veintitrés años. No era una mujer
«dura» al parecer. Su rostro, de suaves facciones, más bien parecía
revelar cierta tristeza, o quizá aburrimiento. Hacía de cajera,
recogiendo el dinero que le entregaban los tres camareros. Tampoco
allí había camareras, aquellas mujeres más o menos bonitas,
ligeritas de ropa, encargadas de aligerar los bolsillos de los clientes
mediante el empleo de sus dotes más o menos seductivas.
El local estaba casi lleno, a aquella hora de las diez y media de la
noche. Unas cincuenta personas, calculó Keeping. Y las bebidas
preferidas, por lo que veía, el whisky, la ginebra, y, sobre todo, el
tequila, la bebida mejicana, sin duda debido a la proximidad con la
vecina nación. Los clientes, vaqueros, forasteros, al parecer, y otros
hombres vestidos con cierto lujo, incluso con trajes de ciudad.
Keeping dedujo que aquellos individuos podrían ser los traficantes de
marihuana. No parecían gentes dedicadas al negocio del ganado.
Keeping observaba todo esto con curiosidad, mientras tomaba su
taza de café, después de haber cenado en el hotel donde se
hospedaba. Pero su mayor atención estaba concentrada en aquella
muchacha, la dueña del establecimiento o quizá la cajera. Algunos
clientes la dirigían la palabra, y ella se mostraba extrañamente
circunspecta, reservada, seria. No era la mujer «dura» que
observara en otros sitios.
En el escenario, un grupo de mejicanos, hombres y mujeres,
cantaban y bailaban sus aires del otro lado de la frontera, casi en
medio de la indiferencia general
Los hombres charlaban, bebían, gritaban, disputaban. Había
otros, los forasteros de atuendos más elegantes, de ciudad, que
cuchicheaban, miraban a su alrededor con cierta desconfianza,
inclinados sobre las mesas para que los que estaban cerca no
pudieran oír lo que decían.
La puerta de dos hojas, de vaivén, se abrió para dar paso a tres
hombres, que se quedaron unos instantes parados antes de avanzar,
mirando a su alrededor con curiosidad. Luego se dirigieron hacia la
barra.
Keeping catalogó a uno de ellos, el más alto, vigoroso, vestido a
usanza vaquera, pero con cierta elegancia y ropas buenas, como el
jefe o algo parecido de los otros dos, vestidos como él.
Era un hombre de rostro en el que no había el menor asomo de
simpatía, y sí de desdén, dureza de sentimientos, los ojos siempre
entornados, un rictus de crueldad en sus labios finos. Era rubio
claro, casi albino, y la cara rojiza. Los otros dos tenían unas caras
innobles, como la de su amigo.
Ante la barra, pidieron al camarero unas jarras de cerveza. Pero
el tipo alto y que parecía el mandón, detuvo al camarero con un
movimiento de la mano.
—Que nos la sirva ella, esa chica guapa —ordenó en tono
tajante, señalando a la muchacha, que estaba haciendo la cuenta
que le presentaba un camarero.
—Ella no sirve. No es camarera. Aquí no las hay —repuso el
camarero secamente. Podría contar cincuenta años y era calvo, de
espaldas estrechas, aspecto débil. Y se dispuso a llenar las jarras de
cerveza.
—He dicho que nos las sirva ella. ¿Es acaso algo malo que lo
haga? Si eso cuesta más, lo daré con gusto. Pero que lo sirva ella —
y el hombre apartó la jarra de cerveza que le habían puesto delante.
Keeping, que estaba recostado en el respaldo de la silla, se
enderezó. Escuchaba lo que hablaban aquel tipo y el camarero y
comenzaba a sentirse molesto, interesado. El malcarado, al parecer,
tenía el capricho de que aquella bonita muchacha hiciera su
voluntad.
—Le digo que ella no sirve a los clientes —repuso el camarero
más agriamente—. Es la dueña, ¿sabe?, y no sirve a nadie. ¿Vas a
tomar la cerveza o no?
El hombre, que estaba entre sus dos amigos, silenciosos pero un
tanto burlones, aprobando con gestos lo que decía el otro, se apartó
y avanzó dos pasos hacia el lugar donde estaba la dueña, según
dijera el camarero.
—Preciosidad, quiero una jarra de cerveza, pero servida por esas
manitas —alargó las suyas y agarró una de la joven con fuerza,
mientras sonreía falsamente, mirándola de forma insultante—.
Vamos, sé buena… A mí no se me niega lo que pido.
—Haga el favor… —la joven, palideciendo, intentó zafarse de la
manaza del hombre echándose hacia atrás, pero el hombre se
inclinó y la sujetó, extendiendo los brazos por encima del mostrador,
y no la soltó, riendo groseramente—. ¡Estese quieto, le digo!
El camarero acudió en ayuda de la muchacha, pero los dos
hombres lo apuntaron con dos revólveres, riendo, impidiéndole
avanzar.
Keeping se levantó despacio de la silla. Varios clientes, en la
barra o sentados cerca, observaban lo que sucedía, pero en actitud
pasiva, sin deseos de intervenir al parecer.
—Ese perdonavidas… —murmuró un camarero al lado de Keeping
—. ¿No habrá quién le meta en cintura de una vez?
—¿Quién es? —preguntó Keeping, mirando con dureza al
hombre, que no soltaba a la dueña del local por más que ésta
pugnaba por soltarse, muy pálida, sacudiendo el brazo con fuerza.
—¿No lo conoce? Es Harding, un gun-man. Y los otros dos sus
secuaces, encargados de reírle las gracias y ayudarle si hace falta.
Llevan aquí varios días. Vendrán a cargarse a alguien, cobrando por
supuesto. ¡Eh, amigos! —avanzó el camarero, pálido pero decidido.
Pero el hombre no era joven y se podía ver que solamente la
indignación y quizá la estimación hacia la muchacha era lo que le
hacía ser valiente—. ¡Dejen en paz a la señorita!
Los dos secuaces del matón Harding le salieron al encuentro,
siempre riendo, alegres, insultantes, y le rodearon. Uno de ellos le
golpeó en la nariz rudamente. El otro le echó una zancadilla y le hizo
caer al suelo.
Harding, riendo también, estaba impidiendo que la dueña del
local se soltara. Los espectadores, ya casi todos los que estaban en
la barra o sentados ante las mesas, contemplaban la escena
callados. No hacían nada absolutamente por acudir en ayuda del
camarero, que se hallaba sentado en el suelo, mareado, el rostro
revelando el miedo.
Keeping avanzó despacio, los brazos colgando, el sombrero
vaquero echado hacia atrás. Parecía como si no tuviera ningún
deseo de mezclarse en aquella escena, por otra parte, tan corriente
en lugares como aquél.
Se colocó detrás del gun-man Harding y de repente disparó la
mano abierta hacia el hombre. Golpeó con el canto de la mano el
antebrazo del gun-man, que lanzó un grito de dolor, soltando
instantáneamente la mano de la bella joven.
—Deje en paz a la señorita —dijo Keeping en tono amable,
helado, mientras sus ojos azul oscuro brillaban extrañamente—. Y
váyase de aquí, por favor.
Los dos sayones de Harding, asombrados de que alguien osara
tocar a su jefe, avanzaron, ahora serios, las manos sobre la culata
del revólver.
—¿Por qué se mete usted en asuntos que no le deben interesar?
—preguntó uno de ellos, muy cerca de Keeping, mirándole con
fiereza—. Para que aprenda a… —y levantó la mano, dispuesto a
golpear al joven.
Pero Keeping, sin inmutarse, se le adelantó. Su puño derecho se
dirigió al mentón del amigote de Harding y en un giro de abajo
arriba le golpeó, haciéndole levantar la cabeza y echándolo hacia
atrás. Y la pierna del joven, la derecha, se levantó igualmente y la
bota se hundió en el bajo vientre del hombre, tirándole con enorme
violencia al suelo.
Quedó el secuaz tendido, despatarrado, casi privado del
conocimiento, gimiendo.
El otro amigo de Harding, que se disponía a pegar también a
Keeping, al ver cómo pegaba, tan dura y secamente, lo pensó mejor.
Echó la diestra a la culata del revólver para sacarlo y llevar las cosas
a una extrema gravedad.
Keeping, sin perder el aplomo escalofriante, extendió el brazo y
su mano abierta cruzó la cara del hombre, con el dorso, lanzándolo
al suelo. El hombre, asombrado, se pasó la diestra por la nariz, que
sangraba. Toda su hostilidad y fiereza parecía haberse desvanecido
de repente. Se levantó poco a poco, mirando con aprensión a
Keeping, buscando en un bolsillo un pañuelo, con el que se limpió.
La concurrencia, muchos de los hombres en pie, con-templaban
aquella escena con curiosidad no exenta de admiración. Y luego
observaron al matón Harding, testigo presencial de la derrota de-sus
sicarios.
El gun-man Harding se dedicaba a darse masaje en el antebrazo.
El golpe científico de Keeping sobre los músculos del brazo le había
producido un calambre muy doloroso que le impedía hacer uso del
miembro. Pero lanzaba miradas homicidas a Keeping. Llevaba el
gun-man dos «Colt» del 45 pendientes de la cintura. Esto parecía
indicar que podía emplear la mano izquierda para sacar el arma y
disparar.
—Esto le va a pesar, amigo —murmuró en tono lleno de rencor,
dándose masaje, lívido el rostro innoble—. No sabe con quién ha ido
a meterse…
—Ni usted tampoco al pretender ofender a la señorita —repuso
Keeping, sin perder de vista a los dos secuaces, que se habían
levantado del suelo y se arrimaban al mostrador con el aire de
perros castigados, la mirada baja, huidiza, olvidados al parecer de
que llevaban el revólver en la cintura—. Creo que es su obligación
pedir disculpas por su grosería. ¡Vamos, pídale disculpas!
—Déjelo, señor —murmuró la muchacha, muy pálida, asustada
—. No deseo…
—Es su obligación, señorita —repuso Keeping en tono seco—.
Harding, la señorita está esperando sus disculpas.
—¡Condenado entremetido! —vociferó el gun-man, dando dos
pasos atrás y dirigiendo su diestra al revólver del mismo lado—. ¡Se
acabó mi paciencia y ahora verá…!
Keeping dio un salto de costado y hacia delante. Y aunque ya
Harding tenía el revólver en la mano y en-filaba al joven, no pudo
disparar, por mucha que fuera su habilidad.
Los dos puños de Keeping le golpearon, con rapidez fulminante,
el estómago, haciendo que el matón se inclinara hacia delante, lívido
el rostro, contraído por el dolor. Y el otro puñetazo lo recibió en el
mentón. Un golpe seco, cargado de dinamita, que dio en tierra con
el gun-man, los pies por alto, quedando casi sin sentido.
Los dos secuaces, al ver que Keeping se ocupaba solamente de
Harding, creyeron llegado el momento que esperaban; una
distracción de su enemigo, el que les diera la espalda para
acometerlo a traición.
Se volcaron sobre el joven, tratando de impedirle todo
movimiento para luego machacarlo a golpes, patearlo. Harding
movía la cabeza, atontado, tratando de salir de la inconsciencia.
Keeping se vio sujeto por los dos hombres, y uno de ellos le
propinó un terrible puñetazo en la cara, que el joven eludió en parte
gracias a que ladeó la cabeza. Después, como si no le costara un
gran trabajo, extendió los brazos y lanzó a cada lado a los dos
hombres, trompicando.
Los espectadores, excitados, miraban con la respiración
contenida aquella lucha desigual del joven que se metía en un lío no
pequeño al enfrentarse con los tres facinerosos defendiendo a la
bella muchacha. Pero ninguno de aquellos hombres avanzaba un
paso para ir en ayuda de Keeping.
El joven, siempre con una tranquilidad estremecedora, como si
no se diera cuenta del peligro que suponía enfrentarse con aquellos
tres individuos traicioneros, arrebató los cinturones con los dos
«Colt» a Harding, que no opuso resistencia, mareado, dolorido por
los golpes. Y luego, avanzó hasta los dos secuaces, que le miraron
con pánico.
—Vuestros cacharros —tendió las manos, mirándoles fijamente—.
Para lo que os sirven…
—Ya hablaremos, ya hablaremos… —murmuró débilmente uno de
ellos, pero se desabrochó el cinturón aprisa, entregándoselo a
Keeping. El otro hizo lo mismo, desconfiado, temeroso de que los
puños del joven volvieran a golpearlo con aquella contundencia de
antes.
—Ahora, los tres a la oficina del sheriff —ordenó Keeping con una
sonrisa helada—. ¡Vamos, Harding, o lo llevo a rastras!
—Déjelo, señor —murmuró la dueña del local, y sonrió
encantadoramente a Keeping—. Le doy las gracias. Ellos tendrán
más cuidado en lo sucesivo. No quiero que le ocurra algo a usted…
—¿A mí? —dijo riendo Keeping—. ¿Estos coyotes acobardados
me van a hacer algo? ¡Vamos, carroñas, a la oficina del sheriff.
Y a empellones, rudamente, sin contemplaciones, empujó a los
tres hacia la puerta de vaivén entre las risas de los clientes y los
comentarios sarcásticos.
Seguramente que si Keeping hubiera perdido la pelea, aquellos
hombres hubieran celebrado con las mismas risas y elogios la
hazaña de los tres maleantes.
Keeping llevaba en la cintura un «Colt» del 45. Harding y sus dos
secuaces tenían esto en cuenta y les volvía dóciles, acobardados. No
había necesitado usarlo, pero podía hacerlo.
A empellones, los tres juntos salieron a la calle. Detrás Keeping
empujando a uno, a otro, al otro, cuando se apartaban un poco del
camino. Harding no cesaba de refunfuñar jurando, profiriendo
amenazas en voz baja. Nunca le había humillado nadie como aquel
hombre de alta estatura, delgado pero duro como el acero, que
sabía pelear a cuerpo limpio con una habilidad extraña, sin tener que
usar el «Colt» ni para amenazar con él.
La oficina del sheriff estaba más abajo, en la calle Washington, y
en ella hizo entrar Keeping a los tres maleantes, que hicieron algo de
resistencia, intentando revolverse por sorpresa contra el joven. Pero
se encontraron ante la negra boca del cañón del revólver de
Keeping, que les hizo avanzar sin más vacilaciones ni rebeldías.
Abrió la puerta el ayudante del sheriff, que se quedó mirando a
los cuatro hombres con algo de asombro.
—¿Está el titular? —preguntó Keeping, empujando a los
maleantes—. Traigo aquí a tres tipos que se obstinan en pasar la
noche en una celda y han hecho merecimientos para ello. Me llamo
Ben Keeping y soy forastero.
El sheriff Bradley, alto, fornido, de rostro enérgico, abrió la puerta
de su despacho al oír hablar a Keeping.
—Soy el sheriff. ¿Qué ocurre? —preguntó a su ayudante—. ¿Qué
quieren estos señores?
—Estos valerosos hombres, sheriff —dijo Keeping, en tono irónico
—, han querido hacerse los amos del saloon por la fuerza bruta.
—¡Es mentira! —bramó Harding en tono sulfurado—. ¡Este tipo
no sabe lo que es una broma y reacciona como una bestia! ¡Nos ha
pegado a los tres! Y para no meterle una bala en la dura cabeza,
venimos a pedirle que le imponga una sanción.
—La señorita Mosley, creo que así se apellida, le dirá, sheriff, que
este matón de oficio quiso propasarse con ella, ayudado por estos
dos ridículos gorilas. Intervine para que la dejaran en paz. Les pegué
porque ellos me querían zurrar. Hay cincuenta personas en el local
que afirmarán lo que le digo. Este tipo se llama Harding y es un
pistolero a sueldo, un tipo que debiera estar criando malvas hace
mucho tiempo.
Bradley lanzó una venenosa mirada a Harding, que se inmutó,
inclinando la cabeza.
—Solamente un rufián como usted —dijo Bradley, la voz dura,
seca— puede confundir a la señorita Mosley con una mujerzuela.
Cree que todo el mundo es como usted, vamos…
—¡Yo no le hice nada! —exclamó Harding en tono sulfurado—.
¡Solamente le pedí con buenas formas que me sirviera una jarra de
cerveza…!
—Y la sujetó por un brazo para obligarle a que lo hiciera —
retrucó Ben, amenazando con la mano a Harding, que se echó atrás,
temeroso—. ¿No pudo suponer, coyote sarnoso, que se trata de una
señorita, una mujer decente? Bien, de un pistolero no se pueden
esperar sino salvajadas.
—¡Yo no soy un pistolero, sheriff! —saltó Harding, el rostro
alterado por la rabia y el miedo—. ¿Puede probarlo usted? —se
encaró con Ben en actitud desafiante—. ¿Y quién es usted, a todo
esto? Mucho acusar, pero no sabemos quién es…
—¡Basta, piojo! —exclamó Bradley, agarrando por las solapas del
chaleco de piel a Harding y zarandeándolo.— ¡Basta con saber lo que
intentó con la señorita Mosley para que lo encierre y le imponga una
buena multa, como a estos tipos! Sturdey —dijo a su ayudante, que
es-taba a un lado, en la mano el revólver—, veamos qué llevan
encima estos caballeros.
El ayudante cacheó a los tres rápidamente. Llevaba Harding en
una cartera más de quinientos dólares en billetes, y trescientos entre
los otros dos sicarios, además de objetos diversos. Y una cajetilla de
cigarrillos de marihuana.
—La marihuana, por si era poco —murmuró Bradley, dejándolo
todo sobre la mesa—. ¿Quién se la ha proporcionado? —preguntó a
Harding, que era el que la llevaba encima.
—¡Ah, yo no sé! Un tipo. Nunca la he fumado y lo iba a probar —
repuso cínicamente Harding—. No me dirá que esa droga no se
vende aquí. Por todas partes. Y usted hace la vista gorda, me
parece. Por algo será, ¿no?
Bradley apretó las mandíbulas y levantó la mano como si fuera a
golpear al maleante, que sonreía con malicia.
—Sturdey, lleve a estos piojosos a una celda, y me los tiene
esposados, en pie, sujetos a los barrotes de la puerta. ¡Toda la
noche en pie! ¡Cien dólares de multa, Harding, y ustedes dos,
cincuenta cada uno!
—¿Y cuándo nos soltará? ¡Si no tiene pruebas, no puede
tenemos detenidos! ¡Y es un robo esa multa, porque no hicimos
nada!
El ayudante los empujó, bajo la amenaza del revólver, a una de
las celdas. El sheriff sonrió despectivamente.
CAPITULO II
Keeping miró al sheriff interrogadoramente, viéndole sonreír con
cierta amargura.
—¿Qué va a hacer? —le preguntó, cuando el representante de la
ley se sentó y comenzó a llenar la pipa con tabaco.
—Eso —murmuró Bradley, en tono impersonal—. Multarlos,
tenerlos la noche en pie… y soltarlos mañana por la mañana,
prohibiéndoles que pongan más los pies aquí.
—Pero, bueno —objetó Ben, sentándose ante Bradley—. A mí me
dijo un camarero del saloon que Harding es un pistolero. Y los otros
dos sus compinches. Y que seguramente han venido para realizar un
«encargo», un asesinato, vamos. Van a asesinar a alguien a cambio
de una cantidad…
—Señor Keeping, yo no tengo la menor referencia sobre Harding.
No he recibido orden de detenerlo. No sé realmente si es o no un
asesino a sueldo, aunque por lo que ha hecho revela que no es un
caballero. No puedo tratarlo como si fuera un pistolero tan sólo
porque alguien lo ha dicho. ¿Me comprende? Los que somos
autoridad no podemos salimos de ciertas normas legales, porque de
hacerlo se nos pedirían estrechas cuentas…
—Pero puede tenerlo encerrado como vago, maleante,
perturbador del orden público, y mientras tanto investigar, pedir
información a sus superiores, creo yo —dijo Ben en tono vivo—. ¿No
puede hacerlo?
—Señor Keeping, no tengo ningún deseo de que se me presente
un abogadillo malintencionado acusándome de abuso de autoridad,
de retención indebida de un hombre sin formular una acusación y
tener pruebas de ello —murmuró el sheriff, moviendo la cabeza—.
Me ocurrió ya con un tipo, un estafador, pero que tenía influencias, y
a poco me cuesta que me metieran en otra celda por supuestos
malos tratos y crueldad en los interrogatorios. Todo falso, pero
bueno para el abogado.
—Voy comprendiendo. Si usted suelta a esos facinerosos, porque
lo son, y un día, mañana, pasado, alguien respetable muere
asesinado por ellos, que han recibido la orden y el dinero para
hacerlo, ¿qué le queda por hacer a usted, si no puede demostrar su
culpabilidad? Dejarlos ir para que sigan matando. Yo, sheriff, le
aseguro que buscaría un medio, un renuncio de ellos, por leve que
fuera, para meterles una bala en la cabeza. Que intentaron fugarse,
quisieron asesinarle y obró en defensa propia…
—Eso es fácil de decir, señor Keeping. Pero muy difícil de hacer,
sobre todo si uno tiene conciencia y sentido del deber, que no debe
prostituirse. Si lo hiciera, me estaría acusando siempre de asesino,
más o menos legal. De ser como ellos, o peor aún. El tráfico de
marihuana me vuelve loco, amigo mío. De ahí nace la violencia, los
crímenes, la carencia absoluta de moral.
—Claro. Usted no adelanta nada con detener a un pobre diablo al
que encuentra unos cuantos paquetes de la droga para ganarse
unos dólares. Ese pobre diablo la ha recibido de otros, éste de aquél,
y así va corriendo de mano en mano el negocio. Lo que le interesa
es acogotar la fuente, el manantial que invade el mercado. Los
principales contrabandistas, los que entran cientos de kilos de
mercancía y la distribuyen solapadamente. Y eso es difícil…
—Es casi imposible. Toda la frontera que hace el río Grande,
hasta que desemboca en el mar en Brownsville, desde Tijuana, por
El Paso, Laredo y demás, es la senda del contrabando. Harían falta
miles de agentes, guardas de fronteras, confidentes, para paralizar
el tráfico. Se ventilan millones de dólares, pero son pocos los que se
los llevan: los grandes contrabandistas con sus redes de distribución.
Ben se levantó de la silla haciendo un gesto de hastío y
comprensión hacia aquel hombre, Bradley, que en medio de aquella
inmoralidad asfixiante, del vicio y la violencia, sabía conservar la
honradez y hacía por servir a la ley y a la justicia sin claudicaciones,
aunque supiera que sus esfuerzos eran vanos.
—Ya veo que es usted forastero, señor Keeping —dijo el sheriff,
sonriendo amistosamente—. Y por su acento es tejano. Ha venido
aquí por asuntos de negocios, a ver a algún pariente…
—Soy tejano, del norte, sheriff, y he venido a sondear la
posibilidad de establecerme aquí en ganadería. Poseo un pequeño
capital y quisiera ser independiente… Hasta ahora he desempeñado
cargos de capataz.
Sacó de un bolsillo unos papeles, certificados de ganaderos que
lo tuvieron a su servicio, y se los tendió a Bradley, que los examinó
por encima. Ben añadió:
—Soy también veterinario.
—Ya sabe que aquí el principal negocio es ser contrabandista —
repuso riendo el de la placa—. Lo demás es secundario, aunque
existen ranchos, granjas, algunas industrias pequeñas. Algunos
ganaderos lo son para ocultar el otro negocio, el de la marihuana,
mucho más productivo. No le será nada difícil comprar un rancho a
un precio barato. Y hacer buen negocio inclusive. Me complacerá
que sea usted vecino nuestro. Un vecino honrado, claro es. Porque
la tentación es fuerte.
—¿Y esa muchacha, la señorita Mosley? Me impresionó bastante
verla al frente del saloon, detrás de la barra. Las mujeres que rigen
en otras partes esa clase de establecimientos son, por lo general,
unos marimachos, sin moral, «duras». Ella no parece así. Tiene un
no sé qué de tristeza, de forzada resignación…
—Ha dado en el clavo, amigo Keeping. Lou Mosley está atada al
poste de tortura de dirigir el saloon, cuando todo su ser se rebela
contra ese oficio. Hace un par de meses murió su padre, que era el
dueño del establecimiento. Un hombre duro, como hay que ser para
eso, aficionado al alcohol. Lou no tiene ahora ningún pariente. Su
padre le ha dejado deudas que ella debe liquidar. Le exigió casi bajo
juramento que siguiera con el saloon, que fue lo que a él le iba, pero
no a ella. La pobre lo prometió, porque adoraba a su padre, y ahí
está, trabajando como una esclava para pagar esas deudas.
—Voy al saloon de nuevo para decir a esa muchacha que usted
va a echar de aquí a esos facinerosos y que se quede tranquila. La
lástima es que no pueda usted empapelarlos, sheriff. El pistolero es
la peor calaña de hombre que se pueda encontrar, incluso peor que
los abigeos y tahúres. No merecen ningún respeto.
—No puedo hacerlo sin pruebas, amigo Keeping. Yo también odio
a esa gentuza, y de no tener mi cargo, creo que me gustaría poder
meter una bala entre los ojos a tipos como ésos.
