(7) Ogilvie R. M. Roma Antigua y Los Etruscos.

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HISTORIA DELMUNDOANTIGUO

TAURUS v —
Roma Antigua
y los Etruscos
Título original: E arly Rome and íhe Elruscans
© 1976, R. M. Ogilvie
Editor británico: WiuiAM C oluns Sons & Co., Glasgow
ISBN: 0 006333494

Cubierta
de
M a n u e l R u iz A n g e l e s

© 1981. TAURUS EDICIO N ES. S. A.


Pnncipc de Vergara. 81. I.° - M a i >r i i v 6
ISBN: 84-306-5503-4
Deposito Legal: M. 6.669-1982
PRISTED IX SPA / /V
A L o c h ie l K. T.
INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA
DEL MUNDO ANTIGUO

No se necesita una justificación para escribir una nueva historia del


mundo antiguo; los estudios modernos y los nuevos descubrimientos
han cambiado nuestro panorama en importantes aspectos y ya es tiempo
de que los resultados lleguen hasta el lector no especializado. Pero esta
Historia del Mundo Antiguo no quiere presentar sólo una puesta al día
del tema. En el estudio del pasado lejano, las dificultades fundamen­
tales son la relativa falta de pruebas y los problemas especiales que
representa la interpretación de las que se poseen; esto, a la vez, hace
posible y deseable la presentación ante el elector de las más impor­
tantes pruebas y su discusión posterior, de modo que cada uno pueda
ver por sí mismo los métodos que se han utilizado para reconstruir el
pasado y pueda juzgar, por sí mismo también, el éxito obtenido.
La serie, por ende, pretende brindar un panorama general de cada
uno de los períodos que considera y, al mismo tiempo, presentar todos
los testimonios posibles para ese panorama. Integrados en la narración
aparecerán documentos selectos y su discusión correspondiente; a me­
nudo esos documentos forman la base de los presentes textos; cuando
las interpretaciones están sujetas a controversia, se proporcionan los
argumentos, para que el lector los valore. Además, cada volumen tiene
una relación general de los tipos de testimonios asequibles para cada
período y termina con sugerencias exhaustivas en cuanto a posibles lec­
turas sobre el tema expuesto. Esta serie, al menos así se espera, dará
elementos al lector para que pueda satisfacer sus propios intereses y
entusiasmos, después de haber adquirido cierta comprensión de los
límites dentro de los cuales el historiador debe trabajar.
INTRODUCCIÓN

Durante los últimos veinticinco años, el estudio de la historia roma­


na antigua ha avanzado a grandes pasos. En parte, esto ha sido el resul­
tado de los descubrimientos arqueológicos de gran importancia que se
produjeron en el Lacio y en Etruria después de la guerra, en particular en
Lavinium, Veyes y Pyrgos; hasta cierto punto, todo ello se debe al aná­
lisis agudo de las fuentes históricas que va unido a los nombres de eru­
ditos como Momigliano, Alfoldi, R. Bloch, Werner, Toynbee y Palmer.
La interacción de la arqueología y la historia ha inspirado unas reconsi­
deraciones de largo alcance con respecto a todo el carácter de la Roma
antigua. Por lo tanto, podría parecer superfluo agregar una obra más;
pero considero que ha llegado el momento en que se puede escribir
una historia más independiente, menos especulativa y más robusta,
sobre las bases que los otros han sentado. En forma deliberada he co­
menzado con el siglo VI, porque entonces se inicia la historia de Roma,
como hecho opuesto a la prehistoria, y he intentado establecer las
pruebas y los criterios sobre los cuales se debe juzgar si se ha de escribir
una historia. Aun así, el campo suele prestarse a controversias.
Un punto específico requiere una explicación preliminar. Los
problemas de la cronología de los comienzos de la República son insu­
perables en el presente. Es posible que el templo de Júpiter Óptimo
Máximo fuera dedicado en el 507 a. C. y que Roma haya sido captu­
rada por los galos en el. 386 a. C.; pero, quizás en el siglo I de la era
cristiana, el erudito Varrón creó un sistema que fechaba aquellos dos
hechos en los años que corresponden al 510 a. C. y 390 a. C., respecti­
vamente. El sistema ha pervivido en la mayoría de los libros de historia
hasta el presente. Por ende, en términos absolutos, la mayor parte de
los acontecimientos de la Roma del siglo quinto están datados con una
diferencia de tres o cuatro años; por ejemplo: la batalla de Cremera, de
acuerdo con la tradición, se sitúa en el 479 a. C., pero es posible que se
haya librado en el 476 o en el 475 a. C. Sin embargo, dada la incerti-
dumbre general y en vista del peligro de la confusión que se produciría
si hubiera que revisar todas las fechas tradicionales, he mantenido la
cronología varroniana. También he considerado, aunque la rechacé,
por juzgarla demasiado compleja, la técnica usada por Toynbee, quien
proporciona tres fechas para cada suceso (por ejemplo: 471 [ó 468 ó
467] a. C.). En el último capítulo, que se refiere a la caída de Roma en
poder de los galos, he diferenciado las fechas tradicionales de las fechas
verdaderas, porque los asuntos romanos, por primera vez, están entre­
lazados con un acontecer más amplio.
Por último, quiero dar las gracias a John Pisent, que ha tratado
estos temas conmigo a lo largo de muchos años y que me brindó una
crítica, penetrante y constructiva en extremo, del borrador del original.
INTRODUCCIÓN HISTÓRICA

Según la tradición, Roma fue fundada en el 753 a. C., pero incluso


en la antigüedad se propusieron muchas fechas alternativas, que iban
desde el 814 hasta el 729 a. C. Aparte de algunos asentamientos efí­
meros del período calcolítico y de la Edad del bronce, las primeras
construcciones de importancia en Roma datan de la Edad del hierro.
Por desdicha, los arqueólogos todavía mantienen un desacuerdo radical
acerca de esta fecha; algunos la remontan a una época tan temprana
como el siglo X, en tanto que otros prefieren hablar del 800 a. C.,
poco más o menos. Sin embargo, está claro que hubo dos asenta­
mientos separados y distintos, uno sobre el monte Palatino y otro sobre
el Esquilmo, casi desde el principio. Los ritos funerarios y los estilos de
la cerámica de los dos emplazamientos son bien distintos. Parece pro­
bable que el asentamiento de Roma, con sus colinas fácilmente defen­
dibles, en un vado muy practicable del río Tíber y con buenos campos
de pastoreo, atrajera a dos grupos separados de pastores que, prove­
nientes de los montes Albanos y Sabinos, descendieron hasta las lla­
nuras fértiles de la costa.
La Roma antigua fue, en principio, una comunidad de pastores.
Sus habitantes construyeron sus chozas en las cimas de los montes y
durante el día llevaban sus hatos o sus rebaños a las campiñas cercanas.
Se han reconstruido los planos de algunas de estas chozas antiguas (una
de las cuales, la casa Romu/i, fue conservada como una pieza de museo
hasta los tiempos del Imperio) y podemos hacernos una idea de su as­
pecto por las urnas, hechas con la misma forma de las cabañas, en las
que se guardaban las cenizas de los difuntos (Lám. 1). Los primeros
habitantes fueron una rama del grupo itálico, una tribu indoeuropea
que se había diseminado por Italia durante la segunda mitad del se­
gundo milenio a. C.
El avance de Roma, sin embargo, se debió a la expansión de sus
misteriosos vecinos del norte, los etruscos. En alguna época, quizás en
el siglo X, grupos inmigratorios, tal vez provenientes de los Balcanes,
llegaron por mar al norte de Italia. Algunos de ellos subieron por el
Adriático y se establecieron en el valle del Po (por ejemplo, en Spina y
en Bolonia); otros rodearon el sur de la península y se asentaron en la
costa occidental, en Tarquino y otros lugares. Ambos grupos com­
parten la costumbre de sepultar a sus muertos en urnas de dos niveles
que, sin duda, está relacionada con las culturas de los campos de urnas
de Romanía, florecida desde el 1600 a. C., poco más o menos. En Italia
esta cultura, que absorbió a la población nativa, recibe el nombre de
villanovense. Alrededor del 700 a. C., los villanovenses fueron refor­
zados por una nueva ola de inmigrantes, quizá desplazados del Asia
Menor a causa de las condiciones precarias ocasionadas por las inva­
siones de los cimerios. Aquellos inmigrantes llevaron consigo muchas
ideas fértiles, junto con un gusto por los estilos artísticos griego y fe­
nicio, nuevas técnicas para trabajar metales, una aptitud para edificar
ciudades organizadas en lugar de aldeas astrosas, las costumbres reli­
giosas nororientales y, al parecer, una lengua sofisticada, no indo­
europea, conservada en numerosas inscripciones, pero todavía no
comprendida por completo; llamamos etrusco a este pueblo. Esta
mezcla de elementos transformó a los villanovenses en etruscos: de un
pueblo simple, agrícola, pasamos a una nación urbana de artesanos y
mercaderes, con una red de ciudades que se extendía desde el Po hasta
el Tíber.
Los etruscos constituían un grupo emprendedor y en vías de expan­
sión. Buscaron mercado para sus trabajos de metal (existen importantes
filones de hierro y cobre en Etruria y en la isla de Elba) y para su cerá­
mica y, a cambio, importaron bienes suntuarios de Grecia, Egipto y
Fenicia. Por lo tanto era inevitable que abrieran una ruta terrestre hacia
las ciudades griegas de la Campania y del sur de Italia. Los caminos más
practicables se encuentran río arriba, con respecto a Roma, donde hay
buenos vados para atravesar el Tíber en Fidenas (cerca de Veyes) y en d
Lucus Ferontae'. Después el camino llevaba hacia el sur a través de
Preneste, entre los Apeninos y los montes Al baños, para unirse al re­
corrido de la Vía Latina y proseguir hacia la Campania. Pero el empla-

1 Literalmente significa «bosque sagrado de Feronia»; esta últim a era una divinidad a
la que rendían culto los líbenos \N. de la 7'.].
ETRURIA '
Lucus MONTES
'Feroniao. S A B IN O S
Veyes
.Fidenas'

ROMA
.,- ^ ■r
MONTES^
Salinas
9a l b a n o s

LACIO
Antio

Roma y la campiña circundante


zamiento de Roma poseía otros atractivos. Era el último lugar habi­
tado, antes de llegar al mar, en donde el Tíber podía ser cruzado con
facilidad y esto daba acceso a los etruscos a las llanuras fértiles del
Lacio. Más importante aún: la sal resultaba esencial para la vida de las
grandes ciudades etruscas del interior y podía ser obtenida en las salinas
extensas de la boca del Tíber. En algún momento de finales del siglo Vil,
los etruscos del sur de Etruria comenzaron a infiltrarse en la comunidad
pastoril de Roma.
A partir de ese momento, Roma pasa a ser una ciudad etrusca en
gran medida, una fusión de elementos nativos y elementos etruscos.
Pero la historia de Roma —y quizá esto es lo importante— no fue un
movimiento de progreso sostenido. En el período que abarca este libro,
según espero demostrar, las circunstancias de Roma fluctuaron entre
una situación de privilegio bajo los últimos reyes y unas condiciones
desastrosas —tan desastrosas que Roma pudo haberse desvanecido para
siempre— en el conflicto final con los galos a comienzos del siglo IV.
FUENTES

Reconstruir la historia antigua de Roma es una tarea que presenta


dificultades extremas a causa de la naturaleza del material. Por un
lado, existen relativamente pocos elementos arqueológicos. Algunas de
las poblaciones cercanas, como Caere, Veyes y Lavinio han sido explo­
radas a fondo, pero dado que Roma ha sido habitada en continuidad a
lo largo de 2.500 años, las excavaciones sólo han podido llevarse a cabo
en lugares aislados. El Foro romano proporciona la mayor superficie
unitaria, pero incluso allí los descubrimientos han sido parciales y
sujetos a controversia. En ningún sitio se puede obtener una imagen
ininterrumpida y continua de la evolución de la ciudad. Tampoco
existen muchos testimonios contemporáneos en las inscripciones que
registran leyes, tratados y otros documentos similares. Apenas una
docena, poco más o menos, de inscripciones de cieno valor histórico,
ya sean en latín, etrusco o fenicio, sobrevive desde antes del 400 a. C.,
y la mayor parte de ellas son fragmentarias y oscuras. Gracias a las
fuentes antiguas sabemos del contenido de, tal vez. una cantidad
equivalente de documentos que no se han conservado. Algunos de esos
documentos, como la ley de las Doce Tablas (cfr. p. 118) o el Tratado
Latino (cfr. p. 98), tienen un valor altísimo por la luz que arrojan sobre
las instituciones políticas y sociales.
Por otra parte, las fuentes literarias tienen que ser manejadas con
circunspección. Existen varios relatos elaborados de este período. En
griego, los escritores Diodoro Sículo (que desarrolló sus actividades
hacia el 40 a. C.) y Dionisio de Halicarnaso (7 a. C.) proporcionan ver­
siones detalladas de la historia antigua de Roma, en tanto que el histo-
riador latino Tito Livio (que empezó a escribir hacia el 29-25 a. C.) de­
dicó cinco libros al período que media entre la fundación de Roma y su
toma por los galos a comienzos del siglo IV, y el político Cicerón (muerto
en el 43 a. C.), en cierto número de sus escritos oratorios y políticos, en
especial la obra fragmentaria De re publica, que consiste en un análisis
del estado ideal proyectado sobre el telón de fondo de la historia ro­
mana, trata con prolijidad algunos episodios del pasado remoto y glo­
rioso. Y hay anécdotas innumerables y alusiones en otros escritores. Sin
embargo, hay que plantearse las siguientes preguntas: ¿cuánta con­
fianza merece el material que ellos utilizaron? ¿De dónde lo con­
siguieron?
En algunos historiadores griegos antiguos aparecen referencias oca­
sionales a Roma, pero el primer relato de cierta extensión no fue elabo­
rado hasta el comienzo del siglo 111 a. C., cuando un griego, Timeo de
Tauromenio, se interesó por los asuntos romanos. El primer romano
que escribió la historia de su tierra. Quinto Fabio Píctor, lo hizo hacia
finales de ese mismo siglo, en griego, que era la única lengua literaria
de la que podía disponer en esos tiempos, con el objetivo de presentar
ante los ojos del mundo una Roma civilizada, una gran nación que en
esos momentos defendía su vida frente a Aníbal. La suya fue una his­
toria patriótica y política. Una generación después, Catón el Viejo com­
piló la primera historia de Roma en latín, una obra titulada Orígenes,
que se refiere a las leyendas de la fundación y a los acontecimientos
iniciales que involucraban a Roma y a otras ciudades italianas, y tam­
bién relata sucesos de épocas más recientes. No conocemos la escala de
la obra de Timeo, pero es significativo que Catón haya pasado, sin nin­
guna duda, del período de los reyes en forma directa hasta los hechos
relativamente modernos y que, de modo similar, Fabio Píctor deba de
haber tratado la república antigua muy a la ligera. Una inscripción des­
cubierta hace poco tiempo brinda un resumen de su obra, resumen
que confirma la impresión, ya existente en razón de los fragmentos
conservados en otros autores, de que estaba interesado sobre todo en el
pasado legendario:
«(Quinjto Fabio, llamado Pi(cto]rino. romano, hijo de Gaio.
Investigó acerca de la llegada de Hércules a Italia y (?) de la alianza de Eneas y La­
tino... No (?) mucho después nacieron Rómulo y Remo...»

La fundación y el período monárquico pueden ser cubiertos con


una buena cantidad de detalles imaginativos, trasplantados y adap­
tados de la mitología y la historia griegas, pero no ocurre lo mismo con
los comienzos de la República. De la estructura de las obras de Catón y
de Píctor se puede deducir que tenían muy poco material para el siglo V.
Se puede pensar en los documentos posibles —copias de tratados, de­
dicatorias, leyes, archivos familiares, monumentos funerarios, listas de
magistrados y oficiales— , pero hubieran requerido una investigación
paciente para aportar alguna estructura básica de valor histórico cohe­
rente. Y aún queda otro obstáculo. Gran parte del material que puede
haber estado al alcance de Catón o de Píctor, en el caso de que ellos lo
hubieran querido utilizar, fue destruido hacia el 390 a. C. Como dice
Tito Livio al comentar sus propias dificultades: «En ese período (antes
del 390 a. C.) la escritura, único guardián del que es posible fiarse
cuando se trata de registrar los hechos del pasado, se usaba sólo rara­
mente por entonces e incluso lo que se registraba en los comentarios de
los pontífices y en otros escritos privados y públicos, desapareció cuando
Roma fue incendiada.» (6, 1, 2).
No obstante, para la época en que Livio y Dionisio de Halicarnaso
escriben, las páginas están henchidas de hechos en apariencia bien
documentados. Los magistrados de cada año aparecen citados por sus
nombres; las guerras y batallas menores están referidas con solemnidad;
los juicios están descritos en detalle; las maniobras políticas son seguidas
con toda minuciosidad. ¿De dónde proviene esta información? ¿Se
trata de hechos o de ficciones? Tito Livio habla de los «comentarios de
los pontífices» como de una fuente importante y algo sabemos acerca
de ellos. Cicerón (De oratore, 2, 52) escribe: «El pontífice máximo solía
poner por escrito los hechos de cada año y publicarlos en una tabla
blanca en su Casa (la Regia), de modo que el pueblo pudiera enterarse
de ellos.» Esto mismo lo dice Servio cuatro siglos más taxde, en su co­
mentario sobre Virgilio, Eneida, 1, 373: «Cada año el pontífice máximo
tenía una tablilla pintada de blanco, encabezada por los nombres de
los cónsules y de otros magistrados, en la que solía anotar día por día
los sucesos memorables, de la tierra y de la mar, en tiempos de paz y
en tiempos de guerra.» Alguna idea del contenido de esta tabla está
explicitada en el desdeñoso comentario de Catón, cuando dice que no
quiere registrar la clase de hechos que aparecen en las tablillas de los
pontífices: «con cuánta frecuencia se vuelve caro el trigo, cuántas veces
se eclipsan el sol o la luna». También dice algo al respecto un pasaje
típico de Tito Livio, que se refiere a unos hechos del año 295 a. C. (10,
31, 1-9):
«Los samnitas hicieron incursiones a las tierras de Vescia y de Formias. El pretor Apio
Claudio dirigió la campaña contra ellos. En Etruria. Q uinto Fabio, el cónsul, mató a
cuatro mil quinientos ciudadanos de Perugia y capturó a mil setecientos cuarenta, que
fueron rescatados al precio de trescientos diez ases cada uno. El resto del botín fue
distribuido entre los soldados. Ese año, de tanto éxito en la guerra, estuvo lleno de in­
convenientes en la patria, a causa de una plaga y de ansiedad en razón de los prodigios,
porque se recibió noticia de que en muchos lugares habían caído lluvias de tierra y de
*|ue muchos soldados del ejército de Claudio habían sido tocados por el rayo. Se hizo
una consulta cuidadosa a los Libros Sibilinos. Q uinto Fabio Gurges, el hijo del cónsul,
sometió a juicio a varias matronas bajo el cargo de adulterio. El veredicto fue conde­
natorio y con las multas Gurges construyó el tem plo de Venus, junto al Circo.»

Todo esto es la materia prima de la historia real y Servio prosigue


diciendo que eso fue publicado en 80 volúmenes, conocidos Armales
Maximi. La fecha de la publicación no es precisamente segura, pero fue
durante el pontificado de Publio Mucio Escévola, cónsul en el 133 a. C.
Por lo tanto, se puede inferir que los historiadores subsiguientes se
encontraron en condiciones de escribir con detalle, acerca de los pri­
meros tiempos de la República, con unos medios de los que no habían
dispuesto Catón y Fabio Píctor. Y, sin duda, los historiadores se re­
miten a la crónica pontificia! para los acontecimientos de la Roma bajo
el poder de los reyes y en los primeros años de la República. Esos anales
son la prueba a que se apela para decir que Numa fue discípulo de
Pitágoras; Cicerón, que dice que los Armales registraban los hechos
desde los comienzos de la historia romana, los cita para hablar de un
eclipse de sol en las Nonas de junio del tricentésimo quincuagésimo
año desde la fundación de la ciudad, que se ha de identificar con un
eclipse verdadero que se produjo el 21 de junio del año 400 a. C. ¿Pero
pueden haber sido auténticos estos Armales? Después de todo, Livio
dice que se quemaron. Es inconcebible que los datos acerca de Numa
sean genuinos. Y, en cualquier caso, ¿cómo pudieron conservarse? La
Regia es demasiado pequeña para haber guardado varios cientos de
tablas de gran tamaño. El contenido de éstas tendría que haber sido
copiado en rollos, quizá con el fin de proporcionar al pontífice máximo
un manual de precedentes religiosos, para que pudiera entender en las
situaciones inesperadas.
Todo esto constituye materia para grandes discusiones. Mi convic­
ción personal, en fin de cuentas, es que los Armales se conservaron en
su mayor parte. Livio asegura que una de las primeras tareas del pontí­
fice después del incendio del 390 a. C. fue recuperar y reconstruir sus
archivos. Muchos datos de gran valor significativo son los que se
pueden verificar arqueológicamente, tales como la dedicación de los
templos o las incursiones de los volseos, de modo que no se debe re­
chazar esos archivos en su totalidad. Y otros muchos por completo in­
significantes, que no valen el tiempo de nadie, ya se trate del siglo IV o
del II, resultan una invención. Los nombres de lugares oscuros e incluso
de personas más oscuras aún tienen el halo de la verdad a su alrededor.
Además, Roma, con excepción de China, es única entre los pueblos
antiguos por el cuidado con que conserva la memoria de las institu-
dones antiguas. La sociedad romana y sus instituciones eran muy tradi­
cionales. Por mucho que los historiadores se preocuparan por inventar
datos acerca del carácter y las acciones de ios individuos, siempre existió
una tradición clara e invariable acerca de las instituciones sociales, en la
que el estudioso moderno puede apoyarse con tranquilidad. La relación
entre el cliente y su patrón, los deberes de los ministros religiosos, como
los augures o los pontífices, las ceremonias asociadas con los grandes
festivales, los procedimientos legales decisivos con los que se defendía
los derechos del ciudadano libre {provocado, perduellio, vindiciae,
etcétera, cfr. pp. 125 y ss.), todo esto surgió de ciertas condiciones
históricas y sociales que pueden ser reconstruidas en consecuencia. Los
romanos estaban orgullosos de esta parte de su conservadurismo —la
tradición de sus antepasados: mos maiorum— y esto constituye los ci­
mientos sobre los que se puede edificar todo lo que sabemos de ellos.
Sin embargo, es imprescindible una gran cautela. Los Annales, si se
basaron en unos materiales genuinos para el período anterior al 39
antes de Cristo, fueron escritos sin duda de una manera romántica y
ficticia. Y también, sin duda, estaban incompletos, como lo revelan las
figuras cronológicas y las dislocaciones. Además, resulta sorprendente
comprobar con qué poca frecuencia son citados. Cicerón no sugirió que
en ellos se hallaban los elementos de referencia obligados cuando quería
los nombres de los diez legados que habían servido en Grecia en el 146
antes de Cristo. Y Livio no hace ningún esfuerzo por consultarlos en
primer término. Quizá sólo existía una única e inaccesible copia. Pero
si de alguna manera se puede confiar en los Annales, ellos proporcionan
el único material para una historia objetiva. Hubo asimismo otros testi­
monios —registros familiares, la tradición oral, las inscripciones—,
pero eso es un complemento para la crónica anual que proporcionaban
los Annales. No obstante, como ha señalado con énfasis Momigliano,
los aristócratas romanos, a diferencia de sus pares griegos, estaban
profundamente interesados en lo que sus ancestros habían hecho o
podrían haber hecho dos siglos antes, y en Roma existía una larga tradi­
ción de memorias personales.
Catón y Píctor, por lo tanto, se ocuparon de los comienzos compi­
lando leyendas y reuniendo las memorias ya tradicionales. Una gene­
ración nueva recibió algunos hechos concretos sobre los cuales construir
una historia detallada y coherente. Esa obra no se ha conservado, aun­
que sabemos que fue aprovechada como fuente en forma amplia por
Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso para sus propios textos, y podemos
hacernos derta idea acerca de las técnicas que esta generación inter­
media de historiadores —integrada por hombres como Valerio Antias o
Licinio Macer, que escribieron entre el 80 y el 60 a. C.— utilizó para
desarrollar y elaborar aquellos hechos. De modo universal, los romanos
aceptaban como una técnica literaria (o psicológica) el que las personas
actuaran de acuerdo con un carácter y, por ende, admitían que se les
atribuyeran acciones para las que no existían testimonios verdaderos,
pero que podrían haber sido típicas de esos personajes. Espurio Casio
(cfr. p. 107), según se decía, había sido un demagogo; poco es lo
que se sabe de él, pero, por haber sido un demagogo, tendrá que
haber actuado como lo hicieron los demagogos históricos, como los
Gracos. De modo que un historiador estaba autorizado a hacer una
transferencia de las medidas y la política de los Gracos y atribuírselas a
Espurio Casio, con el fin de otorgar más verosimilitud a su vida. Unos
pocos integrantes de la familia de los Fabios intentaron detener todo el
embate del poderío de Veyes, como lo habían hecho los espartanos
contra los persas en las Termopilas. Y así se consideró legítimo apelar a
muchos detalles de las Termopilas y volver a narrarlos dentro del con­
texto de Cremera.
Esta clase de asignación previa de partes afectó aún más a la historia
de los reyes, porque hubo menos testimonios rigurosos en cuanto a sus
personalidades y sus hechos. Se había convenido en algo aceptable
pensar que la historia era en cierto modo un proceso cíclico, que partía
desde lo bueno (Rómulo y Numa), atravesaba etapas intermedias y lle­
gaba hasta lo malo (Tarquino el Soberbio), y en el que cada rey tenía
un papel bien definido. Rómulo era el guerrero-fundador, Numa el
sacerdote-legislador (o sea que todas las innovaciones religiosas le
fueron atribuidas), Tarquino el Antiguo el constructor de la ciudad,
Servio Tulio el que promulgó la constitución, Tarquino el Soberbio el
tirano. Los hechos y las narraciones están ajustados a esta estructura
preconcebida.
La carne y los huesos de la historia romana antigua, tal como resul­
taron establecidos por estos historiadores de la generación intermedia,
fueron aprovechados por Diodoro, Livio, Dionisio y otros, cuya obra es
la que se ha conservado y la que debemos utilizar para reconstruir la
forma en que fue edificada la historia. Diodoro escribió una historia
universal en la que la Roma antigua no figura con extensión, pero Livio
y Dionisio la trataron con minuciosidad. Sin embargo, más que en los
aspectos políticos, estaban interesados en los artísticos y morales. Les
importaba crear obras literarias artísticas y a esos fines era legítimo
moldear, embellecer o suprimir elementos de la tradición narrativa, en
la medida en que las exigencias artísticas así lo demandaran. Los acon­
tecimientos también tenían que expresar las personalidades de las
figuras históricas rectoras. En este caso, igualmente, se aceptaban li­
cencias para la adaptación y la imaginación.
Dionisio y Livio fueron contemporáneos. Dionisio, griego de origen,
había nacido en Halicarnaso, sobre la costa del Asia Menor, ciudad que
también había sido ¡a cuna de Herodoto. Ignoramos la fecha exacta de
su nacimiento, pero sabemos que llegó a Roma en el 30 a. C., hacia.el
final de las guerras civiles; era por entonces un hombre maduro, con
una reputación bien establecida de maestro en el arte de hablar y es­
cribir (retórica). Es decir, que debe de haber nacido hacia el 60 a. C.
En Roma se entregó al estudio de la historia local y después de 22 años
de investigaciones publicó, en griego, sus Antigüedades, título bajo el
cual se conoce su historia de Roma antigua. De esta obra extensa se
conservan once libros y fragmentos dispersos de otros nueve. El texto
que se conoce en la actualidad avanza en su relato hasta mediados del
siglo V.
Dionisio era un hombre modesto y reticente, que no nos dice nada
acerca de sí mismo como persona. Sólo podemos descubrir algo sobre él
merced a sus contactos literarios. Además de esa historia, escribió cartas
de crítica literaria que dedicó a distintas personas. Algunos de los desti­
natarios son eruditos colegas de él, que resultan virtualmente descono­
cidos (por ejemplo, Ammeo y Pompeyo Gémino), pero otros eran
hombres públicos muy conocidos en Roma, como Quinto Elio Tubero,
miembro de una familia distinguida en el ámbito de la literatura y de
la acción pública, padre del cónsul del 11 a. C., y como Metilio Rufo.
Esta mezcla de hombres de letras y hombres de negocios era caracterís­
tica de la sociedad romana en el período que media entre el 150 a. C. y
el 150 de la era cristiana, y otorgó a Dionisio el acceso a un grupo que
poseía los materiales y las tradiciones, sin los que no se podría haber
escrito una historia de Roma. En este sentido se asemeja a otro de sus
contemporáneos, al que menciona, Cecilio de Calacte, un judío de
Sicilia, que también alcanzó notoriedad en Roma como retórico y
escritor.
La obra de Dionisio se caracteriza por tres cualidades especiales. La
primera es la investigación detallada que se advierte en ella. Dionisio,
a diferencia de Tito Livio, leía con voracidad, en especial a los historia­
dores antiguos que habían escrito en griego y que habían tratado de los
asuntos italianos: Pherecydes y Antíoco de Siracusa (siglo V a. C.) y
Timeo y Quinto Fabio Píctor (siglo III). También a diferencia de Tito
Livio, había investigado de primera mano a los anticuarios romanos,
hombres como Catón, Tuditano y Varrón, que coleccionaban las ra­
rezas del pasado de Roma, fuera cual fuese su influencia en la historia
de su época. Tuvo la buena fortuna de vivir en Roma en un tiempo en
que las bibliotecas públicas y privadas no tenían igual y es evidente
que las utilizó a fondo. Por ejemplo, es uno de los muy pocos escritores
de la antigüedad que conoció y se benefició del libro III de la Retoma
de Aristóteles, libro que versaba «Sobre el estilo» y que había sido lle­
vado a Roma como parte de una extensa y famosa biblioteca comprada
por Sila cincuenta años antes. También se sumergió en unas discusio­
nes altamente especiales acerca de los habitantes prerromanos de Italia,
con una abundancia de detalles y argumentación que impide dilucidar
el tema. ¿Quiénes eran los aborígenes? ¿Quiénes fueron los enotrios y
los arcadios?
Así pues, era un erudito de muchas lecturas y sistemático, conside­
radas las limitaciones de su época. Pero también era un griego, un
griego del Asia Menor, y en ese antecedente había algo que daba colo­
rido al enfoque histórico del escritor. Todos los historiadores griegos
orientales, desde Herodoto en adelante, se sintieron fascinados por los
orígenes y las fundaciones de las ciudades, y esas investigaciones ocu­
paron una extensión desproporcionada dentro del total de sus obras.
Esto ocurrió también en el caso de Dionisio. Los dos primeros libros
están dedicados a unas discusiones abstrusas e intrincadas cuya fina­
lidad consiste en establecer la ascendencia de Roma, no porque Dio­
nisio fuera chauvinista y quisiera probar que todo lo mejor de Roma
era, en rigor, griego por su origen, sino porque ese tema tenía un
interés candente para él y porque, como hombre precavido, estaba en
situación de ofrecer soluciones originales a ese problema.
Pero la tercera característica de la obra es su estructura por completo
formal. En una de sus obras críticas, Sobre la imitación. Dionisio esta­
blece sus ideales. «Ante todo, un historiador debe seleccionar un tema
atractivo que sea del agrado de sus lectores; en segundo término, debe
saber dónde comenzar y dónde poner fin; en tercer lugar, ha de saber
qué debe incluir en su relato y qué debe dejar fuera. En cuarto lugar,
debe preocuparse por la forma correcta en que ha de ordenar su relato, y
por último, tendrá que ser imparcial.» Cuando Dionisio llega a la narra­
ción consecutiva de los hechos de la República, esos principios formales
entran en juego con toda claridad. Los acontecimientos están divididos
casi mecánicamente en «internos» y «exteriores» y son tratados en una
secuencia estricta. Aunque se muestra muy interesado en las proyec­
ciones morales de la historia, sus personajes no corporizan virtudes y
vicios del modo en que lo hacen los de Tito Livio. Esto se advierte con
toda claridad en los discursos que, aunque fueran apócrifos, la tradi­
ción literaria exigía que pusiera en las bocas de aquéllos. En conjunto,
los suyos son libros perfectos de ejercicios, que oponen los hipotéticos
pros y contras de un curso particular de la acción, con argumentos
corrientes y alusiones a los grandes modelos como Lisias, Demóstenes y
Esquines; pero esos textos nada hacen para vivificar lo dramático de las
situaciones o para revelar la personalidad de un personaje histórico. Por
esto la obra de Dionisio resulta poco amena para leer.
La historia de Roma escrita por Tito Livio. desde la
ciudad (Ad Urbe condita), hasta el 9 a. C., compjji^día en toQ^^jÉ2
libros, pero de ellos se han conservado sólo del IJrt 40 y d£lj21
Aparte de los fragmentos, citados por los gramáticos y otáis, y um
pocos capítulos referidos a la muerte de Cicerón*(tfbro 120)? los otfbjj
libros sólo son conocidos a través de resúmenes.V i- '? £ JL
Las evidencias internas sugieren que Tito Uvio¡£cdfii$enzo ac ^ r
en el 29 a. C. o poco antes, por el tiempo en que CfcjaviánVr—¡fttiien
más tarde sería Augusto— había devuelto al mundo romífiíTa paz y
ciena dosis de estabilidad. Una nota en el Resumen del libro 121 re­
gistra que este libro (y quizá los que le siguen) fue publicado después
de la muerte de Augusto, en el 14 de la era cristiana. Esto implica que
los últimos 20 libros, que trataban de los sucesos a partir de la batalla
de Accio y hasta el 9 a. C., habían surgido de un análisis posterior, con
respecto al plan original, y eran demasiado explosivos desde el punto
de vista político para ser publicados en vida de Augusto.
El propósito cabal de la empresa es formidable, ya que presupone
la composición de tres libros al año. Las introducciones, en especial las
que corresponden a los libros 6, 21 y 31, demuestran que Tito Livio co­
menzó por componer y publicar en unidades de cinco libros, cuya
extensión estaba determinada por el tamaño de los rollos antiguos de
papiro. En la medida en que su material se vuelve más complejo, este
esquema simétrico se torna menos evidente por sí mismo, pero se ad­
vierte que lo mantuvo.
A diferencia de sus predecesores. Tito Livio no era una figura
pública. En tanto que Quinto Fabio Píctor, Catón el Viejo, Luvio Cal-
purnio Pisón, Cayo Licinio Macer o el mismo Salustio habían sido
todos políticos activos, Tito Livio, de acuerdo al menos con lo que sa­
bemos, no detentó ningún cargo público ni tomó partido en los acon­
tecimientos. Había nacido en Padua, Italia del Norte, tal vez en el 59
antes de Cristo, pero se estableció en Roma, donde trabó relación con
Augusto y durante un tiempo fue asesor literario del futuro emperador
Claudio. Pero sus contactos con la casa imperial fueron personales y
literarios, no políticos ni administrativos. Pasó su vida como escritor y
murió en Padua, no en Roma, en el año 17 de la era cristiana. Esa
inexperiencia tuvo ciertas proyecciones. Su exclusión del Senado y de
las magistraturas significó que no poseía un conocimiento personal de
la forma en que accionaba el gobierno romano y esta ignorancia se re­
vela por sí misma, de cuando en cuando, a lo largo de su obra (como
en 1, 32, 12 ó 3, 40, 5). Esa circunstancia también lo privó de un
acceso de primera mano a una buena cantidad de material (notas de las
reuniones del Senado, textos de los tratados, leyes, registros de los co­
legios sacerdotales y otros) que quedaba en custodia en las oficinas
oficiales. Pqro el efecto principal es que Tito Livio no buscó unas expli­
caciones históricas en términos políticos. Para otros romanos, la historia
era un estudio político, a través del cual se podía tener la esperanza de
explicar o justificar el pasado y el presente, pero Livio concibió la his­
toria en términos personales y morales. Su objetivo está expuesto con
toda claridad en el Prefacio:
«Pido al lector que fije su atención en unas consideraciones m ucho más serias, acerca
de la clase de vida que vivieron nuestros antepasados, acerca de quiénes fueron los
hombres y cuáles los medios, tanto en la política como en la guerra, por los cuales el
poder de Roina fue adquirido en un principio y después se expandió; haré que el lector
pueda seguir paso a paso el proceso de nuestra declinación moral, que observe en primer
térm ino el desmoronamiento de las bases de nuestra m oralidad, en la medida en que las
enseñanzas antiguas fueron dejadas de lado, y m is tarde la caída final de todo el edificio
y ei oscuro atardecer de nuestros días presentes, cuando ya no podemos soportar nuestros
vicios ni afrontar los remedios imprescindibles para curarlos. El estudio de la historia es la
mejor medicina para una mente enferma, porque en la historia se ofrece un registro de la
variedad infinita de la experiencia hum ana desplegada en forma bien visible a los ojos de
todos: y en ese registro es posible hallar para sí mismo y para la propia patria ejemplo y
advertencia a un tiempo.»

Aunque Salustio y los historiadores antiguos también habían adop­


tado el punto de vista que sostenía que la moral declinaba sin pausa y
habían mantenido el criterio de que la gente hace la clase de cosas que
hace porque es la clase de gente que es, o sea que tiene el carácter
moral que tiene, para Tito Livio esas creencias eran una cuestión de
interés apasionado. Veía la historia en términos de personalidades hu­
manas y de individuos representativos más que en términos de parti­
dismos políticos. Y su propia experiencia, que tal vez se remontaba a
su juventud en Padua, le había hecho sentir los males morales de su
tiempo con una intensidad peculiar. A menudo acota su narración con
comentarios reveladores: «por fortuna, en aquellos tiempos la auto­
ridad, tanto la religiosa como la secular, constituía aún una guía para
la conducta y no se perfilaban todavía los signos de nuestro escepti­
cismo moderno, que explica los convenios solemnes del modo que
mejor se adapte a sus propias conveniencias.» (3, 20, 5).
Tito Livio se contentaba con poseer como base un relato que pu­
diera elaborar y poner por escrito. Representa un inconveniente nuestra
triste incapacidad de establecer cuál fue su práctica en materia de his­
toria contemporánea, pero con respecto a la historia antigua, el período
que llega hasta el 100 a. C., seleccionaba a los historiadores más re­
cientes y sólo daba otra forma y volvía a escribir el material por ellos
aportado.
Su método consistía en seguir a un escritor para una determinada
sección, trabajando de memoria y con libertad, y en cambiar a otro
autor cuando había agotado un tema particular. Como hombre inteli­
gente que sin duda era, tenía conocimiento de los conflictos existentes
entre sus fuentes y también de los prejuicios individuales de sus prede­
cesores, pero no consideraba necesario o posible dirimir esas discre­
pancias. Un comentario suyo típico es (4, 23, 3): «Cuando son tantas
las cosas de la antigüedad que permanecen veladas, también este hecho
puede permanecer en la incertidumbre.»
Por lo tanto, establecido el criterio de que lo más importante en la
historia es el que la gente posea una cierta personalidad heredada (in-
genium, véase 3, 36, 1, Apio Claudio) que determina sus acciones y
que un historiador, aun cuando la prueba específica no es conocida,
puede recrear la forma en que una persona dueña de ciertas caracterís­
tica podría haberse comportado en cualquier situación dada, el objetivo
de Tito Livio consistía en construir una serie de escenas con significado
propio. Para comprender cómo hace esto es necesario recordar que él,
como Dionisio de Halicarnaso y la mayoría de sus contemporáneos,
había sido educado de acuerdo con unas líneas casi exclusivamente
retóricas. Esa educación abarcaba el aprendizaje de cómo componer un
discurso (ya fuera de índole forense o sólo ceremonial) y el elemento
más importante en cualquiera de esos discursos era la cuestión esencial
de exponer, en los términos más simples que fuera posible, los hechos
básicos que habían conducido hasta la situación presente. La narrado,
que así se denominaba ese elemento, ha sido analizada por todos los
representantes de las escuelas retóricas (Cicerón, De oratore, 122) y fue
perfeccionada en discursos como la Pro Archia de Cicerón (4, 7). Las
características requeridas eran tres: una narrado ha de ser breve
(brevis), es decir, que no debe contener prolegómenos o digresiones
innecesarios. Tendrá que ser clara (aperta), o sea que ha de ser cohe­
rente desde el punto de vista de los hechos y de la cronología, aun
cuando esto implique la supresión o la enmienda de alguna de las
pruebas. Pero sobre todo, tendrá que ser verosímil (probabilis), es
decir, en particular, que los hechos han de ser ajustados a la naturaleza
de las personas comprometidas en ellos (ad naturam eorum qui agent
accommodabitur).
Ese fundamento retórico fue el que permitió a Tito Livio, en un
nivel práctico, enfrentarse con la gran cantidad de hechos históricos ro­
manos indiferenciados y a un tiempo, en un nivel filosófico, otorgarle
sentido a todo ello. El género le exigía que conservara, en una gran
medida, la estructura analítica de base, de acuerdo ton la cual, como en
la crónica, se registraban los acontecimientos de cada año, incluidas las
trivialidades de los prodigios y las elecciones menores; pero de entre
todo esto. Tito Livio seleccionó ciertos tópicos que eran significativos
de por sí. En cuanto a la historia republicana primitiva, ello era relati­
vamente fácil. Los sucesos tenían un alcance lo bastante corto para que
se los pudiera agrupar en unidades autónomas. Pero aun en estos casos.
Tito Livio desplegó su arte de crear episodios coherentes que revelaran
el carácter de los participantes. Coriolano, por ejemplo, condujo su
campaña contra Roma a lo largo de muchos años y dirigió cuando
menos dos expediciones separadas contra las murallas de la ciudad. En
el relato de Tito Livio dos años consulares completos están omitidos sin
más y las dos expediciones distintas están combinadas con una arbitra­
riedad ligera que convierte al relato en un desatino geográfico (2, 33-40)
comparable al que surge de la combinación de los dos caminos bien
diferenciados que había utilizado Aníbal para atravesar los Alpes. Pero
esa narración, para el lector, resulta breve, clara y verosímil y, por
ende, como obra de arte, posee su propio poder de convicción. Cuando
Tito Livio llegó a tratar unos temas más amplios, como las guerras
contra Aníbal o contra los macedonios, el problema se planteaba en
una escala mucho mayor. Pero incluso en esas circunstancias se advierte
la labor de su instinto, que dispone el material en unidades manejables,
como el sitio de Abido en el 200 a. C. (31, 17-18). Un factor de unifi­
cación en ese proceso era separar la cualidad especial del protagonista.
Así, su relación acerca del reinado de Tulio Hostilio se centra en la
ferocia (fogosidad) del rey (esa palabra, junto con sus derivados, apa­
rece nueve veces en otros tantos capítulos) y los acontecimientos están
descritos con el fin de subrayar esa característica. Del mismo modo, Ca­
milo está presentado como un ejemplo de pietas; Tempanio —un sol­
dado anónimo— como un ejemplo de moderación y de bravura al
mismo tiempo (4, 40-41); Aníbal como modelo de perfidia e impetuo­
sidad, o Flaminio (en cuyo retrato Polibio nos permite ver las diferencias
que pone de manifiesto el método de trabajo de Livio) como un hombre
de acción simpático y filohelénico. En una escala más amplia, el sitio
de Abido está relatado en términos de locura (rabies, una palabra que
aparece tres veces en la narración de Tito Livio y de la que no hay
rastros en la fuente, la obra de Polibio). Para Tito Livio, la historia
consistía en un registro psicológico.
Pero el amplísimo campo de la historia que se había dispuesto a
abarcar planteaba otros muchos problemas. ¿Cómo se podría mantener
el interés del lector a lo largo de 142 libros? Quintiliano caracterizaba
el estilo de nuestro historiador diciendo que poseía una «fecundidad
láctea» (ladea ubertas. 19, 1, 32) de la que se podría pensar que impli­
caba la andadura mesurada de un Gibbon; pero, en rigor. Tito Livio
resulta notable por el amplio rango de estilos que utiliza en su prosa,
con el fin de obtener una variedad. En determinadas ocasiones, cuando
debe reseñar detalles rutinarios en esencia, usa un estilo conciso, con
un vocabulario corriente y un mínimo de subordinación sintáctica y des­
pués escribe una serie de períodos complicados que establecen las dis­
posiciones preliminares, a menudo con estructuras participiales que
explican las motivaciones y los pensamientos de las figuras principales.
La acción será descrita en el lenguaje estereotipado de un comunicado
militar (en especial mediante el uso de la pasiva impersonal) o con
oraciones breves, en asíndeton, en donde emplea el infinitivo histórico
o el presente histórico. Por fin, al describir el clímax o sus consecuencias,
Livio dejará que su lenguaje se coloree con palabras que (ésa era la
particularidad de la tradición estilística latina) normalmente sólo
podrían haber sido utilizadas en la poesía heroica. Un comentario su­
cinto —haec eo anno acta: esos hechos se produjeron en aquel año—
redondeará el episodio. Con estas variaciones, Livio estaba en condi­
ciones de transmitir una impresión no sólo de los hechos militares, sino
también de la experiencia emotiva de los que participaban en ellos.
Si lo que importaba a Tito Livio era ver la historia como la corpori-
zación literaria de los individuos, su éxito dependía en ese caso, en una
gran medida, de que lograra dar vida a esos personajes, de que los
hiciera parecer auténticos, tos historiadores que le precedieron, como
Tucídides, habían sido criticados por poner en boca de sus personajes
principales discursos que no revelaban las respectivas individualidades,
pero Tito Livio, como él mismo lo dice, tenía la habilidad de penetrar
en el espíritu de sus personajes (43, 13, 2: mihi vetustas res scribenti
nescio quo pacto antiguus fit animus) E l clímax de cualquier episodio
a menudo consite en un pasaje en el que hay un discurso directo o
indirecto que caracteriza al agente principal. Algunas veces la lengua es
tosca y coloquial, si los hablantes pertenecen a una clase humilde. Por
ejemplo, un ciudadano rústico (1, 50, 7: seditiosus facinerosusque
homoy prorrumpe en invectivas contra Tarquino el Soberbio en una
réplica amarga que contiene la palabra infortunium, «suerte adversa»,
que no se halla en la prosa de los autores clásicos y sí en el habla común
de los esclavos de las obras de Plauto y Terencio. También algunos tri­
bunos del pueblo se quejan con encono porque los patricios coartan sus

1 Cuando escribo sobre cosas primitivas, no sé por qué el espíritu se me vuelve


antiguo.
2 Hombre rebelde y crim inal.
ambiciones a cada paso (4, 35, 5-11), utilizando varias expresiones que
también se encuentran sólo en contextos coloquiales (por ejemplo:
sugillari, «ultrajar»; praebere os, «exponerse a»), A veces, cuando la
ocasión es dramática, Livio permitirá que sus personajes utilicen un
lenguaje más cercano aJ de la poesía que al de la prosa. Así, el mo­
mento culminante de la historia de Coriolano es la gran escena en que
aparece con su madre junto a las puertas de Roma. Ella le habla como
lo hace Yocasta a sus hijos en la tragedia griega y su discurso contiene
varios rasgos únicos que lo definen como trágico (2, 40, 5-7): sino,
«permito», construido con el subjuntivo y no con el acusativo más infi­
nitivo; quamuis, «aunque», acompañando indicativo (sólo en este pa­
saje en toda la obra de Tito Livio), la forma rara senecta en lugar de se-
nectus, «vejez», la frase ira cecidit, «la ira se aplacó», que se puede
encontrar con exclusividad en el lenguaje de los poetas.
Un estudioso moderno tiene que mantenerse en guardia perpetua
ante esas argucias que se hallan casi por debajo del umbral de percep­
ción. La narración histórica, tal como ha sido elaborada por Tito Livio o
por Dionisio, tiene que ser escrutada con prolijidad en busca de las se­
ñales de anacronismo o de ornato. Lo que reste será el núcleo firme
sobre el cual puede intentarse una nueva reconstrucción, con la ayuda
de los testimonios que hayan pervivido casualmente en otras fuentes
literarias o gracias a la arqueología. Eso es lo que procuran lograr los
capítulos siguientes.
LA LLEGADA DE LOS ETRUSCOS

