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El surgimiento de la perspectiva de género

y su impacto en la política

E n el siglo XX el ingreso del feminismo a la academia universitaria


y a los institutos de investigación se deja sentir con fuerza deci-
siva hacia principios de la década de los setenta, aunque su presencia
puede percibirse desde, al menos, dos décadas anteriores. Simone de
Beauvoir sistematizó, en un texto de crítica filosófica publicado en
1949, muchas de las inquietudes de carácter feminista que se mani-
festaron en el pensamiento y la política occidentales desde la prime-
ra posguerra. El declive de la lucha sufragista a partir de la Segunda
Guerra Mundial a menudo es interpretado como el resultado de
la propia obtención del voto femenino en la mayoría de los países
democráticos que se va encadenando desde 1945.

El caso es que De Beauvoir presenta un ambicioso trabajo, enmar-


cado en la tradición existencialista sartreana, donde quiere explicar qué
origina la subordinación social que sufren las mujeres. En principio,
fiel a sus tesis filosóficas, la autora de El segundo sexo afirma que, como

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Estela Serret

cualquier sujeto, la mujer no es un dato, una esencia, sino el resultado


de un proceso en que cada una vive su historia. La trayectoria femeni-
na, sin embargo, está cargada de supuestos culturales que influyen en
la experiencia que las mujeres tienen de sí mismas como las otras, seres
alternativos que representan la negación de los verdaderos sujetos.

Así, aunque una mirada cercana nos hace descubrir algunas incon-
gruencias en la tesis existencialista de De Beauvoir, su libro tiene un
gran impacto intelectual al sostener que si las mujeres son subordi-
nadas, esto no sucede a causa de su biología, sino de la influencia de
cánones sociales. Son ciertos patrones culturales los que reproducen
las relaciones de hombres y mujeres tal y como los conocemos. En
consecuencia, los vínculos sociales entre sexos están marcados por el
poder, tanto como los que existen entre otros grupos.

Esta importante idea va a ser recuperada y desarrollada, desde


diversas disciplinas, por estudiosas que se interesan por explicar y
describir las causas y los efectos sociales de la discriminación femeni-
na. El resultado de esas investigaciones queda plasmado en la cons-
trucción del concepto género como puerta de entrada a la reflexión
científica y el reposicionamiento político del feminismo en las décadas
finales del siglo XX.

Si bien actualmente parece haber serias discrepancias en torno a


lo que la categoría de género puede y debe en última instancia desig-
nar,15 cuando menos subsiste el consenso acerca de que se trata de un
15
Para una exposición de diversos sentidos en los que ha sido tratado este concepto, véase Marta
Lamas, “Usos, dificultades y posibilidades de la categoría género”, en M. Lamas (comp.), El géne-
ro: la construcción cultural de la diferencia sexual, pueg/Miguel Ángel Porrúa, México, 1996.

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Género y democracia

término crítico que floreció –y funciona todavía– como herramienta


para el cuestionamiento conceptual y político. En este sentido, el tér-
mino se ha empleado desde sus orígenes para cuestionar el supuesto
de que la subordinación social de las mujeres tenga sus bases en la
biología diferenciada entre hembras y machos. Este supuesto, al que
se ha llamado biologicista, asocia el carácter y los roles diferenciados
–y, aunque no siempre se admita así, jerárquicamente desiguales– que
asumen los hombres y las mujeres en todas las sociedades conocidas.
El concepto de género, utilizado en un sentido feminista a partir de
los años setenta del siglo XX,16 se elabora con el propósito de cues-
tionar ese axioma en el terreno teórico y con ello también sustentar
una postura política feminista. En su sentido más general –que lue-
go precisaremos–, al hablar de género se pretende mostrar cómo las
definiciones de lo que significa ser hombres o mujeres no dependen
de las características sexuales de las personas, sino de interpretaciones
culturales sobre esas mismas –u otras– características. Durante cierto
tiempo, para cerrar esta primera aproximación a nuestra idea, se habló
del género como de “la construcción cultural de la diferencia sexual”.
Además de la enorme revolución teórica que esto implicaba, las con-
secuencias políticas que se derivan de tal premisa son obvias: si los
hombres y las mujeres no definen sus mentalidades, comportamien-
tos y roles diferenciados de acuerdo con su “naturaleza”, sino a partir
de construcciones culturales, entonces la subordinación social de las
mujeres no es un destino, sino un fenómeno históricamente acotable
y susceptible de ser modificado.