Ben se despidió del sheriff, que parecía un hombre íntegro, leal,
cumplidor de su deber, y por ello, algunas veces, atado de pies y
manos ante casos claros de injusticia por aquello de que la ley y la
justicia exigían pruebas irrefutables de culpabilidad para acusar.
El local estaba todavía casi lleno. Al ver entrar a Keeping, la
dueña del establecimiento, que estaba detrás de la barra, atenta al
servicio, sonrió ampliamente y miró con cierta ansiedad al joven.
—Bueno, señorita Mosley, esos tipos están encerrados en una
celda de la oficina del sheriff, esposados y sujetos a las barras de la
puerta y en pie. No dormirán mucho —dijo el joven, acodándose
ante el mostrador y mirándola afectuosamente—. El sheriff parece
un buen hombre. La estima mucho a usted.
—Gracias, señor —repuso la bella joven, y sonrió de nuevo—. Me
asusté mucho cuando usted intervino a mi favor, porque esos
hombres son muy peligrosos. De haberle sucedido algo me lo
hubiera reprochado duramente. ¿Quiere tomar algo? Me gustaría
invitarle…
—Un whisky bueno, señorita Mosley, si lo tiene. Hemos hablado
de usted, ¿sabe?… —vaciló un poco Keeping—. De los motivos por
los cuales está aquí, que no es lugar muy apropiado, si me permite
decírselo, para usted. Me lo ha contado el sheriff.
—Bradley es un buen amigo y consejero, en efecto. Supongo que
le habrá informado de que prometí a mi padre seguir con esto, me
guste o no. Lo voy haciendo lo mejor que puedo. Beba su whisky,
señor…
—Ben Keeping. Sinceramente me alegro de haberla conocido,
aunque haya sido en circunstancias poco agradables. Sobre todo
para usted. ¿No tiene usted ninguna persona, un hombre, como
administrador, encargado o algo así, que la ayude para que usted no
tenga que estar ahí, expuesta a molestias o incidentes como el
ocurrido?
—No, señor Keeping. Por ahora no me es posible tenerlo. He de
cumplir con obligaciones de tipo económico que me impiden realizar
gastos de esa clase. Y el caso es que es negocio, ¿sabe?, y más lo
será cuando esté liberado de ciertas cargas. He de estar aquí quiera
o no.
—¿Ha pensado en asociarse con alguna persona, un hombre
honrado, que pudiera atender este negocio en tanto usted, por
ejemplo, está en su casa, en sus quehaceres domésticos? ¿Un
hombre que rindiera cuentas lealmente, que usted pudiera examinar
y estar siempre al tanto del negocio a pesar de todo? —preguntó
Keeping con una sonrisa afable, no exenta de malicia.
—¡Oh, señor Keeping! —ella movió la cabeza en una expresión
de pesimismo—. ¿Quién se haría socio en un negocio que está
hipotecado, entrampado? ¿Quién aportaría un dinero para pagar
deudas?
—Usted ha dicho que este establecimiento rinde beneficios, ¿no?
—dijo Ben, en tono persuasivo—. Es decir, que una vez liberado de
esas deudas, se comenzaría a ganar. Es como cuando se comienza
un negocio. Hay que poner dinero, establecerse, y luego ver si es
realmente negocio. Si no lo es… se pierde. Si lo es, uno va adelante.
—En efecto, señor Keeping, pero mi padre me dejó esto en unas
condiciones especiales. Yo no veo la posibilidad de librarme nunca
de las deudas, sobre todo la principal. Es largo de contar y no quiero
hacerle perder su tiempo. Puede decirse que este establecimiento no
es realmente mío mientras no sea posible librarme…
—Creo que comprendo. Señorita Mosley, yo no tengo prisa
alguna. Me gustaría hablar con usted más extensamente de todo
esto. ¿Sabe que me interesa usted y su negocio? ¿Querría
concederme un rato, pero no aquí, con el mostrador entre ambos,
sino en otro sitio, en su casa, o en el hotel donde me alojo?
—¿Es que se interesa por mí y esto que llama mi negocio? —la
muchacha miró a Keeping con cierta suspicacia—. Debe perdonarme
que le diga que no le conozco, que no sé nada de usted, excepto
que hace un rato se comportó conmigo muy noblemente, y se lo
agradezco. Pero, por otra parte…
—Por eso deseo que hablemos. Entre dos personas de buena fe
no es difícil el entendimiento. Yo le expongo mi idea, y si no le
agrada, no ocurre nada. Por eso no voy a profesarle odio, en lugar
de la simpatía que ya le tengo. El sheriff me ha hablado de usted y
ha confirmado esa simpatía mía. ¿Quiere que hablemos?
—¿Ahora? —preguntó ella, ruborizándose ligeramente, confusa—.
¿No cree que sea demasiado tarde para hablar de estos asuntos,
que requieren tiempo? Podríamos dejarlo para mañana por la
mañana, en que estoy menos ocupada.
—De acuerdo. ¿A qué hora vengo? Deseo que piense sobre esta
proposición mía, señorita Mosley: estudie la posibilidad de que nos
asociemos los dos para llevar este negocio. Yo tengo un capital de
unos cincuenta mil dólares. Aportaría lo que hiciera falta para dejarla
libre de deudas y cargas que pueda tener, y luego trabajar unidos.
Nos pondremos de acuerdo en cuanto a los beneficios, la mitad cada
uno o algo menos yo. Estúdielo, consulte con personas que le
merezcan confianza y mañana hablaremos. ¿Qué le parece?
La muchacha miraba a aquel hombre, a quien no conocía, como
si fuera un beodo, un excéntrico.
—No sé qué decirle, señor Keeping… —murmuró, azorada—. No
he pensado en semejante eventualidad.
—Piénselo. El sheriff la tiene a usted en mucha estima. Pídale su
parecer, y a otras personas de su confianza. Piense también que yo
no voy a quedarme con su negocio. Haremos un contrato legal, una
escritura, lo que desee. Yo iba a establecerme aquí como ganadero,
pero este asunto del saloon me está gustando. Le hace falta un
hombre para llevarlo, un hombre serio, honrado. Le dejo los
certificados que tengo para que vea que no trata con un
desaprensivo. ¿A qué hora quiere que venga a visitarla?
—A las once. Pero no puedo ahora comprometerme a nada. Mi
padre me pidió que yo siguiera aquí…
—Ya lo sé. No pretendo que me dé ahora una respuesta. Tómese
el tiempo que desee. Hasta mañana, señorita Mosley. Crea que me
siento feliz por haberla conocido. A veces, una persona siente, de
repente, simpatía, afecto, hasta amor, por otra, la primera vez que
se ven. Otras veces es antipatía, odio, repulsión. Yo la estimo
sinceramente. Hasta mañana.
Y Ben, sonriendo, saludando con la mano, salió del
establecimiento ante la mirada atónita de Lou. No sabía quién era
aquel hombre tan alto, tan fuerte, aunque delgado, de rostro lleno
de simpatía, fácil a la sonrisa franca, y en sus ojos azules reflejada
aquella franqueza y simpatía. Y que, por otra parte, un rato antes,
se había enfrentado con tres pistoleros, jugándose la vida
limpiamente, por defenderla. Un rasgo que a ella la conmovió
profundamente y, por qué no decirlo, hacía que le fuera simpático,
atractivo.
Ahora él le hizo una proposición desconcertante, extraña. ¿Por
qué aquel interés ante un asunto, el del saloon, que no tenía nada
de atractivo?
La muchacha, nerviosa, dijo al encargado de la barra, un
dependiente de su confianza, como lo fuera de su padre, que iba a
ver al sheriff y que mientras tanto cuidara de todo.
El sheriff Bradley recibió a la muchacha con una sonrisa paternal,
levantándose de su sillón.
—Ya me ha contado lo que ha sucedido contigo ese hombre, Ben
Keeping, querida —dijo, indicándole una silla al otro lado de la mesa
—. Debiste haberme avisado por un camarero y lo hubiera arreglado
yo. Esos tipos están en la celda…
—No vengo a eso, Stewart, aunque te lo agradezco. No quiero
buscarte más quebraderos de cabeza de los que ya tienes. Vengo a
hablarte de Keeping, ese hombre desconocido. ¿Sabes que me ha
propuesto que me asocie con él, aportando el dinero necesario para
saldar las deudas que me dejó mi padre? Iríamos a medias, o menos
para él, según me ha dicho. Quiere que lo estudie, que lo consulte
con mis amistades. Y deseo me digas qué te parece. Eres como un
segundo padre para mí…
—¡Vaya, vaya!… —murmuró Bradley, sonriendo con cierta
picardía—. Ese muchacho va de prisa, sabe lo que quiere… y a quién
quiere.
—No te entiendo —Lou se sonrojó, mirando a Bradley con
suspicacia—. Mira, me ha dejado estos certificados —se los entregó
a su amigo—. Parece un buen hombre, pero no se sabe…
—Ya los he leído. Me dijo que tiene un capitalito…
—Cincuenta mil dólares, según él. Pensaba ser ganadero aquí,
pero dice que quiere asociarse conmigo —repuso ella—. Le dije que
el saloon no va bien por las grandes deudas que tengo, pero eso al
parecer no le importa. ¿Por qué ese interés, dime?
—Cuando saldes esas deudas, hija mía, el local será un buen
negocio, y eso lo sabe él. Puede haber otra causa, aún más
poderosa —volvió a sonreír el sheriff maliciosamente, observando a
la muchacha, que se sonrojó de nuevo, confusa, bajando la mirada
—. Tú nunca has estado enamorada, hija mía, que yo sepa. Hay
personas, hombres y mujeres, que se enamoran casi
repentinamente. Otras, se pasan la vida esperando un amor que
nunca llega. ¿No me entiendes, Lou?
—No. Y sobre todo, que no veo que tenga eso nada que ver con
lo que me propone Keeping, que es un negocio de lo más material
que pueda existir —repuso ella, algo impaciente.
—No lo creas. Keeping acudió en tu ayuda valientemente porque
le has inspirado cierto afecto. La simpatía, la admiración hacia ti…
Cree haber encontrado en ti la mujer con la que ha estado
soñando… —dijo Bradley en tono enternecido, paternal.
—¡Pero si no sabemos si es casado o soltero, si tiene novia o
quiere a otra! —exclamó la joven—. ¡Estás divagando! Siempre has
sido muy romántico, Stewart, y si no que lo diga tu mujer, a quien
adoras como si fueras un muchacho, aunque hace quince años que
te casaste.
—Sabemos muy poco de ese hombre, es cierto, pero me da en la
nariz que se trata de un tipo decente, tal vez tan romántico como
yo, a mucha honra, que te ha visto, se ha enamorado de ti y busca
estar contigo, ayudarte, protegerte… y lo demás. Por eso salió en tu
defensa. He hablado con él y cuando le he contado lo que te sucede,
se mostró muy afectado, conmovido. Ya se estaba enamorando de
ti, hija mía. Lo confirma la proposición que te hace. Ahora, tú verás.
Lou se quedó pensativa, desconcertada.
—No me sacas de dudas. No he venido para que me digas que
yo vea lo que he de hacer. Para eso no merecía la pena venir a
molestarte. Lo que quiero que me digas es si debo aceptar su
proposición de asociación. No le conocemos. Parece que es un buen
hombre, es simpático, ha tenido conmigo un rasgo que le
agradeceré siempre…
—Veo que tu corazón se inclina hacia él, hija mía —rió el sheriff
—. Mira, como yo voy a estar toda la noche aquí, de guardia, voy a
redactar un borrador de contrato para vuestra asociación. Indicaré lo
preciso para que tú tengas una mayor participación que él, ciertas
ventajas a tu favor para el caso de disolución de la sociedad.
Mañana por la mañana lo lees y después hablas con él. Mientras
tanto, piensa sobre ello y adopta una resolución. Yo siempre te
apoyaré, ya lo sabes. Voy a pedir, por correo, informes a estos
ganaderos que indican los certificados, para que me den referencias
más amplias. Creo que no debes comprometerte con Keeping antes
de que sepamos quién es. Dile que tienes que estudiarlo y que
dentro de unos días le contestarás.
—Eso ya me gusta más, Stewart —la muchacha se levantó de la
silla y se acercó, besándole, mientras reía, en una mejilla—. Gracias.
Eres mi segundo padre, siempre lo he dicho. Hasta mañana.
Lou volvió al saloon. Estuvo allí hasta la hora del cierre, la una de
la madrugada. Luego subió a sus habitaciones en la segunda planta
del edificio.
Se acostó. Pero no pudo conciliar el sueño hasta casi la
madrugada. Estaba nerviosa, inquieta. No se alejaba de su mente
aquel hombre, Keeping. Cuando pensaba que debía tener cuidado
con él, por ser un desconocido, y mirarlo mucho antes de
comprometerse con él, aquel pensamiento se veía desbordado,
apartado por la visión en que aquel hombre aparecía en aquellos
momentos en que él la libró de la grosera humillación que quiso
infligirla el pistolero Harding con sus dos secuaces.
Y luego la oferta de él, extraña, que parecía envolver un deseo
de ayudarla, protegerla delicadamente… Amor, según el romántico
sheriff Bradley…
A las once de la siguiente mañana, Keeping entró en el saloon
con su paso tranquilo, casi bonachón, la sonrisa en los labios. Lou
estaba ya detrás del mostrador haciendo cuentas, ayudada por el
camarero de la barra.
—Un momento, señor Keeping —dijo ella en tono algo azorado,
pero sonriendo mientras sentía en su lindo rostro cierto calor. Se
estaba ruborizando y no quería que él lo notara—. Estoy terminando
estas cuentas.
—No hay prisa, señorita —repuso Keeping, sentándose ante una
mesa—. Me doy cuenta, de manera que si ahora no puede
atenderme, volveré cuando me lo indique. No ha de ser hoy
precisamente, sino cuando usted lo desee.
—No se vaya. Dentro de diez minutos hablaremos —repuso ella
precipitadamente, como si temiera que él se marchara decepcionado
—. Mira, Eddy, estas cuentas las vamos a dejar para luego. Vamos,
señor Keeping, a mi despacho de arriba. Haga el favor de seguirme.
Las hojas de la puerta de vaivén fueron empujadas con violencia
y penetraron en el local el pistolero Harding y sus dos secuaces, que
sonreían maliciosamente. Pero al ver a Keeping cambió aquella
expresión de sus caras, para tomarse seria, sorprendida, inquieta.
—¿Ya les ha dado suelta el sheriff? —preguntó Ben, la diestra
sobre la culata de su «Colt», abiertas las piernas—. Veo que ha
cometido un error u olvido. Les ha entregado las armas. Unos
maleantes como vosotros no deben ir armados. Los ahorcados no las
necesitan.
Harding no contestó. Avanzó hacia la barra, hosco, mohíno.
—Tres dobles de whisky —pidió al camarero.
Lou miraba a los tres hombres con sorpresa y temor, y luego a
Keeping, que avanzó hacia los tres tipos.
—No les sirva —dijo el joven al camarero—. Aquí no hay sitio
para vosotros. Ni en el pueblo, ni en la comarca. ¿No os lo ha dicho
así el sheriff? ¡Pues largo de aquí! ¡Ah, y las armas al suelo!
—¡El sheriff nos las ha entregado! —rugió Harding, lívido su
rostro, mirando con ferocidad al joven—. ¡Ya hablaremos más
despacio usted y yo, ya nos veremos! ¡Lo mismo que con esta
remilgada estú…!
Keeping, que se había acercado aún más a los tres hombres, la
mano tendida para quitarles las armas, con un movimiento
velocísimo del brazo llegó con el puño cerrado a la cara del pistolero,
en un golpe seco que sonó como un disparo.
Harding cayó al suelo como fulminado, los pies por alto, cerrados
los ojos. Los otros dos hombres, sobrecogidos, no osaron moverse.
Keeping tema en la mano su revólver y sonreía fríamente.
—Las armas al suelo —ordenó con voz tensa—. ¡Vamos!… ¡Las
de ese tipo también, y lleváosle aprisita de aquí!
—El sheriff nos las entregó —objetó uno de ellos tímidamente.
—Y yo os las quito. ¿Algo que oponer? Me gustaría que
intentarais «sacar», para acabar con vuestras perras vidas en
defensa propia. ¡Animo, valientes!
Los maleantes se desabrocharon los cinturones y los arrojaron al
suelo. Luego ayudaron a Harding, que recobraba el conocimiento,
mirándoles con asombro. Entre los dos se dirigieron a la salida.
—Lo dicho, amigo —dijo Harding, volviendo la cabeza para lanzar
una mirada venenosa a Keeping—. Ya hablaremos…
—Cuando eso suceda, cobarde coyote, piensa que vas derecho a
la muerte Como si te suicidaras, vamos… ¡Largo de aquí! —repuso
Keeping en tono duro, avanzando un paso hacia ellos.
Salieron los tres aprisa. El joven se volvió hacia la atónita Lou,
que había presenciado la escena llena de temor, como los tres
camareros. Rió alegremente, encogiéndose de hombros, y recogió
los cinturones y revólveres de los pistoleros, dejándolos sobre la
mesa.
—Es el lenguaje y el trato que entienden, señorita Lou —dijo en
tono despreocupado.
—Pero siempre hay que temer sus asechanzas, Keeping —
observó ella con acento grave—. Son traicioneros, rencorosos, y
esperan su oportunidad. No es para tomarlo a broma…
—No lo tomo a broma. Conozco bien a esa gentuza. Pero
también ese matón y sus secuaces ya saben que conmigo no se
juega. Y son cobardes como conejos ante el lobo. Han tenido
muchas oportunidades, se las he dado yo, para sacar sus armas. No
lo han hecho… Temen morir y eso les hace prudentes. En fin,
señorita, lamento haber dado este espectáculo. Cuando quiera
podemos hablar de lo otro.
—Debo darle las gracias de nuevo, Keeping —dijo ella—. Venían
seguramente a insultarme, cualquiera sabe a qué… Usted lo ha
impedido de nuevo. Ha hecho como si ya fuera socio mío, dueño de
esto.
—Como debe hacer todo hombre decente, y nada más —repuso
Ben, apartándose un poco para que ella pasara hacia la trastienda—.
La sigo.
En la trastienda, donde ella tenía un pequeño despacho, había
una escalera que terminaba en la planta superior, las habitaciones de
ella. Lou, sintiendo una alegría que no sabía a qué achacarla,
notando el calor de sus mejillas, subía delante. Oía los pasos recios
de Keeping, el hombre que, según Bradley, estaba enamorado de
ella. ¿Por qué se sentía ella confusa, contenta, extraña?
CAPITULO III
En un gabinete bien amueblado, en el que se notaba la influencia
femenina, de buen gusto, se sentaron en unos sillones de cuero.
—He estado estudiando su proposición, Keeping… —empezó Lou,
evidentemente confusa, preocupada, sin saber cómo empezar a
exponer lo que quería decir a aquel hombre que, sentado, el cuerpo
vertical, deferente el gesto, pero siempre sonriendo con simpatía, la
estaba observando—. Antes de decirle si acepto o no ser parte en el
negocio, con usted, creo que debe saber algo importante. Y es
conocer el estado económico en que me encuentro…
—Ya me lo dijo ayer. Tiene ciertas deudas que le dejó su padre.
Trabaja usted valientemente por liquidarlas, y luego volverá a la
normalidad —interrumpió Ben, cual si no le importara mucho aquel
aspecto del asunto—. Dígame cuánto es lo que debo aportar para
liquidar esas deudas.
Lou movió la cabeza, contrariada. Se levantó del sillón, fue a un
secreter de madera fina, brillante, y abrió una de las puertecillas.
Hurgó un poco y sacó un fajo de papeles, que examinó por encima.
—Facturas por pagar a proveedores, pagarés. Véalos usted. No
quiero en modo alguno que sin saber detalladamente cómo va a
invertir su dinero, lo haga. Examínelo usted. Y si después me dice
que renuncia a ser mi socio, no lo tomaré a mal. Mi aportación son
deudas, Keeping. Claro que una vez saldadas sería otra cosa. Pero
véalo —le entregó los papeles, que Keeping tomó con un gesto de
resignación.
—No veo que sean deudas muy grandes, señorita Mosley —dijo
después de examinar los papeles y anotar detrás de uno de ellos las
cifras y sumarlas—. Unos tres mil quinientos dólares en total. Yo
pensaba aportar cuatro o cinco mil. Si hiciera falta más, lo daría.
—¿Ha leído bien el recibo de Jesse Hope? —preguntó la joven,
muy seria—. Léalo de nuevo, haga el favor. El de los tres mil dólares,
un préstamo que ese hombre hizo a mi padre el año pasado. Y las
cantidades que a cuenta de ese importe le abonó mi pobre padre.
Keeping lo buscó y lo leyó de nuevo, intrigado. Luego frunció el
ceño y miró a la joven fijamente.
—Aquí dice que entregó a su padre tres mil dólares y que le
serán abonados en los plazos y cantidades estipulados hasta su total
liquidación —dijo el joven. Luego dio la vuelta al papel y lo leyó—.
Su padre ha anotado que lo pagado, hace tres meses, era 2.500
dólares. Es decir, que queda muy poco, y eso lo liquidaremos ahora.
Es un recibo extraño, Lou…
—Y tanto, Keeping —murmuró la joven, inclinando la cabeza,
muy triste—. Es una deuda que jamás se extinguirá. Mi pobre padre
fue a solicitar ese préstamo a un vampiro, un usurero sin escrúpulos.
Yo le entregué hace un mes los quinientos dólares que faltaban,
para liquidar la deuda, y me mostró otro recibo, firmado por mi
padre. Una catástrofe, se lo aseguro…
—Lo siento. Me figuro lo que ocurrió. ¿Quiere explicármelo? —
dijo Keeping, envolviendo a la muchacha en una mirada compasiva,
llena de comprensión.
—Sí. Quiero que lo sepa todo. Después, lo repito, no me
sorprenderé ni me sentiré molesta al negarse a participar conmigo
en este negocio. Mi padre era un alcohólico, Keeping —ella inclinó la
cabeza, apesadumbrada—. Un hombre bueno entre los buenos, pero
dominado por el alcohol. Su razón flaqueaba lamentablemente. Tenía
manías, caprichos, excentricidades. Gastaba el dinero en cosas
absurdas, y como después le faltaba para lo que hacía falta, pagar a
los que enviaban bebidas y los demás artículos, pedía prestado. A
quien fuera.
Keeping movió la cabeza, dando vueltas al recibo del usurero
Jesse Hope y las anotaciones de las entregas hechas por el padre de
Lou y por ella misma.
—Para comprar un terreno a la orilla del río, que le dijeron era
muy bueno para ganado, pidió los tres mil dólares a Hope. Luego
resultó que ese terreno no vale para nada. Es pantanoso, rocoso…
—¿Quién le vendió semejante ganga? —preguntó Keeping,
preocupado al ver la tristeza de la joven—. ¿En qué pensaba su
padre al dejarse engañar así?
—Se lo vendió el mismo Hope. Se dedica a la compraventa de
terrenos, ranchos, granjas, lo que sea. Y da unas «facilidades» como
las que le dio a mi padre. Cuando lo compró, estaba totalmente
ebrio y no sabía lo que vio. Hope le dijo que era una ganga… El mes
pasado, cuando fui a liquidar esa deuda, Hope me mostró el recibo
verdadero firmado por mi padre. Estando borracho, claro. Los
intereses de la deuda eran del veinte por ciento… mensual. ¿Se da
cuenta?
—¡Por Dios! —exclamó Keeping, levantando las manos desolado
—. Bueno, un papel así solamente lo firma un loco o…
—Un pobre hombre que no razonaba. Como si fuera una criatura
de seis o siete años. Hope me dijo que mi padre sabía
perfectamente lo que firmaba. Por tanto, la falta de pago de una
mensualidad le daba derecho legal a quedarse con el saloon. Una
deuda que no tiene fin… Mensualmente he de presentarle cuentas
de los ingresos y gastos, como si fuera suyo todo. ¿Cómo hemos de
asociarnos, Keeping, en un negocio que no es mío, sino de Hope?
Mientras le vaya dando dinero, él se lo guarda y espera un fallo mío.
Me lo quitará todo sin vacilar…
—Catastrófico, en efecto —concedió Keeping tras encender un
cigarrillo—. Pero usted, al morir su padre y ver lo que sucede, ¿no lo
consultó con nadie? Su amigo el sheriff, por ejemplo. Lo que hace
Hope es ilegal, criminal, fuera de la ley…
—No se lo he dicho. Sé que Stewart Bradley, el sheriff, que me
quiere como a una hija, no podría hacer nada legal. Mi padre firmó y
eso queda firme. Quiero evitar que Bradley recurra a la violencia y
aplaste a ese hombre. Luego se vería metido en un lío grave. Esta es
la situación, Keeping. Le ruego que no lo diga, sobre todo al sheriff.
Y no le pregunto si está dispuesto a asociarse conmigo. ¿Para qué?
—sonrió ella con inmensa tristeza, mirando a Keeping con dulzura.
