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Otra
parte
Nº
6,
invierno
2005
Hal
Foster
Arte
festivo
Proyectos
abiertos
de
tiempos
y
configuraciones
variables,
híbridos
de
arte
y
otras
prácticas
comunitarias,
interlocución
activa
con
los
participantes,
nuevas
formas
de
sociabilidad
y
discursividad
parecen
ser
algunos
de
los
rasgos
comunes
de
mucho
arte
actual,
caracterizado
por
el
crítico
francés
Nicolas
Bourriaud
en
términos
de
“estética
relacional”
o
arte
de
“post
producción”.
A
la
confrontación
polémica
entre
Bourriaud
y
la
crítica
inglesa
Claire
Bishop
sobre
este
giro
distintivo
del
arte
contemporáneo
(Otra
parte
5),
se
suman
en
este
número
dos
nuevas
perspectivas
críticas.
A
partir
de
un
amplio
catálogo
de
obras
y
proyectos
recientes,
el
historiador
del
arte
norteamericano
Hal
Foster
y
el
crítico
argentino
Reinaldo
Laddaga
investigan
posibles
genealogías,
presupuestos
estéticos
y
la
cada
vez
más
notoria
distancia
de
esta
nueva
cultura
artística
respecto
del
arte
de
la
modernidad.
Durante
la
última
década,
en
las
galerías
de
arte,
uno
podría
haberse
topado
con
una
de
las
siguientes
cosas:
una
habitación
vacía,
a
no
ser
por
una
pila
de
hojas
de
papel
idénticas
– blancas,
azul
cielo,
o
con
imágenes
impresas
de
una
cama
deshecha
o
pájaros
en
vuelo–
o
una
parva
de
caramelos
idénticos
envueltos
en
papel
metálico
de
color
brillante,
todos,
las
hojas
de
papel
y
los
caramelos,
para
servirse
a
voluntad.
O
un
ambiente
con
muebles
de
oficina
amontonados
en
el
espacio
de
la
muestra
y
un
par
de
ollas
con
comida
Thai,
para
consumo
libre
de
los
visitantes
que
se
paseaban
desorientados,
comiendo
y
conversando
en
el
lugar.
O
un
conjunto
disperso
de
carteleras
con
anuncios,
tableros
de
dibujo
y
plataformas
de
discusión,
cubiertos
con
información
sobre
algún
personaje
famoso
del
pasado
(Erasmus
Darwin
o
Robert
McNamara),
como
si
se
desarrollara
allí
el
guión
de
un
documental,
o
como
si
acabara
de
finalizar
un
seminario
de
historia.
O,
finalmente,
un
quiosco
improvisado
con
plástico
y
aglomerado,
repleto
de
imágenes
y
textos
dedicados
a
un
artista,
escritor
o
filósofo
(Léger,
Carver
o
Deleuze),
a
modo
de
estudio-‐templo
casero.
Obras
como
estas
–a
mitad
de
camino
entre
la
instalación
pública,
la
performance
sombría
y
el
archivo
privado–
se
encuentran
también
fuera
de
las
galerías,
lo
que
las
vuelve
más
indescifrables
en
términos
estéticos.
Señalan,
sin
embargo,
un
giro
distintivo
del
arte
reciente.
En
los
dos
primeros
ejemplos
–obras
de
Félix
González-‐Torres
y
Rirkrit
Tiravanija–
hay
en
juego
una
idea
del
arte
como
ofrenda
efímera
o
regalo
precario
(por
oposición
a
la
escultura
o
la
pintura
acreditada);
en
los
dos
ejemplos
restantes
(obras
de
Liam
Gillick
y
Thomas
Hirschhorn),
una
idea
del
arte
como
investigación
informal
de
una
figura
o
evento
de
la
historia,
la
política,
la
ficción
o
la
filosofía.
Y
aunque
se
podría
establecer
cierta
filiación
teórica
para
cada
uno
de
estos
tipos
de
obras
(el
“don”
de
Marcel
Mauss
en
el
primer
caso,
la
“práctica
discursiva”
de
Michel
Foucault
en
el
segundo),
el
concepto
abstracto
se
transforma
en
ellas
en
un
espacio
operativo
literal,
una
forma
pragmática
de
hacer
y
mostrar,
hablar
y
ser.