16
La propia Lamas nos hace saber que el antecedente de la distinción entre sexo y género se
remonta a los años cincuenta. Cfr. Stoller, cit. en Marta Lamas, “La antropología femi-
nista y la categoría género”, en El género: la construcción..., op. cit.

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Estela Serret

Efectivamente, en la antropología feminista anglosajona de esta


época (que recupera desde luego trabajos antropológicos anterio-
res como los de M. Mead, y reflexiones feministas como las de De
Beauvoir) se desarrolla un trabajo sistemático de cuestionamiento
de las posiciones biologicistas a partir de evidencia antropológica
que demostraba la enorme diferencia existente entre distintas socie-
dades respecto a la definición de características que se consideran
típicamente masculinas o femeninas y, en consecuencia, de los roles
asignados a hombres y mujeres. Si bien es cierto que en todas las
sociedades observadas la relación entre hombres y mujeres seguía un
mismo patrón de discriminación (a favor de los varones), los significa-
dos de encarnar a uno u otro grupo se mostraron enormemente varia-
bles. De este modo, el feminismo teórico enfrentó dos problemas:
primero, mostrar que el ser hombre o mujer y cómo serlo se define
culturalmente y, segundo, explicar por qué, pese a las variaciones,
las mujeres resultan universalmente discriminadas.

Respecto al primer punto, se acudió al procedimiento de emplear


una categoría que permite distinguir lo femenino y lo masculino,
como significados, de los sexos que los portan,17 y esta categoría es,
justamente, la de género.

Quizá la primera sistematización precisa de esta idea la encontra-


mos en el clásico artículo de Gayle Rubin El tráfico de mujeres: notas
sobre la “economía política” del sexo. En él la autora habla del sistema

17
El segundo punto (por qué la subordinación femenina parece universal) es mucho más com-
plejo y sería largo exponerlo aquí. Para un tratamiento detallado, cfr. Estela Serret, El género y
lo simbólico. La constitución imaginaria de la identidad femenina, uam-a, México, 2001.

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Género y democracia

sexo/género para aludir justamente a la necesidad de diferenciar


entre dos fórmulas distintas, aunque complementarias, de integrar y
reproducir los códigos e instituciones de dominación de las mujeres.
Este artículo forma parte de una serie de trabajos que se desarrollan
en el marco de la antropología anglosajona. Rubin utiliza abundante
información etnológica y una interpretación propia de la antropo-
logía estructural para ofrecernos la tesis de que mientras la biología
diferencia los cuerpos humanos sexualmente entre machos y hembras,
el género refiere al entramado de concepciones culturales montadas
sobre esos cuerpos, que los convierte en hombres o mujeres.

Tanto la reflexión de De Beauvoir como la de Rubin ejemplifi-


can cómo el pensamiento académico que se plantea la pregunta por
las causas y efectos de la subordinación de las mujeres irá develan-
do problemas que tendrán un claro impacto político. En efecto, la
influencia de investigaciones filosóficas y científicas sobre la mani-
festación social del feminismo (y la retroalimentación al pensamien-
to que se produce desde allí) se revelará decisiva, no sólo para las
mujeres, sino incluso para la redefinición misma de la política y la
agenda de la democracia a partir de la segunda mitad del siglo XX.

La pregunta aludida abre por sí misma un vasto campo de interven-


ción que reubicará el telón de fondo de las preocupaciones feministas.
El título de un texto contemporáneo al de Rubin, en este caso de
Sherry Ortner, nos dice bastante sobre la manera en que estas autoras
entendían el problema. El nombre del artículo se plantea como una
pregunta: ¿Es la mujer respecto al hombre lo que la naturaleza respecto
a la cultura? Al desarrollar su argumento, Ortner nos hace ver cómo

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Estela Serret

aun lo que aparece más natural ante nuestros ojos tiene un origen
cultural: es nombrado, delimitado y definido por el discurso, por lo
tanto, ha sido construido por un conjunto de significados. El propio
concepto de naturaleza está culturalmente construido y, aunque su
significado último varía de sociedad en sociedad, se le utiliza univer-
salmente para servir de límite antagónico al concepto de cultura. Algo
similar ocurre con las ideas de mujer, mujeres, femenino o feminidad:
en todo tiempo y lugar parecen tener una connotación negativa, aso-
ciada con carencia de prestigio y/o con poderes ignotos y atracción
peligrosa, aunque la manera como se manifiestan estos significados
sea profundamente variable. Lo que Ortner deduce es que, finalmen-
te, la asociación de las mujeres con la naturaleza es la causa de que
hayan sido objeto de dominación,18 sin importar las circunstancias.

