Todos Los Sueños Malditos - Paula Gallego
Todos Los Sueños Malditos - Paula Gallego
Todos Los Sueños Malditos - Paula Gallego
ISBN: 978-84-10495-29-6
C
omo la luna, los Cuervos somos cambiantes.
Como la luna, los Cuervos albergamos una magia prohibida.
Tal vez por eso tenía aquel sueño: un parto al atardecer; una
pareja, cuyos rostros se me aparecían desdibujados, frente a una cuna; unas
mujeres alrededor de ellos y la certeza inexplicable de que eran sorginak,
las brujas del norte.
Siempre despertaba de él con la angustia arañando las paredes de mi caja
torácica, incapaz de entender el sueño, pero segura de que mi propia mente
quería decirme que había algo mal en mí, algo infame y oscuro.
Siempre me habían enseñado a aceptar esa magia como un pecado por el
que debía pagar con mi vida. Ni siquiera la muerte habría sido pago
suficiente, debía vivir por la Orden, poner mi cuerpo, mi mente y mi alma a
su servicio. Así me lo habían enseñado desde que abandoné para siempre mi
rostro, amenazada con el exilio si volvía adoptar mi verdadero aspecto
alguna vez.
Por eso ingería veneno a diario, me entrenaba en todas las disciplinas que
compartía con todos los candidatos de la Orden: Cultura, Política,
Literatura, Técnicas para el combate, Esgrima, Persuasión y
Manipulación… y también en aquellas dirigidas solo a las que nos
preparábamos para suplantar a la princesa Lira.
En Imagen y Vestimenta estudiábamos cómo vestía, cómo habían
cambiado sus preferencias a lo largo de los años y qué decisiones tomaría
en el futuro. Estudiábamos a sus personas más cercanas y la forma en la que
se relacionaba con su entorno en la clase de Vínculos Personales.
Debíamos conocer hasta el último detalle de la vida de Lira. Todo lo que
hacía, todo lo que pensaba o lo que decía, nos lo transmitían después a
través del informe de los espías de la corte de los leones.
Nos formábamos también en cualquier disciplina de lucha aplicada a sus
capacidades y aptitudes. Necesitábamos saber defendernos lo mejor posible
por si llegaba el momento en el que tuviéramos que poner en práctica todo
lo que dominábamos para salvarnos, pero en el resto de luchas, en los
entrenamientos… debíamos limitarnos a mostrar solo lo que Lira
controlaba.
Aprender movimientos para los que no estabas dotada era difícil;
practicar una y otra vez algo que ella había dominado a la primera por pura
naturaleza, frustrante; pero mucho más complicado era reprimir el impulso
de luchar y suprimir todos los instintos que pulíamos cuando debíamos
encajar un golpe del que Lira no habría sido capaz de defenderse.
Por eso dejé entonces que aquel codazo dado a traición me alcanzara en la
sien. Un dolor de cabeza punzante me hizo apretar la mandíbula mientras la
sonrisa triunfante de Lira Alya se dibujaba en unos labios idénticos a los
míos.
—Uy —murmuró, con un mohín forzado—. ¿Demasiado fuerte para ti,
pajarillo?
—¡Un paso atrás, las dos! —nos advirtió la instructora—. Buen golpe,
Alya, pero tiene razón: ha sido demasiado fuerte para lo que habría hecho la
verdadera princesa. Buena recepción, Brennan. Tal y como lo habría
recibido ella.
El dolor se vio recompensado cuando la instructora tomó una nota que a
mí me daría una puntuación más alta en la carrera para convertirse en Lira y
la sonrisa burlona de Alya desapareció.
—Vamos a probar otra vez —declaró y se alejó un poco de nosotras para
caminar entre el resto de candidatas, todas emparejadas para la lucha—. Las
demás también. Un, dos, tres…
Me puse en guardia. Alya también.
Me tocó atacar y a ella responder. Le di un golpecito que sabría que
detendría pero que la mosqueó lo suficiente para devolvérmelo un poquito
demasiado fuerte.
—Cuidado, Alya —ronroneé—. ¿Cuántos puntos crees que te ha costado
ese golpe?
—Cierra el pico, Brennan. Ha merecido la pena. Y esto también.
Alya se agachó lo suficiente para darme un golpe en el costado que me
desequilibró y me tiró al suelo. Un golpe que Lira no habría sido capaz de
dar.
—Cuidado, Brennan —se burló, fingiendo preocupación.
Me puse en pie antes de llamar la atención de la instructora, que
observaba desde el otro extremo con desconfianza. Me erguí y volví a
ponerme en guardia con una sonrisa. Esperé hasta que la profesora dejó de
mirar mientras me quitaba el polvo de la ropa y, entonces, le di una patada
en el estómago con todas mis fuerzas.
No se cayó. Así de fuerte era.
Pero fue suficiente para cabrearla del todo.
Lira Alya contraatacó de una manera con la que la verdadera Lira no
habría sido capaz siquiera de soñar. Yo también lo hice. Le devolví el golpe
sin molestarme en pensar en la técnica, toda brutalidad y malas intenciones.
La contención quedó completamente olvidada y un instante después
estábamos dándonos una paliza de muerte.
—¡Basta! —gritó la instructora, pero ya era demasiado tarde—. ¡He
dicho que es suficiente! ¡Un solo golpe más y serán las dos expulsadas!
Bloqueo. Derechazo. Finta. Barrido.
Alya cayó al suelo con un gruñido, pero se puso en pie enseguida, antes
de que la profesora, que había empezado a recitarnos todas las formas en las
que seríamos castigadas, se acercara del todo.
Se arrojó sobre mí y yo volví a defenderme. La alcancé en el rostro y
después ella a mí en el mío. Un golpe en el estómago, otro en el hombro.
Nuestro profesor de Combate, el que nos enseñaba a pelear sin
restricciones, habría estado orgulloso.
Supe que habíamos perdido el control por completo cuando Alya me
agarró del pelo. Las otras alumnas gritaron, coreando, animando. La
profesora de Toma de Decisiones también habría estado encantada, porque
aquello parecía algo propio de la Lira original.
Grité, me revolví y le di tal codazo en el estómago que se vio obligada a
dar un paso atrás. La tregua, sin embargo, duró poco. De pronto, me
estampó un gancho que me hizo trastabillar. Giré el rostro un segundo y, al
instante, una patada en la nuca lo dejó todo a oscuras.
Algo cálido y húmedo resbaló por mi cuello, mi espalda, mi pecho…
Aún veía todo negro cuando los gritos a nuestro alrededor se detuvieron.
Todo quedó en silencio: las voces, los ruidos, las reprimendas de la
instructora.
Supe que no me había quedado sorda porque escuché mi propio jadeo
cuando me senté, tambaleante, y me llevé una mano al lugar en el que sentía
la piel ardiendo.
Lo primero que vi cuando recuperé la vista fue mi mano ensangrentada.
Había mucha sangre.
Lo segundo fue el rostro desencajado de Alya, como un reflejo del mío.
No era culpa, sino miedo: miedo a las consecuencias, al castigo por haber
dañado a un activo tan valioso.
Unos instantes después estaba en el centro médico, sentada en una
camilla, y mi camiseta y mis pantalones se encontraban cubiertos de sangre.
Brennan, mi tutor, hablaba con nuestro médico y solo se interrumpía para
increpar a la instructora que estaba con nosotros en aquel momento por
permitirnos llegar a esto.
Irresponsable. Incompetente.
Sabía que aquellos gritos estarían después dirigidos a mí.
Tanto Lira Alya como su mentora aguardaban en segundo plano. La
primera, mortificada; la segunda, preparándose para castigar a su pupila.
Alya se había pasado con la última patada. Me había abierto una herida
en la cabeza con la forma de la circunferencia de su bota; justo detrás de la
oreja.
Me dieron tres puntos.
—Sanará —anunció el médico—. Solo ha sido sangre, nada grave.
—¿Y la cicatriz? —preguntó Brennan.
Un regusto amargo subió por mi garganta.
—Es pronto para saberlo —respondió, con prudencia—. Pero con los
cuidados adecuados, evitando el sol, tomando…
Dejé de escuchar. Mis dedos gravitaron sobre los puntos que acababan de
darme. Intenté visualizar el tamaño de la herida, el tamaño de las marcas.
¿Sobresaldría? ¿Lo taparía la oreja?
Incluso si la cicatriz no fuera visible, podía ser un impedimento para que
me eligieran. Entre dos candidatas válidas la diferencia podía ser tan
pequeña como una marca minúscula tras la oreja.
Debíamos ser idénticas a Lira. Debíamos ser perfectas.
Y ahora yo ya no lo era.
No podía borrarla con mi propia magia; no podría hacer una réplica sin
cicatrices. Estuviera en el cuerpo que estuviese, mis marcas permanecerían.
Alguien volvió a levantar la voz. Esta vez eran nuestros tutores los que
discutían. Yo ya no prestaba atención.
Sin embargo, una figura frente a mí me hizo alzar el rostro de mis
pantalones manchados de sangre. Encontré a Alya, todavía descompuesta,
con una mirada que entendí bien.
—Lo siento —murmuró, apenas sin voz.
Puede que lo sintiera de verdad; puede que, a pesar de su ambición,
entendiera lo que acababa de hacerme, lo que podía habernos costado
aquella rabieta.
Su tutora dejó de mirar a Brennan para posar los ojos sobre ella.
Tenía fama de ser estricta y todos allí conocían formas de castigo que no
dañaban a sus activos: ni marcas en la piel, ni huesos rotos, ni cicatrices
imborrables.
—Yo también —le dije, igual de aterrada.
Nos miramos mientras Alya mentora la sacaba de allí y a mí me
arrastraba Brennan de camino a la cabaña que compartía con sus otros
pupilos.
Hicimos el camino en silencio.
Sufríamos lesiones a menudo, pero esta era diferente. Esta herida era
profunda. Cualquier pequeña marca debíamos asegurarnos de que
desaparecía por completo. Si Lira sufría algún daño, en cambio, nosotras
debíamos infligirnos la misma herida y asegurarnos de que evolucionaba
igual que lo hacía la suya.
Por el momento, habíamos tenido suerte de que mantuviesen a Lira
protegida, bien resguardada y a salvo en la corte de los Leones. Algún día se
casaría con el heredero de la corona, con Eris, y Morgana y Aaron
guardaban ese regalo impoluto, perfecto y sin máculas en Ciria.
No todos habían tenido la misma suerte. Cinco réplicas se estaban
preparando para una misión cuando el original tuvo una mala caída con el
caballo. Hacía unas semanas les habían amputado la mano izquierda a dos
de ellos. Los otros tres se habían negado a continuar con el programa y
habían sido expulsados de la Orden.
No quería ni imaginar lo que les esperaba ahí fuera. Si eran listos
intentarían pasar desapercibidos y ocultarían su don; de lo contrario, alguien
los acusaría de brujería y morirían por haber recibido sus magia de los
antiguos dioses.
Aún me impresionaba ver a los dos que continuaban por allí,
presentándose a las pruebas y haciendo méritos, sabiendo que en un par de
años uno de los dos suplantaría al original y, el otro, el perdedor, quedaría
condenado para siempre con una mano menos.
Me pregunté qué habría elegido yo en su lugar: ¿el exilio o el sacrificio?
Era difícil. Si lo que nos habían enseñado era cierto, lejos de la Orden no
encontraríamos redención y en el Infierno una mano más no habría
importado en absoluto.
Quizá yo también me habría quedado.
Nos detuvimos frente a la puerta.
—Has sido una inconsciente. Esto podría costarte el futuro. ¿Lo
entiendes? ¿Entiendes que ocurrirá si deciden que ya no eres apta para la
misión?
Llevaba muchos años preparándome para ser Lira, y ya era demasiado
mayor para que me seleccionaran en una misión importante. Podrían
destinarme a un papel menor, un trabajo sin relevancia, ni mérito, ni
honor… O, peor, podrían exiliarme. Quizá mis actos y mi marca eran tan
malos como para haberme vuelto inútil.
Me entraron ganas de llorar.
Brennan me agarró con brusquedad del mentón. No era muy alto, pero
debía inclinarse para que nuestros ojos quedaran a altura. Los suyos
marrones pero fríos, sin el calor que a veces había encontrado en otros ojos
castaños. Sus rasgos eran duros, como su voz, como su mirada.
—No tolero esta actitud —siseó—. No en mis protegidos. No puedes ser
tan tonta como para verte envuelta en una pelea, ni tan débil como para
perderla y arrastrarte.
Me mordí los labios.
—Lo siento —balbucí.
—¿Entiendes lo que te has jugado?
Asentí débilmente, apenas lo que sus dedos clavados en mi barbilla me
permitieron.
—Quiero que lo digas —insistió.
Tragué saliva, con la esperanza de tragarme también las lágrimas.
—Me juego mi futuro en la misión de Lira. Me juego la expulsión.
—Y mi reputación como mentor —añadió, con la voz áspera—. También
está eso en juego; pero no te confundas, no permitiré que me deshonres.
Me soltó con brusquedad. Los puntos, aún recientes, me enviaron una
punzada de dolor como advertencia.
—Tus lágrimas son un síntoma de podredumbre. Eres débil y no hay
cabida para cobardes en mi casa. Entra ahí y recomponte. Debes
demostrarme que sigues mereciendo mi apoyo.
El dolor se enroscó como una serpiente en mi garganta. El miedo
difuminó los bordes de la imagen severa de Brennan.
—Sí, señor —respondí, sin que la voz me temblara.
Y me di la vuelta.
Un par de ojos azules me recibió al otro lado.
Ojos azules como el mar del sur.
Me moría por ver esa sonrisa fácil y sincera, aunque siempre un poco
triste, pero entonces la visión de mi amigo, aguardando al otro lado de la
puerta, con los brazos tendidos y listo para darme un abrazo, solo me hizo
sentirme más débil.
Cuando pasé a su lado sin mirarlo, me di cuenta de los que demás
también estaban aquí.
Léon permanecía sentado en su catre, con lo pies estirados y las botas
cruzadas.
Alex, con su altura y sus músculos recién estrenados, se encontraba de pie
a su lado. Siempre había sido un muchacho alto. Se paseaba por ahí
espigado y estrecho, todo extremidades largas y músculos blandos, hasta
que el verdadero Alex, en la corte de los Leones, empezó a entrenarse.
Ahora era un tipo grande.
Pasé de largo hacia el baño sin mirar a ninguno.
—Necesito la ducha.
Se hizo el silencio. Advertí cómo Léon y Elián se miraban.
—Claro… —dijo Léon—. Toda tuya.
Me encerré allí dentro. Me quité la ropa y me miré al espejo.
La herida estaba inflamada, todavía reciente, pero era difícil de ver.
Los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas y me mordí los labios tan
fuerte que pronto ese dolor apagó el otro, el profundo, el frío, el que se
enroscaba en mi alma.
Llevaba siete años con el mismo rostro, la misma forma. De alguna
manera, aquellos ojos verdes, aquel pelo oscuro, eran ya míos. Sin embargo,
no terminaba de acostumbrarme. Siempre que me miraba en el espejo tenía
el impulso de alargar la mano y limpiar la imagen, como si hubiera algún
fallo en el reflejo.
Me aclaré con rapidez la sangre, froté hasta que salió el último rastro de
ella y luego descubrí las marcas. Zonas de piel enrojecida, pequeños puntos
ensangrentados, minúsculos, insignificantes… si desaparecían. Si no, serían
un motivo más para que Brennan me repudiara.
El terror me embargó, me tapé un poco con la toalla y volví a salir ahí
fuera.
Los tres seguían dentro de la cabaña. No sé de qué habían estado
hablando, pero se callaron cuando me vieron aparecer.
Elián me miró como un cervatillo deslumbrado.
Alex era el que más cerca se encontraba.
—Tú, ayúdame.
Una mirada rápida. Alzó las cejas.
—¿A qué?
Tomé el pequeño espejo que colgaba de la pared, junto a mi catre. No
podíamos tener pertenencias en la Orden, y ese espejo era una de las pocas
excepciones. Un regalo para mí de Léon, que nunca quiso decirme dónde lo
había robado.
—El examen médico de la próxima semana va a ser más exhaustivo.
Necesito ver dónde más tengo marcas. Tienes que sujetarme este espejo
frente al grande mientras lo hago.
Alex abrió aún más los ojos. Los tenía pálidos, de un tono verde
ceniciento que, de lejos, hacía difícil distinguir el color.
—No.
—¿Cómo que no? —me indigné.
Era fácil enfadarse cuando había tantas otras emociones que debía
reprimir.
—No voy entrar ahí contigo.
Fruncí el ceño.
—Podemos hacerlo fuera si quieres.
Alex volvió a sacudir la cabeza. De pronto, ese chico que parecía tan
grande me pareció muy pequeño, e incómodo.
—No.
Podía pedírselo a otro, a cualquiera, y lo haría; pero aquella negativa me
molestó sobremanera. Mi futuro dependía de esas heridas y él no quería
ayudarme a sujetar un maldito espejo.
—¿Por qué?
—¿Qué te importan las marcas? Te enterarás de ello cuando te lo diga el
médico.
—Quiero prepararme —repliqué—. ¿Qué te importa a ti?
—Es absurdo e innecesario.
—En eso tiene razón —opinó Léon, todavía tumbado con desgana desde
su catre—. No consigues nada con verlas antes que el médico. Ya te
enterarás.
Le quitó peso con un gesto distendido de la mano. Los miré a los dos
alternativamente: Léon solo parecía divertido, pero Alex estaba molesto de
verdad.
Empecé a quitarme la toalla. Los ojos de Alex encontraron el techo
interesantísimo de pronto.
Bufé.
—¿Es por eso? ¿Porque no quieres verme desnuda? Ni siquiera soy yo.
Los cuatro nos habíamos visto desnudos incontables veces.
—Es tu cuerpo —replicó, con los ojos todavía en el techo—. No deberías
ir desnudándote por ahí.
