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ABRAHÁN, UNA FE HECHA VIDA

Abrahán, ¿personaje histórico o de ficción? La vida del patriarca tal como


viene evaluada por la tradición bíblica. La fuerza de la promesa. Y del
descendiente, ¿qué? La escena de Mambré y el problema de los tres ángeles. La
destrucción de Sodoma y Gomorra, ¿cuándo y cómo ocurrió? Abrahán, el hombre
que se atreve a "regatear" a Dios. El sacrificio de Isaac o la fe puesta a prueba. El
porte religioso de Abrahán, modélico para el creyente de todos los tiempos.

Para evaluar las, incidencias de un pueblo en marcha, es forzoso arrancar


del momento en el que inició su andadura. Ya expuse en el volumen precedente
cómo la prehistoria bíblica buscó el respaldo del mito para hurgar en los orígenes
de la colectividad. Y sus reflexiones quedaron plasmadas en los once primeros
capítulos del Génesis, donde la intención catequética polariza casi todo el
interés. También se vio, sin embargo, cómo —tras el infausto evento de Babel—
surgía un nuevo árbol genealógico, cuyo último vástago se llamaría Abrahán. Y
con él..., ¡alboreó la historia!
Ya dije a su tiempo que, desde un punto de vista técnico, la historia bíblica
recibe sus credenciales con Moisés (s. XIII a.C.). Y Abrahán, como el resto de los
grandes patriarcas, se supone que vivió bastante antes. Aunque falte consenso
entre los críticos, prima el sentir de quienes los sitúan entre el s. XVII y el s. XV
a.C. Y en tal época, ¿tenía ya acceso la historia? Por lógica, se impone decir que
no.
Aun siendo así, quisiera que mis lectores sepan desde un principio qué
cartas jugar al respecto. Para ayudarles, apelo de nuevo al símil. Pensemos en un
día solar. Sus veinticuatro horas se hallan divididas en dos fases del todo
distintas: en una domina la luz y en otra la oscuridad. Mientras hay luz, resulta
fácil ver el entorno. Más, al imperar la tiniebla, toda evaluación ha de hacerse a
tientas. Y la historia, obviamente, se halla restringida al ámbito de la luz.
Ello no obsta, sin embargo, para que el paso de la tiniebla a la luz jamás
sea repentino. Entre ambas media una fase de penumbra donde prima el
claroscuro. Pues bien, en ella hay que situar la época de los patriarcas. Se trata,
por tanto, de un período donde no rigen parámetros ni de luz (historia) ni de
tinieblas (prehistoria). De ahí que resulte tan difícil pronunciarse sobre el valor y
contenido de cuantos relatos se supone protagonizaron esos enigmáticos
ancestros.
Sé que hoy muchos niegan incluso la existencia de Abrahán. Lo consideran
simple producto de la fantasía de un pueblo, ávido de justificar su prosapia. Si su
primer ancestro encarnaba portes rayanos en el heroísmo, ¿podían no festejarlo
con alborozo quienes se suponían —pues eran sus descendientes— solidarios de
su alcurnia? La figura del patriarca serviría, en tal caso, para avalar la solera
étnica de aquel pueblo en marcha.
Me resulta difícil admitir tal opinión. Cierto que nada de cuanto gira en
torno a tan singular personaje cuenta con el refrendo de la historia. Me resisto,
no obstante, a situarlo en un puro plano mítico. Más bien apuesto por un enfoque
donde la historia se diluye en leyendas. Por ello no estoy dispuesto a aceptar sin
más como históricos cuantos relatos hablan de él. Pero, ..¿acaso este personaje
es fruto de la fantasía? Sinceramente, creo que no.
Parto, pues, del supuesto de que Abrahán encarna la identidad de un
nómada del que los israelitas creían arrancar. No obstante, los relatos bíblicos
parecen más preocupados en presentarlo como modelo a imitar que en legitimar
la historicidad de cuanto le asignan. De ello se deduce que quien busca en la
revelación bíblica la savia con que alimentar su vivencia de fe, ha de
familiarizarse ante todo con las enseñanzas que los autores sagrados infieren de
cuanto suponen protagonizado por tan evocador patriarca.

1. Abrahán: cuando la vida se torna fe


Fuera de la tradición bíblica no existen testimonios que avalen la existencia
de este personaje. Más ello, ¿por qué ha de sorprender? La crónica sólo muestra
interés por quienes a la sazón son noticia. ¿No ocurre igual hoy? Basta leer
cualquier periódico o revista para comprobar cómo las artistas más engoladas y
los políticos más ambiciosos casi siempre ocupan sus primeras páginas. Y se
explica, pues todos ellos son en realidad noticia.
Cuando paso algunos días en mi hogar
paterno, no puedo menos de sonreírme al ver
cómo una de mis vecinas —nuestra amistad se
remonta a la infancia— hace gala de una
sorprendente "cultura artística". Claro que su
interés no se centra en el arte, sino en los/las
artistas. Se conoce al detalle cuantos enredos
llenan las vidas de quienes blasonan de vacuidad.
Y no creas, amigo lector, que mi vecina es la
única experta en tales lides. Por desgracia, su
actitud viene compartida por un amplio sector de
nuestra sociedad. Aunque carezca de datos, me
imagino que en el pasado algo así debió ocurrir.
Por ello comprendo que las crónicas de la época no
mostraran el menor interés por Abrahán.
Este adquirió, en cambio, excepcional protagonismo al hurgar el pueblo en
sus orígenes. Más cuando esto ocurrió, aquel hombre llevaba casi un milenio
muerto. Siendo así, ¿cómo recordar lo que hizo, dijo, pensó o proyectó? Intuyo
que los autores bíblicos mal lo habrían logrado en caso de proponérselo. Sin
embargo —así lo sugiere hoy la crítica—, sus intereses se centraron desde un
principio en vincular con él cuantos encuadres religiosos debía compartir el
pueblo.
Ello invita a suponer que los relatos en torno al patriarca son una extraña
simbiosis de historia, leyenda y catequesis. Exigencias de ese singular claroscuro
donde los tímidos destellos de luz seguían aún sin ahuyentar la tiniebla. No me
parece, por lo mismo, fácil forjar una semblanza de este epónimo (héroe del que
se supone arrancar un pueblo).
Ello no nos exime, sin embargo, de un esfuerzo cifrado en mostrar cómo la
tradición le erige en modelo y paradigma (ejemplo al que imitar). Para hacerlo,
se han de fijar ante todo las posibles bases históricas sobre las que fundamentar
su figura. Y sólo en un segundo momento resultará fácil evaluar la fuerza
catequética que —al decir de la reflexión bíblica— fluye de su actitud religiosa,
ya que esta cataliza y dinamiza la vivencia del bien. Y quien la comparte, puede
romper sin más cuantas mallas trenza el pecado.
1.1. Tras el "dios" desconocido
El pueblo elegido hundía sus raíces étnicas en la estepa desértica. Y esta —
¿cómo olvidarlo?— siempre fue el hogar del nomadismo. Nada sorprende, pues,
que —siendo Abrahán su primer ancestro— se le considerara producto estepario.
De hecho, la tradición le supone asentado en Ur, al sur de Mesopotamia, por más
que su clan (conjunto de tribus) fuera originario del norte (Darán).
Sabemos que en aquel tiempo —s. XVII a.C.— toda la región de Ur fue
escenario de saqueos y pillajes, debido a un cambio de régimen político. En
casos así, era obvio que los nómadas migraran hacia otras comarcas donde vivir
al menos en paz. Dentro de esas migraciones, puede situarse muy bien la de
Abrahán.
Pero tal migración, ¿se puede considerar
como histórica? Aun no simpatizando con las
afirmaciones categóricas, me atrevo a sugerir
que sí. De hecho, algunas inscripciones
descubiertas en Mari (Siria) hablan de una
sorprendente migración protagonizada por los
"hijos del sur". Dado que allí se hallaba de hecho
Ur, ¿qué impide conectar con ella la itinerancia
de Abrahán? Sé de sobra que faltan certezas,
pero tal supuesto goza al menos de verosimilitud.
Y sólo los estúpidos rehúsan, en tales casos, el
aval que brinda lo verosímil.
Es, por otra parte, sabido que en aquellos
tiempos eran muy frecuentes las migraciones de
nómadas. La región de Ur era famosa por su
relativa fertilidad, que sufrió un duro revés al
derrumbarse el
imperio de
Hammurabi (s.
XVII a.C.). A partir de entonces se inició una
decadencia que sólo los kaldu (caldeos) lograrían
reparar un milenio después. ¿Puede relacionarse
la migración de Abrahán con la caída del imperio
de Hammurabi? Desde un punto de vista histórico,
tal supuesto se antoja bastante probable, por más
que no puedan hacerse afirmaciones rotundas.
Resumiendo los datos que brinda la
tradición bíblica, podría pensarse que Abrahán
pertenecía al clan terajita (su padre se llamó
Téraj), procedente de Jarán (norte), aunque se
hallara instalado en la comarca de Ur (sur), quizá
por ser más abundantes sus pastos. Por alguna
razón no especificada, aquellos hombres habrían
retornado a su lugar de origen (Jarán), donde
murió Téraj (Gén 11,31). Y allí es donde Abrahán
fue objeto de una singular experiencia religiosa.
No debe olvidarse que Abrahán, perteneciendo al clan terajita, por fuerza
tenía que adorar a Sin, divinidad protectora de Jarán. Se hallaba, pues, enredado
en los cultos politeístas (varios dioses). En este marco hay que situar aquella
experiencia religiosa que le pondría en contacto con un "dios" desconocido (Gén
12,1-8).
El relato sugiere que el patriarca entabló diálogo con la divinidad. Y es
cierto. Sin embargo, me inclino a situar tal diálogo en la interioridad de su ser.
Tuvo que tratarse de un encuentro que le calara muy hondo. Casos así, ¿no nos
ocurren también a nosotros? ¡Lástima que no siempre seamos capaces de
comprender que es Dios quien en ellos nos sale al encuentro!
En base a tal vivencia, el patriarca se supo invitado a dejarse guiar por esa
voz que, hablándole desde dentro, le invitaba a romper con las tradiciones
religiosas de sus antepasados y ponerse sin más en camino. ¿Hacia dónde? La
voz del "dios" desconocido se expresó con claridad (Gén 12,1-3),
comprometiéndose a instalarlo en un país, lejos de la seguridad que le brindaba
su propia tribu. Y es que el "dios" de Abrahán exige romper los nexos del pasado
para adentrarse en un futuro cuajado de ilusión.
Sé que todas esas reflexiones bíblicas son producto de tradiciones muy
posteriores fraguadas en torno al patriarca, pero, en cualquier caso, reflejan la
vivencia profunda de quien se puso en camino al saberse interpelado por el
"dios" desconocido.