El instante crucial en el nacimiento de una nación o de una civiliza­


ción se produce cuando algunas familias dispersas se reúnen y forman
un pueblo o una ciudad. Entonces, por primera vez, cada uno de los
miembros de la comunidad puede someter sus habilidades especiales a
la prueba máxima.
Los etruscos llegaron a Roma y se asentaron allí en gran número,
como artesanos, mercaderes, constructores, expertos religiosos, doctores
y gobernantes. No fue un caso de una usurpación foránea del trono
durante un tiempo, sino que se trataba de una profunda interpretación
de la sociedad en todos los niveles. Antes de la llegada de los etruscos
hubo otras comunidades en Roma, pero su presencia creó, aunque no
en un día, una ciudad homogénea que con los distintos elementos ob­
tuvo una mezcla final.
Los romanos consideraban que los etruscos eran grandes planifica­
dores de ciudades, que diseñaron las suyas según un sistema de cuadrí­
cula cuidadosamente estudiado y con una atención precisa al protocolo
religioso (Festo, 358 L.), así como sus ingenieros militares atribuyeron
el diseño formal de un campamento romano al mismo modelo etrusco.
Sin duda, se mantenía la observancia religiosa, en especial se respetaba
la costumbre de trazar un surco en torno al lugar que abarcaría la
ciudad (pomerium), surco que sólo se interrumpía en el sitio que habría
de ocupar la puerta. Pero las ciudades etruscas, en realidad, no son
muy matemáticas en su diseño, en particular porque las condiciones de
la geografía o de la historia no permitieron esa clase de rigidez intran­
sigente. Es verdad que Veyes está trazada muy simétricamente, con
calles que configuran radios a partir de un centro, pero otras ciudades,
como Vetulonia, fueron construidas sobre terrenos escarpados y des­
iguales. El único ejemplo claro, todavía sin excavar es Marzobotto,
donde las fotografías aéreas revelaron un sistema de cuadrícula muy
estricto. Pero Marzobotto es una fundación tardía, de c. 500 a. C., y
refleja la influencia de un arte griego que habría de ser perfeccionado
por Hippodamos de Mileto.
Los etruscos eran, por excelencia, moradores de ciudades, y su lle­
gada a Roma y su fusión con los pueblos nativos produjo un cambio
radical en las características del asentamiento. Una aglomeración de
chozas se convirtió en una ciudad de índole arquitectónica singular,
con calles, edificios públicos, mercados, tiendas, templos y casas parti­
culares. Esta transición no se produjo de la noche a la mañana, como
algunos eruditos —en especial Gjerstad— han asegurado. Gjerstad
basa su tesis en el hecho de que el área del Foro parece haber sido
cubierta con un pavimento permanente c. 575 a. C. por primera vez, y
de este modo data toda la penetración etrusca de Roma a partir de esa
fecha. De hecho, desde el 625 hasta el 575 a. C., las ideas etruscas se
advierten dentro del área de Roma en un proceso de difusión. Esto se
ve, sobre todo, a través de la cerámica contemporánea que, o bien está
influenciada por los estilos etruscos, o bien es de manufactura etrusca.
Desde esa misma época, poco más o menos, datan las cubiertas de
tejas, lo cual prueba que las chozas con techo de paja comenzaban a
dejar paso a las casas de ladrillo, estuco y teja. El paso decisivo en la
evolución de la ciudad consistió en convertir la superficie del Foro en el
foco central que unificaría las comunidades separadas que se asentaban
en las colinas. Para que esto se produjera, existían dos requisitos pre­
vios: primero, el subsuelo debía ser desecado en forma adecuada, y
segundo, tenía que dejar de utilizarse como lugar de entierros. Hay
testimonios de que se produjeron serias inundaciones c. 625 a. C., y es
probable que las primeras obras sistemáticas de desecación se hayan
realizado poco después. FJ desagüe mayor (Cloaca Máxima), en rea­
lidad una acequia abierta de gran tamaño, fue atribuida al último Tar-
quino, pero sólo representa una mejora con respecto a intentos ante­
riores. Como resulta cada vez más evidente, los etruscos fueron los
grandes ingenieros hidráulicos de su tiempo. Los imponentes cuniculi o
túneles de drenaje, de los que se han hallado cientos en el sur de Etru-
ria, son un testimonio elocuente de ello (Lám. 7), aparte de las historias
tradicionales, como la que narra que los romanos penetraron en Veyes
a través de un cuntculus, o la que dice que el lago Albano estaba regu­
lado por un túnel de desagüe. Por lo tanto, es natural atribuir la de­
secación del área del Foro a la iniciativa de ese pueblo. En segundo tér­
mino, los entierros en aquel sitio dejaron de hacerse, al parecer, hacia
el 600 a. C., lo que indica que ya se reconocía al lugar como centro
público. Roma, por ende, comenzaba a crecer convirtiéndose en una
comunidad urbanizada a principios del siglo VI, y una prueba más de
esto estriba en el hecho de que el primer firme de la calle principal que
recorre el corazón de la ciudad, la Vía Sacra, está fechado con toda
probabilidad antes del 575 a. C. Uno de los santuarios religiosos más
importantes de Roma, la Regia o Palacio Real, que jamás fue una resi­
dencia. sino que estaba ocupado por el santuario de Marte, se hallaba
también en la zona del Foro. Una minuciosa investigación del profesor
F. Brown ha aportado la conclusión de que el primer edificio de culto
en ese emplazamiento (que reemplazó a las chozas y monumentos fú­
nebres antiguos) data de finales del siglo Vil. Dicho edificio consistió
en un recinto de piedra con una muralla también de piedra a su alre­
dedor, que contenía un monumento de índole desconocida. En su mo­
mento, hacia el segundo cuarto del siglo VI, fue reemplazado por un
templo más reconocible como tal, aunque de poca duración.
En otras palabras, debemos tratar de obtener una imagen de la
transformación y de la expansión progresivas de Roma, desde fines del
siglo Vil, hasta su metamorfosis en una verdadera ciudad en los tiempos
del último rey. Se trató de un hecho fortuito y no planificado. Los
santuarios al aire libre fueron sustituidos en forma gradual por templos
grandiosos. Así. el mercado de bueyes (Forum Boarium). cuyos ci­
mientos se habían echado hacia el 575 a. C. y que contenía al menos
un altar a cielo abierto, hacia comienzos del siglo V había sido orna­
mentado con dos templos gemelos (dedicados a Fortuna y a Mater Ma-
tuta). Las instituciones primigenias de Roma empezaron a adquirir sus
asientos duraderos y permanentes. La casa de las Vírgenes Vestales en
el Foro proporciopó, en las excavaciones, un vertedero rellenado con
trozos de cerámica que se pueden fechar hasta el 600 a. C., aproxi­
madamente. El mismo templo de Vesta contenía depósitos de votos,
que se extienden desde c. el 575 a. C. hasta épocas más tardías. Las
condiciones para llevar a cabo una excavación en Roma son de difi­
cultad extrema y, a menudo, sólo gracias a descubrimientos casuales se
llega a conocer ciertos datos. Las fuentes literarias, por ejemplo, hablan
de Tarquino el Antiguo y de su interés por hacer que la tierra estu­
viera al alcance de constructores privados con el fin de que levantaran
tiendas (tabemae) cerca del Foro (Tito Livio, 1, 35, 10). No quedan
rastros de esas tiendas y, sin embargo, son un elemento concomitante,
natural e inevitable de los dos grandes espacios de mercado (el Forum y
el Forum Boarium) que habían sido planificados. Sin duda que es un
mero accidente el hecho de que no se haya encontrado nada de esas
tiendas en una ciudad que ha sido reconstruida y habitada con tanta
continuidad. Las fuentes también dicen que los Tarquinos planificaron
el Circo Máximo. Las ruinas que se conservan no han revelado ningún
testimonio específicamente etrusco, pero por otras vías sabemos que los
juegos ocupaban un puesto de importancia en la vida de los etruscos y
no es necesario dudar acerca de la tradición escrita.
Por los tiempos del último Tarquino, Roma era una ciudad. Tenía
sus monumentos públicos, que pronto serían superados por el templo
enorme de Júpiter Óptimo Máximo; poseía sus mercados y sus tiendas;
sus calles y sus desagües, sus casas y sus cortes de justicia; también
poseía un lugar en el que la gente podía reunirse para discutir de polí­
tica o llevar a cabo actividades religiosas o deportivas. Sin duda, se
había convertido en lo que un autor antiguo denominó una ciudad
griega. Sin embargo, esc conglomerado se debió por entero a la combi­
nación imprevisible de la arquitectura urbana etrusca con las raíces na­
tivas latinas.
La nueva Roma —un resultado de la fusión de lo etrusco y lo na­
tivo— se convirtió en una ciudad desde todo punto de vista; también
adquirió algunos de los rasgos que caracterizaban a las ciudades-estado
griegas y que las diferenciaban de otras comunidades menos civili­
zadas, en particular un pasado legendario bien definido, una religión
formulada con cuidado y un ejército disciplinado de ciudadanos.
Pero una ciudad, como cualquier otra organización, necesita algún
símbolo compartido, a través del cual pueda reafirmar su identidad
común. El pabellón nacional británico, las estrellas y barras, la corona,
la cruz, todos en sus distintos campos contribuyen a unir a las gentes y
a darles una idea de la pertenencia a un grupo. Para los pueblos griego
y romano, ese símbolo era la historia de la fundación de su nación o de
su ciudad.
Roma tuvo la fortuna considerable de poseer dos leyendas de fun­
dación: la de Rómulo y Remo y la de Eneas. Aunque la leyenda de
Rómulo fue mucho más ornamentada a través de los siglos bajo la
influencia de la mitología griega, se la considera, en general, como
esencialmente muy antigua. Hace poco, H. Strasburger ha procurado
fechar su formación hacia comienzos del siglo III a. C., como pane de
la propaganda de las guerras samníticas y contra Pirro, pero esa fecha es
exageradamente tardía. Eneas, por otra parte, suscita problemas mucho
más interesantes, porque conecta a Roma con el mundo homérico y
con el mundo de la civilización griega. Este héroe otorgó a Roma una
posición internacional y, una vez más, ello fue parte de la contribución
etrusca al surgimiento de Roma.
Eneas había sobrevivido a la caída de Troya y había huido. Su
supervivencia, parte de la tradición homérica (Iluda. 20, 215-240), fut­
ía base sobre la cual se elaboraron sus futuras peregrinaciones. En la
medida en que se expandía el tonotimiento que del Mediterráneo oeti-
dental altanzaban los griegos, Eneas era impulsado hatia tierras más
lejanas, hasta que a principios del siglo V ya había llegado a la Italia
central. Hay dos fuentes independientes de testimonios que indican
que, hacia fines del siglo VI. el héroe troyano había sido retonocido
como héroe fundador de Roma, como asimismo de algunas otras ciu­
dades etruscas.
1. La primera línea se halla en el testimonio de los historiadores
griegos. La mención explícita más antigua se encuentra en Hclánico,
Las sacerdotisas de Hera en Argos (FGH, 4 F 84: c. 450 a. C.): «Eneas,
proveniente de la tierra de los molossos, fundó Roma junto con Odi-
seo.» (No es absolutamente seguro si Helánito estribió «después» o
«junto ton» Odiseo, pero la segunda lettura es la más probable.) Llamó
Roma a la eiudad por el nombre de una de las mujeres troyanas, Rhome,
que le había atompañado. Esta versión fue adoptada por otro histo­
riador griego, Damastes de Sigeo (FGH, 5 F, 3: c. 400 a. C.) y por
varios otros estritores griegos, si podemos treer en la palabra de un eru­
dito muy posterior, Dionisio de Halitarnaso, que asegura haberlos eon-
sultado (1, 72, 2). En otras palabras, en los siglos VI y V los griegos
estaban lo bastante impresionados por la magnitud y la importaneia de
Roma tomo para investirla ton la respetabilidad de unas asoeiationes
ton Gretia. Pero en esentia, Helánito representa un punto de vista
griego ton respetto a Roma, antes que las aspirationes romanas a una
conexión helénica.
2. La segunda línea, sin embargo, está en los testimonios que
proporciona la arqueología etrusca. El tema de la partida de Eneas ton
Anquises es un tema artístito popular, que aparece pintado en gran
tantidad de vasos áticos datados entre el 525 y el 470 a. C. Cincuenta y
ocho vasos (52 de figura negra, cinco de figura roja y uno de figura roja
etrusca [de Vulci]) se han identificado hasta el presente con este motivo
como decoración, y al menos 17 de ellos, y quizá muchos más, fueron
hallados en Etruria; pero estas estadísticas deben ser consideradas con
cautela. Eneas también aparece con otros vasos y en otras obras de arte,
bajo distintas representaciones: como guerrero, como tómplite de Paris
y, ton igual fretuentia, tomo refugiado que se martha para fundar una
nueva eiudad. Pero existen otros testimonios menos ambiguos. Se ha
hallado en Veyes tierto número de estatuillas votivas que representan a
Eneas llevando a Anquises (Lám. 4), que datan del período 515-490 y
que sólo pueden inditar que existía un tulto a Eneas en esa eiudad y en
esa época. Otro testimonio aparece en un escarabajo etrusco del siglo VI
que también representa a Eneas llevando los sacra de Troya y a An-
quises. Si estas pruebas han de ser consideradas en su conjunto, se de­
duce la popularidad de Eneas como héroe fundador en el sur de Etruria
hacia finales del siglo VI, en especial en Vcyes y en Vulci. Mucho se ha
discutido acerca de la forma en que fue transmitida a Etruria la leyenda
de Eneas, sobre si llegó desde Sicilia o la Campania o si lo hizo desde
Grecia por vía directa, pero nada de esto compromete la validez del
argumento principal.
Este tipo de testimonio no se conoce aún para Roma misma, pero
Roma reunía ya los elementos latinos y etruscos, como el autor de las
líneas finales de la Teogonia de Hesíodo (1011-16, escritas hacia el
520-500 a. C.) lo reconoce: «Circe, la hija del Sol, concibió como hijos
de Odiseo a Agrio y a Latino, el intrépido, que gobernó sobre todos los
nobles tirrenios (etruscos), muy lejos, en un tranquilo rincón de las islas
sagradas.»
Por lo tanto, es legítimo argumentar que durante los últimos años
de la supremacía de los Tarquinos en Roma, la visión etrusca de Eneas
como héroe fundador y la concepción griega de Eneas como el explo­
rador del occidente se unieron en Roma (y en todas partes) para ge­
nerar una leyenda de fundación para la ciudad. Cómo se resolvieron las
preguntas acerca del modo en que Roma adquirió el monopolio de
Eneas, sobre cómo creció la conexión mítica del héroe con las ciudades
latinas cercanas, en especial Lavinio y Alba, durante los siglos siguientes
y acerca de la forma en que se solventó la complicación cronológica,
que surgía de un intento de hacer que armonizaran las leyendas rivales
de Eneas (tradicionalmente c. 1175 a. C.) y Rómulo (tradicionalmente
c. 750 a. C.), son cuestiones intringantes, pero se encuentran fuera del
período que se trata en este estudio. El punto más importante es que
Roma se convirtió en una ciudad y adquirió la estirpe de la más noble
de las ascendencias.
La leyenda de la fundación fue un elemento unitivo, pero también
hubo otro: el hecho de que todos los hombres y mujeres de Roma se
hermanaran en una adoración religiosa común, que concentraba sus
necesidades y aspiraciones en una propuesta única.
La religión romana antigua es muy poco conocida. Hasta donde
sabemos, no tenía imágenes de dioses y, sin duda, no era antropomór-
fica. Se trataba de una fe que buscaba comprender cómo operaban los
procesos de la naturaleza y tendía a establecer una relación de trabajo
con ellos. Se basaba en un núcleo práctico de plegaria y sacrificio.
En común con muchos otros pueblos itálicos, los romanos primi­
tivos adoraban a Marte como su deidad superior. Marte y Ops (pero no
Júpiter) poseían un santuario en la Regia: Marte, junto con Júpiter y
Quirino, formaba una antigua tríada, a la que servían los tres sacer­
dotes principales Jlamine*) y a la que se rendía culto en el Quirinal
(cfr. Varrón, De lingua Latina, 5, 158; CIL.. 6, 438, 475, 565); Marte
era el dios que presidía la purificación de los campos (Ambanalia),
de la ciudad (Amburbiurn) y del cuerpo de ciudadanos (el lustruni
quinquenal). Marte se yergue a la cabeza de la leyenda de la fundación
como el padre divino de Rómulo y Remo (Livio. 1, 4, 1-3). En honor
de Marte se sacrificaba un caballo en los idus de octubre. Se puede ela­
borar una lista extensa de las reliquias que muestran a Marte como la
divinidad central, en los pueblos de Iguvio, Italia del norte, pane de
cuyo ritual se ha conservado en las inscripciones (en las Tablas Igu-
vinas) y para otras razas itálicas, como los marros, los amarrucinos y los
mamertinos, en cuyos nombres aparece el del dios.
El papel de Marte como divinidad principal de la Roma antigua ha
sido discutido. Los eruditos se han dividido entre ios que lo consideran
como un dios de la guerra (Dumezil) o un dios de la vegetación (Man-
nhardt, Warde-Fowler) y han elaborado conexiones entre estas dos
clases de función. Los atributos del dios de la guerra derivan en gran
parte de la identificación que, hacia el siglo III a. C.. se hizo con la di­
vinidad griega Ares y con la custodia de ciertos objetos rituales, como
los escudos del ceremonial (ancifía) y las lanzas que se guardaban en la
Regia. Si las lanzas de Mane se entrechocaban por sí mismas, como lo
hicieron en el 99 a. C., se trataba de un augurio ominoso (Aulio Gelio,
4, 6, 2). Cuando se declaraba la guerra, el pontífice máximo iba a la
Regia y sacudía los escudos mientras gritaba «Marte, despierta» (Mars,
vigila) (Servio, sobre Eneida. 8, 3). Pero Marte, como dios de la guerra,
tiene poca definición antes de unirse a Ares y aun con los atributos de
este jamás logró distinguirse. Las frases como aequo Marte (en batalla
indecisa) son convencionales y puramente literarias. Por otra pane, re­
sulta evidente la presencia de Marte en contextos agrícolas, como por
ejemplo en las plegarias que cita Catón el Viejo en su obra acerca de la
agricultura. Y Marte está asociado con el rito y los poderes de la ferti­
lidad (por ejemplo, Ops). Los dos aspectos conflictivos sólo se pueden
reconciliar si se conciben como actividades paralelas de una divinidad
cuya función principal es la de protector de todo un pueblo. Es una in­
vocación muy arcaica, preservada por Aulo Gelio (13, 23, 2), el atri­
buto de Marte está dado por la palabra Nerio, que al parecer significa
simplemente «virilidad». La fortaleza de Mane —su poder para pro­
teger— se relaciona con el poder purificador (Lúa) de Saturno y la ca­
pacidad de cambio (Salada) de Neptuno (agua).
Pero Marte permaneció indiferenciado. Sólo sus emblemas sacros y
sus ceremonias sirvieron para establecer su prominencia. Los etruscos
aportaron ideas más vigorosas. Este pueblo personalizó a sus dioses, los
pensó en términos visuales y los alojó en templos, en lugar de dedi­
carles tan sólo altares dentro de éstos. En este aspecto, algo debían a la
influencia griega y algo a su propia imaginación vivida. Su dios prin­
cipal era Tinia —el gran dios del cielo— de cuya cabeza se ha hallado
una hermosa representación en Sátrico, cerca de Roma. Esta divinidad
llegó a compartir gran parte del prestigio y de las cualidades del Zeus
griego. Por lo tanto, no ha de sorprender que una de las glorias ar­
quitectónicas máximas de la dinastía de los Tarquinos haya sido la
construcción de un templo inmenso en honor de Júpiter «el Padre Ce­
lestial», junto a Juno (etrusco uní) y a Minerva (etrusco menrva). El
templo mismo está fechado en el final del siglo VI (cfr. p. 83), pero el
culto puede haberse iniciado en un santuario abierto (,locus sacer sine
tecto), como ocurriera con tantos otros. Esta tríada capitolina sobrepasó
la antigua supremacía de Marte y de la tríada anterior de Marte, Júpiter
y Quirino. Júpiter Óptimo Máximo se convirtió en la deidad patrocina­
dora de Roma y llegó a ocupar el puesto central en la vida religiosa de
la ciudad. En su honor celebraban sacrificio los pontífices máximos al
hacerse cargo de sus funciones. La estatua de culto que lo representa
fue fabricada en terracota por un gran escultor, Vulca de Veyes, y fue
situada en el centro del santuario, vestida con una túnica y una toga
bordadas, para que todos la vieran y la adorasen.
Otro testimonio de la forma en que Júpiter Óptimo Máximo
suplantó a los dioses arcaicos de Roma es proporcionado por la historia
del triunfo romano.
Existía una ceremonia arcaica por la cual un general victorioso dedi­
caba un trofeo, que consistía en la armadura de un enemigo derrotado,
en el templo de Júpiter Feretrio. Ese santuario era una construcción
primitiva que se alzaba sobre el Capitolio y cuyos orígenes, como así
también el significado del título del culto Feretrius, se han perdido en
el misterio. El procedimiento fue descrito por Varrón, quien cita una
«ley de Numa» (Festo, 204 L) como testimonio que. al menos, establece
una fecha muy antigua para el templo, y tiene paralelos en otras cultu­
ras. Pero ya estaba tan anticuado en los tiempos históricos de Roma
que hubo grandes desacuerdos en cuanto a los detalles particulares. En
general se refiere que había tres trofeos —spo/ia opima pnma. secun­
da, tertia— y que eran ofrecidos a Júpiter Feretrio, a Marte y a (Jano)
Quirino respectivamente, es decir, a la tríada original descrita antes.
Pero la distinción exacta escapa a nuestro conocimiento. Algunos estu­
diosos sostienen que los spolia eran dedicados, por turno y por etapas,
a las tres deidades, en la misma ocasión, mientras la procesión avanza­
ba por las calles de Roma. Otros aducen que la diferencia se basaba en
la categoría del jefe militar: un cónsul, jefe con plenos poderes, hacía
su ofrecimiento a Júpiter, en tanto que los jefes de menor jerarquía lo
hacían a los otros dos dioses. Un tercer punto de vista, expuesto por
Servio, el comentarista de Virgilio, sostiene que sólo hubo tres dedica­
ciones de esa índole en el curso de la historia de Roma: la primera
hecha por Rómulo a Júpiter, la segunda realizada por Cosso (en el
437 a. C.) a Marte (cfr. p. 139) y la tercera efectuada por Marcelo (en
el 222 a. C.) a Quirino. Esta última tesis es errónea, sin duda, pero es
verdad que la ceremonia fue absorbida por la del triunfo en los tiem­
pos históricos y que sólo Cosso y Marcelo la revivieron después del
500 a. C.
El general victorioso recibía del Senado el privilegio de entrar en
Roma en un carro e ir en procesión hasta el templo de Júpiter Óptimo
Máximo. En la forma más desarrollada del triunfo, el jefe llevaba una
toga especial de púrpura (en tiempos posteriores, bordada), una coro­
na, tenía la cara pintada de rojo y empuñaba un cetro. Por delante de
él marchaban sus prisioneros, en compañía de los despojos y el resto
del botín. Detrás de él, en el carro que lo llevaba, iba a pie un sirvien­
te que repetía sin cesar: «¡recuerda que eres un hombre!». La ceremo­
nia resultaba una de las más coloridas de Roma y constituía un honor
que se buscaba con pasión, tanto, que el mismo Cicerón aspiró a él.
La fecha en que se instituyó la ceremonia no puede establecerse con
exactitud. La primera alusión específica a un triunfo se refiere a Tar-
quino el Antiguo (T. Livio, 1, 33, 3) que regresó triumphans de su
conquista del vecino Lacio; pero esto no puede considerarse por com­
pleto histórico y todo lo que estamos en condiciones de afirmar es que
esa ceremonia debe estar íntimamente relacionada con la institución
del culto de Júpiter Óptimo Máximo. Esto se halla confirmado por el
hecho de que escenas equivalentes están representadas en monumentos
etruscos contemporáneos. Una incertidumbrc igual rodea la significa­
ción exacta que se debe adjudicar a la apariencia del triunfador. ¿Se le
permitía identificarse con el mismo Júpiter, por un día? ¿O actuaba co­
mo rey y los que celebraron triunfo posteriormente recreaban ese papel
y las vestiduras de un rey? ¿O se trataba de ambas cosas?
A primera vista, la pintura roja del triunfador, su vestimenta típica
de Júpiter (omatus Iovis) y la advertencia del esclavo que estaba a sus
espaldas parecen apuntar a la explicación divina. Y existen paralelos
griegos de esto. El grito ritual, ¿o triumpe, también ha sido interpreta­
do como una llamada al dios, para que manifestara su presencia. ¿Pero
a qué dios estaba dirigido? La palabra triunfo puede estar conectada, y
quizá incluso derive de ella, con una voz griega, Thríamos, que es un
nombre de culto de Dionisos. Pero Dionisos no aparece en el panteón
romano antes del 500 a. C. El dios Triunfo es conocido en el arte plás­
tico y en la poesía de fines de la república, pero, como casi todas esas
abstracciones, no es un concepto primitivo. Sólo queda Júpiter. Por
otro lado, los monumentos etruscos representan de manera regular
hombres vestidos con esas ropas y algunos estudiosos, comparando el
tripudium —«un paso de danza de tres golpes»— interpretan el grito
triumpe como una exhortación a la danza. En los últimos tiempos se
han presentado dos soluciones de compromiso. Versnel, en un estudio
minucioso ( Triumpbus. 1970), asegura que el triunfador estaba carac­
terizado como dios y como rey a un mismo tiempo. El rey victorioso,
que poseía la divinidad en virtud de su posición y su poder, hacía una
entrada ceremonial en la ciudad para renovar su prosperidad y fortuna,
tal como los rituales del Año Nuevo, pensados para renovar la vida
anual de la naturaleza, implican un ceremonial de entrada. L. Bonfan-
te Warren independientemente argüyó que nada se puede inferir del
aspecto del triunfador, porque ya fuera rey o tirano, triunfador o dios,
estaba vestido a la manera etrusca contemporánea. La identidad no es
más que una identidad de formas, sin ninguna de las implicaciones de
la divinidad. Sólo mucho más tarde, bajo la influencia romana, estos
rasgos exteriores adquirieron un simbolismo religioso.
Es verdad que poseemos muy pocos testimonios contemporáneos
acerca de lo que era un triunfo del siglo V. Todas nuestras fuentes son
posteriores y las representaciones son ambiguas. El triunfo debe de ha­
ber pasado por cambios, en particular cuando los romanos se pusieron
en contacto con el mundo helenístico y quedaron impresionados ante
las procesiones dionisíacas, con su lujo y esplendor. A partir de enton­
ces el general fue considerado como un dios y como tal festejado. Los
triunfos militares de Alejandro y su transformación gradual de Dioni­
sos también contribuyeron a esta elaboración. En su profundo estudio
acerca de las realizaciones religiosas de Julio César, el doctor S. Weins-
tock llega a afirmar que la mayor parte de los que más tarde serían con­
siderados como los específicos atributos divinos del triunfo pudieron
haber sido introducidos mucho después del 250 a. C. y que los prece­
dentes se fabricaron para justificarlos ya en el pasado remoto. De Ca­
milo, por ejemplo, se dijo que había utilizado caballos blancos para ti­
rar del carro cuando celebró su triunfo por la captura de Veyes en el
396 a. C. (cfr. p. 154). Por sobre todo, los caballos blancos significan la
divinidad, y eran los que tiraban de los carros de Zeus y de Helios.
También llevaron el carro de Julio César. Pero el dato de los caballos
blancos de Camilo no es histórico, sino que integra una leyenda poste­
rior, desarrollada en la época de los Escipiones. Tampoco poseemos
una prueba definitiva de que los triunfadores antiguos llevaran pintura
roja; también esto se dice de Camilo (Plinio, NaturaJis Historia, 33,
111). Weinstock concluye que el triunfador, en los orígenes, no era
más que el rey. pero que a través de los siglos se convirtió en una figura
mística y divina, proceso que culminó con la exaltación de César en el
46 a. C.
Es imposible alcanzar la certidumbre y, sin duda, las actitudes ha­
cia el triunfo cambiaron a través de los siglos, en tanto que rasgos di­
versos se señalaban con distinto énfasis. Personalmente considero que
la identificación divina era una parte de la ceremonia etrusca original,
pero que fue después muy modificada y realzada. Sabemos poco, si es
que sabemos algo, de la teología etrusca, con excepción de que su deu­
da con Grecia fue sustancial en algunos detalles. Y en Grecia el regreso
de un vencedor atleta a su pueblo natal, en un carro que pasaba por
una entrada especial, fue mirado como lo más cercano a una apoteosis
que se podía lograr en términos decentes (Plutarco, Quaest. Conv., 2,
5, 2; cfr. Píndaro, Odas Políticas. 10, 22 y ss.). En el 412 a. C., Exene-
to, un vencedor olímpico, regresó a Acragas en un carro de cuatro
caballos, acompañado por trescientos hombres jóvenes (Diodoro, 13,
82, 7).
Otra innovación religiosa decisiva merece ser notada, si no por otra
razón, porque su influencia ha perdurado hasta nuestra época. El ca­
lendario, tal como fuera reformado por Julio César, era un problema
híbrido. Previamente había sido un calendario lunisolar sustitutivo de
355 días que, en teoría, era rectificado por una inserción periódica de
un mes extra de veintisiete días. César agregó diez días al año. al final
de los meses más breves, con lo que llevó el total hasta 365, que consti­
tuye una aproximación favorable con respecto al año solar c introdujo
el año bisiesto para que el ajuste fuese completo. El calendario anterior
es conocido gracias a los testimonios literarios y a través de una inscrip­
ción extensa que se ha conservado (los Fasti Antiates Motores). Su ca­
rácter comprometido se revela en el hecho de que un calendario lunar
verdadero hubiera tenido veintinueve o treinta días en el mes. pero el
calendario prejuliano contaba con cuatro meses de treinta y un días,
siete de veintinueve y uno (febrero) de veintiocho; y el ajuste periódico
al año solar, reduciendo febrero a veintitrés o veinticuatro días y agre­
gando un mes extra de veintisiete, implica un conocimiento de la ex­
tensión del año solar.
Esto significa que en los orígenes debe de haber existido un calen­
dario puramente lunar que en determinado momento se modificó de
una forma aproximativa y práctica para obtener una concordancia con
el ciclo solar. La prueba de todo ello está en la división del mes romano
en Kalendas (el primero), Nonas (el 5 o el 7) e Idus (el 13 o el 15).
Macrobio (Sai., 1, 15, 19), un estudioso del siglo V de la era cristiana
que utilizó fuentes mucho más antiguas, registra que antes de las Ka­
lendas un sacerdote tenía el encargo de observar la aparición de la luna
creciente y de anunciar el hecho al Rex (rey). De modo similar, las No­
nas coincidían con el primer cuarto y los Idus con la luna llena. Todos
estos detalles dan cuerpo a la creencia de que el calendario real original
era un calendario lunar típico de 355 días. Y esto, precisamente, es lo
que algunos de los eruditos de la antigüedad refieren, otorgando el
mérito de la creación al rey Numa. como era corriente ya que a esc so­
berano se adjudicaron todas las innovaciones religiosas. Por ejemplo,
Fulvio Nobilior, que fue cónsul en el 189 a. C. y que escribió unas ob­
servaciones acerca del calendario, declaraba expresamente que Numa
había creado el año de 355 días (Censorino, De die nataii. 20).
El cambio revolucionario consistió, por ende, en pasar de un calen­
dario lunar exclusivamente, de 355 días, a uno que, aun cuando con­
servaba algunos rasgos de un calendario lunar, estaba en esencia centra­
do de acuerdo con el año solar.
Pero el otro rasgo notable del calendario romano, y en particular
del único ejemplo existente que sobrevive desde antes de las reformas
de Julio César, es que cada día se distingue por dos medios: primero
por una letra que denota el carácter religioso del día (C = comitialis,
en el que se podía llevar a cabo comitia o asambleas; F = fastus, en el
que podían realizarse asuntos legales, pero no podían celebrarse asam­
bleas; N = nefastus, en los que no podían llevarse a cabo asuntos lega­
les ni asambleas; además, hay otros signos más ratos de los cuales el
más importante pata nuestro presente interés es QRCF Quando Rex
Comitiavit Fas = un fastus die en el que el rey había celebrado una
asamblea); segundo, por una nota que regrista cuál es el festival reli­
gioso que corresponde a ese día. En este calendario prejuliano (los Fas/i
Antiates Maiores) algunos de aquellos festivales están inscritos con le­
tras mayúsculas, en tanto que otros, de origen tardío indiscutido, están
puestos en letras rojas, de menor tamaño. Por lo común se ha pensado
que a causa de la mención del rey en las siglas QRCF y en razón de la
antigüedad de los festivales anotados con letras mayúsculas, este calen­
dario es una verdadera copia del calendario etrusco real genuino. Des­
afortunadamente. la respuesta no puede ser tan simple, dado que
algunos de los festivales, como por ejemplo los Cerealia y los Lucaria,
deben ser posteriores al 510 a. C. El culto de Ceres se instituyó apenas
en el 496 a. C. y la explicación tradicional de los Lucaria los conecta
con el hecho de que ciertos fugitivos romanos se hubieran ocultado en
un bosquecillo (lucus) después de la derrota sufrida a manos de los ga­
los en la batalla de Allia (390 a. C.). Me parece dudoso que esta expli­
cación se base en algún dato sustancial, pero los Cerealia son decisivos
en sí mismos.
Los etruscos tenían conexiones con el Oriente próximo, donde se
habían desarrollado los calendarios lunisolares, en tanto que los griegos
jamás lo hicieron. A pesar de los argumentos persuasivos de la señora
A. K. Michels, estoy convencido de que la adopción de este calendario
híbrido lunisolar fue perfeccionado en la época de la monarquía etrus­
ca en Roma, pero que fue publicado en forma abierta, para que todos
lo vieran, leyeran y comprendieran, sólo unas tres generaciones más
tarde, durante los tiempos del decenvirato (cfr. p. 116) cuando el cla­
mor popular consiguió abrir muchas puertas y desvelar muchos de los
actos secretos de gobierno. Esto explicaría la presencia, en el calendario
oficial, de algunos festivales tardíos como los Cerealia. que habían sido
incorporados en el lapso que medió entre la expulsión de los reyes y el
decenvirato.
Sea cual sea la respuesta exacta, el calendario proporcionó a Roma
una retícula básica y cotidiana para una administración eficiente y tam ­
bién le permitió competir en términos de igualdad con las ciudades
más avanzadas y los países más civilizados de su época.
Roma se engrandeció debido a su poder militar, y esto también fue
una consecuencia de la interacción entre lo etrusco y lo nativo. Nada se
sabe de las milicias romanas antes de que la influencia estrusca comen­
zara a infiltrarse en ellas, con excepción de que ios sacerdores-guerreros
danzarines, los Salios, perpetuaron la memoria de las armas y los méto­
dos primitivos. Iban armados con un escudo distintivo en forma de
ocho (ancile), un pectoral de bronce, un yelmo (apex) y una larga espa­
da (Dionisio, 2, 70). Todas estas piezas del armamento tenían su con­
trapartida en los finales de la edad del bronce, en particular en la cul­
tura micénica, y representan un estilo de lucha muy diferente del de
las tácticas organizativas de una batalla masiva de infantería. Se trata
de armas de una edad «heroica». Pero no se han hallado otros rastros de
ellas en Roma y no existen testimonios literarios valederos que descri­
ban cómo luchaban los romanos del siglo VIII a. C.
Sólo con los etruscos se comienza a discernir un ejército organiza­
do, pero las dificultades para una reconstrucción son considerables. El
hecho central, sin embargo, es que hubo dos etapas de desarrollo. La
segunda, asociada al nombre de Servio Tulio, fue la revolucionaria, por
la que se adoptaron nuevos armamentos y. por consiguiente, las nuevas
tácticas, que trasladaron el equilibrio de fuerzas de la caballería a la in­
fantería y que requirieron una mayor reserva de reclutas seleccionados
de acuerdo con sus medios económicos. El ejército de Servio fue el que.
a pesar de todas las transformaciones sucedidas a lo largo de los siglos,
perduró como herramienta del triunfo romano.
La primera etapa es la más oscura. Desde tiempos muy antiguos so­
brevivían en él los nombres de tres grupos tribales: Ramnenses (o Ram-
nes), Ticienses (o Ticies) y Luceres. Se han proporcionado dos explica­
ciones muy distintas acerca de estos nombres: 1) Varrón (De ¡ingua
Latina. 5. 46, 55) aseguraba que estos nombres eran los de las tribus
originales de Roma, tal como las había instituido Rómulo y tal como
las había denominado por el nombre de sus lugartenientes; 2) Tito Li­
vio (1, 13, 6-8; cfr. Cicerón, De re publica. 2. 36) dice que eran los
nombres de las tres centurias (cada una de cien hombres) de caballería
formadas por Rómulo. Una cosa es segura, tal como lo vio el poeta
Volnio, fuente de Varrón: los tres nombres son etruscos. Por tanto,
podrían no tener ninguna relación con Rómulo. De las dos explicacio­
nes alternativas, la de Livio es históricamente la más aceptable. La de
Varrón representa un intento de otorgar un valor mínimo a la influen­
cia de la dominación etrusca de Roma y un deseo de inventar una his­
toria matemática verosímil de las tribus romanas (cfr. p. 54). Existía
una tradición independiente, por la cual Rómulo había creado 300 Ce-
leres o cuerpos de caballería (Fcsto, 48L.; Plinio, Naturalis Historia.
33-35; Servio, Sobre Eneida 9, 368; otras fuentes identifican a los Cele-
res con un cuerpo de guardia personal del rey); y es probable que los
Celeres sean los mismos ramnenses, ticienses y luceres y que hayan sido
remontados por error desde los arcaicos tiempos etruscos a la edad
mítica de Rómulo. Por otra parte, de acuerdo con una tradición aso­
ciada al mito del gran augur etrusco, Atto Navio (T. Livio, 1, 36, 3
y ss.; Cicerón. De divinatione, 1, 33: Dionisio, 3, 71. 1; Festo, 452 L.),
el número de las centurias (escuadrones de cien) de caballería fue
doblado a seis bajo el primer Tarquino, y Jas centurias resultantes reci­
bieron los nombres respectivos de Ramnenses priores y posteriores, y así
las demás. Esto, una vez más, tiene el aire de una especulación. El sig­
nificado natural de priores y postenores no es «antiguos» y «tardíos», si­
no «de vanguardia» y «de retaguardia», lo que se refiere a sus posiciones
relativas en una parada, así como en la legión tardía hubo centuriones
prioris centuriae (de la centuria de vanguardia) y posterioris centuriae
(de la centuria de retaguardia) (T. Livio, 42, 34). Seis escuadrones de
caballería participaban en la ceremonia religiosa, muy antigua, llamada
Transvectio Equorum (Desfile de los caballos).
De modo que se ha de inferir que ha comienzos del siglo VI el ejér­
cito romano consistía, en especial, en una fuerza de caballería efectiva
de seiscientos hombres, apoyados por un arma de infantería menos im­
portante que abarcaba desde tiradores con armamento ligero hasta sol­
dados con buen equipamiento, como aquellos cuyas tumbas, en las
que había un escudo redondo, espadas y pectorales, han sido descu­
biertas en el Esquilino y fueron fechadas hacia finales del siglo Vil. Esc
ejército fue el que hizo posible la expansión temprana de Roma y la
anexión de las comunidades que se alzaban en las cercanías inmediatas
de la ciudad (cfr. p. 73). Un ejército de índole similar debe de haber
sido el típico de muchas ciudades a lo largo de toda la península itálica.
Pero ya comenzaba a hacer sentir sus efectos otro cambio. Los grie­
gos, a partir de c. 750 a. C , habían empezado a desarrollar un ar­
mamento pesado de infantería, en parte por influencia asiria y en par­
te, quizá, por el contacto con los artesanos del metal del centro de
Europa. El desarrollo fue lento y gradual, pero no por ello menos im­
portante. Las características fundamentales fueron la adopción de un
escudo redondo que se llevaba sobre el brazo izquierdo con una faja
para el brazo y un asa para la mano, una armadura metálica defensiva
para el cuerpo (coselete, grebas, yelmo entero) y una especie de lanza
que servía para empujar y era la contracara de la lanza arrojadiza. Este
equipo, entre los griegos, recibía el nombre de armamento u hoplita.
En forma inexorable condujo a una formación de batalla cuerpo a cuer­
po, aun cuando los testimonios obtenidos en Grecia indican que la
perfección de la falange hoplira se logró unos cincuenta o cien años
después de la primera aparición de las armas hoplitas. La tecnología
avanzada se difundió entre los griegos y llegó hasta los etruscos. Se co­
noce una cantidad de hermosos escudos prehoplitas hallados en Etruria
y que configuran una serie que se continúa hasta el 650 a. C. aproxi­
madamente. A partir de entonces comienza a aparecer el escudo hopli­
ta en hallazgos concretos (como en Fabriano) y en pinturas de vasos. En
el siglo VI la panoplia hoplita habría de ser corriente en toda Etruria.
No se ha hallado ninguna prueba arqueológica tan concluyente pa­
ra la misma Roma, pero se puede asegurar, a priori, que no es verosí­
mil que la Roma etrusca quedara tan rezagada con respecto al resto de
la Etruria en esas reformas militares importantes. Y hay otra evidencia:
Servio Tulio, que según la tradición fue rey desde el 550 a. C. poco
más o menos, estuvo asociado umversalmente a la división de los
ciudadanos romanos según sus riquezas con el fin de organizar una leva
(legio) para poder hacer la guerra. Los documentos que se conservan
(T. Livio, 1, 43; Dionisio. 4, 16; Cicerón, De re publica, 2, 39) son
anacrónicos, sin duda alguna, cuando especifican cinco clases gradua­
das según los bienes y equipadas con distintas armas, porque la mone­
da no se utilizó antes del siglo IV en Roma y el equipo de armas
prescritas es demasiado exótico y caprichoso para prestarle fe. El docu­
mento que brinda Tito Livio es interesante como exponente típico de
un trabajo espurio de anticuario:
«De los que poseían un prom edio de cien mil ases o más hizo ochenta centurias, cua­
renta de hombres maduros y cuarenta de jóvenes: lodos éstos eran conocidos como in­
tegrantes de la primera clase: los hombres maduros debían estar dispuestos a guardar la
ciudad, los jóvenes debían hacer la guerra fuera de ella. Las armas que se pedían a esos
hombres eran un yelmo, un escudo redondo, grebas y un pectoral, todo de bronce, para
la protección de sus cuerpos: sus armas ofensivas eran una lanza y una espada. A esta cla­
se se agregaron dos centurias de mecánicos, que debían servir sin armas: se les confiaba la
larca de hacer las m áquinas de sitio durante la guerra. La segunda dase fue escogida de
entre quienes tenían bienes de un valor medio de cien mil a setenta y cinco mil ases:
de estos se enrolaron veinte centurias, incluidos los hombres maduros y los jóvenes. Las
armas que debían llevar eran un escudo oblongo, en lugar del redondo, y todo lo demás,
con excepción del pectoral, como en la clase anterior.»

Y sigue así para las cinco clases. Sin embargo, existe un testimonio
de una etapa anterior que dividía el cuerpo de ciudadanos en dos: clas-
sis (los que podían ser elegidos para el servicio militar, dadas sus condi­
ciones económicas) y los infra dassem. Esta distinción simple, conocida
a través de fuentes de anticuarios (Festo, 100 L.; Aulo Gelio, 6, 13) está
confirmada por una noticia histórica mutilada que da Tito Livio acerca
de un encuentro en Fidenas, en el que la classis (es difícil que aquí sig­
nifique flota) tomó parte en el 426 a. C. (4, 34, 6). La división en cin­
co clases pertenece a una época mucho más sofisticada.
Determinar a qué número llegaba la leva original de Servio está
más allá de toda conjetura, tal vez. No hay motivos para dudar de que
estaba organizada en unidades de cien hombres (centurias) y hacia
fines del siglo V el total parece haber variado entre cuatro y seis mil
hombres; estas cifras concuerdan con las mejores estimaciones que pue­
den hacerse acerca de la población en Roma. Seis mil también pudo
haber sido el máximo nominal para Servio, porque Roma atravesó un
largo período de recesión a comienzos del siglo V y por entonces tam­
bién pudo haber declinado su poderío humano. Si esto es así, la classis
serviana quizá estuvo integrada por unas sesenta centurias. Pero no po­
demos saberlo; tal vez haya comenzado con una leva de sólo treinta o
cuarenta centurias. Pero fuera cual fuese el número, el nuevo ejército
marcó una ruptura radical con el pasado, en especial porque otorgó
una prioridad a la infantería frente a la caballería. Este es uno de los
puntos disputados con más calor dentro de la historia romana antigua,
pero el balance de los argumentos sugiere que la vieja caballería se con­
virtió en subordinada, militar y políticamente, de los hoplitas, aun
cuando la disciplina rigurosa y las tácticas de un ejercito hoplita regular
todavía se hallaban a mucha distancia, en el futuro. Es posible hacer
un resumen de los testimonios del respecto.
1. La organización militar serviana también adquirió significado
político (cfr. p. 64) y las seis centurias de caballería fueron conocidas
como los Sex Suffragia o Seis Votos (unidades votantes). Sin embargo,
si se sabe algo con certidumbre acerca de las disposiciones en cuanto al
voto en toda la organización de Servio, es que los Sex Suffragia vota­
ban después de la c/assis hoplita (Cicerón, Philippicae, 2, 82). Esto sólo
puede significar que se consideraba que su importancia era secundaria.
2. En los primeros años posteriores a la caída de la dinastía de los
Tarquinos, los romanos solucionaron sus crisis, en ciertas ocasiones,
suspendiendo su constitución normal y eligiendo un jefe especial; dic-
tatoro magisterpopuli era el nombre con que se le conocía (cfr. p. 88).
Tenía a manera de asistente un Maestro de caballos (magister equitum)
y a él mismo no se le permitía, a causa del protocolo religioso, montar
a caballo (Plutarco, Fabio, 4). También aquí las prioridades son evi­
dentes.
3. La batalla decisiva de la República antigua, la del lago Regi-
11o, c. 496, ha sido coloreada en su descripción con buena dosis de
romanticismo homérico; pero entre la bruma surge una circunstancia
histórica. De acuerdo con la tradición, el dictador. Aulo Postumio Al­
bo. dedicó un templo a los Dioscuros en el curso de la batalla. Los
Dioscuros siempre fueron fenicios por protectores de la caballería; esta­
ban representados con sus caballos en un grupo estatuario cerca de su
templo en el Foro: una ceremonia antigua —el desfile de la caballería
(transvectio equorum)— estaba asociada con su culto (Dionisio, 6. 13,
4). Pero los Dioscuros no eran tan sólo los patronos de los enemigos de
Roma en aquella batalla (cfr. p. 97), sino que simbolizaban el arma
más poderosa del enemigo en el combate: la caballería. Al dedicarles
un templo a esas divinidades. Postumio intentaba, por tanto, per­
suadirlos de que debían cambiar de bando. La deducción es fácil. Por
comparación con los latinos, Roma poseía un arma de caballería débil:
su fuerza mayor estribaba por entonces en la infantería.
Con todo, el nuevo ejército hoplita no tenía que haber adoptado
de inmediato las tácticas hoplitas, que exigían mucha solidez y un en­
trenamiento cuidadoso. Hacia finales del sigio V, en las guerras impor­
tantes contra Veyes y los galos, se habían convertido en las tácticas
corrientes. Livio nos dice de un dictador, Aulo Postumio Tuberto. que
c. 432 a. C. condenó a muerte a su hijo por salirse de las filas para ata­
car al enemigo (4, 29). El castigo era merecido, porque toda la forma­
ción hoplita corría peligro tan pronto como se producía algún res­
quebrajamiento en ella. Pero cuarenta y cinco años ames, los Fabios
marcharon contra Cremera en su carácter de clan, acompañados por sus
clientes, y esto presupone que no estaban organizados y entrenados co­
mo una falange hoplita. Sin embargo, no se ha de construir demasiado
sobre los cimientos de esta leyenda, porque todo el relato está colorea­
do por la narración de Herodoto acerca de los trescientos de las Termo­
pilas, hasta tal punto que no se puede dar demasiada fe a ninguno de
los detalles. En todo caso, los Fabios avanzaron para constituir una
guarnición de frontera, con el objeto de impedir que los veyenses inva­
dieran el suelo romano. En ningún sentido constituían una fuerza de
combate característica.
No obstante, en general, la naturaleza esporádica y típicamente
guerrillera de las actividades bélicas de comienzos del siglo V —contra
los sabinos, los ecuos, los volseos y los hérnicos, todos ellos pueblos
montañeses merodeadores— requería una organización militar flexible.
Sólo cuando Roma se enfrentó con ejércitos organizados, se vio en la
necesidad de formular tácticas precisas. El núcleo ya estaba allí, listo
para expandirse cuando las circunstancias lo requirieran.
CÓMO SE HACE UNA NACIÓN

