Cuerpo y Escritura María Teresa Andruetto

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Bibliografía complementaria
del Taller de escritura
Cuerpo y Escritura
María Teresa Andruetto
Filba | Conferencia Inaugural

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No hay una sola verdad, la vida es insegura, inestable; también la


escritura. A la hora de escribir me interesa entrar en la búsqueda de esa
verdad de otro; el gran aprendizaje es cómo mirar intensamente, cómo
no ser un mero espectador. Lo más político del asunto es poner en
cuestión mis certezas; lo que une al arte con la política es la
posibilidad de establecer disenso, cómo salir de uno mismo para
mirar desde otros. Busco detalles (la creación está en los detalles), los
grises, los bordes, lo incierto, lo incómodo. Todo es importante pero el
narrador y su punto de vista son lo más importante de todo. Un relato
(también en mi caso un poema, porque mis poemas son también relatos)
es una voz al oído, en la oralidad está el lugar más vital de una lengua,
también el más inestable, el más inseguro, el más difícil de apresar.
Cómo volver verdadera una voz, es el desafío, de modo que estoy muy
atenta a los registros del habla, a los matices que eso tiene, porque en el
matiz aparecen las convicciones, contradicciones, conocimientos y
confusiones de la voz que narra.

La literatura es memoria no solo histórica, sino también memoria


del cuerpo, de la vida cotidiana, de las mujeres de la casa. Memoria, diría
Marc Augé, llena de olvido fecundo, que opera por una selección que no
es gratuita, que es ideológica. Esa memoria es un río subterráneo que a
veces irrumpe y sale a la superficie para volver a hundirse, que va y
viene, pero no deja de estar en nosotros porque hay un saber que está en
el cuerpo y rebrota. Esa voz social, tarde o temprano regresa, del mismo
modo en que regresa una y otra vez, en los procesos individuales, lo
reprimido, hasta que se hace un lugar en lo consciente. Las formas del
arte que más me interesan son las que nos conectan con esa zona
subterránea: un individuo que yendo hacia sí mismo logra extraer algo
de la voz social; por eso, en los mejores momentos de los mejores
escritores, quien habla por ellos es una sociedad.

En cuanto a mis libros, parecen más autobiográficos de lo que son, creo


que eso tiene que ver con el modo de trabajo. Entra lo biográfico porque
es casi imposible que no entre en una ficción, pero a la vez, si uno
intentara ser fiel a lo biográfico, sería difícil escapar a la fabulación. No
creo en las trasposiciones, creo en el trabajo de escritura, en la cocción
que la escritura hace con la vida. Todo comienza con ciertos relámpagos
de vida de otros que me llaman la atención porque en algún punto,
todavía desconocido, se vinculan con algo muy propio. Después viene un
arduo acto de magia: lograr que lo que veo se vuelva visible
para otros. Lo que me atrae: escenas que presentan un ligero
desacomodo/disfunción/corrimiento de lo habitual, o que contradicen
preconceptos que hasta entonces yo tenía sobre ciertas cuestiones. No
me interesa lo que escandaliza ni tampoco lo verdaderamente
extraordinario, me atrae más lo que es apenas un poco extraño, lo que se
esconde bajo las apariencias, lo extraordinario o lo oscuro que habita en
la vida de todos y que sólo con mucha atención, a veces, se deja ver.

El huevo es el descubrimiento involuntario de una escena, después voy


cavando ahí hasta que algo que todavía no conozco se revela en un
sentido casi fotográfico. Hay una frase de Demócrito de Abdera que
siempre recuerdo: «Todo está hecho de azar y necesidad», porque si bien
el comienzo es azaroso, luego lo que me guía y empecina es la sospecha
de que ahí se esconde una verdad personal. En ese alambique se
fusionan experiencia e imaginación, lo ficcional y la (propia) vida. Nunca
escribí historias reales, pero tampoco puramente imaginadas. Todo lo
que hice condensas situaciones que vi o escuché en oportunidades y
tiempos diversos y también hay mucho autobiográfico que se filtra, pero
nunca como un propósito sino de un modo que llamaría estallado (como
si se rompiera un vaso en miles de pequeñísimos fragmentos y esos
fragmentos se desparramaran en el texto y ya no pudiera quitarlos y a
veces ni siquiera reconocerlos). La imaginación es un vuelo que nunca se
aleja del todo de la experiencia y, como dijo Wallace Stevens en su
Adagia, «Lo real solo es la base. Pero es la base». Yo creo eso.

La ficción es entonces el paso de lo crudo a lo cocido; hay una materia


cruda que es la vida, que no está toda junta, que está dispersa y que la
escritura cuece, amasa, fusiona. Reciclado y cocción de ingredientes muy
diversos; la gracia está en que no se noten los ingredientes ni se vean las
costuras. La identidad atraviesa de diversas maneras lo que he escrito,
tal vez porque soy hija y nieta de inmigrantes que perdieron su lugar y
aquí se buscaron a ellos mismos; algo de esa nostalgia que me
circundaba le dio un tono a mi relación con el mundo. En los pueblos de
donde provengo, la gente añoraba algo ilusorio también y bien sabemos
que la escritura nace de la falta, que la palabra aparece cuando no está la
cosa.