1.2. La fe del nómada


Es curioso ver cómo los humanos acusamos a veces cambios drásticos a
nivel de existencia. Y, cuando tales cambios se analizan desde una óptica de fe,
siempre se atribuyen a la acción divina.
Exponiendo esta idea, viene a mi recuerdo la llamada "conversión" de san
Agustín. ¿Quién no recuerda la escena donde aquel hombre hecho búsqueda
oyó, a la sombra de un árbol, la retadora expresión: Tolle lege, tolle lege (toma
lee, toma lee)? Y, al tomar la Biblia en sus manos, quedó transformado con su
lectura. Pienso que fue su propia búsqueda la que se le tomó voz; y ella le
impulsó a tomar un nuevo rumbo en su vida. Por no desoírla, Agustín fue quien
fue.
Algo parecido pudo haberle sucedido a Abrahán. También él escuchó la voz
divina que le retaba desde el árbol. Y, aunque le acosara la duda —cosa lógica e
inevitable—, se dejó conducir por sus desconcertantes designios. Con ello su vida
se convirtió en una entrega total a ese "nuevo" Dios que le impulsaba a
abandonar patria y familia para convertirlo en padre de un gran pueblo (Gén
12,2).
El cumplimiento de las promesas divinas exigía una previa sedentarización.
Sólo así podría emerger de aquel hombre hecho entrega un pueblo poderoso. Su
itinerancia tuvo, pues, desde el principio una meta: instalarse en un territorio
donde sus descendientes llegasen a ser una nación respetable.
Tal aspiración daba al traste con el ideal nómada, ya que este sólo permitía
la posesión de los bienes que contribuían a hacer grata la vida en la estepa. Se
sabe, en efecto, que los criadores de ovejas eran a veces propietarios de
campamentos (hasarum), de poblados (kapratum) y hasta de pequeñas ciudades
(a lan u). Más con ello solía aludirse simplemente a ciertos asentamientos más o
menos permanentes que las tribus nómadas acostumbraban a erigir al lado de
las grandes urbes. El nomadismo en sí jamás se sintió atraído por la vida
sedentaria.
Siendo así, Abrahán, poniéndose en manos del "dios" desconocido,
traicionó ciertos dogmas nómadas. La tradición bíblica es consciente de su
presunta "traición". Y trata de justificarla. ¿Cómo? Suponiendo que la orden
arranca del propio Dios. Así pues, su itinerancia se atribuye a motivos religiosos
y no a socio-económicos.
De este modo, su fe queda convertida en actitud modélica. No en vano,
tras abandonar la instalación que le brindaba el pasado, se adentra en un
proceso de búsqueda donde sólo primaban los intereses divinos. Y una actitud
así no podía menos de recibir el más cálido parabién. Quizá por ello lo
convirtieran los israelitas en argumento para justificar su asentamiento en
Canaán. De este modo, la conquista no habría sido un prurito colectivo, sino una
orden de la divinidad.
¿Se infiere de ello que Abrahán creyó ya de forma expresa en ese Dios
"único" que la tradición bíblica acabaría convirtiendo en artífice de toda la
creación? Honradamente, pienso que no fue este el sentir del patriarca. Y es que,
siendo sus raíces étnicas de cuño politeísta, tuvo que resultarle imposible llegar
sin más a una fe monoteísta. Para ello siempre ha sido preciso un previo proceso
depurador.
Tal es lo que, a mi juicio, le ocurrió a Abrahán. Impulsado desde dentro por
la fuerza divina, comenzó una nueva andadura, rompiendo con las tradiciones
religiosas de su clan. Es lógico que este le tildara de apóstata. No en vano
Abrahán, una vez puesto en marcha, renunció a la protección de los dioses
patrios. ¿Podía quedarse, pues, sin ayuda divina? ¡En absoluto!
Jamás un nómada —su alma rezuma religiosidad— se aviene a vivir de
espaldas a lo divino. ¿Qué hizo el patriarca? Muy sencillo: ponerse
incondicionalmente en manos de esa "nueva" divinidad de la que todo esperaba
pero de la que nada sabía. Y una actitud así, ¿no es la más viva expresión de fe?
Esta es la fe que la tradición asigna a ese nómada errante, cuyo gran mérito
consistió en fiarse de Dios.

