Una Ráfaga de Plomo para Beethoven - Keith Luger
Una Ráfaga de Plomo para Beethoven - Keith Luger
Una Ráfaga de Plomo para Beethoven - Keith Luger
Una milla más atrás del automóvil en que viajaban Max Wellman con
su jefe y Leo Delaney, corría un «Rolls-Royce», con dos pasajeros,
el primo Jonathan y la joven llamada Joan. Los dos estaban muy
serios, escuchando a través de un receptor manejado por la joven.
—Está bien, jefe —oyeron la voz de Max Wellman—. No tiene
que preocuparse. Leo y yo libraremos al doctor Russell de la muerte.
—Eso espero, Max.
El rubio miró a Joan. Sus ojos brillaban con más intensidad, y sus
rasgos faciales se habían tornado duros. Ya no era el individuo
estúpido que se había presentado en el bar del hotel Mardof como el
primo Jonathan.
—¿Dónde le colocaste el alfiler, receptor?
—Debajo de la solapa, mientras lo besaba.
—Eres una chica eficiente, prima Joan. Abeja Reina va a quedar
muy satisfecho de nuestro trabajo.
CAPÍTULO IV
Los dos agentes del FBI bajaron del avión en Los Álamos.
—Max, ¿dónde te metiste durante las últimas dos horas? —
preguntó Leo.
Max sacudió un dedo ante la cara de Leo.
—No hagas preguntas indiscretas.
—La azafata, ¿eh?
—Tuve que cuidar de ella porque la pobre estaba muy nerviosa.
—Y claro. Tú le hiciste una cura completa.
—Sabes cuál es mi amor por el prójimo…
—Oh, sí. El día menos pensado te van a dar el premio Nobel de
la Paz…
El capitán Sam Boyden, del FBI les salió al encuentro.
—¿Cómo están, muchachos?
—De primera, capitán. Salvo que trataron de hacernos volar
mucho más alto.
—¿Qué pasó?
Max se lo contó.
Sam Boyden, tras escuchar atentamente, encanutó los labios y
lanzó un silbido.
—Caramba, ustedes no cuentan con muchas simpatías por ahí.
—Capitán, ¿cómo dejó al doctor Russell?
—Perfectamente.
—¿Está en su casa?
—No. En el laboratorio.
—Son las nueve de la noche. ¿Es hora de que esté en el
laboratorio?
—Desde hace un par de días no se mueve de allí. Come, cena y
duerme en el laboratorio.
—¿Alguna razón especial?
—El doctor Russell es muy poco comunicativo, pero he llegado a
la conclusión de que quizá está en una fase interesante de sus
ensayos.
—¿Quiere decir que no le preguntó?
—Sí, le pregunté, pero él no me dio ningún informe concreto. Se
limitó a decir que estaba muy atrasado en su proyecto. Eso puede
ser verdad, ya que el mes pasado tuvo que guardar cama quince
días, afectado por una gripe… Bueno, muchachos, recibí un informe
telefónico del viejo Kendrick. Me advirtió que ustedes se ocuparían
personalmente de la seguridad de Russell.
—Así es, capitán.
—Será un trabajo descansado.
—¿No le habló el viejo Kendrick de ciertas muertes?
—Oh, sí, se refirió a la muerte del doctor Bérard en París y la del
doctor Canning en Londres —el capitán sonrió—. Kendrick ha
olvidado que esto es Los Brezos… Nuestras instalaciones son
ultramodernas… Estoy dispuesto a apostar que no existe en el
mundo un servicio de seguridad más eficaz.
—Enhorabuena, capitán. —Max pegó con el codo a su
compañero—. Ya lo has oído, Leo. Vinimos aquí de vacaciones.
Leo se frotó las manos.
—¿Cuál es la flecha que señala la dirección de las chicas en
bikini?
El capitán Boyden torció la boca.
—Ya la conocerán a su debido tiempo… El coche nos espera.
En ese momento, Max descubrió a la rubia que ahora no llevaba
puestas las gafas de carey.
El capitán y Leo habían echado a andar, pero Max, caminó en
sentido contrario saliendo al paso de la joven. Ella no tuvo más
remedio que interrumpir su camino para no tropezar.
—¿Otra vez usted?
—Sólo quería despedirme.
—Ya se despidió, y lo hizo a traición.
—¿Se refiere al beso?
—¿A qué otra cosa me podría referir?
—Pensé que la habría cautivado.
Ella puso un brazo en jarras.
—Oiga, señor Wellman, me parece usted demasiado engreído y
yo sé de quién es la culpa.
—De mi abuelita.
—No, de su abuelita, no. De las mujeres.
—¿No es usted una mujer?
—Me refería a las demás, a las que le aceptan una cena.
—Entiendo.
—Y a las azafatas que admiten sus cuidados.
—¿Ya se enteró? —sonrió Max.
—Tenía que enterarme. Yo era una pasajera del avión.
—Pero la azafata estaba muy lejos.
—Tengo imaginación, señor Wellman.
—Oiga, estaba pensando que usted y yo podríamos fumar la pipa
de la paz.
—Oh, sí, claro y para fumarla debemos vemos en otra
oportunidad.
—Debo reconocer que tiene una imaginación maravillosa porque
me ha acertado el pensamiento.
—La respuesta es no, señor Wellman.
—Pues no sabe cuánto siento que no me dé una oportunidad para
demostrarle que está equivocada.
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto a la opinión que se ha formado de mí.
—Yo también lo siento, señor Wellman. Pero dudo mucho que
fuese a rectificar.
—¿Por qué no lo intenta?
—No, gracias… Y ahora, hasta nunca, señor Wellman.
La joven pasó por el lado de Max y se alejó con paso rápido.
Max sonrió viéndola marchar.
Leo le gritó desde lejos.
—¡Eh, Max, tú vienes con nosotros y no con la chica!
Max soltó un gruñido por lo bajo y se reunió con sus compañeros
del FBI.
FIN