—Es una herramienta —contesté, sorprendida por su repentino pudor.
Todos los pupilos de Brennan llevábamos años conviviendo, cada uno
preparándose para una misión diferente. Usábamos el mismo baño,
dormíamos en la misma cabaña frente a frente cada noche, compartíamos el
espacio y los métodos inhumanos de nuestro tutor, que nos entrenaba con
mano de hierro.
Nos habían repetido hasta la extenuación que estos cuerpos no eran
nuestros, sino de la Orden. Eran armas a su servicio y nos habían expuesto y
entrenado hasta que todos lo habíamos aceptado.
Alex, sin embargo, seguía negándose a mirarme.
—Ya lo hago yo —se ofreció Elián, conciliador—. Vamos. Si tienes
alguna marca podemos preparar algo para intentar borrarla antes.
Me planteé seguir discutiendo con Alex, pero se me habían llenado los
ojos de lágrimas, aunque claramente no tenía nada que ver con él.
Recogí la toalla y le tendí el espejo a Elián.
—Estoy explorando una nueva composición sobre la que nos enseñaron
en Caracterización para ayudar a la piel a cicatrizar mejor. Si tienes algo
puedo prepararla. Tenemos tiempo.
Elián me ayudó aquella tarde a comprobar que en el siguiente examen
médico no encontrarían ninguna otra sorpresa. No dejó de hablar salvo
cuando llegó a la zona de la nuca y yo misma me giré para ver mejor a
través de los dos espejos los tres puntos que mantenían atada la carne
inflamada.
—¿Qué ha pasado?
—Alya —contesté.
Tardó un rato en atreverse a decir lo siguiente:
—¿Qué le va a pasar a ella?
Un escalofrío bajó por mi espalda. Me encogí de hombros.
—Sea lo que sea espero que sea rápido. —Cerré los ojos. Recogí la ropa
limpia y empecé a vestirme.
Elián no salió del baño ni molesto, ni incómodo, ni avergonzado.
No volvimos a ver a Alya en un tiempo. Cuando apareció lo hizo sin una
sola palabra, sin una sola mirada. Nunca me enteré de qué le habían hecho,
pero estaba segura de que fue suficientemente malo como para no querer
saberlo.
Nada que dejara huella física, nada que estropeara otro activo. Durante
aquellos años habíamos aprendido que las formas más crueles de tortura a
menudo no dejaban marca.
2
N
o me gustaba encontrarnos en el comedor.
En las clases éramos menos, pero allí podíamos aparecer casi
todos los Cuervos al mismo tiempo, y era cuanto menos
perturbador. Llevaba años en la Orden y, sin embargo, todavía no me había
acostumbrado a aquel mar de rostros idénticos. Podías ver a dos personas
iguales sentadas a la misma mesa, aunque era raro que entre aspirantes al
mismo proyecto surgieran amistades.
Aquella mañana, entre esas cuatro paredes, había tres Léones más, otro
Elián que no era el mío, varios Alex… probablemente quince Liras.
Nosotras éramos las más numerosas, pues era la misión más importante y
la que más riesgos conllevaba. La probabilidad de fracaso era muy alta, y
no habían escatimado en Cuervos.
Había diferencias; leves detalles que me ayudaban a distinguir a mis
rivales.
Alya siempre llevaba coleta; pero lo hacía a propósito. Nada en su
comportamiento era parte del azar. Quería que supiéramos quién era, que no
se borrara su identidad y que la reconociéramos cada vez que entraba en
una habitación.
Una costumbre peligrosa para la Orden; pero Alya era así.
Durante el desayuno, Brennan se acercó a nuestra mesa.
Era la primera vez que lo veía desde el incidente y aún podía saborear las
lágrimas en el fondo de la garganta mientras me amenazaba con
repudiarme.
Me erguí.
—Los viales —nos dijo, a modo de saludo.
Los cuatro obedecimos y bebimos frente a él. Debía asegurarse de que sus
pupilos seguían el régimen estricto de veneno que había pautado; una
combinación de tres venenos que había significado un infierno al principio:
seta púrpura, hiedra de los muertos y toxina de araña de plata.
Algunos días era más difícil. Algunos días el veneno, aunque en igual
cantidad, estaba más concentrado, o nuestro cuerpo era más susceptible a él.
El caso es que, en ocasiones, padecíamos sus síntomas.
La seta púrpura nos dejaba desorientados, la hiedra de los muertos nos
hacía vomitar hasta las tripas y la toxina de araña de plata nos dejaba los
músculos doloridos y entumecidos.
Los tres lo tragamos con un aspaviento. Léon se metió en la boca un trozo
de pan demasiado grande para quitarse cuanto antes el regusto amargo que
dejaba la seta púrpura en el paladar.
Brennan lo miró con una mirada reprobadora.
Si algún día los espías de los Leones y los asesinos de la corte cambiaban
su forma de proceder, tendríamos que volver a empezar: mitridatismo con
otros venenos diferentes. Esperaba que eso no ocurriera hasta dentro de
mucho, mucho tiempo. Empezar siempre era horrible.
—Tus marcas en Caracterización han bajado —le dijo a Léon—. También
en Persuasión y Manipulación y en Historia.
Léon tragó con rapidez lo que le quedaba en la boca.
—Pero he mejorado en Tiro con Arco.
—Una mejora tan miserable que bien podría ser casualidad —replicó, con
dureza—. Tienes una semana para remediarlo. Alex, tú, en cambio, has
mejorado en Esgrima y en Lucha Cuerpo a Cuerpo. Que esas marcas no
bajen —añadió, con la misma severidad.
Asintió, sin esperar felicitación alguna.
Elián se quedó mirando a nuestro tutor unos instantes. Al final, Brennan
no dijo nada.
Se giró hacia mí.
Y todo mi cuerpo se tensó.
—Tendrás una oportunidad de redención, Lira. No la desaproveches.
Dije que sí con la cabeza. No me atreví a preguntar, a pedir perdón de
nuevo ni a decir nada de nada.
Brennan se dio la vuelta y nos dejó solos de nuevo. Léon soltó un sonoro
suspiro, Alex agarró sus cubiertos para empezar a comer y Elián me sonrió
con afabilidad.
Después del desayuno, Elián y yo nos presentamos en la clase de
Caracterización que compartíamos. Allí nos enseñaban a aprovechar los
recursos a nuestro alcance para presentar un aspecto convincente.
Nuestro don era la base para la suplantación, pero la caracterización era
también importante: un acompañamiento necesario que nos ayudaba a ser
mejores. Perfeccionaba la máscara y el disfraz. Nos ayudaba a poner en
práctica todo aquello que aprendíamos sobre la persona a la que
suplantaríamos.
También sería un recurso interesante para todos aquellos que no fueran
elegidos en sus programas originales: un personaje creíble fuera cual fuera
la situación.
Elián me miró para decirme algo mientras ambos manipulábamos un
pedazo de carne falsa que, sobre nuestras manos, debía simular una
quemadura.
Sin embargo, no llegó a abrir la boca. Vio algo en mí que debió de hacerle
gracia y soltó una sonora carcajada que alertó a un chico con el rostro de
Alex. Nos dedicó un ceño fruncido.
—Míralo —le dije—. Creía que ese ceño era marca de la casa solo de
nuestro Alex. —Me volví para escrutar a Elián—. ¿Y a ti qué te hace
gracia? ¿Te has reído, literalmente, de mi cara?
Elián arqueó una ceja.
—¿De verdad? ¿Es que tienes cinco años?
Sonreí un poco porque era imposible no hacerlo si Elián te dedicaba una
expresión encantadora, pero no lo entendí.
Mi amigo era guapo. No poseía el atractivo clásico de Alex; era diferente:
más dulce, cándido. Tenía el pelo castaño y los ojos azules y su rostro le
hacía parecer un par de años más joven de lo que en realidad era.
Estaba a punto de insistir cuando una chica salió corriendo de clase sin
dar explicaciones.
Era una de las mías. Lira Tawnee. Se cubrió la cara con las manos y se
largó corriendo con un sonoro portazo, sin que nadie dijera nada.
La profesora nos dedicó una mirada prudente y, después, salió de clase
tras ella.
—Eh, ahora sí que deberías limpiarte eso —me dijo Elián—. Cuando
vuelva no va a estar de humor para bromas.
—¿De qué hablas?
Elián ladeó la cabeza. Abandonó del todo lo que hacía y se acercó más a
mí con una mueca que me inquietó. Tomó una de mis mejillas con la mano
y pasó su pulgar por encima de mi labio.
Vi la sangre igual que la estaba viendo él, espesa y brillante sobre la yema
de su dedo.
Una voz interrumpió el hilo de nuestros pensamientos.
—Eh, tú también estás sangrando.
Los dos nos giramos hacia el alumno que había abierto la boca, una fila
más abajo.
—¿Tawnee sangraba por la nariz cuando se ha marchado? —preguntó
Elián, más rápido que yo.
Él asintió. Aún me miraba con atención.
—Mucho más que ella.
Elián y yo compartimos una mirada. Un terror gélido subió por la boca de
mi estómago, por la garganta, hasta alojarse en el paladar.
Una prueba.
Estaba en medio de una prueba.
Recogí mis libros para largarme de allí cuanto antes. No me detuve a
mirar, pero supe que Elián me seguía. Me alcanzó ya en el pasillo.
—Pensaba que era una broma. Que te habías puesto tú la sangre —
murmuró, a mi lado.
—Ya me he dado cuenta.
Seguí andando. Iba sin rumbo, en realidad, porque no tenía muy claro qué
hacer. Sabía que estarían siguiendo mis pasos. Sabía que habría alguien
observando y que la forma de solucionar aquello determinaría cuántos
puntos conseguiría en el examen de Venenos y Toxinas. Pero no tenía ni
idea de por dónde empezar.
Elián me agarró de la muñeca y me detuvo.
—Eh, todo va a ir bien. —Me pasé el dorso de la mano bajo la nariz, y
volví a pasarlo por mis ojos cuando me di cuenta de que se me habían
humedecido—. Has pasado por esto antes y has sobrevivido.
—Las otras veces fallar no significaba morir. Puede que esta vez sí. Esta
vez somos mayores y Brennan quiere una prueba de que sirvo para algo
más que para llorar y que me den palizas.
Elián me soltó para tomar mi rostro entre las manos. Limpió con sus
delicados dedos las lágrimas que ahora parecían de sangre.
—Yo he sobrevivido ya a dos de estas pruebas siendo mayor y pudiendo
haber muerto —susurró. Sus ojos azules atraparon los míos—. Tú también
lo harás.
Quise creerle. Tuve que hacerlo, porque sentí que, de lo contrario,
perdería la cabeza.
Me aparté de él. Terminé de secarme las lágrimas con la manga y no me
importó que probablemente tuviera toda la cara manchada de sangre.
—Tengo que ir al comedor. Ha debido de ser en el desayuno.
—Te acompaño.
Elián abandonó sus clases ese día para no dejarme sola. Tomé su mano, y
echamos a correr.
Éramos conscientes de que el tiempo era vital en aquellos casos. Por el
momento el único síntoma había sido la sangre por la nariz, pero no
sabíamos qué ocurriría en las próximas horas. Quizá sangrara más, quizá
sangrara tanto como para perder la conciencia. Fuera como fuese, tenía que
encontrar el antídoto antes de quedar incapacitada.
Tomamos muestras de todo lo que había desayunado. Pedimos
expresamente aquellos alimentos que se hubieran servido a las Lira. No
hubo problemas. Los profesores querían que pudiéramos investigar.
No probé el pan, así que aquella toxina debía estar en la fruta, el té, los
huevos o un pequeño pastel que no había llegado a terminar.
Guardamos todas las muestras con cuidado de no tocarlas con las manos
y volvimos a salir disparados hacia nuestra cabaña.
Por el camino nos encontramos con otra Lira. También sangraba por la
nariz. Llevaba una coleta alta que se balanceaba a cada paso apresurado, en
nuestra dirección. Supe quién era antes incluso de que se chocara
voluntariamente conmigo.
—¿Qué miras, pajarillo?
—Es que tienes una cara preciosa, Alya —le contesté, sin detenerme.
No tenía muchas ganas de pelear; no disponía de tiempo que perder.
Dio la impresión de que ella tampoco.
Escogimos un par de volúmenes de la biblioteca antes de llegar a la
cabaña. Allí también nos encontramos con otra Lira. Supe que era Tawnee
porque llevaba la práctica de Caracterización aún en la mano, como si
hubiera sufrido una quemadura espantosa.
Al parecer, todas seguíamos pasos similares.
—Ve dentro —me dijo Elián, cuando llegamos—. Yo voy al laboratorio.
A ver si puedo traer algo de utilidad antes de que se lo lleven todo las
demás.
Pasé dentro justo cuando notaba cómo un nuevo reguero de sangre
escurría por mi nariz y se precipitaba sobre mis labios. Un escalofrío bajó
por mi columna.
Debía de ser una hemotoxina que me estaba licuando la sangre. Quizá
había tenido suerte, porque eran más lentas matando que las neurotoxinas.
Alex salía cuando yo entraba, pero se detuvo en cuanto me vio aparecer.
Dejé caer los libros sobre mi cama. Coloqué la muestra de comida
cuidadosamente sobre la mesita de noche. Después debería limpiar todo
aquello si no quería volver a envenenarme accidentalmente.
Alex no dijo ni hizo nada. Se quedó allí de pie, observándome con toda su
altura, con los brazos cruzados ante el pecho, tal y como era ya costumbre.
—Buenos días, Alex.
—¿Qué te ha pasado?
—¿A mí? —repliqué, mientras me recogía el pelo en un moño—. Nada,
¿qué me va a pasar?
Me miró con hastío.
—Es jueves —respondió. Arqueé las cejas—. Los jueves no entrenas
cuerpo a cuerpo. ¿Quién te ha partido la cara?
Me encogí de hombros.
—Siempre he pensado que un jueves sería un bonito día para morir.
Tardó un rato en entenderlo.
—¿Venenos y Toxinas? —preguntó, con pragmatismo.
—Es posible —respondí y me encogí de hombros—. No lo sé. ¿Qué otra
clase podría haber sido? ¿Historia? ¿Política? ¿Imagen y Vestimenta?
Alex murmuró algo desagradable, seguro, y salió por la puerta justo a
tiempo de chocar con Elián, al que casi arroja al suelo.
—¡Eh! —protestó Elián, pero él no se detuvo. Después, me miró a mí—.
¿Qué le has hecho ahora?
—Nada —contesté, con inocencia—. Es tan serio… ¿Has encontrado
algo?
—Traigo varias cosas —declaró. No me gustó su expresión, ni la forma
en la que llevaba todo cubierto por una tela, sobre los brazos—. Esto es lo
que me ayudó a mí la primera vez.
Se acercó a la cama y lo dejó todo sobre ella.
Me limpié la nariz con el dorso de la mano antes de abrir una caja.
Dentro, había varios frascos repletos de sustancias y viales con muestras.
Elián destapó el resto. Una jaula, con ratas.
Solté un profundo suspiro.
—Vamos a tener que averiguar dónde está la toxina, ¿verdad?
Asintió con gravedad.
—Ve preparando las cosas. Yo voy a por más jaulas para separarlas.
Sabíamos que el veneno actuaría con rapidez, porque apenas habían
pasado unos minutos desde el desayuno cuando la primera de nosotras
empezó a sangrar por la nariz. Así que tuvimos tiempo para esperar a ver
cuál de las ratas caía enferma y descubrir que el veneno se encontraba en el
pastelito que no había podido terminar por el sabor demasiado fuerte.
Me odié un poco por no haber sospechado-
Léon entró con Alex cuando barajábamos la posibilidad de que la toxina
se encontrara en una de las bayas. Alex se lo había encontrado y le había
advertido de mi situación antes de volver a entrar. Después de soltar una
palabrota Léon se sentó con nosotros. Alex se quedó en un rincón sin decir
nada mientras observábamos la baya del pastel.
No era un arándano. Tampoco era una grosella. El color era, más bien,
violáceo. De un tono a caballo entre el rojo y el cerúleo.
Levanté la cabeza hacia Elián.
—¿Aullido de lobo? —pregunté.
—Solo crecen al norte; en el territorio sin conquistar. Si han conseguido
alguno no creo que lo empleen en la Orden, pero podría ser. También
funciona como hemotoxina.
—¿También? —inquirí.
—Es, principalmente, una neurotoxina. —Se hizo el silencio, lento,
denso. Olía a óxido—. Léon, Alex, intentad encontrar algo que contrarreste
la toxina. No os molestéis en buscar una forma de elaborar un suero para el
aullido; no lo hay. Lo más fácil es que repliquéis un antídoto para las
neurotoxinas más comunes y otro para las hemotoxinas. Quizá no funcione
por completo, pero nos dará tiempo y será suficiente para aprobar el
examen.
—No solo quiero aprobar —repliqué.
—Lo primero es aprobar; porque eso significa sobrevivir. Luego, ya
veremos —contestó con severidad—. Lira, tú y yo vamos a seguir buscando
hasta encontrar algo que encaje. Cuantas más opciones tengamos, más fácil
será elaborar un antídoto adecuado.
Asentí y tomé uno de los libros. Mientras lo abría me pregunté si alguna
de mis compañeras tendría un volumen mejor; una versión más completa o
más actualizada que le diese ventaja. Me pregunté si alguna de ellas no
habría conseguido ningún libro y qué pasaría con ella, cómo buscaría la
forma de sobrevivir…
Podíamos pedir ayuda a los instructores. Así había sido otras veces, en
otros exámenes donde el veneno no era mortal; pero aquello significaba
perder, no solo el examen, sino un montón de puntos que te bajaban
directamente en la lista de las preferidas.
—¿Qué pasa si una de nosotras no da con el antídoto? —pregunté.
Miré a Elián, pero no respondió. Tan solo me devolvió la mirada; esos
dos pedacitos de mar azul contenidos en sus iris.