De este modo, el concepto de género intenta explicar cómo se


leen cultural y socialmente las diferencias biológicas sexuales, pero
también muestra que esta lectura no es inocua en términos políti-
cos, pues implica siempre un marco de dominación que asigna luga-
res sociales, identidades y cánones de comportamiento a partir de la
asunción de una etiqueta en la distribución de los géneros. La rela-
ción entre hombres y mujeres no sólo se asume como una relación
entre personas que responden a códigos referenciales diferenciados
(por género), sino que implica necesariamente (o ha implicado has-
ta ahora) el ejercicio de un poder. Tal poder, además, se encuentra
socialmente sancionado y es definitorio de las percepciones sociales

18
Respecto de esta hipótesis, sus alcances y limitaciones, así como una respuesta alternativa,
cfr. ibid.

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Género y democracia

y de las autopercepciones de los sujetos. Por ello es un poder difícil


de contestar e incluso de percibir. En el caso de aquellas personas
definidas como mujeres, la subordinación al poder masculino forma
parte de su identidad, de su ubicación en el mundo, de su certeza
subjetiva, lo cual determina en gran medida su necesidad de admitir
y reproducir las fórmulas de pervivencia de los referentes de género.

Ahora bien, en tanto que el concepto género se había entendido


como la traducción cultural de la diferencia sexual y los sexos son,
aparentemente, dos,19 empezó a tomar cuerpo la idea de que adoptar
una perspectiva de género tenía que implicar necesariamente fijar
la atención sobre la interacción entre los hombres y las mujeres. De
ahí se pasó a pensar que las relaciones de poder que constituyen las
identidades de género afectan también, aunque de manera distinta,
a los varones.

Lo cierto es que la perspectiva de género (según se ha bautizado


al esfuerzo por incluir la mirada feminista en los diversos campos
del saber, la acción social, las políticas públicas, etcétera) implica
atender al hecho de que en todas las relaciones sociales pervive una
relación de poder y desigualdad entre hombres y mujeres legitima-
da por cánones culturales. Esta perspectiva debe obligar a quienes
la aplican a detectar y procurar remediar aquellas situaciones que,
19
Debemos en este punto al menos mencionar que la misma idea de la existencia de dos sexos
biológicos ha sido profundamente cuestionada en tiempos recientes. Diversos estudios seña-
lan que la misma idea de dualidad sexual ha sido culturalmente construida por encima
de evidencias biológicas abundantes. Confróntese particularmente el trabajo de Anne
Fausto-Sterling “The Five Sexes. Why Male and Female are not Enough”, en The Sciences,
The New York Academy of Sciences, Nueva York, julio-agosto de 2000.

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Estela Serret

pareciéndonos naturales, son efecto de prácticas misóginas, a menu-


do inconscientes, las más de las veces sutiles, pero no por ello menos
eficaces (antes al revés) en la preservación de prácticas de discrimi-
nación contra las mujeres. Los impresionantes aportes académicos
(en los campos filosófico, epistemológico y científico) del feminis-
mo a raíz de la perspectiva de género, no han dejado de tener conse-
cuencias en la redefinición de su matriz política.

Como movimiento social, el feminismo resurge con fuerza en


los mismos países que lo vieron florecer bajo su faceta sufragista
casi cien años antes. A la par que otros brotes sociales, expresiones
de lo que Herbert Marcuse caracterizó como el Gran Rechazo, esta
segunda ola del movimiento se piensa al inicio como una protesta
cultural más que política. El Movimiento por la Liberación de la
Mujer (mlm) tuvo, ciertamente, una gran influencia en las socieda-
des estadounidense y británica, desde donde se fue extendiendo a
otras partes del mundo. Se presentaba como una protesta en contra
de los valores tradicionales que fijaban roles opresivos a las muje-
res y, con un cariz semejante al del feminismo socialista del siglo
XIX, cuestionaba las ideas aceptadas de sexualidad femenina. Así,
la más famosa manifestación del feminismo, que involucró a miles
de mujeres en todo Occidente, se mostraba desconfiada frente a la
defensa de los derechos que caracterizó al sufragismo, enarbolando,
en cambio, atronadores desafíos como banderas de cambio cultural.