Una sorprendente fusión de cultura y sociedad se producía a! mis­


mo tiempo que los etruscos eran absorbidos en la comunidad.
Roma adoptó muchos elementos de la manera de vivir de los etrus-
cos. El vestido etrusco, en particular la toga y la capa corta conocida co­
mo trabea. tomaron en Roma carta de naturaleza. Muchas de las insig­
nias de los reyes siguieron siendo usadas como insignias familiares de
los magistrados romanos. Una pintura de Caere representa a un hom­
bre, quizá un rey, sentado en una silla de marfil que es un modelo
exacto del trono de los magistrados o sella curulis. La más solemne de
todas las insignias, las fasces o manojo de varas con un hacha, que sim­
bolizaba el poder de ejecutar o aplicar latigazos, por tradición se atri­
buía a Etruria y en particular se decía que su origen había estado en la
ciudad de Vetulonia. Una reproducción de unas fasces (quizá se tratara
de ofrendas votivas o de presentes funerarios) fue hallada en Vetulonia
en el año 1898. Los cónsules romanos, y antes de ellos los reyes, sin du­
da, eran precedidos por doce lictores que portaban aquellas fasces. Se
dice que ese número derivaba de la liga de doce ciudades etruscas, cada
uno de cuyos gobernantes era asistido por un único lictor.
Tal vez la deuda mayor con Etruria sea el alfabeto. El alfabeto
etrusco había derivado del griego, aunque no se ha dirimido con exac­
titud si fue adoptado a raíz del contacto con los griegos occidentales,
después de la fundación de Cumas, hacia finales del siglo viu o si
(como se ha dicho que lo demuestra la tablilla de marfil inscrita con el
alfabeto etrusco, que incluye la letra griega «oriental» samech y que fue
hallada en Marsiliana d'Albegna) fue adoptado en una fecha mucho
más temprana por el contacto con los griegos del Mediterráneo orien­
tal. Sin embargo, no hay duda de que el alfabeto latino fue una modi­
ficación del etrusco. La grafía de la inscripción latina más antigua que
se conoce, la de la fíbula de Preneste (Mantos medfhefakedNumasioi:
Manios me hizo para Numasios), la prueba sin que quepan dudas. Y a
esta misma conclusión se ha llegado a través de la observación del or­
den de las guturales sorda y sonora C y G, que en el alfabeto latino no
es el mismo que en el griego y ha de ser explicado por el hecho de que
los etruscos no tenían consonantes sonoras.
La Roma de los Tarquinos era bilingüe. Tanto la escritura etrusca
como la romana han sido halladas en vasos que datan del siglo VI. Las
inscripciones etruscas incluyen las palabras ni arazii laraniia en una crá­
tera del 525 a. C., poco más o menos, y el nombre uqno en un frag­
mento de esa misma fecha, que quizá recuerde a) mítico fundador de
Mantua, Aucno. La escritura latina más antigua de Roma también pro­
viene de un vaso del último cuarto del siglo VI (C1L. I2, 717: el vaso
que recibió el nombre de Dueños) y otras inscripciones latinas han sido
halladas en la cerámica contemporánea de la Regia y del Forurn Boa-
rium. Las normas a seguir para el culto de Diana pueden haber sido
escritas en etrusco (cfr. p. 67), en tanto que la más antigua de las leyes
que se conservan, escrita sobre una piedra, un cippus (columna funera­
ria) del Foro, está en latín. La interpretación del cippus es oscura, pero
la inscripción misma no puede ser muy posterior al 500 a. C. En la me­
dida en que nos lo permiten las noticias, podemos afirmar que el etrus­
co y el latín coexistieron en Roma; y el etrusco sólo declinó cuando el
poder mismo de Etruria entró en decadencia y Roma desarrollaba sus
contactos, en forma creciente, con sus vecinos del Lacio y con otros, co­
mo ios oscos y los umbríos, que compartían una afinidad lingüística.
Del mismo modo, estudiando las listas de los magistrados y de
otras figuras prominentes de la República primitiva, se puede advertir
que los ciudadanos más importantes provenían de unas estirpes muy
distintas y variadas y existen muy pocas trazas de que hubiera rivalidad
étnica entre ellos. Es verdad que se detectan monopolios ocasionales
del consulado (como en el caso de los Fabios en la década del 470),
pero esto no puede verse como disputas entre familias de diferente ori­
gen. Hay familias cuyos nombres y tradición las delatan como sabinas:
los Valerios, los Claudios, los Aurelios. Sabemos de otras que procla­
maban su origen albano: Tito Livio (1, 30, 2) y Dionisio-(3, 29, 7)
brindan dos listas con pequeñas variantes, pero quizá éstas no sean sig­
nificativas y respondan a causas de escritura o de prestigio. La lista es:
Julii (o Tulii), Servilii, Quinctii (o Quinctiiii), Geganii, Curiatii y
Cloelii. Los nombres, sin duda, son derivados latinos antes que sabinos
o etruscos. Y además existe un sinnúmero de familias cuyos nombres
las señalan de inmediato como ctrusras: Atemii. Cominii, Herminii.
Volumnii, Licinii, Sicitiii. Sempronii, Menenii. Poetelii. Larcii. Otros
nombres sugieren una estirpe itálica menos definida: Considii, Sergii,
Duilii. Oppii. Sulpicii. Comelü. También habrá habido mercaderes
griegos y cartagineses que se asentaran en Roma, con lo que habrán
agregado una variedad mayor a una ciudad que ya era cosmopolita.
¿Cómo se configuró esta unidad? ¿Cuál era la organización social
de Roma? Muy poco es lo que se conoce con respecto a la época pre-
etrusca. A partir de numerosas fuentes diversas es posible reconstruir lo
que los romanos pueden haber creído que era la organización arcaica
(«romulana»), pero no se puede adjudicar mucho peso a esto; se habla
de tres tribus (Varrón, De lingua Latina. 5. 55; Dionisio, 2, 7, 2; Pro-
percio, 4, 1), quizá conocidas bajo los nombres de Ramnes. Tifies y La­
ceres y treinta curias (coviria «reunión de hombres») que proprociona-
ban los individuos necesarios para una asamblea política y. a la vez,
para las fuerzas militares.
Es posible que los antiguos habitantes en Roma, como algún otro
grupo indoeuropeo (por ejemplo, los dorios), hayan tenido un sistema
ancestral de tres tribus, pero carecemos de medios para saber cómo se
integraron a estas tribus los inmigrantes tardíos. Tampoco pueden ser
correctos los nombres que conservan Varrón y otros autores, porque
esas voces son, sin duda alguna, etruscas y, en todo caso, la tradición
histórica antigua no los atribuye a las tribus, sino a los escuadrones de
caballería (cfr. p. 44). Menos posible aún resulta establecer el sistema
de tres tribus en la Roma arcaica de acuerdo con las líneas comparativas
que Dumézil ha elaborado, en las que las comunidades indoeuropeas,
según se supone, estuvieron divididas en tres grupos: sacerdotes (Ram­
nes), labriegos (Ticies) y guerreros (Luceres).
Con respecto a las Curiae pisamos un terreno más firme, porque las
características de su organización pervivieron hasta los tiempos históri­
cos. Una curia era, a la vez, un grupo de personas y un edificio en el
que ese grupo podía reunirse. Cada curia romana tenía en sus orígenes
un edificio propio, pero hacia fines del período republicano habían si­
do reducidos a dos —curiae veleres y cunae novae—; cuatro curias uti­
lizaban el de las veteres y las restantes el de las novae (Festo, 180 L.). La
finalidad de los edificios era servir como lugar de reunión para las dis­
cusiones, para los rituales religiosos y para las cenas que se continuaron
celebrando hasta la época de Augusto (Dionisio, 2, 23, 5). Las Curiae
estaban constituidas por diferentes clanes (gentes) y según parece eran
propietarias de cierta extensión de tierras (Dionisio, 2, 7,4); uno de los
festivales curiales, los Fomacalia que se llevaban a cabo en febrero, es­
taba relacionado con la purificación de los límites de parcelas). Históri­
camente llegaban al número de treinta y afirmaban que sus nombres
derivaban de los de las Sabinas violadas por los hombres de Rómulo
(Cicerón, De re publica. 2, 14; T. Livio, 1, 13, 6). Sin embargo, en
realidad ese mito nace simplemente del nombre de una de las Curiae
—Rapta— y los otros seis nombres que se conocen implican un origen
topográfico (Veliensis, Foriensis) o bien un clan (Tilia. Acculeia). Es
difícil descubrir cuál era la verdadera base de las Curiae. Nuestro único
testigo específico, el erudito Lelio Félix (Aulo Gelio, 15. 27, 5), dice
que la asamblea de las curias estaba compuesta por «clases de hombres»
(ex generibus hominum). Es muy fácil entender, creo, que esa expre­
sión alude a unidades étnicas. Las curias, en primera instancia, estaban
formadas por grupos étnicos homogéneos que se habrían asentado en
una localidad particular, tal como ocurre hoy con los barrios húngaro,
griego e italiano en Toronto. El Tuscus vicus, «calle etrusca», era un an­
tiguo límite de Roma y existen buenos fundamentos arqueológicos
para creer que el Quirinal era un barrio sabino. Si esto es exacto, las
curias eran distritos étnicos y sus asambleas (Comitia curíala)
constituían la asamblea federal de los diferentes distritos.
Pero esa división en tres tribus y treinta curias es muy esquemática
y si es correcta la idea de que las curias surgieron de los sucesivos asen­
tamientos de grupos étnicos en Roma, se podría suponer que su nú­
mero hubiera crecido en forma gradual hasta llegar a la cita final de
treinta. Así lo sostiene el profesor R. F.. A. Palmer en un libro muy dis­
cutido, donde asevera que el número final de treinta curias se alcanzó
en el siglo V a. C. Existe la posibilidad alternativa de que la organiza­
ción social originaria de Roma fuera artificialmente establecida por los
etruscos hacia el 580 a. C. sobre la base del modelo de los sistemas cu­
riales de otros pueblos italianos, que fue superada a continuación, dos
generaciones más tarde, por la organización centuriada y tribal de Ser­
vio Tulio.
Las curias también formaban las unidades votantes de una asam­
blea política, cuyo esqueleto sobrevivió a lo largo de todo el período re­
publicano con treinta lictores que representaban a las treinta curias. No
hay duda de que ésta era la asamblea originaria de Roma, aun cuando
no sepamos cuántos miembros la componían, porque en su forma más
atenuada, a fines de la República, todavía era la responsable de pro­
mulgar la ley que convalidaba a cada poseedor el poder magistral (im-
perium). y presumiblemente también había confirmado la elección de
los reyes durante el período monárquico. La asamblea también autori­
zaba el paso de un hombre de una gens a otra (Aulo Gelio, 15, 27) y
juzgaba en los pleitos por herencias.
El sistema de curias, si constituía algo similar a lo que queda suma­
riamente indicado, ofrecía cuando menos tres desventajas para una
ciudad en vías de progreso y expansión. En primer lugar, si se basaba
en los distritos, era difícil de poner en marcha en el caso de que los ciu­
dadanos se cambiaran del distrito original. En segundo término, aun­
que proveía grandes grupos de ciudadanos inmigrantes [gentes enteras
o algo similar), resultaba impropio para el registro del inmigrante indi­
vidual. Tercero, ya que, de acuerdo con la tradición, también era la
base para el reclutamiento militar (se suponía que cada curia propor­
cionaba cien hombres para la infantería), se tornaba difícil de manejar
y arbitrario, en particular cuando surgía la necesidad de que fueran ele­
gidos los hombres según una calificación uniforme y regularizada de las
habilidades para aportar las armas de reglamento. Por tanto, un corola­
rio de la reforma serviana del ejército en el período 530-550 a. C.
(cfr. p. 64) fue la creación de una nueva asamblea, formada por todas
las centurias de la classis. el grupo de personas que estaban en condi­
ciones de prestar el servicio de caballería e infantería. Esta asamblea,
los Cornitia Centurtata, era la de los soldados —el exercitus— y, como
tal. se reunía fuera de los límites sagrados de la ciudad (pomerium),
porque el ejército movilizado no tenía derecho a penetrar en la ciudad.
También era la asamblea de la clase media alta y rica, lo que otorgaba
un enorme poder de decisión al grupo que era económicamente impor­
tante para Roma. Después de la caída de los reyes se convirtió en la
asamblea dominante tanto en el plano legislativo como en el electoral.
Al crear la classis, Servio se proponía brindar un método común y
universal de identificación y clasificación de los ciudadanos romanos, es
decir, de los ciudadanos cuya lealtad primera se debía a Roma y no a
un grupo familiar o étnico. Pero en una ciudad tan grande como Ro­
ma, también eran necesarias unas unidades menores para cumplir con
los requisitos administrativos. Servio proveyó a ello mediante una reor­
ganización del sistema tribal. Resulta muy difícil establecer los hechos
al respecto, en panicular porque no tenemos una idea clara acerca de lo
que se reemplazaba con las nuevas estructuras. Como punto de parti­
da, es seguro que existían cuatro tribus urbanas (con el apoyo de los
nombres de las colinas: Palatina, Collina. Esquilina y Sucusana; así lo
dice Varrón. De lingua Latina, 5, 56; Festo 506 L.; Plinio, Naturalis
historia, 18. 13: Dionisio, 4, 13) y cierto número de tribus aldeanas.
En los tiempos históricos existían treinta y una tribus aldeanas que se
habían extendido para cubrir toda Italia y aun más allá, pero ese total
sólo fue alcanzado en el 241 a. C ., después de la conquista de la penín­
sula, y existen registros en los que se habla de la creación de catorce tri­
bus aldeanas entre el 387 y el 241 a. C. En el año 495 a. C., Tito Livio
(2, 21. 7) anota que treinta y una tribus fueron creadas (una et tnginta
tribus factae), pero casi con certeza ese texto está corrupto y debería
leerse veintiuna (XXI en lugar de XXXI). La explicación más sencilla es
suponer que dos tribus aldeanas, la Claudia y la Clustumina, que con­
tinuaron existiendo a lo largo de la historia romana, se agregaron en­
tonces para resolver el problema planteado por el aflujo de los Claudios
(cfr. p. 88) y por la toma de las tierras de río arriba, desde Roma hasta
Crustumerio (cfr. p. 89). Si así fue, se podría sostener que Servio insti­
tuyó cuatro tribus urbanas y quince tribus aldeanas (o dieciséis, si los
Claudios se emigraron a Roma antes y sólo una tribu fue agregada en
el 495 a. C., para que el total ascendiera a veintiuna, cfr. p. 89). Esto
se ha discutido alegando que los nombres de algunas de aquellas quin­
ce tribus (por ejemplo, Romilia. Sergia) son derivados de los de fami­
lias cuya única prominencia en la historia se produjo en la segunda mi­
tad del siglo V. Pero no sabemos lo bastante acerca de ios nombres de
las tribus, de modo que no podemos apoyarnos en esa clase de argu­
mentos: el único punto razonablemente seguro es que esas tribus, al
parecer, habían sido denominadas de acuerdo con los nombres de las
familias.
Sin embargo, en segundo término, otros historiadores antiguos
aducen que Servio dividió el territorio romano, no en cuatro tribus ur­
banas y quince aldeanas, sino en cuatro urbanas y veintiséis o treinta y
una aldeanas. No obstante, existen buenas razones para dudar de estas
alternativas. La primera es atribuir al innovador original el número fi­
nal completo de las tribus (treinta y cinco), en tanto que la segunda
tiende a igualar el número de las tribus de Servio con las treinta Curiae
tradicionalmente que las habían precedido. Estas lucubraciones tampo­
co poseen el sentido común histórico que informa a la idea de que las
tribus aumentaron en forma gradual, en la medida en que el mundo
romano se expandía.
Las tribus aldeanas de Servio tomaron sus nombres de las familias
quizá porque en alguna época esas familias habían trabajado o poseído
las tierras que la tribu ocupaba. Se trataba de regiones territoriales. Ser
miembro de una tribu confería la ciudadanía; también implicaba obli­
gaciones: la obligación de pagar un tributo y la obligación de estar dis­
ponible para el servicio militar. Toda vez que se trataba de un registro
territorial, se deduce que la ciudadanía ya no dependió de un origen
étnico o dei nacimiento, sino de Ja residencia unida a cierta calificación
económica, cosa que debió conceder derechos políticos a gran número
de los etruscos inmigrantes más recientes y a otros inmigrantes, merca­
deres y labriegos. Una vez establecida la ciudadanía, ya no era necesa­
rio continuar residiendo dentro de los límites territoriales de la tribu
para ejercer los derechos de ciudadano, como parece haber sido el caso
de las curias. El sistema tribal contribuyó a la unificación y a la ruptura
de las barreras sociales y étnicas.
En una comunidad que surge, los factores raciales son importantes
a menudo, pero también suelen quedar ocultos por las nuevas ten­
siones que nacen de otros conflictos de intereses dentro de la sociedad
misma. Las reformas servianas. ai parecer, tuvieron amplio éxito en su
intento de unificación racial de Roma: la ciudad se convirtió en un es­
tado en el que lo etrusco y lo latino se naturalizaron juntos, y siguió
siéndolo. Pero, en cambio, no pudo zanjar una división mucho más se­
ria, que habría de estallar en una rivalidad, en el momento en que des­
apareciera la mano enérgica de los reyes.
El cuerpo asesor más antiguo conocido en Roma era el Senado: el
consejo de los ancianos. Sus miembros recibían el nombre de Paires.
los padres, o sea que, según se acepta en general, se trataba de las ca­
bezas de los clanes o gentes. Existen varias tradiciones en cuanto a su
creación y valoración. El punto de vista ortodoxo sostiene que Rómulo
eligió cien Patres y que hacia los primeros tiempos de la República el
total había ascendido a trescientos (por ejemplo, T. Livio, 2, 1, 10),
como resultado de la suma de los sabinos, los albanos y los etruscos.
(Las variantes principales están dadas por Dionisio. 2, 12, 47 y 57; Fes-
to, 454 L.; Plutarco, Rómulo, 13; T. Livio.) Ese número final de tres­
cientos sin duda se conecta con una antigua tradición que decía que los
Patres. en los orígenes, fueron elegidos entre las curias en la proporción
de diez por curia, como es presumible, así como en tiempos del Impe­
rio los miembros de las curias locales municipales o Senados eran co­
nocidos bajo la denominación de decuriones. Es verdad que un acto
republicano de fecha incierta (el plebiscitum Ovinium; después del
362 a. C.) perpetuó la reglamentación de que los senadores debían ser
elegidos por Curiae (curiatim: Festo, 290 L.). Si hubo un número fijo
para el Senado bajo el poder de los reyes etruscos, digamos trescientos,
no todas las cabezas de todas las ramas principales de los clanes pudie­
ron sentarse en la asamblea, y algún principio de selección se requería,
como puede haber sido la nominación por curias o la eleción hecha por
el rey. En consecuencia, las cabezas de los clanes que formaban el Se­
nado eran distinguidas de las otras cabezas de familia mediante el
título formal de Patres Conscripti o padres elegidos. En todo sentido
ésta me parece una interpretación natural de ese título y está claro que
así lo interpretaban Cicerón, que habla de un solo senador nombrán­
dolo pater conscriptus (Philippicae, 13-29), y también Dionisio, que
traduce la expresión por patéres éngraphoi (2, 47). Pero son posibles
otras interpretaciones, y recientemente Momigliano ha sostenido con
prolijidad el punto de vista de que la expresión Paires Conscripti deno­
ta la existencia de dos grupos separados: el de los Paires por herencia \
el de los otros que, como resultado de una acumulación de riquezas y
de éxito, hayan sido elegidos en forma adicional (es decir. Paires et
Conscripti), tal como la frase Populus Romanus Quintes significa «pue­
blo romano y quirites». Esta combinación de aristocracia hereditaria y
de clase piopietaria refleja con nitidez la nueva organización creada por
Servio Tulio, quien por primera vez facilitó a los nouveaux riches la po­
sibilidad de tener voz en el gobierno de Roma. Y tiene cierto apoyo en
tres notas del léxico de Festo (Paulo-Festo, 6, 36L.; Festo, 304L.) que
hablan de los patres y de los conscripti considerándolos miembros sepa­
rados dentro del Senado.
La gran división social de la república antigua existía como taJ. de
acuerdo con Tito Livio y todas las otras fuentes, entre dos grupos: los
patricios y los plebeyos. ¿Cuál era la base de esta división y quiénes in­
tegraban los dos grupos? Es más fácil definir a los patricios: patricii sig­
nifica «hijos y descendientes de los patres* así como aedilicii significa
«hijos y descendientes de los ediles».
Pero los hechos son más complejos. En cierta etapa, el carácter de
patricio estaba restringido no a los descendientes de cualquier Pater,
sino a un número limitado de familias particulares, clasifiadas como
familias mayores y menores (maiores y minores gentes). Las familias
minores, según se decía, habían sido establecidas por Tarquino el An­
tiguo (T. Livio, 1, 35, 6; Cicerón. De re publica, 2, 36; Dionisio, 3,
4l; sin embargo, cfr. Tácito, Annales, 11, 25, quien atribuye esa cir­
cunstancia a los comienzos de la República). Desafortunadamente, no
sabemos cuáles eran, aparte de los Papirii, las minores gentes, y por tan­
to no podemos decir si existía alguna diferencia de origen histórico o
étnico entre ellas y las maiores. La cualidad diferenciados única de to­
das estas familias era el hecho de que heredaran ciertos privilegios reli­
giosos especiales. Hasta el siglo III a. C., los tres grandes sacerdotes de
Júpiter. Marte y Quirino, el jefe de las Curias (curio maximus) y el rex
sacrorum (el sacerdote que heredara los deberes religiosos del rey des­
pués de la caída de la monarquía) tenían que ser patricios. Por encima
de todo, cuando la monarquía quedó vacante, los poderes religiosos re­
siduales del estado, que eran los auspicia o el poder de consultar la vo­
luntad de los dioses, y por ende la elección de un sucesor, recayeron en
las manos de los patricios. Una serie de patricios nombrados «entre re­
yes» (interreges) continuaban con un gobierno provisional hasta que un
nuevo rey era objeto de consenso. Y esta costumbre se mantuvo bajo la
República, para los casos en que ambos consulados quedaran vacantes a
causa de defunción o de elecciones invalidadas; pero para esa época los
interreges ya no sólo tenían que ser patricios, sino que, además, debían
haber ejercido la función de cónsules en algún momento.
En cuanto a los plebeyos, la dicotomía patricio-plebeyo puede su­
gerir que éstos eran simplemente el resto del pueblo, los no patricios.
Sin embargo, se han expresado dos opiniones bien distintas acerca de
la naturaleza real de esta división social tradicional.
1. A. Alfoldi, en una serie de libros y artículos, desarrolló una
teoría acerca de que los patricios debían ser identificados con una aris­
tocracia de caballeros que formaban la caballería real, trescientos en su
orígenes y más tarde seiscientos, llamados los Sex Suffragia (cfr. p. 47).
Este cuerpo de élite asumió el poder, según este auror. después de la
caída de los reyes y se mantuvo como un círculo de los que detentaban
las magistraturas de una generación a otra. Este monopolio aristocráti­
co, basado en el papel y la importancia de una caballería restringida a
los patricios, exacerbó las relaciones con el resto del pueblo, los plebe­
yos. Alfoldi fundamenta su tesis en tres argumentos principales:
a) Festo (290 L.) dice que en la organización de Servio existía una
unidad llamada procum patricium. Su conocimiento del hecho deriva
de Varrón, y Cicerón (De oratore, 156) arroja otra luz sobre este tema
cuando menciona que en los manuales de los censores, que eran res­
ponsables de la elección de las classis y de la distribución de las centu­
rias, había una referencia a la centuria fabrurn el procum. Por otras
fuentes tenemos conocimiento de, por lo menos, una centuria d t fabri
(herreros). Es decir, que tal vez Cicerón haya aludido también a una
centuria separada de proci y haya abreviado el nombre completo, que
es proci patrien. Pero ni Cicerón ni Varrón explican si se trataba de una
centuria de caballería o de infantería, y al dejar implícito que se alude
a una sola centuria, descartan la posibilidad de que pueda ser lo mismo
que las seis centurias de caballería (Sex Suffragia). La interpretación
más probable es la de que fuera una centuria compuesta por patricios
(hijos y descendientes de los Paires) que votaban en primer término en
la asamblea (proci = proceres = conductores) por razones religiosas,
porque, relacionada con la forma en que votaba la primera centuria,
había gran cantidad de supersticiones.
b) Los patricios en la época clásica llevaban cierto tipo de calzado
del que Alfoldi pensó que se trataba de una bota de montar. Pero no
hay testimonios que permitan la identificación.
c) El argumento principal deí Alfoldi es un apriori: la caballería
debe de haber sido la fuerza dominante en el ejército romano. Pero en
mi opinión esto ya había dejado de ser verdad después de la mitad del
siglo VI (cfr. p. 44). Y el hecho de que la caballería fuera provista de
caballos y pienso a expensas públicas, desde los tiempos más antiguos
acerca de los cuales se tenga noticia, hace que resulte altamente impro­
bable el que estuviera compuesta, en su totalidad, por aristócratas
ricos.
2. Momigliano ha refutado con eficacia la argumentación de Al-
fóldi y ha propuesto otra teoría propia. Para él. los patricios, en el sen­
tido estricto de la denominación, constituyen una clase demasiado pe­
queña para ser socialmente divisible en una comunidad tan amplia y
cosmopolita como la de Roma. Su número no puede haber ascendido a
mucho más de mil, en tanto que la población masculina de Roma no
ha de haber sido inferior a treinta mi! individuos y tal vez habrá llega­
do hasta !os ochenta mil, si han de ser creídas las cifras que registran
los censos totales más antiguos citados por los analistas. Momigliano
considera la división social de una manera distinta, entre el populus.
definido como el conjunto de todos aquellos cuyas propiedades o califi­
caciones de bienes les daban la posibilidad de pertenecer a la c/assis, y
la plebs. que constituye el resto de los que se hallaban infra classem
(por debajo de la classis). La distinción entre populus y plebs se halla
en unos pocos textos (T. Livio. 25, 12, 10; Cicerón, Pro Murena /) y el
dictador también era conocido como el magister populi. Esto se corres­
ponde en forma estrecha con su punto de vista sobre el Senado, que
habría sido elegido de entre esa misma clase de ciudadanos calificados:
patres y conscripti.
No obstante, aunque la verdadera división debe de haber sido
—como lo es siempre— entre ricos y pobres, tengo mis dudas acerca de
la exactitud de la teoría de Momigliano. No se puede argumentar nada
sobre la base de dos referencias, aunque constituyan una fórmula, al
populus y a la plebs, cuando el contexto no nos dice nada acerca de lo
que era la diferencia (si existía). Porque la tradición asegura, y sin
explicación alguna, que la disputa era entre los Patres (con este vocablo
se alude a los patricios) y la Plebs. Se puede elaborar una lista de las fa­
milias patricias, considerando quiénes mantenían una posición patricia,
exclusivamente, en los comienzos de la República (como la de interrex).
Estarían incluidos los Emilios, Claudios, Cloelios, Cornelios, Fabios,
Furios, Julios, Manlios, Naucios, Papirios, Postumios, Quinctios, Servi-
lios, Sulpicios y Valerios. Y se podría agregar otros, pero es muy difícil
utilizar la evidencia de la historia tardía, porque las familias desapare­
cieron o se dividieron en distintas ramas, algunas de las cuales fueron
reconocidas como patricias, en tanto que otras no, y los individuos
quizá hayan pasado a la situación de plebeyos (como lo hizo Publio
Clodio en el 59 a. C.) y por ende alterado la posición de sus descen­
dientes a perpetuidad. Pero, en un momento preciso, la posición de
patricio quedó restringida y el mero hecho de haber sido elegido Pater.
es decir, miembro del Senado, dejó de otorgar la situación de patricios
a los hijos. ¿Cuándo ocurrió esto? Sin duda después de la llegada de
Jos Claudios (de acuerdo con la tradición, llegaron en el 504 a. C., tras
la caída de los reyes: T. Livio, 2, 16, 4; Dionisio, 5, 40; Servio sobre
Eneida, 7, 706; pero pueden haber llegado antes, cfr. p. 89) y antes de
los primeros disturbios registrados con los plebeyos, en el 494 a. C. Se­
gún mi criterio, la explicación más económica es que los patricios deja­
ron de ser nombrados tales por derecho cuando los reyes, como dispen­
sadores de nobleza sacra en razón de su autoridad soberana, fueron
expulsados por fin y reemplazados por una República. Hasta entonces,
todos los miembros del Senado eran patricios automáticamente. La dis­
tinción entre las dos clases de familias patricias (maiores y minores gen­
tes) refleja el hecho histórico de la dinastía. Esas familias no tenían que
ser. necesariamente, un influjo etrusco de nuevas familias en el Senado
bajo el poder de los mismos etruscos (los Papirios, por ejemplo, prove­
nían de los Montes Albanos, al parecer), sino que fueron integradas a
la sociedad romana como una parte de la gran expansión que los Tar-
quinos habían puesto en movimiento.
Los patricios propiamente dichos pueden haber constituido un gru­
po muy limitado en su número, pero su poder era grande. En primer
lugar, habrán atraído a muchos poderosos e influyentes que todavía no
se habían mezclado con la acción política o que no eran cabeza de cla­
nes. En segundo lugar, las familias que constituían la clase patricia
eran también las familias de las que se dice que fomentaban una rela­
ción casi feudal entre las cabezas de familia y sus dependientes, los
palroni y los clientes. Los patroni tenían varias obligaciones casi legales
hacia sus dependientes —por ejemplo, ayudarlos en las causas judi­
ciales o cuando se hallaban en apuros económicos— en tanto que los
clientes debían cumplir ciertos servicios para sus patronos, como por
ejemplo la asistencia personal. Los Claudios, según lo que se nos ha
transmitido, llegaron con un importante grupo de clientes, mientras
que los Fabios establecieron una guarnición en Cremera ocupada por
una fuerza escogida de entre los clientes de la familia. En otras pa­
labras, los patricios podían apelar a la lealtad de un cuerpo importante
de hombres que estaban ligados a ellos por lazos de sentimiento y de
obligación y que, cuando los tiempos traían apreturas económicas, po­
dían esperar de ellos apoyo y asistencia. Pero en tercer término, y esto
es lo más importante, hay que notar que los patricios tenían el control
religioso de las áreas de gobierno y de administración más importantes.
El Calendario no era aún un documento público: sólo los patricios sa­
bían en qué días se podían llevar a cabo los asuntos legales o políticos.
El artesano corriente o el tendero que se presentaban ante la justicia
por alguna deuda y no gozaban del patronazgo de algún patricio se
hallarían en una situación desventajosa y sin esperanza. Cincuenta años
después, cuando se publicaron las Doce Tablas, lo que importó fue el
mero hecho de que la ley común estaba publicada y al alcance de
todos, y ya no se trató de reformas o de innovaciones. La condición de
los ciudadanos corrientes, la mayoría de ellos sin relaciones y apenas
inmigrados, que trabajaban en la ciudad y no en otra tierra —como
ceramistas, artesanos del bronce, comerciantes y demás— se volvió des­
esperada cuando llegaron los tiempos duros, en la depresión de los co­
mienzos de la República. Esos individuos carecían de protección y
siempre se enfrentaban con los obstáculos que les presentaban el secre­
to y la escrupulosidad de una cábala religiosa. El hecho de que los res­
tantes poderes del estado (los auspicia) siguieran en manos de los patri­
cios, significó en efecto que los patricios gozaban del poder del veto
sobre las decisiones de la Asamblea. Y mucho antes de que el último
Tarquino fuera expulsado, existen signos de que ese grupo de presión
patricio comenzaba a ejercer su influencia (cfr. p. 76).
Por tanto, en resumen, creo que hacia el fin de la dinastía etrusca
en Roma surgió una división entre una clase hereditaria, que estaba
respaldada por una gran cantidad de dependientes, y que para la per­
petuación de sus prerrogativas se basaba en gran medida en el mono­
polio y manipulación de la religión, y un grupo mucho más amplio de
hombres independientes, desprovistos de privilegios, pobres y vulne­
rables.
SERVIO TULIO

Sólo es posible hacer especulaciones en cuanto a la medida en que


los desarrollos que hemos bosquejado en los dos capítulos previos fue­
ron obra de individuos particulares. La dinastía etrusca en Roma, según
se dice, fue establecida en el 616 a. C., por un Tarquino del pueblo
de los Tarquinos, que era hijo del corintio Demarato, refugiado en
Etruria. Es difícil determinar si hay o no algo de verdad en esta tradi­
ción, pero puede que exista un núcleo de hechos objetivos. Algunos
corintios se refugiaron en Etruria hacia el 650 a. C., cuando la aris­
tocracia de los Baquíadas fue arrojada del poder por el tirano Cypselos,
porque existen pruebas incontrovertibles de que algunos artesanos co­
rintios trabajaban en Falerios y en otros lugares después de aquella
fecha. La influencia etrusca comienza a hacerse sentir en Roma, a través
de las importaciones y de ciertos elementos de consumo, desde el últi­
mo cuarto del siglo VII. El nombre Tarquino es una forma latinizada
de un nombre etrusco corriente, tarena, que se encuentra, por ejem­
plo, en una serie de notables tumbas de Caere, datadas entre los si­
glos V y vi. Un romano Tarquino es conocido independientemente,
por unas fuentes etruscas, por los frescos de la tumba Fran^ois, en
Vulci, que representan al héroe Cneve Tarkunies Rumach: Cneo Tar­
quino el romano.
Pero esto es casi todo lo que se puede decir. No es posible asegurar
nada acerca del carácter o de la política del primer rey etrusco que. se­
gún la tradición, se llamaba Lucio Tarquino Prisco (el Antiguo). Las
narraciones que llenan las páginas de Livio o bien son relatos helenísti­
cos o memorias muy generales de los hechos de los etruscos en Roma,
transmitidas durante el período regio.
Con Servio Tulio, el rey siguiente de acuerdo con la tradición que
lo sitúa c. 578 a. C.-c. 534 a. C., la situación es apenas un poco mejor.
Su nombre, al menos, está firmemente asociado con dos cosas: la cons­
titución serviana y el templo de Diana sobre el Aventino; y puede
haber habido una documentación que confirmara ambas atribuciones,
pero no han de haber existido otros registros escritos de su reinado.
Además, toda la política de este soberano ha sido distorsionada hasta
lo irreconocible a causa de tres hechos. Primero, la tendencia pasmosa
de los romanos a buscar explicaciones etimológicas para todo los tentó
para que vieran en Servio un amigo de los esclavos (servi) y, tal vez, a
inventarle un origen servil. Segundo, los historiadores romanos eran
proclives a organizar categorías con los reyes de Roma, de acuerdo con
sistemas diversos que, en última instancia, se remontaban a la teoría
cíclica de Platón con respecto a la historia: Numa el Rey Sacerdote, Ró­
mulo el Guerrero Fundador, Tarquino el Tirano Orgulloso, y así los
demás. Servio fue considerado el Segundo Fundador, el hombre que
asentó a Roma sobre una base de ley y que, por tanto, atrajo hacia su
persona muchas innovaciones legales y constitucionales. Tercero, el
hecho de que esté interpuesto entre los Tarquinos llevó a especular
acerca de su identidad. El emperador Claudio procuró reconciliar un
relato etrusco acerca de un aventurero llamado Macstarna (que es una
forma etrusca de la voz latina magister, maestro), que había obtenido
el poder en Roma, por la aparente usurpación de Servio Tulio identifi­
cando a ambos personajes; pero esta explicación fue única y estaba
errada. Sin embargo, las tres distorsiones pueden aportar algún dato
histórico acerca del hombre y quizá sea posible hacer algunas inferen­
cias acerca de él.
Como primer punto, el nombre Servio Tulio, a diferencia de Tar­
quino, e* latino inequívocamente. También el nombre de su madre,
Ócrisia, es un derivado de una raíz itálica arcaica, ocri, que significa
montaña (Festo, 102 L.; cfr. umbro ukar, griego ókris). Y el pueblo del
que se dice que había emigrado, Comiculum, es un pueblo latino,
quizá Monte dell'Incastro, no lejos de Roma, hacia el este. No obstan­
te, su ascenso al poder tiene que haber sido impredecible y abrupto a
la vez, dado que no poseía derecho hereditario al trpno, que ya por en­
tonces tenía que estar en manos etruscas. Los historiadores romanos se
esforzaron cuanto pudieron. Lo inexplicable sólo podía ser explicado
como hecho divino. La madre de Servio había sido fecundada por una
llama divina (Dionisio, 4, 2). Esto, como sucedió con muchos héroes
de la mitología romana y de otras quienes carecían de una estirpe im­
portante, le daba derecho a adjudicarse la más alta de las noblezas. La
madre de Servio había sido capturada como esclava (serva - Servias)
cuando Tarquino el Antiguo tomó Cornículo, pero la inteligencia del
niño y la respetabilidad de la madre hicieron que fuera llevado al pala­
cio real, donde su autoridad llegaría a ser tan enaltecida que, a la
muerte de Tarquino, le sucedería en el trono. En otras palabras: Servio
era un latino y un advenedizo.
Pero las características distintivas de su reinado fueron que ;e acele­
rara la fusión de los elementos nativo y etrusco, que otorgaron a Roma
su apariencia peculiar y su ímpetu, y que esta ciudad emergiera como
un poder primordial en el Lacio. No se puede asignar fechas a este rei­
nado, no más allá de los límites muy vagos de c. 550-520, que están
basados en la data arqueológica probable de la introducción de los
nuevos armamentos hoplitas, de lo que Servio fue responsable, y en la
caída final de los reyes, c. 507 a. C. (con la inclusión de un período
adecuado para el último Tarquino).
La política de unir los elementos nativos y los etruscos habrá tenido
un atractivo especial para un latino que pudiera advertir la ventaja de
eso podía aportar a Roma en términos de un avance en civilización y
prosperidad. De modo que Servio reorganizó el ejército, adoptando el
armamento de infantería y las técnicas etruscas, que requerían no sólo
el servicio de un grupo reducido aristocrático, sino de todos los ciuda­
danos lo bastante ricos como para aportar el equipo y tener el tiempo
necesario para el entrenamiento. Esta innovación en sí misma fue un
importante nivelador (cfr. p. 45). El rico mercader etrusco y el terrate­
niente latino ya establecido fueron unificados por una disciplina y un
uniforme común. Pero, dado que el rey creaba un ejército de ciudada­
nos como entidad opuesta a un grupo cerrado militar, debía asegurarse
de que todos los que vivían y trabajaban en Roma y compartían la vida
comunitaria de la ciudad, pudieran ser elegibles por igual para servir
en el ejército, si sus bienes los calificaban para ello. Llevar esto a la
práctica significaba cambiar las bases de la ciudadanía. Servio lo hizo
reemplazando el antiguo sistema de curias, bajo el cual la ciudadanía
dependía en especial del origen étnico, por un sistema tribal, en el que
el carácter de ciudadano dependía de la residencia (cfr. p. 54). Lo más
importante fue que Servio reconociera que su nuevo ejército, en razón
de que era un ejército de ciudadanos, debía tener voz en las decisiones
que afectaran al conjunto del Estado, así como las reformas militares en
Esparta, c. 675 a. C., fueron acompañadas por cambios en el poder de
la asamblea espartana. La classis se enfrentó con las centurias como
Asamblea deliberativa y, por tanto, como rival en potencia de la Asam­
blea de los curias. No sabemos cuán grandes eran los Comida Centu-
riata originales. La estimación más adecuada es la que sostiene que es­
taban constituidos por treinta centurias de iuniores (hombres en edad
militar), treinta de senioras y seis centurias de caballería (los Sex Suffra-
gia, que votaban después que la infantería). Pero todo esto se basa en
una reconstrucción especulativa, tan sólo. Puede que las centurias de
tumores hayan sido hasta cuarenta. Tampoco sabemos cuánto poder
tenían bajo el mando de los reyes. Las fuentes hablan de un manual de
procedimientos de Servio Tulio, por el cual se regulaba la elección de
los primeros cónsules (Livio, 1, 60, 4), pero esto pudo no haber sido
más que otra manifestación de aquella tendencia a atribuir todo lo
constitucional a Servio Tulio. Si ese manual existió en realidad, ello
significaría que los Comitia Centuriata eran considerados por Servio co­
mo un cuerpo electoral (que elegía a los oficiales superiores de la le­
gión, por ejemplo), a la par que deliberativo. Fueran cuales fuesen su
papel exacto y su poder, habrá servido de todas maneras para reunir a
rodos los romanos de distintos antecedentes en una discusión conjunta
acerca de su propio estado.
El templo de Diana era el monumento serviano más grande de los
conocidos. El templo mismo no ha sido excavado y no puede ser re­
construido con cierto grado de seguridad. Estaba precedido por un al­
tar en el centro de un bosquecillo (ILS, 4907). Pero el hecho de que
fuera un templo demuestra la aceptación de los conceptos religiosos
etruscos y su genuinidad está confirmada, por entero, en la declaración
explícita de Dionisio acerca de una inscripción de bronce se conservó
hasta sus días; dicha inscripción registraba las decisiones adoptadas por
las ciudades que participaban en el culto y los nombres de las ciudades.
Esta inscripción, dice Dionisio, estaba escrita en caracteres griegos ar­
caicos. Quizá haya querido decir etruscos, aunque no es imposible que
se tratará de latín, ya que Festo cita la palabra nési1de entre los térmi­
nos grabados en el altar de Diana, y se ha de presumir que la inscrip­
ción mencionaba al propio Servio Tulio (4, 26; Tácito, Annales, 12, 8,
registra que el emperador Claudio hablaba de ritos que se debían tri­
butar a Diana ex legibus Tullí regís —«de acuerdo con las leyes del rey
[Servio] Tulio»— lo que también puede aludir a un registro escrito). La
institución del culto de Diana fue uno de los movimientos más signifi­
cativos de la política internacional en el siglo VI, porque estaba clara­
mente modelado según el culto federal de Ártemis ( = Diana) en Éfe-
so, tal como lo reconocen todas las fuentes. En rigor, Mycale con el
templo de Poseidón Heliconio, más que el Artemision de Éfeso. fue el
centro de culto de la liga jonia en el Asia Menor, pero el templo de Ár­
temis fue el que atrapó la imaginación popular y continuó haciéndolo
hasta los tiempos de San Pablo y más tarde aún. El culto mismo, y la
1 Forma arcaica de une. [JV. de la T. ]
idea que subyacía a él, de un culto que uniría a un amplio grupo de
ciudades en un conjunto de características federales, quizá no haya lle­
gado directamente desde el Asia Menor, sino de la colonia griega de
Marsella (Massilia), que fue fundada por segunda vez c■540 a. C. El
geógrafo Estrabón (4, 180) dice que la estatua de Diana estaba hecha
del mismo modo que la estatua de Ártemis en Massilia, que a su vez se
derivaba de la de Efeso. Las fechas concuerdan y el contacto de Roma
con los navegantes del Mediterráneo occidental es más creíble que el
contacto con el Este.
Sin embargo, detrás del culto había un segundo y mucho más oscuro
motivo. La tradición histórica romana sostiene que ya existía un culto
federal de Diana en el Lacio, que agrupó cierto número de ciudades di­
versas con un objetivo común. Plinio ( Natura/is historia. 16, 242) ha­
bla de un antiguo bosquecillo de Diana, consagrado por Lacio en la
cima de una colina en las cercanías de Túsculo, llamado Come. Catón,
en un fragmento famoso de sus Origines (58 P.) transcribe una dedica­
ción en un bosque sagrado de Aricia, hecha por Egerio Bebió de Túscu­
lo, ditactor (o quizá dicator. «dedicador») de los latinos, a favor de los
siguientes pueblos reunidos: tusculanos, aricinos, lanuvinos, laurentes,
corenses, tiburtinos, pometinos, rótulos de Ardea.
Este testimonio por sí mismo sería suficiente para probar que Diana
operaba como foco de una liga político-religiosa, así como los jonios es­
taban unidos por una liga religiosa. El problema complejo reside en
decidir en qué momento se produjo la institución de la liga latina de
Diana. ¿Fue la causa o la consecuencia del templo de Servio sobre el
Aventino?
1) Momigliano ha argumentado que el del templo de Servio era
el culto original cuyo objetivo consistía en unificar al Lacio en una fina­
lidad común con Roma. Su teoría se apoya en el hecho de que no sólo
Aricia, sino toda Italia, reconocían una única fecha (el 13 de agosto)
como fecha de fundación del culto en el templo de Diana y que esto
sólo podía haber sido así si Roma hubiera sentado un precedente. Ade­
más, se han obtenido algunos testimonios arqueológicos acerca del cul­
to en Aricia. Las ruinas que se han conservado no pueden ser fechadas
mucho antes c. 500 a. C., y la estatua del culto en Aricia, que tuvo la
forma de una Diana de tres caras y está representada en monedas de
Publio Accoleio Laríscolo en el 43 a. C., debe de ser incluso posterior a
aquella fecha. El culto de Aricia, en tal caso, pertenecía al período de
los comienzos de la República, cuando el Lacio trataba de afirmar su
independencia frente a Roma (cfr. p. 97).
2) Alfoldi y R. Schilling aceptan la prioridad del culto de Aricia,
pero fechan la fundación de la Diana Aventina, no durante el reinado
ETRURIA

.anuvio
Ardea

El Lacio y la Liga Latina


de Servio Tulio, sino en la década del 490, cuando las ciudades latinas,
y en particular Túsculo, fueron decisivamente derrotadas en la batalla
del lago Regillo (cfr. p. 97). Diana cambió de bando, olvidándose de
Túsculo y de Aricia en beneficio de Roma. Alfoldi y Schilling estiman
que la atribución a Servio Tulio sólo fue motivada por el hecho de que
los esclavos (serví) tuvieran participación en el culto.
3) Por mi parte, no tengo dudas acerca de que el culto del Aven-
tino haya sido fundado por Servio Tulio hacia el 540 a. C. La conexión
con Marsella y la mención expresa de los términos generales del culto
federal lo sugieren con fuerza. No obstante, la narración tradicional no
tiene que ser dejada de lado. Un culto federal en el Lacio puede haber
existido antes del 540 a. C., pero, como tantos otros, con sólo la estruc­
tura o centro más elementales. Hay que mencionar otro elemento de
juicio aún. Servio era oriundo de Cornículo; había un culto latino de
Diana en Corne: la leyenda de la fundación especificaba una profecía
acerca de que cualquier ciudad que fuera responsable de sacrificar a
Diana una determinada vaca con cuernos (comua) muy grandes se con­
vertiría en señora del mundo; también aseguraba que el pontífice Cor-
nelio finalmente logró engañar al propietario de la vaca, un sabino,
para que brindara a Servio la oportunidad de sacrificarla. Esta es una
típica muestra frustrante del afán de etimologistas, que en esa versión
tardía debe datar del fin del siglo III, cuando Roma era señora del
mundo y la familia de los Cornelios Escipiones se hallaba en su apogeo.
De cualquier modo que haya sido decidida la cuestión de la priori­
dad planteada entre Roma y Aricia, el hecho significativo es que Servio
Tulio instituyó un culto cuyo objetivo primario era anexionar a Roma
otras ciudades latinas, a través de una adoración común. Antes de esto,
Roma ya había extendido sus horizontes. Una expansión hacia Ostia,
en la boca del Tíber, concretada en el siglo vil con el fin de asegurar el
comercio de la sal, es creíble por completo. La anexión de unas comu­
nidades menores, situadas en las cercanías inmediatas de Roma ha sido
atribuida al primer Tarquino y podría ser un resultado natural del fin
del primitivo aislamiento de Roma y el comienzo de sus contactos con
sus vecinos etruscos. Esta actividad ha recibido una asombrosa confir­
mación arqueológica en los últimos años. Tito Livio (1, 33, 1-2) pro­
porciona una lista con los nombres de Politorio, Tellenas y Ficana como
aldeas tomadas por el rey preetrusco Anco Marcio. Las tres están situa­
das entre Roma y la costa, y Politorio, identificada desde hace mucho
como Casacle di Decima, según los últimos descubrimientos floreció en
el siglo VIII y a comienzos del vil. Pero los monumentos funerarios del
cementerio del lugar, descubiertos en el año 1953 pero estudiados hace
muy poco tiempo, cesan antes del 600 a. C. Esto podría significar que
el asentamiento fue abandonado. De modo que, por primera vez, un
rey romano se decidió, en los términos de una política deliberada, a
construir una alianza. La política revela los dos cabos de la historia de
Roma: sus nexos con el Lacio y su deuda para con Etruria, que ya goza­
ba de un sistema federal sofisticado de Doce Pueblos.
Se trataba de la política de un latino que había absorbido el influjo
etrusco. como queda establecido por otros dos hechos. El templo fue
construido sobre el Aventino, es decir, fuera del perímetro consagrado
de la ciudad, sobre una colina con población muy dispersa, si la tenía
por esa época, y que se convirtió en un distrito de residencia después
que se promulgara un decreto, cosa que fue hecha por un tribuno de la
plebe, de acuerdo con la tradición, llamado Lucio Icilio, en el 456 a. C.,
quien entregó la tierra para que se edificara en ella. En segundo lugar,
el festival de Diana era una festividad de los esclavos (Plutarco. Cues­
tiones romanas, 100). Este es un hecho desconcertante, muy alejado de
los ámbitos habituales y temibles de la fabricación etimológica (servil
Servius), porque es virtualmente seguro que en la Roma de la monar­
quía no hubo esclavos. Apenas si se los menciona en las Doce Tablas.
El primer mercado de esclavos fue establecido en el 259 a. C. y la pri­
mera subasta de esclavos de la que se posee un testimonio aceptable se
produjo en c. 396 a. C., después de la caída de Veyes, cuando la mag­
nitud de Roma comenzaba a justificar el uso de esclavos como trabaja­
dores agrícolas o domésticos. Los esclavos aparecen en las narraciones
históricas referidas a la Roma arcaica, pero tan sólo se trata de una
transferencia natural desde tiempos posteriores. Tal vez el templo de
Diana fue construido fuera de la ciudad no sólo para atraer la alianza
formal de las ciudades latinas, sino también para procurar la adhesión
de los inmigrantes desposeídos, tal como se dice que Rómulo construyó
un asilo para los fugitivos. Mucho tiempo después ese interés especial
por los menos privilegios llegó a limitarse específicamente a los escla­
vos. Servio estaba preocupado por lograr que se concretara la aspiración
de Roma a convertirse en la fuerza dominante y magnética del Lacio y
del Sur de Etruria.
La misma política consistente puede inferirse con respecto a la ter­
cera empresa, y la mayor, relacionada con el nombre de Servio: la erec­
ción de los templos gemelos de Fortuna y Mater Matuta en el Forum
Boarium y del santuario de Fors Fortuna al otro lado del Tíber. (Va-
rrón, De lingua Latina, 6, 17; otros cultos de Fortuna también han si­
do relacionados de cuando en cuando con Servio, pero con pruebas
menos circunstanciales.) No existen testimonios arqueológicos de Fors
Fortuna, pero los depósitos más antiguos del emplazamiento del Fo­
rum Boarium pertenecen al 560 a. C., poco más o menos, aunque los
primeros templos verdaderos pueden datar del 500. como fecha más
tardía. También en este caso nos encontramos con el esquema de un
santuario abierto suplantado por un templo. Fon Fortuna comparte al­
gunas de las características de Diana. El santuario se hallaba fuera de la
ciudad y el festival estaba bajo el patrocinio de los esclavos (Ovidio.
Fasíi. 6. 773 y ss.). Aunque Fortuna era una deidad latina, no pode­
mos imaginar qué clase de atractivo podía poseer para un rey cuyo
acceso al poder, en sí mismo, sólo podía haberse debido en gran parte
a la Fortuna. Pero en el Forum Boarium la Fortuna estaba simbolizada
por una estatua velada (que se conservaría hasta los tiempos del empe­
rador Tiberio: Dionisio, 58, 7, 2). Esas estatuas —los di mvolult
traen a la memoria las estatuas veladas de los dioses etruscos del desti­
no y sugieren una influencia etrusca en el establecimiento de ese culto.
Mater Matuta. por otra parte, es una deidad insolentemente itálico-
latina, quizá del parto. El nombre trae los ecos de su contracara osea
—Maatuis— y su santuario principal se hallaba en el pueblo italiano
de Sátrico. Durante una tardía crisis de la historia, cuando Roma esta­
ba presionada pot Veyes en el 396 a. C.. Camilo habría de restaurar el
culto de Mater Matuta en Roma, con la intención deliberada de asegu­
rarse la buena voluntad de Sátrico, una ciudad clave en el territorio
volseo hacia el sur de Roma. Los templos gemelos del Forum Boarium.
que también compartían un onomástico común (el 11 de junio), han
sido desenterrados cerca de la iglesia de Santo Omobono. Constituyen
una bonita polarización de la finalidad de la política de Servio: la fu­
sión de lo latino con lo etrusco.
TARQUINO EL SOBERBIO

Para distraer la atención de sus propias posiciones, como así tam­


bién de otras cosas, fue política de los tiranos griegos ocupar a sus pue­
blos con programas de grandiosas edificaciones y aventuras interna­
cionales ambiciosas. Ése había sido el método de Polícrates de Samos y
de Pisístrato en Atenas. Algunos elementos de esa misma política pue­
den advertirse detrás de las acciones que, una vez que se han apartado
los velos de las narraciones imaginativas que rodean su reinado, pue­
den atribuirse de modo razonable a Tarquino el Soberbio.
No tiene sentido el especular acerca de si fue en realidad, tal como
lo suponía la leyenda romana, el hijo o el nieto de un Tarquinio ante­
rior que habría sido derrocado por Servio Tulio. No existen pruebas
que permitan controlar tales especulaciones. En cambio, nos habremos
de contentar con la tradición, muy firme, de que Tarquino fue el últi­
mo rey de Roma y de que reinó durante algunos años hasta su expul­
sión en el 507 a. C., aproximadamente. No es posible establecer con
exactitud cuándo sucedió a Servio Tulio, pero una fecha de acceso al
poder situada entre el 350 y el 520 no sería inaceptable.
Los sucesos de este reinado son bastante escasos, pero configuran
una pintura consistente, que continúa las amplias líneas de expansión
iniciadas por Servio Tulio.
En primer lugar, a Tarquino se adjudica la construcción del gran
templo de Júpiter Óptimo Máximo; y los restos fragmentarios (parte de
los cimientos, antefijas, tejas y demás) que se han hallado e identifica­
do como pertenecientes al templo original confirman la fecha y, por
ende, la atribución. Esas ruinas también permiten reconstruir el plano
y el aspecto de la edificación con un margen adecuado de confianza,
aunque había sido destruido por el fuego en el 89 a. C. y fue recons­
truido en un estilo diferente. El templo original era etrusco en su con­
cepción y su mole habrá resultado imponente. Es posible que haya
tenido 54 metros de ancho por 63 de largo. Estaba dividido en tres cá­
maras; la central, reservada parajúpiter, tenía 12 metros de ancho y las
otras dos llegaban a 9,60 metros. Las columnas que sostenían el techo
deben de haber tenido más de 15 metros de altura. El cornisamento y
el frontón estaban, tal vez, decorados con frisos en relieve y con escul­
turas, similares a los fragmentos hallados en el templo Portonaccio de
Veyes. El techo, ornamentado con revestimientos de terracota, estaba
coronado con un enorme carro de cuatro caballos (quadriga) que lleva­
ba una estatua de Júpiter, provista del cetro y del rayo.
Así como el Partenón en Atenas, ese templo proclamaba el poder y
el orgullo de la ciudad de Roma. Era el templo más grande de su tiem­
po en todo el mundo etrusco y tenía muy pocos rivales, incluso entre
los templos griegos.
A Tarquino también se le atribuye la construcción de tribunas en
el Circo Máximo, para beneficiar a los espectadores (T. Livio, 1, 56, 2;
Dionisio, 4, 44, 1). Como es comprensible, no existen restos arqueoló­
gicos de esas tribunas, pero una tumba de comienzos del siglo V en
Tarquinos (la tumba de las Bigas) tiene un fresco que representa los
juegos etruscos en pleno desarrollo: púgiles, luchadores, lanzadores de
disco y de jabalina, atletas de salto y danza y, sobre todo, de carreras
de carros. Un rasgo notable de esa pintura está en las tribunas de ma­
dera para los espectadores situadas a ambos lados. Los juegos consti­
tuían un deleite para los etruscos y habrían sido los Tarquinos quienes
los trasplantaron a Roma y quienes, por tanto, pueden haber equipa­
do el Circo con esos fines. Porque los juegos proporcionaban a un
tiempo prestigio y esparcimiento popular. Pisístrato descubrió ese axio­
ma cuando dio mayor envergadura y glorifió los juegos Panatenaicos en
Atenas.
En Roma, los juegos tienen una historia compleja que hace poco
tiempo ha sido investigada con cuidado por Vcrsnel, quien proporcio­
na una relación lúcida y convincente de la controversia. Es importante
distinguir entre dos clases de juegos: los juegos romanos (Ludí Romani)
y los votivos o grandes, juegos éstos que están testimoniados por pri­
mera vez para el 491 a. C. y que son mencionados sólo seis veces desde
entonces y hasta antes del 350 a. C. Los últimos eran celebraciones con­
memorativas especiales que tenían el fin de conmemorar alguna victo­
ria u ocasión importantes, algunas veces en conjunción con un triunfo.
No es necesario que nos detengamos en ellos. Los juegos romanos, sin
embargo, son más destacados. Se celebraban cada año el 13 de se­
tiembre, día aniversario del templo de Júpiter Óptimo Máximo, y han
sido atribuidos en forma explícita a los Tarquinos (T. Livio, 1, 35, 7;
Dionisio, 6, 95). No existen dudas acerca de su origen etrusco. Las me-
tae. los puntos de partida y de llegada de las carreras, aparecen [lima­
das en los monumentos etruscos; la barrera central con siete huevos
enormes asentados sobre ella y que simbolizaban el número de vueltas,
también es etrusca; los juegos eran precedidos por una procesión en la
que las imágenes de los dioses (una innovación específicamente etrus-
ca, ya que este pueblo fue el primero que en Italia tuvo representacio­
nes antropomórfícas de las divinidades) eran llevadas por las calles de
Roma hasta el Circo. Puede que haya existido alguna costumbre indí­
gena, asociada con el culto de Consus. pero todo indica que el espec­
táculo fue introducido por el último Tarquino, como un gesto apara­
toso y popular para con sus súbditos. Vcrsnel sostiene que tenían una
significación religiosa particular, pues constituían una ceremonia de
año nuevo; pero esto resulta mucho más dudoso y mucho menos im­
portante.
En cuanto al frente internacional, los testimonios son más sospe­
chosos pero, no obstante, no hay que desechar el tema. Desde épocas
muy antiguas, quizá ya antes del 600 a. C.. Roma había asegurado el
control sobre algunas de las pequeñas comunidades cercanas y había
comenzado a explotar los recursos de las salinas situadas junto a la boca
del Tíber, lo que le había valido el dominio de las comunicaciones a lo
largo de la margen sur del río. Ostia, según la tradición, fue fundada
hacia el 625 a. C. (T. Livio, 1, 33. 9) y se decía que habían caído bajo
el poder de Tarquino una serie de pueblos pequeños: Collatia, Cor-
nículo (cfr. p. 67), Ficulea. Cameria, Crustumetio, Ameriola, Medullia
y Nomcntum (Livio, 1, 38, 4), casi todos ellos situados al norte del
Anio. Los detalles exactos son irrecuperables y poco importantes, pero
el hecho indica algo acerca de la esfera cié intereses de Roma hacia me­
diados del siglo VI. Servio Tulio extendió su influjo firmando un trata­
do diplomático para la alianza de los latinos (cfr. p. 67). El relato de
los anales describe a un Tarquino que actuaba con actitud muy agresi­
va y sin escrúpulos. El rey irrumpe en una reunión de los latinos en
Aricia y, después de hacer ejecutar a un cabecilla, Turno Herdonio de
Aricia, obliga a los latinos a firmar un tratado de alianza con él, por el
que se otorga a Roma la ventaja mayor (T. Livio, 1, 50-51; Dionisio, 4,
45). Por desdicha, los detalles de la historia no soportan un examen
atento. El nombre Turno Herdonio es una combinación imposible y su
personalidad está fabricada a semejanza de la de un agitador sabino
tardío, Appio Herdonio (T. Livio, 3, 15-18; c. 461 a. C.). La posición
acordada a Roma en el tratado es groseramente anacrónica. Sin embar­
go algún conflicto con la liga latina de Arida sería probable en sí mis­
mo, si podemos estar seguros de la fecha de la fundación de esa liga.
Además, tiene importancia señalar que Pometia era uno de los pueblos
que figuran en la lista de la dedicación en el bosquecillo de Arida, ci­
tada por Catón (fr. 58 P.. cfr. p. 65), y también que es una de las ciu­
dades de las que se dice en forma explícita que fue tomada por Tar­
quino (T. Livio, 1, 53, 2) y que produjo un botín equivalente a cua­
renta talentos de plata, que fuera utilizado después para construir
el templo capitolino. Esta clase de detalles era registrada con frecuencia
en las inscripciones de dedicatorias de edificios públicos, como por
ejemplo hizo Lucio Planeo en el 41 a. C., cuando mandó grabar una
inscripción conmemorativa de su restauración del templo de Saturno,
hecha con los despojos, de manib(is) (CIL. 6, 1316); los «despojos de
Pometia» bien pueden haber sido mencionados en la inscripción oficial
del tempo de Júpiter. Pometia se halla al norte de las ciénagas Ponti-
nas, quizá cerca de la moderna Caracupo. Su importancia estratégica se
basaba en el hecho de que fue uno de los puestos fronterizos lejanos
del Lacio, ya casi sobre las tierras de los volseos, un pueblo umbrío
montañés, que por entonces ya había comenzado a presionar hacia la
parte sur de la llanura latina y que habría de amenazar la seguridad de
Roma durante una buena parte del siglo V.
Unas consideraciones similares se aplican a Circeios, de la que se di­
ce fue colonizada por Tarquino (T. Livio, 1, 56, 3). A primera vista es­
to parece ridículo. Circeios está a más de cuarenta kilómetros de Roma
y la idea de la colonización debe ser anacrónica. Roma era demasiado
pequeña para enviar colonias propias y, en cualquier caso, una tradi­
ción alternativa que fechaba la primera colonia romana en esc lugar en
el 393 a. C. (Diodoro, 14, 102) tuvo una confirmación arqueológica in­
discutible. Sin embargo, en el tratado con Cartago, concluido o reno­
vado después de la expulsión de los Tarquinos (de la cual trataremos
más adelante), Circeios aparece como una comunidad dentro de la esfe­
ra de influencia de Roma (Polibio, 3, 22, 11). También este asiento era
un lugar fronterizo de gran importancia estratégica, como se comproba­
ría en el siglo V, en momentos en que cayó en poder de los volseos.
Además de Signia (un asentamiento fronterizo importante que do­
minaba el río Tolero y la Via Latina y que separaba a los volseos de los
ecuos, sus aliados afines por el linaje, asentados hacia el norte, de
quienes también se dijo que Tarquino los había colonizado, aunque
no existen testimonios independientes al respecto), Circeios y Pometia
adquieren valor como lugares-clave en una planificación que procuraba
alcanzar la unidad y la seguridad del Lacio. Tarquino quizá no las co-
1.