—Los médicos estarán preparados —contestó Léon, desde la puerta.
Él continuó en silencio. También Alex.
—¿Elián?
Se pasó la lengua por los labios; bajó la mirada hasta las páginas de la
enciclopedia de forma distraída. Decidió ahorrarse su opinión.
—Vamos a encontrarlo —murmuró, en su lugar.
Empecé a ponerme nerviosa.
—¿Qué pasa si no lo encontramos, Elián? —insistí.
—No te quiero mentir —contestó.
—Entonces no lo hagas.
Elián contuvo un segundo el aliento y volvió a mirarme.
—La última vez, en mi último examen… murió uno de los candidatos —
contestó, casi en un susurro—. No supo descubrir qué veneno lo había
enfermado. Para cuando pidió ayuda, para cuando se dio cuenta… Los
médicos no estaban preparados; no se habían asegurado de tener los
antídotos. Elaborarlo, a aquellas alturas, fue inútil.
Volvimos a quedarnos en silencio. Ninguno se atrevió a decir nada.
—Lo encontraremos —aseguró Léon, aunque su voz sonó más apagada
de lo normal.
—Lo haremos —coincidió Elián—. De verdad.
Léon y Alex se marcharon al laboratorio. Nosotros nos quedamos allí,
entre los libros de venenos y toxinas que habíamos conseguido. Elaboramos
una lista con tres posibilidades:
Aullido de lobo.
Picadura de quimera.
Beso de estrellas.
Solo la picadura de quimera era una hemotoxina pura. Tanto el aullido de
lobo como el beso de estrellas tenían también parte de neurotoxina. Los
tres, sin embargo, provocaban el síntoma que ya conocía: sangrado por la
nariz y pronto por los ojos y quizá también por los oídos.
Teníamos el aullido de lobo cubierto.
Si aquellas bayas lo eran primero licuarían mi sangre. Continuaría
sangrando y sangrando hasta que fuese imposible detenerlo. Después
náuseas, confusión, somnolencia… La peor parte llegaría con las
alucinaciones. A partir de ahí, sola, las posibilidades de revertirlo serían
mínimas. Poco a poco mi cuerpo se paralizaría: extremidades, tronco,
corazón. Dejaría de respirar.
Sangrado, náuseas, alucinaciones, parálisis y, por último, la muerte.
La picadura de quimera presentaba también sangrado. A pesar de no ser
una neurotoxina, era la peor de las opciones, precisamente porque apenas
tenía un único síntoma más antes del colapso total: un dolor agudo, intenso
y lacerante, como el de la picadura de un insecto si este fuera monstruoso.
Después, mi sangre se espesaría tanto que sería imposible para mis venas
transportarla.
Sangrado. Dolor. Muerte.
Con la última baya sangrabas, tus músculos se entumecían y tu sistema
nervioso comenzaba a fallar después de delirar. Las alucinaciones eran tan
intensas que ni siquiera te dabas cuenta de que te estabas ahogando.
Sangrado. Entumecimiento. Alucinaciones. Muerte.
Las víctimas de aquella baya morían con los labios de un tono mortecino,
tan fríos como un beso de estrellas.
Los dos aparecieron con los preparados cuando yo había empezado a
sangrar más, por la nariz, por los ojos y por los oídos.
Para entonces yo ya me había dado cuenta de algo primordial: si tomaba
los dos antídotos me salvaría, fuera el veneno que fuese, pero la única
forma de averiguar qué toxina me estaba matando habría sido el estudio; y
esos libros podían no tener las respuestas que estábamos buscando.
Así que cuando me tendió los antídotos me negué.
Léon no lo comprendió, y Elián no dijo nada, contagiado por el miedo de
este.
Dijo que había perdido la cabeza, que unos puntos en la clasificación no
merecían la pena.
Pero Brennan lo había dejado muy claro esa mañana: aquella era mi
oportunidad para demostrarle que no se había equivocado conmigo, que aún
podía ser útil, que aún me merecía su protección.
Léon se puso delante de mí con los dos frascos.
—No voy a dejar que te mates por una prueba.
—Y yo no pienso hacerte caso.
Sostuvo mi mirada.
—O te lo tomas o te lo meto por la garganta. Sabes que tengo más fuerza
que tú.
Me sorprendió ver a León tan nervioso, tan dispuesto a ser agresivo; pero
me sorprendió aún más la postura de Alex al apartarse de la pared y
plantarse frente a mí, interponiéndose entre un León muy inquieto y yo.
—Deja que ella decida.
Es curioso. Creo que aquella fue la primera ocasión en la que coincidí en
algo con él.
—¿Qué mosca os ha picado a los dos? —bufó—. Has elegido un mal
momento para ponerte de su parte.
—Ha tomado una decisión práctica. Vamos a respetarla —insistió, con los
brazos cruzados ante el pecho.
Léon me miró por encima del hombro de Alex, todavía sin dar crédito.
Después, sacudió la cabeza, alzó las manos y se alejó de allí visiblemente
molesto. Hizo un amago de marcharse. Lo vi acercarse a la puerta y creí que
se largaría. Sin embargo, en el último momento, soltó un gruñido de
frustración y volvió al interior de la cabaña, hasta acabar sentado en el catre
frente al mío.
Ayudaría, no me abandonaría; aunque no estuviese de acuerdo.
El tiempo se detuvo en ese momento. Nunca antes una espera había sido
tan larga. Elián se sentó a mi lado y deslizó la mano por encima de las
sábanas manchadas y rodeó mis dedos con los suyos.
Se quedaron conmigo; hasta el final.
Acabé recostada contra la pared, junto a Léon, que terminó ablandándose
de nuevo. Se tumbó a mi lado, tomó un pedazo de tela y, de cuando en
cuando, me limpiaba la sangre de la cara.
—¿Oléis eso? —pregunté, un tiempo después.
—¿Qué? —inquirió Elián, paciente.
—Huele a madera quemada —aseguré, molesta—. De hecho, huele a
madera podrida quemada. Dios mío. ¿Qué están haciendo ahí?
Me incorporé como pude para retirar las cortinas de los cristales. Fuera, la
niebla que se había levantado era tan espesa que apenas se alcanzaba a
divisar las cabañas más cercanas. Más allá, en la primera línea de árboles, el
bosque parecía sacado de una de las leyendas para no dormir que
estudiábamos sobre los Lobos.
Elián se levantó también.
Iba a apartarme de la ventana cuando algo llamó mi atención.
La bilis me subió a la garganta.
En medio de la niebla, entre las cabañas, varias mujeres alrededor de una
cuna me miraban fijamente.
Un profundo olor a madera quemada volvió a asaltarme, provocando que
estuviese a punto de vomitar. Un terror primitivo trepó por mi estómago
cuando comprendí que aquellas mujeres eran las mismas que las de mi
sueño. Eran brujas, sorginak.
Las alucinaciones descartaron la picadura de quimera.
Podría habérmelo jugado todo a dos opciones, pero sabía que eso no sería
suficiente para Brennan, así que no me detuve ahí.
—Solo un poco más —prometí.
No tuve que mentir. Unos minutos después una arcada me hizo vomitar
todo lo que quedaba en mi estómago.
Aullido de lobo.
Tomé los antídotos. Nada lo frenaría por completo, porque aún no
conocíamos una forma completamente efectiva de hacerlo; pero me
recuperaría.
Alex se acercó a mí y, en el último momento, pareció no saber muy bien
qué hacer y me dio una palmadita nerviosa en la espalda. Léon pudo
respirar. Elián me envolvió en un abrazo de oso.
No fui la única que en aquella prueba descubrió qué nos había
envenenado. Recuerdo que Alya también lo supo.
—He probado con ratas todo lo he ingerido y he encontrado las bayas
escarchadas, disimuladas con un sabor dulzón en el pastel. Lo he reducido a
tres opciones posibles basándome en los síntomas.
—¿Y cómo has descartado las otras dos opciones?
Miré a Brennan, que tenía los ojos fijos en mí.
—He dejado que mi estado empeorara a propósito hasta desarrollar un
síntoma que no encajara con dos de las toxinas.
Algunas de mis compañeras se volvieron para mirarme. Un murmullo se
extendió entre el resto de los alumnos.
Supe que les gustó, que los evaluadores valoraron aquella capacidad de
sacrificio; pero ellos no me importaban. Ahora creo que ni siquiera me
importaba ganar de verdad.
Volví a buscar a mi mentor, y Brennan asintió en mi dirección.
La siguiente bocanada de aire la sentí como si hubiera vuelto a respirar
después de una eternidad bajo el agua.
Tampoco fui a única que puso su vida en peligro para estudiar los
síntomas, pero aun así gané… porque sí fui la única que pudo contarlo.
No volvimos a ver a Tawnee.
Una parte de mí se sintió satisfecha. Otra sintió miedo. Un terror gélido y
feo que se pegaba a los huesos. Tomé esa parte y la encerré al fondo de mi
interior, en un rincón oscuro, bajo el patriotismo y el orgullo; en el mismo
lugar en el que guardaba el recuerdo de una voz de mujer que susurraba mi
verdadero nombre con el cariño de una madre.
Brennan no me felicitó y yo me sentí un poco tonta por esperar que lo
hiciera. Ganar era mi responsabilidad y deber, no era un mérito que alabar.
Pocos días después regresamos a nuestra rutina.
Hubo más pruebas. Todos ayudamos cada una de las veces, perfeccionado
las técnicas, mejorando nuestros conocimientos… Los chicos de Brennan
siempre éramos de los mejores en los exámenes sorpresa de Venenos y
Toxinas, porque nos teníamos los unos a los otros. La peor prueba fue, con
diferencia, la de Léon, al que envenenaron con Aullido de Lobo y Hiedra de
las tormentas, una mezcla cruel de venenos para la que no nos habían
entrenado y que retiró del programa a dos de los alumnos. No a nuestro
Léon.
Él logró sobrevivir.
Advertencia al lector:
en este capítulo se narran escenas duras que tienen que ver con la
privación de alimento y otras conductas dañinas.
3
T
enía dieciséis años cuando vivimos uno de los periodos más
terribles en la Orden.
Lira cayó enferma y nosotras tuvimos que enfermar con ella.
Al principio, no le dieron demasiada importancia. La princesa perdió dos
kilos en tres días, y nosotras tuvimos que perderlos también: mucho
ejercicio, poca comida y hierbas que nos ayudaron. No era algo que
preocupase a Brennan ni tampoco al resto de mentores. Debíamos mantener
un aspecto lo más parecido posible en todo momento, pero daban por hecho
que Lira superaría la enfermedad pronto y volvería a recuperar peso.
No lo hizo.
Los primeros días se convirtieron en una semana; los dos kilos se
convirtieron en cinco.
Según nuestros espías en Ciria, Lira no parecía mejorar. No retenía los
alimentos y apenas podía ingerir líquidos que, de alguna forma, acababa
expulsando.
Fue entonces cuando los mentores tomaron medidas: nuestro médico
elaboró una dieta para nosotras. El objetivo era perder el mayor peso
posible evitando las secuelas. Sin embargo, no había una forma sana de
perder peso de forma tan abrupta.
También doblaron los entrenamientos físicos para acelerar la pérdida de
peso; pero pronto dejó de ser viable.
Nos quedamos sin fuerza y cancelaron los turnos dobles.
Yo lo odié.
Prefería estar ocupada. Cualquier cosa era mejor que pensar en el hambre
que tenía y en el tiempo que quedaba hasta probar el siguiente bocado.
Durante tres largas larguísimas semanas, perdí peso igual que lo hacía
Lira. Dejé de dormir, empezó a dolerme todo el cuerpo y me quedé sin
energía.
Un día, me hice un corte en clase de esgrima. La herida se infectó y no
curó como debería haber hecho. Mi cuerpo estaba débil y enfermo, y no
podía hacerlo. Aquel pequeño corte en la muñeca, en ese fragmento
descubierto de piel, me quitó el sueño durante días igual que me lo había
quitado la cicatriz que tenía tras la oreja.
La herida que Alya me hizo nunca desapareció por completo. Sanó,
cicatrizó y yo traté esa marca, pero quedó un recuerdo casi imperceptible
que seguía el arco tras mi oreja.
No quería que ocurriera lo mismo.
Brennan me hizo beber infusiones de todo tipo de plantas curativas;
pociones que no me harían ganar peso, pero que me ayudarían a conservar
algo de energía. Si hicieron algo, no lo noté. Quizá, sin ellas, habría sido
peor.
Las clases empezaron a ser más breves, pues ninguna de nosotras
aguantaba mucho tiempo atendiendo. Al final cancelaron por completo
todas aquellas que requerían un gasto de energía, pero Brennan me obligaba
a entrenar por mi cuenta.
Estaba exhausta y no rendía bien. Tuve que dejar el mitridatismo. A
Brennan tampoco le hizo gracia, pero me aseguró que la alternativa era
seguir envenenándome y morir con una dosis que no debería haberme
matado. Mi cuerpo se encontraba demasiado débil como para continuar.
Nos quedaba la tranquilidad de que a ningún profesor se le ocurriría
proponer otro examen sorpresa de Venenos y toxinas en nuestro estado.
Probablemente nos habrían perdido a todas.
Hacía un par de días me había quedado dormida y no aparecí por las
clases en toda la mañana. Mi único consuelo era que todas estábamos igual,
y aunque mis marcas habían bajado, no lo había hecho mi clasificación.
Lo peor ocurrió un día en clase de Cultura pagana.
Fue repentino. La instructora nos mostraba bellos, y a ratos aterradores,
grabados sobre las criaturas mágicas que poblaban las tierras de los lobos:
sorginak, los hiru, Tartalo, Lamia y su peine de oro… cuando un grito
ahogado interrumpió su explicación y todas nos giramos hacia el lugar en
que una de nosotras se había levantado y miraba con terror a otra.
A su lado, una aspirante acababa de desplomarse sobre el pupitre.
No supe quién era.
No podía saberlo mirándola, ahí tumbada, con los ojos cerrados y el
cuerpo flácido. Tampoco pude descubrirlo mirando a mi alrededor,
observando a las demás y descartando, porque todas tuvimos la misma
reacción; todas tuvimos miedo.
Vi morir, sin ser consciente, a una de mis compañeras. Y no me enteré
hasta mucho después de quién había sido.
Mira. Fue ella, otra de las aspirantes que sufría la enfermedad de Lira
como yo.
No soportó aquella pérdida salvaje de peso, se quebró, acabó sumida en
un sueño profundo del que los médicos no pudieron despertarla y, al cabo
de unos días, su cuerpo acabó muriendo también.
Daba la impresión de que aquello quizá cambiaría algo; pero no lo hizo.
Su muerte cayó como una losa sobre nosotras, que seguimos
preparándonos: y prepararse significaba seguir enfermando, seguir
dejándose morir.
Sé que hubo reuniones; que los instructores de la Orden hablaron con la
directora, con quienes mandaban, que todos se preguntaban qué ocurriría si
Lira no lograba superar la enfermedad…
Nuestros mentores también estaban nerviosos. Su papel era conseguir que
sus pupilos fueran elegidos, y que yo perdiese una oportunidad tan grande
como la de suplantar a Lira habría sido una derrota para él también. Así que
el ambiente era tenso. Me vigilaba más de cerca, había doblado el número
de reuniones de equipo y se aseguraba de que visitaba al médico
religiosamente cada mañana antes de empezar con las rutinas.
Aquella noche me acosté mucho antes que el resto. Eché las cortinas de la
cabaña, cerré la puerta y me metí bajo las sábanas. Escuché a uno de los
míos al entrar poco después, y más tarde también. Creo que los escuché a
todos, porque no llegué a dormir de verdad. Me dolía el estómago y la
cabeza me zumbaba. Sin embargo, no me moví de donde estaba. Aguardé y
sentí cómo todos pasaban dentro con cuidado, procurando no hacer ruido.
Todos, menos Léon.
—Eh —me llamó—. Sé que estás despierta.
—Púdrete, Léon. Déjame dormir.
—Te he traído algo.
No pude evitarlo. Bajé ligeramente las sábanas con las que me cubría el
rostro.
Primero lo vi a él, sentado en el borde de la cama, con sus rizos rubios un
poco húmedos por la lluvia que escuchaba fuera desde hacía rato, las
mejillas pálidas sonrojadas y la punta de la nariz igual de roja. Después, vi a
los demás, cada uno en su catre, atentos a nosotros.
Léon alzó la mano y me enseñó una manzana.
Me incorporé de golpe.
—¿La has robado? —casi exclamé, mientras la sujetaba entre las manos.
—Del comedor. —Sonrío—. Y esto también.
Sacó la mano que tenía oculta de detrás de la espalda y me mostró algo
envuelto en un pedazo de tela.
Lo desenvolví con rapidez, hasta que descubrí un puñado de almendras
peladas y casi se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Almendras.
No tuve tiempo para darle las gracias. Me metí la primera en la boca sin
hacer preguntas, sin esperar más explicaciones.
Las saboreé con los ojos cerrados, a punto de echarme a llorar.
—Crees que la ayudas, pero no le haces ningún bien. —Una voz rompió
momentáneamente la fantasía.
Alex nos observaba desde su catre junto al baño con una expresión
reprobadora.
—Oh, vamos. Cállate —replicó Léon—. Esto no le hará daño.
—Le hará subir de peso, y después Brennan le hará bajarlo más
severamente —contestó él, con el mismo tono hosco.
—Me importa una mierda —contesté yo, aunque quizá tuviera razón.
Era lo primero que comía en mucho tiempo y lo último que volvería a
probar hasta la mañana siguiente. En aquel momento no me importaron las
consecuencias, el peso o el posible castigo.
Tomé otra almendra y me la metí en la boca. Alex seguía mirándonos,
pero era imposible que estropeara aquel momento.
—Por todos los cuervos, Léon. Te quiero un montón, ¿lo sabes?
