Una Ráfaga de Plomo para Beethoven - Keith Luger

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 104

CAPÍTULO PRIMERO

En París, René Bérard, investigador del instituto de Bioquímica,


afecto al ministerio francés de Defensa, se encontraba en su
laboratorio realizando un ensayo.
Oyó pasos a su espalda y al volverse vio que se trataba de su
mujer.
—René, ¿qué haces aquí?
—Buenas noches, querida —dijo René Bérard y volvió a ocuparse
del líquido que había entrado en ebullición en una de las probetas.
—René, ¿es que se te olvidó?
—¿A qué te refieres?
—¿A qué va a ser?… A la cena de los Morel…
—Oh, perdona.
—Te habría llamado por teléfono, pero pasé toda la tarde en
casa de mi hermana.
—¿Cómo está ella?
—Fue una falsa alarma. No habrá que operarla de apendicitis…
Pero, René, no podemos faltar a esa cena.
—Lo siento, Simone, pero tendrás que ir tú sola. ¿No trajiste el
coche?
—Claro que traje el coche.
—Entonces, no tienes ningún problema. Yo te recogeré más tarde
en casa de los Morel.
—¿Y qué les digo a ellos?
—La verdad. Que estoy haciendo un experimento.
—Puedes suspenderlo y continuar mañana.
Bérard sonrió con amargura.
—No, no puedo suspender mi experimento por ir a una cena a
casa de los Morel.
—Creí que lo podrías suspender por mí.
René Bérard dio un suspiro y se volvió hacia su mujer. Ella era
atractiva, seductora.
—Cariño, nunca has comprendido que mi profesión me obliga a
hacer estas cosas.
—He tratado de comprenderlo. Ya hemos hablado muchas veces
de eso. Se puede alternar el trabajo con las relaciones sociales.
—Sí, se puede alternar. Pero cuando hay oposición, el trabajo
está antes que las relaciones sociales… No te enojes, Simone. —
Bérard le cogió la barbilla y la besó suavemente en los labios—.
Trataré de terminar cuanto antes…
—¿Y si te demorases demasiado?
—Concédeme un par de horas.
—Está bien, René.
Fue ella ahora quien lo besó a él, y luego echó a andar hacia la
puerta.
Bérard hizo un gesto de acompañarla, pero como ella no se
apercibió de eso, la dejó ir sola.
Inmediatamente, el doctor Bérard prestó toda su atención al
experimento.
Combinó unas gotas con aquel líquido en ebullición de color rojizo.
Éste se fue transformando en morado.
La ebullición llegó al punto del nivel y el líquido comenzó a pasar
por un tubo de vidrio y a caer en otra probeta, destinada al
enfriamiento.
El doctor se dirigió a una tabla de conmutadores, y apagó varias
lámparas de la sala. Sólo dejó aquellas que le eran necesarias, Las
que iluminaban el lugar en donde estaba realizando el ensayo.
Regresó junto a la probeta de enfriamiento.
Sonrió. Esta vez no fallaría. Estaba seguro de que iba a lograr un
éxito.
Conseguiría el arma química más decisiva de todos los tiempos,
un arma capaz de destruir un millón de personas en media hora.
Había estado trabajando cuatro años en aquellos ensayos, y tras
muchos fracasos, por fin la victoria estaba a su alcance.
Y Simone quería que él hubiese recordado la cena con los
Morel… ¿Qué sabía Simone de su trabajo? No, a ella sólo le
preocupaba lucir socialmente. Bueno, ¿no era, al fin y al cabo, la
mujer que él necesitaba? Muy pronto tendría un nombre, conseguiría
los mayores honores… Y con su descubrimiento podría aspirar a ser
considerado uno de los grandes sabios de nuestra época.
De pronto oyó una música lejana. No le concedió importancia.
Había otras salas de laboratorio en aquel mismo edificio.
Mientras el líquido se enfriaba recordó sus viejos tiempos, su
juventud, sus sacrificios. Todo era tan lejano, ahora adquiría una
brillante nitidez, como si volviese a ocurrir. Se encontró otra vez en
aquella buhardilla en el Barrio Latino, donde muchas noches se
acostaba con hambre rabiosa, cuando al día siguiente desayunaba
un horrible café con leche con un bollo que le enviaba la señora
Marselle…
La música se hizo más intensa.
La reconoció. Era una sinfonía de Beethoven, la tercera, la
Heroica. ¿Por qué se oía tan fuerte? Quizá Simone había dejado la
puerta abierta. Eso debía ser. Miró hacia el fondo pero no pudo ver
nada porque estaba muy oscuro.
¿Por qué llegaba allí con tanta claridad la música si las paredes
estaban acondicionadas? Aquel edificio había sido construido cinco
años atrás, y se habían adoptado los procedimientos más modernos
para que los que trabajasen en un laboratorio no fuesen distraídos ni
importunados por ruidos extraños.
Sí, no podía ser otra cosa que lo que él había pensado. Simone
habría dejado la puerta abierta.
Echó a andar hacia la parte oscura.
Conforme avanzaba, oía con más fuerza la Heroica.
Se detuvo asombrado.
Era como si la música estuviese allí, dentro del laboratorio y
cerca de la pared, en el rincón más cercano a la puerta.
—¿Quién hay ahí? —preguntó.
No le contestó nadie.
Se acordó de Antoine Touly, el viejo conserje que iban a jubilar
muy pronto. Tenía un transistor en su garita. Casi siempre estaba en
funcionamiento. Eso era. Touly estaba allí. Probablemente habría
entrado sin darse cuenta a por algo, y se había quedado en un
rincón, escuchando la música.
—¿Antoine, es usted?
Nada. Ni una sola palabra.
Se puso otra vez en movimiento hacia aquella zona oscura.
—No de un paso más —dijo una voz.
René Bérard se detuvo como si hubiese tropezado con un muro.
—¿Quién es usted?
—Su verdugo.
—¿Eh?
—Su verdugo, doctor Bérard…
—No entiendo.
—Se lo diré de otra forma, doctor Bérard. Le ha llegado la hora
de morir.
La voz era ronca, y salía de la oscuridad.
—Pero ¿quién es usted? —insistió Bérard.
Ahora vio unos ojos. Estaban como a unos seis metros, pegados
a la pared. Pero ya no veía más.
—Ya sé quién es.
—¿De veras?
—Es el doctor Delmas. —René rió nerviosamente—. Confiese
que es usted, doctor Delmas. Le gustan mucho las bromas. Pero
creo que esta vez ha ido demasiado lejos…
—No soy el doctor Delmas… Y está aprovechando muy mal los
últimos minutos de su vida.
—Pero ¿qué le pasa a usted? ¿Por qué dice eso? ¿Por qué me
amenaza?
—Tranquilo, doctor, tranquilo… No se pierda el mejor momento —
el desconocido hizo una pausa—. Me refiero a la Heroica. ¿La
conoce, doctor Bérard?
—Sí, la conozco.
—Beethoven, qué grande… ¿Le gusta su música?
—Mucho. Pero ¿qué clase de conversación estamos
sosteniendo?
—Silencio, doctor Bérard… Estamos llegando al momento más
sublime de la sinfonía.
En la mente de René se agolpaban confusamente las ideas. ¿Y si
aquel hombre fuese Gaston Dupuis, un antiguo novio de Simone?
Cuando se casó con Simone, cinco años atrás tuvieron un incidente.
Estaba con Simone en un restaurante cuando entró Gaston Dupuis.
Lo insultó delante de los otros comensales. Le dijo que ella, Simone,
lo amaba a él, Gaston, y que algún día se vengaría…
—¿Es usted Gaston Dupuis?
—No, doctor. Pero calle ahora… La sinfonía llegó a su mejor
parte. ¿No se siente trasladado a lugares muy remotos, a millares de
kilómetros de la tierra, sobre un cielo estrellado, surcando los
espacios siderales en busca de nuevas galaxias?…
Bérard se dijo que se las tenía que ver con un loco. Sí, aquel tipo
era un extraviado mental, y con un loco tenía la partida perdida. No
podría vencerlo. Sólo tenía una solución, huir del laboratorio. Tenía
que llegar a la puerta como fuese, abrirla, y echar a correr, pedir
auxilio…
—Se está terminando su vida, doctor Bérard —oyó la voz ronca
del desconocido—. Con las últimas notas de la Heroica usted
también surcará los espacios siderales.
—¡Espere!
—No puedo esperar, doctor Bérard.
—Es que no entiendo nada de lo que pasa aquí… ¿Por qué me
persigue? ¿Por qué quiere matarme?
—Cállese.
—Pero es que usted no puede matarme sin que yo sepa la razón.
—Le probaré que puedo hacerlo. ¡Y ahora, deje ya de hablar!…
¡Quiero escuchar el final de la Heroica!… Recuerde lo que me dijo. A
usted también le gusta Beethoven.
Bérard se sentía bañado en sudor.
¿Y si estuviese viviendo una pesadilla?
Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. No, no era una
pesadilla. Estaba allí, en el laboratorio de Bioquímica donde él
trabajaba desde hacía tres años, donde había pasado la mayor
parte de su tiempo ensayando su experimento, aquel experimento
que lo iba a hacer famoso en el mundo entero.
—Bien, doctor Bérard, llegó el momento.
—¡No!
—La sinfonía se está terminando.
—Por favor… No lo haga. Usted y yo podemos hablar…
Bérard vio un fogonazo y oyó un estampido muy suave.
Sintió que una aguja al rojo vivo se clavaba en su estómago.
Se tambaleó contra la mesa más cercana.
—¡No! —dijo—. ¡Socorro!…
Dos fogonazos más y Bérard sintió que otros dos proyectiles se
hundían en su pecho.
Otra vez golpeó contra la mesa y ahora se vino hacia adelante
cayendo de bruces en el suelo.
Todo se volvió más oscuro que nunca y empezó a invadirle un frío
que le llegó hasta el tuétano, mientras seguía escuchando las últimas
notas de la Heroica de Beethoven.
CAPÍTULO II

En Londres, el doctor Douglas Canning, investigador de la academia


de Química Bacteriológica, dependiente del ministerio de
Armamentos, bebió ion trago de su taza de té.
Había sido llamado a casa de Lord Haggard, responsable del
proyecto conocido bajo el epígrafe de «Luna Llena».
—Doctor Canning —dijo lord Haggard—. Lo he mandado llamar
porque esta mañana he sostenido una entrevista con el ministerio.
Me apremió sobre nuestro proyecto. Yo le di todos los informes del
caso, pero quiso una ampliación más correcta. Usted sabe que
nuestros informes son de hace un mes. Usted debe imaginar cuál es
la razón que ha motivado esta consulta del ministerio.
—La muerte del doctor Bérard en París.
—Así es.
—¿Qué se sabe?
—Nada.
—¿Quiere decir que la policía francesa no ha dado con ninguna
pista?
—Absolutamente con ninguna.
—Leí en los periódicos que había sido detenido un antiguo
prometido de la esposa del doctor Bérard, Gaston Dupuis.
—Esta misma mañana he recibido un informe confidencial de
nuestra embajada. Gaston Dupuis ha quedado en libertad. A la hora
de la muerte de René Bérard, participaba en una cena de antiguos
alumnos de la Escuela Cristiana.
—Entiendo.
—El ministerio está muy preocupado. Usted sabe que el doctor
Bérard realizaba sus investigaciones en la misma dirección que
nosotros. En resumen, doctor Canning, he querido que viniese a mi
casa de campo para que me detalle al máximo en qué momento se
encuentra con respecto a sus experimentes.
—Bien, le responderé, Lord Haggard.
—¿Un cigarro?
—No fumo.
—Oh, sí, es cierto. Perdone. Lo había olvidado.
Lord Haggard cogió un gran veguero de una caja y sacó unas
pequeñas tijeras de un bolsillo.
—Le escucho, doctor Canning —dijo y se puso a despuntar el
habano.
Douglas Canning carraspeó suavemente.
—Lord Haggard, estoy a dos pasos de conseguirlo.
Lord Haggard que estaba mirando el habano para despuntarlo
adecuadamente, se interrumpió y alzó los ojos, unos ojos azules que
destellaban bajo unas espesas cejas blancas.
—Sí, Lord Haggard, he adelantado mucho durante las últimas
semanas.
—Sus noticias son magníficas.
—Es posible, que en un plazo de tres o cuatro días logre el éxito
final.
—Dígame qué le hace falta… ¿Más ayudantes? Tendrá todo lo
que necesite.
—No, Lord Haggard. No quiero ni Un solo ayudante más. Quiero
decir que con el doctor Turner tengo bastante.
—Pero quizá podríamos abreviar el ensayo.
—No depende del número de hombres, Lord Haggard, sino de
ciertas rectificaciones en cuanto a los componentes químicos. Son
rectificaciones muy precisas que debo hacer personalmente. Para
este trabajo es suficiente la asistencia del doctor Turner.
—De acuerdo, doctor Canning. Usted mejor que nadie debe
saber lo que conviene al buen éxito del ensayo…
Lord Haggard se levantó. Con ello daba por terminada la
entrevista.
Douglas Canning estrechó la mano de su jefe.
—Téngame al corriente, doctor —dijo Lord Haggard.
—Desde luego, Lord Haggard.
—Si usted lograse el éxito, quisiera informar inmediatamente al
ministerio.
—Tendré en cuenta sus instrucciones.
—Hasta pronto, doctor.

Eran las diez de la noche.


El doctor Canning trabajaba en su laboratorio en compañía de su
ayudante, el doctor Turner.
El líquido que contenía una de las probetas estaba en ebullición y
era de un fuerte color rojizo.
Canning volcó el contenido de una botella en aquella probeta. El
líquido en ebullición que había alcanzado su máximo nivel comenzó a
correr por un tubo de comunicación, pero ya no era rojizo, sino
morado.
—Doctor Canning —dijo Turner con voz emocionada— lo ha
conseguido…
—Todavía no.
—Le digo que sí… Lo logró… Es lo que estábamos buscando…
—Doctor Turner, nunca me han gustado los excesos de
optimismo. Por favor, vaya a mi casa.
—¿A su casa ahora?
—Sí, quiero que me traiga un cuaderno de notas…
—Tiene usted aquí el cuaderno número cuatro, donde están
anotadas las últimas fórmulas.
—Yo quiero el número tres.
—Pero ¿para qué quiere el número tres?
—Necesito hacer algunas comprobaciones.
—Doctor, deje que esté presente hasta el final del experimento.
—Se marchará ahora, doctor Turner. ¿Debo recordarle cuáles
son sus obligaciones?
Hubo una pausa y, finalmente, el doctor Turner movió la cabeza
de arriba abajo.
—Iré a su casa, doctor Canning —aceptó con pesar.
—No se demore.
—Tardaré no menos de una hora.
—Sí, claro.
El doctor Turner se alejó del doctor Canning, despojándose de la
bata blanca y se puso la chaqueta.
Luego salió del laboratorio.
Cuando la puerta se hubo cerrado, el doctor Canning se encaminó
hacia una mesa en donde había muchos papeles. Tomó un cuaderno
que estaba señalado con el número cuatro. Pasó unas hojas con
rapidez. Al fin se detuvo en una página determinada y leyó las
fórmulas que contenía.
Sus labios esbozaron una sonrisa.
Lo había logrado. Sí, estaba seguro de que esta vez había
alcanzado el fin perseguido durante tantos años. ¿Cuántos? Siete.
Noventa y cuatro meses de sacrificio, de iniciar ensayos que siempre
acababan en el fracaso.
Pero aquél, el que se estaba desarrollando ahora en los tubos de
ensayo, terminaría con éxito.
De pronto, las luces se apagaron.
El doctor Canning quedó sumergido en la oscuridad.
Soltó una imprecación para sus adentros. No eran frecuentes los
fallos de corriente en el laboratorio. Pero ¿por qué no se ponía en
marcha el grupo electrónico? La instalación había sido realizada de
tal forma que tan sólo en tres segundos una corriente eléctrica era
sustituida por la otra. Pero ya habían pasado más de tres segundos
y el relevo de una y otra corriente no se había producido. Por tanto,
se habían producido dos fallos.
Oyó una música. Le resultó conocida. ¿Qué era aquélla? Oh, sí
una sinfonía de Beethoven… ¿La Novena? Oh, no, la Novena no.
La música se hizo más intensa y entonces la identificó. Sí, no se
había equivocado con respecto a Beethoven, pero era la Tercera
sinfonía. La Heroica.
El doctor Turner era muy aficionado a la música. ¿Quizá no se
había ido todavía y estaba en la habitación de al lado, la que utilizaba
como dormitorio cuando se quedaban en el laboratorio?
Se volvió hacía allí.
—¡Turner!
El dormitorio tenía dos puertas y eso quería decir que Turner
habría salido de la sala y quizá luego regresó por algo. Pero si ése
era el motivo, ¿por qué infiernos había puesto en marcha el
tocadiscos?
Caminaba a tientas, pero no tropezaba porque sabía
perfectamente dónde se encontraban las mesas, las sillas…
—Deténgase —oyó una voz grave, ronca.
El doctor Canning quedó inmóvil.
—¿Turner?
—No soy Turner.
Todo estaba muy oscuro. El hombre que le hablaba estaba
situado a unos cinco metros. Ahora pudo ver sus ojos que parecían
carbones encendidos.
—¿Quién es usted? —preguntó el doctor Canning.
—El hombre de París.
—¿El hombre de París? No le entiendo.
—Haga un poco de memoria, doctor Canning. ¿Cuál de sus
colegas experimentaba la mismo que usted en París?
—¿Se refiere al doctor Bérard?
—Bravo, doctor Canning.
—No entiendo.
—Me decepciona si no entiende, doctor Canning. Debería haberlo
comprendido todo. Pero ahora debe guardar silencio.
—¿Silencio? ¿Para qué?
—Para que usted y yo podamos escuchar la música. Es
Beethoven.
—Ya sé que es Beethoven.
—¿No le gusta?
—Sí, me gusta Beethoven, pero no es éste el momento para
escuchar su música.
El desconocido soltó una risita.
—Es el mejor momento, doctor Canning, puesto que usted va a
morir.
Douglas Canning se quedó perplejo.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Que va a morir.
—Usted no está en su sano juicio.
—Silencio, señor Canning. La Heroica es interpretada por una de
las mejores orquestas del mundo. La Filarmónica de Viena. Se trata
de una buena grabación. Compruebe con qué nitidez se oyen los
instrumentos, y las notas llegan a nuestro oído. ¿O quizá es usted
sordo, doctor Canning?
—No, no soy sordo.
—Estupendo. Entonces podrá disfrutar de esta interpretación.
Douglas Canning creyó encontrarse ante una de aquellas escenas
de las novelas de ciencia-ficción. Era su pasatiempo favorito. Le
cansaban los grandes novelistas, los ensayos, de cualquier índole
que fuesen, las biografías históricas. Todo eso había quedado muy
atrás. Durante los últimos años, había encontrado un remanso de
paz leyendo aquel nuevo género, la ciencia-ficción.
—Oiga, ¿quién es usted?
—Lo mismo preguntó el otro.
—No me importa lo que le preguntó el doctor Bérard. Soy yo
quien se enfrenta con usted ahora.
—Por favor, doctor Canning. Vamos a llegar al momento
culminante de la Heroica, y usted se va a perder la mejor.
—¿Qué pretende? ¡Dígamelo!
—Se está poniendo nervioso, doctor Canning.
—Muy bien. ¡Lo estoy!
—Eso es impropio de usted, doctor Canning.
Siempre tuvo una gran tranquilidad. Consérvela ahora que va a
morir.
—¡No voy a morir!
—Usted sabe que ha podido morir durante estos años, porque se
entregó a un peligroso experimento.
—Tomé mis precauciones.
—Oh, sí, usted tomó sus precauciones pero no adoptó la última,
la definitiva, la que podía librarle de la muerte. ¿Lo ve, doctor? Y
ahora cállese de una vez. Estamos llegando al momento sublime de
la Heroica, en donde Beethoven volcó todo su temperamento
renovador… Escuche atentamente.
Douglas Canning sintió la garganta reseca.
—Un momento —dijo—. Ya sé lo que ocurre.
—¿Sí?
—Usted se confunde… Eso es. Yo no soy el hombre a quien
usted debe matar.
—¿Es usted el doctor Canning?
—Sí.
—De treinta y siete años de edad.
—Sí.
—¿Natural de Liverpool?
—Sí.
—Entonces, es usted la persona que debe morir. Qué maravilloso
concierto. Usted no podría haber deseado nada mejor para su
muerte, doctor Canning. ¿No es sublime? ¿No es maravillosa la
Heroica?
Se produjo un fogonazo.
La bala golpeó en el pecho del doctor Canning, arrojándolo
brutalmente al suelo, Sin embargo, no había muerto todavía Se
apoyó en un brazo y empezó a incorporarse.
—¿Por qué?…, ¿por qué? —preguntó.
La respuesta fueron dos disparos seguidos. Los estampidos
habían sido suaves y eso le indicó a Douglas Canning que el asesino
había provisto el arma de un silenciador.
Dejó de ver, pero siguió escuchando las últimas notas de la
Tercera Sinfonía de Beethoven.
CAPÍTULO III