2. Cara y cruz de la promesa


Tras la revelación divina, Abrahán se puso en camino. ¿Hacia dónde? No le
incumbía a él planificar el futuro. Su cometido no podía ser más simple: dejarse
guiar por aquella "voz" que tan hondo le calara en Jarán. Resulta difícil evaluar la
heroicidad de tal decisión. Ella le obligaba a abjurar de la fe de sus antepasados.
Y tales apostasías solían desatar las más sórdidas pasiones entre deudos y
allegados.
Puedo garantizar que, en este punto, muchas etnias de raigambre nómada
siguen aún hoy haciendo gala de la más radical intolerancia. Hace años fui
testigo de una situación que me arrancó lágrimas del alma. Una muchachita
beduina, cuya familia compartía la fe musulmana, tuvo la extraña —¿extraña?—
ocurrencia de sentirse atraída por un joven de la ciudad, cuya religión era la
cristiana. Mantuvieron en secreto su idilio, pero llegó el momento en que el
inesperado embarazo lo hizo público. Y la jovencita, echándole valor a su
oprobio, decidió hacerse cristiana para convertirse en la esposa de su
apasionado amor. Pues bien, jamás hubiera imaginado la intransigencia de su
familia: la llenaron de injurias, la expulsaron de casa, le retiraron la dote, le
raparon la cabeza y jamás volvieron a dirigirle la palabra. A un apestado no se le
habría tratado peor. Pienso que por un trance parecido debió pasar Abrahán. Y es
que el alma de oriente no tolera el menor desacato contra la religión familiar.
Nosotros —fruto de otra cultura—jamás lograremos comprender cuánto margina
la apostasía.
Me resulta fascinante, por lo mismo, ver cómo Abrahán tuvo la osadía de
desafiar, no sólo a su clan y familia, sino incluso a la divinidad (Sin) que se
suponía le brindaba su apoyo. Pero los antiguos tenían claro que cada dios
ejercía su tutela en una determinada región. Ello explica que Abrahán, al
proseguir su andadura hacia occidente, acabara traspasando las fronteras hasta
donde alcanzaba la protección de sus dioses familiares.
Siendo así,
se quedó —al
menos en principio
— sin el tutelaje
divino. No
obstante, al llegar
con sus rebaños al
territorio cananeo,
experimentó un
nuevo encuentro
con su divinidad
junto al "terebinto
del oráculo". Este,
emplazado en los
aledaños de
Siquén, jugaría
una baza
importante en la
época israelita
(Gén 35,4; Dt
11,30; Jos 2,42; Jue 9,37).
En base a ello, todo el territorio cananeo se
considera prometido por Dios a Abrahán, cuya
confianza raya a veces en el heroísmo. La
tradición trenza un conjunto de relatos
empeñados en mostrar cómo Dios actúa en
circunstancias inverosímiles, exigiendo sólo al
patriarca fiarse de él. Y la fe de Abrahán
desborda lo verosímil, rompiendo cuantos
esquemas regulan el proceder humano.
Nosotros sólo acostumbramos a brindar
nuestra confianza si antes recibimos garantías.
En cambio, Abrahán se fía sin más de Dios, aun
cuando este se limite a hacerle promesas. El
lema del patriarca podría enunciarse así: ¡esperar
contra esperanza! Pero su estrategia dio óptimos
resultados, habida cuenta que... ¡Dios nunca
puede fallar!
En realidad, todas las promesas divinas giraban en torno a una numerosa
descendencia. Tanto que con ella pronto podría constituirse un pueblo, cuya
grandiosidad envidiarían los demás. Pero, para que esto ocurriese, era
indispensable que el patriarca engendrara algún hijo varón. Y este requisito no
llevaba trazas de cumplirse. Ello explica que Abrahán, apelando a un derecho
común entre los antiguos, estuviera dispuesto a convertir en heredero indirecto
(ewuru) a Eliezer, uno de sus esclavos damascenos (Gén 15,2-3).
Sin embargo, la reacción divina no pudo ser más drástica: "No heredará
este, sino el que salga de tus entrañas" (Gén 15,4). Conforme, pero, ¿cómo? Aquí
entran en juego una serie de relatos cuyo único objetivo se cifra en garantizar
que la confianza de Abrahán acaba siendo premiada. Y el galardón se llamará
Isaac.

2.1. Y el descendiente, ¿dónde está?


Abrahán estaba sobrado de razones para desconfiar de Dios. ¿Y a quién no
le ha ocurrido más de una vez algo parecido? Puedo evocar, al respecto, un
recuerdo personal. Hace unos años tenía concertada una conferencia en una
ciudad española. Se hallaba a unas cuatro horas de Madrid. Salí con tiempo, por
lo que pudiera ocurrir. Y, antes de arrancar el motor de mi automóvil, me puse
en manos de Dios. Pero —¡caramba!— el "de arriba" poca atención prestó a mi
plegaria. Para comenzar, una de las llantas estaba pinchada. La repuse y..., ¡en
marcha! Antes de tomar la carretera, una dama despistada me embistió por
detrás, dejando como un acordeón parte de mi maletero. Ante tanta desventura,
pedí nueva ayuda a Dios. ¿Me la brindó? Aún hoy sigo albergando mis dudas. De
hecho, a los pocos kilómetros un camión escupió una china desde su carril, con
tan buena puntería que me quebró el parabrisas. Y, para colmo de males, un
guardia de tráfico decidió multarme porque la dama del despiste me había
dejado sin un piloto de atrás.
Sí, todos tenemos días negros. Sólo que a Abrahán la desventura le acosó
de cerca, no días, sino años, y además en cantidad. Quizá por ello le admire
tanto. Si yo, aquel día aciago, puse en duda la protección divina, ¿cómo no
elogiar la entereza de quien parecía hasta burlado por Dios? ¿Por qué? Muy
sencillo: habiéndole prometido ser padre de un gran pueblo, se resistía a
otorgarle un solo descendiente. Y la situación era aún más angustiosa, dado que
Sara —su mujer— cargaba con el baldón de la esterilidad.
Nadie ignora que la sublime aspiración de toda esposa nómada se cifraba
en ser madre. De hecho, su dignidad dependía del número de vástagos ofrecidos
a su marido, siendo obviamente los varones quienes más se cotizaban (Sal
127,4-5; Gén 24,60). Y no deja de sorprender, al respecto, que la tradición bíblica
suela relacionar el nacimiento de los grandes héroes con una presunta
esterilidad de sus madres (Gén 30,1; 1Sam 1,6-8).
Tal constatación sirve para acentuar la magnanimidad divina en tan
inesperado parto. Cierto que este siempre se supone fruto de un coito normal,
pero, antes, Dios interviene para liberar de su oprobio a la estéril.
Los antiguos
hebreos solían
interpretar la
esterilidad de la
mujer (¿se
atrevería alguien a
pensar que el
varón pudiese ser
estéril?) como un
castigo divino (Jer
18,21; Is 47,9). Ello
ayuda a valorar aún más la entereza del patriarca, sobre todo una vez que la
edad de su esposa le cerraba las puertas de la esperanza.
Es cierto que, en casos así, las antiguas legislaciones autorizaban a
engendrar hijos de alguna esclava, cuya condición de concubina le otorgaba un
sinfín de privilegios, no exentos a su vez de celos, urdimbres y suspicacias. En tal
contexto ha de situarse la leyenda de Agar e Ismael, que capta desde un primer
momento las simpatías del lector (Gén 16,1-16; 21,1-21).
Sin embargo, toda la dinámica de los relatos
parece polarizada por la idea de un descendiente
engendrado por la legítima esposa del patriarca.
Pero esta, ¿no era estéril? ¡Claro que sí! No
obstante, el lector bíblico ya ha aprendido que
para Dios no hay imposibles. Incluso parece
solazarse poniendo a prueba el temple de los
creyentes.
Esto es lo que a todos nos suele ocurrir. Y
tal es lo que sin duda le sucedió a Abrahán. Tanto
que la divinidad sólo actúa tras agotarse toda
esperanza humana. Para constatarlo, basta
familiarizarse con la idílica escena de Mambré
(Gén 18,1-15).