—Bueno, bueno… —Keeping se levantó y fue hasta la ventana
que daba a la calle—. Va usted demasiado lejos, me parece, al
asegurar que yo voy a renunciar a la sociedad entre ambos. No lo he
dicho…
—Entonces, ¿qué es lo que piensa hacer? Le he hablado con
absoluta sinceridad. Estoy atada de pies y manos a Hope, no veo la
posibilidad de librarme de él… —repuso Lou, extrañada por las
palabras de Ben.
—Trataré de arreglarlo yo. Todo lo que me ha dicho no hace sino
afirmarme en la idea de asociarme a usted. ¿Quiere que redactemos
un contrato, que se puede elevar a escritura pública?
—No le entiendo, Keeping —Lou le miraba con extrema
curiosidad—. ¿Cuál es la idea que le guía a asociarse conmigo? Me
gustaría que fuera sincero. ¿Es la compasión? No me gusta que me
compadezcan. Hago cuanto puedo por resolver yo misma mis
propios asuntos…
—Me quiero asociar porque veo que, eliminadas esas dificultades,
el saloon es negocio. Quiero ayudarla también. ¿Es pecado que
sienta por usted una gran simpatía y, aunque nos conocimos ayer,
me parezca que somos amigos de toda la vida?… ¿Tiene redactado
un contrato? ¿Quiere asociarse conmigo? ¿Quiere que espere lo que
haga falta para asesorarse? No tengo prisa, no quiero que vea en mi
deseo una coacción. ¿Quiere que seamos socios? Piénselo…
—¡Está bien! —Lou dio un golpe en la mesita, su rostro
expresando una determinación firme—. ¡Quiero asociarme con
usted, pero ya ha visto cuál es la situación! Vea este contrato —puso
sobre la mesa un papel—. Léalo y vea si le agrada. Si hay algo que
no le gusta, lo corregiremos.
Sonriendo, Keeping se acercó y leyó el contrato redactado por
Bradley. Se sentó y miró a la joven con simpatía.
—No hay que quitar ni poner una sola coma. ¿Tiene una pluma?
Voy a firmarlo. Usted se queda con el original y yo con una copia.
Después lo legalizará un abogado en el registro de contratos.
—Pero… —Lou iba de asombro en asombro—. Keeping, es usted
un hombre extraño. ¿No ha visto que en ese contrato todas las
ventajas son para mí? Yo no lo redacté. Lo hizo alguien que me
quiere mucho…
—Las ventajas que usted obtenga serán ventajas para mí
también. Un día llegará en que me comprenda. Deme una pluma y
tinta, haga el favor.
—No le entiendo. No sé qué quiere decir —Lou le miraba con
ansiedad. Pero se levantó y sacó del mueble una pluma y una botella
de tinta. Keeping firmó el original y la copia sonriendo.
—Ya somos socios, Lou. Llámeme Ben. Ahora quisiera pedirle una
cosa —se acercó a ella, sonriendo cariñosamente—. ¿Me permite
que le dé un beso para sellar esta amistad nuestra? Un beso
respetuoso…
Lou sintió como una especie de mareo, cerrando los ojos, sin
retroceder. Sintió que los poderosos brazos del hombre la enlazaban
la cintura y la atraían hacia él dulcemente. Levantó la cabeza y le
miró. Creía que el beso lo recibiría en la mejilla, en la frente. Pero en
sus labios entreabiertos sintió una presión fuerte, ardiente, larga.
—Ben… —musitó ella, apoyando su cabeza en el pecho de él—,
no ha sido un beso… amistoso —sonrió, separándose de él, turbada,
muy feliz.
—Gracias, Lou. La he besado como quería, como lo estaba
deseando. Ahora tengo que trabajar. Voy a hacer una visita a ese
Hope. Hábleme de él. ¿Tiene familia, esposa, hijos? Supongo que
todo el mundo le odiará.
—Vive solo, pero tiene un hermano, menor que él, que según
dicen es tan canalla como Jesse. Vive en un pueblo cercano. No
tiene esposa ni hijos. Su único amor es el dinero. ¿Qué va a hacer?
—Hablar con él. Tratar de liquidar la deuda. Ya veremos… Me
marcho, querida. Voy a imponer en el Banco seis mil dólares para ir
pagando las otras deudas. ¡Todo irá bien, linda muñeca! —la miró de
pies a cabeza, sonriendo siempre lleno de cariño—. ¡Qué bonita es
usted, y cuánto me gusta!
La muchacha no sabía si reír o mostrarse severa ante aquel
entusiasmo de él. Solamente sabía que era inmensamente feliz. Y
que tenía que contenerse para no soltar la risa delatora y ponerse a
brincar agarrándole de las manos.
—Tenga cuidado, Ben —dijo en tono admonitorio—. Con Hope,
quiero decir. Es peligroso. Como sabe que no tiene más que
enemigos mortales, va armado siempre y es astuto como un coyote.
—No se preocupe. Ahora me siento iluminado, inspirado por
usted. Yo tampoco tengo familia. Uniremos nuestros destinos y ya
verá cómo la felicidad llama a nuestra puerta. Hasta luego, Lou,
preciosa.
Y Lou se quedó sentada, con los ojos abiertos, pero soñando. La
felicidad, como dijera él, estaba entrando, llamando a su puerta. Ben
la golpeaba con fuerza y se adentraba en su corazón. Iba a hacerse
dueño de él…
Ben se dirigió al Banco local, después de haber recogido en el
hotel donde se hospedaba seis mil dólares en billetes.
—Deseo hacer este ingreso en la cuenta corriente de la señorita
Lou Mosley —dijo al cajero, dejando los billetes ante él—. Quisiera
que este dinero pudiera ser retirado tanto por ella como por mí,
indistintamente. La señorita Mosley se ha asociado conmigo para el
negocio del saloon. ¿Hay inconveniente?
El cajero miró con asombro a Keeping por encima de sus gafas.
—No, ninguno, señor. No encontrará en todo el pueblo nadie que
no aprecie a Lou. Pero la situación económica de ella, la verdad, no
es floreciente. El Banco tiene la obligación de…
—Ya lo sé. Precisamente para pagar esas deudas yo impongo ese
dinero, como socio. Luego, todo se arreglará.
—De acuerdo. Haga el favor de rellenar este impreso, firmándolo,
para reconocer su firma. Lou es una mujer honrada, fiel cumplidora
en todo. Su padre la dejó en muy mala situación, pero ella trabaja
valerosamente por cumplir los compromisos que adquirió su padre.
Tenga este talonario de cheques. Cuando quiera puede retirar
dinero, o ella. Señor Keeping, estamos a sus órdenes.
El joven se marchó sonriendo, alegre. Iba por la calle principal y
detuvo a un hombre.
—¿Sabe dónde vive el señor Hope, Jesse Hope? —le preguntó.
—¿Hope? ¡Je! —el hombre, de mediana edad, le miró con
suspicacia—. ¡Ojalá no supiéramos quién es ese tipo!… Un consejo,
muchacho, y perdone la intromisión en sus asuntos privados. Si va a
pedirle dinero, porque es un vampiro, amárrese antes de firmar
nada. Hope vive ahí, a la vuelta de aquella esquina, en West Street,
6. Una casa de dos pisos.
El hombre se alejó rezongando, volviendo de vez en cuando la
cabeza para observar a Keeping, que caminaba hacia la dirección
indicada.
West Street era una calle más bien estrecha, que nacía en la vía
principal, Washington Street, y terminaba en otra calleja, que daba a
su vez al campo. Los edificios constaban de una o dos plantas, nada
modernos. La calle tenía el piso de tierra, las aceras no existían
apenas. Keeping se dijo que Hope era ruin hasta en la elección de su
domicilio.
El número 6 de la calle era una casa de dos plantas. Tenía dos
ventanas, además de la puerta, abajo, y otras dos en el piso
superior.
Keeping sonrió al ver que todas aquellas ventanas tenías rejas.
Hope tomaba sus precauciones ante un posible asalto a su casa. La
puerta era de madera, pero forrada con una chapa metálica, casi
como la de un Banco. Disponía también de una mirilla para ver
desde dentro quién llamaba.
Dio con la palma de la mano dos recios golpes en la puerta. Y su
diestra se posó sobre el mango de un cuchillo de caza que llevaba a
la cintura y que había recogido de su maleta. Su sonrisa irónica se
acentuó cuando oyó pasos recios que se acercaban.
—¿Quién es? —preguntó una voz bronca, y el pequeño ventanillo
se abrió y unos ojos le miraron inquisitivamente en la penumbra del
interior—. ¿Qué desea?
—Un asunto de negocios, señor Hope. Sobre un préstamo.
¿Puede atenderme? Si no, iré al Banco —repuso Keeping en tono
cordial.
Se corrió un cerrojo, que hizo bastante ruido, y la puerta se abrió
un poco.
Keeping miró de pies a cabeza al vampiro. Era alto, joven
todavía, de unos cuarenta años, fornido. Su rostro, no obstante,
tenía arrugas y una extraña palidez, brillando sus ojos azules claros
con un fulgor que parecía revelar la avaricia, la alegría que debía de
sentir al atrapar una nueva presa.
—Pase —dijo secamente, señalando con la mano la escalera, más
oscura y empinada. Keeping vio que llevaba al cinto un revólver de
largo cañón—. Vamos a ver si nos entendemos, señor…
—Keeping. No dudo que nos entenderemos, señor Hope —repuso
el joven, en tono jovial—. Me han dicho que es usted muy
considerado. Se trata de unos tres mil dólares.
—Doy muchas facilidades, señor Keeping.
Subían las escaleras, él delante, y su voz era ahora afable, casi
alegre. Pero de vez en cuando se detenía para toser y respirar
hondamente, como si tuviera asma.
En un pequeño despacho, con dos armarios y estantes, y una
mesa con papeles, Hope invitó a sentarse a su visitante en un sillón
delante de la mesa, haciéndolo él, jadeante, muy pálido.
Keeping era veterinario, había estudiado Medicina además, y
observó con cuidado a aquel hombre, pálido el rostro, que aspiraba
el aire con ansiedad, como si se ahogara. Conjeturó que debía de
padecer alguna enfermedad del corazón. Tal vez por lo podrido que
lo tenía…
—Bien, señor Keeping —dijo Hope, haciendo un esfuerzo para
aparecer normal—. Usted dirá en qué puedo servirle. ¿Una hipoteca,
un préstamo?
—Es referente a un préstamo que hizo usted al señor Mosley, de
tres mil dólares —repuso Keeping, en tono tranquilo, sin dejar de
observar la mirada, el rostro del usurero—. Deseo liquidarlo. Me he
asociado con su hija en el saloon. ¿Cómo puedo hacer esa
liquidación?
Hope se estremeció. Su rostro se coloreó un poco, pero en
cambio la respiración se le hizo más difícil, sibilante.
—¡Alto! De manera que es eso. La señorita Mosley le ha
contado…
—Todo. Que el préstamo era al veinte por ciento mensual y por
eso la deuda no la puede liquidar del todo. Yo quiero liquidarla… o le
liquido a usted. Elija —la voz, la mirada de Ben tenían una dureza de
acero, y, repentinamente, en su mano derecha apareció el azulado
«Colt» apuntando a la cabeza del usurero, apoyada la mano en el
tablero de la mesa—. Elija. Tengo prisa. Deme ese recibo que firmó
el señor Mosley. Si se niega, le mato y luego lo cojo.
Hope debía de estar acostumbrado a trances como aquél, en el
que sus víctimas se rebelaban contra sus actos de rapiña.
—Despacio, señor Keeping —repuso con una sonrisa helada—. La
transacción que hice con Mosley era perfectamente legal. Firmó él el
recibo… —con disimulo, el usurero llevaba su diestra a la cintura, al
revólver.
Pero Ben le observaba y se levantó, colocando su «Colt» en la
frente de Hope. Sonó el chasquido del percutor cuando el joven lo
levantó con el dedo pulgar de la mano.
—Las manos sobre la mesa, rufián —dijo, y le hizo sentarse en el
sillón de un empellón del brazo izquierdo—. Elija entre la entrega de
ese recibo o su vida. ¡Vamos! —le arrebató el revólver, que arrojó a
un rincón de la estancia.
—Si dispara, se oirá el ruido y vendrán —advirtió
Hope, que respiraba muy mal y su mirada se tornaba vacilante,
como si sintiera un fuerte mareo—. Falta ver si se atreverá a
disparar…
—Este cuchillo —lo sacó Keeping de la funda y se lo mostró al
usurero— no hace ruido. Le partiré su podrido corazón. Luego
buscaré el recibo. ¡Levántese y démelo! —la punta del cuchillo se
apoyaba en el pecho de Hope, que tenía la cara lívida, sudorosa,
temblando todo su cuerpo.
Pesadamente, el usurero se levantó del sillón, apoyándose en la
mesa. Keeping se apartó un poco de él, el revólver y el cuchillo
amenazándole.
De repente, Hope lanzó un gemido, como un ronquido, se llevó
ambas manos al cuello, al lado izquierdo del pecho, giró sobre sus
pies y cayó al suelo con estruendo, los brazos extendidos.
Quedó boca arriba, los ojos muy abiertos, la boca espumeante,
inmóvil, la cara de un color blanco terroso.
Keeping se le quedó mirando con asombro. Se inclinó y le tomó
el pulso de una muñeca. Estaba parado, sin el más leve latido.
Luego le puso la mano en el pecho, a la altura del corazón. Igual
terrible quietud.
Hope había sido fulminado por una impresión, un susto que su
corazón no resistió.
Se dijo el joven que aquel hombre debía de estar enfermo de
angina de pecho. Su respiración ansiosa, su palidez, su jadeo, todo
lo confirmaba.
Estuvo observándole un par de minutos, tomándole el pulso de
nuevo, inclinándose sobre él para percibir un soplo de respiración,
un leve latido del corazón.
Inútil. Hubo de reconocer que estaba muerto. Muerto por el
miedo. Quizá por el disgusto al pensar que le iban a arrebatar el
recibo que era para él como una mina de oro.
No podía estar allí mucho tiempo. Había ido a por el recibo de
Lou, para propinar una paliza terrible a aquel hombre, también para
arrebatarle todos los recibos y documentos de otros infelices que
tenía él apresados sin compasión.
Se echó sobre un hombro el cadáver y lo dejó sentado en el
sillón, en una postura que podía indicar que la muerte le sobrevino
repentinamente. Una mano del cadáver la colocó sobre el tablero de
la mesa, con un papel escrito entre los dedos. El efecto era
completo.
Luego, rápida pero metódicamente, fue haciendo registro en los
cajones de la mesa. Al no encontrar nada que le interesara, fue a los
armarios y abrió las puertas. Había carpetas atadas con cordones de
seda, alfabetizadas. Abrió algunas y encontró recibos, contratos de
hipotecas, compraventas de terrenos, ranchos, granjas, tiendas…
En una carpeta, marcada con la letra «M», encontró al fin aquel
recibo firmado por Mosley, de un préstamo de 3.000 dólares con un
interés del 20 por 100 mensual. Había anotado Hope en el dorso las
cantidades recibidas, unos 7.000 dólares.
Con una cuerda, hizo un envoltorio con todas las carpetas.
Deudas de infelices víctimas de aquel hombre. Lo envolvió en un
papel y lo dejó sobre una silla. Luego recogió de la mesa un fajo de
billetes de Banco que había encontrado en un cajón de la mesa.
Había allí quince mil dólares, producto de la rapiña.
¿Qué podía hacer con aquel dinero? Hope lo había percibido de
una forma ilegal, mediante la usura, robándoselo a sus víctimas.
Incluso a la pobre Lou. Su padre había recibido tres mil dólares de
préstamo, pero había pagado siete mil. Y ella hubiera tenido que
seguir pagando, pagando siempre sin acabar de saldar la deuda.
Se guardó el dinero. Tenía que estudiar la forma de devolver a
las víctimas, secretamente, la parte que habían abonado a Hope sin
tener que hacerlo, gracias a la aplicación repugnante de unos
intereses compuestos que significaban estar siempre en deuda con
él.
Echó una mirada al cadáver de Hope, sentado en su sillón, los
ojos muy abiertos, sin vida, el rostro terroso, la boca entreabierta,
como si todavía quisiera aspirar aire.
Antes de salir del piso, echó un vistazo al resto de las
habitaciones. En un cuarto pequeño, entre trastos viejos, vio unas
cajas de cartón no grandes, cerradas algunas y otras no. Metió la
mano en una de ellas y sacó parte del contenido.
Eran saquitos pequeños de papel. Estaban llenos, y Keeping sacó
de uno unas hebras como de tabaco. Emitió un débil silbido. Era
marihuana, sin lugar a dudas. Dispuesta para confeccionar con la
hebra cigarrillos. Luego, Hope era un almacenista de aquella droga.
Había allí una veintena de cajas. Por lo menos diez o doce mil
dólares valdría aquella siniestra mercancía.
CAPITULO IV
Salió de la casa después de asomar la cabeza para ver si alguien
pasaba por la calle. Estaba en aquel momento desierta y cerró tras
él la puerta con el picaporte. Luego, rápidamente, con el paquete
bajo el brazo se alejó. Llegó a Washington Street, la calle principal. Y
entró en el saloon, la sonrisa placentera en los labios, tranquilo y
reposado.
Encontró a Lou en la cocina, detrás de la trastienda. Estaba ella
dando órdenes a la cocinera y a dos criadas mejicanas, Al ver a Ben,
sonrió ampliamente, incapaz de disimular su contento, su felicidad.
—Vamos arriba, a su gabinete —dijo quedamente él, después de
hacerle un gesto para que saliera de la cocina—. Tenemos que
hablar.
Ella asintió. Le miró con más detenimiento. Le encontraba pálido,
quizá más nervioso, como inquieto. Sonreía, pero su sonrisa parecía
maquinal.
Subieron al piso superior. Lou se le quedó mirando, expectante.
—He estado en casa de ese Hope, Lou —dijo él, sentándose y
limpiándose el sudor de la frente—. Ha ocurrido algo grave…
—Que se ha negado a liquidar la deuda, a entregarle el recibo
firmado por mi padre. Me lo figuraba. Por nada del mundo lo soltará.
Ben sacó de un bolsillo un papel y se lo entregó a Lou. Ella lo
examinó y lanzó una exclamación de asombro. ¡Era el recibo!
—¿Cómo se lo ha entregado? ¿Le dio mucho dinero para
recuperarlo? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella, inquieta,
observando a Ben con ansiedad—. Supongo que no habrá recurrido
a la fuerza…
—Le amenacé, se lo pedí. Se levantó del sillón para ir a un
armario y de repente se desplomó fulminado, muerto. Ese hombre
tenía una angina de pecho. Estaba condenado a morir así en
cualquier instante. Soy veterinario, Lou, y he estudiado Medicina
además. Lo sé.
Lou, pálida, se dejó caer sobre un sillón, cerca de Ben, que
apoyaba los brazos sobre el otro sillón donde se sentara, inclinada la
cabeza, pensativo, sin sonreír ahora.
—¡Dios mío, Ben, y ahora qué va a suceder…! —murmuró ella
débilmente, dando vueltas al papel entre las manos—. ¿Se peleó con
él, le hirió? Hope era un hombre fuerte, brutal. Siempre iba
armado…
—No le puse la mano encima, Lou. Solamente le amenacé con el
revólver y luego con este cuchillo cuando me dijo que si disparaba
sobre él acudiría gente. Pero no lo toqué. Vio, o supuso, que le iba a
matar si no me daba el recibo, y se levantó para ir a buscarlo.
Entonces cayó al suelo como un fardo. Muerto. Ya observé en él algo
extraño. Podía ser asma, porque respiraba muy mal, estaba muy
pálido…
—El doctor Wendell, médico de este pueblo, me dijo en cierta
ocasión que estaba tratando a Hope de una enfermedad del corazón
o algo parecido, lo recuerde ahora.
—Eso era. Vi que se llevaba con frecuencia la mano al pecho, al
lado superior izquierdo, y se daba unos golpecitos. La sangre afluye
muy mal a la vena, se detiene, y por eso los enfermos se dan esos
golpecitos, como si quisieran hacer que la sangre circulara. Su
palidez, su ansiedad… Todo revelaba la enfermedad —aclaró Ben—.
Su muerte tenía que ser repentina, o muy rápida, en cuestión de
horas.
—La mujer que va a hacerle la comida y la limpieza del piso irá
esta misma mañana. Se lo encontrará muerto… —murmuró Lou,
consternada—. ¿Le ha visto alguien entrar en su casa? ¿Estaba la
mujer?
—Estaba solo. Nadie me ha visto. Lo dejé sentado en su sillón,
en el despacho. Así podría haber muerto. Hope tenía que llevar una
vida llena de agitación mental, de temores, de sobresaltos. Su oficio
era siniestro, ya sabe. Muchas personas tenían que odiarlo. Más de
una vez habrá sostenido discusiones, quizá peleas. Llevaba un
revólver a la cintura. Todo esto, para un enfermo como él, tenía que
ser fatal. Su fin no tiene nada de extraño.
—Pero le tocó a usted, Ben, darle un susto espantoso que le
ocasionó la muerte —dijo Lou con voz débil—. No es que le acuse de
haberlo matado…
—Eso mismo he pensado yo —repuso Ben, en tono preocupado
—. Me tocó a mí, en efecto. Pero dígame de qué forma se podía
tratar a un tipo así. ¿Sabe que además de usurero se dedicaba al
tráfico de marihuana? Encontré en su casa varias cajas con gran
cantidad de esa planta. No tenía desperdicio, esa es la verdad. Y
como estaba solo, muerto él, me traje unas carpetas con recibos,
contratos, pagarés…, firmados por otros pobres hombres a quienes
estaba robando sin compasión.
La joven se levantó, atónita, observando a Ben como si quisiera
saber de una vez qué clase de hombre era aquél. ¿Era un maleante
extraño, de esos que roban a los ricos para favorecer a los pobres,
pero quedándose la parte del león? ¿Era un excéntrico o medio loco,
poseído por la manía de hacer su justicia, al margen de la ley?
Desató el paquete y fue mirando por encima las carpetas. Leyó
nombres y su asombro aumentó.
—¡Brewster, Donegal, Harris, Mills…! —exclamó, volviéndose
hacia Ben, que sonreía ahora placenteramente—. ¡Yo conozco a
estas personas, todas honradas! Sabía que andaban mal
económicamente, y ahora veo por qué. Como mi pobre padre. ¿Y
este dinero, Ben? —mostró a Keeping el fajo de billetes—. ¿Dinero
de él?
—Sí, querida. No de él, sino de usted, de esas personas que a
pesar de haberle pagado sus deudas todavía les sacaba más y más.
Lou volvió a sentarse en el sillón sin dejar de observar a Ben con
extrema curiosidad y cierta inquietud. Cada vez comprendía menos a
aquel hombre.
—¿Qué está pensando de mí, Lou? —preguntó de repente Ben, la
voz un poco alterada, mirando fijamente a la joven—. No aprueba lo
que he hecho… ¿Verdad que no? Sea sincera.
—No sé, no sé —ella movió la cabeza, confusa—. Es todo tan
extraño que no sé si ha hecho bien o mal. Pero pienso que usted no
es malo, Ben. Si lo fuera se hubiera guardado ese dinero, no habría
traído esos documentos, que significaban la ruina de pobres gentes.
Hope murió porque discutió con usted, pero también habría muerto
por otro motivo, de repente, incluso durmiendo, ¿no?
—Así es… Incluso durmiendo. Esa enfermedad es traidora y salta
como una serpiente de cascabel cuando menos se espera, matando
al enfermo. ¿Quiere que le diga algo, con franqueza? Pues que la
muerte de seres así no suele conmover a nadie, mover a compasión.
Y que cuando acaban, muchas personas dejan de sufrir y renace en
ellos una nueva y más venturosa vida. Voy a ir enviando a esas
personas, que estaban pagando mucho más de lo que recibieron, sin
esperanza de acabar con la pesadilla, el dinero que les pertenece. La
primera usted, Lou. Su padre y usted le abonaron cuatro mil dólares
de más, después de entregarle tres mil.
—No sé, Ben, si ese dinero me pertenece. Me va a parecer que
es como un dinero robado… Creo que me daré por conforme con no
tener que darle más, con que la pesadilla haya terminado. Y que
Dios se apiade y le perdone el mucho mal que ha hecho.
—Ya hablaremos del reparto. Tengo que ver, por los recibos, lo
que esas otras personas le abonaron en exceso, para enviárselo
secretamente. ¡Qué alegres se pondrán, Lou, al recibir ese dinero,
que es suyo, y también qué tranquilos se van a sentir cuando se
enteren de que su verdugo ha muerto y nunca más les hará daño!
