Espartaco - Arthur Koestler
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Arthur Koestler
Espartaco
La rebelión de los gladiadores
ePub r1.0
Titivillus 27.03.15
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Título original: The Gladiators
Arthur Koestler, 1940
Traducción: María Eugenia Ciocchini
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Cuando traspusimos la puerta, me bajé el sombrero hasta cubrirme los ojos
y lloré sin que nadie me viera.
SILVIO PELLICO
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PRÓLOGO
Los delfines
Todavía es de noche y aún no han cantado los gallos. Sin embargo, Apronius,
primer escriba del Tribunal del Mercado, sabe que los escribas deben madrugar más
que los gallos. Deja escapar un gruñido y rastrea el suelo de madera con los dedos de
los pies, buscando las sandalias. Una vez más, sus sandalias están al revés, con la
punta hacia la cama; la primera ofensa del joven día, ¿cuántas más le esperarán?
Camina pesadamente hacia la ventana, mira hacia el patio de abajo, un profundo
pozo rodeado de cinco plantas. Una mujer huesuda trepa por la salida de incendios; es
Pomponia, su ama de llaves y única esclava, que le trae el desayuno y un cubo de
agua caliente. Tiene que admitir que al menos es puntual; puntual, vieja huesuda.
El agua está templada y el desayuno asqueroso: segunda ofensa del día. Pero
entonces los delfines nadan en su mente y la anticipación del espléndido clímax del
día dibuja una sonrisa en su rostro. Pomponia parlotea y refunfuña mientras se pasea
por la habitación, cepillando la ropa o acomodando los complicados pliegues de su
atuendo de escriba. Apronius desciende por la escalera de incendios con patética
dignidad, y toma la precaución de levantarse la túnica para que no roce los peldaños,
consciente de que Pomponia lo observa, escoba en mano, desde la ventana.
Amanece. Todavía con la túnica alzada, Apronius camina pegado a los muros la
casa, pues una incesante procesión de carruajes tirados por bueyes o caballo transita
por la estrecha callejuela entre rugidos y voces de mando: Está Estrictamente
Prohibido el Tránsito de Vehículos por las Calles de Capua Durante el Día.
Un grupo de trabajadores avanza hacia él por la callejuela que separa los puesto
de perfume y ungüentos de los del pescado. Son esclavos municipales, rufianes de
mirada dura y rostros sin afeitar. Acobardado, se aprieta aún más contra los portales
de las casas, se arropa con la capa, murmura palabras de desprecio. Los esclavos
pasan a su lado y dos de ellos lo empujan de forma involuntaria aunque impertinente
El escriba tiembla de ira, pero no se atreve a decir nada pues aquellos hombres son
libertos —gracias a la reciente y maldita relajación de costumbres— y los capataces
los siguen a escasos pasos de distancia.
Por fin han pasado todos y Apronius puede continuar su camino; pero ya le han
estropeado el día. Los tiempos se vuelven cada vez más amenazadores. Apenas ha
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pasado cinco años desde la muerte del gran dictador Sila y el mundo ya está
descarriado. Sila, ése sí que era un hombre, sabía cómo mantener el orden, cómo
somete al populacho con su puño de hierro. Le había precedido un siglo entero de
inestabilidad revolucionaria: los Gracos con sus demenciales planes de reforma, las
espantosas rebeliones de esclavos en Sicilia, la amenaza de la multitud desenfrenada
cuando Mario y Cinna armaron a los esclavos de Roma y los empujaron a luchar
contra el gobierno de la facción aristócrata. Se tambalearon los cimientos de la
civilización mundial: los esclavos, esa gentuza hedionda y brutal, amenazaban con
tomar el poder y convertirse en los señores del mañana. Pero entonces llegó Sila, el
salvador, y cogió las riendas en sus manos. Acalló a los tribunales populares, decapitó
a los revolucionarios más importantes y obligó a los cabecillas de la facción popular a
exiliarse en España. Abolió la distribución gratuita de cereales, premió a holgazanes
y patanes, y otorgó al pueblo una nueva y severa constitución que debería haber
durado miles de años, hasta el final de los tiempos. Pero por desgracia los piojos
invadieron al gran Sila y lo devoraron; eso que llaman pitiriasis.
Sólo han pasado cinco años, y sin embargo ¡qué lejanos parecen aquellos días
felices! Otra vez el mundo está amenazado y conmocionado, otra vez hay cereal
gratis para holgazanes y gandules, mientras tribunales populares y demagogos
pronuncian una vez más sus espeluznantes arengas. Privada de un líder, la nobleza
transige, vacila, y el populacho vuelve a alzar la cabeza.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, siente que su día está
inevitablemente malogrado, pues ni siquiera consigue alegrarse pensando en los
delfines, el punto culminante de la jornada. Entonces un tablón de anuncios llama su
atención; los calígrafos están ocupados llenándolo con un nuevo cartel. Es un anuncio
ostentoso y está casi terminado: en la parte superior, hay un sol rojo con rayos que se
extienden en todas las direcciones. Debajo, el director Léntulo Batuatus, propietario
de la mejor escuela de gladiadores, se complace en invitar al distinguido público de
Capua a su gran actuación. El festival se llevará a cabo dentro de dos días, sean
cuales fueren las condiciones climáticas, pues el director Batuatus no repara en gastos
y cubrirá la arena con toldos especialmente diseñados para proteger al honorable
público de la lluvia y, desde luego, también del sol. Además, durante los intervalos se
rociará el auditorio con perfume.
«Estremeceos y daos prisa, amantes de los juegos festivos, estimados ciudadanos
de Capua; vosotros que habéis sido testigos de las hazañas de Pacideianus, vencedor
de ciento seis combates, vosotros que habéis admirado al invencible Carpophorus, no
os perdáis esta singular oportunidad de ver pelear y morir a los famosos luchadores
de la escuela de Léntulo Batuatus…».
Sigue una larga lista de los grupos participantes, donde el número principal es la
lucha entre el gladiador galo Crixus y Espartaco, el tracio portador de un aro. El
cartel anuncia además que ciento cincuenta novatos combatirán ad gladium, o sea
hombre contra hombre y otros ciento cincuenta ad bestiarium, contra bestias. Durante
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el intervalo del mediodía, mientras desinfectan la arena, se enfrentarán en duelos
burlescos enanos, tullidos, mujeres y payasos. Las entradas, cuyos precios oscilan
entre dos ases y cincuenta sestercios, podrán reservarse con antelación en la
panadería de Tito, en los baños al aire libre de Hermios o en la entrada del templo de
Minerva, donde las venden agentes autorizados.
Quinto Apronius refunfuña. Hace tiempo que en Roma los políticos ambiciosos
ofrecen juegos gratuitos como artimañas electoralistas. Sin embargo, en Capua, esta
atrasada ciudad de provincias, todo el mundo debe pagar a cambio de un poco de
diversión. Apronius decide pedir una entrada gratis al director Léntulo Batuatus, a
quien conoce de vista. El director de los juegos, uno de los ciudadanos más
distinguidos de Capua, es también un asiduo parroquiano de la Sala de los Delfines,
con quien ha intentado trabar conocimiento en varias ocasiones.
Apronius sigue su camino, algo más animado por la decisión que acaba de tomar,
y unos minutos después llega a su destino: la sala del templo de Minerva, donde se
celebra una sesión del Tribunal Municipal del Mercado.
Con la salida del sol, aparecen sus colegas; en primer lugar los somnolientos
escribas menores con su digno malhumor. Ya están allí las partes en litigio,
pescadores que se disputan un puesto en el mercado, pero se les ordena que aguarden
fuera hasta que los llame el bedel. Los oficiales se mueven por la sala con languidez,
acomodando bancos u ordenando documentos sobre la mesa del presidente. Quinto
Apronius goza de cierto respeto entre sus colegas, en parte por sus diecisiete años de
servicio y en parte por su posición de secretario honorario de una Cofradía de
Sociabilidad y Club Funerario.
En este mismo momento intenta asociar a un colega más joven a su club, los
«Adoradores de Diana y Antinoo», y le explica las normas de la asociación con
benevolente condescendencia. Los nuevos miembros deben pagar una cuota de
ingreso de cien sestercios, la suscripción anual es de quince sestercios y puede
abonarse en mensualidades de cinco ases. El fondo del club, por su parte, paga
trescientos sestercios para la cremación de cada miembro fallecido, excluidos los
suicidios. Se deducen cincuenta sestercios para el séquito del funeral, que se reparten
entre sus miembros a la llegada a la pira.
Aquel que inicie una disputa en cualquiera de las tertulias, deberá pagar una
multa de cuatro sestercios; si se trata de una pelea, la pena aumenta a doce sestercios,
y ascenderá a veinte en caso de insultos al director. Cuatro miembros reelegidos
anualmente se ocupan de organizar los banquetes, proporcionar mantas y cojines para
los sofás, agua caliente y vajilla, así como cuatro ánforas de buen vino, una hogaza de
pan y cuatro sardinas por socio, al precio de dos ases. Quinto Apronius ha ofrecido
una disertación acalorada, pero su colega, en lugar de mostrarse honrado por la
propuesta, se limita a responder que lo pensará. Decepcionado y malhumorado,
Apronius vuelve la espalda al irreverente joven.
Van llegando nuevos funcionarios, cada vez de mayor poder y rangos superiores,
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hasta que hace su entrada el consejero municipal que actuará como juez. Se despide
de su séquito con un ademán digno y hace un gesto condescendiente a Apronius, que
se apresura a acercarle una silla y ordenar sus documentos. Adversarios y público se
precipitan en la sala, comienza la sesión y con ella el trabajo, la profesión y la afición
de Apronius: escribir. Su acongojado rostro se ilumina mientras traza con tierno
placer una palabra tras otra sobre el pergamino virgen. Nadie escribe con semejante
elegancia, nadie toma actas con tanta eficacia como Apronius, que tras diecisiete años
de servicio ha ganado la muda confianza de sus superiores. Los adversarios se
acaloran, los letrados charlan, se escucha a los testigos e interroga a los expertos, los
documentos se apilan y se leen leyes y leyezuelas; pero todo esto no es más que una
excusa para que Apronius practique el arte de la redacción de actas. Él es el
verdadero héroe de esta escena, los demás son simple gentuza. Cuando el sol llega a
su cenit y el bedel anuncia el fin de la sesión, Apronius ya ha olvidado las causas del
litigio, pero la inusualmente perfecta floritura que cierra y embellece el acta del
discurso del defensor aún flota bajo sus párpados.
Ordena meticulosamente actas y documentos, saluda al consejero con respeto y a
sus colegas con cortesía y se retira del escenario de sus actividades oficiales alisando
los pliegues de su toga contra sus caderas. Luego se dirige a la taberna de Los Lobos
Gemelos en el barrio de Oscia, donde tiene reservada una mesa para los adoradores
de Diana y Antinoo. Durante los últimos siete años, desde el día de su nombramiento
como primer escriba del Tribunal del Mercado, ha almorzado siempre allí. Como
Apronius sufre molestias gástricas, el mismo propietario le prepara una comida
especial según una dieta establecida, aunque no le cobra ningún gasto extra por ello.
Una vez que ha acabado de comer, Apronius supervisa el lavado de su copa
particular, sacude las migas de su túnica y se aleja de la taberna de Los Lobos
Gemelos en dirección a los Nuevos Baños de Vapor.
También aquí, el dependiente recibe con deferencia al cliente habitual, le entrega
la llave de su taquilla privada y acepta con una sonrisa indulgente la propina de dos
ases. Como de costumbre, la espaciosa sala de mármol rezuma actividad, varios
grupos de personas holgazanean mientras intercambian cotilleos, noticias y
cumplidos; oradores públicos, ambiciosos poetas y otros oportunistas arengan bajo el
refugio de techo arqueado, interrumpidos por su público con insultos, aplausos o
risas. A Apronius le complace ejercitar el intelecto antes de abandonarse a los
innumerables placeres físicos de los baños. Se une a un grupo, luego a otro: capta con
una oreja un comentario contra el aborto y el descenso de la natalidad, vuelve la
espalda indignado a un segundo orador que está acabando un relato obsceno y por fin
se levanta la túnica para dirigirse a un tercer grupo. En el centro hay un gordo
comisionista y agente inmobiliario que dirige un pequeño y dudoso banco en algún
lugar del barrio de Oscia e intenta ganar clientes alabando las acciones de una nueva
refinería de resina en Brucio. Urge a los oyentes a comprar por puro altruismo; la
resina es una buena propuesta, la resina tiene futuro. Apronius hace una mueca de
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disgusto, murmura palabras de desprecio y se aleja de allí.
Como era de esperar, la mayor parte del público, casi una asamblea, se ha
congregado una vez más alrededor del socarrón letrado y escritor Fluyo, el peligroso
agitador. Apronius ha oído muchos cotilleos sobre este hombrecillo de aspecto
insignificante con la coronilla calva e irregular. Dicen que tenía influencia en la
facción demócrata, hasta que lo suspendieron por sus evidentes tendencias radicales.
Desde entonces, vive en alguna miserable buhardilla de Capua, incitando a la
gente a rebelarse contra el orden establecido por Sila. El pequeño letrado habla con
sequedad y complacencia, como si citara un libro de cocina, pero los imbéciles que lo
rodean lo escuchan absortos. Lleno de resentimiento, alzando su túnica plisada,
Apronius se apiña entre los oyentes; no por curiosidad, sino porque está convencido
de que la ira antes del baño es buena para la digestión.
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El disgusto del escriba Quinto Apronius se trueca en alegría y su dicha se
multiplica ante la visión de un famoso y rollizo personaje entronado entre dos
delfines:
Léntulo Batuatus, propietario de la escuela de gladiadores, a quien Apronius
pensaba pedir una entrada gratis. Acaba de desocuparse el asiento de mármol
contiguo al de Batuatus, de modo que Apronius levanta con ceremonia los pliegues
de su túnica, se sienta con un gruñido de felicidad y acaricia tiernamente las cabezas
de los delfines con ambas manos.
La ira despertada por aquel revolucionario ha resultado de lo más efectiva.
Apronius paga su tributo a los delfines con devota emoción, mientras mira de
reojo a su vecino. Sin embargo, el rostro del director está ceñudo y sus esfuerzos
físicos no parecen obtener recompensa. Apronius se reconcilia consigo mismo,
suspira compasivamente y comenta que después de todo no hay nada tan importante
en la vida como una buena digestión. Añade que desde hace tiempo madura la teoría
de que el descontento de los rebeldes y el fanatismo revolucionario son causados por
las malas digestiones o, para ser más exactos, por el estreñimiento crónico y que
incluso ha estado pensando en analizar este tema en un panfleto filosófico que confiá
escribir en cuanto disponga de un poco de tiempo.
El empresario lo mira con indiferencia, lo saluda con un gesto y responde con
amargura que es bastante posible.
—No sólo posible, es un hecho probado —dice Apronius con vehemencia.
Y pasa a explicar varios incidentes históricos a la luz de su teoría, incidentes cuya
importancia ha sido exagerada de forma desproporcionada por filósofos sediciosos.
Pero pese a su fervor no logra obtener la complicidad de su vecino. En lo que a él
respecta —gruñe el director—, siempre ha alimentado a sus hombres decentemente y
ha empleado a los mejores médicos para vigilar su estado físico y su dieta. Sin
embargo, aquellos desgraciados han pagado sus caros desvelos con la más ruin
ingratitud.
Apronius pregunta con tono compasivo si Léntulo tiene problemas con su
negocio, mientras ve esfumarse tristemente la esperanza de una entrada gratis.
El empresario responde que así es, que no tiene sentido mantener el secreto por
más tiempo: setenta de sus gladiadores han escapado la noche anterior, y a pesar de
todos sus esfuerzos, la policía no ha encontrado el menor rastro de ellos.
Y una vez que ha comenzado, aquel hombre corpulento de inmaculada reputación
comercial se desahoga y se explaya en un largo lamento sobre la mala situación de la
época y la aún peor situación de los negocios.
El escriba Apronius lo escucha con reverencia, el torso inclinado hacia adelante
en actitud de profundo interés y los pliegues de su túnica recogidos con dedos
melindrosos. Sabe que Léntulo, además de merecer el reconocimiento público por sus
prósperos negocios, también ha hecho una notable carrera política. Llegó a Capua
apenas dos años antes y fundó la escuela de gladiadores que ya ha obtenido una
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excelente reputación. Sus conexiones comerciales se extienden como una red a lo
largo de toda Italia y las provincias; sus agentes compran la materia prima humana en
el mercado de esclavos de Delos y después de un año de minucioso entrenamiento la
venden a España, Sicilia y las cortes asiáticas transformada en modélicos gladiadores.
Léntulo debe su éxito sobre todo a su integridad comercial. Su establecimiento
emplea solo entrenadores famosos y especialistas médicos supervisan la dieta y el
ejercicio de los alumnos, pero por encima de todo ha logrado grabar en sus hombres
una regla de oro: que una vez vencidos, deben hacer un buen papel hasta ser
aniquilados y no disgustar al público con ningún tipo de alharaca.
—Cualquiera puede vivir, pero morir es un arte que requiere aprendizaje —solía
repetir a sus gladiadores.
Gracias a aquel atributo, a aquella exquisita disciplina mortuoria, contratar a los
gladiadores de Léntulo solía costar un cincuenta por ciento más que a los de las
demás escuelas.
Y sin embargo, incluso Léntulo ha sido afectado por estos malos tiempos.
Halagado y conmovido, el escriba escucha las quejas de este gran hombre:
—Como ves, buen hombre —explica Léntulo—, casi todos los contratistas de
juegos están pasando una crisis y el público es el único culpable. Ya nadie aprecia a
los luchadores experimentados e instruidos ni piensa en los problemas y los gastos
que supone su preparación. La cantidad reemplaza la calidad, y la gente exige que
cada representación acabe con una de esas desagradables masacres en que las bestias
devoran a los hombres o cosas por el estilo. ¿Tienes idea de lo que eso significa para
los negocios? Simplemente esto: en el clásico duelo ad gladium, o sea hombre contra
hombre, los gastos son de uno entre dos, lo que significa que se reducen a un
cincuenta por ciento. Añade a eso un margen del diez por ciento para heridos
mortales y llegamos a una inversión en materia prima de un sesenta por ciento por
espectáculo. Éste es el cómputo tradicional de nuestros balances.
»Sin embargo, ahora la gente exige espectáculo con animales. Insisten en que son
pintorescos, y por supuesto no piensan en que exponer a mis gladiadores ad
bestiarium eleva los gastos a un ochenta o noventa por ciento. Hace apenas unos días,
el tutor de mi hijo, un matemático eminente, calculó que las posibilidades de que el
más capaz de los gladiadores permanezca tres años en servicio activo es de una en
veinticinco. Como es lógico, esto significa que el contratista debe recuperar lo que ha
gastado en el entrenamiento de un hombre en un promedio de una función y media o
dos.
»Por supuesto vosotros, el público, los espectadores, consideráis que la arena es
una mina de oro —añade Léntulo con una sonrisa amarga—, pero te sorprenderá
saber que este tipo de empresa, conducida con responsabilidad, deja un beneficio
anual de un diez por ciento como máximo. A veces me pregunto por qué no invierto
mi dinero en tierras o por qué no me dedico profesionalmente a las tareas agrícolas.
Después de todo, hasta un miserable campo deja un beneficio anual del seis por
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ciento…
La esperanza de Apronius de conseguir una entrada gratuita ya está muerta y
enterrada, y encima parecen esperar de él algún comentario de consuelo.
—Bueno, estoy seguro de que lograrás sobreponerte a esa pérdida de cincuenta
hombres —dice con tono alentador.
—Setenta —corrige el director, disgustado—, y setenta de los mejores. Uno de
ellos es Crixus, mi entrenador galo, a quien sin duda habrás visto en acción: un
hombre corpulento, de aspecto sombrío con una cabeza de foca y movimientos lentos
y peligrosos. Una terrible pérdida. Y también está Castus, un individuo pequeño, ágil,
maligno y feroz como un chacal. Además de otras figuras eminentes: Ursus, un
verdadero gigante; Espartaco, un sujeto tranquilo y agradable que siempre lleva una
bonita piel sobre los hombros; Enomao, un novato prometedor y muchos más.
Material de primera, te lo aseguro, y también gente muy educada. —La voz del
empresario cobra un deje absolutamente patético mientras recita la lista de valores
perdidos—. Ahora tendré que rebajar las entradas un cincuenta por ciento, y ya tengo
varios centenares de entradas distribuidas entre fanáticos abonados y simples
gorrones.
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mencionado.
A pesar de que él, el propio Léntulo Batuatus, es la persona más afectada, no
puede dejar de comprender hasta cierto punto la indignación de los hombres, pues la
conducta del público le preocupa aún más que su situación comercial. Sirva como
ejemplo la última superstición según la cual la sangre fresca de gladiador cura ciertas
dolencias femeninas. Léntulo se ahorrará a sí mismo y a su distinguido oyente la
descripción de las increíbles escenas que se han vivido en la arena desde que
comenzó a divulgarse este rumor. Estos acontecimientos han hecho tales estragos en
su propia salud, que no puede oír pronunciar la palabra «sangre» sin sentir náuseas, y
su médico le ha recomendado seriamente que visite cuanto antes una institución
hidropática en Baia o Pompeya.
El director suspira y concluye su relato con un gesto resignado que podría
responder tanto a la futilidad de sus esfuerzos físicos como al estado general del
mundo.
Apronius comprende que hoy no conseguirá nada de aquel hombre. Defraudado,
se levanta de su asiento de mármol, alisa los pliegues de su túnica y se despide.
Durante la cena en la taberna de Los Lobos Gemelos permanece hosco y
preocupado e incluso olvida supervisar el lavado de su copa.
Cuando sale hacia su casa, el crepúsculo cubre de sombras la intrincada red de
calles del barrio de Oscia. No consigue borrar de su mente la tristeza por no haber
conseguido una entrada gratuita y mientras trepa por la escalera de incendios hacia su
habitación lo invade una sensación de amargura. ¿Para qué le han servido los
diecisiete años de servicio? No es más que un paria, expulsado del festín de la vida,
ni siquiera las migas caen en su camino. Desnuda su cuerpo enjuto con gestos
mecánicos, alisa los pliegues de su túnica y la apoya con cuidado sobre el
tambaleante trípode; luego apaga la lámpara. Se oyen unas pisadas rítmicas y sordas:
los esclavos municipales vuelven de trabajar. Aún le parece ver la expresión
desdichada y aterida que se dibujaba en sus rostros cuando lo empujaron y se
marcharon sin pedirle perdón.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, escudriña con tristeza
la oscuridad de su habitación. ¿Para esto trabaja uno?, ¿sólo para una larga y
amenazada vida llena de privaciones? ¿Es posible que haya dioses en semejante
mundo?
Apronius no sentía tantos deseos de llorar desde que era niño. Espera en vano que
llegue el sueño, pero teme las pesadillas que traerá consigo, pues no le cabe duda de
que serán horribles.
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LIBRO PRIMERO
LA REBELIÓN
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La posada junto a la vía Apia
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—Llevaos esto —dijo—, queremos un barril.
Las jarras de cerámica se estrellaron contra la piedra del suelo y los demás rieron.
Una mujer delgada y morena golpeó la mesa con sus puños pequeños e infantiles.
Fanio se aproximó al gordo con pasos indolentes y sus criados cuellicortos
formaron un muro tras él. Cuando le tocó el brazo, todo el mundo se calló la boca.
Fanio, un individuo regordete, con un solo ojo y hombros corpulentos, miró de arriba
a abajo a cada uno de sus clientes.
—¿De qué arena os habéis escapado? —les preguntó.
El gordo apartó la mano de Fanio de su brazo y respondió:
—El que pregunta demasiado, se expone a escuchar demasiado. Ahora queremos
nuestro barril.
Fanio permaneció inmóvil un momento, mirando a sus huéspedes, que a su vez
miraron a Fanio sin decir nada. El silencio se prolongó unos instantes, hasta que por
fin Fanio guiñó un ojo y sus hombres arrastraron el barril hacia la mesa. Fanio esperó
que lo abrieran y se marchó. Las camareras regresaron para llenar las copas, pero los
comensales ya se habían amontonado en torno al barril y se servían solos. Luego
pidieron la comida. La camareras llevaron varias fuentes y los comensales comieron
y bebieron hasta ponerse de muy buen humor, mientras los criados cuellicortos los
observaban apoyados contra la pared.
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los cuellicortos se acercaron. Entonces el gordo se incorporó y Fanio retrocedió unos
pasos. Permanecieron allí de pie, barriga frente a barriga. Fanio miró al gordinflón y
le advirtió que en sus tiempos se las había visto con bandidos más grandes y mejores
que él. Su manotazo fue rápido y astuto, pero el gordo le hundió la rodilla en el
estomago y lo arrojó contra la pared, donde el propietario de la taberna se acurrucó
gimoteando.
Uno de los grandullones de cuello corto alzó el brazo y todos se arrojaron sobre el
gordo. Los que dormían despertaron, las camareras gritaron, los trípodes se astillaron
y el estrépito de las jarras ahogó el crujido de los huesos contra los cuales se
estrellaban. Sin embargo, las extrañas armas de los comensales eran superiores a las
porras de los criados y la refriega no duró mucho tiempo.
El patio se convirtió en un caos. Los criados retrocedieron y se apiñaron junto al
establo. Las camareras les vendaron las heridas, pero fueron incapaces de ayudar a
dos de ellos, que fueron arrastrados fuera de allí. Los comensales merodeaban,
vacilantes, bromeaban y se burlaban de los criados. Los cuellicortos guardaban
silencio y algunos miraban a Fanio, que seguía acurrucado junto a la pared.
El hombrecillo delgado se dirigió hacia Fanio con pasos cortos y afectados y se
inclinó sobre él. Fanio giró la cabeza y escupió. Solícito, el hombrecillo le propinó un
puntapié en el pubis y Fanio se dobló haciendo arcadas.
—Ya te han sacado un ojo, pero ahora vas a perder algo más —dijo el
hombrecillo—. Eso es lo que le pasa a la gente que busca problemas, y nada menos
que con Crixus, rió dando una palmada a la barriga del gordinflón.
Sin embargo, Crixus no. Con sus bigotes caídos y sus ojos apagados, tenía todo el
aspecto de una foca triste.
Los criados cuellicortos seguían apiñados junto al establo, custodiados por varios
comensales armados. El hombre de la piel cruzó el patio y se detuvo frente a los
sirvientes. Todos lo miraban.
—¿Y ahora qué vamos hacer con vosotros? —les preguntó.
Los criados lo observaban con ojos serenos y atentos. Les gustaba mirar así.
—¿Qué clase de personas sois vosotros? —preguntó uno de ellos.
—Adivínalo —gruñó el hombrecillo—. Quizá seamos senadores.
—No nos importa que durmáis aquí —dijo uno de los cuellicortos—, siempre y
cuando os larguéis mañana.
—Gracias, eres muy amable —respondió el hombre de la piel con una sonrisa.
Todos rieron, incluso algunos de los cuellicortos.
—Os encerraremos para que paséis la noche con las vacas —dijo el hombre de la
piel.
—En realidad deberíamos acabar con vosotros —dijo Crixus—. Si alguno de
vosotros intenta salir, lo mataremos de inmediato.
Los encerraron en el establo y aseguraron las puertas con candados de hierro.
Dos de los huéspedes se quedaron a vigilarlos y otros dos centinelas se apostaron
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en la salida.
Las camareras se marcharon a hacer las camas y a prepararse para una noche
agotadora.
Cien mercenarios de campaña marchaban por la calle principal. Aquella tarde les
habían ordenado buscar a los fugitivos y llevaban cuatro horas registrando
infructuosamente caseríos y callejuelas. Enviaban patrullas de exploradores que
regresaban poco después con los testimonios de campesinos y peones que habían
visto huir a la horda. Sin embargo, ninguna de aquellas pistas los había llevado a
ninguna parte. Todos habían visto a los fugitivos, pero nadie podía o quería decir
hacía dónde se habían dirigido.
Varios criados de Léntulo acompañaban a las patrullas para colaborar en la
identificación de los fugitivos. Aquellos criados estaban más nerviosos que nadie,
pues se sentían responsables ante su amo por el éxito de la expedición. Tampoco para
los mercenarios era una tarea agradable: debían capturar a los fugitivos —a ser
posible, vivos—, mientras los concejales de la ciudad disfrutaban de las delicias de
los baños de vapor. Ni la maldita gloria ni las condecoraciones bastarían para
recompensarlos, y una lucha con gladiadores no parecía una perspectiva alentadora.
Todo el mundo sabia que aquellos hombres eran casi animales, bestias entrenadas,
y no tenían nada que perder. Además, empleaban las armas más extraordinarias:
redes, lazos, tridentes, jabalinas, armas que trastocaban todos las reglas de un
combate.
Caía el crepúsculo cuando la patrulla se detuvo en una taberna junto al sexto
mojón, poco después de la bifurcación del camino cerca del condado de Clatio.
Parecía que la expedición iba a ser infructuosa, pero a los soldados no les importaba.
Casi todos eran casi ancianos, artesanos y mercachifles empobrecidos,
trabajadores sin trabajo o granjeros arruinados. Se habían alistado en las tropas
auxiliares por las raciones diarias, la paga regular y la jubilación. Tenían más aspecto
de una milicia rural que de legionarios romanos.
Comieron, bebieron y dos horas después de la puesta de sol se dispusieron a
regresar. La luna era joven y la noche muy oscura. A mitad del camino, uno de los
exploradores montados se acercó a toda prisa, acompañado por un hombre agitado y
tambaleante, con las ropas hechas jirones. Dijo que su nombre era Fanio y que los
fugitivos habían entrado por la fuerza en su posada, donde habían asesinado a los
sirvientes y destrozado el local. Ahora dormían con las camareras, y si rodeaban la
casa podrían cogerlos con facilidad, como a ratas atrapadas en un agujero. Luego
preguntó si habría alguna recompensa.
Los soldados, agotados y mareados por el vino, hubieran querido matarlo, pero el
capitán era un hombre ambicioso y ordenó que reanudaran la marcha. El regimiento
despertó a los habitantes de una granja situada a una milla de la bifurcación de
caminos y se proveyó de antorchas. Veinte minutos más tarde, llegaron a la posada de
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Fanio.
Las antorchas humeaban, pero el edificio parecía desolado y desierto. Después de
rodear la casa, el capitán golpeó la puerta principal con la empuñadura de su espada.
Era una puerta maciza, de madera noble. No hubo respuesta.
—Tal vez se hayan ido —sugirió un soldado.
Decidieron tirar la puerta abajo. Diez hombres regresaron a buscar hachas a la
granja y los demás tuvieron que aguardar otro rato. La casa tenía sólo dos ventanas a
la vista, una en la parte delantera y otra en el muro frente al campo, ambas en la
planta superior. Todas las demás ventanas daban a los patios interiores, de modo que
no había más opción que esperar las hachas.
Los mercenarios se sentaron en el camino y algunos se quedaron dormidos.
Aguardaron. De vez en cuando un hombre se acercaba a la puerta, golpeaba y
gritaba una orden; pero dentro reinaba el más absoluto silencio. Quizá se hubieran ido
de verdad. Todo aquello parecía absurdo.
Una hora después, los hombres regresaron con las hachas y se dispusieron a echar
la puerta abajo. Era una puerta muy dura, y cuando por fin cedió, no se oyeron ruidos
en el interior. Ordenaron a Fanio que los guiara, pero él cedió la delantera al capitán,
y los demás lo siguieron en tropel. Por fin llegaron a un patio cuadrangular, que tenía
un aspecto extraño a la luz de las antorchas. Los gladiadores, apostados en cada una
de las ventanas del piso superior, miraron hacia abajo.
El capitán, un joven distinguido llamado Mammius, forzó la voz hasta darle un
volumen innecesario:
—Ahora dejad de crear problemas —gritó mientras giraba la cabeza hacia todas
partes, incapaz de decidir a qué ventana debía dirigirse—. Bajad. Es inútil que os
resistáis.
Cuando terminó, el patio volvió a quedar en absoluto silencio.
—Enséñanos las escaleras —le dijo el capitán a Fanio.
El propietario de la posada señaló la cocina y el capitán se dirigió hacia allí.
—Será mejor que volváis a casa —les advirtió una voz desde arriba.
El capitán se detuvo.
—¿Os entregaréis voluntariamente o no? —le dijo a la voz.
Se oyeron risas.
—Y también está el viejo Nicos —gritó alguien desde una de las ventanas—.
¿Nos traes saludos y besos del amo?
—No seáis tontos —dijo Nicos, un anciano esclavo de Léntulo, alzando la vista
—. Volved a casa. El amo está muy enfadado.
Se oyeron más risas.
Los mercenarios miraban hacia las ventanas desde el patio.
—¿Dónde está Espartaco? —preguntó Nicos buscándolo con la vista.
El hombre de la piel se asomó a una ventana, en el otro extremo del patio, y le
dedicó una sonrisa amistosa.
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—¡Ave, Nicos!
—¿No puedes hacerles entrar en razón? —preguntó Nicos—. Tú solías ser más
sensato.
El hombre de la piel sonrió, pero no respondió. Las antorchas despedían humo en
lugar de luz.
—Bien —dijo el capitán—. ¿Bajáis o no? —Volvió a dar unos pasos hacia las
escaleras.
—Quédate donde estás, cebollino —gritó alguien desde una ventana.
El capitán avanzó un par de pasos más, pero entonces un objeto informe
descendió flotando y un instante después se encontró en el suelo, maldiciendo y
luchando con pies y manos para desasirse de la red que lo envolvía, mientras los
hombres de las ventanas reían a carcajadas.
—¡Traedlo aquí arriba! —gritó uno de ellos, cuya voz se destacaba sobre las de
los demás.
El capitán maldijo tan fuerte que su voz se quebró en un falsete. Varios
mercenarios se acercaron a las escaleras con paso vacilante, dispuestos a liberar a su
capitán, pero uno de ellos cayó abatido de inmediato, gimoteando, y los demás se
detuvieron en seco. Entonces se desató un verdadero caos: desde las ventanas cayó
una lluvia de cuchillos, piedras, jabalinas y utensilios.
Los soldados arrojaron las antorchas y comenzaron a correr de un sitio a otro
cubriéndose las cabezas con los escudos, aunque aquélla era una pobre defensa para
los terribles proyectiles que caían desde todos los ángulos posibles. Algunos
intentaron arrojar sus lanzas y picas contra las ventanas, pero invariablemente
regresaban al suelo. Las antorchas humearon hasta extinguirse y la completa
oscuridad agravó la situación, aunque lo peor de todo eran los gritos procedentes de
arriba. Los soldados corrieron hacia la puerta exterior, pero encontraron la puerta
cerrada, y aquellos que se atrevieron a acercarse demasiado fueron apuñalados o
aporreados.
Los gladiadores se precipitaron escaleras abajo e irrumpieron en el patio,
arrinconando a los soldados. Nuevas antorchas se encendieron en las ventanas,
revelando la posición de los mercenarios, ahora incapaces de protegerse. La voz que
había gritado «¡Traedlo aquí arriba!», volvió a resonar:
—¡Arrojad las armas! —Y tras aquellas palabras volvió a reinar silencio.
Varios soldados arrojaron las espadas y se sentaron en el suelo. Los demás
permanecieron de pie y uno de ellos gritó que no arrojaran nada. Entonces Crixus
caminó hacia el centro del patio y pidió al responsable de aquellas palabras que diera
un paso al frente, pero éste no se movió. Crixus repitió la orden y argumentó que
sería más sensato pelear uno contra otro, en lugar de que todos se rompieran la
cabeza entre sí. Los soldados pensaron que era una buena idea y se hicieron a un lado
para dejar sitio al hombre que había ordenado retener las armas. Éste no se movió; de
modo que todos dejaron las armas y se sentaron en un rincón del patio.
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Los gladiadores, que no dejaban de bromear y parecían de muy buen humor,
recogieron las armas y las llevaron arriba. Luego transportaron a los muertos y
heridos al establo, entre ellos a Fanio y al capitán, que había muerto pisoteado
envuelto en la red. Castus, el hombrecillo de caderas bamboleantes, señaló que el
cobertizo sería su spolarium, el sitio donde se llevaba a los caídos en la arena. Todos
rieron. Luego sacaron a los criados del establo de las vacas y los empujaron junto con
los soldados.
Los criados parpadeaban con expresión estúpida. Habían oído el bullicio desde el
establo, y hubieran preferido quedarse donde estaban.
Entonces reaparecieron las camareras, pero nadie se interesó por ellas. Algunos
gladiadores permanecieron en el patio, mientras otros se iban arriba a seguir
durmiendo. El hombre de la piel se aproximó al rincón donde estaba sentado el
anciano Nicos, entre los soldados.
—Has acabado mal —dijo Nicos.
—Escúchame, Nicos —dijo el hombre de la piel, despacio—. ¿Acaso crees que
acabar en la arena es maravilloso?
y Todos estaban pendientes de ellos.
—Esto va contra la ley y el orden natural de las cosas —dijo Nicos—. ¿Adónde te
conducirá?
—Al diablo con la ley y el orden —dijo Castus, el hombrecillo de caderas
bamboleantes, pero nadie rió.
—¿Qué dirá el amo cuando volvamos sin vosotros?
—Dudo que volváis —dijo Castus y todos guardaron silencio.
—Sabes que podrías venir con nosotros, Nicos —dijo el hombre de la piel.
—No he sido un sirviente honrado durante cuarenta años para terminar degollado
como bandido. —Poco a poco, se había ido formando un círculo de gladiadores a su
alrededor—. ¿Y qué pensáis hacer con estos hombres, jovencitos? —preguntó Nicos
señalando con la barbilla a los soldados, casi todos ancianos, algunos de los cuales
estaban tendidos en el suelo. Los gladiadores callaron.
Reunidos en grupos de tres o cuatro, los gladiadores miraban a los soldados
desarmados. Algunos roncaban, otros hablaban tendidos sobre las piedras.
—Cuando volvamos —decía un viejo soldado—, nos despedirán, o peor aún, tal
vez nos cuelguen en una cruz.
—Y lo tendréis bien merecido —dijo un gladiador.
—¿Por qué? —preguntó el soldado.
Algunos gladiadores se aproximaron al grupo.
—La cuestión es si vais a volver o no —dijo Castus.
—¿Nos mataréis a todos? —preguntó otro soldado.
—A ti antes que a nadie, maldito hijo de puta —respondió el hombrecillo.
