BUF.-204 Orland Garr (1957) Un Gun-Man Temible
BUF.-204 Orland Garr (1957) Un Gun-Man Temible
BUF.-204 Orland Garr (1957) Un Gun-Man Temible
É
Él no estaba fuera de la Ley, pues el sheriff del poblado justificó
su conducta, ya que aunque mató a sus tres enemigos lo hizo en
legítima defensa y la razón estaba de su parte, por lo que Louis
Adams fué declarado inocente. Además, siempre luchó con nobleza,
sin adquirir ventaja alguna sobre sus adversarios.
Su novia tuvo la culpa. Flirteó con aquel malvado que se creía el
cacique del pueblo, obligándole a luchar contra él y sus satélites.
Luego, al quedar vencedor, la muchacha volvió a él arrepentida, pero
Louis no se dignó mirarla, alejándose de aquel lugar donde sus
ilusiones quedaron frustradas. Ninguna mujer llegó a borrar el
recuerdo de aquella, pues a su pesar continuaba amándola, aunque
cada vez de forma más tenue. El tiempo acabaría de borrar aquel
amor.
Nunca se salió de la Ley, pero a pesar de ello, su nombre quedó
unido al de los más famosos gun-man. Louis Adams era tan temible
como habían sido o eran Billy «El Niño», Jack Slade, Ralph Fulton,
Barney Belmont, Archie Kirby, Frankie Slaughter y otros famosos
pistoleros.
La hazaña realizada en su poblado, limpiándolo de los bandidos
que lo dominaban y los duelos que sostuvo con destacados gun-
men, le granjearon una celebridad tan notoria que ningún ranchero
quiso admitirlo en su equipo. Pese a ello, no ejecutó acto alguno
delictivo y adoptó la peligrosa y atractiva profesión de domador de
cerriles.
Con unos días de trabajo ganaba lo suficiente para vivir un par
de meses sin trabajar, pues Louis, a pesar de su vida errabunda y
solitaria, no acostumbraba a gastar mucho dinero. Jamás bebía más
de dos copas de whisky y no se sentaba en ninguna mesa de juego
donde las apuestas fuesen elevadas.
En algunas temporadas se dedicó a cazar caballos salvajes. Era lo
que más le gustaba y enardecía; seguir durante días el rastro de un
garañón, galopar tras él, y preparar tretas para conseguir
aprisionarlo con su lazo. Además, resultaba lucrativo en extremo,
pues aquellos caballos de pura raza eran muy bien pagados.
Algunas veces también cazaba en compañía de algún trampero
amigo suyo. Poseía pocos amigos, pero éstos eran fieles y junto a
ellos pasaba días en franca camaradería. No obstante su buen
carácter y que no era pendenciero, Louis Adams era acogido con
recelo en todos los pueblos adonde llegaba, y algunas veces veíase
obligado a empuñar su revólver contra un gun-man, deseoso de
matarle para verse rodeado de la aureola de haber terminado con el
famoso y temible Adams. Pero ninguno consiguió su propósito,
debido a la rapidez y certera puntería de Louis que siempre salía
triunfante.
Estaba cansado de aquella existencia errabunda y azarosa. Sin
saberlo, ansiaba tener su hogar, una adorable mujercita que le
quisiera y unos hijos que adorar.
Meneó la cabeza. Aquello no había sido creado para Louis
Adams. Ninguna mujer habíale interesado lo más mínimo en el
transcurso de aquellos seis años, por lo que creía que en lo sucesivo
su dormido corazón ya no despertaría.
Se resignó. Tenía algo que le compensaba de todo lo que le
pudiese ocurrir; la Naturaleza. Aquel goce que sentía cuando
cruzaba intrincados bosques, los cuales pocos eran los hombres que
los hollaron con sus pisadas. Cuando galopaba por aquellas
inmensas praderas, cuando se detenía a admirar algún escondido
valle desde lo alto de una montaña o un hermoso paisaje, cuando se
paraba en la orilla de un río y se zambullía en sus tumultuosas y
cristalinas aguas, cuando se internaba por aquellos agrestes y
solitarios cañones, cuando se encontraba en un árido e inhospitalario
desierto, cuando por las noches miraba el firmamento, tan azul y
estrellado; entonces, se daba cuenta de su pequeñez e
insignificancia.
Llenó su pipa. El café estaba caliente y le gustaba tomarlo
mientras fumaba. Antes de acostarse, dió un vistazo a su caballo, le
acarició la cabeza, y musitó algunas palabras en su oído. El noble
animal pareció entenderle, pues asintió varias veces. Después,
tendió su manta en el suelo, se enrolló en ella, y a los pocos minutos
dormía profundamente.
Se despertó cuando el sol estaba muy alto. La jornada anterior
había sido dura, y, como no tenía prisa alguna por llegar a ningún
sitio, permaneció perezosamente envuelto en su manta. Cuando
terminó de desperezarse, lió un cigarrillo y fumó voluptuosamente,
recreándose con el aroma de aquel tabaco de tan excelente calidad,
que encontró por casualidad en un pueblecito escondido entre
montañas. Al comprobar lo bueno que era, se apresuró a adquirirlo
en abundancia.
Arrojó el resto del cigarrillo y, apartando la manta, se levantó.
Los rayos del sol eran potentes, y el calor de aquel nuevo día ya se
empezaba a sentir. Se lavó en un pequeño riachuelo y seguidamente
encendió un pequeño fuego, asando un pedazo de tocino. Cuando
terminó de comer, bebió un trago de agua, y lo hizo de tal forma,
que daba la sensación de que bebía el más preciado de los vinos. Y
para Louis Adams, así era en efecto.
Llevaba tres días en los que sólo consiguió beber poca agua, y
ésta, mala y encharcada. Nadie mejor que aquellos hombres que
recorrían los áridos y peligrosos desiertos para conocer el valor
incalculable de este líquido, y por este motivo cuando llegaban a un
río o simplemente a un riachuelo de agua cristalina, no ocultaban la
satisfacción que poseían de poder zambullir la cabeza en aquella
límpida superficie.
Louis recogió el campamento, montó en su caballo que ya había
aseado de forma conveniente, y emprendió la marcha. Ya no temía
ningún peligro, la parte más difícil del viaje habíale acabado, aquel
lugar de California daba la sensación de ser un paraíso, por la
frondosa vegetación que se divisaba por doquier.
El peligro máximo que le acechaba era los hombres. De ellos sí
que debía tener cuidado. Estaba cansado de la existencia que
durante el transcurso de los seis últimos años llevó, pero mientras se
llamase Louis Adams no podía ser otra cosa. Su temible fama atraída
sobre él el temor o la codicia de los demás.
Un pensamiento indefinido que hasta entonces revoloteaba por
su cerebro, se acabó de formar. Estaba decidido, cambiaría de
nombre; Louis Adams desaparecería.
Sólo una vez había estado en California. Su estancia duró poco
tiempo y no sostuvo ninguna reyerta para temer ser reconocido.
Estuvo todo el día galopando sin cesar, aunque sin esforzarle,
menos un rato en que se detuvo para comer. Cruzó por un poblado y
distinguió varios a su paso. Llegó la noche y buscó un lugar
apropiado para acampar.
El día siguiente, hasta poco antes del mediodía, fué casi idéntico.
Varió cuando llegó a un cruce de caminos, y en un cartel leyó: New
City, cinco millas.
Se detuvo y su mirada estuvo clavada en aquellas letras durante
unos segundos. Fué como un presentimiento, algo más poderoso
que su voluntad le impulsaba a dirigirse hacia aquella ciudad, que en
realidad debía ser un poblado, aunque la fantasía de sus habitantes
hizo que le diesen aquel nombre de tan halagüeño porvenir.
Y Louis Adams, como si anduviese tras su destino, se dirigió
hacia aquel camino que, tras cubrir cinco millas, le dejaría en New
City.
CAPITULO II
Celia Beynon permanecía con la mirada, fija en el espacio que
podía divisar desde su ventana. Su pensamiento estaba puesto en
un objeto indefinido, en algo desconocido, y sus ojos tenían una
expresión soñadora.
Hacía dos meses que cumplió los veinte años, despertando su
alma de mujer. Su cuerpo, sin darse cuenta de ello, adquirió una
esbeltez de la que hasta entonces careció, y notó que los hombres la
admiraban, y varios muchachos la asediaron; pero ninguno de ellos
fué de su agrado.
Celia sentía en su interior un nuevo sentimiento: el ansia de
amar.
Ella no se daba perfecta cuenta de ello, pero esperaba al hombre
amado. Su imagen era difusa, no sabía si era alto o bajo, gordo o
delgado, rubio o moreno; pero sí estaba convencida de que en
cuanto lo viese lo reconocería. Sobre ello no abrigaba duda alguna.
El desconocido dejaría de serlo en cuanto ella clavase los ojos en
los suyos. Lo reconocería como al hombre que desde su niñez quiso.
Nada ni nadie podría separarla de él; sentíase fuerte para luchar
contra todos los obstáculos que surgiesen, siempre que el hombre
amado 1a quisiera, pues lo único que no podría soportar era que él
no correspondiese a su inmenso amor.
Celia Beynon, a pesar de su linda y gentil figura, poseía una
voluntad férrea. Nada tan difícil como doblegar su carácter
voluntarioso. Su tío, Archie Beynon, la adoraba y temía al mismo
tiempo. Su espíritu indomable, acostumbrado a luchar desde su
infancia, se cohibía ante aquella linda niña, que desde los cuatro
años vivía bajo su amparo.
Una piedad infinita invadió su corazón de solterón empedernido
ante aquella hermosa criatura de bucles dorados, que tendía sus
bracitos hacia él, llamándole tío Archie. La estrechó con fuerza
contra su pecho y se prometió a sí mismo que, a pesar de faltarle
sus padres, nunca lo notaría, pues él ya tenía a quien dedicar su
vida solitaria y estéril.
Su hermano y su esposa fallecieron en un trágico accidente. Los
caballos que tiraban del carro se asustaron de improviso, y él no
tuvo tiempo de dominarlos, por lo que se precipitaron por un
terraplén, hallando el matrimonio la muerte en la terrible caída. La
niña no iba con ellos, pues como se dirigían a visitar a unos amigos,
y contaban con estar poco tiempo fuera, la dejaron durmiendo.
Tan pronto se enteró Archie de la desgracia, se apresuró a acudir,
pero cuando llegó, sus infortunados hermanos ya estaban
enterrados, encontrándose con aquella niña que se abrazaba a él
con cariño, como si comprendiese que era la única persona que le
quedaba en el mundo. Celia cambió el rumbo de su existencia hasta
entonces aventurera, y se estableció en un pequeño poblado que, al
engrandecerse, fué bautizado con el pomposo nombre de New City;
invirtió todos sus ahorros en la compra de un terreno y cabezas de
ganado. Más tarde, cuando su rancho fué prosperando, adquirió
caballos, dedicándose a su cría y pronto éstos tuvieron fama en el
país.
¡Cuántas veces deseó que su sobrina fuese un muchacho para
que prosiguiese la labor empezada por él! pero cuando sentíase
acariciado por la niña, se arrepentía de estos pensamientos.
Y los años transcurrieron para él en un continuo esfuerzo, pero
también en una tranquilidad de espíritu infinita; el cariño de Celia le
compensaba con creces de su trabajo. El carácter decidido y leal de
Archie Beynon le granjeó la amistad y el afecto de los habitantes de
New City y sus alrededores.
Vio con orgullo como Celia se desarrollaba y se convertía en la
joven más bonita de la comarca. Se daba cuenta de que los
muchachos revoloteaban a su alrededor, y entonces comprendió que
en un día no muy lejano se la llevarían de su lado, y que él ya no
sería en su vida nada más que una persona secundaria. Un agudo
dolor se apoderó de su corazón. De todas formas, confiaba en que
fuese un buen muchacho y se pusiese al frente del rancho; de esta
forma tendría dos hijos.
Celia pareció despertar de su ensueño, y movió la cabeza para
alejar aquellos pensamientos que se apoderaban de ella. Sonrió.
¡Qué bella era la vida, con aquel sol luminoso que doraba las plantas
y los árboles! Su mirada recorrió el paisaje que desde su ventana
podía distinguir, y de súbito se estremeció. Acababa de divisar a un
jinete desconocido. Desde aquella distancia no le era posible
distinguir sus facciones, pero estaba convencida de que no lo había
visto nunca. Su porte le produjo una extraña sensación, y admiró su
magnífica forma de cabalgar. A la primera ojeada, cualquier mediano
observador se daba cuenta de que era un experimentado jinete.
El desconocido era alto y enjuto, aunque muy ancho de hombros.
El estado de su ropa denotaba que llevaba varios días de viaje, y
que éste no había sido muy apacible por cierto. La última
observación que hizo antes de perderlo de vista, era que se cubría
con un amplio sombrero tejano. El caballo era muy espléndido,
blanco por completo, sin que la menor mancha apareciese en su
piel.
Celia desde pequeña estaba acostumbrada a tratar con caballos,
pues tío Archie a los siete años le enseñó a montar, por lo que sabía
distinguir inmediatamente un caballo de raza. Y el del desconocido lo
era.
No supo explicarse el porqué, pero la visión de aquel
desconocido que pasó galopando, la emocionó. Aquella mañana
había trabajado mucho, y antes de comer deseaba dar un paseo. Se
calzó las botas de montar y salió al patio.
—¡Hola, Celia!
La joven se volvió y, sonriendo, replicó:
—Perdone, estaba distraída y no le había visto, Milford.
—Ya me he dado cuenta de ello, pero es lo más natural. Soy tan
insignificante que apenas logro sobresalir de los árboles. En cambio,
usted es distinto; no es necesario verla, su sola presencia basta para
eliminar todo cuanto le rodea.
—Creo que exagera usted.
Celia tenía pocos años, era bonita, y a su pesar un poco coqueta.
—Ni pizca, me he limitado a decir la verdad.
La muchacha se echó a reír.
—Cada día me abruma con sus verdades, Milford.
—Sólo hago que las palabras salgan de mis labios sin meditarlas.
No existe en ellas el menor cumplido.
—Se lo agradezco.
—¿Me permite que la acompañe?
—No faltaba más.
Milford Hughes tendría unos veintisiete años, era alto y apuesto,
sus facciones eran correctas y atractivas y vestía la ropa de cow-boy
con naturalidad y elegancia. Llevaba tres años en el rancho de los
Beynon, y dos que era capataz. Pese a todas estas cualidades
reunidas, a Celia no le gustaba. Respondía a sus amables palabras, y
sonreía a sus cumplidos siempre corteses, pero nada más. Su
corazón no se sentía impresionado en lo más mínimo.
Salieron del rancho. Milford no cesaba de hablar y Celia
respondía con movimientos de cabeza, pero estos gestos eran
hechos maquinalmente y Milford lo notó. Cesó en su charla,
sintiéndose despechado.
Celia no se apercibió de que su acompañante ya no hablaba. Sin
siquiera darse cuenta, sus pensamientos revoloteaban alrededor del
jinete desconocido, y confiaba en que se quedaría en New City. Al
fin, salió de su ensimismamiento, y se cercioró de lo que estaba
pensando. Se calificó de tonta, ¿qué le importaba a ella que aquel
hombre se quedase en New City o se fuese inmediatamente del
poblado? Jamás hasta entonces le había visto, y, en realidad, ni en
aquella ocasión logró verlo, pues pasó raudo por delante del rancho.
Y entonces se fijó en que Milford galopaba a su lado en silencio.
Lo observó y notó que tenía los labios contraídos y la expresión de
sus ojos era cruel. En aquel instante, el capataz volvió el rostro hacia
ella, y su semblante fué el mismo de siempre. Resultó tan rápido el
cambio efectuado en su fisonomía, que Celia creyó que fué una
ilusión de sus sentidos, pues la faz vengativa y odiosa que vio
segundos antes, no podía pertenecer a aquel muchacho que poseía
la confianza de su tío, y que era leal y trabajador.
—Milford, se ha quedado muy callado.
—Para qué voy a hablar, si mis palabras se las lleva el viento, sin
que usted se entere de nada.
—Perdóneme, pero esta mañana me encuentro algo extraña.
—Exacto, esa es la impresión que tengo.
—¿Y qué definición tiene esa impresión?
—La de que está usted enamorada.
Celia lanzó una alegre carcajada.
—¿Yo enamorada?
—No tendría nada de particular.
—No lo entiendo yo así.
—Es usted muy cruel. A su alrededor muchos hombres se
esfuerzan en atraerse una mirada de esos hermosos ojos, y ni
siquiera se digna hacerlo.
—Quiere dar a entender que soy orgullosa.
—No, solamente inconsciente.
Celia se dió cuenta de que si no cambiaba de conversación,
Milford se declararía, y no deseaba que lo hiciere. Tan sólo una vez
se le declaró un vaquero, y se halló tan embarazada que no supo
qué responder, pues a pesar de su apariencia frívola, poseía buenos
sentimientos y no le gustaba lastimar a los demás. Su acompañante
era apasionado, y en modo alguno quería que quedase en una
posición desairada. Si le dejaba hablar, veríase obligada a hacerlo, y
su instinto le decía que Milford Hughes no era de los hombres que se
conforman con una negativa.
—Ya faltan pocos días para las fiestas.
Milford se mordió los labios. Aquella era la mejor ocasión que se
le presentó para declararse. Él tenía el convencimiento de que Celia
Beynon sería su esposa, no era posible que ella le rechazase. Estaba
muy seguro de sí mismo para aceptar aquella posibilidad. Además, el
tío de la muchacha estaba de su parte, y no se opondría al enlace; al
contrario, daría su consentimiento con satisfacción.
—Así es, dentro de veinte días empezará el gran rodeo.
—No dejará usted de participar.
—Desde luego, defenderé mis títulos de doma y tiro — respondió
Milford, con énfasis.
Sentíase orgulloso de haber vencido en los dos anteriores
concursos, y más porque tuvo por adversarios a hombres de
excelente clase. Confiaba en volver a ganar las dos pruebas, y hasta
triunfar en alguna otra.
El rodeo reunía un gran número de participantes. Todos los
vaqueros de la región no dejaban de asistir, ya como concursantes o
simplemente de espectadores, cruzándose elevadas apuestas.
La joven decidió regresar al rancho, y Milford, con un hábil
movimiento, hizo dar la vuelta a su caballo. Le gustaba exhibir su
destreza, y más ante Celia Beynon. La muchacha admiró el apuesto
porte del jinete, mientras él no cesaba de mirar el rostro de su
acompañante, que de verdad era adorable.
El ardor de la carrera había coloreado las mejillas, de la joven las
aletas de su fina nariz aspiraban con fruición el aire puro, y una
sonrisa optimista entreabría sus labios, dejando ver sus dientes
blanquísimos e iguales. Sus dorados cabellos caían sobre sus
hombros, dándole a su rostro una hermosa expresión.
—Tendrá usted apetito. El paseo que hemos dado no es para
menos.
—Se equivoca… antes de salir ya lo tenía. He trabajado mucho
esta mañana.
—Es cierto, la labor de estos días es agotadora. —Menos mal que
los muchachos son fuertes y voluntarios, y lo soportan con entereza.
Lo que tardaron en efectuar el regreso, lo hicieron en silencio.
***
Louis Adams entró en New City a un trote moderado, y la
pequeña ciudad fué de su agrado, aunque en realidad apenas se
diferenciaba de otras poblaciones del Oeste. Se detuvo ante un
edificio, cuya fachada ostentaba un anuncio llamativo, que en
grandes letras decía:
HOTEL ROYAL
Louis desmontó y, tras atar su caballo en una barra, entró en el
hotel. Un hombre de aspecto jovial estaba sentado detrás de un
pequeño mostrador.
—Buenos días, señor. ¿Qué deseaba?
—Una habitación.
—¿Para muchos días?
—No lo sé.
—Lo mínimo son tres días.
—De acuerdo, transcurrido ese plazo ¿podré estar el tiempo que
desee?
—Sí señor.
—¿Qué cuesta cada día? — preguntó Louis.
—Dos dólares.
El hostelero comprendió que el futuro huésped no era hombre
que dispusiera de mucho dinero. Él no juzgaba a los hombres por su
aspecto, pero el que posee una cartera repleta no solicita detalles de
tan escasa importancia.
—Bien — aprobó el joven,
Tenía bastante dinero, el suficiente para vivir una larga
temporada sin preocuparse, pero no deseaba malgastarlo.
—¿Cómo se llama, por favor?
—Dave Smith — repuso Louis, sin vacilar.
El hombre sonrió e inscribió al nuevo huésped. El apellido Smith
era tan corriente, que estaba convencido de que el nombre del
forastero era otro; pero se guardó mucho de hacer el menor
comentario, limitándose a ejecutar su cometido.
—Se trata de una disposición del sheriff — dijo, afable—. New
City es una población tranquila.
Louis extrajo de su bolsillo varios billetes y pagó los tres días de
hospedaje. No había vacilado al dar un falso nombre. Louis Adams
desapareció en el desierto que acababa de cruzar.
—¿Y para mi caballo, dónde le puedo encontrar alojamiento?
—Siga esta calle hacia arriba, y en la segunda travesía lo
encontrará usted.
—Muchas gracias.
Después de cerciorarse, satisfecho, de que su caballo quedaba
perfectamente atendido, Louis paseó por la población. Su presencia
no despertaba la menor curiosidad, ya que en New City llegaban
diariamente varios forasteros, por lo que sus habitantes no ce
fijaban en uno determinado, y el joven confió en que podría pasar
desapercibido. No temía ser detenido o perseguido por la Ley, pues
nadie le podía acusar de haber hecho cosa alguna que estuviese
fuera de su margen; pero sí, que por su fama de pendenciero y
temible gun-man, nadie accedería a concederle un empleo.
Y lo que él de deseaba era trabajar. Estar en un lugar seguro y
tranquilo, sabiendo que sus esfuerzos servirían para la creación de
una futura gran ciudad, y tal vez en el transcurso de los años
consiguiera una posición, pues de continuar su errabunda existencia,
estaba convencido de que acabaría siendo uno de aquellos inútiles
veteranos que con tanta frecuencia era posible ver en todos los
pueblos de aquella parte del país.
Louis no deseaba terminar de aquella forma, a pesar de tener la
convicción de que no le sería posible volver a amar; y, sin embargo,
en lo más recóndito de su corazón existía, sin sospecharlo, una
pequeña llama que pugnaba por brotar y extenderse.
Se detuvo ante un saloon de suntuosa apariencia, y pensó que
una copa de whisky no sentaría mal a su seca garganta. Además, allí
dentro quizá le informasen en qué rancho faltaban vaqueros
experimentados. Excepto dos mesas, todas las demás estaban
vacías, y Louis, después de beber el licor que le sirvió el camarero,
se fijó detenidamente en las personas que estaban dentro del local.
En una mesa jugaban al póker; y el joven los definió como
comerciantes que pasaban un rato de ocio, pues por las palabras
que llegaban hasta él, comprendió que las puestas no eran muy
elevadas, y ya no se preocupó más de ellos.
Los ocupantes de la otra mesa ya le resultaron más interesantes.