Me dijo que sí, que lo sabía, mientras dejaba la manzana a un lado de mi
catre y se ponía en pie para dirigirse al suyo.
Fuera, llovía a mares y la tormenta mantuvo a media Orden despierta,
pero yo pude dormir.
Alex acertó. Acostarme con el estómago lleno provocó que el peso
subiera por la mañana. Tuve que entrenar más, tuve que escuchar a Brennan
advirtiéndome sobre lo que podía pasar si al día siguiente seguía
manteniendo la misma cifra.
Probablemente sabía lo que habíamos hecho. Si no, al menos, debía de
imaginar que había logrado hacer trampa de alguna forma. No lo mencionó.
Le bastó con mirarme con esos ojos marrones, fríos y desapegados que
tenía y recordarme qué me estaba jugando.
—Si fracasas ahora no serás mejor que la basura pagana que quema
Morgana en la hoguera.
Lo odié por ello. Lo odié porque tenía razón. Por mis venas corría la
sangre maldita con la que me habían condenado los dioses antiguos y fuera
de aquella Orden mi existencia era una aberración, un pecado por el que me
matarían.
Al día siguiente subirse a la báscula dio mucho más miedo y fue mucho
peor.
Recuerdo aquel periodo como si todos los días hubiese llovido. Es posible
que no lo hiciera, pero en mi memoria esos días están oscuros, cubiertos por
un velo frío, húmedo y sombrío.
Lira estuvo enferma casi catorce semanas. La primera vez que la báscula
no bajó, vimos cierta esperanza. La primera mañana que subió medio kilo
me eché a llorar. Lloré delante de Léon, que se rio de mí y, después, me
abrazó contra su cuerpo y acarició mi cabeza hasta que el llanto se convirtió
en risa.
Visité la tumba de Mira el día que nos dijeron que Lira volvía a ganar
peso, que pronto se recuperaría por completo.
Alex se ofreció a acompañarme.
—¿Por qué? —pregunté yo.
—Porque apenas puedes mantenerte en pie —replicó, con brusquedad.
No tuve fuerzas suficientes para discutir; lo cual, curiosamente, puede
que le diera la razón.
Antes de decir que sí, sin embargo, miré a Léon, esperando que también
él se ofreciera, pero mi amigo no lo hizo. Tampoco Elián, siempre tan
atento, se mostró dispuesto. Así que acepté el ofrecimiento de Alex y ambos
caminamos hasta el límite marcado por las murallas.
La Orden se encontraba en el interior de una ciudadela, en un pequeño
mundo apartado del resto: teníamos un adoratorio, una botica, una
panadería y un cementerio. Quienes vivían allí trabajaban allí: quienes nos
proporcionaban sustento, quienes nos instruían. No era muy grande, pero sí
lo suficiente como para que me cansara si la cruzaba de un lado a otro.
Nunca supe cómo se llamaba en realidad Lira Mira.
Era difícil de comprender, quizá aterrador, que no nos devolviesen el
nombre ni siquiera en la muerte.
Alex debió de sentir algo parecido al ver esa lápida sin nombre. No sé qué
pensaría exactamente; pero sí sé cómo se revolvió su corazón.
—Yo me llamo Lorenzo —susurró.
Me giré hacia él.
No hizo falta que me dijera que no lo contara. Había algo prohibido, casi
sagrado, en pronunciarlo en voz alta, y jamás se me habría ocurrido volver a
repetirlo sin su permiso.
Yo sabía que nunca volvería a ver mi propio rostro, mi forma. Casi había
olvidado del todo cómo era mi nariz, cómo mis ojos. Pronto el último
recuerdo desaparecería. De aquella persona solo conservábamos el nombre.
Entregárselo a alguien era importante.
—Odette —confesé.
Sentí una punzada de dolor al escucharlo en voz alta. En ese momento
pensé que tal vez no oiría a nadie más volver a pronunciarlo nunca.
Él tampoco dijo nada. Tan solo me miro de una forma complicada y
solemne antes de asentir.
Me solté de su brazo cuando ya llevábamos recorrida la mitad del camino
de vuelta, creyendo que, quizá, ya estaría harto de cargar conmigo. Cuando
llegamos a un desnivel salvado por unas escaleras, no obstante, me tomó de
la mano.
Fue tan inesperado que me detuve. Recuerdo sentir esa mirada extraña,
ponerme nerviosa y desear no haber dado ninguna muestra de lo mucho que
aquello me sorprendía.
Pero Alex ya volvía a fruncir ese maldito ceño mientras esperaba a que
dijese algo o a que volviese a echar a andar. Se dio cuenta. Notó que era por
la mano, que quizá no me sentía cómoda. Sus dedos se separaron de los
míos y volvieron a oprimirlos con suavidad, como si hubiera sentido la
necesidad de abrirlos y cerrarlos.
Fue una pregunta.
Contesté sin pronunciar palabra y seguí andando con él.
Aquella fue la primera vez que me planteé que Alex, quizá, podría no
verme como a una compañera más. Recuerdo que fue un pensamiento
fugaz, que se prendió en la boca de mi estómago y subió por la garganta
cuando continuamos caminando de la mano incluso si las escaleras habían
terminado. Mandé ese pensamiento al fondo del lugar del que venía. Lo
tomé, lo empujé de vuelta a la oscuridad y lo encerré.
Al llegar, al notar las miradas de Léon y de Elián, el silencio poco
habitual, comprendí que ellos ya habían contemplado esa posibilidad mucho
antes que yo, y algo empezó a cambiar.
4
U
na noche en la que la sonrisa de Elián era mucho más triste nos
escapamos.
En aquel momento sentí lo que me pidió como una tontería, una
broma casi divertida.
Quería que encontrásemos el peine de Lamia. Discutí con él en susurros,
bajo las sábanas de su cama para que los otros no nos escucharan. La luz de
una vela a punto de consumir era todo cuanto nos iluminaba. Le dije que
ese peine no existía, que era un cuento de otras épocas. Él insistió en que
los cuentos siempre albergan algo de verdad.
—Un humano enamorado que le pide a Lamia reencontrarse con su
amada —murmuró. Esa sonrisa tan triste, que había sido azul todo el día,
parecía ahora dorada y brillante bajo la suave llama de la vela—. Un rey
valiente que le pide acabar la guerra para que sus soldados dejen de morir,
un niño que se atreve a entrar en su cueva y es colmado con riquezas… Los
cuentos dicen que Lamia vive en cualquier cueva cerca del agua y que allí
se oculta también el peine perdido. En esta isla hay cuevas y hay mar.
—Por todos los Cuervos, Elián —susurré—. En las leyendas que yo
conozco Lamia mata a quienes se acercan a ella: el humano enamorado
acaba devorado, el rey sufre su ira y el niño nunca vuelve a salir de su
cueva.
—Y en todos esos cuentos hay un peine implicado —replico, sin que su
determinación flaqueara—. El peine existe, y Lamia concede deseos a
cambio de él.
Lo vi en sus ojos, en el azul profundo del mar que habitaba en ellos:
necesitaba el peine, porque tenía un deseo. Me descubrí a mí misma
preguntándome cómo serían de verdad sus iris, qué aspecto tendría bajo ese
disfraz que yo había aprendido a amar.
—¿Qué quieres pedirle? —pregunté.
—Acompáñame a buscarla y te lo cuento.
Podría haberle confesado que la primera vez que escuché esa historia,
cuando aún era una niña, yo misma salí a buscar a Lamia. Podría haberle
dicho que aquello eran ensoñaciones infantiles, que el mundo era mucho
más oscuro y la realidad más cruel.
Pero aquellos ojos no me permitieron hacerlo.
Atravesamos ese bosque que tanto miedo daba por la noche y lo hicimos
conteniendo el aliento y pensando en secreto en los hiru que se suponían
lejos de nuestra isla, hasta que llegamos a la gruta en la que Elián creía que
encontraríamos a Lamia. Ni siquiera se la podría haber llamado cueva. Se
trataba de un acantilado a la orilla del mar, donde las aguas habían
erosionado la piedra hasta abrir una cavidad estrecha pero lo
suficientemente alta como para que cupiésemos de pie.
Casi tardamos más en acceder a ella que en atravesar el bosque para
llegar a la playa y cuando lo hicimos no perdimos el tiempo. Los dos
entramos y buscamos, sin que yo supiera bien qué esperaba él encontrar.
Parecía un salto de fe imposible. Buscar a Lamia justo en este lugar, por
ser lo más parecido a una cueva cerca de nosotros… pero lo hice
igualmente, porque Elián sí que parecía convencido.
Allí no había nada, pero no lo dije en voz alta hasta que fue él quien se
dio por vencido y acabó sentado en el borde, con los pies colgando sobre el
acantilado. A nuestra espalda, la oscuridad de la gruta se lo tragaba todo,
frente a nosotros la última línea del horizonte parecía una puerta al infinito.
—Siento que no hayas encontrado nada —le dije.
—No importa. Sabía que era prácticamente imposible —respondió.
La brisa del mar le revolvió el pelo.
—¿Qué habrías pedido?
Elián no me miró.
—Que trajera de vuelta a mi madre.
Se me hizo un nudo en la garganta. Nunca me había hablado de ella.
Ninguno de nosotros lo hacíamos. Todos estábamos en esa Orden por una
razón: padres muertos o suficientemente espantados por nuestro don como
para abandonarnos o vendernos a los Cuervos.
—¿Ella está…?
Asintió.
—Murió, o al menos esa es la versión oficial. Intenté comprobarlo el año
pasado, pero no había registros en el hospital.
—¿Escapaste de la ciudadela?
Elián asintió, un poco avergonzado.
—Necesitaba respuestas, aunque no las encontré. Creo que no era de por
aquí. Recuerdo cosas, ¿sabes? Recuerdo el verde intenso de los helechos,
recuerdo el frío de la nieve en la piel y el calor del chocolate que alguien
preparaba para mí mientras me envolvían en una manta calentita… Alguien
que te prepara chocolate y te envuelve en una manta no podría abandonarte
voluntariamente, ¿verdad?
—No lo creo —le dije, aunque no sabía qué quería escuchar—. Lo siento.
Elián me dedicó una cálida sonrisa.
—¿Y tus padres?
—Muertos también —respondí—. O eso me han dicho siempre. Yo no lo
he comprobado.
Ni quiero hacerlo, pensé. La alternativa habría sido más dolorosa. Si
descubría que mis padres seguían vivos y me habían vendido o
abandonado… en aquel momento pensaba que no habría sido capaz de
soportarlo. Pensaba que me habría muerto de pena.
—Lo siento también —susurró. Seguía mirando al mar, como si se lo
dijera a él—. ¿Tú los recuerdas?
—Creo que sueño con ellos —respondí—. A veces los veo frente a mi
cuna; pero nunca consigo enfocar sus rostros. Imagino que era demasiado
pequeña para recordar cómo eran.
Elián asiente, pensativo. Pasan unos instantes hasta que se atreve a volver
a hablar.
—Pensé que si deseaba que mi madre no hubiera muerto, esto podría ser
diferente.
Supe a qué se refería.
—¿Te habrías marchado con ella?
—Tienes que pensar que soy muy tonto, ¿verdad?
Me dedicó una mirada que me encogió, retorció algo en mi interior y me
obligó a inclinarme adelante para envolverlo en un abrazo, aunque él fuera
mucho más alto que yo.
—Claro que no —lo regañé—. Si algún día encuentro ese peine desearé
que tu madre vuelva.
Elián se rio y me apartó con cariño.
—Podrías desear cualquier otra cosa para ti.
—Pediré dos deseos más, y entonces desearé que tu madre viva y,
después, una fuente ilimitada de dulces para mí.
Soltó una carcajada alegre, que sonaba aún más bonita con las olas de
fondo. La tristeza impregnada en ella no hacía que fuera menos hermosa. Al
contrario, parecía más especial viniendo de alguien que sufría tanto.
—¿Por qué no pedir tres y desear también, no sé, algo importante?
—¿Más importante que los dulces?
—Como un vestido bonito —repuso, encantado.
—O un gato.
—¿Cómo que un gato? —dijo, muerto de risa.
—No se lo he preguntado, pero no creo que Brennan nos dejase tener uno
en la cabaña.
Elián me dio un codazo.
—Pregúntaselo. Quizá no necesitemos el peine, después de todo.
—Es posible.
Sonreí. Él sonrió.
Nos quedamos en silencio, contando los segundos entre las olas.
—Lira —me dijo.
—¿Sí?
—Si encontrase el peine también pediría dos deseos. Desearía que nunca
hubieras acabado aquí.
Algo se quebró en mi interior, una fibra finísima y delicada, que me
esforcé por reparar cuanto antes, hilo a hilo, hebra a hebra, hasta que la
cicatriz fue sólida y fui capaz de volver a hablar.
—Gracias —le dije.
Volvimos a la Orden antes de que nos echaran en falta.
No volvimos a hablar del peine de Lamia.
Pronto, las celebraciones de invierno de los Leones acapararon lo
suficiente nuestra atención como para que aquella excursión nocturna
quedara relegada, destinada a convertirse en un recuerdo confuso, mitad
sueño mitad realidad.
Isla de Cuervos se había adueñado de algunas de las celebraciones de los
Leones, pues conocer sus costumbres y tradiciones como si las hubiéramos
vivido era trabajo de todos y febrero trajo consigo una de nuestras
preferidas.
Las fiestas de otsaila. En la lengua prohibida de la magia otsaila
significaba, literalmente, «el mes de los lobos». Originariamente se habían
celebrado para honrar a los Lobos, los Leones se habían adueñado hacía
años de ellas para sacralizarlas y convertirlas en algo más elegante y digno.
Esas eran las fiestas que nosotros celebrábamos: los banquetes, los bailes,
las representaciones con marionetas… y el tiempo libre, un bien escaso en
la Orden.
Aquella noche todos asistimos a las diversiones. Incluso Brennan nos dio
permiso a nosotros.
Hubo un pequeño espectáculo de marionetas, una representación con
actores y actrices de verdad, bailes callejeros y malabares con fuego. Había
un puesto de manzanas de caramelo para los instructores en el que nosotros
no podíamos comprar, porque no se nos permitía tener dinero, y varias
barracas donde podíamos probar puntería o someter nuestras habilidades a
juicio a cambio de aplausos o abucheos.
Yo estuve un rato con Elián y Léon paseando entre los puestos hasta que
al primero lo reclamó uno de sus amigos, era un chico querido, y el segundo
se obsesionó quizá un poco demasiado en uno de los juegos. Cuando me
quedé sola, me retiré a la fuente de la plaza, desde donde tenía una vista
perfecta de los puestos donde algunos mostraban sus talentos.
—¿Disfrutando de la feria?
La voz de Alex me sobresaltó cuando la escuché a mi lado. Me
sorprendió un poco que hubiese podido sorprenderme; siempre tan brusco e
impetuoso. A veces se me olvidaba que todos éramos entrenados en las
mismas artes y aunque su verdadero ser fuera ruidoso, podía ser más
discreto; mucho más, como acababa de demostrarme.
Me di cuenta de que no llevaba las manos vacías. Tenía una manzana de
caramelo en una de ellas.
—¿De dónde has sacado eso?
Levantó la manzana como si ni siquiera él hubiera sido consciente de que
la tenía hasta ese momento.
—Del puesto —respondió, resuelto. Luego sonrió: una sonrisa grande,
amable, que no había visto mucho—. La he traído para compartirla contigo.
Se me escapó una carcajada.
—¿Por qué?
Se extrañó.
—¿Cómo que por qué? —Me tendió el palo para que lo cogiera—.
Porque sé que te gustan los dulces y que has estado mucho tiempo sin
probarlos.
Era cierto. Durante la enfermedad de Lira solo había soñado con cosas
dulces y después, durante un tiempo, aún había tenido que moderarme; pues
mi cuerpo, todavía débil después de la privación, no toleraba ciertos
alimentos.
—Sí que me gustan —murmuré, nerviosa repentinamente. El paseo que
habíamos dado hacía solo unos días, cuando empezaba a recuperarme,
volvió a mi mente. Aquella sensación, aquella sospecha que había empujado
al fondo de mi mente, emergió por un resquicio—. ¿Es que has amenazado
a alguien para conseguirla?
Dejó escapar una risa muy suave que me erizó el vello de la nuca.
—Tengo mis recursos.
—¿Qué recursos, Alex? Veo cómo está tu rincón de la cabaña todos los
días, y es tan miserable como el mío.
Arqueó una ceja y abrió la boca para decir algo, pero pareció arrepentido.
Sacudió la cabeza y me mostró la manzana de nuevo.
Luego, lo olvidé. Olvidé la confusión. En aquel momento no supe leer las
señales.
—¿La quieres o no?
Agarré el palito de madera sin pensármelo mucho. Sentí el calor de sus
dedos al hacerlo, apenas un roce muy leve sobre la piel.
Le di un mordisco que rompió el caramelo y produjo un chasquido
agradable.
—Es lo mejor que he comido nunca —murmuré, con la boca llena.
Alex volvió a soltar una carcajada a la que no estaba habituada, una
carcajada que prendió algo dentro de mí. Era agradable escucharlo reír.
—¿Lo mejor?
—Las almendras que me trajo Léon aquella vez podrían rivalizar con esta
manzana; pero sí, lo mejor.
Se la devolví para que pudiera comer también.
—¿Quieres dar un paseo?
—¿A dónde quieres ir? —contesté, cada vez más sorprendida.
—A ningún sitio. Solo quiero pasear contigo.
La posibilidad de que a Alex le interesara más allá de nuestro vínculo
como compañeros era cada vez más real y al pensar en ello sentía un pánico
estridente que, de cuando en cuando, al sentirme más valiente, se convertía
en una sensación cálida.
—Claro, vamos.
Echamos a andar sin rumbo mientras yo me preguntaba cómo diablos
habría conseguido la manzana y disfrutaba de cada bocado. Acabamos cerca
del adoratorio principal, un torreón junto a un pequeño rincón verde en el
que habíamos pasado algunas de las tardes libres.