Pese a las apariencias, esto no debe conducirnos a pensar que


el mlm careció de impacto en el ámbito propiamente político. De
hecho, uno de sus lemas principales contribuyó a redimensionarlo,

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Género y democracia

tanto en la práctica social como en los parámetros teóricos. Lo per-


sonal es político, repitieron grupos de mujeres, una idea cuyas conse-
cuencias se pueden observar en tres niveles:

a) El primero, y quizá el más obvio, consistió en pretender


disolver la relación entre lo público y lo privado.

b) El segundo nos habla del análisis feminista sobre la influen-


cia mutua de lo público y lo doméstico en la modernidad.

c) Finalmente, el eslogan nos lleva a considerar que las rela-


ciones de poder están presentes también en la casa, de un
modo que deben ser atendidas por el Estado, pero también
entendidas en su propia dimensión.

Veamos cada tema detenidamente.

a) La fusión de lo público y lo privado

El Women’s Lib, título original en inglés del mlm, se organizó a


partir de pequeños grupos de mujeres, básicamente de clase media,
que decidieron compartir sus experiencias. La dinámica generada
al interior de tales grupos puso en evidencia que problemas con-
siderados privados, personales, que ocurrían en suma a una mujer
u otra, eran en realidad el resultado de relaciones sociales de poder
encarnadas en lo más íntimo: la pareja y las relaciones parentales. El
tránsito del pequeño grupo a la manifestación social incluyó entonces
demandas que tocaban una nueva forma de enfocar la autonomía:

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Estela Serret

el control de las mujeres sobre sus propios cuerpos. Por ello, el


feminismo de la época se identificó básicamente con las luchas por
combatir la violencia sexual contra las mujeres y por promocionar
la despenalización del aborto.

Ahora bien, ¿qué relación guarda tal feminismo con la democra-


cia? Sin duda esta nueva forma tiene una relación más estrecha con las
propuestas de la democracia socialista o participativa que con
la democracia liberal. Sin embargo, no se puede asimilar sin más
a ninguna de las anteriores, como tampoco es posible desligarla
del todo de esta última. En realidad, como en otros momentos,
el reclamo feminista actúa como un elemento crítico que modifica
las fronteras usuales en el ámbito político. Desde luego, el impacto
más evidente se deja sentir sobre la tradicional división occidental
entre lo público y lo privado; sobre la idea de lo doméstico como el
espacio no (muy) visible que permite a lo público en la modernidad
concebirse como un espacio de iguales.

El mlm saca a la luz que la casa, lugar de reclusión imaginaria de


las mujeres, está preñada de violencia, física y simbólica, discursiva
y sexual. Llama la atención sobre el hecho de que no es sólo en el
espacio público (económico, jurídico, político...) donde las mujeres
han sido privadas de derechos. Lo doméstico, lo privado, lo íntimo,
son lugares definidos por el poder masculino socialmente sanciona-
do. Si el poder responde a códigos compartidos (entrelazados en lo
que se piensa como un sistema), entonces la separación de espacios
no pasa de ser un mito funcional a la reproducción de las mismas
relaciones jerárquicas.

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Género y democracia

b) La división de espacios en el pensamiento político feminista

Con posterioridad al auge de los diversos movimientos de libera-


ción, el feminismo lograría incorporar estos problemas en las agen-
das políticas nacionales e internacionales, de modo que por primera
vez comenzaron a verse como temas públicos la violencia al interior
del hogar, el derecho de las mujeres a decidir sobre su sexualidad y
su salud, la distribución tradicional de los roles de género, etcétera.
Más aún: la experiencia de las mujeres como tales, en los distintos
ámbitos de su intervención, comenzó a visibilizarse por primera vez
en la historia. El tema de la desigualdad de condiciones se hizo evi-
dente tanto en la familia como en el trabajo y en el propio ejercicio
de la recientemente alcanzada ciudadanía. Estas progresivas trans-
formaciones se tradujeron en una reflexión innovadora que, desde
la filosofía y la teoría política, manifestó la crítica feminista a la
designación sexista de espacios sociales que margina la intervención
de las mujeres al cuidado de la casa.

La crítica produjo estudios que evidenciaron tanto la desigual


relación de los miembros del espacio doméstico, precondición de
la equidad masculina en el trabajo y la política, como la ambigüe-
dad de la propia designación público/privado. En efecto, según nos
muestra el análisis político feminista, lo privado oculta a lo domésti-
co; o, en otra perspectiva, la relación dicotómica entre esos espacios,
simplemente lo ignora.

