Espartaco - Arthur Koestler

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Los hechos reseñados por la historia como la Guerra de los Esclavos o la

Guerra de los Gladiadores sucedieron entre los años 73 y 71 antes de Cristo.


A pesar de la escasa relevancia que los cronistas romanos concedieron a
este episodio de su historia, la rebelión de los gladiadores y esclavos
liderada por Espartaco es uno de los más sorprendentes sucesos de la
Roma republicana.
Resulta insólito que un grupo de apenas setenta gladiadores se convirtiera
en un auténtico ejército, y consiguiera imponerse durante dos años a las
poderosas legiones enviadas a destruirlo. Pero lo cierto es que Espartaco no
sólo consiguió alterar los cimientos sobre los que se basaba el poder de
Roma, sino que dio al pueblo desheredado unos ideales en los que creer.

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Arthur Koestler

Espartaco
La rebelión de los gladiadores

ePub r1.0
Titivillus 27.03.15

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Título original: The Gladiators
Arthur Koestler, 1940
Traducción: María Eugenia Ciocchini

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Cuando traspusimos la puerta, me bajé el sombrero hasta cubrirme los ojos
y lloré sin que nadie me viera.
SILVIO PELLICO

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PRÓLOGO

Los delfines

Todavía es de noche y aún no han cantado los gallos. Sin embargo, Apronius,
primer escriba del Tribunal del Mercado, sabe que los escribas deben madrugar más
que los gallos. Deja escapar un gruñido y rastrea el suelo de madera con los dedos de
los pies, buscando las sandalias. Una vez más, sus sandalias están al revés, con la
punta hacia la cama; la primera ofensa del joven día, ¿cuántas más le esperarán?
Camina pesadamente hacia la ventana, mira hacia el patio de abajo, un profundo
pozo rodeado de cinco plantas. Una mujer huesuda trepa por la salida de incendios; es
Pomponia, su ama de llaves y única esclava, que le trae el desayuno y un cubo de
agua caliente. Tiene que admitir que al menos es puntual; puntual, vieja huesuda.
El agua está templada y el desayuno asqueroso: segunda ofensa del día. Pero
entonces los delfines nadan en su mente y la anticipación del espléndido clímax del
día dibuja una sonrisa en su rostro. Pomponia parlotea y refunfuña mientras se pasea
por la habitación, cepillando la ropa o acomodando los complicados pliegues de su
atuendo de escriba. Apronius desciende por la escalera de incendios con patética
dignidad, y toma la precaución de levantarse la túnica para que no roce los peldaños,
consciente de que Pomponia lo observa, escoba en mano, desde la ventana.
Amanece. Todavía con la túnica alzada, Apronius camina pegado a los muros la
casa, pues una incesante procesión de carruajes tirados por bueyes o caballo transita
por la estrecha callejuela entre rugidos y voces de mando: Está Estrictamente
Prohibido el Tránsito de Vehículos por las Calles de Capua Durante el Día.
Un grupo de trabajadores avanza hacia él por la callejuela que separa los puesto
de perfume y ungüentos de los del pescado. Son esclavos municipales, rufianes de
mirada dura y rostros sin afeitar. Acobardado, se aprieta aún más contra los portales
de las casas, se arropa con la capa, murmura palabras de desprecio. Los esclavos
pasan a su lado y dos de ellos lo empujan de forma involuntaria aunque impertinente
El escriba tiembla de ira, pero no se atreve a decir nada pues aquellos hombres son
libertos —gracias a la reciente y maldita relajación de costumbres— y los capataces
los siguen a escasos pasos de distancia.
Por fin han pasado todos y Apronius puede continuar su camino; pero ya le han
estropeado el día. Los tiempos se vuelven cada vez más amenazadores. Apenas ha

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pasado cinco años desde la muerte del gran dictador Sila y el mundo ya está
descarriado. Sila, ése sí que era un hombre, sabía cómo mantener el orden, cómo
somete al populacho con su puño de hierro. Le había precedido un siglo entero de
inestabilidad revolucionaria: los Gracos con sus demenciales planes de reforma, las
espantosas rebeliones de esclavos en Sicilia, la amenaza de la multitud desenfrenada
cuando Mario y Cinna armaron a los esclavos de Roma y los empujaron a luchar
contra el gobierno de la facción aristócrata. Se tambalearon los cimientos de la
civilización mundial: los esclavos, esa gentuza hedionda y brutal, amenazaban con
tomar el poder y convertirse en los señores del mañana. Pero entonces llegó Sila, el
salvador, y cogió las riendas en sus manos. Acalló a los tribunales populares, decapitó
a los revolucionarios más importantes y obligó a los cabecillas de la facción popular a
exiliarse en España. Abolió la distribución gratuita de cereales, premió a holgazanes
y patanes, y otorgó al pueblo una nueva y severa constitución que debería haber
durado miles de años, hasta el final de los tiempos. Pero por desgracia los piojos
invadieron al gran Sila y lo devoraron; eso que llaman pitiriasis.
Sólo han pasado cinco años, y sin embargo ¡qué lejanos parecen aquellos días
felices! Otra vez el mundo está amenazado y conmocionado, otra vez hay cereal
gratis para holgazanes y gandules, mientras tribunales populares y demagogos
pronuncian una vez más sus espeluznantes arengas. Privada de un líder, la nobleza
transige, vacila, y el populacho vuelve a alzar la cabeza.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, siente que su día está
inevitablemente malogrado, pues ni siquiera consigue alegrarse pensando en los
delfines, el punto culminante de la jornada. Entonces un tablón de anuncios llama su
atención; los calígrafos están ocupados llenándolo con un nuevo cartel. Es un anuncio
ostentoso y está casi terminado: en la parte superior, hay un sol rojo con rayos que se
extienden en todas las direcciones. Debajo, el director Léntulo Batuatus, propietario
de la mejor escuela de gladiadores, se complace en invitar al distinguido público de
Capua a su gran actuación. El festival se llevará a cabo dentro de dos días, sean
cuales fueren las condiciones climáticas, pues el director Batuatus no repara en gastos
y cubrirá la arena con toldos especialmente diseñados para proteger al honorable
público de la lluvia y, desde luego, también del sol. Además, durante los intervalos se
rociará el auditorio con perfume.
«Estremeceos y daos prisa, amantes de los juegos festivos, estimados ciudadanos
de Capua; vosotros que habéis sido testigos de las hazañas de Pacideianus, vencedor
de ciento seis combates, vosotros que habéis admirado al invencible Carpophorus, no
os perdáis esta singular oportunidad de ver pelear y morir a los famosos luchadores
de la escuela de Léntulo Batuatus…».
Sigue una larga lista de los grupos participantes, donde el número principal es la
lucha entre el gladiador galo Crixus y Espartaco, el tracio portador de un aro. El
cartel anuncia además que ciento cincuenta novatos combatirán ad gladium, o sea
hombre contra hombre y otros ciento cincuenta ad bestiarium, contra bestias. Durante

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el intervalo del mediodía, mientras desinfectan la arena, se enfrentarán en duelos
burlescos enanos, tullidos, mujeres y payasos. Las entradas, cuyos precios oscilan
entre dos ases y cincuenta sestercios, podrán reservarse con antelación en la
panadería de Tito, en los baños al aire libre de Hermios o en la entrada del templo de
Minerva, donde las venden agentes autorizados.
Quinto Apronius refunfuña. Hace tiempo que en Roma los políticos ambiciosos
ofrecen juegos gratuitos como artimañas electoralistas. Sin embargo, en Capua, esta
atrasada ciudad de provincias, todo el mundo debe pagar a cambio de un poco de
diversión. Apronius decide pedir una entrada gratis al director Léntulo Batuatus, a
quien conoce de vista. El director de los juegos, uno de los ciudadanos más
distinguidos de Capua, es también un asiduo parroquiano de la Sala de los Delfines,
con quien ha intentado trabar conocimiento en varias ocasiones.
Apronius sigue su camino, algo más animado por la decisión que acaba de tomar,
y unos minutos después llega a su destino: la sala del templo de Minerva, donde se
celebra una sesión del Tribunal Municipal del Mercado.
Con la salida del sol, aparecen sus colegas; en primer lugar los somnolientos
escribas menores con su digno malhumor. Ya están allí las partes en litigio,
pescadores que se disputan un puesto en el mercado, pero se les ordena que aguarden
fuera hasta que los llame el bedel. Los oficiales se mueven por la sala con languidez,
acomodando bancos u ordenando documentos sobre la mesa del presidente. Quinto
Apronius goza de cierto respeto entre sus colegas, en parte por sus diecisiete años de
servicio y en parte por su posición de secretario honorario de una Cofradía de
Sociabilidad y Club Funerario.
En este mismo momento intenta asociar a un colega más joven a su club, los
«Adoradores de Diana y Antinoo», y le explica las normas de la asociación con
benevolente condescendencia. Los nuevos miembros deben pagar una cuota de
ingreso de cien sestercios, la suscripción anual es de quince sestercios y puede
abonarse en mensualidades de cinco ases. El fondo del club, por su parte, paga
trescientos sestercios para la cremación de cada miembro fallecido, excluidos los
suicidios. Se deducen cincuenta sestercios para el séquito del funeral, que se reparten
entre sus miembros a la llegada a la pira.
Aquel que inicie una disputa en cualquiera de las tertulias, deberá pagar una
multa de cuatro sestercios; si se trata de una pelea, la pena aumenta a doce sestercios,
y ascenderá a veinte en caso de insultos al director. Cuatro miembros reelegidos
anualmente se ocupan de organizar los banquetes, proporcionar mantas y cojines para
los sofás, agua caliente y vajilla, así como cuatro ánforas de buen vino, una hogaza de
pan y cuatro sardinas por socio, al precio de dos ases. Quinto Apronius ha ofrecido
una disertación acalorada, pero su colega, en lugar de mostrarse honrado por la
propuesta, se limita a responder que lo pensará. Decepcionado y malhumorado,
Apronius vuelve la espalda al irreverente joven.
Van llegando nuevos funcionarios, cada vez de mayor poder y rangos superiores,

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hasta que hace su entrada el consejero municipal que actuará como juez. Se despide
de su séquito con un ademán digno y hace un gesto condescendiente a Apronius, que
se apresura a acercarle una silla y ordenar sus documentos. Adversarios y público se
precipitan en la sala, comienza la sesión y con ella el trabajo, la profesión y la afición
de Apronius: escribir. Su acongojado rostro se ilumina mientras traza con tierno
placer una palabra tras otra sobre el pergamino virgen. Nadie escribe con semejante
elegancia, nadie toma actas con tanta eficacia como Apronius, que tras diecisiete años
de servicio ha ganado la muda confianza de sus superiores. Los adversarios se
acaloran, los letrados charlan, se escucha a los testigos e interroga a los expertos, los
documentos se apilan y se leen leyes y leyezuelas; pero todo esto no es más que una
excusa para que Apronius practique el arte de la redacción de actas. Él es el
verdadero héroe de esta escena, los demás son simple gentuza. Cuando el sol llega a
su cenit y el bedel anuncia el fin de la sesión, Apronius ya ha olvidado las causas del
litigio, pero la inusualmente perfecta floritura que cierra y embellece el acta del
discurso del defensor aún flota bajo sus párpados.
Ordena meticulosamente actas y documentos, saluda al consejero con respeto y a
sus colegas con cortesía y se retira del escenario de sus actividades oficiales alisando
los pliegues de su toga contra sus caderas. Luego se dirige a la taberna de Los Lobos
Gemelos en el barrio de Oscia, donde tiene reservada una mesa para los adoradores
de Diana y Antinoo. Durante los últimos siete años, desde el día de su nombramiento
como primer escriba del Tribunal del Mercado, ha almorzado siempre allí. Como
Apronius sufre molestias gástricas, el mismo propietario le prepara una comida
especial según una dieta establecida, aunque no le cobra ningún gasto extra por ello.
Una vez que ha acabado de comer, Apronius supervisa el lavado de su copa
particular, sacude las migas de su túnica y se aleja de la taberna de Los Lobos
Gemelos en dirección a los Nuevos Baños de Vapor.
También aquí, el dependiente recibe con deferencia al cliente habitual, le entrega
la llave de su taquilla privada y acepta con una sonrisa indulgente la propina de dos
ases. Como de costumbre, la espaciosa sala de mármol rezuma actividad, varios
grupos de personas holgazanean mientras intercambian cotilleos, noticias y
cumplidos; oradores públicos, ambiciosos poetas y otros oportunistas arengan bajo el
refugio de techo arqueado, interrumpidos por su público con insultos, aplausos o
risas. A Apronius le complace ejercitar el intelecto antes de abandonarse a los
innumerables placeres físicos de los baños. Se une a un grupo, luego a otro: capta con
una oreja un comentario contra el aborto y el descenso de la natalidad, vuelve la
espalda indignado a un segundo orador que está acabando un relato obsceno y por fin
se levanta la túnica para dirigirse a un tercer grupo. En el centro hay un gordo
comisionista y agente inmobiliario que dirige un pequeño y dudoso banco en algún
lugar del barrio de Oscia e intenta ganar clientes alabando las acciones de una nueva
refinería de resina en Brucio. Urge a los oyentes a comprar por puro altruismo; la
resina es una buena propuesta, la resina tiene futuro. Apronius hace una mueca de

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disgusto, murmura palabras de desprecio y se aleja de allí.
Como era de esperar, la mayor parte del público, casi una asamblea, se ha
congregado una vez más alrededor del socarrón letrado y escritor Fluyo, el peligroso
agitador. Apronius ha oído muchos cotilleos sobre este hombrecillo de aspecto
insignificante con la coronilla calva e irregular. Dicen que tenía influencia en la
facción demócrata, hasta que lo suspendieron por sus evidentes tendencias radicales.
Desde entonces, vive en alguna miserable buhardilla de Capua, incitando a la
gente a rebelarse contra el orden establecido por Sila. El pequeño letrado habla con
sequedad y complacencia, como si citara un libro de cocina, pero los imbéciles que lo
rodean lo escuchan absortos. Lleno de resentimiento, alzando su túnica plisada,
Apronius se apiña entre los oyentes; no por curiosidad, sino porque está convencido
de que la ira antes del baño es buena para la digestión.

—La república de Roma está maldita —declara el letrado con la ampulosidad de


que suelen hacer gala los eruditos para presentar los hechos más simples.
En otro tiempo Roma era un Estado agrícola, ahora tanto el Estado como los
campesinos han sido desangrados. En el ínterin, el mundo se expandió, se importó
cereal barato de otras tierras y los granjeros se vieron obligados a vender sus tierras y
vivir de la caridad. Los artesanos se morían de hambre y los trabajadores se
convertían en mendigos. Roma estaba atestada de trigo y éste se pudría en los
graneros, pero no había pan para los pobres. Roma estaba llena de mano de obra, pero
nadie la quería y las manos trabajadoras se abrían para mendigar o se cerraban en
puños para pelear. El plan de distribución era un fracaso, el sistema económico de
Roma no se había adaptado a la expansión del mundo y se anquilosaba de forma
gradual.
Durante el último siglo, todos los hombres sensatos habían sido conscientes de la
necesidad de un cambio radical. Sin embargo, si aquella idea se aireaba, resultaba
aniquilada de inmediato junto con su progenitor.
—Vivimos en un siglo de revoluciones abortadas —afirma Fulvio mientras
acaricia con seriedad su surcada calva.
El escriba Apronius ya ha oído bastante. Aquel individuo ha llegado demasiado
lejos. Es evidente que este tipo de discursos socava los cimientos de la sociedad. Por
fin, temblando de ira y disimulando la secreta satisfacción de saber que la furia ha
acusado el efecto esperado, Quinto Apronius entra en los baños y se dirige a la
primera parada del paraíso: la Sala de los Delfines.
Es una sala luminosa, agradable y discreta a la vez. Sobre las paredes de mármol
se alinean rudimentarios sillones del mismo material, cuyos posabrazos representan
delfines tallados con maestría. Son los asientos donde vecinos de circunspecta
oratoria intercambian su sencilla sabiduría, donde los pensamientos vuelan mientras
se alivian los intestinos, pues la Sala de los Delfines ha sido creada para la
combinación armoniosa de ambas funciones.

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El disgusto del escriba Quinto Apronius se trueca en alegría y su dicha se
multiplica ante la visión de un famoso y rollizo personaje entronado entre dos
delfines:
Léntulo Batuatus, propietario de la escuela de gladiadores, a quien Apronius
pensaba pedir una entrada gratis. Acaba de desocuparse el asiento de mármol
contiguo al de Batuatus, de modo que Apronius levanta con ceremonia los pliegues
de su túnica, se sienta con un gruñido de felicidad y acaricia tiernamente las cabezas
de los delfines con ambas manos.
La ira despertada por aquel revolucionario ha resultado de lo más efectiva.
Apronius paga su tributo a los delfines con devota emoción, mientras mira de
reojo a su vecino. Sin embargo, el rostro del director está ceñudo y sus esfuerzos
físicos no parecen obtener recompensa. Apronius se reconcilia consigo mismo,
suspira compasivamente y comenta que después de todo no hay nada tan importante
en la vida como una buena digestión. Añade que desde hace tiempo madura la teoría
de que el descontento de los rebeldes y el fanatismo revolucionario son causados por
las malas digestiones o, para ser más exactos, por el estreñimiento crónico y que
incluso ha estado pensando en analizar este tema en un panfleto filosófico que confiá
escribir en cuanto disponga de un poco de tiempo.
El empresario lo mira con indiferencia, lo saluda con un gesto y responde con
amargura que es bastante posible.
—No sólo posible, es un hecho probado —dice Apronius con vehemencia.
Y pasa a explicar varios incidentes históricos a la luz de su teoría, incidentes cuya
importancia ha sido exagerada de forma desproporcionada por filósofos sediciosos.
Pero pese a su fervor no logra obtener la complicidad de su vecino. En lo que a él
respecta —gruñe el director—, siempre ha alimentado a sus hombres decentemente y
ha empleado a los mejores médicos para vigilar su estado físico y su dieta. Sin
embargo, aquellos desgraciados han pagado sus caros desvelos con la más ruin
ingratitud.
Apronius pregunta con tono compasivo si Léntulo tiene problemas con su
negocio, mientras ve esfumarse tristemente la esperanza de una entrada gratis.
El empresario responde que así es, que no tiene sentido mantener el secreto por
más tiempo: setenta de sus gladiadores han escapado la noche anterior, y a pesar de
todos sus esfuerzos, la policía no ha encontrado el menor rastro de ellos.
Y una vez que ha comenzado, aquel hombre corpulento de inmaculada reputación
comercial se desahoga y se explaya en un largo lamento sobre la mala situación de la
época y la aún peor situación de los negocios.
El escriba Apronius lo escucha con reverencia, el torso inclinado hacia adelante
en actitud de profundo interés y los pliegues de su túnica recogidos con dedos
melindrosos. Sabe que Léntulo, además de merecer el reconocimiento público por sus
prósperos negocios, también ha hecho una notable carrera política. Llegó a Capua
apenas dos años antes y fundó la escuela de gladiadores que ya ha obtenido una

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excelente reputación. Sus conexiones comerciales se extienden como una red a lo
largo de toda Italia y las provincias; sus agentes compran la materia prima humana en
el mercado de esclavos de Delos y después de un año de minucioso entrenamiento la
venden a España, Sicilia y las cortes asiáticas transformada en modélicos gladiadores.
Léntulo debe su éxito sobre todo a su integridad comercial. Su establecimiento
emplea solo entrenadores famosos y especialistas médicos supervisan la dieta y el
ejercicio de los alumnos, pero por encima de todo ha logrado grabar en sus hombres
una regla de oro: que una vez vencidos, deben hacer un buen papel hasta ser
aniquilados y no disgustar al público con ningún tipo de alharaca.
—Cualquiera puede vivir, pero morir es un arte que requiere aprendizaje —solía
repetir a sus gladiadores.
Gracias a aquel atributo, a aquella exquisita disciplina mortuoria, contratar a los
gladiadores de Léntulo solía costar un cincuenta por ciento más que a los de las
demás escuelas.
Y sin embargo, incluso Léntulo ha sido afectado por estos malos tiempos.
Halagado y conmovido, el escriba escucha las quejas de este gran hombre:
—Como ves, buen hombre —explica Léntulo—, casi todos los contratistas de
juegos están pasando una crisis y el público es el único culpable. Ya nadie aprecia a
los luchadores experimentados e instruidos ni piensa en los problemas y los gastos
que supone su preparación. La cantidad reemplaza la calidad, y la gente exige que
cada representación acabe con una de esas desagradables masacres en que las bestias
devoran a los hombres o cosas por el estilo. ¿Tienes idea de lo que eso significa para
los negocios? Simplemente esto: en el clásico duelo ad gladium, o sea hombre contra
hombre, los gastos son de uno entre dos, lo que significa que se reducen a un
cincuenta por ciento. Añade a eso un margen del diez por ciento para heridos
mortales y llegamos a una inversión en materia prima de un sesenta por ciento por
espectáculo. Éste es el cómputo tradicional de nuestros balances.
»Sin embargo, ahora la gente exige espectáculo con animales. Insisten en que son
pintorescos, y por supuesto no piensan en que exponer a mis gladiadores ad
bestiarium eleva los gastos a un ochenta o noventa por ciento. Hace apenas unos días,
el tutor de mi hijo, un matemático eminente, calculó que las posibilidades de que el
más capaz de los gladiadores permanezca tres años en servicio activo es de una en
veinticinco. Como es lógico, esto significa que el contratista debe recuperar lo que ha
gastado en el entrenamiento de un hombre en un promedio de una función y media o
dos.
»Por supuesto vosotros, el público, los espectadores, consideráis que la arena es
una mina de oro —añade Léntulo con una sonrisa amarga—, pero te sorprenderá
saber que este tipo de empresa, conducida con responsabilidad, deja un beneficio
anual de un diez por ciento como máximo. A veces me pregunto por qué no invierto
mi dinero en tierras o por qué no me dedico profesionalmente a las tareas agrícolas.
Después de todo, hasta un miserable campo deja un beneficio anual del seis por

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ciento…
La esperanza de Apronius de conseguir una entrada gratuita ya está muerta y
enterrada, y encima parecen esperar de él algún comentario de consuelo.
—Bueno, estoy seguro de que lograrás sobreponerte a esa pérdida de cincuenta
hombres —dice con tono alentador.
—Setenta —corrige el director, disgustado—, y setenta de los mejores. Uno de
ellos es Crixus, mi entrenador galo, a quien sin duda habrás visto en acción: un
hombre corpulento, de aspecto sombrío con una cabeza de foca y movimientos lentos
y peligrosos. Una terrible pérdida. Y también está Castus, un individuo pequeño, ágil,
maligno y feroz como un chacal. Además de otras figuras eminentes: Ursus, un
verdadero gigante; Espartaco, un sujeto tranquilo y agradable que siempre lleva una
bonita piel sobre los hombros; Enomao, un novato prometedor y muchos más.
Material de primera, te lo aseguro, y también gente muy educada. —La voz del
empresario cobra un deje absolutamente patético mientras recita la lista de valores
perdidos—. Ahora tendré que rebajar las entradas un cincuenta por ciento, y ya tengo
varios centenares de entradas distribuidas entre fanáticos abonados y simples
gorrones.

Apronius traga saliva y se apresura a desviar el tema hacia un terreno más


filosófico. Comenta que a esos gladiadores debe resultarles difícil vivir de
espectáculo en espectáculo, siempre amenazados por la sombra de la muerte. Él,
Quinto Apronius, no puede imaginarse a sí mismo en la situación de aquellas
criaturas.
Léntulo sonríe, pues está acostumbrado a escuchar ese comentario de boca de
profanos.
—Uno se acostumbra —dice—. Tú, como buen funcionario, no tienes idea de la
rapidez con que la gente se adapta a las condiciones más extraordinarias. Es como la
guerra y, después de todo, la muerte puede sorprendernos cualquier día. Además, la
gente que cuenta con la seguridad de un techo firme sobre sus cabezas y buena
comida está mucho mejor que yo, con tanta responsabilidad sobre los hombros, un
montón de preocupaciones cotidianas y problemas comerciales. Créeme, a veces
envidio a mis alumnos. —Apronius admite con pequeños gestos de asentimiento que
la vida de los alumnos parece tener sus ventajas—. Pero ya ves, el hombre nunca está
satisfecho; forma parte de la naturaleza humana —continúa el empresario con
pesimismo.
Añade que poco antes de una función suele despertarse cierta inquietud entre sus
hombres y que entonces se oyen un montón de comentarios estúpidos. La última vez
se rumoreaba que, por exigencias del público, el director haría participar a los
supervivientes de los torneos ad gladium en los ad bestiarium. Como es natural, a los
hombres no les había gustado la idea, se habían producido varias escenas vergonzosas
y por fin, la noche anterior, de forma inexplicable, había sucedido el incidente ya

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mencionado.
A pesar de que él, el propio Léntulo Batuatus, es la persona más afectada, no
puede dejar de comprender hasta cierto punto la indignación de los hombres, pues la
conducta del público le preocupa aún más que su situación comercial. Sirva como
ejemplo la última superstición según la cual la sangre fresca de gladiador cura ciertas
dolencias femeninas. Léntulo se ahorrará a sí mismo y a su distinguido oyente la
descripción de las increíbles escenas que se han vivido en la arena desde que
comenzó a divulgarse este rumor. Estos acontecimientos han hecho tales estragos en
su propia salud, que no puede oír pronunciar la palabra «sangre» sin sentir náuseas, y
su médico le ha recomendado seriamente que visite cuanto antes una institución
hidropática en Baia o Pompeya.
El director suspira y concluye su relato con un gesto resignado que podría
responder tanto a la futilidad de sus esfuerzos físicos como al estado general del
mundo.
Apronius comprende que hoy no conseguirá nada de aquel hombre. Defraudado,
se levanta de su asiento de mármol, alisa los pliegues de su túnica y se despide.
Durante la cena en la taberna de Los Lobos Gemelos permanece hosco y
preocupado e incluso olvida supervisar el lavado de su copa.
Cuando sale hacia su casa, el crepúsculo cubre de sombras la intrincada red de
calles del barrio de Oscia. No consigue borrar de su mente la tristeza por no haber
conseguido una entrada gratuita y mientras trepa por la escalera de incendios hacia su
habitación lo invade una sensación de amargura. ¿Para qué le han servido los
diecisiete años de servicio? No es más que un paria, expulsado del festín de la vida,
ni siquiera las migas caen en su camino. Desnuda su cuerpo enjuto con gestos
mecánicos, alisa los pliegues de su túnica y la apoya con cuidado sobre el
tambaleante trípode; luego apaga la lámpara. Se oyen unas pisadas rítmicas y sordas:
los esclavos municipales vuelven de trabajar. Aún le parece ver la expresión
desdichada y aterida que se dibujaba en sus rostros cuando lo empujaron y se
marcharon sin pedirle perdón.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, escudriña con tristeza
la oscuridad de su habitación. ¿Para esto trabaja uno?, ¿sólo para una larga y
amenazada vida llena de privaciones? ¿Es posible que haya dioses en semejante
mundo?
Apronius no sentía tantos deseos de llorar desde que era niño. Espera en vano que
llegue el sueño, pero teme las pesadillas que traerá consigo, pues no le cabe duda de
que serán horribles.

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LIBRO PRIMERO

LA REBELIÓN

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La posada junto a la vía Apia

La vía Apia se estrechaba hacia el sur, una interminable procesión de mojones,


árboles y bancos. Estaba pavimentada con grandes bloques cuadrangulares de piedra
y regulares setos de cactos se alineaban sobre sus flancos inclinados. Tanto piedras
como plantas estaban cubiertas con una capa de polvo harinoso. Hacía calor y reinaba
un profundo silencio.
La posada de Fanio se alzaba junto al segundo mojón al sur de Capua, y aunque
era la época más activa del año, estaba vacía. Corrían tiempos malos e inseguros, y
sólo viajaban aquellos que no tenían más remedio que hacerlo, pues pandillas de
rufianes ignorantes vagaban por el campo, volviendo arriesgado el tránsito y el
comercio. El camino no había visto pasar ningún cliente potencial desde el mediodía,
a excepción de dos grupos de viajeros aristócratas que se dirigían a Baia y que nunca
hubieran posado sus ojos en la taberna de Fanio.
Fanio estaba detrás del mostrador, escuchando el balance de cuentas de su
contable. La habitación, saturada de humos hediondos, olía a tomillo y cebollas. Dos
camareras maquilladas arrojaban los dados sobre una mesa para decidir cuál de ellas
debía atender al próximo cliente. Los criados masculinos, robustos, de cuello corto y
grueso, aptos para cualquier tarea, estaban ocupados en los establos o disfrutaban de
sus siestas en el patio sombrío bajo nubes de mosquitos.
De repente se oyeron voces bulliciosas en la entrada. Cuando Fanio se levantó
para ver qué ocurría, la puerta se abrió precipitadamente y una multitud ruidosa entró
en el local. Había al menos cincuenta o sesenta personas y el lugar se llenó de
inmediato. Los recién llegados llevaban extraños instrumentos, similares a los que se
usaban en el circo. Casi todos parecían muy animados y reían o proferían gritos
innecesarios. Uno de ellos llevaba la piel de un animal cruzada sobre un hombro, en
lugar de ropas decentes. Permanecieron de pie, con evidente incomodidad, dirigiendo
miradas lascivas a las camareras. Por fin, uno de ellos exigió que les prepararan una
mesa en el patio.
Fanio contempló a aquel grupo de personas y, sin excesiva prisa, ordenó a sus
sirvientes que llevaran bancos y taburetes fuera. Las camareras se humedecieron las
cejas, intercambiaron muecas de disgusto y comenzaron a poner la mesa. Los
huéspedes se sentaron y reinó un silencio expectante. Entre ellos había varias
mujeres.
En la cabecera se sentó un gordo de bigotes caídos y ojos de pez. Llevaba una
cadena plateada al cuello y parecía una foca triste. Las camareras iban y venían
colocando vasos y jarras sobre la mesa, pero el gordo las arrojó al suelo con el brazo.

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—Llevaos esto —dijo—, queremos un barril.
Las jarras de cerámica se estrellaron contra la piedra del suelo y los demás rieron.
Una mujer delgada y morena golpeó la mesa con sus puños pequeños e infantiles.
Fanio se aproximó al gordo con pasos indolentes y sus criados cuellicortos
formaron un muro tras él. Cuando le tocó el brazo, todo el mundo se calló la boca.
Fanio, un individuo regordete, con un solo ojo y hombros corpulentos, miró de arriba
a abajo a cada uno de sus clientes.
—¿De qué arena os habéis escapado? —les preguntó.
El gordo apartó la mano de Fanio de su brazo y respondió:
—El que pregunta demasiado, se expone a escuchar demasiado. Ahora queremos
nuestro barril.
Fanio permaneció inmóvil un momento, mirando a sus huéspedes, que a su vez
miraron a Fanio sin decir nada. El silencio se prolongó unos instantes, hasta que por
fin Fanio guiñó un ojo y sus hombres arrastraron el barril hacia la mesa. Fanio esperó
que lo abrieran y se marchó. Las camareras regresaron para llenar las copas, pero los
comensales ya se habían amontonado en torno al barril y se servían solos. Luego
pidieron la comida. La camareras llevaron varias fuentes y los comensales comieron
y bebieron hasta ponerse de muy buen humor, mientras los criados cuellicortos los
observaban apoyados contra la pared.

Cuando empezó a oscurecer, el gordo llamó al propietario de la taberna. Fanio se


acercó y comprobó que varios comensales dormían sobre las mesas y otros sostenían
a las camareras —que también parecían muy animadas— sobre sus regazos.
El gordinflón, con un aspecto tan melancólico como antes, pidió a Fanio que
preparara habitaciones para todo el grupo. Algunos huéspedes protestaron, gritando
que era necesario seguir adelante; pero el gordo dijo que aquel lugar era tan bueno
como cualquier otro para pasar la noche. Fanio guardó silencio. La delgada joven
morena reconoció que el gordo tenía razón y que podrían poner guardias en las
puertas. El gordo respondió que ya habían discutido bastante y que el posadero debía
preparar las camas y la ropa de cama. Por fin Fanio dijo que no tenía ni camas ni ropa
de cama y les rogó que pagaran y se marcharan.
Los comensales permanecieron en silencio. Un instante después, el hombre de la
piel le dijo a Fanio que no debía temer nada, pues llevaban suficiente dinero para
pagarle. Tenía una cara ancha y bondadosa, cubierta de pecas, y sus extremidades
angulosas, junto a su forma de sentarse —con los poderosos codos apoyados sobre
las rodillas— le daban el aspecto de un leñador de las montañas. Fanio lo miró, el
hombre de la piel le devolvió la mirada y Fanio giró la cara. Uno de los comensales,
un hombre pequeño y delgado, soltó una carcajada desagradable y arrojó al
propietario una bolsa de monedas. Fanio la recogió, pero insistió en que debían
retirarse.
Los comensales guardaron silencio. Fanio esperó unos instantes, hizo un guiño y

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los cuellicortos se acercaron. Entonces el gordo se incorporó y Fanio retrocedió unos
pasos. Permanecieron allí de pie, barriga frente a barriga. Fanio miró al gordinflón y
le advirtió que en sus tiempos se las había visto con bandidos más grandes y mejores
que él. Su manotazo fue rápido y astuto, pero el gordo le hundió la rodilla en el
estomago y lo arrojó contra la pared, donde el propietario de la taberna se acurrucó
gimoteando.
Uno de los grandullones de cuello corto alzó el brazo y todos se arrojaron sobre el
gordo. Los que dormían despertaron, las camareras gritaron, los trípodes se astillaron
y el estrépito de las jarras ahogó el crujido de los huesos contra los cuales se
estrellaban. Sin embargo, las extrañas armas de los comensales eran superiores a las
porras de los criados y la refriega no duró mucho tiempo.
El patio se convirtió en un caos. Los criados retrocedieron y se apiñaron junto al
establo. Las camareras les vendaron las heridas, pero fueron incapaces de ayudar a
dos de ellos, que fueron arrastrados fuera de allí. Los comensales merodeaban,
vacilantes, bromeaban y se burlaban de los criados. Los cuellicortos guardaban
silencio y algunos miraban a Fanio, que seguía acurrucado junto a la pared.
El hombrecillo delgado se dirigió hacia Fanio con pasos cortos y afectados y se
inclinó sobre él. Fanio giró la cabeza y escupió. Solícito, el hombrecillo le propinó un
puntapié en el pubis y Fanio se dobló haciendo arcadas.
—Ya te han sacado un ojo, pero ahora vas a perder algo más —dijo el
hombrecillo—. Eso es lo que le pasa a la gente que busca problemas, y nada menos
que con Crixus, rió dando una palmada a la barriga del gordinflón.
Sin embargo, Crixus no. Con sus bigotes caídos y sus ojos apagados, tenía todo el
aspecto de una foca triste.
Los criados cuellicortos seguían apiñados junto al establo, custodiados por varios
comensales armados. El hombre de la piel cruzó el patio y se detuvo frente a los
sirvientes. Todos lo miraban.
—¿Y ahora qué vamos hacer con vosotros? —les preguntó.
Los criados lo observaban con ojos serenos y atentos. Les gustaba mirar así.
—¿Qué clase de personas sois vosotros? —preguntó uno de ellos.
—Adivínalo —gruñó el hombrecillo—. Quizá seamos senadores.
—No nos importa que durmáis aquí —dijo uno de los cuellicortos—, siempre y
cuando os larguéis mañana.
—Gracias, eres muy amable —respondió el hombre de la piel con una sonrisa.
Todos rieron, incluso algunos de los cuellicortos.
—Os encerraremos para que paséis la noche con las vacas —dijo el hombre de la
piel.
—En realidad deberíamos acabar con vosotros —dijo Crixus—. Si alguno de
vosotros intenta salir, lo mataremos de inmediato.
Los encerraron en el establo y aseguraron las puertas con candados de hierro.
Dos de los huéspedes se quedaron a vigilarlos y otros dos centinelas se apostaron

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en la salida.
Las camareras se marcharon a hacer las camas y a prepararse para una noche
agotadora.

Cien mercenarios de campaña marchaban por la calle principal. Aquella tarde les
habían ordenado buscar a los fugitivos y llevaban cuatro horas registrando
infructuosamente caseríos y callejuelas. Enviaban patrullas de exploradores que
regresaban poco después con los testimonios de campesinos y peones que habían
visto huir a la horda. Sin embargo, ninguna de aquellas pistas los había llevado a
ninguna parte. Todos habían visto a los fugitivos, pero nadie podía o quería decir
hacía dónde se habían dirigido.
Varios criados de Léntulo acompañaban a las patrullas para colaborar en la
identificación de los fugitivos. Aquellos criados estaban más nerviosos que nadie,
pues se sentían responsables ante su amo por el éxito de la expedición. Tampoco para
los mercenarios era una tarea agradable: debían capturar a los fugitivos —a ser
posible, vivos—, mientras los concejales de la ciudad disfrutaban de las delicias de
los baños de vapor. Ni la maldita gloria ni las condecoraciones bastarían para
recompensarlos, y una lucha con gladiadores no parecía una perspectiva alentadora.
Todo el mundo sabia que aquellos hombres eran casi animales, bestias entrenadas,
y no tenían nada que perder. Además, empleaban las armas más extraordinarias:
redes, lazos, tridentes, jabalinas, armas que trastocaban todos las reglas de un
combate.
Caía el crepúsculo cuando la patrulla se detuvo en una taberna junto al sexto
mojón, poco después de la bifurcación del camino cerca del condado de Clatio.
Parecía que la expedición iba a ser infructuosa, pero a los soldados no les importaba.
Casi todos eran casi ancianos, artesanos y mercachifles empobrecidos,
trabajadores sin trabajo o granjeros arruinados. Se habían alistado en las tropas
auxiliares por las raciones diarias, la paga regular y la jubilación. Tenían más aspecto
de una milicia rural que de legionarios romanos.
Comieron, bebieron y dos horas después de la puesta de sol se dispusieron a
regresar. La luna era joven y la noche muy oscura. A mitad del camino, uno de los
exploradores montados se acercó a toda prisa, acompañado por un hombre agitado y
tambaleante, con las ropas hechas jirones. Dijo que su nombre era Fanio y que los
fugitivos habían entrado por la fuerza en su posada, donde habían asesinado a los
sirvientes y destrozado el local. Ahora dormían con las camareras, y si rodeaban la
casa podrían cogerlos con facilidad, como a ratas atrapadas en un agujero. Luego
preguntó si habría alguna recompensa.
Los soldados, agotados y mareados por el vino, hubieran querido matarlo, pero el
capitán era un hombre ambicioso y ordenó que reanudaran la marcha. El regimiento
despertó a los habitantes de una granja situada a una milla de la bifurcación de
caminos y se proveyó de antorchas. Veinte minutos más tarde, llegaron a la posada de

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Fanio.
Las antorchas humeaban, pero el edificio parecía desolado y desierto. Después de
rodear la casa, el capitán golpeó la puerta principal con la empuñadura de su espada.
Era una puerta maciza, de madera noble. No hubo respuesta.
—Tal vez se hayan ido —sugirió un soldado.
Decidieron tirar la puerta abajo. Diez hombres regresaron a buscar hachas a la
granja y los demás tuvieron que aguardar otro rato. La casa tenía sólo dos ventanas a
la vista, una en la parte delantera y otra en el muro frente al campo, ambas en la
planta superior. Todas las demás ventanas daban a los patios interiores, de modo que
no había más opción que esperar las hachas.
Los mercenarios se sentaron en el camino y algunos se quedaron dormidos.
Aguardaron. De vez en cuando un hombre se acercaba a la puerta, golpeaba y
gritaba una orden; pero dentro reinaba el más absoluto silencio. Quizá se hubieran ido
de verdad. Todo aquello parecía absurdo.
Una hora después, los hombres regresaron con las hachas y se dispusieron a echar
la puerta abajo. Era una puerta muy dura, y cuando por fin cedió, no se oyeron ruidos
en el interior. Ordenaron a Fanio que los guiara, pero él cedió la delantera al capitán,
y los demás lo siguieron en tropel. Por fin llegaron a un patio cuadrangular, que tenía
un aspecto extraño a la luz de las antorchas. Los gladiadores, apostados en cada una
de las ventanas del piso superior, miraron hacia abajo.
El capitán, un joven distinguido llamado Mammius, forzó la voz hasta darle un
volumen innecesario:
—Ahora dejad de crear problemas —gritó mientras giraba la cabeza hacia todas
partes, incapaz de decidir a qué ventana debía dirigirse—. Bajad. Es inútil que os
resistáis.
Cuando terminó, el patio volvió a quedar en absoluto silencio.
—Enséñanos las escaleras —le dijo el capitán a Fanio.
El propietario de la posada señaló la cocina y el capitán se dirigió hacia allí.
—Será mejor que volváis a casa —les advirtió una voz desde arriba.
El capitán se detuvo.
—¿Os entregaréis voluntariamente o no? —le dijo a la voz.
Se oyeron risas.
—Y también está el viejo Nicos —gritó alguien desde una de las ventanas—.
¿Nos traes saludos y besos del amo?
—No seáis tontos —dijo Nicos, un anciano esclavo de Léntulo, alzando la vista
—. Volved a casa. El amo está muy enfadado.
Se oyeron más risas.
Los mercenarios miraban hacia las ventanas desde el patio.
—¿Dónde está Espartaco? —preguntó Nicos buscándolo con la vista.
El hombre de la piel se asomó a una ventana, en el otro extremo del patio, y le
dedicó una sonrisa amistosa.

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—¡Ave, Nicos!
—¿No puedes hacerles entrar en razón? —preguntó Nicos—. Tú solías ser más
sensato.
El hombre de la piel sonrió, pero no respondió. Las antorchas despedían humo en
lugar de luz.
—Bien —dijo el capitán—. ¿Bajáis o no? —Volvió a dar unos pasos hacia las
escaleras.
—Quédate donde estás, cebollino —gritó alguien desde una ventana.
El capitán avanzó un par de pasos más, pero entonces un objeto informe
descendió flotando y un instante después se encontró en el suelo, maldiciendo y
luchando con pies y manos para desasirse de la red que lo envolvía, mientras los
hombres de las ventanas reían a carcajadas.
—¡Traedlo aquí arriba! —gritó uno de ellos, cuya voz se destacaba sobre las de
los demás.
El capitán maldijo tan fuerte que su voz se quebró en un falsete. Varios
mercenarios se acercaron a las escaleras con paso vacilante, dispuestos a liberar a su
capitán, pero uno de ellos cayó abatido de inmediato, gimoteando, y los demás se
detuvieron en seco. Entonces se desató un verdadero caos: desde las ventanas cayó
una lluvia de cuchillos, piedras, jabalinas y utensilios.
Los soldados arrojaron las antorchas y comenzaron a correr de un sitio a otro
cubriéndose las cabezas con los escudos, aunque aquélla era una pobre defensa para
los terribles proyectiles que caían desde todos los ángulos posibles. Algunos
intentaron arrojar sus lanzas y picas contra las ventanas, pero invariablemente
regresaban al suelo. Las antorchas humearon hasta extinguirse y la completa
oscuridad agravó la situación, aunque lo peor de todo eran los gritos procedentes de
arriba. Los soldados corrieron hacia la puerta exterior, pero encontraron la puerta
cerrada, y aquellos que se atrevieron a acercarse demasiado fueron apuñalados o
aporreados.
Los gladiadores se precipitaron escaleras abajo e irrumpieron en el patio,
arrinconando a los soldados. Nuevas antorchas se encendieron en las ventanas,
revelando la posición de los mercenarios, ahora incapaces de protegerse. La voz que
había gritado «¡Traedlo aquí arriba!», volvió a resonar:
—¡Arrojad las armas! —Y tras aquellas palabras volvió a reinar silencio.
Varios soldados arrojaron las espadas y se sentaron en el suelo. Los demás
permanecieron de pie y uno de ellos gritó que no arrojaran nada. Entonces Crixus
caminó hacia el centro del patio y pidió al responsable de aquellas palabras que diera
un paso al frente, pero éste no se movió. Crixus repitió la orden y argumentó que
sería más sensato pelear uno contra otro, en lugar de que todos se rompieran la
cabeza entre sí. Los soldados pensaron que era una buena idea y se hicieron a un lado
para dejar sitio al hombre que había ordenado retener las armas. Éste no se movió; de
modo que todos dejaron las armas y se sentaron en un rincón del patio.

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Los gladiadores, que no dejaban de bromear y parecían de muy buen humor,
recogieron las armas y las llevaron arriba. Luego transportaron a los muertos y
heridos al establo, entre ellos a Fanio y al capitán, que había muerto pisoteado
envuelto en la red. Castus, el hombrecillo de caderas bamboleantes, señaló que el
cobertizo sería su spolarium, el sitio donde se llevaba a los caídos en la arena. Todos
rieron. Luego sacaron a los criados del establo de las vacas y los empujaron junto con
los soldados.
Los criados parpadeaban con expresión estúpida. Habían oído el bullicio desde el
establo, y hubieran preferido quedarse donde estaban.
Entonces reaparecieron las camareras, pero nadie se interesó por ellas. Algunos
gladiadores permanecieron en el patio, mientras otros se iban arriba a seguir
durmiendo. El hombre de la piel se aproximó al rincón donde estaba sentado el
anciano Nicos, entre los soldados.
—Has acabado mal —dijo Nicos.
—Escúchame, Nicos —dijo el hombre de la piel, despacio—. ¿Acaso crees que
acabar en la arena es maravilloso?
y Todos estaban pendientes de ellos.
—Esto va contra la ley y el orden natural de las cosas —dijo Nicos—. ¿Adónde te
conducirá?
—Al diablo con la ley y el orden —dijo Castus, el hombrecillo de caderas
bamboleantes, pero nadie rió.
—¿Qué dirá el amo cuando volvamos sin vosotros?
—Dudo que volváis —dijo Castus y todos guardaron silencio.
—Sabes que podrías venir con nosotros, Nicos —dijo el hombre de la piel.
—No he sido un sirviente honrado durante cuarenta años para terminar degollado
como bandido. —Poco a poco, se había ido formando un círculo de gladiadores a su
alrededor—. ¿Y qué pensáis hacer con estos hombres, jovencitos? —preguntó Nicos
señalando con la barbilla a los soldados, casi todos ancianos, algunos de los cuales
estaban tendidos en el suelo. Los gladiadores callaron.
Reunidos en grupos de tres o cuatro, los gladiadores miraban a los soldados
desarmados. Algunos roncaban, otros hablaban tendidos sobre las piedras.
—Cuando volvamos —decía un viejo soldado—, nos despedirán, o peor aún, tal
vez nos cuelguen en una cruz.
—Y lo tendréis bien merecido —dijo un gladiador.
—¿Por qué? —preguntó el soldado.
Algunos gladiadores se aproximaron al grupo.
—La cuestión es si vais a volver o no —dijo Castus.
—¿Nos mataréis a todos? —preguntó otro soldado.
—A ti antes que a nadie, maldito hijo de puta —respondió el hombrecillo.
—Calla —le dijo el hombre de la piel.
Castus calló. Al igual que los demás galos, llevaba una pequeña cadena de plata.

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Los gladiadores se habían apiñado frente a los soldados y se apoyaban
alternativamente sobre un pie u otro en absoluto silencio.
—Lo más sensato sería que todos vinierais con nosotros —dijo Nicos.
—Intenta razonar, Nicos —dijo el hombre de la piel con tono pensativo—.
Primero piensa y luego habla.
Nicos no respondió.
—Ponte en nuestro lugar, Nicos —dijo Enomao, un gladiador más joven, delgado
y de aspecto tímido—. Imagina que alguien te dé una lanza a ti y otra a mí y luego
nos diga que tenemos que espetarnos mutuamente para divertir a la gente.
—Nunca he considerado esta profesión desde ese punto de vista —dijo Nicos.
—Pero en realidad es así —dijo el hombre de la piel—, reflexiona.
Nicos reflexionó, pero no respondió.
—Dejaos de parloteo —dijo Crixus mientras se apoyaba sobre la pared con gesto
sombrío.
—¿Qué vais a hacer luego? —preguntó Nicos.
Los gladiadores no respondieron.
—Nos presentaremos a elecciones para el Senado —dijo por fin Castus, pero
nadie rió.
—Podríamos ir a Lucania… Allí está lleno de colinas y bosques —dijo Enomao y
miró con timidez al hombre de la piel.
—El mundo es muy grande —respondió él—. Ven con nosotros, Nicos.
—Con que Lucania, ¿eh? —dijo uno de los soldados, un antiguo pastor con
pómulos prominentes y dientes amarillos como los de un caballo.
—Desde luego si os perdéis por allí, cualquiera os buscará…
y manadas de caballos salvajes —dijo otro soldado—. Los vaqueros de Lucania
son todos ladrones. Sus amos no les pagan sueldo, así que viven con lo que pillan por
ahí.
—También hay animales de caza y peces…, los arroyos están repletos —dijo el
pastor—. No me importaría ir a Lucania con vosotros…
—Ni a mí —dijo el otro—. Nuestra paga apenas alcanza para polenta y lechuga.
—Os colgarán a todos, eso es lo que harán —dijo Nicos—. Ni siquiera tenéis un
jefe.
—Déjate de chácharas —dijo Crixus apartándose de la pared—. Elegiremos un
jefe y luego nos largaremos.
—Crixus será tribuno —dijo un gladiador y todos rieron.
—¿Me llevaréis con vosotros? —preguntó el pastor.
—Los colgarán a todos —dijo un viejo soldado.

Al clarear el alba, el cielo se volvió gris. Cuando apagaron las antorchas, el patio
pareció más espacioso, extrañamente diferente.
—Yo también iría —dijo uno de los sirvientes cuellicortos.

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—Y entonces, ¿qué ocurriría con la taberna? —preguntó otro.
—Tal vez nos cuelguen a todos por lo de Fanio —dijo el primero—. O nos envíen
a las minas.
Los cuellicortos juntaron las cabezas para conferenciar. Luego se levantaron todos
y se aproximaron a los gladiadores.
—¡Atrás! —gritó Castus, el pequeño hombrecillo.
—Si aceptáis llevarnos, iremos con vosotros —dijo el portavoz de los criados.
Los gladiadores los miraron con recelo.
—No os daremos armas —dijo Castus y los criados volvieron a conferenciar.
—Dicen que con el tiempo habrá armas —dijo el portavoz—, y que uno debería
ser el jefe —añadió señalando a Espartaco.
Espartaco le dedicó una mirada serena y atenta, luego se volvió hacia Crixus con
una sonrisa.
—Eres el más gordo —le dijo.
Crixus lo miró con expresión acongojada, pero los demás gladiadores se
animaron. Los galos estaban a favor de Crixus y el resto prefería a Espartaco. Por fin
acordaron elegir a los dos.
Otra vez reinó un silencio absoluto. Una vez elegidos los jefes, los gladiadores
permanecieron en sus sitios, incómodos. Los criados se dirigieron al establo, trajeron
porras y hachas y las repartieron. Luego se alinearon contra la pared.

Los gladiadores los observaron en silencio y el de la piel se acercó a los soldados.


—¿Qué haremos con vosotros?— les preguntó.
—Llevarnos también —dijo el pastor de los dientes amarillos—. Yo conozco los
bosques de Lucania.
—No tenemos armas para ellos —dijo Crixus—. Además, son demasiado viejos.
—¿Cómo sabes que queremos ir? —dijo otro soldado—. Os cogerán y os
colgarán a todos.
Los soldados vacilaron y consultaron entre sí. Luego el pastor y otros pocos
dieron un paso al frente.
—Os llevaremos —le dijo Espartaco al pastor.
El pastor dio un salto en el aire y corrió hacia los gladiadores, que se apartaron
incómodos.
—¿Qué diablos te pasa? —le dijo Crixus.
El pastor inclinó la cabeza y se unió a los criados, uno de los cuales le entregó
una cachiporra. Entonces mostró sus dientes caballunos y arrojó el arma al aire.
El hombre de las pieles interrogó a los demás soldados que se habían adelantado
sobre sus edades y profesiones previas. Los gladiadores resolvieron votar para decidir
la admisión de cada uno de ellos y en los casos en que las opiniones no coincidían se
desataron disputas. Fue una escena divertida. Por fin sólo fueron aceptado los más
jóvenes, que se unieron a los cuellicortos y recibieron porras, espadas o tridentes. Los

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rechazados volvieron a sentarse sobre las piedras.

Con el esplendor del amanecer, el cielo se tiñó de rojo y la mica de los marco de
las ventanas comenzó a brillar. Crixus y el hombre de las pieles escuchaban el
bullicio de la entusiasta conversación uno junto al otro. Después de unos instantes
Crixus se volvió hacia su compañero:
—Si los dos decidiéramos marcharnos ahora, nunca nos alcanzarían —dijo con
un resoplido audible—. Podríamos ir a Alejandría. Allí hay montones de mujeres.
El hombre de la piel lo miró con atención.
—Todo resultaría más sencillo si fuéramos los dos solos —dijo.
—En Puteoli hay todo tipo de gente —señaló Crixus.
—Si tienes dinero, ningún capitán te molestará pidiéndote pasaporte.
—No —dijo Espartaco y Crixus lo miró en silencio—. No podemos hacerlo —
añadió el hombre de la piel y Crixus siguió callado—. Tal vez más adelante…
—Sí, más adelante —asintió Crixus—, después de que nos hayan colgado.
El hombre de la piel reflexionó un momento, mientras contemplaba a los
gladiadores que iban y venían preparando las cosas.
—No podemos hacerlo ahora —dijo—. ¿Quieres marcharte solo? —preguntó
volviéndose a mirarlo, después de una pausa.
Crixus no respondió. Se apartó de Espartaco y se apoyó en la pared. Mientras
tanto, los gladiadores discutían ruidosamente qué hacer. Ahora todos parecían muy
animados.

De repente, el hombre de la piel se subió a la mesa y alzó los brazos muy alto,
como para podar un árbol.
—¡Nos vamos! —gritó con todas sus fuerzas—. Nos vamos a Lucania —añadió
con una gran sonrisa en su cara pecosa.
Los gladiadores respondieron con una ovación y se apresuraron a prepararse.
Los criados y los soldados elegidos para acompañarlos seguían de pie junto a la
pared.
—¿Y bien, venís? —les gritó Espartaco.
—Ya te hemos dicho que sí —dijo el portavoz con gravedad.
Los soldados que seguían reclinados contra la pared los miraron con los ojos
entornados, e incluso algunos continuaron durmiendo. Los gladiadores los despojaron
del dinero y de los cuchillos o dagas que aún les quedaban. Uno de los soldados se
resistió y fue asesinado delante de los demás. Eran casi ancianos y sabían que serían
despedidos o enviados a trabajar a las minas.
Las mujeres, que habían contemplado la escena desde las ventanas, cruzaron el
patio. La joven morena y delgada se detuvo frente a Espartaco, que saltó de la mesa
con estrépito. Los criados cuellicortos lo miraron con muda sorpresa, asombrados por
su brusco paso de la reflexión a la acción. Sin embargo, aquella súbita vehemencia

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también les gustaba.
—¿Y ahora qué? —preguntó la joven alzando la cabeza hacia el hombre.
—Nos vamos a Lucania —respondió él.
—Nos divertiremos mucho en el bosque —dijo la mujer.
—Mucho —asintió el hombre de las pieles con una sonrisa—, nos colgarán a
todos. —Luego se acercó a Nicos—. ¿Vienes? —le preguntó.
—No —dijo Nicos.
Sentado contra la pared, parecía muy viejo.
—Adiós, padre —dijo el hombre de la piel.
—Adiós —respondió Nicos.
Los gladiadores se amontonaron en la puerta y se abrieron paso a empujones
hacia el camino. Los siguieron los criados, los soldados y por último las mujeres; en
total cien personas.
Ya era casi de día.

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Los bandidos

Tenían intención de marchar hacía Lucania, pero cuando llegaron a las escarpadas
zonas montañosas donde los campos y cultivos se volvieron escasos, dieron media
vuelta, pues la adorada, bendita Campania no permitía que ningún hombre la
abandonara… ni siquiera un ladrón. Tierra caprichosa aquélla; su ligero suelo negro
daba frutos tres veces al año y estaba cubierto de rosas incluso antes de la siembra.
La brisa embriagadora de sus jardines emborrachaba la sangre y en el monte
Vesubio crecían hierbas capaces de convertir a jóvenes vírgenes en libertinas. En
primavera, las yeguas en celo trotaban hacia los altos riscos, volvían la espalda al mar
y se dejaban preñar por el cálido viento.
El infierno había erigido su más hermosa antecámara en Campania. Los grandes
demonios eran blancos como la nieve, magníficamente replegados; mientras, los
pequeños demonios le servían con sumisa devoción y soñaban con matarlos. Tan
antiguo como sus colinas era el conflicto sobre el control de Campania, el granero de
las legiones, el más preciado tesoro nacional. Desde los tiempos de Tiberio Graco, los
patriotas habían intentado liberar al país del dominio de los grandes terratenientes y
repartirlo entre la gente sin tierras, pero fueron ahogados, golpeados o apedreados
hasta morir y los usureros y especuladores regresaron. La aristocracia chupaba la
sangre a los granjeros y pequeños arrendatarios, los expulsaba, les compraba las
tierras, les arrebataba toda posibilidad de progreso. Así, los campesinos fueron
reemplazados por los grandes terratenientes y los trabajadores libres por los esclavos,
cuyo número crecía con cada guerra. No había alternativa. Pandillas de granjeros
expulsados atestaban los caminos, se dedicaban al robo, se escondían en las
montañas. No había alternativa.

El rumor se extendió a lo largo y ancho del territorio de Campania: una banda de


ladrones de inusitada audacia atacaba posadas y tabernas, robaba a los viajeros
saqueaba carros con mercancías, quemaba las casas nobles, robaba los bueyes de sus
corrales y los caballos de los establos. Los bandidos estaban en todas partes y al
mismo tiempo en ninguna. Una noche acampaban en los pantanos junto al río Danio
y la siguiente en los bosques de las montañas de Verginia. Enviaron a los soldados en
su busca, regimientos formados precipitadamente con habitantes de pueblos
pequeños; pero los hombres desertaban o se unían a los bandidos, cuyas filas crecían
día a día. Su falta de respeto por la vida y su forma de burlarse de la muerte
despertaban alarma y admiración.
El rumor se extendió a lo largo y ancho del territorio de Campania. Cuando el sol

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estaba alto y el demonio del mediodía acechaba los campos e inspiraba pesadillas a
los capataces dormidos, granjeros y esclavos se sentaban a hablar de los bandidos.
Tenían dos jefes: un galo gordo, triste y cruel, y un tracio de ojos luminoso vestido
con una llamativa piel. También había una joven, morena, delgada y de aspecto
infantil, una sacerdotisa tracia capaz de leer las estrellas y el futuro. Era la mujer del
individuo de la piel, pero también se acostaba con otros, y encendía el mismo deseo
en todos los hombres.
No eran bandidos vulgares, sino gladiadores. Campania nunca había visto nada
igual, pues los gladiadores apenas son humanos y están destinados a morir en la
arena. Aunque, después de todo, sí eran humanos, y parecía razonable que no
quisieran morir. Mataban las ovejas de los pastores y devoraban las uvas de los
viñedos, cogían de las caballerizas los mejores ejemplares de carreras para sus
hombres y las mulas de carga más resistentes. Allí por donde ellos pasaban no volvía
a crecer la hierba, las doncellas no volvían a ser las mismas y no quedaba ningún
barril en las bodegas. Si alguien se resistía, era asesinado, y si corría siempre lo
alcanzaban. Sin embargo, llevaban consigo a todo aquel que les caía en gracia, y
muchos querían acompañarlos. Así eran aquellos gladiadores.
El rumor y la leyenda se extendieron a lo largo y ancho del territorio de
Campania. Las mujeres hablaban de ellos mientras ordeñaban las vacas y los viejos lo
hacían por las noches, cuando no podían dormir en sus mohosas cuevas, cuando se
acercaban unos a otros y pensaban en voz alta en el ganado, el tiempo y la muerte.
¿Cómo era aquella anécdota de Naso, el mozo de cuadra?
En la hacienda del señor Estacio, cerca de Sessola, los tres bueyes habían caído
enfermos. Tenían los vientres hinchados, las narices mocosas y los nervios tensos.
Además, no comían, no rumiaban, ni siquiera lamían. Cualquiera hubiera dicho
que estaban hechizados; sin embargo resultó que el mozo les había dado escaso
forraje y de mala calidad. La hacienda de Estacio no tenía suficientes pastos y había
que comprar el forraje, pero el mayordomo se guardaba el dinero y dejaba morir de
hambre a los bueyes. Naso, el mozo de cuadra, era consciente de que los bueyes
enfermarían con semejante alimentación y había pedido al mayordomo un forraje
mejor, pero a cambio de sus buenos consejos sólo había conseguido malos tratos.
Incluso cuando los bueyes enfermaron de gravedad, cuando sus entrañas se pudrieron
y no volvieron a trabajar, Naso intentó curarlos con remedios infalibles: les dio
semillas machacadas de higuera envueltas en hojas de ciprés, los obligó a tragar
huevos de paloma, echó ajo triturado con vino por sus fosas nasales y los hizo sangrar
debajo de la cola, tras lo cual vendó la incisión con fibra de papiro, pues ése era el
procedimiento correcto.
Sin embargo, cuando todos los remedios resultaron inútiles, el mayordomo ladrón
se asustó, y para descargar su culpa, acuso a Naso de haber dejado entrar en el establo
a un cerdo y a una gallina, cuyos excrementos se habían mezclado con el forraje
causando la enfermedad de los bueyes. Naso intentó demostrar su inocencia, pero

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todo fue en vano: lo encadenaron, lo marcaron a hierro candente y lo condenaron a
trabajar en el molino.
Como todo el mundo sabe, trabajar en un molino es uno de los castigos más
terribles, el peor después de la muerte, el trabajo en las minas o en las canteras, pues
el infortunado delincuente debe caminar alrededor de la muela en interminables
círculos, con pesos de hierro en los pies y una rueda de hierro en el cuello para que no
pueda llevarse la mano a la boca y probar la harina. Con el tiempo, el polvo y el
vapor afectan la vista y el pobre infeliz se queda ciego.
Pese a que el mayordomo era el verdadero culpable, con ese trabajo Naso pronto
estiraría la pata. Sin embargo, una afortunada noche los bandidos saquearon la
hacienda del señor Estacio y robaron todo lo que quisieron. Así fue como llegaron al
molino y se llevaron los sacos de harina y así fue como se enteraron del destino de
Naso, el mozo de cuadra.
Y así el hombre de la piel mandó traer al mayordomo y lo ató al madero del
molino. Luego soltó a Naso y le permitió azotar al mayordomo con un látigo para
obligarlo a avanzar más deprisa, tal como antes habían hecho con él. Antes de
marcharse, los gladiadores le dijeron al mayordomo que volverían y que si se
enteraban de que había parado un instante, lo matarían a latigazos. Sin embargo, no
iba a ser necesario, pues el mayordomo se volvió loco, y tras girar sin cesar alrededor
de la muela del molino durante dos días y dos noches, cayó muerto en la tercera
mañana.

Los rumores se extendían a lo largo y ancho del territorio de Campania, cotilleos


horribles e inquietantes. Los bandidos estaban un día en un sitio y al siguiente
desaparecían, aunque podían reaparecer en cualquier momento y en cualquier lugar.
Los viajeros sólo se atrevían a aventurarse por aquellas regiones custodiados por
hombres armados, aunque esa precaución no solía servir de mucho. Una dama que
viajaba a Salerno y había salido de Capua por la puerta de Albania con cincuenta
jinetes númidas y cinco carros de equipaje llegó a Sessola sola, en una carreta tirada
por una mula y completamente desnuda.
También estaba aquel extraño incidente ocurrido en una finca cerca de Acerras,
donde los esclavos que trabajaban en el campo eran maltratados y permanecían
encadenados en grupos de diez. Sin embargo, cuando los bandidos llegaron a la finca,
los esclavos permanecieron en pie, como clavados a la tierra, dispuestos a resistir.
Los bandidos estaban a punto de atropellarlos y matarlos a todos, cuando el solemne
tracio se interpuso, les ordenó esperar con voz sonora y pronunció un discurso que
sorprendió a todos.
—No hay duda de que estimáis mucho vuestras cadenas y las consideráis una
gran bendición para vuestros cuerpos. No veo ninguna otra cosa en esta hacienda que
os pertenezca y que podáis querer defender con vuestras vidas. ¿O acaso me han
mentido y esas gallinas ponen huevos para vuestro desayuno, esas vacas ansían al

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toro para aumentar vuestros rebaños y esas abejas almacenan su néctar en los paneles
para endulzar vuestros pasteles?
Los esclavos no respondieron a estas palabras y el hombre de la piel ordenó a uno
de los bandidos que les quitara las cadenas. Unos pocos se resistieron, diciendo que
no querían deber su libertad a nadie que no fuera su amo. Esos hombres fueron
asesinados, pero los demás se unieron a los bandidos.

Muchas historias similares corrían de boca en boca por el territorio de Campania,


y como el cálido siroco que soplaba desde los mares, producían fervor e inquietud en
las mentes de hombres y bestias.
La ansiedad invadía sobre todo a los señores y a sus administradores,
supervisores, contables y capataces, que se pusieron más estrictos que nunca y
reforzaron las guardias. Sin embargo, los esclavos comunes, labradores,
escardadores, cavadores y segadores del campo, los mozos de cuadra, pastores y
vaqueros se volvieron aún más holgazanes y rebeldes, inutilizaban sus herramientas y
sus propios cuerpos, fingían enfermedades, evitaban el trabajo y parecían aguardar
algo. Pese a los pesados candados que aseguraban las puertas de sus cuevas, y a que
ni siquiera el individuo más alto podía alcanzar las ventanas con los brazos alzados,
cada mañana habían desaparecido varios hombres. Habían ido a unirse a los
bandidos, algunos incluso con sus mujeres y sus hijos.
Una terrible fiebre se apoderó de Campania y las pequeñas guarniciones de las
ciudades la vieron extenderse con impotencia. Enviaron mensajes a Roma y
apostaron más guardias en las murallas, mientras la nobleza se apresuraba a
abandonar sus mansiones de verano en Campania y regresaba a Roma para protestar
ante el Senado por aquel escandaloso asunto.
Sin embargo, el Senado tenía preocupaciones más importantes. Estaba, por una
parte, el problema galo: Sertorio y el ejército de emigrantes revolucionarios. Si
ganaban, habría una revolución en Roma, pero si en cambio vencía el propio general
Pompeyo, habría una nueva dictadura. También estaba el problema asiático, o sea el
rey Mitrídates. Si éste ganaba, la provincia estaba perdida, pero si en su lugar vencía
Roma, el precio del trigo caería. A estas inquietudes se sumaban además los piratas,
incólumes soberanos de los mares; el pueblo y sus demagogos, más fuertes que
nunca; la crisis económica, y la necesidad de acuñar moneda falsa.
Los problemas de Campania eran demasiado triviales para ser incluidos en la lista
de preocupaciones.

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3
La isla

Ya eran una horda de más de trescientos hombres y unas treinta mujeres.


Tenían caballos para la vanguardia, mulas para el equipaje, tiendas donde dormir
y armas adecuadas para uno de cada dos hombres. Sus filas crecían día a día.
La incorporación de nuevos miembros al grupo había desatado numerosas
disputas, pues los gladiadores eran recelosos, preferían mantenerse aislados y se
preguntaban a qué conduciría todo aquello. Los que pretendían unirse a ellos les
llevaban regalos: un saco de harina, un cordero, dos caballos. Si los gladiadores los
echaban, acampaban cerca y daban cuenta de sus provisiones mientras aguardaban.
Algunos eran asesinados o robados, pero era imposible matarlos a todos.
A menudo andaban durante días y noches enteras para encontrar el campamento.
Preguntaban con astucia a todo el mundo si el camino era seguro y dónde habían sido
vistos los bandidos por última vez. Con frecuencia, los esclavos eran capturados y
devueltos a sus amos, pero aunque eso para ellos significaba la muerte o algo aún
peor, no cejaban en su empeño.
Llegaban labradores, pastores, jornaleros, esclavos y hombres libres por igual.
Vaqueros de los Hirpinios, mendigos y bandidos de Samnio, esclavos de origen
griego, asiático, tracio o galo, prisioneros de guerra y hombres nacidos para servir.
Llegaban del campo y la ciudad; artesanos, holgazanes, andrajosos doctrinarios.
Así llegó Sexto Libanius, ciudadano de Capua y miembro de una antigua estirpe
de artesanos. Su abuelo, Quinto Libanius, construía estatuas. Con el tiempo, la
profesión se había ido especializando cada vez más: su padre ya se había dedicado
exclusivamente a los bustos y el hijo se limitaba a insertarles los ojos; ojos de piedra
azul, verde, roja y amarilla. Era un hombre corpulento, de edad avanzada, con buena
reputación entre sus vecinos y opuesto a cualquier alteración del orden. Sin embargo,
con la guerra civil habían llegado la crisis y la gente dejó de comprar estatuas.
Su taller cerró y Sexto Libanius se unió a los bandidos.
Así llegó Proctor, labrador de una hacienda sureña de mediano tamaño. Su
antiguo amo, un hombre testarudo, se comportaba como el burgués romano de épocas
remotas, cuando las palabras olían a ajo y a cebolla, pero los corazones se mantenían
sanos. Trataba a sus sirvientes de acuerdo con la antigua máxima de Catón: los
esclavos o duermen o trabajan. Respetaba escrupulosamente la ley que disponía que
el arado debía descansar los festivos, pero mientras éste descansaba enviaba a los
esclavos a reparar los techos de los graneros o vaciar estercoleros, ocupaciones que la
ley no mencionaba expresamente. Al final Proctor se cortó adrede tres dedos con la
guadaña, fue despedido por inútil y se unió a los bandidos.

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Así llegó Zozimos, un retórico y gramático erudito. Al comenzar su carrera como
bedel del Consejo de Oplontis, había convencido a su jefe de que lo nombrara tutor
de sus hijos y más tarde, tras trabar contactos, había montado su propia escuela, que
pronto congregó a unos veinte niños cuyos padres le profesaban admiración.
Zozimos ganó mucho dinero y el éxito se le subió a la cabeza. Se aficionó a la
oratoria y a la poesía, descuidando su escuela, pero no logró despertar el interés de
sus contemporáneos, pasó hambre y por fin se unió a los bandidos. Lo primero que
hizo al llegar a su destino fue pronunciar una diatriba política, que mereció las burlas
y una buena paliza de los bandidos. Sin embargo, decidieron llevarlo con ellos, pues
era una fuente inagotable de datos extraños o curiosos y les gustaba escucharlo.
También llegaron mujeres, como Leticia, una sirvienta de cara curtida y pechos
como odres vacíos. Diez años antes, su amo le había prometido que si criaba tres
hijos no necesitaría trabajar más. En ese tiempo, Leticia había dado a luz a diez hijos,
aunque sólo dos de ellos habían sido varones. Ahora que su útero era incapaz de dar
más frutos, la criada Leticia se marchó para unirse a los bandidos.
Así llegó Cintia, anciana hechicera de un pueblo de montaña. Durante cincuenta
años se había dedicado a actividades aparentemente contradictorias, que sin embargo
estaban relacionadas entre sí y tenían sus propias tarifas. Asistía partos por dos ases,
lloraba a los muertos por cuatro ases, se acostaba con hombres en el cementerio por
cinco ases, leía el futuro en los desperdicios, el vuelo de los pájaros o el dibujo de los
rayos por cinco sestercios. Curaba enfermedades, vendía píldoras y pócimas
afrodisíacas a precios fijos, desde el brebaje más barato que facilitaba la concepción,
hasta el más caro que provocaba abortos. Pero un día llegó a su aldea un médico
griego, un seguidor de Ensistratos que sostenía que la sangre fluye en vasos de arriba
a abajo y bobadas semejantes. Aquel farsante le robó la clientela, Cintia perdió la
alegría de vivir y se unió a los bandidos.
También llegaron mujeres jóvenes, rameras y novias abandonadas, hembras
lujuriosas o exhaustas, casi todas horribles, unas pocas atractivas. Al principio
causaron rivalidades y muertes, pero más tarde la gente se acostumbró a su presencia
y cada mujer acabó viviendo con uno o dos hombres.
La afluencia de fugitivos no cesaba. Todo el mundo se había acostumbrado a ello
y lo aceptaba. Por las noches se preguntaban cuántas personas nuevas se habían unido
a ellos aquel día, apostaban si el siguiente les traería un médico que había dejado
morir a demasiados pacientes de su amo o una prostituta que había discutido con su
protectora. Por su forma de marchar, más que una banda de gladiadores parecían la
procesión de cofradías del día de Minerva. Antes recorrían con facilidad cuarenta y
cinco kilómetros por día, ahora apenas llegaban a dieciocho.
Forzados a buscar un campamento permanente, encontraron un sitio adecuado al
oeste de Acerras, una isla en los pantanos junto al Clanio.

Era una isla bastante tranquila, rodeada de cañaverales en tres de sus lados. La

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luna salía tarde, con la cara arañada por los juncos. En la noche silenciosa, sólo se oía
el canto de la ranas, pero de vez en cuando un arandillo surgía de entre las cañas,
ascendía en espiral y planeaba sobre el agua turbia y amarilla del río. El aliento de las
aguas cercanas volvía sofocante el interior de las tiendas, de modo que al clarear el
alba mucha gente salía fuera envuelta en mantas y seguía durmiendo al aire libre. Por
la mañana tenían las extremidades entumecidas, pero el sol pronto les cubría la piel
de irritantes gotas de sudor.
Muchos se sentían enfermos o afiebrados. Cintia, la bruja, vendía hierbas y
píldoras de buena mañana, y aunque nadie la quería, todos cogían sus polvos. Pese a
todo, algunos morían y eran quemados en fogatas de caña y malezas.
Sin embargo, por las noches tenían lugar grandes acontecimientos.

Para entonces había refrescado y una bruma rojiza flotaba sobre los cañaverales.
Tras comer y beber, algunos se sentaban en la orilla del río, con los pies en el
agua, y contemplaban los remolinos que se formaban entre sus dedos, mientras otros
pescaban.
Los criados cuellicortos de Fanio, frente a frente en dos hileras distintas,
competían arrojando piedras al agua. Nunca reían y respetaban estrictamente los
turnos.
Varios hombres y mujeres jóvenes se acuclillaban en los cañaverales para
escuchar a una cantante. Con la cabeza echada hacia atrás y los teñidos párpados
cerrados, La intérprete repetía la misma estrofa una y otra vez en un trémolo gutural.
Alguna que otra pareja se internaba unos pasos entre las cañas, donde el bullicio
del campamento se percibía en forma de ecos distantes y apagados. De vez en cuando
se oían los vigorosos relinchos de algún semental conducido al corral junto con su
manada.
El grupo más numeroso se congregaba en torno a los recién llegados, que en esta
ocasión eran un viejo con una pierna paralizada y un joven de cuello grueso y ojos
saltones. El viejo era taciturno y reservado y el joven estaba demasiado cohibido para
hablar. Como nadie había sido capaz de romper el hielo, mandaron a llamar a Castus.
El hombrecillo y varios de sus camaradas se aproximaron al grupo. Formaban una
pandilla temible, que se había ganado el apodo de «las Hienas».
—Vienen de un viñedo cercano a Sebethos —informó un hombre a Castus—. Se
escaparon porque la ración de trigo era miserable y encima tenían que pagar extra
para hacerla moler.
—Es probable que mientan —dijo Castus—. Pensarán que aquí les daremos
cereales a cambio de nada. Son justo la gente que necesitamos. —El viejo no dijo
nada, pero el joven posó sus ojos asustados en Castus. Sus labios eran gruesos y
húmedos y llevaba pequeños pendientes en las orejas. Los espectadores sonrieron—.
¿A qué habéis venido aquí? —le preguntó Castus al viejo—. Apuesto a que creéis que
nos dedicamos a robar ovejas, violar jovencitas y otras picardías semejantes.

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¿Cómo te llamas?
—Vibio —dijo el anciano—, y ése es mi hijo.
—¿Y tú cómo te llamas? —le preguntó al joven.
—Vibio —respondió el joven mientras jugueteaba incómodo con uno de sus
pendientes.
Los espectadores rieron y Castus los imitó. El joven tenía una boca pequeña,
femenina, y la nariz despellejada por el sol. Cuando se inclinó hacia adelante, dejó al
descubierto una franja de piel blanca debajo del collar.
—Vibio —repitió el hombrecillo—, simple y vulgar, tal como su padre. Mi
nombre, por ejemplo, es Castus Retiarius Tirone.
Se detuvo para observar el efecto causado por sus palabras. El joven lo miraba
con admiración.
—No tiene importancia —dijo Castus—, todos los nobles tienen tres nombres.
—¿Eres noble, señor? —preguntó el joven, despertando las risas de los demás.
—Todos los antiguos gladiadores somos aristócratas —respondió Castus—, y
todos los recién llegados sois simple gentuza.
—¿Eres gladiador, señor? —preguntó el joven con respeto.
—Desde luego —respondió Castus.
Vibio el Joven reflexionó con los labios fruncidos.
—Y ese hombre de la piel, ¿también es aristócrata?
—Por supuesto, Vibio —dijo Castus—, todos los gladiadores somos nobles,
descendientes de príncipes importantes. Espartaco, el hombre de la piel, desciende de
importantes príncipes tracios. —Los espectadores rieron con alborozo. En ese
momento pasó junto al grupo Zozimos, tutor y retórico—. ¿No es verdad lo que digo,
Zozimos? —preguntó Castus.
—Todo aquello que pueda arroparse en el lenguaje es verdad —dijo el tutor que
siempre evitaba cruzarse con Castus y sus amigos—, pues todo lo que se expresa con
palabras es posible, y aquello que es posible podría ser verdad algún día.
—¿Entonces una vaca podría tener cerditos? —preguntó uno de los espectadores.
—Incluso eso es posible —dijo Zozimos—. Si un dios puede convertirse en cisne
y así engendrar un hijo con una mujer, sin duda una vaca podría tener cerditos algún
día.
Los espectadores rieron.
—Siéntate, y cuéntanos algo, Zozimos —rogó Hermios, el pastor lucano con
dientes de caballo.
—Preferiría permanecer de pie —respondió Zozimos—, pues recta es la palabra
noble.
—Cuéntanos un cuento —insistió el pastor.
—De acuerdo —dijo Zozimos—, entonces escuchad: Hace cien años, los griegos
tenían una república. Así los cónsules, antes de hacerse cargo de sus puestos, debían
pronunciar el siguiente juramente: «Seré enemigo del pueblo y urdiré todo tipo de

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planes capaces de dañarlo».
—¿Y qué decían todos los demás? —preguntó Castus.
—¿Los demás? —preguntó Zozimos—. ¿Te refieres al pueblo? El pueblo decía
exactamente lo que dice hoy, pues habrás notado que lo único que ha cambiado hasta
el momento es que los senadores ya no pronuncian su juramento público.
Los espectadores permanecieron en silencio, decepcionados por la historia.
—Ah, bueno, así son las cosas —dijo Hermios, el pastor, sin convicción—, y así
han sido siempre… —sonrió mostrando los dientes y suspiró.
—Zozimos —dijo el hombrecillo—, nos aburres. Si no se te ocurre ninguna
historia mejor, puedes largarte.
—Ya me marcho —dijo Zozimos—. Mi amo me despidió a causa de mis ideas
revolucionarias, pero había esperado más comprensión de vosotros. Sin embargo, no
voy a ocultártelo, Castus, me has decepcionado.

Las hogueras ardían en hoyos circulares cavados en un claro triangular y el humo


urticante que arrojaban servia para espantar a los mosquitos. Cada grupo tenía su
fuego particular, que encendía siempre en el mismo lugar, y también su historia
particular.
Estaba el fuego de las mujeres, el de los criados de Fanio, el de los celtas y el de
los tracios. Estos últimos formaban los dos grupos más numerosos y se odiaban entre
sí. Crixus era el jefe de los celtas, entre los cuales estaba el pequeño hombrecillo con
sus Hienas, y Espartaco lideraba a los tracios.
Los celtas eran criaturas malhumoradas e irascibles. Casi todos habían nacido
bajo el cautiverio de los romanos y sólo conocían su tierra de origen por referencias.
En la mayoría de los casos, sus padres habían sido criados y sus madres
prostitutas.
A la menor provocación, soltaban complicadas maldiciones o luchaban entre sí,
aunque poco después los supervivientes lloraban unos en brazos de los otros.
Los tracios, por el contrario, habían entrado en Italia pocos años antes, como
cautivos de Claudio Apio. Eran toscos, taciturnos y llevaban pequeños puntos azules
tatuados en la frente y en los hombros. Curiosamente reflexivos, podían beber
muchísimo sin volverse bulliciosos. Sólo Dios sabia de dónde habían sacado la gran
cuerna de vino que se pasaban con serenidad alrededor del fuego. Si alguien hablaba
en voz alta, lo miraban asombrados y distraídos. Aunque eran al menos veinte, nunca
discrepaban, lo cual los asemejaba a los criados de Fanio, había quienes profesaban
un silencioso y mutuo sentimiento de camaradería. También estos últimos se pasaban
la cuerna unos a otros, y acostumbrados a las montañas donde no abunda la población
femenina, compartían además a sus tres mujeres.
Mantenían vivos brumosos, oníricos recuerdos de las montañas, con sus ruidosos
rebaños amarillos y sus tiendas fabricadas con negras pieles de cabra, donde la sequía
conducía a hombres y bestias a la muerte y la pobreza a incesantes enfrentamientos

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con las tribus de los valles vecinos: Basternas, Triballi y Peucines. En las montañas,
la vida era dura. Abajo, en el valle, había grandes ciudades como Usedoma, Tomis,
Calacia y Odesa, llenas de esplendor y franca opulencia, pero la montaña sólo
albergaba manadas, pobreza, y costumbres ancestrales. Cuando nacía un niño, sólo
había dolor y lamentos por los sufrimientos que la vida prodigaría al recién nacido.
Sin embargo, junto a los lechos de muerte reinaban las risas y la algarabía, pues todos
estaban convencidos de que los muertos se dirigían al colorido reino de la eternidad.
También tenían festividades: una vez al año Bromius el Vociferante y Baco el
Visitante salían del bosque y eran perseguidos por hombres y mujeres. También
debían aplacar a Ares, el Iracundo, aunque resultara agotador contorsionarse desnudo
en su danza honorífica, con el cuerpo y la cara salpicados de pintura. En las montañas
la vida era dura. Los grandes rebaños tenían hambre y comían incesantemente, sin
preocuparse por la escasez ni por los enemigos. Sin embargo, las montañas eran un
lugar bueno e idóneo, donde vivían amparados por sus valores y costumbres……,
hasta que los romanos irrumpieron en el bosque, con sus gritos y el clamor de sus
trompetas, para cazar presas humanas. Al principio, los habitantes de las montañas
mataban a cada romano que se cruzaba en su camino y luego se mudaban un poco
más arriba. Pero el enemigo no había cejado en su empeño. La situación continuó
igual durante años, hasta que por fin los romanos lograron capturar a numerosos
pastores con sus rebaños, varios miles de hombres y ovejas.
Sólo entonces se enteraron de que habían infringido la ley y de que por
consiguiente serían vendidos y condenados, pues la legislación apuleya especificaba
sus crímenes con precisión: agravio contra la seguridad y el esplendor de la
República Romana.
Así era el grupo tracio, veinte individuos callados y taciturnos. El hombre de la
piel era uno de ellos, pero a la vez no lo era. Había vivido más tiempo en Italia,
conocía mejor la lengua y las costumbres y nadie sabia demasiado de él.