Triste sino el de quien viene a la vida para causar desgracias y
engendrar el odio…
—¿Le dije, Ben, que Hope tiene un hermano, que vive en un
pueblo cercano, y que es tan malvado como lo era Jesse? Se llama
Dick. ¿No saldrá ahora haciendo cuentas de los asuntos de su
hermano, si sabe, como sabrá, que se dedicaba a la usura? No
encontrará nada de recibos, contratos, pagarés, ni dinero. Va a ser
él quien desconfíe de no hallar nada, y buscará. Tal vez piense que
Jesse fue… asesinado mediante una impresión mortal. Ben, ese
hombre puede ser peligroso. Por otra parte, el sheriff va a enterarse
de que Hope ha muerto. ¿Va usted a decirle lo que ocurrió? ¿Todo lo
que sucedió?
—No, Lou. Usted ya me dijo que él no sabía que su padre le pidió
un préstamo a Hope. Yo creo que este asunto debemos mantenerlo
secreto. El médico que le estaba tratando no se extrañará de que
Hope haya muerto repentinamente. Ni siquiera hará falta la
autopsia. Ha sido una pura casualidad el que haya muerto cuando yo
le visité, y le asusté, lo reconozco, pero igual podría haber sido por
otro motivo. No me creo culpable, Lou.
—Tampoco lo creo yo, Ben —repuso ella en tono convencido—.
Usted no fue a matarle, ni aun en el caso de que él le hubiera
negado este recibo, ¿verdad?
—Eso no lo sé… —Keeping movió la cabeza, dudando—. Creo
que mi propósito, estoy seguro, fue que me entregara el recibo de
su padre, por las buenas o por las malas. Le diré más: estaba
decidido a recuperar, además, todos esos recibos de gentes
expoliadas por él. Después le hubiera dado una paliza tal que jamás
la olvidaría, y quizá le quitara las ganas de volver a hacer esas
canalladas. Ese fue mi propósito. No sé si al intentar defenderse, al
querer matarme, yo le hubiera matado antes…
—No se hable más de este asunto, Ben —ella se le acercó y le
estrechó las manos con ternura—. No puedo dejar de reconocer que
su impulso era bueno, muy bueno, justo, compasivo. Yo le estoy
agradecida. Y de veras lamento que ese hombre haya acabado así.
Hubiera sido mejor para usted que viviera y emprendiera una vida
más decente. Una persona, por mala que sea, puede un día
emprender una ruta diferente, mejor. Ahora pensemos en Dick, el
hermano de Jesse. Va a reaccionar violentamente cuando se entere
de que Jesse no ha dejado nada. Va a desconfiar, buscará… Y es un
hombre muy peligroso…
Mientras Keeping y Lou hablaban, la mujer que atendía a Hope
corría por la calle, saliendo de casa del usurero, gritando que su
señor estaba muerto, sentado en su sillón del despacho, como si
esperase una visita. La visita de la muerte, que fue a ajustarle las
cuentas de manera implacable.
Los vecinos, al oírla, prorrumpieron en frases de congratulación y
desprecio hacia el muerto. Había sembrado vientos y cosechaba
tempestades.
—¿No se ha fijado si huele a azufre? —preguntó una mujer
riendo—. Tenía pactos con el diablo. Que Dios le perdone, si se lo
merece.
La criada comunicó al doctor Wendell, en su casa, lo ocurrido. El
médico, de unos cuarenta y cinco años, se encogió de hombros al
recibir la noticia.
—Era de esperar —repuso, buscando su maletín para ir a casa
del usurero—. Lo que tenía era muy grave, y además él no me hacía
caso. Por no gastar dinero no compraba las medicinas que yo le
recetaba. Ahora su hermano Dick heredará mucho dinero. Se
alegrará… Vamos.
En la calle, el médico y la criada se encontraron con el sheriff
Bradley.
—Ha muerto Hope —dijo Wendell, deteniéndose un momento—.
De repente, al parecer. Voy a su casa. Estaba predestinado a morir
así.
—¡Vaya! —Bradley no pareció inmutarse por aquella noticia—.
¿De repente, dice? ¡Hum!… —se rascó el mentón, pensativo—. Ese
hombre tenía muchos enemigos. ¡Le acompaño, doctor! Quiero que
le reconozca usted y me diga si su muerte ha sido natural o no.
Vamos.
Los dos hombres y la criada echaron a andar aprisa. Bradley
preguntó a la criada, a quien conocía, y sabía que era una mujer
honrada, cómo había entrado en la casa de Hope, lo que vio, si
estaba aún vivo. La mujer había llamado a la puerta de la casa de
Hope, y al no ser abierta la puerta por el dueño de la casa, utilizó
una llave que ella llevaba, ya que muchas veces estaba ausente
Hope y por eso él le había dado la llave para entrar.
—Lo encontré en el despacho, sentado en su sillón. Le pregunté
qué quería para comer, sin darme cuenta de que estaba muerto.
Pero al acercarme, y como se hallaba tan callado, sin mirarme
siquiera, lo comprobé. Lo dejé como estaba y ya verá cómo no
parece que está muerto, sheriff.
Llegaron a la casa. La criada se disponía a abrir la puerta con su
llave cuando un jinete, casi a galope de su caballo, llegó ante ellos.
Era Dick Hope, el hermano del usurero, que se quedó mirando con
sorpresa al médico y al sheriff.
—¿Qué ocurre? —preguntó en tono desabrido, bajándose del
caballo—. ¿Qué hace usted aquí, sheriff? ¿Qué pasa, Ethel? —
preguntó a la criada, mujer de unos cincuenta años.
Dick Hope se parecía mucho a su hermano Jesse, físicamente. El
mismo rostro innoble, la mirada atravesada, desdeñosa y fría, cruel.
—Una mala noticia, Hope. Parece que su hermano ha muerto de
repente. Ethel ha venido a decírmelo y voy a verlo. Ya sabe que su
hermano estaba muy enfermo. Y que no se cuidaba lo más mínimo.
Dick Hope no se inmutó. Como si supiera que su hermano podía
morir así, repentinamente. O quizá porque no sentía por Jesse el
más mínimo afecto. La criada abrió la puerta. Entró el doctor
Wendell y se disponía a hacerlo el sheriff, pero Hope le detuvo,
agarrándolo de un brazo y mirándole con franca hostilidad.
—¿Por qué quiere usted entrar, Bradley? ¿Quién le ha llamado? Si
mi hermano ha muerto de su enfermedad…
—Su hermano no contaba precisamente con muchos amigos
aquí. Quiero que el doctor me diga si la muerte ha sido natural. Eso
es todo —repuso Bradley, retirando con energía la mano de Dick
sobre su brazo—. Eso no debe disgustarle, supongo.
Subieron los tres hombres y la criada la escalera y penetraron en
el despacho. Observaron unos instantes el cadáver, sentado en el
sillón, en forma natural, con una mano sujetando un papel, la
mirada sin vida clavada en la pared de enfrente.
El doctor Wendell le tomó la mano y movió la cabeza,
observando los ojos del cadáver.
—Comienza a presentar la rigidez cadavérica. Ha debido dé morir
hace más de dos horas, quizá tres —dijo, mirando a Bradley y luego
a Dick Hope, que permanecía erguido, mirando el cadáver de su
hermano sin denotar emoción alguna.
—Creo que debe examinarlo detenidamente, doctor —dijo el
sheriff secamente—. Vea si tiene alguna lesión, herida, en el cuerpo.
Mejor sería llevarlo a su cama y desnudarlo. Luego, lo reconoce bien.
Asintió el médico. Pidió ayuda a Dick, que se prestó a ello. Entre
ambos, venciendo la rigidez del cadáver, lo llevaron a una alcoba y
Wendell lo desnudó totalmente, examinándolo con cuidado.
—No hay nada, Bradley —dijo al sheriff, quien por su parte
también observaba el cadáver por todos lados—. Ha muerto de la
angina de pecho que padecía. No se cuidaba, no compraba los
medicamentos que le recetaba. No me extraña lo que le ha
sucedido. No hará falta la autopsia. A no ser que usted lo ordene…
—Me hará un certificado, doctor. No tengo por qué dudar de su
competencia, además de que usted lo estaba tratando y sabía bien
lo que le podía ocurrir. ¿Está conforme, Hope? Si quiere, se le puede
hacer la autopsia.
—No hace falta. Yo también sabía lo que tenía. Pero eso de que
mi hermano no tenía amigos es falso —repuso hoscamente Dick—.
Hizo mucho bien a muchas personas, que luego le denigraban.
Usted, Bradley, la tenía tomada con él, haciendo caso de las
murmuraciones de los envidiosos.
—No vamos a discutir ahora sobre eso, Hope —repuso el de la
placa desdeñosamente. Y salió de la alcoba del difunto.
Bradley, al pasar por un pasillo, miró las habitaciones que
encontraba. Lo hizo ante aquel cuartito pequeño, con muebles
arrumbados.
Vio las cajas de cartón. Sobre una de ellas, una bolsa de papel
blanco. Recordó inmediatamente. Envoltorios como aquel los había
visto, tenido en las manos. Bolsas con marihuana…
Entró y se dirigió a aquella caja. Abrió la bolsa y echó en la
palma de la mano parte del contenido. Era marihuana. Se quedó
perplejo. Luego, rápidamente, vació la caja. Hizo lo mismo con las
otras. Muchas bolsas con marihuana en rama.
—¿Qué hace? —una voz agria, agresiva, casi rabiosa, le hizo
volverse. Era Dick Hope, que tenía la diestra puesta en la culata de
su revólver—. ¿Con qué derecho…?
—Eso pregunto yo. ¿Con qué derecho o licencia oficial vendía su
hermano marihuana? Vea, vea… Vea usted, doctor —Bradley señaló
las cajas de cartón—. Ahora comprenderá bien por qué la tenía
tomada con él… Claro, usted me va a decir que lo ignoraba, ¿no?
—Naturalmente. Mi hermano no se dedicaba a eso. Seguramente
alguien le pidió que guardara aquí esas cajas. Sorprendieron su
buena fe —repuso Dick, con pasmosa tranquilidad.
—Seguramente —sonrió el sheriff maliciosamente.—Pues de
primera intención, nadie va entrar en este piso. Lo voy a sellar. Debo
hacer un registro minucioso. Así es que avise al servicio de
enterramiento para que se lleven a su hermano, y como testigo, mi
ayudante. Aquí no entra nadie sin mi permiso.
—Pero yo tengo que recoger papeles de mi hermano,
documentos suyos, sheriff —pidió Dick en tono más suave, humilde
—. Voy a su despacho.
—Y yo con usted. Quiero ver qué es lo que se lleva. Puede haber
listas o anotaciones de traficantes de la droga. Vamos —invitó
Bradley—. Doctor, puede marcharse, pero extiéndame un certificado
de defunción.
CAPITULO V
Penetró en el despacho el ayudante del sheriff, que parecía haber
llegado muy de prisa. Miró a su jefe, a Hope, al médico, que estaba
escribiendo el certificado, y a Ethel, que no perdía detalle de lo que
sucedía.
—Me dijo Rock, ya sabe, el vecino, que estaba usted aquí, y he
venido por si me necesita. ¿Qué ocurre? Ya sé que ha muerto…
—Ocurren cosas, Sturdey —repuso el sheriff en tono irónico—. El
amigo Hope tenía muchos negocios raros. Un depósito de
marihuana. Además de prestamista… Bueno, Hope —se dirigió a
Dick, que estaba abriendo cajones de la mesa, el rostro denotando
asombro—. Quiero ver todo lo que hay ahí, y en esos armarios. ¡No
se quede con ningún papel!
—Es raro… —Hope se mostraba nervioso, excitado, registrando
los cajones de la mesa—. ¡El dinero de mi hermano! ¡Lo guardaba
aquí, en este cajón! ¡Y no está!
—Tal vez lo llevó al Banco. Ya veremos cuánto tenía. No podrá
usted disponer de él sin que lo autorice el juez, se lo advierto.
Negocios ilegales, ya sabe. ¿Qué busca ahora?
Dick Hope abrió un armario sin contestar nada. Se quedó como
antes, pasmado, cuando buscó algo y no lo halló. Se volvió hacia
Bradley y su ayudante. Luego, frenéticamente, abrió el otro armario
y revolvió todo a manotazos, sudoroso, muy pálido.
—¡Los documentos de mi hermano, que no están! ¡Las carpetas
de recibos, pagarés, contratos…! —gritó sin dejar de revolver—.
¡Aquí han robado! ¡El dinero, los documentos…!
—Los habrá llevado al Banco y metido en una caja de alquiler —
repuso Bradley, cambiando con el ayudante una mirada de
inteligencia—. Ethel —se volvió hacia la criada, que se mostraba muy
extrañada—, ¿sabe algo de esos papeles que dice Hope? ¿Los ha
visto usted alguna vez? ¿Y el dinero?
—¿Yo? —exclamó la sirvienta, las manos sobre las amplias
caderas, indignado el rostro, mirando con enfado a Dick Hope—. ¡La
hija de mi madre es mucho más honrada que lo era su hermano!
¡Mucho más! Bueno era el señor Hope… Me contaba los granos de
arroz, los fríjoles, todo lo pesaba y medía cuando le pedía para hacer
la comida… ¡Todo lo tenía bajo llave! Sheriff, usted ya me conoce y
sabe quién soy. ¡Muy pobre, pero muy honrada! ¡Regístreme, no me
importa que me deje desnuda aquí mismo, a ver si yo he cogido
algo!
Y comenzó a quitarse la falda y la blusa. Pero el sheriff la
contuvo. Dick Hope revolvía todo, desesperado. Después salió para
registrar el resto del piso. Bradley y su ayudante le siguieron.
Otros muebles, camas, fueron examinados por los tres hombres.
Hope farfullaba, maldecía.
—Una cosa, sheriff —dijo Ethel—. El señor Hope recibía visitas
extrañas. Hombres que traían cajas como esas que hay en el cuarto.
Y otros se las llevaban… Hablaban muy a escondidas, para que yo
no les oyera. Entre tantos como entraban y salían, alguno…
—Tal vez, Ethel —repuso Bradley—. Doctor, como ya se va, haga
el favor de decir en la tienda de pompas fúnebres que vengan a
recoger el cadáver de Hope y que lo lleven al depósito del
cementerio. Este piso lo voy a sellar ahora mismo.
—¿Y lo que han robado? —gritó Dick Hope—. ¿Lo va a dejar así,
sin buscar al que lo hizo?
—Aunque estuviera aquí, tampoco se lo entregaría —repuso
Bradley, hoscamente—. Si viviera su hermano, lo detendría
acusándole de traficante de marihuana y cualquiera sabe de qué
otras cosas. Así es que el asunto va a ir al juez comarcal. Y usted va
a tener que presentar cuentas claras también. Andando, amigo.
Frank —dijo al ayudante—, vaya a la oficina y vuelva con papel de
goma y sellos para precintar la puerta del piso. Hope, aquí no tiene
usted nada que hacer. No se marche del pueblo, o tendrá que sentir.
Dick Hope salió delante del ayudante, haciendo gestos de rabia,
desarmado, camino de la oficina del representante de la ley.
Un rato después, el cadáver de Jesse Hope, en una camilla,
cubierta, era trasladado al depósito de cadáveres del cementerio en
espera de ser enterrado. Bradley, el sheriff, desplegando gran
actividad, se personó en el Banco local y pidió ver al director.
—Jesse Hope ha muerto repentinamente —dijo al director—. De
muerte natural, según el médico. Una angina de pecho. Pero en el
registro que acabo de efectuar en su domicilio, acompañando al
médico, he encontrado un depósito importante de marihuana. Ese
hombre no desperdiciaba ocasión de ganar dinero a espuertas, sin
preocuparse de si se ponía fuera de la ley. Eso, y la usura.
—Era de cuidado —murmuró el director—. Lo de la usura ya lo
sabía yo, pero no lo de la marihuana.
—Bien, desde este instante, Carson, queda intervenido el dinero
que Hope tenga aquí, tanto en cuenta corriente como en valores.
Será el juez quien decida lo que se ha de hacer. ¿Tenía mucho?
—Bastante. Voy a preguntarle al cajero —y llamó al cajero para
que dijera lo que le interesaba a Bradley.
Unos minutos después regresaba el empleado con una nota, que
entregó al de la placa.
—Sesenta mil dólares en cuenta corriente. Cerca de medio millón
en acciones y otros valores… —leyó Bradley en voz alta, asombrado
—. Y parecía un pobre diablo, tacaño y miserable. Bueno, pues ya lo
sabe, Carson. Le enviaré una orden por escrito para que ese capital
permanezca bloqueado, a disposición del juez comarcal. Hope
estaba fuera de la ley por usurero y por contrabandista de
marihuana. Ni su hermano podrá retirar un centavo, ¿comprende?
Bradley fue después a la oficina de Correos y Telégrafos y puso
un telegrama urgente al sheriff de Dream-land, cercano a Río
Grande City, pidiéndole que efectuara un registro en el domicilio de
Dick Hope inmediatamente y le diese cuenta de lo que hubiera
encontrado.
Dick Hope, en la oficina del sheriff, bajo la vigilancia del ayudante
Sturdey, se encaró furiosamente con Bradley cuando éste entró en la
oficina.
—¡No tiene derecho a detenerme! —gritó en tono descompuesto
—. ¿De qué me acusa?
—Por ahora, de nada. Pero tengo que interrogarlo y por eso está
aquí. No lo he metido en una celda, como ve. Le permitiré que asista
al entierro de su hermano. Me intriga mucho eso que dice de que los
documentos que tenía su hermano han desaparecido. En el Banco
no están. No tenía allí ninguna caja de alquiler. Le comunico,
además, que el dinero y otros valores que tenía allí Jesse han
quedado bloqueados, a disposición del juez comarcal.
—¡Pero mi hermano no tenía allí sólo su dinero, sino buena parte
del mío, y es un atropello impedirme que yo pueda retirarlo! —
bramó Hope, mirando al de la placa con encono.
—¿Sí? —sonrió Bradley maliciosamente—. Entonces eso quiere
decir que usted era socio de su hermano y partícipe en sus sucios
negocios. Vamos, admita que usted sabe dónde están los
documentos de su hermano, si es que no los guarda en su poder. No
se han perdido ni robado, no. ¡Los tiene usted! Bien, tendré que
acusarle de los mismos delitos que cometía su hermano…
Dick Hope, exasperado, juraba y perjuraba que no tenía él los
recibos ni los contratos. Decía la verdad, pero Bradley no quería
creerlo. Ignoraba que estaban en poder de Keeping.
Ya anocheciendo, llegó un telegrama del sheriff de Dreamland,
dando cuenta de que en el registro efectuado en el domicilio de Dick
Hope no se había encontrado nada que supusiera actividad delictiva
alguna. Dick se dedicaba a la compraventa de ganado vacuno y
caballar, con buenos ingresos, pero actuando dentro de la ley.
—Hope, queda en libertad, pero a resultas del atestado que
abrirá el juez. No me trago que usted ignorase lo que hacía su
hermano. Creo que ambos eran socios y por eso usted tenía dinero
invertido en sus puercos asuntos. Así es que lárguese —dijo el
sheriff, un tanto despechado al ver que Dick aparecía como un
honrado ciudadano.
Hope se marchó furioso de la oficina. No podía retirar dinero del
Banco y veía muy difícil la posibilidad de recuperarlo. Le volvía loco
la desaparición de los documentos que tenía Jesse. Otro capital que
se le esfumaba al no poder cobrar a los deudores.
***
Bradley, el sheriff, fue a visitar a Lou al saloon y a tomar un buen
vaso de cerveza fresca.
La joven lo recibió con una sonrisa alegre. Una sonrisa para
disimular cierta inquietud. Ya sabía que el sheriff había intervenido
cuando se enteró por el médico de la muerte de Hope, y que Dick, el
hermano del usurero, le había denunciado la desaparición de los
recibos, pagarés y contratos de Jesse.
—¿Tu padre, o tú, habéis solicitado alguna vez un préstamo a ese
hombre, a Jesse? —preguntó Bradley, mirando fijamente a la joven
—. Tu padre pasó por momentos de grandes apuros… No quiso que
yo le ayudara…
—No lo creo —repuso Lou, sintiéndose un tanto abochornada al
tener que mentir a aquel hombre bueno, tan amigo de su padre y de
ella.
—Dick Hope jura y perjura que esos documentos los han robado.
Yo no lo creo. Los esconde él para luego irlos cobrando a los
deudores. Por eso te pregunté si tu padre o tú le debíais algo.
Luego refirió a Lou las medidas que había tomado para bloquear
los bienes de Jesse Hope. La joven repitió que no tenía noticias
sobre el asunto y que ella no le pidió nada a Jesse.
Se marchó Bradley y Lou entró aprisa en la trastienda. En el
despacho estaba Keeping muy ocupado haciendo las cuentas para
ver lo que le debían a Hope los acreedores y poder enviarles
secretamente las cantidades que el usurero les había cobrado de
más.
La joven le refirió cuanto le había dicho el sheriff y Ben la miró
como si estuviera enfadado.
—Ese Bradley es de lo más cándido e infantil que pueda
imaginarse. Tiene demasiada buena fe. No está mal que haya
bloqueado el dinero de Hope, pero dejar en libertad a Dick, el
hermano, que es tan granuja como Jesse…
—Ahora no sé cómo vamos a poder enviar a esos deudores de
Jesse sus recibos y el dinero que abonaron al usurero, sin que se
entere Bradley. Alguno se lo va a decir y sabrá entonces que a Jesse
le robaron, le quitaron —ella sonrió con malicia— esos recibos. Hasta
puede pensar que Jesse fue asesinado… Las cosas se complican
mucho, Ben. ¿Y si aparece en casa de Jesse alguna lista de las
personas que le pidieron préstamos, y aparezco yo o mi padre en
esa relación? Eso no es improbable. Nada más lógico.
Keeping se rascó el mentón. Encendió un cigarrillo, echándose
hacia atrás en el respaldo de la silla.
—Tendré que visitar de nuevo el domicilio de Jesse. Y buscar
entre los papeles. Pero lo peor es si Dick, el hermano, se ha
apoderado de esa relación, que indudablemente tendría Jesse. Si la
tiene y en ella está incluido su padre o usted como deudores, mala
cosa. Se lo dirá a Bradley y éste pensará mal de usted.
—¡Dios mío, qué lío se ha armado! —exclamó la joven, asustada
—. No voy a tener más remedio que decirle a Bradley la verdad. Ni
mi padre ni yo queríamos que lo supiera, para no meterle a él en un
lío, porque actuaría contra Jesse, un hombre peligroso.
—Espere a que yo registre en casa de Jesse. No sé si el sheriff lo
habrá hecho ya. De ser así, y de haber hallado la lista, se lo habría
dicho a usted, que encontró su nombre en esa relación. Déjelo a mi
cargo, Lou.
—Pero es que la puerta está sellada para que nadie entre, y para
hacerlo tendrá que romper los precintos y los sellos. Bradley sabrá
que alguien busca algo en casa de Jesse.
—Pensará que es el hermano, Dick, el que lo ha hecho. No se
preocupe más. Lo resolveré yo, Lou. En cuanto a enviar los recibos y
contratos a los deudores, no sé qué hacer ya… Se van a quedar
asombrados al recibirlos, así como el dinero. El sheriff se va a
enterar.
Keeping estuvo en su puesto, detrás del mostrador, en el saloon.
Pero todavía Lou le acompañó para informarle de los precios de los
artículos que se expendían y conocer la marcha rutinaria del
negocio.
Los clientes habituales fueron informados, por Lou, de su
asociación con Keeping. La mayoría aprobaron tal decisión, pues
estimaban a la muchacha, y recibieron con buena cara a Keeping,
quien ya había demostrado la noche anterior que era un «duro», al
cortar como lo hizo la actitud de los matones Harding y sus dos
secuaces.
A la una de la madrugada, Keeping se despidió de Lou
y fue «a dar un paseo», según dijo en tono irónico a la
muchacha. Llevaba en un envoltorio algunas herramientas que
compró en el almacén general, unos alicates, unos alambres fuertes,
para maniobrar en cerraduras, un cortafríos, un martillo pequeño…
Las calles estaban desiertas y la luz de algunos faroles de
petróleo, en la calle principal, esparcían una luz escasa.
Keeping se ocultó tras una esquina cuando oyó rumor de cascos
de caballos que se acercaban. Dejó en el suelo, pegado al muro de
la casa, el paquete con las herramientas y asomó la cabeza para ver
quién llegaba al pueblo a aquellas horas. Podían ser forasteros, o
algunos vecinos.
Aparecieron tres jinetes, que llevaban ahora al paso sus corceles.
Ben aguzó la mirada para tratar de verlos bien. Ellos se acercaban
por en medio de la calle.
Emitió Ben un quedo reniego de asombro. Y acto seguido sacó
de la funda el revólver, que amartilló silenciosamente.
Porque los tres jinetes, pues eran tres, llevaban sobre el rostro,
cubriéndoles hasta casi los ojos, unos pañuelos. No era para pensar
muy bien de quienes procedían así, ocultando sus caras.
Pasaron por delante del oculto Ben los tres jinetes, siguiendo
adelante por en medio de la calle. Keeping, a la luz de los faroles,
creyó recordar haber visto a aquellos tres tipos. No le eran
desconocidos… Pero no les podía ver la cara y eso le desorientaba.