SABINO!
• Caere

Túsculo
ECUOS
Aricia*
Signia*

.•Ardea Pometia
LACIO
Antlo VOLSCOS
Ciénaga
Pontina

El Lacio y los Tarquinos


Ionizó, pero pudo haber establecido pequeños destacamentos aliados
en esas ciudades, de tiempo en tiempo. Es peligroso exagerar el grado
de la supremacía de Roma en el Lacio por esta época, pero el tratado
cartaginés es un testimonio elocuente de que no se trataba de un hecho
desdeñable. El tratado sólo se ocupaba de los pueblos costeros subordi­
nados a Roma, pero la lista completa —Ardea, que también era uno
de los estados latinos que hicieron la dedicación conjunta en Aricia, co­
mo Pometia, de la que ya hemos hablado, y Túsculo, de la que se
hablará después, Antio, Circeios, Terracina (Anxur) y un nombre poco
legible, quizá los Laurentes (Lavinio)— indica el control romano sobre
más de ciento cuarenta kilómetros de costa latina hacia el sur de Ostia:
un logro formidable pero de poca duración.
Otro movimiento de expansión que puede ser atribuido a Tar­
quino en forma razonable fue la captura de Gabios. Al parecer se trata
de un reflejo de esa misma política, porque Gabios custodiaba el flan­
co oriental del Lacio contra los ataques sabinos y también era un punto
de lanzamiento hacia el gran corredor que media entre los Apeninos y
el Lacio (el puerto montañés de Preneste) que une a Etruria con Cam-
pania. La historia de la toma de Gabios, tal como es relatada por los
historiadores (por ejemplo Tito Livio, 1, 53-54), está elaborada por
completo según dos narraciones de Herodoto y no se puede prestarle
ninguna fe. Pero Gabios sucumbió ante el poder romano, aunque tal
vez no haya sido tomada. Un escudo antiguo de cuero fue conservado
en el templo de Dius Fidius y registraba un tratado entre Roma y Ga­
bios (Dionisio, 4, 57, 3; Horacio, Epistulae, 2, 1, 24; Festo, 48L.).
Quizá esté fechado después de una captura subsiguiente de Gabios,
en el siglo IV (discos de esa índole eran dedicados después de la derrota
de una ciudad, como ocurrió tras la destrucción de Priverno en el
329 a. C.); pero hubo haber sido genuino, como lo afirma Dionisio.
Ya hemos vfeto que inscripciones de los siglos VI y V han sobrevivido.
Pero aparte de esto, Gabios gozaba de una relación peculiar con Roma,
que sólo puede ser explicada sobre la base de una fusión más o menos
amistosa en tiempos de la monarquía. Los prohombres romanos lleva­
ban el cinctus Gabinas o túnica gabina durante ciertos rituales (Varrón,
De lingua Latina, 5, 33) y el territorio de Gabios ocupaba una posición
privilegiada en la legislación de Roma, que era distinta de la que
tenían los extranjeros y los romanos, a un tiempo.
Por otra parte, Dius Fidius, que más tarde adquiriría una significa­
ción internacional más amplia aún, era un dios cuya función primera
consistía en velar por la buena fe entre las naciones. Bajo el nombre de
Dius Fidius aparece en los calendarios y en el ritual de los Argei. Tam­
bién a Tarquino se atribuye la fundación de su templo, otra indicación
menor aunque sugestiva del interés de Tarquino por el prestigio exte­
rior (Dionisio, 9, 60, 8). Infortunadamente no se han hallado aún res­
tos del templo, que puedan confirmar su antigüedad. En el 466 a. C.,
cuando Roma mantenía sus disputas con los sabinos, el dios asimiló a su
equivalente sabino Sancus. tal vez en un intento religioso de alcanzar la
unidad entre las dos naciones; pero el esfuerzo fracasó (cfr. página 113).
La pieza final en este anillo protector que. al parecer, Tarquino se
propuso dibujar en torno al Lacio unido, era la conexión con Túsculo,
una ciudad próspera al pie de los montes Albanos, cerca de Frascati.
Túsculo era muy similar a Roma: una comunidad latina que, tal como
lo revelan su nombre y sus características arqueológicas, había sido muy
influida por los etruscos durante el siglo vi. La leyenda (como la per­
petuó Tito Livio, 1, 49, 9) narraba que Tarquino casó a su hija con el
ciudadano más importante de Túsculo, llamado Octavio Mamilio, y
gracias a ello cimentó las buenas relaciones. La historia no está al margen
de toda duda. Setenta y cinco años después, un Mamilio más histórico,
dictador de Túsculo, se ganó la gratitud de Roma por haber anticipado
una rebelión de esclavos (T. Livio, 3, 18, 2) y fue premiado con el
otorgamiento de la ciudadanía (3, 29, 6). Las dos anécdotas parecen ser
una reduplicación del mismo suceso. También en este caso, con todo,
se puede decir algo más. Túsculo, junto con Ardea (que se hallaba
dentro de la esfera romana en tiempos del tratado cartaginés) y Po­
metia (que sin duda habla sido abatida por Tarquino), era uno de los
pueblos nombrados en la dedicatoria de Aricia. Es verdad que el pueblo
tusculano está nombrado en primer lugar en esa lista y la dedicatoria
había sido hecha en bien de todos por un tusculano, Egerio (Catón,
parágrafo 58; cfr. T. Livio, 1, 34, 3). Es decir que Túsculo era una de
esas comunidades latinas que en cierta etapa cayeron bajo el dominio
de la Roma tarquiniana. En segundo término, la conexión entre las dos
ciudades parece establecida por la presencia, en Roma, de una turris
¡familia, de gran antigüedad. Aparece en el ritual antiguo, quizá pre-
etrusco, del caballo de octubre. En los Idus de octubre se sacrificaba un
caballo a Marte. Su cola (o genitales) era cortada y llevada a la Regia,
su cabeza era objeto de una lucha entre los residentes de la Vía Sacra y
los de la Subura. Si los suburbanos ganaban, la clavaban en la torre
Mamilia. Ninguno de estos hechos prueba la alianza entre Tarquino y
Túsculo, pero en el contexto internacional general, en mi opinión,
contribuyeron a hacerla menos imposible.
Pometia, Circeios, Signia, Gabios y Túsculo son los pueblos que
forman el anillo dibujado en torno al Lacio. Se trata de una política
coherente y comprensible. Si de verdad se trataba de la política de Tar­
quino, no comporta sino una extensión lógica de lo que Servio Tulio
había comenzado y es una política que está acorde con la escala magní­
fica de la arquitectura de Tarquinio.
Un último detalle requiere investigación. Una historia singular
refería que Tarquinio había enviado una delegación para consultar al
oráculo de Delfos con motivo de la aparición de una serpiente en la
Regia (T. Livio, 1, 56). Ser conocido en Delfos y conocer Delfos era el
sello de garantía de la aceptación obtenida por un tirano griego y quizá
es esperar demasiado creer que en esta historia puede haber algo de
verdad, con su repuesta ambigua «quien besa a su madre (es decir, la
tierra) tendrá el poder supremo en Roma», y la inclusión de una figura
de dudosa historicidad, Lucio Junio Bruto, pues es evidente que posee
todos los signos de un cuento popular. Pero una conexión entre Roma
y Delfos bajo el reinado de Tarquinio (no necesariamente esta conexión)
podría no ser desechada por completo. La vecina de Roma, Caere, tenía
un tesoro en Delfos y sus ciudadanos enviaron una embajada peni­
tencial a Delfos después de la batalla de Alalia en la década del 530
(Heródoto, 1, 167). Todos los actos de Tarquinio lo definen como un
hombre que tenía amplios horizontes y que comprendía algo acerca del
secreto y del éxito de la tiranía. Un contacto con Delfos no habrá es­
tado fuera de sus alcances o de su imaginación.
LA CAÍDA DE LA MONARQUÍA

La violación de Lucrecia es puro melodrama y las especulaciones


hipotéticas que los estudiosos han hecho al respecto recientemente no
son menos melodramáticas. Pero en determinado momento, los reyes
etruscos dejaron paso a un gobierno republicano y ese momento fue
uno de los más trascendentales de la historia.
La historia tradicional tiene la virtud de la simplicidad. Uno de los
hijos de Tarquino violentó a Lucrecia, la mujer de su pariente Con-
latino. Lucrecia comunicó lo sucedido a Conlatino, a su padre. Espurio
Lucrecio, y a los amigos de éste, Publio Valerio y Lucio Junio Bruto.
A continuación se suicidó. Bruto instó a los otros a la venganza y arrojó
a los Tarquinos de Roma (T. Livio, 1, 57, 59). Hacia finales de la Re­
pública, la fecha de este sensacional incidente había sido fijada en el
equivalente del 510 a. C. Esto fue llevado a cabo de dos modos. Las
fechas nacionales para la fundación de Roma y para la duración de la
monarquía ya habían sido fijadas; de inmediato fueron establecidas las
correlaciones con las fechas de las Olimpíadas griegas. En el otro ex­
tremo había una larga lista de magistrados republicanos (cónsules y,
antes que ellos, pretores) que daban su nombre al año. Esta lista, los
Fasti, se extendía en una secuencia casi ininterrumpida hasta la institu­
ción de la República.
Aquí comienzan las dificultades. Existen algunas interrupciones in­
evitables en la secuencia de los magistrados. En particular en el siglo IV,
hay cuatro años que carecen de magistrados epónimos y que fueron
registrados como años en los que sólo un dictador desempeñó los cargos
públicos. Los especialistas no concuerdan con respecto al problema de
hasta qué punto podría ser verdad que esos años fueron insertados con
la finalidad de poner un orden matemático en una cronología confusa.
Sin embargo, existen otras objeciones mucho más serias en cuanto a las
listas antiguas.
1) Las listas de magistrados epónimos entre el 510 y el 450 a. C.
contienen una cantidad de nombres de personas cuyas familias fueron
conocidas como plebeyas en los tiempos históricos, y no como patricias.
Entre esas familias se hallaban los Sempronios, Junios, Minucios, Si-
cinios, Aquillios, Cassios, y también los Tulios, Sulpicios y Volumnios.
Este fenómeno suscita tres preguntas. La magistratura máxima de la
Roma arcaica, ¿estaba confiada con exclusividad a los patricios? Esas
familias, que más tarde fueron plebeyas, ¿tenían ramas patricias en
tiempos antiguos? Las listas de los magistrados epónimos de la repú­
blica antigua, ¿son dignas de confianza a pesar de todo? Se trata de
preguntas difíciles. En los últimos tiempos, la tendencia de los especia­
listas, en particular en el continente, ha sido responder «no» a la tercera
pregunta y, por lo tanto, eliminar cualquier posible nombre «ple­
beyo» de los Fasti (o la lista de magistrados). Esto se ha hecho en razón
de un punto de partida apriorístico, que estima que el comienzo de la
República debe coincidir con un quebrantamiento del contacto con
Etruria. Desde el enfoque arqueológico, tal ruptura no es discernible
hasta el período 470-450 a. C. Pero hay que señalar que la ruptura
parece relacionada con razones económicas (la declinación general de
Etruria) más que con cualquier causa interna, política, ya que, como
hemos visto, Roma se había convertido en una comunidad latino-
etrusca tan integrada, que ninguna revolución puramente administra­
tiva podía disolver sus nexos culturales. El profesor Werner, por ende,
y el profesor Bloch tienden a fechar la caída de la monarquía hacia el
471 a. C.; el profesor Gjerstad más tarde aún, hacia el 450 a. C.; e
incluso el profesor Alfoldi haría remontar el suceso hasta el 500 a. C.,
poco más o menos.
Sin embargo, este enfoque es metodológicamente endeble. Ya
hemos visto lo que se ha conservado en términos de testimonios de
inscripciones y el registro anual de los pontífices es un medio evidente
para la supervivencia de los nombres de los magistrados epónimos de
Roma (cfr. p. 19). Las otras dos preguntas son las que requieren un
análisis minucioso. Sin duda es indiscutible el hecho de que en el 367
antes de Cristo se promulgó una ley que permitía que uno de los dos
cónsules de cada año fuera un plebeyo (T. Livio, 6, 42, 9). Es evidente
que se debe inferir que antes de esa fecha ambos cónsules tenían que
ser patricios; y resulta razonable creerlo así, en vista de los poderes
religiosos exclusivos que necesitaban las cabezas representativas del
Estado y que, como hemos visto, eran una prerrogativa de ios patricios
(cfr. p. 60). En rigor, no existen dificultades serias para creer que todos
esos nombres dudosos de la República antigua era genuinamente pa­
tricios. Muchas gentes tenían ramas patricias y plebeyas. En muchas
familias (por ejemplo los Junios, Tulios y Casios) existía una separación
enorme entre los «cónsules» de la República antigua y los subsiguientes
poseedores del nombre que les permitía ejercer esa alta magistratura:
no había necesidad de que existiera una conexión lineal, directa. La ley
romana también contemplaba el caso de personas que renunciaron a su
posición de patricios a perpetuidad y sabemos que así lo hicieron al­
gunos (por ejemplo Publio Clodio).
Dar por sentado que todos los nombres de los Fasti antiguos eran
auténticos y patricios hubiera sido una solución adecuada. Y, en mi
opinión, puede ser correcta. Mi única reserva estriba en que los pri­
meros años de la República, al parecer, la situación social era fluida y
en que esas actitudes se endurecieron sólo alrededor del 450 a. C.,
cuando por ejemplo una disposición de las Doce Tablas, la legislación
decenviral, estipulaba que un plebeyo no podía casarse con un patricio
(Cicerón, De re publica. 2. 63). Esta ley sólo pudo haber establecido
con fijeza lo que ya constituía una convención respetada, pero, de
todas formas, puede reflejar una polarización entre los grupos sociales,
que ya se había intensificado durante la República antigua. Esto se acla­
rará cuando se consideren las circunstancias del Decenvirato.
2) El segundo problema es más sutil. Muchos episodios de la his­
toria romana habían sido inventados (o deformados, al menos) con el
fin de obtener equivalentes romanos con respecto a los acontecimientos
griegos. El ejemplo obvio es el de los 300 Fabricios en Cremera, quienes
reencarnaban a los 300 espartanos de las Termopilas. La analogía entre
los Tarquinos y los Pisistrátidas de Atenas ya ha sido mencionada y la
posible sincronía de ambas expulsiones fue advertida al menos por un
erudito romano, Aulio Gelio (17, 21, 4). Hippías, el tirano Pisistrá-
tida, fue expulsado en el 510 a. C. de resultas de un asunto amoroso
(homosexual) que fracasó. Ha de haber algo de verdad en la tradición
oral, pero la tendencia a asimilar los acontecimientos al final triste de
Hippías, en fecha y en detalles, es inconfundible. Por lo tanto, la del
510 a. C. se convierte en una fecha sospechosa.
No obstante, hay otros hechos que resultan importantes para cual­
quier intento de alcanzar una decisión acerca del paso de la monarquía
a la República.
El primero es la aseveración del historiador griego Polibio (c. 150
antes de Cristo) acerca de que los romanos concluyeron un tratado con
los cartagineses en el primer año de la República (3, 22, 4-13), que él
fecha según los paralelos griegos hacia el 508-597 a. C. Polibio cita el
texto del tratado que dice lo siguiente:
«Debe existir un tratado de amistad entre los romanos y sus aliados y los cartagineses
y sus aliados, de acuerdo con los términos que se detallan:
A.l) Los romanos y sus aliados no habrán de navegar más allá del promontorio de
Apolo, a menos que sean arrastrados por una tormenta o por el ataque de un enemigo
Cualquiera que se vea impulsado hasta mis allá del promontorio no tendrá autorización
para comerciar allí ni para adquirir nada que no le sea necesario para reparar su nave o
para fines religiosos. Tendrá que partir en el término de cinco días.
A.2) (Algunas previsiones de comercio).
B.l) Los cartagineses no atacarán los pueblos de Ardea. Antio ¡Arcninum). Cir-
ceios, Terracina o cualquier otro pueblo latino que este subordinado a los romanos.
B.2) Los cartagineses se mantendrán alejados de todas las ciudades que no estén su­
jetas a Roma. Si capturan a alguien, lo devolverán sin daño a los romanos. No instalarán
guarniciones en el Lacio. Si atacaran algún asiento, no acamparán allí.»

La fecha del tratado es la del consulado de Lucio Junio Bruto y


Marco Horacio, los primeros cónsules nombrados después de la diso­
lución de la monarquía, y esta fecha se asocia con la dedicación del
templo Capitolino.
Ningún texto antiguo ha sido discutido con tanto calor como éste,
pero los problemas son relativamente simples: 1) Los términos que se
registran como pertenecientes al tratado, ¿tienen sentido histórico?
2) La mención de Bruto y Horacio, ¿es históricamente creíble?
1) Los contactos entre Cartago y Etruria (y Roma, después de
todo, era el pueblo etrusco más importante) están bien testimoniados
en el siglo VI. Aristóteles tenía conocimiento de un tratado etrusco-
cartaginés (Política. 1280 a, 35) y una inscripción etrusca del siglo vi ha
sido hallada en Cartago. Esta asociación fue puesta a prueba en la ba­
talla de Alalia (c. 535 a. C.), cuando los navios etruscos y cartagineses
empeñaron un duro combate contra los foceos (Herodoto, 1, 163). Este
hecho tuvo una confirmación sensacional en 1957, cuando fueron des­
cubiertas tres hojas de oro laminado, una escrita con caracteres fenicios
y las otras dos con grafía etrusca; este hallazgo se hizo en Pyrgos, uno
de los puertos del pueblo de Caere. Los textos no son idénticos, pero
todos se refieren a la dedicación de un templo. El texto fenicio dice:
«A la señora Astarté. Éste es el lugar sagrado construido y otorgado por
Thefaria Velianas, rey en Caere, en el momento del Sacrificio del Sol
como un presente... porque Astarté ha escogido por medio de él en los
tres años de su reinado.» Los textos no pueden ser fechados con preci­
sión por sí mismos, pero no surgen serias dudas encuanto a un origen
cercano al 500 a. C. De igual manera, no está claro por completo de
qué fenicios se trataba (si los de Cartago o los del Este). Pero la signi­
ficación avasalladora está en el contacto entre los mundos etrusco y
fenicio-cartaginés, que aparece expuesto en el tratado de Polibio. Un
documento como aquél tiene un sentido admirable dentro de ese con­
texto.
2) La segunda objeción es más técnica. Polibio no cita de modo
específico los nombres de Bruto y Horacio dentro de los términos del
tratado en sí. Además, existen buenos elementos de juicio para creer
que, en ciempos romanos arcaicos, quienes se encargaban de negociar
los tratados no eran los reyes o los magistrados principales (como sería
el caso aquí), sino unos comisionados a esos efectos (fetiales. T. Livio,
1, 24) y que sus nombres serían los que se registraran en cualquier tra­
tado formal. Pero no sabemos a qué clase de documentos tuvo acceso
Polibio. ¿Conoció el tratado mismo? ¿O un borrador conservado en los
archivos del Senado? No tenemos información suficiente para rechazar
el testimonio directo (y en parte sorprendente) que proporciona Po­
libio. El historiador griego tiene que haber estado en posesión de ele­
mentos seguros para nombrar a Bruto y Horacio como los primeros
magistrados republicanos y para fechar el tratado en el 508-507 a. C.
A pesar de nuestra perspectiva, los datos para rechazar a Polibio no son
mejores que los que poseemos para aceptarlo.
Pero han surgido otros escrúpulos a causa de Junio Lucio Bruto. Su
familia no vuelve a aparecer hasta mucho más adelante, cuando es ya
plebeya y existe una fuerte tendencia romana a inventarse ancestros
ilustres para proporcionar brillo a su genealogía. Cornelio y el templo
de Diana constituyen un caso pertinente (cfr. p. 68), y Tito Livio se
queja de que el historiador Cayo Licinio Macer adjudicaba con descaro
demasiados hechos brillantes a los Licinios. Pero, a pesar de todo, se
trataba de una creencia sostenida con empeño por los Junios, ya que
Marco Junio Bruto, que jugara un papel clave en el asesinato de Julio
César, explotaba su tradición hereditaria de rechazo de la tiranía, así
como el relato de Tito Livio acerca de la expulsión de los Tarquinos
trae a la memoria los matices de los sucesos del 44 a. C. Por otra parte,
la narración acerca de que Lucio Junio Bruto refrendó la muerte de sus
propios hijos por conspirar para el regreso de los Tarquinos es, sin
duda, ficticia, y explicatoria del corte abrupto entre él y las genera­
ciones posteriores de Brutos.
El segundo factor es la fecha de la dedicación del templo capito-
lino. Está claro que pertenece al último cuarto del siglo VI y es agresiva­
mente etrusco en su diseño. Cada indicación de motivo y tiempo lo
señala como una obra sobresaliente soñada por un Tarquino ambi­
cioso. Pero la tradición es unánime en registrar que el templo fue dedi­
cado en el primer año de la República, por el cónsul Horacio (T. Livio,
8, 7). Esto, como ya se ha sugerido, podría haber sido conmemorado
en una inscripción dedicatoria. Sin embargo, existe un elemento muy
extraño de información que tiene una importancia relevante. Tito Livio
registra (7, 3, 5-9) que había una ley antigua, escrita con letras y pa­
labras arcaicas, en la que se decía que
«el praelor maxtmus (pretor supremo) tendría que clavar un clavo en los Idus de sep­
tiembre (la fecha de dedicación del templo capitolino)... Se decía que ese clavo indicaba
el número de años, porque no era habitual el uso de clavos en esos tiempos... Una cos­
tumbre similar existía en el templo de la diosa etrusca Norria en (el pueblo etrusco de)
Volsinios. Marco Horacio, cónsul, dedicó el templo de Júpiter Óptimo Máximo en el año
siguiente a la expulsión de los reyes, de acuerdo con esa lev».
La ceremonia anual de fijar un clavo en la pared tenía, sin duda,
una intención expiatoria: su objetivo era mantener alejadas plagas y
enfermedades. Tenemos noticia de dictadores elegidos en épocas poste­
riores con la finalidad de «fijar el clavo» (clavi ftgendi causa: 363, 331,
313, 263 a. C.). Pero si en sus orígenes fue una ceremonia anual, pudo
haber proporcionado la materia prima para cierta investigación crono­
lógica exacta. En el 304 a. C., un edil, Cneo Flavio, que demostró un
interés considerable en descubrir los secretos no publicados del go­
bierno establecido, dedicó un templo de Concordia y explícitamente lo
fechó en «204 años después de la dedicación del templo capitolino»
(Plinio, Naturaíis historia, 33, 19). No sabemos con certidumbre qué
lo llevó a hacer cálculos tan exactos; pero, en el caso de que existieran,
los clavos le habrán proporcionado con ampliud la más conveniente de
las bases para el cómputo.
En pocas palabras, existe una tradición vigorosa, quizá basada en
una inscripción real, acerca de que el templo fue dedicado en el primer
año de la República; y esta tradición se ve confirmada de un modo in­
directo por un cálculo que fija la fecha de la dedicación en el 508-507
antes de Cristo, tal vez (ya que los idus de septiembre eran el «cumple­
años» del templo) el día 13 de septiembre del 507 a. C.
El tercer factor no proporciona una clave tan precisa, pero de todos
modos tiene importancia. La Regia o Casa Real fue construida de
acuerdo con un plano extraño que se preservó a través de restauraciones
sucesivas, hasta época muy tardía de la antigüedad. Se trataba de un
templo y no de una casa para habitar. Estaba compuesta por un patio
en forma de trapecio sobre el lado norte y un edificio alargado, unido
al patio por el lado sur; en el edificio había tres habitaciones: una habi­
tación provista de un centro circular elevado (el sacrarium Mariis), un
vestíbulo y un pequeño cuarto (el sacrarium Opis Consivae). Esta Regia,
que había reemplazado a un santuario antiguo, puede ser fechada sin
duda hasta remontarla a la última década del siglo VI, sobre la base de
unos trozos de enlucido y de unos vasos griegos importados. El signifi­
cado de este dato no debería ser minimizado. Cuando los Tarquinos
fueron expulsados, algunas de las funciones religiosas del rey fueron
asumidas por un funcionario nombrado en esa ocasión, el Rey Sacer­
dote (Rex Sacerdorum). La Regia fue construida para celebrar en ella
ciertos ritos religiosos y no como vivienda de un rey; en otras palabras,
fue construida para el Rex Sacrorum y no para el Rex. La fecha de este
edificio es tan remota, que parece confirmar la datación tradicional del
momento en que se instituyó la República.
Es imposible obtener la certidumbre total, pero el 507 a. C. es una
fecha aceptable para la expulsión de los Tarquinos. Se la ha remon­
tado hasta el 510 a. C. (con la dislocación consecuente de la cronología
de los siglos posteriores, como se advierte en los años de dictadura o en
el hecho de que la caída de Roma en poder de los galos, que conven­
cionalmente fue fechada en el 390 a. C., a través de las fuentes griegas
puede ser datada en el 386 a. C.) con la intención de completar el
paralelismo con la expulsión de los Pisistrátidas. Por razones de conve­
niencia, mantengo las fechas convencionales para los hechos de la Re­
pública arcaica, pero se habrá de tener presente que en términos abso­
lutos existe una diferencia de tres o cuatro años.
Lo que siguió después de la expulsión de los Tarquinos es mucho
más oscuro. Los escritores latinos suponen un cambio inmediato y pací­
fico al consulado dual y un avance de Roma, más o menos interrum­
pido. Pero en rigor es más probable que se hayan producido algunos
años de caos y que Roma haya sufrido un retroceso severo, que se habría
mantenido a lo largo de más de medio siglo. Existe una cantidad de
leyendas en conflicto y de hechos que rodean a estos años, a los que
habrá que considerar en forma individual.
1) La ley antigua, citada antes, especificaba que el praetor maxi-
mus, fuera quien fuese, debía hacerse responsable de fijar el clavo.
Aunque por convención utilizamos el título de «cónsul» para deno­
minar a los magistrados supremos de Roma, ese nombre, en rigor, no
fue instituido hasta el Decenvirato, cuando más temprano, y como lo
registra el enciclopedista Festo (249 L.), el nombre original era praetor.
Sólo cuando el gobierno se convirtió en algo más complejo, se decidió
que era necesario aumentar la cantidad de magistraturas principales
estableciendo tres grados: cónsul, praetor. quaestor. El título de praetor
maximus (que también está preservado por el mismo Festo, 152 L.) es
una rareza. La ficción legal romana sostenía que ambos magistrados
supremos siempre habían disfrutado de una autoridad igual, pero
maximus implica que uno de los pretores poseía autoridad suprema y
ese sistema tiene analogías en Etruria, donde el zi/aO purOne hace
referencia al zilaO o magistrado principal (cfr. más adelante, acerca de
Porsenna), de entre cierto número de zilads, y también en Campania.
donde el meddix tuíicus de Capua es definido por Tito Livio (26,
6, 13) como el magistrado supremo entre los campanos, aunque se co­
nocen otros meddices. Por lo tanto, podría ser, como han argumentado
Hanell y otros, que originalmente hubiera un único magistrado epó-
nimo y supremo en Roma. Hanell, por cierto, utilizó esta hipótesis con
el fin de excluir los nombres «plebeyos» de los Fasti y para producir una
lista de un magistrado epónimo por año para el período arcaico de la
República; pero, como hemos visto, esto es innecesario y no hay mo­
tivos para suponer que, si existía un praetor maximus con uno o más
subordinados, este sistema se mantuvo durante un lapso mayor que el
año o dos de los disturbios. No obstante, el principio de desigualdad
sobrevivió en los poderes de emergencia otorgados en tiempos de crisis
a un dictador (o, como también se lo conocía. Maestro del pueblo, ma­
gister populi, Festo, 216 L.) con su subordinado Maestro de caballos,
magister equitum. La dictadura está atestiguada por primera vez para
el 501 a. C. (T. Livio, 2, 18, 3), pero puede ser que durante aquellos
primeros seis años posteriores a la caída de los Tarquinos haya habido
cambios y se hayan hecho experimentos sobre la forma exacta de go­
bierno, que nosotros no estamos en condiciones de recuperar hoy.
2) Sobre este telón de fondo hemos de ver la extraña figura de
Macstarna. En esencia, existen cuatro testimonios relacionados entre sí,
pero independientes.
a) El erudito augustal Verrio Flacco escribió acerca de este perso­
naje, pero sólo se ha conservado un fragmento mutilado (Festo, 486 L.).
«Los hermanos Cáeles y Aulio Vibenna, de Vulci. [vinieron] a Roma [a
ver o a ayudar] a Tarquinio con Max[tarna].»
b) El emperador Claudio, en un discurso que se conserva a través
de una copia en bronce hallada en Lyon, mencionaba a historiadores
etruscos que decían que Servio Tulio había sido un compañero cons­
tante de todas las aventuras de Caelio Vibenna en Etruria, pero Caelio
fue derrotado y Servio, con los sobrevivientes del ejército de Caelio, se
había retirado a Roma, donde denominó Caelia a la colina en honor de
su amigo y reinó sobre la ciudad bajo el nombre de Servio Tulio, «por­
que en etrusco era llamado Macstarna».
c) En la ciudad misma de Vulci, un famoso fresco de la tumba
Frangois brinda más detalles (véase lám. 10). Caile Vipinas (Caelio
Vibcnna) es liberado de sus cadenas por Macstarna. El profesor Heurgon
describe el resto de la escena así:
«Junto a ellas aún luchan varias parejas de guerreros y sus nombres están inscritos en­
cima de cada figura: Lanh Ulthes hiere a 1-aris Papathnos Velznach (Lars Papatius de los
volsinios): Rasce destroza a Pesna Arcmsnas Sveamach; Avie Vivines (Aulus Vibcnna)
mata a un adversario cuyo nombre Venthical... plsachs está mutilado pero sugiere a un
hombre de Filenos. Por último, aunque no menos importante. Marca Camitlnas hunde
su espada en Cneo Tarquino de Roma. Advenimos que sólo el vencido lleva alguna
identificación de su país. Caelio y Aulo Vibcnna, Macstarna. lars Voltio, Rascio y Marco
Camitilio no necesitaban tener sus orígenes claramente determinados en Vulci.»

d) Poco más es lo que se sabe de los Vibenna. La tradición ro­


mana sostenía que ellos habían obtenido el derecho de establecerse en
la colina «Caelia» como resultado de la ayuda que habían prestado a
Tarquino (o, como sostuvo un desarrollo tardío de la anécdota, a Ró-
mulo). El nombre de Avile Vippiens aparece en una inscripción votiva
en una copa de Veyes, hacia el 550 a. C., y el mismo nombre. Avies
Vpinas. se halla en un vaso de figura roja, al parecer pintado en Vulci
en el 450 a. C. aproximadamente.
¿Qué se puede deducir de todo esto? El consenso general acepta
que Macstarna y los Vibenna representan a un tipo de mercenarios bra­
vucones de comienzos del siglo VI, quienes pudieron haber tenido un
contacto breve en Roma. Sin embargo, mi opinión personal es que la
intervención de Macstarna y los Vibenna podría ser situada en el caos
posterior a la caída de los Tarquinos. Macstarna es la forma etrusca de
magister (cfr. Porsenna más adelante): se trata de un nombre basado
en un título, magister populi. Al parecer, se plantea una referencia a
una proeza de un aventurero etrusco de Vulci que se hubiera apode­
rado de la magistratura suprema de Roma con la ayuda de sus amigos
—y que hubiera eliminado a Tarquino en el proceso—, así como Por­
senna de Clusio logró, durante un lapso breve, establecer su voluntad
en Roma. Aquella fue una aventura de poca duración y demasiado ver­
gonzosa como para dejar una señal permanente en la historia romana.
3) Si Macstarna es una figura muy discutible, ios hechos acerca de
Porsenna son relativamente seguros. El suyo puede ser un nombre
propio verdadero o puede ser un derivado del título de la magistratura
suprema, zilaO purfíne, que a su vez parece relacionado con el griego
prytaneus, «presidente». Pero Lars Porsenna tiene un lugar establecido
dentro de la historia como gobernante del pueblo de Clusio, situado
en el interior de Etruria, y como jefe de una incursión militar poderosa
contra el Lacio, con la Campania, tal vez, como objetivo final, ya que
allí había muchos asentamientos etruscos en contacto estrecho con los
griegos y con un mercado para el comercio griego. Los motivos de Por-
senna se desconocen. En una fecha algo más tardía, los galos comen­
zaron a ejercer presión en las regiones del norte de Etruria, pero esto
difícilmente pudo haber sido significativo hasta después del 500 a. C.
Las primeras tumbas (sin duda célticas) en el valle del Po pertenecen a
la época de La Téne. Por lo tanto, las acciones de Porsenna no pueden
ser interpretadas como nacidas de un deseo de escapar de la presión
céltica y de crear un nuevo imperio para sí mismo. Más bien, según
creo, esto debería ser entendido dentro de un contexto más general de
movimientos de pueblos sobre el fin del siglo VI. Las actividades de los
ecuos y los volscos ya han sido señaladas y un desasosiego similar fue
manifestado por los sabinos y los hérnicos. La estabilidad de JtaJia
central se vio perturbada y antes de mucho tiempo el corredor que me­
diaba entre Etruria y Campania habría de ser bloqueado. Hubo una
época en que la gente se mantenía en movimiento y las solidaridades
antiguas estaban perturbadas. Algo de esa índole tiene que haber suce­
dido en Vulci; tiempo mis tarde ocurrió un fenómeno muy similar en
Veyes. Ha de ser significativo el hecho de que el asentamiento etrusco,
grande y próspero, de San Giovenale, cerca de Viterbo. tuviera un final
abrupto en el 500 a. C.. poco más o menos. El empuje de Porsenna lo
llevó hasta Roma hacia el 507-506 a. C. El relato ortodoxo, en la versión
de los historiadores romanos, decía que Roma se le resistió con bravura,
y fue salvada por el heroísmo de Horacio Cocles, Mucio Escévola y
Cloelia. Estas narraciones, sin embargo, no son más que relatos folkló­
ricos. La verdad, que fuera preservada por Tácito (Hisloriae, 3. 72, 1) y
por Plinio el Viejo (Natura/is historia. 34, 139), consistió en que Por­
senna tomó Roma y, sin duda, estableció un gobierno títere. Porque
Roma se hallaba esencialmente indefensa ante el ataque concertado
que podía desarrollar un ejército etrusco de tanto poderío.
La leyenda aseguraba que Servio Tulio había construido la primera
muralla defensiva en torno a Roma, pero los testimonios arqueológicos
invalidan con firmeza ese aserto. El primer trabajo de defensa hecho
con tierra (agger) ha sido datado con credibilidad hacia el 475 a. C.,
merced a un pequeño fragmento de cerámica.
La leyenda también ha procurado dar alas a la creencia de que Por­
senna estuvo motivado por un deseo de restaurar a Tarquino en el
trono (un etrusco que colabora con otro), pero no existen buenas bases
para suponer que un rey de Clusium haya experimentado afecto o
interés por un Tarquino. En realidad, la idea queda desechada por el
destino posterior de Porsenna. No mucho después de la conquista de
Roma, él delegaría su empresa militar en su hijo Arruns, que penetró
hasta el interior del Lacio, pero que se enfrentó en las cercanías de
Aricia por una coalición de latinos y griegos provenientes de Cumas,
bajo el mando de Aristodemo. Arruns sufrió una derrota decisiva y
Roma consiguió recuperar su independencia. La batalla de Aricia está
narrada en detalle por Dionisio de Halicarnaso, de una manera que
sugiere que el historiador ha bebido en fuentes no romanas (se ha sos­
tenido que existía una historia local de Cumas) y de las que, pot ende,
se puede suponer que brindaban un enfoque independiente, no ro­
mano, de los acontecimientos. Tarquino, por otra parte, no parece
tener importancia en esa batalla; después de su expulsión había caído
en el descrédito. Se dice que pasó un cierto tiempo en Caere y en
Túsculo y que murió en Cumas, como huésped de Aristodemo. Por-
senna y Aristodemo no pueden haber querido, ambos, restaurarlo en el
trono y es poco probable que uno de ellos lo hiciera.
Pero las incursiones de Porsenna, aparte de los inconvenientes que
tienen que haber causado a la situación política interna de Roma,
contribuyeron al quebrantamiento del Lacio unificado que había exis­
tido hacia finales del reino de Tarquino. Toda la comarca se frag­
mentaba una vez más y ya Roma no podía proclamar que desde la boca
del Tíber hasta Anxur (Tarracina) y desde Gabios a Pometia, toda la
región estaba «sujeta» a ella. Cada una de las pequeñas comunidades se
hallaba en la necesidad de valerse por sí misma.
4) Sólo tomando en cuenta estos antecedentes, se puede estudiar
una de las curiosidades más inesperadas de la historia romana. Los
historiadores analistas recordaban que en el 505 a. C. un sabino dis­
tinguido, Atto Clauso, con 5.000 de sus protegidos, emigró a Roma y
se estableció en las cercanías de la ciudad (T. Livio. 2, 16, 4; Dionisio,
5, 40; Plutarco, Publicóla, 21). No era ésta la única narración acerca de
la forma en que los Claudios llegaron a Roma. Suetonio, que da como
fuente de su información el círculo de los emperadores de la casa
Claudiana, afirmaba que esa migración se remontaba a un tiempo tan
lejano como la época de Rómulo, en tanto que Apiano, que se docu­
mentaba en fuentes más antiguas, aunque escribió hacia el 150 de la
era cristiana (Historia real, 12), la databa en el tiempo de los Tar­
quinos. Es muy difícil establecer algo definitivo en una discusión de
esa naturaleza. En esencia, hay dos enfoques incompatibles del pro­
blema.
a) Los Claudios eran, sin duda, una familia patricia y además
poseían una parcela especial para sus tumbas al pie del Capitolio
(Suetonio, Tiberio, 1). Estos dos hechos indican que la familia gozaba
de una posición muy privilegiada y es arduo comprender cómo pu­
dieron ser clasificados entre los patricios, a menos que hayan recibido
esa distinción de manos de un rey, tal vez un rey etrusco. Sobre la base
de este argumento, se determina que su migración tendría que haberse
producido antes del 507 a. C.
b) Por otra parte, existen testimonios acerca de que el número de
las tribus fue aumentado a veintiuna en el 495 a. C. y se ha conside­
rado que el hecho se produjo por la creación de las tribus Claudia y
Clustumina (con la que se incorporaba el territorio de Crustumerio. to­
mado en el 499 a. C.). Es difícil dar noticia de la tribu Claudia, si no
se toma en cuenta que podía haber comprendido las tierras reciente­
mente ocupadas por los Claudios (T. Livio, 2, 21, 7).
Ante este conflicto nuestro juicio ha de ser cauto. Se podría aducir
que los Claudios propalaron una fecha tardía para su llegada con de­
liberación, por motivos propagandísticos, de modo que se pensara que
ellos eran los grandes sostenedores de la libertad, no mancillados por
ningún contacro con la monarquía. También se podría argüir que
proyectaron su llegada a los tiempos de Rómulo o de Tarquino con el
fin de asegurar la respetabilidad de una estirpe continuada. Después
de considerar todos los datos, me inclino a aceptar la fecha de los histo­
riadores analistas, porque concuerda con las condiciones perturbadas de
una época en la que grandes masas de los diversos grupos cambiaban
de lugar de asiento y en la que la posición constitucional, por un año o
dos, se mantenía aún en una incertidumbre tal, que era posible esta­
blecer la condición de patricio como el pater de una familia represen­
tada en el Senado. Pero no afectaría la pintura de conjunto el hecho de
que los Claudios en realidad se hubieran naturalizado en cualquier
momento del lapso que media entre el 550 y el 507 a. C. Y bien
puede haber ocurrido que sólo una tribu (la Clustumina) fuera creada
en el 495 a. C. y que el total anterior haya sido de 20 tribus. Las fuentes
no dicen de modo formal que las agregadas hayan sido dos tribus, sino
que se refieren a un total de veintiuna y no hay razón apriorística por
la que se pueda afirmar que el número de tribus tuvo que ser siempre
impar, al menos hasta que la asamblea de las tribus se convirtió en un
cuerpo electoral poderoso. De ser así, los Claudios y la tribu Claudiana
pueden haber pertenecido a mediados del siglo VI.
LOS PRIMEROS AÑOS DE LA REPÚBLICA

Roma se encontró amenazada desde todas partes. El registro de los


analistas contiene noticias inconexas acerca de unas guerras y de unas
alarmas repentinas que, aunque no pueden ser aceptadas siempre en su
totalidad, proporcionan un panorama verosímil de la situación peli­
grosa y cambiante que existía en el Lacio, después de un colapso de la
hegemonía de los Tarquinos. De modo significativo, el único grupo
que no parece haber amenazado a Roma fue el de sus vecinos etruscos
—Veyes, Caere y demás—, lo que sugiere que el carácter etrusco de
Roma no se veía afectado en ningún aspecto por el cambio de régimen.
Pero hacia el sur y hacia el este era necesaria una defensa vigilante.
El primer frente se estableció contra los sabinos, el pueblo mon­
tañés que vivía en las primeras estribaciones de los Apeninos con sus
centros en Cures y Reate. El Lacio ofrecía un atractivo permanente para
los sabinos, con sus campos de pastoreo superiores y un acceso al mar.
Dionisio de Halicarnaso registra cuatro guerras contra los sabinos entre
los años 505-500 a. C., pero aunque están dignificadas con «triunfos» y
victorias, tal vez no fueran más que incursiones punitivas. El hecho im­
portante es la existencia de una presión sabina sobre Roma hacia esa
época, cosa que puede haber inspirado la fecha tradicional para la
recepción y la absorción de los Claudios (cfr. p. 89). El relato de Tito
Livio (2, 16-18) está basado en parte en la misma fuente que Dionisio;
pero a mitad de camino, el historiador pasa a otra fuente nueva y esto
lo envuelve en cierta confusión cronológica e histórica; porque, como
resultado de la utilización de dos fuentes, Tito Livio refiere los mismos
acontecimientos —es decir, los problemas con Cora y Pometia— dos
veces, datándolos en dos años diferentes (503 a. C. y 495 a. C. en 2,
16, 8 y en 2, 22, 2) y omite dos de las campañas sabinas registradas por
Dionisio en el proceso. El error de Tito Livio, sin embargo, puede sub­
sanarse con facilidad, y la índole objetiva de la amenaza sabina puede
ser confirmada merced a un incidente adicional.
Con la fecha del 499 a. C., Tito Livio registra el sitio de Fidenas,
un asiento avanzado etrusco sobre la ribera izquierda del Tíber, al
norte de Roma, y la toma de Crustumeria, el moderno Casale Mar-
cigliana, emplazamiento estratégico que dominaba la Vía Salaria, y a la
vez vado importante del Tíber. Ninguno de esos acontecimientos está
confirmado de forma absoluta. Dionisio, por ejemplo, brinda una
versión distinta, en la que Fidenas fue tomada, en efecto, en el 504
antes de Cristo, y en la que Crustumeria fue incorporada en los lejanos
tiempos del reinado de Tarquino el Antiguo (3, 49, 6). Pero la tribu
Crustumina se estableció en el 495 a. C ., y a priori se puede pensar que
la creación de esa tribu se produjo poco después de la anexión del
ager Crustuminus. Si esto fue así, las acciones romanas con respecto a
Fidenas y a Crustumeria revelan un intento determinado de salva­
guardar la Vía Salaria (que brindaba a los sabinos el acceso más directo
a Roma) y a llevar la frontera de Roma hacia las tierras sabinas y alejarla
de las cercanías de esta ciudad.
La segunda amenaza estaba al sur. En este caso también se trataba
de un pueblo montañés: los volscos, que arrojaban sus miradas de co­
dicia sobre la campagtia latina. La estrategia ambiciosa de Tarquino
los había mantenido en línea, pero cuando el poderío de este rey se
debilitó, se produjo la desintegración de la alianza y los volscos obtu­
vieron la libertad de penetrar tanto cuanto les fuera posible. Su avance
puede ser atestiguado por la arqueología y también por los hechos y la
leyenda. Tarracina, que había estado dentro de la esfera de influencia
romana hacia finales del reinado de Tarquino, cayó en poder de ellos y
recibió el nuevo nombre de Anxur, un nombre que sobrevivió en el
culto local de Júpiter A(n)xoranus (CIL, 10, 6483). En ese lugar, las
ruinas volscas son abundantes a partir del siglo V. Su vecina, Circeios,
sufrió un destino idéntico; Tito Livio (6, 12, 5; 13, 8; 17, 7) habla de
las simpatías de esta ciudad hacia Jos volscos aún en el siglo IV. Velitras,
una ciudad latina, como Roma, que había sufrido la influencia etrusca
(de donde proviene su nombre etrusco, cfr. Volaterra), es mencionada
en razón de haber cambiado de manos en varias ocasiones (cfr. más
adelante), como muy a menudo ocurriera con los pueblos fronterizos,
pero su índole volsca quedó bien establecida en el siglo V y es la cuna
del testimonio primario de la lengua volsca, la llamada Tabula Veli-
tema (c. 350 a. C.), extensa dedicación a una deidad local cuyo nombre
era Declun. Otros rasgos volscos han sido detectado en Cora y en Caras-
cupo (que puede ser la antigua Pometia) y, sobre todo, en Antio.
Dados estos antecedentes arqueológicos sólidos para la invasión
volsca, podemos acercarnos a los testimonios históricos con una con­
fianza mayor. Dicho testimonio, en esencia, consiste en un registro casi
anual de guerras o rumores de guerras, fielmente referido por Tito
Livio a lo largo de la mayor parte de sus datos acerca del siglo V. Pero
cuando se analiza en detalle esos textos, surge la idea de que la ame­
naza mayor perteneció al primer cuarto del siglo, cuando los volscos
realizaron sus incursiones serias en el Lacio y llevaron su amenaza hasta
la misma Roma. Básicamente se distinguen tres etapas:
1) Hacia el 495, los volscos se habían establecido, al parecer, en
Cora y en Pometia (según Tito Livio, 2, 22, 2, que relata que, como
resultado de una derrota eventual, los volscos habían aceptado entregar
rehenes de esas dos ciudades a los romanos). No se sabe cómo ni cuándo
las obtuvieron de manos de los latinos (cfr. p. 17), pero esta pérdida
concuerda con la noticia de Tito Livio (2, 31, 3), quien afirma que en
el 494 a. C. los romanos derrotaron a los volscos cerca de Velitras
(Velletri) e intentaron (sin resultado) recolonizarla. En otras palabras,
hacia la década del 490, los volscos habían logrado atravesar el paso
que media entre los montes albanos y el monte Lepini y, de esa ma­
nera, habían abierto un acceso directo a Antio (Antium), que también
había aparecido como una dependencia romana en el tratado carta­
ginés, pero a la que se alude a continuación (en el 493 a. C.) como a
una plaza en poder de los volscos (T. Livio, 2. 33. 4). Los testimonios
literarios y arqueológicos son coherentes y verosímiles.
2) La historia de Coriolano constituye el episodio más dramático.
Un joven soldado, Cneo Marcio, fue responsable de que los romanos
tomaran el pueblo de Corioli, como resultado de lo cual adquirió el
sobrenombre de Coriolano. Desairado en sus ambiciones por sus com­
patriotas, desertó para pasar a las filas del enemigo volsco y se convirtió
en jefe de ese pueblo, al que mandó en dos ataques que llegaron hasta
las mismas murallas de Roma. Sólo la intervención emotiva de su madre
le disuadió de destruir la ciudad. Es imposible separar la verdad de la
ficción en esta leyenda, que en su origen era intemporal: no estaba
referida a ninguna fecha particular, dado que Cneo Marcio Coriolano
no figura en absoluto en la lista anual de los magistrados. Y también
era una leyenda embellecida sin límites por la familia Marcia durante
su apogeo, hacia finales del siglo IV. Incluso el nombre Coriolano es
motivo de perplejidad, porque hubiera sido resultado muy anacrónico
en esas fechas que adquiriese el sobrenombre como resultado de su
heroísmo en la toma de Corioli (como lo sostienen Tito Livio y otros
Reate

iCures

Caere
Veyes rCrusíameria
ce SABIN O S'
Fidena;

Podum
% ROMA Labici i
*

Bovillas . .
• Corbio
Verrugo—

.Veütrae
.Cora \

Pometia
LAC IO
Sátrico* V O L SC O S
Anlío

Circeios
Anxur
(Terracina)

El Lacio contra los sabinos y los volseos


historiadores), en tanto que si hubiera sido ciudadano de Corioli su
presencia y su posición en Roma resultan igualmente inexplicables.
Además, toda la leyenda ha sido recubierta por paralelos griegos. Co-
riolano es un segundo Temístocles que se vuelve contra su país (Ci­
cerón, Brutus. 41). El encuentro de Coriolano con su madre está elabo­
rado para evocar el encuentro famoso entre Yocasta y sus hijos, en la
leyenda de Edipo.
En mi opinión, todo lo que se puede sostener es que la leyenda
refleja una actividad volsca contra Roma, en el primer cuarto del siglo,
y que esa actividad implicaba una amenaza verdadera para la existencia
objetiva de Roma. Coriolano llevó a cabo dos ataques contra Roma: el
primero, desde Cisceios y a través de la Vía Latina, tuvo como resul­
tado la captura de Tolerio, Bola, Labici, Pedum, Corbio y Bovillas,
para llegar hasta las cercanías de la misma Roma; el segundo se efectuó
a través de la costa del Lacio, donde fueron tomados Longula, Sátrico,
Setia, Pollusca, Corioli y Mugilla (así lo dicen Dionisio, 8, 14-36. y
Tito Livio, 2, 39). No podemos probar de qué manera se recordaron los
nombres de cada una de las ciudades (¿quizá por alguna canción o por
tradición oral?) y si de verdad fueron recordados históricamente. Pero
la fuerza de la leyenda estriba en el carácter real de la amenaza que los
volscos representaron para Roma.
3) La indicación final es una noticia mutilada que aparece en Festo
(180 L.), quien registra los nombres de nueve personas que fueron
muertas en batalla contra los volscos y que fueron incineradas, quizá en
el 487 a. C. Al parecer, el escoliasta citaba una inscripción pero, en
vista de que las nueve personas mencionadas lo son por sus cognomina
(lo cual constituía un fenómeno del siglo IV; cfr. lo dicho antes acerca
de Coriolano), la copia que él (o más bien su fuente, tal vez Verrio
Flaco) consultara debe de haber sido una restauración más reciente. No
obstante, ese texto proporciona un testimonio independiente y autén­
tico con respecto a la magnitud del peligro.

[Nueve tribunos de los soldados en el ejercito de]


Tito Sicinio (cónsul en el 487 a. C.) cuando los volscos
[se rebelaron y] organizaron [una lucha feroz] contra
[los romanos) [fueron muertos y) se dice que fueron
incinerados en el Cirjco (y que fueron enterrados
allí, en un recintjo cerca del Circ[o]
[que más tarde] fue recubierto con piedras blancas.
[Los que murieron por el Estado eran] Opiter Virginio
[Tricosio (cónsul en 502)] [Marco o Manió Valerio] Laevino,
Postumio Co(minio Aurunco (cónsul en 500). Publio Vejturio
(cónsul en 499)], [Aulo Semprjonio Arratino (cónsul en 491).
Vir|ginio Tíreoslo (cónsul en 494 ó 4')6)j
[Publio Mujcio Escévola, Sexto Fusi[o (cónsul en 488)|

Cierta confirmanción de la amenaza a la existencia física de la propia


Roma está brindada por la construcción de la primera muralla defen­
siva. La tradición la ha atribuido a Servio Tulio (T. Livio, 1, 44, 3),
pero en realidad la muralla republicana cuyos restos se conservan data
del siglo IV y, quizá, fue construida después del saqueo de los galos.
Sin embargo, existía una defensa de tierra (agger) anterior a la muralla,
que ha sido fechada merced a un trozo de tiesto del período de la Fi­
gura roja, c. 490-470 a. C. Al parecer, ésta fue la defensa original de la
ciudad, aunque no es seguro que describiera un círculo completo. En
los tiempos de los Tarquinos, Roma no necesitaba protección; en
medio de los disturbios que se sucedieron desde el 500 a. C., Roma
tenía que mirar por su propia supervivencia, junto con otras ciudades.
Es significativo que también las primeras murallas de Veyes perte­
nezcan a un período apenas previo al 450 a. C. (cfr. p. 145).
Pero el peligro mayor provenía de los mismos latinos. Atacada por
los sabinos y los volscos (y, sin duda, por otros pueblos como los ecuos
y los hérnicos), Roma se hallaba en una posición desesperada, como
resultado de la actitud decidida que adoptaran sus «aliados» y quienes
antes fueran sus dependientes al negarse a aceptar el liderazgo romano
desde determinado momento. Una nueva liga de ciudades latinas,
separadas y distintas de Roma, se organizó entonces, y la enemistad
amarga entre Roma y esa alianza tenía que quedar establecida antes
que los latinos pudieran montar, una vez más, una defensa común
contra sus enemigos. La disputa se resolvió a través de una batalla deci­
siva en el 496 a. C., junto aJ lago Regillo, donde la infantería hoplita
romana probó que era superior a las tácticas predominantemente de
caballería utilizadas por los latinos.
Existe algún testimonio externo para la alianza latina, aparte del
relato literario preservado por Tito Livio, Dionisio y otros. En Pratica
di Mate, el emplazamiento de la antigua Lavinio, se han hallado des­
pués de 1945 ruinas de un santuario vastísimo, que contenía por lo
menos 13 altares arcaicos de la misma toba del lugar. (Tal vez haya
habido más, pero el número exacto no se ha determinado todavía.)
Algunos de los altares han sido reconstruidos, pero el más antiguo de
ellos puede ser fechado hacia el 500 a. C. (o marginalmente antes); y
es posible que ésa sea la fecha de todo el santuario en su conjunto. Los
altares fueron construidos y alineados de modo fundamental de acuerdo
con principios griegos (opuestos a los etruscos o itálicos). Aparte de una
inscripción arcaica, de la que hablaremos más adelante (y una inscrip­
ción del siglo III, que cae fuera de nuestro período), no hay ninguna
indicación acerca de las deidades veneradas en esos altares, pero se ha
argumentado, con motivo de la analogía, que se trataba de un san­
tuario federal principal, el centro religioso de una liga.
En un momento de la historia, Lavinio. en competencia deliberada
con Roma, reclamaba a Eneas para sí. Ese alegato ya había sido hecho
en los tiempos del poeta Lycofrón (Alexandra, 1250-1260; c. 290 antes
de Cristo), quien refiere el milagro de la cerda y los 30 lechoncillos que
se le aparecieron a Eneas en Lavinio, y esto se convirtió en parte de la
tradición romana aceptada sobre la prehistoria de la ciudad, fue adop­
tado por Varrón y por Virgilio (Aeneis, 1, 2-3 y otros). Hace unos
pocos años fue hallada una inscripción en Tor Tignosa, a unos 10 kiló­
metros de Lavinio, cerca del río Númico (donde se decía que Eneas
había desaparecido de la vista de los mortales), en la cual se lee: Lare
Aineia D[ono, o bien onum}. La inscripción data del 300 a. C. poco
más o menos y confirma la tradición literaria que establece que Eneas
era venerado en la localidad bajo el nombre de Aeneas Indiges'. El
doctor Weinstock tenía razón cuando planteaba la tesis de que Lar e
Indiges deben ser interpretadas como palabras que significan «ancestro
deificado». Por mi parte, sospecho que cuando Lavinio se alzó para
oponerse a Roma trató de arrogarse el miro de Eneas y de investirse a sí
misma con toda la grandeza que conllevaba la asociación con Troya.
La dedicación arcaica del «santuario federal» es más inequívoca:
Castorei Podlouqueique qurois, «a Castor y Pólux, jóvenes mancebos»
(qurois = griego koúrois). Existen dos rasgos que caracterizan el culto
de Cástor y Pólux. Por sobre todo ambos eran patronos de los caballos.
También por esta época eran adorados en otras comunidades latinas,
de las que se sabe que se enfrentaron con Roma en la batalla del Lago
Regillo. Túsculo era el centro del culto a los dos jóvenes (Cicerón, De
divinalione, 1, 98; Festo, 408 L.). Ardea tenía un santuario arcaico
dedicado a ellos (Servio, Sobre Eneida. 1, 44) y también eran honrados
en Preneste (Servio, Sobre Eveida, 7, 678) y en Cora (CIL, 1, 2, 1506).
Con estos antecedentes arqueológicos, es posible pasar a considerar
lo que los romanos escribieron acerca del lago Regillo.
Ni siquiera en forma remota se proporciona una causa evidente
para el estallido de las hostilidades, aparte de la declaración (T. Livio,
2, 18, 2) de que «en general se ha aceptado el hecho de que Octavio
Mamilio incitaba a la rebeldía a los treinta pueblos latinos», tal vez
1 En plural, el sustantivo indigetes denominaba a unas divinidades arcaicas, nacio­
nales romanas. [.V. de la T. J
para organizar la restauración en el trono de su suegro, Tarquino. La
batalla misma es descrita por Tito Livio y por Dionisio en términos
homéricos puros, como lo advirtiera Lord Macaulay. LíjsjáétálíeS están
modelados de acuerdo con los hechos de Paris y Mem^a^,- Agamenón y
Héctor, y Néstor en la Iluda. Todo esto significa guc-ho exista unte-
lato genuino acerca de la batalla. ¿Por qué tenía que existir? fero cierta
cosas fueron recordadas, quizá a través de la familíPde los Pdstumioí
que durante varios siglos siguieron redamando Ax aierito ó'
hereditario,,*
O Ja
por ,la victoria. cq
Primero, sabemos que el combate se libró junt<fri^á^cHRfe¿í(o,
que se halla cerca de Túsculo, quizá Pantano Secco, a unos'cWtfo kiló­
metros al norte de Frascati. El lugar es importante, porque implica que
los romanos habían tomado la ofensiva y se disponían a atacar en
Túsculo, una de las ciudades líderes de la liga latina (cfr. p. 76).
Segundo, que estuvieron comprometidas muchas de las comuni­
dades latinas. Tito Livio proporciona la cifra nominal de treinta, pero
es más probable que el número treinta haya sido en todo momento un
número teórico en la fortuna de la liga latina y que sólo un grupo se­
lecto de estados comprometidos se haya alineado en realidad junto con
Túsculo y Lavinio en la batalla. A pesar de todo, el cisma está bastante
claro.
Tercero, que el dictador Aulo Postumio Albo dedicó un templo a
los Dioscuros, Castor y Pólux, entre el fragor de la batalla, y ese templo,
en rigor, fue dedicado en el 484 a. C. Los romanos fueron los vence­
dores; al establecer el culto de Castor y Pólux, sin duda procuraban
privar a los latinos del apoyo de sus deidades militares y también con­
vencer a los reaccionarios patrocinadores de las acciones bélicas de caba­
llería acerca de la ventaja y superioridad de las tácticas de infantería.
Ese acto correspondía a lo que los romanos denominaban una exoratio,
por la que era posible enajenar la fidelidad de un dios y transferirla al
lado romano (cfr. p. 153).
Debe de haber sido una lucha muy desventajosa, en la que se habrá
peleado con toda la osadía de la desesperación, pero sus resultados eran
incalculables. La consecuencia inmediata y mayor fue que los latinos se
avinieran a firmar un tratado con Roma por el que se establecía una
alianza defensiva común, basada en la igualdad. Se sabe que una copia
de ese tratado fue expuesta en el Foro, grabada en una columna de
bronce, hasta el siglo I a. C. A ella se refieren Cicerón (Pro Balbo. 53) y
Tito Livio (2, 33, 9). Pero no se puede probar si se trataba del docu­
mento original o de una versión modernizada y revisada. Es seguro que
contenía el nombre de Espurio Casio y se lo ha utilizado para fijar la
fecha en el 493 a. C ., año del primer consulado de Casio, pero pudo
haber figurado en el texto como fetial y no como cónsul (cfr. p. 82) y,
por lo tanto, el tratado podría remontarse hasta la fecha real de la ba­
talla, es decir, ai 496-595 a. C.
Las cláusulas del tratado se conservan en la cita de Dionisio (6, 95, 2):

1. Habtá paz entre Roma y (odas las ciudades latinas, mientras el ciclo y la tierra
mantengan la misma posición. No harán la guerra las unas contra las otras, ni
introducirán guerras foráneas, ni otorgarán el derecho de acceso a los agresores.
2. Prestarán toda la ayuda que les sea posible a las que sean atacadas.
3. Cada una de las partes recibirá el mismo lote de despojos y botín provenientes
de las guerras comunes.
4. El juicio en los casos comerciales privados se fallará en el plazo de die7. días, en el
lugar en que se haya hecho el contrato.
5. Nada será agregado ni quitado de los términos de este pacto, si no es con la
aprobación de Boma y de los latinos.

(Dos breves citas en latín, en Festo, 166 L., quizá hayan sido parte de
las estipulaciones financieras y legales de 4.)
Se ha discutido mucho acerca de si los términos, tal como los esta­
bleció Dionisio, pueden haber sido los originales. Las previsiones gene­
rales acerca de la paz y la neutralidad son relativamente corrientes, pero
surgen algunas particularidades:
1) La duración («hasta tanto el cielo y la tierra mantengan la
misma posición») casi no posee paralelo. El equivalente más cercano se
presenta en un tratado que se firmó entre Alejandro el Grande y los
celtas en el 335 a. C. La frase normal hubiera sido «para siempre».
2) La división de los despojos ha sido considerada no auténtica,
pero recibió una confirmación reciente, merced al texto fragmentario
del tratado entre Roma y Etolia, concluido en el 212 a. C. (SEG, 13,
382), donde se especifica que el botín transportable obtenido en las
ciudades tomadas debía ser dividido entre los dos aliados, en lugar de
ir a dar sólo a las manos romanas (como era habitual). En vista de que
Roma no negociaba con los latinos desde una posición de supremacía
arrolladora, y ya que la alianza estipulaba comandos y fuerzas con­
juntos, la previsión de dividir los despojos parece razonable.
3) La cláusula acerca del comercio no es usual. Por una parte, esas
estipulaciones acerca de la ley privada no figuran normalmente en los
tratados públicos, y en segundo lugar, las relaciones comerciales, por lo
común, serían cubiertas por la institución pública del commercium, o
sea, que una obligación contractual que establece el derecho de un tus-
culano, por ejemplo, para firmar convenios con un romano se puede
hacer cumplir en las cortes romanas de acuerdo con la ley de Roma y
viceversa. Sin embargo, si la observamos sobre el fondo de las dificul­
tades económicas particulares de la década del 490, que serán discu­
tidas más adelante, esta cláusula no puede ser desechada.
En síntesis, por lo tanto, la mayoría de los especialistas admiten
que el texto del tratado, tai como lo proporciona Dionisio, es genuino
en su sustancia (si bien quizá haya sido modernizado y no esté del todo
completo).
Quedan aún dos preguntas: ¿Eran muy numerosas las comunidades
latinas con las que Roma concluyó aquel tratado? ¿Con cuánta eficacia
se había organizado la alianza defensiva?
Dionisio (5, 61) dice que 30 ciudades estaban comprometidas y
éste, en determinado momento, se convirtió en el número tradicional,
tal como lo registró Tito Livio y, por ejemplo, tal como aparece en el
relato acerca del prodigio de los 30 lechoncillos. El historiador propor­
ciona, es verdad, una lista de nombres, pero existe la sospecha de que
algunos de los nombres (por ejemplo: Setia, Circeios, Norba) eran ana­
crónicos. La lista de Dionisio es la siguiente: Ardea. Arida. Boillae
(presumiblemente Bovillas), Bubentum, Comi (¿Corani? = Cora),
Carventum, Lavinium. Lanuvium, Circeii. Corioli, Corbio, Cabum,
Fortinii, Gabii, Laurentum, Labici, Nomentum, Norba. Praeneste,
Pedum, Querquetulum, Satricum. Scaplia. Septia, Tibur. Tuscu/um,
Tolerium, Tellenae y Velitrae. En rigor, esta lista sólo contiene veinti­
nueve nombres. Puede ser que uno se haya perdido en el proceso de
transmisión, quizá Pometia o incluso Tarracina. O tal vez Dionisio
incluía a la propia Roma entre los treinta. Además, es casi seguro que
ya no existía la plaza de Laurentum y que los laurentes formaron una
comunidad adjunta a la de Lavinio, como lo hicieron los rútulos en
Ardea. Muchos de los lugares aparecen en las campañas volseas de Co-
riolano, y existe cierta información separada, pero ambigua, acerca de
Preneste, ciudad de la que se dice que se pasó al bando romano en el
499 a. C. (T. Livio, 2, 19, 2); aunque sospecho que no se ttata sino de
un recuerdo independiente del hecho de que Preneste se uniera a la
alianza latina junto con Roma.
Existen otras listas de las comunidades latinas, que incluyen una
nómina más tardía proporcionada por Tito Livio, quien recoge las
30 colonias romana s en el 209 a. C. (27, 9, 7), pero ya que ninguna de
esas listas alude siquiera a una relación con el tratado del lago Regillo y
de Casio, el riesgo menor estriba en ignorarlas por completo. La proba­
bilidad consiste en que la mayoría de las ciudades citadas por Dionisio
firmara el tratado de inmediato o en la década siguiente. En lo funda­
mental, se trataba de una reorganización de la liga romano-latina an­
tigua, propulsada por los Tarquinos, con el papel predominante de
Roma recortado en forma severa. El tratado se mantuvo en vigencia
Ostia
■s«^Tellenas,
Lavmio*

Circeios

Los diez miembros afiliados a la Liga latina


hasta el 338 a. C., época en la que todavía perduraban 13 signatarias
efectivas.
La eficacia práctica del tratado consistía en sostener un ejército fe­
deral para la defensa del Lacio. Al respecto, un testimonio valioso ha
sido preservado por el anticuario Cincio (en Festo, 276 L.), que analiza
la costumbre por la cual un pretor, que parte hacia el gobierno de una
provincia con el grado de propretor o procónsul, es saludado a las puer­
tas de la ciudad.
«Hasta el consulado de Publio Decio Mus (240 a. C.). los pueblos latinos tenían por
costumbre reunirse ¡unto a la Cuente de Fercmina (terca de Aricia: esto implica la lomi-
nuidad respecío de la liga antigua de Diana) y de decidir en iorma conjunta acerca de
asuntos referidos al mando supremo. De modo que en el año en que era responsabilidad
de los romanos enviar jefes para el ejército, de acuerdo con las instrucciones de los la­
tinos. cierto número de ciudadanos romanos solían observar desde el amaneier y sobre el
Capitolio los signos que proporcionaban las aves. Cuando las aves habían dado su vere­
dicto. el soldado que había sido enviado al efecto por la liga latina acostumbraba a sa­
ludar como pretor al hombre a quien las ates habían señalado como la persona que debía
hacerse cargo de todas las responsabilidades del mando supremo.»