En Nueva York, Max Wellman, agente del F.B.I., se encontraba en el


bar del hotel Mardof Astoria.
Bebía un martini con una aceituna y estaba mirando unas piernas.
El par de «remos» tenían mucho que ver porque pertenecían a
una rubia nórdica, de rostro sensitivo, y labios sensuales, que hacía
su exhibición gracias a una minifalda.
Wellman felicitó al inventor de la minifalda. Qué grandes favores
estaba haciendo a la humanidad. A la humanidad varonil, se entiende.
La nórdica no se encontraba sola, sino en compañía de un tipo
grandote que medía dos metros, que debía pasar de los cien kilos, y
que vestía condenadamente mal, un pantalón vaquero y una camisa a
flores.
Wellman guiñó un ojo a la nórdica y ella le correspondió con otro
guiño.
Max bebió un trago de martini, satisfecho de cómo marchaba el
asunto, cuando oyó una voz femenina a sus espaldas:
—¡Primo Jonathan!
No se volvió porque él no era el primo Jonathan.
Una mujer surgió a su lado, unos brazos se enroscaron en su
cuello y una boca se acercó rápidamente a la suya.
Antes de que el contacto se produjese, Max vio una cara preciosa
y unos cabellos negros.
Luego ya no vio más porque ella lo estaba besando.
Demonios, ¿estaría en su día de suerte? Primero la nórdica,
luego aquella morena.
Al fin, ella se separó y dijo sonriente:
—Has cambiado mucho, primo Jonathan.
Max le hubiese dicho: «Cambié tanto que hasta soy otro».
Pero guardó silencio porque estaba contemplando un rostro
maravillosamente bello, unos ojos azules, grandes, poblados de
sedosas pestañas, y un cuerpo esbelto en donde se reunían todas
las perfecciones empezando por la curva del seno…
Observó instintivamente a la nórdica y vio que ésta lo miraba
enfurruñada como diciéndole: «Miserable, ya me has hecho traición».
Max se encogió de hombros y dedicó toda su atención a la
morena porque él tenía un lema: «No pierdas el tiempo oteando
caza, cuando la pieza viene a tu escondite».
—Primo Jonathan, ¿cómo me encuentras?
La morena se dio la vuelta y terminó de enseñar la carrocería.
También lucía una minifalda, pero resultaba mucho más
sensacional que la nórdica. El vestido era de un solo cuerpo, de
malla desde el principio al fin.
—¿Estás arrebatadora, querida?
—¿De veras?
—Lo juro.
Ella se colgó de su brazo.
—Invítame, primo Jonathan.
—¿Qué quieres tomar?
—Lo mismo que tú.
Max pidió dos martinis porque él iba a necesitar otro.
Al volver la cara hacia la joven se encontró con que ella lo estaba
mirando con el ceño fruncido.
—Primo Jonathan, ¿y la cicatriz?
Max cerró los ojos y los volvió a abrir. Ya estaba. Ya lo habían
pescado.
—Mi cicatriz desapareció.
Ella levantó la mano y le tocó la frente, un poco más arriba de la
ceja izquierda.
—Dios mío, menos mal… Temí dejarte marcado para toda tu
vida. No sabes la de veces que me he preocupado por tu cicatriz. Y
todo porque intentaste besarme… Por eso me dije que, cuando te
viese, tenía que darte muchos besos, para resarcirte de la cicatriz.
—Ya puedes resarcirme. Creo que es la mejor idea que se te
ocurrió. —Max la besó en los labios.
La joven echó la cara atrás.
—Eh, primo Jonathan, no abuses. No estamos solos.
—Pues que se vayan todos.
La joven rió con una risa maravillosa dejando ver unos dientes
parejos y blancos.
—Primo Jonathan, no sabía que fueses tan audaz. Hace doce
años no eras así.
—¿Y cómo era?
—Yo diría que tímido.
—Sin embargo, pretendí besarte.
—Sí, y me asustaste porque creí que te habías vuelto loco.
—Y por eso me pegaste la pedrada.
—No me lo recuerdes… Cuando te vi tendido en la yerba
echando sangre… No deseo a nadie lo que yo pasé… Creí que te
habría matado.
—Y fue entonces cuando pretendiste compensarme —dijo él y la
besó en la comisura de los labios.
En ese momento, un hombre se detuvo ante ellos. Era tan alto
como Max, delgado, carirredondo, de cabello rubio. Sus cejas se
enarcaban interrogativamente, mientras observaban a la joven
morena y a Max. Tenía una cicatriz sobre la ceja izquierda.
—¿Prima Joan?
La joven se convirtió en una estatua de hielo y ésa fue una
sensación que notó Max porque la ceñía por la cintura.
El rubio levantó ligeramente la barbilla.
—No creí encontrarte en estas circunstancias, prima Joan.
La joven rompió al fin su silencio.
—¿Tú… tú eres el primo Jonathan?
—Mientras no se demuestre lo contrario, soy Jonathan Wilde, y
tú, inevitablemente, has de ser mi prima Joan. Te he identificado
enseguida porque soy buen fisonomista. Imaginé cómo serías doce
años más tarde y no me he equivocado lo más mínimo.
La joven lanzó un grito.
—¿Qué te pasa, prima Joan?
Ella no contestó a aquella pregunta. Está mirando a Max
Wellman.
—Entonces, ¿usted quién es…?
Max sonrió cordialmente mientras decía:
—No sabe cuánto siento no ser el primo Jonathan.
—¡Tampoco lo era antes!
—No. Eso es verdad. Confieso que nunca he sido el primo
Jonathan.
—¿Por qué no me lo dijo?
—Usted no me dio oportunidad al principio. Me obsequió con un
beso y luego… Bueno, el beso me gustó mucho y, como usted siguió
con otros…
—¡Cínico!
Max sacó unos cuantos dólares del bolsillo y se los alargó al
primo Jonathan.
—Oiga, acepte esto. Puede comer los mejores platos en el
restaurante. Y si tiene suerte, hasta podrá pescar una pelirroja que le
vaya a la medida. Todo a condición de que me deje ser el primo
Jonathan por un par de horas.
—Caballero, su broma no tiene ninguna gracia —repuso Jonathan
Wilde con mucho énfasis.
La joven dio una patadita en el suelo.
—Señor, cómo se llame…
—Max Wellman.
—Señor Wellman, su conducta es incalificable.
—Eh, Joan, usted me encontró simpático. ¿No habría sido mejor
para usted que yo fuese el primero en devolverle los besos?
Se inclinó sobre Joan, la cual dio otro grito y un saltito,
retrocediendo.
—No me toque.
—Muy bien. No la toco. Pero olvida algo muy importante, Joan.
—¿Qué cosa?
—¿Quién cometió el error?
La joven fue a contestar, pero se mordió el labio inferior.
De repente, se volvió hacia Jonathan y colgándose de su brazo
dijo:
—Primo Jonathan, quiero marcharme de aquí.
—Enseguida, querida.
La joven y su acompañante empezaron a alejarse.
—Eh, Joan —la llamó Max.
La joven volvió la cabeza.
Max levantó uno de los martinis que estaba sin tocar.
—Recuerde, lo pedí para usted.
—Bébaselo en mi obsequio.
—Muchas gracias. Lo beberé.
Max siguió con la mirada a Joan hasta que ella y su primo
entraron en el comedor.
Exhaló el aire de sus pulmones y sus ojos se encontraron con los
de la nórdica.
Max le guiñó otra vez el ojo, pero ella le sacó la lengua.
No había nada que hacer. Había perdido dos oportunidades. Así
era la vida. Había momentos de abundancia y otros de penuria.
Se sentó en el taburete con los tres martinis delante, el que
estaba terminando y los que estaban por empezar.
Encendió un cigarrillo y, en eso, una mano provista de dedos
largos, con uñas esmaltadas en rojo sangre, cogió uno de los vasos.
Era la nórdica.
Max miró hacia el lugar de donde ella procedía y vio al grandullón
de los cien kilos de peso que dormía como un bebé.
—¿Se emborrachó? —preguntó Max.
—Le di una pastilla de somnífero —contestó ella con un inglés
irreprochable.
Ella estaba materialmente volcada hacia él, la mano sobre el
vaso.
Estaban tan juntos que Max sintió la tibieza que emanaba del
cuerpo femenino.
Le recordó una tigresa lista para pegar un zarpazo, pero a él,
Max, le gustaban aquella clase de animales felinos, y no tenía miedo
a sus garras.
Ella acercó el martini a los labios y bebió un trago. Pero no dejó
de mirar con sus ojos profundamente verdes a los de Max, el cual
sintió que le transmitía una corriente de tres mil kilovatios hora.
Entonces apareció Joan Wilde.
—Olvidé mi bolso —dijo con acritud.
Efectivamente, había dejado su bolso en el taburete de al lado.
—Se consoló muy pronto, señor Wellman —dijo y dirigió una fría
mirada a la nórdica.
Max se dijo que ya había llegado otra vez la época de la
abundancia.
—¿Acepta el martini, Joan?
—Ya le he dicho que sólo vine a por mi bolso —contestó la joven
—. Continúe con su conquista.
Sin decir ya otra palabra, Joan echó a andar de nuevo hacia el
comedor.
La nórdica dijo:
—Esa chica está celosa.
—No lo creo. La acabo de conocer.
—Sin embargo, está celosa.
—Sabes mucho de eso… ¿Cómo debo llamarte?
—Ingrid.
—Soy Max.
—Max, tenemos poco tiempo. Erickson despertará dentro de una
hora… Estoy en el apartamento 314.
Luego, Ingrid puso el martini en el mostrador y se alejó hacia los
ascensores.
—Y ahora adiós. Me esperan.
—Ya me lo contará, ¿eh, señor Wellman? —dijo el mozo.
—Hay cosas que tú no puedes oír.
—Estoy dispuesto a perdonarle todas las propinas.
—Yo prefiero pagártelas y no contribuir a tu depravación.
Max dejó unos billetes y saltó del taburete. Pero se quedó
encogido, sin dar un solo paso.
Delante de él estaba su jefe inmediato, William Kendrick.
—Max, necesito hablar con usted.
—Muy bien. Mañana me tendrá a las ocho en su oficina.
—Ha de ser ahora.
—Bien. —Max consultó su reloj— ¿le parece bien dentro de dos
horas en el departamento, señor Kendrick?
William Kendrick consultó también su reloj y dijo:
—Dije ahora y por tanto me refiero al momento que señalan las
saetas de mi reloj.
Max hizo un gesto compungido mirando hacia el lugar por donde
se había marchado la nórdica. Luego dijo a su jefe:
—Señor Kendrick, he de solucionar un asunto urgente. Ya sabe lo
que es la familia… Pero no se preocupe. Sólo invertiré como unos
cuarenta y cinco minutos.
—No, Max.
—Media hora.
—Acompáñeme. Tengo mi coche fuera. Hablaremos en él.
Max Wellman hizo un gesto afirmativo, tomó el vaso del martini
que no había tocado, y tras beber, dijo a Joe:
—Cuídate, bebé.
El jefe cogió a Max Wellman del brazo.
—No podemos perder más tiempo, Max.
Los dos salieron del Mardof-Astoria, y se metieron en un coche
que era conducido por otro agente del F.B.I., Leo Delaney.
—Al aeropuerto —dijo el jefe.
Max se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas:
—Adelante, jefe. ¿Dónde me quiere enviar esta vez?
—A Nuevo Méjico, a Los Brezos.
—¿Qué pasa en Los Brezos?
—Es una ciudad de veinte mil habitantes, con buenos hoteles,
buenas piscinas, buenos bares…
—¿Buenas mujeres, jefe?
—¿Max?…
—Un, sí, eso ya se supone.
—En Los Brezos hay algo más importante que las mujeres.
—¿Para quién?
—Para el F.B.I.
—¿De qué se trata, jefe?
—En Los Brezos están instalados los Laboratorios de
Investigación Química para la guerra. No son los únicos del país.
Existen otros cuatro instalados en diversos puntos de los Estados
Unidos. Pero de momento sólo nos interesa a nosotros el que se
ubica en Los Brezos. Irás allí inmediatamente con Leo Delaney.
—¿Por eso le dijo a Leo que fuera al aeropuerto? —Sí, Max.
Leo levantó una mano del asiento posterior, enseñando una
maleta.
Max la reconoció como suya.
—De modo que ya se ocuparon de hacer mi equipaje.
—Seguro, Max —contestó Leo.
—¿Olvidaste mi cepillo de dientes?
—No. Y también incluí un pijama precioso con el que debes
encontrarte muy favorecido.
El jefe rezongó:
—Eh, Leo. Ocúpate del volante.
—A la orden, señor Kendrick.
—¿Qué ocurre en esos laboratorios de Los Brezos, jefe? —
preguntó Max.
—El doctor Milton Rusell está realizando un experimento muy
importante. Se trata de una nueva arma.
—¿Quizá el rayo de la muerte?
—No, es algo más destructivo que cualquier rayo Lasser.
—Ya entiendo. Una bomba que hará explotar el mundo en
pedazos y para ello bastará con una mecha de a palmo. Se le pega
fuego, y catapúm, todos al espacio.
—Max, no me gusta que gastes bromas con eso.
—Creí que vendrían bien un par de notas de humor negro.
—El doctor Russell se encuentra en una fase experimental muy
avanzada. Según sus últimos informes, podría dar con el arma que
busca en un plazo de unas semanas, o quizá sean días…
—Oiga, si ese experimento es tan importante, el doctor Russell
debe tener un servicio de vigilancia.
—Sí, ya cuenta con él.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer Leo y yo? ¿O sólo se trata de
intensificar ese servicio?
—Se trata de que el doctor Russell no sea asesinado, y eso
ocurrirá inevitablemente si el F.B.I, no lo impide…
—¿Ha dicho usted inevitablemente?
—Sí, eso he dicho. Y cuento con dos ejemplos para convencer al
más recalcitrante. El doctor René Bérard, investigador del instituto de
Bioquímica, afecto al ministerio francés de Defensa, y el doctor
Douglas Canning, investigador de la academia de Química
Bacteriológica, fueron asesinados en un plazo de cuarenta y ocho
horas.
—Sí. Leí los periódicos.
—El doctor Bérard y el doctor Canning estaban realizando
experimentos similares a los del doctor Russell.
—¿De qué se trata concretamente?
—De un arma química, la más eficaz de todas.
—¿Alguna pista con respecto a las muertes de Bérard y de
Canning?
—Ninguna. Cada uno de ellos fue alcanzado por tres balas. Lo
más importante es que el asesino, en ambos casos, destrozó los
instrumentos en que ambos doctores, realizaban un experimento
cuando les sorprendió la muerte, y que desaparecieron sus notas. En
el caso del doctor Canning fue interrogado su ayudante, el doctor
Turner, ya que habían estado juntos hasta poco antes del crimen,
pero el doctor Turner no pudo dar ninguna explicación que ayudase a
la policía.