2.2. La teofanía de Mambré


Se trata de un relato donde se plasma sin
reticencias el costumbrismo oriental. ¿Quién no ha visto de hecho a los pastores
dormitando junto a su tienda mientras la canícula convierte a la estepa en fuente
de tedio y sopor? Así presenta el relato a Abrahán, cuando este se supone
agraciado con la visita de tres emisarios divinos (Gén 18,1-2).
La tradición cristiana invita a pensar en la presencia de tres "ángeles" los
cuales se comportan como si fueran seres humanos. De hecho, comparten el
almuerzo que les ofrece Abrahán tras lavarles los pies como gesto de acogida.
¿Eran ángeles o eran hombres? Te invito, lector amigo, a no formular así la
pregunta. ¿Por qué? Muy sencillo: cuando el yavista elabora este relato, aún no
se había afianzado la angelología bíblica. Es decir, los antiguos hebreos no
entendían a los ángeles igual que nosotros.
Y me explico. En hebreo al ángel se le denominaba malak, es decir,
mensajero. Por tanto, todo emisario que se suponía actuaba en nombre de la
divinidad, venía sin más tratado con sumo respeto y consideración. Recibía, en
realidad, los honores reservados a los ángeles, es decir, a los mensajeros de
Dios.
Ello no indica que se tratara de seres espirituales y celestes. Podían ser
personas humanas. Mas estas, si actuaban en nombre de Dios, eran
consideradas "ángeles". Esto es lo que se deduce del relato. Abrahán recibe con
sorpresa la visita de los tres huéspedes que acaban garantizándole la esperada
descendencia.
¿Cómo? Basta leer con calma la narración para comprender de inmediato
su aspecto grotesco. De hecho, los mensajeros anuncian que Sara, a pesar de su
probada menopausia, saboreará las delicias de la maternidad. ¿Quién no se
carcajearía al escuchar tal desatino? Así lo hace la propia Sara, cuyo oído no se
despegaba de la tienda de su marido. ¿Ella madre? Si no lo había sido cuando
podía, ¿cómo serlo ahora, si ya no tenía el período y se sentía vieja? Su reacción
es del todo lógica. No obstante, de ella se infieren algunas consideraciones que
me apresto a consignar.
La primera es sin duda la curiosidad de aquella aspirante a madre. ¿Por
qué escucha la conversación de Abrahán con sus huéspedes? No se me oculta
que la tradición ha convertido la curiosidad en patrimonio femenino. Tengo mis
reservas al respecto. Pero sí veo claro que Sara, rompiendo las reglas del
protocolo, ejerció de curiosa cuando más se imponía el recato.
Descubro asimismo un vivo interés por realzar el costumbrismo nómada.
Este exige, de hecho, que las mujeres salgan de la tienda cuando el marido
agasaja a sus huéspedes. Para casos así, los beduinos suelen disponer de otras
tiendas aledañas, en las que chismorrean las mujeres mientras los varones
arreglan el mundo.
Así pude verlo hace apenas un año. Me acerqué a una tienda beduina,
siendo agasajado con toda cordialidad. Más, antes de penetrar en la "mansión"
del patriarca, todas la mujeres se dirigieron hacia la tienda de emergencias. Y
durante la tertulia pude ver cómo, desde allí, el grupo de mujeres y chiquillas
centraba todo su interés en el inesperado huésped, que en ese caso era yo. Creo
obligado observar que aquellas embelesadas beduinas me recordaron a Sara.
El relato bíblico despeja de una vez la incógnita sobre la descendencia. Y
no deja de sorprender que, a pesar del escepticismo de Sara, Abrahán se fiara
sin remilgos de lo que los ángeles (mensajeros) le referían. Dudo mucho que la
reacción del patriarca refleje un suceso histórico.
Pienso que se intenta acentuar con ella su inquebrantable fe en el Dios que
actúa. En tal caso, su actitud se me antoja señera. No en vano, a lo largo de mi
vida, he topado con situaciones donde los planes divinos parecen rozar el
absurdo. Y en ellas..., ¡que distinta ha sido mi reacción a la de aquel hombre
excepcional!

3. La fidelidad merece un premio


Al ser Abrahán agasajado con el don de la descendencia, cambia por
completo el decorado de la narración. Esta pone todo su empeño en acentuar
cómo el patriarca estrecha sus nexos con la divinidad. Cierto que no le van a
faltar conflictos, pero siempre se sabrá correspondido por ese "dios" que le
permite un trato de privilegio. Ha pasado ya a la historia la fase de las promesas.
En adelante, la divinidad le agraciará con dones concretos, donde la fe se diluya
en confianza.
La prueba más gráfica nos la brinda la historia de la intercesión de Abrahán
por Sodoma (Gén 18,22-33). Se acentúa tanto la familiaridad entre Yavé y
Abrahán que este tiene incluso la osadía de "regatearle". Y ello, ¿qué quiere
decir? Para comprenderlo, habría que remitir una vez más al costumbrismo de
oriente. Lo haré con gusto a fin de que mis lectores logren comprenderme.
Entre nosotros cada cosa tiene un valor previamente fijado. Por eso, al
entrar en una tienda, se observan los precios de las mercancías para adquirir las
que interesen. En cambio, en oriente priman otros criterios. Las cosas valen lo
que por ellas se dé. Tal visión hace inevitable el regateo. De hecho, antes de
adquirir un artículo, resulta obligado un careo entre el vendedor (que sube el
precio) y el comprador (que baja el precio). Lo lógico es que al final —en oriente
nunca hay prisas—se llegue al acuerdo. Y este acaba estrechando nexos.
Puedo referir, al respecto, una anécdota que hace años protagonicé. Fue
durante uno de mis viajes a Tierra Santa. Callejeando con un compañero por la
antigua Jerusalén, decidimos entrar juntos en una tienda donde se le antojaban
ciertos souvenirs. Me comprometí a servirle de experto. Y, sin más, con aire
desaprensivo, me dirigí al tendero: "¿Cuánto cuestan esos candelabros?". Tras
atusarse el bigote, contestó con rotundez: "¡Quince dólares!". Mi amigo estaba
dispuesto a pagarlos, pues el precio le pareció razonable. Le di un codazo para
que me dejara hacer. Me entendió rápidamente. Libre de obstáculos, me ajusté a
las reglas del regateo. Y así, con estudiada indiferencia, hice ademán de
marchar. El tendero me cerró el camino, mientras preguntaba: "Y tú, ¿cuánto
quieres ofrecer?". Sin apenas levantar la voz, le respondí: "¡Tres dólares!". Se
crispó, juró en árabe, gesticuló y hasta simuló agredirme. Sólo le faltó ladrar. Mi
compañero estaba aterrado. Yo, en cambio..., ¡tranquilo! Eran gajes del oficio.
Ambos lo sabíamos. Por eso, tras media hora de forcejeo, convinimos en cinco
dólares la pieza. Y, para celebrar el trato —exigencias del protocolo—, los tres
terminamos tomando un sabroso café.
¿Me creerás, querido lector, si te digo que algo parecido se supone que
ocurrió entre Abrahán y Yavé? Este se muestra dispuesto a castigar a las
ciudades malditas. Y el patriarca se afana por impedirlo. ¿Cómo? Primero se
compromete a reunir cincuenta justos. Al fallarle el intento, comienza su regateo.
¿Por qué no dejarlo en cuarenta y cinco? ¡Aceptado! Nuevo intento, nuevo
fracaso. Abrahán hace que Yavé rebaje aún más el número: pasa a treinta,
después a veinte y por último a diez. Y, claro, Dios, al ver rechazada tan drástica
"rebaja", opta al fin por actuar. ¿No resulta hermoso descubrir en este relato los
elementos básicos del regateo? Pienso que con ello se realzan los nexos
amistosos entre el patriarca y su "dios".
Se trata, en mi opinión, del premio a la fidelidad. ¿Cómo olvidar, en efecto,
que todas esas narraciones se transforman en catequesis? Y esta se afana por
consignar que Dios no cesa deestrechar nexos con quienes —a ejemplo de
Abrahán— le juran fidelidad. Sin embargo, la complacencia divina no impide
infligir, por una parte, el castigo a los malvados y probar, por otra, a cuantos se
lanzan en brazos de la trascendencia.
Esto se infiere de la famosa destrucción de Sodoma (Gén 19,1-29), así
como del desconcertante sacrificio de Isaac (Gén 22,1-19). Ambos relatos claman
por una reflexión donde se realce el premio a la fidelidad.