Los jinetes se detuvieron ante la oficina del sheriff. Ben se apartó
de la esquina arrojándose al suelo tras una corta carrera para
acercarse a ellos. Uno de ellos se bajó del caballo. Los otros dos
seguían montados.
Todo aquello le parecía a Ben muy extraño, porque los tres
hombres no se habían quitado los pañuelos de la cara.
El jinete que se bajó del caballo subió a la acera de madera y
llamó con fuerza a la puerta de la oficina. Luego se apartó, pegado
al muro de la casa, en la mano un revólver. Y los otros dos jinetes
apuntaban a la puerta, esperando que alguien abriera.
Ben no vaciló. Todo aquello estaba ahora muy claro. Iban a
asesinar a Bradley y a su ayudante tan pronto la puerta se abriera.
Mientras corría el joven hacia la oficina, en la mano el «Colt»,
para acortar distancia y apuntar mejor, bajo aquella débil claridad de
los tres faroles, la puerta se abrió. Y el sheriff Bradley apareció en el
umbral. Vio a los dos jinetes, al hombre a pie…
Tres disparos sonaron, como una descarga, y el sheriff cayó hacia
atrás como un fardo.
El hombre a pie corrió a su caballo y subió a él. Los otros dos,
montados, hicieron dar la vuelta a sus caballos para iniciar la huida a
galope.
Bradley yacía inmóvil en el suelo.
Keeping disparó sobre los tres hombres, que azuzaban a sus
caballos. Se había arrojado al suelo para ofrecer el menor blanco.
Uno de los caballos se encabritó, relinchando agudamente, y
abrió las patas delanteras para sujetarse. Luego se desplomó,
herido.
El jinete, que se vio medio atrapado bajo el vientre del animal,
disparó su revólver sobre Ben, que se había puesto en pie y corría,
brincando, hacia las casas, buscando refugio, pues los otros dos
jinetes disparaban sobre él rápidamente, haciendo caracolear a sus
caballos.
Tumbado de nuevo sobre la acera de madera, Ben, fuera de la
escasa luminosidad de los faroles de petróleo, volvió a disparar
sobre los tres hombres.
Los caballos se encabritaban, asustados por el ruido de las
detonaciones y azuzados nerviosamente por sus jinetes.
El hombre que estaba a pie lanzó un grito ahogado y se inclinó
por la cintura. Buscó esconderse detrás del caballo caído, que estaba
inmóvil, quizá muerto. Ya no volvió a disparar.
Ben, rodando sobre la acera, para eludir las balas de los dos
hombres, que disparaban sobre él mientras gritaban al que estaba
caído junto al caballo que subiera a uno de los otros dos corceles,
volvió a disparar su «Colt». Había recargado su arma con rapidez.
El ayudante Sturdey apareció en el umbral de la oficina, revólver
en mano, y vio al sheriff, inmóvil, tendido ante la puerta. Los dos
jinetes espoleaban a sus caballos brutalmente, pero los corceles,
espantados, relinchando de dolor y miedo, no obedecían.
El ayudante disparó sobre los jinetes. Keeping lo hizo también
rápidamente. Ahora los asesinos estaban entre dos fuegos, pues el
ayudante hacía fuego a su vez.
Uno de los jinetes lanzó un ronco aullido cuando Keeping disparó
sobre él. Se inclinó de costado asiéndose a la perilla de la silla. Su
caballo se puso de manos, relinchando, y lo lanzó de la silla,
emprendiendo la huida y coceando. El hombre quedó inmóvil, boca
arriba.
Ben se puso en pie un instante para luego volverse a tumbar,
pues el tercer hombre aún estaba disparando, sobre su caballo, sin
poderlo dominar.
Los disparos de Keeping, dos seguidos, y del ayudante,
convergieron sobre el jinete. Cuatro balas lo acribillaron.
CAPITULO VI
El asesino se fue hacia atrás, impulsado por las balas, y cayó del
caballo, que quedó ahora quieto, temblando y relinchando.
El ayudante Sturdey se inclinó sobre el cuerpo del sheriff. Ben
corrió para ver lo que tenía Bradley. Los tres jinetes estaban
inmóviles, silenciosos. En las casas inmediatas sonaban las ventanas
al ser abiertas y gritos de hombres y mujeres.
—¡Vamos adentro! —exclamó Keeping, y agarró por los pies al
sheriff, que gemía débilmente. Entre Ben y el ayudante lo llevaron al
despacho y lo tumbaron en el suelo.
Vieron ambos que la insignia plateada, la estrella de seis puntas,
sobre el pecho del sheriff, en el lado izquierdo, estaba destrozada
por un balazo. Bajo ella había una mancha de sangre y un agujero,
producido por la bala. No tenía más heridas, pese a que sobre él
dispararon los tres asesinos.
—¡Vaya a avisar al médico! —ordenó Keeping, mientras le
quitaba el chaleco y la camisa a Bradley, que gemía aunque no había
perdido el conocimiento. El ayudante salió disparado del despacho.
—¿Y ellos? —preguntó el sheriff débilmente—. ¿Han escapado?
¡Condenación, vaya forma de tratarle a uno!…
—Me parece, Bradley, que ha tenido mucha suerte —murmuró
Ben buscando en el cuerpo otras heridas—. Solamente ha sido un
balazo, y tropezó con la chapa. ¿Respira bien?
—Bueno… —Bradley respiró hondo, mirando a Ben—. La bala
está dentro, la siento, pero mis pulmones van bien. Y mi corazón —
sonrió irónicamente—. ¿Y esos condenados?
—Creo que lo han pasado mucho peor que usted. Están ahí sin
moverse. Me parece que son esos tipos, ya sabe: Harding y sus
compinches. Luego lo veremos. ¿Qué tal se encuentra? Voy a
cortarle la hemorragia hasta que venga el médico. No es grande.
—Me está pareciendo, amigo Keeping, que la bala la tengo
incrustada en una costilla. Siento el dolor aquí —puso la mano sobre
el pecho señalando la herida—. Y ahí tengo una costilla.
—La bala, al encontrar la estrella, perdió mucha de su fuerza y se
aplastó sobre esa costilla. Gracias a eso está usted vivo y la herida
no me parece grave. No llegó el plomo a sus pulmones o el corazón.
Ben lavó la herida con agua y. un desinfectante que le indicó el
sheriff estaba en un botiquín. Luego dio de beber a Bradley un poco
de whisky con agua para reanimarlo.
Llegaron el ayudante y el doctor Wendell. Muchos vecinos
estaban ya en la calle. Ninguno de ellos se había atrevido ni siquiera
a asomarse a las ventanas o bajar a la calle para hacer frente a los
tres asesinos.
Keeping salió a la calle. Observó a los tres asesinos, muertos. Les
quitó los pañuelos de la cara y no se sorprendió mucho cuando
descubrió que eran el gun-man Harding y los dos secuaces suyos.
Los vecinos no escatimaban las alabanzas a Ben por lo que había
hecho.
Regresó a la oficina. El médico ya había sondado la herida del
pecho al sheriff y no se mostraba preocupado.
—Tiene la bala incrustada en una costilla —dijo a Ben—. La
insignia le ha salvado la vida. Voy a extraérsela.
La esposa del sheriff llegó corriendo, espantada. Y Lou, que la
acompañaba.
—Oí los disparos —dijo la joven a Ben—. No supuse que fuera
usted el que disparaba sobre esos tres hombres…
—Que son Harding y los otros dos —interrumpió Ben—. Venían a
liquidar a Bradley. No los debió dejar en libertad. Tipos como ésos
eran un peligro para las personas decentes. Ahora ya no harán más
daño.
—¿Cómo usted los vio? ¿Qué hacía? —preguntó Lou.
—Pues iba a… —sonrió Ben con malicia—. Iba a visitar el
domicilio de Hope. Por cierto que me dejé en una esquina el paquete
con herramientas para abrir la puerta. Me los encontré a esos
hombres con las caras tapadas con pañuelos y eso me dio mala
espina. Llamaron a la puerta de esta oficina, salió Bradley y lo
balearon. Yo me lié la manta a la cabeza…
—A lo que es usted muy aficionado —interrumpió Lou con una
sonrisa entre severa y alegre—. Parece que le gusta meterse en
aventuras sin pensar en los riesgos. Es una especie de caballero
andante de tiempos antiguos.
—Bueno, yo no iba a dejar que se cebaran esos asesinos en el
pobre sheriff ni en su ayudante —repuso Ben—. Cuando vi caer a
Bradley bajo el fuego de esos tipos se me encendió la sangre y juré
matarlos. Ahora me siento mucho más contento. Lo que quisiera
saber es quién ordenó y pagó a Harding para que mataran al sheriff.
—Ben, yo no tengo que hacerle ningún reproche por lo que ha
hecho. Al contrario, una vez más acudió en defensa de personas que
eran maltratadas por otras que solamente hacen daño. Pero si anda
buscando el peligro, temo que un día le toque perder. Y entonces lo
vamos a sentir mucho quienes le… estimamos —dijo ella, la voz algo
alterada por la emoción.
—Le agradezco eso de que me estima, Lou —Ben la miró
apasionadamente—. Pero se me antoja poco expresiva esa palabra
de «estimar». Yo estimo al sheriff, a su ayudante, por ejemplo. Pero
si he de catalogar lo que siento por usted, Lou, diría otra cosa…
—No lo diga, Ben —ella se sonrojó y miró a otro lado, azorada—.
Lo principal es comenzar por estimar. Luego… Pero voy a ayudar a la
señora Bradley. Parece que su marido no está grave. Le debe a
usted la vida.
—No lo vaya divulgando por ahí, querida. Me molesta que me
den golpecitos en la espalda los que quieren mostrarse agradecidos.
No quiero que lo estén. Uno hace lo que cree que es decente hacer
y no se debe buscar el encumbramiento, el hacerse superior a los
demás.
Keeping se quedó solo en el despacho del sheriff, pues éste había
sido trasladado en una camilla a su casa, cerca de la oficina.
—¿Quién habrá ordenado y pagado a Harding y los suyos para
que les asesinaran, Sturdey? —preguntó al ayudante cuando éste
entró en la estancia, todavía asustado por lo sucedido.
—Eso quisiera saber yo. Harding debió venir ayer, cuando usted
intervino porque él se metía con Lou. El jefe después lo puso en
libertad al recibir un telegrama del sheriff de Dreamland,
contestando al que le puso Bradley de que hiciera un registro en
casa de Dick Hope.
—¿Qué contestó ese sheriff? ¿Encontró algo raro en casa de
Dick?
—No. El hermano del usurero parece que no hace nada malo. Se
dedica a la compraventa de ganado y caballos. Pero parece que
también era socio de su hermano Jesse, el usurero y que el dinero
era de ambos. Le dio mucha rabia que el jefe haya bloqueado los
fondos.
—Dos buenos hermanitos, ¿no? —repuso Ben en tono incrédulo
—. El caso es que alguien mandó y pagó a Harding, un pistolero a
sueldo, para que les mataran a ustedes. Bradley desconfiaba de
Jesse, ¿no es verdad?
—Sí. Sabía que Jesse era un usurero y quería pescarlo. También
tenía la sospecha de que comerciaba con marihuana. Pero no tenía
ninguna prueba para acusarlo. Y el jefe antes dimite que acusar a
nadie sin pruebas rotundas. Es quizá demasiado recto. Su rectitud a
poco nos cuesta la vida. Harding y los suyos eran más expeditivos.
Es verdad que los contrabandistas de marihuana por esta comarca
son muchos, en mayor o menor escala, y bien pudo ser que algún
otro haya contratado los servicios de Harding. El jefe ha detenido a
algunos y los ha empapelado y enviado a prisión. Así es que no
sabemos si realmente han sido los Hope, Jesse o Dick, quienes
mandaron matar a Harding. Esto es mucho lío —el ayudante se
encogió de hombros.
—¿Dick Hope se marchó a su pueblo? —preguntó Keeping.
—Creo que no. Debe estar aquí, esperando a mañana por la
mañana para enterrar a su hermano Jesse. Pero el jefe lo ha dejado
libre. No hay pruebas para detenerlo. Los informes del sheriff de
Dreamland son buenos…
—¿Y quién avala a ese sheriff? —preguntó de repente Keeping,
mirando fijamente al ayudante—. Se supone que los sheriffs son
personas honorables, pero como también son humanos… ¿Tienen
ustedes referencias de él?
—Si pone así las cosas, Keeping, le diré que tanto el jefe como yo
no sabemos quién es. Solamente que ha ocupado el cargo hace
unos meses. El que había antes sí era un buen hombre. Era amigo
nuestro y de vez en cuando venía a visitamos o lo visitábamos
nosotros. Trabajamos juntos en algunos casos, colaborando,
—¿Dejó el cargo? ¿Por qué? —inquirió Keeping.
—No tuvo más remedio. Lo asesinaron —murmuró Sturdey
secamente.
Keeping lanzó un débil silbido de asombro, mirando fijamente al
ayudante.
—Muchos sheriffs del Oeste, que son honrados, acaban así. ¿Por
qué lo asesinaron? ¿Quiénes lo hicieron? —preguntó Keeping, más y
más interesado por aquel asunto.
—La misma cuestión, hombre. Masón, que así se llamaba, había
pescado a algunos contrabandistas y los empapeló. Vaya usted a
averiguar quién de esos maleantes pagó a unos pistoleros, que lo
mataron. No se ha podido averiguar quién lo hizo. Luego vino este
nuevo sheriff. Este hombre no sostiene relaciones con nosotros,
como Masón.
—Los principales contrabandistas tienen mucho dinero y no se
andan por las ramas para apartar los obstáculos que les salgan al
paso —murmuró Keeping. Compran a las autoridades o las liquidan.
Bueno, voy a ver cómo está Bradley. Hasta luego.
El sheriff, bien atendido por el médico Wendell y por la esposa,
ya curado y extraída la bala, se encontraba en su cama más
tranquilo, aunque débil, debido a la sangre perdida. Sonrió a
Keeping cuando éste se situó al pie de la cama.
—Hola, muchacho… Gracias a usted no estoy con la pata
estirada, pidiendo a San Pedro que me permita pasar, aunque por
mis muchos pecados… —dijo con voz un poco fatigosa—. Ya me ha
dicho Lou que se ha asociado con ella para lo del saloon. La he
felicitado. Usted es un tipo duro. Pero también un excelente
camarada.
—Ya sabe que los que intentaron asesinarlo fueron Harding y los
suyos, sheriff —dijo Keeping en tono de reconvención—. Con los
matones no se puede tener consideraciones. Muerden la mano que
los acaricia.
—Sí, en efecto —reconoció el sheriff—. Pero yo no tenía pruebas
de que fuesen matones, ni de que…
—Para otra vez, amigo Bradley —interrumpió Keeping en tono un
poco impaciente—, tan pronto tenga delante a un gun-man, le mete
una bala entre los ojos y después le pregunta si es un matón. Ya
verá como no lo niega.
Al ir a salir Ben de la alcoba, hizo una seña con la mano a Lou
para que también ella lo hiciera. La joven lo hizo así. En otra
habitación, Keeping dijo quedamente a la joven, estrechando las
manos de ella:
—Voy a Dreamland, Lou, ahora mismo. Creo que es urgente.
—¿A qué? ¿A esta hora? ¿Sabe que son más de las dos de la
madrugada? ¿Qué nueva idea se le ha metido en la cabeza? —
inquirió Lou, mirando a Ben con asombro.
—Me parece que el sheriff de ese pueblo está vendido a Dick
Hope. En un telegrama que ha recibido Bradley de ese individuo,
dice que Dick es un hombre honorable, un honrado tratante en
ganado. Y me huele a cuento. Voy a averiguar la verdad.
—Ben, usted es un chico revoltoso que no puede estarse quieto y
muy amigo de meterse en aventuras de caballería —dijo Lou en tono
severo, pero sin poder reprimir una sonrisa de ternura—. Recuerde
que no tiene más que una vida…
—No lo crea. Por lo menos siete, como los gatos —repuso riendo
Ben—. Además, si me dejan seco, nadie me va a llorar. Dejaré un
leve recuerdo, que pronto pasará al olvido.
—No diga eso, Ben —ella le apretó las manos con fuerza—. Yo no
quiero que se exponga tanto. Me quedaría sin mi socio, sin un amigo
leal y bueno. Creo que nunca me consolaría…
Ben la apretó contra su pecho y buscó los labios de ella, que no
opuso resistencia. Devolvió el beso de él y le miró con ternura.
—Me marcho, de todos modos —dijo él en tono resuelto. Se dará
cuenta de que hay que acabar con esos-traficantes sin escrúpulos
que mandan asesinar a las personas decentes. No le diga al sheriff
ni al ayudante lo que voy a hacer.
—¡No vaya! —exclamó ella, reteniéndolo—. ¡No vaya así, solo, sin
saber en medio de todo lo que le puede salir al paso! ¡Es una locura,
Ben! ¡Si me quiere, no vaya!
Pero Keeping, sonriendo, la besó de nuevo y luego salió de la
casa. En la calle ya no estaban los cadáveres de los pistoleros ni del
caballo. Los vecinos, mandados por el ayudante Sturdey, los habían
retirado. Y ahora reinaba de nuevo la soledad y el silencio.
Entró en el hotel donde se alojaba. Estaba el sereno sentado en
un sillón, a la puerta.
—Voy a hacer un recado. Tengo que ensillar mi caballo, que está
en la cuadra. No se moleste, yo lo haré. ¿Y el señor Hope? Se aloja
aquí también. ¿Lo ha visto después del tiroteo?
—No ha salido de su habitación. Ya me dijo el sheriff que lo
vigilara y si se marchaba que le avisara —repuso el sereno—. Me ha
dicho un vecino que el sheriff está herido. ¿Es de cuidado?
—No. Veo que está usted armado, amigo —dijo Keeping,
señalando con la mano el revólver que llevaba en la cintura—. Si
Hope intenta marcharse, no se lo permita. Amenácelo con el arma.
Es un mal bicho.
—Ya lo sé. Hermano de Jesse, el usurero y traficante de
marihuana. Descuide, que el tipo no se irá de aquí.
Ben fue al establo del hotel, situado en la parte posterior del
edificio, en un patio que tema un cobertizo. Ensilló aprisa al caballo y
luego lo sacó a la calle. Se despidió del sereno, que seguía sentado
ante la puerta.
Tomó por la carretera a orilla del río Grande. El corcel,
descansado porque su dueño no lo había montado desde hacía
muchas horas, emprendió el galope.
Dreamland estaba a unas pocas millas, al Este, también a orillas
del río. La noche era fresca, agradable y el cielo sin nubes ahora
aparecía cubierto de estrellas, que prestaban cierta claridad.
Divisó a los pocos minutos el pueblo de Dreamland, con sus
blancas edificaciones. Keeping no quería pensar lo que había de
hacer para cumplir la misión que se había impuesto.
Le parecía que era descabellada, y reía cuando recordaba el
terror que Lou expresó cuando él la dijo lo que pensaba hacer. Lou
era encantadora. Y parecía que le quería. Los besos que le dio,
apasionados, su mirada, todo lo indicaba.
La misma carretera por donde él iba, formaba la calle Principal
del pueblo. Allí estaban los principales comercios, el Ayuntamiento,
la oficina del sheriff. Reinaba el silencio y no se veía a nadie. El
saloon era el único que estaba abierto, con dos faroles a los lados de
la puerta, y de dentro llegaba cierto ruido de conversaciones en voz
alta.
Keeping, al paso su caballo, lo detuvo cuando un hombre salía
del saloon y caminaba con paso inseguro mientras canturreaba.
Había bebido demasiado y se mostraba alegre, optimista.
—¡Oiga, amigo! —Ben se acercó, a él, cortándole el paso—. Un
momento, por favor. Soy forastero y busco a Dick Hope. ¿Sabe
dónde vive?
—¡Y cómo no! —exclamó el beodo, las manos sobre las caderas,
hipando—. ¿Quién no conoce al buen Hope? Bueno, lo de bueno es
un decir… Aquí todos los tenemos atravesado.
—¿Dónde vive? —preguntó pacientemente Keeping.
—Al final de la calle —extendió un brazo el hombre—. Al final de
esta calle. ¡No tiene pérdida, hombre! Vaya allí y encontrará… un
hotel lindo, rodeado de jardín.
—¿Vive solo? —preguntó Keeping, y alargó una moneda al
hombre, que la miró, la mordió y rió—. Quiero decir si estará alguien
con él ahora. Su mujer, hijos…
—¿Mujer, hijos, esa alimaña? ¡Ni hablar, hombre! Hope es un
coyote solitario. Vive solito, contando a todas horas su dinero mal
ganado. Bueno, gracias, forastero. Voy a tomarme un doble de
tequila a su salud. ¡Ah, y tenga cuidado con él, porque va armado!
¡Va armado!…
Keeping se alejó del hombre, que volvía a entrar en el saloon
Desanduvo el camino, puesto que al entrar en el pueblo había
pasado por delante de aquel hotel con jardín, aislado. En una de las
dos bolsas de la silla llevaba el paquete con herramientas que había
comprado para allanar la precintada puerta de la casa de Jesse
Hope.
Descabalgó delante del muro, con una puerta de reja de hierro,
de aquel hotel o casa de dos pisos, con tres ventanas por planta. Ató
el caballo a la verja. Luego echó un vistazo a la cerradura. Era
antigua, pero al parecer fuerte.
Iba a tardar un rato en forzarla y eso no le convenía. Así es que
sacó el paquete de las herramientas, se lo metió entre el cinturón-
canana del que pendía el «Colt» y acto seguido trepó por la verja
ágilmente.
Ya estaba en el jardín, bastante abandonado. Si decía la verdad
aquel beodo, al no estar allí dentro Dick Hope, la casa estaría sin
nadie. No obstante, Ben se acercó cautamente, mirando a las
ventanas.
Subió tres escalones, hasta el porche, y se halló ante la puerta
de entrada al edificio. Palpó la cerradura, intentó mover la puerta, de
dos hojas, de madera, para ver si estaba más o menos accesible al
empuje, pero no se conmovió. Del paquete sacó los alambres para
forzar la cerradura. No tenía experiencia para hacerlo, puesto que
nunca había sido cerrajero ni ladrón de domicilios.
La cerradura no funcionaba. Hope había sabido elegirla para
evitar que entrara nadie. Y el tiempo pasaba.
Guardó las herramientas, descorazonado. Bajó la escalinata y se
fijó en una de las ventanas del piso bajo. El alféizar quedaba a la
altura de su pecho. Las ventanas tenían contraventanas de madera,
pero aquélla no había sido cerrada desde dentro y se veían los
cristales, con unos visillos medio corridos.
Sacó un pañuelo del bolsillo y con él envolvió la culata de su
revólver. Dio un golpe seco sobre el cristal y alargó la mano
izquierda para que los cristales, rotos, no cayeran al suelo haciendo
ruido. Luego, metió la mano por el agujero y tropezó con la falleba,
echada. La subió y la hoja de la ventana se abrió.
De un brinco estuvo sobre el alféizar. Luego, tras echar una
mirada al jardín y escuchar por si alguien se acercaba, entró en la
casa llevando el paquete de las herramientas. Soltó la risa,
contenida, al pensar en Lou. ¿Qué diría al verlo allí, como un ladrón?
Encendió unas cerillas para ver por dónde iba y orientarse.
Aquella habitación era lo que él buscaba. Un despacho. La mesa, un
sillón, varias sillas, dos armarios grandes, cerrados. Sobre la mesa,
papeles. Fue a la ventana y cerró la contraventana para que no se
distinguiera la luz del quinqué que encendió.
En un cajón de la mesa, en el central, abierto, halló un llavero
con llaves, una docena. Sonrió, porque aquello le iba a facilitar la
tarea. Hope no. tomó precauciones al partir para ir a ver a su
hermano y por ello no se llevó consigo aquellas llaves.
Rápidamente, comenzó a abrir cajones de la mesa. En todos ellos
papeles referentes a la compra y venta de reses vacunas y
caballares. Facturas, recibos pagados, cuadernos con apuntaciones…
¿Sería verdad que Hope era un comerciante honorable, dedicado
a la compra-venta de ganado, y nada más que a eso? Pero no podía
ser. Se había descubierto ya que era socio de su hermano Jesse en
el negocio de la marihuana. Así es que había que buscar allí alguna
prueba.
Abrió las puertas de uno de los armarios. Estantes con carpetas,
bien ordenadas. Tenían, como las de Jesse, letras. En una de ellas
leyó algo que le hizo silbar bajito: «Vendedores de M». La abrió
precipitadamente, acercándose al quinqué encendido. Contenía unas
listas, nombres y direcciones de Dreamland y tres pueblos más.
Nombres mejicanos, de origen español, y otros yanquis. En otro
papel, cantidades entregadas, fechas, importe en dólares.
Nervioso, buscó más. Halló una pequeña agenda o libro de caja
con enunciado «M». Aquella letra significaba marihuana. Hacia la
mitad, halló unas partidas de entregas de dinero: «A sher. Taft,
600.» «A ayud. Alien, 300.» Y la fecha era la misma. Hacía unos
veinte días. En páginas anteriores, en meses sucesivos, otras
partidas de entregas al sheriff Taft y al ayudante Alien, por cientos
de dólares. Todos los meses varias entregas.