Como ya se señaló, la nueva complejidad social lleva a los filó-


sofos del siglo XIX a replantear la uniformidad del mundo civil o

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Estela Serret

político, distinguiendo en él dos principios distintos de interacción:


los que regulan el mundo del trabajo y la actividad ciudadana, y los
que presiden los asuntos públicos. Pese a que la tradición hegeliana
fue bastante explícita respecto al papel que jugaba el mundo domés-
tico en el sustento de lo privado y lo público, lo que prevaleció en
la conciencia moderna fue una invisibilización de este tercer espacio
que podía estar presente o ausente, siempre de manera implícita,
en las consideraciones sobre lo privado. Este acto de ilusionismo
teórico se debe a que lo privado tiene acepciones distintas según lo
atribuyamos a hombres o a mujeres. Para un varón, particularmen-
te desde las preocupaciones liberales, implica el espacio propio, de
desarrollo individual, que debe protegerse contra la intervención del
Estado. Hace alusión, entonces, a su privacidad y a sus decisiones
personales, en el ámbito de su hogar, de sus relaciones íntimas, de
sus decisiones ciudadanas, de su vida laboral. Para una mujer, en
cambio, excluida por definición de la participación cívica o labo-
ral, restringida socialmente a cumplir un papel como cuidadora de
otros, privado implica privación (de libertad, derechos, autonomía,
vida propia, individualidad). Mientras que la casa es para el varón
parte de su espacio privado, para la mujer (en términos de imagi-
nario social) es todo su espacio, el legítimo, el adecuado, su lugar
de pertenencia. Es un sitio, sin embargo, en el que no decide con
autonomía, sino, en el mejor de los casos, decide cuál es la mejor
forma de darse a otros.

Paulatinamente, la reflexión política se vio influida por esta crítica


feminista sobre la limitación de la dicotomía público/privado para
expresar todos los matices de la interacción social y, sobre todo, los

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Género y democracia

distintos ejercicios de poder en la sociedad moderna. Uno de los auto-


res más reconocidos que se muestra sensible a este problema es Jürgen
Habermas. Él propone un esquema de análisis que procura recoger
la diversificación de espacios y poderes sustituyendo la dicotomía
público/privado por una clasificación más compleja que, entre otras
cosas, permite visibilizar el espacio doméstico. No obstante, autoras como
Nancy Fraser demuestran que la propuesta habermasiana sigue pade-
ciendo ceguera al género, es decir, no ubica con claridad que las diná-
micas de poder en lo doméstico se sancionan en lo público y pueden
entenderse por ello como de carácter político.

En lugar de hablar simplemente de la diferencia entre lo público


y lo privado, empleando una división extremadamente vaga y con-
fusa que permite cambiar convenientemente de sitio el límite según
las necesidades, casi siempre ideológicas, del momento, utilizando
la propuesta de Habermas podemos cruzar estos términos con los de
mundo sistémico y mundo de la vida, para obtener así una geografía
social mucho más precisa.

Por este método se revela con claridad, por ejemplo, que no todo
lo extradoméstico es público y, atendiendo a la otra cara de la mone-
da, que el mundo privado, lejos de ser homogéneo, se rige por más
de una lógica y atiende a diversos tipos de interacción social. En
efecto, en el cruce del mundo público con el sistémico ubicaremos
a las grandes estructuras del Estado, mientras que en la conjun-
ción entre ese mismo público y el mundo de la vida, tendremos a
los espacios cívicos de participación social. Por contraste, donde se
intersectan el mundo sistémico y lo privado encontramos las grandes

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Estela Serret

estructuras económicas, y en la reunión del mundo de la vida con el


ámbito privado podemos distinguir tanto al trabajo como la labor
individual como al espacio doméstico.

Esfera
Pública Privada
Dinámica

Estados Grandes empresas


Sistema
Organismos internacionales Capital financiero

Ciudadanía
Espacio doméstico
Mundo de la vida Asociaciones/Movimientos
Trabajo
ONG

Aunque en principio Fraser reconoce la utilidad de la clasificación


habermasiana, indica con toda precisión sus fallas, la mayoría de las
cuales descansa en la ceguera del autor respecto a las relaciones de poder
entre los géneros y cómo afectan a la definición de los diversos espacios
a partir de acciones y supuestos que reproducen la desigualdad.