Doce días después de la instalación del campamento junto al Clanio, veinte desde
la huida de Capua, interceptaron a un mensajero en el camino entre Sessola y Nola.
Era un esclavo municipal de Capua, destinado a llevar un mensaje al Consejo de
Nola.
Castas y sus compinches, que se habían cruzado con él en una excursión
particular, lo habían capturado por simple picardía y porque les había gustado el
aspecto de su caballo. Atemorizado, el pobre hombre dijo una sarta de tonterías,
despertando las sospechas de los gladiadores que decidieron interrogarlo. Castas y
sus amigos tenían sus propios métodos para conseguir información y un cuarto de
hora después conocían el mensaje. En esencia, decía que el pretor Clodio Glaber y
tres mil mercenarios escogidos partirían de Roma en dirección a Campania durante
los próximos días con el fin de acabar con la plaga de ladrones. Se solicitaba al
Consejo de Nola que les proporcionara una zona de apostamiento y recabara

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información fiable sobre el número y localización de los bandidos.
Castus y sus amigos colgaron al mensajero de un árbol junto al camino y
pincharon una carta de bienvenida en su pecho, dirigida al pretor Clodio Glaber.
Luego regresaron en silencio.
En el campamento todo seguía igual. Una multitud rodeó a las Hienas y les
preguntó qué habían traído, pero ellos se limitaron a contestar que la expedición
había sido infructuosa. Castas les había ordenado callar y ellos callaron.
El propio Castas entró en la tienda de Crixus, que intentaba reparar unos zapatos
dañados por la humedad sentado sobre una manta. Cuando Castus entró, Crixus
siguió martillando sin alzar la vista.
—Estamos perdidos —dijo Castus—. Tres mil soldados vienen hacia aquí desde
Roma. Hemos capturado al mensajero.
Fueron a buscar al hombre de la piel y a los gladiadores más importantes. En la
tienda de Crixus hacia un calor sofocante. Hablaron sin parar durante un buen rato.
Castas sugirió que se dispersaran y que cada uno intentara salvarse solo, pero los
demás no estaban conformes con esa propuesta y la rebatieron con vehemencia.
Muchas personas se congregaron alrededor de la tienda, atraídas por los gritos,
pero no se atrevieron a entrar. Críxus se secó el sudor de la frente con la vista perdida
en el vació y guardó silencio. El hombre de la piel también callaba y su vista se
posaba en cada uno de los oradores como si los viera por primera vez. Al final, todos
acabaron dirigiéndose a él.
Cuando por fin se hartaron de discutir, el hombre de la piel comenzó a hablarles
de una montaña situada en la costa, no muy lejos de allí, llamada Vesubio. Varias
personas procedentes de aquella región sostenían que aquella montaña tenía un
agujero alumbrado por un fuego interno, y que antes de que hubiera hombres sobre la
tierra, todas las montañas habían ardido con un calor tan intenso que las volvía
transparentes, cegando a los animales que miraban hacia allí. Sin embargo, aquellos
fuegos se habían apagado muchos años atrás, y ahora, en lugar de una cima, la
montaña tenía un hueco con forma de túnel, de ochocientos metros de profundidad y
tan amplio como dos anfiteatros…
Los gladiadores lo escuchaban boquiabiertos, aunque no entendían a dónde quería
llegar. Él hablaba sentado con los hombros caídos y una mano apoyada sobre un
huesudo pómulo, como si hubiera estado contando leyendas de leñadores junto a la
hoguera de un campamento nocturno.
Añadió que aquella montaña estaba rodeada por bosques y viñedos y que a sus
pies se hallaban ciudades como Pompeya, Herculano y Oplontis. Pero más arriba se
volvía desierta, abrupta y se cubría de rocas escarpadas. Según él, se decía que hacía
unos años dos ladrones habían acampado en el fondo de ese agujero y que nunca los
habían pillado, pues sólo se podía llegar allí por un sendero fácil de custodiar.
Por fin los gladiadores comprendieron. La idea de vivir en una montaña hueca
comenzó a parecerles cada vez más atractiva y graciosa. Su entusiasmo creció, y en

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medio de un tumulto de gritos y risas, felicitaron al hombre de la piel que siempre
tenía ideas tan descabelladas y que seguía allí sentado, risueño, con los codos
apoyados sobre las rodillas, posando los ojos en cada uno de ellos. La ansiosa
multitud que aguardaba fuera también recuperó la confianza, y pronto corrió la voz
de que abandonarían aquella isla malsana para irse a vivir a una montaña que
albergaba una fortaleza en sus entrañas.
Aquella noche la isla se llenó de cánticos y baile, se vaciaron las botas de vino y
grupos de distintos fuegos se mezclaron con alborozo.
Por la mañana, los ladrones levantaron las tiendas e iniciaron la marcha hacia la
montaña llamada Vesubio con la vanguardia a caballo, las bestias de carga, los carros
de bueyes y la caravana de mujeres y niños.
Ya eran una multitud de más de quinientos hombres y casi cien mujeres.

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El cráter

El pretor Clodio Glaber se giró con malhumor en su silla e hizo un gesto invitando a
cantar a sus tropas. Las tropas cantaron. Sus roncas voces se elevaron sobre la nube
de polvo que los había envuelto a lo largo de horas y millas de trayecto. No era un
sonido agradable. Los hombres entonaban un cántico satírico sobre la brillante calva
del pretor que iluminaba el camino de sus fieles soldados noche y día. No era una
canción brillante, pero todo auténtico general y todo auténtico ejército deben tener su
canción satírica. ¿Y acaso no era él un general auténtico o sus tropas no formaban un
auténtico ejército? Por supuesto que si; aunque el enemigo no fuera el rey Mitrídates
ni Boyórige, el jefe cimbro. Teniendo en cuenta que había esperado quince años para
cabalgar al frente de las tropas, hubiera preferido un contrincante más distinguido.
¡Qué larga había sido la espera! Habían sido tiempos angustiosos para personas
honestas como Clodio Glaber. El camino hacia el poder ya no estaba jalonado de
hazañas intrépidas, sino de mujeres, sobornos e intrigas. Uno tras otro, sus
contemporáneos habían escalado posiciones de forma solapada, mientras él trabajaba
como un imbécil honesto para ascender paso a paso: primero había sido soldado,
luego cuestor y después pretor, sin saltarse siquiera el cargo de edil. Y eso que su
padre era cónsul y que todo hacia suponer que él, Clodio Glaber, haría una brillante
carrera.
Al diablo con sus soldados, ¿por qué no cantaban? Ya tenían ante si una vista
panorámica de la necrópolis de Capua, y el pueblo de Campania lo aguardaba a él, su
salvador. ¿Qué clase de entrada sería aquélla sin música? Se giró y los soldados
reiniciaron la interpretación del Himno a la Coronilla.
Tomemos por ejemplo a Marco Craso. Nunca se había distinguido por sus
hazañas bélicas, pero había conducido a la horca a docenas de opositores de Sila para
apoderarse de sus haciendas, forjando de ese modo su fabulosa fortuna. Ahora la
mitad del Senado le debe algo y los más altos oficiales bailan al son de su música.
Rollizo y con ojos de cerdo, se ha vuelto medio sordo y por supuesto ignora a
Clodio Glaber, compañero de juventud. Poco tiempo antes había sido acusado de
actos indecentes con una vestal, pero las investigaciones revelaron que sus visitas
nocturnas a la virgen estaban relacionadas con la venta de su casa de campo y toda
Roma rió del incidente.
El pretor comienza a animarse. Dentro de pocos instantes, el salvador de
Campania entrará en Capua sobre su elegante caballo. ¿Por qué no cantan esos
odiosos soldados? Gira su cara sonriente y les hace una señal. El Himno a la
Coronilla resuena por tercera vez, el pretor se llena de regocijo y acaricia el lomo de

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su caballo.
También está ese pesado de Pompeyo, a quien muchos auguran el papel de futuro
dictador. Su bizco, difunto y llorado padre murió a consecuencia de un rayo.
¡Vaya muerte para un noble! El propio Pompeyo fue llevado a juicio en la cumbre
de su carrera por robar trampas para pájaros y libros, parte del botín de Ascoli.
¡Trampas para pájaros y libros! Sin embargo, mientras el juicio estaba aún pendiente
se casó con la fea hija del presidente y fue absuelto. Al pronunciarse la sentencia, el
público gritó «¡Felices nupcias!» en lugar de «¡Larga vida a la inocencia!». Poco
después, Pompeyo se divorció para casarse con la hijastra del dictador Sila, que ya
tenía un hijo de otro.
Al regresar de África, lloró y suplicó para que su suegro le garantizara una
entrada triunfal. Entonces amarraron cuatro elefantes a su cuádriga, pero como el
arco de la entrada era muy estrecho, tuvieron que desatarlos y Pompeyo rompió a
llorar presa de un ataque de histerismo. Pero el pueblo sigue adorándolo a pesar de
todo.
¡El pueblo! Si tuvieran oportunidad de conocer a sus héroes como los conoce él,
Clodio Glaber, no quedarían muchos héroes. ¿Acaso no había crecido junto a ellos,
no había formado parte de la camarilla más selecta? Y sin embargo, ¿de qué le ha
servido? Todos y cada uno de ellos lo han superado. Lúculo está a punto de vencer a
Mitrídates y ahogar su gloria en alcohol; Pompeyo es general en España y se hace
llamar «Pompeyo, el Grande»; Marco Craso está sentado en casa sin tocar una espada
y tiene a todo el mundo en el bolsillo. Incluso el pequeño César, que provocó las
burlas de toda Roma al cumplir su misión de embajador en la cama del rey de Bitinia,
está ascendiendo en el mundo de la política y hace gala de su locuacidad en la facción
demócrata. Pero el premio a los cuarenta virtuosos años de servicio de Clodio Glaber
es la dirección de una ridícula campaña contra bandidos y gentuza de circo, al frente
de un maldito ejército de veteranos y hombres reclutados con prisas, que ni siquiera
son capaces de cantar.
—¡Cantad más alto! —ruge el pretor, rojo de ira, a sus fatigados y roncos
hombres.
Ya están a escasos sesenta metros de las puertas de la ciudad, donde el Consejo
Municipal de Capua ha formado para darle la bienvenida.
El Himno a la Coronilla se eleva hacia el cielo, el caballo del pretor trota con
elegancia y él, el propio Clodio Glaber, con lágrimas de furia en los ojos, recibe el
moderado y algo sorprendido discurso de bienvenida del consejero más viejo.

Era el décimo día del sitio.


El pretor Clodio Glaber se conducía como si estuviera viviendo un extraño sueño.
Por lo que sabia, en toda la historia de Roma no había habido nunca un bloqueo tan
peculiar, pues no estaban sitiando una ciudad, sino una montaña, y ni siquiera una
montaña, sino un agujero en la montaña, a donde sólo era posible acceder a través de

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un único sendero. Los sitiadores no podían subir y los sitiados no podían bajar. El
camino era estrecho como un caño y tan empinado que una mula no podía subir a no
ser que tiraran de ella o la empujaran por detrás, cosa que, por supuesto, resultaba
inconcebible.
El pretor Clodio Glaber se hacía llenar varias botas de vino cada día y se
emborrachaba junto a sus oficiales, todos veteranos con las piernas reumáticas y las
bocas llenas de altisonantes palabras bélicas. Algo era algo.
El campamento del pretor se había instalado, de un modo práctico más que
artístico, en el valle semicircular que los nativos llamaban «la Antesala del Infierno»,
protegido de las jabalinas y las rocas que arrojaban desde arriba. Aunque la distancia
los preservaba de peligros graves, parecía más inteligente adaptar el campamento al
refugio natural que ofrecía el terreno surcado, agrietado; de modo que se vieron
obligados a ignorar las reglas clásicas de instalación de campamentos, por mucho que
esto disgustara a Clodio Glaber, que tenía un gran talento para la decoración.
El valle envolvía la cabeza roma del Vesubio en un semicírculo, separándolo del
monte Somma. La otra faz de la cumbre, que daba al mar, descendía, abrupta e
intransitable, hacia las regiones boscosas. Los bandidos no tenían forma de escapar;
el único sendero conducía al valle donde acampaba Clodio Glaber desde hacía diez
días.
Durante el primer y segundo día los soldados habían intentado atacar el margen
del cráter, aunque por supuesto, había resultado imposible. Arriba, bastaba un hombre
sólo para custodiar el camino, ¿y quién iba a arriesgarse a luchar contra un gladiador?
En honor a la verdad, veinte hombres lo habían intentado, pero quince habían muerto
en la tentativa y los otros cinco habían sido capturados vivos, sólo para caer
asesinados al pie de las rocas poco tiempo después. Este hecho no alentó a los demás
y el pretor tuvo que reconocer que no podía culparlos.
Al principio, varios soldados habían intentado escalar las rocas desnudas.
Algunos, poco versados en el arte del alpinismo, se despeñaron, otros resultaron un
blanco fácil para los proyectiles de los gladiadores y los demás se vieron forzados a
abandonar.
La única salida era dejar que el enemigo se muriera de hambre en su guarida. El
número de sitiados se estimaba entre quinientos y seiscientos; de modo que, incluso
si tenían mulas y caballos —en las noches tranquilas surgían espectrales relinchos de
las entrañas de la montaña— y podían comérselos antes de que los propios animales
murieran de inanición, sus reservas de agua durarían pocos días más. Por
consiguiente, tendrían que rendirse o morir de sed, pues en esa época del año no
contarían con la ayuda de la lluvia.
En consecuencia, el pretor decidió evitar nuevos sacrificios y esperar la
oportunidad de actuar.
El tercer día pasó con tranquilidad. La vista era hermosa, pues el valle estaba
rodeado de umbríos bosquecillos de castaños y pinos, que descendían en suaves

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montecillos ondulados. Los soldados recorrieron el valle y se internaron en los
bosques.
Estaban contentos y entonaron el Himno a la amable Coronilla del pretor.
Mientras tanto, los bandidos permanecían en su guarida del cráter y no se veían por
ninguna parte, aunque de vez en cuando era posible avistar a alguno de sus centinelas
o exploradores, como pequeñas figuras de juguete, en el borde de la cima.
El cuarto día fue similar. Glaber calculaba que se les acabaría el agua al día
siguiente, como máximo. Ya había proyectado el mensaje de victoria destinado a
Roma, conciso y simple como los de Sila:
«Trescientos bandidos ejecutados, doscientos capturados vivos. Un romano
muerto». No sería necesario mencionar las otras cincuenta bajas. ¿Acaso el propio
Sila no había ocultado unos cien mil muertos en sus informes bélicos?
El quinto día fue particularmente caluroso. Los hombres del pretor consumían
cantidades increíbles de agua y vino, estimulados por la idea de que los ladrones
estarían muertos de sed. Además, aunque era improbable que desde arriba pudieran
verlos, cada vez que los diminutos centinelas y exploradores aparecían junto al borde
del cráter, los soldados arrojaban botas enteras de vino al suelo.
Pero tal vez los vieran, después de todo, pues la noche siguiente bajaron los
primeros desertores: dos mujeres y un hombre. Los tres llegaron vivos, aunque con la
lengua hinchada y la nuez de Adán moviéndose sin cesar de arriba hacia abajo. Los
soldados les permitieron beber algo y luego los amarraron con las piernas y los
brazos extendidos a toscas cruces situadas en puntos claramente visibles desde arriba.
Los desertores no se quejaron; se limitaron a pedir más agua por la mañana. Los
soldados les mojaron los labios con esponjas húmedas y los dejaron colgados donde
estaban.
Durante el sexto día no se oyeron ruidos desde arriba ni se avistaron centinelas o
exploradores. Cansado de esperar, el pretor hizo subir a varios voluntarios para
negociar la rendición. Aunque llevaban banderas de paz, los cinco fueron asesinados,
de modo que el pretor decidió esperar un poco más. Si actuaba con discreción,
aquellos cinco cadáveres no le harían modificar el informe.
Aquella noche, dos mujeres y cincuenta hombres desesperados descendieron la
cuesta de la montaña, en parte por su propio pie y en parte rodando. Llevaban
cuchillos entre los dientes apretados, y puesto que no los habían dejado caer, algunos
llegaron con las caras laceradas. Todos fueron asesinados, aunque algunos hombres
del pretor también sufrieron puñaladas y dos murieron como consecuencia de las
heridas.

El séptimo día trajo una catástrofe. Todo comenzó con un pequeño punto negro
en el cielo, del lado del mar, que se acercó rápidamente hasta convertirse en una
gigantesca nube. Sin embargo, aún no quedaba claro si la tormenta caería sobre ellos.
Entonces un resonante rugido surgió del cráter del Vesubio: los ladrones

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imploraban a los dioses que la nube derramara sus aguas sobre la montaña. De
repente el sol desapareció y el borde del cráter se llenó de distantes enanitos, que
saltaban con los brazos en alto como para enseñarle el camino a la nube. Clodio
Glaber miró hacia arriba y también él albergó la furtiva esperanza de que lloviera,
aunque sabía que eso podía costarle su carrera política. Mientras tanto, los soldados
apostaban, y sólo uno de cada tres lo hacía por la lluvia. Pero la nube se acercaba. Su
cuerpo oscuro, brumoso y grávido dejaba tras de si una estela de jirones, como
retazos de un velo.
Por fin el velo se cernió sobre la cumbre de la montaña, la envolvió y dejó caer un
tumultuoso torrente de agua con un enérgico golpeteo.
Los soldados rieron, se cubrieron con las capuchas, atajaron el agua con las bocas
abiertas y entonaron el Himno a la Coronilla de su querido pretor con inaudita
armonía. Uno de los tres crucificados —un hombre que estaba inconsciente, pero
seguía vivo— se revolvió e intentó alzar la cabeza para atrapar con la lengua
hinchada las gotas de lluvia que se deslizaban por sus mejillas. Los soldados, que no
dejaban de abrazarse y bailar bajo la lluvia, rebosantes de alegría, soltaron al desertor
y le echaron vino por la boca hasta que notaron que había muerto. La lluvia menguó
poco a poco, por fin amainó por completo y el sol salió casi de inmediato.
El pretor sabía que el enemigo habría reunido agua suficiente para tres días y que,
una vez más, no podía hacer otra cosa que esperar. Esperar que sus lenguas se
hincharan de nuevo y se arrojaran montaña abajo para beber un sorbo de agua y ser
crucificados. Era una pesadilla.
El anciano y pequeño pretor se emborrachó e invocó a los olvidados dioses de su
infancia para que la lluvia no prolongara indefinidamente aquella absurda campaña
que había aguardado durante quince años.
Así pasaron el octavo, noveno y décimo días.

El décimo día, el Viejo Vibio estaba sentado en el borde del cráter, junto al pastor
Hermios. La pierna paralizada del anciano sobresalía de la roca como el mástil de una
bandera.
—Allí está la vía Popilia —dijo el pastor—. Si miras con atención, verás el
acueducto detrás de Capua, que desciende por el monte Tifata.
Hablaba despacio mientras se palpaba las encías, que en los últimos días se le
habían hinchado y ahora comenzaban a sangrar.
—No veo nada —dijo Vibio, el Viejo—, está demasiado lejos.
Guardaron silencio. A sus espaldas, el cuenco oval del horizonte parecía a punto
de rebosar con el intenso resplandor del mar. El pastor inclinó la cabeza para mirar
las tiendas del pretor Clodio Glaber, apiñadas en el valle semicircular.
—Todo está muy tranquilo allí abajo —dijo, y después de una pausa añadió con
una sonrisa—: Deben de estar comiendo.
—No —respondió el anciano—, aún es demasiado temprano.

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Hermios sonrió tímidamente, arrepentido de su comentario. No quería hablar de
ello, pero siempre acababa haciéndolo, como si el simple hecho de hablar pudiera
solucionar algo. ¿Acaso no había ya bastante charla en el fondo del cráter? Con lo
mal que lo estaban pasando, encima tenían que discutir entre ellos. ¿Cómo acabaría
todo aquello?
—¿Cómo acabará esto? —preguntó y él mismo se sorprendió, pues no había
querido pronunciar esas palabras en voz alta.
—Mejor de este modo que del otro —dijo el viejo.
El pastor pensaba que aquel hombre marchito y curtido debía hablar como un
árbol viejo. Estaba convencido de que si le cortaba un brazo, cubriría el suelo con un
montón de bichitos de carcoma.
Sin embargo, el anciano permaneció en silencio con los ojos cerrados, disfrutando
de la roja luz del sol, que se filtraba a través de la piel de sus párpados sin
deslumbrarlo.
—¿Crees que esa idea de la cuerda dará resultado? —preguntó Hermios.
—Es probable —respondió el anciano.
—Yo no lo creo —dijo el pastor.
Hubo otro silencio.
—Ahí viene Enomao —dijo Hermios—, ¡y vaya aspecto que trae!
El joven tracio se sentó a su lado.
—¿Cómo va todo? —preguntó el anciano.
Enomao se encogió de hombros y contempló el paisaje. Detrás del alto valle se
extendía la llanura de Campania. El sudor cristalino de la tierra negra flotaba en el
lecho del río, los caminos atravesaban los abundantes pastos como arterias y los
huertos parecían henchidos por sus propios jugos dulces. La brisa aleteaba sobre la
llanura, pletórica de impúdica fertilidad.
El pastor comenzó otra vez:
—No puedo ni mirar a los caballos —dijo—, parecen esqueletos envueltos en piel
—añadió mostrando los dientes.
—Tú mismo te asemejas a un caballo —dijo el anciano sin malicia.
—Los pastores y los animales se comprenden mutuamente —sonrió Hermios—.
Anoche sentí algo cálido en mi oreja, como si soplara el siroco, me desperté y ¿qué
creéis que encontré? Una mula resoplando y lamiéndome la cabeza. Quería
preguntarme por qué no puede pastar.
—¿Y cómo se lo explicaste? —dijo Enomao.
—Le dije «sss, sss» y seguí durmiendo —respondió con una sonrisa—. Nosotros
tampoco podemos salir a pastar —añadió después de una pausa y se palpó las encías
—. Y nadie puede explicarnos por qué.
El Viejo parpadeó en silencio.
—De acuerdo, voy a contártelo —dijo de repente—. Una vez vi un bufón en una
feria, un hombre abominable y sucio, pero muy ágil. Podía poner la cabeza entre las

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piernas y mearse en su propia cara. Así es la ley y el orden de los humanos.
—¿Por qué? —preguntó el pastor mostrando los dientes en una mueca de
perplejidad.
Pero el anciano no respondió.
Zozimos, el orador, se acercó a ellos. Su nariz larga y puntiaguda se había vuelto
aún más afilada, pero los pliegues de su túnica seguían tan compuestos como
siempre. Se aproximó tambaleándose entre las rocas, como un pájaro enorme y
delgado.
—Están discutiendo otra vez —informó—. Hay una vasija de agua para los
tracios, otra para los celtas y otra para todos los demás. Sin embargo, la de los celtas
está casi vacía, porque carecen de autocontrol, así que ahora piden que se reparta de
nuevo.
—Siempre hacen lo mismo —dijo el pastor que no sentía el menor aprecio por
Castus, Crixus y los demás galos.
—Espartaco estaba a punto de ceder, pero sus hombres protestaron.
—Y con razón —afirmó el pastor.
—No podemos dejarlos morir de sed, ¿verdad? —dijo Enomao.
—Justamente —declaró Zozimos—, la ley debe ajustarse a la necesidad, aunque
pocas veces lo hace.
—¿Han llegado a algún acuerdo? —preguntó el pastor.
—Una vasija común para todo el mundo y estricto control —respondió Zozimos
—. Un vaso por día por persona. Los criados de Fanio se ocupan de la supervisión.
Los otros tres guardaron silencio. Todos pensaban en lo mismo, y todos lo sabían.
Pensaban: todo esto es estúpido, deberíamos bajar pacíficamente. Seguro que el
pretor es distinto a como lo imaginamos, un hombre educado, que incluso es calvo.
«Danos algo de beber, por favor», le diríamos en tono amistoso y sencillo.
«Volvamos cada uno a su sitio, como antes. Después de todo, no estaba tan mal».
Luego los soldados traerían vino fresco, pan, tocino y polenta y todo el mundo se
alegraría de que se hayan acabado los malentendidos y los tormentos.
—Ah, sí —dijo el pastor y tragó saliva, intentando concentrarse en lo que estaban
hablando—. Lo de las tres vasijas era una tontería. Antes, cuando las cosas
marchaban bien, a nadie le preocupaba si eras galo o tracio.
—Cada pueblo tiene su forma de ser —dijo el retórico—. Los celtas son
valientes, pero vanidosos, temperamentales e indisciplinados. Los tracios tienen una
mentalidad abierta, ojos azules, pelo rojo y son polígamos.
—Eso es lo que dicen tus libros —repuso Vibio el Viejo—, pero un tracio
hambriento es igual a un celta sediento.
Todos miraron hacia abajo en silencio. Un humo blanco y ostentoso se alzaba
sobre el campamento del pretor. A lo largo y ancho de la llanura de Campania, desde
el Volturno a las montañas de Sorrento, granjeros, pastores y labradores cocinaban la
comida del mediodía: gachas, lechuga, tocino y nabos hervidos.

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—Espartaco podría haber sido un gran general —dijo el retórico—. Si hubiera
sido Aníbal, habría conquistado Roma.
—Aníbal —repitió el pastor—. He oído que ató un manojo de paja encendida a
los cuernos de unos bueyes y los persiguió hasta el campamento de los romanos, pero
los romanos apagaron el fuego y se comieron los bueyes —añadió sonriendo con
esfuerzo.
—Tonterías —dijo Zozimos.
—Tú llevas grabada la historia en el corazón, y yo, por así decirlo, en el
estómago.
Parecía curiosamente divertido y siguió mostrando los dientes amarillos con los
ojos encendidos y los párpados enrojecidos.
—¿De verdad era un príncipe? —preguntó de repente con aire distraído.
—¿Quién? —dijo Zozimos—. ¿Aníbal?
—No, Espartaco.
—¡Oh! —exclamó Zozimos—, nadie lo sabe con seguridad. —Se giró hacia
Enomao—. Tú deberías saberlo.
El gladiador, que estaba abstraído en sus propios pensamientos, se sobresaltó.
Tenía una frente amplia y delicada, y una vena azulada se adivinaba bajo su piel.
—No lo sé —dijo.
—Si fuera príncipe, comería tordella con tocino —exclamó Hermios—. Todos los
príncipes comen tordella con tocino —añadió y lo repitió varias veces, hasta que sus
ojos se llenaron de lágrimas.
—Cállate de una vez —le ordenó el anciano, impasible.
El pastor calló.
—Qué glotón —dijo Zozimos incómodo, aunque él siempre se las ingeniaba para
encontrar algo de comer y añadirlo a su ración.
—De todos modos me cae bien —dijo el pastor que ya se había tranquilizado un
poco—. Me cae bien porque es el único de nosotros que sabe por qué hace esto.
—¿Y por qué lo hace? —preguntó Zozimos.
El pastor no respondió, pero poco después reanudó la conversación.
—Siempre tiene alguna idea —dijo—, pensad por ejemplo en la última, la de las
cuerdas.
—Es una idea descabellada —observó Zozimos—, y estoy seguro de que no
servirá de nada.
—Yo también —admitió el pastor—, pero tiene cada idea…
Los cuatro hombres callaron y contemplaron la llanura. De vez en cuando,
pequeñas nubes de polvo avanzaban lentamente sobre un camino, indicando que un
jinete, o un carro viajaban hacia donde deseaban. Para ellos el mundo era amplio y
sin obstáculos.
Alguien trepaba ruidosamente desde el interior del cráter, desprendiendo
fragmentos de rocas, y Zozimos se volvió a mirar.

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—Es tu joven hijo —le dijo al anciano—. Suda, resopla y da la impresión de que
está a punto de estallar con grandes noticias.
Vibio el Joven emergió del agujero del cráter. Jadeaba, sus labios carnosos
estaban secos y agrietados y sus ojos parecían más saltones que de costumbre.
—Debéis bajar —dijo—. Todos deben ayudar con las cuerdas, pues la diversión
empieza esta noche.
—¿Qué diversión? —preguntó el pastor mientras se incorporaba.
—Debéis bajar de inmediato —insistió Vibio el Joven—. Todos se están rasgando
la ropa para hacer cuerdas. Tenéis que venir enseguida.
El pastor se levantó y azotó el aire con su bastón.
—Ya lo ves —le dijo a Zozimos y comenzó a descender con presteza por la
cuesta rocosa.
—Es una idea descabellada —afirmó el retórico que sin embargo se apresuró a
levantarse—. ¡A quién se le ocurre bajar de una montaña atado a unas cuerdas!
Los guijarros acrecentaban el crujido de sus pisadas. El viejo se levantó, echó un
vistazo al campamento del pretor Clodio Glaber, y escupió hacia allí.
—Que te aproveche la comida —dijo.
—¿Tanto los odias? —preguntó Enomao mientras descendían hacia el fondo del
cráter.
—A veces —admitió el anciano—, pero ellos nos odian siempre. Ésa es nuestra
desventaja.

La masacre del ejército del pretor Clodio Glaber sucedió durante la noche del
décimo día de sitio.
La ladera de la montaña que daba al campamento romano era empinada, pero no
del todo intransitable. Aunque se habían visto forzados a rodar sobre las escarpadas
rocas, los desertores habían llegado vivos abajo, donde los habían matado los
soldados. Consciente de este hecho, el prudente pretor había apostado centinelas en
todo el perímetro del valle semicircular.
La otra ladera de la montaña daba al mar y estaba formada por rocas casi
verticales, que levantaban un muro abrupto e infranqueable entre el campo de grava
de la zona alta y los bosques de abajo. De aquel lado, la propia naturaleza se ocupaba
de custodiar a los ladrones, facilitando la tarea de Clodio Glaber. Sin embargo, por
allí descendieron los gladiadores, amarrados a cuerdas, dos horas después de la
puesta de sol. Luego bordearon la montaña y atacaron al desprevenido pretor por la
espalda.
El descenso duró unas tres horas y se llevó a cabo en un silencio casi absoluto.
Arrojaron dos sogas y una escalera de cuerdas, confeccionadas con tiras de lino
plegadas, a través de tres grietas verticales en la roca. La escalera, con sus peldaños
de gruesas ramas de enredadera —la única vegetación que crecía en el interior del
cráter— sirvió para el transporte de armas y para el descenso de los más torpes. El

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resplandor de la luna, ubicuo y uniforme, colaboró en la proeza.
Los gladiadores bajaron primero, seguidos en riguroso orden por los criados de
Fanio, los mercenarios del capitán Mammius y cualquier hombre capaz de empuñar
un arma. Los que llegaban al suelo permanecían agazapados allí, y algunos incluso
conversaban en susurros.
A medianoche, una de las cuerdas se cortó, y aunque los dos hombres que
cayeron se rompieron todos los huesos, reprimieron los gritos para no perjudicar a los
demás. Sus compañeros se vieron obligados a matarlos, pues nadie podía ayudarlos, y
ambos murieron sin rechistar.
Cinco horas después de la puesta de sol, doscientos hombres con armas normales
y cien con porras, hachas y aparejos de gladiadores, se congregaron a los pies de la
montaña. También habían bajado algunas mujeres que no querían perderse la pelea,
pero la mayoría habían permanecido en el interior del cráter, junto con los ancianos y
los animales.
La horda comenzó su marcha. Tenían que caminar en círculo hacia el sur en
dirección a la zona boscosa, al otro lado de la montaña. Caminaron en silencio más de
una hora, guiados por los pastores de Campania que estaban más familiarizados con
los senderos de montaña.
Por fin los gladiadores llegaron al extremo sur del valle semicircular llamado «la
Antesala del Infierno» y mataron al primer centinela romano sin darle tiempo a gritar.
Las voces de alarma de los siguientes centinelas se ahogaron entre los gritos de
guerra de los gladiadores, que despertaron a todo el campamento y llenaron las
tiendas de roncos ecos, distorsionados por la proximidad de las rocas. La masacre
comenzó antes de que los masacrados tomaran conciencia de su situación, de modo
que sólo se resistieron unos pocos veteranos. Sin embargo, el atípico y antimilitar
trazado del campamento, sumado a la terrible confusión, convenció a los soldados
más duros de que era inútil resistir y de que escapar era la única salida posible.
Los gladiadores, preparados para luchar, se vieron forzados a actuar como
sanguinarios. La falta de resistencia del enemigo despertaba en ellos una furia ciega,
pero al mismo tiempo los hacía sentir insatisfechos. Las víctimas yacían en el suelo,
suplicando piedad sin obtenerla, y mientras la muerte se apoderaba de sus
conciencias, pensaban que aquellos hombres —a quienes no habían visto hasta
aquella noche, en que los habían atacado con sus gritos estridentes— no eran
humanos, sino demonios desatados.
Así acabó el décimo día, y aunque los festejos sucedieron a la masacre, el punto
culminante de la jornada llegó a la hora de dormir sobre las mullidas colchas de los
romanos, el descanso sin sueños que sucede al deber cumplido y a la satisfacción de
las necesidades.
Advierte que sus zapatos están llenos de guijarros, por lo tanto se sienta sobre una
roca para sacudirlos y descubre que aquella molestia era una de las causa de su
desazón. Es evidente que comparados con la vergonzosa derrota de su ejército, los

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pequeños e incisivos guijarros —siete en total— quedan reducidos a una ridícula
insignificancia, pero ¿cómo discernir lo importante de lo trivial, cuando ambos
hablan a nuestros sentidos con igual vehemencia? Su lengua y paladar aún retienen el
sabor amargo del sueño interrumpido. Descubre unas pocas uvas olvidadas en el
viñedo, las arranca y mira a su alrededor, pero sólo las estrellas son testigos de la
extraña secuencia de sus actos y ellas no pueden censurarlo.
Se siente avergonzado y sin embargo debe admitir que su actitud no es en
absoluto absurda; ninguna teoría filosófica puede alterar el hecho de que las uvas
fueron creadas para ser comidas. Además, nunca había disfrutado tanto comiendo
uvas.
Sorbe su jugo junto con lágrimas de incomprensible emoción, y luego chasquea
los labios con vergüenza y resolución.
Entonces la noche, alumbrada por las indiferentes estrellas, regala un nuevo
conocimiento a Clodio Glaber: todos los placeres —no sólo aquellos definidos como
tales—, e incluso la propia vida, se basan en una ancestral, secreta desvergüenza.
El calvo pretor Clodio Glaber bajó de la colina a pie, pues los bandidos se habían
apoderado de su caballo. Separado de sus soldados, caminó solo durante toda la
noche. Se desvió del camino, tropezó con el bordillo irregular y rocoso de un viñedo
y miró a su alrededor. Bajo la luz de las estrellas, aquel viñedo cercado con estacas
puntiagudas parecía un cementerio. Reinaba un silencio absoluto, y tanto los
bandidos como el Vesubio parecían perderse en el brumoso ámbito de lo irreal.
Roma y el Senado estaban olvidados, pero aún le quedaba un pequeño deber que
cumplir. Se abrió la capa, buscó el sitio preciso con la mano y dirigió hacia allí la
punta de la espada.
Tenía que cumplir con su deber, pero sólo ahora comprendía el verdadero
significado de esa acción. La punta de la espada debía introducirse poco a poco,
rasgar lentamente los tejidos, cortar tendones y músculos, quebrar costillas. Sólo
entonces alcanzaría el pulmón —tierno, gelatinoso y lleno de finas venas— que debía
partir en dos. Luego encontraría una corteza viscosa y por fin el mismísimo corazón,
un bulboso saco de sangre, cuya textura era imposible imaginar. ¿Acaso alguien lo
había conseguido alguna vez? Bueno, quizá lo lograra silo hacia de forma brusca,
pero un hombre consciente del proceso, de todas y cada una de sus etapas, sería
incapaz de hacerlo.
Hasta entonces, «muerte» era una palabra como otra cualquiera y parecía situada
a una distancia inalcanzable. Los términos asociados a «muerte», como «honor»,
«deshonra» y «deber», existen sólo para aquellos que no alcanzan a entender la
realidad. Porque la realidad, gelatinosa, inexplicablemente delicada, con su red de
finas venas, no ha sido creada para ser rasgada por un objeto punzante. Y ahora
Clodio Glaber comprende que morir es una rematada estupidez, mayor aún que la
propia vida.

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El hombre de la cabeza ovalada

Crixus estaba tendido de lado en la manta, con la pesada cabeza apoyada sobre la
mano izquierda. Una multitud de venas rojas y azules atravesaba sus bíceps
desnudos. Espartaco, tendido de espaldas con las manos entrelazadas en la nuca,
contemplaba un trozo del cráter y unas cuantas estrellas a través de una abertura en el
techo de la tienda. Sus lechos estaban situados paralelos, separados por la mesa. En la
tienda del pretor Clodio Glaber no había sitio para nada mas.
Crixus seguía comiendo. De vez en cuando, su mano derecha se estiraba hacia el
tablero de la mesa, que se alzaba sobre su cabeza, cogía un trozo de carne, se la
llevaba a la boca y la empujaba con grandes sorbos de vino. Hilos de grasa
chorreaban desde la mesa.
Fuera la multitud se había tranquilizado de forma gradual, hasta callar por
completo. Los centinelas exigían las contraseñas a menudo, de hecho más a menudo
de lo necesario, señal de que la horda jugaba a soldados.
Crixus prestó atención, aguzó el oído y se volvió, consciente del silencio. Luego
se lamió los labios y se limpió despacio los dedos grasientos en la manta. Espartaco
se volvió y lo miró fijamente. Crixus entrecerró los ojos y se limpió los dientes con la
lengua. La mirada de Espartaco lo incomodaba y desvió la suya, incómodo.
—Hay que quemar los cuerpos —dijo Espartaco—. Aún hay seiscientos u
ochocientos tendidos en el suelo y apestan.
Ambos callaron y Crixus bebió un trago de vino.
Espartaco volvió a tenderse boca arriba, con los brazos cruzados en la nuca. El
contorno de la montaña dibujaba una línea negra en la grieta del techo de la tienda.
—Sé en qué piensas —dijo—. En las mujeres de Alejandría.
—Glaber volverá a Roma —observó Crixus—, agitará al Senado y enviarán a las
legiones a buscarnos.
El techo abrió una negra brecha sobre la cabeza de Espartaco. Estaba muy
cansado y sus ojos habían perdido su expresión habitual, atenta y serena.
—¿Y entonces qué? —preguntó.
—Nos los comeremos —dijo Crixus.
—¿Y luego?
—Más legiones.
—¿Y luego? —preguntó Espartaco mirando fijamente a través de la brecha.
—Luego nos comerán ellos a nosotros.
—¿Y luego?
Crixus bostezó y cerró una mano con el pulgar hacia abajo.

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—Luego esto —dijo moviendo el pulgar hacia el suelo—. ¿Quieres esperar hasta
entonces?
Allí estaba otra vez, el gesto que decidía las vidas de los gladiadores. No podían
escapar de él. Enjoyado, fláccidamente arrugado, el pulgar señalaba hacia abajo,
deshonraba la vida y degradaba la muerte a la condición de espectáculo, se colaba
incluso en sus sueños.
Crixus volvió a tenderse. La luz de la luna se filtraba a través de la grieta del
techo, donde el cráter proyectaba sus afiladas sombras. Las contraseñas se habían
espaciado.
—¿Quién ha dicho que me quedaría? —preguntó Espartaco, tan cansado que
parecía hablar en sueños—. ¿Quién ha dicho que permanecería con vosotros?
Persigue a un hombre y él correrá, pero cuando haya corrido suficiente se detendrá a
tomar aliento y luego, seguirá su camino. Sólo un loco correría para siempre. —
Crixus callaba—. Sólo un loco seguiría corriendo hasta que le saliera espuma por la
boca, empujado por un espíritu diabólico que le haría derribar todo lo que encuentra a
su paso. Allí había un hombre así…
—¿Dónde? —preguntó Crixus.
—En el bosque. Era patizambo como un niño, tenía orejas puntiagudas y ojos de
cerdo. Solíamos llamarlo «el Marrano». Lo obligábamos a caminar en cuatro patas y
a gruñir como un cerdo. Un día se levantó y huyó. Destruyó todo lo que encontró a su
paso y corrió sin parar. Nunca lo pillaron.
—¿Qué le ocurrió?
—Nadie lo sabe. Es probable que aún siga corriendo.
—Murió en el bosque —afirmó Crixus—, eso es lo que le pasó, o tal vez lo
cogieron y lo crucificaron.
—Ya te he dicho que nadie lo sabe —repitió Espartaco—, pero quizá llegara a
algún lugar. Nunca se sabe. Algún lugar, cualquier lugar.
—Algún lugar como una cruz —dijo Crixus después de una pausa.
—Tal vez —admitió Espartaco—. ¿Por qué no vas a Alejandría? Yo nunca he
estado allí, pero estoy seguro de que es un sitio hermoso. Una vez me acosté con una
chica y ella cantó. Alejandría debe de ser algo así. Vamos, Crixus, lleva a pasear a tu
falo. ¿Quién te ha dicho que yo me quedaría?
—¿Cómo cantaba? —preguntó Crixus—, ¿con vehemencia o con suavidad?
—Con suavidad.
—Tal vez mañana sea demasiado tarde —dijo Crixus después de un breve
silencio.
—Mañana, mañana —repitió Espartaco—. Es probable que mañana nos vayamos
—bostezó—. Tal vez vayamos a Alejandría.
Guardaron silencio y Crixus se quedó dormido. Su respiración se volvió regular y
pronto comenzó a roncar. Una vez más, su cabeza estaba apoyada sobre el desnudo
brazo izquierdo, con su bíceps lleno de venas.

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Espartaco escudriñó la grieta del techo, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Luego
cogió un trozo de carne, lo masticó y bebió vino de la jarra. Los poderosos vapores
del falerno habían hecho presa de él y le nublaban la vista. Los centinelas por fin
habían callado. Bebió otro sorbo de vino, se levantó y salió de la tienda.
Debajo, la costa estaba cubierta de una niebla blanquecina. La extraña silueta del
cráter se recortaba, dentada y negra, sobre el cielo estrellado, y los endebles olivos
tendían sus tullidos brazos sobre el valle.
Pasó junto a los guardias dormidos y se alejó del campamento. Por fin llegó junto
a una pequeña cuesta rocosa y subió. La suela de sus sandalias aplastaba la grava con
un ruido exagerado. De repente la cuesta acabó en un pequeño prado y allí, entre
matas de hierba marchita, raíces y malezas, distinguió un hombre envuelto en una
manta. Su cabeza afeitada y ovalada era la única parte visible de su cuerpo y parecía
serena. Tenía las cejas altas, como si se asombrara de sus propios sueños.
Sus labios eran finos y ascéticos, y la carnosa nariz, arrugada en sueños, le daba
el aspecto de un gracioso fauno.
Espartaco lo contempló durante un rato y por fin le dio un puntapié en la cadera.
El hombre abrió los ojos, pero no se sobresaltó en absoluto. Sus ojos eran oscuros y
la engañosa luz de la luna los había rodeado de sombras.
—¿Quién eres?
—Un miembro de tu campamento —respondió el hombre mientras se sentaba
despacio.
—¿Sabes quién soy yo?
—Zpardokos, príncipe de Tracia, liberador de esclavos, guía de los desheredados.
Paz y fortuna, Zpardokos. Ven a sentarte en mi manta.
—Loco —dijo Espartaco y se quedó allí de pie, vacilante, hasta que volvió tocar
al hombre con un pie—. Sigue durmiendo. Mañana volverán los romanos y te
colgarán de una cruz, junto a todos los demás. ¿Puedes leer las estrellas?
—Las estrellas no —dijo el hombre de cabeza ovalada—, pero puedo leer ojos y
libros.
—Si sabes leer, eres un maestro fugitivo —dijo Espartaco— y serás el undécimo.
Ya tenemos once maestros, siete contables, seis médicos y tres poetas. Si el
Senado nos perdona la vida, podríamos fundar una universidad en el Vesubio.
—Pero yo no soy maestro, sino masajista.
—¿Masajista? —preguntó Espartaco, sorprendido—. Un hombre que sabe leer se
usa para enseñar, no para dar masajes.
—Hasta hace tres días estaba empleado en el cuarto baño público de Estabias.
Cuando me vendieron por primera vez, no les dije que sabia leer.
—¿Porqué?
—Para que no me obligaran a enseñar mentiras —respondió el hombre de cabeza
ovalada.
—No me digas —dijo Espartaco, incómodo—. Tenemos otros lunáticos como tú.

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Por ejemplo, hay un hombre llamado Zozimos, antiguo maestro, que siempre está
pronunciando discursos políticos. No sabia que hubiera tanta locura en el mundo.
—Ni tampoco tanta tristeza —dijo el hombre de la cabeza ovalada—. Tampoco lo
sabías, ¿verdad?
Espartaco no respondió, pero su sensación de incomodidad creció. Uno no debe
hablar de esas cosas. «La tristeza del mundo». En los últimos tiempos, había oído
mencionar el tema a menudo, chácharas de poetas o reformistas. Quería largarse de
allí, pero no estaba de humor para quedarse solo.
El otro hombre se envolvió con la manta, tembloroso, pues a medida que se
acercaba el día, la bruma los envolvía con sus vapores blancos y fríos. Espartaco
permaneció junto a él, vacilante, enorme y absurdo con su traje de piel. Se sentía cada
vez más incómodo bajo la mirada llena de sombras del culto masajista. Aquellos
charlatanes y eruditos eran todos iguales, obsequiaban sus sentimientos al primero
que pasaba junto a ellos, permitían que sus propios corazones salieran de su coraza
como viscosos caracoles.
—Ayer no te vi —dijo Espartaco—. ¿Dónde estabas durante la batalla?
—Masajeando a tus héroes —respondió el hombre de cabeza ovalada y nariz
arrugada.
—Un cobarde, eso es lo que eres —sonrió Espartaco.
—No creo ser un cobarde —dijo el otro tras reflexionar un momento—, pero
cuando alguien me persigue con una lanza, me asusto.
Divertido, Espartaco se sentó junto a él y apoyó los codos sobre las rodillas. El
masajista lo cubrió con un extremo de la manta.
—Loco —dijo Espartaco—. ¿Por qué me has llamado de esa forma tan estúpida?
«Liberador de esclavos, guía de los desheredados».
Intentó que la pregunta sonara indiferente, pero sus ojos habían recobrado su
acostumbrado interés.
—¿Por qué? —preguntó el de la cabeza ovalada—. Porque así está escrito: «El
poder de las cuatro bestias ha concluido, y yo he visto llegar a uno, al Hijo del
hombre, envuelto en las nubes del cielo, ante el anciano de los días que le concedió
poder, gloria y un reino, un eterno dominio…».
—Eso es pura basura —dijo Espartaco, decepcionado.
—Las cuatro bestias son el Senado, los grandes terratenientes, las legiones y los
administradores —dijo el hombre de cabeza ovalada contándolos con los dedos.
—Las bestias están en la arena —observó Espartaco.
—Es una forma de hablar —repuso el otro.
—Lo único que coincide es lo de las nubes del cielo —dijo Espartaco, pues la
neblina seguía espesándose alrededor de la montaña—. ¿Y qué hay de ese Anciano
que concede poder?
—Se supone que es una imagen poética —dijo el de la cabeza ovalada—. Aunque
también podría tratarse de Dios.

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—Hay muchos dioses —replicó Espartaco, aburrido.
—También está escrito: «Ostenta su fuerza ante los presuntuosos, arroja a los
poderosos de sus sillas y exalta a los pobres y humildes; colma de cosas buenas a los
hambrientos y arroja a los ricos con las manos vacías». Y también está escrito:
«El espíritu del Señor está conmigo, pues él me ha ungido para que traiga las
buenas nuevas a los pobres, me ha enviado a sanar los corazones rotos, a consolar a
los cautivos, a abrir los ojos de los ciegos, a liberar a los oprimidos».
—Eso suena mejor —dijo Espartaco—. ¿Tú crees en las profecías?
—En realidad no —respondió el hombre de cabeza ovalada con la nariz arrugada.
Sin embargo, ninguna mueca o bufonada era capaz de endurecer la dura expresión
de sus labios delgados.
—Yo tampoco —dijo Espartaco—. Todos los profetas y adivinos son unos
estafadores.
—En este mundo hay de todo. Están aquellos que pronuncian palabras agradables
a los oídos de los poderosos y aquellos que gritan su furia y su dolor en la noche.
—Pero su lenguaje es siempre patético y oscuro.
—Es un truco del oficio. Un buen sastre debe confeccionar trajes aptos para
muchos hombres.
Espartaco meditó. Deseaba hacerle una pregunta, pero se trataba de algo tan
absurdo, que le daba vergüenza formularla. Por fin se decidió:
—Si no crees en las profecías, ¿por qué te has referido a mí como aquél cuya
llegada está anunciada, el Hijo del hombre?
—¿Yo? —dijo el hombre de la cabeza ovalada—. Yo no te he llamado así. Dije
que estaba escrito que llegaría «Uno…». —Se arropó con la manta, tembloroso—.
Con las profecías pasa lo mismo que con la ropa. Están colgadas en la tienda del
sastre, por donde pasan muchos hombres a quienes les sentarían bien. De repente
llega uno y coge una túnica, y entonces parece hecha para él, porque él la ha
elegido… Lo que realmente importa es que esté de acuerdo con la moda y la época,
pues debe ajustarse a los gustos del momento, a los deseos de muchos hombres, a las
necesidades y añoranzas de muchos hombres…
Frunció la nariz y se giró. Espartaco permaneció en silencio, mirando la luna, las
estrellas, el cráter, sus uñas, y por fin dijo con súbita e inesperada hostilidad:
—Antes has dicho que no creías en profecías.
—No creo en absoluto en la palabra hablada —asintió el hombre de cabeza
ovalada—. Sólo creo en sus efectos. Las palabras son aire, pero el aire se convierte en
viento y hace navegar a los barcos.
Espartaco volvió a callar. Sentado a horcajadas sobre la manta, con la cabeza
apoyada sobre sus puños, cerró los ojos deslumbrado por la luz de la luna. Era una
luz tan potente que podía percibir su resplandor plateado a través de los párpados.
No sabía cuánto tiempo llevaba sentado allí, tal vez se hubiera dormido. Por fin
estiró las piernas, bostezó y sintió frío.

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—¿Sigues aquí? —preguntó Espartaco—. Dame tu manta.
El hombre de la cabeza ovalada se incorporó, sacudió su manta y se la entregó a
Espartaco. De pie, el hombrecillo era una cabeza más bajo que su interlocutor y
parecía delgado y frágil.
—Deberías haber sido maestro en lugar de masajista —dijo Espartaco mientras se
cubría con la manta todavía caliente. Luego bostezó y se tendió en el suelo—. Puedes
quedarte y hablarme.
Tembloroso, el otro hombre se sentó sobre una piedra, a un par de metros de la
cabeza de Espartaco.
—Será mejor que duermas —dijo.
—Ése es el problema —dijo Espartaco—, no puedo dormir. Tengo la impresión
de que un montón de moscas zumban en el interior de mi cabeza.
—Estás agotado —dijo el de la cabeza ovalada—. ¿Quieres un masaje?
—Cuéntame algo —pidió Espartaco—. Hablas con un deje palatal, así que debes
de ser sirio o judío.
—Soy esenio.
—¿Qué es eso?
—Es una larga historia —respondió el otro.
—Cuéntamela.
—De acuerdo —dijo el esenio—. Está escrito que hay cuatro tipos de hombres.
El primero dice: «Lo mío es mío y lo tuyo es tuyo». Es la tribu de las clases
medias, Sodoma, según la llaman algunos. El segundo grupo, formado por la gente
vulgar y humilde, dice: «Lo mío es tuyo y lo tuyo es mío». Un tercer grupo, los
piadosos, dicen: «Lo mío es tuyo y lo tuyo también es tuyo». Por último, otros dicen:
«Lo mío es mío y lo tuyo también es mío»; son los malvados. Así está escrito. Los
eruditos dicen que el primer hombre del grupo de lo mío-mío y lo tuyo-tuyo fue Caín,
que mató a su hermano Abel y fundó la primera ciudad. Por tanto, aunque esta visión
es muy común en nuestros días, se la rechaza y se la considera propia de Sodoma. La
tercera opinión, la de los piadosos, también es rechazada, porque aquellos que no
poseen bienes terrenales entregan lo poco que tienen para demostrar que sólo
persiguen la virtud. Es una singular forma de hipocresía que podríamos denominar
«la arrogancia de los débiles» y que, por sobre todas las cosas, es estúpida. La cuarta
modalidad, que corresponde a los grandes terratenientes y usureros, es abominable y
detestada. Sólo queda la segunda, «lo tuyo es mío y lo mío es tuyo», que es la
nuestra.
—¿Entonces vuestras propiedades son comunes?
—Así es.
—¿Y vuestros esclavos también son una propiedad común?
—No tenemos esclavos.
—Ya veo —dijo Espartaco después de meditar un momento—, sois una tribu de
cazadores y pastores.

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—No, somos granjeros y artesanos. Todos trabajamos y todos compartimos los
beneficios.
—Es gracioso —dijo Espartaco—, si a pesar de ser hombres libres trabajáis, sois
vuestros propios esclavos. Nunca he oído nada igual.
—Es probable —dijo el esenio con un gesto de asentimiento—. Tal vez tengas
razón.
—¿Lo ves? —dijo Espartaco—. Hablas y hablas y luego caes en la trampa de tus
propias palabras opulentas. Vuestros propios esclavos… Es como si un hombre fuera
su propia esposa. Los cazadores y los pastores no trabajan y por lo tanto no necesitan
esclavos, pero aquellos que siembran y siegan, los que hacen cosas y las venden,
deben tener esclavos, pues así debe ser. El hombre manda, la mujer da a luz y el
esclavo trabaja. Ése es el orden natural de las cosas, y todo lo demás son patéticas
tonterías contrarias a la razón y la armonía.
—¿Tú crees? —dijo el esenio mientras sacudía la cabeza—. ¿Entonces no
consideras que has traído el desorden a Campania?
—Calla —protestó Espartaco—. Un fugitivo no puede cumplir con la ley y el
orden, pero eso no tiene nada que ver con tus parloteos.
—¿Te parece? —dijo el esenio. Luego cogió un guijarro, lo sopesó en la mano y
lo arrojó colina abajo. La piedra rodó y pronto desapareció de la vista, devorada por
la bruma, pero eso no evitó que la oyeran caer. Entonces, cuando el ruido se apagó, el
esenio dijo—: Si le hubieras preguntado a esa piedra por qué rodaba, te habría
contestado que la habían empujado. La piedra cree que lo único que importa es el
empujón, y sin embargo obedece involuntariamente a la ley común de que todo lo
que es arrojado cae hacia abajo.
Espartaco no respondió y siguió tendido boca arriba, con las oscuras montañas a
derecha y la empinada cuesta a la izquierda. Estaba demasiado cansado para seguir el
hilo de las ideas del esenio, pero sentía que su mente las absorbía como una esponja.
Sin embargo, el hombre de la cabeza ovalada no le prestaba mayor atención,
incluso parecía haberse olvidado de él. Estaba sentado encogido sobre una piedra,
como un animal alerta y temeroso. Parecía hablar consigo mismo, mientras
balanceaba la cabeza hacia delante y hacia atrás, y probablemente tenía la nariz
fruncida otra vez, pues su voz sonaba como una risa suave y ahogada:
«»Ni su plata ni su oro los salvará en su día de la ira de Yahvé, pues toda la tierra
será devorada por el fuego de su celo. Llorad, vosotros que vivís junto a los molinos,
pues los mercaderes se han marchado y todos aquellos que acumulaban dinero han
sido expulsados. Malditos sean aquellos pastores que se alimentan a sí mismos pero
no alimentan a sus rebaños. Malditos aquellos que juntan una casa con otra y un
campo con otro hasta que no queda sitio para nada, hasta que se convierten en únicos
dueños de las tierras del mundo. Malditos aquellos que decretan falsas leyes y roban
los derechos de los pobres para convertirlos en sus presas. Malditos, pues sus mentes
se dejan gobernar por las recompensas, sus sacerdotes enseñan a cambio de un sueldo

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y sus adivinos profetizan por dinero. Malditos, pues cantan al son de las arpas, y se
inventan su propia música, beben vinos en cuencos y se ungen a si mismos, pero no
les afecta el dolor del pueblo.
»Pues la justicia de Yahvé caerá sobre todos y cada uno de los presuntuosos y
arrogantes, que serán degradados, sobre todos los cedros del Líbano, sobre los robles
de Bashan y los mercaderes de los mares, sobre los señores del Senado y los amos de
los juegos sanguinarios, sobre todo lujo, pues el Señor desnudará a las hijas de Roma
y les arrancará sus joyas. Y habrá grandes llantos ante la puerta del este, gritos de
alarma ante las demás puertas y sonoros lamentos desde las siete colinas.
»Pues Él vendrá, enviado por Yahvé, con su espada, su red y su tridente, enviado
por el Señor para sanar los corazones rotos, llevar luz a los ojos de los ciegos, liberar
a los oprimidos.
»Pero eso ya lo has oído antes —concluyó el hombre de cabeza ovalada con un
súbito cambio de voz, y dejó de sacudir la cabeza.
Aquellas palabras demostraban que, después de todo, no estaba hablando solo.
—Continúa —dijo Espartaco.
—Tengo frío —dijo el esenio—. Devuélveme la manta.
—Lo haré —dijo Espartaco, pero no se movió y siguió tendido con los ojos
abiertos.
El esenio pareció olvidar la manta. Se sentó sobre la roca y contempló en silencio
la nube de niebla que ascendía lentamente.
—Nunca había oído hablar de un Dios que maldijera tanto como ese Yahvé tuyo
—dijo Espartaco—. Está tan furioso con los ricos, que cualquiera diría que es un dios
de esclavos.
—Yahvé está muerto —dijo el hombre de cabeza ovalada—, y no era un dios de
esclavos, sino un dios del desierto. Era bueno en cosas del desierto: sabía cómo hacer
surgir manantiales de entre las rocas y cómo hacer que llovieran panes del cielo.
Pero no sabia nada de trabajo ni de agricultura. No podía hacer que los viñedos,
los olivos o el trigo dieran frutos, no era un dios opulento, sino duro como el propio
desierto. Por tanto, condena la vida moderna y se encuentra perdido en ella.
—¿Lo ves? —dijo Espartaco decepcionado—. Si está muerto, sus profecías ya no
tienen ningún valor.
—Las profecías nunca tienen ningún valor —dijo el esenio—. Te lo he explicado
antes, pero estabas dormido. Las profecías no cuentan, quien cuenta es aquel que las
recibe.
Espartaco reflexionó tendido, pero con los ojos abiertos.
—Aquel que las recibe verá días terribles —dijo después de un momento.
—Así es —respondió el esenio—. Lo pasará muy mal.
—Aquel que las recibe —continuó Espartaco—, tendrá que correr y correr sin
cesar, hasta que le salga espuma por la boca y hasta que haya destruido todo lo que se
interponga en su camino con su enorme ira. Correrá y correrá, y la Señal no le

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abandonará, y el demonio de la ira desgarrará sus entrañas. —El aterido esenio miró
la manta. Después de una pausa, Espartaco añadió—: Y ni siquiera tú puedes decir
dónde acabará.
—¿Quién? —preguntó el hombre de cabeza ovalada, pero Espartaco no respondió
—. Puedo contestarte incluso eso —dijo el esenio después de un rato—. Porque ha
habido muchos que han reconocido la Señal y recibido la palabra.
—¿Y sabes qué les sucedió?
—Lo sé, pues fueron muchos y ninguno fue el primero. Hubo, por ejemplo, un tal
Agis, rey de Laconia. Este hombre supo por su tutor que una vez había existido una
era de justicia y propiedad común, llamada la edad dorada, e intentó restablecerla.
Como es natural, los aristócratas y poderosos pusieron objeciones, pero el rey entregó
sus riquezas al pueblo y restituyó las antiguas leyes.
—¿Y qué le ocurrió? —preguntó Espartaco.
—Fue colgado. También hubo un hombre llamado Jambulos que partió en un
largo viaje por mar con un amigo. En medio del océano encontraron una isla donde
aún se vive la edad dorada. Los nativos de la isla son llamados pancayos y, como
consecuencia de su honrado estilo de vida, tienen unos cuerpos realmente hermosos.
Comparten propiedades, comida, vivienda, y también sus mujeres, para que ningún
hombre sepa cuáles son sus hijos. De ese modo, no sólo evitan el orgullo de la
propiedad, sino también la arrogancia del linaje. Sin embargo, Jambulos fue
asesinado por sus compatriotas ricos para evitar que nadie conociera ese buen
ejemplo, y ahora nadie sabe dónde está la isla de los pancayos. —Tendido con los
ojos abiertos, Espartaco contemplaba en silencio las sombras que comenzaban a
disiparse. El esenio, encogido cerca de su cabeza, continuó la historia—: Siempre
ocurre lo mismo.
Una y otra vez aparece un hombre que reconoce la señal, recibe la palabra y sigue
su camino con una gran furia en sus entrañas. Él conoce la añoranza de los hombres
por aquellos remotos tiempos olvidados en que reinaban la justicia y la bondad.
Sabe cuán justa era Israel y qué magníficas eran sus tiendas cuando vivía en el
desierto, agrupada en ordenadas tribus, en la gracia de Yahvé…
—Deja en paz a tu Yahvé y continúa.
—Siempre es igual. Por ejemplo, no hace mucho tiempo, un esclavo llamado
Eunus vivía en Sicilia. Tenía un amigo llamado Kleon, también esclavo, que procedía
de Macedonia. Ambos escaparon de su amo, un gran terrateniente y opresor de
esclavos. Se unieron a otros esclavos y acamparon en bosques o colinas. Aunque al
principio no tenían mayores motivos, lucharon contra los mercenarios y los
vencieron. —El hombre de la cabeza ovalada hizo una pausa y sacudió la cabeza,
pero Espartaco se había sentado y lo instó a seguir con un gesto impaciente—. Bueno
—continuó el esenio—, como te decía, reunieron más y más gente sin un propósito
concreto. Pero los propósitos no tienen nada que ver con los hechos. Los números
crecían con mayor rapidez de la que habían imaginado, y pronto fueron cien, mil,

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diez mil, setenta mil. Setenta mil, todos ellos esclavos, un verdadero ejército de
esclavos. Todos los esclavos de Sicilia se unieron a ellos.
—¿Y entonces? —preguntó Espartaco.
—El Senado envió una legión tras otra y los esclavos acabaron con una legión
tras otra. Durante tres años gobernaron la mayor parte del territorio de Sicilia. En
cuanto Roma los dejara en paz, pensaban crear un Estado del Sol, una nación donde
reinara la justicia y la buena voluntad.
—¿Y entonces? —preguntó Espartaco.
—Y entonces los derrotaron —dijo el esenio—. Veinte mil hombres fueron
crucificados. En Sicilia crecieron más cruces que árboles y en cada una de ellas
colgaba un esclavo que antes de morir maldijo a Eunus el sirio y a su amigo Cleón el
macedonio, pues los consideraban culpables de sus muertes.
—¿Culpables? —preguntó Espartaco—. ¿Por qué iban a ser culpables?
—Por dejarse vencer —respondió el esenio y sacudió la cabeza.
—Continúa —pidió Espartaco con voz ronca.
—No hay nada más que contar —dijo el hombre de la cabeza ovalada—, pues
estos hechos ocurrieron hace apenas unas décadas. Sin embargo, ya ves cómo tenía
razón al decir que la añoranza de justicia de la gente vulgar es eterna, y que una y otra
vez un hombre se separa de la multitud, recibe la palabra y sigue su camino con una
gran ira en las entrañas.
»Aunque el poder de Sodoma lo venza y lo crucifique, otro hombre aparecerá
después de un tiempo y tras de él vendrán otro y otro más, y se pasarán la gran ira
unos a otros de década en década, como en una gigantesca carrera de relevos que
comenzó el día en que el perverso dios de las ciudades y la agricultura asesinó al dios
de los desiertos y los pastores.
Poco a poco, el movimiento rítmico de la cabeza del esenio se fue apoderando de
su cuerpo, y continuó balanceándose de atrás hacia adelante hasta que el primer
resplandor del alba desterró por fin las brumas y Espartaco advirtió que el masajista
erudito era un anciano. Las sombras oscuras de sus ojos se habían esfumado y sus
cejas se arqueaban sobre las marcadas ojeras con expresión de asombro, mientras la
nariz se proyectaba con tristeza sobre los labios finos y severos. Su cuerpo se
balanceaba sin cesar, como si no tuviera huesos en las caderas.
Espartaco se levantó, se acomodó la piel sobre la espalda y estiró los brazos hasta
que oyó crujir las articulaciones. Luego permaneció de pie unos instantes, con las
piernas separadas y los brazos levantados, enorme y atractivo en su holgado ropaje de
pieles. Por fin se inclinó para recoger la manta del anciano y se la entregó. Entonces
el esenio interrumpió su monótono balanceo y se envolvió con ella.
Espartaco se aproximó a la cuesta, volvió a mirar hacia el resplandeciente este y
hacia la montaña, cuya silueta diurna rompía el hechizo de su distorsión nocturna.
No escuchó ni devolvió el saludo del anciano, y descendió hacia el campamento
con grandes zancadas que resonaron sobre el suelo pedregoso.

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Los ruidos confusos que llegaban de las tiendas indicaban que algunos hombres
ya se habían despertado. Al ver los torpes pájaros negros que revoloteaban en
círculos en el pálido cielo, recordó que debía hacer quemar de inmediato los
cadáveres, aquellos seiscientos u ochocientos miembros del derrotado ejército de
Clodio Glaber.

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LIBRO SEGUNDO
LA LEY DE LOS DESVÍOS

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INTERLUDIO

Los delfines

Últimamente, el escriba Quinto Apronius se siente decaído y malhumorado. Su


digestión no funciona como es debido y lo atormentan las punzadas en el estómago y
el abdomen. Incluso aquella mañana se ha quedado dormido, cosa que no había
sucedido nunca en sus dieciocho años de servicio. Agitado, con la túnica levantada y
apretada contra la cadera, se precipita por las calles somnolientas de la mañana.
En el tablón situado entre los puestos de perfume y ungüentos y el mercado de
pescado, han pintado un nuevo anuncio con letras rojas y azules de dos centímetros
de grosor: el empresario Marco Cornelio Rufo se enorgullece en presentar su
excelente compañía al estimado público de Capua. La primera función se llevará a
cabe mañana, con la obra Buceo el campesino, y se aconseja reservar las entradas con
antelación.
Apronius conoce el anuncio de memoria. Se ha parado delante de él todos los
días, lo ha estudiado una y otra vez sacudiendo la cabeza. Se ha hablado mucho de
esta obra y se rumorea que ha tenido algo que ver con un escándalo teatral sucedido
cuando la compañía actuaba en Pompeya, un incidente político con un saldo de dos
víctimas. El precio de la entrada es muy, muy exagerado, pero el contratista de juegos
Léntulo prometió presentarle al empresario en la Sala de los Delfines para que le
regalara una entrada. Habrá que ver si cumple su palabra.
Durante las largas horas del Tribunal del Mercado, mientras Apronius redacta sus
interminables actas, vuelven las punzadas en el estómago. Apenas puede esperar a
que el juez levante la sesión, y en cuanto lo hace, corre hacia los baños de vapor sin
detenerse siquiera en la taberna de Los Lobos Gemelos.
El paseo cubierto está lleno de la habitual y jovial animación, pero Apronius
pierde tiempo en escuchar declamaciones o cuentos obscenos. Mientras se abre paso
entre los grupos de cotillas, nota que el escritor Fulvio está rodeado de más gente que
de costumbre. Es evidente que el hombrecillo con la calva llena de protuberancias
está pronunciando uno de sus discursos sediciosos e incendiarios. ¿Qué había dicho la
última vez?: «Vivimos en un siglo de resoluciones abortadas». Hoy debe de estar
predicando sobre los ladrones del Vesubio, que amenazan a los pacíficos ciudadanos
de Campania. Quizás esté impaciente por verlos también allí.
Por fin Apronius entra en la Sala de los Delfines, se acomoda en su asiento
habitual y deja escapar un gran suspiro, pero pronto su ánimo vuelve a oscurecerse.
Por lo visto, hoy todos sus actos resultan infructuosos. Resignado, está a punto de
levantarse para marcharse, cuando ve llegar a Léntulo hablando acaloradamente con

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un caballero regordete envuelto en una elegante bata de baño: el empresario Marco
Cornelio Rufo.
Los dos caballeros se sientan en sendos tronos de delfines, a la derecha de
Apromus. El escriba es presentado de forma desdeñosa al distinguido caballero, quien
tras una pequeña inclinación de cabeza desde su sillón, reanuda la conversación.
Hablan de viejos tiempos y parece evidente que no se veían desde hace años.
Apronius deduce de sus comentarios que la amistad entre ambos se remonta a la
época en que Léntulo se dedicaba a la política en Roma y que el elegante empresario
ya era entonces un hombre de gran prestigio. Entre divertidas alusiones sólo
comprensibles para iniciados, Apronius reconoce con respeto los nombres de grandes
políticos: Sila, Chrysogomus, Craso, Pompeyo, Cetego.
Por lo visto, el elegante empresario es de origen griego, tal vez con unas gotas de
sangre levantina. Apronius había oído decir que era uno de los diez mil hombres a
quienes el dictador Sila había liberado de la esclavitud, otorgándoles derechos con el
fin de fortalecer su facción. Su discreta astucia, sumada a sus exquisitos modales, le
habían permitido ganar una posición en el mundo, y tras la muerte de Sila muchos lo
habían considerado el futuro líder de la facción demócrata, hasta hace apenas dos
años, cuando había desaparecido de forma súbita de la escena política tras un fatídico
desliz: un sórdido asunto con un vestal. A partir de entonces, Rufo regresó a la
importación de trigo y otras actividades comerciales, y últimamente se dedicaba a
recorrer el país con una compañía de actores.
Rufo es un conversador interesante. Sentado entre dos delfines, graciosamente
inclinado hacia delante, su mundana locuacidad reduce al director de los juegos al
papel de un patán de provincias. Cuenta un divertido relato sobre cómo su compañía
ha escandalizado al reaccionario público de Pompeya, pero Léntulo lo interrumpe
para preguntarle si la obra dedica alguna mención a los ladrones del monte Vesubio,
el principal tema de conversación de toda la ciudad. En el fondo, Léntulo está
orgulloso de que aquellos ladrones hubieran sido educados, por así decirlo, en su
propia escuela.
No, responde Rufo, la política teatral, que ya ha interferido bastante, sin duda
censuraría cualquier referencia a los hombres de Espartaco. Sin embargo, como
ambos caballeros podrán comprobar por si mismos, los ladrones son el tema implícito
de la obra, que después de todo tipo de aventuras, acaba con la decisión del héroe, el
campesino Bucco, de unirse a los bandidos del Vesubio. Entonces, volviéndose por
primera vez hacia Apronius, el empresario expresa su esperanza de verlo en el
anfiteatro.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, sabe que ha llegado el
momento decisivo. Sin embargo, el pasado político de Rufo y, aún más, su elegante
atuendo, lo han acobardado. Sentado en el trono junto a aquellos caballeros
imponentes, ha estado escuchando respetuosamente la conversación con su aspecto
humilde y vulgar, mientras se devanaba los sesos para encontrar una forma de

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abordar el tema de la anhelada entrada gratuita. Pero ahora, frente a la irrepetible
oportunidad, empalidece y sin pensarlo, incluso sin desearlo, sus labios balbucean
una disculpa con la excusa de un compromiso previo en el mismo instante en que
advierte que su derrota es irrevocable.
Amable y algo sorprendido, el empresario expresa su pesar, se levanta del asiento
y se dirige a los baños interiores cogido del brazo de Léntulo. Apronius los sigue a
tres pasos de distancia. Contempla de mal humor cómo disfrutan de la minuciosa
ceremonia de los baños: agua templada, agua caliente, vapor, agua fría; observa como
los masajean mientras ambos sudan y jadean, suspirando de placer. Sus espíritus se
elevan hasta tales alturas que deciden iniciar un juego con la pelota. Entre pequeños
gritos y disputas alborozadas, desnudos, gruesos y aceitosos, los dos distinguidos
caballeros corretean como niños inocentes, jugando con todo el corazón, francamente
dichosos de que sus ánimos despreocupados y joviales hubieran sabido sobreponerse
a las tormentas de la vida.
Pero después, cuando reposan uno junto a otro envueltos en suaves mantas,
agradablemente agotados, el escriba Quinto Apronius advierte un cambio en su
propio ánimo. Recuerda que nunca en sus dieciocho años de servicio ha estado tan
cerca de hombres de relevante pasado político. De repente lo embarga la emoción y
recuerda el gran pesar de su vida, un secreto que aún no ha confiado a ningún ser
humano, ni siquiera a Pomponia. Tendido boca arriba, con los ojos fijos en el techo,
siente la imperiosa necesidad de confesarse.
Con palabras vacilantes le cuenta al empresario que en una época había
concebido grandes ambiciones, que había albergado la esperanza de retirarse, viajar a
tierras lejanas y obtener honrosa fama con la redacción de un tratado filosófico sobre
el estreñimiento como causa de todas las revoluciones. Entonces, con el fin de lograr
ese objetivo, había invertido todos sus ahorros, fruto de diez fatigosos años, en
acciones de una compañía asiática de recaudación de impuestos. Sin embargo, tres
meses después, Sila había ordenado disolver la compañía, las acciones se habían
convertido en papel mojado de la noche a la mañana y él, Quinto Apronius, se había
arruinado para el resto de su vida.
Mientras una asistente femenina cubre el vientre musculoso del empresario con
toallas, éste gira la cabeza y observa al escriba con mayor atención. Su vista recorre
la figura delgada de Apronius, desde los hombros caídos a las rodillas puntiagudas,
las descuidadas uñas y los peludos dedos de los pies. Apronius siente que aquel
hombre lo sabe todo sobre él, que conoce su presupuesto mensual, su buhardilla con
la salida de incendios, e incluso a la huesuda y vieja Pomponia, siempre con la escoba
en la mano. Rufo se vuelve y esboza una sonrisa entre divertida y compasiva.
—Mira, amigo mío —le dice—, tú no has sido el único afectado por ese asunto.
La historia de la compañía asiática de impuestos es un tanto complicada, pero
instructiva. ¿Te gustaría oírla? —Apronius traga saliva y asiente en silencio—.
Entonces escucha: la compañía en cuestión —comienza sin dejar de sonreír, como si

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se dirigiera a un niño—, a la cual le confiaste tu dinero, había arrendado al Estado la
recolección de impuestos de la provincia asiática, un negocio muy rentable. Sin
embargo, los directores eran todos caballeros, o sea miembros de la joven aristocracia
financiera, y Sila sentía especial predilección por la sangre noble. Odiaba a la
aristocracia económica y aquel que pretendiera asumir un cargo debía probar que
descendía de un antiquísimo linaje. Por consiguiente, Sila anunció que la compañía
robaba a los contribuyentes, se apresuró a disolverla y decidió que el propio Estado,
representado por el gobernador de la provincia asiática, se hiciera cargo de la
recaudación de impuestos. Como es natural, esta acción tuvo consecuencias
devastadoras para todos los afectados. En primer lugar, los pequeños accionistas
perdieron su dinero, y en segundo lugar, la situación de los contribuyentes asiáticos
empeoró, porque el gobernador, que, como recordarás, era el joven Lúculo, no tenía
la menor idea de cómo manejar con tiento el complicado oficio de la recolección de
impuestos, pese a su maravilloso árbol genealógico.
»A propósito, tal vez te consuele saber que las personas más distinguidas de
Unma sufrieron igual que tú. ¿Quieres que continúe? En aquella época el joven
Cicerón estaba en la cumbre de su carrera. Con veintisiete años, era amante de la
dama Cerelia, quien a su vez tenía importantes intereses en la compañía asiática.
Como tú, ella perdió la mitad de su fortuna, y Cicerón se conmovió tanto con este
incidente que estuvo a punto de enfrentarse a Sila. «¡Proteged a la pequeña
aristócrata! —proclamó en una diatriba pública en el forum—. Proteged a los
caballeros que nos trajeron fortuna». También estuvo a punto de perder la cabeza… y
en más de un sentido.
Rufo sonríe, abstraído en sus recuerdos, y el escriba Apronius sacude la cabeza en
un gesto de perplejidad. Esperaba consuelo, comprensión, palabras compasivas, y en
su lugar, el gran hombre habla de asuntos oscuros, incomprensibles para él, para
definir lo que hasta entonces le parecía una siniestra conspiración concebida con el
único objetivo de robarle a él, Quinto Apronius, todos sus ahorros.
—Pero la historia continúa —añade Rufo con risueña locuacidad—, ¿te gustaría
escuchar algo más? El sucesor de Lúculo fue cierto Gneius Cornelio Dolabela. Era un
individuo más bien indolente y comenzó a arrendar en secreto la recolección de
impuestos a diversos caballeros y compañías. El banquero Marco Craso y un tal
Chrysogomus, considerado el favorito de Sila, actuaron de intermediarios. Es triste
reconocer que la situación de los contribuyentes asiáticos tampoco mejoró; por el
contrario, su tributo se elevó de veinte mil a cuarenta mil talentos para recuperar las
pérdidas de la compañía. Los infelices nativos tuvieron que hipotecar los tesoros de
su templo, arriesgar las rentas del teatro, vender a sus hijos en el mercado de esclavos
de Delos o huir y unirse a los piratas. Dolabela fue acusado de extorsión en cuanto
expiró su mandato, pero Craso y sus amigos lograron exculparlo. El encargado de la
acusación era un joven aristócrata llamado Cayo Julio César, cuyos amoríos y
aventuras en la corte del rey de Bitinia habían hecho reír a toda Roma.

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Se había comportado como un tímido colegial en su presencia, los había mirado
con respetuoso temor.
Pero en adelante todo cambiará. ¡La próxima vez que se encuentre con uno de
ellos le dirá lo que piensa a la cara! Y en la reunión de los «Adoradores de Diana y
Antinoo» los pondrá al descubierto con un vehemente discurso: «¡Ya es hora —dirá
— de que estos corruptos truhanes sean arrojados por la alcantarilla por un hombre
fuerte, capaz de limpiar sin miramientos el mugriento establo del Estado!».
Si los ladrones vinieran a la ciudad de Capua y lo destruyeran todo —municipio,
baños de vapor, delfines— harían un gran servicio, pues acabarían con tanta ansiedad
y desvelos.
Cuando el escriba abandona Los Lobos Gemelos en dirección a casa, la oscuridad
se cierne sobre el barrio de Oscia. Esta noche ha traicionado sus costumbres y ha
bebido vino con la cena, un fuerte falerno, capaz de ahogar la melancolía y el dolor
de estómago. Mientras camina por las calles desiertas, arrastrando por el suelo su
túnica de funcionario, entona una canción imprudente y provocativa, una canción
canallesca.
Luego, al subir hacia su habitación por la escalera de incendios, tropieza y está a
punto de caer, pero sigue cantando sentado en un peldaño entre la segunda y la
tercera planta. Aunque no está borracho, canta en la oscuridad su canción canallesca
marcando el ritmo con las piernas delgadas y peludas.
Dejad que venga ese jefe bárbaro, ese tal Espartaco, dejad que traiga alboroto y
destrucción. Que acabe con todo, casas, delfines, Tribunal del Mercado; dejadlo,
dioses, ¿acaso alguien puede compadecerse de este mundo?
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, regresa solo. Las
punzadas en el estómago y el abdomen se han reiniciado y todo lo que ha escuchado
lo ha dejado bastante mareado. En sus dieciocho años de servicio no había oído
hablar tanto de la trama oculta de la política romana como en aquella tarde
memorable. Sacude la cabeza con asombro y murmura palabras de desprecio. ¡Vaya
jungla de decadencia política! ¡Se ha abierto un abismo ante sus propios ojos! Escoria
como aquélla, advenedizos y estafadores como esos hombres, manejan en secreto los
hilos de la república, conspiran y roban al ciudadano honesto y son la causa de todos
los infortunios. Y él, Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal.

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El encuentro

La horda acampaba en un valle semicircular de las tierras altas, en las tiendas que
fueran de Clodio Glaber, comiendo sus provisiones y bebiendo vino. Pero en las
entrañas de la montaña, en el interior del cráter, cada noche se encendían enormes
fuegos, cuya luz alumbraba los campos distantes.
Parecía que el Vesubio escupía llamas, como en tiempos legendarios, y para los
habitantes de los valles, el humo rojo que despedía el cráter cada noche era como la
insignia de la victoria de un grupo de ladrones, intrépidos y justos, sobre las legiones
romanas.
Pues los rumores, que cruzaban las tierras con mayor rapidez que el mensajero
más veloz del Senado, se limitaban a mencionar aquello. Cuanto mayor era la
distancia del lugar de los hechos, más imaginativas y gozosas se volvían las
anécdotas, y así como un remolino en el agua ignora la forma de la piedra que lo
creó, la leyenda había olvidado al improvisado ejército del calvo pretor, incapaz de
enfrentarse a un grupo de bandidos harapientos y roñosos gladiadores. El rumor sólo
contaba que Roma había sido vencida y que los vencedores eran esclavos. Pero aún
decía más, hablaba del adversario, nacido en Roma, un héroe alto vestido con una
piel, que acogía a pobres y oprimidos en su vengativa horda.
La imponente cima de la montaña proclamaba este mensaje a toda la nación con
sus crecientes círculos de luz, un mensaje que llegaba a los estériles valles de
Lucania, tierra prometida de pastores y bandidos, y se precipitaba como una tormenta
sobre el otrora orgulloso condado de Samnio, ahora jardín de escombros por la gracia
de Sila. Pero en la propia Campania, las masas ya estaban en marcha. Antes llegaban
de uno o en aislados grupos de dos, ahora venían a centenares. Antes se internaban
furtivamente por caminos entre los pantanos, ocultos desde la isla, ahora subían a la
montaña en verdaderas tropas, entonando cánticos temerarios.
Doscientos siervos procedentes de la hacienda de un senador, cerca de Cumas,
llegaron al campamento en resuelta procesión. Estaban semidesnudos, descalzos,
harapientos. Los tres hombres que encabezaban la marcha llevaban un gran mástil, al
estilo de las legiones, pero de éste colgaban unos grilletes y un látigo de nueve colas.
Llegó una larga caravana de zapadores, que habían estado empleados en el
estanque de peces de Lúculo, donde exhibían ante sus ojos una gigantesca anguila
morena con una cabeza humana entre las mandíbulas.
Llegó el gremio de constructores libres de Nuceria, cuyos miembros se habían
quedado sin trabajo cuando el consejo municipal compró un barco lleno de esclavos
sirios y los ofreció en lotes baratos a los contratistas de la construcción. Eran gente
respetable y bien vestida y traían consigo los fondos de su sociedad de ahorros, con

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cuyos intereses solían pagar la fiesta anual de aniversario.
Llegaron los primeros pastores lucanos con enormes y ariscos perros y porras
llenas de nudos. A semejanza de los guerreros bárbaros, se cubrían la espalda con
pieles de jabalí o de lobo, se dejaban crecer largas barbas y tenían el cuerpo cubierto
de enmarañado vello.
Llegaron doscientos criados de un notable de Pompeya, empuñando un falo de
madera con la siguiente inscripción: «Contemplad a Cayo, nuestro amo, ninguna otra
parte de él merece verse».
Pero la mayoría de los recién llegados traían como emblema el simple patibulum,
la cruz de madera de los esclavos.