Guardó las listas y la agenda de Caja en un bolsillo. Luego salió
del despacho, el quinqué en la mano. Iba cerrando las
contraventanas para que desde fuera de la casa no se viera la luz.
Dos alcobas, con sus muebles, modestos. Un comedor, en el que
no encontró nada de particular. Subió a la otra planta. Un gabinete,
con pocos muebles, otra alcoba, un despacho más, en el que no
encontró nada digno de interés, pues no había papeles. En un
pasillo, mirando al techo, vio un rectángulo, con una trampilla
subida. Y una escalera de mano debajo. Una buhardilla.
Arrimó la escalera y subió aprisa. El tiempo pasaba y la aurora no
estaría lejos ya. Lo más importante ya lo tenía guardado. Las
pruebas de la culpabilidad de Dick Hope como almacenista de
marihuana, así como de que sus cómplices para protegerlo, a
cambio de dinero, del sheriff Taft y el ayudante Alien. Lo suficiente
para empapelarlos y llevarlos a prisión.
La luz del quinqué iluminó aquel espacio cuyo techo era
inclinado, por tener encima el tejado. Divisó cajas de cartón,
bastantes. Como las que había en casa de Jesse. ¡Marihuana!
CAPITULO VII
Volvió a reír, pensando nuevamente en Lou. La verdad era que
aquella bella muchacha estaba ocupando sus pensamientos
continuamente. Pero ahora, si le viera, metido en aquella casa, la de
Dick Hope, contemplando aquellas cajas llenas de sobres de
marihuana en rama, se quedaría atónita. Sí, él era un chico
revoltoso, como le dijo hacía un rato, al despedirse de ella.
Tomó de una caja un sobre con la droga y se lo guardó en un
bolsillo del pantalón. Lamentó no poderse llevar todo el contenido de
aquellas cajas. Había muchos miles de dólares allí. Los Hope se
habían hecho ricos, como otras personas que con ellos compartían el
sucio negocio.
Se dispuso a salir de la casa. Tenía que hacer otras cosas antes
de que amaneciera. Otra diablura más. Otro de los contundentes
golpes que iban a aplastar a los facinerosos contrabandistas.
Como había entrado salió, saltando por la verja de la puerta, y
montó en su caballo. Al trote, lo encaminó de nuevo hacia el pueblo.
Comprobó que su «Colt» estaba cargado, en disposición de poder
ser usado.
Se detuvo ante la oficina del sheriff. Por una ventana divisó luz.
Sonrió al pensar que los leales servidores de la Ley velaban por la
tranquilidad de los vecinos, por su sueño.
Dio un par de palmadas, no fuertes, sobre la puerta. Dejó su
caballo, sin atar, ante la fachada de la casa, de dos plantas. En el
saloon, en la acera de enfrente, ya no había luces ni se oía ruido
alguno de conversaciones, listaba cerrado.
Unos pasos lentos, pesados, se acercaron a la puerta, y ésta se
abrió.
Keeping se estremeció. Sintió deseos de montar en su caballo y
marcharse. Lo que había pensado le parecía demasiada diablura. Le
podía costar la vida. Y Lou volvería a quedarse sola, y él no podría
ya seguir queriéndola y hacerla su esposa.
—¿Qué hay? —la voz del hombre, en el umbral de la puerta, le
sacó de sus negros pensamientos. Un hombre alto, fornido, como un
hércules, que llevaba sobre el chaleco la insignia de ayudante de
sheriff.
—Hola. Usted es Alien, ¿no? El ayudante de Taft, el sheriff… —
murmuró y comenzó a fingir que estaba fatigado, respirando con
cierta agitación, y en su rostro denotando ansiedad. «Ya era tarde
para retroceder», se dijo. Había que jugarse el todo por el todo—.
Vengo de Río Grande City. De parte de Dick Hope. Es un asunto
urgente. ¿Puedo pasar?
El ayudante Alien, cerrando el paso en la puerta, miraba de pies
a cabeza a Keeping y en su rostro, ancho, de chata nariz, como un
bulldog, había sorpresa y desconfianza.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar el ayudante, una mano sobre
la culata del revólver, en la cintura.
—¡Pasa que estamos en un apuro de los gordos, amigo! Me llamo
Keeping y estaba asociado con Jesse Hope, hermano de Dick. ¿Se
han enterado de que Jesse murió esta mañana repentinamente, de
una angina de pecho? ¡Pero, bueno, no vamos a estar charlando
aquí, en la calle! ¡No me interesa que me vean si pasa alguien!
¡Vamos adentro! —y empujó al ayudante con firmeza—. ¿No está
Taft?
El ayudante, empujado por Keeping, cedió el paso, asombrado e
inquieto, mirando fijamente a Ben.
—¿Qué ocurre? —otro hombre, con la estrella de sheriff, apareció
a la puerta de su despacho, de pequeñas dimensiones. Era también
muy alto y tan ancho como alto, es decir, otro hércules, de rostro de
facciones duras, ojos azules claros de mirada helada, cruel—. ¿Quién
es usted, amigo?
—Estaba diciendo a su ayudante que estamos en un lío gordo.
Jesse ha muerto de una angina de pecho esta mañana. Y el sheriff
hizo un registro en su casa y encontró el depósito de marihuana. Y
Dick tuvo la mala pata de llegar cuando se estaba haciendo el
registro…
—Pero ¿el sheriff ese sigue viviendo? —preguntó Taft,
observando a Keeping con gran atención—. Usted es amigo de los
Hope, ¿no?
—Soy socio de Jesse en el reparto de la mercancía. En cuanto a
si sigue viviendo el sheriff Bradley, desde luego que sí. Harding y sus
dos compadres quisieron matarlo, pero les salió mal el plan y ellos
han sido los «fiambres». Así es que he venido a decírselo. He
hablado con Dick…
—¿Está detenido? ¿Hablará? —preguntó Taft, y su rostro innoble
revelaba profunda inquietud.
—Está detenido en una habitación del hotel, vigilado. El sheriff
Bradley piensa venir aquí a hablar con ustedes. No le ha convencido
mucho el telegrama de respuesta de ustedes al suyo. Cree que los
Hope, con ustedes, enviaron a Harding y los suyos para asesinarlo. Y
que también Harding asesinó al anterior sheriff de aquí. Masón.
Taft y Alien se miraron, y Keeping pudo leer en sus miradas, en
sus rostros, la más viva consternación.
—Lo que hay que hacer —murmuró el sheriff, rascándose el
acusado mentón— es salir de aquí a galope. Si Dick canta no
tardarán en ponemos la mano encima.
—Pero llevándonos la mercancía de Dick, que tiene en su casa —
propuso Alien—. Son muchos miles de dólares. ¡Voy a preparar un
carromato! En cuanto a usted, amigo Keeping, muchas gracias por
su aviso, pero no podemos llevarlo con nosotros. Cada cual ha de
procurar salir del lío como pueda.
—Un momento, amigos —Keeping sacó velozmente su revólver
de la funda y apuntó a ambos hombres, que estaban detrás de la
mesa de despacho—. Ya sé todo lo que necesitaba saber. Si se
creían muy listos, la verdad es que han parloteado como loros ante
un desconocido como yo. ¡De cara a la pared y las manos abiertas
sobre ella! ¡No miren hacia atrás o les hago unos agujeritos muy
monos en la nuca!
Taft y Alien, lívido el rostro, mirando con rabia a Ben,
obedecieron lentamente la orden del joven.
—Hay un arreglo todavía… —murmuró Taft en voz baja—. ¿Le va
mucho en que salgamos perjudicados? ¿Es usted una autoridad?
¿Cuánto haría falta para que nos deje en paz? A ver, cite números…
—Naturalmente. Un reparto equitativo siempre es posible —
afirmó el ayudante Alien, volviendo la cabeza para mirar a Keeping,
que iba a dar la vuelta a la mesa para acercarse a los dos hombres y
quitarles los revólveres de la cintura.
—Un millón —repuso Keeping en tono burlón—. ¡Las manos bien
arriba y pegadas al muro! Me gustaría dejarlos patas arriba, pero es
mejor presentarlos a un juez…
La estancia era pequeña y la mesa, las dos sillas, un armario y
los dos hombres, más Keeping, dificultaban los movimientos.
Ben hubo de acercarse mucho a Alien, a espaldas de éste, para
sacarle el revólver del cinturón. Le tocó mientras observaba al
sheriff, que volvía la cabeza con disimulo para ver lo que hacía él.
Alien se revolvió como un gato acosado cuando la mano de Ben
tocó su revólver. Keeping estaba oprimiendo con su espalda la mesa,
sin poder rebullirse.
Un tremendo puñetazo a la cara de Keeping le propinó Alien, que
inmediatamente le echó los brazos al cuerpo para inmovilizarlo. Y el
sheriff acudió en ayuda de su compinche desencadenando una
tempestad de golpes sobre Ben.
No intentaban ahora hacer uso de sus armas creyendo que no
era necesario, además de que no les convenía producir ruido que
pudieran oír los vecinos cercanos.
Keeping se vio asediado implacablemente por aquellos hombres
jóvenes, forzudos, feroces, que aún no habían salido del gran susto
que les dio el joven.
Querían aplastarlo a golpes, a patadas, dejarlo convertido en una
masa sanguinolenta irreconocible, para luego arrojarlo al cercano río
Grande y que se lo llevara la corriente hasta el mar, allá por
Brownsville.
Saliendo de su asombro, porque en realidad no esperaba que los
dos individuos, bajo la amenaza de su revólver, intentaran agredirle,
comenzó a su vez a buscar una forma de no morir bajo aquellos
golpes de maza que llovían sobre él.
Lo arrojaron al suelo, lo patearon. Y Taft esgrimía ya su revólver
por el cañón para machacarle la cabeza.
Consiguió, levantando en vilo a sus enemigos, no estar debajo de
ellos. Luego, con el canto de la mano derecha, propinó un golpe
seco a Taft en la garganta. Keeping había residido en San Francisco
y en el populoso barrio de Chinatown había conocido a un pequeño
japonés que se dedicaba a dar lecciones de una extraña lucha que él
llamaba «judo» a los jóvenes distinguidos de la ciudad. Con golpes
no fuertes y llaves, derribaba a hombres hercúleos o los reducía a la
inmovilidad. También enseñaba a propinar golpes que podían ser
mortales y siempre advertía de este peligro a sus alumnos.
Taft recibió un golpe en el cuello que le hizo lanzar un alarido de
dolor, aunque Ben no quiso fuera mortal, ya que deseaba todavía
capturar vivos a aquellos dos facinerosos.
El sheriff salió lanzado al otro extremo de la estancia, moviendo
la cabeza como si quisiera convencerse de que todavía la tenía sobre
sus hombros. Estaba atontado, con un dolor agudísimo en el cuello,
los músculos.
Alien redobló sus golpes al ver a su compañero casi fuera de
combate. Ahora buscaba con la mirada un revólver, pues el suyo,
como el de Taft y el de Keeping, habían sido arrancados de sus
fundas en el ardor de la lucha.
Keeping se revolvió contra Alien cuando vio que se inclinaba para
recoger un arma, no lejos. Lo agarró por la cintura y le hizo volverse
hacia él. Entonces le propinó un terrible directo a la cara.
Taft, poseído de un vigor físico grande, duro y feroz, salía del
desmayo y se lanzaba de nuevo sobre Keeping bramando de rabia.
Alien, los ojos en blanco, se tambaleaba bajo los efectos soporíferos
del directo a la cara. De nuevo los dos hombres cercaron a Keeping.
Ben encajaba los golpes y presiones bestiales con un estoicismo
admirable, sin perder la fe en su victoria.
Todavía no quería golpear a matar. El mismo golpe que propinó a
Taft, más fuerte, más cerca de la nuca, le habría matado
instantáneamente. Y él no quería llevar al juez dos cadáveres, sino
dos culpables que hablaran y confesaran, que acusaran a Dick Hope.
Retorció una muñeca de Alien cuando éste, que había
conseguido recoger un revólver del suelo, lo iba a emplear como
maza.
El ayudante hubo de soltar el arma cuando su brazo retorcido por
detrás de la espalda iba a ser dislocado, sacado de su sitio. Emitió
un mugido de dolor. Soltó el arma y trató de hacer que su brazo
volviera a la normal posición. Pero Ben lo lanzó al otro lado de la
mesa, caída en el suelo, como las sillas, y el ayudante quedó medio
inconsciente.
Taft pegaba duro, mientras tanto, pero su rabia no le dejaba
precisar los golpes, y Keeping tenía una resistencia granítica. Lo
agarró al sheriff por la cintura, lo elevó sobre su cabeza y le hizo
describir una parábola por encima de la derribada mesa para ir a
caer sobre su compadre Alien, que accionaba el brazo medio
dislocado.
Keeping no les dejó recobrar alientos. Eran muy peligrosos, muy
fuertes y salvajes para confiar en ellos. Así, saltó como un gato y
cayó sobre ambos, buscando más pelea.
A Alien le metió dos dedos en los ojos con fuerza, pero siempre
cuidando de que sus golpes no fueran mortales. El ayudante lanzó
un grito espantoso de dolor, atiplado, y se llevó ambas manos a la
cara.
A Taft, que tenía ahora un revólver en la mano, agarrado por el
cañón, intentando darle la vuelta para disparar, le lanzó una patada
a la cara, echándolo hacia atrás. Y se volcó sobre él, retorciéndole el
brazo, como a Alien, hacia arriba por detrás de la espalda. El sheriff,
apretados los labios, jadeando, ponía a prueba su fuerza para
contrarrestar la de Keeping, que le elevaba el brazo.
La pugna acabó cuando Ben, con un giro repentino de la mano,
retuvo el cuerpo de Taft y con la otra mano subió más el brazo
retorcido hacia arriba. El sheriff gimió y soltó el arma, en una
posición su cuerpo que parecía una Z. Alien gemía también, las
manos sobre los ojos.
Vio Keeping tres pares de esposas que salían de un cajón de la
mesa. Levantó a Taft tirando de su brazo y le obligó a moverse hacia
la mesa. El sheriff obedecía sumisamente porque cualquier momento
de oponerse significaba la rotura por la clavícula de su brazo,
además de sentir un dolor espantoso.
—Vamos, vamos… —murmuró Keeping en tono afable—. Buenos
chicos. Meta la mano en esta argolla, honrado sheriff. ¡Cuidado, que
lo hago trizas si intenta desmandarse! ¡Alien, aquí! ¡Si no le he
sacado los ojos, cobardón! ¡Venga, o voy por usted!
Ahora Keeping tenía en la mano izquierda su revólver y dominaba
la situación, aunque el sheriff y su ayudante le observaban a
hurtadillas, esperando el menor descuido de Ben para acometerlo de
nuevo.
Con las esposas, Keeping maniató a los dos hombres de una
manera diabólica. La muñeca derecha de Taft fue unida al tobillo
derecho de Alien por una esposa. Luego, Alien fue unido a su vez
por la muñeca derecha al tobillo derecho de Taft. Quedaban así
prácticamente inutilizados para huir, luchar o separarse. Ambos
tenían que caminar inclinados, doblados por la cintura.
—Vamos a ir a Río Grande City —dijo Keeping después de
observar a los dos hombres y sonreír divertidamente—. ¿Dónde
están vuestros caballos?
—Ya le dije que podemos llegar a un acuerdo —observó Taft,
cuyo rostro era un muestrario de erosiones, cardenales y rasguños
—. ¿Por qué diablos se mete en esto? ¿Qué le va en ello? Si es por
dinero…
Keeping se acercó a los dos individuos y les mostró la mano
derecha, contusionada. La puso como si quisiera emplear el borde
para descargar uno de aquellos temidos golpes que podían ser
mortales.
—Si fuera por dinero, lo tendría en gran cantidad —repuso en
tono seco—. Podría registrar esta casa y lo hallaría. Podría hacerme
con el depósito de marihuana que hay en casa de Hope. Miles de
dólares. Pero yo soy un tipo raro, lo reconozco. Creo en la justicia,
en la honradez, en el bien común y por eso odio a los que se burlan,
roban y asesinan a las personas decentes. Así es que si queréis
llegar vivos a Río Grande City, mejor será que no me encendáis la
sangre con ofertas asquerosas. ¿Dónde están vuestros caballos?
—En el patio de atrás, en el establo —repuso Taft, que no
apartaba la mirada de la mano de Keeping—. Pero así no vamos a
poder cabalgar. No podemos movemos. Parece que tiene miedo
todavía…
—Tengo miedo a que hagáis algo raro y os tenga que romper la
nuca como si fuerais conejos, de un golpe. Ahora, arriba y en
marcha. Vamos al establo.
Los dos hombres protestaban porque solamente podían estar en
pie a costa de permanecer muy inclinados, sujetos por los tobillos y
las muñecas. Era grotesco verlos avanzar paso a paso, dándose
tirones mutuos que les hacían gruñir por el dolor. Por un pasillo
fueron a una puerta, detrás Keeping vigilándolos. Abierta la puerta,
entraron en un patio que tenía un cobertizo. Allí estaban los dos
caballos, las sillas, riendas y todo lo demás.
Ben ensilló los corceles mientras el sheriff y su ayudante,
sentados en el suelo, le observaban y hacían por quitarse las
esposas. No lo conseguían debido a que Keeping las había ajustado
estrechamente a los tobillos y muñecas, y el intentar sacarlas
solamente les causaba rozaduras dolorosas.
—Ahora vamos a ver cómo cada uno monta en su caballo —dijo
Keeping, mirándolos a ambos y estudiando la manera de hacerlo sin
que ellos pudieran intentar escapar o resistirse—. Debo advertiros
una vez más que si cometéis una tontería me daréis el gusto de
liquidaros. Tengo pruebas de las buenas para acusaros, aunque no
viváis, y para justificar que os liquidé en defensa propia.
Dejó a Taft, sumiso, temeroso, sobre su caballo. Las esposas
ceñían un tobillo, el derecho, a la muñeca derecha. Había de
cabalgar inclinado, casi acostado sobre la silla, sin poder dirigir su
caballo.
Hizo lo mismo con Alien. Luego, con los lazos que había en las
sillas, ató del cabezal de un caballo el cabezal del otro. De esta
forma él tiraría de ambos corceles y dirigiría la marcha. La huida era
imposible para ellos. Aunque lograran descabalgar, no les sería
posible correr, inclinados.
Sacó a los prisioneros, ya montados, del patio, por la puerta que
daba a una calleja, detrás de la casa. Ya delante del edificio, en la
calle Principal, a la sazón aún desierta aunque comenzaba a
amanecer, Keeping montó, sacó de la funda de la silla su rifle y lo
montó, colocándolo sobre sus muslos. Se volvió hacia el sheriff y su
ayudante, que trataban de colocarse lo mejor posible sobre la silla
en aquella postura forzada, en la que habían de estar muy inclinados
hacia un lado debido a llevar una muñeca junto al tobillo del mismo
lado.
—Mejor será que no intenten hacer nada por escapar o
estorbarme —les advirtió, levantando el rifle para mostrárselo—. Me
darían una alegría si me proporcionan motivo para liquidarlos.
Tiró del extremo de lazo que iba al cabezal del primer caballo,
detrás del suyo, y de aquél otra cuerda al segundo. Así iban en
reata, el primero Ben para guiar y remolcar a los otros dos caballos.
Al trote, se pusieron en marcha. Las calles estaban desiertas
todavía. La claridad diurna se iba esparciendo, aunque del río
brotaba una neblina blanca que la leve brisa se iba llevando. El cielo
aparecía azul y un color sonrosado se dibujaba por el Este,
anunciando la salida del sol.
Keeping, de vez en cuando, se volvía para observar a los dos
prisioneros. No eran de fiar y había que tener cuidado con ellos. Mas
Taft y Alien, sólidamente atados con las esposas, obligados a llevar
una postura forzada, muy inclinados a un lado, cabalgaban
calladamente, convencidos seguramente de que nada podían hacer
por huir.
La carretera discurría casi siempre a orillas del río Grande,
haciendo giros según la corriente los hacía. Ya estaba el sol
asomando por encima de algunas elevaciones pequeñas.
Keeping no descuidaba la vigilancia, aunque sentía cansancio y
dolor en todo el cuerpo. Notaba que tenía la cara hinchada, los
labios; por debajo de los ojos, una hinchazón dolorosa.
Taft y Alien le habían dado una paliza que estuvo a punto de
costarle la vida. Menos mal que su fortaleza de granito y su temple
ante los sufrimientos, le permitieron no cejar en su afán de victoria y
pudo dominarlos.
A unas dos millas del punto de partida, la carretera hacía una
curva siguiendo un recodo del cauce del río. Había unos desmontes,
a cada lado, a modo de trinchera. Keeping volvió la cabeza para
observar a sus prisioneros, que ahora hablaban entre ellos
quedamente.
Detuvo su caballo y luego lo hizo avanzar, el rifle en la mano,
para ver si sus prisioneros hacían algo por librarse de las esposas.
Taft y Alien tenían las muñecas, que llevaban una milla de sus
esposas, manchadas de sangre fresca. Estaban haciendo por
quitárselas.
—Trabajo vano —dijo Keeping tras examinarlas, así como los
tobillos donde se ajustaba la otra esposa de cada uno—. Sólo
conseguirán hacerse más daño y perder sangre. Aunque lo lograran,
no escaparían a las balas. Si vuelvo a verlos queriendo quitárselas,
los llevaré andando, delante de mí, y cojeando. No tengo prisa en
llegar.
—Si estamos desarmados, lo menos que puede hacer es
quitamos las esposas. Ya sabemos que no podemos quitamos de
encima su agradable compañía —murmuró Taft—. Luego dirá que es
un tipo humanitario…
—Si no lo fuera estaríais tumbados en la oficina, «muertecitos»,
como dicen los mejicanos —repuso ásperamente Keeping.
Volvió a su caballo y montó en él. Tiró de la cuerda que
remolcaba al caballo de Taft y volvieron a ponerse en marcha.
El recodo entre los taludes era largo y, hacia la mitad, Keeping
oyó el sonido de cascos de caballos que sonaban delante de él.
Alguien se acercaba. Puso el caballo al paso y colocó el rifle sobre un
muslo, apoyando en él la culata.
No le hacía gracia encontrarse a nadie tal y conforme iban, con
los caballos sujetos uno detrás de otro y dos hombres esposados en
extraña postura.
Dos jinetes aparecieron de repente al extremo del recodo. Iban al
trote largo de sus caballos, por en medio de la pista. Pero al ver a
los tres jinetes, en semejante forma, tan extrema, refrenaron sus
caballos, deteniéndolos y observando con mucho asombro.
Keeping también se detuvo, el rifle preparado. No sabía qué clase
de individuos eran aquellos. Lo mismo podían ser tranquilos
viandantes que gentes indeseables. Las orillas del río, tanto por la
parte yanqui como la mejicana eran muy frecuentadas por los
contrabandistas, que por medio de lanchas o a nado, o por medio de
perros adiestrados, desembarcaban la marihuana.
—¡Ted, Sid! —gritó de repente Taft, detrás de Keeping, la voz
aguda, excitada, levantando el brazo libre y tratando de llamar la
atención de los dos jinetes, que seguían inmóviles, aunque ya
esgrimían cada uno un revólver—. ¡Somos Taft y Alien! ¡Tirad sobre
este tipo a matar!
—¡Disparad sobre él! —rugió Alien—. ¡Matadlo! ¡Matadlo!
Keeping salió de su asombro con rapidez. Ya sabía que aquellos
jinetes eran amigos, quizá compinches, de Taft y Alien. Lo peor que
le podía suceder, ocupado como estaba en vigilar a sus prisioneros,
que aullaban pidiendo auxilio mientras trataban de bajar de sus
caballos para iniciar la huida con ayuda de los recién llegados.
CAPITULO VIII
Keeping desmontó a toda prisa, ya que sobre su corcel ofrecía un
blanco mucho mejor. Corrió, el rifle en la mano, adonde estaban Taft
y Alien y se escudó detrás de los caballos que montaban.
Los dos jinetes, a una, hicieron girar a sus corceles rápidamente,
y a galope volvieron grupas por el recodo. Desaparecieron.
—¡Ted, Sid! —clamó Taft roncamente, exasperado—. ¡Matad a
este tipo! ¡Somos Taft y Alien!
Ben propinó al sheriff un revés con la mano vuelta que le hizo
irse del otro lado. Y empujó a Alien, que estaba desmontando de su
caballo.
—¡Antes de morir yo, os llevo por delante! —exclamó Ben,
mirando con temor los taludes que se elevaban a ambos lados de la
carretera.
Dos disparos sonaron y Keeping pudo distinguir a los dos
hombres encaramados en lo alto de los desmontes, adonde habían
subido para situarse en condiciones mejores, en una altura a varias
yardas.
Las dos balas pasaron por encima de Taft y Alien, pero
peligrosamente cerca de sus cabezas. Keeping, en pie, resguardado
por los caballos, sonrió al ver reflejado en la cara de sus prisioneros
el pánico.