Discutían sobre diversos asuntos y por su aspecto creyó colegir que
se trataban de rancheros de la región. De pronto, oyó algo que le
hizo aguzar el oído, y prestar toda su atención a lo que hablaban.
—Por desgracia — decía un hombre alto y corpulento que por sus
prendas se adivinaba que su posición era holgada — todos los
forasteros que llegan a la ciudad van de paso y ninguno desea
quedarse a trabajar en un rancho.
—Así es — respondió otro—, y con la falta que nos hacen
algunos expertos vaqueros.
El que acababa de hablar rayaría en los cincuenta años, era de
mediana estatura y muy fornido. Su semblante enérgico y noble fué
del agrado de Louis. No cabía duda, aquellos rancheros se
lamentaban de la falta de vaqueros; por lo visto, el trabajo les
agobiaba. No podía haber entrado con más oportunidad en aquel
bar, pues acababa de hallar lo que buscaba. No vaciló en
presentarse. Se levantó y se dirigió hacia la mesa que ocupaban los
rancheros. Estos le miraron con atención al verle aproximarse.
—Perdonen ustedes mi intromisión en la conversación que están
sosteniendo, pero he creído oír que necesitan vaqueros.
—Así es — contestó el ranchero alto y corpulento, que tenía su
escrutadora mirada fija en el semblante de Louis.
—He llegado esta mañana a New City, y desearía trabajar.
—Me llamo Art Wenstob, y desde este mismo momento puede
usted ir a mi rancho.
—Me ha ganado la mano, Wenstob — intervino Archie Beynon,
que era el ranchero de semblante enérgico y noble — por lo que no
puedo disputárselo.
—Acepto su proposición — dijo Louis con sencillez—. Mi nombre
es Dave Smith.
Y estrechó la mano que le tendía Wenstob.
De buen grado hubiese aceptado trabajar en el rancho de Archie
Beynon. Le gustaba más su aspecto que el de su nuevo patrón,
aunque él no podía decidir, pues Beynon, con loable nobleza, se
mantuvo a un lado, reconociendo que el derecho correspondía a
Wenstob por habérsele adelantado.
—Dentro de una hora partiré hacia el rancho, si me quiere usted
acompañar.
—No tengo el menor inconveniente.
—Si desea quedarse, ya puede hacerlo.
—Se lo agradezco, pero me gustaría tener la tarde libre para
conocer la población.
—De acuerdo, Smith — asintió Wenstob lanzando una carcajada
—. Después de unas jornadas de viaje, es justo que un hombre se
divierta. Y ahora, vamos a celebrar el trato con una copa.
¡Camarero!
Acudió éste con rapidez y, obedeciendo la orden de Wenstob,
llenó los vasos de todos.
Prosiguió la charla, sin que Louis interviniera, y sin que nadie le
hiciese la menor pregunta. Lo único que interesaba a aquellos
rancheros, era que los vaqueros supiesen cumplir su obligación, y
que se portasen con honradez. Lo demás carecía de importancia. El
pasado no se tenía en cuenta. En aquellas ciudades nuevas se vivía
al presente, con la mirada puesta en el porvenir.
La Ley aún era vacilante y no poseía la potencia necesaria para
imponerse decisivamente. Algún sheriff audaz y enérgico conseguía
mantener el orden con mano férrea. La mayoría de ellos sucumbían
frente a un pistolero, o al intentar detener a unos cuatreros.
Louis, aparentando indiferencia, observaba con atención a los
hombres que le rodeaban. Su instinto habíase agudizado, la sola
presencia de un hombre desconocido despertaba en él el recelo, en
seguida se daba cuenta de si era peligroso. El semblante de Art
Wenstob no fué de su agrado, lo juzgó de carácter innoble, capaz de
todas las vilezas con tal de conseguir sus propósitos. No le era
posible rechazar su oferta, en modo alguno podía ofender a un
hombre sin motivos para ello, por lo que se resignó a trabajar en su
rancho.
En cambio, Archie Beynon era más, de su agrado.
La energía y lealtad que irradiaban de su rostro le gustaron y
estaba arrepentido de haberse dejado llevar de su impulso, ya que
hubiese hecho mejor no dirigiéndose a la mesa de los rancheros
para pedir, abiertamente trabajo. Hubiera tenido que esperar que se
marchasen y entonces, abordar directamente a Archie Beynon.
Ya estaba hecho y no tenía por qué lamentarse, se había
comprometido a trabajar en el rancho de Art Wenstob y no podía
volverse atrás. Si al cabo de algunas semanas no le satisfacía el
empleo renunciaría a él con alguna causa justificada; pero ahora,
por el mero hecho de que no le gustaba la persona del dueño, no
podía hacerlo.
Cuando parecía que la reunión iba a disolverse, se presentó el
sheriff. Este era un hombre de unos cuarenta años, alto y nervudo.
Su semblante muy alargado y sus facciones muy acusadas hicieron
que Louis se formase una inmejorable opinión de él. Le dió la
impresión de que era honrado e inflexible; un digno representante
de la Ley.
—¡Hola, Reggie! — le saludó en tono cordial Wenstob—. Le
presento a Dave Smith, que desde hace una hora aproximadamente,
pertenece a mi equipo.
El joven se sintió examinado por les escrutadores ojos del sheriff
que, tendiéndole la mano, dijo:
—Sea usted bienvenido a New City, y que su estancia aquí le sea
agradable.
—Le agradezco mucho sus palabras, señor — respondió Louis
con sencillez.
Habíase dado cuenta de que su interlocutor formaba una buena
opinión de su persona. Estuvieron conversando poco rato, pues no
tardaron en separarse. Todos estrecharon con afabilidad la diestra de
Louis, sin que ninguno le hiciera la menor pregunta.
Salió con Art Wenstob, dirigiéndose en busca de su caballo. El
ranchero no cesaba de charlar, intentando simpatizar con él, pero
Louis se limitaba a responderle con amabilidad. Al llegar al rancho
de Wenstob, Louis admiró su extensión y lo magnífico de sus
instalaciones. Los amplios cercados estaban llenos de reses, y el
edificio principal era de sólida construcción; no cabía duda, Wenstob
era un acaudalado ranchero.
Louis fué presentado a Raymond Food, capataz del rancho. Quizá
fuese debido a la prevención que ya tenía el joven, pero Food
tampoco le fué simpático Este era de mediana estatura, aunque muy
fornido, dando la sensación de poseer una gran potencia. Su rostro
ovalado, de pronunciados pómulos, le daba un aspecto feroz.
Estrechó la mano del nuevo vaquero, mientras una sonrisa aparecía
en sus gruesos labios; pero sus ojos fríos y penetrantes estaban fijos
en su interlocutor.
Louis aparentaba no darse cuenta del examen a que era
sometido, y respondía con sencillez a las preguntas que le formulaba
Food. Estas eran referentes a la profesión, y tanto Wenstob como su
capataz quedaron satisfechos de sus contestaciones.
—Por lo tanto, usted se considera un buen domador de potros
salvajes.
—He pasado mucho tiempo cazándolos.
—Bien, aquí tendrá usted bastante trabajo.
A requerimiento de Wenstob, Louis accedió a quedarse a comer.
En el comedor conoció a los vaqueros quo componían el equipo,
once en total, y no notó en ellos el buen humor que era peculiar en
los muchachos cuando se sentaban a la mesa, después de la pesada
labor. La mayoría de los semblantes estaban ceñudos, y tenían la
vista fija en el plato. A Louis le resultó tan desagradable el ranchero
como sus vaqueros, y cada vez estaba más arrepentido de haberse
ofrecido. Presentía que su estancia allí no sería muy agradable.
Cuando se disponía a regresar al poblado, Wenstob le preguntó:
—¿Qué le ha parecido mi rancho, Smith?
—Espléndido. Puede estar usted orgulloso de él.
Wenstob sonrió abiertamente, la respuesta de su nuevo vaquero
había halagado su vanidad.
Louis estuvo paseando por el poblado, que, a pesar de su
pomposo nombre, no era más que un pueblo. Realizó algunas
compras, y conversó con Reggie Olwel. El sheriff se mostró muy
amable con él, dándole una breve y amena explicación sobre New
City, aunque de sus habitantes apenas habló. Él ya ocupaba su cargo
desde hacía varios años, sostuvo algunas refriegas, pero en general
no estaba descontento.
Reggie hablaba con tono mesurado, como si midiera el
significado de sus palabras. Cuando se refería a sí mismo lo hacía
con modestia. Referente a su interlocutor no intentó hacer la menor
indagación, a él sólo le interesaba su conducta desde que apareciera
por New City.
Louis no se dió cuenta de la llegada de una joven, hasta que
Celia Beynon saludó al sheriff:
—¡Hola, señor Olwel! ¿Ha visto usted a mi tío?
Louis tropezó con la mirada de la muchacha, que le contemplaba
con fijeza, y que bajó los ojos con rapidez. A pesar de que casi no
tuvo tiempo de verla, se dió cuenta de que era muy bonita, y el
sonido de su voz le produjo una extraña sensación, como si él ya lo
hubiese oído hacía muchos años.
—No he visto a tu tío, Celia; pero creo que estará conversando
con unos ganaderos que han llegado a la ciudad.
—Bueno, entonces ya lo veré después, lo que tengo que decirle
no tiene importancia.
—Muy bien — y Reggie le dió un cariñoso tirón de los hermosos
cabellos rubios de la muchacha—. Te presento a Dave Smith, que
desde mañana trabajará en el rancho del señor Wenstob. La señorita
Celia Beynon, la más bonita de la comarca.
—No haga usted caso, este sheriff es muy adulador — respondió
la joven estrechando can firmeza la mano que le tendía Louis.
—En esta ocasión no creo que lo sea — opinó el vaquero
sonriendo.
—¡Oh! Porque usted es también como él — reprendió la
muchacha riendo, aunque sin poder evitar que su lindo semblante
enrojeciese.
Y, haciendo un amistoso ademán de despedida, se alejó. Los dos
hombres la siguieron con la mirada.
—Es adorable — comentó Reggie—. Soy un empedernido
solterón, pero si fuera joven no dejaría que otro se llevase a Celia.
La conozco desde que era una niña.
—Soy de su opinión — repujo Louis.
—Pues entonces no desperdicie la ocasión — bromeó el sheriff.
—Es que también me encuentro en su caso.
—No, usted es joven. Tiene por lo menos diez años menos que
yo.
—No lo crea, hace mucho tiempo que dejé de ser un muchacho.
Ya tengo treinta años.
—¿Y con esa edad se considera usted viejo?
—Así es, en efecto.
—Espero que durante su estancia en New City, recupera su
perdido optimismo.
Celia regresó al rancho. En realidad, ya estaba enterada de que
su tío conversaba con unos señores, pero si se acercó al sheriff para
preguntárselo, fué debido a que lo vio en compañía de un forastero,
y estaba convencida de que se trataba del jinete desconocido que
llegó aquella mañana a la población.
Al mirar el rostro del vaquero, notó que era atractivo y varonil.
Cuando se cruzó su mirada con la del desconocido, no le fué posible
sostenerla, por lo que no se dió cuenta de que a él le ocurría lo
mismo. Su forma de hablar, algo semejante a la de Reggie, le
produjo un estremecimiento y se calificó a sí misma, de tonta por
ello, y sintió una gran alegría cuando Dave Smith aprobó lo dicho
por el sheriff.
Se sentía atraída hacia el vaquero. Los rasgos de su rostro eran
duros, pero cuando sonreía éstos se suavizaban. A pesar de parecer
que no se fijaba en él, en realidad, no perdió ningún detalle de su
persona. Lo cierto era que, sin saberlo con certeza, Celia Beynon
habíase enamorado por primera vez en su vida.
Cuando Louis Adams se dejó caer en el lecho, mentalmente pasó
revista a lo sucedido durante aquel día, y fué analizando los hechos
uno a uno. Su carácter ya no era tan impulsivo como hacía unos
años, ahora acostumbraba a obrar con más cautela, por lo que se
fijaba en los detalles para no cometer un error que podía serle fatal.
De una cosa se lamentaba. De haber entrado a formar parte en
el equipo de Art Wenstob. Y cuando sus ojos se cerraron, vencidos
por el cansancio, retenían le visión de Celia Beynon, aquella linda
muchacha que le hizo sentir un efecto del que ya no se creía capaz.
CAPITULO III
El trabajo en el rancho «Diamante» era duro, y más en vísperas
del rodeo. No se descansaba un solo instante. Cuando se terminaba
una tarea, empezaba otra.
El equipo estaba capacitado y era hábil en sus maniobras, pero
tal como ocurrió durante la comida del día anterior, realizaban su
cometido con sobriedad, sin que ninguna broma alegrase sus
semblantes.
En una ocasión, uno de los vaqueros, al intentar apresar una res,
fué derribado de su caballo sin que la caída tuviese consecuencia
alguna. En otro lugar, el incidente hubiese producido una gran
hilaridad entre sus compañeros, pero allí no. Todos permanecieron
serios, y Louis que ya esbozaba una sonrisa, se apresuró a
reprimirla. El vaquero se levantó y prorrumpió en blasfemias.
Algo extraño ocurría en el rancho «Diamante», esta impresión ya
la tuvo en cuanto llegó a él; pero conforme iban pasando las horas,
se iba acentuando. Louis pronto se destacó. Su energía y habilidad
eran superiores a las de los demás vaqueros, y Raymond Food sintió
que la envidia le roía, ante aquella superioridad que cada vez se
hacía más patente.
Sobre todo, en la doma de caballos salvajes. Entonces, Louis
demostraba hasta donde llegaba su destreza y vigor. Art Wenstob le
observaba mientras montaba uno de los más indómitos cerriles, y a
pesar de que éste era muy furioso, no pudo resistir a la férrea mano
que sujetaba las riendas, y vióse obligado a sucumbir. Se acercó al
vaquero y golpeándole amistosamente en el hombro, dijo:
—Es usted un maravilloso desbravador, Smith.
—Gracias, señor Wenstob.
—Podría inscribirse en la prueba de domar en el rodeo.
—Lo haré.
—Le advierto que tendrá un adversario temible en Milford
Hughes, el capataz del rancho «Fortuna», que ha ganado durante
dos años consecutivos.
—Tendré un placer en enfrentarme con él.
—Será una lucha magnífica, aunque apostaré por usted.
—Le agradezco la confianza que deposita en mí.
***
Los días se fueron sucediendo con rapidez. La dureza y
continuidad del trabajo hacían que no se notase el transcurso de las
horas.
Louis apenas si conocía los nombres de sus compañeros de
equipo. El mismo se encerró en una absoluta reserva, hablando lo
más preciso para no parecer descortés. Con el único que intimó fue,
fué con un individuo alto y delgado, llamado Bob Simmons, cuyo
semblante parecía retallado en granito tal era su impasibilidad. No
obstante, con Louis se mostraba relativamente cordial.
Por lo menos, Simmons poseía una cualidad de la que carecía el
resto del equipo. Su mirada no era esquiva y sus ojos se posaban en
el rostro de Louis cuando le hablaba. Le daba la sensación de que no
era capaz de disparar sobre sus enemigos por la espalda; de los
demás, no estaba seguro de ello.
Louis efectuó su inscripción en el concurso de doma, y aumentó
el interés de esta prueba, pues ya se sabía que el nuevo vaquero del
equipo «Diamante» era un excelente desbravador, por lo que se
presumía una enconada lucha entre éste y Milford Hughes, el
vencedor de las dos últimas ediciones.
Sólo una vez, en el transcurso de aquellos días, vio Louis a Celia
Beynon, y se limitó a saludarla. A pesar de que no podía negarse
que la muchacha le gustaba, se daba cuenta de que era una niña.
Apenas si tenía diecinueve años y él ya contaba treinta, por lo que
se hizo el propósito de no alimentar vanas ilusiones.
Louis ya se consideraba un viejo, aunque físicamente se
encontraba en inmejorables condiciones. A pesar de su voluntad, su
fantasía se sublevaba y formaba proyectos descabellados. Él conocía
matrimonios en que el esposo llevaba a su cónyuge de diez a quince
años, por lo que la diferencia de edad no era un obstáculo
insuperable; pero intervino su sentido común haciéndole comprender
que él no podía pretender a Celia Beynon por varios motivos.
A Celia le sucedía algo distinto.
Muchas noches la muchacha se despertó y antes de que el sueño
volviese a cerrar sus párpados, pensaba en el forastero, en el
hombre que por vez primera había hecho latir su corazón. Ya no
tenía dudas de que estaba enamorada de Dave Smith. Calculaba que
tendría unos treinta años, pero esto no le importaba lo más mínimo.
A pesar de su aspecto serio y quizá algo amargado, cuando le vio
sonreía, comprendió que la naturaleza de Dave no era aquella, sino
que ansiaba vivir, poder reír con naturalidad. Todo lo adivinó en
aquella sonrisa. No fué de su agrado que entrase a formar parte del
equipo «Diamante», pues Art Wenstob la repelía. Se lo dijo a su tío y
éste le relató la forma en que habíase presentado el forastero y la
rapidez con que aquel le ofreció el empleo, no pudiendo él hacer lo
mismo, pues no hubiese sido justo, y a que Wenstob tenía el
privilegio de la prioridad.
—¿Y a qué viene ese interés? — preguntó de súbito Archie
Beynon.
—Porque sé que necesitas hombres y he oído decir que es un
buen vaquero.
—En cuanto le eché la vista encima me cercioré de ello.
—Pues no tenías que habértelo dejado arrebatar — insistió la
muchacha.
—¡Como te voy a decir que no podía hacerlo!
Celia se calló. Comprendía que su tío llevaba razón, y que
infundiría sospechas su interés por aquel forastero. Se separó de su
tío y paseó por el patio, sumida en sus pensamientos. Ahora que la
muchacha conocía con certeza sus sentimientos hacia Dave Smith
ahora que ya no tenía duda de que lo quería, haría todo lo posible
para que él le correspondiese.
De pronto se estremeció. ¿Y si aquel vaquero no la amaba? ¿Y si
todos los esfuerzos que hiciera fueran en vano? Apartó este
pensamiento con rapidez. Le horrorizaba y no creía que ello fuese
posible. Por primera vez en su vida, Celia Beynon sintió una, extraña
angustia y que su corazón era oprimido por una mano cruel y
despiadada.
Llegó el día tan ansiado, en el que muchos hombres fuertes y
hábiles tenían depositadas sus ilusiones, confiando en quedar
vencedores de las pruebas en que participarían.
New City estaba, animadísimo. Los dos hoteles y las demás
fondas estaban abarrotados de gente, que se conformaban a dormir
en cualquier rincón con una sola manta, pagando el precio de una
habitación de la máxima comodidad. Los saloons, bares, tiendas y
calles, veíanse tan concurridos, que resultaba imposible dar varios
pasos sin haber tropezado con alguien que andaba apresurado, o,
por el contrario, que estaba detenido mirando con atención algún
objeto.
La comarca entera habíase volcado en la pequeña ciudad para
presenciar el magno acontecimiento. Un rodeo era el espectáculo
que más apasionaba a aquellos hombres rudos y sencillos. La
rapidez de tirar un lazo con precisión; apresar una res y dominarla,
admirar la velocidad de los caballos cuando se lanzaban raudos hacia
la meta, apasionarse en la lucha entablada entre el jinete dominador
y el bronco indómito, que saltaba y coceaba para quitarse de encima
aquel peso extraño que le molestaba y por último, la maravillosa
puntería de los concursantes que tiraban sobre blancos
inverosímiles.
Los hombres escogían sus favoritos y apostaban por ellos
enormes cantidades, y durante las pruebas no cesaban de animarles
con grandes gritos. Cuando éstos quedaban vencedores, lanzaban
sus sombreros al aire enardecidos.
El sheriff y sus ayudantes no cesaban de vigilar para evitar que
se produjesen incidentes desagradables, pues algunos vaqueros
bebían más de la cuenta, aunque generalmente no se llegaban a
producir las peleas, ya que el buen humor imperaba y se limitaban a
simples discusiones.
Louis Adams sólo había mandado su inscripción para el concurso
de la doma. De buen grado hubiese participado en todas las
pruebas, pero no le interesaba adquirir mucha popularidad, deseaba
que su existencia transcurriese plácida y lo más agradable posible en
aquella modesta ciudad de California.
Si su nombre se popularizaba corría el riesgo de que algún
forastero desease conocer al célebre Dave Smith y que reconociese
en él al famoso gun-man Louis Adams. Si este hecho llegaba a
ocurrir ya podía preparar su equipo y marchar de nuevo a la ventura,
refugiándose en aquellos inmensos bosques, único lugar donde
hallaba una paz completa, aunque su espíritu joven y sociable,
encontraba a faltar la compañía de seres apreciados con quienes
cambiar impresiones.
Lo propio le ocurría en el rancho «Diamante», donde le era
preciso encerrarse en sí mismo. El deseaba hallarse en un ambiente
donde imperase el buen humor y la lealtad, y esto precisamente no
existía allí. Notó varias casas que le hicieron sospechar de la
honradez de Art Wenstob, pero estas sospechas no le fué posible
comprobarlas.
E1 primer día de la fiesta apuntó con un sol radiante, y las calles
de New City se llenaron de un gentío alegre y alborotador. Los
saloons y bares estaban repletos, aunque las mujeres y las mesas de
juego no actuaban. Sólo se bebía y discutía, y lo más corriente era
que esto último se hiciese a gritos; los ánimos estaban exaltados.
Las apuestas eran elevadas, y, a veces, se daba el caso de que al
llegar a un acuerdo, los dos que acababan de apostar lanzaban
grandes carcajadas, asegurando que en su vida habían ganado el
dinero con tanta facilidad; pero al darse cuenta de que su rival decía
lo mismo, se ponían serios y proseguían una acalorada discusión.
Louis paseaba en compañía de Bob Simmons. Ninguno de los dos
hablaba. A pesar de que su acompañante era taciturno, no le
desagradaba ir a su lado. De improviso, se cruzaron con tres
personas, a dos de las cuales conocía; eran el ranchero Beynon y su
sobrina. El otro era un joven apuesto que hablaba con la muchacha.
Estaba convencido de que era la primera vez que lo veía, pero
también de que no le gustaba su aspecto, aunque esto último quizá
fuese debido a que lo vio al lado de Celia, hablándole con tanta
familiaridad.
La joven se dió cuenta de su presencia, y clavó su mirada con
tanta intensidad en él, que no le fué posible eludirla. Louis, en el
transcurso de aquellos años de vida aventurera, habíase visto en
situaciones asaz peligrosas, y jamás perdía el dominio de sus
nervios, pero los hermosos ojos de aquella chiquilla parecían tener la
virtud de desasosegara.
Beynon, al descubrirle, le hizo un amistoso gesto, y Louis vióse
precisado a acercarse a ellos. Conforme iba acortándose la distancia,
notaba sobre sí la mirada de Milford Hughes, que le examinaba con
atención. Los dos hombres, al ser presentados, se estrecharon la
mano con frialdad; no simpatizaron
—Tengo entendido que se ha inscrito usted en el concurso de
doma.
—Sí.