Desde allí, las luces de la feria eran puntos brillantes en la oscuridad y el
rumor apagado de la gente apenas era el eco de un sueño. Subimos una
pequeña pendiente, hasta la última hilera de árboles de aquel rincón verde.
Apoyé la espalda en uno de los troncos, y él se quedó frente a mí.
—Recuérdame cuándo fue la última vez que hicimos esto —me pidió,
con un tono de voz grave y aterciopelado.
—¿Esto? —reí—. ¿La manzana, el paseo o la charla?
—Fue hace mucho, ¿verdad? —Sonrió.
—Más bien, no fue. Creo que no hemos hecho esto… nunca —contesté.
Alex sacudió la cabeza y se pasó la lengua por el labio inferior, como si
no diera crédito; como si no terminara de creérselo.
Tampoco entonces supe interpretar ese desconcierto como debí haberlo
hecho.
—¿Por qué? —Se frotó la nuca—. No me lo explico.
Yo también me reí.
—Bueno… esto no ayuda. —Alargué el brazo y di un paso hacia él para
tocar esa arruguita que se formaba entre los ojos. En aquel instante, sin
embargo, no había ni rastro de ese ceño fruncido.
—Es una lástima —coincidió—. Eres una persona increíblemente
interesante, Lira. Deberíamos haber… hablado más tú y yo. No me puedo
creer que no… —Se detuvo, repentinamente nervioso—. Ten, antes de que
me la acabe.
Me ofreció la manzana y estuve a punto de tomarla cuando la apartó de
mis dedos anhelantes. Me dedicó una mirada y volvió a acercármela, esta
vez a los labios. Le di un mordisco, vacilante, que hizo que ambos nos
riéramos con complicidad.
Volvió a ofrecérmela tras un nuevo mordisco y antes de que pudiera
alcanzarla, la apartó con celeridad, se inclinó frente a mí y me robó un beso
que tenía el sabor dulce del caramelo.
Solo fue rápido el impulso. Estampó sus labios contra los míos y cuando
se dio cuenta de que no me apartaba, aquel arrebato se estabilizó. Dio un
paso hacia mí, y después otro, y una de sus manos tomó mi rostro entre los
dedos.
Cerré los ojos cuando él entreabría los labios, con una invitación. Tiró la
manzana al suelo y no me importó incluso si no volvía a ver una igual en
años. En apenas una fracción de segundo lo único relevante eran sus manos
sobre mi piel, sus labios sobre los míos, su garganta profiriendo un gemido
que me derritió.
Varios de los chicos de la Orden nos vieron regresar juntos aquella noche
a la feria, y a ninguno de los dos nos importó. Él se marchó a ver a alguien
y yo me perdí entre los puestos a disfrutar de los teatrillos de marionetas, de
los espectáculos poco profesionales y de la visión de los estudiantes que
fracasaban estrepitosamente en los puestos de habilidad.
Regresé tarde a la cabaña, cuando ya me dolían los pies y me pesaban los
párpados y el corazón continuaba latiéndome tan fuerte… tanto que pensé
que, quizá, Alex podría querer salir conmigo un rato más.
Cuando llegué, él aún no estaba allí. Léon y Elián, no obstante, ya se
encontraban en el interior de la cabaña; ambos en el centro de la estancia,
Léon con las manos en la cadera y Elián con los brazos cruzados ante el
pecho.
—Hola —los saludé.
Me dedicaron una mirada prudente, un poco tensa.
Me senté en el catre, consciente de que les ocurría algo, y crucé las
piernas, expectante.
—¿Quién se ha muerto?
Los dos compartieron una mirada.
Mierda. Sí que ocurría algo.
Léon se frotó la nuca.
—Os han visto —soltó, rápido, como si quitara una tirita—. Esta noche,
en la colina frente al adoratorio.
Sacudí la cabeza, sin comprender a qué venía tanta prudencia.
—¿Y?
Volvieron a mirarse y a apartar los ojos enseguida, como si intentaran
decidir a cuál de los dos le tocaba explicarme por qué parecían tan
profundamente afectados por un beso con un compañero. A nuestros
mentores nunca les había importado qué hacíamos con nuestro tiempo libre.
Nos habían instruido para que todos fuéramos conscientes de que cualquier
relación que tuviéramos sería siempre secundaria.
Lo primero era la misión. La Orden. Los Cuervos. Tanto Alex como yo lo
teníamos claro. No entendía qué había de malo en compartir unos besos si
eso no cambiaba.
Léon fue a hablar, pero bufó. Elián abrió la boca y vaciló.
—No decimos que no puedas… Es que… Es tu decisión, Lira, ¿pero no
crees que…?
—¿No crees que te has pasado cuatro pueblos? —terminó Léon por él, un
poco más alto.
Crucé los brazos ante el pecho, un poco molesta.
—¿Qué os importa a vosotros?
—Nada —contestó Elián, conciliador—. Nada, en realidad. Es tu vida.
Puedes hacer lo que quieras y si él te gusta… ninguno tiene nada que decir.
Es solo que parece que…
—Que parece que quieras provocarle un jodido ataque a Alex —añadió
Léon.
—Sí. No te enfades, pero a lo mejor podrías haber sido más discreta…
por él.
—¿Qué? —Parpadeé—. A él no le ha importado que nos hayan…
No pude responder, porque la puerta de la entrada se abrió con una
violencia antinatural. Alex entró, dio un portazo que debió de dejar los
goznes temblando y pasó dentro sin mirarnos a ninguno de los tres. Léon
tuvo que dar un paso atrás para que no lo arrollara.
Me quedé de piedra, confusa y extrañada. Quizá, si hubiese pensado un
poco, solo un poco, antes de hablar habría caído en la cuenta.
—¿Qué narices te pasa? —pregunté y luego me dirigí a los demás—. ¿Y
qué narices os pasa a todos?
Alex se giró hacia mí con una expresión que conocía bien. No parecía el
mismo de hacía un rato. No quedaba nada de encanto, ni rastro de la sonrisa
amable y la conversación fácil.
Y entonces caí en la cuenta: parecía una persona distinta.
Oh, joder.
—¿Y tú qué crees? —preguntó.
No hablé, ni dije nada, porque acababa de entenderlo.
Él tampoco esperó a que respondiera. Quizá no quería escucharme. No
parecía querer escuchar a nadie. Soltó una maldición, le dio una patada a
unas botas que alguien había dejado en una esquina, probablemente Elián, y
volvió a salir de la cabaña todo furia y frustración.
Recuerdo que la sorpresa dio paso enseguida a la ira y la ira a una
emoción peor, más densa y terrible, como la hiel, que bajó por mi garganta
y mis huesos. La sentí en mi paladar, en el regusto dulce de un beso robado,
robado de verdad, y la sentí después en la punta de mis dedos.
Ni siquiera sabía quién era.
Entendí de pronto lo que Léon y Elián querían decir.
—Chicos —los llamé. Ambos seguían mirando hacia la puerta que
acababa de volver a quedar cerrada—. ¿Con quién me han visto hoy?
—¿Cómo que con quién? —repitió Léon—. Te lo has estado pasando
bien, ¿eh?
—¿Con quién? —insistí, más seria.
Elián suspiró y se acercó a mi cama.
—Con Alex Alya —susurró—. Creo que le ha molestado eso, que fuera
otro Alex, justo él. No le debes nada si no te gusta, pero… creo que le has
hecho daño.
Asentí. No pude decir nada más. No creo que hubiese podido hablar
incluso si hubiese tenido algo que decir. Sentía la boca pastosa, un nudo
insalvable en la boca de mi estómago…
Alya.
Claro que había sido uno de los chicos de Alya. No la conocía
personalmente, pero sabía cómo era Lira Alya. Sabía qué tipo de ética la
regía, una ética que probablemente le habría inculcado su mentora.
En el amor y en la guerra no todo vale.
Lo tenía claro antes, pero aquella noche esa norma cobraría más fuerza.
Fue entonces cuando decidí que nunca sobrepasaría ciertas líneas, ni
siquiera por la Orden.
Otra concesión, otro secreto que me pertenecería solo a mí: un resquicio a
una persona que ni siquiera yo conocía bien y que quizá nunca conocería.
5
N
o tuve que preguntar dónde lo encontraría.
Alex Alya era tan arrogante que no se molestó en ocultar lo que
había hecho, en ocultarse a sí mismo. Aquella mañana me
saludó, todo impunidad y falso encanto.
No entendí qué pensó que pasaría. ¿Creía que fingiría para ahorrarme la
vergüenza?
No lo haría.
Lo vi en el comedor. Él se marchaba, yo llegaba.
—Lira Brennan —me saludó, con el mismo tono dulce que había usado la
noche anterior—. ¿Has descansado bien?
No respondí. No le di tiempo a volver a formular ni una sola pregunta
más.
Le rompí la nariz.
Le di un solo golpe que le partió el tabique. El impacto o la impresión lo
hicieron caer hacia atrás mientras sus compañeros estallaban en
exclamaciones de sorpresa o amenazas hacia mí. No duró mucho, porque
todos enmudecieron cuando me agaché a su lado, le aparté las manos del
rostro y le recoloqué la nariz limpiamente.
Un alarido silenció al comedor entero, pendiente de nosotros, de mí.
Alex Alya me miró desde abajo don dos regueros de sangre chorreando
de su bonita nariz, las pupilas dilatadas y la boca entreabierta con asombro.
—Para que la próxima vez te acuerdes de esto y te lo pienses mejor—
ronroneé—. No te va a quedar marca, pero si te quejas a los instructores me
aseguraré de que eso cambie.
Pasé el resto del día preguntándome si los profesores se enterarían de
aquello. Sabía que Alex Alya no contaría nada, pero otros podrían hacerlo.
Me preguntaba si aquella falta sería suficiente como para que me castigaran
con algo peor: más huesos rotos que no dejaran constancia o una tortura que
no se vería a simple vista.
Al fin y al cabo, había dañado a una de sus propiedades. Y yo no era más
que otro Cuervo. Éramos piezas en un tablero, no jugadores.
Sin embargo, no hubo represalias; ni por parte de Alex Alya ni por parte
de los profesores. Supongo que captó el mensaje.
—Ya nos hemos enterado del espectáculo de esta mañana —me dijo Léon
aquella noche en la cabaña—. Muy bonito, por cierto. La próxima vez que
vayas a romperle la nariz a alguien avísame para que no me lo pierda.
—No creo que nadie se atreva a provocarla en un tiempo —repuso Elián,
desde su catre.
Hizo una pausa tan larga que creí que no diría nada más. Yo no estaba
dispuesta a explicar nada. Aún tenía el estómago revuelto por lo que me
había hecho Alex Alya la noche anterior, y mi plan era aferrarme al deseo
de venganza para intentar dormir algo.
Elián, en cambio, no había terminado de hablar.
—Anoche… no sabías que no era nuestro Alex, ¿verdad? —preguntó,
suave.
Se me hizo un nudo en la garganta. No respondí. No podía hacerlo.
Tampoco hizo falta.
Elián se sentó conmigo y me tomó de la mano. León soltó una maldición.
—Será cerdo.
—Tienes que contárselo a Alex —me dijo Elián.
Asentí. Sin embargo, no lo hice aquella noche, ni tampoco al día
siguiente, ni al siguiente de ese. Alex empezó a ignorarme deliberada y
descaradamente. No se molestaba en disimular que sus ausencias llegaban
justamente cuando yo aparecía por la cabaña. Se negó a volver a comer con
nosotros, y llegó a saltarse, incluso, un par de los entrenamientos
exhaustivos de Brennan. Apenas me lo cruzaba en la cabaña. Cuando
llegaba por las noches se daba una ducha y se acostaba sin murmurar
palabra. Por las mañanas se marchaba antes de que ninguno pudiera
saludarlo siquiera y el valor que yo habría necesitado para contarle la
verdad era cada vez más grande, mientras que mis fuerzas se hacían cada
vez más pequeñas.
Empecé a notar las miradas, la preocupación en los ojos de los demás y
empezó a molestarme que estuviera distanciándose de los otros. Tal vez eso
fue lo que me hizo abordarlo aquella tarde oscura de regreso a la cabaña.
Yo volvía de una clase de Protocolo. Él debía de regresar de una clase
física, pues llevaba ropa de entrenamiento: las botas ligeras, la manga corta
a pesar del invierno y los pantalones cómodos, vestido por completo de
negro.
—Alex —lo llamé.
Advertí que me echaba una mirada de reojo y seguía andando, quizá
incluso más rápido, para poder llegar a la cabaña e ignorarnos a todos
cuanto antes.
—¡Alex! —insistí, y eché a correr.
Me situé a su altura y tuvo la decencia de no apretar el ritmo.
—¿Es que no piensas volver a hablarme nunca?
Me respondió con algo parecido a un gruñido.
—No puedes ignorarme eternamente. ¡No puedes ignorar a los demás! —
le dije.
Alex siguió andando. La cabaña estaba cerca. Solté una maldición y
aceleré el ritmo para adelantarlo y cortarle el paso. Estuvo a punto de
chocar conmigo. Hizo un amago de rodearme, pero yo se lo impedí.
—Mierda, Lira. ¿Tenía que ser con él? —inquirió, por fin mirándome a
los ojos—. ¿Justamente con otro Alex? Con el capullo de Alya, nada más y
nada menos.
Contuve el aliento. Procuré que no lo notara.
—Lo siento.
Alex parpadeó ante la respuesta, que sin duda no esperaba, pero
enseguida sacudió la cabeza como si quisiera recordarse por qué estaba
enfadado.
—¿Tanto me odias? ¿Es que tanto me desprecias? —Además del dolor,
pude entrever algo diferente en su expresión. Era miedo; un temor real a
que lo odiase de verdad—. Si lo que hay fuera te gusta, ¿por qué no me
diste una oportunidad a mí?
—Porque ese Alex me dijo lo que sentía.
Arqueó las cejas.
—¿Crees de verdad que ese imbécil siente algo por ti?
Negué con la cabeza.
—Lo que sentía él no, lo que sentías tú.
Vi la confusión, la desesperación. Ladeó la cabeza. Al menos, no había
echado a correr y me estaba dejando que se lo explicara.
—Se hizo pasar por ti —aclaré al fin.
Supe que se preguntaba por qué no se lo había dicho antes. Descubrí en
sus ojos verdes y pálidos las emociones que atravesaron su corazón.
Descubrí también el momento exacto en el que entendió todas las
implicaciones: primero, algo parecido a la esperanza; después, ira.
—Lo voy a matar —declaró, y se irguió de pronto, mirando a los lados,
como si una parte irracional de él esperase encontrarlo allí—. Le voy a
arrancar la cabeza a ese desgraciado.
—Ya le rompí la nariz. No merece la pena arriesgarse a un castigo por él.
De verdad, no hagas nada.
Alex me miró, y lo hizo como si fuera la primera vez, como si acabase de
aparecerme ante él.
—Si te hizo algo más, si él…
—No —lo interrumpí—. Solo fueron unos besos.
Tragué saliva, pero procuré que él no viera lo afectada que estaba de
verdad; lo que esos primeros besos habían significado y lo que me habían
hecho.
Se frotó la nuca.
—Lo siento.
—Yo también. —Tomé aire e intenté librarme de esa sensación agria,
pesada y turbia que últimamente me quitaba el sueño. Ya no podía deshacer
lo que Alex Alya había hecho, pero podía decidir cómo enfrentarme a ello
—. Me habría gustado que fueras tú.
Él también inspiró con fuerza. Me miró a los ojos.
—¿Qué te dijo?
Me pasé la lengua por los labios, repentinamente resecos.
—Nada especial. Dijo que le gustaba estar conmigo. —Me encogí de
hombros—. Solo fue amable.
Se echó el pelo hacia atrás y, por primera vez desde que lo había
abordado, esbozó algo parecido a una sonrisa. Creo que él también
intentaba desprenderse de la rabia que debía de haberlo acompañado los
últimos días.
—Ya, bueno. Supongo que no he sido candidato al rey de la simpatía.
Me reí un poco, más relajada.
—Me gusta cómo eres, Alex. Me gustas sonriente y me gustas
malhumorado… me gustas aún más si el mal humor te lo he provocado yo.
Soltó una carcajada.
Ambos nos miramos. Había anochecido hacía rato y las únicas luces que
iluminaban el camino eran las provenientes de las cabañas. A lo lejos, los
destellos dorados del pueblo parecían estrellas.
—Tú también me gustas. —Se sonrojó—. Siento si no te lo había dicho
antes. —Hizo una pausa grave, larga, tan larga que creí que la conversación
había terminado—. Entonces… cuando besaste a Alex Alya, ¿pensabas que
era yo?
Asentí.
Vi cómo tragaba saliva.
—¿Habrías querido besarme si te hubiera dicho…?
—De haber sido sincero, sí, Alex. —Me di cuenta de que los rodeos
podrían ser demasiado largos si seguíamos así—. Quiero besarte —confesé.
No se lo esperaba. No lo hacía porque le vi tomar aire, erguirse
repentinamente y vacilar; se preguntó si acercarse o si dar un paso atrás.
Se le escapó una risa nerviosa.
—Está bien —contestó, completamente fuera de juego—. Entonces,
supongo que…
No llegó a terminar. No creo que él tuviera del todo claro lo que iba a
hacer. Apoyó la palma de la mano en mi mejilla, se inclinó hacia mí y le vi
cerrar los ojos antes de cerrarlos también, derretirme ante el tacto de sus
dedos en mi mejilla y el calor de su aliento contra mi boca.
Y entonces algo estalló.
Aquel beso fue diferente en todos los aspectos.
Nunca llegué a saber si fue producto de la idealización o de la impotencia
que aún sentía en el pecho al pensar que alguien me había engañado así,
pero aquel beso fue mejor.
Había algo más, algo que no había estado allí antes y me gustó.