Esta ceremonia debe ser derivada de las operaciones antiguas de la


liga latina y presupone que existía un sistema de rotación para elegir
los jefes del ejército latino (normalmente había dos pretores: Tito
Livio. 8, 3, 9) y que Roma ocupaba un turno en dicha rotación. Por
ejemplo, tenemos noticia de que Tito Quinctio fue enviado como «pro­
cónsul» (o sea pretor latino) con un ejército aliado en el 464 a. C. para
enfrentarse con los ecuos (T. Livio. 3,4, 10). Se infiere, asimismo, que
un ejército permanecía en reserva cada año, con conringenres que pro­
venían de Roma y de los aliados latinos; se hacía uso de él cuando y
como las circunstancias lo determinaran. En forma gradual, Roma llegó
a adquirir una autoridad dominante en la liga y la antigua igualdad se
convirtió en un simple recuerdo del pasado; pero por no menos de
cincuenta años la alianza establecida por Espurio Casio contribuyó a
asegurar la seguridad y la prosperidad del Lacio frente a las amenazas
tributarias.
Aunque hacia el 490 a. C. la situación militar en el Lacio se había
estabilizado, esto valió de poco para mitigar los desesperados problemas
domésticos en Roma.
La caída de la dinastía de los Tarquinos tuvo repercusiones no sólo
en la palestra internacional, sino también en la economía interna de
Roma. Las rutas comerciales establecidas desde antiguo, como la que
llevaba a Campania, estaban interrumpidas y el comercio sufrió una.
fractura general. El comerció de la sal, inclusive, del que dependería
gran parte de la prosperidad de Roma, parece haber estado interrum­
pido a causa de las incursiones de Porsenna y la serie de guerras sabinas
que amenazaban la carretera por la que se transportaba la sal (Vía Sala­
ria). Una oscura noticia en Tito Livio, para el tercer año de la República
(2. 9, 6), habla del control público que se había impuesto al precio de
la sal. Esta medida en parte refleja algunas de las dificultades con las
que se enfrentaba Roma.
Otra indicación de esa misma situación crítica puede obtenerse del
estudio de las importaciones de cerámica a Roma en cierto número de
años. Es inevitable que se presente un elemento de azar en la distribu­
ción de los hallazgos que se han hecho; pero la tendencia está dema­
siado bien marcada en su conjunto como para considerarla accidental.
Se han descubierto en Roma unos fragmentos de más de doscientos
vasos griegos importados, pertenecientes al período que media entre el
530 y el 500 a. C. La gran mayoría de ellos son áticos (171 de Figura
negra, 20 de Figura roja), pero también aparece algún trozo jonio y un
fragmento que puede ser laconio. Para los siguientes cincuenta años
(500-450 a. C.), es decir, un período casi dos veces mayor, sólo se han
hallado 145 vasos importados, iodos áticos. Una decadencia similar
puede ser detectada en la cerámica local. Para decirlo con las palabras de
Gjerstad: «el tiempo de la pericia artesanal había pasado: la cerámica
de Bucchero... adquiere gradualmente un aspecto deteriorado. Poco a
poco, el Bucchero común se convierte en el Bucchero desesperanzada-
mente gris subarcaico y una cerámica de advenedizos con adornos pin­
tados es la cerámica pintada rústica. El nombre mismo indica lo que es.»
En parte, la decadencia fue un hecho peculiar de Roma, pero tam­
bién se reflejó en la mayor parte del Lacio y Etruria. como lo de­
muestran las excavaciones de San Giovenale. La sociedad y el comercio
en Italia central en su totalidad se encontraban dislocados y la contri­
bución etrusca en la Campania se tornó más y más precaria, hasta que
quedó casi eliminada en el 474 a. C., por la victoria siracusana en la
batalla de Cumas. En lo que a la misma Roma concernía, la zozobra
era agravada por una serie de malas cosechas que forzaron a los ro­
manos a comprar trigo en el exterior, en Etruria, Cumas e incluso en
Sicilia. El fracaso de la cosecha y el precio del trigo (annona) eran
temas mencionados con regularidad en los Armales (Catón, fr. 77 P.),
de modo que no existen motivos para dudar de la autenticidad de los
datos al respecto relacionados con los primeros tiempos de la Repú­
blica, aun cuando puede haber cierta libertad al registrarlos; los países
en los que se buscaba alivio a la situación dan una idea de la índole
etrusca de Roma y de sus conexiones con Cartago, que se había asen­
tado en forma considerable en Sicilia. Estas noticias están registradas en
el tercer año de la República y después en los espacios correspondientes
al 499, 492. 486, 477 y 476 a. C. (de acuerdo con las fechas tradicio­
nales). Los Annales también conservaron informaciones acerca de en­
fermedades, por lo que se puede inferir que durante ese siglo se pro­
dujeron varias epidemias graves. La más antigua de las registradas fue
la del 490 a. C. Los años malos del 463 y del 453 fueron el preludio de
una década desastrosa entre el 437 y el 428 a. C., que detuvo severa­
mente el progreso de Roma (cfr. p. 135). A tanta distancia en el tiem­
po, no es posible diagnosticar esas enfermedades, pero el hecho de que
de algunas de ellas se diga que habían atacado también a los animales,
tanto como a los hombres, señalan el ántrax como una posibilidad muy
importante. Hay otro fenómeno que no debe pasar inadvertido: es
verdad que la malaria se convirtió en enfermedad endémica en el norte
del Mediterráneo durante el siglo V; sin duda fue favorecida por la
desecación de los lagos salados en Ostia y por la extensa superficie de la
ciénaga Pontina. Es digno de señalar que se decía que los volseos
habían sido atacados por la peste cuando operaban en las cercanías de
las ciénagas Pontinas en el 490 a. C. (Livio, 2, 34, 5) y la debilidad que
por esa circunstancia sufrieron contribuyó a su fracaso eventual, tanto
como la defensa concertada que organizaron los latinos y los romanos.
La malaria también fue responsable de la desaparición de algunas de
las comunidades de menores recursos, como Longula y Pollusca, en el
curso del siglo V.
Las malas cosechas y la peste aparecen en las crónicas pontificias.
Pero aún sin ese testimonio, podríamos haber adivinado la verdad por
la elocuencia de las dedicaciones de templos durante aquellos años.
A primera vista, es inesperado que Roma pudiera hacer frente a la
construcción de remplos espléndidos si se encontraba económicamente
apremiada. Y no es una explicación señalar que se trataba de una ge­
neración que se había esparcido por todo el mundo etrusco, para el
cual la edificación de templos era de buen tono. Veiictri, Pyrgos, Sá­
trico y Veyes son otras ciudades que también presenciaron la erección
de templos imponentes por aquella época. Fuera cual fuese el buen
tono, el motivo surgía de la necesidad y de la angustia,y la naturaleza
de esas necesidades puede deducirse tomando en cuenta cuáles eran las
divinidades a las que se rendía tributo.
1) En el 497 a. C. se edificó un templo en honor de Saturno (Tito
Livio, 2, 21. 2). quizá en el lugar en que fuera emplazado un altar
arcaico (Festo, 430 L.). La función original de Saturno fue oscurecida
por su identificación posterior con Cronos, la deidad griega, y por el
intento erróneo de los eruditos romanos que quisieron asociar su
nombre ton sata, «cosechas». El nombre Saturno es etrusco y se desco­
noce su significado, pero su esfera primitiva de acción puede ser des­
cubierta merced al hecho de que en las plegarias arcaicas, el poder
especial que se invocaba en Lúa Satumi (T. Livio, 8, 1, 6; Varrón, De
lingua Latina, 8, 36; Aulo Gelio, 13, 23). Lúa debe conectarse con luo,
lúes, lustrum y otros vocablos, y denota el poder de liberar, limpiar,
purificar de la peste. Sin duda. Saturno era invocado para combatir las
plagas.
2) En el 495 a. C., se dedicó un templo a Mercurio (T. Livio, 2,
21, 6; 27, 5). Existía una tradición de que el pueblo había tomado la
ley en sus propias manos y había confiado la dedicación del templo no
a los cónsules, sino a un soldado plebeyo, Marco Laetorio. No se puede
adjudicar mucho peso a esta narración, excepto quizá en cuanto a que
puede ser un recuerdo del interés que los plebeyos demostraban por el
culto, porque es seguro que estaba pensado para estimular el comeccio.
3) Sin embargo, el templo de Ceres, prometido en el 496 a. C. y
dedicado en el 493 a. C., era predominantemente plebeyo. Ni la fecha
ni ia naturaleza del culto pueden despertar reparos serios, aunque el
profesor Alfoldi ha intentado negar la cronología tradicional. Conocido
sólo por el nombre de Ceres, en realidad el templo cobijaba a una
tríada de deidades, Ceres. Líber y Libera, que derivaban de las divini­
dades griegas Deméter, Dionisos y Perséfone. La inspiración de este
culto llegó, sin duda, de Cumas, donde Deméter era la diosa principal
y sus sacerdotes gozaban de una estimación elevada. El ascendiente
griego está más subrayado por el hecho de que el templo fue diseñado
según un estilo griego y los nombres de los dos artistas griegos que
fueron responsables de su ornamentación, Damofón y Gorgasos, es­
taban grabados en él (Plinio, Naturalis historia, 35, 154). Las asocia­
ciones plebeyas son numerosas. Se hallaba al pie del Aventino, colina
plebeya por tradición (T. Livio, 3, 31, 1); estaba bajo la custodia de
ediles de la plebe (3, 55, 13: el nombre aediles tal vez denotara en su
origen a un guardián de un templo); las multas impuestas por los tri­
bunos de la plebe fueron utilizadas para su conservación (10, 23, 13); y
los tribunos mismos fueron protegidos por la autoridad de Ceres y cual­
quiera que atentara contra la inviolabilidad de ellos era juzgado como
ofensor de Ceres (Dionisio, 6, 89; Tito Livio, 3, 55, 13, prefiere a Jú­
piter).
De lo cual se sacan dos conclusiones importantes. El culto debe de
haber sido instituido como una reacción ante la escasez de trigo que ya
había sido advertida por entonces. En segundo lugar, los más perjudi­
cados fueron, al parecer, los plebeyos, y al establecer un culto que era,
sobre todo, propio de la plebe y al mirar hacia Grecia en busca de inspi­
ración, tanto religiosa como política, revelan la violencia y las tensiones
internas de Roma en este período.
Aquellas tensiones estallaron, por fin, en una desobediencia civil.
El hambre y la pobreza, resultado de las condiciones de la depresión
desde el 505 a. C., y el mundo perturbado circundante ya habían exas­
perado a las clases más humildes; y en aquellos tiempos el pobre se
volvía más pobre y el rico más rico. Esto puede explicar el motivo por
el cual el tratado de Casio contenía unas previsiones de excepción para
que se zanjaran con rapidez las disputas comerciales. Pero la situación
empeoró en Roma a causa de la existencia de un procedimiento por
deudas muy severo — nexum — que perduró hasta el siglo IV. El siste­
ma exacto no está descrito en ningún texto, pero es posible recons­
truirlo en especial gracias a una larga nota de Varrón (De lnigua Lati­
na, 7, 105) que finaliza así: «un hombre libre que presta sus servicios
con carácter de esclavo a cambio de dinero que debe (una cantidad que
se estipula ante cinco testigos sobre una medida —per aes et
libram—), recibe el nombre de nexus hasta que haya pagado». El
deudor prestaba sus servicios al acreedor como pago de la deuda. Des­
de el punto de vista técnico, ese hombre conservaba sus derechos
cívicos, porque según la ley romana una persona sólo podía vender sus
servicios y no podía venderse a sí misma, pero en la práctica se conver­
tía en un hombre atado (nexus) y podía ser explotado y maltratado a
voluntad del amo. Este lazo no era condicional ni temporario en nin­
gún sentido: se establecía una vez y para siempre, a menos que una
tercera parte se presentara y comprase los servicios del deudor al acree­
dor, con lo que liberaba al primero; porque en un mundo sin dinero
había pocos medios de pagar una deuda una vez que había sido
contraída. El número de nexi y su situación difícil era uno de los rasgos
más lamentables de la sociedad romana arcaica.
Si sólo se hubiera tratado de una explosión entre los ricos y los po­
bres, los hechos del 494 a. C. —la llamada Primera Secesión de la
plebe— serían fáciles de comprender. Lo ocurrido podría ser recons­
truido con cierto grado de probabilidad, aunque el tema se desarrolló y
creció en la medida en que lo tocaron historiadores sucesivos y lo alte­
raron con elementos políticos contemporáneos. Las versiones más an­
tiguas son las brindadas por Cicerón (De re publica, 2, 58, quizá to­
mado de Polibio) y por Lucio Calpurnio Pisón (cónsul en el 133 antes de
Cristo). Las versiones posteriores, que se conservan completas en Tito
Livio y en Dionisio, han sido adornadas por las simpatías políticas y artís­
ticas de los escritores silanos Licinio Macer y Valerio Anrias.
Un cuerpo de plebeyos se retiró al Aventino y «atacó». De acuerdo
con una costumbre itálica antigua, sellaron un juramento comunal de
ayuda mutua entre ellos mismos; más adelante se registró un juramen­
to muy similar de los samnitas. Después de unas negociaciones con el
Senado y con los cónsules, los plebeyos se avinieron a regresar a condi­
ción de que dos magistrados, los tribunos de la plebe (o tribu ni pie bis)
fueran elegidos por los comitia curiata, para cumplir un papel básico
de protección de los individuos, que consistía en evitar los arrestos y los
vajámenes (auxilium). Ese poder no derivaba de una sanción legal, sino
más bien de la certidumbre de que el pueblo acudiría en su apoyo y de
que cualquiera que atentara contra ellos podría ser juzgado por ofensa
contra Ceres (o sea, que podría ser linchado con impunidad). Los dos
primeros tribunos fueron Lucio Sicinio y Lucio Albinio, ambos
nombres etruscos.
Dos rasgos son en particular sorprendentes en esta historia, que in­
tegraba la mitología política popular hasta tal punto que su perfil ge­
neral difícilmente será falso. Los dos rasgos son el nombre y el número
de los tribunos y su elección a través de las curiae. El nombre debe de
haber sido tomado del de los tribunos militares, que mandaban las
unidades de mil hombres (jiltarchoi en griego). Varrón advierte esto,
aunque su explicación es bastante diferente (De lingua Latina, 5,81:
«tribunos de la plebe porque fueron creados según el modelo de los tri­
bunos de los soldados, para defender a la plebe»). Su número, dos,
establece un equilibrio con el de los dos cónsules. La elección a través
de las curiae, y no por los comitia centuriata, sugiere además una des­
confianza ante la organización militar establecida. Hasta que su propia
asamblea tribal fuera instituida en el 471 a. C., los plebeyos más hu­
mildes no habrán sido muy proclives a confiar la elección de sus pro­
pios magistrados a un cuerpo que sólo aceptaba hombres ricos como
miembros, los cuales eran los únicos que podían sacar provecho a las
condiciones perturbadas de los tiempos de guerra que se presentaban,
como la previsión del tratado de Casio acerca de la distribución de los
despojos pone bien en claro.
Por tanto, la disputa, a primera vista, parece haberse producido
entre los ricos (la classis) y los pobres (la infra classem), y se puede pen­
sar que el episodio sirve de apoyo al punto de vista de Momigliano
acerca del verdadero significado del término «plebeyo» (tratado antes,
página 58).
En forma alternativa, se podría experimentar la tentación de distin­
guir un movimiento consciente contra los etruscos o la aristocracia
influida por ellos. Los pobres miraban hacia el mundo griego, esa cuna
de las ideas democráticas o, su equivalente cercano, de la tiranía popu­
lar. La conexión con Cumas, ¿atrajo a la plebe, al menos en parte, por­
que Tarquino, el amigo del pueblo, residía allí, en el exilio? Es verdad
que en los Fasti antiguos aparecen nombres etruscos y no hay dudas de­
que los años hasta el 490 a. C. están marcados por unas relaciones
buenas con las ciudades más importantes del sur de Etruria. Además,
el ejército hoplita era un invento etrusco, en esencia. Y no existe nin­
gún testimonio de una ruptura dramática con Etruria después del
490 a. C., y en las fuentes no existe ninguna indicación de que la
disputa tuviera un motivo étnico. ¿Por qué fueron elegidos tribunos
Albinio y Sicinio?
La tradición histórica siempre consideró que esa querella se había
producido entre dos clases religioso-sociales, los patricios y los plebe­
yos; pero los patricios mismos (es decir, los descendientes de los
miembros del Senado real) habrían estado en una situación de inferio­
ridad numérica, como es obvio. En virtud de los derechos religiosos
heredados (en especial los auspicia, el control secreto de la ley y del
calendario, la administración de los cultos mayores y, tal vez, el mono­
polio del consulado), los patricios podrían, como clase unida, sostener
un gobierno exclusivo y autoritario, pero sólo con la ayuda de un cuer­
po importante de dependientes. Y esto, precisamente, es lo que
poseían las grandes familias patricias. Como lo atestiguan ios Claudios
y más tarde los Fabios, un patricio podía contar con un séquito de
clientes numeroso, quienes le debían prestar servicio a cambio de la
protección que recibían, tal como el apoyo frente a los tribunales de
justicia, que les valdría una buena ventaja en el caso de que el peligro
del nexum surgiese. Festo (228 L.) también indica que los patricios
compraron la fidelidad de los grupos humildes adjudicándoles por sor­
teo parcelas pequeñas de tierras de cultivo. El pequeño comerciante in­
dependiente, el artesano, el artista y el pequeño arrendatario, eran
quienes vivían peor en los tiempos de crisis y los que carecían de un
patrón poderoso al cual volverse en busca de asistencia. Esas personas
bien pudieron ser etruscas. como lo eran la mayoría de los artesanos,
pero no tenían que serlo necesariamente. En rigor, eran pobres y
vulnerables... y plebeyos. No tenían acceso a los elementos claves del
gobierno.
El acuerdo con los latinos, el rechazo de los volscos y las concesiones
con las que se puso fin con éxito a la Primera Secesión, restauraron una
dosis de estabilidad en Roma, de la que no se había disfrutado en vein­
te años. Es verdad que los volscos siguieron constituyendo una amena­
za. También es verdad que unos pocos años después, en el 486 a. C.,
Espurio Casio, quizá porque explotaba la popularidad alcanzada por la
negociación del tratado con los latinos, procuró obtener ventajas de la
escasez de trigo, con el fin de constituirse a sí mismo como tirano. Pero
el intento no prosperó y no tiene significación desde el punto de vista
histórico. Las condiciones estabilizadas permitieron a Roma detener su
decadencia económica y manejar su comunidad dándole un puesto
autónomo y respetable entre las ciudades del Tíber. Es significativo
que el templo de Cástor y Pólux haya sido dedicado en el 484 antes de
Cristo.
EL DECENVIRATO

Las campañas agrupadas con el nombre de Coriolano representan la


cota más alta en la riada de la invasión volsca. Después del 485 a. C..
los volscos todavía ocupaban la atención romana y podían implicar una
amenaza de cuando en cuando, pero su poder había perdido ímpetu.
Las ciénagas Pontinas entorpecieron sus movimientos y quizá debili­
taron sus fuerzas. Hacia el 470 a. C., los romanos habían recuperado la
iniciativa y estaban operando contra la propia Antio (T. Livio, 2, 63-
65). Los peligros más serios en ese momento se concentraban en el
norte. Los romanos firmaron una alianza efectiva en el 486 a. C. con
los hérnicos. que formaban una cuña entre ios volscos y ios ecuos, un
pueblo montañés oseo, como los volscos, que amenazaba el curso supe­
rior del río Tolero, el cual llevaba la Via Latina, la carretera principal
de Etruria, hacia el sur, más allá de Preneste. Los ecuos han dejado po­
cos restos arqueológicos, pero la suya es una historia de persistentes in­
cursiones en el Lacio y de escaramuzas violentas, para lograr el control
de las laderas orientales de los montes Albanos, en especial el puerto
de Álgido. Por primera vez se habla de ellos como de enemigos serios
en el 488 a. C. (T. Livio, 2, 40, 12) y mantienen una lucha incansable
a lo largo de cincuenta años, a veces por sí mismos, otras veces forman­
do una liga con los volscos o los sabinos. Los detalles individuales de la
lucha carecen de importancia. Sobre todo las ciudades fronterizas del
Lacio, como Túsculo y Corbio, fueron las que soportaron el peso de la
guerra. La única situación famosa, la que protagonizó Cincinato al
abandonar su arado (T. Livio, 3. 26), es una leyenda intemporal, cuyas
circunstancias todas fueron fabricadas para proporcionar a este persona­
je una crisis digna de su temple.
Los sabinos, por otra parte, constituían una fuente enorme de an­
siedad, no sólo porque dominaran la Via Salaria y pudieran amenazar a
la propia Roma en forma más directa. En rigor habían hecho eso en va­
rias ocasiones. En el 496 a. C., una partida de merodeadores llegó
hasta las puertas de Roma (T. Livio, 2, 63, 7); y en los años siguientes
quemaron y saquearon el ager Crustumino y la campiña que rodea el
río Anio antes de avanzar, una vez más. hasta las puertas (T. Livio, 2,
64, 3). En el 460 a. C., un grupo de sabinos y otros (los historiadores
romanos los denigraban definiéndolos como exclavos y exiliados), bajo
el mando de Apio Herdonio, logró apoderarse del Capitolio en Roma y
fueron rechazados sólo en última instancia, con la ayuda de un contin­
gente latino aliado que llegó desde Túsculo (T. Livio, 3, 15, 18). Dos
años después estaban en condiciones, otra vez, de montar un ataque
importante contra Roma.
Una parte del secreto del éxito de los sabinos coasistía en el entendi­
miento efectivo que mantenían con los veyenses, al otro lado del Tíber.
Una importante plaza fuerte sabina, Ereto, que se alza no lejos de la
Vía Salaria, guarda un vado vital del río. Un camino lleva hacia esta
plaza desde los centros etruscos de Capena y Lucus Ferortiae, y la in­
fluencia de la cultura etrusca es muy evidente en los fragmentos de cerá­
mica del siglo V hallados en Ereto. De modo que no es sorprendente
encontrarse con un contingente sabino acampado en Veyes en el 475
antes de Cristo, o leer que una fuerza conjunta etrusco-sabina planeaba
cooperar con Apio Herdonio.
Sin duda en un intento de aliviar esa presión por medios diplomá­
ticos, el cónsul Espurio Postumio asoció al dios sabino Sancus con el
antiguo culto de Dius Fidius en el 466 a. C. Dionisio (9, 60, 8) refiere
el hecho con una pequeña diferencia, ya que dice que el santuario que
había sido fundado por Tarquino no había sido dedicado en forma
correcta hasta que el cónsul Espurio Postumio lo solemnizó; pero está
claro que el culto original era simplemente el de Dius Fidius, y que la
identificación con Sancus fue un agregado posterior, hecho antes del
siglo III. Este Sancus era un dios sabino, que velaba sobre los juramen­
tos y la buena fe, es reconocido por varios autores cuyo conocimiento
especial tiene que servir de garantía (Dionisio, 2, 49, 2, cita a Catón el
Viejo; Varrón, De lingua Latina, 5, 66, cita al erudito de comienzos
del siglo II, Elio Estilo). (La adición final al título del dios de la palabra
Sema —Serno Sancus Dius Fidius— pertenece al siglo IV: T. Livio, 8,
20, 8.) El intento de consolidar el apoyo sabino resultó un fracaso
claro.
Los veyenses eran unos adversarios nuevos, y muy peligrosos en
potencia. Los sabinos, volseos y ecuos eran predominantemente nóma­
das; sus tácticas eran las tácticas primitivas de los cuatreros. Pero Veyes
era una ciudad etrusca civilizada: un desafío para Roma. Había sido
construida sobre una meseta rocosa, de casi cuatro kilómetros de largo
y algo menos de dos en su mayor anchura. En el extremo sur estaba si­
tuada la ciudadela (Piazza d'Arrni). a cuyo pie el río Cremera (Val-
chetta), que corre por el lado oriental de la ciudad, se une con el Fosso
dei due Fosse, que corre por el lado oeste. La ciudad, por lo tanto, se
halla rodeada por agua y por laderas escarpadas, aparte de una estrecha
garganta de tierra hacia el noroeste. Su emplazamiento es imponente y
parece casi inexpugnable. Veyes se encuentra a unos veinte kilómetros
de Roma, y su territorio llega hasta las márgenes del Tíber. Constituyó
esa ciudad el centro de un elaborado sistema de caminos: las carreteras
salían a modo de radios hacia las salinas de la boca del Tíber, hacia
Caere, Nepe, Tarquinias, Vulci, Capenay Roma.
La posición geográfica de Veyes contribuyó a su prosperidad tem­
prana. Desde mediados del siglo VI fue un centro artístico floreciente,
que se especializó en terracotas. Eran habitantes de Veyes los artistas
que fueron invitados a decorar el templo capitolino de Roma, y en la
misma Veyes se han descubierto ruinas muy importantes. Dos san­
tuarios fueron hallados en la ciudadela; y un templo espectacular, con
estatuas de Apolo, Hércules y otras deidades, ha sido excavado en el
lugar del Portonaccio, junto a la muralla occidental, del lado de fuera.
Las calles de la ciudad estaban trazadas según un sistema ortogonal y
las casas, es evidente, estaban construidas con cimientos de piedra y
paredes de ladrillos.
Durante el siglo VI y los primeros años del V, las relaciones entre
Roma y Veyes parecen haber sido amistosas. La primera mención de
hostilidades se produce en el 483 a. C., cuando los veyenses inician
una serie de ipeursiones anuales contra el territorio romano. ¿Cómo se
habrá de explicar este cambio? Quizá el único factor primordial haya
sido la decadencia de la influencia etrusca en la Campania. comarca
que proporcionaba a los mercaderes etruscos su principal salida hacia
los mercados griegos. Se produce una señalada caída en la cantidad y
en la calidad de los productos de Veves desde el 480 a. C.. poco más o
menos, que corre paralela con una escala reducida de importaciones de
Grecia. Además, las incursiones de los volscos habrán afectado la co­
municación hacia el sur y habrán acentuado la separación con respecto
a la Magna Grecia. Es decir, que Veyes se encontraba oprimida y la
recuperación que Roma había iniciado agravaba las circunstancias, en
particular si el comercio de la sal volvía a fluir una vez más a través de
la Vía Salaria: porque Roma y Veyes, con salinas al sur y al norte de la
boca del Tíber respectivamente, mantenían una competencia para el
Tarquinios

ETRURIA

Lúeas
Feroniae.

Caere
VeyesJ SABINO:
Fidenas
ROMA x ' ec^ i
Túsculo •I
•Cortijo
MomosTjJ ........ .ti
.. S I
Al barios^ PiiíStn

LACIO
Antlo V O LSC O S

El Lado circa 470 a. C.


abastecimiento de las grandes ciudades del interior. El objetivo de
Veyes consistía en impedir ese comercio y obstaculizar la expansión de
Roma. Para lograrlo, su posesión de una base al otro lado del Tíber, en
Fidenas, y su alianza con los sabinos eran esenciales desde el punto de
vista estratégico.
No existen testimonios de ninguna animosidad antirromana o anti-
etrusca como tales, todavía, pero no puede representar una coinci­
dencia el hecho de que entre el 485 y el 479 a. C. uno de los cónsules
perteneciera a la familia de los Fabios, dado que éstos tenían nexos
particulares con Etruria. En una fecha tan tardía como la del 310 a. C.,
se registra la noticia de que un Fabio, hermano o medio hermano del
cónsul Quinto Fabio Ruliano, era educado en Caere y hablaba el etrusco
con fluidez (T. Livio, 9, 36, 3). En el siglo IV, los Fabios fueron respon­
sables de penetrar en Etruria y de ganarse el apoyo de sus habitantes; y
esta tradición histórica está confirmada por descubrimientos locales,
como por ejemplo el de un texto bilingüe de Clusio, en el que se lee:
Au. Fapi. Larthial - A. Fabi. luenes. Y antes incluso, cuando los galos
llegaron hasta Clusio en su acometida del 391 a. C. hacia el sur, los
habitantes pidieron ayuda a Roma; los romanos respondieron enviando
una embajada de tres Fabios. para investigar la situación y para esta­
blecer un convenio con los galos (T. Livio, 5, 35, 36).
No es fácil valorar el testimonio. Se podría argumentar que la pre­
sencia de los Fabios, tan regular, en los Fasti indica una política agre­
siva adoptada por un grupo en Roma, con la intención de extender la
influencia romana hasta el sur de Etruria, en vista de que la situación
del Lacio ya se había estabilizado. Pero sospecho que esa interpretación
es demasiado elaborada. Roma estaba muy lejos de encontrarse fuerte o
segura; y las correrías de los sabinos sugieren que es más probable que
los veyenses también procuraran explotar las dificultades de los ro­
manos. De ser así, los Fabios habrán hecho esfuerzos, a través de sus
conexiones etruscas, para mantener buenas relaciones con el sur de
Etruria y para contener a los veyenses. También es posible que parte de
las tierras fabianas haya pasado a integrar el ager de Veyes. lo que
habría dado a los Fabios una responsabilidad particular en cuanto al
mantenimiento de la paz. De todas maneras, una vez comenzadas las
hostilidades, en el 483 a. C ., el conflicto fue duro. Las fuentes registran
escaramuzas e incursiones en el 482 y en el 481 a. C., que culminaron
en una batalla mayor en el 480 a. C., en la que Quinto Fabio fue
muerto y otros dos Fabios, incluido el cónsul Marco Fabio, salvaron el
día a último momento. Los detalles de la batalla son ficticios, según se
puede demostrar, pero proporcionan los antecedentes para la decisión
dé enviar efectivos a un pequeño puesto fronterizo sobre el río Cre-
mera, con el fin de controlar la carretera que desde Veyes avanzaba río
abajo junto al Tíber. Este relato ha sido tan recargado con paralelos
herodotanos, tomados en préstamo a la narración de la batalla de las
Termopilas, que es imposible por completo reconstruir lo que sucedió
en realidad. Los 306 Fabios y sus protegidos son lo espartanos y sus
aliados, vestidos con ropas romanas. Todo lo que se puede decir es que
un intento de los Fabios por contener a Veyes sufrió una derrota deci­
siva y a lo largo de varios años subsiguientes los destacamentos veyenses
saquearon los alrededores de Roma con impunidad; en compañía de
los sabinos llegaron a representar una amenaza de gravedad elevadí-
sima. Pero, de modo sorprendente, en el 474 a. C. concluyeron una
tregua con Roma (T. Livio, 2, 54, 1). Las fuentes dicen que la tregua
era por cuarenta años, pero es probable que esa duración sea imaginaria,
cosa que se infiere por la fecha del siguiente estallido de guerra regis­
trado (437 a. C.: T. Livio, 4, 17, 8). Sin embargo, la tregua en sí es
genuina y fue motivada, con amplitud, por el golpe que significó la
derrota aplastante sufrida por los etruscos en la batalla de Cumas.
Cualesquiera que hayan sido las circunstancias exactas, la guerra
con Veyes constituyó un momento crítico en la historia de Roma. Veyes
habría de dominar el horizonte romano a lo largo de los siguientes cien
años y, hasta ser tomana en el 396 a. C., impidió a Roma desarrollar su
comercio y mantener contacto con el sur de Etruria. Por lo tanto, quizá
no sea caprichoso creer que durante aquellos años se desarrolló una
conciencia de una identidad romana específica, una identidad distinta
de la etrusca o de la latina. Ya no se hallan inscripciones etruscas en
Roma; las importaciones etruscas disminuyen aún más y casi llegan a
desaparecer después del 450 a. C. Quizá es más significativo que un
número de nombres etruscos desaparezcan para siempre. ¿Qué sucedió
con los Lacios, los Cominios, ios Casios, para no nombrar más que tres
familias que habían brindado figuras prominentes en los tiempos ar­
caicos de la República y de las que después no se vuelve a saber nada
hasta ya pasado el 480 a. C.? Algunos de ellos tal vez hayan mueno,
pero otros bien pueden haber regresado a Etruria.
Éste era el marco externo dentro del cual hay que ver la evolución
política de Roma. Una vez desaparecido el peligro inmediato que plan­
teaba Veyes en el 474 a. C., Roma aún tenía que enfrentarse con los
pillajes de los sabinos y de los ecuos; pero los latinos y los hérnicos, al
parecer, permanecieron leales y los volscos habían perdido su empuje.
No fue un período pacífico, pero igualmente ya había pasado el tiempo
de la crisis; y esto permitió a la nueva generación reflexionar acerca de
lo poco que habían conseguido la Secesión de la plebe y el nombra­
miento de los tribunos. Por desdicha, no existe: i 1 cchos documentados
que permitan determinar cuáles eran los resenumientos específicos.
En cierto sentido, los problemas habrán seguido siendo los mismos:
deudas, escasez de trigo, pobreza en el comercio, leyes oscuras y la ven­
taja injusta de que gozaban los patricios (y sus protegidos) frente a los
plebeyos. En un principio, el único remedio para los plebeyos parecía
ser una mejoría en las concesiones que ya habían obtenido. En el 471
antes de Cristo, tuvieron éxito en su intento de establecer una tercera
asamblea basada en las tribus (opuesta a las de las centurias o de las
curias), como unidad electoral para la que sólo los plebeyos eran ele­
gibles. Tanto Tito Livio (3, 58, 1) como Dionisio (9, 41) lo explican
muy bien: el objetivo de esa medida consistía en impedir que los pa­
tricios estuvieran en condiciones de influir en la votación, de manera
que resultaran elegidos tribunos manejables o corruptibles. En segundo
lugar, el número de tribunos fue aumentado de dos a cuatro (Diodoro,
11, 68, 8), o tal vez a cinco (Pisón: Tito Livio, 2, 58, 1). Cuatro es más
probable ya que el quinto nombre, Lucio Maecilio, parece una simple
duplicación del cuarto, Icilio, y el número cuatro quizá refleje las
cuatro tribus urbanas, en las que habrán estado la mayor cantidad de
los plebeyos que necesitaban protección y asistencia. Los dos hechos
pertenecen a una misma circunstancia y la fecha tradicional es razo­
nable. Tiene que haber sido anterior al 450 a. C., porque las Doce
Tablas, al hablar de la asamblea máxima (maximus comitiatus), da
como implícita la existencia de las tres asambleas, y es posible que esto
se remonte a un período posterior a la tregua con Veyes, que había
proporcionado un respiro. Los nombres. Cayo Sicinio (o Cneo Siccio),
Lucio Numitorio, Marco Duilio y Espurio Icilio, son adecuadamente
auténticos.
Sin embargo, dos factores deben de haber contribuido a alterar la
posición general. El surgimiento de Roma como potencia indepen­
diente la llevó a mantener un contacto creciente con el mundo griego,
en especial Cumas y las ciudades sicilianas a las que compraba el trigo.
Ya hemos observado la influencia griega en las circunstancias referidas
a la institución del culto de Ceres. Además, las guerras contra los persas
habían hecho que la Magna Grecia y la Grecia continental, sobre todo
Atenas, estrecharan sus relaciones. Las ideas atenienses acerca de la
democracia comenzaban a expandirse por el Mediterráneo. De las ac­
ciones de Pericles y Efialtes no fue una consecuencia menor, en el 463
antes de Cristo, el flujo repentino de la publicación de leyes y decretos.
La democracia tenía que ser vista y oída en acción, si se trataba de una
democracia verdadera. Estas ideas griegas no fueron perdidas para los
conductores del pueblo romano. El segundo factor fue que, hacia el
460 a. C, se había puesto bien en claro que el patriciado constituía un
cuerpo fijo, cerrado. Dado que ya no existían reyes, no podía haber
nuevos patricios ennoblecidos, porque una de las prerrogativas de una
monarquía sacralizada era adjudicar el títuio de patricio. Cualquier
plebeyo arribista y tocado por el éxito, que podría haber tenido una
oportunidad de ser reconocido como cabeza de una familia merecedora
de una plaza en el Senado, y que por ende se habría convertido en
patricio bajo la monarquía, quedaba ahora excluido en forma perma­
nente. Se necesitaría el transcurso de una generación para advertir estas
consecuencias de la expulsión de los Tarquinos.
El esfuerzo propio y los mecanismos defensivos rudimentarios del
tribunado no iban a hacer más que proteger a los individuos de la in­
justicia evidente y del abuso. Los patricios poseían las llaves del go­
bierno porque sólo ellos eran dueños del control religioso de la ley y de
todo lo que eso implicaba (el calendario, los auspicios y demás). Para
que los plebeyos hicieran algún adelanto, tenían que tener un acceso
abierto al conocimiento de la ley y del procedimiento legal y de go­
bierno. Sólo así podían llegar a utilizar el gobierno o a rehuir de éi por
sí mismos. Después de conseguir esa situación, sólo mediaría un paso a
la posibilidad de hacer o reformar la ley.
De modo que a partir del 462 a. C., se produjo una presión para
que se publicaran las leyes. La primera propuesta estuvo asociada con el
nombre de un tribuno, Cayo Terentilio Harsa (T. Livio. 3, 9, 2), o
Cayo Terencio (según Dionisio, 10. 1, 5). El nombre Terentilio es tal
vez etrusco y, aunque no está atestiguado en ningún otro caso para un
período tan temprano, no resulta increíble. La propuesta de este tri­
buno consistió en formar una comisión de cinco hombres para que
escribieran las leyes acerca de los poderes consulares. Pero en este caso,
Dionisio es una autoridad más fiable. La propuesta se pospuso durante
cierto número de años sin que se la pusiera en ejecución, hasta que las
circunstancias conspiraron para que el gobierno se viera forzado a po­
nerla en práctica. Los historiadores romanos atribuyen la presión, en
particular, a un hecho escandaloso: el hijo de Cincinato, Caeso Quinc-
tio, fue acusado de agresión por un ex tribuno, Marco Volscio Fíctor, y se
fugó (T. Livio, 3, 11-24). Sin embargo, todo el caso debe de ser una
ficción (como lo indicaría en sí mismo el nombre Volscius Fictor) pen­
sada para proporcionar un paradigma del procedimiento de la fianza
(vadimonium). El relato está repleto de detalles no históricos, como la
suma implicada (tres mil asses) y el subsiguiente retiro de cincinato, y
hay que desecharlo. La presión verdadera provino de dos hambres muy
serias en el 456 y en el 453 a. C., unidas a los pillajes incesantes de ios
sabinos y de los ecuos. La gota final fue una innovación incompren-
siblc, atribuida a los cónsules Aternio y Tarpeyo, en el 454 a. C. Pre­
viamente no se había utilizado la moneda como medio de intercambio
en Roma, excepto en forma simbólica, como un peso de metal en al­
gunas transacciones, el nexum por ejemplo. El contacto creciente con
las ciudades griegas bien puede haber contribuido a que se promulgara
una ley. pues es citada por Cicerón (De re publica. 2, 60), Aulio Gelio
(II, 12) y Festo (268 L.), en la que se establecía que un buey equivalía
a diez ovejas y a cien libras de bronce (asses). Toda vez que los asses
figuran en las Doce Tablas, esa ley habrá sido promulgada antes del
450 a. C. Como ha quedado demostrado en todas las sociedades, la
institución del sistema monetario como medio de intercambio ha sido
responsable de que se produjera un efecto destructor en la economía y
de que se incrementaran las deudas. Aunque la acuñación de moneda
en el Ática es posterior a Solón, los problemas económicos con los que
Solón tuvo que enfrentarse, en parte, fueron provocados por la muy re­
ciente implantación de la moneda en el mundo Egeo. El carácter grave
de la situación económica puede juzgarse por el movimiento organi­
zado por los plebeyos para reclamar el Aventino como distrito parti­
cular propio.
Dentro de ese clima se llegó a un acuerdo para establecer una co­
misión de diez (decenviros), que debía regularizar y publicar las leyes.
Con el paso del tiempo, los hechos fueron muy alterados. La versión
más antigua, quizá derivada de Polibio y por él de los primeros histo­
riadores romanos, hablaba de los diez comisionados, que debían «sus­
tentar el poder supremo y escribir las leyes» (Cicerón, De re publica, 2,
61). Los diez nombres, encabezados por el de Apio Claudio y el de
Tito Minucio (Diodoro, 12, 23, 1; T. Livio y Dionisio citan a Tito Ge-
nucio, una figura menos prominente), deberían haber sido incluidos
en la inscripción original que dejara establecidas las leyes. El estudio de
las Doce Tablas llevado a cabo por los eruditos de los siglos 11 y I,
como Sexto Elio Paeto y Lucio Elio Estilón Preconino, reveló la pre­
sencia de elementos griegos en algunas de ellas, en particular las leyes
suntuarias, y por esto se inventó una conexión directa con Grecia. Dos
alternativas quedaron planteadas. Los analistas adoptaron la impru­
dente y halagüeña hipótesis de que una embajada romana (Espurio
Postumio, Aulo Manlio y Publio Sulpicio, según Tito Livio, 3, 31, 8)
habían visitado Atenas para consultar las leyes de Solón y otras leyes
griegas. El anticuario Varrón identificó una estatua de Hermodoro en
el Foro romano y la definió como el retrato de un exiliado de Efeso que
había huido hacia el oeste con los secretos de la justicia jonia y los
había expuesto ante los decenviros (Plinio, Naturalis historia. 34, 21).
Ninguna de las dos alternativas resulta siquiera posible en lo más mí­
nimo y los elementos griegos provienen del contacto general con el
pensamiento helénico, ya fuera del directo o del indirecto (a través de
Etruria), que había existido a lo largo de cien años.
Los decenviros redactaron las Doce Tablas (o listas) de la ley. Las
leyes mismas no se han conservado, pero fueron enseñadas con regula­
ridad a los niños hasta finales del siglo 11 a. C. y durante la mayor parte
de la antigüedad estaban al alcance de los juristas que las quisieran
anotar. Fueron citadas por sus peculiaridades lingüísticas en los textos
de los gramáticos y de otros especialistas, o para ejemplificar los prin­
cipios fundamentales de la ley en discursos de oradores, políticos y
legisladores. Algunas de sus previsiones, pocas, fueron de interés para
los historiadores (por ejemplo, conubium). A través de esas citas hemos
reconstruido lo esencial de aquellas leyes. El resultado se muestra como
«una mezcla desvergonzada de ley privada, legislación pública y normas
administrativas acerca de la higiene y la salud pública». Sin embargo,
se puede recuperar lo bastante como para obtener una idea justa de su
alcance, que puede resumirse como sigue:
1. Procedimiento para acudir a la justicia y citar a un oponente a
la corte (manus iniectio). El orden adecuado de las acciones ante el tri­
bunal y el procedimiento pata las fianzas en caso de comparecencia
(vadimonium).
2. Procedimiento acerca del depósito pagado en el tribunal por
las partes de una disputa. Las circunstancias que justifican la pospo­
sición del proceso, por ejemplo una enfermedad o la ausencia inevi­
table de una de las partes. Penalidades por incumplimiento.
3. Acción por deuda. Si ha habido juicio contrario a una de las
partes, ésta disponía de treinta días para pagar. En caso de no hacerlo,
después de ese período era llevado ante la magistratura y o bien aporta­
ba un representante (vindex). que debía responder por un monto doble
que el de la deuda, o bien quedaba obligado con el acreedor durante
sesenta días; después de ese plazo podía ser vendido como esclavo al
otro lado del Tíber, es decir, en el extranjero (trans Tiberim: la actitud
hacia Etruria es muy notable), si la deuda seguía sin ser pagada.
4. Disposiciones acerca de la familia, en especial los derechos del
cabeza de familia {patria potestas); las garantías para matar niños de­
formes y las reglamentaciones acerca del divorcio (el marido, en una
fórmula, ordena a la mujer que recoja*us pertenencias).
5. Previsiones acerca de las mujeres, lo hijos, los enfermos men­
tales que se hallen bajo tutela. Las reglamentaciones acerca de las úl­
timas voluntades y de la situación de carencia de testamento.
6. Disposiciones acerca del nexum. Una esposa se convierte en po­
sesión (rnanus) de su marido a menos que pase tres noches fuera de su
casa cada año. Procedimiento para resolver los casos disputados de posi­
ción social (es decir, esclavo o libre). Prohibiciones de dañar la pro­
piedad de otras personas. Los extranjeros no tienen un título legal
adecuado.
7. Reglamentaciones internas acerca de límites, acerca del mante­
nimiento de caminos y desagües, acerca de la propiedad de bellotas, y
otros similares, que cayeran en tierras de un vecino
8. Las ofensas contra otras personas y propiedades. Fórmulas
mágicas y demostraciones públicas contra individuos (occeptare) que
quedan prohibidas. Penas por agresión (talio, «ojo por ojo»), a menos
que se llegue a un acuerdo mutuo, en el caso de membrum ruptum,
300 asses por os fractura, prender fuego, talado de los árboles de otra
persona, robo nocturno de la cosecha, hurto de día o de noche. El
interés no ha de ser mayor al 100 por 100 anual. Garantías para los
dependientes, los tutores reciben una pena duplicada, un patrón que
defrauda a sus clientes queda maldito (patronus si ciienti fraudern fe-
cent, sacer esto), los testigos falsos son arrojados desde la roca Tar-
peya. Restricción de las asambleas nocturnas. Disposiciones para las
asociaciones y las asambleas.
9. No puede haber leyes que se promulguen contra los individuos
('privilegia ne inroganto). Los casos capitales que involucren a ciuda­
danos deben ser oídos sólo ante la asamblea principal, es decir, los co-
rnitia centuriata (de capite civis tiisi per maxiraura coraitiatura ne fe-
runto).
10. Reglamentaciones referidas a los gastos y las costumbres de los
funerales. (Éstas fueron modeladas con amplitud sobre sus precedentes
solonianas.)
11. Un patricio no puede casarse con una plebeya. Norma acerca
de interpolación. Publicación del calendario.
12. Responsabilidad por los crímenes cometidos por esclavos
(noxales actiones).
Es posible que este sumario brinde una visión del alcance principal
de las Doce Tablas, pero deja sin respuesta muchas preguntas de im­
portancia crucial.