—Pues mi capataz es el vencedor desde hace dos años
consecutivos.
—Entonces será muy difícil conquistar ese premio —dijo Louis,
sonriendo.
—Tenga la seguridad de que haré todo lo posible para que usted
no lo consiga — repuso Milford, riendo.
—Y yo también para que no sea usted el vencedor por tercera
vez.
El desafío estaba lanzado, la pugna entre aquellos dos hombres
sería enconada y el que resultase vencido lo sería después de haber
realizado el último esfuerzo.
Celia no cesaba de contemplar el varonil rostro del vaquero,
hasta que se apercibió de que su tío se daba cuenta de su
insistencia, y enrojeció ligeramente. El joven también lo notó e hizo
todo lo posible por no mirarla.
—Usted habrá recorrido muchos Estados — insinuó Beynon.
Era la primera pregunta que le hacían desde su llegada a New
City, y era formulada sin la menor intención de indagar sobre su
pasado.
—He estado en Texas, Nevada, Arizona, Kansas y Nuevo Méjico.
—¿Y en todos esos lugares ha encontrado la animación que
existe en esta población por el rodeo?
—Sí señor, en todos los pueblos del Oeste apasiona esta fiesta.
—¿Ha conocido usted a muchos gun-men famosos? —preguntó
Milford, con intención.
A Louis no le agradó el tono de su interlocutor, pero fingió no
darse cuenta de ello, y respondió con naturalidad:
—En efecto, he tenido ocasión de conocer a varios.
—Quizá a Barney Belmont, Louis Adams y Ralph Fulton.
—He visto a los dos primeros.
—He oído decir que son sanguinarios, que matan por el placer de
hacerlo y están perseguidos por la justicia.
—Me veo obligado a contradecirle: ninguno de los dos está
proscrito.
—¡Parece muy convencido!
Louis contuvo el impulso que le asaltó de golpear aquel rostro de
expresión irónica.
—Cuando lo digo, es porque es así. Barney Belmont y Louis
Adams pueden ir por todos los Estados de la Unión con las cabezas
altas. No son cuatreros ni asesinos.
—Está usted muy seguro.
—Por eso lo afirmo.
—No me explico esa seguridad.
—Estuve en un pueblo donde eran muy conocidos y apreciados,
sobre todo Adams.
—¿Y son ton rápidos como dicen?
—Belmont no lo sé, no le he visto actuar; en cuanto a Adams, sí.
Respondió a un bravucón que deseaba tener en su historial un
nombre de tanto prestigio en el Oeste. No consiguió su propósito y
fué él quien sucumbió ante la celeridad de Adams. Ninguno de los
que estábamos presentes pudimos darnos cuenta del movimiento de
su mano.
—Me gustaría enfrentarme con Adams — afirmó Milford.
—¡Oh, sí! Milford es el campeón del concurso de tiro — intervino
Celia.
En el acento vehemente de la muchacha se notaba el odio que
sentía hacia el famoso pistolero, aún sin conocerlo, guiándose tan
sólo por su celebridad, y sin asegurarse de si ésta era cierta.
El vaquero sonrió con amargura.
—Quizá algún día consiga enfrentarse con él.
—Hemos elegido una discusión muy enojosa — intervino Beynon.
—Es cierto — corroboró Celia riendo—. Podríamos hablar de otro
tema.
Prosiguieron charlando algunos minutos más, y Louis y Bob se
despidieron.
La jornada inicial del rodeo se limitó a unas eliminatorias, y la
primera criba fué cuantiosa, no registrándose ninguna sorpresa,
pues todos los favoritos pasaron a la fase final.
Dave Smith se calificó como un adversario peligroso para Milford
Hughes. Hizo patente su dominio y se caracterizó por su elegancia
pues ni aun en los momentos de mayor apuro se descompusieron
sus ademanes, arrancando frenéticos aplausos de los espectadores,
mientras Milford se mordía los labios, despechado.
Celia se entusiasmó, su instinto no le había engañado, y Dave
era tan buen caballista como ella lo calificó en cuanto lo vio. Los
comentarios que se oían no eran muy favorables para Milford, pues
el estilo seguro y elegante de Smith se granjeó muchos
simpatizantes.
Solamente quedaron clasificados para las pruebas finales, Louis
en la doma y otro vaquero en el tiro; los demás participantes del
equipo «Diamante» quedaron eliminados. Wenstob les felicitó a
ambos efusivamente, y con palabras afectuosas les animó a
conseguir el triunfo.
Louis se dio cuenta de que Milford Hughes era un excelente
caballista y un rival peligroso, pero a pesar de ello no le inquietaba,
pues contaba ganarlo con facilidad. Vio su actuación en el tiro, y
quedó convencido de que podía vencerle de forma más rotunda.
Desde luego, pondría todo su empeño en derrotarle, y casi estaba
arrepentido de no haberse inscrito en la prueba de tiro para impedir
que quedase vencedor, pues la jactancia de que hacía gala le
crispaba los nervios. Además, se dio cuenta de que intentaba por
todos los medios atraerse las miradas de Celia.
Al salir, cuando se terminaron las pruebas, descubrió a la joven
rodeada de varios vaqueros, y pasó por delante como si no la
hubiese visto; pero la muchacha le salió al encuentro. Louis vióse
precisado a detenerse y estrechó la mano que le tendía Celia.
—Le felicito señor Smith, ha estado usted muy bien.
—He hecho cuanto he podido.
—La final se presenta muy interesante.
—Sí, hay algunos que son excelentes desbravadores.
—No me refiero a los demás, sino a la lucha entre usted y Milford
Hughes.
La muchacha hizo un gracioso mohín.
—Me pone usted en un apuro.
—No, solamente tiene que responder lo que sienta.
—Desde luego, pertenece al equipo de mi tío, y es un gran honor
quedar vencedores.
—Lo comprendo.
—Pero si es usted el que gana me alegraré.
—Me quita un peso de encima — dijo Louis, sonriendo—. Creía
darle un disgusto de ser yo el ganador.
—De ningún modo.
—Es usted una chiquilla adorable.
Celia se puso seria.
—¿De verdad que me considera una chiquilla?
—Sí.
—¿Cuántos años cree que tengo?
—Dieciocho.
—Se ha equivocado, ya he cumplido los veinte.
—¡Ah! Así es otra cosa — respondió Louis con ironía.
—Se cree usted muy gracioso.
El tono de la muchacha era agresivo.
Louis se echó a reír.
—No se enfade, Celia, solamente le he querido gastar una
broma. Estoy de acuerdo con lo que dijo el sheriff el día de mi
llegada, de que es usted la señorita más bonita de la comarca.
La muchacha se aplacó, y en sus ojos se reflejó la satisfacción
que le producían las palabras de su interlocutor. Louis prosiguió con
seriedad:
—Y no se enfade conmigo, Celia. Lamentaría mucho perder su
amistad, pues son muy pocas las que tengo, y me sabría muy mal
quedarme sin su afecto.
—No me he enfadado.
—Me alegra oírselo decir. Ahora vuelva al lado de aquellos
muchachos, que la están esperando impacientes.
Celia se encogió de hombros, pero Louis se despidió inclinándose
ligeramente.
CAPITULO IV
Milford Hughes estaba eufórico de entusiasmo, acababa de ganar
el concurso de tiro, y su moral había alcanzado un alto nivel. En
forma alguna creía que Dave Smith fuese capaz de vencerle.
Confiaba demasiado en sí mismo para temer a su adversario. Quizá
le resultase más difícil la victoria que en años anteriores, pero de
que la conseguiría, no le cabía la menor duda.
Los espectadores también se dejaron influir por la victoria
obtenida por Milford, y las apuestas se inclinaban ligeramente a su
favor. De lo contrario, lo más probable es que hubiere salido Louis
favorito.
Se inició la competición con los seis finalistas, y la eliminación se
iba haciendo sobre la duración de la doma, y los cerriles eran
sorteados, para evitar que ningún participante tuviese la menor
queja.
Los dos primeros tardaron mucho para que los demás se
inquietasen. Milford salió el tercero. En el sorteo había tenido suerte
y aunque los cerriles eran de parecidas características, resultaba una
considerable ventaja poder elegir. Montó en un ruano alto y
poderoso. Pronto demostró su habilidad y potencia, a la vez que sus
conocimientos sobre caballos salvajes. Cuando detuvo su
cabalgadura y la hizo galopar a su antojo, una salva de aplausos
premió su actuación. El tiempo que tardó en domar el cerril fué muy
inferior al que emplearon sus anteriores antagonistas.
Milford sentíase satisfecho, ya que en modo alguno creía que
Dave Smith le superase. Sudoroso y jadeante por el esfuerzo
realizado, respondió sonriendo a las manifestaciones de entusiasmo
de sus admiradores. Celia permanecía asida al brazo de su tío y le
sonrió.
—¿Crees que ganará Milford?
El ranchero tardó bastante en responder:
—He apostado por él.
—Lo sé, pero no tanto dinero como en los otros años.
—Y no estoy arrepentido, ese Smith es temible.
—No eres muy optimista.
—En confianza, de haber podido apostar a mi criterio, lo hubiese
hecho por Dave Smith. Ese muchacho es un jinete maravilloso, en
cuanto monta sobre uno de esos endemoniados cerriles, da la
impresión de que los domina con una facilidad pasmosa. Estoy
seguro de que es un cazador de caballos salvajes.
Celia no respondió, y sentíase contenta por las palabras de su tío.
Estaba un poco disgustada con él, porque la consideraba una
chiquilla, y cuando le hablaba era igual como si se dirigiera a una
niña, y ella deseaba aparecer como una mujer, sobre todo a sus
ojos.
El desbravador que siguió a Milford pese a los esfuerzos que
realizó, distó mucho de alcanzar el tiempo empleado con éste. En
aquel memento, Milford llegó al lado de Beynon. Ya habíase lavado y
cambiado de ropa.
—Muy bien, Milford, le felicito — dijo el ranchero. El capataz
miraba a la joven, después de haber agradecido el elogio del patrón
con un movimiento de cabeza.
—Soy de la misma opinión que mi tío.
—Gracias, Celia. Confío en que esta vez también quedaré
vencedor.
—Tiene un adversario difícil en Dave Smith — dijo Beynon.
—Es cierto, pero no creo que logre superar mi tiempo. Es el
mejor que he hecho en los tres años.
Apareció Louis, y se oyeron numerosos aplausos y gritos de
ánimos; eran los que apostaban por él.
Podía elegir entre los dos caballos que quedaban y, ante estupor
general, señaló el peor: un formidable ruano, bronco y de temible
aspecto. Una duda se apoderó de los espectadores: Dave Smith no
entendía de caballos o escogía el peor para demostrar que si
triunfaba era sobre el animal más indómito.
Milford sonrió con suficiencia.
—¡Si no entiende de caballos! — comentó con ironía.
—O quizá entiende demasiado — respondió Beynon, intrigado.
Y en cuanto Louis estuvo sobre el caballo, se convenció de que
no se había equivocado; Dave Smith se disponía a dar una
exhibición.
Durante los primeros minutos. Louis dejó que el ruano hiciera lo
que quisiera, limitándose a mantenerse en la silla. El espectáculo era
sublime y aterrador. El caballo, irritado al sentir aquel peso extraño,
saltaba y coceaba sin cesar, dando la impresión de que el jinete sería
lanzado violentamente contra el suelo; pero éste sin aparentar hacer
el menor esfuerzo, se mantenía firme sobre él, pareciendo que
formaban una sola pieza.
Tan pronto el animal señaló los primeros síntomas de cansancio,
Louis actuó con energía, obligándole a saltar sin parar, y cuando el
ruano intentaba detenerse lo espoleaba sin piedad. Los
espectadores, enardecidos por la maestría del jinete, prorrumpieron
en estruendosos aplausos que se intensificaron al ver que Dave
Smith obligaba a su cabalgadura a galopar. ¡El animal estaba
domado!
Circuló con rapidez la noticia de que el vaquero había superado
en más de dos minutos el tiempo empleado por Milford Hughes. Los
vítores y aplausos se renovaron al final, cuando el último
concursante tardó mucho en poder reducir al cerril que le dejó
Smith, y éste era proclamado vencedor del concurso.
Milford Hughes palideció y sus dientes se entrechocaron con un
crujido siniestro que, por fortuna para él, no oyeron Beynon y su
sobrina.
—Lo lamento, Milford — dijo el ranchero—, pero ese vaquero le
ha vencido.
El capataz sonrió forzadamente.
—Así es — repuso.
Y lo que le enfureció haciéndole estremecer de ira, fué el ver que
el semblante de Celia se iluminaba, como si la victoria del forastero
le alegrase. Sólo faltaba que la muchacha se enamorase del
aborrecido vaquero. Pese a su despecho, reconocía que el triunfo de
su adversario fué conseguido en buena lid, y que su superioridad era
indiscutible. Pero se guardó mucho de manifestarlo, sumiéndose en
un hostil silencio.
A Beynon y Celia no les gustó la actitud adoptada por el capataz.
Su falta de entereza para aceptar su derrota, le hizo perder gran
parte de la estimación que por él sentían. La lealtad y nobleza eran
cualidades muy apreciadas en el Oeste.
Los elogios al vencedor que se oían por doquier, exasperaban a
Milford, que se marchó furioso, incapaz de soportar su, al parecer,
desairada situación.
—Milford se ha ido sin despedirse siquiera — comentó Celia al
darse cuenta de su desaparición.
—No me gusta la actitud de ese muchacho. Le creía con la
nobleza suficiente para aceptar su derrota.
—Está tan acostumbrado a vencer que no ha encajado el golpe
de que otro sea superior.
—No importa, un hombre debe luchar siempre con toda su
potencia, y en caso de perder, felicitar a su contrario. No, no me ha
gustado la conducta de Milford.
La muchacha no contestó. A pesar de que la actuación del
capataz le desagradó profundamente, no quiso hacer más
comentarios para no aumentar la indignación de su tío. Sabía que el
aprecio que hasta entonces había sentido el ranchero por su hombre
de confianza habíase desvanecido; ya no le sería posible confiar en
él, pues le creía capaz de efectuar una mala acción.
Así era. Hasta entonces el joven capataz tenía todo el afecto de
Archie Beynon, y si le hubiese pedido la mano de Celia, contando
con el asentimiento de ésta, no hubiese dudado en entregársela por
esposa. En cambio ahora…
Celia vio a Louis que se acercaba acompañado de algunos
admiradores que a toda costa querían celebrar su triunfo. Iban a
pasar sin detenerse, pero la muchacha le hizo un gesto para que se
acercara. Louis vióse obligado a obedecer.
—Le felicito por su triunfo — dijo Celia.
—Gracias, Celia — repuso el vaquero.
—Muchacho, me ha hecho perder un montón de dólares.
—Lo lamento, señor Beynon.
—Más lo siento yo — contestó el ranchero soltando una
carcajada—, pero he sido compensado por la magnífica exhibición
que ha hecho usted, y con sinceridad, le doy la enhorabuena.
Louis estrechó la mano que le tendía su interlocutor.
—Ustedes me perdonarán pero esos muchachos me están
esperando. No me es posible escaparme.
—Muy bien. No les haga esperar y diviértanse; se lo ha merecido.
Se reunió con sus admiradores. Se alegraba del jovial trato que le
hizo el ranchero. Le gustaba su carácter, y además, era el tío de
Celia.
Entraron en varias tabernas y saloons, y todos bebieron. Louis
para no desdeñar las invitaciones que continuamente le hacían,
bebía de vez en cuando alguna copa. Una o dos copas de whisky
eran de su agrado, pero si bebía más, ya se resentía su paladar.
Estaba contento de la impresión que le producía el alcohol; de lo
contrario, hubiese impuesto su autoridad pues un hombre dominado
por la bebida no es dueño de sus actos, y en modo alguno deseaba
exponerse a matar a un semejante sin causa justificada.
La mayoría de los gun-men acababan siendo famosos forajidos, y
él no quería seguir aquel sendero casi obligado. Recibió varias
proposiciones para ingresar en bandas de abigeos o atracadores de
trenes y Bancos, rechazándolas de un modo rotundo.
Tenía el firme propósito de no hacer el menor acto delictivo que
le pusiera al margen de la Ley. A él no le disgustaba el agotador
trabajo de caballista, le gustaban las tareas al aire libre y contemplar
un horizonte despejado, sin fin, o las enormes montañas
empequeñecidas por la distancia.
Por fortuna, a pesar de que el alcohol corrió generosamente y
muchos vieron sus sentidos enturbiados, y otros no lograban
permanecer en pie, quedando tendidos bajo las mesas, no hubo
ningún incidente que interrumpiese la alegría y el buen humor que
reinaban.
***
Por la noche se celebraba un baile en honor de los vencedores.
Las muchachas se ataviaban con sus mejores vestidos, ofreciendo
un aspecto encantador. Louis no estaba acostumbrado a asistir a
aquellas fiestas, y la verdad era que se desenvolvía mejor en un
saloon.
Cuando llegó, quedó sorprendido al pedirle un hombre con
amables palabras sus armas. No tuvo el menor inconveniente en
acceder, a pesar de que sin el acostumbrado peso sobre las caderas
parecía que le faltaba algo.
La sala estaba muy animada, y fué objeto de un cariñoso
recibimiento. Todo aquel que se cruzaba con él le saludaba con
palabras cordiales. Aquello era lo que Louis deseaba, estar rodeado
de personas sencillas y amables que no rehuyesen su presencia.
Sentirse uno más entre ellos.
Se vio forzado a saludar a Celia, que con dos amigas estaban
asediadas por varios vaqueros.
—Señor Smith, estábamos comentando su actuación.
—Supongo que será elogiosa, de lo contrario no me lo dirían.
—No puede ser de otra forma.
—Se lo agradezco. Con la efusión que he encontrado en ustedes,
me considero suficientemente pagado; tanto es así, que me siento
abrumado.
Todos los vaqueros le escucharon con agrado. El carácter
reservado y prudente de Louis les gustaba. Era el prototipo del jinete
de la pradera; hábil, sufrido y tenaz. Estas cualidades iban unidas a
una modestia ejemplar.
Sonó la música, y Celia dijo:
—¿Baila usted?
—Sí, más tarde. Esos muchachos están ansiando bailar con
usted.
Celia sintióse despechada. Hizo un esfuerzo para dar aquel paso,
pues comprendió perfectamente que Dave Smith no se proponía
solicitarle aquel baile, aunque no creyó que fuese capaz de
rehusarlo. Era una grosería, y su rostro enrojeció. Suerte que la
proposición la hizo en voz baja, y ninguno de los que la rodeaban se
apercibieron.
Un vaquero se acercó a la muchacha invitándola a bailar, y ella
accedió, alejándose de Louis con altivez.
El joven se dió cuenta de que estaba ofendida y se arrepintió de
haberse negado a su ofrecimiento. Se encogió de hombros y lió un
cigarrillo. Bailaban muchas parejas, y sintió que su humor no le
permitiese ser igual que uno cualquiera de aquellos vaqueros, pues
él no era precisamente un viejo. Se cercioró de que muchos que
tenían su edad y aún mayores, danzaban con el mismo entusiasmo
que un muchacho de veinte años.
Tropezó con Reggie Olwel, y el sheriff le saludó con toda la
efusión que cabía esperar en él.
—¿No baila, muchacho? — le preguntó con afabilidad.
—Sí, cuando termine de fumar.
—Le voy a dar un consejo. Para fumar siempre se tiene tiempo,
pero para tener entre los brazos a una linda muchacha, no.
Louis sonrió.
—Lleva usted razón.
—Además, se ha convertido en uno de los héroes de la fiesta, y
le sobrarán admiradoras. No permita que se le escape Celia Beynon,
es la muchacha más linda.
—Es una niña.
—¡Hum! Creo que exagera usted; ya tiene veinte años.
Y dándole un amistoso golpe en la espalda, se alejó.
Louis se quedó preocupado. Reggie Olwel le produjo desde el
primer instante la impresión de que era una excelente persona, un
hombre curtido por las luchas de la frontera. Su carácter enérgico e
inflexible hacía entrever que antes lucharía hasta morir que se
dejaría dominar por alguien para que faltase a la Ley.
Por este motivo le extrañaba que el sheriff le diese ánimos para
que se acercase a Celia. Le constaba que Olwel sentía un entrañable
y paternal cariño por la muchacha. ¿Qué venía en él el sheriff para
inducirle a que se enamorase de la joven? Se confundiría, le tomaría
por algún vaquero o caballista de las praderas, y aunque él en
realidad era aquello,, estaba considerado como uno de los gun-men
más famosos, y en su historial pesaba la muerte de varios hombres,
aparte los que la fantasía popular le adhería.
Se decidió, y en el siguiente baile se acercó a una joven, que
accedió en seguida a su petición. La muchacha no cesaba de
lanzarle miradas de soslayo, y en vista de que él no hablaba,
empezó a hacerle preguntas sobre New City. Respondió con
amabilidad y entabló con ella una animada conversación; tanto fué
así, que volvió a bailar con ella el siguiente baile.
Celia no apartaba la vista de Louis y sintióse despechada al verle
hablar y sonreír con la joven. Pero su desasosiego aumentó al ver
que volvía a bailar con ella la siguiente pieza, aunque trató de
aminorar la desagradable impresión que sentía, diciéndose que su
amiga tenía los ojos muy pequeños y la nariz muy larga, para que
Dave Smith se enamorase de ella.
Luego, Louis bailó con otras muchachas, obteniendo excelente
acogida. Celia, aunque procurando disimular no apartaba la mirada
de él, siguiendo sus movimientos, y cuando notaba que Louis iba a
mirarla, se apresuraba a poner sus ojos en su pareja y sonreía.
Celia vio a Louis cuando se dirigía a ella. El corazón le latió
apresuradamente, pero procuró estar tranquila.
—Celia, ¿me permite este baile?
—Lo siento, pero estoy muy cansada — respondió la muchacha,
con acritud.
—No sea usted mala y rencorosa.
—¿Y por qué?
—Ya sabe a lo que me refiero, pero la verdad es que mi humor
no estaba para bailar.
—¡Yo no se lo propuse! — respondió Celia, con altivez.
—¿No?
Ante la irónica exclamación de Louis, la muchacha se indignó.
—¡Es usted un presuntuoso! ¡Un estúpido presumido!
Pero Louis, sin responder, la cogió del brazo y la condujo al
centro de la sala, donde la enlazó por el talle.
—¡Es usted un bruto! — protestó Celia.
Y a pesar de que el vaquero empezó a hablar con tono
persuasivo, excusándose, se encerró en un obstinado mutismo.
—Si continúa en esa actitud, la dejaré plantada, y diré que es
usted la niña más tonta y antipática que he conocido.
—Me es indiferente — repuso la muchacha, con un mohín
despreciativo.
Louis se echó a reír.
—Por Dios, Celia, no ponga, esa cara; si se viera en un espejo…
La joven, a pesar de sus esfuerzos para evitarlo, no pudo reprimir
una sonrisa.
—Eso ya está mejor, hace unos segundos estaba usted muy fea.
Celia desarrugó el ceño.
—¿Verdad que no está enojada conmigo?