Los
cultores
más
notorios
de
este
arte
se
nutren
de
un
amplio
espectro
de
precedentes:
los
objetos
cotidianos
del
Nouveau
Réalisme,
los
materiales
humildes
del
Arte
Povera,
las
estrategias
participativas
de
Lygia
Clark
y
Hélio
Oiticica
y
las
tácticas
de
la
“crítica
institucional”
de
Marcel
Broodthaers
y
Hans
Haacke.
Pero
estos
artistas
han
transformado
incluso
los
dispositivos
familiares
del
objeto
readymade,
del
proyecto
en
colaboración
y
del
formato
del
arte
de
instalación.
Algunos,
por
ejemplo,
trabajan
con
programas
completos
de
TV
o
películas
de
Hollywood
como
si
se
tratara
de
imágenes
halladas:
Pierre
Huyghe
ha
vuelto
a
filmar
secuencias
de
la
película
de
Al
Pacino
Tarde
de
perros,
con
el
protagonista
“real”
(un
renuente
asaltante
de
banco)
devuelto
al
papel
principal,
y
Douglas
Gordon
ha
adaptado
drásticamente
un
par
de
películas
de
Hitchcock
(su
24
Hours
Psycho
ralentiza
la
película
original,
llevándola
a
una
velocidad
catatónica).
Para
Gordon,
estas
obras
son
“readymades
temporales”,
es
decir,
narraciones
dadas
que
se
samplean
en
proyecciones
de
imágenes
de
gran
tamaño
(un
medio
omnipresente
en
el
arte
de
hoy),
mientras
que
para
Nicolas
Bourriaud,
codirector
del
Palais
de
Tokyo
–un
museo
de
París
dedicado
al
arte
contemporáneo–,
se
trata
de
trabajos
de
“post
producción”.
El
término
subraya
las
manipulaciones
secundarias
(edición
y
otros
efectos
similares)
a
las
que
se
somete
el
material
tanto
en
el
arte
como
en
el
cine,
y
sugiere
un
nuevo
estatus
de
la
obra
de
arte
en
la
era
de
la
información,
posterior
a
la
era
de
la
producción.
La
presunción
de
que
hemos
arribado
a
una
nueva
era
de
la
post
producción
es
ideológica,
pero
aun
así,
es
cierto
que
en
el
mundo
del
shareware,
la
información
–datos
que
se
reprocesan
y
se
envían–
se
presenta
como
el
último
de
los
readymades,
y
muchos
de
estos
artistas,
sugiere
Bourriaud,
trabajan
para
“inventariar
y
seleccionar,
usar
y
descargar”,
procesando
no
solo
imágenes
y
textos
hallados,
sino
también
formas
dadas
de
exhibición
y
distribución.
Uno
de
los
resultados
posibles
de
esta
nueva
modalidad
de
trabajo
es
lo
que
Gordon
describe
en
términos
de
“promiscuidad
de
colaboraciones”,
en
las
que
se
extreman
los
cuestionamientos
posmodernos
al
concepto
de
originalidad
y
autoridad.
Pensemos,
por
ejemplo,
en
una
obra
en
colaboración
en
proceso
como
No
Ghost
Just
a
Shell,
iniciada
por
Huyghe
y
Philippe
Parreno.
Hace
ya
algunos
años,
ambos
artistas
descubrieron
que
una
empresa
japonesa
de
animación
había
puesto
en
venta
algunos
de
sus
personajes
menores;
compraron
uno,
una
muchacha
llamada
Annlee,
e
invitaron
a
otros
artistas
a
incorporarla
en
sus
obras.
La
obra
se
transformaba
en
este
caso
en
una
“cadena”
de
obras:
para
Huyghe
y
Parreno,
No
Ghost
Just
a
Shell
es
“una
estructura
dinámica
que
produce
formas
que
la
integran”
y
es
también
“la
historia
de
una
comunidad
que
se
encuentra
a
sí
misma
en
una
imagen”.
Si
esta
colaboración
no
nos
inquieta
lo
suficiente
(¿comprar
un
personaje
como
Annlee
es
un
gesto
de
liberación
o
de
bondage
serial?),
consideremos
otro
proyecto
grupal
que
adapta
un
producto
readymade
a
fines
insospechados:
en
esta
obra,
Joe
Sacanlan,
Dominique
Gonzalez-‐Foerster,
Gillick,
Tiravanija
y
otros
artistas
nos
instruyen
acerca
de
cómo
encargar
ataúdes
a
medida
en
la
fábrica
de
muebles
Ikea;
el
título
de
la
obra
es
DIY
o
Cómo
matarse
en
cualquier
lugar
del
mundo
por
menos
de
u$s
399
(How
to
Kill
Yourself
Anywhere
in
the
World
for
under
399).