Sabía que no olvidaría el beso que me habían robado, que una parte de mí
siempre lo recordaría porque había una maldad implícita en ese acto
imposible de olvidar, pero en aquel momento solo importó Alex, mi Alex, y
sus manos tomando con cuidado mi rostro, sus labios pidiendo permiso, su
lengua acariciando la mía.
6
H
ubo un tiempo en el que amé la vida que tenía en la Orden. Al
menos, amaba lo que esa vida me daba: las confidencias de
madrugada con Elián, la risa fácil de Léon, los besos tímidos de
Alex.
Así era más sencillo no pensar en el abandono o la muerte de nuestros
padres, los venenos con los que enfermábamos nuestros cuerpos cada día o
el futuro incierto en el que olvidaríamos para siempre cualquier pequeño
rastro de nuestra humanidad.
Con Alex probé las experiencias del primer amor; las caricias tentativas,
los besos furtivos, el anhelo irrefrenable…
Fuimos muy rápido.
Ahora creo que queríamos atesorar cada instante que nos perteneciera,
antes de que nuestro destino fuera por completo de otros.
Y disfruté cada vez, incluso las más torpes o las más vergonzosas, porque
fueron mías, fueron nuestras.
Compartir cabaña era una ventaja. Léon y Elián lo odiaron
profundamente.
Y yo fui feliz.
Durante varias estaciones olvidé que eso era terriblemente peligroso,
porque quien ama acaba perdiendo.
Estaba a punto de cumplir los dieciocho y, para entonces, solo
quedábamos quince de las 21 candidatas. Habían descartado a dos de
nosotras por no crecer tanto como se había previsto, y a una por ser
demasiado alta. Mira había muerto desnutrida, otra de nosotras fue
expulsada por no perder peso suficiente y demostrar que no estaba
comprometida. Otra tuvo que abandonar el programa por las cicatrices que
le quedaron de una pelea. Quien se las hizo continuó en la Orden después
de un castigo que no dejó marca física. Y Tawnee había muerto envenenada.
Estábamos en Caracterización, aquella clase que también compartía con
Elián, cuando un grito anunció que un nuevo reto a superar estaba a punto
de empezar.
La vimos dos asientos más abajo, un poco a la derecha. Era una de las
mías, una Lira. Se levantó, gritó y todos los que estábamos sentados arriba
pudimos ver su mano. Al principio, no lo comprendí. Todos practicábamos
para imitar heridas, quemaduras, mutilaciones terribles… Por eso tardé un
rato en darme cuenta de que aquello que había en su mano no era
maquillaje.
—Por todos los Cuervos —murmuré, impresionada.
La chica gritó, gritó tan fuerte que se me hizo un nudo en el estómago.
Fue un grito de impotencia, de furia, de dolor… Alguien cercano le dio
agua para limpiarse esa herida que parecía química, pero solo chilló más
fuerte.
Luego, echó a correr.
Elián se puso en pie conmigo, tal vez por inercia, tal vez para apoyar una
mano sobre mi hombro.
—Vámonos.
—¿Qué? —susurré—. ¿Por qué?
—Porque alguien le ha hecho eso.
Sus ojos azules me dijeron todo lo que necesitaba saber: debía escapar,
debía estar preparada.
Abandonamos la clase juntos igual que hicimos el día de mi examen de
Venenos y Toxinas. Salimos al pasillo al mismo tiempo que salían de clase
varias de las Lira. Elián me agarró de la mano cuando no supe hacia dónde
girar. Atravesamos el corredor y salimos a la galería de arcos que bordeaba
la escuela.
La calma que se respiraba fuera, la tranquilidad con la que paseaban otros
alumnos, el suave rumor del aire, el sonido de una fuente lejana…
acrecentaban la sensación de irrealidad.
—Vendrán a buscarte —dijo, en cuanto empezamos a alejarnos de la
escuela—. Cuando descubran lo que ha ocurrido, cuando sepan quiénes
estabais en clase…
No parecía un accidente. Podría haberlo sido, pero, si no…
Sí. Vendrían a por mí. Vendrían a por todas. Cualquier alumno podría
haber manipulado el maquillaje que estaba usando, pero solo las Lira
teníamos un motivo para hacerlo
—No puedo esconderme —le dije, deteniéndome en seco—. No puedo
ocultarme.
—No. No puedes. —Se detuvo también, me soltó y le vi pasarse la mano
por el pelo castaño y fino—. Esto solo nos ha dado unos minutos… el
tiempo hasta que se den cuenta de lo que ha pasado y decidan qué hacer.
Nos detuvimos en medio de un prado verde, entre la escuela y el recinto
de las cabañas. El viento revolvió mi cabello oscuro.
—¿Esto te ha pasado alguna vez? —pregunté.
Cualquier otro podría haberme mentido; un par de palabras de consuelo,
un «lo superé y lo superarás», pero Elián nunca lo habría hecho.
—No —respondió, con sinceridad—. Nunca. Pero he conocido a otros
que sí. Te harán preguntas, Lira.
—Estaba contigo, a dos filas de distancia —dije, con rapidez—. Hay
testigos. Sabrán que yo no…
—Seguramente interrogarán a todas las Lira, aunque no estuvieran en la
clase, y quizá también a otros que hayan tenido contacto con la atacada.
¿Qué has hecho esta mañana, Lira?
—Levantarme, desayunar, entrenar en Cuerpo a cuerpo…
—¿Qué hiciste anoche?
—Dormir —contesté—. Lo de siempre. Yo… lo de siempre, Elián.
Me tomó de las manos.
—Exactamente, ¿dónde estuviste?
—En la cabaña. Después me marché con Alex. Estuvimos en… Oh,
mierda. ¿Tengo que contar eso?
Elián se mordió el labio inferior.
—Puedes intentar no hacerlo, pero después de un rato… Quizá se lo
cuentes y si cedes, si admites algo que no habías contado al principio,
insistirán más por si ocultas algo diferente.
—Puedo asumirlo —declaré, muy segura—. No hablaré. No se lo
contaré.
—No te van a castigar por haberte acostado con Alex —me aseguró.
Tragué saliva.
—Pero sí por haberme acostado con él en la escuela. No me acerqué a la
clase de Venenos y toxinas, ni a la de Caracterización, pero sí estuvimos en
el recinto, Elián —confesé—. Habría sido muy fácil tomar uno de los
venenos y manipular material de la clase de hoy. No hablaré. No lo contaré.
—¿Estás segura? Llegará un momento en el que querrás hablar. Tendrás
tantas ganas de confesar, que incluso si no has hecho nada, si eres inocente,
tu mente buscará cualquier cosa que darles, cualquier cosa que los detenga.
Mis rodillas temblaron un poco.
Asentí con la cabeza, sin tenerlas todas conmigo.
—Si confieso y no encuentran al culpable, me acusarán a mí, y acusarán a
Alex. No hablaré.
—Está bien —convino—. ¿Estás segura de que nadie os vio en la
escuela?
—Estoy segura. Diré que dimos un paseo, por si alguien nos vio por la
calle, y que después volvimos a la cabaña, que estuvimos los cuatro juntos
toda la noche.
—De acuerdo. —Seguíamos quietos, en medio de ninguna parte. Me
habría gustado quedarme allí, con él—. Estás preparada para esto. Os lo han
enseñado todo en Técnicas de interrogatorio.
Era verdad. Sabíamos infligir tortura y soportarla, pero aquello sería
diferente. Probablemente aquel evento les daría la excusa perfecta para
poner en práctica un examen de verdad: sin palabras de seguridad, sin
descansos, ni salidas ni renuncias.
Lo harían de verdad. Nos torturarían. Buscarían respuestas.
Solo ellos decidirían cuándo tendrían todas las que necesitaban.
—Tengo miedo —le dije.
—Yo también —confesó—. Debes ser fuerte, hasta el final.
Solo unos minutos después, cuando vimos a un grupo dirigirse a las
cabañas, a buscarme, a buscarlas a todas, me dio un beso en la mejilla para
despedirse.
Entonces no lo sabía, pero ese beso fue el último.
Las primeras horas fueron largas, pero no fueron las peores. Primero
preguntaron y escucharon. Al cabo de un rato, cuando ya estaba cansada y
me dolía la espalda de estar sentada, empezaron a poner en práctica las
técnicas de interrogatorio que temía de verdad.
Recuerdo esas horas, las de después, como un borrón rojo. La sensación,
al pensar en ellas, es parecida a encontrarse en el interior de un pozo oscuro,
bajo el agua, y mirar hacia arriba, hacia las siluetas desdibujadas del día y
de la luz.
No usaron nada que fuera a dejar marca; no usaron nada que pudiera
mutilarme o lisiarme. Yo misma sabía que había muchas formas distintas de
infligir dolor, pero nunca habría imaginado que fueran tantas, tan diferentes,
tan terriblemente crueles.
Pensé en Elián. Me repetí una y otra vez sus últimas palabras: debes ser
fuerte, debes ser fuerte, debes ser fuerte… Pero tenía razón. En algún
momento entre el segundo y el tercer día, o quizá entre el tercero y el
cuarto, no lo sabía, empecé a querer hablar.
Empecé a buscar cualquier cosa que pudiera frenar aquello, que pusiera
fin a la privación de sueño, al dolor, al miedo.
Me inventé cosas. Di detalles absurdos que nadie me había preguntado,
solo para demostrar que quería hablar, que habría hablado si fuera
necesario. Quería hablar, hablar, hablar… Aun así, me mantuve fiel a mi
primera versión. Aquella noche Alex y yo dimos un paseo corto y
regresamos a la cabaña. Mis compañeros podían corroborarlo.
A pesar de todo no conté la verdad, no cedí.
Ellos también hablaron. Me contaron mil versiones distintas, mil mentiras
y patrañas que eran como puñaladas: «Lira Alya dice que te vio
manipulando los materiales de tu compañera Lira Shemar». «La propia Lira
Shemar está convencida de que fuiste tú».
Hubo un momento, al final, en el que estuve a punto de rendirme.
«Si confiesas esto terminará. Dinos que has sido tú y seremos
indulgentes».
Quise hacerlo. De todas formas, ¿qué podría pasar? ¿Qué más podrían
hacerme?
Sabía que Alya había pasado por algo similar cuando me hizo aquella
cicatriz tras la oreja. Lo suyo, sin embargo, había sido diferente, sin la
agonía que lo alargaba innecesariamente. Sabían que había sido ella y no
buscaban quebrarla, solo amonestarla y, quizá, intimidarla para que no
volviera a cometer nunca el mismo error.
Todo terminó cuando encontraron a la culpable.
Sí que había sido una de nosotras. Me lo dijeron entonces.
Las grandes puertas de acero tras las que me ocultaban se abrieron de par
en par y aquella vez entraron dos hombres y una mujer sin cubrir sus
rostros. La mujer me soltó.
—Tenemos a la culpable —me informó—. Lamentamos mucho las
molestias y la inquietud que la investigación te haya podido causar.
Reprimí una carcajada que habría sonado rota y desquiciada.
Cuando me soltó uno de los hombres me tendió un paño húmedo y un
vaso con agua.
No lloré, porque una parte de mí no terminó de asimilarlo, de entender lo
surrealista que resultaba, lo real y lo trágico que era al mismo tiempo.
No podía quejarme. ¿Quién me escucharía? Aquello había sido necesario.
Aquello podría volver a repetirse en cualquier momento.
Y yo tenía que estar dispuesta.
Ese era el precio por la redención.
No salí enseguida, porque no pude hacerlo. Llevaba varios días sentada;
no sabía cuánto, y las piernas me dolían tanto, tantísimo… Creí que no
tendría fuerzas para ponerme en pie y salir, pero conseguí hacerlo.
Fuera, me encontré con un reflejo de mí misma, deshecho y
descompuesto. Otra aspirante que salía de una sala parecida, también con el
emblema del cuervo grabado en las puertas. Tenía el pelo revuelto, los ojos
enrojecidos, la piel tirante y deshidratada y los labios agrietados.
Me tembló el labio. Ella se echó a llorar.
No llegué a preguntarle quién era; pero una parte de mí supo que tenía
que ser Alya, igual que probablemente ella había sabido quién era yo.
No había recorrido un gran tramo cuando vi a Alex aparecer a lo lejos, y
tuve que apoyarme en una pared mientras esperaba a que se acercara.
Recuerdo que me envolvió entre sus fuertes brazos, que me apartó de allí
y que me levantó del suelo sin que supusiera un problema para él. Recuerdo
cómo olía, a vainilla y a hogar, y recuerdo también lo segura que me sentí
allí, tan lejos de un mundo que cada vez me gustaba menos.
Conservo también en mi memoria el tono de las palabras de consuelo que
me dedicó al oído y el tacto de sus besos sobre mi frente.
Puedo rememorar, vagamente, que Brennan se pasó por la cabaña para
verme.
—¿Está bien? —le preguntó a Alex.
—Se recuperará —respondió él.
—Quitadle la porquería y llevadla al médico para que se asegure de que
está en buen estado. Si esos ineptos la han dañado y eso me cuesta una
buena marca al final… —No terminó de hablar.
Estaba molesto; no porque me hubieran torturado, no porque me hubieran
lastimado. Para él era solo mercancía maltratada.
Ni siquiera se acercó a mí.
Léon y Alex me ducharon. Uno me sostuvo mientras el otro limpiaba la
sangre y la mugre de mi piel y yo luchaba con todas mis fuerzas por
mantenerme en pie un poco más.
Luego, me llevaron al médico para asegurarse de que estaba bien de
verdad. Para cuando me acostaron en la cama yo estaba a punto de perder el
sentido.
Lo primero que dije, después de todo aquel tiempo, fue un ruego:
—¿Elián?
Alex me dedicó una mirada tierna, a la que ya estaba acostumbrada. Sus
dedos se deslizaron después sobre mi frente ardiendo.
—Descansa. Mañana hablaremos.
Me incorporé sobre el catre.
—¿Dónde está? —murmuré.
—Mañana va a ser peor, Alex —susurró Léon, por detrás.
—Mañana tendrá las fuerzas que hoy no tiene —replicó él, y después
volvió a girarse hacia mí para empujarme suavemente—. Descansa, Lira.
Cuando amanezca lo verás todo mejor…
Pero yo sacudí la cabeza. Me erguí un poco más.
—¿Qué ha pasado? ¿Está bien? —Ninguno de los dos se atrevió a
contestar y durante un segundo creí haber vuelto a aquella celda sin
ventanas donde me relataban mis peores miedos—. ¡¿Está bien?!
—Está herido —dijo Léon, dando un paso adelante—. Se acerca el
momento de la suplantación del verdadero Elián. Los llevaron a una última
prueba, en campo abierto para decidir cuál de los finalistas estaba mejor
preparado. Algo salió mal y resultó herido. Está en la enfermería.
El corazón se me disparó.
—¿Cuándo?
—Llegó hace un par de días, pero lo hirieron la misma noche que te
llevaron a ti. —Hizo una pausa, grave, larga, que no me gustó nada—. No
tiene buena pinta.
Los convencí para que me llevaran a verlo. Me pesaba más el corazón
que los músculos doloridos. Ya tenía el alma hecha pedazos cuando llegué.
Al verlo sobre la camilla, se deshicieron del todo, convirtiéndose en polvo
de cristal.
Tuve que sentarme a su lado, porque incluso si hubiera querido aguantar
de pie no podría haberlo hecho.
Elián, que siempre era el primero en caer enfermo en invierno, que tantas
veces nos había despertado con su tos, tenía ahora un rostro más ceniciento
que nunca. No había nada de color en sus mejillas, ni en sus labios, y tenía
los dedos de las manos fríos como témpanos de hielo.
—¿Dónde lo han herido? —le pregunté al médico que había aceptado
dejarnos pasar a pesar de la hora.
Quizá se había apiadado de mí al ver el estado en el que me encontraba.
—En la pierna. La herida se ha infectado, de ahí viene la fiebre —me
explicó, con paciencia. —Mis ojos descendieron inmediatamente a las
mantas que cubrían la parte inferior de su cuerpo—. No le recomiendo ver
la herida, señorita. No es agradable.
—Quiero hacerlo. Quiero verla.
El médico se inclinó sobre él y retiró la manta con cuidado. No me
esforcé para que no se me notara. No pude hacerlo, pero tampoco me
importó. Me llevé las manos a la cara, a la boca, incapaz de contener un
sollozo.
Había sufrido un corte por encima de la rodilla; un corte que ahora estaba
hinchado y de un espantoso tono violáceo.
Toda su pierna estaba pálida, ennegrecida en algunas zonas, y llena de
ampollas.
—¿Cuál es el pronóstico?
Le vi tomar aire.
—Cada cuerpo es un mundo. Le estamos administrando medicación para
la infección, y ponemos emplastos en la zona, pero… en su estado… con la
gangrena…
Me atraganté.
—¿Gangrena? ¿Se le ha gangrenado la pierna? —pregunté, destrozada.
—Me temo que sí.
—¿Habrá que amputar?
A mi espalda, noté que Léon se movía nervioso, y se apartaba de nosotros
mientas se llevaba las manos a la cabeza para revolverse aún más el pelo.
—Como ya les expliqué a los muchachos hace un par de días, ese habría
sido el procedimiento médico estándar, sí.
—¿Un par de días? ¿A qué esperan? —casi grité, con la voz rota.
—No nos permiten amputarlo —contestó.
No lo entendí al principio. Alex y Léon lo sabían, porque vi sus caras al
girarme, buscando explicaciones. Vi sus expresiones, las muecas de dolor, y
cuando lo comprendí supe que a ellos les habían contado lo mismo.
No le amputarían la pierna porque lo convertirían en una pieza inútil en
cualquier misión.
Su cuerpo no le pertenecía; pertenecía a la Orden, a los Cuervos.
—¿Lo dejarán morir? —escupí.
—A estas alturas, con la gangrena tan extendida, es posible que ni
siquiera la amputación lo salve.