—No, pero ha estado muy grosero.
—No ha sido esa mi intención, se lo prometo.
—Pero, luego ha estado bailando.
—Algunas piezas.
—¿Nada más? Creo que no se ha dejado una sola.
Louis la miró sorprendido.
—Sí, no trate de negarlo, y con Jeanne, tres veces. No sé qué le
encuentra, es fea y sosa.
—Me ha parecido encantadora.
—¡Bah! Los hombres no entienden.
Louis sintió una extraña impresión. Aquella chiquilla estaba
enamorada de él. Una inmensa alegría le invadió, quizá aquella
adorable criatura le librase de su existencia anodina y triste,
logrando que recuperase la ilusión de vivir, y que su leyenda negra
quedase borrada, pudiendo formar un hogar como otro hombre
cualquiera. Pero una gran tristeza contrarrestó su sentimiento. El
siempre sería Louis Adams, y no podía casarse sin declarar su
verdadero nombre. Recordaba el horror que produjeron en Celia los
nombres de los famosos pistoleros entre los cuales estaba el suyo.
Además, era una chiquilla.
—¿Se le ha pasado el enfado, Celia?
—¿A mí?
—Sí, a usted.
Cesó la música y Louis, a su pesar, lo lamentó.
—Una vez le dije que no se enojara conmigo sin una causa
justificada.
—Ya me acuerdo.
—Ahora le repito lo mismo.
Louis dejó a la muchacha en su sitio y fué a tomar un vaso de
ponche, única bebida que se servía en el local, para evitar que
alguien se emborrachara y estropease la fiesta con un escándalo.
Ya no bailó más. Estuvo conversando con Reggie Olwel. Se sentía
dichoso hablando con personas honradas, sin que su presencia
despertase recelo ni temor. Desde hacía seis años que no tuvo
oportunidad de hacerlo. Temía que algún día llegase a New City
algún individuo que le reconociese, y entonces de nuevo volvería a
ser Louis Adams, el famoso gun-man.
Lo más probable es que se hiciese el vacío a su alrededor, y no
tendría más remedio que alejarse de aquel poblado donde por
espacio de algunas semanas, si no feliz, por lo menos su vida
transcurría tranquila, olvidando casi su pagado, y deseando con toda
su alma que se prolongase indefinidamente a pesar de que en el
rancho «Diamante» no acababa de encontrarse a gusto.
Terminó la fiesta y se hicieron varios corros, conversando antes
de despedirse, pues ya era una hora muy avanzada y sería necesario
madrugar para realizar la labor cotidiana.
Louis, sin darse cuenta, se halló al otro lado de Celia. También
estaba Milford Hughes, y había notado que el capataz del rancho del
señor Beynon le miraba con hostilidad. Lo atribuyó a dos causas: el
despecho que le poseía por haber sido derrotado, y por la manifiesta
simpatía que le demostraba Celia. Comprendió que su rival en el
concurso de doma, estaba enamorado de la muchacha, y no dudaba
de que intentaría provocarle.
Milford estaba convencido de su superioridad en el manejo del
revólver, y por lo que dedujo de su carácter, estaba persuadido de
que intentaría ofenderle, para obligarle a pelear. Conocía a los
hombres y sabía leer sus intenciones en sus miradas.
Louis hacía mucho tiempo, años, que no sentía animosidad
contra hombre alguno. Si en el transcurso de aquella etapa de su
vida mató a varios individuos, lo hizo en defensa propia, o por haber
sido provocado; pero Milford era distinto, le crispaba los nervios y de
buen grado le hubiese abofeteado, obligándole a «sacar».
No habría tenido reparo en matarlo. Al contrario, eliminando a
Milford se hacía un bien a la Humanidad, pues no era bueno. Las
miradas que le dirigía a hurtadillas indicaban que buscaba una
oportunidad para provocarle, y él no estaba dispuesto a que se
saliese con la suya. Procuraría eludir el choque con habilidad.
Alguien aludió a los concursos efectuados, y los dos vencedores
se vieron otra vez elogiados. Milford sonreía con fatuidad, pero su
sonrisa se nublaba cuando oía los comentarios referentes a Dave
Smith.
Louis no pudo evitar el verse ante Milford.
—Fué una contienda encarnizada — respondió el vaquero,
contestando a una pregunta que le hicieron— y tuve que realizar un
gran esfuerzo para vencer.
—Yo creo que tuvo mucha suerte — respondió con mordacidad el
capataz.
—Quizá sí — concedió Louis.
Celia le miró, decepcionada. Esperaba otra contestación más a
tono con la arrogante presencia de aquel hombre que despertó en
ella sentimientos desconocidos.
—Escogió un buen caballo.
—Si tuve suerte, no puedo discutirlo, pero que escogí un buen
caballo no es cierto. Los tres primeros jinetes eligieron sus
cabalgaduras, y yo la peor.
—¡Miente! Es usted un presuntuoso — insultó Milford, agresivo.
Louis ya esperaba esta reacción, por lo que consiguió
permanecer impasible, en lo referente al aspecto exterior; pero
crispó los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos
para contener el impulso de golpear a aquel patán presumido. Los
que les rodeaban se apartaron, presintiendo una pelea; pero Louis
repuso:
—Si usted lo dice, quizá sea verdad.
Milford, defraudado ante el fracaso del intento de pelear, se
encogió de hombros, mientras envolvía a su interlocutor en una
desdeñosa mirada. Se volvió y masculló entre dientes:
—¡Cobarde!
Louis ya no se pudo contener. Milford había pasado la raya de lo
que podía soportar, y lo asió por un brazo con tal violencia que lo
zarandeó, haciéndole volverse.
—Hasta ahora he estado soportando sus provocaciones. Desea
pelearse conmigo porque le he vencido en el concurso. Sus incultos
no se los consiento.
—¡Usted es un charlatán! —exclamó Milford, desasiéndose de la
mano de su antagonista.
Y le golpeó con furia. El puñetazo fué evitado con facilidad por
Louis, que lanzó su puño derecho con tal potencia y precisión, que
su adversario, alcanzado en la mandíbula, no lo pudo resistir, y rodó
por el suelo como si fuese un guiñapo.
Un murmullo de asombro salió de los espectadores. Milford
Hughes estaba considerado como un excelente luchador, y la
facilidad con que lo abatió el vaquero les desconcertó, pues era
indudable que Milford tardaría mucho rato antes de que se repusiera
del formidable golpe recibido.
El capataz meneó la cabeza. Estaba aturdido. Al cabo de varios
segundos logró arrodillarse y, al intentar ponerse en pie, le fallaron
las fuerzas y volvió a desplomarse.
Louis, erguido, observaba con indiferencia los vanos esfuerzos
que hacía su contrincante para incorporarse. En vista de que Milford
era incapaz de hacerlo por sí solo, se alejó unos pasos, y dos
vaqueros ayudaron al capataz. Milford, una vez estuvo de pie, se
llevó la mano a su pistolera, pero su despecho fué inmenso al
comprobar que estaba vacía.
—¡Perro! — masculló lívido de coraje— ¡Te mataré!
—El cobarde es usted, que desea empuñar el revólver,
aprovechando sus cualidades de gun-man.
Milford fué a responder, pero se lo impidió Reggie Olwel.
—Dave Smith tiene razón — dijo el sheriff, con tono autoritario—.
Fué provocado y agredido por usted, y se limitó a defenderse. Que
no me entere de que vuelve a provocarle; de lo contrario, le
detendré.
Milford no respondió y una malévola sonrisa apareció en su
rostro. Se volvió con gesto despectivo y, con paso vacilante, se
marchó.
Louis estaba disgustado per la forma cómo se habían
desarrollado los acontecimientos. Él no pudo hacer otra cosa, no
podía dejar pasar impunemente el insulto que le infirió Milford.
Todos los habitantes de New City le señalarían como un cobarde, y
no estaba dispuesto a consentirlo. Además, le colocaría en una
situación tan desfavorable, que su estancia en aquella región sería
imponible.
Un hombre cobarde no podía vivir en aquellas crecientes
ciudades del Oeste, pues continuamente veríase asediado por gente
pendenciera y desaprensiva, que mofaríanse de él hasta que se
viese obligado a «sacar». Maldecía a Milford, y le hubiese gustado
verse frente a frente con él, pero no con las pistoleras vacías.
Celia se le acercó y, posando su manecita sobre su brazo, musitó:
—Dave… ¿Me perdona?
—¿Yo? ¿De qué la tengo que perdonar?
—Por haber creído que era usted un cobarde.
Louis sonrió, su sonrisa estaba impregnada de amargura.
—¿Y ahora ya no lo cree?
—¡Oh, no! Al contrario, es usted muy valiente.
—No se lo crea, si Milford Hughes hubiera estado armado, no me
hubiese atrevido a pelear.
—No creo que usted le tema.
—Sí, Celia. El capataz de ustedes es el vencedor del concurso de
tiro, y no creo tener la menor probabilidad de éxito frente a él.
La muchacha movió la cabeza con incredulidad.
—No es verdad. Estoy convencida de que aunque Milford hubiese
estado armado, usted le habría golpeado.
—Le agradezco la buena opinión que se ha formado de mí —
respondió Louis, sonriendo.
CAPITULO V
Louis Adams estaba cada día más preocupado. Ahora ya sabía
con certeza que Art Wenstob no jugaba limpio; descubrió muchas
reses con distintas marcas, y ninguna del rancho «Diamante». Sus
sospechas se confirmaban: Wenstob era un abigeo y sus hombres
unos consumados cuatreros.
Además, Art le hizo algunas veladas insinuaciones sobre sus
actividades, tanteaba el terreno para inducirle a formar parte de su
cuadrilla. Pensó en el hecho de que Wenstob le invitó con tanta
rapidez para que formara parte de su equipo, sin tener el menor
informe de él. Resultaba extraño que el ranchero propusiera a un
desconocido darle un empleo, cuando sus manipulaciones no eran
honradas ni mucho menos; pero dedujo que como buen conocedor
de hombres, Wenstob creyó que él era un pistolero que, careciendo
de escrúpulos, aceptaría un empleo que le produjera saneados
beneficios. Su actuación respecto a él fué cautelosa. Procuró que no
se diese cuenta de sus manejos, aunque estaba convencido de que
Dave Smith —cuyo nombre suponía que era falso — iría
descubriendo cuál era verdaderamente su negocio.
Louis se formó el decidido propósito de abandonar el rancho
«Diamante». De ninguna forma deseaba continuar trabajando a las
órdenes de Art Wenstob. Tarde o temprano se descubrirían los
manejos del ranchero, y no deseaba verse mezclado en tan enojoso
asunto. Y aunque no se descubriera, su conciencia le impedía
permanecer más tiempo en aquel antro de cuatreros.
En la primera ocasión que se le presentase, le comunicaría a
Wenstob su decisión, y le era indiferente la actitud que adoptase el
ranchero. Si éste insinuaba que conocía su lucrativo e ilegal negocio,
no lo negaría. No sentía el menor temor de aquellos hombres que
hasta entonces fueron sus compañeros de equipo. Ahora
comprendía la actitud huraña de ellos.
Se detuvo en un lejano rincón, donde había varias docenas de
reses, las examinó con atención y comprobó que su procedencia no
era honrada. Oyó cascos de caballos que se acercaban, se volvió y
divisó a Wenstob y Raymond Food que se aproximaban al galope.
Estaba convencido de que los dos se dieron cuenta del interés que
mostraba por las reses, por lo que todo disimulo resultaría inútil.
Se separó de los animales y esperó la llegada de los dos abigeos.
—¡Hola, muchacho! — saludó Wenstob afectuosamente.
—¡Hola! — se limitó a responder el vaquero.
Raymond Food permanecía silencioso.
—¿Le gusta formar parte de mi equipo? — preguntó el ranchero.
Louis comprendió que Wenstob deseaba abordarle directamente.
—Le hablaré con franqueza — respondió pausadamente—. No
me gusta en absoluto, y me disponía a decírselo en la primera
ocasión que le viese. Desde mañana renuncio a mi empleo.
—Está usted bromeando.
—Nunca he hablado más en serio.
—¿Y qué motivos tiene usted para tomar esa determinación?
—En este rancho ocurren algunas cosas que no son de mi
agrado.
—¿Por ejemplo?
—Aquello de allí.
Y Louis señaló con un gesto significativo las cabezas de ganado.
Wenstob se echó a reír.
—Pero eso no tiene la menor importancia.
—Para usted quizá no, para mí es distinto. Aunque no se lo crea,
nunca he hecho acto alguno que se salga de la Ley.
—No lo pongo en duda, pero le aseguro que a mi servicio
obtendrá grandes beneficios.
—El dinero ganado de esa forma no me interesa.
—¿Se mantiene firme en su decisión?
—Sí. No se ofenda, le hablo con franqueza. Yo pedí un empleo de
vaquero, no de cuatrero.
—La palabra es un poco fuerte.
—Creo que es la más apropiada.
Wenstob hizo un gesto de contrariedad.
—Es una situación muy embarazosa.
—No opino lo mismo — respondió Louis con sequedad.
—Es que usted sabe mucho.
—La culpa ha sido suya, amigo. No debió proponerme el empleo
sin conocerme.
Wenstob dirigió una significativa mirada a Food, pero Louis que
estaba pendiente de sus menores movimientos, la interceptó y se
mantuvo a la expectativa.
—Es un mal asunto — comentó Wenstob.
—Lo es. Pueden confiar en mí. Mientras ustedes no me
perjudiquen, nada diré.
Raymond Food, obedeciendo la orden que le acababa de dar su
jefe con la mirada, se dispuso a eliminar a aquel estúpido vaquero,
que con tanta firmeza rechazaba aquella oportunidad de sanar
dinero. Creyó que sería una víctima fácil, pues ni siquiera trató de
inscribirse en la competición de tiro.
Con rapidez, llevó su mano a la funda de su pistolera, pero no
llegó a empuñar su revólver, pues ya Louis Adams le encañonaba.
Food se quedó atónito, no podía explicarse cómo el vaquero logró
sacar el revólver. Wenstob estaba sorprendido. Nunca en su
accidentada vida había visto tal rapidez y seguridad. Aquel hombre
no era lo que quería aparentar, no se trataba de un vulgar vaquero,
sino de un gun-man, la forma de tener el «Colt» en la mano lo
demostraba.
Si hubiese participado en el concurso de tiro, aquel año Wilford
Hughes no hubiera conquistado ningún trofeo. El capataz del equipo
«Fortuna» no podía competir con la celeridad relampagueante de
Dave Smith.
—No haga usted tonterías — dijo con calma el vaquero.
—Food, no seas impulsivo — amonestó Wenstob.
—Le recomiendo, Wenstob — dijo Louis dirigiéndose al ranchero
— que procure no acordarse de que existo. No me ha gustado su
maniobra, y por lo tanto entre nosotros no hay nada. Si ustedes no
se meten conmigo, yo no les delataré.
El ranchero no contestó, comprendió que su interlocutor era más
inteligente de lo que aparentaba.
—Hagan el favor de sacar sus revólveres y arrojarlos hacia aquel
lado. No soy desconfiado, pero no me gusta correr riesgos
innecesarios.
Los dos hombres obedecieron sin titubear. Aunque la orden no
era de su agrado, por el acento de su antagonista comprendían que
era capaz de disparar al menor gesto sospechoso. Las armas fueron
a caer a bastante distancia de donde estaban, bajo la atenta y
aprobadora mirada de Louis.
—Muy bien. Ahora bajen de sus monturas y retírense unos pasos.
Obedecieron. Los dos estaban convencidos de que Dave Smith
cumpliría la amenaza, que se divisaba en sus ojos, y le temían. Louis
avanzó, y, con destreza, cogió las riendas de los dos caballos.
—¿Será usted capaz de dejarnos aquí? Hay mucha distancia
hasta el rancho.
—No se preocupen, los hallarán a dos millas. Deseo tener el
tiempo suficiente de recoger mi equipo y marcharme. En cuanto al
sueldo de estos días, ya me lo pagará usted cuando lo vea en el
pueblo.
Y se alejó al galope.
Cuando estuvo bastante alejado, se volvió y pudo ver que los dos
hombres recobraban sus armas. Sentíase contento de lo sucedido,
ya no le ligaba el menor reconocimiento hacia Art Wenstob. Si éste
hubiese accedido de buen grado y aceptado su palabra de que de
sus labios no saldría la menor alusión de lo que había visto en su
rancho, él siempre hubiera sentido respeto hacia aquel hombre que,
aun dentro de sus ilegales manipulaciones, era noble.
Ahora era distinto, quedaba libre de poder actuar como quisiera,
pues el ranchero ordenó a Raymond Food que disparase contra él.
Aunque sus labios no profirieron la orden, lo leyó en sus ojos.
Otra vez estaba libre, pudiendo salir del ambiente enrarecido de
aquel rancho. No temía la venganza de Art Wenstob, y si es que éste
intentaba hacerla, confiaba repeler cualquier agresión de que fuese
objeto. En realidad, una vez fuera del rancho «Diamante», no creía
que Wenstob intentase nada contra él; al menos que no se
encontrase en una situación desesperada, pues estaría persuadido
de que si lograba escapar, denunciaría a Reggie Olwel sus
actividades, y sabía que el sheriff era inflexible, y no vacilaría en
apresarle.
Se detuvo ante unos arbustos y trabó los caballos en ellos,
procurando que estuviesen visibles. Quitó las sillas y las escondió.
Luego, dejó una nota, diciendo que las buscasen por los
alrededores. Quería asegurarse de que su salida del rancho no sería
accidentada, que los dos hombres no llegasen antes de haber salido
él.
Por lo que, Wenstob y Food, al llegar donde estaban sus caballos,
tras fatigosa caminata, se encontraron con la desagradable sorpresa
de que las sillas habían desaparecido, y tuvieron que buscar largo
rato por los alrededores.
Louis recogió tranquilamente sus bártulos, y se marchó del
rancho sin la menor dificultad.
De nuevo se presentó en el hotel Royal. El encargado le miró con
una sonrisa risueña.
—Otra vez por aquí, señor Smith — dijo a guisa de saludo.
—Sí, y confío que sea como la otra vez.
—Aunque pierda usted el alojamiento de dos días.
—Desde luego.
El hostelero se abstuvo de hacerle preguntas, a pesar de que le
picaba la curiosidad. Sabía que Dave Smith trabajaba en el rancho
«Diamante», y se preguntaba cuál podía ser el motivo por el que
renunció a su empleo, pues le constaba que Art Wenstob no lo
habría despedido, ya que Smith había demostrado ser un jinete
excepcional.
—Tengo libre la misma habitación que ocupó usted la vez
anterior. ¿Le conviene?
—No tenso inconveniente — respondió Louis sonriendo—. Más
vale lo malo conocido…
Y ante la cara que puso el hostelero, su sonrisa se convirtió en
franca risa.
—No se ofenda, señor, ha sido una broma.
Su interlocutor prorrumpió en una gran hilaridad, y su cabeza se
balanceaba de un lado a otro, cosa que regocijó al vaquero. Deseaba
ver a personas que rieran pues estaba cansado de verse rodeado de
semblantes hoscos y agresivos.
Louis dejó sus cosas en su habitación, se lavó y salió a dar una
vuelta por el poblado. Su figura habíase hecho popular. La victoria
lograda en el rodeo le granjeó muchas simpatías, que se fueron
consolidando, al no demostrar petulancia alguna. Recibió muchos
saludos e invitaciones, a los que respondió sonriendo y excusándose.
Merodeó toda la tarde sin objetivo alguno, sin ocurrirle ningún
accidente, salvo el ver a Milford Hughes, que aparentó no darse
cuenta de su presencia. Cenó en una taberna y regresó al hotel,
acostándose seguidamente.
Encendió un cigarrillo y pasó revista a lo sucedido durante el día;
estaba contento de haberse ido del rancho de Wenstob. Una vez
confirmadas sus sospechas de que el ranchero era un cuatrero no
quería permanecer un solo día en aquel lugar, y la súbita llegada de
Wenstob y Food le fué a las mil maravillas para despedirse, pues no
podía dar otra excusa que la verdad.
Esto en el rancho podía resultar peligroso, pero al aire libre y
acompañado del capataz no le inquietaba. Wenstob reaccionó como
él esperaba. Al darse cuenta de que no le convencía, dió la orden a
su hombre de confianza para que disparase. El dominar a aquellos
dos hombres, que formaban parte de la escoria que infectaba el
Oeste, le fué sumamente fácil, logrando alejarse del rancho
«Diamante» sin tropiezo alguno.
De buen grado se ofrecería a Archie Beynon, pero había el
inconveniente de que la rivalidad que surgió entre Milford Hughes y
él, lo impidiese. El ranchero no querría exponerse a que hubiese un
choque entre los dos hombres.
Después, acudió a su mente la imagen de Celia, y se durmió con
una apacible sonrisa en los labios.
***
Louis terminó de comer y se sentó en el saloon, fumando
tranquilamente. Observaba con mirada distraída lo que sucedía a su
alrededor. No deseaba marcharse de aquella pequeña población,
donde la Ley parecía estar establecida y no era fácil que llegase
alguien que le reconociera.
La recia personalidad de Reggie Olwel resultaba un potente muro
para los intentos de los infractores de la Ley. Y él deseaba estar en
un lugar donde los cuatreros, tahúres y bravucones no campasen
por sus respetos. El sheriff representaba en New City un firme
baluarte de la justicia.
El vaquero vio entrar a Archie Beynon. El ranchero iba
acompañado de otro hombre, y al descubrirle pareció sorprenderse.
Se acercaron a su mesa.
—¡Hola, muchacho! ¿Tiene usted fiesta hoy?
—No, señor, ya no trabajo para Art Wenstob.
—¡Caramba!
—No me interesaba y me he despedido.
El ranchero le miró con fijeza.
—¿Se va usted de esta población?
—Me gustaría quedarme. Todo depende de si encuentro otra
colocación.
Beynon pareció titubear, al fin se decidió:
—Si desea entrar en mi equipo…
—Aceptaría gustoso su proposición, pero existe un inconveniente.
—¿Cuál?
—No sé si estará usted enterado de que sostuve una discusión
con Milford Hughes.
—Sí, lo sé.
—Temo que Hughes se sienta disgustado.
—Ya he pensado en ello, pero ustedes no son chiquillos para
estar peleándose continuamente.
—Hable usted con él, y si después sigue ofreciéndome el empleo,
lo aceptaré.
—De acuerdo.
***
Milford Hughes hizo un gesto de contrariedad, al oír las palabras
de Archie Beynon, pero se repuso rápidamente.
—Usted es el dueño, señor Beynon, y lo que ordene se cumple.
—No es eso lo que he querido decir. Estoy enterado de la
discusión que sostuvieron, y no desearía que entre ustedes surgieran
otras reyertas.
—Por mí no será — aseguró Milford.
El capataz, de haberse dejado llevar de sus sentimientos, se
hubiera opuesto resueltamente; pero comprendió que Beynon
deseaba que Dave Smith entrase a formar parte de su equipo, y no
le interesaba oponerse a sus deseos. El ranchero pareció quedar
satisfecho con su contestación.