Cada grupo levantaba su propio campamento en el valle semicircular conocido


como «la Antesala del Infierno». Cocinaban su propia comida y cantaban sus propias
canciones. Hablaban en celta, tracio, osco, sirio, latín, cimbro, germano. No se
preocupaban por los demás y las disputas eran frecuentes. Cambiaban tocino por
porras, vino por zapatos, mujeres por armas, armas por dinero.
Los miembros del grupo original caminaban malhumorados por el campamento y
observaban a la multitud con silenciosa hostilidad. Los gladiadores se habían vuelto
presuntuosos. Se vestían con sus mejores galas, uniformes de oficiales romanos, de
modo que cualquiera podía reconocerlos fácilmente y señalarlos a los recién llegados.
Aún quedaban cincuenta gladiadores de la escuela de Léntulo de Capua y su grupo,
conocido como la horda de los gladiadores, pronto alcanzó los cinco mil miembros.
El campamento podía presumir de albergar a varias celebridades, señaladas y
admiradas por la gente. Zozimos, el retórico, se paseaba de grupo en grupo,
bromeando y prodigando frases hechas. Obtenía aplausos o burlas, y era el único
hombre en todo el campamento que vestía una toga. Hermios, el pastor, se las daba de
héroe ante sus compatriotas, los salvajes lucanos, sonreía mostrando los dientes y
alardeaba de su servicio en el ejército de Campania, sintiéndose un hombre de
mundo. Castus, el pequeño hombrecillo, ignoraba a la multitud y se comportaba con
afectación. De vez en cuando se detenía junto a un grupo, jugueteaba con su collar de
plata y hablaba de las hazañas de la antigua horda en los pantanos del Canio.
Muchos lo admiraban, pero pocos lo querían. Las mujeres perseguían a Enomao,
enamoradas de su rostro de jovencita. Se rumoreaba que aún no se había acostado con
una mujer y que, pese a ser gladiador, escribía poesía. Crixus inspiraba desconcierto y
respeto. Cuando recorría el campamento —gordo, lánguido, con su mirada opaca y
cansina— la conversación se volvía artificial y los jóvenes evitaban su mirada.
Circulaban varias historias procaces sobre él; se decía que se acostaba hoy con uno y
mañana con otro, y aunque eso a nadie le parecía censurable, todos coincidían en que
para hacerlo era imprescindible tener otro aspecto.
Y luego estaba Espartaco.
Al principio, muchos recién llegados se preguntaban qué tenía de especial. Era el

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tema obligado de las conversaciones nocturnas, que, puesto que a todos les sobraba el
tiempo, eran muy frecuentes.
Algunos decían que ese algo especial estaba en sus ojos, otros que en su ingenio,
y las mujeres votaban por su voz o sus pecas. Sin embargo, había otros entre ellos
con ojos similares, tan ingeniosos como él, y abundaban las voces agradables y las
pecas.
Los filósofos y eruditos decían que no se trataba de un solo rasgo, sino del todo,
eso que llamaban «personalidad», pero aunque la expresión sonaba erudita y
ostentosa, como todas las expresiones cultas, no explicaba nada, pues en definitiva
todo el mundo tiene una «personalidad», de una forma u otra.
Zozimos se llevaba un dedo a la nariz y decía cosas como: «Se trata de la
voluntad del hombre, ésa es la fuerza que otorga poder», entre otras frases elegantes y
rítmicas; pero cuando uno olvidaba el ritmo y se detenía a pensar, ¿qué hombre no
tenía voluntad? Y si lo único que contaba era la voluntad, todos los terratenientes de
Italia habrían muerto por la peste hacía años y todas las doncellas de Italia lucirían
enormes vientres.
Bueno, respondía Zozimos, él no se refería exactamente a eso; no a la voluntad
como deseo, sino a la voluntad de acción. ¿Acción? Allí estaban los tres hermanos
Eunus de Benevento, que habían matado a su amo y arengado a sus compañeros a
que se convirtieran en bandidos libres en lugar de permanecer como siervos. ¿Y qué
ocurrió? Que los hermanos Eunus fueron colgados, los tres, junto con su voluntad,
sus acciones y su personalidad.
En resumen, si uno observaba con atención, cualquier hombre era igual a sus
semejantes. Tal vez había uno un poco más rollizo, otro más listo, un tercero que
hablaba como los ángeles o un cuarto con la nariz torcida; pero nada de esto
explicaba qué tenía de especial Espartaco. Tras pensarlo, repensarlo y discutir a fondo
sobre el asunto, uno llegaba a la conclusión de que no tenía nada especial. Espartaco
era Espartaco. Alto, ligeramente encorvado como un leñador, recorría el campamento
envuelto en su piel, miraba con ojos ausentes y hablaba poco. Sin embargo, lo que
decía era exactamente aquello que uno tenía en la punta de la lengua, y si expresaba
lo contrario, de inmediato parecía que era justo eso lo que uno pretendía decir. Rara
vez sonreía, aunque cuando lo hacía, era obvio que tenía una buena razón para ello y
todos compartían su alborozo. Disponía de poco tiempo, y cuando visitaba a algún
grupo —como a los criados de Fanio o a los pastores de Lucania— nadie hacia
alharaca, pero todos se alegraban y creían comprender por qué perdían el tiempo en
aquella ridícula montaña en lugar de continuar viviendo de acuerdo con la razón y la
estación de sus vidas.
Cuando Castus ordenaba hacer algo, uno obedecía porque no era aconsejable
discrepar con las Hienas, cuando Crixus daba alguna orden, uno obedecía por temor a
su aspecto imponente y tétrico, pero cuando Espartaco decía algo, uno jamás soñaba
con contradecirlo sencillamente porque no se le pasaba por la cabeza. ¿Qué, sentido

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tenía disentir con los deseos de Espartaco? ¿Acaso él no quería lo mismo que los
demás?
No debían olvidar, por supuesto, que todos querían algo diferente. Un hombre
deseaba quedarse allí para siempre y hartarse de comer hasta el fin de sus días,
mientras un segundo pretendía que todos marcharan hacia Pozzuoli para incendiar la
casa de su amo, con su amo dentro. Un tercero quería que robaran un barco y
zarparan hacia Alejandría, donde abundaban las mujeres, y un cuarto deseaba que
fueran a Capua para derribar la ciudad y construir una nueva. Un quinto proponía
conquistar Roma, mientras un sexto ansiaba regresar a casa con sus rebaños y se
preguntaba por qué diablos se había largado de allí. Un séptimo quería ir a Sicilia,
donde los esclavos ya se habían rebelado antes contra Roma. Un octavo deseaba
unirse a los piratas de Cilicia, un noveno pretendía que las mujeres fueran propiedad
común y un décimo insistía en que se prohibiera el consumo de pescado. Todos
querían algo diferente y hablaban, discutían o guardaban silencio sobre sus deseos,
pero cada uno de ellos estaba convencido de que el hombre de la piel, aquel que no
tenía nada de especial, quería exactamente lo mismo que él, de que Espartaco no era
más que el común denominador de todas las esperanzas y deseos contradictorios. Tal
vez fuera aquello lo que tenía de especial.

Se acercaban las lluvias. Había transcurrido medio mes desde la derrota de Clodio
Glaber y casi tres desde la huida de los setenta gladiadores de Capua.
Las provisiones comenzaban a escasear en el monte Vesubio. Las expediciones
hacia los valles circundantes se espaciaban cada vez más, pues toda la región,
incluidas Herculano, Nola y Pompeya, había sido devastada. En un radio de diez
millas a la redonda, el paraíso de la llanura de Campania estaba yermo y estéril, como
si hubiera sido víctima de una nube de langostas. Las ciudades habían sido cerradas,
sus guarniciones reforzadas y sus murallas reparadas.
Y sin embargo, las multitudes continuaban subiendo a la montaña, barbudas y
harapientas, con marcas a hierro candente en los hombros y los pies cansados.
Saqueaban las granjas a su paso y evitaban las ciudades. Traían consigo guadañas,
palas, hachas y porras. Eran la escoria de una nación gloriosa, los desechos que
fertilizaban sus campos. Sus cuerpos apestaban y su salud estaba consumida.
Propagaban sus enfermedades y malos hábitos por el campamento, traían una dote de
hambre y esperanzas inciertas.
No eran recibidos con alegría. Aquellos que llevaban diez días en el campamento
miraban con desprecio a los que llevaban tres, y estos últimos se consideraban
antiguos residentes y trataban con hostilidad a los recién llegados. La gente
comenzaba a aburrirse de esperar sin saber qué. Unos protestaban y otros se
marchaban, sin que nadie se lo impidiera. En la montaña vivían cinco mil personas.
Hablaban varios idiomas, comían, discutían, conversaban, se disputaban botines y
mujeres, hacían amistades, cantaban o se mataban unos a otros. Todos esperaban,

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pero nadie sabía qué.
Ni siquiera los gladiadores estaban de acuerdo sobre lo que debían hacer. Se
reunían en el interior del cráter en asambleas precedidas de misteriosos preparativos,
donde no se admitía más que a los cincuenta integrantes originales de la horda. Antes
de que dieran comienzo las reuniones, los criados de Fanio traían varias botas de
vino, y los gladiadores asistían a ellas con graves aires de importancia, como si
fueran senadores. Sin embargo, nunca tomaban decisiones relevantes, pues cada vez
que abordaban el tema del plan a seguir, se perdían en discusiones triviales, risas o
peleas y olvidaban la imperiosa necesidad de llegar a una conclusión.
Espartaco jamás tomaba partido por ninguno de los proyectos nuevos que se
proponían cada día. Escuchaba en silencio a los demás y sólo al final, cuando parecía
que la reunión acabaría en una charla trivial, planteaba con brevedad cuestiones
secundarias pero impostergables, como la de las provisiones, el reparto de armas o los
sitios de acampada para los recién llegados. Nadie lo contradecía, pues sus
sugerencias eran simples y sensatas, pero todos se sentían decepcionados, porque
aunque él pareciera ignorarlo, esperaban una propuesta decisiva de su parte.
En su lugar, Espartaco se empeñó en la organización gradual de los distintos
grupos en cohortes y centurias, con un gladiador al mando de cada columna. Luego
les habló de la forma en que los cazadores de las montañas tracias fabricaban sus
armas: escudos circulares de mimbre, cubiertos con pellejos frescos de animales y
lanzas de madera cuyas puntas se endurecían con el fuego. Por fin los dividió en
jerarquías: vanguardia, reservas e infantería regular. Armó a la caballería pesada con
las armaduras y lanzas de los romanos derrotados y a la liviana con espadas y hondas.
Todo esto llevó tiempo, y no pasaba un día sin disputas y asesinatos. Mientras
tanto, las reservas de comida disminuían y las lluvias estaban cada vez más próximas.
Pero dos meses después de la derrota de Clodio Glaber, Espartaco lo había
conseguido: había moldeado un verdadero ejército con la arcilla informe del monte
Vesubio.

Un día, dos meses después de la derrota de Clodio Glaber, los criados de Fanio
fueron de un grupo a otro con el siguiente mensaje:
—Elegid concejales y un representante por cada diez hombres —dijeron— y
enviadlos al cráter. Se celebrará una asamblea.
La confusión se apoderó del campamento. Los grupos se mezclaron, votaron,
discutieron, especularon y escucharon rumores con avidez. El campamento despertó
de su profundo sueño, sacudido por aquella noticia.
Una interminable procesión ascendió por la cuesta que conducía al cráter. Aunque
sólo estaban invitados los concejales y representantes, el campamento entero atestaba
el camino y los más intrépidos escalaban las rocas desnudas. Cuando llegaron a la
cima, contemplaron por primera vez el interior del cráter con su roca chamuscada y
sus erosionados bloques de piedra de curiosas formas. Se deslizaron al interior entre

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escombros y guijarros y señalaron a los recién llegados las reliquias del sitio: la
hondonada tracia, la celta, los esqueletos de las mulas que se habían visto obligados a
matar. Potentes rayos de sol se colaban en el interior del cráter y convertían a la
creciente multitud del fondo en una gigantesca y sudorosa masa moteada. Incluso las
paredes del cráter estaban salpicadas de personas, sentadas sobre ennegrecidas rocas,
aferradas a la gruesa maraña de enredaderas silvestres que crecían sobre los
escombros. Algunos se apiñaban alrededor de los márgenes del cráter y miraban
hacia abajo. Como una gigantesca concha marina, el cráter elevaba un zumbido sordo
en el aire sofocante.
Cuando Espartaco comenzó a hablar, su voz se ahogó en el tumulto. Envuelto en
su piel, se alzaba sobre un gran diente de roca que sobresalía en el centro de un muro,
acompañado por Crixus, varios gladiadores y los criados de Fanio. El olor de la
multitud se convirtió en un solo olor y su expectación en la de un solo hombre.
Espartaco alzó un brazo con torpeza, los gladiadores y los cuellicortos lo imitaron
de inmediato, y todos callaron. Entonces Espartaco comenzó a hablar por segunda
vez, con la voz amplificada por las paredes del cráter:
—Se acercan las lluvias —dijo—, y la comida escasea. Debemos preparar
nuestros cuarteles de invierno.
«Tiene razón —pensó Hermios, el pastor, acurrucado entre los escombros del otro
lado del cráter—. Eso era justamente lo que me preocupaba».
Sonrió con beneplácito y contempló la figura de Espartaco sobre la roca, alto y
espléndido en sus ropajes de piel. Su voz no era más alta de lo normal y mantenía su
habitual serenidad, como si hablara sólo con el pastor.
—Tal vez los romanos envíen otro ejército —dijo Espartaco—. Necesitamos una
ciudad para pasar el invierno, una ciudad con murallas, nuestra propia ciudad.
No era eso lo que intentaba decir. Era imposible tomar una ciudad amurallada sin
las máquinas de sitio apropiadas. El gordo y lánguido Crixus, que seguía a su lado, se
giró para mirarlo con perplejidad. Sabía tan bien como las cinco mil personas
reunidas en el cráter que era imposible tomar una ciudad sin las armas adecuadas.
Pero las cinco mil personas permanecieron calladas, escuchando la sibilante
respiración de la multitud, o sea la suya propia, y oliendo el olor de la multitud, o sea
el suyo propio. Sabían que Espartaco tenía razón y que, si ellos lo deseaban, todo era
posible.
—Una ciudad —dijo Espartaco—, una ciudad con casas y firmes murallas, una
ciudad propia. Entonces, cuando lleguen los romanos, se romperán las cabezas contra
las murallas de nuestra ciudad… Una ciudad de gladiadores, una ciudad de esclavos.
—Sólo entonces calló y oyó el eco de su propia voz, reverberando en todos los
rincones del cráter. Oyó la respiración de la multitud como un solo aliento y percibió
la expectación unánime—. Y esta ciudad se llamará «la Ciudad de los Esclavos» —
continuó, oyendo resonar su propia voz como si fuera ajena—. Recordad que
conseguiremos todo lo que queramos y que en nuestra ciudad no habrá esclavos. Y tal

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vez no tengamos una ciudad, sino muchas, una fraternidad de ciudades de esclavos.
No creáis que son simples palabras, pues hace mucho, mucho tiempo existió algo
similar. Se llamaba «el Estado del Sol»…
Mientras tanto, Espartaco pensaba en las máquinas de sitio que no tenían. En
realidad pretendía hablar de eso, pero en su lugar mencionó el Estado del Sol.
Distinguió al esenio como si lo viera a través de un velo de vapor, sentado sobre una
roca, sacudiendo la cabeza con los labios fruncidos en una mueca de concentración.
También vio a Hermios el pastor, con los labios descubiertos en una amplia
sonrisa y la vista fija en él. El olor de la multitud llenaba sus fosas nasales.
—¿Por qué los fuertes deben servir a los débiles?— rugió y alzó los brazos de
forma inesperada, como si una fuerza invisible tirara de ellos—. ¿Por qué los duros
deben servir a los blandos, por qué la mayoría debe servir a unos pocos? Custodiamos
su ganado y sacamos al ternero sangrante de las entrañas de su madre, aunque no se
trate de nuestro rebaño. Construimos estanques donde nunca podremos bañarnos.
Nosotros somos la mayoría y estamos obligados a servir a unos pocos. Explicadme
por qué.
Dejó de pensar en la maquinaria de sitios para escuchar las palabras que manaban
de sus propios labios desde una fuente desconocida y que pronto se convirtieron en
un torrente que se arremolinó sobre los presentes, devorándolos en su torbellino. Las
palabras flotaban en los oídos de la multitud, mientras sus ojos bebían la visión del
hombre envuelto en pieles, cuya silueta se recortaba claramente sobre el desnudo
muro de roca.
—Somos la mayoría —dijo Espartaco— y si les hemos servido, es porque
estábamos ciegos y no buscábamos razones, pero ahora que empezamos a hacernos
preguntas, han dejado de tener poder sobre nosotros. Os lo aseguro, en cuanto
nosotros comencemos a buscar razones, ellos estarán acabados y se pudrirán como el
cuerpo de un hombre a quien han arrancado los brazos y las piernas. Nosotros
seguiremos nuestro camino y nos reiremos de ellos. Si lo deseamos, toda Italia reirá,
desde Galia a Tarento y África. ¡Habrá risas, pero también llantos ante la puerta del
este, gritos de alarma ante otras puertas y grandes lamentos desde las siete colinas!
Porque ya no significarán nada para nosotros y las murallas de sus ciudades se
derrumbarán sin necesidad de maquinaria de sitios.
Hizo una pausa para escuchar, con asombro, el eco de sus propias palabras. Una
vez más, la multitud pareció perderse en la bruma y sólo distinguió la figura del
esenio, sentado en su roca con la cabeza inclinada. Entonces recordó las máquinas de
sitio.
—Os lo repito, necesitamos una ciudad amurallada, una ciudad propia cuyos
muros nos protejan. Sin embargo, no tenemos máquinas de sitio…
Una oleada de inquietud invadió a la multitud. Aquellos que estaban apiñados en
el fondo se movieron y arrastraron los pies, como si despertaran de un encantamiento
y quisieran desentumecer sus miembros.

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—No tenemos máquinas de sitio y las murallas de las ciudades no caen por si
solas. Sin embargo, acamparemos frente a ellas y a través de todas sus puertas o
rendijas enviaremos mensajes a los siervos del interior, repitiendo nuestro mensaje
una y otra vez hasta que llegue a sus oídos: «Los gladiadores de Léntulo Batuatus de
Capua quieren preguntaros por qué los fuertes deben servir a los débiles, por qué la
mayoría debe servir a unos pocos». Estas palabras caerán sobre ellos como una lluvia
de piedras de las más poderosas catapultas, los siervos de la ciudad las oirán y alzarán
sus voces para unir su fuerza a la nuestra. Entonces ya no habrá murallas.
Ahora podía distinguir a varias mujeres, por cuyos ojos, fijos en él, supo que
contenían el aliento y que las había conmovido con su voz. Allí estaban también los
hombres, que si él quería matarían a Crixus, si él quería se pondrían en marcha.
Habló de los lejanos comienzos de la horda y de cómo habían crecido de
cincuenta a cinco mil. Habló de la furia de los cautivos y los oprimidos que se cernía
sobre Italia con todo su peso, recordándoles que aquella ira había cavado caminos
para luego errar sin rumbo fijo como los arroyuelos que brotan de la presión y el
sudor de las montañas. Añadió que los cincuenta gladiadores de Léntulo habían
cavado un amplio lecho para todos esos pequeños arroyuelos furiosos, con el fin de
que se unieran en el poderoso torrente que había ahogado a Glaber y a su ejército. Sin
embargo, les advirtió que era imprescindible contener el caudal y guiarlo para no
malgastar su fuerza. Por consiguiente, debían conquistar la primera ciudad fortificada
antes de las lluvias. Luego la fraternidad de ciudades de esclavos se extendería por
toda Italia hasta formar la gran nación de justicia y buena voluntad que —repitió por
segunda vez— se llamaría el Estado del Sol.

Sin embargo, entre la multitud había dos ancianos escribas de la ciudad de Nola,
enviados por el consejero general, Aulo Egnacio, con la secreta misión de descubrir
las intenciones de los bandidos. Apiñados entre el gentío, escucharon las palabras del
hombre de la piel, y comprendieron que no era sólo el destino de su ciudad lo que
estaba en juego, sino el destino de Italia, del imperio romano y, por ende, de todo el
mundo habitado.

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2
La destrucción de Nola

El empresario Marco Cornelio Rufo advirtió con satisfacción que había conseguido
convertir la primera actuación de su compañía en un acontecimiento social.
Como hombre versado en los modernos sistemas publicitarios, se había encargado
de hacer correr rumores sobre la irreverencia política de la obra.
La ciudad de Nola había permanecido aislada del resto del mundo durante cinco
días, pues ante sus puertas se hallaba el flagelo de Campania, el ejército de esclavos.
La actitud de los siervos se volvía cada vez más amenazadora y no pasaba una
noche sin saqueos o incendios premeditados. Si Roma no enviaba los refuerzos
prometidos, las cosas se pondrían muy difíciles.
A pesar de todo —o quizás a causa de todo esto—, Rufo había logrado convertir
el estreno de su obra en el gran acontecimiento de la temporada. El anfiteatro estaba
atestado de público y en los asientos privilegiados se sentaban los cónsules con sus
esposas, dignas en sus plisadas túnicas blancas. Toda la nobleza de la ciudad estaba
allí, con la excepción del consejero principal, el anciano Aulo Egnacio, demasiado
conservador para visitar un teatro. Los representantes del condado, regordetes y
tímidos, se sentaban entre los caballeros nativos con la intención de confraternizar
con ellos. Unas filas más allá, se sentaba la famosa «juventud áurea» de Nola, hijos
de buena familia con las mejillas pintadas y el pelo moldeado con aceite. Detrás de
los bancos, sobre las graderías escalonadas, se apiñaba el bullicioso y sudoroso
pueblo, mascando garbanzos.
El auditorio y el escenario estaban protegidos del sol por un colorido toldo de
lona. Un par de macetas llenas de trigo simulaban un campo de cereales ante un
negro telón de fondo. La obra se llamaba Buceo, el campesino.
El primero en aparecer fue Bucco con una máscara escarlata de grandes pómulos
y brillante pelo amarillo. Sin dejar de parlotear, se movía espasmódicamente por el
escenario, como movido por hilos invisibles.
—Soy Bucco, el campesino —dijo—. Acabo de llegar de la guerra de Asia,
donde maté a diecisiete hombres y a dos elefantes y fui muy alabado por mi capitán.
«Bucco», me dijo el capitán, «ya has matado suficientes enemigos y cometido
suficientes actos heroicos, ahora vuelve a casa a cultivar tus tierras, lleno de gloria y
honor». ¿Pero dónde están mi mujer y mi hijo, por no mencionar a mi peón, que
deberían haber venido a recibirme con júbilo? ¡Venid aquí, mujer, hijo y peón, que
Bucco ha regresado victorioso!
Dio una palmada y giró varias veces sobre sus talones, pero no ocurrió nada.
Tras varias miradas solapadas, súplicas y palmadas, Maccus el glotón subió al
escenario con mortal lentitud. Era la viva imagen de la pereza y la fealdad, y un falo

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hecho con harapos pendía lascivamente sobre sus rodillas. Mordisqueaba un enorme
nabo y arrancaba los tallos de cereal que encontraba a su paso.
—Eh, tú, espantapájaros capadocio —gritó Bucco el campesino—. Tú, cebollino,
pues los ojos se me llenan de lágrimas sólo de verte, tú, rana lasciva, ¿qué haces en
mi campo?
—Estoy recogiendo la cosecha —dijo Maccus, y tras morder un trozo de nabo,
siguió arrancando plantas.
—¡Alabados sean los dioses! —exclamó Bucco, el campesino—. De modo que
han conseguido nuevos peones durante mi ausencia. No será guapo, pero al menos es
un hombre, como todos pueden ver.
—Por lo visto en Asia cogiste una insolación —dijo Maccus con serenidad— y
tus sesos se evaporaron por las orejas. ¿Acaso crees que éste es tu campo? Entérate,
éste es el campo del eminente señor Dossena.
Al oír estas palabras, Bucco el campesino prorrumpió en grandes lamentos. Pero
eso no era todo. Bucco descubrió que el eminente señor Dossena no sólo se había
apoderado de su campo, sino también de su mujer y de su hijo, y que cada fragmento
de la tierra circundante le pertenecía. Maccus, el glotón, también era propiedad del
señor Dossena. Bucco, el campesino, recorrió la tierra que ya no le pertenecía entre
sollozos. Lanzó atroces maldiciones a los poderosos señores para quienes había
peleado en la guerra, matando a diecisiete hombres y a dos elefantes. ¡Así le pagaba
la ingrata madre tierra!
Pero ¿de qué servían las maldiciones? Bucco tenía que ganarse la vida, de modo
que decidió incorporarse al servicio de la tierra que un día le había pertenecido.
Bucco, el campesino, presentó su solicitud ante Dossena, el amo jorobado y con
nariz ganchuda.
Sin embargo, el señor Dossena, cuyo afectado latín literario contrastaba con la
tosca vocalización de la jerga osca de Bucco, se negó. Él sólo empleaba esclavos y no
quería trabajadores libres, pues éstos tenían demasiadas pretensiones, exigían jornales
altos e incluso un trato decente. No, no, el señor Dossena había dicho que de ningún
modo aceptaría aquel acuerdo y se había marchado.
Así que allí quedó Bucco el campesino, paseando por el escenario, solo e
impotente. Ya ni siquiera maldecía. Por fortuna, llegó Pappus, el amable sabio, y
encontró una solución. Bucco debía ir a Roma, porque en Roma el Estado mantiene a
todos aquellos a quienes los malos tiempos han privado de un medio de vida, con una
asignación gratuita de grano al mes.
—Ve a la capital, hijo mío —dijo Pappus—, y vive del cereal que recogerás sin
necesidad de sembrar.
Bucco se entusiasmó mucho con la idea y partió hacia Roma tarareando una
canción.
Alguien se apresuró a quitar las macetas de trigo y cayó otro telón negro, que
representaba una calle. Allí ya estaba Bucco, asombrado del tamaño, la animación y

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el olor de la capital. Pero entonces sintió hambre y preguntó a un transeúnte dónde
repartían el cereal gratis a los desempleados.
El transeúnte, un hombre gordo con documentos bajo el brazo, se quedó atónito
con la pregunta y le preguntó a Bucco si venia de la luna o de la provincia germana.
¿Acaso no sabia que el glorioso e intrépido dictador Sila —cuyo nombre, según
deseaba aclarar, sólo mencionaba con la debida deferencia— había abolido la entrega
gratuita de cereales porque el Estado necesitaba todo su dinero para las guerras?
Buceo debía desaparecer de inmediato, a no ser que quisiera ser acusado de extrema
oposición y alta traición y ver su nombre anunciado en la lista de proscritos.
De este modo se esfumaron todas las esperanzas de Bucco, otra vez pálido y
hambriento. Por fortuna, una bulliciosa multitud pasó a su lado y Bucco preguntó al
jefe si debía votar por Gayo o por Gneius en las elecciones. Bucco el campesino dijo
que esta decisión lo inquietaba tanto como un pedo a la hora de dormir, de modo que
el jefe le contestó que debía votar por Gneius y le puso una moneda en la mano.
Encantado, Bucco corrió a la panadería a comprar pan, pero el panadero no quiso
aceptar su dinero, pues le aseguró que aquélla era una de esas monedas nuevas con
que el gobierno engañaba al pueblo, plata por fuera y cobre por dentro. Así que
Bucco se sentó en una piedra frente a la panadería y comenzó a llorar.
Luego otro transeúnte preguntó a Bucco por qué lloraba y éste le contestó que a
pesar de haber luchado en la guerra y haber matado a diecisiete hombres y a dos
elefantes, ahora no podía comprarse ni un trozo de pan. Entonces el hombre dijo que
Bucco era un héroe y le preguntó si no sabía que el dictador Sila —cuyo nombre,
según quería aclarar, mencionaba con la debida reverencia— había prometido tierras
a los fieles veteranos de su ejército. No, respondió Bucco sin dejar de llorar, no lo
sabia, porque a él no sólo no le habían dado tierras, sino que se las habían quitado.
Aquel hombre dijo que eso era una lamentable vergüenza y que él mismo se
encargaría de que Bucco obtuviera un campo mejor en compensación por el que
había perdido.
Después de aquella escena, subieron el telón negro con las calles y volvieron a
colocar las macetas con cereal. Bucco volvía a ser un campesino.
Sin embargo, a partir de entonces, las cosas comenzaron a ir realmente mal. El
nuevo campo estaba lleno de piedras y por si fuera poco Bucco prácticamente tuvo
que regalar su escasa producción de cereal, porque el trigo importado del extranjero
había hecho bajar los precios. Además, Bucco debía dinero al jorobado señor
Dossena, pues se había visto obligado a pedírselo para comprar las herramientas
necesarias. Por fin llegó Dossena con un presumido alguacil, que leyó un documento
ininteligible, según el cual volvían a quitarle el campo.
De modo que allí quedó Bucco el campesino, solo en el escenario, con su cara
rechoncha y su cabello claro, pronunciando su monólogo:
—Es diabólico —dijo—, cada día es peor. La justicia de nuestro Estado crece
hacia atrás, como la cola de una vaca. Que muera ahora mismo si ésta es la ley

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divina.
¿Qué harás ahora, pobre y viejo Bucco? Lo único que puedes hacer es ir de aquí
para allá, especular y desesperarte, como un ratón atrapado en un orinal…
Pero cuando Dossena y el presuntuoso alguacil regresaron para echarlo del
campo, Bucco el campesino cogió una gran rama y comenzó a azotarlos con fuerza,
mientras gritaba que se uniría a los bandidos del monte Vesubio para ayudar a
destrozar aquella maldita nación. Así acabó felizmente la obra, en medio del
inevitable bullicio y los frenéticos aplausos de los espectadores.

El viejo Aulo Egnacio, consejero principal de Nola y el mayor coleccionista de


arte de la ciudad, esperaba a dos amigos a cenar después de la función: el popular jefe
de la facción progresista, Herius Mutilus, y el empresario Marco Cornelio Rufo.
Malhumorado, el viejo caballero caminaba de un extremo a otro del comedor,
inspeccionando la disposición de los platos y cambiando la posición de los
candelabros de varios brazos, cuya luz caía en un ángulo desfavorable sobre el nuevo
jarrón que estaba ansioso por enseñar a sus amigos.
Esperaba con impaciencia a sus invitados, el viejo cínico Rufo y el tribuno del
pueblo, que, pese a su simpatía hacia la facción demócrata —detestada por el viejo
Egnacio— era juvenil, popular e incluso ingenioso. Sin embargo, lo entristecía la idea
de que el menú no fuera apropiado, pues dado que Nola llevaba cinco días aislada del
resto del mundo, era imposible conseguir verdura fresca. Además, el viejo caballero
se había visto obligado a renunciar a su acostumbrado paseo matinal fuera de las
murallas, un placer del que no se había privado en años, ni por los problemas del
Consejo ni por el parto de su joven esposa, que le había regalado un heredero cuando
él ya tenía más de sesenta años.
Mutilus fue el primero en llegar. El tribuno de la oposición visitaba su casa por
primera vez y el senador salió a recibirlo al jardín y lo saludó con una cordialidad no
exenta de formalismo. Mientras conversaba con él, tal vez con demasiada animación
para superar los primeros e incómodos momentos, se sintió ofendido por la espera
con que lo castigaba su esposa, presumiblemente entregada a su arreglo personal. Al
mismo tiempo, observó divertido que la luz de las velas robaba al agasajado
demócrata gran parte de la fascinación que irradiaba en la tribuna. Tenía un aspecto
rollizo y un tanto provinciano y hasta era probable que llevara la ropa interior
almidonada. Además, sus principios progresistas no parecían contribuir a evitar la
timidez que se apoderaba de todo el que entraba por primera vez en la casa de
Egnacio en Nola, pues incluso los nobles romanos que pasaban por la ciudad y
visitaban al viejo coleccionista se sorprendían al verse incapaces de contar sus
habituales historias obscenas, tan de moda en las reuniones sociales.
El senador mostró a su invitado el nuevo jarrón negro, y cuando advirtió que éste
no entendía del tema, se entristeció al pensar que en la actualidad un hombre podía
llegar a ser famoso sin saber nada de jarrones. Intentó explicarle la diferencia entre

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los antiguos jarrones etruscos o cretas y los modernos productos fabricados en masa
en Samos y Arezzo. Describió con lujo de detalles las minuciosas leyes de la forma y
la decoración y criticó el empleo criminal de los materiales por parte de los
fabricantes de pacotilla. Su mano llena de venas azules dibujó en el aire el contorno
del jarrón negro, que, pese a su solidez, parecía negar su propio peso, e instó al
tribuno a mirar con atención el único adorno del jarrón: una bailarina pompeyana,
cuya frágil figura, desnuda y suspendida entre las alas desplegadas de su velo,
resaltaba en un alegre tinte rojo sobre el fondo negro. Cuanto más evidente parecía el
desinterés de su invitado, más se entusiasmaba Egnacio con la explicación, y sólo se
interrumpió cuando las dos puertas, situadas a ambos extremos del comedor, se
abrieron de forma casi simultánea, una de ellas para dejar paso al empresario y la otra
a su joven esposa. La anfitriona permaneció inmóvil un instante, enmarcada por el
vano de la puerta, y luego saludó a su marido e invitados con un encanto vagamente
teatral.
—Veo que nuestro amigo se ha vuelto a enamorar de un trozo de barro y delirará
sobre él toda la noche mientras sus invitados se mueren de hambre —dijo Rufo—.
Tú, querido amigo, eres la verdadera octava maravilla del mundo; delgado y juvenil
como un hombre de veinte años, mientras los nuevos ricos como yo nos estropeamos
a los cuarenta a no ser que nos sometamos a cuatro semanas anuales de tratamiento
con barro caliente. ¿De qué sirve la democracia si hay dos tipos de hombre: unos que
engordan con la edad y otros que se vuelven delgados y esbeltos?
Sin interrumpir sus locuaces muestras de amabilidad, se aproximó a la anfitriona
y alabó su bonito vestido, mezclando con naturalidad palabras griegas en su discurso.
Pese a su aparente falta de formalidad, nunca perdía el tono respetuoso, casi distante
en su dignidad. Risueño, el viejo Aulo admiró la habilidad de Rufo para dar más de
diez pasos sobre el desnudo suelo de mosaico sin dejar de hablar ni, a pesar de la
barriga, perder la elegancia de su porte. Por el contrario, cuando procedía a presentar
al tribuno Herius Mutilus a su esposa, observó que ella era casi una cabeza más alta
que el hombrecillo de silueta cuadrangular.
Continuaron conversando de pie, mientras un criado anciano les ofrecía un
aperitivo y coloridos licores de hierbas. La anfitriona relegó con una sonrisa cualquier
responsabilidad por la comida, pues la mitad de sus criados los habían abandonado
para unirse a los sitiadores sin que hubieran podido hacer nada para impedirlo.
—¿Por qué no bebes? —dijo cambiando de tema de forma súbita cuando el
tribuno se negó a probar la tercera clase de licor ofrecida una y otra vez por el
obstinado y ofendido criado.
—Sólo bebo vino —respondió el tribuno—. Anoche, unas doscientas personas
traspasaron las murallas. Se dice que los hombres de ese tal Espartaco los reciben con
los brazos abiertos. Por favor, tened en cuenta que los desertores no eran sólo siervos,
sino en igual medida artesanos, trabajadores y jardineros. También se repitieron los
saqueos en los suburbios cercanos a Regio Romana.

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—¡Qué tiempos maravillosos para tu obra! —le dijo la anfitriona a Rufo—. He
oído que produce un escándalo cada día. No puedo dejar de verla, pero es imposible
arrastrar a Aulo hasta el teatro.
Se sentaron a la mesa.
—¿La has visto? —preguntó Rufo al tribuno mientras comenzaba a comer el
pescado con corrección—. Es bastante primitiva e improvisada, al estilo de las
antiguas obras atelanas, pero aunque parezca extraño, despierta un gran entusiasmo
en la gente.
—La he visto —dijo el tribuno— y el propio hecho de que sea primitiva la hace
aún más sediciosa. Si tuviera alguna influencia con la política de espectáculos —
intercambió una rápida mirada con el senador—, la haría prohibir.
El anfitrión miró a Rufo, que se había atragantado con el último mordisco de
pescado, y sonrió.
—¿Y qué hay de los principios democráticos, amigo? —le preguntó a Mutilus.
—Tienes que ir a verla, Egnacio —respondió el tribuno sin devolver la sonrisa—.
Intenta demostrar a la gente, digamos que de forma prácticamente matemática, que lo
mejor que pueden hacer es unirse a los bandidos.
—En tu último discurso —dijo Rufo, despechado—, dijiste algo similar, aunque
mucho más subversivo. Es verdad, que lo hiciste con tanta propiedad como para que
una parte se quedara grabada en mi memoria: «Las bestias salvajes de Italia tienen
sus cuevas —citó con una sonrisa sarcástica—, pero los hombres que luchan y
mueren por ella no tienen morada y se ven obligados a vagar con sus mujeres y sus
hijos, sin un techo. Los políticos mienten cuando animan a los pobres a defender su
hogar de los enemigos, pues ellos no tienen hogar ni ninguna propiedad digna de
defenderse. Los llama los amos del mundo y sin embargo no tienen un simple terrón
de suelo». ¿No te parece un discurso sedicioso?
—Por lo visto —rió la anfitriona—, nuestros dos invitados están completamente
de acuerdo con los bandidos.
—Yo sólo me refería a la reforma agrícola —dijo el tribuno, cuya cara se había
ruborizado—. Además, era sólo una cita de un discurso del mayor de los Gracos.
—Si yo permitiera a mis actores citar a los clásicos —dijo Rufo—, como a Platón
o a Faleas de Caledonia, con sus provocativos discursos sobre la igualdad y la
propiedad común, hace tiempo que estaría en prisión.
—Si mi esposo te encierra, yo te enviaré un poco de jamón a la prisión todos los
días —ofreció la anfitriona.
—Eres muy amable —respondió Rufo—, pero mucho me temo que si Roma
sigue preocupándose tan poco como hasta ahora en enviar refuerzos, ninguno de
nosotros estará en posición de encerrar al otro ni de portarse amablemente con él…
—¿Realmente crees que este Espartaco es tan peligroso? —preguntó la anfitriona.
Rufo se encogió de hombros.
—No cabe duda de que los saqueos de anoche fueron organizados —respondió el

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tribuno—. Y esas masas de desertores dan que pensar. Es evidente que los hombres
de Espartaco han logrado hacer entrar a un número considerable de emisarios.
—El mejor emisario, amigo mío, es la afinidad de todos los estómagos
hambrientos —dijo Rufo—. Cuando un estómago gruñe en Capua, es como si tocara
un diapasón, y todos los estómagos hambrientos de Italia elevan sus voces al unísono.
En ese momento, Rufo supo que todas las personas sentadas a la mesa pensaban
lo mismo: que el propio Rufo, un siervo hasta hacia diez años, sabría mucho de la
acústica de los estómagos hambrientos. Entonces puso un trozo de comida de nuevo
en el plato, se secó los dedos y miró fijamente al viejo Egnacio.
—Después de todo, yo debería saberlo —dijo sin especial énfasis y volvió a
concentrar su atención en la carne asada.
La esposa del consejero dio rápida cuenta del contenido de su cuarta o quinta y
copa y extendió el brazo sobre su hombro para que volvieran a llenarla. El viejo
criado situado a su espalda sirvió sólo hasta la mitad, evitando mirar al consejero.
—Me encantaría saber qué tiene de especial ese tal Espartaco —dijo la anfitriona
—. Hace tres meses nadie conocía su existencia y hoy es una leyenda ambulante.
No alcanzo a entender cómo un hombre así puede haber ganado semejante poder
sobre las masas.
—Yo tampoco —dijo el viejo Egnacio—, pero tal vez nuestro querido Rufo lo
explique diciendo que su estómago ruge más fuerte que cualquier otro de Italia.
—No me parecería una explicación suficiente —dijo Rufo.
El tribuno se aclaró la garganta, obviamente celoso de la reputación del hombre
ausente.
—Se supone que es un orador notable —observó—, y considero que ésa es una
explicación suficiente.
—Yo no —dijo la anfitriona mientras extendía otra vez su copa hacia el criado—.
Debe tener algo más. ¿Sabes cómo me lo imagino? —le dijo a Rufo tocándole el
hombro—. Con el cuerpo cubierto de vello, el pecho desnudo y una mirada capaz de
atravesarte. El año pasado asistí a la ejecución de un hombre que agredía a niños
pequeños en las montañas y tenía unos ojos así.
Rió con entusiasmo y Rufo pensó que un hombre de más de sesenta años no
debería casarse con una jovencita. Quizás Egnacio leyera sus pensamientos, pues
interrumpió con deliberada brusquedad:
—¿Sabes cómo creo yo que es? Calvo, gordo y sudoroso, como los porteadores
de Suburra. Sin duda cuando habla pasa de la pasión a la obscenidad. Además, es
probable que sea un sentimental y tenga varios amiguitos jóvenes.
—Todos de acuerdo —dijo Rufo con tono jovial—. A propósito, yo lo conocí
personalmente.
—¡Oh! —exclamó la anfitriona—. ¿Y por qué no lo has dicho antes?
—Lo vi en la escuela de gladiadores de mi amigo Léntulo, en Capua —dijo Rufo
complacido por el efecto de sus palabras—. Léntulo me mostró su escuela mientras

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los gladiadores hacían sus ejercicios matinales.
—¿Qué aspecto tenía? ¿Te impresionó de inmediato?
—No lo creo, pues sólo recuerdo que llevaba una piel alrededor de los hombros,
pero eso no tiene nada de especial entre los bárbaros.
—¿Cómo era su cara? —preguntó la anfitriona.
—Lamento decepcionarte, pero no la recuerdo con exactitud. Como ya he dicho,
no causó una profunda impresión en mí. Yo diría que era una cara vulgar, ancha,
amable en un cuerpo bien formado y algo huesudo. Lo único especial que recuerdo es
que tenia una expresión reflexiva que recordaba a la de un leñador.
—¿Pero no notaste algo misterioso en él, una fuerza mágica?
—Que yo recuerde, no —respondió Rufo complacido, pues un sentimiento de
solidaridad hacia Egnacio lo hacia alegrarse de decepcionar a la joven dama—.
¿Sabes? No es lo mismo ver al rey Edipo en un escenario que cepillándose los
dientes.
—Pero en primer lugar debe tener algo que lo haga digno de aparecer en el
escenario —dijo la anfitriona molesta.
—Estoy de acuerdo —dijo Rufo—. Aunque personalmente creo que las
circunstancias producen al héroe y no lo contrario, si bien es cierto que las
circunstancias suelen elegir al hombre adecuado. Creedme, la historia tiene un
instinto especial para descubrir a esa clase de personas.
La conversación decayó y se concentraron en la comida y en la bebida. Uno de
los criados que entraban y salían del comedor se inclinó a decirle algo al oído a su
amo.
—¿Saqueos otra vez? —preguntó Rufo, a quien nunca se le escapaba nada.
—Algo sin importancia… en los suburbios —dijo el viejo Aulo mientras miraba
con disimulo a su esposa.
La joven no parecía inquieta, pero no dejaba de beber y su ánimo se alegraba cada
vez más. Rufo sintió la presión de su muslo en la rodilla.
—En Nola estamos acostumbrados a cosas peores —dijo el viejo caballero—. …
Cuando recuerdo la guerra civil… —se interrumpió mirando al tribuno con una
expresión desconcertante.
—¿Tienes algún parentesco con Gayo Papio? —le preguntó Rufo al tribuno
mientras retiraba la rodilla con una mirada paternal a la anfitriona.
—Era mi tío —respondió el tribuno, seco y ceñudo.

El tribuno Herius Mutilus tenía veinte años cuando las naciones del sur de Italia,
los samnitas, marsos y lucanos se rebelaron contra Roma. Su tío, Gayo Papio
Mutilus, había sido uno de los cabecillas de la insurrección. Nola, cuya población era
íntegramente samnita, fue la primera ciudad que se unió a los rebeldes, a pesar de la
resistencia de la aristocracia proromana. Los romanos sitiaron Nola durante siete años
y Nola se mantuvo firme. Luego la propia Roma estalló en la revolución democrática

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de Mario y Cina. Nola se apresuró a abrir sus puertas y a fraternizar con el principal
enemigo de Roma, bajo el estandarte de la revolución, pese a la resistencia de la
aristocracia, que de repente olvidó sus sentimientos proromanos y se proclamó
separatista. Tres años más tarde, Sila puso en marcha la restauración de Roma y se
produjo un nuevo cambio en Nola: la aristocracia declaró que siempre había pensado
que sólo una alianza con Roma podría salvar la ciudad. Sin embargo, la facción
populista cerró las puertas y soportó con estoicismo otros dos años de sitio. Al final,
los insurgentes se vieron obligados a huir, aunque no sin antes prender fuego a las
casas de los aristócratas. El último cabecilla de la rebelión del sur de Italia, Gayo
Papio Mutilus, resultó muerto cuando escapaba.

—Yo conocía bien a tu tío —dijo la anfitriona—. En aquella época era pequeña y
él me mecía en sus rodillas. Tenía una barba maravillosa, así… —indicó con un gesto
el tipo de barba que tenía el héroe de Samnio.
—Era un gran patriota —dijo Egnacio con solemnidad, temiendo que su esposa
hubiera herido los sentimientos del tribuno—, aunque también un despiadado
fanático y un devorador de romanos —añadió.
—No digas tonterías, Aulo— replicó el tribuno—. ¿Por qué no haces gala tú de
ese célebre fanatismo, tú, un miembro de las familias más antiguas de la ciudad?
Porque tú y los intereses de tu facción estáis indisolublemente ligados a los
intereses de la aristocracia romana, que siempre ha evitado la reforma agrícola y
protegido a los grandes terratenientes. La rebelión del sur de Italia no fue más que
una rebelión de campesinos, pastores y artesanos contra los usureros y grandes
propietarios. Su programa no era samnita, lucano o marso, sino un programa de
reforma agrícola y derechos civiles. De hecho, es posible resumir los últimos cien
años de la política interior de Roma en una sola frase: la lucha desesperada entre la
clase media rural y los grandes terratenientes. El resto no es más que un montón de
crónicas oficiosas.
—¿Más pescado? —ofreció la anfitriona.
—No, gracias —respondió el tribuno, furioso de que tocara justo el tema que lo
había puesto de mal humor, pues era incapaz de comer el pescado con elegancia.
—Estas teorías modernas son muy ingeniosas —dijo el viejo Egnacio—, pero yo
no creo en ellas. En mi opinión, la causa de todos los males reside en la degradación
moral de la aristocracia romana, en su lujo y su corrupción. Ahora bien, el viejo
Caton…
—Por el bien de la paz, deja al viejo Catón fuera de esto. Esas exaltaciones
sentenciosas de las virtudes de los antepasados ya no impresionan a nadie. Sabes tan
bien como yo que el viejo Catón fue acusado de soborno exactamente cuarenta y
cuatro veces.
—Debo admitir que ambos estáis muy bien informados sobre temas históricos —
dijo el viejo Aulo, cuya expresión se había llenado de tedio durante la última parte de

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la discusión. Se levantó, cruzó despacio la habitación, se detuvo con aire ausente ante
el jarrón negro y lo acarició con ternura con un dedo—. ¿Qué opinas de esta pieza,
Rufo?
—Es hermosa —respondió Rufo—. La he estado mirando toda la noche.
—No tengo argumentos en contra tuyo —dijo el consejero general—, y aunque
creas que soy un ridículo sentimental te diré una cosa: este jarrón es mi argumento,
un argumento mucho más fuerte que cualquiera que podáis aportar vosotros.
—¿Quieres decir…? —Comenzó Rufo.
—No quiero decir nada —interrumpió el anciano enfadado—. No es necesario
discutirlo todo.
—Sólo quería señalar que ese jarrón no es italiano, sino cretense. Corrígeme si
me equivoco.
—¡Pero yo lo he comprado! —exclamó el anciano—. Y no importa dónde sean
modeladas, pintadas, escritas o inventadas estas cosas, siempre llegan a nosotros.
Sin nosotros, la vilipendiada aristocracia romana, no se habría fabricado nada de
esto.
—Es probable —asintió Rufo e hizo una pequeña inclinación de cabeza para dar
por concluida la discusión.
El tribuno esbozó una sonrisa despectiva, aunque ni él mismo sabia si se la
dedicaba al viejo aristócrata o al nuevo rico.
—¿Por qué no salimos al jardín? —dijo la anfitriona mirando más allá de Rufo—.
Hace demasiado calor para hablar de política.
Palmeó las manos y enseguida apareció el anciano criado.
—Haz traer antorchas —dijo el consejero—. Vamos a salir al jardín.
—Las traeré de inmediato, Aulo Egnacio —dijo el criado.
—Tú no, he dicho que las hagas traer —dijo el consejero, incapaz de librarse de
su enfado.
Estaban todos de pie junto a la puerta que conducía al jardín. Fuera hacia fresco y
estaba oscuro, pero en dirección a la ciudad una franja rojiza cruzaba el cielo.
El viejo criado permaneció inmóvil, avergonzado.
—¿No lo entiendes? —cuestionó la anfitriona a su marido con una risita nerviosa
—. Se han ido todos los criados. Ahora comienza la diversión…

Durante la noche, una pandilla de saqueadores permitió la entrada del ejército de


esclavos y entre todos asaltaron la ciudad. Los comandantes del ejército, Espartaco,
Crixus y el joven Enomao, no pudieron evitar la masacre de la población, cuyas
víctimas ascendieron a más de la mitad de los ciudadanos libres. Entre los muertos
estaban el consejero principal Aulo Egnacio, su esposa y el tribuno demócrata Henus
Mutilus.
El empresario Marco Cornelio Rufo logró escapar gracias a una feliz
coincidencia. Sin embargo, perdió a sus actores, su equipaje y su dinero. Lo único

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que consiguió salvar, además de su vida, fue una vasija de cerámica que rescató de la
casa en llamas de Egnacio, un jarrón con una bailarina pompeyana, cuya frágil figura
desnuda, suspendida entre las alas desplegadas de su velo, resaltaba en alegre tinte
rojo sobre el fondo negro.

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3
Ruta directa

Los diez mil hombres, a caballo y a pie, se dirigen al norte por el camino principal.
Tras ellos, la lluvia extingue los últimos fuegos de las casas de Nola. La lluvia se
ha teñido de negro al rozar las vigas chamuscadas y cae en sucios riachuelos
borboteantes sobre las piedras de las casas desmoronadas.
Numerosos cadáveres yacen entre las furtivas callejuelas del interior de la ciudad.
La lluvia los ha lavado, empapado, y parecen los cuerpos de hombres ahogados.
Yacen desparramados entre las ruinas de las casas saqueadas, entre muebles y
utensilios del hogar, espejos y armarios, camas y ollas, sillas y ropa. Mujeres
acuclilladas sobre los escombros, con los brazos enterrados hasta los codos en el
barro, buscan sus pertenencias, mientras los hombres lloran en silencio sentados a su
lado.
Sobre el barro tiznado reposan copas de oro y candelabros de plata de un templo,
pero nadie los toca. Nola está en silencio.
Nola está en silencio. La noche anterior se había estremecido con una tormenta de
locura, un coro de asesinatos e incendios, el estrépito de casas desmoronándose, el
rugido del ganado y los angustiados gritos de los niños; pero ahora Nola está en
silencio y sólo se oye el murmullo gutural de los riachuelos de lluvia sobre las calles.
Ya se han ido. ¿Se han ido realmente? ¿No volverán? El ejército de los
menesterosos camina pesadamente hacia la zona alta de la ciudad, construida de
piedra y ladrillo. Llevan carretillas y carros tirados por mulas repletos de mesas rotas
con patas elegantes, ruecas con bobinas empapadas por la lluvia, guitarras, sartenes,
ataúdes de niños entreabiertos, una ternera muerta, ídolos de madera con ojos ciegos.
Se encuentran con los primeros voluntarios, hombres jóvenes en filas militares, que
están evacuando los barrios bajos.
¿Se han ido? ¿Realmente se han ido? Al retirar los escombros, se encuentran
cuerpos y miembros humanos apilados en el anfiteatro. La parte alta de la ciudad, por
extraño que parezca, ha sufrido pocos daños. Aunque han saqueado y demolido
numerosas mansiones, los bandidos concentraron su ira en el interior de la ciudad.
Intimidados por las tranquilas avenidas con sus oscuros y cuidados jardines, se
sintieron más en su elemento entre las tabernas, las tiendas de comida y los burdeles
de los barrios bajos, donde, además, las calles de madera ardían con la misma
facilidad que las antorchas.
¿Se han ido? ¿De verdad se han ido? La lluvia cae sin cesar. Aquellos que se han
quedado sin hogar son provisionalmente alojados en mercados y edificios públicos y
al mediodía los consejeros supervivientes se reúnen en el municipio. La sesión

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comienza entre los escombros, en medio del desánimo general y el asistente del
consejero principal pronuncia el afligido discurso. Una terrible fatalidad, dice, se ha
llevado a un tercio de sus colegas, entre ellos el venerado Aulo Egnacio, en cuyo sitio
se ve obligado a presentarse ante la asamblea. Sin embargo, continúa el orador —
cuya ponzoñosa rivalidad con el viejo Egnacio era bien conocida por todos—, las
cosas podrían haber salido peor. Por fortuna, los depravados habían descargado su
furia sobre todo en los barrios bajos, encarnizándose contra sus iguales, y
prácticamente habían evitado los barrios residenciales de las clases altas. Ahora
llegaba el momento de tomar las medidas necesarias, y, sobre todo, de exigir
compensaciones.
El patetismo de la desesperación deja paso de forma gradual a consideraciones
materiales. Es necesario tomar medidas y negociar un préstamo. La ciudad debe
hacer uso de sus derechos en caso de sitio no reclamado. Es de esperar una súbita
caída del precio del suelo, por lo cual habrá de tomar precauciones contra la
especulación.
Entre las filas de bancos pronto se observan ausencias: en los pasillos, los
consejeros cierran en secreto los primeros negocios de tierras.
¿Se han ido? ¿De verdad se han ido?
Cae la noche, la lluvia no cesa y la brigada voluntaria de auxilio, integrada por
jóvenes distinguidos, abandona el interior de la ciudad en formación militar. Se
encuentran con una pandilla de saqueadores encadenados, que quedaron rezagados
por emborracharse en los sótanos de una hacienda. Los criminales son separados con
violencia de la milicia y apaleados allí mismo. Antiguos criados y porteadores de
literas que esperan la salida de sus amos del municipio son considerados sospechosos
y asesinados, y comienza la persecución de los siervos que habían permanecido en la
ciudad. Fieles a sus amos, no habían participado en el desorden y la rebelión, y ahora
pagarían por ello. Al igual que la lluvia, la masacre de esclavos se prolonga durante
toda la noche. Por la mañana, la brigada de auxilio, formada por jóvenes distinguidos,
ha superado con la cifra de esclavos muertos el número de víctimas del
levantamiento.
Pocos esclavos de Nola sobrevivieron a aquella noche, pero los que lo lograron
pensaron que los muertos merecían su destino y maldijeron a ese tal Espartaco, a
quien consideraban responsable de su situación.

Quince mil hombres, a caballo o a pie, avanzaban hacia el norte por el camino
principal.
Tras ellos quedaban las ruinas de Sessola, la mitad de las casas incendiadas y tres
mil muertos; el resultado de una sola noche de trabajo. Al mediodía, cuando
marchaban hacia la puerta del norte a través de la estremecida ciudad, la
contemplaron una vez más bajo la brillante luz del sol. Los negros restos de la ciudad
aún humeaban y el aire seguía impregnado del olor a carne quemada. En su camino,

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las calles estaban flanqueadas de cadáveres, apilados a ambos lados por manos
desconocidas.
El hombre de la piel los contempló desde el frente de sus filas: algunos cerraban
sus manos al aire, otros mostraban los dientes; algunos estaban negros, calcinados, las
mujeres yacían boca arriba con los muslos desvergonzadamente abiertos y niños en
sus regazos con los miembros dislocados. Era el Estado del sol.
No sabía cómo había ocurrido ni si hubiera podido evitarse, sólo sabía que era
culpa de Crixus. Con todo el peso apoyado sobre la silla, el gordo cabalgaba como si
su caballo fuera una muía, dormitando con expresión inescrutable. Las cosas habían
ido así a partir de la batalla del Vesubio. Él, Espartaco, había dividido a la horda en
grupos y regimientos, les había enseñado a fabricar armas, había moldeado un
ejército de un montón de barro. Mientras tanto, Crixus había permanecido a un lado,
sombrío y ausente, sin interferir ni colaborar, acostándose con mujeres y hombres,
dormitando como un lóbrego espectro. Sin embargo, la noche en que las puertas de
La ciudad se abrieron ante ellos, Crixus se despertó; había llegado su hora. De Nola
sería el cuartel de invierno de todos, pero la primera noche que pasaran entre sus
paredes sería la noche de Crixus, la noche del pequeño Castus y sus Hienas.
La horda parecía bajo los efectos de un veneno o del alcohol y las palabras no
significaban nada para ella. La cháchara del esenio de cabeza bamboleante, toda
aquella plática sobre la justicia y la buena voluntad, había volado como paja
empujada por el viento, se había esfumado con la brisa caliente que traía consigo el
olor de las ciudades quemadas, bajo cuyas ruinas yacía el Estado del Sol.
¿Qué había hecho mal, qué había omitido, para permitir que la horda escapara a
su control, que sus palabras no significaran nada para ellos? Había intentado caminar
por la ruta directa, el cruel pasado a la espalda y el objetivo al frente, sin girar a la
derecha o a la izquierda. ¿O acaso aquél habría sido el error, caminar en una ruta
recta y directa? ¿Era necesario tomar desvíos, transitar por caminos torcidos?
Tiró de las riendas con violencia y dio la vuelta entre la silenciosa columna de la
horda. Crixus giró la cabeza, lo miró con expresión indolente y siguió cabalgando con
todo el peso de sus nalgas inmóviles sobre el caballo que montaba como si fuera una
mula. Es probable que soñara con Alejandría.
Pero la horda que marchaba por el camino con serenidad, vio pasar a Espartaco,
erguido y rígido en su caballo, con la cara muy delgada y los ojos hundidos e
indiferentes. Sus labios se habían vuelto severos, finos, y sus ojos habían
empequeñecido; la expresión amable había desaparecido de su rostro. Los hombres se
volvían al verlo pasar entre el polvo y se hacían señas entre si. Suspiraban en parte
arrepentidos y en parte apenados de que Espartaco se mostrara tan poco razonable.
¿Qué esperaba de ellos? ¿Lo habían ofendido por ajustar cuentas con los amos y
capataces de esclavos? Si ellos no los mataban, los matarían a ellos.
¿Acaso no habían perdonado a todos los esclavos que se habían puesto de su
lado? ¿No los habían llevado con ellos?

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¿Qué pretendía Espartaco?, ¿por qué estaba enfadado con ellos? ¡Por los ceñudos
dioses!, ¿qué eran ellos, después de todo? ¿Un grupo de bandidos o una banda de
peregrinos piadosos, una secta de estúpidos viajeros?
Veinte mil hombres, a caballo o a pie, avanzaban hacia el norte por el camino
principal.
La tercera ciudad, ahora convertida en un montón de ruinas humeantes, se
llamaba Calatia y no había ofrecido la menor resistencia. Sus puertas se habían
abierto como por arte de magia, y la ciudad se había entregado, temblorosa y
sollozante, como la vida se entrega a la muerte. Aquellos que vivían detrás de sus
murallas aguardaban la llegada de tropas romanas, pero las tropas no habían venido.
Algunos suplicaron piedad, pero no la obtuvieron, pues la muerte no conoce piedad,
clemencia ni justicia; es la Muerte, y sólo logran escapar de sus garras aquellos que
confraternizan con ella, convirtiéndose a su vez en asesinos.
La lluvia inundaba la tierra de Campania, haciendo manar turbios arroyuelos
sobre la vía Apia. Brotaba de las nubes para regar cultivos, lavar techos y ventanas, y
moría con un siseo sobre los escombros negros y la sangre pegajosa. Era el fin de
Campania, asolada por una horda de varios miles de demonios que pisoteaba su
esencia y se precipitaba de pueblo en pueblo, como una mortífera maldición.
La lluvia inundaba la vía Apia. Sobre sus grandes, brillantes bloques de piedra y
entre sus flancos en declive, la horda marchaba hacia el norte en una caravana de
varias millas de largo. La vanguardia al frente, con sus grandes escudos, jabalinas y
espadas; cada grupo a las órdenes de un capitán gladiador. Los flanqueaba la
caballería, formada por los sirios y los pastores lucanos. Tras ellos, los guardias con
pesadas armaduras, brazos y piernas cubiertas de acero: los criados de Fanio. Por fin
la interminable, salvaje, lenta masa de gente sin armas apropiadas, que empuñaba
porras, hachas, guadañas, estacas y avanzaba, descalza y harapienta, cojeando,
maldiciendo o cantando. Tras ellos venia el séquito del campamento: mulas y carros
de bueyes, botín y equipaje, mujeres, niños, lisiados, mendigos y putas.
Los feroces perros peludos de los pastores lucanos, medio lobos, habían
engordado con la carne de los muertos y corrían aullando junto a la caravana de
esclavos.

Habían descendido del monte Vesubio en busca del Estado del Sol, pero habían
sembrado fuegos y cosechado cenizas.
Ahora marchaban hacia la ciudad de Capua.

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4
Las mareas de Capua

Capua resistía.
Nola, Sessola, Calatia se habían rendido. El mensaje de Espartaco había
traspasado sus trincheras, los siervos habían abierto las puertas y las murallas se
habían desmoronado sin necesidad de lucha o máquinas de sitio, pero Capua resistía.
Curiosos sucesos habían acontecido en la ciudad de Capua.
Las primeras noticias de la caída de Nola llegaron a Capua por boca del
empresario Rufo, que había entrado a la ciudad montado sobre un caballo empapado
de sudor, sin sirvientes ni equipaje, y con un aspecto tan patético que los guardias
habían estado a punto de negarle el paso. Fue directamente a casa de su amigo
Léntulo, tomó un baño y conversó con él durante un rato. Había ganado varias horas
de ventaja a los mensajeros del Senado y a los de las grandes compañías mercantiles.
La noticia de la caída de Nola era más importante que una docena de informes
sobre el frente asiático, pues presagiaba una guerra civil. En realidad, el destino de la
república romana estaba en juego. El aliento de la historia soplaba a través del
espacioso baño de Léntulo; los dos hombres, envueltos en sus batas, lo sintieron
despeinar sus cejas y decidieron comprar cereal sin dilaciones y a cualquier precio.
Juntos tomaron las medidas necesarias en unas cuantas horas, tras las cuales
fueron a visitar al principal consejero municipal para informarle de lo sucedido.

Mientras tanto, los primeros rumores sobre la destrucción de Nola habían llegado
a la ciudad. El populacho abarrotaba los mercados de pescado y de ungüentos, y en
los paseos cubiertos, salones públicos y baños no se hablaba de otra cosa. Se reunían
en grupos, discutían y gesticulaban; y mientras algunos demostraban abiertamente su
alegría, otros sacudían las cabezas sin lograr disimular cierta satisfacción secreta.
Aquel sentimiento de contento general pronto estalló en exclamaciones de ostensible
triunfo y, aunque los motivos variaban de unos a otros, se fundieron en una emoción
común a medida que más y más gente se agrupaba en las calles. La multitud atestaba
las calles de Capua cuando el ejército de esclavos aún estaba a varias millas de allí.
El orador y picapleitos Fulvio, famoso por los sediciosos discursos que
pronunciaba a diario en el vestíbulo de los baños de vapor, más tarde escribiría un
tratado que resumía las razones de aquella turbulenta inquietud. La obra nunca llegó a
ser publicada, pero su titulo rezaba:

DE LAS CAUSAS DE LA ALEGRÍA DE LOS SIERVOS Y LA GENTE COMÚN ANTE LAS NOTICIAS
DE LA CONQUISTA DE LA CIUDAD DE NOLA POR EL GLADIADOR Y JEFE DE BANDIDOS

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ESPARTACO.

Según decía el tratado, aquellos bendecidos con el don de comprender la


mentalidad de la gente pudieron distinguir las siguientes causas en los disturbios de
Capua: primero, júbilo malicioso, pues las ciudades de Nola y Capua nunca se habían
llevado demasiado bien. Segundo, orgullo local, pues en cierto modo el tal Espartaco
había comenzado su carrera en la ciudad de Capua. Tercero, cuarto y quinto, los
siervos y ciudadanos comunes habían vivido en semejante miseria en la bendita
ciudad de Capua, como consecuencia del ascenso de los precios, grave desempleo y
arrogancia de la nobleza, que recibían con alegría y entusiasmo cualquier
acontecimiento que prometiera un cambio, sin importarles su naturaleza, pues lo
único que podían perder era sus cadenas. Por qué entonces —concluía el inédito
tratado, cuyo autor acabaría uniéndose a los bandidos, discutiendo con un esenio
versado en temas divinos y muriendo junto a él en una cruz, antes de concluir la
disputa—, ¿por qué los ciudadanos comunes de Capua iban a privarse de expresar de
forma audible su alegre entusiasmo, o por así decirlo, su violento triunfo?

Cuando Rufo y el administrador de juegos fueron a hablar con él, el primer


consejero ya estaba al tanto de las noticias. Escuchó con fría cortesía al empresario
que había insistido en entrar a su casa a horas intempestivas sin cita previa y a quien
aborrecía a causa de una de sus obras, llamada Bucco el Campesino.
Sin embargo, cuando Rufo afirmó que la propia ciudad de Capua se hallaba en
peligro, el consejero no pudo evitar una condescendiente sonrisa patricia ante las
exageraciones de aquel advenedizo y apaciguó su entrometido celo con la sugerencia
de que el magistrado sabía cuándo tomar las medidas necesarias. Así concluyó la
audiencia, pero cuando el consejero se aprestaba a despedir al indiferente empresario
con escuetas palabras de agradecimiento —Léntulo se había limitado a escuchar, pues
aún se sentía torpe y tímido en presencia de aristócratas—, un confuso bullicio
procedente de la calle llenó la habitación.
Al principio fueron sólo gritos aislados y distantes, luego se oyeron las pisadas de
una tumultuosa multitud y poco después la calle se abarrotó de gente, cuyos
murmullos de rabia contenida atravesaban las ventanas.
El consejero palideció, interrumpió los saludos, y los tres hombres se dirigieron a
la ventana. Debajo, en la calle, un individuo gordo y sudoroso con aspecto de
jornalero del barrio de Oscia trepaba a uno de esos barriles de vino de madera,
ineludibles en cualquier tumulto. El hombre dirigió un discurso al consejero
municipal interrumpido por frecuentes aplausos. Dijo que la política y la miseria de
Capua despedían un olor tan maligno que el hedor de la legión de esclavos no podía
ser peor.
En otras palabras, instaba al consejero municipal a abrirle las puertas a Espartaco.
La multitud se unió en una ovación de apoyo y el consejero se apartó de la

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ventana. A esa misma hora, se producían saqueos en los suburbios del oeste.

Una semana más tarde, cuando el ejército de esclavos llegó a Capua, encontró las
puertas cerradas y a todos los habitantes de la ciudad, libres y esclavos, unidos contra
él con fervoroso entusiasmo.
Algo extraño había sucedido en la ciudad de Capua. ¿Cómo se había producido
aquel cambio radical en las ideas de la gente, cuando apenas unos días antes exigían
que se abrieran las puertas y esperaban con impaciencia a Espartaco, el liberador?
¿Cómo era posible que bloquearan las puertas y marcharan a custodiar las
murallas con fervoroso entusiasmo, los siervos a defender su cautiverio, los
desgraciados a vigilar su miseria, los hambrientos a arriesgar su vida y sus
extremidades por el rugido de sus tripas?
Cierto picapleitos y retórico que había estado a punto de morir por permanecer al
margen del grandioso levantamiento patriótico —su nombre era Fulvio y su destino
la cruz— volvió a casa aquel día y cogió una pluma con la intención de volcar por
escrito los sucesos acontecidos en la ciudad de Capua y los motivos que los
suscitaron. Era abogado, además de escritor, y por tanto conocía las tramas y
complicaciones del alma humana, conocía su codicia y su serena necesidad de
prudencia. Escribió su tratado en una miserable habitación de la buhardilla situada en
la quinta planta de un edificio de alquiler, junto al mercado de pescado. Sobre su
tambaleante escritorio, se cernía la cruz de vigas de madera que sostenía el techo, por
lo cual se veía forzado a escribir siempre inclinado. Siempre que lo asaltaba una idea
afortunada, daba un respingo y se golpeaba la cabeza contra la enorme viga, de modo
que Fulvio estaba destinado a pagar cada pensamiento lúcido con un chichón en el
cráneo. El aire de la buhardilla, impregnado del hedor a pescado podrido, resultaba
sofocante, y por la ventana penetraba el rumor de la belicosa multitud congregada en
las murallas y en las calles.
Ya había concluido la primera parte del tratado, dedicada al entusiasmo que
Espartaco y su causa habían despertado en un principio, y se hallaba a punto de
iniciar la segunda y más difícil, referida a la súbita hostilidad con que los esclavos de
Capua habían reaccionado contra el ejército de esclavos. Comenzó por el titulo:

DE LAS CAUSAS QUE INDUCEN AL HOMBRE A ACTUAR EN CONTRA DE SUS PROPIOS


INTERESES.

Pero tan pronto como hubo escrito estas palabras, advirtió que eran incorrectas.
Recordó los numerosos casos que había atendido en su condición de abogado y la
tenacidad y astucia con que sus clientes defendían sus intereses, siempre dispuestos a
enviar a sus vecinos a las mazmorras o al patíbulo por el simple robo de una cabra.
Desde abajo llegaba el bullicio de una brigada. No eran soldados, sino esclavos
armados por sus amos, y se dirigían a las murallas a enfrentarse con Espartaco, a

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luchar con claro entusiasmo contra sus iguales, por el bien de sus opresores. Fulvio
tachó el título y escribió debajo:

DE LAS CAUSAS QUE INDUCEN AL HOMBRE A ACTUAR EN CONTRA DE LOS INTERESES DE


OTROS, CUANDO SE HALLAN AISLADOS. Y A ACTUAR EN CONTRA DE SUS PROPIOS INTERESES
CUANDO SE ASOCIAN EN GRUPOS O MULTITUDES.

Meditó largamente sobre la primera frase, pero no se le ocurrió nada nuevo. A


menudo había pensado que los hombres actuaban en contra de sus propios intereses
cuando se trataba de asuntos importantes, mientras que en los asuntos triviales,
defendían sus beneficios con astucia y obstinación. Sin embargo, los sonidos de
guerra procedentes de la calle lo entristecían y el entusiasmo, el enorme fervor de
aquellos pobres tontos, preparados para recibir a sus salvadores con jabalinas y
alquitrán hirviente nublaban sus pensamientos. Por fin abandonó la obra —que no
volvería a reanudar en varios meses prolíficos en acontecimientos y jamás acabaría—
y bajó a la calle.
Había oradores por todas partes; aquellos que no hablaban escuchaban y
aplaudían. Reinaba un sentimiento generalizado de camaradería y júbilo, y Fulvio
tomó nota mentalmente de que en tiempos como aquéllos el hombre siente una
imperiosa necesidad de pronunciar y escuchar los mismos discursos una y otra vez,
demostrando que no confía en sus propias intuiciones, que teme que no prosperen y
duren, si no las riega con permanentes reiteraciones.
Había oradores en cada esquina, amigos del pueblo, todos hombres progresistas.
Describían atrocidades supuestamente cometidas bajo las órdenes de Espartaco o
narraban cómo un tal Castus y sus infames Hienas asesinaban y saqueaban… y
decían la verdad. Elogiaban la paz y el orden, y casi todos eran honestos al hacerlo.
Hablaban de la cercana reforma agrícola y casi llegaban a creer sus propias
palabras.
Recordaban las casas incendiadas de Nola, Sessola y Calatia, y su indignación era
sincera. Mencionaban la resistencia que reunía a toda Capua, pobres y ricos, amos y
esclavos, en un mismo redil, y se sentían moralmente superiores. No eran miembros
de la nobleza ni de la facción de Sila; eran demócratas, opositores, amigos del pueblo,
y no mentían. Todas y cada una de sus palabras eran sencillas, sensatas,
bienintencionadas. Regalaban sus argumentos, sus pequeñas, rotundas, agradables
verdades como si fueran insignificantes monedas. El pueblo los creía, sin advertir que
ocultaban una terrible verdad: que la humanidad seguía dividida entre amos y
esclavos. Sólo el escritor Fulvio lo sabia. Su cabeza se llenaba de chichones, el sol lo
deslumbraba, la insensatez de la naturaleza humana lo atormentaba. Poseía la gran
verdad y la llevaba consigo a todas partes, pero nadie quería compartirla con él.
Los ánimos de las clases bajas y de los esclavos estaban exaltados. Los
sentimientos abyectos del día anterior, los instintos básicos del hambre y el rencor

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habían quedado olvidados. Agitaban banderas y blandían lanzas. Los esclavos, en
especial, estaban rebosantes de alegría, pues el Consejo les había repartido armas y de
ese modo los había elevado, aunque sólo de forma temporal y revocable, a la
condición de soldados y ciudadanos libres de Roma.
El pequeño abogado con la calva llena de protuberancias, que merodeaba por las
calles solo con su tristeza y su verdad, más tarde observaría en su diario: «Desarman
a los esclavos entregándoles espadas. Así de ciegos son aquellos condenados a ver la
luz solo desde la oscuridad».
Pero el presente no necesitaba de esa clase de aforismos ni de los rumores que
pretendían que la pasión de la facción demócrata había sido fraguada por sus
enemigos mortales, los aristócratas y miembros del Consejo municipal, por
mediación de un tal Léntulo Batuatus, un contratista de gladiadores y antiguo cerdo
electoralista de Roma. Aquellos que divulgaban esos rumores eran considerados viles
agitadores y aguafiestas, y varios de ellos, desenmascarados como agentes de
Espartaco fueron arrojados de las tribunas y asesinados a golpes.
La marea había cambiado en Capua. Los amigos del pueblo hablaban al mismo
tiempo en cada calle, en cada edificio público, en cada mercado. El Senado no los
había enviado y ninguna facción política les pagaba, sin embargo allí estaban,
cumpliendo con su deber. Eran patriotas. Advirtieron a los siervos y a la plebe que la
rebelión o la guerra civil eran acciones tontas y equivocadas. Les devolvieron la fe en
la república y en la grandiosa comunidad de ciudadanos romanos. Se ganaron el
corazón de los siervos prometiéndoles que el Consejo municipal los armaría en señal
de confianza; de modo que los esclavos tendrían oportunidad de defender a sus amos
y demostrar que merecían ser miembros de la gran familia de Roma. Pues, ya
vivieran alojados en palacios o en chozas, ataviados con togas blancas o con las
valiosas cadenas del trabajo honesto, todos eran hijos de la loba romana y todos
mamaban de ella la leche de la ley humana, del orden y la razón cívica.

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Los desvíos

Nola, Sessola y Calatia se habían rendido ante Espartaco, pero Capua resistía.
Las tiendas de los bandidos formaban un amplio circulo alrededor de la ciudad
atrincherada. Como una calamitosa nube de langostas se alzaban sobre los húmedos
campos de trigo del sur, entre el bendito cereal de Campania. Las grises tiendas
empapadas crecían sobre los inclinados viñedos del monte Tifata en grupos
irregulares, superpuestos de forma escalonada, dispersos entre fincas desiertas y
erosionadas galenas de mármol. Desde ambos lados, ascendían hacia las orillas del
Volturno, que había rebasado los diques y arrastraba barro sucio hacia el mar. Las
murallas de Capua se alzaban grises y altivas tras el velo de la lluvia.
En la cima del monte Tifata, rodeado de melindrosas arcadas y glorietas, se
hallaba el templo de Diana, morada de cincuenta sacerdotisas vírgenes. Ellas habían
pisado las uvas sin ayuda del exterior y habían vigilado la fermentación del vino en
las oscuras bodegas. Se emborrachaban a menudo y se amaban pecaminosamente
entre sí; pues ningún hombre podía aproximarse a sus tierras sagradas. Ahora los
gladiadores Espartaco, Crixus y los demás comandantes de la legión de esclavos
estaban sentados en el convento de Diana, donde conferenciaban y discutían sin
llegar a un acuerdo.
No tenían máquinas de sitio. Al igual que en anteriores ocasiones, habían enviado
emisarios secretos a la ciudad para invitar a los esclavos a formar parte de la gran
confraternidad del Estado del Sol. Sin embargo, el Estado del Sol yacía bajo las
negras ruinas de Nola y Calatia, y sus portavoces habían sido asesinados tras las
murallas sin ceremonia ni trascendencia.
Mientras tanto los esclavos de Capua, apostados en los bastiones, empuñaban
contra los de fuera las armas que habían recibido de los de dentro. Sacudían sus
lanzas y no querían saber nada del Estado del Sol.
En el elegante templo de Diana, todavía impregnado de la fragancia de los
bálsamos y perfumes de las sacerdotisas, los gladiadores seguían discutiendo. Sólo
Espartaco y Crixus guardaban silencio. Poco a poco, el campamento se había
dividido en dos grupos, el que apoyaba a Crixus y al hombrecillo y el que respaldaba
a Espartaco, formado por la mayoría. Habían recuperado la sensatez de forma
gradual, y afirmaban que la loca violencia de las Hienas contra los pueblos
conquistados era la razón por la cual los esclavos de Capua se negaban a aliarse a
ellos. Un enorme desánimo se apoderó de la horda: allí tenían lluvia, tiendas
empapadas, enojo y decepción, mientras al otro lado estaba la ciudad más opulenta
después de Roma, seca y cálida, llena de olores procedentes de las tiendas de comidas

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preparadas y de las especias de los mercados. Y el odioso hombrecillo con sus Hienas
lo había estropeado todo.
Durante el duodécimo día del sitio de Capua, cuando la lluvia amainó, un
delegado de la ciudad se dirigió al campamento de esclavos. Escoltado por dos de los
criados de Fanio y firmemente apoyado sobre su bastón —pues era un anciano—
caminó entre las tiendas sin desviarse hacia la derecha o a la izquierda y ascendió la
cuesta del monte Tifata. A su paso, provocaba curiosidad, asombro y risas. Allí estaba
el delegado de la ciudad de Capua, dispuesto a negociar, igual que en una guerra
normal. Los silenciosos y cuellicortos sirvientes de Fanio caminaban a su lado.
Cuando el anciano se detenía a recuperar el aliento, ellos también lo hacían, con
la vista fija en el camino, y luego continuaban subiendo la colina en silencio,
indiferentes a las risas y silbidos del resto del campamento.
Espartaco aguardaba al delegado sentado en un sofá del santuario de Diana. Los
criados de Fanio lo hicieron pasar y se retiraron. Espartaco se incorporó. Reconoció
al anciano de inmediato y sonrió por primera vez desde el incendio de Nola.
—Nicos —saludó con suavidad y cortesía—, ¿cómo está el amo?
El viejo criado guardó silencio. Luego se aclaró la garganta y retrocedió de forma
casi imperceptible.
—Estoy aquí en nombre del Consejo municipal de Capua.
—Vaya —dijo Espartaco con un deje irónico en la voz—, eres un personaje
oficial, padre mío. Ninguno de los dos lo habría imaginado, ¿verdad?
Se interrumpió porque el anciano no respondió y permaneció inmóvil en el
umbral de la puerta, pero no pudo evitar los recuerdos: el amplio patio cuadrangular
de la escuela de gladiadores, los dormitorios con el aire templado propio de un estado
e incluso la fraternal proximidad de la muerte habían cobrado la íntima calidez de las
cosas pasadas.
—¿Eres un empleado del Estado? —preguntó Espartaco—. ¿Un esclavo
municipal? ¿Te ha vendido el amo?
—He sido liberado —respondió Nicos con frialdad—. Soy oficial del Consejo de
Capua con todos los derechos cívicos, elegido para negociar con los rebeldes y su jefe
Espartaco el levantamiento del sitio.
«Balbucea como un hombre en su segunda infancia —piensa Espartaco—, se ha
aprendido el discurso de memoria. Nicos, aquel buen hombre a quien yo solía llamar
padre, ahora parlotea ante mí sin el menor vestigio de afecto. No se puede esperar
nada de nadie». —Antes solías hablarme de otra forma— dijo mientras volvía a
sentarse en el sofá.
—Antes —respondió Nicos—, ambos hablábamos de otra forma. Tu cara ha
cambiado tanto que no te habría reconocido. La senda del mal te ha vuelto los rasgos
duros y crueles y tus ojos también han cambiado. Estoy aquí para negociar el
levantamiento del sitio.
—Entonces negocia —dijo Espartaco con una sonrisa. El hombre guardó silencio

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—. ¡La senda del mal! —continuó Espartaco—, ¿qué sabes tú de sendas?
—Has elegido la senda del mal —dijo Nicos—, la senda del desorden. Mira —
continuó mientras se sentaba en el sofá junto a Espartaco—, yo soy viejo, honesto y
yermo. Durante cuarenta años he servido a mi amo esperando la libertad, y ahora que
soy viejo la libertad también es yerma. Sin embargo, cuando tú dices: «¿qué sabes tú
de eso?», puedo asegurarte que mucho más que tú. Quizás algún día hablemos de
ello, pero aún no ha llegado la hora.
—No sabia que fueras un filósofo, Nicos —dijo Espartaco—. La última vez que
te vi, en aquella taberna junto a la vía Apia, no hacías más que repetir que nos
colgaran a todos. Y estuviste a punto de venir con nosotros.
—Dudé, aunque sólo por un instante —respondió el anciano—, y no fui con
vosotros porque sabía que cogeríais la senda del mal y el desorden. ¿Qué hicieron tus
amigos con Nola, Sessola y Calatia? Habéis derramado sangre sobre nuestra
ordenada nación. Sembrasteis fuego y ahora cosecháis cenizas.
—Los esclavos estaban de nuestra parte —dijo Espartaco—. Nos abrieron las
puertas de Nola, Sessola y Calatia.
—En Capua nadie está de vuestra parte —dijo el anciano—. La gente os abrió las
puertas de sus ciudades y vosotros las destruisteis, así que ahora nadie volverá a
hacerlo. Todos saben que sois unos alborotadores y se han vuelto contra vosotros.
Espartaco guardó silencio.
—Nicos —dijo después de una pausa—, las órdenes eran buenas, pero hay
hombres que se niegan a obedecer. Hay algunos así entre nosotros. ¿Cómo podemos
apartarlos de los demás? ¿Cómo se separa la paja del grano? Eso es lo que deberías
decirme.
—No lo sé —dijo el anciano, y luego añadió con senil obstinación—: Es la senda
del mal.
Espartaco se levantó; ya no sonreía. La cámara sagrada estaba fría y lúgubre.
—Calla —dijo—. Sé más que tú sobre la senda correcta, Nicos. La descubrí en el
Vesubio, entre las nubes que me envolvían. Allí encontré a un hombre viejo, más
sabio que tú. Yo solía llamarte padre, pero él me llamó el Hijo del hombre. Aquel
anciano conocía la senda y me enseñó su nombre.
—¿Qué clase de nombre? —preguntó Nicos.
—El Estado del Sol —respondió Espartaco después de una pausa—. Ése es el
nombre de la senda.
—Yo no sé nada de eso —dijo Nicos—. Sólo sé lo que ocurrió en Nola, Sessola y
Calatia.
—Es verdad —dijo Espartaco—, pero ésas son pequeñas verdades y, como acabas
de enseñarme, aquellos que sólo reconocen las pequeñas verdades son muy tontos.
El anciano no pudo encontrar una respuesta. Estaba cansado y no comprendía las
palabras de Espartaco, que se había convertido en un extraño para él. Los criados de
Fanio trajeron antorchas y la sala se volvió súbitamente alta, clara, y las paredes

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parecieron alejarse.
El viejo Nicos estiró sus piernas gotosas, frágiles y rígidas, irguiéndose ante el
hombre al que había tratado como a un hijo y ahora era un bandido.
—El Consejo de Capua —dijo el viejo Nicos— te exige que levantes el sitio y te
advierte que la ciudad tiene suficiente cereal en sus graneros y vino en sus bodegas
como para esperar a que la lluvia ablande vuestros huesos y os arrastre hasta el
infierno. La moral de nuestros soldados es excelente y vosotros no tenéis máquinas
de sitio. Al Consejo no le importa que acampéis ante nuestras maravillosas murallas y
piséis nuestros campos de trigo, porque Roma está abarrotada de cereales traídos del
otro lado del mar y no tememos que escaseen. Sin embargo, el Consejo tiene razones
para desear que acampéis en otro sitio, tal vez en Samnio o en Lucania. El Consejo
opina que ese deseo sin duda coincidirá con vuestros intereses.
—Cháchara y más cháchara —dijo Espartaco—. Es obvio que eres viejo y no te
avergüenzas de ello. Si te he pedido que me dijeras cómo separar la paja del grano, es
porque necesitamos ese consejo de forma imperiosa. Nos acompañan dos tipos de
personas y deberíamos poder separarlas. Unos llevan una ira enorme y justa en sus
corazones, los otros sólo tienen los estómagos llenos de mezquina voracidad.
Ellos son los responsables de lo ocurrido en Nola, Sessola y Calada. Tenemos que
separarnos de ellos, pero será difícil, y debemos encontrar formas ingeniosas,
caminos indirectos para librarnos de ellos. Antes, no estaba seguro, pero ahora tú me
lo has hecho ver claro con tu cháchara y tus tonterías. ¿Tienes algo más que decir?
—Sí —respondió Nicos—. De hecho, aún falta lo más importante. El Consejo
municipal te advierte que el Senado de Roma ha enviado al pretor Cayo Varinio con
dos poderosas legiones para restituir el orden en Campania. Dentro de pocos días
llegarán tropas militares y os destruirán.
La voz regañona y quejumbrosa calló y el anciano aguardó con impaciencia el
efecto de su anuncio. Vio cómo el hombre de la piel alzaba la cabeza y cómo aquella
cara amada, que se había relajado con la conversación, se tensaba otra vez,
volviéndose dura y severa.
«Después de todo, tiene algo —pensó el viejo, y por primera vez su misión le
pareció desagradable y el hombre que tenía ante si, un enemigo—. Es un tirano y yo
negocio con él en nombre de la ciudad».
El anciano tensó su cuerpo inútil.
—Repite eso, pero con más detalles —dijo Espartaco.
Las antorchas proyectaban densas sombras sobre su cara, que parecía tallada
sobre un material inanimado, y sus ojos no albergaban el menor atisbo de amistad. El
anciano parpadeó y desvió la vista primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda
para evitar mirarlo.
«Estoy viejo —pensó Nicos—, ¿qué sé yo de él? Son gente dura y furiosa». Sólo
deseaba acabar con su misión.
—Vendrán dos legiones regulares bajo el mando del pretor Varinio —repitió—,

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unos doce mil hombres. Sus lugartenientes son Cosinio y Cayo Furio. Su ejército está
formado por veteranos de la campaña de Lúculo y nuevos reclutas. Avanzan con
lentitud, pero estarán aquí dentro de una semana, o incluso antes. ¿No me crees?
«Si al menos comenzara a hablar otra vez… —pensó Nicos—, nunca lo había
visto así. Después de todo, tiene algo».
Espartaco contestó con los ojos fijos en la cara de Nicos:
—Si eso es verdad, ¿por qué ibais a decírmelo? Si se acerca un ejército con el fin
de aniquilarnos, ¿por qué nos avisáis? Explícamelo.
—Puedo explicarlo —respondió el anciano con firmeza y confianza—. Ya te he
dicho que el Consejo tiene sus razones. El Consejo de Capua no está interesado en
que vuelva a salvarlo un ejército enviado por el Senado de Roma. Cada vez que
Roma salvó a Capua, ésta tuvo que pagar la factura. Así fue con Aníbal y las guerras
confederadas, por lo tanto el Consejo no quiere ser rescatado por Roma.
El anciano calló, aliviado. Había dicho la verdad y notó que el hombre de la piel
le creía.
—Vuestros consejeros son muy listos —dijo Espartaco tras meditar unos minutos
— y conocen bien los caminos indirectos. Piden soldados a Roma para combatirnos y
al mismo tiempo nos advierten sobre su llegada. Deberíamos aprender de vosotros.
—Nicos aguardó en silencio. El hombre de la piel le parecía más extraño que nunca
—. Se hace tarde —observó Espartaco—. ¿Quieres pasar la noche con nosotros o
prefieres regresar?
—Prefiero regresar —respondió el anciano.
Ya en el umbral, flanqueado por los silenciosos cuellicortos con sus antorchas, el
anciano oyó la voz del hombre de la piel. Sabía que tal vez la oía por última vez.
—Ven con nosotros, Nicos —dijo la voz—. Estás cansado, padre mío, y en
Lucania hay bosques.
El viejo, pequeño y frágil Nicos vaciló y se detuvo un instante entre los dos
criados cuellicortos, pero no se volvió.
—No —respondió y siguió andando, flanqueado por los sirvientes con las
antorchas sobre su cabeza.
Entonces la voz resonó una vez más y Nicos percibió la ironía de su tono.
—¿Acaso es la senda del mal, padre mío? —El anciano no se volvió ni respondió.
Siguió andando en la oscuridad, viejo e insignificante, bajo las altas antorchas de los
criados—. Adiós, padre —dijo la voz desde el templo por última vez, aunque Nicos
ya no podía oírla.