—Ya podéis decirles que no disparen, porque os van a liquidar —
advirtió en tono burlón—. Y como me toque una sola bala os dejo
«muertecitos». ¡Quietos, perros, y callados!
Pero Keeping no se sentía ahora muy optimista. Estaba metido
en un callejón sin salida, con aquellos dos compadres de Taft y Alien
al parecer dispuestos a asesinarlo. No le inquietaría mucho hacer
frente a los amigos de sus prisioneros si pudiera tener libertad de
movimientos, resguardándose en los mismos taludes. Pero si dejaba
solos a los detenidos bajarían de sus caballos y se le escaparían.
Aunque en verdad no podrían ir muy lejos, tal y como estaban
sujetos por las esposas. No se puede correr, ni casi caminar, cuando
se lleva una muñeca amarrada a un tobillo y ello obliga a ir inclinado
hacia el suelo.
Pero Keeping remató las precauciones, a toda prisa, bajo la
amenaza de las balas de aquellos individuos. Recogió de la silla de
su caballo el lazo y con una parte de él ató los pies de Taft, pasando
bajo el vientre de su caballo la cuerda. Hizo lo mismo con Alien.
Ahora era ya imposible que pudieran bajar de los caballos. Y por
añadidura, enredó las cuerdas de los cabezales de los dos corceles
con las riendas, de tal manera que las cabezas de los animales
estaban juntas y sin poderse separar.
Recogió su rifle y partió a la carrera hacia un terraplén para ver
dónde estaban los dos agresores, que no daban señales de vida.
Desde lo alto, con mucho cuidado, asomó la cabeza.
Sonó un disparo y Keeping recibió en la cara una lluvia de arena
que medio le cegó. Un palmo más hacia arriba y lo dejan inmóvil
para siempre.
Se tumbó sobre la tierra, mirando a su alrededor. La bala le había
venido de frente. Luego, uno de los dos, o los dos, estaban enfrente.
Tal vez en el desmonte del otro lado de la carretera.
Puso sobre la boca del cañón de su rifle el sombrero y lo hizo
asomar un poco.
Dos nuevos disparos y el sombrero se bamboleó, con dos
agujeros en un ala y la copa. Disparaban bien, peligrosamente,
aquellos facinerosos. Y estaban en el terraplén de enfrente. De allí
habían brotado unas leves columnitas de humo.
Miró hacia la carretera, donde estaban Taft y Alien. Los caballos,
enredados con las riendas y las cuerdas de los cabezales,
permanecían inmóviles. Alien y Taft gritaban, pidiendo a sus
compañeros que acudieran a libertarlos.
Sonrió Keeping al pensar cómo se podrían librar de las esposas,
llevando él las llaves en un bolsillo.
Estudió la manera de deshacerse de aquellos importunos, tan
peligrosos. Era difícil sacarlos del terraplén donde se ocultaban.
Cruzar la carretera y subir en busca de ellos era un suicidio. Antes
de que diera un par de pasos al descubierto, en la carretera, para
cruzarla, lo acribillarían a balazos. Y lo cómico, le parecía a él, era
que los enemigos tampoco podían bajar de aquella altura sin
ponerse al descubierto y ser muertos.
Taft y Alien gritaban hasta enronquecer llamando a sus amigos.
Trataban de hacer andar a los caballos, pero los animales no podían
hacerlo. Si uno de ellos intentaba avanzar, el otro tenía que recular,
cosa que no quería hacer, y se encabritaba, relinchaba y se
enredaban aún más.
Keeping, al otro lado de la trinchera, la bajó a toda prisa. Creía
tener un plan para sorprender a los dos tiradores. Casi rodando, bajó
al nivel del suelo y se lanzó a la carrera, oculto por la elevación del
terraplén. Siguió corriendo hasta doblar aquel recodo de la carretera,
donde fue sorprendido por la presencia de los dos hombres.
Oculto por la curva, con sus trincheras, cruzó la carretera sin ser
visto y subió por la loma de enfrente. Ya estaba en el mismo lado
donde los otros se ocultaban.
Muy inclinado, el rifle preparado, avanzó hacia donde debían
estar ocultos los tiradores. Taft y Alien llamaban a grandes voces.
Pero al parecer sus amigos no se decidían a acudir en su ayuda,
temerosos de las balas de Keeping.
El lado opuesto del terraplén daba al río Grande, dejando un
estrecho pasadizo tan sólo. Por allí se deslizaba Ben mirando hacia
arriba. Tenía que divisar a sus enemigos, si no era que se habían
marchado. O tal vez el sorprendido fuera él, visto desde lo alto por
ellos.
Pensó en Lou. ¿Qué diría ella al verlo metido en aquella aventura
de chico revoltoso? Ahora no era cosa de chicos, la verdad. Se
estaba jugando la vida con un ochenta por ciento de probabilidades
de perderla.
Los vio al fin, tumbados detrás del lomo de la altura, espiando,
mirando al terraplén de enfrente, donde suponían debía de estar él.
Apenas si eran visibles, tan pegados estaban al terreno.
Keeping avanzó cautelosamente para tratar de situarse a
espaldas de ellos. De esta manera, si no se rendían podría
aniquilarlos.
Pero uno de ellos tuvo la ocurrencia de mirar hacia atrás, hacia el
río y el sendero, y a un lado. Y vio a Ben avanzando por el estrecho
sendero a orillas del río para pillarlos por la espalda.
Ted y Sid, rabiosos porque habían estado a punto de morir a
manos de aquel astuto hombre, desencadenaron una tempestad de
tiros de revólver, dos cada uno, sobre Keeping, que hubo de volver
grupas por el sendero, pues las balas silbaban muy cerca de él.
El sendero era tan estrecho que apenas si medía media yarda. A
un lado, las aguas revueltas del río Grande; y al otro, la empinada
vertiente del montículo, corriendo al lado de la pista.
Pudo guarecerse, arrojándose de cabeza, en una grieta del
terreno, mientras las balas le perseguían silbando y levantando la
tierra reseca, dura, a su alrededor. Si los dos tiradores le perseguían
estaba perdido sin remedio. ¿Qué diría Lou si le viera ahora, en
aquella situación tan crítica, creada por su manía de cometer
chiquilladas?
Los dos hombres avanzaban hacia él deslizándose por el lomo de
la elevación o la otra vertiente, para no ser vistos.
Los oía Ben rozar la tierra con sus botas y su cuerpo, o dejando
caer cascotes que se deslizaban hacia el río o sobre la carretera.
Estaban decididos a acabar con él, y parecía que lo iban a conseguir,
pues eran dos y tenían una puntería endiablada, de pistoleros.
El rifle preparado, escuchando, apretado contra la grieta que
apenas si le prestaba cobijo, Ben esperaba, rígido, lo que tenía que
suceder. Si al menos se pusieran un solo instante a tiro… También él
tenía buena puntería.
Oyó de repente algo extraño. Como si uno de los dos -hubiera
perdido el equilibrio, por encima de él, de Ben, y rodara, empujando
cierta cantidad de tierra y cascotes, que iban a caer al río saltando
por encima del estrecho sendero.
Vio bajar un bulto, un hombre, que rebotaba mientras trataba de
asirse desesperadamente a algo. Iba derecho al río, a no ser que
pudiera detenerse en el sendero.
Pasó el hombre a unas seis yardas, rodando como un fardo. Y
Ben, estremecido, vio cómo llegaba al sendero, pugnando por
detener la caída aferrándose al suelo. Pero el impulso de la caída y
el caer de cabeza le hicieron brincar como una pelota.
Y las aguas revueltas del río Grande, de color oscuro, lo
recibieron levantando una masa de espuma, no lejos de la orilla,
escarpada, casi cortada a pico.
Lanzó un aullido el hombre al verse arrastrado por las aguas. Ben
se dio cuenta de que no sabía nadar. Manoteaba alocadamente, se
hundía, volvía a salir y su rostro denotaba la angustia al ver que sus
esfuerzos por acercarse a la orilla eran vanos.
Se hundió de nuevo y ya no apareció. Burbujas siniestras
indicaban que ahora estaba en el fondo, arrastrado por la corriente.
Ben pensó filosóficamente que ahora solamente tenía un
enemigo en vez de dos.
Taft y Alien continuaban gritando, pidiendo a Sid y a Ted que les
liberaran. No sabían que uno de ellos no podría ya hacer nada por
ellos, porque no lo pudo hacer por él mismo.
Buscó al otro que quedaba, escuchando. No se atrevía a salir de
aquella grieta por temor a que el pistolero, desde arriba, le metiera
una bala en el cuerpo, lanzándolo al río para hacer compañía al
ahogado.
Pero oyó cómo al otro lado de la trinchera alguien!a bajaba
aprisa, haciendo rodar tierra y cascotes. Iba hacia la carretera. Tal
vez asustado al ver el fin de su compadre y porque ya su deseo de
liberar a Taft y a Alien se había eclipsado y sólo pensaba en salvarse
a lomos de su caballo. Además, estaba el otro enemigo por allí.
Keeping trepó con rapidez las pocas yardas del promontorio y
asomó la cabeza por encima del lomo. El hombre estaba ya en la
carretera y corría hacia su caballo. Taft y Alien le gritaban,
desesperados, pidiéndole que les amparara.
—¡Quieto y las manos arriba! —le gritó Ben desde lo alto del
talud, enfilándole con el rifle—. ¡Quieto!
El hombre, Sid o Ted, se revolvió como serpiente sorprendida,
disparando con ambos revólveres. Sus balas se hundieron en la dura
tierra a dos palmos de Ben. Luego emprendió la carrera hacia su
caballo.
Keeping movió la cabeza. No le gustaba matar. No era su oficio,
ni consideraba que era razonable que un hombre tuviera que privar
de la vida a otro sin motivos muy poderosos. Ahora aquel individuo
le desafiaba, no atendía a razones. Seguramente sí estaba
acostumbrado a matar, a recurrir a la violencia. Lo probaba cómo
quisieron asesinarlo poco antes, en ayuda de aquellos dos
desalmados.
Siguió con el rifle la carrera veloz del individuo, que ya estaba
muy cerca de su caballo. Y disparó una sola vez, apoyada el arma
sobre el lomo de la trinchera y dominando el terreno.
Sid o Ted, aceleró la carrera, pero ahora dando traspiés, soltando
los revólveres y abriendo los brazos. Ben le observó, dispuesto a
repetir el disparo si hacía falta.
No hizo falta. El hombre cayó de bruces cuan largo era casi a los
pies de su caballo, que se apartó de él, asustado. Se levantó y quiso
acercarse de nuevo al corcel. Pero cayó de bruces otra vez y ya
quedó inmóvil. Debajo de su cuerpo, sobre el polvo de la carretera,
una oscura mancha de sangre iba apareciendo.
Bajó del talud Ben, el rifle preparado. Taft y Alien, que habían
presenciado la escena, callaban, amarrados a sus caballos, la cabeza
inclinada, desalentados.
Se arrodilló Ben al lado del hombre. No hacía falta un examen a
fondo para ver que estaba muerto. La bala, que le entró por la
espalda, le atravesó el corazón y cortó su vida repentinamente.
Se levantó y fue a por el caballo, que se dejó capturar
mansamente. Lo llevó al lado del cadáver y sobre la silla lo colocó,
boca abajo, atravesado, a un lado las piernas y los pies y al otro el
tórax y la cabeza. Lo ató con el lazo que había en la silla. Luego fue
hacia su corcel y lo agarró por las riendas.
—Sigamos el viaje, caballeros —dijo en tono irónico, despectivo,
a Taft y a Alien—. Gracias a ustedes, ese amigo suyo ha muerto y el
otro cayó al río y se ahogó. Y yo sigo viviendo, porque deseo ver
cómo son juzgados y condenados. La Ley y la Justicia castigan muy
severamente a los traidores, que siendo autoridades abusan y las
burlan en su propio beneficio. Y a los asesinos y a los traficantes en
drogas…
Taft y Alien, mohínos, humillados, no levantaban la cabeza,
aplastados por la certeza de que esta vez estaban bien perdidos.
Creyeron que Sid y Ted, dos buenos pistoleros al servicio de Dick
Hope, les sacarían de apuros, pero aquel endiablado Keeping, que
hacía las cosas como si todo fuera fácil para él, jugándose la vida
alegremente, les volvía a la realidad, una realidad negra, cargada de
amenaza, con un final espantoso.
Keeping ató el caballo con el cadáver detrás del corcel de Alien. Y
detrás de aquel caballo, el que usara el pistolero que cayó al río y se
ahogó. De esta forma se formó una hilera encabezada por él, que
tiraba de la cuerda del caballo de Taft.
Ya no hubo incidente alguno hasta llegar al pueblo de Río Grande
City. No se cruzaron con ningún jinete ni carromato. Hizo su entrada
hacia las seis y media de la mañana, con el sol ya calentando
fuertemente la reseca tierra poblada de cactus, nopales y
matorrales.
Algunos vecinos, que madrugaban para dirigirse a su trabajo, se
quedaron mirando con cierto asombro aquella fila de caballos, y,
sobre todo, aquellos dos hombres maniatados grotescamente a las
sillas de sus caballos, y que llevaban sobre la camisa las insignias de
sheriff y de ayudante. Y el cadáver atravesado sobre el caballo, la
cabeza colgando y moviéndose como si fuera diciendo no a los
vaivenes del corcel.
—¡Es ese Keeping! —exclamó un vecino, dirigiéndose a otro que
estaba a su lado—. ¡El socio de la señorita Mosley, la del saloon!
—Y me parece que esos dos que van atados son el sheriff y el
ayudante de Dreamland —dijo el otro vecino, atónito—. ¿Has visto
alguna vez a un sheriff y a su ayudante en semejante facha?
—Keeping es un tipo de esos, un «duro», pero de los buenos, de
los que se cargan a los malos. Anoche peleó el solo como un
valiente. Vamos a ver qué pasa ahora.
Keeping se bajó de su caballo y fue hacia la puerta de la oficina,
cerrada. Llamó con la mano y apareció el ayudante Sturdey, medio
adormilado. Se quedó mirando a Keeping, que sonreía
traviesamente. Sturdey miró al sheriff y al ayudante de Dreamland;
luego el caballo con el hombre muerto. Se pasó la mano por el
rostro como si quisiera alejar una visión estremecedora.
—¿Qué es todo eso, Keeping? —preguntó, señalando los
prisioneros, el cadáver sobre la silla, la extraña forma de estar
unidos los caballos—. ¿De dónde viene?
—Ante todo, ¿cómo está el sheriff? —preguntó Ben.
—Mejor. Dentro de pocos días volverá a trabajar. Pero dígame
qué significa esto. ¿No llevan esos dos tipos las insignias del sheriff y
ayudante? —se acercó a Taft y a Alien, que le miraron con rencor,
silenciosos.
—Son el honorable sheriff de Dreamland y su ayudante —repuso
Keeping en tono regocijado—. Vamos a darles comida gratis y una
celda confortable. En cuanto al otro, ése ya no necesita sino una
fosa. Un compañero suyo murió ahogado en el río.
El ayudante miró a Keeping como si dudara de que la razón de su
interlocutor fuera normal. Ben estaba desatando a Taft y a Alien para
que se bajaran de los caballos. Los vecinos se acercaban, llenos de
curiosidad. Alguno de ellos, en vista de que el sheriff Bradley estaba
imposibilitado para hacer servicio, y estando solo el ayudante,
habían sido nombrados ayudantes provisionales.
—Lleven a esos dos hombres a una celda, sin quitarles las
esposas, pero uniendo solamente las muñecas —dijo Keeping a
Sturdey—. Ya le daré cuenta de todo, no me mire así. ¿Y el
honorable Dick Hope?
—En el hotel, bajo la vigilancia del sereno —contestó el ayudante
—. ¿Cómo se ha atrevido a detener a un sheriff y su ayudante y
sacarlos de su residencia? Nos vamos a meter en un lío grande,
Keeping.
—El lío va a ser para ellos, Sturdey. Esos hombres eran
servidores a sueldo de los Hope, traficaban con marihuana,
amparaban el contrabando. Y no son ajenos al asesinato del anterior
sheriff, Masón. Tome estos papeles —le entregó los que encontró en
la casa de Dick Hope. Sturdey, admirado, les dio un vistazo—. Hay
pruebas suficientes para hacerlos sentar en el banquillo, ante un
juez y un jurado. ¿Y Lou?
—Muy enfadada con usted. La está usted llevando de susto en
susto, dice. Ella le quiere, Keeping, y llora porque cree que anda
buscando suicidarse o algo parecido.
—¿Llora por mí? —Keeping sonrió, halagado—. Nunca se me
ocurrió pensar que una mujer llorara por mí. Conocí a bastantes que
se rieron, eso sí, pero que lloraran… ¡Pobre Lou, tendré que pedirle
perdón por lo que ella llama mis travesuras! ¿Cree, amigo Sturdey,
que se querrá casar conmigo?
—Precisamente porque le quiere está desesperada. Teme que se
busque usted una muerte violenta. Pero hable con ella. Está
deseando perdonarle y en medio de todo comprende que gracias a
usted, todos vamos a vivir tranquilos y en paz, castigando a esa
morralla.
—Primero hay que detener a Dick Hope. En su casa de
Dreamland tiene cientos de libras de marihuana. Eso le corresponde
a usted. Yo le acompañaré. Es urgente, amigo. ¿Vamos?
Echaron a andar el ayudante Sturdey y Keeping, que llevaba el
rifle en la mano. Ante el saloon, asomada a una ventana en la planta
superior, Lou reía y ocultaba su rostro entre las manos para
disimular las lágrimas.
—¡Querida mía, ya de vuelta! —exclamó Keeping, deteniéndose
para mirarla con apasionamiento—. Como ve, sigo tan fresco.
—¡Ya lo veo! —exclamó ella en tono fingidamente regañón—.
¡Tan fresco, como un chico revoltoso que vuelve a casa con cara de
inocentón! ¿Por qué le conocí, Ben?
—Para queremos, amada mía, y ser muy felices. Pero ya sabe
que el amor no es siempre alegría y risas, sino dolor y lágrimas.
Cuanto más se ama más se sufre. ¡Nos vamos a casar muy prontito!
—¿Casarme con usted? —ella denegó con la cabeza—. ¡No quiero
ser la viuda de un hombre que no busca más que meterse en líos,
dejándome sola y desesperada! Ben, tendría que cambiar
radicalmente para que me case con usted.
—¡Cambiaré, preciosa mía, cambiaré! —exclamó Keeping,
elevando los brazos patéticamente. Sturdey hizo por ocultar la risa,
divertido por el carácter de aquel hombre—. ¡Ahora vengo, tenemos
que detener a Dick Hope! ¡Ya le contaré! ¡Hasta luego!
Y se alejaron los dos hombres-. Lou miraba a Keeping, con
infinita ternura y también con temor. Estaba visto que no tenía
remedio. Ben era un caballero andante indomable y había que
tomarlo así o dejarlo. No lo dejaría. Le quería porque él era así de
apasionado, de leal y bueno, dispuesto siempre a luchar por las
buenas causas. ¿No había sido él quien se encaró con Harding y sus
dos secuaces, tres pistoleros peligrosos, porque la estaban
insultando?
El ayudante Sturdey y Keeping entraron en el hotel. Vieron al
dueño y a su esposa, que estaban atendiendo al sereno, que
permanecía tumbado en un sofá, gimiendo y con las manos sobre la
cabeza.
Í
—¡Íbamos a decirle lo que ha ocurrido, ayudante! —exclamó el
dueño, Mersey—. ¡Hope le ha golpeado en la cabeza, a traición, y
luego se ha marchado, el muy cerdo!
Keeping lanzó un reniego, encolerizado. El sereno contó lo
sucedido entre gemidos, pasando suavemente una mano por un
gran chichón que tenía en la calva cabeza.
Hacía una rato, como media hora, cuando él estaba sentado ante
la puerta, Hope se le fue encima, le arrebató el revólver y le propinó
varios golpes con el arma. Luego huyó en su caballo, que tenía en el
establo, detrás del edificio.
—¡Fue un disparate dejar a ese hombre libre! —murmuró
Keeping en tono duro—. ¡Su lugar estaba en una celda! ¡Ahora
cualquiera sabe dónde estará!
—Enviaré telegramas para que lo detengan —repuso Sturdey,
aturdido—. No había pruebas para detenerlo, Keeping, y ya sabe
cómo es el jefe. No escapará.
—¡Pruebas, legalismo, tonterías! —exclamó Keeping, dando
vueltas por la estancia, las manos a la espalda—. ¡Quién sabe si
otros sheriffs le ayudarán, como le ayudaba el de Dreamland! ¡El
dinero compra voluntades, amigo, y esta región está envenenada
por la marihuana! ¿Sabe una cosa?
Sturdey movió la cabeza, observando a Keeping con curiosidad.
—¡Voy a buscarlo, a atraparlo! ¡Ese tipo es demasiado peligroso
para dejarlo que ande por ahí cometiendo canalladas!
—¿Y dónde puede estar? —preguntó el ayudante—. Si le
esconden sus cómplices no lo va a encontrar nunca, y además se
juega la vida a cara o cruz, con la seguridad de perderla. Keeping,
no tiente tanto a la suerte. ¿No se siente derrengado? Le han
pegado duro y tiene la cara que parece una criba.
—¡Dígale a Lou que me retraso en ir a pedirla perdón, pero que
volveré lo antes posible! —repuso Keeping—. Necesito un caballo
que esté descansado y corra bien, pues el mío ya ha dado lo suyo.
Lou entró en el hotel y riendo y llorando se echó en los brazos de
Ben.
—He oído lo que decías. ¡Te vas otra vez, bala perdida, en busca
de más líos! —exclamó, angustiada, reteniéndole—. ¿Es que no
tienes remedio, ni valgo yo nada para tenerte a mi lado? ¿No me
dijiste que ibas a estar en el saloon y que no tendría yo que
ocuparme más de eso?
—¡Cuando vuelva, amor mío! —replicó Keeping, enternecido,
besándola—. ¡Pero es que Dick Hope, ese granuja, se escapa y hay
que echarle mano antes de que haga más daño! ¡Voy otra vez a
Dreamland, donde me figuro estará, pues allí tiene mucha
mercancía! ¡Sé buena y espérame, pues volveré! ¡El caballo,
ayudante, el caballo que necesito!
Salió corriendo por la calle, seguido del ayudante, y detrás Lou,
contagiada del entusiasmo del que ya era su novio, su prometido, si
es que no se dejaba la vida en aquella otra aventura.
Sturdey, el ayudante, le proporcionó el caballo del sheriff Bradley.
Keeping hizo acopio de municiones y montó en el tordo del sheriff,
un animal veloz y resistente.
—¡Hasta la vuelta, amor mío! —gritó a Lou—, ¡Por la cuenta que
me tiene, volveré! ¡Resérvame todos tus besos y abrazos, que me
parecerán pocos!
Salió disparado el caballo por la calle, rumbo a la orilla del río y
de Dreamland.
—¡Bendito loco! —murmuró Lou, viéndole alejarse.
—Es un «duro» con un corazón de mantequilla —repuso el
ayudante—. Pero tiene mucha suerte, Lou, y volverá. Nunca han
tenido los traficantes de marihuana un enemigo más implacable que
él. Voy a telegrafiar a los sheriffs de la comarca para avisarles que
detengan a Hope si lo ven. Aunque me figuro que Keeping será
quien lo atrape.
Keeping, sobre el caballo del sheriff Bradley, muy corredor y
dócil, volaba hacia el cercano pueblo de Dreamland, de donde había
regresado hacía pocos momentos. Conjeturaba que allí estaba Hope.
CAPITULO IX
La corta distancia hasta el pueblo de Dreamland la salvó el tordo
en pocos minutos. Keeping, cuando dio vista a la casa, rodeada de
jardín, donde moraba Hope, se bajó del caballo. No quería que su
presencia fuera advertida por alguien que estuviera en el hotel o
morada de Hope.
Dejó atado el caballo a un árbol, algo alejado de la carretera, y,
sin entrar tampoco él en la pista, fue por la orilla del río, entre
matorrales, cactus, pitas y terraplenes.
Algo que observó le hizo detenerse y sonreír con aire de
suficiencia. De una chimenea situada en el tejado de la casa de
Hope salía una columna de humo negro. Luego, alguien estaba allí.
Redobló las precauciones en su avance hacia la casa. No fue
descabellada la idea que tuvo al suponer que Hope iría a su casa.
Tenía allí su tesoro, la existencia de una considerable cantidad de
marihuana, que representaba, al precio del contrabando, muchos
miles de dólares. Y el traficante no iba a dejarlo perder,
precisamente cuando estaba perseguido y debía huir de la región,
para lo cual necesitaba dinero.
Casi como un fantasma, resguardándose en cuanto encontraba
que le pudiera valer para su deslizamiento hacia las tapias del jardín,
Keeping llegó adonde se proponía. El muro, en su parte trasera.