—Muy bien, Milford, no quiero que entre nosotros existan
confusiones.
Y de esta forma, Louis Adams empezó a trabajar en el rancho
«Fortuna».
CAPITULO VI
Cuando el hostelero vio bajar a Louis con sus bártulos, lo miró
sorprendido.
—¿Se va usted?
—Sí.
—Es usted el mejor cliente que he tenido.
El vaquero sonrió.
—¿Por qué?
—No llega a estar ni la mitad del tiempo concertado.
—Es que este hotel me trae suerte — se despidió Louis, haciendo
un gesto amistoso a su jovial interlocutor.
Milford Hughes lo recibió fríamente, limitándose a hablarle lo más
preciso, sin demostrarle ni animosidad ni afecto. Louis tomó idéntica
actitud, por lo que no se produjo el menor conato de agresión.
El vaquero fué recibido por sus nuevos compañeros de equipo
con tales muestras de afecto, que se sintió emocionado. Aquello era
lo que hacía tiempo deseaba encontrar. Vivir en un ambiente de
camaradería, sin tener que fingir sus sentimientos ni estar pendiente
de los movimientos de las personas que le rodeaban. El único
obstáculo que existía para que su tranquilidad fuese completa, era la
presencia de Milford Hughes.
No podía remediarlo, pero sentía hacia él una franca animosidad.
Le daba la impresión de que sus acciones no eran naturales, sino
fingidas, aparte de que le resultaba insufrible su petulancia, le
crispaba los nervios su aspecto orgulloso y dominador y la forma en
que hablaba cuando se dirigía a Celia, dando la sensación de que la
muchacha le pertenecía.
A pesar de todo, el capataz se portó correctamente con él. No
fué efusivo ni mucho menos, pero siempre que le habló lo hizo sin
acritud, igual que a los demás vaqueros. Sobre este particular no
tenía nada que reprochar a Milford, pero leía en su mirada que le
profesaba un odio feroz, aunque lo contenía.
Aquella misma mañana se encontró con Celia. La muchacha se le
acercó y el vaquero se quitó el sombrero cubierto de polvo.
—¡Hola, Dave! Ya me he enterado de que ha entrado a formar
parte del equipo de mi tío.
El tono de Celia era cordial, demostrando que su alegría no era
fingida.
—Así es — respondió Louis.
Evitaba mostrarse efusivo. Cada vez que veía a aquella hermosa
chiquilla sentíase más atraído hacia ella, y le asaltaban deseos de
estrecharla entre sus brazos y besar aquellos adorables labios.
No quería enamorarse, y menos de Celia Beynon que ocupaba
una envidiable posición y además, era muy joven.
—Me alegro de que esté usted con nosotros.
—Y yo también, de lo contrario no hubiese aceptado la
proposición de su tío.
—Confío en que no volverá a pelearse con Milford.
—Sin causa justificada, no. No soy belicoso. Quizá en mis años
juveniles me asaltaban impulsos ardorosos, pero ahora ya no; soy
sencillamente un hombre de paz.
—Es extraño.
—¿Por qué?
—Por haber viajado mucho y habiendo conocido a muchos de
esos temibles pistoleros.
—Pero eso no es suficiente para que yo también lo sea.
—¿De veras que ha conocido a Louis Adams?
Al oír esta imprevista pregunta, Louis se estremeció.
—Sí, lo he visto varias veces — repuso con su calma
acostumbrada.
—¿Y es tan terrible como dicen?
—Lo he visto en acción y verdaderamente es un torbellino.
—¡Es un asesino! — afirmó Celia con desprecio.
—No soy de su opinión, cuando yo le vi, fué provocado. Me
consta que no es pendenciero ni abusa de su habilidad y rapidez en
sacar el revólver.
—¿Conoce usted su historia? —Celia demostraba interés por
aquel gun-man famoso.
—Algo he oído decir.
—Explíquemelo.
—De muy joven anduvo trabajando por algunos ranchos de
distintos Estados, a pesar de que su padre poseía uno; pero al morir
éste se apresuró a regresar para estar al lado de su hermanito. Halló
el pueblo infectado de bandidos que se protegían bajo una falsa Ley.
Se enamoró de una muchacha muy bonita, pero por desgracia era
muy coqueta. Exasperado por los atrevidos galanteos de que era
objeto su novia por un famoso pistolero, lo desafió, y entonces hizo
su aparición la formidable destreza de Louis Adams, que mató de
forma fulminante a su enemigo. Su «Colt» se impuso en la
población, renaciendo la justicia. A pesar de amar a su novia, ya no
quiso volver a verla, marchándose y dejando a su hermanito al
frente del rancho. La justicia reconoció y elogió sus hechos, ya que
su combatividad y sus revólveres barrieron aquella turba de
asesinos, librando a aquella región de una cuadrilla de facinerosos
que la asolaba. Louis Adams ya no regresó a su pueblo, y prosiguió
su existencia perseguido por su fama de temible gun-man.
—¿Es cierto todo lo que me ha contado usted?
—Así me lo relataron, y la persona que lo hizo es digna de
crédito. Fué testigo de tales hechos.
—Si es así, Louis Adams no es un asesino, ni ladrón, y se
convertirá en uno de los héroes de la frontera.
—Tampoco creo que sea merecedor de semejante honor.
—Su presencia será horrible.
—No, es un hombre normal.
—Descríbamelo — demandó la joven con curiosidad.
—Es alto, ancho de hombros, moreno y facciones enérgicas.
—¡Debe parecerse a usted! — exclamó Celia mirándole con
fijeza.
Louis se estremeció imperceptiblemente por segunda vez.
—No, Adams es mucho más arrogante y de su persona se
desprende una gran vitalidad.
Celia no creyó esto último. Para ella Dave Smith era el hombre
más apuesto que viera jamás, por lo que dudaba de su afirmación.
—A pesar de todo, ese hombre me sería repulsivo.
—Le advierto que existen individuos cuya posición es muy
respetable, que son mucho peores.
—No discutiremos sobre ese particular.
—No es esa mi intención, creería usted que soy un defensor de
gun-men.
La muchacha, se despidió, y conforme se alejaba, Louis se daba
cuenta que los muchachos la seguían con la mirada y los más
atrevidos la saludaban y le dirigían amables requiebros. Saltaba a la
vista que todos los vaqueros adoraban a su joven patrona, y la
muchacha acogía estas pruebas de afecto, sonriente, aunque sin
animarlos.
Louis estaba preocupado. La muchacha odiaba instintivamente a
los gun-men, y sobre todo al famoso Louis Adams. Si llegase a New
City alguien que le conociese, no se atrevería a arrostrar su mirada.
Celia sentíase sorprendida por la defensa que hacía Dave Smith
de los odiosos forajidos. Ella no aceptaba la menor diferencia de un
bandido a un gun-man, los conceptuaba a todos de la misma ralea.
Frunció el ceño, arrugando su linda naricilla. ¿Qué ocultaba el
pasado de aquel jinete de las praderas?
Hubiese dado mucho por saberlo. La historia que le contó de
Louis Adams, la impresionó más de lo que quiso manifestar. Si era
cierta, el famoso gun-man no era un asesino como ella creyó
siempre. Su actuación era digna de elogio, pues un hombre solo se
atrevió a enfrentarse contra, una cuadrilla de sanguinarios forajidos,
y luego, tuvo que defenderse a lo largo de su azarosa existencia,
llevando encima el desengaño de un amor. Además, Smith aseguró
que jamás robó ninguna cabeza de ganado.
Podía ser que ella estuviese equivocada, sugestionada por las
leyendas que sobre los hombres famosos se forjaban, la mayoría de
las cuales eran falsas. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la
presencia de Milford Hughes. Desde el incidente que tuvo con Smith,
aún no había hablado a solas con él.
Hasta entonces habíale agradado su compañía, a pesar de que a
veces sus insinuaciones se hacían bastante atrevidas; pero como
estaba acostumbrada a los inofensivos galanteos de los muchachos,
no les daba importancia. Ya al notar su falta de nobleza al aceptar la
derrota que le infringió su adversario, quedó defraudada, y todo el
alto concepto que tenía formado del capataz se derrumbó, pues
resulta muy fácil sonreír cuando se vence, y hasta entonces siempre
había visto a Milford resultar vencedor. Sintió una franca aversión
hacia él cuando vio de la forma en que provocó a Dave Smith.
—¿Dónde va la más hermosa flor de la pradera y el desierto?
—¡Hola, Milford! No le había visto.
—Parece que lleva mucha prisa.
—Así es. Falta poco para la hora de comer, y tengo que terminar
los preparativos.
—Lo reconozco y no trato de retenerla.
La joven sonrió y apresuróse a alejarse. Era cierto que le
quedaba mucho trabajo que hacer, aunque también que no deseaba
hablar íntimamente con él, pues en los últimos tiempos habíase
mostrado muy atrevido y no le gustaban las insinuaciones que le
hacía. No quería encontrarse en la situación de que Milford Hughes
le propusiera casarse con él, y verse precisar da a rechazar su
ofrecimiento.
Hasta hacía unos meses, quizá no le hubiera desagradado la
declaración, aunque lo más probable es que no hubiera aceptado,
pues estaba convencida de que a pesar de su apuesto continente y
su atractivo semblante, no estaba ni por asomo enamorada de él.
La joven estaba encargada de hacer la comida de los vaqueros, y
aquello resultaba una ardua labor. Se enfrascó en la tarea y sus
pensamientos se posaron en Dave Smith. Sospechaba que el
vaquero ocultaba algo en su pasado, pero fuese cual fuese su
secreto, estaba convencida de que no podía ser nada indigno. Dave
era un hombre noble y abnegado, no tenía dudas sobre ello.
Sentíase atraída hacia aquel extraordinario jinete que llegó al
poblado una hermosa mañana. Sólo tenía una cosa que objetar
contra él, la falta de interés que demostraba por ella. La miraba con
indiferencia, y su tono cuando le hablaba era condescendiente, cual
si se tratase de una niña. Aquello le producía una sorda indignación,
pues a pesar de haberse propuesto lo contrario, en cuanto le veía se
acercaba a él para hablarle.
A veces, de buen grado lo hubiese abofeteado. A pesar de todo,
se tuvo que confesar que estaba enamorada de él, de aquel
melancólico cazador de caballos salvajes. Se prometió a sí misma
que ya no volvería a acudir a su encuentro, y que no le hablaría
hasta que él no lo hiciese, y el tono que emplearía no sería el que
estaba acostumbrado a oír, pues respondería a sus palabras con
indiferencia. Y al tomar esta decisión, movió con energía su cabecita,
frunciendo los labios en un gesto desdeñoso. ¿Qué se habría creído
aquel vaquero vagabundo?
Louis se sentó en la larga mesa, y paseó la mirada a su alrededor
con aprobación. Aquel era el ambiente que él deseaba encontrar. Los
muchachos bromeaban entre sí, todos rebosaban salud y optimismo,
y sus bromas, aunque rudas, carecían de maldad. Su presencia no
produjo en ellos el menor embarazamiento, cosa que le satisfizo,
pues hubiese sentido ser considerado como un intruso. Al contrario,
todos se dirigían a él con visibles muestras de simpatía.
Milford Hughes ocupaba la cabecera de la mesa. Su porte
arrogante demostraba que sentíase orgulloso de la posición que
ocupaba, y aunque de vez en cuando hablaba con algunos de sus
hombres, su tono no indicaba amabilidad por su parte.
Louis, a pesar de que el trabajo era tan duro como en el equipo
«Diamante», paso una jornada agradable. Y así pasaron los días.
Sin embargo, notó que Celia pasaba por su lado como si no le
viese, y si se encontraba de frente con él, se limitaba a saludarle.
Además la veía conversar con los vaqueros asiduamente, y éstos,
ante la amable acogida de la muchacha, se entusiasmaban.
Adams se sintió deprimido, pues le gustaba mucho tener ante él
a la hermosa joven y hablar con ella; pero se encogió de hombros.
Al fin y al cabo, era lo mejor. Entre él y Celia no podía existir nada
más que un sincero afecto, mas a pesar de su voluntad, notaba que
un sentimiento extraño se apoderaba de su ser, y que cada vez era
más avasallador. No podía engañarse por más tiempo, amaba a
aquella linda chiquilla de ojos soñadores.
Solamente notaba dolorosa sensación cuando hablaba con
Milford Hughes, cosa que ocurría con frecuencia aquellos días. El
capataz adoptaba un porte airoso y a veces se inclinaba ligeramente
sobre la joven, dando la impresión de que la charla que sostenían
era íntima.
Si a Louis no le agradaba la conducta vanidosa de Hughes, lo
propio les sucedía a los vaqueros, y menos aún a Archie Beynon, el
cual desde el rodeo miraba de otra forma a su hombre de confianza.
Este se daba cuenta de estos detalles. Era muy astuto para que le
pasasen desapercibidos, y si la actitud de los cow-boys le importaba
un ardite, en cambio, la de su patrón le preocupaba.
Louis, desde que se alejó del rancho de Art Wenstob, solamente
habíase encontrado una vez con éste, y dos con Raymond Food.
Ambos fingieron no verle y él quedó complacido de ello. No deseaba
en forma alguna una pendencia, y no quería reclamarle su sueldo,
pues no deseaba marcharse de aquella región.
En sus ratos de ocio, le gustaba emprender excursiones por los
alrededores, cosa que siempre realizaba solo, ya que a pesar de
mantener cordiales relaciones con sus compañeros, no trabó
ninguna amistad. Le gustaba conocer el terreno donde vivía. Era una
antigua costumbre suya, pues jamás se sabía lo que podía suceder.
Aquella noche regresó muy tarde al rancho, y ya los muchachos
habían cenado. Celia le salió al encuentro, y con gravedad le
interpeló:
—¿Qué le ha ocurrido, señor Smith?
El vaquero desmontó quitándose el sombrero.
—Lo lamento, ha sido culpa mía. Fui paseando y no me di cuenta
de que pasaba el tiempo.
—Pues no ha corrido mucho para llegar antes—recriminó Celia
con acritud.
—Aunque hubiese corrido no hubiera llegado a tiempo, por lo
que me he ahorrado tener que galopar. El caballo está agradecido.
Celia se mordió los labios con despecho.
—Su cena estará fría.
—No se preocupe por eso, ya la calentaré.
—No creo que haya fuego.
—Es igual, me la comeré fría, también me gusta.
—¿Quiere decir?
—Se lo aseguró. Desde que en una ocasión me vi precisado a
comerme un conejo crudo, me es indiferente.
La muchacha no supo qué responder. La tranquila actitud de
aquel extraño vaquero la exasperaba. Dió la vuelta y alejóse sin
volver la cabeza.
Louis se encogió de hombros. No le importaba romper las
hostilidades con la joven, pues de hecho ya lo estaban. Acarició la
cabeza de su caballo y murmuró:
—Te tengo a ti, y sé que siempre me serás fiel. No eres tan
voluble como las mujeres.
En contra de lo dicho por Celia, aún había fuego, por lo que no
tuvo inconveniente en calentarse la cena. Tenía apetito, así es que
hizo honor al contenido de les platos. Lió un cigarrillo y se sentó en
el patio, disfrutando de la fresca brisa de la noche.
De pronto oyó voces, eran Celia Beynon y Milford Hughes. Se dió
cuenta de que se sentaban en un banco, y si no se apercibieron de
su presencia, era por impedírselo unos arbustos.
Hizo ademán de levantarse y marcharse, cuando cambió de
parecer y se quedó tal como estaba. Fueron las palabras de Milford
las que le indujeron a hacer aquella acción que consideraba indigna.
Lo más extraño era que no sentía ningún escrúpulo.
—Celia, deseaba ardientemente que llegase este instante — dijo
el capataz.
La voz de la joven cuando respondió, demostraba que estaba
nerviosa, y que aquella conversación no era de su agrado.
—¿Y por qué?
—No aparente ignorarlo, demasiado sabe usted lo que quiero
decir.
—Por favor, Milford, no siga.
—Esta vez no me detendré. Hace algunos años que la conozco, y
desde la primera vez que mis ojos se posaron en usted, la quise.
Celia no respondió, estaba turbada. La vehemencia con que se
expresaba su interlocutor la cohibía. Ella no podía responder
afirmativamente, no le amaba e incluso la simpatía que le profesaba
antaño habíase desvanecido. No le gustaba responderle con
aspereza, pero si continuaba expresándose con aquella
impetuosidad, veríase obligada a hacerlo.
—Lo lamento, pero no puedo corresponderle.
—¿Por qué no? Usted me ama.
Y Milford se acercó más a ella.
Celia se levantó, estaba indignada, ¿con qué derecho afirmaba
tal cosa aquel hombre?
—Se equivoca, y no creo haber hecho nada para hacérselo
suponer.
Y dió un paso para marcharse, pero el capataz se levantó de un
salto felino y se interpuso ante ella.
—Déjeme pasar — rogó Celia con calma.
—No se irá sin haberme escuchado. La amo, Celia, y le prometo
que será mía.
—Si continúa en esa actitud, me veré precisada a decirlo a mi tío.
Milford lanzó una sardónica carcajada. Louis escuchaba esta
conversación con los puños apretados, presto a intervenir si aquel
canalla intentaba abrazar a la muchacha. Lo que oyó después hizo
latir su corazón más aceleradamente.
—¿Acaso ama a ese vaquero vagabundo?
Se hizo una corta pausa, hasta él llegó la agitada respiración de
la muchacha.
—¿Y a usted qué le importa? — fué la contestación.
—Ese hombre es un gun-man, un forajido que huye de otros
Estados, perseguido por la justicia.
—Miente, está usted mintiendo por despecho — repuso la joven
con energía.
—¡Ah, sí! Entonces pregúntele a Art Wenstob, y el motivo por el
cual no trabaja en su rancho.
Y al decir estas palabras, Milford dió dos pasos hacia ella y le
cogió los brazos. Celia se deshizo con furia y, de un vigoroso
empujón, lo apartó y se marchó corriendo.
Louis sintió que una intensa alegría le invadía. Celia Beynon le
amaba, y todavía le parecía oír la vehemente defensa que hizo de él.
Milford no se equivocaba, la joven le amaba. Sintió un violento
impulso de acercarse al capataz y darle una severa corrección, pero
logró reprimirse.
—¡Maldita chiquilla! — oyó que mascullaba Milford entre dientes
—. Pagará, caro este desprecio.
Y desapareció en la obscuridad de la noche.
No sabía Milford Hughes que el famoso Louis Adams estaría al
acecho, y que a la menor tentativa que hiciese contra Celia Beynon,
tendría que enfrentarse con sus temibles «Colts».
CAPITULO VII
Milford Hughes se desnudó. Estaba furioso.
El derrumbamiento de los planes que tan laboriosamente forjó en
el espacio de aquellos dos últimos años, aunque no le sorprendió,
fué un golpe mortal para él. Ya en los últimos días presintió que
sucedería, y por ese motivo jugó su carta decisiva, para saber a qué
atenerse. Ahora ya sabía qué camino seguir y lamentaba el tiempo
perdido.
Durante aquellos años estuvo fingiendo lo que no era, y adoptó
con toda propiedad una personalidad que no era la suya. Le costó
mucho trabajo lograrlo, pero era inteligente y sabía que si conseguía
ganar la partida, su porvenir sería brillante y prometedor. Nada
menos que el dueño del rancho «Fortuna», y del dinero de Archie
Beynon, que sabía que era una cantidad considerable.
Al principio tan sólo vio en Celia el objeto para conseguir sus
fines, pero poco a poco se apoderó de él una gran pasión por la
muchacha, que se fué acrecentando a medida que veía más lejana
su conquista. La presa que hasta entonces creyó que era fácil de
atrapar se le fué haciendo más difícil, y cuando empezó a notar que
la joven miraba al forastero con interés, un extraño desasosiego se
apoderó de él.
Desde el primer momento que vio a Dave Smith, no fué de su
agrado el vaquero, y cuando le venció en la doma de cerriles, un
inmenso odio llenó su corazón. Por eso en la primera ocasión intentó
provocarlo, pero la treta le salió mal. No calculó bien y cuando fué
derribado por aquel terrible puñetazo que tuvo la virtud de quitarle
sus energías, se encontró desarmado.
La pasión que sentía hacia Celia se hizo avasalladora, y se juró a
sí mismo que sería suya, que la vería arrastrándose a sus pies,
suplicante. Este pensamiento hizo surgir una repulsiva sonrisa en sus
labios.
Tendido boca arriba en su lecho, con la mirada fija en el techo, la
expresión de su semblante era infernal. Tenía las correctas facciones
contraídas por un odio intenso, y cuando sonrió al imaginarse su
venganza realizada dió la impresión de un ser satánico, escapado de
la profundidad de los infiernos.
El día siguiente lo pasó entregado a su trabajo, sin que en su
aspecto se reflejase la tormenta que azotaba su alma, y la firme
decisión que había tomado.
Archie Beynon le habló como acostumbraba, sin la cordialidad de
antaño; pero sin que en su voz se notase el menor resentimiento.
Aquel hombre no conocía el disimulo, siempre expresaba lo que
sentía. Si Celia le hubiese hablado de lo sucedido entre ellos, habría
ido directamente a su encuentro y le hubiese despedido.
Una vez se cruzó con la muchacha, y ésta ni siquiera le miró,
como si su presencia le hubiera pasado desapercibida. En Dave
Smith no halló nada de particular, su conducta era la acostumbrada,
trabajaba sin cesar y con eficacia, y respondía sonriente cuando
alguno de los muchachos le dirigía una broma.
Milford creía que todo estaba como de costumbre, con la ligera
variación de la hostilidad manifiesta de Celia; pero se equivocaba.
Un enemigo formidable le acechaba y vigilaba sus movimientos, y
éste era nada menos que el famoso Louis Adams.
A pesar de su excelente puntería y rapidez, Milford no hubiese
deseado hallarse delante del temible gun-man.
Después de cenar y en cuanto hubo anochecido, Milford Hughes
salió con sigilo del rancho. Dando un rodeo para no ser visto, llegó a
un cobertizo y cogió un caballo. No le importó que careciese de silla,
era un excelente jinete y la distancia que le separaba de su objetivo
no era mucha.
A pesar de la obscuridad, Milford mantuvo a su montura al
galope, ya que conocía muy bien el camino para titubear. No tardó
en detenerse ante el rancho «Diamante», y saludó amistosamente a
dos hombres que salieron a su encuentro, para conocer la identidad
del jinete que se aproximaba. Los hombres de Wenstob, al reconocer
al visitante, respondieron al saludo con familiaridad.
—¿Dónde está Wenstob?
—El patrón está dentro.-
Desmontó y entregó su caballo a uno de los dos hombres,
entrando con decisión en el edificio, que al parecer le era familiar,
pues no tuvo el menor titubeo para hallar la estancia en donde
estaba Art Wenstob reunido con algunos de sus secuaces.
—¡Hola, Milford! — saludó el ranchero — Hacía tiempo que no se
te veía por aquí.
—He tenido mucho trabajo.
—Comprendo.
Milford respondió con un movimiento de cabeza los saludos que
le hacían los vaqueros de Wenstob, y se sentó tranquilamente en
una silla, mientras liaba un cigarrillo.