Una milla más atrás del automóvil en que viajaban Max Wellman con
su jefe y Leo Delaney, corría un «Rolls-Royce», con dos pasajeros,
el primo Jonathan y la joven llamada Joan. Los dos estaban muy
serios, escuchando a través de un receptor manejado por la joven.
—Está bien, jefe —oyeron la voz de Max Wellman—. No tiene
que preocuparse. Leo y yo libraremos al doctor Russell de la muerte.
—Eso espero, Max.
El rubio miró a Joan. Sus ojos brillaban con más intensidad, y sus
rasgos faciales se habían tornado duros. Ya no era el individuo
estúpido que se había presentado en el bar del hotel Mardof como el
primo Jonathan.
—¿Dónde le colocaste el alfiler, receptor?
—Debajo de la solapa, mientras lo besaba.
—Eres una chica eficiente, prima Joan. Abeja Reina va a quedar
muy satisfecho de nuestro trabajo.
CAPÍTULO IV

El jefe, William Kendrick, estrechó la mano de Leo Delaney y luego la


de Max Wellman.
—Deben tener en cuenta que sólo ustedes dos asumirán la
responsabilidad. El doctor Russell debe seguir viviendo para que
pueda terminar su experimento. Recuérdenlo. Los agentes del F.B.I,
que están afectos al laboratorio que hay allí, sólo se ocupan de la
seguridad. El capitán Sam Boyden ha sido informado ya a ese
respecto. Les ayudará en lo que pueda. Pero no esperen mucho.
—De acuerdo, jefe —repuso Max—. No se preocupe. Todo lo
demás corre de nuestra cuenta.
—Suerte, muchachos.
Max y Leo subieron al «jet». Era el vuelo 704 de Nueva York a
Los Álamos. Desde esta ciudad viajarían en automóvil hasta Los
Brezos, seis millas al Oeste.
Una bonita azafata les dio la bienvenida.
Max se detuvo en el corredor al contemplar un paisaje
apasionante. Una mujer estaba inclinada hacia adelante, mostrando
las caderas y las piernas, todo de primera calidad.
Leo le tocó en el hombro.
—Max, ¿qué puntuación le concedes?
—Noventa y nueve sobre cien.
—Eh, muchacho, ¿tiene algún defecto?
—Un pequeño lunar en la pantorrilla.
La joven se volvió.
Los dos se quedaron con la boca abierta porque la chica era la
rubia más bonita que habían visto en un avión.
Podía tener veintidós o veintitrés años, el óvalo de su cara era
perfecto, con grandes ojos azules y nariz recta, labios muy rojos.
—Mi nombre es Max Wellman, y éste es Leo Delaney.
—Y seguro que ustedes pertenecen al jurado que va a elegir a
Miss Mundo.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Por los noventa y nueve sobre cien.
Max se tironeó del lóbulo de la oreja derecha mientras
justipreciaba los otros encantos de la muchacha. Eran suculentos.
—Bueno —contestó—, si hemos de hacerle una entera justicia,
tendríamos que verla en bikini.
—Oh, qué emoción… —dijo la muchacha sonriente y de pronto le
pegó una patada en la espinilla.
—¿Qué hace? —gritó Max saltando a la pata coja.
—Nada, señor Wellman, probaba su resistencia como jurado.
—Eso lo lograría mucho mejor aceptando una invitación para
cenar.
—¿Con traje de noche o bikini?
—Lo dejamos a su gusto, ¿eh, Leo?
—Si ya terminaron de decir su relación de chistes —repuso la
bonita muchacha—, me gustaría ocupar mi asiento.
—Todavía no me ha dicho su nombre.
—Ni se lo pienso decir.
—Se porta ahora como una tontuela. Bastará que le preguntemos
a la azafata.
—Muy bien. Pregúntele a la azafata y, de paso, la invita a cenar a
ella por lo de la puntuación.
—Ella tampoco está mal —suspiró Max.
La joven hizo ademán de pegarle otra patada en la espinilla y él
se desplazó ahora muy aprisa por el corredor, seguido de Leo.
Cuando los agentes se hubieron sentado en sus asientos, Leo se
echó, a reír.
—Una fierecilla.
Max se frotó otra vez la pierna.
—Quizá sea yo; su domador.
—No es tu tipo, muchacha. Déjamela a mí.
Leo era un poco más joven que Max Wellman, pero formaban una
gran pareja porque se comprendían perfectamente. Habían hecho
juntos varios trabajos en distintas partes del mundo y siempre
lograron el éxito. Tenían una afición común. Las mujeres.
Max se arrellanó en el asiento, y cerrando los ojos, dijo:
—Despiértame cuando estemos a punto de llegar.
Una voz anunció que el avión iba a emprender el vuelo y rogó a
los viajeros que se pusieran los cinturones.

El primo Jonathan y Joan se encontraban en el aeropuerto tras la


reja.
Vieron como el «jet» del vuelo 704, Nueva York-Los Álamos,
adquiría velocidad.
De repente, el aparato levantó el morro y ascendió hacia el cielo
azul.
El primo Jonathan dio un suspiro.
—Gloriosos muchachos del FBI, yo os saludo…
—Deberías decir mejor R.I.P.
El primo Jonathan se echó a reír.
—Ellos no saben lo que le espera.
—Y lo que les espera es una bomba que va a explotar
exactamente dentro de una hora y media.
El «jet» se había convertido ya en un insignificante punto en el
espacio.
—Bien, querida —dijo Jonathan— volvamos a la ciudad para
transmitir al jefe el feliz resultado de nuestra misión.
La hermosa Joan se cogió del brazo de Jonathan y ambos se
dirigieron hacia la salida del aeropuerto.
De repente, Max despertó.
El «jet» había cogido un gran bache de aire. Se restregó los ojos
y miró a Leo, el cual no se había despertado a pesar del brusco
vaivén.
Ahora el «jet» ascendió con autoridad y surcó el aire sin
contratiempo.
Pero Max había perdido el sueño.
Se puso en pie y vio que el asiento junto a la rubia
despampanante estaba vacío.
Pasóse la mano por el cabello, se subió el nudo de la corbata y
echó a andar.
Sentóse junto a la rubia, la cual estaba leyendo una revista.
—¿Qué tal le va, Noventa y Nueve Puntos?
Ella lo miró. Cubría los hermosos ojos con gafas de carey.
—¿Miope? —preguntó Max.
Las aletas de la nariz femenina palpitaron.
—Respire hondo —dijo él—. Si se irrita demasiado, envejecerá
seis meses. No crea que es una opinión mía. Me la sopló un doctor
especialista en geriatría… Esos doctores se ocupan de alargar la
vida a los humanos y ellos saben mejor que nadie lo que impide que
lleguemos a los ciento cincuenta años.
—Señor Wellman…
—Celebro que recuerde mi nombre. Significa que ya ha
empezado a establecerse entre nosotros una corriente de simpatía.
—¿Quiere callarse de una vez?
—Muy bien hable usted. —Max sacó su paquete de cigarrillos—.
¿Fuma?
—No, no fumo.
—¿Quiere que fume yo?
—Señor Wellman, no quiero discutir con usted sobre geriatría, ni
sobre tabaco…
—¿Le interesa algún tema en especial?
—¡Ninguno! Lo que quiero decir es que no deseo entablar la
menor conversación.
—¿Por qué? Dicen que soy un hombre muy ameno.
—No dudo que lo digan sus amigas… Pero entérese de una vez,
señor Wellman, yo no soy su amiga.
—¿Por qué no? ¿No sabe lo maravillosa que es la amistad?…
¡Ah, ya comprendo!… Es usted una mujer introvertida, de esas que
sólo dialogan consigo mismas. Pero eso también es malo. Me lo dijo
un siquiatra.
—Por lo visto, tiene usted muchos amigos en el ramo de la
medicina.
—Sí, muchos.
—Y dígame, señor Wellman, ese siquiatra con respecto al que
habló, ¿le hizo el sicoanálisis?
—Sí, y el resultado fue maravilloso.
—¿No ordenó que le pusiesen la camisa de fuerza?
Max se echó a reír.
—Usted es dinamita.
—Y usted ácido corrosivo.
Max se inclinó sobre la joven.
—¿No le parece una combinación fascinante?
Ella no retiró una pulgada su bello rostro.
—Señor Wellman, no quisiera darle una sorpresa.
—Me gustan mucho las sorpresas.
—La mía no le gustaría.
—Apuesto a que sí.
—Lo que usted quiera.
Diciendo esto, la rubia pegó con el filo de la mano en el muslo
izquierdo de Max.
El agente del F.B.I, sintió el impacto en el cerebro.
Pero ahí no terminó la cosa. La muchacha se levantó, cogió la
muñeca derecha de Max y tiró.
Max saltó como impulsado por una catapulta.
Luego, la muchacha hizo una torsión y él voló por el aire, y
aterrizó en el corredor.
Quedó conmocionado.
Algunas personas miraron con asombro al joven que estaba en el
suelo.
La rubia ya había ocupado el asiento y dijo con sorna:
—Lamentaría mucho que mi sorpresa le hubiese decepcionado
señor Wellman.
Max sacudió la cabeza para recuperarse. Logró ver las cosas
claras.
—Eh, ¿dónde aprendió eso?
—En Tokio.
—Karate, ¿eh?
—Con unas gotas de judo.
—La felicito. Nadie me había tumbado con tanta facilidad.
Leo llegó al lado de su compañero.
—Eh, Max, ¿qué te pasó?
—Luché contra un Comando. Perdí la cabeza, pero ya la
encontré sobre mis hombros.
—Perdistes algo más que la cabeza. Un alfiler.
Leo estaba cogiendo un alfiler del suelo.
Max se levantó y después de frotarse el cogote, dijo a la joven:
—Espero que me dé lecciones.
—¿Cree que le conviene?
—Yo soy un chico que siempre vuelve a la carga… Hasta pronto.
Max y lió volvieron a sus asientos.
Leo le daba vueltas al alfiler en la mano.
Max se echó hacia atrás y soltó un gemido.
—Demonios, esa mujer debe ser Cinturón Negro.
—Ya te lo dije, muchacho. Con las mujeres siempre hay que tener
cuidado. No se sabe nunca por donde van a saltar.
—Pero fui yo el que salté… Eh, ¿qué le pasa a ese alfiler?
—¿Por qué?
—Tiene la cabeza demasiado grande. Me recuerda a otro que vi
en nuestros laboratorios. Se utilizaban como emisor.
—Ese golpe te dejó mal de la cabeza.
—A ver.
Max tomó el alfiler y lo observó atentamente.
Sacó un cortaplumas y valiéndose de una lima muy pequeña
atacó la cabeza del alfiler. La capa superior saltó. Inmediatamente
Max hundió la lima en el delicado mecanismo interior.
—Lo que te dije, Leo. Es un emisor.
—Bueno, quizá lo llevaba alguien.
—Acertaste, Leo. Lo llevaba yo en el traje y gradas al golpe de
esta chica se desprendió.
—Pero ¿quién te iba a poner eso?
Contéstame, Leo. ¿Adónde vamos?
—A Los Brezos.
—¿Para qué?
—Para impedir la muerte del doctor Milton Russell.
—Exacto. Y antes que el doctor Russell, murieron dos hombres,
el doctor René Bérard en París y el doctor Douglas Canning en
Londres, y los dos estaban haciendo experimentos parecidos a los
que realiza el doctor Russell en Los Brezos… ¡Espera! ¡Ya lo tengo!
—¿Qué es lo que tienes?
—A la morena.
—Eh, muchacho, el golpe debió ser muy fuerte. Ella es rubia.
—No me refería a la del karate con gotas de judo, sino a Joan,
una chica que me abordó en el hotel Mardof. ¡Por todos los santos
del infierno! ¡Leo, me vas a hacer un favor ahora mismo!
—Cuenta con él.
—Pégame un puñetazo.
—¿Eh?
—Soy el mayor estúpido del mundo y yo me creo el más
inteligente agente del FBI. Tengo menos sosos que un mosquito.
—Eh, Max, ¿por qué no te tranquilizas un poco?
—¿Es qué no lo entiendes todavía? Gracias a este alfiler han
escuchado mi conversación desde que salí del Mardof Astoria. Y por
ello se han informado de que vamos a Los Brezos para impedir que
el doctor Russell muera… ¡El primo Jonathan!… ¡La prima Joan!…
Menudo par de tipos… Hay que darse prisa… —se levantó de un
salto.
—Max, no consentiré que saltes del avión sin paracaídas —dijo
Leo.
—Acompáñame. Nos vamos al departamento de equipajes.
—¿Qué olvidaste en tu maleta?
—Ya te lo explicaré allí. Rápido.
La azafata estaba al fondo.
—Señorita —dijo Max y presentó su credencial del FBI. Necesito
entrar en el departamento de equipajes. Enséñale la tarjeta, Leo.
Leo también enseñó su credencial.
—Señores —dijo la azafata— debo avisar al oficial.
—No hay tiempo que perder, señorita. Abra la puerta del equipaje
y avise al oficial después.
—¿Por qué?
—Porque este avión puede saltar de un momento a otro.
—¿Eh?
—Tengo razones para suponer que en una de las maletas hay una
bomba de relojería.
CAPÍTULO V

Max y Leo ya estaban en el compartimento de los equipajes.


Uno de los oficiales y la azafata también se encontraban allí.
—Señorita —dijo Max, viendo la palidez de la azafata— si cree
que no lo puede resistir, salga.
—Trataré de calmarme.
Leo, de rodillas en el suelo, trataba de detectar algún ruido
extraño de las maletas que iba examinando.
Max hacia su trabajo de pie, con maletines de menor tamaño
depositados en una estantería.
De pronto, al coger uno, exclamó:
—¡Ya lo tengo!
—¿Está ahí?
—Sí.
La azafata no lo pudo resistir pegó un grito.
—Perdone —dijo—. ¿Va a estallar?
—Trataremos de impedirlo —contestó Max.
—Yo tengo la solución —dijo la joven—. Arrójenlo por el aire.
Max negó con la cabeza.
—No podemos hacer tal cosa porque puede caer en un pueblo,
en una ciudad, y organizar una catástrofe.
Leo sonrió.
—Lo que mi amigo quiere decir es que va a tratar de desmontar
el aparatito.
La azafata abrió los ojos despavorida, y se apoyó en la pared.
Max, también de rodillas, depositó ante sí el maletín. Ahora se
oyó claramente un tic-tac.
—Eh, Max —dijo Leo—, ¿y si explotase cuando lo abrieses?
—No lo creo. Lógicamente ése no debe ser el mecanismo. Ellos
han contado con que no se descubriría.
—¿Y si te equivocases?
—Entonces, pum… Allá voy.
El oficial, la azafata y los dos agentes del FBI contuvieron la
respiración.
Max hizo funcionar el resorte del maletín.
No pasó nada, abrió con cuidado y todos pudieron ver al artilugio.
El tic-tac iba en aumento. Unas manillas se iban acercando a un
punto rojo.
—Max, faltan menos de tres minutos.
—Tranquilo, Leo, tranquilo…
Max movía los dedos por pulgadas.
Leo sacó un pañuelo con el que se enjugó las gotas de sudor que
corrían por su frente.
De pronto, el «Jet» encontró otro bache de aire y se produjo un
brusco desequilibrio.
Max crispó la mano alejando los dedos del mecanismo que
pretendía alcanzar.
Leo cayó hacia atrás, pero enseguida quedó a gatas.
La azafata soltó un chillido.
—¡Silencio!… Que peligra la vida del artista —dijo Leo.
El oficial se echó sobre la azafata y le cubrió la boca con la mano
para que no volviese a gritar.
Max exhaló el aire de sus pulmones y continuó su trabajo.
—¿Cuánto queda, Leo?
—No más de quince segundos.
—Main.
La azafata agrandó los ojos, pero no podía gritar.
Max continuó su trabajo. No podía detenerse un segundo. Daba
igual que él provocase la explosión porque, de todas formas, ésta
sobrevendría. El tictac se había hecho más intenso. La aguja llegaba
ya al punto rojo. El punto de la muerte.
Sonó un chasquido.
Leo tenía la lengua fuera, como un perro que hubiese hecho una
larga carrera, los ojos en estado hipnótico, mirando la mano que Max
tenía en el maletín.
El tic-tac se interrumpió.
Max sacó la mano y se relajó, quedando sentado en el suelo.
Entre sus dedos estaba la pieza que habría hecho explotar la bomba.
—Listo, oficial. Ya puede dejar que se desmaye la azafata.
El oficial dejó libre a la azafata… y se desmayó él.
Leo soltó una terrible maldición.
—Si cojo al dueño del maletín, le retuerzo el pescuezo. Y es lo
que voy a hacer ahora. Buscarlo.
Se puso en pie y fue hacia el lugar donde se encontraban los
viajeros.
—Eh, Leo. Olvidas algo —dijo Max.
Su compañero se detuvo y volvió la cabeza.
—¿Qué cosa olvidé?
—Que el dueño del maletín no puede estar aquí. ¿Cómo iba a
consentir saltar por los aires?
Leo se desmadejó.
—Es cierto. Siempre tienes razón.
—Embarcaron el maletín y ellos se quedaron en tierra.
Leo sacudió la cabeza de arriba abajo.
—Eh, Max, todo esto sólo quiere decir una cosa. Que el doctor
Russell se está acercando mucho al arma que busca, y por lo tanto
está condenado a muerte.
—Seguro.
Max golpeó a su amigo en la espalda.
—Volvamos a nuestros asientos.
El oficial había vuelto en sí porque la azafata se había ocupado
de pegarle en las mejillas.
—Capitán —le dijo Max—, ahí tiene el maletín con la bomba. Ya
es inofensivo. Puede guardarlo como recuerdo.
Leo y Max salieron de la cabina de los equipajes.
Max se detuvo cerca de la rubia.
Ella estaba leyendo.
—Debo decirle algo importante.
La joven apartó la mirada de la página y detuvo sus hermosos
ojos en el rostro de Max. Sonrió con sarcasmo.
—¿Quiere otra sorpresa, señor Wellman?
—No, esta vez se la voy a dar yo.
Max le puso una mano en el hombro y, antes de que ella se
pudiese dar cuenta, la besó en la boca.
Las pupilas de la joven echaron chispas.
—Muy bien, señor Wellman. Le voy a conceder el desquite.
El la presionó la mano sobre su hombro para mantenerla quieta.
—Fue un beso de agradecimiento… Palabra…
Ella se había quedado perpleja, pero Max no le dio oportunidad
para que diese una respuesta y se marchó con Leo por el corredor.
—Eh, Max, ¿qué te parece si yo también le doy un beso de
agradecimiento?
—Será mejor que desistas. Aún me duelen las costillas, y a ti te
podría partir la espina dorsal. Estás mucho más flojo que yo.
Ocuparon sus asientos y Max se quedó pensativo.
Per fin, se levantó de nuevo.
—¿Adónde vas, Max?
—Te lo explicaré luego.
Entró en el compartimento donde sólo se encontraba la azafata.
—¿Qué tal está? —le preguntó.
—Mucho mejor —sonrió ella—. Usted tiene una gran sangre fría.
—Estoy acostumbrado a los peligros. Vine sólo aquí para
confortada.
—¿Y qué pensó hacer para confortarme, señor Wellman?
—Para empezar, esto —dijo Max.
Atrapó a la joven y la besó en los labios.
Ella cerró los ojos y ronroneó como una gata. Al fin abrió los
párpados y dijo:
—Señor Wellman, bien pensado, no me encuentro tan bien como
yo creía…
—Entonces continuaremos el tratamiento.
—Gracias, doctor. Es usted muy considerado —dijo la azafata y,
poniendo la mano en la nuca de Max, unió su boca a la de él.
CAPÍTULO VI