Una vez más, la asamblea no había llegado a ninguna conclusión. Una vez más se
habían sentado en torno a la enorme mesa de piedra y habían hablado durante horas,
odiándose en secreto unos a otros. Crixus había mirado a todos con expresión
sombría y luego había vuelto a sumirse en su letargo; el pequeño hombrecillo, sin
dejar de juguetear con su collar, había dicho que lo del ejército de Varinio era un

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cuento y que debían atacar Roma. El portavoz de los cuellicortos criados de Fanio
había puesto nervioso a todo el mundo con su acostumbrada rectitud. El sabio de
cabeza ovalada había citado confusos pasajes que nadie había comprendido. Enomao
se había limitado a mirar en silencio al hombre de la piel. La vena azul de su frente se
hinchaba con mudo entusiasmo y su tímida discreción también había puesto nervioso
a todo el mundo. Siguieron hablando; todos volvieron a repetir sus archiconocidos
argumentos, conscientes de que los demás no los escuchaban. La rancia solemnidad
de la asamblea se cernía pesadamente sobre ellos. Se conocían muy bien unos a otros,
y sabían más de lo que querían decir u oír allí. En los diálogos informales, llamaban
al pan, pan y al vino, vino, y todo quedaba claro, pero aunque aquellas asambleas no
eran más que la materialización de la suma de esos diálogos, el debate no era en
absoluto la suma de sus conversaciones, sino de sus aspectos formales y superficiales.
Ellos lo sabían, y también eran conscientes del mudo desdén del hombre de la piel,
cuyos ojos pasaban de un orador a otro, pero habían perdido su habitual
benevolencia. Sabían que se había distanciado de ellos y que al hacerlo los había
superado; sin embargo, no pronunciaba la palabra redentora ni asestaba el golpe
redentor. Por el contrario, los dejaba seguir tirando de los arreos, con otros diez mil
hombres a rastras —¿o eran veinte mil?—, atascados entre el barro, los rastrojos y las
tiendas empapadas. Y aquellos que debían guiarlos, tiraban en distintas direcciones,
conscientes de la impotencia de su propio odio, pero atrapados por ella, incapaces de
dar un solo paso.
Muy cerca se alzaban las murallas de Capua, como una burla petrificada, y sobre
ellas se apostaban los esclavos con sus armas dirigidas hacia ellos, pues sus
esperanzas yacían quemadas, sofocadas y enterradas en Nola, Sessola y Calatia.
Conscientes de todo esto, miraban con furiosa impotencia a Castus y sus Hienas, pero
Castus seguía jugueteando sonriente con su collar, pues en el campamento aún había
más de mil hombres que lo escuchaban. Vivían apartados de los demás, se vestían
con harapos y eran sanguinarios y lujuriosos.
Sentados en torno a la larga mesa de piedra, los gladiadores hablaron, discutieron
y se emborracharon. Más tarde se levantaron y volvieron a cruzar los húmedos
campos de rastrojos sin haber tomado ninguna decisión.

Cuando los demás se marcharon, Espartaco detuvo al hombre de la cabeza


ovalada.
—Siéntate y escucha —le dijo de malhumor.
El esenio sacudió la cabeza y lo miró.
—Necesitarás otros asesores para lo que viene ahora —dijo alzando los hombros
como si tuviera frío.
Espartaco continuó sin prestarle atención:
—Roma envía a Varinio con doce mil soldados. Debemos marchamos a Lucania,
la tierra de montañas y pastores, para vivir en paz de acuerdo con nuestras ideas.

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Sin embargo, hay algunos entre nosotros que no aceptan órdenes. Han echado a
perder el proyecto del Estado del Sol y tampoco quieren venir a Lucania. Pretenden
enfrentarse con Varinio, que los destruirá… si les permitimos ir.
El esenio se encogió de hombros y agachó la cabeza, como una tortuga. El sol
caía sobre la cara de Espartaco, obligándolo a entrecerrar los ojos, lo cual le daba un
aspecto aún más severo y hostil.
—Si los dejamos ir… —repitió Espartaco—. Todo depende de nosotros. Son
estúpidos. Si se lo permitimos, se buscarán su propia ruina, pues Varinio los
masacrará como si fueran corderos. Entonces nos libraremos de ellos y podremos
construir nuestro Estado del Sol sin que nos estorben. No dices nada. —El esenio
guardó silencio. Ya ni siquiera sacudía la cabeza y permanecía inmóvil—. Ahora no
dice nada —repitió Espartaco—, pero hace un tiempo, entre las nubes de las
montañas tenias mucho que decir. Entonces brotaron de tus labios un montón de
palabras bellas y contundentes. Sin embargo, la senda que me señalaste no conducía
al Estad del Sol, sino a Nola, Sessola y Calatia. Tú ya no tienes nada que decir, pero
yo debo seguir el camino. Hay muchos entre nosotros que se niegan a obedecer
órdenes, ahora debemos enviarlos al encuentro de Vario para que los mate como si
fuera corderos sacrificados en aras de tu Estado del Sol. Porque si no los destruimos,
ello nos destruirán a nosotros. Es cierto que ellos son la paja y nosotros el trigo, pero
todos nacimos del mismo tallo y lo que ahora debemos hacer va contra las leyes de
naturaleza.
El esenio seguía inmóvil, sentado frente a Espartaco, pequeño y ajado. Al igual
que el viejo Nicos, se maravillaba del cambio que había experimentado Espartaco,
también como el viejo Nicos, pensaba:
«Son gladiadores, hombres duros y feroces. ¿Qué sé yo de ellos?».
Continuó sacudiendo la cabeza y después de unos instantes dijo:
—Dios creó el mundo en cinco días, pues tenía mucha prisa. Como consecuencia
de esa prisa, muchas cosas salieron mal, y al sexto día, cuando tuvo que crear al
hombre, estaba enfadado, tal vez cansado, y lo llenó de maldiciones. Sin embargo la
peor maldición es que el hombre debe andar por la senda del mal para alcanzar el
bien y la justicia, que debe tomar desvíos y caminar por rutas torcidas para alcanzar
un objetivo justo. Sin embargo, te repito que para lo que ha de venir necesitas otros
consejeros.
El esenio se dirigió a la puerta, pero Espartaco no levantó la vista. Permaneció
echado junto a la mesa, bebiendo grandes sorbos de vino. Entonces el esenio se giro
una vez más y contempló la cara ancha y huesuda de su interlocutor como si la viera
por primera vez.
Espartaco siguió bebiendo hasta que cayó la noche. Luego vino Crixus y
hablaron. La conversación no duró mucho, porque ambos conocían las ideas del otro.
Lo que estaba a punto de suceder había madurado despacio en el interior de los dos
hombres, así como la savia de un árbol asciende lentamente desde las raíces, debajo

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de la corteza, y cuando por fin las palabras salieron de sus bocas, cayeron como frutas
demasiado maduras. Ya estaba todo dicho y decidido. Había oscurecido, y después de
comer, cuando se echaron satisfechos sobre sus mantas, separados por la mesa,
ambos recordaron la noche de la victoria del Vesubio, cuando habían compartido la
tienda del pretor Clodius Glaber. Aquella noche también Crixus había extendido el
brazo para coger un trozo de carne de encima de la mesa, se lo había llevad a la boca,
se había lamido los labios y luego se había limpiado los dedos sobre manta. Ambos
sabían que pensaban en lo mismo, pero callaron. Espartaco estaba tendido boca
arriba, con las manos en la nuca. Crixus se lamió los labios, bebió un trago de la jarra
y se limpió los dientes con la punta de la lengua. Sin embargo, no se miraron.

Más tarde, Castus, el hombrecillo, entró al santuario y anunció que los hombres
estaban inquietos, pues por el campamento corría el rumor de que los gladiadores
habían discutido y de que la horda iba a dividirse. Se detuvo junto a la puerta,
entrecerró los ojos para acostumbrarse a la penumbra y esbozó una sonrisa tensa. Sin
embargo, no recibió respuesta, de modo que permaneció donde estaba jugueteando
con su fino collar.
Crixus sorbió un trago de vino y lo escupió.
—¿Por qué vienes aquí con cotilleos? —le preguntó al hombrecillo.
—Pensé que os interesarían —respondió Castus.
—Pues no es así —dijo Crixus y se volvió hacia Espartaco—: ¿Nos interesan?
—No —respondió Espartaco—. Se ha decidido que algunos de nosotros saldrán
al encuentro de Varinio —le dijo al hombrecillo con fingida indiferencia.
—¿De veras? —preguntó Castus—. ¿Algunos de nosotros?
—Si —respondió Espartaco—. Aquellos que lo deseen.
Los tres callaron. Castus, que seguía en el umbral de la puerta, no hizo ademán de
acercarse.
—¿Y los demás? —preguntó.
—Nos iremos a Lucania —respondió Espartaco—. A las montañas, con los
pastores.
Hubo otra pausa, esta vez mas larga. Se oyó el bramido de una mula desde algún
lugar indeterminado y tardó unos instantes en apagarse. Después, reinó un silencio
absoluto.
Por fin el pequeño hombrecillo interrogó a la oscuridad, en la dirección donde
estaba Crixus.
—¿Tú también vas a Lucania?
Crixus no respondió, pero Espartaco lo hizo en su lugar:
—No, él va con vosotros.
El hombrecillo sonrió aliviado y comenzó a juguetear otra vez con el collar.
—¿A Roma, eh? —dijo—. ¿Nos vamos a Roma, Mirmillo?
Crixus bebió otro sorbo de vino de la jarra.

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—A Roma —respondió—, o a cualquier otro sitio.
Castus no podía verlo, pero sabia que los ojos de pez de Crixus lo miraban
turbiamente desde su pesada cabeza de foca.
El hombrecillo pensó en la noche siguiente, cuando tuviera que volver a
compartir su colchón con Crixus, y sintió un pequeño escalofrío.

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6
Las aventuras de Fulvio, el abogado

Durante la noche, el picapleitos y escritor Fulvio había conseguido escalar las


murallas, escapando así de los estúpidos patriotas de la ciudad de Capua. Había sido
todo un acto de destreza acrobática, y ni el propio hombrecillo, con su dentada cabeza
calva y sus ojos miopes, podía creer que lo hubiera conseguido. Una vez del otro lado
de la muralla, se dejó caer sobre el húmedo suelo arcilloso y permaneció allí sentado
durante un tiempo. Ante él se extendían los uniformes campos de rastrojos, la ancha y
desierta franja de tierra de nadie, al otro lado de la cual debía estar el campamento de
los sitiadores. Sin embargo, no se veían señales de él y sólo se oía el constante
susurro de la lluvia. Después de todo, era probable que no existieran ni los bandidos,
ni su campamento ni el gran Espartaco, guía de los oprimidos y liberador de los
desposeídos. Siguió allí sentado sobre la arcilla mojada, con la ropa empapada y el
frío húmedo de la muralla en la espalda. La muralla era muy alta, y cuando alzó la
cabeza para mirar hacia arriba, pareció inclinarse sobre él. En lo alto, un centinela, un
esclavo parto con el torso desnudo, caminaba de un extremo al otro armado con una
lanza. Fulvio llegó a la conclusión de que no podía seguir sentado allí para siempre y
sólo entonces advirtió que estaba empapado. Cuando se había alejado apenas unos
pasos, lo detuvo el grito ronco y gutural del parto. Fulvio miró hacia arriba y vio al
centinela inclinado hacia adelante, con la rodilla ligeramente flexionada, preparado
para arrojar la lanza.
—¿Adónde vas? —gritó el parto con su voz ronca y gutural.
—Hacia allí —respondió el abogado con toda la despreocupación que fue capaz
de fingir.
Sin embargo, era consciente de que su respuesta no contentaría al belicoso
guardia y comenzó a correr bajo la lluvia, pero en cuanto lo hizo sintió pánico. El
parto profirió un chillido agudo y su lanza pasó zumbando junto a Fulvio hasta
clavarse en el barro, no muy lejos de su objetivo.
«Bien, nadie te la devolverá —pensó el abogado, jadeante y aterrorizado—. ¡Qué
oficio tan absurdo!».
Es probable que luego le arrojaran flechas, pero después de unos veinte pasos, la
lluvia y la oscuridad lo devoraron. Descendió precipitadamente una pequeña cuesta,
tras la cual los olivos extendían sus ramas retorcidas. Allí se detuvo, sin aliento, y se
aferró a un árbol.
«¿Por el bien de quién me arroja flechas ese extranjero? —pensó—. ¿Por el bien
de quién se comporta como un héroe?».
Decidió profundizar más en el tema cuando escribiera su gran crónica de la

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campaña de los esclavos. Por lo visto, el heroísmo era el resultado de la incapacidad
física del hombre para imponer la Idea sobre las amenazas y fuerzas hostiles de la
Naturaleza. Sin embargo, el hecho de que un esclavo pusiera su heroísmo a
disposición de su amo, sin que mediaran amenazas o ideales, seguía pareciéndole
extraño.
Intentó orientarse y continuó chapoteando en el barro bajo la lluvia. Era una
noche horriblemente oscura, sin luna ni estrellas, y la lluvia impedía distinguir
cualquier cosa a más de veinte pasos de distancia. Aquellos merodeos en la oscuridad
infinita, y sin embargo sofocante, constituirían el punto de partida de su crónica.
De repente, oyó una voz de alto. Se detuvo y escrutó la oscuridad con sus ojos
miopes. Debía de tratarse de un centinela del ejército de esclavos, aunque en aquel
momento le parecía increíble que realmente existieran. La voz volvió a resonar bajo
la lluvia incesante. Debía contestar, o de lo contrario aquéllos a cuyas tropas
pretendía unirse podrían matarlo por error. Quizá tuvieran una contraseña. La
estúpida ciudad de Capua reverberaba con los ecos de innumerables contraseñas.
—¡Espartaco! —gritó el abogado con voz ronca bajo el susurrante goteo de la
lluvia.
Parecía la palabra más apropiada. Luego le dio un incontenible ataque de tos.
El centinela surgió de la oscuridad con paso vacilante. Llevaba la cabeza cubierta
con una capucha empapada.
—¿Por qué gritas «Espartaco»? —preguntó con tosco acento lucano y mostró los
dientes en una mueca de sorpresa.
El abogado, que sin duda había pillado un resfriado, seguía tosiendo.
—Soy el abogado y escritor Fulvio de Capua —dijo por fin—. ¿Dónde está tu
ejército?
—¿Dónde? —preguntó el centinela aún más sorprendido—. Pues por todas
partes. ¿Qué quieres?
Sólo entonces, el abogado reparó en las siluetas brumosas de unas tiendas, apenas
a treinta pasos de distancia. Por lo visto habían estado allí todo el tiempo, aunque
parecían absolutamente desiertas. Era cierto, ¿qué quería él de todas aquellas tiendas
abandonadas?
—Soy escritor —dijo y comenzó a toser otra vez—. Quiero ir a ver a Espartaco
para escribir una crónica de vuestra campaña.
—¿Escribir nuestra crónica? —Los prominentes dientes equinos del centinela de
los bandidos brillaban, amarillos, en la oscuridad. Parecía mucho más pacífico que el
parto que le arrojaba lanzas desde la muralla—. ¿Para qué?
—Estas cosas se escriben para que en el futuro la gente sepa lo que ha sucedido.
—¿Y eso a quién le interesa? —preguntó el guardia, que por lo visto se sentía
bastante cómodo en la penumbra, bajo la lluvia, y parecía dispuesto a embarcarse en
una larga conversación.
—A todos nos interesa saber qué ocurrió antes de que naciéramos —dijo el

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abogado.
—Es verdad —respondió Hermios, el pastor—. A veces, yo mismo me lo
pregunto. ¿Pero cómo puedes descubrirlo?
—Está escrito en los libros —respondió el abogado.
—¿Tú escribes libros?
—Voy a escribir la historia de vuestra campaña —respondió el abogado y volvió
a toser.
—Pero eso no es interesante —dijo el centinela—. Simplemente vamos de ciudad
en ciudad y de pelea en pelea.
—Dentro de cien años —recitó el abogado, preparado desde hacia tiempo para
una conversación de este tipo—, qué digo, dentro de mil años, el mundo hablará aún
de Espartaco, liberador de los esclavos de Roma.
Se interrumpió, presa de otro ataque de tos. Sus ropas chorreaban agua.
—¡Vaya cosas que piensas! —dijo el centinela con admiración—. Aunque estás
mojado y tal vez te apetezca un poco de vino caliente.
—Oh, sí —respondió el abogado mirando con ansiedad las tiendas abandonadas
—. Me sentaría muy bien.
—Entonces ven —dijo el centinela y caminó bajo la lluvia, seguido por el
presuroso abogado.
—¿Quién hará guardia mientras tanto? —preguntó Fulvio cuando se acercaban a
la ciudad de lona.
—Quizás algún otro —respondió el pastor—. Aunque cuando llueve no suele
salir nadie, ¿sabes?
La noticia de la división del ejército en dos grupos había causado conmoción en
el campamento, aunque no fuera totalmente inesperada, pues la situación era crítica y
todos aguardaban un desenlace. ¿Acaso no habían discutido, maldecido y repetido
cada día que «las cosas no podían seguir así?». Sin embargo, ahora, cuando por fin se
producía un cambio, cuando la ruptura era definitiva e irremediable, el campamento
se debatía, confuso, entre el asombro y la incredulidad.
Los criados de Fanio habían llevado el mensaje a todos los rincones del
campamento, anunciando públicamente la decisión con sus voces altas, resonantes, y
su semblante impasible. El ejército de esclavos —habían declarado con palabras
aprendidas de memoria— se dividiría en dos grupos, según las opiniones opuestas del
campamento y la decisión del Consejo de gladiadores. El grupo que deseara
enfrentarse a las legiones, marcharía hacia el norte, en dirección a Roma, a las
órdenes de los gladiadores Crixus y Castus, de la escuela de Léntulo Batuatus de
Capua. Todo aquel que comulgara con sus ideas debía unirse a ellos.
Sin embargo, aquellos que pensaran de otro modo y estuvieran dispuestos a seguir
a Espartaco, se dirigirían bajo su mando a Lucania, la tierra de las montañas y los
pastores, pues era el deseo y la opinión del gladiador que debían evitarse luchas,
saqueos y robos. En su lugar, deberían convocar a todos los siervos y pastores pobres

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del sur de Italia, en ciudades, campos y montañas, para formar la gran fraternidad de
justicia y buena voluntad, prometida desde el comienzo de los tiempos, que se
llamaría «Estado del Sol». Sin embargo, aclararon que Espartaco exigiría obediencia
y sumisión total a todos aquellos que lo siguieran en su marcha hacia el sur.
Después de oír aquel mensaje, divulgado por los criados de Fanio una hora
después de la puesta del sol, la multitud se congregó en pequeños grupos donde
reinaba el bullicio y la indecisión. Pero en medio de la confusión y las diferencias de
pareceres, comenzaba a cumplirse la seria y secreta intención de Espartaco: la paja
estaba a punto de separarse del grano.

Cuando el abogado y escritor Fulvio y su guía, el pastor Hermios, entraron al


campamento, empapados por la lluvia, se cruzaron con numerosos grupos de gente
que discutía, pero nadie les prestó la menor atención.
—¿Estáis así? —preguntó Fulvio.
—No —respondió el pastor—, es por lo de la separación. —Suspiró con aire
afligido—. Vamos por mal camino, hermano. Somos tan insensatos como ovejas o
corderos: algunos corren hacia aquí, otros hacia allí y no conseguimos mantenernos
unidos.
—¿Cuál es el motivo de la disputa? —preguntó el abogado.
—No sabría decírtelo, hermano —suspiró el pastor—. Siempre ha sido así,
incluso dentro del Vesubio, cuando no teníamos nada que comer, nos pasábamos todo
el tiempo alborotando. Hay hombres malos entre nosotros, que respaldan a Castus y a
sus Hienas, aunque es probable que ahora los romanos los aniquilen y nos libremos
de ellos. Entonces tendremos paz.
En ese momento, Zozimos, el retórico, salió de entre las tiendas justo a tiempo
para oír las palabras del pastor. Aún llevaba su sucia toga harapienta y agitó sus
mangas en un gesto furioso.
—¿Qué dices? —le gritó a Hermios cogiéndolo del brazo para no quedar atrás—.
Dices que tendremos paz, mientras enviamos a nuestros hermanos, inconscientes del
peligro que les aguarda, a una muerte segura. Es una maniobra taimada, sin
escrúpulos, sectaria… ¿Y quién es éste? —preguntó de repente, interrumpiéndose
para mirar con desconfianza al tembloroso abogado.
—Ha cogido frío y necesita un poco de vino caliente —explicó Hermios—. Es un
desertor de Capua. Escribe libros —añadió en un susurro lleno de misterio.
—El filósofo Zozimos te saluda, colega —dijo el retórico, alegre e irónico, con
una amplia reverencia que hizo que su toga mojada se zafara del cinturón.
Pero Fulvio no pudo presentarse, pues volvía a sufrir otro acceso de tos. Aquel
hombre pomposo le inspiraba una mezcla de repugnancia y pena. A pesar de sus
elegantes bufonadas, tenía un aspecto triste y demacrado, como alguien que ha sido
maltratado por la vida.
—Entra —le dijo Hermios a su protegido—. Aquí vive un amigo mío, un

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anciano. Debes pasar por debajo de la lona, pero ten cuidado de no mancharte las
rodillas.
Vibio el Viejo estaba sentado contra la pared de lona, inmóvil bajo la luz de una
lámpara de aceite, y era imposible adivinar si dormía o meditaba. En el interior de la
tienda había una agradable penumbra y olía a moho. La lluvia azotaba el techo de
lona, pero ahora era una lluvia benigna, pues ya no los mojaba.
—Aquí tienes un invitado —dijo Hermios en voz muy alta, ya que en los últimos
tiempos el viejo se había vuelto duro de oído—. Viene de Capua.
—Yo te saludo —dijo el anciano y Zozimos se agitó, incómodo, en un rincón de
la tienda—. Y a ti también, Zozimos —añadió el anciano.
El abogado se inclinó ante el señor de la tienda y todos se sentaron sobre la manta
que cubría el suelo.
—Tenga un poco de vino caliente —dijo el pastor—. Ha pillado un resfriado.
El viejo Vibio cogió una jarra envuelta en tela y se la entregó al abogado que
bebió un gran sorbo, tosió y luego bebió otro. El sabroso falerno, condimentado con
canela y clavo, pareció envolverlo en una colorida bruma. En aquella tienda se sentía
feliz; por fin había llegado.
Durante unos instantes permanecieron en silencio, pasándose la jarra unos a otros.
Luego el anciano preguntó:
—¿Qué dice el pueblo de Capua?
—El pueblo de Capua es muy estúpido, padre —dijo el abogado mientras se
acariciaba las protuberancias de la calva—. Actúan en contra de sus propios intereses,
alaban a sus opresores y persiguen a sus salvadores con odio y lanzas partas.
Sin embargo, por extraño que parezca, su estupidez es sincera. Ansían la
humillación y desprecian, de forma honesta y digna, todo lo nuevo, lo extraño, lo
elevado.
¿Podéis explicarme por qué? Yo solía conocer la respuesta, pero la he olvidado.
Bebió un sorbo de vino y al echar la cabeza hacia atrás, como hacía siempre que
buscaba una idea, lo sorprendió la ausencia de vigas en el techo. Se acarició la calva,
pero allí no había ningún nuevo chichón. Entonces se sintió turbado sin comprender
el motivo. Echaba algo en falta y eso lo confundía. Bebió otro trago de vino. Incluso
su pena por la estupidez de la humanidad se había transfigurado en aquella mohosa
oscuridad, como el aire del interior de la tienda.
—Esa pregunta es tan vieja como el mundo —dijo Vibio el Mejo.
—La explicación se halla en la falta de razón —dijo el retórico Zozimos—, así
como en la incapacidad para dejarse inspirar por las cuestiones sublimes de la vida.
—Ésas son palabras vacías —replicó el anciano—. Ningún hombre puede vivir
sin inspiración, de lo contrario su savia se seca y su alma se marchita.
—Es muy cierto —dijo el abogado—. Si vais a Capua y echáis un vistazo a los
que agitan banderas y lanzas, comprobaréis que os resulta difícil no contagiaros de su
inspirado entusiasmo.

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—Eso es lo que he dicho —respondió Zozimos—. Siempre se inspiran en cosas
erróneas.
—Tal vez para ellos no lo sean —dijo Hermios y luego mostró sus dientes
armados en una sonrisa avergonzada, sorprendido de su propia audacia.
—No —dijo el anciano—. Es una inspiración perversa la que hace confraternizar
al ternero con el carnicero y al esclavo con su amo.
Se interrumpió y bebió varios sorbos pequeños y temblorosos de la jarra. Los
demás también guardaron silencio. La lluvia repicaba sobre el techo de la tienda, una
lluvia benigna que se quedaba fuera y no los mojaba. Una multitud de ideas dispares
tamborileaban en la mente del abogado, encendida por el rojo falerno especiado con
clavos y canela. Hermios se había dormido sentado, cabeceando, como suelen hacer
los pastores. Vibio el Viejo también había cerrado los ojos y meditaba, acartonado
como una momia egipcia. Sólo el andrajoso retórico seguía agitando los extremos de
su toga y por fin repitió las últimas palabras de Vibio el Viejo, como si quisiera atar
los cabos sueltos de la conversación:
—Sí, es malo que el ternero y el carnicero confraternicen —dijo—, pero aún es
peor que los terneros se envíen unos a otros al matadero. Y eso es lo que va a hacer
nuestro amado Espartaco.
El pastor abrió los ojos al escuchar aquel nombre.
—¿Ya lo estás calumniando otra vez, Zozimos? —farfulló, borracho de vino y
sueño.
—Este Espartaco se ha vuelto muy listo —insistió el retórico—, demasiado para
mi gusto. Alguien que anhela el Estado del Sol y el reino de la buena voluntad no
debería usar artimañas políticas ni siniestros trucos sectarios.
El abogado recordó la crónica que deseaba escribir y recuperó la sobriedad de
forma súbita.
—La ley de los desvíos —dijo—. Nadie puede actuar al margen de ella. Todo
aquel que tiene un objetivo se ve forzado a tomar senderos funestos.
—¿Desvíos, dices? Los envía hacia la muerte por la ruta más corta, sin que ellos
lo sepan —insistió Zozimos—. Es verdad que Castus y sus hombres cometieron
excesos, pero ¿acaso es culpa suya? Ningún hombre es culpable de que el destino lo
convierta en pecador, cuando una larga vida de privaciones ha sembrado la codicia en
sus entrañas. Siguen siendo nuestros hermanos. ¿Estás dormido, Vibio?
Pero el anciano estaba completamente despierto, y sólo meditaba.
—Escucho tus palabras y no las apruebo —dijo mientras bebía las últimas gotas
de vino de la jarra—. Aquel que quiera sembrar un jardín, debe empezar por quitar la
maleza.
—De acuerdo —dijo Zozimos, que parecía sinceramente afectado por la noticia
de la separación—, pero no puedes tratar a los hombres como si fueran coles. Tal vez
la idea no te parecería tan sabia si enviaran a tu hijo a la muerte sólo porque su
estómago ruge demasiado fuerte.

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—Pero los criados de Fanio recalcaron que todos tienen derecho a elegir —
observó el pastor.
—De acuerdo —dijo Zozimos—, ¿pero alguien les ha advertido de la fuerza del
ejército de Varinio, contra el cual deberán pelear? Nadie mencionó a las dos
poderosas legiones, a los doce mil soldados, ¿verdad? Esos pobres cabecitas huecas
sólo han oído rumores y no se preocupan por ellos. Están convencidos de que
aniquilarán a Varinio con la misma facilidad que a Clodius Glaber. Sin embargo, los
codiciosos e insensatos que marcharán hacia el norte son sólo tres mil hombres mal
armados e indisciplinados. Todos morirán y ese Espartaco astutamente los deja correr
al encuentro de su muerte para librarse de ellos. «Todos tienen derecho a elegir»,
¡claro que si!
—Sin embargo sus jefes, ese tal Crixus o Castus o como se llamen, estarán
informados de todo, ¿verdad? —preguntó el abogado.
—Castus es un hombrecillo insolente, pero ni él ni sus compañeros saben nada de
combates. Sin embargo, Crixus es distinto —añadió Zozimos con el tono confidencial
propio de los cotilleos del campamento—. Nadie puede engañarlo. Él conoce la
fuerza del ejército romano tan bien como Espartaco, sabe lo que le espera…

Aunque por otra parte no lo sabe. No sirve para calcular y ni él mismo está seguro
de lo que quiere, o tal vez se resigne a lo que va a ocurrir. Odia a Espartaco y al
mismo tiempo lo ama como a un hermano. Dicen que el día que escaparon de
Léntulo, en Capua, debían enfrentarse en la arena, por tanto, uno tendría que haber
matado al otro. Siempre lo supieron, ¿comprendéis? Y todavía lo saben. Es difícil de
explicar.
Sin duda, en aquellos días, tuvieron que acostumbrarse a la idea de que uno debía
morir para que el otro siguiera vivo, y quizás ahora no alcancen a entender por qué
los dos siguen vivos. Tal vez cuando Crixus se marche y se separe de Espartaco, se
resigne a su futuro. Es probable que ambos crean que las cosas deben seguir este
curso, aunque ni siquiera comprendan por qué. Es difícil de explicar.
—¡Vaya cosas que piensas! —exclamó el pastor, perplejo.
Fulvio también miró sorprendido al pomposo retórico. ¿Habría subestimado a
aquel hombre de la extravagante toga? Una vez más, se sintió conmovido por la
expresión abatida de su rostro delgado, aquella peculiaridad que despertaba
compasión. El abogado reflexionó sobre la tremenda dificultad de comprender a las
personas. Él había visto épocas mejores, y a pesar de todos sus esfuerzos, nunca había
logrado imaginar cómo sería la mentalidad de un hombre que nunca las había visto.
…Y sin embargo sigue siendo una acción miserable —continuó Zozimos con su
tono jactancioso y pendenciero—. Vuestro Espartaco actúa de forma vil. ¿Hablas de
desvíos que conducen hacia el objetivo? Pues os advierto que son desvíos sucios y
peligrosos, ya que nunca sabréis a dónde os llevarán al final. Muchos hombres han
transitado el camino de la tiranía. Al principio lo han hecho con el único propósito de

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servir a ideales sublimes, pero al final ha sido el propio camino el que les ha marcado
el rumbo. Recordad al dictadura de Mario, el amigo del pueblo, y lo que ocurrió con
ella. Pensad…
—¿Por qué hablas ahora de dictadura y tiranía? —interrumpió Fulvio al orador,
que gesticulaba con vehemencia.
—Habló de la ley de los desvíos —gritó Zozimos con desprecio y su voz se
quebró—. Esos desvíos, como sabéis, tienen perversas reglas propias. ¿He
mencionado la dictadura y la tiranía? Vosotros comenzasteis con el tema de los
desvíos y éste nos condujo a la dictadura y la tiranía.
—Ja, ja —rió el pastor mostrando los dientes—, ¿crees que Espartaco se
convertirá en un tirano?
—Sin duda hablo de Espartaco, oh guía de ovejas y corderos.
—Tú mismo balas como un cordero —respondió el pastor con una sonrisa
amistosa y decidió seguir durmiendo, pero esta vez se acurrucó en el suelo, con las
rodillas apretadas contra el vientre.
Fulvio estaba cansado de discutir. Ya había reunido suficiente material para
comenzar su crónica de la campaña de los esclavos. Desde la distancia, había
imaginado la revolución como algo más directo y menos intrincado, pero debería
haber supuesto que de cerca las cosas tendrían otro aspecto. Necesitaba meditar sobre
aquellas cuestiones confusas, complejas y, hasta el momento, incomprensibles.
Dio las buenas noches a los demás y se tendió en el suelo, paralelo a la pared de
la tienda, con la cabeza junto a las toscas botas del pastor, que despedían un olor
fuerte, pero no repulsivo. La lluvia repicaba sobre la lona con un ritmo monótono y
arrullador. ¿Era aún la misma noche, la noche en que había corrido bajo la lluvia y
una lanza se había clavado en el barro detrás de él? Eso demostraba cómo algunas
horas de la vida se llenan hasta rebosar mientras otras, huecas e insignificantes
cuentas del collar del Tiempo, resultan insubstanciales y se limitan a desvanecerse en
el pasado.

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7
Las crónicas de Fulvio, el abogado

Las crónicas del abogado Fulvio, de Capua, tendrían un curioso destino. Nunca
llegaron a concluirse, al igual que la historia que relataban; pero aquellos rollos de
pergamino donde quedaron impresas, se conservaron un tiempo, despertando un
sentimiento de extraño respeto basado en el odio, la perplejidad y el horror. Las
crónicas pasaron de unos a otros con numerosas mutilaciones y adiciones, fueron
olvidadas y volvieron a salir a la luz cada vez que la propia historia hacia un nuevo
esfuerzo por completar la tarea que había quedado inconclusa.
En cierto modo se confirmaría lo que el abogado Fulvio, empapado y
castañeteando los dientes, le había dicho al pastor una lejana noche; que todo el
mundo sentía interés por lo ocurrido en el mundo antes de su nacimiento. En realidad,
él mismo no acababa de creer en sus propias palabras, así como los hombres nunca
acaban de creer que en el mundo puede suceder algo real antes de su nacimiento o
después de su muerte, lo cual viene a ser lo mismo. Los futuros lectores de su libro
eran para él una realidad brumosa e imprecisa, igual que él para ellos, y sólo una
exhaustiva reflexión abstracta podría convencerlos de su mutua existencia. Sin
embargo, como luego demostraría una reflexión más profunda, la cadena que une al
narrador con el oyente en el vacío del tiempo está formada por apenas sesenta y siete
generaciones; lo que significa que los padres ceden el paso a sus hijos y se
desvanecen ante ellos sólo sesenta y siete veces, para contribuir así, con su parte, a la
gran realidad descolorida del Pasado.
Pese a todo, Fulvio desde el principio sucumbió a la tentación de hacer unas
cuantas correcciones en su crónica. En modo alguno pretendía embellecer o adornar
la historia con sus modificaciones —en parte intencionales y en parte involuntarias
—, ya que, de haber sido un esteta, nunca habría traspasado la muralla de Capua. Más
bien intentaba ordenar la historia como si se tratara de un brillante manuscrito,
alisando los confusos pliegues y arrugas que el azar o el destino habían plasmado en
sus páginas. En ese sentido, se tomaba su trabajo muy en serio y cuidaba los detalles
con el celo y la minuciosidad de un artesano, aunque abordaba la tarea concreta de
escribir con el mismo escepticismo con que escuchaba la exaltada verborrea de
Zozimos; pues las invocaciones del retórico a siglos anteriores, realizadas entre
vehementes sacudidas de la toga, le parecían un pobre consuelo para lo único real de
la historia: aquello que uno mismo debe soportar.
El extraño destino de aquel libro de pergamino, escrito entre numerosos suspiros
reflexivos y frecuentes caricias a la calva, parecía confirmar su lúcida concepción;
pues, como ya se ha dicho, cada vez que la realidad hacia un nuevo intento por

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concluir la historia incompleta, las crónicas eran rescatadas de la palidez del Pasado,
deliberadamente corregidas y reinterpretadas. Aquellos pergaminos del abogado
Fulvio de Capua no eran una novedad, pues su contenido había estado latente en las
inmemoriales ansias de la plebe por recuperar la justicia perdida; pero aun así,
pasaron de mano en mano como testigos de una furiosa carrera de relevos iniciada en
la oscuridad primigenia, cuando el opulento dios de la agricultura y las ciudades
asesinó al dios de los desiertos y los pastores.
DE LA CRÓNICA DE FULVIO, ABOGADO DE CAPUA

1. Y cuando la ciudad de Capua se resistió, negándose a abrir sus puertas a Espartaco,


en el campamento de los rebeldes se desató la discordia. Espartaco, convencido de
que la audacia de unos inexpertos no podría competir con las estrategias de un
ejército entrenado, intentó evitar a las fuerzas de Varinio, retirándose de los campos
abiertos de Campania en dirección a Lucania, donde las montañas les ofrecerían
cobijo y la actitud fraternal de los pastores les permitiría llevar a cabo sus gloriosos
planes en un clima de seguridad. Los galos, por su parte, y todos aquellos que
deseaban matar, saquear y obtener beneficios viles, marcharon a encontrarse con los
romanos bajo el mando de Castus y Crixus. Muchos considerarán esta última opción
más valerosa y correcta, pero sólo caerán en este error quienes ignoren que la
mezquindad va tan unida al coraje como a la cobardía. Estos apostatas, cuyo número
ascendía a unos tres mil, abandonaron el campamento común en el curso de una
noche lluviosa, una hora después de la puesta de sol. Aquellos que guardaban
fidelidad a Espartaco contemplaron junto a sus tiendas a la multitud que abandonaba
desordenadamente el campamento en medio de un gran bullicio y numerosos gestos
de burla. Los que observaban junto a sus tiendas, recibieron también incontables
insultos y gritos de desprecio, pero pese a no haber llegado a ningún acuerdo previo
al respecto, los soportaron en silencio. Todo el que tenía ojos para ver, comprendía
que aquellos villanos se dirigían a un cruel final, pues sus armas eran deficientes y en
ningún modo aptas para combatir con mercenarios romanos, en otras palabras,
guerreros profesionales. Estos hombres iban vestidos con harapos hediondos y pieles
de lobo sin curtir, como si quisieran proclamar su discrepancia con los otros
insurgentes incluso a través de la apariencia, pues semejante negligencia hacia sus
propios cuerpos sólo podía responder a una actitud indigna.
Sin embargo, durante los preparativos de la partida los desertores rezumaban
confianza en sí mismos, y una vez reunidos en los extremos del campamento, se
pusieron en marcha al son de la música estridente de sus flautines, que recordaban los
silbatos de los pastores etruscos. También tenían un timbal, cuyo tamborileo
estruendoso, y para algunos funesto, seguía siendo audible cuando los ojos ya no
podían divisar la caravana en los extensos lodazales que rodeaban al río Volturno en
aquella época del año.

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Cuando después de un tiempo la distancia ahogó incluso aquel poderoso repique
del timbal, una gran aflicción se apoderó de los que quedaron atrás.

2. Espartaco también tenía la intención de abandonar el campamento y dirigirse


hacia Lucania con sus fieles camaradas, cuyo número se estimaba en unos dieciocho
mil, inmediatamente después de la retirada de sus antiguos compañeros, cuyo destino
sin duda imaginaba. Sin embargo, la partida se postergó unos cuantos días, pues la
migración ordenada de semejante multitud exigía una serie de planes sensatos y
medidas apropiadas. Además, los rebeldes estaban ansiosos por conocer la suerte de
sus antiguos compañeros antes de dirigirse hacia el sur.
Las noticias llegaron por la mañana del tercer día. Entonces, dos desdichados
fugitivos arribaron al campamento desde distintas direcciones, aunque su mensaje era
el mismo. Pronto se divulgó la noticia de que Castus y sus compañeros habían sido
atacados y vencidos por los romanos al norte del Volturno. Dos mil hombres
perecieron allí mismo, pero Castus fue asesinado por sus propios soldados cuando
todos huían a través de los pantanos. Los legionarios romanos no consideraron la
pelea como una batalla y por consiguiente persiguieron a sus dispersos y
desesperados adversarios individualmente por los pantanos, del mismo modo que se
provoca a las bestias en la arena, azuzándolos con los jocosos gritos de aliento
habituales en el circo. Esto enfureció hasta tal punto a los hombres, que acabaron
asesinando a sus comandantes, a quienes consideraban responsables de su desgracia,
tras lo cual arremetieron con uñas y dientes contra los persecutores cubiertos de
armaduras, confirmando la convicción de éstos de que se enfrentaban con bestias
salvajes. Según relataron los fugitivos, unos quinientos supervivientes fueron
capturados y clavados a los árboles de la vía Apia, condenados a una muerte
despiadada, pues a esa altura del año las lluvias les calmarían la sed, prolongando su
agonía.
La noticia del terrible final de los desertores, que habían partido apenas tres días
antes al son de sus estridentes flautas, se extendió rápidamente por el campamento,
donde aún quedaban varios hombres inseguros y vacilantes. Pero a partir de ese
momento callaron incluso aquellos que habían acusado a Espartaco de no poder o no
querer evitar la destrucción de sus antiguos compañeros. Todos obedecieron a sus
comandantes y se retiraron hacia los Apeninos.

3.Espartaco tenía la intención de acabar con las luchas y alentar la unión de todos
los pastores, campesinos y esclavos del sur con el fin de formar una confederación de
ciudades, regidas por los ideales de justicia y buena voluntad. Este ambicioso plan
llegó a hacerse realidad, al menos en parte, en la ciudad de Tuno, pero sólo después
de que venciera primero a los jefes menores del ejército romano y luego al propio
Varmnio. Los romanos eran conscientes de que una comunidad como la proyectada
por Espartaco, aun sin intenciones belicosas, amenazaría con su sola existencia la

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estabilidad de su propia república, cimentada sobre la usura y la injusticia, así como
la salud y la enfermedad no pueden coexistir en un mismo cuerpo, y una u otra
acaban convirtiéndose en soberana, pues la enfermedad despierta una gran añoranza
por la salud, y la salud es el estado correcto del cuerpo. Por consiguiente, la
enfermedad nunca se contentará con la posesión del órgano afectado y enviará sus
fluidos nocivos a los demás.
Por tanto, el pretor Varmnio no demoró un instante la persecución de los rebeldes
y los implicó en una campaña que duraría meses, obligando a Espartaco a tomar
desvíos poco favorables para su objetivo.

4.En el curso de esa campaña, el azar y las circunstancias produjeron numerosos


incidentes. Es bien sabido que el azar interviene con frecuencia allí donde la sensatez
del proyecto ha dejado un hueco, y el hecho de que todas las guerras estén basadas en
la fuerza más que en la sensatez de un proyecto explica por qué el azar desempeña un
papel preponderante en este ámbito en particular. Por consiguiente sería inútil
describir todos los pequeños incidentes acaecidos en esta larga campaña, aunque la
victoria final del ejército de esclavos debería ser prueba suficiente de la habilidad
estratégica de Espartaco.
En efecto, Espartaco tuvo oportunidad de ofrecer un excelente ejemplo de ese
talento innato, cuando poco después del comienzo de la campaña los insurgentes se
encontraron en una posición extremadamente difícil, en que la derrota parecía
inevitable. Varmio había logrado atraparlos en una región estéril, situada entre las
montañas y la estrecha bahía de Tarento. Lucania tiene varias regiones semejantes,
con montañas de escarpada roca y suelo de greda blanca, por lo cual los dorios y
griegos que ocupaban dicho territorio en el pasado le adjudicaron el nombre de
«Lucania», que en su lengua significa «tierra blanca».
En la citada ocasión, los insurgentes estaban rodeados por todas partes y habían
consumido sus provisiones. Su destino parecía irremediable, de modo que el temor y
el desánimo se apoderaron de ellos. Muchos recordaban los días de miseria vividos
en el monte Vesubio y se maravillaron por la conocida tendencia del destino a repetir
las condiciones y reconstruir las circunstancias, como si la primera vez hubiera
olvidado conducir las cosas a una conclusión y luego deseara reparar su negligencia.
Sin embargo, Espartaco volvió a encontrar la solución apropiada y logró que todos
los hombres escaparan del campamento durante la segunda noche de sitio. Dejaron
atrás a un trompetero para que tocara los habituales sones intermitentes de aviso y
amarraron cadáveres a estacas que levantaban alrededor del campamento a intervalos
determinados, creando la ilusión de que había centinelas de guardia. Encendieron
grandes fogatas a lo largo de todo el campamento para iluminar a los supuestos
centinelas, y de vez en cuando la trompeta dirigía toques de aviso a las tiendas
desiertas. De ese modo engañaron al enemigo, y Espartaco, asistido por la oscuridad
de la noche, condujo a su horda a través de un estrecho pasaje, donde habrían podido

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morir en caso de que el enemigo los hubiera descubierto.

5. Sin embargo, sería absurdo atribuir a un solo hombre la grandiosa y memorable


victoria de una multitud inexperta sobre las legiones romanas, pues los rebeldes
debieron su éxito en igual medida al apoyo de los campesinos y pastores del sur de
Italia, que tomaron su causa como propia.
El mismo orden ilícito e injusto que había contribuido a la rebelión en Campania,
también reinaba en Brucio y en Lucania. Los notables romanos se repartieron entre sí
la propiedad de montañas y valles, y cada uno de ellos tomó a su servicio a varios
miles de esclavos para que custodiaran los inmensos rebaños. Estas infortunadas
criaturas, marcadas a hierro candente, tenían permiso para vagar por campos y
montañas. Allí intentaban compensar con actos de pillaje la carencia de ropa y
comida apropiada, cosa que, por desgracia, sus tacaños amos no sólo toleraban sino
también alentaban con el fin de ahorrarse los gastos de manutención. En aquellas
regiones de Italia, por consiguiente, no había ningún tipo de seguridad, pues por las
noches esclavos marcados a hierro candente saqueaban con furiosa violencia las casas
de los campesinos, donde comían, bebían y hacían lo que les apetecía. Eran hombres
fuertes y corpulentos, acostumbrados a pasar sus días y noches al aire libre por crudo
que fuera el tiempo. Sus armas se reducían a ramas nudosas con forma de cuña o
porras con tachuelas y su atuendo consistía en pieles de lobo o jabalí, que les
conferían aspecto de bárbaros. Además, siempre iban acompañados por enormes y
feroces perros pastores.
Ya hacía tiempo que aquellos pastores semisalvajes se habían apoderado de las
montañas. Nadie se atrevía a denunciarlos por sus crímenes, pues la mayoría de sus
amos romanos eran los encargados de administrar la justicia. Tal era el estado de los
distritos del sur de Italia en aquella época, de modo que cuando Espartaco apareció
por allí con su legión de esclavos e instó a la plebe a unirse a la fraternidad lucana, a
través de sus emisarios y mensajeros, la región entera se alzó contra los romanos.

6.El contenido de la proclama de aquellos mensajeros y emisarios se podría


resumir del siguiente modo: en primer lugar, denunciaban el afeminamiento y tiranía
de aquellos que engordaban a costa de unos pobres desgraciados y al mismo tiempo
los trataban con brutal severidad. «¿Qué sería más fácil —exclamaban— que aplastar
a esos afeminados, cuya fuerza se ha debilitado a causa de sus injustificables lujos, a
aquellos que ostentan en sus banquetes vajillas de oro y plata, que sólo deberían
usarse en servicios divinos? ¿Qué podrían hacer contra nosotros y sin nosotros si
hiciéramos uso de nuestra superioridad física, pues quién tiene más derecho a
gobernar que nosotros, fieles camaradas, que los superamos en fuerza y en número?
La naturaleza no ha otorgado riqueza a unos y pobreza a otros, sino fuerza y talento;
la aborrecible diferencia entre amo y esclavo no fue instituida por ella, ni ha sido ella
quien ha determinado que los fuertes sirvan a los débiles, que unos pocos gobiernen a

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muchos. Obedezcamos entonces su ley, la única justa, la única válida para todos los
tiempos y todas las tierras. Dejad que la humanidad recuerde vuestros nombres para
siempre, devolviendo su derecho natural a los desposeídos que sufren bajo el mismo
yugo que vosotros. No vaciléis, hermanos, pues el coraje merma con largas
reflexiones. ¡Quienes tomen la decisión correcta pueden ganar un mundo entero!».

7.El pretor Varmio ya había sufrido la pérdida de sus lugartenientes Furio y


Cosinius. Sus fuerzas se habían debilitado seriamente con aquellas bajas y el
comandante en jefe había perdido la confianza de sus hombres, que lo consideraban
responsable de la situación. Una parte del ejército sufría la habitual enfermedad del
otoño y el resto ocultaba su cobardía tras una actitud rebelde.
Espartaco se consideraba preparado para enfrentarse a los romanos en una batalla
abierta.
Hasta entonces, habían participado en pequeñas peleas y ocasionales
escaramuzas, pero esta vez los rebeldes marchaban a encontrarse con Varmio como
un verdadero ejército, en su mayor parte, bien equipado. De hecho, las armas que
habían comprado, fabricado u obtenido en pillajes sólo alcanzaban para una parte de
la horda. El resto empuñaba hoces, horcas, rastrillos, mayales, hachas y otras
herramientas agrícolas, o, cuando carecían incluso de éstas, estacas puntiagudas,
largos palos, cuñas y otros instrumentos de madera que, tras ser endurecidos con
fuego, se limaban y afilaban según fuera necesario, y resultaban tan útiles como
armas de hierro. El odio hacia sus opresores volvía ingeniosos a los rebeldes, y
muchos utilizaban sus propios grilletes para fraguar espadas o puntas de flecha.
El ánimo de los soldados de Varmio también había mejorado, pues el Senado les
había prometido refuerzos. Estas nuevas tropas, que menospreciaban a las tropas de
esclavos tanto como la gente de la capital, hablaban de Espartaco y de sus hombres
con el más absoluto desprecio, los consideraban simple gentuza a la que había que
volver a encadenar y creían que nada seria tan sencillo como acabar con ellos. Su
pedantería al menos tuvo el efecto de avergonzar a los cobardes de las viejas tropas e
inspirarles valor, pero esta impetuosidad comenzó a disminuir a medida que conocían
a sus adversarios. El propio pretor se mostró más prudente que intrépido, y no los
condujo a la batalla hasta que tuvieron tiempo de acostumbrarse a la visión de sus
terribles enemigos.

8.Poco antes de entablarse la batalla, las fuerzas de Espartaco también recibieron


un gran incentivo, pues el gladiador galo Crixus, a quien consideraban muerto en los
pantanos junto a los demás desertores, regresó al campamento de forma inesperada.
Aquella milagrosa fuga del poderoso jefe, que despertaba en los insurgentes una
deferencia sólo superada por el propio Espartaco, los llenó de entusiasmo, sobre todo
porque la negativa de aquel hombre sombrío a responder preguntas sobre lo ocurrido
indujo a muchos a considerar su salvación como un milagro y un buen augurio.

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La batalla se libró en el extremo sur de la península italiana, en las cercanías de la
ciudad de Turio, a orillas del río Sibaris.

9. Antes de trabarse en combate, Espartaco, deseoso de actuar como un verdadero


comandante, se dirigió a sus camaradas y les rogó que se comportaran como
auténticos guerreros. Dijo que estaba a punto de comenzar la verdadera guerra, cuyo
destino se decidiría en aquella primera batalla, tras la cual serían derrotados o
forzados a defender el poder conquistado con sucesivas victorias, pues no había otra
alternativa posible que escoger entre aquello o una muerte vergonzosa. Sus hombres
respondieron con grandes ovaciones.
En cuanto los romanos divisaron al enemigo que se aproximaba desde la otra
orilla, un extraño cambio tuvo lugar entre sus filas. Al oír los terribles gritos de
guerra de los gladiadores, se mostraron sorprendidos y comenzaron a marchar más
despacio. Luego se volvieron aún más vacilantes y silenciosos, y comenzaron la
batalla sin rastros de la actitud altiva con que habían exhortado a la lucha.
Incidentes sucedidos en el sitio de Capua y la experiencia ganada en la larga
campaña contra Varmio, durante la cual asumió la responsabilidad de numerosas
vidas, habían cambiado su natural carácter afable y lo habían inducido a tomar
medidas que parecían severas y altivas a ojos de sus hombres.
Pero aquel que guía al ciego no debe temer que lo consideren altivo; debe
endurecerse contra sus sufrimientos y hacer oídos sordos a sus llantos, pues está
obligado a defender sus intereses en contra de su propio deseo de razón, aunque esta
actitud lo obligue a tomar medidas que parezcan tan arbitrarias como
incomprensibles. Deberá tomar desvíos cuyo destino los demás no comprenden, pues
ellos están ciegos y él es el único que tiene la facultad de ver.

12.Así acabó la primera campaña y en su transcurso los romanos tuvieron


oportunidad de comprobar la inexactitud de su juicio al considerar la rebelión como
un disturbio momentáneo, instigado por un pequeño grupo de bandidos.
La fraternidad de insurgentes dominaba el sur de Italia y todo estaba listo para la
realización de sus planes y la construcción de una confederación basada en la justicia
y la buena voluntad, que llamarían «el Estado del Sol».
En ese momento, cuando la primera línea de romanos se trababa en combate,
Crixus, que sin que los enemigos lo advirtieran había cruzado el río por el norte y se
había escondido en el profundo lecho de un arroyuelo, arremetió de forma inesperada
sobre la segunda línea. Los romanos huyeron en medio de semejante confusión que
dejaron atrás a su propio comandante, que estuvo a punto de caer prisionero cuando
su caballo lo arrojó al suelo. Su corcel blanco, su túnica púrpura, sus fases —en otras
palabras, todas las insignias de su oficio— acabaron en manos del victorioso
enemigo, que las entregó triunfalmente a su jefe.
Desde aquel momento, el propio Espartaco se engalanaba con la ropa e insignias

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de emperador romano, y cuando las exhibía, con las fases delante, los habitantes de
las provincias lo contemplaban con veneración.

10. En este punto sería conveniente dedicar unas pocas palabras al origen y
carácter de este hombre singular, cuyo destino parecía ofrecer las claves del futuro.
Espartaco procedía de una tribu de pastores nómadas y había nacido en una pequeña
aldea de Tracia, de la cual derivaba su nombre.
Pese a carecer de educación formal, un talento particular le permitía absorber y
transformar en acciones las ideas y doctrinas con que se topaba en su singular
destino. Rayos de luz procedentes de distintas direcciones se unen en un trozo de
cristal convexo y parten de él en forma de un haz único y muy caliente. De un modo
similar, los anhelos e ideas de la gente se concentraban en Espartaco, cuyo talento
también le permitía cumplir con las duras tareas que le imponía el destino, pues el
poder de su personalidad aumentaba en proporción a la creciente magnitud e
importancia de sus hazañas.

11. La evolución de Espartaco, por consiguiente, pronto lo hizo elevarse por


encima del nivel de sus compañeros, y le ayudó a comprender que estos últimos
actuaban como hombres ciegos o bestias ignorantes, que debían ser vigilados o
guiados por la fuerza hacia el buen camino.

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LIBRO TERCERO
EL ESTADO DEL SOL

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1
Hegio, un ciudadano de Tuno

Hegio, un ciudadano de Tuno, se despertó antes del amanecer consciente de que


iniciaba un día festivo y de que debía decorar la casa con ramos y guirnaldas para
celebrar la entrada del príncipe de Tracia, el nuevo Aníbal. Resolvió ir a la viña en
busca de sarmientos y ramas de muérdago. Echó un vistazo a su esposa dormida, se
calzó las sandalias y subió a la azotea de su casa.
Aún era temprano y hacia fresco, pero el mar, que formaba una encumbrada
cúpula sobre el horizonte, ya empezaba a cambiar de color. Hegio adoraba aquella
hora, amaba su resplandor y su fragancia. El aliento del mar bajo el estallido de luz
del mediodía era diferente de su aroma nocturno. Por las noches, olía a frescor
cristalino, sal y estrellas, mientras la mañana lo impregnaba con la fragancia de las
algas y el mediodía con el hedor de los peces y los vahos de los desechos putrefactos.
Inspiró el aire de mar y miró hacia las montañas, primero hacia el norte, donde, si no
se equivocaba, rastros de nieve blanqueaban las cumbres de los Apeninos lucanos,
aunque también podría tratarse de la bruma matinal. Luego giró la vista hacia el sur,
en dirección a la distante, violácea extensión de Sila, cuna de la Compañía de
Producción de Alquitrán y Resina, de la cual era accionista. Las montañas rodeaban
el valle del Crathis, pero el este estaba resguardado por la cúpula del mar, cuyo borde
superior comenzaba por fin a arder, hasta estallar en llamas al contacto con el todavía
invisible disco de fuego.
Cantó un gallo, luego otro y por fin todos los gallos de Turio compitieron
fervorosamente con sus solícitas y alarmistas ovaciones al sol naciente. Hegio llegó a
la conclusión de que sólo los gallos romanos podían cacarear de forma tan
discordante y ostentosa; en Ática, su tierra natal, hasta las voces de los gallos eran
más armoniosas.
—Ingrato suena al oído de un griego el cacareo de gallos latinos— improvisó.
No le gustaban los romanos. No es que los odiara, pero su burda presunción y su
tediosa confianza en si mismos lo hacían sonreír con desdén. La eficiencia rezumaba
por cada uno de sus poros. A pesar de todo, Hegio, un hombre que contaba con
guerreros troyanos entre sus ancestros, se había casado con una romana. Ella estaba
acostada abajo, en la amplia cama de matrimonio, empapada en el sudor de una
matrona satisfecha. Su satisfacción no se debía a la llegada de Espartaco, príncipe
tracio, segundo Aníbal, sino a que la noche anterior él, Hegio, descendiente de héroes
troyanos, había cumplido con sus deberes conyugales después de una larga
temporada.
El mar, ahora completamente encendido, le llenaba con su aroma las fosas
nasales. Su vehemencia lo hacía sentir infantil y viejo al mismo tiempo. Prefería la

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suave fragancia de una noche de luna al fuego del sol, y el fresco encanto de jóvenes
griegos le ofrecía más dicha que el placer impuesto de la procreación con su matrona.
¿Qué sentido tenía? Todo el árbol genealógico de la familia ática no valía cinco
plantas de vid ni una sola acción de la Compañía de Producción de Alquitrán y
Resina. Al pie de la pálida montaña yacían las ruinas de la legendaria Sibaris, la
mágica ciudad construida por sus ancestros en tiempos remotos. Cuando los latinos,
vestidos con pieles de oso, todavía se trepaban a los árboles, colonos griegos de
refinadas costumbres, con monedas de plata, arpas y conocimientos de geometría,
habitaban toda la costa sur de Italia.
Los gallos cantaron por segunda vez y alguien subió las escaleras resoplando.
Era la matrona.
—¿Qué haces en la azotea tan temprano? —preguntó con esa amable severidad
tan apropiada para el tratamiento de los niños o de los ancianos.
—Estoy mirando, cariño, sólo eso.
No le importaba que lo trataran como a un niño o como a un anciano. Las arrugas
que surcaban su cara, sobre la delgadez de su cuerpo, reflejaban una astucia pueril.
—¿Y qué hay que ver aquí? —dijo la matrona con tono de desaprobación.
Bostezó y se aproximó al borde de la azotea, con una mano apoyada sobre el
hombro de Hegio, un hombro infantil y huesudo. Recordó los acontecimientos de la
noche anterior y se estremeció agradablemente en el aire gélido del alba.
Miraron hacia la ciudad todavía dormida, una gran aldea de piedra blanca, repleta
de columnas, hermosa y triste en la quietud de la mañana. Sus calles serpenteaban
entre los muros como arroyuelos secos. Las casas de techos planos se apiñaban
confiadamente contra la ladera de la colina. Pero en lo alto, la aldea se convertía en
una auténtica ciudad, con anchas avenidas cuadrangulares y un mercado con una
fuente en el centro. Tras la destrucción de Sibaris, Hippodamus, famoso arquitecto,
había diseñado el centro de la ciudad en planos minuciosamente trazados y
coloreados. Blancas casas de creta se erigían entre las montañas azules y el mar azul.
Así había nacido Turio, la nueva ciudad de los sibaritas, ahora también muy vieja.
Las familias originarias eran muy antiguas, tenían muchos ancestros y pocos hijos.
Hablaban un griego más puro que el de los propios griegos, ya extinto en todas partes
a excepción de Alejandría, y descendían de nobles troyanos, o al menos de ese tal
Esmindirides, que abandonó su lecho porque había una hoja ajada de rosal debajo de
la sábana.
De vez en cuando se casaban con las hijas de colonos romanos, obligados por el
Senado que los castigaba de ese modo por haber respaldado a Aníbal en las guerras
púnicas contra Roma. Aquellos colonos tenían su propio barrio al noreste de la
ciudad, se multiplicaban con rapidez, trabajaban duro y con eficacia y eran odiados
de corazón por los demás, que los acusaban de limpiarse la nariz en los codos. Habían
tenido la osadía de cambiar el nombre de la ciudad y llamarla «Copia» como su bano.
Se suponía que ahora toda la ciudad de Tuno se llamaba así y los papeles oficiales lo

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confirmaban. Como es natural, las familias antiguas continuaban llamándola por su
nombre original: Ática seguía siendo Ática y Turio, Turio. Por supuesto, ahora
apoyarían a Espartaco, sin preocuparse de si era cartaginés o tracio; lo principal era
que rompiera unos cuantos dientes de aquellos eficientes romanos que se limpiaban
las narices en los codos. La ciudad entera aguardaba su entrada con un alborozo más
propio de niños o de ancianos.
La ciudad se despertaba por etapas. Los primeros pastores, desaseados
madrugadores, guiaban a sus somnolientas cabras a través de estrechas callejuelas.
Las esquilas de las cabras dispersas repicaban distraídas y los pastores tocaban notas
estridentes en sus flautines. El mar exhalaba sus vahos matinales de algas y arena
sobre las azoteas. A lo lejos, en los campos de las colinas, pastaban las manadas de
búfalos blancos; se fundían en la bruma blanquecina que rodeaba el río, mientras los
novillos, blancos como la propia Lucania cretácea, miraban hacia los Apeninos con
sus rígidas cabezas alzadas.
—Ven a desayunar —dijo la matrona.
—Voy al río a coger ramos y hojas para la entrada.
—Pero no antes de desayunar, ¿verdad? —preguntó la matrona.
—Llevaré a los niños conmigo —dijo Hegio—, y luego podrán ayudarnos a
decorar.
—Los niños se quedan aquí —replicó la matrona.
Era hija de un colono y los colonos estaban en contra del príncipe tracio. Iban por
ahí con muecas taciturnas en sus hostiles semblantes patrióticos. Tal vez tuvieran
miedo.
—Entonces tendré que ir solo —dijo Hegio.
—¿En camisón? —preguntó la matrona.
—Me pondré algo encima. Verás cuántos ramos traigo a casa.
Bajó las escaleras, seguido por los suaves resoplidos de enojo de la matrona.
Debajo, Publibor, el único esclavo de la casa, servía el desayuno al perro.
—Vendrás conmigo al río —ordenó Hegio—. Vamos a traer ramos y hojas. Tú
también vienes —le dijo al perro, una bestia del tamaño de un ternero que tiraba de la
correa, ladrando y gruñendo.

Se marcharon; Hegio en primer lugar y el esclavo unos pasos detrás. El perro


retozaba delante y luego los dejaba pasar solo para volver a alcanzarlos a paso
furioso. En las afueras de la ciudad, donde los muros de los jardines ya no eran de
piedra sino de arcilla y estiércol secados al sol, se encontraron con Tíndaro, el
verdulero, que empujaba un carro lleno de hierbas y lechugas frescas en dirección a la
ciudad.
—¿Adónde vais tan temprano? —preguntó el verdulero.
—Yo, mi esclavo y mi perro vamos a juntar hojas y ramos para la entrada del
príncipe tracio —dijo Hegio.

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—Entre nosotros —dijo Tíndaro mientras dejaba el carro junto a un muro—, he
oído que no tiene derecho a ese titulo. La gente dice que solía ser gladiador y
bandido, si no algo peor.
—Tonterías —respondió Hegio—. Siempre hay cotilleos sobre los poderosos. Sea
como fuere, le dio una buena tunda a Roma. Un segundo Aníbal, eso es lo que es.
De cualquier modo, será un cambio agradable.
—Es cierto —dijo el verdulero, a quien le gustaba quedar bien con todo el mundo
—, pero dicen que otorgará derechos cívicos a los esclavos, que robará las casas y el
dinero de la gente y que pondrá todo patas arriba.
—Tonterías —dijo Hegio y se volvió a su joven esclavo—. ¿Te gustaría dejar de
servir y comenzar una nueva vida?
—Si —respondió Publibor.
—Ya ves —dijo el verdulero y volvió a recoger su carro—, ya te he dicho que es
un asunto peligroso.
Hegio parecía divertido.
—¡Qué caradura! —exclamó—. ¿Sólo porque la matrona es un poco estricta y
malhumorada? Yo tampoco lo tengo fácil con ella. ¿Acaso no te trato bien?
—Sí.
El joven lo miraba con gravedad. Parecía tomarse las cosas muy a pecho y la
expresión de su cara era absolutamente seria. Antes, Hegio ni siquiera había reparado
en que tuviera expresión. Eso lo hizo reflexionar.
—¿No te he permitido que te unieras a una cofradía funeraria?
—Si.
—Está en la misma sociedad que yo —dijo el verdulero—. Anteayer tuvimos una
asamblea general.
—Ahí lo tienes —dijo Hegio, sorprendido—, como un hombre libre.
—Es mi único privilegio —dijo Publibor.
—¿El único? —preguntó Hegio aún más sorprendido—. Bueno, tal vez lo sea
desde un punto de vista legal, pero algo es algo. Además, te dejaré la libertad en mi
testamento. ¿Acaso mi vida se prolonga demasiado para tu gusto?
—Sí, amo.
Hegio sonrió y el verdulero suspiro.
—¿Qué te he dicho? Te he dicho que era peligroso. Yo lo haría azotar.
—¿Tanto te importa la libertad? —preguntó Hegio—. Si me lo preguntas a mí, te
diré que es sólo una ilusión. ¿No acabas de admitir que estás bien conmigo?
—Sí.
—Has ahorrado dinero.
—Así es.
—Eso es lo peor —dijo el verdulero—. En los viejos tiempos, eso habría sido
imposible. La propiedad privada crea el ansia de tener cada vez más. Yo le quitaría
los ahorros y lo haría azotar.

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—Podría ser una buena idea —dijo Hegio mientras se alejaba—. Mientras tanto,
iremos a coger algunos ramos y hojas para la entrada del príncipe tracio.

Cuando hubieron reunido suficientes enredaderas y tupidas ramas se sentaron


junto a los rebaños que pastaban a orillas del río Crathis. El perro estaba cansado y se
tendió sobre su estómago, con las patas delanteras graciosamente abiertas, como la
esfinge de Tebas.
—Mira —le dijo Hegio a su esclavo—. Aquí estamos sentados, dos personas
junto al río, no muy lejos de las imponentes montañas. ¿De verdad aguardas mi
muerte con impaciencia?
El joven lo miró y respondió:
—¿De verdad eres mi señor y de verdad soy de tu propiedad?
—Eso me temo —respondió Hegio—. Es un hecho, lo mires por donde lo mires.
Incluso ahora, mientras estamos los dos solos, sentados junto al río ante las
imponentes montañas, incluso ahora eres consciente de que tus palabras son
descaradas y presuntuosas, mientras yo considero que las mías están llenas de piadosa
condescendencia. Dime la verdad, ¿no es así?
—Así es —respondió el joven después de una pausa.
—Entonces continuemos —dijo Hegio—. Todo lo que existe es real, no hay
forma de evitarlo. Aquí estoy sentado bajo el sol, quemándome la espalda, mientras
tú te mueres de frío a la sombra. Es cierto que es una división injusta, pero es así, y
sin duda los dioses tendrán alguna razón para hacer las cosas de este modo. Si
hubiesen querido lo contrario, todo sería al revés. La realidad es un argumento
irrebatible, ¿no crees?
—Si —dijo el esclavo—, pero si ahora te diera un pequeño empujón, yo estaría
sentado al sol y tú en el río, oh amo.
—¿Y por qué no lo haces? —Sonrió Hegio—. Inténtalo. ¿O acaso temes el
látigo? —Por primera vez el joven desvió la vista y guardó silencio—. ¿Y bien? ¿Por
qué no lo haces? Aquí estamos sentados los dos solos junto al río y tú eres el más
fuerte. Si me matas y corres al encuentro del tracio, ni siquiera debes temer un
castigo. ¿Por qué no lo haces? —El joven arrancaba matojos de hierba en silencio,
con la mirada fija en el suelo—. Aquí mismo el gran Pitágoras nos enseñó que los
gobernantes merecen adoración divina y los esclavos el mismo tratamiento que el
ganado.
¿No estás de acuerdo?
—No —respondido Publibor.
—En tal caso, ¿por qué no me arrojas al río sabiendo que no te ocurrirá nada si lo
haces? ¿Por qué no te aprovechas de tu fuerza? ¿Por qué tu alma está llena de
vergüenza y la mía de jubilosa emoción y condescendencia? ¿O acaso no es así?
—Así es —respondió el esclavo, y después de una pausa añadió—: Es sólo un
hábito.

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—¿Eso crees? ¿Piensas que el tracio traerá nuevos hábitos? Si lo hiciera, sería
más grande que Aníbal. No hay nada tan grande como cambiar los hábitos de
pensamiento.
—Sí —asintió el esclavo.
—A propósito, ¿de dónde has sacado todas esas ideas? —preguntó Hegio—.
Siempre habías sido silencioso y trabajador. Nunca había notado que tuvieras
expresión, que fueras capaz de sonreír. Reír, si, tal vez…, pero sonreír. Contéstame,
¿cómo has aprendido a hacerlo? —El esclavo no respondió y Hegio lo miró
atentamente, con una sonrisa propia de un niño o de un anciano—. Dime, ¿estás
deseando mi muerte? —preguntó—. Aquel que espera no puede sonreír. Mira esos
guijarros en el fondo del río. El agua es bastante transparente, e incluso puedes
distinguir las hierbas allí abajo. Cuando el agua acaricia los guijarros y la hierba
produce un levísimo murmullo, ¿puedes ver y oír esas cosas?
—No, amo. Nunca he tenido tiempo para tenderme sobre la hierba.
—Vas por este mundo nuestro, ciego, sordo y taciturno, y aguardas mi muerte a
pesar de que yo tengo ojos para ver y conozco las diversas fragancias del mar. Ése es
el motivo de tu vergüenza y de mi risueña condescendencia. Un hombre desgraciado
no es digno de amor.
El esclavo siguió arrancando matas de hierba y después de un momento dijo:
—Tú mismo has dicho que soy más fuerte.
—Sí, pero ¿desde cuándo lo sabes? No es tan obvio como parece. La matrona te
ha azotado en varias ocasiones, no muy duramente, es cierto, pero aun así lo ha
hecho, y nunca se te ocurrió pensar que eras más fuerte que ella.
—No —respondió el esclavo, y después de una pausa añadió—: Es el hábito.
—¿Y ahora? ¿Acaso de repente el tracio te ha hecho reparar en tu fuerza? La
gente dice que tiene mensajeros y emisarios por todas partes, incitando a los siervos a
la rebelión. ¿Es verdad?
—Sí.
—¿Y tú crees en sus enseñanzas?
—Así es.
—¿Y todos los de tu clase creen en él?
—Muchos.
—¿Por qué no todos?
—Los viejos hábitos son demasiado poderosos.
—¿Qué aspecto tiene ese Aníbal esclavo vuestro?
—Se viste con la piel de una bestia, monta un caballo blanco y una guardia de
hombres fuertes lleva las fasces delante de él.
—Igual que un emperador romano, ¿verdad?
—No, pues sus insignias no son águilas de plata, sino cadenas rotas.
—Una idea original —admitió Hegio—. Estoy convencido de que ambos
podemos esperar una diversión placentera. ¿No lo crees?

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—Sí, amo —respondió el esclavo mirándolo con seriedad.
—Es extraño pensar que el tracio va a llegar hoy mismo y que, aunque es
probable que lo cambie todo, ni tú ni yo acabamos de creerlo. Ocurre lo mismo que
con la guerra, todo el mundo habla sobre ella, unos a favor, otros en contra, pero
nadie cree sinceramente en ella hasta que se convierte en una realidad; y cuando se
nos ha echado encima, nos maravillamos de haber estado en lo cierto. Nadie se
sorprende tanto como el profeta cuyas profecías se cumplen, pues hay una gran
molicie de hábitos en los pensamientos del hombre y una voz risueña, profundamente
arraigada en su interior, le susurra que el mañana será exactamente igual que el hoy y
el ayer.
Y a pesar de su inteligencia, el hombre lo cree, lo cual es una verdadera
bendición, pues sería imposible vivir con la conciencia permanente de una muerte
segura.
—Y ahora vayamos a decorar la casa con estos ramos y hojas, para recibir al
príncipe de Tracia como se merece.
Permanecieron en silencio unos instantes, tendidos sobre la hierba, mirando a las
montañas que se habían despojado de sus velos matinales y encerraban al horizonte
entre sus siluetas de un azul desnudo e intenso. El sol se había separado del mar y se
elevaba, calentando el aire y sorbiendo el aroma de la mañana en los campos. En los
huertos de olivos y limoneros, la gente se inclinaba para hacer su trabajo, como
cualquier otro día.
Antes de iniciar el camino de regreso a casa.

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2
La entrada

El sol ascendió a lo más alto y la ciudad se llenó de jubilosa actividad, mientras los
ciudadanos de Tuno adornaban sus casas con enredaderas y guirnaldas de hojas. Las
casas tenían techos planos y eran blancas, como la propia tierra cretácea de Lucania.
Los descendientes de guerreros troyanos esperaban con impaciencia a aquel príncipe
tracio de la piel, que marcaría un agradable cambio en sus vidas monótonas. Se
empujaban y se abrían paso a empellones entre las calles estrechas y tortuosas como
lechos de grava de arroyuelos secos. Los colonos romanos se mantenían apartados,
con sus patrióticas expresiones ceñudas. Tal vez tuvieran miedo.
El Consejo de Tuno tampoco compartía el júbilo general. Si bien era cierto que
aquel extraño emperador había merecido su aprobación por dar una buena tunda a
Roma, no estaban tan contentos con otros aspectos suyos. Se hacia llamar «liberador
de esclavos», «guía de los oprimidos». Por supuesto, cabía la posibilidad de
interpretar aquellas expresiones de forma simbólica, sobre todo como referencias a
una alianza con las ciudades griegas del sur, que sufrían el yugo romano.
¿Acaso en su momento Tuno y las demás ciudades del sur de Italia no habían
respaldado a Aníbal? Sin embargo, Aníbal había sido un gran general y un príncipe
en su tierra natal, mientras los antecedentes de ese tal Espartaco no eran dignos de
mención. Si a pesar de todo se los mencionaba, había que comenzar por admitir que
debía su condición de príncipe a la gracia del Consejo de Turio y a razones de respeto
cívico, pues los descendientes de guerreros troyanos no podían hacer una alianza con
un gladiador vagabundo, y aquella alianza era imprescindible para evitar la
aniquilación de la ciudad. En honor a la verdad, el Consejo de Turio se había
mostrado dichoso y sorprendido ante la oferta de negociaciones del gladiador, y
aunque luego esas negociaciones seguirían extraños derroteros, como se verá más
adelante, acabaron con la firma de un tratado con los siguientes puntos principales.
El ejército de esclavos levantaría su campamento y más tarde construiría una
ciudad, denominada «Ciudad del Sol», en las afueras de Tuno, sobre la llanura que se
extendía entre los ríos Sibanis y Crathis, protegida por las montañas por un lado y el
mar por el otro. La corporación de Tuno cedería al príncipe tracio todos los campos y
tierras de pastoreo de dicha zona, y asimismo se haría cargo de la manutención del
ejército de esclavos hasta tanto éste pudiera sustentarse con los frutos de su propio
suelo. Los soldados de Espartaco, por su parte, después de la ceremonia de entrada —
que tendría un significado puramente simbólico— no se acercarían a la ciudad.
Además, Espartaco dejaría de instigar a la rebelión a los esclavos de Turio en cuanto
esta alianza se hiciera efectiva.