1. Los juristas siempre han hablado de las Tablas como de un


único cuerpo de legislación, pero todos los historiadores hablan, en
forma consistente, de las dos últimas Tablas considerándolas una adi­
ción tardía, hecha por una segunda comisión de diez personas al año
siguiente (Cicerón. De re publica, 2, 63; T. Livio, 3, 37. 4; Diodoro,
12, 26). Es un inconveniente el hecho de que esta cuestión no pueda
ser resuelta arqueológicamente. El plural Tablas (Tabulac) implica que
las leyes fueron escritas, en su origen, sobre trozos de madera sepa­
rados, y así lo afirmaba en el siglo II de la era cristiana el legista Pom-
ponio. En una etapa posterior fueron grabadas en bronce (T. Livio, 3.
57, 10; Diodoro) y fijadas en el Foro. Por lo tanto, no existe un medio
para determinar cuántas fueron las Tablas, en un principio. Sin em­
bargo, el segundo Decenvirato no es más que una ficción, ya que con­
tiene varios nombres absolutamente no históricos (por ejemplo, Manió
Rabuleio; cfr. rabula: «picapleitos»). Fue inventado porque se conside­
raba que el Decenvirato había sido un paso adelante en la historia de
Roma, pero una de las reglamentaciones de las Once Tablas (la que
estipulaba que estaba prohibido el matrimonio entre plebeyos y pa­
tricios) fue rechazada con fuerza, como lo demostrarían los aconteci­
mientos posteriores. Una solución consistía en suponer que las dos
últimas Tablas fueron agregadas por hombres malignos y poco escrupu­
losos, a las disposiciones visionarias y reformadoras de los predecesores.
En mi opinión, hay que dejar de lado el segundo Decenvirato, por
completo, junto con los relatos románticos que con él se relacionan,
como el de Apio Claudio y Virginia. Todo eso fue pensado para adorno
de las Doce Tablas y para simplificación de la historia.
2. Sin embargo, la disputa plantea la cuestión difícil de hasta qué
punto innovaron los decenviros o hasta qué punto sólo codificaron la
práctica existente que, hasta entonces, había permanecido sin publicar.
Es evidente que no se puede basar nada en las leyendas de consultas a
la ley ateniense y no es fácil emitir juicios tomando como punto de
partida el contenido actual. Las multas de dinero fueron introducidas
pronto: el 'nexum y la mayoría de los procedimientos legales como la
manus inectio, vindicado, vadimonium parecen haber existido ya
desde antes, pero no tenemos «casos» en los que podamos apoyarnos.
Tres campos en los que se puede sospechar una innovación se han
mostrado curiosamente difíciles.
a) Las disposiciones restrictivas acerca de funerales, incluidas las
limitaciones de los velos funerarios, las ropas de duelo, los flautistas,
los adornos de oro, proporcionan ciertas indicaciones temporales, por­
que las tumbas datables de Tarquinos, fechadas entre el 530 y el 470
antes de Cristo, muestran testimonios claros de esas extravagancias y se
puede presumir que todo aquello existió en la Roma de la dinastía tar-
quiniana. Pero si se puso fin a todo ello por manos de los decenviros o
si, como se podría suponer en forma razonable, el impedimento surgió
de la necesidad económica general y del rechazo nacionalista contra
Veyes y Etruria después del 483 a. C., es una circunstancia que resulta
complicado dirimir.
b) La ley que prohibía el matrimonio entre los patricios y los ple­
beyos era considerada, por los historiadores adheridos a prejuicios,
como un innovación, pero se trata de un problema que, en nuestras
condiciones actuales de información, no podemos resolver, porque no
conocemos con certeza la situación de ciertas familias consulares que
aparecen en los Fasti arcaicos, pero que en los tiempos posteriores
surgen como plebeyas (cfr. p. 59). No existe ningún ejemplo indiscu­
tible de un matrimonio mixto en tiempos de la monarquía o de la Re­
pública antigua.
c) La ley por la que ningún ciudadano podría ser condenado a
muerte, a menos que esa condena proviniese de un tribunal de justicia,
apela a ciertos oscuros precedentes legales. Existía una tradición es­
tablecida, invocada en el momento del asesinato de Tiberio Graco, en
el 131 a. C., por la que los tiranos en potencia podían ser eliminados
con impunidad, iure caesi: esas personas se habían salido fuera de la
constitución y, por ende, si se los mataba, era correcto. Por esta causa
fue justificada la muerte de un demagogo. Espurio Maelio, en el 440
antes de Cristo, según historiadores tardíos (T. Livio, 4, 13). Sin em­
bargo, el caso más notable fue el de Espurio Casio, a quien se acusaba
de haber planeado todo para llegar a la posesión del poder absoluto,
pero fue descubierto y ejecutado. Por desdicha, las fuentes difieren
acerca de si su muerte fue el resultado de que su padre, ultrajado, ejer­
ciera su autoridad paterna (patria po/estas) o si fue emplazado ante los
duoviri (los magistrados responsables), de acuerdo con la constitución,
y juzgado como traidor. Los opiniones están muy divididas. Me inclino
a creer que fue juzgado en forma sumaria por su padre, pero ni siquiera
esto sería una prueba de que los decenviros hayan introducido una
innovación. Desde la muerte de Espurio Casio, había pasado una gene­
ración entera.
d) El testimonio menos explícito se refiere a lo que establecían las
Doce Tablas acerca del calendario y de los Fasti. Los decenviros tienen
a su favor una disposición acerca de la intercalación, pero hasta allí
llegan las fuentes (Macrobio, siglo V de la era cristiana, citando a [Sem-
pronioj Tuditano [siglo I a. C.] escribe de intercalando populum To­
gasse). La normalización de un calendario lunisolar es quizá, como se
ha argumentado, una innovación de Tarquino (cfr. p. 41), y tendrá
que haber implicado cierto principio de intercalación. No se sabe si los
decenviros hicieron públicos los cálculos matemáticos sobre lo que se
basaba aquella intercalación o si, a la luz de los efectos prácticos del
calendario, introdujeron cierta modificación. La única referencia es un
inciso de Cicerón en una carta a su amigo Ático (ad Aííicum, 6, 1, 8):
«preguntas acerca de Cneo Flavio. Sin duda no precede a los decen­
viros, porque era curule aedtle (edil curul), magistratura que fue creada
mucho tiempo después de los decenviros. ¿Qué logró, pues, al pu­
blicar los Fasti"? El punto de vista consiste en que la Tabla, importante
en este aspecto, se extravió en cierta época, de modo que sólo unos
pocos tuvieron acceso a la tabla temporal legal». Cicerón da por sen­
tado que las Doce Tablas incluían la publicación del calendario, en el
que se señalaban hechos tan importantes como los festivales públicos y
los días adecuados para los asuntos legales o legislativos (cfr. p. 42). En
vista de que los festivales primarios y tradicionales (con la posible
excepción del de Lucaria) parecen pertenecer a la época previa al 450
antes de Cristo, no está fuera de lugar creer que los decenviros lo hi­
cieron conocer públicamente en esta ocasión y para siempre. En la
práctica, éste era un gesto que debiera de haber sido de gran valor para
los plebeyos que quedaban excluidos del conocimiento de los misterios
religiosos. Sin embargo, tampoco ésta es una prueba concluyente de
una innovación.
Los estudios profundos y sutiles realizados por Franz Wieacker han
establecido, más ailá de toda duda, que el mundo de las Doce Tablas
es el mundo de la Roma de mediados del siglo V a. C. Pero no fue una
tarea de la comisión de decenviros la reforma del sistema. Su labor
debía ser la de clarificarlo y hacerlo conocer. Por lo tanto, era natural
que, al descubrir los hechos, los plebeyos estallaran en una explosión
instantánea y devastadora.
LA REFORMA POLÍTICA DESPUÉS
DEL DECENVIRATO

La plebe protagonizó una segunda secesión. Al retirarse de Roma,


volvieron a llevar las cosas a un punto muerto y obtuvieron por la
fuerza ciertas concesiones. Las fuentes históricas atribuyen la ruptura
final a las ambiciones tiránicas de Apio Claudio, que había amenazado
con retener su poder consular como decenviro por tiempo indefinido y
abusó de las mismas leyes que él había pensado para hacer que una
joven inocente, Virginia, cayera entre sus garras. También se agrega
otro mito romántico, que más adelante sería muy invocado para ilustrar
con ejemplaridad el heroísmo romano. Lucio Siccio Dentado, cuyas
proezas habían salvado a Roma en muchas ocasiones, fue condenado a
muerte por Apio Claudio, sin compasión. Ninguno de estos relatos
tiene una base histórica adecuada. La verdadera provocación fue el
conocimiento repentino, a causa de la publicación de las Doce Tablas,
de las incapacidades constitucionales y legales de los plebeyos. Con un
patriciado que se había convertido en una casta fija, los plebeyos no
podían esperar ningún avance político (ni por ia obtención de una
magistratura ni por el matrimonio) y tenían pocas perspectivas de me­
jorar su desventajosa posición con respecto a los patricios, dueños de la
organización patrono/cliente. No fue la última vez en que el conoci­
miento de la verdad precipitó una revolución. Es mis difícil establecer
cuáles fueron las verdaderas reformas introducidas en aquella-ocasión.
Los historiadores distinguen tres clases principales:
1. Las leyes introducidas por los cónsules Lucio Valerio y Marco
Horacio, que gozaban de simpatías populares, en el 449 a. C., como
pane de una negociación global que llevaba la secesión a un fin.
2. Fortalecimiento de la organización de la plebe, en especial del
tribunado.
3. Las medidas subsiguientes que tenían la finalidad de enmendar
aquellas disposiciones de las Doce Tablas particularmente desventajosas
para ios plebeyos.
Después de transcurrido tanto tiempo, no es fácil saber si esta di­
visión tripartita es correcta desde el punto de vista histórico; pero un
examen cuidadoso, que incluye el rechazo de algunos de los testimo­
nios antiguos, proporciona el resultado de un panorama coherente,
que en términos muy amplios concuerda con el relato tradicional y que
responde a las necesidades sociales de aquella época, al menos en la
medida en que podemos tener idea de ellas.
1. A Valerio y Horacio se adjudican tres leyes estudiadas para
mejorar la posición de ios plebeyos. Cada una de ellas es objeto de una
disputa.
La primera tendía sólo a establecer que «lo que la plebe decidía en
la asamblea de las tribus sería impuesto a todo el pueblo» (T. Livio, 3.
55, 1). La asamblea tribal había sido creada en el 471 a. C. para la
elección de los tribunos (cfr. p. 106), pero muy pronto se la reconoció
como una asamblea eficiente y representativa. Sin embargo, en esta
fecha son inconcebibles unos poderes tan completos. En todo caso, se
sabe que la condición plena de ley no era acordada a las decisiones de
la asamblea tribal (plebiscita) hasta la Lex Hortensia del 287 a. C.
O bien esta ley vaJerio-horaciana es una ficción total, o bien constituía
una medida de alcance mucho mayor que el que comenta Tito Livio.
Existen restos de plebiscita que al parecer tuvieron fuerza de ley en el
siglo IV (en especial en el 366 y en el 342 a. C.) y Tito Livio menciona
una Lex Publilia del 339 a. C. (8, 12, 14) casi con exactitud en los
mismos términos que la ley valerio-horaciana. Los especialistas están
divididos en sus puntos de vista. E. S. Stravelev, que procura reconciliar
todos los testimonios, sostiene que la finalidad de la ley valerio-hora-
ciana era asegurar que si el Senado autorizaba la decisión de una
asamblea tribal, ésta tendría fuerza de ley, que en el 339 a. C. una
autorización senatorial fue limitada a las leyes introducidas en la
asamblea tribal por magistrados plebeyos, en tanto que las leyes intro­
ducidas por un cónsul en esa asamblea ya no requerirían la autoriza­
ción, y que en el 287 a. C. incluso esta limitación fue abolida. No se
menciona la autorización senatorial, desde luego, en los términos de
las supuestas leyes del 449 o del 339 a. C. y no sabemos, simplemente,
en qué momento los cónsules comenzaron a utilizar la asamblea de las
tribus para despachar los asuntos nacionales (opuestos a los puramente
plebeyos). Sólo se puede juzgar hasta qué punto es creíble esta ley
dentro del contexto general de la legislación atribuida a Valerio y Ho­
racio. En los documentos de los ochenta años siguientes no existe nada
que sugiera que esa ley estaba en acción.
Y la segunda ley no es histórica, sin lugar a dudas. Los términos
que le adjudica Tito Livio (3. 55. 3) son éstos: «nadie puede crear nin­
guna magistratura sin una petición (provocatio)*. En esencia, la pro-
vocatio era el derecho de citar fuera de la jurisdicción sumaria de un
magistrado, en particular el cónsul, y ante la asamblea de todo el
pueblo. La cuestión básica consiste en determinar hasta qué punto
estaba establecido este derecho y en qué nivel operaba. Una tradición
más antigua que Livio, conservada también por Cicerón (De re pu­
blica, 2, 53, 4) y que se remonta hasta Polibio y aún más atrás, sostenía
que el primer cónsul, Publio Valerio, en el 509 a. C., había introdu­
cido un decreto por el que «ningún magistrado podía matar o castigar a
ningún ciudadano romano que desafiara una citación ante el pueblo»,
y este derecho había existido incluso bajo ¡a monarquía. Además, «las
Doce Tablas, en varias leyes, indicaban que existía un derecho similar
de apelación en caso de juicio y condena. La tradición acerca de que los
decenviros que escribieron las leyes fueron elegidos sin apelación (sitie
provocatione creatos) es indicación suficiente de que los otros magis­
trados no eran elegidos sin ella. Una ley consular de Lucio Valerio Po­
tito y Marco Horacio Barbado establecía que ninguna magistratura
podía ser creada sin una apelación». Existe una ambigüedad profunda
en este testimonio. Al parecer, dos son las cosas que se infieren: a) que
el Decenvirato tuvo poderes absolutos (es decir, que no se podía apelar
de sus decisiones) y que la ley valerio-horaciana fue pensada para evitar
que esa magistratura autocrática volviera a darse en el futuro; y, por
inferencia; b) que no se podía apelar de la jurisdicción sumaria del
cónsul (coercitio). La primera proposición es casi increíble. El Deccnvi-
rato era una comisión que debía poner por escrito las leyes y una forma
alternativa de gobierno. La creencia en sus poderes absolutos es parte
esencial del crecimiento del mito acerca del comportamiento tiránico
de Apio Claudio. La segunda proposición es más difícil de valorar. El
testimonio de Cicerón debe de estar errado en cuanto al derecho del
magistrado de castigar sin apelación, porque no hay duda de que esa
restricción del poder magistrado fue introducida por una ley de un
grupo de tres (todas llamadas Leges Porciae), promulgada a comienzos
del siglo II. En lo que se refiere aJ poder de ejecutar del magistrado, el
derecho de apelación parece estar incorporado en las Doce Tablas ya,
bajo la disposición que establece: «nadie será condenado a la pena ca­
pital sino delante de la asamblea de todo el pueblo» (cfr. p. 119). No
está claro cuándo fue establecido ese derecho, pero, si las Doce Tablas
consolidaron la ley mis que hacer innovaciones, es posible que ese
derecho tuviera ya larga data, que incluso se remontara a la institución
misma del consulado dual. Lo que Cicerón quiere decir al escribir que
ese derecho de apelación estaba especificado en varias leyes de las Doce
Tablas está poco claro, dado nuestro conocimiento fragmentario del
contenido de esas leyes; pero ya que la pena de muerte estaba fijada
para muchos delitos, puede referirse simplemente a esas disposiciones.
En cualquier caso, no parece que haya espacio para una ley como la
que se adjudica a Valerio y Horacio, que fue inventada para dar un
apoyo a la imagen democrática de esos dos cónsules. Y si éste es el
caso, está claro que también socava la historicidad de la primera ley.
Sin embargo, le rercera ley es más circunstancial. «Aquel que co­
meta injuria contra los tribunos de la plebe, los ediles, los jueces de-
cenvirales (decernvim itidicibus) habrá cometido injuria, penada con la
vida, contra Júpiter y sus posesiones serán vendidas en el templo de
Ceres, Líber y Libera». Esta ley es mucho más plausible. Es una nueva
exposición formal del juramento tomado en los tiempos de la primera
secesión, en el 494 a. C.; y la disposición acerca de la venta de los
bienes en el templo de Ceres está de acuerdo con el carácter de ese
templo (cfr. p. 104) y también con la bien testimoniada tradición de
que los bienes de Espurio Casio, que intentó llevar a cabo un golpe de
Estado en el 486 a. C. (cfr. p. 107), fueron, asimismo, dedicados a
Ceres. Una ofrenda en ese templo, en la que todavía se registraba la
dedicación, estuvo al alcance del historiador Pisón (Plinio, Naturalis
historia, 34, 30). La única dificultad concierne a la lista de oficiales
especificada en la ley. Los tribunos ya existían; los ediles (el nombre se
refiere a alguien que esté a cargo de un templo o aedes) pueden ser su­
puestos sin mayores inconvenientes; pero los jueces decenvirales (si se
trataba de un único grupo, porque la expresión latina también podría
ser traducida por «los decenviros y los jueces») son mucho más difícil­
mente identificables, Mommsen consideró que se trataba de un cuerpo
conocido más tarde bajo la denominación de decemviri silitibus tudi-
candis, que entendían en casos en los que se discutía acerca de la si­
tuación de los ciudadanos y los esclavos, pero al parecer ese cuerpo fue
instituido sólo después del 242 a. C. Por lo tanto, o bien estamos ante
una sección primitiva de la que no sabemos nada más, o bien la ley
registrada por Tito Livio contiene un anacronismo. Si se hace un re­
sumen, lo primero es lo más probable. La plebe, en ese caso, habría
instituido no sólo diez tribunos, sino también diez oficiales propios
para que investigaran ciertos asuntos judiciales. Si esta ley es genuina,
señala un escalón significativo en el desarrollo constitucional. Lo que
antes había sido un órgano puramente sectorial se convertía en una
parte del orden constitucional reconocido.
Las leyes de Valerio y Horacio, por lo tanto, pasaron a ofrecer una
reforma muy pobre. Sólo otorgaron algo de fuerza y reconocieron en
forma oficial algunas instituciones plebeyas que ya existían.
2. Otras dos medidas están asociadas con esos años, pero no han
sido atribuidas de modo específico a Valerio y Horacio. La primera es el
acrecentamiento del número de tribunos de cuatro a diez. Tito Livio
sitúa el hecho en el 457 a. C. (3, 30, 7). seis años antes del Decenvi-
rato. La fecha no es imposible, ya que hemos visto que, al parecer,
existía un grupo de diez «jueces» plebeyos ya hacia el 449 a. C., pero es
más probable que el aumento estuviera inspirado en un deseo de
igualar el número de los decenviros. La confusión podría haber surgido
del simple hecho de que Cayo Horacio fue el cónsul del 457 a. C. y
Marco Horacio el del 449 a. C. y de que ese cambio fuera adjudicado
al otro Horacio. De todas maneras, a partir de ese momento el total
fue de diez y siguió siéndolo a lo largo de toda la historia romana. La
segunda medida es más compleja. Era motivo de discusión determinar
si un tribuno podía ser reelegido por uno o más años. Si así no fuera,
¿qué ocurriría en el caso de que no se presentaran los candidatos sufi­
cientes o si la asamblea tribal lograra acuerdo en un número menor de
diez? Esto constituyó un tema apasionado de discusión en el siglo II,
cuando Tiberio Graco reclamó el derecho de presentarse a la reelección.
Fueron desenterrados o inventados unos precedentes y, según Appiano
(1. 21), existía una ley por la que se estipulaba que, si había una defi­
ciencia de candidatos, el pueblo podría elegir a cualquiera (o sea in­
cluso a los tribunos anteriores, que normalmente no hubieran estado
en condiciones de ser elegidos). Esta ley (aunque desde el punto de
vista técnico no se trata de una ley, porque sólo regulaba el procedi­
miento para las elecciones de los tribunos de la plebe) es casi la misma
de una propuesta atribuida al tribuno Lucio Trebonio en el 448 a. C.
(3, 65, 3): «que el magistrado que preside una elección seguirá convo­
cando a la plebe para elegir tribunos, hasta que haya efectuado la elec­
ción de los diez». La inferencia que se puede deducir de esta propuesta
es que hasta el número de diez, las vacantes quedaban desocupadas o
bien eran ocupadas por votación de los ya elegidos. Los historiadores
tenían noticia de otra ley que, según se suponía, estipulaba precisa­
mente que (3, 64, 10): «Si os convocaran a votar diez tribunos de la
plebe; si por alguna razón eligierais hoy menos de diez tribunos de la
plebe, entonces permitid que aquellos a los que elijan los tribunos
electos sean tribunos de la plebe en forma legal, tal como aquellos a
los que habéis aclamado hoy y habéis elegido para esa magistratura».
Pero se puede demostrar, sobre la base del propio texto, que esta ley es
un fraude, quizá perteneciente al siglo II a. C., fraguado para propor­
cionar un antecedente de la votación de los colegas ya elegidos.
De estos testimonios y su análisis surge la certeza de que en esta
época fue llevada a cabo cierta regularización de procedimiento de la
elección de los tribunos. Esto quedaba limitado por el hecho de que en
el 449 a. C. la elección de los tribunos fue presidida por el pontífice
máximo. Tito Livio lo identifica como Quinto Furio (3, 54, 5), Cicerón
como Marco Papirio. Furio y Papirio fueron colegas en el consulado del
441 a. C. Tal vez el pontífice solemnizó la ceremonia interpretando los
auspicios. Además, se daba así un paso en el fortalecimiento de la
maquinaria de la plebe. Una vez más, poco era lo que se llevaba a cabo
para encontrar una solución a las tensiones subyacentes y a las divi­
siones internas del Estado.
3. El verdadero tema era el estado de desventaja de los plebeyos y
en particular su imposibilidad de casarse con patricios o de asumir
cargos oficiales reservados para los patricios. Si el consulado fue esa
clase de magistratura desde sus comienzos mismos o si la capacidad de
aspirar al cargo se hizo cada vez más restringida en el transcurso de la
primera mitad de la República, constituye un problema no resuelto
aún (cfr. p. 79); pero hacia el 450 a. C. la prohibición era absoluta, sin
duda. No obstante, los años subsiguientes vieron dos iniciativas de re­
forma.
La primera consistió en una agitación en amplia escala, dirigida por
un tribuno, Cayo Canuleio, en el 445 a. C., para protestar contra la
reglamentación de las Doce Tablas referida al matrimonio entre clases
distintas. Sus esfuerzos fueron coronados por el éxito, a pesar de las
complicaciones religiosas que implicaba tal reforma. La oposición argu­
mentaba que los auspicios (cfr. p. 107) sólo podían ser consultados por
los patricios y que los hijos de matrimonios mixtos no podrían ser con­
siderados, con propiedad, como patricios. Si los matrimonios mixtos se
volvían frecuentes, Roma llegaría a encontrarse privada de personas
que pudieran consultar los auspicios. Pero el argumento era falaz, por­
que un principio básico de la ley romana consistía en que la posición
de un hijo de un matrimonio legal verdadero (iustae nuptiae) estaba
determinada por la posición de su padre, exclusivamente (origo se-
quitur patrem). Los hijos de otras alianzas irregulares se encontraban
en una situación diferente: adquirían la posición social de su madre
(Cayo, 1, 76-96). Por lo tanto, si el matrimonio entre plebeyos y pa­
tricios quedaba reconocido como iusta nuptia, no habría peligro de
que los privilegios religiosos específicos del patricio se extinguieran.
Los historiadores relatan una anécdota en conexión con este debate
caldeado. En Ardea vivía una joven sin padre, plebeya y muy bonita,
que era cortejada por un plebeyo y un «patricio». Su madre, ambiciosa,
la instaba a aceptar al patricio, en tanto que sus tutores la presionaban
para que aceptase al plebeyo. La querella fue presentada ante los
magistrados, que decidieron a favor de la madre. Esto enfureció a los
plebeyos, que raptaron a la joven. Se entabló una contienda civil, en el
curso de la cual ambos bandos se volvieron hacia los romanos y hacia
los volscos, respectivamente, en busca de ayuda. Las proyecciones inter­
nacionales de esta historia serán consideradas más adelante, pero los
problemas legales han sido materia de una discusión ardua en los años
recientes. Dudo de que alguna ley ardeana o alguna leyenda ardeana
de esta clase pueda haber sobrevivido desde el siglo V y, por lo tanto,
creo que el episodio está construido para poner de relieve el tema
esencialmente romano: ¿puede o debe un plebeyo casarse con un pa­
tricio? Dos especialistas de primera fila en el derecho romano en Italia
y en Inglaterra, los profesores Volterra y Daube, han discutido esto, en
gran medida sobre la base de que, si la narración hubiera sido inven­
tada para ilustrar el debate romano acerca del matrimonio mixto,
tendría que haberse referido a una joven patricia y a un pretendiente
plebeyo. Pero lo que en verdad se cuestionaba era si la posición de
patricio sufriría una pérdida en el caso de que un hombre patricio se
casara con una mujer inferior en la escala social, porque sólo de esa ma­
nera quedarían eliminadas las prerrogativas religiosas.
La Lex Canuleia avanzó algo en el camino de disolver las tensiones
sociales entre plebeyos y patricios. Las tensiones políticas, no obstante,
perduraron. En el 444 a. C., en lugar de la habitual elección de dos
cónsules, se decidió elegir un colegio de «los tribunos militares con
poder consular». Esta clase de colegios fue elegida en muchos de los
años que median entre el 444 y el 367 a. C. y el número de tribunos
cada año creció en forma continua de tres a seis. Existen algunas incer-
tidumbres y contradicciones en las fuentes (por ejemplo, para el 434
Diodoro proporciona una lista de tres tribunos, en tanto que las fuentes
utilizadas por Tito Livio anotaban dos cónsules, aunque había dudas
acerca de la identidad de éstos), pero el esquema es claro:
3 444, 438, 434(?), 433, 432, 422, 418, 408.
4 426, 425, 424, 420, 419, 417, 416, 415, 414, 407,406.
6 405, 404, 403(?), 402, 401, 400, 399, 398, 397, 396, 395, 394.
391, 390...
El motivo original del cambio a tribunos no está registrado, pero
hubo explicaciones corrientes en la antigüedad remota (T. Livio, 4,
7, 1). Un punto de vista puramente militar, sostenía que los compro­
misos crecientes de Roma y la amenaza de guerra en varios frentes
requería más de dos jefes supremos. Otros sostenían que el motivo era
político: una demanda plebeya para obtener el derecho de desempeñar
uno de los cargos de cónsul fue desbordada por la creación de una
nueva magistratura para la que podían ser elegidos los plebeyos, pero
que no dañaba el monopolio religioso que los patricios detentaban con
el consulado. El tema ha sido muy trabajado por los eruditos modernos.
La explicación militar obtiene un apoyo muy amplio del nombre mismo
de los magistrados: eran tribunos de los soldados, y dado que parece
que un tribuno estaba a cargo de mil soldados (cfr. p. 99), el aumento
en el número de los tribunos corresponde al aumento en los totales de
la leva (legio), hasta que hacia el 405 a. C. las legiones habían sido
estabilizadas en seis mil hombres con seis tribunos, así como en el 311
antes de Cristo, si el texto de Tito Livio ha sido enmendado de modo
correcto (9, 30. 3), fue promulgada una ley insistiendo en la elección
democrática de los seis tribunados de cada una de las cuatro legiones.
A primera vista, la explicación política resulta sospechosa; se puede de­
mostrar que Tito Livio la tomó del historiador político, tendencioso.
Cayo Licinio Macer (cfr. p. 118) y resulta significativo que el primer
plebeyo del que este historiador dijo que había sido elegido fuese un
Publio Licinio (5, 12, 9). Sin embargo, la desaparición de los tribunos
militares coincide con una ley del 366 a. C., que abrió el consulado a
los plebeyos. En segundo lugar, en la medida en que se puede tener
noticias del asunto, ningún tribuno militar festejó un trinfo, la gloria
mayor de un éxito militar (Zonaras, 7, 18). En tercer termino, en ma­
teria de realidad histórica, los años en que hubo tribunos militares no
fueron los años de actividad militar máxima; y cuando se produjo
alguna crisis, como en el 396 con la captura de Veyes. o en el 390 a. C.
con la derrota a manos de los galos o, en una medida menor, en el 418
antes de Cristo, se nombró un dictador con las atribuciones de genera­
lísimo. Por otra parte, lo más duro de la lucha se llevó a cabo durante
los años en que hubo cónsules. En efecto, la función de los cónsules
prevista como primordial era la militar. Por lo tanto, bien puede ser
que la explicación verdadera sea un compromiso. Cuando no se preveía
una actividad militar seria, los tribunos de los soldados eran designados
como magistrados epónimos, con el fin de permitir que los plebeyos
tuvieran la oportunidad.de detentar el poder supremo, pero cuando se
esperaba una guerra, la magistratura volvía a manos de los cónsules
patricios que eran los únicos poseedores del privilegio religioso de co­
nocer con certeza la voluntad de los dioses, gracias a los auspicios, y el
derecho a celebrar el triunfo. Algunas veces no era posible predecir los
acontecimientos que reservaba el año y los cambios tenían que ser lle­
vados acabo a medida que se producían las emergencias, con el fin de
poder darles solución.
Esta solución deja un problema en pie. El magistrado supremo
asumía otras responsabilidades, además de las militares. Tenía poderes
de jurisdicción sumaria y tenía el deber de convocar y presidir la
asamblea de las centurias. Los poderes judiciales quizá fueron transfe­
ridos a los tribunos militares a través de una decisión legislativa: eso es
lo que significaría «tribunos de los soldados con poder consular». Pero
una asamblea requería la aprobación divina, solicitada merced a los
auspicios. La respuesta a este problema es desconocida; puede haberse
establecido que, siempre, al menos uno de los tribunos debía ser un
patricio, para que estuviera en condiciones de ejercer ese poder. Según
parece, no hubo año sin un tribuno patricio, aun cuando haya sido
uno solo.
Sin embargo, existía otro deber religioso y administrativo que los
cónsules tienen que haber ejecutado hasta esos tiempos. Con el fin de
organizar la leva, era necesario poseer un censo de hombres aptos por
su edad y por sus calificaciones económicas: la cantera de la que se ex­
traían las centurias para la lucha. Ese censo, la classis. necesitaba una
revisión periódica. Además, una fuerza bélica era algo poco cómodo
desde el punto de vista religioso. Requería rituales específicos para li­
berarse de las manchas de sangre antes de que pudiera reintegrarse a la
comunidad. En Roma, el pueblo, al reunirse en carácter de asamblea
de las centurias, cuya naturaleza y objeto eran sobre todo militares,
siempre se reunía fuera de los límites estrictos de la ciudad. En los
tiempos republicanos posteriores, un gobernador provincial debía
abandonar su mando antes que se le permitiera entrar en la ciudad. Se
dice que Servio Tulio fue la primera persona que compiló el censo y
que celebró los rituales religiosos conectados con el establecimiento del
cuerpo centuario o ejército en potencia. La expresión latina para deno­
minar ese ritual, lustrum condere, es oscura y mucho se ha discutido
acerca de su significado. Lustrum se deriva de una raíz que significa
«soltar* y, por ende, querrá decir «lo que suelta» (es decir, libera de
una mancha); condere. que en latín clásico quiere decir «guardar,
fundar», contiene una raíz que proporciona el valor semántico básico
de «poner varias cosas juntas». El problema estriba en cuál era la esencia
del ritual, qué implicaba «poner juntos como elementos purificadores».
La práctica de otros estados, como Iguvio, cuyas ceremonias quedaron
conservadas en una serie de inscripciones, sugiere que puede haberse
tratado de encender una hoguera ritual, dado que el fuego es el más
drástico de los purificadores.
De todas maneras, era un deber de significación religiosa primor­
dial, ejecutado en principio por los reyes, en virtud de su poder su­
premo y sacro y, a continuación, por los cónsules, que habían heredado
aquella prerrogativa religiosa. Sin embargo, cuando la magistratura
principal quedó abierta para personas que no gozaban de los privi­
legios religiosos de los patricios, fue necesario nombrar otros magis­
trados especiales para que cumplieran con ese deber. Esos magistrados
fueron los censores, magistratura de la que los historiadores dicen que
fue establecida en coincidencia con la innovación de los tribunos mili­
tares en el 444 a. C. (T. Livio, 4, 8, 2). El significado del vocablo censor
también resulta poco claro, pero desde un punto de vista filológico
tiene que ser un nombre agente de una raíz que quiere decir «encender
un fuego» (cfr. incendo)\ y esto se corresponde con lo que debe haber
sido el acto central en la ceremonia religiosa que acompañaba la com­
pilación del registro militar. Los derivados posteriores, como censas y
censeo, «enumero o adjudico», serán derivados que toman en cuenta lo
que los censores hacían en la realidad. Estos magistrados llevaban a
cabo un registro periódico de los bienes de los romanos (llegó a fijarse
una periodicidad de cinco años); al finalizar con su contenido, purifi­
caban la asamblea mediante una ceremonia en la que las víctimas del
sacrificio —un cerdo, una oveja y un toro— eran conducidas por tres
veces en torno a la asamblea, antes de ser sacrificadas y el fuego sagrado
era reencendido con solemnidad, como un acto de purificación.
El aumento de la actividad militar resulta evidente, no sólo por el
crecimiento del número de tribunos militares, a través de los años, sino
también por los relatos concretos de guerras que se han conservado y
que se analizarán en el próximo capítulo. El hecho de que existiera una
magistratura especial para supervisar el censo tendrá que haber apor­
tado, en consecuencia, una eficacia mayor en la inscripción y la selec­
ción de la classis, porque la introducción del bronce (oes) a modo de
efectivo, que fue regularizado para las multas por la Lex Atemia Tar-
peia e incorporado a las Doce Tablas, se agregó a la complicación de
dejar evaluadas las riquezas. Cuando esto podía hacerse en forma
simple, contando el ganado o midiendo las tierras, los problemas que
surgían eran pocos; pero cuando esos bienes hubieron de ser traducidos
a términos de los medios convencionales de intercambio, el trabajo
tuvo que haberse duplicado. Aunque por esa época las ciudades griegas
ya poseían monedas propias muy bonitas, los romanos tardaron en
adoptar un sistema similar. Lo que se utilizaba como metálico hacia
mediados del siglo V eran rústicos trozos de bronce sin tamaño uni­
forme ni forma idéntica (oes rude) cuyo valor era determinado única­
mente por el peso. Este sistema fue refinado en una época posterior
(cfr. p. 149), cuando aparecieron unidades reconocibles de un peso
uniforme, poco más o menos, e identificadas por dibujos estampados
(aes signatum). Las primeras monedas individuales (aes grave) no apa­
recieron antes de finales del siglo IV (véase láms. 10 y 11). La demora en
la aparición de la moneda, sin duda, se debe al hundimiento económico
que siguió al saqueo de Roma llevado a cabo por los galos y a la lenta
recuperación posterior. Del mismo modo, el manejo específico de las
finanzas públicas, sobre todo en el campo militar, se tornó más intrin­
cado, y las negociaciones internacionales, por ejemplo las referidas a la
compra del trigo, necesitaban cierta competencia especializada. Tácito
(Annales. 11, 22), al hablar del cuestorado, la magistratura joven anual
referida a las finanzas, dice que fue establecida por primera vez en el
446 a. C., cuando los cuestores fueron elegidos «para ser agregados al
departamento de guerra». La palabra quaestor significa «investigador» y
tiene que haber habido cuestores en tiempos anteriores, elegidos quizá
adhoc, con el fin de investigar casos de homicidio, que están referidos
en las Doce Tablas. La magistratura permanente, sin embargo, era una
innovación. Su objetivo es claro, aunque nada sabemos acerca de las
calificaciones sociales exigidas a los candidatos. Si tenían que ser patri­
cios, se habrá tratado en parte de un movimiento de ios patricios para
conservar su monopolio del gobierno, aun después de haber aceptado
la institución del tribunado militar con el poder de cónsul. La función
del cuestor se relacionaba en especial con los abastecimientos, el alma­
cenaje y las finanzas. Su importancia queda demostrada por el hecho
de que, en el término de una generación el número de cuestores fue
duplicado de dos a cuatro (cfr. p. 148).
Por lo tanto, cuando se revisan las reformas de la década del 440, se
deduce que probablemente no hicieron mucho más que consolidar el
poder de los tribunos de la plebe, eliminar ciertos inconvenientes que
afectaban a ios plebeyos y mejorar la eficiencia administrativa de la
maquinaria militar romana. Los problemas fundamentales no fueron
abordados y persistieron con diversas formas, nublando la política de
los dos siglos siguientes. Tampoco las condiciones económicas fueron
mejoradas en forma significativa y esto habría de provocar una serie de
disturbios durante la generación posterior.
DIFICULTADES MILITARES Y ECONÓMICAS
( 440 -410 )

Las dificultades nacionales, algunas veces dividen y otras unifican a


un país. En gran medida esto depende de la actitud del pueblo. Aun­
que es difícil reconstruir la historia de la generación posterior al Decen­
virato, sabemos lo bastante como para comprender que aquél fue un
tiempo de grandes inquietudes económicas y, a la par, de grandes
amarguras políticas.
Los datos económicos surgieron en parte de los documentos histó­
ricos y en parte de las deducciones que ha permitido establecer la
arqueología. En primer lugar, existe una fuerte tradición de escaseces
importantes de trigo en el 440, cuando el trigo debía ser importado
desde Etruria. en el 437 y el 433, cuando se requirió el auxilio de las
ciudades costeras etruscas, de Cumas y de Sicilia, y en el 411. cuando
otra vez Etruria, Cumas y Sicilia fueron abordadas en busca de ayuda,
con unas respuestas distintas. La causa inmediata debe de haber sido el
fracaso de la cosecha, nada favorable debido a la sucesión regular de las
endemias que atacaron a la población en aquellos años (437, 436, 435,
433, 432, 431, 428, 412, 411) y de las que se dice que azotaron con
mayor fuerza a la comunidad campesina (T. Livio, 4, 25, 4). Ahora
resulta imposible determinar con exactitud la naturaleza médica de
aquellas enfermedades, pero su frecuencia está subrayada por el hecho
de que en el 433 se consagrara un templo a Apolo, el dios de las cura­
ciones, y que dos años más tarde se celebrara la dedicación del mismo.
Los cultos reflejan las necesidades del momento y la memoria del
establecimiento del culto de Apolo es un detalle que habrá sido preser­
vado en forma independiente, con respecto a las noticias de los anales
acerca de la endemias y de las hambres.
La arqueología puede proporcionar una confirmación de este pano­
rama. El comercio con Etruria cesó, al parecer, en la segunda mitad del
siglo. La cerámica ática importada y las terracotas etruscas desaparecen
después del 450 a. C. Tampoco hay ningún testimonio de las influencias
romana o latina en los mercados etruscos de ese período. Todavía resta
un detalle que puede ser importante. En los capítulos dedicados al año
400 a. C.. Tito Livio menciona que varios plebeyos hambrientos y
desesperados se cubrieron las cabezas, saltaron al Tíber y se ahogaron
(4, 12, II). Una nota del comentarista Festo (66 L.) se refiere a «los
ancianos del puente, que fueron arrojados desde el puente cuando lle­
garon a los sesenta años de edad». Esta práctica bárbara ha sido negada
por varios eruditos, que sostienen que no ha sido más que una expli­
cación errónea de otra ceremonia religiosa, en la que unos haces de
cañas usadas, en atados de formas humanas, cada año eran portados en
procesión y, por último, arrojados al Tíber. Estos atados recibían el
nombre masculino Argei, o sea argivos (?). Sin embargo, ninguna
fuente antigua establece conexión entre los dos rituales y nunca se
puede dejar de lado la violencia y crueldad latentes en Roma. Los
deudores morosos, como Antonio, podían ser descuartizados, de acuerdo
con las Doce Tablas, y los sacrificios humanos se siguieron practicando
hasta el siglo III. Ahogar a unos plebeyos bien puede ser el reflejo de la
desesperación de la comunidad.
Con este panorama como telón de fondo, habrán que analizar una
segunda característica. Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso mencionan
como una de las presiones más persistentes de la época, la demanda de
la plebe de que se les entregaran parcelas fuera de Roma, para vivienda
y cultivo. Estas leyes agrarias aportadas se constituyen en un tema reite­
rativo. Tito Livio, por ejemplo, recoge esa clase de agitación en ios años
441, 424 , 421, 420 , 416 , 414 , 410. No es fácil determinar qué se
puede hacer con esto. En primer lugar, sería sorprendente que unas
leyes abortadas estuviesen registradas en los Annales. En segundo tér­
mino. no hay duda de que gran pane del colorido político, tal como lo
pinta Tito Livio, tiene el tono y el aroma de los argumentos, muy
posteriores, sustentados en torno a la legislación agraria de los Gracos:
la historia fue escrita a posteriori con el fin de proporcionar un prece­
dente para los acontecimientos contemporáneos protagonizados por los
Gracos. En tercer lugar. Tito Livio da la impresión de la existencia de
extensiones enormes de tierras públicas que eran explotadas por unos
pocos terratenientes monopolistas y esto, dadas las circunstancias reales
del Lacio en e) siglo V, es un anacronismo flagrante y una exageración.
Sin embargo, no podríamos desechar por completo esta tradición. La
gente carecía de comida y tiene que haber comprendido que podía
obtener mejores medios de vida en una aldea latina que en Roma, o en
la tierra romana a la que tenían acceso preferente las clientelas de los
patricios. El problema quizá no era una cuestión de mera testarudez
patricia, sino de política práctica. También el Lacio soportaba duras
presiones: la tierra disponible era poca y los aliados de Roma tenían
prioridad absoluta sobre ella.
Hacia el sur, los volscos estaban bien asentados en aquellos mo­
mentos, y gran parte de la antigua esfera romana de influencia —Cir-
ceios y Terracina— se había perdido para siempre. Y más cerca aún, la
ciudad de Ardea, que en otros tiempos, a finales del siglo VI, había
permanecido dentro de la órbita de Roma, era motivo de una agria
disputa. Hacia el 450 a. C., o tal vez antes, Ardea cayó en poder de los
volscos. Su posición geográfica era demasiado importante para que los
latinos la pasaran por alto, dado que abría el acceso al resto de la lla­
nura latina hasta el río Tíber. Roma y sus aliados llevaron a cabo un
esfuerzo concertado que condujo a recuperar la plaza y repoblarla
mediante una colonia latina bajo la supervisión romana en el 442 a. C.
(T. Livio, 4, 11, 5; Diodoro, 12, 34, 5). Pero la tierra que había en
Ardea era muy poca para que la ocupasen los plebeyos romanos desen­
cantados.
Hacia el este, la situación no se mostraba mucho más sencilla. Por
esa parte, la clave estaba en los montes Albanos. Una vez que los
volscos o los ecuos atravesaran aquella barrera, invadirían el Lacio. La
lucha, por lo tanto, se centraba en el dominio de los montes Albanos y
la carretera principal (la Vía Latina) que los atraviesa. Los lugares men­
cionados en la sucesión de las campañas que se desarrollaron entre el
431 y el 409 a. C. pueden ser identificados en su mayoría, y una mi­
rada al mapa demuestra su importancia estratégica: Labicos, que de­
sertó en el 419 a. C. y fue tomada otra vez al año siguiente; Bola, que
cambió de manos en el 415 y en el 414 a. C.; la ciudadela de Car-
vento, cerca de Túsculo, quizá Monte Fiore, que fuera la escena de la
lucha desesperada en el 410 y en el 409 a. C.; Verrugo, «la verruga»,
quizá Maschia d ’Ariano, que domina la garganta oriental de los montes
Albanos, plaza que los romanos volvieron a tomar en el 409 a. C., sólo
para perderla por segunda vez dos años después. Estas guerras están
detalladas y su relato es plausible. Tito Livio (4, 28, 3) incluso recuerda
el nombre de uno de los jefes enemigos, Vettio Messio, que refleja el
título del magistrado principal del pueblo oseo, meddix, de modo que
es probable que conserve algo de una tradición genuina. Las guerras
fueron dilatadas y confusas. No pudieron ser resueltas a través de una
única batalla decisiva. Consistieron en escaramuzas menores, una in­
filtración persistente y operaciones de guerrilla. Los romanos tuvieron
que disponer de un ejército copioso para luchar con un número rela­
tivamente pequeño de agresores móviles, de modo que advirtieron con
presteza la necesidad de requerir los servicios de la población local para
que, en parte, actuara como valla de contención y en parte como pri­
mera línea de defensa. Contaron con la fortuna de imponerse a una de
las tribus locales, los hérnicos. que los sirvieron con valor y lealtad,
pero que también obtuvieron su recompensa. Cuando la tierra y la
ciudad de Ferentino fueron tomadas a los volseos, en el 413 a. C., pa­
saron a poder de los hérnicos, lo que se convirtió en otro motivo de
resentimiento para el proletariado sin trabajo y hambriento de Roma.
Durante más de veinte años, los romanos se mantuvieron firmes ante
los volseos. El coste de estas guerras era elevado. La necesidad de man­
tener en pie lo que virtualmente fue un ejército de unos 4.000
hombres, planteaba exigencias severas para la economía, y la natura­
leza irregular de la lucha llevó a la destrucción de cosechas y al dete­
rioro de la tierra. Pero el comercio de Roma soportaba una amenaza
aún mayor. Fidenas, la avanzada etrusca en la margen romana del
Tíber, que controlaba la Vía Salaria, que debe de haber pasado el
control de los romanos a comienzos del siglo (cfr. p. 91), decidió rebe­
larse y buscó apoyo en el rey de Veyes, Lars Tolumnius. Se desconocen
la causa y la fecha exacta de la rebelión (T. Livio, en forma razonable,
la sitúa en el 438 a. C.), pero es posible que el acontecimiento esté
relacionado con las tensiones que la propia Veyes experimentaba, como
resultado de las mismas presiones económicas que se abatían sobre
todo el centro de Italia. La revuelta desató una crisis importante, inten­
sificada por el asesinato de cuatro legados romanos en la corte de Veyes.
Roma tuvo que recurrir a la fuerza, y en el curso de unas operaciones
militares, un jefe romano, Aulo Cornelio Cosso, mató al jefe enemigo
y ganó, por segunda vez en toda la historia, los spolia opima (cfr. pá­
ginas 38-39). Esta hazaña fue recordada y transmitida, pero puede
haber habido otros testimonios circunstanciales. El emperador Augusto,
poco más o menos hacia el 29 a. C., proclamó que había observado el
coselete de lino que Cosso había dedicado en el templo de Júpiter Fe-
retrio y que había visto una inscripción en él, en la que se decía que
Cosso era cónsul cuando obtuvo los spolia (T. Libio, 4, 20. 5-9). No es
inconcebible el hecho de que el coselete se haya conservado, aun cuando
el templo había quedado en un estado casi ruinoso durante algunos
años, pero la declaración de Augusto no está libre de suspicacias, ya
que el título del magistrado supremo en la fecha de aquella guerra
debió ser el de praetor. Y no puede ser que Augusto haya entendido o
leído mal el cognomen Cossus, porque esos nombres no estaban oficial­
mente escritos por aquella fecha. Quizá Augusto tuvo un motivo polí-
ETRURIA

Fidenss

* ROMA Labicl< ■ ;
,, *Bola
Montes¡S6>í¡ílZL^_
A lbanos PJ 0T ™ °,
A lflid o \
A rd e a L. F e r e n tin r r
\ LAC IO ?
V O L SC O S

Circeios. A nxnr
ÍT e rra c in a )

La guerra en el Lacio
tico aJ leer esta inscripción como lo hizo, se tratara del motivo que se
tratase, porque desautorizó una petición de Marco Licinio Crasso en el
29 a. C., que pedía ser premiado con los spo/ia opima, alegando que
Crasso sólo era un procónsul y no un verdadero cónsul. En todo caso,
bien pudiera haber sido «restaurada» y modernizada en los 400 años
que habían transcurrido desde su dedicación.
Sin embargo, el coselete es una prueba tangible de la acción contra
Fidenas. También es importante en cuanto al problema de la fecha. Si
Cosso era cónsul, se ha de haber librado una batalla crucial en el 428
antes de Cristo, cuando detentaba el consulado junto con Tito Quinctio.
Las fuentes hablan de disturbios en Fidenas, en dicho año, de unas
perturbaciones que motivaron una investigación judicial acerca de los
movimientos de ciertos ciudadanos sospechosos, que después serían
deportados a Ostia, pero no hablan de un choque mayor que, en
cambio, fechan hacia el 437 o el 426. En esos años se otorgó la dicta­
dura a Mamerco Emilio y se le adjudicó un ataque victorioso contra Fi­
denas. La participación de Emilio en el sometimiento de Fidenas tam­
bién fue recogida por los Registros Triunfales del 437 a. C., pero en ese
año Cosso no desempeñaba ninguna magistratura oficial. En rigor,
debe de haber sido demasiado joven y Tito Livio lo menciona sirviendo
en calidad de joven oficial en el ejército que estaba al mando de Emilio.
Con esto, nos queda el 426 a. C., cuando Cosso era tribuno consular y
también había sido elegido por Emilio como su magister equitum. Es
imposible alcanzar la certidumbre. La proeza de Cosso era algo recor­
dado en forma independiente, sin duda. Todo lo que se puede conje­
turar con sensatez es que durante doce años Roma no estuvo en condi­
ciones de asegurarse la alianza de Fidenas en forma decisiva. Fueron
necesarias varias intervenciones y muchas batallas antes de que la po­
sición quedara estabilizada por completo. Fidenas poseía un sólido
emplazamiento natural que hubiera sido difícil tomar sin una cantidad
enorme de fuerzas y sin una maquinaria de sitio adecuada. Cuando
sucumbió, los romanos fortalecieron su control del lugar enviando un
destacamento de colonos y asignándoles algunas tierras en las cercanías.
También cabe destacar que algunos ciudadanos romanos de mucho
predicamento, que llevaban el cognomen Fidenas, como Lucio Sergio
(cónsul en el 437) y Quinto Servilio, y cuyas familias, por lo tanto, quizá
fueran oriundas de Fidenas, tuvieron un papel activo en los tratos con
la ciudad, según se dice, sin duda en un esfuerzo por reforzar su
influencia sobre sus antiguos compatriotas.
Aunque no podemos recuperar en detalle el curso de las relaciones
entre Roma y Fidenas a lo largo de esos años, podemos fiarnos del
panorama general. Además, ese panorama recibe una confirmación de
otras tres fuentes. Las inscripciones de Veyes preservan el nombre de
Tulumne como el de una de las familias líderes de la ciudad en el
siglo VI, en tanto que Cicerón menciona que se había conservado hasta
sus días un grupo escultórico que conmemoraba a «Tullus Cluilius,
Lucius Roscius, Spurius Nauíius y Caius Fulcinius, que fueron muertos
por el rey de Veyes» (Philrppicae. 9, 4-5). No hay motivos para dudar
de la autenticidad de una escultura que llevara esa inscripción y los
nombres de Cluilio y Nautio pertenecen a familias que estaban activas
en el siglo V. Por fin, una nota en Tito Livio (4, 34, 6) se refiere a un
combate en Fidenas, en el 426, librado por la classis. En el latín clá­
sico, esa expresión se refería normalmente a la flota y así lo entendió
Tito Livio, entre disculpas. Pero, desde luego, Roma no tenía flota de
importancia hacia esas fechas, y en el caso de haberla tenido, una ba­
talla naval en el Tíber, frente a Fidenas, hubiera sido algo muy parti­
cular. En rigor, la nota debe referirse a la movilización del ejército
centuriado (la clase que podía ser electa, por oposición a los que es­
taban por debajo de la clase, los infra classem; cfr. p. 46) y a su des­
empeño en Fidenas. La oscuridad y la precisión de la nota (porque sólo
existía una clase que podía ser electa) sugiere que el texto debe de
haber derivado de algún registro contemporáneo.
La defección de Fidenas no amenazaba únicamente al tráfico de
Roma, Tíber arriba. También condujo a los romanos a un enfrenta­
miento serio con Veyes, una vez más, e impuso una nueva carga militar
sobre la comunidad. Las privaciones ocasionadas por la guerra continua
en tres frentes y por la depresión económica habrían de afectar la moral
popular. Existe una tradición continuada (que está transmitida por Tito
Livio) de una resistencia opuesta por los tribunos de la plebe a la leve
militar anual; si hay algo de verdad en ello —y no se trata de un hecho
del que se pueda esperar que aparezca referido en los anales de los
pontífices— esa resistencia sugiere un descontento y una inquietud
muy generales. Por fortuna no es necesario apoyarse en esta tradición
dudosa, porque existen otras dos narraciones bien testimoniadas, que
conducen exactamente a la misma conclusión y que reflejan una comu­
nidad llena de amargura por los inconvenientes económicos y escindida
por la discordia política.
El primer relato, por tradición fechado en el 441-440, se convirtió
en un lugar común para los políticos de finales de la República. Un
caballero, Espurio Maelio, utilizó sus contactos y recursos privados para
importar una cantidad importante de trigo desde Etruria, que vendió a
precios asequibles o incluso regaló a la plebe, con lo cual adquirió una
popularidad muy grande, si bien momentánea. Eran tiempos de
hambre y el Estado ya había elegido un prefecto, Lucio Minucio. para
que coordinara e! abastecimiento público de trigo. Maelio, envanecido
por su éxito, puso en marcha un plan para apoderarse del poder su­
premo; Minucio lo supo a tiempo y lo dio a conocer en el Senado.
Los senadores instaron a un asesino. Cayo Servilio Ahala, para que ma­
tara a Maelio o, al menos, perdonaron su acción. Sin duda, ésta es la
versión primitiva de la historia y proporciona una descripción concreta
de la ruda justicia propia de la política del siglo V. Más tarde fue «legi-
timizada» por los historiadores que reaccionaban ante la violencia su­
maria de la época de los Gracos. Cayo Servilio ya no fue calificado
como un ciudadano privado. Se había declarado un estado de emer­
gencia y Servilio había sido elegido maestro de caballos bajo el mando
del dictador Lucio Quinctio Cincinato, cuya temprana carrera ya se
había convertido en un hecho legendario (cfr. p. 109). De acuerdo con
esta versión, Servilio tenía poderes legales para poner en práctica su
justicia brutal. El esqueleto del relato pertenece a la construcción básica
de Ja tradición oral dentro de la historia romana, aun cuando surjan
algunos elementos desconcertantes. Existía un lugar llamado Aequi-
maelium, al sudesde del Capitolio, cuyo nombre era explicado por los
antiguos eruditos, con cierta falta de rigor, aduciendo que ese era el
sitio en que se había alzado la casa de Maelio, que fuera arrasada des­
pués de la muerte de éste. Y lo que es aún peor, el Aequimaelium se
hallaba cerca de una columna con una estatua asociada con la familia
de los Minucios; la columna aparece en las monedas acuñadas por los
Minucios durante el período 140-103 a. C., y el historiador Pisón decía
de ella que había sido erigida en honor de este Lucio Minucio (Plinio,
Naturalis historia, 18, 15). Además, existía un Pórtico Minucio (Por-
ticus Minucia) que era un centro del mercado de cereales, situado junto
al ángulo sudeste de la ciudad. Sin embargo, ni Ja estatua-columna, ni
el pórtico pueden fecharse antes del siglo III según los datos arqueo­
lógicos; esto acarrea algunas dudas acerca del papel de Lucio Minucio
en el 441, como servidor público del Estado, que debía ocuparse del
abastecimiento de trigo. No obstante, tanto escepticismo es quizá algo
excesivo. Tito Livio refiere que una lista antigua de magistrados, escrita
sobre lino (Ubrilintei), recogía el nombre de Minucio como prefecto de
ese año. No se puede determinar si la suya era una responsabilidad más
específica, con respecto al abastecimiento del trigo (praefectus anno-
nae) u otra más general referida a la ciudad (praefectus urbi). Esas
relaciones sobre telas de lino se hallan entre los más antiguos de los
documentos atestiguados para las magistraturas romanas y se guardaban
en el templo de Juno Moneta, dedicado en el 344 a. C. Por lo tanto,
constituyen la fuente más fidedigna y original. Minucio tenía una po­
sición pública en Roma y Maelio fue asesinado. Como en el caso an­
terior de Espurio Cassio, se revela una situación revolucionaria en po­
tencia, en la que un individuo puede ganar un apoyo sustancial para sí
mismo, explotando las penurias económicas y las insatisfacciones en el
campo de la política.
En estas circunstancias, las familias que tenían poder en Roma, al
parecer, eran los Postumios y los Sempronios, ambas tal vez de origen
etrusco, pero ya romanizadas por completo. En las generaciones poste­
riores, los Sempronios fueron una familia plebeya, pero su aparición en
los Fasti consulares del siglo V es una indicación de que deben de haber
sido patricios por entonces. Los Postumios, sin duda, pertenecían al
patriciado y se ha conservado el recuerdo de que ellos habían sido los
paladines de la causa patricia, unidos con los Sempronios (Dionisio,
10, 41, 5). Adquirieron así una especie de monopolio de las magistra­
turas superiores: Aulo Sempronio Atratino fue el primer tribuno con­
sular en el 444 a. C., y quizá un hermano, Lucio Sempronio Atratino,
cónsul en el mismo año; en la generación siguiente, Aulo Sempronio
Atratino fue cónsul en el 428, tribuno consular en el 425, 420, y 416, y
su hermano. Cayo Sempronio Atratino, cónsul en el 423; Espurio Pos­
tumio Albo fue tribuno consular en el 432, Aulo Postumio Tuberto
dictador en el 431, Marco Postumio tribuno consular en el 426, Marco
Postumio Regillense, tribuno consular en el 4l4 a. C. Pero el éxito de
todos ellos no fue proporcionado a su distinción.
La guerra con Fidenas se prolongaba; las guerras contra los volseos
resultaban perennes e indefinidas. La conciencia de los defectos mili­
tares se adviene en las decisiones adoptadas en el 421, cuando se deter­
minó aumentar la cantidad de cuestores (magistrados administrativos)
de dos a cuatro, y en el 409 elegir plebeyos para el cargo de cuestores,
con lo que se aseguraba el campo de elección más amplio posible.
Algunos rastros de las críticas que se alzaban contra el gobierno pueden
ser reunidos. En el 431, Aulio Postumio obtuvo una victoria muy dura
contra los volseos mandados por Vettio Maessio, en Álgido, el paso
estratégico de los montes Albanos. Se conservó una leyenda acerca de
que había hecho ejecutar a su propio hijo porque había abandonado su
puesto de batalla, como lo habría de hacer un jefe militar posterior.
Tito Manlio Torcuato, en el 347 a. C. La proverbial «disciplina pos-
tumia» siguió en pie (Aulio Gelio, 1, 13). En Ja guerra hoplita, una
estricta disciplina era esencial para mantener la cohesión de la falange,
y esto puede ser lo que está detrás de aquella anécdota. Pero, en todo
caso, sugiere unas medidas despiadadas y una moral incierta. Marco
Postumio fue derrotado en Veyes, en el año 426, y Cayo Sempronio en
Verrugo en el 423, cuando el ejército se salvó gracias a los esfuerzos de
los mandos subordinados. Diez años de insatisfacción estallaron en una
serie de ataques personales entre las dos familias. La historia ha sido
escrita con posterioridad, como es evidente, pero existen testimonios lo
bastante sólidos como para reconstruir los hechos. Tito Livio menciona
a cuatro plebeyos, Sexto Tempanio, Marco Asellio, Tito Antistio y (?)
Espurio Pullio. de los que dice que habían obrado con gran presencia
de ánimo como oficiales no investidos en Verrugo. Tres años más tarde.
Cayo Sempronio, el infortunado jefe de aquella ocasión, fue por fin
declarado culpable y castigado con una multa. Tito Livio menciona
como cabecillas de la acción contra él a tres tribunos de la plebe, An­
tistio, Sexto Pullio (?, la grafía del nombre aparece corrupta) y Marco
Canuleio. Parece tratarse de los mismos individuos, pero ese Marco Ca-
nuleio había sido sustituido por Marco Asellio, a causa de la fama
del antiguo Canuleio (cfr. p. 128). Esto se ha corroborado gracias a una
inscripción fragmentaria (fechada a comienzos de la época imperial,
pero que quizá sea una recontrucción de un monumento más antiguo)
que nombra a Tiberio Antistio, hijo de Tiberio Antistio, como la per­
sona que dedicó o construyó algo en el tribunado consular de [Me]b-
nenio Agrippa y Lucrecio T[ricipitinoj. es decir en el año 419 a. C. La hi­
pótesis mis aceptable es la de que el valor de los cuatro hombres y la
acusación que formularan contra Cayo Sempronio fueron conmemo­
rados en una inscripción, así como la muerte de los cuatro legados en
Veyes fue recordada de una forma similar. Otras manifestaciones de
esta hostilidad consistieron en el juicio seguido, también en el 420.
contra Postumia, una virgen Vestal a la que se acusó de comporta­
miento indecoroso —un hecho que tendría que haber sido recogido
por los anales pontificiales— y el juicio contra su hermano, Marco Pos-
tumio, basado en su fracaso en Veves, juicio que tuvo éxito. Por fin,
Marco Postumio Regillense, en el 415 a. C., fue lapidado por sus
propias tropas tras haberles recriminado su derrota frente a los ecuos en
Bolae.
El período termina con una nota de lobreguez extrema, iluminada
sólo por la recuperación de Fidenas y por el hecho de que los volscos
todavía eran mantenidos a raya. A lo largo de más de treinta años, el
ejército había dado muestras de sus debilidades de técnica, de moral y
de liderazgo; y el pueblo de Roma, asolado por las enfermedades, la po­
breza y el fracaso militar, estaba dividido y descontento. Y en tales
circunstancias se alzó la amenaza más seria contra la existencia de
Roma. Veyes desafió a Roma y durante cierto número de años (diez
según la tradición, pero la contienda adquirió las proporciones épicas
de una guerra troyana en sus primeras etapas) Roma se vio empeñada
en una lucha a vida o muerte. De aquel enfrentamiento emergería,
bajo la inspiración de un hombre, Marco Furio Camilo, provista de un
ejército particularmente mejorado y dueña de un sentido de unidad
corporativa que, aun cuando dejaría sin resolver los problemas políticos
más importantes, proporcionaría la perspectiva de un compromiso y
del progreso para un futuro.
VEYES