Tradicionalmente,
el
objeto
readymade,
de
Duchamp
a
Damien
Hirst,
se
burla
del
arte
alto,
de
la
cultura
de
masas
o
de
ambos;
en
estos
ejemplos
hay
además
una
mirada
mordaz
sobre
el
capitalismo
global.
Aun
así,
la
sensibilidad
prevaleciente
de
estas
nuevas
obras
es
por
lo
general
inocente
o
expansiva,
incluso
lúdica;
algo
se
ofrece,
una
vez
más,
a
los
otros,
o
algo
se
abre
a
otros
discursos.
A
veces
se
presenta
una
imagen
benigna
de
la
globalización
(condición
de
posibilidad
de
este
grupo
internacional
de
artistas)
y
hay
también
momentos
utópicos:
Tiravanija,
por
ejemplo,
organizó
en
la
Tailandia
rural
un
“megaespacio
gestionado
por
artistas”
llamado
“The
Land”
(“La
tierra”),
concebido
como
un
colectivo
“para
el
compromiso
social”.
Más
modestamente,
muchos
de
estos
artistas
intentan
convertir
a
los
espectadores
pasivos
en
una
comunidad
temporaria
de
interlocutores
activos.
En
este
sentido,
Hirschhorn
– que
alguna
vez
perteneció
a
un
colectivo
comunista
de
diseñadores
gráficos–
presenta
sus
improvisados
monumentos
a
artistas
y
filósofos
como
un
caso
de
pedagogía
apasionada,
que
evoca
los
quioscos
agit-‐prop
de
los
constructivistas
rusos
y
las
construcciones
obsesivas
de
Kurt
Schwitters.
Hirschhorn
busca
“distribuir
ideas”,
“irradiar
energía”
y
“liberar
actividad”
al
mismo
tiempo:
no
solo
quiere
familiarizar
a
los
espectadores
con
una
cultura
pública
alternativa
sino
también
“libidinizar”
la
relación.
Otros
artistas
–algunos
con
formación
científica
(Carsten
Höller,
por
ejemplo),
otros
arquitectos
(Stefano
Boeri)–
adaptan
un
modelo
de
investigación
y
experimentación
colectiva
más
próximo
al
laboratorio
o
a
la
empresa
de
diseño
que
al
estudio
de
artista.
“Tomo
el
término
‘estudio’
literalmente”,
explica
Gabriel
Orozco,
“no
como
espacio
de
producción
sino
como
tiempo
dedicado
al
conocimiento”.
La
“promiscuidad
de
colaboraciones”
implica
también
promiscuidad
de
instalaciones:
la
instalación
es
el
formato
por
defecto
y
la
muestra,
el
medio
común
de
mucho
arte
de
hoy.
(Esta
tendencia
se
acentúa
en
parte
por
la
importancia
creciente
de
las
grandes
muestras:
no
solo
hay
bienales
en
Venecia
sino
también
en
San
Pablo,
Estambul,
Johannesburgo
y
Gwangju.)
Exposiciones
enteras
se
reducen
a
menudo
a
confusas
yuxtaposiciones
de
proyectos
–fotos
y
textos,
imágenes
y
objetos,
videos
y
pantallas–
y
a
veces
los
efectos
son
más
caóticos
que
comunicativos.
Con
todo,
la
discursividad
y
la
sociabilidad
son
preocupaciones
centrales
del
nuevo
arte,
tanto
en
su
factura
como
en
su
exposición.
“La
discusión
ha
pasado
a
ser
un
momento
importante
en
la
constitución
de
un
proyecto”,
asegura
Huyghe,
y
Tiravanija
asocia
su
arte,
entendido
como
“espacio
de
socialización”,
con
el
mercado
popular
o
la
sala
de
baile.“
Hago
arte”,
dice
Gordon,
“para
poder
ir
al
bar
y
comentarlo”.
Aparentemente,
si
uno
de
los
modelos
de
la
vieja
vanguardia
era
el
Partido
a
lo
Lenin,
hoy
por
hoy,
su
equivalente
es
la
fiesta
a
lo
Lennon.
En
tiempos
de
megamuestras,
el
papel
del
artista
suele
duplicarse
en
el
de
curador.