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Los delegados de Espartaco se habían opuesto con fervor a esa última exigencia,
pero habían acabado por aceptarla.
—Entrarán en cualquier momento —dijo el verdulero Tíndaro a Hegio, su vecino
en la hilera.
Hacía más de una hora que esperaban entre la jubilosa multitud, abarrotada en la
amplia avenida que conducía al ágora para presenciar la entrada del príncipe tracio.
Sobre sus cabezas, guirnaldas y tupidos ramos colgaban de los blancos frontispicios
de las casas, y por encima de esas casas, el sol se alzaba gordo y radiante en el cielo,
mientras el mar exhalaba sobre los techos su hediondo aliento del mediodía, con olor
a peces y a podrido. Los ciudadanos de Tuno aguardaban apiñados y sudorosos.
El gran momento llegó, por fin, cuando el sol se alzó verticalmente sobre ellos.
—¡Se acercan! —gritó el pequeño hijo de Hegio—. ¡Se acercan!
Realmente se acercaban desde el otro extremo de la avenida, envueltos en una
nube de polvo. Los apretujados ciudadanos rieron, rugieron, se empujaron unos a
otros, se precipitaron hacia adelante. Furiosos oficiales los empujaron hacia atrás, con
la intención de ordenar las filas. Se aproximaban.
—¿Cuántos son? —preguntó Tíndaro, el verdulero, mientras estiraba el cuello.
—Cien mil —gritó el pequeño, que estaba muy bien informado—. Cien mil
ladrones. Pondrán todo patas arriba.
—Tantos no podrán pasar por aquí —dijo Tíndaro—. Ocuparían toda la ciudad.
—Sólo las tropas de exhibición participarán en la ceremonia de entrada —dijo el
vecino de la izquierda—. Los demás tendrán que aguardar fuera, tal como ha sido
acordado.
La nube de polvo se acercaba. Los ciudadanos de Tuno estiraban el cuello entre
las filas. Casi todos vestían de blanco y las jóvenes lucían túnicas finas y frescas. Los
presuntuosos oficiales corrían de un sitio a otro.
Poco a poco comenzaron a distinguir las primeras filas del ejército de esclavos,
dos hileras de diez hombres corpulentos y cuellicortos arrastrando sus pesadas botas
sobre el suelo. No miraban ni a un lado ni al otro y era evidente que no sentían el
menor interés por la ciudad de Tuno. Se limitaban a exhibir las fasces y, en lugar de
hachas, rotas cadenas de hierro.
Algunos ciudadanos alzaron tímidos gritos de aliento, pero la multitud no los
imitó. La gravedad y humildad de la procesión los había decepcionado, y estaban
desfavorablemente sorprendidos.
Por fin, detrás de los hombres que marchaban con paso marcial, apareció el
príncipe tracio, vestido con pieles y montado sobre un corcel blanco. A su lado, un
gordo con cara taciturna y bigotes caídos montaba su caballo como si fuera una mula.
La enseña púrpura ondeaba frente a ellos.
Los ciudadanos sabían qué se esperaba de ellos, de modo que gritaron, agitaron
las manos y sacudieron las mangas de sus túnicas. El emperador respondió a sus
ovaciones con el brazo alzado en señal de saludo y disminuyó la marcha de su

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caballo. Sin embargo, no sonreía y sus ojos no reflejaban una actitud amistosa. Pese a
todo, causó una buena impresión en los presentes; no una impresión arrolladora, pero
si buena. El gordo de los bigotes no les gustó tanto. Miraba al frente con ojos
ausentes, sin dignarse a responder a sus gritos de aliento. La gente que quedaba a su
lado retrocedía un tanto a su paso. Aquella cara quedaría grabada en su memoria con
más claridad que la del propio emperador y años más tarde aún la recordarían.
Se referían a Espartaco como «el príncipe», «el emperador» o «el segundo
Aníbal»; pero su imagen permanecería brumosa e imprecisa en su memoria. Más
tarde, muchos de ellos dudarían de haberlo visto pasar en su corcel blanco, precedido
por la enseña púrpura.
La procesión apresuró su marcha hacia el mercado, como si los extraños quisieran
acabar de una vez por todas con la ceremonia. El bullicioso entusiasmo colectivo se
había sofocado antes de llegar a su esplendor.
Detrás de los jefes, avanzaba la infantería, levantando el polvo con los pies y
mirando a la multitud con sus inexpresivas caras mugrientas. ¡Extraños soldados
aquellos nuevos aliados, que habían conseguido tan sonada victoria sobre los
romanos!
¡Qué curiosas insignias llevaban, qué solemnes, siniestras, toscas cruces de
madera!
Los portadores se tambaleaban bajo su peso y tenían que apretarlas contra el
pecho para mantener el equilibrio. ¡Y qué solemnes y siniestros también los grilletes
y cadenas rotas! El jefe de una tropa de personajes especialmente rufianescos, un
patán con cicatrices de viruela, llevaba una gigantesca anguila morena que tenía una
cabeza fabricada de harapos dentro de la boca. El hijo pequeño de Hegio se puso de
puntillas y preguntó con su vocecilla aguda:
—¿Qué es eso, padre? ¿Hay peces que comen hombres?
Hegio esbozó una sonrisa propia de un niño o de un anciano, pero el verdulero
cubrió la boca del pequeño con la mano.
—Chist, chist, pequeño —dijo—. No debes hacer preguntas, pues los soldados
podrían enfadarse.
Las voces de la multitud se iban apagando de forma gradual. Las burlas y
ovaciones de los ciudadanos habían cesado y las sonrisas se habían borrado de sus
rostros. Asustado, el niño calló. En la avenida sólo se oía el estrépito de la marcha,
las pisadas que arremolinaban el polvo y envolvían a los hombres en una vaporosa
nube.
Era el turno de la caballería: hombres montados sobre pequeños caballos lucanos.
El hijo de Hegio, que gracias a sus soldados de juguete era capaz de reconocer la
imagen apropiada de un guerrero profesional, no sería el único en asombrarse del
aspecto poco marcial de los nuevos aliados, pero la sorpresa de los ciudadanos rayaba
en el horror. La casi totalidad de la caballería carecía de armaduras para hombres y
animales —como mucho uno de cada tantos estaba protegido por rechinantes trozos

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de latas atados a piernas o brazos con cuerdas de cáñamo—, la mayoría de las lanzas
eran de madera y los escudos de mimbre o cuero, muchos de ellos empuñaban
guadañas, horquillas y hachas en lugar de espadas, y por si todo eso fuera poco, ni
siquiera tenían uniformes o cascos brillantes. Algunos iban con la cabeza descubierta
y agitaban tiragomas en las manos, otros llevaban gorros de felpa negros descoloridos
y tan gastados que los bordes caían como flecos sobre sus rostros barbudos. Sus
camisas y blusas de algodón también estaban hechas jirones; pero la mitad de ellos no
llevaba ropa por encima de la cintura, y exhibían el torso bronceado y peludo,
desvergonzadamente desnudo entre el cinturón y la barba enmarañada.
Un gemido pasó de boca en boca entre la multitud, y muchos hombres de Turio
giraron la cabeza avergonzados; pero las mujeres suspiraban con los ojos brillantes.
Una matrona se desmayó y tuvo que ser trasladada.

Así desfilaban los nuevos aliados. La infantería hizo su entrada una vez más,
levantando nubes de polvo y mirando a la concurrencia con inexpresivas caras
mugrientas. En esta ocasión estaban organizados por nacionalidades: toscos galos y
germanos con bigotes, altos tracios con ojos luminosos y extraño andar elástico,
bárbaros de Numida y Asia de piel oscura y seca, negros con pendientes y gruesos
labios casi siempre entreabiertos, mostrando los dientes.
—¡Vaya mezcolanza! —le susurró el verdulero a Hegio.
—A mí me parece un cambio agradable —dijo Hegio mientras se inclinaba hacia
el niño—. ¿Te gusta? ¿No es un espectáculo alegre y colorido?
—Sí —asintió el pequeño—. Como un circo.
—¡Chist! —dijo el verdulero—, eso es justo lo que no debes decir.
Una nueva nube de polvo precedió a los carros de bueyes, cargados con los
enfermos y heridos. Recostados sobre mantas mugrientas, algunos miraban en
silencio al cielo, otros se retorcían de dolor, y otros más sacaban la lengua y hacían
muecas.
Tenían las caras cubiertas de moscas que se metían en las cuencas de sus ojos o se
adherían a sus harapos. El hijo de Hegio se echó a llorar.
—¿Para qué nos enseñan esto? —preguntó el verdulero—. ¿Forman parte de las
tropas de exhibición?
—No —sonrió Hegio—, sin embargo no deja de ser una entrada original.
Pasaron tres carros más, en mejores condiciones que los anteriores. En cada uno
de ellos había un cadáver con la insignia de las cadenas rotas en la cabeza, cubierto
por una nube de moscas. Los cuerpos despedían un olor fétido.
Y así acabó la procesión.

Las hileras de espectadores se habían aclarado, pero la mayoría de los ciudadanos


no se atrevía a marcharse. El temor los mantenía paralizados en sus sitios, de modo
que permanecieron en las calles, desconcertados, aun después de acabado el

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espectáculo.

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3
La Nueva Ley

Los ánimos de los ciudadanos de Tuno acabaron por calmarse, pues ningún soldado
del ejército de esclavos se aproximó a las murallas de Turio. Al otro lado, en la
llanura comprendida entre los ríos Crathis y Sibaris, construían su campamento, la
Ciudad del Sol.
La primavera se acercaba y vahos aromáticos se desprendían del suelo, mientras
las brisas tormentosas de marzo soplaban desde el mar. Esclavos con hachas trepaban
a las montañas cubiertas de árboles, traían troncos arrastrados por búfalos blancos y
serraban placas y vigas para los graneros y comedores de su nueva ciudad. Los celtas,
sin embargo, querían vivir en casas de ladrillo, de modo que sacaban arcilla firme y
dura de las márgenes del río Crathis, moldeaban bloques y los secaban al sol. Los
tracios cosían tiendas de pieles de cabra atezadas, arqueaban ramas flexibles para
hacer los marcos de los techos y cubrían los suelos con mullidas alfombras capaces
de ahogar las conversaciones cuando tuvieran visitas. Los lucanos y samnitas
formaban una pasta con turba, excrementos y grava y moldeaban con ella sus
diminutas casitas cónicas. Luego salpicaban el suelo con paja y forraje, dando a sus
hogares un agradable olor a establo. Los negros de los pendientes entrelazaban cañas
en una ingeniosa trama y ataban las trenzas a estacas. Sus chozas parecían frágiles
construcciones de juguete, pero se mantenían firmes y secas bajo la lluvia o las
tormentas.
El sol brillaba, la tierra emanaba vapor, los cultivos brotaban de la gleba. La
ciudad crecía rápidamente, como si el sol la hubiera hecho nacer del suelo, fértil de
podredumbre, pletórica de jugos vitales, largamente reprimidos. Eran setenta mil,
marcados a hierro candente, abandonados por la fortuna y dispersos a lo largo y
ancho de la tierra; pero ahora construían su propia ciudad. Arrastraban troncos,
transportaban bloques de piedra, martillaban, encolaban, serraban. Sería una ciudad
maravillosa, propiedad de los desposeídos, hogar de los sin hogar, refugio de los
desgraciados. Cada uno construía su propia casa y la casa que construía era suya.
La ciudad crecía. Se había asignado una extensión de tierra a cada tribu: tracios,
sirios y africanos, y todos podían construir sus viviendas a gusto; pero el plano
general era uniforme, diseñado de acuerdo con las rigurosas reglas romanas, con
muros verticales y calles rectas y paralelas. La muralla y el foso exteriores formaban
un estricto cuadrado en la llanura comprendida entre el Crathis y el Sibaris, al pie de
las indómitas, serradas montañas azules. Austera y desafiante, la ciudad de los
esclavos estaba incrustada en la llanura, con sus cuatro entradas vigiladas por
ominosos centinelas, silenciosos y cuellicortos. Desde la distancia se distinguían las

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cadenas rotas, la insignia de la ciudad, que coronaban cada puerta. Sobre una colina
situada en el centro de la aldea se erigía la grandiosa tienda con la enseña púrpura, el
hogar del emperador, donde se gestaban las nuevas leyes que gobernaban la ciudad.
La colina estaba rodeada por las moradas de sus capitanes, los gladiadores. Los
edificios comunes formaban un segundo círculo, más amplio, en torno a la colina:
depósitos de herramientas y fraguas de espadas, graneros, corrales, comedores
colectivos; porque, aunque cada uno podía construir su casa a su gusto en el terreno
asignado, los cereales, el ganado, las armas, las herramientas y el beneficio del
trabajo eran propiedades comunes. Así rezaban las nuevas leyes promulgadas por el
emperador sobre los principios básicos de la ciudad y redactadas por el abogado de
Capua:

1. De ahora en adelante ningún hombre acosará u oprimirá a su vecino guiado por


la codicia y la ambición en lucha por las necesidades vitales, pues la fraternidad
velará por los intereses de todos.

2. En adelante, nadie estará al servicio de nadie. Los fuertes no someterán a los


débiles ni aquel que gane un saco de harina esclavizará a aquel que no lo haya hecho,
pues todos servirán a la comunidad.

3. Por consiguiente, ningún hombre guardará víveres durante más de medio día,
ni acumulará en su casa ningún otro bien o mercancía, pues todos serán alimentados
con las provisiones de todos en los grandes comedores colectivos, como corresponde
a una fraternidad.

4. Del mismo modo, se proveerán armas, materiales de construcción y todo lo


necesario para el bienestar propio y de los vástagos, en retribución por la tarea
realizada por cada uno según sus habilidades y en aras del interés común, ya sea la
construcción de casas, la fragua de espadas, el cultivo del suelo o la atención de los
rebaños. Cada uno realizará el trabajo apropiado a su fuerza y capacidad, sin que se
produzcan diferencias en el reparto de los bienes terrenos, pues todo se compartirá
entre todos.
Se apiñaban ante sus puertas para espiar —pues no estaba permitido el paso a
ningún extraño—, recordaban las historias de una época remota y se sentían
curiosamente afectados por ellas: historias de un buen rey llamado Agis, de la isla
Pancaya, de las fantasías no terrenales del viejo Platón sobre una república de la
sabiduría, que uno leía en la escuela, ligeramente aburrido, conmovido o risueño,
como uno se digna a leer a los clásicos, con la condescendencia del tiempo presente
hacia un pasado sumergido. Aquellas leyendas tradicionales eran sublimes y arcaicas,
pero los ciudadanos de Turio estaban convencidos de que no tenían relación alguna
con la realidad y los tiempos presentes. Sin embargo, el hecho de que un príncipe
tracio —si es que realmente era eso y no, como decían algunos, un gladiador del circo

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—, el hecho de que un hombre semejante apareciera súbitamente de la nada, derrotara
a los romanos y construyera una ciudad en donde todos los sueños paradisíacos se
volvían realidad como por decreto, era sin duda un espectáculo inusitado.

Pero la ciudad crecía.


Entre las murallas firmes y cuadradas, se extendían las calles rectas, los
almacenes y los comedores. Sus leyes eran nuevas, justas e inexorables. Sobre una
colina, en el centro de la ciudad, custodiada por una doble hilera de centinelas, se
erigía la tienda del emperador donde se promulgaban las leyes, y en un sitio apartado
en una esquina de la muralla de la puerta norte, se alzaban las cruces de aquellos que
no obedecían la ley.
Allí, con el fin de preservar el bienestar general, cada día morían hombres con las
extremidades fracturadas y las lenguas negras, hombres que con su último aliento
maldecían la tienda de la enseña púrpura y el Estado del Sol.

5. Por todo lo dicho, se abolirá la posibilidad de obtener beneficios a través de la


venta y la compra o la de ganar propiedades adicionales mediante vales o moneda.
Por consiguiente, la fraternidad lucana abolirá el uso de monedas de oro, plata o
metales inferiores, y cualquiera que se hallase en posesión de dichas monedas
merecerá la pena de expulsión o muerte.

Tales eran las leyes decretadas por Espartaco para gobernar la vida de la
floreciente Ciudad del Sol. Eran leyes nuevas, y sin embargo tan antiguas como las
colinas. Al comenzar a construir el campamento y a cavar la tierra, habían encontrado
las ruinas de la mítica Sibaris, cuyos muros erosionados por el tiempo, utensilios de
arcilla y vasijas rotas habían sido testigos de la era de Saturno, recordada con
añoranza por el pueblo a causa de sus leyes justas y benévolas. Habían hallado
inscripciones relativas al héroe Licurgo y al régimen espartano de almacenes y
comedores colectivos. ¿No era como si la propia tierra corroída, cincelada por manos
muertas hacía tiempo, guiadas por almas extinguidas tiempo atrás, decretara allí y
entonces las nuevas leyes de Espartaco? Era el alma, el espíritu de todo un país, lo
que había animado a los ancestros de los ciudadanos, y ahora esos mismos
ciudadanos contemplaban con gestos de desaprobación el nacimiento de una nueva
ciudad.

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4
La red

Las negociaciones previas a la firma de la alianza entre el emperador y la ciudad de


Turio se habían desarrollado en un clima algo extraño y los miembros del Consejo
municipal se habían llevado varias sorpresas.
Los delegados enviados por el emperador a la opulenta sala de audiencias de la
corporación de Tuno eran personas peculiares: un ajado abogado con la calva llena de
chichones y un alto joven tímido que se ruborizaba y bajaba la mirada con frecuencia,
en cuya amplia frente se traslucía una gruesa vena azul. Ambos tenían un aspecto
insignificante y atuendos increíbles e ignoraban por completo las reglas de la
ceremonia diplomática. Los dos consejeros principales de Turio, penosamente
desconcertados, no sabían cómo comportarse. Cuando uno de ellos, un anciano con
ojos saltones, se dirigió a los contertulios con su acostumbrada pomposidad y habló
de «vuestro señor, el glorioso conquistador de Roma y principesco emperador», fue
interrumpido por el hombrecillo calvo:
—¿Te refieres a Espartaco? Pensábamos que ya sabríais quién es.
El digno anciano se quedó completamente perplejo y su colega, un comerciante
corpulento, propietario de la mayor refinería de alquitrán de Sila, tuvo que acudir en
su ayuda.
—Nos han informado que vuestro jefe monta un corcel blanco, exhibe la insignia
del pretor Varinio y va precedido de hombres que portan fasces y hachas. Ésos son
los emblemas de un emperador, aunque, de cualquier modo, las formalidades carecen
de importancia.
—Permitidme decir —respondió el abogado de Capua—, aunque sólo sea para
aclarar las cosas, que las fasces y las hachas son sólo emblemas simbólicos. Sin
embargo, como habéis dicho, las formalidades carecen de importancia —añadió con
un deje irónico en la voz.
—¿Qué tipo de emblemas? —preguntó el anciano caballero, que era inquisitivo
por naturaleza y amante de la precisión.
—Como acabamos de oír, sólo tienen un significado simbólico —respondió el
hombre de negocios con soltura.
El anciano sacudió la cabeza, pero no insistió. ¿Qué habría querido decir aquel
hombre con lo de «emblemas simbólicos»? Allí había algo raro. Aquella alianza
ocultaba algo extraño.
Ambos bandos dejaron el tema y se concentraron en la cuestión principal. Entre
frecuentes accesos de tos y ocasionales caricias a su calva, el abogado hizo las
siguientes sugerencias en nombre del emperador:

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La ciudad de Tuno se aliaría al ejército de Espartaco, y por consiguiente dejaría
de estar bajo la soberanía de la república romana. Cesarían los pagos de impuestos de
capitación, diezmos y contribuciones urbanas al erario romano. Todos los campos de
cereales, tierras de pastoreo y demás territorios fértiles en las cercanías de la ciudad,
hasta entonces propiedad de Roma, se convertirían en patrimonio municipal.
—¿Qué hay de las refinerías de resina y alquitrán? —preguntó el hombre de
negocios.
—Aquellas que son propiedad del Estado pasarán a manos del municipio. En el
caso de compañías arrendadas por particulares no domiciliados en la ciudad, la
licencia será cancelada.
—Excelente —dijo el corpulento senador—. Hasta ahora, todo parece razonable y
merece nuestra aprobación.
—¿Vuestro príncipe está autorizado a cancelar contratos? —preguntó el viejo
consejero.
Sin embargo, nadie le prestó atención y el abogado Fulvio continuó:
—Además, sugerimos que la ciudad de Turio sea declarada puerto libre. Se
suspenderán los derechos de aduana romanos y otras tasas sobre la importación o
exportación de productos. Esta medida afectará al comercio con puertos extranjeros,
así como al de otros puertos romanos.
—¿Qué significa eso? —preguntó el anciano—. ¿También es simbólico? Ignoro
las leyes del comercio y siempre pensé que una alianza se basaría sobre todo en
cuestiones militares.
—Significa —respondió con entusiasmo el hombre de negocios—, que Turio
tendría preferencia sobre los puertos de Brindis, Tarento, Metaponto, etcétera,
etcétera, y se convertiría en el puerto más importante del sur. Eso implica riqueza y
prosperidad para esta ciudad, tal vez también el fin del comercio internacional
romano y del monopolio de flotas.
—El mar está lleno de piratas —dijo el anciano—, y no es seguro.
—Haremos un pacto con ellos —repuso el abogado Fulvio con calma.
—¿Con los piratas? —preguntó el anciano horrorizado—. Si son una banda de
asesinos, bandidos, gentuza indecente.
Se hizo un silencio incómodo. Esta vez, también el hombre de negocios se había
quedado atónito y tenía una expresión confusa y atontada.
Puesto que la contribución de Enomao se redujo a una sonrisa tímida y amable,
tuvieron que aguardar a que el abogado parara de toser para oír una explicación.
—¿Por qué no? —dijo—. La piratería es consecuencia del monopolio del
comercio marítimo romano, así como los robos en tierra son consecuencia de la
existencia de monopolios terrestres y grandes terratenientes. Sin embargo, como ya
sabréis, los piratas están mucho mejor organizados de lo que solían estarlo los
bandidos miserables antes de la llegada de Espartaco. Poseen una especie de Estado
flotante bien reglamentado, con almirantes y leyes estrictas. Tanto el rey Mitrídates

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como los emigrantes romanos, bajo las órdenes de Sertorio, hicieron una alianza con
ellos. Roma habla de piratería, pero en realidad se trata de la guerra bendita de los
oprimidos de los mares. Por consiguiente, nosotros también haremos una alianza con
los piratas y los incluiremos en la fraternidad lucana.
—¿No os gustaría hacer también una alianza con Mitrídates? —preguntó el
negociante con sarcasmo.
—Tal vez lo hagamos —respondió el abogado—. Las negociaciones están
pendientes.
—¿Y también negociaréis con los emigrantes de España?
—También —respondió el abogado mirándolo fijamente con sus ojos miopes.
El anciano consejero sacudió la cabeza y dejó de hacer esfuerzos para
comprenderlo. El hombre de negocios inspeccionó en silencio a aquellos delegados
de atuendo increíble, ignorantes de todas las formalidades diplomáticas. No sabia si
considerar aquella reunión como un acontecimiento en la historia mundial o como
una farsa burlesca, e intentó imaginar lo que pensaría Craso, Pompeyo o algún otro
gran estadista romano si hubieran podido ser testigos invisibles de ella.
Sin duda habrían sonreído divertidos al ver a aquellos embajadores de un oscuro
gladiador negociando el destino del mundo con un griego senil y un industrial
insignificante. Por supuesto, el mero hecho de que aquella gente consintiera en
negociar, en lugar de entrar a la ciudad y coger lo que querían, era un gesto pueril y
propio de aficionados. ¿Pues quién se hubiera atrevido a impedírselo después de la
derrota de Vannio? Turio no tenía auténticas murallas ni una guarnición digna de
mencionarse, y ese tal Espartaco lo sabia tan bien como ellos. El digno anciano era el
único que no había reparado en ello y tomaba con absoluta seriedad aquella reunión
farsesca. Sin embargo, debían aprovechar al máximo la oportunidad que les brindaba
aquella gente al aceptar negociar. Era la única postura sensata que podían tomar en
ese descabellado asunto.
—¿Son ésas las ideas de tu señor, el príncipe tracio? —preguntó por fin.
—Estas ideas han estado flotando en el aire durante mucho tiempo —respondió el
abogado—. Sólo era preciso que alguien las adoptara.
—De acuerdo —dijo el negociante—. Eso es asunto vuestro y escapa a los
motivos de esta reunión, así que permitidme volver al tema que nos interesa. Me
refiero a cuáles serían nuestras obligaciones si acordáramos hacer una alianza con
vosotros.
En concreto: ¿qué pretendéis de nosotros?
—Eso es muy sencillo —respondió el abogado con tono amistoso—. Queremos
que nos deis por propia voluntad todo lo que podríamos coger por la fuerza.
El consejero estuvo a punto de desmayarse.
—Eso es muy general —balbuceó—, no podéis considerar las cosas de una forma
tan parcial.
Pero Fulvio ignoró sus protestas con indiferente grosería y pasó a enumerar sus

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exigencias: La corporación debía ceder al ejército de esclavos la zona comprendida
entre los ríos Crathis y Sibaris como sede para la nueva ciudad y además se
comprometería a suministrarles materiales de construcción y alimentos hasta tanto
pudieran obtener beneficios de sus tierras.
—¿Cuántos sois? —preguntó el negociante con tono pragmático.
—Setenta mil —respondió Fulvio—, pero pronto seremos cien mil o más.
—Imposible —respondió el consejero con resolución—. Tenemos cincuenta mil
habitantes, no podemos mantener además al doble de personas.
—Tenemos buenos rebaños —dijo Fulvio—, de modo que podemos cubrir el
tercio de nuestro consumo de carne y leche. Además, el puerto de Turio importará
alimentos, metales y otros materiales necesarios para la fabricación de armamentos.
—¿Y quién pagará por ello? —preguntó el negociante.
—Nosotros —respondió Fulvio y el negociante perdió la compostura por segunda
vez en el curso de la conversación, para recuperarla sólo cuando el abogado añadió
—: Para evitar dificultades, estableceremos precios fijos… de acuerdo con la
corporación, por supuesto.
—No podemos decirle a cada comerciante cuánto debe cobrar a uno de tus
soldados cuando le pida un pepino o un arenque en vinagre.
—En realidad, no será necesario —respondió Fulvio—, porque compraremos
todo en grandes cantidades para cubrir las necesidades de toda la ciudad, ya que
nuestra sociedad será una cooperativa. A propósito, vamos a abolir el dinero.
Después de una larga pausa, durante la cual el negociante hizo visibles esfuerzos
por tragarse las numerosas respuestas que le venían a la mente, respiró ruidosamente
y dijo:
—Lo que queráis hacer en vuestro campamento es asunto vuestro.
—Así es —asintió Fulvio—, aunque sería más apropiado hablar de ciudad en
lugar de campamento, pues pronto comenzaremos a construir. Se llamará la Ciudad
del Sol.
—¡Qué poético! —observó el negociante e hizo otra pausa.
Mientras tanto, pensaba que convenía dejar que aquellos locos hicieran lo que
quisieran. Al fin y al cabo, él había temido un destino peor para la ciudad de Turio.
El territorio destinado al campamento era, en su mayor parte, propiedad del
Estado romano. Espartaco lo había tomado de los romanos para regalárselo a la
corporación, que, a su vez, se lo había regalado a Espartaco. Todo podría haberse
hecho de una forma más sencilla y sin complicaciones legales, pero no sería él quien
privara a aquella gente de los símbolos que tanto parecía gustarles. Si luego cumplían
o no con el trato era otro asunto, pero Tuno estaba en su poder y una alianza, por
cuestionable que fuera, era mejor que nada. En general, el hombre de negocios estaba
bastante satisfecho, y se volvió a su anciano colega:
—Me parecen unas exigencias bastante duras, pero podríamos considerarlas.
¿Tú qué opinas?

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—Apenas si entiendo una parte insignificante de todo esto —respondió el anciano
mirándolo con sus ojos ligeramente saltones—. ¿Me permitirías una pregunta,
embajador del príncipe tracio? He oído que tenéis intenciones de quedaros con
nuestro dinero, nuestras casas, nuestras mujeres, hijas y sirvientes y de poner todo
patas arriba. ¿Es verdad?
—Estoy seguro de que son sólo cotilleos —se apresuró a decir el negociante—.
Son cosas que se dicen, pero no hay que tomarlas al pie de la letra.
Miró a los dos delegados con una expresión risueña que pretendía manifestar su
comprensión y obtener apoyo.
Enomao se ruborizó y bajó la vista. No quería complicidad con aquel hombre,
sólo deseaba estar muy lejos. Recordó el cráter del Vesubio y la sencillez con que
vivían entonces.
El anciano no parecía haber oído los comentarios de su colega y miró primero a
Enomao y luego al abogado, aguardando una contestación.
Fulvio esperaba una pregunta como aquélla y había preparado una respuesta
precisa y directa, pero llegado el momento de usarla, descubrió afligido que la había
olvidado. Sintió la mirada insistente del anciano, que estaba sentado frente a él,
inclinado en actitud expectante. Tenía rugosas bolsas debajo de los ojos claros y
ligeramente saltones. Inesperadamente, el abogado y escritor Fulvio se sorprendió
pensando en su padre, algo que no había hecho en años. Su malestar creció. De
repente se sentía culpable y eso le molestaba.
—Queremos ley y orden —dijo por fin—, pero una ley y un orden nuevos y
justos.
Se interrumpió con un acceso de tos.
—Palabras —dijo el anciano—, eso son sólo palabras, embajador del príncipe
tracio. Estáis evitando la cuestión fundamental. Habláis de derechos de aduana,
importación, exportación y símbolos; pero yo os estoy preguntando si me vais a
quitar la casa o no.
El negociante se aclaró la garganta.
—Ésa no es la cuestión —insistió con una nueva mirada suplicante a Enomao,
pero el gladiador no alzó la vista.
—Tonterías —dijo el anciano con furiosa obstinación—, ésa es la única cuestión
importante. Si un hombre tiene una casa y otro hombre quiere quitársela, una alianza
entre los dos sería pura hipocresía.
Fulvio permaneció en silencio. Por alguna misteriosa razón, el anciano le
recordaba al padre que había olvidado hacia tiempo. El mismo sentimiento que
inducía a Enomao a bajar la vista lo había hecho olvidar sus argumentos y les daba la
apariencia de dos hombres esquivos e insensatos. Sólo el camino de la fuerza era
claro y directo como la sublime estupidez en los ojos del anciano, pues lo que tanto
desconcertó al abogado Fulvio, paralizando su elocuencia, fue justamente el
descubrimiento de que existía una estupidez tan sublime y venerable que era capaz de

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confundir a un hombre inteligente. Existía una injusticia tan arraigada y confiada que
inducía al justo a dudar de si mismo, una opulencia vivida con semejante dignidad y
naturalidad que hacia que el deseo de los desposeídos por obtener la misma fortuna
pareciese descabellado.
El abogado Fulvio tomó una decisión y se incorporó con un gesto brusco. De
inmediato, se llevó la mano a la cabeza, pero no encontró la viga de madera que le
hacia pagar con un chichón en la cabeza cada pensamiento audaz. La echaba de
menos. Era difícil acostumbrarse a esa nueva forma de vida.
—Tienes derecho a hacer esta pregunta —le dijo al anciano. Hizo una pausa,
durante la cual casi pudo oír el suspiro de alivio del negociante, sintió la mirada
inquisitiva de Enomao y reparó en la confianza pueril de los ojos del anciano. Tosió
continuó—: Nuestro movimiento y el… —tosió otra vez—… príncipe Tracio, por
supuesto, aspiran a un cambio completo del sistema y de la situación de este país.
Pero todavía estamos muy lejos de conseguir ese objetivo. Por el momento
necesitamos seguridad para la nueva ciudad que vamos a construir, la seguridad
garantizada por las alianzas. Nuestros aliados no tendrán nada que temer de nosotros.
—¿No habrá desórdenes? —preguntó el anciano—. ¿Significa eso que no os
apoderaréis de nuestras casas ni enviaréis más emisarios a la ciudad para incitar a
nuestros esclavos a la rebelión?
El abogado volvió a erguirse y una vez más echó de menos la viga. De hecho, en
esta ocasión aquella ausencia le preocupó. ¿Acaso su cerebro funcionaba mejor
cuando la viga era una amenaza constante? ¿Era posible que la liberación de aquellas
advertencias brutales y tangibles tuviera un efecto negativo en sus ideas? La horda
nunca comprendería por qué debían renunciar a ganar para la causa a los esclavos de
la ciudad vecina, y sin embargo deberían aceptar esa condición con el fin de gozar de
la paz durante el gran experimento, la construcción de la Ciudad del Sol. Fulvio
permaneció en silencio y recordó una conversación acaecida durante su primera
noche en el campamento de Espartaco. Allí estaba otra vez la ley de los desvíos,
confusa e inescrutable, entorpeciendo cada paso con nuevas exigencias.
El abogado Fulvio hubiera preferido romper las negociaciones. Todo parecía
confirmar aquello que siempre se había negado a creer: que sólo la ruta directa era
limpia. ¿Pero acaso había sido más limpio el camino a Nola, Sessola y Calatina?
¿Era más limpio atravesar con una espada las entrañas de los viejos y dignos
consejeros en lugar de…? Bueno, sí en lugar de hacer abominables tratos, de aceptar
condiciones que la horda nunca comprendería.
—No nos apoderaremos de vuestras casas ni enviaremos más emisarios —se
limitó a responder—. ¿Estás más tranquilo?
—Acepto tu palabra —dijo el anciano con voz clara y ligeramente trémula.
El trato se redactó con rapidez mientras los contertulios tomaban un tentempié y
se firmó de inmediato. Ambos bandos tenían prisa y evitaron discutir detalles. El
documento adornaba el nombre de Espartaco con todas las expresiones reverénciales

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dignas de un príncipe extranjero, sin que los delegados pusieran nuevas objeciones.
***de cruces junto a la puerta norte, donde se sacrificaban, en aras de los
intereses comunitarios, las vidas de aquellos hombres incapaces de someterse a las
estrictas leyes de la libertad.
A aquellas negociaciones, previas a la fundación de la ciudad, les sucedieron
otras. La vida en el interior de las murallas de la Ciudad del Sol se regiría con
independencia de lo que ocurriera fuera y sus ciudadanos no se verían afectados por
la ley y el orden del mundo exterior. Sin embargo, desde el momento mismo de su
fundación, la ciudad se vio atada al sistema imperante por miles de hilos, atrapada en
su red de forma invisible pero inexorable.
En ese momento era casi primavera, y desde entonces en adelante, la ciudad
creció rápidamente sobre el suelo yermo. Había sido planeada para albergar a setenta
mil personas, pero en su interior ya vivían unas cien mil. Se extendieron los graneros,
las fraguas de espadas y los comedores colectivos.

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5
El recién llegado

Un joven llamado Publibor había entrado en la ciudad, un recién llegado entre tantos.
Se había escapado de Hegio, su amo, y ahora estaba allí. No es que su amo le hubiera
dado una mala vida. La matrona lo golpeaba sólo de vez en cuando, cuando estaba de
mal humor, y muchos otros esclavos lo pasaban peor. Sin embargo, había oído el
mensaje del Estado del Sol antes de que la alianza prohibiera a los emisarios de
Espartaco arengar a los esclavos de Turio, y aquel mensaje había sembrado en su
corazón la semilla de la esperanza, que había brotado y florecido hasta convertirse en
una necesidad imperiosa de vivir allí.
Y allí estaba ahora, aunque su humilde presencia pasara totalmente inadvertida
entre los cien mil habitantes del campamento. Había llegado con una esperanza en el
corazón y la imagen de una nueva vida en la mente, la imagen pintada por los
mensajeros y emisarios de Espartaco antes de que les prohibieran arengar a los
esclavos de Turio. Caminaba por las flamantes y limpias calles de la ciudad
campamento, asombrado e intimidado, sin que nadie se preocupara por él. La gente
rezumaba actividad y estaba muy ocupada en construir, martillar y fabricar cosas. No
tenía a nadie con quién compartir la intensa alegría de haber llegado al Estado del
Sol.
Entrar no había sido sencillo. Los guardias apostados en la puerta tenían un
aspecto ceremonioso, amenazante y el aire desdeñoso propio de los hombres
uniformados. Le habían preguntado con desprecio adónde creía que iba y él había
respondido, risueño y confiado, que deseaba vivir con ellos bajo las nuevas leyes de
la fraternidad lucana, que había sido un esclavo hasta aquel día, en que había
escapado de su amo de Turio.
Pero sus explicaciones no volvieron más amistosos a los hombres uniformados,
que siguieron mirándolo con expresión desalentadora y hostil. ¿Era posible que no
hubieran comprendido sus palabras? Pero sí, por lo visto lo habían entendido. Le
dijeron con indiferencia que no podía entrar y que tenía que volver con su amo, pues
tal como se había acordado en la alianza con el consejo, ningún esclavo de Turío
estaba autorizado a entrar en la ciudad, por tanto debía largarse.
Pero él no se había ido. Les gritó que no lo comprendían, que había un terrible
malentendido, pues como esclavo deseaba vivir en la ciudad de los esclavos, regida
por las leyes de la justicia y la buena voluntad. Los soldados rieron, pero pronto se
cansaron de sus gritos e intentaron echarlo a golpes y empujones. Entonces él se
aferró al poste de la puerta, fuera de si, y gritó con lágrimas en los ojos que no podían
hacerle eso, que quería ver a Espartaco porque estaba convencido de que él lo

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aceptaría en su ciudad. No era más que un joven tímido y humilde, que jamás en su
vida había hecho semejante alboroto y que se avergonzaba de sus propios gritos, pero
como cada vez se reunía más gente junto a la puerta para ver qué ocurría, el guardia
tuvo que llevarlo dentro y conducirlo ante su capitán.
Entonces el joven Publibor pensó que todo iría bien, se secó las lágrimas y
recuperó su aspecto tímido y sereno. No tuvieron que ir muy lejos, pues la cabaña del
capitán estaba a unos pasos de distancia de la muralla interior. Era una choza de
madera, cubierta con tela alquitranada, abrasada por el sol. Alrededor de la casa, se
apiñaba una multitud de gente, sentada y apretujada a pesar del calor, con aspecto
desvalido y cansado, como si hubieran hecho una larga caminata. Aunque entre ellos
había niños y madres amamantando, estaban vigilados por soldados. El centinela que
había acompañado a Publibor habló con uno de los soldados y volvió a su sitio. Al
joven se le ordenó esperar con los demás y se sentó en el suelo, satisfecho de haber
podido, al menos, entrar en la ciudad.
Pasaba el tiempo, el sol era abrasador, la gente sentada alrededor de Publibor
hablaba con ansiedad y comía con aflicción la comida que había traído consigo,
mientras algunas madres daban de mamar a sus llorosos bebés. Había centenares de
personas frente a la choza custodiada por guardias y de tanto en tanto hacían entrar a
un grupo. Entonces las personas convocadas se precipitaban hacia la choza, con prisa
y nerviosismo, ante las miradas curiosas de los demás. Nunca se veía salir a nadie,
por lo que resultaba evidente que había otra salida.
—¿Son todos recién llegados? —le preguntó Publibor a un hombre que estaba
sentado junto a él, sin duda un vagabundo, que tenía una cara macilenta, similar a la
de un pájaro, con una nariz puntiaguda sobre la cual se agazapaban los ojos muy
juntos. El hombre ignoró su pregunta y siguió masticando un trozo de pan con
cebolla. En su lugar, una mujer giró la cara delgada y amarillenta hacia Publibor.
—¿Eres uno de esos de las minas? —preguntó mientas acunaba a un feo bebé con
la punta de un flácido pecho en la boca.
—No —respondió Publibor—, soy de Tuno.
Le habría gustado decirle algo más, pero la mujer se volvió de espaldas y siguió
acunando al niño. Era probable que ni siquiera hubiera oído su respuesta.
—Si eres de Tuno te enviarán de vuelta —dijo el vagabundo, dejando de comer
—. No quieren tener problemas con el magistrado. Espartaco se ha convertido en un
verdadero caballero.
—Sé que me dejarán quedar —afirmó Publibor—. Espartaco no envía de vuelta a
nadie que quiera unirse a él.
—Espartaco tiene cosas más importantes en la cabeza —dijo el vagabundo
mirando con ojos furtivos en todas las direcciones—. Ayer estuvo con él el embajador
de Mitrídates y hoy está conferenciando con los agentes de Sertorio. Tiene unas ideas
muy absurdas. A ésa también la enviarán de vuelta —concluyó en un murmullo,
señalando con el pulgar a la mujer de piel amarillenta.

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—No parloteéis tanto —dijo uno de los guardias con tono amistoso mientras se
secaba el sudor debajo del casco—, ya os llegará el turno a todos.
Un nuevo grupo era conducido a la choza.
—Seguro que permiten quedarse a todos los de las minas —dijo la mujer,
volviéndose hacia Publibor.
Hablaba con extraña prisa y se volvía de inmediato, sin esperar respuesta. Sin
dejar de mecer al bebé, lo apartó de un pecho y le puso el otro en la boca. El niño
parecía dormido y las moscas se paseaban por su cara.
—Yo diría que permitirán quedarse a los de las minas —asintió el vagabundo
señalando a un grupo de hombres corpulentos con brillantes torsos desnudos—, pues
son hombres hechos y derechos y sin duda les servirán de mucho. Sin embargo, mi
aspecto no es lo bastante bueno para el Estado del Sol. ¿Y qué harán con esa vieja
bruja? Tiene los pezones como las ubres secas de una cabra y hace años que no dan
leche.
Publibor sintió la misma ansiedad que lo había embargado en la puerta.
—¿Entonces viene mucha gente? —preguntó.
El vagabundo abarcó con un gesto al país entero con sus campos, montañas y
mares.
—Tres de cada cuatro son enviados de vuelta —dijo.
—Yo creía que todos los pobres y humildes tendrían un lugar en el Estado del
Sol.
El vagabundo lo miró brevemente e hizo una mueca.
—Estés de broma, ¿verdad? —dijo y comenzó a comer otra vez su trozo de pan.
Pero al final, todo salió bien. Al caer la tarde, Publibor entró a la cabaña con
varias personas más. Lo soldados habían olvidado decir que venía de Turio, y como
era joven y fuerte, se le permitió quedarse como miembro de la fraternidad lucana.
Al día siguiente comenzaría su entrenamiento militar y trabajaría con una brigada
de carpinteros que construían corrales, pero hasta entonces tenía el día libre para
recorrer las calles y admirar el Estado del Sol.
Aunque allí todos eran sus hermanos, estaban demasiado ocupados y no tenían
tiempo para él. Era demasiado tímido para iniciar una conversación, pero si alguien lo
hubiera alentado a hablar, hubiese disfrutado de un poco de conversación. Sin
embargo, nadie lo alentó. Se detuvo frente a una herrería y contempló a dos sucios
jóvenes de su edad trabajar con los fuelles. Un tercero, algo mayor, sostenía el metal
candente sobre el yunque y un cuarto levantó el pesado martillo sobre su cabeza y lo
dejó caer. El ruido retumbó en sus oídos y volaron un montón de chispas rojas.
Publibor siguió mirando. Aquéllos eran sus hermanos y examinó sus rostros con
atención. ¿No deberían reflejar la dicha de ser libres y vivir bajo la nueva ley? Todos
miraban al metal con expresión taciturna y no hablaban entre ellos. El que sujetaba
las pinzas escupió y maldijo con furia al metal. ¿Acaso no eran conscientes del
fabuloso cambio que habían experimentado sus vidas?, ¿ya habían olvidado cómo

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eran antes? Publibor los saludó con timidez, pero sólo uno de ellos se giró y escupió
saliva negra, de modo que el joven siguió su camino.
Las chozas y tiendas estaban casi desiertas, pues era horario de trabajo. Los
almacenes, puntiagudas pirámides blancas y grises bajo el sol ardiente, se alineaban
en rigurosas hileras geométricas. Los cobertizos, talleres y comedores estaban
construidos con la madera que los búfalos blancos habían arrastrado desde las
montañas.
Los edificios olían a la serenidad del bosque, y la resina rezumaba de sus
junturas.
Publibor giró por una calle ancha y ligeramente ascendente, desde donde divisó
varías tiendas del piel sobre una colina. Ante la tienda del centro, la más grande de
todas, ondeaba una enseña púrpura sobre un alto mástil. Al verlo, Publibor se detuvo.
Una oleada de calor envolvió su corazón y sintió que los ojos se le llenaban de
lágrimas. Pero en lo alto de la colina había guardias cuellicortos, ceñudos y con
expresiones hostiles, de modo que dio media vuelta y se alejó de allí.
Una vez más erró por las calles, entre talleres y casas de barro, escrutando las
caras, buscando en ellas alguna señal de jubiloso entusiasmo. Llegó al barrio
africano, habitado por gigantescos negros de gruesos labios, cabellos ensortijados y
ojos redondos, firmes, amistosos. Le sonreían, pero él era incapaz de comprender los
sonidos graves, roncos aunque melodiosos, que surgían de sus gargantas. ¡Cuánta
variedad de hombres! ¿Aquéllos también serían sus hermanos? ¿También ellos creían
en el Estado del Sol? Tenían diferentes dioses, diferentes cuerpos, diferentes ideas en
la cabeza. Se dirigió a uno de ellos, que llevaba sobre el hombro un tronco tan pesado
que Publibor no podría haberlo levantado. El hombretón se detuvo y con una
expresión entre afable y temerosa miró a Publibor, que se interponía en su paso en la
calle vacía, bajo el sol abrasador.
—Pesado —dijo Publibor—, pesado, pesado.
El gigantón señaló gravemente hacia las montañas, creyendo, tal vez, que el joven
le preguntaba dónde crecían aquellos árboles.
—Pesado, pesado —repitió Publibor, algo avergonzado e hizo un gesto que quiso
reflejar esfuerzo.
El gigante sacudió la cabeza asustado. No le entregaría el árbol. Articuló sonidos
animales y gritó con voz suplicante, al borde de las lágrimas. «¿Tiene miedo de que
le quite el tronco? —pensó Publibor perplejo—. ¿Tan mal lo han tratado en el pasado
que ahora me teme a mi?».
—Espartaco —gritó, sonrió y señaló con el dedo en dirección de la tienda de la
enseña—. Estoy seguro de que comprenderá eso —añadió Publibor para si.
Pero de repente el negro le dio un empujón en el pecho y comenzó a correr.
Mientras corría, se volvió a mirarlo por última vez con una expresión demente y
temerosa en los ojos desorbitados. Luego desapareció.

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El sentimiento de júbilo que se había apoderado de él al huir de la casa de Hegio
se iba desvaneciendo de forma gradual. Estaba cansado de vagar sin rumbo por las
calles, y no podía librarse de aquella sensación de ensueño e irrealidad. No había sido
fácil escapar de la red de los hábitos, de la cotidianidad, y una hora antes de escapar
aún tenía la impresión de que no podría reunir el valor necesario para hacerlo.
Pero luego, a partir de los horribles momentos transcurridos junto a la puerta,
había tenido la sensación de que estaba soñando, de modo que había visto aquella
espantosa discusión y sus propios gritos como algo distante. Y ahora la marca de su
propio júbilo se retiraba, pero la perplejidad permanecía, junto a la expectación
derivada de la idea de que debería sucederle algo extraño y singular. Continuaba
errando por las calles, sereno y cansado, cuando una voz de mujer lo llamó.
Estaba sentada en el portal de una gran casa de madera y desgranaba una espiga
de trigo con dedos rápidos y finos. Dentro, en una sala amplia y sofocante, otras
mujeres trabajaban con igual rapidez y afán. Era una de las enormes cocinas
comunales, donde se preparaba la comida para los comedores.
Publibor no había comprendido las palabras de la mujer, pero su voz seguía
resonando en sus oídos. Tenía un timbre ronco, aunque tintineante, como la textura de
un material precioso y dúctil con una superficie ligeramente áspera. Publibor se
detuvo, ruborizado, y dijo con tono de disculpa:
—Soy un recién llegado.
—Ya lo he notado —respondió la joven con una sonrisa rápida, sin alzar la vista
del trigo.
Como estaba sentada, él no alcanzaba a verle los ojos; solo las pestañas, el óvalo
del rostro y la maraña del pelo. Hablaba griego.
—¿Cómo lo has notado? —preguntó él.
Ella no respondió y se limitó a sonreír. Los granos de trigo caían en la vasija
como cuentas rápidamente deshiladas. La mujer arrojó la espiga desgranada en un
cubo y cogió otra nueva. Parecía haberse olvidado de Publibor, hasta que él le hizo
otra pregunta.
—¿Llevas mucho tiempo en la fraternidad?
—¿Qué?
—Si llevas mucho tiempo en la fraternidad.
Ella dejó escapar una risa musical y echó la cabeza hacia atrás, de modo que por
un instante pudo ver sus ojos.
—He estado en la… fraternidad desde Nola.
El no veía la gracia del asunto e hizo con seriedad la pregunta que obviamente
debía seguir a la primera.
—¿Eres feliz?
Esta vez ella se limitó a sonreír y dijo:
—Alcánzame otra espiga —y continuo desgranando rápidamente el trigo con

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expresión seria.
Publibor sabía que se estaba comportando como un tonto y que debería haber
continuado su camino, pero en su lugar, dijo:
—Lo mataron —respondió ella sin interrumpir su tarea.
—Supongo que habrás huido de tu amo en Nola.
¿Te alegraste cuando lo hicieron?

—¿Alegrarme? ¿Por qué?


—Porque ahora eres libre —dijo Publibor—. Antes, tu amo podía hacer contigo
lo que quisiera.
Por un momento, pareció que la mujer iba a reír otra vez, pero se limitó a mirarlo
con aire divertido.
—Eso es cierto —respondió con una sonrisa.
—Podía hacerte azotar —añadió Publibor.
—¿Azotar?, ¿para qué?
—Si quería, podía hacerlo —respondió Publibor con obstinación.
—Bueno, ¿y eso te parece tan terrible?
El joven reflexionó un momento. Ya no sabia adónde quería llegar.
—¿No es maravilloso ser libre? —preguntó por fin.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó ella con indiferencia—. ¿Acaso no tengo
que seguir trabajando? Sólo es libre aquel que no necesita trabajar.
—Antes trabajábamos para un amo, mientras ahora trabajamos para nosotros
mismos. ¿No ves la diferencia?
—Oh, sí —respondió, obviamente aburrida, tras coger otra espiga.
Permaneció un rato más en la calle, frente a ella, pero no se le ocurrió nada más
que añadir. Por fin murmuró unas palabras de despedida y se alejó despacio. Ella no
lo miró ni le devolvió el saludo. Los granos de trigo siguieron cayendo en la vasija
con asombrosa rapidez.

Se sentía cada vez más cansado. Por fin sintió hambre, pero aunque podría
haberle pedido a la joven que le indicara el camino hacia el comedor de los
carpinteros, no se atrevía a preguntar nada a nadie. Había llegado al barrio de los
celtas, con sus pequeñas casas fabricadas con ladrillos de arcilla que no parecían muy
limpios.
Pensó en las galerías de Turio, los jardines de las azoteas y las sombras negras de
las columnas, y tuvo la impresión de que esos recuerdos se remontaban a años atrás.
A esa hora, Hegio, su antiguo amo, ya debía haber regresado de su paseo matinal.
Estaría jugando con el perro mientras contestaba, con infantil tono burlón, los
reproches de la matrona por la desaparición del esclavo. Allí, en las afueras, las calles
estaban casi desiertas. Todo el mundo parecía estar trabajando o comiendo, y los
pocos hombres que encontraba a su paso eran gordos individuos sudorosos con

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gruesas batas, bigotes empenachados y miradas hostiles, todos bárbaros de Galia.
Por fin llegó a una amplia plaza, contigua a la muralla, cerca de la puerta norte.
La plaza estaba completamente desierta y Publibor empezó a cruzarla para
preguntarle al guardia de la puerta norte dónde estaba el comedor, pero de pronto su
corazón dio un vuelco.
En el extremo izquierdo de la plaza, cerca del foso, vio tres postes de madera
cruzados por troncos transversales, de los que colgaban varios hombres con la cabeza
inclinada sobre el pecho y las costillas prominentes. Con las extremidades
extrañamente retorcidas y las muñecas atadas con sogas a los maderos, parecían
pájaros suspendidos de las alas. Publibor nunca había visto un hombre crucificado y
todos solían reírse de él porque nunca asistía a las ejecuciones. En esta ocasión tuvo
que apoyarse en la pared, sintió náuseas y vomitó. Cuando volvió a mirar, una de
aquellas figuras retorcidas alzó la vista hacia él. El hombre sacó la lengua oscura e
informe y la restregó sobre los dientes, primero hacia la derecha y luego hacia la
izquierda, sin dejar de mirar a Publibor. El joven arañó la muralla que se alzaba a su
espalda. Tenía un nudo en la garganta y ni él mismo sabia a ciencia cierta si lloraba o
tosía. Entonces la piel de la cara del hombre colgado comenzó a crisparse lentamente
y se formaron arrugas alrededor de su boca y ojos, como si intentara sonreír.

Tragó saliva varias veces con visibles espasmos de la garganta, cerró los ojos e
intentó apoyar la barbilla contra un hombro, pero ésta volvió a caer sobre su pecho.
En ese momento, una mano tocó el brazo de Publibor. Era el guardia que estaba a la
sombra de la muralla.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó, pero Publibor fue incapaz de articular una
respuesta y se limitó a mirar fijamente al centinela con uniforme romano y un casco
sobre el cuello enrojecido—. Supongo que eres nuevo —dijo el centinela—. Vete, no
tienes nada que hacer aquí.
—¿Por qué les hacen eso a aquellos hombres? —balbuceó Publibor señalando las
cruces con un tembloroso movimiento de barbilla.
El centinela se encogió de hombros y no respondió. También miró hacia los
hombres crucificados, pero después de un momento desvió la vista y se secó el sudor
de la cara.
—Es para mantener la disciplina y para que sirva de advertencia a los demás —
dijo—. Si les das algo de beber, se hace aún más largo. Adelante, fuera de aquí.

Una vez más, Publibor vagó por las calles de la ciudad. No sabia cuánto tiempo
llevaba así, pero tenía la impresión de que habían pasado varias horas. Los ojos del
hombre crucificado no lo abandonaban y una y otra vez creía ver su lengua
restregando los dientes, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Cuando
por fin sus cansados pies se negaron a seguir adelante y el hambre comenzó a arderle
en el estómago, la escena empalideció. «Es para mantener la disciplina y para que

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sirva de advertencia a otros», había dicho el centinela. Si él lo decía, debía de ser así,
pues sin duda era la persona más indicada para saberlo. Y si Espartaco mandaba
gente a crucificar, tendría sus motivos. Poco a poco se fue tranquilizando e incluso
reunió el valor suficiente para preguntar por el camino que conducía al comedor.
El comedor era un largo edificio de madera recién construido. Las flamantes
planchas de madera exudaban resina por las junturas, como todas las demás de la
ciudad. Cuando Publibor se sentó en su banco ante una mesa extremadamente larga,
elegida al azar, entre una hilera también extremadamente larga de hombres, y rozó
con los codos a sus dos vecinos, sintió que todo estaba bien y volvió a embargarlo el
humor festivo con que había venido a la ciudad. La comida consistía en una suculenta
sopa de trigo y cebolla. Cada cazuela se repartía entre seis hombres, que se inclinaban
sobre ella y la comían con cucharones de madera.
La sala era lo bastante grande para albergar a casi cien de estos grupos a la vez.
El sudor de un día de trabajo se secaba lentamente en las frentes de los hombres,
que, pese a comer sin hablar demasiado, llenaban el comedor de un constante y
uniforme murmullo. Los cinco hombres que compartían la cazuela con Publibor,
cuyas cucharas se cruzaban con frecuencia y golpeaban a menudo la suya, todavía no
habían hecho ningún comentario. Tampoco Publibor, que ya los amaba como a
hermanos, se atrevía a hablarles, pues temía decir algo equivocado, como parecía
haber estado haciendo durante todo el día. Sin embargo, notó que el hombre sentado
frente a él llevaba una atuendo muy distinto a los guardapolvos de los demás. Estaba
cubierto con una tela harapienta, que en el pasado podría haber sido una toga, cuyas
mangas ondulantes amenazaban constantemente con sumergirse en la sopa. El
hombre tenía una macilenta cara de pájaro que guardaba una vaga semejanza con la
del vagabundo, pero la expresión de dolor grabada en la piel que rodeaba sus ojos
producía un extraño contraste con sus gestos exagerados y nerviosos. Aquel hombre
fue el primero en dirigirse al recién llegado.
—¿Qué tal sabe el pan de la libertad? —le preguntó golpeando con la cuchara el
borde de la cazuela.
—Bien —se apresuró a responder Publibor.
Al principio, imaginaba que todas las conversaciones en la fraternidad serían de
ese estilo, pero ahora se sentía ligeramente amilanado por el tono pomposo de ese
extraño.
—Lo veo en tus ojos —dijo Zozimos—. Pronto estarás ahíto.
—Ya lo estoy —respondió Publibor con una sonrisa y se recostó en el respaldo
del banco.
—De momento, sólo lo está tu estómago —dijo Zozimos—, pero tu mente sigue
henchida de emociones sublimes y grandes expectativas. Tienes que esperar a que se
esfumen.
Era el único que seguía comiendo, y mientras hablaba, hundía una y otra vez la
cuchara en la sopa con una especie de pesarosa gula. Los demás lo escuchaban con

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expresión indiferente.
—El alma olvida antes que el cuerpo —dijo y agitó la cuchara en un ilustrativo
gesto—. Observa a tu alrededor y mira cómo todos se sientan en tomo a sus cazuelas
con estúpida y yana satisfacción por el trabajo realizado. ¿A quién le importan los
hermanos hambrientos del resto de Italia? Su sed quedó saciada en cuanto bebieron
un sorbo de la copa de la libertad y ya han olvidado lo que soñaban cuando tenían las
bocas secas en el monte Vesubio. Mientras tanto, Espartaco se hace llamar
«emperador», tiene tratos con los poderosos y firma alianzas con ellos. Espera, sólo
espera a que se abran tus ojos, recién llegado, pues ahora están pringados con el
untuoso fluido de la emoción.
Publibor no sabía qué decir. Acababa de llegar, por supuesto, pero le sorprendía
mucho que los demás permanecieran en silencio y no demostraran el menor interés
por la conversación. El hombre sentado a su lado, un hombretón pelirrojo con los
ojos eternamente nostálgicos de los habitantes de las montañas tracias, se incorporó
con torpeza, saludó con un gesto absurdo y amistoso y se alejó dando grandes
zancadas. La sala se vaciaba de forma gradual, pero Zozimos seguía hablando:
—Llevamos casi dos meses aquí, construyendo nuestras pequeñas casas, como si
todos los problemas de la humanidad se hubieran resuelto. ¿Dónde quedó el proyecto
de una hermandad italiana? Cada noche, antes de irse a dormir, todos se cuentan
historias fantásticas sobre Espartaco y se sienten orgullosos de que haya una ciudad
de esclavos en Italia. Y cuando sus amos les dan un puntapié en el trasero, les gritan:
«¡Ya verás cuando te coja Espartaco!». Eso los consuela y las cosas no pasan de ahí.
Por consiguiente, nuestra causa no avanza y la humanidad sigue mostrándose sorda y
obtusa. Mientras tanto, nosotros construimos nuestras casitas, comemos nuestra sopa
y olvidamos la miseria de los demás.
Hasta ese momento, Zozimos había recalcado sus palabras con gestos
contundentes, pero ahora dejó caer las manos con pesar. Al ver que nadie le
contestaba, suspiró y rebanó los restos de la sopa de las paredes de la cazuela.
Aunque la glotonería del retórico resultaba extrañamente cómica, el joven Publibor
tenía la impresión de que su discurso estaba inspirado en un auténtico sentimiento de
pesar.
La sala había quedado casi vacía y sólo permanecía allí un pequeño grupo de
hombres que jugaban una partida de dados con un vaso de cuero. Publibor se sentía
cansado y somnoliento, pues las experiencias del día habían sido demasiado intensas
para él, y cuando el retórico comenzó a pronunciar otro discurso sobre el Estado del
Sol, no se preocupó en escucharlo, igual que la joven del trigo no lo había escuchado
a él. Sus ojos, que según el retórico estaban pringados con el fluido de la emoción, se
cerraban inducidos por una voluntad propia, y el joven se quedó dormido sentado.

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6
Política mundial

Los esclavos de Italia no habían respondido a la llamada. En los territorios del norte,
Etruria y Umbría, se había encontrado la insignia de las cadenas rotas junto a los
cadáveres de varios terratenientes asesinados, pero las cosas no habían pasado de allí.
En algunas ciudades, como Capua y Metaponto, se habían organizado ocasionales
revueltas en los mercados, pero habían sido reprimidas y todo había seguido igual.
No había señales del gran levantamiento que el esenio había predicho en el monte
Vesubio ni de la insurrección de los esclavos italianos, vaticinada por el abogado
Fulvio en los baños de vapor. Es verdad que la gente seguía llegando de muy lejos
para unirse a la ciudad de los esclavos —que, aunque construida para setenta mil
hombres ya albergaba a cien mil—, pero la Ciudad del Sol seguía siendo única en su
género. Severa y solitaria, se alzaba en la llanura entre Crathis y Sibaris, al pie de las
montañas. En el interior de sus murallas la gente vivía de acuerdo con sus propias
leyes, como si no perteneciera al imperio romano sino a un planeta extraño.
El cronista Fulvio caminaba por las calles de la ciudad con los rollos de
pergamino bajo el brazo, acariciándose la calva llena de protuberancias y
devanándose los sesos para descubrir dónde estaba el fallo. En sus discursos había
repetido una y otra vez que el imperio romano estaba acabado. Los campesinos
habían sido desangrados y los trabajadores libres suplantados por esclavos, de modo
que todos aquellos que en una época tenían medios para ganarse la vida, ahora debían
dedicarse al robo o a la mendicidad. Roma estaba llena de una mano de obra que
nadie quería y atestada de trigo barato, que se pudría en los graneros mientras los
pobres no tenían pan. No transcurrían diez años seguidos sin revoluciones o guerra
civil; y hasta un niño podía ver que un nuevo mundo y un nuevo orden golpeaban a
todas las puertas. Entonces dónde estaba el fallo, se preguntaba el abogado Fulvio,
echando en falta la viga sobre su escritorio. Por qué, entonces, el Estado del Sol
permanecía aislado, sin que el mundo respondiera, como si sus murallas se alzaran
sobre un planeta extraño.
Sila había hecho el último intento por salvar aquel orden corrupto. Había visto el
abismo al que se acercaba el Estado, había oído los gritos de los hambrientos y los
oprimidos y había comprendido que una nueva era estaba a punto de despuntar.
Entonces había intentado girar hacia atrás la rueda de la historia, resucitando el
legendario orden del pasado, la era de los patriarcas, una época que no sabia de
comercio ni de derechos humanos, con una visión estrecha y piadosamente limitada,
una era en que crueles dioses, sedientos de sangre, regían la razón de la humanidad.
Sólo podían ser amos y señores de ese Estado quienes fueran capaces de probar

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que la sangre que corría por sus venas pertenecía al linaje de la loba; los demás no
valían nada para él. Sin embargo, cuando Sila intentó revivir aquel pasado heroico, su
suplicante invocación en el tiempo y el espacio fue respondida por las miles de
lenguas de delatores, chantajistas, aventureros y espías, que retozaron como tiburones
felices en el mar de sangre derramada y engordaron con los cadáveres de sus
víctimas, aferrados a la cumbre del favoritismo, mientras los mejores hombres partían
al exilio.
Es verdad que el dictador recorría la tierra como si estuviera en estado de trance,
conversaba en sueños con los dioses, se hacía llamar «Sila el Afortunado» y se
rodeaba de una guardia de diez mil hombres sedientos de sangre, los cancerberos de
su quimérico remo.
Pero los piojos se apoderaron del gran Sila y lo devoraron. Eso que llaman
ptinasis.
Su sueño no había sido más que el interludio de una pesadilla, el último intento
por retrasar el fin del maldito imperio mediante trucos de magia. Había que reconocer
que su constitución había sobrevivido y que los demócratas desterrados seguían en el
exilio, pero sólo faltaban unos años, o incluso meses, para que las riendas se
escaparan de las manos apáticas y seniles de la aristocracia romana.
¿Pero quién seria el heredero? ¿Quién poseía el pulso firme y la fuerza de
convicción necesarios para iniciar la nueva era? Los esclavos de Italia estaban sordos
y no habían respondido a la llamada. En Italia había dos veces más esclavos que
ciudadanos libres, y sin embargo sólo se había erigido una Ciudad del Sol. Turio
albergaba a sus únicos aliados, pues los miembros de la corporación habían
comprendido la posición con mayor rapidez que aquéllos por cuyo bien había
comenzado todo.
¿Dónde estaba el error? ¿Deberían buscar más aliados?
El abogado Fulvio recordó el tratado que había comenzado a escribir cuando los
esclavos de Capua se organizaron para custodiar la ciudad en lugar de unirse a
Espartaco, titulado «De las Causas que Inducen al Hombre a Actuar en Contra de sus
Propios Intereses». Una súbita sensación de ansiedad le cerró la garganta; tal vez
fuera un presentimiento, aunque él no creía en ellos. ¿Qué destino le aguardaba?
Una noche lluviosa había saltado las murallas para unirse a la revolución, y ahora
era cronista y consejero del emperador del Estado del Sol, aunque la revolución no
hubiera comenzado. ¿Qué destino les aguardaba a todos? ¿Quizás aquella ciudad que
había brotado del suelo con impetuosa rapidez fuera también un interludio y estuviera
destinada a una extinción igualmente precipitada? Un interludio similar a la
inquietante pesadilla de la dictadura de Sila, pero en dirección opuesta. Nada impedía
que de tanto en tanto la historia tuviera sueños diferentes, más agradables, y luego
despertara para seguir su camino.
¿Pero qué clase de camino? ¿Acaso todos esos sufrimientos, esos turbios desvíos
que uno debía seguir para alcanzar la meta, no eran simples medios para llegar a un

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fin, sino leyes inherentes a la historia? ¿Era posible que la meta fuera un producto.
de la fantasía humana, sin ninguna base real?
El abogado Fulvio se detuvo en medio de la calle, presa de un súbito terror que
hizo que los pergaminos se escabulleran de sus manos. ¿Qué pasaba con sus
pensamientos? Eran confusos, perniciosos, casi suicidas. Un consejero político capaz
de semejantes divagaciones merecía ser crucificado junto a la puerta norte con el fin
de erradicar el mal y velar por los intereses comunes.
Fulvio llegó a la conclusión de que la gente con responsabilidades no debía
pensar demasiado o de que, si lo hacían, necesitaban una viga de madera sobre la
cabeza que les advirtiera, con sus benéficos golpes, que sus ideas no debían perderse
en la inmensidad del infinito.
El abogado Fulvio suspiró y recogió los rollos de pergamino. Oh, si, no cabía
duda de que debían hallar nuevos aliados; eso era lo fundamental en aquel momento.
Debían negociar con todo tipo de gente, tomar todo tipo de desvíos, sin preocuparse
de dónde conducían. El abogado apretó los pergaminos bajo el brazo y continuó
subiendo la cuesta, en dirección a la tienda de la enseña púrpura.
La tienda con la enseña púrpura comenzaba a cobrar importancia en la política
mundial.
El campamento rara vez veía al emperador y los guardias de cascos brillantes y
ojos severos eran los encargados de comunicar sus órdenes. En el interior de la
tienda, el murmullo de la afanosa actividad del exterior se oía vago y distante, como
el lejano aliento de las montañas. La enseña púrpura colgaba de un mástil frente a la
tienda y ondeaba temblorosa en el aire cuando la acariciaba el siroco o azotaba el
mástil, pesada y empapada, cuando llovía. Los centinelas no dejaban pasar a nadie sin
permiso y tenían rostros hostiles, amenazadores.
Sin embargo, numerosos visitantes de extrañas y diversas características entraban
y salían constantemente de la tienda. Eran consejeros de Turio, que iban a discutir
cuestiones relacionadas con las provisiones, los metales y el material de construcción;
delegados, casi siempre enviados por los eternamente disconformes galos, que iban a
presentar quejas o solicitar intervención y veredicto en las disputas; gladiadores y
lugartenientes, que asistían a la asamblea diaria, ahora breve y formal, pues el tiempo
de las discusiones eternas habían quedado atrás y las palabras concisas del emperador
abrían y cerraban las reuniones.
Espartaco también recibía visitas regulares de los embajadores del Estado pirata,
caballeros de imponente apariencia u ostentosa elegancia, escoltados por una guardia
de honor concedida por el Consejero municipal. Sus magníficos buques se mecían en
las aguas del puerto, admirados por los incrédulos ciudadanos de Tuno.
Esta flota suministraba armas y metales al ejército de esclavos y contribuía al
floreciente comercio del flamante puerto libre de Turio con sus cargamentos de
cereales y otras mercancías. Los piratas eran caballeros elegantes y altivos, aunque
casi todos habían sufrido alguna mutilación. El almirante tenía un parche negro sobre

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el ojo izquierdo, su ayudante padecía una ligera cojera y todos los demás miembros
del séquito habían perdido alguna parte insignificante de su cuerpo —desde un trozo
de oreja a un par de dedos de las manos o de los pies— a consecuencia de los
peligros de la vida naval, aunque sus suntuosos atavíos cubrían cualquier otra
amputación.
En suelo romano, los esperaba la horca, de acuerdo con las leyes imperantes, pero
el consejo de Turio los recibía con una guardia de honor.
También llegaban viajeros desde España. Llegaban vestidos como mercaderes, sin
alharaca y acompañados de una pequeña comitiva. Eran los embajadores del ejército
de esclavos.
Y finalmente, entre gran pompa y esplendor, acudían los embajadores del gran
rey Mitrídates, anunciados por heraldos, aclamados por el pueblo, luciendo
llamativos atuendos bárbaros e inconmovibles expresiones de ídolo.
Todos desaparecían en el interior de la tienda de la enseña púrpura y se sentaban a
parlamentar con el nuevo emperador, el regidor del sur de Italia, que, a pesar de sus
oscuros orígenes, había vencido a las legiones del Senado romano y comandaba un
ejército de cien mil hombres. Espartaco se sentaba frente a ellos en un rincón sombrío
de la tienda, con la cara en penumbra, y hablaba parcamente con ronco acento tracio.

Al atardecer acudía a visitarlo el abogado Fulvio. Cuando el bullicio de


campamento comenzaba a apagarse y las montañas negras que rodeaban la ciudad
parecían acercarse unas a otras, el abogado se sentaba frente al emperador durante
varias horas. Interrumpido por frecuentes accesos de tos seca y monótona, hablaba de
la política romana, de su larga participación en la rama radical de la facción
demócrata, hasta que la dictadura lo había obligado a ocultarse en Capua como
escritor, retórico y picapleitos. Hablaba de los enemigos del imperio romano, del rey
ponto Mitrídates, del armenio rey Tigranes, del Estado pirata, del ejército de
emigrantes en España y de la red de tratados que conectaba a todos estos poderes
desde Asia a la costa atlántica y de los Pirineos a Sicilia. También hablaba de la
inestabilidad y de la ineptitud de los estadistas romanos. Era evidente que se acercaba
el fin de la supremacía romana y que el poder temblaba en manos seniles; el único
problema era saber quién iba a arrebatarlo de aquellas manos. El emperador
escuchaba inmóvil.
—Tomemos por ejemplo a los refugiados de España —dijo Fulvio—, casi todos
eran miembros de la facción demócrata. Algunos de sus miembros murieron en la
guerra civil, otros en el patíbulo y el resto huyó al exterior.
»Eran varios miles y formaban la élite intelectual de Roma. Al principio las cosas
no les fueron bien y se vieron obligados a viajar de un sitio a otro en busca de un
lugar donde exiliarse. Se dirigieron al sur del Mediterráneo en viejas barcazas,
piadosamente cedidas por los piratas, y pidieron refugio en todos los puertos de
Sicilia y el norte de África, pero todos los rechazaron.

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»Así llegaron hasta Numidia, cuya costa desierta y dunas arenosas se convirtieron
en su refugio de invierno. Sin embargo, pronto descubrieron que el rey de Numidia se
había mostrado amistoso y les había hecho todo tipo de promesas con la intención de
hacerlos sentir seguros para luego devolverlos al dictador. El poder de Sila llegaba
lejos, su sed de venganza era insaciable, y sus agentes y espías habían presionado a
Hiempsal —tal era el nombre del rey de Numidia— con tantas promesas y amenazas,
que al final había aceptado prestarse a aquella pérfida violación de las reglas de
hospitalidad. Los refugiados se escaparon por los pelos de la extradición y
encontraron un nuevo escondite en una pequeña isla lejos de la costa de Túnez. Allí
llevaron vidas miserables y arriesgadas, y fueron compadecidos y condenados por
todos, pues la piedad y la condena son hermanas gemelas.
»Así vivieron hasta el día en que Sertorio, el mayor revolucionario de todos los
tiempos y antiguo gobernador de España, depuesto por Sila, se convirtió en su jefe.
»A partir de entonces, aquella miserable pandilla de emigrantes pasó a ser el
enemigo más poderoso de Roma.
»El pueblo de España se rebeló contra los nuevos gobernadores enviados por el
dictador y recibió a los refugiados. Entonces Sertorio reclutó a los españoles en su
ejército, que cobró notable importancia. Aunque no podía pagarles más que con su
fervorosa elocuencia y la fuerza de sus argumentos, miles de nobles españoles juraron
fidelidad eterna a Sertorio y sus camaradas que habían sido depuestos por Roma
fueron enrolados como oficiales, y tanto el rey Mitrídates como el Estado pirata, que
al principio no habían querido saber nada de ellos, se convirtieron en sus aliados. Así
comenzó la guerra de los emigrantes, primero contra Sila y luego contra los herederos
de su ideología, una guerra que ya lleva ocho años.
El abogado hizo una pausa, pero Espartaco permaneció en silencio, sin que nada
delatara sus pensamientos. Los mensajeros habían anunciado la visita de los
embajadores de Sertorio, que debían llegar tres días después. Fulvio sabía que las
negociaciones serían muy difíciles. Recordaba las primeras conversaciones con el
consejo de Turio y sentía una molesta inquietud ante la inminencia de éstas. Deseaba
conocer la opinión del emperador, pero el emperador guardaba silencio.
Fulvio se aclaró la garganta. Hubiera deseado estar en su propia tienda o, mejor
aún, escribiendo su crónica en el escritorio de la buhardilla, de modo que la distancia
filtrara los hechos, purificándolos antes de que llegaran a él. Esperó una respuesta del
emperador, pero como ésta no llegó, continuó su relato:
—El poder de Sertorio es enorme. Ha formado un Senado de emigrantes en
España, que promulga leyes y se considera a si mismo el gobierno constitucional de
Roma. Su tratado con Mitrídates establece la concesión al rey de cuatro Estados
asiáticos dependientes del protectorado romano, a cambio de tres mil talentos de oro
y cuarenta buques de guerra. Dicen que esta flota, tripulada por los refugiados más
competentes y comandada por Mario el Joven, pronto atracará en la costa italiana.
»Es probable que los delegados de España nos interroguen antes de establecer una

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alianza, y podrían hacer preguntas difíciles.
—Dime cuáles —dijo por fin el emperador desde su rincón.
—Son fáciles de predecir —respondió Fulvio—. Preguntarán exactamente lo
mismo que los habitantes de Turio. ¿Es verdad que pretendes robar las casas a los
ciudadanos y los esclavos a los amos? ¿Es verdad que quieres volver todo patas
arriba?
¿Es cierto que no sólo piensas ceder tierras a los granjeros sino también a los
esclavos? Y lo peor es que harán esas preguntas en parte por egoísmo y preocupación
por su mezquino bienestar y en parte por una sincera convicción y absoluta ceguera.
Y si nosotros les respondemos con nuestra propia y sincera convicción, no nos
comprenderán.
—¿Entonces cuál debe ser la respuesta? —preguntó Espartaco.
El abogado no respondió enseguida, pues tenía un nudo en la garganta.
—Hemos vencido a Varinio y Roma enviará nuevas legiones. El ejército de
Sertorio dobla varias veces al nuestro en número de soldados, armas y mercenarios.
Sin embargo, hace varios años que intenta infructuosamente eliminar a las legiones
romanas. El Estado está debilitado, casi acabado, pero las legiones son tan fuertes
como siempre. Los enemigos de Roma pueden vencer solo si se mantienen unidos, su
lucha es nuestra lucha.
—¿Y su victoria la nuestra?
—No, pero toda alianza tiene una base falsa.
—¿Y qué dirá la horda de semejante alianza?
—No la comprenderán —respondió Fulvio—, pero actuamos en su nombre e
interés.
Espartaco calló. La lámpara de aceite parpadeó, a punto de extinguirse, y el
abogado se levantó torpemente a cambiar la mecha.
—Déjala —dijo Espartaco con brusquedad desde su rincón.
—No puedo hablar en la oscuridad —respondió el abogado.
—No necesitas luz para hablar —dijo Espartaco—. El viejo que solía venir a
hablarme antes de que tú llegaras encontraba mejor las palabras en la oscuridad.
—Hay asuntos que se hablan mejor en la penumbra y otros que es preciso hablar
a la luz —observó Fulvio.
—¿Cuál es la diferencia?
—Los primeros atañen al sentimiento, que tiene sus raíces en la oscuridad, y los
segundos a la razón, que para imponerse necesita todos los sentidos alerta.
Ambos guardaron silencio. Fulvio estaba agotado y no podía mantener los ojos
abiertos. Tenía la impresión de que las palabras que pronunciaba no eran suyas, sino
que se limitaba a expresar aquello que el otro quería oír. ¿Quién era el líder?, ¿quién
guiaba a quién? Aquel insondable hijo de las montañas —inmóvil en su rincón,
sentado como un leñador con los codos sobre las rodillas y la expresión indescifrable
— comenzaba a hacerlo sentir incómodo. ¿Era astuto o simplón, lúcido o maleable?

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¿O esas disyuntivas no existían en el terreno de la acción? Irradiaba un enorme poder
que inducía a los demás a ofrecerle su saber más profundo; sus ojos se adherían a uno
hasta agotar los insondables pozos de su ser, aunque él no demostrara demasiado
interés por nadie. ¿Aquellas largas conversaciones lo ayudaban a resolver las cosas, o
sólo pretendía que confirmaran las inquebrantables decisiones que ya había tomado?
Durante el largo silencio, las paredes de la tienda comenzaron a henchirse,
empujadas por una ráfaga de viento marino. La enseña púrpura azotó el mástil con
estruendosos golpes y luego calló, pero la brisa marina regresó periódicamente para
aclarar la oscuridad entre las estrellas y limpiar el aire sofocante de la tienda. Un
gallo se desgañitó con su canto y otros lo siguieron en un discordante coro.
Despuntaba el alba.
Fulvio se sobresaltó. Su interlocutor se había levantado y se estiraba, llenando
toda la tienda. El abogado parpadeó y contempló la cara ancha y severa, cuya
superficie ya estaba teñida por la luz amarilla del amanecer.
—¿Firmarás la alianza? —preguntó Fulvio haciendo un esfuerzo por controlarse
y refrenar su lengua pastosa.
Entonces se sorprendió con la voz grave y resonante del emperador, que ya había
abierto la puerta de la tienda y le contestó desde afuera, extraño y distante, que él,
Fulvio, debía anunciar que los esclavos se aliarían a todos los enemigos de Roma, los
piratas, los emigrantes y el gran rey Mitrídates, y que unirían sus esfuerzos contra el
Senado romano, los amos de la tierra.
Luego vio al emperador descendiendo la colina con su ancha espalda toscamente
cubierta por la piel moteada, hasta desaparecer entre dos hileras de guardias, que, aun
aturdidos por el sueño, lo saludaban con los brazos en alto.

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7
La añoranza

Habían acabado de construir la ciudad en primavera, cuando marzo soplaba


impetuosas brisas y los cultivos brotaban de la tierra. Ahora era verano y el calor ya
había llegado.
El suelo estaba agrietado, su savia consumida. El mar, como una gran lámina de
acero, reflejaba el estallido del cielo con un deslumbrante resplandor. La turba se
había convertido en polvo y el polvo cubría todo lo que antes había sido verde y
húmedo con un manto harinoso. Los arroyuelos se estrechaban, se rezagaban, morían
una muerte seca.
El ganado se volvía indolente, los búfalos blancos se tendían, jadeantes, a la
sombra, y la apatía también se apoderaba de hombres y mujeres; primero de sus
cuerpos, después de sus mentes.
Eran cien mil. Al comenzar la temporada de las lluvias, habían soñado con una
ciudad fuerte, una ciudad sólida donde invernar, una ciudad propia rodeada de
murallas.
Ahora tenían su propia ciudad rodeada de firmes murallas.
¿Por qué debían servir los fuertes a los débiles? —se preguntaban entonces—.
¿Por qué la mayoría debía servir a una minoría? Ahora eran fuertes, muchos, y se
servían a sí mismos.
Atendemos su ganado —habían protestado—, y sacamos al ternero sangriento de
la vaca, pero no para aumentar nuestros rebaños. Les construimos casas, pero no
podemos vivir en ellas. Estamos obligados a pelear en batallas por los intereses
ajenos. Ahora lo hacían todo para sí.
Ansiaban recuperar la justicia perdida, la era de Saturno, una era que no conoció
amos y esclavos, sino igualdad de derechos y buena voluntad. Ahora eran libres y
tenían sus propias leyes.
Cien mil personas vivían en la nueva ciudad del presente, visible desde lejos entre
el mar y la montaña. Ya no se trataba de un espejismo del futuro ni de un pasado que
se volvía cuestionable a la distancia; allí y entonces estaban las montañas, la ciudad,
la victoria…
¿Era una victoria?
Aquella apatía que se había apoderado de ellos en el aire caliente y siseante, ¿era
la apatía de la saciedad y la satisfacción? ¿Ya no quedaba ninguna meta, ningún
anhelo, ningún deseo?
La vida en la ciudad seguía su curso. Los pastores conducían el ganado hacia los
prados, los labradores, desmalezadores y segadores se ocupaban de sus respectivas

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faenas, las mujeres cocinaban, los niños jugaban en el suelo, los infractores morían
crucificados junto a la puerta norte y los dioses revoloteaban por las calles calurosas.
Parecía que todo hubiera sido así hacia tiempo. Por las tardes, la gente se contaba
anécdotas sobre los miserables años de esclavitud, que a la distancia, sólo parecían
verdades a medias. Y en el interior de la gente crecía una primitiva y malsana
esperanza, que ni ellos mismos conocían.

Cuando la ciudad de los esclavos había cumplido cinco meses, la comida


comenzó a escasear, los graneros se vaciaron y las raciones de los comedores se
volvieron más exiguas. El ánimo general decayó rápidamente.
El joven Publibor lo notaba cada vez que entraba en el comedor. Las cazuelas de
sopa seguían repartiéndose entre seis personas, pero ahora estaban casi vacías y los
cucharones de madera se movían con mayor rapidez y chocaban más a menudo. El
retórico Zozimos hacia gala de la máxima destreza, pues su cucharón recorría el
camino de la cazuela a la boca en la mitad de tiempo, sin que ello le impidiera seguir
agitando las mangas y hablando sin cesar. Su tema preferido eran las cruces de la
puerta norte, cuyo número se había incrementado de forma notable en los últimos
tiempos.
—Vaya forma de disciplina y advertencia —se mofaba Zozimos—. ¿Acaso
peleamos y soportamos las más increíbles penurias para cambiar el viejo yugo por
uno nuevo? En los viejos tiempos, vuestras entrañas rugían con ira, ahora rugen con
disciplina. La vida en la Ciudad del Sol se ha vuelto tediosa y llena de restricciones.
¿Qué a sucedido con el entusiasmo y el espíritu fraternal de antaño? El viejo abismo
entre los jefes y la gente común se ha abierto otra vez, pues el emperador se reúne
sólo con consejeros y diplomáticos, y debería añadir que los festines celebrados en su
honor no parecen afectados por la escasez de provisiones. Pero eso no tiene
importancia, pues sabemos que se hace en aras de intereses nobles y por nuestro
propio bienestar… cosas de las que, por desgracia, no sabemos nada. De modo que
nos dejamos conducir como ovejas incapaces de encontrar por si solas las tierras de
pastoreo y suponemos que eso es lo justo y adecuado. Sin embargo, el prado está
yermo y, como era de esperar, las ovejas comienzan a balar. Y ahora escúchame bien,
chico, escucha bien lo que sucede, pues esto es lo único importante. De repente, el
pastor comienza a hablar a las ovejas como si fueran criaturas racionales. Les habla
de paciencia, disciplina y razones elevadas, y luego anuncia que aquellos que no lo
comprenden y sigan balando serán ajusticiados en aras de una causa más noble.
»Esto es lo que los filósofos llaman paradoxon. ¿Puedes responder a esto, chico?
No, Publibor no podía. Lo había estado escuchando en un estado de contradictoria
confusión, y pese a su repulsión por los frenéticos movimientos de las mangas de su
interlocutor, sabia que su pesar era sincero. Si, era difícil orientarse en aquella ciudad,
cuya vida era muy distinta a lo que había imaginado. Recordó el día de su llegada, su
horror ante la visión de las cruces de madera, junto a la puerta norte, y luego, como si

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intentara redimirse por aquel pensamiento pecaminoso, se apresuro a murmurar:
—Sin embargo, haga lo que haga el emperador, no hay duda de que sus
intenciones son buenas.
Por lo visto aquéllas eran las palabras exactas que el otro hombre esperaba, pues
llegó incluso a dejar la cuchara y arremetió contra el pobre Publibor, gesticulando de
forma frenética:
—¿Dices que sus intenciones son buenas? Por supuesto que si, eso es lo peor. No
hay tirano más peligroso que el que está convencido de ser un abnegado guardián del
pueblo, pues el daño hecho por el tirano intrínsecamente perverso se reduce al ámbito
de sus intereses personales y su crueldad particular, mientras que el tirano con buenas
intenciones, aquel que tiene una razón noble para todo, es capaz de producir un daño
ilimitado. Piensa, por ejemplo en el dios Jehová, chico. Desde que los hebreos
tuvieron la desafortunada idea de seguirlo, han sufrido una calamidad tras otra,
siempre por razones nobles, porque sus intenciones son buenas. Prefiero mil veces a
nuestros dioses sanguinarios, pues basta con que les ofrezcas un sacrificio de vez en
cuando, para que te dejen en paz.
Por supuesto, Publibor tampoco tenía nada que decir al respecto, aunque de todos
modos hubiera sido innecesario, pues la verborrea de Zozimos era incontrolable.
Publibor notó que los demás comensales, que no acostumbraban escuchar al retórico
y solían levantarse en cuanto acababan de comer, ahora se quedaban a escucharlo
atentamente.
—Pero —continuó Zozimos—, no hablamos de dioses sino de seres humanos. Y
os advierto que es peligroso reunir tanto poder en el puño de una sola persona y
tantas razones nobles en una sola cabeza. Al principio la cabeza ordenará golpear al
puño por razones nobles, pero con el tiempo el puño golpeará por propia voluntad y
la cabeza ofrecerá las razones nobles más tarde, sin que la persona note la diferencia.
Así es la naturaleza humana, chico. Muchos amigos del pueblo han acabado
convirtiéndose en tiranos; pero la historia no nos brinda un solo ejemplo de alguien
que haya comenzado como tirano para luego convertirse en amigo del pueblo. Por
tanto, os repito que no hay nada tan peligroso como un dictador con buenas
intenciones.
Todo el mundo guardó silencio y Zozimos intentó agarrar las últimas gotas de
sopa de la cazuela. Pero el hombretón pelirrojo con la mirada eternamente nostálgica
de los pastores tracios, sentado junto a Publibor, suspiró de repente y dijo:
—Dices un montón de tonterías. Deberíamos volver a las montañas de donde
vinimos.
—¿Lo has oído? —exclamó Zozimos—. Todos los días dicen lo mismo. En lugar
de pensar en el futuro, piensan en el pasado y de repente todos quieren volver a casa.
—Todos los dicen —asintió el gigantón—. ¿Qué ganamos peleando siempre con
los romanos? Matas a uno y detrás viene otro. Deberíamos volver a las montañas
ahora que nadie puede impedírnoslo…

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Zozimos agitó los brazos en el aire, enfurecido. Con las mangas revoloteando, se
preparó para un gran discurso de protesta, pero esta vez Publibor se le anticipó,
ruborizándose por su propia audacia:
—¿No lamentarías dejar la ciudad y no volver a vivir nunca de este modo? —le
preguntó al gigante.