El primer roce entre Roma y Veyes había terminado en un punto


muerto. Los romanos habían sufrido una derrota decisiva en Cremera,
pero Veyes al parecer no hizo ningún intento de aprovecharse de la
victoria. Tito Livio habla de un pacto de no agresión de cuarenta años,
firmado en el 474 a. C. (cfr. p. 114), pero esto más bien parece ser una
ficción basada sólo en el hecho de que Veyes no se embarcó en hostili­
dades contra Roma durante unos cuarenta años. A lo largo de ese pe­
ríodo, las cosas habían cambiado. Los romanos se habían vuelto mis
conscientes de su propia identidad nacional y ya no se consideraban a sí
mismos como una parte específica del mundo cultural etrusco. La riva­
lidad natural entre las dos ciudades también fue intensificada por la
necesidad económica. Tres fueron los factores principales. En primer
término, gran parte del comercio de Roma dependía de la sal, pero
Veyes también poseía salinas, en la margen derecha de la desemboca­
dura del Tíber; y existía un camino directo que las unía con Veyes. Los
mercados de la sal eran las grandes ciudades del interior, Clusio, Arre-
tio y otras; es posible inferir los nexos comerciales romanos con Clusio,
no sólo por la intervención de Porsena en Roma (cfr. p. 87), sino tam­
bién por el hecho de que el pueblo de Clusio acudió a Roma en busca
de ayuda, al verse amenazado por los galos en la década del 390, y las
negociaciones fueron llevadas a cabo con una delegación de la familia
Fabiana, cuyos contactos etruscos ya han sido analizados (cfr. p. 107).
Roma y Veyes mantenían una competencia por los mismos mercados y
esos mercados mismos se veían amenazados por los celtas (cfr. p. 157).
En segundo término, Veyes, al igual que Roma, era un lugar de alma­
cenamiento fundamental para el comercio con Etruria y los ricos mer­
cados del sur de Italia, dado que dominaba vados vitales del Tíber y los
accesos a la carretera que se internaba en la Campania. Sin embargo,
gran parte de este tráfico había desaparecido a causa de las pérdidas
etruscas en Campania en el 474 y el consiguiente avance de los sam-
nitas. El comercio que se seguía realizando quizá se hacía por mar, con
las ciudades griegas, y la vía terrestre había quedado relegada por in­
segura, en razón de las operaciones continuas de los ecuos y de los
volscos.
Veyes había recibido un golpe mortal en su comercio y esto se re­
fleja en el deterioro marcado de sus productos, tanto los obtenidos en
el emplazamiento de la ciudad como los desenterrados en los grandes
cementerios de sus cercanías. En tercer término, Veyes poseía un terri­
torio muy extenso, mucho más extenso que el de Roma, en proporción;
y, si una de las fuentes del descontento romano era la carencia de tierra
cultivada o para fines de pastoreo, la amplia superficie con que contaba
Veyes tiene que haber atraído miradas de celos desde la margen opuesta
del Tíber.
La deserción de Fidenas fue un acto provocativo, pero no condujo a
Roma y a Veyes a un conflicto serio en aquellos momentos. Roma tenía
bastantes cosas entre manos aún como para desafiar de forma abierta a
Veyes que, por su pane, también parece haber tenido sus propios dis­
turbios políticos. En el 437 a. C., los veyenses se hallaban bajo el poder
de un rey. Lars Tolumnio. En cierta ocasión, él o su dinastía fueron
derrocados, porque en el espacio dedicado al año 403 a. C., Tito Livio
brinda la información (5, 1, 2) de que los veyenses, «hastiados de la
competición electoral de cada año, decidieron nombrar un rey», con lo
que queda implicado que había existido durante un buen número de
años una magistratura anual. Ninguna fuente relata cómo fue la caída
del rey en la primera ocasión; pero es legítimo deducir la existencia de
algunas tensiones políticas en Veyes durante la generación que va del
436 al 406, que podría responder de la tranquilidad relativa de Veyes.
Las fuentes antiguas endosan a Veyes la responsabilidad del estallido
de la guerra, a causa de su actitud intransigente: un resentimiento
engañoso que se apoyaba en amenazas y decisiones bruscas. Este hecho
en sí mismo despierta sospechas. Los historiadores romanos siempre se
afanan por poner a Roma del lado firme del derecho, sin tomar en
cuenta las circunstancias. Todas las guerras entabladas por Roma son
guerras legítimas. Parece ser que los conflictos fronterizos se repitieron
a lo largo de algunos años antes de que Roma tomara una decisión y
resolviera eliminar la amenaza de Veyes para siempre. Aquella decisión
es la que proporciona una clave para la cronología verdadera de la
Veyes
guerra y para sus causas subyacentes. Las fechas exactas están sepultas
en el olvido: las tradicionales, de 406-396, son incorrectas sin duda;.
Veyes ha de haber caído, en términos históricos, hacia el 392 a. C.,
después de seis o siete años de lucha intermitente, que culminó con
una embestida final de gran envergadura. Pero la cronología serviría de
aproximación adecuada.
Si Veyes tenía que ser eliminada, ello requería no sólo un ejército
numeroso en sí mismo (independientemente de los compromisos mili­
tares de Roma en otros frentes de batalla), sino que también exigía un
ejército permanente, capaz de mantener un asedio de larga duración y
dotado de un equipo de comunicaciones veloces y de la flexibilidad
que sólo podía proporcionar una caballería eficaz. En el 405 (fecha
tradicional), por primera vez, fueron elegidos seis tribunos consulares,
lo que presupone un ejército de 6.000 hombres, mayor en un tercio
que cualquier otra leva anterior. Este aumento fue acompañado por
unas innovaciones de gran significación. Dos años más tarde, Marco
Furio Camilo y Marco Postumio Albino fueron nombrados censores (al
menos así lo consignan todas las fuentes, con excepción de Tito Livio,
que habla de un colegio imposible de no menos de ocho tribunos con­
sulares). Postumio había sido tribuno consular en el 426, pero Camilo
era un portento. Los Futios constituían una familia antigua, que se re­
montaba a la monarquía etrusca y que había proporcionado varios cón­
sules y tribunos consulares a lo largo del siglo V. El hermano de Camilo
fue cónsul en el 4 l3 a. C. Pero Camilo no había asumido las magistra­
turas más altas del Estado antes de ser elegido censor: una situación sin
paralelos. El sobrenombre de Camillus era el título de un joven patricio
destinado a los deberes religiosos y no hay motivos para dudar de que
su educación hubiera sido planeada así. Pero debe de haber poseído
otras cualidades, en particular una originalidad militar de mucho
vuelo, para haber sido seleccionado para el cargo militar y administra­
tivo más alto del Estado cuando aún era un hombre joven y sin expe­
riencia. La dificultad que se presenta es que la figura de Camilo, con el
tiempo, se vio recargada con aditamentos legendarios. En particular, su
carrera fue remodelada por los historiadores para brindar precedentes a
la de Escipión Africano, Sila y Julio César. Por lo tanto, habrá que
rechazar todos los adornos y procurar la recuperación de los hechos
esenciales y auténticos.
Los resultados son que el período del censorado de Camilo fue tes­
tigo no sólo de la decisión crítica de destruir Veyes, sino también de
gran número de reformas militares que se tornaban necesarias si aquella
decisión había de ser llevada a cabo con éxito. Las reformas principales
son cuatro:
1. El aumento del ejército a 6.000 hombres quizá significaría que
fueran reclutados unos 2.000 hombres situados por debajo de los reque­
rimientos financieros de la class/s, ya que el número de las centurias de
iuniores (soldados activos) en la classis. o primer rango, siguió siendo de
cuarenta. Los nuevos reclutas no iban tan bien armados —por ejemplo.
Tito Livio dice que no estaban equipados con un pectoral— y servían
en tarcas secundarias.
2. Se llevó a cabo una reforma de la caballería. Tito Livio refiere
que ios voluntarios del orden ecuestre se ofrecieron a servir en la caba­
llería con sus propios caballos (5, 7, 4-13), pero al mismo tiempo re­
cibían una paga por sus servicios. Es de extrema dificultad reconstruir
lo que ocurrió en la realidad. En el ejército de comienzos del siglo V, el
énfasis estaba por completo en la infantería (cfr. p. 47); y bien puede
ser que. agregadas a las antiguas seis centurias de caballería (Sex Suf-
fragia) que habían existido desde los tiempos de la monarquía, otras
12 centurias hubieran sido instituidas por entonces, con lo que los efec­
tivos de caballería llegaban a un total de 1.800 hombres. La cifra de
18 centurias de caballería se convirtió en un número convencional en
los tiempos históricos. El coste fue cubierto mediante dos impuestos
—el aes equestre y el aes bordearium (impuesto para el pienso)—
cobrados según la tradición por Servio Tulio a favor de los huérfanos y
las viudas (T. Livio, 1. 43. 9; Cicerón, De re publica, 2, 36), pero atri­
buido, en forma más plausible, a Camilo y a su compañero en el cen-
sorado del 403 a. C. por Plutarco (Vida de Camilo, 2; cfr. Valerio Má­
ximo, 2-9, 1). En otras palabras, se reclutó más caballería, que fue
pagada por el estado —tenían un «caballo público»— y no se financió
a sí misma, como había sido la costumbre hasta ese momento.
3. Diodoro (14, 16, 5) y Tito Livio (4, 59, 11) afirman que a co­
mienzos de la guerra contra Veyes, los soldados empezaron a recibir
una paga regular, por primera vez en la historia. Aunque la paga no
parece haber sido normal hasta, por lo menos, el siglo III, las circuns­
tancias especiales de un sitio prolongado por todo un año bien pudo
haber inspirado medidas especiales. Después de todo, los hombres se
veían privados de la ocasión de ganarse la vida de otra manera y una
compensación económica era básica si, como se había sospechado ya en
años anteriores, se quería mantener la moral.
4. Con menos certidumbre se puede suponer que por este tiempo
se hicieron algunos cambios en los armamentos. En determinado mo­
mento, la falange hoplita antigua, que se armaba con un escudo pe­
queño (clipeus), una lanza arrojadiza y una formación cerrada y muy
disciplinada (cfr. p. 45), cedió el puesto a una organización más flexible
en la que las armas principales eran el escudo más grande, una espada
y jabalinas (pila). Esta organización fue la que se mantuvo hasta el
siglo II a. C. Tito Livio (8, 8) dice que esto ocurrió después que las
tropas comenzaran a recibir una paga, y Plutarco, en su Vida de Ca­
milo, atribuye lo que podría constituir esa misma reforma a Camilo.
Ningún pasaje está libre de dificultades y tampoco puede basarse en
un testimonio auténtico, pero es significativo el hecho de que las pri­
meras representaciones plásticas de los nuevos armamentos daten del
400 a. C ., poco más o menos.
Tal era el nuevo tipo de ejército que Camilo había creado y que él
conduciría. Camilo fue tribuno consular en el 401 y en el 398 (fechas
tradicionales) y dictador durante un año vital, el 396 (fecha tradi­
cional). Los problemas militares eran considerables. Veyes poseía un
emplazamiento natural magnífico (cfr. p. 111). Hacia finales del siglo V,
sus defensas naturales fueron mejoradas. Sus escarpaduras de toba, en
los lugares en que era posible, fueron recortadas y se construyó un
terraplén de tierra recubierto de piedras, para reforzar las secciones
débiles del perímetro. Los ejércitos romanos deben de haber apuntado
a aislar la ciudad de sus aliados. En este aspecto, se veían favorecidos
por la escasa solidaridad existente entre los etruscos. Las vecinas mis
cercanas de Veyes, Capena y Falerios, podían haber enviado ayuda,
porque habían recibido un trato rudo por parte de los romanos des­
pués de la guerra, pero al parecer ninguna otra ciudad se vio implicada
en la lucha. Caere, la ciudad etrusca de mayores recursos y cercana a
Veyes, si hizo algo, fue apoyar la iniciativa romana (cfr. p. 151). Sin
embargo, el objetivo que Roma se había fijado a sí misma era formi­
dable. La tecnología antigua favorecía a los defensores, más que a los
atacantes. Los romanos ocuparon la lengua de tierra que constituía el
acceso norte a la ciudad; pero ellos mismos se hallaban vulnerables a
un ataque exterior y tenían poco terreno para las maniobras ofensivas
contra las defensas de la ciudad.
Aquella debió ser una lucha prolongada y ansiosa. Un ejército es­
taba destinado a Veyes, pero el peligro de los volscos y de otros pueblos
hacia el sur seguía siendo tan persistente y tan exasperante como
siempre.
Un episodio significativo se relacionaba con el pueblo de Sátrico,
una clave en el conflicto, ya que dominaba uno de los pasos principales
hacia el sur del Lacio. En el mismo año en que Veyes cayó, los romanos
dedicaron un templo a Mater Matuta, que era la diosa principal de Sá­
trico y cuyo nombre es de claro origen volsco. Los testimonios arqueo­
lógicos sugieren que en ese lugar debe de haber existido un santuario
conjunto para Mater Matuta y Fortuna, lugar que sería el del emplaza­
miento del templo en Roma desde aproximadamente el 470 a. C.; pero
el trabajo de construcción fundamental pertenece, sin duda, a comien­
zos del siglo IV. La diosa tenía un culto popular en Sátrico, donde se ha
hallado una gran cantidad de ofrendas votivas, datadas sobre todo
entre el 420 y c. 390 a. C. El templo romano, junto con una colonia
contemporánea en Circeios, cerca de Sátrico (T. Livio. 5, 24, 4), señala
la ejecución de una política militar y religiosa combinada para obtener
la victoria en una región peligrosa. La suma de fuerza y religión parece
sugerir la figura de Camilo. La situación interna, en tanto, no ofrecía
muchas mejoras. Una endemia grave en el 339 (fecha tradicional) hizo
que se recurriera a los Libros Sibilinos, que recomendaron una innova­
ción por entero extraña: una fiesta religiosa durante la cual las imá­
genes de los dioses fueran puestas sobre carruajes e invitadas a parti­
cipar de las fiestas sacrificiales (¡ecíistemium). En aquella oporrunidad,
seis fueron las deidades honradas (T. Livio, 5, 13, 6; Dionisio, 12, 9):
Apolo y Latona, poderes de la curación; Hércules y Diana, ya fuera
como poderes agrícolas o como patronos de los hombres y las mujeres;
Mercurio y Neptuno, dioses del comercio y de los viajes por mar. La
emergencia tiene que haber sido crítica, para que haya conducido a
una innovación tan sorprendente y puede que, al menos en parte, se
halle la figura de Camilo detrás de ella. La suya había sido una crianza
religiosa y Tito Livio lo singulariza por su piedad, como a Eneas. Esto
podría no ser otra cosa que un colorido literario o artístico, para otorgar
coherencia a la pintura del carácter, pero existen otras indicaciones de
que Camilo era un hombre de un sentimiento religioso fuerte. Algún
crédito se puede prestar a esta creencia, dada la probabilidad de que la
ceremonia fuera derivada, no de primera mano de Grecia, sino de
Caere, la ciudad etrusca con la que Camilo tenía unas conexiones es­
trechas, como lo habrían de demostrar los acontecimientos de la inva­
sión céltica (cfr. p. 160). Existen pinturas etruscas que muestran cere­
monias comparables.
Muchos relatos están asociados con los años que precedieron al éxito
eventual de Roma. Muchos de ellos son tan sólo ficciones posí even-
tum, pero todos están dotados de un elemento común: el túnel. Un vi­
dente veyense es capturado y dice que hasta que el nivel del lago Al-
bano sea controlado por un túnel, los romanos no serán capaces de
conquistar Veyes. Los romanos consultan al oráculo de Delfos y reciben,
en sustancia, esa misma respuesta. Estas consejas no son más que mito
puro. El lago Albano se halla a muchos kilómetros de distancia de
Veyes y ni siquiera en suelo etrusco. La ley religiosa romana prohibía
consultar oráculos extranjeros y esta ficción nació del hecho de que los
romanos hicieron una dedicación en delfos después de la toma de Veyes
(cfr. p. 154). Nada que ocurriera al lago Albano pudo haber afectado a
Veyes. Los mitos sólo refuerzan el tema del túnel. Pero los etruscos
eran hábiles ingenieros: construyeron un número fantástico de des­
agües subterráneos para controlar la irrigación de sus propias tierras, y
Veyes no es una excepción. Varios túneles de desagote (cuniculi) pasan
en realidad por debajo de las líneas que separaban de la ciudad a la
fuerza romana de bloqueo y el relato tradicional establece que los ro­
manos pudieron llegar a Veyes por uno de aquellos túneles, precisa­
mente. «Camilo interrumpió las escaramuzas inútiles que se habían
sostenido y dirigió la atención de sus tropas hacia la construcción de un
túnel. Los soldados fueron puestos a excavar. De esas excavaciones, la
más importante y laboriosa fue la construcción de un túnel que condu­
jera hasta la fortaleza central; esta tarea se había iniciado y se mantuvo
en ejecución con regularidad, para lo cual los hombres eran divididos
en seis equipos; cada uno trabajaba seis horas, según un sistema rota­
tivo, dado que una labor subterránea continua los hubiera dejado
exhaustos. Las órdenes establecían que había que excavar día y noche
hasta que el túnel estuviera listo» (T. Livio, 5, 19, 9-11). ¿Qué se
puede sacar en limpio de este relato? Quizá el túnel existía ya como
parte del sistema veyense, muy elaborado, de desagües, pero en rigor
fue usado por los romanos para poder penetrar en la ciudad. Al pa­
recer, algunos cuniculi habían sido bloqueados con piedras por los ve­
yenses, con la intención de evitar ese peligro.
Por lo tanto, debemos aceptar la esencia de la tradición oral, en la
que un túnel cumplió un papel decisivo para la caída de Veyes.
Roma adoptó unas decisiones poco usuales después de haberse ase­
gurado la rendición del enemigo, y también en esto podemos adverrir
las huellas de la mano de Camilo. En el pasado, los romanos se conten­
taban con aceptar indemnizaciones o con establecer alianzas o firmar
tratados. Sin embargo, en esta ocasión, despoblaron la plaza y arra­
saron sus defensas. La destrucción no fue tan completa como lo han
querido hacer ver los autores romanos, de modo sentimental. La escena
del ganado pastando en donde antes se había alzado una gran ciudad
se ve rechazada por el testimonio arqueológico, que establece que
siguieron existiendo algunas viviendas, y por el hecho de que se man­
tuviera una carretera principal a través del asentamiento. Pero, con
todo, esa afirmación es verdadera en líneas generales. Veyes dejó de
existir como potencia importante y los colonos romanos se adueñaron
de la mayor parte de sus tierras. Se hizo una distribución en parcelas de
una hectárea y media de superficie —según dice tito Livio (5, 30, 7)—
entre todos ios plebeyos libres que las quisieran. El número total de los
beneficiarios es desconocido, pero debe de haber sido considerable, ya
que implicó la creación de una tribu nueva, la Tromentina, que los
involucraba a todos y dio alas a una leyenda posterior en la que se decía
que los romanos habían procurado emigrar en masa hacia Veyes. Una
clave de lo que habrá sido la transformación es proporcionada por los
mismos huertos actuales. En los asentamientos hubo un cambio en
los utensilios: del típico bucchero etrusco se pasó a la cerámica negra
vidriada hacia 410-390 a. C. De una cantidad aproximada de 100 asen­
tamientos que han sido excavados en esa región, una tercera parte no
proporcionó objetos de cerámica negra vidriada, o sea que habían
dejado de estar habitados hacia el 410-390 a. C., como resultado de la
caída de Veyes y de la recolonización de la tierra por parte de los ro­
manos. La diseminación del material negro vidriado en otros asenta­
mientos, con todo, indica la distribución de los nuevos arrendatarios o,
al menos, de unos antiguos arrendatarios con propietarios nuevos.
Está claro que la decisión fue un asunto de alta política y también
que involucraba un acto religioso, o sea la transferencia de la protec­
ción de la divinidad patrona de Veyes a Roma. Es verdad que la acción
de Camilo fue coloreada más tarde con el ejemplo posterior de Escipión
Emiliano, que elevaba sus oraciones por la destrucción de Cartago y
que incitaba a la diosa cartaginesa a proteger a Roma; pero no hay
duda de que la diosa de Veyes llegó a quedar establecida en Roma bajo
el nombre de Juno Regina, en el 392 (fecha tradicional), en un templo
sobre el Aventino, cerca de la iglesia bizantina de Santa Sabina. Tito
Livio cita la fórmula con la que Camilo «evocó» a la diosa (5. 21, 2):
«Reina Juno, a ti elevo mi súplica de que dejes esta ciudad en la que
hoy moras para seguir a nuestras armas victoriosas hasta la Ciudad de
Roma, tu hogar futuro, que te recibirá en un templo digno de tu gran­
deza.» La fórmula, que sin duda es invención de algún anticuario, se
asemeja a la utilizada en Cartago por Escipión en el 146 a. C.; esta úl­
tima ha sido conservada por el erudito Macrobio (3, 9. 6): «Sea un dios
o una diosa quien se halla a cargo de la protección del pueblo y de la
ciudad de Cartago, te imploro y suplico a ti que cuidas de este pueblo
y ciudad, y pido tu perdón, que abandones al pueblo y a la ciudad de
Cartago y que dejes sus lugares sagrados, los templos y la ciudad y te
alejes de ellos y que viertas terror, ansiedades y olvido sobre ese pueblo
y te tornes propicia en la guerra y para mi pueblo, en Roma, y que
nuestros lugares sagrados, templos y ciudad sean más aceptables para ti
y que te muestres favorable para conmigo, para el pueblo de Roma y
para mis soldados.» Existe un solo paralelo de este movimiento religioso
tan importante: el intento de arrebatar a Cástor y Pólux de las ciudades
de los latinos en la década del 490 (cfr. p. 95).
Por lo tanto, la toma de Veyes fue ocasión de grandes innovaciones
de índole política y también religiosa y fue seguida por el sojuzga-
miento de los aliados cercanos de Veyes. Capena y Falerios. Ese mismo
halo de cruzada religiosa rodea a otros tres acontecimientos que perte­
necen a este episodio irrevocable de la historia romana y que contri­
buyen a redondear la descripción de Camilo como un hombre de gran
clarividencia. El primero es un relato en la que una copa de oro. en­
viada por los romanos a Delfos para dedicarla en señal de acción de
gracias, fue interceptada por unos piratas de Lípari, pero fue devuelta
por orden del magistrado supremo de Lípari, Timasitheo en aquel mo­
mento. La veracidad del relato está confirmada por el hecho de que.
cuando Lípari fue anexionada en el 252 a. C., los descendientes de
Timasitheo recibieron un tratamiento escrupulosamente considerado
(Diodoro Sículo, 14, 93), y por declaraciones explícitas en las que se
decía que, aun después de haber sido fundida aquella copa por manos
sacrilegas, su base se conservó en el tesoro que el pueblo de Marsella
tenía depositado en Delfos, para que todos pudieran verla, hasta el
siglo !1 de la era cristiana (Appiano, Itálica. 8). Un gesto religioso de
carácter nuevo señala una vez mis a Camilo, en especial dadas las
circunstancias de que sólo Caere, de entre las ciudades vecinas de Roma,
sostenía una relación estrecha con Delfos, y Camilo, por su parte y,
según se dice, se mantuvo en contacto con Caere. El segundo aconteci­
miento, en el que se refleja el sentido de poseedor de una misión di­
vina que mostraba Camilo, es el relato, quizá también influido por los
paralelos con los Escipiones, de que después de la caída de Veyes Ca­
milo pidió en sus oraciones que su éxito y el éxito de Roma no llegaran
a parecer excesivos a la vista de los cielos. En aquellas circunstancias, a
pesar de su magnífica victoria al tomar Veyes y al unificar a Roma bajo
un estandarte religioso y militar común, Camilo fue forzado a aban­
donar la ciudjd dos años después. Las fuentes hablan de celos popu­
lares por la tacañería con que distribuyó el botín. Pero quizá sea más
adecuado pensar en la sospecha general acerca de su política, configu­
rada según una finalidad intransigente.
El tercer incidente es más cuestionable todavía. Se dice que, ante
las nuevas de su éxito en Veyes, se brindaron a Camilo honores sin pre­
cedentes. En particular, entró en Roma en una carroza triunfal arras­
trada por cuatro caballos blancos, privilegio reservado para los dioses
Júpiter y Sol. También había pintado Camilo su cara con la púrpura con
que se acostumbraba a decorar las estatuas de Júpiter (Plinio. Naturalis
historia. 33, 111). En otras palabras, se retrata a Camilo como a un
individuo que había aspirado a la divinidad. Sin embargo, está demos­
trado que esta tradición es falsa. La primera figura histórica que había
utilizado el carro divino de cuatro caballos fue Dionisio I de Siracusa
en el 405 a. C. (T. Livio, 24, 4, 5), y es inconcebible que esa moda­
lidad se haya confundido con tanta velocidad y haya llegado a Roma,
aun cuando los testimonios, en ningún caso, señalan la influencia de la
mística de Alejandro el Grande como un elemento de suma impor­
tancia en el desarrollo del triunfo (cfr. p. 40). No se sabe con exactitud
en qué momento quedó establecida esa tradición. Sin duda se encon­
traba en el aire cuando Julio César, en el 46 a. C., celebra su triunfo en
medio de un esplendor comparable. Pero, o bien fue establecida antes
de esta fecha (y utilizada por César como un precedente), o bien muy
poco tiempo después, por los amigos (o los enemigos) de éste. Por otra
parte, la historia de Camilo continúa refiriendo que el encono y la im­
popularidad que despertara su ostentación constituyeron la causa de su
exilio (Dionisio, 12, 13, 3). Simplemente ignoramos lo que en realidad
pudo haberle ocurrido a Camilo, pero quizá sea significativo el hecho
de que la leyenda que creció en torno a su nombre estuvo urdida alre­
dedor de aquellas preocupaciones religiosas suyas.
Camilo es una de las pocas figuras romanas antiguas cuya persona­
lidad podemos intentar apreciar después de transcurridos tantos siglos,
aun cuando debamos ser indulgentes con un hábito de los historiadores
romanos, el de revestir a las figuras de la época arcaica con los ropajes
de los héroes contemporáneos: Escipión, Sila, César o incluso Augusto.
Sólo hay que evaluar las reformas militares, que sin duda fueron lle­
vadas a la práctica en aquellas décadas, los éxitos militares que alcan­
zaron las armas romanas durante este período, la iniciativa interna­
cional que por primera vez puso a Roma en el papel de una potencia
abiertamente imperialista y conquistadora, y la devoción religiosa que
inspiraba y servía de motivo a aquellos actos políticos, para advertir la
fuerza directriz de un hombre de estado que se entrega a su labor. Las
disensiones políticas quedan eclipsadas por el empuje de un gran
hombre, pero, como sucede a menudo, los romanos encontraban difícil
habituarse a una solución tan personal de sus problemas. Camilo podría
haber compartido el destino de Julio César; por la manera en que todo
aconteció, hubo de abandonar temporalmente la escena política, en el
momento preciso en que sus medidas habían llegado a obtener un
éxito completo y en el que su visión y su energía se necesitaban con
más urgencia que nunca.
EL DESASTRE GALO

Hasta entonces, la historia de Roma había sido un asunto de límites


restringidos. Los horizontes de los estadistas romanos estaban ceñidos a
sus cercanías inmediatas, el Lacio y el sur de Etruria, con los enemigos
que amenazaban las fronteras, los ecuos y los volscos, los sabinos y los
etruscos. Sólo en forma ocasional se vio comprometida en asuntos
exteriores: con Cartago en la cúspide de la prosperidad de la época
monárquica (cfr. p. 81); con Cumas, su vecina griega más cercana; con
Clusio y otras capitales etruscas; y muy pocas veces, en rigor sólo cuando
la escasez de trigo era desesperada, con Sicilia. Pero Roma se había
convertido en ama y señora, que conducía ejércitos internacionales a la
lucha, y como resultado de ello también se convirtió en un tema de
interés para los historiadores griegos contemporáneos.
Hubo al menos tres fuerzas en movimiento a comienzos del siglo !V
antes de Cristo, que fueron las que por fin convergieron sobre Roma y
ocasionaron la explosión.
La primera fue un movimiento de tribus célticas desde la Galia
hasta el valle del Po (lo que después sería conocido por los romanos
bajo el nombre de Galia Cisalpina). Polibio dice que los celtas llegaron
atravesando los Alpes orientales, desde la cuenca del Danubio, hacia el
400 a. C. aproximadamente.
No es fácil seguir los movimientos de estas migraciones. Tito Livio y
otros historiadores brindan relatos diferentes.
«Un ola de cenomanos de la Galia se asentaron cerca de donde hoy se alzan las ciu­
dades de Brixia y Verona. Después de ellos llegaron los libuos, los saluvios. que se insta­
Jalón en Titino, después los boios y los Impones transpusieron el puerto Penino y al
hallar ya ocupadas todas las tierras que median entre los Alpes y el Po. atravesaron el río
en balsas y expulsaron a los etruscos. Por fin (o sea. hacia el 400 a. C.J. los senones. la úl­
tima tribu que emigró, ocuparía lodo el campo desde el río Utens hasta el río Acsis. Los
senones fueron los que atacaron primero a Clusio y después a Roma.» (V 35. 1-3.)
La arqueología puede proporcionar cierto control de este relato
(obviamente tradicional); pero surge una dificultad muy importante
del hecho de que muchos de los celtas absorbieron, sin más, la cultura
de las comunidades en las que se establecieron, de modo que los rasgos
distintivos célticos desaparecieron de inmediato. Incluso gran parte de
la infiltración fue lenta y gradual: grupos pequeños se establecían y
después continuaban su marcha, porque los celtas jamás fueron cons­
tructores de ciudades. Preferían las aldeas reducidas (oppida) que pro­
porcionaban un alojamiento temporal para una unidad tribal aislada.
No obstante, el relato de Tito Livio puede ser confirmado en sus líneas
generales y habrá que prestarle más atención que a la historia más defi­
nida que ofrece Polibio. El valle del Po había sido colonizado por los
etruscos en el curso del siglo V, a través de las fundaciones de Milán
(Melpum), Bolonia (Felsina), Marzabotto, Mantua, Parma Mutina,
Piacenza y otros asentamientos claves, como así también los grandes
puertos comerciales y cosmopolitas del Adriático, Spina y Atria. Pero
por esa misma época se observa la infiltración de los celtas en la comar­
ca. En la región de los lagos italianos se advierte una mezcla gradual
del arte celta y nativo antes ya del siglo IV a. C. Allí las tumbas con­
tienen espadas de hierro célticas, broches celtas y carros funerarios que
son característicos de los celtas. En Casila Valsenio, cerca de Ravenna,
una inhumación estaba acompañada no sólo por cerámica celta, sino
también por un vaso griego de figura negra, datado hacia el 480-470
antes de Cristo. También se han hallado piezas metálicas trabajadas
por los celtas, en tumbas del siglo V, de Marzabotto y de Bolonia. Al­
gunas de éstas, sin duda, pueden representar, más que tumbas celtas,
los productos dispersos provenientes del comercio, pero la impresión
general es Ja de una penetración paulatina pero firme a lo largo de los
siglos V y IV.
La confrontación queda ilustrada por algunas losas grabadas (stelae)
provenientes de Felsina, fechadas hacia el 350 a. C., que prueban una
resistencia continuada y victoriosa (lám. 12). En esta estela vemos a los
caballeros de Felsina enfrentándose con los galos desnudos; el hecho de
que el etrusco aparezca pintado como vencedor, aunque la piedra con­
memora su muerte, no tiene por qué ocasionar sorpresa. En efecto, los
galos asolaron el valle del Po y los etruscos se vieron forzados a disper­
sarse. Algunos huyeron hacia Piamonte y la comarca adyacente: allí se
han hallado inscripciones etruscas y también en la región interior de
Niza. Otros se dirigieron hacia el norte, a los valles de los Alpes cen­
trales (Raetia), donde dejaron algo de su alfabeto y quizá de su lengua
a los nativos, que los preservaron hasta los tiempos de Tito Livio. Un
geógrafo anónimo («Scyclax»), que escribió hacia el 375 a. C., ofrece
una pintura de la costa adriática, donde los etruscos sólo retuvieron
una franja estrecha de litoral en torno a Spina. en tanto que los cel­
tas disponían del resto de la costa entre Spina y la región cercana a
Venecia.
La causa original de la migración celta es oscura. Había, sí, una
explicación tradicional que Tito Livio transmite del siguiente modo
(5, 34):
«La tradición sostiene que los galos se sintieron cautivados por los atractivos de las
cosechas y. en especial, por los placeres nuevos del vino y. en consecuencia, atravesaron
los Alpes y ocuparon las tierras que antes habían sido cultivadas por los etruscos. Arruns
de Clusio fue quien hizo conocer el vino entre los galos, con el fin de inducir a las tribus
a que invadieran Italia. I.o guiaba el recuerdo de que su mujer había sido seducida por un
joven poderoso, de quien el había sido tutor y del que no llegaría a vengare jamis, sin
contar con alguna ayuda externa.»

La anécdota, relatada también por Dionisio de Halicarnaso, es an­


tigua. Ya era conocida por Catón, que alude a ella en el segundo libro
de sus Origines y fue relatada por un comediógrafo griego, Arístides de
Mileto. Pero, aunque el profesor Heurgon y otros han argumentado
que proviene de otras narraciones etruscas. no existen testimonios de
que los etruscos hayan escrito historias jamás (cfr. p. 17), y en sí mismo
el relato es un cuento popular que reaparece en varias leyendas griegas
de migración. Simplemente ignoramos el motivo que impulsó a los
celtas a emigrar. No existen señales de escasez de tierra o de hambre,
que fue lo que llevó a algunos de los colonos griegos a desplazarse.
Pudo no haber sido más que una cuestión de costumbres agrícolas.
Como observaba César 350 años después, la práctica de los celtas
consistía en plantar una cosecha al año y segar una vez al año y después
pasar a otra comarca no cultivada aún. Por lo tanto, la comunidad
siempre estaba en movimiento. Otra atracción puede haber sido la ri­
queza de mineral de hierro y otros metales en Elba y en el norte de
Etruria, porque los celtas trabajaban el metal con gran habilidad y con
arte.
Los celtas se asentaron en algunas de las regiones que habían aso­
lado y las ocuparon durante cientos de años, hasta que los romanos a
su vez se anexionaron la Galia Cisalpina, pero en esencia eran un
pueblo nómada. Construyeron vehículos sofisticados, carros de dos y de
cuatro ruedas, en los que transportaban sus pertenencias y que, como
los boers, utilizaban a modo de campamento móvil. Esos carruajes,
que aparecen representados con regularidad en los monumentos cél­
ticos, explican la velocidad que desarrollaban en sus viajes, cosa que
hizo famosos a los celtas. También constituían un ejército de ataque
poderoso. Los romanos adoptaron esos inventos y la mayoría de las pa­
labras que utilizaron en su habla cotidiana para denominar los
carruajes (carpentum. essedum. rheda y otras) también fueron tomadas
de los celtas. Así, en tanto que algunas tribus se asentaban
pacíficamente en el valle del Po y dejaban su huella arqueológica y
lingüística en los nombres de lugares que terminan en -ago y que aún
se conservan (p. ej.: Ombriago, Maluago, Vercurago y otros cerca de
Bérgamo), otras tribus continuaban hacia delante sin descanso. Marza-
botto fue tomada, pero sólo por poco tiempo. Existe un pequeño ce­
menterio celta, en el que se han encontrado espadas de hierro y otros
objetos funerarios y una concentración de pequeñas cabañas celtas en la
parte norte de la ciudad etrusca, pero las evidencias señalan una ocupa­
ción efímera.
Mientras esta actividad sin objetivo fijo se producía en el norte de
Italia, otros poderes se ponían en movimiento en el sur. Siracusa había
sido durante cien años la ciudad más importante de Sicilia. A comien­
zos del siglo V, sus grandes tiranos, como Hierón, la habían convertido
en una metrópoli capaz de ganar las competencias principales de los
Juegos Olímpicos y habían contado con los servicios de los poetas más
brillantes de Grecia, como Esquilo y Píndaro. La tiranía había sido
suplantada, pero, en fechas recientes, Siracusa había derrotado por
completo a dos expediciones atenienses (415-412 a. C.) y se había defi­
nido como una potencia militar que debía ser respetada. En el 405, un
joven de talento, Dionisio, fue elegido jefe supremo y había restable­
cido la tiranía de forma efectiva. Dionisio tenía grandes ambiciones.
Su objetivo consistía en extender el dominio siracusano a toda Sicilia y
a gran parte del sur de Italia también, para humillar a los cartagineses
que aún mantenían una plaza en Sicilia (en Motya y en otras pobla­
ciones). En el 392 a. C., Dionisio firmó con los cartagineses un tra­
tado, por el que éstos quedaban confinados al extremo noroeste de la
isla, cosa que permitía que él mismo estuviera libre para poner toda su
atención en Italia. Durante cuatro años llevó a cabo sus campañas,
hasta que logró tomar Rhegio, una ciudad que era la llave que abría el
camino hacia el norte.
Griega, cartaginesa, etrusca, gala: las cuatro potencias que se dispu­
taban el corazón de Italia. Los cartagineses y los etruscos eran aliados
desde mucho tiempo atrás (cfr. p. 81), pero era poco lo que podían
hacer los cartagineses para ayudar. Para los etruscos, por otra parte, el
peligro se hallaba en dos frentes. Existen muy pocas huellas de que
hayan efectuado algún esfuerzo en común para unirse ante el peligro
común, así como tampoco habían unido sus fuerzas para acudir en de­
fensa de Veyes.
La única señal exterior de una preparación es el hecho de que las
murallas defensivas de muchas ciudades etruscas hayan sido construidas
por entonces, y muchas de ellas de un tamaño imponente: el perímetro
de Tarquinia es de unos diez kilómetros, los de Volterra y Volsinios de
unos ocho kilómetros, poco más o menos. Pero dos ciudades al menos,
conscientes quizá de su posición estratégica y de su poderío militar, de­
mostrado poco antes, protagonizaron una apertura hacia Roma. La pri­
mera fue Clusium, que se mantuvo firme ante el avance de los celtas.
Clusium poseía amplias conexiones con Roma (cfr. p. 86) y, sin duda,
dependía de Roma para el abastecimiento de sal y para el comercio en
el valle del Tíber. Tito Livio dice que apeló a Roma en busca de ayuda
y que ésta envió una delegación de Fabios, los habituales expertos
etruscos (cfr. p. 113), para que presentaran sus quejas a los galos.
Aquella intervención sólo valió para exacerbar los ánimos. Más pro­
bable es que, como lo registra Diodoro, los romanos sólo hayan ido
para enterarse de lo que estaba sucediendo. Sabemos que hubo fuerzas
militares romanas en Volsinios (Bolsena u Orvieto) y en otro lugar cer­
cano desconocido, Sapienum o Sappinum. en el 388 a. C. Estos pueblos
se hallan tan lejos de Roma —casi 100 kilómetros— que cualquier idea
acerca de una expedición agresiva por parte de los romanos está fuera
de consideración. Las operaciones fueron parte de un reconocimiento
general o parte de un intento de persuadir a las ciudades para que hi­
cieran causa común contra los invasores. De todas formas, no volvemos
a saber nada más acerca de Clusium.
Sin embargo, Caere estuvo ligada más directamente con Roma.
Desde tiempos antiguos pueden haber existido nexos directos. En Caere
se halla una tumba de la familia Tarquina, en la que están consig­
nados no menos de treinta y cinco miembros y, según la tradición, la
primera puerta a la que llamaron los monarcas Tarquinos después de
su exilio fue Caere (T. Livio, 1, 60, 2). A lo largo del siglo V a. C., se­
gún parece, Caere y Roma se mantuvieron en paz, si no fueron aliadas.
Y sin duda, sus intereses eran recíprocos. Caere poesía los únicos puer­
tos útiles para Roma: Pyrgi, Alsium (Palo) y Punicum (Santa Mari-
nella), dado que Ostia todavía no era más que un lugar del que se
extraía la sal. Tanto Caere como Roma quedaban aisladas del centro de
Italia por la esfera de influencia de Veyes, de modo que su comercio
por tierra estaba a merced de esta ciudad. Tanto Caere como Roma lo­
graron, al parecer, unos entendimientos específicos con los cartagineses
(cfr. p. 81). Otros signos de esta cooperación pueden inferirse de dos
hechos religiosos asociados con la guerra contra Veyes. Ambos hechos
—el primer lectistemium en Roma y la profecía acerca del Lago Al baño
(cfr. p. 151)— presuponen unas comunicaciones con Delfos, y Caere,
como sabemos, era la única ciudad etrusca que mantenía un tesoro en
ese santuario griego. Era natural que el contacto de Roma con Delfos se
haya producido a través de la ciudad etrusca.
Esta asociación entre Roma y Caere puede proporcionar la clave
para un problema histórico de gran importancia. ¿Por qué los celtas
atacaron Roma? Es verdad que comenzaban a tener un nombre propio
como ciudad pero no merecía un asedio prolongado y había otros obje­
tivos mucho más incitantes. Pero habrá que considerar en conjunto
cuatro hechos:
1. Poco después que los celtas hubieran saqueado Roma, se unie­
ron a las fuerzas de Dionisio I (Justino, 20, 5, 4-6).
2. El geógrafo Estrabón, un contemporáneo de Livio que utiliza­
ba fuentes mucho más antiguas, relata que cuando los celtas abando­
nan Roma, después de haber devastado con éxito la ciudad, fueron
derrotados por los ceretanos (5, 220). (El mismo hecho puede haber si­
do relatado por Diodoro [14, 117, 7] quien refiere que los celtas fueron
derrotados por los *Cerii» en la llanura Hrausiana», pero esa llanura no
resulta identificable.)
3. Dos años después, Dionisio tomó Pyrgos, el puerto de Caere,
como culminación de dos años de actividad naval sobre la costa oeste
de Italia (Diodoro, 15, 14, 3-4).
4. La unión de Caere y Roma durante las invasiones célticas (con-
fróntere pág. 167).
Una confabulación entre Dionisio y los galos parece ser la respues­
ta obvia. Roma, como aliada de Caere, tenía que ser eliminada de
acuerdo con un plan general por el que Dionisio se aseguraba la ma­
yor parte de la Italia central y de Etruria con la ayuda de la presión gala
desde el norte.
Sea cual sea la verdad, Roma emergía por entonces en la escala
mundial. Esto tuvo una consecuencia histórica de gran importancia.
A partir de aquel momento, podemos considerar la historia de Roma
en un relativo aislamiento. Sólo unas pocas veces se mezcló en asuntos
internacionales de allí en adelante. La batalla de Cumas (474 a. C.) es
una de las pocas excepciones. Principalmente, Roma creció a modo de
una crisálida cuya propia cronología y civilización, relativa a sus vecinos
inmediatos, es todo lo que importa al historiador. Pero a raíz de la in­
vasión céltica, Roma se relaciona con un mundo más amplio y por vez
primera nos hallamos en condiciones de fijar los acontecimientos histó­
ricos romanos cronológicamente, según los datos mucho más detallados
y precisos del mundo griego. Aristóteles tenía noticias de la caída de
Roma en poder de los galos y esta información histórica fue transmitida
por los historiadores griegos, de modo que Polibio, que escribiría hacia
el 150 a. C., pudo formular un sincronismo exacto (1.6 , 1). «Roma se
rindió a los galos diecinueve años después de la batalla de Aegospóta-
mos [una batalla naval librada durante la guerra entre Atenas y Esparta],
dieciséis años antes de la batalla de Leuctra y en el año en que fue fir­
mada [por los griegos] la paz de Antálcidas con los persas y cuando
Dionisio sitiaba Rhegio.» Esto equivale en el calendario cristiano al
año 387-386 a. C. Como ya se ha explicado (cfr. p. 11) los romanos te­
nían un sistema propio de datación según las magistraturas anuales y
sus fechas convencionales alcanzaban un error de cuatro años, ya que la
fecha romana equivalente era el 390 a. C ., así como la fecha romana
para la expulsión de los Tarquinos era el 510 a. C., en tanto que la
exacta es, según todas las probabilidades, el 507 a. C.
El 18 de julio del 387 a. C., día cuyo recuerdo fue perpetuado en el
calendario romano, el ejército romano bajo el mando de Quinto Sulpi-
cio sufrió una derrota decisiva en el lugar en que el río Allia (Fosso
della Bettina) desemboca en el Tíber, unos pocos kilómetros aguas arri­
ba de Roma. Aparte de las bajas en la batalla misma, un número de
romanos se ahogó mientras intentaba atravesar el Tíber. pero la mayo­
ría de los supervivientes consiguió cruzar el río hacia Veyes. Roma mis­
ma tenía pocas defensas —era muy difícil defenderla— y estaba abierta
al avance galo. Sólo el Capitolio podía proporcionar un lugar adecuado
para la resistencia.
Los relatos acerca de la ocupación gala no son significativos en sí
mismos; pero brindan un ejemplo tan interesante acerca de la manera
en que se desarrolló la historia romana, que bien merecen un examen
detallado. El relato tradicional, tal como fue transmitido por Tito Livio
y Diodoro, puede resumirse en pocas palabras. Cuando se advirtió que
no había esperanzas de salvar Roma, el sacerdote del Quitinal y las
vírgenes Vestales llevaron los tesoros sagrados de Roma a Caere para
ponerlos a salvo. En su camino se encontraron con otro refugiado,
Lucio Albinio, que los transportó en su carro. Los demás habitantes se
retiraron al Capitolio, con la excepción de algunos senadores ancianos,
que resueltamente permanecieron en la ciudad y esperaron la muerte
vestidos con sus ropajes oficiales. Los galos irrumpieron en la ciudad y,
provocados por la acción de Marco Papirio, que golpeó a uno de los
invasores con su bastón de marfil porque éste le había tocado la barba,
masacraron a los senadores en el lugar mismo donde los ancianos aguar­
daban. De inmediato, los galos incendiaron gran parte de la ciudad.
Entre tanto, las esperanzas romanas estaban puestas en Camilo, que
vivía en el exilio en Ardea como resultado de su pérdida del favor po­
pular después de la toma de Veyes. Se intentaron acercamientos para
pedirle que regresara y se hiciera cargo del mando de las tropas que
habían escapado de Allia hacia Veyes. Sin embargo, Camilo se demoró
hasta recibir una aprobación oficial de la misma Roma, que se obtuvo
gracias a que Pontio Cominio fue a Roma nadando por el Tíber, escaló
el Capitolio, obtuvo la autorización necesaria (una ley curiada que con­
firmaba la autoridad de Camilo [imperium ], cfr. p. 52) y regresó por el
mismo camino. Camilo se preparó entonces para liberar a Roma; pero
el tiempo volaba. Un ataque temible contra el Capitolio fue advertido
sólo por la alarma que dieron los gansos sagrados y prevenido por las
medidas rápidas que adoptó Marco Manlio. El hambre y la enfermedad
minaban la resistencia de sitiados y sitiadores hasta que se llegó a un
compromiso por el cual los galos aceptaban abandonar Roma, previo
pago de una fuerte suma. En el momento en que se pesaba la suma re­
querida, llegó Camilo e interrumpió las negociaciones. De inmediato
se entabló una batalla entre las ruinas de Roma y lo galos fueron derro­
tados decisivamente. Y así, Camilo salvó una vez más la ciudad.
En un intento de desenmarañar la madeja, un historiador moderno
ha tratado de diferenciar aquellos elementos que fueron introducidos
con el fin de minimizar la humillación verdadera sufrida por Roma,
aquellos elementos que nacieron de explicaciones sobre prácticas legales
o religiosas y aquellos elementos que fueron derivados de los aconteci­
mientos griegos correspondientes, tales como el saqueo de Atenas lle­
vado a cabo por los persas. Lo que resta tal vez sea el residuo de verdad
que contiene la tradición oral.
1. Toda la intervención de Camilo y la derrota que él habría in­
fringido a los galos parecen poco probables. Polibio no lo menciona en
absoluto. Más significativo aún es el hecho de que Aristóteles, que
escribía sólo cincuenta años después los sucesos, mencione al salvador
de Roma con el nombre de «Lucio». El primer nombre de Camilo era
«Marco» y «Lucio» tal vez sea Lucio Albino, quien rescató los sacra. El
jefe militar fue sin duda Quinto Sulpicio. También la victoria romana
es desconocida para lo historiadores de antes del siglo II y fue inventada
para salvar la imagen de Roma, según el modelo de la victoria cere-
tana, mencionada por Estrabón.
Esto nos lleva a preguntarnos si la leyenda acerca de la resistencia
victoriosa en el Capitolio es verdad. El poeta Enio, que escribía poco
después del 200 a. C., parece dar por sentado que el Capitolio, tal
como el resto de la ciudad, cayó en poder de los galos y esta tradición
tiene eco, 250 años después, en el poeta Lucano. Por otra parte, no
existe testimonio arqueológico de destrucción (como lo hay, en cambio,
para el resto de la ciudad) y la anécdota de Manlio y los gansos no
puede ser desechada: no tiene antecedentes griegos y pertenece a esa
estirpe rara de leyendas indígenas romanas. El núcleo del asunto está
en que los galos no se apoderaron del Capitolio. Al menos no en
aquella ocasión: quizá lo hicieron después.
La llegada de Camilo al cabo de once horas, mientras se estaba pe­
sando el rescate, puede ser desestimada de buena gana. Sin embargo, el
pago de un rescate para persuadir a los galos de que debían marcharse,
está corroborado por el hecho de que algunos mercaderes de Marsella
(una de las colonias griegas más ricas del occidente, que mantenía rela­
ciones desde antiguo con Roma) contribuyeron en la ocasión, y el
pueblo de Marsella fue honrado por los romanos con unos privilegios
comerciales específicos, como prenda de gratitud y reconocimiento
(Justino, 43, 5, 10). Pero de aquí surgen otros dos problemas. Según la
tradición, se debía pagar la cantidad de mil libras de oro, pero en el 52
antes de Cristo, Pompeyo, mientras dirigía unas excavaciones bajo el
templo de Júpiter Óptimo Máximo, halló dos mil libras en un escon­
drijo. Sin embargo, no hay ni siquiera un motivo mínimo para rela­
cionar el hallazgo de Pompeyo con el rescate galo. En segundo lugar,
hubo un proverbio asociado con el pago del rescate. Mientras el oro era
pesado, los romanos se quejaron de que el pesaje se hacía muy deprisa;
pero el jefe galo arrojó su espada a la balanza mientras exclamaba «¡Ay
de los vencidos!» (Vae victis!). Esta escena romántica sólo sirve para dar
una representación de la antigua verdad proverbial según la cual la
justicia (cuyo emblema es una espada) siempre está a favor del más
fuerte.
2. El relato pictórico de la matanza de senadores ancianos es, sin
duda, una anécdota que nació de un ritual religioso por el que, en los
tiempos de crisis agudas, un ex magistrado se entregaba solemnemente
a la muerte por el bien de todo el pueblo (devotio). Un caso notable
fue el de Publio Decio Mus en el 340 a. C. El origen de la leyenda es
evidente por la mención de Marco Papirio. Los Papirios constituían una
familia que cumplía las funciones de depositaría del conocimiento
religioso. Se decía que el primer pontifex maximus y el primer rex
sacrorum de la nueva República, en el 507 a. C., fueron Papirios, y el
cuerpo consolidado de la ley religiosa más antigua que se conocía era
denominado lus Papirianum.
La hazaña de Pontio Cominio pertenece a una categoría similar.
Había un problema religioso y legal. ¿Podía un hombre asumir el
mando de un ejército romano sin haber sido investido del poder en la
forma apropiada? No se trataba sólo de una cuestión práctica. A menos
que hubiera estado investido de la competencia religiosa total, no
podía consultar la voluntad de los dioses antes de la batalla e inevi­
tablemente atraería el desagrado de los dioses, tal como lo hizo Craso
en el 54 a. C., cuando se apresuró a marchar hacia el Oriente, sin ob­
servar las ceremonias requeridas. De modo que el pueblo romano y el
Senado tendrían que responder a la consulta al respecto. Puede haber
existido una leyenda familiar en la que se decía que alguno de los Co­
mimos se había deslizado por entre las líneas enemigas durante el sitio
de los galos; pero esto se había convertido en algo distinto.
Otro episodio menor es también ilustrativo de las exigencias re­
ligiosas. Si no todas, muchas familias romanas poseían sus cultos fami­
liares propios, a menudo llevados a cabo en lugares determinados. Des­
cuidar esos lugares constituía un quebrantamiento serio de la fe, que
implicaba una desgracia popular y el disfavor de los dioses para la
familia. Catón el Viejo en cierta ocasión pronunció un discurso contra
Lucio Veturio, justificando la medida que en su carácter de censor
había adoptado al privar a Veturio de su posición de caballero. Uno de
los reproches de Catón consistía en que Veturio había descuidado el
culto familiar que prescribía la necesidad de llevar agua del río Anio al
santuario. Durante el asedio de los galos, uno de los Fabios alojados en
el Capitolio, Cayo Fabio Dorsuo, se deslizó por entre las líneas para
cumplir con los deberes religiosos en el templo de su familia, situado
en el Quirinal. Dorsuo cumplió su cometido con éxito, pero su camino
fue rastreado y esto inspiró a los galos la idea de asaltar el Capitolio por
ese mismo acceso: los gansos frustraron la empresa. La historia quizá no
tenga ningún asidero y sólo haya sido inventada para demostrar la im­
portancia de los cultos familiares y la piedad de los Fabios en materia
de mantener los suyos.
Hasta aquí, lo que ha quedado en claro es que los galos sitiaron
Roma durante varios meses, fueron resistidos con heroísmo por una
guarnición apostada en el Capitolio y recibieron dinero para alejarse de
allí. La única prueba de todo ello se encuentra en la tierra. El testi­
monio arqueológico más importante proviene del Foro. Se ha hallado
un estrato de tejas rojas mezcladas con maderas carbonizadas y arcilla
en que se alzaba el Comitium (donde había estado la antigua Casa del
Senado); ese estrato puede ser fechado hacia comienzos" del siglo IV
antes de Cristo. Poco después, y sin duda como una parte de la recons­
trucción, todo el Foro fue pavimentado con capellaccio.
La última anécdota que hay que considerar es la remoción de los te­
soros sagrados que fueron llevados a Caere. Esos tesoros (sacra) estaban
guardados en una sala especial del santuario de Vesta. Su identidad
exacta es desconocida. El gramático Varrón dijo que se trataba de siete
objetos que garantizaban la seguridad de Roma (Servio, Sobre Eneida,
7, 188): la aguja de la madre de los dioses, el carro de terracota de
Veyes (cfr. p. 83). las cenizas de Orestes, el cetro de Príamo, el velo de
Ilione, el Palladium (una estatua de Palas Atenea, de la que se decía
que había sido llevada desde Troya) y los escudos de los Salios (ancilia).
Pero es probable que esta lista date del siglo III, cuando las pretensiones
de mando de Roma estaban en línea ascendente. El carro de terracota
no podía ser movido en ningún caso. Además existe otra tradición, por
la que también eran parte de los tesoros sagrados dos recipientes (do-
liola) arcaicos y dos estatuas en miniatura de los Penates. Fueran lo que
fuesen, los tesoros representaban el alma de Roma y su supervivencia
aseguraba la supervivencia de Roma. La acción de Lucio Albino al
ayudar a llevarlos a lugar seguro, dado el clima religioso del momento,
fue considerado más importante que cualquier compromiso militar.
Por este motivo, Aristóteles se refiere a él como al salvador de Roma.
Por esta causa también, un estadista muy. posterior que había casado
con una mujer de la familia Albinia, llamó Quirinalis a su hijo para
conmemorar el papel representado por el flamen Quirinalis, junto con
Lucio Albino. Y también por esa causa, una inscripción conmemora­
tiva fue grabada siglos después, y en ella se lee:
[Cuando los galos estaban si]tiando el Capitolio
condujo a las (vírgenes] [vesjtales a Caere:
allí se hizo responsable de asegurar que
los [sacrificios] y las ceremonias rituales no se [interrump]ieran.
[Cuando la ciudad fue recu¡perada, trajo de regreso
los objetos sacros y a las vírgenes [a Roma).
Es un hecho auténtico el depósito de los tesoros de Roma en Caere,
y está probado por el aprecio que hacia esta ciudad se mostró en los
tiempos posteriores. Por desdicha, éste se ha convertido en uno de los
problemas más disputados de la historia de Roma, porque existe un
conflicto serio de testimonios. Tito Livio refiere que los ceretanos
fueron honrados con la «hospitalidad pública», o sea una situación
especial que les permitía ir y venir por Roma sin estar sujetos al pago
de ninguno de los requisitos impuestos a que se veían sometidos los
ciudadanos romanos (5, 50, 3). Sin embargo, en tiempos posteriores
hubo un registro, conocido bajo el nombre de Tablas Ceretanas, que
fue compilado por los censores y que contenía los nombres de los
ciudadanos que, por una u otra razón, habían sido privados del de­
recho de votar (Aulo Gelio, 16, 13, 7; Horacio, Epistul^m; 1, 6, 62-63)-
Estar incluido en ese registro representaba poseer i^ñ rrjiaVá negra dc
desgracia, ya que significaba haberse convertido ¿fi cha pegona cbh
todas las obligaciones, los impuestos y las respoi^abilidade^Aquí se
establece una contradicción clara, que ha sido explicada se g a d o s mít-
ñeras principales: 1) la condición de un ciudadanotóié^derectib de
eríft en una época antigua, una situación honorable ^^p ¿S ia^^tiu |*
con el correr de los tiempos llegó a ser considerada í^ g p /u<n*'c¿»a-
danía de segunda clase. En rigor, los ceretanos habían recitSfEroaquel
honor en el 386 a. C., pero Tito Livio lo había identificado, en forma
errónea, con una concesión diferente, la de «hospitalidad pública».
2) Los ceretanos recibieron, en efecto, el derecho de «hospitalidad
pública» en el 386 a. C., pero las relaciones entre Roma y Caere se
deterioraron en el curso de los cien años siguientes, hasta que se llegó a
una situación en la que Caere fue anexionada virtualmente, en carácter
de una comunidad inferior, con ciudadanía exenta del derecho al su­
fragio (Toynbee sugiere que eso ocurrió en el 274-273 a. C.). La se­
gunda explicación parece ser más adecuada a la naturaleza y a la his­
toria de las relaciones entre las dos ciudades.
Cuando se hubo aplacado la situación y cuando los galos ya habían
plegado sus tiendas, cuando los sacra habían vuelto de Caere y la lucha
entre los etruscos, los galos y los sicilianos se habían debilitado, ¿en
qué condiciones se hallaba Roma? No es fácil llegar a establecer la
verdad. Los historiadores antiguos y modernos tienden a pensar que el
avance de Roma en el mundo del poder fue una progresión en línea
recta. En realidad, sin embargo, los años posteriores al 386 a. C. marcan
el final de una época. La ciudad en sí misma estaba en ruinas. Era
necesario reconstruir mucho, y mucho fue lo que se hizo al respecto,
como después del Gran Incendio de Londres, con un criterio de provi-
sionalidad, según lo revela el trazado de las calles. En el campo exterior,
Roma todavía detentaba el control del territorio veyense, aunque un
rumor persistente acerca de que los romanos querían emigrar a Veyes
desde los escombros de su propia ciudad, junto con el hecho de que los
sobrevivientes del ejército romano habían sido reagrupados en esa
ciudad después de la batalla de Aljia, pueden llevar a pensar que por
un tiempo Veyes había recuperado una parte de su independencia.
Pero la situación era difícil en todos los sitios. La liga latina había
quedado sin el apoyo romano y otras varias colonias aliadas —Velitrae,
Vitellia, Satricum— desaparecieron para ser absorbidas por una nación
volsca confiada y renacida. En efecto, la liga latina fue disuelta y las
fronteras de Roma en el Lacio volvieron a ser lo que habían sido cien
años antes. En el campo interno, no hubo tiempo para la política. Ca­
milo y Manlio se convirtieron en los conductores de una restauración
popular, pero los grandes problemas políticos permanecieron en estado
latente hasta que Roma pudo, una vez más, permitirse el lujo de las
competencias partidarias. Muy poco había cambiado desde el tiempo
del Decenvirato, dos generaciones atrás.
El saqueo galo marca uno de los momentos importantes de la his­
toria romana y cierra una etapa particular de la evolución histórica.
Según la cronología romana, se produjo en el tricentésimo sexagésimo
quinto año de la ciudad, un Gran Año, ya que hay 365 días en el año,
como recuerda Camilo a su audiencia en la narración de Tito Livio (5,
54, 5), así como 365 años después de la Crucifixión, en el 398 de la era
cristiana, los hombres también se preocupaban porque una era estaba
llegando a su fin.
CUADRO CRONOLÓGICO

Las fechas proporcionadas aquí son las convencionales, que para la mayor parte de la
monarquía han de entenderse como casi completamente especulativas (y. por ende, están
señaladas como trad.) y que para el período de la República han de considerarse unos
tres o cuatro años anteriores (p. ej., la caída de Roma en poder de los galos está sincro­
nizada por las autoridades más antiguas con sucesos griegos fechados con certeza en el
386 a. C., pero la cronología convencional romana la dató en el 390 a. C.).