—Calla —le dijo el hombre de la piel.
Castus calló. Al igual que los demás galos, llevaba una pequeña cadena de plata.
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Los gladiadores se habían apiñado frente a los soldados y se apoyaban
alternativamente sobre un pie u otro en absoluto silencio.
—Lo más sensato sería que todos vinierais con nosotros —dijo Nicos.
—Intenta razonar, Nicos —dijo el hombre de la piel con tono pensativo—.
Primero piensa y luego habla.
Nicos no respondió.
—Ponte en nuestro lugar, Nicos —dijo Enomao, un gladiador más joven, delgado
y de aspecto tímido—. Imagina que alguien te dé una lanza a ti y otra a mí y luego
nos diga que tenemos que espetarnos mutuamente para divertir a la gente.
—Nunca he considerado esta profesión desde ese punto de vista —dijo Nicos.
—Pero en realidad es así —dijo el hombre de la piel—, reflexiona.
Nicos reflexionó, pero no respondió.
—Dejaos de parloteo —dijo Crixus mientras se apoyaba sobre la pared con gesto
sombrío.
—¿Qué vais a hacer luego? —preguntó Nicos.
Los gladiadores no respondieron.
—Nos presentaremos a elecciones para el Senado —dijo por fin Castus, pero
nadie rió.
—Podríamos ir a Lucania… Allí está lleno de colinas y bosques —dijo Enomao y
miró con timidez al hombre de la piel.
—El mundo es muy grande —respondió él—. Ven con nosotros, Nicos.
—Con que Lucania, ¿eh? —dijo uno de los soldados, un antiguo pastor con
pómulos prominentes y dientes amarillos como los de un caballo.
—Desde luego si os perdéis por allí, cualquiera os buscará…
y manadas de caballos salvajes —dijo otro soldado—. Los vaqueros de Lucania
son todos ladrones. Sus amos no les pagan sueldo, así que viven con lo que pillan por
ahí.
—También hay animales de caza y peces…, los arroyos están repletos —dijo el
pastor—. No me importaría ir a Lucania con vosotros…
—Ni a mí —dijo el otro—. Nuestra paga apenas alcanza para polenta y lechuga.
—Os colgarán a todos, eso es lo que harán —dijo Nicos—. Ni siquiera tenéis un
jefe.
—Déjate de chácharas —dijo Crixus apartándose de la pared—. Elegiremos un
jefe y luego nos largaremos.
—Crixus será tribuno —dijo un gladiador y todos rieron.
—¿Me llevaréis con vosotros? —preguntó el pastor.
—Los colgarán a todos —dijo un viejo soldado.
Al clarear el alba, el cielo se volvió gris. Cuando apagaron las antorchas, el patio
pareció más espacioso, extrañamente diferente.
—Yo también iría —dijo uno de los sirvientes cuellicortos.
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—Y entonces, ¿qué ocurriría con la taberna? —preguntó otro.
—Tal vez nos cuelguen a todos por lo de Fanio —dijo el primero—. O nos envíen
a las minas.
Los cuellicortos juntaron las cabezas para conferenciar. Luego se levantaron todos
y se aproximaron a los gladiadores.
—¡Atrás! —gritó Castus, el pequeño hombrecillo.
—Si aceptáis llevarnos, iremos con vosotros —dijo el portavoz de los criados.
Los gladiadores los miraron con recelo.
—No os daremos armas —dijo Castus y los criados volvieron a conferenciar.
—Dicen que con el tiempo habrá armas —dijo el portavoz—, y que uno debería
ser el jefe —añadió señalando a Espartaco.
Espartaco le dedicó una mirada serena y atenta, luego se volvió hacia Crixus con
una sonrisa.
—Eres el más gordo —le dijo.
Crixus lo miró con expresión acongojada, pero los demás gladiadores se
animaron. Los galos estaban a favor de Crixus y el resto prefería a Espartaco. Por fin
acordaron elegir a los dos.
Otra vez reinó un silencio absoluto. Una vez elegidos los jefes, los gladiadores
permanecieron en sus sitios, incómodos. Los criados se dirigieron al establo, trajeron
porras y hachas y las repartieron. Luego se alinearon contra la pared.
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rechazados volvieron a sentarse sobre las piedras.
Con el esplendor del amanecer, el cielo se tiñó de rojo y la mica de los marco de
las ventanas comenzó a brillar. Crixus y el hombre de las pieles escuchaban el
bullicio de la entusiasta conversación uno junto al otro. Después de unos instantes
Crixus se volvió hacia su compañero:
—Si los dos decidiéramos marcharnos ahora, nunca nos alcanzarían —dijo con
un resoplido audible—. Podríamos ir a Alejandría. Allí hay montones de mujeres.
El hombre de la piel lo miró con atención.
—Todo resultaría más sencillo si fuéramos los dos solos —dijo.
—En Puteoli hay todo tipo de gente —señaló Crixus.
—Si tienes dinero, ningún capitán te molestará pidiéndote pasaporte.
—No —dijo Espartaco y Crixus lo miró en silencio—. No podemos hacerlo —
añadió el hombre de la piel y Crixus siguió callado—. Tal vez más adelante…
—Sí, más adelante —asintió Crixus—, después de que nos hayan colgado.
El hombre de la piel reflexionó un momento, mientras contemplaba a los
gladiadores que iban y venían preparando las cosas.
—No podemos hacerlo ahora —dijo—. ¿Quieres marcharte solo? —preguntó
volviéndose a mirarlo, después de una pausa.
Crixus no respondió. Se apartó de Espartaco y se apoyó en la pared. Mientras
tanto, los gladiadores discutían ruidosamente qué hacer. Ahora todos parecían muy
animados.
De repente, el hombre de la piel se subió a la mesa y alzó los brazos muy alto,
como para podar un árbol.
—¡Nos vamos! —gritó con todas sus fuerzas—. Nos vamos a Lucania —añadió
con una gran sonrisa en su cara pecosa.
Los gladiadores respondieron con una ovación y se apresuraron a prepararse.
Los criados y los soldados elegidos para acompañarlos seguían de pie junto a la
pared.
—¿Y bien, venís? —les gritó Espartaco.
—Ya te hemos dicho que sí —dijo el portavoz con gravedad.
Los soldados que seguían reclinados contra la pared los miraron con los ojos
entornados, e incluso algunos continuaron durmiendo. Los gladiadores los despojaron
del dinero y de los cuchillos o dagas que aún les quedaban. Uno de los soldados se
resistió y fue asesinado delante de los demás. Eran casi ancianos y sabían que serían
despedidos o enviados a trabajar a las minas.
Las mujeres, que habían contemplado la escena desde las ventanas, cruzaron el
patio. La joven morena y delgada se detuvo frente a Espartaco, que saltó de la mesa
con estrépito. Los criados cuellicortos lo miraron con muda sorpresa, asombrados por
su brusco paso de la reflexión a la acción. Sin embargo, aquella súbita vehemencia
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también les gustaba.
—¿Y ahora qué? —preguntó la joven alzando la cabeza hacia el hombre.
—Nos vamos a Lucania —respondió él.
—Nos divertiremos mucho en el bosque —dijo la mujer.
—Mucho —asintió el hombre de las pieles con una sonrisa—, nos colgarán a
todos. —Luego se acercó a Nicos—. ¿Vienes? —le preguntó.
—No —dijo Nicos.
Sentado contra la pared, parecía muy viejo.
—Adiós, padre —dijo el hombre de la piel.
—Adiós —respondió Nicos.
Los gladiadores se amontonaron en la puerta y se abrieron paso a empujones
hacia el camino. Los siguieron los criados, los soldados y por último las mujeres; en
total cien personas.
Ya era casi de día.
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2
Los bandidos
Tenían intención de marchar hacía Lucania, pero cuando llegaron a las escarpadas
zonas montañosas donde los campos y cultivos se volvieron escasos, dieron media
vuelta, pues la adorada, bendita Campania no permitía que ningún hombre la
abandonara… ni siquiera un ladrón. Tierra caprichosa aquélla; su ligero suelo negro
daba frutos tres veces al año y estaba cubierto de rosas incluso antes de la siembra.
La brisa embriagadora de sus jardines emborrachaba la sangre y en el monte
Vesubio crecían hierbas capaces de convertir a jóvenes vírgenes en libertinas. En
primavera, las yeguas en celo trotaban hacia los altos riscos, volvían la espalda al mar
y se dejaban preñar por el cálido viento.
El infierno había erigido su más hermosa antecámara en Campania. Los grandes
demonios eran blancos como la nieve, magníficamente replegados; mientras, los
pequeños demonios le servían con sumisa devoción y soñaban con matarlos. Tan
antiguo como sus colinas era el conflicto sobre el control de Campania, el granero de
las legiones, el más preciado tesoro nacional. Desde los tiempos de Tiberio Graco, los
patriotas habían intentado liberar al país del dominio de los grandes terratenientes y
repartirlo entre la gente sin tierras, pero fueron ahogados, golpeados o apedreados
hasta morir y los usureros y especuladores regresaron. La aristocracia chupaba la
sangre a los granjeros y pequeños arrendatarios, los expulsaba, les compraba las
tierras, les arrebataba toda posibilidad de progreso. Así, los campesinos fueron
reemplazados por los grandes terratenientes y los trabajadores libres por los esclavos,
cuyo número crecía con cada guerra. No había alternativa. Pandillas de granjeros
expulsados atestaban los caminos, se dedicaban al robo, se escondían en las
montañas. No había alternativa.
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estaba alto y el demonio del mediodía acechaba los campos e inspiraba pesadillas a
los capataces dormidos, granjeros y esclavos se sentaban a hablar de los bandidos.
Tenían dos jefes: un galo gordo, triste y cruel, y un tracio de ojos luminoso vestido
con una llamativa piel. También había una joven, morena, delgada y de aspecto
infantil, una sacerdotisa tracia capaz de leer las estrellas y el futuro. Era la mujer del
individuo de la piel, pero también se acostaba con otros, y encendía el mismo deseo
en todos los hombres.
No eran bandidos vulgares, sino gladiadores. Campania nunca había visto nada
igual, pues los gladiadores apenas son humanos y están destinados a morir en la
arena. Aunque, después de todo, sí eran humanos, y parecía razonable que no
quisieran morir. Mataban las ovejas de los pastores y devoraban las uvas de los
viñedos, cogían de las caballerizas los mejores ejemplares de carreras para sus
hombres y las mulas de carga más resistentes. Allí por donde ellos pasaban no volvía
a crecer la hierba, las doncellas no volvían a ser las mismas y no quedaba ningún
barril en las bodegas. Si alguien se resistía, era asesinado, y si corría siempre lo
alcanzaban. Sin embargo, llevaban consigo a todo aquel que les caía en gracia, y
muchos querían acompañarlos. Así eran aquellos gladiadores.
El rumor y la leyenda se extendieron a lo largo y ancho del territorio de
Campania. Las mujeres hablaban de ellos mientras ordeñaban las vacas y los viejos lo
hacían por las noches, cuando no podían dormir en sus mohosas cuevas, cuando se
acercaban unos a otros y pensaban en voz alta en el ganado, el tiempo y la muerte.
¿Cómo era aquella anécdota de Naso, el mozo de cuadra?
En la hacienda del señor Estacio, cerca de Sessola, los tres bueyes habían caído
enfermos. Tenían los vientres hinchados, las narices mocosas y los nervios tensos.
Además, no comían, no rumiaban, ni siquiera lamían. Cualquiera hubiera dicho
que estaban hechizados; sin embargo resultó que el mozo les había dado escaso
forraje y de mala calidad. La hacienda de Estacio no tenía suficientes pastos y había
que comprar el forraje, pero el mayordomo se guardaba el dinero y dejaba morir de
hambre a los bueyes. Naso, el mozo de cuadra, era consciente de que los bueyes
enfermarían con semejante alimentación y había pedido al mayordomo un forraje
mejor, pero a cambio de sus buenos consejos sólo había conseguido malos tratos.
Incluso cuando los bueyes enfermaron de gravedad, cuando sus entrañas se pudrieron
y no volvieron a trabajar, Naso intentó curarlos con remedios infalibles: les dio
semillas machacadas de higuera envueltas en hojas de ciprés, los obligó a tragar
huevos de paloma, echó ajo triturado con vino por sus fosas nasales y los hizo sangrar
debajo de la cola, tras lo cual vendó la incisión con fibra de papiro, pues ése era el
procedimiento correcto.
Sin embargo, cuando todos los remedios resultaron inútiles, el mayordomo ladrón
se asustó, y para descargar su culpa, acuso a Naso de haber dejado entrar en el establo
a un cerdo y a una gallina, cuyos excrementos se habían mezclado con el forraje
causando la enfermedad de los bueyes. Naso intentó demostrar su inocencia, pero
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todo fue en vano: lo encadenaron, lo marcaron a hierro candente y lo condenaron a
trabajar en el molino.
Como todo el mundo sabe, trabajar en un molino es uno de los castigos más
terribles, el peor después de la muerte, el trabajo en las minas o en las canteras, pues
el infortunado delincuente debe caminar alrededor de la muela en interminables
círculos, con pesos de hierro en los pies y una rueda de hierro en el cuello para que no
pueda llevarse la mano a la boca y probar la harina. Con el tiempo, el polvo y el
vapor afectan la vista y el pobre infeliz se queda ciego.
Pese a que el mayordomo era el verdadero culpable, con ese trabajo Naso pronto
estiraría la pata. Sin embargo, una afortunada noche los bandidos saquearon la
hacienda del señor Estacio y robaron todo lo que quisieron. Así fue como llegaron al
molino y se llevaron los sacos de harina y así fue como se enteraron del destino de
Naso, el mozo de cuadra.
Y así el hombre de la piel mandó traer al mayordomo y lo ató al madero del
molino. Luego soltó a Naso y le permitió azotar al mayordomo con un látigo para
obligarlo a avanzar más deprisa, tal como antes habían hecho con él. Antes de
marcharse, los gladiadores le dijeron al mayordomo que volverían y que si se
enteraban de que había parado un instante, lo matarían a latigazos. Sin embargo, no
iba a ser necesario, pues el mayordomo se volvió loco, y tras girar sin cesar alrededor
de la muela del molino durante dos días y dos noches, cayó muerto en la tercera
mañana.
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toro para aumentar vuestros rebaños y esas abejas almacenan su néctar en los paneles
para endulzar vuestros pasteles?
Los esclavos no respondieron a estas palabras y el hombre de la piel ordenó a uno
de los bandidos que les quitara las cadenas. Unos pocos se resistieron, diciendo que
no querían deber su libertad a nadie que no fuera su amo. Esos hombres fueron
asesinados, pero los demás se unieron a los bandidos.
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3
La isla
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Así llegó Zozimos, un retórico y gramático erudito. Al comenzar su carrera como
bedel del Consejo de Oplontis, había convencido a su jefe de que lo nombrara tutor
de sus hijos y más tarde, tras trabar contactos, había montado su propia escuela, que
pronto congregó a unos veinte niños cuyos padres le profesaban admiración.
Zozimos ganó mucho dinero y el éxito se le subió a la cabeza. Se aficionó a la
oratoria y a la poesía, descuidando su escuela, pero no logró despertar el interés de
sus contemporáneos, pasó hambre y por fin se unió a los bandidos. Lo primero que
hizo al llegar a su destino fue pronunciar una diatriba política, que mereció las burlas
y una buena paliza de los bandidos. Sin embargo, decidieron llevarlo con ellos, pues
era una fuente inagotable de datos extraños o curiosos y les gustaba escucharlo.
También llegaron mujeres, como Leticia, una sirvienta de cara curtida y pechos
como odres vacíos. Diez años antes, su amo le había prometido que si criaba tres
hijos no necesitaría trabajar más. En ese tiempo, Leticia había dado a luz a diez hijos,
aunque sólo dos de ellos habían sido varones. Ahora que su útero era incapaz de dar
más frutos, la criada Leticia se marchó para unirse a los bandidos.
Así llegó Cintia, anciana hechicera de un pueblo de montaña. Durante cincuenta
años se había dedicado a actividades aparentemente contradictorias, que sin embargo
estaban relacionadas entre sí y tenían sus propias tarifas. Asistía partos por dos ases,
lloraba a los muertos por cuatro ases, se acostaba con hombres en el cementerio por
cinco ases, leía el futuro en los desperdicios, el vuelo de los pájaros o el dibujo de los
rayos por cinco sestercios. Curaba enfermedades, vendía píldoras y pócimas
afrodisíacas a precios fijos, desde el brebaje más barato que facilitaba la concepción,
hasta el más caro que provocaba abortos. Pero un día llegó a su aldea un médico
griego, un seguidor de Ensistratos que sostenía que la sangre fluye en vasos de arriba
a abajo y bobadas semejantes. Aquel farsante le robó la clientela, Cintia perdió la
alegría de vivir y se unió a los bandidos.
También llegaron mujeres jóvenes, rameras y novias abandonadas, hembras
lujuriosas o exhaustas, casi todas horribles, unas pocas atractivas. Al principio
causaron rivalidades y muertes, pero más tarde la gente se acostumbró a su presencia
y cada mujer acabó viviendo con uno o dos hombres.
La afluencia de fugitivos no cesaba. Todo el mundo se había acostumbrado a ello
y lo aceptaba. Por las noches se preguntaban cuántas personas nuevas se habían unido
a ellos aquel día, apostaban si el siguiente les traería un médico que había dejado
morir a demasiados pacientes de su amo o una prostituta que había discutido con su
protectora. Por su forma de marchar, más que una banda de gladiadores parecían la
procesión de cofradías del día de Minerva. Antes recorrían con facilidad cuarenta y
cinco kilómetros por día, ahora apenas llegaban a dieciocho.
Forzados a buscar un campamento permanente, encontraron un sitio adecuado al
oeste de Acerras, una isla en los pantanos junto al Clanio.
Era una isla bastante tranquila, rodeada de cañaverales en tres de sus lados. La
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luna salía tarde, con la cara arañada por los juncos. En la noche silenciosa, sólo se oía
el canto de la ranas, pero de vez en cuando un arandillo surgía de entre las cañas,
ascendía en espiral y planeaba sobre el agua turbia y amarilla del río. El aliento de las
aguas cercanas volvía sofocante el interior de las tiendas, de modo que al clarear el
alba mucha gente salía fuera envuelta en mantas y seguía durmiendo al aire libre. Por
la mañana tenían las extremidades entumecidas, pero el sol pronto les cubría la piel
de irritantes gotas de sudor.
Muchos se sentían enfermos o afiebrados. Cintia, la bruja, vendía hierbas y
píldoras de buena mañana, y aunque nadie la quería, todos cogían sus polvos. Pese a
todo, algunos morían y eran quemados en fogatas de caña y malezas.
Sin embargo, por las noches tenían lugar grandes acontecimientos.
Para entonces había refrescado y una bruma rojiza flotaba sobre los cañaverales.
Tras comer y beber, algunos se sentaban en la orilla del río, con los pies en el
agua, y contemplaban los remolinos que se formaban entre sus dedos, mientras otros
pescaban.
Los criados cuellicortos de Fanio, frente a frente en dos hileras distintas,
competían arrojando piedras al agua. Nunca reían y respetaban estrictamente los
turnos.
Varios hombres y mujeres jóvenes se acuclillaban en los cañaverales para
escuchar a una cantante. Con la cabeza echada hacia atrás y los teñidos párpados
cerrados, La intérprete repetía la misma estrofa una y otra vez en un trémolo gutural.
Alguna que otra pareja se internaba unos pasos entre las cañas, donde el bullicio
del campamento se percibía en forma de ecos distantes y apagados. De vez en cuando
se oían los vigorosos relinchos de algún semental conducido al corral junto con su
manada.
El grupo más numeroso se congregaba en torno a los recién llegados, que en esta
ocasión eran un viejo con una pierna paralizada y un joven de cuello grueso y ojos
saltones. El viejo era taciturno y reservado y el joven estaba demasiado cohibido para
hablar. Como nadie había sido capaz de romper el hielo, mandaron a llamar a Castus.
El hombrecillo y varios de sus camaradas se aproximaron al grupo. Formaban una
pandilla temible, que se había ganado el apodo de «las Hienas».
—Vienen de un viñedo cercano a Sebethos —informó un hombre a Castus—. Se
escaparon porque la ración de trigo era miserable y encima tenían que pagar extra
para hacerla moler.
—Es probable que mientan —dijo Castus—. Pensarán que aquí les daremos
cereales a cambio de nada. Son justo la gente que necesitamos. —El viejo no dijo
nada, pero el joven posó sus ojos asustados en Castus. Sus labios eran gruesos y
húmedos y llevaba pequeños pendientes en las orejas. Los espectadores sonrieron—.
¿A qué habéis venido aquí? —le preguntó Castus al viejo—. Apuesto a que creéis que
nos dedicamos a robar ovejas, violar jovencitas y otras picardías semejantes.
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¿Cómo te llamas?
—Vibio —dijo el anciano—, y ése es mi hijo.
—¿Y tú cómo te llamas? —le preguntó al joven.
—Vibio —respondió el joven mientras jugueteaba incómodo con uno de sus
pendientes.
Los espectadores rieron y Castus los imitó. El joven tenía una boca pequeña,
femenina, y la nariz despellejada por el sol. Cuando se inclinó hacia adelante, dejó al
descubierto una franja de piel blanca debajo del collar.
—Vibio —repitió el hombrecillo—, simple y vulgar, tal como su padre. Mi
nombre, por ejemplo, es Castus Retiarius Tirone.
Se detuvo para observar el efecto causado por sus palabras. El joven lo miraba
con admiración.
—No tiene importancia —dijo Castus—, todos los nobles tienen tres nombres.
—¿Eres noble, señor? —preguntó el joven, despertando las risas de los demás.
—Todos los antiguos gladiadores somos aristócratas —respondió Castus—, y
todos los recién llegados sois simple gentuza.
—¿Eres gladiador, señor? —preguntó el joven con respeto.
—Desde luego —respondió Castus.
Vibio el Joven reflexionó con los labios fruncidos.
—Y ese hombre de la piel, ¿también es aristócrata?
—Por supuesto, Vibio —dijo Castus—, todos los gladiadores somos nobles,
descendientes de príncipes importantes. Espartaco, el hombre de la piel, desciende de
importantes príncipes tracios. —Los espectadores rieron con alborozo. En ese
momento pasó junto al grupo Zozimos, tutor y retórico—. ¿No es verdad lo que digo,
Zozimos? —preguntó Castus.
—Todo aquello que pueda arroparse en el lenguaje es verdad —dijo el tutor que
siempre evitaba cruzarse con Castus y sus amigos—, pues todo lo que se expresa con
palabras es posible, y aquello que es posible podría ser verdad algún día.
—¿Entonces una vaca podría tener cerditos? —preguntó uno de los espectadores.
—Incluso eso es posible —dijo Zozimos—. Si un dios puede convertirse en cisne
y así engendrar un hijo con una mujer, sin duda una vaca podría tener cerditos algún
día.
Los espectadores rieron.
—Siéntate, y cuéntanos algo, Zozimos —rogó Hermios, el pastor lucano con
dientes de caballo.
—Preferiría permanecer de pie —respondió Zozimos—, pues recta es la palabra
noble.
—Cuéntanos un cuento —insistió el pastor.
—De acuerdo —dijo Zozimos—, entonces escuchad: Hace cien años, los griegos
tenían una república. Así los cónsules, antes de hacerse cargo de sus puestos, debían
pronunciar el siguiente juramente: «Seré enemigo del pueblo y urdiré todo tipo de
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planes capaces de dañarlo».
—¿Y qué decían todos los demás? —preguntó Castus.
—¿Los demás? —preguntó Zozimos—. ¿Te refieres al pueblo? El pueblo decía
exactamente lo que dice hoy, pues habrás notado que lo único que ha cambiado hasta
el momento es que los senadores ya no pronuncian su juramento público.
Los espectadores permanecieron en silencio, decepcionados por la historia.
—Ah, bueno, así son las cosas —dijo Hermios, el pastor, sin convicción—, y así
han sido siempre… —sonrió mostrando los dientes y suspiró.
—Zozimos —dijo el hombrecillo—, nos aburres. Si no se te ocurre ninguna
historia mejor, puedes largarte.
—Ya me marcho —dijo Zozimos—. Mi amo me despidió a causa de mis ideas
revolucionarias, pero había esperado más comprensión de vosotros. Sin embargo, no
voy a ocultártelo, Castus, me has decepcionado.
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con las tribus de los valles vecinos: Basternas, Triballi y Peucines. En las montañas,
la vida era dura. Abajo, en el valle, había grandes ciudades como Usedoma, Tomis,
Calacia y Odesa, llenas de esplendor y franca opulencia, pero la montaña sólo
albergaba manadas, pobreza, y costumbres ancestrales. Cuando nacía un niño, sólo
había dolor y lamentos por los sufrimientos que la vida prodigaría al recién nacido.
Sin embargo, junto a los lechos de muerte reinaban las risas y la algarabía, pues todos
estaban convencidos de que los muertos se dirigían al colorido reino de la eternidad.
También tenían festividades: una vez al año Bromius el Vociferante y Baco el
Visitante salían del bosque y eran perseguidos por hombres y mujeres. También
debían aplacar a Ares, el Iracundo, aunque resultara agotador contorsionarse desnudo
en su danza honorífica, con el cuerpo y la cara salpicados de pintura. En las montañas
la vida era dura. Los grandes rebaños tenían hambre y comían incesantemente, sin
preocuparse por la escasez ni por los enemigos. Sin embargo, las montañas eran un
lugar bueno e idóneo, donde vivían amparados por sus valores y costumbres……,
hasta que los romanos irrumpieron en el bosque, con sus gritos y el clamor de sus
trompetas, para cazar presas humanas. Al principio, los habitantes de las montañas
mataban a cada romano que se cruzaba en su camino y luego se mudaban un poco
más arriba. Pero el enemigo no había cejado en su empeño. La situación continuó
igual durante años, hasta que por fin los romanos lograron capturar a numerosos
pastores con sus rebaños, varios miles de hombres y ovejas.
Sólo entonces se enteraron de que habían infringido la ley y de que por
consiguiente serían vendidos y condenados, pues la legislación apuleya especificaba
sus crímenes con precisión: agravio contra la seguridad y el esplendor de la
República Romana.
Así era el grupo tracio, veinte individuos callados y taciturnos. El hombre de la
piel era uno de ellos, pero a la vez no lo era. Había vivido más tiempo en Italia,
conocía mejor la lengua y las costumbres y nadie sabia demasiado de él.
Doce días después de la instalación del campamento junto al Clanio, veinte desde
la huida de Capua, interceptaron a un mensajero en el camino entre Sessola y Nola.
Era un esclavo municipal de Capua, destinado a llevar un mensaje al Consejo de
Nola.
Castas y sus compinches, que se habían cruzado con él en una excursión
particular, lo habían capturado por simple picardía y porque les había gustado el
aspecto de su caballo. Atemorizado, el pobre hombre dijo una sarta de tonterías,
despertando las sospechas de los gladiadores que decidieron interrogarlo. Castas y
sus amigos tenían sus propios métodos para conseguir información y un cuarto de
hora después conocían el mensaje. En esencia, decía que el pretor Clodio Glaber y
tres mil mercenarios escogidos partirían de Roma en dirección a Campania durante
los próximos días con el fin de acabar con la plaga de ladrones. Se solicitaba al
Consejo de Nola que les proporcionara una zona de apostamiento y recabara
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información fiable sobre el número y localización de los bandidos.
Castus y sus amigos colgaron al mensajero de un árbol junto al camino y
pincharon una carta de bienvenida en su pecho, dirigida al pretor Clodio Glaber.
Luego regresaron en silencio.
En el campamento todo seguía igual. Una multitud rodeó a las Hienas y les
preguntó qué habían traído, pero ellos se limitaron a contestar que la expedición
había sido infructuosa. Castas les había ordenado callar y ellos callaron.
El propio Castas entró en la tienda de Crixus, que intentaba reparar unos zapatos
dañados por la humedad sentado sobre una manta. Cuando Castus entró, Crixus
siguió martillando sin alzar la vista.
—Estamos perdidos —dijo Castus—. Tres mil soldados vienen hacia aquí desde
Roma. Hemos capturado al mensajero.
Fueron a buscar al hombre de la piel y a los gladiadores más importantes. En la
tienda de Crixus hacia un calor sofocante. Hablaron sin parar durante un buen rato.
Castas sugirió que se dispersaran y que cada uno intentara salvarse solo, pero los
demás no estaban conformes con esa propuesta y la rebatieron con vehemencia.
Muchas personas se congregaron alrededor de la tienda, atraídas por los gritos,
pero no se atrevieron a entrar. Críxus se secó el sudor de la frente con la vista perdida
en el vació y guardó silencio. El hombre de la piel también callaba y su vista se
posaba en cada uno de los oradores como si los viera por primera vez. Al final, todos
acabaron dirigiéndose a él.
Cuando por fin se hartaron de discutir, el hombre de la piel comenzó a hablarles
de una montaña situada en la costa, no muy lejos de allí, llamada Vesubio. Varias
personas procedentes de aquella región sostenían que aquella montaña tenía un
agujero alumbrado por un fuego interno, y que antes de que hubiera hombres sobre la
tierra, todas las montañas habían ardido con un calor tan intenso que las volvía
transparentes, cegando a los animales que miraban hacia allí. Sin embargo, aquellos
fuegos se habían apagado muchos años atrás, y ahora, en lugar de una cima, la
montaña tenía un hueco con forma de túnel, de ochocientos metros de profundidad y
tan amplio como dos anfiteatros…
Los gladiadores lo escuchaban boquiabiertos, aunque no entendían a dónde quería
llegar. Él hablaba sentado con los hombros caídos y una mano apoyada sobre un
huesudo pómulo, como si hubiera estado contando leyendas de leñadores junto a la
hoguera de un campamento nocturno.
Añadió que aquella montaña estaba rodeada por bosques y viñedos y que a sus
pies se hallaban ciudades como Pompeya, Herculano y Oplontis. Pero más arriba se
volvía desierta, abrupta y se cubría de rocas escarpadas. Según él, se decía que hacía
unos años dos ladrones habían acampado en el fondo de ese agujero y que nunca los
habían pillado, pues sólo se podía llegar allí por un sendero fácil de custodiar.
Por fin los gladiadores comprendieron. La idea de vivir en una montaña hueca
comenzó a parecerles cada vez más atractiva y graciosa. Su entusiasmo creció, y en
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medio de un tumulto de gritos y risas, felicitaron al hombre de la piel que siempre
tenía ideas tan descabelladas y que seguía allí sentado, risueño, con los codos
apoyados sobre las rodillas, posando los ojos en cada uno de ellos. La ansiosa
multitud que aguardaba fuera también recuperó la confianza, y pronto corrió la voz
de que abandonarían aquella isla malsana para irse a vivir a una montaña que
albergaba una fortaleza en sus entrañas.
Aquella noche la isla se llenó de cánticos y baile, se vaciaron las botas de vino y
grupos de distintos fuegos se mezclaron con alborozo.
Por la mañana, los ladrones levantaron las tiendas e iniciaron la marcha hacia la
montaña llamada Vesubio con la vanguardia a caballo, las bestias de carga, los carros
de bueyes y la caravana de mujeres y niños.
Ya eran una multitud de más de quinientos hombres y casi cien mujeres.
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4
El cráter
El pretor Clodio Glaber se giró con malhumor en su silla e hizo un gesto invitando a
cantar a sus tropas. Las tropas cantaron. Sus roncas voces se elevaron sobre la nube
de polvo que los había envuelto a lo largo de horas y millas de trayecto. No era un
sonido agradable. Los hombres entonaban un cántico satírico sobre la brillante calva
del pretor que iluminaba el camino de sus fieles soldados noche y día. No era una
canción brillante, pero todo auténtico general y todo auténtico ejército deben tener su
canción satírica. ¿Y acaso no era él un general auténtico o sus tropas no formaban un
auténtico ejército? Por supuesto que si; aunque el enemigo no fuera el rey Mitrídates
ni Boyórige, el jefe cimbro. Teniendo en cuenta que había esperado quince años para
cabalgar al frente de las tropas, hubiera preferido un contrincante más distinguido.
¡Qué larga había sido la espera! Habían sido tiempos angustiosos para personas
honestas como Clodio Glaber. El camino hacia el poder ya no estaba jalonado de
hazañas intrépidas, sino de mujeres, sobornos e intrigas. Uno tras otro, sus
contemporáneos habían escalado posiciones de forma solapada, mientras él trabajaba
como un imbécil honesto para ascender paso a paso: primero había sido soldado,
luego cuestor y después pretor, sin saltarse siquiera el cargo de edil. Y eso que su
padre era cónsul y que todo hacia suponer que él, Clodio Glaber, haría una brillante
carrera.
Al diablo con sus soldados, ¿por qué no cantaban? Ya tenían ante si una vista
panorámica de la necrópolis de Capua, y el pueblo de Campania lo aguardaba a él, su
salvador. ¿Qué clase de entrada sería aquélla sin música? Se giró y los soldados
reiniciaron la interpretación del Himno a la Coronilla.
Tomemos por ejemplo a Marco Craso. Nunca se había distinguido por sus
hazañas bélicas, pero había conducido a la horca a docenas de opositores de Sila para
apoderarse de sus haciendas, forjando de ese modo su fabulosa fortuna. Ahora la
mitad del Senado le debe algo y los más altos oficiales bailan al son de su música.
Rollizo y con ojos de cerdo, se ha vuelto medio sordo y por supuesto ignora a
Clodio Glaber, compañero de juventud. Poco tiempo antes había sido acusado de
actos indecentes con una vestal, pero las investigaciones revelaron que sus visitas
nocturnas a la virgen estaban relacionadas con la venta de su casa de campo y toda
Roma rió del incidente.
El pretor comienza a animarse. Dentro de pocos instantes, el salvador de
Campania entrará en Capua sobre su elegante caballo. ¿Por qué no cantan esos
odiosos soldados? Gira su cara sonriente y les hace una señal. El Himno a la
Coronilla resuena por tercera vez, el pretor se llena de regocijo y acaricia el lomo de
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su caballo.
También está ese pesado de Pompeyo, a quien muchos auguran el papel de futuro
dictador. Su bizco, difunto y llorado padre murió a consecuencia de un rayo.
¡Vaya muerte para un noble! El propio Pompeyo fue llevado a juicio en la cumbre
de su carrera por robar trampas para pájaros y libros, parte del botín de Ascoli.
¡Trampas para pájaros y libros! Sin embargo, mientras el juicio estaba aún pendiente
se casó con la fea hija del presidente y fue absuelto. Al pronunciarse la sentencia, el
público gritó «¡Felices nupcias!» en lugar de «¡Larga vida a la inocencia!». Poco
después, Pompeyo se divorció para casarse con la hijastra del dictador Sila, que ya
tenía un hijo de otro.
Al regresar de África, lloró y suplicó para que su suegro le garantizara una
entrada triunfal. Entonces amarraron cuatro elefantes a su cuádriga, pero como el
arco de la entrada era muy estrecho, tuvieron que desatarlos y Pompeyo rompió a
llorar presa de un ataque de histerismo. Pero el pueblo sigue adorándolo a pesar de
todo.
¡El pueblo! Si tuvieran oportunidad de conocer a sus héroes como los conoce él,
Clodio Glaber, no quedarían muchos héroes. ¿Acaso no había crecido junto a ellos,
no había formado parte de la camarilla más selecta? Y sin embargo, ¿de qué le ha
servido? Todos y cada uno de ellos lo han superado. Lúculo está a punto de vencer a
Mitrídates y ahogar su gloria en alcohol; Pompeyo es general en España y se hace
llamar «Pompeyo, el Grande»; Marco Craso está sentado en casa sin tocar una espada
y tiene a todo el mundo en el bolsillo. Incluso el pequeño César, que provocó las
burlas de toda Roma al cumplir su misión de embajador en la cama del rey de Bitinia,
está ascendiendo en el mundo de la política y hace gala de su locuacidad en la facción
demócrata. Pero el premio a los cuarenta virtuosos años de servicio de Clodio Glaber
es la dirección de una ridícula campaña contra bandidos y gentuza de circo, al frente
de un maldito ejército de veteranos y hombres reclutados con prisas, que ni siquiera
son capaces de cantar.
—¡Cantad más alto! —ruge el pretor, rojo de ira, a sus fatigados y roncos
hombres.
Ya están a escasos sesenta metros de las puertas de la ciudad, donde el Consejo
Municipal de Capua ha formado para darle la bienvenida.
El Himno a la Coronilla se eleva hacia el cielo, el caballo del pretor trota con
elegancia y él, el propio Clodio Glaber, con lágrimas de furia en los ojos, recibe el
moderado y algo sorprendido discurso de bienvenida del consejero más viejo.
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un único sendero. Los sitiadores no podían subir y los sitiados no podían bajar. El
camino era estrecho como un caño y tan empinado que una mula no podía subir a no
ser que tiraran de ella o la empujaran por detrás, cosa que, por supuesto, resultaba
inconcebible.
El pretor Clodio Glaber se hacía llenar varias botas de vino cada día y se
emborrachaba junto a sus oficiales, todos veteranos con las piernas reumáticas y las
bocas llenas de altisonantes palabras bélicas. Algo era algo.
El campamento del pretor se había instalado, de un modo práctico más que
artístico, en el valle semicircular que los nativos llamaban «la Antesala del Infierno»,
protegido de las jabalinas y las rocas que arrojaban desde arriba. Aunque la distancia
los preservaba de peligros graves, parecía más inteligente adaptar el campamento al
refugio natural que ofrecía el terreno surcado, agrietado; de modo que se vieron
obligados a ignorar las reglas clásicas de instalación de campamentos, por mucho que
esto disgustara a Clodio Glaber, que tenía un gran talento para la decoración.
El valle envolvía la cabeza roma del Vesubio en un semicírculo, separándolo del
monte Somma. La otra faz de la cumbre, que daba al mar, descendía, abrupta e
intransitable, hacia las regiones boscosas. Los bandidos no tenían forma de escapar;
el único sendero conducía al valle donde acampaba Clodio Glaber desde hacía diez
días.
Durante el primer y segundo día los soldados habían intentado atacar el margen
del cráter, aunque por supuesto, había resultado imposible. Arriba, bastaba un hombre
sólo para custodiar el camino, ¿y quién iba a arriesgarse a luchar contra un gladiador?