La maternidad me atraviesa en mi condición de madre y de hija, me hace


mirar más allá también a mis abuelas y a otras mujeres reales que
entraron a alimentar mi imaginario con sus relatos. Ese traspaso
generacional me atraviesa, de igual modo que la temprana tensión (ya
tan percibida en mi madre) entre la mujer y la madre. Pero no importa el
camino sino el caminante. Hay quienes necesitan conocer el trazado
antes de salir de casa, llevan mapas, evalúan puntos cardinales, necesitan
saber hacia dónde van y cómo termina el recorrido. Otros nos largamos a
caminar por algún impulso que a veces llega y, como llega, muchas veces
también se va, sin que sepamos previamente dónde está el camino, que a
veces apenas si es sendero, apenas si huella. Soy una de esas que se
largan a ciegas, llevo brújula (emoción y deseo de comprender), eso sí, y
esa brújula suele llevarme a alguna parte. A un lugar que siendo de otros,
siempre tiene mucho de mí.

La primera línea es un regalo del cielo, al resto hay que transpirarlo. El


regalo es una imagen, una escena o una frase, algo de pronto recordado o
soñado o imaginado, y si estamos de suerte, tal vez ahí ya éste el
comienzo de una voz en el oído, un tono, una intensidad. Si el deseo y la
curiosidad y la energía y la disponibilidad de tiempo me acompañan, sigo
ese hilo, eso incipiente, intentando ver hacia donde me lleva. Muchas
veces llego a un sitio que no conduce a ninguna parte, entonces es hora
de dejar el archivo, de volver la mirada hacia otras cosas. Algunas veces
el azar o la persistencia ponen otra vez (al cabo de días o meses o años)
ese hilo en mis manos y llego finalmente a algún lugar. Cuando eso
sucede me sorprendo del camino recorrido, un camino no del todo
consciente, por momentos bastante incierto y no del todo mío. Lo que
más me asombra es descubrir que por recorridos muy sinuosos, muy
sesgados, ciertos aspectos de mí misma que desconocía, aspectos no
conscientes, se las ingenian para salir a flote, para cicatrizar o ponerse
otra vez en carne viva. Se trata siempre de algo que se vuelve más
humano, que –me parece- me vuelve también a mi más humana, es
decir, con mayor capacidad para comprender algo de mí y de otros.

Claro que, para abrir(se) en la huella, para llegar a alguna parte en medio
de la incertidumbre, para que el andar tenga su levedad y su hondura,
hace falta oficio. A aprender, enseñar y perfeccionar el oficio le he
dedicado muchas horas de mi vida. Hay una tensión fundamental ahí.
Una potencia. Para escribir (como para bailar o cantar o pintar)
necesitamos del oficio como del pan y al mismo tiempo hacerlo de oficio,
hacerlo como un mecanismo, es lo que más nos aleja de lo que deseamos.
En esa lucha entre conocer el oficio para ponerlo al servicio del deseo y
someter el deseo a una escritura de oficio está, me parece, el fermento de
una obra.

Escribir, así como yo lo entiendo, es ir hacia eso que viene hacia


nosotros, esa imagen, esa voz en el oído, entregarse a esa intuición.
Deseo de ser trasformado por eso que viene y a lo que vamos, intenso
deseo de comprender. Ir sin saber hacia dónde, abiertos a lo inesperado.
Temer todas las veces, aunque haya sucedido muchas veces, que la
criatura no nazca bien. Sentir el sudor y el temblor, memoria de aquello
que sentimos la primera vez. Saber que, si el temblor no llega, es porque
efectivamente algo no está saliendo bien y tener miedo –mucho miedo-
de ser aceptado o halagado o consentido por algo que ya hicimos, por
algo ajeno a eso mismo, eso tras lo cual estamos ahora. Necesitar de la
destreza y el oficio como del pan y conocer el peligro de hacerlo de oficio.
Comprender entonces que el oficio puede ser un enemigo, el mayor
enemigo, que ahí está el peligro de alumbrar muñecos y no salvajes
criaturas en el mundo. Que lo mejor sería deshabitarse para que algo
pueda ingresar, algo de todos y al mismo tiempo tan de nosotros.
Deshabitarnos (¡lo más difícil!) para que eso de otros que está en
nosotros y desconocemos, nos tire un hueso. Aceptar que nunca nada
será del todo como lo hemos deseado, que por grande que sea la entrega
y por larga que sea la espera, puede que no sepamos ver o que
escuchemos mal o que sea demasiado pronto o demasiado tarde, porque
como dice un poema de Rodolfo Godino, en la pelea con la palabra
inhábil, partes del corazón y la verdad se pierden.

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