Los dos agentes del FBI bajaron del avión en Los Álamos.
—Max, ¿dónde te metiste durante las últimas dos horas? —
preguntó Leo.
Max sacudió un dedo ante la cara de Leo.
—No hagas preguntas indiscretas.
—La azafata, ¿eh?
—Tuve que cuidar de ella porque la pobre estaba muy nerviosa.
—Y claro. Tú le hiciste una cura completa.
—Sabes cuál es mi amor por el prójimo…
—Oh, sí. El día menos pensado te van a dar el premio Nobel de
la Paz…
El capitán Sam Boyden, del FBI les salió al encuentro.
—¿Cómo están, muchachos?
—De primera, capitán. Salvo que trataron de hacernos volar
mucho más alto.
—¿Qué pasó?
Max se lo contó.
Sam Boyden, tras escuchar atentamente, encanutó los labios y
lanzó un silbido.
—Caramba, ustedes no cuentan con muchas simpatías por ahí.
—Capitán, ¿cómo dejó al doctor Russell?
—Perfectamente.
—¿Está en su casa?
—No. En el laboratorio.
—Son las nueve de la noche. ¿Es hora de que esté en el
laboratorio?
—Desde hace un par de días no se mueve de allí. Come, cena y
duerme en el laboratorio.
—¿Alguna razón especial?
—El doctor Russell es muy poco comunicativo, pero he llegado a
la conclusión de que quizá está en una fase interesante de sus
ensayos.
—¿Quiere decir que no le preguntó?
—Sí, le pregunté, pero él no me dio ningún informe concreto. Se
limitó a decir que estaba muy atrasado en su proyecto. Eso puede
ser verdad, ya que el mes pasado tuvo que guardar cama quince
días, afectado por una gripe… Bueno, muchachos, recibí un informe
telefónico del viejo Kendrick. Me advirtió que ustedes se ocuparían
personalmente de la seguridad de Russell.
—Así es, capitán.
—Será un trabajo descansado.
—¿No le habló el viejo Kendrick de ciertas muertes?
—Oh, sí, se refirió a la muerte del doctor Bérard en París y la del
doctor Canning en Londres —el capitán sonrió—. Kendrick ha
olvidado que esto es Los Brezos… Nuestras instalaciones son
ultramodernas… Estoy dispuesto a apostar que no existe en el
mundo un servicio de seguridad más eficaz.
—Enhorabuena, capitán. —Max pegó con el codo a su
compañero—. Ya lo has oído, Leo. Vinimos aquí de vacaciones.
Leo se frotó las manos.
—¿Cuál es la flecha que señala la dirección de las chicas en
bikini?
El capitán Boyden torció la boca.
—Ya la conocerán a su debido tiempo… El coche nos espera.
En ese momento, Max descubrió a la rubia que ahora no llevaba
puestas las gafas de carey.
El capitán y Leo habían echado a andar, pero Max, caminó en
sentido contrario saliendo al paso de la joven. Ella no tuvo más
remedio que interrumpir su camino para no tropezar.
—¿Otra vez usted?
—Sólo quería despedirme.
—Ya se despidió, y lo hizo a traición.
—¿Se refiere al beso?
—¿A qué otra cosa me podría referir?
—Pensé que la habría cautivado.
Ella puso un brazo en jarras.
—Oiga, señor Wellman, me parece usted demasiado engreído y
yo sé de quién es la culpa.
—De mi abuelita.
—No, de su abuelita, no. De las mujeres.
—¿No es usted una mujer?
—Me refería a las demás, a las que le aceptan una cena.
—Entiendo.
—Y a las azafatas que admiten sus cuidados.
—¿Ya se enteró? —sonrió Max.
—Tenía que enterarme. Yo era una pasajera del avión.
—Pero la azafata estaba muy lejos.
—Tengo imaginación, señor Wellman.
—Oiga, estaba pensando que usted y yo podríamos fumar la pipa
de la paz.
—Oh, sí, claro y para fumarla debemos vemos en otra
oportunidad.
—Debo reconocer que tiene una imaginación maravillosa porque
me ha acertado el pensamiento.
—La respuesta es no, señor Wellman.
—Pues no sabe cuánto siento que no me dé una oportunidad para
demostrarle que está equivocada.
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto a la opinión que se ha formado de mí.
—Yo también lo siento, señor Wellman. Pero dudo mucho que
fuese a rectificar.
—¿Por qué no lo intenta?
—No, gracias… Y ahora, hasta nunca, señor Wellman.
La joven pasó por el lado de Max y se alejó con paso rápido.
Max sonrió viéndola marchar.
Leo le gritó desde lejos.
—¡Eh, Max, tú vienes con nosotros y no con la chica!
Max soltó un gruñido por lo bajo y se reunió con sus compañeros
del FBI.

Milton Russell se encontraba en el laboratorio.


Un líquido rojo había entrado en ebullición en una de las probetas.
Los ojos de Russell destellaban intensamente, observando el
compuesto químico que muy pronto alcanzaría el nivel y pasaría por
el tubo de ensayo hacia la probeta de enfriamiento.
Milton Russell frisaba en los cincuenta y cinco años de edad y era
un hombre calvo, de pómulos altos, boca corta y mentón hendido.
Poco antes había ordenado a su ayudante Stephen Malgard que
se retirase a dormir, que él se quedaría un rato más para continuar
aquel ensayo.
Había sumergido el laboratorio en la oscuridad manteniendo tan
sólo encendida una de las lámparas que arrojaba luz sobre la mesa
en la que realizaba su experimento.
Ahora no podía fallar. Iba a conseguir lo que tanto tiempo andaba
buscando.
De repente oyó una música. ¿De dónde venían aquellas notas?
Del fondo, de la oscuridad.
Era una sinfonía. Sí, una sinfonía de Beethoven. ¿Cuál de ellas?
¡Claro, la Heroica!
No, él no quería oír música de ninguna clase en aquellos
momentos.
—Eh, Stephen, ¿está ahí?
Nadie le contestó.
La música seguía sonando. Russell dio un suspiro y echó a andar
hacia la zona oscura. A la derecha había una puerta que comunicaba
con el laboratorio de su ayudante. Se detuvo escuchando. Sí, no
había ninguna duda. La música venía de allí dentro.
Abrió la puerta de un tirón.
Stephen Malgard estaba de pie, al fondo de la estancia. En la
mesilla de noche había un tocadiscos en marcha.
—Doctor Malgard.
Su ayudante se volvió. Era un hombre de unos treinta y cinco
años, y usaba lentes de muy alta graduación, lo cual dada a sus ojos
un aspecto monstruoso.
—¿Me necesita, doctor Russell?
—No, no lo necesito. ¿Por qué ha puesto esa pieza?
—Es Beethoven.
—Ya sé que es Beethoven.
—La Heroica.
—Oiga, conozco perfectamente las sinfonías de Beethoven…
—Quería, oír la Heroica, es mi favorita.
—Yo prefiero la Novena.
—Oh, sí, la Novena es muy hermosa.
—Doctor Malgard no he venido aquí a discutir de música en
general, ni de las sinfonías de Beethoven en particular. Sólo quiero
que quite esa pieza.
—¿Por qué, doctor?
—Porque esa música me molesta…
—¿Molestarle Beethoven?…
Milton Russell dio un suspiro.
—Doctor Malgard, estoy realizando un experimento.
—Pero usted dijo que no tenía importancia.
—La tiene para mí, y necesito paz y tranquilidad. ¿Quiere ahora
interrumpir la Heroica?
—Cómo usted quiera —contestó Stephen Malgard con acritud y
detuvo el tocadiscos.
Milton Russell cerró la puerta de la habitación de su ayudante y
regresó a la mesa de ensayos.
El líquido ya había alcanzado el nivel del tubo. Soltó un juramento
por entre dientes. Había perdido su tiempo. Tenía que volver a
empezar y para ello, desechó aquella probeta y puso otra vacía en
su lugar.
Cogió un frasco tras de otro de lo que tenía delante y fue
volcando parte de su contenido en la probeta. El líquido empezó a
calentarse.
En ese momento se abrió la puerta del fondo.
El doctor Russell se volvió hacia, allí como si hubiese sido picado
por un escorpión.
—¿Quién es?
Vio avanzar a tres hombres. Sólo conocía a uno de ellos, a Sam
Boyden, capitán del FBI, jefe de los servicios de seguridad de aquel
laboratorio.
—Buenas noches, doctor Russell.
—Capitán, no puedo concederle mi tiempo.
—Lo siento, doctor, pero necesito hablar con usted.
—¿Qué pasa?
—Le presento a Max Wellman y a Leo Delaney, agentes de mi
departamento que se van a encargar a partir de hoy de su custodia
personal.
—¿De mi custodia personal?… No entiendo. Mi vida no está en
peligro. No he recibido ningún anónimo.
Max intervino:
—Doctor Russell, ¿ha leído los últimos días los periódicos?
—No.
—¿Desde cuándo no los lee?
—No lo sé. No me interesa la política.
—Un periódico se ocupa de algo más que la política. Por ejemplo,
se ocupa de asesinatos.
—¿A qué se refiere?
—¿Conocía usted al doctor René Bérard?
—Oh, sí. Lo conocí hace nueve o diez años en una reunión
científica que se celebró en Ginebra. Es un buen especialista en la
materia que a mí me ocupa.
—¿Sabía que el doctor Bérard trabajaba para el Gobierno
francés?
—Sí, me lo dijeron.
—¿Qué cree que estaba haciendo el doctor Bérard para el
Gobierno francés?
—No tengo idea.
—Le puedo informar a ese respecto, doctor Russell. El doctor
Bérard había adelantado mucho en el proyecto que usted está
experimentando. Fue asesinado hace cuatro días en París.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Aún no he terminado con la página de sucesos, doctor
Russell… Hay otra víctima. El doctor Canning.
—¿El doctor Canning? —Russell empalideció visiblemente.
—Al parecer, tenía usted más amistad con el doctor Canning, que
con el doctor Bérard.
—Sí, el doctor Canning y yo trabajamos juntos.
—¿Dónde?
—En Londres, antes de que el Gobierno de Washington me
contratase.
—Entonces sabrá que el doctor Canning ensayaba también un
arma química.
—Sí, Canning me lo dijo.
—¿Cuál fue su último contacto con él?
—Hace unos tres meses. Hablamos por teléfono.
—¿Hablaron de su trabajo personal?
—En absoluto. No podíamos. Nuestros experimentos tenían un
carácter secreto. El doctor Canning y yo conocíamos perfectamente
nuestros deberes… Cambiar información recíproca habría significad
traicionar a nuestro país respectivo…
—Me gustaría saber hasta qué punto llegó Canning en sus
experimentos.
—Nunca pensé que estuviese tan adelantado como yo.
—¿Su muerte le hace cambiar de opinión?
—No sé qué decirle…
—Doctor Russell, debemos conocer con alguna precisión la clase
de arma con la que usted está trabajando.
—Lo siento, pero no puedo informarle de nada.
—Le recuerdo que tenemos que velar por su seguridad personal.
—Sí, eso lo admito, señor Wellman, pero mi trabajo es
absolutamente secreto.
—¿A quién puede informar?
—Al jefe de los laboratorios.
—¿Quién es?
—Él doctor Serge Dunn.
—Muy bien. Hablaré con él. Mi colega Leo Delaney se quedará
con usted.
—¿Se refiere a que se quedará a mi lado?
—Exacto.
—Oh, no de ninguna manera… ¡No lo voy a consentir!…
—Usted ha admitido que nos ocupásemos de su protección
personal.
—Y lo admito, pero no de esa forma. No necesito a nadie en este
laboratorio. ¿O cree que me puede pasar algo mientras estoy entre
estas cuatro paredes?
—No le puedo asegurar nada, doctor Russell. Le contaré algo…
Mientras volábamos hacia Los Brezos hemos estado a punto de
saltar por los aires. Alguien puso una bomba de relojería en el avión.
—¿También eso tiene relación conmigo?
—Un grupo enemigo se las arregló para obtener información del
servicio especial que Leo y yo veníamos a presentar a Los Brezos.
El doctor Russell se apretó las sienes con la mano derecha.
—No entiendo… Estoy un poco confuso.
—Doctor Russell —dijo Max—, su proyecto es muy importante
para nuestro Gobierno, especialmente desde que el doctor Bérard y
el doctor Canning han sido asesinados. Hemos de evitar que a usted
le ocurra lo mismo que a ellos.
En ese momento oyeron unos pasos por el fondo.
Max y Leo se volvieron con rapidez.
Vieron avanzar hacia ellos a un hombre que defendía los ojos con
lentes de muy alta graduación.
—Eh, ¿quién es? —preguntó Max.
Russell contestó:
—Stephen Malgard, mi ayudante.
—Perdone, doctor Russell —dijo Malgard—. Oí voces y pensé
que estaba ocurriendo algo.
El doctor Russell hizo las presentaciones y explico el motivo por el
cual se encontraban allí los agentes del FBI llegados desde Nueva
York.
—Doctor, quisiera examinar con Leo las dependencias de este
laboratorio —dijo Max.
—Malgard, acompáñelos.
Malgard sacudió la cabeza e hizo una señal a Max y Leo para
que lo siguiesen.
El capitán Sam Boyden se despidió.
—Muchachos os veré luego en el restaurante.
El capitán Boyden salió del laboratorio y Max y Leo fueron con
Malgard y desaparecieron por una puerta.
Milton Russell quedó a solas. Estaba contrariado. El líquido de
ebullición de nuevo había alcanzado el nivel y pasaba por el tubo. No,
tampoco valía aquella vez el experimento. Tendría que esperar.
Lo retiró todo y salió del laboratorio encaminándose hacia el bar.
Necesitaba un whisky.
De pronto oyó una voz:
—¡Tío Milton!
Se volvió y quedóse asombrado al ver dirigirse hacia él a su
sobrina Pearl Russell.
La joven se echó en sus brazos y lo besó en las mejillas.
—Tío, te estuve buscando.
—¿Cómo has logrado entrar aquí, Pearl?
—Me dieron un pase en Nueva York.
—¿Por qué has venido?
—Te escribí dos cartas y no me contestaste. Pensé que estarías
enfermo.
—Me encuentro perfectamente… Bueno, la verdad es que tuve
una gripe, pero nada importante.
Se abrió bruscamente la puerta del laboratorio y Max Wellman
salió precipitadamente al corredor.
—¡Doctor Russell! —exclamó—. No debió salir sin nuestra
compañía.
—No quiero niñera —exclamó el doctor Russell.
Max fue a contestar, pero se quedó con la boca abierta, porque
el doctor Russell estaba en compañía de la rubia del avión, la que lo
había arrojado al suelo con un golpe de karate.
CAPÍTULO VII

Pearl también se había quedado sorprendida.


—¿Tío, conoces a este hombre?
—Lo acabo de conocer. Es Max Wellman, agente del FBI.
Max sonrió.
—Vaya, el mundo es un pañuelo.
—¿No se le ocurre nada más original? —repuso Pearl con
retintín.
—Ahora tendrá que guardar sus zarpas, Pearl —dijo Max,
conciliador.
—¿Por qué?
—Porque mi compañero Leo y yo estamos aquí para vigilar a su
tío Milton.
—¿Vigilarlo? ¿Es que sospechan de él?
—Vigilarlo para que no lo maten.
—¡Oh, no! —exclamó Pearl, asustada.
El doctor Russell intervino.
—El señor Wellman piensa que me van a matar por la sencilla
razón de que antes mataron a dos colegas míos, el doctor René
Bérard y al doctor Canning.
—¡Es cierto! —exclamó Pearl—. Fueron asesinados. Lo leí en la
Prensa.
—Lo celebro, Pearl —cabeceó Max—. Eso le indicará que no se
trata de meras suposiciones, aunque parece que su tío no le da
demasiada importancia.
—Pearl —repuso el doctor Russell—, este laboratorio goza ya de
un servicio de seguridad. El capitán Sam Boyden del FBI, cuenta con
una docena de hombres especialistas en impedir que un elemento
extraño se interfiera en los experimentos que aquí realizamos los
profesionales.
—Leo y yo formamos parte de un equipo especial —rectificó Max
—. Quiero decir que nos vamos a ocupar única y exclusivamente de
su tío Milton. Pearl.
La rubia tomó al doctor por el brazo.
—Tío Milton, me parece sensato que obedezcas al señor
Wellman y a su amigo.
El sabio dejó correr unos segundos y, tras un largo carraspeo,
dijo:
—Está bien, señor Wellman. Usted gana. Contaré con ustedes a
partir de ahora.