En honor a la verdad, veinte hombres lo habían intentado, pero quince habían muerto
en la tentativa y los otros cinco habían sido capturados vivos, sólo para caer
asesinados al pie de las rocas poco tiempo después. Este hecho no alentó a los demás
y el pretor tuvo que reconocer que no podía culparlos.
Al principio, varios soldados habían intentado escalar las rocas desnudas.
Algunos, poco versados en el arte del alpinismo, se despeñaron, otros resultaron un
blanco fácil para los proyectiles de los gladiadores y los demás se vieron forzados a
abandonar.
La única salida era dejar que el enemigo se muriera de hambre en su guarida. El
número de sitiados se estimaba entre quinientos y seiscientos; de modo que, incluso
si tenían mulas y caballos —en las noches tranquilas surgían espectrales relinchos de
las entrañas de la montaña— y podían comérselos antes de que los propios animales
murieran de inanición, sus reservas de agua durarían pocos días más. Por
consiguiente, tendrían que rendirse o morir de sed, pues en esa época del año no
contarían con la ayuda de la lluvia.
En consecuencia, el pretor decidió evitar nuevos sacrificios y esperar la
oportunidad de actuar.
El tercer día pasó con tranquilidad. La vista era hermosa, pues el valle estaba
rodeado de umbríos bosquecillos de castaños y pinos, que descendían en suaves
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montecillos ondulados. Los soldados recorrieron el valle y se internaron en los
bosques.
Estaban contentos y entonaron el Himno a la amable Coronilla del pretor.
Mientras tanto, los bandidos permanecían en su guarida del cráter y no se veían por
ninguna parte, aunque de vez en cuando era posible avistar a alguno de sus centinelas
o exploradores, como pequeñas figuras de juguete, en el borde de la cima.
El cuarto día fue similar. Glaber calculaba que se les acabaría el agua al día
siguiente, como máximo. Ya había proyectado el mensaje de victoria destinado a
Roma, conciso y simple como los de Sila:
«Trescientos bandidos ejecutados, doscientos capturados vivos. Un romano
muerto». No sería necesario mencionar las otras cincuenta bajas. ¿Acaso el propio
Sila no había ocultado unos cien mil muertos en sus informes bélicos?
El quinto día fue particularmente caluroso. Los hombres del pretor consumían
cantidades increíbles de agua y vino, estimulados por la idea de que los ladrones
estarían muertos de sed. Además, aunque era improbable que desde arriba pudieran
verlos, cada vez que los diminutos centinelas y exploradores aparecían junto al borde
del cráter, los soldados arrojaban botas enteras de vino al suelo.
Pero tal vez los vieran, después de todo, pues la noche siguiente bajaron los
primeros desertores: dos mujeres y un hombre. Los tres llegaron vivos, aunque con la
lengua hinchada y la nuez de Adán moviéndose sin cesar de arriba hacia abajo. Los
soldados les permitieron beber algo y luego los amarraron con las piernas y los
brazos extendidos a toscas cruces situadas en puntos claramente visibles desde arriba.
Los desertores no se quejaron; se limitaron a pedir más agua por la mañana. Los
soldados les mojaron los labios con esponjas húmedas y los dejaron colgados donde
estaban.
Durante el sexto día no se oyeron ruidos desde arriba ni se avistaron centinelas o
exploradores. Cansado de esperar, el pretor hizo subir a varios voluntarios para
negociar la rendición. Aunque llevaban banderas de paz, los cinco fueron asesinados,
de modo que el pretor decidió esperar un poco más. Si actuaba con discreción,
aquellos cinco cadáveres no le harían modificar el informe.
Aquella noche, dos mujeres y cincuenta hombres desesperados descendieron la
cuesta de la montaña, en parte por su propio pie y en parte rodando. Llevaban
cuchillos entre los dientes apretados, y puesto que no los habían dejado caer, algunos
llegaron con las caras laceradas. Todos fueron asesinados, aunque algunos hombres
del pretor también sufrieron puñaladas y dos murieron como consecuencia de las
heridas.
El séptimo día trajo una catástrofe. Todo comenzó con un pequeño punto negro
en el cielo, del lado del mar, que se acercó rápidamente hasta convertirse en una
gigantesca nube. Sin embargo, aún no quedaba claro si la tormenta caería sobre ellos.
Entonces un resonante rugido surgió del cráter del Vesubio: los ladrones
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imploraban a los dioses que la nube derramara sus aguas sobre la montaña. De
repente el sol desapareció y el borde del cráter se llenó de distantes enanitos, que
saltaban con los brazos en alto como para enseñarle el camino a la nube. Clodio
Glaber miró hacia arriba y también él albergó la furtiva esperanza de que lloviera,
aunque sabía que eso podía costarle su carrera política. Mientras tanto, los soldados
apostaban, y sólo uno de cada tres lo hacía por la lluvia. Pero la nube se acercaba. Su
cuerpo oscuro, brumoso y grávido dejaba tras de si una estela de jirones, como
retazos de un velo.
Por fin el velo se cernió sobre la cumbre de la montaña, la envolvió y dejó caer un
tumultuoso torrente de agua con un enérgico golpeteo.
Los soldados rieron, se cubrieron con las capuchas, atajaron el agua con las bocas
abiertas y entonaron el Himno a la Coronilla de su querido pretor con inaudita
armonía. Uno de los tres crucificados —un hombre que estaba inconsciente, pero
seguía vivo— se revolvió e intentó alzar la cabeza para atrapar con la lengua
hinchada las gotas de lluvia que se deslizaban por sus mejillas. Los soldados, que no
dejaban de abrazarse y bailar bajo la lluvia, rebosantes de alegría, soltaron al desertor
y le echaron vino por la boca hasta que notaron que había muerto. La lluvia menguó
poco a poco, por fin amainó por completo y el sol salió casi de inmediato.
El pretor sabía que el enemigo habría reunido agua suficiente para tres días y que,
una vez más, no podía hacer otra cosa que esperar. Esperar que sus lenguas se
hincharan de nuevo y se arrojaran montaña abajo para beber un sorbo de agua y ser
crucificados. Era una pesadilla.
El anciano y pequeño pretor se emborrachó e invocó a los olvidados dioses de su
infancia para que la lluvia no prolongara indefinidamente aquella absurda campaña
que había aguardado durante quince años.
Así pasaron el octavo, noveno y décimo días.
El décimo día, el Viejo Vibio estaba sentado en el borde del cráter, junto al pastor
Hermios. La pierna paralizada del anciano sobresalía de la roca como el mástil de una
bandera.
—Allí está la vía Popilia —dijo el pastor—. Si miras con atención, verás el
acueducto detrás de Capua, que desciende por el monte Tifata.
Hablaba despacio mientras se palpaba las encías, que en los últimos días se le
habían hinchado y ahora comenzaban a sangrar.
—No veo nada —dijo Vibio, el Viejo—, está demasiado lejos.
Guardaron silencio. A sus espaldas, el cuenco oval del horizonte parecía a punto
de rebosar con el intenso resplandor del mar. El pastor inclinó la cabeza para mirar
las tiendas del pretor Clodio Glaber, apiñadas en el valle semicircular.
—Todo está muy tranquilo allí abajo —dijo, y después de una pausa añadió con
una sonrisa—: Deben de estar comiendo.
—No —respondió el anciano—, aún es demasiado temprano.
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Hermios sonrió tímidamente, arrepentido de su comentario. No quería hablar de
ello, pero siempre acababa haciéndolo, como si el simple hecho de hablar pudiera
solucionar algo. ¿Acaso no había ya bastante charla en el fondo del cráter? Con lo
mal que lo estaban pasando, encima tenían que discutir entre ellos. ¿Cómo acabaría
todo aquello?
—¿Cómo acabará esto? —preguntó y él mismo se sorprendió, pues no había
querido pronunciar esas palabras en voz alta.
—Mejor de este modo que del otro —dijo el viejo.
El pastor pensaba que aquel hombre marchito y curtido debía hablar como un
árbol viejo. Estaba convencido de que si le cortaba un brazo, cubriría el suelo con un
montón de bichitos de carcoma.
Sin embargo, el anciano permaneció en silencio con los ojos cerrados, disfrutando
de la roja luz del sol, que se filtraba a través de la piel de sus párpados sin
deslumbrarlo.
—¿Crees que esa idea de la cuerda dará resultado? —preguntó Hermios.
—Es probable —respondió el anciano.
—Yo no lo creo —dijo el pastor.
Hubo otro silencio.
—Ahí viene Enomao —dijo Hermios—, ¡y vaya aspecto que trae!
El joven tracio se sentó a su lado.
—¿Cómo va todo? —preguntó el anciano.
Enomao se encogió de hombros y contempló el paisaje. Detrás del alto valle se
extendía la llanura de Campania. El sudor cristalino de la tierra negra flotaba en el
lecho del río, los caminos atravesaban los abundantes pastos como arterias y los
huertos parecían henchidos por sus propios jugos dulces. La brisa aleteaba sobre la
llanura, pletórica de impúdica fertilidad.
El pastor comenzó otra vez:
—No puedo ni mirar a los caballos —dijo—, parecen esqueletos envueltos en piel
—añadió mostrando los dientes.
—Tú mismo te asemejas a un caballo —dijo el anciano sin malicia.
—Los pastores y los animales se comprenden mutuamente —sonrió Hermios—.
Anoche sentí algo cálido en mi oreja, como si soplara el siroco, me desperté y ¿qué
creéis que encontré? Una mula resoplando y lamiéndome la cabeza. Quería
preguntarme por qué no puede pastar.
—¿Y cómo se lo explicaste? —dijo Enomao.
—Le dije «sss, sss» y seguí durmiendo —respondió con una sonrisa—. Nosotros
tampoco podemos salir a pastar —añadió después de una pausa y se palpó las encías
—. Y nadie puede explicarnos por qué.
El Viejo parpadeó en silencio.
—De acuerdo, voy a contártelo —dijo de repente—. Una vez vi un bufón en una
feria, un hombre abominable y sucio, pero muy ágil. Podía poner la cabeza entre las
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piernas y mearse en su propia cara. Así es la ley y el orden de los humanos.
—¿Por qué? —preguntó el pastor mostrando los dientes en una mueca de
perplejidad.
Pero el anciano no respondió.
Zozimos, el orador, se acercó a ellos. Su nariz larga y puntiaguda se había vuelto
aún más afilada, pero los pliegues de su túnica seguían tan compuestos como
siempre. Se aproximó tambaleándose entre las rocas, como un pájaro enorme y
delgado.
—Están discutiendo otra vez —informó—. Hay una vasija de agua para los
tracios, otra para los celtas y otra para todos los demás. Sin embargo, la de los celtas
está casi vacía, porque carecen de autocontrol, así que ahora piden que se reparta de
nuevo.
—Siempre hacen lo mismo —dijo el pastor que no sentía el menor aprecio por
Castus, Crixus y los demás galos.
—Espartaco estaba a punto de ceder, pero sus hombres protestaron.
—Y con razón —afirmó el pastor.
—No podemos dejarlos morir de sed, ¿verdad? —dijo Enomao.
—Justamente —declaró Zozimos—, la ley debe ajustarse a la necesidad, aunque
pocas veces lo hace.
—¿Han llegado a algún acuerdo? —preguntó el pastor.
—Una vasija común para todo el mundo y estricto control —respondió Zozimos
—. Un vaso por día por persona. Los criados de Fanio se ocupan de la supervisión.
Los otros tres guardaron silencio. Todos pensaban en lo mismo, y todos lo sabían.
Pensaban: todo esto es estúpido, deberíamos bajar pacíficamente. Seguro que el
pretor es distinto a como lo imaginamos, un hombre educado, que incluso es calvo.
«Danos algo de beber, por favor», le diríamos en tono amistoso y sencillo.
«Volvamos cada uno a su sitio, como antes. Después de todo, no estaba tan mal».
Luego los soldados traerían vino fresco, pan, tocino y polenta y todo el mundo se
alegraría de que se hayan acabado los malentendidos y los tormentos.
—Ah, sí —dijo el pastor y tragó saliva, intentando concentrarse en lo que estaban
hablando—. Lo de las tres vasijas era una tontería. Antes, cuando las cosas
marchaban bien, a nadie le preocupaba si eras galo o tracio.
—Cada pueblo tiene su forma de ser —dijo el retórico—. Los celtas son
valientes, pero vanidosos, temperamentales e indisciplinados. Los tracios tienen una
mentalidad abierta, ojos azules, pelo rojo y son polígamos.
—Eso es lo que dicen tus libros —repuso Vibio el Viejo—, pero un tracio
hambriento es igual a un celta sediento.
Todos miraron hacia abajo en silencio. Un humo blanco y ostentoso se alzaba
sobre el campamento del pretor. A lo largo y ancho de la llanura de Campania, desde
el Volturno a las montañas de Sorrento, granjeros, pastores y labradores cocinaban la
comida del mediodía: gachas, lechuga, tocino y nabos hervidos.
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—Espartaco podría haber sido un gran general —dijo el retórico—. Si hubiera
sido Aníbal, habría conquistado Roma.
—Aníbal —repitió el pastor—. He oído que ató un manojo de paja encendida a
los cuernos de unos bueyes y los persiguió hasta el campamento de los romanos, pero
los romanos apagaron el fuego y se comieron los bueyes —añadió sonriendo con
esfuerzo.
—Tonterías —dijo Zozimos.
—Tú llevas grabada la historia en el corazón, y yo, por así decirlo, en el
estómago.
Parecía curiosamente divertido y siguió mostrando los dientes amarillos con los
ojos encendidos y los párpados enrojecidos.
—¿De verdad era un príncipe? —preguntó de repente con aire distraído.
—¿Quién? —dijo Zozimos—. ¿Aníbal?
—No, Espartaco.
—¡Oh! —exclamó Zozimos—, nadie lo sabe con seguridad. —Se giró hacia
Enomao—. Tú deberías saberlo.
El gladiador, que estaba abstraído en sus propios pensamientos, se sobresaltó.
Tenía una frente amplia y delicada, y una vena azulada se adivinaba bajo su piel.
—No lo sé —dijo.
—Si fuera príncipe, comería tordella con tocino —exclamó Hermios—. Todos los
príncipes comen tordella con tocino —añadió y lo repitió varias veces, hasta que sus
ojos se llenaron de lágrimas.
—Cállate de una vez —le ordenó el anciano, impasible.
El pastor calló.
—Qué glotón —dijo Zozimos incómodo, aunque él siempre se las ingeniaba para
encontrar algo de comer y añadirlo a su ración.
—De todos modos me cae bien —dijo el pastor que ya se había tranquilizado un
poco—. Me cae bien porque es el único de nosotros que sabe por qué hace esto.
—¿Y por qué lo hace? —preguntó Zozimos.
El pastor no respondió, pero poco después reanudó la conversación.
—Siempre tiene alguna idea —dijo—, pensad por ejemplo en la última, la de las
cuerdas.
—Es una idea descabellada —observó Zozimos—, y estoy seguro de que no
servirá de nada.
—Yo también —admitió el pastor—, pero tiene cada idea…
Los cuatro hombres callaron y contemplaron la llanura. De vez en cuando,
pequeñas nubes de polvo avanzaban lentamente sobre un camino, indicando que un
jinete, o un carro viajaban hacia donde deseaban. Para ellos el mundo era amplio y
sin obstáculos.
Alguien trepaba ruidosamente desde el interior del cráter, desprendiendo
fragmentos de rocas, y Zozimos se volvió a mirar.
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—Es tu joven hijo —le dijo al anciano—. Suda, resopla y da la impresión de que
está a punto de estallar con grandes noticias.
Vibio el Joven emergió del agujero del cráter. Jadeaba, sus labios carnosos
estaban secos y agrietados y sus ojos parecían más saltones que de costumbre.
—Debéis bajar —dijo—. Todos deben ayudar con las cuerdas, pues la diversión
empieza esta noche.
—¿Qué diversión? —preguntó el pastor mientras se incorporaba.
—Debéis bajar de inmediato —insistió Vibio el Joven—. Todos se están rasgando
la ropa para hacer cuerdas. Tenéis que venir enseguida.
El pastor se levantó y azotó el aire con su bastón.
—Ya lo ves —le dijo a Zozimos y comenzó a descender con presteza por la
cuesta rocosa.
—Es una idea descabellada —afirmó el retórico que sin embargo se apresuró a
levantarse—. ¡A quién se le ocurre bajar de una montaña atado a unas cuerdas!
Los guijarros acrecentaban el crujido de sus pisadas. El viejo se levantó, echó un
vistazo al campamento del pretor Clodio Glaber, y escupió hacia allí.
—Que te aproveche la comida —dijo.
—¿Tanto los odias? —preguntó Enomao mientras descendían hacia el fondo del
cráter.
—A veces —admitió el anciano—, pero ellos nos odian siempre. Ésa es nuestra
desventaja.
La masacre del ejército del pretor Clodio Glaber sucedió durante la noche del
décimo día de sitio.
La ladera de la montaña que daba al campamento romano era empinada, pero no
del todo intransitable. Aunque se habían visto forzados a rodar sobre las escarpadas
rocas, los desertores habían llegado vivos abajo, donde los habían matado los
soldados. Consciente de este hecho, el prudente pretor había apostado centinelas en
todo el perímetro del valle semicircular.
La otra ladera de la montaña daba al mar y estaba formada por rocas casi
verticales, que levantaban un muro abrupto e infranqueable entre el campo de grava
de la zona alta y los bosques de abajo. De aquel lado, la propia naturaleza se ocupaba
de custodiar a los ladrones, facilitando la tarea de Clodio Glaber. Sin embargo, por
allí descendieron los gladiadores, amarrados a cuerdas, dos horas después de la
puesta de sol. Luego bordearon la montaña y atacaron al desprevenido pretor por la
espalda.
El descenso duró unas tres horas y se llevó a cabo en un silencio casi absoluto.
Arrojaron dos sogas y una escalera de cuerdas, confeccionadas con tiras de lino
plegadas, a través de tres grietas verticales en la roca. La escalera, con sus peldaños
de gruesas ramas de enredadera —la única vegetación que crecía en el interior del
cráter— sirvió para el transporte de armas y para el descenso de los más torpes. El
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resplandor de la luna, ubicuo y uniforme, colaboró en la proeza.
Los gladiadores bajaron primero, seguidos en riguroso orden por los criados de
Fanio, los mercenarios del capitán Mammius y cualquier hombre capaz de empuñar
un arma. Los que llegaban al suelo permanecían agazapados allí, y algunos incluso
conversaban en susurros.
A medianoche, una de las cuerdas se cortó, y aunque los dos hombres que
cayeron se rompieron todos los huesos, reprimieron los gritos para no perjudicar a los
demás. Sus compañeros se vieron obligados a matarlos, pues nadie podía ayudarlos, y
ambos murieron sin rechistar.
Cinco horas después de la puesta de sol, doscientos hombres con armas normales
y cien con porras, hachas y aparejos de gladiadores, se congregaron a los pies de la
montaña. También habían bajado algunas mujeres que no querían perderse la pelea,
pero la mayoría habían permanecido en el interior del cráter, junto con los ancianos y
los animales.
La horda comenzó su marcha. Tenían que caminar en círculo hacia el sur en
dirección a la zona boscosa, al otro lado de la montaña. Caminaron en silencio más de
una hora, guiados por los pastores de Campania que estaban más familiarizados con
los senderos de montaña.
Por fin los gladiadores llegaron al extremo sur del valle semicircular llamado «la
Antesala del Infierno» y mataron al primer centinela romano sin darle tiempo a gritar.
Las voces de alarma de los siguientes centinelas se ahogaron entre los gritos de
guerra de los gladiadores, que despertaron a todo el campamento y llenaron las
tiendas de roncos ecos, distorsionados por la proximidad de las rocas. La masacre
comenzó antes de que los masacrados tomaran conciencia de su situación, de modo
que sólo se resistieron unos pocos veteranos. Sin embargo, el atípico y antimilitar
trazado del campamento, sumado a la terrible confusión, convenció a los soldados
más duros de que era inútil resistir y de que escapar era la única salida posible.
Los gladiadores, preparados para luchar, se vieron forzados a actuar como
sanguinarios. La falta de resistencia del enemigo despertaba en ellos una furia ciega,
pero al mismo tiempo los hacía sentir insatisfechos. Las víctimas yacían en el suelo,
suplicando piedad sin obtenerla, y mientras la muerte se apoderaba de sus
conciencias, pensaban que aquellos hombres —a quienes no habían visto hasta
aquella noche, en que los habían atacado con sus gritos estridentes— no eran
humanos, sino demonios desatados.
Así acabó el décimo día, y aunque los festejos sucedieron a la masacre, el punto
culminante de la jornada llegó a la hora de dormir sobre las mullidas colchas de los
romanos, el descanso sin sueños que sucede al deber cumplido y a la satisfacción de
las necesidades.
Advierte que sus zapatos están llenos de guijarros, por lo tanto se sienta sobre una
roca para sacudirlos y descubre que aquella molestia era una de las causa de su
desazón. Es evidente que comparados con la vergonzosa derrota de su ejército, los
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pequeños e incisivos guijarros —siete en total— quedan reducidos a una ridícula
insignificancia, pero ¿cómo discernir lo importante de lo trivial, cuando ambos
hablan a nuestros sentidos con igual vehemencia? Su lengua y paladar aún retienen el
sabor amargo del sueño interrumpido. Descubre unas pocas uvas olvidadas en el
viñedo, las arranca y mira a su alrededor, pero sólo las estrellas son testigos de la
extraña secuencia de sus actos y ellas no pueden censurarlo.
Se siente avergonzado y sin embargo debe admitir que su actitud no es en
absoluto absurda; ninguna teoría filosófica puede alterar el hecho de que las uvas
fueron creadas para ser comidas. Además, nunca había disfrutado tanto comiendo
uvas.
Sorbe su jugo junto con lágrimas de incomprensible emoción, y luego chasquea
los labios con vergüenza y resolución.
Entonces la noche, alumbrada por las indiferentes estrellas, regala un nuevo
conocimiento a Clodio Glaber: todos los placeres —no sólo aquellos definidos como
tales—, e incluso la propia vida, se basan en una ancestral, secreta desvergüenza.
El calvo pretor Clodio Glaber bajó de la colina a pie, pues los bandidos se habían
apoderado de su caballo. Separado de sus soldados, caminó solo durante toda la
noche. Se desvió del camino, tropezó con el bordillo irregular y rocoso de un viñedo
y miró a su alrededor. Bajo la luz de las estrellas, aquel viñedo cercado con estacas
puntiagudas parecía un cementerio. Reinaba un silencio absoluto, y tanto los
bandidos como el Vesubio parecían perderse en el brumoso ámbito de lo irreal.
Roma y el Senado estaban olvidados, pero aún le quedaba un pequeño deber que
cumplir. Se abrió la capa, buscó el sitio preciso con la mano y dirigió hacia allí la
punta de la espada.
Tenía que cumplir con su deber, pero sólo ahora comprendía el verdadero
significado de esa acción. La punta de la espada debía introducirse poco a poco,
rasgar lentamente los tejidos, cortar tendones y músculos, quebrar costillas. Sólo
entonces alcanzaría el pulmón —tierno, gelatinoso y lleno de finas venas— que debía
partir en dos. Luego encontraría una corteza viscosa y por fin el mismísimo corazón,
un bulboso saco de sangre, cuya textura era imposible imaginar. ¿Acaso alguien lo
había conseguido alguna vez? Bueno, quizá lo lograra silo hacia de forma brusca,
pero un hombre consciente del proceso, de todas y cada una de sus etapas, sería
incapaz de hacerlo.
Hasta entonces, «muerte» era una palabra como otra cualquiera y parecía situada
a una distancia inalcanzable. Los términos asociados a «muerte», como «honor»,
«deshonra» y «deber», existen sólo para aquellos que no alcanzan a entender la
realidad. Porque la realidad, gelatinosa, inexplicablemente delicada, con su red de
finas venas, no ha sido creada para ser rasgada por un objeto punzante. Y ahora
Clodio Glaber comprende que morir es una rematada estupidez, mayor aún que la
propia vida.
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5
El hombre de la cabeza ovalada
Crixus estaba tendido de lado en la manta, con la pesada cabeza apoyada sobre la
mano izquierda. Una multitud de venas rojas y azules atravesaba sus bíceps
desnudos. Espartaco, tendido de espaldas con las manos entrelazadas en la nuca,
contemplaba un trozo del cráter y unas cuantas estrellas a través de una abertura en el
techo de la tienda. Sus lechos estaban situados paralelos, separados por la mesa. En la
tienda del pretor Clodio Glaber no había sitio para nada mas.
Crixus seguía comiendo. De vez en cuando, su mano derecha se estiraba hacia el
tablero de la mesa, que se alzaba sobre su cabeza, cogía un trozo de carne, se la
llevaba a la boca y la empujaba con grandes sorbos de vino. Hilos de grasa
chorreaban desde la mesa.
Fuera la multitud se había tranquilizado de forma gradual, hasta callar por
completo. Los centinelas exigían las contraseñas a menudo, de hecho más a menudo
de lo necesario, señal de que la horda jugaba a soldados.
Crixus prestó atención, aguzó el oído y se volvió, consciente del silencio. Luego
se lamió los labios y se limpió despacio los dedos grasientos en la manta. Espartaco
se volvió y lo miró fijamente. Crixus entrecerró los ojos y se limpió los dientes con la
lengua. La mirada de Espartaco lo incomodaba y desvió la suya, incómodo.
—Hay que quemar los cuerpos —dijo Espartaco—. Aún hay seiscientos u
ochocientos tendidos en el suelo y apestan.
Ambos callaron y Crixus bebió un trago de vino.
Espartaco volvió a tenderse boca arriba, con los brazos cruzados en la nuca. El
contorno de la montaña dibujaba una línea negra en la grieta del techo de la tienda.
—Sé en qué piensas —dijo—. En las mujeres de Alejandría.
—Glaber volverá a Roma —observó Crixus—, agitará al Senado y enviarán a las
legiones a buscarnos.
El techo abrió una negra brecha sobre la cabeza de Espartaco. Estaba muy
cansado y sus ojos habían perdido su expresión habitual, atenta y serena.
—¿Y entonces qué? —preguntó.
—Nos los comeremos —dijo Crixus.
—¿Y luego?
—Más legiones.
—¿Y luego? —preguntó Espartaco mirando fijamente a través de la brecha.
—Luego nos comerán ellos a nosotros.
—¿Y luego?
Crixus bostezó y cerró una mano con el pulgar hacia abajo.
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—Luego esto —dijo moviendo el pulgar hacia el suelo—. ¿Quieres esperar hasta
entonces?
Allí estaba otra vez, el gesto que decidía las vidas de los gladiadores. No podían
escapar de él. Enjoyado, fláccidamente arrugado, el pulgar señalaba hacia abajo,
deshonraba la vida y degradaba la muerte a la condición de espectáculo, se colaba
incluso en sus sueños.
Crixus volvió a tenderse. La luz de la luna se filtraba a través de la grieta del
techo, donde el cráter proyectaba sus afiladas sombras. Las contraseñas se habían
espaciado.
—¿Quién ha dicho que me quedaría? —preguntó Espartaco, tan cansado que
parecía hablar en sueños—. ¿Quién ha dicho que permanecería con vosotros?
Persigue a un hombre y él correrá, pero cuando haya corrido suficiente se detendrá a
tomar aliento y luego, seguirá su camino. Sólo un loco correría para siempre. —
Crixus callaba—. Sólo un loco seguiría corriendo hasta que le saliera espuma por la
boca, empujado por un espíritu diabólico que le haría derribar todo lo que encuentra a
su paso. Allí había un hombre así…
—¿Dónde? —preguntó Crixus.
—En el bosque. Era patizambo como un niño, tenía orejas puntiagudas y ojos de
cerdo. Solíamos llamarlo «el Marrano». Lo obligábamos a caminar en cuatro patas y
a gruñir como un cerdo. Un día se levantó y huyó. Destruyó todo lo que encontró a su
paso y corrió sin parar. Nunca lo pillaron.
—¿Qué le ocurrió?
—Nadie lo sabe. Es probable que aún siga corriendo.
—Murió en el bosque —afirmó Crixus—, eso es lo que le pasó, o tal vez lo
cogieron y lo crucificaron.
—Ya te he dicho que nadie lo sabe —repitió Espartaco—, pero quizá llegara a
algún lugar. Nunca se sabe. Algún lugar, cualquier lugar.
—Algún lugar como una cruz —dijo Crixus después de una pausa.
—Tal vez —admitió Espartaco—. ¿Por qué no vas a Alejandría? Yo nunca he
estado allí, pero estoy seguro de que es un sitio hermoso. Una vez me acosté con una
chica y ella cantó. Alejandría debe de ser algo así. Vamos, Crixus, lleva a pasear a tu
falo. ¿Quién te ha dicho que yo me quedaría?
—¿Cómo cantaba? —preguntó Crixus—, ¿con vehemencia o con suavidad?
—Con suavidad.
—Tal vez mañana sea demasiado tarde —dijo Crixus después de un breve
silencio.
—Mañana, mañana —repitió Espartaco—. Es probable que mañana nos vayamos
—bostezó—. Tal vez vayamos a Alejandría.
Guardaron silencio y Crixus se quedó dormido. Su respiración se volvió regular y
pronto comenzó a roncar. Una vez más, su cabeza estaba apoyada sobre el desnudo
brazo izquierdo, con su bíceps lleno de venas.
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Espartaco escudriñó la grieta del techo, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Luego
cogió un trozo de carne, lo masticó y bebió vino de la jarra. Los poderosos vapores
del falerno habían hecho presa de él y le nublaban la vista. Los centinelas por fin
habían callado. Bebió otro sorbo de vino, se levantó y salió de la tienda.
Debajo, la costa estaba cubierta de una niebla blanquecina. La extraña silueta del
cráter se recortaba, dentada y negra, sobre el cielo estrellado, y los endebles olivos
tendían sus tullidos brazos sobre el valle.
Pasó junto a los guardias dormidos y se alejó del campamento. Por fin llegó junto
a una pequeña cuesta rocosa y subió. La suela de sus sandalias aplastaba la grava con
un ruido exagerado. De repente la cuesta acabó en un pequeño prado y allí, entre
matas de hierba marchita, raíces y malezas, distinguió un hombre envuelto en una
manta. Su cabeza afeitada y ovalada era la única parte visible de su cuerpo y parecía
serena. Tenía las cejas altas, como si se asombrara de sus propios sueños.
Sus labios eran finos y ascéticos, y la carnosa nariz, arrugada en sueños, le daba
el aspecto de un gracioso fauno.
Espartaco lo contempló durante un rato y por fin le dio un puntapié en la cadera.
El hombre abrió los ojos, pero no se sobresaltó en absoluto. Sus ojos eran oscuros y
la engañosa luz de la luna los había rodeado de sombras.
—¿Quién eres?
—Un miembro de tu campamento —respondió el hombre mientras se sentaba
despacio.
—¿Sabes quién soy yo?
—Zpardokos, príncipe de Tracia, liberador de esclavos, guía de los desheredados.
Paz y fortuna, Zpardokos. Ven a sentarte en mi manta.
—Loco —dijo Espartaco y se quedó allí de pie, vacilante, hasta que volvió tocar
al hombre con un pie—. Sigue durmiendo. Mañana volverán los romanos y te
colgarán de una cruz, junto a todos los demás. ¿Puedes leer las estrellas?
—Las estrellas no —dijo el hombre de cabeza ovalada—, pero puedo leer ojos y
libros.
—Si sabes leer, eres un maestro fugitivo —dijo Espartaco— y serás el undécimo.
Ya tenemos once maestros, siete contables, seis médicos y tres poetas. Si el
Senado nos perdona la vida, podríamos fundar una universidad en el Vesubio.
—Pero yo no soy maestro, sino masajista.
—¿Masajista? —preguntó Espartaco, sorprendido—. Un hombre que sabe leer se
usa para enseñar, no para dar masajes.
—Hasta hace tres días estaba empleado en el cuarto baño público de Estabias.
Cuando me vendieron por primera vez, no les dije que sabia leer.
—¿Porqué?
—Para que no me obligaran a enseñar mentiras —respondió el hombre de cabeza
ovalada.
—No me digas —dijo Espartaco, incómodo—. Tenemos otros lunáticos como tú.
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Por ejemplo, hay un hombre llamado Zozimos, antiguo maestro, que siempre está
pronunciando discursos políticos. No sabia que hubiera tanta locura en el mundo.
—Ni tampoco tanta tristeza —dijo el hombre de la cabeza ovalada—. Tampoco lo
sabías, ¿verdad?
Espartaco no respondió, pero su sensación de incomodidad creció. Uno no debe
hablar de esas cosas. «La tristeza del mundo». En los últimos tiempos, había oído
mencionar el tema a menudo, chácharas de poetas o reformistas. Quería largarse de
allí, pero no estaba de humor para quedarse solo.
El otro hombre se envolvió con la manta, tembloroso, pues a medida que se
acercaba el día, la bruma los envolvía con sus vapores blancos y fríos. Espartaco
permaneció junto a él, vacilante, enorme y absurdo con su traje de piel. Se sentía cada
vez más incómodo bajo la mirada llena de sombras del culto masajista. Aquellos
charlatanes y eruditos eran todos iguales, obsequiaban sus sentimientos al primero
que pasaba junto a ellos, permitían que sus propios corazones salieran de su coraza
como viscosos caracoles.
—Ayer no te vi —dijo Espartaco—. ¿Dónde estabas durante la batalla?
—Masajeando a tus héroes —respondió el hombre de cabeza ovalada y nariz
arrugada.
—Un cobarde, eso es lo que eres —sonrió Espartaco.
—No creo ser un cobarde —dijo el otro tras reflexionar un momento—, pero
cuando alguien me persigue con una lanza, me asusto.
Divertido, Espartaco se sentó junto a él y apoyó los codos sobre las rodillas. El
masajista lo cubrió con un extremo de la manta.
—Loco —dijo Espartaco—. ¿Por qué me has llamado de esa forma tan estúpida?
«Liberador de esclavos, guía de los desheredados».
Intentó que la pregunta sonara indiferente, pero sus ojos habían recobrado su
acostumbrado interés.
—¿Por qué? —preguntó el de la cabeza ovalada—. Porque así está escrito: «El
poder de las cuatro bestias ha concluido, y yo he visto llegar a uno, al Hijo del
hombre, envuelto en las nubes del cielo, ante el anciano de los días que le concedió
poder, gloria y un reino, un eterno dominio…».
—Eso es pura basura —dijo Espartaco, decepcionado.
—Las cuatro bestias son el Senado, los grandes terratenientes, las legiones y los
administradores —dijo el hombre de cabeza ovalada contándolos con los dedos.
—Las bestias están en la arena —observó Espartaco.
—Es una forma de hablar —repuso el otro.
—Lo único que coincide es lo de las nubes del cielo —dijo Espartaco, pues la
neblina seguía espesándose alrededor de la montaña—. ¿Y qué hay de ese Anciano
que concede poder?
—Se supone que es una imagen poética —dijo el de la cabeza ovalada—. Aunque
también podría tratarse de Dios.
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—Hay muchos dioses —replicó Espartaco, aburrido.
—También está escrito: «Ostenta su fuerza ante los presuntuosos, arroja a los
poderosos de sus sillas y exalta a los pobres y humildes; colma de cosas buenas a los
hambrientos y arroja a los ricos con las manos vacías». Y también está escrito:
«El espíritu del Señor está conmigo, pues él me ha ungido para que traiga las
buenas nuevas a los pobres, me ha enviado a sanar los corazones rotos, a consolar a
los cautivos, a abrir los ojos de los ciegos, a liberar a los oprimidos».
—Eso suena mejor —dijo Espartaco—. ¿Tú crees en las profecías?
—En realidad no —respondió el hombre de cabeza ovalada con la nariz arrugada.
Sin embargo, ninguna mueca o bufonada era capaz de endurecer la dura expresión
de sus labios delgados.
—Yo tampoco —dijo Espartaco—. Todos los profetas y adivinos son unos
estafadores.
—En este mundo hay de todo. Están aquellos que pronuncian palabras agradables
a los oídos de los poderosos y aquellos que gritan su furia y su dolor en la noche.
—Pero su lenguaje es siempre patético y oscuro.
—Es un truco del oficio. Un buen sastre debe confeccionar trajes aptos para
muchos hombres.
Espartaco meditó. Deseaba hacerle una pregunta, pero se trataba de algo tan
absurdo, que le daba vergüenza formularla. Por fin se decidió:
—Si no crees en las profecías, ¿por qué te has referido a mí como aquél cuya
llegada está anunciada, el Hijo del hombre?
—¿Yo? —dijo el hombre de la cabeza ovalada—. Yo no te he llamado así. Dije
que estaba escrito que llegaría «Uno…». —Se arropó con la manta, tembloroso—.
Con las profecías pasa lo mismo que con la ropa. Están colgadas en la tienda del
sastre, por donde pasan muchos hombres a quienes les sentarían bien. De repente
llega uno y coge una túnica, y entonces parece hecha para él, porque él la ha
elegido… Lo que realmente importa es que esté de acuerdo con la moda y la época,
pues debe ajustarse a los gustos del momento, a los deseos de muchos hombres, a las
necesidades y añoranzas de muchos hombres…
Frunció la nariz y se giró. Espartaco permaneció en silencio, mirando la luna, las
estrellas, el cráter, sus uñas, y por fin dijo con súbita e inesperada hostilidad:
—Antes has dicho que no creías en profecías.
—No creo en absoluto en la palabra hablada —asintió el hombre de cabeza
ovalada—. Sólo creo en sus efectos. Las palabras son aire, pero el aire se convierte en
viento y hace navegar a los barcos.
Espartaco volvió a callar. Sentado a horcajadas sobre la manta, con la cabeza
apoyada sobre sus puños, cerró los ojos deslumbrado por la luz de la luna. Era una
luz tan potente que podía percibir su resplandor plateado a través de los párpados.
No sabía cuánto tiempo llevaba sentado allí, tal vez se hubiera dormido. Por fin
estiró las piernas, bostezó y sintió frío.
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—¿Sigues aquí? —preguntó Espartaco—. Dame tu manta.
El hombre de la cabeza ovalada se incorporó, sacudió su manta y se la entregó a
Espartaco. De pie, el hombrecillo era una cabeza más bajo que su interlocutor y
parecía delgado y frágil.
—Deberías haber sido maestro en lugar de masajista —dijo Espartaco mientras se
cubría con la manta todavía caliente. Luego bostezó y se tendió en el suelo—. Puedes
quedarte y hablarme.