“Soy
director
de
equipo,
entrenador,
productor,
organizador,
representante,
porrista,
anfitrión
de
la
fiesta,
capitán
del
barco”,
dice
Orozco,
“en
síntesis,
soy
un
activista,
un
reactivo,
un
incubador”.
El
ascenso
del
artista-‐curador
se
complementa
con
el
del
curador-‐artista:
los
“maestros”
de
grandes
muestras
han
ganado
prominencia
durante
la
última
década.
Ambos
grupos
comparten
a
menudo
modelos
de
trabajo
y
caracterizaciones
descriptivas.
Hace
algunos
años,
Tiravanija,
Orozco
y
otros
artistas,
por
ejemplo,
empezaron
a
hablar
de
sus
proyectos
en
términos
de
“plataformas”,
“estaciones”,
“espacios
que
reúnen
y
luego
dispersan”,
para
subrayar
la
naturaleza
casual
de
las
comunidades
que
intentaban
crear.
También
la
Documenta
11,
curada
por
un
equipo
internacional
dirigido
por
Okwui
Enwezor,
se
concibió
en
base
a
“plataformas”
de
discusión,
dispersas
en
el
mundo,
sobre
temas
tales
como
“La
democracia
no
realizada”,
“Los
procesos
de
la
verdad
y
la
reconciliación”,
“Criollismo
y
criollización”
y
“Cuatro
ciudades
africanas”;
la
muestra
realizada
en
Kassel,
Alemania,
fue
apenas
la
“plataforma”
final.
En
la
Bienal
de
Venecia
de
2003,
curada
por
otro
grupo
internacional
encabezado
por
Francesco
Bonami,
las
secciones
“Estación
utopía”
y
“Zona
de
urgencia”
ejemplificaban
bien
la
discursividad
informal
de
gran
parte
del
arte
y
las
prácticas
curatoriales
de
hoy.
Como
los
términos
“quiosco”,
“plataforma”
y
“estación”,
esas
denominaciones
recuerdan
la
ambición
modernista
de
modernizar
la
cultura
en
sintonía
con
la
sociedad
industrial
(El
Lissitzky
llamaba
a
sus
diseños
constructivistas
“estaciones
de
paso
entre
el
arte
y
la
arquitectura”).
Pero
hoy
esta
terminología
evoca
la
red
electrónica,
y
muchos
artistas
y
curadores
abrazan
la
retórica
de
la
“interactividad”
de
Internet,
aun
cuando
los
medios
utilizados
para
ese
fin
son
por
lo
general
más
directos
y
presenciales
que
cualquier
chat
room
de
la
Web.
La
forma
misma
de
los
libros
de
Bourriaud
(Estética
relacional
y
Post
producción)
o
la
de
Entrevistas:Volumen
1
de
Hans
Ulrich
Obrist,
el
curador
principal
del
Museo
de
Arte
Moderno
de
la
Ciudad
de
París,
es
tan
elocuente
como
los
contenidos.
Los
textos
de
Bourriaud
son
una
suerte
de
esbozos
–breves
glosas
de
proyectos
que
usan
técnicas
de
“post
producción”
y
buscan
efectos
“relacionales”–,
mientras
que
el
tomo
de
Obrist
es
difuso,
casi
mil
páginas
de
conversaciones
(¡sólo
en
el
primer
volumen!)
con
figuras
tales
como
Jean
Rouch
o
J.
G.
Ballard
junto
a
los
artistas
en
cuestión.
(Ballard
dispara
una
aguda
observación:
“La
prueba
psicológica
es
la
única
función
de
las
muestras
de
hoy”,
asegura
pensando
en
los
Young
British
Artists,“y
los
elementos
estéticos
se
han
reducido
prácticamente
a
cero”.
El
comentario
quiere
ser
un
elogio.)
Si
el
artista
conceptual
Douglas
Huebler
propuso
alguna
vez
fotografiar
a
todos
los
habitantes
del
mundo,
el
peripatético
Obrist
parece
querer
conversar
con
todos
(muchas
de
sus
entrevistas
se
hacen
a
bordo
de
un
avión).
Como
gran
parte
del
arte
que
se
discute
en
el
libro,
el
resultado
oscila
entre
el
trabajo
interdisciplinario
ejemplar
y
la
confusión
babélica
de
lenguas.
Junto
con
el
énfasis
en
la
discursividad
y
la
sociabilidad,
hay
una
preocupación
por
la
ética
y
por
lo
cotidiano:
el
arte
es
“un
camino
para
explorar
otras
posibilidades
de
intercambio”
(Huyghe),
un
modelo
del
“buen
vivir”
(Tiravanija),
un
modo
de
estar
“juntos
en
el
día
a
día”
(Orozco).