—¿Cómo van los asuntos por el rancho «Fortuna»?
—Bastante mal.
—¿Tenéis en el equipo a Dave Smith?
—Sí, y por cierto que es un tipo que no es de mi agrado. ¿Por
qué se despidió de tu equipo?
La faz del ranchero se ensombreció.
—En cuanto se cercioró de cuál, era nuestro verdadero negocio,
me manifestó que se marchaba.
—Y no supiste impedirlo.
—Ya lo creo, pero en cuanto éste — y con un gesto indicó a Food
— hizo ademán de empuñar el revólver, ya nos encañonaba, y nos
vimos precisados a someternos. Estábamos muy alejados del rancho,
y, tras hacemos arrojar nuestras armas, se llevó nuestras
cabalgaduras. Nos vimos obligados a recorrer unas dos millas a pie,
y aún tuvo la humorada de esconder las sillas.
Milford no pudo menos que reírse, aunque Wenstob contó su
desventura no precisamente con tono risueño.
—No comprendo cómo os dejasteis sorprender —dijo cuando
consiguió ponerse serio.
—Ese hombre es muy rápido.
—¡Bah! Me gustaría tenerlo ante mí.
—Creo que te vencerla. Dave Smith, o cual sea su nombre, es un
gun-man. Ha venido huyendo de Arizona o Nevada.
—¿Quieres decir?
—Su aspecto lo indica. Es rápido y decidido, verdaderamente
temible, y con gusto hubiera deseado tenerlo conmigo.
—No digo lo contrario, pero ese individuo no es de mi agrado.
—Ya sabemos que tuviste un altercado con él — intervino con
ironía Raymond Food.
—Sí.
—Y del cual no saliste muy bien librado.
—Es cierto, pero me pilló descuidado.
—Según tenemos entendido, fuiste tú el provocador y el que
pegó primero.
Milford se mordió los labios.
—Sea como sea — dijo, procurando no perder la calma—, ese
hombre es nuestro enemigo y tenemos que eliminarlo.
—En eso estamos conformes — asintió Wenstob—, aunque lo
difícil será encontrar quien se encargue de ello.
—No tengo inconveniente. Procuraré provocarle.
—No, nos interesa más que te mantengas al margen. Eres un
personaje influyente en New City, y tus informes nos son muy
valiosos, más que lo que propones.
—Ya encontraremos alguna forma de quitar de en medio a Dave
Smith.
Lo que decía Wenstob era cierto. La posición que ocupaba Milford
era envidiable, poseía la confianza de los rancheros y estaba
presente en reuniones que se hacían, en su calidad de capataz de
Archie Beynon. En cambio, Art Wenstob, a pesar de poseer uno de
los mejores ranchos, no era admitido en la sociedad, pues si todos le
saludaban, no se fiaban de él. La fama del rancho «Diamante» no
brillaba por su honradez precisamente.
Los cuatreros se enteraban de todos los proyectos que hacían los
propietarios de New City, lo cual significaba una considerable
ventaja. Además, Wenstob ejecutaba los robos en pequeña escala,
por lo que los rancheros conformábanse con los despojos de que
eran objeto.
Los cuatreros eran contenidos por la actitud enérgica de Reggie
Olwel. El sheriff perseguía con encarnizamiento a los forajidos, y
más de uno había caído bajo sus mortíferos disparos.
Art Wenstob ya efectuó varias veladas tentativas para conseguir
que Olwel estuviese a su lado, pero en ninguna de ellas volvió a
insistir, al darse cuenta de la actitud inexorable de éste. Presumía
que Olwel sospechaba de él y su equipo, y que buscaba con afán las
pruebas de su culpabilidad. Una vez éstas en su poder se lanzaría en
su busca, decidido a prenderle. Y no se detendría hasta conseguir
detenerle, al menos que la muerte se cruzara en su camino y le
hiciese sucumbir.
—Quizá nos interese que continúe haciendo ese papel de buena
persona, pero ya estoy harto. Me gustaría un poco más de acción,
mis revólveres se están oxidando.
—No hay que precipitarse — objetó Wenstob—. Tenemos que
seguir el camino trazado, de lo contrario nos exponemos a
extraviamos, y las consecuencias pueden sernos fatales.
—En cuanto a Beynon, ya podéis llevaros el ganado que queráis.
Lo iré preparando.
—¡Caramba, Milford! Me da mala espina, acaso la linda sobrina te
ha dado calabazas.
Las facciones del capataz del equipo «Fortuna» se contrajeron,
crispó sus puños y no contestó.
—Juraría a que se ha enamorado de Dave Smith. ¿Me equivoco?
—No te equivocas, Art. Pero te juro que mataré a ese hombre.
—La intención es muy loable, y todos te lo agradeceremos,
aunque tienes que esperar una ocasión propicia.
—La encontraré — masculló entre dientes Milford.
—De momento, prepáranos para mañana una buena partida de
reses.
—No os preocupéis, estarán preparadas.
—Sobre todo actúa con mucho tacto — aconsejó Wenstob—.
Todavía no somos los más fuertes.
—Por ese sentido no quedará.
Y una extraña sonrisa apareció en su semblante.
***
Louis Adams y el vaquero que le acompañaba se detuvieron
sorprendidos. Dentro de la cerca habían pocas reses, quizá si ellos
no las hubiesen encerrado la noche anterior, no hubieran dado
ninguna importancia a aquel hecho; pero daba la casualidad de que
fueron ellos los que lo hicieron y al primer vistazo se dieron cuenta
de que faltaba una cantidad considerable.
Los dos hombres se miraron visiblemente alarmados; los
cuatreros habían actuado.
Louis de un salto estuvo en el suelo, y lo examinó con atención,
no tardando en encontrar las huellas de los ladrones. No le era
necesario seguirlas para saber su identidad y conocer el lugar donde
eran conducidas las reses. No tenía ninguna duda de que se trataba
de los hombres de Wenstob.
—Nos han visitado los cuatreros — comentó el vaquero.
—Sí — asintió Louis — y se han llevado un buen botín.
—Tenemos que comunicárselo a Milford Hughes.
Louis no contestó, montó en su caballo y emprendió el regreso
hacia el rancho. Su compañero cabalgaba a su lado. Los dos iban
sumidos en sus pensamientos.
Advirtió a Art Wenstob que no diría a nadie lo que descubrió en
el rancho «Diamante», siempre y cuando no se metieran con él. El
cuatrero estaba enterado de que trabajaba a las órdenes de Beynon,
por lo que quedaba relevado de su promesa. Antes de hablar con
Reggie Olwel, deseaba entrevistarse con Wenstob, quería avisarle de
que se proponía combatirle, para que no pudiera acusarle de traidor.
Vieron a Milford Hughes, el cual les miraba sorprendido,
temiendo que hubiese ocurrido algo anormal, y se apresuró a salirles
al encuentro.
—¿Qué ha ocurrido?
—Los cuatreros se han llevado numerosas reses.
—¡Maldición! — exclamó el capataz—. Vamos a ese cercado para
seguir las huellas.
—Es inútil — intervino Louis.
—¿Por qué? — preguntó Milford con tono retador.
El vaquero no se inmutó.
—Los ladrones han tenido tiempo sobrado de alejarse y hacer
desaparecer las huellas.
—Parece que usted entiende mucho en esa cuestión.
—Bastante. He tenido ocasión de ver actuar a esa clase de gente
innoble, y en cierta ocasión ayudé a efectuar una batida que resultó
sangrienta y eficaz.
Y miró con tal fijeza a su interlocutor, que éste palideció, y por un
instante no supo qué responder.
—Bien — dijo al fin—. Quizá lleve usted razón. Se lo
comunicaremos al señor Beynon.
El ranchero recibió la noticia sin alterarse.
—Se tendrá que hacer algo — comentó —.Ya hace algún tiempo
que los cuatreros actúan por aquí, aunque yo sólo haya tenido que
lamentar el extravío de algunas reses.
—Pero en esta ocasión la cantidad ha sido importante — insistió
Milford.
—Lo sé — asintió Beynon — y por ese motivo lo notificaré a
Reggie Olwel.
Milford Hughes esperó hasta quedar solo con el ranchero.
—Tiene usted algo que decirme. ¿Verdad, Milford?
El capataz pareció titubear y decidiéndose respondió:
—Sí, señor, aunque dudaba en hacerlo.
—¿De qué se trata?
—Todo consiste en una sospecha que se me ha ocurrido hace un
momento.
—Dígala — apremió Beynon.
—Es que puedo equivocarme, y me dolería si así fuese.
—No importa, entre los dos decidiremos.
—Sea. Es muy extraño que en varios años que estoy al frente de
su equipo, nunca haya desaparecido ninguna cantidad respetable de
reses, y, en cambio, solamente hace unos días que ha entrado en el
equipo Dave Smith, y ya hemos sufrido un fuerte descalabro.
—¿Qué quiere usted decir?
—Ya le he dicho antes que sólo es una sospecha. Aunque le
repito que es extraño que a los pocos días de estar aquí Smith haya
ocurrido este robo. En el equipo «Diamante» se limitó a estar muy
poco tiempo, y no se ha molestado en dar una explicación.
—Yo no se la pedí.
—De acuerdo, pero tenía la obligación de darla.
Beynon quedó pensativo. Comprendía que la sospecha de Milford
era acertada, pero se desistía a aceptarla. Se preciaba de conocer a
los hombres, y Dave Smith le producía entera confianza. Si alguien le
engañó, éste era su capataz, en quien había depositado una fe ciega
durante unos años, e incluso deseó que fuese el esposo de Celia. Su
falta de nobleza al aceptar una derrota, fué lo que le quitó la venda
que le cubría los ojos. Y entonces a verlo tal como era.
—Su opinión no es descabellada ni mucho menos, pero no
existen pruebas, y por desgracia no se puede hacer nada.
—Se le puede vigilar. Que ninguno de sus movimientos nos pase
desapercibido, y quizá nos conduzca hacia el jefe de esa cuadrilla
que hace tiempo opera en esta región.
—Estoy conforme.
Beynon pronunció estas palabras sin la menor convicción. Él no
sospechaba de su nuevo vaquero, en su mirada no vio reflejarse una
oculta intención.
Y durante aquel día, siempre que tuvo ocasión, examinó
disimuladamente a Dave, y nada en su aspecto hizo cambiar la
opinión que tenía formada de él. Lo consideraba un buen muchacho,
trabajador y muy hábil, y más apto para estar al frente del equipo
que Milford Hughes.
Comunicó a Reggie Olwel lo sucedido y las sospechas de su
capataz. Poseía una gran confianza en el abnegado sheriff, pues
hacía muchos años que lo conocía y juntos soportaron una dura
persecución de un sanguinario cuatrero, a quien tras penosos
esfuerzos lograron acorralar y que antes de ser alcanzado por los
certeros disparos de sus enemigos, se rindió. Después de ser
juzgado y comprobándose que era culpable de las fechorías de que
estaba acusado, fué condenado por Reggie a ser colgado de un
árbol, sentencia que se ejecutó sin apelación de ninguna ciase.
—No creo que ese muchacho esté en complicidad con los
cuatreros — respondió Olwel con firmeza.
—Ese es mi parecer — afirmó Beynon, satisfecho de que su
amigo fuese de su opinión.
—Si me apuras te diré que quizá haya sido un gun-man, y
aunque no lo creo, pudiera ser que tomase parte en el a-alto de una
diligencia o de un Banco, pero en modo alguno, cuatrero. Su
carácter no se adapta al trabajo solapado de estos forajidos.
—¿Y qué opinas del golpe de que he sido víctima?
—Que estoy sobre la pista de esa cuadrilla, y que tengo la
certeza de saber de dónde salen las órdenes. El robo que te han
hecho ya es de consideración, lo que demuestra que esos bandidos
van a actuar de firme, y es lo que estoy esperando para tratar de
localizarlos y poder desenmascararlos. Hay que impedir por todos los
medios que siembren el terror en New City. No creo que lo consigan,
pues con enemigos más temibles nos hemos enfrentado, aunque no
tan astutos.
—Pero los años pasan, Reggie.
—¿Qué quieres insinuar con eso?
Y el sheriff echó los brazos hacia atrás y aspiró con fuerza,
haciendo que su potente pecho saliese lo más posible. Beynon se
echó a reír.
—Eres magnífico, Reggie, y te conservas muy bien. Más de un
muchacho envidiaría tu fortaleza física.
—¿Más de uno? — prosiguió bromeando el sheriff—. No creo que
ninguno lograse vencerme.
—En cambio, yo ya no soy el de antes.
—Tu aspecto es inmejorable.
—Quizá sí, pero ya no puedo sostener aquellos galopes
desenfrenados, y mis manos ya no son tan ágiles como antaño.
—¡Bah! Son imaginaciones tuyas.
—No lo creas, es la realidad.
Los dos amigos entraron en un saloon, haciéndose servir sendas
jarras de cerveza. Saludaron a varios conocidos, entre los que estaba
Art Wenstob, y prosiguieron charlando, aunque sobre otro tema.
De pronto, entró en el local, que estaba muy concurrido, Dave
Smith. El sheriff oprimió el brazo de su amigo y con un disimulado
gesto le indicó al vaquero. Era extraño que Smith se decidiese ir al
poblado, pues eran muy escasas las veces que lo hacía. Con
curiosidad siguieron los movimientos de Dave, y vieron que al
descubrir a Wenstob se dirigía hacia él.
Louis se detuvo ante el ranchero, que le veía acercarse impasible.
—Deseo hablar con usted, Wenstob — dijo, sin que en su tono se
notase la menor cordialidad.
—Siéntese — invitó el ranchero.
—Gracias, pero me gustaría ir a otra mesa, donde nuestra
conversación no fuese escuchada por nadie.
—No tengo ningún inconveniente.
Les dos hombres se sentaron ante una mesa, que estaba situada
en un discreto rincón.
—¿Quiere usted tomar una copa?
—Gracias, no bebo.
Louis hablaba con sequedad, y su interlocutor comprendió que
no lograría convencerlo. Ante sí tenía un enemigo que era peligroso.
Con un gesto, llamó a un camarero, que se apresuró a poner dos
copas y una botella de whisky.
—Como usted quiera, pero yo me encuentro más a gusto con
una botella de este precioso licor delante.
Llenó su copa y la apuró de un trago.
—Wenstob, le advertí la última vez que le vi, que no diría a nadie
una sola palabra de lo que descubrí en su rancho, pero que usted no
se metiera en donde yo estuviera. ¿Se acuerda?
—Sí.
—Hasta ahora he cumplido mi palabra, pero usted no.
—¿Qué quiere decir?
—Anoche robó una gran cantidad de reses del rancho «Fortuna»,
y usted sabía que yo trabajaba en él.
—No me explico dónde quiere ir a parar.
—Sus hombres fueron los que realizaron esa operación.
—No lo puede demostrar — contestó Wenstob con cinismo.
Louis se inclinó ligeramente sobre él.
—No me gusta que se burlen de mí. ¿Lo entiende? Como vuelva
a intentarlo le abofetearé, obligándole a sacar el revólver.
El ranchero palideció.
—¿Y si le dijera que no intervine en ese asunto?
—No lo creería.
—Como usted quiera.
Wenstob se encogió de hombros. Había realizado un gran
esfuerzo para soportar impasible la bravata de su interlocutor, pero
el miedo influyó mucho en el esfuerzo.
—Y ahora que todo queda aclarado, que no creo que haya la
menor duda, le repito que como sus hombres vuelvan a robar una
sola res del rancho «Fortuna», haré una de estas dos cosas, aún no
he decidido sobre el particular. Ir a ver al sheriff y contarle lo que sé
de usted, o ir en su busca y matarle. ¿Entendido?
Wenstob asintió, francamente ajustado. Temía a Dave Smith, o
cual fuese su nombre. La amenaza que profirió fué hecha sin que se
le alterase la voz, pero esta misma tranquilidad fué lo que más le
impresionó. Louis se levantó, y entonces Art Wenstob, pasándose la
lengua por sus resecos labios, formuló esta torpe pregunta:
—¿Cuál es su verdadero nombre, Smith?
El vaquero que ya se hallaba de espaldas para marcharse, se
volvió con tal brusquedad, que Wenstob se llevó la diestra a su
revólver temiendo que Smith fuese a disparar sobre él.
—Es preferible para usted que siga ignorándolo, de lo contrario
aumentaría su pánico.
Y se alejó, dejando a su interlocutor más asustado que antes.
Beynon y Olwel estaban sorprendidos. Habían presenciado la al
parecer amistosa conversación de los dos hombres, y sus mentes
estaban atravesadas por multitud de preguntas. ¿Qué tendría que
decir Dave Smith al hombre de quien hacía poco tiempo habíase
despedido? Desde luego, resultaba muy extraño, y los dos al mismo
tiempo notaron que la confianza que les inspiraba Smith empezaba a
oscilar. Ambos lo lamentaban pues en el tiempo que trataron al
vaquero llegaron a sentir hacia él un profundo afecto. La seriedad,
destreza y energía que demostró, hicieron que se granjeara su
aprecio.
Sin embargo, los dos fingieron no dar importancia a la
conversación que acababa de sostener Smith con Art Wenstob,
aunque se dieron cuenta de que no se engañaban; pero sus labios
no hicieron la menor alusión al hecho. Siguieron contemplando la
poderosa figura, del vaquero que se dirigía al mostrador, y que,
tranquilamente, se hizo servir una jarra de cerveza. Lió un cigarrillo y
lo encendió, exhalando una bocanada de humo, y paseó su mirada
por la sala. Cuando divisó al sheriff y Beynon, acabó de beberse la
cerveza y se dirigió hacia ellos.
—Buenas tardes — saludó.
—¡Hola, Dave! — respondió Beynon—. ¿Usted por aquí?
—Sí, deseaba beber un poco de cerveza.
—Siéntese, le invitó.
—Gracias, acabo de beber una jarra.
—Es igual, tome otra.
—Acepto, no creo que me siente mal. La cerveza no es tan
dañina como el alcohol.
—¿Cuál es su impresión sobre el robo de que ha sido víctima el
señor Beynon?
—Mi opinión es de que los cuatreros han visto su labor facilitada
por una ayuda interior.
—¿Y sobre qué basa su conjetura?
—Quizá me equivoque, pero todos los indicios lo indican. Los
ladrones tuvieron muchas facilidades en su cometido. Las huellas lo
demuestran.
—Tiene usted mucha experiencia, por lo visto.
—Sí, señor. He pasado muchos años trabajando de vaquero y
otros tantos cazando, por lo que me precio de saber conocer las
huellas. Olwel y Beynon se miraron sorprendidos. La imprevista
manifestación de Smith le impresionó. Si ésta hubiese sido hecha
antes de presenciar la conversación que tuvo con Art Wenstob, lo
hubiesen encontrado de lo más natural, dado su carácter.
—Eso es lo que me preocupa — dijo Beynon — el pensar que
dentro de mi casa albergo una serpiente.
—Ya le he dicho antes que puedo estar equivocado.
—No, muchacho. No creo que se equivoque, por lo que será
necesario descubrir al traidor.
Louis habíase quedado mirando la espuma de la cerveza,
mientras recordaba las palabras que pronunció Milford, cuando Celia
le rechazó con brusquedad, cuando intentó abrazarla por la fuerza y
él estaba presto a intervenir. En 61 acento del capataz se notaba la
amargura qué llenaba su alma y el odio que reemplazó a ésta. El
carácter de aquel hombre era cruel y vengativo, por lo que no se le
olvidaría el desprecio que le manifestó la muchacha. Haría cuanto
estuviese a su alcance para vengarse.
—¿Sospecha usted de alguien? — volvió a preguntar el sheriff.
Louis sonrió.
—No, estoy muy pocos días en el rancho para poder recelar de
otra persona. Lo más natural, es que sea yo el sospechoso.
—Es una buena idea — contestó Olwel, jovial—. La tendré en
cuenta.
—Es la realidad. Hace poco que llegué a esta ciudad, nadie me
conoce ni sabe mi pasado, y si Dave Smith es en efecto mi
verdadero nombre. Salí del equipo «Diamante» sin que nadie
conozca la causa, y al poco tiempo de estar en el rancho se realiza
un robo de envergadura, y precisamente en la zona que está bajo mi
cuidado. Todo parece acusarme.
—No se preocupe, ya encontraremos al verdadero culpable, y
entonces todo quedará aclarado.
—Me alegraré de ello. No quisiera encontrarme en una situación
equívoca.
Una vez se hubo marchado Louis, los dos amigos se miraron en
silencio, cada uno comprendía los pensamientos del otro; pero no se
atrevían a decirlo. Al fin. Olwel rompió el silencio.
—La conducta de Dave ha sido sospechosa. La conversación que
ha sostenido con Wenstob y el interés que ha demostrado de que
fuese en privado, da mucho que pensar.
—Así es. Pero luego nos ha dicho espontáneamente que los
cuatreros han tenido ayuda del interior del rancho.
—Lo que confirma que es inocente, o, por el contrario,
endiabladamente astuto.
CAPITULO VIII
Louis Adams estaba decidido a cumplir lo que acababa de decir a
Art Wenstob. En cuanto desapareciese una sola cabeza de ganado,
iría en su busca, y entonces se enteraría de que el hombre que
estaba ante él era el famoso Louis Adams, pero ya no tendría tiempo
de decirlo a nadie.
De improviso, se detuvo, y con rapidez se echó el ala del
sombrero hacia abalo, ocultando todo lo posible su rostro. Tres
jinetes pasaban por el centro de la calzada, y uno de ellos le
conocía. Siguió andando sin volver la cabeza, procurando que Burt
Glick no le descubriese.
Este habíase detenido, mirando sorprendido al hombre que se
alejaba, y uno de sus compañeros, dándose cuenta de ello, exclamó:
—¿Qué té ocurre, Burt? Parece que hayas visto un fantasma.
—Cosí… casi — respondió Glick pendejo—. ¡Que una docena de
piel rojas me coloquen en el poste de tortura y me arranquen el
cuero cabelludo, si el hombre que acabo de ver no es Louis Adams!
—¡Louis Adams! — exclamaron sus acompañantes al mismo
tiempo.
—¡El mismo!
—¿Lo conoces?
—Sí, en Nuevo México disparó contra dos adversarios a la vez.
Ambos cayeron fulminados. Nunca he visto un hombre tan rápido
sacando.
—Hacía tiempo que no se oía hablar de él, y resulta extraño
encontrarlo en este país, quizá esté preparando una nueva fechoría.
—Te equivocas. Adams es un hombre honrado, y no creo que
haya cometido jamás ninguna felonía.
—Pues el hecho que nos has contado de Nuevo México…
—Fue en defensa propia, fui testigo de cómo aquellos dos
hombres le provocaron.
Y, sin saber cómo, circuló como un reguero de pólvora por New
City, la noticia de que Louis Adams, el famoso pistolero, había sido
visto en el poblado.
Muchos se sobresaltaron, otros quedaron intrigados y los demás
permanecieron indiferentes, aunque con una leve curiosidad por
conocerle.