Tembloroso, el otro hombre se sentó sobre una piedra, a un par de metros de la
cabeza de Espartaco.
—Será mejor que duermas —dijo.
—Ése es el problema —dijo Espartaco—, no puedo dormir. Tengo la impresión
de que un montón de moscas zumban en el interior de mi cabeza.
—Estás agotado —dijo el de la cabeza ovalada—. ¿Quieres un masaje?
—Cuéntame algo —pidió Espartaco—. Hablas con un deje palatal, así que debes
de ser sirio o judío.
—Soy esenio.
—¿Qué es eso?
—Es una larga historia —respondió el otro.
—Cuéntamela.
—De acuerdo —dijo el esenio—. Está escrito que hay cuatro tipos de hombres.
El primero dice: «Lo mío es mío y lo tuyo es tuyo». Es la tribu de las clases
medias, Sodoma, según la llaman algunos. El segundo grupo, formado por la gente
vulgar y humilde, dice: «Lo mío es tuyo y lo tuyo es mío». Un tercer grupo, los
piadosos, dicen: «Lo mío es tuyo y lo tuyo también es tuyo». Por último, otros dicen:
«Lo mío es mío y lo tuyo también es mío»; son los malvados. Así está escrito. Los
eruditos dicen que el primer hombre del grupo de lo mío-mío y lo tuyo-tuyo fue Caín,
que mató a su hermano Abel y fundó la primera ciudad. Por tanto, aunque esta visión
es muy común en nuestros días, se la rechaza y se la considera propia de Sodoma. La
tercera opinión, la de los piadosos, también es rechazada, porque aquellos que no
poseen bienes terrenales entregan lo poco que tienen para demostrar que sólo
persiguen la virtud. Es una singular forma de hipocresía que podríamos denominar
«la arrogancia de los débiles» y que, por sobre todas las cosas, es estúpida. La cuarta
modalidad, que corresponde a los grandes terratenientes y usureros, es abominable y
detestada. Sólo queda la segunda, «lo tuyo es mío y lo mío es tuyo», que es la
nuestra.
—¿Entonces vuestras propiedades son comunes?
—Así es.
—¿Y vuestros esclavos también son una propiedad común?
—No tenemos esclavos.
—Ya veo —dijo Espartaco después de meditar un momento—, sois una tribu de
cazadores y pastores.
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—No, somos granjeros y artesanos. Todos trabajamos y todos compartimos los
beneficios.
—Es gracioso —dijo Espartaco—, si a pesar de ser hombres libres trabajáis, sois
vuestros propios esclavos. Nunca he oído nada igual.
—Es probable —dijo el esenio con un gesto de asentimiento—. Tal vez tengas
razón.
—¿Lo ves? —dijo Espartaco—. Hablas y hablas y luego caes en la trampa de tus
propias palabras opulentas. Vuestros propios esclavos… Es como si un hombre fuera
su propia esposa. Los cazadores y los pastores no trabajan y por lo tanto no necesitan
esclavos, pero aquellos que siembran y siegan, los que hacen cosas y las venden,
deben tener esclavos, pues así debe ser. El hombre manda, la mujer da a luz y el
esclavo trabaja. Ése es el orden natural de las cosas, y todo lo demás son patéticas
tonterías contrarias a la razón y la armonía.
—¿Tú crees? —dijo el esenio mientras sacudía la cabeza—. ¿Entonces no
consideras que has traído el desorden a Campania?
—Calla —protestó Espartaco—. Un fugitivo no puede cumplir con la ley y el
orden, pero eso no tiene nada que ver con tus parloteos.
—¿Te parece? —dijo el esenio. Luego cogió un guijarro, lo sopesó en la mano y
lo arrojó colina abajo. La piedra rodó y pronto desapareció de la vista, devorada por
la bruma, pero eso no evitó que la oyeran caer. Entonces, cuando el ruido se apagó, el
esenio dijo—: Si le hubieras preguntado a esa piedra por qué rodaba, te habría
contestado que la habían empujado. La piedra cree que lo único que importa es el
empujón, y sin embargo obedece involuntariamente a la ley común de que todo lo
que es arrojado cae hacia abajo.
Espartaco no respondió y siguió tendido boca arriba, con las oscuras montañas a
derecha y la empinada cuesta a la izquierda. Estaba demasiado cansado para seguir el
hilo de las ideas del esenio, pero sentía que su mente las absorbía como una esponja.
Sin embargo, el hombre de la cabeza ovalada no le prestaba mayor atención,
incluso parecía haberse olvidado de él. Estaba sentado encogido sobre una piedra,
como un animal alerta y temeroso. Parecía hablar consigo mismo, mientras
balanceaba la cabeza hacia delante y hacia atrás, y probablemente tenía la nariz
fruncida otra vez, pues su voz sonaba como una risa suave y ahogada:
«»Ni su plata ni su oro los salvará en su día de la ira de Yahvé, pues toda la tierra
será devorada por el fuego de su celo. Llorad, vosotros que vivís junto a los molinos,
pues los mercaderes se han marchado y todos aquellos que acumulaban dinero han
sido expulsados. Malditos sean aquellos pastores que se alimentan a sí mismos pero
no alimentan a sus rebaños. Malditos aquellos que juntan una casa con otra y un
campo con otro hasta que no queda sitio para nada, hasta que se convierten en únicos
dueños de las tierras del mundo. Malditos aquellos que decretan falsas leyes y roban
los derechos de los pobres para convertirlos en sus presas. Malditos, pues sus mentes
se dejan gobernar por las recompensas, sus sacerdotes enseñan a cambio de un sueldo
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y sus adivinos profetizan por dinero. Malditos, pues cantan al son de las arpas, y se
inventan su propia música, beben vinos en cuencos y se ungen a si mismos, pero no
les afecta el dolor del pueblo.
»Pues la justicia de Yahvé caerá sobre todos y cada uno de los presuntuosos y
arrogantes, que serán degradados, sobre todos los cedros del Líbano, sobre los robles
de Bashan y los mercaderes de los mares, sobre los señores del Senado y los amos de
los juegos sanguinarios, sobre todo lujo, pues el Señor desnudará a las hijas de Roma
y les arrancará sus joyas. Y habrá grandes llantos ante la puerta del este, gritos de
alarma ante las demás puertas y sonoros lamentos desde las siete colinas.
»Pues Él vendrá, enviado por Yahvé, con su espada, su red y su tridente, enviado
por el Señor para sanar los corazones rotos, llevar luz a los ojos de los ciegos, liberar
a los oprimidos.
»Pero eso ya lo has oído antes —concluyó el hombre de cabeza ovalada con un
súbito cambio de voz, y dejó de sacudir la cabeza.
Aquellas palabras demostraban que, después de todo, no estaba hablando solo.
—Continúa —dijo Espartaco.
—Tengo frío —dijo el esenio—. Devuélveme la manta.
—Lo haré —dijo Espartaco, pero no se movió y siguió tendido con los ojos
abiertos.
El esenio pareció olvidar la manta. Se sentó sobre la roca y contempló en silencio
la nube de niebla que ascendía lentamente.
—Nunca había oído hablar de un Dios que maldijera tanto como ese Yahvé tuyo
—dijo Espartaco—. Está tan furioso con los ricos, que cualquiera diría que es un dios
de esclavos.
—Yahvé está muerto —dijo el hombre de cabeza ovalada—, y no era un dios de
esclavos, sino un dios del desierto. Era bueno en cosas del desierto: sabía cómo hacer
surgir manantiales de entre las rocas y cómo hacer que llovieran panes del cielo.
Pero no sabia nada de trabajo ni de agricultura. No podía hacer que los viñedos,
los olivos o el trigo dieran frutos, no era un dios opulento, sino duro como el propio
desierto. Por tanto, condena la vida moderna y se encuentra perdido en ella.
—¿Lo ves? —dijo Espartaco decepcionado—. Si está muerto, sus profecías ya no
tienen ningún valor.
—Las profecías nunca tienen ningún valor —dijo el esenio—. Te lo he explicado
antes, pero estabas dormido. Las profecías no cuentan, quien cuenta es aquel que las
recibe.
Espartaco reflexionó tendido, pero con los ojos abiertos.
—Aquel que las recibe verá días terribles —dijo después de un momento.
—Así es —respondió el esenio—. Lo pasará muy mal.
—Aquel que las recibe —continuó Espartaco—, tendrá que correr y correr sin
cesar, hasta que le salga espuma por la boca y hasta que haya destruido todo lo que se
interponga en su camino con su enorme ira. Correrá y correrá, y la Señal no le
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abandonará, y el demonio de la ira desgarrará sus entrañas. —El aterido esenio miró
la manta. Después de una pausa, Espartaco añadió—: Y ni siquiera tú puedes decir
dónde acabará.
—¿Quién? —preguntó el hombre de cabeza ovalada, pero Espartaco no respondió
—. Puedo contestarte incluso eso —dijo el esenio después de un rato—. Porque ha
habido muchos que han reconocido la Señal y recibido la palabra.
—¿Y sabes qué les sucedió?
—Lo sé, pues fueron muchos y ninguno fue el primero. Hubo, por ejemplo, un tal
Agis, rey de Laconia. Este hombre supo por su tutor que una vez había existido una
era de justicia y propiedad común, llamada la edad dorada, e intentó restablecerla.
Como es natural, los aristócratas y poderosos pusieron objeciones, pero el rey entregó
sus riquezas al pueblo y restituyó las antiguas leyes.
—¿Y qué le ocurrió? —preguntó Espartaco.
—Fue colgado. También hubo un hombre llamado Jambulos que partió en un
largo viaje por mar con un amigo. En medio del océano encontraron una isla donde
aún se vive la edad dorada. Los nativos de la isla son llamados pancayos y, como
consecuencia de su honrado estilo de vida, tienen unos cuerpos realmente hermosos.
Comparten propiedades, comida, vivienda, y también sus mujeres, para que ningún
hombre sepa cuáles son sus hijos. De ese modo, no sólo evitan el orgullo de la
propiedad, sino también la arrogancia del linaje. Sin embargo, Jambulos fue
asesinado por sus compatriotas ricos para evitar que nadie conociera ese buen
ejemplo, y ahora nadie sabe dónde está la isla de los pancayos. —Tendido con los
ojos abiertos, Espartaco contemplaba en silencio las sombras que comenzaban a
disiparse. El esenio, encogido cerca de su cabeza, continuó la historia—: Siempre
ocurre lo mismo.
Una y otra vez aparece un hombre que reconoce la señal, recibe la palabra y sigue
su camino con una gran furia en sus entrañas. Él conoce la añoranza de los hombres
por aquellos remotos tiempos olvidados en que reinaban la justicia y la bondad.
Sabe cuán justa era Israel y qué magníficas eran sus tiendas cuando vivía en el
desierto, agrupada en ordenadas tribus, en la gracia de Yahvé…
—Deja en paz a tu Yahvé y continúa.
—Siempre es igual. Por ejemplo, no hace mucho tiempo, un esclavo llamado
Eunus vivía en Sicilia. Tenía un amigo llamado Kleon, también esclavo, que procedía
de Macedonia. Ambos escaparon de su amo, un gran terrateniente y opresor de
esclavos. Se unieron a otros esclavos y acamparon en bosques o colinas. Aunque al
principio no tenían mayores motivos, lucharon contra los mercenarios y los
vencieron. —El hombre de la cabeza ovalada hizo una pausa y sacudió la cabeza,
pero Espartaco se había sentado y lo instó a seguir con un gesto impaciente—. Bueno
—continuó el esenio—, como te decía, reunieron más y más gente sin un propósito
concreto. Pero los propósitos no tienen nada que ver con los hechos. Los números
crecían con mayor rapidez de la que habían imaginado, y pronto fueron cien, mil,
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diez mil, setenta mil. Setenta mil, todos ellos esclavos, un verdadero ejército de
esclavos. Todos los esclavos de Sicilia se unieron a ellos.
—¿Y entonces? —preguntó Espartaco.
—El Senado envió una legión tras otra y los esclavos acabaron con una legión
tras otra. Durante tres años gobernaron la mayor parte del territorio de Sicilia. En
cuanto Roma los dejara en paz, pensaban crear un Estado del Sol, una nación donde
reinara la justicia y la buena voluntad.
—¿Y entonces? —preguntó Espartaco.
—Y entonces los derrotaron —dijo el esenio—. Veinte mil hombres fueron
crucificados. En Sicilia crecieron más cruces que árboles y en cada una de ellas
colgaba un esclavo que antes de morir maldijo a Eunus el sirio y a su amigo Cleón el
macedonio, pues los consideraban culpables de sus muertes.
—¿Culpables? —preguntó Espartaco—. ¿Por qué iban a ser culpables?
—Por dejarse vencer —respondió el esenio y sacudió la cabeza.
—Continúa —pidió Espartaco con voz ronca.
—No hay nada más que contar —dijo el hombre de la cabeza ovalada—, pues
estos hechos ocurrieron hace apenas unas décadas. Sin embargo, ya ves cómo tenía
razón al decir que la añoranza de justicia de la gente vulgar es eterna, y que una y otra
vez un hombre se separa de la multitud, recibe la palabra y sigue su camino con una
gran ira en las entrañas.
»Aunque el poder de Sodoma lo venza y lo crucifique, otro hombre aparecerá
después de un tiempo y tras de él vendrán otro y otro más, y se pasarán la gran ira
unos a otros de década en década, como en una gigantesca carrera de relevos que
comenzó el día en que el perverso dios de las ciudades y la agricultura asesinó al dios
de los desiertos y los pastores.
Poco a poco, el movimiento rítmico de la cabeza del esenio se fue apoderando de
su cuerpo, y continuó balanceándose de atrás hacia adelante hasta que el primer
resplandor del alba desterró por fin las brumas y Espartaco advirtió que el masajista
erudito era un anciano. Las sombras oscuras de sus ojos se habían esfumado y sus
cejas se arqueaban sobre las marcadas ojeras con expresión de asombro, mientras la
nariz se proyectaba con tristeza sobre los labios finos y severos. Su cuerpo se
balanceaba sin cesar, como si no tuviera huesos en las caderas.
Espartaco se levantó, se acomodó la piel sobre la espalda y estiró los brazos hasta
que oyó crujir las articulaciones. Luego permaneció de pie unos instantes, con las
piernas separadas y los brazos levantados, enorme y atractivo en su holgado ropaje de
pieles. Por fin se inclinó para recoger la manta del anciano y se la entregó. Entonces
el esenio interrumpió su monótono balanceo y se envolvió con ella.
Espartaco se aproximó a la cuesta, volvió a mirar hacia el resplandeciente este y
hacia la montaña, cuya silueta diurna rompía el hechizo de su distorsión nocturna.
No escuchó ni devolvió el saludo del anciano, y descendió hacia el campamento
con grandes zancadas que resonaron sobre el suelo pedregoso.
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Los ruidos confusos que llegaban de las tiendas indicaban que algunos hombres
ya se habían despertado. Al ver los torpes pájaros negros que revoloteaban en
círculos en el pálido cielo, recordó que debía hacer quemar de inmediato los
cadáveres, aquellos seiscientos u ochocientos miembros del derrotado ejército de
Clodio Glaber.
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LIBRO SEGUNDO
LA LEY DE LOS DESVÍOS
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INTERLUDIO
Los delfines
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un caballero regordete envuelto en una elegante bata de baño: el empresario Marco
Cornelio Rufo.
Los dos caballeros se sientan en sendos tronos de delfines, a la derecha de
Apromus. El escriba es presentado de forma desdeñosa al distinguido caballero, quien
tras una pequeña inclinación de cabeza desde su sillón, reanuda la conversación.
Hablan de viejos tiempos y parece evidente que no se veían desde hace años.
Apronius deduce de sus comentarios que la amistad entre ambos se remonta a la
época en que Léntulo se dedicaba a la política en Roma y que el elegante empresario
ya era entonces un hombre de gran prestigio. Entre divertidas alusiones sólo
comprensibles para iniciados, Apronius reconoce con respeto los nombres de grandes
políticos: Sila, Chrysogomus, Craso, Pompeyo, Cetego.
Por lo visto, el elegante empresario es de origen griego, tal vez con unas gotas de
sangre levantina. Apronius había oído decir que era uno de los diez mil hombres a
quienes el dictador Sila había liberado de la esclavitud, otorgándoles derechos con el
fin de fortalecer su facción. Su discreta astucia, sumada a sus exquisitos modales, le
habían permitido ganar una posición en el mundo, y tras la muerte de Sila muchos lo
habían considerado el futuro líder de la facción demócrata, hasta hace apenas dos
años, cuando había desaparecido de forma súbita de la escena política tras un fatídico
desliz: un sórdido asunto con un vestal. A partir de entonces, Rufo regresó a la
importación de trigo y otras actividades comerciales, y últimamente se dedicaba a
recorrer el país con una compañía de actores.
Rufo es un conversador interesante. Sentado entre dos delfines, graciosamente
inclinado hacia delante, su mundana locuacidad reduce al director de los juegos al
papel de un patán de provincias. Cuenta un divertido relato sobre cómo su compañía
ha escandalizado al reaccionario público de Pompeya, pero Léntulo lo interrumpe
para preguntarle si la obra dedica alguna mención a los ladrones del monte Vesubio,
el principal tema de conversación de toda la ciudad. En el fondo, Léntulo está
orgulloso de que aquellos ladrones hubieran sido educados, por así decirlo, en su
propia escuela.
No, responde Rufo, la política teatral, que ya ha interferido bastante, sin duda
censuraría cualquier referencia a los hombres de Espartaco. Sin embargo, como
ambos caballeros podrán comprobar por si mismos, los ladrones son el tema implícito
de la obra, que después de todo tipo de aventuras, acaba con la decisión del héroe, el
campesino Bucco, de unirse a los bandidos del Vesubio. Entonces, volviéndose por
primera vez hacia Apronius, el empresario expresa su esperanza de verlo en el
anfiteatro.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, sabe que ha llegado el
momento decisivo. Sin embargo, el pasado político de Rufo y, aún más, su elegante
atuendo, lo han acobardado. Sentado en el trono junto a aquellos caballeros
imponentes, ha estado escuchando respetuosamente la conversación con su aspecto
humilde y vulgar, mientras se devanaba los sesos para encontrar una forma de
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abordar el tema de la anhelada entrada gratuita. Pero ahora, frente a la irrepetible
oportunidad, empalidece y sin pensarlo, incluso sin desearlo, sus labios balbucean
una disculpa con la excusa de un compromiso previo en el mismo instante en que
advierte que su derrota es irrevocable.
Amable y algo sorprendido, el empresario expresa su pesar, se levanta del asiento
y se dirige a los baños interiores cogido del brazo de Léntulo. Apronius los sigue a
tres pasos de distancia. Contempla de mal humor cómo disfrutan de la minuciosa
ceremonia de los baños: agua templada, agua caliente, vapor, agua fría; observa como
los masajean mientras ambos sudan y jadean, suspirando de placer. Sus espíritus se
elevan hasta tales alturas que deciden iniciar un juego con la pelota. Entre pequeños
gritos y disputas alborozadas, desnudos, gruesos y aceitosos, los dos distinguidos
caballeros corretean como niños inocentes, jugando con todo el corazón, francamente
dichosos de que sus ánimos despreocupados y joviales hubieran sabido sobreponerse
a las tormentas de la vida.
Pero después, cuando reposan uno junto a otro envueltos en suaves mantas,
agradablemente agotados, el escriba Quinto Apronius advierte un cambio en su
propio ánimo. Recuerda que nunca en sus dieciocho años de servicio ha estado tan
cerca de hombres de relevante pasado político. De repente lo embarga la emoción y
recuerda el gran pesar de su vida, un secreto que aún no ha confiado a ningún ser
humano, ni siquiera a Pomponia. Tendido boca arriba, con los ojos fijos en el techo,
siente la imperiosa necesidad de confesarse.
Con palabras vacilantes le cuenta al empresario que en una época había
concebido grandes ambiciones, que había albergado la esperanza de retirarse, viajar a
tierras lejanas y obtener honrosa fama con la redacción de un tratado filosófico sobre
el estreñimiento como causa de todas las revoluciones. Entonces, con el fin de lograr
ese objetivo, había invertido todos sus ahorros, fruto de diez fatigosos años, en
acciones de una compañía asiática de recaudación de impuestos. Sin embargo, tres
meses después, Sila había ordenado disolver la compañía, las acciones se habían
convertido en papel mojado de la noche a la mañana y él, Quinto Apronius, se había
arruinado para el resto de su vida.
Mientras una asistente femenina cubre el vientre musculoso del empresario con
toallas, éste gira la cabeza y observa al escriba con mayor atención. Su vista recorre
la figura delgada de Apronius, desde los hombros caídos a las rodillas puntiagudas,
las descuidadas uñas y los peludos dedos de los pies. Apronius siente que aquel
hombre lo sabe todo sobre él, que conoce su presupuesto mensual, su buhardilla con
la salida de incendios, e incluso a la huesuda y vieja Pomponia, siempre con la escoba
en la mano. Rufo se vuelve y esboza una sonrisa entre divertida y compasiva.
—Mira, amigo mío —le dice—, tú no has sido el único afectado por ese asunto.
La historia de la compañía asiática de impuestos es un tanto complicada, pero
instructiva. ¿Te gustaría oírla? —Apronius traga saliva y asiente en silencio—.
Entonces escucha: la compañía en cuestión —comienza sin dejar de sonreír, como si
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se dirigiera a un niño—, a la cual le confiaste tu dinero, había arrendado al Estado la
recolección de impuestos de la provincia asiática, un negocio muy rentable. Sin
embargo, los directores eran todos caballeros, o sea miembros de la joven aristocracia
financiera, y Sila sentía especial predilección por la sangre noble. Odiaba a la
aristocracia económica y aquel que pretendiera asumir un cargo debía probar que
descendía de un antiquísimo linaje. Por consiguiente, Sila anunció que la compañía
robaba a los contribuyentes, se apresuró a disolverla y decidió que el propio Estado,
representado por el gobernador de la provincia asiática, se hiciera cargo de la
recaudación de impuestos. Como es natural, esta acción tuvo consecuencias
devastadoras para todos los afectados. En primer lugar, los pequeños accionistas
perdieron su dinero, y en segundo lugar, la situación de los contribuyentes asiáticos
empeoró, porque el gobernador, que, como recordarás, era el joven Lúculo, no tenía
la menor idea de cómo manejar con tiento el complicado oficio de la recolección de
impuestos, pese a su maravilloso árbol genealógico.
»A propósito, tal vez te consuele saber que las personas más distinguidas de
Unma sufrieron igual que tú. ¿Quieres que continúe? En aquella época el joven
Cicerón estaba en la cumbre de su carrera. Con veintisiete años, era amante de la
dama Cerelia, quien a su vez tenía importantes intereses en la compañía asiática.
Como tú, ella perdió la mitad de su fortuna, y Cicerón se conmovió tanto con este
incidente que estuvo a punto de enfrentarse a Sila. «¡Proteged a la pequeña
aristócrata! —proclamó en una diatriba pública en el forum—. Proteged a los
caballeros que nos trajeron fortuna». También estuvo a punto de perder la cabeza… y
en más de un sentido.
Rufo sonríe, abstraído en sus recuerdos, y el escriba Apronius sacude la cabeza en
un gesto de perplejidad. Esperaba consuelo, comprensión, palabras compasivas, y en
su lugar, el gran hombre habla de asuntos oscuros, incomprensibles para él, para
definir lo que hasta entonces le parecía una siniestra conspiración concebida con el
único objetivo de robarle a él, Quinto Apronius, todos sus ahorros.
—Pero la historia continúa —añade Rufo con risueña locuacidad—, ¿te gustaría
escuchar algo más? El sucesor de Lúculo fue cierto Gneius Cornelio Dolabela. Era un
individuo más bien indolente y comenzó a arrendar en secreto la recolección de
impuestos a diversos caballeros y compañías. El banquero Marco Craso y un tal
Chrysogomus, considerado el favorito de Sila, actuaron de intermediarios. Es triste
reconocer que la situación de los contribuyentes asiáticos tampoco mejoró; por el
contrario, su tributo se elevó de veinte mil a cuarenta mil talentos para recuperar las
pérdidas de la compañía. Los infelices nativos tuvieron que hipotecar los tesoros de
su templo, arriesgar las rentas del teatro, vender a sus hijos en el mercado de esclavos
de Delos o huir y unirse a los piratas. Dolabela fue acusado de extorsión en cuanto
expiró su mandato, pero Craso y sus amigos lograron exculparlo. El encargado de la
acusación era un joven aristócrata llamado Cayo Julio César, cuyos amoríos y
aventuras en la corte del rey de Bitinia habían hecho reír a toda Roma.
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Se había comportado como un tímido colegial en su presencia, los había mirado
con respetuoso temor.
Pero en adelante todo cambiará. ¡La próxima vez que se encuentre con uno de
ellos le dirá lo que piensa a la cara! Y en la reunión de los «Adoradores de Diana y
Antinoo» los pondrá al descubierto con un vehemente discurso: «¡Ya es hora —dirá
— de que estos corruptos truhanes sean arrojados por la alcantarilla por un hombre
fuerte, capaz de limpiar sin miramientos el mugriento establo del Estado!».
Si los ladrones vinieran a la ciudad de Capua y lo destruyeran todo —municipio,
baños de vapor, delfines— harían un gran servicio, pues acabarían con tanta ansiedad
y desvelos.
Cuando el escriba abandona Los Lobos Gemelos en dirección a casa, la oscuridad
se cierne sobre el barrio de Oscia. Esta noche ha traicionado sus costumbres y ha
bebido vino con la cena, un fuerte falerno, capaz de ahogar la melancolía y el dolor
de estómago. Mientras camina por las calles desiertas, arrastrando por el suelo su
túnica de funcionario, entona una canción imprudente y provocativa, una canción
canallesca.
Luego, al subir hacia su habitación por la escalera de incendios, tropieza y está a
punto de caer, pero sigue cantando sentado en un peldaño entre la segunda y la
tercera planta. Aunque no está borracho, canta en la oscuridad su canción canallesca
marcando el ritmo con las piernas delgadas y peludas.
Dejad que venga ese jefe bárbaro, ese tal Espartaco, dejad que traiga alboroto y
destrucción. Que acabe con todo, casas, delfines, Tribunal del Mercado; dejadlo,
dioses, ¿acaso alguien puede compadecerse de este mundo?
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, regresa solo. Las
punzadas en el estómago y el abdomen se han reiniciado y todo lo que ha escuchado
lo ha dejado bastante mareado. En sus dieciocho años de servicio no había oído
hablar tanto de la trama oculta de la política romana como en aquella tarde
memorable. Sacude la cabeza con asombro y murmura palabras de desprecio. ¡Vaya
jungla de decadencia política! ¡Se ha abierto un abismo ante sus propios ojos! Escoria
como aquélla, advenedizos y estafadores como esos hombres, manejan en secreto los
hilos de la república, conspiran y roban al ciudadano honesto y son la causa de todos
los infortunios. Y él, Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal.
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El encuentro
La horda acampaba en un valle semicircular de las tierras altas, en las tiendas que
fueran de Clodio Glaber, comiendo sus provisiones y bebiendo vino. Pero en las
entrañas de la montaña, en el interior del cráter, cada noche se encendían enormes
fuegos, cuya luz alumbraba los campos distantes.
Parecía que el Vesubio escupía llamas, como en tiempos legendarios, y para los
habitantes de los valles, el humo rojo que despedía el cráter cada noche era como la
insignia de la victoria de un grupo de ladrones, intrépidos y justos, sobre las legiones
romanas.
Pues los rumores, que cruzaban las tierras con mayor rapidez que el mensajero
más veloz del Senado, se limitaban a mencionar aquello. Cuanto mayor era la
distancia del lugar de los hechos, más imaginativas y gozosas se volvían las
anécdotas, y así como un remolino en el agua ignora la forma de la piedra que lo
creó, la leyenda había olvidado al improvisado ejército del calvo pretor, incapaz de
enfrentarse a un grupo de bandidos harapientos y roñosos gladiadores. El rumor sólo
contaba que Roma había sido vencida y que los vencedores eran esclavos. Pero aún
decía más, hablaba del adversario, nacido en Roma, un héroe alto vestido con una
piel, que acogía a pobres y oprimidos en su vengativa horda.
La imponente cima de la montaña proclamaba este mensaje a toda la nación con
sus crecientes círculos de luz, un mensaje que llegaba a los estériles valles de
Lucania, tierra prometida de pastores y bandidos, y se precipitaba como una tormenta
sobre el otrora orgulloso condado de Samnio, ahora jardín de escombros por la gracia
de Sila. Pero en la propia Campania, las masas ya estaban en marcha. Antes llegaban
de uno o en aislados grupos de dos, ahora venían a centenares. Antes se internaban
furtivamente por caminos entre los pantanos, ocultos desde la isla, ahora subían a la
montaña en verdaderas tropas, entonando cánticos temerarios.
Doscientos siervos procedentes de la hacienda de un senador, cerca de Cumas,
llegaron al campamento en resuelta procesión. Estaban semidesnudos, descalzos,
harapientos. Los tres hombres que encabezaban la marcha llevaban un gran mástil, al
estilo de las legiones, pero de éste colgaban unos grilletes y un látigo de nueve colas.
Llegó una larga caravana de zapadores, que habían estado empleados en el
estanque de peces de Lúculo, donde exhibían ante sus ojos una gigantesca anguila
morena con una cabeza humana entre las mandíbulas.
Llegó el gremio de constructores libres de Nuceria, cuyos miembros se habían
quedado sin trabajo cuando el consejo municipal compró un barco lleno de esclavos
sirios y los ofreció en lotes baratos a los contratistas de la construcción. Eran gente
respetable y bien vestida y traían consigo los fondos de su sociedad de ahorros, con
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cuyos intereses solían pagar la fiesta anual de aniversario.
Llegaron los primeros pastores lucanos con enormes y ariscos perros y porras
llenas de nudos. A semejanza de los guerreros bárbaros, se cubrían la espalda con
pieles de jabalí o de lobo, se dejaban crecer largas barbas y tenían el cuerpo cubierto
de enmarañado vello.
Llegaron doscientos criados de un notable de Pompeya, empuñando un falo de
madera con la siguiente inscripción: «Contemplad a Cayo, nuestro amo, ninguna otra
parte de él merece verse».
Pero la mayoría de los recién llegados traían como emblema el simple patibulum,
la cruz de madera de los esclavos.
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tema obligado de las conversaciones nocturnas, que, puesto que a todos les sobraba el
tiempo, eran muy frecuentes.
Algunos decían que ese algo especial estaba en sus ojos, otros que en su ingenio,
y las mujeres votaban por su voz o sus pecas. Sin embargo, había otros entre ellos
con ojos similares, tan ingeniosos como él, y abundaban las voces agradables y las
pecas.
Los filósofos y eruditos decían que no se trataba de un solo rasgo, sino del todo,
eso que llamaban «personalidad», pero aunque la expresión sonaba erudita y
ostentosa, como todas las expresiones cultas, no explicaba nada, pues en definitiva
todo el mundo tiene una «personalidad», de una forma u otra.
Zozimos se llevaba un dedo a la nariz y decía cosas como: «Se trata de la
voluntad del hombre, ésa es la fuerza que otorga poder», entre otras frases elegantes y
rítmicas; pero cuando uno olvidaba el ritmo y se detenía a pensar, ¿qué hombre no
tenía voluntad? Y si lo único que contaba era la voluntad, todos los terratenientes de
Italia habrían muerto por la peste hacía años y todas las doncellas de Italia lucirían
enormes vientres.
Bueno, respondía Zozimos, él no se refería exactamente a eso; no a la voluntad
como deseo, sino a la voluntad de acción. ¿Acción? Allí estaban los tres hermanos
Eunus de Benevento, que habían matado a su amo y arengado a sus compañeros a
que se convirtieran en bandidos libres en lugar de permanecer como siervos. ¿Y qué
ocurrió? Que los hermanos Eunus fueron colgados, los tres, junto con su voluntad,
sus acciones y su personalidad.
En resumen, si uno observaba con atención, cualquier hombre era igual a sus
semejantes. Tal vez había uno un poco más rollizo, otro más listo, un tercero que
hablaba como los ángeles o un cuarto con la nariz torcida; pero nada de esto
explicaba qué tenía de especial Espartaco. Tras pensarlo, repensarlo y discutir a fondo
sobre el asunto, uno llegaba a la conclusión de que no tenía nada especial. Espartaco
era Espartaco. Alto, ligeramente encorvado como un leñador, recorría el campamento
envuelto en su piel, miraba con ojos ausentes y hablaba poco. Sin embargo, lo que
decía era exactamente aquello que uno tenía en la punta de la lengua, y si expresaba
lo contrario, de inmediato parecía que era justo eso lo que uno pretendía decir. Rara
vez sonreía, aunque cuando lo hacía, era obvio que tenía una buena razón para ello y
todos compartían su alborozo. Disponía de poco tiempo, y cuando visitaba a algún
grupo —como a los criados de Fanio o a los pastores de Lucania— nadie hacia
alharaca, pero todos se alegraban y creían comprender por qué perdían el tiempo en
aquella ridícula montaña en lugar de continuar viviendo de acuerdo con la razón y la
estación de sus vidas.
Cuando Castus ordenaba hacer algo, uno obedecía porque no era aconsejable
discrepar con las Hienas, cuando Crixus daba alguna orden, uno obedecía por temor a
su aspecto imponente y tétrico, pero cuando Espartaco decía algo, uno jamás soñaba
con contradecirlo sencillamente porque no se le pasaba por la cabeza. ¿Qué, sentido
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tenía disentir con los deseos de Espartaco? ¿Acaso él no quería lo mismo que los
demás?
No debían olvidar, por supuesto, que todos querían algo diferente. Un hombre
deseaba quedarse allí para siempre y hartarse de comer hasta el fin de sus días,
mientras un segundo pretendía que todos marcharan hacia Pozzuoli para incendiar la
casa de su amo, con su amo dentro. Un tercero quería que robaran un barco y
zarparan hacia Alejandría, donde abundaban las mujeres, y un cuarto deseaba que
fueran a Capua para derribar la ciudad y construir una nueva. Un quinto proponía
conquistar Roma, mientras un sexto ansiaba regresar a casa con sus rebaños y se
preguntaba por qué diablos se había largado de allí. Un séptimo quería ir a Sicilia,
donde los esclavos ya se habían rebelado antes contra Roma. Un octavo deseaba
unirse a los piratas de Cilicia, un noveno pretendía que las mujeres fueran propiedad
común y un décimo insistía en que se prohibiera el consumo de pescado. Todos
querían algo diferente y hablaban, discutían o guardaban silencio sobre sus deseos,
pero cada uno de ellos estaba convencido de que el hombre de la piel, aquel que no
tenía nada de especial, quería exactamente lo mismo que él, de que Espartaco no era
más que el común denominador de todas las esperanzas y deseos contradictorios. Tal
vez fuera aquello lo que tenía de especial.
Se acercaban las lluvias. Había transcurrido medio mes desde la derrota de Clodio
Glaber y casi tres desde la huida de los setenta gladiadores de Capua.
Las provisiones comenzaban a escasear en el monte Vesubio. Las expediciones
hacia los valles circundantes se espaciaban cada vez más, pues toda la región,
incluidas Herculano, Nola y Pompeya, había sido devastada. En un radio de diez
millas a la redonda, el paraíso de la llanura de Campania estaba yermo y estéril, como
si hubiera sido víctima de una nube de langostas. Las ciudades habían sido cerradas,
sus guarniciones reforzadas y sus murallas reparadas.
Y sin embargo, las multitudes continuaban subiendo a la montaña, barbudas y
harapientas, con marcas a hierro candente en los hombros y los pies cansados.
Saqueaban las granjas a su paso y evitaban las ciudades. Traían consigo guadañas,
palas, hachas y porras. Eran la escoria de una nación gloriosa, los desechos que
fertilizaban sus campos. Sus cuerpos apestaban y su salud estaba consumida.
Propagaban sus enfermedades y malos hábitos por el campamento, traían una dote de
hambre y esperanzas inciertas.
No eran recibidos con alegría. Aquellos que llevaban diez días en el campamento
miraban con desprecio a los que llevaban tres, y estos últimos se consideraban
antiguos residentes y trataban con hostilidad a los recién llegados. La gente
comenzaba a aburrirse de esperar sin saber qué. Unos protestaban y otros se
marchaban, sin que nadie se lo impidiera. En la montaña vivían cinco mil personas.
Hablaban varios idiomas, comían, discutían, conversaban, se disputaban botines y
mujeres, hacían amistades, cantaban o se mataban unos a otros. Todos esperaban,
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pero nadie sabía qué.
Ni siquiera los gladiadores estaban de acuerdo sobre lo que debían hacer. Se
reunían en el interior del cráter en asambleas precedidas de misteriosos preparativos,
donde no se admitía más que a los cincuenta integrantes originales de la horda. Antes
de que dieran comienzo las reuniones, los criados de Fanio traían varias botas de
vino, y los gladiadores asistían a ellas con graves aires de importancia, como si
fueran senadores. Sin embargo, nunca tomaban decisiones relevantes, pues cada vez
que abordaban el tema del plan a seguir, se perdían en discusiones triviales, risas o
peleas y olvidaban la imperiosa necesidad de llegar a una conclusión.
Espartaco jamás tomaba partido por ninguno de los proyectos nuevos que se
proponían cada día. Escuchaba en silencio a los demás y sólo al final, cuando parecía
que la reunión acabaría en una charla trivial, planteaba con brevedad cuestiones
secundarias pero impostergables, como la de las provisiones, el reparto de armas o los
sitios de acampada para los recién llegados. Nadie lo contradecía, pues sus
sugerencias eran simples y sensatas, pero todos se sentían decepcionados, porque
aunque él pareciera ignorarlo, esperaban una propuesta decisiva de su parte.
En su lugar, Espartaco se empeñó en la organización gradual de los distintos
grupos en cohortes y centurias, con un gladiador al mando de cada columna. Luego
les habló de la forma en que los cazadores de las montañas tracias fabricaban sus
armas: escudos circulares de mimbre, cubiertos con pellejos frescos de animales y
lanzas de madera cuyas puntas se endurecían con el fuego. Por fin los dividió en
jerarquías: vanguardia, reservas e infantería regular. Armó a la caballería pesada con
las armaduras y lanzas de los romanos derrotados y a la liviana con espadas y hondas.
Todo esto llevó tiempo, y no pasaba un día sin disputas y asesinatos. Mientras
tanto, las reservas de comida disminuían y las lluvias estaban cada vez más próximas.
