POZO EL ADOLESCENTE COMO CIENTÍFICO Critica A La Enseñanza X Descubrimiento
POZO EL ADOLESCENTE COMO CIENTÍFICO Critica A La Enseñanza X Descubrimiento
POZO EL ADOLESCENTE COMO CIENTÍFICO Critica A La Enseñanza X Descubrimiento
Análisis de los aspectos que inciden en el trabajo científico del adolescente. La concepción
del método científico, las habilidades del alumno y la forma concreta en que se lleva el
método al aula, son los tres factores analizados.
Juan Ignacio Pozo es profesor del Departamento de Psicología Básica, Social y Metodología de la Facultad
de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid.
Una de las características principales de la mayor parte de los intentos de renovación de la enseñanza de las
ciencias naturales y experimentales para la adolescencia es su insistencia en que los alumnos sean capaces de
trabajar como científicos, resolviendo problemas y hallando explicaciones para los problemas planteados.
Generalmente el trabajo o la investigación científica por parte del adolescente no se propone sólo como
objetivo terminal de la enseñanza, sino también como método de adquisicion de conocimientos, es decir, como
estrategia didáctica. Desde esta perspectiva la enseñanza de las ciencias se basaría en la aplicación de la metodo-
logía científica a la investigación en el aula. Pero ¿pueden los adolescentes trabajar como científicos? ¿Pueden
adquirir conocimientos científicos investigando? Si es así ¿qué tipo de conocimientos? ¿Existe algún límite en los
conocimientos que el alumno puede descubrir investigando? La respuesta a estas preguntas depende de la concep-
ción que tengamos del método científico, de las habilidades intelectuales de que disponga el alumno y de la forma
concreta en que llevemos el método científico al aula. Analizaremos brevemente la relación entre estos tres aspec-
tos en diversas estrategias didácticas, con el fin de intentar determinar hasta qué punto el adolescente puede
investigar como un científico, para acabar argumentando la necesidad de complementar la enseñanza por descu-
brimiento con la exposición significativa de algunos de los núcleos conceptuales fundamentales de la ciencia.
La aparición de movimientos alternativos en la enseñanza de las ciencias nace, al igual que en otras áreas
didácticas, del fracaso de la enseñanza tradicional que predomina todavía en la inmensa mayoría de los libros de
texto. No vamos a describir aquí cómo y cuándo se produce ese fracaso, pero sí podemos esbozar algunas de sus
causas, que nos ayudarán a entender la aparición del método científico como alternativa (véase también, por ej.,
Moreno, 1986).
Una de las razones por las que la enseñanza expositiva tradicional no logra que los alumnos comprendan
mínimamente la ciencia radica en la concepción estática del conocimiento científico que está vigente aún en esos
libros de texto (Otero y Brincones, 1987). Al alumno se le dan conocimientos ya acabados, se le enseña la verdad
científica que él debe reproducir. Esta transmisión de saberes cerrados en sí mismos para su reproducción es
contraria, no sólo al propio origen histórico de esos conocimientos, sino también a los mecanismos de aprendizaje
de que dispone el alumno.
Es sobradamente conocido que la psicología evolutiva y cognitiva actual sostiene que el aprendizaje es
siempre un proceso activo que exige del alumno la puesta en acción de sus esquemas de conocimiento para
asimilar la realidad. En otras palabras, no se aprende repitiendo una y otra vez fórmulas o definiciones de concep-
tos, sino comprendiendo, es decir asimilando activamente las nuevas ideas a conocimientos ya disponibles. ¿Y
cuáles son las ideas que tiene el alumno con respecto a un fenómeno científico antes del estudio de un tema? Como
es sabido, los alumnos tienen fuertes ideas previas con respecto a la mayor parte de los fenómenos científicos,
ideas que se caracterizan por ser muy persistentes al cambio y por ser generalmente opuestas a las nociones
científicas que se les pretende enseñar (por ejemplo, Driver, 1986; Pozo, 1987 a,b; Pozo y Carretero, 1987). En
consecuencia, la enseñanza tradicional, al no activar esas ideas ni trabajar a partir de ellas, las mantiene intactas,
generando en el alumno, en el mejor de los casos, dos tipos de conocimientos: uno «espontáneo», útil para solucio-
nar problemas cotidianos y para entender el mundo que le rodea, y un segundo conocimiento «académico», asimi-
lado superficialmente, ajeno a sus propias ideas y útil exclusivamente para resolver problemas escolares de un
modo meramente mecánico y para aprobar exámenes.