856 (trad.) Fundación de Cartago.


753 (trad.) Fundación de Roma.
625-600 Llegada de los etruscos a Roma.
616-578 (trad.) L. Tarquino Prisco, 594 Arcontado de Solón en Atenas.
578-534 (trad.) Servio Tulio. c. 547 Batalla de Alalia.
c. 540 Templo de Diana.
534-510 (trad.¡ L. Tarquino el Sober­
bio.
510 Expulsión de los Tarquinos. 510 Expulsión de ios Pisisirátidas.
Templo de Júpiter Óptimo
Máximo.
Tratado con Cartago.
507-506 Porsenna ataca a Roma.
?-506 Batalla de Aricia.
497 Templo de Saturno.
466 Batalla del Lago Regillo.
496-495 Tratado latino de Espurio
Casio.
Templo de Mercurio.
494 Primera secesión de la plebe.
493 Templo de Ceres.
490 Batalla de Maratón.
486 Golpe de Espurio Casio.
479 Batalla de Cremera. 479 Batalla de las Termópilas.
474 Batalla de Cumas.
471 Creación de la asamblea tribal.
470 Penetración celta en Italia.
451 El Decenvirato.
449 La segunda secesión de la 449 Paz de Callias.
plebe.
Consulado de Valerio y Hora­
cio.
444 Institución de lo tribunos mili­
tares.
443 Institución del censorado. 443 Fundación de Thurios.
441 Golpe de Espurio Maelio.
c. 437-426 Guerra con Fidenas. 431-404 Guerra entre Atenas y Esparta.
429 Plaga en Atenas.
423 Los oscos toman Capua.
421-420 Los oscos toman Cumas.
406-396 Guerra con Veyes. 405 Batalla de Aegospótamos.
405-367 Dionisio I, tirano de Siracusa.
386 Paz de Antálcidas.
396 Toma de Veyes.
390 Los galos se apoderan de Roma.
FUENTES PRIMARIAS

V a rró N : Marco Tercncio Varrón (116 a. C.-27 a. C.). Anticuario romano que cscribió
mucho sobre las costumbres, los ritos y las tradiciones romanos. Sus Antiquitates no
se han conservado, pero fueron citadas con amplitud por escritores tardíos. Fue cono­
cido como el «más erudito de los romanos». Las obras que de el perduran son üe
hngua Latina y Res rusticae, publicadas en Loeb Classical Library, con traducción.
GceróN: Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.). Aunque era sobre todo un abogado y un
político, poseía un hondo interés por la historia y serios conocimientos del tema. Su
obra fragmentaria De re publica contiene valiosa información. Existe una traducción
anotada por ti. H. Sabine y S. B. Smith en la Library of Liberal Ara. bajo el título
On the Commonweaíth. [Hay varias traducciones al castellano.)
D io n is io : Nacido en Halicarnaso, Asia Menor, pasó a Roma en el 30 a. C. y allí vivió
hasta su muerte en el 8 a. C. Escribió sus Antigüedades, romanas, una historia de
Roma hasta el 264 a. C., en griego, en la que incorpora testimonios abundantes de
escritores antiguos; también obras retóricas. Texto con traducción en Loeb Classical
Library.
Estrabón : (Elio) Estrabón, geógrafo e historiador griego que se estableció en Roma en el
29 a. C. Su Geografía contiene interesantes leyendas de la fundación y otros detalles.
Texto con traducción en Loeb Classical Library.
Virgh.10: Publio Virgilio Marón, de Mantua (70-19 a. C.). Poeta romano cuyas obras, en
especial Aenets, incorporan muchas leyendas y tradiciones de la Roma antigua. Hay
una traducción en prosa de Eneida en Penguin Classics; la versión en verso de C. Day
Lewis también es buena. [Hay varias traducciones castellanas. Bilingüe en la edición
de la Universidad Nacional Autónoma de México.)
T ito Livio; Tito Livio, de Padua (59 a. C.-17 d. C.). Escribió la historia de Roma desde
la fundación hasta el 9 a. C., en 142 libros, de los que se conservan los que van del
1 al 10 y del 21 al 45. Sus intereses principales eran artísticos y filosóficos; pero su obra
contiene una gran cantidad de material original y es la fuente específica más impor­
tante del período. Texto completo en Loeb Classicif Library. con traducción; comen­
tario de R. M. Ogilvie sobre los libros 1-15, Clarendon Press, 1969: traducción de los
libros 1-5 en Penguin Classics, bajo el título de The Early History ofRome (la historia
antigua de Roma). [Hay traducción en castellano.]
O v id io : Publio Ovidio Nasón (43 a. C.-18 d. C.). Poeta romano algunas de cuyas obras,
en especial los Fasli —una relación poética del calendario romano—, contienen de­
talles preciosos acerca de los ritos antiguos. Texto con traducción en Loeb Classical
Library. [Hay traducción en castellano.]
PLUTARCO: Quinto Mestrio Plutarco, historiador y filósofo griego de Queronea, en Beocia
(í. 4Vi. 120 d. C.). Erudito que realizó muchos viajes, que adquirió la ciudadanía
romana y que se interesó profundamente por la historia romana. Además de sus
obras de antigüedades, escribió una serie de biografías paralelas griegas y romanas,
que incluían a Rómulo, Numa, Publicóla y Camilo, en las que se incluye mucha
investigación original acerca de la Roma arcaica. Texto, con traducción, en Loeb Clas­
sical Library. [Hay traducción castellana de las Vidas Paralelas. ]
feSTO: Sexto Pompeyo Festo (fl. 150 d. C.). Autor de un diccionario (compendio de otro
anterior escrito por Verrio Flacco) que contiene un gran caudal de información re­
ligiosa y sobre la antigüedad, junto con vocablos arcaicos. Texto en edición de
Tcubner.
I^MEO: Historiador griego oriundo de Taormina. Sicilia (c. 350-260 a. C.). El primer
historiador griego que escribió con amplitud acerca de la historia italiana y romana.
Su obra se conserva sólo a través de citas, que se pueden consultar en Jacoby, Frag
mente der Griechischen Histariker, núm. 566.
FabiO : Quinto Fabio Píctor, el primer historiador romano (fl. 225-200 a. de C.). Su obra
se ha conservado sólo en resúmenes y citas, pero dio pie a la formulación de gran
parte de la historia de la Monarquía y de la República arcaica. Fragmentos en Peter,
Historicorum Romanorum Reliquiae.
P IS O N : Lucio Calpurnio Pisón (cónsul en el 130 a. C.). Primer historiador romano que
utilizó ampliamente el material de archivos de la Roma arcaica. Su trabajo pervivió
sólo a través de fragmentos y citas, que se pueden consultar en Peter, Historicorum
Romanorum Reliquiae.
BIBLIOGRAFÍA SELECTA

i . In t r o d u c c ió n h istó rica

La mejor introducción general para Italia y los etruscos es la obra de M . P a u o t t i n o ,


The Etruscans (Hardmondsworth, 1955). ¡Hay versión española con el título Etrusco-
logía. Ed. Universitaria de Buenos Aires, 1965.] Un estudio más técnico, con ios testi­
monios arqueológicos más recientes, fue brindado por H. HENCKEN, Tarqutnia and
Etruscan Origins (Londres, 1968).
Los testimonios arqueológicos sobre la Roma antigua misma se pueden hallar en la
serie de volúmenes titulados Early Rome, escritos por el gran arqueólogo sueco Einar
G je r s ta d y publicados por el Instituto Sueco de Roma (1953-1973): el volumen 6 con­
tiene su estudio histórico. La cronología romana es motivo de polémicas todavía. Gjerstad
apoya las fechas tardías, pero otros especialistas, sobre todo H. M (jU £R -K arpe, en dos
libros, Von Anfang Roms (Heidelberg, 1959) y Zur Stadtwerdung Roms (Heidelberg,
1962), pone el énfasis en una cronología más temprana. Se encontrará una buena crítica
del problema hecha por D. RlDGWAY .Journal o f Román Studies 58 (1968), pp. 235-240.
La obra d e j . H euíG O N , The Rúe ofRome to 264 C. (Londres. 1973)cs un estudio
J.

muy amplio que sitúa a Roma dentro de su contexto mediterráneo total.

2. F uentes

Los fragmentos de los historiadores romanos antiguos han sido publicados por H. Pe-
TER, Historicorum Romanorum Reliquiae (Leipzig, 1906). Los historiadores cuyas obras
se conservan todavía no han sido editados en forma completa, aparte de Tito Livio.
libros 1-5 (Oxford, 1965, 2.* edición, 1969).
Resúmenes útiles acerca del carácter fidedigno y tendencioso de los historiadores ro­
manos se encontrarán en P . G. W a is h , Livy: His Htsloncal Aims and Methods (Cam­
bridge, 1961) y E. B a d iá n , Latín Historians (ed. T. A. Dorey, Londres, 1966). También
existen ensayos consistentes acerca de Tito Livio como historiador, escritos por Sir Ronald
SymE, Harvard Studies in Classical Philology. 65 (1 9 5 4 ). p p . ¿ 7 -8 8 , y J. B r is c o í e n /.//•>
(ed. T. A. Dorcy, Londres, 1971).
Las fuentes escritas están discutidas a fondo —pero con un prejuicio muy pronun­
ciado— por E. Q je r s ta D . Early Rome J (Lund, 1973).

3. La llegada d e los etru sco s

GjERSTAD (p. 177) brinda el mejor panorama de la arqueología de la Roma arcaica.


Los hechos acerca de la leyenda de Eneas están reunidos por G. K. GaunsKY. Aeneas. Si
cily and Rome (Princcton, 1969). Hace poco tiempo una tumba del siglo Vil, que en el
siglo IV fuera convertida en un santuario, ha sido identificada con lo que Dionisio de
Halicarnaso conocía como el santuario de Eneas (11 Messagero. 30 de junio de 1972.
P. Sommella , Atti de¡la pontificia accademta di Archeologia: Rendiconli 44. 1971-1972,
páginas 47-74, y Gymnasium 81. 1974. pp. 273-297). Para Eneas y Rómulo. véase T. j.
CüRNEU, Proccedings o f the Cambridge Philological Society 21 (1975). pp. 1-32.
La religión romana constituye un campo cargado. El libro de G . D vméZIL, Archaic
Román Religión (trad. inglesa, Londres, 1970), es una obra accesible, pero no hay que
fiarse de ella. El estudio reciente más autorizado está en alemán: K. L^TTE, Rómische
Religionsgeschichte (Munich, 1960). Las obras anteriores de W. WAKDE-RjWLER. The
Román Festivals (Londres, 1908), y H. J. Ro se , Anden/ Román Religión (Londres.
1949). contienen los testimonios básicos. La obra de F. Altheim . History o f Román
Religión (trad. al inglés de H. Mattingly. Londres, 1938) es muy interesante, pero explica
los testimonios en términos excesivamente griegos.
Existe un informe completo acerca del triunfo, elaborado por H. V k rsn e l. en su obra
Triumphus (Leiden, 1970). que puede suplementarse con las ideas de S. WEIN’STOCK.
Divas Julius. Oxford, 1971. y L. B o fa n te W a r r e v en el Journal o f Román Studies 60
(1970). pp. 49-66; Studies in Honour o f J. Alexander Kems (La Haya, 1970). Existe una
historia detallada del calendario, escrita por A. K. MlCHELS. The Calendar o f the Román
Republic (Princcton, 1967).
Las armas de tiempos arcaicos han sido estudiadas por R. Blo ch . The Origins o f
Rome (Londres, 1960). A M. Snowgrass , en el Journal o f Hellenic Studies 85 (1965).
páginas 110-112, establece definitivamente la fecha para la adopción del armamento
hoplita en Italia central. La organización temprana del ejército es oscura. Los hechos han
sido reunidos por R. E. A P aI-MER. The Archaic Community o f the Romans (Cambridge.
1970), pero el autor explica los testimonios casi con exclusividad en términos de curiae.
G. V. SUMMER, en el Journal o f Román Studies 60 (1970). pp. 67-78, brinda una relación
coherente del desarrollo del ejércto.
La importancia relativa de la caballería y sus relaciones con el orden patricio han sido
discutidas por A. A lfó ld i en Early Rome and the Latins (Ann Arbor. 1965) y por A. Mo-
m ig u a n o en el Journal o f Román Studies 56 (1966). pp. 16-24. Otros artículos poste­
riores publicados en Historia no han afectado las cuestiones básicas.

4 . C ó m o se h a c e u n a n a c ió n

En materia de alfabeto latino, M. LEJEUNE es la autoridad mayor. En la Revue des


Éxudes Latines Í5 (1977), pp. 88 y ss., presenta una exposición clara del tema. Acerca de
la organización interna de Roma, R. E. A. Palmer (The Archaic Community) debería ser
consultado por las pruebas que aporta y por algunas especulaciones interesantes. G. Di -
MÉZIL, distinguido erudito y antropólogo francés, ha trazado en una serie de estudios
—en especial Júpiter, Mars. Quirinus (París, 1949)— esquemas comunes de creencia y
organización social entre dos pueblos europeos, y asegura que dichos esquemas derivan
de sus ancestros comunes. El profesor L. R. T a y i.q r brinda un relato tradicional y lúcido
acerca de la organización tribal en The Voting Districts o f the Roman Republic («Papers
and Memoirs of the American Academy at Romc», XX, 1960).
Las referencias a la controversia entre Alfoldi y Momigliano están dadas en las lec­
turas referentes al capítulo }. 1.a autenticidad de las cifras del censo es examinada por
A. J. T o y n b e e . Hannibal's Legacy (Oxford. 1965), 2. pp. 4 3 8 -4 7 9 ; los cálculos de la su­
perficie de las tierras ocupadas por Roma en esta época, al ser comparada con comuni­
dades análogas, sugieren que el total de la población masculina puede no haber sido más
de 3 0 .0 0 0 .
M o m ig lia n o discute el carácter de los patricios y los plebeyos en una cantidad de
artículos. El más accesible, «The Origins of the Román Republic». fue publicado en
Interpretaron: Theory and Practice (ed. C. S. Singleton. Baltimore, 1969), pp. 1-34.

5. S erv io T um o

Sigue siendo una contribución decisiva para la compresión de las reformas de Servio
Tulio el artículo escrito por H. Last en el Journal o f Román Studies (1945). pp. 30-48.
M o m ig lia n o ( Rendiconti Accademia det Lincei 17. 1962, p . 387 y ss.) y A lfo ld i
(Early Rome and the Latins, p . 47 y ss.) ofrecen relacion es d ife re n te s acerca d el c u lto d e
Diana en el Aventino.

6. T a r q u in o el S oberbio

El mejor relato acerca del templo de Júpiter Óptimo Máximo es el de E. GjERSTAD,


en Early Rome, 4, p. 588 y ss. El análisis de Vkrs.NEI. acerca de los juegos se puede hallar
en su libro Triumpbus. Hay un relato claro sobre la expansión de Roma bajo el poder de
los Tarquinos en H. H. SCULLARD, The Etruscan Cities and Rome (Londres. 1967), en
especial p. 243 y ss. J. H e u r g o n proporciona una descripción admirable de la civilización
etrusca en su Daily Life o f the Etruscans (Londres, 1964).

7. La CAlDA DE LA MONARQUÍA

Todos los tiempos principales han sido tratados por ALfOLD! en Early Rome and the
Latins.
La fecha de la institución de la República es muy distinta. Entre los que quieren lle­
varla al siglov se encuentran R. WERNER. Der Begmn der Rómischen Repubhk (Munich.
1964), GjERSTAD. en especial en Legends and Facts or Early Rome (Lund, 1962), y
B lo c h . en The Origtn o f Rome y Tite-Live et les premiers siecles de Rome (París, 1965).
Hay una reseña útil acerca de las hipótesis sobre los nombres plebeyos en los Fasti escrita
por A. D ru m m onD en el Journal o f Román Studies 60 (1970). p. 199 y ss. Los Fasti han
sido consultados en forma conveniente por T. S. R. B r o u g h t o n para su obra Magistrales
o f the Román Republic (Nueva York, 1951). Los problemas de la República arcaica
fueron el tema de un simposio organizado por la Fondation Hardt. Los artículos y las
discusiones derivadas fueron publicados en el año 1968. E. País (Ancient Italy. Londres,
1908) fue uno de los críticos más astutos, al detectar los mitos griegos que habían sido
trasplantados a Roma.
Los tratados entre Cartago y Roma son muy discutidos. La discusión de F. W. W a l
BANK sobre el importante capítulo de Polibio, en su obra Historiad Commentary on
Polybius (Oxford, 1957) es el mejor resumen de puntos de vista opuestos. También son
analizados por A. J. T o y n b e e en Hannibal's Legacy. pp. 519-555). De la inscripción de
Pyrgos. el análisis mis fidedigno quizá sea el de J. HEURGON en el Journal o f Román Stu­
dies 56 (1966), p. 1 y ss. Las excavaciones de Regia han sido dirigidas por Frank BrOW N,
que ha publicado también los informes correspondientes (p. ej., en Les Origines de la
Républtque Romatne, pp. 47-64).
J . H e u r g o n c o n sid e ra la m a g istra tu ra d e praetor maximus e n el m ism o v o lu m e n (p á ­
g in a s 9 9 -1 3 2 ). E. S. S ta v e le y . e n u n a rtíc u lo q u e e stu d ia el d esarro llo d e la c o n stitu c ió n
ro m a n a (Historil 3, 1966, p . 99 y ss.). fech aría la ley en c u e stió n e n el 432 a . C.
Una descripción vivida de la tumba de Franpjis se hallará en J. H e u r g o n , Daily
Ufe..., pp. 45-49, pero también habría que leer Claudias (Oxford, 1934), p. 12 y ss., de
(Para las excavaciones de San Giovenale, véanse las publicaciones del Insti­
M o m ig lia n o .
tuto Sueco en Roma.) Sobre Aristodemo y su política hay publicadas unas discusiones
recientes: B. O d m b et F a r n o u x , Mélanges d'Archíologie et d'Histoire 69 (1957). pá­
ginas 7-44, y C. G. H a r d ie , Papen o f the Bntish Schoolat Rome }7 (1969). pp. 17-19.
El artículo de M o m ig lia n o «An Interim Report on the Origins of Rome» {Journal o f
Román Studies 33. 1963. p. 96 y ss.) es una lectura fundamental para todo el período.

8. Los PRIMEROS AÑOS DE LA REPÚBLICA

Un estudio muy minucioso acerca de las paredes de Roma ha sido escrito por G . Sa -
FI.UND, Le Mura di Roma. 1932. Después de esa obra, el desarrollo ha sido poco. Los
descubrimientos en Lavinium todavía no han sido publicados en su totalidad, pero
Alfóldi brinda un resumen útil de lo que ya se conoce. Acerca del lago Regillo. véase
Hommages a M. Renard (Bruselas. 1969). 2, p. 566 y ss. El análisis que WEINSTOCK hace
de la inscripción de Eneas se hallará en el Journal o f Román Studies 30, 1960, p. 117 y
siguientes; la inscripción de Cástor y Pólux fue publicada por F. C asta gnou , en Studi e
Mjtertali30 (1959). pp- 109 y ss. A. D rummOND sostiene el desarrollo independíenle de
la historia de Eneas en Roma y en Lavinio; véase el Journal of Román Studies 62 (1972),
página 219.
La fecha y los términos del tratado latino son el tema de una investigación rigurosa
llevada a cabo por W e rn e r (véanse las lecturas referidas al capítulo 7), quien propone
una fecha treinta años posterior a la que se defiende aquí, y también por T o y n b e e .{Han-
mbal's Legacy. p. 120 y ss.). El análisis de la cerámica importada deriva de G je r s ta d ,
Early Rome 4, pp. 593 y ss. M o m ig u a n o ha sido el primero en subrayar la orientación
helénica de los plebeyos al fundar el culto de Ceres (Les Origines de la Républtque Ro­
mane, p. 216 y ss.). La exposición más clara acerca del nexum es la que ha brindado el
profesor M. I. R n le y , Revue d'Histoire du Droit 43 (1965). p. 159 y ss.

9. El D ecenvirato

Las relaciones de Roma con Etruria están cubiertas no sólo por el libro de H . H . Scu-
LLARD, sino también por la obra de W. V. H a r r is . Rome in Etruria and Umbna (Ox­
ford. 1971), pp. 4-49. La arqueología de Veyes y de la campiña cercana ha sido estudiada
por la British School of Rome desde los comienzos de la década de 1950 y los resultados
están referidos en una cantidad de artículos y trabajos publicados en la serie Papers o f
the British School at Rome.
El entorno social de las Doce Tablas es analizado con competencia por F. W ieacker
(Les Origines de la République Romaine, pp. 295-356). Los fragmentos de las leyes
mismas están recogidos en Fontes luris Románt Anteiustiniam (ed. S. Riccobono, Flo­
rencia, 1941) y están estudiados en un libro importante de Alan W atSON. próximo a apa­
recer. Para la posible reforma del calendario, ver A. K. Michfxs , ya citado.

10. La reform a po lítica d espu és del D ecen v ir ato

E. S. Sr Av e le Y esb o z a sus p u n to s d e vista so bre las leyes v alerio -h o racian as e n Histo­


ria 3 (1955), p . 427 y ss.
Mi interpretación acerca de la cuestión matrimonial referida a la Doncella de Ardea,
adelantada en Latomus 21 (1962), 477-483, fue modificada para responder a las críticas
del profesor Daube, Aspects o f Román Law (aspectos de la ley romana) (Edimburgo,
1969), pp. 112-116.
El origen del tribunado consular, y en especial el tema de si estaba o no inspirado en
consideraciones militares o políticas, continúa siendo debatido. Las más valiosas de las
contribuciones recientes son: F. E. A d c o c k . Journal o f Román Studies 47 (1957), pá­
ginas 9-14; A . B o d d in g to n , Historia 8 (1959), pp. 356-364; R. E. A . P a lm e r, The
Archaic Community o f the Romans (la comunidad arcaica de los romanos), pp. 223-263;
G. V. SUMNER, Journal o f Román Studies 60 (1970), pp. 63-73; J. PlNSENT, Historia:
Einzelschriften Heft 24 (1975). El significado de lustrum condere está analizado en un
articulo mío, publicado en el Journal o f Román Studies ) 1 (1961), pp. 31-39.

11. D ific u lta d e s m ilita re s y e c o n ó m ic a s « 0-410

J. G aG é ha escrito la historia de Apolo en Roma (L'Apollon Romain, París, 1955).


pero algunas de sus teorías resultan inaceptables. Sobre la costumbre de arrojar a las per­
sonas de sesenta años de edad desde el puente, véase PALMER, Archaic Community, pá­
gina 90. La referencia de Tito Livio a Augusto y al corselete de Cosso quizá sea un agregado
tardío a su Historia, hecho hacia el 25 a. C.. como lo ha sostenido T. J. LUCE, Transactions
o f the American Philological Association 96 (1965), p. 209 y ss. La historia de Espurio
Maelio ha sido examinada muy recientemente por A. W. U n to TI' en Violence in Re
publican Rome (la violencia en la Roma republicana) (Oxford, 1963), p. 5 y ss., que
constituye una buena introducción, tanto a los problemas de la falta de legalidad en
Roma como a la manera en que se desarrollaron las leyendas romanas.

12. V eyes

El sistema etrusco de desecación ha sido estudiado por S. JUDSON , Papers o f the British
School at Rome 31 (1063), pp. 67-92. Las leyendas acerca de Veyes han sido analizadas
con gran inventiva por J. H u b e a u x en su libro Rome et Véies (París, 1958). Los descubri­
mientos arqueológicos para la tierra de Veyes están catalogados por J. B. Ward-Perkins y
otros, Papers o f the British School at Rome 36 (1968).
E. R a w s o n papers o f the British School at Rome 39, 1971. pp. 13-31) elabora una
reconstrucción cauta de la organización militar romana antes del siglo 11 y tiende a deses­
timar la contribución de Camilo a la reforma.
Acerca del triunfo y del exilio de Camilo, véase: M o m ig u a n o , Classical Quarterly 36
(1942), pp. 111-120, y S. W einSTOCK, Divus Julius (Oxford, 1972).
La invasión céltica del valle del Po sólo ha sido investigada, hasta el presente, en
forma sumaria. Hay un material valioso en E., B a u m g a e rte l, Journal o f the Royal
Anthrvpological lnstitute 67 (¡937). pp. 231-286, y un buen resumen en L. BarfíELD,
Northern Itaiy (Londres, 1971), pp. 146-159. El análisis más reciente es el escrito por
P. Tozzi, Storia Pajona Antica (Milán, 1972), pero los testimonios célticos no se en­
cuentran bien documentados.
M. S o rd i ( / RapportiRomano-Ceriti. Roma, 1960)ofrecía una estimación extremada­
mente original y provocativa de las relaciones entre Roma y Caere en esa época. La
cuestión técnica de la condición de los ceretanos es discutida por W. V. HARRlS, Rome in
Etruria and Vmbria (Oxford), 1971, pp. 45-47, y T o y n b e e , Hannibal’s Legacy, p. 411.
LISTA DE ILUSTRACIONES

L á m ina s r ie r a d e t e x t o :

Entre págs. 64 y 65:


1. urna neolítica en forma de cabaña, hallada en Strelice (Checoslovaquia). (Foto: The
Mansell Collcction.)
2. (arriba) Macstarna libera a Cáeles Vibenna. Fresco de la tumba Fran^ois en Vulci.
(Foto: Peter Clayton.)
i. (a la derecha) La muerte de Tarquinio el Soberbio. Fresco de la tumba de Fran<¡ois
en Vulci. (Foto: Peter Clayton.)
4. (a la derechaJ Estatuilla votiva que representa a Eneas llevando a cuestas a Anqui-
ses. (Foto: Museo Nazionale di Villa Giulia.)
5. (abajo) Inscripción de una dedicatoria a Castor y Pólux.
6. Detalle de la reconstrucción de la fachada del Templo de Júpiter en el Capitolio.
(Foto: Peter Clayton.)
Entre págs. 128 y 129:
7. Ponte Sodo, Veyes. (Foto: Peter Clayton.)
8. (arriba) La entrada nororiental, Veyes. (Foto: Prof. H. H. Scullard.)
9. (abajo) Cimientos del Templo Portonaccio, Veyes. (Foto: Prof. H. H. Scullard.)
10. Monedas romanas antiguas. (Fotos: The Trustees of the British Museum.)
11. Estela funeraria procedente de Felsina. (Foto: Peter Clayton.)

M a pa s :

Págs.
El ámbito romano inicial .............................................................................................. 10
Roma y la campiña circundante................................................................................... 15
El Lacio y la Liga latina.................................................................................................. 66
El lacio y los Tarquinios................................................................................................ 74
El Lacio contra los Sabinos y los Volseos...................................................................... 93
Los diez miembros afiliados a la Ligalatina.............................................................. 100
El Lacio circa 470 a. C..................................................................................................... 112
La guerra en el Lacio...................................................................................................... 138
Veyes .............................................................................................................................. 147
ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS Y MATERIAS

A Anio, 72, 110, 165.


Armales Maxtmt. 20.
Anquises, 35, 36.
Abido, 28. Antálcidas, 162.
Acoleyo Laríscolo, Publio, 65. Antio (Antium), 75. 81, 92, 109.
Adriático, 14, 157. Antíoco de Siracusa. 23.
aedil, 104. Antistio. Tiberio, 143.
Acgospótamos, 162. Antistio, Tito, 143.
Aecjuimaehum, 141. Apeninos, 14, 75, 90.
oes equestre, 149. Apiano, 88.
oes hordeanum. 149. Apolo, 111, 134.
Acsis (rio), 157. Aquillios. 79.
A. Fabi luanes, 113. Ardea. 75. 76, 81, 96, 99. 129. 136, 163.
Agamenón, 97. Ares, 37.
ager, 113. Argei, 75, 135.
Alalia. 77, 81. Aricia, 65, 67, 72. 73. 75, 88. 99. 101.
Alba, 36. Arístides de Mileto, 158.
Albano (lago), 32, 151. 161. Aristodemo, 88.
Albanos (montes), 13. 14. 59, 76. 92, 109, Aristóteles. 24, 81. 162.
136, 142. Artemis, 64-65.
Albinio (Lucio), 106, 162, 163, 166. Arruns, 87, 158.
Alejandro el Grande, 98, 155. Asellio, Marco, 143.
alfabeto, 49. Atermio, Aulo, 117.
Algido, 1 0 9 , 142. ático. 102.
Aljía, 167. Atria, 157.
Alpes. 28. 156, 157. Atto Clauso, 88.
Ailia, 43. 162. 163. Aucno, 50.
amarrucinos, 37. Au. Fapt Larthtal113.
Amcriola, 72. Augusto, 25. 137.
Ammeo, 23. Aurelios. 50.
anciha. 37, 166. auspicios. 56, 107. 128. 130.
Anco Marcio, 67. Aventino (monte), 62, 65, 68, 104-105,
Aníbal. 18, 28. 117, 153.
B classis, 45-46, 53, 63. 131, 149.
Claudio. Appio (el Decenviro), 19, 27,
Baquíadas, 61. 117, 120. 123.
Boillae, 99. Claudio (el emperador), 25, 62. 64, 85.
boios, 157. Claudios (Claudtt), 50. 58. 59, 88-89, 90.
Bola (Bolae), 94. 136-138. Clauso, Atto, 88.
Bolonia, 14. 157. clientes. 59. 107. 123.
Bovillas, 94. 99. clipeus. 149.
Brixia, 156. Cloaca Maxima. 32.
Ruben/um, 99 Clodio, Publio, 80.
Bucchero, 102. 153- Cloelia. 87.
Clusium. 86, 87. 113. 145. 156, 157. 160.
Clustumina, 54. 89.
c Cocles. Horacio, 87.
coerci/io. 125.
caballería. 44 y ss.. 149. Collatia, 72.
Cabum. 99. Cominio. Pontio, 163, 165.
Caere. 17, 41, 61, 77, 81, 90, 111. 113, Cominios (Cominii). 114, 165.
150, 151. 154, 160 y ss.. 166, 167. Comitia Centuriata. 53. 63-64.
calendario, 41-43. 122. Comitia cunata. 52. 106.
Calpurnio Pisón. Lucio. 25. 105. Comitia tributa. 115. 124.
Cameria, 72. comi/ialis. 42.
Camilo, ver Furio Camilo. Marco. commercium. 98.
Campania, 14, 36, 75, 87, 101-102, 111, Concordia. 83.
146. Conlatino, 78.
Canuleio, Cayo, 128. Consus, 72.
Canuelio, Marco, 143. conubium. 118.
Capena, 110, 111, 150. 154. Cora, 90, 92, 96.
Capitolio (el). 38. 88. 101, 110, 141, 162, Corbio. 94, 99. 109.
163, 164, 165. Corinto, 61.
Capua, 85. Coriolano. ver Marcio Coriolano, Cneo.
Carascupo. 92. Corioli, 92-94, 99.
Cartago, 73, 81 y ss., 102. 153, 156. Come. 65, 67.
Carvento (Carventum). 99. 136. Cornclio Cosso, Aulo, 39. 137.
Casa Romuli. 13. Comello Escipión, Emiliano, 153.
Casila Valscnio, 157. Cornelio Escipión, Publio (el Africano),
Casio, Espurio. 22, 97, 99. 101, 105, 106, 148, 155.
107. 121, 126, 142. Cornelio Sila, Lucio, 148, 155.
Cassios, 79, 114. Cornelios Escipiones, 41, 67.
Castor, 96. 97, 108, 153. Cornículo (Comiculum), 62, 67, 72.
Catón, ver Porcio Catón, Marco. Cremera. 22. 47-48, 59. 80. 111. 113-114,
Cecilio de Calacte, 23. 145.
Celeres. 44. Cronos, 103.
Celio (monte o colina), 86. Crustumcria. 72, 89, 91. 110.
celtas, 145, 156. 158. Cumas. 49. 88, 102, 104, 106, 114-115,
censor, 132. 134. 156, 161.
Cerealia, 42-43. cuniculi, 32, 152.
Ceres, 42-43, 104, 106, 115, 126. Cures, 90.
ceretanos, 167. curia, 51, 52, 55.
Cicerón, ver Tulio Cicerón, Marco. Cypselos, 61.
Cincinato, ver Quinctio Cincinato, Lucio.
Cincio, 101.
Cinc/us Gabinas. 75. D
cippus: 50.
Circeios (Circeii), 73, 75, 76, 81, 91. 94. Damofón. 104.
99. 136. 151. Decenvirato, 80, 109 y ss., 125, 127. 168.
Circo Máximo, 34, 71. Dedo Mus. Publio. 101, 164.
Declun. 92. Fabios (Fabii), 22, 47. 48, 50. 107. 113,
Delfos. 77. 151, 154. 16!. 114. 160, 165.
Demarato, 61. Fabriano, 45.
Deméter, 104. Fabricios. 80.
Demóstenes, 24. falange hoplita, 48.
Diana. 50, 64. 65 y ss.. 82, 101. 151. Falerios (FJerii), 61, 150, 154.
Diana Avendría, 65. fasces, 49.
dictator. 47. Fasti. 78, 79. 80, 85. 107, 113, 121. 122,
di invo/uti, 69. 142.
Diodoro, 17, 22, 160. 162. Fasti Antiates, 41, 42.
Dionisio de Halkarnaso, 17. 19, 21, 22. fastus. 42.
23-25, 27, 35. 88, 90. 97, 135. 158. Felsina, 157.
Dionisio de Siracusa, 154, 159. 161. fenicios, 82.
Dionisos, 40. 104. Ferentina. 101.
Dioscuros, 47, 97. Fercntino (Ferentinum), 137.
Dius Fidius, 75, 110. Festo. 57.
Doce Tablas. 17. 60. 68. 80. 115, 117 fetiaJes, 82.
y ss., 123 y ss-, 135. Ficana, 67.
Dueños. 50. Ficulea, 72.
Duilio, Marco, 115. Fidenas (Fidenac), 14. 91, 113. 137-140,
duoviri. 121. 142-143, 146.
{lamines. 37.
Flaminio, 28.
E Flavio, Cneo. 83. 122.
foceos, 81.
ecuos, 48. 87. 95. 101. 109. 110. 114, 146. Formias.
Fornacalia,
19.
51.
Éfeso, 64. Foro, 17, 32. 33. 47, 50, 165.
Efialtes, 115. Fors Fortuna. 68-69.
Egerio, 76. Fortinii. 99.
Elba. 14, 158. Fortuna, 33, 68-69, 150.
Elio Estilón Preconino, Lucio, 117. Forurn Boanum. 33. 50. 68-69.
Elio Pacto. Sexto. 117. Frascati, 76, 97.
Elio Tubero. Quinto, 23. Fulcinio, Cayo. 140.
Emilio, Mamerco, 139. Fulerios. 150. 154.
Eneas. 34-36. 96. Fulvio Nobiiior. Marco. 42.
Enio. Quinto, 164. Furio Camilo, Marco. 28. 40. 41, 143.
Ereto (Eretum). 110. 148-155, 163, 1 6 8 .
Esccvola. Mucio, 87. Furio, Quinto, 128.
Escipiones. ver Cornelios Escipioncs. Furios, 148.
esclavos. 67.
Esparta, 63.
Esquilino (monte). 13. 45. G
Esquilo. 159.
Esquines. 24. Gabios (Gabii). 75, 76. 88. 99.
Estrabón. 161. 163. Galia, 156.
Etolia. 98. Galia Gisalpina. 158.
Gelio, Aulo, 80.
Gcnucio. Tito, 117.
F Gorgasos. 104.
Graco, Tiberio, 121, 127.
Fabio Dorsuo, Cayo, 165. Gracos. 22, 135.
Fabio Gurges. Quinto, 19.
Fabio. Marco, 113- H
Fabio Píctor. Quinto, 18. 19. 20, 21. 23.
24. Héctor. 97.
Fabio Ruliano. Quinto. 113. Helánico, 35.
Helios, 40. Lavinio (Ijivinium). 17, 36, 75, 95-96, 97,
Hércules, 111, 151. 99.
Herdonio, Appio, 72. 110. Lepini (monte), 92.
Hcrdonio, Turno, 72. Lex A temía Torpeia, 132.
Hermodoro, 117. Lex Canútela, 129.
hérmicos, 48. 87, 95, 114. Lex Hortensia, 124.
Hcrodoto, 23, 48, 75. Lex Publilia, 124.
Hippias, 80. Libcr, 104. 126.
Hippodamos de Mileto, 32. Libera, 104, 126.
Horacio Barbado, Marco. 123. 125. 127. libuos, 156.
Horacio. Cayo. 127. Licinio Crasso, Marco, 139.
Horacio. Marco. 81, 82. Licinio Macer, Cayo, 21, 24, 82, 105, 130.
Horacio, Publio, 83. Licinio, Publio. 130.
Licinios (Ucinii). 82.
Liga jonia, 64.
I lingones, 157.
Lípari, 154.
Icilo, Espurio. 115. Lisias, 24.
Icilio, Lucio, 68, 115. Livio, Tito, 19, 20. 21, 22. 23 24-27, 82.
Idus, 42. 92. 97. 102, 126, 135, 162, 167.
Iguvio (Iguvium). 37, 131. Longula, 94, 103.
interrex. 56. Lúa, 37.
Lucano. 164.
Lucaria, 42-43.
J Luceres. 44,51.
Lucrecia, 78.
jónico, 102. Lucrecio, Espurio, 78.
juegos, ver Ludí. Lucus Feroniae, 14, 110.
juegos Olímpicos, ver Olimpiadas. Ludi, 71.
Julio César, Cayo, 40, 41, 42, 148, 155. iustrum. 131.
158. Lycofrón. 96.
junio Bruto, Lucio. 77, 78. 81, 82.
Junio Bruto, Marco, 82. M
Junios. 79, 82.
Juno Moncta, 141. Maatius. 69-
Juno Regina, 38, 153. macedonios, 28.
Júpiter. 37, 38-40, 56, 70-71, 73, 126. Macrobio, 42, 153-
154. Macstarna. 62, 85. 86.
Júpiter Feretrius, 38, 137. Maecilio, Lucio, 115.
Júpiter Óptimo Máximo, 34, 38 , 39, 70, Maelio, Espurio, 121, 140-141.
72. 83, 164. magister equitum, 47, 85.
magister populi, 85-86.
malaria. 103.
K mamertinos. 37.
Mamilio. Octavio, 76, 96.
Kalendas, 42. Manlio, Aulo, 117.
Manlio Capitolino, Marco, 163, 164, 168.
Manlio Torcuato, Tito, 142.
L Mantua, 157.
manus miectio, 118.
Lábicos (Labici), 94 , 99, 136. Mario Coriolano. Cneo, 28. 30, 92-94, 99,
Lacios (Larcii), 114. 109.
lacón io. 102. Marsella (Massilia), 65, 164.
Laetorio. Marco, 104. Marte (Man), 33. 37-38, 56, 76.
Lanuvium, 99. Marzabotto, 32. 157.
Lar, 96. marros, 37.
Laurento (Laurentum). 99. Mater Matuta, 33, 68-69. 150.
matrimonio, 118-119, 128. P
maxtmus comitiatus, 11V
Medullia, 72. Padua. 24-26.
Menelao, 97. Palas Atenea, 166.
Mercurio, 104, 151. Palatino (monte), 13.
metae, 72. Papirio Cresso, Marco, 128.
Metilio, Rufo, 23. Papirio Mugillano. Marco, 162.
Milán. 157. Papirios (Papirii). 56, 58. 164.
Minerva, 38. París, 35. 97.
Minucio, Lucio, 140-141. Parma. 157.
Minucio, Tito, 117. Partenón. 71.
Minucios, 79, 141. Patres, 55.
Momigliano, 21. 58, 106. patna potestas, 118.
moneda, 117. patricios. 56-58. 107. 116, 119, 121, 128.
mos maiorum, 11. patrones, 59, 123.
Motya, 159. Pedum, 94. 99.
Mucio Escevola, Publio, 20. perduellio, 21.
Mugilla, 94. Perides. 115.
Mutina, 157. Perséfone. 104.
Mycale, 64. Perugia, 19.
Pherecydes, 23.
Piacenza, 157.
Piamonte. 158.
N pila, 150.
Píndaro, 159.
narratio, 27. Pirro, 34.
Nautio, Espurio, 140. Pisistrátidas, 80. 84.
Navio, Atto, 44. Pisistráto, 70-71.
nefastus, 42. Planeo, Lucio, 73.
Nepe, 111. Plauto, 29.
Neptuno, 37, 151. plebeyos. 56-58. 107, 116, 119. 121. 124,
Nerio, 37. 128
nexum, 105. 106, 117. 118 y ss. plebiscita, 124.
Niza. 158. Po (valle), 14, 156, 157.
Nomentum, 72. 99- poder militar, 43-48.
Nonas. 42. Polibio, 28, 81, 82.
Norba, 99. Polícrates, 70.
Nortia, 83. Politorio (Politorium), 67.
Numa Pompilio, 20, 22. Pólux, 96, 97, 108. 153.
Numasios, 50. Pollusca, 94. 103.
Númico (río), 96. pomerium. 28, 31, 53.
Numitorio, Lucio, 115. Pometia, 73. 74, 76. 88. 90, 92.
Pompeyo, Cnco Pompeyo Magno, 164.
Pompeyo Gemino, 23.
Pomponio, 120.
O pontífices, 79.
Pontinas (ciénagas). 103, 109.
populus, 58.
Ocrisia, 62. Porcio Catón. Marco. 18. 19. 20, 21. 23.
Olimpíadas, 78, 159. 24. 37.
oppida, 157. Porsenna de Clusio, 86.
Ops, 37. Porsenna, Lars. 86, 145.
Orestes, 166. Portonaccio, 111.
omatus lovis, 39- Poseidón Heliconio, 64.
óseos, 50. posterioris centuriae, 44.
Ostia, 67. 72, 75, 103. 139. 160. Postumia, 143.
Ovtnium plebiscitum, 55. Postumio Albino, Marco, 148.
Postumio Albo. Aulo, 47. 97. Salustio, 24-26.
Posiumio, Espurio, 110. 117. saluvios, 156.
Postumio Regillcnse, Marco. 142. 143. samnitas, 19.
Postumio Tubcrto. Aulo. 47. 142. Sancus, 76, 110.
Postumios (Postuma), 142. San Giovenale, 87. 102.
praetor (pretor), 101. Sapienum. 160.
praetor maximus. 83-84. 85. Sátrico (Satricum), 38. 69. 94. 99. 103,
Prattica di Mare. 95. 150. 151. 167.
Premeste. 14. 50. 75. 96, 99, 109. Saturno. 37, 73. 103. 104.
Príamo. 166. Scaptia, 99.
prioris centuriae, 44. Scylax. 158.
Privcrnum, 75. sella curilis. 49.
proct patrieii. 57. Sempronio Atratino, Aulo. 142.
provocatio, 21. 125. Sempronio Atratino. Cayo. 142.
Publio Clodio, 58. Sempronio, Cayo, 143.
Pullio (?), Sexto. Espurio (?). 143. Sempronio Tuditano. 23. 121.
Pyrgos iPyrgi). 81, 103. 160. 161. Sempronios (Sempronii). 79. 142.
Pythagoras (Pitágoras), 20. Senado. 55.
senones. 157.
Sergio Fidenas, Lucio. 139.
Q serviana (muralla). 87, 95.
Servilio Abala. Cayo, 141.
quadriga. 71 Scrvilio, Quinto. 139.
quaestor, 133. Servio Tulio, 19. 20. 22. 43-44, 45, 47.
Querquetulum. 99. 53-54, 62 v ss.. 70. 72. 76, 85, 87,
Quinctio. Caeso. 116. 149.
Quinctio Cincinato, Lucio, 109, 116, 141. Sctia, 94.
Quinctio Pcnno, Tito, 139. Sex Suffragia. 47, 57. 64, 149.
Quinctio, Tito, 101. Sibilinos, Libros, 19. 151.
Quintiliano, 28. Siccio Dentado. Lucio. 123.
Quirinal, 37, 165. Sicilia. 36, 103. 134, 156, 159.
Quirino. 37, 38, 56. Sicinio. Cayo. 115.
Sicinio, Lucio, 106.
R Sicinios, 79.
Signia, 73 , 76.
Rabuleyo. Marco, 120. Sila. ver Cornelio Sila. Lucio.
Raetia, 158. Siracusa, 159.
Raemnes. 44, 51. sistema monetario, 132-133.
Reate, 90. Solón, 117.
Regia. 19. 20. 33-34. 37. 50. 76-77, 83-84. Spina. 14. 157-158.
Regillo (lago), 47, 67, 95. 96-97. 99. Spolia opima. 38-39. 137.
Remo, 34. 37. Subura, 76.
Rex Sacerdorum. 84. Sulpicio, Publio. 117.
Rex sacrorum, 84. Sulpicio, Quinto, 162, 163.
Rhegio (Rhegium), 159, 162. Sulpicios, 79.
Rómulo, 22 , 34-36 , 37 . 44, 68 . 89.
Roscio. Lucio, 140.
T
s Tablas Cerctanas, 166.
Tablas Iuguvinas, 37.
Sabinas, 51, 95, 109, 110. Tabula Velitema. 91,
sabinos. 48. 50. 87, 91. 109. 114. Tarpcyo, Espurio, 117.
Sabinos (montes), 13. Tarquino, 14, 61, 71. 160.
sal. 16. Tarquino el Antiguo, Lucio, 22, 33. 39.
Salaria (Vía), 91. 102. 110, 111, 137. 63. 91.
Salios, 43. 136. Tarquismo Prisco, Lucio, 61.
Tarquino el Soberbio, Lucio. 22, 29, 70
y ss.
Tarquinos, 34. 36, 38,47. 50, 61, 71 yss.. vadimonium. 116 y ss.
90, 98, 99, 101, 116. 120, 162. Valerio Antias, 21, 105.
Tarracina, 91. Valerio Potio, Lucio. 123. 125. 127.
Tcllenas, 67, 99. Valerio Publicóla. Publio. 78, 125.
Tcmístoclcs. 94. Valerios (VaJeni). 50.
Tempanio, Sexto, 143. Varrón, 23. 57. 96. 117.
Terencio, Cayo. 116. Velitras (Velttrae). 91, 92. 99, 167.
Tcrencio, Publio, 29. Velletri. 103.
Terentilio Harsa. Cayo, 116. Verona, 156.
Termópilas, 22. 48. 80. 114. Verrio Flacco. Marco, 85, 94.
Terracina. Anxur, 75. 136. Verrugo, 136. 143.
Thriamos, 40. Vescia. 19.
Tíber (río), 13-16. 67. 72. 110, 111. 114. Vesta. 33.
135, 136, 140. 146. 160. 162. Vestales. 33.
Ttbur, 99. Vettio Messio. 142.
Ticics (Tities), 44. 51. Vetulonia, 32. 49.
Ticino. 157. Veturio, Lucio, 165.
Timasitheo, 154. veyenses, 110.
Timeo. 18. 23. Veyes, 14, 17, 22, 31. 32, 35. 36. 40. 47.
Tinia, 38. ¿8. 69, 71. 86. 87. 90. 103. 111. 113.
toga, 39. 49. 114, 121. 130, 137, 140, 143, 145 yss.
Tolerio. 94, 99. Vía ¡atina. 14, 73, 94, 109, 136.
Tolero (río), 73. 109. Via Sacra. 33. 76.
Tolumnio, Lars, 137. Vibenna. Aulio, 85-86.
Tor l ignosa, 96. Vibenna. Caelio. 85-86.
trabea. 49. Villanovcnscs. 14.
I ransvectio Equorum. 44. vindex. 118.
Tratado Latino. 17. vindicae, 21.
Trebonio, Lucio. 127. Virgilio, 96.
tribunos militares, 129 y ss. Virginia, 120, 123.
tribunos de la plebe. 105 yss.. 115. 127. Vitellia. 167.
tribus. 44, 51, 53. 54. Viterbo, 87.
tripudia m, 40. Volnio, 44.
Triunfo, 40. Volscio Fíctor. Marco, 116.
triunfo, 39-40. volscos. 20, 48. 73. 87. 91. 92. 94. 95.
Tromentina, 152. 107, 109 y ss., 114. 146.
Troya. 36. Volsinios (Volsinii), 83, 160.
Tucídides, 29. Volterra. 160.
Tulio Cicerón, Marco, 18. 19, 20. 25. 39. Volumníos, 79.
Tulio Hostilio, 28. Vulca, 38.
Tulios, 79. Vulci. 35, 36. 61. 85-87. 111.
Tulumna. 140.
Tullo Cluilio. 140.
Túsculo (Tusculum). 65. 67. 75, 76. 96,
97. 99, 109. 110. 136.
z
Tuscus Vicus, 52. Zeus. 38. 40.

U
umbros, 50.
Utens (río), 157.
ÍNDICE DE FUENTES

Aristóteles, Política, 1280a, 35: 81. Livio, Tito, Prefacio: 26; 1, 13, 6-8: 44
Aulo Gelio, 13, 23, 2: 37; 15, 27, 5: 52; 1, 30, 2: 50; 1, 43: 45; 2, 21, 7: 53-54
17, 21, 4: 80. 3, 20, 5: 26; 3. 64, 10: 127; 3, 65, 3
Catón. Origines, 58 P: 65. 127; 4, 20, 5-9: 137; 4, 34, 6: 140; 5
Cicerón, De Ora/ore, 2, 52: 19. 19, 9-11: 152; }, 21, 2: 153; 5, 34: 158
A d Atticum. 6, 1, 8: 122. 5. 35, 1-3: 157; 6, 1, 2: 19; 7, 3. 5-9
Philippicae, 9, 4-5: 140. 83; 9, 30, 3: 130; 10, 31, 1-9: 19.
Dionisio de Halicarnaso, Sobre la imita Licofrón, Alexanc/ra, 1250-1260: 96.
ción: 24. Macrobio, Satumaliorum libri, 3, 9, 6:
Antigüedades, 4. 57, 3: 75; 5, 61: 99; 6, 153.
95. 2: 98. Polibio, 1, 6, 1: 162; 3, 22.4-13: 81 y ss.
Estrabón, 4, 180: 65. Servio, Aneidos, 1, 373: 19; 7, 188:
Festo, 66 L.: 135; 180 L.: 94; 276 L.: 101; 166.
290 L.: 57; 486 L.: 85. Tácito, Annales, 11, 22: 133.
Hellánico, FGH, 4 F 84: 35. Varrón, De lingua Latina, 5. 33: 75; 5,
(Hesíodo) Teogonia. 1011-16: 36. 46, 55: 44; 7, 105: 105.
ÍNDICE

Introducción a la Historia del Mundo An tig u o .................................. 9


Introducción ..................................................................................................... 11
1. Introducción histórica ............................................................................. 13
2. Fuentes ...................................................................................................... 17
3. La llegada de los etruscos......................................................................... 31
4. Cómo se hace una nación....................................................................... 49
5. Servio Tulio .............................................................................................. 61
6. Tarquino el Soberbio............................................................................... 70
7. La caída de la M onarquía...................................................................... 78
8. Los primeros años de la República........................................................ 90
9. El Decenvirato ......................................................................................... 109
10. La reforma política despuésdel Decenvirato........................................ 123
11. Dificultades militares y económicas (440-410)..................................... 134
12. Veyes.......................................................................................................... 145
13. El desastre g alo ......................................................................................... 156
Cuadro cronológico .................................................................................... 169
Fuentes primarias............................................................................................. 171
Bibliografía selecta ...................................................................................... 173
Lista de ilustraciones.................................................................................... 179
ÍNDICE DE NOMBRES Y MATERIAS........................................................................ 181
1. l'rna ncolinVa en forma de (abaña, hallada en Sireliic (ChecoslovaquiaI.
(Foto: The Man seII Collcciion)
4. (a ¡a derecha) Estatuilla votiva
que representa a Eneas
llevando a tuestas a Anquises.
(Foto: Museo Naziimalc di Villa Giulia)
5. (ahajo) Inscripi ion de una dedicatoria
a Castor y Pólux.
6. Detalle de la reconstrucción de la fachada
del Templo de Júpiter en el Capitolio. (Foto: Peter Clayton)
Ponte Sodo. Vcvcn. (Foto: Pctcr Clayton)
10. Monedas romanas aniiguas.
(Fotos: The Trustces of the British Muscum)
11. Esicla funeraria procedente de Felsina."
(Foto: Peter Clayton)

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