Pero dos meses después de la derrota de Clodio Glaber, Espartaco lo había
conseguido: había moldeado un verdadero ejército con la arcilla informe del monte
Vesubio.
Un día, dos meses después de la derrota de Clodio Glaber, los criados de Fanio
fueron de un grupo a otro con el siguiente mensaje:
—Elegid concejales y un representante por cada diez hombres —dijeron— y
enviadlos al cráter. Se celebrará una asamblea.
La confusión se apoderó del campamento. Los grupos se mezclaron, votaron,
discutieron, especularon y escucharon rumores con avidez. El campamento despertó
de su profundo sueño, sacudido por aquella noticia.
Una interminable procesión ascendió por la cuesta que conducía al cráter. Aunque
sólo estaban invitados los concejales y representantes, el campamento entero atestaba
el camino y los más intrépidos escalaban las rocas desnudas. Cuando llegaron a la
cima, contemplaron por primera vez el interior del cráter con su roca chamuscada y
sus erosionados bloques de piedra de curiosas formas. Se deslizaron al interior entre
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escombros y guijarros y señalaron a los recién llegados las reliquias del sitio: la
hondonada tracia, la celta, los esqueletos de las mulas que se habían visto obligados a
matar. Potentes rayos de sol se colaban en el interior del cráter y convertían a la
creciente multitud del fondo en una gigantesca y sudorosa masa moteada. Incluso las
paredes del cráter estaban salpicadas de personas, sentadas sobre ennegrecidas rocas,
aferradas a la gruesa maraña de enredaderas silvestres que crecían sobre los
escombros. Algunos se apiñaban alrededor de los márgenes del cráter y miraban
hacia abajo. Como una gigantesca concha marina, el cráter elevaba un zumbido sordo
en el aire sofocante.
Cuando Espartaco comenzó a hablar, su voz se ahogó en el tumulto. Envuelto en
su piel, se alzaba sobre un gran diente de roca que sobresalía en el centro de un muro,
acompañado por Crixus, varios gladiadores y los criados de Fanio. El olor de la
multitud se convirtió en un solo olor y su expectación en la de un solo hombre.
Espartaco alzó un brazo con torpeza, los gladiadores y los cuellicortos lo imitaron
de inmediato, y todos callaron. Entonces Espartaco comenzó a hablar por segunda
vez, con la voz amplificada por las paredes del cráter:
—Se acercan las lluvias —dijo—, y la comida escasea. Debemos preparar
nuestros cuarteles de invierno.
«Tiene razón —pensó Hermios, el pastor, acurrucado entre los escombros del otro
lado del cráter—. Eso era justamente lo que me preocupaba».
Sonrió con beneplácito y contempló la figura de Espartaco sobre la roca, alto y
espléndido en sus ropajes de piel. Su voz no era más alta de lo normal y mantenía su
habitual serenidad, como si hablara sólo con el pastor.
—Tal vez los romanos envíen otro ejército —dijo Espartaco—. Necesitamos una
ciudad para pasar el invierno, una ciudad con murallas, nuestra propia ciudad.
No era eso lo que intentaba decir. Era imposible tomar una ciudad amurallada sin
las máquinas de sitio apropiadas. El gordo y lánguido Crixus, que seguía a su lado, se
giró para mirarlo con perplejidad. Sabía tan bien como las cinco mil personas
reunidas en el cráter que era imposible tomar una ciudad sin las armas adecuadas.
Pero las cinco mil personas permanecieron calladas, escuchando la sibilante
respiración de la multitud, o sea la suya propia, y oliendo el olor de la multitud, o sea
el suyo propio. Sabían que Espartaco tenía razón y que, si ellos lo deseaban, todo era
posible.
—Una ciudad —dijo Espartaco—, una ciudad con casas y firmes murallas, una
ciudad propia. Entonces, cuando lleguen los romanos, se romperán las cabezas contra
las murallas de nuestra ciudad… Una ciudad de gladiadores, una ciudad de esclavos.
—Sólo entonces calló y oyó el eco de su propia voz, reverberando en todos los
rincones del cráter. Oyó la respiración de la multitud como un solo aliento y percibió
la expectación unánime—. Y esta ciudad se llamará «la Ciudad de los Esclavos» —
continuó, oyendo resonar su propia voz como si fuera ajena—. Recordad que
conseguiremos todo lo que queramos y que en nuestra ciudad no habrá esclavos. Y tal
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vez no tengamos una ciudad, sino muchas, una fraternidad de ciudades de esclavos.
No creáis que son simples palabras, pues hace mucho, mucho tiempo existió algo
similar. Se llamaba «el Estado del Sol»…
Mientras tanto, Espartaco pensaba en las máquinas de sitio que no tenían. En
realidad pretendía hablar de eso, pero en su lugar mencionó el Estado del Sol.
Distinguió al esenio como si lo viera a través de un velo de vapor, sentado sobre una
roca, sacudiendo la cabeza con los labios fruncidos en una mueca de concentración.
También vio a Hermios el pastor, con los labios descubiertos en una amplia
sonrisa y la vista fija en él. El olor de la multitud llenaba sus fosas nasales.
—¿Por qué los fuertes deben servir a los débiles?— rugió y alzó los brazos de
forma inesperada, como si una fuerza invisible tirara de ellos—. ¿Por qué los duros
deben servir a los blandos, por qué la mayoría debe servir a unos pocos? Custodiamos
su ganado y sacamos al ternero sangrante de las entrañas de su madre, aunque no se
trate de nuestro rebaño. Construimos estanques donde nunca podremos bañarnos.
Nosotros somos la mayoría y estamos obligados a servir a unos pocos. Explicadme
por qué.
Dejó de pensar en la maquinaria de sitios para escuchar las palabras que manaban
de sus propios labios desde una fuente desconocida y que pronto se convirtieron en
un torrente que se arremolinó sobre los presentes, devorándolos en su torbellino. Las
palabras flotaban en los oídos de la multitud, mientras sus ojos bebían la visión del
hombre envuelto en pieles, cuya silueta se recortaba claramente sobre el desnudo
muro de roca.
—Somos la mayoría —dijo Espartaco— y si les hemos servido, es porque
estábamos ciegos y no buscábamos razones, pero ahora que empezamos a hacernos
preguntas, han dejado de tener poder sobre nosotros. Os lo aseguro, en cuanto
nosotros comencemos a buscar razones, ellos estarán acabados y se pudrirán como el
cuerpo de un hombre a quien han arrancado los brazos y las piernas. Nosotros
seguiremos nuestro camino y nos reiremos de ellos. Si lo deseamos, toda Italia reirá,
desde Galia a Tarento y África. ¡Habrá risas, pero también llantos ante la puerta del
este, gritos de alarma ante otras puertas y grandes lamentos desde las siete colinas!
Porque ya no significarán nada para nosotros y las murallas de sus ciudades se
derrumbarán sin necesidad de maquinaria de sitios.
Hizo una pausa para escuchar, con asombro, el eco de sus propias palabras. Una
vez más, la multitud pareció perderse en la bruma y sólo distinguió la figura del
esenio, sentado en su roca con la cabeza inclinada. Entonces recordó las máquinas de
sitio.
—Os lo repito, necesitamos una ciudad amurallada, una ciudad propia cuyos
muros nos protejan. Sin embargo, no tenemos máquinas de sitio…
Una oleada de inquietud invadió a la multitud. Aquellos que estaban apiñados en
el fondo se movieron y arrastraron los pies, como si despertaran de un encantamiento
y quisieran desentumecer sus miembros.
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—No tenemos máquinas de sitio y las murallas de las ciudades no caen por si
solas. Sin embargo, acamparemos frente a ellas y a través de todas sus puertas o
rendijas enviaremos mensajes a los siervos del interior, repitiendo nuestro mensaje
una y otra vez hasta que llegue a sus oídos: «Los gladiadores de Léntulo Batuatus de
Capua quieren preguntaros por qué los fuertes deben servir a los débiles, por qué la
mayoría debe servir a unos pocos». Estas palabras caerán sobre ellos como una lluvia
de piedras de las más poderosas catapultas, los siervos de la ciudad las oirán y alzarán
sus voces para unir su fuerza a la nuestra. Entonces ya no habrá murallas.
Ahora podía distinguir a varias mujeres, por cuyos ojos, fijos en él, supo que
contenían el aliento y que las había conmovido con su voz. Allí estaban también los
hombres, que si él quería matarían a Crixus, si él quería se pondrían en marcha.
Habló de los lejanos comienzos de la horda y de cómo habían crecido de
cincuenta a cinco mil. Habló de la furia de los cautivos y los oprimidos que se cernía
sobre Italia con todo su peso, recordándoles que aquella ira había cavado caminos
para luego errar sin rumbo fijo como los arroyuelos que brotan de la presión y el
sudor de las montañas. Añadió que los cincuenta gladiadores de Léntulo habían
cavado un amplio lecho para todos esos pequeños arroyuelos furiosos, con el fin de
que se unieran en el poderoso torrente que había ahogado a Glaber y a su ejército. Sin
embargo, les advirtió que era imprescindible contener el caudal y guiarlo para no
malgastar su fuerza. Por consiguiente, debían conquistar la primera ciudad fortificada
antes de las lluvias. Luego la fraternidad de ciudades de esclavos se extendería por
toda Italia hasta formar la gran nación de justicia y buena voluntad que —repitió por
segunda vez— se llamaría el Estado del Sol.
Sin embargo, entre la multitud había dos ancianos escribas de la ciudad de Nola,
enviados por el consejero general, Aulo Egnacio, con la secreta misión de descubrir
las intenciones de los bandidos. Apiñados entre el gentío, escucharon las palabras del
hombre de la piel, y comprendieron que no era sólo el destino de su ciudad lo que
estaba en juego, sino el destino de Italia, del imperio romano y, por ende, de todo el
mundo habitado.
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2
La destrucción de Nola
El empresario Marco Cornelio Rufo advirtió con satisfacción que había conseguido
convertir la primera actuación de su compañía en un acontecimiento social.
Como hombre versado en los modernos sistemas publicitarios, se había encargado
de hacer correr rumores sobre la irreverencia política de la obra.
La ciudad de Nola había permanecido aislada del resto del mundo durante cinco
días, pues ante sus puertas se hallaba el flagelo de Campania, el ejército de esclavos.
La actitud de los siervos se volvía cada vez más amenazadora y no pasaba una
noche sin saqueos o incendios premeditados. Si Roma no enviaba los refuerzos
prometidos, las cosas se pondrían muy difíciles.
A pesar de todo —o quizás a causa de todo esto—, Rufo había logrado convertir
el estreno de su obra en el gran acontecimiento de la temporada. El anfiteatro estaba
atestado de público y en los asientos privilegiados se sentaban los cónsules con sus
esposas, dignas en sus plisadas túnicas blancas. Toda la nobleza de la ciudad estaba
allí, con la excepción del consejero principal, el anciano Aulo Egnacio, demasiado
conservador para visitar un teatro. Los representantes del condado, regordetes y
tímidos, se sentaban entre los caballeros nativos con la intención de confraternizar
con ellos. Unas filas más allá, se sentaba la famosa «juventud áurea» de Nola, hijos
de buena familia con las mejillas pintadas y el pelo moldeado con aceite. Detrás de
los bancos, sobre las graderías escalonadas, se apiñaba el bullicioso y sudoroso
pueblo, mascando garbanzos.
El auditorio y el escenario estaban protegidos del sol por un colorido toldo de
lona. Un par de macetas llenas de trigo simulaban un campo de cereales ante un
negro telón de fondo. La obra se llamaba Buceo, el campesino.
El primero en aparecer fue Bucco con una máscara escarlata de grandes pómulos
y brillante pelo amarillo. Sin dejar de parlotear, se movía espasmódicamente por el
escenario, como movido por hilos invisibles.
—Soy Bucco, el campesino —dijo—. Acabo de llegar de la guerra de Asia,
donde maté a diecisiete hombres y a dos elefantes y fui muy alabado por mi capitán.
«Bucco», me dijo el capitán, «ya has matado suficientes enemigos y cometido
suficientes actos heroicos, ahora vuelve a casa a cultivar tus tierras, lleno de gloria y
honor». ¿Pero dónde están mi mujer y mi hijo, por no mencionar a mi peón, que
deberían haber venido a recibirme con júbilo? ¡Venid aquí, mujer, hijo y peón, que
Bucco ha regresado victorioso!
Dio una palmada y giró varias veces sobre sus talones, pero no ocurrió nada.
Tras varias miradas solapadas, súplicas y palmadas, Maccus el glotón subió al
escenario con mortal lentitud. Era la viva imagen de la pereza y la fealdad, y un falo
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hecho con harapos pendía lascivamente sobre sus rodillas. Mordisqueaba un enorme
nabo y arrancaba los tallos de cereal que encontraba a su paso.
—Eh, tú, espantapájaros capadocio —gritó Bucco el campesino—. Tú, cebollino,
pues los ojos se me llenan de lágrimas sólo de verte, tú, rana lasciva, ¿qué haces en
mi campo?
—Estoy recogiendo la cosecha —dijo Maccus, y tras morder un trozo de nabo,
siguió arrancando plantas.
—¡Alabados sean los dioses! —exclamó Bucco, el campesino—. De modo que
han conseguido nuevos peones durante mi ausencia. No será guapo, pero al menos es
un hombre, como todos pueden ver.
—Por lo visto en Asia cogiste una insolación —dijo Maccus con serenidad— y
tus sesos se evaporaron por las orejas. ¿Acaso crees que éste es tu campo? Entérate,
éste es el campo del eminente señor Dossena.
Al oír estas palabras, Bucco el campesino prorrumpió en grandes lamentos. Pero
eso no era todo. Bucco descubrió que el eminente señor Dossena no sólo se había
apoderado de su campo, sino también de su mujer y de su hijo, y que cada fragmento
de la tierra circundante le pertenecía. Maccus, el glotón, también era propiedad del
señor Dossena. Bucco, el campesino, recorrió la tierra que ya no le pertenecía entre
sollozos. Lanzó atroces maldiciones a los poderosos señores para quienes había
peleado en la guerra, matando a diecisiete hombres y a dos elefantes. ¡Así le pagaba
la ingrata madre tierra!
Pero ¿de qué servían las maldiciones? Bucco tenía que ganarse la vida, de modo
que decidió incorporarse al servicio de la tierra que un día le había pertenecido.
Bucco, el campesino, presentó su solicitud ante Dossena, el amo jorobado y con
nariz ganchuda.
Sin embargo, el señor Dossena, cuyo afectado latín literario contrastaba con la
tosca vocalización de la jerga osca de Bucco, se negó. Él sólo empleaba esclavos y no
quería trabajadores libres, pues éstos tenían demasiadas pretensiones, exigían jornales
altos e incluso un trato decente. No, no, el señor Dossena había dicho que de ningún
modo aceptaría aquel acuerdo y se había marchado.
Así que allí quedó Bucco el campesino, paseando por el escenario, solo e
impotente. Ya ni siquiera maldecía. Por fortuna, llegó Pappus, el amable sabio, y
encontró una solución. Bucco debía ir a Roma, porque en Roma el Estado mantiene a
todos aquellos a quienes los malos tiempos han privado de un medio de vida, con una
asignación gratuita de grano al mes.
—Ve a la capital, hijo mío —dijo Pappus—, y vive del cereal que recogerás sin
necesidad de sembrar.
Bucco se entusiasmó mucho con la idea y partió hacia Roma tarareando una
canción.
Alguien se apresuró a quitar las macetas de trigo y cayó otro telón negro, que
representaba una calle. Allí ya estaba Bucco, asombrado del tamaño, la animación y
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el olor de la capital. Pero entonces sintió hambre y preguntó a un transeúnte dónde
repartían el cereal gratis a los desempleados.
El transeúnte, un hombre gordo con documentos bajo el brazo, se quedó atónito
con la pregunta y le preguntó a Bucco si venia de la luna o de la provincia germana.
¿Acaso no sabia que el glorioso e intrépido dictador Sila —cuyo nombre, según
deseaba aclarar, sólo mencionaba con la debida deferencia— había abolido la entrega
gratuita de cereales porque el Estado necesitaba todo su dinero para las guerras?
Buceo debía desaparecer de inmediato, a no ser que quisiera ser acusado de extrema
oposición y alta traición y ver su nombre anunciado en la lista de proscritos.
De este modo se esfumaron todas las esperanzas de Bucco, otra vez pálido y
hambriento. Por fortuna, una bulliciosa multitud pasó a su lado y Bucco preguntó al
jefe si debía votar por Gayo o por Gneius en las elecciones. Bucco el campesino dijo
que esta decisión lo inquietaba tanto como un pedo a la hora de dormir, de modo que
el jefe le contestó que debía votar por Gneius y le puso una moneda en la mano.
Encantado, Bucco corrió a la panadería a comprar pan, pero el panadero no quiso
aceptar su dinero, pues le aseguró que aquélla era una de esas monedas nuevas con
que el gobierno engañaba al pueblo, plata por fuera y cobre por dentro. Así que
Bucco se sentó en una piedra frente a la panadería y comenzó a llorar.
Luego otro transeúnte preguntó a Bucco por qué lloraba y éste le contestó que a
pesar de haber luchado en la guerra y haber matado a diecisiete hombres y a dos
elefantes, ahora no podía comprarse ni un trozo de pan. Entonces el hombre dijo que
Bucco era un héroe y le preguntó si no sabía que el dictador Sila —cuyo nombre,
según quería aclarar, mencionaba con la debida reverencia— había prometido tierras
a los fieles veteranos de su ejército. No, respondió Bucco sin dejar de llorar, no lo
sabia, porque a él no sólo no le habían dado tierras, sino que se las habían quitado.
Aquel hombre dijo que eso era una lamentable vergüenza y que él mismo se
encargaría de que Bucco obtuviera un campo mejor en compensación por el que
había perdido.
Después de aquella escena, subieron el telón negro con las calles y volvieron a
colocar las macetas con cereal. Bucco volvía a ser un campesino.
Sin embargo, a partir de entonces, las cosas comenzaron a ir realmente mal. El
nuevo campo estaba lleno de piedras y por si fuera poco Bucco prácticamente tuvo
que regalar su escasa producción de cereal, porque el trigo importado del extranjero
había hecho bajar los precios. Además, Bucco debía dinero al jorobado señor
Dossena, pues se había visto obligado a pedírselo para comprar las herramientas
necesarias. Por fin llegó Dossena con un presumido alguacil, que leyó un documento
ininteligible, según el cual volvían a quitarle el campo.
De modo que allí quedó Bucco el campesino, solo en el escenario, con su cara
rechoncha y su cabello claro, pronunciando su monólogo:
—Es diabólico —dijo—, cada día es peor. La justicia de nuestro Estado crece
hacia atrás, como la cola de una vaca. Que muera ahora mismo si ésta es la ley
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divina.
¿Qué harás ahora, pobre y viejo Bucco? Lo único que puedes hacer es ir de aquí
para allá, especular y desesperarte, como un ratón atrapado en un orinal…
Pero cuando Dossena y el presuntuoso alguacil regresaron para echarlo del
campo, Bucco el campesino cogió una gran rama y comenzó a azotarlos con fuerza,
mientras gritaba que se uniría a los bandidos del monte Vesubio para ayudar a
destrozar aquella maldita nación. Así acabó felizmente la obra, en medio del
inevitable bullicio y los frenéticos aplausos de los espectadores.
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los antiguos jarrones etruscos o cretas y los modernos productos fabricados en masa
en Samos y Arezzo. Describió con lujo de detalles las minuciosas leyes de la forma y
la decoración y criticó el empleo criminal de los materiales por parte de los
fabricantes de pacotilla. Su mano llena de venas azules dibujó en el aire el contorno
del jarrón negro, que, pese a su solidez, parecía negar su propio peso, e instó al
tribuno a mirar con atención el único adorno del jarrón: una bailarina pompeyana,
cuya frágil figura, desnuda y suspendida entre las alas desplegadas de su velo,
resaltaba en un alegre tinte rojo sobre el fondo negro. Cuanto más evidente parecía el
desinterés de su invitado, más se entusiasmaba Egnacio con la explicación, y sólo se
interrumpió cuando las dos puertas, situadas a ambos extremos del comedor, se
abrieron de forma casi simultánea, una de ellas para dejar paso al empresario y la otra
a su joven esposa. La anfitriona permaneció inmóvil un instante, enmarcada por el
vano de la puerta, y luego saludó a su marido e invitados con un encanto vagamente
teatral.
—Veo que nuestro amigo se ha vuelto a enamorar de un trozo de barro y delirará
sobre él toda la noche mientras sus invitados se mueren de hambre —dijo Rufo—.
Tú, querido amigo, eres la verdadera octava maravilla del mundo; delgado y juvenil
como un hombre de veinte años, mientras los nuevos ricos como yo nos estropeamos
a los cuarenta a no ser que nos sometamos a cuatro semanas anuales de tratamiento
con barro caliente. ¿De qué sirve la democracia si hay dos tipos de hombre: unos que
engordan con la edad y otros que se vuelven delgados y esbeltos?
Sin interrumpir sus locuaces muestras de amabilidad, se aproximó a la anfitriona
y alabó su bonito vestido, mezclando con naturalidad palabras griegas en su discurso.
Pese a su aparente falta de formalidad, nunca perdía el tono respetuoso, casi distante
en su dignidad. Risueño, el viejo Aulo admiró la habilidad de Rufo para dar más de
diez pasos sobre el desnudo suelo de mosaico sin dejar de hablar ni, a pesar de la
barriga, perder la elegancia de su porte. Por el contrario, cuando procedía a presentar
al tribuno Herius Mutilus a su esposa, observó que ella era casi una cabeza más alta
que el hombrecillo de silueta cuadrangular.
Continuaron conversando de pie, mientras un criado anciano les ofrecía un
aperitivo y coloridos licores de hierbas. La anfitriona relegó con una sonrisa cualquier
responsabilidad por la comida, pues la mitad de sus criados los habían abandonado
para unirse a los sitiadores sin que hubieran podido hacer nada para impedirlo.
—¿Por qué no bebes? —dijo cambiando de tema de forma súbita cuando el
tribuno se negó a probar la tercera clase de licor ofrecida una y otra vez por el
obstinado y ofendido criado.
—Sólo bebo vino —respondió el tribuno—. Anoche, unas doscientas personas
traspasaron las murallas. Se dice que los hombres de ese tal Espartaco los reciben con
los brazos abiertos. Por favor, tened en cuenta que los desertores no eran sólo siervos,
sino en igual medida artesanos, trabajadores y jardineros. También se repitieron los
saqueos en los suburbios cercanos a Regio Romana.
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—¡Qué tiempos maravillosos para tu obra! —le dijo la anfitriona a Rufo—. He
oído que produce un escándalo cada día. No puedo dejar de verla, pero es imposible
arrastrar a Aulo hasta el teatro.
Se sentaron a la mesa.
—¿La has visto? —preguntó Rufo al tribuno mientras comenzaba a comer el
pescado con corrección—. Es bastante primitiva e improvisada, al estilo de las
antiguas obras atelanas, pero aunque parezca extraño, despierta un gran entusiasmo
en la gente.
—La he visto —dijo el tribuno— y el propio hecho de que sea primitiva la hace
aún más sediciosa. Si tuviera alguna influencia con la política de espectáculos —
intercambió una rápida mirada con el senador—, la haría prohibir.
El anfitrión miró a Rufo, que se había atragantado con el último mordisco de
pescado, y sonrió.
—¿Y qué hay de los principios democráticos, amigo? —le preguntó a Mutilus.
—Tienes que ir a verla, Egnacio —respondió el tribuno sin devolver la sonrisa—.
Intenta demostrar a la gente, digamos que de forma prácticamente matemática, que lo
mejor que pueden hacer es unirse a los bandidos.
—En tu último discurso —dijo Rufo, despechado—, dijiste algo similar, aunque
mucho más subversivo. Es verdad, que lo hiciste con tanta propiedad como para que
una parte se quedara grabada en mi memoria: «Las bestias salvajes de Italia tienen
sus cuevas —citó con una sonrisa sarcástica—, pero los hombres que luchan y
mueren por ella no tienen morada y se ven obligados a vagar con sus mujeres y sus
hijos, sin un techo. Los políticos mienten cuando animan a los pobres a defender su
hogar de los enemigos, pues ellos no tienen hogar ni ninguna propiedad digna de
defenderse. Los llama los amos del mundo y sin embargo no tienen un simple terrón
de suelo». ¿No te parece un discurso sedicioso?
—Por lo visto —rió la anfitriona—, nuestros dos invitados están completamente
de acuerdo con los bandidos.
—Yo sólo me refería a la reforma agrícola —dijo el tribuno, cuya cara se había
ruborizado—. Además, era sólo una cita de un discurso del mayor de los Gracos.
—Si yo permitiera a mis actores citar a los clásicos —dijo Rufo—, como a Platón
o a Faleas de Caledonia, con sus provocativos discursos sobre la igualdad y la
propiedad común, hace tiempo que estaría en prisión.
—Si mi esposo te encierra, yo te enviaré un poco de jamón a la prisión todos los
días —ofreció la anfitriona.
—Eres muy amable —respondió Rufo—, pero mucho me temo que si Roma
sigue preocupándose tan poco como hasta ahora en enviar refuerzos, ninguno de
nosotros estará en posición de encerrar al otro ni de portarse amablemente con él…
—¿Realmente crees que este Espartaco es tan peligroso? —preguntó la anfitriona.
Rufo se encogió de hombros.
—No cabe duda de que los saqueos de anoche fueron organizados —respondió el
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tribuno—. Y esas masas de desertores dan que pensar. Es evidente que los hombres
de Espartaco han logrado hacer entrar a un número considerable de emisarios.
—El mejor emisario, amigo mío, es la afinidad de todos los estómagos
hambrientos —dijo Rufo—. Cuando un estómago gruñe en Capua, es como si tocara
un diapasón, y todos los estómagos hambrientos de Italia elevan sus voces al unísono.
En ese momento, Rufo supo que todas las personas sentadas a la mesa pensaban
lo mismo: que el propio Rufo, un siervo hasta hacia diez años, sabría mucho de la
acústica de los estómagos hambrientos. Entonces puso un trozo de comida de nuevo
en el plato, se secó los dedos y miró fijamente al viejo Egnacio.
—Después de todo, yo debería saberlo —dijo sin especial énfasis y volvió a
concentrar su atención en la carne asada.
La esposa del consejero dio rápida cuenta del contenido de su cuarta o quinta y
copa y extendió el brazo sobre su hombro para que volvieran a llenarla. El viejo
criado situado a su espalda sirvió sólo hasta la mitad, evitando mirar al consejero.
—Me encantaría saber qué tiene de especial ese tal Espartaco —dijo la anfitriona
—. Hace tres meses nadie conocía su existencia y hoy es una leyenda ambulante.
No alcanzo a entender cómo un hombre así puede haber ganado semejante poder
sobre las masas.
—Yo tampoco —dijo el viejo Egnacio—, pero tal vez nuestro querido Rufo lo
explique diciendo que su estómago ruge más fuerte que cualquier otro de Italia.
—No me parecería una explicación suficiente —dijo Rufo.
El tribuno se aclaró la garganta, obviamente celoso de la reputación del hombre
ausente.
—Se supone que es un orador notable —observó—, y considero que ésa es una
explicación suficiente.
—Yo no —dijo la anfitriona mientras extendía otra vez su copa hacia el criado—.
Debe tener algo más. ¿Sabes cómo me lo imagino? —le dijo a Rufo tocándole el
hombro—. Con el cuerpo cubierto de vello, el pecho desnudo y una mirada capaz de
atravesarte. El año pasado asistí a la ejecución de un hombre que agredía a niños
pequeños en las montañas y tenía unos ojos así.
Rió con entusiasmo y Rufo pensó que un hombre de más de sesenta años no
debería casarse con una jovencita. Quizás Egnacio leyera sus pensamientos, pues
interrumpió con deliberada brusquedad:
—¿Sabes cómo creo yo que es? Calvo, gordo y sudoroso, como los porteadores
de Suburra. Sin duda cuando habla pasa de la pasión a la obscenidad. Además, es
probable que sea un sentimental y tenga varios amiguitos jóvenes.
—Todos de acuerdo —dijo Rufo con tono jovial—. A propósito, yo lo conocí
personalmente.
—¡Oh! —exclamó la anfitriona—. ¿Y por qué no lo has dicho antes?
—Lo vi en la escuela de gladiadores de mi amigo Léntulo, en Capua —dijo Rufo
complacido por el efecto de sus palabras—. Léntulo me mostró su escuela mientras
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los gladiadores hacían sus ejercicios matinales.
—¿Qué aspecto tenía? ¿Te impresionó de inmediato?
—No lo creo, pues sólo recuerdo que llevaba una piel alrededor de los hombros,
pero eso no tiene nada de especial entre los bárbaros.
—¿Cómo era su cara? —preguntó la anfitriona.
—Lamento decepcionarte, pero no la recuerdo con exactitud. Como ya he dicho,
no causó una profunda impresión en mí. Yo diría que era una cara vulgar, ancha,
amable en un cuerpo bien formado y algo huesudo. Lo único especial que recuerdo es
que tenia una expresión reflexiva que recordaba a la de un leñador.
—¿Pero no notaste algo misterioso en él, una fuerza mágica?
—Que yo recuerde, no —respondió Rufo complacido, pues un sentimiento de
solidaridad hacia Egnacio lo hacia alegrarse de decepcionar a la joven dama—.
¿Sabes? No es lo mismo ver al rey Edipo en un escenario que cepillándose los
dientes.
—Pero en primer lugar debe tener algo que lo haga digno de aparecer en el
escenario —dijo la anfitriona molesta.
—Estoy de acuerdo —dijo Rufo—. Aunque personalmente creo que las
circunstancias producen al héroe y no lo contrario, si bien es cierto que las
circunstancias suelen elegir al hombre adecuado. Creedme, la historia tiene un
instinto especial para descubrir a esa clase de personas.
La conversación decayó y se concentraron en la comida y en la bebida. Uno de
los criados que entraban y salían del comedor se inclinó a decirle algo al oído a su
amo.
—¿Saqueos otra vez? —preguntó Rufo, a quien nunca se le escapaba nada.
—Algo sin importancia… en los suburbios —dijo el viejo Aulo mientras miraba
con disimulo a su esposa.
La joven no parecía inquieta, pero no dejaba de beber y su ánimo se alegraba cada
vez más. Rufo sintió la presión de su muslo en la rodilla.
—En Nola estamos acostumbrados a cosas peores —dijo el viejo caballero—. …
Cuando recuerdo la guerra civil… —se interrumpió mirando al tribuno con una
expresión desconcertante.
—¿Tienes algún parentesco con Gayo Papio? —le preguntó Rufo al tribuno
mientras retiraba la rodilla con una mirada paternal a la anfitriona.
—Era mi tío —respondió el tribuno, seco y ceñudo.
El tribuno Herius Mutilus tenía veinte años cuando las naciones del sur de Italia,
los samnitas, marsos y lucanos se rebelaron contra Roma. Su tío, Gayo Papio
Mutilus, había sido uno de los cabecillas de la insurrección. Nola, cuya población era
íntegramente samnita, fue la primera ciudad que se unió a los rebeldes, a pesar de la
resistencia de la aristocracia proromana. Los romanos sitiaron Nola durante siete años
y Nola se mantuvo firme. Luego la propia Roma estalló en la revolución democrática
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de Mario y Cina. Nola se apresuró a abrir sus puertas y a fraternizar con el principal
enemigo de Roma, bajo el estandarte de la revolución, pese a la resistencia de la
aristocracia, que de repente olvidó sus sentimientos proromanos y se proclamó
separatista. Tres años más tarde, Sila puso en marcha la restauración de Roma y se
produjo un nuevo cambio en Nola: la aristocracia declaró que siempre había pensado
que sólo una alianza con Roma podría salvar la ciudad. Sin embargo, la facción
populista cerró las puertas y soportó con estoicismo otros dos años de sitio. Al final,
los insurgentes se vieron obligados a huir, aunque no sin antes prender fuego a las
casas de los aristócratas. El último cabecilla de la rebelión del sur de Italia, Gayo
Papio Mutilus, resultó muerto cuando escapaba.
—Yo conocía bien a tu tío —dijo la anfitriona—. En aquella época era pequeña y
él me mecía en sus rodillas. Tenía una barba maravillosa, así… —indicó con un gesto
el tipo de barba que tenía el héroe de Samnio.
—Era un gran patriota —dijo Egnacio con solemnidad, temiendo que su esposa
hubiera herido los sentimientos del tribuno—, aunque también un despiadado
fanático y un devorador de romanos —añadió.
—No digas tonterías, Aulo— replicó el tribuno—. ¿Por qué no haces gala tú de
ese célebre fanatismo, tú, un miembro de las familias más antiguas de la ciudad?
Porque tú y los intereses de tu facción estáis indisolublemente ligados a los
intereses de la aristocracia romana, que siempre ha evitado la reforma agrícola y
protegido a los grandes terratenientes. La rebelión del sur de Italia no fue más que
una rebelión de campesinos, pastores y artesanos contra los usureros y grandes
propietarios. Su programa no era samnita, lucano o marso, sino un programa de
reforma agrícola y derechos civiles. De hecho, es posible resumir los últimos cien
años de la política interior de Roma en una sola frase: la lucha desesperada entre la
clase media rural y los grandes terratenientes. El resto no es más que un montón de
crónicas oficiosas.
—¿Más pescado? —ofreció la anfitriona.
—No, gracias —respondió el tribuno, furioso de que tocara justo el tema que lo
había puesto de mal humor, pues era incapaz de comer el pescado con elegancia.
—Estas teorías modernas son muy ingeniosas —dijo el viejo Egnacio—, pero yo
no creo en ellas. En mi opinión, la causa de todos los males reside en la degradación
moral de la aristocracia romana, en su lujo y su corrupción. Ahora bien, el viejo
Caton…
—Por el bien de la paz, deja al viejo Catón fuera de esto. Esas exaltaciones
sentenciosas de las virtudes de los antepasados ya no impresionan a nadie. Sabes tan
bien como yo que el viejo Catón fue acusado de soborno exactamente cuarenta y
cuatro veces.
—Debo admitir que ambos estáis muy bien informados sobre temas históricos —
dijo el viejo Aulo, cuya expresión se había llenado de tedio durante la última parte de
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la discusión. Se levantó, cruzó despacio la habitación, se detuvo con aire ausente ante
el jarrón negro y lo acarició con ternura con un dedo—. ¿Qué opinas de esta pieza,
Rufo?
—Es hermosa —respondió Rufo—. La he estado mirando toda la noche.
—No tengo argumentos en contra tuyo —dijo el consejero general—, y aunque
creas que soy un ridículo sentimental te diré una cosa: este jarrón es mi argumento,
un argumento mucho más fuerte que cualquiera que podáis aportar vosotros.
—¿Quieres decir…? —Comenzó Rufo.
—No quiero decir nada —interrumpió el anciano enfadado—. No es necesario
discutirlo todo.
—Sólo quería señalar que ese jarrón no es italiano, sino cretense. Corrígeme si
me equivoco.
—¡Pero yo lo he comprado! —exclamó el anciano—. Y no importa dónde sean
modeladas, pintadas, escritas o inventadas estas cosas, siempre llegan a nosotros.
Sin nosotros, la vilipendiada aristocracia romana, no se habría fabricado nada de
esto.
—Es probable —asintió Rufo e hizo una pequeña inclinación de cabeza para dar
por concluida la discusión.
El tribuno esbozó una sonrisa despectiva, aunque ni él mismo sabia si se la
dedicaba al viejo aristócrata o al nuevo rico.
—¿Por qué no salimos al jardín? —dijo la anfitriona mirando más allá de Rufo—.
Hace demasiado calor para hablar de política.
Palmeó las manos y enseguida apareció el anciano criado.
—Haz traer antorchas —dijo el consejero—. Vamos a salir al jardín.
—Las traeré de inmediato, Aulo Egnacio —dijo el criado.
—Tú no, he dicho que las hagas traer —dijo el consejero, incapaz de librarse de
su enfado.
Estaban todos de pie junto a la puerta que conducía al jardín. Fuera hacia fresco y
estaba oscuro, pero en dirección a la ciudad una franja rojiza cruzaba el cielo.
El viejo criado permaneció inmóvil, avergonzado.
—¿No lo entiendes? —cuestionó la anfitriona a su marido con una risita nerviosa
—. Se han ido todos los criados. Ahora comienza la diversión…
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que consiguió salvar, además de su vida, fue una vasija de cerámica que rescató de la
casa en llamas de Egnacio, un jarrón con una bailarina pompeyana, cuya frágil figura
desnuda, suspendida entre las alas desplegadas de su velo, resaltaba en alegre tinte
rojo sobre el fondo negro.
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3
Ruta directa
Los diez mil hombres, a caballo y a pie, se dirigen al norte por el camino principal.
Tras ellos, la lluvia extingue los últimos fuegos de las casas de Nola. La lluvia se
ha teñido de negro al rozar las vigas chamuscadas y cae en sucios riachuelos
borboteantes sobre las piedras de las casas desmoronadas.
Numerosos cadáveres yacen entre las furtivas callejuelas del interior de la ciudad.
La lluvia los ha lavado, empapado, y parecen los cuerpos de hombres ahogados.
Yacen desparramados entre las ruinas de las casas saqueadas, entre muebles y
utensilios del hogar, espejos y armarios, camas y ollas, sillas y ropa. Mujeres
acuclilladas sobre los escombros, con los brazos enterrados hasta los codos en el
barro, buscan sus pertenencias, mientras los hombres lloran en silencio sentados a su
lado.
Sobre el barro tiznado reposan copas de oro y candelabros de plata de un templo,
pero nadie los toca. Nola está en silencio.
Nola está en silencio. La noche anterior se había estremecido con una tormenta de
locura, un coro de asesinatos e incendios, el estrépito de casas desmoronándose, el
rugido del ganado y los angustiados gritos de los niños; pero ahora Nola está en
silencio y sólo se oye el murmullo gutural de los riachuelos de lluvia sobre las calles.
Ya se han ido. ¿Se han ido realmente? ¿No volverán? El ejército de los
menesterosos camina pesadamente hacia la zona alta de la ciudad, construida de
piedra y ladrillo. Llevan carretillas y carros tirados por mulas repletos de mesas rotas
con patas elegantes, ruecas con bobinas empapadas por la lluvia, guitarras, sartenes,
ataúdes de niños entreabiertos, una ternera muerta, ídolos de madera con ojos ciegos.