Ahora bien, para el tema que aquí nos ocupa, lo principal es


tomar en cuenta que la definición del espacio público, complicada
por el cruce con los mundos de la vida y sistémico, no se opone a la
definición del espacio privado de manera simple, sino que, en todo
caso, se le enfrenta de modos variables y diversos.

En primer lugar, debemos señalar que entre todos los espacios


que delimita Habermas, el que resulta del cruce entre el mundo de

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Género y democracia

la vida y el espacio privado es el más conflictivo. Esto en la medida


en que en ese cuadro se plasma la convivencia de dos esferas de
acción que están lejos de funcionar, de hecho, a partir de la misma
lógica: nos referimos al trabajo y al mundo doméstico. Estas dos
esferas son distintas en muchos sentidos aunque, probablemente,
la manera en que se distinguen sea la peor captada por el propio
Habermas. Nancy Fraser menciona, por ejemplo, la incapacidad del
filósofo alemán para comprender que el trabajo realizado por las
mujeres en la esfera doméstica, de crianza de los hijos, está lejos de
tener un carácter exclusivamente simbólico. Socializar a los niños y
niñas y reproducir las condiciones de funcionamiento de la domes-
ticidad, implica también, si no es que de manera privilegiada, un
trabajo material con repercusiones económicas de primer orden.

Por otra parte, Fraser nos muestra cómo Habermas equivoca total-
mente su análisis al despojar artificialmente a la esfera doméstica de
la incidencia del poder público: la dominación de género que se
da al interior de este espacio no sólo marca a la casa y a la familia
como sitios donde se ejerce un poder vertical y autoritario, sino que,
según nos muestra una observación más cuidadosa, las condiciones
de ejercicio de ese poder están dadas justamente por las fórmulas de
organización de la comunidad política en su conjunto.

c) Poder y democracia en el espacio doméstico

Las reflexiones anteriores tienen un impacto decisivo en las con-


sideraciones feministas sobre la democracia. Recordemos que la
demanda sufragista vinculaba el reconocimiento de los derechos de

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Estela Serret

las mujeres con los valores de igualdad y libertad enlazados con la


democracia desde el siglo XIX. La conquista de algunos derechos
políticos a lo largo del siglo XX dejaba en muchas mujeres la sensa-
ción de que ese reconocimiento formal no tenía las consecuencias
que se hubiera esperado. Aunque la ley reconociera a las mujeres
más derechos que antes, el ejercicio de los mismos estaba lejos de
ser pleno. La resistencia social a ubicar a las mujeres como sujetos
autónomos, individuos con proyectos propios, se manifestaba en
una intrincada red de valores culturales compartidos.

Para 1970, muchas mujeres participaban en elecciones, asistían


a las universidades, ejercían una profesión o un oficio. Un creciente
número era registrado como parte de la población económicamen-
te activa. A pesar de ello, las feministas se daban cuenta de que la
mayor parte de ellas, se desempeñaran o no como ciudadanas o
trabajadoras, seguían viviendo como personas de segunda. Es decir,
la percepción social de lo que implica ser una mujer había cambia-
do poco en relación con el siglo XVIII. Las mujeres seguían siendo
educadas para hacer de la casa su lugar privilegiado de existencia. El
matrimonio, los hijos y/o la atención de ancianos y enfermos eran
aún las labores privilegiadas de una mujer como tal. Permanecer
soltera por elección, atender los propios proyectos antes que los de
otros, manifestar ambición económica, profesional o política, no
tener hijos, relacionarse con varias parejas sexuales, etcétera, eran
características contradictorias con la feminidad socialmente acep-
tada, condenadas en las mujeres y aprobadas en los varones. De
este modo, el feminismo cuestiona qué tanto puede hablarse de un
ejercicio ciudadano por parte de las mujeres y, en esa medida, del

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Género y democracia

seguimiento de las reglas democráticas. Peor aún, se hace eviden-


te que el ejercicio de poder doméstico sigue siendo legitimado por
principios tradicionales, que acuden a la condición natural de las
personas como criterio para establecer las jerarquías. El poder del
varón, en tanto varón, sigue siendo indiscutible en la casa. Tanto
así que se habla de jefe de familia para designar el rol del hombre
proveedor que fija su ley y ejerce su autoridad en el hogar.20