Dos hombres unieron en seguida el nombre del famoso y temible
gun-man a la personalidad de Dave Smitb. y al que causó más
profunda impresión fué a Art Wenstob, que al enterarse de la noticia
palideció horriblemente, y en sus oídos volvieron a sonar aquellas
palabras pronunciadas con un tono suave y frío, pero que le hizo
estremecer:
—Es preferible para usted que siga ignorándolo, de lo contrario
aumentaría su pánico.
No le cabía duda. Bajo el nombre de Dave Smith se ocultaba
Louis Adams. Mal enemigo habían encontrado, era preciso que sus
hombres ignorasen la identidad del gun-man, pues se exponía a que
perdiesen la moral y se negasen a luchar contra aquel hombre, que
más que un ser real, daba la impresión de que se trataba de un
personaje de leyenda.
Le convenía que Milford Hughes se encontrase frente a frente
con él. Su cómplice era rápido y el mejor tirador de la región, y,
desde luego, el único que podía enfrentarse con Adams Entonces,
recordó y comprendió la centelleante rapidez con que Smith se
adelantó a Ford, encañonándole con su «Colt».
Reggie Olwel, al enterarse de que el famoso gun-man había sido
visto en la población, no dudó un solo segundo de que se trataba de
Dave Smith.
Se informaba de la identidad de los forasteros que llegaban al
poblado, y ninguno de los que llegaron en los últimos días podía ser
Louis Adams. La confianza que hasta entonces habíale inspirado el
vaquero y que en aquel día habíase desvanecido algo, volvió a
renacer, con más seguridad que nunca.
Las referencias que tenía del famoso gun-man eran que se
trataba de un muchacho aventurero, aunque jamás cometió fechoría
alguna, ni formó parte en ninguna cuadrilla de forajidos. Ya hacía
tiempo que no se le oía nombrar, y el sheriff poseía una clara idea
aquellos productos de la frontera, para creer que Louis Adams
deseaba tener una existencia tranquila y sosegada. Por aquel motivo
fué a un lugar donde no era conocido personalmente, y se cambió
de nombre con el fin de trabajar de una, manera honrada.
Sospechaba de Art Wenstob. Hasta entonces no pudo demostrar
su culpabilidad en los hurtos que se efectuaban en la región, pero
confiaba que algún día podría acusarlo, poseyendo pruebas
concluyentes. Creyó adivinar la verdad. Smith entró a trabajar en el
equipo de Wenstob, pero al cerciorarse de que el ranchero era un
cuatrero, se despidió.
Querría ponerse al margen de toda sospecha, por lo que al
efectuarse el robo de las reses de Beynon, fué en busca de Wenstob
para advertirle que no robase en un rancho donde él trabajaba, pues
de lo contrario, informaría al sheriff de lo que descubrió en el rancho
«Diamante», o simplemente que iría en su busca y lo mataría.
Este argumento quedaba más sólido, cuando al repasar los
detalles de la entrevista de Smith con Wenstob, recordó cosas a las
que entonces no dió importancia. El vaquero indicó a Wenstob que
quería hablarle sin testigos. Si hubieran sido cómplices, no hubiere
tenido necesidad de hacerle ninguna indicación, pues de sobras
sabrían dónde poder hablar a solas, y no ponerse en evidencia.
Olwel se alegraba de cómo iban desarrollándose los
acontecimientos. De no equivocarse en sus suposiciones, contaría
con un valioso aliado, y juntos podrían enfrentarse a la cuadrilla de
cuatreros, por numerosos que éstos fuesen.
En el rancho también circuló el rumor de que Louis Adams
rondaba por el poblado, y Louis se estremeció imperceptiblemente al
oírlo. A pesar de la precaución que adoptó para pasar desapercibido,
resultó inútil. Burt Glick le reconoció y probablemente no pudo
contenerse de pronunciar su nombre, y éste corrió de boca en boca
por la población.
Los vaqueros estaban impresionados y discutían animadamente.
Uno de ellos se dirigió a Louis:
—Oye, Dave, tú conoces a ese tipo. ¿Verdad?
—Bastante — respondió sonriendo.
—Me gustaría conocerlo — afirmó el otro.
—A mí no — repuso uno de sus compañeros—. No me gustaría
tenerlo frente a mí.
—¿Y por qué no? — objetó Louis—. El león no es tan fiero como
lo pintan.
—Eso es un proverbio, y dicen que todos tienen su excepción;
Louis Adams puede serlo.
—Me puedo equivocar, pero no creo que sea un asesino.
Milford escuchaba con el ceño fruncido. Sin poderse contener,
exclamó:
—Pues os aseguro que a mí no me inspira ningún temor ese
hombre, y no tendría el menor reparo de estar frente a él, revólver
en mano.
Nadie respondió. El capataz estaba exasperado, pues sabía que
sus hombres no simpatizaban con él.
—Parecéis un rebaño de corderos asustados — profirió con
desdén—. El solo nombre de ese asesino os asusta.
—No somos cobardes — respondió un vaquero con aspereza — y
cuando llegue la ocasión haremos frente a los peligros que nos
salgan al encuentro con entereza.
—Entonces, ¿a qué vienen esas lamentaciones?
—No nos lamentamos, solamente hemos hecho constar que no
nos gustaría estar frente a frente con Adams.
—¿Por qué no? Se trata de un hombre como nosotros, sólo tiene
dos brazos.
—Y en ellos una ligereza endiablada. Cuando un individuo
alcanza la fama que ha conseguido Louis Adams, que lo iguala a los
mejores gun-men que han existido a lo largo de la frontera, no es
debido a la casualidad, sino a sus cualidades y valentía, demostradas
en numerosos casos. Algunas de las gestas que se cuentan de él,
quizá sean debidas a la imaginación de alguien, pero la mayoría, no.
Milford no respondió. Con semblante hosco, se levantó y salió del
comedor. Durante algunos segundos reinó un profundo silencio,
todos estaban disgustados por las palabras del capataz y el tono
despectivo con que pronunció las últimas palabras les ofendió. Más
de uno tenía la diestra crispada sobre la culata de su revólver, pero
desistieron de provocar a Milford. Y decidieron no darse por aludidos
por sus mortificantes palabras.
Louis esbozó una ligera sonrisa. Estaba convencido de que
Milford Hughes moriría por uno de sus disparos. Parecía que el
destino lo hubiese dispuesto así. Tenía el presentimiento de que el
deseo del capataz se cumpliría, y que se le presentaría la
oportunidad de verse frente al famoso gun-man.
Terminó de cenar y salió del comedor. Desde que se enteró de
que Celia le amaba, sólo la había visto una vez, y hacía todo lo
posible por esquivarla. Ahora más que nunca se cercioró de que su
ruta estaba trazada, y que nada de lo que hiciera serviría para poder
salir de ella. Ya no le sería posible continuar en New City.
Le horrorizaba la idea de lo que pensarían de él los seres que
estimaba; Celia, Archie Beynon, Reggie Olwel y los vaqueras que le
rodeaban. Sobre todo, la Joven que al enterarse de que el hombre
que amaba era un terrible pistolero, le aborrecería.
Sabía que la muchacha odiaba a los pistoleros, sobre todo al
famoso Louis Adams, y su estupor sería inmenso al enterarse de que
éste y Dave Smith eran una misma persona. Sumido en sus
pensamientos, iba andando. De pronto, levantó la cabeza y se
encontró a Celia ante él.
—¡Estará usted contento! — dijo la joven.
—¿Por qué? — interrogó Louis, que ya presumía adónde iba a
parar Celia.
—Me he enterado de que su amigo ha sido visto por el pueblo.
El vaquero enarcó las cejas, mirándola con fijeza.
—¿Qué amigo?
—No se haga el desentendido. Ya debe saber que Louis Adams
está en New City.
—Ya lo he oído decir, pero Adams no es mi amigo.
—Tenía entendido que sí.
—No, lo que he dicho es que he estado varias veces frente a él. Y
si fuera mi amigo, tendría mucho honor en ello.
—Es un asesino.
—No lo es. Usted se ha forjado esa creencia, pero es absurda y
carece de fundamento.
Celia estaba molesta. El poco caso que le hacía aquel odioso
vaquero la hería en su amor propio, pero no era su orgullo lastimado
lo que la hacía sufrir, sino su corazón. La muchacha suponía que
aquel hombre ya estaba casado, o que un amor desgraciado le
hiciera mirar con desdén a todas las mujeres… y ella lo amaba con
locura.
—Ahora se demostrará. Antes de dos días ya habrá habido
víctimas.
—No sé lo que ocurrirá, pero tenga la seguridad que no será
culpa de Adams. Existen muchos hombres cuyas apariencias son de
personas intachables, aunque si se araña esa supuesta
honorabilidad, saldrá a la superficie tanta maldad que se
horrorizaría. No todo es lo que se aparenta.
—Usted siempre me lleva la contraria, pero yo sé, lo presiento,
que Louis Adams es un malvado.
Y se alejó.
Pensaba haber lastimado a Dave con sus palabras, aunque no
suponía que fuese tanto como en realidad había sido. Louis quedóse
aturdido. Era necesario alejarse del rancho, entes de que se
descubriese que el famoso Louis Adams era él. Celia Beynon, la
mujer que había hecho renacer en su alma el afán de vivir, que
despertó las ilusiones que él creía muertas para siempre, le odiaba.
Es decir, a Dave Smith lo amaba; pero por su verdadera personalidad
sentía un profundo e innato aborrecimiento, y este sentimiento, muy
arraigado en su espíritu, se impondría al otro cuando se enterase de
la verdad.
Encogióse de hombros. No podía hacer otra cosa que seguir el
curso de los acontecimientos, y, a pesar de la amargura que llenaba
su alma, sonrió.
Por lo menos realizaría una loable labor. Eliminaría de aquella
región el puñado de bandidos que la infectaba, aunque con ello la
fama de Louis Adams aumentase. No le importaba; en New City
sabrían la verdad. Sus enemigos eran cuatreros, por lo que no sería
tachado de provocador.
A pesar de todos sus temores, Louis no notó ninguna diferencia
en las personas que le rodeaban, respecto a él. Nadie sospechaba
que fuese el célebre guarnan, por lo que decidió continuar como
hasta entonces.
Durante los días siguientes no fué al poblado por temor a
encontrarse con Burt Glick, y que éste le llamase por su nombre,
quedando descubierta su personalidad.
Milford Hughes, durante aquel espacio de tiempo, estuvo huraño
e irritado, y los vaqueros se mantenían alejados de él. Celia pajeaba
por su lado como si no existiese, cosa que hacía rechinar los dientes
al enamorado desdeñado. Sólo cuando iba acompañada de su tío, la
muchacha le saludaba con frialdad. Su estado de ánimo estaba
exaltado, al ver que los planes que tan laboriosamente estuvo
preparando durante más de dos años se derrumbaban con estrépito.
Las ilusiones que se forjó de que Celia Beynon sería su esposa, se
desvanecían por completo, cuando más convencido estaba de su
triunfo.
Sentía violentos deseos de echarlo todo a rodar, y de ponerle
decididamente al lado de Art Wenstob, pero los juiciosos consejos de
éste le contenían. Deseaba asaltar haciendas disparando a diestro y
siniestro, como hizo una vez en Nuevo Méjico, y saciar la sed de
sangre que poseía.
Sobre todo, le hubiere gustado entrar en el rancho «Fortuna» y
disparar sobre Archie Beynon, a quien aborrecía, a pesar de que éste
depositó en él toda su confianza. La otra víctima que deseaba era
Dave Smith, cuya presencia en New City bastó para que sus planes
quedasen desbaratados.
Aquel día fué insoportable, y su mal genio alcanzó el paroxismo.
Más de un vaquero crispó su diestra alrededor de la culata de su
«Colt», presto a empuñarlo, al ser amonestado injustamente por el
capataz, pero desistieron por el temor que les inspiraban la rapidez y
puntería de Milford Hughes.
Milford sonreía despectivo, al darse cuenta de que los hombres
de su equipo le temían, aunque con Dave Smith no intentó buscar
pelea. Un extraño presentimiento se lo impedía, a pesar de que él no
lo quería reconocer. Aunque indagó y preguntó a varias personas del
poblado, no pudo enterarse de quién era Louis Adams. El forastero
que lo reconoció, ya habíase marchado, por lo que la identidad del
famoso gun-man quedaba en el misterio. Quizá el pistolero también
estuvo de paso y ya se encontraba a muchas millas de New City.
Con la marcha de Burt Glick todo quedaba igual que antes, con la
única diferencia de que ahora existía la incertidumbre de si estaba
entre ellos Louis Adams. No le hubiese disgustado enfrentarse con el
poderoso gun-man. Era probable que éste le hubiera vencido, pero
Milford confiaba en su destreza, y además habría alcanzado la ilusión
de su vida: ser el matador de Louis Adams.
Con la aureola de tal hazaña, su nombre se inscribiría entre los
más célebres de la frontera.
CAPITULO IX
Poco antes del mediodía encontraron a faltar varios hatajos.
Aunque las reses desaparecidas no sumaban ninguna cantidad
considerable, Milford Hughes montó en cólera de una forma
inusitada. Lanzando maldiciones, se dirigió hacia donde estaba
Archie Beynon, que, al oír acercarse a los vaqueros, salió de su
despacho.
—¿Qué sucede? — preguntó alarmado.
—Los cuatreros han vuelto a actuar — repuso Milford.
Su tono era exagerado e incisivo.
—¿Se han llevado muchas cabezas de ganado?
—Bastantes, pero no es eso lo que me preocupa, sino lo que nos
seguirán robando.
—¿Y por qué?
—Ya le advertí que en el equipo se había infiltrado una víbora.
Los vaqueros se miraron entre sí sorprendidos. Beynon enrojeció
y Celia no comprendía a qué se refería el capataz. Sólo Louis
conservaba la serenidad. Comprendió que ya antes había sido
acusado por Milford, y agradeció al ranchero de que tuviese
confianza en él. Su voz sonó pausada y fría:
—¿Se refiere usted a mí, Milford?
—Sí, y me alegro de que se haya dado por aludido. Está en
combinación con los cuatreros.
—¡Miente! Es usted un maldito embustero
El cuerpo de Milford se encorvó ligeramente, mientras su mano
con una rapidez pasmosa empuñaba su revólver, pero sonó una
detonación, y el arma fué arrancada limpiamente de su diestra.
Los espectadores de aquel improvisado desafío estaban
estupefactos.
Louis, con su «Colt» que todavía humeaba, contemplaba
irónicamente a su adversario, que se cercioraba de que no estaba
herido. Milford clavó sus ojos con espanto en su enemigo, temeroso
de que volviese a disparar. Su semblante estaba pálido.
Todos creían haber sido víctimas de una pesadilla, pues el arma
apareció en la diestra de Louis como por arte de magia. Fué tan
veloz el movimiento de su brazo, que ninguno tuvo tiempo de verlo,
pareciendo imposible que pudiese anticiparse al centelleante «sacar»
de Milford Hughes. Una idea cruzó por la mente de éste, se pasó la
lengua por sus resecos labios y musitó:
—Es usted… Louis Adams.
—El mismo — respondió el célebre pistolero, burlón—. Y le he
demostrado que no es rival adecuado para mí, pues a pesar de ser
el primero en sacar, he disparado antes, y sólo me he limitado a
destrozarle el revólver. Comprenderá que me hubiese sido más fácil
partirle el corazón.'
Este se daba cuenta de que era cierto. Su enemigo pudo haberle
matado. Sentía en su interior una extraña sensación, notando que
sus nervios se relajaban, y teniendo que hacer un esfuerzo para no
echar a correr, invadido por el pánico.
—Confío en que dará al señor Beynon las pruebas de mi
complicidad con los cuatreros — prosiguió la inexorable voz del gun-
man.
Milford continuó silencioso.
—¿Ha oído usted lo que he dicho?
—Sí.
—Entonces…, ¿por qué no responde usted?
La sangre se agolpó en el rostro del capataz
—Dígalo, de lo contrario le mato como a un perro.
—Señor Beynon, es cierto, no poseo ninguna prueba…
—Ya es suficiente. Se puede marchar.
Milford se iba a retirar, pero fué detenido por la voz de Louis.
—Y tenga presente que estoy a su disposición para otro
encuentro.
Milford Hughes no respondió, y se alejó, mientras sus dientes
rechinaban con siniestro ruido.
Celia contemplaba admirada la arrogante silueta del pistolero. Su
cerebro era un caos de pensamientos, que en vano trataba de
ordenar. Uno sobresalía de los demás: Dave Smith, el hombre a
quien amaba, era el gun-man cuya fama pasó todos los Estados. Era
Louis Adams. Este nombre martilleaba una y otra vez en su mente.
Beynon miraba perplejo a aquel vaquero que pertenecía a su
equipo. Jamás hubiese creído que tras aquel laborioso cow-boy, hábil
y trabajador, se ocultase uno de los pistoleros más notables del
Oeste.
Lo propio les sucedía a los vaqueros, que no comprendían que
aquel hombre que durante muchos días estuvo trabajando,
comiendo y durmiendo con ellos, fuese Louis Adams.
Louis, imperturbable, prosiguió:
—Ya ha oído usted, señor Beynon, que he sido calumniado por
Milford Hughes. Le prometo que no tengo la menor relación con los
ladrones de ganado, aunque sé quiénes son.
Sus oyentes estaban cada vez más sorprendidos, no sólo por la
verdadera identidad de su hasta entonces compañero, sino por las
revelaciones que iban a oír.
—¿Quiénes son? — pregunto Beynon, anhelante.
—No tengo el menor inconveniente en decirlo. Empezaré por el
principio. Cuando llegué a New City, mi única ambición consistía en
trabajar en un rancho, donde mi personalidad no fuese conocida. Por
ese motivo me ofrecí a ustedes, y Art Wenstob aceptó
inmediatamente mi oferta. Mi deseo hubiese sido trabajar con usted,
pero al intervenir Wenstob no me fue posible rehusar su proposición.
El equipo del «Diamante» no fué de mi agrado, lo mismo que su
patrón. Les faltaba la alegría característica de los vaqueros, pero,
como no encontraba nada anormal, me resigné y proseguí
trabajando. No tardé muchos días en darme cuenta de que Art
Wenstob no era un ganadero honrado, pues hallé en lugares
distantes algunas reses cuyas marcas estaban desfiguradas. Mis
sospechas se confirmaron una mañana en que me aleje más de lo
que acostumbraba, y llegué a un lugar donde había numerosas las
cabezas de ganado que estaban en aquellas condiciones. No me
quedó la menor duda. Me encontraba en un antro de cuatreros.
Tomé la firme decisión de partir del rancho aquel mismo día. En
aquel memento se acercaron Art Wenstob y Raymond Food, que se
apercibieron de que yo había descubierto su juego. Llegaron
sonrientes, convencidos de que aceptaría formar parte de la
cuadrilla. Les dije sin preámbulos que me marchaba del equipo, y
Wenstob me preguntó cuál era el motivo de aquella súbita
determinación. Con un ademan, le señalé las reses. Wenstob sonrió
y respondió que aquello carecía de importancia.
Indiqué mi firme propósito de trabajar en un rancho honrado, y
entonces hizo una señal a su capataz. Antes de que éste tuviere
tiempo de empuñar su revólver, ya los encañonaba. Les advertí que
mientras no se metiesen conmigo, sus manejos no me interesaban,
y llevándome sus monturas, tras, haberles desarmado, me alejé.
Llegué al rancho, recogí mis cosas, y me marché.
Louis se detuvo, pero ninguno de sus oyentes hizo ningún
comentario; todos esperaban que prosiguiese.
—Después, le encontré e ingresé en su equipo. Cuando le
robaron, fui al poblado a ver a Art Wenstob, lo hallé en el saloon en
compañía de unos amigos y le invité a ir a una mesa donde se
pudiera hablar sin temor a ser oídos. Accedió y le comuniqué que si
se cometía otro robo en el rancho «Fortuna», informaría al sheriff de
cuáles eran sus verdaderos manejos. Así que los autores de los
robos que se efectúan en la región, son Art Wenstob y su equipo.
Louis se calló. Había hablado con tono reposado y sincero, y
ninguno de sus oyentes dudaba de la certeza de sus afirmaciones.
Celia le escuchaba subyugada, sin poder apartar la vista de aquel
semblante varonil, que parecía ser completamente distinto al que
ella conocía.
—Le creo, Louis Adams — y al pronunciar este nombre, Archie
Beynon realizó un esfuerzo—. Fui testigo de su encuentro con Art
Wenstob.
—Le agradezco la confianza que tiene en mí.
Y Louis se volvió, alejándose.
Antes de que nadie hubiese tenido tiempo de tomar ninguna
determinación, se oyó el galopar de un caballo.
—Se ha ido — susurró Celia al oído de su tío.
—Así es — respondió éste.
Y golpeó cariñosamente la mano de la muchacha, que se
apoyaba en su brazo. Comprendía que su sobrina estaba enamorada
de aquel enigmático vaquero, y no se sentía disgustado por ello. Si
Louis Adams, a pesar de la aureola que rodeaba su nombre, le pedía
la mano de Celia, no vacilaría en concedérsela.
Los vaqueros prorrumpieron en explicaciones entre sí. Ninguno
sentía animosidad con el famoso gun-man, y elogiaban su prodigiosa
rapidez. No se trataba de un asesino, pues le hubiese resultado más
fácil matar a Milford Hughes que no desarmarlo con tanta limpieza
de un balazo.
***
Louis se detuvo ante el Hotel Royal y sonrió. Desde que estaba
en aquella población, ya era la tercera vez que buscaba hospedaje
en el hotel, y en realidad fué un gasto inútil, pues no estuvo en
ninguna de las otras ocasiones poco más de un día.
El hotelero le miró sorprendido, y una sonrisa de bienvenida
apareció en su semblante.
—Buenos días, señor Smith.
—Buenos días. Supongo que mi habitación estará libre.
—Así es, y, como de costumbre, a su disposición.
—De acuerdo.
—Repito que es usted el mejor cliente que he tenido.
—No tendría que pagarle el adelanto. Lo más probable es que
me marche mañana, y creo que aunque permanezca un día en su
hotel sin pagar, ya estará compensado sobradamente.
—No digo lo contrario, pero el reglamento lo dispone así, y se
trata de una cosa inquebrantable.
Louis sonrió y golpeó el hombro de su interlocutor con jovialidad.
—Está bien, aunque es usted un granuja.
El hotelero se echó a reír ruidosamente. Le era simpático aquel
hábil jinete que venció de forma rotunda a Milford Hughes.
—En cierta ocasión tuve un huésped relámpago. Aún me parece
verlo; estaba donde se halla usted, me pagó los tres días
reglamentarios, y se marchó a dar una vuelta por la población.
Todavía no había transcurrido media hora, que me comunicaron que
estaba tendido en la calle Mayor, con tres balazos dentro de su
cuerpo. ¡Pobre diablo! Nadie supo cuál era su verdadero nombre.
—Por fortuna, yo siempre he dejado el hotel por mi propia
voluntad.
—En efecto, hasta ahora siempre ha sido así. Haga el favor de
firmar.