3.1. La abominación de Sodoma


En esté relato aparece una vez más el tema del castigo divino con el que
ya nos familiarizaron los relatos de los orígenes. Aflora a su vez la temática del
"resto fiel", cuya actitud ante Dios le libra de la catástrofe. En este caso es Lot
con su familia quien se salva de manera sorprendente.
¿Cómo no evocar la escena del diluvio? Aquí se desencadenan de nuevo las
fuerzas de la naturaleza para arrasar, no a la humanidad, pero sí a cuantos
desairan a Dios con su insolencia. ¿Quién no conoce el trágico sino de Sodoma y
Gomorra, arrasadas por el fuego divino? Esto es, al menos, lo que sugiere el
relato. Pero, en concreto, ¿qué ocurrió?
Resulta arriesgado aventurar respuestas categóricas. En mi opinión, el
hecho de la destrucción puede aludir a una realidad histórica, aunque no lo sea
la forma de referirla. Es decir, no creo que se trate de una invención fantástica,
cifrada en acentuar la vehemencia del castigo divino. Apoyo mi parecer en los
datos que brindan tanto la geología como la arqueología. Para evitar suspicacias,
me apresto a resumirlos.
1. Datos geológicos. Las ciudades malditas se hallaban en el valle de Sidim
(Gén 14,3), el cual se supone que estaba situado en la parte sur del mar
Muerto. La geología sugiere que, en torno al año 1900 a.C., aquella zona
fue castigada por un seísmo descomunal. Parece que, al resquebrajarse la
corteza terrestre, las aguas del mar Muerto se adentraron en el valle de
Sidim, anegando las ciudades en él ubicadas. Dada la cantidad de bolsas
de azufre diseminadas en su subsuelo, es posible que los gases se
expandieran por todo el contorno y —con la ayuda de descargas eléctricas
— convirtieran aquella zona en un escenario dantesco. Siendo así, la
destrucción de las ciudades podría relacionarse con el cataclismo que, en
tales casos, provocaron las aguas desbordadas a raíz del seísmo.
2. Datos arqueológicos. Sondeos realizados
por distintos especialistas (N. Glück, W. F.
Albright...) en el fondo actual del mar
Muerto evidencian que este estuvo, en su
parte sur, poblado hasta unos veinte siglos
a.C. De hecho, han aflorado en él
numerosos vestigios de vegetación e
incluso de muros, cubiertos hoy por
completo de sal. A idénticas conclusiones
lleva el estudio de las ruinas esparcidas por
todo el contorno. Y no deja de sorprender
que en aquel territorio, habitado hasta
entonces, de repente se suspendan los
rastros de civilización. Además, con el
agravante de que todos los síntomas
invitan a pensar en una destrucción
violenta.
Tales datos permiten esbozar una hipótesis explicativa. De hecho, si se
admite --(¿por qué no?)— la historicidad del seísmo, parece obvio suponer que
aquellas ciudades fueran devastadas por él. Y eso, ¿cuándo habría ocurrido?
Según los expertos, unos dos siglos antes de nacer Abrahán. Este, mal pudo ser,
en consecuencia, testigo presencial
del evento.
Pero, ¿cómo olvidar que el yavista
redacta sus relatos a un milenio de distancia?
Tiempo más que suficiente para que el sentir
religioso de la antigüedad entendiera la
destrucción de aquellas ciudades como castigo
divino. Y, ¿por qué no relacionarlo con el
patriarca Abrahán? Lo que de verdad
importaba no era tanto reflejar con
meticulosidad los hechos ocurridos cuanto
convertirlos en enseñanza religiosa.
Siendo así, nada se opone a que el
relato se transforme en catequesis. Y esta
acentúa una vez más que la prevaricación de
los hombres acaba recibiendo el correctivo
divino. Considero, pues, histórica la
destrucción de aquellas ciudades, aunque no lo sea la manera de consignarla. El
fuego no provenía, en realidad, del cielo sino de en la antigüedad tales eventos
no eran entendidos como eco de la cólera de Dios?
Es curioso constatar cómo Abrahán no queda directamente involucrado en
la catástrofe. El protagonista forzado es su sobrino Lot, a quien Dios salva de
forma casi milagrosa. Su mujer, ¿quedó convertida en una estatua de sal?
Aunque esto sugiere el relato (Gén 19,26), me resisto a suscribirlo. ¿Cómo
pensar que Dios fulmine a una persona por el simple hecho de volver su mirada
hacia atrás? ¡No es este el estilo divino! La explicación creo que es otra.
De hecho, en los aledaños del mar Muerto abundan las columnas de sal
petrificada. Y una en particular, contemplada con sobredosis de fantasía —¡qué
bien la prodigan los orientales!—, presenta la forma de una mujer. Nada extraño,
pues, que la tradición popular la asociara con la esposa de Lot.
Aún hoy puede contemplarse tan extraña figura. Recuerdo haberla visitado
cuando estudiaba en Jerusalén. Entonces —¡fuerza de la juventud!— vi en ella un
exuberante busto femenino. Sin embargo, hace apenas un año estuve de nuevo
allí. Pero —¿será la edad?—, me costó gran esfuerzo descubrir en aquel monolito
informe vestigios de figura humana.
En todo caso, tengo claro que hace tres milenios el parecido podía ser más
marcado. Por ello no me sorprende que los antiguos, ávidos de dar a los eventos
dimensión divina, vieran en aquel peñasco de sal a la desafortunada mujer de
Lot.

3.2. Abrahán, ¿obligado a sacrificar a su descendiente?


Es esta sin duda la más lograda de todas las historias patriarcales. En ella
la confianza de Abrahán es puesta a prueba de un modo heroico. Dios, tras
haberle apartado de su pasado (Gén 12,1-2), le invita a romper con su futuro
(Gén 22,2). En todo el relato se van consignando las vivencias del patriarca, que
se limita a cumplir cuanto le ordena su "dios".
Es frecuente entender este episodio como si se tratara de una tentación.
Personalmente siempre lo he visto como una catequesis para realzar la
heroicidad de Abrahán. Veo, de hecho, reflejada en él la experiencia de quien se
siente impulsado a trocar en absurda renuncia su esperanzada ilusión.
¿Expresa el episodio un hecho real? La crítica siempre ha tendido a
entenderlo como una leyenda con resabios históricos. ¿Qué decir? Tal hipótesis
exige matizarse con los elementos que brinda una costumbre muy expandida en
la antigüedad.
¿Cómo olvidar, en efecto, que por entonces muchos pueblos inmolaban a
los dioses sus hijos primogénitos? Praxis tan cruel se fue mitigando hasta
reducirla a la simple ofrenda de un animal. Pues bien, el relato pretende —a mi
juicio— suscribir tal supuesto. ¿Cómo? Mostrando que el propio Dios reemplaza
por un carnero la inmolación de Isaac.
Es sabido que la tradición bíblica, salvo raras excepciones (Miq 6,7; Jue 11,29-39;
2Re 16,3), no sacrificó niños a Dios. Sin embargo, siendo esa praxis tan común
entre los antiguos, nada sorprende que el autor del relato quiera denunciarla.
¿Cómo? Dejando en evidencia que Yavé sólo se solaza con los sacrificios de
animales. Por eso Isaac acaba siendo devuelto a Abrahán.
La escena se sitúa en el país de Moria (Gén 22,2), nombre que la tradición
convertiría en un monte asociado con el templo de Jerusalén (2Crón 3,1). ¿No era
allí donde se ofrecían los sacrificios? La enseñanza del relato no puede ser, por
tanto, más retadora. Se describe en él cuán aberrante resulta la inmolación de
los primogénitos. Para erradicarla del pueblo, se crea este emotivo relato, donde
de nuevo se realza la inquebrantable fe de Abrahán.
Una lectura desapasionada muestra cómo Isaac se limita a transpirar in-
consciencia. Es Abrahán quien carga con el peso de la tragedia. Se le supone a
punto de quedarse sin primogénito. Y Abrahán sin Isaac se volvería un fracaso.
¡Qué bien plasma esta idea el autor! Mas, al propio tiempo, convierte el episodio
en sugestiva catequesis.
Mostrando que Dios no se solaza con las víctimas humanas, reta al pueblo
para que jamás incurra en la torpeza de inmolar a sus primogénitos. Aunque tal
praxis no hubiera echado raíces en él, no por ello habría desaparecido el peligro.
Para ahuyentarlo, redacta esta escena el autor.
Una vez superada la prueba, Abrahán reconoce que están abiertas las
puertas del futuro. Ya puede convertirse en padre de un pueblo grande. Al fin ha
triunfado su fe. El Dios de las promesas deja expedito el camino para impulsar a
su descendencia hacia esa codiciada meta cuyo nombre es "libertad". Se había
dado el primer paso. Fue arduo y penoso. ¡Tenía que ser así! Y es que sólo sobre
cimientos sólidos se construye con garantía.
Abrahán, personaje robado al ensueño, se convierte así en la piedra
angular sobre la que un pueblo en marcha configurara su identidad, pero, antes
de lograrlo, tuvo que quemar otras muchas etapas. Entre ellas, destaca por su
trascendencia la que protagonizaría Jacob. Pero de ella me ocuparé en el
próximo tema. Por el momento, creo suficiente haber pulsado el temple de ese
gran antepasado llamado Abrahán.