Se encuentran con los primeros voluntarios, hombres jóvenes en filas militares, que
están evacuando los barrios bajos.
¿Se han ido? ¿Realmente se han ido? Al retirar los escombros, se encuentran
cuerpos y miembros humanos apilados en el anfiteatro. La parte alta de la ciudad, por
extraño que parezca, ha sufrido pocos daños. Aunque han saqueado y demolido
numerosas mansiones, los bandidos concentraron su ira en el interior de la ciudad.
Intimidados por las tranquilas avenidas con sus oscuros y cuidados jardines, se
sintieron más en su elemento entre las tabernas, las tiendas de comida y los burdeles
de los barrios bajos, donde, además, las calles de madera ardían con la misma
facilidad que las antorchas.
¿Se han ido? ¿De verdad se han ido? La lluvia cae sin cesar. Aquellos que se han
quedado sin hogar son provisionalmente alojados en mercados y edificios públicos y
al mediodía los consejeros supervivientes se reúnen en el municipio. La sesión
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comienza entre los escombros, en medio del desánimo general y el asistente del
consejero principal pronuncia el afligido discurso. Una terrible fatalidad, dice, se ha
llevado a un tercio de sus colegas, entre ellos el venerado Aulo Egnacio, en cuyo sitio
se ve obligado a presentarse ante la asamblea. Sin embargo, continúa el orador —
cuya ponzoñosa rivalidad con el viejo Egnacio era bien conocida por todos—, las
cosas podrían haber salido peor. Por fortuna, los depravados habían descargado su
furia sobre todo en los barrios bajos, encarnizándose contra sus iguales, y
prácticamente habían evitado los barrios residenciales de las clases altas. Ahora
llegaba el momento de tomar las medidas necesarias, y, sobre todo, de exigir
compensaciones.
El patetismo de la desesperación deja paso de forma gradual a consideraciones
materiales. Es necesario tomar medidas y negociar un préstamo. La ciudad debe
hacer uso de sus derechos en caso de sitio no reclamado. Es de esperar una súbita
caída del precio del suelo, por lo cual habrá de tomar precauciones contra la
especulación.
Entre las filas de bancos pronto se observan ausencias: en los pasillos, los
consejeros cierran en secreto los primeros negocios de tierras.
¿Se han ido? ¿De verdad se han ido?
Cae la noche, la lluvia no cesa y la brigada voluntaria de auxilio, integrada por
jóvenes distinguidos, abandona el interior de la ciudad en formación militar. Se
encuentran con una pandilla de saqueadores encadenados, que quedaron rezagados
por emborracharse en los sótanos de una hacienda. Los criminales son separados con
violencia de la milicia y apaleados allí mismo. Antiguos criados y porteadores de
literas que esperan la salida de sus amos del municipio son considerados sospechosos
y asesinados, y comienza la persecución de los siervos que habían permanecido en la
ciudad. Fieles a sus amos, no habían participado en el desorden y la rebelión, y ahora
pagarían por ello. Al igual que la lluvia, la masacre de esclavos se prolonga durante
toda la noche. Por la mañana, la brigada de auxilio, formada por jóvenes distinguidos,
ha superado con la cifra de esclavos muertos el número de víctimas del
levantamiento.
Pocos esclavos de Nola sobrevivieron a aquella noche, pero los que lo lograron
pensaron que los muertos merecían su destino y maldijeron a ese tal Espartaco, a
quien consideraban responsable de su situación.
Quince mil hombres, a caballo o a pie, avanzaban hacia el norte por el camino
principal.
Tras ellos quedaban las ruinas de Sessola, la mitad de las casas incendiadas y tres
mil muertos; el resultado de una sola noche de trabajo. Al mediodía, cuando
marchaban hacia la puerta del norte a través de la estremecida ciudad, la
contemplaron una vez más bajo la brillante luz del sol. Los negros restos de la ciudad
aún humeaban y el aire seguía impregnado del olor a carne quemada. En su camino,
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las calles estaban flanqueadas de cadáveres, apilados a ambos lados por manos
desconocidas.
El hombre de la piel los contempló desde el frente de sus filas: algunos cerraban
sus manos al aire, otros mostraban los dientes; algunos estaban negros, calcinados, las
mujeres yacían boca arriba con los muslos desvergonzadamente abiertos y niños en
sus regazos con los miembros dislocados. Era el Estado del sol.
No sabía cómo había ocurrido ni si hubiera podido evitarse, sólo sabía que era
culpa de Crixus. Con todo el peso apoyado sobre la silla, el gordo cabalgaba como si
su caballo fuera una muía, dormitando con expresión inescrutable. Las cosas habían
ido así a partir de la batalla del Vesubio. Él, Espartaco, había dividido a la horda en
grupos y regimientos, les había enseñado a fabricar armas, había moldeado un
ejército de un montón de barro. Mientras tanto, Crixus había permanecido a un lado,
sombrío y ausente, sin interferir ni colaborar, acostándose con mujeres y hombres,
dormitando como un lóbrego espectro. Sin embargo, la noche en que las puertas de
La ciudad se abrieron ante ellos, Crixus se despertó; había llegado su hora. De Nola
sería el cuartel de invierno de todos, pero la primera noche que pasaran entre sus
paredes sería la noche de Crixus, la noche del pequeño Castus y sus Hienas.
La horda parecía bajo los efectos de un veneno o del alcohol y las palabras no
significaban nada para ella. La cháchara del esenio de cabeza bamboleante, toda
aquella plática sobre la justicia y la buena voluntad, había volado como paja
empujada por el viento, se había esfumado con la brisa caliente que traía consigo el
olor de las ciudades quemadas, bajo cuyas ruinas yacía el Estado del Sol.
¿Qué había hecho mal, qué había omitido, para permitir que la horda escapara a
su control, que sus palabras no significaran nada para ellos? Había intentado caminar
por la ruta directa, el cruel pasado a la espalda y el objetivo al frente, sin girar a la
derecha o a la izquierda. ¿O acaso aquél habría sido el error, caminar en una ruta
recta y directa? ¿Era necesario tomar desvíos, transitar por caminos torcidos?
Tiró de las riendas con violencia y dio la vuelta entre la silenciosa columna de la
horda. Crixus giró la cabeza, lo miró con expresión indolente y siguió cabalgando con
todo el peso de sus nalgas inmóviles sobre el caballo que montaba como si fuera una
mula. Es probable que soñara con Alejandría.
Pero la horda que marchaba por el camino con serenidad, vio pasar a Espartaco,
erguido y rígido en su caballo, con la cara muy delgada y los ojos hundidos e
indiferentes. Sus labios se habían vuelto severos, finos, y sus ojos habían
empequeñecido; la expresión amable había desaparecido de su rostro. Los hombres se
volvían al verlo pasar entre el polvo y se hacían señas entre si. Suspiraban en parte
arrepentidos y en parte apenados de que Espartaco se mostrara tan poco razonable.
¿Qué esperaba de ellos? ¿Lo habían ofendido por ajustar cuentas con los amos y
capataces de esclavos? Si ellos no los mataban, los matarían a ellos.
¿Acaso no habían perdonado a todos los esclavos que se habían puesto de su
lado? ¿No los habían llevado con ellos?
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¿Qué pretendía Espartaco?, ¿por qué estaba enfadado con ellos? ¡Por los ceñudos
dioses!, ¿qué eran ellos, después de todo? ¿Un grupo de bandidos o una banda de
peregrinos piadosos, una secta de estúpidos viajeros?
Veinte mil hombres, a caballo o a pie, avanzaban hacia el norte por el camino
principal.
La tercera ciudad, ahora convertida en un montón de ruinas humeantes, se
llamaba Calatia y no había ofrecido la menor resistencia. Sus puertas se habían
abierto como por arte de magia, y la ciudad se había entregado, temblorosa y
sollozante, como la vida se entrega a la muerte. Aquellos que vivían detrás de sus
murallas aguardaban la llegada de tropas romanas, pero las tropas no habían venido.
Algunos suplicaron piedad, pero no la obtuvieron, pues la muerte no conoce piedad,
clemencia ni justicia; es la Muerte, y sólo logran escapar de sus garras aquellos que
confraternizan con ella, convirtiéndose a su vez en asesinos.
La lluvia inundaba la tierra de Campania, haciendo manar turbios arroyuelos
sobre la vía Apia. Brotaba de las nubes para regar cultivos, lavar techos y ventanas, y
moría con un siseo sobre los escombros negros y la sangre pegajosa. Era el fin de
Campania, asolada por una horda de varios miles de demonios que pisoteaba su
esencia y se precipitaba de pueblo en pueblo, como una mortífera maldición.
La lluvia inundaba la vía Apia. Sobre sus grandes, brillantes bloques de piedra y
entre sus flancos en declive, la horda marchaba hacia el norte en una caravana de
varias millas de largo. La vanguardia al frente, con sus grandes escudos, jabalinas y
espadas; cada grupo a las órdenes de un capitán gladiador. Los flanqueaba la
caballería, formada por los sirios y los pastores lucanos. Tras ellos, los guardias con
pesadas armaduras, brazos y piernas cubiertas de acero: los criados de Fanio. Por fin
la interminable, salvaje, lenta masa de gente sin armas apropiadas, que empuñaba
porras, hachas, guadañas, estacas y avanzaba, descalza y harapienta, cojeando,
maldiciendo o cantando. Tras ellos venia el séquito del campamento: mulas y carros
de bueyes, botín y equipaje, mujeres, niños, lisiados, mendigos y putas.
Los feroces perros peludos de los pastores lucanos, medio lobos, habían
engordado con la carne de los muertos y corrían aullando junto a la caravana de
esclavos.
Habían descendido del monte Vesubio en busca del Estado del Sol, pero habían
sembrado fuegos y cosechado cenizas.
Ahora marchaban hacia la ciudad de Capua.
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4
Las mareas de Capua
Capua resistía.
Nola, Sessola, Calatia se habían rendido. El mensaje de Espartaco había
traspasado sus trincheras, los siervos habían abierto las puertas y las murallas se
habían desmoronado sin necesidad de lucha o máquinas de sitio, pero Capua resistía.
Curiosos sucesos habían acontecido en la ciudad de Capua.
Las primeras noticias de la caída de Nola llegaron a Capua por boca del
empresario Rufo, que había entrado a la ciudad montado sobre un caballo empapado
de sudor, sin sirvientes ni equipaje, y con un aspecto tan patético que los guardias
habían estado a punto de negarle el paso. Fue directamente a casa de su amigo
Léntulo, tomó un baño y conversó con él durante un rato. Había ganado varias horas
de ventaja a los mensajeros del Senado y a los de las grandes compañías mercantiles.
La noticia de la caída de Nola era más importante que una docena de informes
sobre el frente asiático, pues presagiaba una guerra civil. En realidad, el destino de la
república romana estaba en juego. El aliento de la historia soplaba a través del
espacioso baño de Léntulo; los dos hombres, envueltos en sus batas, lo sintieron
despeinar sus cejas y decidieron comprar cereal sin dilaciones y a cualquier precio.
Juntos tomaron las medidas necesarias en unas cuantas horas, tras las cuales
fueron a visitar al principal consejero municipal para informarle de lo sucedido.
Mientras tanto, los primeros rumores sobre la destrucción de Nola habían llegado
a la ciudad. El populacho abarrotaba los mercados de pescado y de ungüentos, y en
los paseos cubiertos, salones públicos y baños no se hablaba de otra cosa. Se reunían
en grupos, discutían y gesticulaban; y mientras algunos demostraban abiertamente su
alegría, otros sacudían las cabezas sin lograr disimular cierta satisfacción secreta.
Aquel sentimiento de contento general pronto estalló en exclamaciones de ostensible
triunfo y, aunque los motivos variaban de unos a otros, se fundieron en una emoción
común a medida que más y más gente se agrupaba en las calles. La multitud atestaba
las calles de Capua cuando el ejército de esclavos aún estaba a varias millas de allí.
El orador y picapleitos Fulvio, famoso por los sediciosos discursos que
pronunciaba a diario en el vestíbulo de los baños de vapor, más tarde escribiría un
tratado que resumía las razones de aquella turbulenta inquietud. La obra nunca llegó a
ser publicada, pero su titulo rezaba:
DE LAS CAUSAS DE LA ALEGRÍA DE LOS SIERVOS Y LA GENTE COMÚN ANTE LAS NOTICIAS
DE LA CONQUISTA DE LA CIUDAD DE NOLA POR EL GLADIADOR Y JEFE DE BANDIDOS
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ESPARTACO.
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ventana. A esa misma hora, se producían saqueos en los suburbios del oeste.
Una semana más tarde, cuando el ejército de esclavos llegó a Capua, encontró las
puertas cerradas y a todos los habitantes de la ciudad, libres y esclavos, unidos contra
él con fervoroso entusiasmo.
Algo extraño había sucedido en la ciudad de Capua. ¿Cómo se había producido
aquel cambio radical en las ideas de la gente, cuando apenas unos días antes exigían
que se abrieran las puertas y esperaban con impaciencia a Espartaco, el liberador?
¿Cómo era posible que bloquearan las puertas y marcharan a custodiar las
murallas con fervoroso entusiasmo, los siervos a defender su cautiverio, los
desgraciados a vigilar su miseria, los hambrientos a arriesgar su vida y sus
extremidades por el rugido de sus tripas?
Cierto picapleitos y retórico que había estado a punto de morir por permanecer al
margen del grandioso levantamiento patriótico —su nombre era Fulvio y su destino
la cruz— volvió a casa aquel día y cogió una pluma con la intención de volcar por
escrito los sucesos acontecidos en la ciudad de Capua y los motivos que los
suscitaron. Era abogado, además de escritor, y por tanto conocía las tramas y
complicaciones del alma humana, conocía su codicia y su serena necesidad de
prudencia. Escribió su tratado en una miserable habitación de la buhardilla situada en
la quinta planta de un edificio de alquiler, junto al mercado de pescado. Sobre su
tambaleante escritorio, se cernía la cruz de vigas de madera que sostenía el techo, por
lo cual se veía forzado a escribir siempre inclinado. Siempre que lo asaltaba una idea
afortunada, daba un respingo y se golpeaba la cabeza contra la enorme viga, de modo
que Fulvio estaba destinado a pagar cada pensamiento lúcido con un chichón en el
cráneo. El aire de la buhardilla, impregnado del hedor a pescado podrido, resultaba
sofocante, y por la ventana penetraba el rumor de la belicosa multitud congregada en
las murallas y en las calles.
Ya había concluido la primera parte del tratado, dedicada al entusiasmo que
Espartaco y su causa habían despertado en un principio, y se hallaba a punto de
iniciar la segunda y más difícil, referida a la súbita hostilidad con que los esclavos de
Capua habían reaccionado contra el ejército de esclavos. Comenzó por el titulo:
Pero tan pronto como hubo escrito estas palabras, advirtió que eran incorrectas.
Recordó los numerosos casos que había atendido en su condición de abogado y la
tenacidad y astucia con que sus clientes defendían sus intereses, siempre dispuestos a
enviar a sus vecinos a las mazmorras o al patíbulo por el simple robo de una cabra.
Desde abajo llegaba el bullicio de una brigada. No eran soldados, sino esclavos
armados por sus amos, y se dirigían a las murallas a enfrentarse con Espartaco, a
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luchar con claro entusiasmo contra sus iguales, por el bien de sus opresores. Fulvio
tachó el título y escribió debajo:
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habían quedado olvidados. Agitaban banderas y blandían lanzas. Los esclavos, en
especial, estaban rebosantes de alegría, pues el Consejo les había repartido armas y de
ese modo los había elevado, aunque sólo de forma temporal y revocable, a la
condición de soldados y ciudadanos libres de Roma.
El pequeño abogado con la calva llena de protuberancias, que merodeaba por las
calles solo con su tristeza y su verdad, más tarde observaría en su diario: «Desarman
a los esclavos entregándoles espadas. Así de ciegos son aquellos condenados a ver la
luz solo desde la oscuridad».
Pero el presente no necesitaba de esa clase de aforismos ni de los rumores que
pretendían que la pasión de la facción demócrata había sido fraguada por sus
enemigos mortales, los aristócratas y miembros del Consejo municipal, por
mediación de un tal Léntulo Batuatus, un contratista de gladiadores y antiguo cerdo
electoralista de Roma. Aquellos que divulgaban esos rumores eran considerados viles
agitadores y aguafiestas, y varios de ellos, desenmascarados como agentes de
Espartaco fueron arrojados de las tribunas y asesinados a golpes.
La marea había cambiado en Capua. Los amigos del pueblo hablaban al mismo
tiempo en cada calle, en cada edificio público, en cada mercado. El Senado no los
había enviado y ninguna facción política les pagaba, sin embargo allí estaban,
cumpliendo con su deber. Eran patriotas. Advirtieron a los siervos y a la plebe que la
rebelión o la guerra civil eran acciones tontas y equivocadas. Les devolvieron la fe en
la república y en la grandiosa comunidad de ciudadanos romanos. Se ganaron el
corazón de los siervos prometiéndoles que el Consejo municipal los armaría en señal
de confianza; de modo que los esclavos tendrían oportunidad de defender a sus amos
y demostrar que merecían ser miembros de la gran familia de Roma. Pues, ya
vivieran alojados en palacios o en chozas, ataviados con togas blancas o con las
valiosas cadenas del trabajo honesto, todos eran hijos de la loba romana y todos
mamaban de ella la leche de la ley humana, del orden y la razón cívica.
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5
Los desvíos
Nola, Sessola y Calatia se habían rendido ante Espartaco, pero Capua resistía.
Las tiendas de los bandidos formaban un amplio circulo alrededor de la ciudad
atrincherada. Como una calamitosa nube de langostas se alzaban sobre los húmedos
campos de trigo del sur, entre el bendito cereal de Campania. Las grises tiendas
empapadas crecían sobre los inclinados viñedos del monte Tifata en grupos
irregulares, superpuestos de forma escalonada, dispersos entre fincas desiertas y
erosionadas galenas de mármol. Desde ambos lados, ascendían hacia las orillas del
Volturno, que había rebasado los diques y arrastraba barro sucio hacia el mar. Las
murallas de Capua se alzaban grises y altivas tras el velo de la lluvia.
En la cima del monte Tifata, rodeado de melindrosas arcadas y glorietas, se
hallaba el templo de Diana, morada de cincuenta sacerdotisas vírgenes. Ellas habían
pisado las uvas sin ayuda del exterior y habían vigilado la fermentación del vino en
las oscuras bodegas. Se emborrachaban a menudo y se amaban pecaminosamente
entre sí; pues ningún hombre podía aproximarse a sus tierras sagradas. Ahora los
gladiadores Espartaco, Crixus y los demás comandantes de la legión de esclavos
estaban sentados en el convento de Diana, donde conferenciaban y discutían sin
llegar a un acuerdo.
No tenían máquinas de sitio. Al igual que en anteriores ocasiones, habían enviado
emisarios secretos a la ciudad para invitar a los esclavos a formar parte de la gran
confraternidad del Estado del Sol. Sin embargo, el Estado del Sol yacía bajo las
negras ruinas de Nola y Calatia, y sus portavoces habían sido asesinados tras las
murallas sin ceremonia ni trascendencia.
Mientras tanto los esclavos de Capua, apostados en los bastiones, empuñaban
contra los de fuera las armas que habían recibido de los de dentro. Sacudían sus
lanzas y no querían saber nada del Estado del Sol.
En el elegante templo de Diana, todavía impregnado de la fragancia de los
bálsamos y perfumes de las sacerdotisas, los gladiadores seguían discutiendo. Sólo
Espartaco y Crixus guardaban silencio. Poco a poco, el campamento se había
dividido en dos grupos, el que apoyaba a Crixus y al hombrecillo y el que respaldaba
a Espartaco, formado por la mayoría. Habían recuperado la sensatez de forma
gradual, y afirmaban que la loca violencia de las Hienas contra los pueblos
conquistados era la razón por la cual los esclavos de Capua se negaban a aliarse a
ellos. Un enorme desánimo se apoderó de la horda: allí tenían lluvia, tiendas
empapadas, enojo y decepción, mientras al otro lado estaba la ciudad más opulenta
después de Roma, seca y cálida, llena de olores procedentes de las tiendas de comidas
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preparadas y de las especias de los mercados. Y el odioso hombrecillo con sus Hienas
lo había estropeado todo.
Durante el duodécimo día del sitio de Capua, cuando la lluvia amainó, un
delegado de la ciudad se dirigió al campamento de esclavos. Escoltado por dos de los
criados de Fanio y firmemente apoyado sobre su bastón —pues era un anciano—
caminó entre las tiendas sin desviarse hacia la derecha o a la izquierda y ascendió la
cuesta del monte Tifata. A su paso, provocaba curiosidad, asombro y risas. Allí estaba
el delegado de la ciudad de Capua, dispuesto a negociar, igual que en una guerra
normal. Los silenciosos y cuellicortos sirvientes de Fanio caminaban a su lado.
Cuando el anciano se detenía a recuperar el aliento, ellos también lo hacían, con
la vista fija en el camino, y luego continuaban subiendo la colina en silencio,
indiferentes a las risas y silbidos del resto del campamento.
Espartaco aguardaba al delegado sentado en un sofá del santuario de Diana. Los
criados de Fanio lo hicieron pasar y se retiraron. Espartaco se incorporó. Reconoció
al anciano de inmediato y sonrió por primera vez desde el incendio de Nola.
—Nicos —saludó con suavidad y cortesía—, ¿cómo está el amo?
El viejo criado guardó silencio. Luego se aclaró la garganta y retrocedió de forma
casi imperceptible.
—Estoy aquí en nombre del Consejo municipal de Capua.
—Vaya —dijo Espartaco con un deje irónico en la voz—, eres un personaje
oficial, padre mío. Ninguno de los dos lo habría imaginado, ¿verdad?
Se interrumpió porque el anciano no respondió y permaneció inmóvil en el
umbral de la puerta, pero no pudo evitar los recuerdos: el amplio patio cuadrangular
de la escuela de gladiadores, los dormitorios con el aire templado propio de un estado
e incluso la fraternal proximidad de la muerte habían cobrado la íntima calidez de las
cosas pasadas.
—¿Eres un empleado del Estado? —preguntó Espartaco—. ¿Un esclavo
municipal? ¿Te ha vendido el amo?
—He sido liberado —respondió Nicos con frialdad—. Soy oficial del Consejo de
Capua con todos los derechos cívicos, elegido para negociar con los rebeldes y su jefe
Espartaco el levantamiento del sitio.
«Balbucea como un hombre en su segunda infancia —piensa Espartaco—, se ha
aprendido el discurso de memoria. Nicos, aquel buen hombre a quien yo solía llamar
padre, ahora parlotea ante mí sin el menor vestigio de afecto. No se puede esperar
nada de nadie». —Antes solías hablarme de otra forma— dijo mientras volvía a
sentarse en el sofá.
—Antes —respondió Nicos—, ambos hablábamos de otra forma. Tu cara ha
cambiado tanto que no te habría reconocido. La senda del mal te ha vuelto los rasgos
duros y crueles y tus ojos también han cambiado. Estoy aquí para negociar el
levantamiento del sitio.
—Entonces negocia —dijo Espartaco con una sonrisa. El hombre guardó silencio
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—. ¡La senda del mal! —continuó Espartaco—, ¿qué sabes tú de sendas?
—Has elegido la senda del mal —dijo Nicos—, la senda del desorden. Mira —
continuó mientras se sentaba en el sofá junto a Espartaco—, yo soy viejo, honesto y
yermo. Durante cuarenta años he servido a mi amo esperando la libertad, y ahora que
soy viejo la libertad también es yerma. Sin embargo, cuando tú dices: «¿qué sabes tú
de eso?», puedo asegurarte que mucho más que tú. Quizás algún día hablemos de
ello, pero aún no ha llegado la hora.
—No sabia que fueras un filósofo, Nicos —dijo Espartaco—. La última vez que
te vi, en aquella taberna junto a la vía Apia, no hacías más que repetir que nos
colgaran a todos. Y estuviste a punto de venir con nosotros.
—Dudé, aunque sólo por un instante —respondió el anciano—, y no fui con
vosotros porque sabía que cogeríais la senda del mal y el desorden. ¿Qué hicieron tus
amigos con Nola, Sessola y Calatia? Habéis derramado sangre sobre nuestra
ordenada nación. Sembrasteis fuego y ahora cosecháis cenizas.
—Los esclavos estaban de nuestra parte —dijo Espartaco—. Nos abrieron las
puertas de Nola, Sessola y Calatia.
—En Capua nadie está de vuestra parte —dijo el anciano—. La gente os abrió las
puertas de sus ciudades y vosotros las destruisteis, así que ahora nadie volverá a
hacerlo. Todos saben que sois unos alborotadores y se han vuelto contra vosotros.
Espartaco guardó silencio.
—Nicos —dijo después de una pausa—, las órdenes eran buenas, pero hay
hombres que se niegan a obedecer. Hay algunos así entre nosotros. ¿Cómo podemos
apartarlos de los demás? ¿Cómo se separa la paja del grano? Eso es lo que deberías
decirme.
—No lo sé —dijo el anciano, y luego añadió con senil obstinación—: Es la senda
del mal.
Espartaco se levantó; ya no sonreía. La cámara sagrada estaba fría y lúgubre.
—Calla —dijo—. Sé más que tú sobre la senda correcta, Nicos. La descubrí en el
Vesubio, entre las nubes que me envolvían. Allí encontré a un hombre viejo, más
sabio que tú. Yo solía llamarte padre, pero él me llamó el Hijo del hombre. Aquel
anciano conocía la senda y me enseñó su nombre.
—¿Qué clase de nombre? —preguntó Nicos.
—El Estado del Sol —respondió Espartaco después de una pausa—. Ése es el
nombre de la senda.
—Yo no sé nada de eso —dijo Nicos—. Sólo sé lo que ocurrió en Nola, Sessola y
Calatia.
—Es verdad —dijo Espartaco—, pero ésas son pequeñas verdades y, como acabas
de enseñarme, aquellos que sólo reconocen las pequeñas verdades son muy tontos.
El anciano no pudo encontrar una respuesta. Estaba cansado y no comprendía las
palabras de Espartaco, que se había convertido en un extraño para él. Los criados de
Fanio trajeron antorchas y la sala se volvió súbitamente alta, clara, y las paredes
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parecieron alejarse.
El viejo Nicos estiró sus piernas gotosas, frágiles y rígidas, irguiéndose ante el
hombre al que había tratado como a un hijo y ahora era un bandido.
—El Consejo de Capua —dijo el viejo Nicos— te exige que levantes el sitio y te
advierte que la ciudad tiene suficiente cereal en sus graneros y vino en sus bodegas
como para esperar a que la lluvia ablande vuestros huesos y os arrastre hasta el
infierno. La moral de nuestros soldados es excelente y vosotros no tenéis máquinas
de sitio. Al Consejo no le importa que acampéis ante nuestras maravillosas murallas y
piséis nuestros campos de trigo, porque Roma está abarrotada de cereales traídos del
otro lado del mar y no tememos que escaseen. Sin embargo, el Consejo tiene razones
para desear que acampéis en otro sitio, tal vez en Samnio o en Lucania. El Consejo
opina que ese deseo sin duda coincidirá con vuestros intereses.
—Cháchara y más cháchara —dijo Espartaco—. Es obvio que eres viejo y no te
avergüenzas de ello. Si te he pedido que me dijeras cómo separar la paja del grano, es
porque necesitamos ese consejo de forma imperiosa. Nos acompañan dos tipos de
personas y deberíamos poder separarlas. Unos llevan una ira enorme y justa en sus
corazones, los otros sólo tienen los estómagos llenos de mezquina voracidad.
Ellos son los responsables de lo ocurrido en Nola, Sessola y Calada. Tenemos que
separarnos de ellos, pero será difícil, y debemos encontrar formas ingeniosas,
caminos indirectos para librarnos de ellos. Antes, no estaba seguro, pero ahora tú me
lo has hecho ver claro con tu cháchara y tus tonterías. ¿Tienes algo más que decir?
—Sí —respondió Nicos—. De hecho, aún falta lo más importante. El Consejo
municipal te advierte que el Senado de Roma ha enviado al pretor Cayo Varinio con
dos poderosas legiones para restituir el orden en Campania. Dentro de pocos días
llegarán tropas militares y os destruirán.
La voz regañona y quejumbrosa calló y el anciano aguardó con impaciencia el
efecto de su anuncio. Vio cómo el hombre de la piel alzaba la cabeza y cómo aquella
cara amada, que se había relajado con la conversación, se tensaba otra vez,
volviéndose dura y severa.
«Después de todo, tiene algo —pensó el viejo, y por primera vez su misión le
pareció desagradable y el hombre que tenía ante si, un enemigo—. Es un tirano y yo
negocio con él en nombre de la ciudad».
El anciano tensó su cuerpo inútil.
—Repite eso, pero con más detalles —dijo Espartaco.
Las antorchas proyectaban densas sombras sobre su cara, que parecía tallada
sobre un material inanimado, y sus ojos no albergaban el menor atisbo de amistad. El
anciano parpadeó y desvió la vista primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda
para evitar mirarlo.
«Estoy viejo —pensó Nicos—, ¿qué sé yo de él? Son gente dura y furiosa». Sólo
deseaba acabar con su misión.
—Vendrán dos legiones regulares bajo el mando del pretor Varinio —repitió—,
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unos doce mil hombres. Sus lugartenientes son Cosinio y Cayo Furio. Su ejército está
formado por veteranos de la campaña de Lúculo y nuevos reclutas. Avanzan con
lentitud, pero estarán aquí dentro de una semana, o incluso antes. ¿No me crees?
«Si al menos comenzara a hablar otra vez… —pensó Nicos—, nunca lo había
visto así. Después de todo, tiene algo».
Espartaco contestó con los ojos fijos en la cara de Nicos:
—Si eso es verdad, ¿por qué ibais a decírmelo? Si se acerca un ejército con el fin
de aniquilarnos, ¿por qué nos avisáis? Explícamelo.
—Puedo explicarlo —respondió el anciano con firmeza y confianza—. Ya te he
dicho que el Consejo tiene sus razones. El Consejo de Capua no está interesado en
que vuelva a salvarlo un ejército enviado por el Senado de Roma. Cada vez que
Roma salvó a Capua, ésta tuvo que pagar la factura. Así fue con Aníbal y las guerras
confederadas, por lo tanto el Consejo no quiere ser rescatado por Roma.
El anciano calló, aliviado. Había dicho la verdad y notó que el hombre de la piel
le creía.
—Vuestros consejeros son muy listos —dijo Espartaco tras meditar unos minutos
— y conocen bien los caminos indirectos. Piden soldados a Roma para combatirnos y
al mismo tiempo nos advierten sobre su llegada. Deberíamos aprender de vosotros.
—Nicos aguardó en silencio. El hombre de la piel le parecía más extraño que nunca
—. Se hace tarde —observó Espartaco—. ¿Quieres pasar la noche con nosotros o
prefieres regresar?
—Prefiero regresar —respondió el anciano.
Ya en el umbral, flanqueado por los silenciosos cuellicortos con sus antorchas, el
anciano oyó la voz del hombre de la piel. Sabía que tal vez la oía por última vez.
—Ven con nosotros, Nicos —dijo la voz—. Estás cansado, padre mío, y en
Lucania hay bosques.
El viejo, pequeño y frágil Nicos vaciló y se detuvo un instante entre los dos
criados cuellicortos, pero no se volvió.
—No —respondió y siguió andando, flanqueado por los sirvientes con las
antorchas sobre su cabeza.
Entonces la voz resonó una vez más y Nicos percibió la ironía de su tono.
—¿Acaso es la senda del mal, padre mío? —El anciano no se volvió ni respondió.
Siguió andando en la oscuridad, viejo e insignificante, bajo las altas antorchas de los
criados—. Adiós, padre —dijo la voz desde el templo por última vez, aunque Nicos
ya no podía oírla.
Una vez más, la asamblea no había llegado a ninguna conclusión. Una vez más se
habían sentado en torno a la enorme mesa de piedra y habían hablado durante horas,
odiándose en secreto unos a otros. Crixus había mirado a todos con expresión
sombría y luego había vuelto a sumirse en su letargo; el pequeño hombrecillo, sin
dejar de juguetear con su collar, había dicho que lo del ejército de Varinio era un
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cuento y que debían atacar Roma. El portavoz de los cuellicortos criados de Fanio
había puesto nervioso a todo el mundo con su acostumbrada rectitud. El sabio de
cabeza ovalada había citado confusos pasajes que nadie había comprendido. Enomao
se había limitado a mirar en silencio al hombre de la piel. La vena azul de su frente se
hinchaba con mudo entusiasmo y su tímida discreción también había puesto nervioso
a todo el mundo. Siguieron hablando; todos volvieron a repetir sus archiconocidos
argumentos, conscientes de que los demás no los escuchaban. La rancia solemnidad
de la asamblea se cernía pesadamente sobre ellos. Se conocían muy bien unos a otros,
y sabían más de lo que querían decir u oír allí. En los diálogos informales, llamaban
al pan, pan y al vino, vino, y todo quedaba claro, pero aunque aquellas asambleas no
eran más que la materialización de la suma de esos diálogos, el debate no era en
absoluto la suma de sus conversaciones, sino de sus aspectos formales y superficiales.
Ellos lo sabían, y también eran conscientes del mudo desdén del hombre de la piel,
cuyos ojos pasaban de un orador a otro, pero habían perdido su habitual
benevolencia. Sabían que se había distanciado de ellos y que al hacerlo los había
superado; sin embargo, no pronunciaba la palabra redentora ni asestaba el golpe
redentor. Por el contrario, los dejaba seguir tirando de los arreos, con otros diez mil
hombres a rastras —¿o eran veinte mil?—, atascados entre el barro, los rastrojos y las
tiendas empapadas. Y aquellos que debían guiarlos, tiraban en distintas direcciones,
conscientes de la impotencia de su propio odio, pero atrapados por ella, incapaces de
dar un solo paso.
Muy cerca se alzaban las murallas de Capua, como una burla petrificada, y sobre
ellas se apostaban los esclavos con sus armas dirigidas hacia ellos, pues sus
esperanzas yacían quemadas, sofocadas y enterradas en Nola, Sessola y Calatia.
Conscientes de todo esto, miraban con furiosa impotencia a Castus y sus Hienas, pero
Castus seguía jugueteando sonriente con su collar, pues en el campamento aún había
más de mil hombres que lo escuchaban. Vivían apartados de los demás, se vestían
con harapos y eran sanguinarios y lujuriosos.
Sentados en torno a la larga mesa de piedra, los gladiadores hablaron, discutieron
y se emborracharon. Más tarde se levantaron y volvieron a cruzar los húmedos
campos de rastrojos sin haber tomado ninguna decisión.
Más tarde, Castus, el hombrecillo, entró al santuario y anunció que los hombres
estaban inquietos, pues por el campamento corría el rumor de que los gladiadores
habían discutido y de que la horda iba a dividirse. Se detuvo junto a la puerta,
entrecerró los ojos para acostumbrarse a la penumbra y esbozó una sonrisa tensa. Sin
embargo, no recibió respuesta, de modo que permaneció donde estaba jugueteando
con su fino collar.
Crixus sorbió un trago de vino y lo escupió.
—¿Por qué vienes aquí con cotilleos? —le preguntó al hombrecillo.
—Pensé que os interesarían —respondió Castus.
—Pues no es así —dijo Crixus y se volvió hacia Espartaco—: ¿Nos interesan?
—No —respondió Espartaco—. Se ha decidido que algunos de nosotros saldrán
al encuentro de Varinio —le dijo al hombrecillo con fingida indiferencia.
—¿De veras? —preguntó Castus—. ¿Algunos de nosotros?
—Si —respondió Espartaco—. Aquellos que lo deseen.
Los tres callaron. Castus, que seguía en el umbral de la puerta, no hizo ademán de
acercarse.
—¿Y los demás? —preguntó.
—Nos iremos a Lucania —respondió Espartaco—. A las montañas, con los
pastores.
Hubo otra pausa, esta vez mas larga. Se oyó el bramido de una mula desde algún
lugar indeterminado y tardó unos instantes en apagarse. Después, reinó un silencio
absoluto.
Por fin el pequeño hombrecillo interrogó a la oscuridad, en la dirección donde
estaba Crixus.
—¿Tú también vas a Lucania?
Crixus no respondió, pero Espartaco lo hizo en su lugar:
—No, él va con vosotros.
El hombrecillo sonrió aliviado y comenzó a juguetear otra vez con el collar.
—¿A Roma, eh? —dijo—. ¿Nos vamos a Roma, Mirmillo?
Crixus bebió otro sorbo de vino de la jarra.
Aunque por otra parte no lo sabe. No sirve para calcular y ni él mismo está seguro
de lo que quiere, o tal vez se resigne a lo que va a ocurrir. Odia a Espartaco y al
mismo tiempo lo ama como a un hermano. Dicen que el día que escaparon de
Léntulo, en Capua, debían enfrentarse en la arena, por tanto, uno tendría que haber
matado al otro. Siempre lo supieron, ¿comprendéis? Y todavía lo saben. Es difícil de
explicar.
Sin duda, en aquellos días, tuvieron que acostumbrarse a la idea de que uno debía
morir para que el otro siguiera vivo, y quizás ahora no alcancen a entender por qué
los dos siguen vivos. Tal vez cuando Crixus se marche y se separe de Espartaco, se
resigne a su futuro. Es probable que ambos crean que las cosas deben seguir este
curso, aunque ni siquiera comprendan por qué. Es difícil de explicar.
—¡Vaya cosas que piensas! —exclamó el pastor, perplejo.
Fulvio también miró sorprendido al pomposo retórico. ¿Habría subestimado a
aquel hombre de la extravagante toga? Una vez más, se sintió conmovido por la
expresión abatida de su rostro delgado, aquella peculiaridad que despertaba
compasión. El abogado reflexionó sobre la tremenda dificultad de comprender a las
personas. Él había visto épocas mejores, y a pesar de todos sus esfuerzos, nunca había
logrado imaginar cómo sería la mentalidad de un hombre que nunca las había visto.