El hombre que había dicho ser el primo Jonathan estaba sentado en


un sillón, en un apartamento de Nueva York, sonriente. Fumaba un
cigarrillo y sostenía un vaso de whisky con la diestra.
Con él se encontraba la supuesta prima Joan.
Sonó el timbre del apartamento y Joan acudió a abrir.
—Adelante, Dick.
Dick Carrie era un hombre alto, fornido de unos treinta años.
El primo Jonathan saludó desde el sillón a su visitante.
—Ya puedes darnos las felicitaciones, Dick. No me negarás que
esta vez hice un buen trabajo.
—Eh, Jonathan —dijo Joan—, yo también hice mi parte. Fui la
encargada de colocar el alfiler emisor bajo la solapa de Max
Wellman.
—Pero yo hice lo más importante, introducir la bomba en el avión.
—Cállense los dos —exclamó el recién llegado—. Han hecho el
ridículo.
Jonathan y Joan se miraron. Las cejas del rubio se unieron en una
sola línea. Volvió a observar a Carrie.
—¿Qué quiere decir, Dick?
—¿Tú qué crees?
—¿No estalló el avión?
—No, no estalló.
—¡Pero la bomba estaba dentro! ¡La fabriqué yo mismo…!
—Quizá como fabricante de bombas seas muy malo.
—Nunca fallé.
—Los agentes del FBI llegaron a su destino.
—¿A Los Brezos?
—Que yo sepa, no iban a Pekín.
—¡Es lo más absurdo que he oído en mi vida! —exclamó
Jonathan.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero, y luego bebió un trago de
whisky.
Dick dio unos pasos hacia el sillón que ocupaba el terrorista.
—Era un trabajo importante, Jonathan.
—Ya sé que lo era.
—El más importante de cuántos os fueron confiados. Y vosotros
lo estropeasteis.
—Aún no entiendo como lo pudieron descubrir.
—Yo sí lo entiendo, Jonathan. Todo se debe al amor.
—¿Al amor?
—Sí, Joan y tú os habéis enamorado. En lugar de cumplir el
trabajo, os dedicáis a miraros a los ojos y a deciros cosas lindas…
—Oye, Dick, admito que quiero a Toan y también ella me quiere a
mí. Nos vamos a casar.
—Enhorabuena.
Jonathan forzó una sonrisa.
—Nos iremos a vivir a California.
—Un bonito país.
—Pero estaremos a vuestra disposición.
Dick dio unos pasos alrededor de la mesa. Se detuvo de nuevo y
dijo a la joven:
—Joan, ponte al lado de Jonathan.
—¿Para qué?
—Quiero veros juntos.
La joven no dio un paso.
Entonces, Dick gritó:
—¡Joan, he dicho que quiero veros juntos!… ¡Siéntate en el brazo
del sillón con él!
—Sí, Dick, pero no hace falta que grites.
—Grito porque me da la gana.
Joan se acercó al sillón que ocupaba Jonathan y se sentó en el
brazo, tal como quería Dick.
Entonces, el visitante soltó una risita.
—Debo admitir que formáis una gran pareja.
—Gracias —dijo Joan.
—Pero sois una pareja de estúpidos. ¿O debo decir que sois un
par de vivales?
—Eso es un insulto, Dick —repuso Jonathan.
—¿Cuánto cobrasteis por eliminar a los dos agentes del FBI?
—Tú lo sabes.
—Quiero oírlo… ¿Cuánto?
—Veinte mil dólares.
—Exacto. Ésa fue la cantidad qué os entregué. Veinte mil
dólares… No era un trabajo vulgar. Había que acabar con dos
agentes del FBI. Pero como iban a viajar en un avión morirían más
personas. Exactamente setenta y tres más. El jefe decidió que un
asunto de esta envergadura debía de ser pagado como merece. No
se os escatimó un solo dólar. Veinte mil pavos. Una buena manada,
¿eh?
—Aceptamos el precio sin discutir, Dick.
—Sí, desde luego. No hubo discusión.
—Un fallo lo puede tener cualquiera.
—Es propio de seres humanos equivocarse, ¿verdad,
muchachos?
—Desgraciadamente, ocurre muchas veces.
—De modo que os vais a ir a California… Y apuesto que
invertiréis en algún negocio esos veinte mil dólares.
—Sí, es lo que vamos a hacer.
—¿Cuál es la inversión?
—Una estación de servicio con un pequeño bar. Se trata de un
negocio modesto, pero Joan y yo estamos dispuestos a trabajar
duro…
—Muy enternecedor. El marido y su mujercita ayudándose
mutuamente para seguir adelante. —Dick hizo una pausa—. Pero ya
sabéis que la mayor parte de los sueños se vienen abajo. ¿No crees
tú, Jonathan?
—Sé lo que quieres decir, Dick.
—Cuánto celebro que me comprendas, Jonathan. Resulta bueno
eso de que uno se ahorre palabras.
—Tu jefe quiere que le devuelva el dinero, puesto que el trabajo
no llegó a realizarse.
—Inteligente, muy inteligente. Pero falso.
Sobrevino otro silencio, que interrumpió Joan:
—Jonathan, creo que entiendo a Dick y a su jefe. Desean que nos
pongamos en camino hacia Los Brezos. Nos pagaron veinte mil
dólares por matar a los agentes del FBI, pero no los matamos, y
debemos rectificar.
—¿Es eso. Dick? —preguntó Jonathan.
—Ninguno de los dos está en su buena racha para acertar
adivinanzas. No, no es eso, muchachos… Al jefe se le ocurrió otra
cosa. —Dick sacó la roano del bolsillo.
Joan lanzó un grito porque pensó que Dick iba a manejar una
pistola.
—Eh, muchacha, ¿qué te pasa? —dijo Dick—. Estás demasiado
nerviosa. Esto es un pequeño magnetófono que os regala el jefe.
Tiene puesta una cinta muy bonita. Sólo hay que presionarla y oiréis
música… Ponía en marcha tú, Jonathan.
—No tengo ganas de oír música.
—¡Pie dicho que lo pongas en marcha! Sólo tienes que hacer
girar el botón de la derecha.
—Como tú quieras, Dick.
Jonathan tomó el magnetofón y le dio la vuelta a la llave.
Instantáneamente, se oyó una música.
—Hermoso, ¿verdad? —dijo Dick.
—Desde luego. Es una bonita música —asintió Jonathan.
—¿Sabes a qué pieza pertenece?
—No la recuerdo.
—¿Y tú, Joan?
—Perdona, Dick, pero a mí me gusta la música moderna.
—Oh, sí, claro. ¿Cómo lo pude olvidar? Habéis nacido el uno
para el otro. Vosotros preferís los ritmos modernos de hoy. No
entendéis de música clásica. Muy bien. Yo os diré lo que estáis
escuchando… Es una sinfonía de Beethoven, la Tercera, también es
conocida con el nombre de la Heroica. ¿Sabéis por qué? Porque
Beethoven se la dedicó a Napoleón.
—¿Por qué nos cuentas eso? —Casi gritó Jonathan.
—Eh, Jonathan, tienes destrozados los nervios.
Jonathan puso el magnetófono sobre la mesa.
—Tú eres el culpable —dijo.
—¿Yo? Te traigo un regalo de parte del jefe y ¿ésa es la forma
que tienes de agradecerlo?
Jonathan forzó una sonrisa.
—Está bien, Dick. Dale las gracias al jefe por el regalo.
—Se las daré.
—Dick se volvió como si fuese a salir.
—Ah, se me olvidaba ofreceros otro regalo para vuestra boda.
Al girar hacia los jóvenes mostró una pistola en la mano que había
sacado del bolsillo. Era una pistola con silenciador.
Joan dio un grito y Jonathan se encogió en el sillón.
—Eh, Dick —dijo él—. Ya basta de bromas.
Dick Carrie esbozó una sonrisa.
—Así es como el jefe quiere que se hagan las cosas. Con música
de Beethoven.
—¿Qué vas a hacer, Dick?
—Tenéis que morir.
—¡No hablas en serio!…
—En este negocio no se puede consentir un fallo.
Joan chilló:
—¡Jonathan y yo iremos a Los Brezos! ¡Te juro que iremos, Dick!
Pondremos en práctica un nuevo truco y acabaremos con los dos
agentes del FBI…
—Eso —remachó Jonathan—. De esa forma, el jefe no habrá
perdido los veinte mil dólares. Cumpliremos nuestra palabra.
—No hay nada que hacer.
Jonathan fue a levantarse, del sillón.
—Quédate ahí quieto, Jonathan.
El rubio interrumpió sus movimientos y Dick señaló con la pistola
el magnetófono que estaba sobre la mesa.
—Una música magnífica, ¿eh? Quiero deciros algo Yo no entendí
a Beethoven, hasta que el jefe me lo explicó. Un gran tipo. Sabe de
Beethoven todo lo que se debe saber.
Jonathan abrió la boca y tragó aire como un pez recién sacado
del agua. Se ahogaba.
—Dick, creo que ya entiendo… Todo esto forma parte de una
comedia.
—¿De veras?
—Nos quieres asustar para que te entreguemos los veinte mil
dólares. El jefe no tiene nada que ver con esto.
—Así que para ti soy un ladrón…
—No te preocupes, Dick. Te vamos a dar los veinte mil dólares…
¿Verdad, Joan, que se los vamos a dar?
—Sí, desde luego.
Dick sacudió la cabeza mientras soltaba una risita por entre los
dientes.
—Seguís sin dar una en el clavo. A mí no me interesan los veinte
mil dólares. Me los voy a llevar, pero no van a ser para mí. Se los
voy a devolver al jefe.
—Muy bien, Dick. Te devolveré los veinte mil dólares, pero me
has de acompañar al Banco.
—De todas tus tretas ésa es la más idiota, Jonathan. Si os ibais
a California, tendréis los veinte mil dólares a mano. Además, no
pudiste guardarlos en el Banco porque era el precio de un asesinato
colectivo… ¿Lo veis, muchachos? No servís. Fue un error del jefe
confiaros un trabajo tan delicado.
—¡Espera, Dick!
Sin embargo, Dick apretó el gatillo.
El estampido fue muy suave.
Jonathan recibió la bala en el corazón y murió instantáneamente.
Joan dio un salto y echó a correr hacia la puerta.
Esta vez, Dick apretó el gatillo dos veces.
Joan cayó de bruces, soltando un pequeño quejido. Los dos
plomos se habían enterrado en su espalda.
Dick fue hacia ella y se arrodilló a su lado. Le tomó el pulso.
Estaba muerta.
—Lo siento si no tuviste noche de bodas, querida.
Luego se levantó y se dirigió hacia el dormitorio.
Sobre una silla había una maleta. La abrió y se puso a buscar.
Encontró un abultado sobre en el fondo, bajo la ropa. En el sobre
había un gran fajo de billetes. Los contó. Los veinte mil dólares que
Jonathan y Joan habían recibido estaban intactos.
Guardó el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta y regresó al
living, en donde había dado muerte a los dos fracasados
saboteadores.
El magnetófono seguía emitiendo la Tercera sinfonía de
Beethoven.
Dick cogió el aparato y se lo acercó al oído.
—Qué buena música —dijo.
Luego dio la vuelta al botón y la sinfonía quedó interrumpida.
Seguidamente, abandonó el apartamento en donde quedaban sus
dos víctimas.
CAPÍTULO VIII

Pearl estaba cenando a solas en el restaurante, cuando vio


acercarse a Max Wellman.
—¿Y mi tío?
—Duerme ya. Leo está en la habitación de al lado, y de vez en
cuando le echa una ojeada.
Max ocupó una silla frente a la joven.
Llegó un camarero y Max le hizo el encargo.
Cuando volvieron a quedar a solas, Pearl dijo:
—Le debo una rectificación. Mi tío me contó lo que pasó en el
avión. Usted y Leo nos salvaron a todos de una muerte cierta.
—No te preocupes. Olvídalo. Era mi deber. Pero si estás
empeñada en darme las gracias, prefiero que lo hagas de otra
forma.
—Oh, sí. Debo echarte las manos al cuello y besarte en la boca.
—Bravo. Empieza.
—Te quedarás esperando hasta el juicio final.
—¿No te resultó simpático?
—Sí, mucho. Y precisamente por eso no me conviene besarte.
Me podría gustar.
Max se echó a reír.
—¿En qué trabajas, Pearl?
—Soy profesora de Historia de la Edad Media.
—Demonios, ahora comprendo la formidable impresión que me
producistes con tus gafas de carey.
—Acertaste. Soy miope.
—Eres la miope más bonita que he encontrado durante los
últimos veintiocho años.
—¿Qué edad tienes, Max?
—Veintiocho años.
—¿Siempre estás de broma?
—No, nunca lo estoy cuando ceno con una mujer.
—Y eso debe ocurrir las trescientas sesenta y cinco noches del
año.
—Uno hace lo que puede.
—Cínico.
—Eh, Pearl, debes tener en cuenta mi profesión.
—¿Qué relación tiene tu profesión con las mujeres?
—Mucha. Siempre me estoy jugando la vida. Me pueden matar en
cualquier momento. ¿No crees que debo compensar de alguna forma
mi riesgo?
—Podrías leer.
—Ya leo.
—¿Cuándo?
—En ciertas pausas, cuando no estoy con una mujer.
—Eres lo que te dije en el avión, un ácido corrosivo.
—Y yo también sigo pensando que tú eres dinamita.
Ella rió con los dientes apretados.
—De modo que has sacado ya conclusiones con respeto a mí.
—Unas conclusiones maravillosas. He descubierto un jardín junto
al ala izquierda del laboratorio. Y esta noche hay luna llena…
—Qué magnífico escenario para dos enamorados.
—Sí, Pearl, tú y yo no podemos estropear algo que tan
cuidadosamente ha sido preparado para nosotros dos.
—¿Sólo para nosotros dos?
—Bueno, te garantizo que cuando estemos allí, los dos a solas,
para mí no existirá nada más en el mundo.
—¿Ni siquiera tío Milton?
—Ni siquiera tu tío Milton por la sencilla razón de que Leo es un
hombre eficiente y es él quién se encarga ahora de la vigilancia.
—Entiendo. Habéis establecido un turno.
—Así es.
—¿Y cuándo has de relevar a Leo?
—A las cuatro de la madrugada.
—Ahora sólo son las diez de la noche, Max.
—Sí, cariño —dijo él y puso su mano sobre la de ella—. Tenemos
seis horas por delante.
—Trescientos sesenta minutos.
—No me lo digas en segundos.
—¿Por qué no, si resulta fácil de multiplicar?
—Cariño, no me gustan los cerebros electrónicos.
—¿Y qué eres tú, Max?
—Un hombre.
—No, con las mujeres eres un auténtico cerebro electrónico. De
tal hora a tal hora, trabajas para el FBI y de tal otra a tal otra, todos
tus esfuerzos están encaminados a la conquista de una mujer…
—Te diré un secreto, Pearl.
—¿No te lo prohibió tu jefe?
—No se refiere al servicio, sino a ti.
—Qué emoción. Dímelo —repuso ella y le sonrió.
Max presionó la mano de la joven y, mirándola profundamente a
los ojos, dijo:
—Contigo es distinto.
—¿Te refieres a que soy distinta a las demás mujeres?
—Muy distinta.
—¿Y en qué consiste la diferencia, Marc?
—En tus ojos.
—¿Qué les pasa a mis ojos?
—Nunca vi otros más hermosos. Pero hay algo más todavía.
—¿Qué cosa?
—Su forma de mirar.
—¿No miran como los ojos de las otras mujeres, Max?
—Oh, no. Sería una injusticia decir eso de tus ojos…
—Max, me pones la carne de gallina.
Max cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir.
—¿Por qué has roto el encanto, Pearl? —gimió.
—¿Lo rompí? Cuánto lo siento, Max… Anda, continúa.
—Es difícil.
—No te debes desanimar porque yo te haya interrumpido
prosaicamente. Tienes mi mano entre las tuyas… ¿Por qué no me
hablas de mi piel?
—Es suave, tersa.
—Sigue.
—Y tibia. Me gusta apretarla, acariciarla… Y tus labios tan
húmedos, tan rojos… Pearl, cuánto daría por besarte…
—Bésalos.
Max se quedó un momento inmóvil porque no quería creer lo que
había oído. Por fin se levantó, e inclinándose ligeramente sobre ella,
la besó en la boca.
De repente, Max se sintió por el aire. Vio que todos los objetos
daban vueltas a su alrededor.
El mozo se acercaba con una bandeja que contenía su encargo.
Pero cosa curiosa. El mozo estaba al revés. Por fin chocó contra el
suelo y abatió dos sillas, y una mesa, que por fortuna estaban
vacías.
Cuando quedó en el suelo sentado, miró a Pearl, que estaba de
pie, palmeándose las manos.
—Max se te olvidó mencionar mi más importante diferencia de las
demás mujeres. Sé karate con gotas de judo.
Tras pronunciar estas palabras, la joven echó a andar y poco
después salió del comedor.