“Por
lo
tanto”,
declara
Bourriaud,“el
grupo
se
opone
a
la
masa,
la
vecindad
a
la
propaganda,
el
low
tech
al
high
tech
y
lo
táctil
a
lo
visual.
Y
sobre
todo,
la
vida
cotidiana
resulta
un
terreno
mucho
más
fértil
que
la
cultura
pop”.
Sin
duda,
la
“estética
relacional”
abre
estas
posibilidades,
pero
presenta
también
algunos
aspectos
problemáticos.
A
veces,
el
arte
relacional
se
propone
como
arte
político
a
partir
de
una
analogía
endeble
entre
la
obra
abierta
y
la
sociedad
inclusiva,
como
si
la
mera
incongruencia
de
la
forma
implicara
la
comunidad
democrática,
o
como
si
la
instalación
no
jerárquica
presagiara
un
mundo
igualitario.
Hirschhorn
considera
que
sus
proyectos
son
“espacios
de
construcción
perpetua”,
mientras
que
Tiravanija
rechaza
“la
necesidad
de
fijar
el
momento
en
que
todo
se
completa”.
Pero
algo
que
el
arte
todavía
puede
hacer,
sin
duda,
es
tomar
posición,
y
puede
hacerlo
en
una
instancia
concreta
que
reúna
estética,
conocimiento
y
crítica.
El
arte
puede
contestar
el
carácter
informe
de
la
sociedad
en
lugar
de
celebrarlo,
reconfigurándolo
en
una
forma
que
mueva
a
la
reflexión
y
la
resistencia
(un
intento
claro
de
muchos
pintores
modernistas).
Estos
artistas
suelen
citar
a
los
situacionistas
pero,
como
ha
señalado
T.
J.
Clark,
los
situacionistas
valoraban
la
intervención
precisa
y
la
organización
rigurosa
por
sobre
todas
las
cosas.
“La
pregunta”,
argumenta
Huyghe,
“no
es
‘¿Qué?’,
sino
más
bien
‘¿A
quién?’
Lo
que
cuenta
es
el
destinatario”.
También
Bourriaud
considera
el
arte
en
términos
de
“un
conjunto
de
unidades
a
ser
reactivadas
por
el
espectador
manipulador”.
Se
trata,
en
más
de
un
sentido,
de
otra
herencia
de
la
provocación
duchampiana
pero
¿en
qué
momento
esa
“reactivación”
se
vuelve
una
carga
demasiado
pesada
para
el
espectador,
y
la
prueba
demasiado
ambigua?
Como
en
muchos
intentos
previos
de
implicar
directamente
al
espectador
(cierta
pintura
abstracta,
cierto
arte
conceptual),
existe
el
riesgo
de
que
la
obra
se
vuelva
ilegible,
reconvirtiendo
al
artista
en
la
figura
principal
y
el
exégeta
privilegiado
de
la
obra.
En
muchos
casos,“la
muerte
del
autor”
no
ha
derivado
en
“el
nacimiento
del
lector”,
como
quería
Barthes,
sino
en
el
desconcierto
del
espectador.
Pero
además,
¿qué
arte,
desde
el
Renacimiento
por
lo
menos,
no
ha
implicado
la
discursividad
y
la
sociabilidad?
Hay
una
diferencia
de
grados,
es
cierto,
pero
el
énfasis,
¿no
será
redundante?
Se
corre
incluso
el
riesgo
de
caer
en
un
extraño
formalismo
de
la
discursividad
y
la
sociabilidad,
promovidas
como
fines
en
sí
mismas.
También
la
colaboración
parece
por
momentos
un
bien
en
sí.
“La
colaboración
es
la
respuesta”,
observa
Obrist
en
algún
momento,
“pero
¿cuál
es
la
pregunta?”
En
el
pasado
reciente,
los
colectivos
de
arte
nucleados
en
torno
al
activismo
contra
el
sida,
por
ejemplo,
eran
proyectos
políticos;
hoy,
en
cambio,
el
solo
hecho
de
reunirse
parece
a
veces
suficiente.
Una
versión
artística,
quizás,
de
las
“multitudes
súbitas”,
de
la
“gente
que
se
encuentra
con
gente”,
en
términos
de
Tiravanija,
como
fin
en
sí
mismo.