…Y sin embargo sigue siendo una acción miserable —continuó Zozimos con su
tono jactancioso y pendenciero—. Vuestro Espartaco actúa de forma vil. ¿Hablas de
desvíos que conducen hacia el objetivo? Pues os advierto que son desvíos sucios y
peligrosos, ya que nunca sabréis a dónde os llevarán al final. Muchos hombres han
transitado el camino de la tiranía. Al principio lo han hecho con el único propósito de
Las crónicas del abogado Fulvio, de Capua, tendrían un curioso destino. Nunca
llegaron a concluirse, al igual que la historia que relataban; pero aquellos rollos de
pergamino donde quedaron impresas, se conservaron un tiempo, despertando un
sentimiento de extraño respeto basado en el odio, la perplejidad y el horror. Las
crónicas pasaron de unos a otros con numerosas mutilaciones y adiciones, fueron
olvidadas y volvieron a salir a la luz cada vez que la propia historia hacia un nuevo
esfuerzo por completar la tarea que había quedado inconclusa.
En cierto modo se confirmaría lo que el abogado Fulvio, empapado y
castañeteando los dientes, le había dicho al pastor una lejana noche; que todo el
mundo sentía interés por lo ocurrido en el mundo antes de su nacimiento. En realidad,
él mismo no acababa de creer en sus propias palabras, así como los hombres nunca
acaban de creer que en el mundo puede suceder algo real antes de su nacimiento o
después de su muerte, lo cual viene a ser lo mismo. Los futuros lectores de su libro
eran para él una realidad brumosa e imprecisa, igual que él para ellos, y sólo una
exhaustiva reflexión abstracta podría convencerlos de su mutua existencia. Sin
embargo, como luego demostraría una reflexión más profunda, la cadena que une al
narrador con el oyente en el vacío del tiempo está formada por apenas sesenta y siete
generaciones; lo que significa que los padres ceden el paso a sus hijos y se
desvanecen ante ellos sólo sesenta y siete veces, para contribuir así, con su parte, a la
gran realidad descolorida del Pasado.
Pese a todo, Fulvio desde el principio sucumbió a la tentación de hacer unas
cuantas correcciones en su crónica. En modo alguno pretendía embellecer o adornar
la historia con sus modificaciones —en parte intencionales y en parte involuntarias
—, ya que, de haber sido un esteta, nunca habría traspasado la muralla de Capua. Más
bien intentaba ordenar la historia como si se tratara de un brillante manuscrito,
alisando los confusos pliegues y arrugas que el azar o el destino habían plasmado en
sus páginas. En ese sentido, se tomaba su trabajo muy en serio y cuidaba los detalles
con el celo y la minuciosidad de un artesano, aunque abordaba la tarea concreta de
escribir con el mismo escepticismo con que escuchaba la exaltada verborrea de
Zozimos; pues las invocaciones del retórico a siglos anteriores, realizadas entre
vehementes sacudidas de la toga, le parecían un pobre consuelo para lo único real de
la historia: aquello que uno mismo debe soportar.
El extraño destino de aquel libro de pergamino, escrito entre numerosos suspiros
reflexivos y frecuentes caricias a la calva, parecía confirmar su lúcida concepción;
pues, como ya se ha dicho, cada vez que la realidad hacia un nuevo intento por
3.Espartaco tenía la intención de acabar con las luchas y alentar la unión de todos
los pastores, campesinos y esclavos del sur con el fin de formar una confederación de
ciudades, regidas por los ideales de justicia y buena voluntad. Este ambicioso plan
llegó a hacerse realidad, al menos en parte, en la ciudad de Tuno, pero sólo después
de que venciera primero a los jefes menores del ejército romano y luego al propio
Varmnio. Los romanos eran conscientes de que una comunidad como la proyectada
por Espartaco, aun sin intenciones belicosas, amenazaría con su sola existencia la
10. En este punto sería conveniente dedicar unas pocas palabras al origen y
carácter de este hombre singular, cuyo destino parecía ofrecer las claves del futuro.
Espartaco procedía de una tribu de pastores nómadas y había nacido en una pequeña
aldea de Tracia, de la cual derivaba su nombre.
Pese a carecer de educación formal, un talento particular le permitía absorber y
transformar en acciones las ideas y doctrinas con que se topaba en su singular
destino. Rayos de luz procedentes de distintas direcciones se unen en un trozo de
cristal convexo y parten de él en forma de un haz único y muy caliente. De un modo
similar, los anhelos e ideas de la gente se concentraban en Espartaco, cuyo talento
también le permitía cumplir con las duras tareas que le imponía el destino, pues el
poder de su personalidad aumentaba en proporción a la creciente magnitud e
importancia de sus hazañas.
El sol ascendió a lo más alto y la ciudad se llenó de jubilosa actividad, mientras los
ciudadanos de Tuno adornaban sus casas con enredaderas y guirnaldas de hojas. Las
casas tenían techos planos y eran blancas, como la propia tierra cretácea de Lucania.
Los descendientes de guerreros troyanos esperaban con impaciencia a aquel príncipe
tracio de la piel, que marcaría un agradable cambio en sus vidas monótonas. Se
empujaban y se abrían paso a empellones entre las calles estrechas y tortuosas como
lechos de grava de arroyuelos secos. Los colonos romanos se mantenían apartados,
con sus patrióticas expresiones ceñudas. Tal vez tuvieran miedo.
El Consejo de Tuno tampoco compartía el júbilo general. Si bien era cierto que
aquel extraño emperador había merecido su aprobación por dar una buena tunda a
Roma, no estaban tan contentos con otros aspectos suyos. Se hacia llamar «liberador
de esclavos», «guía de los oprimidos». Por supuesto, cabía la posibilidad de
interpretar aquellas expresiones de forma simbólica, sobre todo como referencias a
una alianza con las ciudades griegas del sur, que sufrían el yugo romano.
¿Acaso en su momento Tuno y las demás ciudades del sur de Italia no habían
respaldado a Aníbal? Sin embargo, Aníbal había sido un gran general y un príncipe
en su tierra natal, mientras los antecedentes de ese tal Espartaco no eran dignos de
mención. Si a pesar de todo se los mencionaba, había que comenzar por admitir que
debía su condición de príncipe a la gracia del Consejo de Turio y a razones de respeto
cívico, pues los descendientes de guerreros troyanos no podían hacer una alianza con
un gladiador vagabundo, y aquella alianza era imprescindible para evitar la
aniquilación de la ciudad. En honor a la verdad, el Consejo de Turio se había
mostrado dichoso y sorprendido ante la oferta de negociaciones del gladiador, y
aunque luego esas negociaciones seguirían extraños derroteros, como se verá más
adelante, acabaron con la firma de un tratado con los siguientes puntos principales.
El ejército de esclavos levantaría su campamento y más tarde construiría una
ciudad, denominada «Ciudad del Sol», en las afueras de Tuno, sobre la llanura que se
extendía entre los ríos Sibanis y Crathis, protegida por las montañas por un lado y el
mar por el otro. La corporación de Tuno cedería al príncipe tracio todos los campos y
tierras de pastoreo de dicha zona, y asimismo se haría cargo de la manutención del
ejército de esclavos hasta tanto éste pudiera sustentarse con los frutos de su propio
suelo. Los soldados de Espartaco, por su parte, después de la ceremonia de entrada —
que tendría un significado puramente simbólico— no se acercarían a la ciudad.
Además, Espartaco dejaría de instigar a la rebelión a los esclavos de Turio en cuanto
esta alianza se hiciera efectiva.
Así desfilaban los nuevos aliados. La infantería hizo su entrada una vez más,
levantando nubes de polvo y mirando a la concurrencia con inexpresivas caras
mugrientas. En esta ocasión estaban organizados por nacionalidades: toscos galos y
germanos con bigotes, altos tracios con ojos luminosos y extraño andar elástico,
bárbaros de Numida y Asia de piel oscura y seca, negros con pendientes y gruesos
labios casi siempre entreabiertos, mostrando los dientes.
—¡Vaya mezcolanza! —le susurró el verdulero a Hegio.
—A mí me parece un cambio agradable —dijo Hegio mientras se inclinaba hacia
el niño—. ¿Te gusta? ¿No es un espectáculo alegre y colorido?
—Sí —asintió el pequeño—. Como un circo.
—¡Chist! —dijo el verdulero—, eso es justo lo que no debes decir.
Una nueva nube de polvo precedió a los carros de bueyes, cargados con los
enfermos y heridos. Recostados sobre mantas mugrientas, algunos miraban en
silencio al cielo, otros se retorcían de dolor, y otros más sacaban la lengua y hacían
muecas.
Tenían las caras cubiertas de moscas que se metían en las cuencas de sus ojos o se
adherían a sus harapos. El hijo de Hegio se echó a llorar.
—¿Para qué nos enseñan esto? —preguntó el verdulero—. ¿Forman parte de las
tropas de exhibición?
—No —sonrió Hegio—, sin embargo no deja de ser una entrada original.
Pasaron tres carros más, en mejores condiciones que los anteriores. En cada uno
de ellos había un cadáver con la insignia de las cadenas rotas en la cabeza, cubierto
por una nube de moscas. Los cuerpos despedían un olor fétido.
Y así acabó la procesión.
Los ánimos de los ciudadanos de Tuno acabaron por calmarse, pues ningún soldado
del ejército de esclavos se aproximó a las murallas de Turio. Al otro lado, en la
llanura comprendida entre los ríos Crathis y Sibaris, construían su campamento, la
Ciudad del Sol.
La primavera se acercaba y vahos aromáticos se desprendían del suelo, mientras
las brisas tormentosas de marzo soplaban desde el mar. Esclavos con hachas trepaban
a las montañas cubiertas de árboles, traían troncos arrastrados por búfalos blancos y
serraban placas y vigas para los graneros y comedores de su nueva ciudad. Los celtas,
sin embargo, querían vivir en casas de ladrillo, de modo que sacaban arcilla firme y
dura de las márgenes del río Crathis, moldeaban bloques y los secaban al sol. Los
tracios cosían tiendas de pieles de cabra atezadas, arqueaban ramas flexibles para
hacer los marcos de los techos y cubrían los suelos con mullidas alfombras capaces
de ahogar las conversaciones cuando tuvieran visitas. Los lucanos y samnitas
formaban una pasta con turba, excrementos y grava y moldeaban con ella sus
diminutas casitas cónicas. Luego salpicaban el suelo con paja y forraje, dando a sus
hogares un agradable olor a establo. Los negros de los pendientes entrelazaban cañas
en una ingeniosa trama y ataban las trenzas a estacas. Sus chozas parecían frágiles
construcciones de juguete, pero se mantenían firmes y secas bajo la lluvia o las
tormentas.
El sol brillaba, la tierra emanaba vapor, los cultivos brotaban de la gleba. La
ciudad crecía rápidamente, como si el sol la hubiera hecho nacer del suelo, fértil de
podredumbre, pletórica de jugos vitales, largamente reprimidos. Eran setenta mil,
marcados a hierro candente, abandonados por la fortuna y dispersos a lo largo y
ancho de la tierra; pero ahora construían su propia ciudad. Arrastraban troncos,
transportaban bloques de piedra, martillaban, encolaban, serraban. Sería una ciudad
maravillosa, propiedad de los desposeídos, hogar de los sin hogar, refugio de los
desgraciados. Cada uno construía su propia casa y la casa que construía era suya.
La ciudad crecía. Se había asignado una extensión de tierra a cada tribu: tracios,
sirios y africanos, y todos podían construir sus viviendas a gusto; pero el plano
general era uniforme, diseñado de acuerdo con las rigurosas reglas romanas, con
muros verticales y calles rectas y paralelas. La muralla y el foso exteriores formaban
un estricto cuadrado en la llanura comprendida entre el Crathis y el Sibaris, al pie de
las indómitas, serradas montañas azules. Austera y desafiante, la ciudad de los
esclavos estaba incrustada en la llanura, con sus cuatro entradas vigiladas por
ominosos centinelas, silenciosos y cuellicortos. Desde la distancia se distinguían las
3. Por consiguiente, ningún hombre guardará víveres durante más de medio día,
ni acumulará en su casa ningún otro bien o mercancía, pues todos serán alimentados
con las provisiones de todos en los grandes comedores colectivos, como corresponde
a una fraternidad.
Tales eran las leyes decretadas por Espartaco para gobernar la vida de la
floreciente Ciudad del Sol. Eran leyes nuevas, y sin embargo tan antiguas como las
colinas. Al comenzar a construir el campamento y a cavar la tierra, habían encontrado
las ruinas de la mítica Sibaris, cuyos muros erosionados por el tiempo, utensilios de
arcilla y vasijas rotas habían sido testigos de la era de Saturno, recordada con
añoranza por el pueblo a causa de sus leyes justas y benévolas. Habían hallado
inscripciones relativas al héroe Licurgo y al régimen espartano de almacenes y
comedores colectivos. ¿No era como si la propia tierra corroída, cincelada por manos
muertas hacía tiempo, guiadas por almas extinguidas tiempo atrás, decretara allí y
entonces las nuevas leyes de Espartaco? Era el alma, el espíritu de todo un país, lo
que había animado a los ancestros de los ciudadanos, y ahora esos mismos
ciudadanos contemplaban con gestos de desaprobación el nacimiento de una nueva
ciudad.
Un joven llamado Publibor había entrado en la ciudad, un recién llegado entre tantos.
Se había escapado de Hegio, su amo, y ahora estaba allí. No es que su amo le hubiera
dado una mala vida. La matrona lo golpeaba sólo de vez en cuando, cuando estaba de
mal humor, y muchos otros esclavos lo pasaban peor. Sin embargo, había oído el
mensaje del Estado del Sol antes de que la alianza prohibiera a los emisarios de
Espartaco arengar a los esclavos de Turio, y aquel mensaje había sembrado en su
corazón la semilla de la esperanza, que había brotado y florecido hasta convertirse en
una necesidad imperiosa de vivir allí.
Y allí estaba ahora, aunque su humilde presencia pasara totalmente inadvertida
entre los cien mil habitantes del campamento. Había llegado con una esperanza en el
corazón y la imagen de una nueva vida en la mente, la imagen pintada por los
mensajeros y emisarios de Espartaco antes de que les prohibieran arengar a los
esclavos de Turio. Caminaba por las flamantes y limpias calles de la ciudad
campamento, asombrado e intimidado, sin que nadie se preocupara por él. La gente
rezumaba actividad y estaba muy ocupada en construir, martillar y fabricar cosas. No
tenía a nadie con quién compartir la intensa alegría de haber llegado al Estado del
Sol.
Entrar no había sido sencillo. Los guardias apostados en la puerta tenían un
aspecto ceremonioso, amenazante y el aire desdeñoso propio de los hombres
uniformados. Le habían preguntado con desprecio adónde creía que iba y él había
respondido, risueño y confiado, que deseaba vivir con ellos bajo las nuevas leyes de
la fraternidad lucana, que había sido un esclavo hasta aquel día, en que había
escapado de su amo de Turio.
Pero sus explicaciones no volvieron más amistosos a los hombres uniformados,
que siguieron mirándolo con expresión desalentadora y hostil. ¿Era posible que no
hubieran comprendido sus palabras? Pero sí, por lo visto lo habían entendido. Le
dijeron con indiferencia que no podía entrar y que tenía que volver con su amo, pues
tal como se había acordado en la alianza con el consejo, ningún esclavo de Turío
estaba autorizado a entrar en la ciudad, por tanto debía largarse.
Pero él no se había ido. Les gritó que no lo comprendían, que había un terrible
malentendido, pues como esclavo deseaba vivir en la ciudad de los esclavos, regida
por las leyes de la justicia y la buena voluntad. Los soldados rieron, pero pronto se
cansaron de sus gritos e intentaron echarlo a golpes y empujones. Entonces él se
aferró al poste de la puerta, fuera de si, y gritó con lágrimas en los ojos que no podían
hacerle eso, que quería ver a Espartaco porque estaba convencido de que él lo
Se sentía cada vez más cansado. Por fin sintió hambre, pero aunque podría
haberle pedido a la joven que le indicara el camino hacia el comedor de los
carpinteros, no se atrevía a preguntar nada a nadie. Había llegado al barrio de los
celtas, con sus pequeñas casas fabricadas con ladrillos de arcilla que no parecían muy
limpios.
Pensó en las galerías de Turio, los jardines de las azoteas y las sombras negras de
las columnas, y tuvo la impresión de que esos recuerdos se remontaban a años atrás.
A esa hora, Hegio, su antiguo amo, ya debía haber regresado de su paseo matinal.
Estaría jugando con el perro mientras contestaba, con infantil tono burlón, los
reproches de la matrona por la desaparición del esclavo. Allí, en las afueras, las calles
estaban casi desiertas. Todo el mundo parecía estar trabajando o comiendo, y los
pocos hombres que encontraba a su paso eran gordos individuos sudorosos con
Tragó saliva varias veces con visibles espasmos de la garganta, cerró los ojos e
intentó apoyar la barbilla contra un hombro, pero ésta volvió a caer sobre su pecho.
En ese momento, una mano tocó el brazo de Publibor. Era el guardia que estaba a la
sombra de la muralla.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó, pero Publibor fue incapaz de articular una
respuesta y se limitó a mirar fijamente al centinela con uniforme romano y un casco
sobre el cuello enrojecido—. Supongo que eres nuevo —dijo el centinela—. Vete, no
tienes nada que hacer aquí.
—¿Por qué les hacen eso a aquellos hombres? —balbuceó Publibor señalando las
cruces con un tembloroso movimiento de barbilla.
El centinela se encogió de hombros y no respondió. También miró hacia los
hombres crucificados, pero después de un momento desvió la vista y se secó el sudor
de la cara.
—Es para mantener la disciplina y para que sirva de advertencia a los demás —
dijo—. Si les das algo de beber, se hace aún más largo. Adelante, fuera de aquí.
Una vez más, Publibor vagó por las calles de la ciudad. No sabia cuánto tiempo
llevaba así, pero tenía la impresión de que habían pasado varias horas. Los ojos del
hombre crucificado no lo abandonaban y una y otra vez creía ver su lengua
restregando los dientes, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Cuando
por fin sus cansados pies se negaron a seguir adelante y el hambre comenzó a arderle
en el estómago, la escena empalideció. «Es para mantener la disciplina y para que
Los esclavos de Italia no habían respondido a la llamada. En los territorios del norte,
Etruria y Umbría, se había encontrado la insignia de las cadenas rotas junto a los
cadáveres de varios terratenientes asesinados, pero las cosas no habían pasado de allí.
En algunas ciudades, como Capua y Metaponto, se habían organizado ocasionales
revueltas en los mercados, pero habían sido reprimidas y todo había seguido igual.
No había señales del gran levantamiento que el esenio había predicho en el monte
Vesubio ni de la insurrección de los esclavos italianos, vaticinada por el abogado
Fulvio en los baños de vapor. Es verdad que la gente seguía llegando de muy lejos
para unirse a la ciudad de los esclavos —que, aunque construida para setenta mil
hombres ya albergaba a cien mil—, pero la Ciudad del Sol seguía siendo única en su
género. Severa y solitaria, se alzaba en la llanura entre Crathis y Sibaris, al pie de las
montañas. En el interior de sus murallas la gente vivía de acuerdo con sus propias
leyes, como si no perteneciera al imperio romano sino a un planeta extraño.
El cronista Fulvio caminaba por las calles de la ciudad con los rollos de
pergamino bajo el brazo, acariciándose la calva llena de protuberancias y
devanándose los sesos para descubrir dónde estaba el fallo. En sus discursos había
repetido una y otra vez que el imperio romano estaba acabado. Los campesinos
habían sido desangrados y los trabajadores libres suplantados por esclavos, de modo
que todos aquellos que en una época tenían medios para ganarse la vida, ahora debían
dedicarse al robo o a la mendicidad. Roma estaba llena de una mano de obra que
nadie quería y atestada de trigo barato, que se pudría en los graneros mientras los
pobres no tenían pan. No transcurrían diez años seguidos sin revoluciones o guerra
civil; y hasta un niño podía ver que un nuevo mundo y un nuevo orden golpeaban a
todas las puertas. Entonces dónde estaba el fallo, se preguntaba el abogado Fulvio,
echando en falta la viga sobre su escritorio. Por qué, entonces, el Estado del Sol
permanecía aislado, sin que el mundo respondiera, como si sus murallas se alzaran
sobre un planeta extraño.
Sila había hecho el último intento por salvar aquel orden corrupto. Había visto el
abismo al que se acercaba el Estado, había oído los gritos de los hambrientos y los
oprimidos y había comprendido que una nueva era estaba a punto de despuntar.
Entonces había intentado girar hacia atrás la rueda de la historia, resucitando el
legendario orden del pasado, la era de los patriarcas, una época que no sabia de
comercio ni de derechos humanos, con una visión estrecha y piadosamente limitada,
una era en que crueles dioses, sedientos de sangre, regían la razón de la humanidad.
Sólo podían ser amos y señores de ese Estado quienes fueran capaces de probar
Publibor oía conversaciones similares todos los días. Cada vez eran más los que
hablaban de regresar a casa. Por las noches, los tracios y los celtas entonaban
canciones de sus tierras natales, rescatándolas de largos años de olvido. Algunos ni
siquiera habían conocido aquellas tierras legendarias, pues sus padres y abuelos ya
habían vivido en cautiverio, y otros sólo conservaban recuerdos muy vagos. Sin
embargo, ahora todos hablaban de sus países. La nostalgia los acosaba como en la
isla de los pantanos del Clanio los habían acosado las fiebres, pero no había
medicinas capaces de combatir esta infección.
Un difuso, expectante, malsano sentimiento de añoranza afectaba a hombres y
mujeres. Desde la tienda de la enseña púrpura llegó la noticia de que la escasez se
debía a una paralización temporal del suministro de alimentos. Debían tener
paciencia, pues todo se solucionaría pronto. Además, la flota aliada de los
emigrantes, comandada por Mario el Joven, estaba en camino.
Pero esa noticia no llenaba las cazuelas y los guardias de cascos brillantes que
comunicaban el mensaje del emperador se enfrentaban con caras y oídos cada vez
menos receptivos. Muchos decían que ya habían salido suficientes palabras y
decretos de la tienda de la enseña púrpura, y que no habían luchado, derramado su
sangre y vencido a los romanos para volver a inclinarse bajo el yugo del trabajo y
beberse su propio sudor. Los más locuaces y bulliciosos eran justamente aquellos que
no habían luchado ni derramado su sangre, sino que habían llegado poco tiempo
antes, implorando que les dejaran pasar, entre ellos un vagabundo con cabeza de
pájaro y ojos juntos que se movían sin cesar dentro de sus órbitas.
Sin embargo, encontraban muchos adeptos entre la gente que ya no quería
escuchar las palabras procedentes de la tienda de la enseña púrpura. Mientras tanto,
Desde su regreso, Crixus se había retirado de los asuntos públicos. Los renegados
lo habían elegido como jefe durante el sitio de Capua. Él no había hecho nada para
promover la separación, ni nada para evitarla; lo habían elegido sin tener en cuenta
sus acciones. Los insurgentes habían sido asesinados por los romanos, pero él se
había salvado por milagro y había regresado al campamento. A partir de entonces, se
había mostrado tan taciturno como siempre y había luchado con la brutalidad y
melancolía acostumbradas. Una vez construida la ciudad entre el mar y las montañas,
Crixus se había hecho a un lado, dejando el mando a Espartaco. No dijo nada cuando
firmaron la alianza con Turio, ni cuando Espartaco promulgó las nuevas leyes ni
cuando Sertorio y el rey asiático comenzaron las negociaciones. Se movía
pesadamente por el campamento, mirando con sus tristes ojos de pez cómo los demás
construían y martillaban. Por las noches se emborrachaba y se acostaba con mujeres u
hombres jóvenes por igual, aunque permanecía melancólico y taciturno, sin que nadie
lo hubiera visto sonreír nunca por los placeres de la carne.
Casi nadie lo quería, pero los galos y los germanos seguían considerándolo en
secreto su auténtico jefe, porque hablaba su lengua, usaba bigote como ellos y,
también como ellos, llevaba un collar de plata al cuello.
Sin embargo, en aquellos días toda la ciudad parecía obsesionada por un nombre,
un nombre que circulaba de boca en boca y se erigía en la meta que prometía
satisfacer la codicia y la malsana añoranza: Metaponto.
Y así sucedió con la ciudad de los esclavos. El destino y un orden injusto habían
condenado a aquella gente al duro castigo de la esclavitud, habían sembrado el
hambre y la gula en sus entrañas, convirtiéndolos en seres semejantes a los lobos. Y
así, como una jauría de lobos, se habían arrojado sobre Nola, Sessola y Calatia para
saciar su gula. Luego habían mudado su piel hirsuta y se habían vuelto mansos.
Habían construido una ciudad, soñando con crear un mundo de justicia y buena
voluntad entre sus murallas. Pero la época que les había tocado vivir a estos
infortunados nunca aceptaría algo así y se ocuparía de recordarles que al otro lado de
las murallas no regían las leyes del Estado del Sol, sino la ley del más fuerte, que no
dejaba a los esclavos otra alternativa que la servidumbre o el uso de la fuerza bruta.
Aquellos que habían decidido vivir como humanos fueron obligados a volver a
convertirse en lobos.
Despertaron de su sueño y descubrieron que habían vuelto a crecerles garras. De
sus gargantas brotaban rugidos y, una vez más, desearon desgarrar a sus opresores
miembro a miembro. Su objetivo era Metaponto, y la destruyeron; pero al recuperar
la ferocidad y el semblante lobuno de antaño, destruyeron también los cimientos de
su propia ciudad, pues a partir de ese momento, nadie fue capaz de evitar su
decadencia.
Al alba, más y más gente acudió a reunirse junto a la puerta norte. Dos pelotones de
tracios y lucanos formaron un semicírculo de lanzas en el extremo descubierto de la
plaza.
Los treinta hombres crucificados seguían gritando. Habían gritado durante toda la
noche, a intervalos cada vez más largos. Cuando uno de ellos se desmayaba de dolor
y agotamiento, los gritos de los demás le devolvían la conciencia. Los gritos
prolongaban la lenta agonía de sus vidas.
Un grupo de celtas y germanos había pasado toda la noche en la plaza, hora tras
hora en absoluto silencio. Al amanecer, más y más hombres se unieron a ellos, y
aunque seguían callados, un nuevo pelotón formó filas ante las cruces. Cuando salió
el sol, la plaza estaba atestada de gente, pero la multitud ya no callaba. Sus ovaciones
a los crucificados y sus clamores por Crixus eran respondidos, a intervalos regulares,
por los gritos de los condenados. Se desplegaron dos nuevos pelotones.
El sol se liberó de las brumas matinales y los crucificados quedaron suspendidos
bajo la luz deslumbrante. Cuando estaban en silencio, sus cabezas pendían como las
de pájaros muertos; pero cuando chillaban, alzaban la cabeza hacia atrás, golpeándola
contra la madera y mostrando el blanco de los ojos. Si ellos gritaban, la multitud
callaba, pero en cuanto sus gritos se apagaban, la gente volvía a clamar con mayor
fuerza y tono más amenazador. Los soldados comenzaban a sentirse incómodos. El
capitán, un gladiador tracio, envió un mensaje a la tienda de la enseña púrpura: las
cosas no podían seguir así y él declinaba responsabilidades en nombre de sus
hombres y en el suyo propio. El capitán era amigo del joven Enomao, el único de los
treinta crucificados que no había vuelto a alzar la cabeza.
Antes de que el mensajero regresara, un hombre se abrió paso entre la multitud
empujando a los demás con los codos hasta llegar a la primera fila. Era Zozimos, el
retórico, vestido con su habitual toga mugrienta. Sin dejar de declamar y agitar las
mangas con frenesí, dio un paso al frente de la fila.
Hermios, el pastor, apostado con su lanza en el semicírculo de guardias, fue el
primero en verlo. Sonrió con aflicción, mostrando sus amarillos dientes de caballo.
—Debes volver atrás, Zozimos —le dijo.
Zozimos se detuvo y la multitud congregada a su espalda hizo silencio. Su
puntiaguda cara de pájaro estaba más demacrada que de costumbre, asombrosamente
macilenta y tan gris como el lino de su toga. Miró al pastor como si no lo conociera.
—Debes volver atrás, querido Zozimos —repitió el pastor, casi llorando de
angustia—. Debe quedar un espacio libre entre nosotros y vosotros.
Espartaco había hecho rodear el barrio celta. La ciudad tenía cien mil habitantes,
La reunión de los capitanes acabó pronto. Estaban muy cansados, sobre todo de
palabras. Todo el mundo se alegraba de que la separación se produjera con
tranquilidad. Mientras discutían los detalles de la partida de la Ciudad del Sol, todo el
mundo intentaba adoptar un tono sencillo y amistoso, preocupándose hasta por el más
mínimo detalle, como la construcción de una nueva barraca o el cambio de guardia.
Evitaban alzar la voz, y siempre que era posible, intercambiar miradas. Las palabras
de Espartaco también fueron claras y sencillas, como en los viejos tiempos.
Dijo que la gente había anunciado su deseo y que, por consiguiente, los dirigentes
habían sido relegados de sus responsabilidades. Anunció que los celtas y germanos,
unos treinta mil hombres, habían elegido a Crixus como jefe, y que éste los
conduciría a Galia a través de los Alpes y del río Po. Él, el propio Espartaco, pensaba
permanecer en el campamento unos días más con los tracios, los lucanos y todos los
hombres leales a él, hasta tanto recibieran información fiable de los aliados. Añadió
que entonces se reservaba el derecho a actuar de acuerdo con la naturaleza de esa
información.
La partida de los celtas y germanos se desarrolló con tranquilidad y sin
incidentes. Los hombres que se marchaban estaban de excelente humor, y
propusieron vivas a Crixus y al propio Espartaco. Los dos jefes se despidieron con un
abrazo junto a la puerta norte. Entonces Espartaco dijo en voz baja:
—¿No habría sido mejor que uno de los dos matara al otro, Mirmillo?
Crixus lo miró con petulancia y dijo:
—No habría habido ninguna diferencia.
Luego se marcharon arremolinando el polvo y desaparecieron al norte del
camino. Eran treinta mil hombres, cinco mil mujeres y niños, de modo que la partida
se prolongó varias horas. Los que se quedaban permanecieron en silencio hasta que
se hubo asentado la última nube de polvo, y entonces los embargó una enorme
tristeza. Después continuaron con su trabajo. La tercera parte de la ciudad estaba
desierta, y a las dos terceras partes restantes solo les quedaban unos días.
El período estipulado por Espartaco pasó antes de lo esperado. Un día después de
la partida de los celtas, los notables del consejo de Turio decidieron hablar claro.
En Roma, Lucio Gelio y Gneius Lentulo, miembros de la reaccionaria facción
aristócrata, habían sido elegidos cónsules por aquel año, el número 683 desde la
fundación de la ciudad. Ambos cónsules estaban firmemente decididos a poner fin al
problema de los esclavos en el sur de Italia y el Senado se había apresurado a
concederles atribuciones extraordinarias. Los recientes y muy favorables informes de
El campamento estaba del mismo humor festivo del primer día. Los talleres, los
graneros y los comedores ardían en colosales, resplandecientes llamaradas, como
antorchas de despedida. Hasta el propio Consejo de Turio contribuyó amablemente
con la celebración, enviándoles veinte barriles de añejo falerno como regalo de
despedida. De modo que varios centenares de hombres acudieron a la magnánima
ciudad a media noche en una visita de agradecimiento. Sin excesivo sigilo saquearon,
robaron y violaron con moderación. Los ciudadanos de Timo debían estar
agradecidos de haber salido tan bien librados. Espartaco fingió no saber, ver ni oír
nada.
A la mañana siguiente partieron.
Aún eran cuarenta mil. Treinta mil se habían marchado con Crixus y el resto se
diseminaría por el mundo.
Tras ellos aún brillaban las brasas de la Ciudad del Sol.
Aún seguía allí cuando Hegio salió media hora después y le pidió alegremente
que lo acompañara en su acostumbrado paseo matinal al río Crathis. Luego soltó al
perro de su correa, y el animal saltó y ladró alrededor del joven, que parecía
igualmente feliz de verlo y le acarició la cabeza con expresión grave. Hegio les
dedicó una mirada divertida, resignada y ligeramente disgustada:
—¿Y bien? —le dijo al esclavo—, ¿sigues deseando mi muerte? —El joven le
devolvió la mirada con seriedad, meditó y negó con la cabeza muy despacio—. Veo
que no has aprendido nada —dijo Hegio—. Hubiera sido más conveniente que dijeras
que sí.
Casi parecía enfadado porque Publibor hubiera dejado de desearle la muerte. Se
alejaron de la ciudad en silencio, Hegio al frente, el esclavo unos pasos atrás y el
perro corriendo de un sitio a otro.
—Por cierto —dijo Hegio después de un momento y giró la cabeza sin reducir la
marcha—, la matrona insiste en castigarte antes de perdonarte. Supongo que el
procedimiento será más simbólico que doloroso. Como comprenderás, tiene derecho
a hacerlo.
Publibor no respondió ni tampoco redujo la marcha. Mantuvo la mirada fija en los
guijarros del camino, mientras un suave rubor encendía sus mejillas. Continuaron
andando en silencio.
Cuando llegaron junto al río Crathis, Hegio se tendió sobre la hierba y comenzó a
hablar otra vez:
—Tal vez haya cometido una injusticia contigo. Yo también habría actuado de
forma más conveniente si te hubiera concedido la libertad ahora que vuelves
decepcionado porque han traicionado tus esperanzas. En realidad habría sido una
solución maravillosa, un gesto filosófico de moral piadosa. Ah, bueno, uno siempre
espera que los demás actúen de la forma más conveniente.
Contemplaron en silencio a las cabras pastando junto a las murallas de la ciudad
desierta y oyeron el distante tintineo de sus esquilas. Las siluetas de las montañas,
imponentes y ligeramente serradas, cercaban el horizonte.
—En lo que respecta a tu regreso —continuó Hegio—, comprendo bien tus
razones. Yo también albergo en mi interior esas dos energías opuestas: el deseo de
permanecer y el deseo de partir. También podríamos llamarlos el deseo de destruir y
el deseo de preservar. Tanto si miras fuera como dentro de ti, encontrarás únicamente
esos dos deseos, y su lucha es eterna, pues cada victoria de uno sobre otro no es mas
que una falsa conquista temporaria, así como el cambio de la vida a la muerte
encierra un círculo vicioso y sólo es definitivo en apariencia. Aquel que se marcha
permanece atado a sus recuerdos, mientras que aquel que se queda se abandona a
El sol brillaba en el cenit del cielo y los olivos ya no ofrecían su sombra. El perro,
que reposaba sobre la hierba con temblorosos flancos y la lengua colgando entre los
dientes, giró la cabeza y los miró con sus ojos vidriosos.
LA DECADENCIA INTERLUDIO
En aquella época Marco Catón teñía veintitrés años. En su niñez había crecido
demasiado aprisa, y ahora su cuerpo larguirucho parecía incapaz de amoldarse a las
proporciones de un hombre maduro. Nunca se lo veía sin un libro o un manuscrito
bajo el brazo y sus labios se movían de forma constante, incluso cuando estaba solo.
Se había presentado voluntario a la campaña del cónsul Gelio, los soldados se
reían de él y temían las monótonas conferencias que les obligaba a escuchar. Sabían
que, al igual que el rey Rómulo, no usaba ropa interior, no se acostaba con mujeres ni
con hombres e intentaba imitar la vida puritana de su tatarabuelo el viejo Catón. Se
burlaban de él, pero en el fondo de sus corazones, aquel joven fanático los inquietaba.
Una vez un gracioso lo había llamado «Catón el Joven» con burlona devoción, y el
apodo le había quedado para siempre.
El hermano mayor de Catón, el capitán Cepión, también participaba en la
campaña y era la mano derecha del cónsul. Cepión, un hombre viril y guapo, mimado
por las damas romanas, se sentía defraudado por su patético hermano. Pensaba que
Catón debería haber sido capitán mucho tiempo antes, ocupando el lugar que le
correspondía como digno descendiente de una antigua familia aristócrata; pero el
joven, que insistía en emplear su tiempo como un ciudadano vulgar, había declinado
un ascenso en la legión de su mundano hermano, a quien evitaba y trataba con
desdén.
—Se comporta como un tonto —le dijo Cepión con desesperación al cónsul
Gelio.
El cónsul sonrió, pues el joven puritano era digno de interés.
—Tu hermano es un joven notable —dijo—. Es probable que funde otra secta
estoica, cometa un asesinato político o realice algún otro hecho absurdo y fervoroso,
que, según las circunstancias, será considerado como una travesura de colegial o
como un acto heroico.
—Tal vez aún esté a tiempo de cambiar —dijo Cepión.
—Él no, te lo aseguro —respondió el cónsul—, conozco a los de su clase. Seguirá
siendo un adolescente toda su vida. El joven Graco estaba cortado por el mismo
patrón. La evolución humana parece atravesar períodos en que los actos históricos se
reservan a la tipología de adolescentes eternos. No es culpa suya, sino de la historia, y
mucho me temo, amigo, que volvemos a vivir en uno de esos períodos inmaduros,
precipitados.
El cónsul Lucio Gelio Publicola sentía debilidad por las reflexiones filosóficas.
Le gustaba citar a su amigo, el escritor Varrón, que sostenía que no había nada
Los romanos atacaron poco después del amanecer. No era tarea fácil correr colina
arriba para atacar una fortificación, encontrarse con una lluvia de flechas y jabalinas
y con el funesto silencio que acechaba tras las barricadas. El ataque se llevó a cabo
con corrección: las dos legiones atacantes perdieron a la mitad de sus hombres,
esperaron que la trompeta llamara a retirada y volvieron corriendo colina abajo en el
más absoluto orden.
Cepión y el cónsul Gelio observaban la batalla desde un monte cercano. Cepión
palideció al ver a los soldados precipitarse colina abajo, pensó en las teas encendidas
y se mordió los labios. El brazo del cónsul hizo un gesto semicircular que envolvía la
totalidad del campo de batalla y a todos los hombres que corrían, caían, habían
muerto o estaban heridos.
—Es la encarnación del absurdo —dijo—. Parece increíble que unos hombres
maduros puedan comportarse de este modo.
Cepión palideció aún más; estaba blanco de furia.
—Tu filosofía ya nos ha costado tres mil romanos —le dijo.
Las cejas del cónsul se arquearon en una expresión de sorpresa, pero su respuesta
fue ahogada por la segunda señal de ataque de la trompeta, que envió un nuevo
torrente de carne viva colina arriba, bajo otra lluvia de flechas y jabalinas. Antes de
que el cónsul pudiera pensar una respuesta, aquella lluvia había sumergido a las filas
delanteras, que cubrían la cuesta en extrañas posiciones tortuosas, con los brazos y
piernas dislocados como títeres rotos.