El doctor Stephen Malgard, el ayudante del doctor Russell, abrió la


puerta del laboratorio.
Miró por el corredor. Estaba desierto.
Entró en el laboratorio y cerró tras de sí.
Estaba a solas, envuelto en la oscuridad.
Fue hacia la derecha, a la habitación en donde el doctor Russell
le había sorprendido escuchando aquella sinfonía de Beethoven.
Sentóse en la cama y descolgó el teléfono de la mesilla de noche.
A continuación marcó un número.
Oyó tres zumbidos a la otra parte antes de que descolgasen.
—Aquí, Zorro Azul —dijo el doctor Malgard.
—Aquí Abeja Reina —le contestaron.
—Todo marcha bien.
—¿En qué situación está el proyecto, Zorro Azul?
—En la última fase.
—¿Ya lo terminó el doctor Russell?
—Todavía no, pero dio con la solución final.
—¿Quiere decir que usted no logró todavía la solución final?
—No.
—Es absurdo, Zorro Azul. El doctor Russell ha de tener la fórmula
completa.
—Eso creo.
—¿Lo cree y no la tiene?
—El doctor Russell terminó su fórmula en un cuarto cuaderno.
—¿Dónde está ese cuarto cuaderno?
—Lo lleva consigo.
—Apodérese de ese cuaderno aunque tenga que matar al doctor
Russell.
—Lo siento, Abeja Reina, pero no puedo hacer tal cosa.
—¿Por qué?
—El doctor Russel está muy vigilado.
—Ya sé que el doctor Russell está muy vigilado, pero ha de
matar al doctor Russell y apoderarse de ese cuarto cuaderno.
—Ocurrió algo imprevisto, Abeja Reina.
—¿A qué se refiere?
—Llegaron de Nueva York dos agentes del FBI. Tienen señalada
una misión especial. La de custodiar personalmente al doctor
Russell…
—Eso no debe ser obstáculo.
—Pero ¿cómo quiere que mate al doctor Russell?
—Existen medios para que usted pueda realizar su trabajo sin
grave peligro… Usted es un científico, Zorro Azul. ¿O necesita que
yo le diga cómo emplear sus propios recursos?
—Está bien, Abeja Reina. Trataré de cumplir.
—No basta con eso, Zorro Azul. Tiene que asegurarse de que el
doctor Russell no verá la luz del nuevo día. ¿Entendido?
—Sí, Abeja Reina.
—Ocúpese de ese trabajo ahora mismo.
—Tendré que burlar a los agentes especiales.
—Búrlelos. Y recuerde que ha de conseguir el cuaderno número
cuatro… Eso es todo. Vuelva a llamarme cuando haya terminado su
misión.
—De acuerdo —dijo Stephen Malgard y colgó el teléfono.
Quedóse pensativo. Sólo había una forma de llevar a cabo la
misión que le acababan de confiar. El doctor Russell dormía en una
habitación, y en la adyacente se encontraba el agente del FBI. Sabía
que los dos agentes se turnaban, pero podía entrar por una ventana
de la habitación. Naturalmente, mataría al doctor Russell. En cuanto
al cuaderno, con toda seguridad, Russell lo tendría cerca porque no
confiaba ni siquiera en él, su ayudante.
Llegado a este punto de sus pensamientos, se levantó del lecho y
salió de la habitación y poco después del laboratorio.
El corredor continuaba desierto y se encaminó hacia el jardín.
CAPÍTULO IX

Max estaba sentado en un banco del jardín, fumando un cigarrillo.


Miró la luna llena e hizo chascar los labios.
Estaba perdiendo la mejor oportunidad de su vida. Con aquella
luna llena debía de tener una chica al lado.
De pronto oyó pasos por el sendero de gravilla.
Alzó los ojos y se quedó perplejo. Era Pearl.
Max se levantó.
—Pearl, ¿eres sonámbula?
Ella se detuvo delante de él y dijo:
—No, no lo soy.
—Entiendo. Lo pensaste mejor y decidiste rectificar. Eso es
magnífico. Anda, siéntate conmigo.
—Prométeme una cosa.
—¿El qué?
—Que no me tocarás.
—Eh, Pearl, ¿sabes que no se debe prometer nada que resulte
difícil de cumplir?
—Entonces me vuelvo a mi cuarto.
—Prometido. No te tocaré.
Los dos jóvenes se sentaron en el banco. Había un palmo entre
ambos.
—Estoy intranquila. Ésa era la razón de que no haya podido
dormir.
—¿Por tu tío?
—¿Crees de verdad que está en peligro de muerte?
—Si no fuese así, no nos habrían mandado.
—Pero ¿quiénes son las personas interesadas en matarlo?
—Las mismas que quieren lograr el arma que tu tío está
perfeccionando.
—¿De qué se trata?
—Eh, pequeña. No puedo decírtelo.
—¿También me crees una espía?
—Si yo te contase historias de espías, pensarías que soy un
fabulista.
—He leído algunas.
—Tú has leído las que se pueden publicar. Hay otras que
permanecen ignoradas, porque forman parte del dossier secreto del
FBI… ¿Sabes que resultó espía el brazo derecho del presidente de
Estados Unidos? Naturalmente, no me refiero al presidente actual,
sino al que se sentaba en la Casa Blanca hace unos años…
—¿Te gusta tu profesión, Max?
—Mucho.
—¿Por qué?
—Cada persona tiene una forma de ser, y se va moldeando a
través de los años, De pequeño me gustaba jugar a los indios y a los
cow-boys. Me pegaba con todo el mundo por una chica…
—En resumen. Que eras el gallito del lugar.
—Oh, no. Yo no comprometía a nadie. Sólo trataba de defender
mis derechos y los de los demás. Nunca me ha gustado ver
pisoteado a nadie…
—¿Qué me dices de las chicas?
—Ellas me preferían a mí, y eso me granjeaba el odio de mis
compañeros. Algunos se portaban mal con ellas, y yo tenía que
intervenir para bajarles los humos, para recordarles que una mujer es
algo demasiado maravilloso para hacerle daño.
—Qué caballerosidad. De modo que eras un don Quijote.
—Sí, algo así. Y tú sabrás que don Quijote no era ningún
engreído.
—Pero era un loco.
—¿No te parece magnífica su locura?
Ella guardó silencio, estaba mirando los ojos de Max.
El acercó su boca a la de ella.
—Max —dijo Pearl, cuando los labios de él estaban a muy pocas
pulgadas de los que iba a buscar.
—¿Qué pasa?
—Tu promesa.
—¿Por qué me la has recordado?
—Porque no quiero que faltes a ella.
Max se retiró dando un suspiro.
—Eres un iceberg, Pearl.
—Soy una mujer muy seria.
—Algo peor que eso. Apuesto a que nunca has sabido lo que es
realmente amor.
—Ni falta que me hace.
—Si hubieses probado una vez lo que es el verdadero amor,
pensarías de otra forma con respecto a mí.
Ella se echó a reír.
—¿Dije algún chiste? —inquirió Max.
—El más gracioso de cuántos he oído. Lamentas que yo no haya
conocido el amor. ¿Lo conoces tú?… Oh, no, no me digas que te
enamoras de cada mujer que encuentras en tu camino.
—¿Por qué no he de hacerlo?
—Sería monstruoso.
—De ninguna forma. Yo no lo considero así. Significaría
solamente que soy un hombre con una gran capacidad para amar…
—Así que viste a la azafata de nuestro avión y te enamoraste de
ella.
—Verás, yo me enamoro por un tiempo limitado.
—Oh, sí, claro. Tú eres como una máquina a la que se echa una
moneda y se pone en funcionamiento. Tienes una ranura que dice:
«Arroje veinticinco centavos y tendrá un rato de amor, querida».
—Y tú dices que yo soy ácido corrosivo… ¿Qué eres tú?
En ese momento Max oyó un estampido muy suave.
Reaccionó en una fracción de segundo. Se echó sobre Pearl, y
ella gritó.
—¡Tu promesa, Max!
Max no le hizo ningún caso. Los dos cayeron en el suelo, y él
quedó encima de ella.
—Max, ¿es que quieres que ponga en práctica mis conocimientos
de karate?
—Silencio —contestó él mirando hacia la espesura—. Me
dispararon…
Ella hizo rechinar los dientes.
—¿Qué nuevo truco se te ha ocurrido ahora, Max?
—No es ningún truco. Me han mandado una bala.
—Yo no he oído nada.
—Dispararon con silenciador.
—No te creo.
—Cariño —contestó Max—, si crees que todo esto lo puse en
práctica para besarte, ya te habría besado.
Entonces, Pearl se dio cuenta de que él tenía la pistola en la
mano.
—Quédate aquí, Pearl.
—¿Adónde vas?
—En busca de mi asesino.
Pearl no estaba muy segura todavía de que Mac estuviese
hablando en serio. Sin embargo no dijo nada.
Max se levantó y encaminóse hacia los arbustos de donde habían
hecho el disparo.
No encontró a nadie.
Se agachó buscando alguna huella. La tierra había sido regada
hacía poco, de modo que pudo ver la marca de un zapato. Un palmo
más allí había otra marca y otra…
Empezó a seguirlas.
Vio dos huellas más profundas y se detuvo.
En ese momento escuchó algo por la espalda. Fue a volverse,
pero no lo hizo con bastante rapidez.
Algo duro golpeó contra su cabeza.
Max soltó un gemido y se derrumbó.
No supo cuánto tiempo había transcurrido. Alguien le estaba
abofeteando, las mejillas.
—Despierta, Max —escuchó la voz de Pearl Russell.
—Mi cabeza… Me la han rajado.
—Sólo tienes un chichón —dijo ella y le tocó en el sitio donde le
habían golpeado.
Max soltó un grito de dolor.
—Perdona por no haberte creído, Max.
—Oh, sí. Todo era un truco mío para besarte.
Pearl le cogió la cara con las manos y aplastó su boca contra la
de él.
—¿Qué significa esto? —preguntó Max cuando ella se apartó.
—Indemnización de daños y perjuicios.
—Sufrí más daños —contestó Max y la besó, estrechándola
entre sus brazos.
Pearl estaba a punto de ahogarse.
—Eh, Max, un poco de oxígeno…
El dejó que ella respirase, y a su vez, respiró también.
—Max, has roto tu promesa.
—No, no la rompí, porque tú fuiste la primera en besarme.
—Tienes razón…
Max se puso en pie.
—Vámonos de aquí. Quiero comprobar que tu tío se encuentra
sin novedad.
—¡Dios mío!… ¡Han podido matarlo!…
CAPÍTULO X

Leo Delaney estaba viendo a una pelirroja en bikini.


Se trataba de una fotografía impresa en un semanario.
Dio un suspiro porque la pelirroja lo tenía todo. Cara bonita, busto
sensacional, cintura de avispa, caderas con una medida parecida a la
del busto, y unas piernas de ensueño.
Ella se llamaba Rhonda, y quería dedicarse al cine.
Eso era lo malo de un agente del FBI. Los verdaderos agentes no
trabajaban en el cine.
No, él no era Eddie Constantine, ni Rock Hudson. Era
simplemente Leo Delaney, un verdadero empleado del FBI.
Interrumpió sus pensamientos. No supo al principio por qué, pero
enseguida se dio cuenta de la razón. Había oído un ruido
sospechoso.
Se levantó dejando la revista en el sillón y abrió la puerta que
comunicaba con la habitación en que dormía Milton Russell. Oyó su
respiración tranquila, sosegada. El sabio dormía.
Todo había sido una falsa alarma.
Ocupó de nuevo el sillón y dedicó su atención a la pelirroja.
Demonios, allí decía que Rhonda se disponía a hacer una gala en
Los Álamos. Rhonda era una cantante, o al menos era lo que creía
ella.
Desde ese momento decidió hablar con Max, convencerlo para
que le dejase un rato libre. Iría a Los Álamos para echarle una
ojeada a Rhonda, aunque sólo fuese para cerciorarse de que las
medidas anatómicas eran las que se hacían constar al pie de la
fotografía.
De pronto oyó una voz.
—Quédese quieto.
Miró a sus espaldas y se quedó asombrado. Por una de las
ventanas había entrado un hombre que cubría la cara con una
máscara de Carnaval, la máscara del monstruo de Frankenstein.
Sin embargo, para Leo lo más temible no era el rostro espantoso
del engendro, sino la pistola que manejaba con la zurda.
—Eh, Boris no se lo tome así.
—Obedezca.
—Claro que le voy a obedecer.
—Levántese y vuélvase de espaldas.
—Oiga, usted se escapó de una película. ¿Qué le parece si lo
llevo otra vez a los estudios cinematográficos?
—Muy gracioso.
—No le cobraré nada por el viaje.
—Si no me ha obedecido a la de tres, disparo… Uno…
Leo se levantó y dio la espalda al monstruo.
—Eso está mucho mejor —dijo el desconocido—. Ahora sólo
tiene que poner las manos sobre la cabeza.
—Oiga, míster, usted y yo podríamos llegar a un acuerdo.
—Contaré de nuevo hasta tres.
Leo puso las manos en la cabeza.
Oyó que el desconocido avanzaba hacia él, y de pronto lo
golpearon en el cráneo.
La luz desapareció de sus ojos. Todo fue oscuridad, como al
principio del mundo, cuando reinaba el Caos, y eso fue justamente lo
que sintió en su cerebro.
El hombre de la máscara de Frankenstein soltó una risita.
—Estúpido —dijo y pegó una patada en el costado de Leo.
Pero éste no lo sintió porque estaba desvanecido.
Seguidamente, el hombre que había dejado fuera de combate al
agente del FBI se encaminó hacia el dormitorio del doctor Russell.
Tenía una misión que cumplir. Matar al doctor Milton Russell.
Se detuvo al oír pasos en el corredor. Alguien se acercaba.
Eché a correr hacia la ventana y desapareció por ella.
En ese instante se abrió la puerta y Pearl y Max entraron en la
estancia.
La joven se detuvo al ver a Leo en el suelo.
—¡Lo han matado, Max!… ¡Lo han matado!…
—Ocúpate de Leo. Yo iré a ver a tu tío.
Max cruzó la habitación y abrió la puerta del dormitorio. Dio un
suspiro de alivio al ver que Milton Russell dormía.
Regresó junto a Pearl.
—No tienes que preocuparte, Pearl. A tu tío no le pasó nada. Fue
Leo quien llevó la peor parte.
Leo volvió en sí gritando:
—¡Prefiero Drácula!…
—Eh, muchacho, tranquilízate.
—Max, ¿eres tú?
—Sí, soy yo.
—¿Cazaste al monstruo de Frankenstein?
—Eh, Leo, ¿qué te pasa? Primero fue Drácula y ahora
Frankenstein.
—Sólo Frankenstein.
—¿Qué quieres decir?
—Entró por la ventana.
—Leo, el golpe que te dieron en la cabeza te ha dejado en malas
condiciones.
—Oye, Max, yo vi perfectamente lo que vi. Naturalmente, no era
el monstruo Frankenstein. Lo que quiero decir es que entró aquí un
tipo que cubría el rostro con una máscara a lo Boris Karloff.
—¿A dónde fue?
—Y yo qué sé.
—¿Cuánto tiempo hace que ocurrió eso?
—No sé. Pero tengo la impresión que sólo pasaron unos
minutos…
—Entonces está claro que Pearl y yo llegamos a tiempo de
impedir que pasasen mayores cosas. Ese monstruo, o lo que fuese,
se marchó ya… Pero no debió sorprenderte.
—Estaba ocupado en una cosa importante.
Max miró la revista en donde estaba la pelirroja en bikini.
—Sí, ya me hago cargo de que tu mente estaba pensando mucho
en los asuntos del Departamento.
Pearl se echó a reír.
—Vosotros sois incorregibles. Tal para cual.
—Eh, Pearl —dijo Max—, no deberías sacar conclusiones
erróneas. Recuerda lo que te pasó antes conmigo. Te han bastado
unos minutos de permanencia a mi lado para que te convenzas de
que soy un tipo honrado a carta cabal —hizo una pausa, y siempre
mirando a la joven dijo—: Leo, vete a dormir. Lo necesitas. Yo haré
guardia el resto de la noche.
—Creo que será lo mejor. El monstruo de Frankenstein me dejó
listo.
Leo cogió la revista y salió del apartamento, dejando a solas a
Pearl y a Max.
Una vez fuera, volvió a mirar el semanario. Rhonda Burgess se
hospedaba en el hotel Sicania. No, no se iría a la cama. Quería tener
la oportunidad de examinar por sí mismo a la pelirroja. Había hecho
suyo el lema de Max: «Conciliar el trabajo con la diversión».
Ya había recibido un buen golpe en la cabeza, y eso era el
trabajo. Ahora, en el hotel Sicania, de Los Álamos se encontraba
Rhonda Burgess y ésa podía ser la diversión.