Además, como la enseñanza tradicional no se esfuerza en fomentar las habilidades de pensamiento hipotéti-
co-deductivo necesarias para usar el método científico, los alumnos tampoco desarrollan estrategias de pensa-
miento formal tales como formular hipótesis ante un problema, diseñar experimentos combinando y controlando
variables, cuantificar los resultados, etc. (con respecto al desarrollo del pensamiento formal, véase Carretero,
1985; Pozo y Carretero, 1986).
En consecuencia, la mera exposición de la «verdad» científica a los alumnos no sólo no les proporciona una
comprensión de los conceptos científicos ni les ayuda a elaborarlos por sí mismos, sino que además produce en
ellos una visión deformada y estática de la construcción del conocimiento científico. El mejor antídoto contra
todas estas deficiencias parecería ser precisamente hacer trabajar a los alumnos como pequeños científicos en el
aula.
Esta ha sido la idea alternativa que durante bastantes años se ha desarrollado frente a la enseñanza tradicio-
nal. Frente a la repetición hueca e insípida de saberes científicos elaborados por otros, se ha planteado la conve-
niencia de que sea el propio alumno, mediante una investigación activa, quien elabore sus propios conocimientos.
En lugar de darle al alumno el producto acabado de la investigación científica, se le debía enseñar a investigar y a
llegar por sí mismo a ese mismo producto. De esta forma se evitaba no sólo el aprendizaje mecánico, sino también
la concepción equivocada, estática, de lo que es el conocimiento científico, al tiempo que se desarrollaban en el
alumno las habilidades propias del pensamiento formal, necesarias para trabajar como un científico.
Así, el trabajo de laboratorio o de investigación del entorno se convirtió en una vía alternativa para la
enseñanza de las ciencias. Este método didáctico tiene obvias ventajas con respecto a la enseñanza expositiva
tradicional (Pozo, 1987a). En primer lugar, ofrece al alumno una visión más realista de lo que es el trabajo cientí-
fico, ya que aprende a utilizar su metodología. Además, los conocimientos que el alumno adquiere de esta forma
no son estáticos, sino que están siempre sujetos a posibles avances o modificaciones, tanto dentro del aula como
fuera de él. Igualmente, al estar dirigida la enseñanza a la resolución de problemas significativos se evita la disocia-
ción entre los dos tipos de conocimientos (académico y extracadémico) a los que aludíamos antes. Finalmente, y
muy importante también, la estrategia de enseñanza utilizada se ajusta mucho más a los propios procesos del
desarrollo congnitivo del alumno que la enseñanza tradicional. Al exigirle una activación de sus ideas previas, la
investigación en el aula sometería esas ideas a contradicciones y modificaciones constantes, para adecuarse a los
resultados de las experiencias realizadas. En pocas palabras, la utilización del método científico en el aula requiere
del alumno un aprendizaje activo y significativo.
Teniendo en cuenta todas estas ventajas no es extraño que la enseñanza basada en la experimentación y el
descubrimiento por parte del alumno goce de amplia aceptación entre quienes están preocupados por renovar la
enseñanza de las ciencias. Así, se ha ido abandonando la trasmisión de contenidos científicos en favor de la
experimentación en el aula y las prácticas de laboratorio. No se trata ya de darles contenidos a los alumnos, sino de
que los construyan por sí mismos aplicando el método científico a la solución de problemas. Desde un punto de
vista psicológico, esta estrategia consiste en fomentar el desarrollo del pensamiento formal en el alumno, puesto
que, según Piaget (Inhelder y Piaget, 1955), este pensamiento permitirá a quien lo posea solucionar cualquier
problema independientemente de su contenido (véase Carretero, 1985; Pozo y Carretero, 1986). Según esta idea,
si el alumno desarrolla habilidades de pensamiento y una metodología de experimentación rigurosa, enfrentado a
cualquier problema científico, logrará descubrir por sí mismo la explicación correcta del mismo. Desde esta con-
cepción, el objetivo de la enseñanza de la ciencia sería desarrollar el pensamiento del alumno hasta hacerle capaz
de «aprender a aprender» de un modo autónomo (véase Pozo y Carretero, 1987).
Sin embargo, esta estrategia didáctica, a pesar de sus obvias ventajas con respecto a la enseñanza tradicional,
no parece suficiente para alcanzar los objetivos que se propone. Y ello es debido fundamentalmente a que se basa
en una concepción superficial, ingenua, del progreso del conocimiento científico (Gil, 1983, 1986), así como en
una concepción insuficiente de los mecanismos y procesos del progreso cognitivo (Pozo, 1987a).