—¿Has dicho «filosofía»? —gritó el cónsul intentando hacerse oír por encima del
estruendo de la batalla.
Cepión había llegado al límite de su autocontrol. La furia contenida tensaba sus
nervios, tendones y músculos de tal modo que los dedos de sus pies se crispaban
entre las tiras de sus sandalias y sus pantorrillas dentro de la armadura.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó el cónsul.
—Permíteme dirigir el ataque personalmente —gritó el capitán, pero en medio de
la frase la trompeta calló y su voz sonó ridícula en el súbito silencio.
El segundo ataque había sido repelido. Una vez más, los hombres de Cepión
corrieron colina abajo en correcto orden. Algunos incluso detuvieron la carrera para
alzar a un compañero herido, pero al verse abandonados por los demás, siguieron
corriendo antes de cargar tan pesado bulto sobre sus hombros. Los heridos, por su
parte, intentaban aferrarse a las piernas de sus compañeros, haciendo caer a muchos
de ellos. El viento había cambiado de dirección, de modo que ningún sonido, ningún
grito llegaba a la otra colina, y la desagradable escena se desarrollaba en el silencioso
aire transparente.
—Es terrible, por cierto —dijo el cónsul, que también había empalidecido—. Sin
Pero en otra colina desierta, en la dirección hacia donde corrían los romanos, otro
observador contemplaba la huida. Se había puesto de puntillas para ver mejor y
balanceaba torpemente su cuerpo enjuto con el fin de mantener el equilibrio, mientras
movía los labios sin cesar. Cuando los primeros fugitivos llegaron a aquel extremo
del valle, el joven Catón bajó corriendo la colina, agitando los brazos en el aire,
gritando con nerviosismo y haciendo ridículos intentos de detener la huida con su
espada. Varios soldados se detuvieron, perplejos ante tan inaudita visión, y pronto
otros imitaron su ejemplo. De todos modos, habían dejado atrás al enemigo, y
después de correr más de una milla, era hora de detenerse a recuperar el aliento.
Catón, en medio de un pequeño grupo, pronunciaba uno de sus temibles discursos
sobre las obligaciones del soldado y las virtudes de sus ancestros. Mientras tanto, más
y más fugitivos se unían al grupo para enterarse de lo que ocurría, y una vez que
habían parado, decidían quedarse allí. Cuando se aburrían, se sentaban en el suelo,
pero el infatigable Catón seguía hablando, ahora sobre los peligros de la voraz
concupiscencia, citando a su tatarabuelo, además de a Homero. El extremo del valle
formaba un refugio natural y el grupo que rodeaba a Catón interceptaba el paso de
nuevos fugitivos, de modo que la huida de los soldados concluía siempre allí.
Mientras el enemigo saqueaba el campamento romano, la mayor parte del ejército
estaba congregada en torno a Catón, que, con su interminable discurso, había logrado
vencer al pánico con el aburrimiento.
Cuando el cónsul y Cepión llegaron corriendo desde distintas direcciones, los
centuriones ya estaban agrupando y reorganizando a sus hombres. Habían sufrido
enormes pérdidas y el campamento estaba en manos del enemigo, pero la mayor parte
del ejército se había salvado.
El cónsul se dirigió a los soldados, llamó al frente al joven Catón, lo felicitó por
su conducta modélica y le prometió un ascenso y una recompensa especial. Catón
respondió con irritante modestia que no aceptaba el ascenso, pues ni él, ni ningún
otro hombre, había hecho nada que mereciera semejante honor. Los soldados
sonrieron, el cónsul los imitó y definió a Catón como un digno sucesor de su famoso
ancestro. Gracias a este acto, Cepión perdonó al cónsul y resolvió dar un tirón de
orejas a su hermano pequeño, pese a saber que no serviría de nada. La aversión que
sentía hacia su hermano se había vuelto tan grande que casi rayaba en el respeto.
Durante aquella noche y la mañana siguiente, cayeron veinte mil esclavos. Cinco
mil murieron crucificados y otros cinco mil lograron regresar con Espartaco. Sus
mujeres e hijos fueron confiscados, vendidos en subastas públicas o enviados a
trabajar en las minas. La muerte de Crixus se confirmó oficialmente, pero su cadáver
desapareció de la tienda, y en el tedioso informe oficial del cónsul Lucio Gelio
Publicola, se leía el siguiente párrafo:
«La misma noche que engendró a este hombre devoró de nuevo su carne; de
modo que, incapaz de honrar al enemigo muerto, honró a los poderes de la oscuridad
que él encarnaba».
45. Es aconsejable tener presente lo anterior, pues la conducta de los esclavos que
permanecieron junto a Espartaco era muy distinta a la prevista cuando partieron de la
ciudad que habían construido con tan nobles esperanzas. Todos estaban convencidos
de que se dirigían a su propia destrucción, y sin embargo la frustración de sus
ambiciosos proyectos no les causaba pesar, sino jubilosa confianza. El propio
Espartaco, que conocía mejor que nadie los grandes ideales que dejaban a sus
espaldas, estaba más contento que nunca y se comportaba como un hombre liberado
de una pesada carga. Los demás, por su parte, parecían compartir este sentimiento.
Pero esta alegría aparentemente irracional tenía sus causas lógicas, pues es difícil
para un hombre cargar con el peso del futuro y aceptar los desvíos que está obligado
a tomar. Por fin los esclavos habían decidió regresar a su tierra natal, y aquel que
añora el ayer tiene por delante un camino mucho más fácil que el que viaja hacia el
mañana, así como es invariablemente más sencillo, agradable y natural caminar
cuesta abajo que esforzarse para escalar entre las rocas, los escombros y la helada
escarcha.
47. Aunque, tras recibir la noticia de la destrucción del ejército de Crixus, era
plenamente consciente de la falacidad de estas esperanzas y de que a partir de
entonces el camino sólo podía conducirlos cuesta abajo, Espartaco nunca dio mejor
testimonio de su talento como estratega. El y sus fieles camaradas habían logrado
atravesar la zona centro de Italia y continuaban su rápida e inexorable marcha hacia
el norte. En la frontera de Etruria, el cónsul Léntulo intentó cerrarles el camino,
ocupando con su ejército las montañas que flanqueaban el Amo. Mientras tanto, su
colega Gelio, que había vencido a Crixus, acudió en su ayuda desde el sur para evitar
la retirada de Espartaco. Los dos ejércitos romanos atraparon a los esclavos como si
fueran pinzas, pero una vez más, se demostró que las pinzas eran de madera y el
objeto que sostenían de hierro candente. Bastaron dos días para que Espartaco
aniquilara a los ejércitos de los dos cónsules. Los propios cónsules escaparon
milagrosamente a la muerte, al igual que varios personajes distinguidos de su
campamento, como el joven Marco Catón y su hermano Cepión. El enfurecido
Senado les ordenó regresar a Roma y destituyó a los cónsules de sus puestos.
Sin embargo, los esclavos continuaron su marcha hacia el norte, aunque ya con
cierta renuencia.
49. Los esclavos habían atravesado en vano toda Italia, desde el extremo sur al
extremo norte, y la puerta que ansiaban traspasar para alcanzar la libertad se había
cerrado ante sus ojos como una trampa. No les quedaba más remedio que desandar
sus pasos, volver hacia el sur, esta vez sin otro propósito que el de mantener el cuerno
unido al alma y evitar ser capturados por sus opresores.
Espartaco y sus hombres se verían forzados a deambular por Italia, otra vez
rumbo al sur, como la bestia enjaulada que camina sin cesar de un extremo al otro de
su celda.
51. Aquel temor creció aún más cuando Espartaco, que a pesar de sus victorias
parecía intuir que los días de la rebelión estaban contados, organizó un acto que los
romanos considerarían como la mayor humillación sufrida por su Estado. Antes de
abandonar el río Po, en dirección al sur, honró a su camarada Crixus en una
ceremonia fúnebre de esplendor semejante a las celebradas por la muerte de los
emperadores romanos. En esta ocasión, obligó a trescientos prisioneros romanos a
combatir entre sí como gladiadores y matarse unos a otros frente a la pira donde las
llamas devoraban la imagen de cera de Crixus. Este memorable espectáculo no sería
sólo una muestra de afectuoso respeto hacia su antiguo jefe, sino también un acto de
venganza de los esclavos hacia sus opresores.
Los trescientos hombres sacrificados en el curso de aquella celebración fúnebre
eran todos ciudadanos romanos libres, y algunos de ellos, jóvenes aristócratas de
familias patricias. El hecho de que fueran forzados a tan irónico cambio de papeles,
matándose para diversión de los esclavos, era una ignominia sin precedentes,
inconcebible para los romanos.
52. De todas las ofensas cometidas por el despreciado gladiador, ninguna afectó
tan profunda y dolorosamente a los notables romanos como aquella celebración.
La confusión y el miedo crecieron en la capital hasta tal extremo, que cuando
llegó el momento de elegir nuevos jefes militares, nadie reclamó este honor, y
tampoco pudo hallarse un pretor municipal. Nadie quería ocupar estos puestos en una
guerra cuya victoria no traería gloria y cuya derrota acarrearía el peor deshonor. La
53. El destino jugaba el más extraño de los juegos con los esclavos. Cuando
estaban a punto de darse por vencidos, cansados de su eterno deambular, sembraba
una última esperanza traicionera en sus corazones. Roma parecía rendirse a sus pies,
desvalida, sin protección ni defensa, esperando su propia destrucción como una presa
dócil. La esperanza se reavivó en los corazones de la horda de esclavos, igual que una
llama que resplandece por última vez antes de extinguirse, y se creyeron señores de
Roma y amos del destino del mundo.
54. El hombre que salvó a Roma y acabó con las esperanzas de crear un nuevo
sistema en el mundo no era general ni se había distinguido jamás en hazañas bélicas.
Era el banquero Marco Craso, un hombre duro de oído, robusto y de aspecto
rollizo. Como todos los sordos o semisordos era de naturaleza torpe y desconfiada,
mientras que, gracias a su colosal fortuna, despertaba el temor de muchos y el amor
de muy pocos.
55. Marco Craso, que había llegado a los cuarenta y tres años sin cosechar
ninguna gloria importante, creyó ver la oportunidad de conseguir honores y
convertirse en el salvador de Roma sin demasiado esfuerzo. Con su habitual actitud
calculadora, había reparado en que, pese al gran talento de Espartaco como estratega,
sus últimas victorias no se basaban tanto en la fuerza de su ejército sino en la
debilidad de los obtusos generales romanos con quienes se había enfrentado hasta el
momento.
Por consiguiente, cuando el pánico de los romanos alcanzó su punto culminante,
Marco Craso se dirigió al Campo de Marte con sus ayudantes y declaró ante la
multitud allí congregada que estaba dispuesto a aceptar el puesto de pretor y a
equipar a un nuevo ejército con sus propios fondos, confiando en que el Estado
pudiera restituirle los gastos algún día. Como era de esperar, la noticia fue recibida
con gran júbilo y Craso pronto estuvo al frente de ocho legiones completas, que
intentaría usar para derrocar al ejército de esclavos en un futuro inmediato y para sus
propios y ambiciosos fines en un futuro más lejano.
56. Cuando, como ya era habitual, la vanguardia huyó tras las escaramuzas
preliminares con los esclavos, la primera medida de Craso en su condición de
60. Las penurias y privaciones de esta larga campaña, sumadas a las habituales
epidemias otoñales, habían reducido las fuerzas de Espartaco a la mitad. Las veinte
mil criaturas salvajes, últimos supervivientes de la gran revolución, vagaban con
desasosiego por las montañas y bosques de Brucio, al sur de la colosal trinchera que
los separaba del resto de la humanidad.
57. Fue la primera derrota sufrida por los esclavos bajo el mando de Espartaco, y
causó gran desaliento entre los soldados, aunque no logró quebrantar su valor. El
propio Espartaco no deseaba entablar un combate abierto con un adversario tan
superior y se retiró hacia el sur.
Así, por segunda vez en su penosa marcha, los esclavos atravesaron el territorio
de Lucania, la misma tierra que un año antes los había visto pasar llenos de
esperanza. Cruzaron las ruinas de su antigua ciudad y contemplaron los restos de los
graneros y comedores, cubiertos de polvo y basura, una visión que los llenó de dolor,
pues a medida que la ciudad del Sol se desvanecía en el pasado, más atractiva parecía
en la memoria la vida que habían llevado entre sus murallas.
59. Por tanto, Craso suspendió la marcha de su ejército y urdió un plan cuya
ejecución hubiera parecido ridícula o incluso imposible a cualquier soldado
profesional.
TITO LOLIO YACE AQUÍ JUNTO AL CAMINO, PARA QUE EL CAMINANTE QUE PASE A SU
LADO PUEDA DECIRLE: SALUD, TITO.
La lluvia empeoró y las montañas quedaron ocultas tras una cortina de nubes
bajas. Más allá, se extendían las fértiles llanuras de Lucania, la opulenta tierra de
Campania, las ricas y hermosas ciudades… todo separado por la trinchera que el
banquero Craso había hecho cavar a lo ancho del territorio, de costa a costa.
Perecerán allí como ratas en una trampa.
El hombre de la piel sentía la larga procesión de la miseria a su espalda, los
hombres salvajes y harapientos, las mujeres con sus cabellos empapados y sus pechos
fláccidos, los carros llenos de enfermos con su estela de indolentes moscas.
Mientras la lluvia se deslizaba sobre su cara, creó un epitafio para todos ellos:
La única posibilidad de salvación que les quedaba era cruzar a la isla de Sicilia
con la ayuda de la flota pirata.
En Sicilia, la situación de los esclavos era aún peor que en la península italiana.
Los grandes levantamientos dirigidos por el sirio Eunus y el tracio Atenión hacia
menos de una generación no se habían borrado aún de sus memorias. Los esclavos
habían llegado a gobernar casi la totalidad del territorio siciliano durante tres años en
la primera rebelión y cuatro en la segunda, y ahora la horda tenía la esperanza de
volver a encender la llama de la insurrección.
Sin embargo, no tenían barcos, y entre ellos y la isla se extendía el temible canal,
protegido a un lado por el escollo de Escila y al otro por el abismo de Caribdis. Su
salvación dependía de la flota pirata.
Espartaco se entrevistó con el almirante de la flota pirata, estacionada en el mar
Jónico, en su campamento temporario en la costa de Regium. Lo recibió en su tienda
de cuero, tras la deshilachada enseña púrpura que los dos supervivientes criados de
Ambos sabían que Espartaco no tenía otra opción, pero aun así regateó sin quitar
su mirada plúmbea y enfermiza del visitante, que comenzaba a sentirse incómodo.
Por fin acordaron el precio en sesenta mil sestercios, las últimas reservas del tesoro
de los esclavos.
Los dos guardias arrastraron dos toscos sacos llenos con la mitad de esta cantidad
al interior de la tienda, contaron el dinero en presencia del almirante y lo
transportaron a su barca. Luego el almirante expresó su pesar por no poder
permanecer allí más tiempo, pues lo esperaba un banquete a bordo. Se incorporó con
dignidad, saludó ceremoniosamente a su señor y hermano, el príncipe de Tracia, y se
dirigió a su magnífica nave custodiado por los guardias de oxidados cascos.
Los esclavos aguardaron durante cinco días, con una nueva esperanza en el
corazón. Escudriñaban el mar, oculto tras un manto de agua de lluvia, pero la flota
pirata no llegaba.
Tres semanas más tarde, cuando los últimos miembros de la horda, diezmada por
el hambre y las enfermedades, comenzaron a diseminarse por las montañas,
Espartaco decidió poner fin a aquella situación y solicitó una entrevista con el jefe del
ejército enemigo, el generalísimo Marco Licinio Craso.
Marco Craso tenía cuarenta y tres años y poseía una fortuna de ciento cincuenta
millones de sestercios. Era gordo, casi sordo y sufría asma.
Aunque pertenecía a la antigua familia de los Licinii, que podría haberle
facilitado el camino hasta la jerarquía política y de buen grado se habría prestado a
hacerlo, durante años había seguido una senda solitaria. Mientras sus contemporáneos
y rivales se disputaban los cargos importantes en España y Asia menor, esperando
acumular poder, Craso se había dedicado casi exclusivamente a asuntos financieros.
Asentó los cimientos de su fortuna durante los años de terror del régimen de Sila,
denunciando a miembros de la oposición y reclamando sus fortunas en cuanto eran
ejecutados. Sin embargo, en una ocasión se probó que había incluido un nombre falso
en la lista de proscriptos y su relación con Sila se enfrió, por lo cual se vio obligado a
cambiar de oficio y se pasó a la especulación del suelo.
Se dedicaba a comprar casas y edificios depreciados o dañados por el fuego,
primero individualmente y luego por calles o barrios enteros, hasta convenirse en
propietario de una parte muy considerable de la capital. Luego adquirió los mejores
esclavos canteros, carpinteros y albañiles del mercado de forma tan metódica que en
pocos años forjó un monopolio arquitectónico en Roma y algunas ciudades de
provincias. Tenía minas de plata en Grecia y canteras en Italia, que le suministraban
los materiales necesarios para sus propias obras, de modo que a partir de entonces
cualquier desdichado que aspirara a poseer una casa dependía de Craso, que se
ocupaba de la construcción del edificio desde los cimientos hasta el techo, incluyendo
el servicio de arquitectos y albañiles. Sin embargo, como él no se sentía capacitado
para conducir semejante empresa por sí solo, adelantaba capital a algunos de sus
libertos o clientes y formaba sociedad con ellos.
Pero después de un tiempo se hizo evidente que las fluctuaciones en el negocio de
la construcción provocaban desempleo entre los esclavos del ramo, cuya manutención
requería sumas considerables, y Craso decidió remediar la situación creando una
nueva profesión, que pondría el broche de oro a su empresa: fundó el primer cuerpo
de bomberos de Roma.
Puesto que la mayoría de las casas romanas eran de madera, los incendios se
producían con frecuencia, de hecho, todos los días. El cuerpo de bomberos de Craso
estaba integrado por los esclavos albañiles desocupados, equipados con carros y
campanas de alarma. Aunque los carros llevaban tanto hachas como cubos de agua,
se decía que los bomberos de Craso usaban con mayor diligencia las primeras que los
segundos. Además, el fuego no comenzaba a extinguirse hasta que el desafortunado
Desde su más tierna infancia, Craso se había sentido eclipsado por Pompeyo.
Comparaba todas sus hazañas, pensamientos y sueños con los de él, sólo para
comprobar que Pompeyo lo superaba en todos los aspectos.
Durante la guerra civil, Craso, un hombre sin pasado ni futuro, de casi treinta
años, había deambulado por España con una banda de mercenarios, esperando una
oportunidad para iniciar su carrera política, sin que esa oportunidad llegara nunca.
Sin embargo, Pompeyo, ocho años más joven que él, ya desempeñaba un papel
distinguido bajo el régimen de Sila y se hacia llamar imperator.
En los últimos años de la guerra civil, tanto Craso como Pompeyo estuvieron al
mando de una legión. Ambos combatieron con similar éxito: Craso fue acusado de
apropiarse del botín de la ciudad de Todi y Pompeyo del robo de trampas para pájaros
y libros de Asculum. Por fin la revolución fracasó y Sila se convirtió en dictador.
A Craso se le pagó con un asiento en el Senado, mientras Pompeyo era abrazado
públicamente por Sila y llamado «Magnas, el grande».
En ese entonces Craso tenía treinta y dos años y Pompeyo veinticuatro, y
mientras Craso ya estaba medio sordo y asmático, Pompeyo rivalizaba con sus
soldados en competiciones deportivas. Craso estaba casado con una honorable
matrona y Pompeyo tramitaba su tercer divorcio para convertirse en yerno de Sila. El
senador Craso, medio sordo, amargado y abatido, consideraba la posibilidad de
retirarse de la vida pública para recluirse a escribir sus memorias en su casa de
campo, cuando los acontecimientos tomaron un giro decisivo, que lo conduciría al
mencionado descubrimiento: Pompeyo le pidió dinero.
Se trataba de una suma considerable, que Pompeyo necesitaba con urgencia para
extorsionar a varios juristas, pues una vez más estaba envuelto en un asunto oscuro.
Gimoteó y balbuceó como un colegial ante Craso, que después de hacerlo sufrir un
poco, aceptó concederle un préstamo sin interés y sin fianza. Cuando Pompeyo
abandonó la casa de Craso, con su cara de atleta roja de humillación, tropezó con un
escalón y estuvo a punto de caerse en el umbral. Luego Craso se encerró en su
estudio y rompió a llorar. Tenía treinta y tres años y era el primer día feliz de su vida.
La venda cayó de sus ojos. Tanto él como los demás hombres de su clase sabían
Para Espartaco no había sido sencillo iniciar aquella expedición, pero tampoco
tan duro como creían muchos de sus compañeros.
Sabia que se acercaba el fin. Su horda comenzaba a diseminarse por el bosque, y
en el plazo máximo de un mes, los romanos los habrían cazado a todos, uno a uno.
Los mejores hombres habían caído y el resto se estaba echando a perder. Los que
quedaban en el campamento se habían vuelto ojerosos y la desesperación cubría sus
caras macilentas, como telarañas. Todos los días las mujeres salían a las calles del
campamento, con niños de cabezas grandes y extremidades esqueléticas en los
brazos, suplicando que se rindiera para que todo volviera a ser como antes. Corrían
por el campamento, con las cabelleras enmarañadas y los bebés prendidos a sus
pechos fláccidos, gritando a voz en cuello que no querían morir.
Los hombres tampoco querían morir. Permanecían en la playa, contemplaban las
olas que se acercaban, aspiraban la fresca fragancia de las algas y pensaban que era
agradable vivir, convencidos de que, a pesar de todo, la peor clase de vida era mejor
que la muerte.
Sin embargo, la desesperación y el deseo de sobrevivir privaban a hombres y
Una semana después de la entrevista con el jefe de los esclavos, Craso cometió el
mayor error de su vida, un error que nunca podría rectificar. Cuando se enteró de que
Espartaco y sus últimos hombres habían salido de Brucio y se encontraban al otro
lado de la trinchera, perdió la cabeza y envió un mensaje al Senado, exigiendo que
enviaran a Pompeyo en su ayuda.
La fuga ocurrió durante una noche fría, con densas nevadas. Los supervivientes
del ejército de esclavos, reunidos por Espartaco en un último intento desesperado,
asaltaron por sorpresa a la tercera cohorte, comandada por Cato, en la costa oeste,
cerca del golfo de Hipómica. Rellenaron un tramo de la trinchera con troncos,
malezas, nieve, carroña de caballos y los propios prisioneros estrangulados de la
tercera cohorte con el fin de construir un paso rápido para los carros de bueyes,
heridos y niños. Luego, las veinte mil personas cruzaron al otro lado. Amparadas por
la nieve y la oscuridad, empujadas por el hambre, se lanzaron al ataque de un
enemigo abrumadoramente superior; se lanzaron al encuentro de la muerte,
plenamente conscientes de ello.
Un día después Craso comprendió que la huida había sido un acto desesperado y
que el enemigo ya no constituía una amenaza para él, pero ya era demasiado tarde. A
lo largo de los años, había construido la escalera de su ascenso con frialdad y
prudencia, peldaño a peldaño. Mientras aguardaba su oportunidad, el momento en
que el poder cayera sobre su regazo como una fruta madura, había concedido
préstamos sin intereses y masticado frutas confitadas. Sin embargo, ahora lo había
estropeado todo en un momento. Su pusilánime solicitud de socorro al Senado volvía
a situarlo en una posición de inferioridad con respecto a Pompeyo.
Con el tiempo, el propio Craso se preguntaría por qué había perdido la cabeza de
ese modo tan inexplicable aquella mañana invernal. Ocho días antes, el hombre de la
piel había estado sentado ante su escritorio y había jugueteado con su tintero con
torpeza y timidez. Un mes después, el ejército de Craso lo había aniquilado.
Pero entre aquellas dos fechas, ¿qué sarcástica fuerza lo había amedrentado con la
sombra de ese mismo hombre hasta el punto de empujarlo al suicidio político?
Durante los dieciocho años, o seis mil quinientos días que le quedaban de vida, no
pasó uno solo sin que Craso se repitiera aquella pregunta. Aún le obsesionaba
cuando, ante la ciudad de Sinnata, en el desierto mesopotámico, la daga de un criado
parto le procuró un fin vano y deshonroso. La cabeza ensangrentada del hombre que
había descubierto que el dinero tenía más poder que la espada, que había aplastado la
mayor rebelión italiana y había soñado con convertirse en emperador de Roma fue
¡Contempladla, recién segada del tronco la traemos, hasta ahora una espina en la
montaña!
¡Oh bacanales de Asia! ¡Bendecid esta caza!
Cuando Craso envió su petición de ayuda al Senado, Pompeyo viajaba de regreso
a Italia tras su triunfo en la guerra española. Craso esperaba que todo acabara antes de
la llegada de Pompeyo, y los propios esclavos, tras deambular sin rumbo ni
esperanzas durante tres días, deseaban el fin, que llegaría en la batalla junto al río
Silaro, donde sólo sobrevivieron unos pocos.
En la víspera de la batalla, un anciano llegó al campamento. Era Nicos, antiguo
criado del contratista de juegos Lentulo Batuatus, y había recorrido el largo trayecto
de Capua a Apulia a pie. Su aparición causó gran sorpresa entre los guerreros que lo
conocían, y fue conducido de inmediato a la tienda de Espartaco. Allí estaba sentado
ahora, viejo, seco y endeble, hablando con Espartaco en la víspera de la última
batalla.
El hombre de la piel lo recibió con amabilidad y sin excesiva sorpresa, pues las
fuentes del asombro se habían secado en su interior y en los últimos tiempos todo lo
que ocurría le parecía familiar, viejo y largamente esperado.
—¿Por fin has venido a unirte a nosotros? —saludó al viejo Nicos—. Te hemos
esperado durante mucho tiempo. Siempre dijiste que acabaríamos mal, y ahora podrás
verlo con tus propios ojos.
El viejo Nicos asintió con un gesto grave. Sus ojos estaban empañados por las
cataratas y ya no veía con claridad. Sin embargo, pudo comprobar cuánto había
cambiado el hombre de la piel desde su último encuentro en Capua. Notó que el
antiguo gladiador se había despojado de su actitud arrogante, que irradiaba un sereno
cansancio y que tenía una mirada triste, aunque clara.
—Me llevó mucho tiempo —dijo el viejo Nicos—. Tuve que convertirme en un
hombre muy viejo y casi ciego, antes de darme cuenta de que un hombre no puede
escapar a su propio destino. Serví durante cuarenta años, y cuando me dieron la
libertad, el orgullo me deslumbró y prediqué estupideces en el templo de Diana, sobre
el monte Tifata. Sin embargo, ahora sé que debía estar a tu lado en el final de tu viaje.
—¿De modo que ya no crees que he tomado la senda del mal, mi querido padre?
—sonrió Espartaco.
—Todavía lo creo —respondió Nicos—. Tomaste la senda del mal, la senda de la
ruptura, pero aun así debía acudir junto a ti, a compartir tu fin. Yo sé más que tú de
Mientras avanzaba la noche, los últimos hombres de la gran horda comían, bebían
y amaban a las últimas mujeres. En la colina vecina, pequeños puntos luminosos
titilaban en la oscuridad como luciérnagas: eran las antorchas del enemigo. De vez en
cuando, el viento llevaba los ecos de las canciones entonadas por los romanos en su
colina, canciones intrépidas, alegres, patrióticas, inspiradas por el vino y la inminente
victoria.
El pequeño Fulvio las oía mientras escribía, a la luz de una lámpara de aceite, la
crónica que nunca alcanzaría a terminar. Los vehementes cantores romanos le
recordaron sus últimos días en la insensata ciudad de Capua, cuando los patriotas
recorrían las calles agitando banderas y lanzas. Rememoró el tratado que había
comenzado a escribir entonces y que tampoco podría completar jamás. El corazón del
pequeño abogado calvo se llenó de dolor. A través de la puerta entreabierta de la
tienda, divisó los funestos puntos rojos que parpadeaban a lo lejos, y lo embargó un
vergonzoso temor. No quería pasar la última noche solo. Enrolló el pergamino, lo
acarició suavemente, y se dirigió a la tienda del esenio por las oscuras callejuelas del
campamento.
Lo encontró discutiendo acaloradamente con el viejo Nicos de Capua. Los dos
viejos, sentados uno junto a otro sobre la manta, bebían vino caliente aromatizado
con clavo y canela y hablaban sobre la situación del mundo, mientras los romanos
agitaban las lanzas y entonaban sanguinarias canciones sobre su colina. El viento
templado hacia temblar ligeramente la lona de la tienda y transportaba los sonidos
hasta ellos.
—¿Escuchas la canción del mal? —dijo el viejo Nicos mientras sus labios ajados
bebían pequeños sorbos de vino caliente—. Ya veis adónde conduce el uso de la
fuerza. Todos han pillado la enfermedad del entusiasmo.
—Ningún hombre puede vivir sin entusiasmo —dijo el esenio, sacudiendo
vigorosamente la cabeza en señal de reprobación—. Si le falta, se marchita como un
árbol sin raíces. Sin embargo, hay dos tipos de entusiasmo; uno es dichoso y nace de
la vida, mientras el otro es triste y toma furtivamente su savia de la muerte. Sin duda,
el segundo tipo es el más frecuente, pues desde el comienzo de los tiempos los dioses
privaron a los hombres de la serena alegría, les enseñaron a obedecer las
prohibiciones y a renunciar a sus deseos. Y el fatídico don de la renuncia, que lo
diferencia de todas las demás criaturas, se ha convertido hasta tal punto en la segunda
naturaleza de los hombres, que éstos la usan como un arma para enfrentarse entre sí,
como un medio para que unos pocos exploten a la mayoría, como un sistema de
opresión que abarca todos los ámbitos. La necesidad de renuncia ha sido instilada en
su sangre desde épocas ancestrales, de modo que sólo consideran auténticamente
noble el entusiasmo que les permite sacrificarse a si mismos y a sus propios intereses.
El azar preservó las vidas del cronista Fulvio y del hombre de la cabeza ovalada
hasta que llegaron al río Liris. Eran los últimos supervivientes de la antigua horda,
pues el pastor Hermios había sido atravesado por una lanza en Apulia, los dos, padre
e hijo, habían muerto juntos en la batalla del Silaro, y la delgada amante morena de
Espartaco se había suicidado, ahogándose durante la batalla, cuando todavía nadie
conocía la noticia de la muerte del jefe. Sólo quedaban ellos dos, además del viejo
Nicos, ya casi ciego, que caminaba atado a la soga que los unía a los demás
balbuceando incoherentemente.
Se sentaron por última vez junto al río Liris. Estaban en la orilla, custodiados por
soldados con armaduras y alineados con los demás elegidos para la ejecución de
aquel día. El caudal del río Liris había crecido y arrastraba arbustos, verduras
podridas, carroña de cerdos y felinos, girando incesantemente en turbios remolinos.
De vez en cuando veían pasar el cadáver de algún hombre, que tras la larga
distancia recorrida había perdido sus rasgos humanos.
Río arriba, junto al campamento de la vanguardia y detrás de la última curva del
río, resonaban los golpes de las mazas. Las cruces para el nuevo grupo aún no estaban
listas y los ciento cincuenta hombres seleccionados al azar tenían que esperar.
Tampoco ellos —sentados junto a la orilla en una larga hilera y atados entre si
con una soga, aguardando a que vinieran a buscarlos— conservaban demasiados
rasgos humanos. Contemplaban las agua amarillentas del río Liris, y mientras unos se
balanceaban de adelante hacia atrás, gimiendo, otros cantaban, otros más se tendían
de cara al suelo y por fin otros descubrían sus cuerpos para obtener una última gracia
de ellos y debilitar sus energías.
El viejo Nicos balbuceaba frases inconexas. Era el único de la fila cuya ejecución
había aplazado, pero como estaba casi ciego los soldados le habían permitido
Los delfines
Todavía es de noche y aún no han cantado los gallos. Sin embargo, Quinto Apronius,
primer escriba del Tribunal del Mercado sabe desde hace tiempo que los escribas
deben madrugar más que los gallos. Deja escapar un gruñido y rastrea el suelo de
madera con los dedos de los pies, buscando las sandalias. Una vez más, sus sandalias
están al revés, con la punta hacia la cama. En sus veinte años de servicio no ha
logrado enseñar a Pomponia a colocarlas en la posición correcta.
Camina pesadamente hacia la ventana, mira hacia el patio interior y ve venir a
Pomponia, vieja, huesuda y desgreñada, subiendo la escalera de incendios. El agua
que trae está templada y el desayuno asqueroso; segunda ofensa de la mañana.
¿Cuántas más lo esperarán?, ¿y durante cuánto tiempo?
Los delfines, el espléndido clímax del día, nadan en su mente; aunque incluso eso
ha dejado de ser un placer desde que perdió las esperanzas de convertirse en
protegido oficial del juez del Mercado. A partir de ese momento, cada vez que entra
en la sala de mármol, se siente acosado por miradas burlonas y maliciosas.
Desciende la escalera de incendios con las rodillas ligeramente temblorosas y la
túnica recogida; consciente de que Pomponia, escoba en mano, mira que no arrastre
el dobladillo por los peldaños. La concurrida callejuela está pálida bajo la débil luz de
la madrugada y la interminable caravana de carros de leche y verdura para junto a él,
animada por numerosas voces de mando.
Cuando llega a la intersección de los puestos de perfume y ungüento con los de
pescado, se topa con la habitual cuadrilla de esclavos albañiles, que se dirigen a su
trabajo, otra vez maniatados, como en tiempos de Sila. Sus expresiones son lúgubres
y pétreas y sus miradas están cargadas de odio. Apronius se apretuja contra el portal,
tembloroso, y se recoge la túnica. Por fin pasan y puede continuar.
El tablón de anuncios llama su atención: hace pocos días han pintado un nuevo
cartel con un sol rojo en el extremo superior. Debajo se informa que el contratista de
juegos Léntulo Batuatus se complace en invitar al apreciado público de Capua a una
magnífica exhibición de su nuevo equipo de gladiadores. Sigue la lista de los grupos
Las novelas deben hablar por sí mismas, sin que los comentarios del autor se
interpongan entre la obra y el lector, al menos antes de la lectura. Por ese motivo he
preferido un post scriptum a un prefacio.
Espartaco es la primera novela de una trilogía (las otras dos son El cero y el
infinito y Arrival and Departure) cuyo tema principal es el problema básico de la
ética revolucionaria y de la ética política en general; el dilema sobre si el fin justifica
los medios o hasta qué punto puede llegar a hacerlo. Es un problema muy antiguo,
pero durante un período decisivo de mi vida se convirtió en una obsesión para mí. Me
refiero a los siete años de mi militancia en el Partido Comunista y a los años
inmediatamente siguientes.
Me afilié al Partido Comunista en 1931, a la edad de veintiséis años, cuando
trabajaba en la redacción de un periódico liberal de Berlín. Mi ingreso en este partido
se debió en parte a la búsqueda de una alternativa frente a la amenaza del nazismo y
en parte al hecho de que, como Auden, Brecht, Malraux, Dos Passos y otros
escritores de mi generación, me sentía atraído por la utopía soviética. Ya he descrito
detalladamente el ambiente de aquella época en otros textos, de modo que no voy a
explayarme aquí sobre este tema.
Cuando Hitler tomó el poder, yo me encontraba en la Unión Soviética escribiendo
un libro sobre el primer Plan Quinquenal. Desde allí me fui a París, donde viví hasta
la caída de Francia. Mi gradual desengaño del Partido Comunista llegó a su punto
culminante en 1935, el año del asesinato de Kirov, de las purgas iniciales, de las
primeras oleadas del Terror, que arrastrarían consigo a casi todos mis camaradas.
Durante esa crisis, comencé a escribir Espartaco, la historia de otra revolución
truncada, y a lo largo de los cuatro años que tardé en hacerlo, una serie de
interrupciones convirtieron la tarea en una especie de carrera de obstáculos. Un año
después de comenzar a escribir la novela, estalló la guerra civil española, en el curso
de la cual fui capturado por las tropas de Franco y pasé cuatro meses en prisión.
Después de aquella experiencia, me vi obligado a escribir un libro tópico sobre
España (Testamento español).
En el ínterin me quedé sin dinero y sobreviví gracias a pequeños trabajos
mediocres. Por fin acabé el libro en el verano de 1938, pocos meses después de
abandonar el Partido Comunista.
Regresar al siglo primero antes de Cristo, tras cada una de aquellas
interrupciones, significaba para mí un alivio y un descanso. No era exactamente una
evasión, sino una forma de terapia ocupacional que contribuía a aclarar mis ideas,
El lector de una novela histórica tiene derecho a saber hasta qué punto ésta se
basa en hechos reales o es pura ficción. El material histórico sobre la revolución de
los esclavos procede de unos pocos pasajes de Livio, Plutarco, Apiano y Floro, que
en total suman apenas cuatro mil palabras. Es evidente que los historiadores romanos
consideraron tan humillante este episodio que prefirieron reducir al mínimo sus
referencias a él. Salustio parece haber sido la única excepción a esta regla, pero sólo
han llegado a nosotros algunos fragmentos de su Historia.
En contraposición a la escasez de datos sobre la propia revuelta, disponemos de
un extenso material sobre las condiciones sociales y las intrigas políticas de la época,
y aunque se sabe muy poco acerca de los cabecillas de los esclavos y las ideas que los
guiaban, abunda la información sobre sus adversarios: Pompeyo, Craso, Varinio, los
cónsules y senadores de los años 73 al 71, sus amigos y contemporáneos.
Este fenómeno imponía un reto adicional a mi imaginación, pues no sólo tendría
que forjar la personalidad de Espartaco y sus lugartenientes, sino también inventar los
pormenores sobre su campaña y la organización de la comunidad de esclavos.
Por otra parte, la detallada información disponible sobre la época proporcionaba
una base sólida a la especulación, de modo que la tarea de completar los datos
ausentes se convirtió en un problema de geometría intuitiva, en la reconstrucción de
un rompecabezas al que le faltaban la mitad de las piezas.
La historia no hace ninguna referencia al proyecto o idea común que mantenía
unidos a los miembros del ejército de esclavos; sin embargo, sugiere que puede
Fuente: es.wikipedia.org