El doctor Stephen Malgard marcó por segunda vez en aquella noche


el número que lo ponía en contacto con Abeja Reina.
Cuando descolgaron a la otra parte, dijo:
—Aquí Zorro Azul.
—¿Ha matado a Milton Russell?
—Lo intenté, pero no pude.
—Es usted un incompetente, Zorro Azul.
—No diga eso, Abeja Reina. He hecho todo lo posible. Disparé
contra un agente del FBI y dejé fuera de combate al otro. Pero, en un
momento determinado, sobrevino el fallo.
Al otro lado se produjo un silencio.
—¿Sigue ahí, Abeja Reina?
—Claro que sí, Zorro Azul… ¿Qué es lo que ha copiado de la
fórmula del doctor Russell?
—Todo lo que fue incluido en tres cuadernos.
—¿Quiere decir con ello que sólo falta la fase final?
—Así es.
—Imagino que usted no será capaz de reconstruir lo que falta.
—No, señor. Es muy difícil.
—Muy bien. Me va a traer aquí los tres cuadernos.
—Le aseguro que no le servirán.
—Tengo la persona adecuada. Quiero decir a alguien que
sumando las fórmulas de los tres cuadernos podrá terminar el
experimento.
—¿Está seguro de que no le engañan?
—¿Por qué dice eso?
—Él doctor Russell posee una mente privilegiada desde un punto
de vista de la química. Dudo mucho que exista otra persona que
pueda desarrollar hasta el final la fórmula del arma que Russell está
a punto de encontrar, si no la ha encontrado ya.
—No le pago para que discuta, mis órdenes, Zorro Azul.
—Sólo trataba de aclararle las cosas, por si alguien trataba de
aprovecharse de su falta de conocimientos.
—Sé lo que se debe saber del arma química del doctor Russell.
Aténgase a las instrucciones. Le espero en donde usted ya sabe. No
se demore.
—De acuerdo, Abeja Reina. Iré enseguida.
Leo entró en el hotel Sicania de Los Álamos y fue directamente al
bar.
Ocupó un taburete y pidió al mozo un «Martini».
Una vez le pusieron el vaso delante, mostró un billete de a cinco
dólares.
—¿Cuál es tu nombre, muchacho?
—Lewis Kenead.
—Busco a una chica.
—Aquí hay muchos tipos que vienen en busca de eso.
—La mía es especial.
—Deme detalles.
—Se llama Rhonda Burgess.
Lewis Kenead, que tenía cara pecosa y cabello rojizo como el
pimentón, soltó una risita. Dobló la boca y dijo por la comisura:
—A mí me las recomienda también el doctor de ese tamaño.
—Y no tienes suerte, ¿verdad, hijo?
—Hay mujeres que no quieren saber nada de los empleados de
un bar.
—Hay mucha injusticia en la vida, Lewis. Pero si me ayudas un
poco quizá yo te pueda vengar…
—Habitación 307.
—¿Quién está con ella?
Lewis cogió el billete de a cinco dólares que hizo desaparecer en
un pequeño bolsillo de su indumentaria. Luego dijo:
—La pelirroja lleva todo un ejército, su representante, un
periodista, un tipo que según dicen le compone las canciones, y un
gordo que debe ser el amiguito…
—Eh, muchacho, suelta el dinero. ¿Cómo quieres que llegue
hasta ella con tanto personal?
—Usted preguntó y yo le informé.
Leo soltó una maldición para sus adentros porque pensó que
había hecho una inversión de cinco dólares a cambio de nada.
Vio una imagen reflejada en el espejo. Era un hombre a quien
conocía. El capitán Sam Boyden del FBI.
—Capitán Boyden —llamó.
Sam Boyden se volvió bruscamente, y al ver a Leo enarcó las
cejas.
—¿Qué hace aquí, Leo? —preguntó con acritud.
—Max me sustituyó y vine a dar una vuelta.
—Me asombra su negligencia, Leo. El hecho de que Max lo haya
relevado no le da autorización para que haya abandonado el
laboratorio. ¿O me va a decir que ha venido aquí siguiendo una
pista?
Leo decidió mentir, ya que Sam Boyden se había puesto tan fiero.
—Sí, capitán. Eso es cierto. Vine siguiendo una pista.
—¿Cuál?
—Vi a un hombre merodeando por el laboratorio.
—¿Y lo siguió hasta aquí?
—Sí.
—¿Dónde está?
—Lo perdí de vista.
—Entonces regrese al laboratorio.
—¿No sería mejor que me quedase por si apareciese otra vez
ese hombre? Sólo estará un par de horas. Y si para entonces, no he
vuelto a encontrar a mi tipo, regresaré con Max.
—Está bien, Leo. Lo veré mañana.
—Sí, capitán Boyden.
Sam hizo un saludo con la mano y se encaminó hacia el vestíbulo
del hotel. Pero no salió a la calle. Se metió en el ascensor y subió a
la tercera planta.
Pulsó el botón del apartamento 308 y le abrió un hombre de talla
media, tez cetrina y ojos muy negros.
—Su hombre ya llegó, señor Boyden.
Sam entró en la estancia y vio al individuo que estaba sentado en
un sillón, Stephen Malgard, el ayudante de Milton Russell.
—¿Has traído lo que te pedí, por teléfono, Malgard?
—Sí, señor Boyden.
Malgard levantó una cartera de mano.
—¿Está ahí todo? —preguntó Boyden.
—Sólo falta la última parte de la fórmula.
Sam Boyden miró a otro hombre que estaba al fondo de la
estancia, junto a un mueble-bar, con un vaso de whisky en la mano.
—Doctor Silverman, le rogué que no bebiese más.
—Un trago no hace mal a nadie —contestó el llamado Silverman.
—No, no hace daño, pero lo convierte a uno en un inútil.
—Soy un hombre que resiste el alcohol.
—Mis noticias son otras, doctor Silverman.
—No haga caso de las habladurías.
—Muy bien. De todas formas, voy a comprobar quién tiene
razón…, Hágase cargo de la cartera del doctor Malgard y póngase a
trabajar rápidamente en la fórmula.
—De acuerdo —dijo Silverman—. ¿Quiere traerme esos
documentos, doctor Malgard?
El ayudante del doctor Russell se acercó a Silverman y le entregó
la cartera de mano.
Sam Boyden estaba preocupado desde su encuentro con Leo
Delaney. Éste había seguido a un hombre hasta el hotel Sicania, lo
cual quería decir que el doctor Malgard era el culpable. Sí, no había
ninguna duda, de que el agente había seguido a Malgard. Max
Wellman y Leo Delaney eran dos agentes muy eficaces y no habían
fracasado en ninguna misión. Desde que se informó de que Max y
Leo habían sido encargados de hacer aquel servicio, juró para sus
adentros que sería el primer fracaso de aquellos dos engreídos.
—Ricky —dijo al hombre de talla media que le había abierto la
puerta del apartamento.
—¿Sí, jefe?
—Hay una emergencia.
Ricky se acercó a Boyden.
—¿De qué se trata? —habló en voz baja.
—De Malgard. Lo siguieron.
—¿Quién?
—Uno de nuestros sabuesos que vinieron de Nueva York.
Malgard no escuchaba esta conversación, puesto que se
encontraba con Silverman al otro lado de la estancia. Malgard daba
instrucciones a Silverman, sobre la fórmula del doctor Russell.
Ricky preguntó:
—¿Dónde quiere que lo haga, señor Boyden?
—Lejos del hotel. Ordenaré a Malgard que regrese al laboratorio.
—De acuerdo.
—Le diré que use la puerta trasera para que no sea visto por Leo
Delaney. Luego, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Descuide. Quedará bien servido.
—Tal como están las cosas, no puedo consentir un solo fallo,
Ricky.
—No lo habrá.
Malgard había terminado de informar a Silverman y se acercó a
Sam Boyden.
—Quiero los cincuenta mil dólares, señor Boyden.
—Tendrás que esperar un poco. No has cumplido enteramente tu
misión. Te prometí cincuenta mil dólares por la fórmula del doctor
Russell y sólo has traído una parte de ella.
—Pero usted ha dicho que el doctor Silverman se ocupará de
sacar la parte que falta.
—Eso es lo que no sabemos. Silverman me ha dado seguridades,
pero hasta que no tenga la fórmula completa, no saldré de dudas. De
modo que tendrás que esperar para cobrar tu dinero.
—Muy bien. Esperaré en este hotel.
—¿Por qué has pensado tal cosa?
—El doctor Silverman puede lograr la fórmula esta misma noche.
En ese caso, quiero cobrar y largarme cuanto antes.
—¿Eso harías, pedazo de idiota? Tú debes continuar en tu
puesto para no despertar sospechas. No puedo permitir que nadie
descubra la filtración.
—Pero yo no quiero quedarme demasiado tiempo…
—Tendrás que esperar unas semanas. Si todo sale bien, no
ocurrirá absolutamente nada. Y tendrás oportunidad de disfrutar de
tus cincuenta mil dólares. ¿De acuerdo, Malgard?
Malgard titubeó unos instantes y por fin dijo:
—De acuerdo, señor Boyden.
—Ya me pondré en contacto contigo, Stephen.
—Sí, señor. Como usted diga.
—No salgas por la puerta principal. Utiliza la puerta trasera.
—¿Por qué, señor Boyden? Antes entré por la puerta principal.
—Pura precaución. Recuerda. Yo soy quien da las órdenes.
—De acuerdo.
Stephen Malgard salió del apartamento 308.
Boyden y Ricky cambiaron una mirada y el último se puso en
marcha saliendo también del living en pos de Stephen Malgard.
El doctor Silverman estaba examinando los documentos que
había traído el doctor Malgard.
Sam Boyden se acercó al mueble-bar y se escancio un par de
dedos de whisky.
—Sírvame también —dijo Silverman.
—Se cerró el bar para usted, doctor.
Silverman se encogió de hombros y dijo:
—Como usted quiera.
—¿Cuál es su impresión acerca de la fórmula?
—La sacaré. No se preocupe. Pero no resultará un trabajo
sencillo.
—¿Cuánto tiempo necesitará?
—Un día, dos. ¿Quién sabe?
Una ventanilla se hinchó en la sien izquierda de Sam Boyden.
—¡No podemos esperar tanto tiempo! Usted dijo que completaría
la fórmula.
—Le dije que la completaría, pero no le señalé en cuánto tiempo.
¿Cree que esto es un juego de niños? Imaginé que el doctor Russell
habría llegado muy cerca del arma química que estaba buscando, y
no me equivoqué. Mi primera impresión es buena. Ese hombre
encontró lo que buscaba, pero usted ha de tener un poco le
paciencia… Pondré todos mis conocimientos a su servicio, como ya
le advertí.
—De acuerdo, Silverman. Empiece a trabajar, pero aproveche
bien su tiempo. He invertido mucho dinero en este negocio y sólo me
resarciré si consigo la fórmula. ¿Lo ha entendido bien, doctor
Silverman?
CAPÍTULO XI

El doctor Malgard caminó hacia la playa de estacionamiento en


donde había dejado su auto.
Hacía una noche calurosa.
Estaba contrariado. Para él no llegaba el día de verse lejos de
Los Álamos. Había aceptado aquel trabajo, vender el secreto del
doctor Russell, porque con los cincuenta mil dólares que le habían
prometido empezaría una nueva vida lejos de allí. Pensaba ir a
Estambul. Sus abuelos procedían de aquella ciudad.
Se estaba metiendo en el auto, cuando alguien lo cogió por el
brazo.
Al volverse vio que era aquel hombre de piel cetrina que
respondía al nombre de Ricky.
—¿Qué pasa, Ricky?
—El jefe se olvidó de darle unas instrucciones. Se las diré por el
camino.
—¿Por qué no aquí?
—Porque no nos conviene que nos vean juntos… Ande, dese
prisa…
Ricky lo apartó a un lado para meterse en el asiento delantero,
pero cedió a Malgard el puesto en el volante.
A Stephen le preocupó aquella actitud, pero se tranquilizó
pensando que, después de todo, Sam Boyden muy bien podía
haberse olvidado de darle otras instrucciones.
Puso el coche en marcha que sacó de la playa de
estacionamiento.
Poco después, el vehículo corría por la carretera camino del
laboratorio de Los Brezos.
Ricky sacó el paquete de cigarrillos.
—¿Fuma, Stephen?
—Ahora, no. Gracias.
Ricky encendió el cigarrillo con la llama de un fósforo.
Malgard lo miró por el rabillo del ojo y no le gustó la cara de aquel
tipo. Era la de un asesino profesional.
—Muy bien, Ricky. ¿No cree que ha llegado el momento de que
me diga lo que le encargó Boyden?
—Se lo diré. Pero saque el coche de la carretera.
—¿Por qué he de sacarlo?
—Porque ya nos alejamos bastante y tengo que volver a pie.
Malgard dudó otra vez.
—Oiga, Ricky, si no le importa, yo voy a ir a Los Brezos. Hay un
buen servicio de autobuses. Quiero decir que usted me dará las
instrucciones y regresará desde allí en autobús.
—Las cosas no se van a hacer así —dijo Ricky—. Y yo soy el
que manda.
Hizo un movimiento con la mano y sacó una pistola.
Malgard, al ver la pistola, sintió un escalofrío por la espalda.
—¿Por qué se enfada?
—Obedezca. Saque el coche de la carretera.
—Lo sacaré. Pero guarde esa pistola. Me pone nervioso las
armas de fuego. Se le podría disparar.
—No se preocupe. Mi pistola no se dispara si yo no quiero.
Stephen Malgard sacó el coche de la carretera haciéndolo pasar
por entre los árboles.
—Deténgalo ya.
Malgard frenó suavemente.
—Apague las luces ahora.
—¿Por qué?
—¿Por qué va a ser? Puede pasar un agente de tráfico y, si nos
ve aquí, vendrá a ver lo que pasa… Verá su cara y la mía… ¿Quiere
más?
—Entiendo —dijo Malgard y apagó las luces del vehículo.
Malgard se llevó otra sorpresa. Ahora la pistola tenía un
silenciador.
Con ello Ricky probaba ser un hombre muy rápido. Sus maneras
eran suaves. Era su mayor orgullo. Podía sacar la pistola, y hacer un
disparo y su víctima no se daba cuenta de que se marchaba al otro
mundo. Llevaba una relación de sus víctimas, y la que estaba en
turno, el doctor Malgard, era el número nueve.
Había conocido a Sam Boyden diez años atrás, y cosa curiosa,
fue el propio Sam Boyden quien lo metió en la cárcel. Pero tras
cumplir una sentencia de tres años, Sam Boyden lo había buscado y
desde entonces había trabajado muchas veces para Boyden. Era un
buen patrón, el mejor, puesto que Sam era uno de los «gloriosos
muchachos».
—Ricky, ¿qué fue lo que te ordenó Sam Boyden?
—¿No lo sabes? —sonrió Ricky los ojos fijos en los de Malgard.
—No, no puede ser…
—Todos decís lo mismo cuando os llega la hora. Que no puede
ser.
—Ricky esto es cosa tuya. Boyden no pudo dar una orden de
ejecución contra mí.
—¿Por qué no?
—He trabajado bien.
—Sí, eso creíamos nosotros, pero ha habido una interferencia.
—¿A qué te refieres?
—A uno de los sabuesos que vino a Nueva York. Te siguió hasta
el hotel.
—¡Oh, no! Estáis equivocados. Nadie me siguió. Me cercioré bien
desde que hice el viaje desde Los Brezos.
—Esa gente sabe seguir a una persona sin que ella se dé cuenta.
Es lo que pasó contigo, Malgard…
—Escucha, Ricky, no puedes matarme… Perderíais una gran
oportunidad de conseguir la fórmula completa. Yo tengo la fase final
del proyecto.
—¿Tú la tienes?
—Sí, Ricky. Yo la tengo.
—¿Por qué no se la diste a Sam Boyden?
—Porque quería sacar más dinero.
—¿Y dónde está la fase final de la fórmula?
—La guardé…
—¿Quieres que te saque todas las respuestas con preguntas?
Muy bien. Tenemos tiempo. ¿Dónde la guardaste?
—En mi apartamento, en Los Brezos…
—Eres un imbécil, doctor… Eso es una trampa. Quieres que
vayamos a Los Brezos y allí, cuando tú creas que tienes salvación,
te pondrás a dar gritos o echarás a correr.
—No, Ricky no es eso. Yo tengo la fórmula.
—No, no lo creo. Estás deseando salir de este asunto Si
hubieses tenido la fórmula completa, se la hubieses entregado a Sam
Boyden para tener tus cincuenta mil dólares. Ése es el fallo. A otro
en tu lugar se le habría ocurrido esa idea, la de no dar la fórmula
completa para sacar más plata. Pero tú eres un gusano que está
lleno de miedo…
—Espera, Ricky. No dispares.
—Lo siento, pero he de hacerlo. Es mi obligación.
—Yo te pagaré.
—Todos decís lo mismo —contestó Ricky y apretó el gatillo.
Sonó un estampido.
Malgard se movió demasiado y la bala le entró por el hombro
cuando Ricky la había destinado al riñón.
—Estúpido. Estate quieto —dijo Ricky y volvió a apretar el gatillo.
Esta vez el plomo dio en la cabeza de Malgard y lo arrojó contra
la ventanilla. Se quedó quieto, los ojos abiertos.
A Ricky le bastó una ojeada para saber que el doctor estaba
muerto.
—Hasta nunca, muchacho —dijo Ricky.
Salió del coche.
De pronto oyó una voz:
—¡Alto ahí!
Se volvió con rapidez e hizo fuego.
Soltó una maldición porque la bala hizo impacto en un tronco y no
en el individuo que estaba un poco más allá.
Ricky dio media vuelta y saltó detrás del coche, para servirse de
éste como barrera defensiva.
—Entréguese —oyó la voz del tipo que estaba detrás del árbol.
—¿Quién es usted?
—Leo Delaney, agente del FBI.
Era cierto. Leo después de informarse de que la pelirroja Rhonda
tenía un montón de hombres a su alrededor, decidió regresar a Los
Brezos. No le había gustado aquel encuentro con Sara Boyden, el
cual le había echado en cara que hubiese abandonado a su amigo.
Por fortuna para él, había sacado partido del error de Sam Boyden
con respecto a que había seguido a un hombre desde Los Brezos
hasta Los Álamos. Y ahora, cuando corría con el coche por la
carretera, a la salida de una curva, había visto un fogonazo a la
derecha. No tuvo duda de que se trataba de un arma de fuego.
Sacó el vehículo del camino y apenas saltó, vio bajar a un hombre
de un auto, detenido. Por eso le dio el alto y la respuesta había sido
un disparo.
—Eh, amigo será mejor que se entregue.
—¿A usted y a cuántos más? —contestó Ricky riendo
salvajemente.
Le gustaban aquellas situaciones, y las había echado de menos.
Sam Boyden le había convencido de que corrían nuevos tiempos, de
que el uso de la pistola tenía que hacerse funcionalmente. Se había
acabado la época del gansterismo. Si uno quería prosperar
infringiendo la ley, tenía que adoptar nuevas fórmulas de convivencia,
de acuerdo con los tiempos nuevos que corrían. Sam Boyden había
demostrado tener razón pues nunca le había ido mejor desde que
trabajaba para Sam. Pero muchas veces echó de menos aquellos
días en que, en compañía de Lily «La Rubia», asaltaba una estación
de servicio, o se libraba de la persecución de los polis a base de
velocidad y tiros.
Ahora estaba otra vez para demostrar que continuaba en forma.
Se levantó por encima del capó del motor.
No vio moverse al individuo detrás del árbol.
—¡Estoy aquí! —dijo Leo Delaney a su espalda—. ¡Tire la pistola!
Ricky no obedeció. Se volvió para disparar, pero antes de que lo
lograse, Delaney puso en marcha una bala.
Ricky lanzó un aullido de dolor cuando el proyectil le atravesó el
pulmón izquierdo.
Súbitamente se encontró sin fuerzas y abrió la mano y el arma le
resbaló de los dedos.
Ricky Cronin, exsalteador de Bancos y de estaciones de servicio,
con una relación de nueve muertes en su haber, se derrumbó sin vida
en el suelo.
CAPÍTULO XII