La propia estructura de la casa es, pues, antidemocrática. Pero, ade-


más, como ya se ha mencionado, la visibilización de este tema saca a
la luz la dura realidad de violencia y opresión que viven las mujeres
al interior del que se considera su espacio por excelencia (que, entre
otras cosas, implicaría su garantía de seguridad).21 El reclamo público
del mlm y de los feminismos que le suceden, obliga a la sociedad
moderna a reconocer que la propia existencia de sus códigos culturales

20
“[…] algunas autoras afirman que el trabajo femenino como respuesta a la(s) crisis no
ha hecho sino acentuar la desigualdad por género. Incluso factores como la violencia
doméstica, se asegura, resienten el impacto de la salida de las mujeres al mundo laboral,
pues los maridos se sienten desatendidos y desafiados en su autoridad por una mujer que
trabaja, incrementando en consecuencia los niveles tradicionales de violencia intrafam-
iliar” (Estela Serret, “Mujeres en un mundo globalizado. Entre la tradición y el femi-
nismo”, en Hamui-Halabe, L., comp., Efectos sociales de la globalización, Limusa, México,
2000, p. 49). Cfr. Alicia Eguiluz de Antuñano y Ma. Luisa González M., “Efectos del
neoliberalismo en la familia y el hogar”, en Ma. Luisa González Marín (comp.), Mitos
y realidades del mundo laboral y familiar de las mujeres mexicanas, unam, iie/Siglo XXI,
México, 1997, p. 187.
21
Si en México 65% de las mujeres han sufrido violencia doméstica, en el mundo el lugar
más inseguro en tiempos de paz para una mujer es su casa. Cfr. Estela Serret, “Mujeres
en un mundo globalizado...”, op. cit., y Marta Torres Facón, La violencia en casa, Paidós,
México, 2001.

61
Estela Serret

genera un clima de violencia que viven las mujeres en tanto mujeres.


Al interior de la casa una educación sexista restringe sus opciones
reales de elección de proyectos de vida y de participación pública.
Con frecuencia, esta misma formación familiar se concreta favore-
ciendo la educación formal de los hijos a costa de la oportunidad de
las hijas. En infinidad de casos las ventajas masculinas en la infancia
y la adolescencia incluyen el acceso a una mejor alimentación y cui-
dado de la salud. Las mujeres generalmente crecen pensando en ser
esposas y madres, de modo que cualquier otra ambición tendrá que
compatibilizarse, mediante esfuerzos redoblados y cuestionamientos
personales, con esa misión. La mayoría llega a asumir el papel de ama
de casa (incluso si además es alguna otra cosa). La violencia física,
sexual y/o simbólica forma parte de la cotidianidad femenina.

Estas convenciones culturales hacen que las mujeres sigan siendo


consideradas (incluso por ellas mismas) como extensión de los bienes
masculinos. La marca de propiedad se hace patente mediante la pose-
sión sexual. La violación y el hostigamiento sexual son prácticas coti-
dianas mediante las cuales muchos varones refrendan su derecho de
exclusividad sobre el espacio público. En efecto, una mujer que sale
a la calle, que trabaja fuera de su casa, que asiste a un bar o come sin
compañía masculina en un restaurante, se expone, es decir, se coloca en
un aparador y se arriesga por ello. La aparición pública de las mujeres,
lejos de estar normalizada, sigue considerándose entonces transgresora.

Si la modificación (parcial) de algunas leyes no era suficiente para


cambiar la realidad de subordinación femenina, si pese a su derecho
al voto las mujeres no eran ciudadanas, ¿qué seguía?

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Género y democracia

Justamente, el feminismo se ve en la necesidad de reconocer que


el problema de la discriminación tiene raíces culturales que deben
atenderse por sí mismas. Ya no bastaba con pedir el derecho a la
educación: debía procurarse que los contenidos de la educación
cambiaran. El acceso formal a la propiedad y al trabajo resultaba
insuficiente si los códigos informales lo invalidaban. Las mujeres
debían tener la posibilidad real de tener una vida para sí mismas, la
cual incluía que el control sobre su cuerpo, su salud y su sexualidad
dejara de serles expropiado.

Como se ve, esta variopinta gama de temas, que señala sólo algu-
nos entre los más relevantes traídos a la luz por el feminismo a partir
del mlm, modifica sustancialmente la idea de que la democracia sólo
tiene que ver con elecciones formales o, en todo caso, con temas de
gobierno. Si la precondición de la democracia es el ejercicio iguali-
tario de las libertades, una sociedad democrática debe favorecer la
abolición de dinámicas que siguen dependiendo de la desigualdad
natural entre las personas.