Louis, con mano firme, inscribió su nombre en el registro, saludó
con un ademán a su interlocutor y subió la escalera.
El hotelero cogió sonriendo el libro, lo iba a cerrar sin mirarlo,
cuando sus ojos se posaron en el nombre que había escrito el
vaquero. Su sonrisa se borró de su faz, y sus ojos se abrieron
desmesuradamente. Volvió a leerlo, por si había sido una ilusión de
sus sentidos; pero no, era cierto, con letra clara estaba escrito el
nombre de Louis Adams.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo, mientras su mirada
estaba fija en la hoja del libro, cual si estuviese hipnotizado. Louis
Adams, el famoso gun-man, estaba en su casa. Aquel joven que por
tercera vez se alojaba en el hotel, resultaba ser el temido pistolero.
Reaccionó. Estimaba al hombre que acababa de subir los
peldaños de la escalera, pero no quería tener asunto alguno con la
Ley, y su obligación era comunicar al sheriff la verdadera identidad
de su huésped.
Por lo visto a éste no le importaría. De lo contrario no lo hubiese
puesto, se hubiera limitado a escribir el nombre que hasta entonces
había usado. Dirigió una mirada a la escalera y, con mano
temblorosa, cerró el libro. Ya no vacilaba, y, con paso firme, se
encaminó a la oficina del sheriff.
Halló a Reggie Olwel en compañía de Archie Beynon. El sheriff le
preguntó al verle entrar;
—¿Qué le ocurre, Rawsey?
—Le tengo que hacer una confidencia de gran interés.
—Ya puede hablar.
El dueño del hotel paseó su recelosa mirada por la estancia.
—No tema. El señor Beynon es de confianza.
—Louis Adams está hospedado en mi casa — dijo Rawsey,
bajando la voz hasta convertirla en un murmullo.
—Muy bien, no se preocupe.
—¿Que no me preocupe? — exclamó el hotelero, sorprendido.
—Eso es.
—Usted no me ha entendido. Louis Adams está…
—Sí, ya lo ha dicho antes, y nosotros ya estábamos enterados.
Está hospedado en el Hotel Royal.
Rawsey se hallaba visiblemente desconcertado. El sheriff le
golpeó la espalda sonriendo.
—Vuelva a su casa y esté tranquilo, no ocurrirá nada.
Rawsey obedeció, atónito. Acababa de dar la noticia más
interesante que de mucho tiempo a esta parte se habla dado en
New City, y aquellos dos hombres permanecían imperturbables. Se
marchó desencantado.
Él creyó que Reggie Olwel daría un brinco de sorpresa, golpearía
sobre la mesa excitado y, llamando a sus comisarios, se apresuraría
a ir al hotel a detener al peligroso huésped. Pero nada de eso
ocurrió. El sheriff escuchó su confidencia, limitándose a darle un
amistoso golpe en la espalda.
Cuando Louis llegó al vestíbulo del hotel, vio sin sorpresa que
Reggie Olwel le esperaba cómodamente sentado, fumando con toda
tranquilidad su pipa. Al ver al vaquero, se levantó y le tendió la
mano. Louis sintió que algo le subía por el pecho, atenazándole la
garganta, y la estrechó emocionado.
Indudablemente, el sheriff estaba enterado de su personalidad, y
le consideraba un amigo, pues le alargaba la diestra mientras le
miraba fijamente a los ojos. Olwel era un hombre que no usaba
disimulo, su nobleza se lo impedía. Aunque era astuto y no dejaba
traslucir sus sospechas a sus enemigos, no por ello les ofrecía su
amistad.
—¿Cómo se encuentra, Adams?
Este sonrió.
—Muy bien. El hotelero le ha comunicado mi identidad.
Rawsey, al oír estas palabras, palideció y se agachó, ocultándose
tras el mostrador.
—Sí, pero antes me lo había dicho Archie Beynon, aunque yo ya
lo sospechaba.
—¿No creerá que estoy mezclado con esa cuadrilla de cuatreros?
—No; jamás se me ocurrió esa idea.
—Gracias, Olwel.
—También sospechaba que era Art Wenstob el jefe de los
ladrones de ganado, pero continúo como antes, sin pruebas para
acusarlo.
—Le puedo conducir al lugar donde se encuentran las reses, y ya
contará usted con una prueba positiva.
—Creo que es lo más acertado. Espéreme aquí, voy a buscar
unos cuantos jinetes.
—De acuerdo.
Y Louis se sentó en una silla, lió un cigarrillo y lo encendió.
Mientras ejecutaba esta operación miraba con disimulo a Rawsey,
que daba la sensación de tener azogue en el cuerpo, pues en modo
alguno podía permanecer quieto, sus ojos no estaban fijos en un
lugar más de un segundo, y de vez en cuando se posaban en él de
soslayo. Se volvió ligeramente en la silla y lo miró con fijeza. El
hotelero se azoró aún más, no sabiendo qué hacer con las manos.
—Oiga… Sí, es a usted.
Rawsey se sobresaltó al oír que le llamaba, y su rostro tornóse
de un color ceniciento.
—¿Qué desea, señor?
—Hablar un momento con usted.
—Estoy a su disposición.
Louis sonrió.
—Da la impresión de que tiene miedo.
—Es la verdad.
—¿Soy yo quien se lo inspiro?
—Así es. En cuanto vi su nombre en el registro, me apresuré a
decir al sheriff que se encontraba en mi hotel.
—Nada más que eso.
—Era mi obligación.
—No le censuro por ello, pero comprenderá que cuando inscribí
mi verdadero nombre, era porque no me importaba que el sheriff se
enterase.
—Así lo entendí yo. ¿No está usted enfadado con mi indiscreción?
—De ningún modo. Cumplió con su deber, pues si yo hubiese
sido un delincuente, el sheriff tenía que saber que me hallaba aquí
para prenderme.
Rawsey respiró profundamente aliviado, y el nerviosismo que
dominaba sus miembros desapareció.
—Siempre me pareció usted un buen muchacho — aseguró.
Se oyó el rumor de numerosos cascos de caballos y Louis salió.
No se equivocaba. Reggie Olwel y varios vaqueros del rancho
«Fortuna» estaban ante el hotel. Se dirigió a la cuadra en busca de
su caballo y se incorporó al grupo. Olwel hizo una señal para que se
pudiera a su lado, a. la cabeza del pelotón, emprendiendo
seguidamente la marcha hacia el rancho de Art Wenstob.
—Usted es el que guía — dijo el sheriff.
Dando un rodeo, Louis se encaminó hacia el lugar donde vio las
reses robadas. Pasó por los caminos menos tramitados, con el fin de
no ser descubiertos por los cuatreros. Al llegar al sitio donde estaba
el ganado robado, vieron a varios hombres que hacían salir a las
reses.
A una orden del sheriff, se lanzaron al galope sobre los bandidos,
mientras Olwel disparaba al aire para intimidarlos. Los hombres del
equipo «Diamante» intentaron hacer una defensa desesperada, pero
al darse cuenta de la superioridad numérica de sus enemigos,
optaron por rendirse.
Antes de que llegaran las huestes del sheriff, un jinete salió de
entre los forajidos cual una flecha, en dirección al rancho. Louis le
reconoció. Era Raymond Food, el capataz de Wenstob, y sin
meditarlo se lanzó en su persecución. Le llevaba bastante delantera,
pero no por ello cejó en su empeño, pues aunque reconocía que no
le sería fácil alcanzarlo, podía ocurrir algún incidente que le
permitiera detenerlo antes de que diese la alarma en el rancho.
No le ocurrió ningún percance al perseguido, y logró llegar con
bastante ventaja sobre Louis al rancho.
CAPITULO X
Milford Hughes montó en su caballo y salió del rancho «Fortuna»
decidido a no volver.
Consciente de la derrota y humillación que acababa de recibir, su
espíritu rebosaba amargura y odio, y otro sentimiento hasta
entonces desconocido en él: miedo.
Amargura por el hecho de que su adversario le perdonó la vida,
humillándole ante los testigos de la lucha. Odio contra aquella gente,
que evidentemente se alegraba de su derrota. Y por último, miedo
hacia aquel extraño vaquero que resultó ser el famoso Louis Adams,
y cuya rapidez y puntería justificaban sobradamente las proezas que
se le atribuían.
Desde luego, reconocía que no le sería posible oponerse a
semejante contrincante. Este le vencería con facilidad. Y, sin
embargo, ¡cuánto no hubiese dado por tener a sus pies y sin vida al
temible gun-man!
Estaba decidido a no volver a aquel rancho. Sus moradores le
despreciaban y deseaba vengarse de ellos. En cuanto a Celia, era
tema aparte. Sería suya aunque tuviese que recurrir a la violencia.
Sus ojos reflejaron satisfacción al ver cómo su aborrecido adversario
le derrotaba, y era una gota más que hacía rebosar la copa de su
odio.
Galopó con furia, como si con ello se propusiera sosegar su
estado de ánimo. Rechinaba los dientes con furor y una espesa
niebla le impedía ver con claridad el camino. El aire que azotaba su
rostro le fué calmando, aunque no lo suficiente para que cuando se
apeó de su montura, Art Wenstob, al ver su demudado semblante,
exclamara:
—¿Qué te ha sucedido? Das la sensación de haberte encontrado
con un fantasma.
—Así ha sido; me he enfrentado con Louis Adams.
—O sea con Dave Smith.
La cara de Milford expresó un profundo asombro.
—¿Conocías su identidad?
—Con certeza no, pero lo imaginaba.
—¿Por qué no me lo advertiste?
—No lo creí conveniente. Tanto tú como yo considerábamos a
Smith como a un enemigo, y tu actitud referente a él hubiese sido la
misma. Ignorando su verdadera personalidad, si te enfrentabas con
él, su fama no impresionaría tu moral. ¿Le has matado?
Milford Hughes sonrió sarcástico.
—No; se ha limitado a destrozar mi revólver.
—No lo entiendo. ¿Quieres decir que no ha disparado contra tu
cuerpo?
—Así ha sido.
—¡Diablos! Tenemos que actuar con rapidez. Ahora comunicará a
Reggie Olwel que somos nosotros los ladrones de ganado, y el
sheriff no tardará en echársenos encima.
—¿Qué haremos?
—Huir. Hemos confiado demasiado en nuestro poder. Siempre he
creído que lo más práctico era dar varios golpes de importancia y
desaparecer. Nuestra ambición nos ha puesto en un apurado trance.
—Mi opinión es otra.
—¿Cuál?
—Arremeter contra el sheriff y el rancho «Fortuna».
—Resulta muy peligroso.
—La sorpresa será un factor decisivo.
—¡Uf! Demasiado expuesto. Aun saliendo bien, poco será el
beneficio que obtengamos y muchos de nosotros caerán para no
levantarse más, y con franqueza, no estoy decidido a correr un
riesgo innecesario.
Milford se encogió de hombros, despechado. Sus planes de
venganza se esfumaban tan pronto eran esbozados. Sentíase
contrariado, a pesar de que reconocía que su proposición era
descabellada.
Wenstob ya no se entretuvo, y se dispuso a dar las órdenes
necesarias para alejarse para siempre de aquella región, donde
actuó durante varios años impunemente. A pesar de que sus
mejores proyectos acababan de fracasar, no por ello estaba
descontento. La ganancia obtenida durante aquel tiempo
representaba una elevada fortuna, por lo que podría preparar
grandes planes para el porvenir.
Llamó a sus hombres y les explicó cuál era la situación, y lo que
él había decidido. Todos estuvieron conformes, mientras una gran
excitación se apoderaba de ellos, disponiéndose a ejecutar con brío
las órdenes de Wenstob. Un deseo se adueñó de los cuatreros: salir
cuanto antes de aquel lugar que estaba resultando demasiado
peligroso.
Milford Hughes comprendió que aquellos hombres estaban
asustados, y que el nombre de Louis Adams sembraba el pánico.
Encogióse de hombros y se resignó a su derrota. Al fin y al cabo, lo
principal era salvar el pellejo, y quién sabe lo que le podía, reservar
el porvenir.
Wenstob se encerró en su despacho con Milford y Food, y con
rapidez dispusieron lo que era necesario hacer. Salió Raymond Food
y, reuniendo a todos los hombres, se dirigieron a buscar el ganado
robado, para hacerlo desaparecer. Luego, ya tendrían tiempo
sobrado para alejarse.
Milford y Wenstob se quedaron solos en el rancho. El ranchero
miraba sorprendido a su cómplice, dándose cuenta del cambio que
habíase efectuado en éste. Parecía que era otro hombre. No podía
permanecer varios segundos quieto, cambiaba continuamente de
postura y el menor ruido le sobresaltaba; Milford Hughes había
perdido el dominio de sus nervios.
Transcurrieron las horas y los dos hombres estaban intranquilos.
El nerviosismo de Milford se había contagiado a Wenstob. En cuanto
vieron llegar a Raymond Food al galope, presintieron que acababa
de ocurrir una hecatombe. Antes de que Food hubiera tenido tiempo
de descabalgar, ya estaban ellos en el porche de la casa.
—¿Qué ha sucedido? — preguntó Wenstob.
—Nuestros hombres han sido sorprendidos por Reggie Olwel, y
Louis Adams me persigue.
Milford palideció. Otra vez se vería frente a aquel gun-man, y le
temía. Wenstob crispó los puños. Todo se derrumbaba a su
alrededor. Con una rápida mirada calculó las posibilidades que tenía
de escapar, pero vio que Adams se acercaba al rancho a un galope
desenfrenado.
—Lo recibiremos con una descarga — dijo.
Sus dos cómplices asintieron. Antes de que el que se acercaba
estuviese a tiro, vieron cómo se detenía y trababa su caballo. Su
enemigo no era tan incauto que se arrojase sobre ellos a ciegas para
ser una fácil víctima. Si por un instante alimentaron aquella
esperanza, se sintieron defraudados al comprender que el gun-man
se proponía entretenerles, mientras esperaba al sheriff y sus
hombres.
La situación resultaba peligrosa, Cuando llegara Olwe1 no
podrían impedir ser detenidos, a menos que se hiciesen fuertes en el
rancho, donde serían barridos por el mortífero plomo de los
asaltantes. Ninguna de las dos perspectivas eran halagüeñas para
ellos. Decididamente, lo más práctico era ir al encuentro de su
temible enemigo.
Louis Adams habíase sentado en una roca y liaba tranquilamente
un cigarrillo, mientras sus ojos no perdían de vista ninguno de los
movimientos de sus adversarios. Vio cómo Wenstob hablaba y que
sus compañeros asentían.
Los tres hombres montaron en sus caballos y se lanzaron hacia
él.
Se levantó y arrojó el cigarro, mientras en sus manos aparecían
sus «Colt». Permaneció impasible, como si en lugar de esperar el
ataque de los tres jinetes, fuese el espectador de una carrera.
Cuando los cuatreros estuvieron a menos de cien metros, y los
tiros de éstos levantaban el polvo a sus pies, él disparó. Sus dos
proyectiles hicieron blanco. Milford Hughes y Raymond Food se
desplomaron sin vida. Sintió un fuerte impacto en su pecho y sus
piernas se doblaron. Art Wenstob acababa de tocarle.
Con un poderoso esfuerzo se mantuvo en pie, y su enemigo, que
se percibió de que estaba herido, dirigió su caballo hacia él. Las
fuerzas le abandonaban, y dábase cuenta de que el caballo le
arrollaría. Apretó los dientes y, reuniendo todas las energías que le
quedaban, apretó el gatillo de su revólver, mientras caía al suelo sin
conocimiento.
Wenstob desvió el animal a tiempo, y el proyectil pasó silbando
junto a su oído. A la vez que ejecutaba esta maniobra, su caballo
rebasó a Adams, y un grito de júbilo salió de la garganta del
cuatrero al darse cuenta de que tenía al famoso pistolero a su
merced.
Cuando se disponía a detener su montura para volver atrás,
distinguió a varios jinetes que se aproximaban, y que estaban a
corta distancia de él. Su rostro se contrajo en una horrible mueca, y,
sin preocuparse de Louis Adams, espoleó furiosamente a su caballo,
que lanzó un relincho de dolor.
Ya era tarde. Los jinetes se habían dividido en dos grupos y le
rodeaban. Sólo tuvo tiempo de disparar una vez. Una bala se estrelló
en su pierna y le derribó.
Reggie Olwel se inclinó sobre él.
—Art Wenstob, en nombre de la Ley te detengo.
Seguidamente entregó el prisionero a sus hombres y corrió hacia
donde yacía Louis. Rasgó su camisa y comprobó que la herida era
grave.
El joven abrió los ojos y sonrió.
—Me han… tocado — susurró.
—Sí — afirmó el sheriff—, pero tienes suerte; no es nada de
cuidado.
El vaquero no pudo responder, su cabeza cayó pesadamente
sobre el brazo amigo que le sostenía.
Louis Adams permaneció casi un mes en grave estado, sin tener
noción de lo que sucedía a su alrededor, y sin darse cuenta de que,
junto a su lecho, atendiéndole sin cesar, estaba una hermosa
muchacha que sólo se separaba de su lado para descansar, cuando
sus fuerzas, empezaban a abandonarla.
Únicamente cuando Louis estuvo fuera de peligro, dejó de acudir
al lugar que ocupó durante el tiempo en que el herido luchó con la
muerte.
Louis ya podía sentarse en el lecho y comer por su mano. Archie
Beynon y Reggie Olwel se pasaban muchas horas a su lado y le
contaron el juicio que se efectuó contra Art Wenstob y sus hombres,
cuyo fallo fué el de muerte. Wenstob supo morir con entereza, no
haciendo súplica alguna, y su despreciativa sonrisa no desapareció ni
cuando estuvo debajo del árbol que tenía que soportar el peso de su
cuerpo, ni cuando la cuerda de cáñamo rodeó su cuello.
Celia entraba de vez en cuando a. efectuar la limpieza, y apenas
le dirigía la palabra. El vaquero estaba perplejo. Le constaba que la
muchacha le quería, y sin embargo no le hablaba, y si lo hacía era
para referirse a algo concreto.
La herida estaba cicatrizada y las fuerzas habían retornado al
cuerpo de Louis, por lo que insistió en levantarse. La convalecencia
fué rápida, y una noche, mientras cenaban, Louis expresó su deseo
de partir al día siguiente. Tuvo que hacer un supremo esfuerzo de
voluntad para tomar esta decisión, pero comprendía que la
muchacha le tenía horror, desde que se enteró de que él era el
famoso Louis Adams, y una profunda repulsión substituyó al amor
que le profesaba.
No quería permanecer más tiempo en aquel rancho, pues cada
día se daba cuenta de que amaba más a aquella muchacha tan
adorable. Una nueva herida se unía a las que laceraban su alma, y
ésta era mucho más dolorosa. Continuaría de nuevo su existencia
solitaria y errante.
Beynon y su sobrina cambiaron una mirada, y si Louis hubiese
estado alerta, se hubiera dado cuenta de que la joven palidecía.
—¿Por qué se quiere marchar del rancho?
—Soy Louis Adams, y no deseo que por agradecimiento tengan
que soportar mi presencia,
—Eso son tonterías —refunfuñó Archie—. Si no llega a ser por
usted, estaríamos a merced de esos bandidos.
—Acabo de decir lo mismo.
—Muchacho, le ofrezco la plaza de capataz. Está vacante y no
creo que nadie sea tan merecedor de ella como usted.
Louis sintió su corazón latir con fuerza. ¡Qué más quisiera que
aceptar aquella proposición! Pero no, no quería forjarse ilusiones.
—Se lo agradezco, señor Beynon, pero no puedo aceptar.
—¿Y por qué no?
—Es inútil, estoy decidido a marcharme mañana.
El ranchero movió la cabeza. Estaba indignado por la terquedad
del vaquero.
—Por lo menos prométame que lo pensará esta noche.
—Se lo prometo — repuso Louis, sonriendo.
Cuando terminó de fumar en compañía de Beynon, se levantó,
dió las buenas noches y se retiró a su habitación. Celia se acercó a
su tío y le rodeó el cuello con sus brazos.
—¡Oh, tío, se marchará! — sollozó.
Beynon acarició sus hermosos cabellos con cariño.
—Ya lo veremos.
Y sonrió.
Al día siguiente, Louis acudió al encuentro de Archie Beynon y le
manifestó que continuaba con la misma decisión de alejarse.
—Está bien, muchacho, se puede ir cuando quiera.
El vaquero se tendió la mano.
—Lo tengo todo preparado.
—Antes tendrá que hablar con Reggie Olwel, está en mi
despacho.
Louis hizo un gesto de extrañeza, pero asintió. Entró en el
despacho, intrigado, pensando en lo que le diría el sheriff.
—¡Hola, Louis! — saludó éste al verle—. Siéntese.
Obedeció y esperó a que prosiguiese.
—Me ha dicho Archie Beynon que está usted decidido a
marcharse hoy.
—Así es.
—Le ha propuesto el empleo de capataz de su rancho, y usted se
ha negado a aceptarlo.
—Sí, señor.
—Es usted un desagradecido.
Louis crispó los puños. Si hubiese sido otro el que hubiese
proferido aquellas palabras, las hubiera pagado caras; pero Reggie
Olwel le inspiraba un extraño respeto y, además estaba convencido
de que lo dijo sin querer ofenderle.
—Después de lo que han hecho por usted, y todavía rechaza su
oferta.
—Creo que me la han hecho por agradecimiento.
—Pues se equivoca. Beynon siempre sabe lo que se propone,
está convencido de que es usted el hombre que necesita.
—Puede ser, pero mi presencia en esta casa no es grata.
—¿No? Todos le quieren, los muchachos están disgustados por su
marcha. ¿A quién se refiere?
—A Celia. Desde que se ha enterado de que soy Louis Adams no
me ha hablado apenas. Me aborrece.
Reggie se echó a reír.
—¿Y usted le ha hablado a ella?
—No — contestó Louis sorprendido.
—La mente femenina es muy complicada, y no creerá que una
muchacha hable al hombre que ama, si éste no la mira tan siquiera.
La mano de Louis se crispó alrededor de la muñeca del sheriff.
—¿Qué ha dicho usted?
—Que Celia le ama.
—No es posible.
—¿No? ¿Quién se imagina que le cuidó mientras su vida estaba
en peligro? Celia no se apartaba de su lado, preocupándose sin
cesar, y hasta estuvimos temiendo que enfermase. Muchas veces la
he sorprendido llorando cuando su estado empeoraba. Pero,
¡suélteme, maldito, me lastima la muñeca!
Louis no esperó a oír nada más. Se levantó y salió del despacho
como un huracán, y apenas pudo evitar echarse encima de Celia. No
logró detener su impulso y la estrechó entre sus brazos.
—¿Qué hace usted? — protestó la muchacha, débilmente.
—Me parece que te estoy abrazando.
—¡Oh, Louis…! ¡Déjame!
Pero el vaquero besó suavemente aquellos hermosos labios.
Archie Beynon golpeó con alegría la espalda de Reggie Olwel.
—Estaba convencido de tu diplomacia.
Pero el sheriff se frotaba su muñeca.
—¡Diablo de enamorado!
FIN