Tomé la mano cenicienta de Elián. Miré al médico con los ojos llenos de
lágrimas.
—Pero hay que intentarlo. No pueden dejar que muera. Simplemente,
no… —Me costaba respirar—. Hablaré con nuestro mentor, con los
instructores. Hablaré con…
Sentí una mano sobre el hombro. Me giré hacia los chicos, pero no eran
ellos; era el médico.
—Si para mañana no ha mejorado la amputación será la única vía posible.
—¿Cuántas posibilidades hay de que mejore?
—He visto muchas cosas en todos mis años ejerciendo —declaró, con el
gesto contraído—. Todo es posible, pero… pocas, muy pocas. En cualquier
otro caso habríamos amputado hace mucho.
No sé si la crítica en su voz estaba ahí o fue algo que deposité yo; con
cuidado, mucho cuidado. Era una semilla hecha de miedo y desprecio, que
crecería entre las raíces del respeto y el honor, pudriéndolas lentamente.
Dejaron que me quedara allí toda la noche.
Pensé en la verdadera Lira; en que ella jamás habría sostenido la mano a
un amigo enfermo. Pensé en lo diferentes que éramos y en que, un día, esta
parte de mí, la parte que se quedaba al lado de un ser querido, tendría que
morir.
Elián se movía a ratos, en sueños o en pesadillas. Me aseguré de limpiar
la humedad de su frente, refrescar con agua limpia su rostro y su cuello, y
hablarle. Lo hice aunque no me quedaran fuerzas, aunque aún me doliese
todo el cuerpo y cada pensamiento costase un infierno.
No dejé de hablarle hasta que amaneció y llegaron algunos de los
instructores. Solo lo miraron un momento desde lejos. El médico les explicó
la situación y ellos dieron permiso para la amputación. No todos votaron
que sí.
Las enfermeras me sacaron de allí para preparar a Elián.
Recuerdo aquellas horas, los siguientes días, como una prolongación de la
tortura. Brennan me permitió desatender mis obligaciones, los
entrenamientos y las clases para descansar. De todas formas, no fui capaz de
hacerlo. Intenté dormir, comer, ducharme… mantenerme viva, resistir; pero
era complicado hacerlo cuando mi corazón estaba tendido en una cama
junto a Elián.
No mejoraba. A pesar de la amputación, no mejoraba. Ni siquiera se
despertó. La fiebre era demasiado alta y los calmantes que le hacían tomar
demasiado potentes.
No llegué a ver la amputación; ninguno de nosotros tres lo hizo.
Cuando llegamos para verlo de nuevo, cuando la esperanza era todavía
una opción, nos quedamos perplejos mirando el hueco que se hundía bajo
las mantas, allí donde debería haber estado su pierna.
Después, todo ocurrió a una velocidad difícilmente comprensible. Las
horas eran lentas y no lo eran; los minutos se volvían horas y las horas se
volvían segundos. Era complicado.
Tuvo la mala suerte de resistir tres largas semanas.
Después, murió.
Léon vino a una de mis clases para decírmelo. Tocó la puerta para
interrumpirnos y, cuando vi de quién se trataba, lo supe.
Llegué a tiempo para despedirme; el último aliento.
Nunca sabré si él fue consciente, si de alguna manera escuchó a Alex
decirle que lo quería o si escuchó a Léon llorar. Quiero pensar que lo hizo,
que sintió mi mano sosteniendo la suya, quizá como en un sueño, y que a
pesar del dolor y del desamparo al que lo habían condenado se sintió
arropado hasta el final, por nosotros.
Sus últimas palabras fueron una súplica, o una bienvenida. Nunca lo
sabré. Entre sollozos apagados y pesadas aspiraciones, Elián llamó a su
madre y yo le prometí, en un susurro, que pronto la vería, aunque nuestra
religión asegurara que los nacidos de la magia vagaríamos para siempre en
la oscuridad.
Aquella fue la última vez que estuvimos todos juntos.
7
C
ualquiera podría haber pensado que la muerte de Elián nos habría
devuelto a la realidad: una en la que no importaba a quién
amáramos, pues debíamos estar dispuestos a perderlos a todos, a
perdernos a nosotros mismos.
Quizá sí ocurrió así con Léon, que se marchó antes que nadie de aquella
habitación de hospital y estuvo ausente durante días, sin hablar demasiado,
sin bromear, sin provocarnos… Se limitaba a comer, a dormir, a existir.
No fue así con Alex y conmigo.
Salimos de aquel cuarto de la mano. Puntada a puntada tejimos una red
segura sobre las cicatrices, creímos construir un mundo donde nadie
gobernaba sobre nuestras emociones. Éramos conscientes de que estábamos
caminando sobre un lago helado. La llegada de la primavera traería consigo
el deshielo, pero a ninguno le importaba caer al agua, porque estábamos
juntos.
La muerte de Elián aún me despertaba con pesadillas algunas noches
cuando nos contaron que se acercaba el día de elegir quién reemplazaría al
Alex original y yo empecé a preguntarme a mí misma si realmente sería
necesario decir adiós a alguien más.
No tuve valor para preguntárselo hasta que perdió, hasta que supimos que
habían elegido a otro de ellos para la misión principal y que él sería pronto
reasignado a otra misión menor en Reino de Leones.
Los días desde entonces se habían vueltos extraños: una cuenta atrás antes
de despedirnos de la vida que habíamos conocido. Solo quedaríamos Léon y
yo, su prueba final estaba a punto de tener lugar también. Al final, yo sería
la última. Lira crecía y su destino como esposa del heredero estaba cada vez
más cerca. No tardarían mucho en reemplazarla, pero yo me quedaría sola
hasta que alguien decidiera mi destino, me premiara con ser Lira o me
condenara a no ser nadie nunca más.
Aquella tarde insistí para atravesar las murallas, dejar atrás el pequeño
cementerio de la ciudadela, en el que tantos de nosotros descansaban, y
adentrarnos en el bosque.
Hicimos el amor a la sombra. Todavía recuerdo que el sol se escurría
entre las ramas de los árboles y se derramaba en sus pómulos, sus
clavículas, sus labios.
Me atreví después, cuando Alex me abrazó contra su cuerpo, hasta que
pude sentir en mi pecho su propia respiración, y sus dedos empezaron a
trazar caricias perezosas en mi espalda.
—¿Por qué tenemos que quedarnos? —pregunté.
—¿Qué quieres decir? —preguntó. Sus caricias aún se deslizaban con
cómoda tranquilidad por mi espalda desnuda.
—Pronto dejarás de llevar este rostro —murmuré, y deslicé mis dedos por
su mentón—. Ni estos ojos, ni esta nariz, ni estos labios serán más tuyos.
Alex apartó mi mano.
—No me importa en quién me tenga que convertir. —Hizo una pausa.
Dudó—. ¿Te importará a ti?
En sus ojos glaucos vi un destello de dolor.
—¿Acaso significaría algo lo que yo pensara? —inquirí, tal vez
demasiado dura. Sabía lo que quería oír. Sabía que quería escuchar que lo
querría en cualquiera de sus formas, pero no podía decirlo—. Cuando
adoptes esa identidad no volveremos a vernos nunca más.
Alex apartó la mirada. Sus ojos se quedaron fijos en el pequeño
fragmento de cielo que se atisbaba entre las ramas.
—Es mi deber. Nuestro deber.
—¿Y si no lo fuera? —Me tembló la voz—. ¿Y si decidiéramos
marcharnos?
Alex se incorporó. Yo también me aparté un poco.
—¿A dónde? ¿A dónde iríamos, Lira? No hay nada para nosotros ahí
fuera. Nada bueno, al menos.
—Estará esto. —Apoyé una mano en su pecho—. Estaremos nosotros. No
necesitamos nada más.
Alex mencionó nuestra sangre maldita. Habló del Infierno, habló del
pecado, habló del fuego y de la horca.
Yo le prometí que nadie lo sabría. ¿Cómo iban a enterarse si éramos
discretos, si no usábamos nuestra magia para transformarnos más que una
vez?
—Por favor —rogué, cuando se quedó sin argumentos—. No quiero
decirte adiós.
—Yo tampoco —reconoció.
—Pues vámonos.
Aquella tarde, entre las sombras y las luces del bosque, Alex tomó mi
mano. Entrelazó sus dedos con los míos y me besó en los labios cuando me
prometió que se marcharía conmigo.
En un último beso pronunció mi nombre real contra mis labios:
Odette.
Yo pronuncié el suyo:
Oliver.
Me costó convencerlo de que debíamos avisar a Léon. Era cierto que la
muerte de Elián lo había alejado, pero no creía que fuera algo personal. No
solo estaba más lejos de nosotros; sino del mundo entero.
Esperamos varios días mientras reuníamos provisiones para el viaje y
valor para emprenderlo, y unas horas antes de marchar, cuando a Alex lo
llamaron para una prueba junto con el resto de descartados del proyecto, fui
yo la que habló con nuestro amigo.
Tomé sus manos, le hablé de Elián, le hablé de lo mucho que lo quería, lo
mucho que nos quería él a nosotros, y le aseguré que no debíamos decir
adiós a nadie más si no deseábamos hacerlo; no así, no de forma injusta y
cruel y a destiempo.
Pero Léon no esgrimió excusas con voz temblorosa como lo hizo Alex.
No habló desde el dolor, sino desde la rabia y ahora sé que también lo hizo
desde el miedo.
—No se lo diré a nadie —me prometió, al soltar mis manos. Sentí el
espacio entre los dos como un vacío frío—, pero estás cometiendo un error
que te condenará toda la eternidad.
—¿Cómo puede ser pecado existir? ¿Qué mal hemos hecho a nadie?
—Existimos para pedir perdón. Nuestra vida es una prórroga para hacer
el Bien antes de morir.
—Me niego a pensar que sea solo para eso —le dije, dolida—. Me niego
a pensar que Elián está ahora en el Infierno por no haber podido servir a la
Orden antes de que lo mataran.
Léon apretó las mandíbulas, pero sacudió la cabeza y en ese instante supe
que ya no lo convencería.
—Haced lo que queráis, pero yo no voy a participar.
Me dolió perderlo, me dolió saber que no volveríamos a encontrarnos;
pero estaba decidida a atesorar cualquier rastro de luz, cualquier pequeña
esperanza.
Iba a marcharme con Alex, o al menos eso creía yo.
Aguardé con la bolsa que habíamos reunido, los víveres y las mantas, lo
que se me antojó una eternidad. Creo que no me planteé que hubiese podido
abandonarme ni una sola vez. Temí por él. Temí que algo malo hubiese
pasado en aquella prueba.
Regresé a la cabaña varias horas después, guardé la bolsa bajo la cama y
no dije ni una sola palabra.
Léon fingió que dormía.
No se atrevió a preguntar qué había ocurrido. O quizá no quiso hacerlo.
Alex no apareció por la mañana. No lo vi en el desayuno, ni en ninguna
de sus clases. Tampoco vi a los otros y acabé buscando a Brennan. Creí que
perdería la cabeza, pero él me lo confirmó:
—Anoche los reasignaron para una nueva misión. Ya han recibido sus
nuevos nombres y partirán esta tarde. Puedes despedirte, si quieres —
añadió.
Creo que aquello fue una muestra de bondad.
No recuerdo el instante exacto en el que comprendí lo que había ocurrido.
Fui a aquella plaza, me acerqué a la puerta de la ciudadela que se abriría
para despedir a esos Cuervos.
Rostros nuevos, caras diferentes que no había visto nunca.
Aquellos eran mis compañeros, y entre ellos estaba mi amor.
Vi algunos abrazos. Ni una sola lágrima. ¿Por qué habrían de llorar
cuando todos ellos estaban cumpliendo su destino? Reconocí a algunos por
los compañeros que se acercaron a decirles adiós.
Ninguno de ellos vino a buscarme a mí.
—Te ha hecho un favor, Lira. —Léon se acercó por detrás—. Te ha
salvado.
Nunca supe qué había pasado en aquella prueba, ni qué nombre le dieron.
He pensado mucho en ello, sobre todo las noches más tristes, las más frías
y solitarias. He inventado excusas, he inventado explicaciones, pero
ninguna es lo suficientemente buena.
Tal vez se imaginó aquella vida en el exilio conmigo y no le gustó.
A lo mejor sintió miedo del fuego y el olvido.
Quizá la misión a la que le destinaron le ofrecía una vida tan plena como
para que perderme resultara fácil.
No lo lloré ni una sola vez.
Aquel día lo perdí casi todo. Solo me quedaba hundirme, escapar sola o
aferrarme a lo único que había sido seguro desde que tenía uso de razón.
Escogí convertirme en la mejor.
Escogí la Orden, por encima de todo.
Tampoco cuando Léon se marchó hubo promesas que no podríamos
cumplir. Él sí se despidió de mí con el rostro del amigo al que había querido
todos esos años, porque lo habían elegido a él.
Brennan estuvo orgulloso.
El orgullo, sin embargo, no enmascaró su crueldad:
—Un muerto, un despojo y un elegido —nos dijo, cuando recibimos la
noticia—. Mi reputación depende ahora de ti, Lira. No me decepciones.
No lo hice.
Me enfrenté a una última prueba en la que demostré que para mí no
existía nada más allá de la Orden: ni mis emociones, ni mis necesidades, ni
mi propia vida.
Paradójicamente, aquello que mostró al mundo que yo era la Lira perfecta
y por tanto la que menos personalidad propia debía esconder fue también lo
que me mostró un espectro de color de mí misma que yo desconocía.
Después llegó la noche en la que Lira moriría y yo me convertí en ella
creyendo que sería así para siempre y que mi nombre real moriría en ese
rincón oscuro donde solo permanecen los sueños que nos condenarían; los
sueños malditos.
Supongo que me equivocaba, porque unos meses después un chico que
decía ver en mis ojos la magia de los bosques de Erea pronunció mi nombre
en voz alta.
Y yo ya no quiero que sus labios me llamen de ninguna otra forma.
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de la nueva novela de Paula Gallego!
PURGATORIO
U
na noche la realidad se tuerce y esa chica con el corazón roto va
rompiendo lazos y quemando puentes bosque adentro mientras
los dioses que observan trazan cruces negras sobre su nombre.
También para ella pretenden que haya un castigo, como lo hubo para
Mari, como lo hubo para mí.
Esta vez yo no lo permito.
Odette desata una fuerza dormida e indómita que quizá no sea capaz de
convocar nunca más y lo que la convierte en persona, lo que la hace
diferente y especial, ese pedazo de ser al que a veces los humanos llaman
«alma», o «arima», en el lenguaje de la magia, cruza el primer umbral hacia
la morada de Mari, adonde yo jamás podré entrar, y se queda en el
purgatorio.
La chica llega con el corazón roto. No ha pasado de repente; ha sido poco
a poco. Primero hubo personas que hicieron que resistiera sin romperse
completamente: parches en las grietas: Alex, Léon, Elián… Quizá su
recuerdo y el calor de sus gestos lo mantuvieron entero en el pecho después,
cuando ellos mismos se convirtieron en grieta.
Más tarde llegó algo diferente a todo lo demás, un tipo de parche que no
se contentaba solo con mantener los pedazos unidos. Hubo más.
Y eso acaba ahora transformado también. Acaba haciendo jirones los
pedazos recompuestos, acaba convirtiendo en sombra los fragmentos más
brillantes.
La chica llega con el corazón roto y está dispuesta a todo para
recomponerlo.
Camina en la oscuridad sin preguntarse dónde está ni a dónde se dirige.
Sus pies se mueven solos por una determinación que nace del instinto, del
deseo y del deber, hasta que me escucha llamarla.
—No está bien robar a los muertos, Odette.
No da un paso atrás. Quizás el dolor sea tan terrible como para no dejar
espacio al miedo. O tal vez no lo tenga. Tal vez siempre ha sabido que
conmigo no debía tenerlo.
Me mira con atención, casi con descaro, y a mí me gusta que lo haga, que
me observe despacio y se permita buscar entre las sombras y la oscuridad
de mis formas. Así que yo tomo una que conoce, una que le guste.
Y me aparezco ante ella como un lobo blanco.
Ella me arroja un puñado de monedas a los pies.
Arrogante, descarada, desesperada.
Estúpidamente valiente.
—Vengo a llevármelo —me dice—. Vengo a sacarlo de aquí.
No le tiembla la voz.
—El mortal al que llaman mi paladín no pertenece al purgatorio, ni
pertenece a mi casa: pertenece a la morada de Mari. Se ha ganado ese
honor.
—Pero no ha llegado todavía, ¿verdad? Aún no puede haber cruzado.
La chica es hermosa, como lo fue alguna vez su antepasada, mi hija.
También es obstinada. También en ella ruge la furia de las tormentas sin
control. Si miro atentamente casi podría encontrar un destello familiar en
esos ojos salvajes que me recuerdan a Mari.
—No, no lo ha hecho.
—Entonces, volverá conmigo.
Sonrío y ni siquiera al ver mis fauces me teme.
—¿Es una orden, criatura?
—¿Obedecerás si digo que lo es? —contesta, insolente.
La oscuridad a su alrededor no la perturba. El silencio denso de la
eternidad que ha hecho perder a otros la cabeza no le hace flaquear.
—¿Qué llevas en los bolsillos? —pregunto, aunque conozco la respuesta.
He visto cómo enfadaba a todos mis hermanos robando esas ofrendas,
desafiando todas las normas, desatando ese poder por el que a Mari y a mí
nos condenaron.
—El pago —me dice—. Para cruzar a por Kirian y para volver con él
después.
Sonrío una vez más. La oscuridad se pliega a mi alrededor.
—Cruzar es barato —le digo.
Ella ya lo sabe. La advertencia le palpita en las sienes, en ese lugar que
ignora porque el corazón le duele más.
Sabe que cruzar nunca es caro, pero volver… ah, nunca sabes cuánto he
de pedir para que te deje regresar.
Y a ella le da igual.