Pegado a él, escuchando, observando si alguien pasaba por la
carretera y lo descubriera, fue avanzando hacia la ancha verja de
barrotes de hierro que horas antes traspuso para colarse en la casa.
En la misma esquina del muro con el frente que tenía la verja,
asomó la cabeza poco a poco. Se quedó quieto, observando.
La puerta o verja, en sus dos hojas, estaba abierta de par en par.
Otra señal de que alguien estaba allí. Y no podía ser otro que Hope.
Se arrojó al suelo y, reptando como una serpiente, con el rifle en
la mano derecha, fue a situarse ante una de las hojas de la verja.
Miró atrás. Le inquietaba mucho que le pudiera ver quien pasara por
la carretera y le observara o diera aviso a quien estaba en el hotel.
Asomó la cabeza, sin el sombrero. Murmuró algo entre dientes.
Lo que vio casi lo suponía, aunque Hope se había dado mucha prisa
en poner en marcha su plan.
Un carromato pequeño, tirado por dos caballos, estaba ante la
escalinata del porche, con la puerta abierta y dos hombres lo
cargaban con aquellas cajas de marihuana que viera pocas horas
antes.
Uno de los hombres recogía las cajas de dentro y se las
entregaba al otro, que las apilaba en el carromato, con un toldo de
lona. Ninguno de los dos era Hope, pero Keeping supuso que sería él
quien ayudara bajando los envases desde la parte alta del edificio,
en la buhardilla.
Ben meditó lo que procedía hacer. Sencillamente, impedir que la
marihuana se la llevaran. Pero no era tan fácil como pensarlo. Dos
hombres, por lo menos, estaban allí, y armados. Veía sus revólveres
a la cintura, Y Hope, quizá, o alguno más, dentro de la casa.
La verdad era, pensó Keeping, que hasta ahora había tenido
mucha suerte con haber podido salir indemne de aquella aventura.
Pero era buscar con excesiva terquedad un serio disgusto, que lo
mataran. Lou estaba creyendo que él era un insensato, un bala
perdida, aunque de buenas causas, que solamente estaba contento
metiéndose en líos y haciendo temblar a las personas que le
querían.
Pero ahora, volvió a pensar Keeping, no podía marcharse,
prudentemente, para salvar su vida, cuando Hope iba a huir con la
marihuana para proseguir su repugnante negocio y hacer más daño.
Volvió a asomar la cabeza. Los dos hombres echaban más cajas
en el carromato. Y cuando acabaran la carga se marcharían. Y él
viéndoles huir…
No veía a Hope, que debía de estar arriba, con las cajas,
bajándolas, ayudando a aquellos dos hombres.
Keeping, como todos los hombres del Oeste, sentía un profundo
afecto por los caballos. El caballo era el hermano, en muchas
circunstancias, del hombre. Era su salvación, el sufrido compañero
que en los desiertos, cuando faltaba el agua y la comida servía para
apagar un poco la sed con su sangre y el hambre con su cuerpo. Y
en el crudo invierno, con la nieve cubriendo la pradera, su cuerpo
dando calor y cobijo en las ventiscas.
Ahora, aquellos dos caballos iban a trasladar el carromato a otros
lugares, a escapar. No por culpa de ellos, sino por los hombres que
los mandaban y obligaban a correr.
Apuntó con su rifle a uno de los animales. Le temblaba el pulso.
El animal esperaba pacientemente, enganchado al carro. Era lo que
le obligaban a hacer.
Disparó a la cabeza del caballo. Le dio en la frente, para no
hacerlo sufrir. Y luego hizo fuego sobre el otro, que cayó fulminado
al suelo, como su compañero.
Ahora la carreta no podría moverse con su carga siniestra. Le
dolía más matar a aquellos dos pobres animales que cuando liquidó
a Harding y a sus secuaces, o al otro, en la carretera, un rato antes.
Los dos hombres, que estaban apilando las cajas detrás del
carro, iniciaron la huida al oír los disparos y ver caer a los caballos
muertos.
Keeping se replegó detrás del muro, al lado de la verja. Los dos
individuos, asombrados, asustados, dispararon sin saber sobre
quién, sin ver a quien hizo aquello de dejar el carro inmovilizado.
Ben asomó de nuevo la cabeza. Levantó un poco la cabeza y
divisó, con cierta alegría, a Hope, .asomado a una ventana en el piso
alto, con un rifle en la mano, mirando qué era lo que ocurría. Juraba
como un condenado al ver los caballos muertos. Para él era una
catástrofe la supresión del medio de locomoción, con el carro ya casi
cargado y sin poder llevárselo.
—¡Matad a quien lo ha hecho! —aulló con voz potente, cargada
de rabia—. ¡Buscadlo, matadlo! ¿No oís? ¿No habéis visto a quién lo
hizo?
Los dos hombres, dentro de la casa, no parecían tener muchos
deseos de salir en busca del tirador que les había jugado aquella
mala pasada. Lo mismo que mató a los caballos podía matarlos a
ellos…
Keeping sonreía, divertido. ¿Qué diría ahora Lou de él? Lo mismo,
seguramente. Que era un loco, que se metía en líos, y que en uno
de ellos le iban a volar la cabeza.
Los dos hombres disparaban sus revólveres sobre la verja, sin
exponerse. Ben no contestaba. Esperaba a ver qué hacía Hope ante
aquella situación nueva y desalentadora para él.
Oyó un leve ruido a sus espaldas. Como si alguien pisara
quedamente sobre la hierba reseca o sobre piedras. Quizá rozaba
alguien su cuerpo con el muro al avanzar sigilosamente.
Se puso en pie de un salto, volviendo la cabeza. Un segundo más
y Hope se la hubiera volado con su rifle. Había salido de la casa por
la parte trasera al jardín y por una puerta al final del terreno, había
dado la vuelta y se presentaba de improviso para sorprender a quien
mató a los caballos, mientras sus hombres disparaban para atraer la
atención de Keeping.
Dio un salto mientras oía el fragor del disparo y la bala le pasaba
casi rozando la oreja derecha. Hope, pegado al muro, maniobraba
con la palanca del «Winchester» para meter otra bala en la
recámara.
Ben no le dejó que se saliera con la suya. Estaba de él a unas
diez yardas de distancia. Y pegando el rifle al costado, disparó.
Maniobró instantáneamente con la palanca, dispuesto a repetir el
disparo.
El rifle de Hope le saltó de las manos al perforar la bala la misma
recámara y producir un movimiento violento. La bala, rebotando,
zumbando, se desvió y fue a perderse en el espacio.
—¡Quieto, quieto! —ordenó Keeping, enfilándole con el rifle—.
¡Las manos bien altas, de espaldas!
Hope había mirado a su enemigo como un desconocido. En
realidad, no conocía a Keeping. Nunca lo había visto. Y Ben
reconoció a Hope, a Dick, porque tenía mucho parecido con su
hermano Jesse.
—¡No se mueva, pues sus compadres no le van a ayudar! —dijo
Ben acercándose a él cautamente.
Dick Hope oyó la respiración agitada de Ben, ya a su lado. Y de
repente se volvió con rapidez y disparó su puño izquierdo a la cara
de Keeping cuando éste sacaba de un bolsillo unas esposas para
ponérselas. Ben se había confiado al creer que el otro no haría nada.
Y un descuido como aquel podía ser grave.
Cayó de espaldas Ben, medio conmocionado por la violencia del
directo al mentón. Hope era vigoroso, como lo fue su hermano
Jesse, y puso toda su fuerza en el golpe.
Pero Keeping, apenas dio con su cuerpo en el suelo, se levantó
casi de un brinco, aunque todo le daba vueltas y sentía una flojedad
que apenas si le permitía sostenerse Su fortaleza física, su
resistencia al castigo y la conciencia de que iba a perecer si no
reaccionaba, le prestaron fuerzas repentinas.
Hope levantaba el rifle para machacarle la cabeza, en pie y las
piernas abiertas, poseído de una rabia inmensa. Keeping se le echó
encima, la mano derecha abierta, pero con los dedos juntos.
—¡Bert, Johnny! —gritó Hope, llamando a los dos hombres que
estaban dentro de la casa—. ¡Aquí, Johnny, Bert!
El culatazo que le lanzó Hope a Ben no dio en el blanco. Pasó
casi rozando el cráneo de Keeping, que se ladeó al ver el peligro. Y
se precipitó de otro salto sobre Hope, el brazo extendido, la mano
abierta y algo levantada, presentando el filo.
El cuello de toro de Hope, en el lado izquierdo, recibió el seco
golpe de la mano de Keeping. Un golpe de judo que podía ser
mortal. Pero el momento no era para pensar en suavizar el trato,
sino en deshacerse de un enemigo para hacer frente a otros dos que
estaban armados y podían llegar.
Hope lanzó un gemido y cayó al suelo como fulminado. Quedó
despatarrado, inmóvil, privado del sentido. O muerto, pensó Ben,
jadeando, requiriendo su rifle.
Los dos hombres, Bert y Johnny, habían salido de la casa al ser
llamados por su jefe y corrían hacia la verja revólver en mano.
Keeping se refugió tras el muro, cerca de la verja. A su lado,
Hope, quieto, boca abajo.
Johny y Bert divisaron a su jefe tendido en tierra y se detuvieron,
recelosos. No era el valor lo que acreditaba a aquellos dos hombres,
sino la excesiva prudencia, el apego a la vida y la consideración de
que nadie haría nada por ellos en caso de apuro.
No avanzaron más. Intuían que al otro lado del muro estaba el
peligro. El cuerpo de Hope así lo acreditaba. Y los caballos muertos.
Un enemigo, o varios, acechaban.
Volvieron grupas, corriendo, hacia la casa. No pensaban ya en
llevarse la mercancía, con el carro, puesto que no iban ellos a tirar
de él, muertos los caballos. Y Hope, muerto, eso creían, les azuzaba
a la huida, a salvar sus vidas.
—¡Quietos, las armas al suelo y los brazos arriba! —oyeron gritar
a sus espaldas. Una voz dura, a la que acompañó el fragor de un
disparo que levantó el polvo del suelo, muy cerca de ellos.
Bert y Johnny se volvieron un poco, lo justo para disparar sus
revólveres sobre quien les amenazaba.
No vieron a nadie. Y sus balas se incrustaron en el muro. Luego,
volvieron a correr a la desesperada. No querían pelear contra un
fantasma que asestaba unos golpes tan certeros.
Keeping los vio llegar a la casa, pero no entraban en ella. Daban
la vuelta al edificio, donde detrás estaban tres caballos: el de Hope y
los dos de ellos. Ben había esposado a Hope, en vista de que estaba
vivo, a los barrotes de la verja, pasando la cadena que unía las
argollas por uno de ellos. De esta forma no podía huir, a no ser que
desgajara la hoja de la puerta y se la llevara con él.
Oyó el ruido que hacían los cascos de los caballos de los dos
maleantes. Y cómo se dirigían hacia la puerta trasera para salir del
jardín y huir por el campo, la orilla del río. Se escapaban…
Disparó sobre los caballos. Lamentándolo. Pero aquellos
individuos no podían marcharse. Estaba decidido a aniquilar a
aquellas pandillas de traficantes de marihuana, de usureros y
maleantes.
Los dos caballos, heridos de muerte, se desplomaron, arrojando
a sus jinetes al suelo con violencia. Corrió Keeping hacia ellos
cuando, atontados por la caída, intentaban salir de debajo de los
corceles.
—¡Quietos, las manos arriba! —ordenó, enfilándolos con el rifle,
a unas cinco yardas de distancia—. Es mejor seguir viviendo que
dormir el sueño eterno… ¡Las manos arriba y levantaos!
Johnny y Bert, mareados, tundidos por el batacazo, asombrados,
salieron de debajo de los caballos, mirando de reojo a Ben por si se
descuidaba y eso les permitía hacer uso de sus revólveres.
Pero Keeping se les fue encima, desconfiado. Y repentinamente,
agarrando el rifle por el cañón, descargó un culatazo en la cabeza a
Bert, que hizo un gesto extraño y se desplomó, desmayado. Johnny
intentó sacar su revólver, pero otro culatazo en el cráneo le hizo caer
al lado de su cómplice.
Ahora tenía a Hope y a los dos secuaces en su poder. Y el carro
lleno de cajas de marihuana. ¿Qué diría Lou si le viera? Que era un
loco con una suerte incomprensible, o un valiente que al jugarse la
vida con astucia tenía que triunfar.
Empleando los lazos que había en las sillas de los caballos, ató
codo a codo a los dos maleantes de manera que no pudieran librarse
de las ligaduras. Luego regresó a la verja. Hope, que ya había
recuperado el sentido, estaba frotando las esposas contra el barrote
al que se encontraba atado, en un intento vano por librar sus
muñecas.
—Si quiere, puedo dejarle ahí hasta que lo consiga
—dijo Ben en tono irónico—. Ya es hora de que haya pensado en
que tiene que pagar sus culpas. Todo le ha salido bien hasta ahora.
¿De qué le valdrá la fortuna que ha estado amasando?
—¿Ve ese carro? —dijo Dick Hope, señalando con un gesto—.
Hay ahí cien mil dólares. La mitad le pertenecen si es sensato.
Ningún hombre que tenga algo dentro de la cabeza rehusaría una
oferta así. Si me deja en libertad. Después vendría mucho más
dinero, todo el que quiera…
—¿Ve ese carro? —repuso Keeping con una sonrisa extraña—.
Hay marihuana, mucha. Pues fíjese en lo que va a ocurrir con ella.
Observe, mi querido amigo, observe…
Fue hasta el carromato. Los dos maleantes, sentados en el suelo,
le vieron llegar, ir hasta el carro, llenos de curiosidad.
Keeping, con el rifle, rompió varias cajas de cartón,
desparramando las bolsas de marihuana. Luego sacó una caja de
cerillas de un bolsillo y aplicó la llama de varias sobre los trozos de
cartón y las bolsas, dentro del carromato.
Una humareda negra comenzó a brotar del carro, y del toldo de
lona, color verdoso, se elevaron las llamas.
—¡No haga eso, idiota! —vociferó Hope, sacudiendo
frenéticamente la puerta a la que estaba amarrado—. ¡Todo para
usted si lo apaga y me deja libre! ¡No haga eso!
Keeping, riendo jocosamente, se apartó para ver cómo las llamas
reducían a humo aquel valioso cargamento. Luego se dirigió a los
atemorizados Johnny y Bert, que contemplaban atónitos cuanto
hacía aquel hombre que reía como si fuera muy cómico.
—¡Arriba y delante de mí! —ordenó Ben a los maleantes. Y les
ayudó a levantarse—. Vamos a dar un paseíto hasta Río Grande City,
donde os espera un alojamiento gratis.
Los dos hombres echaron a andar, alejados del carro, que ardía
por los cuatro costados, lanzando columnas de humo que se
elevaban en el espacio lentamente.
Hope lanzó una mirada venenosa a sus compinches. Estaba
desfallecido, completamente desmoralizado, observando cómo el
carro estaba siendo destruido por las llamas. Cien mil dólares se
convertían en humo. Y él era poco más que eso: un pingajo, un
hombre que había sido poderoso, acaudalado, y ahora apenas si
tenía fuerzas para sostenerse.
Keeping oyó ruido de cascos de caballos por la carretera. Y voces
de hombres. Colocó una bala en la recámara del rifle y comprobó si
su revólver entraba y salía bien en la funda.
Llegaban hombres y no sabía si del bando de Hope, cómplices
suyos, o vecinos honrados que acudían al ver elevarse la humareda
aquella y creían que la casa del cacique estaba ardiendo. ,
Eran tres o cuatro jinetes, que se pararon al ver cómo ardía el
carromato, y el grupo aquel de Keeping, con Hope maniatado a la
verja y los dos secuaces igualmente atados codo con codo.
—¡Es Hope! —exclamó uno de los jinetes, asombrado—. ¡El
granuja de Hope, con Bert y Johnny! ¿No los ven?
—Adelante, amigos. Son Hope y sus amiguitos, en efecto —dijo
Ben, bajando el rifle y haciendo gestos amistosos a los jinetes que
se acercaban—. Les ha llegado la hora a estos angelitos.
—La lástima es que con ellos no estén el sheriff y su ayudante —
dijo otro jinete, desmontando—. No se les ve en su oficina ni en
ninguna parte.
—No es fácil que los vean en una larga temporada o quizá nunca
—repuso Ben—. Están detenidos en la oficina del sheriff de Río
Grande City. Han ocurrido cosas, amigos. Ahora quiero llevarme
estos tipos a Río Grande City, para que el juez los encause a todos.
—¿Y usted, quién es? —preguntó otro jinete—. No es una
autoridad, porque no lleva insignia alguna.
—Soy un voluntario para ayudar a acabar con tanto canalla como
anda por ahí con la marihuana y la usura. ¿Podrían prestarme unos
caballos para llevar cuanto antes a esos detenidos? Si quieren,
pueden acompañarme y así verán que digo la verdad.
Llegaban otros vecinos, a pie, llenos de curiosidad. Y Keeping se
sintió intranquilo al ver la actitud que adoptaban.
—¡Lo mejor sería meter en el carro a esos canallas y que se
conviertan en humo purificador! —gritó uno de los hombres,
señalando a Hope especialmente—. ¿Qué os parece, muchachos?
Hope tiene mucho dinero y es capaz de comprar testigos, jueces y
fiscales.
—¡Buena idea! —gritó otro, mirando con rencor a Hope—.
¡Nosotros metemos en el carro a ese granuja y él verá si puede
escapar! ¡Si lo consigue, le dejaremos ir! —lanzó una risotada.
Otros vecinos se unieron a la propuesta aquella y avanzaron
hacia Hope y los dos secuaces.
Keeping frunció el ceño. No era extraño que las personas
honradas del pueblo odiaran a Hope, al sheriff y a su ayudante, los
granujas que ayudaban en sus sucios negocios a los caciques. Y que
quisieran ahora tomarse la justicia por su mano, desconfiando de
jueces, fiscales, jurados y testigos.
—Eso no puede ser, amigos. Yo he puesto mi vida en peligro
muchas veces, desde hace un par de días, para detener a todos
estos tipos y ya ven como no los he asesinado. No podemos ser
asesinos, como ellos. Así es que préstenme unos caballos, dos, y les
llevaremos ante las autoridades. Hay muchas pruebas contra ellos,
de manera que pagarán sus culpas. ¡Necesito dos caballos! —replicó
Ben, mostrando bien su rifle.
Los vecinos, veintitantos, se miraron, indecisos, y cambiaron
impresiones en voz baja. Había algunos que se mostraban
partidarios de hacer su justicia, pronta y ejemplar, aniquilando a los
maleantes. Otros, más sensatos, movían la cabeza negativamente.
—Piensen, amigos —terció Ben, colocándose ante Hope y los dos
maleantes, el rifle preparado—, que si piensan asesinar a estos
hombres tendrán que asesinarme a mí antes. Y soy duro de pelar…
—¡Iremos algunos con usted para estar seguros de que les va a
entregar a las autoridades! ¡Ese Hope tiene mucho dinero y es
capaz…! —dijo uno de los vecinos, encarándose con Keeping.
—¡Ahora mismo! —exclamó Ben con alegría—. ¡Dos caballos y
vamos a encerrar a estos angelitos!
El caballo de Hope estaba en el jardín y fue traído por dos
vecinos. Otros hombres cedieron sus corceles. Y así se formó el
grupo de detenidos, Keeping y tres vecinos armados que partieron
escoltándoles.
El carromato, con su carga, se estaba consumiendo entre las
llamas. Los vecinos entraban en la casa para registrarla. Ya había
sido nombrado un sheriff provisional y un ayudante, vecinos
igualmente, que daban órdenes.
La legalidad se imponía allí, después de tanto tiempo de anarquía
simulada bajo una capa de autoritarismo y violencia en nombre de la
ley.
Keeping, en cabeza, guiaba el grupo de jinetes. Hope y sus
secuaces, rodeados por los vecinos, veían cómo la distancia hasta
Río Grande City se acortaba, al galope de los caballos. Iban hacia el
final de su carrera de violencias, robos, bandidajes, asesinatos. Y sus
rostros, pálidos, la mirada abstraída, revelaban la angustia ante una
certeza: no había escape. Tenían que pagar sus culpas, una por una.
Así entró Ben en Río Grande City, al frente del grupo. Y los
vecinos, que todavía estaban en grupos, haciendo comentarios,
abrieron calle para contemplar, con renovado asombro, a aquel
hombre que llegaba nada menos que con Dick Hope, maniatado, y
dos hombres más, atados codo con codo.
—De vuelta, amigo Sturdey —dijo Ben, desmontando sonriente,
como si hubiera ido a algún recado y regresara tan fresco—. Le
entrego a Dick Hope, el que faltaba. Y esos dos tipos, de propina.
El ayudante miraba a Hope y a los dos maleantes, que eran
desmontados por los ayudantes provisionales y llevados a la oficina
para hacer compañía a los que ya estaban ocupando las dos celdas.
—Keeping —dijo el ayudante, moviendo la cabeza—. Usted tiene
pacto con el diablo… Otro tipo cualquiera hubiera sido muerto diez
veces al meterse en los líos en que usted se ha metido.
—¡Dios me libre! —exclamó Ben, riendo y santiguándose—. ¡Yo
combato, como San Jorge, al diablo y sus acólitos! Y si tengo algún
pacto, es que el buen Dios se compadece de mí y aparta los peligros
que me han acechado. Ahora es justo que vaya a pedir perdón a
Lou… ¡La pobre qué pensará de mí!
—No hace más que llorar, diciendo que es una viuda antes de
haberse casado —repuso el ayudante—. Vaya a ella y hágale olvidar
que no la quiere, que no le gusta más que meterse en líos y no tiene
remedio.
Ben entró en el saloon retozando la risa en sus labios. Vio a Lou,
detrás del mostrador, secando unos vasos. Estaba pálida, con los
ojos rojizos de haber llorado, el semblante entristecido.
Pero al ver a Ben lanzó un grito de alegría.
Keeping avanzó corriendo, extendió los potentes brazos, la
agarró por la cintura, por encima del mostrador, y la elevó como si
fuera una criatura, riendo, hasta dejarla sentada sobre una mesa
cercana. Los camareros reían, así como los dos o tres clientes.
—Lou, humildemente te pido perdón —dijo él, arrodillándose y
juntando las manos, muy serio—. Has llorado por mí, y eso es
infame consentirlo. Has pensado que no te quiero, lo que no es
verdad. Dime qué castigo he de sufrir y lo aceptaré sin rechistar…
Castígame a unirme a ti por toda la vida, por ejemplo.
—Ben, eres un bala perdida. Muy bueno, pero muy revoltoso —
murmuró ella, mirándole con apasionamiento—. ¿Vas a volver a las
andadas, haciéndome sufrir todos los tormentos de quien cree ser
una viuda sin haberse casado?
—Nunca más, si no hace falta, volveré a hacerte sufrir, amor mío.
Pero debes pensar que era preciso encontrar un medio para que tú,
yo, todos los que vivimos aquí, no estuviéramos humillados,
rodeados de granujas. Ahora habrá paz, nadie tendrá que temer.
Esto merecía la pena hacer el esfuerzo que se ha hecho…
—Que has hecho tú, especialmente —corrigió ella—. ¡Hay que
ver cómo tienes la cara, que apenas si te reconozco! Y menos mal
que vives… Voy a curártela. Ven.
Le agarró de una mano y le hizo subir a sus habitaciones. Ya
solos, Lou le echó los brazos al cuello, besándole amorosamente el
rostro tan desfigurado y los labios hinchados.
—Ben —dijo después, mientras le curaba con cuidado,
empleando desinfectantes—, voy a decirte una cosa. No me gusta
este negocio del saloon. No tenía más remedio que hacerme cargo
de él porque no tenía otra cosa, estaba entrampada, desesperada.
¿Te gusta a ti?
—Tampoco. Me tomas la delantera porque iba a decirte que
cuando nos casemos, dentro de unos días, lo venderemos lo mejor
posible. Como no hay más que este establecimiento en el pueblo,
podemos conseguir un buen precio. Nos iremos a un lugar que yo
conozco, tranquilo, bonito. ¿Conoces la región del Big Bend? Al sur
corre el río Grande. Hay hermosas praderas, montañas, ganado
estupendo…
—Eso es lo que yo siempre he soñado. ¿Seremos ganaderos?
—Eso es. Yo soy ganadero, veterinario, conozco el negocio bien.
Compraremos ganado «careto», y un buen rancho. Nuestros hijos
serán hermosos y fuertes, preciosos, como lo eres tú.
—Pero hice una promesa a mi padre, Ben. No dejar el saloon…
—Tu padre aprobaría ahora, si viviese, que lo dejaras, puesto que
te vas a casar. Y un saloon no es negocio para una mujer. Ya lo viste.
Te tomaban por lo que no eres. ¡Vamos al Big Bend, que es un
paraíso, donde no hay granujas contrabandistas de marihuana con
los que luchar y jugarse la vida! Yo ahora me debo a ti, a nuestros
hijos…
—Cuando los tengamos… —murmuró ella, besándole.
FIN