Pero el gigante ignoró la pregunta, tal vez porque no conocía la respuesta.


—En las montañas también éramos libres antes de que los romanos nos
persiguieran —se limitó a responder—. Y allí también había mucho sol. Ahora
deberíamos volver. Espartaco tendría que conducirnos allí.
—Pero no lo hará —exclamó Zozimos—, tiene otras cosas en la cabeza.
—Bien, bien —dijo el hombre incorporándose con torpeza—. ¿Cómo puedes
saber tú lo que tiene Espartaco en la cabeza? Tendremos que esperar, eso es todo.
Luego nos llevará de vuelta a casa.
Suspiró una vez más y abandonó el comedor sin despedirse, igual que todos los
demás.

Publibor oía conversaciones similares todos los días. Cada vez eran más los que
hablaban de regresar a casa. Por las noches, los tracios y los celtas entonaban
canciones de sus tierras natales, rescatándolas de largos años de olvido. Algunos ni
siquiera habían conocido aquellas tierras legendarias, pues sus padres y abuelos ya
habían vivido en cautiverio, y otros sólo conservaban recuerdos muy vagos. Sin
embargo, ahora todos hablaban de sus países. La nostalgia los acosaba como en la
isla de los pantanos del Clanio los habían acosado las fiebres, pero no había
medicinas capaces de combatir esta infección.
Un difuso, expectante, malsano sentimiento de añoranza afectaba a hombres y
mujeres. Desde la tienda de la enseña púrpura llegó la noticia de que la escasez se
debía a una paralización temporal del suministro de alimentos. Debían tener
paciencia, pues todo se solucionaría pronto. Además, la flota aliada de los
emigrantes, comandada por Mario el Joven, estaba en camino.
Pero esa noticia no llenaba las cazuelas y los guardias de cascos brillantes que
comunicaban el mensaje del emperador se enfrentaban con caras y oídos cada vez
menos receptivos. Muchos decían que ya habían salido suficientes palabras y
decretos de la tienda de la enseña púrpura, y que no habían luchado, derramado su
sangre y vencido a los romanos para volver a inclinarse bajo el yugo del trabajo y
beberse su propio sudor. Los más locuaces y bulliciosos eran justamente aquellos que
no habían luchado ni derramado su sangre, sino que habían llegado poco tiempo
antes, implorando que les dejaran pasar, entre ellos un vagabundo con cabeza de
pájaro y ojos juntos que se movían sin cesar dentro de sus órbitas.
Sin embargo, encontraban muchos adeptos entre la gente que ya no quería
escuchar las palabras procedentes de la tienda de la enseña púrpura. Mientras tanto,

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las comidas del comedor se volvían cada vez más escasas. No es que estuvieran
muriéndose de hambre, pero faltaba poco para que lo hicieran. Muchos de ellos, en
efecto la mayoría de los cien mil, habían tenido un contacto mucho más íntimo con el
hambre en el pasado y en esa época lo consideraban un compañero natural de su
existencia. Pero la experiencia pasada se desvanece rápidamente en la memoria del
hombre, y cuanto más trágica es esta experiencia, más rápido se devora a sí misma
sin dejar rastro. Por lo tanto, cuando el olvidado y aun así familiar ardor surgió una
vez más en las entrañas de la gente, todos estallaron en protestas frente a la tienda de
la enseña púrpura, contra los falsos consejeros y la altiva ceguera de Espartaco, que
parlamentaba con embajadores y diplomáticos en lugar de apoderarse, para él y sus
camaradas, de aquello que sus estómagos exigían con sus rugidos. ¿Acaso la vecina y
bonita ciudad de Turio no tenía los almacenes repletos de comida? ¿No había muchas
ciudades hermosas en Lucania? ¿Qué les impedía apoderarse de su justo botín de
vencedores? ¿Qué tipo de descabellada ley era aquella que los sometía a una
creciente privación y dificultaba la satisfacción de sus necesidades apremiantes? ¿No
había salido todo bien al comienzo de la rebelión, cuando habían entrado
triunfalmente a Nola, Sessola y Calatia?
Una vaga, malsana añoranza se apoderaba de hombres y mujeres, y como eran
cien mil personas conviviendo en estrecho contacto, encontraba cien mil ecos
diferentes.
Por las noches los tracios y celtas entonaban las canciones tradicionales que
creían olvidadas y un nombre, igualmente olvidado, volvía a estar en boca de todos:
el nombre de Crixus.

Desde su regreso, Crixus se había retirado de los asuntos públicos. Los renegados
lo habían elegido como jefe durante el sitio de Capua. Él no había hecho nada para
promover la separación, ni nada para evitarla; lo habían elegido sin tener en cuenta
sus acciones. Los insurgentes habían sido asesinados por los romanos, pero él se
había salvado por milagro y había regresado al campamento. A partir de entonces, se
había mostrado tan taciturno como siempre y había luchado con la brutalidad y
melancolía acostumbradas. Una vez construida la ciudad entre el mar y las montañas,
Crixus se había hecho a un lado, dejando el mando a Espartaco. No dijo nada cuando
firmaron la alianza con Turio, ni cuando Espartaco promulgó las nuevas leyes ni
cuando Sertorio y el rey asiático comenzaron las negociaciones. Se movía
pesadamente por el campamento, mirando con sus tristes ojos de pez cómo los demás
construían y martillaban. Por las noches se emborrachaba y se acostaba con mujeres u
hombres jóvenes por igual, aunque permanecía melancólico y taciturno, sin que nadie
lo hubiera visto sonreír nunca por los placeres de la carne.
Casi nadie lo quería, pero los galos y los germanos seguían considerándolo en
secreto su auténtico jefe, porque hablaba su lengua, usaba bigote como ellos y,
también como ellos, llevaba un collar de plata al cuello.

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El número de galos y germanos ascendía a unos treinta mil, un tercio de los
habitantes de la ciudad, pero pronto todos los que albergaban en sus corazones la
malsana añoranza por Nola, Sessola y Calatia, alzaron sus ojos hacia el taciturno
Crixus. Él no promulgaba leyes, no daba órdenes ni negociaba con embajadores
extranjeros, pero para muchos era más poderoso que el propio emperador. Se sentían
atraídos hacia él de una forma distinta, oscura, indefinible, y lo veían como la lúgubre
encarnación de su destino.
Él no hacia nada para precipitar los acontecimientos y nada para evitarlos, pero
las raciones de comida eran cada vez más escasas y los recuerdos de Nola, Sessola y
Calatia seguían vivos en muchas mentes. Las descontentas víctimas de la inquietud y
la oscura añoranza sabían que aquel personaje melancólico era el hombre que
necesitaban.

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8
El hombre de las venillas rojas

El responsable directo del desabastecimiento de los almacenes y de la escasez de las


raciones de comida era el Consejo de Turio, que en los últimos tiempos parecía cada
vez más dispuesto a causar problemas.
Cuando los caballeros del Consejo comprobaron con gran sorpresa que aquel
extraordinario príncipe o jefe de bandidos respetaba estrictamente el tratado y
obligaba con severidad a sus hombres a respetar la inmunidad de los ciudadanos de
Turio, recuperaron la confianza, y ya se sabe que un sentimiento de seguridad despeja
la mente y deja sitio para todo tipo de ideas y razonamientos.
Ante todo, había que tener en cuenta que la rebelión no daba señales de
extenderse por ninguna otra región de Italia. Los emisarios de la fraternidad hacían
infructuosos viajes a lo largo y ancho del país, desde el golfo de Tarento a la Galia
cisalpina, desde el Adriático al mar Tirreno. Los esclavos no se rebelaban,
demostraban su aprobación a los emisarios, pero no una disposición a actuar. Tal vez
la enorme miseria hubiera consumido su valor, o la reacción a cien años de guerra
civil se volviera evidente ahora, con los síntomas de un agotamiento paralizador, o
simplemente vivieran una época de revoluciones abortadas. Como quiera que fuese,
los tracios seguirían esperando eternamente la revolución de Italia.
Pero ¿qué decir de los poderosos aliados del jefe de los bandidos? En los últimos
tiempos, una serie de rumores y noticias habían llegado a Turio. Se decía que en
España había estallado la discordia entre los refugiados, que se enfrentaban entre si y
que el propio Senado se había dividido en dos facciones opuestas. Además, se
hablaba de una grave derrota sufrida por el ejército de emigrantes a manos de
Pompeyo. Mientras tanto, el destino tampoco parecía sonreírle a Mitrídates, pues su
yerno, el gran rey Tigranes, lo había decepcionado, y él, que había depositado su
confianza en aquellos nobles, todavía viviría para sufrir todo tipo de desengaños.
Parecía que los romanos habían recuperado la suerte en la batalla, una suerte que
siempre parecía resurgir cuanto todo parecía perdido.
Los dioses eran testigos de los sentimientos encontrados de los caballeros del
Consejo de Turio ante aquellas noticias, pero había que actuar con realismo.
Aún quedaba la flota de emigrantes, al mando de Mario el Joven, que
supuestamente no bajaba de cincuenta galeras y fragatas, tripuladas por diez mil
guerreros selectos. Eran la élite de los refugiados romanos comandados por el propio
Mario el Joven en persona, hijo del intrépido paladín de la libertad. Si atracaban en
suelo italiano, la revolución tendría grandes posibilidades de éxito, en cuyo caso los
más distinguidos ciudadanos de tendencias demócratas se unirían a ellos, así como las

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ciudades atrincheradas que ahora esperaban al gladiador con las puertas cerradas y
guerreros armados con lanzas en las murallas.
Hasta aquí, todo estaba bien. Con los pechos henchidos por la ansiedad, los
consejeros de Turio analizaron sin prejuicios la situación mundial, sopesaron los pros
y los contras y llegaron a la conclusión de que hasta el momento ambos bandos tenían
las mismas posibilidades de éxito.
Pero todo cambió el día en que uno de los imponentes capitanes piratas —que
ahora se sentían muy cómodos en el puerto, entraban y salían de él como las palomas
de sus nidos y compartían la mesa con los ciudadanos más notables, como era
tradicional entre distinguidos comerciantes— entró a toda prisa en la sede del
Consejo de Tuno sin la habitual guardia de honor y acompañado sólo por un
ayudante.
Aquel capitán, llamado Atenedoro, acababa de regresar de un largo viaje y su
dorada galera, cargada con hierro y cobre para la ciudad de los esclavos, se mecía
sobre las olas azules de la bahía de Tuno, ante la admiración y la aclamación popular.
El capitán fue recibido de inmediato por los caballeros del Consejo, que expresaron
su pesar por no haber tenido tiempo de procurarle una guardia de honor. El capitán
restó importancia a este hecho y les rogó que olvidaran las formalidades, pues traía
noticias mucho más importantes.
Por lo visto, en las aguas de Asia Menor se había librado una gran batalla. Las
señales de fuego habían transmitido la noticia de isla en isla, y los mensajeros de las
compañías comerciales romanas la habían llevado al territorio griego, mientras los
barcos piratas la proclamaban a través del Adriático. Ahora el capitán Atenodoro, el
primero en pisar territorio italiano, la traía consigo: la flota de los emigrantes había
sido aniquilada.
Por el momento, nadie conocía los detalles, y sólo se sabia que el general romano
Lúculo, al mando de parte de su flota, había hundido quince galeras enemigas entre la
costa de Troya y la isla de Ténedos. La parte principal de la flota de los emigrantes
estaba estacionada junto a la pequeña isla de Nea, cerca de Lemos. Parecía que, en
una criminal imprudencia, los refugiados habían anclados sus naves junto a la costa y
se habían desperdigado por toda la isla, para disfrutar de sus nativas. Según comentó
con desdén el capitán, ni siquiera se habían preocupado por enviar explorares, de
modo que Lúculo los había pillado por sorpresa. Había capturado a los desprotegidos
guerreros y perseguido a la desperdigada tripulación como si fueran liebres. El propio
Mario el Joven había muerto en la lucha junto con lo más selecto de la colonia de
emigrantes. Los demás habían sido reunidos y confinados en sus propias naves. Era el
fin de la flota de emigrantes y también de las fuerzas navales de Mitrídates, que los
financiaba.
Bueno, eso si que era una noticia. Tenían que sopesarla y analizarla con renovada
lucidez. La báscula, que hasta entonces mantenía en equilibrio las fuerzas y tensiones
del mundo, ahora se inclinaba de forma notable. Pobre príncipe-gladiador y bandido,

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fiel cumplidor de tratos, te pesamos y eras demasiado ligero. Sigue preocupándote de
la paz y el orden en esa ciudad tuya, sigue esperando a tus poderosos aliados. Ellos
no vendrán, pues los acontecimientos han tomado un nuevo giro…
¿Acaso el respetable capitán tenía intenciones de comunicar esa inestimable
información al emperador tracio?
El respetable y solemne capitán no veía motivos para hacerlo, pues de todos
modos se enteraría tarde o temprano. Además, teniendo en cuenta las inminentes
fluctuaciones del precio del trigo, aquella información era inestimable, como tan
apropiadamente la habían definido los propios consejeros.
—Así es —asintieron los caballeros del Consejo municipal apresurándose a llegar
a un acuerdo sobre dicho precio.
A continuación, el capitán les notificó que aunque hasta el momento daban
crédito al Consejo de Turio por las provisiones de Espartaco, en el futuro sólo
suministrarían el cereal procedente de Sicilia a la ciudad de los esclavos cuando éste
se pagara de inmediato.
Varias horas después, el Consejo se reunió en una asamblea secreta. Los temas de
la agenda incluían el cambio de política en vista de la nueva situación y la toma de
medidas concernientes al mantenimiento de la Ciudad del Sol, medidas que pronto
tendrían un desastroso efecto en los comedores colectivos.
Asistieron a la reunión el primer y el segundo consejero —un digno anciano de
ojos ligeramente saltones y un corpulento negociante—, el filósofo retirado llamado
Hegio, el verdulero Tíndaro y demás miembros del Consejo.
La mayoría de los presentes aprobaron las medidas propuestas, pero unos pocos
manifestaron su temor ante la posibilidad de que éstas hicieran peligrar la seguridad
de Turio en caso de que los bandidos, afectados por dichas medidas, decidieran
romper el tratado y sucumbir a sus brutales instintos. El verdulero Tíndaro, en
particular, recurrió a los trillados ejemplos de la inconveniencia de estirar demasiado
un arco o molestar a un león feroz, entre otras expresiones figurativas inspiradas en
parte por el miedo y en parte por su deseo de impresionar a sus colegas con su
educación. En el curso de esta reunión, se pronunció por primera vez, y de forma
casual, el nombre de la ciudad Metaponzo.
El digno consejero anciano fue el primero en mencionarla.
—¿Por qué debemos ser nosotros quienes suframos todo el tiempo? —gritó y su
voz tembló, llena de virtuosa indignación—. ¿Por qué siempre nosotros y nunca
Metaponto? —Sus ojos saltones se posaron por turno en cada uno de los contertulios,
que guardaban silencio. La renovada lucidez de los miembros del Consejo les había
permitido comprender con rapidez el significado y las consecuencias de aquella
exclamación. Metaponto, la segunda ciudad del golfo de Tarento, también era una
colonia griega, y sólo sesenta millas romanas y un feudo comercial de un siglo de
antigüedad separaban las dos ciudades—. ¿Por qué siempre nosotros? —repitió el
anciano sacudiendo ligeramente su venerable cabeza—. Después de todo, hemos

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firmado una alianza con el príncipe tracio y si él desea un botín o hazañas bélicas
debería procurárselos a costa de aquellos que no lo han hecho.
Los consejeros permanecieron en silencio. No habían imaginado que el anciano
caballero tuviera tanto sentido práctico, y hasta el verdulero Tíndaro reprimió sus
deseos de presentar una pintoresca comparación que acababa de ocurrírsele. Sólo
Hegio, con sus censurables modales propios de un niño o de un viejo, emitió un
ligero silbido mientras recordaba que el gran Pitágoras había enseñado en Metaponto,
convirtiéndola en la cuna de la denominada corriente filosófica italiana. Pensó que si
el digno anciano tenía razón, Metaponto sería puesta en su sitio, y evocó las palabras
de su esclavo Publibor al confesarle con su habitual timidez y serenidad que esperaba
con impaciencia su muerte. Los dioses sabían que en ese momento no podía culparlo
por ello, pero Hegio permaneció en silencio y se limitó a emitir un suave silbido, pues
el tercer recuerdo que acudió a su mente, después de los de Pitágoras y el joven
Publibor, fue el de sus acciones en las refinerías de brea de Sila. Simultáneamente
pensó en su esposa, la matrona romana, y en el temor que le inundaba, debido a su
incapacidad para cumplir con los deberes conyugales más que en contadas ocasiones.
Semejante laberinto de ideas fue provocado por la palabra «Metaponto»,
pronunciada por primera vez por las encías desdentadas de un anciano.

A partir de aquel día, el suministro de alimentos a la ciudad de esclavos comenzó


a escasear aún más, con paralizaciones e irregularidades. Además, un alto porcentaje
de los víveres llegaban podridos e incomestibles. Los esclavos se vieron obligados a
abrir los almacenes de reserva y pronto acabaron con su contenido.
Los miembros de la corporación de Turio respondían con evasivas a las
exigencias de explicaciones, y siempre que era posible, obligaban a dar la cara al
viejo consejero. Con su voz temblorosa, cargada de inocente equidad, el anciano
aducía razones de naturaleza técnica o económica que él era incapaz de comprender.
Era un espectáculo conmovedor: el viejo deploraba la informalidad de los piratas,
recordaba que en sus épocas todo era muy distinto y declaraba que todo eso sucedía
por tratar con esa gentuza sin escrúpulos.
Al oír estas palabras, Enomao bajó instintivamente los ojos y el picapleitos Fulvio
carraspeó amilanado. Pensaba que tal vez su teoría de que toda alianza tenía una base
falsa fuera cierta y que por eso se sentía tan desconcertado. Al mirar aquellos ojos
saltones, atravesados por una red de pequeñas venillas rojas, no pudo evitar sentirse
insignificante. Entonces acarició su calva llena de protuberancias, añoró con todas sus
fuerzas la viga de madera de su buhardilla de Capua y preguntó con deliberada
sequedad por un cargamento de nabos podridos. ¿Qué podía saber un patricio de
bigote blanco de nabos podridos? Pero el anciano perdonó la ofensa con gran
dignidad e indulgencia, sin que nadie reparara en el levísimo tono rozado de sus
mejillas, la única señal de su irritación. Se prestó incluso a discutir el tema de los
nabos, aunque nada sabia de ellos, y ofreció explicaciones completamente absurdas,

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haciendo que sus esfuerzos resultaran aún más conmovedores. Después de media
hora de disquisiciones semejantes, el exhausto Fulvio solía darse por vencido. Las
venillas rojas eran un argumento tan poderoso, que se sentía incapaz de enfrentarse a
ellas, y Enomao no servía de gran ayuda, pues desde hacía tiempo no era más que un
espectro con la vista siempre baja.
Las semanas pasaban sin que llegaran a ninguna conclusión. Los habitantes de la
ciudad aguardaban cada reunión con la ilusión de que se rectificara el error y se
aclarara el misterio, aunque en el fondo sabían que se engañaban a sí mismos. Los
capitanes exigían medidas coercitivas y represalias contra Tuno, pero Fulvio dudaba
y Espartaco se resistía a adoptarlas. Hasta entonces recibían provisiones a crédito e
invertían el botín de las batallas en la fragua de espadas. El hierro y el cobre tenían
absoluta prioridad, y puesto que pagaban por ellos al contado, seguían recibiéndolos
puntualmente.
Cuando la escasez empeoró hasta un punto que los acercaba penosamente al
hambre, los capitanes se reunieron y exigieron represalias contra Turio, aunque no
fueron más explícitos. Crixus asistió a esa reunión por primera vez desde los días del
sitio de Capua, y aunque no dijo nada, su mera presencia causó una profunda
impresión en los contertulios y afectó al ánimo general de los ciudadanos. Espartaco
no transigía y pedía más tiempo. ¿Acaso no estaba en camino la flota de Mario?
¿No esperaban que atracara en la costa de un momento a otro?
—No debéis estropearlo todo por simple codicia o por unos estómagos
impacientes. ¡Recordad lo sucedido en Nola, Sessola y Calatia! Entonces
derramamos sangre sobre el territorio de Calatia, y todo el mundo, incluyendo
nuestros propios hermanos, se volvieron en contra nuestra. Recordad cómo
acampamos frente a Capua, entre la bruma y la lluvia, y manchamos el nombre del
Estado del Sol, mientras la oscuridad y el horror nublaban nuestro camino…
El hombre de la piel les hablaba con vehemencia y convicción, respondía a sus
triviales argumentos con grandes razones y a sus obtusas exigencias con la ley de los
desvíos. Su voz era la misma de los días en los pantanos del Clanio o del cráter del
Vesubio, y en los momentos críticos siempre había tenido razón. Sólo les pedía
tiempo y fundamentaba su petición con vehemencia y sensatez.
Los capitanes cedieron de mala gana, Fulvio vaciló y Crixus no dijo nada.

Sin embargo, en aquellos días toda la ciudad parecía obsesionada por un nombre,
un nombre que circulaba de boca en boca y se erigía en la meta que prometía
satisfacer la codicia y la malsana añoranza: Metaponto.

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9
La destrucción de Metaponto

DE LA CRÓNICA DEL ABOGADO FULVIO

En vista de que los siervos de Italia no se rebelaban y de que los aliados de


Espartaco, desfavorecidos por la suerte en las batallas, no habían llegado a tierras
italianas, los habitantes de la ciudad de los esclavos se quedaron solos frente a un
mundo hostil. La era de la justicia aparentemente anunciada por todo tipo de señales
y en la cual habían depositado todas sus esperanzas, no había llegado a Italia. Por el
contrario, todo permanecía igual, y el mundo habitado continuaba regido por el orden
y las leyes tradicionales. En tales circunstancias, la Ciudad del Sol, construida por
Espartaco y gobernada por la ley esclava, no parecía una realidad concreta del
presente, sino un producto de otra época, de un continente exótico o incluso de un
planeta extraño.
Pero al hombre no le está permitido modelar la forma de su existencia al margen
del sistema, las circunstancias y las leyes de su época.

Y así sucedió con la ciudad de los esclavos. El destino y un orden injusto habían
condenado a aquella gente al duro castigo de la esclavitud, habían sembrado el
hambre y la gula en sus entrañas, convirtiéndolos en seres semejantes a los lobos. Y
así, como una jauría de lobos, se habían arrojado sobre Nola, Sessola y Calatia para
saciar su gula. Luego habían mudado su piel hirsuta y se habían vuelto mansos.
Habían construido una ciudad, soñando con crear un mundo de justicia y buena
voluntad entre sus murallas. Pero la época que les había tocado vivir a estos
infortunados nunca aceptaría algo así y se ocuparía de recordarles que al otro lado de
las murallas no regían las leyes del Estado del Sol, sino la ley del más fuerte, que no
dejaba a los esclavos otra alternativa que la servidumbre o el uso de la fuerza bruta.
Aquellos que habían decidido vivir como humanos fueron obligados a volver a
convertirse en lobos.
Despertaron de su sueño y descubrieron que habían vuelto a crecerles garras. De
sus gargantas brotaban rugidos y, una vez más, desearon desgarrar a sus opresores
miembro a miembro. Su objetivo era Metaponto, y la destruyeron; pero al recuperar
la ferocidad y el semblante lobuno de antaño, destruyeron también los cimientos de
su propia ciudad, pues a partir de ese momento, nadie fue capaz de evitar su
decadencia.

Unos pocos hombres habían sugerido la idea, pero el nombre de Metaponto


pronto se grabó en numerosas mentes. Era una ciudad maravillosa, con los almacenes

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repletos de fruta y tocino y los templos llenos de pesados lingotes de oro y plata.
Cuando se levantaban de las mesas vacías en los comedores, se codeaban unos a
otros furtivamente, como si se pasaran una contraseña secreta: «¿Qué comeremos en
Metaponto?». «Tordella con tocino, eso es lo que comeremos». «¿Y qué beberemos
en Metaponto?». «Vino del Carmelo, vino del Vesubio, eso es lo que beberemos».
«¿Cómo serán las mujeres en Metaponto?». «Como naranjas abiertas, así serán».
«¿Qué distancia hay hasta Metaponto?». «Sesenta millas desde aquí, una noche y un
día».
La idea había surgido de unos pocos, aquellos que iban a Turio con frecuencia por
negocios, a supervisar el desembarco de la carga y a hablar con los notables del
Consejo municipal.
Cada vez que regresaban, traían nueva información sobre Metaponto. Aquellos
hombres ya no tenían la expresión hambrienta de los demás, pues disfrutaban por
adelantado de los tesoros de Metaponto.

La reunión de los capitanes, durante la cual Espartaco pidió paciencia, Fulvio


vaciló y Crixus calló, se había desarrollado al mediodía. Ahora atardece; será una
noche oscura, sin luna.
La luna se ha ido de viaje y tardará un tiempo en regresar.
Ya está bastante oscuro, ni siquiera puede verse el perfil de las montañas, pero
puede oírse el ruido del mar. El campamento resuma una actividad secreta, llena de
susurros. Se oyen pisadas en las calles oscuras, y de pronto el silencio se vuelve más
sofocante que antes. En cuanto los pasos de los centinelas se apagan, todos los
rincones vuelven a llenarse de murmullos, siseos y el sonido de presurosas sandalias.
Los ruidos ahogados proceden sobre todo del sector celta, poblado por galos y
germanos. Los que ignoran lo que ocurre escuchan con cautela, silenciosos, desde el
interior de sus tiendas.
Pero entre los que están informados de la situación, una contraseña secreta va de
boca en boca: «¿A qué distancia está Metaponto?». «A sesenta millas, una noche
oscura y un corto día». Y los susurros extienden un rumor: «Crixus está con
nosotros».
La noche es muy oscura, ni siquiera se distinguen las siluetas de las montañas. El
siroco carga de calor la oscuridad, hombres y mujeres gimen en sueños, afligidos por
pesadillas. En la tienda de la enseña púrpura el emperador está sentado en un rincón,
frente al abogado Fulvio, leyendo con voz ronca el informe del Consejo de Turio
sobre las causas de las irregularidades en el transporte de nabos.
Pero a esa hora los tres mil conspiradores ya han abandonado el campamento y
cabalgan a todo galope por el camino que sigue el curso del mar resplandeciente en
dirección a Metaponto.

La fundación de Metaponto también se remonta a la época de las guerras de

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Troya. La descolorida crónica de los archivos del magistrado local afirmaba que
Néstor, rey de Pilos, la había construido cuando sus guerreros conquistaron aquella
tierra pródiga en vino y ganado vacuno, llevando el esplendor asiático, el arte y las
ciencias a los bárbaros italianos. En la biblioteca del magistrado, detrás de un
colorido jarrón fenicio, se ocultaba una maravillosa colección de monedas muy
diferentes a las toscas y gruesas piezas de plata romanas, grabadas en una sola cara,
que el propio Estado podía falsificar fácilmente en metales de menor calidad. No;
éstos eran finos discos de plata, de voluptuosa suavidad, con inscripciones claras y
elegantes, en cuya creación los filólogos habían demostrado su sagacidad. La ciudad
tenía ocho siglos, había sobrevivido docenas de invasiones, siempre risueñamente
dócil al vencedor, seduciéndolo con su graciosa sumisión. Había abierto sus puertas
tanto a Aníbal como a Pitágoras, perseguido por los crotoniatas; se había inclinado
ante numerosos amos y deidades, aunque con especial celo ante Anadiomena; sus
bodegas estaban repletas de sabroso vino dulce y las vacas blancas giraban sobre los
espetones de sus fogones. Ninguno de sus profetas, agoreros o astrónomos eruditos
había presagiado su horrible final.
Ocurrió al atardecer, después de un día como cualquier otro. Aún no se habían
cerrado las puertas y los granjeros seguían inclinados sobre sus campos. Ya habían
desaparejado a los búfalos de los arados, conducido a los sedientos animales a sus
bebederos y cargado las herramientas al hombro para volver tranquilamente a casa,
cuando una nube de polvo se alzó al sur del camino. Se preguntaron con curiosidad
quién se dirigida hacia sus murallas, gritando y galopando con semejante estrépito,
pero antes de que pudieran encontrar una respuesta, el ganado rugía y se desbocaba
por el campo en estampida. Los desolados granjeros corrieron tras los animales,
perseguidos, a su vez, por los jinetes montados en exhaustos caballos, y las armas de
hierro se hundieron en sus cráneos antes de que comprendieran lo que ocurría. La
masacre comenzó fuera de las murallas, pero se extendió de inmediato al interior de
la ciudad, a través de todas las puertas, ahogándola en un diluvio de fuego y sangre
que se prolongó a lo largo de toda la noche. Sin embargo, la noche estaba oscura
porque la luna se había marchado de viaje, y una hora siguió a otra sin que los
alaridos de la ciudad masacrada disminuyeran o se acallaran; pues los gritos de ira,
muerte y lujuria se fundían en un grotesco coro que ahogaba el estrépito del oleaje.
Cuando los gallos cantaron por segunda vez, la ciudad entera ardía, desde el
puerto a la Puerta Latina, y cuando el sol despuntó por fin detrás de las olas, parecía
pálido, cansado, y ocultaba su rostro tras el negro velo quebradizo de las columnas de
humo. Todas las ciudades devastadas por los esclavos en el transcurso de la campaña
habían sufrido la ira de los oprimidos; pero Metaponto sólo sufrió una noche, pues
por la mañana ya no existía.
La habían fundado guerreros troyanos, durante ocho siglos se había sometido
dócilmente a todos los conquistadores y los espetones nunca habían cesado de girar
en sus fogones. Sin embargo, ahora había sido borrada de la superficie de la tierra

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habitada. La mañana encontró una cosecha de paredes chamuscadas, abandonadas a
la voracidad de la intemperie, cenizas dispersas por el viento, opacos fragmentos
tornasolados de monedas de plata y colorido vidrio fenicio.

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10
Las razones nobles

Cuando le dieron la noticia al emperador, cerca de la mañana, él supo de inmediato


que aquello significaba el final de la Ciudad del Sol.
Los dos guardias enviados como mensajeros, con los brillantes cascos sobre sus
cuellos enrojecidos, temían la furia de Espartaco. Desde su ingreso en la horda, en la
posada junto a la vía Apia, le habían servido con lealtad. Valientes, desgarbados y
parcos de palabra, procedieron a comunicar su informe: un grupo de la fraternidad,
integrado por unos tres mil hombres, había abandonado la ciudad la noche anterior.
Llevaban caballos y había razones para creer que planeaban saquear la ciudad de
Metaponto.
Hablaban con sencillez y concisión, como si se tratara de un informe más,
erguidos, cuellicortos, con las antorchas en las manos. Pero esta vez estaban
asustados.
Sin embargo, el emperador no se enfadó, permaneció inmóvil y no dijo nada.
Los criados de Fanio estaban sorprendidos. Durante un rato largo siguió sentado
en la postura habitual, muy quieto, mientras la luz de las antorchas encendía destellos
en su ropaje de piel. Luego pidió detalles con su acostumbrado, ronco acento tracio.
Los sirvientes, erguidos y atónitos, repararon en los atisbos de tristeza animal en
los ojos del emperador. Permanecieron frente a él con las antorchas en la mano, hasta
que comenzó a despuntar el día. Entonces les dio las órdenes.
Como siempre, eran órdenes concisas y resueltas. Los sirvientes intercambiaron
una mirada; no cabía duda de que era un verdadero emperador. El número de
conspiradores ascendía a tres mil y él envió tras ellos a los seis mil hombres más
leales de la horda, todos tracios y lucanos. Debían traer de vuelta a los fugitivos, si
era necesario por la fuerza. Éstos tenían apenas doce horas de ventaja, pues los
encontrarían en Metaponto, debilitados por el saqueo y el libertinaje. Perseguidores y
perseguidos estarían de regreso en un plazo máximo de dos días.
Mientras tanto, Espartaco envió un mensaje a Timo, anunciando que, si no se
reiniciaba de inmediato el suministro de víveres, consideraría a los miembros del
Consejo responsables personales de la situación y los castigaría a modo de ejemplo.
Los notables se inquietaron —después de todo, era un jefe de bandidos y nunca
deberían haber tenido tratos con él—, y prometieron hacer todo lo posible.
Después, todos se limitaron a aguardar el regreso de los que se habían largado a
Metaponto. Una tensa expectación se cernía sobre el barrio celta. El pulso de la
ciudad se detuvo; nadie trabajaba, sólo esperaban. Todos sabían que se acercaba el
momento decisivo y las paredes de los comedores fueron testigos de las primeras

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disputas.

Perseguidores y perseguidos regresaron durante el atardecer del día siguiente;


pero de los nueve mil hombres sólo quedaban seis mil. Los celtas y los germanos
habían ofrecido resistencia, los perseguidores se habían visto forzados a sitiarlos
entre las ruinas de Metaponto y se habían librado duros combates, durante los cuales
había muerto uno de cada tres hombres de cada bando. Al final, los insurgentes se
habían rendido y habían regresado, desarmados. Sin embargo, Crixus no estaba entre
ellos. Los tracios y lucanos guiaron a los prisioneros, con las manos atadas y
amarrados entre si con largas cuerdas, a través de la puerta este.
Inmediatamente después de su llegada, la ciudad se dividió en dos grupos. Ambos
lloraban a sus muertos y acusaban al bando contrario de fratricidio; ambos tenían
numerosos argumentos y parte de razón. Aquella noche pasó entre disputas y
alboroto.
Mientras tanto, el emperador pronunciaba un discurso ante los capitanes reunidos,
anunciando que, si querían salvar la Ciudad del Sol, no debían escatimar recursos.
Luego ordenó, con tono casual, la inmediata crucifixión de veinticuatro cabecillas
insurgentes y afirmó que los había hecho regresar para eso. Si querían evitar que el
ejército se dividiera en bandas de saqueadores, no tenían otra opción.
Los capitanes pusieron objeciones por primera vez desde el sitio de Capua.
Discutieron durante un tiempo, mientras ruidos y gritos ahogados llegaban a la tienda
desde la ciudad. Se libraban peleas callejeras y los celtas habían comenzado a saquear
los almacenes. Espartaco dejó hablar a los capitanes durante un tiempo prudencial, y
luego repitió que si querían evitar el desmembramiento del ejército, no tenían otra
opción que obedecer sus órdenes. Añadió que no podían perder tiempo y preguntó
con serenidad quién de ellos pensaba incumplirlas. Cinco capitanes celtas, todos
gladiadores de la vieja horda, respondieron afirmativamente, y antes de que tuvieran
tiempo de empuñar sus armas, fueron reprimidos por los guardias que esperaban
fuera. Los demás capitanes advirtieron que habían caído en una trampa y guardaron
silencio. Cuando el emperador, con el mismo tono de serenidad, anunció que aquellos
cinco hombres seguirían el destino de los cabecillas, sólo el tímido Enomao se atrevió
a protestar, aunque hasta entonces no había hecho ninguna objeción. Cuando los
guardias se lo llevaron, Espartaco desvió la vista por primera vez.
Los seis fueron arrastrados con las manos y los pies atados. Maldijeron,
patalearon, lucharon y uno de ellos lloró de ira y vergüenza, pero Enomao se limitó a
agachar la cabeza, con la vena azul hinchada bajo su frente amoratada. Los seis eran
gladiadores, camaradas del emperador, y los seis procedían de la escuela de Léntulo
Batuatus de Capua.
La reunión concluyó de este modo y los capitanes volvieron a sus puestos. Crixus
aún no había aparecido.

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No había suficientes cruces junto a la puerta norte y fue necesario construir otras
a toda prisa. Cuando los dos pelotones tracios arrastraron a los treinta condenados a la
plaza, entre ellos al joven Enomao, se desataron más peleas y hubo varios heridos.
Sin embargo, la multitud fue obligada a retroceder y los cuellicortos continuaron
amarrando a los reos a sus cruces.
Las treinta cruces yacían una junto a otra sobre el suelo. Los guardias arrastraban
a los culpables a la cruz, los arrojaban al suelo, presionaban sus espaldas sobre el
madero, los forzaban a abrir las manos y amarraban sus muñecas a la cruz. Luego les
desataban los pies, tiraban de ellos para que después colgaran en la posición correcta
y ataban sus tobillos al madero vertical. Una vez concluida la tarea, dejaban al
condenado tendido en el suelo y comenzaban con otro. Los demás miraban y
aguardaban su turno. Los que seguían en pie estaban más serenos, y sólo cuando los
arrojaban al suelo y comenzaban a atarlos, maldecían, sacudían la cabeza de un lado a
otro, gemían y escupían a las caras de los cuellicortos. Pero los criados de Fanio se
limitaban a secarse la cara y continuaban con el siguiente.
Por fin los treinta estuvieron atados a sus cruces, uno al lado de otro. Sus
conductas variaban. Algunos seguían maldiciendo, otros cantaban en voz alta,
permanecían en silencio o hacían bromas entre sí. Un hombre gordo yacía inmóvil,
con la cara llena de lágrimas, mientras su brazo atado se crispaba una y otra vez
movido por el deseo de secárselas. El joven Enomao giraba la cabeza de derecha a
izquierda con los ojos cerrados. Entonces alzaron las cruces. El capitán dio la orden
al pelotón, para que lo hicieran todos al mismo tiempo y la ejecución no se
prolongara.
Una treintena de soldados cogieron las respectivas cruces desde atrás, resollaron y
profirieron gritos de aliento. Las cruces se alzaron despacio, y en cuanto estuvieron
en pie, fueron clavadas en la tierra a toda prisa. Los brazos de los condenados se
estiraron y se contorsionaron, sus articulaciones crujieron y sus cuerpos se elevaron
entre convulsiones. Una de las improvisadas cruces se partió por la mitad con el
hombre que sostenía y todo el proceso debió comenzar de nuevo. Se trataba del gordo
lloroso, que, en cuanto lo desataron, se secó las lágrimas con ambas manos.
Después volvieron a amarrarlo a la cruz.
La ciudad callaba, como si de repente se hubiera quedado paralizada. La gente
regresaba a sus casas, las antorchas se extinguían, y sobre la llanura, debajo de las
estrellas, reinaba el más absoluto silencio.
Pero después de un tiempo los treinta hombres crucificados comenzaron a gritar.
Primero eran gritos aislados y angustiosamente confusos, pero luego se unieron
para estallar al unísono a intervalos regulares. El clamor resonaba en todos los
rincones de la silenciosa ciudad, penetraba en las casas oscuras, reverberaba en los
comedores desiertos y se abría paso, a intervalos regulares, en la tienda de la enseña
púrpura.

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En ella estaba Espartaco, solo en la oscuridad, con las manos entrelazadas en la
nuca y la frente perlada de sudor. Ahora que nadie lo veía, podía cerrar los ojos cada
vez que oyera los gritos. Podía incluso hablar solo y discutir consigo mismo, como se
acostumbra en las montañas. No necesitaba comportarse como un emperador. Aquel
que guía a los ciegos no debe temer por su orgullo, ya que los hace sufrir por su
propio bien; pues él puede ver y los demás no. Sólo puede haber una voluntad, la
voluntad del que sabe; pues él es el único capaz de distinguir la meta, el final de los
pérfidos desvíos, el progreso en el aparente retroceso. Debe forzarlos a seguir el
camino, para que no se dispersen por el mundo, insensibles a sus propios
sufrimientos, sordos a sus propios gritos. Debe defender sus intereses en contra de su
propia irracionalidad, con toda su fuerza y por cualquier medio, por cruel o
incomprensible que parezca.
Los interminables gritos de los crucificados penetraron una vez más en la tienda.
Los treinta hombres seguían gritando a coro, pero las pausas se volvían más
largas.
Al principio pronunciaban palabras coherentes, clamaban compasión, exigían la
ayuda de sus hermanos. Ahora se limitaban a articular sonidos inconexos, pero
continuaban gritando a coro.
Espartarco seguía tendido sobre una manta en la oscuridad, solo, con la frente
perlada de sudor. Nadie podía verlo, y sus labios se movían sin cesar. Después de un
rato, llamó a sus criados y mandó a buscar la gran cuerna de vino del monte Vesubio.
Luego se quedó solo y se negó a recibir visitas, incluyendo la del abogado Fulvio o la
de los notables del Consejo de Turio, que habían acudido a parlamentar sobre el tema
de los nabos.
—¿Qué hace el emperador? —preguntó el abogado.
—Quiere emborracharse —respondió uno de los criados de Fanio con voz grave y
solemne.

El hombre de la piel seguía en la tienda, con la cuerna de vino frente a él y la


puerta de lona bien cerrada, pues deseaba emborracharse en la más absoluta
oscuridad. Hacía mucho tiempo que no se emborrachaba —desde la noche de la
victoria del Vesubio—, pero sabía que le sentaría bien. La borrachera aliviaba las
presiones y volvía risueños los pensamientos más serios.
Se tendió boca arriba, con la cuerna de vino delante y las manos entrelazadas en
la nuca. Esperó.
Pero la borrachera no llegaba. Sólo unas imágenes nebulosas surgieron desde el
fondo de un pozo insondable y se acercaron a mirar en sus ojos cerrados.
¿Quién echaba la suerte, quién decidía la vida de un hombre antes de su
nacimiento? Quienquiera que fuese, les daba narices a todos, les insertaba ojos en las
cuencas y les concedía entrañas y sexo sin hacer mayores diferencias. Sin embargo,
cuando aún se encontraban en el vientre de sus madres, decidía que algunos nunca

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sonreirían ni despertarían sonrisas, mientras otros saldrían a la luz del día y para ellos
siempre brillaría el sol. Aquella siniestra multitud había emprendido su camino, había
derribado las paredes del sótano y roto las cadenas de hierro con la intención de
broncear sus pieles al sol. Entonces había pensado que todo cambiaría, que el moho
se evaporaría de sus cuerpos, que dejarían de exudarlo; pero no estaban
acostumbrados a la luz deslumbrante y nunca disfrutarían de un mundo sin muros.
Pataleaban y luchaban como ciegos, destruyendo todo lo que encontraban a su paso.
Había que vigilarlos, había que guiarlos como si fueran bestias salvajes.
A patalear y a luchar como hombres ciegos. El hedor de la ignominia nunca los
había abandonado y volvieron a crecerles garras de lobo.
Lo embargó un abrumador sentimiento de ira y pesar. Cogió la cuerna de vino, se
recostó y cerró los ojos, agotado. Entonces vio a Crixus tendido al otro lado de la
mesa, con la cabeza apoyada sobre un brazo desnudo, mientras extendía el otro para
coger un trozo de carne.
—Hay que quemar los cadáveres —dijo Espartaco—. Apestan.
Crixus se lamió los labios y se limpió los dedos grasientos sobre la manta.
—Come o déjate comer —dijo con tristeza—, ¿se te ocurre algo mejor?
Se inclinó hacia adelante, y en los opacos ojos de pez de Crixus descubrió la
nostalgia de Alejandría y la enorme tristeza que se extendía en sus pupilas como un
lago.
Pero Crixus había desaparecido, y en su lugar estaba el anciano esenio,
sacudiendo la cabeza.
—¿Se te ocurre algo mejor? —le preguntó Espartaco.
—Tal vez —respondió el anciano—, pues está escrito que el poder de las cuatro
bestias ha llegado a su fin y que el Hijo del hombre ha subido a la montaña.
Pero unos gritos lejanos ahogaron sus palabras: eran los gritos de los treinta
hombres crucificados junto a la puerta norte. Ahora, en el lugar del sabio estaba
sentado el abogado, tosiendo y acariciándose la calva. A Espartaco no le caía muy
bien, pero de todos modos se inclinó y le apoyó una mano en el hombro.
—Ya has oído las palabras de Crixus —le dijo—. No me gustan. ¿Se te ocurre
algo mejor?
—Las cosas no son nunca blancas o negras —respondió el abogado—, y sólo hay
desvíos.
Una vez más los treinta crucificados clamaron en la noche. Uno de ellos era el
joven Enomao. El sudor se deslizaba por la frente de Espartaco.
—Escucha, escucha adónde nos han llevado tus desvíos —gimió.
—No lo sabrás hasta que llegues… y mientras tanto podría pasar mucho tiempo
—respondió el abogado, aunque sin excesiva convicción.
—Pero no podemos esperar tanto —gritó Espartaco y se enfureció de tal modo
que despertó.
Ante él estaban los dos cuellicortos, pero no portaban antorchas porque ya casi

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era de día.
Primero los había guiado por la ruta directa, salvaje, y ellos habían sembrado
fuego, sólo para recoger odio y cenizas. Sin duda era el camino equivocado. Luego
los había conducido por suaves senderos secundarios, sinuosos e indirectos, difíciles
de seguir con los ojos. Pero entonces habían perdido de vista el objetivo y volvieron.

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11
El momento crítico

Al alba, más y más gente acudió a reunirse junto a la puerta norte. Dos pelotones de
tracios y lucanos formaron un semicírculo de lanzas en el extremo descubierto de la
plaza.
Los treinta hombres crucificados seguían gritando. Habían gritado durante toda la
noche, a intervalos cada vez más largos. Cuando uno de ellos se desmayaba de dolor
y agotamiento, los gritos de los demás le devolvían la conciencia. Los gritos
prolongaban la lenta agonía de sus vidas.
Un grupo de celtas y germanos había pasado toda la noche en la plaza, hora tras
hora en absoluto silencio. Al amanecer, más y más hombres se unieron a ellos, y
aunque seguían callados, un nuevo pelotón formó filas ante las cruces. Cuando salió
el sol, la plaza estaba atestada de gente, pero la multitud ya no callaba. Sus ovaciones
a los crucificados y sus clamores por Crixus eran respondidos, a intervalos regulares,
por los gritos de los condenados. Se desplegaron dos nuevos pelotones.
El sol se liberó de las brumas matinales y los crucificados quedaron suspendidos
bajo la luz deslumbrante. Cuando estaban en silencio, sus cabezas pendían como las
de pájaros muertos; pero cuando chillaban, alzaban la cabeza hacia atrás, golpeándola
contra la madera y mostrando el blanco de los ojos. Si ellos gritaban, la multitud
callaba, pero en cuanto sus gritos se apagaban, la gente volvía a clamar con mayor
fuerza y tono más amenazador. Los soldados comenzaban a sentirse incómodos. El
capitán, un gladiador tracio, envió un mensaje a la tienda de la enseña púrpura: las
cosas no podían seguir así y él declinaba responsabilidades en nombre de sus
hombres y en el suyo propio. El capitán era amigo del joven Enomao, el único de los
treinta crucificados que no había vuelto a alzar la cabeza.
Antes de que el mensajero regresara, un hombre se abrió paso entre la multitud
empujando a los demás con los codos hasta llegar a la primera fila. Era Zozimos, el
retórico, vestido con su habitual toga mugrienta. Sin dejar de declamar y agitar las
mangas con frenesí, dio un paso al frente de la fila.
Hermios, el pastor, apostado con su lanza en el semicírculo de guardias, fue el
primero en verlo. Sonrió con aflicción, mostrando sus amarillos dientes de caballo.
—Debes volver atrás, Zozimos —le dijo.
Zozimos se detuvo y la multitud congregada a su espalda hizo silencio. Su
puntiaguda cara de pájaro estaba más demacrada que de costumbre, asombrosamente
macilenta y tan gris como el lino de su toga. Miró al pastor como si no lo conociera.
—Debes volver atrás, querido Zozimos —repitió el pastor, casi llorando de
angustia—. Debe quedar un espacio libre entre nosotros y vosotros.

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Pero Zozimos, el retórico, dio otro paso al frente y comenzó a gritar:
—¡Hermanos!, ¡hermanos! —les gritó a los crucificados—. ¿Podéis oírme? —
Los condenados alzaron la cabeza y respondieron con gemidos—. ¿Los oís,
hermanos, podéis oírlos? —chilló Zozimos agitando las mangas como si fueran
banderas—. ¿Disfrutáis de vuestra crucifixión, hermanos? ¿No es maravilloso sentir
la libertad desgarrando vuestros miembros y sus espinas lacerando vuestra carne? Ese
líquido rojo que mana de vuestras bocas es el Estado del Sol. Os han clavado como si
fuerais gusanos para que todo el mundo pueda ver que ya ha llegado la era de la
justicia y la buena voluntad.
Varias personas rieron, pero la mayoría permanecieron en silencio. De repente,
una voz gritó.
—¡Buscad a Crixus! ¡Él acabará con todo esto!
Entonces otras voces se unieron a la primera y la plaza entera se alzó en un
enorme clamor. Hermios, al borde de las lágrimas, alzaba la lanza con desesperación
a medida que Zozimos se acercaba. Intentaba enganchar su ropa con la punta de la
lanza para obligarlo a retroceder con suavidad. Pero el propio Zozimos había rasgado
la tela de su toga y mostraba el torso desnudo.
—¡Clávala, siervo de tiranos! —gritó.
Hermios retrocedió, con los ojos desorbitados. Sus vecinos a derecha e izquierda
se apresuraron a cruzar sus lanzas para impedirle el paso a Zozimos. Reinó un
silencio absoluto y entonces Zozimos reparó en que estaba solo entre los soldados y
la multitud. Sus rodillas cedieron y se tambaleó. Varios hombres corrieron, creyendo
que lo habían matado, y lo sostuvieron entre sus brazos. Entonces, viendo que los
guardias no hacían nada para detenerlos, los demás también se precipitaron hacia
adelante y pronto los soldados se hallaron rodeados por la multitud. Los guardias
bajaron las lanzas, pues no querían enfrentarse a la gente. Estaban cansados, agotados
del calor, del hambre, de los gritos de los crucificados, de toda aquella situación
absurda.
El capitán dio órdenes de atacar, pero nadie le prestó atención, y en el fondo se
alegró de ello. Entonces, sin que nadie se lo impidiera, se abrió paso entre el gentío y
se dirigió a la tienda de la enseña púrpura, donde estaban reunidos los capitanes.
La plaza cuadrangular de la puerta norte estaba cada vez más abarrotada de gente.
Puesto que ninguno de los soldados deseaba un enfrentamiento, los cuatro pelotones
se habían mezclado con la multitud. Todo el mundo hablaba a la vez, sin ton ni son y
en voz baja, pero el persistente murmullo de tantos miles llegó hasta la tienda del
emperador. Los hombres crucificados volvieron a gritar, esta vez con esperanza, pero
el joven Enomao no volvió a levantar la cabeza. Las mujeres cruzaron la plaza
corriendo y acercaron jarras de agua a los labios negros de los condenados.
Varios hombres cogieron cuchillos y hachas, cortaron las cuerdas que amarraban
a los hombres a las cruces y se los llevaron. Con la única excepción del joven
Enomao, todos estaban vivos. Luego cortaron las cruces en trozos, mientras Hermios

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y otros soldados se preguntaban en voz alta cuál sería la reacción de Espartaco, pero
los demás los apartaban con indiferencia, sin hostilidad. Una voz volvió a gritar el
nombre de Crixus y esta vez todo el mundo se unió a su clamor. Crixus debía volver
para acabar con aquello y conducirlos de regreso a casa. La plaza entera llamaba a
Crixus; pero sus voces no abrigaban ira, sino un gran cansancio y la esperanza de que
los condujeran a otro sitio, a cualquier sitio donde pudieran sentirse en casa.
Zozimos había reaparecido. Había trepado a una de las cruces demolidas, dejando
ondear al viento las mangas de la toga.
—Hermanos —gritó por encima del mar de cabezas—, ¿creéis que ya habéis
hecho bastante? ¿No veis que habéis sido traicionados? ¡Ay de nosotros, pues un
nuevo tirano ha nacido de las sangrantes entrañas de la revolución! ¡Desdichados
seamos aquellos que hemos contribuido a su nacimiento! Nosotros mismos hemos
fraguado nuevas cadenas con las viejas cadenas rotas y las cruces quemadas se han
vuelto a erigir. ¿Qué ha sido del mundo nuevo que íbamos a construir? Espartaco
negocia con los señores y cuanto más se compromete con ellos, más sangre derrama
entre sus propias filas. En su infinito orgullo, cree que por nuestro propio bien
debemos ver el premio a la sangre derramada y a los sacrificios cada vez más lejos de
nuestra legítima ambición, y que también por nuestro propio bien debemos caminar
por sendas sinuosas hasta perder de vista la meta. ¡Ay de nosotros, desgraciadas
criaturas, que somos la semilla de Tántalo! ¿Qué tipo de libertad es ésta, que no nos
libera del yugo del trabajo? ¿Qué tipo de justicia es, si tenemos que seguir tragando
nuestra propia saliva, bebiendo nuestro propio sudor, siempre mirando al futuro en
lugar de abrazar el presente? ¿Qué clase de fraternidad es ésta, donde un hombre
manda y el resto obedece? Realmente, su truculento orgullo no tiene limites, ya que
justifica cada hazaña ante su propia conciencia con la idea de que actúa por el bien
común. ¡Matadlo, matadlo, hermanos, pues un tirano con buenas intenciones es peor
que una bestia que devora hombres…!
Su voz se quebró en un falsete mientras sus mangas se agitaban sobre la cruz
astillada, pero esta vez sus palabras no encontraron aprobación. La multitud
permaneció en silencio, hasta que de repente una voz volvió a llamar a Crixus y otras
la imitaron. «Crixus acabará con todo esto y nos llevará de regreso a casa». La plaza
estaba abarrotada de celtas y germanos. Eran varios miles, pero sus voces no
abrigaban ira, sino un enorme cansancio y la esperanza de huir de aquella extraña
ciudad, de aquella loca campaña, de la Italia infernal, para no volver a oír discursos,
ni leyes incomprensibles ni diatribas… sólo huir, volver a casa. Crixus era uno de
ellos, llevaba un collar de plata, podían confiar en él. El los llevaría a casa, y en el
camino serían tan felices como en Metaponto.
Crixus era el hombre adecuado para ellos. Hablaba poco y no promulgaba leyes;
era el hombre idóneo para dirigirlos.

Espartaco había hecho rodear el barrio celta. La ciudad tenía cien mil habitantes,

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y entre ellos había unos treinta mil celtas y germanos. Podía confiar en los tracios y
lucanos, en los dacios, los negros, los getas. Había estacionado tropas armadas en
cada calle que conducía al barrio celta, y también en las afueras de la puerta norte.
Tres horas después del amanecer, se dirigió a la gran plaza, donde la multitud que
rodeaba las demolidas cruces clamaba el nombre de Crixus con creciente fervor.
Crixus lo acompañaba, lúgubre y silencioso como siempre. Tras ellos marchaba la
pequeña tropilla de criados de Fanio.
La multitud les cedió el paso en silencio y Espartaco se subió al reborde de un
muro, alzando la mano para indicar que deseaba hablar. Las voces se acallaron, pero
el silencio no fue total.
Espartaco miró a la multitud. La gente estaba desperdigada a lo largo de la
enorme plaza, pero su mirada los fundió en un solo ser con miles de extremidades.
Percibió la contenida, distante hostilidad, la maligna estupidez de la susurrante
masa humana. Sus ojos distinguieron cabezas, se sumergieron inquisitivos en otros
ojos, y no encontraron más que necedad, torpeza animal y dura hostilidad defensiva.
Su boca se llenó de la saliva amarga del disgusto y de un nauseabundo desprecio.
Comenzó a hablar. Hasta su voz había cambiado: ahora cortaba el aire y caía
sobre la masa con la dureza de un látigo. Primero se refirió a los rumores sobre la
proximidad de un nuevo ejército romano, cuya vanguardia habría entrado a Apulia
aquel día, mientras ellos estaban ocupados peleándose entre sí. Habló de aquel siglo
de revoluciones truncadas, en que todas las rebeliones de las masas oprimidas habían
fracasado a causa de su propia desunión. La saliva amarga se espesó en su boca,
provocándole náuseas, al mencionar el risueño triunfo de los amos y señores, que
presenciaban la autodestrucción de sus enemigos como si estuvieran en el circo.
Les advirtió que si no cambiaban de opinión tendrían que pagar mil veces, un
millón de veces, por la liberación de los cabecillas insurgentes. Les recordó los veinte
mil crucificados de la rebelión de Sicilia, los diez mil cadáveres de la
contrarrevolución en tiempos de Sila, la masacre de esclavos romanos tras el
frustrado alzamiento de Cinna. Les preguntó —y la soleada plaza se oscureció ante
sus ojos— cómo después de tantas horribles derrotas aún no habían aprendido la
lección y si el destino de las plañideras ovejas les parecía más deseable que el de los
soldados disciplinados de una revolución. Quiso saber si deseaban confirmar con su
conducta la despreciable idea del enemigo de que la humanidad no estaba madura
para un sistema mejor, que ni siquiera deseaba justicia y prefería seguir como hasta
entonces. Desde el principio de su discurso, se había sentido incapaz de conmover a
aquella multitud inerte, de penetrar con sus gritos la coraza de su maligna inercia. Sus
palabras eran duras como latigazos, pero se trataba del esfuerzo inútil de alguien que
cree poder mover el mar azotándolo con una vara. Sus ojos distinguieron otra vez
algunas cabezas de entre la multitud; sus miradas albergaban la misma necia
indiferencia que antes, algunos le sonreían con la superioridad del estúpido y uno de
ellos gritó que querían comida decente en lugar de interminables discursos. Otro gritó

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que aquello no era ni la revolución ni la libertad, pues no habían abolido el yugo del
trabajo, y todo el mundo sabia que sólo era libre aquel que no tenía que trabajar. En
ese momento, se oyó una nueva ovación a Crixus y todo el mundo se unió a ella: él,
Crixus, acabaría con aquella situación y los llevaría de regreso a casa. Y cuando otra
voz se alzó con estruendo sobre las demás, afirmando que sólo en Galia y en
Germania había libertad, la plaza entera se fundió por primera vez en un entusiasta
clamor.
Espartaco miró a Crixus que estaba detrás de él. Triste y silencioso como de
costumbre, el hombre melancólico le devolvió la mirada y fue como en los días de la
tienda de Clodio Glaber, o más tarde, antes de separarse en Capua: ambos sabían que
pensaban lo mismo. Hubiese sido mejor que aquel duelo se produjera antes de
abandonar la escuela de Léntulo Batuatus. Uno de ellos habría muerto —quizás él,
Espartaco—, y el otro, Crixus, hubiera sido el único jefe de la horda, hubiera ahogado
en sangre a Italia entera, atacándolo todo, destruyéndolo todo. Tal vez hubiera sido lo
adecuado.
La gente congregada en la plaza clamaba a Crixus con creciente fervor, aunque el
resto de la ciudad permanecía fiel a Espartaco. El jefe de los criados de Fanio dio un
paso al frente, esperando órdenes. La multitud de la plaza no estaba armada, el barrio
celta había sido rodeado y las armas descansaban en un arsenal, junto a la puerta sur.
Leal, silencioso, con el rígido cuello enrojecido, el portavoz de los criados de Fanio
aguardaba órdenes detrás de Espartaco.
Pero Espartaco callaba.
Vaciló sólo durante una fracción de segundo, pese a ser consciente de que el
futuro se decidiría allí y entonces, en aquel preciso momento. Si daba las órdenes que
esperaba el silencioso cuellicorto, el campamento sería testigo de una nueva y
sanguinaria masacre, y él, Espartaco, seguramente vencería, convirtiéndose en el
odiado y temido jefe absoluto de la revolución. Sería el único desvió sangriento e
injusto que los conduciría a la salvación. La otra senda, bondadosa, amistosa,
humana, los llevaría inevitablemente a la ruptura, y por ende, a la perdición.
Era capaz de ver todo esto con absoluta claridad, la situación se desplegaba en su
mente como una cadena de imágenes, pero ya no tenía poder sobre sus acciones, pues
aquella tortuosa lucidez pertenecía a un ámbito distinto al de los sentimientos y, en su
mente, los gritos de los crucificados resonaban con más fuerza que la voz ronca del
abogado Fulvio. La sabiduría y el conocimiento ya no bastaban para inducirlo a dar la
orden. ¿Dónde estaba el enorme y furioso orgullo de unos minutos atrás? Vacío y
hueco, contempló a la clamorosa masa de mil cabezas. La ley de los desvíos
aconsejaba matarlos por su propio bien, pero en su interior, otra ley, nutrida en otra
fuente, le exigía silencio y lo instaba a llamar a Crixus para que trepara al muro con
él. Oyó el ronco clamor del monstruo de mil cabezas y mil extremidades como si
procediera de muy lejos y desde esa misma, enorme distancia contempló a Crixus,
sombrío, tan triste como siempre, de pie en el reborde del muro junto a él.

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Entonces supo con serena lucidez que ya había sucedido lo irrevocable, que se
había producido la división del ejército y la suerte de la revolución estaba echada;
pues por prodigioso que sea el don del conocimiento, tiene poco poder real sobre los
hechos.
Desde la enorme distancia vio alzar la mano al sombrío personaje, hasta hacer
callar a la multitud. ¿Realmente estaba sucediendo aquello? Tenía la impresión de
estar reviviendo una escena del pasado, una escena tan familiar que resultaba
inevitable. ¡Con qué sencillez y franqueza hablaba el hombre sombrío a la multitud!
—El emperador desea que se cumpla vuestro deseo.
Júbilo, entusiasmo general. ¿No era todo mucho más simple y claro en la ruta
directa? Ellos lo deseaban, y su deseo se cumpliría. ¿Acaso actuaban en contra de sus
propios intereses, sepultando a la revolución bajo aquella enorme dicha? Lo hacían,
pero ¿de qué servía saberlo? La lucidez asistía impotente a los hechos, y el sabor de
la sabiduría era rancio y agrio cuando la savia negra del entusiasmo corría por las
venas del monstruo de mil cabezas.
No, uno no podía guiarlo desde fuera ni desde arriba, ni con el orgullo del
clarividente solitario, ni con la astucia de los desvíos, ni con la cruel bondad del
profeta.
El siglo de revoluciones truncadas se había completado. Ya vendrían otros,
recibirían la palabra y la pasarían en la enorme y furiosa carrera de relevos. A través
de los años, entre las sangrientas punzadas de dolor de la revolución, nacería un
tirano una y otra vez, hasta que por fin la clamorosa masa humana comenzara a
pensar con sus mil cabezas, hasta que el conocimiento no debiera ser impuesto desde
fuera, sino que naciera en fatigoso tormento de su propio cuerpo, ganando desde
dentro el poder sobre los hechos.

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12
El fin de la Ciudad del Sol

La reunión de los capitanes acabó pronto. Estaban muy cansados, sobre todo de
palabras. Todo el mundo se alegraba de que la separación se produjera con
tranquilidad. Mientras discutían los detalles de la partida de la Ciudad del Sol, todo el
mundo intentaba adoptar un tono sencillo y amistoso, preocupándose hasta por el más
mínimo detalle, como la construcción de una nueva barraca o el cambio de guardia.
Evitaban alzar la voz, y siempre que era posible, intercambiar miradas. Las palabras
de Espartaco también fueron claras y sencillas, como en los viejos tiempos.
Dijo que la gente había anunciado su deseo y que, por consiguiente, los dirigentes
habían sido relegados de sus responsabilidades. Anunció que los celtas y germanos,
unos treinta mil hombres, habían elegido a Crixus como jefe, y que éste los
conduciría a Galia a través de los Alpes y del río Po. Él, el propio Espartaco, pensaba
permanecer en el campamento unos días más con los tracios, los lucanos y todos los
hombres leales a él, hasta tanto recibieran información fiable de los aliados. Añadió
que entonces se reservaba el derecho a actuar de acuerdo con la naturaleza de esa
información.
La partida de los celtas y germanos se desarrolló con tranquilidad y sin
incidentes. Los hombres que se marchaban estaban de excelente humor, y
propusieron vivas a Crixus y al propio Espartaco. Los dos jefes se despidieron con un
abrazo junto a la puerta norte. Entonces Espartaco dijo en voz baja:
—¿No habría sido mejor que uno de los dos matara al otro, Mirmillo?
Crixus lo miró con petulancia y dijo:
—No habría habido ninguna diferencia.
Luego se marcharon arremolinando el polvo y desaparecieron al norte del
camino. Eran treinta mil hombres, cinco mil mujeres y niños, de modo que la partida
se prolongó varias horas. Los que se quedaban permanecieron en silencio hasta que
se hubo asentado la última nube de polvo, y entonces los embargó una enorme
tristeza. Después continuaron con su trabajo. La tercera parte de la ciudad estaba
desierta, y a las dos terceras partes restantes solo les quedaban unos días.
El período estipulado por Espartaco pasó antes de lo esperado. Un día después de
la partida de los celtas, los notables del consejo de Turio decidieron hablar claro.
En Roma, Lucio Gelio y Gneius Lentulo, miembros de la reaccionaria facción
aristócrata, habían sido elegidos cónsules por aquel año, el número 683 desde la
fundación de la ciudad. Ambos cónsules estaban firmemente decididos a poner fin al
problema de los esclavos en el sur de Italia y el Senado se había apresurado a
concederles atribuciones extraordinarias. Los recientes y muy favorables informes de

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los frentes asiático y español resultaban ventajosos: tanto los nuevos soldados
reclutados como los flamantes mercenarios podrían ser usados en la campaña contra
los esclavos. Dos ejércitos entrenados, integrados por un total de doce legiones
completas, ya habían salido de Roma. Los dos nuevos cónsules tomaron el mando en
persona, algo que sólo había sucedido en contadas situaciones de emergencia en toda
la historia de la República.
Estas noticias, sumadas a la de la destrucción de la flota de emigrantes, habían
contribuido a afianzar la seguridad de los consejeros de Tuno que ya no vacilaron en
hacer saber al príncipe tracio, con suma cortesía, que el consejo lamentaba no poder
garantizar el suministro de pan y trigo al ejército de esclavos. Adujeron que en los
últimos meses la situación mundial había cambiado por completo, Roma había
recuperado su tradicional aunque inmerecida suerte en las batallas, y Tuno se veía
forzada a tener en cuenta las nuevas circunstancias, ya que sus propios almacenes
estaban completamente vacíos.
Casualmente, esto era cierto, ya que el trigo que recibía Turio procedía de Sicilia
y el comercio procedente de allí sufría las consecuencias de los cambios políticos.
Hasta el momento, el gobernador romano de Sicilia, un astuto notable llamado
Verres, convencido de las posibilidades de éxito de la revolución en Roma, había
estado proporcionando trigo a crédito a los romanos, sabiendo que éstos lo llevarían a
Tuno y de ahí iría a parar a manos de Espartaco. Sin embargo, el señor Verres —
inmortalizado por Cicerón como un insigne bribón, asesino y paradigma de la maldad
—, en cuyas manos estaba el destino de la Ciudad del Sol, se había convertido
súbitamente en un adepto al Senado. Como consecuencia, los graneros de Turio
estaban tan vacíos como los de la Ciudad del Sol y el anciano y digno consejero de
ojos saltones, a quien habían vuelto a enviar al frente, dio fe de ello. Luego preguntó
por Enomao, cuya presencia echaba en falta, y a quien describió como un hombre
educado, mientras miraba a Fulvio con sus ojos llenos de venillas rojas. Tras superar
un nuevo acceso de tos, Fulvio murmuró una evasiva. Entonces el anciano consejero
le rogó que presentara sus respetos al príncipe tracio, agradeció su asistencia y se
marchó con pasos algo vacilantes.
Al día siguiente, llegó por fin el rezagado mensajero del ejército español de
emigrantes. En primer lugar, entregó una carta del jefe de los emigrantes, Sertorio, en
la cual aceptaba las condiciones para una alianza contra Roma; pero en segundo
lugar, comunicó la noticia de la muerte de Sertorio, acaecida la noche después de que
éste escribiera la carta. Desde el comienzo, la discordia había reinado en el
campamento de refugiados. Se habían escindido en grupos, constituyéndose en una
copia fiel del Senado romano, sin olvidar ni aprender nada. Un tiempo antes, un
oscuro individuo llamado Perpena había aparecido entre ellos, criticando la forma
moderada en que Sertorio conducía la guerra, pues ninguna de las medidas del
general satisfacía su fervor revolucionario. Por fin su voz había sembrado la semilla
de la desconfianza.

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Decía que el jefe se pasaba la vida en banquetes y que dilapidaba tiempo y dinero
por igual. Curiosamente, el propio Perpena disfrutaba de amplios medios económicos
de origen desconocido, que derrochaba generosamente en su búsqueda de adeptos.
Cuando por fin Sertorio lo acusó personalmente de ser un provocador pagado por el
Senado romano, Perpena y sus amigos decidieron actuar. Organizaron un banquete en
honor al general, y cuando los invitados estaban mareados por el vino, iniciaron una
disputa planeada de antemano. Sertorio se recostó en su sofá, disgustado, y cerró los
ojos. Ya no los abriría jamás, pues más de cien dagas laceraron su carne, mientras
Marco Antonio, su vecino en la mesa, le sostenía los brazos y las piernas. Ahora la
caída del ejército de los emigrantes y el triunfo de Pompeyo eran inminentes.
La oposición demócrata a Roma había sido vencida por la incapacidad de sus
dirigentes, y los refugiados se habían destruido entre si con sus disputas internas.
Una vez más, como tantas otras en el pasado, el decrépito régimen, que había
sobrevivido más allá de su tiempo, no debía su triunfo a su propia fuerza, sino a la
debilidad de su adversario. ¿Y cuántas veces más en el curso de los siglos se repetiría
aquella penosa situación?
Fue Fulvio, el cronista y abogado, quien planteó esta última pregunta, aunque más
para si que para Espartaco, que, sentado frente a él en la tienda de la enseña púrpura,
no parecía impresionado por aquellas noticias devastadoras. Incluso lucía su amable
sonrisa, como en los primeros días de la horda, aunque tal vez aquella hilaridad
procediera de fuentes más lejanas, como esos arroyuelos asombrosamente claros que
brotaban de la presión y el sudor de la piedra en las montañas.
Esta vez la conversación se desarrollaba a la luz del sol, que resplandecía fuera de
la tienda. Fulvio se sentía acongojado, su tos seca lo irritaba tanto como el
reumatismo que había pillado aquella lluviosa noche ante la ciudad de Capua. Volvió
a preguntarse cuántas veces más se repetiría aquella penosa situación a lo largo de los
siglos.
Pero el hombre de la piel seguía sentado ante él, con las piernas abiertas, como
los leñadores de las montañas y sonreía. ¿Qué razón había para sonreír, cuando todo
había acabado y los fantasmas del pasado celebraban su regreso al alma de los débiles
y desesperados?
—¿Y qué piensas hacer ahora? —le preguntó al emperador en tono seco y hostil.
Entonces el emperador sonrió con expresión amistosa, distraída, aliviada.
—Volveremos a casa —dijo con el tono ligeramente perplejo con que uno
comunica aquello que ha sabido y decidido tiempo atrás.
Una furiosa actividad volvió a apoderarse de la ciudad de los esclavos. Fue como
si después de una larga y mortecina calma, una brisa empujara la vela de un barco,
haciendo crujir los mástiles y surcando una vez más la espuma con la quilla.
Rebosantes de alegría y entusiasmo, habían arrastrado los maderos desde las
montañas, habían construido cobertizos y barracas, habían fundado una ciudad; y
ahora, con el mismo entusiasmo, atacaban los edificios con hachas y sierras,

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derribaban los muros que habían erigido con tanto afán, devastaban su propio hogar.
Las calles rectas y uniformes se cubrieron de escombros y basura, mientras los
hombres cargaban todos los objetos aprovechables en carros, vaciaban los graneros y
arrancaban los postes de las tiendas del resistente suelo. El barrio celta, que llevaba
varios días desierto, había dejado de ser un recuerdo doloroso para convertirse en un
instructivo ejemplo. Destruyeron la ciudad con el mismo alboroto de martillos, con la
misma energía jubilosa con que la habían construido.
Espartaco se paseó por el campamento, contempló las ruinas, rió, alentó a los
tracios en su alegre tarea e incluso contribuyó personalmente en la destrucción de los
comedores colectivos. Otra vez lo amaban entrañablemente. Volvía a ser el risueño
camarada, el compañero de los viejos tiempos, el elegido hombre de la piel.
El brillo hostil de sus ojos había desaparecido, por las noches bebía alegremente
de la cuerna de vino y volvía a dormir con su mujer, la delgada joven morena a quien
tenía abandonada desde hacia tiempo. Se había liberado de un duro peso; ya no
necesitaba guiar a los ciegos, ni tomar oscuros desvíos. Incluso el recuerdo del joven
Enomao, víctima de su tímida rectitud, se había desvanecido, y el alma del emperador
estaba llena de un dulce y dichoso vacío.
Todo el mundo esperaba con impaciencia el viaje a casa. En las montañas reinaría
el verdadero Estado del Sol. En las montañas había sitio para los lucanos, para los
negros, para todo el que quisiera unirse a ellos. Aquella ciudad, con sus rectas calles
entrecruzadas y sus leyes severas e inflexibles, había sido pálida y débil. Los aliados
no habían llegado, los hermanos italianos no habían respondido a su llamada, la era
de Saturno no había despuntado. Tal vez aquella época fuera demasiado vieja o
demasiado joven, sus frutos demasiado maduros o demasiado verdes… ¿A quién le
importaba, y quién quería llenarse la cabeza con eso?
Estaban muy contentos. La víspera de la partida, en el campamento reinaba el
mismo humor festivo del día en que habían llegado. Los talleres, los graneros, los
comedores ardían en colosales y resplandecientes llamas en la llanura, como
antorchas de despedida.
La víspera de la partida, el hombre de la cabeza ovalada estaba sentado en un
rincón de la tienda, leyendo una página de pergamino que sostenía sobre la rodilla,
bajo una lámpara de aceite. Sus labios se movían con fervor, mientras murmuraba
algunos pasajes en un furioso cántico acompañado de frenéticos movimientos de
torso y otros con sacudidas de cabeza y palmas reprobadoramente vueltas hacia
arriba. Leía con el cuerpo entero. Así lo encontró Hermios, el pastor, cuando acudió a
hacerle una visita.
—¿Qué diablos haces? —le preguntó atónito.
—Estoy discutiendo con Dios —respondió el anciano.
—¿Pero eso está permitido?
—Depende —dijo el anciano—. Mi Dios exige que discutamos con él, lo
necesita. De lo contrario se siente incómodo consigo mismo y con la humanidad. Por

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tanto, nos provoca con todo tipo de picardías.
—¿Qué picardías? —preguntó Hermios con interés.
El pastor había ido allí en busca de consuelo, pues le entristecía mucho tener que
dejar la Ciudad del Sol. Sin embargo, ahora había olvidado su pesar y quería saber
con qué tipo de picardías provocaba a los mortales el Dios polemista del hombre de la
cabeza ovalada.
—Está escrito —comenzó el anciano— que en una ocasión, muchos hombres
llegaron desde el este hasta un valle entre dos ríos y se quedaron allí con la intención
de construir una ciudad.
—¿Dónde estaba ese valle? —preguntó Hermios, que se había sentado en el suelo
y lo escuchaba respetuosamente.
—Bastante lejos de aquí —respondió el anciano—, entre el mar y las altas
montañas; pero no debes sorprenderte, porque hay valles por todas partes, entre el
mar y las montañas. Sin embargo, la gente se decía: construyamos una ciudad distinta
a cualquiera que haya existido, para no andar miserablemente diseminados por el
mundo. Entonces derribaron árboles, y los hicieron arrastrar al valle por los búfalos,
usaron piedras como ladrillos y barro como argamasa, y su ciudad creció. Pero la
gente no estaba satisfecha y decía: construyamos una torre distinta a cualquiera que
haya existido, para que todos podamos contemplarla en lugar de andar
miserablemente diseminados por el mundo.
—¿Una torre? —preguntó Hermios, decepcionado—. Yo no sé nada de una torre.
—Eso tampoco debería sorprenderte —dijo el anciano—, pues los mortales
construimos muchas clases de torres, unas de ladrillo y otras no. Pero arriba de todo
está sentado Dios, y ve elevarse esas torres hasta su propio reino celestial, que él
desea mantener apartado del hombre, igual que cierto árbol en cierto jardín. Sin
embargo, los humanos construyen sus torres para demostrar su superioridad frente a
las demás criaturas vivientes, en honor a su creador, y también para molestarlo. Y
Dios los mira construir, furioso y halagado a la vez, y se pregunta con qué clase de
picardía provocarlos. Entonces repara en que todos hablan la misma lengua y se
entienden entre si, como es natural entre criaturas con el mismo propósito y de la
misma condición, y se pregunta: «¿Adónde los conducirá todo esto? Estos hombres
se entienden entre si demasiado bien y construyen su torre demasiado alta. Si esto es
sólo el principio… ¿cuál será el fin? Tal vez logren alcanzar su objetivo y
permanezcan en paz, lo que violaría groseramente las leyes de mi juego con los
humanos. De modo que bajaré entre ellos para provocarlos con una picardía,
confundiré su lengua para que sólo puedan pronunciar tartamudeos, balbuceos
furiosos o gritos y no puedan entenderse unos a otros. Así abandonarán la torre y
vivirán diseminados por todo el mundo».
—Es un relato horrible —dijo Hermios mostrando sus dientes amarillos con una
sonrisa.
—Todos los relatos son horribles —asintió el hombre de la cabeza ovalada con

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aire ausente—. Los relatos comienzan, pero nunca terminan. Hay uno sobre una
manzana que sólo se comió a medias, otro sobre una escalera a lo alto de la cual sólo
un hombre estuvo a punto de llegar, pero se dislocó el hueso de la cadera y cojeó toda
su vida; también está el de la torre construida sólo a medias, erosionada por el viento
y la lluvia.
Hermios seguía sentado y triste.
—¿Por eso estabas discutiendo con Dios cuando he llegado? —le preguntó al
anciano después de un momento.
—Lo has adivinado —respondió el anciano—. ¿A quién más podría reprocharle
el fracaso de la hermosa torre? ¿Quizás a la lluvia, o a la noche, o al siroco que mece
una enseña púrpura a un lado y otro del mástil?

El campamento estaba del mismo humor festivo del primer día. Los talleres, los
graneros y los comedores ardían en colosales, resplandecientes llamaradas, como
antorchas de despedida. Hasta el propio Consejo de Turio contribuyó amablemente
con la celebración, enviándoles veinte barriles de añejo falerno como regalo de
despedida. De modo que varios centenares de hombres acudieron a la magnánima
ciudad a media noche en una visita de agradecimiento. Sin excesivo sigilo saquearon,
robaron y violaron con moderación. Los ciudadanos de Timo debían estar
agradecidos de haber salido tan bien librados. Espartaco fingió no saber, ver ni oír
nada.
A la mañana siguiente partieron.
Aún eran cuarenta mil. Treinta mil se habían marchado con Crixus y el resto se
diseminaría por el mundo.
Tras ellos aún brillaban las brasas de la Ciudad del Sol.

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13
El deseo de permanecer

La mañana después de la partida del ejército de esclavos, Hegio, un ciudadano de


Tuno, salió a la azotea de su casa. La resplandeciente corona del disco solar acababa
de elevarse sobre el mar y las aguas continuaban exhalando los aromas frescos y
cristalinos de algas y estrellas. Sin embargo, sería un día caluroso, un día como otro
cualquiera.
Los gallos comenzaban a entonar sus discordantes cantos y la gran ciudad de
blancas columnas despertaba de su serena quietud matinal. Los primeros pastores
conducían a sus cabras a través de las sinuosas callejuelas, entre los muros de piedra,
mientras tocaban sus agudas flautas. A lo lejos, los blancos rebaños de búfalos
pastaban en los campos al pie de la montaña, y olfateaban, con las cabezas tiesas y
erguidas, el olor a quemado procedente de la desierta ciudad de los esclavos. Desde la
azotea de Hegio se divisaba toda la zona amurallada, las rectas calles muertas y los
restos humeantes de los talleres y comedores de la ciudad que había albergado a cien
mil habitantes. «Pronto las murallas comenzarán a desmoronarse, poco a poco las
cubrirá el polvo seco y caliente. Entonces los hijos de los ciudadanos de Turio se
acercarán a aquel reducto encantado con corazones palpitantes, cruzarán
desvergonzadamente sus murallas y jugarán a ladrones y soldados en las calles
desiertas. El polvo se asentará sobre las ruinas, la lluvia lo regará, convirtiéndolo en
arcilla, y los hombres del futuro labrarán la tierra con arados y búfalos, igual que lo
hacen ahora sobre el suelo que sepulta a Sibaris. Y tal vez algún día, hombres
eruditos e historiadores recordarán la leyenda de la extraña Ciudad del Sol, cuyos
cimientos reposan sobre las más antiguas leyendas, cavarán un túnel en el reino del
pasado y encontrarán una cadena rota, la insignia del ejército de esclavos, o el plato
de barro de mi sirviente Publibor».
Hegio esbozó una sonrisa propia de un niño o un anciano, suspiró y echó un
último vistazo a la ciudad muerta. Tenía hambre y lo acosaba un sentimiento de
culpabilidad por no haber cumplido con su deber conyugal desde la noche anterior a
la llegada del príncipe tracio. Por fin se decidió a bajar la escaleras de hierro,
despertar a la matrona y exigir su desayuno, pero de repente su vista se detuvo sobre
un joven inmóvil y de aspecto desdichado, que lo miraba desde la sombra todavía
pálida del muro de enfrente: era Publibor, su esclavo. Hegio se sintió complacido más
que asombrado, aunque también algo inquieto por la reacción que tendría la matrona
al enterarse del regreso del esclavo. Como buena romana se tomaba las cosas muy en
serio y no tenía el menor sentido del humor. Sería mejor que hablara con ella a solas,
durante el desayuno.

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Le hizo señas al muchacho de que aguardara fuera con el aire furtivo de un
conspirador. El joven no respondió, se limitó a asentir tímidamente con la cabeza y
permaneció inmóvil a la sombra del muro.