Se vacía los bolsillos. Deposita todas las monedas a mis pies e implora:
—Por favor.
Sigue habiendo, incluso en la súplica, una soberbia difícil de ocultar, una
determinación ciega que nace del dolor, la nobleza y el coraje. Y quizá, muy
en el fondo, sea un remanente de mí. Una parte que ha ido sobreviviendo
generación tras generación hasta traerla aquí.
—Acompáñame.
Ella me sigue sin dudar.
Atravesamos bosque y oscuridad, el propio tejido del espacio y del
tiempo, y la llevo al mismo salón del trono en el que, en el plano mortal,
descansa el cuerpo de Kirian.
Aquí tampoco hay cristales, ella los ha roto en ambos planos. Así de
fuerte es su poder, su agonía.
Todo se mantiene a oscuras, salvo ese altar en el que Kirian aguarda a que
Erio lo lleve.
Aquí sí parece dormido; tumbado bocarriba, con las mejillas aún llenas de
color y los labios que ama besar rojizos. Eso es lo que piensa Odette en
cuanto lo ve, y por eso corre a despertarlo, pero yo le advierto:
—Perturbar a los muertos trae consecuencias impredecibles.
Ella se detiene. Hace de tripas corazón, encuentra fuerzas donde no le
quedan.
Se queda inmóvil frente al cuerpo, aguardando, anhelando.
Entonces me mira, y en esos ojos verdes descubro lo mismo que veía en
los ojos de mi primera hija cuando me pedía algo que yo siempre acababa
concediéndole.
—El mortal es tuyo para llevártelo de vuelta si lo quieres.
—¿Cuál es el precio? —inquiere.
Sus manos aferradas al borde del altar, a un impulso de tocarlo.
—Tu nombre.
—¿Mi… nombre? —repite.
—No Odette, ese no me importa. Ese debes conservarlo. ¿Cómo te
llaman los mortales? ¿Cómo te llaman las brujas?
Ella inspira con fuerza.
—Hija de Mari.
—Y sin embargo tú eres consciente de que aquello que te convierte en
hija de la diosa te convierte también en hija de alguien más.
—Me convierte en hija tuya —responde, todavía sin temor.
—Solo te pido un nombre que lo reconozca.
—¿Por qué? —se atreve a preguntar.
Respondo con sinceridad:
—Porque añoro la voz de mi primera hija cuando ella me llamaba.
Odette, que ha cruzado el umbral; Odette, que ha desafiado a los dioses, a
la muerte y a la vida; Odette que ha vuelto a enfadar a quienes enfadamos
Mari y yo en su día, me mira y murmura sin nada que meditar:
—Soy Hija de Gaueko.
Sonrío.
—Deberás marcharte hacia atrás —le advierto, y ella no lo cuestiona.
Mi oscuridad la lleva fuera del bosque.
Aún se arremolina alrededor de sus pies desnudos cuando atraviesa el
umbral. La lleva pegada a la piel, a los huesos y a las ideas… La lleva
consigo a través del jardín en el que todos se detienen para mirarla mientras
avanza hacia atrás, y aún la arrastra cuando cruza los cristales que ella ha
roto, atraviesa la barrera que impedía que la comandante la siguiera fuera y
vuelve adentro sin volverse aún, de espaldas, con las hermanas
conmocionadas del capitán, con los soldados que a partir de ahora darán
testimonio de lo que ha de hacer.
Todos observan. La comandante no sabe bien qué decir. Cree que ha sido
una explosión de ira, de pena. Cree que ha recapacitado, que ha vuelto para
llorar a Kirian en paz y pedir perdón por las monedas hurtadas.
Está preparada para buscar consuelo que ofrecerle donde no le queda
nada más que dolor, pero no está lista para lo que ocurre después.
Odette, que ahora lleva pegados a la piel dos brazaletes negros trazados
con la forma de bellas enredaderas y flores hermosas, se da la vuelta por fin
y se detiene frente al altar. Solo entonces se inclina sobre el rostro sin vida
de Kirian y deposita en sus labios un beso que rompe un poco a quienes lo
ven.
Creen que se trata de una despedida.
Y quizá sea así. Quizá ambos se estén despidiendo de una versión de su
historia que nunca estuvo destinada a ser.
1
Kirian
D
e pronto, todo se llena.
Lo siento como un espacio vacío, a oscuras, que es colmado
poco a poco. Regresa el tacto suave de la piel cálida sobre mis
dedos, el aroma conocido a lilas, mezclado un poco con tierra y humedad, el
regusto a sangre en el paladar y algo más.
Siento el sabor de sus labios contra los míos, la calidez de su boca.
Escucho los latidos acelerados de su corazón como si fuera el mío propio,
muy dentro de mi pecho.
Cuando le aprieto la mano consigo justo lo contrario a lo que deseo,
porque en lugar de prolongar ese beso que es vida y es luz, Odette se aparta.
En ese instante abro los ojos y regresan también los colores. El color
hermoso del atardecer, contenido en un cabello que cae a ambos lados de un
rostro, su rostro.
Advierto algo oscuro en sus mejillas, zarcillos hechos de noche y estrellas
que se retuercen alrededor de sus ojos, sus pómulos, su mandíbula… hasta
que retroceden y desaparecen en el cuello, bajo la tela de la camisa y se
quedan en sus brazos, con la forma de dos brazaletes.
Una alucinación, imagino, producto del sueño. Un pequeño fragmento
persistente de pesadilla.
Luego, respiro.
Lo siento como una bocanada que me llena los pulmones por primera vez
y me sorprende no sentir dolor, no sentir nada en absoluto: ni una pequeña
molestia, ni una tirantez… nada de resistencia cuando inspiro y vuelvo a
dejar escapar el aire.
Y Odette, con esos ojos verdes que contienen toda la magia de los
bosques de Erea, me mira como si fuera un milagro, me mira como debo
mirarla yo a ella.
Casi espero que regrese el dolor, la punzada que me advierta de que esto
está a punto de acabar, la voz sin voz que me amenace con regresar a por
mí… Pero nada de eso ocurre.
Me incorporo para estar frente a ella, para tomar ese rostro hermoso entre
mis manos y volver a besarla, y me doy cuenta de que ya no estamos bajo
los túneles.
Veo los suelos de mármol, los techos altos y el trono, veo el lugar en el
que antes había un gran ventanal y al otro lado los jardines. Veo a Aurora,
que está lívida como si hubiera visto un fantasma y a Edith, en cuyo rostro
se adivina un terror que no vi ni siquiera cuando le quitaron la vida a Tristán
ante nuestros ojos. Descubro a Nírida, que ha dejado caer su espada al suelo
y me contempla como si estuviera a punto de perder el sentido.
—Odette… —murmuro, con voz ronca.
Estoy a punto de decir algo más, de preguntar, pero no llego a hacerlo,
porque ella deja escapar una exclamación ahogada, como si llevara una
eternidad sin tomar aire y, entonces, se inclina hacia mí.
Toma mi rostro entre las manos y siento su aliento en los labios un
segundo antes de cerrar los ojos y notar su boca contra la mía.
Hay dolor en el beso. Hay miedo. Pero también alberga algo más,
complicado y hermoso, que palpita en cada respiración. Y cuando logro
recuperarme de la sorpresa y se lo devuelvo, cuando mi lengua pide
permiso y sus labios me lo conceden, siento algo cálido rodando por mis
mejillas.
No me doy cuenta de que las lágrimas no son mías hasta que no siento un
leve temblor contra mi pecho, en su cuerpo. Apoyo una mano en su espalda
y siento en el centro de la palma los latidos acelerados de su corazón.
El beso sabe a sal y a sangre, pero también sabe a ella. Bebo de él,
sediento, buscándola con las manos, acariciando sus húmedas mejillas,
enredando los dedos en su pelo…
Cuando se aparta tiene los pómulos sonrojados, los ojos húmedos y los
labios enrojecidos. Toma mi rostro entre las manos y contra mi boca
murmura:
—Bienvenido a casa, Kirian.
Odette me mira de una forma complicada. Le brillan los ojos, de un verde
especial a la luz de los cirios, un verde que contiene magia y canciones.
Vuelvo a mirar a mi alrededor, a Nírida, a mis hermanas… a los soldados
que me observan con una expresión que baila entre la conmoción y el
horror. Estamos en el salón del trono, pero…
—Los túneles —digo. Me noto la voz raspada, ronca, como si llevara una
eternidad sin usarla—. ¿Qué ha pasado? ¿Los soldados pudieron atravesar
la muralla? ¿Los Lobos? ¿Hemos…?
Nírida no responde. También ella me mira de esa forma que no augura
buenas noticias.
Odette, en cambio, esboza una sonrisa.
—Lo logramos —me dice, recuperando mi atención—. Lo hemos
conseguido. Las murallas cayeron, los Lobos reconquistaron Erea. Son
libres, Kirian.
Un peso que no sabía que aún cargaba se afloja en mis hombros, en mi
pecho… en cada fibra de mi ser.
Libres.
Los Lobos de Erea libres de nuevo.
—Gracias a ti —le digo, y busco su mano, esa que ha liberado mi hogar.
Entrelazo mis dedos con los suyos y, al hacerlo, me doy cuenta de que le
tiemblan un poco. Aprieto más fuerte y me los llevo a los labios para
besarlos.
—Me parece que los ejércitos de Sulegi y los rebeldes comandados por
Nírida, los soldados de Numa capitaneados por Arlan, las brujas y las Hijas
de Mari tendrían algo que decir.
Me río un poco y, de nuevo, esa risa me raspa la garganta.
Creía que no lo conseguiría. Estaba convencido de que Erio me llevaría
en esos túneles. Sabía que los Leones caerían en Erea, pero pensaba que
nuestra única oportunidad pasaba por mi muerte.
Me equivocaba.
Pero no se lo digo. No le digo que no confié en ella, en su fuerza.
—Ca… capitán…
Me giro hacia uno de mis hombres, uno que aguarda en una esquina,
estirado como un junco. Otro soldado lo agarra de la pechera, como si
hubiera estado intentando contenerlo y evitar que hablara, aunque no parece
haberlo logrado. Varios hombres más me observan con la misma mueca
consternada, atravesada por la angustia.
—Fuera —ladra entonces Nírida, que parece haber recobrado el aplomo.
Se agacha para recoger la espada que ha dejado caer y mientras lo hace me
doy cuenta de que nunca había visto que hiciera tal cosa—. Fuera de aquí
todo el mundo. Ya.
Los soldados no esperan una segunda orden. La sala del trono se vacía;
todos la dejan en silencio, con una solemnidad que no concuerda demasiado
con el ambiente de celebración que debería haber.
Me muevo un poco y, entonces, un sonido tintineante me hace bajar los
ojos hasta el lugar en el que estaba tumbado, cubierto de monedas que han
rodado al suelo.
Frunzo el ceño.
Voy a decir algo cuando Aurora se acerca a nosotros y se planta frente a
mí con un gesto grave.
—¿Eres mi hermano?
Parpadeo.
—¿Qué?
—Aurora —la regaña Edith, que continúa con esa expresión tensa y las
mejillas húmedas.
—¿Qué ocurre? —pregunto entonces: a Nírida, a mis hermanas, a Odette.
Ha debido de ocurrir algo muy malo si nadie celebra la victoria, si todas
me observan así.
—Responde, por favor —me suplica Aurora, un poco más suave.
No entiendo qué pretende con esa pregunta extraña. No sé qué espera
escuchar, pero lo hago igualmente porque es mi hermana y la forma en la
que me mira…
—Sí, soy tu hermano.
Aurora ahoga una exclamación y, entonces, se arroja a mis brazos. Me río
un poco, impresionado, y me sorprende comprobar que no siento dolor.
Nada. No queda ni rastro de la agonía lacerante que me hizo creer que
moriría.
—Aurora… —murmuro, sorprendido.
—Está bien —dice entonces Nírida, acercándose a nosotros—. Tenemos
trabajo que hacer. Edith.
Solo pronuncia su nombre, pero la mayor de mis hermanas asiente y,
como si contuviera el aliento, se acerca hasta agarrar a Aurora del brazo y
obligarla a soltarme. Da varios pasos atrás, sin dejar de mirarme.
—Odette, no me gusta pedirte esto, pero… deberías prepararte.
Ella asiente levemente.
Necesitamos que la Reina de Reyes dé un discurso, se ponga una corona
y se siente en el trono de Erea, el que habría heredado Lira si los Leones no
hubieran masacrado a toda su familia.
Odette me dedica una sonrisa antes de desaparecer.
—Te veré enseguida.
Asiento y miro a mi comandante.
—¿No hay trabajo para mí?
Ella me contempla con intensidad, las cejas contraídas, el gris pálido de
sus ojos emborronado por una fina película de lágrimas. De pronto, alza la
cabeza y mira a nuestra espalda, al vacío que antes era una hermosa
cristalera que daba a los jardines.
—¡Largo de aquí! —ordena, con autoridad, y los curiosos que
merodeaban se dispersan enseguida.
Me froto un poco la nuca y, al alzar la mano, varias monedas más vuelven
a caer al suelo. Las sigo con la mirada, preocupado.
—Si todos estabais así… ha debido de ser difícil. Siento no haber estado
al final.
Nírida abre la boca para decir algo, pero no es capaz, y son pocas las
veces que se queda sin palabras.
Me llevo la mano al pecho y, al hacerlo, noto los bordes reventados de la
armadura de cuero, en el lugar en el que la espada del falso Eris, ese Cuervo
que lo había suplantado, ha estado a punto de arrebatarme la vida.
Me esfuerzo por sonreírle un poco.
—Ha estado cerca, ¿eh?
Nírida me mira entonces como si hubiera regresado de un trance.
—¿Cerca? —inquiere, en un susurro áspero—. Kirian, has estado horas
muerto.
2
Kirian
M
e río un poco, pero me asalta la tos y tengo que detenerme.
—¿Qué dices?
—No bromeo —susurra—. No lo haría con algo así.
La miro, consternado, y algo en sus ojos me dice que no está mintiendo.
No lo parece, pero… No. Es imposible.
—Explícate.
Nírida traga saliva. Veo subir y bajar su garganta mientras busca las
palabras.
—Moriste en aquellos túneles, te perdimos.
—Creísteis que me habíais perdido —matizo.
Ella sacude lentamente la cabeza.
—No, Kirian. No lo creímos: tu corazón dejó de latir, la magia de Odette
no pudo cerrar tus heridas, no llegó a tiempo. Yo la aparté de tu cuerpo sin
vida. Yo di la orden de que te trajeran aquí, al salón del trono, para honrarte.
Recuerdo el rostro sin color de Odette, su mano sin fuerza sobre mi pecho
y esa mirada perdida en mi espalda. Cuando Erio me habló me di cuenta de
que era a él a quien ella miraba.
Erio, la misma Muerte, estaba haciendo una apuesta y tanteaba cuál de los
dos quería jugar contra él: ¿Odette o yo?
Los dos. Los dos estábamos dispuestos a morir por el otro. Odette estaba
usando demasiada magia para liberar a Erea y salvarme a mí… y yo le
mentí. Le dije que ella podía proteger los túneles y hacer caer las murallas
porque yo aguantaría mientras tanto.
Miro a mi alrededor.
Las monedas. Miro las monedas que lo cubren todo.
Un escalofrío desciende por mi columna vertebral.
—Pero… ¿Cómo?
—Te estábamos llorando. Tus hermanas, tus soldados… Te lloramos y
entonces ella atravesó esos cristales, profanó las ofrendas a Erio, robó esas
monedas y se perdió en el bosque. Unos minutos después surgió de la
oscuridad, volvió aquí dentro y… te trajo de regreso.
Siento el corazón latiendo con una fuerza abrumadora; latidos fuertes,
acompasados, que parecen decir:
Tú lo sabes, lo sabes, sabes que es verdad…
—No es posible —murmuro.
—Kirian, Odette te ha traído de vuelta de entre los muertos —dice
entonces, seria, grave—. No sé cómo, pero lo ha hecho. Tú mismo eres la
prueba.
Trago saliva.
—Por eso Aurora ha…
—Sí. Por eso ha preguntado si eras su hermano, y si te digo la verdad me
alegra que te haya obligado a responder, porque a mí todavía me cuesta
creer que seas tú.
—Soy yo —murmuro, incapaz de decir nada más.
Nírida se muerde los labios.
—Es un milagro —susurra, pero no parece muy convencida.
O una atrocidad, completo yo. Ella debe de estar pensando lo mismo.
—Entonces… ¿estás bien? —tantea.
—Como nuevo.
Ella esboza una sonrisa un poco forzada.
Y caigo en la cuenta de algo.
Eris.
—¿Qué ha ocurrido con el cadáver del Cuervo que se hacía pasar por el
heredero?
Fue él quien me mató. Todo este tiempo desde que decapité al heredero
real los Cuervos debían de haber hecho creer a los Leones que Eris seguía
con vida.
Nírida se frota los ojos.
—Intentamos ocultarlo, pero igual que muchos te han visto a ti… los
hombres saben que hoy Eris estaba en los túneles y que tú lo has matado
otra vez. —Suspira con pesadez—. He escuchado cómo algunos lo
llamaban espíritu.
—Mejor eso que la verdad —opino.
Nírida asiente.
—¿Te ves capaz de ayudarme? Hay mucho trabajo que hacer y tenemos
una coronación que organizar.
Bajo las piernas del altar improvisado, tirando al suelo varias de las
monedas.
Por todas las criaturas oscuras. Ahora que sé lo que son, por quién
pagaban a Erio, me parece aún más macabro.
—Claro. Me he perdido el final de los Leones. No pienso perderme el
comienzo de los Lobos.
Esta vez, cuando Nírida sonríe, siento el gesto más cálido, suave, tierno.
Algo se ablanda en esa expresión, algo que hace que sus labios tiemblen un
poco antes de abrazarme; de forma breve y apenas insinuada, muy
contenida pero real.
Luego, nos ponemos en marcha.