Habitualmente, el trabajo con los alumnos en el laboratorio o en la investigación del entorno se basa en una
versión ingenua o superficial del método científico, en la que toda la complejidad de la formulación y comproba-
ción de hipótesis en la ciencia se reduce a unas recetas simples que se siguen de modo mecánico. Esta versión
ingenua suele basarse de modo casi exclusivo en una experimentación ciega e inductiva, sin tener en cuenta que lo
que caracteriza el método científico es precisamente la formulación de hipótesis que son sometidas posteriormente
a prueba o comprobación empírica, generalmente mediante una medición o cuantificación de los resultados (Gil,
1983). A lo más que llegan los alumnos es a emitir algunas ideas o previsiones tentativas antes de realizar una
experiencia, pero sin que generalmente se puedan considerar hipótesis propiamente, ya que para ello sería preciso
no sólo que tuvieran carácter explicativo (y no sólo descriptivo), sino, además, que al realizar la experiencia el
alumno dispusiera de al menos dos hipótesis o explicaciones alternativas sometidas a prueba. En otras palabras, la
ciencia no avanza por una aplicación mecánica, inductiva del método científico, sino que es precisamente la
calidad de las hipótesis sometidas a experimentación la que la hace avanzar (Lakatos, 1978).
Al reducir el método científico a sus aspectos superficiales y a una mera mecánica, difícilmente se puede
lograr que los alumnos abandonen sus ideas previas erróneas con respecto a los fenómenos científicos, que de esta
forma suelen persistir tras ese tipo de enseñanza (Pozo, 1987a). La creencia de que la enseñanza por descubri-
miento proporcionará a los alumnos no sólo habilidades metodológicas sino también los conceptos fundamentales
de la ciencia, parte, como decimos, de un inductivismo ingenuo, según el cual el conocimiento avanza por simple
exposición ante los datos empíricos «correctos»: si el alumno tiene una idea equivocada, basta con que observe lo
que «realmente» sucede para que la abandone y adquiera el concepto adecuado. Esta concepción es falsa no sólo
en la historia de la ciencia, sino también en el desarrollo cognitivo individual. Está comprobado que las personas
no abandonamos nuestras ideas erróneas simplemente porque algún dato u observación las contradiga; es necesa-
rio, además, disponer de una explicación alternativa mejor (Carretero, 1984, 1987; Pozo, 1987a).
No obstante, como se recordará, la idea de que el progreso cognitivo puede reducirse a un mero avance
metodológico tenía un apoyo psicológico en la teoría piagetiana de las operaciones formales. Según Piaget (Inhelder
y Piaget, 1955), el alumno que fuera capaz de realizar las operaciones mentales propias de la investigación cientí-
fica dispondría de un pensamiento «formal», es decir no limitado por el contenido al que se aplique. Sin embargo,
los datos que conocemos actualmente con respecto al desarrollo del pensamiento formal contradicen claramente
el modelo piagetiano tradicional (Carretero, 1985; Pozo y Carretero, 1986, 1987). Hoy sabemos que el pensamien-
to formal no sólo no está generalizado entre los adolescentes, sino que tampoco constituye un todo inseparable, ya
que las distintas estrategias de pensamiento formal (por ejemplo, combinar variables, controlarlas, hacer cálculos
proporcionales, etc.) suelen adquirirse con una cierta independencia entre sí. Por último, y lo que es más importan-
te, el pensamiento formal no sólo depende de la estructura o la forma de las operaciones implicadas, sino también
de su contenido. Es decir, una persona puede ser capaz de razonar formalmente ante un problema histórico, pero
no ante un problema físico, aunque ambos tengan una estructura similar (Pozo, 1987 a,b). En otras palabras, una
persona puede disponer de un pensamiento formal sin que eso le asegure la comprensión de los conceptos implica-
dos en un problema para el que carece de ideas adecuadas.
En definitiva, hay que recordar una vez más que el desarrollo del pensamiento formal es una condición
necesaria pero no suficiente para la comprensión de la ciencia y para el trabajo científico. ¿Qué se necesita ade-
más? Se necesita disponer de conceptos científicos adecuados que permitan elaborar hipótesis o explicaciones
mejores sobre los hechos observados. Por tanto, si queremos que los alumnos puedan hacer trabajo científico,
debemos proporcionarles no sólo el método de la ciencia en toda su complejidad, sino también las teorías o los
conceptos científicos (Pozo, 1 987a). Pero ¿cómo lograr esto?