Desde luego, como en otros tiempos, la reacción general fren-


te al neofeminismo fue de reticencia y rechazo. Los métodos de
acción desarrollados por el mlm merecieron amplia difusión (a lo
que se debe en gran medida su influencia social) y una estigma-
tización conservadora a la vez. Las feministas, de ahí en adelante,
fueron identificadas por parte de la opinión pública con mujeres
radicales, ridículas, peligrosas, lesbianas, agresivas, promotoras del
aborto, castradoras de hombres, enemigas de la familia y la religión,
hembristas. Casi cualquier imagen peyorativa puede agregarse a esta

63
Estela Serret

lista, y las consecuencias de ser asociadas con este estigma no escapa-


ron a la comprensión de muchas mujeres, defensoras de principios
feministas, que procuraban legitimidad para sus propuestas.

La oportunidad de continuar con el impulso feminista y ganar, al


mismo tiempo, legitimidad social, se fue presentando gradualmente
con la conquista lograda en el espacio académico con la categoría de
género. Efectivamente, en el campo de la investigación y la docencia
se iba fortaleciendo el uso de aquel concepto del modo en que había
sido entendido por la antropología feminista en los primeros años
de 1970. El término, como indicador de la construcción cultural de
las identidades y de las relaciones de poder que les subyacen, se
utilizó con creciente frecuencia para revelar temas novedosos en las
diversas disciplinas. La política no fue la excepción, y así lo que
comenzó a entenderse desde principios de los años noventa como
una perspectiva de género, contribuyó a tratar y difundir los proble-
mas de discriminación social contra las mujeres.

El uso cada vez más común de este término permitió que fueran
calando en el imaginario colectivo temas feministas sin que tuvie-
ran que identificarse con ese nombre. Curiosamente, en el mediano
plazo también coadyuvó a neutralizar políticamente los temas de la
relación social entre hombres y mujeres.

En efecto, mientras que las posiciones feministas (declaradas o


no) introducían en el debate público la centralidad democrática de la
equidad de género aludiendo al cuestionamiento de la discriminación
hacia las mujeres en todos los espacios sociales, diversos gobiernos,

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Género y democracia

partidos, asociaciones políticas, civiles y religiosas, y en algunos


casos organismos internacionales, reinterpretaban el sentido de esta
demanda. El resultado fue a menudo el blanqueamiento político o
incluso el tratamiento francamente conservador de los temas abor-
dados desde el género.

Un buen ejemplo de lo anterior es la sublimación de la tradicional


condición femenina emprendida por algunas iglesias y organizaciones
conservadoras. En este marco, si bien se reconoce que muchas muje-
res suelen ser víctimas de violencia y discriminación, no se vincula
tal realidad con la propia condición de feminidad socialmente apren-
dida. Por el contrario, se hace hincapié en la complementariedad entre
los sexos, naturalmente prescrita por Dios, y en la consecuente nece-
sidad de valorar el papel privilegiado de las mujeres como madres,
dadoras de vida, cuidadoras de los otros, solidarias, promotoras de la
paz y la conservación de la naturaleza. Estas posiciones se dicen pro-
motoras de la participación femenina en el ámbito público, justamen-
te porque podrán aportar allí los valores morales que ellas encarnan y
que han sido tradicionalmente el sustento de la familia.22

Algunas políticas públicas que entienden muy a su modo la pro-


puesta de equidad de género, cuando atienden, por ejemplo, proble-
mas de desarrollo marcados por la discriminación hacia las mujeres,

22
Esta reacción tardía pero eficaz de algunas iglesias y otros grupos conservadores, utiliza
argumentos similares a los empleados por algún sufragismo en el siglo XIX, cuando trat-
aban de vender a sus oponentes la idea de que el voto femenino no haría peligrar los
intereses de los varones, sino que aportaría al ámbito político el mismo elemento moral
que protegía la casa.

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Estela Serret

promueven su capacitación e incorporación en labores productivas


típicamente femeninas, lo cual quiere decir relacionadas con la aten-
ción de los demás, la limpieza, elaboración de textiles, alimentos, o el
desempeño de trabajos que merecen la más baja remuneración econó-
mica. Este peculiar enfoque de la perspectiva de género, al asignar a la
mujer un trabajo básicamente asistencial, reproduce la vinculación de
los hombres y las mujeres a sus sitios tradicionales, y con ello los códi-
gos culturales que mantienen estas relaciones humanas en un marco
de verticalidad e injusticia.

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