Aún seguía allí cuando Hegio salió media hora después y le pidió alegremente
que lo acompañara en su acostumbrado paseo matinal al río Crathis. Luego soltó al
perro de su correa, y el animal saltó y ladró alrededor del joven, que parecía
igualmente feliz de verlo y le acarició la cabeza con expresión grave. Hegio les
dedicó una mirada divertida, resignada y ligeramente disgustada:
—¿Y bien? —le dijo al esclavo—, ¿sigues deseando mi muerte? —El joven le
devolvió la mirada con seriedad, meditó y negó con la cabeza muy despacio—. Veo
que no has aprendido nada —dijo Hegio—. Hubiera sido más conveniente que dijeras
que sí.
Casi parecía enfadado porque Publibor hubiera dejado de desearle la muerte. Se
alejaron de la ciudad en silencio, Hegio al frente, el esclavo unos pasos atrás y el
perro corriendo de un sitio a otro.
—Por cierto —dijo Hegio después de un momento y giró la cabeza sin reducir la
marcha—, la matrona insiste en castigarte antes de perdonarte. Supongo que el
procedimiento será más simbólico que doloroso. Como comprenderás, tiene derecho
a hacerlo.
Publibor no respondió ni tampoco redujo la marcha. Mantuvo la mirada fija en los
guijarros del camino, mientras un suave rubor encendía sus mejillas. Continuaron
andando en silencio.
Cuando llegaron junto al río Crathis, Hegio se tendió sobre la hierba y comenzó a
hablar otra vez:
—Tal vez haya cometido una injusticia contigo. Yo también habría actuado de
forma más conveniente si te hubiera concedido la libertad ahora que vuelves
decepcionado porque han traicionado tus esperanzas. En realidad habría sido una
solución maravillosa, un gesto filosófico de moral piadosa. Ah, bueno, uno siempre
espera que los demás actúen de la forma más conveniente.
Contemplaron en silencio a las cabras pastando junto a las murallas de la ciudad
desierta y oyeron el distante tintineo de sus esquilas. Las siluetas de las montañas,
imponentes y ligeramente serradas, cercaban el horizonte.
—En lo que respecta a tu regreso —continuó Hegio—, comprendo bien tus
razones. Yo también albergo en mi interior esas dos energías opuestas: el deseo de
permanecer y el deseo de partir. También podríamos llamarlos el deseo de destruir y
el deseo de preservar. Tanto si miras fuera como dentro de ti, encontrarás únicamente
esos dos deseos, y su lucha es eterna, pues cada victoria de uno sobre otro no es mas
que una falsa conquista temporaria, así como el cambio de la vida a la muerte
encierra un círculo vicioso y sólo es definitivo en apariencia. Aquel que se marcha
permanece atado a sus recuerdos, mientras que aquel que se queda se abandona a

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dolorosas añoranzas, y a través de los años innumerables hombres y mujeres se han
arrastrado lamentándose sobre ruinas.
—Decían que la época no estaba madura —respondió el joven sin quitar los ojos
de las murallas de la ciudad desierta—, que era demasiado pronto o demasiado tarde.
—Eso también es verdad —dijo Hegio con su sonrisa de niño y de viejo—. Para
vuestra desgracia, habéis nacido en un mundo que no puede vivir ni morir. Desde
hace mucho tiempo, todo lo que ha brotado de este mundo ha sido inútil y yermo;
pero las fuerzas de la perseverancia son tenaces. Si le preguntas a la matrona, verás
qué ideas tan poco halagadoras tiene de mi fuerza y poder. Ella también me considera
demasiado viejo para producir y demasiado joven para morir, de modo que, mi pobre
Publibor, aún tendrás que soportarme un tiempo… Aunque ya no pareces desear mi
muerte.
La mano de Hegio, que había estado apoyada en actitud reconfortante sobre el
hombro del joven, comenzó a deslizarse por su cuerpo, mientras su mirada risueña,
resignada y ligeramente disgustada no se apartaba de la del esclavo. Publibor,
asombrado y apático, se prestó al juego.
—Ya ves —murmuró Hegio tras una pausa—, ésta es otra solución y una forma
de disfrutar el uno del otro. Si quieres, puedes considerarlo como un símbolo, pues
teniendo en cuenta lo que ambos somos y representamos, es lo mejor que podemos
hacer.

El sol brillaba en el cenit del cielo y los olivos ya no ofrecían su sombra. El perro,
que reposaba sobre la hierba con temblorosos flancos y la lengua colgando entre los
dientes, giró la cabeza y los miró con sus ojos vidriosos.

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LIBRO CUARTO

LA DECADENCIA INTERLUDIO

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Los delfines

El escriba Quinto Apronius entra al vestíbulo de los baños de vapor de excelente


humor.
Dentro de unos meses cumplirá veinte años como funcionario y el juez del
Mercado, su superior, le ha prometido tomarlo como su protegido oficial. Apronius,
cuyas manos se están volviendo un poco torpes, ya no tendrá que redactar actas, sino
que se paseará dignamente por las calles, con la túnica recogida, como miembro del
séquito del juez del Mercado. Supervisará el trabajo de sus antiguos colegas, vigilará
con rigor que todo se haga como es debido y será invitado a las fiestas familiares en
casa de su patrón y protector. Además, tiene razones para pensar que los «Adoradores
de Diana y Antinoo» lo elegirán presidente, tras tantos años a cargo de la secretaría.
En el paseo cubierto de entrada a los baños, se oye el acostumbrado alboroto,
aunque el sedicioso agitador y abogado Fulvio no aparece por allí desde hace tiempo.
La gente dice que se ha unido a los ladrones, y que ahora se dedica a asesinar,
saquear templos y violar vírgenes. Apronius ya había reparado en la expresión cruel y
lasciva de su rostro tiempo atrás. Sin embargo, falta poco para que el destino les dé su
merecido a él y a sus cómplices, pues se dice que los bandidos han abandonado su
absurda ciudad y se dirigen al sur, donde pronto encontrarán su fin.
Apronius entra alegremente en la Sala de los Delfines, donde reconoce de
inmediato al empresario Rufo y al contratista de juegos Léntulo, enfrascados en un
diálogo meditabundo y digestivo. Cuando Apronius se sienta en su asiento habitual,
los caballeros lo saludan con parquedad e indiferencia. Sin embargo, el humor del
escriba es demasiado bueno para dejarse amilanar por esto, sus funciones físicas están
en plena forma otra vez, y pronto, muy pronto, no necesitará mendigar entradas
gratuitas a nadie, por el contrario, ellos considerarán un honor pasar las horas de la
siesta en compañía del presidente honorario de una reputada cofradía y protegido del
juez del Mercado. Inicia una animada conversación con unas reflexiones generales
sobre la expiación y el terrible castigo que pronto recibirán los desvergonzados
rebeldes, pero le sorprende comprobar que sus comentarios no reciben la respuesta
esperada. El empresario, envuelto en su elegante bata —una réplica exacta de la cual
se mandó hacer Apronius pocos meses antes—, se encoge de hombros y hace una
mueca de disgusto.
—¿De qué te alegras? —le pregunta Rufo—. ¿Acaso piensas que las cosas te irán
mejor cuando hayan matado a esa gente? Espera y verás. Cuando todo esto acabe, la
situación será más crítica que nunca. El fisco tiene menos fondos que nunca, el precio
del trigo sube de forma constante sin que nadie sepa a qué altura llegará, y en Roma
parece haber una confusión general. Hace poco tiempo, el tribuno del pueblo Licinio
Macer pronunció un discurso invitando abiertamente a la gente a no cumplir con el

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servicio militar que exige el Estado. Si el Senado logra sofocar la rebelión, será sólo
gracias a que el enemigo les hizo el favor de pelearse entre sí en el momento
oportuno, un fenómeno aparentemente habitual en todas las revoluciones, que en él
parecen encontrar un infalible antídoto. Pero ésa no es una razón para que te hagas
ilusiones sobre el futuro.
El escriba Apronius se pregunta qué le ha ocurrido al empresario y a su
encantador ingenio, ¿por qué se muestra tan malicioso de repente? Pero no está
dispuesto a permitir que nadie empañe su dicha y atribuye el pesimismo del
empresario a sus esfuerzos evacuativos, sin duda infructuosos. Por consiguiente,
señala con tono conciliador que los dos cónsules que dirigen personalmente la
campaña demostrarán que aún quedan hombres en Roma, restituyendo la confianza
del pueblo.
Pero el empresario Rufo se limita a responder con una piadosa sonrisa, mientras
el contratista de juegos mira fijamente al vacío con expresión lúgubre. Hasta hace
poco tiempo, ambos contaban con la victoria de los aliados de Espartaco, los
emigrantes de España, y habían especulado con la correspondiente baja en el precio
del trigo, de modo que la actitud triunfalista del respetable escriba con su filosofía
digestiva los está poniendo más nerviosos que nunca.
—¿Hombres? ¿En Roma? —dice Rufo.
Y luego, para molestar al enjuto escriba añade con tono belicoso que tal vez
Espartaco sea un hombre, pero que los señores de Roma gobiernan su imperio
heredado al estilo del legendario jinete, que, cuando alguien le preguntó por qué
estaba tan descontrolado respondió: «No me lo preguntéis a mí, sino al caballo». Pues
desde el momento en que el famoso ejército había sido reemplazado por fuerzas
mercenarias, el verdadero poder había pasado de las manos del Estado a las de los
generales.
Era inminente una nueva dictadura militar, tal vez incluso la restauración de la
monarquía; y el cadáver viviente de la república exhalaría su último suspiro con
voluptuoso alivio cuando un puño de acero le apretara el cuello… ¿Y luego qué?
—Mira a tu alrededor, mi estimado amigo —exclama el rollizo empresario con
tono profético desde su trono de delfines—. Abre los ojos y mira a tu alrededor. Las
bases de la economía y las posibilidades de prosperidad individual se debilitan y
reducen día a día, y ya ni siquiera se producen niños. El barrio de la Suburra está
lleno de encantadoras de niños, mujeres del pueblo que atraviesan al feto dentro del
útero con agujas de tejer, y las tarifas de las comadronas por aborto son el doble de
caras que por un parto. La raza de la loba agoniza, amigo mío, y podría sucederle la
de los chacales…
Rufo, lleno de amargo pesar, ha levantado la voz y varias personas lo miran desde
los asientos cercanos. Quinto Apronius se incorpora y se apresura a marcharse.
No quiere que le estropeen su buen humor, y en tiempos como estos no es
aconsejable ser visto en compañía de gente con ideas abiertamente sediciosas.

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De camino a casa por el barrio de Oscia, recuerda una vez más las palabras del
empresario. ¿No había manifestado su simpatía hacia los enemigos de la República,
no había proclamado que el fugitivo gladiador y revolucionario era el único hombre
de Roma? Apronius se pregunta si no será su deber, como futuro presidente de una
cofradía, mencionar el asunto al juez del Mercado. Es hora de poner fin a las intrigas
de individuos con dudosos antecedentes, que incitan a los ciudadanos honestos a
enfrentarse con la autoridad, sin siquiera ofrecerles a cambio una entrada gratuita; es
hora de restablecer la ley y el orden.

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1
La batalla junto al Gárgano

En aquella época Marco Catón teñía veintitrés años. En su niñez había crecido
demasiado aprisa, y ahora su cuerpo larguirucho parecía incapaz de amoldarse a las
proporciones de un hombre maduro. Nunca se lo veía sin un libro o un manuscrito
bajo el brazo y sus labios se movían de forma constante, incluso cuando estaba solo.
Se había presentado voluntario a la campaña del cónsul Gelio, los soldados se
reían de él y temían las monótonas conferencias que les obligaba a escuchar. Sabían
que, al igual que el rey Rómulo, no usaba ropa interior, no se acostaba con mujeres ni
con hombres e intentaba imitar la vida puritana de su tatarabuelo el viejo Catón. Se
burlaban de él, pero en el fondo de sus corazones, aquel joven fanático los inquietaba.
Una vez un gracioso lo había llamado «Catón el Joven» con burlona devoción, y el
apodo le había quedado para siempre.
El hermano mayor de Catón, el capitán Cepión, también participaba en la
campaña y era la mano derecha del cónsul. Cepión, un hombre viril y guapo, mimado
por las damas romanas, se sentía defraudado por su patético hermano. Pensaba que
Catón debería haber sido capitán mucho tiempo antes, ocupando el lugar que le
correspondía como digno descendiente de una antigua familia aristócrata; pero el
joven, que insistía en emplear su tiempo como un ciudadano vulgar, había declinado
un ascenso en la legión de su mundano hermano, a quien evitaba y trataba con
desdén.
—Se comporta como un tonto —le dijo Cepión con desesperación al cónsul
Gelio.
El cónsul sonrió, pues el joven puritano era digno de interés.
—Tu hermano es un joven notable —dijo—. Es probable que funde otra secta
estoica, cometa un asesinato político o realice algún otro hecho absurdo y fervoroso,
que, según las circunstancias, será considerado como una travesura de colegial o
como un acto heroico.
—Tal vez aún esté a tiempo de cambiar —dijo Cepión.
—Él no, te lo aseguro —respondió el cónsul—, conozco a los de su clase. Seguirá
siendo un adolescente toda su vida. El joven Graco estaba cortado por el mismo
patrón. La evolución humana parece atravesar períodos en que los actos históricos se
reservan a la tipología de adolescentes eternos. No es culpa suya, sino de la historia, y
mucho me temo, amigo, que volvemos a vivir en uno de esos períodos inmaduros,
precipitados.
El cónsul Lucio Gelio Publicola sentía debilidad por las reflexiones filosóficas.
Le gustaba citar a su amigo, el escritor Varrón, que sostenía que no había nada

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como una auténtica disputa filosófica y que una contienda estoica superaba al mejor
combate en la arena. Unos años atrás, Gelio, por entonces gobernador de Grecia,
había representado una farsa que había impresionado a toda Roma, y a él mismo más
que a nadie. Había convocado a Atenas a los representantes de tendencias filosóficas
opuestas, los había encerrado en una sala y les había exigido que llegaran a una
definición unánime de la «verdad». Él mismo se atribuyó el papel de moderador del
debate y advirtió que no dejaría salir a nadie hasta que llegaran a una conclusión. Sin
embargo, el acto tuvo consecuencias desastrosas, la guardia armada del gobernador
tuvo que intervenir por la fuerza y Gelio se vio obligado a abrir las puertas antes de
que se descubriera el sentido de la «verdad», para evitar un derramamiento de sangre.
A pesar de todo, Gelio consideraba el incidente como un triunfo pedagógico, pues los
filósofos de Atenas demostraron una unanimidad maldita en la historia enviando una
petición conjunta al Senado de Roma exigiendo su destitución. Ático, que entonces se
encontraba en Atenas, envió un informe cabal del incidente a Cicerón, y Gelio ganó
una popularidad que resultaría decisiva en su elección como cónsul.

Al norte de Apulia, junto al río Gárgano, la vanguardia romana se encontró con


Crixus y sus treinta mil celtas y germanos. Los ejércitos hostiles ocupaban dos
colinas enfrentadas sobre la ribera norte del río.
Los dos cónsules romanos se habían separado con sus ejércitos, en parte por
razones estratégicas y en parte porque no se tenían demasiado aprecio y ambos
pretendían atribuirse el mérito de la victoria. Gelio había avanzado para encontrarse
con el enemigo en Apulia, mientras su colega Gneius Léntulo debía proteger el norte
de Italia contra una posible masacre del ejército de esclavos. No era precisamente un
acuerdo lógico, pero hacía tiempo que el Senado temía interferir con sus generales, y
dado que en esta ocasión los propios cónsules actuaban como tales, era como si los
hubieran sitiado desde el interior.
La primera noche junto al río Gárgano pasó tranquilamente. Los romanos
fortificaron su castra, los celtas construyeron una barricada alrededor de la colina con
el clásico sistema de carros. Un explorador romano observó el proceso desde un
punto oculto e informó al capitán Cepión, quien a su vez pasó el parte al cónsul.
—-No son un ejército, sino un grupo de viajeros —le dijo el capitán Cepión,
atónito, al cónsul—. Mujeres, niños, caballos, bueyes, ganado, asnos. Están usando
los carros y toda la madera que llevan consigo para construir una barricada alrededor
de la colina, y están reforzando esta muralla de basura con todo tipo de objetos,
incluidos sacos de cereales y ganado vivo.
—Es espantoso —dijo el cónsul—. Esta gente le da a la guerra un cariz
doméstico, personal. Ganemos o perdamos, seremos humillados.
—Podríamos intentar prender fuego a sus barricadas —sugirió Cepión—, pues
rodea todo el campamento. En el interior, los pastos están secos y podríamos asar
vivos al menos a la mitad de los hombres.

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—¿Y esa idea te atrae? —preguntó Gelio—. Por todos los dioses, no me
respondas «la guerra es la guerra» o algo por el estilo.
—La guerra me atrae tanto como a ti —respondió Cepión encogiéndose de
hombros—, aunque no creo que la que libramos contra Mitrídates sea más refinada.
Él ha hecho envenenar los pozos de agua.
—Pero al menos envenena con estilo —respondió el cónsul.
Sabía que sus comentarios ingeniosos, tan poco apropiados en un militar,
enfurecían al capitán Cepión, pero no podía ordenar que prendieran fuego al
campamento del enemigo. La sola idea del olor a carne quemada le provocaba
náuseas.
Sin embargo, el guardia que aguardaba junto a la puerta le facilitó la decisión
anunciando la visita del capitán Roscio de la tercera legión. Roscio entró de
inmediato, se cuadró con gesto sombrío y saludó con grave énfasis. El capitán
Roscio, un veterano del tiempo de Sila, invariablemente trataba al cónsul con
solemne formalidad militar, tal vez como una forma de protesta contra el
despreocupado aire mundano de Gelio. Gelio adivinó por la sonrisa que se asomaba
entre sus imponentes bigotes que el capitán traía malas noticias.
Un delegado del enemigo había acudido a parlamentar con el capitán y había
sugerido, en nombre de su general, que se fijara día y hora del combate, según
marcaba la tradición germana y celta. Además —y aquí el capitán tuvo que hacer
grandes esfuerzos para contener la risa—, el jefe militar enemigo, el gladiador
Crixus, proponía un duelo entre él y el jefe militar romano Lucio Gelio Publicola,
otra costumbre celta y germana. El capitán Roscio esperaba instrucciones para
responder a estas sugerencias.
El joven Cepión se ruborizó de vergüenza y furia, y tanto el capitán Roscio como
el cónsul sonrieron. Por una fracción de segundo, Gelio sintió la tentación de aceptar
el duelo, aunque sólo fuera para fastidiar a Roscio y agravar hasta un punto
intolerable la herida provocada por aquella humillante guerra contra esclavos y
gladiadores. ¿O acaso de ese modo la humillación desaparecería? Vaya tema para sus
amigos filósofos de Atenas. Sin embargo, la calma y la razón se impusieron, y
decidió que era absolutamente imposible tratar a la historia como si fuera la arena de
un circo.
Miró con expresión amistosa a los parpadeantes ojos del veterano capitán Roscio,
ordenó que el mensajero fuera colgado sin innecesaria crueldad y lo despidió con un
gesto. Roscio saludó con elegancia y se apresuró a salir de la tienda. Entonces Gelio
se volvió hacia el capitán Cepión y le dio la orden de atacar al enemigo desde cinco
puntos simultáneamente poco antes del amanecer. Cepión no se atrevió a volver a
mencionar el recurso del fuego.
Crixus inspeccionaba el campamento. Paseaba pesadamente su grueso cuerpo
cubierto de armadura de un grupo a otro, melancólico y silencioso. Sin embargo,
inspiraba confianza. Cuando se aproximaba a sus hombres, éstos lo saludaban con

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amistosas y jugosas blasfemias, pero él nunca respondía; se limitaba a desmoronar de
una patada una estructura débil de la barricada, esperaba a que la reparasen y
continuaba su camino.
Su plan era sencillo: intentaba dejar el ataque a los romanos, permitir que se
rompieran las cabezas rapadas contra su campamento, y después de un segundo o
tercer ataque frustrado, los sitiados saldrían de sus escondites desde seis puntos
distintos a la vez y los derribarían. Luego, en cuanto hubieran acabado con ellos,
continuarían el camino hacia el norte, rumbo a su tierra natal.
La marcha hacia el norte, hacia la tierra natal. ¿Cuál era el destino final? Crixus
no hacía preguntas. Hacia el norte estaba el río Po, tras él la Galia cisalpina, Liguria,
el país de Lepontia y más allá las montañas. Aquellas montañas eran muy altas, las
avalanchas se precipitaban sobre ellas y la templada nieve de verano las cubría,
mientras dioses y demonios corrían carreras a su alrededor, montados en ráfagas de
viento. Las cumbres eran zonas silenciosas, pero más allá de todo eso, más allá del
umbral del cielo, comenzaba el reino del recuerdo. Pero ¿era un recuerdo real o la
simple añoranza por una leyenda soñada? Crixus no hacia preguntas. Procesiones de
druidas y sacerdotisas descalzas, vestidas con largas túnicas blancas, marchaban en
silencio por las calles de Galia y Bretaña. En su cuádriga plateada, rodeada de un
resplandeciente séquito —cazadores con tríos de perros, grupos de poetas errantes—,
el rey del año cabalgaba por sus dominios, obsequiando oro a su paso. Los caballeros
con collares de plata e impresionantes bigotes celebraban banquetes en largas mesas,
y entre plato y plato, empuñando espadas y escudos con mortal seriedad, se
disputaban el lomo, la porción más grande del cerdo, premio al más valiente. Y
cuando por fin la copa del caballero se vaciaba y no quedaban monedas en su bolsa,
ofrecía su vida a cambio de cinco barriles de vino, invitaba a beber a sus amigos y se
tendía sobre el escudo a esperar plácidamente su propia muerte en manos de su
acreedor.
¿Realmente existía aquella tierra al otro lado del Po, al otro lado del umbral
nevado del cielo? Crixus no hacía preguntas. Se dirigían hacia el norte, hacia el
nebuloso reino del pasado. Volvían a casa y dejaban atrás el Vesubio, el Estado del
Sol, el desventurado y truncado futuro. Frente a ellos estaba el pasado, su tierra natal,
la bruma primigenia que los había concebido. ¿Podían tener alguna duda en el
momento de elegir? No se hacían preguntas. Seguían el norte que los convocaba de
nuevo a sus orígenes para completar la oscura rotación.
Hacia la mañana, poco después del primer ataque de los romanos, Crixus volvió a
soñar con Alejandría. Se había quedado dormido detrás de una sección endeble de la
barricada y soñaba con una mujer que cantaba mientras compartían el lecho; nunca
había conocido una criatura semejante. Escuchó con atención para ver si el canto era
suave o furioso y recordó que ya había tenido ese sueño antes, en el Vesubio, en la
tienda del pretor Clodio Glaber. Poco después se despertó, pero en sus ojos tristes ya
no quedaban vestigios del sueño. Pateó la sección defectuosa de la barricada, esperó a

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que la repararan y continuó con su ronda, cubierto con su armadura de hierro,
melancólico y silencioso.

Los romanos atacaron poco después del amanecer. No era tarea fácil correr colina
arriba para atacar una fortificación, encontrarse con una lluvia de flechas y jabalinas
y con el funesto silencio que acechaba tras las barricadas. El ataque se llevó a cabo
con corrección: las dos legiones atacantes perdieron a la mitad de sus hombres,
esperaron que la trompeta llamara a retirada y volvieron corriendo colina abajo en el
más absoluto orden.
Cepión y el cónsul Gelio observaban la batalla desde un monte cercano. Cepión
palideció al ver a los soldados precipitarse colina abajo, pensó en las teas encendidas
y se mordió los labios. El brazo del cónsul hizo un gesto semicircular que envolvía la
totalidad del campo de batalla y a todos los hombres que corrían, caían, habían
muerto o estaban heridos.
—Es la encarnación del absurdo —dijo—. Parece increíble que unos hombres
maduros puedan comportarse de este modo.
Cepión palideció aún más; estaba blanco de furia.
—Tu filosofía ya nos ha costado tres mil romanos —le dijo.
Las cejas del cónsul se arquearon en una expresión de sorpresa, pero su respuesta
fue ahogada por la segunda señal de ataque de la trompeta, que envió un nuevo
torrente de carne viva colina arriba, bajo otra lluvia de flechas y jabalinas. Antes de
que el cónsul pudiera pensar una respuesta, aquella lluvia había sumergido a las filas
delanteras, que cubrían la cuesta en extrañas posiciones tortuosas, con los brazos y
piernas dislocados como títeres rotos.
—¿Has dicho «filosofía»? —gritó el cónsul intentando hacerse oír por encima del
estruendo de la batalla.
Cepión había llegado al límite de su autocontrol. La furia contenida tensaba sus
nervios, tendones y músculos de tal modo que los dedos de sus pies se crispaban
entre las tiras de sus sandalias y sus pantorrillas dentro de la armadura.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó el cónsul.
—Permíteme dirigir el ataque personalmente —gritó el capitán, pero en medio de
la frase la trompeta calló y su voz sonó ridícula en el súbito silencio.
El segundo ataque había sido repelido. Una vez más, los hombres de Cepión
corrieron colina abajo en correcto orden. Algunos incluso detuvieron la carrera para
alzar a un compañero herido, pero al verse abandonados por los demás, siguieron
corriendo antes de cargar tan pesado bulto sobre sus hombros. Los heridos, por su
parte, intentaban aferrarse a las piernas de sus compañeros, haciendo caer a muchos
de ellos. El viento había cambiado de dirección, de modo que ningún sonido, ningún
grito llegaba a la otra colina, y la desagradable escena se desarrollaba en el silencioso
aire transparente.
—Es terrible, por cierto —dijo el cónsul, que también había empalidecido—. Sin

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embargo, se trata de una cuestión puramente estética. Uno tiende a olvidar que esta
gente habría muerto de todos modos en los próximos veinte años, quizá de formas
mucho más crueles y sin semejante alivio emocional. La única diferencia es que la
guerra concentra los procesos individuales de estas muertes en un espacio
determinado y a una hora definida. Eso confiere a sus muertes una especie de sentido
colectivo y al mismo tiempo, mediante la nauseabunda acumulación, nos muestra su
absoluta irracionalidad. Pero no debemos dejarnos engañar: cualquier muerte
individual es igual de irracional y desagradable. Esta drástica multiplicación no nos
revela el absurdo de la guerra, sino el absurdo de la propia muerte.
—Señor —dijo Cepión incapaz de controlarse por más tiempo—, si hubieses
seguido mi consejo, toda esta gente seguiría viva.
—Y en cambio los demás estarían muertos, ¿cuál es la diferencia? —preguntó el
cónsul.
Gelio se arrepintió de inmediato de sus palabras. Era evidente que había ido
demasiado lejos y que aquella frase podía llevarlo ante el tribunal del Senado y
costarle la cabeza. El capitán lo miró con incrédulo horror, dio media vuelta y se alejó
sin pronunciar otra palabra.
Gelio se encogió de hombros. Eso le pasaba por meterse en guerras, consulados y
honrosas cuestiones marciales, se dijo a sí mismo. Debería haberse quedado con los
filósofos, aunque éstos eran aún más tontos y su estupidez menos digna. El cónsul
arrugó la frente, intentando encontrar una respuesta a su problema: ¿Qué hace un
hombre sensato cuando se encuentra en un mundo absurdo? Pero no encontró la
solución y miró con curiosidad hacia el campo de batalla.
Un grupo de cuervos había aprovechado la breve tregua en la batalla y cubría la
colina. Eficiente rapidez, pensó el cónsul, justo cuando la trompeta anunciaba otro
ataque. La nube de cuervos se elevó en el aire, cediendo el campo de batalla a los
atacantes. «Con cuánta precisión y astucia actúan los seres irracionales —pensó el
cónsul—, si ahora uno de esos pájaros se uniera a la marcha o uno de los soldados
levantara vuelo, parecería increíble, y sin embargo, no sería una conducta más
insensata que la actual».
Pensó que Cepión no llegaría a tiempo, y se alegró de ello. «Los cadáveres de
amigos o conocidos son particularmente nauseabundos, le dan un aire teatral a la
relación que uno ha tenido con ellos. La muerte provoca actitudes imprudentes que
uno no debería permitirse nunca. Una persona educada no debería morir jamás. ¿Y
dónde están mis queridos ayudantes? Me dejan aquí, y libran su batalla sin el
general». «Al menos puedo observar la escena con tranquilidad —pensó el cónsul—.
Después de todo, una batalla así es toda una experiencia». El tercer ataque comenzó
igual que los anteriores. El cónsul estaba en tensión, esperando la puntual lluvia de
flechas y lanzas, y le pareció natural verla caer cuando los atacantes habían subido la
tercera parte de la cuesta, así como también le pareció natural que las filas delanteras
alzaran los brazos, se retorcieran de forma pintoresca y acabaran tendidas en extrañas

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posturas teatrales. Sólo le preocupaba el persistente silencio del espectáculo. Decidió
seguir el destino de un solo hombre y fijó la vista en un joven de buen aspecto, que
subía la cuesta con esfuerzo. Gelio intentó prever los movimientos que haría cuando
lo hirieran. Sin embargo, nadie lo hirió, el cónsul se sintió decepcionado y lo perdió
entre la multitud. Aquel joven había esquivado una lanza que pasó rozándole la sien,
se llamaba Octavio y más tarde engendraría a un futuro emperador de Roma.
Esta vez la batalla cuerpo a cuerpo junto a las barricadas seguía un curso difícil.
La terrible barricada de madera, que los celtas habían construido contrariando
todas las leyes de la guerra, demostró ser una barrera casi infranqueable. Al intentar
cruzarla, los atacantes se enganchaban las piernas entre las tablas o las ruedas de los
carros, y desde cada abertura surgían lanzas, hachas, martillos que laceraban,
cortaban, golpeaban la carne viva, rompiendo los dedos de uno, arrancando la pierna
de otro o cortándole la cabeza a un tercero. Aunque el cónsul no podía oírlo, los
atacantes gritaban a voz en cuello, algunos para alentar a los compañeros que apenas
podían ver y otros simplemente de furia y dolor. Sin embargo, los que aguardaban al
otro lado de las barricadas trabajaban en silencio y con eficiencia: sus lanzas, hachas
y martillos laceraban, cortaban, golpeaban o desgarraban la carne romana, mientras
ellos jadeaban como carniceros que desmembran un cerdo.
«Esto saldrá mal», tuvo apenas tiempo de pensar el cónsul antes de que el son de
retirada de la trompeta hiriera el aire. Los atacantes se apresuraron a alejarse de la
barricada, y el cónsul tuvo la impresión de que todo aquello no era más que un juego
estudiado, pueril y cruel. Sin embargo, lo que siguió tuvo el efecto de una
impredecible improvisación.
En cuanto los atacantes comenzaban a alejarse de la barricada, en lugar de la
acostumbrada lluvia de flechas y piedras, los siguieron los propios autores de esa
lluvia, saliendo de sus escondites aparentemente inaccesibles. La escena fue tan
sorprendente, que hizo proferir un grito de júbilo al propio cónsul, arrobado por el
espectáculo, como suele suceder cuando un juego toma un curso inesperadamente
emocionante. El rugido de los celtas llegó desde la otra colina en un eco tan poderoso
que superó la distancia y despertó bruscamente al cónsul de su ensoñación.
«Esto saldrá muy mal», pensó mientras el enemigo comenzaba a masacrar a los
romanos. Era evidente que sus hombres habían perdido la cabeza; atrás quedaban los
principios de honorabilidad de la guerra y las armas que arrojaban en su huida,
mientras tropezaban con vivos y muertos por igual. Se arrodillaban con los escudos
sobre la cabeza, descendían la cuesta haciendo extrañas piruetas, caían pesadamente
en abigarradas volteretas. Los perseguidores estaban arriba, abajo, en todas partes a la
vez, y sus lanzas, hachas y martillos laceraban, cortaban, golpeaban mientras ellos
jadeaban de satisfacción. El cónsul vomitó.
El pánico se apoderó de las reservas formadas al pie de la colina al ver la loca
carrera que se precipitaba hacia ellos. Primero se limitaron a observar boquiabiertos
la inminente avalancha, luego unos pocos hombres resueltos dieron media vuelta y el

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resto los siguió, aliviados de que alguien tomara la decisión por ellos. Nadie
escuchaba a los oficiales.
Cuando el cónsul acabó de vomitar en su solitaria colina, comenzó a agitar los
brazos con nerviosismo, aunque nadie miraba hacia arriba y ni él mismo comprendía
el significado de sus gestos. Pronto dejó de sacudir las manos y buscó a Cepión, pero
el capitán había desaparecido. «Debe de estar enfadado conmigo», pensó el cónsul y
se sentó sobre la hierba.

Pero en otra colina desierta, en la dirección hacia donde corrían los romanos, otro
observador contemplaba la huida. Se había puesto de puntillas para ver mejor y
balanceaba torpemente su cuerpo enjuto con el fin de mantener el equilibrio, mientras
movía los labios sin cesar. Cuando los primeros fugitivos llegaron a aquel extremo
del valle, el joven Catón bajó corriendo la colina, agitando los brazos en el aire,
gritando con nerviosismo y haciendo ridículos intentos de detener la huida con su
espada. Varios soldados se detuvieron, perplejos ante tan inaudita visión, y pronto
otros imitaron su ejemplo. De todos modos, habían dejado atrás al enemigo, y
después de correr más de una milla, era hora de detenerse a recuperar el aliento.
Catón, en medio de un pequeño grupo, pronunciaba uno de sus temibles discursos
sobre las obligaciones del soldado y las virtudes de sus ancestros. Mientras tanto, más
y más fugitivos se unían al grupo para enterarse de lo que ocurría, y una vez que
habían parado, decidían quedarse allí. Cuando se aburrían, se sentaban en el suelo,
pero el infatigable Catón seguía hablando, ahora sobre los peligros de la voraz
concupiscencia, citando a su tatarabuelo, además de a Homero. El extremo del valle
formaba un refugio natural y el grupo que rodeaba a Catón interceptaba el paso de
nuevos fugitivos, de modo que la huida de los soldados concluía siempre allí.
Mientras el enemigo saqueaba el campamento romano, la mayor parte del ejército
estaba congregada en torno a Catón, que, con su interminable discurso, había logrado
vencer al pánico con el aburrimiento.
Cuando el cónsul y Cepión llegaron corriendo desde distintas direcciones, los
centuriones ya estaban agrupando y reorganizando a sus hombres. Habían sufrido
enormes pérdidas y el campamento estaba en manos del enemigo, pero la mayor parte
del ejército se había salvado.
El cónsul se dirigió a los soldados, llamó al frente al joven Catón, lo felicitó por
su conducta modélica y le prometió un ascenso y una recompensa especial. Catón
respondió con irritante modestia que no aceptaba el ascenso, pues ni él, ni ningún
otro hombre, había hecho nada que mereciera semejante honor. Los soldados
sonrieron, el cónsul los imitó y definió a Catón como un digno sucesor de su famoso
ancestro. Gracias a este acto, Cepión perdonó al cónsul y resolvió dar un tirón de
orejas a su hermano pequeño, pese a saber que no serviría de nada. La aversión que
sentía hacia su hermano se había vuelto tan grande que casi rayaba en el respeto.

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Crixus comprendió que había cometido un grave error al abandonar la
persecución. Por lo visto, el poder que ejercía sobre sus hombres se debilitaba en
cuanto sus órdenes no coincidían exactamente con los deseos de éstos. En cuanto
tomaron la castra romana y descubrieron la amplia reserva de vino y comida,
perdieron todo interés por el enemigo y resolvieron dejarlos escapar mientras ellos se
divertían.
Cuando Crixus intentó razonar con ellos, se rieron de él:
—¿Acaso intentas imitar a Espartaco?
De modo que se encerró en la tienda del cónsul Gelio sin añadir una palabra más,
mandó a traer vino y comida y se emborrachó sobre la manta del cónsul, silencioso y
solitario.
Había apostado centinelas, pero estaba seguro de que también estarían borrachos.
Debería hacer una inspección, despertarlos de su ensueño con ruidosas pisadas,
asustarlos con su cara demacrada, castigarlos, hablar con ellos, actuar… como
Espartaco. Debería maldecir sus vicios, que eran también los suyos, condenar su
codicia, que no le era ajena, y prohibir sus borracheras, la suya propia. Debería acatar
la ley de los desvíos. Crixus reconocía el terrible error de no inspeccionar la guardia.
Se lamió los labios. Estaba lleno y se sentía asqueado de todo, horriblemente
asqueado. Cogió un trozo de carne de la mesa que se alzaba sobre su cabeza, comió y
se limpió los dedos sobre la manta del cónsul Gelio. Luego cogió la jarra de vino,
enjuagó el último bocado, se limpió los dientes con la punta de la lengua y cerró los
ojos.
Un silencio lúgubre y mohoso llenaba la tienda. Recordó a la joven sacerdotisa
celta y su piel tembló en la oscuridad. Cuando gemía entre sus brazos, implorando la
muerte, le había mostrado el blanco de sus ojos. Recordó a Castus, dando dentelladas
en el aire, volviéndose femenino aunque sin el extraño misterio de las mujeres,
semejante incluso en el abandono, un hermano en lo más profundo, familiar hasta en
la lujuria. Pero ya estaba harto de todo, asqueado de las mujeres y de los hombres.
Una vez el hombre de la piel le había hablado de una mujer que cantaba mientras
hacía el amor. Él debería haber tenido una mujer así; era lo único que valía la pena.
¿Por qué le había sido vedado acostarse con una mujer que cantara en el lecho?
Ése y sólo ése había sido el motivo de todos sus actos desde los días de Capua
hasta el presente. ¿Por qué el destino se burlaba de él, le arrojaba ocasionales
mendrugos para apartarlo del auténtico objeto de sus desvelos, que sin embargo
brincaba, cantando y sonriendo, sobre el regazo de los amos? Era inútil perseguirlo,
pues era inalcanzable. Demasiadas criaturas se aferraban a sus piernas, inducidas por
el mismo hombre, la misma voracidad insatisfecha de la carne. Debería haberse ido
solo al principio; ahora era demasiado tarde para Alejandría.
Sin duda había cometido un grave error al no inspeccionar a los guardias.
Espartaco lo habría hecho, y si alguien le hubiera preguntado por qué, habría

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empezado a hablar una vez más del Estado del Sol. Un sol pálido, cuyos rayos ansían
demasiados hombres, pero se prodiga a apenas unos pocos. Un sol frío, hallado solo
después de los más extraños desvíos, que tarda demasiado en calentarse, demasiado,
más que la vida misma; y la muerte de la vida significa también la muerte de todos
los deseos. Sólo a los estúpidos arrogantes les preocupa el mañana.
La oscuridad, el silencio y el calor llenaban la tienda. Antes de dormirse, Crixus
pensó una vez más en inspeccionar la guardia; tal vez se quedara dormido con la
intención de hacerlo, aunque nadie permite que el sueño lo sorprenda a menos que lo
desee. El suyo era tan pesado, que ni siquiera despertó cuando los romanos atacaron
en medio de la noche. La pesada, triste cabeza de foca reposaba sobre los bíceps
desnudos y los párpados cerrados separaban la oscuridad de la tienda de aquella otra
oscuridad del sueño, que se reflejaba misteriosamente en sus ojos de pez. Roncaba
acurrucado como un cachorrillo dormido, con sus extremidades cortas y gruesas
sobre el colchón de Gelio. Así lo encontró el primer soldado romano que entró en la
tienda del cónsul, pero el gladiador dormido irradiaba tan tenebrosa fascinación, que
el soldado retrocedió y vaciló unos instantes antes de separar la pesada cabeza de
foca del cuerpo con un brutal golpe de espada y romper así el pérfido hechizo.

Durante aquella noche y la mañana siguiente, cayeron veinte mil esclavos. Cinco
mil murieron crucificados y otros cinco mil lograron regresar con Espartaco. Sus
mujeres e hijos fueron confiscados, vendidos en subastas públicas o enviados a
trabajar en las minas. La muerte de Crixus se confirmó oficialmente, pero su cadáver
desapareció de la tienda, y en el tedioso informe oficial del cónsul Lucio Gelio
Publicola, se leía el siguiente párrafo:
«La misma noche que engendró a este hombre devoró de nuevo su carne; de
modo que, incapaz de honrar al enemigo muerto, honró a los poderes de la oscuridad
que él encarnaba».

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2
Cuesta abajo

DE LA CRÓNICA DEL ABOGADO FULVIO

44. Aunque hombres y mujeres abrigan un natural temor a la muerte, les


complace hablar de ella de una forma que no se ajusta a la realidad. Comparan la
muerte al sueño, una concepción tan equivocada y popular como aquella que afirma
que el recién nacido sale del útero sangriento y despierta a la vida con dulzura. La
verdad es, sin embargo, que el recién nacido prorrumpe de inmediato en sonidos y
gestos vehementes, que parecen expresar tristeza, incluso desesperación, mientras
que, por el contrario, el anciano que se acerca a la muerte es embargado por una
dichosa confianza y un engañado sentimiento de fuerza. Es probable que ésta sea la
causa de que tanta gente piense que la vida y la muerte, antes de lograr gobernar al
hombre, sucediéndose la una a la otra, deben pagarse mutuo tributo.

45. Es aconsejable tener presente lo anterior, pues la conducta de los esclavos que
permanecieron junto a Espartaco era muy distinta a la prevista cuando partieron de la
ciudad que habían construido con tan nobles esperanzas. Todos estaban convencidos
de que se dirigían a su propia destrucción, y sin embargo la frustración de sus
ambiciosos proyectos no les causaba pesar, sino jubilosa confianza. El propio
Espartaco, que conocía mejor que nadie los grandes ideales que dejaban a sus
espaldas, estaba más contento que nunca y se comportaba como un hombre liberado
de una pesada carga. Los demás, por su parte, parecían compartir este sentimiento.
Pero esta alegría aparentemente irracional tenía sus causas lógicas, pues es difícil
para un hombre cargar con el peso del futuro y aceptar los desvíos que está obligado
a tomar. Por fin los esclavos habían decidió regresar a su tierra natal, y aquel que
añora el ayer tiene por delante un camino mucho más fácil que el que viaja hacia el
mañana, así como es invariablemente más sencillo, agradable y natural caminar
cuesta abajo que esforzarse para escalar entre las rocas, los escombros y la helada
escarcha.

46. Por consiguiente, la migración del ejército de esclavos rumbo al norte se


asemejaba a una feliz huida de las fatigosas alturas. En la caída cuesta abajo, todas las
corrientes de fuerza que abandonan al cuerpo en el momento del ascenso, regresan a
sus cauces naturales. Abajo aguarda la muerte, que sin embargo no deja de pagar a la
vida su último tributo, inspirando el descenso con falaces esperanzas.
Para los últimos hombres del ejército de esclavos, esta esperanza se encarnaba en
el regreso al suelo natal de Tracia, que también se convertiría en el hogar de todos

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aquellos que quisieran seguirlos. Deseaban cruzar Italia en dirección norte, sin
desvíos, destruyendo todo lo que se interpusiera en su camino. Aquellas traicioneras
esperanzas se volvían cada vez más audaces y atractivas: todos los esclavos de
Samnio, Umbría y Etruria se unirían en la marcha hacia el norte y abandonarían Italia
con ellos. Se produciría una gran migración de gente, todos los trabajadores y con
ellos la fuerza productiva se marcharían del país, dejando atrás solo a los opresores,
que a partir de entonces no tendrían más remedio que cuidarse solos. Los esclavos
afirmaban que el Estado romano quedaría solitario y vació, como una bota de vino
cuyo contenido se ha secado.

47. Aunque, tras recibir la noticia de la destrucción del ejército de Crixus, era
plenamente consciente de la falacidad de estas esperanzas y de que a partir de
entonces el camino sólo podía conducirlos cuesta abajo, Espartaco nunca dio mejor
testimonio de su talento como estratega. El y sus fieles camaradas habían logrado
atravesar la zona centro de Italia y continuaban su rápida e inexorable marcha hacia
el norte. En la frontera de Etruria, el cónsul Léntulo intentó cerrarles el camino,
ocupando con su ejército las montañas que flanqueaban el Amo. Mientras tanto, su
colega Gelio, que había vencido a Crixus, acudió en su ayuda desde el sur para evitar
la retirada de Espartaco. Los dos ejércitos romanos atraparon a los esclavos como si
fueran pinzas, pero una vez más, se demostró que las pinzas eran de madera y el
objeto que sostenían de hierro candente. Bastaron dos días para que Espartaco
aniquilara a los ejércitos de los dos cónsules. Los propios cónsules escaparon
milagrosamente a la muerte, al igual que varios personajes distinguidos de su
campamento, como el joven Marco Catón y su hermano Cepión. El enfurecido
Senado les ordenó regresar a Roma y destituyó a los cónsules de sus puestos.
Sin embargo, los esclavos continuaron su marcha hacia el norte, aunque ya con
cierta renuencia.

48. Llegaron al río Po, en la frontera norte de Italia, en plena temporada de


lluvias. El caudal del río había aumentado considerablemente con la lluvia, y los
esclavos no encontraron ni un simple bote para cruzarlo, pues los nativos, presas del
pánico, habían escapado a la otra orilla llevándose consigo todas sus embarcaciones.
Apenas era posible divisar la orilla opuesta y, tras ella, la llanura del norte estaba
envuelta en velos de bruma gris.
Ahora, cuando tan cerca estaban de su destino, no cabía duda de que Espartaco y
sus compañeros podrían superar ese obstáculo natural, después de haber triunfado
sobre tantos otros gracias a su coraje y habilidad. Sin embargo, con la creciente
proximidad, el objetivo no parecía tan tentador como la distancia les había hecho
creer, y aún estaban vacilando junto al río, cuando unos mensajeros procedentes de
Tracia trajeron una noticia que acabaría con todas sus esperanzas. En las montañas de
Tracia se había librado una gran batalla y Sádalo, rey de los odrisios, se había rendido

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ante el yugo romano. En Uscudama, Tomis, Calacia y Odesa había gobernadores
romanos.
El sol no brillaría para ellos ni siquiera en su tierra natal.

49. Los esclavos habían atravesado en vano toda Italia, desde el extremo sur al
extremo norte, y la puerta que ansiaban traspasar para alcanzar la libertad se había
cerrado ante sus ojos como una trampa. No les quedaba más remedio que desandar
sus pasos, volver hacia el sur, esta vez sin otro propósito que el de mantener el cuerno
unido al alma y evitar ser capturados por sus opresores.
Espartaco y sus hombres se verían forzados a deambular por Italia, otra vez
rumbo al sur, como la bestia enjaulada que camina sin cesar de un extremo al otro de
su celda.

50. Ya no tenían esperanzas ni nobles proyectos. Saqueaban las ciudades que


encontraban a su paso como una jauría de lobos hambrientos. Sin embargo, el temor
reverencial que despertaban era mayor que nunca, pues sus filas habían vuelto a
crecer hasta alcanzar un total de cincuenta mil hombres, y a la victoria sobre los
cónsules se habían sumado otras contra el pretor Arro y otros generales, tan
arrogantes como incompetentes.

51. Aquel temor creció aún más cuando Espartaco, que a pesar de sus victorias
parecía intuir que los días de la rebelión estaban contados, organizó un acto que los
romanos considerarían como la mayor humillación sufrida por su Estado. Antes de
abandonar el río Po, en dirección al sur, honró a su camarada Crixus en una
ceremonia fúnebre de esplendor semejante a las celebradas por la muerte de los
emperadores romanos. En esta ocasión, obligó a trescientos prisioneros romanos a
combatir entre sí como gladiadores y matarse unos a otros frente a la pira donde las
llamas devoraban la imagen de cera de Crixus. Este memorable espectáculo no sería
sólo una muestra de afectuoso respeto hacia su antiguo jefe, sino también un acto de
venganza de los esclavos hacia sus opresores.
Los trescientos hombres sacrificados en el curso de aquella celebración fúnebre
eran todos ciudadanos romanos libres, y algunos de ellos, jóvenes aristócratas de
familias patricias. El hecho de que fueran forzados a tan irónico cambio de papeles,
matándose para diversión de los esclavos, era una ignominia sin precedentes,
inconcebible para los romanos.

52. De todas las ofensas cometidas por el despreciado gladiador, ninguna afectó
tan profunda y dolorosamente a los notables romanos como aquella celebración.
La confusión y el miedo crecieron en la capital hasta tal extremo, que cuando
llegó el momento de elegir nuevos jefes militares, nadie reclamó este honor, y
tampoco pudo hallarse un pretor municipal. Nadie quería ocupar estos puestos en una
guerra cuya victoria no traería gloria y cuya derrota acarrearía el peor deshonor. La

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confusión aumentó con la decisión del Senado de comprar enormes cantidades de
trigo y distribuirlo de forma gratuita para calmar las protestas del pueblo.
Sin embargo, este hecho, sumado a los gastos de las campañas en el exterior,
agotaron las reservas del Estado. Aunque hubieran podido encontrar un general
competente, éste habría encontrado poco o ningún dinero para pagar a sus soldados.
Estos penosos hechos despertaron un enorme temor en la gente y en toda Roma se
creía que aquel feroz gladiador, con cuyo nombre las madres asustaban a los niños
desobedientes, ya era el amo de la nación.

53. El destino jugaba el más extraño de los juegos con los esclavos. Cuando
estaban a punto de darse por vencidos, cansados de su eterno deambular, sembraba
una última esperanza traicionera en sus corazones. Roma parecía rendirse a sus pies,
desvalida, sin protección ni defensa, esperando su propia destrucción como una presa
dócil. La esperanza se reavivó en los corazones de la horda de esclavos, igual que una
llama que resplandece por última vez antes de extinguirse, y se creyeron señores de
Roma y amos del destino del mundo.

54. El hombre que salvó a Roma y acabó con las esperanzas de crear un nuevo
sistema en el mundo no era general ni se había distinguido jamás en hazañas bélicas.
Era el banquero Marco Craso, un hombre duro de oído, robusto y de aspecto
rollizo. Como todos los sordos o semisordos era de naturaleza torpe y desconfiada,
mientras que, gracias a su colosal fortuna, despertaba el temor de muchos y el amor
de muy pocos.

55. Marco Craso, que había llegado a los cuarenta y tres años sin cosechar
ninguna gloria importante, creyó ver la oportunidad de conseguir honores y
convertirse en el salvador de Roma sin demasiado esfuerzo. Con su habitual actitud
calculadora, había reparado en que, pese al gran talento de Espartaco como estratega,
sus últimas victorias no se basaban tanto en la fuerza de su ejército sino en la
debilidad de los obtusos generales romanos con quienes se había enfrentado hasta el
momento.
Por consiguiente, cuando el pánico de los romanos alcanzó su punto culminante,
Marco Craso se dirigió al Campo de Marte con sus ayudantes y declaró ante la
multitud allí congregada que estaba dispuesto a aceptar el puesto de pretor y a
equipar a un nuevo ejército con sus propios fondos, confiando en que el Estado
pudiera restituirle los gastos algún día. Como era de esperar, la noticia fue recibida
con gran júbilo y Craso pronto estuvo al frente de ocho legiones completas, que
intentaría usar para derrocar al ejército de esclavos en un futuro inmediato y para sus
propios y ambiciosos fines en un futuro más lejano.

56. Cuando, como ya era habitual, la vanguardia huyó tras las escaramuzas
preliminares con los esclavos, la primera medida de Craso en su condición de

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comandante en jefe consistió en hacer matar a azotes a uno de cada diez hombres de
los regimientos implicados, en presencia de sus camaradas. Las legiones descubrieron
que esta vez las riendas estaban en manos muy distintas a las de Varmnio o Clodio
Glaber y por fin comenzaron a actuar como se esperaba de ellas. Su excelente
equipamiento y la superioridad de sus armas, que Craso había comprado sin
escatimar gastos, pronto provocarían la derrota de Espartaco en Apulia.
Mientras los esclavos se dedicaban a los acostumbrados saqueos en la costa sur, el
banquero hizo cavar una trinchera a lo largo de toda la península, entre los golfos de
Hipómica y Esquillace, separando el sur de Italia del resto del país. Como en dicha
región la península tenía un ancho de apenas veintitrés millas romanas de mar a mar,
las ocho legiones desplegadas por Craso, trabajando simultáneamente, lograron
completar la tarea en pocos días. Luego Craso hizo construir murallas y torrecillas a
lo largo de toda la trinchera y decidió esperar pacientemente a que los esclavos
agotaran sus provisiones en aquella accidentada región y se vieran obligados a
rendirse al enemigo o perecer miserablemente.
Se dice que Craso comunicó a sus legiones que había convertido todo el territorio
de Brucio en una enorme trampa con el fin de exterminar a aquellos peligrosos
perros, que ya no podrían volver a morder.

60. Las penurias y privaciones de esta larga campaña, sumadas a las habituales
epidemias otoñales, habían reducido las fuerzas de Espartaco a la mitad. Las veinte
mil criaturas salvajes, últimos supervivientes de la gran revolución, vagaban con
desasosiego por las montañas y bosques de Brucio, al sur de la colosal trinchera que
los separaba del resto de la humanidad.

57. Fue la primera derrota sufrida por los esclavos bajo el mando de Espartaco, y
causó gran desaliento entre los soldados, aunque no logró quebrantar su valor. El
propio Espartaco no deseaba entablar un combate abierto con un adversario tan
superior y se retiró hacia el sur.
Así, por segunda vez en su penosa marcha, los esclavos atravesaron el territorio
de Lucania, la misma tierra que un año antes los había visto pasar llenos de
esperanza. Cruzaron las ruinas de su antigua ciudad y contemplaron los restos de los
graneros y comedores, cubiertos de polvo y basura, una visión que los llenó de dolor,
pues a medida que la ciudad del Sol se desvanecía en el pasado, más atractiva parecía
en la memoria la vida que habían llevado entre sus murallas.

58. Pero las legiones de Craso no abandonaron la persecución de los esclavos, de


modo que Espartaco y sus hombres se vieron forzados a buscar refugio en el extremo
sur de la península. Se diseminaron por el escarpado territorio de Brucio, junto a cuya
frontera Craso suspendió la búsqueda de forma inesperada.
Aquel hombre notable, que ejercía su autoridad militar de una forma poco
tradicional, prudente y calculadora, más propia de un comerciante de trigo o de un

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especulador de propiedades, tenía otros planes. Por lo visto era consciente de que la
naturaleza de los esclavos —que defenderían sus vidas hasta las últimas
consecuencias— y la de la región de Brucio —montañosa y sede de los bosques más
densos de Italia—, jugarían a favor del enemigo, anulando la superioridad
armamentística de Roma.

59. Por tanto, Craso suspendió la marcha de su ejército y urdió un plan cuya
ejecución hubiera parecido ridícula o incluso imposible a cualquier soldado
profesional.

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3
Las lápidas

Vagaban por el territorio de Brucio, a través de montañas y bosques, con el pasado a


la espalda y sin futuro. Espartaco cabalgaba a la cabeza, ahora solo.
Llegaron a la necrópolis de Regium. El hombre de la piel contempló el paisaje
empapado por la lluvia, las escasas palmeras y las numerosas lápidas. Su vista se topó
con una inscripción:

AQUI REPOSO EN SUEÑO ETERNO Y ME BURLO DE LAS ILUSIONES.

Tras grabar la frase en su mente, reparó en otra:

TITO LOLIO YACE AQUÍ JUNTO AL CAMINO, PARA QUE EL CAMINANTE QUE PASE A SU
LADO PUEDA DECIRLE: SALUD, TITO.

—Salud, Tito —dijo el hombre de la piel y esbozó la benévola sonrisa de otros


tiempos.
Qué distintos eran los hombres incluso en la muerte: uno se mofaba de la vida que
ya no podía importarle mientras otro plañía por ella, como un cachorrillo asustado de
la soledad.
Largas ristras de lluvia caían sobre la tumba del sociable Lolio y se quebraban en
diminutas perlas trémulas, mientras otras se deslizaban en gordas gotas sobre la
inscripción.
El hombre de la piel sintió a su espalda la silenciosa caravana de los últimos
supervivientes de la horda. Pensó en Hermios, el pastor de dientes equinos, a quien
una lanza del ejército del banquero Craso había matado en Apulia. Contempló las
lápidas bañadas por la lluvia e intentó crear un epitafio para Hermios:

ÉSTE ES EL UTLTIMO LUGAR DE REPOSO DE HERMIOS, UN PASTOR LUCANO; CUYO DESEO


DE COMER UNA SOLA VEZ TORDELLA CON TOCINO NUNCA LE FUE CONCEDIDO. AQUEL QUE
PASE POR AQUí, RECUERDE QUE NADIE DEBERÍA COMER TORDELLA Y TOCINO MIENTRAS VIVA
UN SOLO HOMBRE EN EL MUNDO QUE NO PUEDA PROBARLOS.

La lluvia no amainaba y el paso de la horda se volvía cada vez más lerdo. El


hombre de la piel se sentía solo al frente de la caravana. En los viejos tiempos, el
gordo Crixus solía cabalgar a su lado, montando su caballo como si fuera una mula.
Ahora que el Hades había devorado al sombrío personaje, el hombre de la piel
compuso un epitafio para él:

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AQUÍ YACE CRIXUS, UN GLADIADOR CELTA A QUIEN LE HABRÍA GUSTADO COMPARTIR EL
LECHO CON UNA DONCELLA QUE CANTARA. AQUEL QUE LEA ESTO, RECUERDE QUE LAS
DONCELLAS NO DEBERÍAN CANTAR MIENTRAS VIVA UN SOLO HOMBRE EN EL MUNDO QUE NO
PUEDA ESCUCHAR SU CANCIÓN.

La lluvia siguió cayendo y el hombre de la piel recordó a Zozimos, el retórico,


que había cogido la fiebre junto al rió Po, y ya no podía sacudir las mangas de su
toga:

ZOZIMOS, UN ORADOR QUE AMABA LAS PALABRAS NOBLES Y EXIGÍA UN GOBIERNO


JUSTO, YACE JUNTO A ESTE CAMINO.
CAMINANTE, RECUERDA QUE NO PUEDE HABER NOBLES PALABRAS NI GOBIERNO JUSTO
MIENTRAS ALGUNOS VIVAN EXCLUIDOS DE LA JUSTICIA.

La lluvia empeoró y las montañas quedaron ocultas tras una cortina de nubes
bajas. Más allá, se extendían las fértiles llanuras de Lucania, la opulenta tierra de
Campania, las ricas y hermosas ciudades… todo separado por la trinchera que el
banquero Craso había hecho cavar a lo ancho del territorio, de costa a costa.
Perecerán allí como ratas en una trampa.
El hombre de la piel sentía la larga procesión de la miseria a su espalda, los
hombres salvajes y harapientos, las mujeres con sus cabellos empapados y sus pechos
fláccidos, los carros llenos de enfermos con su estela de indolentes moscas.
Mientras la lluvia se deslizaba sobre su cara, creó un epitafio para todos ellos:

NACIDOS DE LA SEMILLA DE TÁNTALO Y PRIVADOS DEL GOZO DE LAS COSAS BUENAS DE


LA VIDA. CAMINANTE, DETENTE Y ESTREMÉCETE DE VERGÜENZA AL PENSAR EN ELLOS.

La única posibilidad de salvación que les quedaba era cruzar a la isla de Sicilia
con la ayuda de la flota pirata.
En Sicilia, la situación de los esclavos era aún peor que en la península italiana.
Los grandes levantamientos dirigidos por el sirio Eunus y el tracio Atenión hacia
menos de una generación no se habían borrado aún de sus memorias. Los esclavos
habían llegado a gobernar casi la totalidad del territorio siciliano durante tres años en
la primera rebelión y cuatro en la segunda, y ahora la horda tenía la esperanza de
volver a encender la llama de la insurrección.
Sin embargo, no tenían barcos, y entre ellos y la isla se extendía el temible canal,
protegido a un lado por el escollo de Escila y al otro por el abismo de Caribdis. Su
salvación dependía de la flota pirata.
Espartaco se entrevistó con el almirante de la flota pirata, estacionada en el mar
Jónico, en su campamento temporario en la costa de Regium. Lo recibió en su tienda
de cuero, tras la deshilachada enseña púrpura que los dos supervivientes criados de

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Fanio habían cargado y cuidado celosamente en sus viajes a lo largo de Italia.
El Estado pirata estaba en la cumbre de su poder. Los piratas comandaban casi un
millar de unidades navales, en su mayor parte pequeñas barcazas abiertas agrupadas
en escuadrones, cada uno de los cuales era protegido por pesadas galeras de dos y tres
plantas. El buque insignia, pintado de oro y púrpura, navegaba al frente.
Formaban un Estado militar independiente con estrictas normas de disciplina y un
sistema de distribución de bienes prudentemente concebido. El mar y las islas eran su
hogar, desde Asia Menor hasta el pilar de Hércules, que custodiaba el trayecto
comprendido entre África y el sur de España. El corazón de su reino estaba en la isla
de Creta; los bosques sicilianos les suministraban madera para sus barcos y sus
muelles se erigían en la costa de Panffila, donde también confinaban a sus prisioneros
de guerra. Resguardaban a sus mujeres, hijos y tesoros en fuertes diseminados a lo
largo de numerosas islas, que se comunicaban entre sí por medio de señales de humo
y barcazas correo. Hacían alianzas políticas con reyes asiáticos, ciudades griegas
insurgentes y opositores romanos. Los puertos romanos más importantes, incluidos
Ostía y Brindis, les pagaban un tributo anual, y poco tiempo antes el escuadrón jónico
había ocupado el puerto de Siracusa. Tal era su poder cuando el almirante Demetrio
reinició las negociaciones con los esclavos, después de una pausa de un año.
El almirante Demetrio aún no conocía al príncipe tracio en persona, pero estaba al
tanto de las negociaciones de Turio y las desaprobaba. Vestido con uniforme de gala,
el almirante desembarcó de la imponente nave que se mecía sobre las aguas de la
bahía y buscó la guardia de honor, pero no encontró ninguna. Dos desaliñados
rufianes cuellicortos con cascos de oxidada lata lo escoltaron a través de un laberinto
de tiendas empapadas, que apestaban a miseria y enfermedad, y lo condujeron ante su
jefe.
Bastó un rápido vistazo para que el almirante desaprobara a Espartaco, un hombre
alto y corpulento, con una pose torpe y desgarbada, vestido solo con una tosca piel.
El jefe de los esclavos, con su aspecto triste y poco saludable, recibió a Demetrio en
su tienda a solas, envió a buscar vino, pan y sal y apenas habló. El almirante, tieso en
su solemnidad y algo ajado por los peligros de la navegación, esperaba una invitación
a cenar, pero de todos modos se sentó sobre la manta y mientras su ojo sano recorría
con expresión reprobadora el desaliñado amueblamiento de la tienda, el otro, hecho
con una colorida piedra pulida, miraba fijamente al frente. ¿Era posible que aquél
fuera el famoso jefe de bandidos, aspirante a aliado del Estado pirata?
Ni siquiera tenía una jofaina de plata, un bufón o un poeta doméstico ni agradable
compañía femenina. Sin duda, su aspecto era más digno de un tribuno del pueblo
romano, de un predicador de la revolución social, e incluso era probable que nunca
hubiera oído hablar del poeta de moda, Fineas de Atenas.
El almirante Demetrio se movió incómodo sobre el duro colchón, posiblemente
lleno de bichos, a juzgar por el aspecto del amigo del pueblo y siniestro demócrata.
Por pura cortesía, inició una conversación sobre el tiempo y las deidades tracias;

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pero aquel marinero de tierra lo interrumpió con intolerable grosería para preguntarle
qué condiciones exigía para transportar al ejército de esclavos a Sicilia.

Entonces el almirante se complació en ofrecerle una verbosa conferencia sobre la


situación mundial, que, según dijo, había cambiado considerablemente desde la época
de Tuno. Con los tres dedos que le quedaban señaló hacia abajo, hacia el Hades,
indicando que allí había ido a parar la flota de los arrogantes emigrantes españoles y
que Mitrídates pronto seguiría el mismo destino, pues había sido derrotado por el
tragón Lúculo, cerca de la ciudad de Cabira, lo que venía a demostrar que la afición a
los placeres del paladar y la virtud de la hospitalidad no estaban reñidas con la
grandeza militar de un hombre.
Después de esta maliciosa estocada, que sin embargo no parecía haber afectado
en absoluto al rebelde plebeyo de la piel, el almirante bebió un gran sorbo de vino
para tomar fuerzas, dejando al descubierto una encía desnuda, cuyos dientes había
perdido en honor al dios de la guerra, y declaró que el único poder en la tierra capaz
de vencer a Roma era el Estado de los bucaneros, pues Roma no tenía una flota digna
de tal nombre. Por tanto él, el almirante Demetrio, lamentaba no estar interesado en
una alianza con el príncipe tracio y sólo podía considerar el transporte del ejército de
esclavos como una transacción comercial. El precio del viaje, según dijo, sería de
cinco sestercios por pasajero, o sea un denario y un cuarto o doce ases y medio.
El hombre de la piel no respondió. Hizo un esfuerzo por multiplicar por veinte
mil la suma mencionada por el elegante visitante, que lo observaba con atención.
—En otras palabras —dijo Demetrio—, un total de cien mil sestercios,
veinticinco mil denarios, o cuatro talentos, si lo quieres traducido a moneda griega.
En estos momentos el escuadrón está atracado en Siracusa y podríais embarcar dentro
de pocos días. Por supuesto, como ya habrás imaginado, deberéis abandonar a los
enfermos para evitar los riesgos de contagio.

Ambos sabían que Espartaco no tenía otra opción, pero aun así regateó sin quitar
su mirada plúmbea y enfermiza del visitante, que comenzaba a sentirse incómodo.
Por fin acordaron el precio en sesenta mil sestercios, las últimas reservas del tesoro
de los esclavos.
Los dos guardias arrastraron dos toscos sacos llenos con la mitad de esta cantidad
al interior de la tienda, contaron el dinero en presencia del almirante y lo
transportaron a su barca. Luego el almirante expresó su pesar por no poder
permanecer allí más tiempo, pues lo esperaba un banquete a bordo. Se incorporó con
dignidad, saludó ceremoniosamente a su señor y hermano, el príncipe de Tracia, y se
dirigió a su magnífica nave custodiado por los guardias de oxidados cascos.
Los esclavos aguardaron durante cinco días, con una nueva esperanza en el
corazón. Escudriñaban el mar, oculto tras un manto de agua de lluvia, pero la flota
pirata no llegaba.

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Con su habitual impaciencia, intentaron construir balsas con troncos de árboles,
pero las impetuosas olas las levantaban, las hacían girar en remolinos hasta acabar
destrozadas contra el escollo de Escila y tragadas por el voraz abismo de Caribdis.
No podían hacer otra cosa que esperar.
Pasó una segunda semana y una tercera sin que llegaran los barcos piratas.
Después de la cuarta semana, se enteraron de que el almirante Demetrio y su
escuadrón habían abandonado el puerto de Siracusa y se dirigían hacia la costa de
Asia Menor.

Tres semanas más tarde, cuando los últimos miembros de la horda, diezmada por
el hambre y las enfermedades, comenzaron a diseminarse por las montañas,
Espartaco decidió poner fin a aquella situación y solicitó una entrevista con el jefe del
ejército enemigo, el generalísimo Marco Licinio Craso.

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4
La entrevista

Marco Craso tenía cuarenta y tres años y poseía una fortuna de ciento cincuenta
millones de sestercios. Era gordo, casi sordo y sufría asma.
Aunque pertenecía a la antigua familia de los Licinii, que podría haberle
facilitado el camino hasta la jerarquía política y de buen grado se habría prestado a
hacerlo, durante años había seguido una senda solitaria. Mientras sus contemporáneos
y rivales se disputaban los cargos importantes en España y Asia menor, esperando
acumular poder, Craso se había dedicado casi exclusivamente a asuntos financieros.
Asentó los cimientos de su fortuna durante los años de terror del régimen de Sila,
denunciando a miembros de la oposición y reclamando sus fortunas en cuanto eran
ejecutados. Sin embargo, en una ocasión se probó que había incluido un nombre falso
en la lista de proscriptos y su relación con Sila se enfrió, por lo cual se vio obligado a
cambiar de oficio y se pasó a la especulación del suelo.
Se dedicaba a comprar casas y edificios depreciados o dañados por el fuego,
primero individualmente y luego por calles o barrios enteros, hasta convenirse en
propietario de una parte muy considerable de la capital. Luego adquirió los mejores
esclavos canteros, carpinteros y albañiles del mercado de forma tan metódica que en
pocos años forjó un monopolio arquitectónico en Roma y algunas ciudades de
provincias. Tenía minas de plata en Grecia y canteras en Italia, que le suministraban
los materiales necesarios para sus propias obras, de modo que a partir de entonces
cualquier desdichado que aspirara a poseer una casa dependía de Craso, que se
ocupaba de la construcción del edificio desde los cimientos hasta el techo, incluyendo
el servicio de arquitectos y albañiles. Sin embargo, como él no se sentía capacitado
para conducir semejante empresa por sí solo, adelantaba capital a algunos de sus
libertos o clientes y formaba sociedad con ellos.
Pero después de un tiempo se hizo evidente que las fluctuaciones en el negocio de
la construcción provocaban desempleo entre los esclavos del ramo, cuya manutención
requería sumas considerables, y Craso decidió remediar la situación creando una
nueva profesión, que pondría el broche de oro a su empresa: fundó el primer cuerpo
de bomberos de Roma.
Puesto que la mayoría de las casas romanas eran de madera, los incendios se
producían con frecuencia, de hecho, todos los días. El cuerpo de bomberos de Craso
estaba integrado por los esclavos albañiles desocupados, equipados con carros y
campanas de alarma. Aunque los carros llevaban tanto hachas como cubos de agua,
se decía que los bomberos de Craso usaban con mayor diligencia las primeras que los
segundos. Además, el fuego no comenzaba a extinguirse hasta que el desafortunado

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propietario de la casa incendiada aceptaba pagar por la tarea, y por regla general estas
negociaciones acababan con la venta forzada de la propiedad a Craso, poco antes de
que ésta se quemara por completo.
Varios años antes, Craso había popularizado el dicho de que sólo podía
considerarse rico el hombre capaz de mantener un ejército propio, dedicado a la
defensa de su capital. Todo Roma lo consideraba avaro y miserable, y él no hacía
nada para desmentirlos. Sabia exactamente por qué luchaba; había hecho un
descubrimiento.
Debía aquel descubrimiento a una experiencia que decidiría todo su futuro: un
encuentro con su rival, Pompeyo, acaecido años atrás.

Desde su más tierna infancia, Craso se había sentido eclipsado por Pompeyo.
Comparaba todas sus hazañas, pensamientos y sueños con los de él, sólo para
comprobar que Pompeyo lo superaba en todos los aspectos.
Durante la guerra civil, Craso, un hombre sin pasado ni futuro, de casi treinta
años, había deambulado por España con una banda de mercenarios, esperando una
oportunidad para iniciar su carrera política, sin que esa oportunidad llegara nunca.
Sin embargo, Pompeyo, ocho años más joven que él, ya desempeñaba un papel
distinguido bajo el régimen de Sila y se hacia llamar imperator.
En los últimos años de la guerra civil, tanto Craso como Pompeyo estuvieron al
mando de una legión. Ambos combatieron con similar éxito: Craso fue acusado de
apropiarse del botín de la ciudad de Todi y Pompeyo del robo de trampas para pájaros
y libros de Asculum. Por fin la revolución fracasó y Sila se convirtió en dictador.
A Craso se le pagó con un asiento en el Senado, mientras Pompeyo era abrazado
públicamente por Sila y llamado «Magnas, el grande».
En ese entonces Craso tenía treinta y dos años y Pompeyo veinticuatro, y
mientras Craso ya estaba medio sordo y asmático, Pompeyo rivalizaba con sus
soldados en competiciones deportivas. Craso estaba casado con una honorable
matrona y Pompeyo tramitaba su tercer divorcio para convertirse en yerno de Sila. El
senador Craso, medio sordo, amargado y abatido, consideraba la posibilidad de
retirarse de la vida pública para recluirse a escribir sus memorias en su casa de
campo, cuando los acontecimientos tomaron un giro decisivo, que lo conduciría al
mencionado descubrimiento: Pompeyo le pidió dinero.
Se trataba de una suma considerable, que Pompeyo necesitaba con urgencia para
extorsionar a varios juristas, pues una vez más estaba envuelto en un asunto oscuro.
Gimoteó y balbuceó como un colegial ante Craso, que después de hacerlo sufrir un
poco, aceptó concederle un préstamo sin interés y sin fianza. Cuando Pompeyo
abandonó la casa de Craso, con su cara de atleta roja de humillación, tropezó con un
escalón y estuvo a punto de caerse en el umbral. Luego Craso se encerró en su
estudio y rompió a llorar. Tenía treinta y tres años y era el primer día feliz de su vida.
La venda cayó de sus ojos. Tanto él como los demás hombres de su clase sabían

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todo lo que había que saber del uso del dinero, pero nadie había llegado nunca a la
más obvia conclusión. Craso por fin lo hacia, y la conclusión era la siguiente: el
dinero no es un medio para la prosperidad y el placer, sino un medio para obtener
poder.
Era un descubrimiento bastante simple, sólo faltaba ampliarlo para convertirlo en
un sistema, y el sistema ideado por Craso fue tan sencillo como revolucionario:
acumuló un capital, el más importante de toda Roma, y lo cedió en préstamos… sin
intereses ni fianza. Los usureros invertían su capital para obtener un porcentaje de
beneficios; Craso lo hacía para obtener poder.
Mientras Pompeyo se honraba con nuevas glorias en la guerra española, Craso
prestaba dinero sin intereses a los hombres influyentes de todas las facciones, sin
preocuparse de sus fines políticos. Medio Senado le debía dinero y todos los
cabecillas políticos dependían de él. Los más temerarios fanáticos se cuidaban de no
cruzarse en su camino, y la gente lo definía como un toro con heno en los cuernos.
Craso sabía tan bien como sus competidores que la República estaba podrida por
dentro y que sólo una nueva dictadura podía salvar al estado, una dictadura que
terminara sin miramientos con la vieja constitución y los viejos métodos y tomara
nuevos rumbos, acordes con el espíritu de los tiempos: tal vez enfrentándose contra el
moribundo Senado, haciendo uso del ejército y de los sectores rebeldes del pueblo o
instaurando una monarquía. Una monarquía que no se apoyara en la aristocracia
conservadora, sino en las masas y en los tribunos del pueblo.
Sabia que la mayoría de los políticos importantes tenían las mismas ideas y los
mismos propósitos. Sin embargo, Lúculo era demasiado frívolo, César demasiado
joven y Sertorio había muerto. Su único competidor serio era su antiguo rival,
Pompeyo.

Craso estaba aburrido de la campaña y menospreciaba los asuntos militares. No


disfrutaba demasiado de los placeres de la mesa, con la sola excepción de los dátiles
confitados y las frutas garapiñadas, para los cuales tenía recetas especiales; y aunque
sus banquetes eran dignos de un patricio, él llevaba una dieta vulgar. Tampoco las
mujeres lo tentaban, y todas sus aventuras amorosas habían resultado insatisfactorias.
Lo único que parecía causarle verdadero placer, aparte de sus dátiles confitados, eran
las largas conversaciones de sobremesa, preferiblemente con jóvenes fanáticos y
teóricos a quienes tomaba el pelo sin que ellos lo advirtieran, pues aunque el
banquero semisordo casi nunca reía, tenía un sentido del humor muy particular.
Uno de los participantes de su campaña era el joven Catón, que una vez más se
había presentado voluntario como soldado raso, y a quien Craso había obligado a
aceptar un cargo de tribuno. El joven asceta no había cambiado. Aún iba a todas
partes con manuscritos bajo el brazo y disertaba sobre el estilóbato o las virtudes de
los antepasados, aburriendo a todos menos a Craso. El gordo generalísimo lo dejaba
hablar con paciencia, se llevaba una mano a la oreja sorda y de vez en cuando asentía

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con un gesto mortalmente solemne.
Después de la cena de la víspera del encuentro con Espartaco, que Craso
aguardaba con expectación, el joven Catón expuso sus ideas sobre el tema de los
esclavos.
Citó a sus maestros estoicos, Antipater de Tiro y Antioco de Ascalón, y gesticuló
con vehemencia con sus delgados brazos, mientras sus labios dejaban escapar una
certera lluvia de saliva que Craso intentaba esquivar con discreción.
—La verdadera libertad —explicaba Catón— está contenida en la virtud, que es a
su vez la más noble sabiduría, mientras la verdadera esclavitud proviene del vicio.
La pasión contradice a la razón, y puesto que la naturaleza está regida por la
razón inmortal, los instintos y deseos primitivos son antinaturales. Las hordas que nos
obligaron a iniciar esta campaña se mueven por los apetitos más elementales, por lo
tanto actúan claramente en contra de la razón y de la naturaleza. Sin embargo, entre
nosotros mismos se ha impuesto un orden perverso. Nuestros antepasados sabían
cómo vivir con sencillez, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, pero nosotros
estamos rodeados de afeminamiento, vicio y libertinaje. Si Roma continúa en esta
desastrosa senda, pronto llegará a la perdición.
Craso, que lo escuchaba con paciencia, asintió con la cabeza y se llevó un puñado
de frutas confitadas a la boca.
—Tienes razón, la República está condenada al fracaso —dijo y respiró
asmáticamente—. Se ahoga en el vicio y la intemperancia. ¿Y sabes cuál es la causa
de este libertinaje?
—El alejamiento de la humanidad de las virtudes naturales —respondió el joven,
pero cuando iba a reanudar su conferencia con ansiedad, Craso lo interrumpió con un
gesto de su mano regordeta.
—Perdona —dijo—, pero la causa de la depravación moral es la depreciación del
arrendamiento del suelo y el descenso de las exportaciones.
—Yo no sé nada de eso —admitió Catón—, pero en la época de mi abuelo…
—Perdona —repitió Craso—. ¿Crees que Lúculo construiría sus ridículos
estanques de peces si fuera más rentable sembrar trigo? ¿Crees que nuestra nobleza
derrocharía su capital en juegos de circo de esa forma absurda si pudieran obtener
beneficios invirtiéndolo en la agricultura, como sucedía en la época de tu venerable
abuelo? Pero desde entonces la renta de la tierra ha bajado y ya no conviene sembrar
trigo en Italia. Ésa es la razón de la decadencia de nuestros labriegos y de la
migración masiva del proletariado agrícola a las ciudades. Por eso la capital romana
ha dejado de ser productiva, y no crea trabajo para el pueblo, que se ve empujado al
robo o a la mendicidad.
—La verdadera causa es la degeneración moral de la gente —gritó el joven Catón
—. Temen al trabajo y prefieren vivir de los cereales gratuitos que reparte el estado a
los desempleados, reunirse en las tabernas y escuchar a los demagogos. Lo que
necesitamos es disciplina, la ley y el orden de nuestros ancestros.

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—Perdona —dijo Craso—, pero aunque la disciplina, la ley y el orden están muy
bien, no remediarían la crisis de la agricultura, o sea, la caída en la renta de la tierra.
¿Y sabes cuál es la causa de esta caída?
—No —respondió Catón con voz desafiante, y los rojos granitos de castidad de
su rostro se volvieron aún más rojos—. Nunca me he preocupado por esas cosas.
—Es una pena —respondió Craso masticando un dulce—, y una gran negligencia
en un joven filósofo y futuro político. Yo te explicaré la relación entre una cosa y
otra, y la encontrarás más útil que todo el estoicismo de ese tal Antipater. Si observas
el balance general de las cuentas del Estado romano, descubrirás que en el mundo
comercial estamos representados solo por dos artículos de exportación: a) vino y b)
aceite. Sin embargo, importamos productos de todo el mundo, desde cereales a mano
de obra, o sea esclavos, y todos los artículos de lujo que saturan el mercado.
¿Cómo crees que paga Roma este exceso de importación?
—Supongo que con dinero, o sea con plata —dijo Catón.
—Te equivocas —respondió Craso mientras escupía los huesos de los dátiles—.
En Italia no hay minas de plata. El gran truco del Estado romano es recibir productos
de sus colonias sin pagar por ellos. Eso significa, por ejemplo, que todo lo que
nuestros desgraciados súbditos asiáticos exportan a Roma se acredita a sus cuentas de
impuestos. En otras palabras, lo recibimos todo a cambio de nada, y por extraño que
parezca, ésa es la causa de nuestra decadencia, pues a los burgueses romanos ya no
les conviene fabricar objetos, los granjeros no pueden ofrecer precios tan bajos como
los del trigo importado y los artesanos no pueden competir con la mano de obra
barata de los esclavos. Por esa razón, la mitad de la población libre de Italia está
desempleada y hay dos veces más esclavos que burgueses. Roma se ha convertido en
un estado parásito, «el vampiro del mundo», tal como lo describe uno de nuestros
jóvenes y vehementes poetas. Como el trabajo ya no tienta a nadie en Italia, tampoco
desarrollamos nuestros medios productivos. El equipamiento agrícola de los bárbaros
galos es técnicamente superior al nuestro, y en casi todas nuestras provincias la
industria ha evolucionado mucho más que aquí. Lo único que somos capaces de crear
son máquinas de guerra o de juegos. Si por cualquier razón se paralizara el suministro
de trigo del exterior, sobrevendría una época de hambre y de rebeliones, como
ocurrió hace dos años. Sin embargo, con el sistema actual de importación, nos
ahogamos en trigo y una buena cosecha se convierte en una maldición para el
agricultor, que tiene que vender su campo y marcharse a la capital a recibir por
caridad el cereal que ya no puede producir con su trabajo. ¿No te parece una situación
descabellada?
Craso se recostó y cogió otro puñado de dátiles. Luego miró al delgado joven con
una expresión irónica en sus ojos entornados. Catón se movía incómodo en su asiento
y el rubor de sus mejillas crecía.
—Esas cosas nunca me han preocupado —repitió con terquedad—. ¿De verdad te
parecen tan importantes? ¿No se trata más bien de una cuestión de pureza moral y del

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espíritu reinante en el Estado? En los viejos tiempos…
Pero Craso era implacable.
—Perdona —dijo—, si analizas en profundidad toda esta insensatez, descubrirás
que el Senado ya no sabe de qué vive, pues el Estado, o sea la casta oficial romana, es
demasiado obtusa para distinguir entre una auténtica hipoteca y un pagaré. La
tradición y la arrogancia de clase les impiden comprender las leyes económicas.
»Como consecuencia, los administradores de impuestos, los miembros de las
sociedades de accionistas, los amos del comercio marítimo, los vendedores de
esclavos y los concesionarios de las minas, tienen al Estado entero en sus manos; el
poder de decidir entre la guerra y la paz, la prosperidad o la ruina de la nación.
Habrás leído a nuestro gran historiador Polibio, que ya escribió hace cien años que
ese tipo de gente no sólo controla nuestro sistema legal, sino también las elecciones,
ya sea extorsionando a los votantes o mediante los votos honestos de los accionistas
humildes, que a menudo constituyen la mayoría de los municipios pequeños.
»¿Tienes alguna duda de que la competencia entre los romanos y los fenicios en
el comercio del trigo fue la causa directa de las guerras púnicas? ¿Y de que la guerra
contra Yugurta se prolongó durante seis años porque los africanos fueron lo bastante
astutos para extorsionar a notables y senadores? Sólo tienes que echar un vistazo a las
actas del Senado de la época, o revisar los archivos de la Comisión Permanente de
Extorsión. Y tú hablas de moral y de las virtudes de nuestros antepasados…
Catón, horrorizado ante el cinismo de su comandante en jefe, no supo qué
responder. Pidió permiso para retirarse y lo hizo con la cara ruborizada, seguido por
la mirada atenta de Craso, que continuaba escupiendo huesos de dátiles. Era evidente
que había disfrutado de la conversación.