4. Conclusiones prácticas
Abrahán me parece un personaje señero. Tanto, que la historia bíblica sólo
conserva su coherencia haciéndola arrancar de él. No se me oculta que su
identidad resulta cuestionable. No en vano la propia tradición lo sitúa en los
albores de la historia. Sin embargo, cuantos datos giran en torno a su cometido
religioso invitan a convertirlo en modelo a imitar. Y tal modelo resulta válido no
sólo para los que engarzan étnicamente con él (judaísmo) sino también para
quienes erigimos a la fe en nuestro soporte de vida (cristianismo).
El creyente de hoy se sabe invitado a compartir la actitud de aquel singular
patriarca. Aun cuando su fe no estuviera inmune de impurezas —fruto de la
época—, supo en todo momento seguir la llamada de su "dios", que le invitó a un
seguimiento incondicional. Y ello activó una vivencia cuajada de plenitud. Tanto,
que su actitud se volvió retadora para cuantos, azuzados por el ideal religioso,
trocaron su vida en compromiso.
Su mérito se antoja aún mayor, sabiendo que debió romper con la
religiosidad politeísta para seguir la llamada del "dios" desconocido. Los relatos
bíblicos sugieren que se ajustó a un módulo religioso con escasa depuración.
Practicó, en realidad, una religión lejana aún del monoteísmo.
Se limitó a ir tras su "dios" sin cuestionar por ello la existencia de otros
dioses. Se trata, por tanto, de una expresión de fe monolátrica (dar culto a una
sola divinidad, aunque se admita la existencia de muchas) y no monoteísta
(admitir la existencia de una única divinidad).
No obstante, su actitud se presenta como normativa para cuantos ansían
—ansiamos— remodelar su vivencia de fe. Esta consiste, no en acumular
creencias, sino en un compromiso tal que los proyectos divinos catalicen la
existencia.
 Creer es seguir a Dios, aun sin ver lo que él ofrece. Cuesta mucho confiar,
pues ello exige deponer cualquier actitud donde el ser humano aspire a
ejercer de protagonista. La figura se Abrahán sigue enseñando —hoy como
ayer— la forma de fiarse de Dios, cuya palabra se erige en aval para el
creyente.
 ¿Quién no duda alguna vez de Dios? Dudar de él no es vergonzoso, cuando
entra en juego la limitación. Pues bien, Abrahán enseña a trocar la duda en
confianza, siempre que Dios deja sentir el eco de su presencia. Los
emisarios (ángeles) de Mambré siguen apareciendo en nuestras vidas,
aunque revistan las formas más inverosímiles (voz interior, lectura,
consejo...). Y el creyente se sabe obligado a adoptar ante ellos una actitud
abierta y receptiva.
 La lógica humana invita a actuar de manera razonable. En cambio, la
lógica divina puede exigir que se afronte el absurdo. Así le ocurrió a
Abrahán. Sólo en una edad muy proyecta, retiró Dios de Sara el oprobio de
la esterilidad. ¿Por qué no lo hizo antes? La postura del patriarca muestra
cómo a Dios no han de hacérsele preguntas; hay que aceptar sin más sus
designios. En esto consiste la auténtica fe.
La figura de Abrahán me parece del todo señera para la sociedad de hoy,
donde se buscan excesivas garantías (económicas, sociales, políticas). Y ello
hace que todo ser humano tienda a acotarse tras un muro de desconfianza. Se
desconfía de todo y de todos, incluyendo a los seres más queridos. Tanta
desconfianza cierra las puertas a ese aperturismo existencial que todo ser
necesita para adentrar a Dios en su vida. Tal ausencia..., ¡ahoga toda esperanza!
FICHA DE TRABAJO
1. ¿Qué promete Dios a Abrahán? Léase con calma el relato de la promesa
(Gén 15,1-21), destacando las ofertas divinas que más llaman la atención.
¿Descubres en tu vida promesas semejantes? Busca la manera de
relacionar lo que Dios prometiera a Abrahán con lo que no cesa de
ofrecerte a ti en el curso de toda tu vida.
2. La hospitalidad del patriarca. Tras leer el relato de Mambré (Gén 18,1-15),
pónganse de relieve las siguientes actitudes: fe, curiosidad, hospitalidad,
confianza. ¿No te impacta sobre todo la hospitalidad de Abrahán?
Compárala con la que tú brindas de ordinario a quien —de una forma u
otra— te agracia con una visita donde intenta trasmitirte algo.
3. Destrucción de Sodoma y Gomorra. En este relato (Gén 19,1-29), ¿dónde
descubres lo histórico y dónde lo catequético? ¿Cuál se supone que fue el
pecado de los sodomitas? ¿Qué juicio te merece la homosexualidad? ¿Qué
opinas de la falta de hospitalidad? Emite un juicio sobre los diversos
aspectos contemplados por la narración bíblica.
4. El sacrificio de Isaac. Es interesante buscar en el relato (Gén 22,1-19)
enseñanzas válidas para regular los nexos del pueblo con la divinidad.
Esta, ¿qué sacrificios exige hoy? ¿Piensas que el Dios que nos revela Jesús
sigue pidiendo sacrificios? ¿Qué enseñanzas prácticas para tu vida
descubres en ese relato donde viene puesta a prueba la fe del patriarca?
Cuando Dios te pone a prueba, ¿cómo sueles reaccionar?
5. ¿Cómo profundizar más en los temas expuestos? Puede resultar de ayuda
cualquier monografía sobre el patriarca. Sin embargo, te aconsejo el
siguiente estudio: C. MESTERS, Abrahán y Sara, Paulinas, Madrid 1981. El
autor realza sobre todo las relaciones interpersonales y los valores
humanos.

3
LA HISTORIA DE ABRAHÁN Y SARA
LA VOCACION DE ABRAHAN
Vocación es una llamada de Dios. El nos dirige su palabra para decirnos lo
que quiere de nosotros. Así le sucedió a Abrahán. La vocación fue madurando
dentro de él hasta que vio con claridad lo que Dios quería:
"Vete de tu tierra, y de tu patria,
y de la casa de tu padre,
a la tierra que yo te mostraré"
(Gén 12,1).
Como Carlos y tantos otros, Abrahán preparó su equipaje y se marchó por
los caminos del mundo. Pero había una diferencia. Carlos se marchó y cayó en el
mundo, para encontrar una parcela de tierra para él solo. Todavía no pensaba en
los demás. Por ahora sólo pensaba en Rosa, su esposa, y en los hijos. ¡Y era
mucho pensar!
Según la Biblia, Abrahán se marchó y cayó en el mundo, pensando no sólo
en sí y en su familia, sino también en todos los hombres. Pensaba en el mundo
que estaba corrompido. La gente se da cuenta de eso por las palabras que Dios
le dirige:
"De ti haré una nación grande
y te bendeciré.
Engrandeceré tu nombre,
y tú serás una bendición.
Bendeciré a quienes te bendigan
y maldeciré a quienes te maldigan.
En ti serán benditas
todas las razas de la tierra"
(Gén 12,2-3).
¡Dios habla sólo de bendición! Desde el principio hasta el fin. Es la misma
bendición dada a todos los hombres en el día de la creación. Abrahán debe
atraérsela de nuevo y convertirse, él mismo, en fuente de bendición. Abrahán
carga con una gran responsabilidad. Por eso no puede trabajar solo, sino a través
del pueblo que ha de formarse en torno a él. Debe convertirse en padre de un
pueblo.
Carlos, ¿ya estás despertando para esta misión tuya en el mundo? ¿Ya
estás intentando formar un pueblo o comunidad?