Es
aquí
donde
coincido
con
Sartre
en
un
mal
día:
al
menos
en
las
galerías
y
en
los
museos,
el
infierno
está
en
los
otros.
Puede
que
la
discursividad
y
la
sociabilidad
estén
en
primer
plano
en
el
arte
de
hoy
porque
escasean
en
otra
parte.
Lo
mismo
podría
decirse
de
la
ética
y
de
la
vida
cotidiana;
basta
pensar
en
la
voracidad
de
nuestros
políticos
y
en
el
vértigo
diario.
Ni
siquiera
puede
darse
por
sentado
que
existe
un
público
de
arte
sino
que
hay
que
convocarlo
cada
vez,
y
quizás
sea
esa
la
razón
por
la
cual
las
muestras
contemporáneas
se
presentan
a
menudo
como
una
forma
paliativa
de
la
socialización:
vengan
y
jueguen,
conversen,
aprendan
conmigo.
Si
la
participación
parece
amenazada
en
otras
esferas,
privilegiarla
en
el
arte
puede
ser
una
práctica
compensatoria,
un
pálido
sustituto
temporario.
Es
lo
que
parece
sugerir
Bourriaud:
“A
través
de
pequeños
servicios
prestados,
los
artistas
rellenan
las
grietas
del
tejido
social”.
Solo
en
sus
momentos
más
sombríos,
se
permite
una
nota
crítica:
“A
la
sociedad
del
espectáculo,
por
lo
tanto,
le
sigue
la
sociedad
de
los
extras,
en
la
que
cada
uno
alienta
la
ilusión
de
una
democracia
interactiva
en
los
canales
más
o
menos
truncos
de
la
comunicación”.
La
mayoría
de
estos
artistas
y
curadores
ve
la
discursividad
y
la
sociabilidad
color
de
rosa.
Como
sugiere
la
crítica
Claire
Bishop,
tienden
a
olvidar
la
contradicción
en
el
diálogo
y
el
conflicto
en
la
democracia,
y
la
versión
del
sujeto
que
manejan
carece
de
inconsciente
(incluso
el
don
de
Mauss
está
cargado
de
ambivalencia).
Por
momentos
todo
parece
ser
interactividad
feliz:
entre
los
“objetos
estéticos”
Bourriaud
incluye
“encuentros,
reuniones,
eventos,
varios
tipos
de
colaboraciones
entre
las
personas,
juegos,
festivales
y
lugares
de
convivencia;
en
síntesis,
todo
tipo
de
encuentro
e
invención
relacional”.
Muchos
lectores
encontrarán
en
la
“estética
relacional”
un
último
y
verdadero
fin
del
arte
para
celebrar
o
lamentar.
Otros
encontrarán
una
forma
de
estetizar
los
procedimientos
más
benignos
de
nuestra
economía
de
servicios
(“invitaciones,
sesiones
de
casting,
encuentros,
áreas
de
convivencia
amigables
con
el
usuario,
citas”).
Cabe
todavía
una
última
sospecha:
con
toda
su
discursividad,
la
“estética
relacional”
puede
entenderse
como
parte
de
un
movimiento
general
en
pos
de
una
cultura
“postcrítica”:
un
arte,
una
arquitectura,
un
cine
y
una
literatura
“después
de
la
teoría”.
Traducción:
Graciela
Speranza
Lecturas.
“Arte
festivo”
(“Artsy
Party”)
fue
publicado
en
el
London
Review
of
Books
vol.
25,
número
23,
en
diciembre
de
2003,
como
comentario
crítico
de
las
ediciones
en
inglés
de
Relational
Aesthetics
de
Nicolas
Bourriaud
(París,
Les
presses
du
réel,
2002),
Post
producción,
del
mismo
autor
(edición
en
español
de
Adriana
Hidalgo,
Buenos
Aires,
2004)
e
Interviews.
Volume
I
de
Hans
Ulrich
Obrist
(Milán,
Charta,
2003).
Se
publica
en
Otra
parte
con
autorización
del
autor.
Hal
Foster
es
Townsend
Martin
Professor
de
Arte
en
Princeton,
Estados
Unidos.
Entre
sus
últimos
libros
se
incluyen
The
Anti-‐Aesthetic.
Essays
on
Postmodern
Culture
(Bay
Press,
1983),
Design
and
Crime
(and
Other
Diatribes)
(Verso,
2002)
y
Prosthetic
Gods
(mit
Press,
2004),
todos
inéditos
en
español.