Max Wellman estaba pensativo, después de haber escuchado el


relato de su compañero Leo Delaney.
—Todo esto es la mar de extraño, Leo —rompió al fin el silencio.
—¿Me lo dices a mí? Estuvieron a punto de meterme una bala en
el cráneo.
—Lo culpa fue tuya.
—¿Por qué?
—Tú lo sabes bien, porque te largaste en busca de esa pelirroja.
—Max, yo estaba franco de servicio. Recuérdalo.
—Pero tu obligación era irte a la cama mientras yo hacia la
guardia.
—Un par de horas de diversión no hacen daño a nadie, ni siquiera
a un agente del FBI.
Max desistió de continuar recriminando a Leo, puesto que
compartía las mismas ideas que su amigo. Quizá en esta ocasión él
no habría ido en busca de la pelirroja a Los Álamos, de haberse
encontrado en la piel de Leo. Pero eso era debido a la sugestión que
Pearl ejercía sobre él. Sí, con Pearl le estaba pasando algo extraño
que no le había ocurrido antes de ahora. ¿Se estaría enamorando
por primera vez en su vida como decían que un hombre se debe
enamorar de una mujer? Al diablo con las complicaciones amorosas
ahora que el asunto estaba echando fuego por los cuatro costados.
Estaba esperando un informe de Washington acerca de Ricky
Cronin.
Pearl se acercó con una bandeja en la que había dos vasos con
whisky.
Max y Leo cogieron los vasos y bebieron un trago.
—¿Por qué Ricky mató al doctor Malgard? —preguntó Max.
—Lo siento, muchacho. Pero yo no tengo la respuesta.
—¿Cuánto dinero llevaba encima Malgard?
—Veintiséis dólares.
—¿Y Ricky?
—Ciento cincuenta.
—Así que no fue el robo.
—Un ajuste de cuentas.
—No, Max. Eso está claro.
—Seguro.
—No tan seguro. Podría ser también que Malgard se estuviese
deshaciendo de un cómplice molesto.
—No está mal. Eso me gusta más.
—Pero entonces Ricky actuaba por cuenta de otro.
—Eso estoy dispuesto a jurarlo, Max. Ricky no daba la medida de
un jefe. Era un verdugo. Simplemente eso.
—Estoy de acuerdo.
La joven intervino:
—Quizá todo se haya solucionado.
—Explícate.
—El doctor Malgard era el hombre que, aprovechándose de su
situación con respecto a mi tío, se iba a apoderar de la fórmula.
—Sí, parece ser que al doctor Malgard le había, sido confiado
ese trabajo. Pero tengo la convicción de que sólo era una pieza de la
maquinaria. Recuerda los otros dos asesinatos, el doctor Bérard en
París y el del doctor Canning en Londres…
—Entiendo. Se trata de una organización internacional.
—Al menos tiene un aspecto internacional, el que se refiere a los
crímenes. Los han cometido en tres países distintos y siempre
relacionados con los hombres de ciencia que están trabajando en un
mismo ensayo, conseguir un arma química.
Se abrió la puerta del dormitorio y los tres miraron hacia allí.
En el hueco estaba el doctor Russell. Su aspecto era de gran
cansancio.
—Tío, creí que dormías —dijo Pearl.
—Me desperté hace un rato… Disculpe, señor Wellman, pero he
cometido una indiscreción. Escuché desde el otro lado de la puerta.
—¿Desde cuándo está escuchando?
—Desde que empezaron a hablar de la muerte del doctor
Malgard.
El doctor Russell entró en la habitación y ocupé un sillón.
—Tengo algo que decirles. Es muy importante.
Pearl, Max y Leo guardaron silencio, y el doctor prosiguió:
—El doctor Bérard, el doctor Canning y yo habíamos emprendido
el mismo camino por una razón muy importante. Los tres fuimos
discípulos del hombre que inició el experimento del arma química que
buscamos. Nuestro maestro era el doctor Lazlo Bekes. Bérard,
Canning y yo trabajamos con Bekes desde 1947 a 1950 en
Budapest… Un día del mes de mayo de 1950 Bekes murió víctima
de una trombosis coronaria… El sabio húngaro había emprendido
con nuestra ayuda el trabajo de encontrar el arma química, un arma
definitiva. El propio doctor Bekes aseguraba que con esa arma
acabarían todas las guerras porque no estaba en su ánimo que un
instrumento destructor de esa clase estuviese en poder de una
nación, sino de una organización internacional… Bérard, Canning y yo
estábamos muy lejos de poder continuar los experimentos del doctor
Bekes en aquel entonces. Pero conocíamos la base de la fórmula y
la teoría de Bekes. Cada cual regresó a su país… Pero también
cada uno, en la medida de sus posibilidades, más pronto o más
tarde, continúo los ensayos del doctor Bekes. Como repetidas veces
ha ocurrido en la historia de la humanidad con respecto a los
descubrimientos, Bérard, Canning y yo nos estábamos acercando al
mismo tiempo al final de nuestros ensayos, y al parecer, los tres con
éxito… Ahora ha llegado el momento de decirles que yo soy el único
que realmente ha triunfado puesto que Bérard y Canning han muerto.
—¿Quiere decir que tiene la fórmula completa?
—Sí.
—Démela.
—No, no se la voy a dar. La destruiré.
—Doctor Russell, corríjase si me equivoco. ¿En qué laboratorio
trabaja usted?
—Una pregunta muy simple. Usted lo sabe.
—Contéstela.
—Muy bien. Trabajo en el laboratorio de Los Brezos.
—¿Y quién paga el laboratorio de Los Brezos?
—El Gobierno de Estados Unidos.
—No lo sé. No soy economista.
—Pero haga un cálculo.
—Treinta millones de dólares, o quizá sean cuarenta o
cincuenta… ¡Le digo que no lo sé!
—Usted es un empleado del Gobierno de Washington. Doctor
Russell, le fue comisionado un trabajo científico. Nadie le obligó a
venir aquí. ¿O me va a decir que lo raptaron?
—No, no me raptaron. Vine voluntariamente.
—Y usted está cobrando todos los meses del Gobierno de
Estados Unidos, y apuesto que se trata de un sueldo importante.
—Eso sí que se lo puedo decir. Mil quinientos dólares al mes.
—¿Sabe lo que significaría que usted destruyese una fórmula que
ha conseguido gracias a unos créditos votados por Washington?
—Sé la palabra que tiene usted en los labios, Wellman. Traición.
—Gracias por pronunciarla antes que yo.
—Usted se equivoca.
—Convénzame.
—Yo traicionaría al Gobierno de Estados Unidos si vendiese u
ofreciese la fórmula a otro Gobierno, pero no es esa mi intención. Ya
se lo he dicho. Voy a destruirla. Nadie se va a aprovechar de ella, y
tengo mis razones. Es un arma demasiado poderosa para que la
tenga un solo país. Con ella podría dominar el mundo. El doctor
Bekes tenía razón.
Leo dejó oír su voz:
—Pero usted acaba de decir que el doctor Bekes quería ceder el
arma química a una organización internacional.
—El doctor Beker decía eso en el año 1949, y hoy vivimos en el
año 1967. Desgraciadamente, no existe ninguna organización
internacional con autoridad suficiente para imponer sus decisiones al
mundo…
—Doctor Russell —dijo Max—, hay algo que usted no tiene en
cuenta.
—¿A qué se refiere?
—Hace un momento ha dicho que tres personas distintas, el
doctor Bérard, el doctor Canning y usted, habían iniciado el mismo
experimento, y también ha mencionado que es corriente en la historia
de los descubrimientos que distintas personas, en lugares distintos,
consigan hallar algo importante con pequeñas diferencias de tiempo.
—Sí.
—Dados esos presupuestos, ¿no cree que otras personas estén
haciendo el mismo experimento que usted, o sea, que hayan
emprendido el mismo camino para conseguir esa arma química
decisiva en una guerra total?
—Dudo mucho que logren la clase de arma que yo he
conseguido. Estoy seguro de que sólo el doctor Canning y el doctor
Bérard estaban en el buen camino. El doctor Bekes había trazado las
bases del experimento, y por ello, únicamente sus tres discípulos se
encontraban en condiciones de lograrlo.
—Doctor Russell, ¿quién más conocía esa historia del doctor
Bekes y sus tres discípulos?
—Lo ignoro.
—¿Se lo contó usted a alguien?
—Sí.
—¿A quién?
—Al doctor Malgard.
Max miró a Leo.
—Ya sabemos por dónde llegó la filtración. El doctor Malgard
estaba en contacto con la organización que se encargó de matar al
doctor Bérard y al doctor Canning.
—Pero ¿por qué mataron a Bérard y a Canning? Podían haber
obtenido la fórmula de ellos.
—Tengo una respuesta para eso, Leo.
—Suéltela.
—Aquí tenían agarrado al doctor Russell a través del doctor
Malgard. Para los de la organización era un hecho cierto y seguro
que conseguirían el arma química a través del doctor Russell. Al
propio tiempo, no podían consentir que otro país tuviese la fórmula.
Supieron a través del doctor Malgard que en Francia el doctor
Bérard, y en Inglaterra el doctor Canning, podían alcanzar el éxito.
Por ello, decidieron liquidarlos. Al matar a Canning y a Bérard se
aseguraban que ellos solos tendrían la fórmula cuando se la hubiesen
sacado al doctor Russell.
El doctor Russell exclamó:
—¡Ellos no tendrán la fórmula!
—Quizá la tengan ya. Recuerde que el doctor Malgard hizo una
visita a Los Álamos y que fue muerto cuando regresaba a Los
Brezos.
—El doctor Malgard no podía tener la fórmula porque no le di
acceso a la fase final de ella.
—Lo cual quiere decir que el doctor Malgard pudo conseguir
otras fases de sus experimentos.
—Sí.
—¿De cuántas fases se componía su ensayo?
—De cuatro.
—¿Cuántas pudo conseguir el doctor Malgard?
—Tres.
—¿No cree que con esas tres el doctor Malgard pudo completar
el ensayo?
—De ninguna forma. La cuarta fase es muy complicada. Para que
usted se haga una idea, le diré que yo terminé la tercera fase hace
ocho años. Desde entonces he estado trabajando en la cuarta fase,
y he realizado no menos de cuatro mil pruebas distintas y todas ellas
terminaron con el más rotundo fracaso.
—Pero alguien podía acertar con la buena.
—Usted cree que se trata de una simple lotería, que alguien
podría escoger el número premiado, y que por tanto, todo consiste
en un azar.
—¿No es así?
—No, señor Wellman, estamos hablando en el campo científico
de un experimento basado en unas leyes fijas. Le aseguro que
tratándose de un arma química no existe el azar Los compuestos que
entran en el arma deben ser sometidos previamente a un tratamiento
de radio-isótopos, a un bombardeo de electrones, y a un ataque del
rayo Láser —el doctor Russell sonrió con amargura—. No, señor
Wellman, le aseguro que la fórmula no puede ser conseguida por
nadie basándose en un simple juego de azar.
En aquel momento se abrió la puerta.
Sam Boyden entró con una pistola por delante.
Detrás de él lo hicieron el hombre que respondía al nombre de
Dick Carrie, el cual también manejaba una pistola negra, reluciente, y
el doctor Silverman.
Pearl dio un chillido y Leo dijo:
—Bienvenido, capitán. Ya me extrañaba que no hubiese
aparecido por aquí. Le habrán dicho que maté a un hombre a mi
regreso desde Los Álamos…
—Fuera tonterías, Delaney… Usted y Wellman pongan las manos
en la cabeza.
Leo se quedó con la boca abierta.
—Pero ¿qué dice, capitán Boyden?
Max dio un suspiro y dijo:
—Se acabó el carnaval, Leo. Aquí tienes al hombre que organizó
todo el tinglado. Es nuestro querido capitán Sam Boyden del FBI.
CAPÍTULO XIII

Max y Leo obedecieron poniendo las manos en la cabeza.


—Dick —dijo Boyden— desármalos.
Dick tomó precauciones y, arrimado a la pared, fue a colocarse
detrás de los dos agentes del FBI. Entonces los desarmó arrojando
sus armas al sofá.
—Eh, un momento, capitán —dijo Max.
—¿Qué pasa, Wellman?
—Está perdido. Será mejor que se entregue. He pedido informes
a Washington.
—¿Acerca de qué?
—Del hombre muerto.
—Yo le puedo informar del hombre muerto. Era Ricky Cronin, un
tipo a quien yo mismo metí en la cárcel.
—Estupendo, capitán —sonrió Max—. Es lo que quería saber.
—¿De qué le vale, Wellman?
—A mí no me va a valer de nada, pero le valdrá a nuestro
Departamento central de Washington. Ricky Cronin murió aquí y
usted se encuentra en este mismo lugar encargado de la custodia de
los laboratorios. Establecerán una relación.
El capitán Boyden rió estremeciendo los hombros.
—Al fin y al cabo, es usted un ingenuo, Wellman. Todo esto
acabó ya para mí y no me importa que en Washington sepan la
verdad… Tengo un helicóptero esperándome muy cerca de aquí.
Viajaré hasta cierto lugar en donde tomaré un «Jet». Excuso decirle
que, en un par de horas, estaré fuera de la jurisdicción de Estados
Unidos.
—Muy bien. Ya tarda en marcharse.
—Sólo falta un detalle. La fórmula del doctor Russell.
El doctor Russell inspiró profundamente:
—No le voy a dar la fórmula, capitán Boyden. De modo que ya
puede matarme…
—Quiere hacer el héroe, ¿eh, doctor?
—Dispare sin pestañear, capitán. Vénguese en mí de su fracaso
porque no va a lograr el arma química.
—Le apuesto a que sí —dijo Boyden y apuntó a Pearl con la
pistola.
Max gritó:
—¡No haga eso, capitán!
El capitán Boyden arqueó el dedo en el gatillo.
—Voy a matar a su sobrina, Russell. Y le aseguro que ella no
tendrá una muerte rápida. Será un poco lenta porque le voy a
disparar al vientre… ¿Me da la fórmula o disparo?…
—Se la daré.
—¿Lo ve usted, doctor? Al fin, voy a lograr lo que me propuse…
—Encontrará el cuarto cuaderno debajo de la almohada.
Dick entró en el dormitorio y, pasados unos segundos, regresó
exhibiendo un cuaderno de tapas rojas.
—Examine esa fórmula, doctor Silverman y compruebe que todo
está en orden —dijo Sam.
Silverman cogió el cuaderno de notas de manos de Dick y lo abrió
el contenido de varias páginas.
—¡Asombroso! —dijo.
—¿Es correcto, doctor Silverman? —preguntó Boyden.
—Sí, capitán. Aquí está la fase final del experimento.
Sam Boyden sonrió.
—Yo soy el vencedor y ahora viene la despedida. Dick, ¿estás
listo?…
Pearl lanzó un grito.
—¿Qué va a hacer?
Fue Fax quien le contestó:
—Matarnos a todos para tener la retirada asegurada.
Dick sacó un transistor del bolsillo y lo puso en marcha.
Todos escucharon una sinfonía.
—¿Qué es eso? —dijo Leo.
—Beethoven, la Tercera sinfonía, La Heroica… —contestó Dick
—. La música que oyeron el doctor Bérard y el doctor Canning antes
de que yo los matase.
Sam Boyden dijo:
—Soy un gran aficionado a Beethoven, el mejor músico de todos
los tiempos. La Heroica está dedicada a Napoleón que quiso ser el
dueño del mundo, aunque no lo consiguió. Yo lo voy a conseguir. Por
ello si Beethoven hubiese vivido ahora, me habría dedicado a mí la
Heroica.
—Es usted un ignorante, capitán Boyden —repuso el doctor
Russell—. Es cierto que Beethoven dedicó a Napoleón la Heroica,
pero fue antes de que Bonaparte pusiese en práctica sus sueños de
dominar el mundo. Cuando Beethoven supo cuál era la ambición de
Napoleón, le retiró la dedicatoria de su Tercera sinfonía.
Esa noticia dejó perplejo a Sam Boyden.
Max se revolvió pegando un puñetazo en la cabeza de Dick
Carrie.
Leo se arrojó sobre las pistolas que habían sido dejadas por Dick
en el diván.
Dick y Max rodaron por el suelo. La pistola se disparó y Dick
lanzó un grito de dolor porque había recibido la bala en el pecho.
El capitán Boyden giró con rapidez e hizo fuego dos veces sobre
Leo, pero éste se había convertido en un blanco muy agitado.
Las balas de Boyden destrozaron el transistor que estaba
emitiendo la Tercera Sinfonía.
Max se había apoderado de la pistola de Dick y se volvió e hizo
fuego sobre el capitán Boyden, el cual se desplomó con la cabeza
reventada.
El doctor Silverman echó a correr hacia la puerta llevando consigo
el cuaderno de tapas rojas.
Leo le gritó:
—¡Alto, doctor, o usted también se queda tieso! Silverman detuvo
su carrera y, volviéndose, se relajó, dando a entender que se
entregaba.
Max exhaló el aire de sus pulmones y cogiendo el transistor dijo:
—Eh, Leo, Beethoven te libró de morir. Fue a él a quien el capitán
Boyden le pegó la ráfaga.
—Conseguimos la victoria —exclamó Leo.
El doctor Russell dijo:
—Voy a decepcionarles mucho. Destruí la fase final. Ese
cuaderno sólo es el borrador y contiene uno de mis fracasos. Pueden
juzgarme si quieren, pero ningún país tendrá el arma gracias a mi
esfuerzo… Todo mi trabajo durante los últimos días consistió en
justificar un supuesto fracaso.

Habían pasado ocho horas desde la muerte del capitán Boyden.


Pearl estaba sentada en el jardín, cuando Max acudió a su lado.
—¿Qué han decidido hacer con mi tío, Max?
—No lo someterán a juicio. El senador Holmes defenderá a tu tío
ante el Comité de Investigación. Aunque la verdadera razón de que
no quieran juzgarlo se debe a la crisis internacional. Si se juzgase a
tu tío, tendríamos al mundo entero en contra.
—Apuesto a que has sido tú el que más ha influido para que
llegasen a esa conclusión.
—Bueno, aporté mi granito de arena.
—¿Y Leo?
—Se fue a Los Álamos para intentar, por segunda vez establecer
contacto con esa pelirroja. Dice que va a poner en práctica un truco
que no le fallará.
—¿Y por qué no fuiste tú a darle lecciones?
—Porque yo quiero… prefiero dedicarme a una rubia llamada
Pearl Russell.
—Empieza, Max.
Max le pasó el brazo por la cintura, la atrajo hacia sí, y sus bocas
se juntaron.

FIN

También podría gustarte