Para Espartaco no había sido sencillo iniciar aquella expedición, pero tampoco
tan duro como creían muchos de sus compañeros.
Sabia que se acercaba el fin. Su horda comenzaba a diseminarse por el bosque, y
en el plazo máximo de un mes, los romanos los habrían cazado a todos, uno a uno.
Los mejores hombres habían caído y el resto se estaba echando a perder. Los que
quedaban en el campamento se habían vuelto ojerosos y la desesperación cubría sus
caras macilentas, como telarañas. Todos los días las mujeres salían a las calles del
campamento, con niños de cabezas grandes y extremidades esqueléticas en los
brazos, suplicando que se rindiera para que todo volviera a ser como antes. Corrían
por el campamento, con las cabelleras enmarañadas y los bebés prendidos a sus
pechos fláccidos, gritando a voz en cuello que no querían morir.
Los hombres tampoco querían morir. Permanecían en la playa, contemplaban las
olas que se acercaban, aspiraban la fresca fragancia de las algas y pensaban que era
agradable vivir, convencidos de que, a pesar de todo, la peor clase de vida era mejor
que la muerte.
Sin embargo, la desesperación y el deseo de sobrevivir privaban a hombres y

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mujeres de su sano juicio. Hablaban de arrojar las armas y entregarse a los romanos,
con la certeza de que los perdonarían. Acudían ante Espartaco, y lo miraban con la
expresión pueril y confiada de un animal herido, convencidos de que él podría
salvarlos. Sin embargo, Espartaco sabía que todo había terminado, y tres semanas
después del acuerdo con los piratas, decidió ir a ver a Craso. No era fácil para él.
Recordó a Zozimos, el retórico, que sin duda habría agitado sus mangas con
frenesí, alabando el orgullo y el honor y condenando la ignominia y la iniquidad.
Pero Zozimos estaba muerto y los demás querían vivir, y cuando por la noche oían el
rumor de las olas o aspiraban la brisa del mar, las palabras como honor o ignominia
no eran más que un balbuceo sensiblero ahogado por el colosal rugido de las olas.
Cuando Espartaco partió a encontrarse con Craso, la temporada de las lluvias
llegaba a su fin y se acercaba la primavera. Según había estipulado Craso, sus
ayudantes sólo podrían acompañarlo hasta la muralla y debería cruzar la trinchera
solo.
Los guardias romanos lo esperaban al otro lado. En cuanto los vio, el hombre de
la piel sintió que pisaba otro mundo y lo embargó una profunda emoción. No pudo
evitar conmoverse al ver a los soldados llenos de vida, bien alimentados, con los ojos
brillantes y satisfechos, el metal de las armaduras pulido y el cuero de sus correas
impecable. Los guardias lo escoltaron en silencio, mirando al frente con actitud
altiva. El lino almidonado de sus faldones crujía a cada paso y despedían un aroma a
bálsamos y ungüentos, mientras Espartaco caminaba entre ellos con su tosco ropaje
de piel. Era más alto que ellos, pero tenía los hombros caídos y la barbilla barbuda, y
aunque al principio hacía esfuerzos para mantener la cabeza erguida, por fin la dejó
caer.
Siguieron andando durante un rato, sin que los guardias dijeran nada o desviaran
la vista del frente.
Pasaron junto a otros soldados, solos o formados en cohortes, que miraban con
curiosidad a los guardias y en especial al hombre alto y desgreñado del medio, pero
no hicieron ningún movimiento para detenerlos. Todos parecían limpios, alegres y
satisfechos. Cuando la pequeña cuadrilla pasaba junto a ellos, los soldados
permanecían en silencio y a lo sumo se codeaban entre si. Sus ojos claros no
abrigaban hostilidad, sino curiosidad y asombro.
Fue un largo camino. Cuando se aproximaban al campamento, pasaron junto a
tres oficiales enfrascados en conversación y todos se volvieron a mirarlos. Uno de
ellos vestía un elegante traje de montar, era casi tan alto como Espartaco y tenía
rasgos regulares y severos. Los guardias que escoltaban a Espartaco saludaron, pero
el oficial, pendiente del hombre cubierto de pieles, no respondió. Alzó las cejas,
recorrió el cuerpo de Espartaco con sus ojos fríos, desde la piel al calzado roto, y se
golpeó el muslo con el látigo de montar al ritmo de las pisadas de los guardias.
Fue un largo camino, pero por fin avistaron las primeras tiendas.
Cuando giraron por la calle principal del campamento, se encontraron con un

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batallón que marchaba hacia ellos. Las piernas cubiertas de acero de los soldados se
movían de forma tan precisa y armónica, que cuando los pies golpeaban el suelo sólo
se oía un breve y estridente ruido seco. Al ver acercarse al grupo de guardias con el
hombre de la piel, el capitán giró por una calle lateral. La columna lo imitó con un
fuerte estampido y Espartaco sólo alcanzó a ver las espaldas cubiertas de armadura de
los soldados, pues ninguno de ellos se volvió a mirarlos.
Por fin, los guardias se detuvieron frente a la tienda del generalísimo. Un
centinela se quedó a cargo del hombre de la piel y los demás se marcharon sin
intercambiar una sola palabra. El centinela tampoco habló con Espartaco; lo condujo
en silencio al interior de la amplia tienda, cubierta con una mullida alfombra, dio
media vuelta y cerró la puerta de lona desde afuera.
La alfombra de la tienda era tan gruesa que ahogaba el sonido de las pisadas de
Espartaco. Craso, que escribía sentado ante su escritorio, no se incorporó ni alzó la
cabeza. Se había recogido las mangas de su túnica de ribetes púrpura y apoyaba sobre
la mesa sus cortos brazos desnudos, que tenían la piel de gallina. Espartaco reparó de
inmediato en el parecido entre la expresión de la cara del generalísimo y la de Crixus.
Aunque su rolliza cara y su cabeza estaban pulcramente afeitadas, la mirada inerte,
lúgubre, impasible debajo de los acolchados párpados era asombrosamente similar a
la del difunto Crixus.
El generalísimo dio una palmada y apareció un ayuda de cámara que saludó,
recogió el documento, y tras echar un brevísimo vistazo al hombre de la piel, se
marchó. Espartaco aguardaba sentado en un sofá, frente al escritorio.
Por fin el generalísimo alzó la vista y lo miró.
«Una bestia herida», pensó Craso.
—Deseas negociar las condiciones de tu rendición —dijo y afianzó sus regordetes
brazos desnudos sobre la mesa—. Pues no hay condiciones.
Su mirada petulante no se desvió del hombre sentado.
«Si se le diera un buen uniforme —pensó— y se le borrara esa tristeza animal de
los ojos, tendría un aspecto más distinguido que el propio Pompeyo».
Aguardó una respuesta, y se llevó una mano a la oreja.
—¿Has dicho algo? —preguntó.
Espartaco se maravilló del latín asombrosamente claro, casi afectado, que brotaba
de los labios del generalísimo. Sobre su mesa había un pequeño tintero cúbico de
cristal tallado, que, pese a tener un agujero a cada lado no dejaba escapar la tinta. Las
alfombras que cubrían el suelo y las paredes sofocaban cualquier ruido procedente
del exterior, pero el silencio absoluto de la tienda era distinto a la familiar quietud de
la noche en las montañas; era un silencio suave, mullido, como el sofá en que se
sentaba. Le costaba trabajo creer que las palabras pronunciadas allí fueran a decidir el
destino de veinte mil seres humanos y de la rebelión italiana.
—Estoy un poco sordo del oído derecho —dijo el generalísimo con el mismo
acento claro y distinguido—. Si tienes algo que decir, por favor hazlo de forma

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inteligible.
Espartaco permaneció en silencio y contempló el escritorio. Las nubes del monte
Vesubio, la cháchara profética del anciano masajista, las roncas peroratas del pequeño
abogado no tenían cabida dentro de aquella tienda, ante el tintero tallado y pulido;
todo se ahogaba en el silencio sofocante. Frente a la mano regordeta del generalísimo,
curvándose sobre su oreja sorda, todo lo que pudiera decirse sobre el otro lado de la
trinchera parecía absurdamente irreal e insignificante.
—Ya sabes en qué situación estamos —dijo Espartaco—. La ruina de veinte mil
personas no puede interesarle a nadie.
Craso se encogió de hombros de forma casi imperceptible. Todavía se preguntaba
qué aspecto tendría Pompeyo y cómo actuaría si se encontrara en la misma situación
de aquel desgraciado. Al menos el bárbaro no fingía, y sin duda hablaba en el mismo
tono mesurado, con el mismo tosco y gutural acento tracio que usaba para impartir
órdenes marciales a su horda. Craso lo imaginaba haciendo una entrada triunfal,
atravesando la arcada con expresión impasible, aclamado por la frenética multitud. El
generalísimo pensó que en la vida todo dependía de la época en que naciera un
hombre, pues eran los tiempos quienes decidían arrojarlo a uno a la basura o
permitirle hacer historia. Si aquel animal herido hubiera nacido un siglo antes o uno
después, habría tenido más posibilidades de cambiar el mundo que el propio
Alejandro o Aníbal.
—En otras palabras, debéis rendiros sin condiciones —dijo Craso.
—Depende de lo que le ocurra a mi gente —respondió Espartaco.
—Eso lo decidirá el Senado de Roma —dijo Craso.
—No hablo de los cabecillas —señaló Espartaco después de una breve pausa—,
sino de los hombres y las mujeres vulgares.
—Perdona —dijo Craso—, pero ahora hablamos de una rendición incondicional.
Lo demás lo decidirá el Senado.
Espartaco permaneció en silencio y miró el tintero. Todo lo que decían seguía
pareciéndole irreal. No podía comprender por qué la tinta no se filtraba del cubo de
cristal, pese a que éste tenía agujeros para mojar la pluma en sus seis caras. Entonces
notó que en el interior del cubo había un pequeño recipiente esférico suspendido de
dos eslabones con forma de aro, y que, aunque el tintero se girara, el pequeño
recipiente se balancearía sobre los eslabones, manteniéndose siempre horizontal. Se
alegró de comprender el mecanismo y sus labios esbozaron una brevísima sonrisa.
En ese momento entraron dos asistentes con vino, copas, dátiles confitados y
frutas garapiñadas. Dejaron todo sobre una mesa auxiliar de tres patas y se retiraron
en silencio.
Craso, que había seguido la vista de Espartaco, cogió el tintero y le dio la vuelta
sin sonreír.
—¿Nunca habías visto uno igual? —preguntó.
—No —respondió Espartaco. Craso le pasó el cubo de cristal, él lo examinó, le

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dio la vuelta y volvió a dejarlo sobre la mesa—. Nuestras condiciones son las
siguientes —dijo—: los criados podrán regresar adonde solían prestar servicio sin
temor a represalias y los demás se enrolarán en tu ejército.
Craso se encogió de hombros.
—Puedes bromear todo lo que quieras, si eso te complace —dijo—, aunque da la
impresión de que no conoces bien la ley marcial romana. Además, ya te he dicho que
la decisión está en manos del Senado. Lo único que puedo hacer yo, es recomendar la
máxima indulgencia.
—En tal caso debo regresar —respondió Espartaco sacudiendo la cabeza—.
Nuestras condiciones serían dispersarnos y volver a la antigua situación, pero antes
de que pudiéramos hacerlo, vosotros tendríais que retirar el ejército para que no
hubiera posibilidades de que nos tendierais una trampa.
Craso se encogió de hombros, bebió un pequeño sorbo de vino y se llevó un
puñado de frutas confitadas a la boca. Ya había previsto que aquella reunión no daría
resultado, pero había aceptado hacerla por curiosidad. Por supuesto, podía hacer
detener y colgar a aquel hombre allí y entonces, pero como su victoria ya estaba
clara, no tenía sentido estropear las cosas y arriesgarse a las críticas de los tribunos de
la oposición. Su corto brazo desnudo señaló la segunda copa.
—¿Tienes miedo de que esté envenenado? —preguntó con seriedad.
Espartaco negó con la cabeza; tenía sed y se bebió el contenido de la copa de un
trago. Era un vino sabroso y dulce que no había probado nunca. El silencio que
reinaba en la tienda se hizo aún más perceptible.
—Las condiciones afectarían sólo a los hombres y mujeres normales —dijo tras
una pausa—. Los jefes y cabecillas no necesitan condiciones.
—Comprendo —respondió Craso mientras masticaba sus dátiles—. Es una idea
conmovedora: los jefes se sacrifican por sus hombres. Hasta es probable que esperéis
que el Senado os construya lápidas con emotivos epitafios. Tienes una idea muy
extraña de la época en que vivimos.
Espartaco vació su segunda copa mientras estudiaba a aquel gordo jefe militar,
que le hablaba sin rencor en su hermoso latín, masticando frutas garapiñadas todo el
tiempo. La descripción del abogado de Capua había sido demasiado maliciosa y no le
había hecho justicia.
Mientras tanto, Craso observaba al hombre de la piel como solía observar a Catón
durante sus discursos de sobremesa. De repente se sintió enfervorizado.
—¿En realidad, qué sabes de nuestra época? —continuó—. Eres un aficionado de
la revolución. Quieres abolir la esclavitud sin siquiera pensar que si lo consiguieras
habría que cerrar todas las canteras y las minas, renunciar a los beneficios de la
construcción de caminos, puentes y acueductos. Arruinarías el comercio naval y
terrestre y condenarías al mundo a la barbarie, pues para los hombres y mujeres de
nuestra época, la palabra libertad significa sencillamente no tener que trabajar. Si tus
intenciones fueran serias, habrías inventado una nueva religión que elevara el trabajo

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a la categoría de credo o culto y el sudor a la de ambrosía. Deberías haber predicado
abiertamente que el verdadero destino de la humanidad, aquel que demuestra su
nobleza, consiste en cavar, reparar calles, serrar planchas de madera y remar en las
galeras; mientras que el sereno ocio y la cómoda contemplación son despreciables y
brutales. Deberías haberle asegurado al mundo que, en contra de la experiencia
generalizada, la pobreza es una bendición que dignifica y la riqueza sólo una
maldición. Tendrías que haber destronado a los holgazanes y licenciosos dioses del
Olimpo e inventado nuevos dioses, acordes a tus propósitos e intereses. Sin embargo,
no hiciste nada de esto y tu Ciudad del Sol cayó porque olvidaste crear nuevos dioses
y sacerdotes que estuvieran a su servicio.
—Todos los sacerdotes y los profetas son simples timadores —dijo Espartaco
sacudiendo la cabeza—. Miles de personas se unieron a nosotros sin necesidad de que
los tuviéramos. Y no fueron sólo esclavos, ¿sabes? También tuvimos granjeros
despojados de sus tierras por los grandes terratenientes. Los granjeros y los pequeños
arrendatarios no necesitan una nueva religión, sino tierras.
—Perdona —dijo Craso—, pero otra vez observas solo una parte de la relación
entre causa y efecto. ¿Por qué, en tu opinión, los agricultores italianos aceptan vender
sus tierras a la oligarquía? No porque sean unos inocentes corderillos, como tú los
pintas, sino porque la importación de trigo del extranjero baja el precio del cereal
hasta tal punto que sólo los grandes terratenientes pueden evitar la ruina. Si sigues
este razonamiento hasta su conclusión lógica, deberías exigir que Roma renunciara a
sus colonias, que el mundo del comercio se paralizara, que la tierra se redujera a sus
antiguas dimensiones y que se anulara el progreso. En el fondo, todos vuestros torpes
intentos reformistas, comenzando por los de los Graco, fueron ultrarreaccionarios.
Hasta tanto no aparezca alguien que invente un nuevo dios y declare a los bárbaros
iguales a nosotros, forzándoles a producir a los mismos precios, los verdaderos
artífices del progreso son y seguirán siendo los dos mil holgazanes aristócratas
romanos que permiten que el resto del mundo trabaje para ellos y que, sin embargo,
contribuyen a la prosperidad sin saberlo. Hasta que un día el vientre henchido del
Estado estalle y el demonio nos lleve a todos.
Craso jadeó con satisfacción y se llevó la mano a la oreja para escuchar posibles
objeciones. Sin embargo, Espartaco no encontraba una respuesta apropiada y se
preguntaba si el piadoso masajista o el pequeño picapleitos habrían sabido hallarla.
De repente, comprendió que habían rechazado sus condiciones, que su gente no
tenía salida, y lo embargó una abrumadora sensación de odio e impotencia. ¿Por qué
demonios se había prestado a escuchar todo ese discurso, en que él quedaba en una
triste posición, en lugar de regresar con la horda de inmediato después del fracaso de
las negociaciones?
Todo el odio y el pesar ascendieron a su garganta y se sobrepusieron a su
vergüenza.
—Si lo sabes tan bien —dijo con voz ronca y tan alta que el generalísimo alzó las

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cejas—, si estás tan bien informado de todo y dices que el demonio se llevará vuestro
Estado, ¿cómo puedes exigir una capitulación incondicional y aumentar aún más la
injusticia?
Iba a decir algo más, pero Craso lo interrumpió con un gesto de su rollizo brazo.
—Perdona —dijo Craso—, ¿pero alguna vez te has detenido a considerar que un
ser humano vive sólo unos quince mil días? Pasará mucho más tiempo antes de que
Roma se arruine, y como yo no tengo el honor de conocer a mis tataranietos, no veo
razón para intentar beneficiarlos con mis actos.
Sorbió un trago de vino mientras miraba al hombre de la piel con expresión
sombría. La ira de Espartaco había desaparecido tan pronto como había llegado, y
ahora sólo pensaba en el parecido del generalísimo con Crixus. «Come o déjate
comer», había dicho Crixus, y en el fondo, aquel romano con su cultivada
pronunciación quería decir lo mismo. Sólo los tontos se preocupan por el futuro.
La tercera copa de vino le pareció aún más aromática y extraña que las anteriores.
Mientras tanto Craso lo observaba. Si después de todo conseguía convencer a
aquella gente de que se rindiera, tendría asegurado el puesto de cónsul, incluso antes
de que Pompeyo regresara de España. Si bien había contado con el fracaso de la
reunión desde el comienzo, aún quedaba una última posibilidad.
—… Quince mil días —repitió Craso mientras se apoyaba pesadamente sobre sus
codos—. A mí me quedan unos cinco mil, que la posteridad nunca me devolverá, y a
ti, tal como están las cosas, apenas diez o veinte. Lo mires como lo mires, la
diferencia es notable, aunque la posteridad tampoco te compensará a ti por los días
que te habrán robado. Sin embargo, yo podría estar en condiciones de hacerlo. En
caso de que te rindieras, el Senado decidiría el destino de tu gente, pero para ti podría
haber otras posibilidades, como, por ejemplo, un salvoconducto con un distinguido
nombre romano y un barco con rumbo a Alejandría.
Craso se interrumpió y miró a su interlocutor. Espartaco no estaba sorprendido.
Desde su llegada a la tienda, esperaba que esto sucediera, o más bien, tenía la
impresión de que en cualquier momento reviviría una experiencia anterior, ¿pero
dónde había sucedido? En la posada junto a la vía Apia, hacia mucho tiempo. «Si tú y
yo nos largáramos ahora, ningún capitán nos pediría un salvoconducto», había dicho
Crixus. Aquella conversación se remontaba al comienzo de todo, y ahora que se
acercaba el fin, Crixus le hablaba por última vez a través de la boca de aquel calvo
generalísimo. Al final, Crixus siempre tenía razón.
Quizá los dos gordos de ojos tristes estuvieran en lo cierto. Come o déjate comer,
¿quién podía proponer algo mejor? Diez mil días, ¿qué divinidad se los devolvería? Y
la horda, esos hombres y mujeres que aguardaban al otro lado de la trinchera, no
podrían escapar a su destino, perecerían con o sin él. ¿De qué serviría que regresara a
su lado?
Nunca había estado en Alejandría, pero sabía que allí había amplias y luminosas
avenidas, mujeres y diez veces mil días… «¿Qué comeremos en Alejandría? Tordella

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con tocino, eso es lo que comeremos. ¿Y qué beberemos en Alejandría? Vino del
Vesubio, vino del Carmelo, eso es lo que beberemos en Alejandría. ¿Y cómo serán las
mujeres en Alejandría? Como naranjas abiertas, así serán…».
El nunca había estado en Alejandría, pero sabía que por las noches el viento
acariciaba las hojas de las avenidas y conocía la añoranza por mujeres desconocidas.
Sin embargo, todo parecía indicar que ya nunca iría a Alejandría.
Craso seguía sentado al otro lado de la mesa, mirándolo, mientras masticaba sus
dátiles y aguardaba. Por fin Espartaco negó con la cabeza, Craso escupió varios
huesos de dátiles, se incorporó y palmeó las manos. Espartaco también se levantó.
Entonces se abrió la puerta de lona de la tienda y aparecieron los dos guardias que
lo habían escoltado desde el otro lado de la trinchera.
—Debo admitir que sospechaba que las cosas saldrían de este modo —dijo Craso
—. Sin embargo, me interesaría saber qué tipo de razones te han inducido a rechazar
mi propuesta, pese a ser tan ventajosa para ti y no cambiar en modo alguno el destino
de tus compañeros.
Espartaco, que de pie en medio de la tienda superaba en una cabeza entera la
altura del general, sonrió con una vaga expresión de vergüenza. ¿Cómo explicarle
algo así a aquel gordo de la toga? Luego recordó al anciano esenio.
—Uno debe mantenerse en la senda hasta el final —dijo en el tono de voz que
uno emplea con los niños que se niegan a entender—. Debemos seguir andando hasta
el final, hasta que hayamos logrado romper las cadenas. Así debe ser y no hay que
preguntarse por qué. —Pero como veía que el gordo no lo comprendía, cogió el vino
de la pequeña mesa auxiliar—. No hay que dejar restos en la copa —dijo y apuró las
últimas gotas con expresión risueña—, para entregarla limpia al próximo que venga.
Tras esas palabras, se unió a los guardias de armadura plateada, que lo
acompañaron hasta la trinchera igual que lo habían llevado, sin decir palabra.

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5
La batalla junto al Silaro

Una semana después de la entrevista con el jefe de los esclavos, Craso cometió el
mayor error de su vida, un error que nunca podría rectificar. Cuando se enteró de que
Espartaco y sus últimos hombres habían salido de Brucio y se encontraban al otro
lado de la trinchera, perdió la cabeza y envió un mensaje al Senado, exigiendo que
enviaran a Pompeyo en su ayuda.
La fuga ocurrió durante una noche fría, con densas nevadas. Los supervivientes
del ejército de esclavos, reunidos por Espartaco en un último intento desesperado,
asaltaron por sorpresa a la tercera cohorte, comandada por Cato, en la costa oeste,
cerca del golfo de Hipómica. Rellenaron un tramo de la trinchera con troncos,
malezas, nieve, carroña de caballos y los propios prisioneros estrangulados de la
tercera cohorte con el fin de construir un paso rápido para los carros de bueyes,
heridos y niños. Luego, las veinte mil personas cruzaron al otro lado. Amparadas por
la nieve y la oscuridad, empujadas por el hambre, se lanzaron al ataque de un
enemigo abrumadoramente superior; se lanzaron al encuentro de la muerte,
plenamente conscientes de ello.
Un día después Craso comprendió que la huida había sido un acto desesperado y
que el enemigo ya no constituía una amenaza para él, pero ya era demasiado tarde. A
lo largo de los años, había construido la escalera de su ascenso con frialdad y
prudencia, peldaño a peldaño. Mientras aguardaba su oportunidad, el momento en
que el poder cayera sobre su regazo como una fruta madura, había concedido
préstamos sin intereses y masticado frutas confitadas. Sin embargo, ahora lo había
estropeado todo en un momento. Su pusilánime solicitud de socorro al Senado volvía
a situarlo en una posición de inferioridad con respecto a Pompeyo.
Con el tiempo, el propio Craso se preguntaría por qué había perdido la cabeza de
ese modo tan inexplicable aquella mañana invernal. Ocho días antes, el hombre de la
piel había estado sentado ante su escritorio y había jugueteado con su tintero con
torpeza y timidez. Un mes después, el ejército de Craso lo había aniquilado.
Pero entre aquellas dos fechas, ¿qué sarcástica fuerza lo había amedrentado con la
sombra de ese mismo hombre hasta el punto de empujarlo al suicidio político?
Durante los dieciocho años, o seis mil quinientos días que le quedaban de vida, no
pasó uno solo sin que Craso se repitiera aquella pregunta. Aún le obsesionaba
cuando, ante la ciudad de Sinnata, en el desierto mesopotámico, la daga de un criado
parto le procuró un fin vano y deshonroso. La cabeza ensangrentada del hombre que
había descubierto que el dinero tenía más poder que la espada, que había aplastado la
mayor rebelión italiana y había soñado con convertirse en emperador de Roma fue

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presentada por un grupo de actores en el escenario de un principado de Asia Menor.
En ocasión de la boda del hijo del príncipe Orodes, se representaba la obra Las
bacantes de Eurípides, cuando un mensajero procedente del campo de batalla trajo la
cabeza recién cortada de Craso. Entonces el actor que representaba a Agave cambió
la cabeza de utilería de Panteo por la auténtica del banquero Marco Craso y entonó su
canción ante el fervoroso entusiasmo del público:

¡Contempladla, recién segada del tronco la traemos, hasta ahora una espina en la
montaña!
¡Oh bacanales de Asia! ¡Bendecid esta caza!
Cuando Craso envió su petición de ayuda al Senado, Pompeyo viajaba de regreso
a Italia tras su triunfo en la guerra española. Craso esperaba que todo acabara antes de
la llegada de Pompeyo, y los propios esclavos, tras deambular sin rumbo ni
esperanzas durante tres días, deseaban el fin, que llegaría en la batalla junto al río
Silaro, donde sólo sobrevivieron unos pocos.
En la víspera de la batalla, un anciano llegó al campamento. Era Nicos, antiguo
criado del contratista de juegos Lentulo Batuatus, y había recorrido el largo trayecto
de Capua a Apulia a pie. Su aparición causó gran sorpresa entre los guerreros que lo
conocían, y fue conducido de inmediato a la tienda de Espartaco. Allí estaba sentado
ahora, viejo, seco y endeble, hablando con Espartaco en la víspera de la última
batalla.
El hombre de la piel lo recibió con amabilidad y sin excesiva sorpresa, pues las
fuentes del asombro se habían secado en su interior y en los últimos tiempos todo lo
que ocurría le parecía familiar, viejo y largamente esperado.
—¿Por fin has venido a unirte a nosotros? —saludó al viejo Nicos—. Te hemos
esperado durante mucho tiempo. Siempre dijiste que acabaríamos mal, y ahora podrás
verlo con tus propios ojos.
El viejo Nicos asintió con un gesto grave. Sus ojos estaban empañados por las
cataratas y ya no veía con claridad. Sin embargo, pudo comprobar cuánto había
cambiado el hombre de la piel desde su último encuentro en Capua. Notó que el
antiguo gladiador se había despojado de su actitud arrogante, que irradiaba un sereno
cansancio y que tenía una mirada triste, aunque clara.
—Me llevó mucho tiempo —dijo el viejo Nicos—. Tuve que convertirme en un
hombre muy viejo y casi ciego, antes de darme cuenta de que un hombre no puede
escapar a su propio destino. Serví durante cuarenta años, y cuando me dieron la
libertad, el orgullo me deslumbró y prediqué estupideces en el templo de Diana, sobre
el monte Tifata. Sin embargo, ahora sé que debía estar a tu lado en el final de tu viaje.
—¿De modo que ya no crees que he tomado la senda del mal, mi querido padre?
—sonrió Espartaco.
—Todavía lo creo —respondió Nicos—. Tomaste la senda del mal, la senda de la
ruptura, pero aun así debía acudir junto a ti, a compartir tu fin. Yo sé más que tú de

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esto, porque nací en cautiverio, y por eso mi lugar está junto a ti. Tú, por el contrario,
has vivido en las montañas de tu tierra natal hasta no hace demasiado tiempo, y ése es
el motivo de que no sepas reconocer los límites de la libertad. Te crees libre y sin
embargo estás cautivo en una red de innumerables hebras. Estás recluido entre
infinidad de fronteras, una trama de hilos entrelazados que no te permite escapar: la
noche, el día, tus prójimos, el misterio de las mujeres y el vivo parpadeo de las
estrellas. No eres capaz de experimentar un solo sentimiento íntegro ni de pensar una
sola idea completa, lo único que puedes hacer bien es servir.
Espartaco sacudió la cabeza.
—¿Entonces por qué has venido a unirte a nosotros?
—Tu senda no era la mía —respondió el anciano—, pero tu destino sí. Que la paz
permanezca con nosotros. La libertad está rodeada de murallas, y si las golpeas con la
cabeza, sólo conseguirás llenarte de chichones, pues ellas seguirán en pie. No hay
nada en el mundo capaz de conseguir la perfección y toda acción es perversa; incluso
aquella que consideras buena, proyecta una sombra maligna. Bienaventurados sean
los siervos y oprimidos que caen en manos de perversos y malvados, porque ellos
encontrarán la paz. Por eso he venido junto a ti.
—Eres bienvenido, padre mío —sonrió Espartaco—, pese a las extrañas ideas que
alberga tu vieja cabeza. Aunque quedan muy pocos hombres de los que conociste, te
damos la bienvenida.

Con la creciente oscuridad divisaron las antorchas romanas en la colina cercana.


Ambos campamentos ultimaban los preparativos para la batalla. Craso hacía una
breve inspección: montado en su caballo blanco, cabalga frente a las largas filas de
infantería; su mirada triste recorría de arriba a abajo las brillantes armaduras que se
extendían sobre la colina como un muro de acero. Sin embargo, no se dirigió a los
soldados ni dejó de comer frutas confitadas durante todo el transcurso de la
inspección.
Espartaco también reunió a sus hombres desaliñados y descalzos en la cima de la
colina. Allí mismo, en un sitio bien visible para el enemigo, hizo crucificar a un
prisionero romano. Era el último alarde de su decrépito ejército, la última ostentación
de los miserables y desesperados, que, apiñados en torno a la cruz donde el romano
sangraba y se retorcía, no acababan de comprender el sentido de aquel patético
espectáculo. Luego el hombre de la piel les recomendó que grabaran esa imagen en
sus mentes, pues aquél sería el fin que le esperaba a cualquiera que se rindiera o fuera
cogido vivo por los romanos. Entonces comprendieron lo que quería decir y
Espartaco supo que lo habían hecho.
Luego mandó traer su caballo, el corcel blanco del pretor Varinio, lo condujo
junto a la cruz, le acarició el hocico con afecto y lo degolló.
—Un hombre muerto no necesita caballo —le dijo a la multitud enmudecida—, y
los vivos pueden conseguir otros nuevos.

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Después hizo distribuir entre sus hombres las últimas provisiones de vino y
comida y se encerró en su tienda.

Mientras avanzaba la noche, los últimos hombres de la gran horda comían, bebían
y amaban a las últimas mujeres. En la colina vecina, pequeños puntos luminosos
titilaban en la oscuridad como luciérnagas: eran las antorchas del enemigo. De vez en
cuando, el viento llevaba los ecos de las canciones entonadas por los romanos en su
colina, canciones intrépidas, alegres, patrióticas, inspiradas por el vino y la inminente
victoria.
El pequeño Fulvio las oía mientras escribía, a la luz de una lámpara de aceite, la
crónica que nunca alcanzaría a terminar. Los vehementes cantores romanos le
recordaron sus últimos días en la insensata ciudad de Capua, cuando los patriotas
recorrían las calles agitando banderas y lanzas. Rememoró el tratado que había
comenzado a escribir entonces y que tampoco podría completar jamás. El corazón del
pequeño abogado calvo se llenó de dolor. A través de la puerta entreabierta de la
tienda, divisó los funestos puntos rojos que parpadeaban a lo lejos, y lo embargó un
vergonzoso temor. No quería pasar la última noche solo. Enrolló el pergamino, lo
acarició suavemente, y se dirigió a la tienda del esenio por las oscuras callejuelas del
campamento.
Lo encontró discutiendo acaloradamente con el viejo Nicos de Capua. Los dos
viejos, sentados uno junto a otro sobre la manta, bebían vino caliente aromatizado
con clavo y canela y hablaban sobre la situación del mundo, mientras los romanos
agitaban las lanzas y entonaban sanguinarias canciones sobre su colina. El viento
templado hacia temblar ligeramente la lona de la tienda y transportaba los sonidos
hasta ellos.
—¿Escuchas la canción del mal? —dijo el viejo Nicos mientras sus labios ajados
bebían pequeños sorbos de vino caliente—. Ya veis adónde conduce el uso de la
fuerza. Todos han pillado la enfermedad del entusiasmo.
—Ningún hombre puede vivir sin entusiasmo —dijo el esenio, sacudiendo
vigorosamente la cabeza en señal de reprobación—. Si le falta, se marchita como un
árbol sin raíces. Sin embargo, hay dos tipos de entusiasmo; uno es dichoso y nace de
la vida, mientras el otro es triste y toma furtivamente su savia de la muerte. Sin duda,
el segundo tipo es el más frecuente, pues desde el comienzo de los tiempos los dioses
privaron a los hombres de la serena alegría, les enseñaron a obedecer las
prohibiciones y a renunciar a sus deseos. Y el fatídico don de la renuncia, que lo
diferencia de todas las demás criaturas, se ha convertido hasta tal punto en la segunda
naturaleza de los hombres, que éstos la usan como un arma para enfrentarse entre sí,
como un medio para que unos pocos exploten a la mayoría, como un sistema de
opresión que abarca todos los ámbitos. La necesidad de renuncia ha sido instilada en
su sangre desde épocas ancestrales, de modo que sólo consideran auténticamente
noble el entusiasmo que les permite sacrificarse a si mismos y a sus propios intereses.

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Pero ¿no es verdad que toda negación cae en el dominio de la muerte, actuando en
contra de la vida, oponiéndose a ella?, ésta podría ser la razón por la cual la
humanidad siempre ha preferido el entusiasmo cuya savia procede de la muerte, la
estúpida mentalidad de masas, tan opuesta a la vida, al otro tipo de entusiasmo.
El abogado se había sentado sobre la estera y se estaba sirviendo un poco de vino.
El temor que le producían las antorchas rojas había mermado considerablemente, y
dentro de la tienda se sentía cómodo y abrigado.
Era evidente que el viejo Nicos desaprobaba las palabras del esenio, que
comenzaban a volverse incomprensibles.
—Bienaventurados sean los humildes que sirven sin resistirse —dijo—. Tú hablas
de un entusiasmo maligno como si existiera otra clase, pero ¿qué otro tipo de
entusiasmo puede haber? Toda pasión es maligna.
—El otro tipo —respondió el abogado mientras se acariciaba la calva dentada—,
es ese entusiasmo que no persigue la renuncia sino el sublime disfrute de la vida. Es
cierto que el hábito de la renuncia, esa intoxicación de savias oscuras que equipara la
virtud a la autonegación y considera a la muerte como el sacrificio más noble, hace
aparecer cualquier otro entusiasmo como despreciable o vulgar. ¿Acaso nuestro
absurdo sistema no nos hace buscar la satisfacción de nuestros deseos de las formas
más despreciables o vulgares? Para sobrevivir, el tendero se ve forzado a usar pesos
falsos, el esclavo a robar a su amo o a conspirar contra él, el granjero a mostrarse
duro y mezquino. ¿No es verdad, por tanto, que todo lo que sirve a la vida y a
nuestros propios intereses es despreciable y vulgar? La insignificante miseria de la
existencia vuelve a hombres y mujeres indiferentes al sereno, benévolo entusiasmo, y
los empuja a embriagarse con las savias negras. Eso es lo que induce a la humanidad
a actuar en contra de los intereses de los demás, cuando están aislados, y en contra de
sus propios intereses cuando se asocian en grupos o multitudes.
¡Vaya, había regresado una vez más al punto de partida de su tratado! Tal vez, si
le hubiesen dado tiempo, podría haberlo concluido…, pero ya era demasiado tarde.
El abogado tosió suavemente y se acarició la calva. ¡Oh, quién pudiera estar
sentado ante su escritorio, con la vieja y buena viga sobre la cabeza! Aquellos
estúpidos que cantaban y agitaban sus lanzas en la noche, se preparaban para actuar
en contra de sus propios intereses y matarlo a él, al cronista Fulvio. ¿Por qué
demonios un cronista debía embarcarse en aventuras, saltar murallas y arriesgarse a
peligros mortales en lugar de quedarse sentado ante su mesa, debajo de su viga?
El abogado Fulvio apuró su copa.
—Sin duda —continuó—, esa clase de sereno entusiasmo que se recrea en la vida
también debe prepararse para sacrificios y a menudo no tiene otra opción que
entregarse a la muerte, pero la diferencia reside en la forma en que uno muere, en si
uno pone a la muerte a disposición de la vida o, por el contrario, empuja a la vida a la
esclavitud de la muerte. Es verdad que es más fácil vivir para la muerte, como los
soldados que agitan sus espadas, que morir por la vida y por la serena dicha, como

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exige con frecuencia la ley de los desvíos.
El viejo Nicos cabeceaba en su rincón, dormido, pero el viejo esenio seguía
despierto y sacudía la cabeza con expresión circunspecta.
—Bueno, bueno —dijo—, ésta podría ser nuestra última noche, se han quemado
hasta los últimos vestigios de la Ciudad del Sol, la humanidad es presa de las savias
negras y Dios está insatisfecho consigo mismo. El lo comenzó todo, y mirad, todo
salió mal desde el principio, pues cuando aún no había acabado de poblar el cielo, la
tierra y las aguas, sus criaturas comenzaron a devorarse unas a otras. Como es
natural, él se enfadó por esto, pero para salvar su honor anunció que su ley establecía
que todos los seres vivos debían comerse unos a otros y que los grandes siempre
devorarían a los pequeños. Cualquiera puede organizar las cosas de esa manera, por
supuesto; lo difícil sería hacerlo de la forma contraria…
—Pero eso es imposible, ¿no es cierto? —preguntó Nicos que se había despertado
sobresaltado del ligero sopor propio de los ancianos.
—¿Entonces para qué es Dios? —preguntó el esenio sacudiendo la cabeza con
reprobación—. Cualquiera podría hacer las cosas de ese modo. Y si con los animales
las cosas no le salieron bien, con los humanos su error fue mucho más grave, ya que
comenzó a pelearse con ellos desde los primeros días. Debo añadir que con el asunto
del árbol se equivocó sobremanera, pues si no quería que el hombre y la mujer
comieran cierta manzana, ¿para qué la colgó enfrente mismo de sus narices? Esas
cosas no se hacen.
—Para que aprendieran a renunciar —respondió el viejo Nicos—, y para que se
acostumbraran a la existencia de los frutos prohibidos.
—Eso es. ¿Puedes explicarme por qué creó un mundo lleno de cosas prohibidas?
¿No podría haberlo creado sin ninguna? ¿Tú puedes comprenderlo? Porque yo no.
—Si, yo lo comprendo —respondió el viejo Nicos—. El hombre debe renunciar,
servir y sufrir. Bienaventurados los débiles que mueren en manos de los malvados y
perversos.
—Pero eso no estaba previsto en el plan de la creación —dijo el esenio arrugando
su nariz de fauno—, o si lo estaba, es señal de que era un mal plan y habría sido
mejor que Dios no lo llevara a cabo.
Sacudió la cabeza en un gesto reprobador y luego se arrodilló para rezar su
oración matinal.
Los sones de trompetas de los romanos se volvieron más claros y próximos.
Aunque afuera aún estaba oscuro, no faltaba mucho para que despuntara el nuevo
día.
La noche avanzaba y Espartaco seguía tendido sobre su manta. Tampoco él había
querido pasar la última noche solo y junto a él respiraba la delgada joven morena,
casi una niña. La había tenido abandonada durante tanto tiempo, que jamás había
entrado a la tienda de la enseña púrpura en la Ciudad del Sol. En aquella época, solía
vérsela acompañada por Crixus, aunque casi siempre estaba sola. Lejos de la ciudad,

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había vagado por los bosques durante días enteros, durmiendo bajo los árboles o
junto a las rocas blancas de la cretácea tierra de Lucania. En una ocasión, un pastor
de la fraternidad que buscaba un carnero extraviado la había sorprendido tendida
sobre el reborde de una roca, hablando sola con los ojos en blanco. Cuando el pastor
la saludó, ella se asustó y lo miró como si se tratara de una aparición, pero luego le
indicó que podía encontrar el carnero en cierto punto de una colina distante, cerca de
un caserío imposible de divisar desde aquel punto, y allí fue, en efecto, donde el
pastor lo encontró. Con frecuencia habían sucedido incidentes similares, que
contribuían a afianzar su reputación de vidente de lo oculto y oscuro, mensajera de
las cosas que aún ocultaba el futuro.
Esta reputación se remontaba a años atrás, cuando era sacerdotisa del Baco de
Tracia, iniciada en el culto órfico. ¿Acaso cuando Espartaco no era más que un
simple gladiador no había anunciado que el destino lo investiría con un terrible
poder?
En aquella ocasión, él dormía tendido en el suelo, cuando la mujer había visto a
una serpiente aproximarse a su cabeza y enroscarse a su alrededor sin hacerle daño.
Entonces había sabido todo lo que ocurriría.
Espartaco la había desatendido durante largo tiempo y la gente decía que la
evitaba para no contaminarse con los oscuros poderes que ella albergaba en su
interior.
Se rumoreaba que desde que se trataba con embajadores y diplomáticos asiáticos
y tenía por principal asesor a un abogado calvo, no quería tener nada que ver con
aquellos poderes sombríos y tenebrosos. Sin embargo, cuando la Ciudad del Sol se
desmoronó, él volvió a llevarla consigo, y ahora, mientras la noche avanzaba,
respiraba junto a él sobre la manta, delgada, infantil y frágil; misteriosa aún entre sus
brazos.
Si antes la rehuía por sus poderes esotéricos, ahora la quería precisamente por
ellos, pues también él había visto las antorchas rojas y había oído cantar a los
romanos en la oscuridad, ebrios con la certeza de su victoria. Sabía que aquella noche
era la última y le hubiera gustado escuchar qué pasaría después, cuando su aliento se
silenciara y el sol no volviera a salir para él. Hacia tiempo que había olvidado a los
aciagos dioses de Tracia, y le daba vergüenza interrogar al esenio. Además, tenía la
impresión de que el abrazo de una mujer lo acercaría más a la respuesta que todos los
sacerdotes y magos del mundo.
Sin embargo, ahora que estaba tendida junto a él, con su respiración todavía
fatigosa y pesada, le negaba la verdad y se mostraba más enigmática que nunca. Él
aguardaba inmóvil la respuesta a su pregunta. La buscó primero en el contacto con su
cuerpo y luego en el fondo de sus ojos, hasta que ella comenzó a sentirse incómoda y
desvió la mirada. Entonces aceptó que no había respuesta y se dio por vencido,
decepcionado.
Se incorporó y salió de la tienda. Recorrió el oscuro campamento, inspeccionó a

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los centinelas, oyó el discordante canto de los gallos y el ronco son de trompetas
romanas, y regresó a la tienda, cansado y aterido. La mujer se había marchado, pero
su olor permanecía en la tienda y el calor de su cuerpo sobre la manta. Él se tendió
sobre el hueco dejado por ella, cerró los ojos, consciente de que ya nunca encontraría
una respuesta, y se quedó dormido.
Tampoco encontró la respuesta al día siguiente, en la batalla junto al río Silaro,
durante la cual su ejército fue destruido y él resultó muerto.
La batalla comenzó poco antes del amanecer, con el ataque de los esclavos. Los
tambores africanos, cajas de madera cubiertas con cueros de animales, resonaban
como truenos subterráneos en la sombría mañana. La región era yerma y montañosa.
Los tiradores de chinas lucanos cabalgaron al frente sobre sus delgadas jacas
hambrientas y fueron recibidos por una lluvia de flechas. La superioridad de los arcos
romanos, más flexibles y con mayor alcance, hacían que sus tiragomas parecieran
simples juguetes. Los lucanos abrieron filas, se dispersaron, y realizaron trucos
acrobáticos, revoloteando como nubes de mosquitos frente a la infantería celta, que
avanzaba entre gritos estridentes. El día aclaraba rápidamente, y aunque las filas
romanas permanecían quietas, la caballería que las flanqueaba comenzaba a moverse.
Espartaco sabía que no tenía suficientes caballos para evitar que los romanos se
cerraran sobre sus flancos y que por lo tanto debía concentrar el ataque en el centro
del enemigo, romper la triple fila de infantería antes de que los rodearan por
completo. Los celtas, con sus ruidosas armaduras de lata, sus lanzas de madera, sus
hachas y sus hoces, avanzaron gritando al estruendoso son de los tambores africanos.
La línea delantera de los romanos se abrió, pero las pesadas jabalinas de la
segunda atravesaron la armadura de latón de los celtas y los obligaron a retroceder.
La tercera línea romana, la muralla de acero de los veteranos, no entró en acción
hasta horas más tarde, después de que los esclavos atacaran en oleadas y fueran
derrotados oleada tras oleada.
Cuando el sol se acercaba a su cenit, la mitad del ejército de esclavos ya había
sido aniquilada, y los demás luchaban, descalzos, contra hombres de armadura;
madera contra hierro, carne contra acero. Más que una batalla fue una masacre, y las
víctimas, movidas por la desesperación y fascinadas por la muerte, se arrojaron
voluntariamente a los brazos de sus ejecutores. Cuando el sol ya había pasado su
cenit, los romanos habían logrado rodear a los esclavos, y sus cohortes protegidas con
cotas de malla avanzaban concéntricamente en el contraataque, marchando sobre
colinas y cadáveres.
La batalla había comenzado poco antes del amanecer y concluyó poco antes del
ocaso. Entonces, el ejército de esclavos ya no existía: quince mil cuerpos vestidos con
harapos malolientes, repulsivos para los vencedores y desprovistos de cualquier
objeto digno de pillaje, yacían desperdigados sobre las colinas, junto al río Silaro.
El jefe de los esclavos, el gladiador Espartaco, cayó cerca del mediodía, pocos
minutos antes de que el sol llegara a su cenit. Había conducido el ataque contra la

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quinta cohorte de Craso al frente de sus tracios. Alto y llamativo en su tosca piel, se
abrió paso entre las filas romanas con su espada de gladiador. Los dos últimos criados
de Fanio, con sus oxidados cascos, avanzaban pegados a su espalda pese a que el
gladiador se separaba rápidamente del resto de su tropa, pues había fijado su objetivo
en un oficial romano vestido con un elegante traje de montar, con rasgos regulares y
severos, y un látigo de jinete en la mano. Ya se había abierto paso entre dos
centuriones que obstaculizaban el camino, el tumulto que lo rodeaba se había
despejado un poco y había dejado atrás a los dos cuellicortos. Se encontraba a escasos
treinta pasos del oficial, que también lo había reconocido y lo miraba acercarse con
las cejas ligeramente arqueadas.
Entonces el circulo de gente volvió a cerrarse a su alrededor, y cuando estaba a
sólo veinte pasos de su objetivo, una lanza penetró en su cadera y alguien le asestó un
breve, duro y terrible golpe entre los ojos. Mientras caía, observó una vez más al
oficial, que no se había movido de su sitio y lo miraba golpeando pausadamente el
látigo contra su muslo. Sin embargo, ya no tenía nada contra él; sintió el contacto de
la tierra arcillosa en las mejillas y cerró los ojos.
A lo lejos, tras velos de bruma, el alboroto continuaba, los hombres se apuñalaban
unos a otros y se desplomaban sobre el suelo. Unos pies furiosos con zapatos duros y
puntiagudos se hundían en su cuerpo como arietes, cada órgano de su cuerpo parecía
dolorido y sensible, pero incluso el dolor parecía llegar de muy lejos, ahogado y
ensombrecido por nubes.
«¿Eso es todo?», pensó mientras rodaba sobre su estómago, mordiendo con fuerza
la arcilla acre, amarga, que le raspaba los labios y el paladar. «¿Eso es todo?», fue lo
único que tuvo tiempo de pensar antes de cerrar las mandíbulas sobre la tierra
arcillosa con un chasquido breve y enérgico. Así encontraron al paladín de la
revolución italiana al atardecer, cubierto por su tosca piel, dura por la sangre, con la
boca llena de tierra y los dedos hundidos, como garras, entre la arcilla y los rastrojos.

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6
Las cruces

La insurrección italiana había concluido. Quince mil cadáveres yacían diseminados


sobre la tierra montañosa del río Silaro, y cuatro mil mujeres, viejos y enfermos, que
no habían participado en la batalla o no se habían suicidado a tiempo, cayeron
prisioneros. Roma suspiraba aliviada, libre de un duro peso, mientras a lo largo y
ancho de la nación se desataba una cacería humana sin precedentes en la historia de
Italia.
Las legiones de Craso persiguieron y capturaron a los pastores de las montañas
lucanas y a los granjeros y pequeños arrendatarios de Apulia. Todo aquel que
poseyera menos de un acre de tierra o dos vacas, era sospechoso de simpatizar con la
revolución, y por consiguiente asesinado o tomado prisionero. La cuarta parte de la
población de esclavos fue eliminada. Los rebeldes habían derramado sangre sobre la
nación; los vencedores la convirtieron en un matadero. Entraron a las aldeas en
pequeñas tropas, entonando cánticos patrióticos, y erigieron cruces en los mercados,
violaron a las mujeres, mutilaron al ganado. Por las noches, las chozas y barracas de
los esclavos ardían en llamas, como antorchas de la victoria. La embriaguez de las
oscuras savias se había apoderado de Italia, que aclamaba al generalísimo que había
restaurado el orden y vencido a las fuerzas del mal: el general Pompeyo.
Pompeyo y su ejército habían regresado de España justo a tiempo para toparse
con un pequeño grupo de fugitivos en los Apeninos. Tras destruirlos, Pompeyo
permitió a sus hombres participar en la cacería humana de su tierra natal, como
compensación por las penurias vividas en España; tras lo cual informó al Senado que,
aunque Craso había vencido a los esclavos, él, Pompeyo, había extirpado las raíces de
la revolución.
Pompeyo logró una entrada triunfal: llegó a Roma en una cuadriga tirada por
cuatro palafrenes blancos. Exhibiendo laureles a su derecha y la maza de ébano en su
mano izquierda, escuchaba las ovaciones de la multitud con la cara arrebolada.
La única nota discordante con su arrogancia la daba el esclavo del Estado, situado
a su espalda, que sostenía la corona de Júpiter sobre su cabeza, y repetía con excesiva
frecuencia la tradicional frase convenida: «Recuerda que eres mortal».
Craso sólo obtuvo una ovación. Entró a pie, seguido por unos pocos soldados, y
sólo obtuvo la gracia de usar una corona de laurel, en lugar de la de mirto. Sin
embargo, la marcha de regreso del banquero Craso fue un espectáculo sin
precedentes, que estremeció al mundo. Mientras el desfile de Pompeyo comenzó en
el Campo de Marte y concluyó dos millas más adelante, ante el Capitolio, Craso hizo
erigir dos hileras de cruces de madera a lo largo de las doscientas millas de vía Apia

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que lo separaban de Roma. Seis mil prisioneros esclavos, con los pies y las manos
atravesados por clavos, colgaban a intervalos de cincuenta metros a ambos lados del
camino: una hilera interrumpida que se prolongaba desde Capua hasta Roma.

Craso avanzaba con lentitud, pues se detenía a descansar a menudo. Había


enviado a sus tropas de ingenieros a construir las cruces antes de su llegada, pero
llevaba a los prisioneros consigo, atados con largas sogas en pequeños grupos.
Delante de su ejército se extendía un camino infinito, flanqueado por cruces vacías;
detrás de su ejército, un hombre colgaba de cada cruz. Craso se tomaba su tiempo.
Avanzaba a ritmo pausado, interrumpiendo la marcha tres veces al día. Durante
los intervalos de descanso, se elegía al azar al grupo de prisioneros que serían
crucificados desde allí a la parada siguiente. El ejército recorría quince millas diarias,
y dejaba atrás quinientos crucificados por día, como mojones vivientes en el camino.
En la capital, todo el mundo estaba pendiente de su marcha. Los jóvenes
aristócratas, o cualquiera que pudiera permitírselo de un modo u otro, se dirigían al
encuentro del ejército de Craso para presenciar el espectáculo con sus propios ojos.
Un incesante torrente de excursionistas, en imponentes carruajes o coches
alquilados, montados a caballo o transportados en literas, se precipitaba hacia el sur
de la vía Apia. Durante los intervalos de descanso, Craso recibía a los más
importantes en su tienda. En esas ocasiones masticaba dátiles confitados, observaba a
los visitantes con aire taciturno y les preguntaba si con la entrada triunfal de
Pompeyo habían disfrutado tanto. Sólo entonces la gente alcanzaba a apreciar la
verdadera magnitud de la astucia de Craso, una astucia aún mayor que la que le había
llevado a crear su imperio inmobiliario y su cuerpo de bomberos: puesto que Roma
había negado una entrada triunfal a Craso, ahora él la obligaba a homenajearlo
saliendo a su encuentro en el camino.
La primavera estaba próxima. El sol ya irradiaba cierta calidez, aunque no la
suficiente para conceder la gracia de una muerte rápida a los crucificados que el
ejército de Craso dejaba a su espalda. Sólo unos pocos conseguían extorsionar a
algún soldado para que volviera a matarlos por la noche. Craso había prohibido
cualquier iniciativa en ese sentido, pues pese a no ser un hombre particularmente
aficionado a la crueldad, le gustaba plasmar sus ideas de forma meticulosa, sin que
nada enturbiara la perfección de su efecto. Sin embargo, como tampoco carecía de
sentimientos humanitarios, había preferido el método de clavar a los crucificados, que
tendía a acelerar la muerte, en lugar del habitual sistema de amarrarlos con sogas.
La marcha de Capua a Roma duró doce días, dejando tras de sí quinientos
crucificados diarios a intervalos regulares, escrupulosamente medidos. Los
condenados más débiles sobrevivieron pocas horas, los más fuertes varios días.
Aquellos que tenían la suerte de que los clavos les atravesaran una arteria se
desangraban con rapidez, pero por lo general, sólo les astillaban los huesos de las
manos y de los pies, y si el condenado se desmayaba en el proceso, volvía en si en

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cuanto levantaban la cruz, sólo para maldecir a los amos de la creación. Muchos se
arrancaban los clavos, algunos para liberarse, otros para desangrarse con mayor
rapidez; aunque todos descubrían que el dolor pone un límite a la más fuerte de las
voluntades, e incluso aquellos que intentaban fracturarse el cráneo contra los maderos
de las cruces, acababan por admitir que, de todas las criaturas vivientes, ninguna es
tan difícil de matar como uno mismo.

Se acercaba la primavera. La noche sucedía al día, el día a la noche, y ellos


seguían vivos, atrapados por el tormento y el dolor. La gangrena pudría sus carnes,
las bestias y los pájaros de la tierra y el aire se les acercaban, gruñendo, escupiendo o
agitando las alas. La noche sucedía al día y el día a la noche, sin que la tierra se
abriera ni el sol detuviera su viaje a través del cielo. El tormento superaba todos los
límites, redimía la mayor de las culpas, y no formaba parte de un delirio febril, sino
de una realidad de la que era imposible despertar. Su sufrimiento no era una
rememoración ni una visión anticipada; ocurría en el presente, allí y entonces.

El azar preservó las vidas del cronista Fulvio y del hombre de la cabeza ovalada
hasta que llegaron al río Liris. Eran los últimos supervivientes de la antigua horda,
pues el pastor Hermios había sido atravesado por una lanza en Apulia, los dos, padre
e hijo, habían muerto juntos en la batalla del Silaro, y la delgada amante morena de
Espartaco se había suicidado, ahogándose durante la batalla, cuando todavía nadie
conocía la noticia de la muerte del jefe. Sólo quedaban ellos dos, además del viejo
Nicos, ya casi ciego, que caminaba atado a la soga que los unía a los demás
balbuceando incoherentemente.
Se sentaron por última vez junto al río Liris. Estaban en la orilla, custodiados por
soldados con armaduras y alineados con los demás elegidos para la ejecución de
aquel día. El caudal del río Liris había crecido y arrastraba arbustos, verduras
podridas, carroña de cerdos y felinos, girando incesantemente en turbios remolinos.
De vez en cuando veían pasar el cadáver de algún hombre, que tras la larga
distancia recorrida había perdido sus rasgos humanos.
Río arriba, junto al campamento de la vanguardia y detrás de la última curva del
río, resonaban los golpes de las mazas. Las cruces para el nuevo grupo aún no estaban
listas y los ciento cincuenta hombres seleccionados al azar tenían que esperar.
Tampoco ellos —sentados junto a la orilla en una larga hilera y atados entre si
con una soga, aguardando a que vinieran a buscarlos— conservaban demasiados
rasgos humanos. Contemplaban las agua amarillentas del río Liris, y mientras unos se
balanceaban de adelante hacia atrás, gimiendo, otros cantaban, otros más se tendían
de cara al suelo y por fin otros descubrían sus cuerpos para obtener una última gracia
de ellos y debilitar sus energías.
El viejo Nicos balbuceaba frases inconexas. Era el único de la fila cuya ejecución
había aplazado, pero como estaba casi ciego los soldados le habían permitido

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continuar con los dos hombres que lo guiaban.
—Bienaventurados aquellos que renuncian y mueren en manos de los malvados y
perversos.
Pero, a su lado, el esenio sacudió la cabeza, sonrió y dijo:
—Bienaventurados aquellos que cogen la espada en su mano para acabar con el
poder de las bestias, los que construyen torres de piedra para ganar terreno a las
nubes, los que suben la escalera para enfrentarse al ángel, porque ellos son los
verdaderos hijos del hombre.
Río arriba, los golpes se habían vuelto más pausados, indicando que los soldados
estaban a punto de concluir con su trabajo. Junto al cronista Fulvio, se sentaba un
campesino calabrés, un personajes patético con la barba enmarañada y una expresión
amable en sus ojos ligeramente saltones. Se llamaba Nicolao, y mientras
mordisqueaba una planta de lechuga recogida en alguna parte del camino, le contó a
Fulvio una embrollada historia sobre su vaca Juno, que estaba a punto de parir
cuando los soldados se lo habían llevado con su esposa y habían quemado el techo
nuevo del granero. Interrumpió su historia para ofrecerle unas hojas de lechuga a
Fulvio y preguntarle si pensaba que los soldados les darían de comer antes de la
ejecución.
El abogado Fulvio carraspeó.
—Será mejor no tener nada en los intestinos —dijo con sequedad.
Pensó en su tratado inconcluso y en los pergaminos que le había arrebatado un
joven oficial en el momento de la captura. Aunque sentía indiferencia hacia la
muerte, le asustaba sobremanera el tormento que la precedería y le hubiera gustado
saber qué había sido de sus pergaminos.
Los golpes de las mazas se acallaron por completo y los soldados vestidos con
cotas de malla vinieron a buscar a los diez primeros hombres de la fila. Poco después,
los que quedaron atrás oyeron nuevos martillazos regulares y cada vez más lejanos,
pero ahora los golpes sonaban amortiguados y estaban acompañados por extraños
alarido humanos. Los ciento cuarenta hombres atados escuchaban en silencio.
—Bienaventurados aquellos que mueren a manos de los malvados —balbuceó el
viejo Nicos—. Las torres construidas por el hombre se desmoronan y el ángel castigó
al osado que intentó subir a la escalera dislocándole la cadera. Bienaventurados
aquellos que sirven a los demás y no ofrecen resistencia.
Nadie le respondió. Un momento después, los soldados regresaron a buscar otros
diez hombres. El abogado Fulvio, el esenio y el pequeño campesino de los ojos
saltones quedaron cerca del final de la hilera, y estarían entre los diez siguientes. El
esenio sacudió la cabeza.
—Aquel que recibe la palabra sufre por ella —dijo—. Ya sea buena o mala, debe
acatarla y servirla en muchos sentidos, hasta que llegue el momento de pasársela a
otro.
El pequeño campesino calabrés se apresuró a acabar la historia de su vaca Juno,

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como si temiera que no le alcanzara el tiempo, pero se interrumpió de repente.
—¿No tienes miedo? —le preguntó a Fulvio y siguió mordisqueando su lechuga.
—Todo hombre teme a la muerte —respondió el cronista—, aunque cada uno de
un modo diferente. Sin embargo, cuando llega el momento, se olvida de ella. Primero
sólo siente dolor, por tanto piensa en sí mismo y no en la muerte, y más tarde, cuando
la muerte está muy próxima, se olvida de sí mismo. Nadie puede experimentar al
mismo tiempo la conciencia de su muerte y la de su propio ser.
El pequeño campesino de barba enmarañada asintió con un gesto contundente.
No había entendido una sola palabra del discurso de Fulvio, pero intentaba creer
en él porque sonaba reconfortante. Mientras tanto, la mente del abogado Fulvio se
repartía entre el temor por lo que le harían y las especulaciones sobre la suerte de sus
pergaminos. El siglo de revoluciones truncadas se había completado, la causa de la
justicia había perdido, agotando, consumiendo, sus últimas fuerzas. Ahora nada
frenaría el ansia de poder, nada obstruiría el camino al despotismo, ninguna barrera
protegería al pueblo. El más brutal de los hombres podría ascender a alturas
inusitadas, erigiéndose en dictador, emperador o dios. ¿Quién sería el primero en
llegar a la meta? ¿El soldado Pompeyo, el tribuno César, el conspirador Cetego, el
banquero Craso, el puritano Catón? Fulvio los recordaba de la época de su antigua
carrera política, conocía bien el aspecto que tenían los héroes del pueblo cuando se
disputaban puestos y jerarquías, se arrastraban unos a otros a la Comisión de
Extorsiones, tomaban dinero prestado para celebrar juegos que acrecentaran su
popularidad o cuando se dirigían al Senado, vestidos de blanco, formales y
almidonados, cada uno de ellos como un monumento viviente de si mismo. Arriba
resplandece el sol, abajo fluye el río, sus manos están atadas, el pequeño campesino
de su derecha habla con vehemencia de su vaca Juno y el siguiente de la fila, un
negro, exhibe su desnudez desvergonzadamente. El sol no se detendrá, ninguna
escalera descenderá de los cielos, no hay forma de escapar del presente. Sin embargo,
el hombre de la cabeza ovalada sonríe y sacude la cabeza:
—Está escrito: el viento va y viene sin dejar rastro. El hombre también va y viene
sin saber nada del destino de sus padres ni del futuro de su semilla. La lluvia cae en el
río y el río se derrama en el mar, pero el mar no crece. Todo es inútil.
Los ojos del negro se han quedado en blanco bajo sus párpados. Ahora cubre su
desnudez y, tendido sobre el suelo, gime e invoca a los miserables dioses de su tierra
natal.
—No hay consuelo —dice el cronista Fulvio con la voz ronca de pánico, pues ve
aproximarse a los soldados vestidos con cotas de malla.

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EPÍLOGO

Los delfines

Todavía es de noche y aún no han cantado los gallos. Sin embargo, Quinto Apronius,
primer escriba del Tribunal del Mercado sabe desde hace tiempo que los escribas
deben madrugar más que los gallos. Deja escapar un gruñido y rastrea el suelo de
madera con los dedos de los pies, buscando las sandalias. Una vez más, sus sandalias
están al revés, con la punta hacia la cama. En sus veinte años de servicio no ha
logrado enseñar a Pomponia a colocarlas en la posición correcta.
Camina pesadamente hacia la ventana, mira hacia el patio interior y ve venir a
Pomponia, vieja, huesuda y desgreñada, subiendo la escalera de incendios. El agua
que trae está templada y el desayuno asqueroso; segunda ofensa de la mañana.
¿Cuántas más lo esperarán?, ¿y durante cuánto tiempo?
Los delfines, el espléndido clímax del día, nadan en su mente; aunque incluso eso
ha dejado de ser un placer desde que perdió las esperanzas de convertirse en
protegido oficial del juez del Mercado. A partir de ese momento, cada vez que entra
en la sala de mármol, se siente acosado por miradas burlonas y maliciosas.
Desciende la escalera de incendios con las rodillas ligeramente temblorosas y la
túnica recogida; consciente de que Pomponia, escoba en mano, mira que no arrastre
el dobladillo por los peldaños. La concurrida callejuela está pálida bajo la débil luz de
la madrugada y la interminable caravana de carros de leche y verdura para junto a él,
animada por numerosas voces de mando.
Cuando llega a la intersección de los puestos de perfume y ungüento con los de
pescado, se topa con la habitual cuadrilla de esclavos albañiles, que se dirigen a su
trabajo, otra vez maniatados, como en tiempos de Sila. Sus expresiones son lúgubres
y pétreas y sus miradas están cargadas de odio. Apronius se apretuja contra el portal,
tembloroso, y se recoge la túnica. Por fin pasan y puede continuar.
El tablón de anuncios llama su atención: hace pocos días han pintado un nuevo
cartel con un sol rojo en el extremo superior. Debajo se informa que el contratista de
juegos Léntulo Batuatus se complace en invitar al apreciado público de Capua a una
magnífica exhibición de su nuevo equipo de gladiadores. Sigue la lista de los grupos

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participantes, y una mención especial al número principal: un combate entre el
gladiador galo Nestos y el tracio portador de un aro, Orestes. Se añade que durante el
intervalo de descanso, se rociará perfume entre el auditorio, y que las entradas pueden
adquirirse con anticipación en la panadería de Tito o a través de los agentes
autorizados.
Apronius, que conoce el contenido del cartel de memoria, continúa su camino
sacudiendo la cabeza y murmurando palabras de rencor. Hace tiempo que ha perdido
la esperanza de conseguir una entrada gratis. Pronto llega a su destino, el templo de
Minerva, sede del Tribunal Municipal del Mercado, donde lo espera una nueva
humillación: la visión de su joven colega, que a pesar de haberse negado a entrar a los
«Adoradores de Diana y Antino» durante años, ahora ha sido elegido presidente
honorario sólo por su novedoso tocado. Con la arrogancia de un gallo, el joven se
pasea por la sala ordenando documentos y dando órdenes a los alguaciles.
Cuando por fin aparece el juez, flanqueado por sus ayudantes, revolotea solícito
alrededor de su silla, y éste le responde con un paternalista gesto de aprobación.
Los procesos siguen su curso, los oponentes se enardecen, los letrados sacuden
las mangas de sus togas y la pila de documentos crece. Sentado ante su escritorio,
Quinto Apronius redacta laboriosamente sus actas con manos ligeramente
temblorosas. Ya no son bellas y perfectas; los días de artísticas florituras, que
llenaban su corazón de dicha y orgullo, han quedado atrás.
Cuando el sol por fin señala el mediodía, el alguacil anuncia el fin de la sesión,
Apronius recoge sus actas y abandona rápidamente a sus colegas, con la excusa de
que debe atender un asunto importante. A paso digno, y con los pliegues de la túnica
apretados contra las caderas, se dirige a la taberna de Los Lobos Gemelos. Supervisa
con escrupulosidad el lavado de su jarra y dedica una desdeñosa crítica a la comida,
que el propietario de la taberna recibe con fingido pesar. Tras un breve instante de
duda, y sin dejar de gruñir y refunfuñar, sucumbe a la coactiva invitación de una
segunda jarra de vino, un hábito al que se ha aficionado en los últimos tiempos. Por
fin el escriba se levanta de su asiento con un ligero rubor en sus descamadas mejillas,
sacude las migas de su toga y abandona la taberna de Los Lobos Gemelos para
dirigirse a los baños de vapor.
El paseo cubierto de la entrada resuma la habitual actividad: debajo de las
columnas se congregan oradores públicos, poetas ambiciosos y grupos de cotillas
ociosos que intercambian noticias y cumplidos. El corrillo más grande se ha reunido
en torno a dos oradores que discuten acaloradamente sobre las cualidades de los dos
cónsules del año. Uno de ellos, un hombre pequeño y rollizo, alaba la magnanimidad
de Marco Craso, mientras el otro, un decrépito veterano, resalta la dignidad militar de
Pompeyo el Grande. De repente uno acusa al otro de que su fervor ha sido pagado
con quince monedas de plata por los cabecillas electoralistas, junto al templo de
Hércules, y da la impresión de que van a llegar a las manos. El pequeño gordezuelo
afirma que Pompeyo ha acampado su ejército junto a las puertas de la capital porque

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desea iniciar una guerra civil y convertirse en un nuevo dictador. El veterano, por su
parte, señala que Craso no ha disuelto su ejército con la excusa de proteger a la
república de Pompeyo, cuando en realidad es él quien pretende transformarse en
dictador.
Apronius se encoge de hombros. Él ha aprendido su lección y sabe que la política
no es más que una conspiración de fuerzas invisibles con el único propósito de robar
al ciudadano común y fastidiarle la vida. Cruza el vestíbulo despacio, le pide la llave
de su taquilla a un asistente y se pone la bata de baño con el corazón acongojado.
Es una prenda con rayas rojas y verdes, en otros tiempos deslumbrantes; una
réplica exacta de la bata del empresario Rufo que Apronius se hizo hacer en la época
en que el futuro aún estaba lleno de radiantes promesas. ¡Cuántas privaciones había
pasado para conseguirla!, ¡cuántas actas copiadas por la noche!, ¡cuántas cenas
perdidas en la taberna de Los Lobos Gemelos! Y ahora la tela está raída y ruinosa,
mientras en los codos y las rodillas las pequeñas fibras ensortijadas se caen como si
estuvieran contaminadas con sama. Sólo permanecen sus colores estridentes, verde y
rojo, y cada vez que Apronius se pavonea por los pasillos con la bata recogida sobre
sus rodillas huesudas, todo el mundo se vuelve a mirarlo.
Por fin entra en la Sala de los Delfines y comprueba aliviado que ni Rufo ni el
contratista de juegos están allí. El primero se ha comprado una nueva y maravillosa
bata, esta vez a cuadros amarillo claro y castaño rojizo, y cada vez que el escriba la
ve, lo embarga un imperioso deseo de convertirse en revolucionario y seguir el
camino del difunto Espartaco.
Se sienta sobre uno de los tronos flanqueado por delfines. Junto a él, dos extraños
de aspecto provinciano a quienes no había visto antes hablan del antiguo gladiador y
jefe de esclavos. Apronius escucha la conversación con perplejidad, pues, aunque el
tracio lleva muerto más de un año, el más joven de los desconocidos afirma que ha
sido visto poco tiempo antes en una gran finca del norte, en Umbría, donde los
esclavos del campo han asesinado a su amo. Mientras tanto, su anciano interlocutor
asiente con gravedad. Él procede del sur, de la región lucana y también ha oído
anécdotas similares: el gladiador ha aparecido ante varios cazadores y pastores en
senderos solitarios de las montañas, y después de hablar unos instantes con ellos ha
desaparecido. Todos lo reconocen de inmediato por su tosca piel, que cubre su cuerpo
como en los viejos tiempos. Estas leyendas se han extendido por todo el territorio de
Apulia y Brucio, donde los ricos asustan a los niños desobedientes con la amenaza de
que Espartaco vendrá a llevárselos.
El escriba sacude la cabeza con perplejidad y señala a los extraños que todo el
mundo sabe que el jefe de bandidos murió en la batalla junto al Silaro y que su
cadáver fue quemado a la mañana siguiente, junto a muchos otros.
El más joven de los desconocidos lo mira con reprobación. Su mirada severa
desciende hacia la bata de baño de Apronius, y una sonrisa fugaz ilumina su rostro.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de su muerte? —pregunta el extraño.

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—Bueno, después de todo encontraron su cadáver —responde Arponius—. Dicen
que tenía un aspecto impresionante, con la boca llena de tierra, y que al día siguiente
lo quemaron.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó el extraño con expresión grave—. Otros
dicen que lo atravesaron varias lanzas, pero que cuando lo buscaron, su cuerpo ya no
estaba allí. Muchos hombres se han ido a la tumba y luego han regresado andando
sobre sus propios pies.
El escriba Apronius se levanta de su sillón de mármol sacudiendo la cabeza.
Incluso después del baño, en el camino a su casa, no puede dejar de pensar en la
curiosa conversación de los dos desconocidos.
Las sombras envuelven las estrechas calles entrecruzadas del barrio de Oscia,
mientras él trepa la escalera de incendios hacia su habitación. Desnuda su cuerpo
viejo y cansado, pliega su ropa con cuidado, la apoya sobre el tambaleante trípode y
apaga la lámpara. Unos pasos rítmicos y apagados resuenan en la calle: los esclavos
de la construcción vuelven de trabajar. Le parece ver sus caras lúgubres, desdichadas,
los grillos de sus muñecas, y entre ellos el hombre de la piel con una mirada altiva,
furiosa, y una espada en la mano.
El escriba Apronius fija la mirada en la oscuridad de su habitación con el corazón
palpitante. Aguarda en vano la llegada del sueño, aunque teme a las pesadillas que
traerá consigo, pues no le cabe duda de que serán tristes y funestas.

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POST SCRIPTUM
A LA EDICIÓN INGLESA DE ESPARTACO

Las novelas deben hablar por sí mismas, sin que los comentarios del autor se
interpongan entre la obra y el lector, al menos antes de la lectura. Por ese motivo he
preferido un post scriptum a un prefacio.
Espartaco es la primera novela de una trilogía (las otras dos son El cero y el
infinito y Arrival and Departure) cuyo tema principal es el problema básico de la
ética revolucionaria y de la ética política en general; el dilema sobre si el fin justifica
los medios o hasta qué punto puede llegar a hacerlo. Es un problema muy antiguo,
pero durante un período decisivo de mi vida se convirtió en una obsesión para mí. Me
refiero a los siete años de mi militancia en el Partido Comunista y a los años
inmediatamente siguientes.
Me afilié al Partido Comunista en 1931, a la edad de veintiséis años, cuando
trabajaba en la redacción de un periódico liberal de Berlín. Mi ingreso en este partido
se debió en parte a la búsqueda de una alternativa frente a la amenaza del nazismo y
en parte al hecho de que, como Auden, Brecht, Malraux, Dos Passos y otros
escritores de mi generación, me sentía atraído por la utopía soviética. Ya he descrito
detalladamente el ambiente de aquella época en otros textos, de modo que no voy a
explayarme aquí sobre este tema.
Cuando Hitler tomó el poder, yo me encontraba en la Unión Soviética escribiendo
un libro sobre el primer Plan Quinquenal. Desde allí me fui a París, donde viví hasta
la caída de Francia. Mi gradual desengaño del Partido Comunista llegó a su punto
culminante en 1935, el año del asesinato de Kirov, de las purgas iniciales, de las
primeras oleadas del Terror, que arrastrarían consigo a casi todos mis camaradas.
Durante esa crisis, comencé a escribir Espartaco, la historia de otra revolución
truncada, y a lo largo de los cuatro años que tardé en hacerlo, una serie de
interrupciones convirtieron la tarea en una especie de carrera de obstáculos. Un año
después de comenzar a escribir la novela, estalló la guerra civil española, en el curso
de la cual fui capturado por las tropas de Franco y pasé cuatro meses en prisión.
Después de aquella experiencia, me vi obligado a escribir un libro tópico sobre
España (Testamento español).
En el ínterin me quedé sin dinero y sobreviví gracias a pequeños trabajos
mediocres. Por fin acabé el libro en el verano de 1938, pocos meses después de
abandonar el Partido Comunista.
Regresar al siglo primero antes de Cristo, tras cada una de aquellas
interrupciones, significaba para mí un alivio y un descanso. No era exactamente una
evasión, sino una forma de terapia ocupacional que contribuía a aclarar mis ideas,

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pues los paralelismos entre el siglo primero antes de Cristo y el presente eran
evidentes. Había sido un siglo de inestabilidad social, de revoluciones e
insurrecciones masivas, cuyas causas me resultaban familiares: la ruptura de los
valores tradicionales, la brusca transformación del sistema económico, el desempleo,
la corrupción y la decadencia de la clase dirigente. Sólo en un medio semejante era
concebible que un grupo de setenta gladiadores se convirtiera en un auténtico ejército
en tan pocos meses y fuera capaz de dominar a media Italia durante dos años.
¿A qué se debía, entonces, el fracaso de la revolución? Como es natural, las
razones eran enormemente complejas, pero un factor destacaba con suma claridad:
Espartaco fue víctima de la «ley de los desvíos», que exige a un dirigente en la
senda hacia la utopía «actuar despiadadamente en aras de la misericordia». Sin
embargo, no se atrevió a dar el último paso —la purga, mediante la crucifixión, de los
disidentes celtas y la imposición de una cruel tiranía— y con ello condenó la
revolución al fracaso. En Darkness at Noon, el comisario bolchevique Rubashov
elige la opción opuesta y sigue la «ley de los desvíos» hasta el final, sólo para
descubrir que «la razón por sí sola era una brújula defectuosa, que conducía a un
camino tan indirecto y tortuoso que el objetivo acababa perdiéndose en la niebla». De
este modo, las dos novelas se complementan: ambos caminos terminan en un trágico
callejón sin salida.

El lector de una novela histórica tiene derecho a saber hasta qué punto ésta se
basa en hechos reales o es pura ficción. El material histórico sobre la revolución de
los esclavos procede de unos pocos pasajes de Livio, Plutarco, Apiano y Floro, que
en total suman apenas cuatro mil palabras. Es evidente que los historiadores romanos
consideraron tan humillante este episodio que prefirieron reducir al mínimo sus
referencias a él. Salustio parece haber sido la única excepción a esta regla, pero sólo
han llegado a nosotros algunos fragmentos de su Historia.
En contraposición a la escasez de datos sobre la propia revuelta, disponemos de
un extenso material sobre las condiciones sociales y las intrigas políticas de la época,
y aunque se sabe muy poco acerca de los cabecillas de los esclavos y las ideas que los
guiaban, abunda la información sobre sus adversarios: Pompeyo, Craso, Varinio, los
cónsules y senadores de los años 73 al 71, sus amigos y contemporáneos.
Este fenómeno imponía un reto adicional a mi imaginación, pues no sólo tendría
que forjar la personalidad de Espartaco y sus lugartenientes, sino también inventar los
pormenores sobre su campaña y la organización de la comunidad de esclavos.
Por otra parte, la detallada información disponible sobre la época proporcionaba
una base sólida a la especulación, de modo que la tarea de completar los datos
ausentes se convirtió en un problema de geometría intuitiva, en la reconstrucción de
un rompecabezas al que le faltaban la mitad de las piezas.
La historia no hace ninguna referencia al proyecto o idea común que mantenía
unidos a los miembros del ejército de esclavos; sin embargo, sugiere que puede

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haberse tratado de una especie de programa «socialista», que sostenía el principio de
la igualdad entre los hombres y negaba que la distinción entre ciudadanos libres y
esclavos formara parte del orden natural de las cosas. También hay indicios de que
Espartaco intentó fundar una comunidad utópica, basada en la propiedad común, en
algún lugar de Calabria. El hecho de que este tipo de ideas fueran totalmente ajenas al
proletariado romano antes del advenimiento del cristianismo primitivo, nos hace
albergar la insólita, aunque verosímil, sospecha de que los espartaquistas se
inspiraran en la misma fuente que los nazarenos un siglo después: el mesianismo de
los profetas hebreos. En la heterogénea masa de esclavos prófugos, sin duda habría
varios de origen sirio, y éstos podrían haber familiarizado a Espartaco con las
profecías sobre el Hijo del Hombre, enviado a «reconfortar a los cautivos, abrir los
ojos de los ciegos y liberar a los oprimidos». Gracias a una especie de selección
natural, todo movimiento espontáneo acaba adoptando la ideología o la mística que
mejor se aviene a sus propósitos. Del mismo modo, y en provecho de mi
rompecabezas, yo decidí que de entre los numerosos chiflados, reformistas y sectarios
que debía de haber reunido su horda, Espartaco habría elegido como guía y consejero
a un miembro de la secta judaica de los esenios, la única comunidad civilizada de
magnitud considerable que en ese entonces practicaba una forma primitiva de
comunismo y predicaba aquello de «lo mío es tuyo y lo tuyo mío». Después de las
victorias iniciales, Espartaco necesitaba imperiosamente un programa o credo que
mantuviera unida a su gente. Supuse que la filosofía con mayores posibilidades de
atraer a los desposeídos sería la misma que un siglo más tarde encontraría una
expresión más sublime en el Sermón de la Montaña, aquella que Espartaco, el mesías
esclavo, no había conseguido llevar a la práctica.
En oposición a estas especulaciones sobre los desconocidos héroes del relato,
sentí la necesidad de describir el trasfondo histórico con minuciosa, incluso
presuntuosa, exactitud. Esta necesidad me indujo a investigar asuntos tan complejos
como las características y aspecto de la ropa interior de los romanos, o sus
complicadas formas de sujetar las prendas con hebillas, cinturones y fajas. Al final,
ninguno de estos elementos encontró un sitio en la novela, y la ropa apenas se
menciona en el texto; pero me resultaba imposible describir una escena mientras
fuera incapaz de visualizar los atuendos de los personajes o la forma en que los
sujetaban. Del mismo modo, los meses dedicados al estudio de los sistemas romanos
de importación, exportación, tributación y asuntos afines redituaron en las escasas
tres páginas en que Craso explica al joven Catón la política económica de Roma con
una sarcástica terminología marxista.

Nacido en Budapest y educado en Viena, escribí primero en húngaro, luego en


alemán, y a partir de 1940, tras afincarme en este país, en inglés. Espartaco pertenece
al final de mi etapa alemana y fue traducida por Edith Simón, entonces una joven
estudiante de arte, que ahora se ha convertido en una de las más imaginativas

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profesionales en el campo de la novela histórica.

Londres, primavera de 1965 A. K.

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ARTHUR KOESTLER (Budapest, 5 de septiembre de 1905 - Londres, 1 de marzo de
1983), novelista, ensayista, historiador, periodista, activista político y filósofo social
húngaro de origen judío. Su nombre de nacimiento fue Kösztler Artúr, que cambió
posteriormente a Arthur Koestler al nacionalizarse británico.
Vivió intensamente la revolución dirigida por el líder comunista húngaro Béla Kun,
sintiéndose Koestler un «comunista romántico». Tras la caída de la «Comuna
húngara», escapó de Hungría con su madre y se instaló en Viena. Entre 1922 y 1929
se hizo sionista seguidor de Zeev Jabotinsky. Tras abandonar sus estudios, partió
hacia Palestina para trabajar en un kibutz, pero no estaba preparado para las labores
agrícolas. Regresó a Europa, a Berlín, donde ingresó clandestinamente en el Partido
Comunista en 1931.
Viajó a la Unión Soviética pero al conocer el régimen de Stalin regresó en 1934.
Estuvo como corresponsal del diario inglés News Chronicle en la Guerra Civil
Española y fue detenido por los franquistas tras la caída de Málaga en febrero de
1937. Encarcelado en Sevilla, fue condenado a muerte y finalmente canjeado por la
esposa del aviador del ejército sublevado Carlos Haya, gracias a la mediación del
Foreign Office. A la vuelta de la guerra civil española, abandonó definitivamente el
Partido Comunista y se convirtió en un detractor acérrimo del comunismo. Participó
en la Segunda Guerra Mundial donde, apresado por los nazis, fue internado en el
campo de concentración de Vernet d’Ariège. Gracias a la ayuda de un miembro del
Servicio de Inteligencia fue puesto en libertad condicional y se estableció en
Marsella, desde donde consiguió pasar a Argelia y de allí a Casablanca e Inglaterra.

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De su internamiento en el Vernet d’Ariège escribió La lie de la terre (1941).
Se interesó por la parapsicología, a la que dedicó sus libros Las raíces del azar y El
desafío del azar. Enfermo de leucemia y Parkinson, se suicidó en 1983.
Arthur Koestler tenía como lengua maternas el alemán (pues su familia era una
familia germano hablante afincada en Hungría) y el húngaro. Escribió algunas de sus
obras en húngaro y otras en alemán, aunque el mayor número de ellas las escribió en
inglés, lengua que adoptó tras afincarse en Gran Bretaña.

Entre sus obras destacan:

Diálogo con la Muerte. Testamento español.


Espartaco: Los gladiadores (1940).
Oscuridad a mediodía. El cero y el infinito (1941).
La espuma de la tierra (1941).
Llegada y salida (1943).
Ladrones nocturnos (1946).
La edad de la insatisfacción (1950).
Flecha en el Azul (1952).
La escritura invisible (1954).
Reflexiones sobre la horca (1957).
Los sonámbulos (1959).
El espíritu de la máquina (1968).
Las call girls (1973).
El talón de Aquiles (1974).
Las raíces del azar (Editorial Kairós, Barcelona; primera edición: febrero de
1974, segunda edición: octubre de 1994).
El desafío del azar, de Alister Hardy, Robert Harvie y A. Koestler; editorial
paneuropea de ediciones y publicaciones (1975)
El Imperio Kázaro y su herencia (1976).
Janus: A Summing Up (1978) (traducido al español: Jano, Debate, 1981).

Fuente: es.wikipedia.org

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