Ser Abrahán, ¿sería más fácil ayer que hoy?


Una dificultad que inmediatamente se le presenta a Carlos es la siguiente:
"Aquel Abrahán oyó con claridad la voz de Dios. ¡Así es fácil! Pero la gente no
oye lo que Dios dice. ¡Hoy es mucho más difícil ser Abrahán!" Esta dificultad no
es válida, Carlos. Abrahán no tenía las cosas tan claras. Quedaron claras
solamente durante el camino. La luz se hizo en la travesía.

1. Antes de la marcha
Cuando Abrahán vivía en su tierra, antes de ponerse en marcha, él
pensaba como todo el mundo y tenía en su cabeza la misma superstición. La
Biblia dice que su familia seguía a los dioses que estaban de moda, dioses falsos
(Jdt 5,7). Sólo después, poco a poco, caminando siempre, fue descubriendo mejor
quién era Dios y lo que quería él.
Hoy sucede lo mismo. Antes de ponerse en marcha el pueblo sigue a los
dioses que están de moda, dioses inventados por los hombres: dinero, lucro,
poder, grandeza, posición social, técnica, vida fácil, placer etc. ¿No es así?

2. El comienzo de la marcha
Pues bien, al principio de la marcha, al salir de Ur, en Mesopotamia
(llamada también tierra de los caldeos), Abrahán era como tú, Carlos, al salir del
departamento de Misiones. Ya era Dios quien lo hacía salir, pero Abrahán aún no
lo sabía. Sólo lo supo más tarde (ver Gén 15,7), después de haber caminado
mucho y haber sufrido mucho más todavía. Como todo el mundo en aquel
tiempo, él fue subiendo a lo largo de los ríos para ver si encontraba una parcela
de tierra en las cabeceras, en la región del Harán, que hoy se llama Siria. Pero
allí la tierra era pequeña y los que la habitaban no dejaban entrar a los otros. Por
eso Abrahán no pudo quedarse por allí. Tuvo que preparar, de nuevo, su equipaje
y recomenzar la marcha. Como tú y tu compañero, Carlos. Cuando ustedes
llegaron a Caaguazú no encontraron tierra y tuvieron que seguir caminando. Tu
compañero fue a Yhu, y tú llegaste hasta el Alto Paraná. ¿No fue así?

3. El primer rayo de luz


Ahora bien, Carlos, fue en la región de Harán, en Siria, donde Abrahán,
después de una larga marcha, empezó a ver mejor las cosas, pues únicamente
allí se dio cuenta con claridad de la llamada de Dios (ver Gén 12,5). El ya era
mayor. Tenía 75 años. Sólo allí descubrió que Dios lo llamaba y caminaba con él.
Aun así la claridad era pequeña. La oscuridad en que seguía viviendo era grande.
El caminaba en busca de una tierra, sin saber dónde estaba. ¿Has pensado en
esto?

4. La luz aumentó un poco


Desde Harán, en Siria, Abrahán fue bajando hacia el sur y llegó a Palestina,
tierra de los cananeos (ver Gén 12,6). Y allí, en aquella región extranjera, la luz
creció un poco, pues Abrahán oyó decir a Dios: "A tu descendencia daré esta
tierra" (Gén 12,7). Ahora ya sabía qué tierra era, pero todavía le faltaba mucho.
Le faltaba saber cómo y cuándo tomaría posesión de ella. Le faltaba saber cómo
garantizar esa descendencia, pues Abrahán no tenía hijos ni podía tenerlos.
Eran muchas preguntas para una sola cabeza. Carlos, tú no tienes derecho
a pensar que la marcha del Abrahán de ayer era más fácil que la tuya. La luz
surge en el camino. El sol sale poco a poco, nunca de una vez. Abrahán sólo se
convirtió en ABRAHAN mucho tiempo después de empezar la marcha. Al principio
no sabía nada.

"¿Pero cómo hablaba Abrahán con Dios?"


Esta pregunta, Carlos, es más difícil responderla. Cuando tú saliste de
Misiones, dijiste: "¡Dios nos ayuda!" Tienes razón al decir eso. Pero yo pregunto:
"¿Hablaste con Dios o Dios habló contigo, para tener esa certeza?" Un día,
pregunté a un labrador: "¿Por qué trabajas tanto en la comunidad?" El respondió:
"Porque eso es lo que Dios quiere de nosotros". Tampoco él habló con Dios.
Hablando con una religiosa, pregunté: "¿Por qué te hiciste religiosa? ¿Por qué te
matas en este extremo del mundo cuando podías tener una vida mucho más
fácil en otro lugar?" Y ella respondió: "Estoy aquí porque Dios me llamó".
Carlos, aquí tienes tres hechos: uno es tu propio caso; otro, de un
campesino, y otro que le sucedió a una religiosa. Los tres hablan de Dios y dicen
que él les pide alguna cosa. Pero ninguno de los tres se encontró con Dios en la
calle. Ninguno de ellos vio jamás el rostro de Dios. Pero los tres creen que Dios
está presente en su vida. Los tres son personas de bien y sinceras. Miran la vida
a la luz de su fe, de repente reciben una certeza dentro de sí y dicen: "Dios
quiere esto de nosotros; Dios me ha llamado. ¡Dios nos ayuda!"
Carlos, si alguien de aquí a dos mil años pudiese oír lo que nosotros
hablamos hoy, ¿sabes lo que diría? Diría esto: "¿Cómo es posible que esa gente
del Paraguay hablara con Dios? Ellos hablaban con Dios a cualquier hora y Dios
hablaba con ellos. Ellos vivían diciendo: ¡Dios nos ayuda! ¡Dios me ha llamado!
¡Dios quiere eso de nosotros!
Pues bien: a Abrahán debe haberle sucedido poco más o menos lo mismo.
El no veía a Dios cara a cara. La propia Biblia dice que nadie ha visto a Dios, ni es
posible verlo en esta vida (ver Ex 33,20; 1 Jn 4,12). Pero Abrahán era hombre de
una fe muy profunda. Vivía pensando en Dios. La fe es la puerta por donde Dios
se hace presente en nuestra vida y nos hace oír su palabra a través de los
acontecimientos. El individuo que tiene fe consigue, poco a poco, una certeza
absoluta, certeza procedente de Dios. El puede decir con toda razón: "Deja tu
tierra" Y realmente era Dios quien lo decía y lo quería.

