Borges, J. L. El Fin
Borges, J. L. El Fin
Borges, J. L. El Fin
Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra
pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se
enredaba y desataba infinitamente… Recobró poco a poco la realidad, las cosas
cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil,
el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes
de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha
luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al
pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los
modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con
pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de
contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se
pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había
amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren,
patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos
tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el
habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos
apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que
aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América.
Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba
que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le
preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas
que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó
un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se
agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa.
Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara
del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas
doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el
caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise
mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña
y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les
dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi
destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en este me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a
otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó
las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su
coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi
hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió
como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo
dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una
música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió
pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el
vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.
Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en
el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de
justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y
había matado a un hombre.
Ficciones, 1944
BIOGRAFÍA DE TADEO ISIDORO CRUZ
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban
desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia
cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los
hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó
a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los
montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve
leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el
cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora
Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en
el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo.
En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel
tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba,
secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su
propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su
historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos
son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en
realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.
Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa
historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz,
que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en
un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo,
que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera
Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un
moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba
que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse
congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los
perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras
los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a
Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y
del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable
inquietud lo reconoció… El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo
laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de
julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os
suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba
o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de
haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo
entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo
notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a
varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su
cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no
es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió
que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo,
no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura;
Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a
un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.