El resto de las andanzas de Abrahán


Abrahán no pudo quedarse en Palestina. Tuvo que viajar de nuevo. El
hambre le obligaba (ver Gén 12,10). Fue hacia las tierras verdes del norte de
Egipto donde había abundancia.
Al rey de Egipto le gustaban mucho las mujeres, y Sara era una mujer muy
linda. Para que el rey no le matara, por ser el marido de una mujer tan linda,
Abrahán pidió a Sara que ella dijera que era su hermana. Así lo hicieron, pero
tuvieron mala suerte. El rey tomó a Sara como amante. Sin embargo, Abrahán
salió con vida (ver Gén 12,11-16).
La Biblia cuenta que el rey fue castigado (ver Gén 12,17-20), demostrando
así que Dios condena el adulterio. Más adelante aclara que Abrahán no mintió,
pues dice él: "Es cierto que es hermana mía, hija de mi padre, aunque no hija de
mi madre, y ha venido a ser mi mujer" (Gén 20,12). Este hecho, además, prueba
que Abrahán no era santo cuando Dios lo llamó. El fue santificándose poco a
poco, durante la marcha, aprendiendo con los acontecimientos. Pasada el
hambre, Abrahán volvió a Palestina (ver Gén 13,1). Volvió como pequeño
propietario de cabras y ovejas. Pero los pastos eran pequeños. Eso fue motivo de
discusión entre los empleados de Abrahán y los de Lot, su pariente. Ante este
problema Abrahán mostró que no quería ser como Caín. No quería discusiones. Y
dijo a Lot:
"Mira, es mejor que no haya peleas entre nosotros
ni entre mis pastores y tus pastores,
puesto que somos hermanos"
(Gén 13,8).
Y para terminar la causa de la discusión, Abrahán propuso la división de la
tierra. Dejó escoger a Lot y él se quedó con el resto (ver Gén 13,9). No fue
egoísta.
Seguidamente, en los capítulos 14 a 23, la Biblia cuenta una serie de
pequeñas historias. Historias de discusión y encuentro, avances y retrocesos, de
dudas y certezas. El hilo que une todas estas historias entre sí es la promesa de
Dios. Promesa de una tierra, de un pueblo y de una bendición. Más adelante
hablaremos de estas promesas más de cerca.

La muerte de Sara y Abrahán


Sara murió (ver Gén 23,1). Para poderla enterrar, Abrahán quiso comprar
un trozo de tierra que pudiese servir de tumba (ver Gén 23,3-19). Más tarde, el
propio Abrahán fue enterrado en esta misma tumba, situada en Palestina (ver
Gén 25,7-10).
Cuando murió el compañero de Carlos, el pueblo cantó:
"Este sepulcro en que estás con palmos medidos
es la cuenta menor que sacaste en vida.
Es de buen tamaño, ni largo, ni hondo,
es la parte que te toca en este latifundio.
Es un sepulcro grande para tu carne poca,
pero a tierra dada no se abre la boca".
El sepulcro del compañero de Carlos era de tierra dada, es decir, regalada.
El sepulcro de Abrahán era de tierra comprada, posesión segura, adquirida
justamente, pagada con dinero propio, con título legítimo de posesión, inscrito en
el registro, a la vista de todos. Efrón, el dueño de la tierra, quería regalársela.
Abrahán no aceptó. Era bueno, pero no tonto. No quería regalos. Quería
propiedad y posesión. Y lo consiguió (ver Gén 23,3-18).
¡Una tumba! Fue la única porción de tierra que Abrahán consiguió en vida.
El vivió, toda la vida, buscando un pueblo; pero murió sin pueblo; apenas tenía
un hijo. Vivió buscando tierra, pero murió sin tierra; apenas si tenía una tumba.
¿Caminó Abrahán sin conseguir lo que buscaba? ¿Corrió de balde? No, no
corrió inútilmente. El hijo era el comienzo del pueblo. La tumba, el comienzo de
la tierra. Sin el hijo jamás habría nacido el pueblo. Sin el título de posesión de la
tumba, sus descendientes no habrían tenido la prueba para justificar el derecho
que tenían a la tierra.
Abrahán murió sin ver el resultado, pero dejó la semilla del futuro
enterrada firmemente en el suelo de la vida. San Pablo dice: "La muerte los
encontró a todos firmes en la fe. No habían conseguido lo prometido, pero de
lejos lo habían visto y contemplado con gusto" (Heb 11,13). En lo poco que
consiguieron realizar, vislumbraban el comienzo del futuro. Por eso no se
desanimaban. Pensaban en los nietos y biznietos.

Explicaciones sobre las historias de los hijos de Abrahán


Murió Abrahán, pero no murió la esperanza nacida de la promesa. Ella
renació en su hijo Isaac, en su nieto Jacob y en los doce biznietos, hijos de Jacob.
Y renace todavía hoy en Carlos y Rosa y en el pueblo que, como ellos, camina.
La Biblia narra la historia de los descendientes de Abrahán en los capítulos
25 a 50 del Génesis. Carlos, si tú lees esas historias, procura fijarte en los
siguientes puntos:
1. La importancia de las pequeñas maravillas de la vida
Después de la muerte de Sara, Abrahán, ya muy mayor, trató de casar bien
a su hijo. La Biblia cuenta una historia muy larga sobre cómo el criado de
Abrahán fue a buscar a Rebeca, que sería la esposa de Isaac (ver Gén 24,1-67).
Una historia linda y agradable, que rompe un poco la dureza de la marcha. En la
Biblia hay otras historias de este tipo.
Lo mismo sucede hoy. A pesar de lo sacrificada, la vida de Carlos y Rosa
tiene muchas cosas lindas y agradables. Esto demuestra que no todo está
perdido. Esto da esperanza y hace la marcha más suave y agradable. Carlos, ¿tú
ves estas pequeñas maravillas de la vida? ¿Y tú, Rosa?

2. Historias como las de las fotografías de un álbum familiar


La Biblia cuenta muchas historias sobre el hijo, los nietos y los biznietos de
Abrahán, desde el comercio de Isaac (ver Gén 26) hasta la muerte de José en
Egipto (Gén 50, 15-26). Pequeñas historias, cosas de familia: discusiones e
intrigas, casamientos y nacimientos, compras y ventas, muertes y
enfermedades, alegrías y tristezas, un poco de todo, tal como es la vida. En todo
ello hay muchas cosas repetidas e incluso algunas contradicciones. Es como el
álbum de fotografías de una familia. Contiene fotografías de todos los tamaños,
repetidas, rasgadas y hasta retocadas. El álbum lo conserva todo. Así lo quiere la
familia. Así es la Biblia: el álbum de fotografías del pueblo de Dios.

3. La importancia de las cosas pequeñas y cotidianas de la vida


Todas estas historias, leídas muy despacio y con mucha atención, hacen
que la gente se dé cuenta de una cosa muy importante: la gran marcha del
pueblo se hace a través de las cosas más pequeñas de la vida cotidiana. Estas
cosas pequeñas son como el cemento que une los ladrillos de las grandes
acciones. El ladrillo sin cemento no forma ni pared ni casa, sino que cae al primer
golpe de viento.
Si tú, Carlos, observas tu vida, verás en ella la misma cosa. Como la Biblia,
conviene que también tú prestes mucha atención a estas cosas pequeñas de la
vida.

4. Indecencias y violencia
Al leer estas historias, la gente no debe escandalizarse de algunas
indecencias, ni sorprenderse de ciertas violencias que la Biblia cuenta desnuda y
crudamente. Pues por el hecho de que un hombre empiece a caminar con Dios,
su vida no se corrige de repente. Tiene que tener paciencia. El cambio de
comportamiento exigido por Dios no se realiza de un día para otro, sino muy
lentamente, con altos y bajos, con lentitud, como la educación de un hijo. ¡Que lo
digan los padres!
La madre no puede pretender que un hijo de tres años se porte como un
adulto bien educado. ¡No puede ser! Así es Dios. Como una madre, como un
padre, para educar a sus hijos. El tiene paciencia, mucha paciencia. Conviviendo
con este Dios, Abrahán y sus descendientes fueron cambiando, poco a poco, el
comportamiento de su vida, hasta llegar al punto en que Dios los quería.

5. Lo que no cambia desde el principio hasta el fin


El comportamiento de las personas va cambiando y mejorando, las
historias se van modificando, unas después de otras, y el pueblo va creciendo en
número y en conciencia. Pero lo que no cambia desde el principio hasta el fin de
estas historias es la promesa y la marcha; es el deseo de encontrar lo que Dios
prometió; es la decisión firme de ser fiel a Dios y de vencer la maldición con la
bendición de Dios, a pesar de todos los fallos y dificultades.
La promesa de Dios y la abnegada fidelidad del pueblo son el hilo de oro en
que están engarzadas todas estas historias y que les da unidad y consistencia.

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